juan luis vermal - la crítica de la metafísica en nietzsche
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Juan Luis Vermal - La Crítica de La Metafísica en NietzscheTRANSCRIPT
LA CRITICA DE LA METAFISICA
EN NIETZSCHE
AUTORES. TEXTOS Y TEMASFl L O S O F Í ADirigida por Jaume Mascaró
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Juan Luis Vermal
LA CRITICA DE LA METAFÍSICA
EN NIETZSCHE
Prólogo de Eugenio Trias
A EDITORIAL DEL HOMDRE
Diseño Gráfico: GRUPO A
Primera edición: septiembre 1987
© Juan Luis Vermal, 1987Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.
Enric Granados, 114, 08008 Barcelona En coedición con el Servei de Publicacions de TUniversitat
de les Ules Balears (Palma de JN alIorca)ISBN: 84-7658-037-1 Depósito legal: B. 31.002-1987Impresión: Novagráfik, Puigcerdá, 127, 08019 Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial»
PRÓLOGO
EL «EXPERIMENTUM CRUCI! DE LA FILOSOFIA DE NIETZSCl
¿Y si el «eterno retorno de lo mismo» fuese únicamente una prueba! ¿Y si se tratara de una prueba, la gran prueba, prueba en el doble sentido del término, en sentido a la vez epistemológico y moral? ¿Y si debiéramos entenderla únicamente como el último y decisivo «gran escollo» que la avidez de conocer de Nietzsche-Zaratustra se coloca en su camino ascendente, o método, con el fin de liberarse definitivamente del peso muerto de la metafísica! ¿Y si se tratara de la última formulación metafísica que el «último hombre» que la sostiene (como sujeto) formula con la intención de metamorfosearse y transmutarse? ¿Y si se tratara de una doctrina o fórmula, o algoritmo me- tafísico, con el carácter y la naturaleza de un límite o de una frontera de la metafísica, algo así como la bisagra que articula y escinde a la vez la metafísica con la «trans-metafísica»? ¿Y si se tratara de la formulación radical que sostiene el sujeto del «nihilismo consumado», ese «pastor» del ser de la tradición (último hombre) a punto de transmutarse «en un transfigurado o en un iluminado que ríe»?
«Y, en verdad, lo que vi no lo había visto nunca. Vi a un joven pastor retorciéndose, ahogándose, convulso, con el rostro descompuesto, de cuya boca colgaba una pesada serpiente negra. ¿Había visto yo alguna vez tanto asco y tanto lívido espanto en un solo rostro? Sin duda se había dormido. Y entonces la serpiente se deslizó en su garganta y se aferraba a ella mordiendo.
»Mi mano tiró de la serpiente, tiró y tiró: ¡en vano! No conseguí arrancarla de allí. Entonces se me escapó un grito: “¡Muerde! ¡Muerde! ¡Arráncale la cabeza! ¡Muerde!” —este fue el grito que de mí se escapó, mi horror, mí odio, mí náusea, mi lástima, todas mis cosas buenas y malas gritaban en mí con un solo grito. [...]
»¿ Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?
»—Pero el pastor mordió, tal como'se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: y se puso en pie de un salto.
»Ya no pastor, ya no hombre; ¡un transfigurado, iluminado, que reíal ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!» (Traducción de Andrés Sánchez Pascual.)
La doctrina del «eterno retomo de lo mismo» aparece, a lo largo de Así habló Zaratustra, como la última gran carga que tiene que soportar el pensador, el filósofo, es decir, el hombre que experimenta. Es increíble lo poco que se ha escrito sobre el más importante concepto que atraviesa el poema filosófico de Nietzsche: el concepto de experiencia. Este es, en el régimen del discurso, un concepto clave. En relación a él los conceptos que aparecen en primer plano, superhombre, voluntad de poder, eterno retorno, son conceptos tentativos y experimentales. Son frutos maduros que se recogen a través de la experiencia. Hay en el Zaratustra una concepción de la experiencia de un
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peso específico y de una relevancia filosófica tan grande o más que el que se desprende de la Fenomenología del espíritu de Hegel. El sujeto de la experiencia es el sujeto conocedor, el filósofo; el ámbito o territorio de ésta es la vida. El experimento filosófico se produce en la tensa relación, conflicto o lucha, entre conocimiento y vida, o entre espíritu (espíritu libre) y vida. Ese conflicto (que es dia-léctico en sentido heracliteo y trágico pero no en sentido hegeliano) traza un itinerario, im método, un camino ascendente. La metáfora de ese itinerario la da la cordillera que el pensador experimental va transitando. La cima más elevada o el Everest de este Himalaya lo constituye «la gran prueba», prueba a la vez para el conocimiento y para la vida. Esa prueba es el «experimentum crucis» del método experimental. Aquí la experiencia, lo mismo que las pruebas que se van dando, son epistemológicas porque son morales o morales porque son epistemológicas. Experiencia es, pues, peripecia de conocimiento y de moral. Es experimento con «los más altos valores» (morales porque metafísicos y metafísicos porque morales). La última prueba o escollo lo constituye la cima de este camino, aquel Everest al que se puede ascender una vez se deja inerte, a 6.000 metros bajo los pies, el cuerpo yaciente del dios muerto, cima ascendida y rebasada. En la ladera del Everest puede verse, arrojada, la esponja que ha borrado «todo horizonte», la que ha disuelto la línea de demarcación de pautas, valores y jerarquías que desde la «cima de Dios» podían trzizarse. Ahora queda la última prueba.
La doctrina del «eterno retomo» es eso, prueba. Tiene un valor negativo. Carece de valor positivo y afirmativo. Por eso nunca puede formularla el sujeto de la experiencia que en el poema o en el discurso nietzscheano encarna el propio Nietzsche o bien Nietz- sche-Zaratustra. La doctrina la formula el enano que se posa sobre los hombros de Zaratustra. O bien los superficiales y simpáticos «animales de Zaratustra» que la convierten en música de organillo. Siempre es
otro el que fórmula la doctrina. Este punto es de una extraordinaria importancia. Se le ha dado todo tipo de interpretaciones. La más famosa es la «trágica» interpretación de Klossowski. Esa doctrina «destruye» al sujeto que intenta formularla. Personalmente considero que hay una explicación más sobria de esta peculiaridad. Sencillamente no es una doctrina de Nietzsche. Por eso es siempre otro quien la formula: por ejemplo «un demonio que se deslizara en la más solitaria de las soledades» del filósofo. Lo que sucede es que Nietzsche inaugura un nuevo estilo de filosofar que se produce a través de la química «disolución» de las «doctrinas». Filosofar en el sentido más genuino. Filosofar en el sentido deseado, pero no consumado, por Kant. Filosofar como proceso, como work in pro- gress. Filosofar como devenir que disuelve y aquilata a la vez el sentido de cada filosofía. La doctrina del eterno retomo es, en este sentido, la última filosofía entendida como doctrina, como fórmula metafísica, como concepción del ser: la que quiere conceder ser al devenir.
«El peso más grande. ¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y a todas en la misma secuencia y sucesión —y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!”? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: “Tú eres un dios y jamás oí nada más divino”? Si ese pensamiento se
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apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregimta sobre cualquier cosa: “¿quieres esto otra vez e innumerables veces más?” pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?» (Traducción de Jorge Binaghi,)
Siempre es otro el que formula esta doctrina a la vez prescriptiva y descriptiva, a la vez imperativo categórico (u Orden Formal Vacía) y algoritmo que pretende sintetizar en una fórmula el «ser del devenir» del mundo. La doctrina se formula siempre desde ese lugar de otro que pone a prueba experimental al «sujeto» del conocimiento y de la acción. Por eso la doctrina sólo puede ser refutada mediante una drástica decisión, o mediante un «argumento baculino»: sencillamente escupirla una vez se la ha mordido rabiosamente. Como el nudo gordiano de Alejandro, esta doctrina, círculo vicioso, sólo puede ser rebasada quebrando el círculo con im mordisco y escupiendo la «serpiente de la eternidad» de la boca. Juan Luis Vermal, en este texto excelente titulado La crítica de la metafísica en Nietzsche subraya este carácter activo, ejecutivo y energético de la «refutación». Subraya asimismo el carácter destructivo y disolvente de las consecuencias que se desprenden de una «doctrina» cuyo valor afirmativo es nulo: «La intención (de Nietzsche en este texto) no es la de afirmar el retomo circular del tiempo —señala Vermal— sino la de destruir la concepción del tiempo como sucesión». Desde un horizonte iluminado por la antología del tiempo originario de Heidegger, pero a una inteligente distancia respecto a la interpretación heideggeriana sobre Nietzsche, Vermal subraya que lo importante en las «argumentaciones» (morales o cosmológicas, prescriptivas o descriptivo-explicati- vas) que Nietzsche ofrece para «probar» esta doctrina estriba en las consecuencias que de ella se desprenden, no en la doctrina misma. «Aunque Nietzsche haya in
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tentado estas vías —por lo demás poco fructíferas— creo que su intención fundamental es otra y sólo desde ella se explica su concepción del mediodía como momento primordial del tiempo y su crítica general de la metafísica. Lo importante no son estas argumentaciones sino sus consecuencias, que son para Nietzsche el punto de partida: la destrucción de la sucesión en la medida en que exige una justificación más allá del instante, ya sea como referencia causal, como totalidad de sentido o, en la figura paradigmática de la metafísica, como ente inmutable y verdadero.»
El capítulo titulado «El tiempo y la volimtad en Así habló Zaratustra», segundo capítulo de la segunda parte del libro de Juan Luis Vermal es, a mi modo de ver, el núcleo de esta excelente tesis doctoral que ahora se publica como libro. Creo que en él hay una interpretación del concepto de tiempo en Nietzsche iluminado por la formulación tentativa de la doctrina del «eterno retomo» de una extraordinaria fecundidad. El mérito de Vermal consiste en explicitar esa doctrina tentativa, relevante más por sus consecuencias disolventes y destructivas que por sus fórmulas constructivas y afirmativas, en, y desde el horizonte de la crítica nietzscheana a la metafísica explicitada a través de la disolución des-tructiva que realiza de la noción de «verdad». Ésta se retrotrae al errático errar de las interpretaciones plurales, coronadas por metáforas morales que conjugan y declinan la eterna cantinela del Bien y del Mal, a través de las cuales se vehiculan fuerzas y pulsiones que se sintetizan en lo que puede llamarse vida como voluntad de poder. Desde este horizonte de reducción de toda voluntad de verdad a la exigencia de la errática voluntad por instituir, como error fundamental, una verdad con pretensión de verdad universal, Vermal introduce inteligentemente la nueva doctrina del retorno como el disolvente eficaz de la idea metafísica del tiempo como sucesión. Estamos ante un texto de sobria redacción, en el que no se rehúyen los escollos y las dificultades de los zig-zags del pensamiento nietz-
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scheano y eil el que se ha trabajado a fondo sobre el texto original y especialmente sobre los inéditos ordenados según la nueva edición de Colli-Montinari. Este libro es la primera verdadera aportación que se realiza sobre el pensamiento de Nietzsche en lengua castellana a partir de textos originales y según los nuevos criterios de ordenación de sus obras. Y sobre todo con expresa atención a los inéditos de Nietzsche. Fue un honor para mí poder dirigir esta tesis doctoral que, sin lugar a dudas, ocupará un puesto central dentro de la todavía excesivamente incipiente investigación, en ámbito hispánico, en torno al pensamiento de Nietzsche.
E ugenio T rías
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INTRODUCCION
En este trabajo me he propuesto analizar la crítica de Nietzsche a la metafísica, tratando de identificar aquellos elementos filosóficos fundamentales que le hacen adoptar una de las actitudes más radicales y más llenas de perspectivas del pensamiento moderno. De este modo he evitado tocar algunos de los temas que han dado a Nietzsche una popularidad por lo general bastante dudosa, para tomar muy en serio los núcleos de su filosofía que ponen en cuestión prácticamente toda la tradición de pensamiento de Occidente. Al hablar de «crítica de la metafísica» no me refiero, pues, ni a la crítica de cierta parte o disciplina de la filosofía, ni a las formas derivadas de ella que aparecen en la moral o la religión, ni siquiera a una forma de hacer filosofía opuesta a otras a lo largo de la historia. Para Nietzsche, la metafísica es la esencia de lo que se ha llamado filosofía, es lo que distingue a todo el proyecto de pensamiento que define a nuestra cultura. En tal medida, la reflexión fundamental de Nietzsche es una reflexión crítica sobre la totalidad del pensamiento occidental. La naturaleza metafísica
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que según él caracteriza al pensamiento filosófico se basa en la instauración de una dualidad, por la que lo que aparece en cada caso está determinado por ima instancia trascendental que constituye el «ser verdadero». Metafísica es, pues, la posición de un mundo verdadero, caracterizado por su presencia sin límites, es decir, por una extensión absoluta en el tiempo. Contra esta concepción ontológica que domina todo el pensamiento occidental, contra una noción de verdad caracterizada como representación de un mundo verdadero existente en sí y determinado por su pura presencia en un continuo temporal se dirige el ataque de Nietzsche.
Partiendo de este punto nodal de la crítica al pensamiento de la metafísica, el desarrollo del trabajo toma como hilos conductores los conceptos de tiempo y verdad. La intención es mostrar cómo, a partir de ciertas confusas intenciones primeras, se va desarro- llemdo una crítica de las nociones tradicionales de tiempo y verdad que desembocan en los últimos años de la producción de Nietzsche en vm modelo de pensamiento que aspira, y no sin razones, a una superación del pensar metafísico. En ese sentido, la crítica nietz- scheana, al redefínir el concepto mismo de metafísica, va mucho más allá de las críticas que habían realizado y seguirán realizando la razón ilustrada y sus herederos. Dvumite un cierto período, mal llamado «positivista», Nietzsche se detiene quizás en este estadio, intentando una crítica del trascendental «mundo verdadero» que permita instaurar la racionalidad en el n^undo sensible, desprovisto ya de falsos fundamentos. Pero donde empieza la crítica realmente radical de Nietzsche, aquella por la que emprende efectivamente vma crítica de todo el pensamiento metafísico, es al poner en cuestión el problema del fundamento mismo, la posibilidad de fundamentar lo que aparece en un mxmdo verdaderamente real, cualquiera que sea su tipo, la posibilidad de una garantía veritativa de tipo trascendental, llámese dios, sujeto o realidad en sí. De este
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modo, de una experiencia común en la que para el positivismo surge la entronización de lo empírico como dato absoluto, para Nietzsche se disuelve la noción misma de «dato», sin poder volver a ninguna síntesis superior, como lo había intentado el idealismo, sobre todo el hegeliano. La imposibilidad de la trascendencia, en cuanto referencia a un mundo que sobrepase a lo que es en cada caso, al no poder afirmarse en un mundo dado, se vuelve trascendencia del mundo intrascendente, comprensión extática y no presencial de lo que es, que por ello no merece, para Nietzsche, el títido de «ser».
El desafío planteado por Nietzsche, que a mi entender constituye el verdadero «tema de nuestro tiempo», ha sido recogido tardía y escasamente por el pensamiento filosófico, siempre más proclive a perseverar en el sueño dogmático. Creo que, cumpliendo una de sus megalómanas profecías, el pensamiento de Nietzsche vuelve cien años después a adquirir una intempestiva actualidad. Sólo la comprensión de esta situación, que es al mismo tiempo la situación desde la que Nietzsche piensa y escribe, nos permitirá un juicio acerca de los caminos que propone, nos pondrá en condiciones de decidir en algún momento hasta qué punto logra escaparse de la tradición que crítica y plantear una verdadera alternativa. Para ello habrá que adentrarse en el núcleo de su crítica, tarea a la que quisiera contribuir este trabajo.’
De acuerdo con lo expresado, los conceptos de verdad y de tiempo constituyen ima guía para seguir el camino de Nietzsche en su crítica del pensar metafí- sico. En la primera parte he tratado de rastrear la evolución de estos núcleos temáticos hasta llegar a su posición más madura en la década del ochenta. Así, partiendo de la posición ahistórica de la segunda Consideración intempestiva (cap. 1), paso a comentar la idea de una filosofía histórica en Humano demasiado humano (cap. 2), para mostrar luego el punto de ruptura fundamental que abre hacia la perspectiva de los
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últimos años de creación (cap. 3). Desde esta presentación y la de la idea del eterno retomo (cap. 4), realizada también en forma de un comentario de los manuscritos en que aparece por primera vez, ^analizo finalmente las cuestiones de la temporalidad y la verdad en Aurora y La gaya ciencia (caps. 5 y 6), que en muchos sentidos se encuentran a mitad de camino entre los dos períodos.
En la segunda parte se trata de exponer en su despliegue global la crítica y reformulación de los conceptos ontológicos fimdamentales durante el último período de la creación nietzscheana. En primer lugar se analizan las concepciones del tiempo y de la volvmtad de Schopenhauer y su recepción por parte de Nietzsche en El Nacimiento de la tragedia (cap. 1), para pasar luego a una interpretación de Asi habló Zaratustra desde esta perspectiva. A partir de aquí se tratem de inteipretar las concepciones resultantes del lenguaje y el conocimiento (cap. 3), de la verdad (cap. 4) y del yo (cap. 5), para culminar con un análisis de las ideas centrales de la voluntad de poder (cap. 6) y el eterno retorno (cap. 7). Toda esta última parte se basa sobre todo en los textos inéditos, ya que en éstos se encuentra con mayor claridad que en los publicados la destrucción de la tradición metafísica que Nietzsche se propone en esta época. Sin que quepa hablar de un auténtico ocultamiento de estos temas centrales, sí puede observarse en los textos inéditos una reflexión más completa y radical sobre ellos. Esta comprobación nos resulta posible por disponer desde hace relativamente poco tiempo por primera vez de todos los manuscritos inéditos de Nietzsche ordenados en forma cronológica y en una edición seria y confiable. Con el excelente trabajo realizado por G. Colli y M. Montinari, que diera lugar a la aparición de las primeras obras realmente completas de Nietzsche,* se puede considerar definitivamente superada la imaginaria Voluntad de poder editada bajo la dirección de Elizabeth Forster- Nietzsche,^ que además de presentar una obra que su
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hermano nunca llegó a realizar como tal, contiene una selección, agrupación y fragmentación arbitraria de los textos manuscritos, a las que se smnan no pocos errores y falsificaciones. Éstas carencias eran ya conocidas y habían sido denunciadas sobre todo por K. Schlechta, quien realizó en 1954 una edición más cuidadosa de los textos inéditos, pero que en definitiva se limitaba a presentar en orden cronológico los textos seleccionados por Elizabeth Nietzsche.^ Sólo la actual edición de Colli y Montinari constituye, pues, vma base de trabajo confiable. Respecto de la cuestión de la Voluntad de poder, las investigaciones filológicas de estos últimos^ les han hecho llegar además a la conclusión de que el plan original de este libro, cuyos primeros esbozos datan de agosto de 1885, fue abandonado por Nietzsche a fines de agosto de 1888, dando lugar a 1) una especie de «selección» de su filosofía fundamental,’ que constituiría finalmente El ocaso de los ídolos, y 2) un nuevo plan titulado «La transmutación de los valores» (frecuente subtítulo en los planes de La voluntad de poder), compuesto al igual que el anterior de cuatro libros, de los cuales el primero es El Anticristo. Las obras inmediatamente anteriores. Más allá del bien y del mal y La genealogía de la moral, no provienen del mismo grupo de manuscritos destinados a La voluntad de poder (como lo suponían los compiladores de la edición de Elizabeth Nietzsche). En resumen, la tesis de Colli y Montinari sostiene que El ocaso de los Ídolos y El Anticristo son la condensación del trabajo que originalmente estaba destinado a La voluntad de poder, constituyendo La transmutación de los valores un nuevo proyecto y quedando así reducido el resto de los fragmentos a un mero «Nachlass». Si bien la primera de las conclusiones me parece correcta a la luz del material presentado por los autores, creo que ella no autoriza a la segunda, ya que ésta depende del contenido del nuevo plan, y tal como lo reconocen Colli y Montinari, «es desde el punto, de vista del contenido [...] en cierto sentido lo mismo que La voluntad de
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poder», por lo que no me resulta suficientemente comprensible qué quieren decir cuando afirman a continuación que «precisamente por ello era su negación desde el punto de vista literario».^ Tampoco me parece correcta la tercera conclusión, en la medida en quev afirme algo sobre el valor de los fragmentos no publicados, ya que esto sólo puede decidirlo una interpretación de los mismos y no puede quedar determinado' por el hecho de que Nietzsche no haya decidido emplearlos en las obras que llegó a publicar.
Teniendo en cuenta estas razones, creo que a pesar de los nuevos conocimientos sobre las intenciones de su autor respecto de la obra planeada, puede seguir afirmándose que los manuscritos inéditos de esta época constituyen lo más propio del pensamiento nietzschea- no y que, aun sin contradecir la obra publicada, van en muchos casos más allá de ella.’
Todas las citas de Nietzsche han sido tomadas y traducidas directamente de la mencionada edición de Obras Completas.
NOTAS
1. Nietzsche, Friedrich, Werke. Kritische Gesamtausgabe, ed. por G. Colli y M. Montinari, de Gruyter, Berlín, 1967 ss. Para este trabajo se ha empleado la Kritische Studienausgábe, dty-de Gruyter, Munich-Berlín, 1980, 15 tomos, idéntica a la anterior. Para la correspondencia: Nietzsche, Friedrich. Kritische Gesamtausgabe Briefwechsel, ed. por G. Colli y M. Montinari, de Gruyter, Berlín, 1975 ss. La única parte no incluida en estas Obras Completas es la correspondiente a los trabajos anteriores al verano de 1869, de la que ya existía una buena edición crítica realizada en la década del treinta como primera parte de im inacabado proyecto de obras completas: Nietzsche, Friedrich, Werke und Briefe. Historisch-kritische Gesamtausgabe, Beck, Mimich, 1933 ss.
2. Las ediciones de La voluntad de poder forman parte de la llamada Grossoktav Ausgabe, editada por el Nietzsche-Archiv dirigido por Elizabeth Nietzsche: Nietzsche, Friedrich, Werke, Naumann-Kroner, Leipzig, 1894-1926, 19 tomos. La primera ver-
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de La vótuntad de poder, a cargo de Peter Gast, Ernst August Homeffer apareció en 1901 y constituía el tomo XV la edición citada. En 1906 Elizabeth Nietzsche y Peter Gast
iblican en una edición de bolsillo una nueva versión amplia- que en 1911 pasaría a formar parte de los tomos XV y XVI aquella edición. Hasta la presente edición de Obras Com
pletas, la del Nietzsche-Archiv ha sido prácticamente la base todos los trabajos sobre Nietzsche y de todas las ediciones
IgOsteriores, incluida la monumental de Musarion: Nietzsche, Triedrich, Gesammelte Werke, Musarion, Munich, 1920-1929, 23 tomos.
3. Nietzsche, Friedrich, Werke in drei Bdnden, ed. K. Schlechta Munich-Darmstadt, 1954 ss.
4. Véase, para lo siguiente, Kritische Studienausgahe, t. 14, “pp. 383-400.
5. Ihid., t. 13, p. 542.6. T. 14, p. 400.7. En este sentido habría que relativizar la afirmación de
K. Schlechta, quien, si bien basándose sólo en la parte entonces conocida y reconociendo la necesidad de una edición crítica, sostuvo que no había en la obra póstuma «ningún nuevo pensamiento central», op. cit,, Epílogo, III, 1433.
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PARTE PRIMERA
Capítulo 1
EL TIEMPO Y LA HISTORIA EN LA SEGUNDA
(CONSIDERACION INTEMPESTIVA»
En la segunda de las Consideraciones intempestivas, Nietzsche se refiere al fenómeno de la historia, o mejor dicho, al problema de la historia como conocimiento en su referencia a la vida. Su tesis general es conocida: de las «ventajas e inconvenientes de la historia para la vida», tal como reza su título, Nietzsche se detiene muy poco en las ventajas y dedica en cambio todas sus energías a destacar los inconvenientes y presentar así, en un ataque frontal a las tendencias histo- ricistas del siglo xix, el ideal de ima cultura ahistóri- ca, la única que puede estar al servicio de la vida.
Si bien esta interpretación no hace más que repetir algunas de las tesis centrales del texto de Nietzsche, creo que en su formulación tradicional muestra sólo tma parte de la cuestión. A diferencia de ella, queremos afirmar que aquí se parte de una concepción de la historia y del tiempo como elementos fundamentales, totalmente desconocidos en la versión historicista, concepción que sin embargo no es elaborada con claridad y que, probablemente por esa causa, contiene una ambigüedad que tiñe todo el pensamiento del
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autor. Para mostrar esto, tendremos que seguir el camino a lo largo del texto.
El tiempo es un instante fugaz, precedido de una nada y seguido de una nada,* que sin embargo vuelve siempre sobre el hombre, quedando así prendido del pasado e imposibilitado de olvidar realmente, incapaz de ese olvido total que admira en el animal. Como él quisiera vivir, en su entrega al momento presiente una felicidad que le está vedada, y sin embargo, tampoco lo quiere realmente, pues el olvido instantáneo le impediría siquiera recuperar el momento, intuyendo ya que el recuerdo es condición de la palabra misma. Pero también es la condición del sufrimiento; el peso del pasado agobia al hombre, que por eso mira con envidia el juego del niño, totalmente entregado al instante. Sin embíu'go, teimbién él tendrá que salir pronto del olvido, aprenderá a «comprender la palabra “fue”, la contraseña con la que se aproximan al hombre la lucha y el sufrimiento».^ En un movimiento antitético al de Platón, la desaparición del olvido hace entrar el tiempo en la vida y con él todos los pesares. Mientras que para aquél el olvido equivalía a estar hundido en el no saber y el recuerdo era un elevarse a lo propiamente existente saliendo del tiempo, para Nietzsche la relación del hombre con lo verdadero se invierte o, mejor aún, pierde su carácter unívoco: el recuerdo lo aleja de la verdad del instante, pero para llevarlo a su propia verdad, una verdad de sufrimiento, quizá por no poder contar con la referencia indubitable del hombre platónico, para quien la discrepancia se instalaba en su interior, entre su naturaleza racional y su naturaleza sensible.
Pero, ¿qué es lo que constituye el sufrimiento del pasado? También aquí la respuesta es doble: el pasado es la dimensión en que se constituyen las significaciones que provocan la opresión del hombre, en él surgen y se conservan la represión de los instintos y las exigencias sociales. Liberarse del pasado, olvidar, equivale a sacarse de encima todos los imperativos que hacen del
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hombre vina suma de roles que lo coaccionan. Pero también, y quizá de vm modo más fundamental en el que puede tener su origen lo anterior, en el pasado surge la conciencia de la fínitud y con ello se muestra el carácter deudor de la existencia, el ser responsable de ella. Recordar es «recordar lo que su existencia es en el fondo: vm imperfecto que jamás se perfecciona». El «existir sólo es vm ininterrumpido haber sido»,* dice Nietzsche con vm claro acento schopenhaueriano, «vma cosa que vive de negarse y devorarse, de contradecirse a sí misma», dando así a la existencia las propiedades de la sucesión temporal. Pero asumir este torbellino, esta continua negación de sí mismo es imposible y el olvido es la fuerza necesaria para afirmarse en él. Pretender lo contrario sería hundirse en la destrucción. El «ejemplo extremo» sería el de «un hombre que no poseyese en absoluto la fuerza de olvidar, que estaría condenado a ver en todas partes un devenir: un hombre tal ya no creerá en su propio ser, ya no creerá en sí mismo, verá que todo fluye y se separa en pimtos movedizos y se perderá en esta corriente».* No hace falta mucha perspicacia para reconocer aquí lo que será su propia posición fundamental. Dejando esto de lado, vemos que, a pesar de la tesis central de la necesidad del olvido, de lo peligroso que resulta para la vida un grado excesivo de vigilia, la capacidad de apropiarse del pasado es fundamental. Lo esencial no será entonces sólo el olvido sino la «fuerza plástica» que permite transformar el pasado en parte de la vida presente y no dejarlo ser en la forma autodestructiva de la sucesión. A mayor fuerza, más posible es recibir la influencia de lo «extraño»,* de lo diferente que llega desde el pasado.
Lo ahistóiico tiene la certeza de lo que no ha sido sacudido por la duda.* Con la historia aparece la posibilidad de que lo vivido pudiera haber sido diferente, aparece la necesidad de la justificación. Toda búsqueda de un origen le quita absolutez al presente, mientras que la vivencia del momento es como un olvido
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absoluto de sí mismo, del tener que ser. La capacidad de vivir hasta cierto grado de un modo ahistórico es para Nietzsche el elemento esencial para que pueda surgir algo «verdaderamente humano». El hombre sólo es hombre desde un horizonte que nada tiene que ver con la sucesión temporal. Frente a un devenir tenden- cialmente indiferenciado, afirma tm horizonte propio de la vida humana; frente a la abstracción de un mundo sucesivo y causal, el momento de la existencia misma, que no es meramente un pimto en aquel suceder.
Así el pasado queda de cierto modo separado del horizonte extático de la existencia, pero esto no sig- nifíca de ninguna manera que tenga que (o pueda) ser eliminado. De lo que se trata es de pensarlo en función de aquélla y no a la inversa. Esto resultará más claro si se tiene en cuenta debidamente qué es lo que está implicado en la extensión temporal. Esta, lejos de ser un mero suceder, incluye para Nietzsche nada menos que el pensar, comparar, distinguir y sintetizar,” o sea, aquello que caracteriza a la racionalidad humana. Pero «sólo por medio de la fuerza de utilizar lo pasado para la vida, de volver a hacer historia a partir de lo sucedido, el hombre se convierte en hombre».**
Dentro de lo histórico cae, pues, todo lo que se considera normalmente la actividad más propiamente humana. Nietzsche no les niega su importancia, pero afirma que nacen de un ámbito diferente, que son «limitaciones» de un horizonte no universalizado y no pueden emanciparse de él. No son funciones primarias, por más fundamentales que sean, y no tienen ningún derecho a proponerse como la estructura primera del mundo.
Esta duplicidad entre un horizonte originario y el mundo de la razón comparativa y ordenadora es concebido por Nietzsche como una duplicidad entre lo ahistórico y lo histórico, es decir, aparentemente, entre lo atemporal y lo temporal. El tiempo parece ser la abstracción de la sucesión y a él sólo puede oponerse un presente intemporal. Aquí nos encontramos
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ya con una ambigüedad que volveremos a hallar en el pensamiento final de Nietzsche, cuando la idea del tiempo vuelva a adquirir un papel protagónico. El dilema entre la afirmación del éxtasis de lo presente, en el que se anula el tiempo, y la necesidad de recuperación de lo temporal en lo que he llamado el «horizonte extático de la existencia» marca una oscilación entre la oposición histórico-ahistórico en un sentido corriente y la transformación de la comprensión de la temporalidad y la historicidad mismas, que, instalándose en el seno del segimdo elemento de la oposición anterior (lo «ahistórico»), pueda constituir un horizonte originario, previo y fundante de la sucesión temporal y de toda racionalidad basada en ella. Probablemente porque Nietzsche no aclara suficientemente esta ambigüedad, aquel horizonte puede ser tanto esto último como la simple ceguera necesaria para la acción, que correspondería más bien a la primera parte del dilema.
Aparentemente en concordancia con esto último, Nietzsche dice que en la pasión, que es también la decisión para los grandes hechos, se anula la historia, lo temporal se cierra en la ceguera que permite la acción. La pasión nos saca de la sucesión de lo que ya ha sido uniformado y nos enfrenta a alguien o a algo como si surgiera en cada momento por vez primera. Este salirse fuera de sí en el que —viejos de la identificación inmediata que atribuimos al animal— se realza de manera inusitada algo existente, aunque de im modo tal que incluye su reverso total, una visión del abismo, se opone al tiempo si éste representa la mera sucesión y la sujeción del pasado.^
Nietzsche encarará la superación de la contraposición simple entre presente ahistórico e historia en su concepción de los tres diferentes modos de historia. Pero antes señala dos respuestas típicas ante la historia que de algún modo no se enfrentan con la verdadera cuestión y que pueden servir para delimitarla: la del hombre histórico y la del hombre suprahistó-
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rico. El hombre histórico es el que cree que el sentido de lo que es se va descubriendo en el transcurso del proceso. Lo que no ve es que su acción no depende de la historia en el grado en que él lo cree, que su ocupación con la historia «no está al servicio de la historia sino de la vida»,*’ es decir, que en cada momento impone el sentido que será la totalización de los anteriores. La vida, un determinado interés, impone un punto de vista que no puede ser justificado como conocimiento.
El hombre suprahistórico, por el contrario, será aquel que ya no tiene más interés por la historia por haber reconocido la ceguera y la injusticia que guían sus actos.'^ Su actitud se transforma en un escepticismo para el que «lo pasado y lo presente son xmo y lo mismo».*’ La actitud suprahistórica no debe confvm- dirse con la ahistórica. Mientras que en ésta se revelaba el ámbito más propio de la existencia, aquélla sólo llega a ima anulación de la historia partiendo de ella. Su conocimiento puede ser verdadero, pero en la medida en que no capta el horizonte propio al que se debe reconducir lo histórico, desemboca en una pura negación y se convierte a su vez en im «peligro para la vida». «Puede ser que nuestro aprecio por lo histórico sólo sea un prejuicio occidental», pero lo que importa es que «dentro de este prejuicio avancemos y no nos quedemos detenidos».** Completando este giro, afirma poco más adelante: «Un fenómeno histórico conocido pura y completamente y disuelto en un fenómeno cognoscitivo, está muerto para aquel que lo conoce».*’ La cuestión de salvar a la vida de la influencia depresiva de la historia parece convertirse en la cuestión de salvar a la propia historia de la influencia aniquiladora del conocimiento. Salvar a la historia del conocimiento quiere decir reconocerla y experimentarla al servicio de una fuerza ahistórica. En la medida en que esto ocurre, la historia no se reduce a un devenir racionalizado y alejado del ámbito esencial de la existencia, para ser también una fuerza viva y confQrmadora dé lo
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real. Lo que se ataca frontalmente es la fijación científica del pasado, la subsunción del pasado vivido en categorías que no reflejan su relación con los intereses vitales.
De este modo aparece la necesidad de pensar la historia desde el ámbito extático de la vida, tratando de superar lo que en xm primer momento se presentaba como simple contraposición. Esto es lo que intenta Nietzsche al distinguir los tres modos de relación de la existencia con la historia, que definen tres tipos diferentes de historia: la monumental, la anticuaría y la crítica. El poderoso, el que intenta algo único, necesita paradójicamente de modelos, pero no de modelos que sean igual que él en un sentido inmediato, sino que muestren la misma actitud extática, de salida de sí, o mejor dicho, que al mostrar lo extático muestren en ello la presencia de lo mismo. Por eso, su modo histórico, la historia monumental, es una acumulación de «efectos en sí»,'* ya que lo que cuenta es el salir fuera de sí, el enfrentarse a lo único de la situación vivida, acto en el que se anulan las causas, en el que todo lo que le es previo se hxmde en la noche de lo mediocre y lo cotidiano. Por lo tanto, la dedicación a la historia monumental es en cierto modo una anulación del tiempo realizada desde la conciencia misma
Íiel tiempo. El mundo hacia el que tiende es el de la tema repetición, una idea que no por ser descartada y
Íólo expuesta —por así decirlo— como un ideal regu- Itivo, deja de llamar la atención en este contexto.'* lato revela, en efecto, el horizonte ontológico sobre el ^ue se basa este modelo: lo que importa no es tanto
11 carácter ejemplificador de los hechos grandiosos lino la patentización que ocurre en ellos de lo extraordinario (de lo en sí diferente y por eso mismo revelador de su carácter de ser frente a lo que se pierde an el universo de las significaciones cotidianas). El honor que se busca en la historia y en los propios actos no es una satisfacción personal sino «una protesta contra la mudanza de las generaciones y la caduci
dad».^ La actitud que se adopta es una protesta contra el tiempo en la medida en que asegura la monotonía del acontecer, es decir, en la medida en que no deja surgir lo real como tal, el presente. Sólo la tímidamente formulada hipótesis del eterno retomo permitiría al poderoso «desear cada factum con su peculiaridad y unicidad exactamente conformadas».“
Cada tipo de relación con la historia tiene su forma degradada, una forma negativa que es con frecuencia la de la conciencia común. Si ya en su forma «positiva» la historia monumental lleva consigo el peligro de anular el pasado mismo en beneficio de la presentación extática, en su uso impropio, el de «las naturalezas no artísticas», su función es prácticamente la contraria: a partir del modelo del pasado ahogar el presente. En la medida en que se entiende el acontecer como algo pasado y no se le considera en su función propia, la de presentación, su consolidación anula todo surgir, se vuelve desde el pasado cadena del presente y es paradigma del conocimiento que anula la actividad. La actitud degradada de la historia monumental es la del «conocedor de lo grande sin la capacidad de lo grande».^
La segunda forma de relación con la historia es la propia de quien conserva y honra,“ la actitud del culto, de mantener en la memoria la referencia a lo vivido, de tal modo que en cada objeto vuelva a aparecer la genealogía de cada uno y hunda de esa manera las raíces del yo dentro de un nosotros pleno de sentido y la del nosotros dentro de la historia. La actitud anticuaría es la que permite el mantenimiento de la propia identidad en el reflejo constante de la proveniencia. A la simple presencia se enfrenta la acumulación de la experiencia de los antepasados que muestran la arbitrariedad del horizonte ilimitado.
La limitación del horizonte lleva consigo, sin embargo, una gran dosis de irracionalidad y de injusticia respecto de todo lo que queda fuera del marco visual. Pero en la medida en que es una perspectiva al servicio
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de la vida, esto resulta necesario, por lo que, al igual que la historia monumental, tampoco permite una apreciación objetiva y científica del pasado.
£1 peligro implícito en este culto de lo sido es la incomprensión de lo que deviene,, de lo nuevo. Para romper este poder del pasado, que es el poder de un pasado determinado, se vuelve necesaria la tercera actitud respecto de lo histórico: la actitud crítica.^ Ella es la condena de aquellas formas que impiden la actividad. Su sentido no es el de la justicia, tal como lo supondría im historicismo racionalista creyente en el progreso, sino el poder oscuro e impenetrable de la vida que por im momento decide borrar el olvido que nos hace parecer obvias y seguras ciertas determinaciones y de este modo las condena. La crítica es el movimiento por el que se lleva a la conciencia la injusticia de ciertas valoraciones, sin que en la elección de lo que se critica y del criterio empleado reine, a su vez, justicia alguna. Nietzsche no niega que se puedan utilizar criterios racionales para la crítica, pero afirma, en primer lugar, que esto es posible incluso en posturas contrapuestas, pues todo depende de la elección o descubrimiento de las premisas adecuadas, y en segimdo lugar, que este paso no es transparente y no puede ser racionalizado. El nivel de la crítica no responde a los mismos criterios que lo criticado, hay un salto que impide la totalización. El sujeto de la crítica es la vida, «el poder que se desea a si mismo».^
El peligro de esta actitud radica en la ilusión de total independencia que puede generar, en la creencia en un mundo absolutamente disponible ” que no tenga en cuenta el poder de la determinación, o sea, de la frnitud.
Así pues, los tres modos de la historia reflejan tres actitudes fundamentales ante el tiempo, que más que posibilidades excluyentes son posibilidades del tiempo mismo, de un tiempo no reducido a un suceder objetivo. Lo temporal no está pensado como una relación de suceso o momentos que existen por sí mismos sino,
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con los términos de Nietzsche, en función de una fuerza tihistórica, o sea, desde una estructura primaria de la existencia. Vistos desde este ámbito, en el modo monumental se revela una forma originaria de lo presente, en el anticuario de lo pasado y en el crítico de lo futuro. En el juego de esas formas se basa una posibilidad de existencia histórica que queda destruida por la nivelación del tiempo en un suceder homogéneo.
La incomprensión de este concepto de historia es para Nietzsche la causa de una profunda crisis. La unidad de una cultura, la unidad de la acción se vuelven imposibles en la medida en que falta la referencia de la historia a la vida. La carencia de ese proyecto vital unificador genera las diferencias entre forma y contenido, entre exterioridad e interioridad.” En realidad, a Nietzsche se le ha vuelto sospechosa no solamente la separación entre lo interior y lo exterior sino simplemente el concepto de interioridad. La interioridad de que se había nutrido el romanticismo ya no es capaz de conformar un mundo y ni siquiera puede presentarse como una instancia enfrentada al mundo exterior y que tienda a su transformación. Ambas partes son las dos caras de lo mismo; a la exterioridad reducida a convención y formalismo le corresponde una interioridad que no es más que el depósito de una memoria incapaz de seleccionar. La interioridad no es más que eso: la imposibilidad de im acuerdo con el mundo que se estructure en base al recuerdo. La memoria ha perdido su función identificadora y de apertura que remite lo que aparece a sus originales posibilidades vividas. El recuerdo es incapaz de establecer un horizonte para lo presente y por eso lo abandona, dejándole campear con absoluta prepotencia. Esa es la medida en que la historia ya no sirve para la vida. Nietzsche piensa esto desde una concepción radical del tiempo que le permite ver que esa interioridad es el último paso del triunfo de la presencia como positividad del ente y que su reverso es la barbarie.” Podría decirse que la conciencia historicista, en el sentido de
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una comprensión científica de la historia, es precisamente antihistórica, porque corta a lo presente de su lazo vital con el pasado, que, tal como vimos en los tres tipos de actitud histórica, vive a su vez de un proyecto de futuro. Nietzsche sabe de la necesidad de incluir el tiempo para que el hombre pueda recuperar su dimensión propia, sus propias posibilidades, y por ello critica la deformación del pasado al transformarlo en ciencia, pues esto significa darle un carácter de presente que le hace perder toda referencia y condena a la existencia a una reflexión que gira sobre el vacío, a un «saber de la cultura»."
La polémica de Nietzsche contra la historia es una polémica contra el objetivismo y en ese sentido anticipa ya la crítica posterior a la creencia en el «ser en sí» de las cosas. En los hechos sucedidos no hay un texto único que pueda leerse desde la posición distante de la ciencia objetiva. Los hechos históricos sólo se abren como tales al concebirlos como posibilidades e interrogantes. La actitud objetivista que cree determinar en ellos lo que realmente eran es la confusión que toma este tipo de hechos por la realidad primera, sin advertir que sólo se constituyen de ese modo al adoptar una perspectiva de distanciamiento que, en primer lugar, sigue siendo una perspectiva y, además, no atiende al fenómeno fundamental de apertura por el que esos hechos históricos están realmente allí. Todo hecho histórico, al igual que toda cosa presente, pasa a ser un núcleo irreductible sobre cuya naturaleza, aparentemente obvia, no se pregunta, y que tiene con todos los demás una serie de relaeiones que el pensamiento tiene que tratar de descubrir como si fuera un espejo. El ser humano, convertido así en reflejo, no tiene ya capacidad de acción, todo contenido es en principio equivalente a otro: sólo con girar su atención aparecerá otra serie de relaciones reflejadas en él. Pero, y esto es lo fundamental, la capacidad de acción no es un problema por sí mismo, sino que ella significa que el hombre se ha desprendido d^ aquellp que lo hace sostenerse
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en la existencia en general. A eso es a lo que apunta Nietzsche cuando habla de favorecer o perjudicar «la vida». Esto no debe comprenderse primariamente en im sentido biológico, o como mera exaltación de la actividad, por lo menos mientras estos términos tengan el sentido ya desgastado que actualmente poseen. Probablemente estaríamos más cerca de la cuestión si se pensara la actividad en el sentido de la energeia aristotélica, siempre que también aquí seamos capaces de pensar lo problemático y no exclusivamente la solución que da Aristóteles. En general, puede decirse que la reflexión filosófica se diferencia de otras formas del pensar por el hecho de que su preocupación fundamental no es tanto obtener respuestas como obtener preguntas, preguntas que abran cada vez más un campo no protegido y que al contrario de lo que afirma el pensar no filosófico, no significan de ninguna manera estar cada vez más dudoso e indeciso. En este sentido, podemos volver a interpretar la posición nietzscheana respecto de la historia: lo que reclama es interpretar el hecho histórico como una pregunta que impulsa hacia adelante en un camino de apertura y lo que critica son las respuestas uniformes, que en su indiferencia son más ima manera de eliminar que de responder a tma cuestión.
La riqueza de la vida surge en esa apertura que obliga a elegir un lenguaje, a elegir un destino. Por el contrario, el mundo de la cultura, que es el mundo dominado por la objetividad histórica, es el «mundo de la obligada uniformidad exterior», aquel en el que el enfrentarse seriamente con la existencia sólo es permitido como actividad académica, pero se convierte en un delito apenas se intenta realizar «en la llamada vida»: «El moderno filosofar está limitado política y policialmente a la apariencia erudita por gobiernos, iglesias, academias, costumbres y cobardías de los hombres».**
La objetividad de lo que ocurre es el medio para llegar a la uniformidad, para que todos hablen un mis
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mo lenguaje, que es sólo forma (uniforme) y de la cual sólo se escapa la abultada interioridad, que, sin embargo, sólo es el desván de las cosas inservibles para el lenguaje uniforme, pero ya pasadas por él y registradas en su inventario.
Uno de los pretendidos méritos de la actitud histórica es el hacer justicia a los hechos y las culturas pa- sadas.” En efecto, el historiador rescata los acontecimientos pasados «tal como fueron», no inmiscuye su posición personal, demostrándoles así un gran respeto. La objetividad sería, en ese sentido, identificable a la justicia: cada acontecimiento se presenta con su propia identidad, sin falseamientos.
Lo que no advierte el ingenuo historiador es que el presentar las cosas tal como son sólo quiere decir presentarlas de una manera que no sea chocante para el pensamiento y los prejuicibs corrientes de la época: «llaman objetividad a medir las opiniones y hechos pasados de acuerdo con las opiniones de todo el mundo en ese instante».^ Todo juicio, incluso el que se pretende objetivo, tiene su perspectiva; no existe un representar especular de las cosas: esa es una «superstición».” Este perspectivismo, que volverá a aparecer en forma decisiva en su obra última, no debe entenderse, sin embargo, como la deformación que producen los diferentes puntos de vista, los escorzos inmanentes a la mirada, sino que es la actitud de cada caso — un elemento no cognoscitivo— lo que abre el acceso al hecho mismo en cuestión. Ella es lo que le da su carácter, y no simplemente la naturaleza del objeto en cuanto tal. Incluso en la postura que desemboca en el conocimiento objetivo, lo que predomina es una determinada actitud que conforma al objeto, es la actitud de desinterés, de indiferencia, de falta de participación.” En el mejor de los casos impera un impulso estético por representar un cuadro vivido, pero de ninguna manera el medio aséptico de la reproducción. Lo que se determine como objetivo, al igual que cualquier Otra determinación, será el resultado de una relación.
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de una lucha entre elementos no cognoscitivos, y al mismo tiempo entrará también en una relación no cognoscitiva o de lucha con lo que se quiere conocer. De este modo, lo que cuenta no son el sujeto y el objeto, sino que ambos términos se constituyen en función de relaciones previas. En el seno de cada uno de ellos Nietzsche abre una fisura que los deja ver más como lo que enmascara que como verdaderos términos del problema. Además de ser incongruente con el mundo, el culto de la objetividad es, por ello, un engaño en segundo grado, por ocultar los términos en que se plantea el problema, que son los términos de su propia génesis.
