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La novela limeña1920

Volumen III

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La novela limeña 1920 Vol. IIIMunicipalidad de Lima

© Juan Bromley© Felipe Rotalde© Félix del Valle© «Gastón Roger» © Luis Fernán Cisneros

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Gestión y edición a cargo de Juan Manuel ChávezIlustración de portada de Daniel Maguiña ContrerasCorrección de textos por Luciana Alva Ramírez

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juarez ZevallosDiseño y diagramación: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de LimaJirón de la Unión 300, Limawww.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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1920 y la novela limeña

«La novela limeña» no es un libro convencional. Su autoría es colectiva y su difusión se hizo de manera periódica en la revista Hogar durante el año 1920, capítulo tras capítulo como un folletín. Fue escrita conjuntamente por trece personas; cada uno tomaba la posta de lo hecho por el anterior.

Carlos García Bedoya, en su libro Para una periodización de la literatura peruana, establece el año de 1920 como el de frontera entre el final de la República oligárquica y el inicio de la crisis del Estado oligárquico; una etapa de tránsito y cambios sin retorno. El año 1920 es la fecha de la institución de las universidades populares de Manuel González Prada y de Cuentos andinos, de Enrique López Albújar. Ya habían muerto Ricardo Palma y Abraham Valdelomar. Faltaban ocho años para la publicación de novelas como Matalaché y La casa de cartón. Eran las vísperas del Centenario de la Independencia. Y, entonces, Luis Fernán Cisneros declina de la oportunidad de ser el primer autor de «La novela limeña» para ceder su puesto a José Gálvez.

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José Gálvez acepta el encargo de ser el escritor inaugural, bajo una condición que dirige a Luis Fernán Cisneros en su carta del 7 de agosto: «usted sea el último»; agrega osadamente: «Y la bautice». Así, el 13 de agosto de 1920, número 31 de la revista Hogar, se lanzó el capítulo I de «La novela limeña».

Esta ficción fue escrita, semana tras semana, por José Gálvez, Ignacio A. Brandariz (redactor en el diario El Comercio), «Juan de Zavaleta» (quien retrasó una semana su entrega y remitió un texto tan extenso que se publicó en dos números de Hogar. Este nombre es el seudónimo de un autor, el cuál no ha sido desentrañado), Reynaldo Saavedra Pinón («Había sido periodista, muy cercano al grupo Colónida», afirma Luis Alberto Sánchez), Luis Alberto Sánchez (quien ya hacía investigaciones sobre los poetas de la Colonia), Ricardo Vegas García (periodista que llegó a dirigir la revista Variedades), Raúl Porras Barrenechea (quien realizaba investigaciones sobre el periodismo en el Perú), «Jacobo Tijerete» (seudónimo de Manuel Moncloa Ordóñez, quien conducía junto a dos inversores la International Publicity Company, empresa que editaba la revista Hogar), Juan Bromley (cronista y poeta), Felipe Rotalde (periodista), Félix del Valle (periodista que retrasó una semana su entrega al 12 de octubre en vez del 5), «Gastón Roger» (seudónimo

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de Ezequiel Balarezo Pinillos, director de Hogar, quien hizo un texto tan extenso que se publicó en dos números de la revista) y Luis Fernán Cisneros (que nunca le puso título al conjunto de textos). Trece varones, cero mujeres; ningún novelista. Cinco meses de lanzamientos hasta el 24 de diciembre de 1920.

La significación de «La novela limeña», con sus capítulos semanales compilados en vísperas de este Centenario de la Independencia, es multidisciplinaria; pero no es función de unas palabras de presentación anticipar esta experiencia a lectoras y lectores. Quizá es más útil iluminar el presente con efectos del pasado: ¿qué llegó a impulsar «La novela limeña» en sus autores? Un solo ejemplo puede servir para vislumbrar la trascendencia personal de estas improvisaciones colectivas: al año siguiente del lanzamiento en la revista Hogar, el poeta José Gálvez volvió a la prosa para publicar sus crónicas sobre la capital: Una Lima que se va.

Así de importante fue aquella incursión para uno, para varios; y el brío de aquella importancia irradia en la actualidad, pues la iniciativa de 1920 ha engendrado algo extra en esta colección del programa Lima Lee. Además del rescate de «La novela limeña» en tres volúmenes, hay otros dos libros, libertariamente contemporáneos.

Juan Manuel Chávez

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CAPÍTULO IX

por Juan Bromley

[Publicado en la revista Hogar n.° 41 del 22 de octubre de 1920]

Juan Antonio hubiera proseguido, seguramente, en su temporal retraimiento, de no haber mediado aquella circunstancia, fatal y casi súbita, de la muerte del señor Escobar, cuyo sensible fallecimiento —al decir de la crónica de los diarios— era tanto más doloroso cuanto bien apreciadas eran las virtudes que le adornaban.

En ocho días de enclaustramiento y de meditación en su pacífica casa de Breña, Juan Antonio se había sentido vivir con intensidad espiritual desusada, y hasta se le antojaba que, cerrados los horizontes de su dilatada juventud, llegaba con toda conciencia a ese límite de la vida en el que, inútil el esfuerzo, no resta otra certidumbre que la amarga y pasiva de no poder rectificar ya el rumbo equivocado. En buena cuenta —y esto como salvadora justificación para sus arrepentimientos— él, Juan Antonio Jáuregui, no tenía sino una mínima culpa en la realidad de su situación actual o, acaso, apenas si resultaba, a través

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del tiempo, una víctima obligada de las peculiaridades de su semblante y de su casta. Siguiendo un camino que ya era tradicional para su estirpe y formado con una arcilla que no era, ciertamente, la que se vacía en el crisol de los héroes y de los hombres esforzados, él hubiera podido, con todo, sin violentar el gesto sereno, reponer el brillo de su casa, fatigado por tres generaciones de antepasados fastuosos y abúlicos.

Sobre las murmuraciones de las gentes y de la propia agresividad del comentario de no pocos, para quienes su matrimonio con Blanquita Orfila habría sido un matrimonio de conveniencias, él habría cerrado el largo paréntesis de su vida amorosamente trashumante bajo el calor de un hogar razonable y junto a la belleza suave y morena de Blanquita. Los propios escrúpulos de su madre se hubieran acallado, llevando hasta el convencimiento de doña Amalia esta razón equitativa: que Blanquita había sido, realmente, el mayor amor de su vida, y que si el señor Orfila, años atrás, había cargado fardos, peor era que en un día futuro otro tanto tuviera que hacer, venido a menos, un descendiente de la empingorotada familia de los Jáuregui, cuyos blasones habían lucido ya por las lejanas y resonantes épocas del coloniaje.

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Pero todo, con uniformidad desesperante, parecía oponerse al cumplimiento cabal de lo que comenzaba a ser la exclusiva razón de su vida. Después de su última instantánea entrevista con Blanquita, después de la ruidosa catástrofe económica de los Orfila, aquella se había encerrado también, se había sepultado a toda relación con el exterior, como si se tratara, temerosamente de postergar hasta lo posible, esa decepción que le habían querido hacer presentir, que ella nunca logró desterrar de su mente y que ahora la perseguía con evidencia aterradora: que Juan Antonio no la amaría ya más, hoy que la fortuna de la familia se había extinguido totalmente, en una noche.

Juan Antonio, después de haber cumplido con ir a averiguar por el estado de la salud del señor Orfila, el día posterior al del accidente, se refugió en la soledad de su casa, apartada del tráfago mundano, y en el cariño, uncioso y reposado, de doña Amalia. Allí hubiera permanecido —pensaba que indefinidamente, llevado de la lasitud de sus atribuladas meditaciones— sin el reclamo angustioso de Luisa Escobar, a quien, aparte historias de su alocada juventud y la murmuración de las gentes, debía, amistosa y socialmente, alguna solicitud en

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los instantes de la imprevista desgracia. Y no obstante su excepcional estado de ánimo, a pesar de que sentía que se le arraigaba, cada vez más, en los más profundo de su espíritu, su cariño por Blanquita, cuyo amor había tenido hasta evidentes relieves de abnegación, no obstante ello, la figura de Luisa Escobar, su amiga de la risueña y distante infancia, prestigiada ahora por una viudedad lozana y joven todavía —¡qué arrogantes las vestes negras sobre su belleza rubia!—, pretendió conmover la miseria, todavía vibradora, de sus sentidos.

Juan Antonio, repuesto de su inconfesable exaltación, concluía en que entre Luisa y él no se interponía, esta vez, otra afinidad que la de su común oportunidad dolorosa. Por eso, y nada más, Juan Antonio había roto un momento su retraimiento voluntario y había tenido discretas solicitudes con Luisa, aquellas solicitudes que actualmente, claro está, eran cálculo malicioso en Jorge Urizar para con los Orfila.

Virtualmente, ante su conciencia, él, cuyo linaje demandábale acciones precisas, tenía un compromiso moral con Blanquita. Además, se le había prendido al recuerdo y a la ternura la imagen de ella. Ahora nadie diría que eran los millones del señor Orfila, del «Coronelazo», los que lo llevaban hasta Blanquita. Antes

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bien, su vida iba a culminar, acaso vulgarmente, en una insólita y definitiva actitud romántica, y se casaría con Blanquita, pobre, a la manera de cualquiera de esos anónimos héroes domésticos.

