la novela limeña

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La novela limeña1920

Volumen II

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La novela limeña 1920 Vol. IIMunicipalidad de Lima

© Luis Alberto Sánchez© Ricardo Vega García© Raúl Porras Barrenechea© «Jacobo Tijerete»

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Gestión y edición a cargo de Juan Manuel ChávezIlustración de portada de Daniel Maguiña ContrerasCorrección de textos por Nereyda Muente Gionti

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juarez ZevallosDiseño y diagramación: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de LimaJirón de la Unión 300, Limawww.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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1920 y la novela limeña

«La novela limeña» no es un libro convencional. Su autoría es colectiva y su difusión se hizo de manera periódica en la revista Hogar durante el año 1920, capítulo tras capítulo como un folletín. Fue escrita conjuntamente por trece personas; cada uno tomaba la posta de lo hecho por el anterior.

Carlos García Bedoya, en su libro Para una periodización de la literatura peruana, establece el año de 1920 como el de frontera entre el final de la República oligárquica y el inicio de la crisis del Estado oligárquico; una etapa de tránsito y cambios sin retorno. El año 1920 es la fecha de la institución de las universidades populares de Manuel González Prada y de Cuentos andinos, de Enrique López Albújar. Ya habían muerto Ricardo Palma y Abraham Valdelomar. Faltaban ocho años para la publicación de novelas como Matalaché y La casa de cartón. Eran las vísperas del Centenario de la Independencia. Y, entonces, Luis Fernán Cisneros declina de la oportunidad de ser el primer autor de «La novela limeña» para ceder su puesto a José Gálvez.

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José Gálvez acepta el encargo de ser el escritor inaugural, bajo una condición que dirige a Luis Fernán Cisneros en su carta del 7 de agosto: «usted sea el último»; agrega osadamente: «Y la bautice». Así, el 13 de agosto de 1920, número 31 de la revista Hogar, se lanzó el capítulo I de «La novela limeña».

Esta ficción fue escrita, semana tras semana, por José Gálvez, Ignacio A. Brandariz (redactor en el diario El Comercio), «Juan de Zavaleta» (quien retrasó una semana su entrega y remitió un texto tan extenso que se publicó en dos números de Hogar. Este nombre es el seudónimo de un autor, el cuál no ha sido desentrañado), Reynaldo Saavedra Pinón («Había sido periodista, muy cercano al grupo Colónida», afirma Luis Alberto Sánchez), Luis Alberto Sánchez (quien ya hacía investigaciones sobre los poetas de la Colonia), Ricardo Vegas García (periodista que llegó a dirigir la revista Variedades), Raúl Porras Barrenechea (quien realizaba investigaciones sobre el periodismo en el Perú), «Jacobo Tijerete» (seudónimo de Manuel Moncloa Ordóñez, quien conducía junto a dos inversores la International Publicity Company, empresa que editaba la revista Hogar), Juan Bromley (cronista y poeta), Felipe Rotalde (periodista), Félix del Valle (periodista que retrasó una semana su entrega al 12 de octubre en vez del 5), «Gastón Roger» (seudónimo

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de Ezequiel Balarezo Pinillos, director de Hogar, quien hizo un texto tan extenso que se publicó en dos números de la revista) y Luis Fernán Cisneros (que nunca le puso título al conjunto de textos). Trece varones, cero mujeres; ningún novelista. Cinco meses de lanzamientos hasta el 24 de diciembre de 1920.

La significación de «La novela limeña», con sus capítulos semanales compilados en vísperas de este Centenario de la Independencia, es multidisciplinaria; pero no es función de unas palabras de presentación anticipar esta experiencia a lectoras y lectores. Quizá es más útil iluminar el presente con efectos del pasado: ¿qué llegó a impulsar «La novela limeña» en sus autores? Un solo ejemplo puede servir para vislumbrar la trascendencia personal de estas improvisaciones colectivas: al año siguiente del lanzamiento en la revista Hogar, el poeta José Gálvez volvió a la prosa para publicar sus crónicas sobre la capital: Una Lima que se va.

Así de importante fue aquella incursión para uno, para varios; y el brío de aquella importancia irradia en la actualidad, pues la iniciativa de 1920 ha engendrado algo extra en esta colección del programa Lima Lee. Además del rescate de «La novela limeña» en tres volúmenes, hay otros dos libros, libertariamente contemporáneos.

Juan Manuel Chávez

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CAPÍTULO V

por Luis Alberto Sánchez

[Publicado en la revista Hogar n.° 37 del 24 de setiembre de 1920]

Aquella misma noche, cuando Juan Antonio llegó a la acostumbrada tertulia donde Broggi, fue saludado por una salva de aplausos. Y como él se quedara sorprendido, Jorge Urizar hubo de tomar la palabra y empezar la arenga:

—Bravo, Juan Antonio. Dicen por allí que eres un gran conquistador, como le canta la hija del académico a René en La casta Susana.

Sin comprender bien adónde iban a parar semejantes bromas, Juan Antonio interrogó con fingida displicencia:

—¿Conquistador, yo? La verdad, Jorge, no te entiendo.

—Dicen que no hay peor sordo que...

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—... que el que lo es de nacimiento —atajó vivamente Carlos Vélez, el amigo íntimo de Juan Antonio.

La broma siguió, empero, y Juan Antonio solo vino a caer en cuenta de lo que trataba cuando Jorge Urizar, al despedirse, le aconsejó risueñamente:

—Haces mal, Juan. Tu porvenir es la otra, no esa Luisita que ya no tiene para ti el menor aliciente. Si fueras como yo...

Juan Antonio guardó silencio. Apenas si una leve sonrisa desdeñosa vagó por sus labios. Pero, enseguida, cuando se hubieron ido y quedó solo con Carlos, miró lentamente en su derredor: miró el grupo de viejos parroquianos que, con don Pedro Broggi, jugaban su cotidiana partida de chaquete en torno a la mesa inmediata al mostrador de la cantina; miró al gatazo plomo que se frotaba contra sus piernas, y adoptó una actitud de confesión.

Unos muchachos vocingleros discutían cerca. En el sofá de felpa roja, dos borrachitos hacían esfuerzos inauditos para parecer sanos. En la puerta, dos viejos

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discutían de política; y un hombre alto y gordo entraba entonando a voz en cuello la cavatina de Rigoletto.

—Sabes —empezó Juan Antonio— que es impertinente este Jorge Urizar. Da risa su manía de aconsejar...

—Cosas de la edad —murmuró Carlos.

—Mal hecho, entonces. Su afán de parecer eternamente pollo debía conducirlo a pedir consejos en lugar de darlos. Sería más lógico.

—Parece que te han molestado sus palabras.

—¡Qué ocurrencia! Molestado precisamente, no. Pero tampoco me han hecho gracia.

—¿Es que hay algo de cierto en lo que dijo?

Juan Antonio calló un instante y, luego, sonriendo con malicia:

—Sí y no.

—Explícate.

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—Vas a ver. Sí y no, porque el consejo viene de más, porque sé lo que debo hacer y, sobre todo, porque sé demasiadamente lo que he hecho. Además, los consejos solo son eficaces cuando están de acuerdo con las resoluciones que hemos tomado ya, de antemano.

—Tanta suficiencia me anonada...

—No debes pensar así, Carlos. Sé lo que hago, y lo sé bien. Hoy he representado una escena que me la envidiaría Guitry. Ríete tú de todos los actores que has visto y oído. ¿Te acuerdas de Tallaví y de Borrás? Pues, nada, chico, nada. Hoy, con toda dignidad, sintiendo que me ahogaban los resabios de un romanticismo cuyo recuerdo y cuya fama exploto siempre lo mejor que puedo, le he dicho a Luisa que... que ¡vamos!... que mejor era cortar nuestras relaciones por amor al pasado. Debí decirle que por amor al futuro; pero el pasado emociona más a las mujeres. Entre un proyecto cierto y un recuerdo inútil, prefieren el recuerdo.

—No divagues, prosigue...

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—Gracias. Pues, nada. Que yo necesitaba cortar con Luisa porque me urge, me urge casarme con Blanca. Tú me comprendes. Yo tengo un apellido que salvar.

Estamos arruinados. Yo no sé trabajar recio y ya empiezo a sentir los años. Yo no sé esforzarme mucho. No me gusta. No me han enseñado a hacerlo. Pesan sobre mí tres generaciones de ociosos. Mi tatarabuelo se rompió los pulmones luchando por la vida. Mi bisabuelo se dio al dandismo. Mi abuelo, a gran señor. Mi padre, a gastar el capital que había respetado mi abuelo. Y yo, ya me gasté el poquito que respetó mi padre. Yo soy Juan Antonio.

