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MISION Y PERMANENCIA DE «AZORIN» Por el Dr. José Amonio Pércz-Rioja 's EBP agradecer, ante todo, las palabras de presentación —dictadas por el afecto y la cordialidal de mi querido amigo y colega de ta- reas en el Patronato «Joáé María Quadrado» del C. S. de I. C., don José Antonio de Bonilla— , y dar las gracias asimismo al Instituto de Estudios Giennenses, que él tan amorosa y acertadamente dirige, por la atención de invitarme a clausurar este ciclo de conferencias sobre el maestro «Azo- rín», ya que ello supone para mí dos cosas que debo subrayar: de una parte, el saldar, aquí y ahora, un grave «pecado turístico», el de no conocer hasta ahora —y conocerlo espléndidamente bien, de la mano de cordiales y expertos «cicerones»— este magnífico Jaén, repleto de te- soros de arte, como la catedral, rico en sorpresas, a la vez emotivas y literarias, como ese manuscrito original de San Juan de la Cruz que he podido ver y tener entre mis manos, y rico, también, en un paisaje natural y un entorno humano que hace sentir el deseo de volver; de otra parte, l,a nueva oportunidad que hoy se me brinda de volver a ocu- parme de un autor dilecto para mí, al cual he dedicado muchas horas de lectura y estudio y algunos de mis libros y artículos: desde El estilo de «Azorín» y su proyección en la literatura contemporánea — premiado en un concurso internacional, convocado por el diario «ABC», de Ma- drid, y publicado en 1963, por «Prensa Española», como Homenaje al Maestro en su 90.° aniversario— , hasta un reciente ensayo, en julio de 1973, en la revista «Mundo Hispánico», sobre «.Azorín-» y los escritores hispanoamericanos, pasando por una Bibliografía azoriniana — que com- pleta las anteriores de Cruz Rueda y Gamallo Fierros, publicada en abril de 1965 en la revista «El Libro Español»— , cuya elaboración me

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MISION Y PERMANENCIA DE «AZORIN»

Por el Dr. José Amonio Pércz-Rioja

' s EBP agradecer, ante todo, las palabras de presentación — dictadas por el afecto y la cordialidal de mi querido amigo y colega de ta­

reas en el Patronato «Joáé María Quadrado» del C. S. de I. C., don José Antonio de Bonilla— , y dar las gracias asimismo al Instituto de Estudios Giennenses, que él tan amorosa y acertadamente dirige, por la atención de invitarme a clausurar este ciclo de conferencias sobre el maestro «Azo- rín», ya que ello supone para mí dos cosas que debo subrayar: de una parte, el saldar, aquí y ahora, un grave «pecado turístico», el de no conocer hasta ahora — y conocerlo espléndidamente bien, de la mano de cordiales y expertos «cicerones»— este magnífico Jaén, repleto de te­soros de arte, como la catedral, rico en sorpresas, a la vez emotivas y literarias, como ese manuscrito original de San Juan de la Cruz que he podido ver y tener entre mis manos, y rico, también, en un paisaje natural y un entorno humano que hace sentir el deseo de volver; de otra parte, l,a nueva oportunidad que hoy se me brinda de volver a ocu­parme de un autor dilecto para mí, al cual he dedicado muchas horas de lectura y estudio y algunos de mis libros y artículos: desde El estilo de «Azorín» y su proyección en la literatura contemporánea — premiado en un concurso internacional, convocado por el diario «ABC», de Ma­drid, y publicado en 1963, por «Prensa Española», como Homenaje al Maestro en su 90.° aniversario— , hasta un reciente ensayo, en julio de 1973, en la revista «Mundo Hispánico», sobre «.Azorín-» y los escritores hispanoamericanos, pasando por una Bibliografía azoriniana — que com­pleta las anteriores de Cruz Rueda y Gamallo Fierros, publicada en abril de 1965 en la revista «El Libro Español»— , cuya elaboración me

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permitió visitar algunas tardes, en su casa madrileña de la calle de Zorrilla, al maestro «Azorín»... Todavía recuerdo cómo pasaba de su laconismo habitual, a una cierta locuacidad, cuando comprobaba con satisfacción que yo poseía — entre mis fichas bibliográficas— datos o nombres por él ya olvidados...

Sobre estos trabajos propios, pero muy especialmente sobre el aná­lisis de la lectura de la obra completa del maestro de Monóvar, voy a intentar ofrecer a ustedes, en menos de 60 minutos — límite prudente de cualquier conferencia, y empresa nada fácil, en esta clausura, dada la altura de los temas tratados y de los conferenciantes que me han pre­cedido—-, una síntesis lo más clara y completa posible sobre el tema que he titulado:

M is ió n y p e r m a n e n c ia d e « A z o r í n »

Cuando el joven José Martínez Ruiz, adviene a la literatura, 1& prosa castellana pesa demasiado: es larga y ampulosa, está recargada de hojarasca retórica. Es preciso afrontar — literariamente— un problema de sensibilidad y de estilo.

En otro aspecto —tras de la Revolución de 1868, del gobierno provisional, del breve reinado de Amadeo de Saboya y de la efímera República del 73, precisamente el año del nacimiento del futuro «Azo­rín»— sobreviene, ya en plena regencia, la pérdida de nuestras últimas colonias de Cuba y Filipinas. Se oyen, entonces, las primeras voces regeneracionistas: las de Macías Picavea, Lucas Mallada, Joaquín Costa...

