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Los indígenas y el nacionalismo mexicano Andrés Lira González El Colegio de Michoacán Para Justo Sierra, en los inicios de este siglo, Cuauhtémoc era “la más hermosa figura épica de la historia americana”.1 Sierra se hacía eco de una tradición en la que el caído emperador me- xica era el símbolo del heroísmo y del sacrificio. Pero tan hermosa figura sólo era posible exhibir- la abiertamente si se daba por liquidado un pasa- do y, también, un presente en el que los indígenas derrotados —aunque activos frente al Estado na- cional en el que no tenían lugar sus reclamos— debían desaparecer. Los indígenas del pasado merecían el respeto y la admiración del mexica- no que contemplaba su historia desde el orden impuesto con muchas dificultades y represiones. ¡Pobres tenochcas! —decía el mismo autor— Si la histo- ria se ha parado a contemplaros admirada, ¿qué menos podemos hacer nosotros, los hijos de la tierra que san- tificasteis con vuestro dolor y vuestro civismo? El me- recía que la patria porque moríais resucitase; las ma- nos mismas de vuestros vencedores la prepararon; de vuestra sangre y la suya, ambas heroicas, nació la na- ción que ha adoptado orgullosa vuestro nombre de tri- bu errante y que, en la enseña de su libertad eterna, ha grabado con profunda piedad filial el águila de vues- tros oráculos primitivos.2

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Los indígenas y el nacionalismo mexicano

Andrés Lira González El Colegio de Michoacán

Para Justo Sierra, en los inicios de este siglo, Cuauhtémoc era “la más hermosa figura épica de la historia americana”.1 Sierra se hacía eco de una tradición en la que el caído emperador me- xica era el símbolo del heroísmo y del sacrificio. Pero tan hermosa figura sólo era posible exhibir­la abiertamente si se daba por liquidado un pasa­do y, también, un presente en el que los indígenas derrotados —aunque activos frente al Estado na­cional en el que no tenían lugar sus reclamos— debían desaparecer. Los indígenas del pasado merecían el respeto y la admiración del mexica­no que contemplaba su historia desde el orden impuesto con muchas dificultades y represiones.

¡Pobres tenochcas! —decía el mismo autor— Si la histo­ria se ha parado a contemplaros admirada, ¿qué menos podemos hacer nosotros, los hijos de la tierra que san­tificasteis con vuestro dolor y vuestro civismo? El me­recía que la patria porque moríais resucitase; las ma­nos mismas de vuestros vencedores la prepararon; de vuestra sangre y la suya, ambas heroicas, nació la na­ción que ha adoptado orgullosa vuestro nombre de tri­bu errante y que, en la enseña de su libertad eterna, ha grabado con profunda piedad filial el águila de vues­tros oráculos primitivos.2

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Bien ha dicho Edmundo O’Gorman que Jus­to Sierra es el autor que realiza, por fin, una vi­sión comprensiva, benévola y responsable de la historia de México. Pero el mismo maestro y crí­tico de nuestra historiografía ha señalado en re­petidas ocasiones cómo en los ires y venires de nuestro conflictivo pasado se ha documentado, no asimilado, a los indígenas. El indio de papel, en las polémicas del siglo XVI; el indio antiguo en las obras de criollos prominentes, como nos lo recuerda Ramón Iglesia hablando de “La mexi- canidad de don Carlos de Sigüenza y Góngora”,3 el indio como instancias en las que se realiza la existencia, que Luis Villoro destacó en Los gran­des momentos del indigenismo en México.4

Pero la verdad es que ese pasado indígena glorificado no se avino con la visión que los hom­bres públicos, ya como personeros del Estado o como publicistas, tuvieron de los indígenas en los sucesivos presentes del México independien­te. Porque, al entrar a la discusión de cuestiones tan concretas como la de quiénes debían parti­cipar activamente en la organización de la socie­dad política (del Estado, supuestamente nacio­nal), se halló que los indígenas eran la parte de la sociedad que más se oponía a la nacionalidad en cuyo nombre actuaban esos hombres públicos. Esta nacionalidad era una realidad política en construcción; los indígenas, su pasado y su pre­sente, debían usarse como símbolo de la legitimi­dad del Estado nacional. Pero, precisamente, por eso, presentaban mayor peligro para quienes se consideraban artífices y voceros más autoriza­dos de esa empresa.

El problema se apuntó desde el principio; desde los momentos en que, al entrar en crisis la unidad de la monarquía española, se habló abiertamente en las casas de gobierno de Nueva

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España sobre el rey, de la nación y del pueblo que la constituía, en presencia de algunos indios.

