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Juan Luis Vermal - La Crítica de La Metafísica en Nietzsche

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LA CRITICA DE LA METAFISICA

EN NIETZSCHE

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AUTORES. TEXTOS Y TEMASFl L O S O F Í ADirigida por Jaume Mascaró

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Juan Luis Vermal

LA CRITICA DE LA METAFÍSICA

EN NIETZSCHE

Prólogo de Eugenio Trias

A EDITORIAL DEL HOMDRE

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Diseño Gráfico: GRUPO A

Primera edición: septiembre 1987

© Juan Luis Vermal, 1987Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.

Enric Granados, 114, 08008 Barcelona En coedición con el Servei de Publicacions de TUniversitat

de les Ules Balears (Palma de JN alIorca)ISBN: 84-7658-037-1 Depósito legal: B. 31.002-1987Impresión: Novagráfik, Puigcerdá, 127, 08019 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, mag­nético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial»

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PRÓLOGO

EL «EXPERIMENTUM CRUCI! DE LA FILOSOFIA DE NIETZSCl

¿Y si el «eterno retorno de lo mismo» fuese única­mente una prueba! ¿Y si se tratara de una prueba, la gran prueba, prueba en el doble sentido del término, en sentido a la vez epistemológico y moral? ¿Y si de­biéramos entenderla únicamente como el último y decisivo «gran escollo» que la avidez de conocer de Nietzsche-Zaratustra se coloca en su camino ascen­dente, o método, con el fin de liberarse definitivamen­te del peso muerto de la metafísica! ¿Y si se tratara de la última formulación metafísica que el «último hombre» que la sostiene (como sujeto) formula con la intención de metamorfosearse y transmutarse? ¿Y si se tratara de una doctrina o fórmula, o algoritmo me- tafísico, con el carácter y la naturaleza de un límite o de una frontera de la metafísica, algo así como la bisagra que articula y escinde a la vez la metafísica con la «trans-metafísica»? ¿Y si se tratara de la formu­lación radical que sostiene el sujeto del «nihilismo consumado», ese «pastor» del ser de la tradición (últi­mo hombre) a punto de transmutarse «en un transfi­gurado o en un iluminado que ríe»?

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«Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose, convul­so, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente negra. ¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizó en su garganta y se aferraba a ella mor­diendo.

»Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: ¡en vano! No conseguí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde! ¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!” —este fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mí odio, mí náusea, mi lástima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito. [...]

»¿ Quién es el pastor a quien la serpiente se le in­trodujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introdu­cirán así en la garganta?

»—Pero el pastor mordió, tal como'se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: y se puso en pie de un salto.

»Ya no pastor, ya no hombre; ¡un transfigurado, iluminado, que reíal ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!» (Traducción de Andrés Sánchez Pascual.)

La doctrina del «eterno retomo de lo mismo» apa­rece, a lo largo de Así habló Zaratustra, como la últi­ma gran carga que tiene que soportar el pensador, el filósofo, es decir, el hombre que experimenta. Es in­creíble lo poco que se ha escrito sobre el más impor­tante concepto que atraviesa el poema filosófico de Nietzsche: el concepto de experiencia. Este es, en el régimen del discurso, un concepto clave. En relación a él los conceptos que aparecen en primer plano, su­perhombre, voluntad de poder, eterno retorno, son conceptos tentativos y experimentales. Son frutos ma­duros que se recogen a través de la experiencia. Hay en el Zaratustra una concepción de la experiencia de un

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peso específico y de una relevancia filosófica tan gran­de o más que el que se desprende de la Fenomenología del espíritu de Hegel. El sujeto de la experiencia es el sujeto conocedor, el filósofo; el ámbito o territorio de ésta es la vida. El experimento filosófico se produce en la tensa relación, conflicto o lucha, entre conoci­miento y vida, o entre espíritu (espíritu libre) y vida. Ese conflicto (que es dia-léctico en sentido heracliteo y trágico pero no en sentido hegeliano) traza un itine­rario, im método, un camino ascendente. La metáfora de ese itinerario la da la cordillera que el pensador experimental va transitando. La cima más elevada o el Everest de este Himalaya lo constituye «la gran prue­ba», prueba a la vez para el conocimiento y para la vida. Esa prueba es el «experimentum crucis» del mé­todo experimental. Aquí la experiencia, lo mismo que las pruebas que se van dando, son epistemológicas por­que son morales o morales porque son epistemológi­cas. Experiencia es, pues, peripecia de conocimiento y de moral. Es experimento con «los más altos valores» (morales porque metafísicos y metafísicos porque mo­rales). La última prueba o escollo lo constituye la cima de este camino, aquel Everest al que se puede ascender una vez se deja inerte, a 6.000 metros bajo los pies, el cuerpo yaciente del dios muerto, cima as­cendida y rebasada. En la ladera del Everest puede verse, arrojada, la esponja que ha borrado «todo hori­zonte», la que ha disuelto la línea de demarcación de pautas, valores y jerarquías que desde la «cima de Dios» podían trzizarse. Ahora queda la última prueba.

La doctrina del «eterno retomo» es eso, prueba. Tiene un valor negativo. Carece de valor positivo y afirmativo. Por eso nunca puede formularla el sujeto de la experiencia que en el poema o en el discurso nietzscheano encarna el propio Nietzsche o bien Nietz- sche-Zaratustra. La doctrina la formula el enano que se posa sobre los hombros de Zaratustra. O bien los superficiales y simpáticos «animales de Zaratustra» que la convierten en música de organillo. Siempre es

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otro el que fórmula la doctrina. Este punto es de una extraordinaria importancia. Se le ha dado todo tipo de interpretaciones. La más famosa es la «trágica» in­terpretación de Klossowski. Esa doctrina «destruye» al sujeto que intenta formularla. Personalmente con­sidero que hay una explicación más sobria de esta peculiaridad. Sencillamente no es una doctrina de Nietzsche. Por eso es siempre otro quien la formula: por ejemplo «un demonio que se deslizara en la más solitaria de las soledades» del filósofo. Lo que sucede es que Nietzsche inaugura un nuevo estilo de filosofar que se produce a través de la química «disolución» de las «doctrinas». Filosofar en el sentido más genuino. Filosofar en el sentido deseado, pero no consumado, por Kant. Filosofar como proceso, como work in pro- gress. Filosofar como devenir que disuelve y aquilata a la vez el sentido de cada filosofía. La doctrina del eterno retomo es, en este sentido, la última filosofía entendida como doctrina, como fórmula metafísica, como concepción del ser: la que quiere conceder ser al devenir.

«El peso más grande. ¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa inde­ciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retor­nar a ti, y a todas en la misma secuencia y sucesión —y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!”? ¿No te arro­jarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu res­puesta habría sido la siguiente: “Tú eres un dios y jamás oí nada más divino”? Si ese pensamiento se

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apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregimta sobre cualquier cosa: “¿quieres esto otra vez e innumerables veces más?” pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto debe­rías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?» (Traducción de Jorge Binaghi,)

Siempre es otro el que formula esta doctrina a la vez prescriptiva y descriptiva, a la vez imperativo ca­tegórico (u Orden Formal Vacía) y algoritmo que pre­tende sintetizar en una fórmula el «ser del devenir» del mundo. La doctrina se formula siempre desde ese lugar de otro que pone a prueba experimental al «suje­to» del conocimiento y de la acción. Por eso la doctri­na sólo puede ser refutada mediante una drástica deci­sión, o mediante un «argumento baculino»: sencilla­mente escupirla una vez se la ha mordido rabiosamen­te. Como el nudo gordiano de Alejandro, esta doctrina, círculo vicioso, sólo puede ser rebasada quebrando el círculo con im mordisco y escupiendo la «serpiente de la eternidad» de la boca. Juan Luis Vermal, en este texto excelente titulado La crítica de la metafísica en Nietzsche subraya este carácter activo, ejecutivo y ener­gético de la «refutación». Subraya asimismo el carácter destructivo y disolvente de las consecuencias que se desprenden de una «doctrina» cuyo valor afirmativo es nulo: «La intención (de Nietzsche en este texto) no es la de afirmar el retomo circular del tiempo —se­ñala Vermal— sino la de destruir la concepción del tiempo como sucesión». Desde un horizonte iluminado por la antología del tiempo originario de Heidegger, pero a una inteligente distancia respecto a la interpre­tación heideggeriana sobre Nietzsche, Vermal subraya que lo importante en las «argumentaciones» (morales o cosmológicas, prescriptivas o descriptivo-explicati- vas) que Nietzsche ofrece para «probar» esta doctrina estriba en las consecuencias que de ella se desprenden, no en la doctrina misma. «Aunque Nietzsche haya in­

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tentado estas vías —por lo demás poco fructíferas— creo que su intención fundamental es otra y sólo desde ella se explica su concepción del mediodía como mo­mento primordial del tiempo y su crítica general de la metafísica. Lo importante no son estas argumenta­ciones sino sus consecuencias, que son para Nietzsche el punto de partida: la destrucción de la sucesión en la medida en que exige una justificación más allá del instante, ya sea como referencia causal, como totalidad de sentido o, en la figura paradigmática de la metafí­sica, como ente inmutable y verdadero.»

El capítulo titulado «El tiempo y la volimtad en Así habló Zaratustra», segundo capítulo de la segunda parte del libro de Juan Luis Vermal es, a mi modo de ver, el núcleo de esta excelente tesis doctoral que ahora se publica como libro. Creo que en él hay una interpre­tación del concepto de tiempo en Nietzsche iluminado por la formulación tentativa de la doctrina del «eterno retomo» de una extraordinaria fecundidad. El mérito de Vermal consiste en explicitar esa doctrina tentativa, relevante más por sus consecuencias disolventes y des­tructivas que por sus fórmulas constructivas y afirma­tivas, en, y desde el horizonte de la crítica nietzscheana a la metafísica explicitada a través de la disolución des-tructiva que realiza de la noción de «verdad». Ésta se retrotrae al errático errar de las interpretaciones plurales, coronadas por metáforas morales que conju­gan y declinan la eterna cantinela del Bien y del Mal, a través de las cuales se vehiculan fuerzas y pulsiones que se sintetizan en lo que puede llamarse vida como voluntad de poder. Desde este horizonte de reducción de toda voluntad de verdad a la exigencia de la errá­tica voluntad por instituir, como error fundamental, una verdad con pretensión de verdad universal, Vermal introduce inteligentemente la nueva doctrina del re­torno como el disolvente eficaz de la idea metafísica del tiempo como sucesión. Estamos ante un texto de sobria redacción, en el que no se rehúyen los escollos y las dificultades de los zig-zags del pensamiento nietz-

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scheano y eil el que se ha trabajado a fondo sobre el texto original y especialmente sobre los inéditos orde­nados según la nueva edición de Colli-Montinari. Este libro es la primera verdadera aportación que se realiza sobre el pensamiento de Nietzsche en lengua castella­na a partir de textos originales y según los nuevos criterios de ordenación de sus obras. Y sobre todo con expresa atención a los inéditos de Nietzsche. Fue un honor para mí poder dirigir esta tesis doctoral que, sin lugar a dudas, ocupará un puesto central dentro de la todavía excesivamente incipiente investigación, en ám­bito hispánico, en torno al pensamiento de Nietzsche.

E ugenio T rías

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INTRODUCCION

En este trabajo me he propuesto analizar la crítica de Nietzsche a la metafísica, tratando de identificar aquellos elementos filosóficos fundamentales que le hacen adoptar una de las actitudes más radicales y más llenas de perspectivas del pensamiento moderno. De este modo he evitado tocar algunos de los temas que han dado a Nietzsche una popularidad por lo ge­neral bastante dudosa, para tomar muy en serio los núcleos de su filosofía que ponen en cuestión prácti­camente toda la tradición de pensamiento de Occiden­te. Al hablar de «crítica de la metafísica» no me refie­ro, pues, ni a la crítica de cierta parte o disciplina de la filosofía, ni a las formas derivadas de ella que aparecen en la moral o la religión, ni siquiera a una forma de hacer filosofía opuesta a otras a lo largo de la historia. Para Nietzsche, la metafísica es la esencia de lo que se ha llamado filosofía, es lo que distingue a todo el proyecto de pensamiento que define a nuestra cultura. En tal medida, la reflexión fundamental de Nietzsche es una reflexión crítica sobre la totalidad del pensamiento occidental. La naturaleza metafísica

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que según él caracteriza al pensamiento filosófico se basa en la instauración de una dualidad, por la que lo que aparece en cada caso está determinado por ima instancia trascendental que constituye el «ser verda­dero». Metafísica es, pues, la posición de un mundo verdadero, caracterizado por su presencia sin límites, es decir, por una extensión absoluta en el tiempo. Con­tra esta concepción ontológica que domina todo el pen­samiento occidental, contra una noción de verdad ca­racterizada como representación de un mundo verda­dero existente en sí y determinado por su pura presencia en un continuo temporal se dirige el ataque de Nietzsche.

Partiendo de este punto nodal de la crítica al pen­samiento de la metafísica, el desarrollo del trabajo toma como hilos conductores los conceptos de tiempo y verdad. La intención es mostrar cómo, a partir de ciertas confusas intenciones primeras, se va desarro- llemdo una crítica de las nociones tradicionales de tiem­po y verdad que desembocan en los últimos años de la producción de Nietzsche en vm modelo de pensa­miento que aspira, y no sin razones, a una superación del pensar metafísico. En ese sentido, la crítica nietz- scheana, al redefínir el concepto mismo de metafísica, va mucho más allá de las críticas que habían realizado y seguirán realizando la razón ilustrada y sus herede­ros. Dvumite un cierto período, mal llamado «positivis­ta», Nietzsche se detiene quizás en este estadio, inten­tando una crítica del trascendental «mundo verdadero» que permita instaurar la racionalidad en el n^undo sensible, desprovisto ya de falsos fundamentos. Pero donde empieza la crítica realmente radical de Nietz­sche, aquella por la que emprende efectivamente vma crítica de todo el pensamiento metafísico, es al poner en cuestión el problema del fundamento mismo, la po­sibilidad de fundamentar lo que aparece en un mxmdo verdaderamente real, cualquiera que sea su tipo, la posibilidad de una garantía veritativa de tipo trascen­dental, llámese dios, sujeto o realidad en sí. De este

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modo, de una experiencia común en la que para el po­sitivismo surge la entronización de lo empírico como dato absoluto, para Nietzsche se disuelve la noción misma de «dato», sin poder volver a ninguna síntesis superior, como lo había intentado el idealismo, sobre todo el hegeliano. La imposibilidad de la trascenden­cia, en cuanto referencia a un mundo que sobrepase a lo que es en cada caso, al no poder afirmarse en un mundo dado, se vuelve trascendencia del mundo in­trascendente, comprensión extática y no presencial de lo que es, que por ello no merece, para Nietzsche, el títido de «ser».

El desafío planteado por Nietzsche, que a mi enten­der constituye el verdadero «tema de nuestro tiempo», ha sido recogido tardía y escasamente por el pensa­miento filosófico, siempre más proclive a perseverar en el sueño dogmático. Creo que, cumpliendo una de sus megalómanas profecías, el pensamiento de Nietzsche vuelve cien años después a adquirir una intempestiva actualidad. Sólo la comprensión de esta situación, que es al mismo tiempo la situación desde la que Nietz­sche piensa y escribe, nos permitirá un juicio acerca de los caminos que propone, nos pondrá en condicio­nes de decidir en algún momento hasta qué punto logra escaparse de la tradición que crítica y plantear una verdadera alternativa. Para ello habrá que aden­trarse en el núcleo de su crítica, tarea a la que qui­siera contribuir este trabajo.’

De acuerdo con lo expresado, los conceptos de ver­dad y de tiempo constituyen ima guía para seguir el camino de Nietzsche en su crítica del pensar metafí- sico. En la primera parte he tratado de rastrear la evolución de estos núcleos temáticos hasta llegar a su posición más madura en la década del ochenta. Así, partiendo de la posición ahistórica de la segunda Con­sideración intempestiva (cap. 1), paso a comentar la idea de una filosofía histórica en Humano demasiado humano (cap. 2), para mostrar luego el punto de rup­tura fundamental que abre hacia la perspectiva de los

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últimos años de creación (cap. 3). Desde esta presenta­ción y la de la idea del eterno retomo (cap. 4), realiza­da también en forma de un comentario de los manus­critos en que aparece por primera vez, ^analizo final­mente las cuestiones de la temporalidad y la verdad en Aurora y La gaya ciencia (caps. 5 y 6), que en mu­chos sentidos se encuentran a mitad de camino entre los dos períodos.

En la segunda parte se trata de exponer en su des­pliegue global la crítica y reformulación de los concep­tos ontológicos fimdamentales durante el último perío­do de la creación nietzscheana. En primer lugar se analizan las concepciones del tiempo y de la volvmtad de Schopenhauer y su recepción por parte de Nietzsche en El Nacimiento de la tragedia (cap. 1), para pasar luego a una interpretación de Asi habló Zaratustra desde esta perspectiva. A partir de aquí se tratem de inteipretar las concepciones resultantes del lenguaje y el conocimiento (cap. 3), de la verdad (cap. 4) y del yo (cap. 5), para culminar con un análisis de las ideas centrales de la voluntad de poder (cap. 6) y el eterno retorno (cap. 7). Toda esta última parte se basa sobre todo en los textos inéditos, ya que en éstos se encuen­tra con mayor claridad que en los publicados la des­trucción de la tradición metafísica que Nietzsche se propone en esta época. Sin que quepa hablar de un auténtico ocultamiento de estos temas centrales, sí puede observarse en los textos inéditos una reflexión más completa y radical sobre ellos. Esta comprobación nos resulta posible por disponer desde hace relativa­mente poco tiempo por primera vez de todos los ma­nuscritos inéditos de Nietzsche ordenados en forma cronológica y en una edición seria y confiable. Con el excelente trabajo realizado por G. Colli y M. Montinari, que diera lugar a la aparición de las primeras obras realmente completas de Nietzsche,* se puede considerar definitivamente superada la imaginaria Voluntad de poder editada bajo la dirección de Elizabeth Forster- Nietzsche,^ que además de presentar una obra que su

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hermano nunca llegó a realizar como tal, contiene una selección, agrupación y fragmentación arbitraria de los textos manuscritos, a las que se smnan no pocos erro­res y falsificaciones. Éstas carencias eran ya conocidas y habían sido denunciadas sobre todo por K. Schlechta, quien realizó en 1954 una edición más cuidadosa de los textos inéditos, pero que en definitiva se limitaba a presentar en orden cronológico los textos seleccio­nados por Elizabeth Nietzsche.^ Sólo la actual edición de Colli y Montinari constituye, pues, vma base de trabajo confiable. Respecto de la cuestión de la Volun­tad de poder, las investigaciones filológicas de estos últimos^ les han hecho llegar además a la conclusión de que el plan original de este libro, cuyos primeros esbozos datan de agosto de 1885, fue abandonado por Nietzsche a fines de agosto de 1888, dando lugar a 1) una especie de «selección» de su filosofía fundamen­tal,’ que constituiría finalmente El ocaso de los ídolos, y 2) un nuevo plan titulado «La transmutación de los valores» (frecuente subtítulo en los planes de La vo­luntad de poder), compuesto al igual que el anterior de cuatro libros, de los cuales el primero es El Anticristo. Las obras inmediatamente anteriores. Más allá del bien y del mal y La genealogía de la moral, no provienen del mismo grupo de manuscritos destinados a La vo­luntad de poder (como lo suponían los compiladores de la edición de Elizabeth Nietzsche). En resumen, la tesis de Colli y Montinari sostiene que El ocaso de los Ídolos y El Anticristo son la condensación del trabajo que originalmente estaba destinado a La voluntad de poder, constituyendo La transmutación de los valores un nuevo proyecto y quedando así reducido el resto de los fragmentos a un mero «Nachlass». Si bien la prime­ra de las conclusiones me parece correcta a la luz del material presentado por los autores, creo que ella no autoriza a la segunda, ya que ésta depende del conte­nido del nuevo plan, y tal como lo reconocen Colli y Montinari, «es desde el punto, de vista del conteni­do [...] en cierto sentido lo mismo que La voluntad de

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poder», por lo que no me resulta suficientemente com­prensible qué quieren decir cuando afirman a conti­nuación que «precisamente por ello era su negación desde el punto de vista literario».^ Tampoco me parece correcta la tercera conclusión, en la medida en quev afirme algo sobre el valor de los fragmentos no publi­cados, ya que esto sólo puede decidirlo una interpreta­ción de los mismos y no puede quedar determinado' por el hecho de que Nietzsche no haya decidido em­plearlos en las obras que llegó a publicar.

Teniendo en cuenta estas razones, creo que a pesar de los nuevos conocimientos sobre las intenciones de su autor respecto de la obra planeada, puede seguir afirmándose que los manuscritos inéditos de esta época constituyen lo más propio del pensamiento nietzschea- no y que, aun sin contradecir la obra publicada, van en muchos casos más allá de ella.’

Todas las citas de Nietzsche han sido tomadas y traducidas directamente de la mencionada edición de Obras Completas.

NOTAS

1. Nietzsche, Friedrich, Werke. Kritische Gesamtausgabe, ed. por G. Colli y M. Montinari, de Gruyter, Berlín, 1967 ss. Para este trabajo se ha empleado la Kritische Studienausgábe, dty-de Gruyter, Munich-Berlín, 1980, 15 tomos, idéntica a la anterior. Para la correspondencia: Nietzsche, Friedrich. Kri­tische Gesamtausgabe Briefwechsel, ed. por G. Colli y M. Mon­tinari, de Gruyter, Berlín, 1975 ss. La única parte no incluida en estas Obras Completas es la correspondiente a los trabajos anteriores al verano de 1869, de la que ya existía una buena edición crítica realizada en la década del treinta como primera parte de im inacabado proyecto de obras completas: Nietzsche, Friedrich, Werke und Briefe. Historisch-kritische Gesamtaus­gabe, Beck, Mimich, 1933 ss.

2. Las ediciones de La voluntad de poder forman parte de la llamada Grossoktav Ausgabe, editada por el Nietzsche-Archiv dirigido por Elizabeth Nietzsche: Nietzsche, Friedrich, Werke, Naumann-Kroner, Leipzig, 1894-1926, 19 tomos. La primera ver-

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de La vótuntad de poder, a cargo de Peter Gast, Ernst August Homeffer apareció en 1901 y constituía el tomo XV la edición citada. En 1906 Elizabeth Nietzsche y Peter Gast

iblican en una edición de bolsillo una nueva versión amplia- que en 1911 pasaría a formar parte de los tomos XV y XVI aquella edición. Hasta la presente edición de Obras Com­

pletas, la del Nietzsche-Archiv ha sido prácticamente la base todos los trabajos sobre Nietzsche y de todas las ediciones

IgOsteriores, incluida la monumental de Musarion: Nietzsche, Triedrich, Gesammelte Werke, Musarion, Munich, 1920-1929, 23 tomos.

3. Nietzsche, Friedrich, Werke in drei Bdnden, ed. K. Schlechta Munich-Darmstadt, 1954 ss.

4. Véase, para lo siguiente, Kritische Studienausgahe, t. 14, “pp. 383-400.

5. Ihid., t. 13, p. 542.6. T. 14, p. 400.7. En este sentido habría que relativizar la afirmación de

K. Schlechta, quien, si bien basándose sólo en la parte en­tonces conocida y reconociendo la necesidad de una edición crítica, sostuvo que no había en la obra póstuma «ningún nuevo pensamiento central», op. cit,, Epílogo, III, 1433.

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PARTE PRIMERA

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Capítulo 1

EL TIEMPO Y LA HISTORIA EN LA SEGUNDA

(CONSIDERACION INTEMPESTIVA»

En la segunda de las Consideraciones intempestivas, Nietzsche se refiere al fenómeno de la historia, o me­jor dicho, al problema de la historia como conocimien­to en su referencia a la vida. Su tesis general es cono­cida: de las «ventajas e inconvenientes de la historia para la vida», tal como reza su título, Nietzsche se detiene muy poco en las ventajas y dedica en cambio todas sus energías a destacar los inconvenientes y pre­sentar así, en un ataque frontal a las tendencias histo- ricistas del siglo xix, el ideal de ima cultura ahistóri- ca, la única que puede estar al servicio de la vida.

Si bien esta interpretación no hace más que repetir algunas de las tesis centrales del texto de Nietzsche, creo que en su formulación tradicional muestra sólo tma parte de la cuestión. A diferencia de ella, quere­mos afirmar que aquí se parte de una concepción de la historia y del tiempo como elementos fundamentales, totalmente desconocidos en la versión historicista, concepción que sin embargo no es elaborada con cla­ridad y que, probablemente por esa causa, contiene una ambigüedad que tiñe todo el pensamiento del

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autor. Para mostrar esto, tendremos que seguir el ca­mino a lo largo del texto.

El tiempo es un instante fugaz, precedido de una nada y seguido de una nada,* que sin embargo vuelve siempre sobre el hombre, quedando así prendido del pasado e imposibilitado de olvidar realmente, incapaz de ese olvido total que admira en el animal. Como él quisiera vivir, en su entrega al momento presiente una felicidad que le está vedada, y sin embargo, tampoco lo quiere realmente, pues el olvido instantáneo le im­pediría siquiera recuperar el momento, intuyendo ya que el recuerdo es condición de la palabra misma. Pero también es la condición del sufrimiento; el peso del pasado agobia al hombre, que por eso mira con envidia el juego del niño, totalmente entregado al ins­tante. Sin embíu'go, teimbién él tendrá que salir pron­to del olvido, aprenderá a «comprender la palabra “fue”, la contraseña con la que se aproximan al hom­bre la lucha y el sufrimiento».^ En un movimiento an­titético al de Platón, la desaparición del olvido hace entrar el tiempo en la vida y con él todos los pesares. Mientras que para aquél el olvido equivalía a estar hundido en el no saber y el recuerdo era un elevarse a lo propiamente existente saliendo del tiempo, para Nietzsche la relación del hombre con lo verdadero se invierte o, mejor aún, pierde su carácter unívoco: el recuerdo lo aleja de la verdad del instante, pero para llevarlo a su propia verdad, una verdad de sufrimien­to, quizá por no poder contar con la referencia indu­bitable del hombre platónico, para quien la discrepan­cia se instalaba en su interior, entre su naturaleza ra­cional y su naturaleza sensible.

Pero, ¿qué es lo que constituye el sufrimiento del pa­sado? También aquí la respuesta es doble: el pasado es la dimensión en que se constituyen las significaciones que provocan la opresión del hombre, en él surgen y se conservan la represión de los instintos y las exigencias sociales. Liberarse del pasado, olvidar, equivale a sa­carse de encima todos los imperativos que hacen del

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hombre vina suma de roles que lo coaccionan. Pero también, y quizá de vm modo más fundamental en el que puede tener su origen lo anterior, en el pasado surge la conciencia de la fínitud y con ello se muestra el carácter deudor de la existencia, el ser responsable de ella. Recordar es «recordar lo que su existencia es en el fondo: vm imperfecto que jamás se perfecciona». El «existir sólo es vm ininterrumpido haber sido»,* dice Nietzsche con vm claro acento schopenhaueriano, «vma cosa que vive de negarse y devorarse, de contradecirse a sí misma», dando así a la existencia las propiedades de la sucesión temporal. Pero asumir este torbellino, esta continua negación de sí mismo es imposible y el olvido es la fuerza necesaria para afirmarse en él. Pre­tender lo contrario sería hundirse en la destrucción. El «ejemplo extremo» sería el de «un hombre que no poseyese en absoluto la fuerza de olvidar, que estaría condenado a ver en todas partes un devenir: un hom­bre tal ya no creerá en su propio ser, ya no creerá en sí mismo, verá que todo fluye y se separa en pimtos movedizos y se perderá en esta corriente».* No hace falta mucha perspicacia para reconocer aquí lo que será su propia posición fundamental. Dejando esto de lado, vemos que, a pesar de la tesis central de la nece­sidad del olvido, de lo peligroso que resulta para la vida un grado excesivo de vigilia, la capacidad de apro­piarse del pasado es fundamental. Lo esencial no será entonces sólo el olvido sino la «fuerza plástica» que permite transformar el pasado en parte de la vida pre­sente y no dejarlo ser en la forma autodestructiva de la sucesión. A mayor fuerza, más posible es recibir la influencia de lo «extraño»,* de lo diferente que llega desde el pasado.

Lo ahistóiico tiene la certeza de lo que no ha sido sacudido por la duda.* Con la historia aparece la posi­bilidad de que lo vivido pudiera haber sido diferente, aparece la necesidad de la justificación. Toda búsque­da de un origen le quita absolutez al presente, mien­tras que la vivencia del momento es como un olvido

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absoluto de sí mismo, del tener que ser. La capacidad de vivir hasta cierto grado de un modo ahistórico es para Nietzsche el elemento esencial para que pueda surgir algo «verdaderamente humano». El hombre sólo es hombre desde un horizonte que nada tiene que ver con la sucesión temporal. Frente a un devenir tenden- cialmente indiferenciado, afirma tm horizonte propio de la vida humana; frente a la abstracción de un mun­do sucesivo y causal, el momento de la existencia mis­ma, que no es meramente un pimto en aquel suceder.

Así el pasado queda de cierto modo separado del horizonte extático de la existencia, pero esto no sig- nifíca de ninguna manera que tenga que (o pueda) ser eliminado. De lo que se trata es de pensarlo en función de aquélla y no a la inversa. Esto resultará más claro si se tiene en cuenta debidamente qué es lo que está implicado en la extensión temporal. Esta, lejos de ser un mero suceder, incluye para Nietzsche nada me­nos que el pensar, comparar, distinguir y sintetizar,” o sea, aquello que caracteriza a la racionalidad humana. Pero «sólo por medio de la fuerza de utilizar lo pasado para la vida, de volver a hacer historia a partir de lo sucedido, el hombre se convierte en hombre».**

Dentro de lo histórico cae, pues, todo lo que se considera normalmente la actividad más propiamente humana. Nietzsche no les niega su importancia, pero afirma que nacen de un ámbito diferente, que son «limitaciones» de un horizonte no universalizado y no pueden emanciparse de él. No son funciones primarias, por más fundamentales que sean, y no tienen ningún derecho a proponerse como la estructura primera del mundo.

Esta duplicidad entre un horizonte originario y el mundo de la razón comparativa y ordenadora es con­cebido por Nietzsche como una duplicidad entre lo ahistórico y lo histórico, es decir, aparentemente, en­tre lo atemporal y lo temporal. El tiempo parece ser la abstracción de la sucesión y a él sólo puede opo­nerse un presente intemporal. Aquí nos encontramos

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ya con una ambigüedad que volveremos a hallar en el pensamiento final de Nietzsche, cuando la idea del tiempo vuelva a adquirir un papel protagónico. El dilema entre la afirmación del éxtasis de lo presente, en el que se anula el tiempo, y la necesidad de recupe­ración de lo temporal en lo que he llamado el «hori­zonte extático de la existencia» marca una oscilación entre la oposición histórico-ahistórico en un sentido corriente y la transformación de la comprensión de la temporalidad y la historicidad mismas, que, insta­lándose en el seno del segimdo elemento de la oposi­ción anterior (lo «ahistórico»), pueda constituir un horizonte originario, previo y fundante de la sucesión temporal y de toda racionalidad basada en ella. Pro­bablemente porque Nietzsche no aclara suficientemente esta ambigüedad, aquel horizonte puede ser tanto esto último como la simple ceguera necesaria para la ac­ción, que correspondería más bien a la primera parte del dilema.

Aparentemente en concordancia con esto último, Nietzsche dice que en la pasión, que es también la decisión para los grandes hechos, se anula la historia, lo temporal se cierra en la ceguera que permite la ac­ción. La pasión nos saca de la sucesión de lo que ya ha sido uniformado y nos enfrenta a alguien o a algo como si surgiera en cada momento por vez primera. Este salirse fuera de sí en el que —viejos de la identi­ficación inmediata que atribuimos al animal— se real­za de manera inusitada algo existente, aunque de im modo tal que incluye su reverso total, una visión del abismo, se opone al tiempo si éste representa la mera sucesión y la sujeción del pasado.^

Nietzsche encarará la superación de la contraposi­ción simple entre presente ahistórico e historia en su concepción de los tres diferentes modos de historia. Pero antes señala dos respuestas típicas ante la his­toria que de algún modo no se enfrentan con la ver­dadera cuestión y que pueden servir para delimitarla: la del hombre histórico y la del hombre suprahistó-

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rico. El hombre histórico es el que cree que el sentido de lo que es se va descubriendo en el transcurso del proceso. Lo que no ve es que su acción no depende de la historia en el grado en que él lo cree, que su ocupación con la historia «no está al servicio de la his­toria sino de la vida»,*’ es decir, que en cada momento impone el sentido que será la totalización de los ante­riores. La vida, un determinado interés, impone un punto de vista que no puede ser justificado como co­nocimiento.

El hombre suprahistórico, por el contrario, será aquel que ya no tiene más interés por la historia por haber reconocido la ceguera y la injusticia que guían sus actos.'^ Su actitud se transforma en un escepticis­mo para el que «lo pasado y lo presente son xmo y lo mismo».*’ La actitud suprahistórica no debe confvm- dirse con la ahistórica. Mientras que en ésta se revela­ba el ámbito más propio de la existencia, aquélla sólo llega a ima anulación de la historia partiendo de ella. Su conocimiento puede ser verdadero, pero en la me­dida en que no capta el horizonte propio al que se debe reconducir lo histórico, desemboca en una pura nega­ción y se convierte a su vez en im «peligro para la vida». «Puede ser que nuestro aprecio por lo histórico sólo sea un prejuicio occidental», pero lo que importa es que «dentro de este prejuicio avancemos y no nos quedemos detenidos».** Completando este giro, afirma poco más adelante: «Un fenómeno histórico conocido pura y completamente y disuelto en un fenómeno cog­noscitivo, está muerto para aquel que lo conoce».*’ La cuestión de salvar a la vida de la influencia depresiva de la historia parece convertirse en la cuestión de sal­var a la propia historia de la influencia aniquiladora del conocimiento. Salvar a la historia del conocimiento quiere decir reconocerla y experimentarla al servicio de una fuerza ahistórica. En la medida en que esto ocurre, la historia no se reduce a un devenir raciona­lizado y alejado del ámbito esencial de la existencia, para ser también una fuerza viva y confQrmadora dé lo

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real. Lo que se ataca frontalmente es la fijación cien­tífica del pasado, la subsunción del pasado vivido en categorías que no reflejan su relación con los intereses vitales.

De este modo aparece la necesidad de pensar la his­toria desde el ámbito extático de la vida, tratando de superar lo que en xm primer momento se presentaba como simple contraposición. Esto es lo que intenta Nietzsche al distinguir los tres modos de relación de la existencia con la historia, que definen tres tipos di­ferentes de historia: la monumental, la anticuaría y la crítica. El poderoso, el que intenta algo único, necesi­ta paradójicamente de modelos, pero no de modelos que sean igual que él en un sentido inmediato, sino que muestren la misma actitud extática, de salida de sí, o mejor dicho, que al mostrar lo extático muestren en ello la presencia de lo mismo. Por eso, su modo histórico, la historia monumental, es una acumulación de «efectos en sí»,'* ya que lo que cuenta es el salir fuera de sí, el enfrentarse a lo único de la situación vivida, acto en el que se anulan las causas, en el que todo lo que le es previo se hxmde en la noche de lo mediocre y lo cotidiano. Por lo tanto, la dedicación a la historia monumental es en cierto modo una anula­ción del tiempo realizada desde la conciencia misma

Íiel tiempo. El mundo hacia el que tiende es el de la tema repetición, una idea que no por ser descartada y

Íólo expuesta —por así decirlo— como un ideal regu- Itivo, deja de llamar la atención en este contexto.'* lato revela, en efecto, el horizonte ontológico sobre el ^ue se basa este modelo: lo que importa no es tanto

11 carácter ejemplificador de los hechos grandiosos lino la patentización que ocurre en ellos de lo extra­ordinario (de lo en sí diferente y por eso mismo reve­lador de su carácter de ser frente a lo que se pierde an el universo de las significaciones cotidianas). El honor que se busca en la historia y en los propios actos no es una satisfacción personal sino «una protes­ta contra la mudanza de las generaciones y la caduci­

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dad».^ La actitud que se adopta es una protesta contra el tiempo en la medida en que asegura la monotonía del acontecer, es decir, en la medida en que no deja surgir lo real como tal, el presente. Sólo la tímidamente formulada hipótesis del eterno retomo permitiría al poderoso «desear cada factum con su peculiaridad y unicidad exactamente conformadas».“

Cada tipo de relación con la historia tiene su for­ma degradada, una forma negativa que es con frecuen­cia la de la conciencia común. Si ya en su forma «posi­tiva» la historia monumental lleva consigo el peligro de anular el pasado mismo en beneficio de la presen­tación extática, en su uso impropio, el de «las natura­lezas no artísticas», su función es prácticamente la con­traria: a partir del modelo del pasado ahogar el pre­sente. En la medida en que se entiende el acontecer como algo pasado y no se le considera en su función propia, la de presentación, su consolidación anula todo surgir, se vuelve desde el pasado cadena del presente y es paradigma del conocimiento que anula la activi­dad. La actitud degradada de la historia monumental es la del «conocedor de lo grande sin la capacidad de lo grande».^

La segunda forma de relación con la historia es la propia de quien conserva y honra,“ la actitud del culto, de mantener en la memoria la referencia a lo vivido, de tal modo que en cada objeto vuelva a aparecer la genealogía de cada uno y hunda de esa manera las raíces del yo dentro de un nosotros pleno de sentido y la del nosotros dentro de la historia. La actitud anticuaría es la que permite el mantenimiento de la propia identidad en el reflejo constante de la prove­niencia. A la simple presencia se enfrenta la acumula­ción de la experiencia de los antepasados que muestran la arbitrariedad del horizonte ilimitado.

La limitación del horizonte lleva consigo, sin em­bargo, una gran dosis de irracionalidad y de injusticia respecto de todo lo que queda fuera del marco visual. Pero en la medida en que es una perspectiva al servicio

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de la vida, esto resulta necesario, por lo que, al igual que la historia monumental, tampoco permite una apreciación objetiva y científica del pasado.

£1 peligro implícito en este culto de lo sido es la incomprensión de lo que deviene,, de lo nuevo. Para romper este poder del pasado, que es el poder de un pasado determinado, se vuelve necesaria la tercera acti­tud respecto de lo histórico: la actitud crítica.^ Ella es la condena de aquellas formas que impiden la activi­dad. Su sentido no es el de la justicia, tal como lo su­pondría im historicismo racionalista creyente en el progreso, sino el poder oscuro e impenetrable de la vida que por im momento decide borrar el olvido que nos hace parecer obvias y seguras ciertas determina­ciones y de este modo las condena. La crítica es el movimiento por el que se lleva a la conciencia la in­justicia de ciertas valoraciones, sin que en la elección de lo que se critica y del criterio empleado reine, a su vez, justicia alguna. Nietzsche no niega que se puedan utilizar criterios racionales para la crítica, pero afir­ma, en primer lugar, que esto es posible incluso en posturas contrapuestas, pues todo depende de la elec­ción o descubrimiento de las premisas adecuadas, y en segimdo lugar, que este paso no es transparente y no puede ser racionalizado. El nivel de la crítica no responde a los mismos criterios que lo criticado, hay un salto que impide la totalización. El sujeto de la crítica es la vida, «el poder que se desea a si mismo».^

El peligro de esta actitud radica en la ilusión de total independencia que puede generar, en la creencia en un mundo absolutamente disponible ” que no tenga en cuenta el poder de la determinación, o sea, de la frnitud.

Así pues, los tres modos de la historia reflejan tres actitudes fundamentales ante el tiempo, que más que posibilidades excluyentes son posibilidades del tiempo mismo, de un tiempo no reducido a un suceder obje­tivo. Lo temporal no está pensado como una relación de suceso o momentos que existen por sí mismos sino,

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con los términos de Nietzsche, en función de una fuer­za tihistórica, o sea, desde una estructura primaria de la existencia. Vistos desde este ámbito, en el modo monumental se revela una forma originaria de lo pre­sente, en el anticuario de lo pasado y en el crítico de lo futuro. En el juego de esas formas se basa una po­sibilidad de existencia histórica que queda destruida por la nivelación del tiempo en un suceder homogéneo.

La incomprensión de este concepto de historia es para Nietzsche la causa de una profunda crisis. La unidad de una cultura, la unidad de la acción se vuel­ven imposibles en la medida en que falta la referencia de la historia a la vida. La carencia de ese proyecto vital unificador genera las diferencias entre forma y contenido, entre exterioridad e interioridad.” En rea­lidad, a Nietzsche se le ha vuelto sospechosa no sola­mente la separación entre lo interior y lo exterior sino simplemente el concepto de interioridad. La interio­ridad de que se había nutrido el romanticismo ya no es capaz de conformar un mundo y ni siquiera puede presentarse como una instancia enfrentada al mundo exterior y que tienda a su transformación. Ambas par­tes son las dos caras de lo mismo; a la exterioridad reducida a convención y formalismo le corresponde una interioridad que no es más que el depósito de una memoria incapaz de seleccionar. La interioridad no es más que eso: la imposibilidad de im acuerdo con el mundo que se estructure en base al recuerdo. La me­moria ha perdido su función identificadora y de aper­tura que remite lo que aparece a sus originales posi­bilidades vividas. El recuerdo es incapaz de establecer un horizonte para lo presente y por eso lo abandona, dejándole campear con absoluta prepotencia. Esa es la medida en que la historia ya no sirve para la vida. Nietzsche piensa esto desde una concepción radical del tiempo que le permite ver que esa interioridad es el último paso del triunfo de la presencia como positivi­dad del ente y que su reverso es la barbarie.” Podría decirse que la conciencia historicista, en el sentido de

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una comprensión científica de la historia, es precisa­mente antihistórica, porque corta a lo presente de su lazo vital con el pasado, que, tal como vimos en los tres tipos de actitud histórica, vive a su vez de un proyecto de futuro. Nietzsche sabe de la necesidad de incluir el tiempo para que el hombre pueda recuperar su dimen­sión propia, sus propias posibilidades, y por ello criti­ca la deformación del pasado al transformarlo en cien­cia, pues esto significa darle un carácter de presente que le hace perder toda referencia y condena a la exis­tencia a una reflexión que gira sobre el vacío, a un «saber de la cultura»."

La polémica de Nietzsche contra la historia es una polémica contra el objetivismo y en ese sentido anticipa ya la crítica posterior a la creencia en el «ser en sí» de las cosas. En los hechos sucedidos no hay un texto único que pueda leerse desde la posición distante de la ciencia objetiva. Los hechos históricos sólo se abren como tales al concebirlos como posibilidades e interro­gantes. La actitud objetivista que cree determinar en ellos lo que realmente eran es la confusión que toma este tipo de hechos por la realidad primera, sin adver­tir que sólo se constituyen de ese modo al adoptar una perspectiva de distanciamiento que, en primer lugar, sigue siendo una perspectiva y, además, no atiende al fenómeno fundamental de apertura por el que esos hechos históricos están realmente allí. Todo hecho his­tórico, al igual que toda cosa presente, pasa a ser un núcleo irreductible sobre cuya naturaleza, aparente­mente obvia, no se pregunta, y que tiene con todos los demás una serie de relaeiones que el pensamiento tiene que tratar de descubrir como si fuera un espejo. El ser humano, convertido así en reflejo, no tiene ya capaci­dad de acción, todo contenido es en principio equiva­lente a otro: sólo con girar su atención aparecerá otra serie de relaciones reflejadas en él. Pero, y esto es lo fundamental, la capacidad de acción no es un proble­ma por sí mismo, sino que ella significa que el hombre se ha desprendido d^ aquellp que lo hace sostenerse

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en la existencia en general. A eso es a lo que apunta Nietzsche cuando habla de favorecer o perjudicar «la vida». Esto no debe comprenderse primariamente en im sentido biológico, o como mera exaltación de la ac­tividad, por lo menos mientras estos términos tengan el sentido ya desgastado que actualmente poseen. Pro­bablemente estaríamos más cerca de la cuestión si se pensara la actividad en el sentido de la energeia aristo­télica, siempre que también aquí seamos capaces de pensar lo problemático y no exclusivamente la solu­ción que da Aristóteles. En general, puede decirse que la reflexión filosófica se diferencia de otras formas del pensar por el hecho de que su preocupación fundamen­tal no es tanto obtener respuestas como obtener pre­guntas, preguntas que abran cada vez más un campo no protegido y que al contrario de lo que afirma el pensar no filosófico, no significan de ninguna manera estar cada vez más dudoso e indeciso. En este sentido, podemos volver a interpretar la posición nietzscheana respecto de la historia: lo que reclama es interpretar el hecho histórico como una pregunta que impulsa ha­cia adelante en un camino de apertura y lo que critica son las respuestas uniformes, que en su indiferencia son más ima manera de eliminar que de responder a tma cuestión.

La riqueza de la vida surge en esa apertura que obliga a elegir un lenguaje, a elegir un destino. Por el contrario, el mundo de la cultura, que es el mundo dominado por la objetividad histórica, es el «mundo de la obligada uniformidad exterior», aquel en el que el enfrentarse seriamente con la existencia sólo es per­mitido como actividad académica, pero se convierte en un delito apenas se intenta realizar «en la llamada vida»: «El moderno filosofar está limitado política y policialmente a la apariencia erudita por gobiernos, iglesias, academias, costumbres y cobardías de los hombres».**

La objetividad de lo que ocurre es el medio para llegar a la uniformidad, para que todos hablen un mis­

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mo lenguaje, que es sólo forma (uniforme) y de la cual sólo se escapa la abultada interioridad, que, sin embar­go, sólo es el desván de las cosas inservibles para el lenguaje uniforme, pero ya pasadas por él y registra­das en su inventario.

Uno de los pretendidos méritos de la actitud histó­rica es el hacer justicia a los hechos y las culturas pa- sadas.” En efecto, el historiador rescata los aconteci­mientos pasados «tal como fueron», no inmiscuye su posición personal, demostrándoles así un gran respeto. La objetividad sería, en ese sentido, identificable a la justicia: cada acontecimiento se presenta con su pro­pia identidad, sin falseamientos.

Lo que no advierte el ingenuo historiador es que el presentar las cosas tal como son sólo quiere decir pre­sentarlas de una manera que no sea chocante para el pensamiento y los prejuicibs corrientes de la época: «llaman objetividad a medir las opiniones y hechos pasados de acuerdo con las opiniones de todo el mun­do en ese instante».^ Todo juicio, incluso el que se pretende objetivo, tiene su perspectiva; no existe un representar especular de las cosas: esa es una «supers­tición».” Este perspectivismo, que volverá a aparecer en forma decisiva en su obra última, no debe enten­derse, sin embargo, como la deformación que produ­cen los diferentes puntos de vista, los escorzos inma­nentes a la mirada, sino que es la actitud de cada caso — un elemento no cognoscitivo— lo que abre el acceso al hecho mismo en cuestión. Ella es lo que le da su carácter, y no simplemente la naturaleza del objeto en cuanto tal. Incluso en la postura que desemboca en el conocimiento objetivo, lo que predomina es una deter­minada actitud que conforma al objeto, es la actitud de desinterés, de indiferencia, de falta de participa­ción.” En el mejor de los casos impera un impulso estético por representar un cuadro vivido, pero de nin­guna manera el medio aséptico de la reproducción. Lo que se determine como objetivo, al igual que cualquier Otra determinación, será el resultado de una relación.

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de una lucha entre elementos no cognoscitivos, y al mismo tiempo entrará también en una relación no cognoscitiva o de lucha con lo que se quiere conocer. De este modo, lo que cuenta no son el sujeto y el obje­to, sino que ambos términos se constituyen en función de relaciones previas. En el seno de cada uno de ellos Nietzsche abre una fisura que los deja ver más como lo que enmascara que como verdaderos términos del problema. Además de ser incongruente con el mundo, el culto de la objetividad es, por ello, un engaño en segundo grado, por ocultar los términos en que se plantea el problema, que son los términos de su pro­pia génesis.