Ciertamente que no le harían gracia, ni mucho menos, la idiota melancolía en que había acabado el señor Orfila; ni la abigarrada suntuosidad física de la señora Orfila; ni la lengua, maldiciente como nunca, de María Orfila; ni la desmedrada petulancia simiesca de los jovencitos Orfila. Tanta gracia como a su madre, cuya arrogancia señoril nunca transigió con los burgueses improvisados.

Lo que debía ser un acto de consecuencia para con su cariño y su dignidad, resultaba, sin embargo, un sacrificio inútil. Un sacrificio positivo y necio, ya que él no podría, a menos de hacerse vanas ilusiones, ni sostener, al lado de Blanquita, la modesta realidad económica de su vida llena de obligaciones sociales, ni hacer la felicidad relativa de Blanquita. Había vivido los cuarenta años de su existencia arrullado por el cariño devoto de su madre, en un engaño cuya única justificación hubiera podido ser la de restablecer la suntuosidad perdida de su linaje, o la de acabar, digna y conjuntamente, el último centavo de su mezquino patrimonio con el último aliento de su vida solitaria. ¡Y quién podría asegurarle que su

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sacrificio económico no iba a comportar el sacrificio total de Blanquita, que, por lo demás —aunque a él se le amargara definitivamente el recuerdo—, podía, con los ciertos encantos de su florida juventud, ser brújula segura para otro, para otro hombre superior a él desde el punto de vista de la aptitud para el esfuerzo!

Juan Antonio había repetido, por milésima vez, estos argumentos de su imaginación trastornada. Al punto los hallaba confusos, luego deficientes, después inaceptables, concluyendo siempre en que la oportunidad particularísima del instante presente era la menos eficaz para trazarse el plan último y trascendental. Y así habría seguido, días más, días menos, si uno de ellos no hubiera venido Carlos a sacarlo, resurrecto, del infierno de sus cavilaciones, y le hubiera lanzado esta frase:

—Juan Antonio, dicen por ahí que te has empeñado en hacer el noviciado para tu próxima vida de ermitaño. Jorge Urizar, tu enemigo irreconciliable, mientras extrema su asiduidad con los Orfila, apunta que la lozanía envidiable y la envidiable realidad holgada de Luisa te preocupan ahora. Vamos, Juan Antonio. Vuelve sobre tus dormidos laurales. Blanquita ha consentido en romper también su emparedamiento. Con profunda emoción, como quien decidiese a mirar frente a frente el

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enigma, me ha pedido, me ha obligado casi, que te diga que quiere hablar contigo. Que puedes ir con el pretexto de averiguar, como lo hiciste antes, por la salud de su padre.

Juan Antonio, sin titubear, pálidas las mejillas, con mal disimulada emoción, salió de la quinta, acompañado de Carlos.

—Vamos —dijo—, pero no deja de ser curioso. Que yo me haya dedicado a filosofar empeñosamente durante días consecutivos, y que se abran ahora a la realidad de mi vida sutiles problemas con puntos de vista morales irresolubles, ni más ni menos que en cierto género de novelas, en cuyos personajes efímeros unos se creen y otros hacen artificiosa vida espiritual.

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CAPÍTULO X

por Felipe Rotalde

[Publicado en la revista Hogar n.° 42 del 29 de octubre de 1920]

Luisa Escobar, cada vez más hermosa y arrogante en su nuevo estado, había salido aquella mañana de compras por el centro. Su paso despertó curiosidad entre sus conocidos. Hacía tanto tiempo que no se la veía, que todos se hicieron lenguas de ella. Y en verdad que la viudez la había transformado en una mujer hermosa como cabe en la más amplia acepción de este adjetivo, y con unos ojos preciosos de hondo y complejo mirar que eran su mayor encanto.

Entrando en todas las tiendas, regateando esto o aquello, fueron pasando los minutos y pronto se le hizo tarde. La mañana había vencido ya, sobre las terrosas calles se insinuaron los primeros rayos de un sol de primavera, tímido y poco juguetón. Octubre, para los limeños, tiene sus encantos. Además del cambio de estación, las mismas cosas que durante el invierno se destacaron borrosamente, en este mes van adquiriendo tintes más

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precisos y más subidos. Eso es todo. Después de la muerte de su marido, Luisa Escobar esperó prudentemente la época consagrada por la tradición para guardar el duelo. Dado su carácter alegre y bondadoso y su espíritu saltarín y ágil, no queremos creer que sufrió con la muerte de su esposo. Dotada de imaginación despierta y dueña de una posesión de ánimo que ya muchas quisieran para sí, Luisa había sabido sostenerse en una línea marginal en los pocos años de matrimonio que contaba. Además, el único amor de su vida constituía para ella el mejor de sus recuerdos, unido a su vida de desposada. Juan Antonio seguía teniendo para ella todos los encantos de un amor nuevo y desconocido, cuyas mieles había gustado y del cual no pensaba deshacerse por ahora. Su moral no se resentía por esta espantosa mezcla de sus deberes para con el esposo y de sus obligaciones para con el amante. Y así como su moral permanecía inalterable, esa voluntad dominadora y férrea que ponía en todas sus cosas la hicieron sugestionarse hasta el extremo de olvidar toda consideración para la sociedad en que vivía, llevada de un afán de singularización que, después de todo la ponía a cubierto de cuanta suposición malévola y dañina estuviera a su alcance. Es bien cierto que, así como a mayor deuda suelen producirse mayores créditos, a mayor falta de pudor convencional suele producirse una fama de honestidad sabiamente conducida para provocar una

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situación expectable y curiosa. Luisa Escobar, siguiendo en todo las indicaciones de su natural correcto, atronó los salones de nuestra sociedad haciendo circular, muchas veces ella misma, noticias acerca de su reputación que fue menoscabándose poco a poco, pero haciéndola ganar un cimentado prestigio. Parecerá cínico, raro, exótico, lo que así se expresa; mas todo tiene su explicación racional en esta vida paradójica. Solo las cosas que chocan en lo natural son dignas de adquirir un valor real y eficiente dentro del ambiente ilógico en que se desenvuelven las sociedades modernas. Pensadores podríamos citar que apoyarían estos asertos nuestros y llegaríamos acaso a una conclusión más espantosa aún; pero este relato requiere que se suspenda esta digresión que atenta contra la paciencia de muchos siglos de tradición y de costumbres inveteradas. Había avanzado pocas cuadras, Luisa Escobar, cuando de pronto, de manos a boca, se dio con Juan Antonio Jáuregui, que avanzaba sonriente aquella mañana de octubre, mientras un sol apenas insinuante dejaba traslucir, a través de espesas nubes, tibias luces.

—¡Luisa! —exclamó alegre Juan Antonio—. ¿Qué milagro es este que te dejas ver en las calles del centro a horas tan tempranas?

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Mentía Juan Antonio al referirse a lo temprano de la hora, acostumbrado a dejar el lecho cuando el sol pasaba el meridiano.

—Juan Antonio, si tu alegría es justificada la mía es mayor. No sabes cuánto he sentido, por ti, las mortificaciones que tuviste en días pasados. Tú sabes que siempre has tenido en mí una buena consejera que te ha guiado en muchas oportunidades por buenas sendas, ya que jamás mis consejos te llevaron por malos caminos. El interés que tomo por todo lo que contigo se relaciona me ha llevado a conocer los mil y un incidentes que se han realizado en estos últimos días. ¿Verdad lo de las Orfila?

—Hasta ahora, todo hace creer que la noticia es cierta. Sin embargo, no me he encargado de averiguarlo y de obtener su confirmación, no me sorprendería; porque en verdad, Luisa, me duelen hoy ciertas cosas que ayer me hubieran producido el más grande de los fastidios.

La conversación había llegado a un alto grado de interés. Muchas personas pasaron por delante y algunas parecieron darse cuenta de que, detrás de una charla al parecer insustancial, había algo más que se esforzaban por adivinar en palabras que cogían al vuelo o por simples ademanes o por gestos que asaltaban en los rostros de

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los interlocutores. Es así como creyeron recogerse en un lugar que les ofreciera confortable descanso, a la vez que pretexto para continuar por breves momentos más una conversación que desde el principio cautivó a ambos. Unos pasos más dieron aún y luego ingresaron al Palais ante una de cuyas mesitas del fondo, un poco recatados, se ocultaron de los paseantes que traficaban por la acera. La charla siguió de nuevo.

—No quiero creer —dijo Luisa— que en una forma tan inesperada haya podido caer una fortuna que parecía tan bien cimentada. Recuerda que mucho se habló en Lima de esta fortuna que en tan poco tiempo se levantara y que, después, los que todo lo miran mal, creyeron fruto de una picardía o de sucios manejos del padre de esas pobres muchachas.

—No lo sé a ciencia cierta —respondió Juan Antonio—. Estoy mortificado. Pero, si te parece, cambiemos de conversación. Me he detenido a charlar contigo y te he traído hasta este lugar para convencerme de si son ciertas las cosas que andan diciendo las gentes por allí.

—¿De mí?...

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—Sí, de ti. Nada menos de que vas a casarte nuevamente.

—¡Oh!, en cuanto a eso, es imposible. Bien sabes que a pesar de mi condición de casada, de que mi marido era un hombre bueno y honrado, yo en la vida solo he querido a un...

