la novela sicaresca, margarita jÁcome

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VI. Reseñas

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Ramón Gerónimo Olvera*La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción, de Margarita Jácome

Medellín: Eafit, 2009, 257 pp.

Referencia contextual

La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción es un estudio que se inscribe dentro de un tema central en la historia de Colombia: la violencia. Fenómeno que está presente desde la Conquista, y ya en el siglo XX desde la Guerra de los Mil Días, pasando por el Bogotazo y sus secuelas, hasta llegar a la aparición de las guerrillas, el auge del narcotráfico y los grupos paramilitares.

Esta realidad socio-histórica ha sido consignada con toda puntualidad por la narrativa, en obras como La vorágine de José Eustasio Rivera, Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazabal, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez o La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo se narran las diversas connotaciones que ha tenido la violencia a lo largo de la historia. En este sentido, la literatura no ha sido el espejo que muestra de forma idéntica lo que sucede en la realidad. Más bien se ha constituido una red crítica que intenta dar una visión panorámica de las causas y las consecuencias de la violencia.

* Escritor mexicano. Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Está por concluir la Maestría en Literatura en la Era Digital en la Universitat de Barcelona. Realizó una estan-cia de investigación en la Pontificia Universidad Javeriana, becado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (México) y el Instituto Chihu-ahuense de la Cultura. Pertenece al grupo de inves-tigación “Narratopedia”. Correo electrónico: [email protected]

Han sido los estudios críticos los que han ampliado el círculo de recepción e interpretación de las obras literarias. Sólo por citar algunos ejemplos, Bodgan Piotrowski publicó La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea (aspectos antropológico-culturales e históricos) (1988). En dicho texto, el autor establece una categoría específica de análisis para la narrativa de la violencia y selecciona en su corpus de estudio obras publicadas entre 1951 y 1981. Raymond Williams, en su texto Novela y poder en Colombia (1991), si bien no le da un lugar específico como categoría a la violencia, hace presente el tema a lo largo de toda su obra. Augusto Escobar, en su ensayo “La violencia ¿generadora de una tradición literaria?” (1996), encuentra puntos de vinculación entre los hechos históricos y la narrativa que se desprende de los mismos para ofrecer el criterio de análisis entre “literatura de la violencia y literatura sobre la violencia”; la primera caracterizada por el peso testimonial en la narración, donde el valor anecdotario tiene más relevancia que la búsqueda literaria, y la segunda pone mayor acento en la construcción estética. Cristo Rafael Figueroa, en su texto “Gramática-violencia: una relación significativa para la narrativa colombiana de de segunda mitad del siglo XX” (2004), analiza la asimetría entre la gramática narrativa y los acontecimientos históricos vinculados a la violencia. Con esto nos da una visión de la construcción discursiva de la violencia a partir de lo que denomina las gramáticas socio-textuales. María Helena Rueda, en su texto “La violencia desde la palabra” (2001), trabaja sobre las siguientes interrogantes: “¿Cómo entender la violencia en Colombia? Podría ser la pregunta que sirve de base a estos discursos. ¿Cuál es su origen? ¿De qué manera se manifiesta? ¿Cómo

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buscarle una solución?” (25). Jaime Alejandro Rodríguez, en “Pájaros, bandoleros y sicarios” (2004), revisa los diversos matices que ha tomado la violencia a partir de un enfoque de las historias de las mentalidades.

Estos textos nos dan una idea del trabajo teórico respecto a la violencia y son un precedente que puede enriquecer la lectura del libro de Jácome, mismo que tiene un aporte fundamental ya que propone y justifica la posibilidad de generar una subcategoría de estudio para la violencia derivada del narcotráfico: la sicaresca.