Tú me entiendes. Blanca me adora. A mí me agrada. Y además me conviene. No me guía el interés. Solo que en ella se aúnan amor y dinero. No veo su plata. Pero tengo una sed de paz... Y, por eso, busqué a Luisa para decirle que todo había acabado entre nosotros. Lo malo es que Blanca nos sorprendió. Y esa deslenguada de su amiga Consuelo se lo ha contado a todo el mundo. Por eso, Jorge Urizar está enterado. Ya ves cómo tropiezo en mis planes. ¡Maldita coincidencia!

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Era la una de la mañana. Los últimos parroquianos abandonaron Broggi.

El infaltable Salvador Ramírez, pequeñito y pálido, resistíase heroicamente a salir tan temprano. Juan Antonio y Carlos salieron juntos. Las calles estaban desiertas. Rato hacía que habían terminado los teatros.

En las puertas del Palais Concert estaba en auge Pedro Ugarriza. Cuando vio a Juan Antonio lo esperó, sombrero en mano, le dio un pase natural y le gritó un chiste. Juan Antonio se alejó sonriendo mientras que Carlos rezongaba contra la verborrea de Ugarriza.

Lentamente siguieron vagando. Hablaba Juan Antonio, Carlos oía.

—No te formes malos juicios ni me creas un sinvergüenza. Pasa algo muy natural. A Luisa la quise antes. Después nos separó la vida. Ella se casó. Yo seguí de solterón. Ahora renace el idilio. He sido su amante hasta hoy. El pobre Escobar me llevaba él mismo a su casa, me invitaba a comer, sin sospechar siquiera que su mujer lo engañaba conmigo. Me he reído mucho. Nos hemos reído a morir. Y hemos pasado sustos atroces.

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Pero, ahora nada, que he vuelto a Luisa sugestionado por el recuerdo. En cambio, Blanca... Además, estoy maduro ya para estos amores adúlteros y sobresaltados. Quiero paz...

—Pero, como para alcanzar la paz te hace falta dinero y... un poquito de cariño, piensas en Blanca Orfila. Me parece bien. El símbolo es perfecto. El abolengo y el trabajo se unen. El descendiente del abuelo noble y del tatarabuelo obrero, se rinde ante la hija del industrial enriquecido. Es un triunfo de la democracia, Juan Antonio. Por un acto semejante, tres siglos antes hubieras pasado a la historia.

—Es que tres siglos antes, mis descendientes eran más plebeyos que una suela de zapato. Vamos, Carlos, me haces un reproche.

—Nada de eso, Juan Antonio. Comento tu actitud, y la apruebo. Eso de sentimentalismo es perfectamente cursi y demodé. Estamos de acuerdo. Tú serás un buen marido y Blanca una excelente esposa. Pero, ¿no crees que se haya incomodado con lo que ha visto hoy? Ella que es tan sensible, tan delicada...

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—Es lo que me preocupa. Mas, ya veremos que pasará la tormenta como nube de verano.

—Me parece difícil. Yo conozco a Blanca. Si tienes algo de memoria, recordarás que pleiteamos mucho el año pasado. Fui su enamorado durante tres meses...

—Cierto. Me había olvidado.

—Y por eso te digo que tiene mucha delicadeza y es extremadamente susceptible.

En esto se acercó a Juan Antonio y a Carlos un amigo periodista, que caminaba desesperado de no encontrar compañía para matar el tiempo hasta las cinco de la mañana, hora “decente”, según él, para acostarse; y juntos se dirigieron a la Plaza Bolognesi. De allí, paso a paso, regresaron por el centro, torciendo por Plateros de San Pedro y se encaminaron al mercado. Eran las cuatro de la mañana. Cenaron en el Can-Can.

Había amanecido ya, cuando Juan Antonio y Carlos se despidieron.

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Al día siguiente, Carlos, que padecía de insomnio, despertó a las diez. Se levantó apresuradamente, salió a la calle y, de manos boca, se dio con Blanquita Orfila. Saludola con su acostumbrada amabilidad. Blanca le respondió con una sonrisa, de esas que ya Carlos comenzaba a olvidar. El amigo de Juan Antonio no titubeó un instante y, con la mejor intención de abogar por su amigo, se acercó a Blanca. Solo que la charla rodó, rodó, alejándose cada vez más de Juan Antonio, buscando el recuerdo del flirt del año pasado, haciéndose dulcísima para Carlos que acabó olvidándose de sus buenos propósitos y empezó a galantear con Blanquita.

En su lecho, el holgazán Juan Antonio reposaba plácidamente, mientras que Blanca le decía a Carlos:

—Yo no puedo olvidar lo del año pasado. Y una sonrisa subraya y puntos suspensivos que endulzaban más la frase.

Hasta la una estuvieron juntos Blanca y Carlos. Entraron al Palais a beber un cocktail. Y, al despedirse, ella le dijo intencionadamente:

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—Esta tarde iré al Excélsior a palco... Como es viernes de moda, y dan una película de Talmadge...

Todo el día se lo pasó Carlos cavilando acerca de lo que le acababa de suceder. Y, como quería de verdad a Juan Antonio, fue a buscarlo a su casa, con el objeto de decirle que Blanca iba al Excélsior. En el fondo, acaso Carlos hizo tal cosa para convencerse y convencer a su amigo de lo que verdaderamente pensaba Blanca. Y, quizás también, alimentaba la secreta esperanza de desengañar a Juan Antonio y quedar de dueño absoluto de la plaza.

Solo que Juan Antonio era obstinado. Fue al cinema con Carlos. Sentose sobre el palco de los Orfila, y ni un solo instante dejó de mirar a Blanca. Esta que, al principio, comenzó a coquetear discretamente con Carlos, sintiose, al cabo, turbada y, aunque no por eso dio su brazo a torcer ni miró a Juan Antonio, bien se echaba de ver que la había preocupado la actitud de este.

A la salida del cine, Juan Antonio y Carlos esperaron que pasara el auto de los Orfila. Blanca no se atrevió a mirarlos. Silenciosamente los dos amigos se encaminaron por la calle de Boza. Juan Antonio propuso un pisco sour

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en el Morris Bar, y allí, desenfadadamente, sorprendió a Carlos con esta pregunta:

—¿Te gusta Blanca? Carlos no dijo una palabra. Juan Antonio insistió:

—Parece que fueras mi rival...

Entonces, Carlos dijo simplemente:

—Soy tu amigo.

Pero Juan Antonio comprendió que ese era un modo de evadir una respuesta categórica, y que Blanquita Orfila sabía dirigir sus dardos.

Acabó de confirmar esta sospecha al siguiente día, en que Jorge Urizar lo detuvo en la calle para anunciarle:

—Sigue ligero; más adelante va Blanquita Orfila con Carlos. Van como ayer... como ayer...

Juan Antonio no pudo contenerse y soltó una interjección. Jorge Urizar violentamente le escupió una

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grosería. Sonó una bofetada. Intervinieron algunos amigos, y hubo cambio de tarjetas.

Era lo inevitable. Desde hacía mucho tiempo, el encono entre Juan Antonio y Jorge había aumentado. Ya no podía disimular como antes. Jorge, sobre todo, no perdonaba ocasión para zaherir a Juan Antonio. Y este le guardaba un odio irreconciliable a Urizar.

Después del incidente, Juan Antonio se dirigió precipitadamente en busca de Carlos y de uno de los Orfila para que lo representasen.

Al llegar a casa de Carlos, encontró a este que abría una carta. No tuvo necesidad de preguntarle de quién provenía. Reconoció el papel y la letra de Blanca Orfila. Disimulando su ansiedad, narró a Carlos lo que acababa de ocurrir. El duelo era inevitable. El arma escogida sería el sable.

—Vamos a entrenarte un poco, Juan Antonio. Hace tiempo que no practicas esgrima.

Juntos se dirigieron a la calle de Gallinazos, y entraron a la sala de armas Cavallero. Y mientras Juan Antonio

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se desvestía, reflexionaba sobre lo que había ocurrido; pensaba en la carta de Blanca a Carlos, y, sin saber por qué, repentinamente acudió a su memoria el recuerdo de Luisa Escobar, y pensó que ella podía arreglarlo todo; que había que distraer a Carlos y que reconquistar el corazón de Blanca... Estaba reflexionando en estas cosas, cuando el maestro lo llamó a esgrimir. Parsimoniosamente cogió su guante, su careta y, mirando a Carlos, se puso en guardia.