Se plantea también — inevitable, ideológicamente— otro problema: el de la búsqueda de nuestros auténticos valores, el de una regeneración o reconstrucción nacional.

Aunque el joven «Azorín» parezca en sus años mozos — aquellos del monóculo y el paraguas rojo— un iconoclasta, y a pesar de que se busque a sí mismo antes en autores franceses o en Nietzsche que en fuentes hispanas, su personalidad humana y su propia obra — orientadas siempre por la preocupación de España— , serán esenciales para la más exacta comprensión de aquellos años y de la llamada «generación de 1898»: aunque se la discuta y se la niegue, de lo que no cabe duda es

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de que «Azorín» es el único de los escritores de entonces -—antes que Baroja, Maeztu o Unamuno— , cuya adscripción al grupo «noventayochis- ta» no se ha negado jamás, sin duda, por ser el más representativo de aquel clima espiritual. Quizá, también, porque José Martínez Ruiz reaccionó, entonces, como ninguno ante el problema literario de crear una nueva sensibilidad y un estilo nuevo.

El entonces rebelde y demoledor «Azorín» es — como será más tar­de— un hombre sensitivo, sencillo y tímido, que esconde y hasta de­fiende en su hermetismo, el pudor de su propia intimidad. En el fondo, ya desde aquellos años mozos, la serenidad y la mesura serán, sin embargo, la constante de su vida y de su obra. Su actitud vital v literaria viene a ser la de un espectador de cuanto le circuye, a la vez que la de un lector infatigabl.e «Azorín» — dice Joáé Martínez Ruiz de su homónimo protagonista «complementario», del cual tomará su definitivo nombre literario— lee, en pintoresco revoltijo, novelas, socio­logía,, crítica, viajes, historia, teatro, teología, versos. Y esto — recalca— es doblemente laudable. El no tiene criterio fijo : lo ama todo, lo busca todo. Es — añade— un espíritu ávido y curioso»...

Ve, siente y vive la vida a través de la literatura. El hombre José Martínez Ruiz dijérase absorbido por el escritor «Azorín»; por el seudó­nimo literario le han sido dirigidas las cartas, y por ese seudónimo hemos podido buscar, en la guía, su teléfono... «Azorín» es, en suma, prototipo ejemplar del escritor, del escritor puro.

¿Cuáles son sus primeras lecturas? ¿Qué influencias recibe? Sin duda, las de autores franceses. «Las literaturas — ha declarado tiempo después - necesitan la fecundación del exterior para fortificarse y re­novarse... España necesitaba comunicación estrecha con Europa». «No se puede conocer — añade en otra ocasión— la literatura propia, ple­namente, si no se conoce una extranjera, no se puede conocer el propio idioma, en sus puridades, si no se conoce otro extraño. Para mí — con­cluye— esa literatura y ese idioma son los de Francia».

Se ha discutido mucho la fuerte influencia producida en «Azorín» por sus lecturas de autores franceses, desde Montaigne, Pascal o La Bruyére a Baudelaire, Flaubert, los hermanos Goncourt, «Anatole Fran- ce», Lenormand y Proust, pasando por el belga Maurice Maeterlick. Se le han censurado, incluso, sus galicismos de concepto y de forma.

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Sin negar esa acentuada presencia de lo francés, pensemos, sin embargo, antes que en influencia, en cierta confluencia o paralelismo espiritual. Y observemos también que, por esos contactos voluntarios o encuentros ca­suales con la vida y las letras francesas, «Azorín» se siente todavía más español. Parece -—por lo que Goethe llamaba «afinidades electivas»— como si su propia manera de ser le pidiera tal impregnación de lo francés que, para él, suponía un alimento espiritual necesario y capaz de convertirle no en un imitador, sino en un escritor auténticamente español, más depurado y quintaesenciado, al someterse —espontánea, gustosamente— a ese tamiz literario tras del cual intuye un modelo en el que se busca hasta encontrarse a sí mismo. Esas «afinidades electivas» con autores franceses, se dan asimismo con estilistas hispanoamericanos como Gutiérrez Nájera, José Martí, González Prada o Varona, cuya lec­tura — si la hizo— fue, seguramente, posterior al momento de la for­mación de su propio estilo.

En Tertulia de Madrid, nos dice Alfonso Reyes: «Conocí a ” Azorín” , allá por septiembre de 1914, recién llegado yo a España... El — subraya el escritor mejicano— , tan curioso, no creo que haya tenido entonces verdadera curiosidad por las cosas de América: me declaró, francamente — añade Reyes— , no conocerla muy por detalle»... Casi treinta años después, en un bello artículo, Leer y leer, publicado en la revista «Esco­rial», de noviembre de 1942, se pregunta el maestro «Azorín», ya casi a la altura de sus setenta años, cuáles deben ser los libros de una ideal lis­ta de cien. «Imposible saberlo — dice— . Difícil, si posible, la tarea». Y «Azorín» aventura esa lista, iniciándola con la Biblia para cerrarla con los Ejercicios espirituales, de San Ignacio de Loyola. En ese centenar de obras, tan sólo tres de autores hispanoamericanos: el Martín Fierro, de Hernández; los Cantos de vida y esperanza, de «Rubén Darío» y el Tabaré, de Zorrilla San Martín... No deja de ser todo ello significativo. De los precursores hispanoamericanos antes citados — y salvo alguna alu­sión a Martí— , el autor de Castilla no hace siquiera mención. Podemos, pues, llegar a la creencia, muy fundada, de que en sus años iniciales, en los que «Azorín» forma su propio estilo, no los conoció, sin luego fre­cuentarlos demasiado: no hubo, pues, influencias; hubo, cómo no, coin­cidencias, afinidades electivas, nada más.