—¡Calla!... No conviene que hagas estas declaraciones en un lugar concurrido.

—Tienes razón. No convienen ahora estas declaraciones. Pero es que tú debes saberlo.

—Lo sé, Luisa.

—Bueno, pues, mientras viva, no volveré a casarme por todo el oro del mundo.

Estaban distraídos en plena charla, creyéndose libres de todo ojo avizor, mas la fatalidad que siempre ronda y que hostiga con crueldad no había de tardar en presentarse intempestivamente para echar por tierra planes que, ya maduros, dejaron en el ánimo de Juan Antonio un leve tono de melancolía y de dulzura poco habitual en él.

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Luisa y Juan Antonio se hallaban embebidos en la conversación, cuando de pronto, por una de las entradas laterales del salón, hizo irrupción Consuelo Garmendia, acompañando a Blanquita Orfila y a sus hermanas. Juan Antonio las vio; las adivinó a través de los largos espejos de las columnas, y como un vencido, lívido, desconectado con la realidad, escondió el rostro entre las manos, mientras pugnaba por contestar a la última pregunta que le hiciera Luisa.

«Todo se ha perdido», se dijo, y entonces fue cuando vino a confirmar que había en él algo más que interés por Blanca.

Tardó breves minutos, Luisa, con esa perspicacia que en ella era natural, para darse cuenta del giro que había tomado los acontecimientos. También ella sintió que se desvanecía esta vez la última ilusión que había estado acariciando desde la muerte de su marido; que su esperanza se rompía para siempre; y comprendió, con clara mirada de mujer celosa y amante, que Juan Antonio estaba enamorado de Blanquita Orfila.

Ella también, como Juan Antonio, se dijo: «Todo está perdido». Pero mujer, con alma comprensiva y honda, comprendió que toda rivalidad le era perjudicial y

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rápidamente determinó su conducta presente. Más tarde vería la línea que habría de seguir. Por otra parte, el golpe estaba dado y era necesario atrincherarse para librar la batalla que habría de decidir de su amor y de su porvenir.

Lentamente, como sonámbulos, los dos examantes se separaron discretamente; mientras en la mesa de las Orfila, las hermanas menores, riendo cascabeleramente, estaban ajenas a la tempestad que dentro de dos pechos acababa de levantar una situación de efecto.

Juan Antonio se escurrió por detrás de la escala de los músicos, sin que nadie se diera cuenta de su fuga. Era una discreta retirada la de ambos.

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CAPÍTULO XI

por Félix del Valle

[Publicado en la revista Hogar n.° 44 del 12 de noviembre de 1920]

Un rayo de luz penetró por la ventana de la alcoba que daba al jardín, arrancando a la cristalería del tocador un laberinto caótico de colores, que trémulamente se reproducía en una de las paredes.

Era una melancólica mañana de otoño. El sol, en el cielo de acuarela, se abría tímidamente cual una enorme rosa de oro. El jardín ostentaba la quieta gallardía de la hora. Las flores, balanceadas por una suave brisa tibia, parecían moverse lentamente a impulsos de un plácido ritmo interior. Algunas hojas se desprendían de las altas copas frondosas y caían cobrando, por los espolvoreos que en sus vaivenes hacía la luz, ligeros brillos dorados. La naturaleza parecía reposar de las pujantes energías vernales que encendieran de ardor y de color el vasto follaje palpitante.

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Blanca Orfila saltó de su blando lecho envuelta en la seda temblorosa de su kimona, que dibujaba los relieves artísticos de sus músculos. Situada frente al espejo, se desperezó restregándose los ojos y extendiendo en una flexión los brazos desnudos que semejaron dos estilizadas alas morenas. Mirose los ojos en el espejo; entre las ojeras profundas eran dos misterios de negra luz. Luego revisó sus finos labios, gracioso nido de carmín hecho para el roce leve de los besos en la belleza plena del rostro. En los ángulos —pensó— reside el secreto de los cosquilleos que producen las finas turbaciones voluptuosas. Sonrió ante esta atrevida idea exacta. Y al sonreír, cuando su rostro tuvo el hechizo singular de esa divina iluminación impalpable, advirtió que había huido de sus mejillas aquel vago color de rosa que daba a su rica piel de oro de hoja seca como una dulce ternura. No era fea. Tenía el juego seductor y complicado de la alta belleza, que no reside en lo perfecto, sino en una especie de involuntaria expresión indefinible, que es la suma de líneas y de gracias inconcretas que se escapan de cada facción, de cada mirada, de cada movimiento, sin que analizados uno por uno logren satisfacer el concepto vulgar que se cree definitivo.

Después de este examen riguroso de su fisonomía, Blanca Orfila se puso a ordenar los revoltosos

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pensamientos que le habían asaltado durante el insomnio. Abrió la ventana. Del jardín le vino al rostro un caudal de fragancias, que aspiró vehementemente, cual si quisiera saturarse de ellas. Algunos pajarillos nerviosos se trasladaban de un árbol a otro en un vuelo casi eléctrico. Se acodó en la ventana y, por un momento, fue la eterna Blanquita Orfila que todos sabían: no pensó en nada...

Solo que la noche había marcado en su espíritu una honda y casi fulminante evolución. Se diría que la intensidad dolorosa de la vida se le había revelado de pronto y era menester explicarse, analizarse, saberse, escudriñarse hasta descubrir la forma de existir lo más cerca posible de la felicidad. Sus conceptos sobre esta habían variado a tal extremo que el mundo no era para ella el globo de jabón, producto de un soplo personal, en donde todo se genera en el vacío y lo externo posee un feliz color sonriente.

Y recordó desde las primeras horas de la noche en que había ido a la fiesta pública que se realizara en el Paseo Colón. Estuvo allí con Juan Antonio, en el automóvil de este, presenciando los fuegos de artificio. Habían tenido un disentimiento que traspasó las fronteras de lo verbal. Chocaron los dos espíritus y, de esta conmoción, el de Juan Antonio fracasó un poco para ella. En efecto,

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mientras subían los cohetes en un zigzagueo impreciso, lleno de luminosas pulverizaciones de color, ella había visto allí una imagen de la vida. ¡Al fin, todos estallaban en el vacío con sonoro escándalo! Su novio era educado, pero no era culto. Su mismo duelo lo perfilaba ahora como un bellaco que satisfacía su vanidad ridícula. No era más que un «clubman» que se refugiaba en los salones de los centros sociales para librarse de la censura que la sociedad suele aplicar a quienes, valientemente, la desafían mostrando sus vicios con la elegante osadía de magníficas condecoraciones. Estaba equivocada. ¿Cómo se había equivocado así? No era bruta y por ello resultaba la primera extrañada del desatino. Le he hecho caso a un monigote que se viste bien para conservar su apellido. A un cohete que deslumbra para deshacerse y revienta en el vacío...

No, no —rectificaba después—, soy injusta con Juan Antonio. Es un hombre sin alardes de complicaciones mentales ni sentimentalismos cursis. Es dueño de esa recta moral inflexible que llevada al hogar significa la tranquilidad... o la felicidad. No ignoro sus relaciones con la Escobar, que se dislocan y se estrechan alternativamente. Solo que estas son perdonables porque ponen un interesante matiz de amenidad en su vida. No es Juan Antonio un hombre gris que oculta «cosas». Es,

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por el contrario, de tan nítida trasparencia que en su rostro se pueden leer sus sentimientos, como las esferas de fino cristal de algunos relojes que permiten ver el mecanismo interior de sus maquinarias.

Y, mentalmente embargada por tan extraordinarias meditaciones, reedificó en su imaginación el frívolo panorama de su vida. Era un mundo en pequeño. Contempló las bellas emociones pasadas cual plásticos paisajes rumorosos; las miserias cual forzosos declives imprescindibles y las grandes y fuertes alegrías como cumbres a las que se llegaba para respirar los aires diáfanos y puros, solo a expensas de sí misma. No hay nada mejor que una —pensó— en cuanto una sabe ser una. Solo que le pareció un criterio egoísta, y se sonrió nuevamente al darse cuenta de las elucubraciones a que la había conducido el disgusto de su novio.

Entonces, aprovechó el paso de un ave que remontábase por lo alto del jardín, pretendiendo acompañarla con el pensamiento sin conseguirlo. Logró que su mirada fuese tras aquella, pero la obstinación de pensar en su existencia la tenía firmemente prendida de su cerebro. No obtuvo manera de desarraigarla. Era algo involuntario y tenaz, como una desgracia. Solo que, en este caso, el haz de pensamientos que la ocupaban y preocupaban resultaba

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un puntero de luz que le señalaba, vigorosamente, una ruta personal sin sendas bordeadas de apretados prejuicios seculares y sin compromisos indomables tejidos por la intervención de ajenas voluntades y de artificiales designios. Iba a ser ella. Se iba a sentir ella por primera vez en su existencia. Anhelaba esa naturaleza oculta que se desfloró casi súbitamente aquella mañana en sus dominios interiores, el imposible de liquidar su vida anterior. ¡Componer la vida! Comenzar de nuevo, decía, ignorando que los errores y desfallecimientos, las alegrías y las angustias, dejan un sedimento que colabora a formar el futuro. No se puede ser de nuevo totalmente, cuando ya se ha sido... Oh, sí, manifestaba optimista, ¡¡yo lo seré!! Vana decisión, tornaba a rectificar ella misma en el silencio indiferente de la mañana aromada por la bella madurez otoñal.

