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H

Howard Philip Lovecraft Antologa

Esta compilacin pretende ser una antologa completa de relatos de Lovercraft.

Cuento

AIRE FRIOMe pides que explique por qu siento miedo de la corriente de aire fro; por qu tiemblo ms que otros cuando entro en un cuarto fro, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofro del atardecer avanza a travs de un suave da otoal. Estn aquellos que dicen que reacciono al fro como otros lo hacen al mal olor, y soy el ltimo en negar esta impresin. Lo que har est relacionado con el ms horrible hecho con que nunca me encontr, y dejo a tu juicio si sta es o no una explicacin congruente de mi peculiaridad.

Es un error imaginar que ese horror est inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontr en el resplandor de media tarde, en el estrpito de la metrpolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 haba adquirido un almacn de trabajo lgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comenc a caminar a la deriva desde una pensin barata a otra en busca de una habitacin que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entend que slo tena una eleccin entre varias, pero despus de un tiempo encontr una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las dems que haba probado.

El sitio era una histrica mansin de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintera y mrmol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridculamente adornadas con cornisas de escayola, se consuma un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencera tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fra o desconectada, as que llegu a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliada, casi barbuda mujer espaola llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con crticas de la ltima lmpara elctrica achicharrada en mi habitacin del tercer piso frente al vestbulo; y mis compaeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrpito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.

Llevaba all cerca de tres semanas cuando ocurri el primer incidente extrao. Un anochecer, sobre las ocho, o una salpicadura sobre el suelo y me alert de que haba estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algn tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba hmedo y goteante; aparentemente la mojadura proceda de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corr al stano a decrselo a la casera; y me asegur que el problema sera rpidamente solucionado.

El Doctor Muoz, llorique mientras se apresuraba escaleras arriba delante de m, tiene arriba sus productos qumicos. Est demasiado enfermo para medicarse - cada vez est ms enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraa su enfermedad - todo el da toma baos apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas - su pequea habitacin est llena de botellas y mquinas, y no ejerce como mdico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oy hablar de l - y tan slo le cur el brazo al fontanero que se hizo dao hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos qumicos. Dios mo, el amoniaco que usa para mantenerse fro!

La Sra. Herrero desapareci escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volv a mi habitacin. El amoniaco ces de gotear, y mientras limpiaba lo que se haba manchado y abra la ventana para airear, o los pesados pasos de la casera sobre m. Nunca haba odo al Dr. Muoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunt por un momento cul podra ser la extraa afliccin de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad ms bien infundada. Hay, reflexion trivialmente, un infinito patetismo en la situacin de una persona eminente venida a menos en este mundo.

Nunca hubiera conocido al Dr. Muoz de no haber sido por el infarto que sbitamente me dio una maana que estaba sentado en mi habitacin escribiendo. Lo mdicos me haban avisado del peligro de esos ataques, y saba que no haba tiempo que perder; as, recordando que la casera me haba dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastr escaleras arriba y llam dbilmente a la puerta encima de la ma. Mi golpe fue contestado en un ingls correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesin; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abri la puerta contigua a la que yo haba llamado.

Una rfaga de aire fro me salud; y sin embargo el da era uno de los ms calurosos del presente Junio, tembl mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendi por la decoracin de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto rado. Un sof cama ahora cumpliendo su funcin diurna de sof, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y libreras repletas revelaban el estudio de un gentilhombre ms que un dormitorio de pensin. Ahora vi que el vestbulo de la habitacin sobre la ma - la "pequea habitacin" de botellas y mquinas que la Sra. Herrero haba mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permaneca en la espaciosa habitacin contigua, cuya cmoda alcoba y gran bao adyacente le permitan camuflar el tocador y los evidentemente tiles aparatos. El Dr. Muoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distincin.

La figura frente a m era pequea pero exquisitamente proporcionada, y vesta un atavo formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresin altiva, estaba adornada por una pequea barba gris, y unos anticuados espejuelos protegan su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque rabe a una fisonoma por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.

A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muoz en esa rfaga de aire fro, sent una repugnancia que no se poda justificar con su aspecto. nicamente su plido semblante y frialdad de trato podan haber ofrecido una base fsica para este sentimiento, incluso estas cosas habran sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podra, tambin, haber sido el fro singular que me alienaba; de tal modo el fro era anormal en un da tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversin, desconfianza y miedo.

Pero la repugnancia pronto se convirti en admiracin, a causa de la inslita habilidad del mdico que de inmediato se manifest, a pesar del fro y el estado tembloroso de sus manos plidas. Entendi claramente mis necesidades de una mirada, y las atendi con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulacin, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el ms amargo enemigo del alma, y haba hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpacin. Algo de fantico benevolente pareca residir en l, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traa del pequeo laboratorio. Evidentemente me encontraba en compaa de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente srdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de das mejores surgieran de l.

Su voz, siendo extraa, era, al menos, apaciguadora; y no poda entender como respiraba a travs de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teoras y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazn dbil insistiendo en que la voluntad y la sabidura hacen fuerte a un rgano para vivir, poda a travs de una mejora cientfica de esas cualidades, una clase de bro nervioso a pesar de los daos ms graves, defectos, incluso la falta de energa en rganos especficos. Poda algn da, dijo medio en broma, ensearme a vivir - o al menos a poseer algn tipo de existencia consciente - sin tener corazn en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requeran una muy acertada conducta que inclua un fro constante. Cualquier subida de la temperatura sealada podra, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitacin - alrededor de 55 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorcin de amonaco fro, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo haba odo a menudo en mi habitacin.

Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandon el fro lugar como discpulo y devoto del superdotado recluso. Despus de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los ms o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo aadir, curado del todo de mi afeccin por sus hbiles servicios. Pareca no desdear los conjuros de los medievalistas, dado que crea que esas frmulas enigmticas contenan raros estmulos psicolgicos que, concebiblemente, podan tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cul partan los pulsos orgnicos. Haba conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quin haba compartido sus primeros experimentos y le haba orientado a travs de las grandes afecciones de dieciocho aos atrs, de dnde procedan sus desarreglos presentes. No haca mucho el venerable practicante haba salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que haba luchado. Quizs la tensin haba sido demasiado grande; el Dr. Muoz lo haca susurrando claro, aunque no con detalle - que los mtodos de curacin haban sido de lo ms extraordinarios, aunque envolva escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.