La posición nietzscheana no desemboca simplemen­te en una defensa de la arbitrariedad sino que, des­pués de mostrar lo poco justa que es la objetividad con los hechos históricos, defiende y alaba el concepto mismo de justicia.^ La actitud objetivante no sólo es criticable por depender efectivamente de una perspec­tiva que quiere negar sino además porque esta pers­pectiva no gnoseológica (Nietzsche habla aquí de Stim- mung, temple de ánimo) es la de la indiferencia y la no participación. En ese sentido, se trata de una acti­tud negativa y es la menos adecuada para «ser justa con el hecho u opinión a la que se refiere». La justicia queda de pronto desligada de la objetividad, y con ello del saber. Ser justo con el pasado (y en general con todo lo que es) no significa reproducirlo tal cual era, sino imponerse a él desde un grado de fuerza que lo realce y no desde una actitud negativa. Para ser jus­tos, para poder juzgar, hay que «estar por encima de lo que se juzga».^ Sólo desde una posición superior es posible ser justo con lo otro (en el sentido de «hacerle justicia»).^

Esta concepción de la justicia como modo de ver­dad, que ocupa el lugar que tradicionalmente se otorga ■a la objetividad, lleva implícita —en concordancia con lo visto antes— un concepto diferente de tiempo: «sólo en cuanto arquitectos del futuro, en cuanto sabedores

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del presente podréis comprender» el dicho oracular del pasado.^’

Por momentos da la impresión de que Nietzsche tiene dificultades para mantenerse a la altura de su propia reflexión y hace concesiones a una forma Je nostalgia reaccionaria. Me refiero a la tendencia que supone ya la existencia de un sentido, de una proyec­ción futura que ilumina el pasado y la acción presen­te, que se perdería con el estudio de lo histórico, por­que de ese modo quedaría «desacralizada», perdiendo el ambiente de entusiasmo y fe que permite ir hacia adelante.^ Aunque puedan confundirse, esta no es la perspectiva que hemos tratado de reconstruir antes. En aquélla, es la proyección futura lo que debe con­quistarse para poder «ser justos» con el pasado, mien­tras que la posición «objetivista» supone la pérdida del horizonte. En ésta, en cambio, es el conocimiento mis­mo lo que provoca la «desilusión», cuya causa está en aquello que se comprueba en el conocimiento y no en la actitud objetivista básica. Esta es una llamada a mantener las ilusiones dominantes, mientras que aque­lla es el intento de forzar una comprensión de ninguna manera dada y que con su proyección futura permitirá una apropiación del pasado. Esta dualidad se repite sobre el final de la obra, ' donde sintomáticamente se emplea un significado de «justicia» que había sido cri­ticado y superado en el parágrafo anterior. En efecto, la justicia de que aquí habla Nietzsche no es aquella que desde la construcción del futuro «haee justicia» al pasado imponiéndole una perspectiva desde la cual él mismo adquiere vida, sino que es la justicia de la obje­tividad, que en su descarnado presentar lo que ha suce­dido quita toda posibilidad de entusiasmo e ilusión.

En esta inversión, aparentemente poco significativa, se encuentra la posibilidad de lectura fascistizante de Nietzsche. Si lo único que cuenta es el mantenimiento de la ilusión que permite la acción, ésta se vacía total­mente de contenido y se transforma en simple violen­cia. No se trata, por supuesto, de subordinar la acción

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a una finalidad externa —esto cae efectivamente bajo la crítica de Nietzsche— pero sí de comprender bajo la perspectiva de lo que se ha llamado «vitalidad» tam­bién a los contenidos propios de la acción, a la com­prensión del mimdo implícita en cada caso. Si, por el contrario, éstos quedan aislados de la acción y no tra­tan de realizar también el movimiento de liberación de tma finalidad externa, entonces se memtiene la di­visión entre el actuar y el «mundo verdadero» del inte­lecto, sólo que éste ahora reina en las sombras, quitán­dole al actuar su poder de continua diferenciación y volviéndose así actividad maquinal. No es la renuncia al sentido como guía lo que puede hacer del pensa­miento de Nietzsche un pensamiento barbarizante, sino la incapacidad de llevar a cabo radicalmente esa re­nuncia y de integrar —^para expresarlo de forma más bien abreviada— el mundo del pensamiento en las categorías definidas para la acción, en lugar de elimi­narlo de manera tal que quede como un recurso inde­finido siempre utilizable.

Resulta evidente, sin embargo, que no es esa la in­tención de Nietzsche, incluso en esos momentos. Tam­bién evidente es el fin que persigue, según él, el «triunfo de la ciencia sobre la vida». Al impedir lo que denomi­na xma «personalidad madura y armónica», se tiende a generar «trabajo utilizable»; los hombres tienen que ser «adiestrados para los fines de la época», tienen que trabajar en «la fábrica de las utilidades gene­rales».'*

Por momentos, Nietzsche parece creer aún en una solución «romántica» de la pérdida del sentido. Con el bombardeo de datos y culturas históricas diferentes, el hombre se «vuelve apátrida y duda de todas las costumbres y conceptos»." No obstante, este desarrai­go se convertirá cada vez más en la base ineludible de su pensar. La posibilidad de un nuevo arraigo quizá dependa de la posibilidad de concebir el tiempo y la historia de una manera no historicista, es decir, de encontrar una patria sabiéndose definitivamente apá-

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trida. Es posible que la locura final de Nietzsche sea vm testimonio de su fracaso en salir de un dilema que se planteó sin ninguna concesión.

El sentimiento histórico, en el sentido criticado, es para Nietzsche una consecuencia del cristianismo y su valoración de la muerte. El cristianismo, en cuanto fuerza depresiva de la vida que condena todo impulso centrado en lo terrenal, encuentra su continuación en el historicismo, que no es más que otro modo de des­valorizar lo que sucede. Si la vida no es más que una preparación para la muerte, la finitud de la existencia se toma im contenido central, para volverse a negar inmediatamente: a través de ella se afirma lo infinito y se condena la existencia como algo imperfecto. A pe­sar de su apariencia contraria, el historicismo se mueve dentro del mismo esquema: su sentido fundamental es el de condenar lo vivo y en ello muestran su paren­tesco la actitud que cultiva lo pasado como objetivi­dad muerta y la afirmación de un infinito más allá de lo finito. Eternidad infinita y pasado objetivo son dos formas correlativas, que a su vez confluyen en un pre­sente insignificante. Lo que tienen de común el histori­cismo objetivista y el cristianismo es ver el tiempo sub specie aeternitatis, y esto se corresponde, a su vez, con la visión de lo que es como lo siempre presente. Por ello, la historia es una «teología disfrazada» ^ y la ciencia ocupa el papel de la iglesia como custodia de la verdad. Al cultivar la objetividad determina el modo de interpretación dominante y al mismo tiempo prohíbe salirse de él, pues al definir en cada momento lo que es verdad define la totalidad y descalifica todo cambio de perspectiva. Por eso Nietzsche propone la autodestrucción de la conciencia histórica aplicando a sí misma sus categorías.'^ De este modo estalla la con­cepción de una historia interna de la verdad (dentro de la cual están comprendidas tanto la subsunción bajo una verdad única como la sucesión histórica de verdades evolutivas), para dejar lugar a la posibilidad de una historia «externa», basada en la existencia de

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una serie de fenómenos más primordiales para la de­terminación de la verdad que los términos en que ella misma se define.^

El extremo opuesto de la externalización de la his­toria lo ofrece el hegelianismo (o por lo menos la inter­pretación más o menos corriente de Hegel que Nietz- sche comparte y que en este momento no pondremos en discusión). En la medida en que toda verdad exis­tente se ha impuesto de hecho, lo que hace es definir una estructura de poder. Al definirse como verdad, y no como poder, perpetúa su dominación, «interiorizando» nuevamente la verdad. La afirmación de la racionali­dad de la historia implica la justificación de la prepo­tencia de los hechos y ahoga toda posibilidad de rebe­lión. Quien se inclina ante el poder de la historia se inclina ante el poder, ante aquello que ha resultado como poder, y de acuerdo con ello propone su inter­pretación como lo verdaderamente racional. Para no depender del poder, lo que equivale en última instancia a defender la violencia pura, es necesario romper con esta interpretación histórica en la que se reúnen dos características antes separadas: el historicismo y el cul­to de la eternidad-muerte. El culto de lo histórico es el culto de lo fáctico y este es el poder contra el que hay que afirmar la libertad, que Nietzsche defiende en esta ocasión acudiendo al «deber ser», no por estar fundado en una instancia universal sino por su poder de enfrentarse al poder de lo real. '

De este modo queda esbozada la compleja posición que adopta Nietzsche respecto de la temporalidad y la historia en esta obra temprana. He tratado de hacer resaltar los elementos fundamentales que allí están en juego y que volverán a resonar de modo decisivo en la obra de su madurez. Ya aquí se ha podido apreciar, sin embargo, lo que significan como crítica de toda una tradición de pensamiento. Detrás de la discusión de la utilidad de la historia para la vida ha surgido la cuestión del tiempo como determinante de una con­cepción ontológica que excede ampliamente los marcos

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del historicismo Contra el que podría pensarle qüe v¿in dirigidas las críticas. Ya su relación con el cristianis­mo por un lado y con el objetivismo científico por otro lo señalan claramente, aun cuando su alcance no aparece aún nítidamente dibujado. Para esto debemos remitirnos a la obra posterior, pero ante todo es con­veniente seguir el camino no rectilíneo que Nietzsche sigue hasta ella y detenernos en primer lugar en la primera obra posterior a las Consideraciones intempes- tivas: Humano demasiado humano.

NOTAS

1. I, 248.2. 1,248.3. I. 249.4. El ser deudor-culpable de la existencia, que aquí es pues­

to en referencia explícita al tiempo, será un tema central del pensamiento de Nietzsche. Véase segunda parte, cap. 1 y Apén­dice.

5. I, 249.6. I, 250.7. I, 250.8. I, 251.9. I, 251 s.10. I, 253,1.11. I, 253.12. I, 253.13. I, 255.14. Es curioso señalar que la pregunta que les hace Nietz.

sche para determinar si se trata de los hombres históricos o su- prahistóricos según cómo fundamenten la respuesta negativa, que se supone en ambos casos, es la de si desearían volver a vivir exactamente tal como han sido sus últimos veinte años. Esta pregunta, con la que trata de buscar una justificación de la existencia más allá de todo principio exterior, es la mis­ma que posteriormente, radicalizada, se planteará a propósito del eterno retorno.

15. 1,256.

17. I, 257.18. I, 261.

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19. 1,261.20. I, 260.21. 1,261.22. I, 265.23. I, 265.24. I, 265.25. 1, 269.26. I, 269.27. El intento de elegirse otro pasado. Cfr. I, 270.28. 1,274.29. I, 274.30. I, 274.31. I, 282.32. I, 285.33. I, 289.34. I, 290.35. I, 293.36. I, 290 ss.37. I, 293.38. Más adelante, en Humano demasiado humano, Nietz-

sche llevará consecuentemente la cuestión de la justicia en general a una relación de poder, en el sentido de que lo que decide es una relación de fuerza real, que no es lo mismo que una relación de dominación (§ 92). Aquí esto aparece ya pensado respecto de la cuestión del saber y en un plano onto- lógico fundamental.

39. I, 294.40. I, 295 ss.41. §7.42. I, 299.43. I, 299.44. I, 305.45. I, 306.46. Para el concepto de «historia externa», cfr. M. Foucault

La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1980.47. I, 310-311.

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Ca p ít u l o 2

LA FILOSOFÍA HISTÓRICA DE «HUMANO DEMASIADO HUMANO»

Humano demasiado humano representa respecto da los escritos anteriores una ruptura que siempre ha sido señalada por los intérpretes.' El propio Nietzsche, en el prólogo a la segunda parte, escrito en 1886, dice haber tomado «partido contra mí mismo y en favor de todo aquello que precisamente me resultaba duro y me ha­cía daño». En consonancia con ello, Fink señala que el intento de Nietzsche es demostrar «el carácter ilusorio de aquellas actitudes humanas que en su primer perío­do consideraba como los accesos originarios y verda­deros a la esencia del mimdo».* Lou Salomé lo carac­teriza como «el intento de llegar a una visión total de la nulidad de sus anteriores ideales gracias al conoci­miento de la historia de su surgimiento».^

Si bien estos juicios resultan indudablemente justos y señalan la presencia de un corte decisivo en el desa­rrollo de Nietzsche, por otro lado ocultan con dema­siada facilidad una continuidad de interés que no me interesa resaltar por simple placer erudito sino para poder seguir la problemática central de su pensamien­to, que a veces queda sepultada bajo formulaciones no

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sólo diferentes sino hasta opuestas. Esto es especial­mente agudo respecto de la concepción de la historia. A la concepción explícitamente ahistórica que defiende en el período anterior y que en el comentario a la segunda Consideración intempestiva hemos podido ma­tizar, se sigue ahora la acentuación de la necesidad de un «filosofar histórico»,* al que hay que someter a un análisis similar.

La cuestión se plantea ya en el primer fragmento de la obra. Lo propio de la tradición metafísica es aquí para Nietzsche el establecimiento de una dualidad (ser verdadero/apariencia, reposo/movimiento, razón/ sensibilidad), que plantea después el problema del sur­gimiento de uno de sus elementos a partir del otro.® La solución metafísica es la de la primacía (por «su naturaleza», si no por «el conocimiento») de la ideali­dad, que en cuanto tal se comprende entonces como lo primero y autocausado. La propuesta de Nietzsche, en­carnada en una «filosofía histórica», consiste en la disolución de esas pretendidas oposiciones, basadas en un «error de la razón», para afirmar que aquellos po­los a los que se les atribuye mayor valor no son más que «sublimaciones», en las que el elemento básico del que surgen prácticamente se ha volatilizado.

La función de la filosofía histórica será, pues, fun­damentalmente la crítica de las perspectivas trascen­dentes desde las que la metafísica interpreta lo exis­tente. Desde una comprensión inmediata, esta postura es una inversión de la actitud ahistórica defendida en la segunda Consideración intempestiva. Hilando más sutilmente, puede verse, sin embargo, la dirección co­mún subyacente a este cambio de sentido. La crítica central al historicismo era la de que destruía el carác­ter actual del acontecer y, de esta manera, el elemento fundamental de la acción por la que se define y cons­tituye en cada caso el mundo. El recurso a la historia como crítica en Humano demasiado humano cumple precisamente esa función: el despojar a lo real de los marcos trascendentales que lo ahogan. Esto no implica

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negar, sin embargo, un cambio de sentido básico. Si antes se trataba de actualizar una fuerza creadora que —empleando los términos de El nacimiento de la tra­gedia— respondía en realidad a la esencia misma del mundo, y la racionalidad objetivante no era más que su negación, ahora se trata de usar la racionalidad, para destruir aquellas construcciones que impiden el surgimiento de lo real. De este modo, las estructuras metafísicas trascendentales adquieren un peso radical­mente diferente.

Para comprender el sentido y el alcance del pri­mer fragmento aludido, es interesante comparar los cambios que aparecen en una nueva redacción de 1888, cuando pensó reeditar la obra corregida. En la versión original, después de caracterizar el procedimiento de la «filosofía metafísica», dice: «La filosofía histórica, en cambio, que ya no puede pensarse separada de la ciencia natural, el más nuevo de todos los métodos filosóficos», mostrará que «no son oposiciones más que en las usuales exageraciones de la concepción po­pular o metafísica y que a la base de esa contraposi­ción se halla un error de la razón». La versión de 1888, que no llegó a publicarse, es la siguiente: «Por el con­trario, una filosofía inversa, la más nueva y la más radical que ha habido hasta ahora, una auténtica filo­sofía del devenir que no cree en un “en sí” y por con­secuencia le niega el derecho de ciudadanía tanto al concepto "ser” como al concepto “fenómeno”: una tal filosofía antimetafísica [...] muestra que ese plantea­miento es falso, que no existe aquella oposición en la que ha creído la filosofía hasta el momento seducida por el lenguaje».’

La confrontación de ambos textos sirve para ver la continuidad de la tarea nietzscheana, al mismo tiempo que permite establecer una distinción que pue­de arrojar luz sobre el carácter de su pensamiento en esta época.

Lo común es, ante todo, la eliminación de la divi­sión entre un ser fundante y uno fundado, pero mien­

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tras la versión original deja lugar —^aunque sea con un carácter heurístico— a una inversión de la relación de fundamentación, permitiendo hablar de la instancia pretendidamente fundante como de una «sublimación» de la otra, en la segunda versión, en que esa califica­ción desaparece, se plantea la cuestión con una mayor radicalidad ontológica, permitiendo de ese modo una eliminación de la identidad (del «ser») como resultado de la eliminación previa de la diferencia fundante. Esta es una «filosofía del devenir», en la que aparecerán los temas del nuevo planteo ontológico que surgirá en la obra tardía; aquella es una filosofía histórica, en la que será posible trazar una genealogía de los modos de formación de las identidades ideales dominantes. En el texto posterior también aparece la referencia a una «historia de los conceptos y de las transforma­ciones de los conceptos bajo la tiranía de los senti­mientos de valor».’ Esta historia es lo que tiene ante sus ojos Nietzsche al escribir Humano demasiado hu­mano, y al contrario de la más radical ontología poste­rior, en la que intentará enfrentarse con el problema en su raíz, necesita aún una fundamentación en el su­jeto humano, que por una serie de mecanismos pro­yecta en el cielo de la idealidad conflictos «demasiado humanos». Así surge lo que Fink llama la perspectiva «sofística» de Nietzsche, en la que el hombre es la medida de todas las cosas y la argumentación psicoló­gica el componente básico de la crítica.’ Aquí Nietzsche emplea el esquema de la inversión de la dualidad meta­física que es propio de la crítica de la Ilustración, en un sentido amplio. Se podría decir que toda esa crítica tiene un elemento sofístico, en la medida en que inten­ta dar cuenta de los productos ideales presuntamente fundantes remitiendo a condiciones subjetivas (en el sentido de posibilitantes circunstanciales, aunque sean a su vez de carácter objetivo). Tal como sucede en dife­rentes tipos de críticas de la ideología, se produce una inversión de la relación de fundamentación, que a pe­sar del carácter revelador que en algunos casos posee.

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queda prendida del mismo esquema metahsico y man­tiene la forma de fundamentación que le es propia. El cuestionamiento de esta última será el salto fundamen­tal hacia el que se encamina Nietzsche y constituye la perspectiva desde la que debe comprenderse este pri­mer paso de la crítica.

La exigencia de una filosofía histórica está en prin­cipio contrapuesta a la posición antihistórica de la segimda Intempestiva. Sin embargo, utilizando catego­rías empleadas entonces por Nietzsche, se podría decir que su posición en favor de la historia en Humano demasiado humano no está guiada simplemente por un espíritu de objetividad, y por lo tanto por un «de­sinterés por la vida», sino por un proyecto concreto de futuro que se anuncia ya en el programa de una filoso­fía «de la mañana».’® Pero lo fundamental, como se señalaba antes, es que no trata en primer lugar de bus­car un sustrato fundante para realizar desde él una explicación omnicomprensiva, sino que su labor esen­cial es la crítica que irá despejando, sin puntos firmes en los que detenerse, todo intento de fijación última de lo real. Para ello, la actitud «iluminista» o «positivista» le ofrece una primera ruptura desde donde realizar una crítica a fondo de las categorías metafísicas.

Nietzsche afirma que el error que han cometido to­dos los filósofos es su «falta de sentido histórico»." La intención asociada a esta crítica va mucho más allá del historícismo, lo cual resulta evidente ya por el hecho de que no habla de la necesidad de la historia en cuanto representación de los hechos pasados sino de una filosofía histórica, que equivale a una concepción de lo real que parta de lo histórico y no de una exis­tencia asiunida con carácter sustancial. Efectivamente, «el hombre mismo es un resultado»," y también lo es la facultad cognoscitiva. Más aún, «aquello que ahora llamamos mundo es el resultado de una cantidad de errores y fantasías que han surgido paulatinamente en toda la evolución del ser orgánico»."

El centro de la cuestión y el carácter de lo histó­

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rico que exige Nietzsche aparecen claramente formula­dos en la revisión del segundo parágrafo realizada en 1888: «De esta óptica ahistórica que ejercían los filóso­fos respecto de sí mismos puede deducirse el mayor número de sus errores, sobre todo el error fundamental de buscar en todos lados el ente, de suponer por todos lados el ente».”

Por debajo de la objetiva actitud crítica que enjui­cia a la religión y la metafísica desde vma «ciencia» que nunca es definida con claridad,” aparecen los mo­tivos más profundos, en los que esa misma actitud crí­tica —si bien aún tímidamente— no se detiene ya ante los contenidos metafísicos en sentido estricto, sino que comienza el camino que le llevará a su reflexión posterior: a considerar que la metafísica no se encuen­tra sólo —ni primordialmente— en aquellas construc­ciones que tradicionalmente reciben ese nombre, sino sobre todo en formas mucho más básicas que se en­cuentran ya en el pensar común y —aunque esta conse­cuencia sólo aparecerá más tarde— en la propia ciencia.

El lenguaje mismo, lejos de ser una reproducción de lo real, constituye un «mundo propio» que el hom­bre ha puesto «junto al otro, un lugar que ha conside­rado lo suficientemente firme como para desde él sa­car de quicio al resto del mundo y adueñarse de él».” El lenguaje, y su lógica subyacente, no forman la es­tructura del mundo sino que «descansan sobre supues­tos a los que no corresponde nada en el mundo real, por ejemplo sobre el supuesto de la igualdad de las cosas, de la identidad de la misma cosa en diferentes puntos del tiempo». La creencia de que el lenguaje proporciona un conocimiento del mimdo es ima ilu­sión, y tendencialmente la misma noción de conoci­miento ya lo es, en la medida en que al margen de su función de construcción de un mundo dominable se la sobredetermina con un contenido de realidad injusti­ficable. Aún sostiene Nietzsche, sin embargo, que «la ciencia ha surgido de la creencia contraria» a la de los supuestos «irreales» de la lógica y el lenguaje co-

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taúií. Evidentemente, esto da úna luz suplementaria sobre el concepto de ciencia que está manejando aquí Nietzsche, que sólo por momentos o aparentemente se superpone con el concepto más corriente, dando origen así a una relación de tensión entre el conoci­miento y la «ciencia», que se irá desarrollando cada Vez más hacia la crítica del primero y, por lo tanto, hacia una transformación radical de la segunda.

Incluso las leyes más formales —o quizá precisa­mente ellas— se basan en el error «que reinaba ya ori­ginalmente» de que «hay cosas iguales», o «por lo me­nos de que hay cosas (pero no hay ninguna “cosa”)».” La suposición de una «cosa», de un sustrato material, es la creencia —o el error— básico y fundamental so­bre el que se construye todo el conocimiento humano. La razón es evidentemente un resultado de esos «erro­res» (dado que la propia lógica lo es), y es sin embargo la instancia capaz de criticarlos y hasta —quizá— de destruirlos. Por otra parte, éstos cumplen, sin embar­go, una función fundamental, y esto le lleva a decir a Kietzsche que «felizmente es demasiado tarde para Ijue [el descubrimiento del error] pueda hacer desan­dar nuevamente el desarrollo de la razón que se basa én aquella creencia».**' Por eso, la crítica de la metafísica que se contenta ¿On criticar sus productos es declarada de antemano insuficiente, a pesar de lo cual el propio Nietzsche iie mantiene en muchas ocasiones en ese nivel dentro de esta obra. Superar la metafísica en ese sentido es una tarea relativamente fácil. El verdadero problema •I realizar posteriormente un movimiento inverso en <1 que se comprenda su justificación histórica y psico­lógica y el hecho que de ella ha surgido «el mayor im­pulso del hombre».” El sentido de esta tarea queda delimitado por el proyecto de una filosofía histórica. Bn primer lugar este proyecto debe distinguirse de una mera tarea historiográfica, ya que su sentido fun­damental está en el descubrimiento del papel desem­peñado por la metafísica, más allá de su carácter de

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«superstición». Pero además —y esto es aún más im­portante— la tarea histórica, en cuanto desenmascara­miento, se refiere a los aspectos más exteriores de la metafísica (y sobre todo a la religión). Otra parece ser la tarea respecto de la «metafísica filosófica», que Nietzsche distingue explícitamente de la anterior. Aquí no se trata simplemente de «justificar» sino de ir más allá, hay que «mirar por encima del último escalón pero no quedarse en él». Aquí, «donde los más ilustra­dos sólo llegan a liberarse de la metafísica y mirarla hacia atrás con superioridad», de lo que se trata es de «girar en el fondo de la pista».* En esta división entre la metafísica vulgar y la metafísica filosófica se refle­ja la distinción entre la metaphysica specialis y la me- taphysica generalis de la escuela wolffiana. En refe­rencia a la primera, y a sus objetos primarios, dios, el mundo y el hombre, la tarea central es la de la crítica (desmitificación), la justificación histórica y el revela­miento de su verdadero sentido. Respecto de la segun­da, será la reformulación de la ontología fundamental. Con estas pocas frases, Nietzsche parece haber formu­lado la tarea que realiza en este libro y el proyecto que se abre en su horizonte.

La segunda perspectiva de su pensamiento es por ahora sólo vislumbrada. Por el momento, la filosofía histórica será la encargada de disolver la metafísica. El marco en el que se encuadra la crítica teórica es el de la filosofía kantiana, tal como aparece en la versión de Schopenhauer. La conexión del mimdo fenoménico con la cosa en sí es una fantasmagoría, pero tampoco lleva más allá la negación de la relación si no se comprende que es un producto cambiante del intelecto humano, que «ha hecho aparecer el fenómeno y trasladado a las cosas su falsa concepción fundamental».*

Nietzsche parte, como muchos otros intentos filosó­ficos del siglo XIX, del intento de anular la diferencia kantiana entre fenómeno y cosa en sí. Más adelante veremos cómo esta crítica posteriormente se hará más abarcadora y fundamental al extenderse desde la for­

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mulación kantiana hasta toda funchimentacíón global de lo existente, cuyo modelo será la relación platónica entre la idea y la cosa sensible. Esta intención ya se halla presente en Humano demasiado humano, y con ella, aunque conscientemente contenida, la visión del abismo que se abre al romperse un modo de funda- mentación que había guiado hasta entonces todo el pensamiento filosófico. En efecto, parafraseando im conocido texto de El ocaso de los ídolos^ puede decir­se que con la anulación de la cosa en sí también se anula el fenómeno, no solamente en el sentido de que deja de ser dependiente de aquélla (de estar pensando en relación a ella), sino sobre todo en el sentido de que no puede tomar sobre sí simplemente las característi­cas de la cosa en sí y autofundamentarse inmediata­mente por su presencia. La desaparición de una instan­cia fundante deja en vilo a lo existente y pone al pen­sar ante el dilema de adentrarse en una concepción ontológica que piense de manera no metafísica el lugar dejado por el fundamento ideal o de simplemente olvi­dar el problema y afirmar el aparentemente poco pro­blemático reino de lo concreto.

Es cuestionable que a esta altura Nietzsche logre lo primero, lo que sí es evidente es que se distancia de la fácil caída en lo segundo y de que tiene concien­cia de hallarse ante un problema esencial y abismal. En la obra que estamos comentando, sin embargo, su intención más fundamental se dirige a la crítica desen- mascaradora de la metafísica y para salvarse de la «solución romántica» “ adopta una actitud terapéuti­ca que no es de ningún modo una actitud de principio. De todos modos, aún deteniéndose en una etapa de su camino cuestionante, Nietzsche critica la metafísica sobre todo como un primado de la identidad, lo que hace difícil que ésta vuelva a instaurarse nuevamente, aunque ahora sea en un plano terrestre y no celeste.

Teniendo en cuenta esta perspectiva que le sobre­pasa hay que interpretar la consideración histórica que se propone en Humano demasiado humano. Ante

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lá caída qué páréce significar el abandonó de la meta­física, Nietzsche exalta la figura de aquel a quien «en la historia no sólo se le transforma el espíritu sino también el corazón y que, en oposición a los metafísi- cos, se siente feliz de albergar en sí no un "alma in­mortal” sino muchas almas mortales».^ Ante el mundo sustancial metafísico, el mundo histórico es el mundo del «devenir», el mundo en el que no hay interpretacio­nes fijas sino que mantiene latentes las más diversas posibilidades. El fragmento citado nos señala al mismo tiempo otro elemento importante: la interpretación unificante de la metafísica está ligada al «alma inmor­tal», a una comprensión supratemporal del sujeto.® El tiempo infinito de las categorías en las que se des­pliega es la otra cara de la metafísica o, más aún, su núcleo esencial. Entre la autocomprensión temporal del hombre y el carácter de ser de aquello que se le enfrenta en el mundo hay una relación indisoluble, que es constitutiva de lo que Nietzsche concibe en esta época como filosofía histórica.

En qn aforismo poco posterior al citado, la relación se vuelve más explícita. La comprensión fragmentaria de la propia naturaleza es la que corresponde al modo de ser del mundo; por el contrario, la fijación de una esencia personal es el reverso de la comprensión me­tafísica: «En lo que deviene, aquel que deviene no puede reflejarse de modo firme y verdadero».®

Gracias a la relación que acaba de mostrarse entre el tiempo y la autocomprensión del hombre, existe la posibilidad de integrar la historia en la vida personal. Al romperse la comprensión metafísica del sujeto hu­mano, al derrumbarse una falsa identidad, el hombre se abre a las diferentes posibilidades históricas, que han dejado de serle exteriores y por eso mismo adquie­ren su carácter más auténtico. De este modo, la expe­riencia personal y vivida se convierte en el lugar en que se juega la posibilidad de una visión no metafísica de lo que es, y se identifica con una comprensión de la historia. El «conócete a ti mismo» es al mismo tiempo

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un saber de la historia, saber «intempestivo» que des- inarca continuamente su perspectiva de las actuales, que por su propia actualidad están siempre al borde lie la metafísica.

La posibilidad de que aún disponemos de vivir en nuestro interior experiencias históricas pasadas es una fuente indispensable no sólo para comprender el pasa­do sino para poder convertir a la propia vida en un «instrumento del conocimiento»,” xma vez, claro está, que se haya destruido su ingenua pretensión de ver­dad. Hay que haber amado la religión y el arte, pero lambién es necesario superarlos, liberarse de ellos. Sólo recorriendo el camino que ha transitado la hu­manidad por el «desierto del pasado» se comprenderán realmente, es decir, despojadas de velos metafísicos y al mismo tiempo como experiencia propia, las posibili­dades del futuro. Llegar a este punto equivale —repi­támoslo— a otorgar «a la propia vida el valor de un Instrumento y un medio del conocimiento». Compren­der el pasado, ver las líneas de tensión del futuro y concebirse a sí mismo como teatro de este juego de! mundo, son diferentes aspectos de lo mismo.

Refiriéndose a una observación de Schopenhauer según la cual la genialidad consiste «en el recuerdo coherente y vivo de lo vivido por uno mismo»,” Nietz- Nclie llega a una conclusión hipotética que, si se le <|uita su carácter totalizante, probablemente no estaba muy lejos de su propia concepción: «la historia com­pletamente pensada sería una auto-consciencia cósmi­ca».” Sin embargo, la idea casi hegeliana de una auto- consciencia cósmica no parece corresponder a la inten­ción nietzscheana en la medida en que implica una totalización en la que los elementos anteriores quedan eliminados o incluidos en la fase superior. El «sentido hl.stórico» que alaba Nietzsche, en cambio, mantiene en su mayor grado de conciencia todas las posibilida­des históricas, y su resultado más inmediato consiste en comprender a los hombres, a los propios contempo­ráneos, como «sistemas totalmente determinados y re­

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presentantes de diferentes culturas, es decir como necesarios pero cambiantes».” El sentido histórico per­mite una especie de arqueología, una reconstrucción de los sistemas globales a los que pertenece cada hombre, cada institución o ideología, sin que su nece­sidad provenga de una totalización que los haga piezas fijas e imprescindibles de un sistema más abarcador.

Respecto del arte, Nietzsche realiza con carácter muy general una especie de aplicación de este sentido histórico. En efecto, el arte es uno de sus elementos esenciales, en la medida en que tiene la función de conservar.’* Si es fiel a esta tarea, vuelve a la vida épocas y espíritus pasados. Su carácter temporal no se agota, no obstante, en esta referencia a otras épocas, sino que radica fundamentalmente en su carácter in­fantil o juvenil. El arte es el testimonio, presente en, la época madura, de un estadio infantil, es la reminis­cencia de algo que ha sido superado por la madurez pero conserva su valor de estímulo y es quizá la única fuente de creatividad. La relación entre el arte (y la religión) y la ciencia es por momentos la misma que entre la juventud y la madurez. La segunda es la ver­dad necesaria pero que corre el peligro de frenar toda fuente de vida, la primera es el poder de crecimiento que se adquiere a cambio de una ilusión.

Esta interpretación casi comtiana refleja la trans­formación que opera el propio Nietzsche desde su pri­mera etapa. El abandono de la metafísica de artista es el abandono del ideal juvenil de transfiguración inme­diata de lo real. La fuerza de éste se impone, como una barrera que es al mismo tiempo un límite contra la entrega al fondo trágico de la existencia. Por eso, él mismo comprende el período que comienza con Hu­mano demasiado humano como una «curación», como el desprenderse de la identificación con un impulso básico que, tomado en su radicalidad, equivale a lan­zarse a la muerte. Curarse del romanticismo significa erigir entre sí y el mundo una barrera, que es lo que usualmente se llama realidad. Sólo que Nietzsche no

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podía exigirse la falta de consecuencia «normal» en estos casos y con igual coherencia, aunque a otro nivel, el mismo problema seguirá cuestionando esa instancia real para terminar por destruirla.

En un fragmento que ya hemos citado a propósito de la relación entre la verdad y la creencia en la in­mortalidad,^^ Nietzsche señala el campo de la historia como el medio en el que se muestra el origen no me- tafísico de la verdad. Al igual que la justicia, no se fundamenta en sí misma por su propia validez uni­versal sino que se basa en un criterio de utilidad. La preferencia por lo verdadero se basa en un criterio de utilidad social. Al afirmar que la racionalidad no tiene un origen racional,* la historia tendrá que ser el mar­co en el que se revelen y constituyan los criterios que determinen todo desarrollo. La «historia de los senti­mientos éticos y religiosos» será, por ejemplo, la que deberá mostrar de dónde proviene la «fatal impor­tancia» que se le ha otorgado a Icis «cosas primeras y últimas».^ El «libre dominio de la razón», y con él la transformación del animal en hombre, surge cuando éste no dirige su acción de acuerdo con el placer inmediato sino que se dirige a lo duradero, es decir, a partir de la proyección de un horizonte temporal puede establecer un razonamiento de utilidad.^ El paso siguiente será el del sometimiento a sentimien­tos comunes, elevándose así sobre la utilidad personal, y el último estadio de la moralidad se alcanzará al convertirse el hombre en legislador de lo que pueda ser útil. A lo largo de la historia se va gestando un individuo colectivo, al mismo tiempo que, con el últi­mo paso, se coloca el germen que podrá permitir la superación de este estadio.

La ocupación con la historia puede descubrir las bases del desarrollo humano. Placer y displacer son los motores evidentes, pero «sin los errores [o sea lus creencias ontológicas fundamentales], que actúan en todo placer o displacer anímico, no hubiera surgi­do nimca una humanidad».^ Las categorías ontológi-

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cas son las condiciones de posibilidad del desarrollo orgánico mismo. A partir de ellas, de la creencia en la identidad o en la libertad de la voluntad, el hombre desarrolla la idea de un puesto central en el mimdo sin darse cuenta de que no son más que condiciones de su desarrollo. La apertura comprensiva del hom­bre sobre el ser que lo rodea es para Nietzsche estric­tamente coextensiva con las categorías que emplea para comprenderlo y adueñarse de él. Toda preten­sión de ir más allá no será entonces más que un doble error que traslada a un mundo de verdades absolutas lo que ha surgido por situaciones externas.

Dentro de esta concepción de la historia, la con­ciencia del tiempo tiene una doble función. Por un lado, ya hemos hablado de la recuperación de posibi­lidades propias. Por otra parte, la memoria es la esta- bilizadora de las experiencias y expectativas, lo que permite un campo homogéneo dentro del que pueda moverse el pensamiento racional.^’ Sin embargo, la condición de posibilidad de esta memoria parece ser el olvido, no ya el olvido de su estructura interna, por el que se pierde la coherencia del pensamiento racio­nal, * sino el olvido de su origen, que es lo que da una apariencia de racionalidad total y autosuficiente.’’

Esta memoria amenazada por dos olvidos no pue­de impedir que «quien haya conseguido claridad so­bre el problema de la cultura, piense en su origen con tristeza».'*’ Así como el grado de castigo de un delin­cuente tendría que depender del grado de conocimien­to que se tenga de la historia del delito, para desapa­recer con el conocimiento total,"' Nietzsche piensa pro­bablemente que la absolución de la culpa de la exis­tencia humana, del «sufrimiento por el pasado», sólo puede lograrse con su total integración en un círculo necesario, es decir, con una diferente relación entre necesidad y azar basada en una diferente concepción del tiempo.

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NOTAS

1. En las reacciones que provocara el libro en su momcmo se nota más sorpresa que comprensión por el sentido de ese cambio. Quizá la más ilustrativa sea la de los Wagner, que recibieron el golpe a pesar de la indiferencia mostrada. Pocos vieron, sin embargo, lo que —claro que muchos años des­pués— observa Lou Salomé: «Pero esta entrega que prescinde de sí mismo sólo es el camino por el que se abre paso, dentro de una nueva cosmovisión, hacia un sí mismo propio y nuevo», L.S., Nietzsche in seinen Werken, Viena, 1894, p. 113.

2. Prólogo, 4; II, 373.3. E. Fink, La filosofía de Nietzsche, Alianza, Madrid, p. 54.4. Op. cit., p. 97.5. Hdh I, 2; II, 24.6. Hdh I, 1; II, 23,7. XIV, 119.8. XIV, 120.9. Op. cit., p. 53.10. Hdh I, 638; II, 362.11. Hdh I, 2; II, 24.12. Ibíd.13. Hdh I, 16; II, 37. Cfr. también VIII, 447.14. XIV, 121.15. Cfr. Fink, op. cit., p. 54: «para Nietzsche ciencia signi­

fica esencialmente crítica»; y p. 59: «lo único que ocurre (respecto del primer período) es que el concepto de vida es entendido de manera diferente: primero, de modo cósmico- metafísico, y ahora, en forma psicológica y biológica».

16. Hdh I, 11; II, 30.17. Hdh I, 19, II, 40.18. Hdh I, 11; II, 31.19. Hdh I, 20; II, 41.20. Hdh I, 20; II, 42.21. Hdh I, 16; II, 37. Respecto de los juicios morales cfr.

Hdh I, 37; II, 59 ss.22. «Cómo el “mundo verdadero’' se convirtió finalmente

en una fábula», VI, 81.23. Véase el prólogo a Hdh II, 2; II, 371.24. Hdh II, 1, 17; II, 386.25. También en Hdh II, 1, 26: «al reclamar la verdad se

Abraza la creencia en la inmortalidad personal», II, 390.26. Hdh II, 1, 19; II, 387.27. Hdh I, 292; II, 236.28. Frauenstádt-Ausgabe-Leipzig, 1864, Nachlass, p. 360.29. Hdh II, 1, 185; II, 461.3Q. Hdh l, 274; II, 226.

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31. Hdh I, 147; II, 142.32. Hdh II, 1, 26; II, 390.33. Cfr. también Hdh II, 1, 22; II, 388.34. Hdh II, 2, 16; II, 550.35. Hdh I, 94; II, 91.36. Hdh II, 2, 12; II, 547.37. Hdh I, 5, 12 y 13; II, 27, 31 y 32.38. Hdh I, 12; II, 32.39. Hdh I, 92; II, 89.40. Hdh I, 249; II, 207.41. Hdh II, 2, 24; II, 559.

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Capítulo 3

LA TRANSFORMACIÓN DE LA BASE ONTOLÓGICA Y LA CONCEPCION

DEL CONOCIMIENTO

El pensamiento crítico de Humano demasiado hu­mano y buena parte de Aurora consiste en un ataque a las valoraciones metafísicas, en primer lugar, en su sentido literal de transempíricas. La crítica se maneja con un esquema que no resulta ajeno al empleado por Feuerbach y el propio Marx: al mismo tiempo que .se señala la vacuidad de las entidades metafísicas y se las retrotrae a cuestiones mucho menos honrosas, apa­recen como obras del hombre que éste ha colocado fuera de sí, dejándose dominar por ellas. Tal como lo señala Fink, podría hablarse de una «autoalienación» del hombre, por lo que la destrucción de los ideales éticos y religiosos, si bien por una parte parece reba­jar la actividad humana a intereses casi animales, por otra conduce a un enriquecimiento del ser humano, en la medida en que vuelve a recuperar para sí su •producto», que había colocado fuera de sí. Esta in­terpretación coincide en parte con la autocomprensión de Nietzsche, aunque sólo en parte y —creemos— sólo en la medida en que él mismo no ha completado aún el arco crítico en el que se inscriben y no ha llegado

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a una transformación de los conceptos básicos sobre los que se asienta tal modelo de pensamiento.

Esto comienza a ocurrir en la medida en que con la recuperación de la autoalienación se destruye tam­bién la base subjetiva (el autós) de la que aquélla par­tía, y consecuentemente también la concepción del otro (del alius), del ente sobre el que se proyecta esa subjetividad. Esto es lo que diferencia radicalmente a Nietzsche de un pensamiento de la «autoalienación»: el movimiento de supresión de ésta no puede llegar a realizarse como tal porque conduce a un radical re­planteo ontológico. Éste se anuncia aún tímidamente en Aurora y con mayor decisión en La gaya ciencia, pero disponiendo de los cuadernos y notas inéditas podemos fijar exactamente el momento en que se produce este giro sobre sí mismo y comienzan a apa­recer los nuevos temas y las nuevas perspectivas que ponen radicalmente en cuestión las bases de Humano demasiado humano, que de todos modos, como ya di­jimos, probablemente nunca fueran tomadas con la intención explícita que se muestra en una primera lectura.

Este corte ya ha sido señalado por sus intérpretes y biógrafos, recalcándose sobre todo la transforma­ción psicológica que se produce en Nietzsche alrede­dor de 1880 (fechada según los autores, entre 1879 y 1882) y en la que se ha querido ver incluso vma cone­xión con la enfermedad que provocaría su derrumba­miento en 1889, es decir, una reacción eufórica y posi­tiva condicionada biológicamente.* Al margen de los factores biológicos y de elementos psicológicos con­cretos, aquí nos interesa la transformación que ocurre en su pensamiento.

Aun teniendo en cuenta la gran movilidad de sus ideas, en el cuaderno de notas rotulado NV 4 por sus editores, en el que se incluyen fragmentos correspon­dientes al otoño de 1880, se puede observar claramente la transformación de la temática anterior y la apari­ción de los nuevos motivos.

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Éstos contrastan con los cuadernos anteriores, en los que se mantiene la problemática previa sin gran­eles cambios temáticos y la crítica de la moral —sin duda el interés fundamental— se realiza desde el pun­to de vista de una ciencia a la que se atribuye sin más el poder de descubrir y definir lo real. En ella están cifradas las esperanzas de destruir el mundo de ficciones con las que la religión y la moral han en­venenado la vida: «Si se supone que por medio de la ciencia se pondría fin a muchas ideas satisfechas y a algunos agradables ocios, su efecto no sería saluda­ble. Pero, por el contrario, puede contarse con que eli­minará muchas insatisfacciones y especialmente la horrible idea de todas las malvadas filosofías y religio­nes de que somos enteramente malos y marchamos hacia duras penas».^

La ciencia podrá finalmente enfrentarse a las cala­midades en cuya lucha los hombres han empleado una gran porción del espíritu «que les falta para inventar la alegría», y después de aniquilar a ese «monstruo» tendrá que aniquilar también los medios de consuelo c|ue se han convertido «entre tanto ellos también en monstruos».^

En contra de las pretensiones de los artistas, Nietz- sche afirma que «el hombre científico [...] es un ideal en el que todas las habilidades humanas se unen como lodos los ríos en el mar».’ A pesar de que reconoce <|ue sabe poco de los resultados de la ciencia, su con­fianza en ella parece ilimitada: «y sin embargo ese poco ya me parece inagotablemente rico para aclarar lo oscuro y eliminar los modos anteriores de pensar y de actuar».*

Hasta qué punto esta ciencia, en la que «se mues­tra el triunfo de los instintos más nobles»’ y que hace que «en los hombres científicos vivan las virtudes de los soldados y su tipo de alegría»,* tiene algo en común con la ciencia comúnmente practicada, puede ponerse en duda con mucha razón. Evidentemente, bajo ese nombre se concentran una serie de posibilidades his­

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tóricas y teóricas que aún no habían sido suficiente­mente analizadas y que a partir de este momento de­jarán aparecer perspectivas radicalmente diferentes.

A esta función de la ciencia corresponde una no­ción de conocimiento que en general queda implícita y parece suponer un concepto tradicional de conoci­miento empírico. Efectivamente, casi la única referen­cia directa al conocimiento que se encuentra en los manuscritos de esta época y en Aurora sólo contiene ima determinación negativa respecto de factores que puedan desfigurarlo. Así, «los juicios de valor sobre las cosas y los hombres», que son lo primero que se aprende, «impiden el acceso al conocimiento real».’ Las «situaciones extraordinarias», en las que «el hom­bre cree estar más cerca de la verdad» son «las menos adecuadas para el conocimiento de una cosa». Las vi­siones y fantasmas que así surgen dan lugar a la reli­gión y a la mayor parte de la metafísica.” También los artistas caen bajo la crítica por pretender tener im acceso especial al conocimiento: «los artistas no tienen nunca razón en cosas del conocimiento, porque en cuanto artistas quieren engañar y en cuanto artis­tas no comprenden en absoluto la aspiración hacia una veracidad superior».'*

Una de las características comunes de los juicios morales y religiosos es el «creer en accesos al conoci­miento diferentes de los que conoce la ciencia».'^ Mien­tras que la moral es un impedimento para el conoci­miento, por el contrario, «en todo conocimiento total se realiza esa moralidad perfecta» (la moralidad «de la justicia que da a cada cosa lo suyo y no sabe nada de premio, alabanza y crítica»).*^

A pesar de algunas señales en contrario, esta con­cepción del conocimiento se basa en una ontología realista, de cosas presentes, que, una vez eliminados los factores negativos que perturban el intelecto, son accesibles al conocimiento. De este modo, parece im­plícita una concepción de la verdad como adecuación o, en todo caso, la posibilidad de una determinación

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unívoca de la verdad, opuesta a la apariencia o la ilu­sión en que basan sus construcciones los sistemas mora­les y metafísicos. Éstos crean entre el cielo y la tierra «estrellas inexistentes» que siguen teniendo influencia una vez que han sido refutadas.’ Las ilusiones así generadas se oponen tajantemente a la verdad, aunque las necesidades que han creado no puedan ser satis­fechas por ella.“ «Finalmente, la humanidad tendrá que adaptarse a la verdad, así como se adapta a la naturaleza, aunque la omnipresencia de fuerzas favo­rables pueda ser una creencia más agradable.» **

Aunque por sí solo pueda no ser suficiente y nece­site de la retórica, existe un «lenguaje de la verdad» ” y el «delirio de que lo que eleva es verdadero y de que todo lo verdadero tiene que elevar es la conse­cuencia del desprecio de lo terrenal y material como algo irreal y de la adoración de lo espiritual y del más allá como del verdadero mundo real del que provienen todas las incitaciones que elevan».*®

Como se ve, y tal como habíamos señalado respec­to de la cuestión de la autoalienación, el esquema de pensamiento, cuando se formula explícitamente, sigue siendo el de la inversión del mundo metafísico, para trasladar al mundo «terrenal y material» la realidad que se había colocado en el más allá. El paso radical que dará Nietzsche será el de cuestionar como metafí­sico ese sentido de realidad mismo y trasladar la crí­tica de una crítica del dualismo (que intercambiaría los valores de verdad y apariencia) a una crítica de la identidad, en la que también se basa aquel dualismo.

Por ahora, Nietzsche aún puede decir que «nuestra misión es hacer germinar la sensación correcta, es de­cir, aquella que corresponde a cosas verdaderas y jui­cios correctos».** «Las sensaciones que se refieren a cosas irreales no están justificadas, no tienen derecho a la existencia.» ^

Como ya señalábamos antes, aun en medio del es­quema teórico sucintamente esbozado antes, aparecen algimos indicios que van marcando la aparición de

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un cambio que se volvería patente en el ya citado cua­derno del otoño de 1880.

En un corto fragmento escrito en la primavera de ese mismo año puede leerse: «lo nuevo de nuestra nueva posición respecto de la filosofía es una convic­ción que hasta ahora ninguna época había tenido: que no tenemos la verdad. Todos los hombres anterio­res “tenían la verdad”, incluso los escépticos». '

Hasta qué punto esto era sólo la expresión de un momento histórico que sabía que no estaba en pose­sión de la verdad o llegaba a conmover más firmemen­te la creencia misma en la verdad, es todavía difícil de decidir. En los fragmentos que le siguen no se en­cuentra ningún derrumbe evidente de las nociones de ciencia y de conocimiento que antes comentábamos. Sin embargo, es el primer paso que va en esa direc­ción. En su primera versión, al final del fragmento que acabamos de transcribir, Nietzsche agregó: «esta­mos en el océano».^ «En medio del océano del devenir» comienza el fragmento 314 de Aurora, en el que el co­nocimiento ya ha dejado de ser el punto seguro en el que se estaría al reparo de las fantasmagorías metafí­sicas, para ser la visión fugaz de un minuto, antes de volver a perder nuevamente todo punto firme. En contra de su apariencia, el fragmento no se refiere tan­to a lo pasajero de la vida humana como a la imposi­bilidad de mantener todo punto fijo de referencia (esta es por el contrario la condición de posibilidad de que se sienta y sufra algo así como la fugacidad de la vida humana).