Por otra parte, la lectura de los «regeneracionistas» de sus años jóvenes — sobre todo, de Costa— , y sus viajes por España le adentran en

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la contemplación del paisaje, con preferencia, quizá, el de Castilla. Y de este último factor — no libresco, sino directo— se va acentuando, cada vez más, su acercamiento a nuestros clásicos, a los más lozanos — prima­vera de nuestra literatura— como Berceo y el arcipreste de Hita, o más tarde, a los de más exquisita sensibilidad, como fray Luis de León y fray Luis de Granada, Cadalso, Larra, «Clarín», Valera y Castelar... Y de todos ellos — he aquí su nuevo sentido de interpretarlos y de compren­der a España a través de la literatura— extrae su actualidad, o lo que es igual, su pervivencia en nuestro tiempo. «En España — se ha lamen­tado «Azorín»— no amamos a los clásicos; no los leemos; no los estu­diamos, ni en la escuela, ni en el instituto, ni en la universidad». «Azo­rín» busca, afanoso, un nuevo sentido para comprenderlos, y nos dice: «Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La para­doja — añade— tiene su explicación: un autor clásico no será nada, es de­cir, no será clásico, ni so refleja nuestra sensibilidad». Como ha dicho Eugenio d’Ors en una de sus frases más felices y exactas, «Azorín» nos ha desamortizado a los clásicos, sacándolos de las cárceles de la erudición para darlos a los vientos de la cultura».

•k * *

¿Hasta qué punto — podemos preguntarnos ahora— y de qué ma­nera es posible ver, conocer a un autor a través de su obra? He aquí un problema sobre el cuail caben diversas interpretaciones. Para recoger, al menos, dos criterios antagónicos — sin salimos de los escritores más representativos del «98»— basten el de Unamuno —que no puede desligar al hombre del escritor— y el del propio «Azorín», que sólo ve una relación lejana entre ambos. Unamuno afirma en Soliloquios y conversaciones: «Soy, señor mío, de los que no aciertan a separar al hombre del escritor, ni su manera de ser y vivir, de su manera de producirse al público... Cuando después de haber ¡leído algo, puedo decirme: El hombre que escribió esto me parece un espíritu puro y noble, quedo satisfecho de haberlo leído».

«Azorín», en El escritor, nos dice por su parte: «El misterio del es­critor no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por nadie enteramente esclarecido». Y en el prólogo a sus Páginas escogidas, admite: «Hay una muy lejana relación entre las

condiciones personales del autor y su manera de escribir». Y, coincidien­do con Ortega, dirá en El artista y el estilo: «Un hombre no está aislado nunca con la sociedad que le circuye; la obra tiene estrecha circunstancia con el ambiente». Considero de interés ver aquí, escalonados, estos tres juicios «azorinianos», de los cuales, los dos últimos, lejos de afirmar el insondable misterio de la obra y su lejana relación, no con el ambiente — lo cual no niega— , sino con la propia naturaleza del autor, vienen a demostrar lo contrario. Porque, ¿no se ve en esos juicios del escritor «Azorín» al hombre «Azorín»? ¿No aparece en esas palabras todo su her­metismo? ¿No nos dejan traslucir ese pudor de su propia intimidad, que tantas veces le aleja de la realidad, como si la rehuyera? El prota­gonista de las primeras novelas de «Azorín» es el propio José Martínez Ruiz, el cual, otras veces, se esconde en personajes como Félix Vargas. Todas sus obras están repletas de recuerdos personales, si bien nos oculta su verdadera intimidad. Ese pudor suyo le hace llamarse X en su auto­biografía, las Memorias inmemoriales, donde afirma que nunca le ha gustado manifestar lo hondo y que no se confiesa, al menos íntegramente, en su obra. Pese a tal timidez y a tan reiteradas manifestaciones suyas, una ojeada cronológica a la obra de «Azorín» permite comprobar que en él también — como en general suele ocurrir— la obra es inseparable del autor. Así, por ejemplo, sus primeros libros — Buscapiés, Anarquistas literarios, Charivari, Bohemia, Pecuchet demagogo— traslucen, no sólo por su contenido, sino hasta por lo expresivo de sus títulos, su postura inicial de rebeldía, de anarquismo literario.