Segn pasaban las semanas, observ con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequvocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero haba insinuado. El aspecto lvido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tena menos coordinacin, y su mente y determinacin menos elstica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no pareca ignorante, y poco a poco su expresin y conversacin emplearon una irona atroz que me restituy algo de la sutil repulsin que originalmente haba sentido.

Desarroll extraos caprichos, adquiriendo una aficin por las especias exticas y el incienso Egipcio hasta que su habitacin ola como la cmara de un faran sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo increment su demanda de aire fro, y con mi ayuda ampli la conduccin de amonaco de su habitacin y modific la bomba y la alimentacin de su mquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el bao y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fros, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso qumico no lo podra impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire glido de la puerta contigua, as que le ayud a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mrbida, pareca poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero rea huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.

Con todo, llegaba a ser un compaero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curacin no poda abandonarle a los extraos que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitacin y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compr especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me qued boquiabierto de confusin ante algunos de los productos qumicos que pidi de farmacuticos y casas suministradoras de laboratorios.

Una creciente e inexplicable atmsfera de pnico pareca elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como haba dicho, tena un olor rancio; pero el aroma en su habitacin era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos qumicos de los baos, ahora incesantes, que l insista en tomar sin ayuda. Percib que deba estar relacionado con su dolencia, y me estremeca cuando reflexion sobre que dolencia poda ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con l, y me lo dejaba sin reservas a m; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para l. Cundo sugera otros mdicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que pareca no atreverse a alcanzar. Evidentemente tema los efectos fsicos de una emocin violenta, an cuando su determinacin y fuerza motriz aumentaban ms que decreca, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros das de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, as que pareca arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hbito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandon virtualmente; y slo un poder mental pareca preservarlo de un derrumbamiento total.

Adquiri el hbito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cules sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, despus de su muerte, transmiti a ciertas personas que nombr - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado mdico francs que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cul se haba murmurado las cosas ms inconcebibles. Por casualidad, quem todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un da de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epilptico a un hombre que haba venido a reparar su lmpara elctrica del escritorio; un ataque para el cul recet eficazmente mientras se mantena oculto a la vista. Ese hombre, por extrao que parezca, haba pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningn temor.

Despus, a mediados de octubre, el horror de los horrores lleg con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la mquina refrigeradora se rompi, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicacin refrigerante de amonaco. El Dr. Muoz me avis aporreando el suelo, y trabaj desesperadamente para reparar el dao mientras mi patrn maldeca en tono innime, rechinando cavernosamente ms all de cualquier descripcin. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el dao; y cuando hube trado un mecnico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podra hacer hasta la maana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistn. El moribundo ermitao estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, pareca que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitucin, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corra al bao. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.

La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la maana el doctor se retir al bao, ordenndome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeteras. Cuando volva de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botn ante la puerta cerrada del bao, dentro poda or un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "Ms, ms!". Lentamente rompi un caluroso da, y las tiendas abrieron una a una. Ped a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo consegua el pistn de la bomba, o consegua el pistn mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se neg totalmente.

Finalmente, contrat a un desaseado vagabundo que encontr en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abastecindolo de hielo de una pequea tienda donde le present, y me emple diligentemente en la tarea de encontrar un pistn de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea pareca interminable, y me enfureca tanto o ms violentamente que el ermitao cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefnicas, y en bsquedas frenticas de sitio en sitio, aqu y all en metro y en coche. Sobre el medioda encontr una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegu a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecnicos robustos e inteligentes. Haba hecho todo lo que haba podido, y esperaba llegar a tiempo.

Un terror negro, sin embargo, me haba precedido. La casa estaba en una agitacin completa, y por encima de una chchara de voces aterrorizadas o a un hombre rezar en tono intenso. Haba algo diablico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que haba contratado, parece, haba escapado chillando y enloquecido no mucho despus de su segunda entrega de hielo; quizs como resultado de una excesiva curiosidad. No poda, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de s; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No haba ruido dentro a excepcin de algn tipo de innombrable, lento y abundante goteo.

En pocas palabras me asesor con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroa mi alma, aconsej romper la puerta; pero la casera encontr una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algn trozo de alambre. Previamente habamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al mximo. Ahora, con las narices protegidas por pauelos, invadimos temerosamente la odiada habitacin del sur que resplandeca con el caluroso sol de primera hora de la tarde.

Una especie de oscuro, rastro baboso se diriga desde la abierta puerta del bao a la puerta del pasillo, y de all al escritorio, donde se haba acumulado un terrorfico charquito. Algo haba garabateado all a lpiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las ltimas palabras apresuradas. Luego el rastro se diriga al sof y desapareca.

Lo que estaba, o haba estado, sobre el sof era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcert estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a m, a la patrona y a los dos mecnicos que huyeron frenticamente de ese lugar infernal a la comisara de polica ms cercana. Las palabras nauseabundas parecan casi increbles en ese soleado da, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las crea. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo s. Hay cosas acerca de las cules es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amonaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire fro.

El final, deca el repugnante garabato, ya est aqu. No hay ms hielo - el hombre ech un vistazo y sali corriendo. Ms calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo despus de que los rganos dejasen de funcionar. Era una buena teora, pero no podra mantenerla indefinidamente. Haba un deterioro gradual que no haba previsto. El Dr. Torres lo saba, pero la conmocin lo mat. No pudo soportar lo que tena que hacer - tena que meterme en un lugar extrao y oscuro, cuando prestase atencin a mi carta y consigui mantenerme vivo. Pero los rganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tena que haberse hecho a mi manera - conservacin - pues como se puede ver, fallec hace dieciocho aos.

EL ALQUIMISTA

All en lo alto, coronando la herbosa cima un montculo escarpado, de falda cubierta por los rboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansin de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es ms viejo an que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la poca feudal una de las ms temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos aos. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanera que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vstagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, as como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melanclico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbndose, hasta que tan slo una sirvi de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos seores del lugar.

