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Cpmendio de cuentos de Howard Phillips Lovecraft

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H.P. LOVECRAFT

Cuentos 1

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CUENTOS I

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Howard P. Lovecraft

Cuentos I

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Editado y publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Abril de 2004.

Distribución gratuita.

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ÍNDICE

A través de las puertas de la llave de plata. (Con

E. Hoffmann Price) ............................................................... 7Aire frío ........................................................................ 62Al otro lado del umbral. (Con August Derleth) ................ 76Arthur Jermyn ............................................................. 112Azathoth ....................................................................... 126Celephais ...................................................................... 129Dagón ............................................................................ 138Herbert West, reanimador ......................................... 146

I. De la oscuridad .................................................. 147II. El demonio de la peste ...................................... 155

III. Seis disparos a la luz de la luna ....................... 163IV. El grito del muerto ............................................ 171V. El horror de las sombras .................................. 179

VI. Las legiones de la tumba .................................. 187Del más allá .................................................................. 195Dos Botellas Negras. (Con Wilfred Blanch Talman) .......... 206Él ................................................................................... 223El alquimista ................................................................ 239El árbol ......................................................................... 252

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El árbol de la colina ..................................................... 258El caos reptante. (Con Elizabeth Berkeley) ........................... 264El ceremonial ............................................................... 275El clérigo malvado ....................................................... 289El color que cayó del cielo .......................................... 295

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A TRAVÉS DE LAS PUERTAS DE LA LLAVE DE PLATA

I

EN UNA inmensa sala de paredes ornadas con tapices deextrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Bou-khara de extraordinaria manufactura e increíble anti-güedad, se hallaban cuatro hombres sentados en tornoa una mesa atestada de documentos. En los rincones deunos trípodes de hierro forjado que un negro de avanza-dísima edad y oscura librea alimentaba de cuando encuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano,mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latíaacompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuyaesfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, ycuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con nin-gún sistema cronológico de este planeta. Era una estan-cia turbadora y extraña, pero muy en consonancia conlas actividades que se desarrollaban en ella. Porqueallí, en la residencia de Nueva Orleáns del místico, mate-mático y orientalista más grande de este continente, seestaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio,

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místico, escritor y soñador no menos eminente, que cua-tro años antes había desaparecido de este mundo.

Randolph Carter, que durante toda su vida había tra-tado de sustraerse al tedio y a las limitaciones de la rea-lidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y fabulososaccesos a otras dimensiones, desapareció del mundo delos hombres el 7 de octubre de 1928, a la edad de cin-cuenta y cuatro años. Su carrera había sido extraña ysolitaria, y había quienes suponían, por sus extravagan-tes novelas, que habían debido sucederle cosas aún másextrañas que las que se conocían de él. Su asociación conHarley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos es-tudios sobre la primitiva lengua naakal de los sacerdo-tes himalayos tan atroces consecuencias tuvieron, fuemuy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien —unanoche enloquecedora y terrible, en un antiguo cemente-rio— vio descender a Warren a la cripta húmeda y sali-trosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston,pero todos sus antepasados procedían de esa región mon-tañosa y agreste que se extiende tras la vetusta ciudadde Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí, en-tre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde,finalmente, había desaparecido él también.

Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930,se había referido a cierto cofrecillo de madera extraña-mente aromática, cubierto de horribles adornos que ha-bía encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable,y a una llave de plata labrada con raros dibujos que con-tenía la arqueta. En torno a estos objetos, el propio Car-ter había mantenido correspondencia con otras personas.Carter, según dijo, le había contado que esta llave pro-venía de sus antepasados y que le ayudaría a abrir laspuertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensio-nes y fantásticas regiones que hasta entonces había vi-

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sitado sólo en sueños vagos, fugaces y evanescentes. Undía, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con sucontenido, y se había marchado en su coche para no vol-ver más.

Más tarde habían encontrado el coche al borde de unacarretera vieja y cubierta de yerba que, a espaldas de ladesolada ciudad de Arkham, atraviesa las colinas quehabitaron un día los antepasados de Carter, de cuya granresidencia sólo queda el sótano ruinoso, abierto de caraal cielo. En un bosquecillo de olmos inmensos había des-aparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de lacasita medio derruida donde la bruja Goody Fowler pre-paraba sus abominables pociones, tiempo atrás. En 1692,la región había sido colonizada por gentes que huían dela caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva unafama vagamente siniestra, aunque debida a unos hechosdifíciles de determinar. Edmund Carter había logradohuir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde lequerían llevar sus conciudadanos, pero todavía corríanmuchos rumores acerca de sus hechizos y brujerías. ¡Yahora, al parecer, su único descendiente había ido a re-unirse con él!

En el coche habían encontrado el cofrecillo de horri-bles relieves y fragante madera, así como el pergaminoindescifrable. La llave de plata no estaba. Se supone queCarter se la había llevado consigo. Y no se tenían refe-rencias del caso. La policía de Boston había dicho quelas vigas derrumbadas de la vieja morada de los Cartermostraban cierto desorden, y alguien había encontradoun pañuelo en la siniestra ladera rocosa cubierta de ár-boles que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de la te-rrible caverna llamada de las Serpientes.

Fue entonces cuando las leyendas que corrían por laregión sobre la Caverna de las Serpientes cobraron re-

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novada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar envoz baja de las prácticas impías a las que el viejo EdmundCarter el brujo se había entregado en aquella horriblegruta, a lo que ahora venía a añadirse la extraordinariaafición que el propio Randolph Carter había mostradode niño por ese lugar. Durante la infancia de Carter, lavenerable mansión se había mantenido en pie, con su anti-cuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo porsu tío abuelo Christopher. Él la había visitado con fre-cuencia, y había hablado de modo especial sobre la Ca-verna de las Serpientes. Las gentes recordaban que másde una vez se había referido a una grieta que había enun rincón ignorado de la cueva, y hacían cábalas sobreel cambio que había experimentado a raíz de un día quepasó entero dentro de la caverna, a los nueve años deedad. Esto había sucedido en octubre, y desde entoncesparecía haber adquirido una inusitada facultad de pre-decir acontecimientos futuros.

La noche en que desapareció Carter, había llovido, ynadie pudo encontrar la menor huella de los pasos quedio al bajar del coche. En el interior de la Caverna delas Serpientes se había formado un barro líquido y vis-coso, debido a las grandes filtraciones de agua. Sólo losrústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellasque habían creído descubrir en el sitio donde los gran-des olmos sobresalían por encima de la carretera y en lasiniestra pendiente próxima a la Caverna de las Serpien-tes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quiéniba a hacer caso de aquellos rumores, según los cualesesas huellas eran idénticas a las que dejaban las botasde puntera cuadrada que había usado Randolph Cartercuando era niño? Esa historia era tan insensata comoaquella otra de que habían visto las huellas inconfundi-bles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban

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al encuentro de las huellas pequeñas de la carretera. Elviejo Benjiah Corey había sido el criado del señor Car-ter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treintaaños que había muerto.

Debieron ser esos rumores —añadidos a las manifes-taciones que el propio Carter había hecho a Parks y aotros sobre su suposición de que la labrada llave de pla-ta le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infan-cia— los que indujeron a ciertos investigadores ocultistasa declarar que el desaparecido había conseguido dar lavuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través decincuenta y cuatro años, a ese día de octubre de 1883 enque, siendo niño, había permanecido tantas horas en laCaverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salióaquella noche de la cueva, Carter había logrado de al-gún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía des-pués las cosas que habrían de suceder más tarde? Y noobstante, jamás se había referido a suceso alguno poste-rior a 1928.

Uno de estos sabios —un viejo excéntrico de Providen-ce, Rhode Island— que había mantenido una larga y es-trecha correspondencia con Carter, tenía una teoríaaún más complicada: decía que no sólo había regresadoa la niñez, sino que había alcanzado un grado de libera-ción aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho lospaisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras ha-ber sufrido una extraña visión, este hombre publicó unrelato sobre la desaparición de Carter, en el que insi-nuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópa-lo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad de innumerables torreones,asentada en lo alto de los acantilados de cristal que do-minan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudascriaturas provistas de aletas natatorias, construyen sussingulares laberintos.

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Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgi-camente se opuso al reparto de los bienes de Carter en-tre sus herederos —todos ellos primos lejanos— alegandoque éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiem-po, y que muy bien podría ser que regresara un día. Con-tra este argumento se alzó uno de los primos, Ernest K.Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, queera un abogado experto y combativo como un joven cuan-do se trataba de batallas forenses. Durante cuatro añosla contienda había sido furiosa; pero la hora del repartohabía sonado, y esta inmensa y extraña sala de NuevaOrleáns iba a ser el escenario del acuerdo.

La casa pertenecía al albacea testamentario de Car-ter para los asuntos literarios y financieros: el distin-guido erudito en misterios y antigüedades orientales,Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Car-ter había conocido a De Marigny durante la guerra, cuan-do ambos servían en la Legión Extranjera francesa, y enseguida se sintió atraído por él a causa de la similitudde gustos y pareceres. Cuando, durante un memorablepermiso colectivo, el erudito y joven criollo condujo alávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Fran-cia, y le enseñó ciertos secretos terribles que ocultabanlas tenebrosas criptas inmemoriales excavadas bajo esaciudad milenaria y henchida de misterios, la amistad en-tre ambos quedó sellada para siempre. El testamento deCarter nombraba como albacea a De Marigny, y ahoraeste estudioso infatigable presidía de mala gana el re-parto de la herencia. Era un triste deber para él porque,como le pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tam-poco él creía que Carter hubiera muerto. Pero, ¿qué pesopodían tener los sueños de dos místicos frente a la rígi-da ciencia mundana?

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En aquella extraña habitación del viejo barrio fran-cés, se habían sentado en torno a la mesa unos hombresque pretendían tener algún interés en el asunto. La re-unión se había anunciado, como es de rigor en estos ca-sos, en los periódicos de las ciudades donde se suponíaque pudiera vivir alguno de los herederos de Carter. Sinembargo, sólo había allí cuatro personas reunidas es-cuchando el tic-tac singular de aquel reloj en forma deataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el ru-mor cristalino de la fuente del patio que se veía a tra-vés de las cortinas. A medida que pasaban las horaslentamente, los semblantes de los cuatro se iban borran-do tras el humo ondulante de los trípodes que cada vezparecían necesitar menos los cuidados de aquel viejo ne-gro de furtivos movimientos y creciente nerviosidad.

Los presentes eran el propio Etienne de Marigny,hombre enjuto de cuerpo, moreno, elegante, de grandesbigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de losherederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rolli-zo, y con enormes patillas; Phillips, el místico de Provi-dence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara afeitada ycargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida,delgado, rostro moreno y barbudo, absolutamente im-pasible, tocado de un turbante que denotaba su elevadacasta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche,llenos de fuego, casi sin iris, y parecía mirar desde unabismo situado muy por detrás de su rostro. Se había pre-sentado a sí mismo como el swami Chandraputra, unadepto venido de Benarés con cierta información de sumaimportancia. Tanto De Marigny como Phillips —que ha-bían mantenido correspondencia con él— habían reco-nocido inmediatamente la autenticidad de sus preten-siones esotéricas. Su voz tenía un acento singular, untanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del in-

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glés resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante,su lenguaje era tan fluido, correcto y natural como el decualquier anglosajón. Su indumentaria general era eu-ropea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraor-dinariamente mal, lo cual, sumado a su barba negra yespesa, su turbante oriental y sus blancos mitones, le dabaun aire de exótica excentricidad.

De Marigny, manoseando el pergamino hallado enel coche de Carter, decía:

—No, no he podido descifrar una sola letra del per-gamino. El señor Phillips, aquí presente, también ha de-sistido. El coronel Churchward afirma que no se tratade la lengua naakal, y que no tiene el menor parecidocon los jeroglíficos de las mazas de guerra de la Isla dePascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan mu-chísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo re-cuerde, lo más parecido a estos caracteres del pergamino(observen cómo todas las letras parecen colgar de laslíneas horizontales) es la caligrafía de un libro que po-seía el malogrado Harley Warren. Le acababa de llegarde la India, precisamente cuando Carter y yo habíamosido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se tra-taba. Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada,y nos dio a entender que acaso su origen fuera extrate-rrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre enque bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él nisu libro volvieron a la superficie otra vez. Hace algúntiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami Chandra-putra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho dememoria, y una fotocopia del manuscrito de Carter. Élcree que podrá aportar alguna luz sobre tales caracte-res después de realizar ciertas investigaciones y consul-tas. En cuanto a la llave, Carter me envió una fotografía.Sus extraños arabescos no son letras, pero parece como

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si perteneciesen a la misma tradición cultural que el per-gamino. Carter decía siempre que estaba a punto de re-solver el misterio, aunque nunca llegó a darme detalles.Una vez casi se puso poético hablando de todo este asun-to. Aquella antigua llave de plata, según decía, abriríalas sucesivas puertas que impiden nuestro libre caminarpor los imponentes corredores del espacio y del tiempo,hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasa-do jamás desde que Shaddad, empleando su genio terri-ble, construyó y ocultó en las arenas de la pétrea Arabialas prodigiosas cúpulas y los incontables alminares deIrem, la ciudad de los mil pilares. Según escribió Car-ter, han regresado santones hambrientos y nómadas en-loquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monu-mental y de la mano esculpida sobre la clave del arco; peroningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto después paradecirnos que sus huellas atestiguan su paso por las are-nas del interior. Carter suponía que la llave era preci-samente lo que la mano ciclópea intentaba agarrar envano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Car-ter el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvida-ría, o quizá se abstuvo al recordar que su amigo llevabaconsigo un libro de parecidos caracteres al descender ala cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que notuviera nada que ver con la empresa que él pretendía lle-var a cabo.

Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phi-llips dijo con voz áspera y chillona:

—Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carterpor nuestros propios sueños. Yo he estado en lugaresmuy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy rarasy significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Pa-rece que el pergamino no debía de hacerle falta, ya que

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Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de lossueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.

El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y far-fulló:

—¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Yahemos tenido bastantes tonterías de ese tipo. El proble-ma ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que nos pon-gamos a ello.

Por primera vez habló el swami Chandraputra consu voz singularmente metálica y lejana:

—Señores, en todo este asunto hay algo más de lo queustedes piensan. El señor Aspinwall no hace bien en bur-larse de la veracidad de los sueños. El señor Phillips tie-ne una idea incompleta de la cuestión, quizá porque noha soñado lo suficiente. Por mi parte, he soñado muchí-simo. En la India soñamos todos mucho, y ésta pareceser también la costumbre de los Carter. Usted, señor As-pinwall, es primo suyo por parte de madre, y por lo tan-to no es Carter. Mis propios sueños, y algunas otrasfuentes de información, me han revelado ciertas cosasque todavía siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo,Randolph Carter dejó olvidado ese pergamino que nopudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente lle-várselo. Como ven ustedes, he llegado a enterarme demuchas cosas que le sucedieron a Carter desde que, hacecuatro años, en el atardecer del siete de octubre, aban-donó su coche y se fue con la llave de plata.

Aspinwall soltó una risotada, pero los demás queda-ron en suspenso, presos de un renovado interés. El humode los trípodes aumentaba, y el tic-tac extravagante deaquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en lospuntos y rayas de algún mensaje telegráfico remoto yterrible, procedente de los espacios exteriores. El hin-dú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y

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siguió hablando en su tono ligeramente forzado, aunquecon fluidez. Y a medida que hablaba, fue tomando formaante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido aRandolph Carter.

II

«Las colinas que se extienden más allá de la ciudadde Arkham están impregnadas de extraña magia por algo,quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaríade las estrellas, o que haría emerger de las más profun-das criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellosparajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Ran-dolph Carter volvió a las colinas, comprendió que seencontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hom-bres temerarios y execrados han logrado abrir a travésde las titánicas murallas que separan el mundo y lo ab-soluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en prác-tica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que seocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e in-creíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómohacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol ponien-te, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en elvacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tanpróximo al vértice transdimensional y a la puerta mís-tica, era imposible que la llave fallara en la misión parala que había sido creada. Era seguro que Carter descan-saría aquella noche de su perdida niñez, por la que nun-ca había dejado de suspirar.

»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminócuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándoseen el corazón de aquella comarca embrujada y sombría.Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el

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bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, elhuerto abandonado, la granja desierta de rotas venta-nas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del cre-púsculo, cuando las lejanas agujas de campanario deKingsport relucían con resplandores rojizos, sacó la lla-ve, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulasrequeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la pron-titud con que surtió efecto este ritual.

»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyóuna voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criadode su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muer-to Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿Enqué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué teníade raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de oc-tubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa muchomás rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llaveera ésta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez delpequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir losnueve años? ¿No la había encontrado en el desván decasa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaceshabían descubierto entre las rocas desgarradas del fon-do de aquella cueva interior que se abría tras la Caver-na de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba eselugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no que-ría pasar por allí; nadie más que él había descubierto lagrieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta lagran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Quémanos habrían tallado la roca viva formando como unpórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el he-chicero, o acaso las de otros seres invocados por él yque actuaban bajo su mandato?

»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tíoChris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.

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»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzóel huerto de manzanos, y se internó por la arboleda dearriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpien-tes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hincha-dos robles. Sentía en su interior una insospechada an-siedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le habíacaído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traíala llave. Se deslizó a través del negro orificio con intré-pida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillasque había cogido del cuarto de estar. Un momento des-pués, se había colado a través de la grieta de la roca, yse hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pa-red final recordaba la forma de un pórtico labrado in-tencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie,ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado,encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contempla-ba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave delarco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Enton-ces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó deter-minados cánticos cuyo origen recordaba confusamente.¿Habría olvidado algo ? Él sólo sabía que deseaba cru-zar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadasde sus sueños, de los abismos donde todas las dimensio-nes se disuelven en lo absoluto.

III

»Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedióentonces. Fue una sucesión de paradojas, de contradiccio-nes, de anomalías que no tienen cabida en la vida vigil,pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, dondese aceptan como cosa corriente, hasta que regresamos a

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nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido, encorsetadopor los principios de una lógica tridimensional.»

Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar mu-chos escollos para no dar la impresión de delirios trivia-les y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de unhombre trasladado a su niñez a través de los años. El se-ñor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y dejó práctica-mente de escuchar.

«El ritual de la llave de plata, tal como lo había lle-vado a cabo Randolph Carter en aquella cueva tenebro-sa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un resultadoinmediato. Desde el primer movimiento, desde la pri-mera sílaba que había pronunciado, sintió el aura de unaextraña y pavorosa mutación. Su percepción del espacioy del tiempo experimentó un trastorno profundísimo yperdió las nociones que conocemos nosotros como movi-miento y duración. Imperceptiblemente, conceptos talescomo el de edad o el de localización espacial dejaron detener significado alguno. El día anterior, Randolph Car-ter había saltado milagrosamente un abismo de años.Ahora no había ya diferencia alguna entre niño y hom-bre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada decierta cantidad de imágenes que habían perdido ya todaconexión con las escenas terrestres y las circunstanciascon que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en elinterior de una caverna, en cuya pared del fondo pare-cían destacarse vagamente los trazos de un arco mons-truoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora nohabía ya ni caverna ni ausencia de caverna, ni paredesni ausencia de paredes. Había un fluir de sensacionesno tanto visuales como cerebrales, en medio de las cua-les la entidad que era Randolph Carter captaba y archi-vaba todo lo que su espíritu percibía, aun sin tener claraconciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta él.

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»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuen-ta de que no se hallaba en ninguna región descrita porlos geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya fechapudieran determinar los historiadores. Sin embargo, loque estaba sucediendo le era en cierto modo familiar. Enlos misteriosos fragmentos pnakóticos figuraban alusio-nes a procesos análogos y, una vez descifrados los sím-bolos grabados en la llave de plata, todo un capítulo delNecronomicon, obra del árabe loco Abdul Alhazred, ha-bía adquirido significado. Acababa de abrir una puerta.No se trataba de la Última Puerta, desde luego, sino dela que daba acceso, desde el tiempo terrenal, a aquellaextensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en laque, a su vez, se halla la Última Puerta. Ésta comunicacon los pavorosos misterios del Vacío Final que se ex-tiende más allá de todos los mundos, de todos los uni-versos y de toda la materia.

»Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible,un Guía que había morado en la Tierra hace millones deaños, cuando la existencia del hombre ni siquiera podíaimaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban porel planeta cubierto todavía de vapores, construyendo ex-trañas ciudades entre cuyas ruinas retozaron más tardelos primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vagacon que el abominable Necronomicon describía a esteGuía:

»Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro ladodel Velo, y a aceptarle a Él como guía —había escrito elárabe loco— mas habrían dado muestras de mayor pru-dencia no aceptando trato alguno con Él; porque está enel Libro de Thoth cuán terrible es el precio de una sim-ple mirada. Y aquellos que entraren no podrán volver ja-más, porque en los espacios infinitos que trasciendennuestro mundo existen formas tenebrosas que atrapan y

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envuelven. La Entidad que fluctúa en la noche, y la Malig-nidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Hordaque vigila el portal secreto de cada tumba y medra con loque se forma en los moradores de ésta, todos estos Horro-res son inferiores al del que guarda el umbral, al de ÉSE

que guiará al temerario, más allá de todos los mundos,hasta el Abismo de los devoradores innominados. PorqueÉL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nombre que el escri-ba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.

»En medio del caos, sus recuerdos y su imaginaciónpresentaron ante él confusas imágenes de perfiles in-ciertos; pero Carter sabía que no tenían consistencia,puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente.Pero también se daba cuenta de que esas imágenes nohabían aparecido en su conciencia por azar, sino más biena causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensio-nes que le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarseen los únicos símbolos que él podía comprender. Ningúnespíritu de la Tierra es capaz de captar directamente —sinosólo por símbolos— las formas indecibles que se entre-lazan en los tortuosos abismos exteriores al tiempo y alas dimensiones que conocemos.

»Delante de Carter se desplegó una vaporosa forma-ción de siluetas y de escenas confusas que le sugirieronde algún modo las eras primordiales de la Tierra, sepul-tadas en un pasado de millones y millones de años. Mons-truosas formas de vida se movían con lentitud a travésde escenarios fantásticos como jamás han aparecido nien los más delirantes sueños del hombre, en medio devegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas yde edificios distintos en todo a los que el hombre cons-truye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas;y había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellasdespegaban globos y cilindros, y también criaturas ala-

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das, y regresaban a ellas después de cruzar los espacios.Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guarda-ban clara relación entre sí, ni tampoco con él. Y él mis-mo no poseía forma ni posición estables, sino sólo vagasintuiciones de forma y posición proporcionadas por suimaginación en continuo movimiento.

»Carter habría deseado encontrar regiones encanta-das de sus sueños infantiles, donde las galeras navega-ban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban las dora-das agujas de Thran, donde las caravanas de elefantesvagaban por las junglas perfumadas de Kle, más allá delos palacios olvidados de columnas de marfil que duer-men intactos y fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicadopor visiones más vastas y profundas, apenas si sabía aho-ra lo que buscaba. En su mente despertaron pensamien-tos de infinito y blasfemo atrevimiento; y comprendióque se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que lepreguntaría cosas monstruosas y terribles.

»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pa-reció fijarse. Había grandes masas de enormes rocas er-guidas, cubiertas de unos relieves extraños e incompren-sibles que se ordenaban según las leyes de alguna geo-metría ignorada e invertida. La luz se filtraba de un cie-lo de color indeterminado, tomaba direcciones desconcer-tantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado deintencionalidad, jugaba por encima de algo que parecíauna especie de semicírculo de pedestales hexagonalescubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unasformas veladas e indefinidas.

»Había, además, otra figura que no ocupaba ningúnpedestal, sino que parecía cernirse o flotar sobre la va-porosa superficie horizontal que parecía ser el suelo. Notenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces quesugerían remoto antepasado del hombre o acaso algún

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ser que hubiese seguido una evolución paralela a la hu-mana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente elde la mitad de un hombre normal. Como las figuras delos pedestales, parecía pesadamente embozado en unaespecie de tejido de color neutro. Carter no descubrióen el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin dudano la necesitaba la criatura embozada, ya que debía per-tenecer a una clase de seres de estructuras y facultadestotalmente ajenas al mundo físico que conocemos.

»Un momento después, Carter comprobó que así era,en efecto, ya que la Silueta había hablado directamentea su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni emitir unsolo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a cono-cer era pavoroso y terrible, Randolph Carter no se dejóvencer por el miedo. Al contrario, contestó sin empleartampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el home-naje que había aprendido del Necronomicon. Porque estasilueta era nada menos que la de Aquel ante quien hatemblado el mundo entero desde que Lomar emergió delas aguas y los Hijos de las Brumas de Fuego habían ba-jado a la Tierra para enseñarle al hombre la SabiduríaArquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guar-dián del Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nom-bre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.

»El Guía estaba enterado, puesto que Él todo lo sabe,del viaje y la llegada de Carter, y también de que estebuscador de sueños y secretos se mantenía sin miedoante su presencia. De Él no irradiaba horror ni malig-nidad alguna, y Carter comenzó a preguntarse si las alu-siones horrendas y blasfemas del árabe loco no obedece-rían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haberhecho lo que él estaba a punto de realizar. O acaso el Guíareservase su horror y su malignidad para aquellos quele temían. Como la comunicación telepática continuaba,

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Carter acabó finalmente por interpretar el mensaje enforma de palabras:

»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes —dijoel Guía—. Los Primigenios y Yo te hemos estado espe-rando. Aunque has tardado mucho, te doy la bienveni-da. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahoratienes que atravesar la Última Puerta, que ya está pre-parada para tu prueba. Si tienes miedo, no debes seguir.Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste, perosi decides proseguir... ’

»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación se-guía siendo amistosa. Carter no dudó un segundo, por-que ardía en deseos de seguir adelante.

»‘Continuaré replicó , y te acepto como Guía.’»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un

gesto, a juzgar por los movimientos del tejido en que sehallaba embozado, que podían obedecer al hecho de ha-ber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gra-cias a sus conocimientos de lo oculto, Carter entendióque estaba muy cerca de la Última Puerta. La luz adqui-rió entonces una coloración inexplicable y las siluetasde los pedestales hexagonales se hicieron más definidas.Al perfilarse más, tomaron un mayor parecido con el hom-bre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres. So-bre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas deinciertos colores que recordaban extrañamente a las delas abominables figuras talladas por algún escultor olvi-dado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta monta-ña inmensa y prohibida de Tartaria. Entre los replieguesde sus tupidos velos aparecían unos cetros largos cuyospomos esculpidos representaban un misterio grotesco yarcaico.

»Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían,así como a Quién servían; y también sospechaba cuál era

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el precio de su servicio. Pero aún se consideraba dicho-so, porque en una aventura tan extraordinaria, podríaaprender todos los secretos del universo. La condena-ción —se dijo— es sólo una palabra que circula entreaquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos losque ven, aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de lainmensa variedad de quienes hablaban sin ton ni son delos perversos Primigenios, como si Ellos pudieran aban-donar sus sueños eternos para desatar su cólera sobrela humanidad. Esto sería tan absurdo —pensó— comoimaginar un mamut ensañándose con una lombriz».

»Luego las figuras de los pedestales hexagonales lesaludaron inclinando sus extraños cetros esculpidos eirradiando un mensaje telepático que él entendió:

»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, RandolphCarter, que por tu audacia te has convertido en uno delos nuestros.’

»Carter vio entonces que había un pedestal vacío que,con un gesto, El Más Antiguo le indicó que estaba reser-vado para él. Y vio también otro pedestal, más alto quelos demás, en el centro de la fila —que no era semicírcu-lo, ni elipse, ni parábola, ni hipérbola— que formabantodos ellos. ‘Éste debe ser el trono del propio Guía’, pen-só. Caminando y subiendo de manera singular e indefi-nible, Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio queel Guía se había sentado también.

»Gradualmente y como entre brumas, fue distinguien-do un objeto que El Más Antiguo sostenía entre los plie-gues para que lo vieran, o lo captaran con un sentido equi-valente, sus embozados compañeros. Era una gran esfe-ra, o algo parecido, de un metal oscuramente iridiscen-te; y al mostrarla el Guía, una sorda e intensa impresiónde sonido comenzó a latir como un pulso que no se pare-cía a ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un

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cántico, o lo que una imaginación humana podría haberinterpretado como tal. Luego, el objeto parecido a unaesfera comenzó a adquirir luminosidad, igual que si bri-llara con una luz fría y pulsátil de color indefinible, yCarter comprobó que sus destellos se acompasaban conel ritmo extraño de los cánticos. Entonces, todas las si-luetas mitradas de los pedestales iniciaron un singularbalanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mien-tras los nimbos de una luz indefinible —semejante a lade la esfera— envolvían sus cubiertas cabezas.

El hindú interrumpió su relato y miró con curiosi-dad el reloj de forma de ataúd, con su esfera cubierta dejeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac descon-certante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.

»—A usted, señor De Marigny —dijo súbitamente asu sabio anfitrión— no es preciso hablarle del ritmo par-ticularmente extraño que seguían las embozadas silue-tas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balan-ceos. Además de Carter, es usted el único en Américaque ha sentido alguna premonición de la Dimensión Ex-terior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui dequien solía hablar el pobre Harvey Warren, el videnteque decía haber sido el único que había estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándo-se ciertas cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida.Me pregunto qué objetos delicados conocerá usted deallá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudadfue construida por quienes conocían bastante bien la Pri-mera Entrada. Pero seguiré mi relato.

»Por último —prosiguió el swami— el balanceo y loscánticos cesaron, los nimbos fosforescentes que rodea-ban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles, palidecierony las figuras se hundieron extrañamente en sus pedesta-les. La esfera, no obstante, continuó palpitando con

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inexplicable luz. Carter comprendió que los Primigeniosdormían de nuevo como cuando los viera por primeravez, y se preguntó de qué sueños cósmicos les habría sa-cado su llegada. Lentamente, fue abriéndose camino ensu espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extra-ños: había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguohabía cantado para inducir en sus Compañeros una nue-va categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrirla Última Puerta para pasar la cual la llave de plata ser-vía de pasaporte. Y comprendió que en lo más hondo deese sueño profundo, los Primigenios contemplaban lasinsondables inmensidades de las infinitas dimensionesexteriores, y que así cumplían lo que su presencia leshabía exigido. El Guía no compartía este sueño, sino queparecía seguir dándoles instrucciones mediante una irra-diación sutil y sin palabras. Sin duda les imponía lasimágenes de aquello que quería que soñaran sus Compa-ñeros; y Carter comprendió que cuando cada Primige-nio soñase el sueño ordenado, nacería el germen de unamanifestación visible para sus ojos terrestres. Cuandolos sueños de todas las Siluetas se fundieran en una uni-dad, surgiría esta manifestación, y todo lo que él desea-se se materializaría mediante concentración. Él habíavisto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde lavoluntad de un círculo de adeptos, combinada y proyec-tada, puede hacer que un pensamiento tome sustanciatangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocosse atreven a hablar.

»Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía laÚltima Puerta, ni cómo debía atravesarla; pero se sin-tió invadido por un sentimiento de tensa expectación.Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidady de llevar la llave fatal en la mano. Las masas desco-llantes de roca que se alzaban frente a él parecían como

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una muralla informe, hacia el centro de la cual se sen-tían sus ojos irresistiblemente atraídos. Y entonces, desúbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguohabía dejado de fluir.

»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terri-ble que puede ser el silencio mental y físico. Durantelas primeras fases de su aventura percibía aún ciertoritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secretode la extensión tridimensional de la Tierra. Pero, aho-ra, la quietud del abismo parecía haberlo inmovilizadotodo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físi-co, no consiguió oír su propia respiración. El resplandorde la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado inmóvily petrificado. Un halo imponente, más resplandecienteaún que los nimbos que rodearon las cabezas de las Si-luetas, brillaba aterradoramente en torno al cráneo amor-tajado del espantoso Guía.

»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimien-to de orientación había desaparecido por completo. Lasluces extrañas parecían poseer la calidad de la más im-penetrable negrura acumulada sobre las mismas tinie-blas. En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre sustronos hexagonales, reinaba una atmósfera de la más pas-mosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas pro-fundidades inconmensurables, notando sobre su rostrolos efluvios de un cálido perfume. Era como si flotara enun mar tórrido y rojizo, un mar de vino embriagador cu-yas olas espumosas rompieran contra unas costas de bron-ce incandescente. Un gran temor le invadió al vislumbraraquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía encostas lejanas. Pero el tiempo del silencio había termi-nado: las olas le hablaban con un lenguaje sin sonidosni palabras articuladas:

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»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá delbien y del mal —entonaba una voz que no era voz—. ElHombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido la iden-tidad de lo Uno y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Ver-dad ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Únicay que la Sustancia es la Gran Impostora.’

»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones ro-cosas hacia las cuales se sentían sus ojos atraídos tanirresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arcosemejante al que recordaba haber visto hacía muchísi-mo tiempo en aquella cueva oculta en el interior de otracueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra tridi-mensional.

»Se dio cuenta de que había utilizado la llave de pla-ta, de que la había movido instintivamente, sin previoaprendizaje, de acuerdo con un ritual muy semejante alque le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora com-prendió que aquel mar rosado y embriagador que lamíasus mejillas no era sino la masa impenetrable de la sóli-da muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vór-tice en que se habían concentrado los pensamientos delos Primigenios. Guiado aún por una instintiva y ciegadeterminación siguió avanzando en el vacío..., y atrave-só la Última Puerta.

IV

»La progresión de Randolph Carter a través de aquelciclópeo espesor de muralla era como un vertiginoso pre-cipitarse a través de los insondables abismos interestela-res. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante yceleste de dulzura mortal; después, un batir de alas enor-mes y como el gorjeo o murmullo de unos seres ignora-

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dos en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás,y vio, no una entrada sólo, sino una multitud de puer-tas, en algunas de las cuales clamaban ciertas Formasque él procuró no recordar.

»Y, de repente, experimentó un terror más grandeaún que el que le produjeron aquellas Formas, un terrordel que no podía sustraerse porque radicaba en él mis-mo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algode su propia consistencia, sumiéndose en dudas sobrela forma de su cuerpo y su afinidad con los objetos bru-mosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se ha-bía alterado su sentido de la propia unidad. Había seguidosiendo Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidi-mensional. Ahora, una vez cruzada la Última Puerta, sedio cuenta, en un instante de miedo aniquilador, de queno era una persona, sino muchas personas a la vez.

»Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo.En la Tierra, a siete de octubre de mil ochocientos ochen-ta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba la Ca-verna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde,bajaba corriendo la ladera rocosa, cruzaba el huerto demanzanos retorcidos y entraba en casa de tío Christo-pher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante,en ese mismo momento, que sin saber cómo también per-tenecía a primeros de mil novecientos veintiocho, unasombra vaga que también era Randolph Carter se halla-ba sentada sobre un pedestal entre los Primigenios, enla prolongación tridimensional de la Tierra. Al mismotiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfoe ignorado abismo del cosmos que se extiende más alláde la Última Puerta. Y en otras zonas, en un caos de es-cenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversi-dad le arrastraban al borde de la locura, había una ilimi-tada confusión de seres que eran tan él mismo como la

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manifestación espacial que ahora se hallaba al otro ladode la Última Puerta.

»Había docenas de Carter en cada época conocida osupuesta de la historia de la Tierra, y en aquellas eda-des del planeta, aún más remotas, que escapan a todoconocimiento y conjetura. Los había bajo forma humanay no humana, vertebrada e invertebrada, dotada de con-ciencia y desprovista de ella, animal y vegetal. Y másaún los había que no tenían nada en común con la vidaterrestre, que se agitaban de manera repugnante en otrosplanetas, sistemas, galaxias y continuos cósmicos. Veíaesporas de vida eterna que vagaban de mundo en mun-do, de universo en universo, y todas eran igualmente élmismo. Alguna de estas visiones le recordaba ciertos sue-ños —confusos y vívidos a la vez, fugaces y duraderos—que había tenido durante muchos años desde que comen-zó a soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas,fascinantes, casi horriblemente familiares, lo cual erainexplicable según la lógica terrestre.

»Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintióposeído por un supremo horror; horror que ni siquierapudo sospechar aquella noche espantosa en que dos hom-bres se aventuraron, bajo la luna menguante, en ciertanecrópolis horrenda y antigua, de la que sólo uno de ellospudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansie-dad pueden producir la insoportable desesperación queresulta de perder la propia identidad. Sumergirse en lanada supone caer en un olvido apacible; pero tener con-ciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se esun ser definido, distinto de los demás seres, que ya nose posee la propia mismidad, es la indecible culmina-ción del horror y de la angustia.

»Sabía que en Boston había existido un Randolph Car-ter, pero no estaba seguro de si él —el fragmento com-

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ponente de la entidad que ahora se hallaba al otro ladode la Última Puerta— había sido ése o algún otro. Su yohabía sido aniquilado; y no obstante, él —si es que efec-tivamente podía, ante aquella absoluta falta de existen-cia individual, decir él con entera propiedad— tenía con-ciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como sisu cuerpo se hubiese transformado repentinamente enuna de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que seadoran en los templos de la India, y contemplase el con-glomerado resultante de un atolondrado intento de dis-tinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, sies que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un ori-ginal distinto de las infinitas encarnaciones.

»En medio de estas espantosas reflexiones, el frag-mento de Randolph Carter que había atravesado la Úl-tima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmodel horror para ir a parar a los negros abismos de otrohorror aún más profundo, que esta vez procedía del ex-terior. Era una fuerza personal que súbitamente apare-ció frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole.Además de poseer presencia concreta, parecía tambiénformar parte de él mismo y coexistir asimismo con todotiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna,pero la sensación de entidad y la horrible idea de unacombinación de los conceptos de localización, identidade infinidad, le causaron un terror paralizante que supe-raba cualquier experiencia que las personalidades deCarter fueran capaces de soportar en sus existencias.

»Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Car-ter olvidó la pérdida de su identidad. Ante él —y dentrode él— resplandecía una entidad que era Todo-en-Unoy Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idén-tica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espa-cio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia

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animada del torbellino caótico de la vida y del ser; delúltimo, del absoluto torbellino de confines y que rebasatanto el campo de la fantasía como el de la matemática.Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos se-cretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, yentre otros adoraban con nombres distintos; Aquel aquien los crustáceos de Yuggoth llaman El-del-Más-Allá,prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la ne-bulosa espiral representan con un signo intraducible.Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Car-ter comprendió cuán triviales y fraccionarias son todasestas concepciones.

»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter me-diante unos efluvios prodigiosos que herían, quemabany ensordecían mediante una concentración de energíaque consumía al que la recibía, con su insospechable vio-lencia, y que poseía un ritmo extraterrestre semejanteal extraño balanceo de los Primigenios y al parpadeo delas monstruosas luces de aquella turbadora región si-tuada detrás de la Primera Puerta. Era como si los solesy los mundos y los universos se hubieran concentradoen un punto cuya verdadera posición espacial se hubie-ran propuesto aniquilar con un impacto de irresistiblefuria. Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúanotros terrores menores: pareció como si aquellas olea-das aislasen de alguna manera al Carter que estabaMás-Allá-de-la-Puerta-Última de toda la infinita multi-plicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, porasí decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto fuecapaz de empezar a traducir aquellos efluvios en formaslingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensa-ciones de horror y opresión. El espanto se convirtió ensagrado pavor, y lo que le había parecido diabólico y blas-

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femo, adquirió ahora la apariencia de una majestad in-efable.

»Randolph Carter —parecía decir—, mis manifes-taciones en la extensión de tu planeta, que son los Primi-genios, te han enviado a mí porque, aun cuando podíashaber regresado a las regiones menores del sueño queperdiste con tu infancia, sin embargo, has alzado el vue-lo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses.Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadasciudades de marfil de Kled, el país de las orquídeas, yocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres fabu-losas e innumerables cúpulas se elevan poderosas haciauna única estrella roja que brilla en un firmamento ex-traño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después dehaber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más ele-vadas aún. No huyes como un niño de una visión des-agradable a un sueño placentero, sino que te sumergescomo un hombre en el último y más recóndito de los se-cretos que yace detrás de todas las visiones y de todoslos sueños.

»Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dis-puesto a concederte lo que sólo he otorgado once vecesa seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que tú lla-mas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dis-puesto a mostrarte el Último Misterio, cuya contemplaciónaniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de contem-plar el primero y último de los misterios, todavía ereslibre de regresar, si quieres, por las dos Puertas, porqueel Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».

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V

«La brusca interrupción de aquellas ondas sumió aCarter en el silencio frío y espantoso de una absolutadesolación. Por todos lados sentía el agobio de la ilimita-da inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Serestaba aún allí. Después, formuló mentalmente las pala-bras cuyo significado deseaba transmitir al vacío:

»‘Acepto. No retrocederé.’»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió

que el Ser le había oído. Y entonces emanó de aquel Es-píritu ilimitado una corriente de sabiduría y compren-sión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó paracontemplar una visión del cosmos que jamás habría es-perado llegar a tener. Le explicó cuán infantil y estre-cha es la noción de un mundo tridimensional, y quéinfinidad de direcciones existen además de las conoci-das de abajo-arriba, delante-detrás y derecha-izquierda.Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dio-ses de la Tierra, con sus mezquinos intereses humanosy sus odios, cóleras, amores y vanidades ruines, sus ape-tencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de quese les tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.

»La mayor parte de estas revelaciones se traducíanpor sí mismas en palabras ante Carter, pero en cambiole llegaban otras a través de otros sentidos. Quizá conla vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta deque se hallaba en una región cuyas dimensiones eran aje-nas a las que el ojo y el entendimiento humano puedenconcebir. En las sombras de lo que al principio había sidocomo una concentración de poder, y luego como un va-cío ilimitado, percibía ahora un torbellino de fuerzas crea-doras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto devista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama

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de formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones re-basaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que suentendimiento hubiera podido concebir hasta entonces,a pesar de haber consagrado su vida al estudio de lo mis-terioso y lo oculto. Empezaba a comprender vagamentepor qué podía existir a un tiempo un niño llamado Ran-dolph Carter en una casa de campo de Arkham en el añomil ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa so-bre un pedestal hexagonal al otro lado de la PrimeraPuerta, el fragmento que ahora se hallaba ante la Pre-sencia del abismo ilimitado, y todos los demás Carterque percibía su imaginación o sus sentidos.

»Luego, las ondas más intensas trataron de aumen-tar su capacidad de comprensión, ajustándole a la mul-tiforme entidad de la que el fragmento que actualmenteera su yo constituía una parte infinitesimal. Le hicieronsaber que cada figura espacial no es más que el resulta-do de la intersección, en un plano, de una figura corres-pondiente que posee además otra dimensión, como elcuadrado resulta de la sección de un cubo, o el círculode la de una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres di-mensiones, corresponden a su vez a la sección de otrasfiguras de cuatro dimensiones, que los hombres cono-cen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su vez, sonsección de otras figuras de cinco dimensiones, y así su-cesivamente, hasta remontarse a la inalcanzable infini-tud arquetípica. El mundo de los hombres y de los dioseshumanos es tan sólo una fase infinitesimal de un serinfinitésimo: la fase tridimensional de la pequeña tota-lidad que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque loshombres la proclamen como única y auténtica realidad,y tachen de irreal todo pensamiento sobre la existenciade un universo original de dimensiones múltiples, la ver-

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dad consiste en todo lo contrario. Lo que llamamos sus-tancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamossombra e ilusión es sustancia y realidad.

»El tiempo —siguieron informándole aquellas ondas—es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo consi-derarlo como movimiento y causa de todo cambio. En rea-lidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, aexcepción de la visión estrecha de los seres de dimen-siones limitadas, no existen cosas tales como pasado, pre-sente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo entanto que significa cambio; ahora bien, el cambio tam-bién es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe si-multáneamente.

»Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobre-natural solemnidad que le impedían toda duda. Aun cuan-do casi escapasen a su comprensión, sentía que eranciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que des-miente toda perspectiva parcial y toda visión estrecha;por su parte, había ahondado en las más profundas cues-tiones filosóficas como para liberarse de la servidumbreque impone toda concepción fragmentaria y parcelada.¿Acaso no se había basado todo este viaje al trasmundoen una convicción de la irrealidad de lo fragmentario yparcial ?

»Tras un silencio impresionante, las ondas continua-ron diciéndole que lo que los habitantes de las regionesde menos dimensiones llaman cambio, no es más que unasimple función de sus conciencias, las cuales contemplanel mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las Figurasque se obtienen al seccionar un cono parecen variar se-gún el ángulo del plano que lo secciona, engendrando elcírculo, la elipse, la parábola o la hipérbola, sin que elcono experimente cambio alguno; y del mismo modo, losaspectos locales de una realidad inmutable e infinita pare-

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cen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Losdébiles seres de los mundos inferiores son esclavos deesta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, apartealguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unospocos seres versados en materias prohibidas han logra-do una ínfima parte de ese dominio, conquistando de estemodo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que ha-bitan más allá de las Puertas dominan todos los ángu-los. Y pueden contemplar a voluntad, ya las miríadas defacetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria ysometida al cambio, ya la inmutable totalidad no defor-mada por perspectiva alguna.

»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a com-prender vagamente, preso de terror, el último sentidode aquella pérdida de la individualidad que al principiole había horrorizado. Su intuición fue articulando losdatos de las distintas revelaciones, acercándose más ymás a la comprensión del misterio. Comprendió que granparte de esta espantosa revelación —la división de su yoen millares de duplicados terrestres— habría podido lle-gar a revelársele al atravesar la Primera Puerta, si lamagia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con elfin de que pudiera utilizar con precisión la llave de pla-ta para abrir la Última Puerta. Deseoso de una mayorclaridad, emitió ondas telepáticas para preguntar másdetalles sobre la relación entre sus múltiples manifes-taciones: entre el fragmento que había traspasado la Úl-tima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexa-gonal detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ocho-cientos ochenta y tres, el hombre de mil novecientos vein-tiocho, las diversas formas primitivas de vida que cons-tituían sus antepasados y que habían ido configurandosu ego, y los abominables habitantes de remotísimas eda-des y universos perdidos que en su primer destello de

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percepción absoluta había identificado consigo mismo.Poco a poco, las ondas del Ser surgieron como respues-ta, tratando de esclarecer lo que casi estaba fuera de lacomprensión humana.

»Todas las estirpes de los seres pertenecientes a di-mensiones limitadas prosiguieron las ondas y todas lasfases evolutivas de cada uno de esos seres, son merasmanifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada seraislado —hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente— y cadafase evolutiva de un mismo ser —niño, muchacho, joven,hombre— es tan sólo una de las infinitas facetas de esemismo ser arquetípico y eterno, originada por una va-riación del ángulo de la conciencia-plano que lo corta.Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Cartery todos sus antepasados, humanos y prehumanos, terres-tres y preterrestres, no son sino meras facetas de un ‘Car-ter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo,proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente porel ángulo con que el plano de la conciencia había incidi-do en cada caso sobre el arquetipo eterno.

»Una ligera modificación del ángulo podría conver-tir al sabio de hoy en niño de ayer; a Randolph Carteren Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las mon-tañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o enPickman Carter, que empleó extraños procedimientospara rechazar a las hordas mongolas de Australia; al Car-ter humano en una de aquellas entidades primordialesque habitaron en la arcaica Hyperborea y adoraron alnegro y pastoso Tsathoggua, después de huir de Kytha-mil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus;al Carter terrestre en un antepasado remotísimo y ru-dimentario, morador del propio Kythamil, o incluso enlas criaturas aún más remotas de las transgalácticasStronti, o en una conciencia etérea y tetradimensional

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de un continuo espacio temporal aún más antiguo, o enuna mente vegetal del futuro, habitante de un cometaradiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamenteen infinitos ciclos cósmicos.

»Los arquetipos —vibraron las ondas—, son los po-bladores del Último Abismo; son informes, inefables, yen los mundos inferiores apenas los vislumbran, unospocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mis-mo ser que comunica estas revelaciones, el cual, en ver-dad, es justamente el arquetipo del propio Carter. Elinsaciable deseo de Carter y de todos sus antepasadospor descubrir los secretos cósmicos era el resultado na-tural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo.En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos losgrandes pensadores, todos los grandes artistas, son face-tas de Él.

»Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vezde una alegría terrible, la conciencia de Randolph Car-ter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente dela cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, me-ditó en el silencio imponente, pensando en extraños tri-butos, en cuestiones aún más extrañas, y en ruegos aúnmayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradicto-riamente imágenes de paisajes insólitos y revelacionesimprevistas. Se le ocurrió que, si aquellos descubrimien-tos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmentetodas aquellas edades infinitamente lejanas y aquellasregiones del universo que hasta entonces sólo conocíaen sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de cam-biar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le pro-porcionaría esa magia la llave de plata? ¿No habíatransformado al principio a un hombre de mil novecien-tos veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta ytres, y después en algo absolutamente exterior al tiem-

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po y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su apa-rente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llaveconsigo.

»Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emi-tió los pensamientos y dudas que le asaltaban. Sabía que,en este abismo final, se hallaba situado en un puntoequidistante de cada una de las facetas de su arquetipo,humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres,galácticas o transgalácticas; y sentía una curiosidad fe-bril por conocer las otras facetas de su ser, especialmen-te las más alejadas en tiempo y lugar del año terrestre demil novecientos veintiocho, o las que más le habían ob-sesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta deque su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente,si quería, a cualquiera de esas fases de vida pasadas ylejanas con sólo modificar el plano de incidencia de supsique. Y así, pese a las maravillas que había presencia-do, ardía en deseos de experimentar ese otro prodigiode caminar, en carne y hueso, por los escenarios increí-bles y grotescos que sus visiones nocturnas le habíanmostrado de manera fragmentaria.

»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando ala Presencia que le trasladara a un mundo fantástico ycrepuscular cuyos cinco soles multicolores, ignoradasconstelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habi-tados por seres con garras y hocico de tapir, extrañastorres metálicas, inexplicables túneles y misteriosos ci-lindros flotantes, se había deslizado una y otra vez ensus sueños. Presentía vagamente que aquel mundo erael que sin duda estaría más en contacto con los demásuniversos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes quetan sólo había vislumbrado, y navegar por los espacioshacia aquellos mundos aún más remotos con los que tra-ficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No ha-

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bía tiempo para el temor. Como en todas las crisis de suinsólita vida, una aguda curiosidad cósmica se imponíapor encima de toda otra consideración.

»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibra-ciones, Carter entendió que su terrible petición habíasido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos abis-mos que tendría que atravesar, de la desconocida estre-lla quíntuple de cierta galaxia insospechada en torno ala cual gira ese mundo extraño, y de los horribles mora-dores de madrigueras contra los que perpetuamente lu-cha la raza de garras y hocico. Le habló también de cómoel ángulo del plano de su conciencia y la relación exis-tente entre este ángulo y las coordenadas espacio-tem-porales del mundo deseado debían inclinarse simultánea-mente con el fin de hacer retornar a ese mundo aquellafaceta de Carter que ya había habitado allí.

»La Presencia le aconsejó que conservara los símbo-los, por si alguna vez deseaba regresar de aquel mundoremoto y ajeno que había escogido, y él replicó con unaafirmación impaciente, pues sentía que la llave de plataseguía en su poder, y sabía que en ella estaban grabadosdichos símbolos, ya que con ella había logrado inclinar ala vez su plano personal y el universal cuando regresó amil ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, com-prendiendo su impaciencia, le hizo saber que estaba dis-puesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Lasondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante detensa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.

»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y unbatir de tambores que fueron en aumento hasta conver-tirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió Car-ter en el punto focal de una intensa concentración deenergía que le abrasaba, que le destrozaba, que le desin-tegraba con aquel ritmo insoportable del espacio exte-

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rior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exac-tamente si tal energía era el fuego irresistible de unaestrella fulgurante o el frío petrificador del abismo fi-nal. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramen-te ajenos a cualquier espectro luminoso de nuestro uni-verso, trenzándose y entrelazándose mientras cobrabaconciencia de ir desplazándose a una prodigiosa veloci-dad. Y muy fugazmente, vislumbró una figura solitariasentada sobre un trono de apariencia hexagonal.»

VI

El hindú interrumpió su relato y observó que DeMarigny y Phillips le miraban absortos. Aspinwall pre-tendía ignorarle y mantenía los ojos ostensiblementefijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extrañodel reloj en forma de ataúd tomó un sentido nuevo yominoso, en tanto que las vaharadas de los trípodes ex-cesivamente recargados se entrelazaban componiendosiluetas fantásticas e inexplicables, combinándose de ma-nera inquietante con las grotescas figuras de las tapice-rías movidas por el viento. El viejo negro que los habíallenado se había ido, tal vez porque la tensión crecienteque reinaba le había asustado. El orador reanudó el mo-nólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de unaligera vacilación.

—«Todo esto les habrá parecido difícil de creer —di-jo—, pero aún más increíble les van a parecer las cosasmateriales y tangibles que vienen a continuación. Esaes nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta do-blemente increíble al trasladarlo de las regiones vagasde los sueños posibles a este mundo tridimensional. Nome extenderé mucho en ello porque resultaría una his-

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toria muy distinta. Sólo les contaré lo que estrictamentedeben saber.

»Carter, después de aquel torbellino de extraña y poli-croma cadencia, creyó hallarse por un momento en uno desus sueños más antiguos y reiterativos. Como tantas vecesen sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entremultitudes de seres con zarpas y hocico, y caminaba porlas calles de un laberinto metálico inexplicablemente cons-truido, bajo los fulgores de una luz solar de variados colo-res; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como elde los demás: rugoso, parcialmente cubierto de escamas yarticulado de manera singular, muy semejante al de uninsecto, aunque recordaba rudimentariamente la formahumana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahorala sujetaba con una zarpa repugnante.

»Un momento después desapareció la sensación deestar soñando, y se encontró más como si acabara de des-pertar. El abismo último, el Ser, la entidad llamada Ran-dolph Carter y perteneciente a una absurda y remotaraza aún no nacida en quién sabe qué mundo futuro, for-maban parte de los sueños que insistentemente visita-ban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith.Eran sueños tan persistentes que obstaculizaban el cum-plimiento de sus deberes, consistentes en preparar he-chizos para mantener a los dholes en sus madrigueras,y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadasde mundos que había visitado con su envoltura de luz. Yahora parecían más reales que nunca. Esta llave de pla-ta que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de unaque había soñado, no indicaba nada bueno. Debía des-cansar y reflexionar, y consultar las tablillas de Nhingpara ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal porun callejón apartado de los lugares de gran afluencia,

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entró en su aposento y se acercó a los estantes donde seapilaban las tablillas grabadas.

»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acucli-lló en su prisma, sobrecogido y desesperado, porque laverdad que acababa de descubrir le había abierto un nue-vo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer lapaz de ser una unidad. Efectivamente, en todo tiempo yespacio se vería desdoblado: Zkauba, el hechicero deYaddith, disgustado por la idea de que en el futuro seríaun repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter,cosa que por otra parte ya había sido; y Randolph Car-ter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba deterror ante aquella criatura de zarpas y hocico que ha-bía sido él en el pasado y en la que se había convertidonuevamente.