Luego, a partir de 1900 — con Los hidalgos, El alma castellana, Los pueblos, La ruta de Don Quijote, España, Castilla, Clásicos y modernos, Al margen de los clásicos, Rivas y Larra, Un pueblecito, Los dos Luises y De Granada a Castelar— busca y logra «Azorín esa serenidad, esa mesura, que habrá de ser la constante de su vida. Pero, su curiosidad, su avidez intelectual le exige aún más. Y, como en sus tiempos mozos de rebeldía, el «Azorín» de los cincuenta y tantos — que ya ha alcanzado la fama literaria, que incluso ha visto colmada su fugaz veleidad política y académica, siendo por cinco veces elegido diputado a Cortes y nombrado otras dos subsecretario y élegido numerario de la Academia Española— , entonces, a los cincuenta y tantos, se aventura en otro género distinto, el teatro, un teatro nuevo, revolucionario, que produce el asombro y hasta el escándalo: Oíd Spain, Brandy, mucho brandy, El clamor — donde

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colabora con Muñoz Seca— , Lo invisible, y la adaptación de El doctor Frégoli, del ruso Evreinoff... De ese mismo año — 1928— es su novela, en parte autobiográfica, Félix Vargas, y del siguiente, la colección de cuentos Blanco en azul y la que designa «prenovela», Superrealismo, obras todas que denotan un evidente rejuvenecimiento de su espíritu y de su estilo.

Vienen, luego, los años de la guerra española, que pasa «Azorín» en Francia; ahora — al vivir en el país vecino— siente aún más a España. Aunque no se leyeran las obras que por entonces escribe, bastarían sus títulos para demostrarlo: Trasuntos de España (1938), Españoles en París (1939), Pensando en España (1940). De nuevo en la patria, seguirá esa misma línea, aunque salpicada de recuerdos de mocedad. Lo dicen, asimismo, los títulos de sus obras Valencia, Madrid, Visión de España, El escritor, Sintiendo a España o sus Memorias inmemoriales.

La curiosidad intelectual del maestro «Azorín» sigue viva y despierta.Y un día, ya casi octogenario, se da cuenta de que nunca ha ido al cine, a pesar de que en los años «veinte» a «treinta» imprimió un ritmo casi cinematográfico a alguna de sus revolucionarias obras de entonces. Y el «Azorín» octogenario, desde su madrileña casa de la calle de Zorrilla, va entonces al cine — casi siempre, a los cines próximos del centro— y ve centenares de películas y escribe acerca de ellas primorosos artículos en «ABC», que le darán pronto ocasión a publicar un libro, El cine y el momento, donde observa y analiza un tema para él obsesionante desde sus inicios de escritor: la continuidad del tiempo.

Unamuno tenía razón. Aunque «Azorín» no nos haya desvelado apenas su intimidad, a José Martínez Ruiz, al hombre «Azorín» podemos verle, seguirle paso a paso, a través de toda su obra.

Añadamos aún que la tan traída y llevada frase atribuida a Buffon, «el estilo es e>l hombre», puede aplicarse a «Azorín», porque él mismo nos ha hecho en El escritor esta interesante revelación: «El estilo es la fuerza vital... Nada que no sea vivo puede perdurar. La vida no se imita, y los falsos estilos son transposiciones de otros estilos vitales». Ya antes, en El alma castellana, nos había dicho: Para formar idea aproximada de un escritor, habría que hacer un largo, prolijo, minu­cioso examen de su personalidad literaria»... Quizá, el rasgo más saliente y expresivo de la doble faz — humana y literaria—■ de «Azorín» es,

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como ya dije antes, que ve y siente la vida a través de la literatura. Literaturiza la vida. Posee, además, un temperamento plástico. Es un gran sensitivo. Hace literatura de cuanto ve, oye, palpa y siente, y esta literatura es, esencialmente, pictórica. No en vano ha nacido «Azorín» en la hermosa tierra de Levante, que dio, poco antes, a Sorolla y a Blasco Ibáñez y, poco después, a Gabriel Miró.

Aunque Martínez Ruiz sea un excelente pintor literario de Castilla, de los duros y polvorientos pueblos de la meseta, es, por un poderoso imperativo geográfico, lo que le modela como escritor la dúctil y flexible plasticidad mediterránea, si bien — como contraste— posee, al mismo tiempo, una sobriedad, una mesura típicamente castellana. Dijérase que en él se armonizan maravillosamente el levantinismo nativo y una ideal y oculta afinidad con lo esencial castellano. Se da, además, en «Azorín» el caso -—tan frecuente en nuestra literatura— del escritor de la periferia subyugado por el alma de Castilla: a su propio ejemplo, cabe añadir el de Unamuno, el vasco que ama a Salamanca; el del sevillano Antonio Machado — como antes otro poeta, también sevillano, Gustavo Adolfo Bécquer, o como luego, el cántabro Gerardo Diego, ganados los tres, por la espiritualidad de Soria; o el canario Galdós, atraído por el viejo Madrid...

Quizá, el equilibrio natural de «Azorín» y sus plenas e innatas cua­lidades de escritor le han hecho posible cultivar casi todos los géneros, incluso el teatro. Si no ha escrito en verso, poco importa, porque a lo largo de su obra entera hay un 'transfondo lírico, de pura y esencial poesía. Y toda su producción literaria — desde los artículos periodísticos a las novelas o el teatro— es, en realidad, un conjunto de ensayos. No es posible considerarle novelista si se le mide con el estrecho canon de la narrativa al uso. «Azorín» capta y pinta momentos, en los que el paisaje natural, el ambiente de un interior y hasta los mismos seres humanos son, antes que vida o acción, elementos de sus magníficos cua­dros literarios. Incluso Don Juan y Doña Inés — cimas de su producción novelística— antes que novelas vienen a ser una galería de personajes situados en determinados ambientes. Si el ideal de la novela del futuro, para «Azorín», es el rompimiento con sus viejos moldes hasta acercarla, «diversa, multiforme, ondulante y contradictoria» a la vida misma, donde han resultado más atrevidas y revolucionarias sus teorías es en el teatro que cultiva — renovador e iconoclasta— entre 1926 a 1931. «He hecho

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un teatro — nos dice en sus Memorias— sin sensiblerías ni filosofías. He hecho un teatro que creo que será representado cuando no se repre­senten muchos teatros que ahora son muy aplaudidos». Clásica y moder­na, revolucionaria y tradicional, la obra de «Azorín», en suma, es la de un gran ensayista: ensayista del pormenor, de la observación meticulosa, de los «primores de lo vulgar», como dijo Ortega.