Estructura y temas del libro

La estructura del libro de Margarita Jácome está dividida en cuatro capítulos, la conclusión y unos interesantes apéndices con entrevistas a Arturo Alape, Óscar Collazos y Jorge Franco. El capítulo 1, “Surgimiento de la novela sicaresca en el contexto colombiano” (1985-2005), aporta una visión de subcultura del sicariato como una especificidad de la narrativa vinculada al narcotráfico. El capítulo 2 aborda “La Virgen de los Sicarios: la oralidad como escritura en la novela sicaresca”. Ahí la autora revisa la forma en que el narrador de la novela de Fernando Vallejo genera una tensión entre la voz letrada y la del Medellín de las comunas, rasgo que se repite en “Rosario Tijeras”. En el capítulo 3, “Legitimación del sicario en tres arquetipos de la novela picaresca”, Jácome estudia tres novelas: Sangre ajena, Rosario Tijeras y Morir con papá. La investigadora, con justa razón, menciona el silencio de la crítica respecto a Sangre ajena y Morir con papá. El capítulo 4, “La novela sicaresca y los medios”, revisa el papel que juega la industria

cultural tanto en la creación como en la recepción de las obras literarias relacionadas con el narcotráfico. En las “Conclusiones” aparece más claramente la propuesta de la sicaresca como un género eminentemente colombiano (203), pero se establecen posibles vínculos con la narrativa mexicana a la luz de novelas de Elmer Mendoza como El amante de Janis Joplin. En los “Apéndices” encontramos entrevistas muy bien logradas, donde se demuestra un detallado conocimiento de la obra de los autores, además de los contextos e influencias donde éstas se gestaron. Por ejemplo, las ideas que vierte Arturo Alape sobre su idea de la literatura testimonial son muy interesantes.

La fascinación por el sicario

La afirmación de Héctor Abad Faciolince de que “Hay una nueva escuela literaria surgida en Medellín: yo la he denominado sicaresca antioqueña. Hemos pasado del sicariato a la picaresca” (1995, 261), es la que lleva a Jácome a buscar puntos de analogía entre la picaresca y la sicaresca para profundizar en la figura del sicario, al que se define como: “Figura social que tiene una identidad híbrida con características rurales y urbanas […] también es un joven inmerso en la dinámica de lo urbano, la música punk y rock, el ruido y la velocidad de los medios y la noción de los productos del mercado, la cual incluye el concepto mismo de la vida humana como bien de consumo” (205). En ese sentido se hace énfasis en su sicología, y se concluye que con la excepción de “Sangre ajena: los sicarios son pinceladas superficiales” (207).

El sicario representa una ruptura con la tradición histórica de la violencia

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ideológica. Tras los actos sangrientos del sicariato no hay motivación ideológica, religiosa o política. Son jóvenes a la deriva que asumen un doble rol, de victimarios, pero también de víctimas de “Un sistema de justicia inoperante, la destrucción de la familia como núcleo social, la pobreza absoluta, la falta de educación” (29). De esta forma, el sicario es el hilo más frágil par entender el cruento y complejo telar del narcotráfico, que como bien señala Carlos Monsivais tiene una raíz más profunda que lo que sostiene el statu quo: “La emergencia del narco no es ni la causa ni la consecuencia de la pérdida de valores; es, hasta hoy, el episodio más grave de la criminalidad neoliberal” (2004, 44).

Aportes del libro

A partir de la figura del sicario podemos tener una visión panorámica. Jácome tiene la habilidad para adentrarse en los textos desde varios niveles de interpretación: el estrictamente literario, el social, o el de la creación y la recepción de la obra. La sola bibliografía del libro nos da una muestra de la seriedad del mismo; las casi ciento cincuenta fuentes que lo componen nos hablan del trabajo minucioso, pero además la autora tiene la habilidad para ofrecer horizontes bien estructurados de interpretación.

Jácome, si bien reconoce los méritos literarios de las novelas que estudia, tiene la agudeza para encontrar que el nacimiento de las mismas obedece a una estética en que: “[l]a ilusión de oralidad creada por la presencia del parlache no cumple con la agenda de un proyecto social específico como en las narrativas testimoniales, ni tiene tampoco la función de dar voz a los marginados” (205). De esta manera,

la literatura de la sicaresca está estrechamente vinculada al espectáculo, lo que supone necesariamente la creación de un nuevo canon para entenderla; más cercano al cine y a la industria cultural que a la mera formulación de la literareidad. Es por ello que estas propuestas narrativas entran en juego con “la sociedad de consumo, el nuevo periodismo y la narraciones light” (46).

