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HISTORIA ENTRE CASTAÑOS Miguel Durango Fernández de Bulnes

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HISTORIA

ENTRE CASTAÑOS

Miguel Durango Fernández de Bulnes

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HISTORIA ENTRE CASTAÑOS

Dedicado a Charo, quien fue la primera lectora

y a todos los protagonistas –reales- que pueblan estas páginas

Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid con fecha

7 de septiembre de 1993 y número de registro 13.981

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PRIMERA PARTE

EL COMIENZO

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CAPITULO I

El sol se iba poniendo lentamente, y cubría los campos con una roja y fría

mortaja. Las casas de la ciudad fueron quedando poco a poco en penumbra, y sus gentes

se retiraron a su interior. La noche no tardaría en llegar.

Un poco más arriba, dejando atrás el valle en el que se asentaba la pequeña ciudad, quedaban los gruesos muros de El Castañar.

A Ricardo no le agradaba demasiado la idea de ir a estudiar a El Castañar,

separarse de su familia y vivir en un lugar extraño para él, conviviendo con gente

desconocida. Pero sus padres habían logrado convencerle. Era algo bueno para él, una

manera diferente de avanzar en la vida. A veces Ricardo se preguntaba para qué tenía

que avanzar en la vida.

Pararon los coches y bajaron, cerca de la entrada a la iglesia. El pequeño

aparcamiento, y todo el santuario, estaba rodeado de un hermoso bosque de castaños, aún verde y frondoso en esa época del año. Atravesando lo que allí llamaban la Plaza de

los Tilos, que no era más que un altar encaramado en una loma de la montaña, y con

unos cuantos árboles hiriendo el entramado de piedra, quedaba Béjar, encajonada en el

inmenso valle.

Cuando se hubieron acercado a la puerta de entrada al santuario salió a recibirlos

Pablo, el prefecto. Primero saludó a Ricardo y sus compañeros, Daniel y Diego, y por

último a sus padres. Poco después, salió el Padre Superior, que echó una fría mirada a todos los que allí se encontraban.

-Vosotros tres -fue lo primero que dijo-, id con Javier a que os diga dónde

dormís-. Miraba a la nada cuando hablaba.

Dentro del edificio estaba Javier, el hermano menor de Pablo, que les esperaba.

Subieron las escaleras, y atravesando un largo pasillo, llegaron a una habitación en la

que habría una treintena de camas.

-Daniel y tú dormiréis aquí -dijo dirigiéndose a Ricardo-, y ahí tenéis los

armarios. Tú, Diego, dormirás conmigo en una habitación aparte. Mientras deshacían la maleta y colocaban cuidadosamente sus ropas en los

armarios, el sol acabó de ponerse, y un frío muy espeso, casi palpable, bajó de las montañas. A Ricardo le pareció que el frío no sólo podría sentirse en aquel lugar, sino

que se llevaba dentro, muy dentro.

-La cena espera abajo -dijo Javier desde la puerta de la habitación.

Caminaban silenciosos hacia el comedor, y por los pasillos del edificio corría

una deliciosa melodía de armonio u órgano.

-¿Qué es? -se atrevió a preguntar Daniel.

-Es el Padre Guillermo, el organista. Está ensayando para la misa del domingo -

respondió Javier, que parecía conocer todos los recovecos del santuario.

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-Ah...

El día tocaba ya a su fin. Poco después de la cena, con el pretexto del cansancio

del viaje, fueron a dormir. Ricardo sentía un gran desasosiego. ¿Qué hacía él allí? En

ese preciso instante se dio cuenta de que ya todo era irremediable. Debería quedarse

allí, al menos durante el siguiente año. La vida se había complicado de una manera

impensable para él. ¿Por qué la gente se empeñaba en enredarlo todo? Ricardo pensaba

que era mejor dejar a la vida desarrollarse sin inmiscuirse en ella. "Que pase lo que

tenga que pasar, pero que la gente no lo enmarañe todo", pensaba. En esa primera noche, mientras miraba un cielo espectacularmente estrellado

para él -en la ciudad de la que venía no había estrellas-, se sintió una víctima más de la

trama de la vida. Era como si una mente superior e inalcanzable lo estuviera dictando

todo. Y esa mente había atrapado a Ricardo sin más remedio.

Por unos momentos sintió unos incontenibles deseos de llorar, pero no lo hizo.

Daniel, que dormía en una cama al lado suyo, no debía oírle por nada del mundo. Nadie

parecía estar muy a disgusto allí, y él no quería estropearlo con sus sollozos.

La noche pasó entre extraños pensamientos e incomprensibles sueños, y el nuevo día amaneció esplendoroso, veraniego aún, justo al contrario que el interior de

Ricardo.

Se levantó y se vistió, a la luz de los rayos solares que, llegando desde las

montañas, se filtraban a través de las hojas de los castaños. Cuando se aseguró de que

ya todos habían bajado al comedor a tornar el desayuno, se dirigió hacia una de las

ventanas de la amplia habitación. Desde allí se divisaba una completa panorámica del

valle. Fue siguiendo con la vista la carretera que, minutos después sus padres seguirían en su camino de regreso hacia la ciudad. "Qué lejos quedaba su ciudad, sus amigos, su

colegio..." Casi sin darse cuenta, una lágrima corrió por sus mejillas y fue a estamparse

contra el suelo.

En ese incómodo momento llegaba Pablo desde el comedor.

-Vamos, te estamos esperando para desayunar. Ya están todos abajo.

-Bien...

-¿Te pasa algo?

-No, nada. -Pues vamos a desayunar.

Todos en el comedor, y poco después él mismo, se encontraban frente a un

enorme y humeante tazón de chocolate, en silencio. Sólo al final, el Padre Superior

pronunció unas palabras:

-No hay ningún Miguel por aquí, ¿verdad?

-Pues no -era Pablo el que respondió.

-Es que hoy es San Miguel, y era para darle una piruleta...

La golosina quedó unos instantes suspendida de la mano del cura, como un preciado trofeo. Luego, finalmente dijo:

-Te la daré a ti, Ricardo, que eres el que parece más triste de todos.

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Ricardo la aceptó y dio las gracias. Pocos instantes después sus padres partieron

hacia la ciudad, dejándole a él, a Ricardo, solo, completamente solo, junto a toda esa

gente extraña.

Como aún no había llegado el resto de los seminaristas, Daniel y Ricardo

decidieron dar un paseo por el bosque. Subieron una loma a través de los atajos y

llegaron a un bello paraje denominado Llano Alto, desde donde se divisaba mejor la

sierra y el valle.

Los árboles comenzaban ya a dejar caer sus hojas, dando al paisaje una mezcla de tonos ocres y verdes. El otoño comenzaba, la vida se aletargaría durante unos

cuantos meses en los que el frío y el silencio lo iban a dominar todo.

Cuando hubo pasado un tiempo que creyeron suficiente, resolvieron bajar al

santuario. Ese día, después de la comida, y durante toda la tarde, fueron llegando todos

los seminaristas, unas veces poco a poco, otras veces en manada. Venían de todas

partes: de Béjar, Bilbao, Barcelona, Madrid, Zaragoza...

Eran muchos los que venían al santuario, cada uno con su historia particular y

sus singularidades. Entre todos ellos llegó El Chupi, de Barcelona, que tenía la peculiaridad de no

poder resistir los deseos de chuparse el dedo pulgar de cualquier mano, y de ahí el mote

de Chupi. Ricardo tenía vagas referencias de que sus padres estaban separados.

También Jorge, que era de Candelario, uno de los pueblos del valle, y que para

sorpresa de Ricardo, era aún más bajo que él. O Alberto Ramírez, que vivía en Béjar.

Su padre tenía una zapatería, la mejor de Béjar, según él. Parecía tener siempre una

sonrisa dibujada en la cara; no sabía otra cosa más que reír. Ricardo pensó que era una buena filosofía a seguir en aquellos momentos.

Muchos otros personajes desfilaron ante los ojos de Ricardo, en total cincuenta o

sesenta, e iban a poblar ese año el Seminario Menor de El Castañar. Muchos de ellos

eran conocidos por motes o sobrenombres que hacían referencia a sus lugares de origen:

así Abadía, que venía de ese pueblo de la provincia de Cáceres, Horcajada, de la

provincia de Ávila, o Coria, también de Cáceres, aunque también era llamado Capea,

por su insaciable afición al mundo del toro.

Con el lento transcurrir del día, llegó la noche, y con la noche, la cena. Dentro del comedor se formaba una algarabía casi insoportable. Resultaba difícil comprender

cómo se iba a hacer con todas esas "personitas" un solo individuo, Pablo. De cualquier

manera a Ricardo le parecía muy divertido todo aquel follón, y sirvió para acallarle, al

menos momentáneamente, todas sus penas.

Y como era lunes, según rezaba el horario, tocaba de cena huevo frito, plato

preferido por muchos. A Ricardo le parecía curiosa la forma que tenía la gente de comer

el huevo frito allí. Primero se iba separando con el tenedor la clara de la yema. Se comía

entonces en primer lugar la clara, la parte más insípida y menos sabrosa del huevo. Después se pinchaba la yema y se dejaba correr el líquido amarillo que contenía.

Cuando se había exprimido bien lo que quedaba del huevo, se comía; y finalmente

venía lo mejor: se rebañaba con un trozo de pan el líquido de la yema junto con el aceite

que quedaba en el plato.

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A1 ser el huevo frito un plato codiciado por todos, siempre había problemas a la

hora de repartirlos. A los que en esa noche les correspondía la inmensa fortuna de

repartir la cena, se quedaban con la mejor parte, y daban los mejores huevos a los

amigos de confianza, dejando los peores para los considerados enemigos. Ricardo

estaba comenzando a sospechar los pactos secretos entre los repartidores. "Yo te doy a

ti esta chuleta si tú mañana, que te toca repartir, me dejas elegir la fruta que desee".

Ricardo estaba seguro que en más de una ocasión se habían pactado entre ellos cosas

parecidas a esta. Esa noche correspondía repartir los huevos a un tal Téllez, el tipo más gordo que

Ricardo había visto en su vida.

Todos miraban expectantes la bandeja cuando llegó a la mesa en que se sentaban

Ricardo, Jorge, el Chupi, Daniel y Alberto.

-Este es para ti, y éste para ti -decía Téllez, como si del mismo Dios se tratase.

Por suerte para Ricardo, un huevo con la yema a punto de reventar, fue a caer al centro

de su plato.

-Gracias -se atrevió a decir. -Lo tendrás en cuenta ¿no? -dijo el otro.

-Por supuesto, jefe.

-Así me gusta.

Después de la corta conversación se volvió hacia Jaime, que era el nombre del

Chupi, y le echó un huevo requemado, sin apenas yema.

-¡Te acordarás, gorda! -fueron las palabras airadas del Chupi.

Pero el otro hizo caso omiso del insulto. Estaba demasiado subido al pedestal, haciendo de Dios, y se limitó a sonreírle burlonamente. Trató de dedicarle la mirada

más vejatoria posible, y se retiró.

Durante el resto de la cena, Jaime no probó bocado ni pronunció palabra alguna.

Recogieron los platos y él tiró su huevo. Repartieron la fruta y él rehusó probarla.

-¿Te pasa algo, Chupi? -dijo Alberto. Ya todos conocían el mote de Jaime.

-No me llames así.

-Pero, hombre, ¿por qué no?

-Dejadme todos en paz. Estaba enfadado. Con frecuencia lo estaba. Era lo que Pablo decía muchas veces

de él, alguien enfadadizo.

El final de la cena llegó con una palmada de Pablo, y con él, la hora que todos

esperaron durante el día. En ese momento podían salir al exterior, y abrigados por el

frío, jugarían sin parar hasta el final del tiempo de recreo. Corriendo a grandes zancadas

atravesaron el comedor, el salón de juegos contiguo, subieron las escaleras hasta el

vestíbulo. A la salida del edificio se encontraron con el Padre Superior. Él y los demás

curas comían en una estancia apartada, la sala de los curas, con televisor, donde el menú era diferente al del comedor.

-¿Adónde vais tan deprisa?, ¡y corieeendoooo! -fue lo que dijo y de sus ojos

saltaban chispas.

-Vamos...a...jugar fuera -se atrevió a decir alguien con voz temblorosa.

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-Pues hoy no se sale -sentenció.

Hubo un silencio, que parecía interminable. El aire denso, cargado, traía

presagios de castigos y reprimendas. Una de las faltas graves era correr dentro del

edificio.

Nadie se atrevía a levantar la vista del suelo. El Padre Superior, finalmente

suspiró y tragó saliva.

-Que no se vuelva a repetir. Sabéis perfectamente que está terminantemente

prohibido -dijo marcando las sílabas- correr dentro de la casa. Hoy os perdono porque es el primer día y hay nuevos que no lo saben. Pero no saldréis afuera. Bajad a la sala de

juegos.

Y quitándose una pesada carga de encima, salieron fuera de la presencia del

Superior, y bajaron al salón de juegos. Pero poco después, Pablo dio la señal del final

del recreo, y fueron a dormir entre resoplidos y refunfuños por lo bajo.

El primer día parecía concluir. Finalmente Pablo apagaba las luces de la gran

habitación, y en el teatro de los sueños de los que yacían en las camas, se pedía silencio

y se abría el telón.

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CAPITULO II

Los días fueron pasando, con parsimoniosa lentitud, y tras haberse incorporado

todos los alumnos y profesores a las clases y estudios en el seminario, llegó el primer y

ansiado fin de semana.

Apenas unos días antes de llegar a El Castañar, a Ricardo le resultaba irrisorio

decir que levantarse a las ocho y media de la mañana era levantarse tarde. Pero aquel

sábado no fue así. Acostumbrados a días anteriores, en los que habían de levantarse a

las siete en punto, media hora antes de que Pablo les mandara levantar, la mayoría ya había abierto los ojos, y algunos, los más mayores, danzaban por los pasillos. Iban a los

servicios a fumarse un cigarro a escondidas. Fumar también estaba prohibido.

Cuando vino a despertarles a la hora que ya todos conocían, no fue necesario que

hiciera lo de siempre: vociferar, arrancar al perezoso de las mantas, o abrir las ventanas

para que entrara la gélida brisa matinal.

Encendió las luces, y todos saltaron de las camas, deshaciéndolas, y, a los que

les correspondía abrir las ventanas, así lo hicieron. Pablo respondió a este gesto con una

leve sonrisa. -Quitaos las camisas para lavaros -se limitó a decir. Era lo mismo de siempre

todas las mañanas.

A esa hora ya había salido completamente el sol, y sus rayos se descolgaban

entre las altísimas cumbres, aún no nevadas. Una fría corriente de aire atravesaba la

habitación, eliminando los vestigios de sueños y olores nocturnos.

Afuera los árboles eran batidos ásperamente por el viento, y un infinito reguero

de hojas secas viajaba casi horizontalmente por el aire hasta topar con el suelo. Todos los derredores del santuario, y el propio bosque, estaban siendo

alfombrados de oro. Era evidente, el otoño acababa de hacer acto de presencia. ¿Quién

limpiaría todo esto?, se preguntaba Ricardo.

No tardaría en averiguarlo.

Inmediatamente después del breve desayuno, Pablo les anunció que iba a repartir

trabajo. Y ante tales palabras no tardaron en oírse las primeras protestas, y, en respuesta

el primer tortazo.

Los antiguos con las caras largas y los nuevos asustados, tomaron posesión cada uno de sus respectivos asientos en la sala de estudios. Pablo se encaramó en una tarima

y comenzó a adjudicar tareas por doquier.

Cuando concluyó el reparto de tareas, todos opinaron que la que fue asignada al

grupo de la mesa de Ricardo, era la peor de todas. "Os han tomado el pelo", comentaban

algunos.

En efecto, tenían razón. Pidieron las escobas a El Cabra, que era el encargado de

guardarlas, y se dirigieron a la enorme Plaza de los Tilos, a barrerla. ¿Cómo lograrían

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limpiar todo aquello con el viento que soplaba? Ricardo pensaba que era una locura,

algo imposible.

-No vamos a poder hacer nada aquí, me temo -se aventuró a decir el Chupi.

-Ya, pero hay que empezar -apostilló Alberto.

-¿Por dónde? -preguntó Ricardo. Había tanto que hacer...

Pero no lograban ponerse de acuerdo, hasta que llegó Pablo.

-Empezáis por donde está el altar de las cruces, y vais bajando hasta la entrada

de la sacristía. Allí hacéis un montón, lo recogéis con el carro, y lo tiráis detrás del campo de fútbol, ¿entendido?

Todos asintieron. Subieron al altar de piedra y comenzaron a barrer. Hojas secas,

colillas, bolsas de patatas, latas aplastadas de cerveza, cáscaras de pipas, con todo ello

habían de acabar.

En un gran alarde de esfuerzo consiguieron entre todos dejar impecable el altar,

que era aproximadamente le décima parte del total de la plaza. Pero el tiempo pasaba y

pronto vendría Pablo a ver cómo iba el trabajo.

-Maldita sea -rugió Ricardo-, esto es imposible -y mientras hablaba una ráfaga de viento volvió a poner toda la basura que habían recogido, en su lugar de origen.

Todos profirieron una exclamación de horror y desánimo.

-Un momento -dijo Jorge-, hay que actuar con inteligencia. ¿Hacia dónde sopla

el viento?

-Hacia allí -dijeron todos, señalando un pequeño barranco que bordeaba la plaza.

-Pues tiremos toda la mierda allí.

-Bravo, Jorge -exclamó Alberto. Y esa fue la solución. En menos tiempo del que temían en un principio,

terminaron y poco después vino Pablo a dar el visto bueno.

-Las cosas, si se hacen, hay que hacerlas de la manera más fácil posible -decía

Jorge triunfante. Y tenía razón.

-O sea, la ley del mínimo esfuerzo -apuntó Ricardo.

-Sí.

Después del trabajo y del merecido tiempo de descanso llegó la tarde, la hora

esperada por muchos. La clase de ensayo con el Padre Guillermo. Se rumoreaba que ese día se iban a conocer los nombres de los nuevos solistas para el coro. Ser solista era

todo un honor, casi un privilegio. Todos los solistas llevaban consigo una especie de

aureola que les protegía; había que cuidarles, mimar sus voces, y guardarles

escrupulosamente de catarros y constipados. El puesto de honor absoluto lo constituía el

puesto de solista mayor, y ese año el trono estaba ocupado por Diego, hermano de

Daniel. Era el que entonaba en solitario los versículos del aleluya y el salmo. Y por eso,

todos le admiraban.

Poco después de la hora del ensayo, Ricardo cambió toda esta concepción del ser solista. Hasta casi deseó no serlo. Mientras todos los demás iban a disfrutar de otro

tiempo de recreo más, los solistas, y los candidatos a serlo, entre ellos Ricardo, debían

cantar durante la misa en la iglesia.

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-Los nuevos iréis con los solistas a cantar -había dicho el Padre Guillermo-, lo

cual descontentó a Ricardo.

En su casa podía estar viendo la televisión todo el tiempo que deseara, por

ejemplo, pero esa tarde, no. Era inevitable, todo el que tenía buena voz, debía estar bajo

la batuta del Padre Guillermo, y si había que cantar en misa, así había que hacerlo. Era

el precio que había que pagar por ser solista. Todos querían serlo, pero nadie quería

perderse la película del sábado, ni estar ensayando más tiempo que el resto de los

seminaristas. Todos admiraban a los solistas, e incluso los envidiaban, pero a la hora de la verdad los que reían eran los que se quedaban disfrutando de la televisión o de unos

minutos más de recreo.

Al final de la tarde, después de la misa, cuando los ánimos de Ricardo se habían

levantado un poco, llegó una combinación de tiempo libre y tiempo de estudio. Durante

la merienda fueron encendidas unas fogatas detrás del campo de fútbol donde se tostaba

el pan junto con el queso derretido.

Prácticamente en este punto había concluido el día; otra cruz que poner en el

calendario. Desde la ventana del dormitorio se veía la sierra, poderosa y brillante por el rocío helado bajo la luz de las estrellas y fuegos fatuos que yacían en su interior.

Durante la noche, a medida que fue acercándose el amanecer del domingo, los

rumores fueron creciendo de boca en boca. Una atmósfera de siseos y chismorreos

invadió el dormitorio durante toda la noche. Todos en su interior cavilaban sobre

quiénes serían los elegidos. ¿Por qué no lo habría dicho el Padre Guillermo el día

anterior? ¿Qué había, qué pensamientos fluían en lo más recóndito de su mente?

Durante la mañana, la situación se hizo casi insostenible. La menor disputa, por cualquier asunto trivial, que pudiera resolverse con cuatro palabras, se convertía en la

más agria discusión.

La polémica duró hasta pocos minutos antes de la una del mediodía, hora en la

que todos debían estar preparados para la misa grande del domingo, con las túnicas

puestas, las cabezas peinadas y las voces aclaradas.

A la salida de la habitación Pablo pasaba revista a todos, uno por uno.

-Bájate más la túnica -decía a uno.

-Súbete el cuello -a otro. -Esos zapatos los tienes sucios -al de más allá.

Cuando estuvo conforme, dio paso libre hacia la iglesia. La misa, como siempre

fue celebrada con toda solemnidad por el Padre Superior. Diego cantaba los versículos

del salmo y el aleluya, él solito. Ricardo y los demás candidatos deseaban ser solistas,

como él, pero cantar ante un público atento en una misa que además era radiada a Béjar

y su comarca, era otra cosa. Para ello había que tener unos nervios de acero y una

serenidad absoluta. Una y otra vez aparecía en la mente de Ricardo las últimas

palabras del Superior antes de la misa:

-Espero que salga bien. Recordad que treinta mil personas os van a escuchar

dentro de unos momentos por la radio. No lo olvidéis, que salga perfecto -decía.

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Ricardo no sabía si algún día sería como Diego, pero, al menos, cuando

estaba en misa escuchando su esmerada voz, no quería hallarse en su lugar. ¿Qué se

sentiría al oír la propia voz de uno resonando contra los gruesos muros del templo, y

toda la gente mirando? Ricardo en ese momento prefería no saberlo.

La misa concluyó, cantaron el himno a la Virgen, y se marcharon

rápidamente al dormitorio a despojarse de las túnicas.

En ese punto del día, había llegado el mejor momento de la semana. Poco

después de la comida tenían una tarde entera a su disposición. Cinco horas sin Padre

Superior, sin ensayos, sin clases. Era la tarde del domingo y durante toda la semana

había estado burbujeando en la imaginación de todos las palabras de Pablo diciendo:

"ya podéis marcharon".

Sin embargo los que no eran nuevos no parecían estar muy ilusionados en

aquel momento, cuando instantes después Pablo tenía que dejarles marchar a todos.

-Ya veréis, ya veréis -decían.

Y, en efecto, tenían razón. Terminó la comida, y cuando todos esperaban oír

las palabras ansiadas durante toda la semana, Pablo habló:

-Prepararos todos, que nos vamos a la Peña de la Cruz.

Se oyó un suspiro general de desaprobación y desconcierto.

-Venga, venga -insistió Pablo-, subid a la habitación y poneros las zapatillas,

que nos vamos todos a la Peña de la Cruz.

Un poco más tarde, ya de camino hacia el monte, Téllez se lo decía a

Ricardo:

-¿Ves? -hablaba con una sonrisa que casi le partía la redonda cara en dos. -

Todos los años -continuó-, el primer domingo nos hacen la misma guarrada. No

siempre al mismo sitio; el año pasado fue a Candelario, por ejemplo. Pero para el

caso es lo mismo. -Era evidente que a Téllez no le atraía en absoluto la idea de

caminar hacia el monte, más si tenía que mover los kilos y kilos de huesos, carne y

grasas que poseía.

Pero a Ricardo, en realidad, no le disgustó demasiado la marcha hacia la Peña

de la Cruz. Le encantaba el campo, el bosque, la montaña, algo a lo que no estaba

acostumbrado a disfrutar en la ciudad. Y al marchar todos juntos, camino arriba,

daba la sensación que estaban todos unidos en armonía. Ya no había solistas, ni

empollones, ni nuevos, ni viejos. Todos respiraban el mismo polvo que levantaban

al andar, camino arriba hacia la Peña de la Cruz. Abajo, muy abajo, el valle del río

Cuerpo de Hombre, y en el fondo, perdiéndose en el cielo, las altísimas cumbres del

Calvitero.

Llegaron tras hora y media de camino. El lugar era espectacular. Un

conglomerado de grandes rocas dominaban todo; alguna de ellas sujetas por alguna fuerza olvidada por los físicos amenazaban caer aplastando a todos.

En un lugar privilegiado, se levantaba una cruz de piedra. Y desde allí una vista completa del valle.

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La tarde fue pasando, el sol se ocultó y el cielo era un campo de batalla entre el

día y la noche teñido de sangre. Pablo no tardó en anunciar que era hora de bajar.

Llegar a El Castañar otra vez fue como regresar a un lugar conocido desde

siempre. A la entrada del santuario, de pie, el Padre Superior ordenaba.

-Los cantores id a la sala de música -dijo con una amplia sonrisa nicotinada-.

Allí se os dirá lo que esperáis -los rumores habían llegado hasta él mismo-. Los demás -

continuó-, id a la sala de estudios a estudiar.

Y así hicieron. Los cantores entraron por fin en el lugar que deseaban a escuchar lo que tanto ansiaban. Ocupó cada uno su pupitre, y comenzaron a hablar y a cavilar

sobre quiénes serían los solistas. Al Padre Guillermo no se le veía.

Se oyó un carraspeo del lugar donde estaba el armonio y de detrás de las

partituras salió la pequeña figura del Padre Guillermo.

-A ver, a ver, un poco de silencio, por favor -fueron sus palabras-. Bueno, bueno

-dijo con su inconfundible acento mallorquín-, poneros aquí delante del armonio.

Y hacia allá fueron los "candidatos". El cura entonces tocó unas notas de la

escala, y ordenó que las imitaran, uno a uno. El primero fue Rafa, que llegó hasta el "mi" alto.

-Tienes una voz dulce -le dijo el Padre Guillermo-, pero demasiado débil. Tienes

que robustecerla. De momento te quedas en la primera voz.

El siguiente fue Daniel, que, trabajosamente, y entre continuas toses y

carraspeos, ejecutó la escala dada por el Padre Guillermo.

-A la segunda voz -le dijo sentenciosamente. Y a Daniel se le hundió la mirada

hasta la punta de los pies. Ser de la segunda voz era un deshonor, una mediocridad. Y además él era el hermano de Diego, el solista mayor.

Y después llegó el turno de Ricardo. Una terrible descarga eléctrica de nervios

sacudió su cuerpo en esos momentos. Tenía en ese instante la oportunidad de

demostrarle al Padre Guillermo que, en realidad, valía para la nueva cantera de solistas.

Tocó unas notas, y las fue siguiendo. Llegó desgañitándose la garganta como

Nunca lo había hecho hasta el "la" alto.

-Tú vales -dijo el cura- a partir de ahora eres solista.

Y una explosión de luz bulló en la imaginación de Ricardo. ¡Lo has conseguido! ¡Ya eres solista! Todos los sufrimientos, todas las penas, la lejanía de sus padres, el

estar fuera de casa en un lugar extraño, todo eso parecían nimiedades en esa hora

suprema. No le parecía un alto precio que pagaba por el magnífico premio que acababa

de recibir en ese preciso instante; sólo pensaba en lo feliz que era, únicamente por

poseer una voz del agrado del Padre Guillermo. En realidad, era injusto. Miró a Rafa y

se encontró con sus azules ojillos. Parecía triste o desilusionado, con su premio de

consolación en la primera voz.