* * *

Podríamos definir la de «Azorín» como la estética de la sensibilidad v del estilo, porque aquélla es, sin duda, el aspecto más destacable de su personalidad, y éste, el valor más alto de su arte de escritor: la sensi­bilidad, como punto de apoyo; el estilo, como norma. En opinión de Manuel Granell, no una, sino varias estéticas parecen alentar en el armazón de sus obras, ya que descubre y abandona recursos estilísticos diferentes en correspondencia rigurosa con cada concepción distinta, mas no por caprichoso azar, sino por una lógica sucesión de estados evolutivos de su sensibilidad.

El propio «Azorín» nos lo confirma, cuando declara en El enfermo (cap. X I ): «En mi juventud, embriagado por Gustavo Flaubert, me iba impetuosamente detrás de las cosas; en mi vejez, harto de color y de líneas, propendo a síntesis ideales». Ese continuado evolucionar de su estética se renueva desde la aparición de Félix Vargas, en 1928. «Azorín» no quiere estancarse: los vanguardismos de los años «veinte», el surrealismo, sobre todo y, además, su lectura de Rilke, influyen pode­rosamente en él.

Su estética implica, además, la observación ponderada, la nota emo­tiva, el equilibrio. «Azorín» — que ha leído el Discurso del método— nos ofrece en su propia obra una especie de «cartesianismo literario», donde todo parece medido y planeado geométricamente.

Es su estética la del pormenor, la del pequeño detalle: miniaturismo el suyo, que no consiste en deshumanización del arte, sino en lo que podríamos llamar la humanización de lo inanimado: un arte «siempre cerca de la superficie, pero nunca superficial».

Importantísima es la «consideración del tiempo» en la estética «azo­riniana»: «el tiempo —declara el maestro «Azorín», en Pensando en

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España— es mi preocupación», pues «a saber lo que es el tiempo he dedicado largas meditaciones». Recordemos aquí algunas de sus páginas más expresivas, como el magnífico capítulo «Las nubes» en su libro Castilla, donde el contraste entre la identidad de las cosas y su mutabili­dad a través del tiempo constituyen un «leit-motiv» constante. Como ha dicho de un modo muy preciso Ortega y Gasset, «en "Azorín” no es el pasado quien finge presencia y actualidad, sino el presente, que se sor­prende a sí mismo como habiendo pasado, como siendo un haber sido»...

La doble consideración del tiempo y del espacio en «Azorín» la ha sintetizado también Camón Aznar en un primoroso artículo: «Ese encua- dramiento temporal de la estética "azoriniana” , tersa, casta y fría como un agua que refleja el tránsito de los minutos en la sensibilidad o en los paisajes, creemos — señala Camón— que tiene que completarse con su concepción espacial... No intenta "Azorín” alterar esa alineación, cuyo fabuloso encanto reside precisamente en la falta de jerarquía, que coloca inmediatos y en el mismo rango descriptivo un marchito caballero y un zócalo azul... Las cosas en "Azorín” carecen de volumen, no tienen más de dos dimensiones».

El análisis detenido de otros varios aspectos de la estética y la temática «azorinianas» nos llevaría a un estudio dé mayor extensión y de características más amplias. Sin embargo, cabe enumerar aquí algunos rasgos definidores: la valoración del pasado como vivencia actual; la permanencia del arte; la vida y esencialidad de lo inanimado; la impor­tancia del momento fugaz; las nubes, como símbolo del fluir del tiempo, dentro de la teoría del eterno retorno; la simple y leve insinuación des­criptiva; la disociación o falta de conexión en la acción novelística y dramática; la concepción de los personajes como tipos o símbolos antes que como individuos.

Estos y otros aspectos más hacen de la estética «azoriniana» una estética esencialmente impresionista.

El impresionismo — captación rápida de la impresión fugitiva, predominio de la sensación sobre la concepción razonada— aparece en toda la obra de «Azorín», quien podría hacer suya la frase de André Gide, «yo siento, luego existo». Del mismo modo que Monet pintaba momentos fugaces — o «impresiones»— , descomponiendo el color, así pinta «Azorín», literariamente, todo cuanto capta su retina. Esta facultad

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de «Azorín» no es sólo una cualidad literaria. Es, sin duda, una cualidad innata, que le ha proporcionado o intensificado la luminosidad mediterrá­nea de su Levante natal.

Hay, como señala Salvador de Madariaga, tres modalidades esencia­les del carácter peninsular: la occidental — que es lírica— , la central o de la meseta — que es épico-dramática— y la oriental o levantina — plástica, activa— , la cual trata de imprimir en la materia aquello que el artista ve en su alma. Por eso «Azorín» — y con él Blasco Ibáñez y Gabriel Miró— como buenos levantinos, son, ante todo, artistas plásticos que ven la vida con ojos de pintores. «Azorín» — como ha dicho Jean Cassou—- ha llegado a ser «el pintor más extraordinario de lo inorgá­nico».