Mientras tanto, apoyó estas reflexiones centrales en la situación a la que había entrado. La existencia plena de recursos le fue propicia no solo para alcanzar a satisfacer sus más acariciados deseos, sino también sus más absurdos caprichos. No solo en la esfera material triunfaba; la moralidad para ella estaba a la altura de una mercancía cualquiera. Incluso las castas que desprecian el dinero, cuando se arruinaban, vendían su espíritu si lo tenían. Sí, sí, si lo tenían... Pero su amiga, la hoy señora

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Bracacante, hija de un italiano millonario que tuvo una iniciación pestilente —fue salchichero— compró con su dote a un tipo de la aristocracia de gran apellido y de gran monóculo. Y, a la larga, resultó la pobre muchacha estafada, porque fuera del monóculo, aquel hombre interesante no tenía nada.

Y cuando aquella pobre mujer se dio cuenta de que la vanidad no tiene relación con el espíritu, era ya tarde y se le veía apesadumbrada en los ángulos discretos de los grandes salones, cual una falsa princesa efectivamente aburrida, hasta que consiguió un fecundo entretenimiento que le disipó en parte la incurable repulsión por su marido. Lo que probaba una cosa muy vieja: el dinero no es la fuente de la dicha. Yo he comprado todo y por eso no me quedó tiempo de valorarme a mí misma. No he podido comprarme a mí misma y hoy siento que valgo más por mí que por todo lo que he tenido y adquirido. Soy una mujer de gran elegancia espiritual, afirmó orgullosa.

Segura de esto último, comenzó a despreciar a la madre de Juan Antonio, que se oponía a las relaciones de su hijo con ella, en nombre de esos pellejos denominados pergaminos... ¡Bah!... ¡Viejas ignorantes y estúpidas!... ¿Qué habían dejado a su paso por la vida en belleza, en

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generosidad, en arte o en ciencia? Figuras decorativas, bocetos deformes que no llegaban a más que a ordenar el mundo conforme a sus estrechos prejuicios. Soy injusta, se decía a sí misma luego; todo lo que se conserva de bello en la tierra, indudablemente que se les debe a los tradicionalmente nobles. Han sido los guardadores de los divinos tesoros inútiles. Enseguida una voz contradictoria, rebelde, que emergía de lo más íntimo de sí misma, le observaba: ¿y los museos?... ¡Qué tonta soy!, se dijo por fin, para acabar con estas impertinencias de su cerebro. Hay que escuchar al corazón... ¿Quiero o no quiero a Juan Antonio? ¿Me quiere o no me quiere él?

Minuciosamente hizo el arqueo de todo lo que había ocurrido entre ambos. Subsistían recuerdos tan gratos y tan firmes que eran como gotas de esencia, cuyo perfume sentiría en el alma a través de toda la vida. A cambio de aquellas gotas indelebles, se contaban actos sentimentalmente grotescos, en los que creía encontrar una mezcla de la vanidad de él con un poco de cariño. Por ejemplo, ella se arrepentía de esa visita a su casa a raíz del duelo. Con el tiempo, las cosas que no han obedecido más que a una violencia, se nos antojan triviales o salvajes. Ella le había entregado los labios en más de una oportunidad. Ingenuamente creyó haberse entregado toda por la fiebre deliciosa del instante; mas ahora caía en la cuenta

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de que en su espíritu apenas si había penetrado la dulce emoción y de que aquello carecía de importancia. Por lo menos creía distante a Juan Antonio, sobre todo en estos momentos de sutil análisis. Sin embargo, hallaba muchos entrecruzamientos que revelaban ciertos puntos de íntimo contacto, algunos lazos de unión, no pocos vínculos reales de acuerdos nada superfluos. Eso no era toda la vida. No podía considerarse ella, espiritualmente, dentro de él, ni viceversa. ¿Qué era, en el fondo, lo que le habían sugerido tales reflexiones? No podía ser tampoco el hecho de haberlo sorprendido en el Palais con su amante, la Escobar, que era la más acabada falsificación de la dulzura femenina, una especie de azúcar de betarraga para el amor.

Ese, a lo más lo catalogaba cual un reproche accidental, en comparación con el desasosiego suyo, que calificó de trascendente. Por otro lado, ¿a qué aspiraba ella? ¿A un príncipe? No, no, porque estaba comprobado que muchos príncipes tenían almas de lacayos y muchos lacayos almas de príncipes... Su objetivo era, en definitiva, un espíritu similar al suyo, dueño de las mismas vibraciones sustanciales, de la misma acústica para las repercusiones de la existencia, del mismo amor profundo y vasto y del mismo desprecio por todo lo que en realidad fuera despreciable. No aspiraba a la perfección, sino a la

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igualdad de espíritus, a la capacidad para la armoniosa evolución y el desenvolvimiento de los días venideros.

¡Y se comentaba de ella, por cierto círculo, que no era aristócrata! Lo era por la calidad singular de su alma, por su conducta equilibrada sin aspavientos ni prevenciones estúpidos, por su fina hermosura y por una serie de cualidades de que se creyó sólida poseedora. No resultaba del cortejo con su novio ninguna desproporción; al contrario, ahora lo reconocía inferior, muy inferior, y, a ratos, hasta insignificante...

Las circunstancias económicas transformaron, pues, el criterio de Blanca Orfila. La pérdida de su cuantiosa fortuna agudizó sus valores efectivos. A falta de dinero, en adelante, le bastaría para administrar sus actos su inteligencia, su bondad, su belleza; su conciencia brillante, en suma. A cambio de una fortuna, perdida, se le había revelado esta otra, soberbia, de la que nadie la despojaría.

Sintiéndose fuerte, después de esta marejada de reflexiones, se contempló de nuevo en la luna azogada. Abriose, felinamente coqueta, el kimono y pensó traviesa: ¡por todos lados soy algo!

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Cuando tal idea se afianzó en su mente, los ecos de una campanilla agitada en el comedor por el mayordomo le indicaban que la hora de almorzar se aproximaba. En un vuelo se vistió, dejando atrás todo el turbio enjambre de ideas y emociones que la asediaron y que enfrentaría a Juan Antonio para explorarlo más a fondo y con mayor seguridad, en cuanto amistase. Se dirigió al comedor.

Al sentarse en su sitio habitual, su madre le dijo:

—¡Con qué cara más extraña has amanecido hoy!

—Es que he descubierto un nuevo mundo, el más antiguo y el más verdadero —afirmó sentenciosamente.

Todos sus frívolos hermanitos se echaron a reír porque creían, sinceramente, que Blanquita había dicho un supremo disparate.

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CAPÍTULO XII

por «Gastón Roger»

[Publicado en la revista Hogar n.° 45 y 46 del 19 y 26 de noviembre de 1920]

A solicitud de Juan Antonio, Consuelo Garmendia visitaba ahora a menudo a la madre de aquel, doña Amalia Jaramillo de Jáuregui. Para la noble matrona de la casa de Breña, tan venerable hasta en sus desconocimientos de todas las pequeñas inquietudes con que se agitaba una sociedad nerviosa, compleja y contradictoria, en perenne estado de transición, de sorpresa y de expectativa, la suerte que el porvenir deparaba a su hijo era más que nunca un efectivo y grave problema. Desdeñosa siempre de las pueriles palpitaciones urbanas, doña Amalia agigantaba en efecto las angustias, las dudas, las incertidumbres, las amenazas, las tristezas con que el amor castiga, sobre todo ese tembloroso blanco amor de las madres, a las almas que sorprende, conquista y sobrecoge.

La misma Consuelo Garmendia se lo había comunicado ya a Juan Antonio: para doña Amalia, consciente fervorosa de la nobleza espiritual de su hijo,

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Blanquita capitalista era un peligro dudoso y lejano. Blanquita pobre era la amenaza inmediata. Hay hombres que por deberse a la sociedad, son aventados de pronto lo mismo a los grandes pecados como a los más inauditos sacrificios. De esos hombres, más determinados por la educación que por su propio carácter, era Juan Antonio; y para una dama austera y rancia, del espíritu solemne y repantigado de la señora Jaramillo de Jáuregui, solo había representado siempre un pecado el matrimonio del hijo engreído con una muchacha rica pero patentadamente improvisada, sin ninguna distinción en su origen y sin ninguna resonancia en sus apellidos. Pero el mismo enlace con una millonaria que, casi por obra fortuita del destino dejara de serlo, y que, empero, por sus dones, gracias y virtudes juveniles, seducía tanto antes por su oro, ya podía traducirse como efectivo sentimiento amoroso, como explosión romántica de las que despedazan todos los planes familiares y perduran, como una aurora o un oprobio, sobre el futuro.