En el cuaderno siguiente a aquel de donde se ha extraído el fragmento citado, aparecen otros dos sín­tomas en ese sentido: «Ser justo —nada. ¡Todo fluido!, ¡sólo para ver necesitamos ya superficies, limitacio­nes!».“ «El hecho es el eterno fluir.»

La destrucción de la base ontológica firme sobre la que se basaba su anterior proyecto crítico lucha aún por imponerse, y así en un fragmento posterior, des­pués de reconocer como lo propio de la época el saber

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que existen innumerables valoraciones diferentes de la misma cosa, concluye: «Preocuparse de que no se intro­duzcan cosas imaginarias por las que quedaría falseado el valor de todas las verdades. Este es el interés ge­neral».^’

Sólo lo será, sin embargo, mientras se mantengan el primado de la razón y, junto con ella, la posibilidad de una verdad firme que reproduzca la estructura del mundo. Esta concepción es la que entra en crisis, y lo hace a través de un cuestionamiento de la relación en­tre las pulsiones (Triebe) y el conocimiento. Si hasta ahora una buena parte de la crítica de la moral impli­caba el desenmascaramiento de intenciones ideales bajo las que se encontraban en realidad pulsiones instinti­vas, la pregunta por el papel que desempeñan éstas no puede detenerse ante una racionalidad que sí sería independiente de ellas. El señalamiento de la función de las pulsiones en la determinación de la racionalidad lleva necesariamente a poner en juego todo tipo de dis­curso cognoscitivo. La primera consecuencia de esta «suprema desconfianza respecto del intelecto en cuan­to herramienta de las pulsiones» “ es el escepticismo. Este no es, sin embargo, más que una negación total desde el antiguo punto de vista: «la penosa inquisición contra nuestras pulsiones y sus mentiras» es «una últi­ma venganza, en esta autodestrucción el hombre es aún el dios que se ha perdido a sí mismo». Probablemente hay pocas expresiones tan plásticas de la contradic­ción que encierra el escepticismo. A pesar de ella, esta «pérdida de la fe» es un paso inevitable, y aunque tiene lugar entre unos pocos, se apodera de la mayoría, que al perder el temor a la autoridad refleja en sí la pér­dida de una norma de conducta válida y general. La consecuencia es un tipo de experimentación con lo más visible y lo más basto, una irresponsabilidad general y una «astucia» que pone a su servicio a la ciencia. Bajo el reinado, primero de los comerciantes y luego de los trabajadores, y en todo caso de la masa, se deli­nea el papel que Nietzsche reserva a su propia filosofía

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como reacción a una ciencia al servicio de la inteligen­cia instrumental.” Ésta tendrá que «darse un signifi­cado, ponerse un fin», recurriendo a «las partes del conocimiento que no han sido promovidas por el inte­rés en la inteligencia instrumental», al igual que «las artes que son extrañas al mundo moderno».

La pérdida de un fundamento fijo ” exige tanto la superación del racionalismo como del escepticismo. El conocimiento parece dejar de apoyarse sobre sí mis­mo para ser esencialmente una forma de expresión de la pulsión. Si en el nuevo proyecto filosófico Nietz- sche señala la necesidad de darse un significado y po­nerse un fin es porque éstos no son ya reconocibles en el mundo. No hay criterios que nos puedan dar un significado independiente de los criterios utilizados; por ello, la lucha entre significados no podrá ser ya la que se entable entre la verdad y la falsedad o entre la verdad y la ilusión, sino la que se produzca entre los criterios mismos, por los que no hay que entender sim­plemente los marcos conceptuales con que se abordan los objetos del conocimiento, sino en general los «inte­reses vitales» que se ponen en juego en cada caso, o sea, las pulsiones.

Éstas, estrechamente vinculadas para Nietzsche con su renovado concepto de voluntad, son por ahora, en un sentido muy general, lo que «abre» la estructura del mundo en cada caso; «los fines últimos no pueden de ninguna manera alcanzarse de una vez por medio de conceptos: sólo podemos llegar a ver fines en la me­dida en que tenemos pulsiones por delante»,” (en el doble sentido de que las tengamos como condición pre­via y de que nos abran el camino).

Pero en la medida en que son las pulsiones las que determinan la apertura real del mundo en cada caso, el mundo exterior deja de tener la univocidad por lo menos potencial que se le atribuía: «Experimentamos el mundo exterior siempre de modo diferente, porque se destaca respecto de la pulsión que prepondera en nosotros en cada ocasión: y puesto que ésta, al ser

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algo evidente, crece y desaparece y no es algo perma­nente, nuestra sensación del mundo exterior en el mo­mento más mínimo siempre pasa y deviene, es decir es cambiante».**

Toda la actividad intelectual es secimdaria respecto de la actividad primaria de las pulsiones: «Las pulsio­nes llegan siempre más rápidamente y el juicio sólo se presenta después de un fait accompU»}^

Incluso la memoria, que proporciona la conciencia de una identidad, es condicionada por los impulsos, que determinan el material que entregarán a la con- ciencia.“ El conocimiento en general, si bien genera la ilusión de tratar de algo lejano e independiente, sólo se refiere a objetos de las pulsiones: «la memoria sólo toma nota de los hechos de las pulsiones, sólo apren­de lo que se ha transformado en objeto de una pul­sión». De este modo, ha quedado destruida la indepen­dencia del conocimiento: «Nuestro saber es la forma más debilitada de nuestra vida pulsional».”

Así como la nueva perspectiva impone la destruc­ción de la identidad presente de las cosas del mundo y del concepto de saber que le es correlativo, así también implica la destrucción de la imidad del yo: «el yo no es la posición de un ser respecto de otros varios (pul­siones, pensamientos, etc.), sino que el ego es xma multiplicidad de fuerzas de tipo personal, de las cua­les a veces una, a veces otra está en primer plano como 'ego y mira a las otras como a un mundo exterior in­fluyente y determinante».”' Al perder la razón su puesto dominante y dejar de <Oonstituir en el hombre aquella instancia por referen- 'Cia a la cual se definían todas las demás, la unidad ’del yo se convierte en una expresión de las pulsiones 'que se imponen en cada caso y es por lo tanto también wnbiante y, hasta cierto punto, arbitraria.' La unidad del yo, y podríamos decir el yo mismo, pues su unidad es una característica constitutiva, tiene '•iempre un carácter mixtificador, pues la experiencia que realiza es siempre más amplia y queda ignorada y

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desdibujada en la limitación que hace del yo un ente más con caracteres objetivos. El proyecto nietzscheano se dirige contra una ontología de ese tipo y dentro de él la destrucción del concepto tradicional de sujeto ocupa un lugar preponderante. Tanto si se lo define por su subsistencia sustancial, por la reflexividad o la autoconciencia, siempre se está para Nietzsche en el plano de una ontología sustancial inaceptable. Más adelante fundará a esta última en la falsa visión que tiene el hombre de sí mismo, es decir, en su compren­sión como sujeto; por ahora, lo que importa destacar es simplemente la relación estrecha que existe entre ambas.

Al anteponer la función de las pulsiones a la de la reflexión racional, Nietzsche quiere señalar primor­dialmente no un elemento biológico como base del co­nocimiento sino el carácter de apertura del mundo que tiene lo que llama «pulsión» ante el cual la determina­ción del sujeto como polo de conocimiento y actividad resulta en el mejor de los casos secundaria y derivada. Del mismo modo, también lo será el otro «polo» del conocimiento o la acción humanas: el objeto, con lo que la relación entre sujeto y objeto pasa también a ser una cuestión secundaria y derivada.

Las diferencias entre «yo», «tú» y «él» (ello) no están dadas por la constitución evidente de los dife­rentes entes, sino que sus límites dependen de la pro­yección de una determinada pulsión, de las fuerzas que estén en acción en un determinado momento y provo­quen una determinada configuración de la totalidad. De esas diferencias, «que nosotros experimentamos como cercanía y lejanía e interpretamos como un paisaje y un plano», Nietzsche sostiene que seguramente se trate de «grados cuantitativos».“ Las diferencias cuantitativas tratan de pensar las relaciones entre los entes del mundo de manera tal que no procedan originalmente de ellos como de polos sustanciales sino que sean rela­ciones entre fuerzas de las que ellos mismos son los resultados más o menos fortuitos. «Intuitivamente,

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hacenlós que lo qué és preponderante én el momento se convierta en la totalidad del ego, y colocamos en perspectiva todas las pulsiones más débiles más lejos y hacemos de ellas un tú o un ello completos.»

Parece obvia la pregunta por el «nosotros» que hace que seamos lo que somos, por ese sujeto que tiene que explicar el surgimiento del sujeto. Por el momento, Nietzsche se mantiene simplemente en la contradic­ción y se podría decir que sólo busca enriquecerla y profundizarla, y por esta vía es por la que encontrará más adelante una salida propia.

En este sentido, más que preguntarse por ese movi­miento circular, introduce en él aún más elementos: las «relaciones sociales» constituidas por estas relacio­nes entre varios que son en realidad el yo, reproducen las auténticas relaciones sociales, las relaciones con los otros: «Nos tratamos como una multiplicidad e introducimos en estas "relaciones sociales” todas las costumbres sociales que tenemos respecto de los hombres, los animales, los lugares y las cosas».^

Cada uno de nuestros impulsos nos lleva a un deter­minado modo de relación con los otros, y éstos, a su vez, nos entregan la imagen de nosotros mismos, por lo que el aparente solipsismo del comienzo se desvane­ce, pues «nuestras propias pulsiones nos aparecen en la interpretación de los otros». El acceso privilegiado al propio yo que sostenía la tradición cartesiana queda de pronto disuelto en una compleja relación. El yo es una expresión del juego de las pulsiones y por otra parte se constiUiye por la mediación de la imagen que le ofrecen los otros.

Luego de esta presentación del nuevo esquema de pensamiento que Nietzsche prácticamente inaugura en estos cuadernos y que constituyen el germen de su filosofía posterior —^aquella que se mueve a un nivel más fundamental— trataré de desarrollar algo más detalladamente la base ontológica que plantea, tal como aparece en los manuscritos de la época. Por razones similares a las expuestas en la «Introducción», me

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basaré fundamentalmente en ellos, pues contienen ele­mentos que se desdibujan o simplemente no se en­cuentran en la obra editada, en este caso, Aurora. Aunque esto seguramente se debe a que Nietzsche se encontraba poco seguro de ellos, creo que tiene sen­tido tomarlos en consideración por el hecho de que inicizm realmente ima línea de pensamiento que se pro­longará hasta el fínal de su vida activa.

Con los números 429, 431, 433, 435 y 451 aparecen en estos cuadernos una serie de fragmentos en los que Nietzsche reflexiona sobre la naturaleza del conoci­miento y correlativamente sobre la esencia de lo real, sobre la posibilidad de tma ontología. Casi todos ellos se basan en o hacen referencia a ima peculiar concep­ción del intelecto como un espejo que encuentra una expresión muy sucinta en los fragmentos 121 y 243 de Aurora. Digo que se trata de una concepción peculiar porque se distingue muy claramente de la noción es­pecular del conocimiento propia de cierta concepción tradicional del conocimiento, según la cual los objetos del mundo se reñejarían en la conciencia, que posee­ría así una imagen verdadera de aquéllos. La intención de Nietzsche al recurrir a la imagen del espejo es en cierto modo opuesta: lo que quiere recalcar con ella no es la reproducción del mundo real sino su necesa­ria defoimación, o mejor dicho, su transformación categorial. Para esto, el espejo es una metáfora: así como en la imagen especular los volúmenes se reflejan como líneas siguiendo determinadas perspectivas, así la realidad que percibimos (en que vivimos) es un reflejo reductor de aquella «realidad» siguiendo igual­mente determinadas perspectivas.” Esta perspectiva es absolutamente inseparable del mundo (desde noso­tros, es decir, desde nuestra perspectiva), aunque esto no es traducible en términos de existencia, ya que ésta sería lo único que podría afirmarse independientemen­te del espejo o de la perspectiva. De este modo, no sólo las palabras son signos de las cosas (signos y no imáge­nes duplicadoras, o sea, imágenes más unas ciertas le­

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yes de transformación a las que les es inherente un cier­to grado de vaguedad, tal como ocurre en el traslado de imágenes de dimensiones diferentes), sino que las co­sas mismas son signos de las cosas (y no sólo imáge­nes en cuanto cosas percibidas). Por ello, la duplica­ción por la que nuestro mundo coexiste con un mimdo incognoscible no es una duplicación inútil: ella impi­de que las cosas se comprendan desde sí mismas, desde la evidencia empírica de su presentación. Siguiendo con la metáfora de la imagen, podría decirse que el punto de fuga de la perspectiva se halla siempre fuera del plano de la imagen. «Todas las relaciones que nos son tan importantes son las de las figuras en el espejo, no las de las verdaderas.»"

Las distancias son las distancias ópticas en el espe­jo, no las verdaderas. «“No hay mundo alguno si no hay espejo” es un sinsentido, pero todas nuestras rela­ciones, por más exactas que sean, son descripciones del hombre, no del mundo: son las leyes de esta óptica superior que no ofrece ninguna posibilidad de llevar­nos más allá. No es apariencia, no es ilusión, sino una escritura cifrada en la que se expresa una cosa desco­nocida, muy clara para nosotros, hecha para nosotros, nuestra posición humana respecto de las cosas. Con ello nos quedan ocultas las cosas.» "

En el espejo sólo vemos «el mundo que se refleja en él»,^ y si queremos aprehender las cosas «finalmen­te no llegamos más que al espejo». * «El hombre nos oculta las cosas», la perspectiva humana, aparentemen­te irrenunciable, no nos permite acceder a las «cosas», todo lo que experimentamos está dentro de nuestra óptica, ésta nos señala más allá y más allá no podemos ir. La imagen que plantea Nietzsche no es enteramente diferente de la caverna platónica: estamos encerrados en una visión falsa que tendemos a considerar como real. Pero, observando con mayor atención, se puede ver que a partir de allí su camino es opuesto. El pesado error platónico radica en considerar que es posible una ascensión hacia la visión de las figuras que pro­

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yectan las sombras, y que éstas son de la misma «di­mensión», son entes a los que es posible contemplar. Con esto Platón toma, para Nietzsche, el camino erra­do: la remisión fuera de sí que está implícita en la pers­pectiva visible la entiende en términos de la misma perspectiva y así ontifica el ámbito, o mejor dicho la apertura a la que se accede con la destrucción de la absolutez de la presencia óntica. Al entenderse ésta como presencia fenoménica, se busca en un ente exis­tente en sí la razón de ese aparecer, trasladándose al otro «ámbito» la noción misma de ente, que para Nietzsche es el elemento fundamental de la perspec­tiva humana.

Al hablar aquí de «otro ámbito» no quiero presen­tar simplemente al pensamiento de Nietzsche como una nueva metafísica. Es por ahora sólo ima descrip­ción insuficiente del intento que realiza por pensar la «alteridad» del ente que se presenta sin recurrir a otro mundo óntico, es decir sin elevar la presencia a cate­goría fundante absoluta. A esto se refiere Nietzsche con la categoría de «devenir». De acuerdo con esta in­terpretación, no habría que entender por devenir la representación de un fluir indeterminado, sino ante todo el ámbito no espacial al que abre la comprensión de lo que es en cuanto se destruye la autofundamen- tación del ente en su presencia y se advierte la liga­zón indisoluble de ésta con la subjetividad.

En ese sentido hay que comprender el siguiente fragmento: «Hablamos como si hubiera cosas-entes (seiende Dinge) y nuestra ciencia sólo habla de tales cosas. Pero una cosa-ente sólo la hay según nuestra óptica humana: de ella no podemos desprendernos. Algo en devenir, un movimiento en sí nos es totalmente incomprensible. Sólo movemos cosas-entes; en ello consiste nuestra imagen del mundo en el espejo».'*

La transformación que se produce en la imagen especular condicionada por la perspectiva humana es la reducción del mundo del devenir al mundo de los entes. Las «cosas» que nos quedaban ocultas según el

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fragmento anterior Son precisamente no-cosas, u, iii;is bien, las cosas en cuanto no lo son, en cuanto no csliin encerradas en una determinación óntica y conservan en sí un elemento temporal. El intento de Nietzsche va dirigido, a pesar de su reconocimiento de que «no po­demos desprendemos de la óptica hvunana», a concebir lo que es no a partir de su identidad, sino a partir de su diferencia, y no de una diferencia óntica (pues esto equivaldría nuevamente a partir de la identidad) sino de una diferencia ontológica, de la diferencia que exis­te entre el ente —en la perspectiva humana— y su existencia como pura diferencia (el devenir)."'^

Con la destrucción del ente fijo como punto de par­tida comienza también la destrucción del concepto de verdad como adecuación. En primer lugar queda el carácter «subjetivo» de la verdad entendida en ese sen­tido, es decir de la verdad que precisamente se pre­tendía objetiva: «Presumimos que la verdad se deter­mina progresivamente, pero sólo el hombre se deter­mina en las relaciones con las otras fuerzas. Él desa­rrolla el conjunto de relaciones, es decir el conjunto de limitaciones y errores. No son errores absolutos sino del tipo de los errores ópticos».'*

Lo que hace la determinación de la verdad que ingenuamente se toma como correspondencia con lo real (como espejo en el sentido tradicional) es ir dis­poniendo el mundo de acuerdo con las relaciones de fuerza existentes. Lo que la ciencia en el progreso del saber interpreta como un mayor conocimiento de lo real es, desde esta perspectiva, en todo caso un aumen­to de la fuerza del hombre y especialmente de la fuerza cognoscitiva, que por su parte no es un deseo de saber sino que responde a la presión de determina­dos impulsos. «No hacemos con el conocimiento nada diferente de lo que hace la araña con la tela, la caza y la succión de su víctima: determinamos nuestras

■ necesidades y su satisfacción.»La fuerza del conocimiento no es reproductora sino

formadora: «Esa actividad se pasa por alto fácilmente;

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no somos pasivos en la acción sobre nosotros de las otras cosas sino que inmediatamente oponemos nues­tra fuerza».^

El conocimiento tiene, con términos de Kant, una capacidad espontánea y no sólo receptiva, sólo que a diferencia de él, aquélla no constituye un marco trans­cendental de toda experiencia posible sino que es la fuerza no cognoscitiva que tiende a conformar el mun­do de acuerdo con sus necesidades. Hay que aclarar, sin embargo, que ni esta fuerza es única, pues se trata siempre de una multiplicidad, ni puede construir el mundo, reducido a vm mero material disponible, pues también en ese sentido se mueve entre una plturalidad de fuerzas y resistencias. O sea que a la destrucción de la dualidad gnoseológica entre sujeto y objeto Nietzsche no le hace suceder una dualidad volitiva entre ambos sino que acomete la disolución de la dualidad misma.

Recapitulando, señalemos, pues, lo que podrúunos llamar un planteo ontológico general, el relevamiento de la diferencia ontológica, que condiciona inmediata­mente la concepción del conocimiento y la verdad, que se reformulan entonces desde la perspectiva de fuerzas que en función de ciertas relaciones producen o defor­man el mundo en cada caso conocido. Este segundo planteo tiene por función dar cuenta de la transforma­ción que da por resultado un mxmdo de entes y el consiguiente olvido de la diferencia ontológica (del «mundo del devenir»). A primera vista, ésta no parece ser lo mismo que las fuerzas (pulsiones, necesidades, falsificaciones, más tarde interpretaciones y voluntad de poder) que por cumplir la función antes citada pa­recen reclamar el privilegio de descubrir de manera más acertada el mundo de la diferencia. Por ello, la tendencia a su identificación que puede observarse en algunos de estos fragmentos hace necesario dejar abier­ta la pregunta de si con ello Nietzsche no cierra nue­vamente el espacio abierto con el señalamiento de la diferencia.

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Por eí ttiómento sigamos nuestra interpretación refiriéndonos al último fragmento de esta serie/’ un fragmento más extenso en el que Nietzsche parece querer sacar conclusiones generales de su nueva posi­ción. El conocimiento y las mismas sensaciones son «como tm punto en un sistema», son como la perspec­tiva que delimita un campo visual. «El punto de parti­da es el engaño del espejo, somos imágenes especula­res vivientes.» El conocimiento como visión verdadera de las cosas no tiene sentido alguno, pues equivaldría a una inexistente «unidad de medida de la sensación», es decir una invariabilidad de criterio que estuviese dada por las cosas mismas. Las limitaciones que im­pone el especial modo especular de conocimiento le son constitutivas y eliminarlas equivaldría a eliminar el conocimiento mismo. «El error es pues la base del conocimiento.» La posibilidad de conocer, y por lo tan­to también de distinguir a cierto nivel lo verdadero de lo falso, se basa en la imposición de cierta perspectiva que no tiene correspondencia alguna con el mundo real de los entes que posteriormente parecen ser el único criterio. Las categorías ontológicas fundamentales en las que se basa el conocimiento son para Nietzsche un «error» en un doble sentido: al igual que otras expre­siones vitales y al igual que la conformación del mun­do de otras especies, constituyen un falseamiento de lo «verdaderamente real», del mundo del devenir; y en segundo lugar, condenan a una continua interpreta­ción óntica y veritativa de los sucesos del mundo.

Análogamente, el lenguaje es sólo una presunta y creída base de verdades, mientras que «verdad» en realidad sólo puede haber en las construcciones direc­tas de los hombres, como por ejemplo, el número. Ese es el «modo de las verdades humanas»: encontrar lo que se ha puesto, reduciéndose así esa verdad analítica a tma obvia adecuación de la proyección y lo proyec­tado. Todos los demás objetos de la experiencia, si bien sólo tienen el carácter que les es propio a partir de los «supuestos básicos» desde los que se estructura

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él mundo humatlo, fto pór ello soil simples produccio­nes sino, para volver a la terminología kantiana, una síntesis indisoluble de receptividad y espontaneidad.

«El mundo es para nosotros, pues, la suma de las relaciones con una limitada esfera de supuestos bási­cos erróneos.» Todo grupo de supuestos básicos da lugar a una «esfera», a un mundo con leyes propias que no tiene acceso a ninguno de los otros, pues «un autén­tico conocimiento de todas esas esferas y limitaciones es un pensamiento sin sentido». La limitación de la fuerza y el ponerla siempre en relación con otra fuerza es el «conocimiento».

De este modo quedan enunciadas las bases del replanteo ontológico que realiza Nietzsche durante la década del 80. Tal como se señalaba antes, una de sus primeras consecuencias es la del abandono del con­cepto de verdad como adecuación: «El pensamiento, al igual que la palabra, sólo es un signo: no puede hablarse de ninguna congruencia entre el pensamiento y lo real. Lo real es un movimiento pulsional».^

Esta concepción de la verdad aparece en Aurora solamente en un fragmento,^’ en el que sin embargo la limitación del horizonte aparece referida casi exclu­sivamente a la sensibilidad, mientras que posterior­mente sirve de fundamento a todo conocimiento. Por eso, aun cuando la conclusión es la misma —no hay ningún camino para escaparse de aquélla y acercarse a lo real, estamos encerrados en nuestras propias re­des—, el razonamiento nietzscheano se asemeja aquí más al de Berkeley, la limitación parece provenir de los sentidos y tiene así un alcance ontológico diferente al expresado en los fragmentos no publicados.®

Casi todas las demás referencias a la verdad en Aurora proceden, por el contrario, de su concepción anterior, es decir, son previas a la ruptura que acaba­mos de comprobar, a pesar de que la compilación y redacción final del libro son posteriores y de que en el ordenamiento de la obra aparecen más adelante. Véanse, p. ej., los fragmentos 424, en el que se habla

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nuevamente de la verdad desenmascaradura, .<1 contrario de los errores que han reinado hasta d pie sente no tendrá la capacidad de consolar; 507, imi í I que, si bien se protesta contra la tiranía de lo vertladi ro, reivindica sin embargo para la verdad «un gran poder» sin poner en cuestión su carácter propio, y 54,1, en el que se vuelve a recalcar que la pasión no debe ser un argumento en favor de la verdad.®*

En el fragmento 539, en cambio, aparece la idea de que «una voluntad» impera por detrás de la visión. De acuerdo con ella, que nunca es totalmente compren­sible, se está «siempre pleno de ocultas predetermina­ciones acerca de cómo tiene que estar constituida la verdad». El mirar mismo no parece poder librarse de este condicionamiento, y el fragmento termina con una curiosa alusión a la caverna platónica, en la que Nietzsche pregunta: «¿No teméis en la caverna de cada conocimiento volver a encontrar vuestro propio fantasma, como la fantasmagoría en la que la verdad se ha disfrazado ante vosotros?». Lo que proporciona las «imágenes visibles de las cosas no será ya su arque­tipo, su verdad más propia y pura, sino por el contra­rio, el fantasma de sí mismo, o sea una nueva ima­gen, que es al mismo tiempo una «fantasmagoría de la verdad», un disfraz y una mentira que son las úni­cas formas en las que aparece lo verdadero.

En concordancia con esta idea del perspectivismo aparece otra noción que será clave en el nuevo proyec­to ontológico de Nietzsche: la de interpretación. La irrecuperable distancia entre lo real y su concepción ha dejado de lado la verdad como correspondencia, pero tampoco puede concillarse con la de absoluía creación. A pesar de que existen afirmaciones poslc- riores de Nietzsche que pueden dar lugar a que se lo entienda en este sentido, más adelante podrá verse qiu,’ la noción de creación que maneja se diferencia de la noción común de creación y encuentra su sentido espe­cífico precisamente en unión con el concepto de in­terpretación.

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Utilizando la metáfora nietzscheana del espejo ha­bíamos hablado de una transformación de las dimen­siones, de las perspectivas con que (o mejor «en que») aparece lo real. El proceso de esta transformación es la interpretación. A diferencia de la concepción especu­lar tradicional, que plantea implícita o explícitamente un marco absoluto, lo existente se presenta aquí siem­pre dentro del marco de una interpretación, que queda así abierta necesariamente a su cuestionamiento. Lo existente, en cuanto cosa presente o en cuanto obje­tividad, revela su carácter constituido, al mismo tiempo que la interpretación descubre su relevancia ontológi- ca. Esta concepción, algo más inclinada hacia un mar­co biológico, y sin sacar así todas sus consecuencias, aparece en el fragmento 119 de Aurora. Del mismo modo como toda vivencia es la interpretación libre de una serie de fenómenos que afectan corporalmente, guiados en cada caso por una pulsión diferente, así también, aunque con menor libertad, la vida conscien­te es un continuo interpretar que transforma los es­tímulos en causas según las necesidades: «Toda nuestra llamada conciencia (e.s) un comentario más o menos fantástico sobre un texto desconocido, quizás imposi­ble de conocer, pero sentido».”

Siguiendo la línea que ya mencionáramos anterior­mente, en Aurora se retoma también la crítica del yo como pimto de partida del conocimiento y criterio de verdad. En algunos fragmentos, concentrados todos en el mismo sector del segundo libro de donde también hemos tomado las referencias anteriores,” Nietzsche critica la noción del «yo» como una consecuencia de los prejuicios sobre los que se basa el lenguaje.” Es un punto en el que es arbitrario detenerse y im velo que oculta las fuerzas determinantes que están en juego: en el fondo, el yo no es más que la máscara de una pulsión que al volverse dominante se instaura como instancia universal.” El intelecto no parte nunca de la racionalidad, de la abstracción universal, sino que es un interés particular.

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Esta lucha contra el «yo» es esencialmente iin .f. pecto de la lucha contra la universalidad de la ra/.í'm. Por este motivo puede coexistir con una radical al’ii mación de la individualidad. Sobre todo en los cii i d e m o sh ay una exaltada defensa de la individualidad, que por otra vía parece tener el mismo objetivo que la crítica del sujeto: el concebir lo absolutamente úni­co, que sólo puede concebirse como absoluta diferen­cia, como aquello en lo que no queda ningún resto de una referencia a un universal.^ Respecto del hombre, «quitarle cada vez más su carácter universal y especia­lizarlo, hasta un cierto grado hacerlo incomprensible para los demás».® La concepción del tode ti, imposible para Aristóteles, se vuelve para Nietzsche la piedra de toque de toda comprensión del ser que no huya hacia regiones universales que no hacen más que ocultar el fenómeno puro del existir. Por eso, el culto del tode tí es, paradójicamente, al mismo tiempo el culto del de­venir, pues su fijación misma en cuanto tal individuo determinado supone ya una subsunción bajo lo gene­ral, supone ya quitarle su especificidad. El individuo es, así, al mismo tiempo que irreductible, indetermi­nable, pues en la medida en que no se deje atrapar por los «prejuicios del lenguaje», que le señalan una enti­dad universal, no podrá ser captado por esquema al­guno.® Esta idea se irá convirtiendo en guía tanto de su concepción de la acción y del hombre como de su concepción ontológica, en la medida en que vaya sa­cando de ella todas sus consecuencias.

NOTAS

1. Véase la exposición sintetizadora de C.P. Janz, Nietz- , sche t. 2, pp. 12 ss. También W. Ross, Der dngstíiche Adiar, c1 'capítulo titulado «Die grosse Genesung».

2. En IX, 194 ss.í 3. IX, 1 (46), de comienzos de 1880.

4. IX, 3 (82).

Kl

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5.6.7.8.9.10.11.12.13.14.15.16.17.18.19.20. 21. 22.23.24.25.26.27.28.

IX, 4 IX, 4 IX, 6 IX, 4 IX, 3 IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX,

(213).(290).(3).(317).(54).(79).(108).(133).(172).(125).(7).(53).(246).(300).(25).(18).(19).

3 3 3 334 4 445 5

IX, 3 XIV, 627.IX, 4 (34).IX, 4 (35).IX, 5 (17).IX, 6 (31). Véase también 6 (130).Id. y IX, 6 (200).Véase La gaya ciencia, 285: «ya no hay razón alguna

en lo que ocurre, amor alguno en lo que te ocurrirá».29. IX, 6 (18).

(62).(63).

IX, 6 IX, 6 Id.IX, 6 (64). IX, 6 (70). IX, 6 IX, 6

(70).(70).

30.31.32.33.34.35.36.37. Véase, por ejemplo, IX, 6 (435): «Un espejo en el que

las cosas no se ven como superficies sino como cuerpos».38. IX, 6 (429).39. IX, 6 (429).40. IX, 6 (431) y 6 (433).41. IX, 6 (433). Véanse también los dos fragmentos cita­

dos de Aurora.42. IX, 6 (433).43. Cabe, sin embargo, la sospecha de que, al interpretar

en muchas ocasiones esa diferencia ontológica como diferencia óntica sin referente, Nietzsche pueda cerrarse nuevamente el camino que se ha abierto. En todo caso, la superación de esa mera nada serla para el propio Nietzsche la superación del nihilismo y por tanto de la metafísica.

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44. IX, 6 (437),45. IX, 6 (439),46. IX, 6 (440).47. IX, 6 (441).48. IX, 6 (259).49. 117; III, lio.50. Este fragmento tiene su origen probablemente en uno

que figura al comienzo de un cuaderno del verano de 1880: «Las ilusiones han cultivado en el hombre necesidades que la verdad no puede satisfacer». IX, 4 (7).

51. Cfr. también el 73 y el 535, interesante para compren­der la relación entre verdad y poder y el papel que desem­peña este último en la época anterior a la concepción de la voluntad de poder.

52. Aurora, 119; III, 111.53. Entre el 105 y el 124.54. Véase Aurora, 115, que contiene además una crítica de

la creencia de que «donde termina el reino de las palabras termina también el reino de la existencia». De acuerdo con nuestra interpretación, esto no debe entenderse como una con­cepción realista basada en la representación, a la que se pue­den adjudicar o no palabras, sino como un señalamiento del carácter abierto de la experiencia y por consiguiente de la denominación, que con la variación de las interpretaciones pue­de hacer que lo que era ima entidad se convierta en un pre­juicio.

55. Aurora, 109; III, 96 ss.56. Cfr. IX, 6 (158, 163, 175, 293).57. Aurora, 108; III, 95 ss.58. IX, 6 (158).59. En realidad, ni siquiera podrá ser concebido, en el sig-

nifícado normal de la palabra, pues «así como una pasión es incomprensible, también lo es el individuo» (IX, 6 [175]), de­latando con este símil cuál será el modelo para pensar la indi­vidualidad como tal: el salir fuera de sí propio de la pasión.

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Capítulo 4

EL PENSAMIENTO MAS GRAVE

Las concepciones ontológícas que encontramos con gran densidad en el cuaderno antes citado tienen un pálido reflejo en la selección publicada en Aurora y son sin embargo la base conceptual desde la que hay que entender la súbita aparición, casi un año después, de la idea del eterno retorno. Hasta entonces, las nuevas ideas parecen entrar en un período de latencia y tam­poco en los manuscritos se encuentra una huella ma­yor de ellas, sobre todo si se tiene en cuenta el peso que habrían de adquirir dentro del pensamiento de Nietzsche. Una de las pocas excepciones son una serie de fragmentos contenidos en un cuaderno utilizado entre las primaveras de 1880 y 1881, en los que apare­cen reflexiones algo contradictorias sobre el problema del conocimiento. En ellas se encuentran residuos de sus anteriores concepciones, atmque en su conjunto están claramente influidas por las nuevas ideas que no llegan, sin embargo, a adquirir una formulación clara. Quizá la perspectiva central desde la que se or­denan todos ellos esté dada por uno de los primeros de la serie referida al conocimiento; «Objeto y sujeto.

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falsa oposición. ¡No es un punto de partida para el pensar! Nos dejamos seducir por el lenguaje».*

Todos los intentos posteriores están guiados por •ste principio y deben ser vistos a su luz, a pesar de < ue su formulación defectuosa parezca a veces indicar ; lo contrario. Por momentos Nietzsche parece preocu- i pado en no caer en una negación idealista de la reali- dad: «La posibilidad de que el mvmdo sea parecido al

' que se nos aparece no está de ningún modo eliminada I por el hecho de que reconozcamos los factores subjeti- ' vos»,* o «el espejo demuestra las cosas».* Sin embargo, ya a continuación de la primera de las frases citadas, agrega: «Eliminar del pensamiento el sujeto... quiere decir querer representarse al mundo sin sujeto: es ima contradicción: representar sin representación». El ca­rácter de la representación no puede identificarse sin embargo con el pensamiento ni el saber; el hecho de admitir la necesidad de una perspectiva para la exis­tencia del mundo no implica que esa perspectiva sea la de las condiciones intelectuales del saber. Por ello Nietzsche oscila en primer lugar entre llamarlas «sa­ber» o «sensación»,^ para llegar finalmente a ima com­pleja concepción que se expresa en los dos últimos fragmentos de ese cuaderno.* De acuerdo con ella, el saber no es algo que pertenezca exclusivamente a la conciencia, sino que es un fenómeno mucho más gene­ral, más general incluso que la sensación. Ésta es más bien correlativa al saber consciente, mientras que el saber en sentido amplio es la estructura de referen­cias propia de la realidad misma. Sus funciones son «el reconocimiento y la inferencia», es decir, en el sentido más amplio pensable, relación y reacción a un mundo externo. Este concepto, pasado por «el prejui­cio de nuestros sentidos», es equivalente al de mate­ria. Ese esquema básico, al que normalmente sólo se reconoce en el nivel humano o consciente, es la con-

- dición de posibilidad de «la pulsión y el querer». En ese sentido, «el intelecto (y no la sensación) es innato a la "esencia de las cosas"». Con esta complicada cons­

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trucción conceptual, Nietzsche trata de pensar pór pri­mera vez la totalidad y cada uno de los entes como energía.

De este modo, cuando poco más adelante Nietzsche repite la exigencia de «querer conocer las cosas tal como Son»,‘ y de ejercitarse en ver «objetivamente (sachlich), sin relaciones humanas», ello no significa ya la reivindicación de un conocimiento objetivo sino el ataque a la concepción que toma lo consciente y la relación sujeto-objeto como criterio y punto de parti­da del conocimiento y, en general, le otorga una pre­eminencia ontológica. Contra el empirismo que parte de los datos sensoriales, Nietzsche defiende la espon­taneidad, pero una espontaneidad que se basa en una instancia que está más allá (o más acá) del sujeto de pensamiento consciente, y que debería pensarse en conjunción con lo que en los fragmentos antes citados se llamaba «saber»; «la mayor parte de las imágenes no es impresión sensorial, sino producto de la fanta­sía». No sin una tradición que lo acompañe, Nietzsche adopta el nombre de «fantasía» para esa facultad con- formadora de lo real. Ella debe ocupar el lugar de lo inconsciente: «no son inferencias inconscientes sino posibilidades proyectadas que da la fantasía».^ El con­cepto de inconsciente sólo señalaba su oposición a una representación consciente, pero el concepto requerido tiene que rechazar también todo automatismo, para recalcar la producción, no tanto del objeto en sí (esto ya está pensado desde «el prejuicio de nuestros senti­dos») como de diferentes campos de posibilidad. Esta será la fuerza poética, de la que hablará poco más adelante, la «imagen libre» que precede necesariamen­te todas nuestras acciones.*

Esto no implica, sin embargo, la subjetivización total del mundo, sino que en el intento de destruir la dualidad Nietzsche se mueve constantemente entre los dos polos. La separación de un mundo de los sen­timientos respecto de un mundo objetivo es una fal­sedad: «¡pero nosotros llamamos (al primero) lo inte­

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rior y vemos al mundo muerto como lo exterior: pro­fundamente falso! ¡El mundo "muerto” eternamente movido y sin error, fuerza contra fuerza! ¡Y en el mun­do de la sensibilidad todo falso, oscuro!».’ Suspendida entre esta convicción y la imposibilidad de concebirla efectivamente se encuentra la tragedia del filósofo: «El cognoscente reclama la unión con las cosas y se ve separado; esta es su pasión. 0 bien todo tiene que disolverse en el conocimiento o bien él se disuelve en las cosas, esta es su tragedia (lo último su muerte y su pathos, lo primero su aspiración, convertir todo en espíritu: placer de vencer, evaporar, violentar, etc., la materia. Placer de la atomística de los puntos mate­máticos. ¡Avidez!».'®

En este contexto, y en referencia a esta problemá­tica, concibe Nietzsche la idea del eterno retomo. Esto es importante observarlo porque de lo contrario se cae necesariamente en interpretaciones que limitan y desfiguran su pensamiento al atribuirle una base con­ceptual que no es la suya.

La idea del eterno retomo aparece como una intui­ción súbita y constituye a partir de allí posiblemente el núcleo central de la filosofía de Nietzsche. En carta a H. Koselitz del 14 de agosto de 1881 Nietzsche escri­be: «En mi horizonte han surgido pensamientos de un tipo que nunca había visto —de ello no quiero decir nada y mantenerme en una calma imperturbable. ¡Ten­dré que vivir aún algunos años!». De esta experiencia, guía del pensamiento y solución vital al mismo tiempo, tenemos un testimonio en el fragmento 141 del cuader­no M III," fechado «a comienzos de agosto de 1881 en Sils-Maria, 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más alto sobre todas las cosas humanas».'^ Allí, bajo el título de «El retomo de lo mismo», aparece un plan en cinco puntos, al que se agrega un comentario sobre el cuarto de ellos, que tiene sin embargo un carácter bastante general y contiene una concisa referencia a los tres primeros (titulados «la incorporación de los errores fimdamentales», «la incorporación de las pasio­

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nes» y «la incorporación del saber» respectivamente). El quinto pimto, el realmente fundamental («El nuevo peso: el eterno retorno de lo mismo») no está desarro­llado especialmente, aunque constituye por supuesto el tema central de lo que sigue (en realidad, la última parte del comentario al cuarto punto puede conside­rarse ya un pasaje al quinto).

El cuarto punto, titulado en el esquema: «El ino­cente. El individuo como experimento. El alivio de la vida, debilitamiento. Transición», se inicia en el co­mentario con el título de «filosofía de la indiferencia». La filosofía de la indiferencia se refiere a la indiferen­cia respecto de los valores que regulaban la vida, que constituían lo grave de la vida, a la que ahora habrá que dirigirse como un juego. El valor supremo que se ha puesto en cuestión es el valor de verdad, de manera tal que aquello que estimulaba en mayor grado debe ser «desechado por principio en cuanto vida en la no verdad» pero, precisamente en la medida en que no se trata de suplantarlo por otra verdad, debe ser «cultiva­do y gozado estéticamente en cuanto forma y estímu­lo». Reconocer la falta de una verdad trascendente, la falta de apoyo de lo que es, equivale a tenderse hacia el abismo de lo injustificado, pero la fuerza irresistible de ese abismo no debe aniquilar la vida sino transfor­marse en concepción lúdica y estética, que goza con su propio actuar y con el mundo precisamente en la medida en que no ofrecen un fundamento. De aquí desprende Nietzsche cuatro consecuencias decisivas: a) «comprender todo en devenir», ya que el correlato de la verdad que se acaba de desechar es un mimdo fijo de entes subsistentes por sí; b) «negarnos como in­dividuos», en cuanto la individualidad es lo que sella la perspectiva única por la que se establece la unifor­midad simplificadora de lo que es; c) «ver el mundo desde la mayor cantidad de ojos posibles», como me­dio para huir de la unilateralidad anterior y correspon­der al carácter original del devenir; y d) vivir de acuer­do con las pulsiones para, alternativamente, entrc-

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(Jarse a la vida y elevarse sobre ella para dominarla.De este modo se unifican los fragmentos anteriores

desde la perspectiva proporcionada por el cambio on- lulógico antes expuesto, que sirve de base para la idea lid eterno retomo. Pero antes de pasar a esta última, ilclengámonos un instante en el último momento men­cionado, del que Nietzsche da algunas características NUgerentes, al mostrar que la pérdida de la referencia veritativa exige un doble movimiento que de cierto modo reproduce el que habíamos observado en la segunda Consideración intempestiva, poniéndola de CSC modo en relación con la cuestión del tiempo. Por una parte, es necesario «abandonarse a la vida», reco­nociendo y alimentando las pulsiones que constitu­yen el fundamento de todo conocimiento (esto es lo que expresaban los dos primeros puntos al hablar de la «incorporación de los errores fundamentales y de las pasiones»). Por otra parte, será necesario elevarse por encima de la vida para poder contemplarla y saber cuándo aquellas pulsiones «se vuelven enemigas del conocimiento», es decir, cuándo la entrega a su poder creador se convierte en unilateralidad que ahoga e intenta mantenerse como verdad. Las dos imágenes complementarias son suficientemente ilustrativas: el juego del niño y la mirada del sabio que lo contempla. El primero representa la entrega «ahistórica» a la vida, mientras que el segundo ve la «falta de verdad» de la primera, previniendo que lo que en la inocencia no es ni verdad ni falsedad se convierta simplemente en «ver­dad». En el momento en que esto ocurre, se pasa de estar inmerso en el actuar (en el que se reconoce a las pulsiones como fundamento del conocer) a depen­der de las reglas creadas por ese actuar (que se vuelve así enemigo del conocer). Este elemento da cuenta así del tercer punto del esquema: «la incorporación del saber y del saber que renuncia». En efecto, a partir de lo anterior se trata de esperar para ver «en qué medi­da el saber y la verdad pueden incorporarse, y en qué medida se produce una transformación si el hombre

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finalmente sólo vive para Conocer». Evidentemente, «saber» y «conocer» no se refieren ya aquí a objetos externos dados, ni la «verdad» es lo que les corres­ponde, sino que son un saber y conocer la absoluta falta de verdad que constituye la esencia de todo. El «ideal» fijado en el horizonte es el de la posibilidad de vivir sin reparos en esta «verdad».

Pero todo esto, como se podrá observar, más que consecuencia, es algo previo a la idea del eterno retor­no (previo tanto en el esquema planteado como en el sentido de que son temas ya elaborados anteriormen­te). El eterno retorno exige un paso más: «Pero enton­ces aparece el conocimiento más grave y hace a todo tipo de vida terriblemente dudosa (bedenkenreich)». La idea más grave tiene el carácter de una prueba, uno de sus rasgos esenciales es poner a prueba la existencia, no ya ante un tribunal de tipo moral sino precisamente ante lo contrario, ante su capacidad de libertad ilimitada, lo cual quiere decir en la intensidad de cada momento: «Se tiene que demostrar una exce­dencia absoluta de placer, de lo contrario hay que elegir la destrucción de nosotros mismos en referen­cia a la humanidad como medio de la destrucción de la humanidad».” La idea del eterno retorno parece condenar a la repetición de un pasado que, si ha sido funesto, equivaldrá por consiguiente a ima especie de condena universal. Pero Nietzsche se da cuenta en se­guida que aquí estaba manejando el concepto de pasa­do que había rechazado. No se trata de juzgar lo pasa­do que, en cuanto tal, se escapa a nuestra influencia. De lo que se trata es de llevar hasta un grado tal la «indiferencia», la destrucción del juicio moral sobre la existencia, que ésta pueda aparecer en su pura activi­dad. Si el criterio es este, desaparecerá el juicio de lo que sucede desde una perspectiva general superior para dar lugar a cada acto en su unidad extática. Pero para esto, lo único que cuenta no es el contenido de lo vivido o por vivir sino únicamente «si aún quere­mos vivir». La afirmación del acto de vivir es el único

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criterio, y a partir de él todo lo vivido queda afirmado sin trazo de culpa como la unidad de un destino. Esto no quiere decir, sin embargo, que todo quede simple­mente justificado, sino que, por el contrario, la cues­tión se plantea en cada instante con toda su radicali- dad. En rigor de verdad, sólo existe un juicio acerca del todo desde la absoluta individualidad de la acción. Irreductible a todo concepto general. Por lo tanto, ya el plantearse la pregunta de la justificación de los he­chos pasados es colocarse en el ámbito de la culpa, incapaz de concebir esa dimensión que trasciende la estructura del concepto. Esta paradoja de una afirma­ción que a pesar de ser afirmación de lo existente sólo existe en tanto realización actual, es la fuente de aque­lla otra muy visible que ha sido señalada repetidas veces por los intérpretes: la idea del eterno retomo es tanto un imperativo, algo que se debe alcanzar, como un estado del mundo, la estructura esencial de lo que es. Esto sólo resulta comprensible desde la eliminación de la dicotomía sujeto-objeto que mencio­nábamos al comienzo de este capítulo. Más adelante volveremos a plantear los problemas que se despren­den de esta concepción, de la que esto no es más que una sucinta presentación.

NOTAS

1. IX, 10 (D 67).2. IX, 10 (D 82).3. IX, 10 (D 83).4. Cfr. IX, 10 (D 76 y 79).5. IX, 10 (F 100 y 101).6. IX, 11 (10).7. IX, 11 (13).8. IX, 11 (18).9. IX, 11 (70).10. IX, 11 (69).11. IX, 11 (141).12. A este fragmento alude en Eccg Homo, cambiando algo

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el epígrafe anterior: «6.000 pies más allá del hombre y el tiempo» (VI, 335).

13. Lo arrevesado de la frase no es un problema de la tra ­ducción sino, en este caso, del estilo del propio Nietzsche, normalmente tan fluido.

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Capítulo 5

LA CUESTION DE LA TEMPORALIDAD EN «AURORA» Y «LA GAYA CIENCIA»

En Aurora y La gaya ciencia, especialmente en esta última, se prepara una crítica fundamental del pensa­miento metafísico que recogerá los planteos de los cuadernos de 1880 comentados en el capítulo 3 y la idea del eterno retomo presentada en el capítulo an­terior. A pesar de que la publicación de estos dos libros es contemporánea o posterior a aquellos manus­critos, los cortes de su pensamiento crítico contenidos en ellos aparecen de memera muy parcial y fragmenta­ria. En esto Nietzsche repite un modo de actuar ca­racterístico. Sus obras publicadas han sido a menudo testimonio de ideas y concepciones que ya habían per­dido para él parte de su vigencia.*

Respecto de la cuestión del tiempo, esta situación se refleja en la presencia de dos vertientes, una de las cuales es una continuación más estricta de lo que ya se hallaba presente en Humano demasiado humano, mientras que en la segunda aparecen —o, en cierta medida, reaparecen— los temas que van a acompañar a la redefinición ontológica propia del último período.