»Durante las unidades de tiempo que transcurrie-ron en Yaddith —graznó el swami, cuya voz trabajosaempezaba a dar muestras de cansancio— sucedieron co-sas que constituyen en sí otra historia y no pueden rela-tarse en cuatro palabras. Hubo expediciones a Stronti, ya Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las veintiochogalaxias accesibles a las envolturas luminosas de lascriaturas de Yaddith, y viajes de ida y vuelta a travésde millones y millones de años, realizados con ayuda dela llave de plata y de otros muchos símbolos que los he-chiceros de Yaddith conocían. Hubo luchas tremendascon los pálidos y viscosos dholes que moran en las ma-drigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas se-siones de estudio en bibliotecas donde se acumulaba unaingente masa de sabiduría recogida de diez mil mundosvivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otrosespíritus de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo.Zkauba no confesó a nadie lo que le había sucedido a supersonalidad, pero cuando en él predominaba el frag-

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mento Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente aestudiar todos los medios posibles para regresar a laTierra, y a la humana forma, y practicaba desesperada-mente el lenguaje humano con sus extraños órganos vo-cales tan poco aptos para ello.

»El fragmento Carter no tardó en comprobar con ho-rror que la llave de plata no servía para regresar a la for-ma humana. Según dedujo demasiado tarde de cosas querecordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría deYaddith, esta llave había sido forjada en Hyperbórea, enla Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos de con-ciencia de los seres humanos. No obstante, podía cam-biar el ángulo planetario y enviar a su poseedor a travésdel tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación alguna.Había un hechizo adicional que confería a la llave ili-mitados poderes, de los que de otro modo carecía; peroeste hechizo también había sido descubierto por el hom-bre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamáspodría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith.Se hallaba escrito en el pergamino indescifrable queacompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de horri-bles adornos, y Carter se lamentaba amargamente dehabérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible del abismoya le había advertido que debía conservar los símbolos,y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.

»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahon-dar más y más en la monstruosa ciencia de Yaddith, conobjeto de hallar un medio para regresar al abismo de laEntidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos,podría haber sacado mucho provecho del enigmático per-gamino; pero ese otro poder, en las circunstancias pre-sentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo,en que predominaba la faceta Zkauba, y entonces se es-

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forzaba por borrar los turbadores recuerdos de Carterque tanto le angustiaban.

»Así transcurrieron períodos de tiempo más largosde lo que el cerebro humano puede concebir, ya que losseres de Yaddith mueren tras prolongados ciclos bioló-gicos. Después de muchos centenares de revoluciones,el fragmento Carter se fue imponiendo sobre el fragmen-to Zkauba, y se pasó grandes períodos calculando la dis-tancia espacial y temporal que habría entre Yaddith yla Tierra habitada por los hombres. Las cifras eran in-concebibles —incalculables millones de años luz— perola sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Cartercomprender todas estas cosas. Ejercitó su poder de orien-tarse en sueños hacia la Tierra, y aprendió muchas co-sas acerca de nuestro planeta que jamás había sabidoantes. Pero no podía soñar con la fórmula del pergami-no que necesitaba.

»Finalmente concibió un plan insensato para huir deYaddith y empezó a prepararlo tan pronto como descu-brió una droga para mantener perpetuamente aletarga-do al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar losrecuerdos y conocimientos de éste. Pensó que sus cálcu-los le permitirían realizar un viaje en una de las envol-turas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo habíarealizado jamás: un viaje corporal, a través de innume-rables millones de años de increíbles extensiones galác-ticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vezen la Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas yhocico, podría encontrar de algún modo el pergaminode extraños jeroglíficos que había dejado en su cocheabandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, yla de la llave, recuperar su aspecto terrestre normal.

»No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía quecuando inclinara el ángulo planetario hacia el período

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requerido (cosa imposible de hacer durante su veloz tra-yectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muer-to, dominado por los triunfantes dholes, y que su huidaen la envoltura luminosa estaría expuesta a graveseventualidades. Sabía asimismo que habría de sus-pender su vida, a la manera de un iniciado, para sopor-tar un viaje de millones de años a través de abismosinsondables. Y sabía también que —en caso de rematarcon éxito el viaje— debería inmunizarse contra las bacte-rias y demás condiciones terrestres hostiles a un cuerpode Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fin-gir la forma humana de los habitantes de la Tierra, has-ta que lograra encontrar y descifrar el pergamino, yrecuperar de verdad esa forma. En caso contrario, seríadescubierto probablemente por las gentes que le mata-rían, horrorizadas ante una criatura que les resultabainconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro —fácilde obtener en Yaddith— para desenvolverse durante subúsqueda.

»Los planes de Carter se fueron realizando lentamen-te. Se proveyó de una envoltura luminosa de dureza ex-cepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosatransición temporal como un vuelo sin igual a través delespacio. Comprobó todos los cálculos y orientó una y otravez sus sueños hacia la Tierra, tratando de aproximarselo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó lasuspensión de las funciones vitales. Descubrió los agen-tes bactericidas que necesitaba y logró calcular la fuerzade gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló congran habilidad una máscara de cera y confeccionó unatuendo que le permitiera desenvolverse entre los hom-bres como un ser humano normal y corriente, e inventóun hechizo doblemente poderoso con el que podría con-tener a los dholes en el momento de su partida del ne-

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gro y consumido planeta Yaddith de inconcebible futu-ro. Tuvo también la precaución de hacerse con una bue-na provisión de drogas —imposibles de obtener en laTierra— para mantener aletargado al fragmento Zkauba,hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampo-co dejó de hacer acopio de una pequeña reserva de oropara utilizarlo en la Tierra.

»El día de la partida estaba hecho un mar de dudasy recelos. Subió a la plataforma de lanzamiento con elpretexto de trasladarse a la triple estrella Nython, y semetió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitiojusto para llevar a cabo el ritual de la llave de plata y co-menzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente laenvoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscure-ció la luz del día y sintió un dolor punzante e intolera-ble. El cosmos pareció tambalearse como gobernado porun dios loco, y en la negrura del firmamento danzaronconstelaciones nuevas.

»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio.El frío de los abismos interestelares corroía el exteriorde su envoltura, y pudo observar desde su interior queflotaba libremente en el espacio. El edificio de metal delque acababa de despegar se había hundido en ruinas añosantes. Por debajo de él, el suelo estaba plagado de gigan-tescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se in-corporó varios centenares de pies y tendió hacia él unaextremidad blancuzca y viscosa. Pero sus hechizos sur-tieron efecto y un momento después se alejaba de Yad-dith sin haber sido alcanzado.

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VII

»En aquella rara habitación de Nueva Orleáns, de laque había huido instintivamente el viejo criado negro,la voz del swami Chandraputra se hizo aún más ronca:

—»Señores —continuó—, no voy a pedirles que creanestas cosas hasta que no les haya mostrado una pruebairrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los mi-llares de años de luz, de los millares de años de tiempo,y de los billones de kilómetros que Randolph Carter em-pleó en cruzar los espacios en su cuerpo abominable einhumano, protegido por una envoltura de metal electro-activo, pueden considerarlo como pura fantasía. Carterhabía regulado cuidadosamente la duración de su sus-pensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos añosantes de aterrizar en la Tierra en mil novecientos vein-tiocho.

»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores,que antes de provocarse aquel letargo de millones de si-glos, había vivido conscientemente durante miles de añosterrestres en medio de los prodigios extraños y horriblesde Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesa-ron los sueños amenazadores, y se asomó por los porti-llos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, lasnebulosas, se desparramaban por todo el firmamento...Y, finalmente, sus contornos adoptaron la majestad delas constelaciones de la Tierra que él conocía.

»Algún día podrá contarse su descenso al sistema so-lar. Vio a Kynarth y Yuggoth en el borde, pasó muy cer-ca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos blan-cuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto se-creto inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter,vio el horror que mora en uno de sus satélites, y contem-pló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco rojizo

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de Marte. Al aproximarse a la Tierra, la vio como un te-nue creciente que aumentaba de tamaño de manera alar-mante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresarle impulsara a no perder ni un instante. Pero no preten-do contarles esas sensaciones tal como yo las he sabidodel propio Carter.

»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en lascapas superiores de la atmósfera terrestre, en esperade que la luz del día iluminase el hemisferio occidental.Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde habíapartido: cerca de la Caverna de las Serpientes, en losmontes de Arkham. Si alguno de ustedes ha estado fue-ra de su hogar durante mucho tiempo —y sé que uno deustedes sí lo ha estado—, que calcule lo que le tuvo queemocionar la visión de las ondulantes colinas de NuevaInglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árbo-les nudosos y viejos cercados de piedra.

»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado que seextiende más abajo de la antigua propiedad de los Car-ter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la sole-dad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfumede las colinas fue como un bálsamo para su espíritu. Selas arregló para subir la envoltura por la ladera, hastael bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes;pero no consiguió hacerla pasar por la grieta hasta lacueva interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño conlas ropas humanas y la máscara de cera. La envolturaquedó en aquel lugar durante un año, hasta que ciertascircunstancias le obligaron a buscarle otro escondite.

»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió paraacostumbrarse a manejar su cuerpo en posturas huma-nas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y en-tró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizotambién ciertas indagaciones haciéndose pasar por un

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extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió que esta-ba en mil novecientos treinta, sólo dos años después dela época a la que había pretendido llegar.

»Naturalmente, su situación era horrible. Le era im-posible dar a conocer su identidad, estaba forzado a vi-vir en guardia en todo momento, tenía ciertas dificultadesrespecto a la alimentación, y necesitaba disponer de sudroga extraña para mantener aletargado el fragmentoZkauba. Por todo ello se daba cuenta de que debía ac-tuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston ytomó una habitación en el ruinoso barrio de West End,donde pudo vivir sin grandes gastos y en el más oscuroanonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indaga-ciones sobre los bienes y efectos de Randolph Carter.Fue entonces cuando se enteró de lo ansioso que estabael señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el repar-to de la herencia, y supo con cuánta valentía se empe-ñaban el señor De Marigny y el señor Phillips en conser-varla intacta.

»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbu-do, atezado e impasible no manifestó expresión alguna.

—»Por medios indirectos —prosiguió—, Carter con-siguió al fin una copia del pergamino perdido, y comen-zó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decirque he tenido la satisfacción de ayudarle en este traba-jo; porque efectivamente, recurrió muy pronto a mí, ypor mediación mía entró en contacto con otros místicosrepartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston,en un pésimo tugurio de Chambers Street. En cuanto alpergamino, me complazco en poder sacar de dudas alseñor De Marigny. Permítame que le diga que la lenguaen que están escritos estos jeroglíficos no es naacal, sinor’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra, hace innu-merables eras geológicas, por los descendientes de Cthul-

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hu. Naturalmente, se trata de la traducción de un origi-nal hyperbóreo, millones de años más antiguo, escritoen la primordial lengua Tsath-yo.

»Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Car-ter había calculado, pero en ningún momento se dio porvencido. A principios de este año hizo grandes progre-sos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabeduda de que lo logrará antes que pase mucho tiempo.Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido una dificul-tad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletarga-do al fragmento Zkauba. Pero esta calamidad no es tangrande como él temía. La personalidad de Carter domi-na cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba lograalcanzar cierta preponderancia, cosa que sucede duran-te períodos cada vez más breves y sólo cuando experi-menta alguna inusitada excitación, se suele quedardemasiado confundido para contrarrestar el trabajo deCarter. No puede encontrar la envoltura de metal, quepodría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo apunto de encontrarla, pero Carter, aprovechando que elfragmento Zkauba había vuelto a sumirse en su letargo,la escondió en otro lugar. El único daño que ha hechoZkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y darorigen a ciertos rumores terroríficos que han circuladoentre los polacos y los lituanos del barrio de West End,de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropeardel todo el cuidadoso disfraz preparado por el fragmen-to Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera, queha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo hevisto lo que hay debajo de ese disfraz... y no resulta agra-dable de ver.

»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión,y comprendió que debía actuar rápidamente para sal-var sus bienes. No podía esperar a terminar de desci-

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frar el pergamino y recobrar su forma humana. Por estarazón, me ha enviado, para que yo actúe en su nombre.

»Señores, yo les aseguro formalmente que RandolphCarter no ha muerto; que se halla temporalmente en unasituación excepcional, pero que dentro de dos o tres me-ses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, yexigir la restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a pre-sentarles pruebas de ello si es necesario. Por lo tanto, lesruego que suspendan esta reunión por tiempo indefinido».

VIII

De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindúcomo hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una seriede gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejoabogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñe-tazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apoplé-ticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:

—¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada?Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor* ,y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter estávivo... ¡y de pedir que se aplace la distribución de la he-rencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a lacalle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nosdejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?

De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:—Reflexionemos con calma. Esta historia es muy sin-

gular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista nodel todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible.Además, desde mil novecientos treinta he venido reci-biendo cartas del swami que concuerdan con el relato.

* Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostory fakir, como religioso mendicante hindú (N. del T.).

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Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:—El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A

mí también me parece que hay cosas muy significativasen esta historia, y también yo he recibido muchas car-tas del swami que lo confirman. Pero algunas de estasdeclaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede ustedmostrar alguna prueba tangible?

Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto delbolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su vozronca:

—Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la lla-ve de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips síla han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto fa-miliar?

Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enormemano enfundada en blancos mitones, una pesada llavede plata enmohecida, de unos doce o trece centímetrosde largo, de una artesanía exótica y absolutamente des-conocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficossumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron es-capar una exclamación.

—¡Eso es! —exclamó De Marigny—. La fotografía nomiente. ¡No puede haber error!

Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:—¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si ésa es la llave que real-

mente perteneció a mi primo, este extranjero, este con-denado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido aparar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esallave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robóy le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado ytenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver,negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado aRandolph Carter?

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El semblante del swami, normalmente tranquilo, nose inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearonpeligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló congran dificultad.

—Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otraclase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto queles causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquítengo algunos papeles que evidentemente han sido es-critos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundi-ble de Randolph Carter.

Sacó con torpeza un gran sobre del interior de susholgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado,mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escenahechos un mar de confusiones, y con una incipiente sen-sación de terror insuperable.

—La escritura, por supuesto, es casi ilegible, perorecuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidadlas manos bien adaptadas para la escritura humana.

Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente per-plejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinabauna tensa excitación y un temor apenas reprimido. Elritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba com-pletamente diabólico para De Marigny y Phillips, peroal abogado no parecía impresionarle en absoluto.

Aspinwall habló otra vez:—Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si

no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre enpoder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado.Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. DeMarigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?

—Aguarde todavía —contestó el anfitrión—. No con-sidero necesario que intervenga la policía en este caso.Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindúes un ocultista de verdadero talento que afirma estar en

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íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se queda-ría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntascuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuvie-ra en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y pue-do hacer preguntas de esta índole. Permítame traer unlibro que, según creo, podrá servirnos de prueba.

Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, yPhillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwallpermaneció en su sitio escrutando con atención al hin-dú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasi-ble. De repente, cuando Chandraputra recogía con tor-peza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogadosoltó un grito gutural:

—¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfra-zado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esacara... ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la hadebido dar su historia, pero es verdad. No la mueve pornada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Estetipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Mehe venido dando cuenta por su manera de hablar. Y mi-ren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares.¡Maldita sea, se la voy a arrancar!...

—¡Alto! —la voz ronca y extraña del swami denota-ba un terror ultraterreno— le he dicho que había otraforma de probarle lo que digo, si era necesario, y le ad-vertí que no me provocara. Este viejo entrometido tie-ne razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es unamáscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedestambién lo han sospechado, me he dado cuenta hace unosminutos. No resultaría nada agradable que me quitarala máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengoque decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.

Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizoun gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro ex-

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tremo de la habitación, veían el congestionado rostrodel viejo y la espalda de la figura con turbante que sealzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algoespantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de lostapices parecían moverse al son de una danza macabra.El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:

—¡No; no eres mi primo, ladrón... no me asustarás!Tus razones tendrás para no querer que te veamos lacara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fueraesa máscara!

Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la manocon las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió unextraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marignyquiso interponerse entre los dos, pero se detuvo descon-certado cuando el grito de protesta del falso hindú setransformó en una especie de zumbido o rechinamientoinexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado yenfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba desu oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirónfrenético, desprendió del turbante el rostro de cera, quequedó colgando de la mano del abogado.

En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un gri-to ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su carase contraía en la convulsión más salvaje, en la más es-pantosa mueca de horror que nunca vieran en rostrohumano. Entre tanto, el falso swami había soltado suotra mano y se había quedado de pie, como atontado, emi-tiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más in-comprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucóen una postura muy poco humana y comenzó a arrastrar-se de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd,que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su caradescubierta estaba en ese momento vuelta hacia otrolado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abo-

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gado había puesto al descubierto. Centraron su atenciónen Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. Elencanto se había roto... Pero cuando se acercaron al vie-jo, estaba muerto.

Al volverse rápidamente hacia el swami, que retroce-día resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus bra-zos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco.Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo quelogró ver de la mano descubierta fue una cosa larga ynegra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figuraque retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo porel hombro.

—¡No! —susurró—. No sabemos con qué nos vamosa enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechice-ro de Yaddith...

La figura del turbante había llegado junto al extra-ño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de lahumareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alar-gada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipula-ción produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entróen la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.

De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acer-có y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando conel ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos losaccesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedadoun enorme mitón blanco y un hombre muerto con unamáscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.

Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Ran-dolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señasde Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra»había enviado información a diversos místicos entre losaños 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un ex-traño hindú, pero éste se había ausentado poco antes dela reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver des-

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de entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inex-presivo y con barba. El dueño de la casa cree que la más-cara de color oscuro que le mostraron se parece muchí-simo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubierarelación alguna entre el desaparecido hindú y las pesa-dillescas apariciones sobre las que tanto murmurabanlos eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron re-gistradas en busca de la «envoltura metálica», pero sinresultado. Sin embargo, un empleado del First NationalBank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, unextranjero con turbante cambió por dinero cierta canti-dad de barras de oro.

De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso.Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato,una llave que podía haber sido imitada de una de las fo-tografías que Carter había distribuido en 1928, algunosdocumentos... Ninguna de estas pruebas era concluyen-te. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguienque hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En mediode la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquelladesaparición en el interior del reloj podía muy bien ex-plicarse como una alucinación sufrida por ambos. Loshindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La ra-zón proclama que el swami era un criminal que habíatratado de apoderarse de la herencia de Randolph Car-ter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muertode un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que pro-vocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia...

En una inmensa estancia con tapices de extrañas fi-guras y ambiente impregnado por el humo del olíbano,Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escu-char el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd,cubierto de extraños jeroglíficos.

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AIRE FRÍO

ME PIDEN que explique por qué temo las corrientes de airefrío, por qué tirito más que otros al entrar en una habi-tación fría y parece como si sintiera náuseas y repulsióncuando el fresco viento de anochecer empieza a desli-zarse por entre la calurosa atmósfera de un apacible díaotoñal. Según algunos, reacciono frente al frío como otroslo hacen frente a los malos olores, impresión ésta queno negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluz-nante que me ha sucedido, para que ustedes juzguen enconsecuencia si constituye o no una razonada explica-ción de esta peculiaridad mía.

Es una equivocación creer que el horror se asocia in-extricablemente con la oscuridad, el silencio y la sole-dad. Yo me di de bruces con él en plena tarde, en plenoajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio deuna destartalada y modesta pensión, en compañía deuna prosaica patrona y dos fornidos hombres. En la pri-mavera de 1923 había conseguido un trabajo bastante mo-nótono y mal remunerado en una revista de la ciudad deNueva York; y viéndome imposibilitado de pagar un sus-

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tancioso alquiler, empecé a mudarme de una pensiónbarata a otra en busca de una habitación que reunieralas cualidades de una cierta limpieza, un mobiliario quepudiera pasar y un precio lo más razonable posible. Pron-to comprobé que no quedaba más remedio que elegir en-tre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé enuna casa situada en la calle Catorce Oeste que me des-agradó bastante menos que las otras en que me había alo-jado hasta entonces.

El lugar en cuestión era una mansión de piedra roji-za de cuatro pisos, que debía datar de finales de la dé-cada de 1840, y provista de mármol y obra de marqueteríacuyo herrumbroso y descolorido esplendor era muestrade la exquisita opulencia que debió tener en otras épo-cas. En las habitaciones, amplias y de techo alto, empa-peladas con el peor gusto y ridículamente adornadas conartesonado de escayola, había un persistente olor a hu-medad y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban lim-pios, la ropa de cama podía pasar y el agua caliente apenasse cortaba o enfriaba, de forma que llegué a considerar-lo como un lugar cuando menos soportable para hibernarhasta el día en que pudiera volver realmente a vivir. Lapatrona, una desaliñada y casi barbuda mujer españolaapellidada Herrero, no me importunaba con habladuríasni se quejaba cuando dejaba encendida la luz hasta al-tas horas en el vestíbulo de mi tercer piso; y mis com-pañeros de pensión eran tan pacíficos y poco comunica-tivos como desearía, tipos toscos, españoles en su mayo-ría, apenas con el menor grado de educación. Sólo el es-trépito de los coches que circulaban por la calle constituíauna auténtica molestia.

Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo elprimer extraño incidente. Una noche, a eso de las ocho,oí como si cayeran gotas en el suelo y de repente adver-

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tí que llevaba un rato respirando el acre olor caracterís-tico del amoníaco. Tras echar una mirada a mi alrede-dor, vi que el techo estaba húmedo y goteaba; la humedadprocedía, al parecer, de un ángulo de la fachada que dabaa la calle. Deseoso de cortarla en su origen, me dirigíapresuradamente a la planta baja para decírselo a la pa-trona, quien me aseguró que el problema se soluciona-ría de inmediato.

—El doctor Muñoz —dijo en voz alta mientras corríaescaleras arriba delante de mí—, ha debido derramar al-gún producto químico. Está demasiado enfermo para cui-dar de sí mismo —cada día que pasa está más enfermo—,pero no quiere que nadie le atienda. Tiene una enferme-dad muy extraña. Todo el día se lo pasa tomando bañosde un olor la mar de raro y no puede excitarse ni acalo-rarse. Él mismo se hace la limpieza; su pequeña habita-ción está llena de botellas y de máquinas, y no ejerce demédico. Pero en otros tiempos fue famoso —mi padreoyó hablar de él en Barcelona—, y no hace mucho le curóal fontanero un brazo que se había herido en un acciden-te. Jamás sale. Todo lo más se le ve de vez en cuando enla terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la habitación lacomida, la ropa limpia, las medicinas y los preparadosquímicos. ¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco quegasta ese hombre para estar siempre fresco!

Mrs. Herrero desapareció por el hueco de la escale-ra en dirección al cuarto piso, y yo volví a mi habitación.El amoníaco dejó de gotear y, mientras recogía el que sehabía vertido y abría la ventana para que entrase aire,oí arriba los macilentos pasos de la patrona. Nunca ha-bía oído hablar al doctor Muñoz, a excepción de ciertossonidos que parecían más bien propios de un motor degasolina. Su andar era calmo y apenas perceptible. Porunos instantes me inquirí qué extraña dolencia podía te-

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ner aquel hombre, y si su obstinada negativa a cualquierauxilio proveniente del exterior no sería sino el resul-tado de una extravagancia sin fundamento aparente. Hay,se me ocurrió pensar, un tremendo pathos en el estadode aquellas personas que en algún momento de su vidahan ocupado una posición alta y posteriormente la hanperdido.

Tal vez no hubiera nunca conocido nunca al doctorMuñoz, de no haber sido por el ataque al corazón que derepente sufrí una mañana mientras escribía en mi ha-bitación. Los médicos me habían advertido del peligro quecorría si me sobrevenían tales accesos, y sabía que no ha-bía tiempo que perder. Así pues, recordando lo que lapatrona había dicho acerca de los cuidados prestadospor aquel enfermo al obrero herido, me arrastré comopude hasta el piso superior y llamé débilmente a la puer-ta justo encima de la mía. Mis golpes fueron contesta-dos en buen inglés por una extraña voz, situada a ciertadistancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuálera mi nombre y el objeto de mi visita; aclarados ambospuntos, se abrió la puerta contigua a la que yo había lla-mado.

Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera desaludo, y aunque era uno de esos días calurosos de fina-les de junio, me puse a tiritar al traspasar el umbral deuna amplia estancia, cuya elegante y suntuosa decora-ción me sorprendió en tan destartalado y mugriento nido.Una cama plegable desempeñaba ahora su diurno papelde sofá, y los muebles de caoba, lujosas cortinas, anti-guos cuadros y añejas estanterías hacían pensar más enle estudio de un señor de buena crianza que en la habi-tación de una casa de huéspedes. Pude ver que el ves-tíbulo que había encima del mío —la «pequeña habitación»llena de botellas y máquinas a la que se había referido

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Mrs. Herrero— no era sino el laboratorio del doctor, yque la principal habitación era la espaciosa pieza conti-gua a éste cuyos confortables nichos y amplio cuarto debaño le permitían ocultar todos los aparadores y engo-rrosos ingenios utilitarios. El doctor Muñoz, no cabíaduda, era todo un caballero culto y refinado.

La figura que tenía ante mí era de estatura baja peroextraordinariamente bien proporcionada, y llevaba untraje un tanto formal de excelente corte. Una cara denobles facciones, de expresión firme aunque no arrogan-te, adornada por una recortada barba de color gris metá-lico, y unos anticuados quevedos que protegían unos os-curos y grandes ojos coronando una nariz aguileña, con-ferían un toque moruno a una fisonomía por lo demáspredominante celtibérica. El abundante y bien cortadopelo, que era prueba de puntuales visitas al barbero, es-taba partido con gracia por una raya encima de su res-petable frente. Su aspecto general sugería una inteligenciafuera de lo corriente y una crianza y educación excelente.

No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquelchorro de aire frío, experimenté una repugnancia quenada en su aspecto parecía justificar. Sólo la palidez desu tez y la extrema frialdad de su tacto podrían haberproporcionado un fundamento físico para semejante sen-sación, e incluso ambos defectos eran excusables habidacuenta de la enfermedad que padecía aquel hombre. Midesagradable impresión pudo también deberse a aquelextraño frío, pues no tenía nada de normal en tan calu-roso día, y lo anormal suscita siempre aversión, descon-fianza y miedo.

Pero la repugnancia cedió pronto paso a la admira-ción, pues las extraordinarias dotes de aquel singularmédico se pusieron al punto de manifiesto a pesar deaquellas heladas y temblorosas manos por las que pare-

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cía no circular sangre. Le bastó una mirada para saberlo que me pasaba, siendo sus auxilios de una destrezamagistral. Al tiempo, me tranquilizaba con una voz fina-mente modulada, aunque extrañamente hueca y caren-te de todo timbre, diciéndome que él era el más impla-cable enemigo de la muerte, y que había gastado su for-tuna personal y perdido a todos sus amigos por dedicar-se toda su vida a extraños experimentos para hallar laforma de detener y extirpar la muerte. Algo de benevo-lente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre,mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiem-po que me auscultaba el pecho y mezclaba las drogas quehabía cogido de la pequeña habitación destinada a labo-ratorio hasta conseguir la dosis debida. Evidentemente,la compañía de un hombre educado debió parecerle unarara novedad en aquel miserable antro, de ahí que se lan-zara a hablar más de lo acostumbrado a medida que reme-moraba tiempos mejores.

Su voz, aunque algo rara, tenía al menos un efectosedante; y ni siquiera pude percibir su respiración mien-tras las fluidas frases salían con exquisito esmero de suboca. Trató de distraerme de mis preocupaciones ha-blándome de sus teorías y experimentos, y recuerdo conqué tacto me consoló acerca de mi frágil corazón insis-tiendo en que la voluntad y la conciencia son más fuer-tes que la vida orgánica misma. Decía que si lograba man-tenerse saludable y en buen estado el cuerpo, se podía,mediante el esforzamiento científico de la voluntad y laconciencia, conservar una especie de vida nerviosa, cua-lesquiera que fuesen los graves defectos, disminucioneso incluso ausencias de órganos específicos que se sufrie-ran. Algún día, me dijo medio en broma, me enseñaríacómo vivir —o, al menos, llevar una cierta existencia cons-ciente— ¡sin corazón! Por su parte, sufría de una serie

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de dolencias que le obligaban a seguir un régimen muyestricto, que incluía la necesidad de estar expuesto cons-tantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de latemperatura podía, caso de prolongarse, afectarle fatal-mente; y había logrado mantener el frío que reinaba ensu estancia —de unos 11 a 12 grados— gracias a un sis-tema absorbente de enfriamiento por amoníaco, cuyasbombas eran accionadas por el motor de gasolina que contanta frecuencia oía desde mi habitación situada justodebajo.

Recuperado del ataque en un tiempo extraordinaria-mente breve, salí de aquel lugar helado convertido enferviente discípulo y devoto del genial recluso. A partirde ese día, le hice frecuentes visitas siempre con el abri-go puesto. Le escuchaba atentamente mientras hablabade secretas investigaciones y resultados casi escalofrian-tes, y un estremecimiento se apoderó de mí al examinarlos singulares y sorprendentes volúmenes antiguos quese alineaban en las estanterías de su biblioteca. Debo aña-dir que me encontraba ya casi completamente curado demi dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al pare-cer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de losmedievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticascontenían raros estímulos psicológicos que bien podríantener efectos indecibles sobre la sustancia de un siste-ma nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones orgá-nicas. Me impresionó grandemente lo que me contó delanciano doctor Torres, de Valencia, con quien realizó susprimeros experimentos y que le atendió a él en el cursode la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y dela que procedían sus actuales trastornos, al poco tiem-po de salvar a su colega, el anciano médico sucumbió víc-tima de la gran tensión nerviosa a que se vio sometido,pues el doctor Muñoz me susurró claramente al oído

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—aunque no con detalle— que los métodos de curaciónempleados habían sido de todo punto excepcionales, conterapéuticas que no serían seguramente del agrado delos galenos de cuño tradicional y conservador.

A medida que transcurrían las semanas, observé condolor que el aspecto físico de mi amigo iba desmejorán-dose, lenta pero irreversiblemente, tal como me habíadicho Mrs. Herrero. Se intensificó el lívido aspecto desu semblante, su voz se hizo más hueca e indistinta, susmovimientos musculares perdían coordinación de díaen día y su cerebro y voluntad desplegaban menos flexi-bilidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse per-fecta cuenta de tan lamentable empeoramiento, y pocoa poco su expresión y conversación fueron adquiriendoun matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algode la indefinida repugnancia que experimenté al cono-cerle. El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extrañoscaprichos, aficionándose a las especias exóticas y al in-cienso egipcio, hasta el punto de que su habitación seimpregnó de un olor semejante al de la tumba de un fa-raón enterrado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiem-po, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con miayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habita-ción y transformó las bombas y sistemas de alimenta-ción de la máquina de refrigeración hasta lograr que latemperatura descendiera a un punto entre uno y cuatrogrados, y, finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuartode baño y el laboratorio conservaban una temperaturaalgo más alta, a fin de que el agua no se helara y pudie-ran darse los procesos químicos. El huésped que habita-ba en la habitación contigua se quejó del aire glacial quese filtraba a través de la puerta de comunicación, así quetuve que ayudar al doctor a poner unos tupidos cortina-jes para solucionar el problema. Una especie de crecien-

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te horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse deél. No cesaba de hablar de la muerte, pero estallaba ensordas risas cuando, en le curso de la conversación, sealudía con suma delicadeza a cosas como los preparati-vos para el entierro o los funerales.

Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en unadesconcertante y hasta desagradable compañía. Pero,en mi gratitud por haberme curado, no podía abando-narle en manos de los extraños que le rodeaban, así quetuve buen cuidado de limpiar su habitación y atenderleen sus necesidades cotidianas, embutido en un gruesogabán que me compré especialmente para tal fin. Asi-mismo, le hacía el grueso de sus compras, aunque no sa-lía de mi estupor ante algunos de los artículos que meencargaba comprar en las farmacias y almacenes de pro-ductos químicos.

Una creciente e indefinible atmósfera de pánico pa-recía desprenderse de su estancia. La casa entera, comoya he dicho, despedía un olor a humedad; pero el olorde las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, noobstante las especias, el incienso y el acre, perfume delos productos químicos de los ahora incesantes baños —queinsistía en tomar sin ayuda alguna—, comprendí queaquel olor debía guardar relación con su enfermedad, yme estremecí al pensar cuál podría ser. Mrs. Herrero sesantiguaba cada vez que se cruzaba con él, y finalmentelo abandonó por entero en mis manos, no dejando siquie-ra que su hijo Esteban siguiese haciéndole los recados.Cuando yo le sugería la conveniencia de avisar a otromédico, el paciente montaba en el máximo estado de có-lera que parecía atreverse a alcanzar. Temía sin duda elefecto físico de una violenta emoción, pero su voluntady coraje crecían en lugar de menguar, negándose a me-terse en la cama. La lasitud de los primeros días de su

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enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente áni-mo, hasta el punto de que parecía desafiar a gritos aldemonio de la muerte aun cuando corriese el riesgo deque el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prác-ticamente de comer, algo que curiosamente siempre diola impresión de ser una formalidad en él, y sólo la ener-gía mental que le restaba parecía librarle del colapsodefinitivo.

Adquirió la costumbre de escribir largos documen-tos, que sellaba con cuidado y llenaba de instruccionespara que a su muerte los remitiera yo a sus destinata-rios. Éstos eran en su mayoría de las Indias Occidenta-les, pero entre ellos se encontraba un médico francésfamoso en otro tiempo y al que ahora se daba por muer-to, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero loque hice en realidad, fue quemar todos los documentosantes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la voz del doc-tor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y supresencia casi insoportable. Un día de septiembre, unainesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en unhombre que había venido a reparar la lámpara eléctricade su mesa de trabajo, ataque éste del que se recuperógracias a las indicaciones del doctor mientras se mante-nía lejos de su vista. Aquel hombre, harto sorprenden-temente, había vivido los horrores de la gran guerra sinsufrir tamaña sensación de terror.

Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horrorde los horrores de forma pasmosamente repentina. Unanoche, a eso de las once, se rompió la bomba de la má-quina de refrigeración, por lo que pasadas tres horas re-sultó imposible mantener el proceso de enfriamiento delamoníaco. El doctor Muñoz me avisó dando golpes en elsuelo, y yo hice lo imposible por reparar la avería, mien-tras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones en una

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voz tan exánime y espeluznantemente hueca que exce-de toda posible descripción. Mis esfuerzos de aficiona-do, empero, resultaron inútiles; y cuando al cabo de unrato me presenté con un mecánico de un garaje noctur-no cercano, comprobamos que nada podía hacerse hastala mañana siguiente, pues hacía falta un nuevo pistón.La rabia y el pánico del moribundo ermitaño adquirie-ron proporciones grotescas, dando la impresión de quefuera a quebrarse lo que quedaba de su debilitado físi-co, hasta que en un momento dado un espasmo le obligóa llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia el cuar-to de baño. Salió de allí a tientas con el rostro fuertemen-te vendado y ya no volví a ver sus ojos.

El frío reinante en la estancia empezó a disminuirde forma harto apreciable y a eso de las cinco de la ma-ñana el doctor se retiró al cuarto de baño, al tiempo queme encargaba le procurase todo el hielo que pudiera con-seguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la no-che. Cada vez que regresaba de alguna de mis desalenta-doras correrías y dejaba el botín delante de la puerta ce-rrada del baño, podía oír un incansable chapoteo dentroy una voz ronca que gritaba «¡Más! ¡Más!». Finalmente,amaneció un caluroso día, y las tiendas fueron abriendouna tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en labúsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conse-guir el pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre,el muchacho se negó en redondo.

En última instancia, contraté los servicios de un ha-ragán de aspecto zarrapastroso a quien encontré en laesquina de la Octava Avenida, a fin de que le subiera alpaciente hielo de una pequeña tienda en que le presen-té, mientras yo me entregaba con la mayor diligencia ala tarea de encontrar un pistón para la bomba y conse-guir los servicios de unos obreros competentes que lo

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instalaran. La tarea parecía interminable, y casi lleguéa montar tan en cólera como mi ermitaño vecino al vercómo transcurrían las horas yendo de acá para allá sinaliento y sin ingerir alimento alguno, tras mucho telefo-near en vano e ir de un lado a otro en metro y automó-vil. Serían las doce cuando muy lejos del centro encontréun almacén de repuestos donde tenían lo que buscaba, yaproximadamente hora y media después llegaba a la pen-sión con el instrumental necesario y dos fornidos y aveza-dos mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mimano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.

Sin embargo, un indecible terror me había precedi-do. La casa estaba totalmente alborotada, y por encimadel incesante parloteo de las atemorizadas voces pudeoír a un hombre que rezaba con profunda voz de bajo.Algo diabólico flotaba en el ambiente, y los huéspedespasaban las cuentas de sus rosarios al llegar hasta ellosel olor que salía por debajo de la atrancada puerta deldoctor. Al parecer, el tipo que había contratado salióprecipitadamente dando histéricos alaridos al poco deregresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizá sedebiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipita-da huida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras desí; pero lo cierto es que estaba cerrada y, a lo que pare-cía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido,salvo un indefinible goteo lento y espeso.

Tras consultar brevemente con Mrs. Herrero y losobreros, no obstante el miedo que me tenía atenazado,opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero la patro-na halló el modo de hacer girar la llave desde el exte-rior sirviéndose de un artilugio de alambre. Con anterio-ridad, habíamos abierto las puertas del resto de las ha-bitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimoscon todas las ventanas. A continuación, y protegidas las

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narices con pañuelos, penetramos temblando de miedoen la hedionda habitación del doctor que, orientada almediodía, abrasaba con el caluroso sol de primeras ho-ras de la tarde.

Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desdela puerta abierta del cuarto de baño a la puerta de ves-tíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se había forma-do un horrible charco. Encima de la mesa había un trozode papel, garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciegamano, terriblemente manchado, también, al parecer, porlas mismas garras que trazaron apresuradamente las últi-mas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en dondefinalizaba inexplicablemente.

Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no pue-do ni me atrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en me-dio de un estremecimiento general, descifré del pringosoy embadurnado papel, antes de sacar una cerilla y pren-derla fuego hasta quedar sólo una pavesa, lo que conse-guí descifrar aterrorizado mientras la patrona y los dosmecánicos salían disparados de aquel infernal lugar ha-cia la comisaría más próxima para balbucear sus incohe-rentes historias. Las nauseabundas palabras resultabanpoco menos que increíbles en aquella amarillenta luzsolar, con el estruendo de los coches y camiones que su-bían tumultuosamente de la abigarrada Calle Catorce...,pero debo confesar que en aquel momento creí lo que de-cían. Si las creo ahora es algo que sinceramente ignoro.Hay cosas acerca de las cuales es mejor no especular, ytodo lo que puedo decir es que no soporto lo más míni-mo el olor a amoníaco y que me siento desfallecer anteuna corriente de aire excesivamente frío.

Ha llegado el final —rezaban aquellos hediondos ga-rrapatos—. No queda hielo... El hombre ha lanzado unamirada y ha salido corriendo. El calor aumenta por mo-

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mentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino quelo sabe... lo que dije sobre la voluntad, los nervios y laconservación del cuerpo una vez que han dejado de fun-cionar los órganos. Como teoría era buena, pero no po-día mantenerse indefinidamente. No conté con el dete-rioro gradual. El doctor Torres lo sabía, pero murió dela impresión. No fue capaz de soportar lo que hubo dehacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y os-curo, cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, ylogró curarme. Los órganos no volvieron a funcionar. Te-nía que hacerse a mi manera —conservación artificial—pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace yadieciocho años.

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AL OTRO LADO DEL UMBRAL

I

EN REALIDAD, ésta es la historia de mi abuelo. En ciertomodo, sin embargo, pertenece a la familia entera, y porencima de ella, al mundo; y ya no existe razón algunapara ocultar los terribles detalles de lo que sucedió enla casa solitaria, perdida en lo más profundo de los bos-ques del norte de Wisconsin.

Las raíces de la historia retrotraen a las brumas delos primeros tiempos, muchísimo antes de los principiosde la familia Alwyn, pero de esta parte no sabía yo nadaen la época de mi visita a Wisconsin en respuesta a lacarta de mi primo sobre el extraño debilitamiento denuestro abuelo. Desde niño, había considerado siemprea Josiah Alwyn algo así como un ser inmortal que no pa-recía cambiar a lo largo de los años: era un anciano depecho abombado, con una cara llena y carnosa, decoradacon un bigote muy recortado y una pequeña barba quesuavizaba lo anguloso de su mandíbula cuadrada. Sus ojoseran oscuros, no demasiado grandes, y sus cejas pobla-

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das; llevaba el pelo largo, de suerte que su cabeza teníaun aspecto leonino. Aunque le vi poco en mi juventud,dejó en mí una huella imborrable, durante los brevesvisitas que nos hacía cuando pasaba por la casa solarie-ga, próxima a Arkham, en Massachussets; aquellas cor-tas visitas de paso hacia remotos rincones del mundo: elTíbet, Mongolia, las regiones árticas y ciertas islas pococonocidas del Pacífico.

Hacía años que no le habían visto, cuando me llególa carta de mi primo Frolin, que vivía con él en la viejamansión que tenía mi abuelo en el corazón de los bos-ques y lagos del norte de Wisconsin: «Desearía que pu-dieses ausentarte de Massachussets lo suficiente comopara venir hasta aquí. Ha pasado mucha agua bajo lospuentes, y ha soplado mucho viento también, desde laúltima vez que estuviste. Francamente, creo que es muyimportante que vengas. En las actuales circunstancias,no sé a quién dirigirme, ya que el abuelo no es el mis-mo, y necesito a alguien en quien poder confiar.» No ha-bría nada que fuese claramente apremiante en la carta,y, sin embargo, daba una extraña sensación de perento-riedad; había algo entre líneas que inducía, invisiblemen-te, intangiblemente, a no dar más que una respuesta ala carta de Frolin; algo en la frase sobre el viento, en laforma de decir que el abuelo no era el mismo, y en la ne-cesidad que expresaba de tener a alguien en quien poderconfiar.

Pude pedir permiso en mi cargo de bibliotecario auxi-liar de la Miskatonic University de Arkham, en el mesde septiembre; así que fui. Fui, inquieto por la casi mis-teriosa convicción de que la necesidad de ir urgentemen-te era grande: viajé en avión de Boston a Chicago, y deallí, en tren, al pueblo de Harmon, en lo más profundode la región boscosa de Wisconsin: un lugar de gran

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belleza natural, no lejos de las costas del lago Superior,de suerte que era posible, en días de viento, escuchar elruido del agua.

Frolin me esperaba en la estación. Mi primo frisabacasi los cuarenta años, pero aparentaba unos menos, consus ardientes e intensos ojos castaños, su boca suave ysensitiva, aunque siempre había oscilado entre la gra-vedad y una especie de rudeza contagiosa: «La sangreirlandesa», como dijo una vez nuestro abuelo. Le mirédirectamente a los ojos al darnos la mano, tratando dedescubrir alguna clave de su misteriosa zozobra, perosólo vi que estaba efectivamente preocupado, pues susojos le traicionaban, al igual que las aguas de un estan-que revelan las turbulencias del fondo, aunque tenganla superficie como el cristal.

—¿Qué ocurre? —pregunté, sentado a su lado en elcupé, mientras nos internábamos en la región de altospinos—. ¿Está en cama el viejo?

Negó con la cabeza.—¡Oh, no, nada de eso, Tony! —me lanzó una mira-

da extraña, contenida—. Ya lo verás. Espera y lo verás.—¿Qué es, entonces? —insistí—. Tu carta era de lo

más apremiante.—Esperaba que lo fuera —dijo él, gravemente.—Sin embargo, no es nada sobre lo que pueda pre-

guntar —admití—. No obstante, algo pasa.Sonrió.—Sí, sabía que comprenderías. Te digo que ha sido

difícil... enormemente difícil. ¡Pensé en ti un montón deveces antes de sentarme a escribir esa carta, créeme!

—Pero si no está enfermo... Creí que me decías queno era el mismo.

—Sí, sí; eso te dije. Ahora espera, Tony; no seas tanimpaciente; lo verás por ti mismo. Es su mente, creo.

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—¡Su mente! —Sentí una clara oleada de sorpresa ypesar, ante la idea de que el espíritu de nuestro abuelohubiera comenzado a flaquear; el pensamiento de queaquel cerebro magnífico hubiera declinado era intolera-ble, y me negué a admitirlo—. ¡Eso no! —exclamé—. Fro-lin, ¿qué diablos ocurre?

El volvió sus ojos turbados hacia mí, una vez más.—No lo sé. Pero creo que es algo terrible. Si fuese so-

lamente el abuelo... Pero está la música, y luego todas esascosas, los ruidos y olores y... —Captó mi mirada de asom-bro y desvió los ojos, casi con un esfuerzo físico, dete-niendo su charla—. Pero se me olvidaba. No me preguntesmás. Aguarda y lo verás por ti mismo —rió brevemen-te, con una risa forzada—. Quizá no sea el viejo el queestá perdiendo el juicio. He pensado en eso a veces, tam-bién... con razón.

No dijo nada más, pero ahora empezaba a invadirmeuna especie de enervante temor, y durante un rato per-manecí en silencio junto a él, pensando solamente queFrolin y el viejo Josiah Alwyn vivían juntos en aquellavieja casa, ignorando los pinos inmensos de los alrede-dores y el sonido del viento, y el fragante humo de lashojas quemadas que el aire arrastraba desde el noroes-te. La noche cayó pronto en esta comarca poblada de os-curos pinos, y aunque aún se demoraban las últimas cla-ridades en poniente, la oscuridad, desplegándose haciaarriba en una inmensa oleada azafrán y amatista, toma-ba ya posesión del bosque por el que viajábamos. De laoscuridad brotaban los gritos de los grandes búhos cor-nudos y sus primos menores los autillos, prestando unamagia imponderable a la quietud que sólo turbaban lavoz del viento y el ruido del coche a través de la prác-ticamente solitaria carretera que conducía a la casa delos Alwyn.

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—Ya casi estamos —dijo Frolin.Las luces del coche cruzaron por encima de un pino

desgarrado, fulminado por un rayo hacía años, el cualalzaba todavía dos ramas raquíticas arqueadas como bra-zos retorcidos hacia el camino: un viejo tocón hacia elque llamaron mi atención las palabras de Frolin, recor-dándome que estábamos a media milla de la casa.

—Si el abuelo te preguntara —me pidió entonces—,quisiera que no le dijeses que te he llamado yo. No sé sile gustaría. Puedes decirle que te encontrabas no lejosde aquí, y se te ocurrió hacernos una visita.

Nuevamente sentí curiosidad, pero me abstuve depresionar más a Frolin.

—¿Sabe él que vengo?—Sí. Le dije que había tenido noticias tuyas y que iba

a bajar a la estación a esperarte.Comprendí que si el viejo pensaba que Frolin me ha-

bía llamado por su salud, se molestaría y quizá se enfa-daría; sin embargo, la petición de Frolin implicaba algomás, más que el simple deseo de salvaguardar el orgu-llo del abuelo. De nuevo se despertó en mí esa singular,intangible alarma, esa sensación repentina, inexplica-ble de temor.

La casa surgió súbitamente en un claro entre los pi-nos. Había sido construida por un tío de nuestro abueloen tiempos de la colonización de Wisconsin, allá por ladécada de 1850: uno de los Alwyn marineros de Inns-mouth, ese pueblo extraño y oscuro de la costa de Massa-chussets. Era una construcción muy poco atractiva, ado-sada a la falda del monte como una vieja arrugada y ri-dículamente ataviada. Desafiaba muchas normas arqui-tectónicas, sin que por ello dejase de reflejar las facetasde la arquitectura de 1850, adoptando el más grotesco ypomposo aspecto de las construcciones de aquel enton-

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ces. Poseía una amplia galería, uno de cuyos costadosconducía directamente a los establos donde antiguamen-te se guardaban caballos, birlochos y calesas, y dondeahora se albergaban dos coches, único rincón del edificioque mostraba alguna evidencia de haber sido restaura-do desde que lo construyeron. La casa alzaba dos plan-tas y media sobre un sótano; probablemente —la oscu-ridad me impedía precisarlo con seguridad— estaba pin-tada todavía del mismo horrible color castaño; y a juz-gar por la luz que salía de las ventanas encortinadas, elabuelo no se había tomado la molestia de instalar la luzeléctrica, contingencia para la que venía yo bien prepa-rado, provisto de una linterna y una vela eléctrica, conpilas de repuesto para las dos.

Frolin metió el coche en el garaje, lo aparcó allí y sacóun poco de equipaje, abriendo la marcha hacia la puertade la entrada, una gran pieza de roble de gruesos entre-paños, decorada con una enorme y ridícula aldaba de hie-rro. El vestíbulo estaba a oscuras, aunque de la puertaentreabierta del fondo surgía una débil luz que, no obs-tante, bastaba para iluminar espectralmente la ampliaescalera que conducía al piso superior.

—Te llevaré primero a tu habitación —dijo Frolin,siguiendo escaleras arriba con el paso seguro del quefrecuenta constantemente el lugar—. Hay una linternaen el pilar de la escalera, en el descansillo —añadió—,por si la necesitas. Ya conoces al viejo.

Encontré la luz y la encendí, entreteniéndome lo im-prescindible, de modo que cuando subí a reunirme conFrolin, éste estaba ya junto a la puerta de mi habitación,la cual, como observé, se encontraba directamente enci-ma de la entrada de la casa y, por tanto, orientada al oes-te, como la propia casa.

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—Nos está prohibido utilizar ninguna habitación deaquí arriba que dé al este del vestíbulo —dijo Frolin, cla-vando en mí sus ojos, como si dijese: «¡Ya sabes lo raroque se ha vuelto!» Esperó a que hiciera yo algún comen-tario, pero como seguí callado, prosiguió—: Así que ten-go la habitación contigua a la tuya, y Hough está al otrolado de la mía, en el extremo sudeste. A propósito, comohabrás adivinado, Hough está preparando algo de co-mer.

—¿Y el abuelo?—Seguramente estará en su despacho. Recordarás

la habitación.Efectivamente, conocía aquella extraña habitación

sin ventanas, construida bajo las explícitas indicacionesde nuestro tío-bisabuelo Leander, habitación que ocupa-ba casi toda la parte trasera de la casa, más el lado no-roeste completo, y todo el ancho del costado oeste, salvoel pequeño ángulo sudoeste, acaparado por la cocina, cuyaluz había visto yo filtrarse en el vestíbulo, al entrar. Eldespacho se había construido adentrándose en la laderamisma de la montaña, por lo que la pared este no teníaventanas; pero no había razón, salvo la excentricidad deltío Leander, para no haber abierto ventanas en la parednorte. Aproximadamente en el centro de la pared este,efectivamente, y empotrado en el muro, había un enor-me cuadro que llegaba del suelo al techo y ocupaba unaanchura de casi dos metros. Si esta pintura, ejecutadaal parecer por algún amigo desconocido de tío Leander—si no por mi propio tío—bisabuelo— hubiese tenidoalgún rasgo de genio o de talento fuera de lo usual, se-mejante ostentación podría haberse pasado por alto; perono era así; se trataba de una representación prosaica pordemás de un paisaje del norte de la comarca, en el quese veía una ladera, con una cueva rocosa que se abría en

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el centro del cuadro, un sendero borroso que conducía aella, una bestia impresionante que evidentemente pre-tendía ser un oso, tan común en otro tiempo en esta re-gión, dirigiéndose hacia ella, y por encima, algo que pare-cía una nube siniestra perdida entre los pinos, alzándoseoscuramente en derredor. Esta dudosa obra de arte do-minaba el despacho completa y absolutamente, a pesarde las estanterías de libros que ocupaban casi todo elespacio disponible de las paredes de la habitación, y dela absurda colección de rarezas diseminadas por todaspartes: trozos de piedra y madera curiosamente labra-dos, extraños recuerdos de la vida marinera de nuestrotío-bisabuelo. El despacho tenía toda la falta de vida deun museo y, sin embargo, respondía a mi abuelo comoalgo vivo; hasta la pintura de la pared parecía adquirirfrescor cuando él entraba.

—No creo que nadie que haya entrado en esa habita-ción pueda olvidarla —dije con una mueca.

—Se pasa casi todo el tiempo ahí. No sale apenas, ysupongo que cuando llega el invierno sólo aparece a lahora de las comidas. Se ha llevado allí la cama también.

Me estremecí.—No puedo imaginarme que se pueda dormir en esa

habitación.—Ni yo. Pero ya sabes, está trabajando en algo, y creo

sinceramente que tiene trastornado el juicio.—¿Otro libro de viajes, quizá?Movió negativamente la cabeza.—No, creo que es una traducción. Algo distinto. Un

día encontró unos viejos papeles de Leander, y desde en-tonces parece haber empeorado progresivamente. —Alzólas cejas y se encogió de hombros—. Vamos. Hough ten-drá ya preparada la cena, y tú tendrás ocasión de juzgarpor ti mismo.

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Las críticas observaciones de Frolin me habían pre-dispuesto a ver a un anciano consumido. Al fin y al cabo,nuestro abuelo tenía setenta y tantos años, y no podíavivir eternamente. Pero físicamente no había cambiadoen absoluto, por lo que pude apreciar. Allí estaba senta-do para cenar: aún era el mismo anciano fuerte, su bi-gote y su barba no eran blancos, sino de un gris acerado,y su pelo era negro y abundante; tenía la cara igual degruesa y colorada que siempre. En el momento de en-trar yo, estaba comiendo con apetito un muslo de pavo.Al verme, alzó las cejas un poco, se quitó el muslo de laboca, y me saludó con el mismo calor que si me hubieseausentado media hora.

—Tienes buen aspecto —dijo.—Y tú —dije yo—. Estás hecho un curtido veterano.Hizo una mueca.—Muchacho, estoy detrás de la pista de algo nuevo:

una región inexplorada, distinta de las africanas, asiáti-cas y árticas.

Lancé una mirada a Frolin. Evidentemente, esto eranuevo para él; fueran cuales fuesen las alusiones quenuestro abuelo había dejado escapar sobre sus activida-des, no incluían esta novedad.

Me preguntó sobre mi viaje al Oeste, y el resto de lacena lo pasamos hablando de los demás parientes. Ob-servé que el anciano volvía insistentemente sobre loslargamente olvidados parientes de Innsmouth: ¿Qué ha-bía sido de ellos? ¿Les había visto alguna vez? ¿Qué as-pecto tenían? Como yo no sabía prácticamente nada denuestros parientes de Innsmouth, y abrigaba la firmeconvicción de que todos habían muerto durante la ex-traña catástrofe en la que muchos de los habitantes deesa apartada ciudad desaparecieron en el mar, no pudeserle de ninguna ayuda. Pero el giro de estas preguntas

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inocentes me desconcertaba no poco. En mi condiciónde bibliotecario de la Miskatonic University, había oídoextrañas e inquietantes alusiones al caso de Innsmouth,y a la intervención de la policía federal, así como otrashistorias sobre extraños agentes, carentes todas ellasde ese esencial halo de veracidad que hiciera verosímilla explicación de los terribles acontecimientos que ha-bían ocurrido en dicha ciudad. Quiso saber, por último,si había visto yo algún retrato de ellos, y cuando le dijeque no, se quedó manifiestamente decepcionado.