Y es que, para «Azorín», el arte — pictórico o literario— se apoya en las cosas: otorga a las cosas plenitud de vida; busca, además, lo per­manente y lo inmutable a través de las cosas. El mismo lo declara en Las confesiones de un pequeño fiósofo : «Ya os he hablado de las venta­nas; ahora quiero que sepáis la emoción que en mí suscitan las puertas. Yo amo las cosas: esta inquietud por la esencia de las cosas que nos rodean ha dominado en mi vida. ¿Tienen alma las cosas? ¿Tienen alma los viejos muebles, los muros, los jardines, las ventanas, las puertas?» Y, en su Don Juan, ha dicho: «Sobre las cosas se percibe un matiz de eternidad».

El color atrajo, también, a nuestros escritores del «98». Y, de un modo especial, a Martínez Ruiz, porque el color — para él-— no es ya un medio, sino un fin en sí mismo: en todas sus obras — y con mayor intensidad, en las primeras— se ofrecen innumerables ejemplos de este sentido impresionista del color, siendo el azul uno de sus colores predi­lectos, hasta el punto de que lo emplea como adjetivo o como sustantivo, en este caso, matizado por diversos calificativos.

Pero no es sólo el color; es también el olor un elemento importante en la estética «azoriniana», porque — según confesión propia— el olor, más aún que la imagen o el sonido, le suscita — desde la niñez— las más lejanas u olvidades sensaciones...

En otro aspecto, «Azorín» ha sido llamado «músico del silencio», porque parece que su prosa está hecha de una rítmica combinación de sonidos y silencios.

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No sólo en varios de sus libros y artículos lia dejado «Azorín» una interesantísima teoría sobre el estilo, sino que lo más característico de su obra y de su personalidad es, precisamente, el estilo.

Como él mismo ha dicho en alguna ocasión, «el estilo de un artista está íntimamente ligado a su espíritu: son una misma cosa».

Todo en «Azorín» es ordenado, cartesiano, geométrico. Hasta cuando corta y rompe con el estilo recargado y opone a la rígida y estrecha sintaxis gramatical la que alguien ha llamado «una amplia y generosa sitaxis espiritual», no es un iconoclasta. Es como un Licurgo o un Solón del idioma y del estilo. Pretende poner orden y mesura, intenta la brevedad y la concisión, trata de imponer el tono adecuado a cada momento.

El buen gusto innato; el trasfondo lírico o poético de su prosa; la riqueza léxica (introducción de galicismos, exhumación de viejas voces castellanas desusadas); ciertas particularidades sintácticas (adjetivación reiterada, empleo abundante del diminutivo, uso pleonástico de los pro­nombres personales-sujeto, la frecuencia del presente histórico y del pretérito perfecto, la yuxtaposición nominal y verbal, la elipsis, la litotes, etc.); el ritmo de la prosa, muy uniforme y que, sin embargo, delata elementos musicales y métricos hasta el punto de que pueden extraerse de aquélla versos endecasílabos o heptasílabos; el valor en sí misma de cada palabra aislada y la sorprendente flexibilidad posicional de las palabras dentro de la frase; y, en fin, su fino sentido de la puntuación —verdadera intuición del lenguaje escrito, gracias a la cual consigue una personalísima distribución del punto final, los dos puntos y la coma— son, quizá, los aspectos más salientes o característicos de] estilo «azoriniano».

La eliminación de lo superfluo ha sido una de las grandes conquistas estilísticas de «Azorín» y, quizá, aquella por la cual deban guardarle mayor gratitud las literaturas de habla española.

«Azorín» ha redimido al castellano escrito del barroquismo y la gan­ga retórica hasta reducirlo, simplificarlo y ajustarlo a nuestra sensibili­dad actual. El autor de Castilla ha tenido siempre plena conciencia de la necesidad de esta labor, y se la impuso a sí mismo como si fuera la del cirujano de un idioma gangrenado. El lo ha confesado en cierta entrevista periodística: «Mi principal tarea en el estilo ha sido la sim­

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plificación de lo accesorio, de lo circunstancial. Describir, describir una ciudad, dejando aparte todas las posibles consideraciones morales o filosó­ficas; describir con exactitud».

Esa preocupación de «Azorín» por eliminar las gangas retóricas del estilo decimonónico le ha permitido conocer a fondo a nuestros escritores de período largo y ciceroniano, desde fray Luis de Granada a Castelar, a quienes — por otra parte— admira extraordinariamente.

Sus dotes de observador, su fina capacidad crítica, su preocupación eliminadora le han introducido plenamente en la oratoria. En el fondo, no la desprecia. Le atrae. Y se vale de sus mismas armas — el ritmo, la cadencia— para llegar a esta meta de eliminación y de sobriedad estilís­tica. «Azorín» nos lo declara en dos fragmentos suyos de singular interés: el uno, en su libro Madrid, cuando dice: «Bretón y Castelar han sido quienes más amplitud y flexibilidad han dado al castellano. En el juego de los tiempos de los verbos, Castelar es un prodigio. Si la generación de 1898 se encalabrinaba contra una retórica profusa, el estilo sobrio y claro no hubiera sido posible sin la precedente profusión opulenta y mag­nífica... Desde la cadencia de fray Luis de León llegué yo, paso a paso, a la musicalidad de Castelar».