En la primera de estas vertiente? se continúa la

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tarea de desenmascaramiento que ya habíamos obser­vado. La función de la filosofía es en ese sentido la de criticar los ideales que a lo largo de todo su desarrollo aparecían como los primeros y más fundamentales. Tal como sucedía en Humano demasiado humano, esta tarea deberá ser llevada a cabo fundamentalmente por una filosofía histórica, por una demostración históri­ca de la dependencia que tienen dichos ideales res­pecto de motivos «demasiado humanos». Es digno de llamar la atención el hecho de que el primer fragmen­to de Aurora apunta a exactamente la misma proble­mática que el primero de Humano demasiado humano. La racionalidad es algo que va empapando las cosas —conceptos, costumbres, instituciones— a lo largo del tiempo y oculta su verdadero origen, que no tiene nada que ver con ella. La «contraposición» de la que hablaba el texto de la obra anterior, para calificarla de absurda y sin sentido, es la «contradicción» que según el texto de Aurora descubren continuamente los historiadores y que establece una diferencia esencial entre el ámbito de los sentimientos y el de los concep­tos. La historia de ambos es totalmente diferente^ y los conceptos aparecen posteriormente para legitimar una situación que no han creado y hacerla inmune a todo intento de subversión.

De este modo, la tarea desenmascaradora de la filosofía es centralmente una tarea histórica, pero de un tipo de historia diferente de la historia idealista. De lo que se trata no es de la historia interior del con­cepto, porque ésta está siempre falseada por el dominio que establece ese concepto mismo. A lo que se aspira, por el contrario, es a una génesis de los sentimientos y las valoraciones reales, no medidas por el rasero ideológico de una determinada forma que se ha im­puesto y que por su característica propia tiende ine­vitablemente a borrar su historia. Estos dos tipos de consideraciones históricas son ilustrados por Nietzsche en referencia al romanticismo y al sentido histórico de la Ilustración.’ El sejitimientg histórico romántico im­

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posibilita toda crítica y es en realidad el culto de un sentimiento que se encuentra en el pasado distante, es i-l culto de una proximidad al origen que impide toda visión transformadora del presente. Sin embargo, el propio sentido histórico, la capacidad de comprensión del pasado, puede convertirse en un factor de esclare­cimiento en la medida en que sepa abandonar la histo­ria unívoca, que es al mismo tiempo una historia del origen, para convertirse en una historia que lea en los acontecimientos pasados la discontinuidad producida por las diferentes líneas de tensión y de la que depen­den a su vez los conceptos que aparecen como domi­nantes e intentan instaurar su propia historia.^

En un fragmento inédito del año 1880* Nietzsche c.xpresa una idea similar que quizá sea el origen del fragmento que acaba de comentarse: «La apropiación del pasado —¡cuánta simpatía, pasión, olvido de sí mismo son necesarios para volver a hacer surgir el alma del pasado!».

Sin embargo, continúa Nietzsche, esto no es más que «un comienzo», para el que se requiere «mucha testarudez y fanatismo». A este respecto están «en pri­mer lugar los alemanes [...]. Véase la Reforma de Lu­lero (¡también historia!): rechazo de la razón, la clari­dad, lo impío, la falta de tradición, de la carencia de un punto de apoyo firme». La ocupación con la historia es, en primer lugar, la búsqueda de una tradición por la que uno pueda sustraerse a la libertad, un modo de buscarse un apoyo firme que quite de encima el peso de tener que construir por sí mismo un mundo propio. La tradición, el culto de lo pasado, es un aten­tado contra la libertad. Pero esto no es todo, sino que la «historia, practicada por el motivo citado, produce un efecto no deseado. ¡El pasado no confirma aquello que se buscaba». En la medida en que la historia deja de practicarse para hundirse en una tradición que evi­te la responsabilidad de ser libre, la «pasión por el sentimiento y el conocimiento que se ha vuelto a ex­citar»,* se rebela contra la intención original, destruye

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la firmeza de las concepciones presentes y expone en toda su riqueza la multiplicidad de la vida.

Otro fragmento inédito algo posterior’ repite la misma idea: mientras que con la historia «se lanzaba hacia el pasado una inmensa porción de la fuerza de investigación y del sentido de admiración», parte que perdían «la moderna filosofía y la ciencia natural», ahora se produce un «golpe contrario»: «La historia ha demostrado tinalmente algo diferente de lo que se quería: mostró ser el más seguro medio de aniquila­miento de aquellos principios». De este modo parecen reunirse las dos concepciones opuestas de la segunda Intempestiva y de Humano demasiado humano. El po­der nocivo de lo histórico se destruye a sí mismo y da lugar, en la forma de la filosofía histórica a una recu­peración de los valores ahistóricos.

Pero si esta vertiente no nos lleva mucho más allá de Humano demasiado humano, en la segunda aparece un factor diferente, que en lugar de poner en relación el discurso histórico con las categorías metafísicas, plantea directamente la referencia del tiempo a la exis­tencia.

Su formulación más directa aparece en los versos que llevan el número 4 del preludio a La gaya ciencia:

A.

B.

¿He estado enfermo? ¿Estoy curado? ¿Pero quién mi médico habrá sido? ¡Cómo pudo caer en el olvido!Sólo ahora creo que has curado: pues sano está quien ha olvidado.®

Tal como al comienzo de la segunda Intempestiva, aunque ahora a través de ima experiencia personal que altera su sentido, el olvido es la condición de la salud. El tiempo es un desgarramiento que impide la vida del presente, que ata a im origen que encadena y condena a la vida. Sin embargo, como ya había que­dado claro en el escrito juvenil, la simple exaltación

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extática del momento no es solución alguna, la ncgu- ción del pasado se compraría al precio de la negación de todo horizonte que implica ima vida animal. Por eso, lo pasado tiene que ser conservado, pero liberado del peso por el que inevitablemente se convierte en una incompletud, liberado de la culpa. Para ello, la única posibilidad es sustraerlo a una totalidad de sen­tido que es la que le da esa significación. En otras pa­labras, lo pasado tiene que aparecer liberado de la historia. Por eso esta idea surge en conexión con la del eterno retorno.’ El eterno retomo es la solución que Nietzsche encuentra para una presencia del pasado que no sea tiranía del origen y del sentido, peso de la cul­pa sobre la existencia. Al mismo tiempo, y tal como se presenta en el penúltimo fragmento de la cuarta parte de La gaya ciencia/^ es la prueba a la que se debe someter cada uno para determinar si está a la altura de la superación de la culpa, que es una estruc­tura central de la metafísica. Tal como señalábamos antes, el eterno retomo no es ni puede ser la descrip­ción de un estado de cosas, sino que es la interpre­tación más «correcta» del mundo, donde «corrección» no equivale de ningún modo a «adecuación», así como «mundo» tampoco se refiere a algo existente en sí. Estas consecuencias se irán desarrollando más adelan­te y sólo adquieren su dimensión correspondiente a la luz de la completa transformación ontológica.

En las obras que estamos comentando, éstas se im­ponen sólo paso a paso, y aun con retrocesos. En el fragmento 167 de Aurora, Nietzsche habla de que él olvido no se encuentra en nuestro poder, y antes había dicho que no era más que vm nombre para la imposi­bilidad de domintir el recuerdo.* Estos dos pasajes, en los que el olvido aparece siempre en referencia al dominio y que se contradicen con los versos antes ci­tados, nos presentan quizá las aporías de una lucha contra el pasado en el que se lo intente dominar abso­lutamente como un objeto que se hallara a la merced de ima voluntad todopoderosa. En efecto, ^sta impo­

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tencia del olvido es el correlato del yo que qmere po­seer el pasado al que Nietzsche se refiere en ima oca­sión con ironía.^ Tal como se presentará con mayor evidencia en Asi habló Zaratustra, un pensamiento consecuente del tiempo exigiría una transformación- destrucción del concepto de voluntad y de su sujeto, el yo. Con la asunción y profundización de la idea del eterno retorno tratará de encontrar Nietzsche una solución a las aporías en que están encerrados el re­cuerdo y el olvido.

En Aurora, la racionalidad, la cientificidad y, en general, la civilización aparecen basadas en el olvido de la prehistoria del hombre, de su animalidad. Ésta surge en las «irrupciones de la pasión, en el fantasear del sueño y de la locura», mientras que el estado civili­zado «se desarrolla a partir del olvido de estas expe­riencias primitivas, es decir, a partir del decaimiento de aquella memoria».'* El hombre capaz de un mayor grado de olvido será el prototipo racional, y en cuanto tal, una ventíija para todos. Este fragmento es quizás uno de los más reveladores de la intención de Nietzsche en el período que ha sido llamado positivista: un olvi­do «de especie superior» tendría que ser capaz de lle­var al ser humano (o, mejor, a algún ser humano) a una «racionalidad» ya tan poco dependiente de las fijaciones animales que, lejos de refugiarse en un mundo inaccesible y opuesto a ellas, se convertiría en un libre experimentar, superando todos sus límites. Sería algo así como el movimiento de la pasión que no se restringiera al «empirismo» de la animalidad sino que jugara con los contenidos del mundo. La supera­ción de la racionalidad por medio de su radicalización es la clave de un intento en el que más de un intérprete ha querido ver sólo la racionalidad, sin darse cuenta de que su superación era el pensamiento que la guia­ba. Por otra parte, en la medida en que este proyecto mismo anula la base sobre la que está construido, la coincidencia del olvido liberador que se expresa en los versos del preludio a La gaya ciencia y el olvido a que

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se atribuye aquí la cultura es sólo circunstanciiil v equívoca.

Con la nueva concepción que se inicia con el eterno retorno, Nietzsche trata de pensar el olvido liberador como olvido de la tiranía del origen, sin por ello eli­minar los contenidos presentes en las «experiencias primitivas». En el fragmento comentado, Nietzsche cae presa del pensamiento que critica y el olvido cae sobre lo que ya ha sido condenado (formado) por esa misma racionalidad. Hará falta una reformulación de esa di­mensión básica que ya no tome como punto de partida el ente definido como presencia percibida para com­prender de otro modo tanto las «experiencias primiti­vas» como la propia concepción del recuerdo. A partir de entonces se comenzará a distinguir entre el olvido de la animalidad que sirve de sustento a la racionali­dad y el olvido de la culpa, de la necesidad de justifi­cación, que sienta las bases de una superación de la existencia dominada por la moralidad.

De todos modos, en los textos anteriores a la «reve­lación» del eterno retorno estas implicaciones no están nada claras, e incluso las formulaciones previas del mismo que aparecen vuelven a ser desechadas, como ya lo habían sido en la segunda Consideración intem­pestiva.

Es significativo, por el contrario, que tras la refor­mulación de la cuestión del tiempo en referencia a la existencia, el «sentido histórico» adquiera tma nueva función, que a su vez recoge el ya mencionado resulta­do «ahistórico» de la historia: la de reunir en un indi­viduo la historia total de la humanidad con el mismo modo de presencia del eterno retomo.**

NOTAS

1. El ejemplo má.s claro lo constituyen las dos últimas Consideraciones intempestivas, dedicadas a Wagner y Scho-

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penhauer respectivamente, en el momento en que en realidad ya se había alejado de ellos.

2. GC, 34; III, 404.3. Aurora, 197; III, 171.4. En el fragmento 7 de La gaya ciencia vuelve a repetirse

la exigencia de historias parciales, que equivalen a pensar, a través de la historia y los pueblos, «todos los tipos de pa­siones» (III, 378).

5. IX, 6 (428).6. Aurora, 197; III, 171.7. IX, 10 (D 83).8. III, 354.9. GC, 341; III, 570.10. Es decir, al fínal de la edición original de La gaya

ciencia, ya que el quinto libro fue agregado en la segunda edi­ción de 1887.

11. Aurora, 126; III, 127.12. Aurora, 281; III, 216.13. Aurora, 312; III, 226.14. Véase también el siguiente fragmento, no editado, de

la primavera de 1880: «En las pasiones del hombre vuelve a despertarse el animal; los hombres no conocen nada más inte­resante que este retroceso al reino de lo incalculable. Es como si la razón los aburriera demasiado» (IX, 3 [12]).

15. Aurora, 49 y 211; III, 53 y 190.16. GC, 337; III, 564.

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Capitulo 6

LA CRITICA DE LA NOCIÓN TRADICIONAL DE VERDAD EN «LA GAYA CIENCIA»

En el paso que da Nietzsche en La gaya ciencia se acentúan los que serán los caracteres básicos de su crítica al concepto de verdad tradicional: el conoci­miento se basa en «errores», en la posición arbitraria de ciertos supuestos ontológicos fundamentales que permiten el dominio del ente y de este modo son «úti­les para la vida».* Estos errores básicos están al co­mienzo de la historia humana y forman parte de todas las funciones vitales. De este modo, la verdad se basa en el error, y gracias a ello se genera un conocimiento que sirve para el mantenimiento de la especie. Sin em­bargo, en este contexto, Nietzsche emplea también el término «verdad» en otro sentido. La verdad es el mo­vimiento de duda que va surgiendo lentamente frente a aquellas suposiciones básicas que estructuran la vida humana. Su carácter de condiciones vitales las hace poco menos que intocables, y en caso de conflicto no cabe otra posibilidad: el conocimiento no puede en­frentarse a la vida y tendrá que esperar el momento en que esta misma se lo «permita», es decir, en que no sea realmente peligroso para su mantenimiento, para poder salir a la luz,

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Los eléatas, el verdadero comienzo de la filosofía occidental, representan por cierto una elevación res­pecto de aquellos «errores naturales»,^ pero lo son en la medida en que efectúan su primera formulación radical. Son ellos, es decir el punto de partida de la metafísica, quienes sellan el «conocimiento invertido» que ya se encontraba en los «errores naturales». La sustancia (aún no formulada), la cosa, se convierten en lo que eran realmente; lo opuesto al ser del devenir y que lo relega a un plano derivado (la doxa de Parmé- nides). De este modo, el «platonismo» se encuentra en la base misma de la metafísica y ni siquiera comienza con Platón. A partir de este momento, es decir del in­tento de vivir efectivamente el error que está en la base del conocimiento (y de la experiencia humana cotidiana), éste tiende a confundirse con los principios de la vida misma, y será desde esta posición desde la que podrá enfrentarse a un conocimiento destructi­vo que para poder tener alguna vigencia también ten­drá que estar entrelazado con la vida misma.

A propósito de esto, Nietzsche ve la interdependen­cia de una serie de fenómenos que, a pesar de su apa­riencia, van mucho más allá de una caracterización psicológica de los pensadores que dieron aquel paso: ellos tenían que atribuirse a sí mismos, dice Nietzsche, la intemporalidad y la permanencia que caracterizan a la sabiduría.^ De este modo, el conocimiento (y aquel que conoce) se desligan de todo contacto con impulsos e instintos y la razón aparece como una «actividad to­talmente libre y que huye de sí misma». Con esto Nietzsche no se dirige simplemente contra la concep­ción de una racionalidad que olvide sus ligaduras hu­manas, sino sobre todo en contra de una determinada comprensión por la que lo real queda subsumido den­tro de la totalización que propone el conocimiento y por lo tanto no puede reconocer la «esencia del cog- noscente» ni la «violencia de las pulsiones» como ver­daderos conformadores de lo real. Sin embargo, en la medida en que se vuelve posible un conocimiento es-

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éptico (libertad que es una de las caras del nihilismo), Bte conocimiento, también mezclado con la vida y el >der, se enfrentará a aquellos errores naturales. En Be momento el pensador —y esta es la función histó-

Í;l1ca en la que se ve el propio Nietzsche— es el campo de batalla en el que se enfrentan «el impulso .de ver­dad» y «aquellos errores conservadores de la vida», dna vez que aquél ha demostrado que es también un cimpulso conservador de la vida». La verdad en este segundo sentido es ante todo la fuerza de destruir los prejuicios básicos y de acercarse al abismo del que nos separaban, separación que hasta el presente ha per­mitido que el hombre siga existiendo. Ahora, corrien­do el peligro de la aniquilación, se presenta la posibi­lidad de enfrentarse sin mediación alguna. Por eso, para Nietzsche aquí se centra la cuestión fundamental de nuestra época y de su vida: «en relación con la im­portancia de esta lucha, todo lo demás es indiferente».'* La posibilidad de transitar este camino no está de ningún modo asegurada y requiere una experimenta­ción sin igual. «¿En qué medida soporta la verdad que se la incorpore?; esta es la cuestión, este es el experi­mento.» ¿Es capaz el hombre de acercarse a la verdad sin destruirse? ¿Es posible acercar la verdad al hom­bre sin que se convierta en otra estrategia de vida?

La tesis del error como base del conocimiento apa­rece con mayor claridad en un texto inédito de la mis­ma época, en el que se destaca sobre todo otro aspecto que señala el alcance de la crítica nietzscheana. El tex­to afirma: «sin la suposición de un tipo de ser opuesto a la verdadera realidad no tendríamos nada con lo que el ser pudiera medirse, compararse y reproducirse (abbilden): el error es la premisa del conocimiento».® De este modo se falsea el hecho, pero es imposible conocerlo sin falsearlo. Esto no lo hace verdadero, «pero con ello existe un representar», que permite a su vez una serie de grados de falsedad. «El establecimien­to de los grados de falsedad y la necesidad del error fundamental» son «condiciones vitales del ser repre­

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sentante». El «ser» inventado por el «error natural» y que encuentra su primera forma de pensamiento en los pensadores eleáticos llega a su consumación en el «ser representante», en el ser de y para la representa­ción, cuya forma de verdad es la certeza. Nietzsche se pregunta: ¿cómo es posible una especie de verdad a pesar de la fundamental falta de verdad del conoci­miento en general? Y su respuesta es: «El ser repre­sentante es cierto, nuestra única certeza».

En otro fragmento agrega: «“Yo represento”, por lo tanto hay un ser, cogito ergo est». Esta es la esencia del cogito cartesiano que Nietzsche rescata. Ni siquie­ra el hecho de que el ser representante sea el yo es lo fundamental, sino simplemente la afirmación del ser como ser representante. «El único ser que conocemos es el ser representante.» «El representar» es «el con­tenido y la ley del ser».^

Este es, probablemente, el punto decisivo en el pensamiento de Nietzsche, sobre el que gira la parte nuclear de sus trabajos posteriores y la piedra de toque de toda interpretación. Efectivamente, Nietzsche pre­senta aquí el desarrollo del pensar representativo de la modernidad como la culminación consecuente de la noción de ser acuñada en el comienzo de la filosofía y que, de manera inconsciente, lo ponía ya como condi­ción de su pensar. La inversión propia del platonismo es una consecuencia del desconocimiento de ese proce­der: aquello que era puesto por el pensar como su pro­pia condición era tomado como lo primero y funda­mental. Este proceso se comienza a invertir nueva­mente en la medida en que se reconoce, a partir de Descartes, la primacía de la representación. Nietzsche, a su vez, le quita a esa concepción lo que pudiera tener de mera representación especular que siguiera de ese modo manteniendo la ficticia primacía de lo otro del pensamiento representante. Así queda el ser mismo reducido a lo que siempre había sido: condición del pensar representativo puesto por el propio pensar para asegurar su operar y acrecentarse a sí mismo. Al llegar

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a este punto, Nietzsche se sitúa en el filo de la navaja desde donde aparece la duplicidad de perspectivas que

[ ya nos hemos encontrado y que volverá a presentarse en las figuras finales de su pensamiento. Ella surge ante la necesidad que empuja al pensar más allá del esque­ma anterior por el hecho de que el pensar representa­tivo, precisamente al ponerse como absoluto, se en­frenta a la cuestión de su propio fundamento y tiene que reconocer (o al menos presentir) su deficiencia ontológica: la omnipotencia del sujeto se transforma en impotencia. Consecuencia de esta necesidad es la ya señalada tensión entre el conocimiento y la vida o en­tre la verdad en cuanto creencia y la verdad en cuanto reconocimiento de la falta de verdad trascendente. La pregunta clave que aquí se plantea —y que nos acom­pañará hasta el final del trabajo— es la de hasta qué punto Nietzsche realiza efectivamente ese movimiento, en el que la realización consecuente de la suposición básica de la metafísica la impulsa de cierto modo más allá de sí misma. En este contexto, esto equivale a pre­guntarse hasta qué punto Nietzsche supera, en su radi- calización, la primacía del pensar representativo pro­pia del pensamiento moderno. En los párrafos que esta­mos comentando resulta difícil responder positivamen­te, en la medida en que el desvelamiento del carácter de ficción de la suposición de ser no parece señalar ningún límite al principio de la representación sino sólo empujarlo a su consecuencia última: pensar que ser es sólo su (autopuesta) condición de existencia. No parece haber ningún camino que vaya más allá del pen­sar representativo, que no identifique lo que es con sus condiciones de posibilidad y que por lo tanto no piense desde una dimensión de dominio. Sin embar­go, creo que esa segunda perspectiva se impone conti­nuamente por la fuerza misma de la cuestión y la tarea de la interpretación es no dejar que se ahogue en la unilateralidad de la primera. Esto no impide, por supuesto, la pregunta posterior y fundamental que cuestione hasta qué punto esa perspectiva excedente

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está determinada por las condiciones de lo que intenta superar.

Siguiendo ahora con el primario trabajo crítico, Nietzsche muestra que desde la perspectiva del ser re­presentante-representado se genera la ficción de un mundo asequible, disponible, al que nosotros iríamos quitando los sucesivos velos que lo cubren, que no serían más que la superposición de falsas entidades, para llegar a su imagen incorrupta. Cada vieja verdad que se transforma en error aparece así como un triun­fo de la razón, sin advertir que las nuevas verdades no son nuevas visiones más perfectas sino el resultado de nuevas perspectivas que se inauguran a otro nivel: la antigua verdad valía cuando eras otro, pero «tú eres siempre otro» * y aquella correspondía a aquella vida como esta otra corresponde a la actual. «Tu nueva vida ha matado para ti aquella opinión, no tu razón.» La pretensión de la razón metafísica, que es la misma que la razón científica y la razón corriente, es la de esta­blecer un sujeto inmutable, un sujeto representante que niegue de una vez por todas ese «ser siempre otro». Con otras palabras: un sujeto basado en la presencia.

Al afirmar este ser-otro del yo, al quitar a la razón la responsabilidad por el cambio de perspectiva, Nietz­sche recurre a otra instancia que volvemos a encontrar con frecuencia y que por ahora no es más que un nom­bre para la falta de fundamento óntico suficiente de aquello que se toma por verdad: «la vida». Cuando Nietzsche afirma que la vida no necesita ya la antigua verdad y por lo tanto deja aparecer el «gusano de la irracionalidad», esto no debe entenderse en el sentido de una nueva instancia explicativa, tal como podrían serlo determinadas variables económicas o condicio­nantes biológicos. Evidentemente, Nietzsche también tiene en cuenta una perspectiva de este tipo: a esto remiten sus alusiones a la especie y al tipo de verda­des necesarias para su mantenimiento. Pero por detrás de su carácter de «razones», de orden biológico o se-

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íicctívo, apunta ya otro sentido que es el más definiío*; rio para el pensamiento de Nietzsche, aunque rara vez aparezca claramente desligado del primero. En efecto, lo que distingue fundamentalmente a estas razones de la razón en cuanto tal es su alcance y su pretensión

I de universalidad. No explican simplemente sino que t señalan una configuración activa de lo real que es al i mismo tiempo autoconfiguración y por lo tanto carece

de fundamento en sentido estricto. La «vida» no es, en realidad, un punto de referencia explicativo, y no lo será sobre todo en la medida en que el hombre asuma su propia superación como hombre, que equivale pre­cisamente a la superación de su ser genérico (gregario).

Por más que al emplear expresiones como «al ser­vicio (o en perjuicio) de la vida», una «vida ascendente (o descendente)», Nietzsche pareciera dar la impresión de una instancia reductiva, de una nueva «razón de ser», con ello no señala más que la mayor o menor asunción de la falta de fundamentación radical que está implícita en el concepto de vida. La «presencia de una fuerza viviente dentro de nosotros mismos» es la capacidad de afirmar perspectivas no generaliza­das y que sean aptas de moverse en ese plano (es de­cir, que tampoco sean simplemente arbitrarias sino que abran perspectivas propias).

Este sentido del concepto de vida se muestra más claramente en otro fragmento de La gaya ciencia, per­teneciente al quinto libro, agregado a la segunda edi­ción de 1887, y que forma parte, por lo tanto, del últi­mo período del pensamiento de Nietzsche.’ Allí, al preguntarse por la voluntad de la verdad que carac­teriza a la ciencia, llega a la respuesta de que es algo más que un cálculo de conveniencia, que con ella nos encontramos «en el campo de la moral» y ante «un principio destructor y hostil a la vida». Y concluye: «la volimtad de verdad... podría tratarse de una ocul-

’ ta voluntad de muerte».*® Según múltiples afirmacio­nes, la verdad es un error útil a la vida. Ahora parece decimos lo contrario: la verdad es enemiga de la vida

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y bien podría tratarse de una voluntad de muerte. ¿Se trata simplemente de una contradicción en que cae un autor poco preocupado por la estrictez lógica? Se trata más bien de otro sentido del concepto «vida» que va más allá del concepto biológico de supervivencia. La verdad ha sido una invención útil para la supervivencia en la medida en que ha diseñado im mundo del que el hombre podía apropiarse, al igual que cualquier otra especie ha desarrollado la perspectiva que le era ade­cuada, pero esto lo ha hecho condenándose a ser espe­cie, eliminando todo lo que no fuera ese lenguaje imiversal, que queda así relegado a la apariencia o a lo inefable, destruyendo en sí todo lo que no respondiera a esa universalidad. De este modo, lo que estaba al servicio de la vida se transforma desde esta perspecti­va en hostil a ella, pues ya la vida quiere decir otra cosa, no es ya la posibilidad de supervivencia sino el acrecentamiento de sí mismo,” lo que para Nietzsche va indisolublemente unido a la imposibilidad de «jus­tificación», de referencia a un universal como sostén de la vida. Este es el sentido central que tiene la críti­ca de la moral: la moral es la expresión del alejamien­to de lo esencial de la vida. Por ello, la pregunta «¿por qué ciencia?», que adquirirá gran peso en todo este último período, «remite al problema moral: ¿para qué moral?». Esta es una expresión más cabal que el cono­cimiento de un hecho que tampoco puede aclarar en sus términos: «la afirmación de un mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia». La moral es el título para la historia de la metafísica. En este frag­mento se presenta uno de los núcleos del pensamiento de los últimos años de Nietzsche, aquel al que se refie­re en el prólogo a la segunda edición de La gaya ciencia con las palabras: «en todo el filosofar no se ha tratado hasta ahora de la “verdad” sino de algo totalmente diferente, digamos de la salud, el futuro, el crecimien­to, el poder, la vida.

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NOTAS

1. GC, 1; III, 369.2. GC, 110; III, 469.3. Id.4. Id.5. IX, 11 (325).6. IX, 11 (330).7. IX, 11 (324).8. GC, 307; III, 544.9. GC, 344; III, 574.10. Véase también XI, 40 (39) e infra, 2.® parte, cap. 7.11. Véase la expresión de Zaratustra: «Yo soy aquello que

siempre tiene que superarse a sí mismo», AhZ, II, «De la supe­ración de sí mismo»; IV, 148.

12. Prólogo, 2; III, 349.

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PARTE SEGUNDA

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INTRODUCCION

Con la presentación del nuevo planteo ontológico que irrumpe en los textos comentados de 1880 y la concepción de la idea del eterno retomo al año siguien­te se abre el panorama para la comprensión de la problemática central del último período de creación de Nietzsche, el que va desde la composición de Así habló Zaratustra hasta el final de su vida activa en enero de 1889. Al mismo tiempo, el desarrollo que he­mos presentado ha puesto en un mismo plano funda­mental lo que hemos llamado la reformulación ontoló- gica —expresada en gran parte como crítica de la teo­ría del conocimiento— y una cuestión centrada en la temporalidad, la idea del eterno retomo. De este modo llegan a una confluencia las dos perspectivas que he­mos tratado de rastrear en el período intermedio sin que hayamos establecido aún de manera clara el modo en que se relacionan. Esta será una de las tareas de esta segunda parte, en la que adoptaremos un procedi­miento algo diferente. Mientras que hasta ahora hemos seguido hasta cierto punto un orden cronológico, de aquí en adelante nos propondremos, también con cier­tas excepciones, una exposición sistemática. La razón principal de esto la constituye el hecho de que a partir de Así habló Zaratustra nos encontramos con una vi­

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sión unitaria, lo que no excluye las continuas redefini­ciones y tanteos alrededor de ideas que en muchos ca­sos no llegan a una total claridad. En algunos momen­tos tendremos que aludir a estas diferencias, pero en general tomaremos a este período como un todo y nos apoyaremos básicamente en los manuscritos inéditos.

Para ello será necesario, sin embargo, dar un paso atrás que nos aclare las nuevas perspectivas que desa­rrolla Nietzsche en su última fase. En efecto, la supe­ración de la etapa de confianza en la ciencia como factor de esclarecimiento lo lleva a replantearse pro­blemas que ya habían aparecido en sus primeras obras y que posteriormente habían pasado a un segimdo pla­no. Esto exige a su vez una alusión a Schopenhauer, que sin lugar a dudas había constituido al comienzo el marco de referencia de su pensamiento y que, pasan­do por una serie de transformaciones, vuelve a tomar importancia en esta época. Mientras que en el Naci­miento de la tragedia y las Consideraciones intempes­tivas la dependencia de Schopenhauer es consciente­mente asumida, ocultando incluso a veces las diferen­cias que luego adquirirán mayor relevancia, a partir de la concepción del eterno retorno y la voluntad de poder, el marco de pensamiento schopenhaueriano vuelve a estar presente de una manera más oculta, en algunos casos como su negación, pero no por ello me­nos importante. Esta reafirmación de la referencia a su anterior maestro, a mi entender algo subestimada por los intérpretes, no debe hacer olvidar el hecho básico de que, a través del período intermedio, el pun­to de mira de Nietzsche se vuelve mucho más profun­do y, aunque en cierta medida pueda referirse a los esquemas de Schopenhauer, tiene presente en todo momento la totalidad del pensamiento metafísico con una radicalidad muy superior a la de aquél. De todos modos, queda abierta la cuestión de si cierta dependen­cia de Schopenhauer no le impide a Nietzsche liberarse de algunos esquemas de pensamiento contra los que dirige su crítica.

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VOLUNTAD Y TIEMPO EN SCHOPENHÁUÉR. SU RECEPCIÓN EN «EL NACIMIENTO

DE LA TRAGEDIA»

Ca p ít u l o 1i

Lo que sigue a continuación no intenta, por supues­to, ofrecer una exposición detallada del concepto de voluntad de Schopenhauer — lo que equivaldría a una interpretación general de todo su pensamiento— sino que se limitará a ofrecer algunas líneas generales que resultan imprescindibles para entender los planteos de Nietzsche.

Tal como es de sobra conocido, Schopenhauer reto­ma de una manera peculiar la diferenciación kantiana entre fenómeno y cosa en sí, estableciendo por un lado un mundo empírico sujeto a las categorías de la re­presentación y por otro un mundo verdaderamente real al que no tenemos ningún acceso directo y cuya esencia es la voluntad, una voluntad «previa» a todas las condiciones del mundo empírico y de la que las formas que aparecen en éste, incluida la voluntad hu­mana, no son más que sus «objetivaciones». Las con­diciones kantianas de posibilidad de toda experiencia se transforman en la versión schopenhaueriana en con­diciones de producción de la apariencia,* reduciéndose además esencialmente a tres, el espacio, el tiempo y la causalidad. Éstas quedan a su vez englobadas en el principio de razón, por lo que resulta que éste es

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la «expresión común de todas esas formas del objeto conocidas por nosotros a priori, y que por lo tanto todo lo que sabemos a priori no es más que el conte­nido de ese principio y lo que se sigue de él».

Más allá de ese conocimiento a priori, lo que cons­tituye la esencia de toda cosa es, por analogía con el propio cuerpo, «lo mismo que en nosotros llamamos voluntad».^ Ésta, en cuanto está en el mundo fenomé­nico, depende del motivo, del mismo modo que el com­portamiento de un cuerpo físico depende de una causa que, por ejemplo, lo ponga en movimiento. Pero esto sólo es cierto tomando como dato el carácter, que es precisamente la objetivización de la volimtad, por lo que si se prescinde de éste no tiene sentido alguno hablar de «motivos» y se muestra en cambio que la voluntad, «en sí misma», carece de fundamento.* De esto surge el sentimiento a priori de la libertad, que sin embargo se muestra siempre a posteriori como una necesidad,’ a la que no cabe excepción alguna en el mundo empírico y cuya forma a priori es el principio de razón. La voluntad es, pues, la «cosa en sí»,‘ pero no simplemente como residuo incognoscible sino como la fuerza real de la que todo lo fenoménico no es más que manifestación. Constituye así una esencia del mundo situada más allá del principio de individuación —que no es más que la forma de la representación— y por lo tanto no puede ser conocida en sentido estric­to, si bien ya la experiencia del cuerpo propio nos proporciona la primera evidencia, que posteriormente volvemos a encontrar en cada uno de los entes, como fuerza, apetencia o volimtad en sentido estricto.

Partiendo de un modelo a primera vista kantiano, Schopenhauer se dirige cada vez más al conocimiento de la esencia del mundo como voluntad, relegan­do el mundo de la representación al carácter de una apariencia: «el individuo es sólo fenómeno, sólo existe para el conocimiento preso del principio de razón, del principio individuatonis»? Mantenerse dentro de los límites del principio de individuación equivale a man­

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tenerse dentro de lo meramente fenoménico, y si bien esto puede ser la condición del conocimiento sensible, respecto del conocimiento humano, ético, implica el desconocimiento de lo esencial de sí mismo y de la verdadera naturaleza del mundo en cuanto tal. En efecto, el mundo de la representación no constituye una esfera independiente sino que aparece «al servicio de la voluntad y le proporciona el conocimiento de aquello que quiero, del “objeto” de la voluntad, que no es más que la vida misma en su totalidad».* Por ello, decir «voluntad» es lo mismo que decir «voluntad de vida».’

Una vez alcanzada esta perspectiva, se abren dos posibilidades esenciales, la de la afirmación y la nega­ción de la vida, de las cuales pronto se verá que sólo la segunda es viable y es a la que lleva la sabiduría. La afirmación de la vida es la repetición desinhibida del movimiento de la voluntad que se ha descubierto más allá del principio de individuación. No hay ningún límite para él, ya que su mayor exaltación es precisa­mente borrar todo límite, destruir la ficción del indi­viduo, llegar a la muerte, que «elimina el engaño que separa a la conciencia del resto».

Si bien la afirmación y la negación de la vida no pueden ser «recomendadas», porque ellas constituyen la esencia más íntima de la voluntad misma, y a esta no hay conocimiento que pueda darle sus normas, el desarrollo del pensamiento de Schopenhauer irá mos­trando que la única consecuencia posible es la negación de la voluntad, producto de «un tipo diferente de co- nocimiento».“ En efecto, la esencia de la voluntad no es tender hacia un determinado bien sino simplemente «tender a», un aspirar que no admite ninguna satisfac­ción final, sino que sólo es detenido temporalmente por «inhibiciones parciales», pero que «en sí va a lo infi­nito»." Pero todo aspirar «surge de una carencia, de la insatisfacción con su situación, es por lo tanto un sufrimiento, hasta tanto no alcance su satisfacción».” Y una satisfacción no puede nunca ser duradera y fi-

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ftaí, síiío qué no es más qué un descanso de la volun­tad, al mismo tiempo el objetivo por el que aparente­mente se movía y la fuente de una nueva insatisfacción. El desarrollo del conocimiento, la autoconciencia a la que llega la voluntad en el ser humano no hace más que acrecentar la convicción de que «esencialmente toda vida es sufrimiento»^

Para Schopenhauer, todo deseo «es, por su natura­leza, dolor»,*'' y esto es lo único que nos es dado inme­diatamente. El sufrimiento es el motor de la vida y cuando da un respiro, lo que el hombre se encuentra no es la felicidad y la serenidad sino el aburrimiento, que no es más que el modo de patentizarse la falta de finalidad de la voluntad, así como su absoluta identi­dad con la vida.

La concepción de la voluntad como esencia de lo existente hace saltar aún más los marcos- kantianos de la posición original. El mundo fenoménico pasa a ser cada vez más la concreción ficticia que busca la propia volimtad para afirmarse en su aspirar infinito. La afirmación de la voluntad, es decir de la vida, des­pués de este conocimiento, es por ello también afir­mación de la muerte, participación consciente en la destrucción del principio de individuación, aun mante­niendo su juego, ya no en cuanto ilusión de independen­cia pero sí en cuanto aceptación plena de cada una de las concreciones de la voluntad.

Sin embargo, en la medida en que ocurre esta des­trucción consciente del principio de individuación y que por lo tanto se pierde la seguridad que éste ofrece —pues, a pesar del temor a la muerte que le es propio, proporciona una barrera con su extrañeza respecto del mundo— el ser humano recoge sobre sí todo el sufri­miento universal y comprende que toda violencia que ejerce al mismo tiempo la padece. Toda acción es al mismo tiempo un padecer, todo intento de abandonar el dolor es un nuevo desgarramiento.** Si esto es así, «con un conocimiento tal de la vida, ¿cómo habría de

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anrmar el ser humano esa misma vida con continuos actos de la voluntad, y ligarse de este modo a ella de modo cada vez más firme, atraerla a sí con mayor fir- meza?».' De este modo, el conocimiento se convierte en un «Quietivo» de toda voluntad, el hombre accede a un estado de renuncia y resignación por medio de la autonegación de la voluntad. El ascetismo es la con­secuencia única de la visión de «la nulidad de todos los bienes y de todos los padeceres de la vida».‘ Este es el único caso en que la libertad en cuanto tal, que en realidad sólo corresponde al mundo del en sí, apa­rece en el mundo fenoménico, precisamente en la me­dida en que «acaba con aquello que aparece».

Respecto de la cuestión del tiempo, si bien Scho- penhauer no desarrolla una teoría acabada en relación con su concepción de la voluntad, las referencias son numerosas y contienen además prefiguraciones de pos­teriores desarrollos de Nietzsche. En primer lugar, siguiendo el modelo kantiano, el tiempo no es más que la forma en la que aparecen los objetos en la repre­sentación. Tal como ya hemos señalado, Schopenhauer subordina al principio de razón no sólo las categorías del entendimiento en general, sino también el espacio y el tiempo. En ese sentido, el tiempo es «la más simple de sus configuraciones» y al igual que en todas las demás, presenta una estructura relacional, de referen­cia recíproca, en la que el pasado y el futuro no tienen más consistencia que un sueño, mientras que el pre­sente es «el límite sin extensión ni consistencia entre los dos». Por una parte, en cuanto forma general de toda experiencia, el tiempo parece ser el lugar dentro del cual suceden los fenómenos, y por otra, su estruc­tura parece ser la estructura propia —la «más sim­ple»— de todo fenómeno en cuanto fenómeno. Toda la estructura formal del fenómeno, o sea del ente em­pírico, se encuentra ya en el tiempo, en cuanto confi­guración del principio de razón. «La sucesión es la

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configuración del principio de razón en el tiempo», dice Schopenhauer poco más adelante,” pareciendo remitir a una concepción del tiempo más amplia que la de la sucesión, a pesar de lo cual agrega que «la sucesión es la totalidad de la esencia del tiempo». No queda, pues, más que la definición del tiempo como sucesión y de ésta como configuración del principio de razón. Las cosas no suceden simplemente «en» el tiempo sino que en éste se expresa el marco básico de lo fenoménico: la individuación y la relación recí­proca. Dentro de esta concepción, el presente es lo único que tiene una auténtica realidad.

Esta concepción vuelve a repetirse a nivel de la voluntad.” Si bien ésta, en cuanto cosa en sí, está más allá del tiempo, la forma propia que adquiere la vida, «es decir, la realidad»,^ es el presente. El pasado y el futuro sólo existen «en el concepto», o sea en el «con­texto del conocimiento que sigue al principio de ra- zón».“ Si bien esta comprensión del tiempo vale explí­citamente para la aparición fenoménica de la voluntad, esto parece indicar que el presente constituye algo así como una forma temporal propia, de algún modo tras­cendente a la mera forma de aparición de los fenóme­nos. Esta ambigüedad es reveladora de que Schopen­hauer también piensa la dimensión de la cosa en sí desde un horizonte temporal, sólo que este horizonte es precisamente el de un presente inmediato. El pre­sente es la única realidad y no es más que la actuali­dad de la voluntad. Los otros modos temporales care­cen de toda realidad y sólo existen «en el concepto», es decir para un conocimiento que es el primero y único que establece algo así como un horizonte.

La forma propia de la voluntad es el presente, y esta es la realidad misma, que para el conocimiento fenoménico aparece además ligada a un pasado y a un futuro lo mismo que a relaciones de causalidad. Por eso ese presente es algo más que la forma del fenóme­no y posiblemente a ello se deba el que ya en la expo­sición referida a la representación recibiera un trato

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preferencial. Pero así como se produce esta proyección del mundo de lo realmente existente, de la voluntad, al de lo fenoménico, también se produce la proyección contraria, lo que muestra que la concepción del tiempo subyacente parece poseer una lógica propia que actúa más allá de las declaraciones explícitas del autor. En efecto, si bien por un lado Schopenhauer afirma que la voluntad está totalmente fuera del tiempo y no po­see «ni permanencia ni cambio»,^ su concepción de la voluntad, «considerada puramente en sí» como un «im­pulso ciego e irrefrenable» es difícilmente conciliable con la idea de una situación atemporal, y más parece seguir la estructura de ese presente que, por más que se lo afirme como tal y en su permanencia, no deja de ser el momento más fugaz y lleva consigo la sucesión infinita, la necesidad de «devorar continuamente a sus hijos».^ En otras palabras, la concepción de lo que es como presencia simple y absoluta lleva consigo irre­mediablemente su propia negación, y aun cuando ésta se realice en la afirmación de un mundo intemporal, volverá a aparecer en la negatividad de este propio mundo, en su carácter esencial de padecimiento, que no es a su vez más que la otra cara de la negatividad del deseo, del sufrimiento de la (mala) infinitud.

Lo esencial de esta concepción de Schopenhauer no es su carácter contradictorio, sino, por el contrario, el que, a pesar, o mejor dicho, gracias a esas contra­dicciones, haya sido más consecuente que la tradición metafísica y haya demostrado el carácter autodestruc- tivo de la negación de lo finito y su necesidad de plan­tear la cuestión a otro nivel.

Antes de terminar esta sucinta referencia al pro­blema del tiempo en el pensamiento de Schopenhauer, tenemos que referimos a algunas consecuencias que él mismo extrae y que parecen predecir el camino to­mado por Nietzsche. Hay que destacar sobre todo la imagen del «eterno mediodía», que corresponde para Schopenhauer a la prioridad del presente como objeti­vación de la voluntad; «el punto sin extensión que

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divide el tiempo infinito hacia eimbos lados y se man­tiene firme de modo inconmovible».“

Consecuentemente, estaría «bien sentado sobre la tierra» quien llegara a la visión de la totalidad única, más allá de la ilusión del nacimiento y la muerte, y al mismo tiempo no fuera llevado a considerar que «es esencial a la vida un continuo padecer», y pudiera desear que la vida, tal como la ha vivido, tuviera una duración infinita o «retornara siempre nuevamente»." La relación con el posterior pensamiento de Nietzsche es bastante evidente. Pero antes de dirigirnos a él será útil ver la transformación que experimentan algunas concepciones básicas de Schopenhauer en la primera obra publicada por Nietzsche, El Nacimiento de la tragedia.

En El Nacimiento de la tragedia, Nietzsche trata de exponer respecto de la esencia trágica de Grecia esta concepción de Schopenhauer. Lo que aquí nos intere­sa son, más que los elementos comunes, aquellos en los que Nietzsche se separa de su modelo y va preparando así, en general de manera no explícita, una posición diferente que sólo llegará a su madurez en su obra última. Por eso nos limitaremos a ciertos puntos y no intentaremos rastrear la estructura interna global de esta obra, en extremo compleja.

Si bien Apolo es la imagen del principio de indivi­duación ” y Dionisos es su superación, su trascendencia hacia la unidad originaria, la relación adquiere un ca­rácter esencialmente diferente al de Schopenhauer. Lo uno-originario encuentra en la apariencia efectivamen­te su redención “ y de este modo no es simple aparien­cia, sino que lo individual es de algún modo tan origi­nario como aquél. El principio de individuación es aquello en «lo que se realiza la finalidad eternamente alcanzada de lo uno-originario, su redención por la apariencia».” En la apariencia alcanza su finalidad, y su carácter, por lo tanto, no es primariamente el de

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un engaño. Lo uno-onginario necesita constantemente la apariencia para su redención. «La “apariencia” (Schein) es aquí reflejo (Widerschein) de la contradic­ción eterna, del padre de las cosas.» Esta apariencia, estamos obligados a verla como un «continuo devenir», como «realidad empírica», y es, en ese sentido, lo «que verdaderamente no es (das Wahrhaft-Nichtseinde)»,^° pero sólo en ese sentido, en la medida en que se la comprenda desde esa perspectiva y no como «repre­sentación de lo uno-originario».

Mientras que para Schopenhauer la voluntad pre­tende conservar el carácter de un uno inmutable, del que queda alejada toda representación —a pesar de la ambigüedad que lo traiciona y sin la cual la esencia íntima del mundo no podría concebirse como sufri­miento— Nietzsclie la concibe, aquí por lo menos, como un doble movimiento: la unidad primordial, que es esencialmente contradictoria (y no sólo en referen­cia al segundo momento de la apariencia), sólo puede ser tal en la medida en que ella misma es un segundo momento, en que se va transformando en una repeti­ción de la diferencia.

Esto resulta especialmente claro en la figura de los héroes titánicos, y sobre todo en la interpretación y la función de Prometeo. La intención de Nietzsche al recalcar el papel central de este héroe esencialmente «iluminista» no es tanto la de despojar a la figura divi­na para reintegrar al hombre su propia obra, «desalie­nándolo», sino la de convertir al hombre en sede de una alienación diferenciante y primera, no de una alienación en un otro. Por eso, su imagen de Prometeo no es tanto la del héroe humano en contra de los dio­ses como la del «pecador activo». *

A ese nivel, el sacrificio es la única justificación de la miseria humana, tanto de la culpa como del padecimiento causado por ella.“ En el acto de superar el individuo su condición, y sólo entonces, aparece la esencia del mundo. Además, para el individuo titánico el sacrilegio es necesario." Esta necesidad constituye el

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punto de inflexión en el que Nietzsche se separa de la concepción schopenhaueriana, a la que sigue ligado terminológicamente.

Aunque en germen y sin alcanzar todas sus conse­cuencias, la dirección en que se mueve Nietzsche pa­rece ser, pues, la contraria: «el arte dionisíaco nos quiere convencer del placer eterno de la existencia».” A partir de ese placer aparece la necesidad de la des­trucción, el padecimiento como parte inseparable del placer que proporciona la vida desde la perspectiva transindividual. Mientras que en Schopenhauer la afir­mación de la vida aparece siempre unida al engaño que implica no colocarse en la perspectiva del en sí y ceder al impulso de la volimtad que necesariamente llevará a la frustración y el padecimiento, aquí son «el placer y la avidez de la existencia» los que exigen el padecer y la destrucción, que por lo tanto siempre están relativamente subordinados a aquéllas. También aquí la transgresión ocupa un puesto fundamental. Tanto desde el punto de vista del individuo heroico o titánico como desde la perspectiva de la esencia origi­nal misma, el excederse es el principio determinante, por el que todo lo demás adquiere consistencia. Por eso, para Nietzsche son en realidad lo mismo, mientras que para Schopenhauer entre la individuación y la vo­luntad que constituye la esencia del mundo hay im abismo infranqueable que hace que la única solución sensata sea la resignación y el abandono de la volun­tad. Si para éste el motor de la volimtad es la necesi­dad que genera la carencia, para Nietzsche será la «ne­cesidad (Not) de la plenitud y la sobreabundancia».”

Estos breves comentarios pueden servir para seña­lar ciertas diferencias básicas que existen entre el pensamiento de Schopenhauer y el de Nietzsche ya en su primera época. Además, tendrían que proporcionar una base para la comprensión de nuestra cuestión en Asi habló Zaratustra, que si bien supone una serie de pasos intermedios, en cierto modo vuelve a la cerca­nía de algunos temas de su obra temprana,

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NO TASL A pesar de la afirmación en contrario del propio Scho-

penhauer, resulta evidente que su sentido de «apariencia» es por lo menos mucho más fuerte que el de Kant, lo que resulta­rá claro al referirnos a su concepción de la voluntad.

2. El mundo como voluntad y representación, § 2.3. Op, cit, § 19.4. Op. cit., § 20.5. Op. cit., § 23, y sobre todo el «Preisschrift über die

Freiheit des Willens», en Die beiden Orundproblemen der Ethik, Leipzig, 1927, pp. 43 ss.