Fue en una de las vasta y lbregas estancias de esa torre que an segua en pie donde yo, Antoine, el ltimo de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve aos. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombras frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros aos de mi atormentada vida. Nunca conoc a mis progenitores. Mi padre muri a la edad de treinta y dos, un mes despus de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educacin corrieron a cargo del nico servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era ms que un chiquillo, y la carencia de compaa que eso acarreaba se vea aumentada por el extrao cuidado que mi aoso guardin se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me haba dicho que tal restriccin era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compaeros. Ahora s que su verdadera intencin era ahorrarme los vagos rumores que corran acerca de la espantosa maldicin que afliga a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos segn hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepsculo del espectral bosque que cubra la falda de la colina. Fue quizs merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancola. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que ms llamaban mi atencin.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me suma en hondas depresiones. Quizs, al principio, fue slo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi lnea paterna lo que provoc la aparicin de ese terror que yo senta cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia consegu fragmentos inconexos de conversacin, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionndolo con la llegada de la senilidad, y que tenan alguna relacin con un particular acontecimiento que yo siempre haba considerado extrao, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento haba considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, ms tarde reflexion en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comenc a relacionarlas con los desvaros del anciano, que a menudo mencionaba una maldicin que durante siglos haba impedido que las vidas de los portadores del ttulo sobrepasasen la barrera de los treinta y dos aos. En mi vigsimo segundo cumpleaos, el aoso Pierre me entreg un documento familiar que, segn deca, haba pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y haba sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo ms inquietante, y una lectura pormenorizada confirm la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increble relato que tena ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En l se hablaba de cierto anciano que una vez vivi en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputacin. A pesar de su clase, haba estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tena fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tena un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como l mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prcticas ms odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeos de campesinos, se tenda a sealar su puerta. Pero, a travs de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redencin; el malvado viejo quera a su retoo con fiera intensidad, mientras que el mozo senta por su padre una devocin ms que filial.

Una noche el castillo de la colina se encontr sumido en la ms tremenda de las confusiones por la desaparicin del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de bsqueda, encabezado por el frentico padre, invadi la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bulla violentamente. Sin ms demora, llevado de furia y desesperacin desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la vctima ya haba expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anuncindolo muy tarde, ya que el pobre Michel haba sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la msera cabaa del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los rboles. La charla excitada de los domsticos ms prximos le revel lo sucedido, aunque pareci indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunci con voz apagada pero terrible la maldicin que, en adelante, afligira a la casa de C.

Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida

Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees

proclam cuando, repentinamente, saltando hacia atrs al negro bosque, sac de su tnica una redoma de lquido incoloro que arroj al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde muri sin decir palabra y fue sepultado al da siguiente, con apenas treinta y dos aos. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldicin de la mente de la familia del conde muerto; as que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un ttulo, muri traspasado por una flecha en el transcurso de una cacera, a la edad de treinta y dos aos, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, aos despus, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaos cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatdica edad, y, desde ah, la crnica ominosa recorra los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

Segn lo ledo, pareca cierto que no me quedaban sino once aos. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora ms preciosa a cada da que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me haba perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisicin de saber demonolgico y alqumico. Aunque lea cuanto caa en mis manos, no encontraba explicacin para la extraa maldicin que afliga a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, poda llegar tan lejos como para buscar alguna explicacin natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no haba descendientes conocidos del alquimista, me volv nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforc en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casara jams, y, ya que las ramas restantes de la familia se haban extinguido, pondra fin conmigo a la maldicin.

Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterr sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. As qued para meditar en soledad, siendo el nico ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldicin que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se haban encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me haba llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no haban sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraos y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronndose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telaraas en una profusin nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murcilagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacas tinieblas.

Guardaba el clculo ms cuidadoso de mi edad exacta, aun de los das y horas, ya que cada oscilacin del pndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca ms de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensin. Dado que la mayora de mis antepasados fueron abatidos poco despus de llegar a la edad exacta que tena el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qu extraa forma me alcanzara la maldicin, eso no saba decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqu al examen del viejo castillo y cuanto contena.

El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones ms largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatdica hora que yo saba haba de marcar el lmite final a mi estancia en la tierra, ms all de la cual yo no tena siquiera atisbos de esperanza de conservar el hlito. Haba empleado la mejor parte de la maana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los ms castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqu a los niveles inferiores, bajando a lo que pareca ser un calabozo medieval o quizs un polvorn subterrneo, ms bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la ltima escalera, el suelo se torn sumamente hmedo y pronto, a la luz de mi trmula antorcha, descubr que un muro slido, manchado por el agua, impeda mi avance. Girndome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequea trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Detenindome, logr alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban txicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbr una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo haba abatido hacia las repelentes profundidades, ardi libre y firmemente, emprend el descenso. Los peldaos eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este tnel result de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resisti firmemente cualquier intento mo de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me haba vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufr de repente una de las impresiones ms profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuch crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de anlisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo crea que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espritu, provoc a mi mente un horror de lo ms agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volv y encar la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que vean. En un antiguo marco gtico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga tnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increble profusin. Su frente, ms alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmrea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extraamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo ms extrao de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en m, lacerando mi alma con su odio, mantenindome sujeto al sitio. Pon fin, la figura habl con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implcita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latn usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonlogos. Esa aparicin hablaba de la maldicin suspendida sobre mi casa, anunciando mi prximo fin, e hizo hincapi en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recrendose en la venganza de Charles le Sorcier. Relat cmo el joven Charles haba escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los aos para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la poca en que ste alcanz la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cmo haba vuelto en secreto al lugar, establecindose ignorado en la abandonada estancia subterrnea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cmo haba apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzndolo a ingerir veneno y dejndolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo as la loca profeca de su vengativa maldicin. Entonces me dej imaginar cul era la solucin de la mayor de las incgnitas: cmo la maldicin haba continuado desde el momento en que, segn las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdi en digresiones, hablndome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayndose sobre la bsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podra garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

Por un instante su entusiasmo pareci desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvi el diablico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alz una redoma de cristal con evidente intencin de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos aos antes con mi antepasado. Llevado por algn protector instinto de autodefensa, luch contra el encanto que me haba tenido inmvil hasta ese momento, y arroj mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuch cmo la ampolla se rompa de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la tnica del extrao personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanz el frustado asesino result demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y ca desmayado al suelo fangoso.

Cuando por fin recobr el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, tembl ante la idea de tener que soportar an ms; pero fue la curiosidad lo que acab imponindose. Quin, me preguntaba, era este malvado personaje, y cmo haba llegado al interior del castillo? Por qu poda querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cmo se haba transmitido la maldicin durante el gran nmero de siglos pasados desde la poca de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante aos, desapareci de mis hombros, ya que saba que aquel a quien haba abatido era lo que haca peligrosa la maldicin, y, vindome ahora libre, arda en deseos de saber ms del ser siniestro que haba perseguido durante siglos a mi linaje, y que haba convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tante los bolsillos en busca de eslabn y pedernal, y encend la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida revel el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extrao. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visin, me gir y acced a la estancia que haba al otro lado de la puerta gtica. All encontr lo que pareca ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Deba de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraa por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia haba una abertura que conduca a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cmo haba logrado ese hombre llegar al castillo, me volv. Intent pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extrao, pero, al acercarme, cre orle exhalar dbiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de l. Horrorizado, me inclin para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresin imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capt el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasin pens que las palabras aos y maldicin brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez ms malvolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como vea a mi enemigo, me sent estremecer al observarlo.