Fue aquella junta del 9 de agosto de 1808 en la que el Síndico del Ayuntamiento de la Ciudad de México, Francisco Primo de Verdad y Ramos, actuó ante las demás autoridades y corporacio­nes del Reino como representante de una nación que, según se dijo, había recuperado y debía guar­dar la soberanía que el monarca español, Fernan­do VII, había entregado a los franceses en un ac­to inválido a todas luces. Pero, como es bien sa­bido, esa recuperación y, sobre todo, ese pueblo no eran del parecer de todos los allí presentes. El oidor Aguirre preguntó al Síndico cuál era el pue­blo y en quién había recaído la soberanía, a lo que éste contestó.

Respondió que las autoridades constituidas. Pero repli­cándole que estas autoridades no eran el pueblo, llamó la atención de la junta hacia el pueblo originario en

. quien, según los supuestos del síndico, debía recaer la soberanía, sin aclarar más en su concepto, a causa (se­gún se entendió por algunos y explicó después el mismo oidor Aguirre) de que estaban presentes los goberna­dores de las parcialidades y que entre ellos había des­cendientes del Emperador Moctezuma.5

Otras muchas implicaciones tiene esta re­construcción de las palabras del Síndico y de los temores de las autoridades del reino, pues allí se habló del “pueblo americano” para excluir a los peninsulares. Pero es evidente que si ni el criollo ni el oidor entraron en aclaraciones, fue porque la presencia de los indígenas hubiera hecho que los símbolos y conceptos argüidos llegaran a un extremo y a tomar puntos nada aceptables para ambos interlocutores.

En efecto, como monarca prisionero y despo­seído injustamente de su autoridad y patrimonio

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(esto último ya estaba en entredicho al esbozar­se el rechazo a la monarquía patrimonial por la concepción de la soberanía nacional), la figura de Fernando VII daba una actualidad patética a la de Moctezuma y sus herederos. Moctezuma había padecido las mismas injusticias que aho­ra padecía el monarca español y muchas más y más graves, pues había sido, a más de prisione­ro y despojado, asesinado por un invasor de sus dominios. Era mejor no menealle y ahí paró aque­llo por el momento y en la ciudad de México, pues ya sabemos que en otras latitudes y al poco tiem­po, fray Servando Teresa de Mier en su Historia y en sus Cartas al Español reclamó esas y otras injusticias para impugnar el dominio de España sobre América, aun en la forma de monarquía constitucional como la estaban diseñando los di­putados en Cádiz. Todo esto sin cuestionar, cla­ro, el derecho preeminente de los criollos o espa­ñoles americanos al gobierno de un Anahuac in­dependiente.8

Esa actualidad del pasado indígena sí que molestaría a los criollos que años después se hi­cieron con el gobierno del país. Era la contrapar­te histórica y socialmente más arraigada y vigen­te frente a un orden político racional, igualita­rio, representativo y supuestamente popular, eri­gido como modelo de organización. Necesitaban nutrirlo con la legitimidad de la representación popular, pero las demandas que implicaran una contradicción a tales supuestos de racionalidad e igualdad no podían aceptarse.

El siglo XIX mexicano conoció reclamos de la herencia de Moctezuma. Lorenzo de Zavala ha­bla de ella y se dice que la promovió para inquie­tar a otros criollos que no eran sus partidarios;7 durante el Segundo Imperio, en la Junta Protec­tora de las Clases Menesterosas se promovieron

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también algunas instancias en favor de los here­deros del finado y reactualizado —por concilia­dor— emperador mexica.8 Recordemos que Ma­nuel Payno la hace objeto de sus fabulosos, aun­que no menos realistas, episodios de su novela Los bandidos de Río Frío, donde el entusiasmo de doña Pascuala, promotora de los derechos de “Moctezuma Tercero”, le hace aceptar las pro­puestas que en las pláticas de los domingos man­tienen algunos de sus invitados, diciendo que ha­bía que promover el exterminio de la “gente de razón” y que una vez que los españoles se fueron a los indios les toca todo, hasta entrar a mandar en Palacio.9 Y, lamento no poder citar aquí el tes­timonio, en el Porfiriato se concedió —más como coqueteo diplomático que como otra cosa— una pensión a los herederos europeos del emperador mexica.10

Si oficialmente herencias y patrimonios de indígenas fueron relegados a cosa del pasado en la organización republicana del México Indepen­diente, no pudieron evitarse los reclamos que por escrito o por vía de hecho hacían constantemen­te los indígenas. Y claro, en un ambiente de dis­cordia civil y de conflictos políticos, los símbolos que el pasado y el presente de los indígenas ofre­cían a la nación —tan urgida de legitimidad his­tórica— no podían incorporarse al muestrario ofi­cial. Fue hasta muy tarde cuando pudo darse es­te paso, ya en los últimos decenios del siglo en los que se logra un orden de gobierno sólido y se es­cribe una gran historiografía oficial, en la que le irían hallando héroes y enseñas patrias que antes habían servido más bien para nutrir dis­cordias y levantamientos.