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CAPÍTULO VI

por Ricardo Vegas García

[Publicado en la revista Hogar n.° 38 del 1 de octubre de 1920]

Después de dos asaltos, en los que demostró Juan Antonio, por la firmeza de su brazo y la agilidad y la ciencia con que paró los golpes de Carlos, que no había olvidado las sabias lecciones que en el Club Nacional recibiera, dos años atrás, del maestro Fabbi, se consideró perfectamente apto para el lance provocado por la maledicencia y el cinismo de Jorge Urizar.

Tras de haber tomado una ducha y una vez que hubiéronse vestido, Jáuregui invitó a Carlos Vélez a salir. El auto los esperaba a la puerta. Un hermoso y reluciente Marmon, propiedad de Carlos y al que este manejaba bellamente, haciéndole volar por las calles desiguales de la ciudad, salvando, con prodigiosas maniobras, los altos y bajos del pavimento y los desórdenes y confusiones del tráfico. Lentamente, Juan Antonio subió al carro, acomodándose en el asiento posterior,

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cruzadas las piernas, la cara apoyada en el puño derecho. Leves arrugas —denunciadoras del desasosiego y la preocupación— surcaban su frente. Carlos se apoderó del timón e imprimió movimiento al motor, arrancando velozmente.

—Vamos a casa, Carlos, a la Breña —dijo Juan Antonio—. Necesito descansar y al mismo tiempo conversar contigo. Hay una incógnita que debo aclarar y de la que solo tú puedes darme solución. Pero, te advierto, cuidado con mi madre que no vaya a enterarse, por Dios, de lo que está sucediendo. No se te vaya a escapar, delante de ella, alguna palabra indiscreta sobre este duelo. ¡Sufriría tanto, mi pobre madre! Y se puso a meditar, sordamente, mientras el auto rodaba y rodaba, salvando, en pocos minutos, el Jirón de la Unión y el Paseo 9 de Diciembre. Todavía al detenerse el carro, frente a la sencilla y polvorienta quinta de los Jáuregui, Juan Antonio no salía, aún, de su abstracción. Hubo necesidad de que Carlos, sonriendo un poco irónicamente, le sacudiera el brazo y le invitara a bajar para que Juan Antonio, todo confuso y pálido, se resolviera a dejar su asiento y saliera de sus hondas cavilaciones. Paso a paso, encaminándose a la puerta, Juan Antonio oprimió el timbre y la puerta se

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abrió, instantáneamente. Al llegar al final de la escalera, ambos amigos se hallaron frente a la anciana señora de Jáuregui, pulcramente vestida de negro, los blancos cabellos peinados en bandos, sonriente, pero con ese aire entre bondadoso y tímido que envolvía su rostro en una aureola de candidez y ternura, realmente adorable. Era ella quien, al escuchar la vibración del timbre, había acudido, presta, a la llamada, tirando ansiosamente del cordón que descorría, desde arriba, el cerrojo de la puerta.

Vivía, la señora, en constante sobresalto, preocupada, con secreta congoja de la suerte de su único hijo. Le vigilaba con amoroso cuidado. Recelaba de todos los amigos de Juan Antonio, avara de cariño. Desde la muerte de su marido, rumboso y calaverón, que en locuras juveniles y fantásticas empresas dilapidara el patrimonio de la familia para retirarse, luego, arrepentido, a la paz de su hogar y acogerse a la tierna solicitud de su esposa, la señora Amalia había concentrado en su único hijo todo su cariño y toda su esperanza. No obstante, el escrupuloso esmero que puso en su educación y el orgullo con que contemplaba el carácter digno y altivo de Juan Antonio, sus costumbres recatadas y su reposado juicio, virtudes

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todas que parecían reunirse en él para que devolviera, un día, el pasado prestigio de su raza, la señora, temiendo siempre que al correr de los años, la perniciosa influencia de la vida frívola y libertina de la ciudad moderna, trasformara el equilibrado espíritu de su hijo. Y por eso, siempre alerta, cuantas veces descubrió que la más leve inquietud ensombrecía el rostro de Juan Antonio, acudía, mimosa, a rodearle de cariños y a abrumarle de consejos, que aquel siempre se apresuraba a cumplir, respetuosamente, enderezando así el desviado curso de su vida. Sobre todo, desde que la figura frágil y nerviosa de Blanquita Orfila habíase interpuesto entre ella y su hijo para robarle su cariño, la señora Amalia vivía en perpetuo desasosiego. Guardaba, en el fondo de su alma tan lacerada por los reveses de la fortuna y amargada por penas de su desgraciado matrimonio, un indomable orgullo que en vano trataba de ocultar y que, más bien, se revelaba en toda su soberbia, cada vez que le herían la ostentación y la desfachatez de los improvisados. No podría soportar, jamás, decía ella —descendiente de una casta empingorotada y suntuosa—, que se irguieran a su lado los burgueses enriquecidos que trataban de reemplazar a la rancia nobleza de mejores días, en la ciudad de los virreyes. Por eso, miraba con desconfianza

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y con desdén a aquella muchacha que con sus dulces ojos negros y sus labios sensuales había ganado la simpatía de Juan Antonio, al extremo de hacerle olvidar sus antiguos hábitos austeros para entregarse, inconscientemente, al alocado trajín de la vida social del día. En alguna ocasión se había atrevido, no obstante su temor de desgarrar el corazón de su hijo, a esbozarle sus temores; pero Juan Antonio le había tranquilizado, adivinando sus sentimientos, hablándole con cierto desdén de los Orfila, asegurándole que frecuentaba su casa solamente para matar el tiempo y divertirse un poco. Pero, bien pensaba la señora Jáuregui que su hijo se engañaba y que lo que hoy tenía por simple pasatiempo habría de convertirse, lentamente, en inevitable e intenso amor. Hacía días que le venía observando un tanto frío, reservado, huraño con ella. Prolongaba sus estadas en la calle y ella, desde su lecho, sin poder dormir esperaba su llegada leyendo. Y, aunque ignoraba e ignoró siempre la peligrosa aventura con Luisa, sospechaba, con razón, que algo extraordinario turbaba la habitual tranquilidad de su hijo.

Por eso, como aquella noche tardara Juan Antonio más de lo acostumbrado en llegar, había acudido, anhelosa, a la primera vibración del timbre. Sin embargo —y aunque

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Juan Antonio, de una rápida ojeada, pudo apercibirse del estado de alma de su madre—, nada se dijeron. Como siempre, amorosamente, juiciosamente, levantándole la cara, con ambas manos, depositó un largo beso en la frente de la anciana y, cuando Carlos la hubo saludado, inclinándose, lleno de respeto, avanzó, seguido de este a su cuarto. Nada sospechaba la señora Amalia. Todas las noches, después de comer —esta vez había tardado—, cuando no era en el club, Juan Antonio con Carlos, unas veces, y otras con Octavio Méndez, otro de sus íntimos, se empeñaban en el cuarto de aquel en largas y animadas partidas de póker.

—¿No crees que mi madre sepa algo, Carlos? —dijo Juan Antonio, una vez que hubo cerrado la puerta de la habitación.

—Me parece difícil que pueda conocer lo del duelo. Esta casa está demasiado apartada del centro. Además, el encuentro con Urizar está aún fresco. Acaso, más bien, sospeche tu madre lo de Luisa. Acaso le preocupa tu pasión por Blanca, que...

—¡Ah! —dijo bruscamente Juan Antonio—, ¿pero es que tú me crees rendido por esa chica?

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—Hombre, si no rendido, por lo menos interesado. Tu violencia con Urizar, a quien debiste pasar por alto sus candideces y necedades, ese secreto rencor con que me miraste, queriendo sondear mi espíritu cuando en tu presencia recibí una carta de Blanca...

—Luego, es cierto que Blanquita te ha escrito. Y tú me lo has ocultado. ¿Y así te llamas amigo?

—Quería ver hasta dónde llegaba tu desconfianza, Juan Antonio. Quería penetrar en tu alma de enamorado. ¡Desconfiar de mí! ¡Parece increíble! Pero, si yo mismo te he contado mis pololeos con Blanquita, mucho antes de que tú la conocieras. Si yo he llegado al extremo de llevarte al Excélsior para que te vieras con ella. Si yo le he hablado de tu amor y de tu timidez. ¡Cómo, pues, desconfiar de mí! Además, si quieres enterarte de la carta, ahí la tienes. Léela. —Y desdobló precipitadamente un pliego lila, oloroso y coqueto, poniéndolo en las manos febriles y temblorosas de Juan Antonio.

La carta decía así: «Mi buen amigo Carlos: He consultado a papá su bondadosa invitación para el té del Tennis y me ha concedido permiso para asistir, lo mismo que a mis hermanas. Aceptamos, pues, gustosas y

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renuevo, ahora, mis agradecimientos por su amabilidad. Su afectísima amiguita. Blanca».