Ahora era el turno de Jaime, el Chupi, que también tenía una buena voz, y el Padre Guillermo le seleccionó.

Y después Alberto Ramírez, que fue el que sorprendió a todos, incluso al Padre

Guillermo, pues su voz increíblemente potente, llegaba al "do" doblemente alto. Quedó

incluido, por supuesto, en la lista de solistas.

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El último de la ronda fue Jorge, que hizo lo mismo que los demás, seguir con su

temblorosa voz las notas que tocaba a capricho, el Padre Guillermo con su armonio.

-Me gusta tu voz, y tienes buen oído -le dijo el cura-. Por esto te quedas en la

segunda voz, pero como solista, ¿,te parece?

Jorge respondió con gesto afirmativo.

Los demás nuevos no se habían presentado al "concurso", pues o bien habían

cambiado ya la voz, o bien no tenían oído musical.

-Esos no tienen oído, tienen oreja, y más dura que una tapia -solía decir el Padre Guillermo de ellos despectivamente, pero sólo lo comentaba con los solistas.

Al final, todos estaban contentos. Tenían casi lo que querían. Estaban orgullosos.

Ahora eran ellos los solistas, los elegidos, algo que de vez en cuando hacía despertar

recelos y odios apagados.

-Sois unos pelotas, unos mariquitas.

El que así hablaba era Tomás, el Loco, que siempre estaba empeñado en hacer

llorar a los nuevos o a todo aquel ser que considerara inferior a su peculiar existencia.

-Llora, llora ¡llora! -les decía, hasta que conseguía su propósito. ¿Qué trataría 3e demostrar diciendo esto?, se preguntaba Ricardo. Al principio, con su pertinaz

insistencia casi le hacía saltar las lágrimas, pero con el tiempo dejó de temerle. A

Tomás le faltaba más de un tornillo en la cabeza. ¡Pobre Tomás!, pensaba Ricardo.

Al llegar al comedor se encontraron con una ingrata sorpresa. El plato principal

del menú de la cena estaba constituido por patatas con bacalao, algo que detestaba

profundamente Ricardo. No tardaron en llenarse las paredes del comedor de malos

comensales. Todo aquel que no finalizara a su debido tiempo, era castigado a comer de pie, junto a la pared.

Qué irónica era la vida, pensaba Ricardo. Tan sólo unos minutas atrás, se sentía

rebosante de felicidad con su nuevo y flamante puesto dentro del coro de los solistas.

Poco después, penaba de pie comiendo unas horrendas patatas frailunas acompañadas

del salado y desagradable bacalao; y aquí no podía aderezarlo con el tomate "Ketchup"

que tanto le agradaba.

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CAPITULO III

Cada día, el sol se retrasaba más en salir, no así Ricardo y los demás habitantes

del santuario, que, invariablemente se despojaban de sus ilusiones oníricas todos los

días, a las siete en punto de la mañana.

Al abrir las ventanas, y entrar la fría brisa de la mañana, no oyeron, como apenas

hacía unas semanas, los trinos de los pájaros. La naturaleza volvía lentamente a su letargo, al igual que, meses después, comenzaría a despertar de nuevo. La vida misma

era así, una sucesión de muertes y nacimientos. Unos descansaban y otros venían a

reemplazarlos, y mientras siguiera siendo así, pensaba Ricardo la vida sería vida y no

otra cosa.

Los castaños estaban a punto de regalar sus frutos, pero Pablo había dicho que

no se cogieran. Se tenía la costumbre que hasta el día de Todos lo Santos no se debían

coger las castañas, pues ese día estaban en su punto. Lo que nunca debía hacerse era

tirar piedras a los árboles; mas ya alguno había denotado la intención de recoger los frutos no sólo del suelo, sino también de las ramas de los castaños.

Durante el primer recreo de la mañana, después de tres horas de clase, se

comenzaron a dar los primeros palazos a los castaños.

En tomo a un hermoso ejemplar, tres o cuatro, a modo de expertos bandidos,

trataban de hacer caer algún fruto.

-Pero no tiréis palos a los árboles...-dijo Ricardo recordando las amenazas que

había proferido Pablo. -¡To!, ¿y por qué no? -el que hablaba era Carlos, con un inequívoco acento

bejarano.

-¡Anda!, se les hace daño, supongo; y además Pablo lo ha prohibido.

-Pues sí, anda, cógete un palito, y juega con los mocos que se te están cayendo.

Y Pablo puede decir misa si quiere, ¡faltaría más!

-¡To! -exclamó Ricardo, que también estaba adquiriendo el dejo de los

bejaranos-, ¿no ves que todavía no están maduras las castañas?

-Hay algunas que no, pero puede caer otra que sí, y no una sino varias. Ya casi es tiempo, Ricardo.

Y mientras decía esto dio un nuevo palazo a las ramas del castaño, haciendo caer

algunos frutos, inmaduros aún en su mayor parte.

-Y además, mira -continuaba Carlos-, aunque no estén demasiado maduras se

pueden comer.

Abrió una castaña, pisando y haciendo rodar el erizo que la protegía. Aún estaba

algo verde, pero su sabor era bueno, ligeramente dulzón.

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-Nunca las habías probado ¿verdad?

-No.

-¿Te gustan?

-Están muy buenas.

Y le dio otra que ya estaba madura, más dulce y carnosa.

-Está mejor, Carlos.

-¿Verdad que sí?

-¿Y por qué no esperas dos semanas más, y así todas las que cojas estarán

como ésta?

-De cualquier manera están buenas. Son dos sabores diferentes. A mí también

me gustan las que no están del todo maduras. Y además ¿ves éstas que tengo en la

mano y están verdes? Pues dentro de unos días habrán madurado ellas solas. Y si

esperase unos días más, ya no habría castañas, pues todo el mundo ha empezado a

cogerlas.

-Bueno -dijo Ricardo encogiéndose de hombros-, pero será mejor que no te

pille Pablo, o algún guarda forestal.

-Por aquí no hay guardas...

-Ya, pero ten cuidado.

Y mientras se alejaba, dio otro palazo al árbol. Lo vio y cuando volvió la

vista al frente, se encontró con Pablo que se acercaba velozmente echando humos

por las sienes.

-¿Qué haces tú aquí tirando piedras a los árboles, Carlos? -le dijo al tiempo

que se acercaba.

El otro, en un primer momento no supo qué decir, ante el mundo que se le

venía encima. Finalmente, dijo como disculpándose:

-No le estaba tirando piedras, sino palos -su vocecilla asustada apenas se oía.

Pablo no le escuchó, y el segundo tortazo del año no se hizo esperar, esta vez

contra la mejilla izquierda de Carlos.

-¡Y que no vuelva a verte haciendo lo mismo! Para la próxima, aparte del

tortazo te mando a hacer un copiado de quinientas veces, ¿entendido? -y no hablaba,

gritaba más bien, con todas sus fuerzas, a menos de un palmo de la abochornada faz

de Carlos.

A partir de ese instante, Ricardo estaba muy seguro de una cosa, jamás tiraría

piedras ni palos a los árboles, y si lo hacía se cercioraría lo más posible de que Pablo

estuviera a medio kilómetro de distancia de él, como mínimo. No conocía la nueva

faceta de Pablo que acababa de descubrir en ese momento. Tal le parecía a Ricardo

que no era muy difícil hacer soltar a Pablo un buen tortazo. Y eso imponía mucho.

Unos cuantos se habían congregado, curiosos, en torno al lugar del suceso,

reclamados por los potentes gritos y regaños de Pablo, lo que había contribuido a

enrojecer más la ya de por sí sonrosada cara de Carlos.

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Pablo se alejó del lugar, y en su cara se reflejaba una angustia tremenda,

como si hubiese hecho algo peor que tirar piedras a los árboles, irradiando con su

mirada un dolor indescifrable. Se fue sin mirar ni decir nada a nadie, y poco después

tocó el silbato anunciando el fin del accidentado recreo.

-¿Te duele, Carlos? -trataba de consolarle. Era evidente, más que dolor, sentía

vergüenza.

-No-. Y su respuesta se hundió en sollozos contenidos.

-Pues lo sentimos, ¿eh?

-Nada, nada.

Todo pareció quedar atrás. A la hora de la comida, el asunto quedó olvidado.

Justo a la entrada del comedor, se encontraron con una desagradable sorpresa.

La jaula de uno de los canarios de Pablo estaba abierta en el suelo, y a su alrededor,

un reguero de plumas y gotitas de sangre. Lo que quedaba ahí eran los restos de Titi,

un canario grisáceo de canto excepcional, y muy querido por Pablo. Se lo había

regalado una familia de Madrid y ahora se lo había comido un gato.

-Malditos gatos -fue lo que dijo Pablo al verlo. Recogió la jaula, y con una

fregona limpió el suelo. En su cara se imprimió el segundo disgusto del día.

Con el otoño la mayoría de los pájaros del bosque, marchaban hacia tierras

más cálidas, donde podían encontrar el calor y el refugio de un sol eterno. Sólo

quedaban los ocasionales cantos de los canarios de Pablo, que llenaban las largas y

grisáceas tardes otoñales, y las palomas que buscaban refugio en las grietas del

santuario. Pero de vez en cuando, un descuido suponía caer en las fauces de un gato.

Después de la comida, Pablo le confesó a Ricardo su odio vehemente hacia

los pequeños felinos.

-Son unos animales salvajes, que se pegan al hombre para aprovecharse de él.

Te piden comida, se la das, y no te lo agradecen lo más mínimo, los muy orgullosos.

Su odio por los gatos le salía a borbotones aquella tarde.

Ni Chiki, el perro pastor alemán que vigilaba la entrada, podía matar o si

acaso mermar a los gatos. Muy de vez cuando atrapaba alguno, pero todos se le

escapaban, escurriéndose de las fauces del fiero can.

Aquella tarde iban unos cuantos armados con palos y piedras, esta vez no

para tirarlos a los castaños, sino en busca de gatos. Entre los buscadores, Alberto,

experto matador de gatos, según contaba él mismo.

Caminaban por la parte de atrás de la cocina, donde abundaban, en busca de

comida, cuando de improviso saltó un felino, como rayo, pasando delante de ellos.

Y Alberto, como si de jugador profesional de béisbol se tratase, acertó a dar

al animal con un palo en todo el hocico, y le hizo huir quejumbroso a resguardarse.

-Ese no dura ni diez minutos -sentenció Alberto.

-Ha corrido a refugiarse, a esperar la muerte –apostilló Carlos, que

acompañándoles en la cacería había olvidado por completo el altercado que había

tenido con Pablo horas antes.

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Y mientras seguían buscando gatos, salió el cocinero a ver qué pasaba.

-Pero qué jacei, jombre -decía con un acento que le resultaba muy extraño a

Ricardo-, dejó en pa a lor gato, por favó, ¿es que acaso se os han jecho argo?

-Han matado un canario.

-¿Y tú no comes carne acaso? ¡Argo tendrá que echarse p'al estómago lor

gato ¿no? Anda, largan de p'aquí, jombre.

Y ahí terminó la cosa. Ya podrían estar agradecidos los gatos al cocinero.

-Pero ese no dura más de diez minutos -insistía Alberto.

Justos por pecadores, la muerte de Titi había sido vengada. Ni el mismo

Chiki, con su fiereza salvaje, habría hecho lo mismo aquella tarde. Había sido un

pequeño grupo de niños y con ellos fue Ricardo. Una furia inmensa, en forma de

odio, y aún dormida se pudo palpar aquella tarde. Nuevas sensaciones, sentimientos

desconocidos brotaban del interior de Ricardo desde que había llegado al santuario.

A veces parecía que el tiempo se detenía y sólo captaba el lento transcurrir de los

sentimientos, la violencia galopante de las sensaciones. Aquello era excitante, las

venas del cuello se le hinchaban y la sangre renovadora llegaba a la cabeza donde se

amontonaba en el recuerdo...

El suceso de aquella tarde, por supuesto, había quedado en el más estricto

secreto. Pablo no debía enterarse, aunque, como decía Jorge, seguramente le hubiera

agradado acompañarles.

La cuestión de las castañas había quedado postergada en la memoria de

todos. Ni el mismo Carlos lo recordaba, gracias a la muerte del pobre Titi. La

persecución contra los gatos no fue más que una excusa para desahogar sentimientos

reprimidos por la cuestión de las castañas.

Unas semanas después, ya el otoño más avanzado, y la sierra con sus

primeras nieves, quedó abierta la veda de recogida de castañas.

Los árboles estaban repletos, y los frutos habían comenzado a caer por sí

solos sin ayuda de ninguna clase.

Cada cual había cogido su bolsa de plástico, y todos comenzaron a andar por

entre los castaños. Desde el bar La Alegría, hasta El Círculo. Por doquier aparecían

los dorados erizos que apenas unos días atrás estaban verdes.

Detrás del campo de fútbol, donde se tiraban todas las basuras del santuario,

se encendía una fogata que, según las necesidades podían aumentarse a tres o cuatro.

Y cada uno con su lata oxidada en la mano, se disponía a asar las preciadas castañas.

Cuando se abrían y despedían un humillo grisáceo, ya estaban listas. Un

delicioso olor a castañas asadas y requemadas lo invadía todo, nebulosamente.

Pero la mayor parte de las castañas se guardaban para llevarlas cada uno a su

casa. Algunos habían llegado a recolectar cinco o seis kilos, llegando en algunos

casos hasta los diez.

A Ricardo le gustaba comer las castañas de cualquiera de las dos formas,

crudas o asadas. Crudas estaban sabrosamente dulces, carnosas e incluso jugosas. El

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inconveniente era quitarles la cáscara protectora que las recubría y que daba un desagradable sabor amargo; era una ardua tarea. Asadas, conservaban el sabor dulce,

pero con un toque hollinado o ahumado; estaban más secas, y era mucho más fácil

pelarlas.

Ricardo había logrado reunir, durante todo el día, una bolsa que amenazaba

romperse.

Y como las castañas eran también muy apreciadas en el lugar, eran causa de disputas, sobre todo a la hora de saber a quién correspondía cada bolsa.

Uno de los nuevos y que a Ricardo le llamaba la atención por que al principio no

había llamado nada la atención, tuvo que vérselas con el Cabra que parecía su antítesis.

Ambos confundieron sus bolsas sin llegar a entenderse. Los dos pugnaban por la

misma, la más repleta de castañas.

Primero discutían, después se gritaron hasta que el nuevo le dio una patada al

Cabra. La frase que muchos esperaban y que estaban observando la contienda, no se

hizo esperar en boca del Cabra: -¡Esto lo resolvemos en El Círculo!

El Círculo era una excavación en forma obviamente circular, de unos treinta

centímetros de profundidad, en medio de una pradera a un centenar de metros del

santuario, subiendo la ladera de la montaña. La fosa fue cavada durante un campamento

de verano años atrás. Ahí se suponía que se hacía la fogata de campamento y alrededor

se contaban chistes, canciones y cuentos de terror.

Pero con el tiempo se había convertido en un lugar de resolución de disputas, mediante los puños. Quien, durante la pelea, quedase fuera del círculo, perdía. Esa era

la regla a seguir, aunque muchas veces la pelea se prolongaba mucho más.

Después de unos escasos minutos de combate, en los que unos y otros apoyaban

al que más le convenía en la frenética lucha, la pelea se decantó, lógicamente, a favor

del más forzudo, el Cabra. Su contendiente quedó abatido, sucio y maltrecho, tendido

en el suelo, manchado de hierba y con algunas magulladuras.

Si el Cabra había vencido, eso quería decir que la bolsa de las castañas en

cuestión, era suya, y la otra, fuera cierto o no, del vencido. Bajaron al lugar donde se encontraban las bolsas, y cada uno cogió la suya. Ambas eras prácticamente iguales,

pero lo que en verdad se jugó aquella tarde no era el medio kilo más o menos de

castañas, sino el honor. La razón de decir "esa bolsa es mía y no la tuya, y eso es así

porque yo lo digo"

El pobre nuevo quedó en un rincón apartado, mustio, sin atreverse a levantar la

mirada. Había perdido la bolsa de castañas que él quería, y lo que era mucho peor, había

perdido el honor.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó Ricardo, pues aún no sabía su nombre. -Martín.

-¿Martín?

-Sí, es un nombre, no un apellido.

Tenía la cara roja y brillante, y una herida en el pómulo.

-¿Te duele?

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-Un poco, pero no es nada... ¿Quieres una castaña?

-Bueno, gracias.

A Ricardo le dio la impresión de que una amistad se estaba fraguando en ese

momento, y en ese instante del día, con el sol cayendo detrás de los castaños y el día

tintando los paisajes de oro y ocre, le pareció extraño, tal vez especial.

Instantes después, con la suave brisa gélida de la tarde, llegaba al lugar donde

ellos estaban el Padre Guillermo, con su lento caminar y su peculiar mirada por

delante.

-¿Quiere una castaña, Padre? -le ofreció Ricardo.

-No, no puedo -le contestó.

-¿Por qué?

-Porque tengo dentadura postiza y, ya sabéis, se me puede despegar e incluso

romper... Pero gracias de todas formas.

-De nada.

-Y mucho cuidado con las castañas. Masticadlas bien y tragadlas con

cuidado, arañan las gargantas y estropean la voz.

-De acuerdo, Padre.

El cura hablaba dirigiéndose a Ricardo, pues Martín no había sido

seleccionado en el grupo de los cantores. Pertenecía al grupo de los que tenían

"orejas de tapia". Lo que, añadido a su aparente timidez, hacía que Martín fuera un

don Nadie, y encima no pertenecía a los cantores. Era un personaje del que se podía

prescindir en el engranaje de la vida del santuario. Con razón Ricardo aún

desconocía su nombre.

Mientras se marchaba el cura en dirección a la casa, llegó el Cabra.

-Eh, Martín -le dijo.

-¿Qué?

-No me mires a la cara sin mi permiso, ¿entiendes, hormiga?

Martín no respondió. Agachó los hombros y se hundió mucho más en su

desconsuelo.

-¿Me has oído? -insistía el Cabra.

-Respóndele -le susurró al oído Ricardo.

-Sí...

-Eso me parece mejor -dijo el Cabra y se marchó.

Martín no podía estar más hundido en sí mismo.

De la pocilga donde guardaban los cerdos, oyeron un griterío.

-Venid -gritó alguien-. Pablo está matando palomas en la huerta.

En efecto, en un lugar cercano a la pocilga, estaba Pablo matando palomas.

Virtualmente estaba acabando con el palomar. Probablemente habría dos centenares

de pájaros hasta ese día.

A Pablo no le gustaban las palomas, al parecer, y prefería, en vez de darles de

comer granos de maíz, que le sirvieran a él de alimento.

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Tenía encerradas alrededor de una veintena en un jaulón, y las iba sacando

una a una. Con una barra de hierro las daba un enérgico golpe en la cabeza y

prácticamente las degollaba.

A Ricardo le resultaba difícil pensar cómo unos días antes se indignó Pablo

por la muerte de un canario, y ahora él mataba palomas sin piedad.

-Ya he matado cien -decía triunfante. Tenía las manos manchadas de sangre,

pues con las manos las mataba.

-No las mates, Pablo -suplicaban algunos.

-Pero, si no sufren, y además qué vamos a comer mañana...

-A mí no me des palomas, eh, Pablo -dijo Martín, que ya parecía algo más

animado.

-Ni a mí -dijeron Ricardo y algunos más.

Pablo respondía a esas palabras y súplicas con sonrisas maliciosas, y al final

acabó con todas las palomas que había en la jaula. Las metió en una caja de madera,

como si fuera un gigantesco ataúd, y el cocinero, que estaba con él, se las llevó a la

cocina.

-Y mañana más -dijo para terminar.

-Pero no nos las pongas para comer -insistía Martín.

-Descuida -le tranquilizó Jorge-, serán plato reservado para los curas, a

nosotros, ya sabes, patatas con bacalao.

A lo que todos, incluso Pablo, respondieron con distendidas carcajadas.

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CAPITULO IV

Conforme fueron pasando los días, la pasión por la recogida de castañas fue

disminuyendo, hasta que al final desapareció por completo. Y por fin llegó el ansiado

fin de semana en el que cada cual podía ir a su casa. Esos fines de semana que se

repetían con escasa frecuencia, eran esperados ansiadamente el resto de los días. Pero

sólo podían ir a sus casas los que vivían cerca del santuario. A los que residían

demasiado lejos, como era el caso de Ricardo, no les merecía la pena desplazarse tantos

kilómetros para sólo disfrutar de un día y medio de compañía familiar. Pero gracias a Alberto Ramírez, Ricardo no tuvo que quedarse en el santuario el

fin de semana pues le invitó a pasarlo en su casa.

En la tarde del viernes salieron de El Castañar por el atajo, en dirección a Béjar,

hasta que llegaron a "Zapatos Ramírez", donde los padres de Alberto los esperaban.

Ya en la casa tras una suculenta cena y una mullida cama, amaneció un

esplendoroso sábado otoñal. En la corta tarde de ese día se dedicaron a la actividad

favorita de Alberto y sus amigos: matar gatos.

Atravesando un solar de escombros y llegando a una fábrica en ruinas, cobijo de recuerdos ancestrales, llegaron a la residencia favorita de los pequeños felinos.

-Ahí dentro hay mil gatos -se atrevió a decir Felipe, el amigo de Alberto.

-¿Has matado alguna vez un gato? -preguntó Ricardo interesado.

Felipe respondió con una amplia carcajada.

-Sí, que diga Alberto. Necesitaría todos los pelos de mi cabeza para contarlos.

-Y ¿cómo puedes hacerlo? -a pesar de lo ocurrido con el canario de Pablo

semanas atrás, Ricardo no se veía capaz de quitar la vida a un ser vivo como el gato, a pesar de ser gato.

-Es muy fácil. El método más sencillo, pero menos espectacular, es a pedradas.

Lo mejor es cuando pillas a un gato con tus propias manos, a pesar de los arañazos y

mordiscos. Entonces haces con él lo que quieras, y te puedes vengar de todos los

arañazos...

-Sí -intervino Alberto-, entonces los puedes ahorcar, partirlos en trozos

quemarlos. ¿Nunca has olido la carne de gato quemada?

-Pues no, nunca en mi vida. -Pues es fantástico, sobre todo cuando ves cómo se retuercen de dolor,

suplicándote que le saques de las llamas del mismísimo infierno.

A aquellas horas del crepúsculo, las palabras de Alberto sonaban aterradoras en

medio de las lúgubres sombras de la fábrica muerta.

-¿Y ahora vais a matar también un gato? -dijo Ricardo tragando saliva. Mientras

hablaban tenía la sensación de que todo lo que les rodeaba, hasta el tiempo, se detenía, y

sólo quedaban ellos tres, el sol vespertino y los gatos.

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-¡To!, como encontremos uno, seguro que lo matamos -dijo Felipe. A lo que

Alberto respondió:

-Hoy lo partimos en trozos.

-Le sacaremos la piel a tiras.

-Le pincharemos los ojos.

-Le cortaremos el rabo.

-Lo ahorcaremos y le saldrán los ojos de las órbitas.

-Lo emborracharemos. -Lo condenamos al tormento del infierno...

El sol estaba a punto de ponerse. Ricardo no tardaría en contagiarse de la sed de

sangre de Alberto y su amigo. Era una sensación que surgía del bajo vientre, y pasando

por el pecho se enraizaba en la garganta haciéndoles gritar demencialmente. Los gatos

les miraban con sus inteligentes ojillos, y se escondían a la menor sospecha de peligro.

Un pequeño gato, de estriadas rayas pardas y verdes, les miró con curiosidad y

sus afilados ojos amarillentos brillaban en la penumbra del final de la tarde.

Fueron tan sólo unas décimas de segundo, un pequeño retraso del gato en huir. Felipe se agachó, con un movimiento eléctrico, y cogió un pedrusco que lanzó

vertiginosamente contra el animal.

Un error de puntería fue lo que salvó la vida del felino, y la piedra fue a

estrellarse contra una lata oxidada llena de agua de las anteriores lluvias.

Un reguero de gotas salpicó el aire, llegándoles a mojar las mejillas.

-Maldita sea, he fallado -dijo obstinado, pero no volverá a ocurrir; por mi madre,

que en paz descanse, que no volverá a ocurrir. No le faltaba razón. El siguiente gato no corrió la misma suerte. Una pequeña

cabeza, con sus puntiagudas orejillas, asomó curiosa detrás de un muro semiderruido.

-¡Esta vez te pillé! -gritó, mientras realizaba el mismo movimiento rápido,

estereotipado en él, y lanzaba un grueso pedrusco grisáceo por la fría atmósfera

nocturna.

El animal quedó petrificado ante el fiero grito de guerra, y sólo pudo alcanzar a

comprender que su muerte estaba muy próxima, demasiado próxima como para huir. La

piedra, tras un corto viaje por el aire, se estrelló aparatosamente contra la cabeza del

pobre animal, haciéndola pedazos. Pequeños trozos de pensamientos y materia viva

hasta segundos antes, saltaron por los aires, e iluminados por los últimos rayos del sol,

quedaron esparcidos grotescamente entre los escombros.

-Acerté -dijo triunfante Felipe, completamente ajeno al sufrimiento del gato.

Hacia el lugar de la macabra escena corrieron, y miraron maravillados. -Está muerto -se lamentó Alberto-, hubiera sido mejor que le hubieras

deslomado, y así hubiéramos podido quemarle, o hacerle otra cosa más divertida.

Mientras admiraban la escena, se oyeron los gritos de un hombre que llamaba a Felipe.

-Es mi padre -dijo, abochornado, el amigo de Alberto.

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Felipe, según le contó Alberto a Ricardo, era huérfano de madre, y vivía en un

ático plagado de goteras y cucarachas con su padre alcohólico. Sólo algunas noches se

libraba de las palizas que le propinaba.

Felipe se marchó corriendo, dejando solos a Alberto y Ricardo ante el gato sin

vida. Ya era noche cerrada, y decidieron marcharse de allí. Esa noche cenaron con las

manos manchadas de sangre. Y cuando finalizó la cena tras unos sueños pegajosos y

deshilachados de espíritus de gatos, amaneció el domingo.

Después del desayuno, de camino hacia la iglesia de las Hermanitas, a Alberto se le ocurrió la idea:

-¿Por qué no nos olvidamos hoy de ir a misa? Ya hemos ido bastante todos estos

días, ¿no crees? Con que no vayamos un domingo, no pasa nada.

A Ricardo le pareció razonable, y asintió. Después de todo, habiendo ido a diario

a misa, no ir un domingo, no era nada grave, pensaba Ricardo...

-Vale -dijo-, ¿qué hacemos entonces?

-Vamos a comprar chicles y palomitas, y cuando veamos que es la hora

oportuna, regresamos a mi casa. -¡Muy bien!

Pasaron de largo Las Hermanitas, y llegaron al puesto de golosinas, en el parque

de la Corredera. Allí, entre los remolinos de hojas que levantaba el viento, había niños

que jugaban, madres que charlaban y parejas que se besaban. Todo era diferente afuera,

al otro lado de los muros del santuario.

-Qué, te gustan, ¿eh? -dijo Alberto al ver que Ricardo se fijaba en un grupo de

muchachas que saltaban a la comba. -¿El qué? -dijo Ricardo, como saliendo de una abstracción que había durado

horas.

-Venga -le empujó-, no disimules.

-¡Ah... eso!

Y ambos se fundieron en mil carcajadas. Las muchachas les miraron divertidas y

curiosas.

Había transcurrido una hora, y decidieron regresar a la casa de Alberto, dejando

para otra ocasión a las niñas que saltaban a la comba. Sus padres, que habían ido a misa a otra iglesia, ya habían regresado.

-Hemos ido a Monte Mario. ¿Y vosotros? -dijo la madre de Alberto.

