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Manos de artes na que cantan a su pueblo Texto: Ricardo Lima Ilustraciones: Mayra Fong Instituto de Lingüística Universi dad Rafael Landívar

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Manos de artes na que cantan a su pueblo

Texto: Ricardo Lima Ilustraciones: Mayra Fong

Instituto de Lingüística Universidad Rafael Landívar

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Manos de artesana

que cantan a su

pueblo.

Otonila Damián

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Colección: Serie: Directora de la Colección: Editor: Corrección y Estilo: Ilustración y Diagramación:

Materiales Educativos No. 25 Castellano No. 9 Área: Literatura Infantil Guillermina Herrera Peña Ricardo Enrique Lima Soto lngrid Estrada Mayra E. Fong Rodríguez

© 1992 Universidad Rafael Landívar

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A Angelito, en quien represento la mente pura y la facultad que tienen los niños de entender el

mundo sin prejuicios.

Las historias que el lector ahora tiene entre sus manos, representan los valores encarnados en las vidas de nobles mujeres reales, que han sabido construir su existencia sobre la base de una entrega total a la comunidad, a la cultura y a la tradición.

La intención de estas narraciones cortas e ilustradas, es la de posibilitar la recreación de los valores hechos acto en la mente y la imaginación de la niñez guatemalteca para que los hagan propios en un ambiente de identificación natural -en el caso de la niñez mayahablante-y en un ambiente de comprensión de las culturas que conviven y conforman nuestra nación -en el caso de la niñez castellanohablante.

El conocimiento de los elementos y valores que constituyen a las culturas, significa la posibilidad de comprender objetivamente el mundo humano y su consecuencia en las relaciones de respeto y dignificación de la persona humana.

Ricardo E. Lima S.

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Manos de artesana

que cantan a su Texto: Ricardo Lima pu e b I o

Ilustraciones: Mayra Fong •

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Yo, Otonila Damián Gregario nací el 12 de junio ~e 1945, en una casa humilde de paredes de adobe, color de la tierra; grandes horcones de madera y techo de tejas de barro rojo. Una casa muy parecida a las otras que formaban el barrio Los Izotes, en el pueblo de San Luis Jilotepeque, departamento de Jalapa.

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Para mis padres, Anastasio Damián González y Eulalia Gregorio Martínez, yo era la primera hija que tenían y esto los llenaba de emoción y de planes futuros. Mi padre sentía que yo representaba la compañía y ayuda necesaria para mi madre dentro de la casa y, para ella, yo encarnaba el deseo de toda mujer maya que es educar y mantener en sus hijas las costumbres, tradiciones y conocimientos que, a su vez, le habían sido transmitidos a ella por su madre y su abuela.

Desde pequeña tuve contacto con las calles, plazas y campos de los alrededores del pueblo, con sus distintos colores y olores. Desde una posición muy cómoda, sobre la espalda de mi madre, iba envuelta por un vistoso perraje y protegida contra el viento y el polvo. Jugaba con la trenza de mi madre y me sentía tibia y protegida. Desde allí aprendí a familiarizarme con las largas y cotidianas caminatas por callejones y veredas, con los acarreos de agua que se hacían una vez por la mañana y otra por la tarde; el corte y acarreo de zacate y otros materiales para la elaboración y la "quema" de tinajas, ollas y otras piezas de barro (alfarería).

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Desde que cumplí los siete años de edad, mi madre fue más estricta en las responsabilidades que me asignó. Lo hacía con delicadeza y cariño, pero con la seriedad que representaba para ella la educación de una niña dentro de la cultura poqomam.

Me levantaba todas la mañanas al mismo tiempo que mi madre. Me ayudaba a vestirme y enseguida salía detrás de ella para ayudarla en las labores de la mañana: nos sentábamos a moler los granos de maíz, mi madre en una piedra grande; yo, en una pequeñita. Luego, preparábamos las tortillas en el comal y nos sentábamos alrededor del fuego a comer el delicioso desayuno.