Pero aún es mucho más explícito, cuando, bajo la «X» con que se encubre, declara en sus Memorias inmemoriales: «X ha conocido los más grandes oradores de su tiempo... No tiene secretos para él la técnica de la oratoria. No puede decir que la oratoria, sin embargo, es para él un género predilecto. Tiene mucho de utilitarismo la oratoria. Y X aprecia, sobre todo, lo que pudiéramos llamar inservibilidad del arte... La ora­toria, como el arte de escribir, es variedad. Se comienza en un tono, generalmente bajo, y se va cambiando a lo largo de la oración. Hay en un discurso sus silencios y sus confidencias, sus imprecaciones y sus aparentes desmayos. Todo ello compone un conjunto armónico»...

En «Azorín», aunque nos parezca paradójico, se produce lo que yo he denominado «oratoria al revés». Es decir: su estilo da, muchas veces, la impresión de haber pasado antes por una larga influencia de la oratoria dialéctica, reiterada e interpelante. Y el estilo oratorio —que, como acabamos de ver, tanto conocía «Azorín»— se convierte, al pasar por su pluma, de pomposo en descarnado, de hinchado en leve, pero sigue siendo oratoria: una oratoria al revés, es decir, una oratoria katársica, purgativa o depuradora.

Y esa oratoria al revés ha supuesto para «Azorín» una auténtica disciplina de trabajo, un verdadero modelo a seguir por el procedimiento de la eliminación, de la depuración, de la adecuada adaptación al gusto actual. «Azorín» purga el estilo decimonónico, cabalgando sobre esa misma oratoria que él intenta depurar. Y sobre ella asienta la aparente sencillez de su estilo. No. No es la sencillez de «Azorín» una sencillez montada al aire, sino pacientemente meditada, elaborada, ta­mizada, quintaesenciada. Y aún más difícil, porque él procura —y suele conseguirlo— que no lo parezca.

De ahí que él mismo haya podido decir (Teoría del estilo, en Un pueblecito, cap. IV ): «El estilo es escribir de tal modo que quien lea piense: «Esto no es nada». Que piense: «Esto lo hago yo». Y que, sin embargo, no pueda hacer eso tan sencillo — quien así lo crea— , y que eso que no es nada sea lo más difícil, lo más trabajoso, lo más com­plicado»... Y , un poco más adelante, añadirá aún el maestro «Azorín»: «Recomendamos la sencillez y tornamos a recomendarla. ¿Qué es la sen­cillez en el estilo? He aquí el gran problema. Vamos a dar una fórmula de sencillez. La sencillez, la dificilísima sencillez, es una cuestión de método. Haced lo siguiente y habréis alcanzado de golpe el gran estilo: colocad una cosa después de otra. Nada más; eso es todo»...

Pese a su natural evolución, hay una esencial unidad en el estilo de «Azorín». Cabe destacar, sin embargo, tres grandes períodos a lo largo de su obra: el primero, si cronológicamente arranca de 1893, no comien­za realmente hasta la publicación de El alma castellana (1900), para alcanzar, luego, tres momentos cimeros: Castilla (1912), Don Juan (1922) y Doña Inés (1925); el segundo período, más corto — 1928-1938— , que alcanza, en Félix Vargas (1928), en Superrealismo y en Blanco en azul — ambas obras, de 1929-— otros puntos culminantes, a la vez de mostrar­nos su breve y revolucionaria incursión en el teatro, en el que destacan Lo invisible (1928) y Angelita (1930), con claras influencias de Maeter- linck, Proust, Rilke y Lenormand, e incluso, y más bien por intuición o conocimiento libresco, de la técnica cinematográfica de los años «vein­te»; y el tercero — desde 1939 a su muerte, en 1967— , en el cual pueden destacarse, quizá, Españoles en París, El escritor, Cavilar y contar, Ca­pricho o Salvadora de Olbena, período en el que se acusa cierto retorno a lo clásico, se acentúa, lógicamente, la nota emotiva y autobiográfica y se observa una búsqueda más afanosa de lo concreto y lo esencial.

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En 1960 y en uno de sus últimos libros, Ejercicios de castellano, llegó a confesar «Azorín» con deliciosa ingenuidad: «Creo yo que cuando mejor se escribe es en la vejez, cuando ya no se tiene ilusión — ni vanidad— por nada. La fórmula del buen escribir es ésta: «A trancas y a barrancas y echando el carro por el pedregal», «lo que vale — aclara más adelante— por el desasimiento de todo y la abolición — en el estilo y en la vida— de todo lo fútil y pasajero». Palabras — creemos nosotros— cargadas de sabiduría y de humanidad. Ya ha podido trocar «Azorín» su antigua fórmula de colocar unas cosas después de otras. Ya ha dejado aquella difícil sencillez que consistía en conseguirla a pulso, a fuerza de disci­plina, de estudio, de trabajo.