La inteligencia siempre zahorí de Consuelo vislumbró en la mente sosegada de la madre de Juan Antonio el dilema. Hasta simpático resultaba el peligro. Doña Amalia, como quien sonríe a todas las bellezas, amaba todas las abnegaciones. Del fondo de su alma habría aspirado para su hijo el amor sereno, como enguantado

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y minuetesco, de esas niñas suaves y de misma estirpe, ánima de selección en quien varias gentiles generaciones depararan todas las gracias, todos los pudores y todas las sonrisas; inteligencias candorosas, virtuosas y sensibles que, a la manera de la señorita de Zárate, anunciaran para toda la vida horas tranquilas sin soles rubicundos, noches sin duendes ni fantasmas, auroras sin sutilezas ni complicaciones. Pero del fondo también de su alma, limeña antigua de limpios y puros blasones, ¿cómo detener el presunto arranque caballeresco del varón hidalgo que, dando su nombre, levanta el nombre de una mujer y destruye supercherías tan injustas como viles?

Entendía Juan Antonio, de acuerdo entusiasta con la generosa Consuelo Garmendia, que la situación requería una acción constante cerca de doña Amalia. Había que definirle las circunstancias. Ni el amor de Juan Antonio era galante esparcimiento pecaminoso, ni a Blanca Orfila podía considerársela una huachafita bonita y sugestiva, pero sin seriedad, sin alma y sin seso. Al contrario: la que hasta poco antes disfrutara de riquezas fantásticas, siervos suyos todos los caprichos, asumía en el nuevo rumbo de su existencia un aspecto de sonriente y despectiva resignación que ofendía a todos los envidiosos y desconcertaba a todos los chismosos.

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Todo eso tenía que contarle a doña Amalia la bondadosa y caritativa Consuelo Garmendia. ¡Con cuánta razón comprendía ahora Juan Antonio la respuesta que, en cierta circunstancia en que la recriminara por su intimidad con esa muchacha, le expresara Blanquita Orfila! Consuelo era antes, para Juan Antonio, un chisme perenne y una agitación siempre dudosa. No le convenía a Blanquita esa peligrosa intimidad, y, llevado por su amor como por su egoísmo, dejó traslucir su pensamiento. Pero surgió determinante la contestación de Blanquita:

—¡Cómo encontrar confidente tan servicial y comprensiva cual Consuelo! No solo damos nuestra bondad con nuestras palabras; más la damos con nuestros silencios. ¡Y Consuelo sabía escuchar con tanta cordura, tanta perspicacia y tanta clemencia!

Lo comprobaba ahora Juan Antonio. Por obra única de Consuelo, la señora Jaramillo de Jáuregui rectificaba muchos conceptos. Era que en primer término todo contribuía a certificar la superioridad de espíritu de Blanquita, y era que luego había que rectificar algunas de esas versiones con que siempre la malignidad, por el conocido culto del yantar de las fieras, se consagra a los vencidos y los derrumbados. Mentira, verbigracia, que don Pablo Orfila, como por ahí contaban varios

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malvados, hubiera llevado su humillación y su fatalidad hasta el extremo de convenirse a una plaza de comisario adscrito, en buen romance: corchete o soplón de la intendencia; y mentira también que la castigada esposa del mismo, doña Apolinaria Gómez de Orfila, dejara trascurrir horas interminables y dolorosas esperando en las salas del Estado Mayor los capotones de soldado que algún oficial compasivo, conocedor del rostro de las niñas, le facilitara para darles trabajo. Mentira, por último, que los mismos ociosos de jovencitos Orfila no afirmaran y robustecieran su conciencia con el golpe sufrido en sus arcas.

Para resarcirse, lo mismo económica que espiritualmente, hay que indicar que, por el contrario, siempre nativamente preparado para el éxito como para el fracaso, el viejo Orfila reunió a los suyos tras la reposición de sus pobres fuerzas físicas y les anunció la urgencia de someterse a la realidad como sobreviniera y de entregar al beneficio del hogar el esfuerzo de todos y la suma de todas las aplicaciones y ganancias. Claro que, dando siempre el ejemplo, el buen viejo aceptaba al efecto el cargo de consultor técnico de diferentes valiosos directorios y que, multiplicando fantásticamente las horas, se dedicaba asimismo a llevar los libros de dos fundos y de una célebre casa de sedas, terciopelos,

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cintajos y pieles. Afectado lógicamente con el cambio de situación, don Pablo Orfila, tras de cuya campechanería rolliza vibraba un amable alma de luchador simpático y generoso, quería empero gritar a los suyos que disfrutaba de valor y resistencia para enfrentarse con la necesidad y domarla. Se levantaba ahora a las cinco de la mañana, apenas si concurría a los cines, abandonaba sus tertulias en el Club de la Unión, reía a toda hora y se acostaba, con el último bocado, a las nueve o nueve y media. En cuanto a los niños, siempre inconscientemente entalladitos y avispados, Juan continuaba en Jurisprudencia; Pablo, el más listo, buscaba algo donde Grace o Graham Rowe, y Lucas, el más tonto, disponía del serio ofrecimiento, ratificado varias veces por el hijo del presidente, compañero de estudios en los jesuitas, de un cargo de canciller en un remoto consulado de Europa. María, para precisar a la familia toda, persistía en su inquieto flirt con Carlos, y Elena, especie de incansable zangolotina para cuyas piernecitas de faldero todas las tiendas del centro eran obligados refugios mañaneros, mantenía con discreción y decoro la representación oficial de la entereza con que en común soportaban los Orfila la pobreza y el infortunio.

Todo esto había que referirlo a doña Amalia, y nadie más capacitada que Consuelo Garmendia. ¿Acaso también

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los seres con blasones y con títulos no combatieron con el dolor y con el abatimiento? La misma misia Chepita, la encantadora viejecita del hospicio Recoleta, parecía ejemplo vivo de la voluntad con que ciertas mujeres se yerguen sobre las crueldades del destino y del mundo. De sobra conocía doña Amalia los duros instantes de crisis por que atravesara la anciana y, empero, con un marido que enloqueció, con unos parientes que la olvidaban, con unos prestamistas que acechaban a todas las horas y se llevaban todas las cosas, misia Chepita no claudicó, ni se dio al llanto, ni se dejó derrotar por el desamparo y la tristeza. Primero la costura y más tarde los dulces y los escapularios, para cuya confección era fama que sus manos parecían oro de los más altos quilates, le prestaron arrogancia para vivir honesta y risueñamente. Contaba todo esto Consuelo y daba a sus bondadosos ojos de engreída romántica, más engreída para los demás que para sí misma, esa emoción infantil que la generosidad refleja en quienes verdaderamente la sienten, la agitan y la difunden. Breña era ya amparo constante de la muchacha, y doña Amalia, que siempre la distinguiera con su afecto, la mimaba hoy como a una hija. Allí, los domingos en que no concurriera a toros o al hipódromo, dejaba trascurrir las horas, y ya por las seis, en el auto de alguna amiga o simplemente por sus propias patitas, se encaminaba al parque donde invariablemente

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habían de caer Blanquita y Juan Antonio. No le faltaba jamás compañía a la oportuna y chispeante señorita Garmendia, y el crepúsculo, lontana la silueta dolorida del héroe, se cernía con cierta tristeza, que quería como sofocar y derrotar los grupos parleros y las luminosas bocas blancas, sobre las aceras largas y monótonas, los autos negros y las casas cerradas y oscuras.

El parque, según Consuelo, tenía su alma celestina y bruja. Con la loca tenacidad con que las muchachas de Lima se dedican por temporadas a sus caprichos y sus quereres, Consuelo no cesaba de loar por el momento los crepúsculos domingueros del parque, y en el parque en realidad encontraron Blanquita y Juan Antonio la efectiva comunicación de sus almas. No era, claro, obra de las bancas, ni de las pequeñas estatuas que defienden de las miradas curiosas, ni de la proximidad de Neptuno, ni siquiera del aroma de las flores que irrumpen apenas entre las recortadas y combatidas frondas. No podía repetirse que fuera consecuencia exclusiva de la sentimental tristeza del paseo, pero por sus bancos —tal la verdad indiscutible— Blanquita y Juan Antonio comprendieron y sintieron que, tanto como simpatía, los vinculaba la certidumbre de una como razón o motivo de sus existencias. No importaban ya los nombres de quienes antes estorbaron o enturbiaron un cariño que,

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sobre la complicación y la duda, se intensificaba y se agigantaba. Era que ya de tanta complicación y sutileza —como que amor sin sombras no es amor, sino leche con azúcar—; era que, de tanta riña y de tanta contenida lágrima, brotaba la callada y resignada misericordia con que los cerebros afines y los corazones gemelos se perdonan todos los rencores, todas las mentiras y todos los pecados. Blanquita ahora, a fuerza de estimarse más a sí misma, más amaba a Juan Antonio, y el calaverón elegante y aristocrático comenzaba ya a pensar que, frente a esa chica tan bella, sugestiva y pensativa, bien podía llamarse a la Escobar la señora doña Luisa. Evocando a Blanquita, acariciaba la copa de vermouth. Al recuerdo de doña Luisa, saboreaba el trago chasqueando los labios.