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Hacia las diez de la mañana, llegaba la hora de la actividad que más me gustaba: el tiempo en que nos dedicábamos a trabajar el barro. Yo lo disfrutaba mucho porque jugaba seriamente a "ser grande". Mi madre me sentaba frente a ella sobre una pequeña división de adobe que separaba el patio, del corredor de la casa; me entregaba tinajas, jarros u ollas en miniatura para que aprendiera el proceso de "lujar" las piezas. Para "lujar" las piezas, yo agarraba con mi manita derecha una semilla de "ojo de venado" -semilla natural que es dura, redonda y brillante-, sostenía con mi otra manita la pieza de barro e iniciaba la alegre pero agotadora labor de frotación. Al terminar con este trabajo la pieza aparecía limpia y con un brillo natural, como si estuviera esmaltada.

Cuando habíamos reunido suficientes piezas, preparábamos entre las dos la fogata o "quema" donde las poníamos a cocer al fuego durante dos horas; al concluir la "quema", obteníamos unas piezas ya sólidas y terminadas para poder usarlas en la casa o venderlas en el mercado. Este día así lo hicimos: mi madre incluyó junto a las piezas mayores, las miniaturas que yo había preparado con tanto esfuerzo. Cuando se enfriaron, ella me las entregó y yo corrí feliz y orgullosa a enseñárselas a mis amiguitas del vecindario.

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Una mañana, cuando yo ya tenía 16 años de edad, amanecí desganada y sin querer trabajar. Mi madre lo notó desde mi lenta actitud al levantarme y en la indiferencia que empleé para hacer las labores propias del desayuno. Mi madre no me dijo nada y me excusó con la idea de que serían cosas de la edad. Pero mi actitud no cambió en el transcurso de la mañana y cuando llegó el momento de iniciar las actividades con el barro, yo, con lágrimas sobre mis mejillas, le dije que no quería trabajar. Ella dejó su quehacer momentáneamente, se levantó y frente a mí me dijo con tono maternal aunque por cierto autoritario:

-Mtrá Otontla, si uno no trabaja, pues no puede comer tampoco ... , no se puede uno ganar con qué pasar el día. Ya estás creciendo, dentro de poco vas a tener un tu novio ... y si no querés trabajar el barro, ¿"cómo lo vas a ayudar cuando ya estés casada?

Me sentía extraña, diferente. Era un sentimiento nuevo y estaba confusa. Ahora gustaba de respirar con fuerza el aire del campo y distinguir la variedad de olores: ahora podía reconocer cuando estaban cerca las matas de chipilín, de loroco, de hierbamora ... Mi olfato había cambiado o quizás mi atención. De repente todo era importante, las cosas más sencillas de la vida tomaban un lugar especial en mi existencia.

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Las actividades diarias continuaban siendo las mismas pero mi actitud y emociones cambiaban con rapidez. Sin embargo, la actividad que más me entusiasmaba, por las tardes, era la caminata para acarrear el agua. En la vereda me juntaba con otras jovencitas y caminábamos el trayecto envueltas en risas y charlas que alegraban el ambiente.

Vestíamos deslumbrantes cortes de colores suaves y elegantes. El cabello lo llevábamos perfectamente trenzado y

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~ sugería música, frescura y jovialidad. Éramos como un canto de jilgueros juguetones al atardecer.

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Al llegar a la toma de agua, un grupo de muchachos, recién llegados de sus labores en el campo, nos esperaban con un gesto de disimulo. Nosotras nos sentíamos molestas porque nos llenábamos de vergüenza, de timidez. En el camino lo comentábamos y reíamos. A mí se dirigía siempre un muchacho llamado Vicente. Yo me sentía extraña cuando este muchacho me hablaba y me miraba a los ojos. Entonces me ruborizaba y sentía la cara arder. Inmediatamente bajaba la vista y me volteaba hacia otro lado sin saber qué actitud tomar.