P. D. ¿Logrará usted sacar a Juan Antonio de su enclaustramiento? Vale.

A medida que Jáuregui iba descifrando las letras alargadas y relamidas de Blanquita, recobraba su serenidad. Conmovido, estrechó las manos a Carlos, diciéndole: «Perdóname, mi buen Carlos. Pero es que estoy perdidamente enamorado. Lo confieso. A pesar de las canas que platean mi cabeza. ¡Esa chica es tan dulce, tan discreta, tan buena! Lo único que me apesadumbra es la resistencia de mi madre y lo único que temo es la murmuración y la maledicencia de las gentes. Esa menuda y mordaz crítica de los mentideros de Lima, donde santas reputaciones se desmoronan y tantas virtudes se encanallecen. Porque, tú sabes, Carlos, que Blanquita es muy rica y yo, en cambio, estoy poco menos que arruinado. Yo comprendo que este matrimonio sería mi felicidad de todos modos. Pero antes de pensar en que sanearía mi hacienda y aseguraría mi vejez, considero que esa muchacha, que tan bien me comprende, sería la excelente compañera de mi vida. Ya me voy haciendo

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viejo, Carlos: tú lo estás viendo, me siento cansado. Desde muchacho, no he disfrutado, aparte del cariño de mi madre, de ningún goce. Es cierto que he hecho, siempre, intensa vida social. ¿Pero acaso el arrebato del baile y la ilusión fugaz del flirt son bastantes para llenar el vacío de un alma? He vivido para el pasado, del recuerdo de grandezas y glorias idas, con la convicción de mi deber de reconquistar el perdido brillo de mi casa. La figura venerable de mi madre, con su cara honradamente melancólica, interponiéndose delante de mí, cada vez que intento echarme en brazos del presente, me recuerda mi deber, frente al pasado, el respeto a mi nombre, a mis antepasados. Solo con ella podré recomenzar mi vida. Luisa no fue sino un capricho pasajero. Ella forma parte, también, de aquella “procesión de fantasmas” que constituye el ayer. Por eso abandoné esa tentación. El pretérito está definitivamente perdido, Carlos, definitivamente perdido, por más que nos esforcemos en reconstruirlo. ¿Comprenderás, ahora, mi amor por Blanca? Me alegro, después de todo, de este duelo que me espera, porque tengo para mí que él ha de solucionar el problema de mi vida, abriéndome un camino que no ha de ser, por cierto, el de la muerte».

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—Comprendo tus cuitas, Juan Antonio. Las adiviné siempre, aunque nunca quise decirte que las sabía. Te he seguido paso a paso, en el proceso de tu vida, listo para detenerte en tus caídas. Por eso, ahora, frente a este amor que te obsesiona, estoy aquí, a tu lado, para acompañarte, para acoger tus confidencias. Comprendo —y de ello me duelo— que yo, inconscientemente, he sido causa de este lance y no Jorge Urizar, como crees. Porque no supe ser franco, contigo, porque no te dije que Blanca, justamente celosa por tus aparentes relaciones con Luisa y las murmuraciones del gran público, te guardaba cierto rencor, que no lograba, sin embargo, avasallar la pasión que por ti siente, y por eso buscó en mí al amigo que necesitaba para desahogarse. Nunca me habla sino de ti, de tu desapego, de tu indiferencia para con ella. Y fue esta intimidad, buscada por Blanca en provecho de ti, lo que te tuvo inquieto y receloso, y lo que motivó que tu mal reprimida cólera estallara, descargándola contra Jorge Urizar, por aquella estupidez, tan inoportuna, como siempre, que te soltara. Cuanto a la carta, ya ves lo que dice. Esa invitación, sin embargo, lo confieso, no solamente para favorecerte la hice. Hay por ahí, en la misma casa de Blanca, unos ojazos azules y unas trenzas rubias que, en verdad, me seducen. Maruja, la mayor —

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dijo, y alzándose el hongo, cogió el bastón y los guantes y, abrazando estrechamente a Juan Antonio, salió, previniéndole antes, que estuviera listo a su llamada al día siguiente para el encuentro.

Juan Antonio le escuchó en silencio y, dándole una palmada en los hombros, le acompañó hasta la escalera. Luego dio la vuelta al obturador y, apagadas las luces, fuese a su cuarto, resuelto a dormir a pierna suelta.

A las nueve, muy temprano para todo limeño regalón, Juan Antonio se puso en pie y después de tomar el desayuno que su propia madre le llevara, vistiose rápidamente, y se echó a la calle. Caminó, paso a paso, hasta el Parque Zoológico y delante de él cogió un auto, ordenando al chauffeur: «al Club Nacional».

En el club debía verse con Carlos, quien, en compañía de Octavio Núñez, su otro padrino, habría pactado ya el duelo con los representantes de Urizar, el coronel Bravo y Manolo Bustamante, dos inseparables amigos de aquel gomoso deslenguado. El auto pasó volando por el jirón Central. Aesa hora comenzaba el animado tráfico de muchachas bien entalladitas, huachafas, empleadillos y desocupados. Los palomillas voceaban, estridentemente:

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«Hogar». Cruzábanse autos y victorias. Formábanse grupos a las puertas del Palais, de las peluquerías, en la plazuela de la Merced. Menudeaban los requiebros a las pollas de piernas como golosinas y de mirar pícaro e insinuante. En el Banco Mercantil había un afanoso entrar y salir de gentes preocupadas con las operaciones comerciales. Las beatas unciosas, avanzaban, con paso menudito, hacia la misa de la Merced. Todo esto pasó ante los ojos de Juan Antonio, como una cinta cinematográfica, y todo lo fue dejando atrás el automóvil.

No se había engañado Juan Antonio. En el fumoir del club, él aguardaba a Carlos, quien brevemente le enteró de las condiciones del duelo. Se realizaría en la Magdalena Vieja, a las cuatro de ese mismo día, y a sable.

A las tres y media, Juan Antonio puntualmente estuvo de regreso. Anduvo con suerte. Su madre, contra su costumbre, había salido temprano, luego de almorzar con él, a visitar a misia Chepita, su buena amiga, en el asilo de las Hermanitas de los Pobres, en la avenida de la Magdalena. Pudo salir sin ser visto —pues hasta la sirviente había acompañado a su madre— vestido de negro para la trágica ceremonia.

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Los cuatro amigos bajaron la escalera, mudos, graves, casi solemnes. Subieron al Marmon de Carlos, manejado siempre por este, y momentos después estaban en la Magdalena Vieja. En la amplia avenida sombreada por altos ficus, frente al cuartel de artillería, debía realizarse el asalto. Cuando llegaron, una limousine estaba estacionada en un recodo. A través de las cortinillas pudieron atisbar la cara larga, afilada, de prócer, la nariz de aguilucho de Jorge Urizar. Frente a él vieron el rostro tostado, tartarinesco del coronel Bravo, que se acariciaba las guías de sus grandes bigotes kaiserinos y el perfil afeminado de Manolo Bustamante. Apercibidos estos de la llegada de Jáuregui y sus padrinos, se dispusieron a bajar del auto. El doctor Velasco, médico de Urizar, fue quien dio el ejemplo, saltando primero al campo. Le siguieron los demás y todos avanzaron hasta el grupo que formaban Juan Antonio y sus acompañantes. Los padrinos cambiaron un apretón de manos. Se hizo, luego, el canje de las armas. Dispuesto el botiquín de ambos médicos, medido el terreno, el coronel Bravo —hombre muy versado en esta clase de lances, y que según era fama, y él se ufanaba de ello, fanfarronamente, debía varias muertes, aunque desde la Coalición había disminuido su prestigio militar por no querer avenirse a

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lo que él llamaba, despectivamente, las novedades de los franchutes— situose al centro y desenvainando la espada se dispuso a dirigir el duelo. Los duelistas se despojaron de la americana y de la camisa, quedando con medio cuerpo descubierto; saludáronse con los sables y a la segunda voz, dada por el coronel Bravo, pusiéronse en guardia. Después, vibraron los aceros, relampaguearon las miradas. Se atacaron, furiosamente. De ambas partes había mucha serenidad y mucho arrojo. Urizar tiraba ágilmente, redoblando los golpes. Juan Antonio, con un gran dominio del sable, adivinando en la fulguración de la mirada de Urizar la intención de sus golpes, los paraba, instantáneamente, con gran pericia. Y así transcurrieron dos asaltos, prolongados, inquietantes, angustiosos. Parecía, a ratos, un juego de consumados deportistas que no fueran a hacerse nada. A ratos, el lance cobraba interés, emocionaba hasta temer, a cada instante, la tragedia. Ni siquiera un leve rasguño, por ambas partes, ni un ligero toque. Pero en el tercer asalto, los adversarios, fatigados pero exasperados, se atacaron con zafia, resueltamente, temerariamente. A cada instante, los padrinos creían ver caer a uno de ellos. De pronto, Urizar descargó un golpe sobre la cabeza a Jáuregui, que este paró, hábilmente, pero aquel recogiose con rapidez y descargó un golpe,

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esta vez sobre el brazo derecho a su contrincante, que sorprendido no pudo evitarlo y recibió un profundo corte a la altura del antebrazo. La sangre brotó a borbotones. Le había tocado, sin duda, una arteria.