-A las Hermanitas.

-¿Quién dijo la misa?

Era una pregunta capciosa, pero los músculos de la cara de Alberto no se

tensaron lo más mínimo.

-El Padre Antonio -dijo, como si tal cosa.

Más tarde, cuando se disponían a regresar a El Castañar, le dijo a Ricardo. -Sabía que la misa la daba él. Mentir está mal, lo sé, pero si lo haces, hazlo bien,

no hagas dos cosas mal...

Poco después, el padre de Alberto los llevó en su pequeño seat 127 amarillo a El

Castañar. Se despidieron y se dirigieron a la gran habitación donde dormían.

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En la puerta del dormitorio estaba Pablo, como un centinela, y les rogó que le

permitieran registrar sus pertenencias. No quería que nadie trajese comida de su casa, y

a tal efecto iba registrando a todo el que llegaba. Afortunadamente no traían nada, y les

dejó pasar, como si de un aduanero se tratara.

Mientras guardaban sus cosas en los armarios, oyeron unos gritos y discusiones

provenientes de la entrada del dormitorio. Era Cepeda.

-Dije que no trajerais nada de vuestras casas -le espetó Pablo.

Cepeda no osaba abrir la boca, avergonzado. De su bolsa había salido un buen trozo de chorizo, almendras y galletas.

-Pues ya sabes lo que dije. Ahora todo esto que has traído se repartirá en la cena,

entre todos tus compañeros, ¿entendido?

Cepeda estaba mudo, y sus ojos brillaban de ira contenida.

Así, gracias a Cepeda y a otros más que desobedecieron las órdenes de Pablo, la

cena resultó más suculenta que de costumbre. De aperitivo, almendras, cacahuetes y

aceitunas; después de las patatas frailunas, lonchas de chorizo y jamón serrano; y de

postre, junto con la fruta habitual, galletas y pasteles variados. En la mesa de Pablo había quedado una botella de anís que, naturalmente, iba a parar al bar de los curas.

-Ya lo sabéis -dijo Pablo al finalizar la cena-, no me voy a enfadar por que

traigáis algo de vuestras casas. Simplemente lo cogeré y repartiré entre todos. Así que

para la próxima, ya sabéis: traed chorizo y buen jamón de vuestra casa, y así tendremos

todos cenas como ésta ¿entendido?

Algunos respondieron con risas acalladas y otros con rechinar de dientes.

-He visto que te reías antes -le dijo Cepeda a Ricardo, amenazante. -¿Yo?...

-Sí, tú, estúpido. Oye bien mis palabras, juro que alguna vez pagarás el haberte

comido mi chorizo. ¿Lo oíste? Algún día lo lamentarás.

Ricardo no supo qué responder y prefirió no hacerle caso. Finalmente llegó la

noche otra vez, la dueña de las secretas ilusiones, de pensamientos inconfesables, y

cada cual se dedicó a prepararse al largo viaje onírico, de algo más de ocho horas, que

les esperaba a todos.

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CAPITULO V

La primera nevada llegó débil y sin avisar; cubrió los campos y lomas de El

Castañar con una fina capa blanquecina que más bien parecía la escarcha sacada de

un frigorífico.

Pisando el rocío helado que momentos más tarde se derretiría por la acción de

los rayos del sol, Ricardo advirtió una figura. Nebulosa al principio, por la tenue

niebla que reinaba, más clara después, conforme fue acercándose.

Se trataba de José Luis, un lánguido muchacho, repleto de granos, taciturno.

Unas gafas escondían unos ojos azules. Con frecuencia deambulaba solo por el

campo de fútbol, o se le veía caminando solo hacia El Círculo. Siempre solo.

Cuando estaba acompañado, se reunía con el Cabra y Cepeda. Ellos tres, y alguno

más que de vez en cuando se les unía, eran conocidos como los Viejos, o los

Abuelos. Eran unos personajes huraños, agresivos, siempre traían algo entre manos,

maquinaciones perversas, planes secretos. Todo el mundo les huía, tener trato con

ellos significaba caer bajo una lluvia de insultos, y si se les respondía, patadas y

puñetazos.

-Hola, José Luis -dijo Ricardo. La niebla le había cogido desprevenido, no

podía marcharse de allí. Creyó que lo más correcto era saludarle, y, afortunadamente

estaban solos, los otros dos Viejos no andaban por allí.

Hola -le dijo el otro. Era difícil sacarle unas palabras y nunca miraba a los

ojos de la persona con la que hablaba.

-¿Te pasa algo? -Ricardo pensó que, ya que estaba con él, lo mejor era

entablar una conversación.

-¿A mí? Nada, ¿qué me iba a pasar?

-Pues no sé. Se te ve siempre tan triste y silencioso... ¿Por qué hablas tan

poco?

-Yo hablo lo suficiente.

-Ya, pero siempre estás... triste -Ricardo se dio cuenta de que estaba entrando

en un terreno poco apropiado, que lo mejor era abandonar la conversación. En

cualquier momento podrían aparecer los otros dos Viejos, y entonces sería peor.

-Pues no me pasa nada, ¿lo oyes?

-Bueno, hombre, bueno -y decidió alejarse e ir con los otros. Dio unos pasos

y detrás de sí volvió a oír la voz de José Luis.

-Espera... -le dijo.

-¿Qué...?

-Verás, es que... sí estoy triste.

Nunca había oído hablar tanto a José Luis.

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-A ver, dime. -Verás... ¿sabes? Tengo a mi madre enferma de cáncer.

El brillo de tristeza de los ojos de José Luis se agudizó aún más haciendo que su

mirada pareciera aún más extraña, opaca.

-¿De cáncer?

-Sí.

-Bueno, pero el cáncer se cura a veces. -El de mi madre, no. Ella se va a morir. Lo sé. El médico lo ha dicho. Va a

morirse muy pronto. Estamos a noviembre y ya va quedando menos.

Ricardo no supo qué decir. Nunca se había encontrado en una situación como

esa.

-Pues, lo siento.

-No importa, ya estoy acostumbrado. Y además tengo motivos para ser muy

feliz.

-¿Ah, sí? Pues no lo aparentas. -Es que es un secreto que tengo.

-Ah...

-No sé si contártelo. La verdad es que tú eres la primera persona con la que

hablo en serio aquí. Y, bueno, creo que te lo voy a contar.

-¿Y Cepeda y el Cabra? ¿No lo saben?

-¡Qué va! Ellos no son... no son lo suficientemente... inteligentes para saberlo.

Ricardo no le creyó. -Pues, cuenta, cuenta -dijo. La conversación se iba haciendo interesante, aunque

daba poco crédito a lo que oía.

-Verás -dijo José Luis-, desde hace unos días vengo hablando, yo solo, con tres

personas.

-¿Y quiénes son esas tres personas?

-Unas personas muy especiales.

-Anda, acaba de contármelo.

-Pues verás, son tres personas que ya están muertas, y me hablan dentro de mi mente.

-¿Sí? -en ese punto de la conversación, Ricardo pensó en alejarse de allí, pues

estaba hablando con un loco. Sin embargo, prefirió seguirle la corriente.

-¿A que seguro estás pensando que estoy loco y que me vas a seguir la corriente?

-Pues, sí, pero, ¿qué me dirías tú si alguien viniera y te contara todo lo que me

has dicho tú? ¿Le creerías?

-Eso no importa ahora.

-¿Y quiénes son exactamente esas personas?.

-No lo sé, no me han dicho cómo se llaman, pero me hablan, me dicen cosas del futuro. Ellos fueron los que descubrieron la enfermedad de mi madre.

-¿Ah, sí? Ricardo no le creía en absoluto.

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Después de unos minutos en los que Ricardo optó por marcharse de allí, José

Luis dijo:

-Vámonos a Llano Alto, me acaban de decir que allí me van a revelar una cosa

importante, una cosa que te concierne a ti.

Ricardo no sabía qué hacer, pero lo cierto era que le estaba resultando divertida,

e incluso interesante la conversación que estaba manteniendo con el personaje que tenía

enfrente.

Subieron a Llano Alto que estaba cubierto por una espesa y plomiza niebla. Allí, en medio de la blancura impenetrable, José Luis aguzó los oídos, y asemejó escuchar

algo.

-Me están hablando -le susurró a Ricardo.

Y, en efecto, parecía que alguien le estuviera hablando por lo bajo. Cuando

pasaron unos minutos, Ricardo pensó que, después de todo, no era tan impenetrable la

niebla que les rodeaba, y pudo ver cómo se elevaba hasta el cielo un gigantesco vaho

que partía a ras del suelo. El sol no tardaría en salir de detrás del velo de nubes, y las

pocas manchas blancas de nieve que aún quedaban, no tardarían en desaparecer. -La nieve se va a derretir -comentó Ricardo, queriendo romper el incómodo

silencio.

-Ssshhh..., escucha. Me lo han dicho -dijo José Luis, interrumpiendo los

pens;amientos de Ricardo.

-¿El qué?

-Es una noticia muy triste para ti. Se trata de tus amigos Daniel y Diego.

-¿Qué es lo que te han dicho? ¡Habla de una vez! -siempre había que estar sacándole las palabras.

-Os conocéis desde hace mucho tiempo, en vuestra ciudad, ¿no es cierto?

-Sí.

-Pues hoy mismo vas a dejar de verlos. Se marchan de aquí, pues no están a

gusto. Los expulsan.

-Eso es mentira -respondió tajante Ricardo.

En ese punto decidió dar por terminado el diálogo. Sabía de sobra que Diego

estaba muy a gusto en el santuario. Y no era para menos, él era el solista mayor. Lo que José Luis acababa de decirle era una tomadura de pelo. Nunca más le dirigiría la

palabra. Le había llevado a Llano Alto sólo para decirle eso, y reírse de él. Pero por qué,

se preguntaba Ricardo.

Bajó rápidamente a El Castañar, y justo cuando llegó, Pablo tocó el silbato y

ponía fin a la media hora de tiempo libre que acababan de disfrutar, aunque en el caso

de Ricardo fue media hora que tuvo que soportar.

Muy cercano a él le seguía José Luis, que le gritaba una y otra vez:

-¡Y nunca más les volverás a ver! ¡Nunca más! Llegaron a la sala de estudios, y cada uno ocupó su asiento. Allí Pablo les

esperaba de pie sosteniendo algo en la mano. Se hizo el silencio y todos le miraron,

pues parecía que quería decir algo.

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-Vosotros no sabéis nada aún -fue como empezó-, pero han corrido rumores de

alguno de vosotros que dice que en este seminario se os dan malos tratos.

Hubo unos instantes de silencio en los que todos se miraron a las caras. "¿A qué

viene esto ahora?", se oía susurrar. Ricardo se lo temía.

-Y los rumores han corrido tanto -continuó-, que han llegado hasta el mismísimo

Padre General de la Orden -y al decir esto levantó el sobre naranja que llevaba en la

mano.

-Podría admitir que se hablase de lo que aquí sucede -continuó-, sólo si fuese cierto. Pero son rumores falsos. Y si no, mirad la carta que tengo en mis manos. Este

sobre está remitido por Daniel Martínez, compañero vuestro, como sabéis, y va dirigido

a sus padres. Y creo que lo que aquí se dice no se corresponde con la realidad. Quisiera

una explicación.

Ricardo miró a Daniel, que tenía los ojos clavados en el suelo. Después dirigió

una mirada a José Luis, que le dirigió una corta pero triunfal risita. Al parecer lo que le

había contado minutos antes en Llano Alto, era cierto. Y sólo había sido unos minutos

antes. De pronto los acontecimientos habían cambiado bruscamente, sin nadie sospechar nada. Otra vez se sentía Ricardo mudo espectador de los sucesos, sin poder

hacer nada.

-Quiero una explicación -repitió Pablo.

A lo que Daniel y Diego respondieron levantándose de su sitio, y saliendo fuera

de la estancia.

Todos quedaron en silencio, como los asistentes a una obra de teatro que, por la

trama, saben que algo gordo va a ocurrir. Pablo bajó de la tarima, y se marchó de la sala de estudios también, e instantes

después se formó una algarabía insoportable en el lugar donde estaban. Ricardo

aprovechó para subir a la habitación, que era donde suponía que estaban Daniel y Diego para ver qué ocurría. Antes de salir de la sala se encontró con la afilada mirada: José

Luis.

-¿Lo ves? -le dijo.

Pero Ricardo no contestó nada.

Arriba, en la habitación estaban Diego y Daniel, preparando el equipaje para marcharse definitivamente.

-¿Os vais? -preguntó Ricardo.

-Sí -dijo secamente Daniel.

Ricardo estaba confuso. Las cosas habían sucedido así, tan rápida e

inesperadamente. Otra vez se sentía apresado por la mente inefable y cruel que vigilaba

y ordenaba el mundo. Otra vez los acontecimientos de la vida tan enredados y

complejos, le habían cogido a él desprevenido. ¿Por qué? ¿Por qué? se preguntaba una

y otra vez Ricardo. -Diego, ¿os vais de verdad? -esperaba encontrar otra respuesta en Diego, que era

el hermano mayor.

-Sí -respondió de la misma manera que su hermano Daniel. -Pero, ¿por qué?

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-No nos gusta este sitio. Queremos ser libres. Li-bres. Y aquí no te dejan ser

libre. ¡Esto es una cárcel! -exclamó Daniel.

-Pero...

-No hay peros que valgan -interrumpió Diego-, la decisión ya está tomada.

Eso eran palabras mayores. Cuando hablaba Diego, todos escuchaban. El era una

persona cabal, equilibrada, sensata. Era el solista mayor.

-Pero -insistía Ricardo, aunque sabía que ya de nada servían sus palabras-, ¿para

eso teníais que haber escrito esa carta? -No queríamos estar aquí y eso es todo -dijo Daniel mientras metían las últimas

ropas dentro de la maleta.

"Yo tampoco quiero estar aquí" pensó Ricardo, y en su interior deseaba

vehementemente marcharse con ellos, pero sabía que era imposible.

-Bueno -dijo, con tono más conciliador Diego-, nos vamos ya. Cogeremos el

autobús de las cuatro, y llegaremos a casa sobre las ocho.

-Está bien. Adiós, entonces; pero nos veremos en Madrid, ¿no? Sois mis mejores

amigos. -No creo, Ricardo -dijo Daniel-, si te quedas es que no estás con nosotros.

-¡Pero no puedo irme!

-Entonces, adiós, Ricardo -dijo Diego. Ricardo notó en su mirada un atisbo de

tristeza mientras echaba un vistazo por última vez a las paredes de El Castañar.

-Adiós -dijo Daniel-, no creo que nos volvamos a dirigir más la palabra. Las

circunstancias son las circunstancias. Así que adiós y buena suerte.

-Que os vaya bien a los dos, adiós. Y se marcharon en dirección a Béjar. Una ola de irreversibilidad sacudió a

Ricardo. Recordó las palabras de José Luis: "Nunca más los volverás a ver".

Aquel día todo había llegado de golpe, cogiendo por sorpresa a Ricardo. La

nieve había caído de improviso, también. "Tenemos que estar preparados para cuando

llegue la nieve" había dicho Diego días atrás, mientras se esmeraba en alisar y reparar la

pista de trineos que bajaba desde el Círculo al campo de fútbol.

Hacia allá se dirigió Ricardo cuando ya caía la tarde. La nieve se había derretido

completamente. "Las buenas nevadas caen en enero o febrero" solía decir Diego.

-Maldita sea -gimió de rabia Ricardo, al tiempo que daba una patada a unas de

las tablas que balizaban la pista de trineos.

-No tienes por qué maldecir -dijo una voz de detrás de unos matorrales. Ricardo

no tardó en comprender que la voz pertenecía a José Luis.

-Déjame en paz -se limitó a decir. Comenzó a bajar la pista, alejándose del lugar

donde se encontraba. José Luis ("qué tipo más extraño y desconsiderado era", pensaba

Ricardo), le seguía.

-¿Todavía no te lo crees? -le dijo.

-Te he dicho que me dejes en paz.

-Ríndete a la evidencia.

-Olvídame -no quería enfrentarse a la posibilidad de que fuera cierto.

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-¡Créelo, créelo!

-¡Déjame en paz!

Era inútil, no podía quitárselo de encima.

Se alejó lo más posible de él, y entró en el edificio. Poco después Pablo tocó

el silbato indicando que era la hora de cenar. Allí abajo, en el comedor, en la mesa

de Ricardo quedaba un hueco vacante, el de Daniel. "Nunca más nos dirigiremos la

palabra", había dicho. Qué tajantes eran esas palabras.

-No hagas caso a José Luis -le diría más tarde Martín a Ricardo-. Yo vi cómo

ayer estuvo hablando con Daniel, y le contaba lo que hoy iba a ocurrir.

-¿A ti también te ha contado lo de esas tres personas que le hablan?

-¿El qué?

Ricardo comprendió que sólo se lo había dicho a él.

-No, déjalo.

-Siento mucho lo de Daniel y Diego -dijo Martín.

-Eran mis mejores amigos, aunque aquí no hablábamos mucho, pero eran mis

mejores amigos.

-Lo sé, lo sé.

Ricardo tenía la sensación de ser el protagonista de un sueño. Oleadas de

irrealidad le llegaban de todas partes. Aquel día el curso de los acontecimientos se

había desenfrenado. Todo había sucedido tan rápido y tan inexplicablemente

extraño... Se sentía flotando, vagando sin rumbo. ¿Qué era lo que había sucedido?

No se lo explicaba.

Ya ni el tiempo tenía sentido para él. Pablo volvió a soplar otra vez dentro de

su silbato, y produjo el sonido estridente que anunciaba el fin del tiempo libre.

Y otro día, otro terrible día, concluía. Al lado de la cama de Ricardo, no había

nadie, sólo una cama vacía, la que fue de Daniel. Ahora era Ricardo el que debía

cerrar la ventana. Una fría y distante luna, que se dejaba ver entre las deshilachadas

nubes alumbraba los castaños deshojados.

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CAPITULO VI

Las túnicas, las galletas y el café del desayuno, el levantarse más tarde que de

costumbre, y la misa de la una, con el Hermano Francisco esparciendo incienso

alrededor del altar de la iglesia, todo formaba un conglomerado inseparable de la

jornada dominical.

Otra vez los cantos entre los muros del templo. Algo faltaba, y era la cálida

voz de Diego. Ya no se entonaban los versículos del salmo y el aleluya, pues no

había solista mayor. Y el Padre Guillermo lo notaba, algo faltaba.

Sin embargo sentirse bajo la inflexible batuta del cura organista era como

estar protegido por una mano poderosa que guiaba y ordenaba cuándo las débiles y

aún inexpertas cuerdas vocales de los cantores debían tensarse y producir los

sonidos. Sonidos acompasados y lógicos, premeditados días atrás en los largos y

fecundos ensayos, ladrones del precioso tiempo libre de los solistas.

Otra vez domingo, y otra vez el fin de la interminable misa, el loco correr

hacia la habitación y ponerse la mejor ropa de que disponían...

Ya hacia la hora de comida se rumoreaba que era día de matanza, pues el

domingo anterior fue aplazada por la lluvia. ¿Cómo sería la matanza de un cerdo?,

se peguntaba Ricardo.

-¿A cuál matarán? -dijo mientras terminaban de comer.

Y Alberto:

-Al más cebado, por supuesto.

-Nunca he visto cómo se mata un cerdo.

-Pues ya verás, ya.

Y mientras hablaban Pablo dio la palmada y el tiempo de la comida finalizó.

Acto seguido subió a su habitación y se puso un mono azul. Lo cual quería decir

que, en efecto, era día de matanza. Por lo visto, pensaba Ricardo, en fechas

próximas a la Navidad, siempre se hacían las matanzas. Durante todo el año se

cebaba al cerdo, se le mimaba y se le cuidaba, para luego, en diciembre, cuando más

orondo se encontraba, acabar con el animal.

En torno a la pocilga hasta donde el olfato podía soportar, se arremolinaron

los seminaristas. Algunos, la mayoría, habían aprovechado la tarde del domingo para

bajar a Béjar, como todos los domingos. Los Viejos no estaban, se habían marchado

dejando el santuario libre de sus maquinaciones y miradas insidiosas.

Pero había otros que no querían perder la ocasión de presenciar la matanza, el

asesinato impune del gorrino. Un gusanillo puntilloso palpitaba, impaciente en el

estómago de Ricardo. Los que estaban allí, esperaban.

Por fin Pablo y el cocinero, con un largo gancho de hierro, se dirigieron hacia

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la pocilga, y entraron a pesar del corrosivo olor que despedía. De dentro se oyeron

unos gritos lastimeros y, poco tiempo después, salió el cerdo arrastrado por el

gancho que tenía clavado en la mandíbula inferior.

De esta guisa llevaron al animal hacia una mesa, en la que dificultosamente lo

acostaron de lado.

El cerdo no cesaba de gritar, mientras el cocinero puso debajo de la garganta

del puerco, un cubo verde parecido a un barreño. ¿Para qué? se preguntó Ricardo.

No tardaría en averiguarlo.

En tanto el cocinero agarraba fuertemente la mandíbula del cerdo, asiendo

vigorosamente el gancho, Pablo cogió un enorme cuchillo, y se dispuso a utilizarlo

sin mediar palabra ni atenerse a contemplaciones.

Si al principio eran gritos lo que salía de la garganta del animal, cuando Pablo

hundió la brillante hoja del cuchillo justo donde se suponía estaba el corazón, lo que

resonó por todas partes, eran alaridos, terribles alaridos que trataban de aferrarse a la

vida con todas las fuerzas que a cada momento se le iban escapando a borbotones.

Y a cada alarido, un torrente generoso de sangre partía de la mortal herida, e

iba a parar al cubo verde. "Para eso era" pensó Ricardo.

-¿Para qué recogen la sangre -preguntó a Jorge.

-La sangre se come.

-Venga ya...-dijo incrédulo.

-¿Que no?

-¿Cómo se va a comer la sangre?

-Bueno ya lo verás.

Conforme fueron pasando los minutos, los gritos del cerdo fueron

espaciándose más y más, y los torrentes de sangre pasaron a ser finos hilillos rojos

que brillaban a tono con los últimos rayos solares de la tarde.

La agonía del puerco se prolongaba. Aquello comenzaba a ser ya aburrido, y

algunos comenzaron a irse. El animal tenía abiertos los ojillos, por los que le

entraban los últimos resquicios de vida. ¿Qué pensaría en ese momento? ¿Se daría

cuenta de lo que le estaba sucediendo? ¿Qué iba a ser de él? En pocos minutos iba a

expirar; y, con la muerte ¿dejaría de existir para siempre? ¿O tal vez existía un limbo

reservado para él?

En aquellos momentos en los que el cerdo daba los últimos estertores,

Ricardo huía de la idea del fin absoluto. El fin no existe, pensaba. Era imposible

dejar de oír, dejar de ver, dejar de sentir. Ni siquiera los cerdos, ni la más pequeña

hormiga. Todo lo que era, no podía dejar de ser, ¿o tal vez estaba equivocado y

todos estaban atrapados en un mundo sin salida en el que el único escape era el fin

eterno, la muerte?

Todos estos pensamientos le desasosegaban, y trató de quitárselos de la

mente, fijando de nuevo la atención en el cerdo, que pareció morirse

definitivamente. Con un soplete de gas, le chamuscaron la piel, y toda aquella masa

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de materia inerte quedó tendida en una mesa de la cocina. Allí bajaron para ver

cómo lo abrían. El cocinero fue quien lo hizo. Desde la base de la herida, hasta el

rabo, lo abrió en canal, y fue separando una a una las costillas.

-Esta son la shuleta que se os coméis lor domingo -comentó mientras se

afanaba en su tarea. Sí, tenía acento andaluz.

-Tocá, tocá -continuó.

Y los tres o cuatro que estaban allí tocaron y tantearon las entrañas de la

bestia.

-¡Está caliente todavía! -exclamó Ricardo.

-Jombre, claro, como que jase sólo una hora que correteaba por el chiquero.

Aquello le hizo a Ricardo apartarse aún más de la idea del fin. Justo en el

lugar donde se hallaba la herida mortal, una hora atrás bullía un corazón vigoroso, el

motor de un cuerpo que corría, comía y se revolcaba. Esos pensamientos le

produjeron nuevos escalofríos.

Aunque no tantos como los que le recorrieron el cuerpo a la hora de cenar.

Joaquín, que era de Medinilla, un pueblo cercano a Béjar y que, según él, había

participado en muchas matanzas, era el que servía a Ricardo lo que en un principio

le pareció sopa.

-Toma, Ricardo -le dijo-, te serviré tres cazos, o mejor cuatro, que esto está

muy bueno...

Ricardo no sabía lo que era, y no pudo evitar que le sirviera los cuatro cazos.

No advirtió las escondidas risitas de Jorge mientras revolvía con una cuchara los

grumos del brebaje.

Era un líquido marrón, o tal vez rojo, con numerosos tropezones que parecían

hechos con pan muy tostado. Probó una cucharada y estaba terriblemente salado.

-¡Dios mío! ¿Qué es esto? -ya se lo olía.

-¡Es sangre! -dijo triunfante Jorge.

A Rafa, que había ocupado el puesto vacante de Daniel en la mesa, le dio una

arcada.

-Tiene mucho alimento -argumentó Alberto.

-Pero, ¿qué son esos trocitos, como de pan muy tostado que hay esparcidos

por todo el plato? -dijo Ricardo, mientras masticaba uno de ellos, y una explosión

salada invadió su paladar.

-Es mejor que no lo sepas -dijo Alberto-. ¿Se lo decimos, ¿eh Jorge?

-Sí -y reía mientras hablaba-, esos tropezones o grumos, como quieras

llamarlos, son sangre coagulada.

-¡Costras! ¡Sangre seca! ¡Sangre vieja! -rió Alberto, y por su boca abierta

navegaban los grumos.

-¡Dios mío! -exclamó Rafa.

-No puedo comerme esto, lo siento -dijo Ricardo.

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Tampoco Jorge ni Alberto, ni el mismo Chupi, que comía de todo, acabaron

lo que les habían puesto en el plato.

Aquella noche no hubo castigados a comer en la pared. Excepcionalmente

pudieron recoger sus platos rebosantes de, ¿sí?, de alimento, e ir con ellos

directamente al fregadero. Un remolino de vitaminas, proteínas y sales minerales se

precipitó por el sumidero del lavabo tragándose toda la sangre que otrora corrió por

las venas del cerdo que en ese momento yacía inerte y descuartizado en la mesa de

la cocina.

Al final, un tremendo eructo gutural subió por las cañerías del fregadero, y

burbujeó en los restos de sangre que humedecían los azulejos. El lavabo había

quedado satisfecho. Nunca, seguramente había recibido tanto alimento...

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CAPITULO VII

Los árboles han dejado ya caer sus hojas. Un sobrecogedor silencio que deja

oír cómo pasa el tiempo, lo ha invadido todo. Sólo se oye lejano el murmullo casi

imperceptible de la ciudad de Béjar, y más allá, el rumor continuo del río Cuerpo de

Hombre.

Las pocas palomas que se libraron de la mortandad que Pablo hizo caer sobre

ellas, se refugiaban en cualquier rincón, en oscuros agujeros que atravesaban el

corazón de los castaños, o debajo de las tejas de la iglesia, infalible resguardo contra

el frío y cruel viento del invierno que se avecinaba.

La Navidad se acercaba. Los días ansiados por todos, ya llegaban. Los

calendarios estaban repletos de cruces, tachados ya los días monótonos y

desesperadamente lentos.

-Ya va quedando menos, ¿eh? -le decía Martín a Ricardo, que tenía las

mejillas sonrosadas por el aire y el viento puro que bajaba de las cumbres de la

sierra.