Sbitamente, aquel miserable, animado por un ltimo rescoldo de energa, alz su espantosa cabeza del suelo hmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuper la voz y con aliento agonizante vocifer las palabras que en adelante habran de perseguirme durante todos los das y las noches de mi vida.

Necio! gritaba. No puedes adivinar mi secreto? No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldicin sobre los tuyos? No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? No sabes quin desvel el secreto de la alquimia? Pues fui yo! Yo! Yo! Yo que he vivido durante seiscientos aos para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

LOS AMADOS MUERTOSEn colaboracin con C. M. EDDYEs media noche. Antes del alba darn conmigo y me encerrarn en una celda negra, donde languidecer interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entraas y consumen mi corazn, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.

Mi asiento es la ftida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envs de una lpida cada y desgastada por los siglos implacables; mi nica luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera medioda. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrpitas lpidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposicin. Y sobre todo, perfilndose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero chapitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire est enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la hmeda tierra mohosa, pero para m es el aroma del Elseo. Todo es quietud - terrorfica quietud -, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposicin y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofros de xtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lnguido corazn con jbilo delirante... Porque la presencia de la muerte es vida para m !

Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y montona apata. Sumamente asctico, descolorido, plido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mrbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y "vieja" porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no posea el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.

Como todas las poblaciones rurales, Fenham tena su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maledicentes achacaban mi temperamento letrgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los ms supersticiosos me sealaban abiertamente como un nio cambiado por otro, mientras que otros, que saban algo sobre mis antepasados, llamaban la atencin sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tatarato que haba sido quemado en la hoguera por nigromante.

De haber vivido en una ciudad ms grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizs hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento.

Cuando llegu a la adolescencia, me torn an ms sombro, morboso y aptico. Mi vida careca de alicientes. Me pareca ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpeca mis actividades y me suma en una inexplicable insatisfaccin. Tena diecisis aos cuando acud a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era sealada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, adems, el funeral era el de un personaje tan conocido como el de mi abuelo, poda asegurarse que el pueblo entero acudira en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la prxima ceremonia con inters ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual slo representaba para m una promesa de inquietudes fsicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus custicas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompaarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa coleccin de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciacin en los solemnes ritos de tales ocasiones.

Algo en la estancia oscurecida, el ovalado atad con sus sombras colgaduras, los apiados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arranc de mi normal apata captando mi atencin. Saliendo de mi momentneo ensueo merced a un codazo de mi madre, la segu por la estancia hasta el fretro donde yaca el cuerpo de mi abuelo.

Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observ el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareci que el abuelo estaba inmensamente contento, plcidamente satisfecho. Me sent sacudido por algn extrao y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvi que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que pareca provenir del cadver mismo me aferraba con magntica fascinacin. Mi mismo ser pareca cargado de electricidad esttica y sent mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los prpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazn dio un repentino salto de jbilo impo batiendo contra mis costillas con fuerza demonaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torcica.

Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvi. Una vez ms, el vigoroso codazo maternal me devolvi a la actividad. Haba llegado con pies de plomo hasta el atad tapizado de negro, me alej de l con vitalidad recin descubierta.

Acompa al cortejo hasta el cementerio con mi ser fsico inundado de msticas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algn extico elixir... alguna abominable pocin preparada con las blasfemas frmulas de los archivos de Belial. La poblacin estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pas desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estmulo comenz a perder efectividad. En uno o dos das haba vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era total y devoradora insipidez del pasado. Antes, haba una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, haba vuelto a ser el de siempre, y los maledicentes buscaron algn otro sujeto ms propicio. Ellos, de haber siquiera soado la verdadera causa de mi reanimacin, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.

Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegra, me habra aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes aos en penitente soledad.

Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ah que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco aos me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza mas inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sent sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diablico xtasis. De nuevo mi corazn brinc salvajemente, otra vez lati con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meterico fervor. Sacud de mis hombros el fatigoso manto de inaccin, slo para reemplazarlo por la carga, infinitamente ms horrible, del deseo repugnante y profano. Busqu la cmara mortuoria donde yaca el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diablico nctar que pareca saturar el aire de la estancia oscurecida.

Cada inspiracin me vivificaba, lanzndome a increbles cotas de serfica satisfaccin. Ahora saba que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasara, dejndome igualmente vido de su poder maligno; pero no poda controlar mis anhelos ms de lo que poda deshacer los nudos gordianos que ya enmaraaban la madeja de mi destino. Demasiado bien saba que, a travs de alguna extraa maldicin satnica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que haba una singularidad en mi constitucin que slo responda a la espantosa presencia de algn cuerpo sin vida. Pocos das ms tarde, frentico por la bestial intoxicacin de la que la totalidad de mi existencia dependa, me entrevist con el nico enterrador de Fenham y le ped que me admitiera como aprendiz.

El golpe causado por la muerte de mi madre haba afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasin, la hubiera rechazado enrgicamente. En cambio, agit la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexin. Qu lejos estaba de imaginar que sera el objeto de mi primera leccin prctica!.

Tambin el muri bruscamente, por culpa de alguna afeccin cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrn trat por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logr que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasin mi desbocado corazn mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.

Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor ms grande - con mucho - que el que ms hubiera sentido hacia l cuando estaba vivo.

Mi padre no era un hombre rico, pero haba posedo bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su nico heredero, me encontr en una especie de paradjica situacin. Mi temprana juventud haba sido un fracaso total en cuento a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cmodo aislamiento, haba perdido sabor para m. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el nico motivo que me haba hecho buscar empleo.

La venta de los bienes me provey de un medio fcil de asegurarme la salida y me traslad a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilmetros. Aqu, mi ao de aprendizaje me result sumamente til. No tuve problemas para lograr una buena colocacin como asistente de la Gresham Corporation, una empresa que mantena las mayores pompas fnebres de la ciudad. Incluso logr que me permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtindose en una obsesin.