El coronel Bravo dio la voz de alto. Los padrinos de Juan Antonio y su médico corrieron a su lado. El doctor Salinas examinó la herida, delicadamente la vendó y declaró luego que Juan Antonio quedaba imposibilitado para reanudar el lance. Los padrinos convinieron en ello y todo terminó. Juan Antonio, pálido, un poco nervioso, oprimiéndose fuertemente el brazo encogido, avanzó, ayudado por sus amigos, hasta el automóvil. Carlos dio impulso al motor y, a toda velocidad, regresaron a Lima, a casa de Jáuregui. Afortunadamente, aún no había vuelto la señora Amalia. Juan Antonio, más tranquilo, se acomodó en su lecho. El doctor Salinas, su médico, recomendó reposo. «Volveré más tarde», dijo. «No es de cuidado». Carlos y Octavio quedaron al pie del herido, comentando el lance.

—Lo único que ahora me preocupa es mi madre —dijo Juan Antonio—. Se va a asustar mucho la pobre. Me quiere tanto. —Y Blanquita, ¿qué pensaría de él? Acaso le

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querría más ahora que ha sido herido por causa de ella. Así pensaba Juan Antonio.

Y transcurrió una hora. Al cabo de ella, llegó la señora Amalia. La había sorprendido la noche, conversando entretenidamente con misia Chepita. Seguramente Juan Antonio habrá llegado ya y estará impaciente, se decía.

La primera sorpresa de la señora fue la de ver, colgados de la sombrerera, los sombreros y los abrigos de los amigos de su hijo. Acaso Juan Antonio habría invitado a comer a sus amigos, conjeturó. Penetró al cuarto que estaba envuelto en una discreta penumbra. Carlos iba y venía por la habitación con la cabeza inclinada y las manos enlazadas hacia atrás. Octavio, de espaldas a la puerta, se hallaba sentado en una silla, a los pies de Juan Antonio. Al oír la voz cascada de la señora, que decía «buenas noches», Octavio púsose de pie, volviéndose hacia la puerta, y Carlos se detuvo frente a ella. Ambos, confusos, se inclinaron. «Pero, ¿qué pasa? ¿Qué es de mi hijo?». Avanzó hacia el lecho. Vio a Juan Antonio, reclinada la cabeza sobre los almohadones, las piernas cubiertas por los cobertores, el brazo derecho en cabestrillo. Todo lo adivinó de golpe. Corrió hacia su hijo y le tendió

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los brazos, angustiada, temblorosa, lagrimeante. Juan Antonio, haciendo un esfuerzo, le estrechó entre los suyos, y así permanecieron largo rato, confundidos en íntimo abrazo. Vinieron las explicaciones. Intervinieron Carlos y Octavio. No es nada. Un leve rasguño. Todo pasará rápido. El médico dice que no hay cuidado. Una sombra pasó por la mente de la señora Jáuregui y arrugó su frente. ¡Ah, Blanquita! La Orfila, esa improvisada. ¡Seguramente sería a causa de ella! Sentose en la cama. Pasó la mano por la frente de su hijo, con ternura. Le hizo mil caricias, le abrumó a preguntas.

Carlos y Octavio de pie, a respetuosa distancia, presenciaron la escena. De cuando en cuando, volvían la mirada, distraída en la contemplación de las estampas que decoraban el muro, hacia el grupo conmovedor que formaban la madre y el hijo.

De pronto resonó, larga, insistentemente, el timbre. ¿Quién podría ser? Carlos y Octavio, al mismo tiempo, salieron a inquirir. Tiraron del cordón y la puerta se abrió, franqueando la entrada a una figura fina y menuda de mujer: “¡Blanca, usted aquí!”, gritaron sin poderse contener.

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—Sí, sí —dijo, nerviosamente, Blanca Orfila, subiendo a trancos las escaleras—. Díganme qué pasa. ¿Está herido, verdad? —Y el bello rostro, turbado por la emoción y velado por las lágrimas, aparecía adorable.

—No se alarme, Blanca, le aseguro que no hay peligro. ¿Verdad, Octavio?

—Exactamente. No es nada —respondió este.

Y cuando Blanca, más tranquila, disponiase a salir, acompañada por los amigos de Jáuregui, pudo ver que tras las ventanas del cuarto de aquel, la señora Amalia, con el ceño adusto, la atisbaba.

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CAPÍTULO VII

por Raúl Porras Barrenechea

[Publicado en la revista Hogar n.° 39 del 8 de octubre de 1920]

Durante los breves días que duró la curación de Juan Antonio, Blanca Orfila, como arrepentida de aquel espontáneo y precipitado impulso de su sensibilidad femenina, no volvió a averiguar por el estado de salud del herido. Este, gracias a los solícitos cuidados de su madre, se restableció muy pronto. La actitud de Blanca le preocupaba hondamente. ¿Ignoraría ella, en nuestra Lima murmuradora, la causa de su duelo con Urizar? ¿Qué motivaba su repentino silencio después de su irreflexivo y delicioso gesto de mujer? Nadie mejor para responderle que Consuelo Garmendia, la amiga y confidente de Blanca. La discreción de Consuelo, que no tenía disposiciones para mártir del sigilo, sería fácil de vencer. Debíale además a Juan Antonio algunos señalados favores, como era el de haberla librado este de algunas insistentes «planchas» en los bailes del Club Nacional. Solicitó, pues, telefónicamente a la amiga preferida

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de Blanquita Orfila, y esta después de embromar la impaciencia de Juan Antonio con su disfuerzo habitual, satisfizo todas sus preguntas. Blanquita, después de la conmoción nerviosa que sufrió al recibir la noticia de la herida de Juan Antonio, malévolamente comunicada por teléfono por una voz anónima y perversa, y tras de haber regresado de su precipitada visita a la casa de aquel, se encerró esa noche en su cuarto pretextando una horrible jaqueca. Nadie, ni la misma Consuelo pudo verla ni hablar con ella. Al día siguiente muy temprano se había dirigido al Colegio de León de Andrade, donde comenzaba ese día el retiro anual de las hijas de María, y se había matriculado «con cama y todo» para los seis días de oración y penitencia. La alborotada Consuelo había ido dos o tres días a los sermones del retiro sin conseguir cruzar una palabra con su amiga. Ni una monja trapense hubiera guardado más estricto silencio que Blanca. Hasta a contestar en letras de manos se había resistido. ¿Deseó librarse de inoportunas preguntas y maliciosos comentarios? ¿Un voto, acaso? Consuelo llegaba hasta a ponerse seria, pero la respuesta le parecía más difícil que un trabajo de bolillos. Juan Antonio hubo de agradecerle sus informes y quedó en verse con ella en casa de la señora de Zárate esa tarde.

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No deseaba Juan Antonio, por el estado de su ánimo, recomenzar tan pronto su tragineo social. Pero al interés de la entrevista con Consuelo, se agregaba el deseo de satisfacer a su madre, cuya bondad había sentido acariciarle tan dulcemente en esos días, y la que, amiga de la juventud de la señora Zárate, había pedido a Juan Antonio no dejara de visitar la casa de esta, cuyo cumpleaños se celebraba ese día.

Era doña Antonia Manrique viuda de Zárate una de las damas más ancianas y respetables de la alta sociedad, una de esas nobilísimas figuras, representaciones vivas de una época, en las que se reconcentraba como en un símbolo todo el respeto al pasado y a la vieja tradición nobiliaria. Vivía doña Antonia con su hija Isabel, que, cumplidos los treinta años en obstinada soltería, se había retirado de la agitada vida de los bailes y de las grandes reuniones sociales, entregándose —limeña genuina cuyo dilema es la maternidad o el claustro— a las prácticas piadosas de veinte congregaciones distintas y a la consecuente infatigable organización de talleres de costura, devotos catecismos, entronizaciones, misiones de vociferadores padres descalzos, veladas de caridad y otros pasatiempos edificantes. Isabel era acaso íntimamente el tipo de

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inmejorable madre de familia que la señora Jáuregui hubiera deseado para su hijo.