Caminaban cerca de El Círculo, removiendo las hojas y la tierra con palos,

buscando topos.

-Si -asintió Ricardo.

-Son estos días muy felices. Parece que no hay topos ¿verdad?

-Todos hemos estado esperando estos días -dijo, sin haber escuchado el

último comentario-. Dentro de poco será la ordenación de Pablo, y después nos

iremos a casa. Por fin a casa, lejos de aquí.

-Sí...-decía feliz Martín-. ¿Sabes?, creo que eres el mejor amigo que tengo.

Ricardo se sobresaltó un poco ante esa declaración de amistad inocente, casi

infantil. Días atrás acababa de perder a sus amigos de la ciudad, Daniel y Diego.

“Nunca más nos hablaremos", habían dicho. Nunca más, nunca más, nunca más.

Para Ricardo esas palabras eran demasiado terminantes y difíciles de comprender.

Pero así habían dicho.

Los tres últimos meses no fueron más que complicaciones para Ricardo.

Nuevas responsabilidades a las que tenía que enfrentarse, enemigos que le aparecían

sin él buscarlos. ¿Quién le mandaría a él haber salido de la ciudad?

Ricardo casi no tenía otra alternativa, y se abrazó desesperadamente a la

amistad que le tendía Martín. ¿Sería cierto que él era su mejor amigo?

-¿Sabes? -dijo-, tú también eres un buen amigo. En realidad nunca he tenido

un amigo como tú.

-Hagamos un pacto de sangre, entonces -dijo Martín, y sacó la navaja que

siempre llevaba en su bolsillo para pelar las castañas.

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-Eso -asintió Ricardo, sin estar muy seguro de lo que decía, ni de qué iba a

ocurrir.

-Nunca, nunca, nos haremos daño entre nosotros. No nos chivaremos a Pablo

el uno del otro, ni nos pegaremos, ni nos insultaremos, nos defenderemos y nunca

nos enfadaremos el uno con el otro.

-Eso, eso, y nos ayudaremos siempre en lo que podamos, y nos soplaremos en

los exámenes -dijo, para terminar Ricardo.

-Tú lo has dicho. Hagámonos los cortes, entonces.

Martín tomó la navaja, y de un certero tajo, se abrió una pequeña herida en la

yema del dedo índice. Un chorro de sangre, como el vómito de un pájaro, salpicó las

hojas secas del suelo.

Ahora era el turno de Ricardo. El corazón le palpitaba en el pecho. Tomó la

navaja y se dispuso a utilizarla. Muy pocas veces había tenido un artefacto

semejante entre sus manos. Un sutil nerviosismo le llegaba desde el fondo del

estómago, pero tenía que hacerlo, no podía echarse atrás. Iba a ser partícipe de un

juramento de sangre.

Asió la navaja con más fuerza, y apoyó la afilada hoja contra su dedo índice.

No sintió nada. Apretó, y enseguida brotó la sangre roja y viva de la herida que se

abría paso debajo de la navaja. Lo había hecho. "He sido capaz, Dios mío"

-Ahora -dijo Martín, maestro de ceremonias-, juntaremos los dedos.

Y así lo hicieron. Fusionaron sus sangres, consumaron el juramento de

sangre.

-A partir de ahora -anunció Martín-, el que quebrante este pacto, se le pudrirá

la sangre.

El otro asintió feliz.

Instantes después el sonido opaco y a la vez cristalino del silbato de Pablo,

anunció que era la hora del ensayo general en el que se prepararían las melodías a

cantar durante la ordenación.

Arriba, en la sala de música, justo debajo del campanario, reinaba el frío y el

bullicio como siempre, antes de comenzar los ensayos. Cuánto costaba calentar los

asientos, pensaba Ricardo para, una vez acomodado, mandar el Padre Guillermo

levantarse a recitar una estrofa y dejar otra vez el asiento a la intemperie. Y al volver

a sentarse... otra vez el frío insano, subiendo por todo el cuerpo.

Allí, poco antes de que comenzaran los cantos, el Padre Guillermo se lo dijo:

-Ricardo, ven -le llamó.

Ricardo, que a duras penas había logrado calentar débilmente el asiento, se

levantó y fue adonde estaba el cura.

-Diga, Padre.

-Ya ves que desde hace unas semanas, no se están cantando solos en las

misas, y el domingo que viene, día de Navidad es la ordenación de Pablo.

Ricardo asintió con la cabeza.

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-Así que creo que este domingo debemos cantar un solo. Y lo harás tú. Aquí

tienes el versículo del aleluya.

Las palabras que acababa de oír le dejaron aún más helado que el ambiente

que reinaba en la sala de música. El puesto de honor en el coro, el más alto, el más

deseado, iba a ser ocupado por él. Pero no, él no quería, era una carga demasiado

pesada que soportar.

-Pero, Padre...

-¿Ocurre algo?

-¿Por qué no Alberto que llega más alto que yo?

-Quiero que lo hagas tú, y eso es todo. Aquí tienes el versículo del aleluya -

repitió. Y le dio un libro verde.

Su sueño o tal vez su pesadilla, se cumplió a partir de ese momento. “Hacedlo

bien treinta mil personas os van a oír”. Aquello que había dicho el Padre Superior

meses atrás era lo que más nervioso le ponía. “Hacedlo bien, o de lo contrario...”

Qué ocurriría si no salía bien? No quería saberlo, y menos en los días previos a la

ceremonia.

-Hasta el mismo obispo viene para tal acontecimiento.

-Claro -le dijo Martín a Ricardo-, ¿o es que no sabías que es el obispo quien

ordena a los curas?

-Pues, no.

-Pues sin obispo no hay nada que hacer.

Aquella conversación tuvo lugar minutos antes de entrar en la iglesia, ya

todos con las túnicas puestas. Después, a una señal del Padre Guillermo, fueron

colocándose cada uno ordenadamente en el lugar que le correspondía en el coro.

Ricardo, por primera vez, muy cerca del Padre Guillermo, junto al órgano. Era el

sitio destinado al solista mayor.

Un ambiente de excitación pululaba entre los cantores. La ceremonia

comenzó y tomó su ritmo lento. Y cada vez restaba menos tiempo para el aleluya. El

libro verde de los, versículos, en las manos de Ricardo, brillaba débilmente con

minúsculas gotitas de gélido sudor.

“Ya está, que sea ya, si tiene que ser, que sea ya”, pensó Ricardo. Era

inevitable, a no ser que saliera corriendo de allí, que era lo que más deseaba en ese

momento. Los primeros acordes del aleluya sonaban ya.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Fueron las tres palabras que el coro unido cantó. Pero a partir de ahí era

Ricardo el que debía cantar solo.

Nos ha nacido un día sagrado

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Cantó, y después de todo, pensaba, su voz parecía dulce, y era bien acogida

por los muros del templo. Abajo, la gente silenciosa, escuchaba, y era a él a quien

escuchaban. Todos estos pensamientos le pasaron por la mente como un fogonazo.

Después, siguiendo las indicaciones que le hacía el Padre Guillermo con la cabeza

terminó el versículo:

Venid, naciones, adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la Tierra.

“Lo hice”, se dijo, y su pensamiento pareció sonar más alto que su voz.

A partir de ahí la ceremonia transcurrió más rápidamente.

-Lo has hecho bien -le diría el Padre Guillermo antes de finalizar la

ceremonia. A partir de ese día, finalizada la solemnidad, Pablo no sería más Pablo a

secas, sino el Padre Pablo. Llevaría encima un ropaje invisible, como una aureola. Él

y su aureola irían juntos a todas partes, cogidos de la mano, felices los dos.

El trimestre, el primero del curso, había terminado. Todas las clases, los

ensayos, la recogida de castañas y las peleas, habían llegado a su fin

momentáneamente. Por difícil que le resultara a Ricardo, los largos tres meses

habían concluido.

A partir de la hora en que todos partieron hacia sus casas, el tiempo debería

pasar más despacio, no se podía perder ni un precioso minuto. Pero no iba a ser así.

Todos, en su fuero interno, y sin querer reconocerlo, sabían que el día de

regreso a El Castañar estaba a la vuelta de la esquina. Y aún no habían comenzado a

disfrutar las vacaciones.

Arriba, en el dormitorio, todos preparaban el equipaje para marcharse. No

dejarían nada, ni las sábanas. Afuera, los castaños deshojados y maltratados por el

viento, eran mudos observadores de lo que acontecía en el interior de la habitación.

-Por fin, ¿eh, Ricardo? -le dijo Martín.

-Sí, por fin.

-El diez de enero -día en el que tenían que retornar- nunca llegará. Nunca,

nunca.

-El diez de enero es dentro de dos semanas.

-¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? ¿Es que has contado los días también? -Sí.

-Pues no los cuentes, hombre y piensa que el diez de enero nunca llegará; hay

una eternidad hasta ese día.

-¿Sabes lo que es un día aquí? -continuó Ricardo.

-¿El qué?

-Un día aquí es como un mes en casa.

Ezequiel pensó que tenía razón, pero estaba demasiado feliz como para

pensar en la vuelta.

- No pienses en ello -le dijo-. Venga, hombre ¿a qué hora sale el autobús?

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-A las cuatro, y llegaré a casa sobre...-esas palabras le hicieron recordar algo, en ese mismo lugar, unas semanas atrás; eran las palabras que había pronunciado Diego,

justo antes de marcharse-... sobre las ocho.

-Pues yo me voy andando a mi pueblo, La Garganta.

-Hay mucho camino.

-No importa, hombre, es Navidad.

-Tienes razón. Y de esta manera, entre risas y algún que otro villancico, salieron del santuario.

Los viejos muros y grietas del lugar iban a quedar por unas días en silencio con la única

compañía de las hojas secas de los castaños, y del viento ululante invernal.

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SEGUNDA PARTE

EXTRAÑOS ACONTECIMIENTOS

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CAPITULO VIII

Ricardo tuvo la extraña convicción de que el invierno había llegado, con toda su carga de brutalidad, aquel mismo día en que regresaron todos.

-Otra vez aquí, maldita sea- musitó. Y sus palabras fueron oídas tan sólo por los viejos y secos castaños. Atrás

quedaban ya el turrón, los regalos y los adornos navideños, perdidos en el recuerdo y ahuyentados por el frío ambiente que reinaba en el santuario.

En la enorme habitación, que era como acostumbraba a nombrar Ricardo la

estancia donde todos dormían, reinaba una atmósfera extraña, distinta a la que habían

dejado días atrás al marcharse. Ahí dentro había un olor raro, aséptico, como si hubiese sido desinfectado el lugar.

Al llegar a la cama que tenía asignada, "la cama de siempre, en donde dormí los

últimos tres meses", pensó Ricardo, encontró que, en el lugar donde dormía Daniel,

estaba Martín, ordenando sus pertenencias.

-Hola, Martín -le saludó.

-Hola -le respondió sombríamente.

-Ya veo que te han puesto aquí, donde dormía Daniel. -Esta mañana nada más llegar, me lo dijo Pablo... bueno, el Padre Pablo.

-Es mejor así, ¿no crees?

-Sí...

Se interpuso entre ellos un silencio que llegó a ser incómodo. Al final fue roto

por una voz que sonaba detrás de Ricardo.

-A mí también me han cambiado de sitio.

No había duda; antes de darse la vuelta supo que el dueño de la voz afeminada

era José Luis. Y en ese momento no le pareció afeminada, sino cruel, terriblemente cruel.

-¿Ah sí? -dijo con toda la descortesía que pudo.

-Sí -repuso-, y es mejor que nos llevemos bien a partir de ahora. Al menos

durante los próximos tres meses, pues vamos a compartir en ese tiempo el lugar en el

que vamos a dormir.

Martín, que oía las palabras de José Luis, no pudo más, y saltó: -Cállate,

Caracráter.

Lo dijo por la inmensidad de granos y marcas de alguna enfermedad que, a modo de montañas y cráteres le poblaba toda la cara.

Ricardo respondió al comentario de su amigo con relajadas carcajadas.

Ciertamente tenía la cara hecha un desperdicio, y estaba aún peor que la última vez que

le vieron antes de marcharse a casa.

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Al otro no le gustaron las palabras de Martín, y dándose la vuelta, permaneció en

silencio ocupándose de sus cosas.

Ricardo pensó en lo afortunados que eran al no estar los otros dos Viejos, que

seguramente habrían respondido violentamente a las palabras de Martín.

“Otra vez lo mismo, otra vez el Horario, otra vez la rutina, otra vez los paseos

debajo de los castaños”, pensaba Ricardo mientras colocaba cuidadosamente las cosas

que había traído de su casa. Los dos juegos de sábanas, las toallas, los jerseys, las

camisas. “Recuerda”, le había dicho su madre, “cambia las sábanas cada dos semanas, y usa todos los días un jersey diferente, que para eso se mata a trabajar tu padre. Que no

te llamen guarro, ¿me oyes?, ¡que no te llamen guarro!” Era evidente que para la madre

de Ricardo la peor cosa de este mundo era ser un guarro o un vago. “Trabaja, estudia, sé

servicial, sonríe siempre que se te pida un favor. Sé bueno, hijo, sé bueno, que para eso

te hemos mandado tu padre y yo a ese seminario. No es por otra cosa, hijo, tienes que

aprender, ¿entiendes?, tienes que aprender y el camino de la vida es muy difícil, por eso

te hemos mandado allí, hijo”.

Pero para Ricardo la vida había comenzado a ser difícil en el preciso momento en que puso los pies por primera vez en la Plaza de los Tilos, tres meses atrás. Si ese era

el camino de la vida, preferiría otros, menos penosos.

Estaba inmerso en estos pensamientos cuando Pablo los avisó con sus palmadas

que era la hora de bajar al comedor.

Y así lo hicieron. Por el camino, a la puerta de la entrada a los servicios, una

mano desconocida asió el jersey de Ricardo, y le obligó a entrar. La mano pertenecía,

cómo no, a José Luis. -¿Qué quieres? ¿qué haces? ¿cómo has llegado hasta aquí? -en realidad no sabía

cómo habría podido llegar hasta allí. Instantes antes había estado junto a él en el

dormitorio, y le pareció haber salido juntos, al mismo tiempo. Pero prefirió no darle

importancia. Se sentía demasiado enojado como para dar importancia a esas

nimiedades.

-Quería hacerte una advertencia.

Le tenía contra la pared, sujetándole con ambos brazos. Era inútil, no podía huir

de él. Pese a su aspecto enfermizo y enclenque, era más forzudo de lo que a primera vista podía parecer.

-Habla rápido, no quiero perder el tiempo -se limitó a decir.

-Es sólo una advertencia.

-No hace falta que hables tan cerca de mí -se diría que a esa distancia iba a

besarle. Además su aliento olía tan mal, pútrido y desagradable, que apenas podía

soportarlo.

-Está bien -asintió, y se alejó un poco de él.

-Habla de una vez. -Mi advertencia es que te alejes de Martín. Sólo eso. Es negativo. Aléjate de él -

hablaba con una sonrisa extraña para Ricardo, tal vez maliciosa, aunque no estaba muy

seguro.

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La indignación subió por el interior de todo el cuerpo de Ricardo, y llegó a su

garganta donde comenzó a salir a borbotones.

-¡Y tú quién eres para decirme eso a mí, Caracrater!

-Es mejor que no me llames eso.

-¡No quiero que me dirijas más la palabra! ¡Aléjate de mí, Caracráter!

-Me temo que eso no va a ser posible. Recuerda que vamos a dormir muy cerca

el uno del otro.

Ese comentario le causó escalofríos a Ricardo. Inevitablemente tendría que dormir cerca de él.

-Déjame en paz -dijo, mientras salía de los servicios. Los demás habían bajado

ya al comedor.

-Oye otra vez -le dijo desde atrás. Su primera reacción fue no escucharle, y

marcharse corriendo de allí, pero un extraño impulso le retuvo.

-¿Qué ha sido de tus amigos Daniel y Diego? ¿Les has visto estas Navidades?

Seguro que no.

En ese momento se acordó de las palabras que le dijo aquel día neblinoso, el día que tuvo la primera conversación con él. “¿Quién me mandaría acercarme y hablar con

él?”, se dijo. Pero él le había dicho: “Pronto dejarás de verlos”.

Y, en efecto, no volvió a verlos. Pocos días después del comienzo de las

vacaciones de Navidad, desaparecieron de la ciudad. Ellos y su familia se mudaban,

pues su padre había encontrado un buen trabajo en el extranjero.

-No les has vuelto a ver ¿verdad? Ni les volverás a ver nunca más.

Ricardo despertó de algo parecido a un sueño o un letargo y echó a correr, escaleras abajo en dirección al comedor.

-¡Maldito seas! -gritó.

Continuó alocadamente corriendo hacia el comedor y, mientras lo hacía, se dio

cuenta de que en realidad estaba huyendo de él. Había algo, un brillo en sus ojos, o la

desagradable expresión de su cara, que le hacía huir de su presencia.

En su loca carrera, tropezó con un escalón, y fue de bruces al suelo. Se había

golpeado la rodilla, pronto comenzó a mandarle a su cerebro estridentes mensajes de

dolor. Ya todos habían llegado al comedor, y probablemente estarían comiendo el primer plato.

Así era. Cuando abrió la puerta vio que todos estaban sentados comiendo.

Todos, nadie faltaba, y eso le heló la sangre a Ricardo. Estaban todos, incluso José Luis,

que le dedicó una afilada mirada nada más verle.

"¿Cómo es posible?", pensó Ricardo. Le había dejado atrás. Aún no debía haber

llegado. Sin embargo, allí se encontraba sentado, degustando tranquilamente un plato de

sopa que ya casi estaba rebañando.

Decidió no darle más importancia. Probablemente le habría adelantado mientras tropezaba con las escaleras y se golpeaba la rodilla. Además le atenazaba un hambre insoportable, y su plato lucía ahora un apetitoso huevo frito.

Sin más preámbulos, tomó posesión de su asiento, y se dispuso a engullir el contenido de su plato.

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-Hola -saludó. Se habían producido algunos cambios en la mesa. En el lugar de Daniel se sentaba Martín, y habían cambiado al Chupi por Rafa. Los demás continuaban en el mismo sitio que durante el primer trimestre, pero con las caras algo más ensombrecidas y alargadas.

-Hola -dijeron los demás un tanto tristes. Después de las vacaciones de Navidad, nadie se sentía feliz. Quedaba todo un trimestre por delante. Tres meses fríos, silenciosos y monótonos. Ante esa perspectiva, nadie se atrevía a reír, a contar chistes, o a hacer alguna gracia.

Nadie... excepto Alberto. Próximos al final de la comida, ya con la fruta en las manos, un sonido algo

estridente, vibrante, parecido al de una motocicleta a la que le falta el silenciador, partió de uno de los culos de los comensales. El pedo fue tal que en el comedor se produjo un inusual silencio, por unos instantes.

Pocos segundos después, una explosión de risas y carcajadas invadió el comedor, y la risotada fue tan tremenda que hasta en Béjar pudo haber sido oída.

Hubo algunos que cayeron de sus sillas atacados, no por carcajadas, sino por auténticos espasmos. Los demás lloraban simplemente de risa, próximos también a revolcarse por el suelo.

Rafa, que se sentaba al lado de Alberto, se apartó de él, tapándose la nariz. Cuando la situación se hubo calmado un poco, el Padre Pablo habló:

-¿Quién ha sido el de la ventosidad? -y la expresión pareció tan cursi y ridícula, que provocó una segunda carcajada tan estridente como la primera. Incluso Pablo se tapó la boca para disimular sus risitas.

Alberto no tuvo más remedio que levantar la mano. -He... he sido yo -dijo un poco titubeante. Y todos le miraron sonrientes. -El olor de tus pedos me marea, Alberto -saltó Rafa, que aún seguía tapándose la

nariz. -Es que... ayer cenamos fabada asturiana en mi casa -dijo excusándose, lo que

provocó por tercera vez las risas de los demás. -Pues procura que la próxima vez no se oiga tanto, al menos -le dijo Pablo. -Sí -asintió el otro. Poco tiempo después, la accidentada comida concluyó, y todos se acercaron a

Alberto a felicitarle por la ocurrencia que había tenido y que había contribuido a olvidar por unos momentos la morriña del primer día.

-Vaya pedorreta ¿eh, Alberto? -le decían unos y otros. -A ver si haces eso más a menudo... -Sí, pero que no huelan tan mal -replicaba Rafa.

No se habían dado cuenta, mientras reían en el comedor la gracia de Alberto,

había comenzado a caer la primera gran nevada del invierno. Las nubes habían abierto

las compuertas, y dejaron caer gruesos copos que, a modo de extrañas hojas otoñales,

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comenzaron rápidamente a cubrir el suelo. Primero una débil capa, y después, conforme

fue pasando la tarde, una gruesa cobertura de varios centímetros.

No queriendo desperdiciar un solo minuto del tiempo libre de que disponían

después de la comida, cogió cada uno sus trineos, sus tablas, o simplemente sus bolsas

de plástico.

-Vamos, vamos a la pista de Diego -decían. La pista de trineos era la pista de

Diego, pues él fue quien la proyectó y la fabricó en su mayor parte.

-Por cierto -le dijo Alberto a Ricardo-, ¿qué ha sido de Diego y su hermano Daniel'?

-No sé nada de ellos.

-¿Qué les ha pasado?

-Se han marchado de Madrid. Al extranjero. Nunca volverán.

-¡Ah...!

-Es igual -dijo Ricardo con voz apagada- ahora no quiero hablar de eso.

-Está bien.

-Venga, vamos a la nieve. -Eso, vamos.

Y se dirigieron hacia la pista.

Una nueva sensación le recorrió el cuerpo a Ricardo al deslizarse por la pista,

desde El Círculo hasta el campo de fútbol. Viajando a ras del suelo, la enorme

velocidad a la que bajaban, adquiría proporciones aún mayores. A un lado y otro

quedaban los arbustos y los castaños, que siseaban al pasar cerca de sus oídos. "Dios

mío" pensaba Ricardo, "si tropiezo con una de esas ramas me corta la cabeza". Pero en ese momento lo único que le importaba era bajar, cuanto más deprisa mejor, y

adentrarse en el túnel formado por los arbustos y la maleza crecida el verano anterior.

Al final de la loca bajada, un inmenso hoyo almohadillado de nieve, pretendía ser el

freno para evitar que se estrellasen contra el viejo castaño un poco más adelante. La

mayoría de las veces conseguían detenerse en el agujero, pero en ocasiones, algún

insensato bajaba a más velocidad de la debida, o no colocaba los pies en la posición

correcta, e iba a dar con las posaderas en el árbol.

La explosión de júbilo que vivía Ricardo, provocada por la nieve y las bajadas por la pista, le había ayudado a olvidar lo triste que en realidad era ese día. Y por un

momento, también había podido olvidar a José Luis y los Viejos que no participaban en

el juego.

-Vosotros lo que pasa es que sois unos críos, unos niños de teta -decían mientras

se retiraban a algún lugar apartado a fumar sus cigarros.

Y el silbato de Pablo, como siempre, puso fin a la diversión, cuando todos se

hallaban más inmersos en ella. Entraron en el edificio, sacudiendo la nieve que se había adherido a las botas, y cada uno se dirigió a sus respectivas aulas.

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CAPITULO IX

Estuvo nevando durante toda la semana, y por unos días el santuario quedó

aislado por carretera. El mercurio del termómetro permaneció durante esos días por debajo de los cero grados centígrados. Finalmente dejó de nevar, y la capa de finos cristales de nieve que cubría los campos se convirtió en una gruesa y resbaladiza capa de hielo.

No había nadie al lado de la cama de Ricardo ese primer día en que dejó de nevar. El sol se dejaba entrever a través de las nubes. Martín abrió la ventana, y los rayos del tímido sol iluminaron la cama vacía y pulcramente hecha. Era sábado y se habían levantado tarde.

Martín y Ricardo miraron la cama, con un gesto interrogativo en sus caras. -¿Dónde habrá ido José Luis? -¿No has oído nada tú esta noche? -No. Pablo llegó, y les ordenó que bajaran a la sala de estudios. No pareció extrañar

la falta de José Luis. Pero, según rezaba el Horario, después de levantarse tenían un momento de

oración. Siempre que les mandaban a la sala de estudios a destiempo, era para decirles algo importante y casi siempre desagradable.

Y allí fueron, y allí se sentaron otra vez en los gélidos asientos. Pablo esperaba pacientemente a que todos se callaran, subido a la tarima.

-Ha ocurrido un hecho lamentable esta madrugada -dijo cuando creyó que el nivel de decibelios descendió lo suficiente como para que le oyeran. El silencio se hizo total ante esas palabras.

-Muchos de vosotros os habréis dado cuenta de que no está José Luis. Hubo ademanes de asentimiento. -Y es que ha sucedido un hecho muy lamentable. Esta madrugada, a eso de las

tres llamó su padre por teléfono diciendo que su madre había muerto repentinamente. Acababa de morir en ese momento, por lo visto de un ataque al corazón. Ha sido de repente.

Un resoplido de compasión se dejó oír por la sala de estudios. A Ricardo le sonaban extrañas esas palabras. Pablo había dicho que la muerte había sido repentina. Eso no cuadraba con lo que había dicho José Luis meses atrás, que su madre estaba muy enferma de cáncer y se iba a morir. Algo raro pasaba.

-Así que esta noche bajamos a Béjar. Hoy tenéis toda la mañana libre, hasta la hora de comer, por este hecho tan excepcional, pero yo os recomendaría que bajarais a Béjar, a la casa de José Luis a dar el pésame.

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En ese momento, apareció por la puerta de la sala de estudios el propio José Luis.

En su cara no se reflejaba toda la angustia que cabía esperarse en un momento así. Venía, dijo, para dar una vuelta y salir de su casa.

Más tarde, cuando salieron al exterior, le dieron el pésame. -Lo siento ¿eh? -Te acompaño en el sentimiento. -Es una gran pérdida. -¿Qué tal te encuentras? -No sufras por ella, que seguro ya estará disfrutando de la gloria del Paraíso -le

dijo el Padre Superior. Al final, hasta Ricardo tuvo que darle el pésame. -Yo... -dijo, nunca se había sentido tan incómodo al decir algo- lo siento... de

veras. No se atrevió a decir más. Por su mente sólo cruzaban las palabras que José Luis

le había dicho tiempo atrás “Mi madre está muy enferma de cáncer”. Le había mentido y, sin embargo, su madre estaba muerta. Era una extraña coincidencia, como una gran fatalidad. Con ellos estaban Jorge, Alberto, Martín y Rafa.

-Hace frío hoy ¿no? -dijo Alberto para romper el hielo que se había interpuesto entre todos.

-Sí -asintió Rafa mirando el enorme termómetro que colgaba de la fachada principal de la iglesia-, nada más y nada menos que dieciséis grados bajo cero.

Un luminoso sol brillaba en medio de un cielo incomparablemente azul. Las nubes de los días anteriores habían sido arrastradas por un viento norteño que había traído aún más frío.

-Vamos a tu casa, si quieres -dijo Jorge. -Como queráis. -Pues vamos. En la cuesta que subía desde el bar La Alegría al aparcamiento del santuario,

había quedado un coche atrapado por el hielo. “Por aquí podríamos bajar resbalando hasta Béjar” pensó Ricardo. El dueño del coche que había quedado atascado en la cuneta, salió malhumorado del vehículo.

-¡Me cago en todos los curas de mierda que hay en el mundo -vociferaba. Los otros le miraban estupefactos.