Pero hemos ido ya muy adelante. Recorde­mos algunos accidentes del camino que llevó has­ta esos momentos de orden, para advertir cómo

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el presente y el pasado indígenas se hicieron in­compatibles con los afanes nacionalistas del Es­tado.

Aquel orden igualitario del liberalismo tenía como motor dos principios o dogmas: la libertad y la propiedad individuales. Hombres libres y con intereses propios que guardar y fomentar, se de­cía, dejarán de ser leales a grupos o estamentos en que los confinó el orden colonial, y procurarán, al promover sus propios intereses libremente, el orden y el bienestar de la sociedad política igua­litaria.

Respondiendo a esos principios, los liberales hispano-americanos en las Cortes de Cádiz, y lue­go los mexicanos en el México Independiente, promovieron la disolución de corporaciones y comunidades y procuraron abrir los colegios de indígenas a todos los habitantes del país.

De esa acción disolvente hay pruebas en la legislación promulgada en la capital y en la de los Estados de nuestra primera República Fede­ral.11 En las mismas y, sobre todo, en los archi­vos hay muestras de la resistencia de las comu­nidades de indígenas a incorporarse con sus bie­nes a “la más perfecta igualdad”, y de su obstina­ción para mantenerse en el país como “una extra­ña anomalía”, según decía Lucas Alamán al re­chazar las corporaciones de indios, mientras que aceptaba las de la Iglesia.12

A medida que trataba de imponerse esa le­gislación igualitaria, individualista y disolven­te de las comunidades, aparecieron en nombre de los pueblos de indígenas, que apelaban a su ca­lidad de libres y rescatados de la esclavitud del dominio español, reclamos airados. Las comuni­dades de indios en el campo, cercano o lejano a las ciudades, acudieron a diversos expedientes, ya a demandas escritas, ya a vías de hecho; se fue

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configurando el espectro de la guerra de castas que estallaría abiertamente en la década de los años cuarenta y que se mantendría por mucho tiempo; pero en fin, eso pasó a manos de los mili­tares y no a las de intelectuales manej adores de símbolos patrióticos.13

Lo que más molestaba a estos políticos y pu­blicistas, encargados de escoger y administrar los símbolos populares que dieran legitimidad a los gobiernos, fue la compilación de realidades sociales inaceptables para el orden igualitario con los reclamos en los que se empleaban esos símbolos, Así, representaciones tan políticas co­mo la hecha en un impreso, Clamores de la mi­seria ante el Supremo Gobierno, aparecido en 1829, tuvieron por objeto evitar que el gobierno designara a un rector para el Colegio de San Gre­gorio en la capital; pues dicho colegio, erigido para la educación superior de los indios, decían los firmantes del impreso, era exclusivamente para éstos y eran los indios quienes sabían me­jor que nadie quién debía hacerse cargo de su ins­tituto.14 Las cosas siguieron así en representa­ciones elevadas al Presidente Vicente Guerrero;15 luego ante el Vicepresidente Anastasio Busta- mante, pero el tono subió en agresividad hasta llegar a la amenaza y a la condena déla sociedad de la nueva nación independiente, pues en las representaciones dirigidas se quejaron de que en la República, contrariamente a lo esperado de un gobierno democrático, los indígenas veían cómo se perdían sus patrimonios y el empeora­miento de la dura situación que habían padecido bajo el dominio español.

Ello es cierto, los indios no mejoran, por la inversa, ca­da día reciben nuevos agravios de que se creen entesnulos, y como decía el sabio doctor Mier, que influirá

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en su corazón y temperamento el planeta oveja. Se equi­vocan, representaremos y reclamaremos; y si nada con­seguimos de los gobernantes, empeñaremos nuestros hijos para que con su precio podamos imprimir y difun­dir por toda la República un manifiesto que de la idea más ecsacta de los beneficios que hemos recibido de nuestros mismos hijos el odio contra ellos, contándo­les la persecución desatada en que nos hallamos: los maldeciremos una y mil veces y cuando cerremos los ojos a la muerte, llevaremos la consoladora esperanza de que con el tiempo, alguna de nuestras generaciones será del todo libre.IH

Lo amenazante del tono era respaldado con gran número de firmas de representantes de di­versos pueblos indígenas de la República, enca­bezados por la de Francisco Mendoza y Mocte­zuma apoderado de esos pueblos y de las parcia­lidades de indios de la Ciudad de México.