El libro es de los primeros en que ya se menciona de forma directa la narrativa mexicana vinculada al narcotráfico y se dejan entrever futuros estudios comparados que sin duda resultarían muy esclarecedores de lo que es ya un movimiento cultural y literario. Las preguntas que presenta el texto son variadas: ¿podemos hablar de un subgénero del sicariato? ¿Qué papel juegan los medios de comunicación en la construcción del mismo? ¿Qué uso tiene el lenguaje popular en estas novelas? ¿Lo testimonial ha sido “traicionado” por la sociedad del espectáculo? Estamos ante un libro donde la inteligencia y el rigor académico han sabido combinarse para despertar en el lector el interés y la reflexión. c

Obras citadas

Abad Faciolince, Héctor. “Estética y narcotráfico”. Número 7 (Separata: Debates de Número, (1995).

Escobar Mesa, Augusto. “La violencia ¿generadora de una tradición literaria?”. Gaceta Colcultura (diciembre de 1996).

Figueroa Sánchez, Cristo Rafael. “Gramática-violencia: una relación significativa para la narrativa colombiana de segunda mitad del

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siglo XX”. Tábula Rasa (enero-diciembre, 2004), 93-110.

Jácome, Margarita. La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción. Medellín: Eafit, 2009.

Monsiváis, Carlos. “El narcotráfico y sus legiones”. En: Viento rojo. Diez historias del narco en México. México, D.F: Plaza y Janés, 2004, 34-44.

Piotrowski, Bogdan. Violencia: ¿Cuándo y dónde? La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea. Aspectos antropológicos, culturales e históricos. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1998.

Rodríguez, Jaime Alejandro. “Pájaros, bandoleros y sicarios. Para una historia de la violencia colombiana. (Un enfoque desde la historia de las mentalidades). En Cecilia Castro Lee (comp.). En torno a la violencia en Colombia: una propuesta interdisciplinaria. Cali: Universidad del Valle, 2004.

Rueda, María Elena. “La violencia desde la palabra”. Universitas Humanística, Año XXIX (enero-junio, 2001), 25-35.

Williams, Raymond L. Novela y poder en Colombia, 1844-1937. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1991.

Óscar Torres Duque*Rapsoda vallenato: crónica y literatura

Crónicas de Pepe

Pepe Castro Bogotá: Josefina Castro Daza, 2002, 228 pp.

Las peculiares crónicas que conforman este libro son un asombroso ejercicio de memoria onomástica. Es decir: no sólo son las memorias de su autor, escritas a sus 74 ó 75 años de edad, sino también un voluntarioso homenaje a un mundo (¿ido?) que debe ser nombrado. Este homenaje es monumental, en el mismo sentido en que un monumento es un signo exterior puesto en su sitio para recordar a alguien. Quiero citar un par de fragmentos, el primero tomado de la crónica titulada “Mariangola” y el segundo de “En los playones del río Cesar”:

En las fiestas habría una Velación, que se haría en la casa de la señora Juana Ochoa, donde ella y su marido, Cipriano Acuña, inaugurarían a la vez el primer piso de cemento del pueblito y pondrían a funcionar el primer picó que llegaba a ese lugar, con porros y paseos de Lucho Bermúdez, Calixto Ochoa y Rafael Escalona grabados en Discos Fuentes […] Partimos el día del Santo Cristo muy temprano en los caballos más famosos y lustrosos del hato. Recuerdo que ensillé a Presidente, moro blanco de muy buena figura, y Pepe Gutiérrez montó en Cigarrillo,

* Ph.D en Literaturas Hispánicas, U. de Iowa.

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de color moro, famoso por su carrera, y los otros en bestias similares. (116)

Cuando pasé por las sabanas de Zaradal iba solo y el recuerdo de ese momento no se me ha borrado; miles de pájaros de todas clases revoloteaban, entre los que destaco a los azulejos, canarios, turpiales y especialmente paujiles y pavas de barba roja, que se engolosinaban con los frutos de las palmas de zara; había venados que se espantaban, así como saínos, era un paraíso para tantos animales que se criaban y gozaban de su libertad sin que nadie los molestara, en una vegetación en la que había matas con árboles de guayacán y carreto rodeados en sus bases por mayas tupidas, entre las cuales se veían por cantidades los morrocoyos. Los novillos avanzaban unidos viajando normalmente, mientras yo los seguía pensando en la posible presencia del tigre, hasta que logramos atravesar el caño de Angosturas, y en las sabanas más grandes del mismo nombre, con el sol muy caliente y el cielo encapotado, me alcanzaron los compañeros, continuando todos juntos hasta el actual sitio de Normandía, donde había un corral. (83)