-¡Para una vez que vengo a este maldito lugar resulta que se me queda atascado el coche! ¡La culpa la tienen los curas, maldita sea! Y si no, a ver, ¡que hagan un milagro! ¡Pues yo no creo en los milagros! ¡Yo no creo en Dios! ¡El único Dios que hay en el mundo soy yo! ¿Qué pasa, eh? y vosotros ¿qué estáis mirando? Largo de aquí, si no queréis que me líe a sopapos con vosotros! ¡Largaros!

Y así lo hicieron. A Alberto, el tipo aquel, ofreciendo semejante espectáculo, le causó pequeñas risitas. Pero decidió reprimirlas, la ocasión no era propicia para reírse de nada.

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Un poco más abajo, a la mitad del camino dijo José Luis: -Yo sí creo en el Más Allá. Yo sé que existe el Más Allá. Sé que mi madre está

allí. -¿Y no te da pena? -le inquirió Ricardo. -No vale la pena llorar por los muertos. No puedo traer a mi madre a este

mundo, aunque cave surcos en mi cara a base de lágrimas. Los que le escuchaban, se quedaron asombrados ante tales palabras. -Y además -continuó- algún día también iremos nosotros allá. "¿Adónde?" se preguntó Ricardo; "al Más Allá" le respondió el lado de la mente

que siempre tenía respuestas para todo. -Uno de nosotros -siguió hablando- seguramente muy pronto se va a encontrar

con mi madre allí donde está. No tiene que pasar mucho tiempo para ello. Esas palabras inquietaron aún más a Ricardo, y produjeron extrañeza en los

demás. Pero prefirió no iniciar una discusión. Además estaban llegando a la casa de José Luis.

Allí todos estaban en silencio y apesadumbrados. Ricardo y los demás prefirieron no pasar a ver el cadáver, que se exponía en una habitación aparte.

Nunca había visto un muerto. Ni se imaginaba cómo era. Su madre se lo había dicho en una ocasión, que parecía como si estuviera dormido, no se notaba la diferencia. "eso sí, si lo tocas, ya es otra cosa".

-¿Qué pasa si lo tocas, mamá -le había preguntado. -Se siente un frío muy extraño. Tenía una leve curiosidad por ver cómo era, por ver si era verdad lo que su

madre le dijo años atrás. Pero a pesar de ello prefirió no entrar. La hora de la comida se acercaba, y debían regresar al santuario. -Tú te quedas aquí ¿no? -le dijeron a José Luis. -Sí. Cuando todos se marcharon, se acercó a Ricardo y le dijo: -Hazme caso de la advertencia que te hice el otro día. -¿Qué advertencia? -preguntó aunque sabía a qué se refería. -Tú ya sabes de qué estoy hablando. -Pero ¿por qué? Mira, José Luis, siento muchísimo lo de tu madre, de verdad, te

acompaño en el sentimiento, pero no quiero iniciar otra discusión, ¿vale?, y menos ahora.

-No tienes por qué sentir lo de mi madre. Ella está en un lugar... está en otro sitio. Pero hazme caso, aléjate de Martín.

-Pero, ¿por qué? -Hazme caso. Tuvo el primer impulso de decirle que no le creía y que le dejara en paz, pero al

lado, en la otra habitación, estaba su madre muerta, y su padre la lloraba. No le pareció apropiado increparle.

-José Luis... -se limitó a decirle.

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-Hazme caso, aléjate de él, de lo contrario lo lamentarás, créeme. -Pero -le dijo, hablando más bajo-, ¿cómo puedes estar diciéndome lo que he

hacer, teniendo a tu madre muerta ahí, al lado? -Ya te he dicho lo que opino de la muerte de mi madre. Para mí no tiene sentido

llorar ¿entiendes? Ricardo estaba atónito ante esas palabras. No comprendía que alguien pudiera

hablar así de la muerte, y más tratándose de la muerte de su madre. Hablar con José Luis, siempre le producía escalofríos; era como si irradiara frío, un frío muy extraño y posesivo.

-Bueno -dijo Ricardo. Decididamente no quería discutir, y menos en el ambiente en que se encontraba. Algunas mujeres lloraban, el padre no salía de la habitación, y también lloraba. Dentro de la casa había una pesada atmósfera de quietud y absoluta tristeza, y un frío muy extraño.

-Me tengo que ir -continuó. -Está bien. -Adiós. -Adiós, y... hazme caso. Ricardo le miró, y pensó que estaba ante la persona más perturbada del mundo.

En realidad sintió un poco de compasión por él. Al final dio media vuelta y se marchó. Abajo, en la calle los demás le esperaban. -Qué raro que no hayan venido los otros dos Viejos. Son sus mejores amigos -

comentó Martín. Los demás no dijeron nada. -¿Has estado con el pobre José Luis, consolándole? -Sí Martín, sí, he estado hablando con él. Y no se dijo más. Comenzaron silenciosos la marcha hacia arriba, por el atajo, y

media hora después llegaban al santuario.

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CAPITULO X

Ciertamente, pensaba Ricardo aquella mañana de mediados de enero, las notas

del anterior trimestre no habían sido demasiado buenas. El Padre Pablo fue quien las entregó a cada uno el día anterior. Ricardo estaba satisfecho con las suyas, aunque

podían haber sido mucho mejores. Por lo general las calificaciones altas brillaban por su

ausencia, y no era raro ver varios suspensos juntos, en un mismo boletín. Ahí, en los

boletines estaban plasmados los esfuerzos de cada uno durante el trimestre anterior.

-Y dad gracias de que se os dan ahora las notas, y no antes de las Navidades. De

esta manera habéis podido disfrutar de las vacaciones -fue lo que dijo Pablo, nada más

terminar. En ese momento, subido a la tarima y repartiendo las temibles notas, no era

Pablo, sino el Padre Pablo. Eso lo había dicho el día anterior, por la tarde, cuando unos gruesos nubarrones

provenientes, según decían, del norte amenazaban dejar caer una nevada memorable.

Días atrás había lucido un persistente sol que había logrado derretir la dura y lisa capa

de hielo que cubría todo el aparcamiento y la carretera que bajaba hasta Béjar. Incluso

se había podido retirar el coche que quedó atascado en la cuneta el día de la muerte de

la madre de José Luis. Se pudo hacer, y sin necesidad de milagros, ese mismo día.

Pero aquella mañana, ya desde la madrugada, las nubes volvieron a soltar toda su furia. Cuando Ricardo abrió la ventana, poco después de despertarse ("qué raro que

Martín no esté aquí”) pensó, la Plaza de los Tilos que veía desde la ventana ya estaba

cubierta de una fina capa blanquecina. A Ricardo le complació ver de nuevo la plaza

cubierta de nieve. Eso abrigaba nuevas esperanzas de recreos emocionantes,

deslizándose a velocidad de vértigo por la Pista de Diego. "Sí, la Pista de Diego", y una

leve mirada de tristeza se dibujó en su rostro. Pocas horas después cogerían sus trineos

y sus plásticos, y, riéndose de la muerte, se tirarían pista abajo cortando el aire, rápidos

como el viento. Esos pensamientos algodonaban la mente de Ricardo, hasta que Pablo,

naturalmente, le interrumpió.

-¿Te has lavado ya? -le dijo.

-Nno... ahora voy.

-Pues date prisa, que se acaba el tiempo. Y quítate la camisa.

-Sí.

Y corrió a los servicios a lavarse. Allí había cola esperando el turno para utilizar

el retrete. De los tres que habían en los servicios, sólo funcionaban dos, pues uno mantenía la puerta constantemente cerrada, lo que había producido un aumento en la

habitual fila de gente que esperaba todas las mañanas. Alguien había entrado allí, y no

quería salir, tal vez se habría quedado dormido sentado en la taza.

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Finalmente, impacientes, fueron a buscar a Pablo para que él abriera la puerta.

No parecía haber nadie allí, pues no había respuesta a los gritos y golpes en la puerta.

Algún gracioso se las había ingeniado para colarse ahí dentro y salir dejando el pestillo

echado. Eso era lo que todos pensaban. Seguramente el ventanuco que coronaba la

puerta había sido la vía de escape del gamberro.

-¿Qué es lo que pasa aquí? -dijo Pablo nada más llegar.

-No se abre la puerta -dijo uno.

-Algún gracioso la ha dejado cerrada -habló otro. -En cualquier caso -sugirió Pablo-, no creo que alguien se haya dormido ahí

dentro...

-No... -negaron los demás.

-Bueno, pues vamos a ver -dijo Pablo cogiendo una llave maestra. La introdujo

en la cerradura, dio la vuelta y la puerta cedió al más leve empujón. Pero tropezó con

algo.

Ricardo estaba en un ángulo tal, que lo primero que vio fue la sangre que

manchaba el interior de la puerta. A su edad sabía lo que les pasaba a las mujeres cuando tenían la regla. Pero de pocas cosas estaba tan seguro como de que en todo el

edificio no había nadie que tuviera regla. Ni siquiera la señora de la limpieza, la Fulgen,

ni la cocinera, que a sus edades seguramente habrían dejado de tener esos pálpitos

juveniles en sus cuerpos.

Esos pensamientos no fueron más que pretextos para evitar que su mirada bajara

un poco más, y se encontrara con lo que había tropezado la puerta nada más abrirse.

Pero finalmente, los gritos y los lamentos de los demás, y el que más de uno corriera a los otros retretes a vomitar la cena del día anterior, pudieron más que esos

pretextos. Y Ricardo no tuvo más remedio que mirar al suelo, y gritar de horror como

los demás.

Allí, en el suelo con un gesto grotesco, y casi abrazando la taza del retrete, yacía

en un inmenso charco de sangre el cuerpo pálido y sin vida de Martín.

Sus brazos colgaban en el aire, desde la tabla del retrete, y a la altura de las

muñecas dejaban ver las heridas mortales. Y en una esquina del pequeño habitáculo,

una hoja de afeitar, el arma asesina. -No lo puedo creer -dijo Pablo tapándose la boca. Ricardo pensó que en ese

momento iba vomitar encima de todo el cuerpo; pero no lo hizo, afortunadamente-.

-Se ha suicidado -dijo cuando pudo contener las arcadas.

Lamentos y gritos se oían, no sólo en los servicios sino por toda la planta donde

se encontraba la habitación.

-Id a avisar al Padre Superior -ordenó Pablo.

Luego, cuando se hubo calmado un poco:

-Ayudadme dos o tres, y vamos a ponerle en su cama. Y así lo hicieron. Llevándole casi a rastras, como un fardo muy pesado, y procurando no tocar las

fatales heridas, le acostaron en su cama, que aún permanecía deshecha, tal y como la

había dejado.

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Esos mismos pliegues que había en las sábanas y en las mantas donde ponían el

cuerpo inerte de Martín, era lo último que había hecho en vida el amigo de Ricardo. No

se preocuparon en alisar la cama. Sólo querían dejar el cuerpo allí, despojarse de él.

-Está muy frío -dijo extrañado uno de los que lo llevaron.

Poco después llegó el Padre Superior. Nada más verlo, se llevó las manos a la

cabeza, haciendo grandes gestos de interrogación.

-¿Qué motivos tendría este chico...? -masculló, mientras se marchaba,

preocupado. Iba, según dijo al Padre Pablo, a avisar a sus padres. La sangre, esa sangre que aún se dejaba ver en las muñecas de Martín y que

embarraba uno de los retretes del servicio era la que en un feliz día se fusionó en un

singular pacto con la de Ricardo.

"Un pequeño trozo de esa sangre corre por mis venas", pensó Ricardo.

Del interior de su estómago comenzó a brotarle un incómodo cosquilleo, que fue

subiéndole por el esófago y se asentó en la garganta. Sentía que, irremediablemente, iba

a llorar, pero debía evitarlo. "Con llorar no se soluciona nada" había dicho días atrás

José Luis. -¿Y José Luis?, se preguntó. No necesitó buscarle demasiado. No le había visto

en toda la mañana, pero en ese momento estaba acurrucado a la entrada del dormitorio,

en silencio. Miraba a Ricardo, y su mirada era gélida, polar, tan incómoda que Ricardo

no pudo sostener mucho la vista en ese punto.

Era más fría que el propio cuerpo de Martín, que se atrevió a tocar. Un frío

absorbente, estremecedor. Inmediatamente retiró la mano. Su gesto no se asemejaba en

absoluto a una persona dormida. "Parece asustado, horrorizado; su boca es un permanente grito, y está horriblemente pálido", pensó Ricardo estremecido.

-Es horrible, ¿verdad? -le dijo Jorge a Ricardo, que se le había acercado. Tenía

curiosidad, y lo tocó también. Después vino Alberto e hizo lo mismo.

-Está muy frío -decían mientras apartaban la mano eléctricamente.

-Sí -dijo Ricardo con voz queda, apenas perceptible.

Afuera, tras la ventana continuaba nevando, y el espesor de la capa de nieve

había aumentado unos milímetros más. La Pista de Diego estaría lista para ser abordada

de nuevo. "Algo que nunca más volverá a hacer Martín", pensó Ricardo sobrecogido. Martín permanecía acostado, sin efectuar un solo movimiento, en la cama que

otrora perteneció a Daniel.

La muerte era algo que no comprendía muy bien Ricardo. Era como estar

atrapado en un mundo cuya única salida era morirse. Todos los que estaban allí cerca de

la cama mirando con cierta curiosidad el cadáver de Martín, todos, debían morir.

Unos antes, otros después, pero nadie se libraría. Ese era el premio que recibían

todos al final, justo cuando la mente opresora que lo dominaba todo, lo decidiera.

"¿Cómo sería la muerte?", se preguntaba Ricardo. Martín ya lo sabía. Nadie vivo en el mundo la había experimentado. Sin embargo él sí. Y suicidado, además.

-¿Qué es suicidarse, mamá? -le había preguntado a su madre años atrás, cuando

ella aún tenía respuestas para todo.

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-Es quitarse la vida uno mismo -le había dicho-, es algo que nunca debe hacerse.

Es un pecado horrible que se comete justo en el momento terrible de la muerte. Por eso

todos los que se suicidan, se condenan al infierno -dijo implacable.

Es un pecado horrible, recordó Ricardo. Pero no podía creer que justo en ese

momento mientras le estaba mirando, Martín pudiera estar quemándose en el infierno.

No podía ser. Algún motivo, pensó Ricardo, habría tenido para hacer algo semejante.

Ciertamente, las notas no habían sido buenas. Enseguida brotaron en la mente de

Ricardo las imágenes del día anterior: el Padre Pablo repartiendo los temidos boletines de las calificaciones.

-Dios mío, mi padre me va a matar -decían algunos. Otros:

-Creo que no voy a volver a pisar mi casa.

Pero Martín, según recordaba Ricardo, no dijo nada. Se limitó a permanecer en

silencio en respuesta a los dos suspensos que aparecían plasmados en su boletín. “Tal

vez hayan sido las notas” pensó el lado conformista de la mente de Ricardo. Pero había

algo, no sabía el qué, sin sentido.

Mientras cavilaba cabizbajo y triste, alguien llamó a la puerta del dormitorio. -Con permiso -dijo.

-Ah, son ustedes -les recibió Pablo.

Eran dos agentes de policía, acompañados por otro hombre. Un juez, dijo ser.

Examinaron el cuerpo sin vida de Martín y escribieron algo en unos papeles que traían.

-Otro caso de suicidio escolar -comentó fríamente el juez. -Sí, eso parece -

asintió Pablo.

-Lamentablemente, no es el primero. No hace todavía un mes, el día después de Navidad, creo, tuvimos un caso idéntico a este en Guijuelo. Un chico de catorce años...

algo horrible.

Pablo se limitó a arquear las cejas, pensativo. Los demás escuchaban lo que

decía el juez formando un cono silencioso en torno a la cama de Martín. Habían pasado

las horas. Ya debían estar en clase. Afuera, continuaba nevando.

-Seguramente -dijo el juez-, no me equivocaré si le digo que este chaval tuvo

malas notas el trimestre pasado.

-No, no se equivoca. Pero eso no es razón... -Cuando una persona se suicida -le interrumpió el juez-, no atiende a razones de

ninguna clase.

-Ya, pero... -Pablo estaba un tanto confuso.

-¿Han avisado ya a los padres?

-Sí, por supuesto

-¿Dónde viven?

-En La Garganta.

-La carretera de La Garganta -intervino uno de los policías- está bloqueada desde esta noche.

-Vaya... -dijo el juez, y permaneció unos segundos pensativo. Finalmente dijo:

-La Garganta pertenece a la provincia de Cáceres.

-Sí, es de Cáceres ya -subrayó el policía.

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-Bueno, no importa, haz que traigan un helicóptero desde Salamanca y que

vayan a recoger a los padres.

-Muy bien.

Poco después los dos policías y el juez abandonaron la estancia y se dirigieron a

Béjar.

Pablo trató de poner un poco de orden mandando a todos a la sala de estudios.

Allí dentro, reinaba un silencio sobrecogedor.

-Hoy, como os imaginaréis, no va a haber clase, pero marchaos a la sala de estudios y estudiad, a ver si sacáis mejores notas.

Cuando llevaban un tiempo que a todos se les hizo eterno en la sala de estudios,

un ruido muy fuerte, parecido a un aleteo, irrumpió en la estancia. No había duda, era el

helicóptero que traía a los padres de Martín. Aterrizó en el campo de fútbol y de allí

vinieron corriendo para ver a su hijo muerto.

Todos pudieron oír claramente los gritos y lamentos de la madre, que lloraba

desconsoladamente desde la entrada del edificio. El padre permanecía cabizbajo y

silencioso. Pablo trataba de consolarlos, sin mucho éxito. -Arriba, en la habitación está Martín.

-Querrá decir lo que queda de mi pobre Martín, ¿no? -gritó la madre.

Pablo no dijo nada, parecía sentirse un poco culpable. Era una situación muy

incómoda. Finalmente mientras se preguntaba dónde se habría metido el Padre

Superior, les acompañó al piso de arriba, al dormitorio. Desde la sala de estudios que se

encontraba justo debajo, se pudieron oír nítidamente los gritos de la madre. Ricardo se

imaginó la escena, y casi no pudo reprimir las lágrimas. Exceptuando los llantos que provenían del dormitorio, el edificio entero se encontraba en absoluto silencio, cosa

bastante inusual. Todos estaban sorprendidos y algo asustados.

Unos pasos suspendieron el cerco de silencio que inundaba el edificio. Era

Pablo. Con la cara desencajada y la mirada gris, les anunció -Vamos a ir todos a

Candelario, al entierro. El juez ha determinado que se le puede enterrar hoy. Allí le

van a enterrar, pues de allí es su madre. Así que id saliendo todos al campo de

fútbol. Enseguida salimos, en la furgoneta.

Hacia allá fueron y quedaron junto al helicóptero admirando sus enormes

aspas, bajo el muro de nieve que se desplomaba sobre ellos. Poco después salieron

del edificio los padres de Martín con el féretro. Habían traído un ataúd en el

helicóptero y en su interior se encontraba el cuerpecillo lívido de Martín. Nunca más

lo volverían a ver, pensaba Ricardo mientras introducían el ataúd en el helicóptero.

Al arrancar, las aspas produjeron un violento vendaval que levantó gélidas

nubes de nieve. Por un momento, no pudieron ver nada. Cuando se hubieron

disipado las nubes, el helicóptero no era más que un grueso escarabajo que volaba

entre la tormenta. Ricardo se preguntó si con ese viento y con esa nieve serían

capaces de llegar hasta Candelario.

Arriba, la Pista de Diego estaba completamente cubierta por la nieve. Ya no

existía. Era más bien una gigantesca pista que bajaba desde El Círculo hasta el

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campo de fútbol y de allí hasta el bar La Alegría. Una pista magnífica para patinar y

deslizarse con plásticos, pensó Ricardo, algo que ya nunca más podría hacer Martín.

Nunca más, nunca. Otra vez Ricardo era golpeado por la rotundidad de la vida. Nada

podía hacerse, nada. Salvo llorar la muerte del amigo. “Oh, Dios” pensaba, “por

favor, Dios, Tú que todo lo puedes, haz que todo esto no sea verdad, haz que todo

sea un mal sueño. Haz pasar el tiempo para atrás, sólo un poquito, sólo hasta ayer, y

así yo podré decirle a Martín... podré impedirlo... podré... Oh, Dios. Oh, Dios. OH

DIOS.”

Pablo había llegado con la furgoneta, y les mandó subir, por grupos. Tendría

que hacer varios viajes. Por fortuna, a Ricardo le tocó en primer lugar.

-Los demás esperad dentro -dijo al marcharse.

Arrancaron y comenzaron a recorrer cautelosamente la carretera cubierta de

nieve hacia Candelario. Los castaños, apuntando desnudos al cielo, pasaban

lentamente por la ventanilla de la furgoneta. “Los castaños, siempre los castaños”,

pensaba distraídamente Ricardo. Se hallaba embrutecido por el cansancio y las

tremendas emociones. Aún no habían desayunado.

Candelario estaba a pocos kilómetros, encaramado en la falda de la montaña,

con sus blanquísimas casas y sus calles de piedra alzadas.

El helicóptero había aterrizado cuando ellos llegaron al pequeño camposanto.

Allí en una pequeña capilla, se hallaba todo dispuesto para la ceremonia.

Entraron todos refugiándose de la tormenta de nieve que ya estaba

amainando.

El Padre Superior, que había acompañado a los padres en el helicóptero se

hallaba revestido y dispuesto para comenzar la ceremonia. Consistió en una corta

misa que concluyó antes de que llegaran los últimos en la furgoneta.

Al lado del ataúd, la madre de Martín, con la cabeza hundida sobre sí misma.

El padre no había entrado a la capilla, y Ricardo sabía por qué.

-Mi padre es ateo -le había confesado Martín tiempo atrás, cuando todo era diferente.

Salieron al exterior donde fueron de nuevo bañados en la nieve. Ricardo se

preguntó por qué Martín tendría que haber escogido un día así para morirse, y poco

después se maldijo a sí mismo por tener esos pensamientos.

El que llevaban dentro del ataúd era su amigo, y nunca más volvería a verlo ni a

oír su voz quebrada. Ricardo apretó los labios en una mueca de tristeza para evitar

llorar. Temía hacerlo, delante de todos. Tal vez todos tenían esos mismos temores. Nadie se miraba a la cara, todos andaban cabizbajos, lentos, siguiendo el compás de los

enterradores que cargaban con el ataúd, hasta que llegaron al hoyo.

Unas cortas palabras del Padre Superior, que apenas pudieron oírse y fueron

llevadas por el viento, fueron el preludio para el descenso del féretro al fondo de la

tumba. En ese crucial momento, la madre de Martín prorrumpió en nuevos gritos:

-¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo otra vez! ¡Quiero verlo la última vez! ¡Por favor,

dejadme verlo!

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Ricardo abrigó nuevas esperanzas de volver a ver a su amigo, por última vez,

antes de que fuera cubierto por la tierra. Aunque no sabía qué de bueno podría traerles

eso, ya que se habían hecho a la idea de no volverlo a ver.

Al final, no atendieron a los ruegos de la madre. El padre la cogió entre sus

brazos fuertemente y trató de consolarla, evitando que cayera al suelo desmayada de

dolor.

El ataúd quedó tendido en el fondo de la tumba. "Esto es una tumba", pensó

Ricardo mientras se entretenía en la sonoridad de la palabra: "Tumba, tumba, tumba..." Cada uno con un puñado de tierra empapada en sus manos, se acercaron al borde

del hoyo y la esparcieron sobre la madera del ataúd. Aquello le pareció a Ricardo como

el cumplimiento de una imaginaria profecía, o tal vez de algo que había oído antes: "y

tiraré tierra sobre tu tumba" Y de inmediato mientras lanzaba la tierra le vino a la mente

otra vez el juramento de sangre que hicieron ambos. "Nos ayudaremos siempre en lo

que podamos", habían dicho. Y ahora estaba él de pie, frente a su tumba, colaborando

en su enterramiento.

Todo le pareció demasiado atroz. No imaginaba que algo así pudiera ser cierto. Estaba a punto de derrumbarse.

La nevada iba amainando. Sólo caían esporádicos copos sobre los cipreses y

sobre la losa de mármol blanco que acababan de colocar, coronando la tumba.

MARTÍN SÁNCHEZ MARTÍNEZ

Murió el 19 de enero, a los 12 años de edad.

Así quedaron para siempre, las letras doradas que conformaban la escueta

leyenda. Y abajo, muy abajo, estaría el liviano cuerpo de Martín, casi traslúcido,

esperando traspasar los límites de la eternidad. Caía ya la tarde cuando salieron del cementerio. Había dejado de nevar, pero las

calles del pueblo estaban cubiertas por una capa de varios centímetros de nieve y agua helada.

-Regresamos andando -anunció el Padre Pablo. No quería arriesgarse a volver con la furgoneta hasta el santuario.

El camino fue corto, muy corto. Nadie quería volver al santuario, encontrarse con que, a partir de ese día, habría un sitio vacío en la gran habitación, en la sala de estudios, en el comedor.

Pero finalmente, tras un camino silencioso ("en otro momento esto hubiera sido una gran algarabía, con tanta nieve" pensó Ricardo), llegaron al santuario. Ahí estaba, como siempre, la torre del campanario, elevándose desafiante al oscuro cielo, cubierta de nieve.

Las últimas luces del día terminaron por apagarse. Tras una frugal comida en un inusualmente silencioso y sombrío comedor, les esperaba a todos un pretendido

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descanso, otra vez en el dormitorio. Allí, en el mismo lugar en que la habían dejado, estaba la cama en la que durmieron y soñaron Ellos, Daniel y Martín.

No quiso seguir pensando más, ni advertir la presencia de José Luis, que dormía al lado suyo, y se metió en la cama. Trató de dormir, pero no lo consiguió hasta muchas horas después.

Esa noche, por primera vez, lloró amargamente.

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CAPITULO XI

Ese año las fiestas de los carnavales se habían adelantado un poco. Se montó una

enorme carpa de circo en el abandonado estadio de fútbol de la ciudad, y el parque se

llenó de tenderetes, tómbolas y atracciones de feria. Los artistas y feriantes realizaban

todos los años una gira por los pueblos de la comarca, y ese año le tocó en primer lugar

a Béjar. Por poco tiempo. Una semana después recogerían todos los bártulos y se

marcharían a cualquier otro sitio. Nadie quería perderse el espectáculo. El primer domingo de febrero, después de la misa y la comida, todos se

dispusieron a bajar a la ciudad y vivir la fiesta. Ya el triste suceso de la muerte de

Martín iba quedando pretendidamente atrás. El paso del tiempo y el carnaval fingían

haber logrado tapar los recuerdos. Unos recuerdos que aún continuaban astillando el

interior de Ricardo, como una uña invisible. Él no conseguía librarse de los terribles

recuerdos, martilleantes y pertinaces. Había algo ilógico en todo aquello, algo que no

concordaba y que le infundía terribles sospechas. Ricardo, en lo más profundo de su ser,

estaba completamente seguro de que Martín no se había suicidado. Alguien, o algo, no sabía muy bien qué, lo había matado. Pero se rebelaba contra esa idea. ¿Cómo sería

posible...? Una gran confusión reinaba en el interior de Ricardo durante los días que

siguieron a la desafortunada muerte de su amigo. No entendía nada, ni el hecho de que

alguien, además su mejor amigo, se quitara su propia vida, ni la necesidad de matar que

sospechaba alguien había sentido días atrás. Matar, morirse, era algo inconmensurable

para él, algo inexperimentado, imposible de suceder. "Dios mío, ¿yo también me voy a

morir?" pensaba desesperado. Se hallaba ensimismado en sus pensamientos, cuando Jorge lo interrumpió

-¿No vienes a Béjar?

-¿Eh?... ¿Qué?

-Que si te vienes.