—Mira —dijo con desaliento—, no hay retratos detío Leander, pero las gentes de Harmon que le conocie-ron me contaron hace años que era un hombre muy ca-sero, que su aspecto les recordaba al de una rana.—Súbitamente pareció más animado, comenzó a charlarcon un poco más de vivacidad—. ¿Tienes idea de lo queeso significa, muchacho? No, por supuesto. Sería espe-rar demasiado...

Guardó silencio durante un rato, tomando a sorbossu café, tamborileando sobre la mesa con los dedos, y mi-rando fijamente al vacío con expresión singularmente pre-ocupada, hasta que, de pronto, se levantó y abandonó lahabitación, invitándonos a que fuésemos a su despachocuando hubiéramos terminado.

—¿Qué opinas? —preguntó Frolin, tan pronto comooímos cerrarse la puerta del despacho.

—Es extraño —dije—. Pero no veo nada anormal, Fro-lin. Me temo...

El sonrió lúgubremente.—Espera. No emitas un juicio todavía; apenas hace

dos horas que estás aquí.Nos dirigimos al despacho después de cenar, dejan-

do que recogieran la mesa Hough y su esposa, quieneshabían servido a mi abuelo durante veinte años en esta

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casa. El despacho estaba intacto, aparté la adición de lavieja cama doble, arrimada contra la pared que separa-ba esta habitación de la cocina. Mi abuelo estaba espe-rándonos, evidentemente, o más bien esperándome; y sihabía tenido motivos para considerar críptico al primoFrolin, no hay palabra adecuada para calificar la subsi-guiente conversación con mi abuelo.

—¿Has oído hablar alguna vez del Wendigo? —pre-guntó.

Admití que había tenido ocasión de leer referenciasa este tema, juntamente con otras leyendas indias de laregión del Norte: consistía en la creencia en un ser so-brenatural y monstruoso, de aspecto horrendo, que ha-bitaba en las grandes soledades de los bosques.

Quiso saber si había pensado yo alguna vez que po-día existir una relación entre esta leyenda del Wendigoy los elementos aéreos; y al contestar yo en sentido afir-mativo, me expresó su curiosidad por saber cómo habíallegado a conocer la leyenda india, tomándose el trabajode explicarme que su pregunta no tenía nada que ver conel Wendigo.

—En mi condición de bibliotecario, tengo ocasión detropezarme con un montón de cosas raras —contesté.

—¡Ah! —exclamó, echando mano de un libro que te-nía cerca de su butaca—. Entonces, conoces indudable-mente este libro.

Miré el pesado volumen de negra encuadernación,cuyo título en letras de oro iba estampado en el lomo úni-camente: The Outsider and Others, de H.P. Lovecraft.

Asentí.—Lo tenemos en nuestras estanterías.—¿Lo has leído?—Sí, claro. Es muy interesante.

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—Entonces habrás leído lo que cuenta acerca de Inns-mouth en su extraño relato, La sombra sobre Innsmouth.¿Qué piensas de ello?

Reflexioné apresuradamente, traté de recordar lahistoria, y en seguida me vino a la memoria: era un cuen-to fantástico de horribles seres acuáticos, progenie deCthulhu, bestia de origen primordial que vivía en lasprofundidades del mar.

—Ese hombre tenía bastante imaginación.—¡Tenía! ¿Es que ha muerto?—Sí, hace tres años.—¡Ah! Y yo que pensaba aprender de él...—Pero seguramente su ficción... —empecé.Me detuvo.—Si no puedes dar ninguna explicación sobre lo que

ocurrió en Innsmouth, ¿cómo puedes estar tan segurode que su relato es ficticio?

Admití que no podía; pero el anciano pareció perdertodo interés. A continuación sacó un voluminoso sobreque tenía pegados muchos sellos de tres centavos de 1869,tan apreciados por los coleccionistas, y extrajo de él va-rios papeles que, según dijo, tío Leander había dejadocon instrucciones de que fueran arrojados a las llamas.Su deseo, empero, no se había cumplido, explicó mi abue-lo, y habían venido a parar a sus manos. Me tendió unashojas y me pidió mi opinión, sin apartar un momento sussagaces ojos de mí.

Las hojas pertenecían evidentemente a una carta lar-ga, escrita a mano y con las frases más torpes que cabeimaginar. Además, muchas de dichas frases carecían desentido, y la hoja que tenía yo delante estaba repleta dealusiones extrañas. Mis ojos captaron palabras tales comoIthaqua, Lloigor, Hastur; hasta que no devolví las hojasa mi abuelo, no se me ocurrió que había leído esas pala-

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bras en otro sitio, no hacía mucho tiempo. Pero no dijenada. Expliqué que no podía evitar la sensación de quetío Leander escribía con innecesaria confusión.

Mi abuelo rió entre dientes.—Creía que lo primero que se te ocurriría iba a ser

algo muy parecido a mi propia reacción; pero no, ¡me hasfallado! ¡Indudablemente, está claro que todo esto estáen clave!

—¡Naturalmente! Eso explicaría la torpeza de suslíneas.

Mi abuelo sonrió con afectación.—Una clave bastante simple, pero adecuada..., total-

mente adecuada. Todavía no he terminado de descifrar-la. —Golpeó el sobre con el índice—. Parece que se refierea esta casa, y hay una advertencia, repetida más de unavez, sobre que hay que tener cuidado de no traspasar elumbral, so pena de horribles consecuencias. Muchacho,he cruzado y recruzado cada uno de los umbrales de esteedificio docenas de veces, sin consecuencias de ningúngénero. Así que, por lo tanto, en alguna parte debe ha-ber un umbral que no he cruzado aún.

No pude reprimir una sonrisa ante su animación.—Si a tío Leander se le extravió el juicio, el tuyo no

parece irle muy en zaga —dije.La conocida impaciencia de mi abuelo salió repenti-

namente a la superficie. Apartó los papeles de mi tío deuna manotada, nos despidió a los dos con la otra, y dio aentender claramente que tanto Frolin como yo había-mos dejado de existir para él en ese instante.

Nos levantamos, murmuramos alguna disculpa yabandonamos la habitación.

En la semioscuridad del vestíbulo, Frolin me mirósin decir nada, contentándose con fijar sus ojos furibun-dos en los míos durante un minuto largo, antes de dar

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media vuelta y llevarme arriba, donde nos despedimosy nos retiramos cada uno a nuestra alcoba a descansar.

II

La actividad nocturna de la mente subconsciente hasido siempre de hondo interés para mí, ya que me pare-ce que se abren oportunidades sin límite ante cada indi-viduo que está alerta. Muchas son las veces que me heido a la cama agobiado por un problema, para encontrar-lo resuelto —en la medida en que soy capaz de resolver-lo— al despertar. De las otras actividades más tortuosasde la mente nocturna sé menos. Pero lo que sí sé es queesa noche me retiré dándole vueltas a la cabeza sobredónde me había tropezado con las extrañas palabras demi tío Leander, con la más enérgica y lúcida razón, y queme dormí por último sin haber encontrado respuesta aesta cuestión.

Sin embargo, cuando me desperté en la oscuridad,unas horas más tarde, supe inmediatamente que habíaleído esos extraños nombres propios en el libro de H.P.Lovecraft que teníamos en la Miskatonic, y sólo en se-gundo lugar me di cuenta de que alguien golpeaba a mipuerta, y que llamaba con voz apagada:

—Soy Frolin. ¿Estás despierto? Quiero pasar.Me levanté, me puse la bata y encendí mi vela eléc-

trica. A todo esto, Frolin había entrado en la habitación;su cuerpo delgado temblaba ligeramente, quizá de frío,pues la brisa de la noche de septiembre que entraba pormi ventana no era ya veraniega.

—¿Qué ocurre? —pregunté.Se acercó a mí, con una luz extraña en los ojos, y puso

una mano sobre mi brazo.

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—¿No oyes ? —preguntó—. Dios mío, quizá sea micabeza...

—¡No, espera! —exclamé.De alguna parte del exterior, venía al parecer una

música espectralmente hermosa: «Son flautas», pensé.—Es la radio del abuelo —dije—. ¿La suele escuchar

a estas horas?La expresión de su cara acalló mis palabras.—La única radio de la casa la tengo yo. Está en mi

habitación y no está tocando. Incluso te diré que tienelas pilas gastadas. Además, ¿has oído alguna vez esa cla-se de música por la radio?

Escuché con renovado interés. La música parecíaextrañamente apagada, y no obstante, se oía bien. Ob-servé, por otra parte, que no tenía una dirección defini-da: mientras al principio parecía provenir del exterior,ahora daba la sensación de que brotaba de debajo de lacasa. Era como una rara melodía de flautas y caramillos.

—Es una orquesta de flautas —dije.—O son las siringas de Pan —dijo Frolin.—Esos instrumentos ya no se usan —objeté distraí-

damente.—En la radio —puntualizó Frolin.Le miré sorprendido; él me devolvió la mirada con

seriedad. Se me ocurrió que su poco natural gravedadtenía una razón de ser, ya deseara él o no expresar conpalabras esa razón. Le cogí del brazo.

—Frolin, ¿qué ocurre? Te noto alarmado.Tragó saliva.—Tony, esa música no viene de ninguna parte de la

casa. Viene de fuera.—Pero ¿quién iba a estar fuera? —pregunté.—Nadie, ningún ser humano.

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Por fin habíamos llegado. Casi con alivio, afronté estaposibilidad que había temido admitir ante mí mismo yque debía afrontar. Nadie..., ningún ser humano.

—Entonces, ¿quién? —pregunté.—Creo que el abuelo lo sabe —dijo—. Ven conmigo,

Tony. Deja la luz; podemos hallar el camino a oscuras.En el vestíbulo, me detuvo una vez más su mano ten-

sa, sujetándome del brazo.—¿Has notado eso? —susurró, siseante—. ¿Has no-

tado eso también ?—El olor —dije—. Es un olor vago, impreciso, a agua,

a peces y a ranas y a habitantes de lugares acuáticos.—¿Y ahora? —dijo él.Súbitamente, el olor a humedad había desaparecido

y en su lugar penetraba rápidamente un frío, derramán-dose en el vestíbulo como algo vivo la indefinible fragan-cia de la nieve, la apagada humedad del aire cargado denieve.

—¿Comprendes por qué estaba yo preocupado? —pre-guntó Frolin.

Sin darme tiempo a contestar, abrió la marcha esca-leras abajo hasta la puerta del despacho del abuelo, pordebajo de la cual brillaba aún una delgada raya de luzamarilla. Me daba cuenta, a cada escalón que descendía-mos, de que la música aumentaba de volumen, aunqueno se hacía más comprensible, y ahora, ante la puertadel despacho, se hizo evidente que provenía de dentro,y que la extraña variedad de olores venía igualmente dedentro. La oscuridad parecía palpitar de amenaza, car-gada de un terror inminente y presagioso que nos envol-vía como en una concha, hasta el punto de que Frolintemblaba a mi lado.

Alcé impulsivamente la mano y llamé.

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No hubo respuesta en el interior, ¡pero en el instan-te en que sonó el golpe en la puerta, la música se detu-vo, y los extraños olores se desvanecieron en el aire!

—¡No debías haber hecho eso! —susurró Frolin—. Siél...

Empujé la puerta. Cedió a mi presión y se abrió.No sé qué esperaba ver allí en el despacho, pero des-

de luego no lo que vi. El aspecto de la habitación no ha-bía cambiado un ápice, quitando el hecho de que el abuelose había acostado y la lámpara seguía ardiendo. Perma-necí inmóvil unos instantes sin atreverme a creer el tes-timonio de mis ojos, estupefacto ante la prosaica escenaque presenciaba. ¿De dónde había surgido la música queyo había oído? ¿Y los olores y fragancias del aire? La con-fusión se apoderó de mis pensamientos y estaba a puntode retirarme, turbado ante la expresión de descanso demi abuelo, cuando habló él:

—Pasa, pasa —dijo, sin abrir los ojos—. Así que hasoído la música también, ¿no? Había empezado a pregun-tarme por qué no la oía nadie más. Es mongólica, me pa-rece. Hace tres noches era claramente india, del Norteotra vez, de Canadá y de Alaska. Creo que hay lugaresdonde Ithaqua es adorado todavía. Sí, sí..., y hace unasemana, oí las últimas notas tocadas en el Tíbet, en laprohibida Lhassa de hace años, de hace décadas.

—¿Quién la tocaba? —exclamé—. ¿De dónde viene?Abrió los ojos y se nos quedó mirando.—Salía de aquí, creo —dijo, colocando la palma de

la mano sobre el manuscrito que tenía delante, las ho-jas escritas por mi tío-bisabuelo—. Y la tocaban los ami-gos de Leander. Es la música de las esferas, muchacho...¿Das crédito a tus sentidos?

—La he oído. Y Frolin también.

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—¿Y qué pensará Hough? —murmuró el abuelo. Sus-piró—: Casi lo tengo, creo. Sólo falta determinar con cuálde ellos se comunicaba Leander.

—¿Con cuál? —repetí—. ¿Qué quieres decir?Cerró los ojos y la sonrisa le volvió brevemente a los

labios.—Al principio creía que era Cthulhu; Leander era

marinero, al fin y al cabo. Pero ahora me pregunto si noserían criaturas del aire: Lloigor, quizá, o Ithaqua, al quecreo que algunos indios llaman el Wendigo. Hay una le-yenda que dice que Ithaqua se lleva a sus víctimas consi-go a los espacios lejanos que hay por encima de la Tie-rra..., pero se me está olvidando todo otra vez, mi mentedivaga.

Sus ojos se abrieron, y vi que nos miraban con unaexpresión singularmente lejana.

—Es tarde —dijo—. Necesito dormir.—¿De qué estaba hablando, en nombre de Dios? —pre-

guntó Frolin, ya en el vestíbulo.—Vamos —dije.Pero una vez en mi habitación, con Frolin aguardan-

do a escuchar expectante lo que yo tuviera que decir, nosupe cómo empezar. ¿Cómo hablar del saber preternatu-ral que encerraban los textos prohibidos de la MiskatonicUniversity, el espantoso Libro de Eibon, los oscuros Ma-nuscritos Pnakóticos, el terrible Texto de R’lyeh, y el mástenebroso de todos, el Necronomicón del árabe loco AbdulAlhazred? ¿Cómo contarle todas las cosas que se agol-paron en mi mente al escuchar las extrañas palabras demi abuelo, los recuerdos que emergían de lo más pro-fundo...? ¿Cómo hablarle de los Primordiales, seres an-tiquísimos de increíble perversidad, dioses viejos queen un tiempo poblaron la Tierra y todo el universo queahora conocemos, y quizá mucho más, y de los dioses ar-

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quetípicos del bien, y de las fuerzas del antiguo mal,ahora sometidas, y sin embargo, irrumpiendo eterna-mente, manifestándose en cortos períodos, de manerahorrible, en el mundo de los hombres? Y si antes mi me-moria no había sido lo bastante clara, o los había recha-zado con la fuerza de mis prejuicios inherentes, ahoraevocaba sus nombres terribles: Cthulhu, guía poderosode las fuerzas de las aguas de la Tierra; Yog-Sothoth yTsathoggua, moradores de las profundidades terrestres;Lloigor, Hastur e Ithaqua, el Ser-Nieve y El-Que-Cami-na-en-el-Viento, que son elementos aéreos todos ellos.Era de estos seres de quienes mi abuelo había hablado;y la conclusión que había sacado resultaba demasiadoclara para que pudiese pasarse por alto, o aun interpre-tarse de otro modo: que mi tío-bisabuelo había vivido enla apartada y ahora deshabitada ciudad de Innsmouth,que había tenido trato con al menos uno de estos seres.Y había otro corolario al que él no había llegado, pero quese desprendía de algo que había dicho por la tarde: queen algún lugar de la casa había un umbral que un hom-bre no debía atreverse a trasponer, y que había un peli-gro acechando al otro lado de ese umbral que no era sinola vía de retroceso en el tiempo, el camino de espantosacomunicación con los dioses primordiales que tío Leanderhabía tenido.

Y sin embargo, no había captado toda la importanciade las palabras de mi abuelo. Aunque había dicho mu-cho, aún había mucho más por decir, y más tarde no pudeculparme de no haber comprendido plenamente que lasactividades de mi abuelo se orientaban hacia el descu-brimiento de ese umbral secreto del que tío Leander ha-blaba tan crípticamente en sus cartas... ¡y a cruzarlo! Enla confusión mental en que ahora me encontraba, preocu-pado con la antigua mitología de Cthulhu, Ithaqua y los

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dioses arquetípicos, no seguí los evidentes indicios queconducían a tan lógica conclusión, posiblemente porquetemía instintivamente llegar demasiado lejos.

Me volví a Frolin y se lo expliqué lo más claramenteque pude. Él escuchó atentamente, haciendo de cuandoen cuando alguna pregunta concreta, palideciendo lige-ramente ante determinados detalles que no podía yo de-jar de mencionar, y no se mostró tan escéptico como yohabía pensado. Esto era en sí prueba del hecho de queaún había más cosas por descubrir sobre las actividadesdel abuelo e incidentes de la casa, aunque yo no me dicuenta inmediatamente. Sin embargo, iba a tardar pocoen averiguar algo más sobre la razón fundamental de queFrolin hubiese aceptado en seguida mi explicación, ne-cesariamente breve.

A mitad de una pregunta, dejó de hablar de repen-te, y asomó a sus ojos una expresión que indicaba que suatención se había desviado de mí, de la habitación, a algomás allá; se quedó en la actitud del que escucha, e im-pulsado por su gesto, me esforcé yo también por ave-riguar qué era lo que oía.

«Es sólo la voz del viento en los árboles, que se ha ele-vado ahora un poco —pensé—. Va a haber tormenta.»

—¿Oyes? —preguntó él en un susurro estremecido.—No —respondí quedamente—. Sólo el viento.—Sí, sí... el viento. Te lo escribí, recuerda. Escucha.—Vamos, Frolin, ten serenidad. Sólo es el viento.Me dirigió una mirada compasiva y, dirigiéndose a

la ventana, me hizo señas de que le siguiera. Me acer-qué y me puse a su lado. Sin decir palabra, señaló haciala oscuridad que envolvía la casa. Tardé un momento enacostumbrar mis ojos a la noche, pero después pude verla línea de árboles recortada fuertemente contra el cie-

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lo limpio y estrellado. Y entonces, instantáneamente,comprendí.

Aunque el viento rugía y tronaba alrededor de la casa,nada turbaba la quietud de los árboles que tenía antemis ojos: ¡ni una hoja, ni una copa, ni una ramita se me-cía lo que es el espesor de un cabello!

—¡Dios mío! —exclamé, y retrocedí, alejándome delcristal como para borrar la visión de mis ojos.

—¿Comprendes ahora? —preguntó él, retirándosede la ventana también—. Yo ya lo he oído otras veces.

Se quedó inmóvil, como aguardando, y yo también es-peré; a la sazón, el ruido del viento había alcanzado unaintensidad sobrecogedora, de suerte que parecía comosi la vieja casa fuera a ser arrancada de la ladera y lan-zada valle abajo. En efecto, hubo un leve temblor en elmismo momento en que lo estaba pensando: una extra-ña vibración, como si la casa se estremeciera, y los cua-dros de las paredes se movieran ligeramente, de maneracasi furtiva, casi imperceptible, y sin embargo, inequívo-camente visible. Miré a Frolin, pero su semblante no sehabía alterado; siguió allí, escuchando, de modo que com-prendí que aún no habíamos llegado al final de esta sin-gular manifestación. El ruido del viento era ahora unterrible, demoníaco aullido, acompañado de notas de mú-sica que por un momento se hicieron distintas, aunquetan perfectamente mezcladas con la voz del viento queal principio no se distinguían. La música era semejantea la de antes, como de flautas, y de cuando en cuando,de instrumentos de cuerda, pero ahora mucho más vio-lenta, resonando con aterrador desenfreno, con un ca-rácter de abominable maldad. Al mismo tiempo, ocurrieronotras dos manifestaciones. La primera fue el ruido comode caminar de alguien, de un gran ser cuyos pasos pare-cieron penetrar en la habitación desde el corazón mis-

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mo del viento; ciertamente, no se produjeron dentro dela casa, aunque había en ellos el inequívoco crescendoque denotaba su gradual aproximación. El segundo fueun repentino cambio de temperatura.

La noche, fuera, era calurosa para el mes de septiem-bre en el nórdico estado de Wisconsin, y la casa, tam-bién, se había mantenido razonablemente confortable.Ahora, de pronto, coincidiendo con los pasos que se acer-caban, la temperatura comenzó a descender rápidamen-te, de modo que en poco tiempo el aire de la habitaciónse enfrió, y tanto Frolin como yo tuvimos que ponernosmás ropa para no resfriarnos. Sin embargo, esto no pa-recía ser la culminación de las manifestaciones que tanclaramente esperaba Frolin: seguía de pie, sin decir nada,aunque sus ojos, encontrándose con los míos de tiempoen tiempo, eran lo bastante elocuentes como para ex-presar su pensamiento. No sé el tiempo que permaneci-mos allí, escuchando los aterradores sonidos, antes deproducirse el final.

Pero, súbitamente, Frolin me cogió del brazo, y conun ronco susurro, exclamó:

—¡Ahí! ¡Ahí están! ¡Escucha!El ritmo de la espectral música había cambiado re-

pentinamente y decrecía desde el violento frenesí ante-rior; ahora se transformó en una melodía de una dulzuracasi insoportable, con cierto matiz melancólico, y resul-taba tan agradable como perversa había sido la anterior;sin embargo, la nota de terror no había desaparecido com-pletamente. Al mismo tiempo, se hizo evidente un soni-do de voces que se elevaron progresivamente en una es-pecie de cántico, desde algún lugar de detrás de la casa...,como del despacho.

—¡Gran Dios del cielo! —grité, aterrado a Frolin—.¿Qué ocurre ahora?

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—Es por el abuelo —dijo—. Tanto si lo sabe él comosi no, ese ser viene y canta para él —sacudió la cabeza ycerró los ojos un instante, antes de añadir amargamen-te en voz baja e intensa—: ¡Si hubiese quemado esos mal-ditos papeles de Leander, como debía haber hecho...!

—Casi podrían entenderse las palabras —dije, escu-chando atentamente.

Se oían palabras, pero no palabras que yo hubiese oídonunca; eran una especie de berridos horribles y primiti-vos, como si alguna criatura bestial, dotada de media len-gua, aullase sílabas de insensato horror. Echamos a correry abrimos la puerta; inmediatamente, los sonidos pare-cieron más claros, de forma que lo que yo había tomadopor muchas voces era sólo una, capaz, no obstante, deproducir la ilusión de multiplicidad. Las palabras —oquizá sería mejor que dijese sonidos, sonidos bestiales—se elevaban desde abajo como un aullido sobrecogedor:

—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua! Ithaqua cf’ayak vulgthumm. ¡Ia!¡Uhg! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Shub-Niggurath! ¡Ithaqua naflfhtagn!

Increíblemente, la voz del viento se elevaba y rugíacada vez más terriblemente, hasta el punto que penséque la casa iba a salir despedida al vacío en cualquiermomento, y Frolin y yo de sus habitaciones, y que nosiba a succionar el aliento de nuestros cuerpos desampa-rados. En la confusión de espanto y asombro que se apo-deró de mí, pensé en ese instante en mi abuelo, queestaba abajo en el despacho, y, haciendo una seña a Fro-lin, eché a correr hacia la escalera, decidido, a pesar demi horrible miedo, a ponerme entre el anciano y lo quele amenazase, fuera lo que fuese. Corrí a su puerta y meabalancé contra ella, y una vez más, como antes, cesarontodas las manifestaciones: como el chasquido de un in-terruptor, cayó el silencio, que momentáneamente sehizo aún más terrible.

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Se abrió la puerta, y nuevamente me encontré antemi abuelo.

Estaba sentado todavía como lo habíamos dejado an-tes, aunque ahora tenía los ojos abiertos, la cabeza unpoco erguida y la mirada fija en el enorme cuadro de lapared este.

—¡En nombre de Dios! —grité—. ¿Qué es eso?—Espero averiguarlo muy pronto —contestó con gran

dignidad y gravedad.Su absoluta carencia de temor sosegó algo mi propia

alarma, y entré un poco más en la habitación, seguidode Frolin. Me incliné sobre su cama, procurando que fi-jara su atención en mí, pero siguió mirando el cuadrocon singular intensidad.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté—. Sea lo que fuere,encierra peligro.

—Un explorador como tu abuelo difícilmente estaríasatisfecho si no fuera así, muchacho —replicó con tonoagrio y práctico.

Yo sabía que era verdad.—Prefiero morir con las botas puestas a hacerlo aquí

en la cama —prosiguió—. En cuanto a lo que has oído,no sé cuánto has oído tú..., pero es algo por el momentoinexplicable. Pero quisiera llamar tu atención hacia laextraña acción del viento.

—No había viento —dije—. Me he asomado.—Sí, sí —dijo con cierta impaciencia—. Muy cierto.

Y sin embargo, ahí estaba el ruido del viento, y todasesas voces del viento... tal como las he oído en Mongolia,en las grandes regiones nevadas, en la lejana y secretameseta de Leng, donde el pueblo Tcho-Tcho adora a ex-traños dioses antiguos... —De pronto se volvió hacia mí,y sus ojos me parecieron enfebrecidos—. ¿Te he habladodel culto a Ithaqua, al que algunos indios de Manitoba

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superior llaman a veces El-Que-Camina-en-el-Viento, yotros, efectivamente, el Wendigo, y sobre sus creenciasde que El-Que-Camina-en-el-Viento ejecuta sacrificioshumanos y se lleva a sus víctimas a parajes apartadosde la Tierra, abandonándolas finalmente muertas? ¡Oh!,hay historias, muchacho, y leyendas muy extrañas... yalgo más —se inclinó hacia mí ahora con fiera intensi-dad—: Yo mismo he visto cosas..., cosas encontradas enun cuerpo caído del aire..., cosas que no es posible queexistan en Manitoba, cosas que pertenecían a Leng, a lasislas del Pacífico —y me despidió con un movimiento debrazo, y una expresión de disgusto cruzó por su ros-tro—. No me crees. Piensas que desvarío. ¡Vete, regresaa tu sueño mezquino, y espera tu final a lo largo de laeterna miseria de monotonía, día tras día!

—¡No! Cuéntamelo ahora.—Hablaré contigo por la mañana —dijo él cansada-

mente, echándose hacia atrás.Me tuve que contentar con eso: era duro como el dia-

mante, y no había forma de ablandarle. Le di las buenasnoches de nuevo, y me retiré al vestíbulo con Frolin, quemovía la cabeza lenta, negativamente.

—Cada vez está peor —susurró—. Cada vez el vien-to sopla con más fuerza, el frío es más intenso, las vocesy la música más claras... ¡y el ruido de esos pasos másterrible!

Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras;tras un momento de vacilación, le seguí.

Por la mañana, mi abuelo mostraba su habitual as-pecto saludable. En el momento de entrar yo en el co-medor, estaba hablando a Hough, evidentemente en res-puesta a una petición, pues el viejo criado se manteníarespetuosamente inclinado mientras oía decir a mi abue-lo que él y la señora Hough podían efectivamente tomar-

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se una semana de vacaciones a partir de este momento,si la salud de la señora Hough requería ir a Wausau avisitar a un especialista. Frolin me miró a los ojos concrispada sonrisa; su rostro había perdido algo de color,lo que le daba un aspecto pálido y trasnochado, aunquecomía con bastante apetito. Su sonrisa, y la breve mira-da significativa de sus ojos hacia Hough cuando se reti-raba, manifestaron a las claras que esta necesidad queles había sobrevenido a Hough y a su esposa era un modode combatir las manifestaciones que tanto me habían per-turbado en mi primera noche en la casa.

—Bueno, muchacho —dijo el abuelo alegremente—,ya casi se te ha ido el aspecto macilento que tenías ano-che. Confieso que estaba preocupado por ti. Supongo quetampoco te sentirás tan escéptico como antes.

Rió entre dientes, como si acabara de decir un chis-te. Por desgracia, yo no pude considerarlo así. Me sentéy empecé a comer un poco, mirándole de cuando en cuan-do, esperando a que empezara la explicación de los ex-traños sucesos de la noche anterior. Como en seguidame di cuenta de que no tenía intención de explicarmenada, me vi obligado a pedírselo expresamente, cosa quehice con toda la dignidad posible.

—Siento mucho que no hayas podido descansar —di-jo—. El hecho es que ese umbral del que habla Leanderdebe de encontrarse en algún lugar del despacho; ano-che sentí la absoluta certeza de que era así, antes de queirrumpieras en mi habitación por segunda vez. Además,parece incuestionable que al menos un miembro de lafamilia tuvo relaciones con alguno de aquellos seres...Leander, naturalmente.

Frolin se inclinó hacia delante.—¿Crees en ellos?Nuestro abuelo sonrió agriamente.

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—Debería resultar evidente que, cualesquiera quesean mis poderes, el alboroto que oísteis anoche difícil-mente pudo ser provocado por mí.

—Sí, por supuesto —concedió Frolin—. Pero algúnotro agente...

—No, no; queda por determinar solamente cuál. Elolor a agua es signo de la progenie de Cthulhu, pero losvientos podrían deberse a Lloigor, o a Ithaqua, o a Hastur.Pero las estrellas no están en la posición favorable paraque sea Hastur —prosiguió—. Así que debemos quedar-nos con los otros dos. Son ellos, o uno de ellos, los queestán justamente al otro lado del umbral. Quiero saberqué hay más allá de ese umbral, si puedo descubrirlo.

Parecía increíble que mi abuelo hablase con tanta in-diferencia sobre estos seres antiguos; su aire prosaicoera en sí mismo tan alarmante como los acontecimien-tos de la noche. La temporal sensación de seguridad quehabía sentido yo al verle desayunar desapareció; empe-cé a tener conciencia nuevamente de ese creciente te-mor que había experimentado cuando me aproximaba ala casa, la pasada tarde, y lamentaba haber forzado miinterrogatorio.

Si mi abuelo sabía algo, no lo manifestó. Siguió ha-blando con el tono del profesor que realiza una investi-gación científica para beneficio del auditorio que tienedelante. No cabía duda, dijo, que existía una relaciónentre los sucesos de Innsmouth y el contacto exterior nohumano de Leander Alwyn. ¿Abandonó Leander la ciu-dad de Innsmouth originalmente por el culto a Cthulhuque existía allí, porque él también se vio aquejado de esasingular transformación facial que afectó a tantos habi-tantes de la maldita Innsmouth, confiriéndoles aquellaextraña fisonomía de batracio que horrorizó a los inves-tigadores federales que fueron a inspeccionar el caso?

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Quizá fuera eso. En todo caso, al dejar atrás el culto deCthulhu, se abrió camino hacia las regiones inexploradasde Wisconsin y estableció contacto de algún modo conalguno de los otros seres más antiguos, Lloigor o Ithaqua;todos ellos, hay que decir, fuerzas elementales del mal.Al parecer, Leander Alwyn era un hombre perverso.

—Si hay alguna verdad en todo esto —exclamé—, en-tonces habría que hacer caso de la advertencia de Lean-der. ¡Abandona ese descabellado empeño en descubrirel umbral del que hablas!

Mi abuelo me miró un instante con calculada indul-gencia; pero era evidente que no se sentía aludido pormi explosión.

—Ahora que me he embarcado en esta exploración,pienso seguirla. Al fin y al cabo, Leander murió de muer-te natural.

—Pero, según tu propia teoría, había tenido relacio-nes con esos... seres —dije—. Tú no tienes ninguna. Teatreves a salir a los espacios desconocidos, por así de-cir, sin tener en cuenta los horrores que puedes encon-trar.

—Cuando estuve en Mongolia me tropecé con horro-res también. Jamás en la vida pensé que saldría con vidade Leng. —Calló, meditabundo, y luego se levantó len-tamente—. No; me propongo descubrir el umbral de Lean-der. Y esta noche, oigáis lo que oigáis, no tratéis de inte-rrumpirme. Sería una lástima que, después de tanto tiem-po, me volviese a retrasar vuestra impetuosidad.

—Y cuando hayas descubierto el umbral —exclamé—,¿qué?

—No estoy seguro de que quiera cruzarlo.—Puede que no dependa de ti el elegir.Me miró un instante en silencio, sonrió amablemen-

te, y abandonó la habitación.

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III

Aun ahora que ha pasado tanto tiempo, me resultadifícil narrar los acontecimientos de aquella noche ca-tastrófica, por lo vívidamente que me vuelven a la me-moria, a pesar del prosaico ambiente de la MiskatonicUniversity, donde tantos y tan tremendos secretos seocultan en textos antiguos y poco conocidos. Y sin em-bargo, para comprender los difundidos acontecimientosque ocurrieron después, es preciso conocer los sucesosde aquella noche.

Frolin y yo pasamos la mayor parte del día revisan-do los libros y papeles de mi abuelo, con intención decomprobar ciertas leyendas a las que se había referidoen sus conversaciones, no sólo conmigo, sino con Frolinantes de mi llegada. A lo largo de toda su obra aparecíaninfinidad de alusiones crípticas, pero no encontramosmás que un relato relacionado con nuestra investigación:una historia algo oscura, declaradamente de origen le-gendario, concerniente a la desaparición de dos habitan-tes de Nelson, Manitoba, y un oficial de la Policía Montadade la Royal Northwest, y la reaparición de los tres comollovidos del cielo, helados y muertos o moribundos, bal-buciendo palabras sobre Ithaqua, El-Que-Camina-en-el-Viento, y sobre muchos lugares de la faz de la Tierra, yportando consigo extraños objetos, propios de lejanasregiones, que jamás se había sabido que poseyeran envida. La historia era increíble, y sin embargo, estaba cla-ramente relacionada con la mitología consignada en TheOutsider and Others y las que se relataban en los Ma-nuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh y el terribleNecronomicón.

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Aparte de esto, no encontramos nada que se relacio-nase de manera palpable con nuestro problema, así quenos resignamos a esperar a que llegase la noche.

En la comida y la cena, preparadas por Frolin en au-sencia de Hough, mi abuelo se comportó con la normali-dad de costumbre, sin aludir para nada a su extraña aven-tura, comentando solamente que ahora tenía la pruebaconcreta de que había sido Leander quien había pintadoese poco atractivo paisaje de la pared este del despacho,y que esperaba que pronto —dado que estaba llegandoal final de su tarea de descifrar la larga y vaga carta deLeander— descubriría la clave esencial de ese umbraldel que hablaba, y al que se refería ahora cada vez más.Cuando se levantó de la mesa, nos advirtió de nuevosolemnemente que no le interrumpiésemos por la noche,so pena de causarle el mayor disgusto, y acto seguido semetió en aquel despacho, del que no volvió a salir ya nunca.

—¿Crees que vas a poder dormir? —me preguntó Fro-lin cuando nos quedamos solos.

Negué con la cabeza.—Imposible. Permaneceré en vela.—Creo que no le gustaría que nos quedásemos abajo

—dijo Frolin, frunciendo levemente el ceño.—Me iré entonces a mi habitación —dije—. ¿Y tú?—Me quedaré contigo, si no te importa. Él se propo-

ne llegar al final, y no hay nada que podamos hacer has-ta que nos necesite. Puede llamar...

Yo tenía la desagradable convicción de que si mi abue-lo nos llamaba, sería demasiado tarde, pero me abstuvede expresar mis temores en voz alta.

Los sucesos de esa noche empezaron como en la ante-rior: con los acordes de aquella música espectralmentehermosa, como de flautas, que brotaba de la oscuridadque envolvía la casa. Después, al cabo de un rato, comen-

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zó el viento, y el frío, y la voz ululante. Y entonces, pre-cedido por un aura de maldad tan grande que casi nosasfixiaba en la habitación, sucedió algo más, algo inde-ciblemente espantoso. Frolin y yo estábamos a oscuras;yo no me había molestado en encender mi vela eléctri-ca, dado que ninguna luz podría revelarnos el origen detodas estas manifestaciones. Fui a la ventana y, cuandoel viento empezó a levantarse, miré una vez más haciala línea de árboles, pensando que, con toda certeza, seagitarían con la enorme embestida del viento; pero unavez más, no vi nada, ni un leve movimiento en esa quie-tud. Ni una nube tampoco en el cielo; las estrellas bri-llaban vivamente, las constelaciones del verano descen-dían hacia el borde occidental de la Tierra indicando elotoño en el firmamento. El ruido del viento se había ele-vado invariablemente, de forma que ahora adquirió lafuria de un ventarrón; y no obstante, ni un movimientoturbaba la línea de árboles más oscuros que la negruradel cielo.

Pero súbitamente —tan súbitamente que por un ins-tante parpadeé en un esfuerzo por convencerme de queun sueño había nublado mi visión— en una amplia zonadel firmamento ¡desaparecieron las estrellas! Me pusede pie y pegué la cara contra el cristal. Era como si hu-biese surgido una nube de repente en el cielo, a la altu-ra casi del cenit; pero no era posible que surgiese ningunanube a esa velocidad. A ambos lados, y por encima, brilla-ban aún las estrellas. Abrí la ventana y me asomé, tra-tando de seguir el oscuro perfil que se recortaba contralas estrellas. ¡Era el perfil de un animal inmenso, unahorrible caricatura de hombre, la cual elevaba hasta elcielo lo que semejaba una cabeza, y allí, en el lugar don-de podían situarse los ojos, resplandecían con un rojo en-cendido como dos estrellas de fuego! ¿O eran estrellas?

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En ese mismo instante, los ruidos de pasos que se aproxi-maban aumentaron hasta tal punto que la casa se estre-mecía y temblaba con sus vibraciones, la furia demoníacadel viento se elevó a unas proporciones indescriptibles,y el ulular alcanzó tal grado que resultaba enloquece-dor.

—¡Frolin! —llamé roncamente.Noté que se ponía a mi lado, y un instante después

sentí que me apretaba frenéticamente el brazo. ¡Así pues,él también lo había visto, no era una alucinación, ni unsueño, ese ser gigantesco que se recortaba sobre las es-trellas y se movía!

—¡Se mueve! —susurró Frolin—. ¡Oh, Dios, viene ha-cia aquí!

Se alejó despavorido de la ventana, y yo también. Peroun instante después, la sombra del cielo había desapa-recido, y volvían a brillar las estrellas. El viento, no obs-tante, no había disminuido un ápice en intensidad; si eraposible, se hacía más feroz y violento por momentos; lacasa entera se estremecía y temblaba, mientras aquellaspisadas atronadoras sonaban y resonaban en el valle quese abría ante la casa. Y el frío se fue intensificando, demodo que el aliento nos salía en forma de un vapor blan-co en el aire: era un frío como de los espacios exterio-res.

Por encima de la confusión de la mente, pensé en laleyenda que contaban los papeles de mi abuelo: la leyen-da de Ithaqua, cuya característica consistía en el frío yla nieve de las lejanas regiones árticas. Estaba recor-dando esto, cuando un coro espantoso de aullidos, cánti-co triunfal de miles de bocas bestiales, me lo borró todode la mente:

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—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua, Ithaqua! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai! Ithaquacf’ayak vulgtumm vugtlagln vulgtumm. ¡Ithaqua fhtagn!¡Ugh! ¡Ia! ¡Ia! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai!

Al mismo tiempo, sobrevino un estallido atronador,e inmediatamente después, la voz de mi abuelo se elevóen un grito terrible, un grito que se convirtió en un alari-do de mortal terror, de forma que los nombres que quisopronunciar —el de Frolin y el mío— se perdieron, se aho-garon en su garganta bajo la fuerza del horror que se lehabía manifestado.

Y tan repentinamente como se dejó de oír su voz, ce-saron todos los demás fenómenos, dejando ese silencioespectral y prodigioso que nos envuelve como una nubede fatalidad.

Frolin llegó a la puerta de la habitación antes que yo,aunque no me quedé atrás. Se cayó en mitad de la esca-lera, pero se incorporó a la luz de mi vela eléctrica, quehabía cogido yo al salir, y juntos arremetimos contra lapuerta del despacho, llamando al anciano.

No contestó ninguna voz, aunque la raya amarilla dela puerta probaba que aún ardía la luz de su lámpara.

La puerta estaba cerrada por dentro, de modo quefue necesario derribarla para poder entrar.

No encontramos rastro alguno de mi abuelo. En lapared este, en cambio, se abría una gran cavidad, dondehabía estado la pintura, ahora tumbada en el suelo —unaabertura rocosa que conducía a las profundidades de latierra—, y por encima de todo cuanto había en la habi-tación se extendía la marca de Ithaqua: una fina capa denieve, cuyos cristales brillaban como un millón de joyasdiminutas bajo la luz amarilla de la lámpara de mi abue-lo. Aparte del cuadro, sólo la cama estaba desordenada,¡como si el abuelo hubiera sido arrebatado de ella por unafuerza prodigiosa!

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Corrí apresuradamente adonde el anciano había guar-dado el manuscrito de tío Leander, pero no estaba; nohabía ni rastro de él. Frolin dio un grito repentino, y se-ñaló el cuadro que tío Leander había pintado, y luego elboquete que se abría ante nosotros.

—Estaba ahí... el umbral —dijo.Y vi lo mismo que él, como lo había visto el abuelo,

pero demasiado tarde: ¡el cuadro de tío Leander no eramás que la representación del lugar donde se había cons-truido la casa para ocultar la cavernosa abertura de laladera, el umbral secreto sobre el que advertía el manus-crito de Leander, el umbral por el que mi abuelo habíadesaparecido!

Aunque no hay mucho que añadir, queda por revelarel más maldito de todos los hechos extraños. La policíadel condado practicó una inspección completa de la ca-verna, auxiliada por algunos intrépidos aventureros deHarmon; descubrió que tenía varias aberturas, y com-probó que cualquiera que quisiese llegar hasta la casa através de la caverna, habría tenido que entrar por unade las innumerables hendiduras descubiertas en los mon-tes de los alrededores. La naturaleza de las actividadesde tío Leander quedó revelada tras la desaparición delabuelo. Frolin y yo nos vimos en serias dificultades de-bido a las sospechas de la policía del condado, pero fi-nalmente nos pusieron en libertad, al no aparecer elcuerpo de mi abuelo.

Pero desde esa noche, comenzaron a esclarecerse cier-tos hechos; hechos que, a la luz de las alusiones de miabuelo, juntamente con las horribles leyendas conteni-das en los libros raros que guardamos aparte aquí, en labiblioteca de la Miskatonic University, son condenablesy condenablemente incontrovertibles.

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El primero de ellos es la serie de gigantescas hue-llas de pies encontradas en la tierra en el lugar dondese alzó aquella noche la sombra que cubría las estrellasde los cielos, la increíble anchura y profundidad que te-nían, como si hubiese caminado por allí un monstruo pre-histórico, y los pasos de un kilómetro de extensión quese dirigían más allá de la casa y desaparecían en una grie-ta que conducía a la caverna secreta, dejando un rastroidéntico al descubierto en la nieve al norte de Manitobadonde aquellos desdichados viajeros, y el oficial enviadoa buscarles, desaparecieron de la faz de la Tierra.

El segundo es el descubrimiento del cuaderno de no-tas de mi abuelo, junto con una parte del manuscrito detío Leander, encontradas ambas cosas en una capa dehielo, en el interior de los nevados bosques que hay másarriba de Saskatchewan, con todos los indicios de habercaído desde una gran altura. La última anotación estabafechada el día de su desaparición, a finales de septiem-bre; el cuaderno no fue hallado hasta el mes de abril delsiguiente año. Ni Frolin ni yo nos atrevimos a exponerla explicación de su extraña aparición que en seguidanos vino a la cabeza, y juntos quemamos aquella horriblecarta y la imperfecta traducción que nuestro abuelo ha-bía hecho, traducción que en sí misma, tal como estabaescrita, con todas las advertencias contra el terror delotro lado del umbral, había servido para invocar del exte-rior a una criatura tan horrible que jamás ha intentadonadie describirla, ni aun esos escritores antiguos cuyostenebrosos relatos se hallan difundidos por toda la fazde la Tierra.

Y por último, la prueba más concluyente, la más tre-menda de todas: el descubrimiento, siete meses más tar-de, del cadáver de mi abuelo en una pequeñísima isladel Pacífico, no lejos de Singapur, al sudeste, y el singu-

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lar informe que dieron de su estado: perfectamente con-servado, como en hielo; tan frío, que nadie pudo tocarlocon las manos desnudas hasta los cinco días de su des-cubrimiento; aparte de esto, estaba el hecho singular deque lo encontraron medio enterrado en arena, ¡como si«hubiese caído de un aeroplano»! Ni a Frolin ni a mí nospudo caber la menor duda; ésta era la leyenda de Ithaqua:se llevaba a sus víctimas consigo hacia regiones aparta-das de la Tierra en el tiempo y el espacio, antes de des-hacerse de ellas. Y era innegable que mi abuelo habíaestado vivo durante parte de ese viaje, y si abrigábamosalguna duda sobre ello, las cosas encontradas en sus bol-sillos, recuerdos recogidos de extraños y secretos luga-res —y que nos enviaron a nosotros—, constituían el tes-timonio irrebatible y definitivo: la placa de oro, con unarepresentación miniada de una lucha entre seres anti-guos, la cual llevaba en su superficie inscripciones contrazos cabalísticos, placa que el doctor Backham de laMiskatonic University identificó como procedente de al-guna región situada más allá de la memoria del hombre;el abominable libro escrito en birmano, que revelaba ho-rripilantes leyendas de esa lejana y oculta meseta deLeng, tierra del terrible pueblo Tcho-Tcho; y finalmen-te, ¡la repulsiva y bestial miniatura, tallada en piedra,de una monstruosidad infernal caminando sobre los vien-tos, por encima de la Tierra!

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ARTHUR JERMYN

I

LA VIDA es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo queconocemos de ella asoman indicios demoníacos que lavuelven a veces infinitamente más espantosa. La cien-cia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será qui-zá la que aniquile definitivamente nuestra especie huma-na —si es que somos una especie aparte—; porque su re-serva de insospechados horrores jamás podrá ser abar-cada por los cerebros mortales, en caso de desatarse enel mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizoArthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y seprendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos car-bonizados en una urna, ni le dedicó un monumento fu-nerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y ciertoobjeto dentro de una caja, que han hecho que los hom-bres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocíanniegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuegodespués de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue

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este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo im-pulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habríansoportado la existencia, de haber tenido los extraños ras-gos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre deciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba elsaber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn,había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabue-lo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores dela región del Congo, y autor de diversos estudios erudi-tos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efec-tivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectualcasi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre unacivilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ata-ques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las di-versas partes de África. En 1765, este intrépido exploradorfue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gen-te se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe ca-recía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De nohaber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuan-do llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron unaspecto completamente normal; había algo raro en ellos,aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retra-tos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mos-traban rostros bastante bellos. Desde luego, la locuraempezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobreÁfrica hacían a la vez las delicias y el terror de sus nue-vos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos yejemplares, muy distintos de los que un hombre normalcoleccionaría y conservaría, y se manifestó de manerasorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a suesposa. Era, decía él, hija de un comerciante portuguésal que había conocido en África, y no compartía las cos-tumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo

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pequeño nacido en África, al volver del segundo y máslargo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el terce-ro y último, del que no regresó. Nadie la había visto decerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extra-ño y violento. Durante la breve estancia de esta mujeren la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fueatendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamen-te, muy singular en sus atenciones para con la familia;pues cuando regresó de África, no consintió que nadieatendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Gui-nea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn,asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuan-do se encontraba bebido, las que hicieron suponer a susamigos que estaba loco. En una época de la razón comoel siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de cien-cia hablara de visiones insensatas y paisajes extrañosbajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pila-res de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por lavegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que des-cendían interminablemente a la oscuridad de criptas abis-males y catacumbas inconcebibles. Especialmente, erauna temeridad hablar de forma delirante de los seresque poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla,mitad de esa ciudad antigua e impía... seres que el pro-pio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudie-ron surgir después de que los grandes monos invadiesenla moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de lascriptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, des-pués de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas conestremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre des-pués de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeandode lo que había descubierto en la selva y de que habíavivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía.

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Y al final hablaba en tales términos de los seres que allívivían, que lo internaron en el manicomio. No manifes-tó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejadade Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma ex-traña. A partir del momento en que su hijo empezó a salirde la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar,hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’sHead llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuan-do lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como sipara él representase una protección. Tres años después,murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona ex-traordinariamente rara. A pesar del gran parecido físi-co que tenía con su padre, su aspecto y comportamientoeran en muchos detalles tan toscos que todos acabaronpor rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunostemían, era bastante torpe y propenso a periódicos ac-cesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin em-bargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doceaños de recibir su título se casó con la hija de su guarda-bosque, persona que, según se decía, era de origen gita-no; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina deguerra como simple marinero, lo que colmó la repugnan-cia general que sus costumbres y su unión habían des-pertado. Al terminar la guerra de América, se corrió elrumor de que iba de marinero en un barco mercante quese dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buenareputación con sus proezas de fuerza y soltura para tre-par, pero finalmente desapareció una noche, cuando subarco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida pecu-liaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto ybastante agraciado, con una especie de misteriosa gra-cia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto sin-

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gulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e in-vestigador. Fue el primero en estudiar científicamentela inmensa colección de reliquias que su abuelo demen-te había traído de África, haciendo célebre el apellidoen el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Ro-bert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brigh-tholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de treshijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vis-tos públicamente a causa de sus deformidades físicas ypsíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científi-co se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expedicio-nes al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil,persona especialmente repugnante que parecía combi-nar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de losBrightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunquefue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a lamansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que seríacon el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgraciaslo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque pro-bablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradicio-nes africanas. El maduro científico había estado recopi-lando leyendas de las tribus onga, próximas al territorioexplorado por su abuelo y por él mismo, con la esperan-za de explicar de alguna forma las extravagantes histo-rias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada porextrañas criaturas. Cierta coherencia en los singularesescritos de su antepasado sugería que la imaginacióndel loco pudo haber sido estimulada por los mitos nati-vos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Sea-ton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo unmanuscrito y notas recogidas entre los onga, convencidode que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyen-das acerca de una ciudad gris de monos blancos gober-

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nada por un dios blanco. Durante su conversación, de-bió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicio-nales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dadala espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de re-pente. Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejótras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y an-tes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a lavida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistosjamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió de-fendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyoasesinato entraba también, al parecer, en las locas ma-quinaciones del anciano. El propio Robert, tras repeti-dos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa apronunciar un solo sonido articulado, murió de un ata-que de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatroaños, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de sutítulo. A los veinte, se había unido a una banda de músi-cos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer ya su hijo para enrolarse en un circo ambulante america-no. Su final fue repugnante de veras. Entre los anima-les del espectáculo con el que viajaba, había un enormegorila macho de color algo más claro de lo normal; eraun animal sorprendentemente tratable y de gran popu-laridad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermynse sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasio-nes los dos se quedaban mirándose a los ojos largamen-te, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguióque le permitiesen adiestrar al animal asombrando a losespectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una ma-ñana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensa-yaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primeropropinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual,lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador afi-

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cionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo delMundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se es-peraban el grito escalofriante e inhumano que profi-rió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista conambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de lajaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda.Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardóen reaccionar; y antes de que el domador oficial pudie-se hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un ba-rón había quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de unacantante de music-hall de origen desconocido. Cuandoel marido y padre abandonó a su familia, la madre llevóal niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba na-die que se opusiera a su presencia. No carecía ella deidea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cui-dó que su hijo recibiese la mejor educación que su limita-da fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiareseran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de los Jer-myn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthuramaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A dife-rencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador.Algunas de las familias de la vecindad que habían oídocontar historias sobre la invisible esposa portuguesa deWade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas reve-laban su sangre latina; pero la mayoría de las personasse burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyén-dola a su madre cantante, a la que no habían aceptadosocialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermynera mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco as-

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pecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenidouna pinta sutilmente extraña y repelente; pero el casode Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisióna qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulofacial, y la longitud de sus brazos producían una viva re-pugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sinembargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado detalento, alcanzó los más altos honores en Oxford y pare-cía destinado a restituir la fama de intelectual a la fami-lia. Aunque de temperamento más poético que científico,proyectaba continuar la obra de sus antepasados en ar-queología y etnología africanas, utilizando la prodigiosaaunque extraña colección de Wade. Llevado de su men-talidad imaginativa, pensaba a menudo en la civiliza-ción prehistórica en la que el explorador loco había creídoabsolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la si-lenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas ymás extravagantes anotaciones. Pues las brumosas pa-labras sobre una atroz y desconocida raza de híbridosde la selva le producían un extraño sentimiento, mezclade terror y atracción, al especular sobre el posible fun-damento de semejante fantasía, y tratar de extraer al-guna luz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y SamuelSeaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, ArthurJermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta elfinal. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtenerel dinero necesario, preparó una expedición y zarpó condestino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayu-da de las autoridades belgas, y pasó un año en las regio-nes de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datosde lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un ancia-no jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran me-

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moria, sino un grado de inteligencia excepcional, y ungran interés por las tradiciones antiguas. Este ancianoconfirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendosu propio relato sobre la ciudad de piedra y los monosblancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridashabían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’ban-gus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruirla mayor parte de los edificios y matar a todos los seresvivientes, se había llevado a la diosa disecada que habíasido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a laque adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuíanlas tradiciones del Congo a la que había reinado comoprincesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspectoque debieron de tener aquellas criaturas blancas y simies-cas; pero estaba convencido de que eran ellas quieneshabían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudoformarse una opinión clara; sin embargo, después de nu-merosas preguntas, consiguió una pintoresca leyendasobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposade un gran dios blanco llegado de Occidente. Durantemucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero alnacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde,el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte deella, su divino esposo había ordenado momificar su cuer-po, entronizándolo en una inmensa construcción de pie-dra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo.La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según unade ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa diseca-da se convirtió en símbolo de supremacía para la tribuque la poseyera. Éste era el motivo por el que los n’bangusse habían apoderado de ella. Una segunda versión alu-día al regreso del dios, y su muerte a los pies de la en-

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tronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba delretorno del hijo, ya hombre —o mono, o dios, según elcaso—, aunque ignorante de su identidad. Sin duda losimaginativos negros habían sacado el máximo partidode lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda,fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciu-dad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañócuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba deella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensio-nes, pero las piedras esparcidas probaban que no setrataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no con-siguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exi-guo de la expedición impidió emprender el trabajo dedespejar el único pasadizo visible que parecía conducira cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Pre-guntó a todos los jefes nativos de la región acerca de losmonos blancos y la diosa momificada, pero fue un euro-peo quien pudo ampliarle los datos que le había propor-cionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoríadel Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo locali-zar, sino conseguir también a la diosa momificada, de laque había oído hablar vagamente, dado que los en otrotiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervosdel gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo po-dría convencerlos para que se desprendiesen de la ho-rrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que,cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozo-sa esperanza de que, en espacio de unos meses, podríarecibir la inestimable reliquia etnológica que confirma-ría la más extravagante de las historias de su antecesor,que era la más disparatada de cuantas él había oído. Peroquizá los campesinos que vivían en la vecindad de la Casa

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de los Jermyn habían oído historias más extravagantesaún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperadacaja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con cre-ciente interés los manuscritos dejados por su loco ante-pasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificadocon Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en In-glaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatosorales sobre la misteriosa y recluida esposa eran nume-rosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de suestancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntabaqué circunstancias pudieron propiciar o permitir seme-jante desaparición, y supuso que la principal debió deser la enajenación mental del marido. Recordaba que sedecía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un co-merciante portugués establecido en África. Indudable-mente, el sentido práctico heredado de su padre, y suconocimiento superficial del Continente Negro, lo ha-bían movido a burlarse de las historias que contaba Wadesobre el interior; y eso era algo que un hombre como élno debió de olvidar. Ella había muerto en África, adon-de sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a pro-bar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía enestas reflexiones, no podía por menos de sonreír antesu futilidad, siglo y medio después de la muerte de susextraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaerenen la que le notificaba que había encontrado la diosa di-secada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo másextraordinario; un objeto imposible de clasificar para unprofano. Sólo un científico podía determinar si se tratabade un simio o de un ser humano; y aun así, su clasifica-ción sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiem-po y el clima del Congo no son favorables para las momias;

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especialmente cuando consisten en preparaciones deaficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrede-dor del cuello de la criatura se había encontrado una ca-dena de oro que sostenía un relicario vacío con adornosnobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viaje-ro, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus paracolgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Co-mentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacíauna fantástica comparación; o más bien aludía con hu-mor a lo mucho que iba a sorprenderle a su correspon-sal; pero estaba demasiado interesado científicamentepara extenderse en trivialidades. La diosa momificada,anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes des-pués de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tardedel 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediata-mente a la gran sala que alojaba la colección de ejempla-res africanos, tal como fueran ordenados por Robert yArthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirsede lo que contaron los criados, y de los objetos y docu-mentos examinados después. De las diversas versiones,la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, esla más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Ar-thur ordenó que se retirase todo el mundo de la habita-ción, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruidodel martillo y el escoplo indicó que no había decidido apla-zar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más;Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menosde un cuarto de hora después, desde luego, oyó un ho-rrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente aJermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echóa correr como un loco en dirección a la entrada, comoperseguido por algún espantoso enemigo. La expresiónde su rostro —un rostro bastante horrible ya de por sí—

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era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrír-sele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapa-reció finalmente por la escalera del sótano. Los criadosse quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el se-ñor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Yade noche oyeron el ruido de la puerta que comunicabael sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir fur-tivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petró-leo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba lacasa. Luego, en una exaltación de supremo horror, pre-senciaron todos el final. Surgió una chispa en el pára-mo, se elevó una llama, y una columna de fuego humanoalcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había deja-do de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos car-bonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en loque encontraron después; sobre todo, en el objeto de lacaja. La diosa disecada constituía una visión nauseabun-da, arrugada y consumida; pero era claramente un monoblanco momificado, de especie desconocida, menos pelu-do que ninguna de las variedades registradas e infinita-mente más próximo al ser humano... asombrosamentepróximo. Su descripción detallada resultaría sumamen-te desagradable; pero hay dos detalles que merecen men-cionarse, ya que encajan espantosamente con ciertasnotas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas,y con las leyendas congoleñas sobre el dios blanco y laprincesa-mono. Los dos detalles en cuestión son éstos:las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha cria-tura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jo-cosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que lerecordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívi-do, espantoso e intenso horror, nada menos que al delsensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade

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Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros delReal Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arro-jaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan queArthur Jermyn haya existido jamás.