La cuestión iría subiendo a medida que los de San Gregorio se vieron obligados a aceptar el rec­tor impuesto por el gobierno y a admitir como ca­tedráticos y alumnos a personas no indígenas, ya que el gobierno, congruente con su política de igualdad, abrió esa institución para resolver la creciente demanda de enseñanza superior en aquellos años.17

Pero basta el párrafo transcrito para con­vencernos de que a los indígenas que escribían tales representaciones no podían considerarlos el gobierno como portadores de símbolos nacio­nales, ya que apelaban a la desesperación y a la violencia frente al gobierno. Por el contrario, los gobernantes estuvieron alerta para que tales de­mandas no trascendieran a la documentación oficial ni sé exaltara públicamente la memoria de los héroes indígenas del pasado mexicano.

Claro está, que, por otra parte, eso avivó el resentimiento y en el Colegio de San Gregorio

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esa memoria fue objeto de un culto patriótico pa­ralelo a las rígidas prácticas del culto católico que se imponía a los colegiales. Además, circula­ban obras impresas en las que indígenas anti­guos y modernos cobraban relieve, como los tex­tos antiguos de historia de México que reeditaba el activo don Carlos María de Bustamante a la par que publicaba su Martirologio de algunos de los primeros insurgentes mexicanos el año de 1841, en el que se destacaban ciertos indígenas que padecieron por la independencia.18

En San Gregorio, bajo el largo rectorado de Juan de Dios Rodríguez Puebla, indígena de ra­za y de clase humilde en sus orígenes, se constru­yó lo que bien podríamos considerar ahora el pri­mer monumento a la raza: una pirámide edifica­da en el patio y en cuyos taludes figuraban los nombres de héroes tlaxcaltecas, mexicas y tex- cocanos y los de héroes insurgentes de color más o menos cobrizo, como lo recuerda una biografía publicada con motivo de su muerte ocurrida en 1849.

No sin razón, un intelectual que abanderaba la igualdad en una república diseñada por y pa­ra criollos, José María Luis Mora, decía que hom­bres como Rodríguez Puebla, que al principio lu­charon con su partido, el que Mora llamaba “del progreso”, habían sido los más dispuestos a en­tregarse en manos de sus contrarios, los del par­tido “del retroceso”, con tal de salvar corporacio­nes de indios como la del Colegio de San Grego­rio, y en su afán de exaltar “los restos de la raza azteca” y por su empeño de edificar en México “un sistema puramente indio”.20

Por los años en que Rodríguez Puebla regía con enérgica crueldad y resentimiento el Colegio de San Gregorio (recuérdense las imágenes que nos entrega Ignacio García Cubas al hablar del

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Colegio y del rector), se daban en varios Estados y en las inmediaciones de la capital guerras de castas y movimientos de indios más o menos vio­lentos. Las desgracias acarreadas por la guerra con los Estados Unidos, la pérdida de más de la mitad del territorio “del honor nacional”, hicie­ron que la atención de nuestros políticos y hom­bres de letras se fijase en los distintos estratos y grupos que componían la desquiciada sociedad mexicana. Los indios fueron advertidos como las principales víctimas de la leva y como comba­tientes esforzados; por más que, en cuanto habi­tantes de sus pueblos, se consideraron indiferen­tes a lo ocurrido y carentes de verdadero interés nacional. Pero esto, bien visto por los mexicanos que hicieron el análisis de la situación moral y política de la República Mexicana en el año de 1847, era un mal de toda la sociedad. En efecto, esos autores concluyeron que en México no había un verdadero sentimiento nacional, mal verda­deramente lamentable en las clases eclesiásti­cas y en los dirigentes militares.21 En ese ambien­te y frente a la ineficacia y defección de los jefes y oficiales del ejército —criollos en su mayoría—, surgieron los primeros brotes de exaltación de lo indígena y de sus héroes como los verdaderos y ejemplares defensores de la patria. El inquieto “abogado del pueblo”, defensor de “las clases ínfimas de la sociedad”, José Guadalupe Perdi­gón Garay, exaltó al héroe indígena de Chapul- tepec, el coronel Santiago Felipe Xicoténcatl, re­calcando su raza y las virtudes republicanas, que contrastaban notoriamente con las de los jefes criollos del ejército que abandonó la capital en manos del invasor.22 Sobre todo, surgió por ese entonces la figura de Cuauhtémoc como héroe na­cional, si bien relacionada y condicionada a dispu­tas de intereses muy concretos que desde mucho

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tiempo atrás se venían dando en la capital, co­mo eran los pleitos sobre las tierras de las parcia­lidades de indios de la Ciudad de México.