-¿A Béjar? -Sí, vamos a ir Alberto, Rafa y yo. Si quieres venir con nosotros, te esperamos.

-¿A la feria?

-Pero ¿estás dormido o qué?... Sí, vamos a la feria, a montar los coches de

choques y a ligar. -¡Vais a ligar!

-Tú estás tonto ¿no? ¿Qué crees que se hace en las fiestas? Ligar, ligar tías,

tomar refrescos y después a ligar más. A Ricardo le pareció atrayente la idea. Aunque estaba un tanto indeciso. Nunca

había intentado eso que llamaban sus amigos ligar. -Bueno -dijo finalmente-. vale, esperadme.

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Y bajaron a la ciudad.

Allí se toparon con un ambiente diferente. A pesar del frío, reinaba por la calle

un bullicio y una algarabía que nunca había visto Ricardo y que contrastaba con la

atmósfera lenta y pesada del santuario. El parque se hallaba inundado de tenderetes que

ofrecían LO NUNCA VISTO, LO NUNCA PROBADO. Palomitas de maíz, algodón,

pipas, cacahuetes, caramelos, petardos y bengalas. A un lado del paseo, junto al parque,

las atracciones, una noria, coches de choque, una casa del miedo, el tren de la Bruja...

-Llevas dinero ¿no? -dijo Alberto. Ricardo metió la mano en el bolsillo y acariciando los billetes y las monedas,

dijo:

-Ya lo creo.

-Sin dinero no se puede hacer nada ¿sabes?

-¿Te crees que soy estúpido?

-No, pero hay alguien que me ha dicho que naciste ayer.

Ricardo hizo ademán de darle un suave puñetazo, y los demás respondieron con

relajadas carcajadas. Cuando creyeron que los bolsillos de sus pantalones estaban lo suficientemente

llenos de palomitas, caramelos y chicles, se dirigieron a la enorme pista de los coches

de choque.

-Es el mejor sitio para ligar -le dijo confidencialmente Jorge.

Y allí, ocupando la plaza del antiguo instituto de formación profesional, se

levantaba la pista de hierro donde se deslizaban y colisionaban los coches. Era el lugar

más concurrido de la feria. -Mirad allí -dijo Jorge, señalando un lugar cercano a la venta de fichas. A los

ojos de Jorge había allí tres imponentes muchachas que no se le iban a escapar de las

manos.

-Sólo son tres -comentó Ricardo.

-Tonto el último -dijo Jorge, y salieron corriendo tras ellas. Ricardo se quedó

atrás. Después de haber comprado unas cuantas fichas para poner en movimiento los

coches, pudo oír lo que decían.

Las chicas tachaban a los muchachos de oportunistas. -Sólo nos queréis para que os invitemos a montar en los coches-decían ellas.

-Que no, que no -hablaba Jorge-, que os invitamos nosotros, de verdad.

-A ver ¿dónde están las fichas?

Ricardo intervino:

-Yo acabo de comprar diez.

Se hizo el silencio, y todos advirtieron la nueva presencia.

-¡Diez fichas! -exclamó una. -¡Te habrás gastado un pastón! -dijo otra.

-Este sí que dice la verdad -se interesó la que quedaba.

La tarde caía, y a la mortecina luz de los focos de la pista, Ricardo no distinguía bien las caras. Se dirigió a una de las muchachas al azar, y le dijo:

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-¿Quieres montar conmigo?

La aludida dio un paso al frente, e iluminándosele la cara, dijo:

-Claro.

Cuando sonó la sirena, se lanzaron a la pista, y subieron a un flamante coche

azul que brillaba débilmente bajo la luz de los focos.

Los otros subieron en la siguiente ronda aunque no tantas veces como Ricardo y

su compañera. Cuando se le acabaron las fichas, la chica habló por primera vez. Antes

sólo habían reído hasta saciarse en cada colisión que daban o recibían. -Ahora invito yo -dijo y sacó de su bolso cinco fichas.

Y durante cinco turnos más, hicieron rodar y chocar el pequeño vehículo que

poseían. Rafa, Jorge y Alberto contemplaban la escena atónitos. Finalmente salieron del

coche y abandonaron la pista.

-¡Vaya tarde! ¿eh?, ¡vaya tarde! -le dijo Jorge.

El otro rió entre dientes.

Ya anochecía, y debían regresar al santuario. Si llegaban tarde, lo que esperaba

arriba era una tremenda bronca de Pablo, o lo que era peor, del Padre Superior. La chica que había conocido les acompañaba.

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Marta, un nombre muy feo, y que si pudiera, me lo cambiaba ¿y tú?

-Yo Ricardo... y estos de aquí son Alberto, Rafa y Jorge.

-Ah, bien.

-El placer es nuestro, señorita -bromeó Alberto.

-Calla, bocazas. Rafa guardaba silencio.

-¿Dónde vivís? -preguntó Marta por fin. Era lo que todos temían que hiciese

tarde o temprano.

-Pues verás -explicó Ricardo-, vivimos en... arriba, en El Castañar. -¿Ah, sí? ¿Sois seminaristas? ¿Estáis estudiando para curas? -dijo divertida.

-No, exactamente -replicó Ricardo.

-No, en absoluto. Estamos allí como podíamos estar en otro sitio. Allí se estudia,

como en todas partes, y punto.

-Sí y los curas le han dado el nombre de santuario, y por eso la gente cree que los que estamos allí vamos para curas, pero no es verdad.

-Y vosotros ¿por qué estáis allí? A mí no me gustaría estar interna en ningún

sitio.

En aquel momento se dio cuenta Ricardo que él no sabía por qué estaba allí.

Pero Jorge replicó:

-Estamos allí porque nos han mandado, nada más. Nuestros padres decidieron

que éramos muchos en casa, y aquí estamos pero en el fondo lo pasamos bien, qué le vamos a hacer.

-Ya... Y ahí terminó la cosa. Salían de la ciudad y ante ellos se iniciaba el atajo que

subía hasta El Castañar.

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-Bueno, nos vamos -dijeron. -Sí nos vamos -continuó Ricardo-. El domingo que viene volvemos a bajar.

¿Nos volveremos a ver? Marta le miró. Ciertamente lo había pasado muy bien con él. -Por mí, vale. -¿Te parece bien aquí mismo? -Muy bien. -Bueno, pues adiós. -Hasta el domingo. Y se marcharon. El llegar otra vez al santuario, supuso para Ricardo encontrarse otra vez con los

recuerdos, y con sus sospechas. -Oye -dijo cuando entraban en la Plaza de los Tilos. Aún quedaba un cuarto de

hora de tiempo libre-, quería deciros algo sobre Martín. -Oh, vamos -protestó Jorge. No querían recordar ese triste episodio. Acababan

de venir de Béjar, habían disfrutado de la feria, y no querían saber nada de ese tema. Había sido muy difícil olvidarlo, y en realidad no lo habían conseguido aún. -A los muertos hay que dejarlos como están -apuntó Alberto. -Escuchadme -insistía Ricardo-, ando un poco preocupado estos días y... Se sentaron en un banco de piedra. -¿Y es sobre Martín? -le interrumpió Rafa. -Sí. -Pues venga, dinos. -Veréis, no sé si os habréis dado cuenta de una cosa, pero... creo que Martín no

se suicidó -¿Que no se suicidó? -dijo Jorge. ¿Estás diciéndonos que alguien lo mató? -¿Quién fue, entonces? -preguntó Alberto. -Calma, escuchadme, por favor. Es sólo una sospecha. ¿Os acordáis aquel día, en

el retrete, justo a un lado, había una cuchilla de afeitar? -Sí, con eso se suicidó. -Y yo me pregunto, ¿por qué lo hizo con una cuchilla de afeitar. El tenía una

navaja muy buena, que siempre llevaba con él, ¿recordáis? Los demás asintieron. -Entonces -continuó- ¿qué necesidad tenía de hacerlo con una hoja de afeitar.

Además él no se afeitaba todavía. -Ni ninguno de nosotros -concordó Rafa. -Y decidme ¿por qué lo hizo con esa cuchilla y no con su navaja? Su navaja era

muy buena, yo la he probado -y recordó, otra vez, el día del juramento de sangre-. Si lo

hizo con la cuchilla tuvo que robarla a alguien, y eso es absurdo.

-¿No pudo haberla conseguido en Béjar? -¿Cuándo? ¿Un domingo que es el único día que nos dejan bajar?

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-Hay un bazar en la calle Colón que abre los domingos. Allí pudo conseguir la

cuchilla -replicó Jorge.

-Ya lo sé, pero las notas nos las dieron un jueves, y él murió un viernes. ¿Me

vais a decir que bajó a Béjar el domingo anterior a comprar una cuchilla de afeitar por si

suspendía alguna asignatura? Además, él tenía esperanzas de aprobar, me lo había

dicho. ¿No os parece un poco raro todo esto?

Se hizo un silencio sobrecogedor. Las palabras de Ricardo cayeron como un

jarro de agua fría. -Entonces -aventuró a decir Jorge-, uno de nosotros ¿lo mató?

-No lo sé, lo que está claro es que no es lógico que se haya suicidado con una

cuchilla y sin embargo murió así.

-Tendría que haberla robado -replicó Alberto- pero teniendo una navaja ¿para

qué?

-¿Quién entonces, quién? -decía Rafa en un gesto casi de terror. El pensar que

entre los seminaristas había un asesino, no era nada alentador.

-Sí -continuó Alberto-, ¿quién pudo hacerlo? ¿Quién le odiaba lo suficiente como para matarle?

-¿Me creéis entonces? -dijo Ricardo.

-No nos queda más remedio -asintió Alberto.

-Lo que debéis prometerme es que no lo vais a decir a nadie. Sería un grave error

comentar esto con el asesino de Martín, ¿no creéis? Tenéis que jurarlo -"un juramento

de sangre", pensó.

-Eso, hagamos un juramento de sangre. Los demás estaban de acuerdo. Aún quedaban unos minutos. Corrieron al campo

de fútbol, a un lugar más apartado, y allí lo hicieron. Con un vidrio roto que había en el

suelo se cortaron los dedos índices y fusionaron sus sangres. Ricardo era la segunda vez

que lo hacía, y en esa ocasión le había dolido más que la primera. La navaja de Martín

cortaba muy bien, y con ella no lo había sentido. Pero ese día era distinto.

-Y quien rompa este juramento, se le pudrirá la sangre -anunció Ricardo,

recordando las palabras de su amigo.

Los demás asintieron. Justo en ese instante, se oyó el silbato de Pablo, reclamándolos a todos a la sala

de estudios. "Igual que la otra vez" pensó Ricardo y su pensamiento fue tan intenso y le

sobresaltó tanto que casi pudo oírse.

-¿Y qué debemos hacer ahora? -preguntó Rafa.

Ricardo calló, pensativo, mientras caminaban hacia el edificio. Todos esperaban

su respuesta. Sin quererlo se había convertido en el improvisado líder del grupúsculo

recién creado.

-Esperar. Sólo esperar, y comportarnos como si tal cosa. -Muy bien -susurraron por lo bajo. En realidad, no podían hacer otra cosa.

Detrás de una de las columnas que sustentaban la entrada, oyeron unos pasos y vieron

unas sombras.

-¿El qué hay que esperar? -dijeron esas sombras.

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Ricardo pensó que se trataba de alguien que se había quedado rezagado y

caminaba como ellos hacia el edificio. Pero cuando la tenue luz de la farola iluminó las

caras de las sombras, la sangre se le heló.

Eran Los Viejos, y esta vez venían los tres juntos. Pero ¿qué querían a esas

horas, cuando el tiempo libre ya había finalizado?

-Dejadnos en paz -dijo Alberto, desafiante, pero en su camino encontró un

obstáculo que le hizo caer al suelo de bruces. Ese obstáculo era el pie de Cepeda.

-Repite eso que has dicho, gorda -le amenazó Cepeda, que, desde la posición en que se encontraba Alberto, adquiría proporciones descomunales. Alberto no dijo nada.

-¿Me has oído, teta? -insistió y le escupió en la cara.

Ricardo salió en su defensa.

-¿Qué queréis de nosotros? Dejadnos, que llegamos tarde.

-¿Y a quién le importa eso? -dijo el Cabra.

-El castigo puede ser muy fuerte -replicó Rafa, tratando de aliviar la situación, a

lo que José Luis, más calmado respondió: -En nuestras manos llevamos las cartas de expulsión del seminario. Nos echan, o

mejor dicho, nos vamos.

-¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso? -Nada, pero queremos despedirnos. Y tú -continuó José Luis dirigiéndose a

Ricardo con mirada afilada-, tú no me hiciste caso. Tu amigo el nuevo al final se

suicidó.

-No tienes ningún derecho a insultarle, Caracráter.

José Luis no se inmutó, simplemente arqueó las cejas, y de repente cayó sobre

los cuatro amigos una lluvia de insultos, patadas y puñetazos.

Era inútil. Eran cuatro contra dos, pero sus oponentes eran doblemente

corpulentos y expertos en la lucha. José Luis se limitaba a disfrutar de la escena. En un momento de confusión, aturdidos por los golpes que recibían, y sin apenas

poder hacer frente a la agresión, Ricardo pudo ver a José Luis, sentado placenteramente

delante de ellos. Fue instintivo, un movimiento mecánico que le hizo levantarse del

suelo, y correr hacia donde estaba José Luis. Sacó de su interior todas las fuerzas que

poseía, y cogiendo impulso lanzó una patada contra la entrepierna de su oponente, que

no creía lo que veía.

Fue tal el golpe que llegó a darle, que el impulso le hizo caer de espaldas,

Mientras José Luis se dobló en el suelo, en cuclillas, con una inmensa mueca de

dolor. -¡Hijo puta! ¡Me los has destrozado! ¡Pedazo de maricón! ¡Me los has hecho

polvo! -gritaba de dolor.

Los otros dos habían dejado de dar golpes a sus amigos, y miraban incrédulos a

José Luis. Pero la reacción no se hizo esperar. Irguiéndose, surgiendo de sí mismo, y

con una navaja en la mano, se abalanzó sobre Ricardo, agarrándole del cuello y

aplastándole en el suelo.

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-Me has hecho daño, ¿sabes? -decía con un hilillo de voz que trataba de

superponerse al tremendo dolor que le embargaba. Se miró hacia sí mismo, y vio que

sangraba. Ese pequeño gusano le había hecho daño de verdad, y tenía que pagarlo.

Apoyó la navaja contra el cuello de Ricardo, hincándola unos milímetros, y

permitiendo que brotara un generoso chorro de sangre. Ricardo respondió con un

gemido de impotencia. Todo el cuerpo de José Luis estaba sobre el suyo, y le tenía

completamente inmovilizado. Los otros dos Viejos con sendas navajas en la mano, y

sus tres amigos, miraban asustados lo que ocurría. -¿Qué pasaría si ahora mismo te matase?

Ricardo cerró los ojos.

-¿Eh? ¡Responde! ¿Qué pasaría? E hincó un poco más la navaja. De seguir así lo

iba a matar. Ricardo temía lo peor, y apretó aún más los párpados.

-Eh, José Luis, déjalo ya -dijo Cepeda.

-Con eso ya tienes bastante, se le va a quedar la marca en el cuello para toda la

vida -añadió el Cabra tratando de sonreír.

José Luis respondió levantando la navaja. -Maldito seas -masculló.

Y cuando creyeron que todo había pasado, y los otros dos Viejos suspiraban,

Alberto en uno sus rápidos movimientos que le caracterizaban, arrebató la navaja a el

Cabra y le asestó un profundo golpe con la afilada hoja en la nalga derecha, a lo que el

Cabra respondió con un estridente grito de dolor.

-¡Corred! ¡Vámonos! -gritó Alberto, ante el desconcierto que reinaba entre los

tres Viejos. Rafa asió por los brazos a Ricardo y le empujó en su huida. Muy pocos metros les separaban de la entrada del edificio, y en él se internaron lo más rápidamente

posible que les permitieron sus piernas. A Ricardo le dolía espantosamente la herida del

cuello. Los tres Viejos habían quedado en el exterior. Heridos, no se habían molestado

en perseguirlos.

Al otro lado del pasillo, en la sala de estudios, vieron a Pablo que se les

acercaba.

-Llegáis tarde ¿no?

-Ricardo está herido -dijeron Jorge y Luis, que le sostenían por los hombros. -No digáis nada -susurró Ricardo.

-¿Por qué no?

-No lo digáis, es mejor así.

-¿Qué ha pasado? -se interesó Pablo.

-Me he caído y me he dado con un cristal en el cuello -mintió Ricardo con voz

quebrada. Pablo le miró la herida y, llevándole al botiquín se la curó.

-Es muy rara esta herida -murmuró.

-Ya... -asintió Ricardo. Y la cosa quedó así.

Los Viejos desaparecieron, y los cuatro amigos hicieron lo que les había dicho

Ricardo, esperar y callar.

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Los días fueron pasando, uno tras otro, como eslabones de una cadena. En la

mente de Ricardo y sus amigos se iban concretando las sospechas. Parecía evidente que

los Viejos habían tenido algo que ver con la muerte de Martín. O tal vez no sólo eso...

tal vez...

Los pensamientos les torturaban, no debían hablar con nadie, sólo entre ellos, y

no parecían muy dispuestos a escucharse. Era un tema desagradable.

Pero por fin llegó el ansiado domingo, y tras las palabras de Pablo "podéis hacer

lo que queráis", bajaron todos a Béjar donde por unas horas, todo quedaría olvidado. -Tú has quedado con Marta ¿no?

-Sí.

-Vaya, el que no sabía ligar, resulta que es el primero en conseguir una cita...

-Ironías de la vida.

Y abajo, justo al final del atajo, Marta les esperaba.

-Ya se acabó la feria -fue lo primero que dijo.

-¿Vamos al cine, entonces? -dijo Ricardo que sólo conservaba un pequeño

esparadrapo en la herida. -¿Y eso? -preguntó Marta.

-Nada, una bobería.

-Bueno, vamos al Cervantes, que ponen dos buenas películas.

-Pues vamos, entonces. ¿Venís vosotros?

El estar en Béjar les hacía sentirse diferentes, alejados de todos los problemas y

preocupaciones. Rafa, Jorge y Alberto le respondieron afirmativamente con el típico

dejo bejarano: -¡To!

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CAPITULO XII

Aquella mañana, días después del final de la feria, Jorge se había levantado con

un sordo dolor de estómago que hacía presagiar largas estancias en el retrete. Tal vez,

pensó, se debía a la gran cantidad de caramelos, chicles, pastillas de regaliz y demás

chucherías que había ingerido días atrás. La noche anterior había terminado con todas

las provisiones, no sabía muy bien cuál era la magnitud exacta de todo lo que había

engullido. Lo que sí sabía era que había sido mucho, demasiado para su estómago que

ahora soportaba las consecuencias. Sin embargo, el dolor que le atenazaba, que a veces se convertía en auténtico

tormento, no le había impedido cavilar sobre lo que había sucedido en las últimas

semanas. Había sido tan extraño el suceso ocurrido al principio del último trimestre, en

los retretes, que no cabía otra posibilidad que el asesinato. Era horrible. Los recuerdos

le surgían en la mente a borbotones, con inusitada vivacidad... pobre Martín, pensaba.

Horas más tarde, en el recreo de la mañana, el tema de conversación que les

ocupaba era el mismo. ¿Habían sido los Viejos los asesinos de Martín? Y si no eran

ellos ¿quién pudo haber sido? Habían subido a un lugar próximo a El Círculo, en dirección a Llano Alto, que

habían bautizado ellos mismos como Monte Thor. Era un conglomerado de rocas en

medio de un prado; desde allí se dominaba con la vista el recinto completo del

santuario.

-Podríamos construirnos aquí una casa con tablas, ¿no creéis? -sugirió Rafa

señalando dos enormes piedras que dibujaban una pequeña cueva.

-Sí -asintió Ricardo-, bastaría con poner un par de tablas bien puestas, y tendríamos una buena chabola.

-Ya -dijo a duras penas Jorge-, pero, ¿de dónde sacamos las tablas?

-Eso no es problema -le respondió Alberto-, yo sé de dónde sacarlas. El domingo

que viene las traeré.

Mientras hablaban, Alberto escarbaba con un palo en una pequeña abertura de la

roca.

-¿Estás loco? -le increpó Rafa-, ¿no ves que eso es un nido de víboras? ¿Qué

quieres, que salga una? -Eso es exactamente lo que deseo - y mientras lo decía asomó por el agujero una

pequeña cabeza de reptil. Acababa de despertar de un interrumpido sueño invernal. Alberto siguió pinchando a la culebra, hasta que terminó de salir. Parecía enojada,

mordía repetidamente el palo y siseaba sin cesar.

-¿Qué pasa si ahora nos pica? -dijo Ricardo, un tanto asustado.

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-Si te pica, te mueres, pero yo lo voy a evitar -y diciendo esto asió el palo con

fuerza, y lo clavó verticalmente en la cabeza de la víbora, que emitió unos últimos

siseos y movimientos eléctricos, y quedó tiesa para siempre.

-¿Cómo has podido...? -decía Ricardo.

Jorge no comprendía a Ricardo. Era cierto, había descubierto que lo de Martín

era un crimen, pero no sabía apreciar una matanza de víboras. Eso era cosa normal. Si

uno se encontraba con un nido de serpientes, pensaba Jorge, ¿por qué no iba a matarlas?

-Esta -dijo- seguro que el verano que viene no pica a nadie. Matar serpientes, entonces, tenía su fundamento, estaba completamente

justificado. Pero Alberto interrumpió sus pensamientos:

-Bueno, ¿alguno de vosotros ha averiguado algo más?

Al principio no sabían de qué hablaba, pero Rafa replicó:

-No. Pero es horrible vivir así. ¿No creéis? ¡Es posible que estemos conviviendo

con un asesino!

Jorge puso el dedo en la llaga:

-¿Y si ha sido uno de los curas? -No, no lo creo -se apresuró Ricardo.

-En realidad no lo sabemos, ellos son tan sospechosos como los demás.

-No tan sospechosos como los Viejos. Y además, no creo que hayan sido ellos.

No puede ser.

Alberto se unió a Jorge:

-¿Y tú qué sabes? Ellos han podido ser perfectamente, ¿por qué no?

Para Rafa el pensar que estaban tutelados por unos asesinos, por personas que habían matado a uno de sus pupilos, le produjo escalofríos. Bien era cierto que el

próximo podría ser él.

-Esto es horrible -se limitó a decir, con voz temblorosa.

-Ellos no han podido ser -insistía Ricardo-, no veo por qué sospecháis de ellos.

Más me preocuparía de que los Viejos no volvieran a acercarse por aquí.

-¿Los Abuelos? -preguntó Rafa. Los demás se volvieron para escucharle más

detenidamente.

-Sí, los Viejos. Me parece que algo han tenido que ver con todo esto, y especialmente José Luis.

-¿Estáis diciendo que fue él quien mató a Martín?

-Yo no he dicho eso.

Los otros tres le miraban, expectantes. Necesitaban con desesperación tener una

certeza, por pequeña que fuera. Quién hubiera sido el que lo había hecho, no importaba.

Les daba igual que hubiera sido uno de los curas, o los Viejos, o cualquier otro. Pero

debían saberlo.

-Sí -asintió Alberto-, todo en él es raro... hasta su cara. ¿Cómo le llamabas tú, Ricardo?

-Caracráter.

Y los demás respondieron con risas. Las sospechas se centraban sobre los Viejos

con inusitada rapidez.

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-¡Vaya paliza que les dimos! -recordaba Rafa.

-Sí el Cabra seguramente no podrá sentar su redondo culo en varios meses.

-Afortunadamente les han expulsado.

-Y ¿por qué les expulsaron?

-Les pillaron con bebidas alcohólicas y una buena borrachera. Además,

seguramente habrían llegado a los oídos de los curas las palizas que nos daban. No les

quedó más remedio que expulsarlos.

-Pues menos mal. Jorge, que meditaba pensativo y soportaba los retortijones del estómago, dijo:

-Eso está muy bien... me refiero a que ya tengamos una sospecha. Pero no sé si

os estáis dando cuenta de que no estamos avanzando nada. Y, además, pensad esto un

momento: imaginad que sabemos quién lo hizo, supongamos que el mismo José Luis y

los otros dos Viejos. Pero después de eso qué. ¿Se lo decimos a Pablo? Estoy seguro de

que no nos creerá. Todo el mundo piensa que Martín se suicidó; y, ¿qué creéis que

pasará si venimos nosotros inculpando a los asesinos? Nadie nos creerá. Nadie. Y luego

vendrán los Viejos y nos matarán a todos, uno a uno. Esto en el caso de que ellos sean los culpables de la muerte de Martín... Creo que estamos haciendo el tonto, y que

debemos olvidar este asunto. ¿No dijiste tú, Alberto, que a los muertos hay que dejarlos

en paz. Pues sugiero que hagamos eso, que dejemos en paz a Martín, y que vivamos

cada uno nuestra propia vida. Sólo hay que esperar unos meses, y llegará el verano y

nos marcharemos de aquí, olvidando todo esto.

Jorge tenía un especial don de palabra, y estaba a punto de convencerles a todos.

Pero Ricardo dijo: -Recuerda que hicimos un juramento de sangre.

-Sí, y que si el asesino mató a Martín, bien puede matarnos a nosotros cualquier

día, sea quien sea.

-Eso, si descubrimos al asesino y nadie nos cree, ya encontraremos la manera de

acabar con él.

Jorge aún no quedaba plenamente convencido. Tenía miedo, todos tenían miedo,

y sabía que si avanzaban en sus investigaciones, llegarían a un punto del que no podrían

regresar. Miró al suelo y vio la víbora muerta, tal como la habían dejado. -Como ella vamos a acabar todos si seguimos así -dijo señalándola.

-Oh, vamos, Jorge -le decía Ricardo.

Y a Jorge le atacó en ese momento un electrizante dolor de estómago. Le pareció

que alguien estaba retorciéndole los intestinos. "Es comprensible -se dijo-, aún no he

ido al servicio, dentro de mis tripas debe haber mucha mierda". Pero nunca le había

dolido tanto.

-Perdonadme -dijo sofocado por el dolor. De la frente le caían gruesas gotas de

sudor, a pesar del frío-, me duele mucho el estómago, me voy corriendo al servicio. -Vale -dijeron.

Y se marchó corriendo. Al atravesar velozmente el aparcamiento, el aire le

golpeaba la cara y le producía congelantes sensaciones en la frente al evaporársele las

gotitas de sudor. El dolor seguía sin remitir.

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Entró en el edificio, y atravesó el pasillo que, finalmente, le llevó a los servicios.

Los tres retretes estaban libres y ocupó uno al azar.

Cuando estaba dispuesto a descargar todo lo que había ingerido el día anterior, el

dolor que ya empezaba a preocuparle "Dios mío, ¿será una apendicitis?", cesó de

repente. Fue como si hubieran cerrado un grifo bruscamente.

-Qué extraño -murmuró.

No sentía la más mínima molestia en el estómago y el colapso que había sentido

momentos antes, desapareció sin dejar rastro. Podía decirse, incluso, que se sentía físicamente bien, nunca se había encontrado tan fuerte, y una sensación de increíble

optimismo le invadió.

Ahí estaba él, Jorge de pie ante el retrete, encerrado en el pequeño habitáculo

que había escogido al azar, y sintiéndose como nunca en la vida, con los pantalones

bajados. Esta situación le causó un poco de gracia. Se acababa de dar cuenta de que era

el hombre más fuerte del mundo justo delante de un retrete, medio desnudo. Notaba que

una extraña e inusitada energía le llegaba de alguna parte y le llenaba completamente.