La posición nietzscheana no desemboca simplemente en una defensa de la arbitrariedad sino que, después de mostrar lo poco justa que es la objetividad con los hechos históricos, defiende y alaba el concepto mismo de justicia.^ La actitud objetivante no sólo es criticable por depender efectivamente de una perspectiva que quiere negar sino además porque esta perspectiva no gnoseológica (Nietzsche habla aquí de Stim- mung, temple de ánimo) es la de la indiferencia y la no participación. En ese sentido, se trata de una actitud negativa y es la menos adecuada para «ser justa con el hecho u opinión a la que se refiere». La justicia queda de pronto desligada de la objetividad, y con ello del saber. Ser justo con el pasado (y en general con todo lo que es) no significa reproducirlo tal cual era, sino imponerse a él desde un grado de fuerza que lo realce y no desde una actitud negativa. Para ser justos, para poder juzgar, hay que «estar por encima de lo que se juzga».^ Sólo desde una posición superior es posible ser justo con lo otro (en el sentido de «hacerle justicia»).^
Esta concepción de la justicia como modo de verdad, que ocupa el lugar que tradicionalmente se otorga ■a la objetividad, lleva implícita —en concordancia con lo visto antes— un concepto diferente de tiempo: «sólo en cuanto arquitectos del futuro, en cuanto sabedores
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del presente podréis comprender» el dicho oracular del pasado.^’
Por momentos da la impresión de que Nietzsche tiene dificultades para mantenerse a la altura de su propia reflexión y hace concesiones a una forma Je nostalgia reaccionaria. Me refiero a la tendencia que supone ya la existencia de un sentido, de una proyección futura que ilumina el pasado y la acción presente, que se perdería con el estudio de lo histórico, porque de ese modo quedaría «desacralizada», perdiendo el ambiente de entusiasmo y fe que permite ir hacia adelante.^ Aunque puedan confundirse, esta no es la perspectiva que hemos tratado de reconstruir antes. En aquélla, es la proyección futura lo que debe conquistarse para poder «ser justos» con el pasado, mientras que la posición «objetivista» supone la pérdida del horizonte. En ésta, en cambio, es el conocimiento mismo lo que provoca la «desilusión», cuya causa está en aquello que se comprueba en el conocimiento y no en la actitud objetivista básica. Esta es una llamada a mantener las ilusiones dominantes, mientras que aquella es el intento de forzar una comprensión de ninguna manera dada y que con su proyección futura permitirá una apropiación del pasado. Esta dualidad se repite sobre el final de la obra, ' donde sintomáticamente se emplea un significado de «justicia» que había sido criticado y superado en el parágrafo anterior. En efecto, la justicia de que aquí habla Nietzsche no es aquella que desde la construcción del futuro «haee justicia» al pasado imponiéndole una perspectiva desde la cual él mismo adquiere vida, sino que es la justicia de la objetividad, que en su descarnado presentar lo que ha sucedido quita toda posibilidad de entusiasmo e ilusión.
En esta inversión, aparentemente poco significativa, se encuentra la posibilidad de lectura fascistizante de Nietzsche. Si lo único que cuenta es el mantenimiento de la ilusión que permite la acción, ésta se vacía totalmente de contenido y se transforma en simple violencia. No se trata, por supuesto, de subordinar la acción
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a una finalidad externa —esto cae efectivamente bajo la crítica de Nietzsche— pero sí de comprender bajo la perspectiva de lo que se ha llamado «vitalidad» también a los contenidos propios de la acción, a la comprensión del mimdo implícita en cada caso. Si, por el contrario, éstos quedan aislados de la acción y no tratan de realizar también el movimiento de liberación de tma finalidad externa, entonces se memtiene la división entre el actuar y el «mundo verdadero» del intelecto, sólo que éste ahora reina en las sombras, quitándole al actuar su poder de continua diferenciación y volviéndose así actividad maquinal. No es la renuncia al sentido como guía lo que puede hacer del pensamiento de Nietzsche un pensamiento barbarizante, sino la incapacidad de llevar a cabo radicalmente esa renuncia y de integrar —^para expresarlo de forma más bien abreviada— el mundo del pensamiento en las categorías definidas para la acción, en lugar de eliminarlo de manera tal que quede como un recurso indefinido siempre utilizable.
Resulta evidente, sin embargo, que no es esa la intención de Nietzsche, incluso en esos momentos. También evidente es el fin que persigue, según él, el «triunfo de la ciencia sobre la vida». Al impedir lo que denomina xma «personalidad madura y armónica», se tiende a generar «trabajo utilizable»; los hombres tienen que ser «adiestrados para los fines de la época», tienen que trabajar en «la fábrica de las utilidades generales».'*
Por momentos, Nietzsche parece creer aún en una solución «romántica» de la pérdida del sentido. Con el bombardeo de datos y culturas históricas diferentes, el hombre se «vuelve apátrida y duda de todas las costumbres y conceptos»." No obstante, este desarraigo se convertirá cada vez más en la base ineludible de su pensar. La posibilidad de un nuevo arraigo quizá dependa de la posibilidad de concebir el tiempo y la historia de una manera no historicista, es decir, de encontrar una patria sabiéndose definitivamente apá-
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trida. Es posible que la locura final de Nietzsche sea vm testimonio de su fracaso en salir de un dilema que se planteó sin ninguna concesión.
El sentimiento histórico, en el sentido criticado, es para Nietzsche una consecuencia del cristianismo y su valoración de la muerte. El cristianismo, en cuanto fuerza depresiva de la vida que condena todo impulso centrado en lo terrenal, encuentra su continuación en el historicismo, que no es más que otro modo de desvalorizar lo que sucede. Si la vida no es más que una preparación para la muerte, la finitud de la existencia se toma im contenido central, para volverse a negar inmediatamente: a través de ella se afirma lo infinito y se condena la existencia como algo imperfecto. A pesar de su apariencia contraria, el historicismo se mueve dentro del mismo esquema: su sentido fundamental es el de condenar lo vivo y en ello muestran su parentesco la actitud que cultiva lo pasado como objetividad muerta y la afirmación de un infinito más allá de lo finito. Eternidad infinita y pasado objetivo son dos formas correlativas, que a su vez confluyen en un presente insignificante. Lo que tienen de común el historicismo objetivista y el cristianismo es ver el tiempo sub specie aeternitatis, y esto se corresponde, a su vez, con la visión de lo que es como lo siempre presente. Por ello, la historia es una «teología disfrazada» ^ y la ciencia ocupa el papel de la iglesia como custodia de la verdad. Al cultivar la objetividad determina el modo de interpretación dominante y al mismo tiempo prohíbe salirse de él, pues al definir en cada momento lo que es verdad define la totalidad y descalifica todo cambio de perspectiva. Por eso Nietzsche propone la autodestrucción de la conciencia histórica aplicando a sí misma sus categorías.'^ De este modo estalla la concepción de una historia interna de la verdad (dentro de la cual están comprendidas tanto la subsunción bajo una verdad única como la sucesión histórica de verdades evolutivas), para dejar lugar a la posibilidad de una historia «externa», basada en la existencia de
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una serie de fenómenos más primordiales para la determinación de la verdad que los términos en que ella misma se define.^
El extremo opuesto de la externalización de la historia lo ofrece el hegelianismo (o por lo menos la interpretación más o menos corriente de Hegel que Nietz- sche comparte y que en este momento no pondremos en discusión). En la medida en que toda verdad existente se ha impuesto de hecho, lo que hace es definir una estructura de poder. Al definirse como verdad, y no como poder, perpetúa su dominación, «interiorizando» nuevamente la verdad. La afirmación de la racionalidad de la historia implica la justificación de la prepotencia de los hechos y ahoga toda posibilidad de rebelión. Quien se inclina ante el poder de la historia se inclina ante el poder, ante aquello que ha resultado como poder, y de acuerdo con ello propone su interpretación como lo verdaderamente racional. Para no depender del poder, lo que equivale en última instancia a defender la violencia pura, es necesario romper con esta interpretación histórica en la que se reúnen dos características antes separadas: el historicismo y el culto de la eternidad-muerte. El culto de lo histórico es el culto de lo fáctico y este es el poder contra el que hay que afirmar la libertad, que Nietzsche defiende en esta ocasión acudiendo al «deber ser», no por estar fundado en una instancia universal sino por su poder de enfrentarse al poder de lo real. '
De este modo queda esbozada la compleja posición que adopta Nietzsche respecto de la temporalidad y la historia en esta obra temprana. He tratado de hacer resaltar los elementos fundamentales que allí están en juego y que volverán a resonar de modo decisivo en la obra de su madurez. Ya aquí se ha podido apreciar, sin embargo, lo que significan como crítica de toda una tradición de pensamiento. Detrás de la discusión de la utilidad de la historia para la vida ha surgido la cuestión del tiempo como determinante de una concepción ontológica que excede ampliamente los marcos
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del historicismo Contra el que podría pensarle qüe v¿in dirigidas las críticas. Ya su relación con el cristianismo por un lado y con el objetivismo científico por otro lo señalan claramente, aun cuando su alcance no aparece aún nítidamente dibujado. Para esto debemos remitirnos a la obra posterior, pero ante todo es conveniente seguir el camino no rectilíneo que Nietzsche sigue hasta ella y detenernos en primer lugar en la primera obra posterior a las Consideraciones intempes- tivas: Humano demasiado humano.
NOTAS
1. I, 248.2. 1,248.3. I. 249.4. El ser deudor-culpable de la existencia, que aquí es pues
to en referencia explícita al tiempo, será un tema central del pensamiento de Nietzsche. Véase segunda parte, cap. 1 y Apéndice.
5. I, 249.6. I, 250.7. I, 250.8. I, 251.9. I, 251 s.10. I, 253,1.11. I, 253.12. I, 253.13. I, 255.14. Es curioso señalar que la pregunta que les hace Nietz.
sche para determinar si se trata de los hombres históricos o su- prahistóricos según cómo fundamenten la respuesta negativa, que se supone en ambos casos, es la de si desearían volver a vivir exactamente tal como han sido sus últimos veinte años. Esta pregunta, con la que trata de buscar una justificación de la existencia más allá de todo principio exterior, es la misma que posteriormente, radicalizada, se planteará a propósito del eterno retorno.
15. 1,256.
17. I, 257.18. I, 261.
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19. 1,261.20. I, 260.21. 1,261.22. I, 265.23. I, 265.24. I, 265.25. 1, 269.26. I, 269.27. El intento de elegirse otro pasado. Cfr. I, 270.28. 1,274.29. I, 274.30. I, 274.31. I, 282.32. I, 285.33. I, 289.34. I, 290.35. I, 293.36. I, 290 ss.37. I, 293.38. Más adelante, en Humano demasiado humano, Nietz-
sche llevará consecuentemente la cuestión de la justicia en general a una relación de poder, en el sentido de que lo que decide es una relación de fuerza real, que no es lo mismo que una relación de dominación (§ 92). Aquí esto aparece ya pensado respecto de la cuestión del saber y en un plano onto- lógico fundamental.
39. I, 294.40. I, 295 ss.41. §7.42. I, 299.43. I, 299.44. I, 305.45. I, 306.46. Para el concepto de «historia externa», cfr. M. Foucault
La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1980.47. I, 310-311.
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Ca p ít u l o 2
LA FILOSOFÍA HISTÓRICA DE «HUMANO DEMASIADO HUMANO»
Humano demasiado humano representa respecto da los escritos anteriores una ruptura que siempre ha sido señalada por los intérpretes.' El propio Nietzsche, en el prólogo a la segunda parte, escrito en 1886, dice haber tomado «partido contra mí mismo y en favor de todo aquello que precisamente me resultaba duro y me hacía daño». En consonancia con ello, Fink señala que el intento de Nietzsche es demostrar «el carácter ilusorio de aquellas actitudes humanas que en su primer período consideraba como los accesos originarios y verdaderos a la esencia del mimdo».* Lou Salomé lo caracteriza como «el intento de llegar a una visión total de la nulidad de sus anteriores ideales gracias al conocimiento de la historia de su surgimiento».^
Si bien estos juicios resultan indudablemente justos y señalan la presencia de un corte decisivo en el desarrollo de Nietzsche, por otro lado ocultan con demasiada facilidad una continuidad de interés que no me interesa resaltar por simple placer erudito sino para poder seguir la problemática central de su pensamiento, que a veces queda sepultada bajo formulaciones no
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sólo diferentes sino hasta opuestas. Esto es especialmente agudo respecto de la concepción de la historia. A la concepción explícitamente ahistórica que defiende en el período anterior y que en el comentario a la segunda Consideración intempestiva hemos podido matizar, se sigue ahora la acentuación de la necesidad de un «filosofar histórico»,* al que hay que someter a un análisis similar.
La cuestión se plantea ya en el primer fragmento de la obra. Lo propio de la tradición metafísica es aquí para Nietzsche el establecimiento de una dualidad (ser verdadero/apariencia, reposo/movimiento, razón/ sensibilidad), que plantea después el problema del surgimiento de uno de sus elementos a partir del otro.® La solución metafísica es la de la primacía (por «su naturaleza», si no por «el conocimiento») de la idealidad, que en cuanto tal se comprende entonces como lo primero y autocausado. La propuesta de Nietzsche, encarnada en una «filosofía histórica», consiste en la disolución de esas pretendidas oposiciones, basadas en un «error de la razón», para afirmar que aquellos polos a los que se les atribuye mayor valor no son más que «sublimaciones», en las que el elemento básico del que surgen prácticamente se ha volatilizado.
La función de la filosofía histórica será, pues, fundamentalmente la crítica de las perspectivas trascendentes desde las que la metafísica interpreta lo existente. Desde una comprensión inmediata, esta postura es una inversión de la actitud ahistórica defendida en la segunda Consideración intempestiva. Hilando más sutilmente, puede verse, sin embargo, la dirección común subyacente a este cambio de sentido. La crítica central al historicismo era la de que destruía el carácter actual del acontecer y, de esta manera, el elemento fundamental de la acción por la que se define y constituye en cada caso el mundo. El recurso a la historia como crítica en Humano demasiado humano cumple precisamente esa función: el despojar a lo real de los marcos trascendentales que lo ahogan. Esto no implica
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negar, sin embargo, un cambio de sentido básico. Si antes se trataba de actualizar una fuerza creadora que —empleando los términos de El nacimiento de la tragedia— respondía en realidad a la esencia misma del mundo, y la racionalidad objetivante no era más que su negación, ahora se trata de usar la racionalidad, para destruir aquellas construcciones que impiden el surgimiento de lo real. De este modo, las estructuras metafísicas trascendentales adquieren un peso radicalmente diferente.
Para comprender el sentido y el alcance del primer fragmento aludido, es interesante comparar los cambios que aparecen en una nueva redacción de 1888, cuando pensó reeditar la obra corregida. En la versión original, después de caracterizar el procedimiento de la «filosofía metafísica», dice: «La filosofía histórica, en cambio, que ya no puede pensarse separada de la ciencia natural, el más nuevo de todos los métodos filosóficos», mostrará que «no son oposiciones más que en las usuales exageraciones de la concepción popular o metafísica y que a la base de esa contraposición se halla un error de la razón». La versión de 1888, que no llegó a publicarse, es la siguiente: «Por el contrario, una filosofía inversa, la más nueva y la más radical que ha habido hasta ahora, una auténtica filosofía del devenir que no cree en un “en sí” y por consecuencia le niega el derecho de ciudadanía tanto al concepto "ser” como al concepto “fenómeno”: una tal filosofía antimetafísica [...] muestra que ese planteamiento es falso, que no existe aquella oposición en la que ha creído la filosofía hasta el momento seducida por el lenguaje».’
La confrontación de ambos textos sirve para ver la continuidad de la tarea nietzscheana, al mismo tiempo que permite establecer una distinción que puede arrojar luz sobre el carácter de su pensamiento en esta época.
Lo común es, ante todo, la eliminación de la división entre un ser fundante y uno fundado, pero mien
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tras la versión original deja lugar —^aunque sea con un carácter heurístico— a una inversión de la relación de fundamentación, permitiendo hablar de la instancia pretendidamente fundante como de una «sublimación» de la otra, en la segunda versión, en que esa calificación desaparece, se plantea la cuestión con una mayor radicalidad ontológica, permitiendo de ese modo una eliminación de la identidad (del «ser») como resultado de la eliminación previa de la diferencia fundante. Esta es una «filosofía del devenir», en la que aparecerán los temas del nuevo planteo ontológico que surgirá en la obra tardía; aquella es una filosofía histórica, en la que será posible trazar una genealogía de los modos de formación de las identidades ideales dominantes. En el texto posterior también aparece la referencia a una «historia de los conceptos y de las transformaciones de los conceptos bajo la tiranía de los sentimientos de valor».’ Esta historia es lo que tiene ante sus ojos Nietzsche al escribir Humano demasiado humano, y al contrario de la más radical ontología posterior, en la que intentará enfrentarse con el problema en su raíz, necesita aún una fundamentación en el sujeto humano, que por una serie de mecanismos proyecta en el cielo de la idealidad conflictos «demasiado humanos». Así surge lo que Fink llama la perspectiva «sofística» de Nietzsche, en la que el hombre es la medida de todas las cosas y la argumentación psicológica el componente básico de la crítica.’ Aquí Nietzsche emplea el esquema de la inversión de la dualidad metafísica que es propio de la crítica de la Ilustración, en un sentido amplio. Se podría decir que toda esa crítica tiene un elemento sofístico, en la medida en que intenta dar cuenta de los productos ideales presuntamente fundantes remitiendo a condiciones subjetivas (en el sentido de posibilitantes circunstanciales, aunque sean a su vez de carácter objetivo). Tal como sucede en diferentes tipos de críticas de la ideología, se produce una inversión de la relación de fundamentación, que a pesar del carácter revelador que en algunos casos posee.
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queda prendida del mismo esquema metahsico y mantiene la forma de fundamentación que le es propia. El cuestionamiento de esta última será el salto fundamental hacia el que se encamina Nietzsche y constituye la perspectiva desde la que debe comprenderse este primer paso de la crítica.
La exigencia de una filosofía histórica está en principio contrapuesta a la posición antihistórica de la segimda Intempestiva. Sin embargo, utilizando categorías empleadas entonces por Nietzsche, se podría decir que su posición en favor de la historia en Humano demasiado humano no está guiada simplemente por un espíritu de objetividad, y por lo tanto por un «desinterés por la vida», sino por un proyecto concreto de futuro que se anuncia ya en el programa de una filosofía «de la mañana».’® Pero lo fundamental, como se señalaba antes, es que no trata en primer lugar de buscar un sustrato fundante para realizar desde él una explicación omnicomprensiva, sino que su labor esencial es la crítica que irá despejando, sin puntos firmes en los que detenerse, todo intento de fijación última de lo real. Para ello, la actitud «iluminista» o «positivista» le ofrece una primera ruptura desde donde realizar una crítica a fondo de las categorías metafísicas.
Nietzsche afirma que el error que han cometido todos los filósofos es su «falta de sentido histórico»." La intención asociada a esta crítica va mucho más allá del historícismo, lo cual resulta evidente ya por el hecho de que no habla de la necesidad de la historia en cuanto representación de los hechos pasados sino de una filosofía histórica, que equivale a una concepción de lo real que parta de lo histórico y no de una existencia asiunida con carácter sustancial. Efectivamente, «el hombre mismo es un resultado»," y también lo es la facultad cognoscitiva. Más aún, «aquello que ahora llamamos mundo es el resultado de una cantidad de errores y fantasías que han surgido paulatinamente en toda la evolución del ser orgánico»."
El centro de la cuestión y el carácter de lo histó
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rico que exige Nietzsche aparecen claramente formulados en la revisión del segundo parágrafo realizada en 1888: «De esta óptica ahistórica que ejercían los filósofos respecto de sí mismos puede deducirse el mayor número de sus errores, sobre todo el error fundamental de buscar en todos lados el ente, de suponer por todos lados el ente».”
Por debajo de la objetiva actitud crítica que enjuicia a la religión y la metafísica desde vma «ciencia» que nunca es definida con claridad,” aparecen los motivos más profundos, en los que esa misma actitud crítica —si bien aún tímidamente— no se detiene ya ante los contenidos metafísicos en sentido estricto, sino que comienza el camino que le llevará a su reflexión posterior: a considerar que la metafísica no se encuentra sólo —ni primordialmente— en aquellas construcciones que tradicionalmente reciben ese nombre, sino sobre todo en formas mucho más básicas que se encuentran ya en el pensar común y —aunque esta consecuencia sólo aparecerá más tarde— en la propia ciencia.
El lenguaje mismo, lejos de ser una reproducción de lo real, constituye un «mundo propio» que el hombre ha puesto «junto al otro, un lugar que ha considerado lo suficientemente firme como para desde él sacar de quicio al resto del mundo y adueñarse de él».” El lenguaje, y su lógica subyacente, no forman la estructura del mundo sino que «descansan sobre supuestos a los que no corresponde nada en el mundo real, por ejemplo sobre el supuesto de la igualdad de las cosas, de la identidad de la misma cosa en diferentes puntos del tiempo». La creencia de que el lenguaje proporciona un conocimiento del mimdo es ima ilusión, y tendencialmente la misma noción de conocimiento ya lo es, en la medida en que al margen de su función de construcción de un mundo dominable se la sobredetermina con un contenido de realidad injustificable. Aún sostiene Nietzsche, sin embargo, que «la ciencia ha surgido de la creencia contraria» a la de los supuestos «irreales» de la lógica y el lenguaje co-
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taúií. Evidentemente, esto da úna luz suplementaria sobre el concepto de ciencia que está manejando aquí Nietzsche, que sólo por momentos o aparentemente se superpone con el concepto más corriente, dando origen así a una relación de tensión entre el conocimiento y la «ciencia», que se irá desarrollando cada Vez más hacia la crítica del primero y, por lo tanto, hacia una transformación radical de la segunda.
Incluso las leyes más formales —o quizá precisamente ellas— se basan en el error «que reinaba ya originalmente» de que «hay cosas iguales», o «por lo menos de que hay cosas (pero no hay ninguna “cosa”)».” La suposición de una «cosa», de un sustrato material, es la creencia —o el error— básico y fundamental sobre el que se construye todo el conocimiento humano. La razón es evidentemente un resultado de esos «errores» (dado que la propia lógica lo es), y es sin embargo la instancia capaz de criticarlos y hasta —quizá— de destruirlos. Por otra parte, éstos cumplen, sin embargo, una función fundamental, y esto le lleva a decir a Kietzsche que «felizmente es demasiado tarde para Ijue [el descubrimiento del error] pueda hacer desandar nuevamente el desarrollo de la razón que se basa én aquella creencia».**' Por eso, la crítica de la metafísica que se contenta ¿On criticar sus productos es declarada de antemano insuficiente, a pesar de lo cual el propio Nietzsche iie mantiene en muchas ocasiones en ese nivel dentro de esta obra. Superar la metafísica en ese sentido es una tarea relativamente fácil. El verdadero problema •I realizar posteriormente un movimiento inverso en <1 que se comprenda su justificación histórica y psicológica y el hecho que de ella ha surgido «el mayor impulso del hombre».” El sentido de esta tarea queda delimitado por el proyecto de una filosofía histórica. Bn primer lugar este proyecto debe distinguirse de una mera tarea historiográfica, ya que su sentido fundamental está en el descubrimiento del papel desempeñado por la metafísica, más allá de su carácter de
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«superstición». Pero además —y esto es aún más importante— la tarea histórica, en cuanto desenmascaramiento, se refiere a los aspectos más exteriores de la metafísica (y sobre todo a la religión). Otra parece ser la tarea respecto de la «metafísica filosófica», que Nietzsche distingue explícitamente de la anterior. Aquí no se trata simplemente de «justificar» sino de ir más allá, hay que «mirar por encima del último escalón pero no quedarse en él». Aquí, «donde los más ilustrados sólo llegan a liberarse de la metafísica y mirarla hacia atrás con superioridad», de lo que se trata es de «girar en el fondo de la pista».* En esta división entre la metafísica vulgar y la metafísica filosófica se refleja la distinción entre la metaphysica specialis y la me- taphysica generalis de la escuela wolffiana. En referencia a la primera, y a sus objetos primarios, dios, el mundo y el hombre, la tarea central es la de la crítica (desmitificación), la justificación histórica y el revelamiento de su verdadero sentido. Respecto de la segunda, será la reformulación de la ontología fundamental. Con estas pocas frases, Nietzsche parece haber formulado la tarea que realiza en este libro y el proyecto que se abre en su horizonte.
La segunda perspectiva de su pensamiento es por ahora sólo vislumbrada. Por el momento, la filosofía histórica será la encargada de disolver la metafísica. El marco en el que se encuadra la crítica teórica es el de la filosofía kantiana, tal como aparece en la versión de Schopenhauer. La conexión del mimdo fenoménico con la cosa en sí es una fantasmagoría, pero tampoco lleva más allá la negación de la relación si no se comprende que es un producto cambiante del intelecto humano, que «ha hecho aparecer el fenómeno y trasladado a las cosas su falsa concepción fundamental».*
Nietzsche parte, como muchos otros intentos filosóficos del siglo XIX, del intento de anular la diferencia kantiana entre fenómeno y cosa en sí. Más adelante veremos cómo esta crítica posteriormente se hará más abarcadora y fundamental al extenderse desde la for
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mulación kantiana hasta toda funchimentacíón global de lo existente, cuyo modelo será la relación platónica entre la idea y la cosa sensible. Esta intención ya se halla presente en Humano demasiado humano, y con ella, aunque conscientemente contenida, la visión del abismo que se abre al romperse un modo de funda- mentación que había guiado hasta entonces todo el pensamiento filosófico. En efecto, parafraseando im conocido texto de El ocaso de los ídolos^ puede decirse que con la anulación de la cosa en sí también se anula el fenómeno, no solamente en el sentido de que deja de ser dependiente de aquélla (de estar pensando en relación a ella), sino sobre todo en el sentido de que no puede tomar sobre sí simplemente las características de la cosa en sí y autofundamentarse inmediatamente por su presencia. La desaparición de una instancia fundante deja en vilo a lo existente y pone al pensar ante el dilema de adentrarse en una concepción ontológica que piense de manera no metafísica el lugar dejado por el fundamento ideal o de simplemente olvidar el problema y afirmar el aparentemente poco problemático reino de lo concreto.
Es cuestionable que a esta altura Nietzsche logre lo primero, lo que sí es evidente es que se distancia de la fácil caída en lo segundo y de que tiene conciencia de hallarse ante un problema esencial y abismal. En la obra que estamos comentando, sin embargo, su intención más fundamental se dirige a la crítica desen- mascaradora de la metafísica y para salvarse de la «solución romántica» “ adopta una actitud terapéutica que no es de ningún modo una actitud de principio. De todos modos, aún deteniéndose en una etapa de su camino cuestionante, Nietzsche critica la metafísica sobre todo como un primado de la identidad, lo que hace difícil que ésta vuelva a instaurarse nuevamente, aunque ahora sea en un plano terrestre y no celeste.
Teniendo en cuenta esta perspectiva que le sobrepasa hay que interpretar la consideración histórica que se propone en Humano demasiado humano. Ante
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lá caída qué páréce significar el abandonó de la metafísica, Nietzsche exalta la figura de aquel a quien «en la historia no sólo se le transforma el espíritu sino también el corazón y que, en oposición a los metafísi- cos, se siente feliz de albergar en sí no un "alma inmortal” sino muchas almas mortales».^ Ante el mundo sustancial metafísico, el mundo histórico es el mundo del «devenir», el mundo en el que no hay interpretaciones fijas sino que mantiene latentes las más diversas posibilidades. El fragmento citado nos señala al mismo tiempo otro elemento importante: la interpretación unificante de la metafísica está ligada al «alma inmortal», a una comprensión supratemporal del sujeto.® El tiempo infinito de las categorías en las que se despliega es la otra cara de la metafísica o, más aún, su núcleo esencial. Entre la autocomprensión temporal del hombre y el carácter de ser de aquello que se le enfrenta en el mundo hay una relación indisoluble, que es constitutiva de lo que Nietzsche concibe en esta época como filosofía histórica.
En qn aforismo poco posterior al citado, la relación se vuelve más explícita. La comprensión fragmentaria de la propia naturaleza es la que corresponde al modo de ser del mundo; por el contrario, la fijación de una esencia personal es el reverso de la comprensión metafísica: «En lo que deviene, aquel que deviene no puede reflejarse de modo firme y verdadero».®
Gracias a la relación que acaba de mostrarse entre el tiempo y la autocomprensión del hombre, existe la posibilidad de integrar la historia en la vida personal. Al romperse la comprensión metafísica del sujeto humano, al derrumbarse una falsa identidad, el hombre se abre a las diferentes posibilidades históricas, que han dejado de serle exteriores y por eso mismo adquieren su carácter más auténtico. De este modo, la experiencia personal y vivida se convierte en el lugar en que se juega la posibilidad de una visión no metafísica de lo que es, y se identifica con una comprensión de la historia. El «conócete a ti mismo» es al mismo tiempo
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un saber de la historia, saber «intempestivo» que des- inarca continuamente su perspectiva de las actuales, que por su propia actualidad están siempre al borde lie la metafísica.
La posibilidad de que aún disponemos de vivir en nuestro interior experiencias históricas pasadas es una fuente indispensable no sólo para comprender el pasado sino para poder convertir a la propia vida en un «instrumento del conocimiento»,” xma vez, claro está, que se haya destruido su ingenua pretensión de verdad. Hay que haber amado la religión y el arte, pero lambién es necesario superarlos, liberarse de ellos. Sólo recorriendo el camino que ha transitado la humanidad por el «desierto del pasado» se comprenderán realmente, es decir, despojadas de velos metafísicos y al mismo tiempo como experiencia propia, las posibilidades del futuro. Llegar a este punto equivale —repitámoslo— a otorgar «a la propia vida el valor de un Instrumento y un medio del conocimiento». Comprender el pasado, ver las líneas de tensión del futuro y concebirse a sí mismo como teatro de este juego de! mundo, son diferentes aspectos de lo mismo.
Refiriéndose a una observación de Schopenhauer según la cual la genialidad consiste «en el recuerdo coherente y vivo de lo vivido por uno mismo»,” Nietz- Nclie llega a una conclusión hipotética que, si se le <|uita su carácter totalizante, probablemente no estaba muy lejos de su propia concepción: «la historia completamente pensada sería una auto-consciencia cósmica».” Sin embargo, la idea casi hegeliana de una auto- consciencia cósmica no parece corresponder a la intención nietzscheana en la medida en que implica una totalización en la que los elementos anteriores quedan eliminados o incluidos en la fase superior. El «sentido hl.stórico» que alaba Nietzsche, en cambio, mantiene en su mayor grado de conciencia todas las posibilidades históricas, y su resultado más inmediato consiste en comprender a los hombres, a los propios contemporáneos, como «sistemas totalmente determinados y re
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presentantes de diferentes culturas, es decir como necesarios pero cambiantes».” El sentido histórico permite una especie de arqueología, una reconstrucción de los sistemas globales a los que pertenece cada hombre, cada institución o ideología, sin que su necesidad provenga de una totalización que los haga piezas fijas e imprescindibles de un sistema más abarcador.
Respecto del arte, Nietzsche realiza con carácter muy general una especie de aplicación de este sentido histórico. En efecto, el arte es uno de sus elementos esenciales, en la medida en que tiene la función de conservar.’* Si es fiel a esta tarea, vuelve a la vida épocas y espíritus pasados. Su carácter temporal no se agota, no obstante, en esta referencia a otras épocas, sino que radica fundamentalmente en su carácter infantil o juvenil. El arte es el testimonio, presente en, la época madura, de un estadio infantil, es la reminiscencia de algo que ha sido superado por la madurez pero conserva su valor de estímulo y es quizá la única fuente de creatividad. La relación entre el arte (y la religión) y la ciencia es por momentos la misma que entre la juventud y la madurez. La segunda es la verdad necesaria pero que corre el peligro de frenar toda fuente de vida, la primera es el poder de crecimiento que se adquiere a cambio de una ilusión.
Esta interpretación casi comtiana refleja la transformación que opera el propio Nietzsche desde su primera etapa. El abandono de la metafísica de artista es el abandono del ideal juvenil de transfiguración inmediata de lo real. La fuerza de éste se impone, como una barrera que es al mismo tiempo un límite contra la entrega al fondo trágico de la existencia. Por eso, él mismo comprende el período que comienza con Humano demasiado humano como una «curación», como el desprenderse de la identificación con un impulso básico que, tomado en su radicalidad, equivale a lanzarse a la muerte. Curarse del romanticismo significa erigir entre sí y el mundo una barrera, que es lo que usualmente se llama realidad. Sólo que Nietzsche no
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podía exigirse la falta de consecuencia «normal» en estos casos y con igual coherencia, aunque a otro nivel, el mismo problema seguirá cuestionando esa instancia real para terminar por destruirla.
En un fragmento que ya hemos citado a propósito de la relación entre la verdad y la creencia en la inmortalidad,^^ Nietzsche señala el campo de la historia como el medio en el que se muestra el origen no me- tafísico de la verdad. Al igual que la justicia, no se fundamenta en sí misma por su propia validez universal sino que se basa en un criterio de utilidad. La preferencia por lo verdadero se basa en un criterio de utilidad social. Al afirmar que la racionalidad no tiene un origen racional,* la historia tendrá que ser el marco en el que se revelen y constituyan los criterios que determinen todo desarrollo. La «historia de los sentimientos éticos y religiosos» será, por ejemplo, la que deberá mostrar de dónde proviene la «fatal importancia» que se le ha otorgado a Icis «cosas primeras y últimas».^ El «libre dominio de la razón», y con él la transformación del animal en hombre, surge cuando éste no dirige su acción de acuerdo con el placer inmediato sino que se dirige a lo duradero, es decir, a partir de la proyección de un horizonte temporal puede establecer un razonamiento de utilidad.^ El paso siguiente será el del sometimiento a sentimientos comunes, elevándose así sobre la utilidad personal, y el último estadio de la moralidad se alcanzará al convertirse el hombre en legislador de lo que pueda ser útil. A lo largo de la historia se va gestando un individuo colectivo, al mismo tiempo que, con el último paso, se coloca el germen que podrá permitir la superación de este estadio.
La ocupación con la historia puede descubrir las bases del desarrollo humano. Placer y displacer son los motores evidentes, pero «sin los errores [o sea lus creencias ontológicas fundamentales], que actúan en todo placer o displacer anímico, no hubiera surgido nimca una humanidad».^ Las categorías ontológi-
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cas son las condiciones de posibilidad del desarrollo orgánico mismo. A partir de ellas, de la creencia en la identidad o en la libertad de la voluntad, el hombre desarrolla la idea de un puesto central en el mimdo sin darse cuenta de que no son más que condiciones de su desarrollo. La apertura comprensiva del hombre sobre el ser que lo rodea es para Nietzsche estrictamente coextensiva con las categorías que emplea para comprenderlo y adueñarse de él. Toda pretensión de ir más allá no será entonces más que un doble error que traslada a un mundo de verdades absolutas lo que ha surgido por situaciones externas.
Dentro de esta concepción de la historia, la conciencia del tiempo tiene una doble función. Por un lado, ya hemos hablado de la recuperación de posibilidades propias. Por otra parte, la memoria es la esta- bilizadora de las experiencias y expectativas, lo que permite un campo homogéneo dentro del que pueda moverse el pensamiento racional.^’ Sin embargo, la condición de posibilidad de esta memoria parece ser el olvido, no ya el olvido de su estructura interna, por el que se pierde la coherencia del pensamiento racional, * sino el olvido de su origen, que es lo que da una apariencia de racionalidad total y autosuficiente.’’
Esta memoria amenazada por dos olvidos no puede impedir que «quien haya conseguido claridad sobre el problema de la cultura, piense en su origen con tristeza».'*’ Así como el grado de castigo de un delincuente tendría que depender del grado de conocimiento que se tenga de la historia del delito, para desaparecer con el conocimiento total,"' Nietzsche piensa probablemente que la absolución de la culpa de la existencia humana, del «sufrimiento por el pasado», sólo puede lograrse con su total integración en un círculo necesario, es decir, con una diferente relación entre necesidad y azar basada en una diferente concepción del tiempo.
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NOTAS
1. En las reacciones que provocara el libro en su momcmo se nota más sorpresa que comprensión por el sentido de ese cambio. Quizá la más ilustrativa sea la de los Wagner, que recibieron el golpe a pesar de la indiferencia mostrada. Pocos vieron, sin embargo, lo que —claro que muchos años después— observa Lou Salomé: «Pero esta entrega que prescinde de sí mismo sólo es el camino por el que se abre paso, dentro de una nueva cosmovisión, hacia un sí mismo propio y nuevo», L.S., Nietzsche in seinen Werken, Viena, 1894, p. 113.
2. Prólogo, 4; II, 373.3. E. Fink, La filosofía de Nietzsche, Alianza, Madrid, p. 54.4. Op. cit., p. 97.5. Hdh I, 2; II, 24.6. Hdh I, 1; II, 23,7. XIV, 119.8. XIV, 120.9. Op. cit., p. 53.10. Hdh I, 638; II, 362.11. Hdh I, 2; II, 24.12. Ibíd.13. Hdh I, 16; II, 37. Cfr. también VIII, 447.14. XIV, 121.15. Cfr. Fink, op. cit., p. 54: «para Nietzsche ciencia signi
fica esencialmente crítica»; y p. 59: «lo único que ocurre (respecto del primer período) es que el concepto de vida es entendido de manera diferente: primero, de modo cósmico- metafísico, y ahora, en forma psicológica y biológica».
16. Hdh I, 11; II, 30.17. Hdh I, 19, II, 40.18. Hdh I, 11; II, 31.19. Hdh I, 20; II, 41.20. Hdh I, 20; II, 42.21. Hdh I, 16; II, 37. Respecto de los juicios morales cfr.
Hdh I, 37; II, 59 ss.22. «Cómo el “mundo verdadero’' se convirtió finalmente
en una fábula», VI, 81.23. Véase el prólogo a Hdh II, 2; II, 371.24. Hdh II, 1, 17; II, 386.25. También en Hdh II, 1, 26: «al reclamar la verdad se
Abraza la creencia en la inmortalidad personal», II, 390.26. Hdh II, 1, 19; II, 387.27. Hdh I, 292; II, 236.28. Frauenstádt-Ausgabe-Leipzig, 1864, Nachlass, p. 360.29. Hdh II, 1, 185; II, 461.3Q. Hdh l, 274; II, 226.
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31. Hdh I, 147; II, 142.32. Hdh II, 1, 26; II, 390.33. Cfr. también Hdh II, 1, 22; II, 388.34. Hdh II, 2, 16; II, 550.35. Hdh I, 94; II, 91.36. Hdh II, 2, 12; II, 547.37. Hdh I, 5, 12 y 13; II, 27, 31 y 32.38. Hdh I, 12; II, 32.39. Hdh I, 92; II, 89.40. Hdh I, 249; II, 207.41. Hdh II, 2, 24; II, 559.
Capítulo 3
LA TRANSFORMACIÓN DE LA BASE ONTOLÓGICA Y LA CONCEPCION
DEL CONOCIMIENTO
El pensamiento crítico de Humano demasiado humano y buena parte de Aurora consiste en un ataque a las valoraciones metafísicas, en primer lugar, en su sentido literal de transempíricas. La crítica se maneja con un esquema que no resulta ajeno al empleado por Feuerbach y el propio Marx: al mismo tiempo que .se señala la vacuidad de las entidades metafísicas y se las retrotrae a cuestiones mucho menos honrosas, aparecen como obras del hombre que éste ha colocado fuera de sí, dejándose dominar por ellas. Tal como lo señala Fink, podría hablarse de una «autoalienación» del hombre, por lo que la destrucción de los ideales éticos y religiosos, si bien por una parte parece rebajar la actividad humana a intereses casi animales, por otra conduce a un enriquecimiento del ser humano, en la medida en que vuelve a recuperar para sí su •producto», que había colocado fuera de sí. Esta interpretación coincide en parte con la autocomprensión de Nietzsche, aunque sólo en parte y —creemos— sólo en la medida en que él mismo no ha completado aún el arco crítico en el que se inscriben y no ha llegado
úl
a una transformación de los conceptos básicos sobre los que se asienta tal modelo de pensamiento.
Esto comienza a ocurrir en la medida en que con la recuperación de la autoalienación se destruye también la base subjetiva (el autós) de la que aquélla partía, y consecuentemente también la concepción del otro (del alius), del ente sobre el que se proyecta esa subjetividad. Esto es lo que diferencia radicalmente a Nietzsche de un pensamiento de la «autoalienación»: el movimiento de supresión de ésta no puede llegar a realizarse como tal porque conduce a un radical replanteo ontológico. Éste se anuncia aún tímidamente en Aurora y con mayor decisión en La gaya ciencia, pero disponiendo de los cuadernos y notas inéditas podemos fijar exactamente el momento en que se produce este giro sobre sí mismo y comienzan a aparecer los nuevos temas y las nuevas perspectivas que ponen radicalmente en cuestión las bases de Humano demasiado humano, que de todos modos, como ya dijimos, probablemente nunca fueran tomadas con la intención explícita que se muestra en una primera lectura.
Este corte ya ha sido señalado por sus intérpretes y biógrafos, recalcándose sobre todo la transformación psicológica que se produce en Nietzsche alrededor de 1880 (fechada según los autores, entre 1879 y 1882) y en la que se ha querido ver incluso vma conexión con la enfermedad que provocaría su derrumbamiento en 1889, es decir, una reacción eufórica y positiva condicionada biológicamente.* Al margen de los factores biológicos y de elementos psicológicos concretos, aquí nos interesa la transformación que ocurre en su pensamiento.
Aun teniendo en cuenta la gran movilidad de sus ideas, en el cuaderno de notas rotulado NV 4 por sus editores, en el que se incluyen fragmentos correspondientes al otoño de 1880, se puede observar claramente la transformación de la temática anterior y la aparición de los nuevos motivos.
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Éstos contrastan con los cuadernos anteriores, en los que se mantiene la problemática previa sin graneles cambios temáticos y la crítica de la moral —sin duda el interés fundamental— se realiza desde el punto de vista de una ciencia a la que se atribuye sin más el poder de descubrir y definir lo real. En ella están cifradas las esperanzas de destruir el mundo de ficciones con las que la religión y la moral han envenenado la vida: «Si se supone que por medio de la ciencia se pondría fin a muchas ideas satisfechas y a algunos agradables ocios, su efecto no sería saludable. Pero, por el contrario, puede contarse con que eliminará muchas insatisfacciones y especialmente la horrible idea de todas las malvadas filosofías y religiones de que somos enteramente malos y marchamos hacia duras penas».^
La ciencia podrá finalmente enfrentarse a las calamidades en cuya lucha los hombres han empleado una gran porción del espíritu «que les falta para inventar la alegría», y después de aniquilar a ese «monstruo» tendrá que aniquilar también los medios de consuelo c|ue se han convertido «entre tanto ellos también en monstruos».^
En contra de las pretensiones de los artistas, Nietz- sche afirma que «el hombre científico [...] es un ideal en el que todas las habilidades humanas se unen como lodos los ríos en el mar».’ A pesar de que reconoce <|ue sabe poco de los resultados de la ciencia, su confianza en ella parece ilimitada: «y sin embargo ese poco ya me parece inagotablemente rico para aclarar lo oscuro y eliminar los modos anteriores de pensar y de actuar».*
Hasta qué punto esta ciencia, en la que «se muestra el triunfo de los instintos más nobles»’ y que hace que «en los hombres científicos vivan las virtudes de los soldados y su tipo de alegría»,* tiene algo en común con la ciencia comúnmente practicada, puede ponerse en duda con mucha razón. Evidentemente, bajo ese nombre se concentran una serie de posibilidades his
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tóricas y teóricas que aún no habían sido suficientemente analizadas y que a partir de este momento dejarán aparecer perspectivas radicalmente diferentes.
A esta función de la ciencia corresponde una noción de conocimiento que en general queda implícita y parece suponer un concepto tradicional de conocimiento empírico. Efectivamente, casi la única referencia directa al conocimiento que se encuentra en los manuscritos de esta época y en Aurora sólo contiene ima determinación negativa respecto de factores que puedan desfigurarlo. Así, «los juicios de valor sobre las cosas y los hombres», que son lo primero que se aprende, «impiden el acceso al conocimiento real».’ Las «situaciones extraordinarias», en las que «el hombre cree estar más cerca de la verdad» son «las menos adecuadas para el conocimiento de una cosa». Las visiones y fantasmas que así surgen dan lugar a la religión y a la mayor parte de la metafísica.” También los artistas caen bajo la crítica por pretender tener im acceso especial al conocimiento: «los artistas no tienen nunca razón en cosas del conocimiento, porque en cuanto artistas quieren engañar y en cuanto artistas no comprenden en absoluto la aspiración hacia una veracidad superior».'*
Una de las características comunes de los juicios morales y religiosos es el «creer en accesos al conocimiento diferentes de los que conoce la ciencia».'^ Mientras que la moral es un impedimento para el conocimiento, por el contrario, «en todo conocimiento total se realiza esa moralidad perfecta» (la moralidad «de la justicia que da a cada cosa lo suyo y no sabe nada de premio, alabanza y crítica»).*^
A pesar de algunas señales en contrario, esta concepción del conocimiento se basa en una ontología realista, de cosas presentes, que, una vez eliminados los factores negativos que perturban el intelecto, son accesibles al conocimiento. De este modo, parece implícita una concepción de la verdad como adecuación o, en todo caso, la posibilidad de una determinación
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unívoca de la verdad, opuesta a la apariencia o la ilusión en que basan sus construcciones los sistemas morales y metafísicos. Éstos crean entre el cielo y la tierra «estrellas inexistentes» que siguen teniendo influencia una vez que han sido refutadas.’ Las ilusiones así generadas se oponen tajantemente a la verdad, aunque las necesidades que han creado no puedan ser satisfechas por ella.“ «Finalmente, la humanidad tendrá que adaptarse a la verdad, así como se adapta a la naturaleza, aunque la omnipresencia de fuerzas favorables pueda ser una creencia más agradable.» **
Aunque por sí solo pueda no ser suficiente y necesite de la retórica, existe un «lenguaje de la verdad» ” y el «delirio de que lo que eleva es verdadero y de que todo lo verdadero tiene que elevar es la consecuencia del desprecio de lo terrenal y material como algo irreal y de la adoración de lo espiritual y del más allá como del verdadero mundo real del que provienen todas las incitaciones que elevan».*®
Como se ve, y tal como habíamos señalado respecto de la cuestión de la autoalienación, el esquema de pensamiento, cuando se formula explícitamente, sigue siendo el de la inversión del mundo metafísico, para trasladar al mundo «terrenal y material» la realidad que se había colocado en el más allá. El paso radical que dará Nietzsche será el de cuestionar como metafísico ese sentido de realidad mismo y trasladar la crítica de una crítica del dualismo (que intercambiaría los valores de verdad y apariencia) a una crítica de la identidad, en la que también se basa aquel dualismo.
Por ahora, Nietzsche aún puede decir que «nuestra misión es hacer germinar la sensación correcta, es decir, aquella que corresponde a cosas verdaderas y juicios correctos».** «Las sensaciones que se refieren a cosas irreales no están justificadas, no tienen derecho a la existencia.» ^
Como ya señalábamos antes, aun en medio del esquema teórico sucintamente esbozado antes, aparecen algimos indicios que van marcando la aparición de
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un cambio que se volvería patente en el ya citado cuaderno del otoño de 1880.