Como de eso me he ocupado en un trabajo anterior,23 me limitaré a decir que en 1835, ante las muchas dificultades que acarreó el reparto de los bienes de las parcialidades de San Juan Te- nochtitlan y Santiago Tlatelolco decretado en 1824, los “hombres de orden” que presidían la República Central consideraron más prudente reconstruir la vieja administración general délos bienes de esas parcialidades y se puso bajo el cui­dado de un hábil y enérgico administrador, quien pronto recuperó gran parte de esas tierras de los pueblos y barrios de indios. Las rentó, cobró ren­tas que se emplearon en el pago de los servicios religiosos, de escuelas y preceptores y en repar­tos y socorros a los hijos de las “extinguidas par­cialidades”, como se decía entonces, por más que fueran problema actual. El caso es que entre esos bienes se hallaba la hacienda de Aragón, cuyas tierras de labor en los suburbios mismos de la ciu­dad eran muy codiciadas y de hecho hubo varias ventas que hicieron algunos apoderados del ba­rrio de Santiago Tlatelolco y que el administra­dor logró anular, recuperando el codiciado bien y rentándole en buenas condiciones. Todo esto dio lugar a disputas entre los pretendientes a la ex­clusividad de derechos sobre esa hacienda.

En 1847, los inconformes con esa adminis­tración, picados por los interesados en que las tierras de las parcialidades se vendieran, repre­sentaron ante el Ministro de Justicia diciendo (no sin ciertas razones que la tradición guarda­ba) que esas tierras habían sido de Cuauhtémoc, señor de Tlatelolco antes de ser emperador, y que se las había dejado en herencia a los tlatelolcas como muestras de su aprecio a quienes habían sa­

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bido defender el último reducto del Imperio Mexi­cano frente al invasor español, que ahora los des­cendientes y herederos legítimos de los heroicos defensores pedían que se les entregasen y distri­buyeran las tierras que les correspondían y que, contra los principios del derecho natural y civil, se mantenían vinculados por obra de gobiernos ilegítimos.24

Hay un mar de fondo y de gusto para los in­teresados en las cuestiones jurídicas y políticas de nuestra historia; pero a nosotros nos basta se­ñalar ahora la oportunidad con la que se presen­taba en esos momentos, mayo de 1847, a Cuauh- témoc, el héroe defensor de un país invadido, pre­cisamente en los momentos en que el ejército nor­teamericano se iba posesionando de las princi­pales plazas del país y la caída de la capital se veía como próxima e inevitable, a juzgar por el comportamiento del ejército mexicano coman­dado por oficiales criollos.

Los acontecimientos que siguieron son de sobra conocidos; también lo son el malestar so­cial y los inventarios de culpas que circularon en los años posteriores entre los grupos de libe­rales puros, moderados y los monarquistas. Ta­les recriminaciones llegaban hasta el Gobierno y el Congreso acompañando demandas de solu­ciones a discordias sociales muy viejas en el país, y no tardaron los interesados en la liquidación de las comunidades de los pueblos y barrios de la Ciudad de México en hacerse presentes. Los de Santiago Tlatelolco aderezaron con algunos añadidos aquella representación de 1847 para hacerla llegar al Congreso,25 y luego, en el mis­mo año de 1849 presentaron otra ante el Senado, empleando ya un tono decididamente agresivo para decir cosas como esta:

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Muchos años ha que la cuestión de parcialidades se agi­ta e intereses privados, intereses viles y rastreros se oponen a la verdadera conveniencia pública y al bienestar y adelantos de los pueblos y reuniones de in­dígenas, que quieren aún conservar como menores in­capaces, como hombres sin cabeza , sin razón ni senti­do común; como conquistados a quienes conviene tener embrutecidos y degradados bajo la administración de gente de otra raza , de la raza conquistadora, de la que ridiculamente se llama gente de razón y que ha mostra­do tanto carecer de ella.26

Se decía en los párrafos siguientes que a los indígenas había que sacarlos del estado de prole­tarios para convertirlos en propietarios; lo que, según reconocían, habían procurado en alguna manera los déspotas españoles y que, era vergon­zoso, no lo habían hecho los gobiernos republica­nos. Esto, según los de Santiago Tlatelolco que así hablaban por boca de sus personeros —o qui­zá mejor, los personeros que así los hacían ha­blar—, se debía a que los gobiernos mexicanos ilegítimos habían permitido que se aprovecha­ran de los indígenas,

reduciéndolos a una servidumbre y a un embruteci­miento mil veces peor que el ponderado para los negros de Luisiana y del sur de la Unión Americana.27

La cuestión seguía en aumento y la diatri­ba contra la gente de razón, culpable de la perdi­ción del país, subía de color, para rematar recor­dando el enorme mérito de los indígenas al no se­guir en tan crueles circunstancias el ejemplo de sus antepasados, amotinándose como lo hicieron éstos en 1624 y 1692 (por más que en el impreso se equivoquen de años).28

Por último, frente a la evidencia de un ejér­cito mandado por oficiales pertenecientes a la

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gente de razón y que habían abandonado el cam­po al invasor, decían:

¿Quiénes han defendido mejor su país y su capital? Los indígenas. ¿Quiénes como otro u otro Chimalpo- poca han afrontado los peligros,los hogueras y la muer­te misma por defender su patria y su independencia? ¿Qué general de nuestros tiempos ha dicho al conquis­tador lo que aquel dijo a Cortés: “qué aguardas, valero­so capitán, que no me atraviesas el pecho con ese puñal que traes al lado? Muera yo a tus manos ya que no tuve la dicha de morir por mi patria. Prisioneros como yo son embarazosos al vencedor,,?29

La figura de Cuauhtémoc lograba así relie­ve en esa actualidad dolorosa del 47 y años que le siguieron, como el cautivo y desposeído Moctezu­ma la había empezado a adquirir en 1808 por el cautiverio de Fernando VIL Pero en el México que se debatía en la anarquía política y eri las dis­cordias sociales, los liberales moderados que en­cabezaban el maltrecho gobierno no podían ha­cerse eco de tal figura. Los indígenas que repre­sentaban por escrito —para no hablar de los que se hacían presentes sólo por las vías de hecho— cobraban el relieve más antipolítico que pudie­ra imaginarse; ya fuera que, como en 1828, pidie­ran la conservación y exclusividad de sus dere­chos corporativos, ya que como ahora, entre 1847 y 1849, pidieran la división y reparto de sus bie­nes, no podían incorporarse al panteón ni al muestrario de una nación cuyo gobierno busca­ba, a como diera lugar, medios conciliatorios.

Se buscaron en la jefatura de un militar, An­tonio López de Santa Anna, a quien se pretendió encaminar por las vías de la racionalidad polí­tica (esfuerzo que habrá que conceder a algunos de sus ministros como Teodosio Lares), quien tra­tó de atraerse a los indígenas prometiendo la de­

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volución de sus tierras comunales y la protección de sus corporaciones (aspectos que están por es­tudiarse seriamente); pero lo que logró fue unifi­car en su contra a los liberales de más relieve, y en 1855 dejó el campo y el palacio de gobierno.

A partir de entonces la esperanza de conci­liación social pareció alejarse. Las leyes de desa­mortización de 1856 y las de nacionalización de los bienes de la Iglesia, en 1859, recrudecieron más los desacuerdos en la superficie política. Pe­ro el partido liberal, que tan mal se las veía en aquel ambiente, vino a consolidarse como par­tido nacional por obra de la invasión francesa en 1862 y por el Imperio de Maximiliano en 1864- 1867, auspiciados por los conservadores.

Pero hay más, ese imperio creó en realidad instancias conciliadoras para llevar a cabo la desamortización y la nacionalización emprendi­das por los liberales. Así que, aparte de nutrir de legitimidad al partido liberal como partido nacio­nal que luchaba contra la intervención extranje­ra, la política de Maximiliano a través de la Jun­ta Protectora de las Clases Menesterosas (crea­da en 1865) y la visita de pueblos de naturales (cu­ya presidencia encomendó a don Faustino Gali­cia Chimalpopoca, o Chimalpopoca Galicia, ex­alumno de San Gregorio, exaltado en los años veinte, conciliador y monarquista después) per­mitió el acercamiento de indígenas levantados al gobierno. Y, debo decirlo, muchas de las solu­ciones dadas por esas instituciones fueron apro­vechadas por el gobierno de la República Restau­rada, a partir de 1867, para poner el orden en vie­jas discordias.30

Así, el golpe dado a las comunidades de los pueblos de indígenas fue fatal. Lo completaron los gobiernos de Sebastián Lerdo de Tejada, Ma­

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nuel González y, claro, los de Porfirio Díaz. En su ayuda vendrían otras muchas fuerzas, como las de un mercado internacional que hace de Mé­xico campo de inversión y un crecimiento demo­gráfico sin precedentes en el país. Entonces los indígenas quedaron confinados mientras que los “grandes intereses”, acariciados por la política liberal, crecerían a sus anchas. En el campo se consolidan los latifundios, producen para un mercado cada vez más amplio y modernizador, y un ejército disciplinado se encarga de desterrar bandidos camineros y de someter a indígenas re- clamones y levantiscos; en las ciudades del inte­rior crecen los comercios, se construyen casas y los viejos palacetes o casonas se ornamentan con fachadas afrancesadas; en la capital, las “colo­nias” (empresas de especuladores y “fracciona- dores” de tierras comunales de barrios y pueblos de indígenas que la rodeaban cifiéndola a su per­fil del siglo XVIII hasta 1858) se extienden sobre esos campos sin que los reclamos de los indíge­nas presentan ya obstáculo alguno. Desde enton­ces “colonia” es un término antitético al de ba­rrio y pueblo, y es también sintomático de nues­tra historia urbana. Tal es el ambiente en el que, ahora sí, se puede ver a los indígenas con piado­sa curiosidad, a sus símbolos y héroes del pasa­do como algo de una patria que debía resucitar, al menos en libros, en pinturas y en esculturas. La idea de un monumento a Cuauhtémoc surge, al menos como algo públicamente aceptado, de Vicente Riva Palacio en 1877, la primera piedra se coloca en 1878 y se inaugura en el Paseo de la Reforma en 1887. Mientras tanto se ha logrado expresar la interpretación de nuestro pasado en obras monumentales. Una del conservador y pro Imperio de Maximiliano, Niceto Zamacois cuya Historia de México en veinte volúmenes, publi­