Sabía que si golpeaba levemente la puerta, la derribaría, sin el menor esfuerzo. -¿Qué pasa aquí? -susurró, pero su voz fue un trueno que hizo vibrar las paredes.

Ciertamente no sabía muy bien lo que le estaba ocurriendo.

Justo cuando se disponía a salir del retrete, oyó una voz, que le asustó aún más.

Quiso gritar, pero su mano se retiró involuntariamente del picaporte.

"Quiero salir", gritó en su mente. Pero a pesar de la enorme fuerza que creía

poseer, no pudo siquiera alzar una mano. Se hallaba amordazado, como si toda esa

fuerza hubiera caído sobre él, aplastándole. -¡Jorge! -dijo una voz pastosa, gutural, lejana.

Se inclinó hacia el retrete, ese movimiento fue también involuntario. Lo que vio

allí le hubiera hecho saltar hacia atrás y salir huyendo, pero no pudo.

En el fondo del retrete, reflejada en el agua, se vislumbraba una tenue imagen,

borrosa, lejana y titubeante, como la luna en un charco de una noche fría y ventosa. La

imagen de Martín.

-Qué... -se oyó decir a Jorge con voz apagada. Aquello no tenía ningún sentido.

-¡Jorge! ¡Ayúdame, no me dejéis! ¡Salvadme! ¡No me abandonéis! -imploraba.

-¿Qué? -balbuceó Jorge

-No me dejéis, ¡salvadme, por favor...! -sus palabras sonaban burbujeantes, a

través del agua del retrete. Al hablar, su imagen se volvía aún más borrosa, pues las

burbujas, al explotar en la superficie provocaban ondas en el agua.

-¿Cómo?

-Estad atentos, y escuchad. Cuando hayáis escuchado, podréis salvarme. Pero

¡no me abandones, Jorge! Ni tú ni los demás. Ve adonde están ellos y cuéntales. Te creerán.

-¿A quién? ¿A quién tenemos que escuchar?

Pero ya no oyó más la voz. La imagen se fue haciendo más pequeña, se oyeron

unos ruidos en las tuberías, y desapareció. Con ella se fueron también las ataduras

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invisibles de Jorge, y pudo moverse libremente. Era extraño pero ahora no se sentía tan

fuerte como al principio.

Miró al suelo, tratando de buscar alguna respuesta, y comprobó que aún tenía

bajados los pantalones. Se los subió pensando que seguramente estaría volviéndose

loco, "todo esto está afectándonos demasiado". Pero con toda certeza, pensaba, ya

habían llegado a ese punto del que no se podía regresar, la situación era irreversible. O

se estaban volviendo locos o ciertamente se estaban enfrentando con algo desconocido

y tremendamente maligno y fuerte. Y ellos sólo eran unos pobres chicos que cada mañana ponían una cruz en el calendario, esperando que terminara el curso para dejar el

santuario e irse cada uno a su pueblo de vacaciones hasta el próximo curso, o para no

volver más. Unos pobres chicos cuya máxima aspiración era ostentar un puesto alto en

el coro de los solistas. Qué estupidez, pensó Jorge.

"Bueno -se dijo-, cuando pueda se lo voy a contar a los otros, a ver qué dicen".

Decidió que ya estaba bien de dar vueltas al asunto, y que lo mejor era marcharse de

allí. Muy pronto, seguramente, el sonido del silbato de Pablo repiquetearía por todas las

paredes del santuario, poniendo fin, tal vez, a la locura que acababa de vivir. Se marchó y, en cuanto vio a Ricardo y a los otros allá arriba, en el Monte Thor,

les habló de lo que le había sucedido.

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CAPITULO XIII

El domingo siguiente al fin de la feria del carnaval, bajaron cada uno por

separado a Béjar, excepto Jorge, que marchó a su pueblo, Candelario.

Ese día Alberto y Ricardo habían compartido el honor de cantar un solo en la

misa de una. Alberto, el versículo del aleluya, y Ricardo las estrofas del salmo. Para

Ricardo eso suponía una ayuda en la difícil tarea de cantar solos, que ya le iba

pareciendo algo monótono, y para Alberto, el entrar en la élite de los solistas. Después de la misa, ambos se sentían felices y satisfechos, aunque por motivos diferentes.

El que no se sentía nada feliz era Jaime, el Chupi. Días atrás había sido

expulsado del grupo de los solistas, y muy poco después, de los cantores. El motivo fue

el cambio de voz. En el grupo de cantores del Padre Guillermo sólo tenían cabida las

voces blancas.

En uno de los ensayos previos a la misa del domingo, el Padre Guillermo había

llamado a Jaime, delante de todos los cantores.

Y el otro obedeció. -Vamos a ver, imita las notas que toco en el armonio.

Al Chupi le olió a chamusquina todo aquello, y se temió lo peor. Atrás, en los

asientos de la sala de música, todos guardaban silencio. El aire interior de la sala se hizo

más pesado, cargado de malos presagios.

El Chupi hizo lo que le pedía el Padre Guillermo. Pero lo único que consiguió

fue proferir una serie de gallos y notas desafinadas.

-¿Te has resfriado? -le dijo el cura, después de concluir la serie de notas. -No -estaba enrojecido de vergüenza.

-Bien, está bien. Es mejor que te pongas en la tercera fila, ¿de acuerdo?

Todos sabían lo que era estar en la tercera fila. Significaba estar fuera de los

solistas, en la tercera voz. Y de ahí, al grupo de la cuarta y quinta filas, es decir, al

grupo de los no cantores, no mediaba mucho. Eso lo sabía muy bien Jaime. Todos le

miraban con cierta compasión. Pero de nada sirvió compadecerle. Al día siguiente

ocupó uno de los asientos de la quinta fila.

Alberto pensaba desconsoladamente en el día que a él le sucediera lo mismo. Irremediablemente él también cambiaría la voz, igual que todos. Era algo contra lo que

no se podía luchar. Y entonces pasaría a engrosar la lista de los no cantores, perdido en

uno de los asientos de la cuarta o quinta filas. Estando allá arriba, entre los solistas que

habían cantado solos en la iglesia, escalafón al que sólo habían accedido Diego, Ricardo

y ahora él mismo, la caída se preveía mayor y más sonada.

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En eso pensaba Alberto la tarde de aquel domingo. A esas alturas del mes de

febrero, los días se iban haciendo más largos y luminosos. Aún hacía frío, pero el sol

venía ganando desde hacía días la batalla a las nubes. La primavera, al fin y al cabo,

estaba a la vuelta de la esquina. Aunque aún era posible alguna que otra fuerte nevada.

Alberto sabía muy bien que la última nevada era casi siempre la más fuerte, y solía

caer durante el mes de febrero.

Ese día habían pasado el largo tiempo libre de la tarde solos. Jorge se había ido

a su pueblo, Rafa a su casa de Béjar, y Marta había subido a El Castañar y estaba con Ricardo.

-Parece mentira el Ricardo ese -murmuraba Alberto mientras iba por el atajo en

dirección a su casa-, allá arriba, en El Castañar, con una tía. Hay que ver...

Poco después llegó a su casa, y recogió las tablas que había prometido traer para

la construcción del chamizo, arriba, en el Monte Thor. Bendijo la hora en que se le ocurrió a su padre hacerle una copia de las llaves de

la casa, pues esa tarde no había nadie en ella, y se marchó de allí. Esperaba encontrarse

a alguno de sus amigos por el camino para que le ayudaran en el transporte de las

maderas. Pero no fue así.

El pensar en Jorge le hizo recordar la conversación tenida con él días atrás. Había hablado sobre algo muy extraño que había visto en el retrete. Decía que había

visto dentro la imagen de Martín, que le hablaba pidiéndole que no lo abandonaran.

Alberto pensó que seguramente se trataba de alguna alucinación. "Vivimos en un

ambiente muy tenso -se decía-, estamos asustados, eso es todo".

Comenzó a subir trabajosamente por el atajo. Cuando iba a mitad de camino

pensó que tal vez hubiera sido mejor subir por la carretera haciendo auto-stop, pero ya

era demasiado tarde. Las tablas pesaban mucho. Hizo un alto en el camino, junto a una casa derruida, cerca ya de El Castañar.

Los goterones de sudor le corrían por la frente y la espalda; ciertamente, no le vendría

mal adelgazar un poco, los pocos kilos que llevaba de más los notaba en ese preciso

instante.

Le llamó la atención, mientras descansaba sentado en una roca, el sobrecogedor

silencio que caía pesadamente como una losa sobre el bosque que le rodeaba. El viento

se había detenido por completo, no se oía el roce de las ramas de los castaños, ni el

aleteo de los pájaros. La ciudad yacía silenciosa encajonada en lo más hondo del valle. No se percibía ni el lejano rumor del Cuerpo de Hombre. Tan sólo oía su propia

respiración, agitada por la tortuosa subida del atajo.

Su corazón se aceleró, sin saber por qué, y comenzó a correrle por el cuerpo un

sudor frío que le producía temblorosos escalofríos.

-Vaya -se dijo-, tengo miedo -y sus palabras fueron tragadas por la atmósfera

pesada y llena de presagios que le rodeaba.

Se incorporó, y aguzó la vista y el oído. Algo parecía que iba a suceder en ese

instante.

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En medio del inusual silencio creyó oír algo, unos pasos, o un susurro,

proveniente del interior de la casa en ruinas. Inmediatamente recordó lo que les había

relatado Jorge. Pero no se sintió fuerte, ni optimista, más bien muy débil y aterrado. De

repente notó cómo su abdomen comenzó a hincharse convirtiéndose en un auténtico

neumático de grasa. Casi no podía respirar. La atmósfera se le antojaba espesa y difícil

de absorber. Cualquier movimiento que realizaba le resultaba enormemente trabajoso.

-¿Qué me está pasando -balbuceó. Incluso hablar requería un esfuerzo colosal.

Casi involuntariamente (en realidad, su cansancio había llegado a tal extremo, que no sabía muy bien lo que hacía), movió uno de sus pesados tobillos que

comenzaban a reventar los zapatos que llevaba. Y después el otro. Se estaba dirigiendo

hacia la casa en ruinas que tenía enfrente. Y conforme se acercaba, los ruidos que

provenían de ella, se fueron haciendo más claros.

Alguien pasó cerca del lugar, iba en dirección al santuario. Le miró y masculló:

-Estos chicos, y sus juegos... -creyó haberle oído. Pero los ruidos de la casa se

hacían cada vez más fuertes. Llegó a la entrada. Ante sus ojos se extendía una grotesca estancia. En varios

puntos las paredes estaban manchadas de hollín, restos de hogueras en las que algunos

vagabundos se habrían congregado para preservarse del frío invernal. A un lado de la habitación, un mugriento colchón despedía el hedor que invadía el lugar. Y en el centro,

un agujero practicado en el suelo comunicaba con el sótano. De ahí provenía la única

luz que iluminaba la estancia, pues todas las ventanas estaban tapiadas. Era una luz

tenue, opaca, como un fuego fatuo. Y de ahí provenían también los ruidos y las voces.

Alberto trató de buscar una explicación racional a todo aquello.

-Seguro que será algún bromista -trató de decir, y enseguida pensó en José Luis.

Esa idea le produjo renovados escalofríos. ¿Y si verdaderamente fueron los Viejos quienes mataron a Martín? ¿Qué pasaría si ellos estaban allí ahora, dispuestos a

matarle? ¿Acaso iba a morir en ese preciso instante?

Una sensación de terror le atravesó el cuerpo.

Ahí estaba él, Alberto, en medio de una casa en ruinas, sin poder moverse,

amordazado por ligaduras invisibles, sintiéndose morir, y presintiendo que una

poderosa fuerza maligna le acechaba.

Era la luz la que hablaba y le nombraba a él a Alberto.

-¡Alberto! ¡Alberto! -decía la voz. Afuera, unos pájaros gritaron y pasaron rozando el tejado de la casa, y abajo,

mucho más abajo, en El Regajo, las parejas de enamorados seguían abrazándose y

arrullándose sobre la fresca hierba del prado. Al otro lado de las paredes de la casa

ruinosa todo seguía su curso.

El interior de la casa no pertenecía al mundo, y Alberto comprendió que debía

salir de ese siniestro lugar lo antes posible. Pero la voz seguía hablando:

-¡No tratéis de acercaros a mí! -decía y esas palabras resultaron

incomprensibles para Alberto, no entendía a qué se refería. Era una voz horrible.

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No podía hablar y pensó "¡Cállate, déjame en paz!", pero lo único que

consiguió fue que la voz se carcajeara de él.

No sabía qué hacer para librarse de la voz, y se le ocurrió rezar. "Al fin y al

cabo -se dijo-, estoy en un colegio de curas..."

"Dios mío, ayúdame", pensó, y notó que mientras lo hacía sus labios se

movieron y pronunciaron las mismas palabras. La voz chilló de rabia. Alberto

comprendió que había llegado el momento de huir. Se sentía más ligero, al fin.

Notó que mientras se alejaba de allí, algo se hundía en el interior de la casa,

como si la presencia que le había acompañado regresara al lugar de donde había

venido. No obstante no miró hacia atrás para comprobar si era cierto. Salió de allí lo

más rápidamente que pudo.

A medida que se alejaba, las fuerzas le fueron llegando. Ya era dueño de sus

propios movimientos. Unos cuantos pasos más, y ya estaría en la Plaza de los Tilos.

Advirtió que el día se había oscurecido repentinamente. El sol se había

escondido detrás de la lejana Sierra de la Peña de Francia, dando al cielo tintes

sangrientos. Miró su reloj y comprobó asombrado que habían transcurrido dos horas

en el interior de la casa.

-¡Dios mío, he estado dos horas ahí dentro! -exclamó para sí, y se alegró de

poder oír sus palabras.

Un poco más allá, sentados en un banco de la Plaza de los Tilos vio a

Ricardo, Rafa y Jorge.

-¿Dónde has estado?

-Eso, ¿y las tablas que ibas a traer?

En ese momento cayó en la cuenta. Las había dejado olvidadas en un lugar

cercano a la casa.

-Yo... -dijo-, las he dejado cerca de aquí.

-¿Por qué? -se interesó Jorge

Alberto tenía al mirada perdida, la expresión de su rostro

desorbitada.

-Me ha pasado algo horrible -dijo.

-¿El qué?

Y lo contó todo, lo mejor que pudo.

Ricardo y Rafa no le creyeron. Pensaron que se trataba de una alucinación

más, causada por la enorme tensión a la que se hallaban sometidos, o a lo peor, una

broma de mal gusto de los Viejos.

Jorge sí le creyó.

Momentos después sonó el silbato de Pablo, y todos se encaminaron a la sala

de estudios.

Mientras se sentaba cada uno en sus respectivos pupitres, Ricardo meditó en

la cadena de acontecimientos que habían sucedido desde su llegada al santuario, meses atrás.

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El había ido allí para, como decía su padre "avanzar de una manera diferente en

la vida". Pero eso había hecho que la vida de Ricardo se complicara de una forma

inexplicable para él. La mente opresora que guiaba el mundo había dispuesto para él

una serie de problemas enrevesados que nunca se hubiera encontrado de no haber ido

allí. Al fin y al cabo, pensaba Ricardo, él no era más que una pieza cualquiera del

engranaje del mundo, fácilmente prescindible.

Pero ahora tenían en sus manos una dura misión. Si era verdad lo que decían

Jorge y Alberto (de lo cual no estaba muy seguro), debían luchar contra un ente desconocido para salvar a su amigo Martín. Ellos, unos insignificantes muchachos

encerrados en un seminario de curas. Quienquiera que encarnase las fuerzas del bien,

pensaba Ricardo, debía estar loco, completamente loco.

Unos días más tarde, paseando entre los castaños próximos a El Círculo, se

hallaba inmerso en los mismos pensamientos.

Le gustaba darse esos largos paseos de vez en cuando, alejarse del bullicio y los

juegos del campo de fútbol, o de la pared de la iglesia, donde se jugaba al frontón. Allí,

arriba, entre los castaños y los helechos secos se respiraba un poco más de paz, se veían las cosas de manera diferente.

Solo, alejado de todos los demás, y con el único acompañamiento que el sonido

de sus pies pisando las hojas secas del suelo y el sonido de las fábricas de la ciudad allá

abajo, se encontraba a gusto. A veces notaba cómo se hinchaban sus pulmones de

placer. Parecía que todo el aire era suyo y nadie podía arrebatárselo. Era una sensación

agradable, de infinita paz.

Caminó bordeando El Círculo y, saltando una pequeña tapia de piedra, se adentró en un pequeño bosquecillo de pinos que había logrado crecer en medio de la

inmensa selva de castaños. Allí el olor era diferente, más penetrante, y se sentía más

acogido y protegido por las ramas siempre verdes y frondosas de los pinos. La

luminosidad era menor, los rayos del sol no podían atravesar toda esa maraña de agujas

verdosas. El suelo estaba desierto de vegetación, alfombrado por miles de afiladas hojas

secas, aquí y allá solamente brotaban de vez en cuando las primeras flores del año,

hermosísimas en medio del ya largo invierno.

Se sentó en un inmenso tronco cortado casi a ras del suelo y caviló lentamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

El silencio era aplastante, sobrecogedor, roto de vez en cuando por el susurrante

vaivén de las ramas de los árboles, o por los pasos asustados que parecían acercarse

desde todos los ángulos dominados desde el tronco.

-¿Pasos? -siseó. Y sus palabras fueron absorbidas por el bosque

Enfrente de sí oía claramente el rítmico crujir de las hojas secas al posarse sobre

ellas unos pies decididos.

Detrás de él, otros pasos se le acercaban, cada vez más cercanos, y a su derecha oía un lento arrastrar de hojas y maleza muerta que también se aproximaba.

Era evidente, alguien se acercaba. Eran varios y todos confluían hacia donde él

se encontraba, en el pequeño claro del bosquecillo.

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Su paz estaba siendo turbada. Decidió que era mejor levantarse e iniciar su

regreso al santuario.

-No tan deprisa -dijo una voz por detrás de los arbustos que tenía delante de sí.

Los arbustos se movieron y dieron paso a José Luis que se abrió camino a través de

ellos.

Miró hacia atrás y allí estaba, a unos diez metros, Cepeda, con los brazos

cruzados y el ceño fruncido.

A su derecha aún oía los pasos cansinos y arrastrados del Cabra, que había quedado cojo después de la pelea.

¡Eran los tres Viejos! Allí estaba él, en medio del pequeño claro, rodeado.

Habían venido a buscarle, y le tenían atrapado. -¿Qué... qué queréis. -se atrevió a decir. La tensión afloró súbitamente a su

cuerpo y en sus oídos notaba los rápidos latidos de su corazón.

-Hemos venido a matarte -dijo con toda tranquilidad José Luis.

-Y además ¿sabes? Nosotros no matamos a Martín. Sois unos estúpidos al

sospechar de nosotros.

-De manera... -susurró Ricardo-, ¡de manera que nos habéis estado espiando!

-Sí -prosiguió José Luis -,¿cómo se llama ese sitio ridículo donde os reunís? -Monte Thor -saltó desde atrás Cepeda.

-Te vamos a matar, caquita -repitió el Cabra.

-Sí, te vamos a matar y vamos a esparcir tus intestinos por el campo para ver

cómo huele la caquita por dentro -asintió Cepeda.

José Luis permanecía silencioso, delante de él, con una inmutable sonrisa

dibujada en sus labios.

-Caca, eres una caca seca de cuervo. Ricardo comprendió que hablaban en serio. No tenía más opción que intentar la

huida. El camino hacia el santuario se lo cortaba José Luis. Cepeda se encontraba en

dirección a Béjar, y el Cabra con su pierna inútil en dirección opuesta al santuario.

La única posibilidad que tenía era huir por el lugar donde estaba el Cabra, que

no podría alcanzarle por su cojera, pero ya los tres Viejos tenían en sus manos largas y

afiladas navajas que más bien parecían machetes.

Inició la carrera todo lo frenéticamente que pudo, sacó de sí todas las energías

que tenía, pero algo le hizo tropezar y caer de bruces al suelo. Un pedrusco que con certera puntería había lanzado el Cabra contra su estómago.

Cayó al suelo, sofocado por un intenso dolor que le ahogaba y vomitó el

desayuno de la mañana. Los tres Viejos rieron estridentemente y se acercaron. José Luis

le dio una patada que le hizo estrellarse contra el suelo cubierto de vómito y afiladas

hojas secas del pinar.

-¡Me das asco -gritó José Luis, y se abalanzó sobre él, quedando ambos en

idéntica postura a la de semanas atrás, cuando tuvieron la gran pelea. Los otros dos miraban divertidos la escena. Parecía que ahora iban en serio, que

de verdad iban a matarle y nadie intercedería por él.

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-Me dejaste castrado, pequeño hijo de perra. -Y a mí me habéis dejado cojo -dijo por detrás el Cabra. -Tenía que haberte matado ese día -siguió hablando José Luis. Asió suavemente

el machete y apoyó la punta sobre el brazo derecho de Ricardo, a la altura del bíceps. Con una mínima presión, la piel se abrió, y la brillante hoja del machete atravesó sin dificultad los músculos y tendones del brazo y salió por el otro lado, quedando clavado en la tierra.

Una explosión de dolor le subió por la garganta, tensando al máximo sus cuerdas vocales, pero no gritó. Sus ojos vieron luces que giraban velozmente a su alrededor y los oídos le zumbaron ferozmente. Un sofoco húmedo y cansino le produjo náuseas, y creyó que iba a desmayarse.

José Luis sacó la navaja de su brazo, manchando la herida con barro. Un río de sangre corría juguetonamente filtrándose en las hojas del suelo. El dolor que sintió fue aún mayor.

-¿Cómo mueren los cerdos en las matanzas? -José Luis estaba terriblemente excitado, al igual que los otros dos Viejos.

-¡De una puñalada en el corazón! -¡Y hay que ver cómo berrean los muy hijos de puta! -¡Mátalo, acaba con él! ¡Que su sangre nos salpique! ¡Estállale el corazón! -Eso, eso. -Los tres estaban borrachos de odio. Ricardo sabía que los tres eran

funestos, pero nunca pensó que llegarían a tanto. -Te voy a matar, pequeño cerdito -le susurró al oído José Luis. Ricardo comprendió que había llegado su final. Nunca pensó que fuera así, en

medio de un hermoso pinar, en el suelo de un pequeño claro del bosque. Respiró profundamente y el olor del bosque penetró en sus pulmones,

renovándolos. Encima de él las ramas se mecían suavemente con un viento que ya casi era primaveral. Al lado suyo, un pequeño manojo de flores violáceas que asió con fuerza con el brazo sano. Volvió a respirar, una y otra vez, permitiendo que el aroma vaporoso del bosque entrara en su cuerpo como el perfume de una mujer.

José Luis levantó el machete encima de su corazón, mientras los dos Viejos reían estrepitosamente. Y el golpe brutal certero y cortante no se hizo esperar, justo encima del corazón.

Fue un golpe que le estremeció, le levantó del suelo y de sí mismo, y una espesa niebla le rodeó y le oprimió. Los ruidos cesaron, las carcajadas fueron apagándose como el final de una canción cansina. Sólo quedaba el viento, el roce de las ramas, el aleteo de los pájaros por encima de su cabeza, y el olor penetrante del bosque.

Abrió los ojos y se halló solo. Tumbado junto al tronco cortado en el que se había sentado momentos antes. Se levantó y bostezó ásperamente. Se había quedado

dormido, acababa de salir de un sueño que le había quedado conmocionado. "Una

advertencia", pensó.

Miró a su alrededor, y no había nadie. Estaba solo, completamente solo. Cerca

de él, un reguero de sangre mezclada con vómito, muy reciente. Eso casi le hizo gritar.

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Se levantó la manga del brazo derecho y vio horrorizado la profunda herida,

medio cicatrizada, que le atravesaba. Pero no le dolía mucho.

-¡Dios mío! -gritó con todas sus fuerzas, asustado. Tenía la piel erizada, los

pelos de punta, electrizados por el intenso terror que le aplastaba.

No lo pensó más, y salió corriendo de allí, dando grandes zancadas.

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CAPITULO XIV

Al día siguiente, un miércoles, se volvieron a reunir los cuatro amigos en el Monte Thor. Olvidaron el asunto de la construcción de la casita, y las tablas que había traído Alberto desde Béjar, quedaron tendidas frente a la casa en ruinas. A ellos ese día, les interesaba otra cosa. Arriba, los prados que rodeaban el Monte Thor, estaban cubiertos de hojas secas de castaños que habían sido arrastradas por el viento hasta aquel lugar. Y allí estaban ellos, los cuatro, pisando las crujientes hojas, y cavilando. El viento traía oscuros presagios, y un cielo plomizo que les cubría, amenazaba con dejarles empapados de lluvia en cualquier momento.

Fue Alberto quien rompió el silencio: -O sea que ellos no han sido. Todos sabían a qué se refería. Pero Rafa replicó: -¿Cómo lo sabes? Sólo ha sido un sueño. -Sí, pero un sueño muy real -cortó Ricardo-, si no te lo crees, toca la herida que

tengo en el brazo. Estoy seguro de que ellos están muy relacionados con todo esto. -Bien, ¿y qué? -preguntó Alberto. -Pues que han sido ellos. Ya sabemos quiénes han sido los asesinos y ya no

tenemos que preocuparnos en buscar más culpables -contestó Rafa. Alberto no estaba de acuerdo: -Ellos sólo son un instrumento -lo decía tranquilo, como si siempre lo hubiera

sabido-, el verdadero asesino fue otro. -¿Quién, entonces? Jorge intervino: -Tú no sabes nada de lo que se está cociendo aquí, por lo que se ve. Pero

nosotros tres vimos cosas horribles, y esas cosas horribles no pasan porque sí. -No es que diga que no os crea, pero es que... -y su voz se fue menguando poco

a poco hasta terminar en un murmullo incomprensible. -Hay que hacer algo -dijo Ricardo. -Estoy de acuerdo. -Y yo. -Lo que no podemos hacer es quedarnos esperando a que otro muera. O a que

se vuelvan a acercar los Viejos sea en sueños o en realidad. -¿Y si estuvieran rondando por aquí? -Dios no lo quiera. Rafa guardó silencio.

-Bien, ¿y qué hacemos? -preguntó Jorge.

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-¿Qué os parece si vamos a la casa en ruinas en la que vi aquellas luces? -

propuso Alberto.

-Vale, pero ¿cuándo?

-Esto no puede esperar. Esta misma noche, cuando apaguen las luces.

-¿Y qué haremos allí?

-Lo sabremos cuando lleguemos.

Esa noche,como cualquier otra, subieron al dormitorio, y antes de hacer nada

se arrodillaron ante las camas para hacer los rezos.

Ahora, Señor, según tu promesa

puedes dejar a tu siervo irse en paz

porque mis ojos han visto a tu Salvador,

a quien has presentado

ante todos los pueblos,

luz para alumbrar a las naciones,

y gloria de tu pueblo, Israel.

Era lo que siempre, al terminar el día, hincadas las rodillas en el suelo,

decían.

Y, como siempre. Pablo pasaba revista uno a uno, comprobando si se habían

lavado los dientes. Ricardo, Roberto, Jorge y Rafa, mientras tanto, se dedicaban

cómplices miradas. Finalmente Pablo apagó las luces y minutos después

comenzaron a oírse los primeros ronquidos.

Ricardo aguardaba el momento oportuno tendido en su cama entre la de José

Luis, y la que fue de Daniel, y luego de Martín. Ambas vacías. A su mente acudió el

sueño real que había vivido el día anterior, y eso le intranquilizó.

Una voz le habló:

-Eh...

-¿Qué...? -Ricardo no daba para más sustos. Pero después lo reconoció. Era

Alberto el que le hablaba.