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AZATHOTH

CUANDO el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla re-huyó la muerte de los hombres; cuando ciudades griseselevaron hacia cielos velados por el humo torres altas,temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobreel sol ni las praderas floridas de la primavera; cuandoel conocimiento despojó a la tierra de su manto de belle-za, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantas-mas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos;cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infanti-les se hubieron esfumado para siempre, hubo un hom-bre que empleó su vida en la búsqueda de los espacioshacia los que habían huido los sueños del mundo.

Poco hay consignado sobre el nombre y procedenciade este hombre, ya que eso correspondía exclusivamen-te al mundo despierto, aunque se dice que ambos eranoscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altosmuros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afa-naba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo acasa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba

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a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio haciael que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre des-esperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino mu-ros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho paraescudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas quepasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanasconducen pronto a la locura al hombre que sueña y leedemasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarsenoche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbraralguna fracción de cosas que estaban más allá del mun-do despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Conel paso de los años, fue conociendo a las estrellas de cur-so lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuan-do, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta queal fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secre-tos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano.Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos re-pletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del so-litario observador para mezclarse con el aire viciado desu alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.

A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de media-noches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; tor-bellinos de oro y fuego arremolinándose desde los máslejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá delos mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alum-brados por soles que los ojos jamás han contemplado, al-bergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfasmarinas, de profundidades olvidadas. La infinitud si-lenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sintocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a lasolitaria ventana; y durante días no consignados por loscalendarios del hombre, las mareas de las lejanas esfe-ras lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños

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por los que tanto había porfiado, los sueños que el hom-bre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ci-clos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verdeplaya al amanecer; una ribera de verdor, fragante por loscapullos de lotos y sembrado de rojas calamitas...

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CELEPHAIS

EN UN sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costaque se extendía más allá, y el nevado pico que domina-ba el mar, y las galeras de alegres colores que salían delpuerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se juntacon el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió elnombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otramanera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nom-bre, pues era el último miembro de su familia, y estabasolo entre los indiferentes millones de londinenses, demodo que no eran muchos los que hablaban con él y re-cordaban quién había sido. Había perdido sus tierras yriquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes desu alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobresus sueños. Sus escritos hacían reír a quienes los enseña-ba, por lo que algún tiempo después se los guardó parasí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraíadel mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvíansus sueños; y habría sido completamente inútil intentartranscribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y nopensaba como los demás escritores. Mientras ellos se es-

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forzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes delmito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante quees la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuan-do no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la bus-caba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral ladescubría entre los brumosos recuerdos de los cuentosy los sueños de niñez.

No son muchas las personas que saben las maravi-llas que guardan para ellas los relatos y visiones de supropia juventud; pues cuando somos niños escuchamosy soñamos y pensamos pensamientos a medias sugeri-dos; y cuando llegamos a la madurez y tratamos de re-cordar, la ponzoña de la vida nos ha vuelto torpes y pro-saicos. Pero algunos de nosotros despiertan por la no-che con extraños fantasmas de montes y jardines encanta-dos, de fuentes que cantan al sol, de dorados acan- tiladosque se asoman a unos mares rumorosos, de llanuras quese extienden en torno a soñolientas ciudades de broncey de piedra, y de oscuras compañías de héroes que cabal-gan sobre enjaezados caballos blancos por los linderosde bosques espesos; entonces sabemos que hemos vuel-to la mirada, a través de la puerta de marfil, hacia esemundo de maravilla que fue nuestro, antes de alcanzarla sabiduría y la infelicidad.

Kuranes regresó súbitamente a su viejo mundo de laniñez. Había estado soñando con la casa donde había na-cido: el gran edificio de piedra cubierto de hiedra, don-de habían vivido tres generaciones de antepasados suyos,y donde él había esperado morir. Brillaba la luna, y Kura-nes había salido sigilosamente a la fragante noche deverano; atravesó los jardines, descendió por las terra-zas, dejó atrás los grandes robles del parque, y recorrióel largo camino que conducía al pueblo. El pueblo pare-cía muy viejo; tenía su borde mordido como la luna que

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ha empezado a menguar, y Kuranes se preguntó si lostejados puntiagudos de las casitas ocultaban el sueño ola muerte. En las calles había tallos de larga yerba, y loscristales de las ventanas de uno y otro lado estaban ro-tos o miraban ciegamente. Kuranes no se detuvo, sinoque siguió caminando trabajosamente, como llamado ha-cia algún objetivo. No se atrevió a desobedecer ese im-pulso por temor a que resultase una ilusión como lassolicitudes y aspiraciones de la vida vigil, que no condu-cen a objetivo ninguno. Luego se sintió atraído hacia uncallejón que salía de la calle del pueblo en dirección alos acantilados del canal, y llegó al final de todo... al pre-cipicio y abismo donde el pueblo y el mundo caían súbi-tamente en un vacío infinito, y donde incluso el cielo,allá delante, estaba vacío y no lo iluminaban siquiera laluna roída o las curiosas estrellas. La fe le había insta-do a seguir avanzando hacia el precipicio, arrojándoseal abismo, por el que descendió flotando, flotando, flo-tando; pasó oscuros, informes sueños no soñados, esfe-ras de apagado resplandor que podían ser sueños apenassoñados, y seres alados y rientes que parecían burlarsede los soñadores de todos los mundos. Luego pareció abrir-se una grieta de claridad en las tinieblas que tenía antesí, y vio la ciudad del valle brillando espléndidamenteallá, allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo, y unamontaña coronada de nieve cerca de la costa.

Kuranes despertó en el instante en que vio la ciudad;sin embargo, supo con esa mirada fugaz que no era otraque Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, situa-da más allá de los Montes Tanarios, donde su espírituhabía morado durante la eternidad de una hora, en unatarde de verano, hacía mucho tiempo, cuando había hui-do de su niñera y había dejado que la cálida brisa del marlo aquietara y lo durmiera mientras observaba las nu-

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bes desde el acantilado próximo al pueblo. Había pro-testado cuando lo encontraron, lo despertaron y lo lle-varon a casa; porque precisamente en el momento en quelo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar enuna galera dorada rumbo a esas seductoras regiones don-de el cielo se junta con el mar. Ahora se sintió igualmen-te irritado al despertar, ya que al cabo de cuarenta monó-tonos años había encontrado su ciudad fabulosa.

Pero tres noches después, Kuranes volvió a Celefais.Como antes, soñó primero con el pueblo que parecía dor-mido o muerto, y con el abismo al que debía descenderflotando en silencio; luego apareció la grieta de claridaduna vez más, contempló los relucientes alminares de laciudad, las graciosas galeras fondeadas en el puerto azul,y los árboles gingco del Monte Arán mecidos por la bri-sa marina. Pero esta vez no lo sacaron del sueño; y des-cendió suavemente hacia la herbosa ladera como un seralado, hasta que al fin sus pies descansaron blandamen-te en el césped. En efecto, había regresado al valle deOoth-Nargai, y a la espléndida ciudad de Celefais.

Kuranes paseó en medio de yerbas fragantes y flo-res espléndidas, cruzó el burbujeante Naraxa por el mi-núsculo puente de madera donde había tallado su nombrehacía muchísimos años, atravesó la rumorosa arboleda,y se dirigió hacia el gran puente de piedra que hay a laentrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los már-moles de sus muros no habían perdido su frescor, ni sehabían empañado las pulidas estatuas de bronce que sos-tenían. Y Kuranes vio que no tenía por qué temer quehubiesen desaparecido las cosas que él conocía; porquehasta los centinelas de las murallas eran los mismos, ytan jóvenes como él los recordaba. Cuando entró en laciudad, y cruzó las puertas de bronce, y pisó el pavimen-to de ónice, los mercaderes y camelleros lo saludaron

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como si jamás se hubiese ausentado; y lo mismo ocurrióen el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde lossacerdotes, adornados con guirnaldas de orquídeas ledijeron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino sólola perpetua juventud. A continuación, Kuranes bajó porla Calle de los Pilares hasta la muralla del mar, y se mez-cló con los mercaderes y marineros y los hombres extra-ños de esas regiones en las que el cielo se junta con elmar. Allí permaneció mucho tiempo, mirando por enci-ma del puerto resplandeciente donde las ondulacionesdel agua centelleaban bajo un sol desconocido, y dondese mecían fondeadas las galeras de lejanos lugares. Ycontempló también el Monte Arán, que se alzaba majes-tuoso desde la orilla, con sus verdes laderas cubiertasde árboles cimbreantes y con su blanca cima rozando elcielo.

Más que nunca deseó Kuranes zarpar en una galerahacia lejanos lugares, de los que tantas historias extra-ñas había oído; así que buscó nuevamente al capitán queen otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hom-bre, Athib, sentado en el mismo cofre de especias en quelo viera en el pasado; y Athib no pareció tener concien-cia del tiempo transcurrido. Luego fueron los dos en botea una galera del puerto, dio órdenes a los remeros, y sa-lieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Duran-te varios días se deslizaron por las aguas ondulantes, hastaque al fin llegaron al horizonte, donde el mar se juntacon el cielo. No se detuvo aquí la galera, sino que siguiónavegando ágilmente por el cielo azul entre vellones denube teñidos de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kura-nes divisó extrañas tierras y ríos y ciudades de insupe-rable belleza, tendidas indolentemente a un sol que noparecía disminuir ni desaparecer jamás. Por último, Athible dijo que su viaje no terminaba nunca, y que pronto en-

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traría en el puerto de Sarannian, la ciudad de mármolrosa de las nubes, construida sobre la etérea costa don-de el viento de poniente sopla hacia el cielo; pero cuan-do las más elevadas de las torres esculpidas de la ciudadsurgieron a la vista, se produjo un ruido en alguna par-te del espacio, y Kuranes despertó en su buhardilla deLondres.

Después, Kuranes buscó en vano durante meses lamaravillosa ciudad de Celefais y sus galeras que hacíanla ruta del cielo; y aunque sus sueños lo llevaron a nu-merosos y espléndidos lugares, nadie pudo decirle cómoencontrar el Valle de Ooth-Nargai, situado más allá delos Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscu-ras montañas donde brillaban débiles y solitarias fogatasde campamento, muy diseminadas, y había extrañas y ve-lludas manadas de reses cuyos cabestros portaban tinti-neantes cencerros; y en la parte más inculta de esta regiónmontañosa, tan remota que pocos hombres podían ha-berla visto, descubrió una especie de muralla o calzadaempedrada, espantosamente antigua, que zigzagueaba alo largo de cordilleras y valles, y demasiado gigantescapara haber sido construida por manos humanas. Más alláde esa muralla, en la claridad gris del alba, llegó a unpaís de exóticos jardines y cerezos; y cuando el sol se ele-vó, contempló tanta belleza de flores blancas, verdes fo-llajes y campos de césped, pálidos senderos, cristalinosmanantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidosy pagodas de roja techumbre, que, embargado de felici-dad, olvidó Celefais por un instante. Pero nuevamentela recordó al descender por un blanco camino hacia unapagoda de roja techumbre; y si hubiese querido pregun-tar por ella a la gente de esta tierra, habría descubiertoque no había allí gente alguna, sino pájaros y abejas ymariposas. Otra noche, Kuranes subió por una intermi-

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nable y húmeda escalera de caracol, hecha de piedra, yllegó a la ventana de una torre que dominaba una inmen-sa llanura y un río iluminado por la luna llena; y en lasilenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilladel río, creyó ver algún rasgo o disposición que habíaconocido anteriormente. Habría bajado a preguntar elcamino de Ooth-Nargai, si no hubiese surgido la temi-ble aurora de algún remoto lugar del otro lado del ho-rizonte, mostrando las ruinas y antigüedades de la ciu-dad, y el estancamiento del río cubierto de cañas, y latierra sembrada de muertos, tal como había permaneci-do desde que el rey Kynaratholis regresara de sus con-quistas para encontrarse con la venganza de los dioses.

Y así, Kuranes buscó inútilmente la maravillosa ciu-dad de Celefais y las galeras que navegaban por el cielorumbo a Seranninan, contemplando entretanto nume-rosas maravillas y escapando en una ocasión milagrosa-mente del indescriptible gran sacerdote que se ocultatras una máscara de seda amarilla y vive solitario en unmonasterio prehistórico de piedra, en la fría y desiertameseta de Leng. Al cabo del tiempo, le resultaron taninsoportables los desolados intervalos del día, que em-pezó a procurarse drogas a fin de aumentar sus perio-dos de sueño. El hachís lo ayudó enormemente, y en unaocasión lo trasladó a una región del espacio donde no exis-ten las formas, pero los gases incandescentes estudianlos secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo queesta parte del espacio estaba al exterior de lo que él lla-maba el infinito. El gas no había oído hablar de planetasni de organismos, sino que identificaba a Kuranes comouna infinitud de materia, energía y gravitación. Kuranesse sintió ahora muy deseoso de regresar a la Celefais sal-picada de alminares, y aumentó su dosis de droga. Des-pués, un día de verano, lo echaron de su buhardilla, y

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vagó sin rumbo por las calles, cruzó un puente, y se di-rigió a una zona donde las casas eran cada vez más es-cuálidas. Y allí fue donde culminó su realización, y encon-tró el cortejo de caballeros que venían de Celefais parallevarlo allí para siempre.

Hermosos eran los caballeros, montados sobre caba-llos ruanos y ataviados con relucientes armaduras, y cu-yos tabardos tenían bordados extraños blasones con hilode oro. Eran tantos, que Kuranes casi los tomó por unejército, aunque habían sido enviados en su honor; por-que era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sue-ños, motivo por el cual iba a ser nombrado ahora su diossupremo. A continuación, dieron a Kuranes un caballo ylo colocaron a la cabeza de la comitiva, y emprendieronla marcha majestuosa por las campiñas de Surrey, haciala región donde Kuranes y sus antepasados habían naci-do. Era muy extraño, pero mientras cabalgaban parecíaque retrocedían en el tiempo; pues cada vez que cruza-ban un pueblo en el crepúsculo, veían a sus vecinos ysus casas como Chaucer y sus predecesores les vieron; yhasta se cruzaban a veces con algún caballero con un pe-queño grupo de seguidores. Al avecinarse la noche mar-charon más deprisa, y no tardaron en galopar tan prodi-giosamente como si volaran en el aire. Cuando empeza-ba a alborear, llegaron a un pueblo que Kuranes habíavisto bullente de animación en su niñez, y dormido o muer-to durante sus sueños. Ahora estaba vivo, y los madru-gadores aldeanos hicieron una reverencia al paso de losjinetes calle abajo, entre el resonar de los cascos, que lue-go desaparecieron por el callejón que termina en el abis-mo de los sueños. Kuranes se había precipitado en eseabismo de noche solamente, y se preguntaba cómo seríade día; así que miró con ansiedad cuando la columna em-pezó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta

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arriba hacia el precipicio, una luz radiante y dorada sur-gió de occidente y vistió el paisaje con refulgentes ropa-jes. El abismo era un caos hirviente de rosáceo y cerúleoesplendor; unas voces invisibles cantaban gozosas mien-tras el séquito de caballeros saltaba al vacío y descendíaflotando graciosamente a través de las nubes luminosasy los plateados centelleos. Seguían flotando intermina-blemente los jinetes, y sus corceles pateaban el éter comosi galopasen sobre doradas arenas; luego, los encendi-dos vapores se abrieron para revelar un resplandor aúnmás grande: el resplandor de la ciudad de Celefais, y lacosta, más allá; y el pico que dominaba el mar, y las gale-ras de vivos colores que zarpan del puerto rumbo a lejanasregiones donde el cielo se junta con el mar.

Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y todas las regio-nes vecinas de los sueños, y tuvo su corte alternativa-mente en Celefais y en la Serannian formada de nubes.Y aún reina allí, y reinará feliz para siempre; aunque alpie de los acantilados de Innsmouth, las corrientes delcanal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que habíacruzado el pueblo semidesierto al amanecer; jugaban bur-lonamente, y lo arrojaban contra las rocas, junto a las To-rres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonarioobeso y cervecero disfruta de un ambiente comprado denobleza extinguida.

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DAGÓN

ESCRIBO esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuan-do llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, yagotada mi provisión de droga, que es lo único que mehace tolerable la vida, no puedo seguir soportando másesta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la bu-hardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavituda la morfina, no me considero un débil ni un degenera-do. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamentegarabateadas, quizá se hagan idea —aunque no del todo—de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos fre-cuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote enel que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsa-rio alemán. La gran guerra estaba entonces en sus co-mienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no sehabían hundido en su degradación posterior; así que nues-tro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripula-ción tratada con toda la deferencia y consideración debidasa unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era ladisciplina de nuestros opresores, que cinco días más tar-

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de conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua yprovisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, teníamuy poca idea de cuál era mi situación. Navegante pocoexperto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por elsol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador.No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisabaisla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y du-rante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abra-sador, con la esperanza de que pasara algún barco, o deque me arrojaran las olas a alguna región habitable. Perono aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperaren mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininte-rrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré aconocer los pormenores; porque mi sueño, aunque po-blado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando des-perté finalmente, descubrí que me encontraba medio suc-cionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco quese extendía a mi alrededor, con monótonas ondulacio-nes hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se habíaadentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuerade perplejidad ante una transformación del paisaje tanprodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horrorque asombro; pues había en la atmósfera y en la superfi-cie putrefacta una calidad siniestra que me heló el cora-zón. La zona estaba corrompida de peces descompuestosy otros animales menos identificables que se veían emer-ger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no debaesperar transmitir con meras palabras la indecible re-pugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y laestéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada habíaa la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruz-

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co; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del pai-saje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro porla cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la cié-naga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme enel bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibili-dad podía explicar mi situación. Merced a una conmo-ción volcánica el fondo oceánico había emergido a la su-perficie, sacando a la luz regiones que durante millonesde años habían estado ocultas bajo insondables profundi-dades de agua. Tan grande era la extensión de esta nuevatierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir elmás leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído.Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aque-llos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditandosentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado yproporcionaba un poco de sombra al desplazarse el solen el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba per-diendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaríabastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormípoco esa noche, y al día siguiente me preparé una pro-visión de agua y comida, a fin de emprender la marchaen busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo es-taba bastante seco para andar por él con comodidad. Elhedor a pescado era insoportable; pero me tenían pre-ocupado cosas más graves para que me molestase estedesagradable inconveniente, y me puse en marcha ha-cia una meta desconocida. Durante todo el día caminéconstantemente en dirección oeste guiado por una leja-na colina que descollaba por encima de las demás ele-vaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y aldía siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque

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parecía escasamente más cerca que la primera vez quela descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie dedicha elevación, que resultó ser mucho más alta de loque me había parecido de lejos; tenía un valle delanteque hacía más pronunciado el relieve respecto del restode la superficie. Demasiado cansado para emprender elascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esanoche; pero antes que la luna menguante, fantásticamen-te gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la lla-nura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido ano dormir más. Las visiones que había tenido eran ex-cesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna com-prendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sinel sol abrasador, la marcha me habría resultado menosfatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuertecomo para acometer el ascenso que por la tarde no ha-bía sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e iniciéla subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de laondulada llanura era fuente de un vago horror para mí;pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo altodel monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón,cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pa-reció que me encontraba en el borde del mundo, escru-tando desde el mismo canto hacia un caos insondable denoche eterna. En mi terror se mezclaban extraños re-cuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensiónde Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a obser-var que las laderas del valle no eran tan completamen-te perpendiculares como había imaginado. La roca for-maba cornisas y salientes que proporcionaban apoyosrelativamente cómodos para el descenso; y a partir de

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unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual.Movido por un impulso que no me es posible analizarcon precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hastael declive más suave, sin dejar de mirar hacia las pro-fundidades estigias donde aún no había penetradola luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singularque había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhies-to como a un centenar de yardas de donde estaba yo; ob-jeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibirde pronto los primeros rayos de la luna ascendente. Notardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigan-tesca; pero tuve la clara impresión de que su posición ysu contorno no eran enteramente obra de la Naturale-za. Un examen más detenido me llenó de sensacionesimposibles de expresar; pues pese a su enorme magni-tud, y su situación en un abismo abierto en el fondo delmar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posi-bilidad de duda, de que el extraño objeto era un monoli-to perfectamente tallado, cuya imponente masa habíaconocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pen-santes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción decientífico o de arqueólogo, examiné mis alrededores conatención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espec-tral y vívida por encima de los gigantescos peldaños querodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua quediscurría por el fondo formando meandros, perdiéndoseen ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies dondeme había detenido. Al otro lado del abismo, las peque-ñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuyasuperficie podía distinguir ahora inscripciones y toscosrelieves. La escritura pertenecía a un sistema de jero-glíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo ha-

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bía visto en los libros, y consistente en su mayor parteen símbolos acuáticos esquematizados tales como peces,anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y de-más. Algunos de los caracteres representaban eviden-temente seres marinos desconocidos para el mundo mo-derno, pero cuyos cuerpos en descomposición había vis-to yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fas-cinaron. Claramente visibles al otro lado del curso deagua, a causa de sus enormes proporciones, había unaserie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertadola envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendíanrepresentar hombres... al menos, cierta clase de hom-bres; aunque aparecían retozando como peces en las aguasde alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algúnmonumento monolítico, bajo el agua también. No me atre-vo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, yaque el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotes-cos de lo que podría concebir la imaginación de un Poeo de un Bulwer, eran detestablemente humanos en ge-neral, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labiosespantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados yvidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable.Curiosamente, parecían cincelados sin la debida propor-ción con los escenarios que servían de fondo, ya que unode los seres estaba en actitud de matar una ballena detamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo,sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; peroun momento después decidí que se trataba de dioses ima-ginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de unatribu cuyos últimos descendientes debieron de perecerantes que naciera el primer antepasado del hombre dePiltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visióninesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la con-

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cepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensa-tivo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandorel silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitaciónque delataba su ascensión a la superficie, la entidad sur-gió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repug-nante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolitocomo un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeócon sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que in-clinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados.Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenéticasubida por la ladera y el acantilado, ni de mi deliranteregreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reíinsensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vagorecuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote;en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y de-más ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentosde mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital deSan Francisco; me había llevado allí el capitán del barconorteamericano que había recogido mi bote en medio delocéano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero ave-rigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los queme habían rescatado no sabían nada sobre la apariciónde una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, yno juzgué necesario insistir en algo que sabía que no ibana creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo diver-tí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyen-da filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguidame di cuenta de que era un hombre irremediablementeconvencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuel-ve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He inten-

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tado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me pro-porciona una cesación transitoria, y me ha atrapado ensus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su es-clavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que hecontado lo ocurrido para información o diversión desde-ñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto sino será una fantasmagoría, un producto de la fiebre quesufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapédel barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas ve-ces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una vi-sión monstruosamente vívida. No puedo pensar en lasprofundidades del mar sin estremecerme ante las es-pantosas entidades que quizá en este instante se arras-tran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus anti-guos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imáge-nes detestables en obeliscos submarinos de mojado grani-to. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se llevenentre sus garras de vapor humeantes a los endebles res-tos de una humanidad exhausta por la guerra... en el díaen que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océanoen medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si force-jeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me en-contrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

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Herbert West, reanimador

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I. DE LA OSCURIDAD

DE HERBERT WEST, amigo mío durante el tiempo de la uni-versidad y posteriormente, no puedo hablar sino con ex-tremo terror. Terror que no se debe totalmente a la formasiniestra en que desapareció recientemente, sino quetuvo origen en la naturaleza entera del trabajo de su vida,y adquirió gravedad por primera vez hará más de dieci-siete años, cuando estábamos en tercer año de nuestracarrera, en la Facultad de Medicina de la UniversidadMiskatonic de Arkham. Mientras estuvo conmigo, lo pro-digioso y diabólico de sus experimentos me tuvieron com-pletamente fascinado, y fui su más intimo compañero.Ahora que ha desaparecido y se ha roto el hechizo, mimiedo es aún mayor. Los recuerdos y las posibilidadesson siempre más terribles que la realidad.

El primer incidente horrible durante nuestra amis-tad supuso la mayor impresión que yo había llevado has-ta entonces, y me cuesta tenerlo que repetir. Ocurrió,como digo, cuando estábamos en la Facultad de Medici-na, donde West se había hecho ya famoso con sus des-cabelladas teorías sobre la naturaleza de la muerte y la

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posibilidad de vencerla artificialmente. Sus opiniones,muy ridiculizadas por el profesorado y los compañeros,giraban en torno a la naturaleza esencialmente mecani-cista de la vida, y se referían al modo de poner en fun-cionamiento la maquinaria orgánica del ser humano me-diante una acción química calculada, después de fallarlos procesos naturales. Con el fin de experimentar di-versas soluciones reanimadoras, había matado y some-tido a tratamiento a numerosos conejos, cobayas, gatos,perros y monos, hasta convertirse en la persona más eno-josa de la Facultad. Varias veces había logrado obtenersignos de vida en animales supuestamente muertos; enmuchos casos, signos violentos de vida; pero pronto sedio cuenta de que la perfección, de ser efectivamenteposible, comportaría necesariamente toda una vida dedi-cada a la investigación. Así mismo, vio claramente que,puesto que la misma solución no actuaba del mismo modoen diferentes especies orgánicas, necesitaba disponerde sujetos humanos si quería lograr nuevos y más espe-cializados progresos. Y aquí es donde chocó con las auto-ridades universitarias y le fue retirado el permiso paraefectuar experimentos, nada menos que por el propiodecano de la Facultad de Medicina, el sabio y bondado-so doctor Allan Hales, cuya obra en pro de los enfermoses recordada por todos los vecinos antiguos de Arkham.

Yo siempre me había mostrado excepcionalmente tole-rante con los trabajos de West, y a menudo hablábamosde sus teorías, cuyas derivaciones y corolarios eran casiinfinitos. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es unproceso químico y físico, y que la supuesta «alma» es unmito, mi amigo creía que la reanimación artificial de losmuertos podía depender sólo del estado de los tejidos;y que, a menos que se hubiese iniciado una verdaderadescomposición, todo cadáver totalmente dotado de ór-

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ganos era susceptible de recibir mediante el adecuadotratamiento, esa condición peculiar que se conoce comovida. West comprendía perfectamente que el más ligerodeterioro de las células cerebrales ocasionadas por unperíodo letal incluso fugaz podía dañar la vida intelec-tual y psíquica.

Al principio, tenía esperanzas de encontrar un reac-tivo capaz de restituir la vitalidad antes de la verdaderaaparición de la muerte, y sólo los repetidos fracasos enanimales le habían revelado que eran incompatibles losmovimientos vitales naturales y los artificiales. Enton-ces se procuró ejemplares extremadamente frescos y lesinyectó sus soluciones en la sangre, inmediatamente des-pués de la extinción de la vida. Tal circunstancia volvióenormemente escépticos a los profesores, ya que enten-dieron que en ningún caso se había producido una ver-dadera muerte. No se pararon a considerar la cuestióndetenida y razonablemente.

Poco después de que el profesorado le prohibiese con-tinuar sus trabajos, West me confió su decisión de conse-guir ejemplares frescos de una manera o de otra, y dereanudar en secreto los experimentos que no podía rea-lizar abiertamente. Era horrible oírle hablar sobre elmedio y manera de conseguirlos; en la Facultad nuncahabíamos tenido que ocuparnos nosotros de allegar ejem-plares para las prácticas de anatomía. Cada vez que mer-maba el depósito, dos negros de la localidad se encarga-ban de subsanar este déficit sin que se les preguntasejamás su procedencia. West era por entonces joven, del-gado y con gafas, de facciones delicadas, pelo amarillo,ojos azul pálido y voz suave; y era extraño oírle explicarcómo la fosa común era relativamente más interesanteque el cementerio perteneciente a la Iglesia de Cristodado que casi todos los cuerpos de la Iglesia de Cristo

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estaban embalsamados, lo cual, evidentemente, hacía im-posibles las investigaciones de West.

Por entonces era yo su ferviente y cautivado auxiliar,y lo ayudé en todas sus decisiones; no sólo en las que sereferían a la fuente de abastecimiento de cadáveres, sinotambién en las concernientes al lugar adecuado para nues-tro repugnante trabajo. Fui yo quien pensó en la granjadeshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill;allí habilitamos una habitación de la planta baja para salade operaciones y otra para laboratorio, dotándolas degruesas cortinas a fin de ocultar nuestras actividadesnocturnas. El lugar estaba retirado de la carretera, y nohabía casas a la vista; de todos modos, había que extre-mar las precauciones, ya que el más leve rumor sobreextrañas luces que cualquier caminante nocturno hicie-se correr podía resultar catastrófico para nuestra em-presa. Si llegaban a descubrirnos, acordamos decir quese trataba de un laboratorio químico.

Poco a poco equipamos nuestra siniestra guarida cien-tífica con materiales comprados en Boston o sacados aescondidas de la facultad —materiales cuidadosamentecamuflados, a fin de hacerlos irreconocibles, salvo paraojos expertos— , y nos proveímos de palas y picos paralos numerosos enterramientos que tendríamos que efec-tuar en el sótano. En la facultad había un incinerador,pero un aparato de ese género era demasiado costosopara un laboratorio clandestino como el nuestro. Los cuer-pos eran siempre un engorro... incluso los minúsculoscadáveres de cobaya de los experimentos secretos queWest realizaba en su habitación de la pensión donde vi-vía.

Seguíamos las noticias necrológicas locales como vam-piros, ya que nuestros ejemplares requerían condicionesdeterminadas. Lo que queríamos eran cadáveres enterra-

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dos poco después de morir y sin preservación artificialalguna; preferiblemente, exentos de malformaciones mor-bosas y, desde luego, con todos los órganos. Nuestras ma-yores esperanzas estaban en las víctimas de accidentes.Durante varias semanas no tuvimos noticias de ningúncaso apropiado, aunque hablábamos con las autoridadesdel depósito y del hospital, fingiendo representar losintereses de la facultad, si bien con no demasiada fre-cuencia en todos los casos, de manera que quizá necesi-táramos quedarnos en Arkham durante las vacaciones,en que sólo se impartían las limitadas clases de los cur-sos de verano. Al final nos sonrió la suerte, pues un díanos enteramos de que iban a enterrar en la fosa comúnun caso casi ideal: un obrero joven y fornido que se ha-bía ahogado el día anterior en Summer’s Pond, al quehabían enterrado sin dilaciones ni embalsamamientos,por cuenta de la ciudad. Esa tarde localizamos la nuevasepultura y decidimos empezar a trabajar poco despuésde la medianoche.

Fue una labor repugnante la que acometimos en laoscuridad de las primeras horas de la madrugada, auncuando en aquella época no teníamos ese horror espe-cial a los cementerios que nuestras experiencias poste-riores nos despertó. Llevamos palas y lámparas de petró-leo porque, si bien ya había linternas eléctricas enton-ces, no eran tan satisfactorias como esos aparatos detungsteno de hoy día. El trabajo de exhumación fue len-to y sórdido —podía haber sido horriblemente poético,si en vez de científicos hubiéramos sido artistas— y sen-timos alivio cuando nuestras palas chocaron con made-ra. Una vez que la caja de pino quedó enteramente al des-cubierto, bajó West, quitó la tapa, sacó el contenido y lodejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos losacamos de la fosa; a continuación trabajamos denoda-

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damente para dejar el lugar como antes. La empresa noshabía puesto algo nerviosos; sobre todo, el cuerpo tiesoy la cara inexpresiva de nuestro primer trofeo; pero noslas arreglamos para borrar todas las huellas de nuestravisita. Cuando quedó aplanada la última paletada de tie-rra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo y empren-dimos el regreso hacia la granja del viejo Chapman, alotro lado de Meadow Hill.

En una improvisada mesa de disección instalada enla vieja granja, a la luz de una potente lámpara de aceti-leno, el ejemplar no ofrecía un aspecto demasiado es-pectral. Había sido un joven robusto y poco imaginativo,al parecer un tipo saludable y plebeyo —constituciónancha, ojos grises y cabello castaño—, un animal sano,sin complejidades psicológicas, y probablemente con unosprocesos vitales de lo más simple y sanos. Ahora bien,con los ojos cerrados parecía más dormido que muerto;sin embargo, la prueba experta de mi amigo disipó enseguida toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que Westsiempre había deseado: un muerto verdaderamente ideal,apto para la solución que habíamos preparado con mi-nuciosos cálculos y teorías, a fin de utilizar en el orga-nismo humano. Nuestra tensión era enorme. Sabíamosque las posibilidades de lograr un éxito completo eranremotas, y no podíamos reprimir un miedo horrible alas grotescas consecuencias de una posible animaciónparcial. Nos sentíamos especialmente aprensivos en loque se refiera a la mente y a los impulsos de la criatura,ya que podía haber sufrido un deterioro en las delica-das células cerebrales con posterioridad a la muerte. Porlo que a mí respecta, aún conservaba una curiosa nocióntradicional del «alma» humana, y sentía cierto temor antelos secretos que podía revelar alguien que regresaba delreino de los muertos. Me preguntaba qué visiones podía

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haber presenciado este plácido joven, si volvía plenamen-te a la vida. Pero mi expectación no era excesiva, ya quecompartía casi en su mayor parte el materialismo de miamigo. Él se mostró más tranquilo que yo al inyectar unabuena dosis de su fluido en una vena del brazo del ca-dáver, y vendar inmediatamente el pinchazo.

La espera fue espantosa, pero West no perdió el aplo-mo en ningún momento. De cuando en cuando aplicabasu estetoscopio al ejemplar y soportaba filosóficamentelos resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos dehora, viendo que no se producía el menor signo de vida,declaró decepcionado que la solución era inapropiada;sin embargo, decidió aprovechar al máximo esta opor-tunidad y probar una modificación de la formula, antesde deshacerse de su macabra presa. Esa tarde habíamoscavado una sepultura en el sótano, y tendríamos que lle-narla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerra-dura a la casa, no queríamos correr el más mínimo riesgode que se produjera un desagradable descubrimiento.Además, el cuerpo no estaría ni medianamente fresco ala noche siguiente. De modo que trasladamos la solita-ria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —de-jando a nuestro mudo huésped a oscuras sobre la losa—y nos pusimos a trabajar en la preparación de una nue-va solución, tras comprobar West el peso y las medicio-nes casi con fanático cuidado.

El espantoso suceso fue repentino y totalmente in-esperado. Yo estaba vertiendo algo de un tubo de ensa-yo a otro, y West se encontraba ocupado con la lámparade alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen enese edificio sin instalación de gas— cuando de la habita-ción que habíamos dejado a oscuras brotó la más horren-da y demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ningunode los dos. No habría sido más espantoso el caos de ala-

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ridos si el abismo se hubiese abierto para liberar la an-gustia de los condenados, ya que en aquella cacofoníainconcebible se concentraba el supremo terror y deses-peración de la naturaleza animada. No podían ser hu-manos —un hombre no es capaz de proferir gritos así—y sin pensar en el trabajo que estábamos realizando, nien la posibilidad de que lo descubrieran, saltamos los dospor la ventana más próxima como animales despavori-dos, derribando tubos, lámparas y matraces, y huyendoalocadamente a la estrellada negrura de la noche rural.Creo que gritamos mientras corríamos frenéticamentehacia la ciudad, aunque al llegar a las afueras adopta-mos una actitud más contenida... lo suficiente como parapasar por un par de juerguistas trasnochadores que re-gresaban a casa después de una francachela.

No nos separamos, sino que nos refugiamos en la ha-bitación de West, y allí estuvimos hablando, con la luz degas encendida, hasta que amaneció. A esa hora nos había-mos serenado un poco discurriendo teorías plausibles ysugiriendo ideas prácticas para nuestra investigación, deforma que pudimos dormir todo el día, en lugar de asis-tir a clase. Pero esa tarde aparecieron dos artículos en elperiódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaronel sueño. La vieja casa deshabitada de Chap-man habíaardido inexplicablemente, quedando reducida a un infor-me montón de cenizas; eso lo entendíamos, ya que había-mos volcado la lámpara. El otro informaba que habíanintentado abrir la reciente sepultura de la fosa común,como hurgando en la tierra vanamente y sin herramien-tas. Esto nos resultaba incomprensible, ya que habíamosaplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda.

Y durante diecisiete años West anduvo mirando porencima del hombro, y quejándose de que le parecía oírpasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.

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II. EL DEMONIO DE LA PESTE

JAMÁS olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años,en que, como un demonio maligno de las moradas de Eblis,se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham. Mu-chos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya queun auténtico terror se cernió con membranosas alas so-bre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Igle-sia de Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún quedata de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahoraque Herbert West ya no está en este mundo.

West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en elcurso de verano de la Facultad de Medicina de la Uni-versidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido grannotoriedad debido a sus experimentos encaminados a larevivificación de los muertos. Tras la matanza científicade innumerables bestezuelas, la monstruosa labor que-dó suspendida aparentemente por orden de nuestro es-céptico decano, el doctor Allan Halsey; pero West habíaseguido realizando ciertas pruebas secretas en la sórdi-da pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidableocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la

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fosa común, transportándolo a una granja situada a otrolado de Meadow Hill. Yo estuve con él en aquella oca-sión, y lo vi inyectar en las venas exánimes el elixir que,según él, restablecería en cierto modo los procesos quí-micos y físicos. El experimento había terminado horri-blemente en un delirio de terror que poco a poco llegamosa atribuir a nuestros nervios sobreexcitados, West yano fue capaz de librarse de la enloquecedora sensaciónde que lo seguían y perseguían. El cadáver no estaba lobastante fresco; es evidente que para restablecer las con-diciones mentales normales el cadáver debe ser verda-deramente fresco; por otra parte, el incendio de la viejacasa nos había impedido enterrar el ejemplar. Habríasido preferible tener la seguridad de que estaba bajo tie-rra.

Después de esa experiencia, West abandonó sus in-vestigaciones durante algún tiempo: pero lentamenterecobró su celo de científico nato, y volvió a importunara los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso parahacer uso de la sala de disección y ejemplares humanosfrescos para el trabajo que él consideraba tan tremen-damente importante. Pero sus súplicas fueron comple-tamente inútiles, ya que la decisión del doctor Halseyfue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron elveredicto de su superior. En la teoría fundamental de lareanimación no veían sino extravagancias inmaduras deun joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amari-llo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospe-char el poder supranomal «casi diabólico» del cerebroque albergaba en su interior. Aún lo veo como era enton-ces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aun-que no más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia,y West ha desaparecido.

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West chocó desagradablemente con el doctor Halseycasi al final de nuestro último año de carrera, en una dispu-ta que le reportó menos prestigio a él que al bondadosodecano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que estehombre se mostraba innecesariamente e irracionalmen-te grande; una obra que deseaba comenzar mientras te-nía la oportunidad de disponer de las excepcionales ins-talaciones de la facultad. El que los profesores, apega-dos a la tradición, ignorasen los singulares resultadostenidos en animales, y persistiesen en negar la posibili-dad de reanimación, era indeciblemente indignante, ycasi incomprensibles para un joven del temperamentológico de West. Sólo una mayor madurez podía ayudarloa entender las limitaciones mentales crónicas del tipo«doctor-profesor», producto de generaciones de purita-nos mediocres, bondadosos, conscientes, afables y corte-ses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavosde las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempoes más caritativo con estas personas incompletas aun-que de alma grande, cuyo defecto fundamental, en rea-lidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente elcastigo de la irrisión general por sus pecados intelec-tuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo,su antinietzaheísmo, y por toda clase de sabbatarinanismoy leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar desus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasapaciencia con el buen doctor Halsey y sus eruditos cole-gas, y alimentaba un rencor cada vez más grande, acom-pañado de un deseo de demostrar la veracidad de susteorías a estas obtusas dignidades de alguna forma im-presionante y dramática. Y, como la mayoría de los jó-venes, se entregaba a complicados sueños de venganza,de triunfo y de magnánima indulgencia final. Y enton-ces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las ca-

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vernas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos había-mos graduado cuando empezó, aunque seguíamos en laFacultad, realizando un trabajo adicional del curso deverano, de forma que aún estábamos en Arkham cuan-do se desató con furia demoníaca en toda la ciudad. Aun-que todavía no estábamos autorizados para ejercer, tenía-mos nuestro título, y nos vimos frenéticamente requeri-dos a incorporarnos al servicio público, al aumentar elnúmero de los afectados.

La situación se hizo casi incontrolable, y las defun-ciones se producían con demasiada frecuencia para quelas empresas funerarias de la localidad pudieran ocu-parse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efec-tuaban en rápida sucesión, sin preparación alguna, y has-ta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba atestadode ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstan-cia no dejó de tener su efecto en West, que a menudo pen-saba en la ironía de la situación: tantísimos ejemplaresfrescos y, sin embargo, ¡ninguno servía para sus investi-gaciones! Estábamos tremendamente abrumados de tra-bajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía ami amigo en morbosas reflexiones. Pero los afables enemi-gos de West no estaban enfrascados en agobiantes debe-res. La facultad había sido cerrada, y todos los doctoresadscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epide-mia de tifus. El doctor Halsey, sobre todo, se distinguíapor su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad,con sincera energía, a los casos que muchos otros evita-ban por el riesgo que representaban, o por juzgarlos des-esperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decanose había convertido en héroe popular aunque él no pa-recía tener conciencia de su fama, y se esforzaba en evi-tar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamientonervioso. West no podía por menos de admirar la forta-

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leza de su enemigo; pero precisamente por esto estabamás decidido aún a demostrarle la verdad de sus asom-brosas teorías. Una noche, aprovechando la desorgani-zación que reinaba en el trabajo de la Facultad y las nor-mas sanitarias municipales, se las arregló para intro-ducir camufladamente el cuerpo de un recién fallecidoen la sala de disección, y le inyectó en mi presencia unanueva variante de su solución. El cadáver abrió efecti-vamente los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techocon expresión de paralizado horror, antes de caer en unainercia de la que nada fue capaz de sacarlo. West dijo queno era suficientemente fresco; el aire caliente del vera-no no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a pun-to de sorprendernos antes de incinerar los despojos, yWest no consideró aconsejable repetir esta utilizaciónindebida del laboratorio de la facultad.

El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. Westy yo estuvimos a punto de sucumbir; en cuanto al doctorHalsey, falleció el día catorce. Todos los estudiantes asis-tieron a su precipitado funeral el día quince, y compra-ron una impresionante corona, aunque casi la ahogabanlos testimonios enviados por los ciudadanos acomoda-dos de Arkham y las propias autoridades del municipio.Fue casi un acontecimiento público, dado que el decanohabía sido un verdadero benefactor para la ciudad. Des-pués del sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, ypasamos la tarde en el bar de la Casa Comercial, dondeWest, aunque afectado por la muerte de su principal ad-versario, nos hizo estremecer a todos hablándonos desus notables teorías. Al oscurecerse, la mayoría de losestudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron asus diversas publicaciones, pero West me convenció paraque lo ayudase a «sacar partida de la noche». La patronade West nos vio entrar en la habitación alrededor de las

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dos de la madrugada, acompañados de un tercer hom-bre, y le contó a su marido que se notaba que habíamoscenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avi-nagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casaentera se despertó con los gritos procedentes de la ha-bitación de West, cuya puerta tuvieron que echar aba-jo para encontrarnos a los dos inconscientes, tendidosen la alfombra manchada de sangre, golpeados, araña-dos y magullados, con trozos de frascos e instrumentosesparcidos a nuestro alrededor. Sólo la ventana abiertarevelaba qué había sido de nuestro asaltante, y muchosse preguntaron qué le habría ocurrido, después del tre-mendo salto que tuvo que dar desde el segundo piso alcésped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habita-ción, pero cuando West volvió en sí, explicó que no per-tenecían al desconocido, sino que eran muestras recogidaspara su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte desus investigaciones sobre la transmisión de enfermeda-des infecciosas. Ordenó que las quemasen inmediata-mente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramosignorar por completo la identidad del hombre que habíaestado con nosotros. West explicó con nerviosismo quese trataba de un extranjero afable al que habíamos co-nocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Ha-bíamos pasado un rato algo alegres y West y yo no quería-mos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.

Esa misma noche presenciamos el comienzo del se-gundo horror de Arkham; horror que, para mí, iba a eclip-sar a la misma epidemia. El cementerio de la Iglesia deCristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigi-lante había muerto a arañazos, no sólo de manera indes-criptiblemente espantosa, sino que había dudas de queel agresor fuese un ser humano. La víctima había sidovista con vida bastante después de la medianoche, des-

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cubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se inte-rrogó al director de un circo instalado en el vecino pue-blo de Bolton, pero éste juró que ninguno de sus animalesse había escapado de su jaula. Quienes encontraron elcadáver observaron un rastro de sangre que conducía ala tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeñocharco rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro máspequeño se alejaba en dirección al bosque; pero se per-día enseguida.

A la noche siguiente, los demonios danzaron sobrelos tejados de Arkham, y una desenfrenada locura aullóen el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta unamaldición, de la que unos dijeron que era más grandeque la peste, y otros murmuraban que era el espíritu en-carnado del mismo mal. Un ser abominable penetró enocho casas sembrando la muerte roja a su paso... dejan-do atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisie-te cadáveres, y huyendo después. Algunas personas quellegaron a verlo en la oscuridad dijeron que era blancoy como un mono malformado o monstruo antropomorfo.No había dejado entero a nadie de cuantos había ataca-do, ya que a veces había sentido hambre. El número devíctimas ascendía a catorce; a las otras tres las había en-contrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimasde la enfermedad.

La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos porla policía lograron capturarlo en una casa de la Calle Cra-ne, cerca del campus universitario. Habían organizadola batida con toda minuciosidad, manteniéndose en con-tacto mediante puestos voluntarios de teléfono; y cuan-do alguien del distrito de la universidad informó que habíaoído arañar en una ventana cerrada, desplegaron inme-diatamente la red. Debido a las precauciones y a la alar-ma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la cap-

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tura se efectuó sin más accidentes. La criatura fue dete-nida finalmente por una bala; aunque no acabó con suvida, y fue trasladada al hospital local, en medio del fu-ror y la abominación generales, porque aquel ser habíasido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos re-pugnantes, su mutismo simiesco, y su salvajismo demo-níaco. Le vendaron la herida y lo trasladaron al manicomiode Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contralas paredes de una celda acolchada durante dieciséis años,hasta un reciente accidente, a causa del cual escapó encircunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Loque más repugnó a quienes lo atraparon en Arkham fueque, al limpiarle la cara a la monstruosa criatura, obser-varon en ella una semejanza increíble y burlesca con unmártir sabio y abnegado al que habían enterrado haciatres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor pú-blico y decano de la Facultad de Medicina de la Univer-sidad Miskatonic.

Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la re-pugnancia y el horror fueron indecibles. Aun me estre-mezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblomás aún de lo que temblé aquella mañana en que Westmurmuró entre sus vendajes:

—¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

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III. SEIS DISPAROS A LA LUZ DE LA LUNA

NO ES corriente descargar los seis tiros de un revólvercon toda precipitación, cuando uno sólo habría sido sinduda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida deHerbert West que no eran corrientes. No es habitual, porejemplo, que un médico recién salido de la universidadse vea obligado a ocultar los motivos que lo impulsan aelegir determinada casa y consulta; sin embargo, ése fueel caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo eltítulo de la Facultad de Medicina de la Universidad Mis-katonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalán-donos como facultativos de medicina general, tuvimosmucho cuidado en ocultar que habíamos elegido nuestracasa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.

Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez ca-rece de motivos; y como es natural, nosotros los tenía-mos también. Nuestras necesidades se debían a un trabajoclaramente impopular. Externamente éramos médicostan solo; pero por debajo de esa superficie había objeti-vos de una importancia mucho más grande y terrible, yaque lo esencial en la vida de Herbert West era la bús-

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queda en las negras y prohibidas regiones de lo desco-nocido, en las que esperaba descubrir el secreto de lavida, y de devolver la animación perpetua al barro fríodel cementerio. Una búsqueda de ese género requiereextraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos re-cientes; y para mantenerse abastecido de tales elemen-tos indispensables, uno debe vivir discretamente, y nomuy lejos de un lugar de enterramientos anónimos.

West y yo nos habíamos conocido en la universidad,y fui el único que simpatizó con sus espantosos experi-mentos. Gradualmente me había convertido en su ayu-dante inesperado, y ahora que abandonábamos la Univer-sidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dosdoctores encontraran salida juntos; pero finalmente, porinfluencia de la universidad, se nos proporcionó una con-sulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, lasede universitaria. Las fábricas textiles de Bolton sonlas más grandes del valle de Miskatonic, y sus operariospolíglotas no han sido jamás pacientes gratos para losmédicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con elmayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio rui-noso, próximo al final de la Calle Pond, a cinco númerosde nuestro vecino más cercano. Y separada del cemen-terio tan sólo por una extensión de pradera cortada poruna estrecha franja de espeso bosque que hay al norte.Dicha distancia era mayor de lo que hubiéramos desea-do; pero no encontramos una casa más cerca, a menosque nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado,lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Perono estábamos demasiado descontentos ya que no tenía-mos vecinos entre nosotros y nuestra siniestra fuentede abastecimiento. El camino era algo largo, pero podía-mos transportar nuestros mudos ejemplares sin que na-die nos molestase. Nuestro trabajo fue sorprendente-

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mente abundante desde el principio mismo... lo bastan-te abundante como para satisfacer a la mayoría de losjóvenes doctores, y lo bastante abundante para resultarun aburrimiento y una pesadez para aquellos estudio-sos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Lostrabajadores de las fábricas eran de inclinación algo tur-bulentas; así que además de sus numerosas necesidadesde asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladasy pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que ver-daderamente acaparaba nuestro interés era el laborato-rio secreto que habíamos instalado en el sótano: un labo-ratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas don-de, en las primeras horas de la madrugada, inyectába-mos a menudo las diversas soluciones de West en las venasde los despojos que sacábamos de la fosa común. Westexperimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algoque pusiese en marcha de nuevo los movimientos vita-les, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llama-mos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obs-táculos. La solución debía tener una composición espe-cial según los distintos tipos: la que servía para los cone-jillos de Indias no valía para los seres humanos, y cadaclase requería sensibles modificaciones. Los cuerpos te-nían que ser excepcionalmente frescos, dado que unaligera descomposición del tejido cerebral hacía imposi-ble que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el ma-yor problema estaba en conseguir cadáveres suficiente-mente frescos... West había tenido experiencias horri-bles durante sus investigaciones secretas en la universi-dad, con cadáveres de dudosa calidad. Las consecuenciasde una animación parcial o imperfecta eran mucho máshorrendas que los fracasos totales, y los dos teníamosrecuerdos pavorosos de ese tipo de resultados. Desdenuestra primera sesión demoníaca en la granja desha-

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bitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado desentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi to-dos los sentidos era un autómata frío, científico, rubio yde ojos azules, confesaba a menudo, con un estremeci-miento, que le parecía que era víctima de una furtiva per-secución. Tenía la impresión de que lo seguían; ilusiónpsíquica debida a sus nervios trastornados, y aumenta-da por el hecho innegablemente perturbador de que almenos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aúnseguía vivo: se trataba de un ser espantoso y carnívoro,el cual permanecía encerrado en una celda acolchadade Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exactodestino nunca llegamos a saber.

Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton,mucha más que con los de Arkham. Aún no hacía una se-mana que estábamos instalados cuando nos apoderamosde una víctima de accidente la misma noche de su entie-rro, y conseguimos que abriese los ojos con una expre-sión asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solu-ción. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuer-po íntegro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entreesa fecha y el siguiente mes de enero efectuamos tresensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, consegui-mos un claro movimiento muscular; en cuanto al terce-ro, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí soloy emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo demala suerte; descendió el número de entierros, y los quese efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermoso mutilados para poderlos aprovechar nosotros. Seguía-mos la pista a todas las defunciones y circunstancias enque éstas ocurrían con un cuidado sistemático.

Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos ines-peradamente un ejemplar que no provenía de la fosa co-mún. El puritanismo imperante en Bolton tenía prohibida

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la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógi-cas consecuencias. Los combates mal dirigidos entre losobreros eran cosa corriente, y de vez en cuando traíande fuera algún campeón profesional de escasa catego-ría. Esa noche de finales de invierno habían celebradoun combate de este tipo, evidentemente con desastrosasconsecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacosasustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoheren-te que atendiésemos un caso muy secreto y desespera-do. Los seguimos hasta un cobertizo abandonado, dondetodavía quedaba un grupo de espectadores extranjerosobservando asustados un cuerpo negro que yacía exáni-me en el suelo. En el combate se habían enfrentado KidO’Brien (un joven torpe y ahora tembloroso, con una na-riz ganchuda muy poco irlandesa) , y Buck Robinson, «ElBetún de Harlem». El negro había sido noqueado; y trasun breve examen, nos dimos cuenta de que no se recu-peraría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unosbrazos anormalmente largos que me parecían de mane-ra inevitable patas anteriores, y una cara que irreme-diablemente hacía pensar en los secretos insondablesdel Congo, en las llamadas de tam-tam bajo una luna mis-teriosa. El cuerpo debió de tener peor aspecto en vida,pero el mundo contiene muchas fealdades. Aquella gen-te despreciable estaba asustada, ya que no sabían qué po-día exigirles la ley si el caso llegaba a conocerse; y sesintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis invo-luntarios estremecimientos, se ofreció a librarlos del cuer-po en secreto... puesto que conocía muy bien sus inten-ciones.

Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sinnieve; pero vestimos el cadáver y lo llevamos a casa en-tre los dos por las calles desiertas y el campo, del mis-mo modo que transportamos un cadáver parecido una

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horrible noche en Arkham. Nos dirigimos a casa por elcampo de atrás; entramos el ejemplar por la puerta tra-sera, lo bajamos al sótano y lo preparamos para nuestroexperimento habitual. Nuestro miedo a la policía era ab-surdamente considerable, aunque habíamos calculadonuestro recorrido de forma que no nos tropezamos conel guardia que hacía ronda por aquel distrito.

El resultado fue enojosamente decepcionante. Consu aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente in-sensible a todas las soluciones que inyectamos en su ne-gro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamentela hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los de-más: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franjade bosque próxima al cementerio de enterramientos anó-nimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que lahelada tierra nos permitió. La fosa no era demasiado hon-da, pero era tan buena como la del ejemplar anterior,aquel que se había levantado y había proferido un grito.A la luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cui-dadosamente con hojas y ramas secas, seguros de que lapolicía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuroy espeso. Al día siguiente me sentí alarmado, ya que unpaciente me trajo la noticia de que se sospechaba quehabían celebrado un combate y que había muerto alguien.West tenía otro motivo de preocupación: por la tarde lohabían llamado para que atendiese un caso que acabó deforma amenazadora. Una italiana se había puesto histé-rica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillode cinco años, que había desaparecido por la mañana yno había vuelto para comer, y presentaba síntomas su-mamente alarmantes dado que padecía del corazón. Eraun histerismo estúpido, ya que el chico se había escapa-do más de una vez; pero los campesinos italianos son ex-traordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía

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tan angustiada por los presagios como por los hechos.Hacia las siete de la noche la mujer falleció, y su frené-tico marido armó un escándalo espantoso, empeñado enmatar a West, a quien culpaba furiosamente de no ha-berle salvado la vida. Los amigos lo sujetaron cuando lovieron sacar un cuchillo, pero West se marchó en mediode inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de ven-ganza. En su último dolor, el hombre parecía haberseolvidado de su hijo, que aún no había regresado, entradaya la noche. Se habló de buscarlo en el bosque, pero lamayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la di-funta y del vociferante marido. Total, la tensión nervio-sa a que se vio sometido West fue sin duda tremenda.El pensar en la policía y en el italiano loco lo agobiabatremendamente.

Nos retiramos a descansar alrededor de las once, peroyo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de poli-cías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo pe-queño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que seprovocaría si se llegaba a descubrir lo ocurrido la nocheanterior. Podía significar el fin de nuestro trabajo en lalocalidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquieta-ban los rumores que corrían acerca del combate de boxeo.Pasadas las tres, el resplandor de la luna me dio en losojos, pero me volví sin levantarme a cerrar la persiana.Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta deatrás. Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco despuésoí a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapati-llas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléc-trica. Al ver el revólver comprendí que pensaba más enel enajenado italiano que en la policía.

—Será mejor que bajemos los dos —susurró—. No es-taría bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy

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propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta deatrás.

Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temoren parte justificado, y en parte debido sólo al misteriode las primeras horas de la madrugada. Volvieron a lla-mar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí elcerrojo cautelosamente y abrí de par en par. Al revelar-nos la luz de la luna la figura que teníamos delante, Westhizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro deatraer sobre nuestras cabezas la temida investigaciónpolicial (cosa que felizmente evitamos por el relativoaislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitadae innecesariamente, vació las seis recámaras de su re-vólver sobre nuestro nocturno visitante. Porque no setrataba del italiano ni del policía. Recortándose horrenda-mente contra la luna espectral había un ser gigantescoy deforme, inconcebible salvo en las pesadillas. Era unaaparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas,cubierta de hojas y ramas y barro, y sucia de sangre coa-gulada, la cual mostraba entre sus dientes relucientesuna cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, queterminaba en una mano diminuta.

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IV. EL GRITO DEL MUERTO

EL GRITO de un muerto fue lo que me hizo concebir aquelintenso horror hacia el doctor Herbert West, horror queenturbió los últimos años de nuestra vida en común. Esnatural que una cosa como el grito de un muerto produz-ca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suce-so agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbradoa esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectóen esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quierodecir, que no fue el muerto lo que me asustó.

Herbert West, de quien era yo compañero y ayudan-te, poseía intereses científicos muy alejados de la rutinahabitual de un médico de pueblo. Ésa era la razón por laque, al establecer su consulta en Bolton, había elegidouna casa próxima al cementerio. Dicho brevemente ysin paliativos, el único interés absorbente de West con-sistía en el estudio secreto de los fenómenos de la viday de su culminación, encaminados a reanimar a los muer-tos inyectándoles una solución estimulante. Para llevara cabo estos macabros experimentos era preciso estarconstantemente abastecidos de cadáveres humanos muy

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frescos, porque aún la más mínima descomposición dañala estructura del cerebro humano. Y descubrimos que elpreparado necesitaba una composición específica, segúnlos diferentes tipos de organismos. Matamos docenas deconejos y cobayas para tratarlos, pero este camino nonos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguidoplenamente su objetivo porque nunca había podido dis-poner de un cadáver suficientemente fresco. Necesitabacuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes;cuerpos con todas las células intactas, capaces de reci-bir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimien-to llamado vida. Había esperanzas de volver perpetuaesta segunda vida artificial mediante repetidas inyec-ciones; pero habíamos averiguado que una vida naturalordinaria no respondía a la acción. Para infundir movi-miento artificial debía quedar extinguida la vida noc-turna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estarauténticamente muertos.

Habíamos empezado West y yo la pavorosa investi-gación siendo estudiantes de la Facultad de Medicinade la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamen-te convencidos desde un principio del carácter absoluta-mente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes;sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día:era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave, y con gafas;a veces había algún destello en sus fríos ojos azules quedelataba el duro y creciente fanatismo de su carácter,efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras expe-riencias habían sido a menudo espantosas en extremo,debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aque-llos grumos de barro de cementerio en un movimientomorboso, insensato y anormal, merced a diversas modi-ficaciones de la solución vital.

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Uno de los ejemplares había proferido un alarido es-calofriante; otro se había levantado violentamente, noshabía derribado dejándonos inconscientes, y había hui-do enloquecido, antes de que lograran cogerlo y ence-rrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, unamonstruosidad nauseabunda y africana, había surgidode su poco profunda sepultura y había cometido una atro-cidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podía-mos conseguir cadáveres lo bastante frescos como paraque manifestasen algún vestigio de inteligencia al serreanimados, de modo que forzosamente creábamos ho-rrores indecibles. Era inquietante pensar que uno de nues-tros monstruos, o quizá dos, aún vivían... tal pensamientonos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que fi-nalmente West desapareció en circunstancias espanto-sas.

Pero en la época del alarido en el laboratorio del só-tano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores esta-ban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplaresextremadamente frescos. West se mostraba más ávidoque yo, de forma que casi me parecía que miraba con co-dicia el físico de cualquier persona viva y saludable. Fueen julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suer-te en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido aIllinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a miregreso encontré a West en un estado de singular eufo-ria. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad ha-bía resuelto el problema de la frescura de los cadáveresabordándolo desde un ángulo enteramente distinto: elde la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba enun preparado nuevo sumamente original, así que no mesorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta queme hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perple-jo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nues-

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tro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejempla-res se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta quecaían en nuestras manos. Esto lo había visto claramenteWest, según me daba cuenta ahora, al crear un compues-to embalsamador para uso futuro, más que inmediato,por si el destino le proporcionaba un cadáver muy re-ciente y sin enterrar, como nos había ocurrido años an-tes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo.Por último, el destino se nos mostró propicio, de formaque en esta ocasión conseguimos tener en el laboratoriosecreto del sótano un cadáver cuya corrupción no habíatenido posibilidad de empezar aún. West no se atrevía apredecir qué sucedería en el momento de la reanima-ción, ni si podíamos esperar una revivificación de la men-te y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestrosestudios, por lo que había conservado este nuevo cuer-po hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dosel resultado de la forma acostumbrada.

West me contó cómo había conseguido el ejemplar.Había sido un hombre vigoroso; un extranjero bien ves-tido que se acababa de apear del tren, y que se dirigía alas Fábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos.Había dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerseen nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas,había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar uncordial, y cayo súbitamente muerto un momento después.Como era de esperar, el cadáver le pareció a West comollovido del cielo. En su breve conversación el forasterole había explicado que no conocía a nadie en Bolton; ytras registrarle los bolsillos después, averiguó que setrataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al pare-cer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobresu desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, na-die se enteraría de nuestro experimento. Solíamos en-

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terrar los despojos en una espesa franja de bosque quehabía entre nuestra casa y el cementerio de enterra-mientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nues-tra fama quedaría brillante y perpetuamente establecida.De modo que West había inyectado sin demora, en la mu-ñeca del cadáver, el preparado que lo mantendría frescohasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, quea mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro experimen-to, no parecía preocupar demasiado a West. Esperabaconseguir al fin lo que no había logrado hasta ahora: rea-vivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, auna criatura normal. De modo que la noche del 18 de ju-lio de 1910, Herbert West y yo nos encontrábamos en ellaboratorio del sótano, contemplando la figura blanca einmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compues-to embalsamador había dado un resultado extraordina-riamente positivo, pues al comprobar fascinado el cuerporobusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese larigidez, pedí a West que me diese garantías de que esta-ba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recor-dándome que jamás administrábamos la solución reani-madora sin una serie de pruebas minuciosas para com-probar que no había vida, ya que en caso de subsistir elmenor vestigio de vitalidad original no tendría ningúnefecto. Cuando West se puso a hacer todos los prepara-tivos, me quedé impresionado ante la enorme compleji-dad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiarel trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibir-me tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una drogaen la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado parainyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neu-tralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumién-dolos en una relajación normal, de forma que la soluciónreanimadora pudiese actuar libremente al ser inyecta-

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da. Poco después, cuando se observó un cambio, y un levetemblor pareció afectar los miembros muertos, West co-locó sobre la cara espasmódica una especie de almoha-da, la apretó violentamente y no la retiró hasta que elcadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nues-tro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta, sededicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales ysomeras para comprobar la absoluta carencia de vida,se apartó satisfecho y, finalmente, inyectó en el brazoizquierdo una dosis meticulosamente medida del elixirvital, preparado durante la tarde con más minuciosidadque nunca desde nuestros tiempos universitarios, en quenuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es po-sible describir la tremenda e intensa incertidumbre conque esperamos los resultados de este primer ejemplarauténticamente fresco, el primero del que podíamos es-perar razonablemente que abriese los labios y nos con-tase quizá, con voz inteligente, lo que había visto al otrolado del insondable abismo.

West era materialista, no creía en el alma, y atribuíatoda función de la conciencia a fenómenos corporales;por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobreespantosos secretos de abismos y cavernas más allá dela barrera de la muerte. Yo no disentía completamentede su teoría, aunque conservaba vagos e instintivos ves-tigios de la primitiva fe de mis antecesores, de modo queno podía dejar de observar el cadáver con cierto temory terrible expectación. Además... no podía borrar de mimemoria aquel grito espantoso e inhumano que oímosla noche en que intentamos nuestro primer experimen-to en la deshabitada granja de Arkham.

Había transcurrido muy poco tiempo cuando obser-vé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus meji-llas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido

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un levísimo color, que luego se extendió bajo la barbaincipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, quetenía la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierdadel ejemplar, asintió de pronto significativamente; y caside manera simultánea, apareció un vaho en el espejo in-clinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuan-tos movimientos musculares espasmódicos, y a continua-ción una respiración audible y un movimiento visibledel pecho. Observé los párpados cerrados y me pareciópercibir un temblor. Después, se abrieron y mostraronunos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin in-teligencia, ni siquiera curiosidad. Movido por una fan-tástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la orejacada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mun-dos cuyo recuerdo aún podía estar presente. Era el te-rror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la últi-ma que repetí, fue: «¿Dónde has estado?». Aún no sé sime contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de subien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel ins-tante creí firmemente que los labios delgados se movie-ron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocali-zado como «sólo ahora», si la frase hubiese tenido senti-do o relación con lo que le preguntaba. En aquel instan-te me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamosalcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuer-po reanimado había pronunciado palabras movido cla-ramente por la verdadera razón. Un segundo después,ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna dudade que la solución había cumplido cabalmente su fun-ción, al menos de manera transitoria, devolviéndole almuerto una vida racional y articulada... Pero con ese triun-fo me invadió el más grande de los terrores... no a causadel ser que había hablado, sino por la acción que habíapresenciado, y por el hombre a quien me unían las vici-

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situdes profesionales. Porque aquel cadáver fresco, co-brando conciencia finalmente de forma aterradora, conlos ojos dilatados por el recuerdo de su última escenaen la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida omuerte con el aire y, de súbito, se desplomó en una se-gunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo vol-ver, profiriendo un grito que resonará eternamente enmi cerebro atormentado:

—¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... apar-ta esa condenada aguja!

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V. EL HORROR DE LAS SOMBRAS

MUCHOS hombres han contado cosas espantosas, no refe-ridas en letra impresa, que sucedieron en los campos debatalla durante la Gran Guerra. Algunas de estas cosasme han hecho palidecer; otras me han producido unasnáuseas incontenibles, mientras que otras me han he-cho temblar y volver la mirada hacia atrás en la oscuri-dad; sin embargo, creo que puedo relatar la peor de todas:el espantoso, antinatural e increíble horror de las som-bras.

En 1915 estaba yo como médico con el grado de te-niente en un regimiento canadiense en Flandes, siendouno de los numerosos norteamericanos que se adelanta-ron al gobierno mismo en la gigante contienda. No ha-bía ingresado en el ejército por iniciativa propia, sinomás bien como consecuencia natural de haberse alistadoel hombre de quien era yo ayudante indispensable: el cé-lebre cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doc-tor West se había mostrado siempre deseoso de poderprestar servicio como cirujano en una gran guerra; y cuan-do dicha posibilidad se presentó, me arrastró consigo en

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contra de mi voluntad. Había motivos por los que yo mehubiera alegrado de que la guerra nos separase; moti-vos por los que encontraba la práctica de la medicina yla compañía de West cada vez más irritante; pero cuan-do se marchó a Ottawa, y consiguió por medio de la in-fluencia de un colega una plaza de comandante médico,no me pude resistir a la autoritaria insistencia de aquelhombre decidido a que le acompañase en mi calidad ha-bitual.

Cuando digo que el doctor West estuvo siempre an-sioso de poder servir en el campo de batalla no me re-fiero a que fuese guerrero por naturaleza ni a que anhelasesalvar la civilización. Siempre había sido una fría má-quina intelectual; flaco, rubio, de ojos azules y con gafas;creo que se reía secretamente de mis ocasionales entu-siasmos marciales y de mis críticas a la indolente neu-tralidad. Sin embargo, había algo en la devastada Flandesque él quería; y a fin de conseguirlo, tuvo que adoptaraspecto militar. Lo que pretendía no era lo que preten-den muchas personas, sino algo relacionado con la ramaparticular de la ciencia médica que él había logrado prac-ticar de forma completamente clandestina y en la cualhabía conseguido resultados asombrosos y, de vez en cuan-do, horrendos. Lo que quería no era otra cosa, en reali-dad, que abundante provisión de muertos recientes, entodos los estados de desmembramiento.

Herbert West necesitaba cadáveres frescos porqueel trabajo de su vida era la reanimación de los muertos.Este trabajo no era conocido por la distinguida cliente-la que había hecho crecer rápidamente su fama, a su lle-gada a Boston; en cambio yo lo conocía demasiado bien,ya que era su más íntimo amigo y ayudante desde nues-tros tiempos de la Facultad de Medicina, en la Univer-sidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos

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de la universidad cuando inició sus terribles experimen-tos, primero con pequeños animales y luego con cadáve-res humanos conseguidos de manera horrenda. Habíaobtenido una solución que inyectaba en las venas de losmuertos; y si eran bastante frescos, reaccionaban de ma-neras extrañas. Había tenido muchos problemas paradescubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de orga-nismo necesitaba un estímulo especialmente apto paraél. El terror lo dominaba cada vez que pensaba en losfracasos parciales: seres atroces, resultado de solucio-nes imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos.Cierto número de estos fracasos habían seguido con vida(uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientrasque otros habían desaparecido); y como él pensaba enlas eventualidades imaginables, aunque prácticamenteimposibles, se estremecía a menudo, debajo de su apa-rente impasibilidad habitual. West se había dado cuen-ta muy pronto de que el requisito fundamental para quelos ejemplares sirviesen era su frescura, así que habíarecurrido al procedimiento espantoso y abominable derobar cadáveres. En la universidad, y cuando empeza-mos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi acti-tud respecto a él había sido de fascinada admiración;pero a medida que sus procedimientos se hacían más osa-dos, un solapado terror se fue apoderando de mí. No megustaba la forma en que miraba a las personas vivas deaspecto saludable; luego, ocurrió aquella escena de pe-sadilla en el laboratorio del sótano, cuando me ente-ré de que cierto ejemplar aún estaba vivo cuando Westse había apoderado de él. Fue la primera vez que habíapodido revivir la función del pensamiento racional enun cadáver; y este éxito, conseguido a costa de semejan-te abominación, lo había endurecido por completo.

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No me atrevo a hablar de sus métodos durante loscinco años siguientes. Seguí a su lado por puro miedo, ypresencié escenas que la lengua humana no podría re-petir. Gradualmente, llegué a darme cuenta de que elpropio Herbert West era más horrible que todo lo quehacía... fue entonces cuando comprendí claramente quesu celo científico por prolongar la vida, en otro tiemponormal, había degenerado sutilmente en una curiosidadmeramente morbosa y macabra y en una secreta compla-cencia en la visión de los cadáveres. Su interés se con-virtió en perversa afición por lo repugnante y lo diabó-licamente anormal; se recreaba con tranquilidad en mons-truosidades artificiales ante las que cualquier personaen su sano juicio caería desvanecida de repugnancia yde horror; detrás de su pálido intelectualismo, se con-virtió en un exigente Baudelaire del experimento físico,en un lánguido Heliogábalo de las tumbas. Afrontaba im-perturbable los peligros y cometía crímenes con impasi-bilidad. Creo que el momento crítico llegó al comprobarque podía restituir la vida racional, y buscó nuevos ám-bitos que conquistar experimentando en la reanimaciónde partes seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extra-vagantes y originales sobre las propiedades vitales in-dependientes de las células orgánicas y los tejidos nervio-sos separados de sus sistemas psíquicos naturales; y ob-tuvo ciertos resultados espantosos preliminares en for-ma de tejidos imperecederos, alimentados artificialmentea partir de huevos semiincubados de un reptil tropical in-descriptible. Había dos cuestiones biológicas que ansiabaterriblemente establecer: primero, si podía darse algúntipo de conciencia o actividad racional sin cerebro, en lamédula espinal y en los diversos centros ner- viosos; y se-gundo, si existía alguna clase de relación etérea, intangi-ble, distinta de las células materiales, que uniese las par-

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tes quirúrgicamente separadas que previamente habíanconstituido un solo organismo vivo. Todo este trabajocientífico requería una prodigiosa provisión de carnehumana recién muerta... y ésa fue la razón por la queHerbert West participó en la Gran Guerra.

El horrendo y abominable suceso ocurrió una media-noche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de cam-paña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún ahora me pre-gunto si no fue meramente la diabólica ficción de un de-lirio. West se había montado un laboratorio particularen el lado este del edificio que se le había asignado pro-visionalmente, alegando que deseaba poner en prácticanuevos y radicales métodos para el tratamiento de loscasos de mutilación hasta ahora desesperados. Allí tra-bajaba como un carnicero, en medio de su sanguinolentamercancía. Jamás llegué a acostumbrarme a la ligerezacon que él manejaba y clasificaba determinado material.A veces hacía verdaderas maravillas de cirugía en lossoldados; pero sus principales satisfacciones eran de ca-rácter menos público y filantrópico, y se vio obligado adar muchas explicaciones acerca de ruidos extraños aunen medio de aquella babel de condenados, entre los quehabía frecuentes disparos de revólver... cosa corrienteen un campo de batalla, aunque completamente inusita-da en un hospital. Los ejemplares reanimados por el doc-tor West no reunían condiciones para recibir una largaexistencia ni ser contemplados por un amplio númerode espectadores. Además del humano, West utilizaba grancantidad de tejido embrionario de reptiles que él culti-vaba con resultados singulares. Era mejor que el mate-rial humano para conservar con vida los fragmentos pri-vados de órganos, y ésa era ahora la principal actividadde mi amigo. En un oscuro rincón del laboratorio, sobreun extraño mechero de incubación, tenía una gran cuba

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tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles que semultiplicaba y crecía de forma borboteante y horrenda.

La noche de que hablo teníamos un ejemplar nuevoy espléndido: un hombre físicamente fuerte y a la vez detan elevada inteligencia, que nos garantizaba un sistemanervioso sensible. Resultaba irónico; porque se tratabadel oficial que había ayudado a que se le concediese aWest su destino, y que ahora tenía que haber sido nues-tro socio. Es más; en el pasado, había estudiado secreta-mente la teoría de la reanimación bajo la dirección deWest. El comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O.,era el mejor cirujano de nuestra división, y había sidodesignado precipitadamente al sector de St. Eloi cuan-do llegaron al cuartel general noticias del recrudecimien-to de la lucha. Efectuó el viaje en un avión pilotado porel intrépido teniente Ronald Hill, sólo para ser derriba-do precisamente en el punto de su destino. La caída fuetremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; encuanto al gran cirujano, el accidente le seccionó la cabe-za casi por entero, aunque el resto del cuerpo estaba in-tacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojoinerte que había sido su amigo y compañero de estudios;me estremecí al verle terminar de separar la cabeza, co-locarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptilescon objeto de conservarla para futuros experimentos, yseguir manipulando el cuerpo decapitado sobre la mesade operaciones. Inyectó sangre nueva, unió determina-das venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y ce-rró la horrible abertura injertando piel de un ejemplarno identificado que había llevado uniforme de oficial. Yosabía lo que pretendía: comprobar si este cuerpo suma-mente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal dela vida mental que había distinguido a Eric MorelandClapman-Lee, estudioso en otro tiempo de la reanima-

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ción. Este tronco mudo era ahora requerido espantosa-mente a servir de ejemplo.

Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luzde la lámpara, inyectando la solución reanimadora enel brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir laescena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enlo-quecedora aquella habitación repleta de horribles obje-tos clasificados, con el suelo resbaladizo a causa de lasangre y otros desechos menos humanos que formabanun barro cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aque-llas horrendas anormalidades de reptiles salpicando,burbujeando y cociendo sobre el espectro azulenco y va-cilante de llama, en un rincón de negras sombras. El ejem-plar, como West comentó repetidas veces, poseía unsistema nervioso espléndido. Esperaba mucho de él; ycuando empezó a manifestar leves movimientos de con-tracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostrode West. Creo que estaba preparado para presenciar laprueba de su cada vez más sólida opinión de que la con-ciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir in-dependientemente del cerebro... de que el hombre noposee un espíritu central conectivo, sino que es mera-mente una máquina de materia nerviosa en la que cadasección se encuentra más o menos completa en sí mis-ma. En una triunfal demostración, West estaba a puntode relegar el misterio de la vida a la categoría de mito.El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajonuestros ojos ávidos, empezó a jadear de forma horrible.Agitó los brazos con desasosiego, alzó las piernas y con-trajo varios músculos en una especie de contorsión re-pulsiva. Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazosen un gesto de inequívoca desesperación... de una deses-peración inteligente, que bastaba para confirmar todaslas teorías de Herbert West. Evidentemente, los ner-

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vios recordaban el último acto en vida del hombre: lalucha por librarse del avión que se iba a estrellar.

No sé exactamente qué fue lo que siguió. Tal vez setrata sólo de una alucinación provocada por la impre-sión que sufrí en aquel instante al iniciarse el bombar-deo alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, yaque West y yo fuimos los únicos supervivientes? Westprefería pensar que fue eso, antes de su reciente des-aparición; pero había ocasiones en que no podía, porqueera extraño que sufriéramos los dos la misma alucina-ción. El horrendo incidente fue simple en sí mismo, aun-que excepcional por lo que implicaba.

El cuerpo de la mesa se levantó con un movimientociego, vacilante, terrible; y oímos un sonido gutural. Nome atrevo a decir que se trataba de una voz, porque fuedemasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible nofue su cavernosidad. Ni tampoco lo que dijo, ya que gritótan solo:

—¡Salta, Ronald, por Dios! ¡Salta!Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la

gran cuba tapada de aquel rincón macabro de oscurassombras.

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VI. LAS LEGIONES DE LA TUMBA

CUANDO desapareció el doctor Herbert West, hace un año,la policía de Boston me sometió a un minucioso interro-gatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor;pero no podía decirles la verdad porque no me habríancreído. Sabían, efectivamente, que West había estado com-plicado en actividades que iban más allá de la capacidadde crédito de los hombres ordinarios, pues sus espan-tosos experimentos sobre la reanimación de cadávereshabían sido demasiado numerosas para poder mante-ner un perfecto secreto en torno a ellos; pero la esca-lofriante catástrofe final adquirió caracteres de demo-níaca fantasía que me hacen dudar incluso de la reali-dad de lo que vi.

Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayu-dante confidencial. Nos habíamos conocido años antesen la Facultad de Medicina, y desde el principio habíaparticipado yo en sus terribles investigaciones. Habíaintentado perfeccionar lentamente una solución que, in-yectada en las venas de un recién fallecido, podía devol-

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verle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadá-veres frescos, y comportaba, consiguientemente, las ac-tividades más espantosas. Más horribles aún eran losresultados de alguno de sus experimentos: masas horren-das de carne que había estado muertas, pero que Westdespertaba, dotándola de una ciega, insensata y nausea-bunda animación. Éstos eran los resultados usuales, yaque para que volviera a despertar la mente era necesa-rio que los ejemplares fuesen absolutamente frescos, yque las delicadas células cerebrales no hubiesen sufridola más mínima descomposición.

Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso laruina moral de West. Eran difíciles de conseguir, y undía espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuandoaun estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una agu-ja y un poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáverfresquísimo, y el experimento fue positivo durante uninstante breve y memorable; pero West salió de él conun alma seca y endurecida, y una mirada fría que obser-vaba con una especie de calculadora y horrenda aprecia-ción de los hombres de cerebro especialmente sensible yun físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un inten-so terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma ma-nera. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas,aunque me notaban asustado; y tras su desaparición, sevalieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.

En realidad West tenía más miedo que yo; sus abo-minables trabajos le hacían llevar una vida furtiva y lle-na de sobresaltos. En parte era la policía quien le dabamiedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y bru-moso, y estaba relacionado con abominaciones indescrip-tibles a las que había inyectado una vida morbosa, y enlas que no había visto extinguirse dicha vida. Por lo ge-neral terminaba sus experimentos con el revólver; pero

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a veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquelprimer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descu-brieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucediótambién con el cadáver de aquel profesor de Arkham quecometió actos de canibalismo antes de ser capturado yencerrado sin identificar en una celda del manicomiode Sefton donde estuvo seis años golpeándose la cabe-za contra las paredes. Casi todos los demás resultadosque posiblemente subsistían eran productos de lo queresulta más difícil hablar, dado que en los últimos añosel celo científico de West había degenerado en una ma-nía insana y fantástica, y había consagrado su prodigio-sa habilidad a vitalizar no sólo cuerpos enteramentehumanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes uni-das a una materia orgánica no humana. En la época enque desapareció se había convertido en algo diabólicamenterepugnante; muchos de los experimentos no podrían serreferidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la queservimos los dos como cirujanos, había intensificado esteaspecto de West.

Al decir que el miedo de West a sus ejemplares erabrumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo deese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de sa-ber que aún seguían existiendo esos monstruos abomi-nables, y en parte a su miedo al daño corporal que podíaninfringirle en determinadas circunstancias. La desapa-rición de estos seres aumentaban el horror de la situa-ción: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, lalastimosa criatura del Manicomio. Pero, además, habíaun miedo más sutil: una sensación verdaderamente fan-tástica, consecuencia de un extraño experimento que lle-vó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En mediode una enconada batalla, West había reanimado al co-mandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., cole-

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ga nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y elcual podía haberlos duplicado. Le había seccionado lacabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vidacuasiinteligente del tronco. El experimento dio resulta-do en el mismo instante en que el edificio era barridopor una granada alemana. El tronco se movió de formainteligente y, por increíble que parezca, tuvimos la se-guridad de que brotaron sonidos articulados de la cabe-za seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio.En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero Westjamás estuvo seguro, como habría sido su deseo, de quefuéramos él y yo los únicos supervivientes. Después solíahacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería ca-paz de hacer un médico decapitado con capacidad parareanimar a los muertos.

La ultima residencia de West fue una venerable casa,muy elegante, que dominaba uno de los más antiguos ce-menterios de Boston. Había escogido el lugar por razo-nes puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoríade los enterramientos databan del periodo colonial, ypor tanto era de muy poca utilidad para un científicoque necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el la-boratorio en un subsótano secretamente construido porobreros traídos de otra región, y en él tenía un granincinerador para la total y discreta eliminación de loscadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerposque quedaban de los morbosos experimentos e impíasdiversiones del dueño. Durante la excavación de este só-tano, los obreros habían dado con cierta albañilería ex-traordinariamente antigua; sin duda comunicaba con elviejo cementerio, aunque era demasiado profunda paraque desembocara en ningún sepulcro conocido. Despuésde muchos cálculos, West concluyó que debía de haberalguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en

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la que el último enterramiento se había efectuado en 1768.Yo estaba con él cuando estudió las paredes goteantes ynitrosas que habían dejado al descubierto las palas y lospicos de los obreros, y estaba preparado para el espanto-so escalofrío que nos aguardaba en el instante de descu-brir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primeravez, la nueva timidez de West se impuso a su natural cu-riosidad, y traicionó su degenerada fibra imponiéndoleque dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Yasí permaneció, hasta la noche infernal, como parte delas paredes del laboratorio secreto. He hablado del debi-litamiento de West, pero debo añadir que era puramentemental e intangible. Exteriormente, fue el mismo hastael final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojosazules y con gafas, y un aspecto general de joven que losaños y los terrores no llegaron a cambiar. Parecía sere-no incluso cuando pensaba en aquella sepultura araña-da y miraba por encima del hombro, o cuando pensabaen aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los ba-rrotes de Sefton.

El final de Herbert West comenzó una tarde, en nues-tro despacho común, cuando alternaba su extraña mira-da entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraídosu atención desde las arrugadas páginas, y una zarpatitánica pareció atraparle desde dieciséis años atrás. Enel manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia,había sucedido algo espantoso e increíble que había de-jado estupefactos al vecindario y perpleja a la policía. Aprimeras horas de la madrugada un grupo de hombressilenciosos había penetrado en el parque de la institu-ción y su jefe había despertado a los celadores. Era unaamenazadora figura militar que hablaba sin mover loslabios, cuya voz parecía conectada casi ventrilocuamentea un gran estuche negro que transportaba. Su inexpre-

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sivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta elpunto de dar la impresión de una belleza radiante, aun-que el director se había llevado un sobresalto cuando laluz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro decera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle al-gún accidente atroz a este hombre. Otro, más alto, guia-ba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulencaaparecía medio devorada por alguna enfermedad desco-nocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodiadel monstruo caníbal traído de Arkham hacía dieciséisaños, y al serle negada dio una señal que provocó un es-pantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon,patearon y mordieron a todos los celadores que no lo-graron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguie-ron liberar al monstruo. Estas víctimas, que podíanrecordar el suceso sin histerismos, juraban que las cria-turas se habían comportado menos como hombres quecomo puros autómatas guiados por el jefe de cabeza decera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la cria-tura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.

Desde el momento en que leyó el artículo, hasta lamedianoche, West permaneció casi paralizado. A las docesonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemen-te. Todos los criados se encontraban durmiendo en elático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a lapolicía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi ungrupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estu-che cuadrado que depositaron en la entrada, después degruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana:

—Correo urgente; pagado.Salieron de la casa con paso desigual, y al verlos ale-

jarse tuve el extraño convencimiento de que se dirigíanal antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrásde la casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West

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y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados y llevabael nombre correcto de West, con su actual dirección. Tam-bién traía remitente: «Eric Moreland Clapman-Lee, St.Clare. Eloi, Flandes». Seis años antes, en Flandes, el hos-pital se había derrumbado, a causa de una granada, so-bre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clap-man-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual —quizá—había llegado a proferir sonidos articulados. Ahora Westni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso.Dijo rápidamente:

—Es el fin... pero incineremos... esto.Transportamos la caja al laboratorio, con el oído aten-

to. No recuerdo muchos de los detalles —ya puedenimaginar mi estado psíquico—, pero es una mentira mali-ciosa decir que fue el cuerpo de Hebert West lo que metíen el incinerador. Entre los dos introdujimos la caja sinabrir, cerramos la puerta y conectamos la corriente. Yno brotó sonido alguno de la caja.

Fue West quien observó primero que se caía el yesode una parte de la pared, donde había sido cubierta laantigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr,pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura ne-gra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y per-cibí el olor de las entrañas abominables de una tierraputrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese preci-so instante se apagaron las luces, y vi recortarse contracierta fosforescencia del mundo inferior una horda deseres silenciosos que avanzaban penosamente, productode la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas,semihumanas; se trataba de una horda grotescamenteheterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una,del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastanteancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiadospor el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una especie

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de monstruosidad con ojos desorbitados que marchabadetrás del jefe agarró a Herbert West. West no se resis-tió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todossobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sustrozos a la cripta subterránea de fabulosas abominacio-nes. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con uni-forme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West.Al desaparecer, vi que sus ojos azules, detrás de las ga-fas, centelleaban espantosamente, revelando por prime-ra vez una frenética y visible emoción.

Los criados me encontraron inconsciente por la ma-ñana. West había desaparecido. El incinerador conteníasólo ceniza inidentificable. Los detectives me han inte-rrogado; pero, ¿qué puedo decir? No relacionarán a Westcon la tragedia de Sefton; ni con eso, ni con los hombresde la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de lacripta; pero ellos me han enseñado el yeso intacto de lapared y se han reído. Así que no les he contado nada más.Quieren dar a entender que estoy loco o que soy un ase-sino... probablemente es que estoy loco. Pero podría noser así, si esas condenadas legiones de las tumbas noestuviesen tan calladas.

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DEL MÁS ALLÁ

INCONCEBIBLEMENTE espantoso era el cambio que se habíaoperado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No lehabía visto desde el día —dos meses y medio antes— enque me contó hacia dónde se orientaban sus investiga-ciones físicas y matemáticas. Cuando respondió a mistemerosas y casi asustadas reconvenciones echándomede su laboratorio y de su casa en una explosión de faná-tica ira, supe que en adelante permanecería la mayorparte de su tiempo encerrado en el laboratorio del ático,con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco yprohibiendo la entrada incluso a los criados; pero no creíque un breve período de diez semanas pudiera alterarde ese modo a una criatura humana. No es agradable vera un hombre fornido quedarse flaco de repente, y menosaún cuando se le vuelven amarillentas o grises las bol-sas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen ojerososy extrañamente relucientes, se le arruga la frente y sele cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las ma-nos. Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo,un completo desaliño en la ropa, una negra pelambrera

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que comienza a encanecer por la raíz, y una barba blan-ca crecida en un rostro en otro tiempo afeitado, el efectogeneral resulta horroroso. Pero ése era el aspecto deCrawford Tillinghast la noche en que su casi incoheren-te mensaje me llevó a su puerta, después de mis sema-nas de exilio; ése fue el espectro que me abrió temblando,vela en mano, y miró furtivamente por encima del hom-bro como temeroso de los seres invisibles de la casa vie-ja y solitaria, retirada de la línea de edificios que forma-ban Benevolent Street.

Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicaraal estudio de la ciencia y la filosofía. Estas materias de-ben dejarse para el investigador frío e impersonal, yaque ofrecen dos alternativas igualmente trágicas al hom-bre de sensibilidad y de acción: la desesperación, si fra-casa en sus investigaciones, y el terror inexpresable einimaginable, si triunfa. Tillinghast había sido una vezvíctima del fracaso, solitario y melancólico; pero ahoracomprendí, con angustiado temor, que era víctima deléxito. Efectivamente, se lo había advertido diez sema-nas antes, cuando me espetó la historia de lo que pre-sentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se excitóy se congestionó, hablando con voz aguda y afectada, aun-que siempre pedante.

—¿Qué sabemos nosotros —había dicho— del mun-do y del universo que nos rodea? Nuestros medios de per-cepción son absurdamente escasos, y nuestra noción delos objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Ve-mos las cosas sólo según la estructura de los órganoscon que las percibimos, y no podemos formarnos una ideade su naturaleza absoluta. Pretendemos abarcar el cos-mos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuan-do otros seres dotados de una gama de sentidos másamplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no

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sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotrosvemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos en-teros de materia, de energía y de vida que se encuen-tran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles anuestros sentidos actuales.

Siempre he estado convencido de que esos mundosextraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; yahora creo que he descubierto un medio de traspasar labarrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esamáquina que tengo junto a la mesa generará ondas queactuarán sobre determinados órganos sensoriales exis-tentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia.Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignora-das por el hombre, algunas de las cuales son desconoci-das para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremoslo que hace aullar a los perros por las noches, y endere-zar las orejas a los gatos después de las doce. Veremosesas cosas, y otras que jamás ha visto hasta ahora ningu-na criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y lasdimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nosasomaremos al fondo de la creación.

Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté;porque le conocía lo bastante como para sentirme asus-tado, más que divertido; pero era un fanático, y me echóde su casa. Ahora no se mostraba menos fanático; aun-que su deseo de hablar se había impuesto a su resenti-miento y me había escrito imperativamente, con una letraque apenas reconocía. Al entrar en la morada del amigotan súbitamente metamorfoseado en gárgola tembloro-sa, me sentí contagiado del terror que parecía acecharen todas las sombras. Las palabras y convicciones mani-festadas diez semanas antes parecían haberse materia-lizado en la oscuridad que reinaba más allá del círculode luz de la vela, y experimenté un sobresalto al oír la

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voz cavernosa y alterada de mi anfitrión. Deseé tenercerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se ha-bían marchado todos hacía tres días. Era extraño que elviejo Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sindecírselo a un amigo fiel como yo. Era él quien me habíatenido al corriente sobre Tillinghast desde que me echa-ra furiosamente.

Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temo-res a mi creciente curiosidad y fascinación. No sabía exac-tamente qué quería Crawford Tillinghast ahora de mí,pero no dudaba que tenía algún prodigioso secreto o des-cubrimiento que comunicarme. Antes, le había censura-do sus anormales incursiones en lo inconcebible; ahoraque había triunfado de algún modo, casi compartía suestado de ánimo, aunque era terrible el precio de la vic-toria. Le seguí escaleras arriba por la vacía oscuridadde la casa, tras la llama vacilante de la vela que soste-nía la mano de esta temblorosa parodia de hombre. Alparecer, estaba desconectada la corriente; y al pregun-társelo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.

—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió mur-murando.

Observé especialmente su nueva costumbre de mur-murar, ya que no era propio de él hablar consigo mismo.Entramos en el laboratorio del ático, y vi la detestablemáquina eléctrica brillando con una apagada y sinies-tra luminosidad violácea. Estaba conectada a una poten-te batería química; pero no recibía ninguna corriente,porque recordaba que, en su fase experimental, chispo-rroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento.En respuesta a mi pregunta, Tillinghast murmuró queaquel resplandor permanente no era eléctrico en el sen-tido que yo lo entendía.

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A continuación me sentó cerca de la máquina, de for-ma que quedaba a mi derecha, y conectó un conmutadorque había debajo de un enjambre de lámparas. Empeza-ron los acostumbrados chisporroteos, se convirtieron enrumor, y finalmente en un zumbido tan tenue que dabala impresión de que había vuelto a quedar en silencio.Entre tanto, la luminosidad había aumentado, disminui-do otra vez, y adquirido una pálida y extraña coloración—o mezcla de colores— imposible de definir ni descri-bir. Tillinghast había estado observándome, y notó miexpresión desconcertada.

—¿Sabes qué es eso? —susurró— ¡rayos ultravioleta!—rió de forma extraña ante mi sorpresa—. Tú creías queeran invisibles; y lo son.:. pero ahora pueden verse, igualque muchas otras cosas invisibles también.

»¡Escucha! Las ondas de este aparato están desper-tando los mil sentidos aletargados que hay en nosotros;sentidos que heredamos durante los evos de evoluciónque median del estado de los electrones inconexos al es-tado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad, y mepropongo enseñártela. ¿Te gustaría saber cómo es? Pueste lo diré —aquí Tillinghast se sentó frente a mí, apagóla vela de un soplo, y me miró fijamente a los ojos—. Tusórganos sensoriales, creo que los oídos en primer lugar,captarán muchas de las impresiones, ya que están estre-chamente conectados con los órganos aletargados. Lue-go lo harán los demás. ¿Has oído hablar de la glándulapineal? Me río de los superficiales endocrinólogos, co-legas de los embaucadores y advenedizos freudianos. Esaglándula es el principal de los órganos sensoriales... yolo he descubierto. Al final es como la visión, transmitiendorepresentaciones visuales al cerebro. Si eres normal, ésaes la forma en que debes captarlo casi todo... Me refieroa casi todo el testimonio del más allá.

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Miré la inmensa habitación del ático, con su paredsur inclinada, vagamente iluminada por los rayos quelos ojos ordinarios son incapaces de captar. Los rinconesestaban sumidos en sombras, y toda la estancia había ad-quirido una brumosa irrealidad que emborronaba su na-turaleza e invitaba a la imaginación a volar y fantasear.Durante el rato que Tillinghast estuvo en silencio, meimaginé en medio de un templo enorme e increíble dedioses largo tiempo desaparecidos; de un vago edificiocon innumerables columnas de negra piedra que se ele-vaban desde un suelo de losas húmedas hacia unas altu-ras brumosas que la vista no alcanzaba a determinar. larepresentación fue muy vívida durante un rato; pero gra-dualmente fue dando paso a una concepción más horri-ble: la de una absoluta y completa soledad en el espacioinfinito, donde no había visiones ni sensaciones sonoras.Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo infantilque me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver quede noche siempre llevo encima, desde la vez que me asal-taron en East Providence. Luego, de las regiones másremotas, el ruido fue cobrando suavemente realidad. Eramuy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musi-cal; pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, quesentí su impacto como una delicada tortura por todo micuerpo. Experimenté la sensación que nos produce el ara-ñazo fortuito sobre un cristal esmerilado. Simultánea-mente, noté algo así como una corriente de aire frío quepasó junto a mí, al parecer en dirección al ruido distan-te. Aguardé con el aliento contenido, y percibí que el rui-do y el viento iban en aumento, produciéndome la extrañaimpresión de que me encontraba atado a unos raíles porlos que se acercaba una gigantesca locomotora. Empecéa hablarle a Tillinghast, e instantáneamente se disipa-ron todas estas inusitadas impresiones. Volví a ver al

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hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscu-ras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólverque yo había sacado casi de manera inconsciente; peropor su expresión, comprendí que había visto y oído lomismo que yo, si no más. Le conté en voz baja lo que ha-bía experimentado, y me pidió que me estuviese lo másquieto y receptivo posible.

—No te muevas —me advirtió—, porque con estosrayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros pode-mos ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunqueno te he contado cómo. Fue por culpa de esa estúpidaama de llaves; encendió las luces de abajo, después deadvertirle yo que no lo hiciera, y los hilos captaron vi-braciones simpáticas. Debió de ser espantoso; pude oírlos gritos desde aquí, a pesar de que estaba pendientede lo que veía y oía en otra dirección; más tarde, me que-dé horrorizado al descubrir montones de ropa vacía portoda la casa. Las ropas de la señora Updike estaban enel vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé quefue ella quien encendió. Pero mientras no nos movamos,no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamoscon un mundo terrible en el que estamos prácticamentedesamparados... ¡No te muevas!

El impacto combinado de la revelación y la brusca or-den me produjo una especie de parálisis; y en el terror,mi mente se abrió otra vez a las impresiones proceden-tes de lo que Tillinghast llamaba el «más allá». Me en-contraba ahora en un vórtice de ruido y movimientoacompañados de confusas representaciones visuales. Veíalos contornos borrosos de la habitación; pero de algúnpunto del espacio parecía brotar una hirviente columnade nubes o formas imposibles de identificar que traspa-saban el sólido techo por encima de mí, a mi derecha.Luego volví a tener la impresión de que estaba en un tem-

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plo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un océanoaéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo lar-go de la brumosa columna que antes había visto. Des-pués, la escena se volvió casi enteramente calidoscópica;y en la mezcolanza de imágenes sonidos e impresionessensoriales inidentificables, sentí que estaba a punto dedisolverme o de perder, de alguna manera, mi forma só-lida. Siempre recordaré una visión deslumbrante y fu-gaz. Por un instante, me pareció ver un trozo de extrañocielo nocturno poblado de esferas brillantes que girabansobre sí; y mientras desaparecía, vi que los soles resplan-decientes componían una constelación o galaxia de tra-zado bien definido; dicho trazado correspondía al rostrodistorsionado de Crawford Tillinghast. Un momento des-pués, sentí pasar unos seres enormes y animados, unasveces rozándome y otras caminando o deslizándose so-bre mi cuerpo supuestamente sólido, y me pareció queTillinghast los observaba como si sus sentidos más ave-zados pudieran captarlos visualmente. Recordé lo quehabía dicho de la glándula pineal, y me pregunte qué es-taría viendo con ese ojo preternatural.

De pronto, me di cuenta de que yo también poseíauna especie de visión aumentada. Por encima del caosde luces y sombras se alzó una escena que, aunque vaga,estaba dotada de solidez y estabilidad. Era en cierto modofamiliar, ya que lo inusitado se superponía al escenarioterrestre habitual a la manera como la escena cinemato-gráfica se proyecta sobre el telón pintado de un teatro.Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la pocoagraciada figura de Tillinghast enfrente de mí; pero nohabía vacía la más mínima fracción del espacio que se-paraba todos estos objetos familiares. Un sinfín de for-mas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entremediasen repugnante confusión; y junto a cada objeto conoci-

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do, se movían mundos enteros y entidades extrañas ydesconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidia-nas entraban en la composición de otras desconocidas, yviceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas habíanegrísimas y gelatinosas monstruosidades que tembla-ban fláccidas en armonía con las vibraciones proceden-tes de la máquina. Estaban presentes en repugnanteprofusión, y para horror mío, descubrí que se superpo-nían, que eran semifluidas y capaces de interpenetrarsemutuamente y de atravesar lo que conocemos como cuer-pos sólidos. No estaban nunca quietas, sino que parecíanmoverse con algún propósito maligno. A veces, se devo-raban unas a otras, lanzándose la atacante sobre la vícti-ma y eliminándola instantáneamente de la vista. Com-prendí, con un estremecimiento, que era lo que habíahecho desaparecer a la desventurada servidumbre, y yano fui capaz de apartar dichas entidades del pensamien-to, mientras intentaba captar nuevos detalles de estemundo recientemente visible que tenemos a nuestro al-rededor. Pero Tillinghast me había estado observando,y decía algo.

— ¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que flotan yaletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instantede tu vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hom-bres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he consegui-do romper la barrera, no te he mostrado mundos queningún hombre vivo ha visto? —oí que gritaba a travésdel caos; y vi su rostro insultantemente cerca del mío.Sus ojos eran dos pozos llameantes que me miraban conlo que ahora sé que era un odio infinito. La máquina zum-baba de manera detestable.

— ¿Crees que fueron esos seres que se contorsionantorpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil,ésos son inofensivos! Pero los criados han desaparecido,

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¿no es verdad? Tú trataste de detenerme; me desalenta-bas cuando necesitaba hasta la más pequeña migaja dealiento; te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, con-denado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Quéfue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizodar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero en se-guida lo vas a saber. Mírame; escucha lo que voy a de-cirte. ¿Crees que tienen realidad las nociones de espacio,de tiempo y de magnitud? ¿Supones que existen cosastales como la forma y la materia? Pues yo te digo que healcanzado profundidades que tu reducido cerebro no escapaz de imaginar. Me he asomado más allá de los confi-nes del infinito y he invocado a los demonios de las estre-llas... He cabalgado sobre las sombras que van de mundoen mundo sembrando la muerte y la locura... Soy dueñodel espacio, ¿me oyes?, y ahora hay entidades que mebuscan, seres que devoran y disuelven; pero sé la formade eludirlas. Es a ti a quien cogerán, como cogieron a loscriados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya que espeligroso moverse; te he salvado antes al advertirte quepermanecieras inmóvil.., a fin de que vieses más cosas yescuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movi-do, hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preo-cupes; no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados:fue el verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a lospobres diablos. No son agraciados, mis animales favori-tos. Vienen de un lugar cuyos cánones de belleza son...muy distintos. La desintegración es totalmente indolo-ra, te lo aseguro; pero quiero que los veas. Yo estuve apunto de verlos, pero supe detener la visión. ¿No sien-tes curiosidad? Siempre he sabido que no eras científi-co. Estás temblando, ¿eh? Temblando de ansiedad porver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Porqué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado? Bueno, no

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te preocupes, amigo mío, porque ya vienen... Mira, mira,maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.

Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo se-páis ya por las notas aparecidas en los periódicos. La poli-cía oyó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontróallí a los dos: a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente.Me detuvieron porque tenía el revólver en la mano; perome soltaron tres horas después, al descubrir que habíasido un ataque de apoplejía lo que había acabado con lavida de Tillinghast, y comprobar que había dirigido eldisparo contra la dañina máquina que ahora yacía inser-vible en el suelo del laboratorio. No dije nada sobre loque había visto, por temor a que el forense se mostraseescéptico; pero por la vaga explicación que le di, el doc-tor comentó que sin duda yo había sido hipnotizado porel homicida y vengativo demente.

Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destroza-dos nervios si dejara de pensar lo que pienso sobre elaire y el cielo que tengo por encima de mí y a mi alrede-dor. Jamás me siento a solas ni a gusto; y a veces, cuan-do estoy cansado, tengo la espantosa sensación de queme persiguen. Lo que me impide creer en lo que dice eldoctor es este simple hecho: que la policía no encontrójamás los cuerpos de los criados que dicen que CrawfordTillinghast mató.

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DOS BOTELLAS NEGRAS

NINGUNO de los pocos habitantes que quedan en Daalber-gen, localidad de las Montañas Ramapo, cree que mi tío,el viejo dómine Vanderhoof, esté realmente muerto. Pien-san algunos que se encuentra suspendido en la maldi-ción del viejo sacristán. De no haber sido por aquel viejomago, acaso pudiera estar todavía rezando en la peque-ña y húmeda iglesia del otro lado del páramo.

Después de lo que me ocurrió en Daalbergen, difícil-mente podría compartir la opinión de los aldeanos. Noestoy seguro de que mi tío esté muerto, pero sí lo estoy,en cambio, de que no está vivo en ningún lugar de estemundo. No hay duda de que el viejo sacristán lo enterróuna vez, pero, como fuera, no se encuentra ya en aquellatumba. Podría decir que siento su presencia a mi espal-da mientras escribo esto; una presencia que me impelea decir la verdad de las extrañas cosas ocurridas en Daal-bergen hace tantos años.

En respuesta a una llamada, llegué a Daalbergen elcuatro de octubre. La carta era de un antiguo miembrode la parroquia de mi tío, y me contaba que éste había

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pasado a mejor vida y que sin duda habría algunas pe-queñas posesiones que yo, único pariente vivo que te-nía, podía heredar. Después de haber alcanzado el pequeñoy apartado villorrio mediante incontables empalmesferroviarios, me dirigí al almacén de Mark Haines, fir-mante de la carta, y éste, tras conducirme a una estan-cia trasera llena de trastos, me contó un peculiar relatoconcerniente a la muerte del dómine Vanderhoof.

—Debe tener cuidado, Hoffman —me dijo Haines—,cuando tenga que vérselas con el viejo sacristán, AbelFoster. Tan seguro como que usted está vivo, tiene aldiablo por aliado. No hará ni dos semanas que Sam Pryor,al cruzar el viejo camposanto, le oyó conversar con losfiambres. No era normal que hablara de aquella mane-ra; y Sam jura que había una voz que le respondía, unaespecie de semivoz, hueca y ahogada, como si procedie-ra de las entrañas de la tierra. Y otros hay que puedendecirle a usted que le han visto plantando delante de latumba del viejo dómine Slott, la que está pudriéndosejunto a la pared de la iglesia, frotándose las manos y ha-blando al musgo de la lápida como si ése fuera el viejodómine en persona.