El retraimiento de las dos damas de las grandes fiestas, aunque no de las visitas de los días de recibo, había preservado sus salones, unos de los más aristocráticos y mejor frecuentados de Lima, de la invasión de ese toute le monde elegante que se abre paso avasalladoramente en las salas de los casinos y de las playas de moda.

Era el salón de doña Antonia como un último y desmoronado reducto de la vieja y entonada sociedad limeña. Tenían entrada en él únicamente las antiguas y nobles relaciones de la familia de Manrique de Zárate. Demás está decir que las Orfila, improvisadas como eran, no lo frecuentaban y que Juan Antonio era amigo de los más apreciados. La malevolencia de Jorge Urizar, que no lo visitaba, lo había bautizado con el nombre de «el mausoleo de las Zárate».

Todo hablaba en este salón el nostálgico lenguaje de la tradición y de la aristocracia envejecida. Tenían en él todas las cosas ese no buscado tinte de vejez, que intentaban dar a sus salones con adquisiciones de última hora, los aristócratas recién llegados. El salón era

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antiguo, pero no de antigüedades. Resto de un pasado suntuoso y de una fortuna a cada generación más exigua, mostraba el mueblaje y visibles huellas del uso que nadie había tratado de borrar con lustrosas reparaciones. De esplendores ciertos hablaban los lujosos muebles de medallón, las relucientes arañas de cristal de Venecia, los grandes óleos ennegrecidos a cuyo pie decían apretados renglones la prosapia de los dueños, los magníficos espejos cuyo azogue cansado reflejaba borrosamente las imágenes, los grandes candelabros de plata y las descoloridas porcelanas sobre las ostentosas consolas de pies tallados y retorcidos. Pero el alma de aquel viejo salón, su mejor prestigio, era doña Antonia, con su nobilísimo porte de anciana en el que brillaban restos de su extinguida belleza y cuya benevolencia y nobleza de espíritu se revelaban en su sonrisa acogedora y en la amabilidad de su palabra, de la que a veces surgían, como una ronda de chiquillas traviesas, cogidas de las manos, las anécdotas sonrientes.

Cuando Juan Antonio llegó a casa de las Zárate, había ya una concurrencia que la severidad del cronista social de El Comercio no hubiera podido dejar de calificar como

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muy selecta y distinguida. Estaba allí todo Lima, según la frase acostumbrada.

Al ingresar Juan Antonio al salón hubo un rumoreo de comentarios, sobre todo en un extremo, donde cuatro o cinco contemporáneas suyas, todas aún en el periodo de la devoción a San Antonio, se dedicaron a hacer las más diversas apuntaciones sobre el duelo de Juan Antonio y sus relaciones con Blanquita Orfila.

Juan Antonio se dirigió al sitio habitual de la señora Zárate, que conversaba con un infaltable habitué de sus reuniones, el general Arellano, madera de conversador inagotable más que de estratega y con un grupo de señoras. Doña Antonia lo recibió con grandes demostraciones de cariño, preguntándole por su amiga doña Amalia. No faltó el inevitable parecido:

—Está usted idéntico a su padre, tan buen amigo mío y uno de los hombres más elegantes y de más partido de mi tiempo.

—Efectivamente —subrayó el general—. Le conocí mucho lo mismo que a la madre de usted. Asistí a su matrimonio. ¡Amalita Jaramillo! ¡Una mujer lindísima!

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Ella, las Soyer, las Raygada, las Eléspuru, usted, Antuca... han sido las muchachas más bonitas que he conocido. Pero, ¿qué belleza? Ahora... —Y el general, puesto en el carril de su tema favorito, siguió haciendo largas, sabrosas, repetidas remembranzas con las que los dos ancianos se entretenían cada vez que se encontraban, relamiéndose como chiquillos golosos con tanto dulce recuerdo.

Isabel condujo a Juan Antonio al comedor para agasajarlo con las exquisiteces de una mesa de renombre por las delicadas pastas de convento y deliciosos dulces, de los que solo las manos monjiles de Isabel sabían el secreto. Adheridas entusiastamente a la mesa, saboreando todo, se encontraban dos pollitas de quince abriles. Isabel, obligada a atender a otras visitas, dejó a Juan Antonio, diciéndole antes con cierta celosa intención en los ojos:

—Lo dejo en compañía de Rosita y Maricucha, dos pollitas como a usted le gustan.

Las dos chiquillas, sin dejar de comer, entablaron una animada charla con Juan Antonio, quien, viejo galanteador, elogió la creciente esbeltez de Maricucha, que estaba en ese momento encantador en que «el ángel

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acaba y la mujer empieza». Maricucha atribuyó el milagro a la eficacia de una receta.

—Hace dos meses que estoy a régimen. Un régimen recetado por el médico alemán. Un sabio el gringo ese. Footing y tennis a toda hora. Alimentación exclusiva de purés de verduras con prohibición de carnes, huevos y toda clase de harinas... Pero estos «guargüeritos» están deliciosos. Me he comido ya cerca de veinte. Pruebe uno, Juan Antonio. Este aceptó la invitación de la chiquilla y dijo a Rosita:

—Es la primera vez que la veo a usted sola en una fiesta. ¿Qué se ha hecho ese pollito afortunado a quien le ha tocado usted en lotería?

—¿Qué quiere usted? Mi mamá me ha traído a la fuerza. Le ha dado en llevarme a estas visitas donde no se baila y donde hay una cantidad inmensa de poltronas y ni un solo pollo. ¡Es insoportable! —Y suspirando fingidamente—. ¡Y Pepe que estará esperando en el parque...! ¿No le gustan los camotillos, Juan Antonio?

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Mientras Jáuregui se entretenía con la locuacidad de las chicas, en el salón no se hablaba sino de sus amores con Blanca Orfila.

En el corro de las señoritas más allá de los treinta, la conversación era animadísima. Manuelita Gil, una soltera locuaz que atribuía su estado civil a los pocos bailes a que la habían llevado sus padres; pero en el que, en realidad, tenía mayor parte su mala lengua, llevaba la batuta de la conversación. Su malignidad se ensañaba contra la ostentación de los Orfila y no perdonaba ni al mismo Juan Antonio. Rosita Vélez, prima de Carlos, y también soltera de profesión, había tomado la defensa de Juan Antonio. La Vélez había sido mucho tiempo, y no perdía las esperanzas de retenerlo para siempre, uno de los amores de Juan Antonio, pero no porque este la hubiera cortejado alguna vez, sino porque ella se lo había adjudicado de motu propio; se había encargado de divulgarlo y la gente de repetirlo. Abrumaba a Juan Antonio con invitaciones, regalitos, llamadas telefónicas; procuraba salir junto a él en las fotografías de las fiestas y cuando conseguía retener a Jáuregui a su lado algunos momentos, a la vista de sus amigas, regresaba diciendo:

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—¡Insoportable, este Juan Antonio! No he visto hombre más meloso para galantear.

Manuelita Vigil, con el aplomo que tenía para mentir, conocido ya de todos, por lo que nadie daba crédito a lo que contaba, así dijese verdades, hizo en tono confidencial serias revelaciones:

—Lo sé de muy buena fuente. Juan Antonio se va a casar secretamente con la Orfila. Ella ha tenido que fugar de su casa —está ahora en un convento— porque el padre se opone invenciblemente a este matrimonio. ¡Como Juan Antonio no trabaja! Y el viejo Orfila ha sido cargador de fardos...

Rosa Vélez contestó con toda seguridad:

—Completamente cierto lo de Orfila. Conozco muchas personas que le han visto hace algunos años conduciendo una carreta. Pero lo de Juan Antonio no tiene fundamento. Yo he conversado largo con él y me ha confesado, en la confianza que tiene conmigo, que solo se propone divertirse. La chica se presta admirablemente para eso. Tiene escuela. Al menos las malas lenguas dicen que la Orfila...

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Tuvo que detenerse porque se acercaba al grupo Consuelo Garmendia, que acababa de entrar. Una de las oyentes de la anterior conversación que habían oído con visible disgusto, conocedoras de la facilidad de mentir de las dos interlocutoras, preguntó a Consuelo por su amiga la Orfila.

—La acabo de dejar en el retiro de León de Andrade —dijo llanamente Consuelo— y he conversado con ella después de algunos días.

Manuelita Vigil dirigió a sus amigas una mirada de triunfo, pero la misma oyente curiosa volvió a preguntar a Consuelo:

—¿Es cierto lo que se dice de la oposición del señor Orfila a los amores de su hija con Juan Antonio?

—Es la primera noticia que tengo. Siempre he oído a aquel expresarse muy bien de Juan Antonio y lo ha invitado a todas sus fiestas.