* * *

Repantigábase luego Juan Antonio para, entornados los párpados, palúdica la diminuta brasa del egipcio, repasar in mente el proceso de sus ya largos amores con Blanquita Orfila. Confusos sin duda los comienzos: antes que el apellido, las siluetas nuevas sorprendieron con su gracia y su travesura por los teatros, como por los malévolos corros masculinos del centro; y por un tiempo usufructuaron todos los comentarios aquel señor Orfila que, sin campanillas, ensordecía todos los campanarios,

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y aquel hogar suntuoso, de un lujo estentóreo de do de pecho, por cuyos salones todo flirt encontraba amparo y toda galantería se esquivaba entre bailes y sonrisas. ¿Cómo sobrevino en Juan Antonio esa inquietud, ya indudable y dominadora, por aquella chica tan lejana de la familia Jáuregui, sin pergaminos, sin historia, sin antecedentes? En otro hombre de vida flexible no habría sorprendido el caso. En un gran señor de arrellanada existencia como Juan Antonio, no sorprendiera quizá un loco amor por una criada. La proximidad efervece todas las simpatías. Pero Blanquita Orfila, distante por veinte años de edad, casi la vida legal de todo poeta, y por una buena cantidad de siglos de encarnaciones opuestas, ¿cómo interponerse en el camino de un varón ilustre que de su casa al club hacía la jornada en automóvil?

Apoyándose en todos los recuerdos, Juan Antonio le daba vueltas a la vida íntegra de la ciudad durante más de tres años. Se remontaba hasta tal temporada de ópera en que, del palco a la butaca, cambiaban miradas de película sentimental, mientras cantaba como un pájaro una cómica más veleta que un diputado. En seguida, una matiné en el Tennis, una comida en el zoológico, un vermouth en el Excélsior, unos estudios intencionados en el Palais, un nervioso encuentro en la fotografía de Goyzueta. Para historiar con exactitud se necesitaba precisar los

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acontecimientos, y esto era lo difícil. En los espíritus amantes de la anécdota, sin duda apáticos y por lo común antipáticos, todo se controla como en una estadística. Juan Antonio, careciendo acaso de talento, alentaba un ánima ágil de hombre de mundo perspicaz, generoso y despierto. Lo daba todo y a todo se entregaba, pero olvidándolo todo. Por lo mismo, cuanto alcanzaba a fijar de la iniciación de sus amores con Blanquita se reducía a esto: lo mismo que la Orfila, otras mujeres le interesaban por entonces. También borrosas todas esas aventuras. Ni siquiera los retratos, los más sin fecha, concretaban la movida cronológica romántica. Por allá, exuberante y turbadora, pero como nublada por los recelos que trae el tiempo, Luisa Escobar; y en torno a esa americanita bailarina con blancura de nácar que, tan sometida a todos los caprichos, entusiasmaba sensualmente en La danza de las horas; y aquella muchacha, rama de árbol torcido, que socorrió doña Amalia hasta que, espantada, descubriera la realidad con sus tintes más rojos y más crueles; y esa otra dama distinguida y circunspecta que, cediendo mansamente el calor de sus manos breves, por nada entregaba los labios delatores de todos los anhelos.

Al cabo de sumirse dentro de sí mismo, lograba otro punto de referencia: vestía de luto cuando conoció a Blanca Orfila. ¿Quién el muerto? Tanto no alcanzaba,

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pero del recuento de sus evocaciones surgía en efecto, con la palpitación romántica de la escena, un baile en el Club Nacional. Ya las señoritas Orfila se connotaban, y ya en la peña de Juan Antonio, al mezclarse los nombres de los ricachos de nuevo cuño, se aludía a don Pablo. Ni aún en este caso determinaba bien los sucesos, pero recordaba que Consuelo Garmendia —y esto sí podía jurarlo— lo desconcertó al contarle que su amistad con Blanquita databa del colegio. De improviso, cuadro y marco variaban y la muchacha era otra ante sus cansadas miradas de soltero empedernido. El padre podía ser lo que en el club quisieran, pero Blanquita, alumna de la santa madre Echevarría, venía de San Pedro, se aureolaba para los ojos concupiscentes de los mundanos escépticos con su toca, su corbata, su falda, sus libros de sampedrana. Tenía como Esther, la hermana de Carlos, la letra de rasgos largos y puntiagudos, y en su secretaire, con las cartas de algún adolescente afiebrado, se escondían escapularios finos y detentes de seda. Con sorpresa de Consuelo, Juan Antonio parecía consagrado a bailar solo con Blanquita. Comenzaron ahí mismo las burlas. Ni Juan Antonio era del grupo íntimo de Blanquita, ni Blanquita habría tolerado, en un cualquiera, asiduidades tan manifiestas. A solas por un momento quiso él sincerarse.

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—Baila usted como nadie. Por respeto a mi madre no pensaba venir a esta reunión y ya ve: he bailado más que todos. Pero es que toda la gracia del mundo desaparece cuando usted danza. Encantadora en el reposo, cada giro de usted es un ritmo, un beso, un prodigio de belleza y una maravilla de arte.

Blanquita sonreía con los ojos encendidos y los labios entreabiertos.

Para reponerse, se recogía Juan Antonio:

—¡Lo que diría mi pobre madre al verme danzar como un chiquillo! La señora, inflexible como un retrato de Felipe II, llega hasta a prohibirme que pase enlutado por el centro. Pero, ¿qué tiene que hacer el luto con la calle de Broggi y de Brandes, y sobre todo con un foxtrot que, de pareja con usted, tienta más puramente que todos los encantos ultraterrenos?

Todas estas cosas las cavilaba ahora con cierto rubor Juan Antonio. Comprendía que, como cualquier colegial, había tocado en veces el ridículo, y que de toda la fiebre pueril, que en esos mismos instantes le arrancaba meditaciones ingenuas, tenía él la responsabilidad absoluta. A más de los cuarenta años, por más que los

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poetas inventen en base del corazón candorosas teorías, no hay derecho para enamorarse. Enamorar es distinto, ¿pero enamorarse uno? De haber simplificado el idilio, imprimiéndole más alegría y más sensualidad, ganando en besos, en risas y en venturas lo que perdía en celos infantiles, dudas tontas y riñas sin razón, Blanquita no sería ya la preocupación que era, una preocupación que mucho se acercaba a un tormento. La habría querido de otra suerte, con otros nervios y con otra alma. Como los hombres normales quieren, como deberían quererse sus padres, como todos los padres quieren que quieran sus hijos. Uno de esos cariños, más que amores, sin sombras, sin quebrantos y sin torturas. Como él quiso a otras. Como él había pensado siempre que fuera el amor.

Blanquita, al revés, se complicaba y lo complicaba mucho. ¡Cuánto razonar hasta llegar al convencimiento de que lo quería la muchacha! Una prueba para el caso y la verdad le encantaba. A poco se ofendía por cualquier detalle, la cuitada, y sobrevenía otra nube. Cuando el encuentro terrible en los Descalzos, comprobó Juan Antonio que bajo el discreto coqueteo, una triste palpitación amorosa movía sus almas.

Este año no irían los Orfila a ningún balneario. No era que se encontraran, por cierto, tan maltratadas por

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el fracaso económico que, con lo que ganara en sus nuevas actividades don Pablo, no pudieran alquilar una casa en Miraflores o La Punta; pero, según el criterio de Juan Antonio, debían pensar que en esa vida de campo sin secretos y sin mentiras, la nueva situación en que se encontraban sometidos contradeciría más que en Lima con el rumbo y el fausto de otrora. No, eso no lo desafiaban los Orfila. Bueno que el destino, para eso inexorable e incontenible, descargara de pronto todas sus crueldades. No se podía esquivar al destino. Pero los comentarios de las amigas, las miradas curiosas de los malévolos, los gestos desalentados de los íntimos, esos sí podían evitarse, y los Orfila los evitarían. Le asistía a Juan Antonio el convencimiento de que al pensar así, coincidía con Blanquita, y por momentos hasta suponía que, afines sus inteligencias como sus almas, el criterio de los dos con relación a todos los seres y todas las cosas podía traducirse en el sentido y en la forma como un solo criterio. Rememoraba la opinión de Blanquita sobre una artista:

—Sus manos parecen arañas.

Por el estilo, le halagaban otras observaciones de la muchacha. Se veía claro que ella pensaba por cuenta propia y que miraba con independencia la vida.

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Comprendía además a Wagner, se recreaba de los conciertos sinfónicos y renegaba de la misa de gallo y de la canción de Pierrot. De poder medirse las aspiraciones, no habría sorprendido al propio Juan Antonio el conocimiento de su más íntima aspiración: parecerse, siquiera intelectualmente, a Blanquita Orfila.

Por su parte, la millonaria arruinada no andaba distante de las mismas o parecidas cavilaciones. Comprendía que en un principio fue para ella Juan Antonio el hombre de fama que seducía por su historia, sus apellidos, sus aventuras, sus actitudes. No le creas, le habían dicho las amigas. Enamora a muchas, le habían susurrado los amigos. Y Blanquita, predestinada a la ternura y el sacrificio, presentía un demonio de aquel hombre ponderado, con automóvil y con canas. Quiso dominarle. Combatió con las armas débiles que le daban su bondad y su inexperiencia, y riñendo mucho, resistiéndose todos los días y ahogando entre lágrimas muchas esperanzas, concluyó por enamorarse. Aspiraba a concebirle más enamorado todavía a él, pero en el fondo se tenía miedo a sí misma.

Cuando, tras la ruina de los suyos, veíase más asediada por Juan Antonio, no encontró ya en su ánimo fuerzas para ninguna resistencia. Era el mejor mentís con que él

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acaballaba a los chismosos, y era ella, como mujer bonita y tentadora, sin más atractivos que su inteligencia, su gracia y su sexo, Blanquita Orfila como Blanquita Orfila, sin capitales en minas, sin fundos y sin billetes de bancos, quien derrumbaba la recia gallardía de un mundano esplinático de exuberante árbol genealógico.