Según Haines, el viejo Foster había llegado a Daalber-gen unos diez años atrás, y había sido contratado inme-diatamente por Vanderhoof para que se hiciera cargode la húmeda iglesia de piedra, a la que acudían casi to-dos los aldeanos. Era un tipo que no agradaba a nadieque no fuera Vanderhoof mismo, ya que su presencia des-pertaba sugerencias rayanas en lo siniestro. Cuando lagente entraba en la iglesia, él solía quedarse junto a lapuerta, los hombres le devolvían fríamente su servil sa-ludo, en tanto que las mujeres rehuían su gesto y se ha-cían las sayas a un lado para evitar su contacto. Se le podíaver durante los días de faena cortando la hierba del ce-

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menterio y esparciendo flores en las tumbas, siempremurmurando para sí. Algunos se dieron cuenta de queprestaba una atención especial a la tumba del reveren-do Guilliam Slott, primer pastor de la iglesia en 1701.

Poco después de establecerse definitivamente en elpueblo, comenzaron los desastres. Primero fue lo del ago-tamiento de la mina de la montaña, donde trabajaban casitodos los hombres. El hierro se acabó y muchos desem-pleados se trasladaron a otros sitios más rentables, mien-tras que los que poseían ciertas extensiones de terrenopor los alrededores se dedicaron al trabajo de granja yse las arreglaron como pudieron para vivir en las lade-ras rocosas. Luego ocurrieron aquellas cosas en la igle-sia. Se susurraba que el reverendo Johannes Vanderhoofhabía hecho un pacto con el diablo y que predicaba la pala-bra de éste en la casa de Dios. Sus sermones se volvie-ron extravagantes y grotescos, aderezados con cosassiniestras que la gente ignorante de Daalbergen no com-prendía. Transportaba a su auditorio a edades de miedoy superstición, a regiones de espíritus odiosos e invisi-bles, poblando su fantasía de fantasmas nocturnos. Pocoa poco fue mermando la parroquia, mientras que los másancianos y los diáconos le rogaban en vano que cambia-ra el tema de sus sermones. Aunque el viejo prometíahacerlo, parecía estar sometido a algún poder superiorque le obligaba a hacer su voluntad.

De estatura gigantesca, Johannes Vanderhoof era re-putado como débil de espíritu y tímido, y sin embargo,aunque fue amenazado con la expulsión, continuó sus ser-mones espantosos hasta que no quedó en la mañana deldomingo más que un pequeño puñado de oyentes. Al nohaber mucho dinero, resultaba imposible llamar a otropastor, y llegó el momento en que ningún aldeano se atre-vió a acercarse a la iglesia. Lo mismo ocurrió con la rec-

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toría adjunta. El miedo a las fuerzas espectrales con lasque Vanderhoof parecía haber pactado campaba por do-quier.

Mi tío, continuó diciéndome Mark Haines, siguió vi-viendo en la rectoría porque no había nadie con valen-tía suficiente como para decirle que se marchara. Nadievolvió a verlo, pero las luces eran visibles por la nocheen la rectoría, y hasta podían entreverse en la misma igle-sia de vez en cuando. Por todo el pueblo se susurraba queVanderhoof predicaba regularmente en la iglesia todoslos domingos por la mañana, sin que hubiera advertidoque las naves estaban vacías. Sólo el viejo sacristán es-taba con él: vivía en la parte trasera de la iglesia, cuida-ba de Vanderhoof y hacía visitas semanales al pueblo paracomprar provisiones. Ya no se inclinaba ante nadie servil-mente; lejos de ello, parecía incubar algún odio demo-níaco que no se cuidaba mucho de ocultar. No hablabacon nadie salvo con quien era necesario al efectuar suscompras, y cuando caminaba por la calle ayudado de unbastón con el que golpeaba el empedrado irregular, mi-raba a derecha e izquierda con los ojos llenos de maldad.Combado y arrugado por la edad, cualquiera podía no-tar su presencia cuando se acercaba; tan poderosa eraaquella personalidad que, según los rumores, había he-cho que Vanderhoof se pusiera bajo la tutela del diablo.Ningún ciudadano de Daalbergen dudaba que AbelFoster fuera en el fondo la causa de la malaventura dela aldea; pero nadie se atrevía a mover un dedo contraél, ni tan siquiera a aproximársele sin sentir escalofríos.Su nombre, así como el de Vanderhoof, no era mencio-nado nunca en voz alta. Siempre que se sacaba a cola-ción la iglesia que estaba del otro lado del páramo, sehacía entre susurros; y si ocurría que la conversaciónera por la noche, los susurradores lanzaban miradas de

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desconfianza por encima del hombro para asegurarse deque no había nada informe o siniestro en la oscuridadque pudiera ser testigo de sus palabras.

El camposanto seguía tan verde y hermoso como cuan-do la iglesia estaba en funcionamiento, y había flores enlas tumbas tan cuidadosamente dispuestas como en tiem-pos pasados. A veces podía verse trabajar allí al viejosacristán, como si todavía recibiera algún estipendio porsus servicios, y quienes se atrevían a acercarse decíanque mantenía una continua conversación con el diablo ylos espíritus que rondaban dentro de las tapias del ce-menterio.

Una mañana, Foster fue visto cuando cavaba una tum-ba donde el chapitel de la iglesia vuelca su sombra a lacaída de la tarde, antes de que el sol se oculte tras elcerro y sumerja a todo el pueblo en la penumbra. Pocodespués la campana de la iglesia, muda desde hacía me-ses, dobló suavemente durante media hora. Alrededordel ocaso los que observaban desde lejos vieron que Fos-ter sacaba un ataúd de la rectoría ayudándose de unacarretilla, lo metía en la tumba con escasa ceremonia yvolvía a poner la tierra en el agujero.

El sacristán fue al pueblo a la mañana siguiente, cum-pliendo su cita semanal y de mejor humor que el acos-tumbrado. Parecía deseoso de hablar, de hacer notar queVanderhoof había muerto el día anterior y que había en-terrado su cuerpo junto al del dómine Slott, junto a losmuros de la iglesia. Sonreía a menudo y se frotaba lasmanos con una efusión imposible de describir. Al pare-cer, la muerte de Vanderhoof lo llenaba de alborozo dia-bólico. Los aldeanos eran conscientes de que había algosiniestro en su persona y lo evitaban tanto como podían.Con la desaparición de Vanderhoof, se sintieron más in-seguros que nunca, pues el viejo sacristán estaba en en-

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tera libertad de lanzar sus sortilegios contra la aldeadesde la iglesia. Murmurando algo en un idioma que na-die entendía, Foster regresó siguiendo la carretera quecruzaba el marjal.

Fue entonces cuando recordó Mark Haines haber oídohablar de su sobrino al dómine Vanderhoof. Haines de-cidió llamarme, con la esperanza de que yo supiera algoque pudiera aclarar el misterio de los últimos años demi tío. Aseguré, sin embargo, que nada sabía sobre mitío o su pasado, salvo que mi madre lo había descrito comohombre de un físico gigantesco, pero de poco ánimo y fuer-za de voluntad.

Tras haber oído lo que Haines tenía que decirme, echémi silla hacia delante, la equilibré sobre el suelo y miréel reloj. Era ya bien entrada la tarde.

—¿A cuánto está de aquí la iglesia? —pregunté—.¿Podría llegar antes de la puesta del sol?

—Ay, muchacho, no se le ocurra ir allí de noche. Aese sitio no. —Todos los miembros del viejo temblaron ymedio se levantó de la silla al tender hacia mí una manodelgada que quería hacer de impedimento—. ¡Es una lo-cura! —exclamó.

Me reí para mis adentros de sus temores y le dije que,ocurriera lo que ocurriese, estaba resuelto a ver al viejosacristán aquella misma noche para acabar con el asun-to lo antes posible. No tenía el menor interés en aceptarcomo ciertas las supersticiones de aquellos ignorantes,pues estaba convencido de que todo lo que acababa deoír no era más que una cadena de sucesos que los fanta-siosos de Daalbergen habían querido engarzar con sumala suerte. Por mi parte, no experimentaba ni miedoni horror.

Al ver mi decisión, Haines me acompañó cuando salíde su oficina y me dio las pocas indicaciones requeridas,

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suplicándome más de una vez que cambiara de idea. Nosdimos la mano y noté en su gesto la emoción que se sien-te cuando se despide a alguien que no se va a volver aver.

—Tenga cuidado con Foster, no se fíe de él —me ad-virtió una y otra vez—. Yo no me arrimaría a él despuésde oscurecido por nada del mundo. ¡No, señor! —Sacu-diendo solemnemente la cabeza, volvió a entrar en su al-macén mientras yo tomaba la carretera que conducía alas afueras de la localidad.

Apenas había caminado dos minutos cuando diviséel pantano del que Haines me había hablado. La carre-tera, flanqueada por una valla pintada de blanco, atra-vesaba todo el marjal, lleno de matojos y arbustos mediosumergidos en la ciénaga. El aire estaba saturado de pes-tilencias e incluso podían verse leves volutas de vaporque se levantaban de aquel lugar insano bajo la luz dela tarde.

Al llegar al otro lado del pantano, torcí a la izquier-da, según se me había indicado, y abandoné la carreteraprincipal. Había varias casas por los alrededores; casasque eran poco más que chozas, que reflejaban la extremapobreza de sus habitantes. La carretera pasaba ahorabajo las ramas colgantes de sauces inmensos que casiocultaban el paso de los rayos solares. El olor miasmáticode la charca castigaba todavía mi olfato y el aire era fríoy húmedo. Aceleré el paso para salir de aquel túnel loantes posible.

Al cabo, salí de nuevo a campo descubierto. El sol, ala sazón como una bola roja que pendiera sobre la cres-ta de la montaña, comenzaba a hundirse lentamente, yentonces vi, bañada por una iridiscencia ensangrenta-da, la fachada de la iglesia solitaria. Comencé a experi-mentar la sensación siniestra que había mencionado

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Haines, aquel sentimiento de miedo que obligaba a todoDaalbergen a evitar el lugar. La misma armazón pétreade la iglesia, con su campanario sin aguja, me parecíacomo un ídolo ante el que las lápidas circundantes seinclinaran y rindieran pleitesía, con sus puntas arquea-das como los hombros de una persona que permanecie-ra de rodillas, mientras que el conjunto de la vieja rectoríase alzaba como un alma en pena.

Reduje el paso nada más entrar en el escenario. Elsol estaba desapareciendo tras la montaña rápidamentey el aire húmedo me producía escalofríos. Me subí el cue-llo del abrigo y seguí andando. Al lanzar una nueva mi-rada escudriñadora, me percaté de algo. Había un objetoblanco protegido por la sombra de la iglesia, un objetoque me pareció exento de forma definida. Aguzando lavista a medida que me aproximaba, vi que se trataba deuna cruz de madera nueva, que coronaba un montoncillode tierra removida hacía poco. El descubrimiento meprodujo un nuevo escalofrío. Me percaté de que debíade ser la tumba de mi tío; pero algo me dijo que no eraigual que las tumbas que había junto a ella. No parecíala tumba de un muerto. En cierto modo intangible, se hu-biera dicho que era una tumba viva, si es que puede ca-lificarse de viva a una tumba. Muy pegada a ella, segúnvi al acercarme, había otra tumba: un montículo viejo conuna losa desmoronada encima. Pensé que se trataba dela tumba del dómine Slott, recordando la historia queme contara Haines.

No había señales de vida por los alrededores. Bajola luz del atardecer subí el terraplén en que se alzaba larectoría y golpeé en la puerta. No hubo respuesta. Ro-deé el edificio y miré por las ventanas. El lugar enteroparecía desierto.

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La sombra de las montañas había hecho caer la no-che con la repentina ocultación del sol. Me di cuenta deque podía ver poco más que lo que estaba a unos pies de-lante de mí. Avanzando con mucha precaución, doblé unaesquina del edificio y me detuve, preguntándome qué ha-ría a continuación.

Todo estaba en calma. No había ni el menor soplo deviento, ni tampoco oía los ruidos que suelen hacer losanimales en sus refugios nocturnos. Todo lo odioso pa-recía haberse esfumado; pero en presencia de una calmatan sepulcral afloraron de nuevo mis aprensiones. Ima-giné que el aire estaba lleno de espíritus fantasmalesque me rodeaban y hacían el aire casi irresistible. Me pre-gunté, por centésima vez, dónde estaría el viejo sacris-tán.

Allí estaba yo, medio esperando que brotara algúndemonio de las sombras, cuando advertí el resplandorde dos ventanas iluminadas en la torre de la iglesia. Re-cordé entonces que Haines me había dicho que Fostervivía en la parte trasera del edificio. Avanzando con cau-tela en la negrura, di con una puerta lateral entornada.

El interior olía a moho. Todo lo que toqué estaba cu-bierto de humedad fría. Encendí una cerilla y me pusea explorar, a fin de descubrir, si podía, un camino queme llevara al campanario. Entonces me detuve en seco.

Por encima de mí se deslizó un retazo de canción, rui-dosa y obscena, entonada con una voz profundamentegutural. La cerilla me quemó los dedos y la apagué. Dosalfileres de luz taladraron la oscuridad en el muro de-lantero de la iglesia y debajo de ellos, a un lado, pudever el perfil de una puerta por cuyas grietas se filtrabala luz. La canción cesó tan bruscamente como había co-menzado y de nuevo reinó el silencio. El corazón me la-tía con fuerza y la sangre me presionaba en las sienes.

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De no haber estado petrificado por el miedo, habría sa-lido de estampía inmediatamente.

No me entretuve en encender otra cerilla. Seguí ca-minando en la oscuridad hasta que llegué ante la puer-ta. Tan profunda era la depresión de mi ánimo que mepareció estar comportándome como en un sueño. Mis ac-tos eran casi involuntarios.

La puerta estaba cerrada, según descubrí al manipu-lar el pomo. La golpeé unas cuantas veces, pero no obtuverespuesta. El silencio era tan completo como antes. Tan-teando en los bordes de la puerta, di con las bisagras,quité los pernos y dejé que la puerta cayera hacia mí. Viun tramo de escalera inundado por una luz suave. Y olis-queé un asqueroso tufo a whisky. Podía oír ya el movi-miento que alguien hacía en el campanario. Al aventurarun saludo en voz no muy alta, me pareció recibir un gru-ñido por respuesta, y comencé a subir los peldaños conprecaución.

La impresión que me produjo aquel lugar non sanc-to fue ciertamente extraña. Esparcidos por la pequeñahabitación había libros y manuscritos viejos y polvorien-tos: objetos extraños que debían de datar de fecha remo-tísima. Colocados en estantes que llegaban al techo pudever cosas horribles en frascos y botellas de cristal: ser-pientes, lagartos y murciélagos. El polvo, el moho y lastelarañas lo llenaban todo. En el centro, detrás de unamesa en la que había un candil encendido, una botellade whisky casi vacía y un vaso, había una figura inmóvilcon cara arrugada y delgada y ojos feroces que me mira-ban con mirada muerta. Reconocí en seguida a Abel Fos-ter, el viejo sacristán. Cuando me aproximé temerosamentea él, no hizo el menor movimiento ni articuló ningún so-nido.

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—¿El señor Foster? —pregunté, temblando con mie-do sin cuento al oír el eco de mi voz resonando en los es-trechos confines de la estancia. No hubo respuesta, nitampoco ningún movimiento. Me pregunté si no estaríatan borracho que se hubiera vuelto insensible, y rodeéla mesa para sacudirlo por el hombro.

Nada más ponerle la mano encima, el extraño viejosaltó de la silla con un espasmo de terror. Sus ojos, quemantenían aún la mirada perdida, me buscaron. Retro-cedió haciendo aspavientos.

—¡Atrás! —gritó—. ¡No me toque! ¡Lárguese...! ¡Lár-guese!

Vi que estaba borracho y conmocionado por algunaespecie de terror sin nombre. Empleando un tono sua-ve, le dije quién era yo y por qué estaba allí. Pareció en-tender vagamente y volvió a dejarse caer en la silla, abatidoe inmóvil.

—Creí que usted era él —murmuró—. Creí que eraél que regresaba. Lo ha estado intentando... intentandosalir desde que lo puse allí. —Su voz se alzó como un gri-to y se agarró a la silla con fuerza—. ¡Quizás haya salidoya! ¡Quizás haya salido!

Miré alrededor, medio esperando ver alguna formaespectral subiendo la escalera.

—¿Quién tiene que salir? —pregunté.—¡Vanderhoof! —dijo estremeciéndose—. La cruz que

hay en su tumba se cae por la noche. Cada mañana en-cuentro removida la tierra y se hace cada vez más difícilallanarla. Saldrá y yo no podré hacer nada por evitarlo.

Conteniéndolo, me senté en un cajón cerca de él. Es-taba temblando, presa de un terror mortal, y la saliva leresbalaba por las comisuras de la boca. De vez en cuan-do me asaltaba aquella sensación de terror que Hainesme había descrito al hablarme del viejo sacristán. Cier-

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tamente, había algo siniestro en aquel tipo. Su cabezaestaba vencida sobre el pecho y parecía más calmado,mientras murmuraba para sí.

Me levanté despacio y abrí una ventana para despe-jar el aire del hedor a moho y whisky. La luz de la luna,que se levantaba en aquel instante, volvía un tanto visi-bles los objetos de abajo. Alcanzaba a ver la tumba deldómine Vanderhoof desde donde me encontraba y parpa-deé un par de veces mientras aguzaba la vista. ¡La cruzestaba inclinada! Recordé haberla visto vertical una horaantes. El miedo volvió a apoderarse de mí. Me volví conrapidez. Foster me estaba mirando. Su mirada parecíamás cuerda que antes.

—Así que es usted el sobrino de Vanderhoof —mur-muró con tono nasal—. Bueno, entonces puede saberlousted todo. Dentro de nada vendrá a buscarme, y lo harátan pronto pueda salir de su tumba. Será mejor que selo cuente todo ahora que puedo.

El terror parecía haberle abandonado. Se dijera quese había resignado a algún destino terrible que espera-ba se cumpliera de un momento a otro. Dejó caer la ca-beza sobre el pecho otra vez y prosiguió su murmullocon un monótono tono nasal.

—¿Ve todos estos libros y papeles? Bueno, pues per-tenecieron al dómine Slott... al dómine Slott, que estuvoaquí hace años. Todas estas cosas sirven para hacer ma-gia, la magia negra que el viejo dómine sabía hacer an-tes de llegar a este lugar. Solía quemarlas y hervirlascon aceite para ver que pasaba. Pero el viejo Slott sabíacosas y no fue a decírselo a nadie. Sí, señor, el viejo Slottsolía predicar aquí hace varias generaciones y solía su-bir a este sitio para estudiar sus libros, y usaba todasesas cosas de los frascos y pronunciaba frases mágicas y

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otras cosas, pero no dejaba que nadie lo supiera. No, na-die sabía nada salvo el dómine Slott y yo.

—¿Usted? —le solté, al tiempo que me inclinaba ha-cia él.

—Eso es, yo, después de lo que aprendí —y al decir-lo, su rostro formó ciertas arrugas de truhanería—. Cuan-do vine aquí para hacer de sacristán, me encontré contodas estas cosas, y acostumbraba a leerlas cuando notenía nada que hacer. Así que pronto lo supe todo.

El viejo siguió su historia, mientras yo escuchaba ató-nito. Me dijo que había aprendido las difíciles fórmulasde la demonología, así que, mediante encantamientos,podía formular sortilegios que afectaban a los seres hu-manos. Había practicado horribles ritos ocultos propiosde un credo infernal, lanzando el anatema sobre la al-dea y sus habitantes. Enloquecido de deseo, quiso hacercaer a la iglesia bajo sus hechizos, pero el poder de Diosera demasiado fuerte. Dado que Johannes Vanderhoofera débil de voluntad, lo embrujó para que predicara ser-mones extraños y místicos que llevaran el miedo a lossencillos corazones de las gentes del lugar. Desde aque-lla habitación del campanario, dijo, detrás de una pintu-ra de la tentación de Jesús que adornaba la pared traserade la iglesia, observaba a Vanderhoof mientras éste pre-dicaba, por medio de ciertos agujeros que correspondíana los ojos del diablo en la pintura. Aterrorizada por lasextrañas cosas que sucedían, la congregación fue disol-viéndose y Foster se encontró con que podía hacer lo quele venía en gana en la iglesia y con Vanderhoof.

—Pero, ¿qué le hizo a él? —pregunté con voz huecacuando el viejo sacristán hizo una pausa. Rompió a reírcon un cloqueo y echó hacia atrás la cabeza con alegríade borracho.

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—¡Cogí su alma! —aulló en un tono que me hizo tem-blar—. Cogí su alma y la puse en una botella... en unabotellita negra. ¡Y lo enterré! Pero no tiene alma, y nopuede ir ni al cielo ni al infierno. Por eso intenta ir trasella. Por eso quiere salir ahora de su tumba. Es un hom-bre muy fuerte y puedo oírle mientras se abre paso enla fosa.

Según hablaba, me convencía cada vez más de que meestaba contando la verdad y no una fantasía alcohólica.Cada detalle encajaba con lo que Haines me había dicho.El miedo crecía en mi interior a pasos agigantados. Delan-te de aquel viejo brujo sacudido por una risa demoníaca,me sentí tentado de lanzarme escaleras abajo y salir zum-bando de aquellos alrededores maldecidos. Para calmar-me, me levanté y me acerqué de nuevo a la ventana. Losojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas cuan-do vi que la cruz de la tumba de Vanderhoof había acor-tado su ángulo con el suelo desde la última vez que laviera. Apenas alcanzaba ya cuarenta y cinco grados.

—¿No podríamos sacar a Vanderhoof y devolverlesu alma? —pregunté casi sin aliento, intuyendo que ha-bía que hacer algo en seguida. El viejo se levantó llenode espanto.

—¡No, no, no! —gritó—. ¡Me mataría! ¡He olvidado lafórmula, y si sale vivirá aunque sea sin alma! ¡Nos mata-ría a ambos!

—¿Dónde está la botella que contiene su alma? —pre-gunté, avanzando amenazadoramente hacia él. Intuía queestaba a punto de ocurrir algo espectral y que yo debíahacer todo lo que estuviera a mi alcance por impedirlo.

—¡No te lo diré, mozalbete! —gruñó. Intuí más quevi una curiosa luminosidad en sus ojos mientras retro-cedía hacia un rincón—. ¡Y no me toques o lamentaráshaberlo hecho!

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Di un paso al frente, advirtiendo que en un estanteque había a su espalda había dos botellas negras. Fostermurmuró unas palabras peculiares en voz baja y cantu-rreante. Todo comenzó a emborronarse ante mis ojos, yalgo que había en mi interior parecía pujar por salir,amenazando llenar mi garganta. Sentí que se me debili-taban las rodillas.

Lanzándome hacia delante, agarré por el cuello alviejo sacristán y con la mano que me quedaba libre tratéde coger las botellas. Pero el viejo cayó hacia atrás, gol-peó con el pie una de las botellas y ésta cayó al suelo.Hubo un brote de llama azul y un olor sulfuroso llenó lahabitación. De los vidrios rotos surgió un vapor blancoque se lanzó hacia la ventana.

—¡Maldito seas, ladrón! —dijo una voz que parecíalejana y apagada. Foster, a quien había soltado en el mo-mento de romperse la botella, estaba acurrucado contrala pared y daba la sensación de ser más menudo y estarmás amedrentado que antes. Su rostro se volvía lenta-mente de color verdinegro.

—¡Maldito seas! —dijo la voz de nuevo, que sonó muyextraña para proceder de sus labios—. ¡Estoy perdido!La que había ahí era la mía. Me la secuestró el dómineSlott hace doscientos años.

Resbaló hasta el suelo, mirándome con ojos de odioque disminuían rápidamente. Su carne blanca volviósenegra y luego amarilla. Vi con horror que su cuerpo pa-recía desintegrarse y que sus ropas se desplomaban for-mando pliegues nítidos.

La botella que tenía en la mano comenzaba a calen-tarse. La miré con temor. Brillaba con fosforescenciamitigada. Tenso de miedo, la dejé en la mesa, pero sinpoder apartar los ojos de ella. Tras un ominoso momen-to de silencio, el brillo volvióse más encendido y enton-

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ces oí inequívocamente el sonido de la tierra que se re-movía. Boqueando, miré por la ventana. La luna estababien alta ya y a su luz alcancé a ver que la cruz de la tum-ba de Vanderhoof estaba completamente caída. Volví aoír el ruido de la tierra y, ya incapaz de dominarme, melancé escaleras abajo y corrí hasta llegar a la puerta. Ca-yendo una y otra vez mientras corría por el terreno des-igual, me sentía espoleado por un terror abyecto. Al llegaral comienzo del otero, a la entrada del sombrío túnel quese abría bajo los sauces, oí un horrible crujido a mis es-paldas. Me volví y miré hacia la iglesia. El muro refleja-ba la luz de la luna y recortada sobre él vi una sombragigantesca y negra que salía de la tumba de mi tío y co-rría tambaleándose hacia la iglesia.

A la mañana siguiente conté todo a un grupo de al-deanos en el almacén de Haines. Se miraron entre sí conleves sonrisas mientras duró el relato, pero cuando lesinsinué que me acompañaran se deshicieron en excusas.Aunque su credulidad parecía no tener límites, no que-rían correr riesgos. Les informé de que iría solo, aun-que debo confesar que el proyecto no me entusiasmaba.

Nada más salir del almacén, un viejo de barba largay blanca corrió tras de mí y me cogió de un brazo.

—Yo te acompañaré, chaval —dijo—. Creo que miabuelo me dijo algo cierta vez sobre lo que le había pa-sado al viejo dómine Slott. Me han dicho que fue un tiporaro, pero Vanderhoof fue mucho peor.

La tumba del dómine Vanderhoof estaba abierta y va-cía. Por supuesto, podía haberse tratado de ladrones detumbas, según acordamos ambos, y sin embargo... Subi-mos al campanario. La botella que había dejado yo en lamesa había desaparecido, aunque todavía se veían frag-mentos de la otra en el suelo. Y sobre el montoncillo de

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polvo negro y ropa arrugada que había sido Abel Fosterse advertían ciertas huellas gigantescas.

Después de echar una ojeada a los libros y papelesde la estancia, los llevamos abajo y los quemamos, portratarse de cosa profana e impura. Con un azadón queencontramos en el sótano rellenamos la tumba de Johan-nes Vanderhoof y, como por un presentimiento, arroja-mos la cruz caída a las llamas.

Las viejas comadres dicen que, cuando hay luna lle-na, en los alrededores de la iglesia se pasea una gigan-tesca y extraña figura que porta una botella en la manoy busca algo que nadie recuerda ya.

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ÉL

LE VI una noche de insomnio, cuando paseaba desespera-damente, tratando de salvar mi alma y mis visiones. Mitraslado a Nueva York había sido una equivocación; por-que al buscar el prodigio y la inspiración en los laberin-tos hormigueantes de calles antiguas que serpean inter-minablemente desde olvidados patios y plazas y muelleshasta patios y plazas y muelles olvidados también, y enlas torres ciclópeas y pináculos que se yerguen negros ybabilónicos bajo lunas menguantes, no había encontradosino una sensación de horror y de opresión que amena-zaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme.

El desencanto había sido gradual. Al llegar por pri-mera vez a la ciudad, la vi en el crepúsculo desde un puen-te, majestuosa por encima de las aguas, sus increíblescúspides y pirámides alzándose delicadamente, comoflores, entre estanques de bruma violeta, para jugar conlas nubes encendidas y los luceros de la tarde. Luego seencendió, ventana tras ventana, por encima de las tré-mulas corrientes donde había linternas que cabeceabany se deslizaban, y unos cuernos profundos emitían gemi-

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dos espectrales, y ella misma se convirtió en un estrella-do firmamento de sueños, saturada de mágica música, eidentificándose con las maravillas de Carcassonne ySamarcanda y El Dorado, y con todas las ciudades glo-riosas y místicas. Poco después me llevaron por esos rinco-nes antiguos, tan caros a mi fantasía: estrechos, tortuososcallejones y pasadizos donde parpadeaban las fachadasde rojo ladrillo georgiano con sus buhardillas de crista-les pequeños sobre portales con columnas que en otrostiempos vieron doradas sillas de mano y decoradas ca-rrozas..., y al descubrir, en mi primer entusiasmo, todasestas cosas largo tiempo deseadas, creí haber alcanzadoefectivamente los tesoros que con el tiempo harían demí un poeta.

Pero no iban a llegar a mí el éxito y la felicidad. Lachillona luz del día reveló tan sólo mugre, nociva elefan-tiasis de piedra que se elevaba y se extendía, allí dondela luna había puesto encanto y magia antigua; y las multi-tudes de gentes que hervían por las calles en riadas esta-ban formadas por extranjeros rechonchos y atezados derostro duro y ojos estrechos, extranjeros astutos, sin sue-ños ni afinidades con el paisaje de su entorno, y que ja-más tendrían cosa alguna que ver con un hombre de ojosazules del antiguo pueblo que lleva las verdes callejue-las y los limpios y blancos campanarios de las villas deNueva Inglaterra en el corazón.

Así que, en vez de la inspiración poética que habíaesperado, me llegó sólo una negrura estremecedora yuna soledad indecible; y comprendí al fin la espantosaverdad que nadie se había atrevido jamás a formular —elinconfesable secreto de los secretos—: que esta ciudadhecha de piedra y de estridencias no es una perpetua-ción sensible del viejo Nueva York, como Londres lo esdel viejo Londres y París del viejo París, sino que está

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completamente muerta; con el cuerpo imperfectamenteembalsamado estaba con vida. Tan pronto como hice estedescubrimiento, dejé de dormir tranquilo; sin embargo,recobré cierta resignada serenidad cuando, poco a poco,fui adquiriendo la costumbre de no pisar la calle duran-te el día y de salir sólo de noche, cuando la oscuridadinvoca lo poco del pasado que aún subsiste de maneraespectral, y los viejos portales blancos recuerdan las fi-guras vigorosas que en otro tiempo los cruzaron. Con estaespecie de consuelo escribí algunos poemas, y hasta re-primí mis deseos de regresar con los míos, para no darla impresión de que volvía arrastrándome en innoble fra-caso.

Entonces, durante uno de estos paseos noctámbulos,conocí al hombre. Fue en un patio tenebroso y oculto delbarrio de Greenwich, donde me había instalado en miignorancia, ya que había oído decir que aquel sitio era elhogar natural de los poetas y los artistas. Efectivamen-te, me encantaron las arcaicas callejuelas y las inespe-radas plazoletas y patios; y cuando descubrí que los poetasy los artistas eran unos pretenciosos vociferantes cuyaoriginalidad es toda oropel y cuyas vidas son la nega-ción de toda la pura belleza que es la poesía y el arte, se-guí viviendo allí por amor a esas cosas venerables. Lasimaginaba como fueron al principio, cuando Greenwichera un pueblecito apacible aún no absorbido por la ciu-dad; y en las horas previas al amanecer, cuando todoslos trasnochadores se habían escabullido, solía vagar asolas por los rincones misteriosos y meditar sobre loscuriosos arcanos que las generaciones debieron de de-positar allí. Esto me mantenía viva el alma, y me pro-porcionaba algunos de esos sueños y visiones por los queclamaba el poeta que había en lo más profundo de mí.

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El hombre me abordó hacia las dos, una nublada ma-drugada de agosto, cuando deambulaba yo por una seriede patios independientes, ahora accesibles sólo por unospasajes oscuros que cruzaban los edificios que se inter-ponían, aunque en otro tiempo formaron parte de unared continua de callejas pintorescas. Había oído hablarde esos patios vagamente, y comprendí que hoy no de-bían de figurar ya en ningún plano; pero el hecho de quehubieran sido olvidados sólo los hacía más atractivospara mí, de forma que los buscaba con redoblado inte-rés. Y ahora que los había encontrado mi ansiedad au-mentó aún más, pues su disposición indicaba de algúnmodo que quizá eran éstos sólo unos pocos de un con-junto más vasto, sus duplicados encajonados entre altasy lisas paredes y desiertas viviendas traseras, u ocultosy sin luces de algún arco, respetados por las hordas delenguas extranjeras y protegidos por furtivos y reser-vados artistas cuyas actividades no invitan a la publici-dad.

Me habló, sin que yo le hubiera dado pie para ello, alobservar mi actitud y el interés con que miraba puertascon aldaba situadas en lo alto de las escaleras barandi-lla de hierro, iluminándome entonces la cara el pálidoresplandor que salía por los dinteles ornamentales. Lasuya quedaba en la sombra, y llevaba un sombrero deala ancha que, en cierto modo, armonizaba perfectamen-te con la anticuada capa que lucía; pero me sentí vaga-mente inquieto aun antes de que dijera nada. Su figuraera muy delgada —de una delgadez casi cadavérica—, ysu voz resultó ser excepcionalmente suave y cavernosaaunque no especialmente profunda. Dijo que me ha esta-do observando durante algunos de mis vagabundeos yhabía notado que amaba como él los vestigios de tiem-pos pasados. ¿No me gustaría que me guiara alguien muy

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experto en estas exploraciones, y con una informaciónsobre tales lugares mucho mayor que la que un reciénllegado podía conseguir?

Mientras hablaba, vi fugazmente su rostro a la luzamarillenta de una ventana solitaria que brillaba en unabuhardilla. Era un semblante noble, incluso hermoso,anciano, y mostraba los signos distintivos de un linaje yrefinamiento poco común en esa época y lugar. Sin em-bargo, tenía cierta calidad que me producía desasosiegocasi en la misma medida en que me agradaba su semblan-te: quizá era demasiado pálido, o desentonaba excesiva-mente con la ciudad, para que yo me sintiera cómodo oa gusto. No obstante, le seguí, pues, en aquellos días mo-nótonos, mi búsqueda de antiguas bellezas y misteriosera lo único que mantenía viva mi alma, y me parecíaun raro favor del Destino toparme con alguien cuyas ex-cursiones parecían haber llegado mucho más allá quelas mías.

* * *

Hubo algo en la noche que obligó al hombre de la capaa guardar silencio, y durante una hora larga me guió sinconversaciones superfluas, haciendo tan sólo brevísimoscomentarios sobre nombres antiguos y fechas y cambios,e invitándome a caminar con un gesto amplio al aden-trarnos por estrechas aberturas. Cruzamos de puntillasalgunas travesías, saltamos alguna tapia de ladrillo, has-ta que nos internamos a gatas por un pasadizo de pie-dra bajo y abovedado, cuya inmensa longitud y tortuosasrevueltas borraron al fin las referencias de situación geo-gráfica que hasta ahora había procurado yo conservar.Las cosas que vimos eran muy viejas y maravillosas, o almenos lo parecían, iluminadas por los escasos rayos de

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luz que nos las hacían visibles; jamás olvidaré las vaci-lantes columnas góticas, las pilastras estriadas y postesde verja hechos de hierro fundido y rematados con ur-nas, las ventanas de amplios dinteles y decorativos mon-tantes en abanico más originales y extraños cada vez amedida que nos internábamos en este interminable la-berinto de desconocida antigüedad.

No nos cruzamos con nadie y, a medida que pasabael tiempo, se fueron haciendo más escasas las ventanasiluminadas. Los faroles de las calles que vimos al prin-cipio eran de aceite, y tenían la antigua forma de rombo.Después observé que algunos eran de vela; por último,después de atravesar a oscuras un patio horrible, pordonde mi guía tuvo que conducirme con su mano enguan-tada, a través de la más absoluta negrura, hasta una es-trecha puerta de madera abierta en un alto muro, llegamosa un callejón alumbrado sólo por faroles espaciados cadasiete casas; faroles de lata increíblemente coloniales,con la parte superior cónica y agujeros a los lados. Elcallejón subía en una cuesta empinada —más empinadade lo que yo habría supuesto en esta parte de NuevaYork—, y al final estaba bloqueado por el muro tapizadode hiedra de una propiedad particular, detrás del cualpude distinguir una pálida cúpula y las copas de unosárboles que se balanceaban contra la vaga claridad delcielo. En este muro había una puerta baja, arqueada, denegro roble y tachonada de clavos, que el hombre proce-dió abrir con una pesada llave. Invitándome a pasar, abríla marcha, en medio de la más completa oscuridad, loque parecía ser un sendero de grava, y finalmente subi-mos por una escalera de piedra hasta la puerta de la casa,que también abrió para mí.

Entramos; y al hacerlo sentí que iba a desmayarmea causa del intenso olor a aire estancado que nos recibía

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y que debía de ser fruto de malsanos siglos de descom-posicíón. Mi anfitrión pareció no notarlo, y yo no dijenada por cortesía.

Subimos por una escalera que describía una curva,cruzamos un salón y pasamos a una habitación cuya puer-ta oí que cerraba con llave detrás de nosotros. Luego levi correr las cortinas de tres ventanas cuyos cristalespequeños apenas eran visibles sobre el cielo que comen-zaba a clarear; a continuación se dirigió a la chimenea,golpeó el pedernal con un eslabón, encendió dos velasde un candelabro de doce brazos y me hizo seña que ha-blara bajo.

A este débil resplandor descubrí que estábamos enuna amplia biblioteca, bien amueblada y revestida de ma-dera que databa del primer cuarto del siglo XVIII con es-pléndidos frontones en la entrada, una encantadoracornisa dórica y una chimenea con magníficos relieves,rematado con volutas y urnas. Sobre las estanterías, alo largo de las paredes, había a intervalos retratos defamilia de buena factura, todos deslustrados y sumidosen enigmática oscuridad, y con un inequívoco parecidocon el hombre que ahora me indicaba una butaca junto auna graciosa mesa Chippendale. Antes de sentarse alotro lado, frente a mí, mi anfitrión se detuvo un momen-to como con embarazo; luego, quitándose lentamente losguantes, el sombrero y la capa, se mostró teatralmentecon un traje claramente del período georgiano, desde lacoleta y la chorrera del cuello, a los calzones, calzas deseda y zap con hebilla en que yo no había reparado an-tes. Luego, sentándose parsimoniosamente en una sillacon respaldo en forma de lira, empezó a mirarme conatención.

Sin el sombrero, adquirió un aspecto de extrema ve-jez hasta entonces apenas visible, y me preguntó si no

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sería esta huella inadvertida de singular longevidad unade las causas de mi desasosiego. Cuando habló al fin, notéque su voz suave, profunda, cuidadosamente amortigua-da, temblaba con cierta frecuencia; a veces me costabaseguirle, mientras le escuchaba con una sensación deasombro, y con una inconfesada alarma que me aumen-taba a cada instante.

—Está usted, señor —empezó a decir mi anfitrión—,ante un hombre de costumbres muy excéntricas, que nonecesita disculpar su indumentaria ante una persona desu ingenio e inclinaciones. Pensando en tiempos mejo-res, no he tenido el menor escrúpulo en estudiar suscostumbres y en adoptar su atuendo y sus modales; capri-cho que no ofende a nadie si se practica sin ostentación.

»He tenido la buena fortuna de conservar el solar ruralde mis antepasados, aunque ha quedado encerrado pordos ciudades; primero por Greenwich, que llegó hastaaquí después de 1800, y luego por Nueva York, que se laanexionó hacia 1830. Tenía muchos motivos para con-servar este lugar estrechamente unido a mi familia, yen ningún momento me he descargado de tales obliga-ciones. El propietario que tomó posesión de él en 1768estudió ciertas artes e hizo ciertos descubrimientos, to-dos ellos relacionados con influjos que residían en estetrozo concreto de terreno, y eran dignos de la más es-trecha custodia. Ahora deseo mostrarle algunos efectossingulares de estas artes y descubrimientos, bajo el másestricto secreto; creo que puedo fiarme lo bastante demi apreciación de los hombres como para saber que cuen-to con su interés y su discreción.

Calló un momento, y yo no pude hacer otra cosa queasentir con un movimiento de cabeza. He dicho que mesentía alarmado; sin embargo, para mí no había nada másdevastador que el mundo material y diurno de Nueva

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York, y tanto si este hombre era un excéntrico inofensi-vo, o un experto en artes peligrosas, no tenía otra elec-ción que seguirle y satisfacer mis ansias de asombro, fueralo que fuese lo que él tuviera que ofrecer. Así que pres-té atención.

— A mi antepasado —prosiguió en voz baja— le pa-recía que había ciertas cualidades excepcionales en lavoluntad del ser humano; cualidades de un poder insos-pechado, no sólo sobre los actos del propio yo y del delos demás, sino sobre toda clase de fuerza y sustanciade la Naturaleza, y sobre muchos elementos y dimensio-nes considerados más universales que la propia Natura-leza. ¿Puedo decir que se burlaba de la santidad de cosastan grandes como el espacio y el tiempo, y que dio ex-traños usos a los ritos de determinados pieles rojas mesti-zos que en el pasado solían acampar en esta colina? Estosindios se irritaron mucho cuando se construyó el edifi-cio, y se volvieron insoportablemente tercos en su afánde visitar sus jardines durante el plenilunio. Duranteaños entraron subrepticiamente, saltando la tapia cadames, cuando podían, para ejecutar determinadas cere-monias secretas. Luego, en el 68, el nuevo propietarioles sorprendió in fraganti, y se quedó paralizado ante loque vio. A partir de entonces negoció con ellos, permi-tiéndoles el libre acceso a sus terrenos a cambio de quele revelasen el sentido profundo de sus actos; y se ente-ró entonces de que parte de esta costumbre la habíanheredado de sus antepasados pieles rojas, y, parte, deun viejo holandés de los tiempos de los Estados Gene-rales. Y, ¡maldita sea!, me temo que el propietario debióde suministrarles un ron monstruosamente malo —in-tencionadamente o no—, y una semana después de co-nocer el secreto era el único hombre vivo que lo conocía.Usted, señor, es el primer extraño que sabe de la exis-

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tencia de tal secreto, y que me parta un rayo si me hu-biese atrevido yo a hablar de... esos poderes... de no ha-berle visto tan tremendamente interesado por las cosasdel pasado.

Me estremecí al notar al hombre cada vez más locuaz,y al ver que su forma de hablar era bastante anticuada.Prosiguió:

—Pero sepa, señor, que lo que el propietario logróaprender de aquellos salvajes mestizos representaba sólouna pequeña parte de lo que después llegó a saber. Noen vano había estudiado en Oxford, y había tratado conun antiguo químico y astrólogo de París. En resumidascuentas, se dio cuenta de que el mundo no era sino elhumo de nuestros intelectos; estaba fuera del alcancedel vulgo, pero los sabios podían exhalarlo o inhalarlocomo una bocanada de antiguo tabaco de Virginia. Aque-llo que queremos, podemos hacerlo surgir a nuestro al-rededor; y lo que no, podemos hacerlo desaparecer. Nopretendo que cuanto diga sea cierto en todos los senti-dos; sin embargo, es lo bastante cierto como para pro-porcionar un precioso espectáculo de cuando en cuando.Supongo que le encantaría tener, de determinadas épo-cas, una visión más clara de la que puede proporcionar-le su imaginación; así que le ruego que deseche cualquiertemor ante lo que me propongo enseñarle. Venga a laventana, y no hable.

A continuación, mi anfitrión me cogió de la mano yme llevó a una de las dos ventanas que se abrían a unlado de la larga y maloliente estancia; y el contacto desus dedos me transmitió un frío que me recorrió todo elcuerpo. Su carne, aunque seca y firme, tenía la calidaddel hielo, y estuve a punto de zafarme de su presa. Peronuevamente pensé en el vacío y el horror de la realidad,y me dispuse intrépidamente a seguirle adonde quisie-

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ra llevarme. Una vez en la ventana, el hombre descorriólas cortinas de seda amarilla y me indicó que mirase ha-cia la oscuridad exterior. Durante un instante, no vi nada,aparte de una miríada de lucecillas vacilantes allá lejos,muy lejos. Luego, como en respuesta a un movimientoinsidioso de la mano de mi anfitrión, un relámpago jugópor encima del paisaje, y descubrí que me asomaba a unmar de lujuriante follaje —de follaje no contaminado—, y no a un mar de tejados, como habría esperado cual-quier mente normal. A mi derecha, el Hudson brillabaperversamente; y más allá, frente a mí, observé el cen-telleo malsano de una inmensa marisma constelada denerviosas luciérnagas. Se apagó el relámpago, y una son-risa maligna iluminó el cerúleo rostro del viejo nigro-mante.

—Eso fue antes de mis tiempos.... antes de los tiem-pos del nuevo propietario. Pero probemos otra vez.

Sentí que me abandonaban las fuerzas, más aún queante la odiosa modernidad de aquella ciudad maldita.

—¡Dios mío! —murmuré—; ¿puede hacer eso con cual-quier época?

Y al verle asentir, y descubrir los negros tocones delo que en otro tiempo fueron dientes amarillos, me aga-rré a las cortinas para evitar caerme. Él me sujetó consu garra fría y terrible, y repitió su gesto insidioso.

Nuevamente surgió un relámpago.... pero esta veziluminó un paisaje no del todo extraño. Era Greenwich;el Greenwich de otros tiempos, con algún que otro teja-do o fila de fachadas aquí y allá, tal como los vemos hoy,aunque con verdeantes callejas y prados y herbosas zo-nas comunales. La marisma seguía brillando más allá;pero a lo lejos vi los campanarios de lo que entonces eratodo Nueva York, con las iglesias de la Trinidad, SanPablo y la llamada Brick Church dominando a sus her-

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manas, y una débil neblina de humo de leña extendién-dose por encima de todo. Aspiré profundamente, aun-que no tanto por la visión misma como por las posibili-dades que evocó mi imaginación aterrada.

—¿Podría.... se atrevería... a alejarse más? —dije contemor; y creo que él compartió este temor durante unsegundo, pero recobró su sonrisa malévola.

—¿Alejarme más? ¡Lo que yo he visto le dejarla a us-ted petrificado! ¡Tanto hacia atrás, muy atrás, como ha-cia adelante, muy adelante..., ¡mire, estúpido pusilánime!

Y al tiempo que gruñía esta frase para sí, hizo un nue-vo gesto, provocando en el cielo un relámpago más ce-gador que los dos anteriores. En espacio de tres segundosenteros pude ver una visión pandemónica, y en esos se-gundos contemplé un paisaje que en adelante atormenta-rá siempre mis sueños. Vi los cielos infestados de ex-traños seres voladores y, por debajo de ellos, una ciu-dad negra e infernal de gigantescas terrazas de piedra,impías pirámides que se elevaban salvajemente hasta laluna, e innumerables ventanas iluminadas con lucesdemoníacas. E, hirviendo de forma nauseabunda en aé-reas galerías, vi a las gentes amarillas y de ojos rasga-dos que poblaban esa ciudad, vestidas horriblemente derojo y naranja y danzando insensatamente al son febrilde unos timbales, al son del estrépito obsceno de loscrótalos y el gemido maníaco de unos cuernos apagadoscuyo incesante gemido subía y bajaba, ondulante comolas olas de un océano impío de betún.

Vi este espectáculo, digo, y oí con los oídos de la men-te el blasfemo pandemónium de cacofonía que lo acompa-ñaba. Era la estridente materialización de todo el horrorque la ciudad cadáver había agitado siempre en mi alma;y olvidando la advertencia de que permaneciese calla-

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do, grité y grité, hasta que mis nervios se desmoronarony los muros temblaron a mi alrededor.

Luego, cuando el relámpago se apagó, vi que mi an-fitrión temblaba también; una expresión de sobrecogidohorror medio borraba la acerada contracción de furiaque mis gritos habían provocado en él. Se tambaleó, seagarró a las cortinas como había hecho yo antes, y agitóla cabeza salvajemente como un animal atrapado. Biensabe Dios que tenía motivos; porque al apagarse el ecode mis gritos, se oyó un rumor tan infernalmente suge-rente que sólo la entumecida emoción me mantuvo cons-ciente y dueño de mis sentidos. Era el crujido incesantey solapado de la escalera que había al otro lado de lapuerta, como si subiese por ella una horda de pies des-calzos o calzados con mocasines; finalmente, se oyeronlas firmes y cautelosas sacudidas del picaporte de latón,que centelleó a la débil luz de las velas. El anciano ara-ñó, escupió hacia mí, en el aire mohoso, y me ladró co-sas al tiempo que oscilaba agarrado a la cortina amarilla:

—¡La luna llena.... maldito... per... perr.. perro escan-daloso.... tú los has llamado, y vienen por mí! ¡Pies conmocasines... de los muertos.... que Dios os confunda, de-monios de piel roja! Yo no envenené vuestro ron..., ¿aca-so no he conservado a salvo vuestra magia ruin? Bebisteishasta poneros enfermos, y ahora queréis echarle la cul-pa al propietario.... ¡fuera! Soltad el picaporte.... aquí notenéis nada que hacer...

En aquel instante, tres golpes espaciados y muy de-liberados sacudieron los entrepaños de la puerta; y unblanco espumarajo afloró a la boca del mago frenético.Su pavor, convirtiéndose en férrea desesperación, diolugar a que renaciera su furia contra mí; dio un pasotambaleante hacia la mesa en cuyo extremo me apoya-ba. Se puso tirante la cortina que sujetaba su mano de-

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recha, mientras que con la izquierda arañaba en el airehacia mí, pero al final se desprendió de la alta barra quela sujetaba, dejando entrar en la habitación un torrentede resplandor de la luna llena que el cielo, cada vez másclaro, había presagiado. Aquellos rayos verdosos hicie-ron palidecer las velas, y un nuevo aspecto de descom-posición se extendió por la mohosa habitación, con elartesonado carcomido, el suelo combado, la chimenearuinosa, los muebles desvencijados y las colgaduras ha-rapientas. Y alcanzó al anciano también, acaso por la mis-ma razón, o debido a su miedo y vehemencia, y le viencogerse y ennegrecerse mientras se tambaleaba y tra-taba de destrozarme con sus garras de buitre. Sólo susojos permanecían incólumes, y miraban con una salto-na, dilatada incandescencia que iba en aumento al tiem-po que su rostro se carbonizaba y consumía.

Se repitieron los golpes con más insistencia, y estavez sonaron a metal. La negra entidad que tenía delantehabía quedado reducida a una cabeza con ojos que trata-ba impotente de arrastrarse por el suelo combado en di-rección a mí, y lanzaba de cuando en cuando pequeñosescupitajos de malicia inmortal. Ahora arreciaron losrápidos y demoledores golpes contra los endebles entre-paños, los astillaron, y vi el centelleo de un tomahawkal hender la madera destrozada. No me moví, porque nome sentí capaz; pero observé atontado mientras la puer-ta caía destrozada en medio del flujo de una sustancianegra salpicada de ojos relucientes y malévolos. Se de-rramó como una espesa marea de aceite, reventó un tabi-que carcomido, volcó una silla al extenderse y finalmentese desparramó por debajo de la mesa y por todo el sue-lo de la habitación como buscando la ennegrecida cabezacuyos ojos seguían mirándome. Se cerró en torno a ella,y la engulló totalmente; un momento después empezó a

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retroceder, llevándose a su invisible presa sin tocarme;se desplazó hacia la puerta, y se retiró hacia la escaleracuyos peldaños crujieron como antes, aunque en ordeninverso.

Luego, finalmente, cedió el suelo, y me precipité sinaliento en la oscura cámara de abajo, atestada de tela-rañas, medio desvanecido de terror. La luna verde, bri-llando a través de las rotas ventanas, me reveló la puertadel salón medio abierta; y mientras me levantaba delsuelo sembrado de cascotes y me libraba del techo cáli-do, vi pasar el torrente espantoso de negrura y cente-lleante de ojos siniestros y relucientes. Buscaba la puertadel sótano, y, al encontrarla, desapareció por ella. Aho-ra noté que el suelo de esta otra habitación inferior es-taba cediendo igual que el de la habitación superior; acontinuación sonó un estallido arriba que fue seguido porla caída de algo que vi pasar por la ventana del ponien-te, y que debía de estar en la cúpula.

Desembarazado de los escombros, crucé el piso y co-rrí hacia la puerta; al comprobar que no podía abrirla,agarré una silla, rompí la ventana y salté frenéticamentepor ella al césped descuidado donde la luz de la lunadanzaba sobre la maleza y la yerba crecida. La tapia eraalta, y todas las entradas estaban cerradas con llave; peroayudándome con un montón de cajones que había en unrincón, conseguí trepar a lo alto y sujetarme a una granurna de piedra que allí había.

En mi agotamiento, no vi a mi alrededor más que ex-trañas paredes y ventanas y viejas techumbres holande-sas. No descubrí en ninguna parte la empinada calle porla que había subido al llegar, y lo poco que conseguí dis-tinguir quedó sumergido rápidamente en la niebla quesubía del río, a pesar del resplandor de la luna. De re-pente, la urna a la que me había sujetado empezó a tem-

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blar, como si compartiese mi vértigo mortal; y un ins-tante después se soltó mi cuerpo, precipitándose no séa qué destino.

El hombre que me encontró dijo que debí de arras-trarme durante largo trecho, a pesar de mis huesos ro-tos, ya que había dejado un rastro de sangre hasta dondeél se había atrevido a mirar. La lluvia que comenzaba acaer borró muy pronto esta conexión con el escenario demi ordalía, y los informes sólo pudieron determinar quesalí de algún lugar desconocido, llegando hasta la entra-da de un patio pequeño y oscuro frente a Perry Street.

Jamás he intentado volver a esos laberintos tenebro-sos, ni enviaría allí a ningún hombre en su sano juicio.No tengo idea de qué ser era aquel; pero repito que laciudad está muerta y llena de horrores insospechados.No sé adónde habrá ido; yo he regresado a casa, a lascallejuelas puras de Nueva Inglaterra por las que correla suave brisa marina al atardecer.

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EL ALQUIMISTA

ALLÁ EN lo alto, coronando la herbosa cima un montículoescarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos dela selva primordial, se levanta la vieja mansión de misantepasados. Durante siglos sus almenas han contem-plado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circun-dante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altaneracuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cu-biertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones,castigados durante generaciones por las tormentas, de-molidos por el lento pero implacable paso del tiempo,formaban en la época feudal una de las más temidas yformidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspi-lleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas,muchos barones, condes y aun reyes han sido desafia-dos, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones elpaso del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años.Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altane-ría que impide aliviarla mediante el ejercicio del comer-cio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad

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de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor;y las derruidas piedras de los muros, la maleza que in-vade los patios, el foso seco y polvoriento, así como lasbaldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos ylos deslucidos tapices del interior, todo narra un melan-cólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de lasedades, primero una, luego otra, las cuatro torres fue-ron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de co-bijo a los tristemente menguados descendientes de losotrora poderosos señores del lugar.

Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esatorre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el últimode los desdichados y maldecidos condes de C., vine almundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entrelas oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos ylas grutas de la ladera, pasaron los primeros años de miatormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mipadre murió a la edad de treinta y dos, un mes despuésde mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno delos abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fa-llecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educacióncorrieron a cargo del único servidor que nos quedaba,un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que re-cuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chi-quillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba seveía aumentada por el extraño cuidado que mi añosoguardián se tomaba para privarme del trato de los mu-chachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desper-digaban por los llanos circundantes en la base de la colina.Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricciónera debida a que mi nacimiento noble me colocaba porencima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Aho-ra sé que su verdadera intención era ahorrarme los va-gos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición

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que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la nochey eran magnificadas por los sencillos aldeanos según ha-blaban en voz baja al resplandor del hogar en sus cho-zas.