En un corto fragmento escrito en la primavera de ese mismo año puede leerse: «lo nuevo de nuestra nueva posición respecto de la filosofía es una convicción que hasta ahora ninguna época había tenido: que no tenemos la verdad. Todos los hombres anteriores “tenían la verdad”, incluso los escépticos». '
Hasta qué punto esto era sólo la expresión de un momento histórico que sabía que no estaba en posesión de la verdad o llegaba a conmover más firmemente la creencia misma en la verdad, es todavía difícil de decidir. En los fragmentos que le siguen no se encuentra ningún derrumbe evidente de las nociones de ciencia y de conocimiento que antes comentábamos. Sin embargo, es el primer paso que va en esa dirección. En su primera versión, al final del fragmento que acabamos de transcribir, Nietzsche agregó: «estamos en el océano».^ «En medio del océano del devenir» comienza el fragmento 314 de Aurora, en el que el conocimiento ya ha dejado de ser el punto seguro en el que se estaría al reparo de las fantasmagorías metafísicas, para ser la visión fugaz de un minuto, antes de volver a perder nuevamente todo punto firme. En contra de su apariencia, el fragmento no se refiere tanto a lo pasajero de la vida humana como a la imposibilidad de mantener todo punto fijo de referencia (esta es por el contrario la condición de posibilidad de que se sienta y sufra algo así como la fugacidad de la vida humana).
En el cuaderno siguiente a aquel de donde se ha extraído el fragmento citado, aparecen otros dos síntomas en ese sentido: «Ser justo —nada. ¡Todo fluido!, ¡sólo para ver necesitamos ya superficies, limitaciones!».“ «El hecho es el eterno fluir.»
La destrucción de la base ontológica firme sobre la que se basaba su anterior proyecto crítico lucha aún por imponerse, y así en un fragmento posterior, después de reconocer como lo propio de la época el saber
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que existen innumerables valoraciones diferentes de la misma cosa, concluye: «Preocuparse de que no se introduzcan cosas imaginarias por las que quedaría falseado el valor de todas las verdades. Este es el interés general».^’
Sólo lo será, sin embargo, mientras se mantengan el primado de la razón y, junto con ella, la posibilidad de una verdad firme que reproduzca la estructura del mundo. Esta concepción es la que entra en crisis, y lo hace a través de un cuestionamiento de la relación entre las pulsiones (Triebe) y el conocimiento. Si hasta ahora una buena parte de la crítica de la moral implicaba el desenmascaramiento de intenciones ideales bajo las que se encontraban en realidad pulsiones instintivas, la pregunta por el papel que desempeñan éstas no puede detenerse ante una racionalidad que sí sería independiente de ellas. El señalamiento de la función de las pulsiones en la determinación de la racionalidad lleva necesariamente a poner en juego todo tipo de discurso cognoscitivo. La primera consecuencia de esta «suprema desconfianza respecto del intelecto en cuanto herramienta de las pulsiones» “ es el escepticismo. Este no es, sin embargo, más que una negación total desde el antiguo punto de vista: «la penosa inquisición contra nuestras pulsiones y sus mentiras» es «una última venganza, en esta autodestrucción el hombre es aún el dios que se ha perdido a sí mismo». Probablemente hay pocas expresiones tan plásticas de la contradicción que encierra el escepticismo. A pesar de ella, esta «pérdida de la fe» es un paso inevitable, y aunque tiene lugar entre unos pocos, se apodera de la mayoría, que al perder el temor a la autoridad refleja en sí la pérdida de una norma de conducta válida y general. La consecuencia es un tipo de experimentación con lo más visible y lo más basto, una irresponsabilidad general y una «astucia» que pone a su servicio a la ciencia. Bajo el reinado, primero de los comerciantes y luego de los trabajadores, y en todo caso de la masa, se delinea el papel que Nietzsche reserva a su propia filosofía
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como reacción a una ciencia al servicio de la inteligencia instrumental.” Ésta tendrá que «darse un significado, ponerse un fin», recurriendo a «las partes del conocimiento que no han sido promovidas por el interés en la inteligencia instrumental», al igual que «las artes que son extrañas al mundo moderno».
La pérdida de un fundamento fijo ” exige tanto la superación del racionalismo como del escepticismo. El conocimiento parece dejar de apoyarse sobre sí mismo para ser esencialmente una forma de expresión de la pulsión. Si en el nuevo proyecto filosófico Nietz- sche señala la necesidad de darse un significado y ponerse un fin es porque éstos no son ya reconocibles en el mundo. No hay criterios que nos puedan dar un significado independiente de los criterios utilizados; por ello, la lucha entre significados no podrá ser ya la que se entable entre la verdad y la falsedad o entre la verdad y la ilusión, sino la que se produzca entre los criterios mismos, por los que no hay que entender simplemente los marcos conceptuales con que se abordan los objetos del conocimiento, sino en general los «intereses vitales» que se ponen en juego en cada caso, o sea, las pulsiones.
Éstas, estrechamente vinculadas para Nietzsche con su renovado concepto de voluntad, son por ahora, en un sentido muy general, lo que «abre» la estructura del mundo en cada caso; «los fines últimos no pueden de ninguna manera alcanzarse de una vez por medio de conceptos: sólo podemos llegar a ver fines en la medida en que tenemos pulsiones por delante»,” (en el doble sentido de que las tengamos como condición previa y de que nos abran el camino).
Pero en la medida en que son las pulsiones las que determinan la apertura real del mundo en cada caso, el mundo exterior deja de tener la univocidad por lo menos potencial que se le atribuía: «Experimentamos el mundo exterior siempre de modo diferente, porque se destaca respecto de la pulsión que prepondera en nosotros en cada ocasión: y puesto que ésta, al ser
algo evidente, crece y desaparece y no es algo permanente, nuestra sensación del mundo exterior en el momento más mínimo siempre pasa y deviene, es decir es cambiante».**
Toda la actividad intelectual es secimdaria respecto de la actividad primaria de las pulsiones: «Las pulsiones llegan siempre más rápidamente y el juicio sólo se presenta después de un fait accompU»}^
Incluso la memoria, que proporciona la conciencia de una identidad, es condicionada por los impulsos, que determinan el material que entregarán a la con- ciencia.“ El conocimiento en general, si bien genera la ilusión de tratar de algo lejano e independiente, sólo se refiere a objetos de las pulsiones: «la memoria sólo toma nota de los hechos de las pulsiones, sólo aprende lo que se ha transformado en objeto de una pulsión». De este modo, ha quedado destruida la independencia del conocimiento: «Nuestro saber es la forma más debilitada de nuestra vida pulsional».”
Así como la nueva perspectiva impone la destrucción de la identidad presente de las cosas del mundo y del concepto de saber que le es correlativo, así también implica la destrucción de la imidad del yo: «el yo no es la posición de un ser respecto de otros varios (pulsiones, pensamientos, etc.), sino que el ego es xma multiplicidad de fuerzas de tipo personal, de las cuales a veces una, a veces otra está en primer plano como 'ego y mira a las otras como a un mundo exterior influyente y determinante».”' Al perder la razón su puesto dominante y dejar de <Oonstituir en el hombre aquella instancia por referen- 'Cia a la cual se definían todas las demás, la unidad ’del yo se convierte en una expresión de las pulsiones 'que se imponen en cada caso y es por lo tanto también wnbiante y, hasta cierto punto, arbitraria.' La unidad del yo, y podríamos decir el yo mismo, pues su unidad es una característica constitutiva, tiene '•iempre un carácter mixtificador, pues la experiencia que realiza es siempre más amplia y queda ignorada y
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desdibujada en la limitación que hace del yo un ente más con caracteres objetivos. El proyecto nietzscheano se dirige contra una ontología de ese tipo y dentro de él la destrucción del concepto tradicional de sujeto ocupa un lugar preponderante. Tanto si se lo define por su subsistencia sustancial, por la reflexividad o la autoconciencia, siempre se está para Nietzsche en el plano de una ontología sustancial inaceptable. Más adelante fundará a esta última en la falsa visión que tiene el hombre de sí mismo, es decir, en su comprensión como sujeto; por ahora, lo que importa destacar es simplemente la relación estrecha que existe entre ambas.
Al anteponer la función de las pulsiones a la de la reflexión racional, Nietzsche quiere señalar primordialmente no un elemento biológico como base del conocimiento sino el carácter de apertura del mundo que tiene lo que llama «pulsión» ante el cual la determinación del sujeto como polo de conocimiento y actividad resulta en el mejor de los casos secundaria y derivada. Del mismo modo, también lo será el otro «polo» del conocimiento o la acción humanas: el objeto, con lo que la relación entre sujeto y objeto pasa también a ser una cuestión secundaria y derivada.
Las diferencias entre «yo», «tú» y «él» (ello) no están dadas por la constitución evidente de los diferentes entes, sino que sus límites dependen de la proyección de una determinada pulsión, de las fuerzas que estén en acción en un determinado momento y provoquen una determinada configuración de la totalidad. De esas diferencias, «que nosotros experimentamos como cercanía y lejanía e interpretamos como un paisaje y un plano», Nietzsche sostiene que seguramente se trate de «grados cuantitativos».“ Las diferencias cuantitativas tratan de pensar las relaciones entre los entes del mundo de manera tal que no procedan originalmente de ellos como de polos sustanciales sino que sean relaciones entre fuerzas de las que ellos mismos son los resultados más o menos fortuitos. «Intuitivamente,
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hacenlós que lo qué és preponderante én el momento se convierta en la totalidad del ego, y colocamos en perspectiva todas las pulsiones más débiles más lejos y hacemos de ellas un tú o un ello completos.»
Parece obvia la pregunta por el «nosotros» que hace que seamos lo que somos, por ese sujeto que tiene que explicar el surgimiento del sujeto. Por el momento, Nietzsche se mantiene simplemente en la contradicción y se podría decir que sólo busca enriquecerla y profundizarla, y por esta vía es por la que encontrará más adelante una salida propia.
En este sentido, más que preguntarse por ese movimiento circular, introduce en él aún más elementos: las «relaciones sociales» constituidas por estas relaciones entre varios que son en realidad el yo, reproducen las auténticas relaciones sociales, las relaciones con los otros: «Nos tratamos como una multiplicidad e introducimos en estas "relaciones sociales” todas las costumbres sociales que tenemos respecto de los hombres, los animales, los lugares y las cosas».^
Cada uno de nuestros impulsos nos lleva a un determinado modo de relación con los otros, y éstos, a su vez, nos entregan la imagen de nosotros mismos, por lo que el aparente solipsismo del comienzo se desvanece, pues «nuestras propias pulsiones nos aparecen en la interpretación de los otros». El acceso privilegiado al propio yo que sostenía la tradición cartesiana queda de pronto disuelto en una compleja relación. El yo es una expresión del juego de las pulsiones y por otra parte se constiUiye por la mediación de la imagen que le ofrecen los otros.
Luego de esta presentación del nuevo esquema de pensamiento que Nietzsche prácticamente inaugura en estos cuadernos y que constituyen el germen de su filosofía posterior —^aquella que se mueve a un nivel más fundamental— trataré de desarrollar algo más detalladamente la base ontológica que plantea, tal como aparece en los manuscritos de la época. Por razones similares a las expuestas en la «Introducción», me
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basaré fundamentalmente en ellos, pues contienen elementos que se desdibujan o simplemente no se encuentran en la obra editada, en este caso, Aurora. Aunque esto seguramente se debe a que Nietzsche se encontraba poco seguro de ellos, creo que tiene sentido tomarlos en consideración por el hecho de que inicizm realmente ima línea de pensamiento que se prolongará hasta el fínal de su vida activa.
Con los números 429, 431, 433, 435 y 451 aparecen en estos cuadernos una serie de fragmentos en los que Nietzsche reflexiona sobre la naturaleza del conocimiento y correlativamente sobre la esencia de lo real, sobre la posibilidad de tma ontología. Casi todos ellos se basan en o hacen referencia a ima peculiar concepción del intelecto como un espejo que encuentra una expresión muy sucinta en los fragmentos 121 y 243 de Aurora. Digo que se trata de una concepción peculiar porque se distingue muy claramente de la noción especular del conocimiento propia de cierta concepción tradicional del conocimiento, según la cual los objetos del mundo se reñejarían en la conciencia, que poseería así una imagen verdadera de aquéllos. La intención de Nietzsche al recurrir a la imagen del espejo es en cierto modo opuesta: lo que quiere recalcar con ella no es la reproducción del mundo real sino su necesaria defoimación, o mejor dicho, su transformación categorial. Para esto, el espejo es una metáfora: así como en la imagen especular los volúmenes se reflejan como líneas siguiendo determinadas perspectivas, así la realidad que percibimos (en que vivimos) es un reflejo reductor de aquella «realidad» siguiendo igualmente determinadas perspectivas.” Esta perspectiva es absolutamente inseparable del mundo (desde nosotros, es decir, desde nuestra perspectiva), aunque esto no es traducible en términos de existencia, ya que ésta sería lo único que podría afirmarse independientemente del espejo o de la perspectiva. De este modo, no sólo las palabras son signos de las cosas (signos y no imágenes duplicadoras, o sea, imágenes más unas ciertas le
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yes de transformación a las que les es inherente un cierto grado de vaguedad, tal como ocurre en el traslado de imágenes de dimensiones diferentes), sino que las cosas mismas son signos de las cosas (y no sólo imágenes en cuanto cosas percibidas). Por ello, la duplicación por la que nuestro mundo coexiste con un mimdo incognoscible no es una duplicación inútil: ella impide que las cosas se comprendan desde sí mismas, desde la evidencia empírica de su presentación. Siguiendo con la metáfora de la imagen, podría decirse que el punto de fuga de la perspectiva se halla siempre fuera del plano de la imagen. «Todas las relaciones que nos son tan importantes son las de las figuras en el espejo, no las de las verdaderas.»"
Las distancias son las distancias ópticas en el espejo, no las verdaderas. «“No hay mundo alguno si no hay espejo” es un sinsentido, pero todas nuestras relaciones, por más exactas que sean, son descripciones del hombre, no del mundo: son las leyes de esta óptica superior que no ofrece ninguna posibilidad de llevarnos más allá. No es apariencia, no es ilusión, sino una escritura cifrada en la que se expresa una cosa desconocida, muy clara para nosotros, hecha para nosotros, nuestra posición humana respecto de las cosas. Con ello nos quedan ocultas las cosas.» "
En el espejo sólo vemos «el mundo que se refleja en él»,^ y si queremos aprehender las cosas «finalmente no llegamos más que al espejo». * «El hombre nos oculta las cosas», la perspectiva humana, aparentemente irrenunciable, no nos permite acceder a las «cosas», todo lo que experimentamos está dentro de nuestra óptica, ésta nos señala más allá y más allá no podemos ir. La imagen que plantea Nietzsche no es enteramente diferente de la caverna platónica: estamos encerrados en una visión falsa que tendemos a considerar como real. Pero, observando con mayor atención, se puede ver que a partir de allí su camino es opuesto. El pesado error platónico radica en considerar que es posible una ascensión hacia la visión de las figuras que pro
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yectan las sombras, y que éstas son de la misma «dimensión», son entes a los que es posible contemplar. Con esto Platón toma, para Nietzsche, el camino errado: la remisión fuera de sí que está implícita en la perspectiva visible la entiende en términos de la misma perspectiva y así ontifica el ámbito, o mejor dicho la apertura a la que se accede con la destrucción de la absolutez de la presencia óntica. Al entenderse ésta como presencia fenoménica, se busca en un ente existente en sí la razón de ese aparecer, trasladándose al otro «ámbito» la noción misma de ente, que para Nietzsche es el elemento fundamental de la perspectiva humana.
Al hablar aquí de «otro ámbito» no quiero presentar simplemente al pensamiento de Nietzsche como una nueva metafísica. Es por ahora sólo ima descripción insuficiente del intento que realiza por pensar la «alteridad» del ente que se presenta sin recurrir a otro mundo óntico, es decir sin elevar la presencia a categoría fundante absoluta. A esto se refiere Nietzsche con la categoría de «devenir». De acuerdo con esta interpretación, no habría que entender por devenir la representación de un fluir indeterminado, sino ante todo el ámbito no espacial al que abre la comprensión de lo que es en cuanto se destruye la autofundamen- tación del ente en su presencia y se advierte la ligazón indisoluble de ésta con la subjetividad.
En ese sentido hay que comprender el siguiente fragmento: «Hablamos como si hubiera cosas-entes (seiende Dinge) y nuestra ciencia sólo habla de tales cosas. Pero una cosa-ente sólo la hay según nuestra óptica humana: de ella no podemos desprendernos. Algo en devenir, un movimiento en sí nos es totalmente incomprensible. Sólo movemos cosas-entes; en ello consiste nuestra imagen del mundo en el espejo».'*
La transformación que se produce en la imagen especular condicionada por la perspectiva humana es la reducción del mundo del devenir al mundo de los entes. Las «cosas» que nos quedaban ocultas según el
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fragmento anterior Son precisamente no-cosas, u, iii;is bien, las cosas en cuanto no lo son, en cuanto no csliin encerradas en una determinación óntica y conservan en sí un elemento temporal. El intento de Nietzsche va dirigido, a pesar de su reconocimiento de que «no podemos desprendemos de la óptica hvunana», a concebir lo que es no a partir de su identidad, sino a partir de su diferencia, y no de una diferencia óntica (pues esto equivaldría nuevamente a partir de la identidad) sino de una diferencia ontológica, de la diferencia que existe entre el ente —en la perspectiva humana— y su existencia como pura diferencia (el devenir)."'^
Con la destrucción del ente fijo como punto de partida comienza también la destrucción del concepto de verdad como adecuación. En primer lugar queda el carácter «subjetivo» de la verdad entendida en ese sentido, es decir de la verdad que precisamente se pretendía objetiva: «Presumimos que la verdad se determina progresivamente, pero sólo el hombre se determina en las relaciones con las otras fuerzas. Él desarrolla el conjunto de relaciones, es decir el conjunto de limitaciones y errores. No son errores absolutos sino del tipo de los errores ópticos».'*
Lo que hace la determinación de la verdad que ingenuamente se toma como correspondencia con lo real (como espejo en el sentido tradicional) es ir disponiendo el mundo de acuerdo con las relaciones de fuerza existentes. Lo que la ciencia en el progreso del saber interpreta como un mayor conocimiento de lo real es, desde esta perspectiva, en todo caso un aumento de la fuerza del hombre y especialmente de la fuerza cognoscitiva, que por su parte no es un deseo de saber sino que responde a la presión de determinados impulsos. «No hacemos con el conocimiento nada diferente de lo que hace la araña con la tela, la caza y la succión de su víctima: determinamos nuestras
■ necesidades y su satisfacción.»La fuerza del conocimiento no es reproductora sino
formadora: «Esa actividad se pasa por alto fácilmente;
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no somos pasivos en la acción sobre nosotros de las otras cosas sino que inmediatamente oponemos nuestra fuerza».^
El conocimiento tiene, con términos de Kant, una capacidad espontánea y no sólo receptiva, sólo que a diferencia de él, aquélla no constituye un marco transcendental de toda experiencia posible sino que es la fuerza no cognoscitiva que tiende a conformar el mundo de acuerdo con sus necesidades. Hay que aclarar, sin embargo, que ni esta fuerza es única, pues se trata siempre de una multiplicidad, ni puede construir el mundo, reducido a vm mero material disponible, pues también en ese sentido se mueve entre una plturalidad de fuerzas y resistencias. O sea que a la destrucción de la dualidad gnoseológica entre sujeto y objeto Nietzsche no le hace suceder una dualidad volitiva entre ambos sino que acomete la disolución de la dualidad misma.
Recapitulando, señalemos, pues, lo que podrúunos llamar un planteo ontológico general, el relevamiento de la diferencia ontológica, que condiciona inmediatamente la concepción del conocimiento y la verdad, que se reformulan entonces desde la perspectiva de fuerzas que en función de ciertas relaciones producen o deforman el mundo en cada caso conocido. Este segundo planteo tiene por función dar cuenta de la transformación que da por resultado un mxmdo de entes y el consiguiente olvido de la diferencia ontológica (del «mundo del devenir»). A primera vista, ésta no parece ser lo mismo que las fuerzas (pulsiones, necesidades, falsificaciones, más tarde interpretaciones y voluntad de poder) que por cumplir la función antes citada parecen reclamar el privilegio de descubrir de manera más acertada el mundo de la diferencia. Por ello, la tendencia a su identificación que puede observarse en algunos de estos fragmentos hace necesario dejar abierta la pregunta de si con ello Nietzsche no cierra nuevamente el espacio abierto con el señalamiento de la diferencia.
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Por eí ttiómento sigamos nuestra interpretación refiriéndonos al último fragmento de esta serie/’ un fragmento más extenso en el que Nietzsche parece querer sacar conclusiones generales de su nueva posición. El conocimiento y las mismas sensaciones son «como tm punto en un sistema», son como la perspectiva que delimita un campo visual. «El punto de partida es el engaño del espejo, somos imágenes especulares vivientes.» El conocimiento como visión verdadera de las cosas no tiene sentido alguno, pues equivaldría a una inexistente «unidad de medida de la sensación», es decir una invariabilidad de criterio que estuviese dada por las cosas mismas. Las limitaciones que impone el especial modo especular de conocimiento le son constitutivas y eliminarlas equivaldría a eliminar el conocimiento mismo. «El error es pues la base del conocimiento.» La posibilidad de conocer, y por lo tanto también de distinguir a cierto nivel lo verdadero de lo falso, se basa en la imposición de cierta perspectiva que no tiene correspondencia alguna con el mundo real de los entes que posteriormente parecen ser el único criterio. Las categorías ontológicas fundamentales en las que se basa el conocimiento son para Nietzsche un «error» en un doble sentido: al igual que otras expresiones vitales y al igual que la conformación del mundo de otras especies, constituyen un falseamiento de lo «verdaderamente real», del mundo del devenir; y en segundo lugar, condenan a una continua interpretación óntica y veritativa de los sucesos del mundo.
Análogamente, el lenguaje es sólo una presunta y creída base de verdades, mientras que «verdad» en realidad sólo puede haber en las construcciones directas de los hombres, como por ejemplo, el número. Ese es el «modo de las verdades humanas»: encontrar lo que se ha puesto, reduciéndose así esa verdad analítica a tma obvia adecuación de la proyección y lo proyectado. Todos los demás objetos de la experiencia, si bien sólo tienen el carácter que les es propio a partir de los «supuestos básicos» desde los que se estructura
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él mundo humatlo, fto pór ello soil simples producciones sino, para volver a la terminología kantiana, una síntesis indisoluble de receptividad y espontaneidad.
«El mundo es para nosotros, pues, la suma de las relaciones con una limitada esfera de supuestos básicos erróneos.» Todo grupo de supuestos básicos da lugar a una «esfera», a un mundo con leyes propias que no tiene acceso a ninguno de los otros, pues «un auténtico conocimiento de todas esas esferas y limitaciones es un pensamiento sin sentido». La limitación de la fuerza y el ponerla siempre en relación con otra fuerza es el «conocimiento».
De este modo quedan enunciadas las bases del replanteo ontológico que realiza Nietzsche durante la década del 80. Tal como se señalaba antes, una de sus primeras consecuencias es la del abandono del concepto de verdad como adecuación: «El pensamiento, al igual que la palabra, sólo es un signo: no puede hablarse de ninguna congruencia entre el pensamiento y lo real. Lo real es un movimiento pulsional».^
Esta concepción de la verdad aparece en Aurora solamente en un fragmento,^’ en el que sin embargo la limitación del horizonte aparece referida casi exclusivamente a la sensibilidad, mientras que posteriormente sirve de fundamento a todo conocimiento. Por eso, aun cuando la conclusión es la misma —no hay ningún camino para escaparse de aquélla y acercarse a lo real, estamos encerrados en nuestras propias redes—, el razonamiento nietzscheano se asemeja aquí más al de Berkeley, la limitación parece provenir de los sentidos y tiene así un alcance ontológico diferente al expresado en los fragmentos no publicados.®
Casi todas las demás referencias a la verdad en Aurora proceden, por el contrario, de su concepción anterior, es decir, son previas a la ruptura que acabamos de comprobar, a pesar de que la compilación y redacción final del libro son posteriores y de que en el ordenamiento de la obra aparecen más adelante. Véanse, p. ej., los fragmentos 424, en el que se habla
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nuevamente de la verdad desenmascaradura, .<1 contrario de los errores que han reinado hasta d pie sente no tendrá la capacidad de consolar; 507, imi í I que, si bien se protesta contra la tiranía de lo vertladi ro, reivindica sin embargo para la verdad «un gran poder» sin poner en cuestión su carácter propio, y 54,1, en el que se vuelve a recalcar que la pasión no debe ser un argumento en favor de la verdad.®*
En el fragmento 539, en cambio, aparece la idea de que «una voluntad» impera por detrás de la visión. De acuerdo con ella, que nunca es totalmente comprensible, se está «siempre pleno de ocultas predeterminaciones acerca de cómo tiene que estar constituida la verdad». El mirar mismo no parece poder librarse de este condicionamiento, y el fragmento termina con una curiosa alusión a la caverna platónica, en la que Nietzsche pregunta: «¿No teméis en la caverna de cada conocimiento volver a encontrar vuestro propio fantasma, como la fantasmagoría en la que la verdad se ha disfrazado ante vosotros?». Lo que proporciona las «imágenes visibles de las cosas no será ya su arquetipo, su verdad más propia y pura, sino por el contrario, el fantasma de sí mismo, o sea una nueva imagen, que es al mismo tiempo una «fantasmagoría de la verdad», un disfraz y una mentira que son las únicas formas en las que aparece lo verdadero.
En concordancia con esta idea del perspectivismo aparece otra noción que será clave en el nuevo proyecto ontológico de Nietzsche: la de interpretación. La irrecuperable distancia entre lo real y su concepción ha dejado de lado la verdad como correspondencia, pero tampoco puede concillarse con la de absoluía creación. A pesar de que existen afirmaciones poslc- riores de Nietzsche que pueden dar lugar a que se lo entienda en este sentido, más adelante podrá verse qiu,’ la noción de creación que maneja se diferencia de la noción común de creación y encuentra su sentido específico precisamente en unión con el concepto de interpretación.
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Utilizando la metáfora nietzscheana del espejo habíamos hablado de una transformación de las dimensiones, de las perspectivas con que (o mejor «en que») aparece lo real. El proceso de esta transformación es la interpretación. A diferencia de la concepción especular tradicional, que plantea implícita o explícitamente un marco absoluto, lo existente se presenta aquí siempre dentro del marco de una interpretación, que queda así abierta necesariamente a su cuestionamiento. Lo existente, en cuanto cosa presente o en cuanto objetividad, revela su carácter constituido, al mismo tiempo que la interpretación descubre su relevancia ontológi- ca. Esta concepción, algo más inclinada hacia un marco biológico, y sin sacar así todas sus consecuencias, aparece en el fragmento 119 de Aurora. Del mismo modo como toda vivencia es la interpretación libre de una serie de fenómenos que afectan corporalmente, guiados en cada caso por una pulsión diferente, así también, aunque con menor libertad, la vida consciente es un continuo interpretar que transforma los estímulos en causas según las necesidades: «Toda nuestra llamada conciencia (e.s) un comentario más o menos fantástico sobre un texto desconocido, quizás imposible de conocer, pero sentido».”
Siguiendo la línea que ya mencionáramos anteriormente, en Aurora se retoma también la crítica del yo como pimto de partida del conocimiento y criterio de verdad. En algunos fragmentos, concentrados todos en el mismo sector del segundo libro de donde también hemos tomado las referencias anteriores,” Nietzsche critica la noción del «yo» como una consecuencia de los prejuicios sobre los que se basa el lenguaje.” Es un punto en el que es arbitrario detenerse y im velo que oculta las fuerzas determinantes que están en juego: en el fondo, el yo no es más que la máscara de una pulsión que al volverse dominante se instaura como instancia universal.” El intelecto no parte nunca de la racionalidad, de la abstracción universal, sino que es un interés particular.
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Esta lucha contra el «yo» es esencialmente iin .f. pecto de la lucha contra la universalidad de la ra/.í'm. Por este motivo puede coexistir con una radical al’ii mación de la individualidad. Sobre todo en los cii i d e m o sh ay una exaltada defensa de la individualidad, que por otra vía parece tener el mismo objetivo que la crítica del sujeto: el concebir lo absolutamente único, que sólo puede concebirse como absoluta diferencia, como aquello en lo que no queda ningún resto de una referencia a un universal.^ Respecto del hombre, «quitarle cada vez más su carácter universal y especializarlo, hasta un cierto grado hacerlo incomprensible para los demás».® La concepción del tode ti, imposible para Aristóteles, se vuelve para Nietzsche la piedra de toque de toda comprensión del ser que no huya hacia regiones universales que no hacen más que ocultar el fenómeno puro del existir. Por eso, el culto del tode tí es, paradójicamente, al mismo tiempo el culto del devenir, pues su fijación misma en cuanto tal individuo determinado supone ya una subsunción bajo lo general, supone ya quitarle su especificidad. El individuo es, así, al mismo tiempo que irreductible, indeterminable, pues en la medida en que no se deje atrapar por los «prejuicios del lenguaje», que le señalan una entidad universal, no podrá ser captado por esquema alguno.® Esta idea se irá convirtiendo en guía tanto de su concepción de la acción y del hombre como de su concepción ontológica, en la medida en que vaya sacando de ella todas sus consecuencias.
NOTAS
1. Véase la exposición sintetizadora de C.P. Janz, Nietz- , sche t. 2, pp. 12 ss. También W. Ross, Der dngstíiche Adiar, c1 'capítulo titulado «Die grosse Genesung».
2. En IX, 194 ss.í 3. IX, 1 (46), de comienzos de 1880.
4. IX, 3 (82).
Kl
5.6.7.8.9.10.11.12.13.14.15.16.17.18.19.20. 21. 22.23.24.25.26.27.28.
IX, 4 IX, 4 IX, 6 IX, 4 IX, 3 IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX, IX,
(213).(290).(3).(317).(54).(79).(108).(133).(172).(125).(7).(53).(246).(300).(25).(18).(19).
3 3 3 334 4 445 5
IX, 3 XIV, 627.IX, 4 (34).IX, 4 (35).IX, 5 (17).IX, 6 (31). Véase también 6 (130).Id. y IX, 6 (200).Véase La gaya ciencia, 285: «ya no hay razón alguna
en lo que ocurre, amor alguno en lo que te ocurrirá».29. IX, 6 (18).
(62).(63).
IX, 6 IX, 6 Id.IX, 6 (64). IX, 6 (70). IX, 6 IX, 6
(70).(70).
30.31.32.33.34.35.36.37. Véase, por ejemplo, IX, 6 (435): «Un espejo en el que
las cosas no se ven como superficies sino como cuerpos».38. IX, 6 (429).39. IX, 6 (429).40. IX, 6 (431) y 6 (433).41. IX, 6 (433). Véanse también los dos fragmentos cita
dos de Aurora.42. IX, 6 (433).43. Cabe, sin embargo, la sospecha de que, al interpretar
en muchas ocasiones esa diferencia ontológica como diferencia óntica sin referente, Nietzsche pueda cerrarse nuevamente el camino que se ha abierto. En todo caso, la superación de esa mera nada serla para el propio Nietzsche la superación del nihilismo y por tanto de la metafísica.
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44. IX, 6 (437),45. IX, 6 (439),46. IX, 6 (440).47. IX, 6 (441).48. IX, 6 (259).49. 117; III, lio.50. Este fragmento tiene su origen probablemente en uno
que figura al comienzo de un cuaderno del verano de 1880: «Las ilusiones han cultivado en el hombre necesidades que la verdad no puede satisfacer». IX, 4 (7).
51. Cfr. también el 73 y el 535, interesante para comprender la relación entre verdad y poder y el papel que desempeña este último en la época anterior a la concepción de la voluntad de poder.
52. Aurora, 119; III, 111.53. Entre el 105 y el 124.54. Véase Aurora, 115, que contiene además una crítica de
la creencia de que «donde termina el reino de las palabras termina también el reino de la existencia». De acuerdo con nuestra interpretación, esto no debe entenderse como una concepción realista basada en la representación, a la que se pueden adjudicar o no palabras, sino como un señalamiento del carácter abierto de la experiencia y por consiguiente de la denominación, que con la variación de las interpretaciones puede hacer que lo que era ima entidad se convierta en un prejuicio.
55. Aurora, 109; III, 96 ss.56. Cfr. IX, 6 (158, 163, 175, 293).57. Aurora, 108; III, 95 ss.58. IX, 6 (158).59. En realidad, ni siquiera podrá ser concebido, en el sig-
nifícado normal de la palabra, pues «así como una pasión es incomprensible, también lo es el individuo» (IX, 6 [175]), delatando con este símil cuál será el modelo para pensar la individualidad como tal: el salir fuera de sí propio de la pasión.
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Capítulo 4
EL PENSAMIENTO MAS GRAVE
Las concepciones ontológícas que encontramos con gran densidad en el cuaderno antes citado tienen un pálido reflejo en la selección publicada en Aurora y son sin embargo la base conceptual desde la que hay que entender la súbita aparición, casi un año después, de la idea del eterno retorno. Hasta entonces, las nuevas ideas parecen entrar en un período de latencia y tampoco en los manuscritos se encuentra una huella mayor de ellas, sobre todo si se tiene en cuenta el peso que habrían de adquirir dentro del pensamiento de Nietzsche. Una de las pocas excepciones son una serie de fragmentos contenidos en un cuaderno utilizado entre las primaveras de 1880 y 1881, en los que aparecen reflexiones algo contradictorias sobre el problema del conocimiento. En ellas se encuentran residuos de sus anteriores concepciones, atmque en su conjunto están claramente influidas por las nuevas ideas que no llegan, sin embargo, a adquirir una formulación clara. Quizá la perspectiva central desde la que se ordenan todos ellos esté dada por uno de los primeros de la serie referida al conocimiento; «Objeto y sujeto.
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falsa oposición. ¡No es un punto de partida para el pensar! Nos dejamos seducir por el lenguaje».*
Todos los intentos posteriores están guiados por •ste principio y deben ser vistos a su luz, a pesar de < ue su formulación defectuosa parezca a veces indicar ; lo contrario. Por momentos Nietzsche parece preocu- i pado en no caer en una negación idealista de la reali- dad: «La posibilidad de que el mvmdo sea parecido al
' que se nos aparece no está de ningún modo eliminada I por el hecho de que reconozcamos los factores subjeti- ' vos»,* o «el espejo demuestra las cosas».* Sin embargo, ya a continuación de la primera de las frases citadas, agrega: «Eliminar del pensamiento el sujeto... quiere decir querer representarse al mundo sin sujeto: es ima contradicción: representar sin representación». El carácter de la representación no puede identificarse sin embargo con el pensamiento ni el saber; el hecho de admitir la necesidad de una perspectiva para la existencia del mundo no implica que esa perspectiva sea la de las condiciones intelectuales del saber. Por ello Nietzsche oscila en primer lugar entre llamarlas «saber» o «sensación»,^ para llegar finalmente a ima compleja concepción que se expresa en los dos últimos fragmentos de ese cuaderno.* De acuerdo con ella, el saber no es algo que pertenezca exclusivamente a la conciencia, sino que es un fenómeno mucho más general, más general incluso que la sensación. Ésta es más bien correlativa al saber consciente, mientras que el saber en sentido amplio es la estructura de referencias propia de la realidad misma. Sus funciones son «el reconocimiento y la inferencia», es decir, en el sentido más amplio pensable, relación y reacción a un mundo externo. Este concepto, pasado por «el prejuicio de nuestros sentidos», es equivalente al de materia. Ese esquema básico, al que normalmente sólo se reconoce en el nivel humano o consciente, es la con-
- dición de posibilidad de «la pulsión y el querer». En ese sentido, «el intelecto (y no la sensación) es innato a la "esencia de las cosas"». Con esta complicada cons
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trucción conceptual, Nietzsche trata de pensar pór primera vez la totalidad y cada uno de los entes como energía.
De este modo, cuando poco más adelante Nietzsche repite la exigencia de «querer conocer las cosas tal como Son»,‘ y de ejercitarse en ver «objetivamente (sachlich), sin relaciones humanas», ello no significa ya la reivindicación de un conocimiento objetivo sino el ataque a la concepción que toma lo consciente y la relación sujeto-objeto como criterio y punto de partida del conocimiento y, en general, le otorga una preeminencia ontológica. Contra el empirismo que parte de los datos sensoriales, Nietzsche defiende la espontaneidad, pero una espontaneidad que se basa en una instancia que está más allá (o más acá) del sujeto de pensamiento consciente, y que debería pensarse en conjunción con lo que en los fragmentos antes citados se llamaba «saber»; «la mayor parte de las imágenes no es impresión sensorial, sino producto de la fantasía». No sin una tradición que lo acompañe, Nietzsche adopta el nombre de «fantasía» para esa facultad con- formadora de lo real. Ella debe ocupar el lugar de lo inconsciente: «no son inferencias inconscientes sino posibilidades proyectadas que da la fantasía».^ El concepto de inconsciente sólo señalaba su oposición a una representación consciente, pero el concepto requerido tiene que rechazar también todo automatismo, para recalcar la producción, no tanto del objeto en sí (esto ya está pensado desde «el prejuicio de nuestros sentidos») como de diferentes campos de posibilidad. Esta será la fuerza poética, de la que hablará poco más adelante, la «imagen libre» que precede necesariamente todas nuestras acciones.*
Esto no implica, sin embargo, la subjetivización total del mundo, sino que en el intento de destruir la dualidad Nietzsche se mueve constantemente entre los dos polos. La separación de un mundo de los sentimientos respecto de un mundo objetivo es una falsedad: «¡pero nosotros llamamos (al primero) lo inte
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rior y vemos al mundo muerto como lo exterior: profundamente falso! ¡El mundo "muerto” eternamente movido y sin error, fuerza contra fuerza! ¡Y en el mundo de la sensibilidad todo falso, oscuro!».’ Suspendida entre esta convicción y la imposibilidad de concebirla efectivamente se encuentra la tragedia del filósofo: «El cognoscente reclama la unión con las cosas y se ve separado; esta es su pasión. 0 bien todo tiene que disolverse en el conocimiento o bien él se disuelve en las cosas, esta es su tragedia (lo último su muerte y su pathos, lo primero su aspiración, convertir todo en espíritu: placer de vencer, evaporar, violentar, etc., la materia. Placer de la atomística de los puntos matemáticos. ¡Avidez!».'®
En este contexto, y en referencia a esta problemática, concibe Nietzsche la idea del eterno retomo. Esto es importante observarlo porque de lo contrario se cae necesariamente en interpretaciones que limitan y desfiguran su pensamiento al atribuirle una base conceptual que no es la suya.
La idea del eterno retomo aparece como una intuición súbita y constituye a partir de allí posiblemente el núcleo central de la filosofía de Nietzsche. En carta a H. Koselitz del 14 de agosto de 1881 Nietzsche escribe: «En mi horizonte han surgido pensamientos de un tipo que nunca había visto —de ello no quiero decir nada y mantenerme en una calma imperturbable. ¡Tendré que vivir aún algunos años!». De esta experiencia, guía del pensamiento y solución vital al mismo tiempo, tenemos un testimonio en el fragmento 141 del cuaderno M III," fechado «a comienzos de agosto de 1881 en Sils-Maria, 6.000 pies sobre el nivel del mar y mucho más alto sobre todas las cosas humanas».'^ Allí, bajo el título de «El retomo de lo mismo», aparece un plan en cinco puntos, al que se agrega un comentario sobre el cuarto de ellos, que tiene sin embargo un carácter bastante general y contiene una concisa referencia a los tres primeros (titulados «la incorporación de los errores fimdamentales», «la incorporación de las pasio
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nes» y «la incorporación del saber» respectivamente). El quinto pimto, el realmente fundamental («El nuevo peso: el eterno retorno de lo mismo») no está desarrollado especialmente, aunque constituye por supuesto el tema central de lo que sigue (en realidad, la última parte del comentario al cuarto punto puede considerarse ya un pasaje al quinto).
El cuarto punto, titulado en el esquema: «El inocente. El individuo como experimento. El alivio de la vida, debilitamiento. Transición», se inicia en el comentario con el título de «filosofía de la indiferencia». La filosofía de la indiferencia se refiere a la indiferencia respecto de los valores que regulaban la vida, que constituían lo grave de la vida, a la que ahora habrá que dirigirse como un juego. El valor supremo que se ha puesto en cuestión es el valor de verdad, de manera tal que aquello que estimulaba en mayor grado debe ser «desechado por principio en cuanto vida en la no verdad» pero, precisamente en la medida en que no se trata de suplantarlo por otra verdad, debe ser «cultivado y gozado estéticamente en cuanto forma y estímulo». Reconocer la falta de una verdad trascendente, la falta de apoyo de lo que es, equivale a tenderse hacia el abismo de lo injustificado, pero la fuerza irresistible de ese abismo no debe aniquilar la vida sino transformarse en concepción lúdica y estética, que goza con su propio actuar y con el mundo precisamente en la medida en que no ofrecen un fundamento. De aquí desprende Nietzsche cuatro consecuencias decisivas: a) «comprender todo en devenir», ya que el correlato de la verdad que se acaba de desechar es un mimdo fijo de entes subsistentes por sí; b) «negarnos como individuos», en cuanto la individualidad es lo que sella la perspectiva única por la que se establece la uniformidad simplificadora de lo que es; c) «ver el mundo desde la mayor cantidad de ojos posibles», como medio para huir de la unilateralidad anterior y corresponder al carácter original del devenir; y d) vivir de acuerdo con las pulsiones para, alternativamente, entrc-
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(Jarse a la vida y elevarse sobre ella para dominarla.De este modo se unifican los fragmentos anteriores
desde la perspectiva proporcionada por el cambio on- lulógico antes expuesto, que sirve de base para la idea lid eterno retomo. Pero antes de pasar a esta última, ilclengámonos un instante en el último momento mencionado, del que Nietzsche da algunas características NUgerentes, al mostrar que la pérdida de la referencia veritativa exige un doble movimiento que de cierto modo reproduce el que habíamos observado en la segunda Consideración intempestiva, poniéndola de CSC modo en relación con la cuestión del tiempo. Por una parte, es necesario «abandonarse a la vida», reconociendo y alimentando las pulsiones que constituyen el fundamento de todo conocimiento (esto es lo que expresaban los dos primeros puntos al hablar de la «incorporación de los errores fundamentales y de las pasiones»). Por otra parte, será necesario elevarse por encima de la vida para poder contemplarla y saber cuándo aquellas pulsiones «se vuelven enemigas del conocimiento», es decir, cuándo la entrega a su poder creador se convierte en unilateralidad que ahoga e intenta mantenerse como verdad. Las dos imágenes complementarias son suficientemente ilustrativas: el juego del niño y la mirada del sabio que lo contempla. El primero representa la entrega «ahistórica» a la vida, mientras que el segundo ve la «falta de verdad» de la primera, previniendo que lo que en la inocencia no es ni verdad ni falsedad se convierta simplemente en «verdad». En el momento en que esto ocurre, se pasa de estar inmerso en el actuar (en el que se reconoce a las pulsiones como fundamento del conocer) a depender de las reglas creadas por ese actuar (que se vuelve así enemigo del conocer). Este elemento da cuenta así del tercer punto del esquema: «la incorporación del saber y del saber que renuncia». En efecto, a partir de lo anterior se trata de esperar para ver «en qué medida el saber y la verdad pueden incorporarse, y en qué medida se produce una transformación si el hombre
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finalmente sólo vive para Conocer». Evidentemente, «saber» y «conocer» no se refieren ya aquí a objetos externos dados, ni la «verdad» es lo que les corresponde, sino que son un saber y conocer la absoluta falta de verdad que constituye la esencia de todo. El «ideal» fijado en el horizonte es el de la posibilidad de vivir sin reparos en esta «verdad».
Pero todo esto, como se podrá observar, más que consecuencia, es algo previo a la idea del eterno retorno (previo tanto en el esquema planteado como en el sentido de que son temas ya elaborados anteriormente). El eterno retorno exige un paso más: «Pero entonces aparece el conocimiento más grave y hace a todo tipo de vida terriblemente dudosa (bedenkenreich)». La idea más grave tiene el carácter de una prueba, uno de sus rasgos esenciales es poner a prueba la existencia, no ya ante un tribunal de tipo moral sino precisamente ante lo contrario, ante su capacidad de libertad ilimitada, lo cual quiere decir en la intensidad de cada momento: «Se tiene que demostrar una excedencia absoluta de placer, de lo contrario hay que elegir la destrucción de nosotros mismos en referencia a la humanidad como medio de la destrucción de la humanidad».” La idea del eterno retorno parece condenar a la repetición de un pasado que, si ha sido funesto, equivaldrá por consiguiente a ima especie de condena universal. Pero Nietzsche se da cuenta en seguida que aquí estaba manejando el concepto de pasado que había rechazado. No se trata de juzgar lo pasado que, en cuanto tal, se escapa a nuestra influencia. De lo que se trata es de llevar hasta un grado tal la «indiferencia», la destrucción del juicio moral sobre la existencia, que ésta pueda aparecer en su pura actividad. Si el criterio es este, desaparecerá el juicio de lo que sucede desde una perspectiva general superior para dar lugar a cada acto en su unidad extática. Pero para esto, lo único que cuenta no es el contenido de lo vivido o por vivir sino únicamente «si aún queremos vivir». La afirmación del acto de vivir es el único
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criterio, y a partir de él todo lo vivido queda afirmado sin trazo de culpa como la unidad de un destino. Esto no quiere decir, sin embargo, que todo quede simplemente justificado, sino que, por el contrario, la cuestión se plantea en cada instante con toda su radicali- dad. En rigor de verdad, sólo existe un juicio acerca del todo desde la absoluta individualidad de la acción. Irreductible a todo concepto general. Por lo tanto, ya el plantearse la pregunta de la justificación de los hechos pasados es colocarse en el ámbito de la culpa, incapaz de concebir esa dimensión que trasciende la estructura del concepto. Esta paradoja de una afirmación que a pesar de ser afirmación de lo existente sólo existe en tanto realización actual, es la fuente de aquella otra muy visible que ha sido señalada repetidas veces por los intérpretes: la idea del eterno retomo es tanto un imperativo, algo que se debe alcanzar, como un estado del mundo, la estructura esencial de lo que es. Esto sólo resulta comprensible desde la eliminación de la dicotomía sujeto-objeto que mencionábamos al comienzo de este capítulo. Más adelante volveremos a plantear los problemas que se desprenden de esta concepción, de la que esto no es más que una sucinta presentación.
NOTAS
1. IX, 10 (D 67).2. IX, 10 (D 82).3. IX, 10 (D 83).4. Cfr. IX, 10 (D 76 y 79).5. IX, 10 (F 100 y 101).6. IX, 11 (10).7. IX, 11 (13).8. IX, 11 (18).9. IX, 11 (70).10. IX, 11 (69).11. IX, 11 (141).12. A este fragmento alude en Eccg Homo, cambiando algo
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el epígrafe anterior: «6.000 pies más allá del hombre y el tiempo» (VI, 335).
13. Lo arrevesado de la frase no es un problema de la tra ducción sino, en este caso, del estilo del propio Nietzsche, normalmente tan fluido.
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Capítulo 5
LA CUESTION DE LA TEMPORALIDAD EN «AURORA» Y «LA GAYA CIENCIA»
En Aurora y La gaya ciencia, especialmente en esta última, se prepara una crítica fundamental del pensamiento metafísico que recogerá los planteos de los cuadernos de 1880 comentados en el capítulo 3 y la idea del eterno retomo presentada en el capítulo anterior. A pesar de que la publicación de estos dos libros es contemporánea o posterior a aquellos manuscritos, los cortes de su pensamiento crítico contenidos en ellos aparecen de memera muy parcial y fragmentaria. En esto Nietzsche repite un modo de actuar característico. Sus obras publicadas han sido a menudo testimonio de ideas y concepciones que ya habían perdido para él parte de su vigencia.*
Respecto de la cuestión del tiempo, esta situación se refleja en la presencia de dos vertientes, una de las cuales es una continuación más estricta de lo que ya se hallaba presente en Humano demasiado humano, mientras que en la segunda aparecen —o, en cierta medida, reaparecen— los temas que van a acompañar a la redefinición ontológica propia del último período.