Consuelo Garmendia procuraba, como ya hemos dicho, esta mutua conciencia de una realidad, que hasta en sus horas tortuosas parecía camino del ensueño. Ahora sí que, por obra de aquella traviesa diplomática, doña Amalia conocía a Blanquita. Por esa realidad, ¿percibía Consuelo en toda su amplitud la piedad y la generosidad de su amiga, su enérgico sentido de la vida, su resignación ante el dolor, ante el peligro y ante la duda? Condiscípulas eran, y su intimidad parecía no esconder secretos, pero he aquí que en los encuentros diarios, hablando mucho la una, callaba también mucho la otra. Y en todo silencio, y sobre todo en silencio de enamorada, ¿quién sabe si se estrangula una amenaza, una protesta, un lamento o una queja?

Blanquita alentaba, en efecto, su secreto, y secreto doméstico y como humillante, de mujer fuerte, de músculos duros y pupilas secas. Ella, que era la congoja misma; que hasta coqueteando, corriendo en su

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automóvil o perdiéndose diabólica en el jazz, ocultaba tanto de madrigal y de égloga en sus miradas y sus mohines, sus caprichos y sus inquietudes. Con sorpresa de los suyos, la engreída muchacha saldaba ahora por sus propias manos sus cuentas; trabajaba como las pobres, como las desamparadas, como las niñas vergonzantes que, en el misterio del hogar, pugnan con su voluntad y su energía contra la fatalidad y la miseria. Así trabajaba Blanquita. No cosía capotones de soldados, ni copiaba valses, ni tecleaba en la Underwood. Sus manos, al cabo de mujer, con derecho a ser madre o ser monja, se consagraban a elaborar dulces, nueces de nogal, maná de Cristo, pastas suaves y benditas, que eran loco encanto de las impúberes y golosas.

Buscó una persona que vendiera a las directoras de colegios esos dulces, y le recomendaron a misia Chepita. También la anciana vino a menos, como que también tuvo fortuna y espejos que reprodujeran sus encantos.

Ganaba buenos soles, Blanquita, con los dulces, pero misia Chepita enfermó y la remuneración semanal hubo de interrumpirse. La jaqueca, le dijeron a la criada de los Orfila en el hospicio de la Recoleta; y la jaqueca no se iba, y misia Chepita no podía abandonar la cama. Cuando, a la hora del almuerzo, Blanquita anunció

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su propósito de acudir a acompañar a la enferma, sus hermanos se opusieron. Todos caerían entonces en la cuenta de aquellas ocupaciones desdorosas, y con lo que la gente se desmide por deshacer al prójimo, ¡bien quedarían el buen nombre de la familia y su decoro de gente de pro! No, eso nunca, por ningún motivo y bajo ningún concepto. Blanquita quedó así seriamente notificada de que, caso de acudir donde misia Chepita, alarmaría y molestaría a sus hermanos y que, algo peor, determinaría por capricho la contienda que todos, con la energía más íntegra, mantenían contra el acaso y contra la maledicencia.

Se resignó aparentemente. ¡Eran tantos a hablarle, a aconsejarla, a intimidarla! Por dentro se ratificó en su primer impulso, en aquella actitud que estimaba como un mandato del deber y una obligación de amistad, y resolvió visitar esa misma tarde a misia Chepita. Como no iban a obstaculizarle la salida ni a seguirla por las calles, aparte la autoridad de su palabra de niña seria, le sería fácil pretextar cualquier diligencia, compras o una visita indispensable; y tal hizo, y con tal pretexto sus pies nerviosos la llevaron hasta la plaza menuda y clara, blanca y verde, donde se yerguen las tres casas que, reclamando toda la alegría de cielo y tierra, son siempre

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las más misteriosas y opacas de la vida: un colegio, un hospicio y un templo.

Asaltada ya por toda suerte de preocupaciones, más nerviosa a medida que más avanzaba dentro del sosegado edificio, por cuyos corredores algunas flores correrían lánguidas al sol, Blanquita supo que esa puerta cerrada, triste, honesta, ploma, era la puerta de la enferma. Ahogó la respiración y dio unos golpes menudos. ¡Qué oyera sola, sola en el mundo, misia Chepita!

Un breve silencio y una pequeña espera. Y una dolorosa perspectiva mordía el alma de la visitante. Desde la sala oscura y diminuta, al fondo, vislumbró, entre sábanas, a misia Chepita. De una palidez más verdosa que los hierros verdes del catre. Huesuda, alargada, con las pupilas blancas y absortas. Rondaba, sin duda, la muerte. Aquello no lo conoció nunca Blanquita. Aquello oprimía duramente el pecho y helada cruelmente las sienes. Una horrible debilidad se apoderaba de pronto de la muchacha.

—Misia Chepita.

Parecía que su voz fuera una voz distinta, que otra garganta aventara la frase hasta los labios.

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Un bulto avanzó lento entre las sombras de la estancia. Habló quedo:

—Siéntese.

Dentro del cerebro de Blanquita, techo y suelo se juntaron. Su cerebro aplastado no pensó ya nada. Sus labios rígidos no articularon sílaba. Sus ojos, solo sus ojos, vieron mucho, vieron todo, vieron cuanto tenía que ver para volverse rendidos hacia la alfombra. ¡Doña Amalia! Aquel bulto era doña Amalia, la madre de Juan Antonio. Doña Amalia Jaramillo de Jáuregui, la matrona soberbia de estirpe ilustre.

Parlaba temblorosamente misia Chepita.

—¿Qué dirá usted, niña, pero cómo cumplir si el médico viene todos los días y hay que pagarle con regularidad? Las últimas nueces ya están vendidas y no he podido cobrarlas.

Blanquita no escuchaba palabra. El mundo era todo negro y toda esa negrura era su vergüenza. Se recostó en la pared y lloró con todos sus nervios, con todas sus lágrimas, con toda la tristeza de su juventud en derrota. Agitaba delirante los hombros de virgen.

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La señora Jaramillo de Jáuregui, impresionada, deslizó su mano suave por la frente calenturienta de Blanquita.

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CAPÍTULO XIII

por Luis Fernán Cisneros

[Publicado en la revista Hogar n.° 50 del 24 de diciembre de 1920]

Aquella tarde, el doctor Quintana, después de aplicar nueva inyección al cuerpo de la enferma, volviose a doña Amalia y con deseo de buscar la acostumbrada confidencia, preguntó:

—¿Y Blanquita?

Hacía muchos días que, comprometido por la solicitud de doña Amalia, y en homenaje a esta, el doctor visitaba con frecuencia aquel cuartucho destartalado y oscuro del hospicio, luchando por entretener a la muerte delante de misia Chepita. Cargado de años, el ejercicio de la profesión ya no era para él sino un aburrido oficio mecánico, pretexto para salir de casa y andar a caza de secretos ajenos: su juvenil curiosidad por la ciencia se le había transformado lentamente en senil curiosidad por lo que él llamaba «la tontería humana», representada por todo lo que piensan, dicen y hacen las gentes. El doctor se

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afanaba por realizar a diario una especie de confrontación de su vida con la de los demás, a fin de ir ganando adeptos a su credo de una alegre conformidad fundada, mitad consuelo, mitad decepción, en la seguridad de la vida futura para el alma y en la fatalidad de la gusanería para las miserias del cuerpo. Creía conocer y dominar todos los problemas psicológicos y le entretenía ofrecer, entre serio y burlón, si se las pedían, soluciones conformes con esa su espléndida mansedumbre de última hora.

—¿Y Blanquita? —insistió, en voz baja, arrastrando una silla maltrecha al lado de su amiga.

—Ya vendrá —repuso la dama—. ¿Pero qué dice usted hoy de esta enferma? ¿Todavía ha de seguir sufriendo?

—Todavía.

—Dios no puede dictar martirio tan prolongado.

—Yo no estoy cierto, amiga mía, de que Dios presida el desenvolvimiento de sus criaturas. Creo que él cumple con dejarnos en el mundo y con esperarnos fuera de él. En vida vamos por nuestra propia cuenta y padecemos las consecuencias de nuestra voluntad, de nuestra naturaleza y del medio en que vivimos. Si Dios fuera responsable

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de todo lo que nos pasa, no existiría el concepto de la responsabilidad que ennoblece al hombre. Esto de la vida es como un internado colegial que dura de la cuna a la tumba: cuando morimos volvemos al hogar, a la libertad, a la verdadera vida. Dios está aguardándonos a la puerta del colegio.

—Quizá tenga usted razón —suspiró la amiga.

Doña Amalia clavó la mirada en los ojos extraviados y calenturientos de misia Chepita y el doctor la dejó adormecer el pensamiento largo rato. Constaba al viejo médico el cariño que ligaba a esta infeliz enferma, que había hundido en la miseria hasta el recuerdo de su rancia estirpe, con aquella dama ilustre que aún podía sostener, en suave ambiente de orgullosa resignación, los oropeles de su abolengo, y no necesitaba de palabras de doña Amalia para comprender hasta qué punto misia Chepita, en tal instante doloroso, encarnaba la viva presencia del pasado en ruinas, corroboración palpitante de alegrías e ilusiones perdidas en el viento.