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cados entre 1877 y 1882, abunda en llamadas de atención conciliadoras reclamando a los orado­res de las épocas de anarquía su antihispanismo, haciendo ver lo mucho de español que tenían (cla­ro, don Niceto era español). Esa obra alcanzó gran difusión y no faltó en las bibliotecas de nuestros abuelos. La interpretación, monumen­tal también, de los liberales y pro-republicanos no se hizo esperar. México a través de los siglos se publicó en grandes fascículos entre 1884 y 1889. Su tono era menos conciliador, quizá; el autor del primero de los cinco volúmenes en los que vino a quedar empastada esa obra verdade­ramente monumental, Alfredo Chavero, exaltó al pasado indígena. Cierto, pero el autor del se­gundo y director de la obra, nuestro don Vicente Riva Palacio, “levantó el sitio que las discordias nacionales le habían puesto a la Colonia” —co­mo dice nuestro maestro Edmundo O’Gorman—.

De ahí sacó Justo Sierra los fundamentos pa­ra interpretar al México social y político de 1889, los de su Catecismo y sus elementos, pasando por los Cuadros de historia patria;31 versiones que apuntaron ya su visión benévola, conciliadora y responsable de la historia de México, en la que, al filo de este siglo, rescató abiertamente a Cuauh- témoc y al pasado indígena como símbolos y rea­lidades de una patria mestiza. Los enemigos irre­conciliables se fundían y dejaban atrás la discor­dia que tanto padecieron los protagonistas de los otros tres volúmenes del México a través de los siglos, que con afán comprensivo leyó y resu­mió ese autor.

Los mexicanos —decía Sierra en 1902— somos hijos de los dos pueblos y de las dos razas; nacimos de la con­quista; nuestras raíces están en la tierra que habitaron los pueblos aborígenes y el pueblo español. Este hecho

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domina nuestra historia; y a él debemos nuestra al­ma.32

El hecho domina nuestra historia, pero qui­zá no hemos acertado a asimilarlo y a dominarlo. Hay realidades que no se disolvieron en el mesti­zaje, como lo prueban los movimientos de este siglo en el que los símbolos del pasado indígena, que se aceptaron confiando en la paz, se han Uti­lizado para calificar y descalificar mexicanos. Pero esto es ya materia de indigenismos e hispa­nismos,1 más que de los indígenas en el naciona­lismo mexicano.

NOTAS

1. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano. Edición establecida por Edmundo O’Gorman. México, UNAM, 1957 (Obras Completas del Maestro Justo Sierra, tomo XII), pp. 54- 55.

2. Idem., p. 563. Iglesia, Ramón, “La mexicanidad de don Carlos de Sigtienza

y Góngora”, en Iglesia, R., El hombre Colón y otros ensayos. México, El Colegio de México, 1944, pp. 119-143.

4. Villoro, Luis, Los grandes momentos de indigenismo en Méxi­co. 2a. ed. México.

5. Hamill, Jr., Hugh M., “Un discurso formado con angustia. Francisco Primo de Verdad el 9 de agosto de 1808”, Historia Mexicana, publicación de El Colegio de México, vol. XXVIII, núm. 3 (enero-marzo, 1979) (111), pp. 439-474, pp. 444-445.

6. Mier, Servando Teresa de, (aparece bajo el nombre de José Gue­rra), Historia de la Revolución de Nueva España , antiguamen­te Anahuac, o verdadero origen y causas de ella con relación de sus progresos hasta el presente año de 1813. Edición facsi- milar con un estudio y anexos preparados por Manuel Calvi- 11o. 2 vols. México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1980. — Cartas de un americano. Nota previa de Manuel Calvillo. México, Partido Revolucionario Institucional, 1976.

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Brading, David A., Los orígenes del nacionalismo mexicano. Traducción de Soledad Loaeza, México, Secretaría de Educa­ción Pública, 1973 (Sep-setentas, 82).

7. Zavala, Lorenzo de, Obras: el historiador y el representante popular. Prólogo, ordenación y notas de Manuel González Ra­mírez. México, Editorial Porrúa, S.A., 1969 (Biblioteca Porrúa, 31), p. 35.