—Te habrán informado mal —dijo la Vélez, dirigiéndose con manifiesta maldad a Manuelita.

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Esta, sin ceder dijo:

—Los datos que yo he recibido son muy recientes. Acaso Consuelo se equivoque... Pero de lo que estoy segura es de que Juan Antonio está enamoradísimo de esa chica.

Consuelo se libró de nuevas indiscretas preguntas por el ingreso de Juan Antonio al salón. Apenas este divisó a Consuelo, se acercó al grupo en que aquella se encontraba, saludó cortésmente a sus amigas, teniendo que soportar un pequeño aparte impuesto por Rosa Vélez, y se retiró a hablar con Consuelo.

La inteligente amiga de Blanca traía buenas noticias. Había conseguido hablar con Blanquita en uno de los corredores del colegio. Su primera pregunta fue por el estado de Juan Antonio. Estaba arrepentida de su precipitación al presentarse en casa de este, pero no cabía duda de que estaba enamorada, perdidamente enamorada de Juan Antonio. Consuelo había conseguido de Blanca la promesa de esperarla al día siguiente, en que concluía el retiro, para ir juntas al Tennis. La sagaz Consuelo había tomado esta determinación, pensando en invitar a Juan Antonio, pero sin decir nada a Blanca. Mientras ellos se

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hablaran, ella se entretendría como pudiera viendo las revistas.

Jáuregui no tuvo palabras para agradecer a su amiga su bondadosa oficiosidad, y ella antes de que él le dijera nada, se despidió súbitamente, sin oír lo que le decía, citándole para el día siguiente.

Retirada Consuelo, Juan Antonio charló un rato con sus buenas amigas las Zárate y, después de recibir los cumplidos de la señora para su madre y las tímidas atenciones de Isabel, salió a la calle.

Vacilaban en su imaginación y se contraponían ideas y sentimientos distintos. Acababa de tener ante él aquella sociedad a la que él pertenecía por nacimiento y por educación, y de la que eran vivo trasunto su madre y doña Antonia. Vieja sociedad hidalga y religiosa, de fuertes afectos domésticos y rancias costumbres, tradicionalmente culta, elegante y graciosa. ¡Qué distinta la moderación y la sencillez de doña Antonia con las desenfadadas y vulgares maneras de la señora Orfila! ¡Qué diferencia entre el ambiente chillón y postizo de la casa de las Orfila con el de esta sobria mansión limeña! Pero también qué luz en los ojos y qué gracia en la boca de

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Blanquita Orfila. Qué elegancia en el baile y qué destreza en el tennis. Sin quererlo, volvía a la imaginación de Juan Antonio la figura del obeso catedrático de Historia, en los días apenas distantes de su paso por la Universidad de San Marcos, cuando aquel maestro a quien sus discípulos creían insensible por su grasa, se emocionaba predicándoles el olvido de todas las pretéritas edades de oro, para terminar con lágrimas en los ojos una invocación a la vida y al progreso y al irrestañable río de la existencia, que dijera el viejo Heráclito. Viejo cursilón, pensó Juan Antonio, riéndose de su recuerdo, y siguió caminando hacia el Club Nacional, entregado su pensamiento a la morena belleza de Blanquita Orfila y a su blanco traje de tennis, sobre el que el sol de la siguiente mañana de primavera habría de volcar toda su luminosa y arrebatada alegría.

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CAPÍTULO VIII

por «Jacobo Tijerete»

[Publicado en la revista Hogar n.° 40 del 15 de octubre de 1920]

Llegó al club Juan Antonio y, por inveterada costumbre, se fue derechamente al cuarto de los teléfonos, a hojear el «libro de llamadas». Estaba anotado su nombre a las 5:25. Llamó al telefonista. ¿Habían dicho de parte de quién?

—Cuando me llamen, exija usted siempre que le digan de parte de quién, y por quinta vez le advierto que yo me llamo Jáuregui y no Guareji, como usted ha escrito ahí.

El cholito se quedó, por quinta vez, sin entender la diferencia. Luego Juan Antonio pasó por los corredores, casi desiertos. ¿Dónde se mete la gente en Lima? Fue a la biblioteca y allí abrió la carpeta que guarda los números de La Vie Parisienne. De pronto le sorprendió un retrato, casi un retrato —tal era el enorme parecido— de Blanquita Orfila. Claro que no era Blanquita. Cómo iba a ser ella, si

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estaba desnuda o poco menos. Una camisita trasparente, muy corta, muy escotada, unas medias de seda y unas pantuflas monísimas. Y un perrillo negro apretado contra los senos, como una criatura preciosa. Pero la silueta, sobre todo la cara morena y pícara —contraídos los labios en el arrumaco de un beso prometido al estirado hocico del faldero— eran de Blanquita. Ni más ni menos que si Blanquita hubiera servido de modelo al dibujante. Juan Antonio quiso arrancar la hoja en un primer impulso, pero se sintió observado por un socio desconocido —un extranjero— que se instaló al frente. Llamó al empleado de la biblioteca. Era mejor hacerlo a las claras.

—¿Cuánto tiempo hace que han llegado estos periódicos?

—Dos semanas, señor.

—¿Y quién tiene rematada La Vie Parisienne?

—El señor Lucas.

—Pues dígale usted a Lucas que yo me he llevado una página de este número. Yo se lo diré también.

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Y de un tirón la sacó, la dobló de modo que la figura no se malograse, y la puso cuidadosamente en la cartera. Se le ensanchó el pecho y salió en seguida. Se acercó a un grupo, repantigado en los corredores. Juan Antonio se instaló en un ancho butacón de cuero. Estaba contento. Se cercioró de que nadie se le acercaba por detrás y sacó de la cartera la página y, a medio doblar, la contempló a hurtadillas. Le brillaban los ojos y la nariz se le dilató imperceptiblemente en una sensación de felicidad. Convidó un cocktail. Antes de que lo hubieran traído, los invitados eran cinco, y a pagarlo eran nueve. El whisky sour le pronunció las cosquillas que tenía en el corazón. Se sentía dispuesto a cualquier cosa jovial y alegre. Un provinciano, recientemente presentado a Juan Antonio y que acababa de sumarse impensadamente a los invitados de este, no dejó marcharse al mozo, sin decirle, por lo bajo:

—Traiga usted lo mismo.

El segundo cocktail acabó de predisponerlo.

—Que llamen por teléfono a casa, avisando que no me esperen —dijo a un criado.

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A poco empezó a deshacerse el grupo, y Juan Antonio se echó a buscar a los amigos de su cuerda. Por fin encontró a dos, que jugaban bridge. Se resolvió a esperar que terminara la partida, y se instaló de mirón. Abstraídos los jugadores, no le contestaron el saludo. Hizo una pregunta y lo dejaron sin respuesta. En ese momento, el «muerto» le decía a su partner:

—¿Pero cómo se puede ser tan idiota? ¿Cómo se te ha ocurrido volver corazones?

—Silencio, grandísima bestia. Cuando se juega con la cabeza, los analfabetos se callan. Ahora le voy a explicar a usted Juan Antonio...

Y Juan Antonio tuvo que esperar, oyendo a los jugadores repetir las mismas frases, diciéndose amablemente los mismos denuestos, hora y media larga. Fueron a comer pasadas las diez. En la mesa siguió la conversación alrededor del bridge. Reconstruían los juegos con una facilidad pasmosa, repitiendo de prisa, sin titubear, como si tuvieran todavía en la mano los naipes con que jugaron. De pronto surgió una endemoniada discusión sobre si la reina de tréboles había estado a la derecha o a la izquierda. Fue necesario que alguien se

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acercara a la mesa trayendo la noticia de un escándalo parlamentario de aquella tarde, para que se suspendiera la gritería. La sesión acababa de terminar y un diputado había insultado malamente al ministro. Habría duelo.

—¡Qué duelo! No habrá nada; conozco al ministro y le conocemos todos. Se quedará con los insultos, como se queda con tantas otras cosas...

—Habrá duelo, porque el diputado nombró inmediatamente a sus padrinos: el cojo Jiménez y el gordo Peláez.

—Valiente lógica. También se los nombró el coronel Arredondo, y no se batió.

Y la conversación rodó sobre el ministro. Rodó, porque le pasaron el rodillo y, naturalmente, el hombre quedó como un guiñapo. Acabaron de comer, y los cuatro del bridge se dispusieron a reanudar la partida. Protestó Juan Antonio.

—Hagamos otra cosa. Vamos al teatro, a cualquier parte; salgamos de aquí.

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No le hicieron caso.

—Entonces, me marcho. Mañana tengo que levantarme temprano.