Aislado de esa manera, librado a mis propios recur-sos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejostomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada desombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepús-culo del espectral bosque que cubría la falda de la colina.Fue quizás merced a tales contornos el que mi menteadquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios ytemas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturale-za eran lo que más llamaban mi atención.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propiaascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas de-presiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuen-cia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarmede mi línea paterna lo que provocó la aparición de eseterror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi granlinaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmen-tos inconexos de conversación, dejados escapar involun-tariamente por una lengua que ya iba traicionándolo conla llegada de la senilidad, y que tenían alguna relacióncon un particular acontecimiento que yo siempre habíaconsiderado extraño, y que ahora empezaba a volverseturbiamente terrible. A lo que me refiero es a la tem-prana edad en la que los condes de mi linaje encontra-ban la muerte. Aunque hasta ese momento había conside-rado un atributo de familia el que los hombres fuerande corta vida, más tarde reflexioné en profundidad so-bre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacio-narlas con los desvaríos del anciano, que a menudo men-cionaba una maldición que durante siglos había impedi-do que las vidas de los portadores del título sobrepasa-

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sen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimosegundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un do-cumento familiar que, según decía, había pasado de pa-dre a hijo durante muchas generaciones y había sidocontinuado por cada poseedor. Su contenido era de lomás inquietante, y una lectura pormenorizada confirmóla gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creenciaen lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrariohubiera hecho a un lado con desprecio el increíble rela-to que tenía ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del sigloXIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era unafortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cier-to anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, al-guien de no pocos talentos, aunque su rango apenasrebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usualsobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su sinies-tra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, bus-cando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir dela eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terri-bles arcanos de la magia negra y la alquimia. MichelMauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan ave-zado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sidopor ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitadospor las gentes de bien, eran sospechosos de las prácti-cas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haberquemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo,y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijospequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta.Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijobrillaba un rayo de humanidad y redención; el malvadoviejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientrasque el mozo sentía por su padre una devoción más quefilial.

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Una noche el castillo de la colina se encontró sumi-do en la más tremenda de las confusiones por la desapa-rición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupode búsqueda, encabezado por el frenético padre, inva-dió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mau-vais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullíaviolentamente. Sin más demora, llevado de furia y des-esperación desbocadas, el conde puso sus manos sobreel anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la vícti-ma ya había expirado. Entretanto, los alegres criadosproclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en unaestancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolomuy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto envano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabañadel alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo actode presencia bajo los árboles. La charla excitada de losdomésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunquepareció indiferente en un principio al destino de su pa-dre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde,pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que,en adelante, afligiría a la casa de C.

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicidaViva para alcanzar mayor edadde la que ahora posees»

proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrásal negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líqui-do incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre,desapareciendo al amparo de la negra cortina de la no-che. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado aldía siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca des-cubrieron rastro del asesino, aunque implacables ban-das de campesinos batieron las frondas cercanas y laspraderas que rodeaban la colina.

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El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron laidea de la maldición de la mente de la familia del condemuerto; así que cuando Godfrey, causante inocente detoda la tragedia y ahora portador de un título, murió tras-pasado por una flecha en el transcurso de una cacería, ala edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamientoque el de pesar por su deceso. Pero cuando, años des-pués, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue en-contrado muerto en un campo cercano y sin mediar causaaparente, los campesinos dieron en murmurar acerca deque su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cum-pleaños cuando fue sorprendido por su temprana muer-te. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en elfoso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica omi-nosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines yArmands privados de vidas felices y virtuosas cuandoapenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado an-tepasado al morir.

Según lo leído, parecía cierto que no me quedabansino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tanpoco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pa-saba, y me fui progresivamente sumergiendo en los mis-terios del oculto mundo de la magia negra. Solitario comoera, la ciencia moderna no me había perturbado y traba-jaba como en la Edad Media, tan empeñado como estu-vieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisiciónde saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuantocaía en mis manos, no encontraba explicación para la ex-traña maldición que afligía a mi familia. En los pocos mo-mentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejoscomo para buscar alguna explicación natural, atribuyen-do las tempranas muertes de mis antepasados al sinies-tro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendotras minuciosas investigaciones que no había descen-

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dientes conocidos del alquimista, me volví nuevamentea los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encon-trar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa te-rrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No mecasaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la fami-lia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldi-ción.

Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue re-clamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo laspiedras del patio por el que tanto gustara de deambu-lar en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendoel único ser humano de la gran fortaleza, y en el totalaislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contrala maldición que se avecinaba para casi llegar a acari-ciar ese destino con el que se habían encontrado tantosde mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorandolas torres y los salones ruinosos y abandonados del vie-jo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuiry que, al decir del viejo Pierre, no habían sido holladospor ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos delos objetos hallados resultaban extraños y espantosos.Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo desiglos, desmoronándose en la putridez de largas expo-siciones a la humedad. Telarañas en una profusión nun-ca antes vista brotaban por doquier, e inmensos mur-ciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por to-dos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exac-ta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del pén-dulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizcamás de mi condenada existencia. Al final estuve cercadel momento tanto tiempo contemplado con aprensión.Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abati-dos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el

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conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instan-te la llegada de una muerte desconocida. En qué extra-ña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo;pero estaba decidido a que, al menos, no me encontraraatemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliquéal examen del viejo castillo y cuanto contenía.

El suceso culminante de mi vida tuvo lugar duranteuna de mis exploraciones más largas en la parte aban-donada del castillo, a menos de una semana de la fatídicahora que yo sabía había de marcar el límite final a miestancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía si-quiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Ha-bía empleado la mejor parte de la mañana yendo arribay abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de losmás castigados de los antiguos torreones. En el trans-curso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, ba-jando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizásun polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulabalentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones alpie de la última escalera, el suelo se tornó sumamentehúmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, des-cubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impe-día mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos,fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con ani-llo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré al-zarla con dificultad, descubriendo una negra aberturade la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chis-porrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vis-lumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la an-torcha, que yo había abatido hacia las repelentes pro-fundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el des-censo. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angostopasadizo de piedra que supuse muy por debajo del niveldel suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finaliza-

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ba en una masiva puerta de roble, rezumante con la hu-medad del lugar, que resistió firmemente cualquier in-tento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en misesfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera,cuando sufrí de repente una de las impresiones más pro-fundas y enloquecedoras que pueda concebir la mentehumana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puer-ta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxida-dos goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptiblesde análisis. Encontrarme en un lugar tan completa-mente abandonado como yo creía que era el viejo casti-llo, ante la prueba de la existencia de un hombre o unespíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudoque pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaréla fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse antelo que veían. En un antiguo marco gótico se encontrabauna figura humana. Era un hombre vestido con un cas-quete y una larga túnica medieval de color oscuro. Suslargos cabellos y frondosa barba eran de un negro inten-so y terrible, de increíble profusión. Su frente, más altade lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arru-gas; y sus manos largas, semejantes a garras nudosas,eran de una mortal y marmórea blancura como nuncaantes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta ase-mejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargadade hombros y casi perdida dentro de los voluminosospliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extrañode todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negruraabisal, profundas en saber, pero inhumanas en su mal-dad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con suodio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figurahabló con una voz retumbante que me hizo estremecerdebido a su honda impiedad e implícita malevolencia.El lenguaje empleado en su discurso era el decadente

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latín usado por los menos eruditos durante la Edad Me-dia, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas inves-tigaciones en los tratados de los viejos alquimistas ydemonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición sus-pendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizohincapié en el crimen cometido por mi antepasado con-tra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganzade Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles ha-bía escapado al amparo de la noche, volviendo al cabode los años para matar al heredero Godfrey con una fle-cha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuvierasu padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secretoal lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada es-tancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recor-taba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado aRobert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a in-gerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos,manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldi-ción. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución dela mayor de las incógnitas: cómo la maldición había con-tinuado desde el momento en que, según las leyes de lanaturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, yaque el hombre se perdió en digresiones, hablándome so-bre los profundos estudios de alquimia de los dos ma-gos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda deCharles le Sorcier del elixir que podría garantizarle elgoce de vida y juventud eternas.

Por un instante su entusiasmo pareció desplazar deaquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio,pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, conun estremecedor sonido que recordaba el siseo de unaserpiente, alzó una redoma de cristal con evidente in-tención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charlesle Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Lle-

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vado por algún protector instinto de autodefensa, luchécontra el encanto que me había tenido inmóvil hasta esemomento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, con-tra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la am-polla se rompía de forma inocua contra las piedras delpasadizo mientras la túnica del extraño personaje se in-cendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplan-dor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotenteque lanzó el frustrado asesino resultó demasiado paramis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelofangoso.

Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estabaespantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido,temblé ante la idea de tener que soportar aún más; perofue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, mepreguntaba, era este malvado personaje, y cómo habíallegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querervengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo sehabía transmitido la maldición durante el gran númerode siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier?El peso del espanto, sufrido durante años, desaparecióde mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había aba-tido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndo-me ahora libre, ardía en deseos de saber más del sersiniestro que había perseguido durante siglos a mi lina-je, y que había convertido mi propia juventud en una in-terminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, metanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y en-cendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacidareveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterio-so extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerra-dos. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a laestancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allíencontré lo que parecía ser el laboratorio de un alqui-

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mista. En una esquina se encontraba una inmensa pilade reluciente metal amarillo que centelleaba de formaportentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse deoro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estabaafectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Alfondo de la estancia había una abertura que conducía auno de los muchos barrancos abiertos en la oscura lade-ra boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora decómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me vol-ví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restosde aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalardébiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado porcompleto de él. Horrorizado, me incliné para examinarla figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esoshorribles ojos, más oscuros que la cara quemada dondese albergaban, se abrieron para mostrar una expresiónimposible de identificar. Los labios agrietados intenta-ron articular palabras que yo no acababa de entender.Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otraocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» bro-taban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui ca-paz de encontrar un significado a su habla entrecortada.Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relam-paguearon una vez más malévolamente en mi contra,hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo,me sentí estremecer al observarlo.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un últi-mo rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del sue-lo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estandoyo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con alien-to agonizante vociferó las palabras que en adelante ha-brían de perseguirme durante todos los días y las nochesde mi vida.

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—¡Necio! —gritaba—. ¿No puedes adivinar mi secre-to? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer lavoluntad que durante seis largos siglos ha perpetuadola espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he habla-do del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quiéndesveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo!¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpe-tuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

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EL ÁRBOL

EN UNA ladera verdeante del monte Maenalus, en Arca-dia, hay un olivar que rodea una villa en ruinas. Muycerca existe una tumba, en otro tiempo tan hermosa comola casa. En un extremo de ese sepulcro, de modo que suscuriosas raíces desplazan los manchados bloques de már-mol pentélico, crece un olivo asombrosamente grande yde formas repugnantes; y se asemeja tan grotescamentea una figura humana, o al cadáver contorsionado de unhombre, que los campesinos temen pasar por allí de no-che, cuando la luna ilumina débilmente sus ramas re-torcidas. El monte Maenalus fue paraje predilecto delterrible Pan, que cuenta con muchos compañeros extra-ños; y los pastores sencillos creen que el árbol tiene algu-na horrenda relación con los misteriosos panisci; pero unviejo colmenero que vive en una choza vecina me contóuna historia muy distinta.

Hace muchos años, cuando la villa de la ladera eranueva y esplendorosa, vivían en ella dos escultores,Kalós y Musides. Sus obras eran alabadas desde Lydiaa Neápolis, y nadie se atrevía a decir que el uno aventa-

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jase al otro en habilidad. El Hermes de Kalós se alzabaen un santuario de Corinto y la Pallas de Musides co-ronaba una columna de Atenas próxima al Partenón. To-dos los hombres rendían homenaje a Kalós y a Musides,y se maravillaban de que no hubiese ni una sombra decelos artísticos que enfriara el calor de su fraterna amis-tad.

Pero aunque Kalós y Musides vivían en imperturba-ble armonía, sus naturalezas no eran iguales. MientrasMusides disfrutaba por la noche entregándose a las di-versiones urbanas de Tegea, Kalós prefería quedarse encasa; entonces salía furtivamente, a escondidas de susesclavos, y acudía al frío retiro del olivar. Allí meditabalas visiones que llenaban su mente, y allí concebía lashermosas formas que luego inmortalizaba trasladándo-las al mármol. Los ociosos decían que Kalós conversabacon los espíritus del olivar, y que sus estatuas no eransino imágenes de los faunos y las dríadas que él veía allí..,ya que nunca copiaba sus obras de ningún modelo vivo.

Tan famosos eran Kalós y Musides, que a nadie ex-trañó que el tirano de Siracusa les enviara emisarios parahablar de la costosa estatua de Tyché que había proyec-tado erigir en su ciudad. De enorme tamaño e ingeniodebía ser esta obra, pues quería que fuese una maravi-lla para las naciones y una meta para los viajeros. Aquelcuya obra resultara elegida sería exaltado más allá decuanto cabe imaginar; honor para el que Kalós y Musidesfueron invitados a competir. Su amor fraternal era bienconocido, y el astuto tirano supuso que cada uno, en vezde ocultar su obra al otro, le ofrecería ayuda y consejo,que este entendimiento produciría dos imágenes de in-usitada belleza, y que aquella que destacase eclipsaríaincluso los sueños de los poetas.

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Con alegría aceptaron los escultores la oferta del ti-rano, y durante los días siguientes sus esclavos oyeronel incesante golpear de los cinceles. Kalós y Musides nose ocultaban sus obras; pero sólo ellos las veían. Salvolos suyos, ningún par de ojos contemplaba las dos divi-nas figuras que los hábiles golpes liberaban de los tos-cos bloques que las habían tenido aprisionadas desdelos orígenes del mundo.

Por las noches, como siempre, Musides acudía a diver-tirse a los salones de Tegea, mientras Kalós vagaba a solaspor el olivar. Pero a medida que transcurría el tiempo,los hombres observaban que le faltaba alegría al en otrotiempo chispeante Musides. Era extraño, se decían, quela depresión se hubiese apoderado de quien tantas pro-babilidades tenía de ganar la más alta recompensa delarte. Transcurrieron muchos meses; sin embargo, el ros-tro afligido de Musides no reflejaba otra cosa que la ten-sa expectación que la empresa despertaba.

Luego, un día, Musides habló de la enfermedad deKalós, y ya nadie se maravilló de su tristeza, porque to-dos sabían lo hondo y sagrado que era el afecto de losdos escultores. Así que muchos fueron a visitar a Kalós,y pudieron comprender la palidez de su rostro; pero tam-bién vieron en él una feliz serenidad que hacía su mira-da más mágica que la mirada de Musides, el cual, devo-rado por esta ansiedad, apartaba a todos los esclavos ensus ansias por alimentar y cuidar al amigo con sus ma-nos. Ocultas detrás de pesadas cortinas, aguardaban lasfiguras inacabadas de Tyché, a las que apenas se acerca-ban ya el enfermo y el fiel compañero que le asistía.

Y Kalós a pesar de que estaba inexplicablemente cadavez más débil, a pesar de los auxilios de los sorprendidosmédicos y los cuidados de su amigo, pedía a menudo quele llevasen al olivar que él tanto amaba. Allí rogaba que

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le dejasen, como si deseara hablar a solas con los seresinvisibles. Musides siempre complacía sus deseos, aun-que sus ojos se llenaban visiblemente de lágrimas, vien-do que Kalós hacía más caso de los faunos y de lasdríadas que de él. Por último, se acercó el final, y Kalósempezó a hablar de cosas del más allá. Musides, lloran-do, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumbadel propio Mausolo; pero Kalós le rogó que no le hablasemás de glorias de mármol. Sólo un deseo obsesionabaahora el pensamiento del moribundo: que enterrasenjunto a su sepulcro, cerca de su cabeza, unas ramitas deolivo del olivar. Y una noche, estando a solas en la oscu-ridad del olivar, murió Kalós.

El sepulcro de mármol que el afligido Musides es-culpió para su amigo del alma fue inefablemente her-moso. Nadie más que el propio Kalós habría podidoemular sus bellos bajorrelieves, donde se revelaban to-dos los esplendores del Eliseo. Pero no olvidó Musidesenterrar junto a la cabeza de Kalós las ramas de olivoque su amigo le había pedido.

Cuando el vivo dolor dio paso a la resignación, Mu-sides volvió a trabajar con diligencia en su figura deTyché. Todo el honor sería ahora para él, ya que el tira-no de Siracusa no quería la obra más que de él o deKalós. Su trabajo le permitía ahora dar libre curso a suemoción, y trabajaba con más constancia cada día, y elu-día las diversiones a las que antes se entregaba. En-tretanto, pasaba las noches junto a la tumba de su amigo,cerca de cuya cabeza había brotado un joven olivo. Tanrápido era el crecimiento de este árbol, y tan extraña suforma, que quienes lo contemplaban prorrumpían en ex-clamaciones de sorpresa. En cuanto a Musides, parecíaproducirle a la vez fascinación y temor.

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Tres años después de la muerte de Kalós, Musidesenvió un emisario al tirano, y en el ágora de Tegea secorrió la voz de que la enorme estatua estaba terminada.A la sazón, el árbol que había crecido junto a la tumbahabía adquirido unas proporciones asombrosas, supe-riores a todos los árboles de su especie, y extendía unarama corpulenta por encima del recinto donde Musidestrabajaba. Como eran muchos los visitantes que acudíana contemplar el árbol prodigioso, así como a admirar elarte del escultor, Musides casi nunca estaba solo. Perono le importaba esta multitud de invitados; al contra-rio, parecía más temeroso de quedarse solo, ahora quesu absorbente obra estaba terminada. El viento desola-do de la montaña, suspirando entre el olivar y el árbolde la tumba, producía, de manera extraña, sonidos va-gamente articulados.

El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisariosdel tirano llegaron a Tegea. Se sabía que venían a lle-varse la gran imagen de Tyché, y a traer eterna gloria aMusides, por la cual los proxenoi les dispensaron unacálida acogida. Por la noche, se desató una tormenta deviento en la cumbre del Maenalus, y los hombres de lalejana Siracusa se alegraron de poder descansar a cu-bierto en la ciudad. Hablaron de su ilustre tirano y delesplendor de su capital, y se alegraron por la belleza dela estatua que Musides había esculpido para él. Enton-ces los de Tegea les contaron lo grande que era la bon-dad de Musides y su profunda aflicción por su amigo; ycómo ni siquiera los inminentes laureles del arte podíanconsolarle de la ausencia de Kalós, quien quizá los ha-bría ceñido en su lugar. Y también les hablaron del ár-bol que crecía junto a la cabeza de Kalós. Pero el vientoaullaba horriblemente, y los de Siracusa y los arcadioselevaron sus plegarias a Eolo.

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Cuando el sol salió por la mañana, los proxenoi con-dujeron a los emisarios del tirano, ladera arriba, a la mo-rada del escultor; sin embargo, el viento de la noche habíahecho cosas muy extrañas. Los gritos de los esclavos seelevaban en medio de un escenario de desolación; y enel olivar no se alzaban ya las espléndidas columnatas dela inmensa residencia donde había soñado y trabajadoMusides. Aisladas y rotas, sólo quedaban las viviendashumildes y los muros inferiores, pues sobre el suntuosoperistilo se había derrumbado la pesada rama del árbolextraño, reduciendo el majestuoso poema de mármol aun montón de ruinas deplorables. Los extranjeros y lostegeos se quedaron horrorizados, y se volvieron hacia elárbol siniestro y gigantesco, cuya silueta parecía mis-teriosamente humana, y cuyas raíces se hundían en el es-culpido sepulcro de Kalós. Y el miedo y el espanto detodos aumentó cuando registraron el recinto derruido yno encontraron rastro alguno del bondadoso Musides yla maravillosamente modelada imagen de Tyché. En lastremendas ruinas sólo reinaba el caos, y los represen-tantes de ambas ciudades se vieron decepcionados: losemisarios, por haberse quedado sin la estatua; los habi-tantes de Tegea, por haberse quedado también sin artis-ta al que coronar. No obstante, los de Siracusa consi-guieron, poco después, una espléndida estatua de Atenea,y los tegeos se consolaron erigiendo en el ágora un tem-plo de mármol conmemorando el talento, las virtudes yla piedad fraterna de Musides.

Pero aún sigue allí el olivar, así como el árbol que cre-ce en la tumba de Kalós; el viejo colmenero me ha con-tado que a veces sus ramas susurran, cuando sopla elviento por la noche, y repiten una y otra vez; «¡Oída! ¡Oí-da!... ¡Yo sé! ¡Yo sé».

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EL ÁRBOL DE LA COLINA

AL SURESTE de Hampden, cerca de la tortuosa gargantaque excava el río Salmón, se extiende una cadena de co-linas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquierintento de colonización. Los cañones son demasiado pro-fundos, los precipicios demasiado escarpados como paraque nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lu-gar.

La última vez que me acerqué a Hampden la región—conocida como el infierno— formaba parte de la Re-serva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carrete-ra comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior,y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de SuMajestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyendalocal asegura que la zona está hechizada, aunque nadiesabe exactamente el porqué. Los lugareños no se atre-ven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, ydan crédito a las historias que cuentan los indios, anti-guos moradores de la región desde hace incontables ge-neraciones, acerca de unos demonios gigantes venidosdel exterior que habitaban en estos parajes.

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Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosi-dad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visi-té aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuandovivía en Hampden con Constantine Theunis. Él estabaescribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por loque yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pe-sar de que ambos compartíamos un pequeño apartamen-to en la Calle Beacon que miraba a la infame Casa delPirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años.

La mañana del 23 de junio me sorprendió caminan-do por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aque-llas horas, las siete de la mañana, parecían bastanteordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampdeny entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalandopor una pendiente herbosa que se abría sobre un cañónparticularmente profundo, cuando llegué a una zona quese hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegeta-ción propia de la zona. Se extendía hacia el sur, y penséque se había producido algún incendio, pero, despuésde un examen más minucioso, no encontré ningún restodel posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanosparecían horriblemente chamuscados, como si algunagigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo des-aparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encon-trar ninguna evidencia de que se hubiese producido unincendio... Caminaba sobre un suelo rocoso y sólido so-bre el que nada florecía.

Mientras intentaba descubrir el núcleo central deesta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar ha-bía un extraño silencio. No se veía ningún ave, ningunaliebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Meencaramé a la cima de un pequeño montículo, intentan-do calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable ytriste. Entonces vi el árbol solitario.

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Se hallaba en una colina un poco más alta que las cir-cundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, puescontrastaba con la soledad del lugar. No había visto nin-gún árbol en varias millas a la redonda: algún arbustoretorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a laroca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir unoprecisamente en la cima de la colina.

Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al si-tio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abe-to, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia,algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuel-to a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cual-quier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronconudoso que media más de un metro de diámetro y unasinmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólounos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeaday todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría pa-recer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supeque era, a pesar de lo que dijo Theunis después.

Recuerdo que miré la posición del sol y decidí queeran aproximadamente las diez de la mañana, a pesarde no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso,por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmensoárbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajolas ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuentala desolada extensión de tierra que había atravesado.Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancosme rodeaba por todos sitios, aunque la elevación dondeme encontraba era la más alta en varias millas a la re-donda.

Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atóni-to, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contrael horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot!No existía ninguna otra cadena de picos nevados en tres-

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cientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yosabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante va-rios minutos contemplé lo imposible; después comencéa sentir una especie de modorra.

Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejémi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y merelajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Ce-rré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy cu-rioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueñodiurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada fa-miliar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobreun mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo detres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía unextraño color, medio violeta medio azul. Grandes bes-tias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentirel aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al tem-plo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante demí. En su interior, unas sombras escurridizas parecíanprecipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aque-lla tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos llameantesen las tinieblas de un corredor secundario, y grité llenode pánico.

Sabía que en las profundidades de aquel lugar ace-chaba la destrucción; un infierno viviente peor que lamuerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi lashojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo paralevantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi fren-te. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente ale-jándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; perodeseché estos temores absurdos y me senté, tratando detranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueñotan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido estavisión? Últimamente había leído varios de los libros deTheunis sobre el antiguo Egipto... Meneé la cabeza y de-

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cidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pudedisfrutar de la comida. Entonces tuve una idea.

Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárse-las a Theunis, seguro de que las fotos lo sacarían de suhabitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba elsueño que había tenido... Abrí el objetivo de mi cámaray tomé media docena de instantáneas del árbol. Tambiénhice otra de la cadena de picos nevados que se extendíaen el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían ser-vir de ayuda... Guardé la cámara y volví a sentarme so-bre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo elárbol estuviera hechizado?

Sentía pocas ganas de irme... Miré las curiosas hojasredondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció lasramas del árbol, produciendo musicales murmullos queme arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielorojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras!Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flo-tase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando lasmaravillas de un mundo loco y multidimensional! Lascornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, ysupe que aquel lugar no había sido jamás contempladoni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquelinmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraí-do hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase elespacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo des-cribir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de se-res innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes,tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma seencogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemen-te, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentrodel sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sa-bía hacia dónde iba... Salí de aquel horrible templo y de

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aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera,que volvería...

Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el ár-bol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en unaladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mi-rando a mi alrededor. Reconocí dónde me hallaba: ¡erael mismo sitio desde donde había contemplado por pri-mera vez toda aquella requemada región! ¡Había estadocaminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol,lo cual me alegró... incluso las perneras del pantalón es-taban vueltas, como si me hubiese estado arrastrandoparte del camino... Observé la posición del sol. ¡Atarde-cía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Sehabía parado a las 10:34...

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EL CAOS REPTANTE

MUCHO es lo que se ha escrito acerca de los placeres y lossufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quin-cey y los paradis artificiels de Baudelaire son conserva-dos e interpretados con tal arte que los hace inmortales,y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el miste-rio de esos oscuros reinos donde el soñador es transpor-tado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningúnhombre ha osado todavía detallar la naturaleza de losfantasmas que entonces se revelan en la mente, o de su-gerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo ador-nado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado eladicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecundatierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad estan impresionante que «la inmensa edad de la raza y elnombre se impone sobre el sentido de juventud en el indi-viduo», pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos quehan ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicie-ron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la lo-cura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de laplaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufri-

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mientos que no podían curar. Fue una sobredosis —mimédico estaba agotado por el horror y los esfuerzos— y,verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé yviví, pero mis noches se colmaron de extraños recuer-dos y nunca más he permitido a un doctor volver a dar-me opio.

Cuando me administraron la droga, el sufrimiento yel martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No meimportaba el futuro; huir, bien mediante curación, in-consciencia o muerte, era cuanto me importaba. Esta-ba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momentoexacto de la transición, pero pienso que el efecto debiócomenzar poco antes de que las palpitaciones dejarande ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; porlo cual, mis reacciones probablemente distaron muchode ser normales. La sensación de caída, curiosamentedisociada de la idea de gravedad o dirección, fue supre-ma, aunque había una impresión secundaria de muche-dumbres invisibles de número incalculable, multitudesde naturaleza infinitamente diversa, aunque todas máso menos relacionadas conmigo. A veces menguaba la sen-sación de caída mientras sentía que el universo o las erasse desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron re-pentinamente y comencé a asociar el latido con una fuer-za externa más que con una interna. También se habíadetenido la caída, dando paso a una sensación de des-canso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayoratención, fantaseé con que los latidos procedieran de unmar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y co-losales rompientes laceraran alguna playa desolada trasuna tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí losojos.

Por un instante, los contornos parecieron confusos,como una imagen totalmente desenfocada, pero gradual-

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mente asimilé mi solitaria presencia en una habitaciónextraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas.No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de laestancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajus-tados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores,mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura,y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exóticosin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aun-que no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, peroinexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia eimponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un te-mor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayorcuanto que no podía analizarlo y que parecía concernira una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muer-te, sino algo sin nombre, un ente inusitado indecible-mente más espantoso y aborrecible.

Inmediatamente me percaté de que el símbolo direc-to y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyasincesantes reverberaciones batían enloquecedoramentecontra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un pun-to fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y es-tar asociado con las más terroríficas imágenes mentales.Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban másallá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí antela idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadasque se abrían tan insólitamente por todas partes. Des-cubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerrétodos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lohacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encon-tré en una de las mesillas, encendí algunas velas dis-puestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros.La añadida sensación de seguridad que prestaban los pos-tigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis ner-vios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar.

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Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió enalgo tan fascinante como espantoso. Abriendo una por-tezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo,descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredorque finalizaba en una tallada puerta y un amplio mira-dor. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunquemis confusas aprehensiones me forzaban igualmente ha-cia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caóticotorbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcan-zarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, laportentosa escena de los alrededores me golpeó con ple-na y devastadora fuerza.

Contemplé una visión como nunca antes había ob-servado, y que ninguna persona viviente puede habervisto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernosdel opio. La construcción se alzaba sobre un angosto pun-to de tierra —o lo que ahora era un angosto punto detierra— remontando unos 90 metros sobre lo que últi-mamente debió ser un hirviente torbellino de aguas en-loquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipiciosde tierra roja recién excavados por las aguas, mientrasque enfrente las temibles olas continuaban batiendo deforma espantosa, devorando la tierra con terrible mono-tonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban ycaían amenazadoras rompientes de no menos de cincometros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nu-bes negras de grotescos contornos colgaban y acechabancomo buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpú-reas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de laorilla como toscas manos voraces. No pude por menosque sentir que alguna nociva entidad marina había de-clarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme,quizá instigada por el cielo enfurecido.

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Recobrándome al fin del estupor en que ese espectá-culo antinatural me había sumido, descubrí que mi ac-tual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo enque observaba, la orilla había perdido muchos metros yno estaba lejos el momento en que la casa se derrumba-ría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas.Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificioy, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con unacuriosa llave que colgaba en el interior. Entonces con-templé más de la extraña región a mi alrededor y perci-bí una singular división que parecía existir entre el océanohostil y el firmamento. A cada lado del descollante pro-montorio imperaban distintas condiciones. A mi izquier-da, mirando tierra adentro, había un mar calmo congrandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un solresplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del solme hicieron estremecer, aunque no pude entonces, comono puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también es-taba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramenteondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscure-cido y la ribera era más blanca que enrojecida.

Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión desorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación nose parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Apa-rentemente, era tropical o al menos subtropical... unaconclusión extraída del intenso calor del aire. Algunasveces pude encontrar una extraña analogía con la florade mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de quelas plantas y matorrales familiares pudieran asumir di-chas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gi-gantescas y omnipresentes palmeras eran totalmenteextranjeras. La casa que acababa de abandonar era muypequeña —apenas mayor que una cabaña— pero su ma-terial era evidentemente mármol, y su arquitectura ex-

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traña y sincrética, en una exótica amalgama de formasorientales y occidentales. En las esquinas había colum-nas corintias, pero los tejados rojos eran como los de unapagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía uncamino de singular arena blanca, de metro y medio deanchura y bordeado por imponentes palmeras, así comopor plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría ha-cia el lado del promontorio donde el mar era azul y laribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este ca-mino, como perseguido por algún espíritu maligno delocéano retumbante. Al principio remontaba ligeramen-te la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí,vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con lacabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y elmar azul al otro, y una maldición sin nombre e indes-criptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más ya menudo me pregunto... Tras esta última mirada, meencaminé hacia delante y escruté el panorama de tierraadentro que se extendía ante mí.

El camino, como he dicho, corría por la ribera dere-cha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierdavislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba mi-les de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hier-ba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de lavisión había una colosal palmera que parecía fascinar-me y reclamarme. En este momento, el asombro y la hui-da de la península condenada habían, con mucho, disipadomi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigadosobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos enla cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo soni-do de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierbasibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retum-bante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.

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—¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias?¿Es una bestia lo que me atemoriza?

Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica his-toria de tigres que había leído; traté de recordar al au-tor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad demi espanto, recordé que el relato pertenecía a RuyardKipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba consi-derarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen quecontenía esta historia, y casi había comenzado a desan-dar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sen-tido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.

Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroce-der sin el concurso de la fascinación por la inmensapalmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora pre-dominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre ma-nos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mimiedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera al-bergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto comofuera posible y contra todas las amenazas del mar o tie-rra, aunque a veces temía la derrota mientras el enlo-quecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavíaaudible e irritante batir de las distantes rompientes. Confrecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con lasmanos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todoel detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lopareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta laincreíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.

Entonces ocurrieron una serie de incidentes que metransportaron a los opuestos extremos del éxtasis y elhorror; sucesos que temo recordar y sobre los que no meatrevo a buscar interpretación. Apenas me había arras-trado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando bro-tó de entre sus ramas un muchacho de una belleza comonunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía

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las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecíairradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendien-do sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme yhablar, escuché en el aire superior la exquisita melodíade un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea ysublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el ho-rizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luzrodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mícon timbre argentino.

—Es el fin. Han bajado de las estrellas a través delocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientesarinurianas moraremos felices en Teloe.

Mientras el niño hablaba, descubrí una suave lumi-nosidad a través de las frondas de las palmeras y vi al-zarse saludando a dos seres que supe debían ser partede los maestros cantores que había escuchado. Debíanser un dios y una diosa, porque su belleza no era la delos mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:

—Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien.En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientesarinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Ysobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los re-flejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentesde marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevan-do embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cyta-rion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existesino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más so-nidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólolos dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, peroentre ellos tú habitarás.

Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbita-mente de un cambio en los alrededores. La palmera, queúltimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto,estaba ahora a mi izquierda y considerablemente deba-

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jo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado nosólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino poruna creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semi-luminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas ysemblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, comoen alas de una fragante brisa que soplara no desde la tie-rra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico mesusurró en el oído que debía mirar siempre a los sende-ros de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de aban-donar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulcesacompañamientos con los laúdes y me sentía envueltoen una paz y felicidad más profunda de lo que hubieraimaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un sim-ple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A tra-vés de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedoresde laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronódesde los golfos inferiores el maldito, el detestable ba-tir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompien-tes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabrasdel niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del quecreía haber escapado.

En las profundidades del éter vi la estigmatizada tie-rra girando, siempre girando, con irritados mares tem-pestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas yarrojando espuma contra las tambaleantes torres de lasciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centellea-ban visiones que nunca podré describir, visiones que nun-ca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas deruina y decadencia donde una vez se extendieron las lla-nuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos deocéano espumeante donde otrora se alzaran los podero-sos templos de mis antepasados. Los alrededores del poloNorte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimientoy vapores malsanos que silbaban ante la embestida de

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las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desdelas temibles profundidades. Entonces, un desgarrado avi-so cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apa-reció una humeante falla. El océano negro aún espumeabay devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro cos-tados mientras la brecha del centro se ampliaba y am-pliaba.

No había otra tierra salvo el desierto, y el océano fu-rioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé queincluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, ate-morizado de los negros dioses de la tierra profunda queson más grandes que el malvado dios de las aguas, pero,incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desiertohabía sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadillapara apiadarse ahora. Así, el océano devoró la últimatierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendode este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nue-vamente desde las tierras recién sumergidas, desvelan-do muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemoriallecho, goteó de forma repugnante, revelando secretosocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dio-ses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron re-cordados capiteles sepultados bajo las algas. La lunaarrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, yParís se levantaba sobre su húmeda tumba para ser san-tificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capite-les y monolitos que estaban cubiertos de algas pero queno eran recordados; terribles capiteles y monolitos detierras acerca de las cuales el hombre jamás supo.

No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterrenobramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla.El humo de esta brecha se había convertido en vapor,ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más den-so. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver

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cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos ha-bían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamentey no supe más hasta que desperté sobre una cama de con-valecencia. Cuando la nube de humo procedente del gol-fo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamentoentero chilló mientras una repentina agonía de reverbe-raciones enloquecidas sacudía el estremecido éter.Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cega-dor, ensordecedor holocausto de fuego, humo y truenoque disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.

Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tansólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlo-nas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidosplanetas buscando a su hermana.

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EL CEREMONIAL

ME ENCONTRABA lejos de casa, y caminaba fascinado por elencanto de la mar oriental. Empezaba a caer la tarde,cuando la oí por primera vez, estrellándose contra lasrocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la tenía.Estaba al otro lado del monte, donde los sauces retorci-dos recortaban sus siluetas sobre un cielo cuajado de tem-pranas estrellas. Y porque mis padres me habían pedidoque fuese a la vieja ciudad que ahora tenía a paso, pro-seguí la marcha en medio de aquel abismo de nieve re-cién caída, por un camino que parecía remontar, solitario,hacia Aldebarán —tembloroso entre los árboles—, paraluego bajar a esa antiquísima ciudad, en la que jamás ha-bía estado, pero en la que tantas veces he soñado duran-te mi vida. Era el Día del Invierno, ese día que los hombresllaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que yase celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babiloniani Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el Díadel Invierno, y por fin llegaba yo al antiguo pueblo mari-nero donde había vivido mi raza, mantenedora del cere-monial de tiempos pasados aun en épocas en que estaba

Efficiunt Daemones, ut quae nonsunt, sic tamen quasi sint,conspicienda hominibus exbibeant.

LACTANCIO

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prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes ha-bían ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, quecelebraran el ceremonial una vez cada cien años, paraque nunca se olvidasen los secretos del mundo origina-rio. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino acolonizar estas tierras, hace trescientos años. Y era lamía una gente extraña, gente solapada y furtiva, proce-dente de los insolentes jardines del Sur, que hablabanotra lengua antes de aprender la de los pescadores deojos azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y úni-camente se reunía a compartir rituales y misterios queningún otro viviente podría comprender.

Yo era el único que regresaba aquella noche al viejopueblo pesquero como ordenaba la tradición, pues sólorecuerdan el pobre y el solitario. Después, al coronar lacuesta del monte, dominé la vista de Kingsport, ador-mecido en el frío del anochecer, nevado, con sus vetus-tas veletas, sus campanarios, sus tejados y chimeneaslos muelles, los puentes, los sauces y cementerios. Losinterminables laberintos de calles abruptas, estrechas yretorcidas, serpenteaban hasta lo alto de la colina don-de se alzaba el centro de la ciudad, coronado por una igle-sia extraña que el tiempo parecía no haber osado tocar.Una infinidad de casas coloniales se amontonaban entodos los sentidos y niveles, como las abigarradas cons-trucciones de madera de algún niño. Las alas grises deltiempo parecían cernerse sobre los tejados y las neva-das buhardillas. Los faroles y las ventanas emitían en laoscuridad unos reflejos que iban a juntarse con Orión ylas estrellas primordiales. Y la mar rompía incesantecontra los muelles miserables, aquella mar de la queemergiera nuestro pueblo en los viejos tiempos.

Junto al camino, una vez arriba de la cuesta, habíauna colina yerma barrida por el viento. No tardé en ver

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que se trataba de un cementerio, en donde las negras lá-pidas surgían de la nieve como las uñas destrozadas deun cadáver gigantesco. El camino, sin huella alguna detráfico, estaba solitario. Únicamente me parecía oír, decuando en cuando, unos crujidos como de una horca es-tremecida por el viento. En 1692 ahorcaron a cuatro demi raza por brujería.

Una vez que la carretera comenzó a descender ha-cia la mar, presté atención por si oía el alegre bulliciode los pueblos anochecer, pero no oí nada. Entonces re-cordé la época en que estábamos, y se me ocurrió que elviejo pueblo puritano conservaría tal vez costumbres navi-deñas, extrañas para mí, y que entonces estaría entre-gado a silenciosas oraciones. Así que abandoné misesperanzas de oír el bullicio propio de estas fiestas, dejéde buscar viajeros con la mirada, y seguí mi camino. Fuidejando atrás, a uno y otro lado, las silenciosas casas decampo con sus luces ya encendidas. Después me inter-né entre las oscuras paredes de piedra, en las que el airesalitroso mecía las chirriantes enseñas de antiguas tien-das y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de laspuertas, bajo los soportales, brillaban a lo largo de loscallejones desiertos reflejando la escasa luz que se esca-paba de las estrechas ventanas encortinadas.

Traía conmigo el plano de la ciudad y sabía dónde seencontraba la casa de los míos. Se me había dicho quesería reconocido y que me darían acogida, porque la tra-dición del pueblo posee una vida muy larga. De modoque apresuré el paso y entré en Back Street hasta lle-gar a Circle Court; luego continué por Green Lane, úni-ca calle pavimentada de la ciudad, que va a desembocardetrás del Edificio del Mercado. Aún servía el antiguoplano, y no me tropecé con dificultades. Sin embargo, enArkham me habían mentido al decirme que había tran-

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vías; al menos yo no veía redes de cables aéreos por nin-guna parte. En cuanto a los raíles, es posible que losocultara la nieve. Me alegré de tener que caminar, por-que la ciudad, revestida de blanco, me había parecidomuy hermosa desde el monte. Por otra parte, estaba im-paciente por llamar a la puerta de los míos, por llegar aesa séptima casa de Green Lane, a mano izquierda, detejado puntiagudo y doble planta, que databa de antesde 1650.

Había luces en el interior y, por lo que pude apre-ciar a través de la vidriera de rombos de la ventana, todose conservaba tal y como debió de ser en aquellos tiem-pos. El piso superior se inclinaba por encima del estre-cho callejón invadido de hierba y casi tocaba el edificiode enfrente, que también se inclinaba peligrosamente,formando casi un túnel por donde caminaba. Los pelda-ños del umbral estaban enteramente limpios de nieve.No había aceras y muchas casas tenían la puerta muy porencima del nivel de la calle, llegándose hasta ella porun doble tramo de escaleras con barandilla de hierro. Eraun escenario verdaderamente singular; acaso me pare-ció tan extraño por ser yo extranjero en Nueva Inglate-rra. Pero me gustaba, y aún me hubiera resultado másencantador si hubiera visto pisadas en la nieve, gentesen las calles y alguna ventana con las cortinillas desco-rridas.

Al dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro,me sentí preso de una alarma repentina. Se despertó enmí cierto temor que fue tomando consistencia, debidotal vez a la rareza de mi estirpe, al frío de la noche o alsilencio impresionante de la vieja ciudad de costumbresextrañas. Y cuando en respuesta a mi llamada, se abrióla puerta con un chirrido quejumbroso, me estremecí deverdad, ya que no había oído pasos en el interior. Pero

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el susto pasó en seguida: el anciano que me atendió, ves-tido con traje de calle y en zapatillas, tenía un rostro afa-ble que me ayudó a recuperar mi seguridad; y aunqueme dio a entender por señas que era mudo, escribió consu punzón, en una tablilla de cera que traía, una curiosay antigua frase de bienvenida. Me señaló con un gestouna sala baja iluminada por velas. Tenía la pieza grue-sas vigas de madera y recio y escaso mobiliario del si-glo XVII. Aquí, el pasado recobraba vida; no faltaba ningúndetalle. Me llamaron la atención la chimenea, de campa-na cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, atavia-da con ropas holgadas y bonete de paño, de espaldas amí, se inclinaba afanosa pese a la festividad del día. Rei-naba una humedad indefinida en la estancia, y por ellome extrañó que no tuvieran fuego encendido. Había unbanco de alto respaldo colocado de cara a la fila de venta-nas encortinadas de la izquierda, y me pareció que habíaalguien sentado en él, aunque no estaba seguro. No megustaba nada de lo que veía allí y nuevamente sentí te-mor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto más mi-raba el rostro suave de aquel anciano, más repugnanteme parecía su suavidad. No pestañeaba, y su color erademasiado parecido al de la cera. Por último, llegué ala plena convicción de que aquello no era un rostro sinouna máscara confeccionada con diabólica habilidad. En-tonces sus flojas manos, curiosamente enguantadas, es-cribieron con pasmosa soltura en la tablilla, informán-dome de que yo debía esperar un rato antes de ser con-ducido al sitio donde se celebraría el ceremonial. Me se-ñaló una silla, una mesa, un montón de libros, y salió dela estancia. Al echar mano de los libros, vi que se trata-ba de volúmenes muy antiguos y mohosos. Entre ellosestaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la Na-turaleza de Morryster, el terrible Saducismus Triumpha-

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tus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la espantosaDaemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon,y el peor de todos, el incalificable Necronomicon, del locoAbdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina deOlacius Wormius. Era éste un libro que jamás había te-nido en mis manos, pero del cual había oído decir cosasmonstruosas. Nadie me dirigió la palabra; lo único queturbaba el silencio eran los aullidos del viento en el ex-terior y el girar de la rueca mientras la vieja seguía consu silencioso hilar. Tanto la estancia como aquella gentey aquellos libros me daban una extraña impresión demorbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba deuna antigua tradición de mis antepasados, en virtud dela cual se me había convocado para tan extraña conme-moración, pensé que debía esperarme las cosas más pe-regrinas. Conque me puse a leer. Interesado por untema que había encontrado en el Necronomicon no tardéen darme cuenta que la lectura aquella me encogía el co-razón. Se trataba de una leyenda demasiado espantosapara la razón y la conciencia. Luego experimenté un so-bresalto, al oír que se cerraba una de las ventanas situa-das delante del banco de alto respaldo. Parecía como sila hubiesen abierto furtivamente. A continuación se oyóun rumor que no provenía de la rueca. Sin embargo, nopude distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afano-samente y, justo en aquel momento, el vetusto reloj sepuso a tocar. Después, la idea de que había personas enel banco se me fue de la cabeza, y me sumí en la lecturahasta que regresó el anciano, con botas esta vez, vestidocon holgados ropajes antiguos, y se sentó en aquel mis-mo banco, de forma que no le pude ver ya. Era enervan-te aquella espera, y el libro impío que tenía en mis manosme desazonaba más aún. Al dar las once, el viejo se le-vantó, se acercó a un enorme cofre que había en un rin-

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cón, y extrajo dos capas con caperuza; se puso una deellas, y con la otra envolvió a la vieja, que dejó de hilaren ese momento. Luego, ambos le dirigieron hacia lapuerta. La mujer arrastraba una pierna. El viejo, des-pués de coger el mismísimo libro que había yo estado le-yendo, me hizo una seña y se cubrió con la caperuza surostro inmóvil ... o su máscara.

Salimos a la tenebrosa y enmarañada red de calle-juelas de aquella ciudad increíblemente antigua. A par-tir de ese momento, las luces se fueron apagando una auna tras las cortinas de las ventanas, y Sirio contemplóla muchedumbre de figuras encapuchadas que surgíanen silencio de todas las puertas y formaban una mons-truosa procesión a lo largo de la calle, hasta más allá delas enseñas chirriantes, de los edificios de tejados inme-moriales, de los de techumbre de paja, y de las casas deventanas adornadas con vidrieras de rombos. La proce-sión fue recorriendo callejones empinados, cuyas casasleprosas se recostaban unas contra otras o se derrum-baban juntas, y atravesó plazas y atrios de iglesias y losfaroles de las multitudes compusieron constelacionesvertiginosas y fantásticas. Yo caminaba junto a mis guíasmudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Ibaempujado por codos que se me antojaban de una blandu-ra sobrenatural, estrujado por barrigas y pechos anormal-mente pulposos, y no obstante seguía sin ver un rostroni oír una voz. La columnas espectrales ascendían másy más por las interminables cuestas y todos se ibanaglomerando a medida que se acercaban a los lóbregoscallejones que desembocaban en la cumbre, centro de laciudad, donde se elevaba una inmensa iglesia blanca. Yala había visto antes, desde lo alto del camino, cuando medetuve a contemplar Kingsport en las últimas luces delatardecer y me estremecí al imaginar que Aldebarán ha-

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bía temblado un instante por encima de su torre fantas-mal. Había un espacio despejado alrededor de la iglesia.En parte era cementerio parroquial y, en parte, plazamedio pavimentada, flanqueada por unas casas enfer-mas de puntiagudos tejados y aleros vacilantes, dondeel viento azotaba y barría la nieve. Los fuegos fatuos dan-zaban por encima de las tumbas revelando un espeluz-nante espectáculo sin sombras. Más allá del cementerio,donde ya no había casas, pude contemplar de nuevo elparpadeo de las estrellas sobre el puerto. El pueblo erainvisible en la oscuridad. Sólo de cuando en cuando seveía oscilar algún farol por las serpenteantes callejas,delatando a algún retrasado que corría para alcanzar ala multitud que ahora entraba silenciosa en el templo.

Esperé a que terminaran todos de cruzar el pórtico,para que acabaran así los empujones. El viejo me tiró dela manga, pero yo estaba decidido a entrar el último. Cru-zamos el umbral y nos adentramos en el templo rebosantey oscuro. Me volví para mirar hacia el exterior; la fos-forescencia del cementerio parroquial derramaba un res-plandor enfermizo sobre la plaza pavimentada. Y depronto, sentí un escalofrío: aunque el viento había ba-rrido la nieve, aún quedaban rodales sobre el mismo ca-mino que conducía al pórtico. Y sobre aquella nieve, paraasombro mío, no descubrí ni una sola huella de pies, nisiquiera de los míos.

La iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar detodas las luces que habían entrado, porque la mayor par-te de la multitud había desaparecido. Todos se dirigíanpor las naves laterales, sorteando los bancos, hacia unaabertura que había al pie del púlpito, y se deslizabanpor ella sin hacer el menor ruido. Avancé en silencio;me metí en la abertura y comencé a bajar por los gasta-dos peldaños que conducían a una cripta oscura y sofo-

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cante. La cola sinuosa de la procesión era enorme. Elverlos a todos rebullendo en el interior de aquel sepul-cro venerable me pareció horrible de verdad. Entoncesme di cuenta de que el suelo de la cripta tenía otra aber-tura por la que también se deslizaba la multitud, y unmomento después nos encontrábamos todos descendien-do por una escalera abominable, por una estrecha escale-ra de caracol húmeda, impregnada de un color muy pecu-liar que se enroscaba interminablemente en las entra-ñas de la tierra, entre muros de chorreantes bloques depiedra y yeso desintegrado. Era un descenso silenciosoy horrible. Al cabo de muchísimo tiempo, observé quelos peldaños ya no eran de piedra y argamasa, sino queestaban tallados en la roca viva. Lo que más me asom-braba era que los miles de pies no produjeran ruido nieco alguno. Después de un descenso que duró una eter-nidad, vi unos pasadizos laterales o túneles que, desdeignorados nichos de tinieblas, conducían a este miste-rioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tarda-ron en hacerse excesivamente numerosos. Eran comoimpías catacumbas de apariencia amenazadora, y el acreolor a descomposición que despedían fue aumentandohasta hacerse completamente insoportable. Seguramen-te habíamos bajado hasta la base de la montaña, y quizáestábamos por debajo incluso del nivel de Kingsport. Measustaba pensar en la antigüedad de aquella poblacióninfestada, socavada por aquellos subterráneos corrom-pidos. Luego vi el cárdeno resplandor de una luz des-mayada y oí el murmullo insidioso de las aguas tenebrosas.Sentí un nuevo escalofrío; no me gustaban las cosas queestaban sucediendo aquella noche. Ojalá que ningún an-tepasado mío hubiera exigido mi asistencia a un rito deese género. En el momento en que los peldaños y los pa-sadizos se hicieron más amplios hice otro descubrimien-

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to: percibí el doliente acento burlesco de una flauta; ysúbitamente, se extendió ante mí el paisaje ilimitado deun mundo interior: una inmensa costa fungosa, ilumina-da por una columna de fuego verde y bañada por un vas-to río oleaginoso que manaba de unos abismos espantosos,insospechados, y corría a unirse con las simas negrasdel océano inmemorial.

Desfallecido, con la respiración agitada, contempléaquel Averno profano de leproso resplandor y aguasmucilaginosas; la muchedumbre encapuchada formó unsemicírculo alrededor de la columna de fuego. Era el ritodel Invierno, más antiguo que el género humano y des-tinado a sobrevivirle, el rito primordial que prometíasolsticio y primavera después de las nieves; el rito delfuego, del eterno verdor, de la luz y de la música. Y enaquella gruta estigia vi cómo ejecutaban todos el rito yadoraban la nauseabunda columna de fuego y arrojabanal agua puñados de viscosa vegetación que resplande-cía con una fosforescencia pálida y verdosa. Y vi tam-bién, fuera del alcance de la luz, un bulto amorfo, acha-parrado, que tocaba la flauta de modo repugnante. Ymientras tañía la criatura monstruosa, me pareció oírtambién unas notas apagadas en la fétida oscuridad don-de nada podía ver. Pero lo que más me llenaba de espan-to era la columna de fuego que brotaba como un surtidorvolcánico de las negras profundidades; no arrojaba som-bras como una llama normal, y bañaba las rocas salitrosasde un verdor sucio y venenoso. Toda aquella hirvientecombustión no producía calor, sino únicamente la visco-sidad de la muerte y la corrupción. El hombre que mehabía guiado se escurrió ahora hasta colocarse junto ala horrible llama y ejecutó unos rígidos ademanes ritua-les hacia el semicírculo que le miraba. En determinadosmomentos del ceremonial, los asistentes rindieron ho-

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menaje de acatamiento, especialmente cuando levantópor encima de su cabeza aquel detestable Necronomiconque llevaba consigo. Yo también tomé parte en todas lasreverencias, puesto que había sido convocado a esta ce-remonia de acuerdo con los escritos de mis antecesores.Después, el viejo hizo una señal al que tocaba la flautaen la oscuridad; éste cambió su débil zumbido por un tono,más audible, provocando con ello un horror inimagina-ble e inesperado. Faltó poco para que me desplomarasobre el limo de la tierra, traspasado por un espanto queno provenía de este mundo ni de ninguno, sino de losespacios enloquecedores que se abren entre las estre-llas.

En la negrura inconcebible, más allá del resplandorgangrenoso de la fría llama, en las tartáreas regiones através de las cuales se retorcía aquel río oleaginoso, ex-traño, insospechado, apareció danzando rítmicamenteuna horda de mansos, híbridos seres alados que ningúnojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contem-plar jamás. No eran cuervos, ni topos, ni buharros, nihormigas, ni vampiros, ni seres humanos en descompo-sición; eran algo que no consigo —y no debo— recordar.Daban saltos blandos y torpes, impulsándose a mediascon sus pies palmeados y a medias con sus alas membra-nosas. Y cuando llegaron hasta la muchedumbre de cele-brantes, las figuras encapuchadas se agarraron a ellos,montaron a horcajadas, y se alejaron cabalgando, uno trasotro, a lo largo de aquel río tenebroso, hacia unos pozosy galerías donde venenosos manantiales alimentan elcaudal tumultuoso y horrible de las negras cataratas.La vieja hilandera se había marchado con los demás, yel viejo se había quedado, porque yo me negué a cabal-gar sobre una de aquellas bestias como los otros. El flau-tista amorfo había desaparecido, pero dos de aquellas

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bestias permanecían allí pacientemente. Al resistirmea cabalgar, el viejo sacó su punzón y su tablilla, y me co-municó por escrito que él era el verdadero delegado deaquellos antepasados míos que habían fundado el cultoal Invierno en este mismo venerable lugar, que había sidodecretado que yo volviera allí, y que faltaban por cele-brarse los misterios más recónditos. Escribió todo estoen un estilo muy antiguo, y aún dudaba yo cuando sacóde sus amplios ropajes un sello y un reloj con las armasde mi familia, para probar que todo era según había di-cho él.

Pero la prueba era espantosa, porque yo sabía porciertos documentos antiquísimos que aquel reloj habíasido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en1698.