6. Op. cit., § 21.7.8.9.10.11- _12. Véase también § 57.13.14.15.16.17.18.19.20. Respecto de lo que sigue, cfr. op. cit,, § 54, 5V, 63 y 65,

así como La cuádruple raíz del principio de razón suficiente.21. Op. cit., § 54.22. Id.23. Op. cit., § 54.24. Op. cit., § 3. Sacando esta consecuencia, Nietzsche dice

en un fragmento de comienzos de 1871: «Nosotros, que esta­mos obligados a comprender todo en la forma del devenir, es decir en cuanto volxmtad [...]» (VII, 335).

25. Op. cit., § 54.26. id.27. § 1; I, 28.28. La misma palabra «redención» es una reliquia de Scho-

penhauer y poco a poco va cediendo su lugar a «justificación».29. § 3; I, 39.

id.§ 9; I, 69. id.§ 9; I, 70.§ 17; I, 109.§ 5 del prólogo de 1886, «Intento de una autocrítica».

Op. cit., § 54. id. id.

Op. cit., § 70. Op. cit., § 56. V éase tam bién Op. cit., § 56. Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit..

57.63.67.68.3.4.

30.31.32.33.34.35.

I, 17,

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Capítulo 2

EL TIEMPO Y LA VOLUNTAD EN «ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA»

La crítica de las categorías básicas del pensamiento metafísico que aparecen a partir de los apuntes de 1880 y la formulación de un nuevo concepto de tiempo en la figura del eterno retorno constituyen los pilares sobre los que se moverá el pensamiento de Nietzsche en su última época y sobre los que se basará Así habló Zara- lustra}

Esta es la perspectiva que le permite a Nietzsche unir el tratamiento «existencial» de Así habló Zara- lustra con la crítica de la tradición filosófica y aclarar al mismo tiempo la identificación de ésta con la moral. En el capítulo titulado «De las tarántulas» de la segun­da parte del Zaratustra Nietzsche define como «ven­ganza» aquello que debe ser eliminado para poder ali­mentar una esperanza, para poder afirmar la vida y superar la muerte: «Pues que el hombre sea redimido de la venganza: esto es para mí el puente hacia la suprema esperanza y un arco iris después de un largo mal tiempo».*

Bastante más adelante, en el capítulo titulado «De la redención», Nietzsche aclara el sentido de la ven­ganza: «exclusivamente esto es la venganza misma;

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la repugnancia (Widerwille) de la voluntad por el tiem­po y su “fue”»/

La venganza, característica del sentimiento moral, de lo que Nietzsche denomina «resentimiento» y «mo­ral de esclavos», es una forma de relación con el tiem­po, más exactamente aquella forma por la que se ins­taura un pasado que exige una redención imposible.

-Nietzsche ve aquí la absoluta copertenencia de una concepción de lo que es para la que el pasado —y en primera instancia el propio pasado— adquiere el ca­rácter de lo irremisible, de lo ya no presente y que no puede ser redimido por la voluntad, y las nociones consiguientes de culpa y de castigo. La referencia — por lo menos inmediata— a los términos de Scho- penhauer es bastante evidente. A partir de una con­cepción de lo presente como carácter distintivo de lo real se genera el movimiento por el que ese mismo presente carece de realidad y es dominado paradójica­mente por un pasado muerto en una marcha sin sen­tido hacia el futuro. Esta estructura temporal la en­cuentra Nietzsche sin duda ejemplificada en Schopen- hauer, y de ella se desprende la negación de la vida, que no es más que la otra cara del establecimiento de xm ser ideal como criterio del ser en general. Este es el punto en que se unen la concepción del tiempo como problema existencial con la crítica de la metafísica. El pesimismo schopenhaueriano no es más que una radicalización de algo que estaba implícito en toda la metafísica. Ésta, en cuanto «platonismo», instaura una noción de ser (ideal, moral), que lleva consigo una concepción del tiempo y de la vida como continua des­trucción.

La idealidad del ser que Nietzsche reprocha a toda metafísica — y con ello se refiere al ser idéntico e in­corruptible del que ofrece su testimonio la verdad— no es simplemente una falsa concepción sino más bien algo así como un síntoma. En él se expresan tanto la enfermedad como una manera falsa de curarla, que produce otro efecto y no la salud. En términos menos

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metafóricos, esto quiere decir que el pensar metafísi- co, llevado por ciertos errores básicos o debilidades, «inventa» un ser idéntico y dominable al que poder atenerse, lo cual lo salva en cierto modo de la des­trucción a la que lo llevaría inevitablemente su plan­teo, reemplazándola por una continua depresión de la vida. Por eso, el pensamiento metafísico es en sí mismo nihilista y la destrucción de sus principios ontológicos básicos sólo es un nihilismo extremo que no retrocede ante las consecuencias necesarias y es por ello el único que puede conducir a su superación. Ésta, sin embargo, sólo podrá provenir de una refor­mulación del concepto mismo de ser dentro de una diferente concepción de la temporalidad. El eterno re­torno será la superación del nihilismo en tanto supe­ración de un pensar metafísico que por su especial concepción del ser y del tiempo desemboca en la nece­saria aniquilación de sí mismo (o, mejor, de la vida, que es el nombre que adopta Nietzsche para la aper­tura del ser que no resulta oculta por el ser idéntico de la metafísica y cuya esencia será la voluntad de poder).

Como ya se ha dicho y volverá aún a verse con ma­yor detalle, Nietzsche no pretende invertir el «platonis­mo» y poner simplemente a lo «concreto» como instan­cia fundante, sino que quiere mostrar que el procedi­miento por el que la metafísica intenta trascender lo concreto ha llevado siempre a algún otro lado, a alguna verdad, y que es esto en lo que se traiciona este movi­miento mismo, se lo desfigura y se desconocen las reglas del juego de este ámbito significativo central. Lo que Nietzsche combate no es tanto la postergación de lo concreto, su quedar subyugado por un ideal sino el desconocimiento de su verdadera y radical trascen­dencia, la cual no puede nunca adoptar la forma de un «ente», la forma de un ser que por su propia naturale­za responde a las exigencias y las necesidades de la subjetividad. Identificando el ser del conocimiento con esta última, Nietzsche libera un ámbito del ser cuya

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esencia no es conocimiento y que tampoco se corres­ponde con los conceptos de verdad y subjetividad. Este ámbito es el que Nietzsche cubre con la voluntad de poder y su condición es la comprensión del tiempo como eterno retomo.

En un fragmento inédito del otoño de 1887, Nietz­sche escribe: «La creencia en el ente muestra ser sólo una consecuencia: el verdadero primutn mobile es la

■ falta de fe en lo que deviene, la desconfianza respecto de lo que deviene, el menosprecio del devenir [...]».^

Lo central no es, pues, el establecimiento del ente fijo «que no se contradiga, ni engañe, ni cambie», sino el revelar esa actitud de «desconfianza» y «menospre­cio». Atenerse simplemente a la crítica de los valores ideales que se concretan en el «ser verdadero» del pla­tonismo significaría pasar por alto la cuestión verda­deramente fundamental que aquél no hace más que ocultar. La desconfianza y la falta de fe en el devenir son, por el contrario, fenómenos esenciales que requie­ren toda la atención. Ellos tienen su origen precisa­mente en la falta de ima significación totalizadora que asegure un sentido y exigen por lo tanto que se pase conscientemente por ellos para poder llegar a una ver­dadera «transmutación de los valores», es decir, a una concepción no metafísica. A este fenómeno alude Nietzsche, en una primera aproximación, con el «nihi­lismo», a la toma de conciencia de la caducidad de los valores sustentadores de la metafísica, paso negativo necesario para superarla. Por ello, es necesario tener en cuenta siempre que la lucha de Nietzsche se desa­rrolla en varios frentes simultáneos: contra la metafí­sica del «ente verdadero» (de la cual el cristianismo no es más que la versión popular) y contra su perpe­tuación en una crítica de lo sobrenatural que no se prolongara hasta el ente en general; contra la simple afirmación de la positividad y contra la negación acti­va del nihilismo. Todos estos fenómenos históricos son para Nietzsche diversas etapas de un proceso que ha llegado a una crisis tal que pone en cuestión de modo

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inmediato y existencia! el valor de la vida misma. La experiencia de Zaratustra es en gran parte el recorrido y la superación de esta crisis, que es también la crisis personal del propio Nietzsche. Para él, la idea del eter­no retomo y la creación del Zaratustra son, en cuanto delimitan «el proyecto de un nuevo modo de vivir», la salvación de su «enfermedad mortal».’ A continuación trataré de señalar los pasos decisivos de este camino, sobre los que se hila la idea central del libro.

En el capítulo «De los grandes acontecimientos» aparece la primera anunciación de que ha llegado el momento de formular el eterno retomo: «Es la hora»,* anunciación que es formulada por la sombra de Zara­tustra precisamente cuando se dispone a bajar al in­fierno. Coincide, pues, con el enfrentamiento decisivo, con lo infernal, con la figura más terrible, y con la demostración de que a pesar de ello no será este su fin (tal como creen los pescadores que lo llevan en una versión previa),’ que no será el diablo quien se lleve a Zaratustra, sino a la inversa. Zaratustra se enfrenta con la nada que surge de la profundidad como un volcán y lo primero que descubre es su superficiali­dad. En la fuerza aparentemente devastadora de los movimientos de transformación política reina en rea­lidad la misma vanidad que en el estado y la iglesia. La transformación que él está buscando no proviene del mido que oculta el vacío sino que se produce en el silencio de la creación de nuevos valores. Pero para ello, habrá que penetrar hacia profundidades reales y no detenerse en la superficie. Como primera aproxi­mación aparece otro demonio que revela que las pro­fundidades no están hechas de fuego sino de oro y risa.’

La imagen de la nada del demonio optimista, que cree actuar desde la profundidad, es superada enton­ces por el «adivino»,’ que expresa el credo del nihilis­mo y lo refiere expresamente al tiempo: «Todo es vacío, todo es igual, todo era». La absoluta indiferen­cia que sigue a la pérdida de todos los valores señala el tiempo del pasado y de la muerte. También es, sin

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embargo, la incapacidad de enfrentarse a ellos: «está­bamos ya demasiado cansados para morir; por eso nos mantenemos despiertos y seguimos viviendo... en sepulcros». El anunciador del nihilismo muestra su doble faz ante la muerte: por im lado, huida, y por otro, o quizá mejor, como su consecuencia, consuma­ción y triunfo de la muerte. Esto no es más que otro modo de enunciar su tesis central sobre la metafísica: el rechazo del devenir, la contradicción y el cambio lleva a la instauración de un ser inmutable, que tras su apariencia de vida única y total es en realidad su negación y el triunfo de la muerte, de una nada no pensada ni enfrentada que se enseñorea así de su pre­sunto opuesto.

Las afirmaciones del adivino hacen caer a Zara- tustra en una tristeza y angustia semejantes a la muer­te. Al quedarse dormido le sobreviene un sueño que tiene como base un sueño real de Nietzsche ocurrido probablemente en 1877 y cuyo escenario es el del capí­tulo anterior, lo que muestra que el episodio del demo­nio está intercalado como otra variante del nihilismo.*® La imagen que aparecía en el sueño de alguien llevando sus propias cenizas, es decir su propia muerte, es de­sarrollada explícitamente en la versión del Zaratustra: «Había renunciado a toda vida [...]. Me había conver­tido en guardián de la noche y los sepulcros, allí en la solitaria montaña de la muerte».

El guardián del sepulcro y el que lleva consigo su propia muerte son una y la misma persona, sólo que esta última parece necesitar de la interpretación para reconocerse, mientras que aquélla está inmediatamen­te presente en la angustia de la «soledad» y el «silencio mortal». En el encuentro de una con otra, que no es más que el reconocimiento de que llevar la propia muerte no puede ser delegado a nadie ni quedar redu­cido al cuidado de lo muerto —conclusión a la que había llegado el adivino previamente— se produce la liberación, al convertirse en «viento que abre las puer­tas de la ciúdadela de la muerte»,**

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En la interpretación del sueño que realiza uno de los discípulos aparece el trastocamiento del sentido temporal: «Tu vida misma nos interpreta este sueño, Zaratustra». Y tal como agrega en una versión previa en la que el mismo Zaratustra interpretaba el sueño: «Mirad, mi hoy redime mi antes y el sentido encerrado en él».“ El final del capítulo muestra, sin embargo, que la redención no ha sido lograda aún, que este es un paso previo, pero todavía no se ha llegado a la supera­ción del nihilismo (por eso probablemente Nietzsche eli­minó la última frase citada, que en realidad corres­ponde a un estadio más avanzado). Zaratustra no pier­de totalmente su tristeza y no puede desprenderse del adivino, a quien aún tiene que mostrar «un mar en el que pueda ahogarse».

El capítulo siguiente es el titulado «De la reden­ción», al que ya nos hemos referido antes al citar la definición de la venganza, y que es uno de los puntos culminantes de todo el libro. La única verdadera re­dención de la existencia es la redención de lo pasado y la transformación de todo «fue» en un «así lo quise».“ Sólo de este modo puede el hombre redimir la contin­gencia de la existencia, sin tener que negarla para convertirse en un instrumento de la venganza. La in­capacidad de ejercer la redención del pasado es lo que transforma a la existencia en un peso que hay que aniquilar y que lleva a la instauración de una referen­cia superior e inmutable en la que aquélla se anula.

Ya en el segundo capítulo de la segunda parte —«En las islas bienaventuradas»— aparecía la relación tiem­po-metafísica. En «todas esas doctrinas de lo uno y completo, inmóvil, suficiente e imperecedero», «el tiem­po habría desaparecido y todo lo pasajero sería men­tira». En contra de esta hipóstasis metafísica, que «no es más que una metáfora», «las mejores metáforas deberán hablar del tiempo y del devenir» y constituir una «justificación de todo lo pasajero».^^

El mundo metafísico, el mundo del ser, es una hui­da del sufrimiento que origina la indominabilidad del

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^m po. Contra este sufrimiento, que la metafísica transforma en carencia básica, sólo hay una solución: la creación. De este modo se toma la dirección opuesta a la de la huida que confirma la nihilidad de la vida. De lo que se trata es de identificarse al movimiento mismo del devenir, ajustarse a lo que no es fijo e Idéntico y crear hasta que la opacidad de la existencia quede disuelta y haga superflua toda justificación. Esta creación es la voluntad misma; por eso la voluntad es lo liberador, gracias a ella se extingue la solidez sus­tancial del yo formada por el pasado.

A este pasaje se refiere Zaratustra en el capítulo sobre la redención para separar dos tipos radicalmen­te diferentes de voluntad: la que da lugar a la vengan­za y la culpa y aquella que permite una verdadera libe­ración. En efecto, sólo la voluntad que crea destruyen­do al sujeto sustancial es capaz de superar el sufri­miento y el peso de la existencia. La voluntad en sen­tido corriente, en cambio, no tiene más posibilidad que enfrentarse con un pasado irredimible, ya que, por supuesto, es incapaz de alterar la marcha del tiempo y no puede dominar el pasado. En la medida en que voluntad implica imponer un fin al servicio de un su­jeto, su camino es la venganza, la condena de una exis­tencia que se resiste a su dominio. Por el contrario, sólo la voluntad que implica la disolución del sujeto puede salir de la trampa metafísica. Esta disolución no debe confundirse en absoluto con el «querer del no querer», es decir con la destrucción de la voluntad misma. Esto es lo que hacía la voluntad de Schopen- hauer en la medida en que en su origen estaba la ca­rencia. La voluntad que concibe aquí Nietzsche, en cambio, es la pura actividad que no necesita justifica­ción porque al diluir la sustancia diluye el pasado.

Desde esta perspectiva central se puede, tener ima visión unitaria del intento filosófico nietzscheano; en particular se revela el sentido último de la crítica de la moral como im atenerse a significaciones gene­rales reactivas, así como de la crítica categorial que se

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propone destruir toda referencia. Por detrás de las fíjaciones morales u ontológicas, la propuesta de Nietz- sche se centra en el concepto de poder como actividad pura.

Si en el capítulo que acabamos de comentar no culmina la obra es porque aún falta que aparezca de modo explícito el marco que le permita a la voluntad acceder a «algo superior a toda reconciliación».*’

La duplicidad de la voluntad que habíamos comen­tado antes aparece expresamente en el capítulo siguien­te “ mientras que en el último de la segunda parte, en «La hora más serena», se muestra la relación íntima entre los dos caminos. La asunción de la voluntad de poder, de la «redención» del tiempo y de lo que es, no es simplemente la afirmación jubilosa sino también la terrible experiencia de hundirse en la nada, o, como dice al comienzo con una expresiva comparación, el terror de quien se duerme al sentir que desaparece el suelo firme bajo los pies y el sueño comienza. La experiencia para la que se prepara Zaratustra es la de una profunda pérdida de sí y de la realidad, único ám­bito en el que es posible enfrentarse a las solidifica­ciones engañosas que condenan a la existencia.

A partir de allí, Zaratustra, que ha alejado de sí ya toda «contingencia», sabe que se encuentra ante su «última cima», «ante aquello de lo que había estado dispensado durante tanto tiempo».* De este modo co­mienza la tercera parte del libro, en la que «cima y abismo están ahora confundidas en uno»,'® tal como apareciera ya en «La hora más serena». Para escalar la última cima necesitará descender más profundamente en un camino sin retorno, pues el mismo pie lo borra al caminar y en él está escrito «Imposibilidad».*’

En el capítulo siguiente —«De la visión y el enig­ma»— se plantea el momento decisivo. Tal como se ha visto en los diferentes niveles, al mismo tiempo que va penetrando en el camino verdadero, que es la disolu­ción del ser metafísico, también va aumentando el su­frimiento, o sea el ser invadido por la nada y el sin-

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Ithtido: «cuanto más profundo ve el hombre en la vida más profundo ve también el sufrimiento» “

■ Esta nada, este sufrimiento, por un lado inevitable e insuperable si no se quiere volver a caer en la segu­ridad ilusoria de las entidades universales, es, por otro, la contrapartida de estas últimas. En cuanto nada y deseo de muerte, están ya invadidas por el espíritu de la venganza que anima los «mundos ocultos» de la metafísica y la moral. O, mejor dicho, en sentido con­trario, es esta concepción de la nada no superada la que dará lugar a las construcciones metafísicas oculta­doras. De lo que se trata aquí, por lo tanto, es de su­perar esa nada y ese padecimiento sin eliminarlos, en otras palabras, de integrar el sufrimiento del vacío sin que esto sea una razón para ocultarlo, denigrarlo y desfigurarlo, consciente de que con esto se oculta, denigra y desfigura mucho más, aquello que más allá de las valoraciones morales da realmente valor a la vida, su inmanente trascendencia.

El primer nombre que da Nietzsche a esta supera­ción es «valentía». La valentía es la fuerza de abando­nar el origen, el pasado y la necesidad de justificación. Al ser capaz de querer el retomo de la vida tal cual fue, «golpea de muerte a la muerte misma». ' La valen­tía necesaria para la superación de la culpa y la muer­te se presenta en dos etapas ejemplificadas por las dos parábolas que se suceden una a continviación de la otra y forman parte del «enigma» que vio Zaratustra: «la visión del más solitario».

En primer lugar, Zaratustra le presenta al enano que representa el espíritu de la pesadez —;al que había cargado sobre sus hombros hasta ese momento y aho­ra yacía a su lado, sin abandonarlo aún pero liberán­dolo ya de su carga— una parábola del tiempo formada por dos caminos que se dirigen en direcciones contra­rias y se encuentran en un punto, en un portal con dos rostros, en el que está escrito «el instante». Am­bos caminos «se contradicen», o sea uno excluye al otro, y por eso, el instante, el único momento vivido.

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es siempre una división, la que establece entre pasado y futuro y la que se establece en la existencia misma, imposibilitada de llegar a ser la totalidad que sin em­bargo siente que es. El tiempo así entendido es ya una condena. Este es el tiempo que ha concebido siempre la metafísica, que para escapar a esa condena no hará más que hacerla efectiva instalando un ser-verdad fuera de la dimensión del tiempo y rebajando la exis­tencia al carácter de una eterna frustración. Escapar a este dilema es lo que intenta Zaratustra, y por eso le pregunta al enano: «Pero si alguien continuara por uno de ellos y fuera cada vez más y más lejos, ¿crees ena­no que estos caminos se contradirán eternamente?».”

Ante todo, la respuesta del enano es ilustradora, porque es precisamente la que se supone que es la de Nietzsche: «el tiempo es un círculo». El desprecio de Zaratustra no va dirigido solamente al apresuramiento y la superficialidad del espíritu de la pesadez sino a la respuesta misma. El pensamiento que oculta y trata de expresar alusivamente Zaratustra no es el de la cir- cularidad del tiempo. Esto correspondería más bien a lo que Nietzsche llama «budismo» y que equivaldría a la simple repetición del fenómeno del sinsentido. Sería más bien una «voluntad de nada» que, si bien puede ostentar un carácter más franco que la negación propia de la metafísica, no por ello es su superación. El camino que quiere emprender Nietzsche es otro: a pesar de la primera impresión que produce su argu­mentación, la intención no es la de afirmar el retomo circular del tiempo sino la de destruir la concepción del tiempo como sucesión. Esto será lo que no podrá soportar el espíritu de la pesadez,” porque aquélla es estrictamente su condición de posibilidad. La libera­ción de la «venganza» sólo puede ocurrir si desaparece su expresión primera: el tiempo como sucesión o, di­cho de otra manera, la concepción de lo existente que se basa en la presencia y exige continuamente ima refe­rencia fuera de sí, vma «totalidad de sentido». Esta unión de la presencia y la referencia externa es el

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modelo básico de la temporalidad sucesiva y es aque­llo que para Nietzsche hay que romper si se quiere salir de la dualidad mortal impuesta por la metafísica.”

Tal como comentaba antes, el comienzo de la argu­mentación de Zaratustra parece dirigirse en otro sen­tido. En efecto, lo primero que parece querer «mos­trar» es que, dada la eternidad de los dos caminos (el pasado y el futuro), todo ya tiene que haber ocurrido en ellos, por lo que todo lo que suceda tendrá que ser una repetición del pasado. Se trataría de la eterna repetición de los sucesos intramundanos dentro de una temporalidad lineal. La sucesión no estaría, pues, esen­cialmente afectada. En este sentido argumentan tam­bién muchos fragmentos inéditos: dentro de un tiempo infinito la combinación de situaciones finitas debe ser finita y por lo tanto repetirse indefinidamente. Ahora bien, aimque Nietzsche haya intentado esta vía — por lo demás bastante poco fructífera— creo que su inten­ción fundamental es otra y sólo desde ella se explican su concepción del mediodía como momento primor­dial del tiempo y su crítica general de la metafísica. Lo importante no son estas argumentaciones sino sus consecuencias, que son para Nietzsche el punto de partida: la destrucción de la sucesión en la medida en que exige una justificación más allá del instante, ya sea como referencia causal, como totalidad de sentido o, en la figura paradigmática de la metafísica, como ente inmutable y verdadero. En efecto, suponiendo la validez de la interpretación anterior, el pasado y el fu­turo «dejan de contradecirse» y resultan, en realidad, indistinguibles. Pierden de este modo su capacidad de juzgar al presente convirtiéndolo en el fugaz cruce de dos caminos que le son ajenos: el instante no sólo arrastrará tras de sí «todas las cosas venideras» sino también, y sobre todo, «a sí mismo»,® Paradójicamen­te, al reconocer la necesidad de que «todos nosotros ya hayamos sido», el instante se libra de toda génesis, de la pesadez que lleva consigo toda justificación, para convertirse en revelación de sí mismo. En esencia esto

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es lo «mismo» que retorna en cada hecho, y no el mis­mo hecho en un tiempo sin retomo.

Si la volvmtad era la solución para el sufrimiento (es decir para la sensación de finitud y carencia ante el sinsentido y la opacidad de lo que es), evidentemen­te sólo puede ser su cómplice mientras se mantenga la concepción del tiempo que Nietzsche atribuye a la metafísica. Sólo desde la idea del eterno retomo con­cebida como acabamos de hacerlo, reaparece la com­prensión de lo real como voluntad sin que se transfor­me en una figura de la venganza.

Volviendo al texto, nos encontramos con la segunda parábola, que interrumpe bmscamente la reflexión de Zaratustra sobre el eterno retomo. La figura que se le aparece y que hace que se desvanezcan todas las imá­genes anteriores es la de un pastor al que una serpien­te se le ha metido en la boca y le muerde la garganta. Este pastor es en realidad Nietzsche-Zaratustra mismo y la serpiente es su propia serpiente* y también el símbolo del eterno retorno. Es la propia idea del eterno retorno la que lo asfixia y está a punto de quitarle la vida, es ella en cuanto radicalización del nihilismo, de la pérdida de todo sentido, que, en la exigencia de desta­car absolutamente todo instante, lo hace también con el de lo más pequeño y mezquino.” El dolor de la indi­ferencia y el nihilismo (el «todo es igual» del adivino) resulta conjuntamente afirmado al afirmarse el instan­te en la consagración de su repetición; más aún, en la medida en que el nihilismo se ha convertido en el ras­go esencial de la época, la pretendida salvación no será más que el eterno retorno del nihilismo, una potencia­ción del absurdo. Pero esto sólo es cierto en la medida en que el eterno retorno se siga comprendiendo en el modo en que ha sido expresado por el espíritu de la pesadez: como tiempo circular. La superación de esta concepción, que no haría más que agravar el nihilismo, aparece simbólicamente en la salvación que encuentra el pastor siguiendo los gritos de Zaratustra que le acon­sejan. El pastor muerde la serpiente, le corta la cabe-

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Za y la escüpé. De éste modo señala que la única mane­ra de romper el sufrimiento que implica el pasado es romper violentamente con él. Lo que corta el pastor con la serpiente —el animal paradigmático que es al mismo tiempo símbolo del tiempo y del pecado como carencia original— es toda unión con un origen, todo pasado como origen de una deuda y posibilidad de justificación del instante. Entendido así, el eterno re­tomo no es ya la vuelta de todo sino aquel comprender e identificarse con la «esencia del mundo» que sólo se inaugura y existe en ese acto mismo. Si lo propio de todo lo que existe es acción —en el sentido, todavía por desarrollar, de voluntad de poder— sólo en la ac­ción se está, por así decirlo, a la altura del mundo, y en ella éste se muestra en su «verdad», que se escapa a toda comprobación teórica, o sea, contemplativa. El eterno retomo comprendido como círculo sería una comprobación de este tipo y en ella se confirmaría el nihilismo, al ser algo así como el esquema puro de la referencia objetivista que por otra parte no encuentra su objeto. Lo que intenta pensar Nietzsche con el in­tento de la destrucción temporal es, en cambio, una verdad que precisamente no se aprehende cuando se habla acerca del mundo (es decir en la actitud teórica que emite juicios sobre el mundo y que ha sido, por lo menos desde Aristóteles, el lugar privilegiado de la verdad, el juicio apofántico), sino solamente en vm actuar que corta continuamente la referencia a un mar­co de justificación. Por esta razón, la idea nietzschea- na del eterno retorno tiene dos aspectos que resultan difícilmente conciliables, tal como lo han señalado casi todos sus intérpretes: una descripción del mundo y una prescripción para la acción. La unión de estos dos componentes no constituye simplemente xma inconse­cuencia de Nietzsche (aunque esto no equivale a afir­mar que sea defendible), sino que contiene el núcleo de su pensamiento: sólo en la acción que niega el cono­cimiento aparece el mundo real en su verdadero ser.“

Con este giro sobre sí misma de la cuestión desapa­

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rece el problema de la repetición del nihilismo, pues no se trata en primera línea de una repetición simple de lo que ocurre y porque la correspondencia con la acción que se postula es precisamente lo negado por aquél y aquello que sólo aparece cuando se supera su fundamento esencial; el tiempo lineal.

Gracias a la ruptura con el origen en el que se basa el espíritu de la pesadez, el pastor —representación del propio Zaratustra— ya «no es más un pastor, ya no es im hombre», se ha transformado en un iluminado que ríe.”

Si bien presente en todo momento, la idea del eter­no retorno vuelve a ser temática en el capítulo «El convaleciente». Aquí Zaratustra se atreve ya a evocar el pensamiento del eterno retomo, su actitud es más activa y ya es capaz de enfrentarse con él de modo abierto. No por ello la idea deja de ser insoportable y, de modo similar a lo que ya había ocurrido en el capítulo «El adivino», Zaratustra cae como fulminado e inicia un sueño cercano a la muerte que se prolon­gará siete días, siete días en los que tendrá que crear su mundo a partir de la nada. Al despertar toma una manzana, que en oposición a la de la Biblia es una «Rosenapfeh de aroma agradable.” En el capítulo «De la visión y el enigma» había destrozado la serpiente, o como dirá recapitulando en la sección siguiente «yo mismo ahorqué a la ahorcadora que se llama “peca­do”». * Muerta la serpiente, el fmto ha dejado de ser prohibido, ha dejado de ser el fruto del árbol del bien y del mal. Pero con ello también ha dejado de ser el fmto del árbol del conocimiento. Si a de partir de ese momento, en el que ha llegado realmente la curación, Zaratustra no habla ya él mismo de la idea salvadora del eterno retomo sino que sólo son sus animales los que la exponen, esto no se debe a que ellos, «en cuan­to seres naturales están más cerca del círculo», como opina Lowith,” sino a lo que aparece expuesto en las primercis palabras que pronuncia Zaratustra al desper­tar, luego de que los animales lo impulsan a realizar

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su áiluncíación, y qué parecen haber sido poco toma­das en cuenta por sus comentadores.

Zaratustra los anima a que hablen, mejor, a que «charlen», eso lo reconforta, porque «palabras y soni­dos son como arco iris y puentes aparentes entre lo eternamente separado». Al llegar a la experiencia más radical de la individualidad (en un sentido que tras­ciende la identidad individual histórica para concen­trarse en la pura afirmacipn del acto individual), el lenguaje pierde su carácter primario de comunicación, porque ésta sólo puede hacerse en un lenguaje común, en significaciones atribuidas a las cosas mismas por la sedimentación de ima tradición que se ha vuelto ahora ilusoria. «Para mí —¿cómo podría haber un fuera de mí?— no hay ningún fuera.» La referencia es para Nietzsche el prejuicio metafísico por excelencia y es lo que desaparece en la experiencia de absoluta indivi­dualidad que posibilita el eterno retorno. Este es, des­de otra perspectiva, el abismo que amenazaba a Zara­tustra. La pérdida de la referencia altera fundzimental- mente el carácter del lenguaje, pero esto no implica para Nietzsche, sin embargo, que el lenguaje quede simplemente despojado de su dimensión significativa y se transforme por lo tanto en un objeto de la acción humana similar a cualquier otro o en un simple instru­mento. «Con los sonidos nos olvidamos [de que no hay afuera]; qué agradable es olvidarse.» Desaparecida la referencia, no desaparece la dimensión referencial del lenguaje que —además de proporcionar un alivio mo­mentáneo a la radical falta de sentido— se transfor­ma en una apertura imposible de clausurar, en aque­llo que permite que «el hombre baile por encima de todas las cosas». El olvido es lo que hace posible el lenguaje, las fijaciones que establecen, en el fondo siempre de manera arbitraria, un significado duradero y un mundo común a los diferentes intérpretes. El eter­no retomo es la experiencia de revocar este olvido y por ello el lenguaje es en esa dimensión radicalmente imposible. Queda, por cierto, la posibilidad —^para

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Mietzsche, ía únicá— de habitar ese olvido teniendo conciencia de él, para jugar así con todas las cosas con una actitud muy diferente de la de quien se basa en el conocimiento verdadero, o sea, en la firmeza y la univocidad de la referencia, aunque también diferente de una manipulación instrumental. De cualquier modo, respecto de la experiencia misma del eterno retorno, la consecuencia es su inexpresabilidad, ya que su con­tenido mismo es la anulación del lenguaje referencial. Esta es la razón última por la que sólo los animales hablan del eterno retorno y nunca Zaratustra mismo, y su discurso tiene algo de superficialidad e ironía. Al ponerse en posición de espectadores, que es la única que permite un lenguaje descriptivo,^ la doctrina del eterno retorno se convierte en una cantilena mecáni­ca, con lo que Nietzsche alude por otra parte a la repe­tición a la que no se refiere con el eterno retomo. Todo lo que se afirma en el discurso de los 2mimales no son más que aproximaciones desde una perspectiva exte­rior, la única posible para un lenguaje descriptivo. La única alternátiva es el lenguaje del canto,^ en el que está presente el «gran anhelo» al que se refiere el capítulo siguiente y que es, bajo su forma de perpetua ausencia, la contrapartida positiva de la carencia que Schopenhauer explícitamente y toda la metafísica im­plícitamente ponían como punto de partida. Esta es ahora exceso, excederse desde la abundancia,* que en lugar de desahogarse en lágrimas desemboca en el canto, afirmación total que al mismo tiempo quiere su finitud, «impulso de la vid hacia el viñador y su cuchi­llo», tal como dice en este momento clave en clara alusión a Dionisos.”

La problemática temporal se cierra prácticamente con la última parte de «La nueva canción» y con «Los siete sellos», con la que también acaba el tercer libro del Zaratustra (y su secuencia más sistemática). En las doce campanadas con que termina el primero de los capítulos nombrados, Nietzsche rehace el camino reco­rrido oponiendo al dolor que expresa la profundidad

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del mundo el placer que rechaza la condena de la exis­tencia para aspirar a la eternidad en el instante. La recuperación de la eternidad es el leitmotiv en el que desembocan cada uno de los siete sellos, que van pre­sentando las ideas centrales de Zaratustra. La eterni­dad ya no está referida, por supuesto, a la permanen­cia absoluta de un ser presente sino que es, por el con­trario, el modo de darse el mundo cuando se han ven­cido las ataduras vengadoras de la metafísica. Vencer­las es vencer la muerte y desprender lo existente de una conexión en la que aparece deprimido, devaluado por referencia a una imagen suya, a un eidos desde el que se construye una sucesión temporal que no hace más que testimoniar su nihilidad. La eternidad a la que aspira Nietzsche es el triunfo sobre esa temporalidad, mientras que la eternidad platónica no era más que su otra cara. Es eternidad del retomo, de un nacer y perecer sin condena en los que el instante m jy í$§^ cuanto transcurrir, es la eternidad.

NOTAS

1. Además de la evidencia temática, véase el testimonio del mismo Nietzsche en Ecce Homo, donde declara que la idea del eterno retorno es la «concepción fundamental de la obra» (VI, 335). Respecto de esta relación es ya instructiva la rela­ción de los dos últimos parágrafos del libro cuarto de La gaya ciencia, en el primero de los cuales aparece por primera vez «la idea central de Zaratustra» (EH; VI, 336), la idea del eterno retorno, y en el segundo la figura de aquél. También en los manuscritos, la primera mención de Zaratustra se en­cuentra en el mismo cuaderno en el que aparece el eterno retorno y bajo el título Mediodía y eternidad (IX, 11 [135]), que seguirá empleando en ocasiones como subtítulo de la pro­yectada Voluntad de poder,

2. IV, 128.3. IV, 180.4. XII, 9 (60).5. K. Lowith, Nietzsches Philosophie der ewigen Wieder-

kehr des Gleichen, Hamburgo, 1978,3 pp. 65 ss. Para la inter­

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pretación del Zaratustra, véase especialmente todo el cap. III.6. IV, 167.7. X, 10 (4).8. IV, 170.9. IV, 172.10. Cfr. V.R. von Seydlitz, Wann, warum, was und wie

ich schrieb, Gotha, 1900, p. 36, citado por Colli y Montinari, XIV, 306.

11. IV, 175.12. X, 10 (10).13. IV, 179.14. IV, lio.15. IV, 181.16. IV, 183.17. IV, 193.18. IV, 194.19. IV, 194.20. IV, 199.21. IV, 199.22. IV, 200.23. Cfr., p.ej., IV, 199, 20.24. De cierto modo, Hegel se plantea la misma cuestión

al tratar de disolver la mediación abstracta por la que el en­tendimiento pasa de una determinación a otra. La lógica es la integración dentro de la mediación del movimiento que la metafísica atribuía a sustancialidades no analizadas. A partir de esta comprensión inicial fundamentalmente común, la supe­ración de la sustancialidad en el despliegue completo de la mediación va por supuesto en una dirección opuesta a la que lo intenta por medio de la destrucción de la referencia. La oposición resultante podría sintetizarse en la que existe entre el comienzo bíblico con el logos y el fáustico con la acción. Mientras que para Hegel las posiciones cuasitrascendentales son a su vez totalizables en un continuo racional, para Nietz- sche no son, en última instancia, más que contenidos de la acción.

25. IV, 200.26. «Es mi serpiente que se metía en mi garganta», dice

una versión previa. Cfr. también «El convaleciente», IV, 273.27. Cfr. IV, 274: «Eternamente vuelve el hombre de que

estás cansado, el hombre pequeño», frase además que en la versión original seguía inmediatamente a la escena del pastor y la serpiente. Véase también, más adelante: «iRetorno tam­bién de lo más pequeño! Este es mi hastío de toda existencia». En el mismo sentido numerosos fragmentos no publicados.

28. Esta formulación debe tomarse, por cierto, con mu­chas reservas. En primer lugar, para Nietzsche no se trataría

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de una negación más que históricamente —en cuanto supera­ción del nihilismo— pero en realidad sería una ilimitada afir­mación. En segundo lugar, «ser verdadero» tendría que to­marse en un sentido acorde con lo anterior y divergente de la noción tradicional.

29. IV, 202.30. IV, 271.31. IV, 278.32. Op. cit., p. 77.33. IV, 272.34. IV, 273: «¿Y vosotros lo contemplabais todo?».35. IV, 280.36. IV, 279.37. Véase también, poco más adelante: IV, 280,

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Capítulo 3

LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE Y EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

Creo que estamos en armonía con la dinámica del pensamiento de Nietzsche e incluso con su explícita autocomprensión si consideramos Así habló Zaratus- tra como el punto de partida de todos los escritos pos­teriores, considerándolo, según la perspectiva que se adopte, como una introducción o como marco que da lugar a los desarrollos subsiguientes.

En el Ecce Homo, Nietzsche escribe: «La tarea para los años siguientes (al Zaratustra) ya está deli­neada del modo más estricto posible. Una vez resuelta la parte que decía que sí de mi tarea, le tocaba su turno a la mitad que decía que no, o mejor, que hacía que no: la transmutación de los valores mismos hasta ahora vigentes».'

Lo que quedaba bajo la rúbrica aparentemente mo­desta de una «tarea negativa» era nada menos que establecer el nexo entre las intuiciones que guiaban al Zaratustra y la historia de la metafísica, lo cual impli­caba a su vez una doble tarea: la crítica de la metafí­sica y la fundamentación de la nueva visión del mim- do (independientemente de lo que esto quisiera signi­ficar). Esta doble tarea tenemos que tratar de recons­truir ahora, y para ello se ofrecen varias vías de acceso

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¡iltemativas, que corréspoñden al modo mismo en qué Nietzsche trató de enfrentarla, con sucesivos ensayos y aproximaciones. Cada uno de ellos no carece de cierta arbitrariedad y sólo podemos esperar que su recorri­do conjunto dé luz sobre las oscuridades que queden en cada tmo de los planteos.

Comenzaremos con la cuestión del lenguaje porque creo que presenta un punto apto para abrirnos sobre la totalidad del pensamiento nietzscheano de este pe­ríodo y porque es una de las dimensiones claves para el propio Nietzsche en el desarrollo de su filosofar, además de ser una perspectiva bastante inédita.

Hacia el final del comentario de Asi habló Zara- lustra nos hemos referido a una concepción del len­guaje que parecía derivarse de la experiencia del eter­no retorno y cuyo rasgo central era la negación de un efectivo carácter referencial. Esta concepción, que Nietzsche trata de explicitar en varios fragmentos y que trataremos de aclarar tiene un valor fundamen­tal dentro de la totalidad de su pensamiento. En mi opinión, a partir de ella Nietzsche va forjando la visión ontológica que afirma como lo verdaderamen­te real el devenir y la voluntad de poder, que adquie­ren por ello un peculiar carácter «negativo». El límite que Nietzsche experimenta en el lenguaje y su manera de interpretarlo son básicos para el desarrollo de su concepción ontológica.

En un fragmento inédito Nietzsche expresa las dos caras de la cuestión: «[...] el lenguaje está construido sobre los prejuicios más ingenuos [...]. Dejamos de pensar si no queremos hacerlo dentro de la coacción lingüística».^ Por un lado, afirma que el lenguaje está basado sobre prejuicios, es decir sobre errores que no podrían sostenerse, y por otro, el lenguaje —en esas condiciones— parece ser inevitable.

¿Cuáles son los prejuicios sobre los que se basa el lenguaje? En el lenguaje están encerradas todas las categorías metafísicas, o mejor dicho, las categorías metafísicas son la proyección fuera del lenguaje de las

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categorías gramaticales.^ «El lenguaje pertenece, por su origen, a la época de la forma más rudimentaria de psicología: nos adentramos en un basto fetichismo cuando llevamos a la conciencia los supuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho claramente, de la razón. Por todos lados ve un actor y una acción: cree en la voluntad como causa, cree en el yo, en el yo como ser, en el yo como sustancia y proyecta la creencia en la sustancia a todas las cosas, de este modo crea el concepto “cosa”...»^

No se puede salir del lenguaje e incluso los crite­rios de cosa, significación, etc., sólo pueden surgir en su interior.® El prejuicio metafísico se constituye al formar conceptos tales como los de «cosa», «sustan­cia», etc., en los que la arbitraria formación de entida­des que parece requerir el lenguaje aparece como la estructura misma de lo real. De este modo, lo que qui­zá sea una necesidad inevitable del lenguaje —aunque no por ello «verdadera»— se convierte en la propia­mente real, creando así un mundo ideal como mundo verdadero. El «platonismo» está para Nietzsche ya en la gramática, que es parte de la metafísica, o mejor dicho, su reflejo: «Del elemento más antiguo de la metafísica nos liberaremos en último lugar, suponien­do que nos podamos liberar de él: del elemento que se ha incorporado en el lenguaje y en las categorías gramaticales».*

Por eso la filosofía será en una parte esencial ge­nealogía crítica: «la filosofía, en la medida en que sea ciencia y no legislación, sólo significa para nosotros la más amplia extensión del concepto de “historia”». Partiendo de la etimología y de la historia del lenguaje tomamos a todos los conceptos como resultados [ge- wordenl».^

En la gramática está sedimentada la historia de la metafísica y por ello el lenguaje es el campo de una filosofía crítica, más aún que las ideologías, que son su versión más basta.

Pero si en la gramática ya está el platonismo, tam-

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bien está en todo realismo, ya que la categoría de cosa es ya una proyección indebida del lenguaje a la reali­dad. Si esto es así, si es imposible salir del lenguaje, ¿queda otra posibilidad más que moverse dentro de sus fronteras y simplemente rechazar la proyección a un mundo real? Esta es una duplicación sin sentido, no hay más mundo que el mundo lingüístico y los crite­rios de su funcionamiento —si los hay— deberán estar en su interior.

Y sin embargo, aunque parezca contradictorio con lo anterior, Nietzsche mantiene una exterioridad al lenguaje que le permite criticar no sólo la proyección a la realidad de las xmidades sustanciales creadas en en lenguaje, sino ya la formación de esos conceptos mismos. Nos enfrentamos al mismo problema que en el comentario a Así habló Zaratustra se nos presentó respecto de la referencia y que volverá a repetirse al tratar del problema del conocimiento en general y la noción de «apariencia».

Nietzsche parece partir de una posición radicalmen­te nominalista por la que toda palabra, todo concep­to es ya una «metáfora» de lo real* o por lo menos una simplificación que crea una identidad donde no la hay, una igualdad entre lo desigual, y que por lo tanto siguiendo su propio criterio, es falsa, falsifica lo real, aunque se mantenga porque esa simplificación es necesaria, o por lo menos útil, y está garantizada por el consenso social. La palabra hace «común lo que está fuera de lo común», lleva a un denominador común artificial y ordinario lo que es siempre extraordina­rio.® El lenguaje es una manera de «designar» determi­nadas síntesis que constituyen una cosa o una situa­ción, con el fin de reconocerlas, es decir con un fin pragmático que Nietzsche distingue claramente del «comprender».*®

La «lógica misma es una consecuente escritura de signos sobre la base de la suposición que se ha hecho» (de que hay casos idénticos).*’ El «es» se reduce siem­pre a un significa, es decir a la correlación de un de­

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terminado esquema significativo interior al lenguaje, y la tarea que hay que realizar y de «la que la mayoría de los filósofos no tiene ni siquiera idea» es una «au- téntica crítica de los conceptos», equivalente a una «historia de la génesis del pensamiento».^

Ahora bien, la «realidad» que Nietzsche postula más allá de las fijaciones del lenguaje —sean éstas superfinas o necesarias— no puede tener el mismo esta­tuto ontológico que aquella realidad que se viene di­ciendo que está construida por una proyección indebi­da de las categorías del lenguaje. Con otras palabras, no puede tratarse de un estado de cosas, por más diná­mico que sea, sino que lo que intenta pensar aquí Nietzsche es la absoluta diferencia del mundo respecto del pensar conceptual, la inconmensurabilidad de aquél respecto de éste. Esta diferencia, a pesar de ser irre­ductible, es la fuente de que el pensar se nutre al no poder renunciar a la referencia externa, cuya concre­ción, no obstante, siempre sería un engaño.

Podemos profundizar en la misma dirección si tra­tamos de determinar ahora la concepción de Nietzsche del conocimiento, de la que ya hemos adelantado algu­nos puntos principales,’ pero que sólo en esta época llega a un desarrollo consistente.

Tal como hemos señalado, su punto de partida es la crítica radical de todo realismo, de toda concepción que se base en entes firmes y constituidos, de los que el conocimiento mediante tales o cuales procedimien­tos podría dar cuenta, es decir, llegar a la verdad. La crítica de la concepción ontológica subyacente lleva a la crítica de la noción de conocimiento y de verdad. Puede considerarse, sin embargo, que el verdadero punto de partida es la actitud crítica que se presenta en el análisis del conocimiento. Sólo a partir de esta crítica se va desarrollando, y en realidad sólo de ma­nera negativa, lo que se podría denominar la ontología «positiva» de Nietzsche.*'* Para llegar a ésta debemos

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pues partir de aquélla, y quizá nunca abandonar com­pletamente su campo.

El punto de partida de la destrucción nietzscheana del conocimiento es indudablemente Kant. En esto Nietzsche se mueve en la misma tradición que el idea­lismo alemán, para quien también la superación kan­tiana del empirismo y el dogmatismo constituyó una base ineludible, así como un motivo fundamental la superación de las dualidades resultantes desde una perspectiva no empirista. Su forma más destacada —el dualismo entre el fenómeno y la cosa en sí— es desde el primer momento el punto de ataque, con la con­ciencia de que, a pesar de que Kant afirme la incognos­cibilidad de la cosa en sí y para nosotros no pueda ser más que una «mera X», ésta sigue siendo la base que sostiene todo el edificio. Esto se afirma, no en el sen­tido de que sea necesaria para la sistemática interna de las condiciones a priori del conocimiento, sino en el de que asegura su carácter trascendental (en su sig­nificado kantiano), es decir su ser, al mismo tiempo, constitutivas del objeto que se presenta en la expe­riencia y, por ello mismo, objetivas. De este modo, Kant había logrado una doble finalidad: el establecimiento, en contra del empirismo, de las condiciones subjeti­vas como (co-) constitutivas del mundo y su manteni­miento como límites del conocimiento. Los planteos del idealismo alemán, y también el de Nietzsche, par­ten del intento de radicalizar el primer factor y pasar así por alto el segundo.

Para Nietzsche, el carácter subjetivo de las catego­rías con las que conocemos, o ya percibimos, los obje­tos de la experiencia es una muestra de su carácter ficticio. Una vez mostrado que aquello que constituye el objeto no es, en realidad, «objetivo», no hay manera de devolverles a nuestros juicios y percepciones el fun­damento ontológico que poseían, y mucho menos me­diante el recurso a una «cosa en sí» que es precisa­mente la categoría fundamental que se ha generado en el interior del entramado del conocimiento: «La "cosa”

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no es más que una ficción, la “cosa en sí" ya una fic­ción indebida y contradictoria».’* «La distinción entre cosa en sí y cosa para nosotros se basaba en la antigua e ingenua percepción que le adosaba una energía a las cosas; pero el análisis dio por resultado que también la fuerza ha sido introducida imaginariamente, al igual que la sustancia. “La cosa afecta a un sujeto”. Raíz de la representación de sustancia en el lenguaje, no en el ente fuera de nosotros. ¡La cosa en sí no es un problema!» “

La conclusión que saca de esto es consecuente y radical: «pero el conocimiento absoluto, y por consi­guiente también el relativo, es asimismo una ficción».”' Si no se puede mantener una cosa en sí, o sea, si no se puede mantener la idea sustancial de cosa, el conocimiento mismo no es posible, o, mejor dicho, adquiere el mismo carácter ficticio que la cosa misma.