Me aplique a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impa sensibilidad, y pronto me convert en un maestro en mi oficio electo.

Cada cadver nuevo trado al establecimiento significaba una promesa cumplida de impo regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicacin... aunque cada satisfaccin carnal tiene su precio. Llegu a odiar los das que no traan muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rpida y segura muerte a los residentes de la ciudad.

Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los rboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeada en alguna misin maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los peridicos matutinos pudieron vocear a su clientela vida de sensacin los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; prrafo tras prrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes.

Con todo, yo senta una suprema sensacin de seguridad, pues quin, por un momento, recelara que un empleado de pompas fnebres - donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos - abandonara sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fra la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demonaca, variando el mtodo de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursin nocturna era una exttica hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera ms tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble t postrer placer tena lugar...Oh, recuerdo escaso y delicioso!

Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba...los muertos que me daban vida!

Una maana, Mr. Gresham acudi mucho ms temprano de lo habitual... lleg para encontrarme tendido sobre una fra losa, hundido en un sueo monstruoso, con los brazos alrededor del cuerpo rgido, tieso y desnudo de un ftido cadver! Con los ojos llenos de entremezcla de repugnancia y compasin, me arranc de mis salaces sueos.

Educada pero firmemente, me indic que deba irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmsfera del lugar. Cun poco saba de los demonacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder slo le reafirmara en su creencia de mi potencial locura...resultaba mucho mejor marcharse que invitarle a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.

Tras eso, no me atrev a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algn acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagu de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabaj en depsitos de cadveres, rond cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.

Entonces lleg la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los ltimos en volver, cuatro aos de infernal osario ensangrentado... nauseabundo lgamo de trincheras anegadas de lluvia...mortales explosiones de histricas granadas...el montono silbido de balas sardnicas...humeantes freneses de las fuentes del Flegeton (1)... letales humaredas de gases venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados... cuatro aos de trascendente satisfaccin.

En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses ms tarde, me encontr recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenhman. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los aos haban deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas haba un puado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrs, todo era una muda confirmacin de las historias que haba obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una msera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpata hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartan su suerte. Con todo esto, el encanto que envolva los ambientes de mi juventud haba desaparecido totalmente; as, acuciado por algn temerario impulso errante, volv mis pasos a Bayboro.

Aqu, tambin los aos haban trado cambios, aunque en sentido inverso. La pequea ciudad de mis recuerdos casi haba duplicado su tamao a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqu mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que an exista, pero con nombre desconocido y un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe haba hecho presa de Mr. Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.

Alguna fatdica disposicin me hizo pedir trabajo. Coment mi aprendizaje bajo Mr. Gresham con cierto recelo, pero se haba llevado a al tumba el secreto de mi poco tica conducta. Una oportuna vacante me asegur la inmediata recolocacin.

Entonces volvieron errticos recuerdos sobre noches escarlatas de impos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilcitos placeres. Hice a un lado la precaucin, lanzndome a otra serie de condenables desmanes. Una vez ms, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diablicos detalles de mis crmenes, comparndolos con las rojas semanas de horror que haban pasmado ala ciudad aos atrs. Una vez ms la polica lanz sus redes, sacando entre sus enmaraados pliegues...nada!

Mi sed del nocivo nctar de la muerte creci hasta ser un fuego devastador, y comenc a acortar los perodos entre mis odiosas explosiones. Comprend que pisaba suelo resbaladizo, pero el demonaco deseo me aferraba con torturantes tentculos y me obligaba a proseguir.

Durante todo este tiempo, mi mente estaba volvindose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfaccin de mis enloquecidos anhelos. Dej deslizar, en alguna de esas malficas escapadas, pequeos detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algn lugar, dej una pequea pista, un rastro fugitivo, detrs... no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero s lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi direccin. Senta el espionaje, pero aun as era incapaz de contener la imperiosa demanda de ms muerte para acelerar mi enervado espritu.

Enseguida lleg la noche en que el estridente silbato de la polica me arranc de mi demonaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer vctima, con una ensangrentada navaja todava firmemente asida. Con un gil movimiento, cerr la hoja y la guard en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la polica abrieron grandes brechas en la puerta. Romp la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos ms pobres como morada. Me descolgu hasta un callejn mientras las figuras vestidas de azul irrumpan por la destrozada puerta. Hu saltando inseguras vallas, a travs de mugrientos patios traseros, cruzando mseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pens en los boscosos pantanos que se alzaban ms all de la ciudad, extendindose unos 60 kilmetros hasta alcanzar loa arrabales de Fenham. Si pudiera llegar a esta meta, estara temporalmente a salvo. Antes del alba me haba lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de rboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendan como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burln abrazo.

Los diablos de las funestas deidades a quienes haba ofrecido mis idlatras plegarias deban haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora cinaga.

Una semana ms tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilmetro y medio de Fenham. Haba eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma deba haber sido radiada. Tena remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frentica noche, no haba odo sonido de voces extraas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizs haban decidido que mi cuerpo yaca oculto en alguna charca o se haba desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales.

El hambre ra mis tripas con agudas punzadas, y la sed haba dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famlico espritu, hambre del estmulo que slo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No poda engaarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginacin. Saba que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagara como una lmpara vaca. Reun todas mis restantes energas para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelant a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez ms sent la extraa sensacin de ser guiado por algn invisible aclito de Satans.

Y aun mi alma endurecida por el pecado se agit durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.

Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar lleg el vido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento ms tarde haba alzado una de las destrozadas ventanas y me haba deslizado por el alfizar. Escuch durante un instante, con los sentidos alerta y los msculos listos para la accin. El silencio me recibi. Con pasos felinos recorr las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentreos indicaron el lugar donde encontrara remedio a mis sufrimientos. Me permit un vistazo de xtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqu a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el nio - dnde estaran? -, bueno, podan esperar. Mis engarfiados dedos se deslizaron hacia su garganta...

Horas ms tarde volva a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era ma. Tres silenciosos cuerpos dorman para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del da invadi mi escondrijo que visualic las inevitables consecuencias de la temeraria obtencin alivio. En ese tiempo los cuerpos deban haber sido descubiertos. Aun el ms obtuso de los policas rurales seguramente relacionara la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Adems, por primera vez haba sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad...

las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes vctimas. Durante todo el da tembl preso de aprensin nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imgenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, borde Fenham y me intern en los bosques de ms all. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecucin... el distante ladrido de los sabuesos.