Al poco rato, el viejo echó hacia atrás su capucha yme mostró el parecido familiar de su rostro; pero aque-llo me hizo estremecer, porque yo estaba convencido deque se trataba solamente de una diabólica máscara decera. Las dos bestias voladoras aguardaban y arañabaninquietas los líquenes del suelo, y me di cuenta de queel viejo estaba a punto de perder la paciencia. Cuandouno de aquellos animales comenzó a moverse, alejándo-se del lugar, el viejo se volvió rápidamente y lo detuvo,de suerte que, con la rapidez del movimiento, se le des-prendió la máscara que llevaba en el lugar correspon-diente a la cabeza. Y entonces, al ver que aquella pesadillase interponía entre la escalera de piedra y yo, me arro-jé al fondo oleaginoso del río pensando que sin dudadesembocaría, por alguna cavidad, en el fondo del océa-no. Me lancé en aquel jugo pútrido de las entrañas de latierra antes que mis locos chillidos pudieran hacer caersobre mí las legiones de cadáveres que aquellos abismospestilentes ocultaban.

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En el hospital me dijeron que me habían encontradoen el puerto de Kingsport, medio helado, al amanecer,aferrado a un madero providencial. Me dijeron que lanoche anterior me había extraviado por los acantiladosde Orange Port, cosa que habían deducido por las hue-llas que encontraron en la nieve. No hice ningún comen-tario. Mi cabeza era un caos. Nada encajaba con miexperiencia de la noche anterior. Los ventanales del hos-pital se abrían a un panorama de tejados de los que ape-nas uno de cada cinco podía considerarse antiguo. Lascalles vibraban con el estrépito de tranvías y automóvi-les. Me insistieron en que esto era Kingsport, cosa queyo no pude negar. Al verme caer en un estado de deli-rio cuando me enteré de que el hospital se encontrabacerca del cementerio parroquial de Central Hill, me tras-ladaron al Hospital St. Mary, de Arkham, donde meatenderían mejor. Me gustó, en efecto, porque los médi-cos eran de mentalidad más abierta, y aun me ayudaron,ya que gracias a su influencia pude conseguir un ejem-plar del censurable Necronomicon de Alhazred, celosa-mente guardado en la Biblioteca de la Universidad delMiskatonic. Dijeron que sufría una especie de «psicosis»y convinieron en que el mejor sistema de alejar las ob-sesiones de mi cerebro era provocar mi cansancio a basede permitirme ahondar en el tema. De esta suerte lle-gué a leer el espantoso capítulo aquel, y me estremecídoblemente, puesto que no era nuevo para mí: lo que con-taba, lo había visto yo, dijeran lo que dijesen las huellasde mis pies, y era mejor olvidar el sitio donde lo habíapresenciado. Nadie durante el día me lo hacía recordarpero mis sueños son aterradores a causa de ciertas fra-ses que no me atrevo a transcribir. Si acaso, citaré única-mente un párrafo. Lo traduciré lo mejor que pueda de esedesgarbado latín vulgar en que está escrito:

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«Las cavernas inferiores —escribió el loco Alhazred—son insondables para los ojos que ven, porque sus prodi-gios son extraños y terribles.

Maldita la tierra donde los pensamientos muertosviven reencarnados en una existencia nueva y singular,y maldita el alma que no habita ningún cerebro. Sabia-mente dijo Ibn Shacabad: bendita la tumba donde nin-gún hechicero ha sido enterrado y felices las noches delos pueblos donde han acabado con ellos y los han redu-cido a cenizas. Pues de antiguo se dice que el espírituque se ha vendido al demonio no se apresura a abando-nar la envoltura de la carne, sino que ceba e instruye almismo gusano que roe, hasta que de la corrupción brotauna vida espantosa, y las criaturas que se alimentan dela carroña de la tierra aumentan solapadamente parahostigarla, y se hacen monstruosas para infestarla.Excavadas son, secretamente, inmensas galerías dondedebían bastar los poros de la tierra, y han aprendido acaminar unas criaturas que sólo deberían arrastrarse.»

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EL CLÉRIGO MALVADO

UN HOMBRE grave que parecía inteligente, con ropa dis-creta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del áti-co, y me habló en estos términos:

—Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toquenada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotrosjamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todotal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo quehizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo alfinal, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ninada lograron llegar hasta esa sociedad.

—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer.Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que pa-rece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sos-pechamos que tiene que ver con lo que hizo. Inclusoevitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habita-ción del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primiti-vamente amueblada, pero tenía una elegancia queindicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había es-tantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra

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librería con tratados de magia: de Paracelso, AlbertoMagno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y de-más, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capazde descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había unapuerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empo-trado. La única salida era la abertura del suelo, hasta laque llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanaseran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelabanuna increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa per-tenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde meencontraba, aunque no puedo recordar lo que entoncessabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impre-sión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo quesabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica —oalgo que parecía una linterna— del bolsillo, y comprobénervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino viole-ta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz queuna especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yono la consideraba una linterna corriente: en efecto, lle-vaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chime-neas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales delas ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopiode valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesay enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. Laluz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo deminúsculas partículas violeta que a un haz continuo deluz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficiedel extraño objeto parecieron producir una crepitación,como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesadopor una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirióuna incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzcapareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta

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de que no estaba solo en la habitación... y me guardé elproyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruidodurante los momentos que siguieron. Todo era una vagapantomima como vista desde inmensa distancia, a travésde una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llega-do y todos los que fueron viniendo a continuación apare-cían grandes y próximos, como si estuviesen a la vezlejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, deestatura media, vestido con un traje clerical de la igle-sia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía latez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su fren-te era anormalmente alta. Su cabello negro estaba biencortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, sibien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usa-ba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y lasfacciones de la mitad inferior de la cara eran como la delos clérigos que yo había visto, pero su frente era asom-brosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inte-ligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa.En ese momento —acababa de encender una lámpara deaceite— parecía nervioso; y antes de que yo me diesecuenta había empezado a arrojar los libros de magia auna chimenea que había junto a una ventana de la habi-tación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente),en la que no había reparado yo hasta entonces. Las lla-mas consumían los volúmenes con avidez, saltando enextraños colores y despidiendo un olor increíblementenauseabundo mientras las páginas de misteriosos jero-glíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devo-radas por el elemento devastador. De repente, observéque había otras personas en la estancia: hombres con as-pecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno

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que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no con-seguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunican-do una decisión de enorme trascendencia al primero delos llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismotiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su ros-tro mantenía una expresión severa; pero observé que, altratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblabala mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacíay la chimenea (donde las llamas se habían apagado enmedio de un montón de residuos carbonizados e infor-mes), preso al parecer de especial disgusto. El primerode los recién llegados esbozó entonces una sonrisa for-zada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño ob-jeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejode clérigos comenzó a desfilar por la empinada escale-ra, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se vol-vían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. Elobispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario delfondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató unextremo a un gancho que colgaba de la gran viga centralde negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo enel otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar,corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces mevio, suspendió los preparativos y miró con una especiede triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud.Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar ha-cia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostrooscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y sa-qué el extraño proyector de rayos como arma de defen-sa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se loenfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus faccionescetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su

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expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso aotra de profundo temor, aunque no llegó a borrárseleenteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazosviolentamente en el aire, empezó a retroceder tamba-leante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y gri-té para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después,trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapare-ció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera,pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplas-tado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumorde gentes que subían con linternas; se había roto el mo-mento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veíafiguras normalmente tridimensionales. Era evidente quealgo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se habíaproducido algún ruido que yo no había oído? A continua-ción, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al pare-cer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaronparalizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?Entonces dieron media vuelta y huyeron frenética-

mente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo des-aparecido, vi al hombre grave de barba gris que me habíatraído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Memiraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Lue-go empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en elático. Dijo:

—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé loque ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hom-bre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hechovolver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debeasustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algomuy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo dedañarle la mente y la personalidad. Si conserva la san-

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gre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos re-ajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de laexistencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vi-vir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi con-sejo es que se vaya a Estados Unidos.

—No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nadapuede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquiercosa no serviría sino para empeorar la situación. No hasalido usted tan mal parado como habría podido ocurrir...,pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y es-tablecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo deque no haya sido más grave.

—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Seha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Esalgo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, us-ted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otroextremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Vaa sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nadarepulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal;el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientrasme acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara(es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol,más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo quevi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y ves-tido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unostreinta años, y con unos lentes sin montura y aros de ace-ro, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, oli-vácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado prime-ro y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a serese hombre.

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EL COLOR QUE CAYÓ DEL CIELO

AL OESTE de Arkham las colinas se yerguen selváticas, yhay valles con profundos bosques en los cuales no haresonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas yoscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásti-camente, y donde discurren estrechos arroyuelos quenunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las la-deras menos agrestes hay casas de labor, antiguas y ro-cosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiandoeternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra;pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chi-meneas desmoronándose y las paredes pandeándose de-bajo de los techos a la holandesa.

Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extran-jeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo hanintentado, los italianos lo han intentado, y los polacosllegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada quepueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo pu-ramente imaginario. El lugar no es bueno para la ima-ginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche.Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del

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lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nun-ca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuyacabeza ha estado un poco desequilibrada durante años,es el único que sigue allí, y el único que habla de los ex-traños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muypróxima al campo abierto y a los caminos que rodean aArkham.

En otra época había un camino sobre las colinas y através de los valles, que corría en línea recta donde aho-ra hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarloy se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia elsur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarseaún huellas del antiguo camino, a pesar de que la male-za lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se acla-ran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuyasuperficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretosde los extraños días se funden con los secretos de las pro-fundidades; se funden con la oculta erudición del viejoocéano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.

Cuando llegué a las colinas y valles para acotar losterrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron queel lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham,y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de le-yendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía seralgo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos através de los siglos. El nombre de «marchito erial» mepareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habríallegado a formar parte de las tradiciones de un pueblopuritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas caña-das y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodea-das de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana,pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Losárboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran de-masiado grandes tratándose de árboles de Nueva Ingla-

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terra. En las oscuras avenidas del bosque había dema-siado silencio, y el suelo estaba demasiado blando conel húmedo musgo y los restos de infinitos años de des-composición.

En los espacios abiertos, principalmente a lo largode la línea del antiguo camino, había pequeñas casas delabor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a ve-ces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitariachimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba portodas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo.Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un to-que grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemen-to vital de perspectiva o de claroscuro. No me estuvo raroque los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya queaquella no era una región que invitara a dormir en ella.Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraí-da de un cuento de terror.

Pero nada de lo que había visto podía compararse,en lo que a desolación respecta, con el marchito erial.Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; ningúnotro nombre hubiera podido aplicársele con más propie-dad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamen-te a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñadola frase después de haber visto aquella región. Mientrasla contemplaba, pensé que era la consecuencia de un in-cendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada so-bre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendíabajo el cielo como una gran mancha corroída por el áci-do entre bosques y campos? Discurre en gran parte ha-cia el norte de la línea del antiguo camino, pero invadeun poco el otro lado. Mientras me acercaba experimen-té una extraña sensación de repugnancia, y sólo me de-cidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. Enaquella amplia extensión no había vegetación de ningu-

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na clase; no había más que una capa de fino polvo o ce-niza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arras-trar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquíticoy enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o conlos troncos podridos. Mientras andaba apresuradamen-te vi a mi derecha los derruidos restos de una casa delabor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos es-tancados vapores adquirían un extraño matiz al serbañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizoque no me maravillara ya de los asustados susurros delos moradores de Arkham. En los alrededores no habíaedificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en losantiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y aparta-do. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nue-vo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, apesar de que significaba dar un gran rodeo.

Por la noche interrogué a algunos habitantes de Ark-ham acerca del marchito erial, y pregunté qué significa-do tenía la frase «los extraños días» que había oídomurmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtenerninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en cla-ro era que el misterio se remontaba a una fecha muchomás reciente de lo que había imaginado. No se tratabade una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo quehabía ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Ha-bía sucedido en los años ochenta, y una familia desapa-reció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; ycomo todos aquellos con quienes hablé me dijeron queno prestara crédito a las fantásticas historias del viejoAmmi Pierce, decidí ir a visitarlo a la mañana siguien-te, después de enterarme de que vivía solo en una rui-nosa casa que se alzaba en el lugar donde los árbolesempiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y habíaempezado a exudar el leve olor miásmico que se despren-

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de de las casas que han permanecido en pie demasiadotiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el an-ciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a lapuerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. Noestaba tan débil como yo había esperado; sin embargo,sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosasropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado ydecaído.

No sabiendo cómo enfocar la conversación para queme hablara de sus «fantásticas historias», fingí que mehabía llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado;le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas va-gas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era unhombre más culto y más educado de lo que me habíandado a entender, y se mostró más comprensivo que cual-quiera de los hombres con los cuales había hablado enArkham. No era como otros rústicos que había conocidoen las zonas donde iban a construirse las albercas. Niprotestó por las millas de antiguo bosque y de tierrasde labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunquequizá su actitud hubiera sido distinta de no haber teni-do su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo úni-co que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que losvalles por los cuales había vagabundeado toda su vidaiban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua...,mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al de-cir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras sucuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de sumano derecha empezaba a señalar de un modo temblo-roso e impresionante.

Fue entonces cuando oí la historia, y mientras la ron-ca voz avanzaba en su relato, en una especie de miste-rioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar deque estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir

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al narrador con frecuencia, para poner en claro puntoscientíficos que él sólo conocía a través de lo que habíadicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papa-gayo, aunque su memoria había empezado ya a flaquear;o para tender un puente entre dato y dato, cuando falla-ba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuandohubo terminado, no me extrañó que su mente estuvieraalgo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no legustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regre-sar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no que-ría tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome alaire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar miinforme. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de an-tiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez conaquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces allado de los derruidos restos de una casa de labor. La al-berca iba a ser construida inmediatamente, y todosaquellos antiguos secretos quedarían enterrados parasiempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuan-do esto sea una realidad, me gustará visitar aquella re-gión por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielolas siniestras estrellas.

Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito.Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, eincluso en la remota época de las brujas aquellos bos-ques occidentales no fueron ni la mitad de temidos quela pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo conce-día audiencias al lado de un extraño altar de piedra, másantiguo que los indios. Aquellos no eran bosques hechi-zados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terriblehasta los extraños días. Luego había llegado aquella blan-ca nube meridional, se había producido aquella cadenade explosiones en el aire y aquella columna de humo enel valle. Y, por la noche, todo Arkham se había entera-

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do de que una gran piedra había caído del cielo y se ha-bía incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa deNahum Gardner. La casa que se había alzado en el lu-gar que ahora ocupaba el marchito erial.

Nahum había ido al pueblo para contar lo de la pie-dra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo habíacontado también. En aquella época Ammi tenía cuaren-ta años, y todos los extraños acontecimientos estabanprofundamente grabados en su cerebro. Ammi y su es-posa habían acompañado a los tres profesores de la Uni-versidad de Miskatonic que se presentaron a la mañanasiguiente para ver al fantástico visitante que procedíadel desconocido espacio estelar, y habían preguntadocómo era que Nahum había dicho, el día antes, que eramuy grande. Nahum, señalando la pardusca mole queestaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Perolos sabios replicaron que las piedras no se encogen. Sucalor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró quehabía brillado débilmente toda la noche. Los profesoresgolpearon la piedra con un martillo de geólogo y descu-brieron que era sorprendentemente blanda. En reali-dad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron,más bien que escoplearon, una muestra para llevárselaa la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tu-vieron que meterla en un cubo que le pidieron prestadoa Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor.En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en lacasa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuan-do la señora Pierce observó que el fragmento estaba ha-ciéndose más pequeño y había empezado a quemar elfondo del cubo. Realmente no era muy grande, pero qui-zás habían cogido un trozo menor de lo que habían su-puesto.

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Al día siguiente —todo esto ocurría en el mes de ju-nio de 1882—, los profesores se presentaron de nuevo,muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le conta-ron lo que había sucedido con la muestra, diciendo quehabía desaparecido por completo cuando la introduje-ron en un recipiente de cristal. El recipiente tambiénhabía desaparecido, y los profesores hablaron de la ex-traña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccio-nado de un modo increíble en aquel laboratorio perfecta-mente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni ex-peler ningún gas al ser calentada al carbón, mostrándo-se completamente negativa al ser tratada con bórax yrevelándose absolutamente no volátil a cualquier tem-peratura, incluyendo la del soplete de oxihidrógeno. Enel yunque apareció como muy maleable, y en la oscuri-dad su luminosidad era muy notable. Negándose obsti-nadamente a enfriarse, provocó una gran excitaciónentre los profesores; y cuando al ser calentada ante elespectroscopio mostró unas brillantes bandas distintasa las de cualquier color conocido del espectro normal, sehabló de nuevos elementos, de raras propiedades ópti-cas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hom-bres de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lodesconocido.

Caliente como estaba, fue comprobada en un crisolcon todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada.Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el aguaregia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnera-bilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades pararecordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunosdisolventes a medida que se los mencionaba en el habi-tual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, al-cohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero,a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del

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tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligera-mente, los disolventes no experimentaron ningún cam-bio que demostrara que habían atacado a la sustancia.Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, engrado extremo; y después de su inmersión en los disol-ventes ácidos parecían existir leves huellas de la pre-sencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos deWidmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya consi-derable colocaron el fragmento en un recipiente de cris-tal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente,fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar ras-tro, y únicamente una chamuscada señal en el estantede madera donde los habían dejado probaba que habíaestado realmente allí.

Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammimientras descansaban en su casa, y una vez más fue conellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunqueen esta ocasión su esposa no lo acompañó. Comproba-ron que la piedra se había encogido realmente, y ni si-quiera los más escépticos de los profesores pudierondudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masapardusca situada junto al pozo había un espacio vacío,un espacio que eran dos pies menos que el día anterior.Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superfi-cie con curiosidad mientras separaban otro fragmentomucho mayor que el que se habían llevado. Esta vez ahon-daron más en la masa de piedra, y de este modo pudie-ron darse cuenta de que el núcleo central no era comple-tamente homogéneo.

Habían dejado al descubierto lo que parecía ser lacara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia.El color, parecido al de las bandas del extraño espectrodel meteoro, era casi imposible de describir; y sólo poranalogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura

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era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de losprofesores golpeó ligeramente el glóbulo con un marti-llo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no sa-lió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte demagia, dejando un espacio esférico de unas tres pulga-das de diámetro, Los profesores pensaron que era pro-bable que encontraran otros glóbulos a medida que lasustancia envolvente se fuera fundiendo.

La conjetura era equivocada, ya que los investigado-res no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar deque taladraron la masa por diversos lugares. En conse-cuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que ha-bían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tandesconcertante como la de su predecesora. Aparte deser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera lu-minosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos,de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los com-puestos de silicón con el resultado de una mutua destruc-ción. La piedra no presentaba características de identi-ficación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Uni-versidad se vieron obligados a reconocer que no podíanclasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozodel espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de pro-piedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyesexteriores y desconocidas.

Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los pro-fesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, seencontraron con una desagradable sorpresa. La piedra,magnética como era, debió poseer alguna peculiar pro-piedad eléctrica ya que había «atraído al rayo», como dijoNahum, con una singular persistencia. En el espacio deuna hora el granjero vio cómo el rayo hería seis veces lamasa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tor-menta descubrió que la piedra había desaparecido. Los

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científicos, profundamente decepcionados, tras compro-bar el hecho de la total desaparición, decidieron que loúnico que podían hacer era regresar al laboratorio y con-tinuar analizando el fragmento que se habían llevado eldía anterior y que como medida de precaución habíanencerrado en una caja de plomo. El fragmento duró unasemana transcurrida la cual no se había llegado a nin-gún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejarningún residuo, y con el tiempo los profesores apenascreían que habían visto realmente aquel misterioso ves-tigio de los insondables abismos exteriores; aquel úni-co, fantástico mensaje de otros universos y otros reinosde materia, energía y entidad.

Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaronmucho del incidente y enviaron a sus reporteros a en-trevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Bostonenvío también un periodista, y Nahum se convirtió rá-pidamente en una especie de celebridad local. Era unhombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía consu esposa y sus tres hijos del producto de lo que culti-vaba en el valle. Él y Ammi se hacían frecuentes visitas,lo mismo que sus esposas; y Ammi sólo tenía frases deelogio para él después de todos aquellos años. Parecíaestar orgulloso de la atención que había despertado ellugar, y en las semanas que siguieron a su aparición ydesaparición habló con frecuencia del meteorito. Los me-ses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó defirme en sus campos, y las faenas agrícolas lo cansaronmás de lo que lo habían cansado otros años, por lo quellegó a la conclusión de que los años habían empezado apesarle.

Luego llegó la época de la recolección. Las peras vmanzanas maduraban lentamente, y Nahum asegurabaque sus huertos tenían un aspecto más floreciente que

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nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño feno-menal y un brillo musitado, y su abundancia era tal queNahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más afin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la ma-duración llegó una desagradable sorpresa, ya que todaaquella fruta de opulenta presencia resultó incomible.En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, lafruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurriócon los melones y los tomates, y Nahum vio con tristezacómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explica-ción a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteori-to había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porquela mayor parte de las otras cosechas se encontraban enlas tierras altas a lo largo del camino.

El invierno se presentó muy pronto y fue muy frío.Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de cos-tumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto pre-ocupado. También el resto de la familia había asumidoun aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a laiglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos so-ciales de la comarca. No pudo encontrarse ningún moti-vo para aquella reserva o melancolía, aunque todos loshabitantes de la casa daban muestras de cuando en cuan-do de un empeoramiento en su estado de salud física ymental. Esto se hizo más evidente cuando el propioNahum declaró que estaba preocupado por ciertas hue-llas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba delas habituales huellas invernales de las ardillas rojas,de los conejos blancos y de los zorros, pero el cavilosogranjero afirmó que encontraba algo raro en la naturale-za y disposición de aquellas huellas. No fue más explíci-to, pero parecía creer que no era característica de laanatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros.Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una no-

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che que pasó por delante de la casa de Nahum en su tri-neo, en su camino de regreso de Clark’s Corners. En elcielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el ca-mino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de loque les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este úl-timo, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño nohubiera empuñado las riendas con mano firme. A partirde entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las his-torias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los pe-rros de Gardner parecían estar tan asustados y temblo-rosos cada mañana. Incluso habían perdido el ánimo paraladrar.

En el mes de febrero los chicos de McGregor, deMeadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos delas tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy es-pecial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligera-mente alteradas de un modo muy raro, imposible dedescribir, en tanto que su rostro tenía una expresiónque hasta entonces nadie había visto en el rostro de unamarmota. Los chicos quedaron francamente asustados ytiraron inmediatamente el animal, de modo que por lacomarca sólo circuló la grotesca historia que los mismoschicos contaron. Pero esto, unido a la historia del cone-jo que asustaba a los caballos en las inmediaciones de lacasa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpouna leyenda, susurrada en voz baja.

La gente aseguraba que la nieve se había fundido mu-cho más rápidamente en los alrededores de la casa deNahum que en otras partes, y a principios de marzo seprodujo una agitada discusión en la tienda de Potter, deClark’s Corners. Stephen Rice había pasado por las tie-rras de Gardner a primera hora de la mañana y se habíadado cuenta de que la hierba fétida empezaba a creceren todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había vis-

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to hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raroque no podía ser descrito con palabras. Sus formas eranmonstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramen-te ante la presencia de un hedor que hirió también des-agradablemente el olfato de Stephen. Aquella mismatarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojosaquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en quelas plantas de aquella clase no podían brotar en un mun-do saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amar-gos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que lastierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego,se trataba del meteorito; y recordando lo extraño queles había parecido a los hombres de la Universidad, va-rios granjeros hablaron del asunto con ellos.

Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como setrataba de unos hombres que no prestaban crédito confacilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy con-servadoras. Las plantas eran raras, desde luego, pero todala hierba fétida es más o menos rara en su forma y en sucolor. Quizás algún elemento mineral del meteorito ha-bía penetrado en la tierra, pero no tardaría en desapa-recer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a loscaballos asustados... se trataba únicamente de habladu-rías sin fundamento, que habían nacido a consecuenciade la caída del meteorito. Pero unos hombres serios nopodían tener en cuenta las habladurías de los campesi-nos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creencualquier cosa. Ése fue el veredicto de los profesoresacerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encarga-do de analizar dos redomas de polvo en el curso de unainvestigación policíaca, año y medio más tarde, recordóque el extraño color de la hierba fétida era muy parecidoal de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmentodel meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al

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del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra.En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo,las muestras revelaron al principio las mismas insólitasbandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.

Los árboles florecieron prematuramente alrededorde la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosa-mente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus,un muchacho de quince años, juraba que los árboles semecían también cuando no hacía viento; pero ni siquieralos más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde lue-go, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardnerdesarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aun-que no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran darnombre. La escucha era en realidad resultado de momen-tos en que la conciencia parecía haberse desvanecido enellos. Desgraciadamente, esos momentos eran más fre-cuentes a medida que pasaban las semanas, hasta quela gente empezó a murmurar que toda la familia Nahumestaba mal de la cabeza. Cuando salió la primera saxífra-ga, su color era también muy extraño; no completamen-te igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afína él e igualmente desconocido para cualquiera que lo vie-ra. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkhampara enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dig-natario se limitó a escribir un artículo humorísticoacerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersti-ciones de los campesinos. Fue un error de Nahum con-tarle a un estólido ciudadano la conducta que observabanlas mariposas —también de gran tamaño— en relacióncon aquellas saxífragas.

Abril aportó una especie de locura a las gentes de lacomarca y empezaron a dejar de utilizar el camino quepasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlopor completo. Era la vegetación. Los renuevos de los ár-

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boles tenían unos extraños colores, y a través del suelode piedra del patio y en los prados contiguos crecían unasplantas que solamente un botánico podía relacionar conla flora de la región. Pero lo más raro de todo era el co-lorido, que no correspondía a ninguno de los maticesque el ojo humano había visto hasta entonces. Plantas yarbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, cre-ciendo insolentemente en su cromática perversión.Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían paraellos una especie de inquietante familiaridad, y llega-ron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo quehabía sido descubierto dentro del meteoro. Nahum la-bró y sembró los diez acres de terreno que poseía en laparte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa.Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza deque aquellas extrañas hierbas que estaban creciendoarrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba pre-parado para cualquier cosa, por inesperada que pudie-ra parecer, y se había acostumbrado a la sensación deque cerca de él había algo que esperaba ser oído. El verque los vecinos no se acercaban por su casa le molestó,desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Loschicos no lo notaron tanto porque iban a la escuela to-dos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de lashabladurías, las cuales los asustaron un poco, especial-mente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.

En mayo llegaron los insectos y la hacienda deGardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno dezumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos ani-males tenían un aspecto insólito y se movían de un modomuy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían to-das las anteriores experiencias. Los Gardner adquirie-ron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche.Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aun-

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que no podían decir de qué. Fue entonces cuando com-probaron que Thaddeus había estado en lo cierto al ha-blar de lo que ocurría con los árboles. La señora Gardnerfue la primera en comprobarlo una noche que se encon-traba en la ventana del cuarto contemplando la siluetade un arce que se recortaba contra un cielo iluminadopor la luna. Las ramas del arce se estaban moviendo yno corría el menor soplo de viento. Cosa de la savia, se-guramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora nor-males. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fueobra de ningún miembro de la familia Gardner. Se ha-bían familiarizado con lo anormal hasta el punto de nodarse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fue-ron capaces de ver fue observado por un viajante de co-mercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorantede las leyendas que corrían por la región. Lo que contóen Arkham apareció en un breve artículo publicado porla Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granje-ros, incluido Nahum, se echaron primero a los ojos. Lanoche había sido oscura, pero alrededor de una granjadel valle —que todo el mundo supo que se trataba de lagranja de Nahum— la oscuridad había sido menos inten-sa. Una leve aunque visible fosforescencia parecía sur-gir de toda la vegetación, y en un momento determinadoun trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamen-te por el patio que había cerca del granero.

Los pastos no parecían haber sufrido los efectos deaquella insólita situación, y las vacas pacían librementecerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche em-pezó a ser mala. Entonces Nahum llevó a las vacas a pa-cer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena. Pocodespués el cambio en la hierba y en las hojas, que hastaentonces se habían mantenido normalmente verdes, pudoapreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirie-

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ron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi eraahora la única persona que visitaba a los Gardner, y susvisitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerra-ron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardnerquedaron virtualmente aislados del mundo, y a vecesencargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pue-blo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, ynadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia deque la señora Gardner se había vuelto loca.

Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario dela caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritarque veía cosas en el aire, cosas que no podía describir.En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio,sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se mo-vían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reacciona-ban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum nola envió al manicomio del condado, sino que dejó que va-gabundeara por la casa mientras fuera inofensiva parasí misma y para los demás. Cuando su estado empeoróno hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asus-tarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión delrostro de su madre al mirarlo, Nahum decidió encerrar-la en el ático. En julio, la señora Gardner dejó de hablary empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de termi-nar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa eraligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurríacon la vegetación de los alrededores de la casa.

Esto sucedió un poco antes de que los caballos se die-ran a la fuga. Algo los había despertado durante la no-che, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible.A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puertadel establo, los animales salieron disparados como almaque lleva el diablo. Nahum tardó una semana en locali-zar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a

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matarlos porque se habían vuelto locos y no había quiénlos manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammipara acarrear el heno, pero el animal no quiso acercar-se al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al fi-nal tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombresarrastraban el carro hasta situarlo junto al granero.Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebra-diza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tanextraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y ena-na e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flo-res grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y lasmalvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tanhorrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum,las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose to-dos los insectos, incluso las abejas que habían abandona-do sus colmenas.

En septiembre toda la vegetación se había desme-nuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahumtemió que los árboles murieran antes de que la ponzoñase hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahoraaccesos de furia, durante los cuales profería unos gritosterribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de per-petua tensión nerviosa. No se trataban ya con nadie, ycuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicosno acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras vi-sitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era bue-na. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamentefétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su ami-go que excavara otro pozo en las tierras altas para utili-zarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sinembargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel conse-jo, ya que había llegado a impermeabilizarse contra lascosas raras y desagradables. Él y sus hijos siguieron uti-lizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la mis-

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ma indiferencia con que comían sus escasos y mal coci-dos alimentos y con que realizaban sus improductivas ymonótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Ha-bía algo de estólida resignación en todos ellos, como sianduvieran en otro mundo entre hileras de anónimosguardianes hacia un lugar familiar y seguro.

Thaddeus se volvió loco en septiembre, después deuna visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había re-gresado con las manos vacías, encogiendo y agitando losbrazos y murmurando algo acerca de «los colores movi-bles que había allí abajo». Dos locos en una familia re-presentaban un grave problema, pero Nahum se portóvalientemente. Dejó que el muchacho se moviera a suantojo durante una semana, hasta que empezó a portar-se peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, en-frente de la habitación ocupada por su madre. El modocomo se gritaban el uno al otro desde detrás de sus ce-rradas puertas era algo terrible, especialmente para elpequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su her-mano hablaban en algún terrible lenguaje que no era deeste mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chi-quillo peligrosamente imaginativo, y su estado empeoródesde que encerraron al hermano que había sido su me-jor compañero de juegos.

Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre elganado. Las aves de corral adquirieron un color gris ymurieron rápidamente. Los cerdos engordaron desor-denadamente y luego empezaron a experimentar repug-nantes cambios que nadie podía explicar. Su carne eradesaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pen-sar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acer-carse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó franca-mente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inex-plicable por cuanto aquellos animales no habían sido

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alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego lesllegó el turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuer-po entero, aparecieron anormalmente hinchadas o com-primidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atrocescolapsos o desintegraciones. En las últimas fases —queterminaban siempre con la muerte— adquirían un colorgrisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurri-do con los cerdos. En el caso de las vacas no podía ha-blarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo.Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haberinoculado el virus, ya que no hay ningún animal terres-tre que pueda pasar a través de obstáculos sólidos. De-bía tratarse de una enfermedad natural..., aunqueresultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedadproducía aquellos terribles resultados. En la época dela cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, yaque el ganado y las aves de corral habían muerto y losperros habían huido. Los perros, en número de tres, ha-bían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer.Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, perosu desaparición apenas fue notada, ya que en la casa nohabía ahora ratones y únicamente la señora Gardner sen-tía cierto afecto por los graciosos felinos.

El 19 de octubre Nahum se presentó en casa de Ammicon espantosas noticias. La muerte había sorprendidoal pobre Thaddeus en su habitación del ático, y lo habíasorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahumhabía excavado una tumba en la parte trasera de la gran-ja y había metido allí lo que encontró en la habitación.En la habitación no podía haber entrado nadie, ya quela pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puer-ta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos pun-tos de contacto con lo ocurrido en el establo. Ammi y suesposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que

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pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremeci-miento. El horror parecía rondar alrededor de los Gard-ner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de unode ellos en la casa era como un soplo de regiones inno-minadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a suhogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmarlos histéricos sollozos del pequeño Merwin. Zenas nonecesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado decompleto atontamiento y se limitaba a mirar fijamenteun punto indeterminado del espacio y a obedecer lo quesu padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado deabulia era lo mejor que podía ocurrirle. De cuando encuando los gritos de Merwin eran contestados desde elático, y en respuesta a una mirada interrogadora Na-hum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acer-caba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, yaque ningún sentimiento de amistad podía hacerle per-manecer en aquel lugar cuando la vegetación empezabaa brillar débilmente y los árboles podían o no moversesin que soplara el viento. Era una verdadera suerte paraAmmi el hecho de que no fuese una persona imaginati-va. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexio-nar sobre todos los portentos que lo rodeaban, no cabeduda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora delcrepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintien-do resonar terriblemente en sus oídos los gritos de laloca y del pequeño Merwin.

Tres días más tarde Nahum se presentó en casa deAmmi muy de mañana, y en ausencia de su huésped lecontó a la señora Pierce una horrible historia que ellaescuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pe-queño Merwin. Había desaparecido. Había salido de lacasa cuando ya era de noche con un farol y un cubo paratraer agua, y no había regresado. Hacía días que su es-

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tado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyóun frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puer-ta y se asomó el muchacho había desaparecido. No se veíani rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol quese había llevado. En aquel momento, Nahum creyó queel farol y el cubo habían desaparecido también; pero alhacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda lanoche por campos y bosques, Nahum había descubiertounas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida ysemifundida masa de hierro, que había sido indudable-mente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otramasa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, quecorrespondía al cubo. Eso fue todo. Nahum imaginabalo inimaginable. La señora Pierce estaba como atonta-da, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudodar ninguna opinión. Merwin había desaparecido y se-ría inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alre-dedores y que huían de los Gardner como de la peste.Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkhamque se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahorahabía desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándosey arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum notardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por suesposa y por Zenas, si es que lo sobrevivían. Todo aque-llo era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no po-día adivinar a qué se debía, ya que siempre había vividoen el santo temor de Dios.

Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ningu-na noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo quepudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuóuna visita a la casa de los Gardner. De la chimenea nosalía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor.El aspecto de la granja era impresionante: hierba y ho-jas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de

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arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudossilueteándose malignamente contra el gris cielo de no-viembre. Ammi no pudo dejar de notar que se había pro-ducido un sutil cambio en la inclinación de las ramas.Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muydébil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo,pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes aZenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver queAmmi se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que traje-ra más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, yaque el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y elviento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pron-to, Nahum le preguntó si la leña que había traído su hijolo hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se diocuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mentedel granjero había dejado de resistir a la intensa pre-sión de los acontecimientos.

Interrogando discretamente a su vecino, Ammi noconsiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas.«En el pozo... vive en el pozo...», fue todo lo que su padredijo.

Luego el visitante recordó súbitamente a la esposaloca y cambió de tema. «¿Nabby? Está aquí, desde lue-go...», fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, yAmmi no tardó en darse cuenta de que tendría que in-vestigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjeroen su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrásde la puerta y subió los chirriantes escalones que con-ducían al ático. La parte alta de la casa estaba completa-mente silenciosa y no se oía el menor ruido en ningunadirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una es-taba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del ma-nojo que había cogido. A la tercera tentativa la cerraduragiró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.

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El interior de la habitación estaba completamente aoscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estabamedio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudover absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, yantes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habita-ción y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuandovolvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acer-carse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gri-taba creyó que una nube momentánea había tapado laescasa claridad que penetraba por la ventana, y un se-gundo después se sintió rozado por una espantosa co-rriente de vapor. Unos extraños colores danzaron antesus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellosmomentos no le hubiera impedido coordinar sus ideashubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogohabía aplastado en el interior del meteorito, y la malsa-na vegetación que habla crecido durante la primavera.Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensaren la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y quesin duda alguna había compartido la desconocida suertedel joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terriblede todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemen-te mientras continuaba desmenuzándose.

Ammi no me dio más detalles de aquella escena, perola forma del rincón no reapareció en su relato como unobjeto movible. Hay cosas que no pueden ser menciona-das, y lo que se hace por humanidad es a veces cruel-mente juzgado por la ley. Comprendí que en aquellahabitación del ático no quedó nada que se moviera, y queno dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algohorripilante y capaz de acarrear un tormento eterno.Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, sehubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió acruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y ence-

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rró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocu-parse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendi-do, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarlo.

Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammioyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haberoído un grito, y recordó nerviosamente la corriente devapor que lo había rozado mientras se hallaba en la habi-tación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó másruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastran-do algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido to-davía más desagradable, como el que produciría unafuerte succión. Sintiendo aumentar su terror, pensó enlo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantás-tico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió aavanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblan-do, en la negra curva del rellano de la escalera. Cadadetalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.

De repente se oyó un frenético relincho proferidopor el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por unruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Alcabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera delalcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil enla oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podíahaberlos impulsado a desaparecer tan repentinamente.Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera dela casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió dehaber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero des-atado cerca del pozo, y algún animalito debió meterseentre sus patas, asustándolo, y dejándose caer despuésen el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fos-forescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La ma-yor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejadoholandés más tarde de 1730.

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En aquel momento se oyó el ruido de algo que searrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferrócon fuerza el palo que había cogido en el ático sin nin-gún propósito determinado. Procurando dominar susnervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina. Perono llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí.Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estabaaún vivo. Si se había arrastrado o si había sido arrastra-do por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubierapodido decir; pero la muerte había tomado parte en ello.Todo había ocurrido durante la última media hora, peroel proceso de desintegración estaba ya muy avanzado.Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradi-zo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmen-tos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplarhorrorizado la retorcida caricatura de lo que había sidoun rostro. «¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?»,susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pu-dieron murmurar una respuesta final.

«Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo,pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una espe-cie de humo... igual que las flores de la pasada primave-ra...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Mer-win, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida detodas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar enaquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color...,el mismo, como las flores y las plantas...; tiene que ha-ber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvoque darle fuerte a Zenas...; era un chico fuerte, lleno devida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera deél...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no puedensacarlo de allí..., ahogarlo... Se ha llevado también a Ze-nas...; tenías razón...; el agua está embrujada... ¿Cómoestá Nabby, Ammi?... Mi cabeza no funciona...; no sé cuán-

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to hace que no le he subido comida...; la cosa la atacó tam-bién a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo colorpor las noches..., y el color quema y sorbe; procede dealgún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno delos profesores lo dijo...; tenía razón, mira, Ammi, estásorbiendo más..., sorbiendo la vida...»

Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no po-día hablar más porque se había encogido completamen-te. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojosy salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la la-dera que conducía a las tierras altas y regresó a su ho-gar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasarjunto al pozo desde el cual había huido su caballo. Miróhacia el pozo a través de una ventana y recordó el cha-poteo que había oído..., el chapoteo de algo que se habíasumergido en el pozo después de lo que había hecho conel desdichado Nahum...

Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que elcaballo y la calesa lo habían precedido; su esposa lo aguar-daba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sindarle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notifi-có a las autoridades que la familia Gardner ya no exis-tía. No entró en detalles, limitándose a hablar de lasmuertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era yaconocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser lamisma extraña dolencia que había atacado al ganado.También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido.En la jefatura de policía lo interrogaron ampliamente, yal final se vio obligado a acompañar a tres agentes a lagranja de Gardner, juntamente con el fiscal, el médicoforense y el veterinario que había atendido a los anima-les enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, yaque la tarde estaba muy avanzada y temía que la nochelo cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un con-

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suelo saber que iba a estar acompañado de tantos hom-bres.

Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo ala calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor delas cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostum-brados a presenciar espectáculos horripilantes, todosse estremecieron a la vista de lo que fue encontrado de-bajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habita-ción del ático. El aspecto de la granja, con su desolacióngris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorci-dos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadiepudo contemplarlos más allá de un par de segundos, eincluso el médico forense admitió que allí había muy pocoque examinar. Podían analizarse unas muestras, desdeluego, de modo que él mismo se encargó de agenciárse-las..., y al parecer aquellas muestras provocaron el másinextricable rompecabezas con que se enfrentara nuncael laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio,las muestras revelaron un espectro desconocido, muchasde cuyas bandas eran iguales que las que había reveladoel extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emi-tir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvoconsistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcali-nos.

Ammi no les hubiera hablado del pozo de haber sa-bido que iban a actuar inmediatamente. Se acercaba lapuesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Perono pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosaque fue observada por uno de los policías, el cual lo in-terrogó. Ammi admitió que Nahum había temido a algoque estaba escondido en el pozo... hasta el punto de queno se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas sehabían caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo yexplorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que

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esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado cubo acubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hom-bres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelospara poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajono fue tan largo como habían creído, ya que el nivel delagua era sorprendentemente bajo. No es necesario ha-blar con demasiados detalles de lo que encontraron.Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restoseran principalmente esqueléticos. Había también un pe-queño cordero y un perro grande en el mismo estado dedescomposición, aproximadamente, y cierta cantidad dehuesos de animales más pequeños. El limo del fondo pa-recía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hom-bre que bajó atado a una cuerda y provisto de una largapértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en elfango en toda su longitud sin encontrar ningún obstáculo.

La noche se estaba echando encima y entraron en lacasa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que nopodían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar enla casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mien-tras la intermitente claridad de una espectral media lunailuminaba a intervalos la gris desolación del exterior.Los hombres estaban francamente perplejos ante aquelcaso y no podían encontrar ningún elemento convincen-te que relacionara las extrañas condiciones de los ve-getales, la desconocida enfermedad del ganado y de laspersonas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenasen el pozo. Habían oído los comentarios y las habladu-rías de la gente, desde luego; pero no podían creer quehubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales.Era evidente que el meteoro había emponzoñado el sue-lo pero la enfermedad de personas y animales que no ha-bían comido nada crecido en aquel suelo era harina de

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otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo? Posiblemen-te. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singu-lar locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo?Habían actuado de un modo muy similar... y sus restosdemostraban que los dos habían padecido a causa de lamuerte quebradiza y gris. ¿Por qué todas las cosas se vol-vían grises y quebradizas?

El fiscal, sentado junto a una ventana que daba al pa-tio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescenciaque había alrededor del pozo. La noche había caído deltodo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían bri-llar débilmente con una luminosidad que no era la delos rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescenciaera algo definido y distinto, y parecía surgir del negroagujero como la claridad apagada de un faro, refleján-dose amortiguadamente en las pequeñas charcas que elagua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fos-forescencia tenía un color muy raro, y mientras todoslos hombres se acercaban a la ventana para contemplarel fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. Elcolor de aquella fantasmal fosforescencia le resultabafamiliar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temorante lo que podía significar. Lo había visto en aquel ho-rrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo habíavisto en la vegetación durante la primavera, y había creí-do verlo por un instante aquella misma mañana contrala pequeña ventana enrejada de la horrible habitacióndel ático donde habían ocurrido cosas que no tenían ex-plicación. Había brillado allí por espacio de un segundo,y una espantosa corriente de vapor lo había rozado..., yluego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo deaquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dichoque era como el glóbulo y las plantas. Después se habíaproducido la fuga en el patio y el chapoteo en el pozo...,

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y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pá-lido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.

Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammies que en aquel momento de suprema tensión se sintióintrigado por algo que era fundamentalmente científico.Se preguntó cómo era posible recibir la misma impre-sión de una corriente de vapor deslizándose en plenodía por una ventana abierta al cielo matinal, y de unafosforescencia nocturna proyectándose contra el negroy desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatu-ral... Y entonces recordó las últimas palabras pronun-ciadas por su desdichado amigo: «Procede de algún lugardonde las cosas no son como aquí..., uno de los profeso-res lo dijo...»

Los tres caballos que se encontraban en el exteriorde la casa, atados a unos árboles junto al camino, esta-ban ahora relinchando y coceando frenéticamente. Elconductor del carro se dirigió hacia la puerta para verqué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro.

—No salga usted —susurró—. No sabemos lo que su-cede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo quesorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido deuna bola redonda como la que vimos dentro del meteori-to que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemabay sorbía, y que era una nube de color como la fosfores-cencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saberlo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo vi-viente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tie-ne que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito,tal como dijeron los profesores de la Universidad. Suforma y sus actos no tienen nada que ver con el mundode Dios. Es algo que procede del más allá.

De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientrasla fosforescencia que salía del pozo se hacía más inten-

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sa y los caballos coceaban y relinchaban con crecientefrenesí. Fue realmente un espantoso momento; con losrestos monstruosos de cuatro personas —dos en la mis-ma casa y dos en el pozo—, y aquella desconocidairidiscencia que surgía de las fangosas profundidades.Ammi había cerrado el paso al conductor del carro lle-vado por un repentino impulso, olvidando que a él mis-mo no le había sucedido nada después de ser rozado poraquella horrible columna de vapor en la habitación delático, pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie po-día saber lo que había aquella noche en el exterior; na-die podía conocer la índole de los peligros que podíanacechar a un hombre enfrentado con una amenaza com-pletamente desconocida.

De repente, uno de los policías que estaba en la ven-tana profirió una exclamación. Los demás se le queda-ron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojosde su compañero. No había necesidad de palabras. Loque había de discutible en las habladurías de los campe-sinos ya no podría ser discutido en adelante porque allíhabía seis testigos de excepción, media docena de hom-bres que, por la índole de sus profesiones, no creían másque lo que veían con sus propios ojos. Ante todo es nece-sario dejar sentado que a aquella hora de la noche nosoplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar,pero en aquel momento el aire estaba completamenteinmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y ab-soluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose.Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando susdesnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas,hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañandocon impotencia el aire inmóvil, como empujados por unamisteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde de-bajo de las negras raíces.

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Por espacio de unos segundos todos los hombres re-unidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento.Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna,y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentánea-mente. En aquel instante un grito de espanto se escapóde todas las gargantas, ya que el horror no se había des-vanecido con la silueta, y en un pavoroso momento deoscuridad más profunda los hombres vieron retorcerseen la copa del más alto de los árboles un millar de dimi-nutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego deSan Telmo o como las lenguas de fuego que descendie-ron sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pente-costés. Era una monstruosa constelación de luces sobre-naturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagasbailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga mal-dita; y su color era el mismo que Ammi había llegado areconocer y a temer. Entretanto, la fosforescencia delpozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en loshombres reunidos en la granja una sensación de anor-malidad que anulaba cualquier imagen que sus mentesconscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estabavertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corrien-te de indescriptible color abandonaba el pozo, parecíaflotar directamente hacia el cielo.

El veterinario se estremeció y se acercó a la puertapara echar la doble barra. Ammi estaba también muyimpresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano,por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de losdemás sobre la creciente luminosidad de los árboles. Losrelinchos de los caballos se habían convertido en algoespantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hu-biese aventurado a salir por nada del mundo. El brillode los árboles fue en aumento, mientras sus inquietasramas parecían extenderse más y más hacia la vertica-

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lidad. De pronto se produjo una intensa conmoción enel camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que pro-yectara un poco más de claridad al exterior, comproba-ron que los frenéticos caballos habían roto sus atadurasy huían enloquecidos con el carro.

La impresión sirvió para soltar varias lenguas y seintercambiaron inquietos susurros.

—Se extiende sobre todas las cosas orgánicas quehay por aquí —murmuró el médico forense.

Nadie contestó, pero el hombre que había bajado alpozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de ha-ber removido algo intangible.

—Fue algo terrible —añadió—. No había fondo deninguna clase. Únicamente fango, y burbujas, y la sen-sación de algo oculto debajo...

El caballo de Ammi seguía coceando y relinchandodesesperadamente en el camino exterior y casi ahogó eldébil sonido de la voz de su dueño mientras éste mur-muraba sus deshilvanadas reflexiones.

—Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimen-tándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas,alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Na-hum fue el último... Todos bebieron agua del... Se apo-deró de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no soncomo aquí..., y ahora regresa al lugar de donde proce-de...

En aquel momento, mientras la columna de desco-nocido color brillaba con repentina intensidad y empeza-ba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de formaque cada uno de los espectadores describió más tarde deun modo distinto, el desdichado Hero profirió un aulli-do que ningún hombre había oído nunca salir de la gar-ganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa setaparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana ho-

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rrorizado. Cuando miró de nuevo hacia el exterior, elpobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luzde la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allíse quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Peroel momento presente no permitía entregarse a lamen-taciones, ya que casi en el mismo instante uno de los po-licías les llamó silenciosamente la atención sobre algoterrible que estaba sucediendo en el interior de la ha-bitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba laclaridad de la lámpara podía verse una débil fosforescen-cia que había empezado a invadir toda la estancia. Bri-llaba en el suelo de tablas y en la raída alfombra, yresplandecía débilmente en los marcos de las pequeñasventanas. Corría de un lado para otro, llenando puer-tas y muebles. A cada momento se hacía más intensa, yal final se hizo evidente que las cosas vivientes debíanabandonar enseguida aquella casa.

Ammi les mostró la puerta trasera y el camino queconducía a las tierras altas. Avanzaron con paso insegu-ro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atráshasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de elloshubiera osado pasar por el camino que discurría juntoal pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la dis-tante granja de Gardner, contemplaron un horrible es-pectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso ydesconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hier-ba que no había sido transformada aún en quebradiza ygris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo,coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goteronesdel mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa,del granero y de los cobertizos. Era una escena de unavisión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquellaborrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arcoiris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltan-

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do, centelleando y burbujeando malignamente en su cós-mico e irreconocible cromatismo.

Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparadaverticalmente hacia el cielo, como un cohete o un me-teoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapare-ciendo a través de un redondo y curiosamente simétricoagujero abierto en las nubes, antes de que ninguno delos hombres pudiera expresar su asombro. Ningún es-pectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammise quedó mirando estúpidamente el camino que habíaseguido el color hasta mezclarse con las estrellas de laVía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamentehacia la tierra por el estrépito que acababa de producir-se en el valle. Había sido un estrépito, y no una explo-sión, como afirmaron algunos de los componentes delgrupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en uncaleidoscópico instante la granja y sus alrededores pa-recieron estallar, enviando hacia el cenit una nube decoloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos sedesvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor queal cabo de un segundo se había desvanecido también. Losasombrados espectadores decidieron que no valía la penaesperar a que volviera a salir la luna para comprobarlos efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.

Demasiado asustados incluso para aventurar algu-na teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por elcamino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañe-ros y les suplicó que lo acompañaran hasta su casa envez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada delmundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora dela noche. Estaba más asustado que los demás porque ha-bía sufrido una impresión que los otros se habían aho-rrado, y se sentía oprimido por un temor que por espaciode muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el

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resto de los espectadores en aquella tempestuosa colinahabía vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammihabía mirado hacia atrás por un instante para contem-plar el sombrío valle de desolación al que tantas veceshabía acudido. Y había visto algo que se alzaba débilmen-te para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual elinforme horror había salido disparado hacia el cielo. Erasolamente un color..., aunque no era ningún color de nues-tra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquelcolor, y supo que sus últimos y débiles restos debían se-guir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamentecuerdo desde entonces.

Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mun-do. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los he-chos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisaraquellas tierras y le alegra saber que pronto quedaránenterradas debajo de las aguas. También a mí me ale-gra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiabade color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonadopozo. Espero que el agua será siempre muy profunda,pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regre-se a la región de Arkham. Tres de los hombres que ha-bían estado con Ammi volvieron al día siguiente para verlas ruinas a la luz del día, pero en realidad no había rui-nas. Únicamente los ladrillos de la chimenea, las pie-dras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos,y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caba-llo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, yde la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, to-das las cosas que habían tenido vida habían desapareci-do. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento ygrisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos te-rrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad apare-ce como una gran mancha comida por el ácido en medio

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de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevidoa acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinasle han dado el nombre de «erial maldito».

Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y po-drían ser incluso más extrañas si los hombres de la ciu-dad y los químicos universitarios tuvieran el interéssuficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado,o el polvo gris que ningún viento parece dispersar. Losbotánicos podrían estudiar también la sorprendente flo-ra que crece en los límites de aquellos terrenos, ya quede este modo podrían confirmar o refutar lo que dice lagente: que la zona emponzoñada está extendiéndose pocoa poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que elcolor de la hierba que crece en aquellos alrededores noes el que le corresponde y que los animales salvajes de-jan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invier-no. La nieve no parece cuajar tanto en el erial malditocomo en otros lugares. Los caballos —los pocos que que-dan en esta época motorizada— se ponen nerviosos enel silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarsecon sus perros a las inmediaciones del erial maldito.

Dicen también que las influencias mentales son muymalas, y que todos los que han tratado de establecerseallí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido quemarcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Nin-gún viajero ha dejado de experimentar una sensación deextrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los ar-tistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo mis-terio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismoestoy sorprendido de la sensación que me produjo miúnico paseo solitario por aquellos lugares antes de queAmmi me contara su historia.

No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. Laúnica persona que podía ser interrogada acerca de los

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extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham noquiere hablar de este asunto, y los tres profesores quevieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muer-tos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellosconsiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro nohabía podido alimentarse suficientemente y continuabaen el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzo-ñada se ensancha una pulgada cada año, de modo quetal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimenta-ción incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí,tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así seextendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aque-llos árboles que arañan el aire?

Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de mate-ria, supongo que la cosa que Ammi describió puede serllamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes queno son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetasy soles que brillan en los telescopios y en las placas fo-tográficas de nuestros observatorios. No era ningún so-plo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones midennuestros astrónomos o consideran demasiado vastos paraser medidos. No era más que un color surgido del espa-cio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinitosituados más allá de la Naturaleza que nosotros conoce-mos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el ce-rebro con las inmensas posibilidades extracósmicas queofrece a nuestra imaginación.

Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modoconsciente, y no creo que su historia sea el relato de unamente desquiciada, como supone la gente de la ciudad.Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel me-teoro, y algo terrible —aunque ignoro en qué medida—sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellosterrenos quedarán inundados por las aguas. Entretan-

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to, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto dela cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué noha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammies un anciano muy simpático y muy buena persona, ycuando la brigada de trabajadores empiece su tarea ten-go que escribir al ingeniero jefe para que no lo pierda devista. Me disgustaría recordarlo como una gris, retorci-da y quebradiza monstruosidad de las que turban cadadía más mi sueño.