Cuando ya la vida no es sino la espera silenciosa de la muerte, el afecto a los que de cerca o de lejos nos acompañaron en la jornada y aún se sobreviven como para preguntar y responder sobre cosas que parecen

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dormidas profundamente en el espíritu, se agarra al corazón con un ímpetu nuevo. Para el doctor Quintana, ese vínculo había de tener la fortaleza de la desesperación al tratarse de seres que eran el uno para el otro, por sobre las discrepancias de la suerte, el único lazo con una selección espiritual y social desaparecida o en escombros. No importa muchas veces que los ciegos hayan marchado en la existencia sobre órbitas distintas, contradictorias o paralelas, la conciencia de la vejez, que solo llega con el primer anuncio solapado de la catástrofe, hace tender los brazos invisiblemente, desde la alcoba hacia aquellos que envejecieron con nosotros, que saben y supieron de nuestra biografía y se familiarizaron con nuestro nombre. El compañerismo en la acción es igual en las batallas y en la vida: buenos soldados que lucharon en la misma jornada sin conocerse, se abrazan moribundos como si la comunidad del sacrificio fuera bastante para ligarlos improvisadamente desde la infancia y hasta la eternidad.

En el afán de doña Amalia, en sus asiduidades a la cabecera de la enferma, en ese taciturno sacrificio de largos días apenas interrumpido a las horas en que el hogar la reclamaba, en el estado de contemplación en que pugnaba por advertir en la estancia oscura el paso de la muerte, el médico leía la lacrimosa e inútil tragedia. No solo contemplaba doña Amalia, hundido en el lecho

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y borrado por la semitiniebla el cuerpo de la amiga de la infancia, ascendida a compañera inseparable por las fantasmagorías del olvido y elevada por fin al título mental de hermana, ahora que el dolor ennoblecía todas las remembranzas; no solo era una generación, la propia de doña Amalia, la que se entraba en las fauces de la noche vestida del color irreparable de los crepúsculos: moría con misia Chepita una mujer símbolo, una etapa social histórica; tal vez una selección, un orgullo, una rebeldía que el sórdido empuje de las improvisaciones o reivindicaciones ponía en derrota. La suerte parecía haber dictado la sentencia para los inadaptados a la dinámica: o transigir o desaparecer. Misia Chepita quizá había representado intransigencia heroica, pasión por la tradición, por el nombre, por la sangre, un sacrificio que llegó a preferir la esterilidad y el aislamiento, la miseria y el dolor, la caridad y el hospicio, a una transacción con la osadía de los de abajo o con la desigualdad con la riqueza; había tomado para sí el papel de quien se hunde con el barco sin entregar la bandera.

¿Pero habría sido idéntica la suerte de esta mujer si la presencia de un hijo la hubiera obligado a enfrentar el porvenir más allá de la muerte? Eso, eso era lo que seguramente pensaba doña Amalia. ¿Podría haber salvado incólume su ascendencia caballeresca, su línea recta

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venida de aquellos españoles ambiciosos de poderío que luego de dominar por siglos a los criollos humillándolos, aherrojándolos, azotándolos, contribuyeron a su libertad inevitable en un alarde tardío de quijotismo? Doña Amalia tenía en casa el problema: de él hablaba todos los días con el médico, empeñado este en desacreditárselo y en resolvérselo con la ecuación del amor. Su hijo era el porvenir de la estirpe en derrota. ¿Sería al fin la transacción o sería la heroicidad rebelde? Cien veces había ella preguntado al hijo cuál era la verdad de su corazón, a fin de atraerla o espantarla; pero estaba segura de que el mismo Juan Antonio la desconocía: tipo de transición, juguete de influencias encontradas, perezoso y abúlico, vivía desorientado. ¿El amor estaba llamado acaso a exaltar su personalidad? ¿Puede creerse que el amor a los cuarenta años es todavía fuerza descubridora?

El médico habló de pronto:

—Hubiera querido saludar hoy también a esa muchacha. Me complace constatar que están ustedes juntas, unidas en una campaña de amor al prójimo. Usted ya no puede disimular su simpatía por los buenos sentimientos de Blanquita.

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—Claro, por sus buenos sentimientos. Y por su inteligencia. Y por su celo. Es excelente niña. Pero no está allí el problema, doctor.

—¡Siempre el problema! Los problemas los plantea la cabeza y los resuelve el corazón. Chisme más inútil que la filosofía no he conocido. Problema sería obligar a que se quieran dos que se repelen; pero rendirse ante dos que se aman no es problema. Lo único indispensable es constatar que el amor no sea una falsificación.

Y sonreía.

—¿Y quién garantiza eso? ¿No cree usted, doctor, que Juan Antonio, en esta recrudescencia por Blanquita, proceda más por caballerosidad que por amor? ¿Podría garantizar él mismo que es de otro modo? ¿Acaso cuando está a solas en su cuarto y puede mirarse dentro del alma, tiene el mismo semblante satisfecho y jovial que cuando lo vemos cerca de Blanquita?

—De ella, puedo garantizar que está enamorada: cuestión de ojo clínico.

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—Me inclino a creerlo, pero mi problema es él. ¿Estará enamorado? ¿No irá a sacrificar, junto con las filosofías de que usted reniega, su felicidad?

—Amiga mía: prever así es una tortura. Lo mismo sirve la previsión para librar a un matrimonio de todas las desgracias posibles, que para no salir de casa porque nos puede atropellar un automóvil. Si ellos se quieren, hay que prever serenidad y resignación en ese hogar. Si no se quieren, no deben casarse. Yo soy médico homeópata por la calidad de mis fórmulas; pero todavía las puedo reducir: si ella lo quiere, y es buena, y él no quiere a nadie, y tiene cuarenta años, también deben casarse. Entonces, la serenidad de Juan Antonio será todavía mayor porque no la hay igual a la de recibirlo todo sin esfuerzo. ¡Acaba uno por enamorarse como un tonto de la mano generosa!

Y preguntó, adivinando una sonrisa resignada de la dama:

—¿No estamos ya convencidos de que ella es buena?

Doña Amalia asintió, primero con la cabeza, después con una aglomeración de observaciones. Estaba estudiando a Blanquita desde el primer día que se presentó, humillada y triste, a visitar a la enferma en el hospicio.

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La había seguido horas enteras en sus movimientos, en sus palabras, en sus silencios, en sus lágrimas. Se había dejado conquistar por la solícita ternura con que se entregó a auxiliar a misia Chepita, quejosa de que no la hubiera llamado antes para consolarla en su soledad. Desempeñaba un improvisado papel de hija, celosa por recoger el último suspiro de una madre desgraciada. Se entregaba al dolor ajeno con palpitaciones infantiles. Y en el ir y venir de la asistencia médica, en ese aleteo constante de hermana de la caridad, tenía para ella, para la protectora, para la dama respetable, un dulce y cálido sabor de hija no saboreado hasta entonces por doña Amalia.

En el relato se iba entusiasmando la dama. Refirió, con detalles, la diligencia emocionada y temblorosa de Blanquita la tarde en que la enferma se dispuso a recibir los últimos auxilios; cómo la niña lo hizo todo con un interés angustioso que delataba su excelente corazón. No, no era afectación, ni deseo de parecer bien a los ojos de doña Amalia. Era espontáneo arranque de su delicadeza espiritual. Ella comprometió al sacerdote, convocó a los vecinos del hospicio para que acudieran a la parroquia cercana, aguardó, preparando con divinas palabras de consuelo, entrecortadas por la necesidad de disimular el llanto, a la enferma, la peinó cuidadosamente, la hizo

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sonreír hablándole de que con el viático le venía la vida y no la muerte, dio a la habitación luz, aroma y frescura que hicieron menos trágico el instante; y cuando el santísimo, anunciado por el golpe de campana y el murmullo del rezo, embocó el hospicio y pobló de rumores y de angustias el soleado patio, ella alumbró las velas, abrió suavemente la puerta y de espaldas a la enferma cayó de rodillas sollozando.

—Desde entonces —concluyó doña Amalia— es el ángel bueno de esta moribunda...

El doctor guardó silencio y doña Amalia buscó en el bolso su pañuelo.

Golpearon con los nudillos en la ventana.

—¡Ella es! —exclamó la ilustra dama, reponiéndose.

Blanquita entró de puntillas, besó por dos veces a doña Amalia que le tendió los brazos, estrechó la mano del médico y, rápidamente, se dirigió a la enferma que ya abría los ojos para volverlos hacia ella.

—¡Vea usted lo que traigo, misia Chepita! ¡Medicina infalible! ¡Un escapulario!

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La enferma sollozó sonriendo, la miró al semblante alegremente y, como quien no encuentra otra cosa con que corresponder a su generosidad, le preguntó con voz muy apagada:

—¿Y Juan Antonio?

Blanquita se llevó un dedo a los labios, reconviniéndola graciosamente. 1

1 Este capítulo XIII es el último que se publicó de «La novela limeña» de la revista Hogar, lanzada semanalmente durante el último semestre de 1920. No obstante, luego del párrafo final que escribió Luis Fernán Cisneros figura esta palabra: «Continuará». Lo cierto es que no prosiguió más, aquí termina.

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