La crítica de Nietzsche no es, sin embargo, deudo­ra de un «ínconfesado tradicionalismo» que rechaza el conocimiento al no poder afirmar su absolutez.’* Lo que afirma —dirigiéndose ante todo a Kant— es que sin una sustancialidad (en sí) no tiene sentido hablar de conocimiento como «conocimiento de» algo y que esa idea de sustancialidad es insostenible. En reali­dad, creo que la crítica que Nietzsche le formula a Kant podría expresarse del siguiente modo: su de­mostración de la dependencia de la sustancialidad res­pecto de las condiciones del conocimiento es correcta, sólo que entonces no se trata propiamente de conoci­miento en el sentido que tradicionalmente se le atri­buía al término, sino de una ficción, y de una ficción determinada. Para ocultar esto, Kant recurre a una cosa en sí que, juntamente con la unidad de la aper­cepción que es su reflejo, tienen que garantizar lo que ya no es garantizable: la verdad y firmeza de ese mundo.

Desde esta reconstrucción resulta claro por qué Nietzsche formula con actitud crítica y polémica algo que Kant hubiera aceptado sin dificultad: «La mayor

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pbbulacíón es la del conocimiento. Se quisiera saber 6ómo están constituidas las cosas en sí: pero, véase, |no hay ninguna cosa en sí! Pero suponiendo incluso que hubiera un en sí, un incondicionado, por eso mis­mo no podría ser conocido: de lo contrario no sería precisamente incondicionado [...]. Conocer [...] quie­re decir, pues, en todas las circtmstancias, jijar, desig­nar, volver conscientes condiciones (no indagar esen­cias, cosas, “en sí”)».”

El condicionamiento tiene para Nietzsche el efecto de destruir finalmente el conocimiento mismo porque destruye su base de sustentación, una noción sustan­cial que Kant, sin embargo, inconsecuentemente man­tendría al fijar el conocimiento a los polos fijos de una cosa en sí y un sujeto cognoscente idéntico y dado. Por eso, las críticas de Nietzsche a la noeión de «cosa en sí» son tanto una crítica a ingenuas concepciones prekantianas como críticas a Kant, y a éste no sólo en el sentido de su cosa en sí incognoscible sino en el más amplio de que este concepto contamina aun su con­cepción del fenómeno. Gracias a ello, Kant puede pre­guntarse «cómo es posible el conocimiento», dando por sentado, precisamente, que el conocimiento es un he­cho:

«El proton pseudo: ¿cómo es posible el hecho del conocimiento?

»¿Es el conocimiento un hecho?»[...] Si no “sé” si hay conocimiento, no me puedo

plantear de modo racional la pregunta "qué es el cono­cimiento” . Kant cree en el hecho del conocimiento; lo que quiere es una ingenuidad: el conocimiento del conocimiento.

»E1 conocimiento es un juicio. Pero el juicio es una creencia de que algo es de tal o cual manera. ¡Y no conocimiento 1» “

Este es «el prejuicio teológico de Kant, su dogma­tismo inconsciente, su perspectiva moralista».^' Esta última no sólo se demuestra en el papel que desempe­ña la «cosa en sí» en el mundo moral sino también, a

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la inversa, este papel es revelador del carácter moral que tiene el aseguramiento del conocimiento dentro del saber teórico. El mantenimiento de la noción de verdad, la afirmación, a pesar de todo, de un mundo sustancial es un hecho moral y tiene por lo tanto sus raíces fuera del conocimiento.

Nietzsche parte, pues, de una perspectiva kantiana para criticar a Kant, reprochándole mantener subrep­ticiamente aquello que en realidad él mismo había ani­quilado. Nietzsche pretende actuar con Kant contra Kant y desenmascarar así los móviles no cognoscitivos que impregnan su filosofía. Sin entrar en detalles acer­ca de esta cuestión, lo que interesa recalcar ahora es que todo lo anterior exige plantearse la pregunta sobre el estatuto, la función y el sentido del enfoque «sus- tancialista» que de un modo u otro parece haber rei­nado siempre en la filosofía. La genealogía que parte de aquí es de capital importancia para el pensamiento de Nietzsche, ya que no se trata simplemente de desen­mascarar una ideología sino que, al estar en juego la racionalidad misma, lo que esté «por detrás» de ella deberá ser congruente con aquella «estructura de lo real» negada por la sustancialización propia del pen­sar metafísico. En otras palabras, la «esencia de lo real» deberá pensarse de tal manera que también dé cuenta del fenómeno del conocimiento.

Volviendo a la concepción resultante de la destruc­ción del objetivismo, Nietzsche formula; «Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno "sólo hay hechos", yo diría; no, precisamente hechos no hay, sólo interpretaciones. No podemos establecer ningún hecho "en sí", sólo interpretaciones».^

Pero esto no significa, por supuesto, una reducción a la subjetividad: «"Todo es subjetivo”, decís vosotros. Pero esto es ya una interpretación, el sujeto no es algo dado sino algo inventado y agregado, algo puesto de­trás. ¿Es, en última instancia, necesario volver a poner el intérprete detrás de la interpretación? Esto ya es poesía, hipótesis».^

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La crítica de la noción de sujeto ocupa un lugar central dentro de la crítica del pensar metafísico y a ella nos referiremos más adelante con mayor detalle. En este momento baste con puntualizar que es por lo menos el correlato necesario de la concepción sustan­cial o, más aún, su forma más pura, aunque precisa­mente por ello, también el punto de inflexión posible para desprenderse de ella. «El “yo” es el único ser se­gún el cual hacemos o comprendemos todo ser», pero eso es justamente lo que revela la ilusión perspectivis- ta; el yo se transforma así en «la unidad aparente en la que todo confluye como en una línea del horizonte La radicalización de la postura kantiana, y en general de toda la metafísica moderna de la subjetividad, tien­de a la superación de la subjetividad y consecuente­mente de la metafísica. Por eso, Nietzsche puede decir que «Kant en realidad quería demostrar que a partir del sujeto no puede demostrarse el sujeto, y tampoco el objeto. Surge la posibilidad de una existencia apa­rente del "sujeto" ».“

A través de esta interpretación y crítica de Kant resulta claro que el conocimiento como tal, su preten­sión de captar verdades acerca del mundo es, para Nietzsche, la consecuencia de un error insostenible. Esta conclusión, que podría llevar a una postura escép­tica, le abre una perspectiva diferente que podría ana­lizarse en los elementos siguientes. En primer lugar, el conocimiento cumple una función diferente de la que se le atribuye, es decir de la de conocer. Esto, a su vez, sólo resulta comprensible a partir de la transfor­mación que se ha ido operando en la concepción ge­neral de lo que es durante la crítica del conocimiento. En efecto, éste no es condenado por una imposibilidad de orden gnoseológico sino porque las categorías que lo constituyen como tal y que presentan a la verdad como adecuación (del intelecto o la proposición) a la cosa son ficciones. Si son ficciones, esto parece indicar que detrás de ellas hay realmente un mundo verdadero que resulta inaccesible y sería por 1q tsinto existente

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en sí. Esto último es lo que Nietzsche —contrariando todas nuestras costumbres de pensamiento— en parte niega y en parte afirma, Nietzsche niega decididamente que detrás de ese mundo ficticio y aparente de los conceptos haya un mundo existente en sí que se le escaparía al conocimiento. Afirmar esto sería eviden­temente repetir la posición de una cosa en sí, contra la que ha dirigido todo su ataque, Pero, y es lo para­dójico, esto no quiere decir para Nietzsche que no haya im mundo. Éste es siempre diferente de las enti­dades que aparecen en el conocimiento, pero esto no quiere decir que tenga existencia sustancial. El mun­do conceptual será siempre una ficción, que en la me­dida en que sea consciente de ello sabrá que es una manera de ordenar un mundo que siempre lo excede, sin que por ello sea una simple indeterminación.^ Este mundo no puede ser otra concepción del ser sino que se muestra en la imposibilidad de ser concebido.” Mientras que toda la metafísica ha equiparado siempre de alguna manera ser y concepto, pues aunque haya limitado el conocimiento humano ha hecho co-extensi- vos el ser y el pensar, Nietzsche afirma la absoluta dis­crepancia de los dos órdenes,” eliminando así de modo radical todá trascendencia, que desde esta perspectiva no sería más que un sojuzgamiento de lo que es bajo el concepto representante. Pero la trascendencia se afirma nuevamente en otro sentido, en un sentido no cognoscitivo (la mera X o aquello que no se puede al­canzar están ya bajo el dominio del concepto), como un excederse de todo lo que es.

Creo que desde esta perspectiva debe comprender­se todo lo que aparece en Nietzsche como una ontolo- gía «positiva», incluyendo su reinterpretación del cono­cimiento, y en primer lugar las nociones de «devenir» y «poder».

Sentadas estas bases generales, volvamos al primer aspecto antes señalado, es decir a la reinterpretación del conocimiento una vez realizada la crítica de su concepción tradicional.”

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En primer lugar, el conocimiento es un trabajo de preación, y en cuanto tal también es un «no-conocer». ® ]Por momentos aparece como un «deseo» o como «ali­mentación», es decir, como el medio o el acto de apro­piarse el mundo®* transformándolo previamente de manera que se adapte a las posibilidades y capacidades luunanas: «Conocimiento: el posibilitar la experiencia gracias a que se simplifica enormemente el suceder real, tanto de parte de las fuerzas que actúan, como de nuestras fuerzas conformadoras: de manera tal que parece haber cosas similares o iguales»?^

El conocimiento es —o por lo menos supone— ®® la actividad por la que la experiencia ya se ha transfor­mado en experiencia humana, es decir, en algo asimi­lable y utílizable por la especie. «Todo el aparato del conocimiento es un aparato de abstracción y simplifi­cación, dirigido no al conocimiento sino al apodera- miento de las cosas.» ” Estas, por supuesto, no son cosas existentes sustanciales sino que han sido confor­madas de modo tal que resulten dominables; «Un mun­do en devenir no podría, en sentido estricto, ser “con­cebido", "conocido”: sólo en la medida en que el inte­lecto “concipiente” y “cognoscente” se encuentra con un mundo basto ya creado, moldeado de puras apa­riencias, pero firme, sólo en esa medida hay algo así como un conocimiento».®®

Puesto que «no hay ser», la función del conocimien­to —o de una etapa constitutiva previa que le prepara el terreno— es la de constituir los casos idénticos que permitan el cálculo y el dominio. El mundo del cono­cimiento, el mundo de los entes fijos, no es pues, más que una ficción construida con fines de dominio. Antes habíamos visto que el mundo «verdaderamente real», más allá de las ficciones del conocimiento, «no exis­te como mundo “en sí”»®* sino sólo como «diferencia», como el «excederse», como un «salir de sí» en el que habíamos descubierto la esencia de lo que Nietzsche llama «poder» y «devenir». El conocimiento, una vez eliminadas todas las fantasías con que se autodefine.

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está también caracterizado por ese poder. La esencia del conocimiento es poder, es dominación del ente que ha sido puesto a su disposición.

Con esto pareciera que Nietzsche hubiera llegado a una reconciliación con el conocimiento, que la crítica sólo se había dirigido a una falsa autocomprensión que una vez eliminada dejaría las cosas como estaban, reconociendo ahora que se trata de una forma de po­der y de dominio. Esto no pasaría, sin embargo, de ser una visión unilateral de lo que Nietzsche entiende por «poder», aunque es innegable que él mismo da lugar en determinadas ocasiones a una comprensión muy simplificada de su concepción fundamental. Ante esa unilateralidad, resulta importante destacar 1) que po­der y voluntad de poder no significa en primera ins­tancia más que aquella forma de acercarse a lo que existe en que se prescinde de sus determinaciones sus­tanciales; 2) que por lo tanto obviamente «todo es voluntad de dominio», lo cual se diferencia, sin em­bargo, de una afirmación esencial; 3) que por consi­guiente también el conocimiento es voluntad de poder, lo cual no implica ninguna valoración especial sino el intento de determinarlo fuera de su autocomprensión esencialista que se ha mostrado falsa e inadecuada. Habrá que determinar, sin embargo, en qué sentido y con qué función ejerce el conocimiento la voluntad de poder. Si bien el criterio es en cierto punto la maxi- mización cuantitativa del poder, es evidente que este criterio varía a su vez según la perspectiva que se adopte. Por un lado, todo lo que fortalezca un sujeto dado parecer ser que significa un aumento de poder (del sujeto), mientras que por otro, desde una pers­pectiva más general, significa una disminución del poder, en la medida en que fortalece la unidad sustan­cial del sujeto (eliminando así la diferencia interna) y reprime el surgimiento de los poderes a los que so­mete (eliminando la diferencia externa). Esta ambiva­lencia parece ser intrínseca al pensamiento de Nietz­sche y provenir de la relativa ambigüedad que exi§te

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entre la afirmación de la propia diferencia y el surgi­miento de la diferencia en toda su posibilidad. Si bien creo que esto último está más cerca de su idea funda­mental, probablemente exigiría adoptar en cierto modo una perspectiva universal para la que no se podría en­contrar ningún criterio válido.

NOTAS

1. VI, 350.2. XII, 5 (25).3. V.A. Danto, Nietzsche as Philosopher, Nueva York, 1965,

p. 122: «La filosofía no ha sido tanto una desviación del uso ordinario como una proyección de la estructura gramatical del lenguaje ordinario sobre la pantalla neutral de la realidad».

4. El Ocaso de los ídolos, VI, 77.5. Cfr. R.H. Grimm, Nietzsche’s Theory of Knowledge, Ber-

lín-Nueva York, 1977, pp. 107 ss.6. XII, 6 (13).7. XI, 38 (14).8. O, más aún, una metáfora de una metáfora. Cfr. Sobre

verdad y mentira en sentido extramoral, I, 879.9. XII, 10 (60).10. XII, 1 (50).11. XI, 40 (27).12. id.13. Véase l.“ parte, cap. 3.14. Incluso autores que reconocen que Nietzsche no puede

dar simplemente una caracterización positiva del mundo, par­ten de su concepción ontológica para explicar la crítica del conocimiento. Véase p. ej., Grimm, op. cit., caps. 2 y 3.

15. XI, 38 (14).16. X, 24 (13). Véase también, p.ej., XII, 5 (4): «El punto

débil del criticismo kantiano se ha hecho visible paulatina­mente hasta a los ojos menos sutiles: Kant no tenía ya ningún derecho a hacer la distinción entre “fenómeno’' y “cosa en sí”. Él mismo se había quitado el derecho de seguir diferenciando de ese modo antiguo y habitual en la medida en que recha­zaba que del fenómeno se concluyera una causa del fenómeno».

17. XI, 38 (14).18. J, Habermas, «Nachwort» a F. Nietzsche, Erkenntnis

theoretische Schriften, Francfort, 1968.19. XII, 2 (154).

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20. XII, 7 (4).21. Id.22. XII, 76 (60).23. Id.24. XII, 2 (91).25. XI, 40 (16).26. Cfr. XI, 26 (70): «Cuanto más cognoscible es algo, más

lejos del ser, más concepto».27. Una interpretación con puntos de contacto con la ofre­

cida aquí es la que hace Danto desde una perspectiva más analítica. Danto señala que Nietzsche, después de criticar la dualidad kantiana, la mantiene: «sentía... que aún quedaba un mundo». «Puesto que quería decir que todas nuestras creen­cias eran falsas, estaba obligado a introducir un mundo respec­to del cuál fueran falsas; y éste tenía que ser un mundo sin distinciones, ciego, vacío, sin estructura» (op. cit,, p. 96).

28. Cfr. al respecto M. Foucault, op. cit., aunque a mi juicio plantea de manera errónea la relación con Kant.

29. Obviamente en la obra de Nietzsche no se trata de dos formulaciones sucesivas sino que los diferentes aspectos se van desarrollando conjuntamente.

30. X, 12 (14).31. X, 5 (1) 213, 12 (14) y 24 (14), todos del año 1883 o

comienzos de 1884; la idea vuelve a repetirse en XI, 25 (377) y, algo más elaborada, en XI, 34 (252) y 38 (10) (mediados de 1885).

32. XI, 34 (252).33. Cfr. X, 8 (25): «No habría algo que pudiera llamarse

conocimiento si el pensamiento no transformara primero el mundo en “cosas’', en algo igual a sí mismo». Véase también XII, 2 (91).

34. XI, 26 (61).35. XI, 36 (23).36. XIII, 14 (93).

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Capítulo 4

LA CONCEPCIÓN DE LA VERDAD

Los puntos de partida de la crítica de la noción de verdad ya han sido adelantados en el capítulo refe* rido a los cuadernos de 1880 y posteriormente en el comentario de las concepciones del lenguaje y el cono­cimiento. Paralelamente a la crítica de la referencia extralingüística y del conocimiento como aprehensión de una entidad subsistente en sí, se desarrolla la crí­tica de la verdad como adecuación. Los argumentos que emplea Nietzsche en contra de la noción de verdad como correspondencia se basan en aquéllos y funda­mentalmente muestran la inconsecuencia de vm prin­cipio que al mismo tiempo que sostiene que la verdad consiste en la adecuación entre el juicio y la realidad, tiene que suponer un acceso directo a lo real para tener un sentido.’ Sin esta postura dogmática e incon­sistente, sostiene Nietzsche, la teoría de la correspon­dencia se viene abajo. Los principios de lo real están ya incluidos en los juicios y por lo tanto no son un conocimiento en sentido estricto sino una creencia. «La creencia es ya el primer comienzo en toda impre­sión de los sentidos: una especie de decir que sí, la primera actividad intelectual. Un "tener por verdadero" en el comienzo.»^

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El punto de partida es la creencia de que existe la posibilidad de atenerse a algo objetivo. A partir de ella, se genera todo un aparato cognoscitivo racional que se engaña sobre su propio origen. «Los actos de pen­samiento más originarios, la afirmación y la negación, el tener-por-verdadero y no-tener-por-verdadero están ya dominados por la creencia de que hay un conoci­miento, de que el juzgar puede realmente aprehender la verdad.»^

Pero que algo pueda ser «en sí verdadero» es el «sinsentido fundamental».^ El mundo, tal como lo ex­perimentamos, ha sido creado por nosotros, y en ese sentido, «la admiración de la verdad es la consecuen­cia de una ilusión».* Los «hechos fundamentales en los que se basa la posibilidad de juzgar y deducir» son «las formas fundamentales del intelecto» y nada más que eso.*

Los mismos principios de la lógica no hacen más que recoger los postulados que se han introducido en el suceder mismo."' Esto genera una necesidad subje- ’tiva que luego se toma falsamente como verdad y que se extiende hasta las categorías más elementales: «He­mos sido nosotros quienes creamos “la cosa", la cosa igual, el sujeto, el predicado, la acción, el sujeto, la sustancia, la forma, después de haber practicado du­rante largo tiempo el igualar, el simplificar, el hacer más basto (grob machen).

»E1 mundo nos aparece lógico porque primero lo hemos logificado.» *

El principio de no contradicción no tiene nada que ver con una verdad sino que es im principio normati­vo, «un imperativo acerca de aquello que debe valer como verdadero».’ La prohibición de la contradicción parte de la creencia «de que podemos construir con­ceptos, de que un concepto no sólo designa lo verda­dero de una cosa sino que lo aprehende».*®

El mundo, nuestro mundo, no es más que «apa­riencia y error». Aun sin proyectar un mimdo existen­te detrás del nuestro, sigue siendo apariencia y error.

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por vivir de algo que no se puede legitimar: la verdad, la identidad y, en general, todas las categorías que constituyen y regulan el mundo. La oposición entre la verdad y el error carece totalmente de sentido: «La verdad no designa una contraposición al error sino la posición de ciertos errores respecto de otros, por ejemplo, que son más antiguos, que están más profun­damente incorporados, que no sabemos vivir sin ellos y cosas por el estilo»."

Ni lo que se denomina verdad ni lo que se denomi­na error se distinguen esencialmente, por lo menos no por el hecho de que acierten o no con lo realmente existente. Las diferencias serán de otro tipo, otras se­rán las razones por las que unos se impondrán y otros no. Todos, sin embargo, serán para Nietzsche «erro­res». Al decir esto, en primer lugar aplica el mismo concepto de verdad en cuestión. Lo que se afirma ver­dadero es falso en la medida en que no corresponde a algo real. Esto puede tener un doble sentido. El que no corresponda a algo real puede querer decir tanto que no existe algo así como un referente real, y es por lo tanto falso en su pretensión de verdad, o también puede querer decir que no corresponde a nada porque reproduce falsamente lo real. Ambos significados se unifican para Nietzsche en la medida en que la no existencia de una referencia externa se identifica con la «existencia» de un mundo que por no estar estruc­turado «como ser» (es decir sustancialmente) no pue­de encontrar su expresión en palabras y conceptos. La tesis central de Nietzsche al respecto parece ser que la verdad es un error porque intenta una referencia que no sólo no puede encontrar su objeto sino que además es una negación de un mundo más profundo, un continuo cerrarse a un nivel de experiencia más esencial. En este punto vuelve a producirse la misma ambigüedad que habíamos observado antes respecto del lenguaje, al señalar que su carácter de ficción pue­de tener por consecuencia tanto mantener con la me­nor fisura posible la falta de referencia de lo que se

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dice —sin recurrir a fundamento alguno—, como tra­tar, dentro de la conciencia de su relativa imposibili­dad, de superar este tipo de lenguaje. Podría decirse que la primera de las posiciones —y de sus equivalen­tes en los demás niveles— proviene de partir de que no hay fundamento, de que el fundamento es un lugar vacío, de que la diferencia es nada; el otro, en cambio, parece partir de la «existencia» de esa diferencia, aim- que no como diferencia óntica que llevara a la postu­lación de un principio meta-físico. Estas dos perspec­tivas se entrelazan continuamente, sin que resulte to­talmente clzu-o si el propio Nietzsche llega a distin­guirlas.

Pero si la verdad no se distingue esencialmente del error, se plantea la pregunta de «cómo son posibles la apariencia y el error» que constituyen el mundo; «La verdad es la especie de error sin la cual una especie de seres vivientes no podría vivir. El valor para la vida decide en última instancia».^ Nietzsche defiende así, respecto de la verdad, tal como se la entiende corrientemente, una teoría pragmática extendida hasta los niveles más básicos de la comprensión y la forma­ción del mundo.'^ Todo ser que percibe genera su mun­do exterior al poner «fuera de sí, en la experiencia, su fuerza, sus deseos, sus costumbres».*^ «Por ello, la tota­lidad del mundo orgánico es el entrelazamiento de seres con pequeños mundos inventados a su alrede­dor.» **

Cada ser es una especie de «mónada», en cuyo inte­rior, a diferencia de la mónada de Leibniz, no se refle­ja el mundo entero sino sólo su propio mundo, que no es más que la forma que necesita su afirmación, que el tipo de «simplificación» del mundo exterior que tiene que realizar de acuerdo con su propia estructura. En este segundo sentido, «mundo exterior» no quiere decir ya el mundo exterior representado de un deter­minado ser ni tampoco un mundo objetivo del que todos los demás serían escorzos o falsificaciones. Este «mimdo exterior» son las relaciones de fuerza con to­

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dos los demás seres que resultan simplificadas y tra­ducidas de acuerdo con las necesidades del caso y de modo tal que sean dominables. El primer mundo exte­rior es, pues, siempre una «ficción» con el fin de do­minar ese segundo mundo que por definición siempre le excede, pero no porque excediera su posibilidad de representación sino por ima diferencia categorial fundamental.

El mundo de lo que se conoce, la totalidad de los entes, no es pensada desde sí misma, sino siempre des­de un «horizonte» que sin embargo no parece poder volverse temático en cuanto tal.“ La idea a veces expre­sada de que Nietzsche critica y desautoriza un pensa­miento de la «totalidad» puede verse desde esta pers­pectiva: toda visión que pretende abarcar la totalidad tiene que pasar por alto la diferencia respecto de un horizonte que la constituye. Éste, a su vez, no puede ser abarcado en ese sentido, precisamente porque no tiene un horizonte. Toda perspectiva, en cambio, lo impone necesariamente y es por eso la única manera posible de ver, que al mismo tiempo se convierte sim­plemente en «mentira» en la medida en que cierra otras perspectivas. Impedir esto es quizá para Nietz­sche la única manera lícita de expresarse que tiene esa diferencia.”

Más acá de este ámbito, que definiría lo que podría llamarse la ética nietzscheana, sólo queda lugar para una moral que intente dar un valor objetivo, sobre­agregado, a lo que responde a una necesidad de sim­plificar y dominar el mundo: «Al mundo que tiene valor, ¡lo hemos creado! Al reconocer esto reconoce­mos también que la adoración de la verdad es ya la consecuencia de una ilusión —y que más que ella hay que apreciar a la fuerza conformadora, inventiva... que era Dios. ¡Todo es falso! ¡Todo está permitido!».'*

Pero si bien el sentido de la verdad pierde su jus­tificación moral, debe legitimarse ante otro foro: como medio para la conservación del hombre.*’ El conocimiento es un instrumento al servicio de la vida

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y, en primer lugar sólo tendrá en cuenta aquello que sirva para su conservación.® En segundo lugar, se preferirá lo útil, que quedará incorporado paulatina­mente por costumbre y herencia. De este modo, para el mantenimiento de la vida se generan ciertas catego­rías del mundo exterior a las que no sólo no corres­ponde nada real sino que tienen que desfigurar y an- tropomorfizar el mundo exterior para poder afirmar­se. Efectivamente, entre el devenir irrefrenable del que podemos adquirir una vaga idea al destruir las unida­des sustancíales, y el conocimiento, creador de un mun­do de entes fijo, existe una «contradicción», y por eso Nietzsche puede decir que «para la conservación de algo viviente se necesitarían errores fundamentales y no verdades fundamentales».

A costa de ser repetitivos, volveremos a decir que el hecho de que Nietzsche hable de «errores» no es una simple inconsecuencia consistente en volver a aplicar el criterio que acaba de desecharse, sino que tiene por finalidad describir una característica esen­cial de todo juicio que se afirme verdadero y, en gene­ral, de toda creencia: su cerrar la posibilidad que constituye esencialmente el mundo y dejarlo aparecer sólo desde la positividad de hechos que son coextensi­vos a la conciencia. Nietzsche rechaza de antemano toda posibilidad de síntesis que incluya en el modo de la disponibilidad el horizonte de posibilidad que es el mundo. Pero no por ello éste queda reducido a un total constructivismo.^*

Esto es así, porque, a diferencia del pragmatismo, Nietzsche sigue consciente de la correlación que exis­te entre la «construcción» de un mundo y los sujetos en referencia a los cuales esto sucede, aunque en su formulación más extrema tienda a eliminarlo. Si el conocimiento es, junto con otras actividades, una fun­ción del dominio, no puede partirse sin más de un sujeto cualquiera ya constituido para pensar la rela­ción de dominio. Nietzsche repetiría con el pragmatis­ta la crítica de Hegel a Kant bajo supuestos no cognos­

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citivos: el mantenimiento del sujeto pragmático es inconsecuente y por ello será necesario disolverlo, para dar lugar a relaciones entre factores que no se reduzcan a entidades morales y a un actuar práctico que supere los marcos de referencia del individuo y, a fortiori, de la especie. De este modo, Nietzsche lle­gará a la eliminación del sujeto en su esquema ontoló- gico (con lo que posibilidad y poder llegarán a una sin­gular identificación y tensión), trascendiendo así los marcos del pragmatismo.

Según a qué nivel se tome, será entonces diferente el sentido de la relación entre la «verdad» y la vida, de acuerdo con la ambigüedad que conserva en Nietzsche este término.^ En efecto, vida significa tanto la sub­sistencia de la especie o del individuo como el impulso vital que no parece reconocer límites, ni siquiera en aquel o aquellos que se atribuyen ser sus sujetos. En ese sentido, el mismo fenómeno puede servir a la vida y estar en contra de ella, puede, por ejemplo, fortalecer a la especie y reprimir un impulso vital. Dado que este último parece ser el modelo con el que Nietzsche pien­sa el mundo no sustancial, aquél sólo podrá concebir­se como una forma rudimentaria de él. Pero este inten­to de unificación no salva las tensiones que surgen entre uno y otro significado.

Esta situación sólo puede afrontarse con cierta co­rrección si se aclara el concepto de «poder» (y conjun­tamente el de «voluntad de poder»), tarea a la que nos abocaremos poco más adelante. Efectivamente, al igual que con el concepto de «vida», en él se produce una inflexión del pensamiento que en un cierto momento da la impresión de dirigirse en contra de sí mismo. Pero por ahora, contemplemos un poco más de cerca la relación entre la verdad y la vida.

Tal como ya señíiláramos, la estructura ontológica sobre la que se basan el conocimiento y el lenguaje corriente no constituyen más que la expresión de las condiciones de vida de la especie: «hemos proyectado

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nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general».“

La confianza en la razón y en la lógica no tiene más base que su utilidad para la vida, ya que «la vida está basada en la suposición de una creencia en algo duradero y que retoma regularmente; cuanto más po­derosa la vida, tanto más amplio tiene que ser el mun­do previsible, el mundo que, por así decirlo, se ha convertido en ente. Logificación, racionalización, siste­matización como medios auxiliares de la vida». ''

Y sin embargo, precisamente en la medida en que la vida no es solamente la conservación de la especie sino que es esencialmente deudora de (o, más simple­mente, es ella misma) ese mundo que queda negado en beneficio de su manejabilidad, se enfrentará nece­sariamente con la «verdad» que parecía sustentarla: «Pues, ¿qué fuerza ha sido la que nos ha obligado a abjurar de aquella “creencia en la verdad”, sino la vida misma y todos sus creativos instintos básicos?».“ Sin estas creencias, «no habría nada viviente»,^ y sin embargo son ellas mismas las que parecen volverse en contra de la función que cumplían: «suponiendo que vivimos como consecuencia del error, ¿qué puede ser en todo esto la "voluntad de verdad”? ¿No tendría que ser una “voluntad de muerte”?».^

Esto podría solucionarse sosteniendo que lo ante­rior sólo se aplica al pensamiento metafísico en sentido estricto, es decir a la duplicación de las condiciones de vida en im ilusorio mundo ideal. Este es sin duda el primer blanco de la crítica de Nietzsche, pero no el único.® La crítica no se dirige sólo a la metafísica como una forma pasada de pensamiento, sino funda­mentalmente a una concepción de lo que es, que está sedimentada ya en nuestro lenguaje y parece obligarnos a un compromiso metafísico. Con la destrucción del concepto de verdad como adecuación y de la idea de la existencia de un mundo-verdad se abre ante todo la posibilidad de utilizar cada verdad al servicio de la vida, de considerar su valor no en cuanto corres­

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ponde a un mundo real sino en cuanto modo de «habér­nosla con el mundo». Pero el movimiento no puede detenerse allí; todo consolidar, ontificar, es una ilusión, una apariencia que cae en una continua contradicción, pues los conceptos mismos parecen llevar en sí la pretensión de ser verdaderos (o no), pretensión que nunca puede llegar a realizarse. La única solución para salir de esta situación que constituye el núcleo del nihilismo es rechazar efectivamente el criterio de ver­dad que aun después de criticado parece seguir la­tente en tales construcciones. Pero rechazar el criterio de verdad subyacente equivale a cambiar el lenguaje y de ese modo reproducir en su propia acción lo «nega­tivo» que aparece como «esencia de lo real» al des­truirse su fuerza sustancial. Así se descubre lo que para Nietzsche es verdad en un sentido originario, que no mienta la concordancia (representante) con un es­tado de cosas sino más bien el estar acorde con lo que es, más allá de toda concreción en la que, por el contra­rio, desaparece este su carácter verdadero.”

En este modo de la verdad, el lenguaje es un actuar con la falta de fundamento de lo real, cuya expresión positiva es la voluntad de poder. Si ya anteriormente la verdad era esencialmente voluntad de poder en el sentido de dominación de lo real en función de tma determinada utilidad (conservación y crecimiento de la especie, etc.), ahora pretende ser ella misma volun­tad de poder, no ya al servicio de alguna entidad que se muestra como una derivación de su propia acción. El lenguaje que corresponde a esta acción posiblemen­te sólo puede ser el lenguaje del arte, ya que en éste la afirmación de la propia «verdad» no excluye el rele- vamiento de todas las perspectivas posibles, condición para que no se convierta en una función de utilidad y reduzca a fin de cuentas su propio poder

De este modo nos hemos acercado más a la posibi­lidad de determinar con mayor claridad la noción de volimtad de poder, su sentido y su estatuto ontológico. Antes de pasar directamente a ello, es importante sin

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embargo, analizar otro punto central de la crítica de Nietzsche, la del concepto de yo.

NOTAS

1. Cfr. R.H. Grimm, op, cit,, pp. 49 ss. y XII, 5 (11).2. XI, 25 (168).3. XII, 9 (97).4. XI, 25 (307).5. XI, 25 (505).6. XI, 26 (180).7. XII, 9 (144).8. XII, 9 (144).9. XII, 9 (97).10. XII, 9 (97).11. XI, 34 (247).12. XI, 34 (253).13. Este hecho ha sido señeüado entre otros por A. Danto

(op. cit., cap. IV), quien ha marcado ciertas coincidencias bási­cas entre las críticas de las nociones tradicionales de verdad y conocimiento de Nietzsche y el pragmatismo norteamerica­no. Un descendiente moderno de éste, R. Rorty, coincide en recalcar tal comunidad de manera aún más radical, en la medida en que constituyen para él prácticamente los dos úni­cos comienzos de un tipo de filosofía no representativa ni trascendente en contra de toda la tradición filosófica moderna (Cfr. Consequences of Pragmatism, Brighton, 1982).

14. XI, 34 (247).15. Esta concepción es por momentos reducida al «mundo

orgánico», lo que justifica la afirmación de que con él «comien­za el error», y por momentos se extiende a la totalidad, como en este mismo fragmento, en el que se llega a la conclusión de que «no hay un mundo inorgánico».

16. Esta formulación tiene conscientemente un eco husser- liano (Cfr., p. ej., Erfahrung und Uríeil, Hamburgo, 1948, pp. 23 ss.), pues creo que en el pensamiento de Nietzsche aparece por primera vez formulado este problema central de la feno­menología. Con las mismas raíces, aunque en un sentido dife­rente, este enfoque también se desarrolla en la teoría de sis­temas con influjos fenomenológicos de N. Luhmann. Cfr., p.ej., «Sozíologie ais Theories sozialer Systeme», en Soziologische Aufklarung I, sobre todo pp. 114 ss.

17. Véase la correspondencia en la citada teoría de Luh­mann: «El mundo se toma como problema no desde el punto

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1819.20.

XI, 262 1.

23.24.25.26.27.28.

bléme

de vista de $a sér Sino desde el punto de vista de su comple* fidad», op. cit, p. 115.

XI, 25 (505).XII, 25 (430).«Lo que no sirve para su conservación, no le afecta», (58).Este es el punto débil de la tesis de M. Cacciari en

Krisis, Milán, 1976 (hay versión castellana, México, 1982), libro que tiene el mérito, sin embargo, de rescatar la dimensión cons­tructiva del negativismo nietzscheano, normalmente pasada por alto por las interpretaciones irracionalistas o esteticistas.

22. Véase la parte final del cap. 6 de la primera parte.XII, 9 (38).XII, 9 (91).XI, 35 (37).XI, 34 (243).XI, 40 (39).Véase al respecto la posición de H. Granier, Le pro­de la verité dans la philosophie de Nietzsche, París,

1966, quien después de distinguir correctamente entre la crí­tica de la metafísica y un paso posterior, considera a éste en realidad como una nueva positividad que no parece tener en cuenta la radical crítica del conocimiento realizada antes. Creo que la razón de ello reside a su vez en una simplista «relación originaria del pensamiento y del ser» que habría sido desfigu­rada por la metafísica y que pone a la base de su interpre­tación: «el Ser no es ni lo mismo ni lo otro absoluto porque estas dos concepciones suprimirían el ejercicio del pensamien­to como tal; aquél está abierto al pensamiento» (p. 312).

29. Heidegger habla de «Einstimmigkeit» con el caos en devenir para señalar esta idea de concordancia no represen­tativa (véase Nietzsche, Pfiillingen, 1961,1.1, p. 620). El término' es también empleado por W. Müller-Lauter con un sentido si­milar (Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensdtze und die Gegensdtze der Philosophie, Berlín, 1971, pp. 109 ss.). Para este último, «la “nueva’’ verdad ha desechado la idea de adecuación con lo real tal como se muestra en un primer plano, en favor de una acorde conformidad con lo que realmente es (einstim- mendes Zustimmen mit dem was im Grande ist)» (p. 114).

30. Para esta «dialéctica» ante la que se encuentra la vo­luntad de poder, véase W. Müller-Lauter, op. cit., esp. p. 115.

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Capítulo 5

LA CRITICA DEL CONCEPTO DE «YO»

Siguiendo las líneas ya esbozadas, Nietzsche conti­núa su tarea de destrucción de la ontología tradicional con una crítica de la noción de «yo» que resulta tanto más importante cuanto que, de acuerdo con nuestra interpretación, su pensamiento es en gran medida una reflexión sobre la moderna filosofía de la subjetividad. También adquiere especial importancia porque muchas interpretaciones de Nietzsche (y especialmente las po­líticamente más indeseables) parten explícita o implí­citamente de una concepción subjetivista. La cuestión fundamental de si Nietzsche simplemente continúa la línea marcada por la metafísica de la subjetividad mo­derna desde Descartes o bien abre una nueva perspec­tiva tiene que atenerse como a una de sus bases fun­damentales al tratamiento que hace de la noción de «yo».

Para Nietzsche el concepto de «yo» es no sólo el correlato de una comprensión ontológica sustancial sino que constituye su condición de posibilidad mis­ma. En el desarrollo de la filosofía moderna, el yo con­forma el marco desde el que se piensa la totalidad de lo real; el ser-subjetividad es, desde Descartes hasta por lo menos Hegel, lo que caracteriza centralmente

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a lo que es. En ello radica para Nietzsche el gran «error», porque al establecerse las condiciones subje­tivas como marco trascendental, la determinación que hacen de lo real aparece remitida a ellas como un fun­damento en el que descansan. En la trascendentalidad del sujeto, llega a su culminación la teología.

Nietzsche va recorriendo lentamente el camino ha­cia esta concepción, desbrozando al mismo tiempo los fenómenos que van creciendo a la sombra de este yo aparentemente inocente.

Desde el momento en que puede formular que «el yo somete y mata»,^ se hace necesaria una aclaración del apoyo que había buscado anteriormente en él, es­pecialmente en su época de «libre pensador». De un modo que resulta muy aclarador para ese período, y que también debe tenerse en cuenta respecto de cier­tas afirmaciones posteriores, Nietzsche expresa que: «como medio de esa libertad de espíritu reconocí que el egoísmo (Selbstsucht) era necesario para no ser devorado en el interior de las cosas».^

El egoísmo en este sentido auténtico es «la conse­cuencia última de la moralidad», en la medida en que permite no ser devorado por las cosas y, de esta ma­nera, «ser justo con ellas». No ser devorado por las cosas quiere decir mantener la distancia necesaria, por la cual éstas dejan de valer como presencias ob­vias, como «cosas en sí». «Ser justo con las cosas» es el doble movimiento por el que se les quita su verdad ocultadora para devolverles su verdad desocultante, su proximidad al no ser, su pertenencia al devenir.

Pero a este egoísmo se opone lo que normalmente se denomina con esa palabra. El «ego» del egoísmo es una construcción generalizadora y artificial que ocul­ta «lo “no egoísta”, la multiplicidad de personas (más­caras) en un yo». «“¡Egoísmo!” ¡Pero todavía nadie se ha preguntado: ¿qué tipo de yo?, sino que cada uno equipara sin quererlo el ego a todo otro ego!» *

El yo es la abstracción generalizadora que por eso

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mismo oculta. Níetzsche parecía estar irónicaménté de acuerdo con Hegel en que el concepto de concepto es esencialmente el concepto de yo* en la medida en que, siendo lo más propio del individuo es al mismo tiempo lo universal, lo que necesariamente comparte con todos. Pero esto es para Nietzsche precisamente lo que muestra su carácter falaz y ocultador: «En otro tiempo el yo estaba oculto en el rebaño, ahora en el yo está aún oculto el rebaño».^

Por el contrario, la «existencia de individuos es im­posible de demostrar. En la “personalidad” no hay nada fijo».* La unidad que constituye la individualidad personal (y, en el fondo, toda identidad) es arbitraria y el producto de una perspectiva generalizadora. En sentido moral, el «egoísmo» se opone al «altruismo», es decir, a la afirmación de los «otros individuos», ex­teriores a mí e igualmente constituidos. A este nivel, la disyuntiva es absurda, y si en cierto sentido Nietzsche puede favorecer al egoísmo, es porque falsea algo menos la cuestión y no oculta todo el problema bajo una capa de universalidad. En un sentido más amplio, sin embargo, el egoísmo está constituido por la misma igualación, tanto exterior como interior, en oposición a la multiplicidad de «máscaras». «En el egoísmo co­mún quiere su conservación precisamente el “no-yo”, el profundo ser-promedio, el hombre genérico.»’ El egoísmo corriente es la acentuación de lo universal, y en ese sentido, del gran número, pues lo univer­sal no es más que un pretexto para él. Por el con­trario, el «auténtico» egoísmo sería una negación del yo, una forma de no-egoísmo: al afirmarse a sí mismo afirma también su diferencia interna y se destruye a sí mismo como individuo. Esta consecuencia apare­ce con toda claridad en otro fragmento: «La disolu­ción de la moral lleva en su consecuencia práctica al individuo atomista y luego a la división del individuo en multiplicidades —afluir absoluto».“ Para afirmar más adelante: «El hombre es un grupo de átomos cuyos movimientos dependen completamente de todas

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hts distribuciones y alteraciones de fuerzas del uni- i^erso».”

Del mismo modo que la «cosa» y todo el aparato categorial del conocimiento son ficciones que generan la ilusión de dar con lo real, así también nuestro pro­pio «yo» es una ficción, una construcción en la que no podemos reconocernos. En un texto primariamente destinado al Zaratustra, Nietzsche expone la sensación de extrañamiento ante un «yo» que no nos pertenece, en el que se constituye una «imagen», una representa­ción que nos es por principio ajena: «¿Pero qué somos nosotros mismos? ¿No somos también nosotros mis­mos una imagen [...]?

«Nuestro yo (Selbst), del que tenemos conocimien­to, ¿no es también él sólo una imagen, algo fuera de nosotros, externo, exterior?» “

Por eso no tiene ningún sentido partir de esa base para intentar comprendemos: «En verdad, tenemos una imagen del hombre, eso hemos hecho nosotros. Y ahora, nos dirigimos a nosotros mismos... ¡para comprendemos! ¡Oh sí, comprender!».*^

Toda esta visión es esencial para el desarrollo de la ontología nietzscheana, y a partir de ella gran parte de su esfuerzo se dedicará a paliar el hecho de que «no tenemos palabras para designar lo realmente exis­tente».**

Nietzsche advierte que la noción de yo es profun­damente «cristiana»,*® es decir metafísica, porque apa­rece como condición y fundamento del pensar,*® y en última instancia como sustancia poseedora de los pen­samientos (res cogitans). En la medida en que Kant lleva adelante esta idea y coloca a la unidad del yo como unidad sintética suprema prepara, sin embargo, el movimiento de su destmcción. El carácter constitu­tivo se disuelve en la acción sintética y no hay ningún plano detrás de ella, así como no lo hay detrás del mundo fenoménico: «es dudoso que el sujeto pueda demostrarse a sí mismo, para eso tendría que tener un punto exterior firme, y éste falta».*’

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Lo que da al cogito cartesiano su supuesta eviden­cia son las ilusiones de la gramática, que deciden de antemano la cuestión y toman la apariencia de un hecho. «Por último, ya habría que saber qué es “ser" para extraer un sum del cogito, y también habría que saber ya qué es saber: se parte de la creencia en la lógica — sobre todo en el ego— y no de la constatación de un hecho.» “ Por eso, «antes de la cuestión del ser habría que decidir la cuestión del valor de la lógica».*’ No se debe partir del ser como representación, del su­jeto que actúa, de las obviedades sedimentadas en la gramática, sino preguntarse previamente por el senti­do de ésta.

La misma idea de evidencia resulta para Nietzsche insostenible. En el cogito cartesiano se introducen sub­repticiamente una serie de mediaciones que posterior­mente se presentan como si fueran certezas inmedia­tas: «en el cogito no hay sólo im cierto proceso que simplemente se reconoce —esto es absurdo— sino el juicio de que se trata de tal o cual proceso».*® La afir­mación del conocimiento inmediato es el error de atribuir un carácter ontológico fundante a lo que no es más que otra creencia.** Ante la duda cartesiana se impone una duda más radical que termine con la creen­cia propia del «fanático de la lógica» de que «sólo en el pensamiento estaría dado el camino hacia el ser, hacia lo incondicionado».**

Pero si en estos pasajes Nietzsche critica la noción de yo con argumentos que en el fondo son análogos a los empleados en la crítica del concepto de cosa como imidad sustancial, en otra serie de fragmentos consi­dera a la noción de sujeto como la clave desde la que se interpreta lo que es. La creencia en sí mismo como sujeto, es decir como unidad ficticia de la represen­tación, da origen a la noción de sustancia. Lo real tie­ne el carácter del sujeto. En la forma de la proposición está presente esta creencia básica en la necesaria fija­ción de un sujeto y la división de actos y actores. Es una «ilusión metafísica» similar a la que se produce

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entre causa y efecto, pero de un carácter más primi­tivo. «Hay sujetos» es la «creencia fundamental».“ «Lo que nos da la extraordinaria firmeza de la creencia en la causalidad no es la repetida costmnbre de la sucesión de procesos sino nuestra incapacidad de in­terpretar im suceso de una manera que no sea algo que sucede de acuerdo con un propósito.»

Nuestra comprensión de todo está basada en nues­tro propio yo, es ima proyección del yo «que propor­ciona la unidad aparente en la que todo confluye como en una línea del horizonte».^ La forma subjetiva de lo real (o sea su carácter representativo y relevable en la certeza del conocimiento) es el horizonte implícito desde el que se comprende lo existente en la Edad Moderna, y ante el que surge la denuncia de que se tra­ta de ima ilusión perspectivista. La «cosa» misma es un invento de la representación, invento por otra parte absolutamente correspondiente al del sujeto: «El sur­gimiento de las "cosas” es totalmente la obra de los que representan, piensan, quieren, inventan. El con­cepto mismo de “cosa”, lo mismo que todas las pro­piedades. Incluso el sujeto es también algo creado de este modo, una "cosa” como todas las otras: una simplificación para designar como tal a la fuerza que pone, inventa, piensa, a diferencia de todo poner, in­ventar y pensar singulares»."

Sin ahondar más por el momento, resulta evidente que con esa «fuerza» Nietzsche intenta pensar una instancia no subjetiva que, en la medida en que se descubre como el principio (metafísico) del viejo mun­do, deja de ser principio para transformarse en la acti­vidad conforme a la falta de principio. La destrucción de la objetividad de los hechos lleva necesariamente también a la destrucción de la subjetividad. La reduc­ción del lenguaje especular, que pretende reflejar los hechos tal como son, a su condición de interpretación no implica que «todo sea subjetivo»: «ya esto es una interpretación, el “sujeto" no es algo dado sino algo inventado y agregado, puesto por detrás».”

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La creencia en el yo es «el supuesto sobre el que descansa el movimiento de la razón»P Llegar aquí equi­vale a llegar a un límite, pues «nuestro penscimiento mismo implica esa creencia (con su distinción de sus­tancia-accidente, acción-actor, etc.); abandonarla quie­re decir no-poder-más-pensar».^ Este límite marca no sólo un fin sino también el comienzo de un pensa­miento y una existencia trágica. El límite no puede sobrepasarse, más allá de él no hay nada que pueda corresponder a nuestro pensar, y sin embargo por ese trascender existe el lenguaje, siendo también trascen­derse la esencia de un sujeto que con eso se juega su propia identidad, es decir su supervivencia.