He querido extenderme en la doble cita, acaso poseído de la misma prolijidad nominativa del autor, porque en estas palabras largas pueden paladearse el tono y el talante del libro que comento, la voz de un hombre que narra. Pero lo asombroso nos cerca cuando escuchamos, leemos y pensamos estas palabras justamente desde esa perspectiva (que desde un comienzo se impone al lector), la de la voz de un hombre que narra. En primer lugar, nos gana el afán de precisión onomástica con que Pepe Castro quiere apuntalar

a sus personajes: la anfitriona y su marido, los compositores cuyas canciones fueron escuchadas, el compañero de fiestas. Si bien existe un punto de vista narrativo y autoritario, el de este hombre que cuenta la historia y se llama, a su vez, enfáticamente, Pepe Castro (otro nombre propio que es una institución, un monumento), la distribución onomástica crea una multiperspectiva: el evento (velación en casa de Juana Ochoa) es la confluencia de muchas personas memorables, cuya participación en los hechos es diversa pero hacen parte del mismo contexto. Pero no sólo los seres humanos configuran el contexto narrativo. Puede verse también la importancia que el narrador da a los caballos que han de conducir a los invitados a la celebración, que no son caballos comunes, y para testimoniarlo están sus nombres, Presidente y Cigarrillo. El hecho de que “los otros” y las “bestias similares” también tenían su propio nombre se da por descontado. El lector-auditor puede suponer que el recuento de nombres sería mucho más prolijo si el narrador no se pusiese unos límites o el público se lo demandara. Por el segundo fragmento podemos ampliar el campo de esta onomástica narrativa a los toponímicos, que nombran un factor narrativo esencial, el lugar de la confluencia, constituido en paisaje por la cita concertada que allí tienen animales, plantas y elementos esenciales de la naturaleza. El toponímico se constituye a partir de la propiedad de los nombres (Zaradal, Normandía), pero otro tipo de individuación concurre para dar propiedad a los elementos “comunes”: entre “los pájaros”, que es una abstracción equivalente a “el pájaro”, el narrador se solaza en la mención de clases específicas, propias, de pájaros; entre “los animales de las

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sabanas” destaca a los venados, saínos, morrocoyos, y acaso el tigre que viene jalonando la narración de esta expedición vaquera por tierras del Cesar, y que ya por ello es el tigre memorable. Entre los árboles, las palmas de zara, guayacanes y carretos son también individuos en función del “evento”, del paisaje, de los otros elementos.

La humanización de la naturaleza responde a un paradigma mitológico, y ésa es la dimensión que tienen estas crónicas, a pesar de referirse, todas, a sucesos vividos o conocidos por el narrador, más o menos en momentos históricos determinados. Lo que vale aquí, lo relatado, no son los sucesos, sino el mundo en torno, y es así como opera el modelo mitológico. Tampoco es requerida la precisión histórica, que a veces se expresa mediante fijación de fechas exactas para episodios de la vida personal ocurridos hace más de cincuenta años, mientras que en la “Segunda parte”, la parte más declaradamente histórica y política, se torna difusa, y francamente inexistente, entre la maraña de figuras y familias honorables en la “historia” de los pueblos de La Paz y San Diego, vecinos de Valledupar. El contexto histórico es tan inaprensible que a veces nos sorprende —trátese de una crónica de acontecimientos personales o de la historia de un pueblo— comprobar que lo que nos cuenta sobre las rudimentarias y difíciles condiciones de vida de los habitantes de estas tierras vallenatas, y que parece una descripción antropológica del bajo neolítico, tiene lugar en 1950 ó 55. Pero esta ilusión narrativa es un tono y un estilo a que hemos estado muy acostumbrados desde que la lectura (y reescritura) de García Márquez se hizo lección obligada de literatura en

Colombia. Léase, por ejemplo, a la luz de las primeras páginas de Cien años de soledad, el siguiente pasaje de “Mariangola” que habla de un in illo tempore de esta Macondo vallenata:

En esa época el pueblito de Mariangola tenía unos veinte o veintidós ranchos con techos de palma, paredes de bahareque, pisos de tierra, y en él gobernaba desde hacía más de veinte años mi compadre Vidal Ortiz, que con mi comadre Leticia Pretel hacían un hermoso hogar adornado por sus dos hijas, Aidé y Leticia, todavía muy jóvenes. Vidal Ortiz, muy liberal, fue un hombre extraordinario que hizo respetar la ley cuando en toda la región no existía un solo policía y apenas tres o cuatro en la capital municipal Valledupar. Si alguno se alzaba por efecto de los tragos, o de grosería, él se le acercaba de buenas maneras, y si se resistía, lo ponía a escoger entre el poder Ejecutivo y el Legislativo, cuyos representante eran sus brazos izquierdo y derecho; ley que siempre aplicó hasta cuando el caserío fue creciendo […] (117)

Al cabo de tal anecdotario, el lector ya ha olvidado que “En esa época” son “los primeros días de septiembre de 1951”, seis años después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Por lo demás, es de verse que las fuentes culturales de Pepe Castro son las mismas de García Márquez, otro gran recolector, cuando no vividor, de legendarios episodios costeños. Para la muestra, este extracto de la historia de La Paz, contada desmañada y caóticamente por el líder vallenato:

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En cuanto a don Sabas Medina, fue un hombre muy fresco; de vez en cuando salía a la calle y a los tres días aparecía sin comentarle a nadie dónde estaba, hasta que un día temprano salió a comprar carne para el almuerzo, desapareció, regresando tras veinte años de ausencia, cuando ya todos creían que había muerto. Su llegada ocasionó conmoción en la casa, especialmente a doña Sara, que requebraba, no se sabe si asustada o de alegría. Las hijas corrieron a atenderlo, brindándole un buen almuerzo, y al final de éste, como si se hubiera ido el día anterior, preguntó por un dulce de leche que había dejado sobre el tinajero. (165)

Por supuesto que no quiero, con esta comparación, promover una lectura de estas Crónicas como si se tratara de productos literarios acabados. Los textos que componen este libro carecen de tal intencionalidad y tal manufactura. Pero aquí quiero entender “lo literario” más en el sentido de un código escrito que otra cosa. A pesar de no pocos gags literarizantes y de hipercorrección lingüística, que generan frases artificiosas y al final mal construidas o de sintaxis innecesariamente arcaica o barroca, la oralidad del narrador se impone, su personalidad, su autenticidad, su voz. No es la voz de un escritor sino la de un aedo o rapsoda, la de un viejo narrador que se ha sentado en el portal de su casa a contarles a sus amigos viejas historias, que son sus recuerdos, y también, como decíamos, el ejercicio del don de su memoria, allí donde el narrador mismo se niega a dar su mundo por muerto, o precisamente porque aún lo tiene frente a sus ojos, o frente a los ojos de su imaginación. Una larga reflexión cabría sobre esta figura, la del narrador, en el caso de Pepe

Castro, un hombre que, como queda también dicho, es ante todo un nombre (“¡ay ombe!”) que es una institución. Una larga y polémica reflexión que no cabe intentar en esta breve recensión. Aventuro, solamente, una pista para quienes no están familiarizados con este Pepe Castro, autor, también, de unas Crónicas del Valle de Upar y Crónicas de la Plaza Mayor. Me refiero a la pista que brinda la organización editorial del libro en dos partes: “Primera parte: Así se hace un hombre” y “Segunda parte: La Paz y San Diego”. Tal vez la única justificación que tenga haber incluido las “crónicas” de la segunda parte, un repertorio descontextualizado de familias ilustres en que la voz narrativa se pierde casi por completo (salvo cuando asoma el glosador genuino y “politically incorrect”), es la de posibilitar un mejor entendimiento de la primera, que, fiel al sentido de su título, puede leerse, con agrado y didácticamente, como si se tratara de un Bildungsroman en que el narrador expone su orgullo de líder, de patrón, de hombre de honor (por qué no decirlo, de “cacique”) tras haber dado cuenta de las pruebas de hombría, físicas y éticas, por las cuales es dable el acceso a tal condición de hombre respetable, y para el caso, de narrador digno de crédito. c

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