Pero lo detuvieron. Uno de ellos tenía su auto abajo y lo llevaría hasta su casa. Apenas se trataba de un par de roberts; media hora cuanto más. Cedió Juan Antonio, y se instaló otra vez junto a los jugadores, que a última hora, y con el voto caluroso de los que habían perdido antes de comer, resolvieron cambiar el bridge por un coon-can.

—Para que juegue Juan Antonio.

—Pero con una condición; que nos plantemos a las doce en punto.

—A las doce y media.

—Pero en punto.

A las tres de la mañana se acaba la partida, y Juan Antonio había perdido Lp. 42. No le hizo gracia absolutamente. A la mañana siguiente era la cita. Se levantaría con los ojos irritados y con el cerebro pesado.

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Dolor de cabeza, fijo. Se puso de mal humor, y juró por su honor no pisar más el club en quince días. Era idiota, sencillamente idiota. ¿Haciendo qué hasta las tres de la mañana? Siquiera la hubiera pasado charlando, «cambiando ideas». Pero no, señor, embrutecido con los sietes y las jotas, y las escaleras de hueco. Y todo eso, ¿a qué santo, por qué razón? Y al final de Norma, ¿cuarentidós libras menos? Idiota, idiota, enteramente idiota.

Llegó a su casa en cinco minutos.

—Hasta mañana, Juan Antonio, y a ver si mañana te damos un desquite.

Subió de puntillas y se metió en su departamento. Pensó en el vestido que se pondría al día siguiente, y en que tendría que afeitarse solo, porque Juanito, el peluquero, iría como de costumbre a las nueve. Y a esa hora estaría él como un leño. Para garantizárselo dejó un papel en la mesa de su salita, sobre el cual escribió: «A las diez en punto». Era para el mayordomo, un zambo listo que hacía las veces de ayuda de cámara. Y se dispuso a dormir sin pérdida de minuto. Pero el sueño no acudía con la rapidez que él necesitaba. La figura de Blanquita

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empezó a darle vueltas, y entabló con ella una larga conversación; una conversación ideal, llena de donaire, en que él estuvo magnífico. Dijo frases encantadoras, que Blanquita oía llena de emoción. Fue una escena de Benavente. Quiso reconstruirla, quiso recordar bien las palabras para repetirlas a la mañana siguiente, pero no pudo. Le salía otra cosa; enfocaba mal y solo se le ocurrían vulgaridades que Blanquita escuchaba con sorna. Cambió de postura, se intranquilizó, quiso volver al estado espiritual del primer momento, y nada. ¿Se había quedado momentáneamente dormido y había soñado? Se despabiló por completo y empezó a fumar. Después de todo, siempre le ocurría lo mismo. Jamás pudo prepararse, y cuando lo intentaba «se le cerraba la mollera» matemáticamente. Pero confiaba en sí mismo. Creada la situación, «con el enemigo al frente», él sabía desenvolverse con toda lucidez. Y Blanquita, entre las espirales de su habano, empezó a tomar la misma actitud de bribona que tenía la figura de La Vie Parisienne. Allí estaba con su horroroso perrito, pronto a recibir en sus belfos fríos el beso de aquella boca carnosa, que se ofrecía incesante. El perrito fue transformándose, poco a poco, en un monstruo distinto; se alargaba, crecía, le llegaban los pies al suelo mientras la boca seguía cerca de la de

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Blanquita en la inminencia de un beso desesperado. El monstruo se humanizaba y adquiría el aspecto de Carlos. Sí, era Carlos, eran los dos; lo veía claro. ¿Y por qué permanecía él indiferente, como si todos sus miembros fueran de plomo, indóciles a su voluntad? ¿Por qué no saltaba al cuello del miserable? Saltó, en efecto. Pero fue porque el clavo del cigarro, al caerle y quemarle el cuello, lo despertó bruscamente. Casi se alegró. ¡Vaya una pesadilla!

A las 11 en punto estuvo en el Tennis. No había llegado nadie. Pasó por los courts y se fue al salón, creyendo que ahí encontraría a sus amigas; ni en la salita de lectura, ni en el saloncito de juego. Era un hecho: no habían llegado. Volvió a los courts. La cosa se presentaba bien, porque apenas había gente. Dos o tres parejas de jugadores. En el salón, nadie. ¿Dónde se haría la entrevista? Lo más indicado era la salita de lectura. Como es tan pequeñita, era difícil que alguien, viéndolos a ellos, se atreviera a entrar. Consuelo se dedicaría entretanto a la pianola. ¡Pero cuánto tardan! Las 11:20. ¿Qué les habrá pasado? Nada, lo de siempre, y luego si uno les dice algo... Volvió a los corredores del pabelloncito antiguo para atisbar la venida. Dos o tres automóviles trajeron gente. ¡Qué

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fastidio si empieza a llenarse esto! Regresó a la sala de lectura para tomar posesión de ella con tiempo, no fuera que otra pareja, o algún gringo... Un cenicero lleno de colillas que había encima y lo quitó el mismo, y para matar minutos puso en orden las revistas. No estaba ahí La Vie Parisienne.

Por fin llegaron. Lo sorprendieron mirándose a un espejo, como si estuviera de prueba en casa del sastre. Un poco confuso, con un ligero pavo en las mejillas, avanzó hacia ellas. Consuelo no había podido guardar reserva sobre su plan y se lo había contado todo a Blanca. Venían a decirle que no podían venir.

—¿Pero por qué? ¿Qué pasa?

—Venimos escapadísimas —dijo Consuelo—. El señor Orfila está enfermo. Nos ha dado un susto horrible. Felizmente ya está mejor. No hubiéramos podido venir. Blanca pensaba avisarle por teléfono, pero tampoco se pudo.

—¿Y qué le ha ocurrido al señor Orfila?

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—No sé; un ataque anoche a las 10. Recibió un cablegrama de Chile. Alguna noticia desagradable, qué se yo. Cayó al suelo y se hizo una herida en la cabeza. Felizmente le pasó pronto. Pero hemos estado alarmadísimas. Los médicos dijeron esta mañana que no había nada que temer.

—¡Cuánto lo deploro! —exclamó Juan Antonio con sincerísimo acento.

—Y como hemos tenido que venir a casa de la tía Dolores a avisarle lo de papá, le dije a Consuelo: el automóvil nos lleva en un vuelo al Tennis; le avisamos a Juan Antonio y nos volvemos en seguida.

Y le tendió la mano, que él estrechó lleno de ternura, compenetrado de la tribulación que oprimía el corazón de Blanquita. Las acompañó hasta el auto.

—¡Y qué cabeza la mía! No se me ha ocurrido preguntarle

a usted si ya está completamente restablecido, si no le molesta

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la herida.

—Absolutamente. No tuvo ninguna importancia. Fue un rasguño.

Juan Antonio siguió a pie tras el automóvil. Pronto lo perdió de vista. En el Paseo Colón pudo subir a un Chandler.

—Al centro —ordenó.

Bajó en la esquina de La Merced. No sabía qué hacer. De pronto, distinguió al cronista social de un diario. Lo detuvo.

—¿Tiene usted noticias de lo que le ha ocurrido anoche al señor Orfila?

—Se dice, pero vaya usted a averiguar si es cierto lo que la gente dice; se dice que unas casas fuertes de Chile, con las que Orfila tenía grandes negocios, han sido declaradas en quiebra. En Chile, esto es lo que me han dicho, pero vaya usted a averiguar si es cierto; en Chile ha habido un verdadero crac comercial que ha traído la mar de suspensiones de pagos y que el señor Orfila

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negociaba con varias de ellas. Hay quien dice, aunque aquí ya sabe usted que se pintan solos para decir lo que se les antoja, que Orfila cae en esas quiebras con más de un millón y medio de soles. ¡El azúcar estaba a ciento y pico de chelines y ha bajado a veintiséis, con que calcule usted! Total: que le dio un ataque al corazón, que a poco más lo deja en el sitio. Pero me ha llamado mucho la atención ver pasar hace poco a su hija Blanquita, muy oronda en su auto.

Juan Antonio se despidió en el acto, y el cronista social se detuvo a los pocos pasos en seco.

—Qué bestia soy —se dijo—. Acabo de meter la pata, hasta el cuadril. ¡Pero qué bestia! ¿Y cómo se me ha ocurrido decirle todo esto a Juan Antonio? Y lo de Blanquita. ¡Pero qué bestia!

Cuando Juan Antonio llegó a la Joyería de Wallach, los amigos de un corro discutían el asunto. Juan Antonio oyó que uno de ellos decía:

—En quiebra, hijo, lo que se llama en quiebra.

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Y cuando se dieron cuenta de la presencia de Juan Antonio, cesó la conversación...

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