Me apresur a travs de la larga noche, pero durante la maana pude sentir cmo mi artificial fortaleza menguaba. El medioda trajo, una vez ms, la persistente llamada de la perturbadora maldicin y supe que me derrumbara de no volver a experimentar la extica intoxicacin que slo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Haba viajado en un amplio semicrculo. Si me esforzaba en lnea recta, la medianoche me encontrara en el cementerio donde haba enterrado a mis padres aos atrs. Mi nica esperanza, lo saba, resida en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volv encaminando mis pasos en la direccin de mi ltimo baluarte.

Dios! Pueden haber pasado escasas doce horas desde que part hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una esplndida recompensa El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!

Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. Vienen! Mis agudos odos captan el todava lejano aullido de los perros! Es cuestin de minutos que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, para perder mis das en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!

No me cogern! Hay una puerta de escape abierta! Una eleccin de cobarde, quizs, pero mejor - mucho mejor - que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejar esta relacin tras de m para que algn alma pueda quizs entender por qu hice lo que hice.

La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extraamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rpido tajo en mi mueca izquierda y la liberacin est asegurada... clida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrpitas lpidas... hordas fantasmales se apian sobre las tumbas en descomposicin... dedos espectrales me llaman por seas... etreos fragmentos de melodas no escritas en celestial crescendo... distantes estrellas danzan embriagadoramente en demonaco acompaamiento... un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi catico cerebro... fantasmas grises de asesinados espritus desfilan ante m en silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... ms...

(1) un ro de fuego, uno de los cinco que existen en el Hades EL RBOL

Fata viam invenient.

En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antao embellecida con las ms sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares races desplazando los bloques de mrmol del Pentlico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre deforme, o a un cadver contorsionado por la muerte, que los lugareos temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla dbilmente a travs de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes predilectos de temible Pan, el de la multitud de extraos compaeros, y los sencillos pastores creen que el rbol debe tener alguna espantosa relacin con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaa de las cercanas me cont una historia diferente.

Hace muchos aos, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivan en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Nepolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenn. Todos los hombres rendan homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artstica enfriara el calor de su amistad fraternal.

Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armona, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefera quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. All meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y all conceba las formas de belleza que posteriormente inmortalizara en mrmol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imgenes de los faunos y las dradas con los que se codeaba... ya que jams llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.

Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extra que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamao y factura sin par haba de ser la estatua, ya que habra de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado ms all de cualquier pensamiento resultara aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distincin. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestaran mutua ayuda y consejo; as que tal apoyo producira dos imgenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsara incluso los sueos de los poetas.

Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, as que en los das siguientes sus esclavos pudieron or el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visin para ellos dos solos. A excepcin de los suyos, ningn ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.

De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, segn pasaba el tiempo, la gente advirti cierta falta de alegra en el antes radiante Musides. Era extraa, comentaban entre s, que esa depresin hubiera hecho presa en quien tena tantas posibilidades de alcanzar los ms altos honores artsticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se lea sino una fuerte tensin que deba estar provocada por la situacin.

Entonces Musides habl un da sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvi a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque haba en l una felicidad serena que haca su mirada ms mgica que la de Musides... quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su inters por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, ltimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.

Segn desmejoraba inexplicablemente, ms y ms, a pesar de las atenciones de los perplejos mdicos y las de su inquebrantable amigo, Calos peda con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. All rogaba que le dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides acceda invariablemente a tales deseos, aunque con lgrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba ms atencin de faunos y dradas que de l. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del ms all. Musides, llorando, le prometi un sepulcro an ms hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidi que no hablara ms sobre glorias de mrmol. Tan slo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo; que unas ramitas d ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepultura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos muri.

Hermoso ms all de cualquier descripcin resultaba el sepulcro de mrmol que el afligido Musides cincel para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuid Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.

Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignacin, Musides trabaj con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le perteneca ahora, ya que el tirano no quera sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba ms duro cada da, privndose de los placeres que una vez degustara. Mientras tanto, sus tardes transcurran junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven haba brotado cerca de la cabeza del yacente. Tan rpido fue el crecimiento de este rbol, y tan extraa era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpan en exclamaciones de sorpresa, y Musides pareca encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por l.

A los tres aos de la muerte de Calos, Musides envi un mensajero al tirano, y se coment en el gora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el rbol de la tumba haba alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudan a contemplar el rbol prodigioso, as como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a l no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, pareca temer el quedarse a .solas ahora que su absorbente trabajo haba tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaa, suspirando a travs del olivar y el rbol de la tumba, evocaba de forma extraa sonidos vagamente articulados.

El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los prxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desat una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilndose en la gloria de la estatua que Musides haba cincelado para l. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, as como de que ni aun los inminentes laureles del arte podran consolarle de la ausencia del Calos, que podra haberlos ceido en su lugar. Tambin hablaron sobre el rbol que creca en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba an ms horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.

A la luz del da, los prxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno haba realizado extraas hazaas. El gritero de los esclavos se alzaba en una escena de desolacin, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio saln donde Musides soara y trabajara. Solitarios y estremecidos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se haba desplomado la pesada rama que sobresala del extrao rbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mrmol a un montn de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catstrofe causada por el grande, el siniestro rbol cuyo aspecto resultaba tan extraamente humano y cuyas races alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aument al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecan de artista al que conceder los laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una esplndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el gora un templo de mrmol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.

Pero el olivar an est ah, as como el rbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me cont que a veces las ramas susurran entre s en las noches ventosas, dicindose una y otra vez: O O !... yo s! yo s.!

LA BESTIA EN LA CUEVA

La horrible conclusin que haba ido gradualmente imponindose en mi mente confundida y reacia resultaba ahora de una espantosa certeza. Estaba perdido, completa y descorazonadoramente perdido en las vastas y labernticas profundidades de la cueva Mammoth. Hacia donde me volviese, por ms que forzase la vista no lograba distinguir nada que pudiera servirme de pista para encontrar el camino de salida. Mi intelecto ya no albergaba dudas sobre que nunca ms llegara a contemplar la bendita luz del da, ni a deambular por las amables colinas y valles del hermoso mundo exterior. La esperanza se haba esfumado. Pero, condicionado como estaba por una vida de estudios filosficos, obtuve no poca satisfaccin de mi desapasionada postura; ya que aunque haba ledo suficiente acerca del salvaje frenes que acomete a las vctimas de sucesos similares, yo no experiment nada parecido, sino que mantuve la calma apenas descubr que me haba perdido.