En la primera de estas vertiente? se continúa la
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tarea de desenmascaramiento que ya habíamos observado. La función de la filosofía es en ese sentido la de criticar los ideales que a lo largo de todo su desarrollo aparecían como los primeros y más fundamentales. Tal como sucedía en Humano demasiado humano, esta tarea deberá ser llevada a cabo fundamentalmente por una filosofía histórica, por una demostración histórica de la dependencia que tienen dichos ideales respecto de motivos «demasiado humanos». Es digno de llamar la atención el hecho de que el primer fragmento de Aurora apunta a exactamente la misma problemática que el primero de Humano demasiado humano. La racionalidad es algo que va empapando las cosas —conceptos, costumbres, instituciones— a lo largo del tiempo y oculta su verdadero origen, que no tiene nada que ver con ella. La «contraposición» de la que hablaba el texto de la obra anterior, para calificarla de absurda y sin sentido, es la «contradicción» que según el texto de Aurora descubren continuamente los historiadores y que establece una diferencia esencial entre el ámbito de los sentimientos y el de los conceptos. La historia de ambos es totalmente diferente^ y los conceptos aparecen posteriormente para legitimar una situación que no han creado y hacerla inmune a todo intento de subversión.
De este modo, la tarea desenmascaradora de la filosofía es centralmente una tarea histórica, pero de un tipo de historia diferente de la historia idealista. De lo que se trata no es de la historia interior del concepto, porque ésta está siempre falseada por el dominio que establece ese concepto mismo. A lo que se aspira, por el contrario, es a una génesis de los sentimientos y las valoraciones reales, no medidas por el rasero ideológico de una determinada forma que se ha impuesto y que por su característica propia tiende inevitablemente a borrar su historia. Estos dos tipos de consideraciones históricas son ilustrados por Nietzsche en referencia al romanticismo y al sentido histórico de la Ilustración.’ El sejitimientg histórico romántico im
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posibilita toda crítica y es en realidad el culto de un sentimiento que se encuentra en el pasado distante, es i-l culto de una proximidad al origen que impide toda visión transformadora del presente. Sin embargo, el propio sentido histórico, la capacidad de comprensión del pasado, puede convertirse en un factor de esclarecimiento en la medida en que sepa abandonar la historia unívoca, que es al mismo tiempo una historia del origen, para convertirse en una historia que lea en los acontecimientos pasados la discontinuidad producida por las diferentes líneas de tensión y de la que dependen a su vez los conceptos que aparecen como dominantes e intentan instaurar su propia historia.^
En un fragmento inédito del año 1880* Nietzsche c.xpresa una idea similar que quizá sea el origen del fragmento que acaba de comentarse: «La apropiación del pasado —¡cuánta simpatía, pasión, olvido de sí mismo son necesarios para volver a hacer surgir el alma del pasado!».
Sin embargo, continúa Nietzsche, esto no es más que «un comienzo», para el que se requiere «mucha testarudez y fanatismo». A este respecto están «en primer lugar los alemanes [...]. Véase la Reforma de Lulero (¡también historia!): rechazo de la razón, la claridad, lo impío, la falta de tradición, de la carencia de un punto de apoyo firme». La ocupación con la historia es, en primer lugar, la búsqueda de una tradición por la que uno pueda sustraerse a la libertad, un modo de buscarse un apoyo firme que quite de encima el peso de tener que construir por sí mismo un mundo propio. La tradición, el culto de lo pasado, es un atentado contra la libertad. Pero esto no es todo, sino que la «historia, practicada por el motivo citado, produce un efecto no deseado. ¡El pasado no confirma aquello que se buscaba». En la medida en que la historia deja de practicarse para hundirse en una tradición que evite la responsabilidad de ser libre, la «pasión por el sentimiento y el conocimiento que se ha vuelto a excitar»,* se rebela contra la intención original, destruye
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la firmeza de las concepciones presentes y expone en toda su riqueza la multiplicidad de la vida.
Otro fragmento inédito algo posterior’ repite la misma idea: mientras que con la historia «se lanzaba hacia el pasado una inmensa porción de la fuerza de investigación y del sentido de admiración», parte que perdían «la moderna filosofía y la ciencia natural», ahora se produce un «golpe contrario»: «La historia ha demostrado tinalmente algo diferente de lo que se quería: mostró ser el más seguro medio de aniquilamiento de aquellos principios». De este modo parecen reunirse las dos concepciones opuestas de la segunda Intempestiva y de Humano demasiado humano. El poder nocivo de lo histórico se destruye a sí mismo y da lugar, en la forma de la filosofía histórica a una recuperación de los valores ahistóricos.
Pero si esta vertiente no nos lleva mucho más allá de Humano demasiado humano, en la segunda aparece un factor diferente, que en lugar de poner en relación el discurso histórico con las categorías metafísicas, plantea directamente la referencia del tiempo a la existencia.
Su formulación más directa aparece en los versos que llevan el número 4 del preludio a La gaya ciencia:
A.
B.
¿He estado enfermo? ¿Estoy curado? ¿Pero quién mi médico habrá sido? ¡Cómo pudo caer en el olvido!Sólo ahora creo que has curado: pues sano está quien ha olvidado.®
Tal como al comienzo de la segunda Intempestiva, aunque ahora a través de ima experiencia personal que altera su sentido, el olvido es la condición de la salud. El tiempo es un desgarramiento que impide la vida del presente, que ata a im origen que encadena y condena a la vida. Sin embargo, como ya había quedado claro en el escrito juvenil, la simple exaltación
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extática del momento no es solución alguna, la ncgu- ción del pasado se compraría al precio de la negación de todo horizonte que implica ima vida animal. Por eso, lo pasado tiene que ser conservado, pero liberado del peso por el que inevitablemente se convierte en una incompletud, liberado de la culpa. Para ello, la única posibilidad es sustraerlo a una totalidad de sentido que es la que le da esa significación. En otras palabras, lo pasado tiene que aparecer liberado de la historia. Por eso esta idea surge en conexión con la del eterno retorno.’ El eterno retomo es la solución que Nietzsche encuentra para una presencia del pasado que no sea tiranía del origen y del sentido, peso de la culpa sobre la existencia. Al mismo tiempo, y tal como se presenta en el penúltimo fragmento de la cuarta parte de La gaya ciencia/^ es la prueba a la que se debe someter cada uno para determinar si está a la altura de la superación de la culpa, que es una estructura central de la metafísica. Tal como señalábamos antes, el eterno retomo no es ni puede ser la descripción de un estado de cosas, sino que es la interpretación más «correcta» del mundo, donde «corrección» no equivale de ningún modo a «adecuación», así como «mundo» tampoco se refiere a algo existente en sí. Estas consecuencias se irán desarrollando más adelante y sólo adquieren su dimensión correspondiente a la luz de la completa transformación ontológica.
En las obras que estamos comentando, éstas se imponen sólo paso a paso, y aun con retrocesos. En el fragmento 167 de Aurora, Nietzsche habla de que él olvido no se encuentra en nuestro poder, y antes había dicho que no era más que vm nombre para la imposibilidad de domintir el recuerdo.* Estos dos pasajes, en los que el olvido aparece siempre en referencia al dominio y que se contradicen con los versos antes citados, nos presentan quizá las aporías de una lucha contra el pasado en el que se lo intente dominar absolutamente como un objeto que se hallara a la merced de ima voluntad todopoderosa. En efecto, ^sta impo
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tencia del olvido es el correlato del yo que qmere poseer el pasado al que Nietzsche se refiere en ima ocasión con ironía.^ Tal como se presentará con mayor evidencia en Asi habló Zaratustra, un pensamiento consecuente del tiempo exigiría una transformación- destrucción del concepto de voluntad y de su sujeto, el yo. Con la asunción y profundización de la idea del eterno retorno tratará de encontrar Nietzsche una solución a las aporías en que están encerrados el recuerdo y el olvido.
En Aurora, la racionalidad, la cientificidad y, en general, la civilización aparecen basadas en el olvido de la prehistoria del hombre, de su animalidad. Ésta surge en las «irrupciones de la pasión, en el fantasear del sueño y de la locura», mientras que el estado civilizado «se desarrolla a partir del olvido de estas experiencias primitivas, es decir, a partir del decaimiento de aquella memoria».'* El hombre capaz de un mayor grado de olvido será el prototipo racional, y en cuanto tal, una ventíija para todos. Este fragmento es quizás uno de los más reveladores de la intención de Nietzsche en el período que ha sido llamado positivista: un olvido «de especie superior» tendría que ser capaz de llevar al ser humano (o, mejor, a algún ser humano) a una «racionalidad» ya tan poco dependiente de las fijaciones animales que, lejos de refugiarse en un mundo inaccesible y opuesto a ellas, se convertiría en un libre experimentar, superando todos sus límites. Sería algo así como el movimiento de la pasión que no se restringiera al «empirismo» de la animalidad sino que jugara con los contenidos del mundo. La superación de la racionalidad por medio de su radicalización es la clave de un intento en el que más de un intérprete ha querido ver sólo la racionalidad, sin darse cuenta de que su superación era el pensamiento que la guiaba. Por otra parte, en la medida en que este proyecto mismo anula la base sobre la que está construido, la coincidencia del olvido liberador que se expresa en los versos del preludio a La gaya ciencia y el olvido a que
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se atribuye aquí la cultura es sólo circunstanciiil v equívoca.
Con la nueva concepción que se inicia con el eterno retorno, Nietzsche trata de pensar el olvido liberador como olvido de la tiranía del origen, sin por ello eliminar los contenidos presentes en las «experiencias primitivas». En el fragmento comentado, Nietzsche cae presa del pensamiento que critica y el olvido cae sobre lo que ya ha sido condenado (formado) por esa misma racionalidad. Hará falta una reformulación de esa dimensión básica que ya no tome como punto de partida el ente definido como presencia percibida para comprender de otro modo tanto las «experiencias primitivas» como la propia concepción del recuerdo. A partir de entonces se comenzará a distinguir entre el olvido de la animalidad que sirve de sustento a la racionalidad y el olvido de la culpa, de la necesidad de justificación, que sienta las bases de una superación de la existencia dominada por la moralidad.
De todos modos, en los textos anteriores a la «revelación» del eterno retorno estas implicaciones no están nada claras, e incluso las formulaciones previas del mismo que aparecen vuelven a ser desechadas, como ya lo habían sido en la segunda Consideración intempestiva.
Es significativo, por el contrario, que tras la reformulación de la cuestión del tiempo en referencia a la existencia, el «sentido histórico» adquiera tma nueva función, que a su vez recoge el ya mencionado resultado «ahistórico» de la historia: la de reunir en un individuo la historia total de la humanidad con el mismo modo de presencia del eterno retomo.**
NOTAS
1. El ejemplo má.s claro lo constituyen las dos últimas Consideraciones intempestivas, dedicadas a Wagner y Scho-
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penhauer respectivamente, en el momento en que en realidad ya se había alejado de ellos.
2. GC, 34; III, 404.3. Aurora, 197; III, 171.4. En el fragmento 7 de La gaya ciencia vuelve a repetirse
la exigencia de historias parciales, que equivalen a pensar, a través de la historia y los pueblos, «todos los tipos de pasiones» (III, 378).
5. IX, 6 (428).6. Aurora, 197; III, 171.7. IX, 10 (D 83).8. III, 354.9. GC, 341; III, 570.10. Es decir, al fínal de la edición original de La gaya
ciencia, ya que el quinto libro fue agregado en la segunda edición de 1887.
11. Aurora, 126; III, 127.12. Aurora, 281; III, 216.13. Aurora, 312; III, 226.14. Véase también el siguiente fragmento, no editado, de
la primavera de 1880: «En las pasiones del hombre vuelve a despertarse el animal; los hombres no conocen nada más interesante que este retroceso al reino de lo incalculable. Es como si la razón los aburriera demasiado» (IX, 3 [12]).
15. Aurora, 49 y 211; III, 53 y 190.16. GC, 337; III, 564.
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Capitulo 6
LA CRITICA DE LA NOCIÓN TRADICIONAL DE VERDAD EN «LA GAYA CIENCIA»
En el paso que da Nietzsche en La gaya ciencia se acentúan los que serán los caracteres básicos de su crítica al concepto de verdad tradicional: el conocimiento se basa en «errores», en la posición arbitraria de ciertos supuestos ontológicos fundamentales que permiten el dominio del ente y de este modo son «útiles para la vida».* Estos errores básicos están al comienzo de la historia humana y forman parte de todas las funciones vitales. De este modo, la verdad se basa en el error, y gracias a ello se genera un conocimiento que sirve para el mantenimiento de la especie. Sin embargo, en este contexto, Nietzsche emplea también el término «verdad» en otro sentido. La verdad es el movimiento de duda que va surgiendo lentamente frente a aquellas suposiciones básicas que estructuran la vida humana. Su carácter de condiciones vitales las hace poco menos que intocables, y en caso de conflicto no cabe otra posibilidad: el conocimiento no puede enfrentarse a la vida y tendrá que esperar el momento en que esta misma se lo «permita», es decir, en que no sea realmente peligroso para su mantenimiento, para poder salir a la luz,
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Los eléatas, el verdadero comienzo de la filosofía occidental, representan por cierto una elevación respecto de aquellos «errores naturales»,^ pero lo son en la medida en que efectúan su primera formulación radical. Son ellos, es decir el punto de partida de la metafísica, quienes sellan el «conocimiento invertido» que ya se encontraba en los «errores naturales». La sustancia (aún no formulada), la cosa, se convierten en lo que eran realmente; lo opuesto al ser del devenir y que lo relega a un plano derivado (la doxa de Parmé- nides). De este modo, el «platonismo» se encuentra en la base misma de la metafísica y ni siquiera comienza con Platón. A partir de este momento, es decir del intento de vivir efectivamente el error que está en la base del conocimiento (y de la experiencia humana cotidiana), éste tiende a confundirse con los principios de la vida misma, y será desde esta posición desde la que podrá enfrentarse a un conocimiento destructivo que para poder tener alguna vigencia también tendrá que estar entrelazado con la vida misma.
A propósito de esto, Nietzsche ve la interdependencia de una serie de fenómenos que, a pesar de su apariencia, van mucho más allá de una caracterización psicológica de los pensadores que dieron aquel paso: ellos tenían que atribuirse a sí mismos, dice Nietzsche, la intemporalidad y la permanencia que caracterizan a la sabiduría.^ De este modo, el conocimiento (y aquel que conoce) se desligan de todo contacto con impulsos e instintos y la razón aparece como una «actividad totalmente libre y que huye de sí misma». Con esto Nietzsche no se dirige simplemente contra la concepción de una racionalidad que olvide sus ligaduras humanas, sino sobre todo en contra de una determinada comprensión por la que lo real queda subsumido dentro de la totalización que propone el conocimiento y por lo tanto no puede reconocer la «esencia del cog- noscente» ni la «violencia de las pulsiones» como verdaderos conformadores de lo real. Sin embargo, en la medida en que se vuelve posible un conocimiento es-
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éptico (libertad que es una de las caras del nihilismo), Bte conocimiento, también mezclado con la vida y el >der, se enfrentará a aquellos errores naturales. En Be momento el pensador —y esta es la función histó-
Í;l1ca en la que se ve el propio Nietzsche— es el campo de batalla en el que se enfrentan «el impulso .de verdad» y «aquellos errores conservadores de la vida», dna vez que aquél ha demostrado que es también un cimpulso conservador de la vida». La verdad en este segundo sentido es ante todo la fuerza de destruir los prejuicios básicos y de acercarse al abismo del que nos separaban, separación que hasta el presente ha permitido que el hombre siga existiendo. Ahora, corriendo el peligro de la aniquilación, se presenta la posibilidad de enfrentarse sin mediación alguna. Por eso, para Nietzsche aquí se centra la cuestión fundamental de nuestra época y de su vida: «en relación con la importancia de esta lucha, todo lo demás es indiferente».'* La posibilidad de transitar este camino no está de ningún modo asegurada y requiere una experimentación sin igual. «¿En qué medida soporta la verdad que se la incorpore?; esta es la cuestión, este es el experimento.» ¿Es capaz el hombre de acercarse a la verdad sin destruirse? ¿Es posible acercar la verdad al hombre sin que se convierta en otra estrategia de vida?
La tesis del error como base del conocimiento aparece con mayor claridad en un texto inédito de la misma época, en el que se destaca sobre todo otro aspecto que señala el alcance de la crítica nietzscheana. El texto afirma: «sin la suposición de un tipo de ser opuesto a la verdadera realidad no tendríamos nada con lo que el ser pudiera medirse, compararse y reproducirse (abbilden): el error es la premisa del conocimiento».® De este modo se falsea el hecho, pero es imposible conocerlo sin falsearlo. Esto no lo hace verdadero, «pero con ello existe un representar», que permite a su vez una serie de grados de falsedad. «El establecimiento de los grados de falsedad y la necesidad del error fundamental» son «condiciones vitales del ser repre
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sentante». El «ser» inventado por el «error natural» y que encuentra su primera forma de pensamiento en los pensadores eleáticos llega a su consumación en el «ser representante», en el ser de y para la representación, cuya forma de verdad es la certeza. Nietzsche se pregunta: ¿cómo es posible una especie de verdad a pesar de la fundamental falta de verdad del conocimiento en general? Y su respuesta es: «El ser representante es cierto, nuestra única certeza».
En otro fragmento agrega: «“Yo represento”, por lo tanto hay un ser, cogito ergo est». Esta es la esencia del cogito cartesiano que Nietzsche rescata. Ni siquiera el hecho de que el ser representante sea el yo es lo fundamental, sino simplemente la afirmación del ser como ser representante. «El único ser que conocemos es el ser representante.» «El representar» es «el contenido y la ley del ser».^
Este es, probablemente, el punto decisivo en el pensamiento de Nietzsche, sobre el que gira la parte nuclear de sus trabajos posteriores y la piedra de toque de toda interpretación. Efectivamente, Nietzsche presenta aquí el desarrollo del pensar representativo de la modernidad como la culminación consecuente de la noción de ser acuñada en el comienzo de la filosofía y que, de manera inconsciente, lo ponía ya como condición de su pensar. La inversión propia del platonismo es una consecuencia del desconocimiento de ese proceder: aquello que era puesto por el pensar como su propia condición era tomado como lo primero y fundamental. Este proceso se comienza a invertir nuevamente en la medida en que se reconoce, a partir de Descartes, la primacía de la representación. Nietzsche, a su vez, le quita a esa concepción lo que pudiera tener de mera representación especular que siguiera de ese modo manteniendo la ficticia primacía de lo otro del pensamiento representante. Así queda el ser mismo reducido a lo que siempre había sido: condición del pensar representativo puesto por el propio pensar para asegurar su operar y acrecentarse a sí mismo. Al llegar
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a este punto, Nietzsche se sitúa en el filo de la navaja desde donde aparece la duplicidad de perspectivas que
[ ya nos hemos encontrado y que volverá a presentarse en las figuras finales de su pensamiento. Ella surge ante la necesidad que empuja al pensar más allá del esquema anterior por el hecho de que el pensar representativo, precisamente al ponerse como absoluto, se enfrenta a la cuestión de su propio fundamento y tiene que reconocer (o al menos presentir) su deficiencia ontológica: la omnipotencia del sujeto se transforma en impotencia. Consecuencia de esta necesidad es la ya señalada tensión entre el conocimiento y la vida o entre la verdad en cuanto creencia y la verdad en cuanto reconocimiento de la falta de verdad trascendente. La pregunta clave que aquí se plantea —y que nos acompañará hasta el final del trabajo— es la de hasta qué punto Nietzsche realiza efectivamente ese movimiento, en el que la realización consecuente de la suposición básica de la metafísica la impulsa de cierto modo más allá de sí misma. En este contexto, esto equivale a preguntarse hasta qué punto Nietzsche supera, en su radi- calización, la primacía del pensar representativo propia del pensamiento moderno. En los párrafos que estamos comentando resulta difícil responder positivamente, en la medida en que el desvelamiento del carácter de ficción de la suposición de ser no parece señalar ningún límite al principio de la representación sino sólo empujarlo a su consecuencia última: pensar que ser es sólo su (autopuesta) condición de existencia. No parece haber ningún camino que vaya más allá del pensar representativo, que no identifique lo que es con sus condiciones de posibilidad y que por lo tanto no piense desde una dimensión de dominio. Sin embargo, creo que esa segunda perspectiva se impone continuamente por la fuerza misma de la cuestión y la tarea de la interpretación es no dejar que se ahogue en la unilateralidad de la primera. Esto no impide, por supuesto, la pregunta posterior y fundamental que cuestione hasta qué punto esa perspectiva excedente
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está determinada por las condiciones de lo que intenta superar.
Siguiendo ahora con el primario trabajo crítico, Nietzsche muestra que desde la perspectiva del ser representante-representado se genera la ficción de un mundo asequible, disponible, al que nosotros iríamos quitando los sucesivos velos que lo cubren, que no serían más que la superposición de falsas entidades, para llegar a su imagen incorrupta. Cada vieja verdad que se transforma en error aparece así como un triunfo de la razón, sin advertir que las nuevas verdades no son nuevas visiones más perfectas sino el resultado de nuevas perspectivas que se inauguran a otro nivel: la antigua verdad valía cuando eras otro, pero «tú eres siempre otro» * y aquella correspondía a aquella vida como esta otra corresponde a la actual. «Tu nueva vida ha matado para ti aquella opinión, no tu razón.» La pretensión de la razón metafísica, que es la misma que la razón científica y la razón corriente, es la de establecer un sujeto inmutable, un sujeto representante que niegue de una vez por todas ese «ser siempre otro». Con otras palabras: un sujeto basado en la presencia.
Al afirmar este ser-otro del yo, al quitar a la razón la responsabilidad por el cambio de perspectiva, Nietzsche recurre a otra instancia que volvemos a encontrar con frecuencia y que por ahora no es más que un nombre para la falta de fundamento óntico suficiente de aquello que se toma por verdad: «la vida». Cuando Nietzsche afirma que la vida no necesita ya la antigua verdad y por lo tanto deja aparecer el «gusano de la irracionalidad», esto no debe entenderse en el sentido de una nueva instancia explicativa, tal como podrían serlo determinadas variables económicas o condicionantes biológicos. Evidentemente, Nietzsche también tiene en cuenta una perspectiva de este tipo: a esto remiten sus alusiones a la especie y al tipo de verdades necesarias para su mantenimiento. Pero por detrás de su carácter de «razones», de orden biológico o se-
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íicctívo, apunta ya otro sentido que es el más definiío*; rio para el pensamiento de Nietzsche, aunque rara vez aparezca claramente desligado del primero. En efecto, lo que distingue fundamentalmente a estas razones de la razón en cuanto tal es su alcance y su pretensión
I de universalidad. No explican simplemente sino que t señalan una configuración activa de lo real que es al i mismo tiempo autoconfiguración y por lo tanto carece
de fundamento en sentido estricto. La «vida» no es, en realidad, un punto de referencia explicativo, y no lo será sobre todo en la medida en que el hombre asuma su propia superación como hombre, que equivale precisamente a la superación de su ser genérico (gregario).
Por más que al emplear expresiones como «al servicio (o en perjuicio) de la vida», una «vida ascendente (o descendente)», Nietzsche pareciera dar la impresión de una instancia reductiva, de una nueva «razón de ser», con ello no señala más que la mayor o menor asunción de la falta de fundamentación radical que está implícita en el concepto de vida. La «presencia de una fuerza viviente dentro de nosotros mismos» es la capacidad de afirmar perspectivas no generalizadas y que sean aptas de moverse en ese plano (es decir, que tampoco sean simplemente arbitrarias sino que abran perspectivas propias).
Este sentido del concepto de vida se muestra más claramente en otro fragmento de La gaya ciencia, perteneciente al quinto libro, agregado a la segunda edición de 1887, y que forma parte, por lo tanto, del último período del pensamiento de Nietzsche.’ Allí, al preguntarse por la voluntad de la verdad que caracteriza a la ciencia, llega a la respuesta de que es algo más que un cálculo de conveniencia, que con ella nos encontramos «en el campo de la moral» y ante «un principio destructor y hostil a la vida». Y concluye: «la volimtad de verdad... podría tratarse de una ocul-
’ ta voluntad de muerte».*® Según múltiples afirmaciones, la verdad es un error útil a la vida. Ahora parece decimos lo contrario: la verdad es enemiga de la vida
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y bien podría tratarse de una voluntad de muerte. ¿Se trata simplemente de una contradicción en que cae un autor poco preocupado por la estrictez lógica? Se trata más bien de otro sentido del concepto «vida» que va más allá del concepto biológico de supervivencia. La verdad ha sido una invención útil para la supervivencia en la medida en que ha diseñado im mundo del que el hombre podía apropiarse, al igual que cualquier otra especie ha desarrollado la perspectiva que le era adecuada, pero esto lo ha hecho condenándose a ser especie, eliminando todo lo que no fuera ese lenguaje imiversal, que queda así relegado a la apariencia o a lo inefable, destruyendo en sí todo lo que no respondiera a esa universalidad. De este modo, lo que estaba al servicio de la vida se transforma desde esta perspectiva en hostil a ella, pues ya la vida quiere decir otra cosa, no es ya la posibilidad de supervivencia sino el acrecentamiento de sí mismo,” lo que para Nietzsche va indisolublemente unido a la imposibilidad de «justificación», de referencia a un universal como sostén de la vida. Este es el sentido central que tiene la crítica de la moral: la moral es la expresión del alejamiento de lo esencial de la vida. Por ello, la pregunta «¿por qué ciencia?», que adquirirá gran peso en todo este último período, «remite al problema moral: ¿para qué moral?». Esta es una expresión más cabal que el conocimiento de un hecho que tampoco puede aclarar en sus términos: «la afirmación de un mundo diferente al de la vida, la naturaleza y la historia». La moral es el título para la historia de la metafísica. En este fragmento se presenta uno de los núcleos del pensamiento de los últimos años de Nietzsche, aquel al que se refiere en el prólogo a la segunda edición de La gaya ciencia con las palabras: «en todo el filosofar no se ha tratado hasta ahora de la “verdad” sino de algo totalmente diferente, digamos de la salud, el futuro, el crecimiento, el poder, la vida.
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NOTAS
1. GC, 1; III, 369.2. GC, 110; III, 469.3. Id.4. Id.5. IX, 11 (325).6. IX, 11 (330).7. IX, 11 (324).8. GC, 307; III, 544.9. GC, 344; III, 574.10. Véase también XI, 40 (39) e infra, 2.® parte, cap. 7.11. Véase la expresión de Zaratustra: «Yo soy aquello que
siempre tiene que superarse a sí mismo», AhZ, II, «De la superación de sí mismo»; IV, 148.
12. Prólogo, 2; III, 349.
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PARTE SEGUNDA
INTRODUCCION
Con la presentación del nuevo planteo ontológico que irrumpe en los textos comentados de 1880 y la concepción de la idea del eterno retomo al año siguiente se abre el panorama para la comprensión de la problemática central del último período de creación de Nietzsche, el que va desde la composición de Así habló Zaratustra hasta el final de su vida activa en enero de 1889. Al mismo tiempo, el desarrollo que hemos presentado ha puesto en un mismo plano fundamental lo que hemos llamado la reformulación ontoló- gica —expresada en gran parte como crítica de la teoría del conocimiento— y una cuestión centrada en la temporalidad, la idea del eterno retomo. De este modo llegan a una confluencia las dos perspectivas que hemos tratado de rastrear en el período intermedio sin que hayamos establecido aún de manera clara el modo en que se relacionan. Esta será una de las tareas de esta segunda parte, en la que adoptaremos un procedimiento algo diferente. Mientras que hasta ahora hemos seguido hasta cierto punto un orden cronológico, de aquí en adelante nos propondremos, también con ciertas excepciones, una exposición sistemática. La razón principal de esto la constituye el hecho de que a partir de Así habló Zaratustra nos encontramos con una vi
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sión unitaria, lo que no excluye las continuas redefiniciones y tanteos alrededor de ideas que en muchos casos no llegan a una total claridad. En algunos momentos tendremos que aludir a estas diferencias, pero en general tomaremos a este período como un todo y nos apoyaremos básicamente en los manuscritos inéditos.
Para ello será necesario, sin embargo, dar un paso atrás que nos aclare las nuevas perspectivas que desarrolla Nietzsche en su última fase. En efecto, la superación de la etapa de confianza en la ciencia como factor de esclarecimiento lo lleva a replantearse problemas que ya habían aparecido en sus primeras obras y que posteriormente habían pasado a un segimdo plano. Esto exige a su vez una alusión a Schopenhauer, que sin lugar a dudas había constituido al comienzo el marco de referencia de su pensamiento y que, pasando por una serie de transformaciones, vuelve a tomar importancia en esta época. Mientras que en el Nacimiento de la tragedia y las Consideraciones intempestivas la dependencia de Schopenhauer es conscientemente asumida, ocultando incluso a veces las diferencias que luego adquirirán mayor relevancia, a partir de la concepción del eterno retorno y la voluntad de poder, el marco de pensamiento schopenhaueriano vuelve a estar presente de una manera más oculta, en algunos casos como su negación, pero no por ello menos importante. Esta reafirmación de la referencia a su anterior maestro, a mi entender algo subestimada por los intérpretes, no debe hacer olvidar el hecho básico de que, a través del período intermedio, el punto de mira de Nietzsche se vuelve mucho más profundo y, aunque en cierta medida pueda referirse a los esquemas de Schopenhauer, tiene presente en todo momento la totalidad del pensamiento metafísico con una radicalidad muy superior a la de aquél. De todos modos, queda abierta la cuestión de si cierta dependencia de Schopenhauer no le impide a Nietzsche liberarse de algunos esquemas de pensamiento contra los que dirige su crítica.
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VOLUNTAD Y TIEMPO EN SCHOPENHÁUÉR. SU RECEPCIÓN EN «EL NACIMIENTO
DE LA TRAGEDIA»
Ca p ít u l o 1i
Lo que sigue a continuación no intenta, por supuesto, ofrecer una exposición detallada del concepto de voluntad de Schopenhauer — lo que equivaldría a una interpretación general de todo su pensamiento— sino que se limitará a ofrecer algunas líneas generales que resultan imprescindibles para entender los planteos de Nietzsche.
Tal como es de sobra conocido, Schopenhauer retoma de una manera peculiar la diferenciación kantiana entre fenómeno y cosa en sí, estableciendo por un lado un mundo empírico sujeto a las categorías de la representación y por otro un mundo verdaderamente real al que no tenemos ningún acceso directo y cuya esencia es la voluntad, una voluntad «previa» a todas las condiciones del mundo empírico y de la que las formas que aparecen en éste, incluida la voluntad humana, no son más que sus «objetivaciones». Las condiciones kantianas de posibilidad de toda experiencia se transforman en la versión schopenhaueriana en condiciones de producción de la apariencia,* reduciéndose además esencialmente a tres, el espacio, el tiempo y la causalidad. Éstas quedan a su vez englobadas en el principio de razón, por lo que resulta que éste es
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la «expresión común de todas esas formas del objeto conocidas por nosotros a priori, y que por lo tanto todo lo que sabemos a priori no es más que el contenido de ese principio y lo que se sigue de él».
Más allá de ese conocimiento a priori, lo que constituye la esencia de toda cosa es, por analogía con el propio cuerpo, «lo mismo que en nosotros llamamos voluntad».^ Ésta, en cuanto está en el mundo fenoménico, depende del motivo, del mismo modo que el comportamiento de un cuerpo físico depende de una causa que, por ejemplo, lo ponga en movimiento. Pero esto sólo es cierto tomando como dato el carácter, que es precisamente la objetivización de la volimtad, por lo que si se prescinde de éste no tiene sentido alguno hablar de «motivos» y se muestra en cambio que la voluntad, «en sí misma», carece de fundamento.* De esto surge el sentimiento a priori de la libertad, que sin embargo se muestra siempre a posteriori como una necesidad,’ a la que no cabe excepción alguna en el mundo empírico y cuya forma a priori es el principio de razón. La voluntad es, pues, la «cosa en sí»,‘ pero no simplemente como residuo incognoscible sino como la fuerza real de la que todo lo fenoménico no es más que manifestación. Constituye así una esencia del mundo situada más allá del principio de individuación —que no es más que la forma de la representación— y por lo tanto no puede ser conocida en sentido estricto, si bien ya la experiencia del cuerpo propio nos proporciona la primera evidencia, que posteriormente volvemos a encontrar en cada uno de los entes, como fuerza, apetencia o volimtad en sentido estricto.
Partiendo de un modelo a primera vista kantiano, Schopenhauer se dirige cada vez más al conocimiento de la esencia del mundo como voluntad, relegando el mundo de la representación al carácter de una apariencia: «el individuo es sólo fenómeno, sólo existe para el conocimiento preso del principio de razón, del principio individuatonis»? Mantenerse dentro de los límites del principio de individuación equivale a man
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tenerse dentro de lo meramente fenoménico, y si bien esto puede ser la condición del conocimiento sensible, respecto del conocimiento humano, ético, implica el desconocimiento de lo esencial de sí mismo y de la verdadera naturaleza del mundo en cuanto tal. En efecto, el mundo de la representación no constituye una esfera independiente sino que aparece «al servicio de la voluntad y le proporciona el conocimiento de aquello que quiero, del “objeto” de la voluntad, que no es más que la vida misma en su totalidad».* Por ello, decir «voluntad» es lo mismo que decir «voluntad de vida».’
Una vez alcanzada esta perspectiva, se abren dos posibilidades esenciales, la de la afirmación y la negación de la vida, de las cuales pronto se verá que sólo la segunda es viable y es a la que lleva la sabiduría. La afirmación de la vida es la repetición desinhibida del movimiento de la voluntad que se ha descubierto más allá del principio de individuación. No hay ningún límite para él, ya que su mayor exaltación es precisamente borrar todo límite, destruir la ficción del individuo, llegar a la muerte, que «elimina el engaño que separa a la conciencia del resto».
Si bien la afirmación y la negación de la vida no pueden ser «recomendadas», porque ellas constituyen la esencia más íntima de la voluntad misma, y a esta no hay conocimiento que pueda darle sus normas, el desarrollo del pensamiento de Schopenhauer irá mostrando que la única consecuencia posible es la negación de la voluntad, producto de «un tipo diferente de co- nocimiento».“ En efecto, la esencia de la voluntad no es tender hacia un determinado bien sino simplemente «tender a», un aspirar que no admite ninguna satisfacción final, sino que sólo es detenido temporalmente por «inhibiciones parciales», pero que «en sí va a lo infinito»." Pero todo aspirar «surge de una carencia, de la insatisfacción con su situación, es por lo tanto un sufrimiento, hasta tanto no alcance su satisfacción».” Y una satisfacción no puede nunca ser duradera y fi-
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ftaí, síiío qué no es más qué un descanso de la voluntad, al mismo tiempo el objetivo por el que aparentemente se movía y la fuente de una nueva insatisfacción. El desarrollo del conocimiento, la autoconciencia a la que llega la voluntad en el ser humano no hace más que acrecentar la convicción de que «esencialmente toda vida es sufrimiento»^
Para Schopenhauer, todo deseo «es, por su naturaleza, dolor»,*'' y esto es lo único que nos es dado inmediatamente. El sufrimiento es el motor de la vida y cuando da un respiro, lo que el hombre se encuentra no es la felicidad y la serenidad sino el aburrimiento, que no es más que el modo de patentizarse la falta de finalidad de la voluntad, así como su absoluta identidad con la vida.
La concepción de la voluntad como esencia de lo existente hace saltar aún más los marcos- kantianos de la posición original. El mundo fenoménico pasa a ser cada vez más la concreción ficticia que busca la propia volimtad para afirmarse en su aspirar infinito. La afirmación de la voluntad, es decir de la vida, después de este conocimiento, es por ello también afirmación de la muerte, participación consciente en la destrucción del principio de individuación, aun manteniendo su juego, ya no en cuanto ilusión de independencia pero sí en cuanto aceptación plena de cada una de las concreciones de la voluntad.
Sin embargo, en la medida en que ocurre esta destrucción consciente del principio de individuación y que por lo tanto se pierde la seguridad que éste ofrece —pues, a pesar del temor a la muerte que le es propio, proporciona una barrera con su extrañeza respecto del mundo— el ser humano recoge sobre sí todo el sufrimiento universal y comprende que toda violencia que ejerce al mismo tiempo la padece. Toda acción es al mismo tiempo un padecer, todo intento de abandonar el dolor es un nuevo desgarramiento.** Si esto es así, «con un conocimiento tal de la vida, ¿cómo habría de
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anrmar el ser humano esa misma vida con continuos actos de la voluntad, y ligarse de este modo a ella de modo cada vez más firme, atraerla a sí con mayor fir- meza?».' De este modo, el conocimiento se convierte en un «Quietivo» de toda voluntad, el hombre accede a un estado de renuncia y resignación por medio de la autonegación de la voluntad. El ascetismo es la consecuencia única de la visión de «la nulidad de todos los bienes y de todos los padeceres de la vida».‘ Este es el único caso en que la libertad en cuanto tal, que en realidad sólo corresponde al mundo del en sí, aparece en el mundo fenoménico, precisamente en la medida en que «acaba con aquello que aparece».
Respecto de la cuestión del tiempo, si bien Scho- penhauer no desarrolla una teoría acabada en relación con su concepción de la voluntad, las referencias son numerosas y contienen además prefiguraciones de posteriores desarrollos de Nietzsche. En primer lugar, siguiendo el modelo kantiano, el tiempo no es más que la forma en la que aparecen los objetos en la representación. Tal como ya hemos señalado, Schopenhauer subordina al principio de razón no sólo las categorías del entendimiento en general, sino también el espacio y el tiempo. En ese sentido, el tiempo es «la más simple de sus configuraciones» y al igual que en todas las demás, presenta una estructura relacional, de referencia recíproca, en la que el pasado y el futuro no tienen más consistencia que un sueño, mientras que el presente es «el límite sin extensión ni consistencia entre los dos». Por una parte, en cuanto forma general de toda experiencia, el tiempo parece ser el lugar dentro del cual suceden los fenómenos, y por otra, su estructura parece ser la estructura propia —la «más simple»— de todo fenómeno en cuanto fenómeno. Toda la estructura formal del fenómeno, o sea del ente empírico, se encuentra ya en el tiempo, en cuanto configuración del principio de razón. «La sucesión es la
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configuración del principio de razón en el tiempo», dice Schopenhauer poco más adelante,” pareciendo remitir a una concepción del tiempo más amplia que la de la sucesión, a pesar de lo cual agrega que «la sucesión es la totalidad de la esencia del tiempo». No queda, pues, más que la definición del tiempo como sucesión y de ésta como configuración del principio de razón. Las cosas no suceden simplemente «en» el tiempo sino que en éste se expresa el marco básico de lo fenoménico: la individuación y la relación recíproca. Dentro de esta concepción, el presente es lo único que tiene una auténtica realidad.
Esta concepción vuelve a repetirse a nivel de la voluntad.” Si bien ésta, en cuanto cosa en sí, está más allá del tiempo, la forma propia que adquiere la vida, «es decir, la realidad»,^ es el presente. El pasado y el futuro sólo existen «en el concepto», o sea en el «contexto del conocimiento que sigue al principio de ra- zón».“ Si bien esta comprensión del tiempo vale explícitamente para la aparición fenoménica de la voluntad, esto parece indicar que el presente constituye algo así como una forma temporal propia, de algún modo trascendente a la mera forma de aparición de los fenómenos. Esta ambigüedad es reveladora de que Schopenhauer también piensa la dimensión de la cosa en sí desde un horizonte temporal, sólo que este horizonte es precisamente el de un presente inmediato. El presente es la única realidad y no es más que la actualidad de la voluntad. Los otros modos temporales carecen de toda realidad y sólo existen «en el concepto», es decir para un conocimiento que es el primero y único que establece algo así como un horizonte.
La forma propia de la voluntad es el presente, y esta es la realidad misma, que para el conocimiento fenoménico aparece además ligada a un pasado y a un futuro lo mismo que a relaciones de causalidad. Por eso ese presente es algo más que la forma del fenómeno y posiblemente a ello se deba el que ya en la exposición referida a la representación recibiera un trato
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preferencial. Pero así como se produce esta proyección del mundo de lo realmente existente, de la voluntad, al de lo fenoménico, también se produce la proyección contraria, lo que muestra que la concepción del tiempo subyacente parece poseer una lógica propia que actúa más allá de las declaraciones explícitas del autor. En efecto, si bien por un lado Schopenhauer afirma que la voluntad está totalmente fuera del tiempo y no posee «ni permanencia ni cambio»,^ su concepción de la voluntad, «considerada puramente en sí» como un «impulso ciego e irrefrenable» es difícilmente conciliable con la idea de una situación atemporal, y más parece seguir la estructura de ese presente que, por más que se lo afirme como tal y en su permanencia, no deja de ser el momento más fugaz y lleva consigo la sucesión infinita, la necesidad de «devorar continuamente a sus hijos».^ En otras palabras, la concepción de lo que es como presencia simple y absoluta lleva consigo irremediablemente su propia negación, y aun cuando ésta se realice en la afirmación de un mundo intemporal, volverá a aparecer en la negatividad de este propio mundo, en su carácter esencial de padecimiento, que no es a su vez más que la otra cara de la negatividad del deseo, del sufrimiento de la (mala) infinitud.
Lo esencial de esta concepción de Schopenhauer no es su carácter contradictorio, sino, por el contrario, el que, a pesar, o mejor dicho, gracias a esas contradicciones, haya sido más consecuente que la tradición metafísica y haya demostrado el carácter autodestruc- tivo de la negación de lo finito y su necesidad de plantear la cuestión a otro nivel.
Antes de terminar esta sucinta referencia al problema del tiempo en el pensamiento de Schopenhauer, tenemos que referimos a algunas consecuencias que él mismo extrae y que parecen predecir el camino tomado por Nietzsche. Hay que destacar sobre todo la imagen del «eterno mediodía», que corresponde para Schopenhauer a la prioridad del presente como objetivación de la voluntad; «el punto sin extensión que
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divide el tiempo infinito hacia eimbos lados y se mantiene firme de modo inconmovible».“
Consecuentemente, estaría «bien sentado sobre la tierra» quien llegara a la visión de la totalidad única, más allá de la ilusión del nacimiento y la muerte, y al mismo tiempo no fuera llevado a considerar que «es esencial a la vida un continuo padecer», y pudiera desear que la vida, tal como la ha vivido, tuviera una duración infinita o «retornara siempre nuevamente»." La relación con el posterior pensamiento de Nietzsche es bastante evidente. Pero antes de dirigirnos a él será útil ver la transformación que experimentan algunas concepciones básicas de Schopenhauer en la primera obra publicada por Nietzsche, El Nacimiento de la tragedia.
En El Nacimiento de la tragedia, Nietzsche trata de exponer respecto de la esencia trágica de Grecia esta concepción de Schopenhauer. Lo que aquí nos interesa son, más que los elementos comunes, aquellos en los que Nietzsche se separa de su modelo y va preparando así, en general de manera no explícita, una posición diferente que sólo llegará a su madurez en su obra última. Por eso nos limitaremos a ciertos puntos y no intentaremos rastrear la estructura interna global de esta obra, en extremo compleja.
Si bien Apolo es la imagen del principio de individuación ” y Dionisos es su superación, su trascendencia hacia la unidad originaria, la relación adquiere un carácter esencialmente diferente al de Schopenhauer. Lo uno-originario encuentra en la apariencia efectivamente su redención “ y de este modo no es simple apariencia, sino que lo individual es de algún modo tan originario como aquél. El principio de individuación es aquello en «lo que se realiza la finalidad eternamente alcanzada de lo uno-originario, su redención por la apariencia».” En la apariencia alcanza su finalidad, y su carácter, por lo tanto, no es primariamente el de
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un engaño. Lo uno-onginario necesita constantemente la apariencia para su redención. «La “apariencia” (Schein) es aquí reflejo (Widerschein) de la contradicción eterna, del padre de las cosas.» Esta apariencia, estamos obligados a verla como un «continuo devenir», como «realidad empírica», y es, en ese sentido, lo «que verdaderamente no es (das Wahrhaft-Nichtseinde)»,^° pero sólo en ese sentido, en la medida en que se la comprenda desde esa perspectiva y no como «representación de lo uno-originario».
Mientras que para Schopenhauer la voluntad pretende conservar el carácter de un uno inmutable, del que queda alejada toda representación —a pesar de la ambigüedad que lo traiciona y sin la cual la esencia íntima del mundo no podría concebirse como sufrimiento— Nietzsclie la concibe, aquí por lo menos, como un doble movimiento: la unidad primordial, que es esencialmente contradictoria (y no sólo en referencia al segundo momento de la apariencia), sólo puede ser tal en la medida en que ella misma es un segundo momento, en que se va transformando en una repetición de la diferencia.
Esto resulta especialmente claro en la figura de los héroes titánicos, y sobre todo en la interpretación y la función de Prometeo. La intención de Nietzsche al recalcar el papel central de este héroe esencialmente «iluminista» no es tanto la de despojar a la figura divina para reintegrar al hombre su propia obra, «desalienándolo», sino la de convertir al hombre en sede de una alienación diferenciante y primera, no de una alienación en un otro. Por eso, su imagen de Prometeo no es tanto la del héroe humano en contra de los dioses como la del «pecador activo». *
A ese nivel, el sacrificio es la única justificación de la miseria humana, tanto de la culpa como del padecimiento causado por ella.“ En el acto de superar el individuo su condición, y sólo entonces, aparece la esencia del mundo. Además, para el individuo titánico el sacrilegio es necesario." Esta necesidad constituye el
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punto de inflexión en el que Nietzsche se separa de la concepción schopenhaueriana, a la que sigue ligado terminológicamente.
Aunque en germen y sin alcanzar todas sus consecuencias, la dirección en que se mueve Nietzsche parece ser, pues, la contraria: «el arte dionisíaco nos quiere convencer del placer eterno de la existencia».” A partir de ese placer aparece la necesidad de la destrucción, el padecimiento como parte inseparable del placer que proporciona la vida desde la perspectiva transindividual. Mientras que en Schopenhauer la afirmación de la vida aparece siempre unida al engaño que implica no colocarse en la perspectiva del en sí y ceder al impulso de la volimtad que necesariamente llevará a la frustración y el padecimiento, aquí son «el placer y la avidez de la existencia» los que exigen el padecer y la destrucción, que por lo tanto siempre están relativamente subordinados a aquéllas. También aquí la transgresión ocupa un puesto fundamental. Tanto desde el punto de vista del individuo heroico o titánico como desde la perspectiva de la esencia original misma, el excederse es el principio determinante, por el que todo lo demás adquiere consistencia. Por eso, para Nietzsche son en realidad lo mismo, mientras que para Schopenhauer entre la individuación y la voluntad que constituye la esencia del mundo hay im abismo infranqueable que hace que la única solución sensata sea la resignación y el abandono de la voluntad. Si para éste el motor de la volimtad es la necesidad que genera la carencia, para Nietzsche será la «necesidad (Not) de la plenitud y la sobreabundancia».”
Estos breves comentarios pueden servir para señalar ciertas diferencias básicas que existen entre el pensamiento de Schopenhauer y el de Nietzsche ya en su primera época. Además, tendrían que proporcionar una base para la comprensión de nuestra cuestión en Asi habló Zaratustra, que si bien supone una serie de pasos intermedios, en cierto modo vuelve a la cercanía de algunos temas de su obra temprana,
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NO TASL A pesar de la afirmación en contrario del propio Scho-
penhauer, resulta evidente que su sentido de «apariencia» es por lo menos mucho más fuerte que el de Kant, lo que resultará claro al referirnos a su concepción de la voluntad.