8. Archivo General de la Nación, Junta Protectora de las Clases Menesterosas, vol. IV, exp. 21, fs. 203-236 y exp. 28, fs. 304-317.

9. Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío. Prólogo de Alberto Castro Leal. México, Editorial Porrúa, S.A., 1959, pp. 5 y ss.

10. El documento lo vi en casa de mi amigo el licenciado Gabriel Robles. Se trata de un testimonio público de esa época y del cual espero dar detalle cuando este manuscrito se prepare para la imprenta.

11. Dublán, Manuel y José María Lozano, Legislación mexicana. México, Imprenta “El Comercio”, tomos 3, 4, 5 y 6, 1876. Jalisco, Colección de decretos, circulares y órdenes de los po­deres legislativo y ejecutivo del Estado de Jalisco. Comprende la legislación del Estado desde el 14 de septiembre de 1823 a 16 de octubre de 1860. 14 vols. Guadalajara, 1874-1884. Michoacán. Recopilación de leyes, decretos y circulares expe­didas en el Estado de Michoacán. Formada por Amador Coro- mina. Morelia, Imprenta de Hijos de I. Arango, 1886-1899.

12. Alamán, Lucas, Historia de México. 2a. ed. 5 vols. México, Edi­torial Jus, 1968-1972, tomo V, p. 299.

13. González y González, Luis, La República Restaurada. Vida social. Vol. 4 de Cosío Villegas, Daniel, Historia moderna de México. México, Editorial Hermes. 1956.Meyer, Jean, Problemas campesinos y revueltas agrarias, 1821-1910. Méjico. Secretaría de Educación Pública, 1973 (Sep- setentas, 80).Reina, Leticia, Las rebeliones campesinas en México. 1819- 1906. México, Siglo XXI, 1980.

14. Archivo General de la Nación, México, Ramo de Justicia e Ins­trucción Pública, Vol. 2, exp. 44, f. 286 recto.

15. Idem., f. 287 recto.16. Idem., f. 288 vta.17. Idem., fs. 289-309,18. Bustamente, Carlos María de. Martirologio de algunos de los

primeros mexicanos. México, Impreso por J. M. Lara, 1841.19. El Museo Mexicano (no he podido completar esta nota por no

tener el ejemplar a la mano).20. Cfr. Mora, José María Luis, Obras sueltas. México, Editorial

Porrúa, S.A. 1963 (Biblioteca Porrúa, 26), pp. 152-153.

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21. Varios Mexicanos, Consideraciones sobre la situación políti­ca y social de la República Mexicana en 1847, en Otero, Maria­no, Obras. Recopilación, selección, comentarios y estudio pre­liminar de Jesús Reyes Heroles. 2 vols. México, Editorial Po- rrúa, S. A., 1967 (Biblioteca Porrúa, 33 y 34), vol. 1, pp. 99-156.

22. Perdigón Garay, José Guadalupe, “A la memoria del ciudada­no Santiago Felipe Xicotencatl, republicano cristiano, soldado valiente: el invasor sólo después de su muerte logró penetrar en Chapultepec”, El Monitor Republicano, México, octubre 27, 1847.

23. Véase: Lira, Andrés, Comunidades indígenas frente a la ciu­dad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y barrios, 1812-1919. Zamora, El Colegio de México-El Colegio de Michoa- cán.

24. Archivo Histórico de la ciudad de México, Parcialidades, vol.2, exp. 40.

25. Humilde representación que los indígenas del Barrio de San­tiago Tlatelolco han elevado a la augusta Cámara del Senado, y suplican muy encarecidamente la hagan suya los represen­tantes de los pueblos de la Cámara de Diputados. México, Im­prenta de la Voz de la Religión, 1849. (Con algunas variantes es la misma representación que dirigieron en mayo de 1847 al Ministro de Justicia, y que se contiene en el expediente citado en la nota anterior).

26. Exposición que hacen los interesados en las parcialidades en contra de su ilegal y mal llamado administrador, D. Luis Ve- lázquez de la Cadena, la que desean consideren las Cámaras del Congreso y en particular el Senado, en donde se halla pen­diente este negocio. México, Tipografía de R. Rafael, 1849.

27. Idem., p. 7.28. Idem., p. 15.29. Idem., p. 20.30. Véase: Lira, A., op. cit.. cap. VI.31. Esas obras se encuentran en Sierra, Justo, Ensayos y textos

elementales de historia. Edición ordenada y anotada por Agus­tín Yáñez. México, UNAM, 1948 í Obras Completas del Maes­tro Justo Sierra, tomo IX).

32. Sierra, J., Op. cit. en nota 1, p. 56.