La destrucción de las categorías metafísicas encuen­tra su culminación en la destrucción del sujeto. La ilusoria unidad del sujeto es lo que da lugar a todas las unidades sustanciales que están en juego en los modelos propuestos por una gramática de sujeto y predicado. Las unidades sustanciales no son nunca ei punto de partida sino siempre sólo el reverso de un movimiento real, el punto en el que el movimiento se detiene y de cierto modo se invierte. Si «hemos inven­tado la cosidad con el paradigma del sujeto», entonces al abandonar el sujeto activo también se abandonarán el objeto y la sustancia, y en general toda suposición de identidad; «La duración, la igualdad consigo mis­mo, el ser, no es inherente ni a aquello que se llama sujeto ni a aquello qqe se llama objeto: son comple­jos del suceder, aparentemente duraderos en referen­cia a otros complejos».^

Todas las categorías de la metafísica son hipósta- sis de un movimiento de simplificación identificante en el que se constituye el tiempo lineal como correlato de la identidad. La argumentación de Nietzsche no se dirige a descubrir un nivel de realidad escondido sino a mostrar que una vez que se han abandonado las insostenibles unidades sustanciales resulta imposible definir el ser como lo presente que descansa sobre sí mismo y se vuelve inevitable el proceso de disolución

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da Uñ mundo de diferencias. Éstas, una véz quitado Nelo metafísico, se definen por lo que permiten, por*

no exclusión de lo que no son, o sea que no se ¡iñnen en relación a sí mismas sino a lo que no son,

^eterizando así a lo real como expresión pura de ‘posibilidad y no como su actualización.

El concepto tradicional de voluntad, en cambio, le para Nietzsche constituye el modelo con el que

comprenden las relaciones entre las cosas, parte una unidad sustancial, de algo que se mantiene

Idéntico a sí. De lo que se trata, pues, es de destruir sa noción de sujeto atómico para reemplazarla por

de sistema: «Ningún sujeto-“átomo". La esfera de Un sujeto constantemente en crecimiento o en dismi­nución, el punto central del sistema en cambio cons­tante».’*

El concepto de sustancia (de lo que Nietzsche llama iiser» en sentido metafísico) depende del de sujeto, y no al revés. El concepto de sustancia existe desde el Intento de «antropomorfizar» el ente, o sea de hacerlo disponible y dominable, lo cual supone, a su vez, que ya se ha constituido el «hombre», el anthropos sujeto de la antropomorfización. La condición de posibilidad de la comprensión sustancial es la representación de la unidad del sujeto, o sea, la posición como unidad ón- tica de la «apertura» que es originariamente el sujeto. Nietzsche reúne con una especial tensión esta noción de «apertura» (o trascendencia) y la noción de sistema recientemente aludida para designar, siquiera tentati­vamente, el ámbito de «lo que se llama sujeto». En la comprensión corriente, el sujeto «es la terminología de nuestra creencia en una unidad por debajo de todos los diferentes momentos de mayor sentimiento de realidad».” El sentimiento es la situación en la que se abre la relación con lo que existe y con nosotros mis­mos.” El mayor sentimiento de realidad es aquel en el que el sentimiento llega a un grado tal que es capaz de cerrar la propia apertura que es él mismo, supo­niendo un sustrato del que aquel sentimiento es una

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afección y transformando al mismo tiempo la fuerza del afectar en ima presencia que afecta. La identifica­ción y sustancialización son así el carácter de lo que llamamos «sujeto», y por eso no tiene ningún sentido utilizar esas categorías para pensar el «sujeto» mis­mo. Caer en ello es caer en el mal círculo de la meta­física: «creemos en nuestra creencia en la medida en que gracias a ella imaginamos la “verdad”, la "reali­dad”, la "sustancialidad”». Por eso Nietzsche puede afirmar una vez más y con mayor claridad que, si el sujeto es la ficción de ese sustrato, por debajo de las situaciones idénticas: «nosotros hemos creado en pri­mer lugar la “igualdad” de esas situaciones; el hecho es el igualar y componer, y no la igualdad».”

Esto último parece remitir a un nuevo nosotros, con lo que la tarea de destrucción emprendida parece quedar nuevamente apresada en las redes de la gra­mática. La destrucción del sujeto parece llevar por momentos a una multiplicidad de sujetos o volunta­des,” con lo que podría decirse que se radicaliza la antropomorfízación. Para decidir esta cuestión, o por lo menos para acercarnos a un planteo correcto de la misma, tendremos que dar un paso más en el planteo ontológico fundamental de Nietzsche, analizando sus concepciones de la voluntad de poder y el devenir. Por ahora baste la indicación de que el «nosotros» antes citado no es más que un título para designar la activi­dad constitutiva previa que permite la acción de algo así como un sujeto.

NOTAS

1. X, 1 (25).2. X, 1 (42).3. Este proceso de autodisolución de la moralidad está

bien expuesto por Müller-Lauter, op. cit.4. XI, 26 (73).5. XI, 25 (287).

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' 5; 8.9.10 . 1 1 . 12 .13.14.15.16.17.18.19.20. 21. 22.23.24.25. 2é.27.28.29.30.31.32.33.

pp. 6234.35.36.

Wissenschaft der Logik, Hatnburgo, 1948, t. II, p. 216.X, 5 (1) 273.XI, 25 (108).XI, 26 (262).X, 4 (83).X, 4 (126).X, 12 (40). id.XII, 40 (8).XI, 40 (16).XI, 40 (16) y (20),XI, 40 (20).XI, 40 (23).Id.XI, 40 (24).XI, 40 (25).Id.

2XII, Id. XII, XII, XII, XII, XII, 7 XII, 9 XII, 9

(83).

(91); cfr. también XII, 7 (55). (152).(60).(63).(63).(91).(98).

XII, 10 (19).Cfr. el excelente análisis de Heidegger en op. cit., I,ss.XII, 10 (19). id.Véase, por ejemplo, XII, 9 (106).

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Capitulo 6

LA VOLUNTAD DE PODER Y EL MUNDO DEL DEVENIR

La crítica de las nociones de yo y de sujeto nos proporciona una privilegiada vía de acceso a lo que con cierta precaución podríamos llamar el proyecto ontológico positivo de Nietzsche, tal como se plasma en los textos de su última etapa productiva y sobre todo en los fragmentos inéditos de los últimos cinco años. En efecto, tal como hemos señalado, la crítica de la unidad subjetiva es para Nietzsche la crítica fun­damental, el punto donde se concentra su labor de destrucción de las categorías metafísicas básicas. Mien­tras que con la crítica de las nociones tradicionales de conocimiento y verdad Nietzsche ponía en cuestión los conceptos de adecuación y cosa en sí desde la perspec­tiva de una pluralidad de interpretaciones, a través de la crítica del yo se abre camino un procedimiento paralelo de destrucción del concepto de ente sustan­cial, o simplemente de «ente» o «ser», según la termi­nología empleada por el propio autor. Esto lo llevará a una reformulación de lo que, también con gran pre­caución, podríamos llamar las categorías ontológicas básicas en las nociones de voluntad de dominio y de­venir.

El primer paso lo constituye la discusión del esta-

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4uto ontológico de las (id)entidades sustancíales. En este marco se desenvuelve la crítica de las nociones de ^causalidad y mecanismo y de la «imagen del mundo» que les corresponde.' En el esquema causal se pone un ^sujeto que actúa, más allá de sus acciones, de sus «efectos». La unidad de la causa es vm invento forjado a semejanza del sujeto que actúa voluntariamente: «La creencia en la causalidad proviene de la creencia de que soy yo el que actúa, de la división entre el “alma” y sus actividades. O sea, una antiquísima su­perstición».^ «La referencia de un efecto a una causa es la referencia a un sujeto. Todos los cambios son tomados como producidos por sujetos.» * El caso de la causalidad es paradigmático de la simplificación que produce el conocimiento: «nuestra “comprensión de un acontecimiento” consistía en que inventábamos un sujeto que fuera responsable de que algo ocurriera y del modo en que ocurriera».^

Las entidades son hipóstasis de carácter subjetivo que se introducen en el acontecer para luego servirle de sustento y justificación. La «cosa» es una síntesis de los «efectos» que queda sustraída al suceder y constitu­ye su razón de ser. El esquema causal, al igual que un orden mecánico general, no hace más que crear y creer en entidades que sin embargo sólo son hipótesis nece­sarias para la calculabilidad: «Necesitamos unidades para poder calcular, no por ello hay que suponer que hay tales unidades».^ En efecto, la división en un suje­to y un objeto, el acto y lo que se hace «son una mera semiótica y no designan nada real».^

Si se eliminan estas construcciones, que según Nietz- sche no hacen más que someter lo real a una norma externa que los ahoga (aunque «lingüísticamente no sepamos liberarnos de ella»),’ desaparecen las entida­des sustanciales y se va tendencialmente hacia su re­ducción en un «fluir», que sin embargo no es simple­mente indeterminado. «Si eliminamos esos agregados no queda ninguna cosa sino cuantos dinámicos en relación de tensión con otros cuantos dinámicos y cuy:»

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esencia consiste en su relación con otros cuantos, en su acción sobre ellos.» *

De este modo se define la voluntad de poder, que tiene como consecuencia aquel fluir y que en sí mis­ma, en cuanto «hecho más elemental», no es «ni un ser, ni im devenir, sino xm pathos»? La voluntad de poder no es, pues, primariamente la fuerza de domi­nación al servicio de algún individuo o especie deter­minada, fuerza que simplifica y ordena (da forma) al caos de un fluir indiferenciado (del devenir), sino que es el pathos elemental que da lugar al devenir mismo. O sea que es, tanto lo más elemental, de lo que se sigue la estructura primaria del mundo (el devenir), como lo que impulsa a los diversos centros de poder a organizar el mundo a su favor. Esta ambigüedad se resuelve, si observamos que estos dos niveles son para Nietzsche en realidad el mismo. Si hay un caos al que da forma cada voluntad de poder (dando lugar a dife­rentes mundos exteriores) es porque el mundo como tal no es un mimdo sustancial sino una relación de luchas, que a su vez no debe comprenderse como una guerra de puntos aislados que entran posteriormente en relación entre sí.“ El devenir no es una especie de caos que tendría que organizar una voluntad de poder trascendental al modo de las formas a priori kantianas sino que está conformado también por las relaciones de lucha, de las que la perspectiva del caso no es más que una de una multiplicidad irreductible. La extraña paradoja que así surge es la de tratar de pensar una «ontología» no desde «seres» existentes (onta) sino des­de relaciones y campos de posibilidad siempre cam­biantes. Para Nietzsche, la realidad (aquello que la tra­dición del pensamiento metafísico ha designado con esa categoría) es aparente.” La función de la aparien­cia es la de crear un universo de casos idénticos, pero eso es precisamente la realidad. El mundo es una con- tradictio in adjectio. «El mimdo, prescindiendo de nuestras condiciones para vivir en él, el mimdo que no hemos reducido a nuestro ser, nuestra lógica y pre­

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juicios psicológicos no existe en cuanto mundo en sí” Es esencialmente mundo de relación: ocasionalmente tiene desde cada punto un rostro diferente en cada punto; cada punto ejerce presión, cada punto le re­siste —y esas sumas son en todo caso totalmente in­congruentes.» “

Detrás de las perspectivas no hay ningún mundo en sí. Lo que «hay» es el choque de perspectivas que no tiene ni fin ni una perspectiva superior que las haga a todas congruentes. El mundo es diferente, tie­ne un ser diferente desde cada pxmto, pero ningún punto constituye un límite real sino que de él surgen a su vez nuevas perspectivas que luchan entre sí. El mundo sólo es una palabra para el juego total de esas acciones.*’ La realidad no está constituida por existen­cias sustanciales sino que «consiste exactamente en esta acción y reacción particular de cada individuo frente al todo».*'* «En un mundo en devenir, la “reali­dad” siempre es sólo una simplificación con fines prácticos o un engaño a causa de órganos poco finos o una diferencia en el ritmo del devenir.» “

Tratar de afirmar la realidad de xm mundo verda­dero es hacer una extrapolación indebida, es trasladar el uso de los conceptos y las categorías básicas más allá del campo y la perspectiva desde la que han sido creados, no para dar una imagen fiel del mundo sino para dominar lo que sólo cometiendo nuevamente aquella extrapolación podemos llamar «la realidad». El «ente», la comprensión del ser como entidad sustan­cial, «forma parte de nuestra óptica».** El mundo del devenir, en cambio, «es informulable». Por eso, «el conocimiento y el devenir se excluyen».*’ La «suposi­ción del ente es necesaria para poder pensar»,** las «unidades son necesarias para poder calcular».*’ Pero si el devenir está formado por la lucha entre «centros de poder», parece también necesario que estas imida- des ya existan para poder afirmarse y superarse. Sin embargo, y aquí nos encontramos nuevamente con la paradoja final de su pensamiento, Níetzsche afirma

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que no tiene sentido la pregunta por el «quién» de la voluntad de poder: «¿Pero quién quiere poder? ...Pre­gunta absurda: si la esencia misma [del ser] es volun­tad de poder».“

Las «unidades», el «sujeto», el «quién», son siem­pre posteriores y creadas de forma cambiante por las diferentes interpretaciones y perspectivas.^’ En ese sen­tido, Nietzsche se mueve siempre en contra de la co­rriente que parece indicarnos el lenguaje. Aquello de que aparentemente se habla no es para él más que una fugaz y engañosa concreción o síntesis de innu­merables fuerzas cambiantes que pugnan por llegar a expresarse, subyugando así a las demás. Nietzsche lucha contra la idea aparentemente obvia de que toda afirmación (tanto en sentido lingüístico como en el de autoafirmación) tiene que ser afirmación de algo; quie­re escapar a los marcos de este genitivo objetivo-sub­jetivo, para poder escapar a la dicotomía en que cayó Schopenhauer, paradigma en esto de toda metafísica, entre una individuación aparente (en el mundo de la representación) y un mundo verdaderamente real indi­viso (en el mundo de la voluntad). Al comprender la identidad de los entes desde un peculiar no ser (desde su ser-apariencia en el sentido antes comentado), Nietz­sche afirma un mundo en el que, aun superando las identidades sustanciales, la multiplicidad no desapare­ce sino que es, por el contrario, el ámbito desde el que se piensa toda concreción. A costa de cierta impreci­sión, podría decirse que si la metafísica intenta final­mente una fundamentación teológica de la apariencia en el ente verdadero, Nietzsche trata de «fundamentar» el ente en sí aparente en una multiplicidad previa e irreductible. Obviamente, con esta inversión se altera el sentido de «fundamentar», por lo que el símil tiene un valor relativo y puede llevar a confusión.

El sentido que adquiere la multiplicidad es más el sentido antiguo de conflicto (pólemos) que el de multi­plicidad numérica (que ya supondría la unidad). Lo mismo puede decirse, en general, de todas las deter-

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minacíones cuantitativas: si la cosa es una ficción, lo 'que resta no son determinaciones cualitativas sino grados de intensidad, relaciones cuantitativas en ese sentido especial.^

Dentro de esta continua lucha contra el lenguaje, el problema de tener que partir de un ente determinado y al mismo tiempo no poder hacerlo aparece al co­mienzo de un fragmento en el que se opone la idea de la voluntad de poder a la de causa: «Necesito el punto de partida “voluntad de poder” como origen del movi­miento. Por consiguiente el movimiento no debe ser ocasionado del exterior; no debe ser causado...

«Necesito principios y centros de movimiento des­de los cuales la voluntad se lance a su alrededor.» ^

Este pasaje, por debajo de una terminología que parece buscar una interioridad '* expresa en realidad la necesidad de un punto de partida que fuera ya ac­ción, que no tuviera que basarse en entes subsisten­tes a los que, en el lenguaje de Hegel, la mediación les fuera exterior.

Habiendo llegado a este punto, es importante seña­lar la característica ambigüedad del pensamiento de Nietzsche con la que ya nos hemos encontrado en otros contextos. Me refiero a la ambigüedad que se da entre, por un lado, la concepción de que «el mundo del ser» constituye una perspectiva del conocimiento hu­mano forjada con fines prácticos, por lo tanto no ver­dadera en el sentido de adecuación a lo real, pero sin embargo necesaria e inevitable, dado que el mundo del devenir es incognoscible, lo siempre exterior al sistema y, por otro lado, la idea de que ese mundo del ser es un ocultamiento que niega la vida. En este sentido, la «hipótesis del ser», con todas las catego­rías que le son inherentes —sujeto, sustancia, causali­dad, etc.,— constitu3fen simplemente un error que debe ser eliminado. Si desde la primera perspectiva repre­senta un error al servicio de la vida, en la segunda es un error en su perjuicio, es una tendencia fatal que debe ?er contrarrestada porque como consecuencia

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suya el propio devenir pierde su valor. En consecuen­cia, «no se debe admitir nada óntico».“ La idea de un ser sustancial es un sojuzgamiento de lo verdadera­mente real, de la que su culminación, la idea de dios, es su aniquilamiento total. La idea de dios es la idea de una conciencia general que acompaña a todo acon­tecer, imificándolo y reduciéndolo a su expresión ne­gativa.

Las dos posibilidades enunciadas podrían interpre­tarse como dos pasos sucesivos, sin que a su vez quede claro el sentido de la progresión. En efecto, podría decirse que la crítica de las hipóstasis metafísicas es una crítica de un uso veritativo y sustancial de las categorías, inducido por ciertas estructuras del len­guaje, y que lleva hacia una utilización de tipo prag­mático que, por más que vislumbre la continua ilusión a la que incitan, no puede ir más allá de las fronteras del lenguaje. Pero también podría afirmarse, en direc­ción contraría, que la crítica que mantiene la necesi­dad de ese lenguaje como parte de nuestra óptica es una crítica que se detiene aún en las condiciones sub­jetivas que determinan su utilidad, condiciones con las que se enfrentaría precisamente el segundo nivel de la crítica, que plantea ya decididamente la disolución de aquel tipo de lenguaje.

Creo que las dos lecturas son posibles, pero que la última muestra la intención más profunda de Nietz- sche, presente sobre todo en la idea de la superación de las condiciones ontológicas que codefinen al hom­bre. Al momento de la limitación en función de cierta perspectiva sigue la superación de la perspectiva mis­ma, lo que en su grado extremo lleva a la superación de la especie «hombre» en el superhombre. Por eso Nietzsche puede escribir que a lo largo de sus obras se mantiene la idea de que «toda elevación del hombre lleva consigo la superación de interpretaciones más estrechas, que todo fortalecimiento y ampliación de poder que se alcance abre nuevas perspectivas y hace creer en nuevos horizontes»

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í> En ese sentido, Nietzsche distingue —respecto de la evolución de la humanidad— dos períodos: uno en t i que se trata de conseguir poder sobre la naturaleza, y consecuentemente sobre sí mismo, período en el que la moral misma sería necesaria (y sabiendo ya la equi­valencia de la moral con las categorías metafísicas, íjiodríamos decir que la creencia en un mundo sustan- ifcial y verdadero sería necesaria), y otro en el que, una Vez alcanzado el poder sobre la naturaleza, «se puede emplear ese poder para seguir desarrollándose a sí mismo libremente: la voluntad de poder como eleva­ción de sí y fortalecimiento».” Evidentemente, hay que precaverse contra la idea de interpretar este pasaje como una especie de optimismo evolucionista. Las perspectivas que se abren son, por el contrario, más bien trágicas, ya que lo que desaparece con cierto gra­do de dominio de sí mismo y de la naturaleza es la confianza en marcos firmes que encuadren lo real, determinando «el bien y el mal», «la verdad y la men­tira». A partir de esa crisis histórica de la que Nietzsche es testigo surge la necesidad inevitable de desarrollar libremente ese tipo de marcos (los valores), que si bien seguirán constituyendo lo que se tome como «bueno» y «verdadero», tendencialmente por lo menos, o en los pocos que sean capaces de adivinar este juego, condu­cirá a eliminar estos criterios y basarlos en lo que siempre han sido: aumento de poder. Pero lo que para Nietzsche es decisivo y lo que hace decisivo su pensa­miento es el giro que se produce en la noción de po­der desde esta experiencia de la crisis: el poder deja de ser el fundamento (oculto, es decir metafísico) para convertirse en expresión de la falta de fundamento y ser primordial desde esa perspectiva. La noción misma de poder, sobre la que se ha discutido si constituye o no un principio metafísico, tiene que cumplir para Nietzsche el paso de un mundo metafísico a uno que lo haya superado, y su conciencia trágica es la de estarle planteando a la humanidad un desafío, que de

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no aceptarlo implicaría un hundimiento final en el nihilismo.

Esta transformación de la noción de fxmdamento sirve también para dar luz sobre el dilema planteado antes entre el mantenimiento o la posible superación de las categorías básicas de la comprensión humana. La falta de fundamentación que según esta interpreta­ción da lugar a la transformada noción de poder se expresa en la concepción de la realidad como aparien­cia (Schein) que antes mencionábamos. Esta concep­ción no sólo es característica de aquella realidad cons­tituida por la creación de situaciones idénticas. En este caso, el más presente en una lucha contra el pensamiento sustancialista, la noción de apariencia tiene fundamentalmente una connotación negativa, pero adquiere otro cariz cuando se piensa que es lo que define a toda posible realidad: su carácter es el de una ficción en sentido positivo, una ficción que tiene que afirmarse absolutamente y al mismo tiempo mos­trar su naturaleza ficticia, dejando valer e incluso realzando otras perspectivas. La ficción es la forma en que Nietzsche piensa lo que, siguiendo a Heidegger, hemos llamado la diferencia ontológica.” Si esto es así, el mantenimiento de las categorías básicas, aun­que sea en una actitud pragmatista, posición que po­dría caracterizar al pensamiento científico esclarecido, tiene un alcance limitado y difícilmente podría consti­tuir para Nietzsche una expresión adecuada de las posibilidades a las que abre su pensamiento. Es evi­dente que, sobre todo en la época de La gaya ciencia, piensa en la posibilidad de una ciencia que se desa­rrolle según estos criterios. De la lectura de los textos de los últimos años se desprende, sin embargo, que Nietzsche se fue alejando cada vez más de este ideal de ciencia, dándole mayor peso a aquellos ámbitos en los que la palabra (o el signo en general) tiene un carác­ter fundacional, dejando ver así, paradójicamente, su falta de fundamento, su mantenerse en la sola fuerza interpretativa.” En ese sentido, será el arte la activi­

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dad que implique la máxima afirmación y no posea la pretensión de verdad exclusiva del saber científico.

Paralelamente a la distinción treizada, puede com­prenderse que la falta de fundamento correspondiente al surgimiento de la voluntad de poder como «el más elemental de los hechos» no equivale, sin embargo, a la pura producción, a la preparación de un objeto totalmente disponible para su calculabilidad y repro- ducibilidad. Ya hemos visto que Nietzsche caracteriza de este modo a las categorías centrales del pensar me- tafísico: son categorías que sirven para ordenar un mundo vitalmente útil para el hombre. También he­mos visto que Nietzsche pretende ir más allá de esta utilidad funcional del conocimiento y no sólo des­pojarla de la creencia de verdad que podría limitarla. Esto resultaba claro ante todo en la destrucción del sujeto que se seguía de la crítica de la sustEUicialidad. Este fenómeno nos proporciona un indicio para acce­der a una reflexión de carácter más general. En aque­lla ocasión veíamos cómo el sujeto de cada caso era siempre trascendióle y no era más que la concreción de una serie de fuerzas en lucha. Ahora podemos ver cómo el mundo ficticio, apenas superada la proyección subjetiva propia de la metafísica moderna, no es el producto de un sujeto sino el resultado de una lucha, es la conformación, por lo menos en el mundo humano siempre cambiante, de relaciones de poder. La relación sujeto-objeto de la tradición se convierte para Nietz­sche en una red de relaciones «políticas».

Cuando más se acerca a una dimensión elemental, más equívoca se vuelve la noción de poder. Analizán­dola desde la perspectiva crítica en la que surge, es difícil poder mostrar que se trate de algo más que de un criterio que surge de la pérdida de una valora­ción universal, del traslado del planteamiento y la so­lución de conflictos desde la adecuación a la verdad a la lucha entre perspectivas incongruentes. Por eso, lo esencial para Nietzsche no es comprender algún tipo de ley general que rija los fenómenos sino concebir

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las fuerzas desde las que se estructura el complejo fenoménico del caso.

Para poder profundizar más en la noción de volun­tad de poder y su sentido ontológico, es necesario de­tenerse en la noción clave de interpretación.” Ella es la actividad básica por la que la voluntad de poder cons­truye en cada caso su mundo.’’ A la inversa, la inter­pretación es un «medio para dominar algo» y está continuamente presente en el proceso orgánico.” La interpretación es lo que constituye el carácter propio de todo suceder,” y en ese sentido puede asimilarse a lo que antes se había tematizado bajo los títulos de «ficción» o «apariencia». En efecto, el carácter de interpretación no es pensado por Nietzsche como un comentario a un suceder primario o a un texto básico al que sería posible acercarse desde diferentes pers­pectivas o, más aún, del que se podría dar cuenta en su verdad. El carácter interpretativo no se refiere pri­mariamente a nuestro conocimiento de un hecho sino a la noción de hecho mismo. «No hay ningún suceso en sí. Lo que sucede es un grupo de fenómenos seleccio­nados y sintetizados por un ser interpretante.»”

La interpretación ya está al nivel de lo que común­mente se llaman hechos, con lo que se les da una con­sistencia ontológica que no poseen. Por eso, Nietzsche afirma: «Contra el positivismo, que se detiene en el fenómeno “sólo hay hechos”, yo diría: no, precisamen­te hechos no hay, sólo interpretaciones».”

En otra ocasión expresa que «el mismo texto per­mite innumerables interpretaciones: no hay una inter­pretación “correcta”».” Su intención va aún más allá, tal como puede verse en los fragmentos anteriormente citados y que no hacen más que formular desde esta perspectiva lo que ya hemos visto en puntos anterio­res. No solamente cada «texto» permite una infinidad de interpretaciones, sino que ese mismo texto es ya siempre el producto de una interpretación.” No hay, pues, ningún «texto» primitivo al que podría o tendría que adecuarse la interpretación.” Una comprensión

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de este tipo pasaría por alto toda la crítica de la no­ción de realidad en sí a la que ya nos hemos referido y que Nietzsche refiere expresamente a la cuestión de la interpretación ®

El «error», en un sentido fuerte, de la concepción sustancialista radica en creer que las relaciones (y conflictos) que constituyen íntimamente lo real se definen (y resuelven) en referencia a la verdad. La comprensión sustancial o metafísica es, en ese sentido, ima oculta metainterpretación, es decir una interpre­tación que dice cómo hay que interpretar.** La volun­tad de poder, en cuanto «principio general», es, en cam­bio, la interpretación que privilegia las interpretacio­nes desde sí mismas, es decir, desde su falta de funda­mento concluyente.

Lo que se acaba de decir acerca de la interpretación puede ayudar a comprender esa dimensión que se en­cuentra más allá de la concepción pragmática de la verdad. Este «mundo» no representa para Nietzsche en realidad ningún mundo, ningún mundo real del ser que fuera desvelable en el sentido en que lo es una verdad óntica para el pensamiento representativo. Para Nietzsche no hay, en sentido estricto, un mundo del devenir que se oponga al mundo del ser (al mundo metafísico) como el mundo real al mundo aparente. El mundo del devenir es «real» precisamente en la me­dida en que carece de solidez ontológica. No es más que la consecuencia de la imposibilidad de totaliza­ción del mundo, que impide el paso de una perspectiva a otra. El «mundo del devenir» es una consecuencia de la concepción del mimdo como voluntad de poder, que es a su vez una consecuencia de la falta de fundamento de lo que es. Hay que evitar comprender esto tanto en un sentido metafísico como una nueva concepción del mundo real (del que las diversas conceptualiza- ciones perspectivistas serían diferentes apariencias), como en el sentido de una simple imposibilidad gno- seológica. Para Nietzsche es la extrema consecuencia de que no hay ningún nivel fundante.

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En este punto se plantea inevitablemente la pre­gunta de por qué, para expresar lo anterior, Nietzsche recurre al concepto de poder. A un nivel elemental, esto nos dice que lo real es pensado desde lo posible y que lo posible, a su vez, no es la potencia de (o lo que cons­tituye a) un ente sino el campo resultante de diferen­tes tensiones. Este es para Nietzsche el único modo de pensar al mundo que no admite un fundamento o fin último y permite al mismo tiempo un continuo movi­miento. El «devenir» es este movimiento y no un suce- derse de entes en un continuo temporal.^'

Esta concepción implica, por supuesto, una acti­tud diferente a la del mero reconocimiento del carácter pragmático de la verdad. Si por un lado la mentira (la ficción) es necesaria para incrementar el poder, por otro, el máximo poder será prescindir de ella y ser capaz de exponerse sin reparos a lo innominado. Éste no será ya la total indeterminación, sino que sólo po­drá estar presente en contenidos determinados que dejen traslucir con la mayor intensidad posible su fuerza trágica. Esta es la razón por la que continua­mente aparecen juntos los dos motivos contrapuestos: el de la creación y el de la terrible seducción de lo innominado.

La eliminación de la diferencia entre un mundo verdadero y un mundo aparente, y la simultánea com­prensión del ente en su diferencia (en su carácter fic­ticio) hacen que para Nietzsche no haya una posibili­dad real de acercamiento al mundo del «auténtico» ser, concebido como devenir. En la medida en que lo hay, no se trata de un acercamiento directo, que equi­valdría siempre a una adecuación representativa, lo que por principio queda descartado, sino de una re­petición del movimiento por el que lo que es existe sobre el fondo del devenir: la asunción de la voluntad de poder como fuerza conformadora (ontificante). En ese sentido se expresa un fragmento de fines de 1886 o comienzos de 1887: «acuñar al devenir el carácter del ser: he aquí la suprema voluntad de poder».^^

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El devenir es incapaz de devenir mundo, en realidad sólo es el movimiento de formación de un mundo fic­ticio, el mundo de los entes aparentemente definidos por la presencia, sólo a partir del cual, paradójica­mente, es pensada aquella dimensión. La crítica de la metafísica ha llevado a una redefinición y un reorde­namiento de los conceptos básicos que, sin embargo, por momentos parecen revalorizar la presencia decla­rada nula como única medida de lo que va más allá de ella (en sentido no metafísico) y de lo cual —a la inversa— sólo parece existir una afirmación de su nulidad.

Esta interpretación de la posición nietzscheana, sin duda unilateral, pero de una unilateralidad que parece tener su origen en su propia naturaleza, se confirma en un pasaje posterior del fragmento que se acaba de ci­tar, en el que se pone en relación la noción de volun­tad de poder, en el sentido indicado, con la de eterno retorno: «que todo retorna es la aproximación más extrema de un mundo del devenir al del ser: cumbre de la consideración».'*’

Desde esta perspectiva, la idea del eterno retorno garantiza, dentro de la estructura del devenir, es decir, sin hipostasiar los entes como sustancias en sí mismas existentes, algo así como el predominio del ser, ejer­ciendo así la «suprema voluntad de poder». La fun­ción de la idea del eterno retorno sería entonces la de aceptar el devenir, es decir la absoluta falta de funda­mento óntico de lo real, sin caer en (o, mejor dicho, superando) el «total sinsentido» en que se pierde el nihilista. Este triunfo se obtiene gracias a la estabili­zación que adquiere el devenir en el eterno retorno, por la que el absoluto fluir adquiere, en cuanto tal, la fuerza del ser y se reconoce como voluntad de poder.

Este es el ámbito en el que la crítica de Nietzsche a la metafísica parece retroceder por la falta de un lenguaje propio que la pueda sacar definitivamente de

•los marcos que intenta superar. La contraposición del «ser» y el «devenir» parece cerrarse el camino hacia

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un nuevo pensamiento de lo que realmente está en juego, la diferencia ontológica, en la medida en que el devenir tiende a concebirse simplemente como un continuo cambio óntico. Los dos conceptos claves con que se piensa esta tensión corren una suerte similar: a pesar de todo lo dicho, es difícil pensar la voluntad de poder eliminando totalmente el pensamiento de una subjetividad productora, mientras que en el eterno re­torno la identidad parece obtener un tardío pero esen­cial triunfo.

Como ya se ha dicho, esta interpretación es unila­teral y nuestra comprensión de Nietzsche se vería em­pobrecida si nos limitáramos a ella y no desarrollára­mos todo aquello que la trasciende, que abre nuevas perspectivas y que ya ha ido apareciendo a lo largo del camino recorrido. A pesar de ello, creo que las li­mitaciones que aquí aparecen y que lejos de constituir una frívola crítica también quisieran mostrar la pro­fundidad con la que el pensamiento de Nietzsche está enraizado en la tradición que quiere criticar, son, sin embargo, limitaciones internas, no atribuibles simple­mente a una errónea autointerpretación del filósofo.

NOTAS

1. Respecto de la causalidad, cfr. El ocaso de tos ídolos, «los cuatro grandes errores» (VI, 88 ss.) y la nota 3 del capí­tulo próximo.

2. X II, 1 (38).3. X II, 1 (39).4. X III , 14 (98).5. X III , 14 (79).6. id.7. X III , 14 (98).8. XIII, 14 (79).9. id.10. Esta es la posición que se atacaba en la crítica a la

causalidad y el mecanicismo, de la que aquí se advierte su importante función.

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11. V. XI, 40 (53): «La apariencia, tal como yo la entiendo, es la verdadera y única realidad de las cosas».

12. XIII, 14 (93).XIII, 14 (184). id.

(62).(89).

13.14.15.16.17.18.19.20. 21.

XII, 9XII, 9 id. id.XIII, 14 (79).XIII, 14 (80).Esta cuestión es analizada con cierto detalle por J.

Figl, Interpretation ais philosophisches Prinzip, Berlín, 1982, pp. 73 ss., quien después de mostrar en primer lugar la apa­rente necesidad de puntos de partida, de «algos» desde los que se ejerza el poder, y señalar después que no puede tra­tarse de «centros constantes y absolutos» (p. 88), llega a la conclusión de que «una de las condiciones básicas» para com­prender la totalidad del ser como interpretación «es la supo­sición de diferencias y oposiciones en el acontecer del poder», por lo que Nietzsche «supone la premisa de los llamados cen­tros de poder, que deben comprenderse como centros de inter­pretación» (pp. 92-93).

22. Müller-Lauter observa con razón (op. ciu, p. 48) que si se tratara de determinaciones puramente cuantitativas se lle­garía más bien a la hipótesis mecanicista que critica Nietzsche, Para salir de esta situación, buscaría una cualidad única, que sreía la voluntad de poder. Esta formulación, sin embargo, no hace más que repetir la paradoja central, ya que poco dice una cualidad única, que por ser tal no permite diferenciación alguna. En todo caso, se trata del intento siempre renovado de pensar directamente el movimiento diferenciador.

23. XIII, 14 (98).24. Cfr. también XI, 36 (31): «El triunfante concepto de

‘‘fuerza'^ con el que nuestros físicos han creado a dios y al mundo precisa ser completado: hay que atribuirle un mundo interior, al que designo “voluntad de poder”». Véase también XI, 40 (53).

25. XIII, 11 (72).26. XII, 2 (108).27. XII, 5 (63).28. Cfr. XI, 40 (53): «apariencia es la realidad que se opone

a la transformación en im imaginario mundo-verdad. Un nom­bre determinado para esta realidad sería voluntad de poder».

29. Como toda afirmación general de este tipo, debe to­marse con ciertas reservas, ya que el valor que Nietzsche adju­dique a una determinada actividad o ideal depende siempre

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del contexto de fuerzas en el que se halle. Vease, p.ej., XIII, 14 (84).

30. Para este tema, véase sobre todo J. Figl, op. cit,31. Cfr. XII, 2 (148).32. Id.33. XII, 1 (115).34. Id.35. XII, 7 (60).36. XII, 1 (120).37. Tomado en sentido estricto, esto se deduce de lo ante­

rior, pero merece la pena destacarlo porque con frecuencia se quiere separar una fase de la otra y se olvida que el texto mismo es interpretación. Esto ha sido agudamente señalado por M. Foucault, quien observa, respecto de la mutación de la función de los signos en Marx, Freud y Nietzsche —aunque en mi opinión sólo es correctamente aplicable a este último— que «la interpretación [...] se ha convertido en una tarea infi­nita» y que «si la interpretación no puede concluirse, esto sig­nifica simplemente que no hay nada por interpretar [...] por­que en el fondo todo es ya interpretación, cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación sino la interpretación de otros signos» («Nietzsche, Freud et Marx», en Cahiers de Royaumont. Nietzsche, VII Colloque philosophique de Royaumont, 1964, París, 1967, pp. 187 y 189 respectiva­mente).

38. Véase, p.ej., XII, 9 (40).39. Por eso me parece errónea la distinción que hace

Granier (op. cit,, pp. 320 ss. y 500 ss.) entre una «donación total de sentido» y la «probidad filológica», que evitaría la arbitrariedad de la creación absoluta pero sólo a costa de rein­troducir un «texto» ya dado que debe interpretarse correcta­mente, eliminando así toda la crítica a las nociones tradicio­nales de verdad, sustancia, etc., que constituyen el núcleo del pensamiento último de Nietzsche, Esto se debe en parte a que, para mostrar la superación de la primera de las citadas con­cepciones, Granier recurre especialmente a textos de la época intermedia y no tiene en cuenta la ruptura que se produce alrededor de 1880. Paralelamente a aquella distinción, Granier observa con razón la presencia de dos niveles en el planteo nietzscheano de la voluntad de poder, mostrando la necesidad de superar lo que denomina «pragmatismo vital». Pero el paso posterior que implicaría el acceso a la auténtica «verdad del ser» no puede ser comprendido con las categorías que han caído previamente bajo la crítica. Si la línea pragmática lleva de alguna manera más allá de sí, este nuevo plano no puede pensarse independientemente de la transformación en el con­cepto de verdad que se ha operado anteriormente. Aceptando

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que el planteo óntológicO dé lá Voluntad de poder nó sé limité a una concepción pragmática, esto no ocurre en el sentido de que, más allá de las categorías que la metafísica hiposta^ siaba en «verdades del ser en sí» y a las que Nietzsche había desenmascarado como valoraciones del interés vital, se des­cubra un nuevo ámbito de verdad, sino que lo que aparece como la «terrible verdad» es exactamente la otra cara de lo anterior: la falta de fundamento. La actividad fícticia y forma- tiva que se sabe tal, es decir que no precisa recurrir a la creencia en una realidad sustancial que la apoye, no puede ser sustituida por una actividad sintética superior, por algún tipo de contemplación de la verdad.

40. Cfr. XI, 34 (124): «una interpretación que vale como la interpretación».

41. El antecedente más claro de esta noción de Nietzsche se encuentra en Leibniz y su concepción del mundo a partir de la noción de fuerza (vis), en contra de la concepción exten- sional de Descartes. Lo esencial del mundo es vis y no exten- sio, y su elemento, la mónada, no es material sino formal, y su carácter es el Ímpetus, el conatus. Tanto en lo que hace a la noción de fuerza como a la de mónada y perspectivismo, la concepción de Leibniz presenta grandes puntos de contacto con la de Nietzsche, lo cual parece incluso confirmarse en mu­chos puntos divergentes pero que son objeto central de su crítica. Extrañamente, las alusiones a Leibniz son bastante superficiales (exceptuando quizá la de La gaya ciencia, 354) y su caracterización como «mediador entre el mecanismo y el cristianismo» (XI, 26 [248]; véase también XI, 35 [66] y XII, 9 [3]) está lejos de dar cuenta de ima cercanía más fundamental.

42. XII, 7 (54).43. XII, 7 (54).

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Capítulo 7

EL ETERNO RETORNO:EL TIEMPO RECONSIDEílADO

Para profundizar en el carácter que adquiere el pensamiento fundamental de Nietzsche creo que lo más apropiado es volver en una reflexión final sobre la temporalidad implícita en el planteo ontológico a que nos hemos referido en los últimos capítulos, para ponerla en relación con la que está presente en la idea del eterno retorno. Ya nos hemos referido a esta últi­ma en la presentación del texto de agosto de 1881 en que Nietzsche deja constancia de la experiencia en el lago de Silvaplana y en el comentario a propósito de la concepción del tiempo en Así habló Zaratustra. Su aparición en las obras publicadas posteriormente es tan escasa* que se podría pensar (y de hecho se ha interpretado muchas veces así) que la idea del eterno retorno pierde validez para Nietzsche y es reemplazada por la de voluntad de poder. Tal como lo ha señalado M. Heidegger, esta interpretación desconoce la impor­tancia permanente que tiene aquella idea en todo el pensamiento de Nietzsche desde su aparición.^ Un aná­lisis de los manuscritos no publicados correspondien­tes a la época posterior a Así habló Zaratustra mues­tra, por cierto, pocos fragmentos dedicados a ella, man­teniéndose sin embargo como punto final en casi to­

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dos los numerosos planes de la futura obra que Nietz- sche no llegó a realizar. Este dato, así como razones de contenido hacen que no puedan caber dudas de que «el más grave de los pensamientos» haya seguido sien­do el ámbito esencial en el que se mueve su filosofar.

Si partimos del fragmento citado al finalizar el capítulo anterior, la idea del eterno retorno aparece como una superación del devenir en cuanto sucesión infinita. Comprendido de este modo, el devenir es precisamente una forma de la venganza, de aquello que para Nietzsche está a la base del pensamiento me- tafísico. La vengcinza —en este plano ontológico— parte de la necesidad de un fundamento que surge con la sucesión temporal de entes definidos por su presencia permanente. El tiempo que devora a sus hijos y el establecimiento de un ente siempre presen­te como justificación y garantía son dos etapas del mismo camino. Por eso, llegar a la idea del devenir equivale para Nietzsche a llegar al nihilismo, a la idea del sinsentido de todo lo que es, idea que por cierto es dependiente del ideal que se había proyectado como su salvación. Este es, por lo tanto, un nihilismo encu­bierto al que sólo puede superarse enfrentándolo deci­didamente y yendo a su raíz, que no está en la solu­ción sino en el punto de partida. Si el punto de parti­da es el ente presente, el ente sustancial y verdadero de la metafísica, con el trabajo de destrucción de la ontología que ha ido realizando Nietzsche parece lle­garse a un devenir que incluye en sí una temporalidad que es la misma que, aunque negada, estaba en la es­tructura ontoteológica de la metafísica. Este puede ser un argumento contra Nietzsche, o mejor dicho, contra el éxito de su intento de superar la metafísica, pero al mismo tiempo es probablemente el motivo que hace que el propio Nietzsche trate de pensar a su vez esta noción desde la de eterno retorno, transformándola así radicalmente. Esta ambigüedad latente en la no­ción de devenir pesa continuamente sobre el intento nietzscheano y aparentemente mmca ha sido enfren­

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tada con claridad. El devenir es por momentos el nom­bre (inadecuado) para una ontología negativa que se desarrolla desde la destrucción de las categorías tra­dicionales y por momentos el fluir que hereda, con una dinámica mayor, todos los problemas de una ontología sustancialista.

En la biografía intelectual de Nietzsche, la idea del devenir es previa a la del eterno retomo, y ésta le sucede como aquel proyecto del ser en su totalidad en el que se contiene, sin negarlo, el abismo abierto por aquélla. La «inocencia del devenir», que constituía ya el programa de su obra juvenil, no puede ser lle­vada a cabo por una simple eliminación de la «mora­lidad» (es decir, de las fijaciones metafísicas) sino que requiere la transformación de la concepción del deve­nir mismo.^ Esta es la función que cumple la idea del eterno retomo.

El devenir no se refiere a una sucesión lineal, que, por el contrario, sería producto de ima racionalización conducida por el instinto de venganza, o, en términos metafísicos, por la búsqueda de un primer fundamen­to y el correspondiente vaciamiento de la experiencia del mundo. En oposición a ello, lo que se acentúa es la decisión sobre la totalidad, decisión que se cumple en el instante y constituye el pasado (y no a la inver­sa). En el instante se decide la totalidad y, en la me­dida en que se decide como afirmación positiva, es un querer del querer. Su forma más perfecta es la afirmación de cada instante, de cada suceso tal como es, es decir en cuanto querer, y es por lo tanto el querer que siempre retoma. La idea del eterno retorno no es primariamente un enunciado sobre un estado de cosas sino una decisión, de acuerdo con la cual el mundo aparece sin ocultamientos metafísicos, en su esencia de voluntad de poder. Según una caracteriza­ción de Así habló Zaratustra: «En mis hijos quiero reparar el ser hijo de mi padre, y en todo futuro este presente».^ El pasado es redimido en la medida en que no queda aprisionado al presente, determinándolo,

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haciéndose responsable de él y provocando así su pérdi­da. Pero esto sólo es posible en la medida en que el presente se libere del pasado y en la decisión del ins­tante lo proyecte de manera absoluta, identificándolo con la eternidad.’ Esta es una decisión continua, y por eso, tal como dice el fragmento citado, el futuro ten­drá que redimir al presente, es decir, no dejarlo ser pasado.

La continua paradoja que suscita la idea del eterno retorno entre su pretendido carácter de verdad propia de lo que es, por un lado, y su naturaleza de proyecto decisión, por otro,* tiene su origen en que lo que asegu­ra la idea no es ya una visión «verdadera» de lo real (que siempre caería en la ya criticada absolutez del conocimiento) sino una total «conformidad» con lo real. Pero lo real no es un «ser» sino esencialmente voluntad de poder, en el sentido ya comentado de surgir de sí sin fundamento. Por eso Nietzsche puede decir sin caer en un nuevo realismo ingenuo: «esta especie de hombre que él (Zaratustra) concibe, conci­be la realidad tal como es; es suficientemente fuerte para ello; no se le enajena, no se aparta de ella, es ella misma, aún tiene dentro de sí todo lo que en ella es terrible y cuestionable, sólo con ello puede el hom- bre tener grandeza»?

Si se piensa en las tres transformaciones del Zara­tustra,^ el estadio del eterno retorno no puede ser el del león, el del «yo quiero», sino el del niño, el del «yo soy», sólo que el ser es en este caso pura voluntad, no en el sentido del estadio anterior, en que era una volun­tad separada de la existencia y por lo tanto sólo podría ser destructiva, sino como absoluta identidad con su acción. Por eso esta es la única figura capaz de crear valores. Su naturaleza no es la de la contemplación sino la de la acción sin lastres, en ella «el espíritu quiere su voluntad».’ Para ello tendrá que eliminar el pasado, que es igual que eliminar la culpa, la pérdida de realidad del presente: «Inocencia es el niño, y ol­vido».*®

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La propuesta de Nietzsche equivale a úna superá* ción del tiempo lineal. El «gran mediodía» al que se­ñala será la abolición del pasado, en cuanto es lo ya decidido, como modelo de la relación con el mundo. Esta visión, como ya lo hemos dicho, no es una com­prensión de cómo serían el tiempo y el mundo en sí mismos, una forma verdadera de la que el tiempo fenoménico sería una apariencia, sino que implica una decisión radical acerca del hombre y del mundo. Por lo tanto también implica un futuro, el trabajar y diri­girse hacia un momento en el que se alteraría la visión del tiempo. Este futuro es un momento de la historia señalado por la destrucción de las categorías que aho­gan la existencia. Su naturaleza es quizá todavía la del león de la segunda transformación. Pero lo que sucede con y en la transformación tampoco es el sim­ple culto del instante en el sentido de un relevamiento absoluto del momento que inhiba toda temporalidad. En el momento extático que se abre al retornar de sí mismo, Nietzsche quiere pensar no lo intemporal sino la temporalidad misma como eternidad. En la medida en que es precisamente un instante extático, designa un salir fuera de sí que es idéntico con la posibilidad que constituye la esencia del poder y que por ello se distingue radicalmente del estar adherido al momento sin distancia ni horizonte alguno. El uso de catego­rías de pensamiento demasiado ligadas a la tradición metafísica y a la concepción del ser como presencia hacen que estas dos perspectivas diferentes vuelvan a veces a confundirse, a falta de medios conceptuales apropiados. Lo que Nietzsche quiere pensar es indu­dablemente una adhesión al instante que rechace la duplicidad constitutiva de la metafísica, pero que al mismo tiempo no sea la opacidad de lo encerrado en cada determinación momentánea. Nietzsche advierte que esta opacidad es una consecuencia de haberle qui­tado al momento, al ente que allí se muestra, a la existencia, la «vida», la diferencia que lleva dentro de sí para trasladarla a un mundo fantasmagórico que es

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la proyección de la nada. Como consecuencia de esO, no basta con destruir las entidades metafísicas, pues esto equivale a quedarse con su pura nihilidad y falta de sentido. Este nihilismo, paso inevitable, sólo puede ser superado si se recupera para el mundo la trascen­dencia negada, si de la ontoteología cristiana se vuelve a la divinización del suceder. Volviendo a lo que afir­mábamos del instante, no apartarse de él debe ser al mismo tiempo absoluta transparencia. Lo que de ma­nera negativa la tradición metafísica había trasladado al «mxmdo verdadero» deberá pensarse positivamente en y como finitud. Esta es la tarea de la ontología de la muerte de dios, en la que se funden de modo con­gruente las ideas de poder-posibilidad y eterno retorno. En la medida en que la adhesión absoluta al instante no es total opacidad sino completa trascendencia, la existencia no queda encerrada en las seducciones cam­biantes del momento sino que alcanza, por el contrario, su mayor posibilidad.