2. El mundo como voluntad y representación, § 2.3. Op, cit, § 19.4. Op. cit., § 20.5. Op. cit., § 23, y sobre todo el «Preisschrift über die
Freiheit des Willens», en Die beiden Orundproblemen der Ethik, Leipzig, 1927, pp. 43 ss.
6. Op. cit., § 21.7.8.9.10.11- _12. Véase también § 57.13.14.15.16.17.18.19.20. Respecto de lo que sigue, cfr. op. cit,, § 54, 5V, 63 y 65,
así como La cuádruple raíz del principio de razón suficiente.21. Op. cit., § 54.22. Id.23. Op. cit., § 54.24. Op. cit., § 3. Sacando esta consecuencia, Nietzsche dice
en un fragmento de comienzos de 1871: «Nosotros, que estamos obligados a comprender todo en la forma del devenir, es decir en cuanto volxmtad [...]» (VII, 335).
25. Op. cit., § 54.26. id.27. § 1; I, 28.28. La misma palabra «redención» es una reliquia de Scho-
penhauer y poco a poco va cediendo su lugar a «justificación».29. § 3; I, 39.
id.§ 9; I, 69. id.§ 9; I, 70.§ 17; I, 109.§ 5 del prólogo de 1886, «Intento de una autocrítica».
Op. cit., § 54. id. id.
Op. cit., § 70. Op. cit., § 56. V éase tam bién Op. cit., § 56. Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit.,Op. cit..
57.63.67.68.3.4.
30.31.32.33.34.35.
I, 17,
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Capítulo 2
EL TIEMPO Y LA VOLUNTAD EN «ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA»
La crítica de las categorías básicas del pensamiento metafísico que aparecen a partir de los apuntes de 1880 y la formulación de un nuevo concepto de tiempo en la figura del eterno retorno constituyen los pilares sobre los que se moverá el pensamiento de Nietzsche en su última época y sobre los que se basará Así habló Zara- lustra}
Esta es la perspectiva que le permite a Nietzsche unir el tratamiento «existencial» de Así habló Zara- lustra con la crítica de la tradición filosófica y aclarar al mismo tiempo la identificación de ésta con la moral. En el capítulo titulado «De las tarántulas» de la segunda parte del Zaratustra Nietzsche define como «venganza» aquello que debe ser eliminado para poder alimentar una esperanza, para poder afirmar la vida y superar la muerte: «Pues que el hombre sea redimido de la venganza: esto es para mí el puente hacia la suprema esperanza y un arco iris después de un largo mal tiempo».*
Bastante más adelante, en el capítulo titulado «De la redención», Nietzsche aclara el sentido de la venganza: «exclusivamente esto es la venganza misma;
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la repugnancia (Widerwille) de la voluntad por el tiempo y su “fue”»/
La venganza, característica del sentimiento moral, de lo que Nietzsche denomina «resentimiento» y «moral de esclavos», es una forma de relación con el tiempo, más exactamente aquella forma por la que se instaura un pasado que exige una redención imposible.
-Nietzsche ve aquí la absoluta copertenencia de una concepción de lo que es para la que el pasado —y en primera instancia el propio pasado— adquiere el carácter de lo irremisible, de lo ya no presente y que no puede ser redimido por la voluntad, y las nociones consiguientes de culpa y de castigo. La referencia — por lo menos inmediata— a los términos de Scho- penhauer es bastante evidente. A partir de una concepción de lo presente como carácter distintivo de lo real se genera el movimiento por el que ese mismo presente carece de realidad y es dominado paradójicamente por un pasado muerto en una marcha sin sentido hacia el futuro. Esta estructura temporal la encuentra Nietzsche sin duda ejemplificada en Schopen- hauer, y de ella se desprende la negación de la vida, que no es más que la otra cara del establecimiento de xm ser ideal como criterio del ser en general. Este es el punto en que se unen la concepción del tiempo como problema existencial con la crítica de la metafísica. El pesimismo schopenhaueriano no es más que una radicalización de algo que estaba implícito en toda la metafísica. Ésta, en cuanto «platonismo», instaura una noción de ser (ideal, moral), que lleva consigo una concepción del tiempo y de la vida como continua destrucción.
La idealidad del ser que Nietzsche reprocha a toda metafísica — y con ello se refiere al ser idéntico e incorruptible del que ofrece su testimonio la verdad— no es simplemente una falsa concepción sino más bien algo así como un síntoma. En él se expresan tanto la enfermedad como una manera falsa de curarla, que produce otro efecto y no la salud. En términos menos
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metafóricos, esto quiere decir que el pensar metafísi- co, llevado por ciertos errores básicos o debilidades, «inventa» un ser idéntico y dominable al que poder atenerse, lo cual lo salva en cierto modo de la destrucción a la que lo llevaría inevitablemente su planteo, reemplazándola por una continua depresión de la vida. Por eso, el pensamiento metafísico es en sí mismo nihilista y la destrucción de sus principios ontológicos básicos sólo es un nihilismo extremo que no retrocede ante las consecuencias necesarias y es por ello el único que puede conducir a su superación. Ésta, sin embargo, sólo podrá provenir de una reformulación del concepto mismo de ser dentro de una diferente concepción de la temporalidad. El eterno retorno será la superación del nihilismo en tanto superación de un pensar metafísico que por su especial concepción del ser y del tiempo desemboca en la necesaria aniquilación de sí mismo (o, mejor, de la vida, que es el nombre que adopta Nietzsche para la apertura del ser que no resulta oculta por el ser idéntico de la metafísica y cuya esencia será la voluntad de poder).
Como ya se ha dicho y volverá aún a verse con mayor detalle, Nietzsche no pretende invertir el «platonismo» y poner simplemente a lo «concreto» como instancia fundante, sino que quiere mostrar que el procedimiento por el que la metafísica intenta trascender lo concreto ha llevado siempre a algún otro lado, a alguna verdad, y que es esto en lo que se traiciona este movimiento mismo, se lo desfigura y se desconocen las reglas del juego de este ámbito significativo central. Lo que Nietzsche combate no es tanto la postergación de lo concreto, su quedar subyugado por un ideal sino el desconocimiento de su verdadera y radical trascendencia, la cual no puede nunca adoptar la forma de un «ente», la forma de un ser que por su propia naturaleza responde a las exigencias y las necesidades de la subjetividad. Identificando el ser del conocimiento con esta última, Nietzsche libera un ámbito del ser cuya
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esencia no es conocimiento y que tampoco se corresponde con los conceptos de verdad y subjetividad. Este ámbito es el que Nietzsche cubre con la voluntad de poder y su condición es la comprensión del tiempo como eterno retomo.
En un fragmento inédito del otoño de 1887, Nietzsche escribe: «La creencia en el ente muestra ser sólo una consecuencia: el verdadero primutn mobile es la
■ falta de fe en lo que deviene, la desconfianza respecto de lo que deviene, el menosprecio del devenir [...]».^
Lo central no es, pues, el establecimiento del ente fijo «que no se contradiga, ni engañe, ni cambie», sino el revelar esa actitud de «desconfianza» y «menosprecio». Atenerse simplemente a la crítica de los valores ideales que se concretan en el «ser verdadero» del platonismo significaría pasar por alto la cuestión verdaderamente fundamental que aquél no hace más que ocultar. La desconfianza y la falta de fe en el devenir son, por el contrario, fenómenos esenciales que requieren toda la atención. Ellos tienen su origen precisamente en la falta de ima significación totalizadora que asegure un sentido y exigen por lo tanto que se pase conscientemente por ellos para poder llegar a una verdadera «transmutación de los valores», es decir, a una concepción no metafísica. A este fenómeno alude Nietzsche, en una primera aproximación, con el «nihilismo», a la toma de conciencia de la caducidad de los valores sustentadores de la metafísica, paso negativo necesario para superarla. Por ello, es necesario tener en cuenta siempre que la lucha de Nietzsche se desarrolla en varios frentes simultáneos: contra la metafísica del «ente verdadero» (de la cual el cristianismo no es más que la versión popular) y contra su perpetuación en una crítica de lo sobrenatural que no se prolongara hasta el ente en general; contra la simple afirmación de la positividad y contra la negación activa del nihilismo. Todos estos fenómenos históricos son para Nietzsche diversas etapas de un proceso que ha llegado a una crisis tal que pone en cuestión de modo
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inmediato y existencia! el valor de la vida misma. La experiencia de Zaratustra es en gran parte el recorrido y la superación de esta crisis, que es también la crisis personal del propio Nietzsche. Para él, la idea del eterno retomo y la creación del Zaratustra son, en cuanto delimitan «el proyecto de un nuevo modo de vivir», la salvación de su «enfermedad mortal».’ A continuación trataré de señalar los pasos decisivos de este camino, sobre los que se hila la idea central del libro.
En el capítulo «De los grandes acontecimientos» aparece la primera anunciación de que ha llegado el momento de formular el eterno retomo: «Es la hora»,* anunciación que es formulada por la sombra de Zaratustra precisamente cuando se dispone a bajar al infierno. Coincide, pues, con el enfrentamiento decisivo, con lo infernal, con la figura más terrible, y con la demostración de que a pesar de ello no será este su fin (tal como creen los pescadores que lo llevan en una versión previa),’ que no será el diablo quien se lleve a Zaratustra, sino a la inversa. Zaratustra se enfrenta con la nada que surge de la profundidad como un volcán y lo primero que descubre es su superficialidad. En la fuerza aparentemente devastadora de los movimientos de transformación política reina en realidad la misma vanidad que en el estado y la iglesia. La transformación que él está buscando no proviene del mido que oculta el vacío sino que se produce en el silencio de la creación de nuevos valores. Pero para ello, habrá que penetrar hacia profundidades reales y no detenerse en la superficie. Como primera aproximación aparece otro demonio que revela que las profundidades no están hechas de fuego sino de oro y risa.’
La imagen de la nada del demonio optimista, que cree actuar desde la profundidad, es superada entonces por el «adivino»,’ que expresa el credo del nihilismo y lo refiere expresamente al tiempo: «Todo es vacío, todo es igual, todo era». La absoluta indiferencia que sigue a la pérdida de todos los valores señala el tiempo del pasado y de la muerte. También es, sin
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embargo, la incapacidad de enfrentarse a ellos: «estábamos ya demasiado cansados para morir; por eso nos mantenemos despiertos y seguimos viviendo... en sepulcros». El anunciador del nihilismo muestra su doble faz ante la muerte: por im lado, huida, y por otro, o quizá mejor, como su consecuencia, consumación y triunfo de la muerte. Esto no es más que otro modo de enunciar su tesis central sobre la metafísica: el rechazo del devenir, la contradicción y el cambio lleva a la instauración de un ser inmutable, que tras su apariencia de vida única y total es en realidad su negación y el triunfo de la muerte, de una nada no pensada ni enfrentada que se enseñorea así de su presunto opuesto.
Las afirmaciones del adivino hacen caer a Zara- tustra en una tristeza y angustia semejantes a la muerte. Al quedarse dormido le sobreviene un sueño que tiene como base un sueño real de Nietzsche ocurrido probablemente en 1877 y cuyo escenario es el del capítulo anterior, lo que muestra que el episodio del demonio está intercalado como otra variante del nihilismo.*® La imagen que aparecía en el sueño de alguien llevando sus propias cenizas, es decir su propia muerte, es desarrollada explícitamente en la versión del Zaratustra: «Había renunciado a toda vida [...]. Me había convertido en guardián de la noche y los sepulcros, allí en la solitaria montaña de la muerte».
El guardián del sepulcro y el que lleva consigo su propia muerte son una y la misma persona, sólo que esta última parece necesitar de la interpretación para reconocerse, mientras que aquélla está inmediatamente presente en la angustia de la «soledad» y el «silencio mortal». En el encuentro de una con otra, que no es más que el reconocimiento de que llevar la propia muerte no puede ser delegado a nadie ni quedar reducido al cuidado de lo muerto —conclusión a la que había llegado el adivino previamente— se produce la liberación, al convertirse en «viento que abre las puertas de la ciúdadela de la muerte»,**
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En la interpretación del sueño que realiza uno de los discípulos aparece el trastocamiento del sentido temporal: «Tu vida misma nos interpreta este sueño, Zaratustra». Y tal como agrega en una versión previa en la que el mismo Zaratustra interpretaba el sueño: «Mirad, mi hoy redime mi antes y el sentido encerrado en él».“ El final del capítulo muestra, sin embargo, que la redención no ha sido lograda aún, que este es un paso previo, pero todavía no se ha llegado a la superación del nihilismo (por eso probablemente Nietzsche eliminó la última frase citada, que en realidad corresponde a un estadio más avanzado). Zaratustra no pierde totalmente su tristeza y no puede desprenderse del adivino, a quien aún tiene que mostrar «un mar en el que pueda ahogarse».
El capítulo siguiente es el titulado «De la redención», al que ya nos hemos referido antes al citar la definición de la venganza, y que es uno de los puntos culminantes de todo el libro. La única verdadera redención de la existencia es la redención de lo pasado y la transformación de todo «fue» en un «así lo quise».“ Sólo de este modo puede el hombre redimir la contingencia de la existencia, sin tener que negarla para convertirse en un instrumento de la venganza. La incapacidad de ejercer la redención del pasado es lo que transforma a la existencia en un peso que hay que aniquilar y que lleva a la instauración de una referencia superior e inmutable en la que aquélla se anula.
Ya en el segundo capítulo de la segunda parte —«En las islas bienaventuradas»— aparecía la relación tiempo-metafísica. En «todas esas doctrinas de lo uno y completo, inmóvil, suficiente e imperecedero», «el tiempo habría desaparecido y todo lo pasajero sería mentira». En contra de esta hipóstasis metafísica, que «no es más que una metáfora», «las mejores metáforas deberán hablar del tiempo y del devenir» y constituir una «justificación de todo lo pasajero».^^
El mundo metafísico, el mundo del ser, es una huida del sufrimiento que origina la indominabilidad del
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^m po. Contra este sufrimiento, que la metafísica transforma en carencia básica, sólo hay una solución: la creación. De este modo se toma la dirección opuesta a la de la huida que confirma la nihilidad de la vida. De lo que se trata es de identificarse al movimiento mismo del devenir, ajustarse a lo que no es fijo e Idéntico y crear hasta que la opacidad de la existencia quede disuelta y haga superflua toda justificación. Esta creación es la voluntad misma; por eso la voluntad es lo liberador, gracias a ella se extingue la solidez sustancial del yo formada por el pasado.
A este pasaje se refiere Zaratustra en el capítulo sobre la redención para separar dos tipos radicalmente diferentes de voluntad: la que da lugar a la venganza y la culpa y aquella que permite una verdadera liberación. En efecto, sólo la voluntad que crea destruyendo al sujeto sustancial es capaz de superar el sufrimiento y el peso de la existencia. La voluntad en sentido corriente, en cambio, no tiene más posibilidad que enfrentarse con un pasado irredimible, ya que, por supuesto, es incapaz de alterar la marcha del tiempo y no puede dominar el pasado. En la medida en que voluntad implica imponer un fin al servicio de un sujeto, su camino es la venganza, la condena de una existencia que se resiste a su dominio. Por el contrario, sólo la voluntad que implica la disolución del sujeto puede salir de la trampa metafísica. Esta disolución no debe confundirse en absoluto con el «querer del no querer», es decir con la destrucción de la voluntad misma. Esto es lo que hacía la voluntad de Schopen- hauer en la medida en que en su origen estaba la carencia. La voluntad que concibe aquí Nietzsche, en cambio, es la pura actividad que no necesita justificación porque al diluir la sustancia diluye el pasado.
Desde esta perspectiva central se puede, tener ima visión unitaria del intento filosófico nietzscheano; en particular se revela el sentido último de la crítica de la moral como im atenerse a significaciones generales reactivas, así como de la crítica categorial que se
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propone destruir toda referencia. Por detrás de las fíjaciones morales u ontológicas, la propuesta de Nietz- sche se centra en el concepto de poder como actividad pura.
Si en el capítulo que acabamos de comentar no culmina la obra es porque aún falta que aparezca de modo explícito el marco que le permita a la voluntad acceder a «algo superior a toda reconciliación».*’
La duplicidad de la voluntad que habíamos comentado antes aparece expresamente en el capítulo siguiente “ mientras que en el último de la segunda parte, en «La hora más serena», se muestra la relación íntima entre los dos caminos. La asunción de la voluntad de poder, de la «redención» del tiempo y de lo que es, no es simplemente la afirmación jubilosa sino también la terrible experiencia de hundirse en la nada, o, como dice al comienzo con una expresiva comparación, el terror de quien se duerme al sentir que desaparece el suelo firme bajo los pies y el sueño comienza. La experiencia para la que se prepara Zaratustra es la de una profunda pérdida de sí y de la realidad, único ámbito en el que es posible enfrentarse a las solidificaciones engañosas que condenan a la existencia.
A partir de allí, Zaratustra, que ha alejado de sí ya toda «contingencia», sabe que se encuentra ante su «última cima», «ante aquello de lo que había estado dispensado durante tanto tiempo».* De este modo comienza la tercera parte del libro, en la que «cima y abismo están ahora confundidas en uno»,'® tal como apareciera ya en «La hora más serena». Para escalar la última cima necesitará descender más profundamente en un camino sin retorno, pues el mismo pie lo borra al caminar y en él está escrito «Imposibilidad».*’
En el capítulo siguiente —«De la visión y el enigma»— se plantea el momento decisivo. Tal como se ha visto en los diferentes niveles, al mismo tiempo que va penetrando en el camino verdadero, que es la disolución del ser metafísico, también va aumentando el sufrimiento, o sea el ser invadido por la nada y el sin-
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Ithtido: «cuanto más profundo ve el hombre en la vida más profundo ve también el sufrimiento» “
■ Esta nada, este sufrimiento, por un lado inevitable e insuperable si no se quiere volver a caer en la seguridad ilusoria de las entidades universales, es, por otro, la contrapartida de estas últimas. En cuanto nada y deseo de muerte, están ya invadidas por el espíritu de la venganza que anima los «mundos ocultos» de la metafísica y la moral. O, mejor dicho, en sentido contrario, es esta concepción de la nada no superada la que dará lugar a las construcciones metafísicas ocultadoras. De lo que se trata aquí, por lo tanto, es de superar esa nada y ese padecimiento sin eliminarlos, en otras palabras, de integrar el sufrimiento del vacío sin que esto sea una razón para ocultarlo, denigrarlo y desfigurarlo, consciente de que con esto se oculta, denigra y desfigura mucho más, aquello que más allá de las valoraciones morales da realmente valor a la vida, su inmanente trascendencia.
El primer nombre que da Nietzsche a esta superación es «valentía». La valentía es la fuerza de abandonar el origen, el pasado y la necesidad de justificación. Al ser capaz de querer el retomo de la vida tal cual fue, «golpea de muerte a la muerte misma». ' La valentía necesaria para la superación de la culpa y la muerte se presenta en dos etapas ejemplificadas por las dos parábolas que se suceden una a continviación de la otra y forman parte del «enigma» que vio Zaratustra: «la visión del más solitario».
En primer lugar, Zaratustra le presenta al enano que representa el espíritu de la pesadez —;al que había cargado sobre sus hombros hasta ese momento y ahora yacía a su lado, sin abandonarlo aún pero liberándolo ya de su carga— una parábola del tiempo formada por dos caminos que se dirigen en direcciones contrarias y se encuentran en un punto, en un portal con dos rostros, en el que está escrito «el instante». Ambos caminos «se contradicen», o sea uno excluye al otro, y por eso, el instante, el único momento vivido.
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es siempre una división, la que establece entre pasado y futuro y la que se establece en la existencia misma, imposibilitada de llegar a ser la totalidad que sin embargo siente que es. El tiempo así entendido es ya una condena. Este es el tiempo que ha concebido siempre la metafísica, que para escapar a esa condena no hará más que hacerla efectiva instalando un ser-verdad fuera de la dimensión del tiempo y rebajando la existencia al carácter de una eterna frustración. Escapar a este dilema es lo que intenta Zaratustra, y por eso le pregunta al enano: «Pero si alguien continuara por uno de ellos y fuera cada vez más y más lejos, ¿crees enano que estos caminos se contradirán eternamente?».”
Ante todo, la respuesta del enano es ilustradora, porque es precisamente la que se supone que es la de Nietzsche: «el tiempo es un círculo». El desprecio de Zaratustra no va dirigido solamente al apresuramiento y la superficialidad del espíritu de la pesadez sino a la respuesta misma. El pensamiento que oculta y trata de expresar alusivamente Zaratustra no es el de la cir- cularidad del tiempo. Esto correspondería más bien a lo que Nietzsche llama «budismo» y que equivaldría a la simple repetición del fenómeno del sinsentido. Sería más bien una «voluntad de nada» que, si bien puede ostentar un carácter más franco que la negación propia de la metafísica, no por ello es su superación. El camino que quiere emprender Nietzsche es otro: a pesar de la primera impresión que produce su argumentación, la intención no es la de afirmar el retomo circular del tiempo sino la de destruir la concepción del tiempo como sucesión. Esto será lo que no podrá soportar el espíritu de la pesadez,” porque aquélla es estrictamente su condición de posibilidad. La liberación de la «venganza» sólo puede ocurrir si desaparece su expresión primera: el tiempo como sucesión o, dicho de otra manera, la concepción de lo existente que se basa en la presencia y exige continuamente ima referencia fuera de sí, vma «totalidad de sentido». Esta unión de la presencia y la referencia externa es el
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modelo básico de la temporalidad sucesiva y es aquello que para Nietzsche hay que romper si se quiere salir de la dualidad mortal impuesta por la metafísica.”
Tal como comentaba antes, el comienzo de la argumentación de Zaratustra parece dirigirse en otro sentido. En efecto, lo primero que parece querer «mostrar» es que, dada la eternidad de los dos caminos (el pasado y el futuro), todo ya tiene que haber ocurrido en ellos, por lo que todo lo que suceda tendrá que ser una repetición del pasado. Se trataría de la eterna repetición de los sucesos intramundanos dentro de una temporalidad lineal. La sucesión no estaría, pues, esencialmente afectada. En este sentido argumentan también muchos fragmentos inéditos: dentro de un tiempo infinito la combinación de situaciones finitas debe ser finita y por lo tanto repetirse indefinidamente. Ahora bien, aimque Nietzsche haya intentado esta vía — por lo demás bastante poco fructífera— creo que su intención fundamental es otra y sólo desde ella se explican su concepción del mediodía como momento primordial del tiempo y su crítica general de la metafísica. Lo importante no son estas argumentaciones sino sus consecuencias, que son para Nietzsche el punto de partida: la destrucción de la sucesión en la medida en que exige una justificación más allá del instante, ya sea como referencia causal, como totalidad de sentido o, en la figura paradigmática de la metafísica, como ente inmutable y verdadero. En efecto, suponiendo la validez de la interpretación anterior, el pasado y el futuro «dejan de contradecirse» y resultan, en realidad, indistinguibles. Pierden de este modo su capacidad de juzgar al presente convirtiéndolo en el fugaz cruce de dos caminos que le son ajenos: el instante no sólo arrastrará tras de sí «todas las cosas venideras» sino también, y sobre todo, «a sí mismo»,® Paradójicamente, al reconocer la necesidad de que «todos nosotros ya hayamos sido», el instante se libra de toda génesis, de la pesadez que lleva consigo toda justificación, para convertirse en revelación de sí mismo. En esencia esto
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es lo «mismo» que retorna en cada hecho, y no el mismo hecho en un tiempo sin retomo.
Si la volvmtad era la solución para el sufrimiento (es decir para la sensación de finitud y carencia ante el sinsentido y la opacidad de lo que es), evidentemente sólo puede ser su cómplice mientras se mantenga la concepción del tiempo que Nietzsche atribuye a la metafísica. Sólo desde la idea del eterno retomo concebida como acabamos de hacerlo, reaparece la comprensión de lo real como voluntad sin que se transforme en una figura de la venganza.
Volviendo al texto, nos encontramos con la segunda parábola, que interrumpe bmscamente la reflexión de Zaratustra sobre el eterno retomo. La figura que se le aparece y que hace que se desvanezcan todas las imágenes anteriores es la de un pastor al que una serpiente se le ha metido en la boca y le muerde la garganta. Este pastor es en realidad Nietzsche-Zaratustra mismo y la serpiente es su propia serpiente* y también el símbolo del eterno retorno. Es la propia idea del eterno retorno la que lo asfixia y está a punto de quitarle la vida, es ella en cuanto radicalización del nihilismo, de la pérdida de todo sentido, que, en la exigencia de destacar absolutamente todo instante, lo hace también con el de lo más pequeño y mezquino.” El dolor de la indiferencia y el nihilismo (el «todo es igual» del adivino) resulta conjuntamente afirmado al afirmarse el instante en la consagración de su repetición; más aún, en la medida en que el nihilismo se ha convertido en el rasgo esencial de la época, la pretendida salvación no será más que el eterno retorno del nihilismo, una potenciación del absurdo. Pero esto sólo es cierto en la medida en que el eterno retorno se siga comprendiendo en el modo en que ha sido expresado por el espíritu de la pesadez: como tiempo circular. La superación de esta concepción, que no haría más que agravar el nihilismo, aparece simbólicamente en la salvación que encuentra el pastor siguiendo los gritos de Zaratustra que le aconsejan. El pastor muerde la serpiente, le corta la cabe-
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Za y la escüpé. De éste modo señala que la única manera de romper el sufrimiento que implica el pasado es romper violentamente con él. Lo que corta el pastor con la serpiente —el animal paradigmático que es al mismo tiempo símbolo del tiempo y del pecado como carencia original— es toda unión con un origen, todo pasado como origen de una deuda y posibilidad de justificación del instante. Entendido así, el eterno retomo no es ya la vuelta de todo sino aquel comprender e identificarse con la «esencia del mundo» que sólo se inaugura y existe en ese acto mismo. Si lo propio de todo lo que existe es acción —en el sentido, todavía por desarrollar, de voluntad de poder— sólo en la acción se está, por así decirlo, a la altura del mundo, y en ella éste se muestra en su «verdad», que se escapa a toda comprobación teórica, o sea, contemplativa. El eterno retomo comprendido como círculo sería una comprobación de este tipo y en ella se confirmaría el nihilismo, al ser algo así como el esquema puro de la referencia objetivista que por otra parte no encuentra su objeto. Lo que intenta pensar Nietzsche con el intento de la destrucción temporal es, en cambio, una verdad que precisamente no se aprehende cuando se habla acerca del mundo (es decir en la actitud teórica que emite juicios sobre el mundo y que ha sido, por lo menos desde Aristóteles, el lugar privilegiado de la verdad, el juicio apofántico), sino solamente en vm actuar que corta continuamente la referencia a un marco de justificación. Por esta razón, la idea nietzschea- na del eterno retorno tiene dos aspectos que resultan difícilmente conciliables, tal como lo han señalado casi todos sus intérpretes: una descripción del mundo y una prescripción para la acción. La unión de estos dos componentes no constituye simplemente xma inconsecuencia de Nietzsche (aunque esto no equivale a afirmar que sea defendible), sino que contiene el núcleo de su pensamiento: sólo en la acción que niega el conocimiento aparece el mundo real en su verdadero ser.“
Con este giro sobre sí misma de la cuestión desapa
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rece el problema de la repetición del nihilismo, pues no se trata en primera línea de una repetición simple de lo que ocurre y porque la correspondencia con la acción que se postula es precisamente lo negado por aquél y aquello que sólo aparece cuando se supera su fundamento esencial; el tiempo lineal.
Gracias a la ruptura con el origen en el que se basa el espíritu de la pesadez, el pastor —representación del propio Zaratustra— ya «no es más un pastor, ya no es im hombre», se ha transformado en un iluminado que ríe.”
Si bien presente en todo momento, la idea del eterno retorno vuelve a ser temática en el capítulo «El convaleciente». Aquí Zaratustra se atreve ya a evocar el pensamiento del eterno retomo, su actitud es más activa y ya es capaz de enfrentarse con él de modo abierto. No por ello la idea deja de ser insoportable y, de modo similar a lo que ya había ocurrido en el capítulo «El adivino», Zaratustra cae como fulminado e inicia un sueño cercano a la muerte que se prolongará siete días, siete días en los que tendrá que crear su mundo a partir de la nada. Al despertar toma una manzana, que en oposición a la de la Biblia es una «Rosenapfeh de aroma agradable.” En el capítulo «De la visión y el enigma» había destrozado la serpiente, o como dirá recapitulando en la sección siguiente «yo mismo ahorqué a la ahorcadora que se llama “pecado”». * Muerta la serpiente, el fmto ha dejado de ser prohibido, ha dejado de ser el fruto del árbol del bien y del mal. Pero con ello también ha dejado de ser el fmto del árbol del conocimiento. Si a de partir de ese momento, en el que ha llegado realmente la curación, Zaratustra no habla ya él mismo de la idea salvadora del eterno retomo sino que sólo son sus animales los que la exponen, esto no se debe a que ellos, «en cuanto seres naturales están más cerca del círculo», como opina Lowith,” sino a lo que aparece expuesto en las primercis palabras que pronuncia Zaratustra al despertar, luego de que los animales lo impulsan a realizar
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su áiluncíación, y qué parecen haber sido poco tomadas en cuenta por sus comentadores.
Zaratustra los anima a que hablen, mejor, a que «charlen», eso lo reconforta, porque «palabras y sonidos son como arco iris y puentes aparentes entre lo eternamente separado». Al llegar a la experiencia más radical de la individualidad (en un sentido que trasciende la identidad individual histórica para concentrarse en la pura afirmacipn del acto individual), el lenguaje pierde su carácter primario de comunicación, porque ésta sólo puede hacerse en un lenguaje común, en significaciones atribuidas a las cosas mismas por la sedimentación de ima tradición que se ha vuelto ahora ilusoria. «Para mí —¿cómo podría haber un fuera de mí?— no hay ningún fuera.» La referencia es para Nietzsche el prejuicio metafísico por excelencia y es lo que desaparece en la experiencia de absoluta individualidad que posibilita el eterno retorno. Este es, desde otra perspectiva, el abismo que amenazaba a Zaratustra. La pérdida de la referencia altera fundzimental- mente el carácter del lenguaje, pero esto no implica para Nietzsche, sin embargo, que el lenguaje quede simplemente despojado de su dimensión significativa y se transforme por lo tanto en un objeto de la acción humana similar a cualquier otro o en un simple instrumento. «Con los sonidos nos olvidamos [de que no hay afuera]; qué agradable es olvidarse.» Desaparecida la referencia, no desaparece la dimensión referencial del lenguaje que —además de proporcionar un alivio momentáneo a la radical falta de sentido— se transforma en una apertura imposible de clausurar, en aquello que permite que «el hombre baile por encima de todas las cosas». El olvido es lo que hace posible el lenguaje, las fijaciones que establecen, en el fondo siempre de manera arbitraria, un significado duradero y un mundo común a los diferentes intérpretes. El eterno retomo es la experiencia de revocar este olvido y por ello el lenguaje es en esa dimensión radicalmente imposible. Queda, por cierto, la posibilidad —^para
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Mietzsche, ía únicá— de habitar ese olvido teniendo conciencia de él, para jugar así con todas las cosas con una actitud muy diferente de la de quien se basa en el conocimiento verdadero, o sea, en la firmeza y la univocidad de la referencia, aunque también diferente de una manipulación instrumental. De cualquier modo, respecto de la experiencia misma del eterno retorno, la consecuencia es su inexpresabilidad, ya que su contenido mismo es la anulación del lenguaje referencial. Esta es la razón última por la que sólo los animales hablan del eterno retorno y nunca Zaratustra mismo, y su discurso tiene algo de superficialidad e ironía. Al ponerse en posición de espectadores, que es la única que permite un lenguaje descriptivo,^ la doctrina del eterno retorno se convierte en una cantilena mecánica, con lo que Nietzsche alude por otra parte a la repetición a la que no se refiere con el eterno retomo. Todo lo que se afirma en el discurso de los 2mimales no son más que aproximaciones desde una perspectiva exterior, la única posible para un lenguaje descriptivo. La única alternátiva es el lenguaje del canto,^ en el que está presente el «gran anhelo» al que se refiere el capítulo siguiente y que es, bajo su forma de perpetua ausencia, la contrapartida positiva de la carencia que Schopenhauer explícitamente y toda la metafísica implícitamente ponían como punto de partida. Esta es ahora exceso, excederse desde la abundancia,* que en lugar de desahogarse en lágrimas desemboca en el canto, afirmación total que al mismo tiempo quiere su finitud, «impulso de la vid hacia el viñador y su cuchillo», tal como dice en este momento clave en clara alusión a Dionisos.”
La problemática temporal se cierra prácticamente con la última parte de «La nueva canción» y con «Los siete sellos», con la que también acaba el tercer libro del Zaratustra (y su secuencia más sistemática). En las doce campanadas con que termina el primero de los capítulos nombrados, Nietzsche rehace el camino recorrido oponiendo al dolor que expresa la profundidad
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del mundo el placer que rechaza la condena de la existencia para aspirar a la eternidad en el instante. La recuperación de la eternidad es el leitmotiv en el que desembocan cada uno de los siete sellos, que van presentando las ideas centrales de Zaratustra. La eternidad ya no está referida, por supuesto, a la permanencia absoluta de un ser presente sino que es, por el contrario, el modo de darse el mundo cuando se han vencido las ataduras vengadoras de la metafísica. Vencerlas es vencer la muerte y desprender lo existente de una conexión en la que aparece deprimido, devaluado por referencia a una imagen suya, a un eidos desde el que se construye una sucesión temporal que no hace más que testimoniar su nihilidad. La eternidad a la que aspira Nietzsche es el triunfo sobre esa temporalidad, mientras que la eternidad platónica no era más que su otra cara. Es eternidad del retomo, de un nacer y perecer sin condena en los que el instante m jy í$§^ cuanto transcurrir, es la eternidad.
NOTAS
1. Además de la evidencia temática, véase el testimonio del mismo Nietzsche en Ecce Homo, donde declara que la idea del eterno retorno es la «concepción fundamental de la obra» (VI, 335). Respecto de esta relación es ya instructiva la relación de los dos últimos parágrafos del libro cuarto de La gaya ciencia, en el primero de los cuales aparece por primera vez «la idea central de Zaratustra» (EH; VI, 336), la idea del eterno retorno, y en el segundo la figura de aquél. También en los manuscritos, la primera mención de Zaratustra se encuentra en el mismo cuaderno en el que aparece el eterno retorno y bajo el título Mediodía y eternidad (IX, 11 [135]), que seguirá empleando en ocasiones como subtítulo de la proyectada Voluntad de poder,
2. IV, 128.3. IV, 180.4. XII, 9 (60).5. K. Lowith, Nietzsches Philosophie der ewigen Wieder-
kehr des Gleichen, Hamburgo, 1978,3 pp. 65 ss. Para la inter
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pretación del Zaratustra, véase especialmente todo el cap. III.6. IV, 167.7. X, 10 (4).8. IV, 170.9. IV, 172.10. Cfr. V.R. von Seydlitz, Wann, warum, was und wie
ich schrieb, Gotha, 1900, p. 36, citado por Colli y Montinari, XIV, 306.
11. IV, 175.12. X, 10 (10).13. IV, 179.14. IV, lio.15. IV, 181.16. IV, 183.17. IV, 193.18. IV, 194.19. IV, 194.20. IV, 199.21. IV, 199.22. IV, 200.23. Cfr., p.ej., IV, 199, 20.24. De cierto modo, Hegel se plantea la misma cuestión
al tratar de disolver la mediación abstracta por la que el entendimiento pasa de una determinación a otra. La lógica es la integración dentro de la mediación del movimiento que la metafísica atribuía a sustancialidades no analizadas. A partir de esta comprensión inicial fundamentalmente común, la superación de la sustancialidad en el despliegue completo de la mediación va por supuesto en una dirección opuesta a la que lo intenta por medio de la destrucción de la referencia. La oposición resultante podría sintetizarse en la que existe entre el comienzo bíblico con el logos y el fáustico con la acción. Mientras que para Hegel las posiciones cuasitrascendentales son a su vez totalizables en un continuo racional, para Nietz- sche no son, en última instancia, más que contenidos de la acción.
25. IV, 200.26. «Es mi serpiente que se metía en mi garganta», dice
una versión previa. Cfr. también «El convaleciente», IV, 273.27. Cfr. IV, 274: «Eternamente vuelve el hombre de que
estás cansado, el hombre pequeño», frase además que en la versión original seguía inmediatamente a la escena del pastor y la serpiente. Véase también, más adelante: «iRetorno también de lo más pequeño! Este es mi hastío de toda existencia». En el mismo sentido numerosos fragmentos no publicados.
28. Esta formulación debe tomarse, por cierto, con muchas reservas. En primer lugar, para Nietzsche no se trataría
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de una negación más que históricamente —en cuanto superación del nihilismo— pero en realidad sería una ilimitada afirmación. En segundo lugar, «ser verdadero» tendría que tomarse en un sentido acorde con lo anterior y divergente de la noción tradicional.
29. IV, 202.30. IV, 271.31. IV, 278.32. Op. cit., p. 77.33. IV, 272.34. IV, 273: «¿Y vosotros lo contemplabais todo?».35. IV, 280.36. IV, 279.37. Véase también, poco más adelante: IV, 280,
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Capítulo 3
LA CUESTIÓN DEL LENGUAJE Y EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO
Creo que estamos en armonía con la dinámica del pensamiento de Nietzsche e incluso con su explícita autocomprensión si consideramos Así habló Zaratus- tra como el punto de partida de todos los escritos posteriores, considerándolo, según la perspectiva que se adopte, como una introducción o como marco que da lugar a los desarrollos subsiguientes.
En el Ecce Homo, Nietzsche escribe: «La tarea para los años siguientes (al Zaratustra) ya está delineada del modo más estricto posible. Una vez resuelta la parte que decía que sí de mi tarea, le tocaba su turno a la mitad que decía que no, o mejor, que hacía que no: la transmutación de los valores mismos hasta ahora vigentes».'
Lo que quedaba bajo la rúbrica aparentemente modesta de una «tarea negativa» era nada menos que establecer el nexo entre las intuiciones que guiaban al Zaratustra y la historia de la metafísica, lo cual implicaba a su vez una doble tarea: la crítica de la metafísica y la fundamentación de la nueva visión del mim- do (independientemente de lo que esto quisiera significar). Esta doble tarea tenemos que tratar de reconstruir ahora, y para ello se ofrecen varias vías de acceso
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¡iltemativas, que corréspoñden al modo mismo en qué Nietzsche trató de enfrentarla, con sucesivos ensayos y aproximaciones. Cada uno de ellos no carece de cierta arbitrariedad y sólo podemos esperar que su recorrido conjunto dé luz sobre las oscuridades que queden en cada tmo de los planteos.
Comenzaremos con la cuestión del lenguaje porque creo que presenta un punto apto para abrirnos sobre la totalidad del pensamiento nietzscheano de este período y porque es una de las dimensiones claves para el propio Nietzsche en el desarrollo de su filosofar, además de ser una perspectiva bastante inédita.
Hacia el final del comentario de Asi habló Zara- lustra nos hemos referido a una concepción del lenguaje que parecía derivarse de la experiencia del eterno retorno y cuyo rasgo central era la negación de un efectivo carácter referencial. Esta concepción, que Nietzsche trata de explicitar en varios fragmentos y que trataremos de aclarar tiene un valor fundamental dentro de la totalidad de su pensamiento. En mi opinión, a partir de ella Nietzsche va forjando la visión ontológica que afirma como lo verdaderamente real el devenir y la voluntad de poder, que adquieren por ello un peculiar carácter «negativo». El límite que Nietzsche experimenta en el lenguaje y su manera de interpretarlo son básicos para el desarrollo de su concepción ontológica.
En un fragmento inédito Nietzsche expresa las dos caras de la cuestión: «[...] el lenguaje está construido sobre los prejuicios más ingenuos [...]. Dejamos de pensar si no queremos hacerlo dentro de la coacción lingüística».^ Por un lado, afirma que el lenguaje está basado sobre prejuicios, es decir sobre errores que no podrían sostenerse, y por otro, el lenguaje —en esas condiciones— parece ser inevitable.
¿Cuáles son los prejuicios sobre los que se basa el lenguaje? En el lenguaje están encerradas todas las categorías metafísicas, o mejor dicho, las categorías metafísicas son la proyección fuera del lenguaje de las
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categorías gramaticales.^ «El lenguaje pertenece, por su origen, a la época de la forma más rudimentaria de psicología: nos adentramos en un basto fetichismo cuando llevamos a la conciencia los supuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho claramente, de la razón. Por todos lados ve un actor y una acción: cree en la voluntad como causa, cree en el yo, en el yo como ser, en el yo como sustancia y proyecta la creencia en la sustancia a todas las cosas, de este modo crea el concepto “cosa”...»^
No se puede salir del lenguaje e incluso los criterios de cosa, significación, etc., sólo pueden surgir en su interior.® El prejuicio metafísico se constituye al formar conceptos tales como los de «cosa», «sustancia», etc., en los que la arbitraria formación de entidades que parece requerir el lenguaje aparece como la estructura misma de lo real. De este modo, lo que quizá sea una necesidad inevitable del lenguaje —aunque no por ello «verdadera»— se convierte en la propiamente real, creando así un mundo ideal como mundo verdadero. El «platonismo» está para Nietzsche ya en la gramática, que es parte de la metafísica, o mejor dicho, su reflejo: «Del elemento más antiguo de la metafísica nos liberaremos en último lugar, suponiendo que nos podamos liberar de él: del elemento que se ha incorporado en el lenguaje y en las categorías gramaticales».*
Por eso la filosofía será en una parte esencial genealogía crítica: «la filosofía, en la medida en que sea ciencia y no legislación, sólo significa para nosotros la más amplia extensión del concepto de “historia”». Partiendo de la etimología y de la historia del lenguaje tomamos a todos los conceptos como resultados [ge- wordenl».^
En la gramática está sedimentada la historia de la metafísica y por ello el lenguaje es el campo de una filosofía crítica, más aún que las ideologías, que son su versión más basta.
Pero si en la gramática ya está el platonismo, tam-
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bien está en todo realismo, ya que la categoría de cosa es ya una proyección indebida del lenguaje a la realidad. Si esto es así, si es imposible salir del lenguaje, ¿queda otra posibilidad más que moverse dentro de sus fronteras y simplemente rechazar la proyección a un mundo real? Esta es una duplicación sin sentido, no hay más mundo que el mundo lingüístico y los criterios de su funcionamiento —si los hay— deberán estar en su interior.
Y sin embargo, aunque parezca contradictorio con lo anterior, Nietzsche mantiene una exterioridad al lenguaje que le permite criticar no sólo la proyección a la realidad de las xmidades sustanciales creadas en en lenguaje, sino ya la formación de esos conceptos mismos. Nos enfrentamos al mismo problema que en el comentario a Así habló Zaratustra se nos presentó respecto de la referencia y que volverá a repetirse al tratar del problema del conocimiento en general y la noción de «apariencia».
Nietzsche parece partir de una posición radicalmente nominalista por la que toda palabra, todo concepto es ya una «metáfora» de lo real* o por lo menos una simplificación que crea una identidad donde no la hay, una igualdad entre lo desigual, y que por lo tanto siguiendo su propio criterio, es falsa, falsifica lo real, aunque se mantenga porque esa simplificación es necesaria, o por lo menos útil, y está garantizada por el consenso social. La palabra hace «común lo que está fuera de lo común», lleva a un denominador común artificial y ordinario lo que es siempre extraordinario.® El lenguaje es una manera de «designar» determinadas síntesis que constituyen una cosa o una situación, con el fin de reconocerlas, es decir con un fin pragmático que Nietzsche distingue claramente del «comprender».*®
La «lógica misma es una consecuente escritura de signos sobre la base de la suposición que se ha hecho» (de que hay casos idénticos).*’ El «es» se reduce siempre a un significa, es decir a la correlación de un de
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terminado esquema significativo interior al lenguaje, y la tarea que hay que realizar y de «la que la mayoría de los filósofos no tiene ni siquiera idea» es una «au- téntica crítica de los conceptos», equivalente a una «historia de la génesis del pensamiento».^
Ahora bien, la «realidad» que Nietzsche postula más allá de las fijaciones del lenguaje —sean éstas superfinas o necesarias— no puede tener el mismo estatuto ontológico que aquella realidad que se viene diciendo que está construida por una proyección indebida de las categorías del lenguaje. Con otras palabras, no puede tratarse de un estado de cosas, por más dinámico que sea, sino que lo que intenta pensar aquí Nietzsche es la absoluta diferencia del mundo respecto del pensar conceptual, la inconmensurabilidad de aquél respecto de éste. Esta diferencia, a pesar de ser irreductible, es la fuente de que el pensar se nutre al no poder renunciar a la referencia externa, cuya concreción, no obstante, siempre sería un engaño.
Podemos profundizar en la misma dirección si tratamos de determinar ahora la concepción de Nietzsche del conocimiento, de la que ya hemos adelantado algunos puntos principales,’ pero que sólo en esta época llega a un desarrollo consistente.
Tal como hemos señalado, su punto de partida es la crítica radical de todo realismo, de toda concepción que se base en entes firmes y constituidos, de los que el conocimiento mediante tales o cuales procedimientos podría dar cuenta, es decir, llegar a la verdad. La crítica de la concepción ontológica subyacente lleva a la crítica de la noción de conocimiento y de verdad. Puede considerarse, sin embargo, que el verdadero punto de partida es la actitud crítica que se presenta en el análisis del conocimiento. Sólo a partir de esta crítica se va desarrollando, y en realidad sólo de manera negativa, lo que se podría denominar la ontología «positiva» de Nietzsche.*'* Para llegar a ésta debemos
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pues partir de aquélla, y quizá nunca abandonar completamente su campo.
El punto de partida de la destrucción nietzscheana del conocimiento es indudablemente Kant. En esto Nietzsche se mueve en la misma tradición que el idealismo alemán, para quien también la superación kantiana del empirismo y el dogmatismo constituyó una base ineludible, así como un motivo fundamental la superación de las dualidades resultantes desde una perspectiva no empirista. Su forma más destacada —el dualismo entre el fenómeno y la cosa en sí— es desde el primer momento el punto de ataque, con la conciencia de que, a pesar de que Kant afirme la incognoscibilidad de la cosa en sí y para nosotros no pueda ser más que una «mera X», ésta sigue siendo la base que sostiene todo el edificio. Esto se afirma, no en el sentido de que sea necesaria para la sistemática interna de las condiciones a priori del conocimiento, sino en el de que asegura su carácter trascendental (en su significado kantiano), es decir su ser, al mismo tiempo, constitutivas del objeto que se presenta en la experiencia y, por ello mismo, objetivas. De este modo, Kant había logrado una doble finalidad: el establecimiento, en contra del empirismo, de las condiciones subjetivas como (co-) constitutivas del mundo y su mantenimiento como límites del conocimiento. Los planteos del idealismo alemán, y también el de Nietzsche, parten del intento de radicalizar el primer factor y pasar así por alto el segundo.