Anciano ya — menos hermético que en su juventud, y expresivo como nunca— recomienda «Azorín» la sencillez natural -—no elaborada— en el estilo e incluso en la vida. Y es ésa la primera vez — que nosotros sepamos— en que el maestro «Azorín» funde así, en un par de palabras, la íntima relación -—de la cual hablé antes— entre el autor y la obra, el estilo y el hombre. Sin duda, porque cuando ya se ha llegado a la cima del estilo, conviene desprenderse de toda su fórmula o amanera­miento, a fin de escribir con mayor naturalidad y la propia personalidad pueda mostrarse, libre y plena, como no había podido mostrarse nunca. He ahí, en el suyo propio, el gran ejemplo estilístico del maestro «Azorín».

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«Azorín» ha influido, ya en su misma generación, sobre numerosos escritores. Y lo que es aún mejor: «Azorín» —desde entonces— ha venido proyectándose — como un faro orientador y depurador— sobre el amplio panorama de la literatura hispánica contemporánea.

Sería fácil — y, sobre todo, tentador— recoger y analizar minucio­samente todos los escritores de habla española, coetáneos y algo poste­riores, sobre los que «Azorín» lia ejercido influencia. Los ejemplos pueden extenderse desde su conterráneo y contemporáneo Gabriel Miró

sólo seis años más joven que Martínez Ruiz— hasta algunos de nues­tros escritores más recientes. Cuando Eugenio d’Ors y José Ortega y Gasset — tan sólo 11 y 10 años, respectivamente, más jóvenes que «Azorín»— comienzan a escribir, ya pueden hallar magníficos ejemplos de la nueva prosa del autor de Monóvar en El alma castellana, La volun­

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tad, Las confesiones de un pequeño filósofo, Los pueblos o La ruta de Don Quijote... Poco después — y no importa su trayectoria diferente— , Ramón Gómez de la Serna sentirá el influjo de «Azorín» — a la par que el de Valle Inclán— en su búsqueda original de escorzos inéditos de las cosas. Y así, a lo largo de las nuevas promociones de escritores ■—por distintos que sean— podemos adivinar en muchos de ellos, más o menos lejana u oculta, la influencia de «Azorín»: ya en la poesía de Jorge Guillén — especialmente, en Seguro azar— , como en la prosa exquisita de Antonio Marichalar o en el estilo depurado y casi concep­tista de Eugenio Montes; ya en la fina observación de corte «azorinesco» — salpicada de trazos barojianos— del momento inicial de Ernesto Gimé­nez Caballero, en sus Notas marruecas de un soldado, como en la estili­zada prosa de Benjamín Jarnés; ya en la «orfebrería de tono menor» de Francisco Ayala, o bien en la sensibilidad y la elegancia del arabista Emilio García Gómez. El fragmentarismo y la evanescencia de lo argu- mental de la obra de Rafael Sánchez Mazas parecen entroncarle estéti­camente con «Azorín». En Camilo José Cela — y, sobre todo, en su Viaje a la Alcarria— se ha visto la doble influencia «azorinesca» y barojiana; Pedro de Lorenzo — en su exigente afán de perfección for­mal— nos da otro ejemplo de la influencia de «Azorín», la cual, de una u otra forma, se observa también en Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio y en algunos escritores aún más recientes.

Tan sólo Valle Inclán puede ponerse en parangón con «Azorín» como renovador y enriquecedor de la prosa. El autor de las Sonatas aportó, esencialmente, la musicalidad. Pero el ejemplo de Valle Inclán no forma escuela, no influye en el arte de la prosa tan radicalmente como el de «Azorín», cuya importancia histórieo-est dística es enorme, ya que trae a la prosa castellana hacia la llaneza y la concisión, postura ésta, aunque extremada, que hará posible el equilibrio y permitirá que ya la generación siguiente — con Ortega a la cabeza—• lo consiga de un modo pleno. He ahí el secreto de que «Azorín» siga proyectándose como guía seguro del estilo, a la vez que «como gran maestro — según la expresión dorsiana— de nuestra sensibilidad contemporánea».

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En suma: todo gran escritor adviene a la literatura con una misión determinada, que puede rebasar — alguna vez— las fronteras de su

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propio país — Cervantes, Shakespeare, Goethe— , lanzando al mundo un mensaje de universalidad, o que permanece, puertas adentro de su pa­tria — Lope de Vega, Galdós, «Azorín»— para contribuir así al mejor desarrollo de su propia literatura.

Hay momentos en los que una literatura — fatigada, débil, desorien­tada, recargada— necesita más que otros de un determinado escritor, al que — como en silencio— le exige un sacrificio y le retiene para sí.

«Azorín» escuchó, sin duda, entre todos o tanto más que todos los grandes escritores del «98», esa voz interior de España. Comprendió pronto que se le pedía algo difícil, pero que él podía hacer como nin­guno: hallar una sensibilidad distinta, encontrar un estilo nuevo; ser el creador de una nueva prosa en la cual pudiéramos recrearnos cuantos hablamos español; aquí, en la vieja España, y allá, en una veintena de jóvenes países de América.

Si nos hubiera faltado «Azorín», la generación del «98» hubiera perdido su timonel, y la literatura española no hubiera encontrado su sensibilidad actual ni el estilo de nuestro tiempo. Hemos hallado, por fortuna, una y otro en el Maestro «Azorín», el cual, clásico y moderno, de ayer y de hoy, quedará de por siempre — tras de haber cumplido esa importantísima misión— en la literatura española de todos los tiempos.