Teniendo en cuenta lo anterior, es importante ver, para finalizar, cómo entiende Nietzsche ese proceso en el que puede instalarse una existencia no culpabili- zada que supere el peso que le imponen las categorías metafísicas. Tal como ya señalábamos, ésta no es una vuelta a la entrega al instante previa a toda racionali­dad, sino, por el contrario, algo que sólo es posible después de recorrer todo el proceso que ella exige y en el que se agota a sí misma. En efecto, si bien Nietzsche está lejos de considerar el proceso civiliza- torio como un avance hacia la racionalidad o como el sometimiento a cualquier idea de progreso, esto no

. quita, sin embargo, que haya llegado en cierto modo a un resultado positivo o, por lo menos, creado las condiciones para su propia superación.”

El olvido, señala Nietzsche, no es una simple falta, una desaparición fortuita de las experiencias vividas, sino una facultad activa sin la cual no habría presente

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alguno. La presencia del pasado es limitada de modo directo para poder tener la capacidad de experimentar algo nuevo y no ser devorado por experiencias siempre inconclusas. El proceso de formación de la cultura hu­mana consiste fundamentalmente en la formación de una facultad contraria, de la facultad de recuerdo ne­cesaria para «poder prometer». Esta es una condición ineludible para el desarrollo de la vida social, para estabilizar las expectativas de los demás y para poder ejercer dominio sobre sí mismo y sobre el futuro. La memoria que así se inicia es tan poco pasiva como lo es el olvido contra el que lucha; su naturaleza no es la de registrar arbitraria o indiscriminadamente los hechos pasados sino la de establecer una continuidad en la labor de la voluntad. Este simple hecho (bastan­te cercano al que también Hegel señala como origen de la cultura: la inhibición del deseo) exige un des­pliegue temporal y que los pasos intermedios se vuel­van controlables, predecibles, regulares. La «memoria de la voluntad» implica todo un proceso de racionali­zación que es el que abre el futuro como proyecto. «Para poder disponer de este modo de futuro», el hombre tiene que aprender a calcular, y para eso tiene que transformar al mundo y a sí mismo en algo cal­culable y predecible. La medida con que se considera toda acción es la de su control, la de su previsibilidad. El desarrollo de la moralidad y las presiones sociales han conseguido formar el «mundo de casos idénticos», han convertido al hombre en algo calculable, que no puede ni debe prestar atención a lo que no responde a una medida común e intercambiable.

En esta dimensión surge la responsabilidad. Cons­ciente de la inconsecuencia que implicaría propugnar un olvido total, Nietzsche descubre en el cultivo de la responsabilidad un resultado positivo que será el pun­to de partida para superar una historia que no es precisamente un progreso en la conciencia de la liber­tad (Hegel). La memoria de la voluntad es la memoria de la represión, de la sangre con que se ha tenido que

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pagar la preferencia del instante, la inconsecuencia, el apartarse arbitrariamente de las normas que permi­ten la calculabilidad de la conducta. Y sin embargo, al fin de este «monstruoso proceso», Nietzsche en­cuentra al «individuo soberano»,* al individuo de la «voluntad independiente, a quien le está permitido pro­meter». En este punto aparece con toda claridad que Nietzsche no aspira de ningún modo a la irresponsabi­lidad, que la inocencia, la falta de culpa que hay que instaurar en lo que sucede no equivale a dejarse llevar por lo circunstancial de cada momento. Muy por el contrario, lo que Nietzsche exige es el «individuo au­tónomo», que gracias a la monstruosa escuela de la represión social ha aprendido a dominarse y a domi­nar, adquiriendo así una «auténtica conciencia de po­der y libertad». Sólo entonces puede producirse la identificación con lo que es en cuanto voluntad de poder. Así, la responsabilidad se convierte, de un me­dio para culpabilizar la existencia en un «privilegio», en la adquisición de un grado máximo de poder «sobre sí mismo y sobre el destino». Esta conciencia que se ha vuelto instintiva conforma para Nietzsche una «conciencia moral» (Gewissen), concepto «que aquí en­contramos en su configuración más elevada, que casi provoca extrañeza».“ Después de largas transformacio­nes, el hombre llega a la posibilidad real de afirmación y llega a través de la escuela de la represión.

La aparente contradicción que existe entre esta comprensión de las nociones de responsabilidad y cul­pa y aquella que aparece en otras ocasiones, cuando trata simplemente de desterrarlas como elementos cen­trales de la visión metafísico-moral,^^ creo que desapa­rece si se considera que están realizadas desde perspec­tivas diferentes. En efecto, en estos últimos casos, Nietzsche critica la interpretación que se hace del fe­nómeno de la culpa desde un plano metafísico-religio- so, mientras que aquí propone otra interpretación, que admite su existencia pero no la hace depender de lo que la idea religiosa presenta como su origen: la exis­

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tencia de un Dios que castiga o, más en general, de una instancia universal desde la que se juzga. Nietzsche da otra interpretación de la culpa en la que ésta se deduce del único ámbito del que pueden deducirse válidamente los valores y categorías: de los «afectos positivos» y, en última instancia, de la voluntad de poder o «instinto de libertad», tal como la llama en el texto que comentamos. El origen de la culpa y la mala conciencia está en la represión, en el volver con­tra sí mismo las energías que tienden a la afirmación y el dominio. El instinto de libertad que sólo puede descargarse sobre sí mismo es el principio de la mala conciencia.’* Gracias a esta represión se va desarro­llando una interioridad; la inhibición de la reacción da lugar al crecimiento de un mundo interno, a lo que «posteriormente se llama alma». De este modo, «la te­rrible enfermedad» que genera el sufrimiento que tiene el hombre del hombre mismo lo convierte al mismo tiempo en «algo nuevo, profundo, inaudito, enigmáti­co, contradictorio y pleno de futuro»}^ Esta mala con­ciencia activa, en la que está presente la misma fuerza dominadora que ha provocado la represión, al revelar­se como «el auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginativos, da a luz una plenitud de nueva y asombrosa belleza y afirmación, y quizá por vez primera a la belleza misma».” Por eso, la mala con­ciencia es para Nietzsche sin duda tma enfermedad, «pero una enfermedad tal como lo es el embarazo».

De todo lo anterior se desprende con claridad que la propuesta de Nietzsche no equivale de ningún modo al simple olvido de la distancia que ha crecido con la obligada memoria de la represión, que la consagración del instante, para ser lucidez y mediodía y no repeti­ción mecánica de un mismo sinsentido, tendrá que rea­lizarse en la afirmación total y real de la propia vo­luntad.

Cabría la pregunta y la sospecha —^históricamente más que justificada— de si una voluntad definitiva­mente construida sobre la represión, una memoria que

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es sólo el recuerdo de la violencia sufrida, pueden ser las bases de una voluntad que «redima la realidad», o si, por el contrario, su resultado no será una nueva obra del resentimiento, la huida hacia adelante que sólo puede olvidar su sufrimiento ocasionando uno nuevo.

No es fácil responder a esta cuestión ni pretendo hacerlo con estas pocas palabras. Sólo quisiera seña­lar que para Nietzsche el resentimiento no se supera nunca eliminando la voluntad, poniendo como instan­cia primordial desde la que se habla el sufrimiento padecido. Esto sería para Nietzsche precisamente el resentimiento, el poder que habla desde la impotencia. Esto no significa, sin embargo, que en lo sufrido no haya nada rescatable, que sea él mismo la expresión de la impotencia y por lo tanto tenga que ser negado, nuevamente reprimido. Lo que afirma Nietzsche es que en el sufrimiento mismo hay un poder escondido que debe salir a la luz como poder y no con el subter­fugio de una norma universal que le ahorre el trabajo decisivo de reconocerlo como voluntad propia. Sólo desde esta asunción es posible la superación del sufri­miento pasado, y nunca desde el sometimiento mismo. Siguiendo un procedimiento característico, Nietzsche «inviei'te» la causalidad corriente: no se trata de en­contrar los medios para suprimir la opresión sino de suprimir la opresión y entonces actuar de acuerdo con esa libertad (si es necesario, en la lucha). Para esa de­cisión, en la que se asume la propia voluntad, no hay causa alguna: es un comienzo. Recordemos la admira­ble frase: «“¿Qué debo hacer para ser feliz?” No lo sé, pero te diré: sé feliz y haz entonces lo que te plazca».** El punto crucial es la decisión por la que se decide la relación con el todo, la cual, a su vez, poco tiene que ver con una voluntad en el sentido corriente, con la afirmación de ciertos objetivos o ciertos ideales. En la medida en que fuera esto, tendría lugar sin duda la sospecha mencionada antes: la instauración de nue­vos ideales sólo puede significar una simple negación

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del pasado y en todo caso empuñar en forma activa la actitud pasiva del resentimiento.

Por otra parte, no cabe duda de que la experiencia nietzscheana parte de la más radical apatridad. En ello radica su grandeza sin concesiones y —quizá— también su límite. Esto sólo podrá decidirse — no ahora, por supuesto— en la medida en que para no­sotros (y quiérase o no esto quiere decir ya para todo el planeta) pueda tener un sentido el arraigo.

Para Nietzsche esencialmente no hay historia en el sentido de un recuerdo vivido, de la posibilidad de habitar un mundo pasado. Por un lado, todo es histo­ria, en la medida en que toda significación dominante ha surgido de los conflictos de fuerzas que conforman el suceder histórico, pero, por otro, esa historia no nos dice esencialmente nada, nuestra única posibilidad es superarla continuamente.

NOTAS

1. Exceptuando la retrospectiva de Ecce Homo, sólo apa­rece en el § 56 de Más allá del bien y del mal,

2. Cfr. M. Heidegger, Nietzsche, I, pp. 411 ss.3. Una importante dimensión de esta crítica de la idea de

sucesión lineal aparece en los diferentes ataques a concepcio­nes causalistas que aparecen en el capítulo titulado «Los cua­tro errores» de El ocaso de los ídolos (VI, pp. 88 ss.). Allí, entre otras cosas, contrapone a la relación causal con la que el pensamiento moral presenta la relación acción virtuosa-fe- licidad, la preeminencia de la felicidad (o su contrario) como estado primero que decide acerca del tipo de acción adecuado. Lo primero y fundante es la actitud básica ante el mundo, cierta organización propia en función de la cual se conforma un «proyecto» (inconsciente) respecto del mundo. En primer plano está el acto legislativo de esta voluntad inconsciente, previo a toda racionalización. Desde él se determinan las «cau­sas» que estructuran la vida como una sucesión temporal. La moral y la religión son los intentos de «explicar» esa actitud básicas ante el mundo de manera tal que la voluntad no tenga que asumir su contenido como un querer propio e injustifica­do. De esta manera, todo lo que existe queda signado por la

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tulpa, pues está sometido a una medida que le es extraña y que en el fondo no tiene más contenido ni función que esa: quitarle a la existencia su carácter propio, que es el carácter abismal que se descubre al presentarse desde sí misma como absoluto querer. La total liberación de la culpa y la condena de lo que es sólo se producirán, entonces, cuando lo que ocurre sea querido totalmente, cucindo coincidan la voluntad creadora que está en cada situación y la «voluntad consciente», que de este modo tiende a eliminarse como tal. Apenas se re­chaza esta identificación, que es equivalente a la falta de fun- damentación final de lo que es, lo real se petrifica y se erige una medida desde la que se lo juzga. «Devolver su inocencia al devenir» es, por el contrario, querer que todo sea tal como es, es decir, como querer. No equivale, por lo tanto, a la acep­tación contemplativa y resignada de todo tal como es en un sentido sustancial, sino al querer de un querer infundado en el que el existente define el mundo y se define a sí mismo como pura posibilidad desde una posibilidad concreta.

4. IV, 155.5. Cfr. J. Stambaugh, Untersuchungen zum Probíem der

Zeit bei Nietzsche, La Haya, 1958, p. 213: «cuando el instante sucede, se transforma la estructura del tiempo y se vuelve inadecuado hablar de una sucesión temporal».

6. Esto ha llevado a Lowith, por ejemplo, a hablar de una «voluntad de eterno retomo».

7. Ecce Homo, «Por qué soy un destino», 5; VI, 370.8. IV, 29.9. IV, 31.10. id,11. Para lo que sigue, cfr. La genealogía de la moral, 2;

V, 291 ss.1 2 . § 2 .13. § 3.14. Cfr. p. ej., el capítulo de El ocaso de los ídolos que

se comenta en la nota 3.15. § 17; V, 325.16. § 16; V, 323.17. § 18; V, 326.18. XII, 285.

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APÉNDICE

ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN DE M. HEIDEGGER

Realizar un análisis exhaustivo de la interpretación que hace M. Heidegger de Nietzsche escapa a los lími­tes de un apéndice como este y requeriría una tarea de mucha mayor magnitud.* En efecto, la interpreta­ción de Heidegger es de un alcance y profundidad que sobrepasa en mucho a cualquier otra interpretación. Con esto no quiero decir que no sea criticable, que sea una interpretación «definitiva», sino sólo que se trata de una interpretación creadora, de un esfuerzo filosófíco de primera magnitud realizado con y en el pensamiento de otro fílósofo. Por eso, xma verdadera elaboración de la interpretación de Nietzsche tendría que ser al mismo tiempo ima elaboración y exposición de la totalidad del pensamiento heideggeriano. Una interpretación de este tipo levanta siempre la sospe­cha de que se trata de ima utilización subrepticia de otro autor para sus propios fines y la consiguiente acusación de que, aunque sus tesis puedan ser filosó­ficamente interesantes, no interpretan fielmente el pen­samiento en cuestión. Lo dicho a propósito de la inter­pretación y la verdad en Nietzsche creo que sería ya suficiente para poner en duda el sentido de tales pre­tensiones de objetividad. Esto no implica, por supues­

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to, Una entrega a la total arbitrariedad, sino la necesi' dad de que la perspectiva desde la que se interpreta vaya Saliendo a luz, mostrando su profundidad y sus posibilidades de ser fundamento común de aquello que está interpretando.^ Lo contrario no es más que hacer valer principios interpretativos que quedan ocul­tos por una aparente obviedad de la que no debería hacer gala ningún trabajo filosófico.

A esta dificultad inherente a la naturaleza de la interpretación filosófica se une el hecho de que la re­flexión sobre Nietzsche no representa para Heidegger una ocupación más o menos ocasional sino que se halla en el centro de su pensamiento y es —incluso cuanti­tativamente— el filósofo al que ha dedicado mayor atención.

Teniendo en cuenta lo anterior, intentaré señalar —con una brevedad que implicará seguramente algu­nas simplificaciones— los puntos centrales de la inter­pretación de M. Heidegger, para poder discutir des­pués algunas de las cuestiones que suscita.

Las líneas generales de la interpretación de Hel- degger son bastante conocidas. El pensamiento de Nietzsche se halla al final del recorrido que iniciara la metafísica en sus comienzos griegos. La metafísica es el carácter esencial del pensamiento y de la historia misma de Occidente, basado en el pensar del ente en total o del ser del ente. En la medida en que la meta­física piensa el ente en total trasciende lo que se pre­senta inmediatamente {tá physiká) en dirección a una esencia o fimdamento del mundo. Éste, pensado siem­pre desde lo óntico, es presentado además como un ente mismo, dando lugar a la doble definición del ser del ente como ente en total y ente supremo y así a lo que Heidegger llama la «constitución ontoteológica de la metafísica». En todas las variantes de la metafísica, lo que no ha sido pensado es la diferencia entre el ser (fundante) y el ente (fundado), diferencia que no pue­de ser una diferencia óntica sino, precisamente, onto- lógica. De este modo, el ser ha sido siempre pensado

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desde el ente en total y nunca desde sí mismo, lo que equivale a decir que nunca ha sido pensado en cuanto tal. A la metafísica se le escapa la dimensión de aper­tura, la dimensión desde la cual pueden aparecer algo así como entes. La historia de la metafísica es xma his­toria signada por un olvido, por la falta de reflexión sobre ese ámbito fundante en un sentido radicalmente diferente al del fundcimento metafísico. Este ámbito, ya que de él y en él surgen las concepciones del ente dominantes, sigue siendo decisivo aun en la forma de la ausencia, por lo que nada tendría menos sentido que considerar a este olvido como algún tipo de error, subsanable con otra teoría. Hay una historia en la que se decide lo que significa la verdad misma, decisión que por cierto no es subjetiva, siendo el «sujeto» ima de las formas que adopta esa decisión.

La preeminencia del ente y el olvido del ser se sellan en los comienzos de la metafísica con la concep­ción del (ser del) ente como presencia. De una ambi­güedad aun existente en el originario concepto de physis, en cuanto «salir a la presencia», el desarrollo metafísico va cerrando el camino del surgir, del pre­sentarse la presencia, para definir al ente como pre­sencia permanente. Así, la verdad pasa de ser desocul- tamiento (aíétheia) a ser adecuación a una presencia (homóiosis). La relación originaria del pensamiento (noüs) con ese surgir, en cuanto atenerse a la esfera abierta por él, se transforma a su vez en relación del pensamiento representante con la presencia. Este pro­ceso encuentra su culminación en la metafísica de la subjetividad propia de la edad moderna que redu­ciendo la verdad a certeza, termina por considerar sólo aquello que sirva para su dominación. Esta meta­física de la subjetividad tiene a su vez su culminación en el pensamiento de Nietzsche y su comprensión del ser del ente como voluntad de poder. En él se consolida el olvido que caracteriza a la metafísica al establecerse como único fundamento la voluntad legisladora, ha­ciendo desaparecer por completo la «cuestión funda­

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mental», ya desde siempre planteada de un modo ocul­tador.

Presentada de este modo tan sucinto, la interpreta­ción de Heidegger corre el evidente peligro de ser mal interpretada y de que se piense en su fácil refutación. Para poder estar en condiciones de llegar a una con­frontación adecuada, analizaré algunos aspectos con mayor detalle, aunque sin pretender tampoco ser ex­haustivo. El objetivo de este acercamiento no es el de establecer si la interpretación de Heidegger es correcta o cuál de los dos tiene razón, sino el de ver con mayor claridad cuáles son los puntos centrales divergentes que hacen que los dos pensadores sean, en mi opinión, una alternativa fundamental desde im pimto de parti­da común.

Para ello me serviré de tres conceptos claves que pueden ayudarnos en esta tarea: trascendencia, repre­sentación y fundamento.

Para aclarar el sentido del concepto de trascenden­cia en la crítica heideggeriana y en el pensamiento de Nietzsche conviene dirigirse a la crítica que hace este último de la «teoría de los dos mundos» de origen platónico. Tal como hemos visto anteriormente, la institución de im «mundo verdadero», suprasensible, opuesto a un «mundo aparente», sensible, es la cons­trucción que Nietzsche ataca centralmente por consi­derarla la pieza fundamental de la metafísica. A prime­ra vista, el propósito de Nietzsche parecería conjugar­se con el de Heidegger al criticar la proyección del ser del ente a vm ente supremo. Como, por otro lado, Nietzsche tampoco intenta una simple reducción en beneficio del mimdo sensible, hemos podido ver que en el «único mundo» que queda se integra de modo inmanente la trascendencia. Esto es lo que hemos de­terminado como rasgo esencial de la voluntad de po­der.

Esta trascendencia es, pues, para Nietzsche un concepto clave, por lo que hay que preguntarse por qué Heidegger ve en ella precisamente lo contrario de

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lo que pretendía aquél: una radicalización de la tradi­ción metafísica. Para evitar interpretaciones simplistas hay que averiguar, en primer lugar qué entiende Hei- degger por trascendencia y en qué sentido caracteriza o no a la metafísica.

En Zur Seinsfrage, Heidegger dice que en «lo que puede denominarse trascendencia» se basa la «forma interna de la metafísica», cuyas transformaciones cons­tituyen los cambios históricos esenciales.^ La trascen­dencia puede tener tres significados diferentes. En pri­mer lugar, con ella se muestra la relación entre ente y ser que partiendo del primero va hacia el ser; en se­gundo lugar, la relación que lleva de un ente cambian­te a un ente en reposo, y en tercer lugar, el ente su­premo mismo.*

La segunda de estas formas es la que Nietzsche critica en el «platonismo»: la negación de lo sensible real (me on), que conduce a lo que es verdaderamente. La tercera no es más que la fijación de este movimien­to en el ente supremo, que se convierte así en la tras­cendencia misma (lo que está más allá). El primero de los sentidos es el que está en la base de los otros, es el movimiento de trascendencia que partiendo del ente va más allá de él, lo supera hacia su condición, estableciendo así la «relación entre ente y ser» y de­terminando lo que sea el ente desde esa perspectiva.

El «excederse» que retorna sobre el ente es lo «trascendente mismo».® Esta es para Heidegger la esen­cia de la metafísica, el lugar desde donde piensa, sin poder formularlo. En ese sentido, la metafísica es sim­plemente el que «haya» esa trascendencia. ¿Pero, no es esto una confirmación total de la metafísica? ¿No intentaba Heidegger su «superación»? Por cierto, pero superación quiere decir para Heidegger adueñarse de la esencia escondida del pensar metafísico. Esta esen­cia queda «escondida», no puede formularse, como decíamos antes, porque la pregunta de la que parte le impide volver temática la trascendencia misma. Para eso será necesario «superar» esa noción de trascenden-

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cía dando un paso más atrás. La metafísica vive de la trascendencia, pero la piensa desde el ente y volviendo a él, y de este modo no puede pensar lo que constituye el ámbito originario, la trascendencia misma. Para poder acceder a la cuestión que la guía tendría que plantearse una cuestión más básica: la cuestión del ser, o sea, la cuestión del ámbito no óntico desde el que surgen las diversas comprensiones de lo que es y que queda relegado por la preponderancia del ente.

De acuerdo con lo anterior, podría decirse que Hei- degger tiene una concepción más amplia y, hasta cier­to punto más «positiva» de la metafísica, mientras que Nietzsche, teniendo una concepción más restringida, es también más crítico respecto de ella. La interpreta­ción que hace Heidegger del pensamiento de Nietzsche cumple así un doble movimiento que es necesario tener en cuenta si no se la quiere falsear: para Heidegger, Nietzsche critica una versión empobrecida de la meta­física, presentando en cambio aquello que le es propio en su propia posición, pero de manera tal que se cierra el camino hacia una comprensión más originaria.* En ese sentido debe comprenderse la muy citada frase de que Nietzsche constituye la culminación de la meta­física.

Aunque no es su propia determinación, creo que Heidegger podría aceptar en buena parte nuestra in­terpretación de la voluntad de poder como tmscen- dencia sin considerarla una objeción a lo anterior. En efecto, desde su posición, sería la trascendencia que es la metafísica en tanto sólo puede concebirla como plasmación de un ente presente. Sería la determinación de lo que es desde una perspectiva que lo supera, en cuanto acción de fijación de esa determinación, más allá de la cual no puede irse, quedando así eliminado lo que para Heidegger constituiría la auténtica cues­tión.

Para Nietzsche, en cambio, esta cuestión no podría ser abordada como tal; desde su perspectiva la tras­cendencia sólo puede ejercerse y nunca habitarse en sí

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misma. A pesar de ello, creo que lo primario no es para él la fijación de un proyecto que defina lo que es como ente presente, que establezca como necesidad ineludible la «permanencia de lo presente», sino que lo decisivo es la nulidad subyacente, el carácter ficticio y aparente del mundo así constituido, en el que la vi­sión de la tríiscendencia como tal es visión trágica. Lo que cuenta para Nietzsche no es tanto la necesidad de asegurar un mimdo firme a partir del caos sino de afir­mar el caos a partir de las fijaciones impuestas, forzan­do hasta el sinsentido los límites del lenguaje. En la medida en que sostiene la absoluta prioridad del fijar lo permanente como estructura de la voluntad de poder (o sea, del ser de ente), la interpretación heideggeriana rebaja lo que para Nietzsche es una perspectiva esen­cial. Esto se justifica en la medida en que desde su postura incluso esa perspectiva seguiría siendo deudora de lo anterior.

El segundo concepto que nos servirá de guía es el de representación, al que también tendremos que anali­zar para comprender cabalmente la interpretación de Heidegger.

En los capítulos anteriores hemos visto cómo Nietz­sche caracteriza a la noción tradicioned de conocimiento como un representar y al objeto conocido como repre­sentación. Esto tiene indudablemente una intención crítica, al igual que, en general, sus comentarios acerca de la idea de una reproducción especular de lo real. A pesar de ello, Heidegger insiste en incluir a Nietzsche entre quienes piensan al ser como representación. Evi­dentemente no se trata de un error de interpretación sino de una diferente comprensión del sentido de «re­presentación». Para Heidegger no es inherente a su con­cepto la reproducción perceptiva de algo existente en sí, sino que tiene raíces más profundas que la crítica nietzscheana según él, más oculta que saca a la luz.

Lo fimdamental en el concepto de ser representado, que tiene su posibilidad originaria en la identificación primera de ser y pensar en los comienzos de la filosofía

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griega, pero que sólo llega a su culminación en la filoso­fía moderna, es la determinación del ente desde sus condiciones de re-presentación. Lo que aparece está predeterminado por la fijación de sus condiciones de posibilidad, condiciones que tendencialmente no son otras que el aseguramiento del sub-jectum. Éste, en­tendido primariamente como lo que subyace (hypo- kéimenon) se transforma a su vez, consecuentemente, en el ser del representar, en el sujeto de la filosofía moderna. Desde esta perspectiva, lo esencial del con­cepto de representación no es la reproducción del ente existente en sí, sino la fijación de éste de acuerdo con la razón determinante, el establecimiento de lo repre­sentado como una elevación a la presencia de acuerdo con aquélla.'' Este procedimiento sería llevado a su ex­tremo por Nietzsche, precisamente en la medida en que critica la concepción representativa del conocimiento.* El rechazo de esa noción de representación no es para Heidegger un paso hacia la superación de la metafísica sino un paso hacia el olvido de la dimensión originaria y hacia la proyección del ente como lo absolutamente dominable. Lo que cambia en el pensamiento metafisi- no es el paso del «For-stellen» al «Vor-stellen», la dife­rencia entre el tener ante sí y el poner ante sí, pero la comprensión de lo que allí aparece como «permanencia de lo presente» (Bestandigkeit des Anwesenden) es esencialmente la misma. Consecuentemente, la crítica de la verdad también se quedaría corta, mostrándo­nos así una diferencia esencial en la comprensión de la misma.

Lo que Heidegger llama «aseguramiento de lo per­manente» en la determinación de la voluntad de poder que se ha liberado de los marcos de la representación en el sentido de Nietzsche, puede ser comprendido de otra manera si se parte de supuestos básicos distintos, de los que además habría que mostrar que se alejan del modelo metafísico criticado. En primer lugar, la fijación que da lugar al conocimiento tiene para Nietz­sche un valor estrictamente pragmático, mientras que

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en la formulación tradicional está dominado por una cierta perspectiva que constituye vm error fundamental en el sentido de que propone vma verdad insostenible (no falsa respecto de un mundo que estaría en deve­nir). La insostenibilidad de la verdad (como adecua­ción) abre el camino hacia una concepción de lo que quizá se podría llamar «verdad», pero que en todo caso habría que diferenciarlo claramente de lo ante­rior, y que se desprende de toda idea de adecuación para convertirse en el comportamiento más adecuado a la falta de fundamentación. Este comportamiento no se adecúa al devenir sino que éste surge de la nece­sidad de las múltiples perspectivas. Nietzsche lo llama en algunas ocasiones «caos» y Heidegger señala que éste no debe entenderse como una confusa multiplici­dad que está fuera ¿e las necesidades que la esquema­tizarán, sino que éstas son las que, presentándose como esquemas, hacen aparecer al mundo como caos en cuanto aún no está sistematizado. Creo que la posibili­dad que quiere pensar Nietzsche con los términos «de­venir» o «caos» no es precisamente ésta, más aplicable a anteriores teorías del conocimiento. Por el contrario, lo que sostiene al proyecto nietzscheano, y se refleja en este caso en esas nociones, es la necesidad de las perspectivas múltiples, cuya «perspectiva suprema» no puede ser más que la asunción de esto en grado sumo y no el aseguramiento de lo existente. Este es el carác­ter trágico que define al proyecto nietzscheano y que Heidegger desde su perspectiva no ve como tal. Al igual que en el caso anterior, este desconocimiento no es una simple ignorancia sino que se basa en que, visto desde la perspectiva heideggeriana, el horizonte abier­to por este último aspecto de la reflexión de Nietzsche no constituye ninguna salida sino que es la cara nega­tiva de lo anterior.

Esto volverá a repetirse, quizás en su nivel más esencial, respecto del tercer concepto elegido: el fun­damento. Según la versión desarrollada, la destrucción por parte de Nietzsche de la noción de representación

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no va en dirección del aseguramiento de lo existente sino en dirección de un fundamento (Grund) como abismo (Abgrund). Este es el nombre que da Heidegger al fundamento, y aquí estamos posiblemente ante la decisión que se encuentra en la base de los dos plan­teos: Nietzsche piensa el fundamento como la abso­luta falta de fundamento, mientras que Heidegger piensa el fundamento como falta y como un ámbito en el que es posible detenerse y será necesario hacerlo para salir del abandono del ser que es la metafísica. Nietzsche saca la consecuencia extrema de la prime­ra posición y parte de la experiencia histórica del nihi­lismo para salir de ella sólo por la afirmación de la contingencia y la creatividad a la que se ve condenado el mundo después de la muerte de dios. La imposibili­dad de basar la existencia en un jnundo dado que la garantice impide toda vuelta atrás. Como la figura bíblica de la mujer de Lot, mirar hacia atrás equivale a quedar fijado para siempre, y la única posibilidad que cabe es la aceptación trágica del dolor en la acción.

Heidegger, en cambio, partiendo también de una destrucción del concepto absoluto de fundamento, piensa un nuevo fundamento que es carencia, vm ser afectado de no ser que es por eso fundamento de la libertad. En la falta de determinación suficiente que afecta al existente, en cuanto no se toma simplemente como objeto, Heidegger descubre una noción de fun­damento basada precisamente en esa falta y que con­secuentemente no se determina como causa sino como «fundamento de su posibilidad de ser».’

Nietzsche también comprende esencialmente lo que es como posibilidad —como voluntad de poder— pero la posibilidad está en el fondo concebida como acto creador, con lo que para Heidegger se sigue pen­sando finalmente desde un sujeto sustancial, por más que se emprenda constantemente su destrucción. Lo que Heidegger exige es que se piense de otra manera la negación implícita en el concepto de posibilidad. Pensar consecuentemente desde lo posible —cosa que

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también Nietzsche intenta, según nuestra interpreta­ción— requiere que no se lo comprenda desde la ne­gación de la presencia necesaria sino desde una dimen­sión constituida por esa «nihilidad».’" De lo contrario, la posibilidad se anula a sí misma en su carácter fundamental y oscila, como puede verse en Nietzsche, entre el «todo es posible», que a veces parece ser su propia posición y a veces la del nihilismo, y la adhe­sión a la fortuita necesidad del destino. Esta parece ser la solución final a la que tiende Nietzsche, ya cla­ramente formulada en el «amor fati» de La gaya cien­cia'^ y que llega a su culminación en la idea del eterno retorno, en la que lo que sucede, sin perder un ápice de ^ necesidad (sin posibilidad de cambiar), al mis­mo tiempo deja de referirse en la repetición a referen­cias externas y con ello, de cierto modo, se transfigura.

La diferente concepción de la negación se muestra en una concepción opuesta de la culpa. Para Heidegger, el «ser culpable-deudor» constituye una estructura básica de la existencia, pues en él se expresa la natu­raleza de su fundamento, en cuanto «fundamento de una nihilidad».* En este sentido originario, el ser cul­pable es condición de posibilidad de la culpa en sen­tido ordinario y muestra fundamentalmente el carácter «arrojado» de la existencia, que tiene que hacerse car­go de su ser sin poder apropiarse, sin embargo, nunca de él.

Para Nietzsche, en cambio, la culpa surge de las primitivas relaciones de deudor-acreedor, que es «la más antigua y originaria relación entre personas».'^ Establecer relaciones de equivalencia ha sido también la primera ocupación del pensar y puede decirse «que en cierto sentido es el pensamiento mismo».''' La rela­ción de intercambio primitiva se ha proyectado poste­riormente a la relación de equivalencia en conjuntos más complejos, extendiendo así «el hábito de compa­rar poder con poder». La relación deudor-acreedor, es decir la relación de deuda-culpa, se traslada luego a la relación con la comunidad,'’ con los antepasados y

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con dios.** La moralización significa finalmente la cul- pabilización total de la naturaleza y la existencia,”

La culpa es, pues, para Nietzsche la consecuencia de una relación de poder y desaparecerá en la medida en que se sustraiga a la existencia de todo marco tras­cendente y se la asuma en lo que realmente es: querer, afirmarse a sí misma desde lo infundado. Este es el lugar vacío por el que lo que aparece es esencialmente ficción y apariencia, pero en sí es una pura nada que da lugar a la afírmación total. Para Heidegger, por el contrario, la nUiilidad presente en el fundamento abre el camino para plantear la cuestión central, que lo llevará luego a hablar definitivamente desde un ámbito que se sustrae a la dominación del concepto.

Con estos comentarios sólo he pretendido rozar la problemática que se presenta en la disyuntiva Nietz- sche-Heidegger y mostrar algunos de los puntos decisi­vos que habría que profundizar para estar en condi­ciones de comprender dos posiciones fundamentales que surgen de un campo común: el agotamiento de la tradición metafísica.

NOTAS

1. Respecto de la relación Heidegger-Nietzsche, cfr. Leist, F., «Heidegger und Nietzsche», Philosophisches Jahrbuch. 70, 1963, pp. 363 ss.; Lowith, K., «Heideggers Vorlesungen über Nietzsche», en Aufsatze und Vortrdge 1930-1970, pp. 84 ss.; Heftrich, E., «Nietzsche im Denken Heideggers», en Durch- blicke (Heidegger zum 80. Geburtstag), Francfort, 1970, pp. 331 ss.; J. Moller, «Nietzsche und die Metaphysik», Theotogis- che Quartatschrift», 142, 1962, pp. 283 ss.; G. Rohrmoser, «An- lasslich Heideggers Nietzsche», Neue Zeitschrift für systema- tische Theologie, 6, 1954, pp. 35 ss.

2. Sobre la concepción de Heidegger al respecto, cfr. Sein und Zeit, § 7 c.

3. Zur Seinsfrage, Francfort, 1956, 4.* ed., 1977, p. 17.4. Op. cit., p. 17.5. Op. cit., p. 33. V. Sein und Zeit, 7 c.6. Uno de los ejemplos más cabales de este procedimiento

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se encuentra en la d iscu sión del princip io de n o con trad icción en Nietzsche, I, 602 ss.

7. Nietzsche, I, 535.8. Para un paralelo respecto de Descartes de la relación

de Nietzsche respecto de la metafísica ya comentada en la nota 6, véase sobre todo Nietzsche, II, 174 ss.

9. Sein und Zeit, § 58. Para esto y lo que sigue, véase espe­cialmente Vom Wesen des Grundes, 5.* ed., 1965.

10. Cfr. Sein und Zeit, § 58, pp. 284.11. La gaya ciencia, 276; III, 521.12. Sein und Zeit, § 58, p. 285.13. La genealogía de la moral, 2, 4; V, 305.14. Op. cit, 2, 4; V, 306.15. Op. cit, 2, 9; V, 307.16. Op. cit, 2, 19; V, 327.17. Op. cit, 2, 21; V, 330.

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A MODO DE CONCLUSIÓN

De la multitud de elementos que se entrelazan en la obra de Nietzsche he elegido en este trabajo aque­llos en los que se articula una crítica fundamental de toda la tradición filosófica. Hemos visto cómo, a partir de las iniciales luchas internas sobre el papel de la racionalidad, la metafísica y la historia, la crítica se concentra en un concepto de verdad que supone todo un modo de pensamiento. De esta manera la crítica cultural del primer período y la más o menos iluminista del segundo se unen en una dimensión crí­tica fundamental en la que la metafísica ya no es ni la posibilidad de elevarse a la única actividad justifica­dora de la existencia ni la falsa solución de problemas demasiado humanos, sino la estructura de pensamien­to basada en un mundo-verdad. Lo que en un mo­mento aparecía como crítica a los mundos aparentes de la religión y la moral se transforma en crítica de formas de pensamiento más básicas, de las que aque­llas sólo eran un exponente, y ya en ese momento ni siquiera el más poderoso. El modelo metafísico per­siste en las concepciones positivas y empiristas de la ciencia y hasta parece estar enraizado en el lenguaje común. La tarea que emprende Nietzsche es entonces

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la de la destrucción de las continuas ilusiones de «mun­dos dobles» que se generan en el lenguaje, de las con­tinuas referencias a mundos verdaderos que quieren justificar y garantizar nuestras creencias y nuestros actos. La crítica nietzscheana va dirigida contra toda filosofía primera, desde las ideas platónicas hasta los datos sensibles del empirismo. La crítica central afec­ta a una idea de fundamentación que impera a lo largo de toda la metafísica y que es la que otorga su lugar propio a la filosofía. Al mostrarse la ilusión de tal proceso fundamentador, parece alejarse consecuen­temente toda idea de una filosofía primera que esta­blezca las bases ciertas e indubitables sobre las que se puede erigir el sólido edificio del conocimiento. Cae así el presupuesto cartesiano decisivo para todo el desarrollo de la filosofía moderna. En ese sentido, puede verse en la tarea de destrucción de Nietzsche la irrupción de una problemática que sólo ha sido reco­gida de manera consecuente en época reciente. Me refiero sobre todo a la crítica de los supuestos carte­sianos del saber que se produce en el pensamiento del último Wittgenstein y en aquellos que partiendo de él de modo más o menos directo, o recogiendo los temas cercanos del pragmatismo norteamericano, han vuelto a poner en cuestión la idea de una fundamen­tación última del saber en algún tipo de dato presen­te. Además de Wittgenstein y sus desarrollos más o menos inmediatos se inscriben dentro de esta línea tanto el Quine de los «dogmas del empirismo» y la «relatividad ontológica» ‘ como el Sellars del «mito de lo dado»^ o el pragmatismo de Rorty,* así como los intentos de repensar la historia de la ciencia a partir del impulso original de Kuhn y los trabajos posteriores de Feyerabend, Lakatos, etc. Recoger en nuestra época el pensamiento de Nietzsche de un modo consecuente no puede dejar de seguir la confluencia de estas líneas.

Con toda la riqueza y la renovación que ellas sig­nifican, no pueden ocultar, sin embargo, la otra cara

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que aparecía continuamente en el planteo nietzscheano, aquel aspecto en que va «más allá» de la dimensión pragmática. Es en este aspecto en el que quizá se po­dría decir, de acuerdo con nuestra interpretación, que Níetzsche de cierto modo «fracasa», en la medida en que esta expresión pueda tener un sentido en este nivel problemático. Repetidas veces hemos comprobado la ambigüedad entre esas dos dimensiones y hemos seña­lado, a propósito de la segunda, tanto la imposibili­dad de comprenderla como xm nuevo tipo de positivi­dad como las continuas recaídas que provocaba la indefinición de su estatuto ontológico. Así, tratamos de mostrar cómo la idea de la voluntad de poder in­tentaba superar las determinaciones subjetivas de cuya crítica había surgido para, de cierta manera, vol­ver a repetirlas en última instancia, de una manera mucho más sutil, pero probablemente más decisiva. Así también tratamos de mostrar cómo la idea del eterno retomo surgía de un intento de destruir una tradición que partía irreflexiva y necesariamente de una comprensión del ser como presencia, en la que, por otra parte, radicaba la fuente de la búsqueda de funda- mentación absoluta de la filosofía primera a la que nos referíamos antes. Pero también veíamos cómo en última instancia era esa misma concepción la que se­guía dominando, nuevamente de una manera más oculta, pero quizá por eso más total.

Este «fracaso» de Nietzsche señala su aspecto más decisivo: aquella dimensión que intenta pensar pero que no puede llegar a consumar por estar demasiado prendido de un modo de pensamiento que requería una transformación aún más radical. Esta es la di­mensión que no queda abolida por la consideración pragmática y la que puede llevar del ejercicio de un pensamiento técnico (en un sentido no superficial)* a una reflexión sobre la técnica como modo epocal. Para ello es necesario retroceder desde el «juego de las interpretaciones» al reconocimiento de aquel es­pacio abierto en el que ellas pueden presentarse, espa-

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cío cuya vacancia por parte de cualquier tipo de pre­sencia no hace más que indicar su carácter «fundante» en un sentido radicalmente diferente (y que por su­puesto ha dejado atrás todo intento de fundamentar el conocimiento).

El campo señalado por Níetzsche, que al mismo tiempo se cierra cumpliendo allí su autodestrucción, sólo puede ser reapropiado si se es capaz de invertir el movimiento para, precisamente, no intentar apro­piarlo. Gracias a un radical mantenimiento de la dife­rencia en este sentido es posible el espacio abierto a la interpretación, que por lo tanto no puede intentar col­mar esa diferencia poniéndose como principio, aunque sea casual y siempre cambiante.

La consecuencia de la crítica de la filosofía primera es que no pueden identificarse las condiciones de de­terminación de lo que es con su principio. Esto no debe trivializarse en el sentido de que ahora ya no hacen falta fundamentos y la totalidad del caso se auto- sustenta. Más allá de esto permanece, radicalmente transformado, el problema de la filosofía. En efecto, hay dos sentidos en que puede entenderse la resultan­te falta de absolutez del conocimiento. Por un lado, alude a la relatividad conceptual, epocal, de intereses, etc. Esto, como bien han señalado Rorty o Habermas, no afecta su carácter de conocimiento, lo cual sólo ocurriría si se lo siguiera confrontando con una con­cepción absoluta, que por. otra parte se ha rechazado. Hasta aquí, el resultado de la crítica no puede ser más que la eliminación de la pretensión de una filosofía primera (metafísica), eliminación que desembocará en una práctica del conocimiento menos pretensiosa y más efectiva. Pero, por otro lado, esta práctica efectúa precisamente la tarea explicativa que había querido llevar a cabo la filosofía, sólo que ésta la había aco­plado con otra cuestión fundamental, que quedaba formalmente subsmnida por aquélla y alimentaba así la pretensión de fundamentación absoluta: la de com­prender ser, el fenómeno de que haya un mundo en

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cuanto tal. En esa identificación se suponía que el cómo del mundo daría el acceso al carácter del ser del mundo. La pérdida de la absolutez del conocimiento tiene que ver en este sentido con la ruptura de esa identificación. Ante ella queda la posibilidad de que la segunda cuestión, pregunta central de la filosofía, simplemente desaparezca —^htmdida con su intento de fundamentación del mundo— o bien de que se plantee de manera radicalmente diferente: el ser-mundo pen­sado como el alejamiento por el cual es ese mismo conocimiento y del que no puede darse cuenta desde él. El límite es insuperable y la diferencia irreductible para el pensar representativo (y sólo en su interior puede contarse con algo enfrentado que pueda deter­minarse). El mero reconocimiento negativo de lo ante­rior, en la medida en que simplemente ve la incapaci­dad de fundamentación, corre el riesgo de ocupar el lugar del principio, aun reconociendo la «arbitrarie­dad» de tal proceder y dando lugar, por lo tanto, a su continua revisión en función de criterios de tipo dife­rente. De esta manera puede perpetuarse el principio metafísico-teológico que pretendía superarse. Ante esa «falta de fundamento» hemos señalado en el comenta­rio sobre la interpretación de Heidegger la concepción del «fundamento como falta». Radicalizando esto qui­zás habría que pensarlo como «sustracción»,® ya que en lo anterior se piensa lo negativo sólo como nega­tivo, es decir, en referencia a la positividad, mientras que de este modo se recalca su positividad como nega­tivo (que a su vez no hay que confundir con la negati- vidad como motor de lo positivo en sentido hegeliano). Sólo entonces queda garantizada una diferencia que no puede volver a englobarse en el pensar determi­nante.

Este es el ámbito problemático al que nos lleva la reflexión sobre el pensamiento de Nietzsche, en la medida en que veamos en él la crítica bifronte a toda la metafísica que nos muestra, por un lado, una conse­cuente y radiced destrucción de sus bases ontológicas

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y, por otro, que se trata esencialmente de una auto- destrucción que corre el riesgo de sepultar la posibi­lidad de otro comienzo que no puede reconocerse ya como principio del mismo modo que los principios del pensar metafísico.

Así se vuelve a plantear el dilema que se le pre­senta a la interpretación de Nietzsche: si la disolución del mimdo sustancial implica un abandono de la pre­tensión dominadora de la subjetividad (en la medida en que no pretende fijar el carácter último de lo real y puede remitir su propia obra a otro tipo de criterio) o es su radicalización (en la medida en que la instan­cia determinante ocupa sin limitación el lugar del principio). La íntima imbricación de ambos aspectos es una característica muy significativa del pensamiento de Nietzsche. La extrema tensión a la que lleva es pro­bablemente una muestra de que sólo si el primero de ellos se transforma en el curso de la crítica será posi­ble que no desemboque en el segundo. Esto equivale a decir que la radicalización de la subjetividad es el paso para su superación, pero que ésta exige un salto en el que aquélla quede definitivamente atrás como punto de concentración de toda signifícatividad. Este salto queda pendiente en el pensamiento de Nietzsche como la «flecha del anhelo hacia la otra orilla».*

NOTAS

1. Cfr. «Two Dogmas of Empiricism», Philosophicaí Re- view, 1951, pp. 23-42, reimpreso en From a Logical Point of View, Cambridge, Mass., 1953, y «Ontological Relativity» en Ontological Relativity and Other Essays, Nueva York, 1969 (hay versión castellana: La relatividad ontológica y otros ensayos, Madrid, 1974).

2. Cfr. «Empiricism and the Philosophy of Mínd», en Scien­ce, Perception and Reality, Londres, 1%3 (hay versión caste­llana: Ciencia, percepción y realidad, Madrid, 1971).

3. Véase Philosophy and the Mirror of Nature, Nueva Jer­sey, 1980 (hay versión castellana: La filosofía y él espejo de

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la naturaleza, Madrid, 1983) y Consequences of Pragmattsm, Brighton, 1982.

4. Véase la expresión usada por Rorty parafraseando a Heidegger: «el pragmatismo como poesía de la técnica», en «Heidegger wider die Pragmatisten», Meue Hefte für Philo sophie, 23 (1984).

5. La expresión proviene del propio Heidegger. Cfr. «Zeit und Sein», en Zur Sache des Denkens, Tubinga, 1976, p. 23.

6. Asi habló Zaratustra, 1, prólogo, 4; IV, 17.

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BIBLIOGRAFIA

De la ya inabarcable bibliografía sobre Nietzsche he seleccionado las obras consultadas que me han pare­cido de mayor interés filosófico o histórico. Para una visión completa, véase Re ic h e r t , H. y Sc h l e c h t a , K., International Nietzsche Bibliography, Chapel Hill, Ca­rolina del Norte, EUA, 1960, revisada y aumentada en 1968 y continuada hasta 1971 en Nietzsche-Studien, 2, 1973.

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INDICE

Prólogo. El experimentum crucis de la filosofía de Nietzsche, por Eugenio Trías . . . .

Introducción

7

15

PARTE PRIMERA

Capítulo 1. El tiempo y la historia en lasegunda Consideración intempestiva . . . 25

Capítulo 2. La filosofía histórica de Humanodemasiado hum ano .............................................45

Capítulo 3. La transformación de la base ontológica y la concepción delconocimiento..................................... . 61

Capítulo 4. El pensamiento más grave . . . 84Capítulo 5. La cuestión de la temporalidad en

Aurora y La gaya ciencia...................................... 93Capítulo 6. La crítica de la noción tradicional

de verdad en La gaya ciencia...............................101

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PARTE SEGUNDA

Introducción...................... . . 1 1 3Capítulo 1. Voluntad y tiempo en

Schopenhauer. Su recepción en El Nacimiento de la tragedia . . . . 115

Capítulo 2. El tiempo y la voluntad enAsí habló Zaratustra...................................126

Capítulo 3. La cuestión del lenguaje y elproblema del conocimiento...................... 146

Capítulo 4. La concepción de la verdad . . 161Capítulo 5. La crítica del concepto de «yo» . 172Capítulo 6. La voluntad de poder y el mundo

del d e v e n i r ............................................... 182Capítulo 7. El eterno retorno: el tiempo

reconsiderado..............................................200

Apéndice. Acerca de la interpretaciónde M. Heidegger.........................................213

A modo de conclusión ...................................226Bibliografía......................................................233

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