Tampoco el pensamiento de haber errado ms all del alcance de una bsqueda normal me hizo ni por un momento perder la calma. Si haba de morir, reflexionaba, entonces esta caverna terrible pero majestuosa me resultara un sepulcro tan grato como el que pudiera brindarme un camposanto; una idea que me provocaba tranquilidad antes que desesperacin.

La muerte por inanicin sera mi destino; de eso estaba convencido. Yo saba que algunos haban enloquecido en similares circunstancias, pero senta que tal no sera mi fin. Mi desgracia no era fruto sino de mi propia voluntad, ya que, a escondidas del gua, me haba despegado voluntariamente del grupo visitante y, deambulando cerca de una hora a travs de las prohibidas galeras de la cueva, me haba encontrado luego incapaz de desandar los intrincados vericuetos recorridos tras abandonar a mis compaeros.

Mi antorcha comenzaba ya a flaquear y pronto me hallara sumido en la negrura total y casi palpable de las entraas de la tierra. Mientras permaneca al resplandor de la menguante y temblorosa luz, especul ocioso sobre las circunstancias exactas en que se producira mi cercano fin. Record las historias sobre la colonia de tuberculosos que, habindose instalado en esta gigantesca gruta buscando la salud en su temperatura uniforme y suave, su aire puro y su pacfica tranquilidad, haban, sin embargo, muerto en circunstancias extraas y terribles. Yo haba mirado los tristes restos de sus chozas destartaladas al pasar con el grupo, preguntndome qu antinatural efecto podra lograr una larga estancia en esta caverna inmensa y silenciosa sobre alguien como yo, saludable y vigoroso. Ahora, me dije ttricamente, haba llegado la ocasin de comprobar tal respecto, a no ser que la falta de comida acelerase mi trnsito.

Segn se esfumaban en la oscuridad los ltimos e intermitentes resplandores de mi antorcha, resolv no dejar piedra sobre piedra, ni desdear cualquier posible medio de escapar; as que prorrump en una sucesin de gritos tremendos, a pleno pulmn, con la vana esperanza de llamar la atencin del gua. Sin embargo, mientras vociferaba, tuve la sensacin de que mis gritos resultaban un despropsito, y que mi voz, aumentando y reverberando por las innumerables paredes del negro laberinto circundante, no llegaba a otros odos que los mos. Sin embargo, a una, mi atencin se volvi sobresaltada hacia un sonido de suaves pasos que imagin escuchar acercndoseme sobre el suelo rocoso de la cueva. Era inminente m salvacin? No haban sido entonces todos mis horribles temores otra cosa que naderas, y el gua, habindose percatado de mi inexplicable ausencia, haba seguido mi rastro, buscndome a travs de este laberinto calcreo. Mientras aquellas preguntas felices brotaban en mi interior, estuve a punto de reanudar mis gritos para acelerar mi descubrimiento; pero en un instante mi alegra se troc en horror al volver a escuchar, ya que mis siempre agudos odos, ahora afinados an ms por el completo silencio de la cueva, dieron a mi entumecido entendimiento la inesperada y espantosa certeza de que aquellas pisadas no sonaban como las de un ser humano. En la quietud ultraterrena de esa subterrnea regin, la aparicin del gua con su calzado hubiera resultado como una serie de golpes claros e incisivos. Aquellos sonidos eran blandos y sigilosos, como los que podran producir las zarpas almohadilladas de un felino. Adems, a veces, escuchando cuidadosamente, me pareca distinguir el paso no de dos, sino de cuatro pies.

Ahora ya estaba convencido de que mis gritos haban despertado y atrado a alguna bestia salvaje, quizs un puma extraviado por accidente en el interior de la cueva. Quizs, reflexion, el Todopoderoso me haba designado una muerte ms rpida y misericordiosa que el hambre. Aunque el instinto de conservacin, nunca apagado por completo, se conmovi en mi ser y, a pesar de que evitar el peligro que se acercaba poda depararme un final ms largo e inclemente, me dispuse, sin embargo, a vender la vida lo ms cara posible. Por extrao que pueda parecer, mi mente no conceba otra intencin en el visitante que la de una clara hostilidad. En consecuencia, permanec inmvil, esperando que la bestia desconocida, a falta de un sonido que la guiase, perdiese mi direccin y pasase de largo. Pero esa esperanza iba a revelarse infundada, ya que aquellas extraas pisadas avanzaban implacables; sin duda, el animal me olfateaba y, en una atmsfera tan absolutamente limpia de cualquier influencia contaminante como resulta la de una cueva, poda sin duda seguirme hasta gran distancia.

Por consiguiente, viendo que deba armarme para defenderme de un extrao e invisible ataque en la oscuridad, tante en busca de los mayores de entre los fragmentos de roca dispersos por doquier en el suelo de la caverna circundante y, empuando uno en cada mano, listos para ser usados, esper resignado los inevitables sucesos. Mientras, el odioso paso de garras se acercaba. La conducta de esa criatura era realmente extraa. Casi todo el tiempo, los movimientos parecan propios de un cuadrpedo, movindose con una curiosa descoordinacin entre miembros delanteros y traseros; y, sin embargo, durante algunos pocos y cortos intervalos, me pareci que caminaba sobre dos patas tan slo. Me pregunt qu clase de animal tena delante; deba tratarse, supona, de alguna infortunada bestia que haba pagado la curiosidad de indagar a las puertas de la temible gruta con una reclusin de por vida en esas interminables profundidades. Sin duda, se alimentaba de peces ciegos, murcilagos y ratas de la cueva, as como de los peces comunes que nadan en los manantiales del ro Verde, el cual comunica por vas ocultas con las aguas de la caverna. Llen mi terrible espera haciendo grotescas conjeturas sobre los efectos que una vida cavernaria pudieran haber causado sobre la estructura fsica de la bestia, recordando las espantosas apariencias que la tradicin local achacaba a los tuberculosos muertos tras una larga residencia en la cueva. Entonces, con un sobresalto, record que, aun en el caso de lograr matar a mi antagonista, nunca llegara a contemplar su apariencia, dado que mi antorcha se haba extinguido haca tiempo y no tena encima ni una cerilla. La tensin mental se volva ahora espantosa. Mi imaginacin desbocada conjuraba formas odiosas y temibles en la siniestra oscuridad circundante, que parecan ya casi presionarme. Las espantosas pisadas se acercaban, cerca, ms cerca. Creo que deb lanzar un grito, aunque de haber sido en verdad tan timorato como para hacerlo, mi voz apenas debi responderme. Estaba petrificado, clavado al sitio. Dudaba de que mi brazo derecho me respondiera lo bastante como para disparar sobre el ser llegado el momento crucial. El inexorable, pat, pat, de pisada est al alcance de la mano, ya muy cerca. Poda or el trabajoso resuello del animal, y, aterrorizado como estaba, an llegu a comprender que vena de muy lejos y estaba por tanto fatigado. Repentinamente se rompi el maleficio. Mi brazo derecho, guiado por mi siempre fiable odo, lanz con todas sus fuerzas el pedazo de caliza, de bordes agudos, que sostena, impulsndolo hacia el lugar de la oscuridad de donde provenan resuello y pisadas; y, por increble que parezca, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, ya que escuch brincar al ser, yendo a cierta distancia y pareciendo detenerse all.