No me gustaba sentirme así, pero todas las noches soñaba y esperaba con ilusión la nueva hora del atardecer. Volvía, ¡por supuesto! Me había enamorado.

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El tiempo transcurrió y, una tarde, Vicente se presentó a casa de mis padres para pedirme en matrimonio. Mi madre me tomó del brazo y me preguntó:

-¿Aceptás casarte con Vicente, mija?

De mi boca no salió un solo sonido ... mi mirada permaneció enterrada en el suelo; de mi cabeza se alcanzó a ver un tenue movimiento de afirmación ...

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A partir de entonces quedó formalizado el compromiso. Vicente, en una actitud tradicional y de "buena voluntad", llevaba cada ocho días una carga de leña a la casa de mis padres.

Pasaron los meses y, por fin, llegó el día de la boda. Mi madre, junto con mis hermanos, adornaron la casa: regaron pino por las habitaciones, los corredores y el patio. Prendieron adornos de papel blanco en las paredes y cadenas del mismo papel entre los horcones y- las vigas del techo. Mi madre también se dedicó, durante algunas horas, a preparar la comida que le servirían a los invitados. Fue un día de mucho trabajo y emoción.

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Desde temprano ya me encontraba vestida: lucía un corte nuevo de tonos celestes, verdes y fondo lig~ramente obscuro; con finísimos hilos dorados cocidos verticalmente. El güipil era blanco con algunas figuras decorativas alrededor del cuello y las mangas. Variados collares de cristal multicolor adornaban mi cuello con sus vistosas tonalidades. Mi madre me había peinado con dos trenzas entrelazadas con un hermoso tocoyal de matrimonio color azul. Las trenzas iban cruzadas detrás de mi cabeza y los extremos echados hacia adelante y alrededor de la misma. El arreglo, según mi padre, parecía una preciosa corona que me hacía lucir como una fresca flor bañada de rocío matinal.

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Con Vicente construimos nuestra casa en el barrio Los Izotes, el corazón de la zona alfarera de San Luis Jilotepeque. Un barrio tranquilo, vistoso y muy tradicional. Vestido por los matilisguates y los cacahuenances, el sonido que allí destaca es el dulce trino de las aves, todo el día; pero, especialmente, cuando nace y cuando muere el sol.

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Hemos procreado a dos hijas. Por eso la labor en casa es familiar: como un equipo. La calidad del trabajo con el barro y la cerámica es supervisada por mí. He sabido absorber la tradición antiquísima de esta actividad de la cultura poqomam y dicen que he llevado casi a la perfección todo lo que brota de mis manos, de mi casa. Esta actitud me ha merecido una gran admiración y reputación entre las propias alfare ras de San Luis.

Mi familia y yo hemos participado con nuestros productos en las ferias nacionales e internacionales que se han presentado en la Ciudad de Guatemala. Hasta hace algunos años viajábamos con todos nuestros productos a la Capital. Ahora ya no es necesario: la alta calidad que le atribuyen a nuestro trabajo nos ha hecho populares entre comerciantes guatemaltecos y extranjeros. Nuestros productos han ido más allá de las fronteras patrias: Alemania, Francia, Estados Unidos ...

Llevo una vida de absoluto respeto por los valores de mi cultura. Soy una mujer tranquila y feliz. No necesito más ni pretendo cosas distintas de las que ya tengo. Me siento satisfecha y agradecida con la vida porque me ha permitido ser una persona sana y realizada. Agradezco a Dios por mi bella familia. Ellos son

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/ mi mayor tesoro, mi mejor y más intenso afecto. Hemos crecido\.

: en la armonía y en la unidad. La vida nos ha premiado con la paz 1

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Este libro fue realizado con el apoyo económico del Gobierno de los Estados Unidos a través de la Agencia para el Desarrollo Internacional -AID-.

Impreso en Guatemala por: Editorial KA MAR, S.A .

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