Para Nietzsche, el carácter subjetivo de las categorías con las que conocemos, o ya percibimos, los objetos de la experiencia es una muestra de su carácter ficticio. Una vez mostrado que aquello que constituye el objeto no es, en realidad, «objetivo», no hay manera de devolverles a nuestros juicios y percepciones el fundamento ontológico que poseían, y mucho menos mediante el recurso a una «cosa en sí» que es precisamente la categoría fundamental que se ha generado en el interior del entramado del conocimiento: «La "cosa”
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no es más que una ficción, la “cosa en sí" ya una ficción indebida y contradictoria».’* «La distinción entre cosa en sí y cosa para nosotros se basaba en la antigua e ingenua percepción que le adosaba una energía a las cosas; pero el análisis dio por resultado que también la fuerza ha sido introducida imaginariamente, al igual que la sustancia. “La cosa afecta a un sujeto”. Raíz de la representación de sustancia en el lenguaje, no en el ente fuera de nosotros. ¡La cosa en sí no es un problema!» “
La conclusión que saca de esto es consecuente y radical: «pero el conocimiento absoluto, y por consiguiente también el relativo, es asimismo una ficción».”' Si no se puede mantener una cosa en sí, o sea, si no se puede mantener la idea sustancial de cosa, el conocimiento mismo no es posible, o, mejor dicho, adquiere el mismo carácter ficticio que la cosa misma.
La crítica de Nietzsche no es, sin embargo, deudora de un «ínconfesado tradicionalismo» que rechaza el conocimiento al no poder afirmar su absolutez.’* Lo que afirma —dirigiéndose ante todo a Kant— es que sin una sustancialidad (en sí) no tiene sentido hablar de conocimiento como «conocimiento de» algo y que esa idea de sustancialidad es insostenible. En realidad, creo que la crítica que Nietzsche le formula a Kant podría expresarse del siguiente modo: su demostración de la dependencia de la sustancialidad respecto de las condiciones del conocimiento es correcta, sólo que entonces no se trata propiamente de conocimiento en el sentido que tradicionalmente se le atribuía al término, sino de una ficción, y de una ficción determinada. Para ocultar esto, Kant recurre a una cosa en sí que, juntamente con la unidad de la apercepción que es su reflejo, tienen que garantizar lo que ya no es garantizable: la verdad y firmeza de ese mundo.
Desde esta reconstrucción resulta claro por qué Nietzsche formula con actitud crítica y polémica algo que Kant hubiera aceptado sin dificultad: «La mayor
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pbbulacíón es la del conocimiento. Se quisiera saber 6ómo están constituidas las cosas en sí: pero, véase, |no hay ninguna cosa en sí! Pero suponiendo incluso que hubiera un en sí, un incondicionado, por eso mismo no podría ser conocido: de lo contrario no sería precisamente incondicionado [...]. Conocer [...] quiere decir, pues, en todas las circtmstancias, jijar, designar, volver conscientes condiciones (no indagar esencias, cosas, “en sí”)».”
El condicionamiento tiene para Nietzsche el efecto de destruir finalmente el conocimiento mismo porque destruye su base de sustentación, una noción sustancial que Kant, sin embargo, inconsecuentemente mantendría al fijar el conocimiento a los polos fijos de una cosa en sí y un sujeto cognoscente idéntico y dado. Por eso, las críticas de Nietzsche a la noeión de «cosa en sí» son tanto una crítica a ingenuas concepciones prekantianas como críticas a Kant, y a éste no sólo en el sentido de su cosa en sí incognoscible sino en el más amplio de que este concepto contamina aun su concepción del fenómeno. Gracias a ello, Kant puede preguntarse «cómo es posible el conocimiento», dando por sentado, precisamente, que el conocimiento es un hecho:
«El proton pseudo: ¿cómo es posible el hecho del conocimiento?
»¿Es el conocimiento un hecho?»[...] Si no “sé” si hay conocimiento, no me puedo
plantear de modo racional la pregunta "qué es el conocimiento” . Kant cree en el hecho del conocimiento; lo que quiere es una ingenuidad: el conocimiento del conocimiento.
»E1 conocimiento es un juicio. Pero el juicio es una creencia de que algo es de tal o cual manera. ¡Y no conocimiento 1» “
Este es «el prejuicio teológico de Kant, su dogmatismo inconsciente, su perspectiva moralista».^' Esta última no sólo se demuestra en el papel que desempeña la «cosa en sí» en el mundo moral sino también, a
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la inversa, este papel es revelador del carácter moral que tiene el aseguramiento del conocimiento dentro del saber teórico. El mantenimiento de la noción de verdad, la afirmación, a pesar de todo, de un mundo sustancial es un hecho moral y tiene por lo tanto sus raíces fuera del conocimiento.
Nietzsche parte, pues, de una perspectiva kantiana para criticar a Kant, reprochándole mantener subrepticiamente aquello que en realidad él mismo había aniquilado. Nietzsche pretende actuar con Kant contra Kant y desenmascarar así los móviles no cognoscitivos que impregnan su filosofía. Sin entrar en detalles acerca de esta cuestión, lo que interesa recalcar ahora es que todo lo anterior exige plantearse la pregunta sobre el estatuto, la función y el sentido del enfoque «sus- tancialista» que de un modo u otro parece haber reinado siempre en la filosofía. La genealogía que parte de aquí es de capital importancia para el pensamiento de Nietzsche, ya que no se trata simplemente de desenmascarar una ideología sino que, al estar en juego la racionalidad misma, lo que esté «por detrás» de ella deberá ser congruente con aquella «estructura de lo real» negada por la sustancialización propia del pensar metafísico. En otras palabras, la «esencia de lo real» deberá pensarse de tal manera que también dé cuenta del fenómeno del conocimiento.
Volviendo a la concepción resultante de la destrucción del objetivismo, Nietzsche formula; «Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno "sólo hay hechos", yo diría; no, precisamente hechos no hay, sólo interpretaciones. No podemos establecer ningún hecho "en sí", sólo interpretaciones».^
Pero esto no significa, por supuesto, una reducción a la subjetividad: «"Todo es subjetivo”, decís vosotros. Pero esto es ya una interpretación, el sujeto no es algo dado sino algo inventado y agregado, algo puesto detrás. ¿Es, en última instancia, necesario volver a poner el intérprete detrás de la interpretación? Esto ya es poesía, hipótesis».^
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La crítica de la noción de sujeto ocupa un lugar central dentro de la crítica del pensar metafísico y a ella nos referiremos más adelante con mayor detalle. En este momento baste con puntualizar que es por lo menos el correlato necesario de la concepción sustancial o, más aún, su forma más pura, aunque precisamente por ello, también el punto de inflexión posible para desprenderse de ella. «El “yo” es el único ser según el cual hacemos o comprendemos todo ser», pero eso es justamente lo que revela la ilusión perspectivis- ta; el yo se transforma así en «la unidad aparente en la que todo confluye como en una línea del horizonte La radicalización de la postura kantiana, y en general de toda la metafísica moderna de la subjetividad, tiende a la superación de la subjetividad y consecuentemente de la metafísica. Por eso, Nietzsche puede decir que «Kant en realidad quería demostrar que a partir del sujeto no puede demostrarse el sujeto, y tampoco el objeto. Surge la posibilidad de una existencia aparente del "sujeto" ».“
A través de esta interpretación y crítica de Kant resulta claro que el conocimiento como tal, su pretensión de captar verdades acerca del mundo es, para Nietzsche, la consecuencia de un error insostenible. Esta conclusión, que podría llevar a una postura escéptica, le abre una perspectiva diferente que podría analizarse en los elementos siguientes. En primer lugar, el conocimiento cumple una función diferente de la que se le atribuye, es decir de la de conocer. Esto, a su vez, sólo resulta comprensible a partir de la transformación que se ha ido operando en la concepción general de lo que es durante la crítica del conocimiento. En efecto, éste no es condenado por una imposibilidad de orden gnoseológico sino porque las categorías que lo constituyen como tal y que presentan a la verdad como adecuación (del intelecto o la proposición) a la cosa son ficciones. Si son ficciones, esto parece indicar que detrás de ellas hay realmente un mundo verdadero que resulta inaccesible y sería por 1q tsinto existente
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en sí. Esto último es lo que Nietzsche —contrariando todas nuestras costumbres de pensamiento— en parte niega y en parte afirma, Nietzsche niega decididamente que detrás de ese mundo ficticio y aparente de los conceptos haya un mundo existente en sí que se le escaparía al conocimiento. Afirmar esto sería evidentemente repetir la posición de una cosa en sí, contra la que ha dirigido todo su ataque, Pero, y es lo paradójico, esto no quiere decir para Nietzsche que no haya im mundo. Éste es siempre diferente de las entidades que aparecen en el conocimiento, pero esto no quiere decir que tenga existencia sustancial. El mundo conceptual será siempre una ficción, que en la medida en que sea consciente de ello sabrá que es una manera de ordenar un mundo que siempre lo excede, sin que por ello sea una simple indeterminación.^ Este mundo no puede ser otra concepción del ser sino que se muestra en la imposibilidad de ser concebido.” Mientras que toda la metafísica ha equiparado siempre de alguna manera ser y concepto, pues aunque haya limitado el conocimiento humano ha hecho co-extensi- vos el ser y el pensar, Nietzsche afirma la absoluta discrepancia de los dos órdenes,” eliminando así de modo radical todá trascendencia, que desde esta perspectiva no sería más que un sojuzgamiento de lo que es bajo el concepto representante. Pero la trascendencia se afirma nuevamente en otro sentido, en un sentido no cognoscitivo (la mera X o aquello que no se puede alcanzar están ya bajo el dominio del concepto), como un excederse de todo lo que es.
Creo que desde esta perspectiva debe comprenderse todo lo que aparece en Nietzsche como una ontolo- gía «positiva», incluyendo su reinterpretación del conocimiento, y en primer lugar las nociones de «devenir» y «poder».
Sentadas estas bases generales, volvamos al primer aspecto antes señalado, es decir a la reinterpretación del conocimiento una vez realizada la crítica de su concepción tradicional.”
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En primer lugar, el conocimiento es un trabajo de preación, y en cuanto tal también es un «no-conocer». ® ]Por momentos aparece como un «deseo» o como «alimentación», es decir, como el medio o el acto de apropiarse el mundo®* transformándolo previamente de manera que se adapte a las posibilidades y capacidades luunanas: «Conocimiento: el posibilitar la experiencia gracias a que se simplifica enormemente el suceder real, tanto de parte de las fuerzas que actúan, como de nuestras fuerzas conformadoras: de manera tal que parece haber cosas similares o iguales»?^
El conocimiento es —o por lo menos supone— ®® la actividad por la que la experiencia ya se ha transformado en experiencia humana, es decir, en algo asimilable y utílizable por la especie. «Todo el aparato del conocimiento es un aparato de abstracción y simplificación, dirigido no al conocimiento sino al apodera- miento de las cosas.» ” Estas, por supuesto, no son cosas existentes sustanciales sino que han sido conformadas de modo tal que resulten dominables; «Un mundo en devenir no podría, en sentido estricto, ser “concebido", "conocido”: sólo en la medida en que el intelecto “concipiente” y “cognoscente” se encuentra con un mundo basto ya creado, moldeado de puras apariencias, pero firme, sólo en esa medida hay algo así como un conocimiento».®®
Puesto que «no hay ser», la función del conocimiento —o de una etapa constitutiva previa que le prepara el terreno— es la de constituir los casos idénticos que permitan el cálculo y el dominio. El mundo del conocimiento, el mundo de los entes fijos, no es pues, más que una ficción construida con fines de dominio. Antes habíamos visto que el mundo «verdaderamente real», más allá de las ficciones del conocimiento, «no existe como mundo “en sí”»®* sino sólo como «diferencia», como el «excederse», como un «salir de sí» en el que habíamos descubierto la esencia de lo que Nietzsche llama «poder» y «devenir». El conocimiento, una vez eliminadas todas las fantasías con que se autodefine.
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está también caracterizado por ese poder. La esencia del conocimiento es poder, es dominación del ente que ha sido puesto a su disposición.
Con esto pareciera que Nietzsche hubiera llegado a una reconciliación con el conocimiento, que la crítica sólo se había dirigido a una falsa autocomprensión que una vez eliminada dejaría las cosas como estaban, reconociendo ahora que se trata de una forma de poder y de dominio. Esto no pasaría, sin embargo, de ser una visión unilateral de lo que Nietzsche entiende por «poder», aunque es innegable que él mismo da lugar en determinadas ocasiones a una comprensión muy simplificada de su concepción fundamental. Ante esa unilateralidad, resulta importante destacar 1) que poder y voluntad de poder no significa en primera instancia más que aquella forma de acercarse a lo que existe en que se prescinde de sus determinaciones sustanciales; 2) que por lo tanto obviamente «todo es voluntad de dominio», lo cual se diferencia, sin embargo, de una afirmación esencial; 3) que por consiguiente también el conocimiento es voluntad de poder, lo cual no implica ninguna valoración especial sino el intento de determinarlo fuera de su autocomprensión esencialista que se ha mostrado falsa e inadecuada. Habrá que determinar, sin embargo, en qué sentido y con qué función ejerce el conocimiento la voluntad de poder. Si bien el criterio es en cierto punto la maxi- mización cuantitativa del poder, es evidente que este criterio varía a su vez según la perspectiva que se adopte. Por un lado, todo lo que fortalezca un sujeto dado parecer ser que significa un aumento de poder (del sujeto), mientras que por otro, desde una perspectiva más general, significa una disminución del poder, en la medida en que fortalece la unidad sustancial del sujeto (eliminando así la diferencia interna) y reprime el surgimiento de los poderes a los que somete (eliminando la diferencia externa). Esta ambivalencia parece ser intrínseca al pensamiento de Nietzsche y provenir de la relativa ambigüedad que exi§te
m
entre la afirmación de la propia diferencia y el surgimiento de la diferencia en toda su posibilidad. Si bien creo que esto último está más cerca de su idea fundamental, probablemente exigiría adoptar en cierto modo una perspectiva universal para la que no se podría encontrar ningún criterio válido.
NOTAS
1. VI, 350.2. XII, 5 (25).3. V.A. Danto, Nietzsche as Philosopher, Nueva York, 1965,
p. 122: «La filosofía no ha sido tanto una desviación del uso ordinario como una proyección de la estructura gramatical del lenguaje ordinario sobre la pantalla neutral de la realidad».
4. El Ocaso de los ídolos, VI, 77.5. Cfr. R.H. Grimm, Nietzsche’s Theory of Knowledge, Ber-
lín-Nueva York, 1977, pp. 107 ss.6. XII, 6 (13).7. XI, 38 (14).8. O, más aún, una metáfora de una metáfora. Cfr. Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral, I, 879.9. XII, 10 (60).10. XII, 1 (50).11. XI, 40 (27).12. id.13. Véase l.“ parte, cap. 3.14. Incluso autores que reconocen que Nietzsche no puede
dar simplemente una caracterización positiva del mundo, parten de su concepción ontológica para explicar la crítica del conocimiento. Véase p. ej., Grimm, op. cit., caps. 2 y 3.
15. XI, 38 (14).16. X, 24 (13). Véase también, p.ej., XII, 5 (4): «El punto
débil del criticismo kantiano se ha hecho visible paulatinamente hasta a los ojos menos sutiles: Kant no tenía ya ningún derecho a hacer la distinción entre “fenómeno’' y “cosa en sí”. Él mismo se había quitado el derecho de seguir diferenciando de ese modo antiguo y habitual en la medida en que rechazaba que del fenómeno se concluyera una causa del fenómeno».
17. XI, 38 (14).18. J, Habermas, «Nachwort» a F. Nietzsche, Erkenntnis
theoretische Schriften, Francfort, 1968.19. XII, 2 (154).
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20. XII, 7 (4).21. Id.22. XII, 76 (60).23. Id.24. XII, 2 (91).25. XI, 40 (16).26. Cfr. XI, 26 (70): «Cuanto más cognoscible es algo, más
lejos del ser, más concepto».27. Una interpretación con puntos de contacto con la ofre
cida aquí es la que hace Danto desde una perspectiva más analítica. Danto señala que Nietzsche, después de criticar la dualidad kantiana, la mantiene: «sentía... que aún quedaba un mundo». «Puesto que quería decir que todas nuestras creencias eran falsas, estaba obligado a introducir un mundo respecto del cuál fueran falsas; y éste tenía que ser un mundo sin distinciones, ciego, vacío, sin estructura» (op. cit,, p. 96).
28. Cfr. al respecto M. Foucault, op. cit., aunque a mi juicio plantea de manera errónea la relación con Kant.
29. Obviamente en la obra de Nietzsche no se trata de dos formulaciones sucesivas sino que los diferentes aspectos se van desarrollando conjuntamente.
30. X, 12 (14).31. X, 5 (1) 213, 12 (14) y 24 (14), todos del año 1883 o
comienzos de 1884; la idea vuelve a repetirse en XI, 25 (377) y, algo más elaborada, en XI, 34 (252) y 38 (10) (mediados de 1885).
32. XI, 34 (252).33. Cfr. X, 8 (25): «No habría algo que pudiera llamarse
conocimiento si el pensamiento no transformara primero el mundo en “cosas’', en algo igual a sí mismo». Véase también XII, 2 (91).
34. XI, 26 (61).35. XI, 36 (23).36. XIII, 14 (93).
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Capítulo 4
LA CONCEPCIÓN DE LA VERDAD
Los puntos de partida de la crítica de la noción de verdad ya han sido adelantados en el capítulo refe* rido a los cuadernos de 1880 y posteriormente en el comentario de las concepciones del lenguaje y el conocimiento. Paralelamente a la crítica de la referencia extralingüística y del conocimiento como aprehensión de una entidad subsistente en sí, se desarrolla la crítica de la verdad como adecuación. Los argumentos que emplea Nietzsche en contra de la noción de verdad como correspondencia se basan en aquéllos y fundamentalmente muestran la inconsecuencia de vm principio que al mismo tiempo que sostiene que la verdad consiste en la adecuación entre el juicio y la realidad, tiene que suponer un acceso directo a lo real para tener un sentido.’ Sin esta postura dogmática e inconsistente, sostiene Nietzsche, la teoría de la correspondencia se viene abajo. Los principios de lo real están ya incluidos en los juicios y por lo tanto no son un conocimiento en sentido estricto sino una creencia. «La creencia es ya el primer comienzo en toda impresión de los sentidos: una especie de decir que sí, la primera actividad intelectual. Un "tener por verdadero" en el comienzo.»^
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El punto de partida es la creencia de que existe la posibilidad de atenerse a algo objetivo. A partir de ella, se genera todo un aparato cognoscitivo racional que se engaña sobre su propio origen. «Los actos de pensamiento más originarios, la afirmación y la negación, el tener-por-verdadero y no-tener-por-verdadero están ya dominados por la creencia de que hay un conocimiento, de que el juzgar puede realmente aprehender la verdad.»^
Pero que algo pueda ser «en sí verdadero» es el «sinsentido fundamental».^ El mundo, tal como lo experimentamos, ha sido creado por nosotros, y en ese sentido, «la admiración de la verdad es la consecuencia de una ilusión».* Los «hechos fundamentales en los que se basa la posibilidad de juzgar y deducir» son «las formas fundamentales del intelecto» y nada más que eso.*
Los mismos principios de la lógica no hacen más que recoger los postulados que se han introducido en el suceder mismo."' Esto genera una necesidad subje- ’tiva que luego se toma falsamente como verdad y que se extiende hasta las categorías más elementales: «Hemos sido nosotros quienes creamos “la cosa", la cosa igual, el sujeto, el predicado, la acción, el sujeto, la sustancia, la forma, después de haber practicado durante largo tiempo el igualar, el simplificar, el hacer más basto (grob machen).
»E1 mundo nos aparece lógico porque primero lo hemos logificado.» *
El principio de no contradicción no tiene nada que ver con una verdad sino que es im principio normativo, «un imperativo acerca de aquello que debe valer como verdadero».’ La prohibición de la contradicción parte de la creencia «de que podemos construir conceptos, de que un concepto no sólo designa lo verdadero de una cosa sino que lo aprehende».*®
El mundo, nuestro mundo, no es más que «apariencia y error». Aun sin proyectar un mimdo existente detrás del nuestro, sigue siendo apariencia y error.
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por vivir de algo que no se puede legitimar: la verdad, la identidad y, en general, todas las categorías que constituyen y regulan el mundo. La oposición entre la verdad y el error carece totalmente de sentido: «La verdad no designa una contraposición al error sino la posición de ciertos errores respecto de otros, por ejemplo, que son más antiguos, que están más profundamente incorporados, que no sabemos vivir sin ellos y cosas por el estilo»."
Ni lo que se denomina verdad ni lo que se denomina error se distinguen esencialmente, por lo menos no por el hecho de que acierten o no con lo realmente existente. Las diferencias serán de otro tipo, otras serán las razones por las que unos se impondrán y otros no. Todos, sin embargo, serán para Nietzsche «errores». Al decir esto, en primer lugar aplica el mismo concepto de verdad en cuestión. Lo que se afirma verdadero es falso en la medida en que no corresponde a algo real. Esto puede tener un doble sentido. El que no corresponda a algo real puede querer decir tanto que no existe algo así como un referente real, y es por lo tanto falso en su pretensión de verdad, o también puede querer decir que no corresponde a nada porque reproduce falsamente lo real. Ambos significados se unifican para Nietzsche en la medida en que la no existencia de una referencia externa se identifica con la «existencia» de un mundo que por no estar estructurado «como ser» (es decir sustancialmente) no puede encontrar su expresión en palabras y conceptos. La tesis central de Nietzsche al respecto parece ser que la verdad es un error porque intenta una referencia que no sólo no puede encontrar su objeto sino que además es una negación de un mundo más profundo, un continuo cerrarse a un nivel de experiencia más esencial. En este punto vuelve a producirse la misma ambigüedad que habíamos observado antes respecto del lenguaje, al señalar que su carácter de ficción puede tener por consecuencia tanto mantener con la menor fisura posible la falta de referencia de lo que se
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dice —sin recurrir a fundamento alguno—, como tratar, dentro de la conciencia de su relativa imposibilidad, de superar este tipo de lenguaje. Podría decirse que la primera de las posiciones —y de sus equivalentes en los demás niveles— proviene de partir de que no hay fundamento, de que el fundamento es un lugar vacío, de que la diferencia es nada; el otro, en cambio, parece partir de la «existencia» de esa diferencia, aim- que no como diferencia óntica que llevara a la postulación de un principio meta-físico. Estas dos perspectivas se entrelazan continuamente, sin que resulte totalmente clzu-o si el propio Nietzsche llega a distinguirlas.
Pero si la verdad no se distingue esencialmente del error, se plantea la pregunta de «cómo son posibles la apariencia y el error» que constituyen el mundo; «La verdad es la especie de error sin la cual una especie de seres vivientes no podría vivir. El valor para la vida decide en última instancia».^ Nietzsche defiende así, respecto de la verdad, tal como se la entiende corrientemente, una teoría pragmática extendida hasta los niveles más básicos de la comprensión y la formación del mundo.'^ Todo ser que percibe genera su mundo exterior al poner «fuera de sí, en la experiencia, su fuerza, sus deseos, sus costumbres».*^ «Por ello, la totalidad del mundo orgánico es el entrelazamiento de seres con pequeños mundos inventados a su alrededor.» **
Cada ser es una especie de «mónada», en cuyo interior, a diferencia de la mónada de Leibniz, no se refleja el mundo entero sino sólo su propio mundo, que no es más que la forma que necesita su afirmación, que el tipo de «simplificación» del mundo exterior que tiene que realizar de acuerdo con su propia estructura. En este segundo sentido, «mundo exterior» no quiere decir ya el mundo exterior representado de un determinado ser ni tampoco un mundo objetivo del que todos los demás serían escorzos o falsificaciones. Este «mimdo exterior» son las relaciones de fuerza con to
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dos los demás seres que resultan simplificadas y traducidas de acuerdo con las necesidades del caso y de modo tal que sean dominables. El primer mundo exterior es, pues, siempre una «ficción» con el fin de dominar ese segundo mundo que por definición siempre le excede, pero no porque excediera su posibilidad de representación sino por ima diferencia categorial fundamental.
El mundo de lo que se conoce, la totalidad de los entes, no es pensada desde sí misma, sino siempre desde un «horizonte» que sin embargo no parece poder volverse temático en cuanto tal.“ La idea a veces expresada de que Nietzsche critica y desautoriza un pensamiento de la «totalidad» puede verse desde esta perspectiva: toda visión que pretende abarcar la totalidad tiene que pasar por alto la diferencia respecto de un horizonte que la constituye. Éste, a su vez, no puede ser abarcado en ese sentido, precisamente porque no tiene un horizonte. Toda perspectiva, en cambio, lo impone necesariamente y es por eso la única manera posible de ver, que al mismo tiempo se convierte simplemente en «mentira» en la medida en que cierra otras perspectivas. Impedir esto es quizá para Nietzsche la única manera lícita de expresarse que tiene esa diferencia.”
Más acá de este ámbito, que definiría lo que podría llamarse la ética nietzscheana, sólo queda lugar para una moral que intente dar un valor objetivo, sobreagregado, a lo que responde a una necesidad de simplificar y dominar el mundo: «Al mundo que tiene valor, ¡lo hemos creado! Al reconocer esto reconocemos también que la adoración de la verdad es ya la consecuencia de una ilusión —y que más que ella hay que apreciar a la fuerza conformadora, inventiva... que era Dios. ¡Todo es falso! ¡Todo está permitido!».'*
Pero si bien el sentido de la verdad pierde su justificación moral, debe legitimarse ante otro foro: como medio para la conservación del hombre.*’ El conocimiento es un instrumento al servicio de la vida
ÍÚ 5
y, en primer lugar sólo tendrá en cuenta aquello que sirva para su conservación.® En segundo lugar, se preferirá lo útil, que quedará incorporado paulatinamente por costumbre y herencia. De este modo, para el mantenimiento de la vida se generan ciertas categorías del mundo exterior a las que no sólo no corresponde nada real sino que tienen que desfigurar y an- tropomorfizar el mundo exterior para poder afirmarse. Efectivamente, entre el devenir irrefrenable del que podemos adquirir una vaga idea al destruir las unidades sustancíales, y el conocimiento, creador de un mundo de entes fijo, existe una «contradicción», y por eso Nietzsche puede decir que «para la conservación de algo viviente se necesitarían errores fundamentales y no verdades fundamentales».
A costa de ser repetitivos, volveremos a decir que el hecho de que Nietzsche hable de «errores» no es una simple inconsecuencia consistente en volver a aplicar el criterio que acaba de desecharse, sino que tiene por finalidad describir una característica esencial de todo juicio que se afirme verdadero y, en general, de toda creencia: su cerrar la posibilidad que constituye esencialmente el mundo y dejarlo aparecer sólo desde la positividad de hechos que son coextensivos a la conciencia. Nietzsche rechaza de antemano toda posibilidad de síntesis que incluya en el modo de la disponibilidad el horizonte de posibilidad que es el mundo. Pero no por ello éste queda reducido a un total constructivismo.^*
Esto es así, porque, a diferencia del pragmatismo, Nietzsche sigue consciente de la correlación que existe entre la «construcción» de un mundo y los sujetos en referencia a los cuales esto sucede, aunque en su formulación más extrema tienda a eliminarlo. Si el conocimiento es, junto con otras actividades, una función del dominio, no puede partirse sin más de un sujeto cualquiera ya constituido para pensar la relación de dominio. Nietzsche repetiría con el pragmatista la crítica de Hegel a Kant bajo supuestos no cognos
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citivos: el mantenimiento del sujeto pragmático es inconsecuente y por ello será necesario disolverlo, para dar lugar a relaciones entre factores que no se reduzcan a entidades morales y a un actuar práctico que supere los marcos de referencia del individuo y, a fortiori, de la especie. De este modo, Nietzsche llegará a la eliminación del sujeto en su esquema ontoló- gico (con lo que posibilidad y poder llegarán a una singular identificación y tensión), trascendiendo así los marcos del pragmatismo.
Según a qué nivel se tome, será entonces diferente el sentido de la relación entre la «verdad» y la vida, de acuerdo con la ambigüedad que conserva en Nietzsche este término.^ En efecto, vida significa tanto la subsistencia de la especie o del individuo como el impulso vital que no parece reconocer límites, ni siquiera en aquel o aquellos que se atribuyen ser sus sujetos. En ese sentido, el mismo fenómeno puede servir a la vida y estar en contra de ella, puede, por ejemplo, fortalecer a la especie y reprimir un impulso vital. Dado que este último parece ser el modelo con el que Nietzsche piensa el mundo no sustancial, aquél sólo podrá concebirse como una forma rudimentaria de él. Pero este intento de unificación no salva las tensiones que surgen entre uno y otro significado.
Esta situación sólo puede afrontarse con cierta corrección si se aclara el concepto de «poder» (y conjuntamente el de «voluntad de poder»), tarea a la que nos abocaremos poco más adelante. Efectivamente, al igual que con el concepto de «vida», en él se produce una inflexión del pensamiento que en un cierto momento da la impresión de dirigirse en contra de sí mismo. Pero por ahora, contemplemos un poco más de cerca la relación entre la verdad y la vida.
Tal como ya señíiláramos, la estructura ontológica sobre la que se basan el conocimiento y el lenguaje corriente no constituyen más que la expresión de las condiciones de vida de la especie: «hemos proyectado
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nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general».“
La confianza en la razón y en la lógica no tiene más base que su utilidad para la vida, ya que «la vida está basada en la suposición de una creencia en algo duradero y que retoma regularmente; cuanto más poderosa la vida, tanto más amplio tiene que ser el mundo previsible, el mundo que, por así decirlo, se ha convertido en ente. Logificación, racionalización, sistematización como medios auxiliares de la vida». ''
Y sin embargo, precisamente en la medida en que la vida no es solamente la conservación de la especie sino que es esencialmente deudora de (o, más simplemente, es ella misma) ese mundo que queda negado en beneficio de su manejabilidad, se enfrentará necesariamente con la «verdad» que parecía sustentarla: «Pues, ¿qué fuerza ha sido la que nos ha obligado a abjurar de aquella “creencia en la verdad”, sino la vida misma y todos sus creativos instintos básicos?».“ Sin estas creencias, «no habría nada viviente»,^ y sin embargo son ellas mismas las que parecen volverse en contra de la función que cumplían: «suponiendo que vivimos como consecuencia del error, ¿qué puede ser en todo esto la "voluntad de verdad”? ¿No tendría que ser una “voluntad de muerte”?».^
Esto podría solucionarse sosteniendo que lo anterior sólo se aplica al pensamiento metafísico en sentido estricto, es decir a la duplicación de las condiciones de vida en im ilusorio mundo ideal. Este es sin duda el primer blanco de la crítica de Nietzsche, pero no el único.® La crítica no se dirige sólo a la metafísica como una forma pasada de pensamiento, sino fundamentalmente a una concepción de lo que es, que está sedimentada ya en nuestro lenguaje y parece obligarnos a un compromiso metafísico. Con la destrucción del concepto de verdad como adecuación y de la idea de la existencia de un mundo-verdad se abre ante todo la posibilidad de utilizar cada verdad al servicio de la vida, de considerar su valor no en cuanto corres
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ponde a un mundo real sino en cuanto modo de «habérnosla con el mundo». Pero el movimiento no puede detenerse allí; todo consolidar, ontificar, es una ilusión, una apariencia que cae en una continua contradicción, pues los conceptos mismos parecen llevar en sí la pretensión de ser verdaderos (o no), pretensión que nunca puede llegar a realizarse. La única solución para salir de esta situación que constituye el núcleo del nihilismo es rechazar efectivamente el criterio de verdad que aun después de criticado parece seguir latente en tales construcciones. Pero rechazar el criterio de verdad subyacente equivale a cambiar el lenguaje y de ese modo reproducir en su propia acción lo «negativo» que aparece como «esencia de lo real» al destruirse su fuerza sustancial. Así se descubre lo que para Nietzsche es verdad en un sentido originario, que no mienta la concordancia (representante) con un estado de cosas sino más bien el estar acorde con lo que es, más allá de toda concreción en la que, por el contrario, desaparece este su carácter verdadero.”
En este modo de la verdad, el lenguaje es un actuar con la falta de fundamento de lo real, cuya expresión positiva es la voluntad de poder. Si ya anteriormente la verdad era esencialmente voluntad de poder en el sentido de dominación de lo real en función de tma determinada utilidad (conservación y crecimiento de la especie, etc.), ahora pretende ser ella misma voluntad de poder, no ya al servicio de alguna entidad que se muestra como una derivación de su propia acción. El lenguaje que corresponde a esta acción posiblemente sólo puede ser el lenguaje del arte, ya que en éste la afirmación de la propia «verdad» no excluye el rele- vamiento de todas las perspectivas posibles, condición para que no se convierta en una función de utilidad y reduzca a fin de cuentas su propio poder
De este modo nos hemos acercado más a la posibilidad de determinar con mayor claridad la noción de volimtad de poder, su sentido y su estatuto ontológico. Antes de pasar directamente a ello, es importante sin
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embargo, analizar otro punto central de la crítica de Nietzsche, la del concepto de yo.
NOTAS
1. Cfr. R.H. Grimm, op, cit,, pp. 49 ss. y XII, 5 (11).2. XI, 25 (168).3. XII, 9 (97).4. XI, 25 (307).5. XI, 25 (505).6. XI, 26 (180).7. XII, 9 (144).8. XII, 9 (144).9. XII, 9 (97).10. XII, 9 (97).11. XI, 34 (247).12. XI, 34 (253).13. Este hecho ha sido señeüado entre otros por A. Danto
(op. cit., cap. IV), quien ha marcado ciertas coincidencias básicas entre las críticas de las nociones tradicionales de verdad y conocimiento de Nietzsche y el pragmatismo norteamericano. Un descendiente moderno de éste, R. Rorty, coincide en recalcar tal comunidad de manera aún más radical, en la medida en que constituyen para él prácticamente los dos únicos comienzos de un tipo de filosofía no representativa ni trascendente en contra de toda la tradición filosófica moderna (Cfr. Consequences of Pragmatism, Brighton, 1982).
14. XI, 34 (247).15. Esta concepción es por momentos reducida al «mundo
orgánico», lo que justifica la afirmación de que con él «comienza el error», y por momentos se extiende a la totalidad, como en este mismo fragmento, en el que se llega a la conclusión de que «no hay un mundo inorgánico».
16. Esta formulación tiene conscientemente un eco husser- liano (Cfr., p. ej., Erfahrung und Uríeil, Hamburgo, 1948, pp. 23 ss.), pues creo que en el pensamiento de Nietzsche aparece por primera vez formulado este problema central de la fenomenología. Con las mismas raíces, aunque en un sentido diferente, este enfoque también se desarrolla en la teoría de sistemas con influjos fenomenológicos de N. Luhmann. Cfr., p.ej., «Sozíologie ais Theories sozialer Systeme», en Soziologische Aufklarung I, sobre todo pp. 114 ss.
17. Véase la correspondencia en la citada teoría de Luhmann: «El mundo se toma como problema no desde el punto
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1819.20.
XI, 262 1.
23.24.25.26.27.28.
bléme
de vista de $a sér Sino desde el punto de vista de su comple* fidad», op. cit, p. 115.
XI, 25 (505).XII, 25 (430).«Lo que no sirve para su conservación, no le afecta», (58).Este es el punto débil de la tesis de M. Cacciari en
Krisis, Milán, 1976 (hay versión castellana, México, 1982), libro que tiene el mérito, sin embargo, de rescatar la dimensión constructiva del negativismo nietzscheano, normalmente pasada por alto por las interpretaciones irracionalistas o esteticistas.
22. Véase la parte final del cap. 6 de la primera parte.XII, 9 (38).XII, 9 (91).XI, 35 (37).XI, 34 (243).XI, 40 (39).Véase al respecto la posición de H. Granier, Le prode la verité dans la philosophie de Nietzsche, París,
1966, quien después de distinguir correctamente entre la crítica de la metafísica y un paso posterior, considera a éste en realidad como una nueva positividad que no parece tener en cuenta la radical crítica del conocimiento realizada antes. Creo que la razón de ello reside a su vez en una simplista «relación originaria del pensamiento y del ser» que habría sido desfigurada por la metafísica y que pone a la base de su interpretación: «el Ser no es ni lo mismo ni lo otro absoluto porque estas dos concepciones suprimirían el ejercicio del pensamiento como tal; aquél está abierto al pensamiento» (p. 312).
29. Heidegger habla de «Einstimmigkeit» con el caos en devenir para señalar esta idea de concordancia no representativa (véase Nietzsche, Pfiillingen, 1961,1.1, p. 620). El término' es también empleado por W. Müller-Lauter con un sentido similar (Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensdtze und die Gegensdtze der Philosophie, Berlín, 1971, pp. 109 ss.). Para este último, «la “nueva’’ verdad ha desechado la idea de adecuación con lo real tal como se muestra en un primer plano, en favor de una acorde conformidad con lo que realmente es (einstim- mendes Zustimmen mit dem was im Grande ist)» (p. 114).
30. Para esta «dialéctica» ante la que se encuentra la voluntad de poder, véase W. Müller-Lauter, op. cit., esp. p. 115.
1 7 1
Capítulo 5
LA CRITICA DEL CONCEPTO DE «YO»
Siguiendo las líneas ya esbozadas, Nietzsche continúa su tarea de destrucción de la ontología tradicional con una crítica de la noción de «yo» que resulta tanto más importante cuanto que, de acuerdo con nuestra interpretación, su pensamiento es en gran medida una reflexión sobre la moderna filosofía de la subjetividad. También adquiere especial importancia porque muchas interpretaciones de Nietzsche (y especialmente las políticamente más indeseables) parten explícita o implícitamente de una concepción subjetivista. La cuestión fundamental de si Nietzsche simplemente continúa la línea marcada por la metafísica de la subjetividad moderna desde Descartes o bien abre una nueva perspectiva tiene que atenerse como a una de sus bases fundamentales al tratamiento que hace de la noción de «yo».
Para Nietzsche el concepto de «yo» es no sólo el correlato de una comprensión ontológica sustancial sino que constituye su condición de posibilidad misma. En el desarrollo de la filosofía moderna, el yo conforma el marco desde el que se piensa la totalidad de lo real; el ser-subjetividad es, desde Descartes hasta por lo menos Hegel, lo que caracteriza centralmente
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a lo que es. En ello radica para Nietzsche el gran «error», porque al establecerse las condiciones subjetivas como marco trascendental, la determinación que hacen de lo real aparece remitida a ellas como un fundamento en el que descansan. En la trascendentalidad del sujeto, llega a su culminación la teología.
Nietzsche va recorriendo lentamente el camino hacia esta concepción, desbrozando al mismo tiempo los fenómenos que van creciendo a la sombra de este yo aparentemente inocente.
Desde el momento en que puede formular que «el yo somete y mata»,^ se hace necesaria una aclaración del apoyo que había buscado anteriormente en él, especialmente en su época de «libre pensador». De un modo que resulta muy aclarador para ese período, y que también debe tenerse en cuenta respecto de ciertas afirmaciones posteriores, Nietzsche expresa que: «como medio de esa libertad de espíritu reconocí que el egoísmo (Selbstsucht) era necesario para no ser devorado en el interior de las cosas».^
El egoísmo en este sentido auténtico es «la consecuencia última de la moralidad», en la medida en que permite no ser devorado por las cosas y, de esta manera, «ser justo con ellas». No ser devorado por las cosas quiere decir mantener la distancia necesaria, por la cual éstas dejan de valer como presencias obvias, como «cosas en sí». «Ser justo con las cosas» es el doble movimiento por el que se les quita su verdad ocultadora para devolverles su verdad desocultante, su proximidad al no ser, su pertenencia al devenir.
Pero a este egoísmo se opone lo que normalmente se denomina con esa palabra. El «ego» del egoísmo es una construcción generalizadora y artificial que oculta «lo “no egoísta”, la multiplicidad de personas (máscaras) en un yo». «“¡Egoísmo!” ¡Pero todavía nadie se ha preguntado: ¿qué tipo de yo?, sino que cada uno equipara sin quererlo el ego a todo otro ego!» *
El yo es la abstracción generalizadora que por eso
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mismo oculta. Níetzsche parecía estar irónicaménté de acuerdo con Hegel en que el concepto de concepto es esencialmente el concepto de yo* en la medida en que, siendo lo más propio del individuo es al mismo tiempo lo universal, lo que necesariamente comparte con todos. Pero esto es para Nietzsche precisamente lo que muestra su carácter falaz y ocultador: «En otro tiempo el yo estaba oculto en el rebaño, ahora en el yo está aún oculto el rebaño».^
Por el contrario, la «existencia de individuos es imposible de demostrar. En la “personalidad” no hay nada fijo».* La unidad que constituye la individualidad personal (y, en el fondo, toda identidad) es arbitraria y el producto de una perspectiva generalizadora. En sentido moral, el «egoísmo» se opone al «altruismo», es decir, a la afirmación de los «otros individuos», exteriores a mí e igualmente constituidos. A este nivel, la disyuntiva es absurda, y si en cierto sentido Nietzsche puede favorecer al egoísmo, es porque falsea algo menos la cuestión y no oculta todo el problema bajo una capa de universalidad. En un sentido más amplio, sin embargo, el egoísmo está constituido por la misma igualación, tanto exterior como interior, en oposición a la multiplicidad de «máscaras». «En el egoísmo común quiere su conservación precisamente el “no-yo”, el profundo ser-promedio, el hombre genérico.»’ El egoísmo corriente es la acentuación de lo universal, y en ese sentido, del gran número, pues lo universal no es más que un pretexto para él. Por el contrario, el «auténtico» egoísmo sería una negación del yo, una forma de no-egoísmo: al afirmarse a sí mismo afirma también su diferencia interna y se destruye a sí mismo como individuo. Esta consecuencia aparece con toda claridad en otro fragmento: «La disolución de la moral lleva en su consecuencia práctica al individuo atomista y luego a la división del individuo en multiplicidades —afluir absoluto».“ Para afirmar más adelante: «El hombre es un grupo de átomos cuyos movimientos dependen completamente de todas
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hts distribuciones y alteraciones de fuerzas del uni- i^erso».”
Del mismo modo que la «cosa» y todo el aparato categorial del conocimiento son ficciones que generan la ilusión de dar con lo real, así también nuestro propio «yo» es una ficción, una construcción en la que no podemos reconocernos. En un texto primariamente destinado al Zaratustra, Nietzsche expone la sensación de extrañamiento ante un «yo» que no nos pertenece, en el que se constituye una «imagen», una representación que nos es por principio ajena: «¿Pero qué somos nosotros mismos? ¿No somos también nosotros mismos una imagen [...]?
«Nuestro yo (Selbst), del que tenemos conocimiento, ¿no es también él sólo una imagen, algo fuera de nosotros, externo, exterior?» “
Por eso no tiene ningún sentido partir de esa base para intentar comprendemos: «En verdad, tenemos una imagen del hombre, eso hemos hecho nosotros. Y ahora, nos dirigimos a nosotros mismos... ¡para comprendemos! ¡Oh sí, comprender!».*^
Toda esta visión es esencial para el desarrollo de la ontología nietzscheana, y a partir de ella gran parte de su esfuerzo se dedicará a paliar el hecho de que «no tenemos palabras para designar lo realmente existente».**
Nietzsche advierte que la noción de yo es profundamente «cristiana»,*® es decir metafísica, porque aparece como condición y fundamento del pensar,*® y en última instancia como sustancia poseedora de los pensamientos (res cogitans). En la medida en que Kant lleva adelante esta idea y coloca a la unidad del yo como unidad sintética suprema prepara, sin embargo, el movimiento de su destmcción. El carácter constitutivo se disuelve en la acción sintética y no hay ningún plano detrás de ella, así como no lo hay detrás del mundo fenoménico: «es dudoso que el sujeto pueda demostrarse a sí mismo, para eso tendría que tener un punto exterior firme, y éste falta».*’
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Lo que da al cogito cartesiano su supuesta evidencia son las ilusiones de la gramática, que deciden de antemano la cuestión y toman la apariencia de un hecho. «Por último, ya habría que saber qué es “ser" para extraer un sum del cogito, y también habría que saber ya qué es saber: se parte de la creencia en la lógica — sobre todo en el ego— y no de la constatación de un hecho.» “ Por eso, «antes de la cuestión del ser habría que decidir la cuestión del valor de la lógica».*’ No se debe partir del ser como representación, del sujeto que actúa, de las obviedades sedimentadas en la gramática, sino preguntarse previamente por el sentido de ésta.
La misma idea de evidencia resulta para Nietzsche insostenible. En el cogito cartesiano se introducen subrepticiamente una serie de mediaciones que posteriormente se presentan como si fueran certezas inmediatas: «en el cogito no hay sólo im cierto proceso que simplemente se reconoce —esto es absurdo— sino el juicio de que se trata de tal o cual proceso».*® La afirmación del conocimiento inmediato es el error de atribuir un carácter ontológico fundante a lo que no es más que otra creencia.** Ante la duda cartesiana se impone una duda más radical que termine con la creencia propia del «fanático de la lógica» de que «sólo en el pensamiento estaría dado el camino hacia el ser, hacia lo incondicionado».**
Pero si en estos pasajes Nietzsche critica la noción de yo con argumentos que en el fondo son análogos a los empleados en la crítica del concepto de cosa como imidad sustancial, en otra serie de fragmentos considera a la noción de sujeto como la clave desde la que se interpreta lo que es. La creencia en sí mismo como sujeto, es decir como unidad ficticia de la representación, da origen a la noción de sustancia. Lo real tiene el carácter del sujeto. En la forma de la proposición está presente esta creencia básica en la necesaria fijación de un sujeto y la división de actos y actores. Es una «ilusión metafísica» similar a la que se produce
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entre causa y efecto, pero de un carácter más primitivo. «Hay sujetos» es la «creencia fundamental».“ «Lo que nos da la extraordinaria firmeza de la creencia en la causalidad no es la repetida costmnbre de la sucesión de procesos sino nuestra incapacidad de interpretar im suceso de una manera que no sea algo que sucede de acuerdo con un propósito.»
Nuestra comprensión de todo está basada en nuestro propio yo, es ima proyección del yo «que proporciona la unidad aparente en la que todo confluye como en una línea del horizonte».^ La forma subjetiva de lo real (o sea su carácter representativo y relevable en la certeza del conocimiento) es el horizonte implícito desde el que se comprende lo existente en la Edad Moderna, y ante el que surge la denuncia de que se trata de ima ilusión perspectivista. La «cosa» misma es un invento de la representación, invento por otra parte absolutamente correspondiente al del sujeto: «El surgimiento de las "cosas” es totalmente la obra de los que representan, piensan, quieren, inventan. El concepto mismo de “cosa”, lo mismo que todas las propiedades. Incluso el sujeto es también algo creado de este modo, una "cosa” como todas las otras: una simplificación para designar como tal a la fuerza que pone, inventa, piensa, a diferencia de todo poner, inventar y pensar singulares»."
Sin ahondar más por el momento, resulta evidente que con esa «fuerza» Nietzsche intenta pensar una instancia no subjetiva que, en la medida en que se descubre como el principio (metafísico) del viejo mundo, deja de ser principio para transformarse en la actividad conforme a la falta de principio. La destrucción de la objetividad de los hechos lleva necesariamente también a la destrucción de la subjetividad. La reducción del lenguaje especular, que pretende reflejar los hechos tal como son, a su condición de interpretación no implica que «todo sea subjetivo»: «ya esto es una interpretación, el “sujeto" no es algo dado sino algo inventado y agregado, puesto por detrás».”
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La creencia en el yo es «el supuesto sobre el que descansa el movimiento de la razón»P Llegar aquí equivale a llegar a un límite, pues «nuestro penscimiento mismo implica esa creencia (con su distinción de sustancia-accidente, acción-actor, etc.); abandonarla quiere decir no-poder-más-pensar».^ Este límite marca no sólo un fin sino también el comienzo de un pensamiento y una existencia trágica. El límite no puede sobrepasarse, más allá de él no hay nada que pueda corresponder a nuestro pensar, y sin embargo por ese trascender existe el lenguaje, siendo también trascenderse la esencia de un sujeto que con eso se juega su propia identidad, es decir su supervivencia.