Reajustando el tiro, lanc el segundo proyectil, esta vez con mejores resultados, ya que lleno de alegra o cmo la criatura caa de una forma que sonaba a desplome, quedando sin lugar a dudas tendida e inmvil. Casi desbordado por el tremendo alivio consiguiente, me recost tambalendome contra la pared. El resuello prosegua, pesado, boqueando inhalaciones y exhalaciones; as que comprend que no haba hecho otra cosa que herir a la criatura. Y cualquier deseo de examinar al ser se esfum. Por fin, algo semejante al miedo ultraterreno y supersticioso se aloj en mi cerebro y no me aproxim al cuerpo, ni segu cogiendo hiedras para rematarlo. En vez de eso, ech a correr tan rpido como pude y, tanto como me lo permita mi frentico estado, por donde haba llegado. Bruscamente escuch un sonido o, mejor, una sucesin regular de sonidos. AI instante siguiente se haban convertido en un golpeteo claro y metlico. Ahora no haba duda. Era el gua. Y entonces grit, chill, vocifer, incluso aull de alegra contemplando en los techos abovedados la luminosidad dbil y resplandeciente que yo saba era el reflejo del brillo de una antorcha aproximndose. Corr al encuentro del resplandor y, antes de comprender del todo lo que haca, estaba a los pies del gua, abrazndole las botas, balbuceando a pesar de mi reserva ostentosa de una forma que resultaba de lo ms insensata y estpida, barbotando mi terrible historia y, a la vez, aturullando a mi oyente con mis demostraciones de gratitud. El gua haba notado mi ausencia cuando el grupo volvi a la entrada de la cueva y, llevado por su intuitivo sentido de la orientacin, haba procedido a realizar una exploracin exhaustiva de los pasadizos frente a los que me viera por ltima vez, localizando mi paradero tras una bsqueda de unas cuatro horas.

Cuando me lo hubo contado, yo, envalentonado por la luz de su antorcha y por su compaa, comenc a pensar en la extraa bestia a la que haba herido unos metros ms atrs, en la oscuridad, y suger que furamos a ver, con ayuda del hacha, qu clase de criatura haba yo abatido. As que me volv sobre mis pasos, esta vez con un valor que naca del estar acompaado, hasta el escenario de mi terrible experiencia. Pronto descubrimos un cuerpo blanco en el suelo, ms blanco an que la propia caliza resplandeciente. Avanzando con precaucin, prorrumpimos en simultneas exclamaciones de asombro, ya que de todos los monstruos antinaturales que pudiramos haber contemplado en nuestra vida, ste resultaba con mucho el ms extrao. Pareca ser un mono antropoide de grandes dimensiones, escapado quizs de algn circo ambulante. Su pelaje era blanco como la nieve, debido sin duda a la accin decolorante de una larga existencia en los recintos negros como la tinta de la cueva, pero asimismo aquel pelo era sorprendentemente ralo, faltando por doquier, excepto en la cabeza, donde era tan largo y abundante que caa sobre sus hombros en profusin considerable. El rostro permaneca oculto, ya que la criatura estaba boca abajo. El ngulo de los miembros era tambin muy singular, explicando empero la alteracin de uso que yo antes notara y por la cual la bestia empleaba unas veces cuatro zarpas para desplazarse y otras slo dos. Las manos o pies no eran prensiles, algo que atribu a su larga estancia en la cueva que, como antes dije, pareca probada por aquella blancura completa y casi ultraterrena tan caracterstica de toda su anatoma. No pareca dotada de cola.

La respiracin se haba vuelto ahora sumamente dbil, y el gua haba empuado su pistola con la evidente intencin de rematar a la criatura, cuando un inesperado sonido lanzado por esta ltima le hizo abatir el arma sin usarla. Aquel sonido era de naturaleza difcil de explicar. No era como los tonos normales que emiten las especies de simios conocidas, y me pregunt si aquella cualidad antinatural no sera el fruto de una larga estancia en silencio total, roto al fin por la sensacin provocada por la llegada de luz, algo que la bestia no haba visto desde su llegada a la cueva. El sonido, que de lejos puede definirse como una especie de profundo charloteo, prosegua dbilmente. De repente, un fugaz espasmo de energa pareci estremecer el cuerpo de la bestia. Las zarpas se movieron convulsivamente y los miembros se contrajeron. Con un espasmo, el cuerpo blanco rod hasta que el rostro gir en nuestra direccin. Por un instante me vi tan abrumado por lo que mostraban aquellos ojos, que no vi nada ms. Eran negros, esos ojos; profundos, tremendamente negros, contrastando espantosamente con la nvea blancura de cabello y carnes. Como en otros moradores de

cavernas, estaba profundamente hundidos en las rbitas y carecan completamente de iris. Mirando ms detenidamente, vi que se encontraban en un rostro que era menos prognato que el de cualquier mono normal e infinitamente ms peludo. La nariz era bastante distinta.

Mientras observbamos la extraa visin que tenamos ante los ojos, los gruesos labios se abrieron y brotaron algunos sonidos, tras lo cual el ser se relaj y muri.

El gua se aferr a la manga de la chaqueta, temblando con tanta violencia que la luz se estremeci espasmdicamente, proyectando sombras extraas y mviles sobre los muros de alrededor.

Yo no hice gesto, sino que permanec envaradamente quieto, los ojos espantados fijos sobre el suelo de delante.

Y entonces se disip el miedo, suplantado por asombro, espanto, comprensin y reverencia, ya que los sonidos lanzado