La destrucción de las categorías metafísicas encuentra su culminación en la destrucción del sujeto. La ilusoria unidad del sujeto es lo que da lugar a todas las unidades sustanciales que están en juego en los modelos propuestos por una gramática de sujeto y predicado. Las unidades sustanciales no son nunca ei punto de partida sino siempre sólo el reverso de un movimiento real, el punto en el que el movimiento se detiene y de cierto modo se invierte. Si «hemos inventado la cosidad con el paradigma del sujeto», entonces al abandonar el sujeto activo también se abandonarán el objeto y la sustancia, y en general toda suposición de identidad; «La duración, la igualdad consigo mismo, el ser, no es inherente ni a aquello que se llama sujeto ni a aquello qqe se llama objeto: son complejos del suceder, aparentemente duraderos en referencia a otros complejos».^
Todas las categorías de la metafísica son hipósta- sis de un movimiento de simplificación identificante en el que se constituye el tiempo lineal como correlato de la identidad. La argumentación de Nietzsche no se dirige a descubrir un nivel de realidad escondido sino a mostrar que una vez que se han abandonado las insostenibles unidades sustanciales resulta imposible definir el ser como lo presente que descansa sobre sí mismo y se vuelve inevitable el proceso de disolución
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da Uñ mundo de diferencias. Éstas, una véz quitado Nelo metafísico, se definen por lo que permiten, por*
no exclusión de lo que no son, o sea que no se ¡iñnen en relación a sí mismas sino a lo que no son,
^eterizando así a lo real como expresión pura de ‘posibilidad y no como su actualización.
El concepto tradicional de voluntad, en cambio, le para Nietzsche constituye el modelo con el que
comprenden las relaciones entre las cosas, parte una unidad sustancial, de algo que se mantiene
Idéntico a sí. De lo que se trata, pues, es de destruir sa noción de sujeto atómico para reemplazarla por
de sistema: «Ningún sujeto-“átomo". La esfera de Un sujeto constantemente en crecimiento o en disminución, el punto central del sistema en cambio constante».’*
El concepto de sustancia (de lo que Nietzsche llama iiser» en sentido metafísico) depende del de sujeto, y no al revés. El concepto de sustancia existe desde el Intento de «antropomorfizar» el ente, o sea de hacerlo disponible y dominable, lo cual supone, a su vez, que ya se ha constituido el «hombre», el anthropos sujeto de la antropomorfización. La condición de posibilidad de la comprensión sustancial es la representación de la unidad del sujeto, o sea, la posición como unidad ón- tica de la «apertura» que es originariamente el sujeto. Nietzsche reúne con una especial tensión esta noción de «apertura» (o trascendencia) y la noción de sistema recientemente aludida para designar, siquiera tentativamente, el ámbito de «lo que se llama sujeto». En la comprensión corriente, el sujeto «es la terminología de nuestra creencia en una unidad por debajo de todos los diferentes momentos de mayor sentimiento de realidad».” El sentimiento es la situación en la que se abre la relación con lo que existe y con nosotros mismos.” El mayor sentimiento de realidad es aquel en el que el sentimiento llega a un grado tal que es capaz de cerrar la propia apertura que es él mismo, suponiendo un sustrato del que aquel sentimiento es una
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afección y transformando al mismo tiempo la fuerza del afectar en ima presencia que afecta. La identificación y sustancialización son así el carácter de lo que llamamos «sujeto», y por eso no tiene ningún sentido utilizar esas categorías para pensar el «sujeto» mismo. Caer en ello es caer en el mal círculo de la metafísica: «creemos en nuestra creencia en la medida en que gracias a ella imaginamos la “verdad”, la "realidad”, la "sustancialidad”». Por eso Nietzsche puede afirmar una vez más y con mayor claridad que, si el sujeto es la ficción de ese sustrato, por debajo de las situaciones idénticas: «nosotros hemos creado en primer lugar la “igualdad” de esas situaciones; el hecho es el igualar y componer, y no la igualdad».”
Esto último parece remitir a un nuevo nosotros, con lo que la tarea de destrucción emprendida parece quedar nuevamente apresada en las redes de la gramática. La destrucción del sujeto parece llevar por momentos a una multiplicidad de sujetos o voluntades,” con lo que podría decirse que se radicaliza la antropomorfízación. Para decidir esta cuestión, o por lo menos para acercarnos a un planteo correcto de la misma, tendremos que dar un paso más en el planteo ontológico fundamental de Nietzsche, analizando sus concepciones de la voluntad de poder y el devenir. Por ahora baste la indicación de que el «nosotros» antes citado no es más que un título para designar la actividad constitutiva previa que permite la acción de algo así como un sujeto.
NOTAS
1. X, 1 (25).2. X, 1 (42).3. Este proceso de autodisolución de la moralidad está
bien expuesto por Müller-Lauter, op. cit.4. XI, 26 (73).5. XI, 25 (287).
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' 5; 8.9.10 . 1 1 . 12 .13.14.15.16.17.18.19.20. 21. 22.23.24.25. 2é.27.28.29.30.31.32.33.
pp. 6234.35.36.
Wissenschaft der Logik, Hatnburgo, 1948, t. II, p. 216.X, 5 (1) 273.XI, 25 (108).XI, 26 (262).X, 4 (83).X, 4 (126).X, 12 (40). id.XII, 40 (8).XI, 40 (16).XI, 40 (16) y (20),XI, 40 (20).XI, 40 (23).Id.XI, 40 (24).XI, 40 (25).Id.
2XII, Id. XII, XII, XII, XII, XII, 7 XII, 9 XII, 9
(83).
(91); cfr. también XII, 7 (55). (152).(60).(63).(63).(91).(98).
XII, 10 (19).Cfr. el excelente análisis de Heidegger en op. cit., I,ss.XII, 10 (19). id.Véase, por ejemplo, XII, 9 (106).
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Capitulo 6
LA VOLUNTAD DE PODER Y EL MUNDO DEL DEVENIR
La crítica de las nociones de yo y de sujeto nos proporciona una privilegiada vía de acceso a lo que con cierta precaución podríamos llamar el proyecto ontológico positivo de Nietzsche, tal como se plasma en los textos de su última etapa productiva y sobre todo en los fragmentos inéditos de los últimos cinco años. En efecto, tal como hemos señalado, la crítica de la unidad subjetiva es para Nietzsche la crítica fundamental, el punto donde se concentra su labor de destrucción de las categorías metafísicas básicas. Mientras que con la crítica de las nociones tradicionales de conocimiento y verdad Nietzsche ponía en cuestión los conceptos de adecuación y cosa en sí desde la perspectiva de una pluralidad de interpretaciones, a través de la crítica del yo se abre camino un procedimiento paralelo de destrucción del concepto de ente sustancial, o simplemente de «ente» o «ser», según la terminología empleada por el propio autor. Esto lo llevará a una reformulación de lo que, también con gran precaución, podríamos llamar las categorías ontológicas básicas en las nociones de voluntad de dominio y devenir.
El primer paso lo constituye la discusión del esta-
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4uto ontológico de las (id)entidades sustancíales. En este marco se desenvuelve la crítica de las nociones de ^causalidad y mecanismo y de la «imagen del mundo» que les corresponde.' En el esquema causal se pone un ^sujeto que actúa, más allá de sus acciones, de sus «efectos». La unidad de la causa es vm invento forjado a semejanza del sujeto que actúa voluntariamente: «La creencia en la causalidad proviene de la creencia de que soy yo el que actúa, de la división entre el “alma” y sus actividades. O sea, una antiquísima superstición».^ «La referencia de un efecto a una causa es la referencia a un sujeto. Todos los cambios son tomados como producidos por sujetos.» * El caso de la causalidad es paradigmático de la simplificación que produce el conocimiento: «nuestra “comprensión de un acontecimiento” consistía en que inventábamos un sujeto que fuera responsable de que algo ocurriera y del modo en que ocurriera».^
Las entidades son hipóstasis de carácter subjetivo que se introducen en el acontecer para luego servirle de sustento y justificación. La «cosa» es una síntesis de los «efectos» que queda sustraída al suceder y constituye su razón de ser. El esquema causal, al igual que un orden mecánico general, no hace más que crear y creer en entidades que sin embargo sólo son hipótesis necesarias para la calculabilidad: «Necesitamos unidades para poder calcular, no por ello hay que suponer que hay tales unidades».^ En efecto, la división en un sujeto y un objeto, el acto y lo que se hace «son una mera semiótica y no designan nada real».^
Si se eliminan estas construcciones, que según Nietz- sche no hacen más que someter lo real a una norma externa que los ahoga (aunque «lingüísticamente no sepamos liberarnos de ella»),’ desaparecen las entidades sustanciales y se va tendencialmente hacia su reducción en un «fluir», que sin embargo no es simplemente indeterminado. «Si eliminamos esos agregados no queda ninguna cosa sino cuantos dinámicos en relación de tensión con otros cuantos dinámicos y cuy:»
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esencia consiste en su relación con otros cuantos, en su acción sobre ellos.» *
De este modo se define la voluntad de poder, que tiene como consecuencia aquel fluir y que en sí misma, en cuanto «hecho más elemental», no es «ni un ser, ni im devenir, sino xm pathos»? La voluntad de poder no es, pues, primariamente la fuerza de dominación al servicio de algún individuo o especie determinada, fuerza que simplifica y ordena (da forma) al caos de un fluir indiferenciado (del devenir), sino que es el pathos elemental que da lugar al devenir mismo. O sea que es, tanto lo más elemental, de lo que se sigue la estructura primaria del mundo (el devenir), como lo que impulsa a los diversos centros de poder a organizar el mundo a su favor. Esta ambigüedad se resuelve, si observamos que estos dos niveles son para Nietzsche en realidad el mismo. Si hay un caos al que da forma cada voluntad de poder (dando lugar a diferentes mundos exteriores) es porque el mundo como tal no es un mimdo sustancial sino una relación de luchas, que a su vez no debe comprenderse como una guerra de puntos aislados que entran posteriormente en relación entre sí.“ El devenir no es una especie de caos que tendría que organizar una voluntad de poder trascendental al modo de las formas a priori kantianas sino que está conformado también por las relaciones de lucha, de las que la perspectiva del caso no es más que una de una multiplicidad irreductible. La extraña paradoja que así surge es la de tratar de pensar una «ontología» no desde «seres» existentes (onta) sino desde relaciones y campos de posibilidad siempre cambiantes. Para Nietzsche, la realidad (aquello que la tradición del pensamiento metafísico ha designado con esa categoría) es aparente.” La función de la apariencia es la de crear un universo de casos idénticos, pero eso es precisamente la realidad. El mundo es una con- tradictio in adjectio. «El mimdo, prescindiendo de nuestras condiciones para vivir en él, el mimdo que no hemos reducido a nuestro ser, nuestra lógica y pre
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juicios psicológicos no existe en cuanto mundo en sí” Es esencialmente mundo de relación: ocasionalmente tiene desde cada punto un rostro diferente en cada punto; cada punto ejerce presión, cada punto le resiste —y esas sumas son en todo caso totalmente incongruentes.» “
Detrás de las perspectivas no hay ningún mundo en sí. Lo que «hay» es el choque de perspectivas que no tiene ni fin ni una perspectiva superior que las haga a todas congruentes. El mundo es diferente, tiene un ser diferente desde cada pxmto, pero ningún punto constituye un límite real sino que de él surgen a su vez nuevas perspectivas que luchan entre sí. El mundo sólo es una palabra para el juego total de esas acciones.*’ La realidad no está constituida por existencias sustanciales sino que «consiste exactamente en esta acción y reacción particular de cada individuo frente al todo».*'* «En un mundo en devenir, la “realidad” siempre es sólo una simplificación con fines prácticos o un engaño a causa de órganos poco finos o una diferencia en el ritmo del devenir.» “
Tratar de afirmar la realidad de xm mundo verdadero es hacer una extrapolación indebida, es trasladar el uso de los conceptos y las categorías básicas más allá del campo y la perspectiva desde la que han sido creados, no para dar una imagen fiel del mundo sino para dominar lo que sólo cometiendo nuevamente aquella extrapolación podemos llamar «la realidad». El «ente», la comprensión del ser como entidad sustancial, «forma parte de nuestra óptica».** El mundo del devenir, en cambio, «es informulable». Por eso, «el conocimiento y el devenir se excluyen».*’ La «suposición del ente es necesaria para poder pensar»,** las «unidades son necesarias para poder calcular».*’ Pero si el devenir está formado por la lucha entre «centros de poder», parece también necesario que estas imida- des ya existan para poder afirmarse y superarse. Sin embargo, y aquí nos encontramos nuevamente con la paradoja final de su pensamiento, Níetzsche afirma
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que no tiene sentido la pregunta por el «quién» de la voluntad de poder: «¿Pero quién quiere poder? ...Pregunta absurda: si la esencia misma [del ser] es voluntad de poder».“
Las «unidades», el «sujeto», el «quién», son siempre posteriores y creadas de forma cambiante por las diferentes interpretaciones y perspectivas.^’ En ese sentido, Nietzsche se mueve siempre en contra de la corriente que parece indicarnos el lenguaje. Aquello de que aparentemente se habla no es para él más que una fugaz y engañosa concreción o síntesis de innumerables fuerzas cambiantes que pugnan por llegar a expresarse, subyugando así a las demás. Nietzsche lucha contra la idea aparentemente obvia de que toda afirmación (tanto en sentido lingüístico como en el de autoafirmación) tiene que ser afirmación de algo; quiere escapar a los marcos de este genitivo objetivo-subjetivo, para poder escapar a la dicotomía en que cayó Schopenhauer, paradigma en esto de toda metafísica, entre una individuación aparente (en el mundo de la representación) y un mundo verdaderamente real indiviso (en el mundo de la voluntad). Al comprender la identidad de los entes desde un peculiar no ser (desde su ser-apariencia en el sentido antes comentado), Nietzsche afirma un mundo en el que, aun superando las identidades sustanciales, la multiplicidad no desaparece sino que es, por el contrario, el ámbito desde el que se piensa toda concreción. A costa de cierta imprecisión, podría decirse que si la metafísica intenta finalmente una fundamentación teológica de la apariencia en el ente verdadero, Nietzsche trata de «fundamentar» el ente en sí aparente en una multiplicidad previa e irreductible. Obviamente, con esta inversión se altera el sentido de «fundamentar», por lo que el símil tiene un valor relativo y puede llevar a confusión.
El sentido que adquiere la multiplicidad es más el sentido antiguo de conflicto (pólemos) que el de multiplicidad numérica (que ya supondría la unidad). Lo mismo puede decirse, en general, de todas las deter-
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minacíones cuantitativas: si la cosa es una ficción, lo 'que resta no son determinaciones cualitativas sino grados de intensidad, relaciones cuantitativas en ese sentido especial.^
Dentro de esta continua lucha contra el lenguaje, el problema de tener que partir de un ente determinado y al mismo tiempo no poder hacerlo aparece al comienzo de un fragmento en el que se opone la idea de la voluntad de poder a la de causa: «Necesito el punto de partida “voluntad de poder” como origen del movimiento. Por consiguiente el movimiento no debe ser ocasionado del exterior; no debe ser causado...
«Necesito principios y centros de movimiento desde los cuales la voluntad se lance a su alrededor.» ^
Este pasaje, por debajo de una terminología que parece buscar una interioridad '* expresa en realidad la necesidad de un punto de partida que fuera ya acción, que no tuviera que basarse en entes subsistentes a los que, en el lenguaje de Hegel, la mediación les fuera exterior.
Habiendo llegado a este punto, es importante señalar la característica ambigüedad del pensamiento de Nietzsche con la que ya nos hemos encontrado en otros contextos. Me refiero a la ambigüedad que se da entre, por un lado, la concepción de que «el mundo del ser» constituye una perspectiva del conocimiento humano forjada con fines prácticos, por lo tanto no verdadera en el sentido de adecuación a lo real, pero sin embargo necesaria e inevitable, dado que el mundo del devenir es incognoscible, lo siempre exterior al sistema y, por otro lado, la idea de que ese mundo del ser es un ocultamiento que niega la vida. En este sentido, la «hipótesis del ser», con todas las categorías que le son inherentes —sujeto, sustancia, causalidad, etc.,— constitu3fen simplemente un error que debe ser eliminado. Si desde la primera perspectiva representa un error al servicio de la vida, en la segunda es un error en su perjuicio, es una tendencia fatal que debe ?er contrarrestada porque como consecuencia
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suya el propio devenir pierde su valor. En consecuencia, «no se debe admitir nada óntico».“ La idea de un ser sustancial es un sojuzgamiento de lo verdaderamente real, de la que su culminación, la idea de dios, es su aniquilamiento total. La idea de dios es la idea de una conciencia general que acompaña a todo acontecer, imificándolo y reduciéndolo a su expresión negativa.
Las dos posibilidades enunciadas podrían interpretarse como dos pasos sucesivos, sin que a su vez quede claro el sentido de la progresión. En efecto, podría decirse que la crítica de las hipóstasis metafísicas es una crítica de un uso veritativo y sustancial de las categorías, inducido por ciertas estructuras del lenguaje, y que lleva hacia una utilización de tipo pragmático que, por más que vislumbre la continua ilusión a la que incitan, no puede ir más allá de las fronteras del lenguaje. Pero también podría afirmarse, en dirección contraría, que la crítica que mantiene la necesidad de ese lenguaje como parte de nuestra óptica es una crítica que se detiene aún en las condiciones subjetivas que determinan su utilidad, condiciones con las que se enfrentaría precisamente el segundo nivel de la crítica, que plantea ya decididamente la disolución de aquel tipo de lenguaje.
Creo que las dos lecturas son posibles, pero que la última muestra la intención más profunda de Nietz- sche, presente sobre todo en la idea de la superación de las condiciones ontológicas que codefinen al hombre. Al momento de la limitación en función de cierta perspectiva sigue la superación de la perspectiva misma, lo que en su grado extremo lleva a la superación de la especie «hombre» en el superhombre. Por eso Nietzsche puede escribir que a lo largo de sus obras se mantiene la idea de que «toda elevación del hombre lleva consigo la superación de interpretaciones más estrechas, que todo fortalecimiento y ampliación de poder que se alcance abre nuevas perspectivas y hace creer en nuevos horizontes»
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í> En ese sentido, Nietzsche distingue —respecto de la evolución de la humanidad— dos períodos: uno en t i que se trata de conseguir poder sobre la naturaleza, y consecuentemente sobre sí mismo, período en el que la moral misma sería necesaria (y sabiendo ya la equivalencia de la moral con las categorías metafísicas, íjiodríamos decir que la creencia en un mundo sustan- ifcial y verdadero sería necesaria), y otro en el que, una Vez alcanzado el poder sobre la naturaleza, «se puede emplear ese poder para seguir desarrollándose a sí mismo libremente: la voluntad de poder como elevación de sí y fortalecimiento».” Evidentemente, hay que precaverse contra la idea de interpretar este pasaje como una especie de optimismo evolucionista. Las perspectivas que se abren son, por el contrario, más bien trágicas, ya que lo que desaparece con cierto grado de dominio de sí mismo y de la naturaleza es la confianza en marcos firmes que encuadren lo real, determinando «el bien y el mal», «la verdad y la mentira». A partir de esa crisis histórica de la que Nietzsche es testigo surge la necesidad inevitable de desarrollar libremente ese tipo de marcos (los valores), que si bien seguirán constituyendo lo que se tome como «bueno» y «verdadero», tendencialmente por lo menos, o en los pocos que sean capaces de adivinar este juego, conducirá a eliminar estos criterios y basarlos en lo que siempre han sido: aumento de poder. Pero lo que para Nietzsche es decisivo y lo que hace decisivo su pensamiento es el giro que se produce en la noción de poder desde esta experiencia de la crisis: el poder deja de ser el fundamento (oculto, es decir metafísico) para convertirse en expresión de la falta de fundamento y ser primordial desde esa perspectiva. La noción misma de poder, sobre la que se ha discutido si constituye o no un principio metafísico, tiene que cumplir para Nietzsche el paso de un mundo metafísico a uno que lo haya superado, y su conciencia trágica es la de estarle planteando a la humanidad un desafío, que de
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no aceptarlo implicaría un hundimiento final en el nihilismo.
Esta transformación de la noción de fxmdamento sirve también para dar luz sobre el dilema planteado antes entre el mantenimiento o la posible superación de las categorías básicas de la comprensión humana. La falta de fundamentación que según esta interpretación da lugar a la transformada noción de poder se expresa en la concepción de la realidad como apariencia (Schein) que antes mencionábamos. Esta concepción no sólo es característica de aquella realidad constituida por la creación de situaciones idénticas. En este caso, el más presente en una lucha contra el pensamiento sustancialista, la noción de apariencia tiene fundamentalmente una connotación negativa, pero adquiere otro cariz cuando se piensa que es lo que define a toda posible realidad: su carácter es el de una ficción en sentido positivo, una ficción que tiene que afirmarse absolutamente y al mismo tiempo mostrar su naturaleza ficticia, dejando valer e incluso realzando otras perspectivas. La ficción es la forma en que Nietzsche piensa lo que, siguiendo a Heidegger, hemos llamado la diferencia ontológica.” Si esto es así, el mantenimiento de las categorías básicas, aunque sea en una actitud pragmatista, posición que podría caracterizar al pensamiento científico esclarecido, tiene un alcance limitado y difícilmente podría constituir para Nietzsche una expresión adecuada de las posibilidades a las que abre su pensamiento. Es evidente que, sobre todo en la época de La gaya ciencia, piensa en la posibilidad de una ciencia que se desarrolle según estos criterios. De la lectura de los textos de los últimos años se desprende, sin embargo, que Nietzsche se fue alejando cada vez más de este ideal de ciencia, dándole mayor peso a aquellos ámbitos en los que la palabra (o el signo en general) tiene un carácter fundacional, dejando ver así, paradójicamente, su falta de fundamento, su mantenerse en la sola fuerza interpretativa.” En ese sentido, será el arte la activi
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dad que implique la máxima afirmación y no posea la pretensión de verdad exclusiva del saber científico.
Paralelamente a la distinción treizada, puede comprenderse que la falta de fundamento correspondiente al surgimiento de la voluntad de poder como «el más elemental de los hechos» no equivale, sin embargo, a la pura producción, a la preparación de un objeto totalmente disponible para su calculabilidad y repro- ducibilidad. Ya hemos visto que Nietzsche caracteriza de este modo a las categorías centrales del pensar me- tafísico: son categorías que sirven para ordenar un mundo vitalmente útil para el hombre. También hemos visto que Nietzsche pretende ir más allá de esta utilidad funcional del conocimiento y no sólo despojarla de la creencia de verdad que podría limitarla. Esto resultaba claro ante todo en la destrucción del sujeto que se seguía de la crítica de la sustEUicialidad. Este fenómeno nos proporciona un indicio para acceder a una reflexión de carácter más general. En aquella ocasión veíamos cómo el sujeto de cada caso era siempre trascendióle y no era más que la concreción de una serie de fuerzas en lucha. Ahora podemos ver cómo el mundo ficticio, apenas superada la proyección subjetiva propia de la metafísica moderna, no es el producto de un sujeto sino el resultado de una lucha, es la conformación, por lo menos en el mundo humano siempre cambiante, de relaciones de poder. La relación sujeto-objeto de la tradición se convierte para Nietzsche en una red de relaciones «políticas».
Cuando más se acerca a una dimensión elemental, más equívoca se vuelve la noción de poder. Analizándola desde la perspectiva crítica en la que surge, es difícil poder mostrar que se trate de algo más que de un criterio que surge de la pérdida de una valoración universal, del traslado del planteamiento y la solución de conflictos desde la adecuación a la verdad a la lucha entre perspectivas incongruentes. Por eso, lo esencial para Nietzsche no es comprender algún tipo de ley general que rija los fenómenos sino concebir
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las fuerzas desde las que se estructura el complejo fenoménico del caso.
Para poder profundizar más en la noción de voluntad de poder y su sentido ontológico, es necesario detenerse en la noción clave de interpretación.” Ella es la actividad básica por la que la voluntad de poder construye en cada caso su mundo.’’ A la inversa, la interpretación es un «medio para dominar algo» y está continuamente presente en el proceso orgánico.” La interpretación es lo que constituye el carácter propio de todo suceder,” y en ese sentido puede asimilarse a lo que antes se había tematizado bajo los títulos de «ficción» o «apariencia». En efecto, el carácter de interpretación no es pensado por Nietzsche como un comentario a un suceder primario o a un texto básico al que sería posible acercarse desde diferentes perspectivas o, más aún, del que se podría dar cuenta en su verdad. El carácter interpretativo no se refiere primariamente a nuestro conocimiento de un hecho sino a la noción de hecho mismo. «No hay ningún suceso en sí. Lo que sucede es un grupo de fenómenos seleccionados y sintetizados por un ser interpretante.»”
La interpretación ya está al nivel de lo que comúnmente se llaman hechos, con lo que se les da una consistencia ontológica que no poseen. Por eso, Nietzsche afirma: «Contra el positivismo, que se detiene en el fenómeno “sólo hay hechos”, yo diría: no, precisamente hechos no hay, sólo interpretaciones».”
En otra ocasión expresa que «el mismo texto permite innumerables interpretaciones: no hay una interpretación “correcta”».” Su intención va aún más allá, tal como puede verse en los fragmentos anteriormente citados y que no hacen más que formular desde esta perspectiva lo que ya hemos visto en puntos anteriores. No solamente cada «texto» permite una infinidad de interpretaciones, sino que ese mismo texto es ya siempre el producto de una interpretación.” No hay, pues, ningún «texto» primitivo al que podría o tendría que adecuarse la interpretación.” Una comprensión
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de este tipo pasaría por alto toda la crítica de la noción de realidad en sí a la que ya nos hemos referido y que Nietzsche refiere expresamente a la cuestión de la interpretación ®
El «error», en un sentido fuerte, de la concepción sustancialista radica en creer que las relaciones (y conflictos) que constituyen íntimamente lo real se definen (y resuelven) en referencia a la verdad. La comprensión sustancial o metafísica es, en ese sentido, ima oculta metainterpretación, es decir una interpretación que dice cómo hay que interpretar.** La voluntad de poder, en cuanto «principio general», es, en cambio, la interpretación que privilegia las interpretaciones desde sí mismas, es decir, desde su falta de fundamento concluyente.
Lo que se acaba de decir acerca de la interpretación puede ayudar a comprender esa dimensión que se encuentra más allá de la concepción pragmática de la verdad. Este «mundo» no representa para Nietzsche en realidad ningún mundo, ningún mundo real del ser que fuera desvelable en el sentido en que lo es una verdad óntica para el pensamiento representativo. Para Nietzsche no hay, en sentido estricto, un mundo del devenir que se oponga al mundo del ser (al mundo metafísico) como el mundo real al mundo aparente. El mundo del devenir es «real» precisamente en la medida en que carece de solidez ontológica. No es más que la consecuencia de la imposibilidad de totalización del mundo, que impide el paso de una perspectiva a otra. El «mundo del devenir» es una consecuencia de la concepción del mimdo como voluntad de poder, que es a su vez una consecuencia de la falta de fundamento de lo que es. Hay que evitar comprender esto tanto en un sentido metafísico como una nueva concepción del mundo real (del que las diversas conceptualiza- ciones perspectivistas serían diferentes apariencias), como en el sentido de una simple imposibilidad gno- seológica. Para Nietzsche es la extrema consecuencia de que no hay ningún nivel fundante.
1937.
En este punto se plantea inevitablemente la pregunta de por qué, para expresar lo anterior, Nietzsche recurre al concepto de poder. A un nivel elemental, esto nos dice que lo real es pensado desde lo posible y que lo posible, a su vez, no es la potencia de (o lo que constituye a) un ente sino el campo resultante de diferentes tensiones. Este es para Nietzsche el único modo de pensar al mundo que no admite un fundamento o fin último y permite al mismo tiempo un continuo movimiento. El «devenir» es este movimiento y no un suce- derse de entes en un continuo temporal.^'
Esta concepción implica, por supuesto, una actitud diferente a la del mero reconocimiento del carácter pragmático de la verdad. Si por un lado la mentira (la ficción) es necesaria para incrementar el poder, por otro, el máximo poder será prescindir de ella y ser capaz de exponerse sin reparos a lo innominado. Éste no será ya la total indeterminación, sino que sólo podrá estar presente en contenidos determinados que dejen traslucir con la mayor intensidad posible su fuerza trágica. Esta es la razón por la que continuamente aparecen juntos los dos motivos contrapuestos: el de la creación y el de la terrible seducción de lo innominado.
La eliminación de la diferencia entre un mundo verdadero y un mundo aparente, y la simultánea comprensión del ente en su diferencia (en su carácter ficticio) hacen que para Nietzsche no haya una posibilidad real de acercamiento al mundo del «auténtico» ser, concebido como devenir. En la medida en que lo hay, no se trata de un acercamiento directo, que equivaldría siempre a una adecuación representativa, lo que por principio queda descartado, sino de una repetición del movimiento por el que lo que es existe sobre el fondo del devenir: la asunción de la voluntad de poder como fuerza conformadora (ontificante). En ese sentido se expresa un fragmento de fines de 1886 o comienzos de 1887: «acuñar al devenir el carácter del ser: he aquí la suprema voluntad de poder».^^
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El devenir es incapaz de devenir mundo, en realidad sólo es el movimiento de formación de un mundo ficticio, el mundo de los entes aparentemente definidos por la presencia, sólo a partir del cual, paradójicamente, es pensada aquella dimensión. La crítica de la metafísica ha llevado a una redefinición y un reordenamiento de los conceptos básicos que, sin embargo, por momentos parecen revalorizar la presencia declarada nula como única medida de lo que va más allá de ella (en sentido no metafísico) y de lo cual —a la inversa— sólo parece existir una afirmación de su nulidad.
Esta interpretación de la posición nietzscheana, sin duda unilateral, pero de una unilateralidad que parece tener su origen en su propia naturaleza, se confirma en un pasaje posterior del fragmento que se acaba de citar, en el que se pone en relación la noción de voluntad de poder, en el sentido indicado, con la de eterno retorno: «que todo retorna es la aproximación más extrema de un mundo del devenir al del ser: cumbre de la consideración».'*’
Desde esta perspectiva, la idea del eterno retorno garantiza, dentro de la estructura del devenir, es decir, sin hipostasiar los entes como sustancias en sí mismas existentes, algo así como el predominio del ser, ejerciendo así la «suprema voluntad de poder». La función de la idea del eterno retorno sería entonces la de aceptar el devenir, es decir la absoluta falta de fundamento óntico de lo real, sin caer en (o, mejor dicho, superando) el «total sinsentido» en que se pierde el nihilista. Este triunfo se obtiene gracias a la estabilización que adquiere el devenir en el eterno retorno, por la que el absoluto fluir adquiere, en cuanto tal, la fuerza del ser y se reconoce como voluntad de poder.
Este es el ámbito en el que la crítica de Nietzsche a la metafísica parece retroceder por la falta de un lenguaje propio que la pueda sacar definitivamente de
•los marcos que intenta superar. La contraposición del «ser» y el «devenir» parece cerrarse el camino hacia
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un nuevo pensamiento de lo que realmente está en juego, la diferencia ontológica, en la medida en que el devenir tiende a concebirse simplemente como un continuo cambio óntico. Los dos conceptos claves con que se piensa esta tensión corren una suerte similar: a pesar de todo lo dicho, es difícil pensar la voluntad de poder eliminando totalmente el pensamiento de una subjetividad productora, mientras que en el eterno retorno la identidad parece obtener un tardío pero esencial triunfo.
Como ya se ha dicho, esta interpretación es unilateral y nuestra comprensión de Nietzsche se vería empobrecida si nos limitáramos a ella y no desarrolláramos todo aquello que la trasciende, que abre nuevas perspectivas y que ya ha ido apareciendo a lo largo del camino recorrido. A pesar de ello, creo que las limitaciones que aquí aparecen y que lejos de constituir una frívola crítica también quisieran mostrar la profundidad con la que el pensamiento de Nietzsche está enraizado en la tradición que quiere criticar, son, sin embargo, limitaciones internas, no atribuibles simplemente a una errónea autointerpretación del filósofo.
NOTAS
1. Respecto de la causalidad, cfr. El ocaso de tos ídolos, «los cuatro grandes errores» (VI, 88 ss.) y la nota 3 del capítulo próximo.
2. X II, 1 (38).3. X II, 1 (39).4. X III , 14 (98).5. X III , 14 (79).6. id.7. X III , 14 (98).8. XIII, 14 (79).9. id.10. Esta es la posición que se atacaba en la crítica a la
causalidad y el mecanicismo, de la que aquí se advierte su importante función.
11. V. XI, 40 (53): «La apariencia, tal como yo la entiendo, es la verdadera y única realidad de las cosas».
12. XIII, 14 (93).XIII, 14 (184). id.
(62).(89).
13.14.15.16.17.18.19.20. 21.
XII, 9XII, 9 id. id.XIII, 14 (79).XIII, 14 (80).Esta cuestión es analizada con cierto detalle por J.
Figl, Interpretation ais philosophisches Prinzip, Berlín, 1982, pp. 73 ss., quien después de mostrar en primer lugar la aparente necesidad de puntos de partida, de «algos» desde los que se ejerza el poder, y señalar después que no puede tratarse de «centros constantes y absolutos» (p. 88), llega a la conclusión de que «una de las condiciones básicas» para comprender la totalidad del ser como interpretación «es la suposición de diferencias y oposiciones en el acontecer del poder», por lo que Nietzsche «supone la premisa de los llamados centros de poder, que deben comprenderse como centros de interpretación» (pp. 92-93).
22. Müller-Lauter observa con razón (op. ciu, p. 48) que si se tratara de determinaciones puramente cuantitativas se llegaría más bien a la hipótesis mecanicista que critica Nietzsche, Para salir de esta situación, buscaría una cualidad única, que sreía la voluntad de poder. Esta formulación, sin embargo, no hace más que repetir la paradoja central, ya que poco dice una cualidad única, que por ser tal no permite diferenciación alguna. En todo caso, se trata del intento siempre renovado de pensar directamente el movimiento diferenciador.
23. XIII, 14 (98).24. Cfr. también XI, 36 (31): «El triunfante concepto de
‘‘fuerza'^ con el que nuestros físicos han creado a dios y al mundo precisa ser completado: hay que atribuirle un mundo interior, al que designo “voluntad de poder”». Véase también XI, 40 (53).
25. XIII, 11 (72).26. XII, 2 (108).27. XII, 5 (63).28. Cfr. XI, 40 (53): «apariencia es la realidad que se opone
a la transformación en im imaginario mundo-verdad. Un nombre determinado para esta realidad sería voluntad de poder».
29. Como toda afirmación general de este tipo, debe tomarse con ciertas reservas, ya que el valor que Nietzsche adjudique a una determinada actividad o ideal depende siempre
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del contexto de fuerzas en el que se halle. Vease, p.ej., XIII, 14 (84).
30. Para este tema, véase sobre todo J. Figl, op. cit,31. Cfr. XII, 2 (148).32. Id.33. XII, 1 (115).34. Id.35. XII, 7 (60).36. XII, 1 (120).37. Tomado en sentido estricto, esto se deduce de lo ante
rior, pero merece la pena destacarlo porque con frecuencia se quiere separar una fase de la otra y se olvida que el texto mismo es interpretación. Esto ha sido agudamente señalado por M. Foucault, quien observa, respecto de la mutación de la función de los signos en Marx, Freud y Nietzsche —aunque en mi opinión sólo es correctamente aplicable a este último— que «la interpretación [...] se ha convertido en una tarea infinita» y que «si la interpretación no puede concluirse, esto significa simplemente que no hay nada por interpretar [...] porque en el fondo todo es ya interpretación, cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación sino la interpretación de otros signos» («Nietzsche, Freud et Marx», en Cahiers de Royaumont. Nietzsche, VII Colloque philosophique de Royaumont, 1964, París, 1967, pp. 187 y 189 respectivamente).
38. Véase, p.ej., XII, 9 (40).39. Por eso me parece errónea la distinción que hace
Granier (op. cit,, pp. 320 ss. y 500 ss.) entre una «donación total de sentido» y la «probidad filológica», que evitaría la arbitrariedad de la creación absoluta pero sólo a costa de reintroducir un «texto» ya dado que debe interpretarse correctamente, eliminando así toda la crítica a las nociones tradicionales de verdad, sustancia, etc., que constituyen el núcleo del pensamiento último de Nietzsche, Esto se debe en parte a que, para mostrar la superación de la primera de las citadas concepciones, Granier recurre especialmente a textos de la época intermedia y no tiene en cuenta la ruptura que se produce alrededor de 1880. Paralelamente a aquella distinción, Granier observa con razón la presencia de dos niveles en el planteo nietzscheano de la voluntad de poder, mostrando la necesidad de superar lo que denomina «pragmatismo vital». Pero el paso posterior que implicaría el acceso a la auténtica «verdad del ser» no puede ser comprendido con las categorías que han caído previamente bajo la crítica. Si la línea pragmática lleva de alguna manera más allá de sí, este nuevo plano no puede pensarse independientemente de la transformación en el concepto de verdad que se ha operado anteriormente. Aceptando
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que el planteo óntológicO dé lá Voluntad de poder nó sé limité a una concepción pragmática, esto no ocurre en el sentido de que, más allá de las categorías que la metafísica hiposta^ siaba en «verdades del ser en sí» y a las que Nietzsche había desenmascarado como valoraciones del interés vital, se descubra un nuevo ámbito de verdad, sino que lo que aparece como la «terrible verdad» es exactamente la otra cara de lo anterior: la falta de fundamento. La actividad fícticia y forma- tiva que se sabe tal, es decir que no precisa recurrir a la creencia en una realidad sustancial que la apoye, no puede ser sustituida por una actividad sintética superior, por algún tipo de contemplación de la verdad.
40. Cfr. XI, 34 (124): «una interpretación que vale como la interpretación».
41. El antecedente más claro de esta noción de Nietzsche se encuentra en Leibniz y su concepción del mundo a partir de la noción de fuerza (vis), en contra de la concepción exten- sional de Descartes. Lo esencial del mundo es vis y no exten- sio, y su elemento, la mónada, no es material sino formal, y su carácter es el Ímpetus, el conatus. Tanto en lo que hace a la noción de fuerza como a la de mónada y perspectivismo, la concepción de Leibniz presenta grandes puntos de contacto con la de Nietzsche, lo cual parece incluso confirmarse en muchos puntos divergentes pero que son objeto central de su crítica. Extrañamente, las alusiones a Leibniz son bastante superficiales (exceptuando quizá la de La gaya ciencia, 354) y su caracterización como «mediador entre el mecanismo y el cristianismo» (XI, 26 [248]; véase también XI, 35 [66] y XII, 9 [3]) está lejos de dar cuenta de ima cercanía más fundamental.
42. XII, 7 (54).43. XII, 7 (54).
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Capítulo 7
EL ETERNO RETORNO:EL TIEMPO RECONSIDEílADO
Para profundizar en el carácter que adquiere el pensamiento fundamental de Nietzsche creo que lo más apropiado es volver en una reflexión final sobre la temporalidad implícita en el planteo ontológico a que nos hemos referido en los últimos capítulos, para ponerla en relación con la que está presente en la idea del eterno retorno. Ya nos hemos referido a esta última en la presentación del texto de agosto de 1881 en que Nietzsche deja constancia de la experiencia en el lago de Silvaplana y en el comentario a propósito de la concepción del tiempo en Así habló Zaratustra. Su aparición en las obras publicadas posteriormente es tan escasa* que se podría pensar (y de hecho se ha interpretado muchas veces así) que la idea del eterno retorno pierde validez para Nietzsche y es reemplazada por la de voluntad de poder. Tal como lo ha señalado M. Heidegger, esta interpretación desconoce la importancia permanente que tiene aquella idea en todo el pensamiento de Nietzsche desde su aparición.^ Un análisis de los manuscritos no publicados correspondientes a la época posterior a Así habló Zaratustra muestra, por cierto, pocos fragmentos dedicados a ella, manteniéndose sin embargo como punto final en casi to
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dos los numerosos planes de la futura obra que Nietz- sche no llegó a realizar. Este dato, así como razones de contenido hacen que no puedan caber dudas de que «el más grave de los pensamientos» haya seguido siendo el ámbito esencial en el que se mueve su filosofar.
Si partimos del fragmento citado al finalizar el capítulo anterior, la idea del eterno retorno aparece como una superación del devenir en cuanto sucesión infinita. Comprendido de este modo, el devenir es precisamente una forma de la venganza, de aquello que para Nietzsche está a la base del pensamiento me- tafísico. La vengcinza —en este plano ontológico— parte de la necesidad de un fundamento que surge con la sucesión temporal de entes definidos por su presencia permanente. El tiempo que devora a sus hijos y el establecimiento de un ente siempre presente como justificación y garantía son dos etapas del mismo camino. Por eso, llegar a la idea del devenir equivale para Nietzsche a llegar al nihilismo, a la idea del sinsentido de todo lo que es, idea que por cierto es dependiente del ideal que se había proyectado como su salvación. Este es, por lo tanto, un nihilismo encubierto al que sólo puede superarse enfrentándolo decididamente y yendo a su raíz, que no está en la solución sino en el punto de partida. Si el punto de partida es el ente presente, el ente sustancial y verdadero de la metafísica, con el trabajo de destrucción de la ontología que ha ido realizando Nietzsche parece llegarse a un devenir que incluye en sí una temporalidad que es la misma que, aunque negada, estaba en la estructura ontoteológica de la metafísica. Este puede ser un argumento contra Nietzsche, o mejor dicho, contra el éxito de su intento de superar la metafísica, pero al mismo tiempo es probablemente el motivo que hace que el propio Nietzsche trate de pensar a su vez esta noción desde la de eterno retorno, transformándola así radicalmente. Esta ambigüedad latente en la noción de devenir pesa continuamente sobre el intento nietzscheano y aparentemente mmca ha sido enfren
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tada con claridad. El devenir es por momentos el nombre (inadecuado) para una ontología negativa que se desarrolla desde la destrucción de las categorías tradicionales y por momentos el fluir que hereda, con una dinámica mayor, todos los problemas de una ontología sustancialista.
En la biografía intelectual de Nietzsche, la idea del devenir es previa a la del eterno retomo, y ésta le sucede como aquel proyecto del ser en su totalidad en el que se contiene, sin negarlo, el abismo abierto por aquélla. La «inocencia del devenir», que constituía ya el programa de su obra juvenil, no puede ser llevada a cabo por una simple eliminación de la «moralidad» (es decir, de las fijaciones metafísicas) sino que requiere la transformación de la concepción del devenir mismo.^ Esta es la función que cumple la idea del eterno retomo.
El devenir no se refiere a una sucesión lineal, que, por el contrario, sería producto de ima racionalización conducida por el instinto de venganza, o, en términos metafísicos, por la búsqueda de un primer fundamento y el correspondiente vaciamiento de la experiencia del mundo. En oposición a ello, lo que se acentúa es la decisión sobre la totalidad, decisión que se cumple en el instante y constituye el pasado (y no a la inversa). En el instante se decide la totalidad y, en la medida en que se decide como afirmación positiva, es un querer del querer. Su forma más perfecta es la afirmación de cada instante, de cada suceso tal como es, es decir en cuanto querer, y es por lo tanto el querer que siempre retoma. La idea del eterno retorno no es primariamente un enunciado sobre un estado de cosas sino una decisión, de acuerdo con la cual el mundo aparece sin ocultamientos metafísicos, en su esencia de voluntad de poder. Según una caracterización de Así habló Zaratustra: «En mis hijos quiero reparar el ser hijo de mi padre, y en todo futuro este presente».^ El pasado es redimido en la medida en que no queda aprisionado al presente, determinándolo,
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haciéndose responsable de él y provocando así su pérdida. Pero esto sólo es posible en la medida en que el presente se libere del pasado y en la decisión del instante lo proyecte de manera absoluta, identificándolo con la eternidad.’ Esta es una decisión continua, y por eso, tal como dice el fragmento citado, el futuro tendrá que redimir al presente, es decir, no dejarlo ser pasado.
La continua paradoja que suscita la idea del eterno retorno entre su pretendido carácter de verdad propia de lo que es, por un lado, y su naturaleza de proyecto decisión, por otro,* tiene su origen en que lo que asegura la idea no es ya una visión «verdadera» de lo real (que siempre caería en la ya criticada absolutez del conocimiento) sino una total «conformidad» con lo real. Pero lo real no es un «ser» sino esencialmente voluntad de poder, en el sentido ya comentado de surgir de sí sin fundamento. Por eso Nietzsche puede decir sin caer en un nuevo realismo ingenuo: «esta especie de hombre que él (Zaratustra) concibe, concibe la realidad tal como es; es suficientemente fuerte para ello; no se le enajena, no se aparta de ella, es ella misma, aún tiene dentro de sí todo lo que en ella es terrible y cuestionable, sólo con ello puede el hom- bre tener grandeza»?
Si se piensa en las tres transformaciones del Zaratustra,^ el estadio del eterno retorno no puede ser el del león, el del «yo quiero», sino el del niño, el del «yo soy», sólo que el ser es en este caso pura voluntad, no en el sentido del estadio anterior, en que era una voluntad separada de la existencia y por lo tanto sólo podría ser destructiva, sino como absoluta identidad con su acción. Por eso esta es la única figura capaz de crear valores. Su naturaleza no es la de la contemplación sino la de la acción sin lastres, en ella «el espíritu quiere su voluntad».’ Para ello tendrá que eliminar el pasado, que es igual que eliminar la culpa, la pérdida de realidad del presente: «Inocencia es el niño, y olvido».*®
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La propuesta de Nietzsche equivale a úna superá* ción del tiempo lineal. El «gran mediodía» al que señala será la abolición del pasado, en cuanto es lo ya decidido, como modelo de la relación con el mundo. Esta visión, como ya lo hemos dicho, no es una comprensión de cómo serían el tiempo y el mundo en sí mismos, una forma verdadera de la que el tiempo fenoménico sería una apariencia, sino que implica una decisión radical acerca del hombre y del mundo. Por lo tanto también implica un futuro, el trabajar y dirigirse hacia un momento en el que se alteraría la visión del tiempo. Este futuro es un momento de la historia señalado por la destrucción de las categorías que ahogan la existencia. Su naturaleza es quizá todavía la del león de la segunda transformación. Pero lo que sucede con y en la transformación tampoco es el simple culto del instante en el sentido de un relevamiento absoluto del momento que inhiba toda temporalidad. En el momento extático que se abre al retornar de sí mismo, Nietzsche quiere pensar no lo intemporal sino la temporalidad misma como eternidad. En la medida en que es precisamente un instante extático, designa un salir fuera de sí que es idéntico con la posibilidad que constituye la esencia del poder y que por ello se distingue radicalmente del estar adherido al momento sin distancia ni horizonte alguno. El uso de categorías de pensamiento demasiado ligadas a la tradición metafísica y a la concepción del ser como presencia hacen que estas dos perspectivas diferentes vuelvan a veces a confundirse, a falta de medios conceptuales apropiados. Lo que Nietzsche quiere pensar es indudablemente una adhesión al instante que rechace la duplicidad constitutiva de la metafísica, pero que al mismo tiempo no sea la opacidad de lo encerrado en cada determinación momentánea. Nietzsche advierte que esta opacidad es una consecuencia de haberle quitado al momento, al ente que allí se muestra, a la existencia, la «vida», la diferencia que lleva dentro de sí para trasladarla a un mundo fantasmagórico que es
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la proyección de la nada. Como consecuencia de esO, no basta con destruir las entidades metafísicas, pues esto equivale a quedarse con su pura nihilidad y falta de sentido. Este nihilismo, paso inevitable, sólo puede ser superado si se recupera para el mundo la trascendencia negada, si de la ontoteología cristiana se vuelve a la divinización del suceder. Volviendo a lo que afirmábamos del instante, no apartarse de él debe ser al mismo tiempo absoluta transparencia. Lo que de manera negativa la tradición metafísica había trasladado al «mxmdo verdadero» deberá pensarse positivamente en y como finitud. Esta es la tarea de la ontología de la muerte de dios, en la que se funden de modo congruente las ideas de poder-posibilidad y eterno retorno. En la medida en que la adhesión absoluta al instante no es total opacidad sino completa trascendencia, la existencia no queda encerrada en las seducciones cambiantes del momento sino que alcanza, por el contrario, su mayor posibilidad.
Teniendo en cuenta lo anterior, es importante ver, para finalizar, cómo entiende Nietzsche ese proceso en el que puede instalarse una existencia no culpabili- zada que supere el peso que le imponen las categorías metafísicas. Tal como ya señalábamos, ésta no es una vuelta a la entrega al instante previa a toda racionalidad, sino, por el contrario, algo que sólo es posible después de recorrer todo el proceso que ella exige y en el que se agota a sí misma. En efecto, si bien Nietzsche está lejos de considerar el proceso civiliza- torio como un avance hacia la racionalidad o como el sometimiento a cualquier idea de progreso, esto no
. quita, sin embargo, que haya llegado en cierto modo a un resultado positivo o, por lo menos, creado las condiciones para su propia superación.”
El olvido, señala Nietzsche, no es una simple falta, una desaparición fortuita de las experiencias vividas, sino una facultad activa sin la cual no habría presente
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alguno. La presencia del pasado es limitada de modo directo para poder tener la capacidad de experimentar algo nuevo y no ser devorado por experiencias siempre inconclusas. El proceso de formación de la cultura humana consiste fundamentalmente en la formación de una facultad contraria, de la facultad de recuerdo necesaria para «poder prometer». Esta es una condición ineludible para el desarrollo de la vida social, para estabilizar las expectativas de los demás y para poder ejercer dominio sobre sí mismo y sobre el futuro. La memoria que así se inicia es tan poco pasiva como lo es el olvido contra el que lucha; su naturaleza no es la de registrar arbitraria o indiscriminadamente los hechos pasados sino la de establecer una continuidad en la labor de la voluntad. Este simple hecho (bastante cercano al que también Hegel señala como origen de la cultura: la inhibición del deseo) exige un despliegue temporal y que los pasos intermedios se vuelvan controlables, predecibles, regulares. La «memoria de la voluntad» implica todo un proceso de racionalización que es el que abre el futuro como proyecto. «Para poder disponer de este modo de futuro», el hombre tiene que aprender a calcular, y para eso tiene que transformar al mundo y a sí mismo en algo calculable y predecible. La medida con que se considera toda acción es la de su control, la de su previsibilidad. El desarrollo de la moralidad y las presiones sociales han conseguido formar el «mundo de casos idénticos», han convertido al hombre en algo calculable, que no puede ni debe prestar atención a lo que no responde a una medida común e intercambiable.
En esta dimensión surge la responsabilidad. Consciente de la inconsecuencia que implicaría propugnar un olvido total, Nietzsche descubre en el cultivo de la responsabilidad un resultado positivo que será el punto de partida para superar una historia que no es precisamente un progreso en la conciencia de la libertad (Hegel). La memoria de la voluntad es la memoria de la represión, de la sangre con que se ha tenido que
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pagar la preferencia del instante, la inconsecuencia, el apartarse arbitrariamente de las normas que permiten la calculabilidad de la conducta. Y sin embargo, al fin de este «monstruoso proceso», Nietzsche encuentra al «individuo soberano»,* al individuo de la «voluntad independiente, a quien le está permitido prometer». En este punto aparece con toda claridad que Nietzsche no aspira de ningún modo a la irresponsabilidad, que la inocencia, la falta de culpa que hay que instaurar en lo que sucede no equivale a dejarse llevar por lo circunstancial de cada momento. Muy por el contrario, lo que Nietzsche exige es el «individuo autónomo», que gracias a la monstruosa escuela de la represión social ha aprendido a dominarse y a dominar, adquiriendo así una «auténtica conciencia de poder y libertad». Sólo entonces puede producirse la identificación con lo que es en cuanto voluntad de poder. Así, la responsabilidad se convierte, de un medio para culpabilizar la existencia en un «privilegio», en la adquisición de un grado máximo de poder «sobre sí mismo y sobre el destino». Esta conciencia que se ha vuelto instintiva conforma para Nietzsche una «conciencia moral» (Gewissen), concepto «que aquí encontramos en su configuración más elevada, que casi provoca extrañeza».“ Después de largas transformaciones, el hombre llega a la posibilidad real de afirmación y llega a través de la escuela de la represión.
La aparente contradicción que existe entre esta comprensión de las nociones de responsabilidad y culpa y aquella que aparece en otras ocasiones, cuando trata simplemente de desterrarlas como elementos centrales de la visión metafísico-moral,^^ creo que desaparece si se considera que están realizadas desde perspectivas diferentes. En efecto, en estos últimos casos, Nietzsche critica la interpretación que se hace del fenómeno de la culpa desde un plano metafísico-religio- so, mientras que aquí propone otra interpretación, que admite su existencia pero no la hace depender de lo que la idea religiosa presenta como su origen: la exis
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tencia de un Dios que castiga o, más en general, de una instancia universal desde la que se juzga. Nietzsche da otra interpretación de la culpa en la que ésta se deduce del único ámbito del que pueden deducirse válidamente los valores y categorías: de los «afectos positivos» y, en última instancia, de la voluntad de poder o «instinto de libertad», tal como la llama en el texto que comentamos. El origen de la culpa y la mala conciencia está en la represión, en el volver contra sí mismo las energías que tienden a la afirmación y el dominio. El instinto de libertad que sólo puede descargarse sobre sí mismo es el principio de la mala conciencia.’* Gracias a esta represión se va desarrollando una interioridad; la inhibición de la reacción da lugar al crecimiento de un mundo interno, a lo que «posteriormente se llama alma». De este modo, «la terrible enfermedad» que genera el sufrimiento que tiene el hombre del hombre mismo lo convierte al mismo tiempo en «algo nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y pleno de futuro»}^ Esta mala conciencia activa, en la que está presente la misma fuerza dominadora que ha provocado la represión, al revelarse como «el auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginativos, da a luz una plenitud de nueva y asombrosa belleza y afirmación, y quizá por vez primera a la belleza misma».” Por eso, la mala conciencia es para Nietzsche sin duda tma enfermedad, «pero una enfermedad tal como lo es el embarazo».
De todo lo anterior se desprende con claridad que la propuesta de Nietzsche no equivale de ningún modo al simple olvido de la distancia que ha crecido con la obligada memoria de la represión, que la consagración del instante, para ser lucidez y mediodía y no repetición mecánica de un mismo sinsentido, tendrá que realizarse en la afirmación total y real de la propia voluntad.
Cabría la pregunta y la sospecha —^históricamente más que justificada— de si una voluntad definitivamente construida sobre la represión, una memoria que
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es sólo el recuerdo de la violencia sufrida, pueden ser las bases de una voluntad que «redima la realidad», o si, por el contrario, su resultado no será una nueva obra del resentimiento, la huida hacia adelante que sólo puede olvidar su sufrimiento ocasionando uno nuevo.
No es fácil responder a esta cuestión ni pretendo hacerlo con estas pocas palabras. Sólo quisiera señalar que para Nietzsche el resentimiento no se supera nunca eliminando la voluntad, poniendo como instancia primordial desde la que se habla el sufrimiento padecido. Esto sería para Nietzsche precisamente el resentimiento, el poder que habla desde la impotencia. Esto no significa, sin embargo, que en lo sufrido no haya nada rescatable, que sea él mismo la expresión de la impotencia y por lo tanto tenga que ser negado, nuevamente reprimido. Lo que afirma Nietzsche es que en el sufrimiento mismo hay un poder escondido que debe salir a la luz como poder y no con el subterfugio de una norma universal que le ahorre el trabajo decisivo de reconocerlo como voluntad propia. Sólo desde esta asunción es posible la superación del sufrimiento pasado, y nunca desde el sometimiento mismo. Siguiendo un procedimiento característico, Nietzsche «inviei'te» la causalidad corriente: no se trata de encontrar los medios para suprimir la opresión sino de suprimir la opresión y entonces actuar de acuerdo con esa libertad (si es necesario, en la lucha). Para esa decisión, en la que se asume la propia voluntad, no hay causa alguna: es un comienzo. Recordemos la admirable frase: «“¿Qué debo hacer para ser feliz?” No lo sé, pero te diré: sé feliz y haz entonces lo que te plazca».** El punto crucial es la decisión por la que se decide la relación con el todo, la cual, a su vez, poco tiene que ver con una voluntad en el sentido corriente, con la afirmación de ciertos objetivos o ciertos ideales. En la medida en que fuera esto, tendría lugar sin duda la sospecha mencionada antes: la instauración de nuevos ideales sólo puede significar una simple negación
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del pasado y en todo caso empuñar en forma activa la actitud pasiva del resentimiento.
Por otra parte, no cabe duda de que la experiencia nietzscheana parte de la más radical apatridad. En ello radica su grandeza sin concesiones y —quizá— también su límite. Esto sólo podrá decidirse — no ahora, por supuesto— en la medida en que para nosotros (y quiérase o no esto quiere decir ya para todo el planeta) pueda tener un sentido el arraigo.
Para Nietzsche esencialmente no hay historia en el sentido de un recuerdo vivido, de la posibilidad de habitar un mundo pasado. Por un lado, todo es historia, en la medida en que toda significación dominante ha surgido de los conflictos de fuerzas que conforman el suceder histórico, pero, por otro, esa historia no nos dice esencialmente nada, nuestra única posibilidad es superarla continuamente.
NOTAS
1. Exceptuando la retrospectiva de Ecce Homo, sólo aparece en el § 56 de Más allá del bien y del mal,
2. Cfr. M. Heidegger, Nietzsche, I, pp. 411 ss.3. Una importante dimensión de esta crítica de la idea de
sucesión lineal aparece en los diferentes ataques a concepciones causalistas que aparecen en el capítulo titulado «Los cuatro errores» de El ocaso de los ídolos (VI, pp. 88 ss.). Allí, entre otras cosas, contrapone a la relación causal con la que el pensamiento moral presenta la relación acción virtuosa-fe- licidad, la preeminencia de la felicidad (o su contrario) como estado primero que decide acerca del tipo de acción adecuado. Lo primero y fundante es la actitud básica ante el mundo, cierta organización propia en función de la cual se conforma un «proyecto» (inconsciente) respecto del mundo. En primer plano está el acto legislativo de esta voluntad inconsciente, previo a toda racionalización. Desde él se determinan las «causas» que estructuran la vida como una sucesión temporal. La moral y la religión son los intentos de «explicar» esa actitud básicas ante el mundo de manera tal que la voluntad no tenga que asumir su contenido como un querer propio e injustificado. De esta manera, todo lo que existe queda signado por la
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tulpa, pues está sometido a una medida que le es extraña y que en el fondo no tiene más contenido ni función que esa: quitarle a la existencia su carácter propio, que es el carácter abismal que se descubre al presentarse desde sí misma como absoluto querer. La total liberación de la culpa y la condena de lo que es sólo se producirán, entonces, cuando lo que ocurre sea querido totalmente, cucindo coincidan la voluntad creadora que está en cada situación y la «voluntad consciente», que de este modo tiende a eliminarse como tal. Apenas se rechaza esta identificación, que es equivalente a la falta de fun- damentación final de lo que es, lo real se petrifica y se erige una medida desde la que se lo juzga. «Devolver su inocencia al devenir» es, por el contrario, querer que todo sea tal como es, es decir, como querer. No equivale, por lo tanto, a la aceptación contemplativa y resignada de todo tal como es en un sentido sustancial, sino al querer de un querer infundado en el que el existente define el mundo y se define a sí mismo como pura posibilidad desde una posibilidad concreta.
4. IV, 155.5. Cfr. J. Stambaugh, Untersuchungen zum Probíem der
Zeit bei Nietzsche, La Haya, 1958, p. 213: «cuando el instante sucede, se transforma la estructura del tiempo y se vuelve inadecuado hablar de una sucesión temporal».
6. Esto ha llevado a Lowith, por ejemplo, a hablar de una «voluntad de eterno retomo».
7. Ecce Homo, «Por qué soy un destino», 5; VI, 370.8. IV, 29.9. IV, 31.10. id,11. Para lo que sigue, cfr. La genealogía de la moral, 2;
V, 291 ss.1 2 . § 2 .13. § 3.14. Cfr. p. ej., el capítulo de El ocaso de los ídolos que
se comenta en la nota 3.15. § 17; V, 325.16. § 16; V, 323.17. § 18; V, 326.18. XII, 285.
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APÉNDICE
ACERCA DE LA INTERPRETACIÓN DE M. HEIDEGGER
Realizar un análisis exhaustivo de la interpretación que hace M. Heidegger de Nietzsche escapa a los límites de un apéndice como este y requeriría una tarea de mucha mayor magnitud.* En efecto, la interpretación de Heidegger es de un alcance y profundidad que sobrepasa en mucho a cualquier otra interpretación. Con esto no quiero decir que no sea criticable, que sea una interpretación «definitiva», sino sólo que se trata de una interpretación creadora, de un esfuerzo filosófíco de primera magnitud realizado con y en el pensamiento de otro fílósofo. Por eso, xma verdadera elaboración de la interpretación de Nietzsche tendría que ser al mismo tiempo ima elaboración y exposición de la totalidad del pensamiento heideggeriano. Una interpretación de este tipo levanta siempre la sospecha de que se trata de ima utilización subrepticia de otro autor para sus propios fines y la consiguiente acusación de que, aunque sus tesis puedan ser filosóficamente interesantes, no interpretan fielmente el pensamiento en cuestión. Lo dicho a propósito de la interpretación y la verdad en Nietzsche creo que sería ya suficiente para poner en duda el sentido de tales pretensiones de objetividad. Esto no implica, por supues
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to, Una entrega a la total arbitrariedad, sino la necesi' dad de que la perspectiva desde la que se interpreta vaya Saliendo a luz, mostrando su profundidad y sus posibilidades de ser fundamento común de aquello que está interpretando.^ Lo contrario no es más que hacer valer principios interpretativos que quedan ocultos por una aparente obviedad de la que no debería hacer gala ningún trabajo filosófico.
A esta dificultad inherente a la naturaleza de la interpretación filosófica se une el hecho de que la reflexión sobre Nietzsche no representa para Heidegger una ocupación más o menos ocasional sino que se halla en el centro de su pensamiento y es —incluso cuantitativamente— el filósofo al que ha dedicado mayor atención.
Teniendo en cuenta lo anterior, intentaré señalar —con una brevedad que implicará seguramente algunas simplificaciones— los puntos centrales de la interpretación de M. Heidegger, para poder discutir después algunas de las cuestiones que suscita.
Las líneas generales de la interpretación de Hel- degger son bastante conocidas. El pensamiento de Nietzsche se halla al final del recorrido que iniciara la metafísica en sus comienzos griegos. La metafísica es el carácter esencial del pensamiento y de la historia misma de Occidente, basado en el pensar del ente en total o del ser del ente. En la medida en que la metafísica piensa el ente en total trasciende lo que se presenta inmediatamente {tá physiká) en dirección a una esencia o fimdamento del mundo. Éste, pensado siempre desde lo óntico, es presentado además como un ente mismo, dando lugar a la doble definición del ser del ente como ente en total y ente supremo y así a lo que Heidegger llama la «constitución ontoteológica de la metafísica». En todas las variantes de la metafísica, lo que no ha sido pensado es la diferencia entre el ser (fundante) y el ente (fundado), diferencia que no puede ser una diferencia óntica sino, precisamente, onto- lógica. De este modo, el ser ha sido siempre pensado
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desde el ente en total y nunca desde sí mismo, lo que equivale a decir que nunca ha sido pensado en cuanto tal. A la metafísica se le escapa la dimensión de apertura, la dimensión desde la cual pueden aparecer algo así como entes. La historia de la metafísica es xma historia signada por un olvido, por la falta de reflexión sobre ese ámbito fundante en un sentido radicalmente diferente al del fundcimento metafísico. Este ámbito, ya que de él y en él surgen las concepciones del ente dominantes, sigue siendo decisivo aun en la forma de la ausencia, por lo que nada tendría menos sentido que considerar a este olvido como algún tipo de error, subsanable con otra teoría. Hay una historia en la que se decide lo que significa la verdad misma, decisión que por cierto no es subjetiva, siendo el «sujeto» ima de las formas que adopta esa decisión.
La preeminencia del ente y el olvido del ser se sellan en los comienzos de la metafísica con la concepción del (ser del) ente como presencia. De una ambigüedad aun existente en el originario concepto de physis, en cuanto «salir a la presencia», el desarrollo metafísico va cerrando el camino del surgir, del presentarse la presencia, para definir al ente como presencia permanente. Así, la verdad pasa de ser desocul- tamiento (aíétheia) a ser adecuación a una presencia (homóiosis). La relación originaria del pensamiento (noüs) con ese surgir, en cuanto atenerse a la esfera abierta por él, se transforma a su vez en relación del pensamiento representante con la presencia. Este proceso encuentra su culminación en la metafísica de la subjetividad propia de la edad moderna que reduciendo la verdad a certeza, termina por considerar sólo aquello que sirva para su dominación. Esta metafísica de la subjetividad tiene a su vez su culminación en el pensamiento de Nietzsche y su comprensión del ser del ente como voluntad de poder. En él se consolida el olvido que caracteriza a la metafísica al establecerse como único fundamento la voluntad legisladora, haciendo desaparecer por completo la «cuestión funda
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mental», ya desde siempre planteada de un modo ocultador.
Presentada de este modo tan sucinto, la interpretación de Heidegger corre el evidente peligro de ser mal interpretada y de que se piense en su fácil refutación. Para poder estar en condiciones de llegar a una confrontación adecuada, analizaré algunos aspectos con mayor detalle, aunque sin pretender tampoco ser exhaustivo. El objetivo de este acercamiento no es el de establecer si la interpretación de Heidegger es correcta o cuál de los dos tiene razón, sino el de ver con mayor claridad cuáles son los puntos centrales divergentes que hacen que los dos pensadores sean, en mi opinión, una alternativa fundamental desde im pimto de partida común.
Para ello me serviré de tres conceptos claves que pueden ayudarnos en esta tarea: trascendencia, representación y fundamento.
Para aclarar el sentido del concepto de trascendencia en la crítica heideggeriana y en el pensamiento de Nietzsche conviene dirigirse a la crítica que hace este último de la «teoría de los dos mundos» de origen platónico. Tal como hemos visto anteriormente, la institución de im «mundo verdadero», suprasensible, opuesto a un «mundo aparente», sensible, es la construcción que Nietzsche ataca centralmente por considerarla la pieza fundamental de la metafísica. A primera vista, el propósito de Nietzsche parecería conjugarse con el de Heidegger al criticar la proyección del ser del ente a vm ente supremo. Como, por otro lado, Nietzsche tampoco intenta una simple reducción en beneficio del mimdo sensible, hemos podido ver que en el «único mundo» que queda se integra de modo inmanente la trascendencia. Esto es lo que hemos determinado como rasgo esencial de la voluntad de poder.
Esta trascendencia es, pues, para Nietzsche un concepto clave, por lo que hay que preguntarse por qué Heidegger ve en ella precisamente lo contrario de
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lo que pretendía aquél: una radicalización de la tradición metafísica. Para evitar interpretaciones simplistas hay que averiguar, en primer lugar qué entiende Hei- degger por trascendencia y en qué sentido caracteriza o no a la metafísica.
En Zur Seinsfrage, Heidegger dice que en «lo que puede denominarse trascendencia» se basa la «forma interna de la metafísica», cuyas transformaciones constituyen los cambios históricos esenciales.^ La trascendencia puede tener tres significados diferentes. En primer lugar, con ella se muestra la relación entre ente y ser que partiendo del primero va hacia el ser; en segundo lugar, la relación que lleva de un ente cambiante a un ente en reposo, y en tercer lugar, el ente supremo mismo.*
La segunda de estas formas es la que Nietzsche critica en el «platonismo»: la negación de lo sensible real (me on), que conduce a lo que es verdaderamente. La tercera no es más que la fijación de este movimiento en el ente supremo, que se convierte así en la trascendencia misma (lo que está más allá). El primero de los sentidos es el que está en la base de los otros, es el movimiento de trascendencia que partiendo del ente va más allá de él, lo supera hacia su condición, estableciendo así la «relación entre ente y ser» y determinando lo que sea el ente desde esa perspectiva.
El «excederse» que retorna sobre el ente es lo «trascendente mismo».® Esta es para Heidegger la esencia de la metafísica, el lugar desde donde piensa, sin poder formularlo. En ese sentido, la metafísica es simplemente el que «haya» esa trascendencia. ¿Pero, no es esto una confirmación total de la metafísica? ¿No intentaba Heidegger su «superación»? Por cierto, pero superación quiere decir para Heidegger adueñarse de la esencia escondida del pensar metafísico. Esta esencia queda «escondida», no puede formularse, como decíamos antes, porque la pregunta de la que parte le impide volver temática la trascendencia misma. Para eso será necesario «superar» esa noción de trascenden-
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cía dando un paso más atrás. La metafísica vive de la trascendencia, pero la piensa desde el ente y volviendo a él, y de este modo no puede pensar lo que constituye el ámbito originario, la trascendencia misma. Para poder acceder a la cuestión que la guía tendría que plantearse una cuestión más básica: la cuestión del ser, o sea, la cuestión del ámbito no óntico desde el que surgen las diversas comprensiones de lo que es y que queda relegado por la preponderancia del ente.
De acuerdo con lo anterior, podría decirse que Hei- degger tiene una concepción más amplia y, hasta cierto punto más «positiva» de la metafísica, mientras que Nietzsche, teniendo una concepción más restringida, es también más crítico respecto de ella. La interpretación que hace Heidegger del pensamiento de Nietzsche cumple así un doble movimiento que es necesario tener en cuenta si no se la quiere falsear: para Heidegger, Nietzsche critica una versión empobrecida de la metafísica, presentando en cambio aquello que le es propio en su propia posición, pero de manera tal que se cierra el camino hacia una comprensión más originaria.* En ese sentido debe comprenderse la muy citada frase de que Nietzsche constituye la culminación de la metafísica.
Aunque no es su propia determinación, creo que Heidegger podría aceptar en buena parte nuestra interpretación de la voluntad de poder como tmscen- dencia sin considerarla una objeción a lo anterior. En efecto, desde su posición, sería la trascendencia que es la metafísica en tanto sólo puede concebirla como plasmación de un ente presente. Sería la determinación de lo que es desde una perspectiva que lo supera, en cuanto acción de fijación de esa determinación, más allá de la cual no puede irse, quedando así eliminado lo que para Heidegger constituiría la auténtica cuestión.
Para Nietzsche, en cambio, esta cuestión no podría ser abordada como tal; desde su perspectiva la trascendencia sólo puede ejercerse y nunca habitarse en sí
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misma. A pesar de ello, creo que lo primario no es para él la fijación de un proyecto que defina lo que es como ente presente, que establezca como necesidad ineludible la «permanencia de lo presente», sino que lo decisivo es la nulidad subyacente, el carácter ficticio y aparente del mundo así constituido, en el que la visión de la tríiscendencia como tal es visión trágica. Lo que cuenta para Nietzsche no es tanto la necesidad de asegurar un mimdo firme a partir del caos sino de afirmar el caos a partir de las fijaciones impuestas, forzando hasta el sinsentido los límites del lenguaje. En la medida en que sostiene la absoluta prioridad del fijar lo permanente como estructura de la voluntad de poder (o sea, del ser de ente), la interpretación heideggeriana rebaja lo que para Nietzsche es una perspectiva esencial. Esto se justifica en la medida en que desde su postura incluso esa perspectiva seguiría siendo deudora de lo anterior.
El segundo concepto que nos servirá de guía es el de representación, al que también tendremos que analizar para comprender cabalmente la interpretación de Heidegger.
En los capítulos anteriores hemos visto cómo Nietzsche caracteriza a la noción tradicioned de conocimiento como un representar y al objeto conocido como representación. Esto tiene indudablemente una intención crítica, al igual que, en general, sus comentarios acerca de la idea de una reproducción especular de lo real. A pesar de ello, Heidegger insiste en incluir a Nietzsche entre quienes piensan al ser como representación. Evidentemente no se trata de un error de interpretación sino de una diferente comprensión del sentido de «representación». Para Heidegger no es inherente a su concepto la reproducción perceptiva de algo existente en sí, sino que tiene raíces más profundas que la crítica nietzscheana según él, más oculta que saca a la luz.
Lo fimdamental en el concepto de ser representado, que tiene su posibilidad originaria en la identificación primera de ser y pensar en los comienzos de la filosofía
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griega, pero que sólo llega a su culminación en la filosofía moderna, es la determinación del ente desde sus condiciones de re-presentación. Lo que aparece está predeterminado por la fijación de sus condiciones de posibilidad, condiciones que tendencialmente no son otras que el aseguramiento del sub-jectum. Éste, entendido primariamente como lo que subyace (hypo- kéimenon) se transforma a su vez, consecuentemente, en el ser del representar, en el sujeto de la filosofía moderna. Desde esta perspectiva, lo esencial del concepto de representación no es la reproducción del ente existente en sí, sino la fijación de éste de acuerdo con la razón determinante, el establecimiento de lo representado como una elevación a la presencia de acuerdo con aquélla.'' Este procedimiento sería llevado a su extremo por Nietzsche, precisamente en la medida en que critica la concepción representativa del conocimiento.* El rechazo de esa noción de representación no es para Heidegger un paso hacia la superación de la metafísica sino un paso hacia el olvido de la dimensión originaria y hacia la proyección del ente como lo absolutamente dominable. Lo que cambia en el pensamiento metafisi- no es el paso del «For-stellen» al «Vor-stellen», la diferencia entre el tener ante sí y el poner ante sí, pero la comprensión de lo que allí aparece como «permanencia de lo presente» (Bestandigkeit des Anwesenden) es esencialmente la misma. Consecuentemente, la crítica de la verdad también se quedaría corta, mostrándonos así una diferencia esencial en la comprensión de la misma.
Lo que Heidegger llama «aseguramiento de lo permanente» en la determinación de la voluntad de poder que se ha liberado de los marcos de la representación en el sentido de Nietzsche, puede ser comprendido de otra manera si se parte de supuestos básicos distintos, de los que además habría que mostrar que se alejan del modelo metafísico criticado. En primer lugar, la fijación que da lugar al conocimiento tiene para Nietzsche un valor estrictamente pragmático, mientras que
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en la formulación tradicional está dominado por una cierta perspectiva que constituye vm error fundamental en el sentido de que propone vma verdad insostenible (no falsa respecto de un mundo que estaría en devenir). La insostenibilidad de la verdad (como adecuación) abre el camino hacia una concepción de lo que quizá se podría llamar «verdad», pero que en todo caso habría que diferenciarlo claramente de lo anterior, y que se desprende de toda idea de adecuación para convertirse en el comportamiento más adecuado a la falta de fundamentación. Este comportamiento no se adecúa al devenir sino que éste surge de la necesidad de las múltiples perspectivas. Nietzsche lo llama en algunas ocasiones «caos» y Heidegger señala que éste no debe entenderse como una confusa multiplicidad que está fuera ¿e las necesidades que la esquematizarán, sino que éstas son las que, presentándose como esquemas, hacen aparecer al mundo como caos en cuanto aún no está sistematizado. Creo que la posibilidad que quiere pensar Nietzsche con los términos «devenir» o «caos» no es precisamente ésta, más aplicable a anteriores teorías del conocimiento. Por el contrario, lo que sostiene al proyecto nietzscheano, y se refleja en este caso en esas nociones, es la necesidad de las perspectivas múltiples, cuya «perspectiva suprema» no puede ser más que la asunción de esto en grado sumo y no el aseguramiento de lo existente. Este es el carácter trágico que define al proyecto nietzscheano y que Heidegger desde su perspectiva no ve como tal. Al igual que en el caso anterior, este desconocimiento no es una simple ignorancia sino que se basa en que, visto desde la perspectiva heideggeriana, el horizonte abierto por este último aspecto de la reflexión de Nietzsche no constituye ninguna salida sino que es la cara negativa de lo anterior.
Esto volverá a repetirse, quizás en su nivel más esencial, respecto del tercer concepto elegido: el fundamento. Según la versión desarrollada, la destrucción por parte de Nietzsche de la noción de representación
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no va en dirección del aseguramiento de lo existente sino en dirección de un fundamento (Grund) como abismo (Abgrund). Este es el nombre que da Heidegger al fundamento, y aquí estamos posiblemente ante la decisión que se encuentra en la base de los dos planteos: Nietzsche piensa el fundamento como la absoluta falta de fundamento, mientras que Heidegger piensa el fundamento como falta y como un ámbito en el que es posible detenerse y será necesario hacerlo para salir del abandono del ser que es la metafísica. Nietzsche saca la consecuencia extrema de la primera posición y parte de la experiencia histórica del nihilismo para salir de ella sólo por la afirmación de la contingencia y la creatividad a la que se ve condenado el mundo después de la muerte de dios. La imposibilidad de basar la existencia en un jnundo dado que la garantice impide toda vuelta atrás. Como la figura bíblica de la mujer de Lot, mirar hacia atrás equivale a quedar fijado para siempre, y la única posibilidad que cabe es la aceptación trágica del dolor en la acción.
Heidegger, en cambio, partiendo también de una destrucción del concepto absoluto de fundamento, piensa un nuevo fundamento que es carencia, vm ser afectado de no ser que es por eso fundamento de la libertad. En la falta de determinación suficiente que afecta al existente, en cuanto no se toma simplemente como objeto, Heidegger descubre una noción de fundamento basada precisamente en esa falta y que consecuentemente no se determina como causa sino como «fundamento de su posibilidad de ser».’
Nietzsche también comprende esencialmente lo que es como posibilidad —como voluntad de poder— pero la posibilidad está en el fondo concebida como acto creador, con lo que para Heidegger se sigue pensando finalmente desde un sujeto sustancial, por más que se emprenda constantemente su destrucción. Lo que Heidegger exige es que se piense de otra manera la negación implícita en el concepto de posibilidad. Pensar consecuentemente desde lo posible —cosa que
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también Nietzsche intenta, según nuestra interpretación— requiere que no se lo comprenda desde la negación de la presencia necesaria sino desde una dimensión constituida por esa «nihilidad».’" De lo contrario, la posibilidad se anula a sí misma en su carácter fundamental y oscila, como puede verse en Nietzsche, entre el «todo es posible», que a veces parece ser su propia posición y a veces la del nihilismo, y la adhesión a la fortuita necesidad del destino. Esta parece ser la solución final a la que tiende Nietzsche, ya claramente formulada en el «amor fati» de La gaya ciencia'^ y que llega a su culminación en la idea del eterno retorno, en la que lo que sucede, sin perder un ápice de ^ necesidad (sin posibilidad de cambiar), al mismo tiempo deja de referirse en la repetición a referencias externas y con ello, de cierto modo, se transfigura.
La diferente concepción de la negación se muestra en una concepción opuesta de la culpa. Para Heidegger, el «ser culpable-deudor» constituye una estructura básica de la existencia, pues en él se expresa la naturaleza de su fundamento, en cuanto «fundamento de una nihilidad».* En este sentido originario, el ser culpable es condición de posibilidad de la culpa en sentido ordinario y muestra fundamentalmente el carácter «arrojado» de la existencia, que tiene que hacerse cargo de su ser sin poder apropiarse, sin embargo, nunca de él.
Para Nietzsche, en cambio, la culpa surge de las primitivas relaciones de deudor-acreedor, que es «la más antigua y originaria relación entre personas».'^ Establecer relaciones de equivalencia ha sido también la primera ocupación del pensar y puede decirse «que en cierto sentido es el pensamiento mismo».''' La relación de intercambio primitiva se ha proyectado posteriormente a la relación de equivalencia en conjuntos más complejos, extendiendo así «el hábito de comparar poder con poder». La relación deudor-acreedor, es decir la relación de deuda-culpa, se traslada luego a la relación con la comunidad,'’ con los antepasados y
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con dios.** La moralización significa finalmente la cul- pabilización total de la naturaleza y la existencia,”
La culpa es, pues, para Nietzsche la consecuencia de una relación de poder y desaparecerá en la medida en que se sustraiga a la existencia de todo marco trascendente y se la asuma en lo que realmente es: querer, afirmarse a sí misma desde lo infundado. Este es el lugar vacío por el que lo que aparece es esencialmente ficción y apariencia, pero en sí es una pura nada que da lugar a la afírmación total. Para Heidegger, por el contrario, la nUiilidad presente en el fundamento abre el camino para plantear la cuestión central, que lo llevará luego a hablar definitivamente desde un ámbito que se sustrae a la dominación del concepto.
Con estos comentarios sólo he pretendido rozar la problemática que se presenta en la disyuntiva Nietz- sche-Heidegger y mostrar algunos de los puntos decisivos que habría que profundizar para estar en condiciones de comprender dos posiciones fundamentales que surgen de un campo común: el agotamiento de la tradición metafísica.
NOTAS
1. Respecto de la relación Heidegger-Nietzsche, cfr. Leist, F., «Heidegger und Nietzsche», Philosophisches Jahrbuch. 70, 1963, pp. 363 ss.; Lowith, K., «Heideggers Vorlesungen über Nietzsche», en Aufsatze und Vortrdge 1930-1970, pp. 84 ss.; Heftrich, E., «Nietzsche im Denken Heideggers», en Durch- blicke (Heidegger zum 80. Geburtstag), Francfort, 1970, pp. 331 ss.; J. Moller, «Nietzsche und die Metaphysik», Theotogis- che Quartatschrift», 142, 1962, pp. 283 ss.; G. Rohrmoser, «An- lasslich Heideggers Nietzsche», Neue Zeitschrift für systema- tische Theologie, 6, 1954, pp. 35 ss.
2. Sobre la concepción de Heidegger al respecto, cfr. Sein und Zeit, § 7 c.
3. Zur Seinsfrage, Francfort, 1956, 4.* ed., 1977, p. 17.4. Op. cit., p. 17.5. Op. cit., p. 33. V. Sein und Zeit, 7 c.6. Uno de los ejemplos más cabales de este procedimiento
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se encuentra en la d iscu sión del princip io de n o con trad icción en Nietzsche, I, 602 ss.
7. Nietzsche, I, 535.8. Para un paralelo respecto de Descartes de la relación
de Nietzsche respecto de la metafísica ya comentada en la nota 6, véase sobre todo Nietzsche, II, 174 ss.
9. Sein und Zeit, § 58. Para esto y lo que sigue, véase especialmente Vom Wesen des Grundes, 5.* ed., 1965.
10. Cfr. Sein und Zeit, § 58, pp. 284.11. La gaya ciencia, 276; III, 521.12. Sein und Zeit, § 58, p. 285.13. La genealogía de la moral, 2, 4; V, 305.14. Op. cit, 2, 4; V, 306.15. Op. cit, 2, 9; V, 307.16. Op. cit, 2, 19; V, 327.17. Op. cit, 2, 21; V, 330.
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A MODO DE CONCLUSIÓN
De la multitud de elementos que se entrelazan en la obra de Nietzsche he elegido en este trabajo aquellos en los que se articula una crítica fundamental de toda la tradición filosófica. Hemos visto cómo, a partir de las iniciales luchas internas sobre el papel de la racionalidad, la metafísica y la historia, la crítica se concentra en un concepto de verdad que supone todo un modo de pensamiento. De esta manera la crítica cultural del primer período y la más o menos iluminista del segundo se unen en una dimensión crítica fundamental en la que la metafísica ya no es ni la posibilidad de elevarse a la única actividad justificadora de la existencia ni la falsa solución de problemas demasiado humanos, sino la estructura de pensamiento basada en un mundo-verdad. Lo que en un momento aparecía como crítica a los mundos aparentes de la religión y la moral se transforma en crítica de formas de pensamiento más básicas, de las que aquellas sólo eran un exponente, y ya en ese momento ni siquiera el más poderoso. El modelo metafísico persiste en las concepciones positivas y empiristas de la ciencia y hasta parece estar enraizado en el lenguaje común. La tarea que emprende Nietzsche es entonces
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la de la destrucción de las continuas ilusiones de «mundos dobles» que se generan en el lenguaje, de las continuas referencias a mundos verdaderos que quieren justificar y garantizar nuestras creencias y nuestros actos. La crítica nietzscheana va dirigida contra toda filosofía primera, desde las ideas platónicas hasta los datos sensibles del empirismo. La crítica central afecta a una idea de fundamentación que impera a lo largo de toda la metafísica y que es la que otorga su lugar propio a la filosofía. Al mostrarse la ilusión de tal proceso fundamentador, parece alejarse consecuentemente toda idea de una filosofía primera que establezca las bases ciertas e indubitables sobre las que se puede erigir el sólido edificio del conocimiento. Cae así el presupuesto cartesiano decisivo para todo el desarrollo de la filosofía moderna. En ese sentido, puede verse en la tarea de destrucción de Nietzsche la irrupción de una problemática que sólo ha sido recogida de manera consecuente en época reciente. Me refiero sobre todo a la crítica de los supuestos cartesianos del saber que se produce en el pensamiento del último Wittgenstein y en aquellos que partiendo de él de modo más o menos directo, o recogiendo los temas cercanos del pragmatismo norteamericano, han vuelto a poner en cuestión la idea de una fundamentación última del saber en algún tipo de dato presente. Además de Wittgenstein y sus desarrollos más o menos inmediatos se inscriben dentro de esta línea tanto el Quine de los «dogmas del empirismo» y la «relatividad ontológica» ‘ como el Sellars del «mito de lo dado»^ o el pragmatismo de Rorty,* así como los intentos de repensar la historia de la ciencia a partir del impulso original de Kuhn y los trabajos posteriores de Feyerabend, Lakatos, etc. Recoger en nuestra época el pensamiento de Nietzsche de un modo consecuente no puede dejar de seguir la confluencia de estas líneas.
Con toda la riqueza y la renovación que ellas significan, no pueden ocultar, sin embargo, la otra cara
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que aparecía continuamente en el planteo nietzscheano, aquel aspecto en que va «más allá» de la dimensión pragmática. Es en este aspecto en el que quizá se podría decir, de acuerdo con nuestra interpretación, que Níetzsche de cierto modo «fracasa», en la medida en que esta expresión pueda tener un sentido en este nivel problemático. Repetidas veces hemos comprobado la ambigüedad entre esas dos dimensiones y hemos señalado, a propósito de la segunda, tanto la imposibilidad de comprenderla como xm nuevo tipo de positividad como las continuas recaídas que provocaba la indefinición de su estatuto ontológico. Así, tratamos de mostrar cómo la idea de la voluntad de poder intentaba superar las determinaciones subjetivas de cuya crítica había surgido para, de cierta manera, volver a repetirlas en última instancia, de una manera mucho más sutil, pero probablemente más decisiva. Así también tratamos de mostrar cómo la idea del eterno retomo surgía de un intento de destruir una tradición que partía irreflexiva y necesariamente de una comprensión del ser como presencia, en la que, por otra parte, radicaba la fuente de la búsqueda de funda- mentación absoluta de la filosofía primera a la que nos referíamos antes. Pero también veíamos cómo en última instancia era esa misma concepción la que seguía dominando, nuevamente de una manera más oculta, pero quizá por eso más total.
Este «fracaso» de Nietzsche señala su aspecto más decisivo: aquella dimensión que intenta pensar pero que no puede llegar a consumar por estar demasiado prendido de un modo de pensamiento que requería una transformación aún más radical. Esta es la dimensión que no queda abolida por la consideración pragmática y la que puede llevar del ejercicio de un pensamiento técnico (en un sentido no superficial)* a una reflexión sobre la técnica como modo epocal. Para ello es necesario retroceder desde el «juego de las interpretaciones» al reconocimiento de aquel espacio abierto en el que ellas pueden presentarse, espa-
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cío cuya vacancia por parte de cualquier tipo de presencia no hace más que indicar su carácter «fundante» en un sentido radicalmente diferente (y que por supuesto ha dejado atrás todo intento de fundamentar el conocimiento).
El campo señalado por Níetzsche, que al mismo tiempo se cierra cumpliendo allí su autodestrucción, sólo puede ser reapropiado si se es capaz de invertir el movimiento para, precisamente, no intentar apropiarlo. Gracias a un radical mantenimiento de la diferencia en este sentido es posible el espacio abierto a la interpretación, que por lo tanto no puede intentar colmar esa diferencia poniéndose como principio, aunque sea casual y siempre cambiante.
La consecuencia de la crítica de la filosofía primera es que no pueden identificarse las condiciones de determinación de lo que es con su principio. Esto no debe trivializarse en el sentido de que ahora ya no hacen falta fundamentos y la totalidad del caso se auto- sustenta. Más allá de esto permanece, radicalmente transformado, el problema de la filosofía. En efecto, hay dos sentidos en que puede entenderse la resultante falta de absolutez del conocimiento. Por un lado, alude a la relatividad conceptual, epocal, de intereses, etc. Esto, como bien han señalado Rorty o Habermas, no afecta su carácter de conocimiento, lo cual sólo ocurriría si se lo siguiera confrontando con una concepción absoluta, que por. otra parte se ha rechazado. Hasta aquí, el resultado de la crítica no puede ser más que la eliminación de la pretensión de una filosofía primera (metafísica), eliminación que desembocará en una práctica del conocimiento menos pretensiosa y más efectiva. Pero, por otro lado, esta práctica efectúa precisamente la tarea explicativa que había querido llevar a cabo la filosofía, sólo que ésta la había acoplado con otra cuestión fundamental, que quedaba formalmente subsmnida por aquélla y alimentaba así la pretensión de fundamentación absoluta: la de comprender ser, el fenómeno de que haya un mundo en
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cuanto tal. En esa identificación se suponía que el cómo del mundo daría el acceso al carácter del ser del mundo. La pérdida de la absolutez del conocimiento tiene que ver en este sentido con la ruptura de esa identificación. Ante ella queda la posibilidad de que la segunda cuestión, pregunta central de la filosofía, simplemente desaparezca —^htmdida con su intento de fundamentación del mundo— o bien de que se plantee de manera radicalmente diferente: el ser-mundo pensado como el alejamiento por el cual es ese mismo conocimiento y del que no puede darse cuenta desde él. El límite es insuperable y la diferencia irreductible para el pensar representativo (y sólo en su interior puede contarse con algo enfrentado que pueda determinarse). El mero reconocimiento negativo de lo anterior, en la medida en que simplemente ve la incapacidad de fundamentación, corre el riesgo de ocupar el lugar del principio, aun reconociendo la «arbitrariedad» de tal proceder y dando lugar, por lo tanto, a su continua revisión en función de criterios de tipo diferente. De esta manera puede perpetuarse el principio metafísico-teológico que pretendía superarse. Ante esa «falta de fundamento» hemos señalado en el comentario sobre la interpretación de Heidegger la concepción del «fundamento como falta». Radicalizando esto quizás habría que pensarlo como «sustracción»,® ya que en lo anterior se piensa lo negativo sólo como negativo, es decir, en referencia a la positividad, mientras que de este modo se recalca su positividad como negativo (que a su vez no hay que confundir con la negati- vidad como motor de lo positivo en sentido hegeliano). Sólo entonces queda garantizada una diferencia que no puede volver a englobarse en el pensar determinante.
Este es el ámbito problemático al que nos lleva la reflexión sobre el pensamiento de Nietzsche, en la medida en que veamos en él la crítica bifronte a toda la metafísica que nos muestra, por un lado, una consecuente y radiced destrucción de sus bases ontológicas
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y, por otro, que se trata esencialmente de una auto- destrucción que corre el riesgo de sepultar la posibilidad de otro comienzo que no puede reconocerse ya como principio del mismo modo que los principios del pensar metafísico.
Así se vuelve a plantear el dilema que se le presenta a la interpretación de Nietzsche: si la disolución del mimdo sustancial implica un abandono de la pretensión dominadora de la subjetividad (en la medida en que no pretende fijar el carácter último de lo real y puede remitir su propia obra a otro tipo de criterio) o es su radicalización (en la medida en que la instancia determinante ocupa sin limitación el lugar del principio). La íntima imbricación de ambos aspectos es una característica muy significativa del pensamiento de Nietzsche. La extrema tensión a la que lleva es probablemente una muestra de que sólo si el primero de ellos se transforma en el curso de la crítica será posible que no desemboque en el segundo. Esto equivale a decir que la radicalización de la subjetividad es el paso para su superación, pero que ésta exige un salto en el que aquélla quede definitivamente atrás como punto de concentración de toda signifícatividad. Este salto queda pendiente en el pensamiento de Nietzsche como la «flecha del anhelo hacia la otra orilla».*
NOTAS
1. Cfr. «Two Dogmas of Empiricism», Philosophicaí Re- view, 1951, pp. 23-42, reimpreso en From a Logical Point of View, Cambridge, Mass., 1953, y «Ontological Relativity» en Ontological Relativity and Other Essays, Nueva York, 1969 (hay versión castellana: La relatividad ontológica y otros ensayos, Madrid, 1974).
2. Cfr. «Empiricism and the Philosophy of Mínd», en Science, Perception and Reality, Londres, 1%3 (hay versión castellana: Ciencia, percepción y realidad, Madrid, 1971).
3. Véase Philosophy and the Mirror of Nature, Nueva Jersey, 1980 (hay versión castellana: La filosofía y él espejo de
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la naturaleza, Madrid, 1983) y Consequences of Pragmattsm, Brighton, 1982.
4. Véase la expresión usada por Rorty parafraseando a Heidegger: «el pragmatismo como poesía de la técnica», en «Heidegger wider die Pragmatisten», Meue Hefte für Philo sophie, 23 (1984).
5. La expresión proviene del propio Heidegger. Cfr. «Zeit und Sein», en Zur Sache des Denkens, Tubinga, 1976, p. 23.
6. Asi habló Zaratustra, 1, prólogo, 4; IV, 17.
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BIBLIOGRAFIA
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235
INDICE
Prólogo. El experimentum crucis de la filosofía de Nietzsche, por Eugenio Trías . . . .
Introducción
7
15
PARTE PRIMERA
Capítulo 1. El tiempo y la historia en lasegunda Consideración intempestiva . . . 25
Capítulo 2. La filosofía histórica de Humanodemasiado hum ano .............................................45
Capítulo 3. La transformación de la base ontológica y la concepción delconocimiento..................................... . 61
Capítulo 4. El pensamiento más grave . . . 84Capítulo 5. La cuestión de la temporalidad en
Aurora y La gaya ciencia...................................... 93Capítulo 6. La crítica de la noción tradicional
de verdad en La gaya ciencia...............................101
PARTE SEGUNDA
Introducción...................... . . 1 1 3Capítulo 1. Voluntad y tiempo en
Schopenhauer. Su recepción en El Nacimiento de la tragedia . . . . 115
Capítulo 2. El tiempo y la voluntad enAsí habló Zaratustra...................................126
Capítulo 3. La cuestión del lenguaje y elproblema del conocimiento...................... 146
Capítulo 4. La concepción de la verdad . . 161Capítulo 5. La crítica del concepto de «yo» . 172Capítulo 6. La voluntad de poder y el mundo
del d e v e n i r ............................................... 182Capítulo 7. El eterno retorno: el tiempo
reconsiderado..............................................200
Apéndice. Acerca de la interpretaciónde M. Heidegger.........................................213
A modo de conclusión ...................................226Bibliografía......................................................233