-¡Venga: -susurró-. Estamos esperando todos en el pasillo. ¿A qué esperas?

No le contestó. Se limitó a calzarse y coger su gabardina. Afuera, en el

pasillo esperaban los demás. Jorge llevaba una Biblia en la mano.

-¡No hagáis ningún ruido! -advirtió por lo bajo Ricardo.

-¡Cállate tú! -sugirió Jorge.

-Sssshhh...

Atravesaron de puntillas el pasillo, aguantando las respiraciones, hasta que

llegaron a las escaleras. Las bajaron lo más sigilosamente posible. Ahora, ante ellos,

se alzaba la puerta principal del edificio. Alberto trató de abrirla, asiendo el

picaporte.

-Está cerrada -dijo. Ya no hablaba tan bajo. Desde allí nadie podía oírles.

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-Iremos a la puerta del patio -sugirió Jorge.

Y hacia allá fueron. Pero tampoco consiguieron nada, a pesar de sus

empujones y empeños.

-¿Qué podemos hacer? -se lamentaba Rafa-, sólo queda otra puerta, la de la

sala de juegos, y esa siempre está cerrada... Estamos haciendo algo que, bueno, creo

que es una bobería, y encima nada nos sale bien.

-Por lo menos hay que intentarlo.

Hubo unos instantes de silencio. Ricardo los rompió:

-Vayamos a la sala de juegos. Aún nos queda una posibilidad ¿no creéis?

Los demás asintieron. Pero Rafa tenía razón. Después de bajar otra retahíla de

escaleras, llegaron al salón de juegos y allí comprobaron que aquella puerta también

estaba cerrada. Y las ventanas, protegidas por rejas, pues coronaban las paredes del

sótano donde se encontraba el salón, y eran de fácil acceso para maleantes desde el

exterior.

-No podemos hacer nada -claudicó Rafa.

Todos estaban a punto de rendirse. Ricardo miró su reloj, las once y media; la

noche transcurría lentamente.

-Bien -dijo-. Sólo podemos hacer una cosa.

-¿El qué?

-Vosotros seguidme.

Subieron las escaleras, y llegaron de nuevo a la entrada del edificio, y de allí,

atravesando el largo corredor, a la sala de estudios.

-Bueno -dijo Rafa- ¿y qué?

Ricardo le respondió abriendo una ventana.

-Por aquí -dijo señalando el lejano suelo. El edificio estaba construido en la

loma de una montaña, de manera que, a pesar de hallarse situada la sala de estudios

a la misma altura de la entrada en el otro extremo del edificio, su distancia al suelo

exterior era considerable.

-¿Estás loco?

Ricardo, en realidad, no lo sabía. Mantenía el brazo herido señalando hacia

abajo, pero no estaba muy seguro de lo que iba a ocurrir. Alberto y Jorge apoyaron

la decisión de Ricardo.

-Tenemos que hacerlo.

-Sí -subrayó Jorge cogiendo con fuerza la Biblia-, no podemos permitir que

ocurran más cosas raras.

Rafa saltó disconforme:

-Pero vosotros ¿quién os habéis creído que somos? ¿Creéis que vamos a

salvar el mundo, eh?

-Deja de discutir, Rafael, -dijo Ricardo- si no quieres venir, no vengas, allá

tú. Pero nosotros sí que vamos.

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Y mientras lo decía subió al poyo de la ventana, dispuesto a salir. A pocos

centímetros de la ventana, un grueso canalón atravesaba la pared del edificio, hasta

llegar al suelo. Hacía frío y un molesto viento le golpeaba las mejillas. Se agarró al

canalón, pero estaba mojado y los pies se resbalaban. Volvió al poyo de la ventana.

-Está mojado -dijo-. Los otros tres observaban con atención.

-Descálzate, a lo mejor te apoyas más con los pies descalzos -sugirió Rafa,

que parecía estar dispuesto ya a acompañarlos.

Y lo hizo. Se quitó las zapatillas, y los calcetines, y los tiró al suelo. De esta

manera pudo adherirse mejor al canalón. Estaba terriblemente frío y húmedo. Pero al

final, puso cuidadosamente sus pies en el suelo firme. No quería pincharse con algún

erizo de castaña.

Cuando terminó de calzarse las zapatillas, gritó desde abajo:

-Venga, bajad; haced lo mismo que yo.

El siguiente fue Jorge, que, emulando los pasos de Ricardo, llegó sin grandes

problemas al suelo.

-Cuidado con los erizos -le advirtió Ricardo.

-Está muy frío el suelo.

-Hombre, ¿qué te creías? Descalzo...

Arriba, mientras tanto se desarrollaba una pequeña discusión. Ninguno de los

que quedaba quería ser el primero en bajar.

-Baja tú primero.

-No, tú.

-Sí, tú lo que quieres es quedarte el último -decía Alberto a Rafa- para que

cuando todos estemos abajo, te vayas tranquilamente al dormitorio ¿a que sí?

-Eso es mentira.

-Demuéstramelo.

-Está bien -gruñó-. Y fue al poyo de la ventana. Y repitiendo la misma

operación de sus amigos, llegó al suelo. Al tocarlo dijo lo mismo que Jorge: -¡Qué

frío!

-Cuidado con los erizos.

Mientras, Alberto, se disponía a bajar. Tal vez fue su propio peso, o los

bamboleos que había soportado antes el canalón, pero a mitad de camino

comenzaron a oírse unos ruidos muy extraños y nada tranquilizadores. El canalón se

estaba desprendiendo de la pared.

-¡Salta! ¡Salta! -le gritaron.

Y haciendo una cabriola en el aire, saltó.

-Maldita sea -gimió-, me pinché.

-¿Dónde? -preguntó Ricardo- ¿En el pie?

-No, en la mano... y duele.

Al estrellarse contra el suelo, se había clavado un erizo en la mano. Jorge se

lo extrajo.

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-Venga, ponte las zapatillas -le dijo.

La luna parda y muy poco crecida, se dejaba ver entre las nubes de vez en

cuando. El viento las arrastraba velozmente de horizonte a horizonte. Hacía frío,

mucho frío.

-Bueno -dijo Alberto, más aliviado de su dolor-, vamos hacia la casa

¿no?

-Sí.

Y hacia allá fueron, caminando por los prados, entre los secos castaños, a la

luz de una sombría luna. La casa seguía allí, en el mismo sitio, apostada a un lado

del atajo que bajaba hasta Béjar. La ciudad quedaba mucho más abajo, y estaba

coronada por un halo de luces nocturnas artificiales. Pero lo que ellos tenían enfrente

era la casa en ruinas, La Casa.

-¿Qué hacemos? -dijo tembloroso Rafa.

-Me imagino que habrá que entrar -le respondió Ricardo.

-¿Qué hora es?

Ricardo miró su reloj, pero se le adelantó Jorge:

-Las doce y diez, pasadas.

Sin mediar más palabras, entraron en La Casa, silenciosos, con pasos suaves;

una desconocida y poderosa presencia se barruntaba sobre ellos. Entraron en la

habitación donde Alberto había oído las voces, y visto las extrañas luces.

-¿Es aquí donde...? -comenzó a preguntar Jorge.

-Sí, aquí.

El agujero que comunicaba con el sótano, seguía en el mismo lugar,

ocupando el centro de la habitación. Pero ahora no había voces ni luces. Pese a las

advertencias de Alberto, se asomaron a la abertura, pero no había nada extraño, sólo

oscuridad.

-¿Qué se supone que debemos hacer? -insistía Rafa. A pesar de todo él

también se sentía observado por algo que se antojaba extraordinariamente malo y

fuerte. Para calmar sus temblores y hacer cómplices a los demás de su inquietud,

dijo: -¿no tenéis miedo?

Los demás respondieron rápidamente:

-Sí.

-¿Qué hacemos, entonces?

Alberto se creyó en la obligación de responder, pues en realidad era él quien

los había llevado hasta allí.

-Bueno -dijo, titubeante-, se supone que hemos venido a... bueno, a salvar a

Martín, y a echar de aquí al que ahora lo retiene.

-¿A qué te refieres, al demonio? -inquirió Rafa medio aterrado e incrédulo.

-No sé, puede que sí. Creo que sí, al demonio, o a lo que sea, da igual.

Y a todos les brotó súbitamente una intensa sensación de terror.

-Bien -dijo Ricardo-, creo que debes hablar tú, Alberto.

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-¿Por qué yo?

-Creo que debes hacerlo tú.

-¿Yo? ¿Y qué digo?

-Tú sabrás.

-Dame la Biblia, Jorge.

Y se la alcanzó. Pasó las páginas rápidamente de un lado a otro. A la luz de

una linterna tanteó, buscó y escudriñó los textos.

-Aquí tiene que haber algo sobre maleficios.

-Busca en el índice -le sugirió Jorge.

-Aquí no hay nada.

Así estaban los cuatro, de rodillas en el suelo, con una Biblia en la mano,

buscando algo apresuradamente en medio de la fría noche. Rafa pensó que nunca

había hecho tanto el ridículo. Deseaba marcharse de allí, deseaba no haber venido

nunca a la casa en ruinas, ni al santuario. Todo era una solemne estupidez.

-Busca algo sobre maldiciones.

Alberto volvió a hurgar en las páginas y entre sus dedos bailaban las palabras

y las letras.

-Aquí hay algo- dijo finalmente.

Hubo unos instantes de silencio, que se hicieron eternos. En ese tiempo, la

sensación de miedo creció en todos ellos. Para Alberto, una pesada responsabilidad

había caído sobre sus espaldas. Su respiración era rápida y corta a la vez, sentía los

latidos del corazón en el cuello y en los oídos, y no encontraba qué tragar en su

boca. Sintió deseos de salir corriendo de allí lo más rápido que le permitiesen sus

piernas, pero no lo hizo. Tenía una seria responsabilidad en sus manos, y estaba en

la obligación de hacer algo, pues creía firmemente en ello. Él, precisamente él.

-Bueno... -titubeó. Los demás le miraron expectantes.

Cogió la Biblia con más fuerza y comenzó a leer:

-"Maldito seas en la ciudad y en el campo. Maldito serán tu cesta y tu artesa.

Maldito el fruto de tus entrañas y el fruto de tu suelo, el parto de tus vacas y las crías

de tus ovejas. Maldito serás cuando entres y maldito cuando salgas. Que Dios envíe

contra ti la maldición y el desastre, hasta que seas exterminado y perezcas

rápidamente."

Hubo un momento de silencio. Alberto cerró la Biblia y la dejó a un lado.

-¡Maldito seas, joder! ¡Márchate de aquí y déjanos en paz a Martín y a

nosotros!

Nada se oyó, salvo un ligero temblor que hizo vibrar las débiles estructuras

de la casa y una tenue luz quiso dejarse ver desde el agujero. A Alberto le asaltó una

fuerza y una voluntad que nunca había sentido.

-¡Fuera de aquí! -gritó.

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Y un sonido profundo, parecido a un trueno, se oyó hundirse en el suelo y

desaparecer. Alberto reía, y poco después contagió esa alegría desenfrenada a los

demás.

-¡Lo hemos vencido! -exclamó Jorge.

-¡Y tan fácil! -se jactaba Alberto.

-¿Y Martín, estará ya libre? -preguntó Rafa.

-¡Es posible! -suspiró Ricardo.

Todos reían y se sentían muy felices, seguros de ser vencedores.

-Bueno -dijo Rafa, cuando ya fueron calmando sus risas- nos vamos

¿no?

-Sí, vámonos de este maldito lugar.

Y salieron de allí.

Ricardo miró su reloj, y pensó que, después de todo, no había sido necesario

mucho tiempo para vencer a esa fuerza. Eran algo más de las doce y media. La

herida del brazo le dolía un poco; eso le desilusionó, pues tenía la secreta esperanza

de que se le iba a curar esa noche. Pero no importaba.

Rafa se sentía feliz. Feliz de haber ayudado a sus amigos a librar una dura

batalla, y feliz de haber vencido. "Qué tonto he sido antes", pensó y se dio unos

golpecitos en la cabeza.

A Jorge le parecía que todo había sido demasiado fácil y demasiado rápido.

Pero también se sentía feliz, muy feliz, pues ya no tendrían que temer a nada ni a

nadie. Los extraños acontecimientos y las pesadillas nocturnas terminarían para

siempre.

Alberto tuvo la extraña convicción otra vez de que algo se hundía en el

interior de la casa. Y se hundía. a un lugar muy profundo, pero muy cercano. Sus

ojos brillaron en la noche en un atisbo de desconfianza. Pero no importaba. Vio

cómo desde el cielo caían unos gruesos y prometedores copos de nieve, y gritó

entusiasmado:

-¡Eh, chicos! ¡Está nevando!

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TERCERA PARTE

LA BATALLA

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CAPITULO XV

La primavera rompía trabajosamente en los aledaños de El Castañar ¡Cuánto

les costaba a los castaños florecer! Mientras los demás árboles lucían sus frondosas

ramas bajo un inquietante sol, los castaños dejaban los campos y lomas de El

Castañar en una ya monótona atmósfera invernal.

Habían pasado las semanas y los tristes y grises días del invierno. Las fiestas

y procesiones de la Semana Santa habían quedado recluidas en el recuerdo. Y nada

extraño había vuelto a suceder.

Después del suceso de la casa en ruinas, los extraños acontecimientos se

habían detenido y quedaban lejanos, en el pasado, arropados por el tiempo. Ni

siquiera los Viejos habían vuelto a aparecer. Ricardo llegaba a pensar a veces que

todo aquello había sido producto de sus agitadas imaginaciones. Y los demás

pensaban lo mismo. La estrecha amistad que se había entrelazado entre ellos se fue

enfriando paulatinamente, conforme fueron pasando las semanas y nada ocurría. Ya

no se reunían en el Monte Thor, ni pensaban construir casitas de madera. Eso eran

estupideces, meras ilusiones infantiles pertenecientes al pasado, a un pasado muy

lejano.

Unos kilómetros más abajo de la casa en ruinas, en el fondo del valle, dentro

de la ciudad, una grácil cara de niña se asomaba a la ventana. La niña dejaba que la

suave y tibia brisa primaveral batiera juguetonamente sus cabellos castaños. Miraba

con ojos oscuros, profundos, la lejanía de la sierra. Allí unos espesos nubarrones

pujaban por acercarse a la ciudad, y descargar la primera tormenta de la primavera.

La niña, en realidad, ya no era una niña, respondía al nombre de Marta. Días atrás

había comenzado a transitar los desconocidos caminos que la alejaban de la niñez.

Al principio se había asustado un poco, pero ahora comprendía que, durante muchos

años, tendría que ser así. Y en ese momento, mirando el sol esconderse entre las

nubes, se sentía muy feliz de que fuera así. Había dejado de ser una niña y ya era

toda una mujer.

Se apartó de la ventana, y corrió al espejo del baño que abarcaba toda la

pared, donde podía verse de cuerpo entero. La imagen reflejada por el espejo la

satisfizo plenamente.

-Ya no soy una niña -susurró mirándose la cara y observando su cuerpo. E

inmediatamente pensó en Ricardo.

Ese día, a pesar de ser jueves, no tenía clase. Su colegio celebraba las fiestas

del patrón, y habían dado vacaciones a los alumnos. Marta pensó que sería una

buena idea subir a El Castañar esa tarde y dar una sorpresa a Ricardo y a los demás.

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Ricardo era el que siempre bajaba los domingos a Béjar y la invitaba a chicles y

palomitas, e incluso al cine. Creía entonces justo subir esa tarde a El Castañar.

Miró el reloj, no tardarían en llegar sus padres del trabajo. Su padre era uno

de los pocos hombres de la ciudad que conservaba su trabajo en una de las cinco

fábricas de paños que aún quedaban. En otro tiempo, décadas atrás, las fábricas y

pequeños telares se contaban por decenas. Pero la crisis del petróleo también llegó a

la pujante industria textil bejarana, y muchas fábricas hubieron de cerrar a costa de

muchos puestos de trabajo. Su madre trabajaba como dependienta en una droguería

y su puesto, de momento, no peligraba.

Poco después de las dos del mediodía, los padres de Marta llegaron a la casa.

La madre hizo algo de comer y se sentaron a la mesa.

-Esta tarde voy a subir al Castañar -dijo Marta de improviso.

-¿A qué? -dijo secamente el padre.

-Quisiera ir, simplemente dando un paseo.

-¿Es que te has vuelto una devota cristiana, de repente?

-No es eso. Quiero dar una vuelta y me apetece subir al Castañar. Iré con

unas amigas -mintió.

"Cuánto crece esta niña", pensaba la madre. Dejar ir a El Castañar dando un

paseo a una muchacha de su edad no era nada extraordinario.

-Puedes ir -dijo-, pero recoges antes un poco tu habitación y el baño que los

tienes hechos un asco. Y nada de venir después de las siete de la tarde.

-Está bien. Gracias, mamá.

-Pero ve con cuidado, hija -dijo el padre.

Marta pensaba que sus padres se preocupaban demasiado por ella. Pero era

razonable, era hija única, y años atrás había tenido un hermanito que no llegó a

prosperar, pues nació acéfalo. Tal vez por ello sus padres tenían tanto miedo a

perderla.

Terminaron la comida y Marta comenzó a recoger su habitación, mientras sus

padres se quedaron amodorrados frente a la televisión. Terminó, y fue al baño, y allí,

recogiendo peines, esponjas y frascos de colonia, aprovechó para dedicarse otra

graciosa mirada en el amplio espejo.

Se sentía feliz, pues pronto terminaría y se marcharía, pero la imagen que el

espejo le mandaba de sí misma, no se correspondía con lo que ella sentía, ni se

parecía a la que había visto por la mañana.

La tez que veía reflejada en el espejo era pálida, cetrina, enfermiza. Esa cara

no era la suya. La imagen que veía era la de un enfermo, y ella se sentía radiante.

Acercó la mano al espejo, tal vez estaría sucio, y sería mejor limpiarlo.

Pero una irresistible fuerza la atrajo hacia el espejo, e hizo que su mano

penetrara el él.

-¡Dios mío! -exclamó horrorizada.

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La mano derecha de Marta había pasado al otro lado del espejo. No sentía

dolor, simplemente se encontraba apresada. Y poco a poco su brazo fue

adentrándose en el espejo, al otro lado. De seguir así, en poco tiempo estaría ella

completamente en el mundo de las imágenes, al otro lado del espejo.

Mientras forcejeaba por evitarlo vio diferentes las cosas que reflejaba el

espejo. La imagen de ella misma reía cruelmente, los objetos del baño estaban

deformados, parecían armas dispuestas para matar. Marta gritó horrorizada, y la

respuesta que obtuvo del espejo fue una risotada desdentada. Indudablemente, esa

no era Marta. Por la boca de la imagen brotaba sangre a borbotones, manchando

grotescamente el otro lado del baño. Parecía estar desangrándose, sin embargo, a

medida que brotaba la sangre, más demenciales y amplias se hacían las risas de la

imagen.

-Dios mío... -susurró. Su brazo había entrado en el espejo hasta la altura del

codo-. Tengo que sacarlo- dijo.

Cerró los ojos, y apretó los párpados con fuerza. Cogió aire y lo mantuvo en

sus pulmones. Los músculos del abdomen se tensaron dispuestos a actuar en

cualquier momento. Flexionó las piernas dispuestas a la carrera.

Hizo acopio de todas sus fuerzas, y dando un fiero grito sacó el brazo del

espejo, completamente. La entrada había llegado casi hasta la axila.

Abrió la puerta del baño, echó una mirada al salón y vio que sus padres

continuaban durmiendo, como si nada hubiese ocurrido.

-¡No lo han oído! -exclamó para sí.

Volvió al baño y vio que sobre el lavabo aparecía una mano amputada que se

debatía en bruscos estertores. Marta chilló horrorizada, sin importarle que sus padres

la oyeran. Pero siguieron adormilados ajenos a las peripecias de su hija.

La mano se enderezó, y comenzó a caminar por el lavabo, como una araña

deforme.

Trepó por la lisa superficie del lavabo, y llegando al borde, se dejó caer al

suelo. Y de allí rápidamente se dirigió hacia Marta que permanecía petrificada y

muda de asombro. Tras un corto trayecto, llegó al tobillo de Marta, y se asió a él con

fuerza.

Eso hizo recuperar las fuerzas a Marta que dando un puntapié, estampó la

mano contra la pared del baño. Se oyó un crujir de huesos, y una exclamación

ahogada de dolor. La mano se incorporó y empezó a hablar:

-Dile a tus amigos que no me han vencido, Marta. -Y Marta quedó absorta.

La mano siguió hablando:

-¿Te ha gustado cómo es el otro lado del espejo? ¿Quieres volver? Vuelve

cuando quieras, Marta. Sólo tienes que pedírmelo.

Pero a Marta se le había cortado la respiración.

Continuó la mano:

-Ve y dile a tus amigos que no me han vencido.

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Dijo, por fin Marta:

-¿A... a... qué amigos?

-A Ricardo y los otros, por supuesto. ¿Quieres venir al otro lado, Marta?

-¿Quién eres tú?

La mano se rió:

-Aunque te lo dijera, no lo comprenderías. Eres demasiado simple para

comprender quién soy yo.

Una ola de indignación subió al rostro de Marta. Se dirigió a la mano

dispuesta a aplastarla de un pisotón.

-Yo que tú no haría eso, Marta, ve y díselo, ¿o es que quieres venir conmigo

al otro lado?

Marta no hizo caso y pisó violentamente el suelo. Debajo de su zapato no

había nada. La mano había desaparecido en un soplo de aire. Y con ella las

imágenes extrañas del espejo. Todo había vuelto a la normalidad, como si nada

hubiese sucedido.

Salió del baño, fue a su habitación, se vistió y se marchó de la casa. Sus

padres seguían durmiendo, ajenos a lo que había ocurrido. Empujada por una

extraña fuerza, atravesó las calles de la ciudad, llegó al parque, y enfiló hacia arriba

el atajo que conducía hasta El Castañar.

La atmósfera estaba cargada eléctricamente y oscurecida, una buena tormenta

se avecinaba. Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia cuando llegaba a El

Castañar. Y allí, sentado en la Plaza de los Tilos estaba Ricardo. Dijo al verla:

-Ahora mismo estaba pensando en ti, deseaba que vinieras, y aquí estás.

¿Cómo es que has venido?

-Tenía pensado venir hoy, que no tengo clase, y darte una sorpresa, pero... -

¿Debía o no decírselo? La tomaría por una loca, seguramente.

-Pero, qué.

-Me ha pasado algo horrible -dijo, después de unos segundos titubeantes.

-¿El qué?

-No te lo vas a creer, Ricardo.

-Cuenta y ya veremos.

Y se lo contó.

Ricardo frunció el ceño. Inmediatamente, lo comprendió todo.

-No me crees ¿verdad? -decía Marta.

-Claro que sí, Marta. Anda, ven, vamos a buscar a los demás -le dijo, y fueron

hacia el campo de fútbol.

Allí vieron a Alberto corriendo, buscando un lugar donde guarecerse de la

lluvia que comenzaba a caer con fuerza.

-¡Alberto!

Alberto acudió a la llamada y saludó a Marta.

-¿Qué pasa?

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-Llama a los otros. Tenemos que volver a la casa en ruinas.

-¿Por qué? ¿Qué pasa?

-Simplemente, ha vuelto a pasar. Y esta vez a Marta. Ella vendrá con

nosotros.

-¿El qué ha pasado? -preguntó confusa Marta.

-Ya te lo explicaré más tarde -dijo Ricardo.

-¿Te refieres a...?

La respuesta de Ricardo fue escueta, tajante.

-Sí, Alberto.

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CAPITULO XVI

Desde la Plaza de los Tilos, mojada tras las primeras gotas de lluvia y

atravesando los árboles desnudos que la herían, se dirigieron otra vez a la casa en

ruinas, acompañados por Marta.

-Sólo quedan cinco minutos de recreo -dijo Rafa, tratando de evitar lo que ya

era inminente.

-Eso no importa -dijo Ricardo.

Y mientras hablaban, continuaban acercándose a La Casa. A medida que se

aproximaban, el cielo fue oscureciéndose más y más.

-Parece que ya es de noche -comentó Alberto mirando su reloj-, y sin

embargo sólo son las cuatro y media de la tarde.

-Sí -asintió Rafa- la hora de entrar en clase.

Hablaban para distraerse, para evitar pensar que tendrían que enfrentarse otra

vez a algo desconocido para ellos. Pero finalmente llegaron a la casa en ruinas. Toda

la turbación y oscuridad del día parecía brotar de allí. Ante los muros derruidos y

carcomidos de la casa estaban otra vez ellos, cinco diminutos granos de arena que el

más leve suspiro podría llevarse. Una luz titilante y nerviosa partía del interior de los

muros.

-Es la luz... -habló Alberto. Y dio un paso hacia adelante. -Vamos, tenemos

que entrar, ahora o nunca.

Y todos siguieron a Alberto, adentrándose en las paredes agrietadas. El

interior del habitáculo estaba invadido de una niebla opaca que impedía ver con

claridad.

-La luz -volvió a decir Alberto-; no viene del agujero, como antes, sino de esa

pared- y señaló un muro que estaba en el lado opuesto de la entrada.

Poco a poco la niebla fue disipándose, dejando mostrar ante ellos una

brillante figura que se les acercaba. Era un hombre, resplandeciente, vestía una

túnica blanca que le llegaba hasta los pies. Su mirada era penetrante e inteligente y

su rostro no mostraba la más mínima alteración.

-No temáis -dijo el hombre.

Ricardo sobreponiéndose a su miedo, preguntó:

-¿Quién eres tú?

-Eso no importa ahora.

El hombre dejó que los chicos se acercaran a él, antes de seguir hablando.

-He venido aquí para ayudaros -y esperó a que los niños respondieran, pero

ellos guardaban silencio asombrados.

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Siguió hablando:

-Sólo puedo deciros contra qué estáis luchando. Os estáis enfrentando a algo

que no debe estar aquí.

-¿A qué, exactamente? -interrumpió Jorge. El hombre siempre dejaba que le

interrumpieran. Había ido allí, en realidad, para eso.

-A algo que sobra, que es mejor que esté lo más lejos posible. Algo con lo

que es mejor no tener contacto...

-¿De dónde vienes tú? -preguntó Ricardo que quería saber más cosas sobre su

extraño y reluciente interlocutor.

-Eso ahora no tiene importancia, Ricardo.

Ricardo arqueó las cejas admirado de oír su nombre en boca de aquel

hombre. Hubo unos instantes de silencio, el hombre esperaba que los niños hablaran,

y mientras tanto inundaba la habitación de una suave claridad. Finalmente,

eliminados todos los miedos, Alberto habló:

-Nosotros pensábamos que ya lo habíamos eliminado.

-Pensad que el mal no puede dejar de existir. Sin el mal, el bien no tendría

sentido. ¿Cómo sabríais que algo es bueno si no tenéis como referencia algo

negativo, malo? Lo que hicisteis vosotros hace unas cuantas noches no fue nada. Lo

único que pasó es que se irritó todavía más.

-Entonces, ¿qué se supone que debemos hacer en todo esto, si no podemos

apartar eso que tú llamas el mal?

-Lo que ocurre es que el mal a veces ocupa parcelas exclusivas del bien. El

mal, por naturaleza, tiende a crecer en extensión y en intensidad. Lo que debéis

hacer es devolverlo al lugar de donde procede, y herirlo, eliminarlo. Cuanto más

pequeño sea, mejor. ¿No creéis?

-Y ¿cómo lo hacemos?

-Permaneced unidos, y seréis fuertes. Buscad y encontraréis. Y nunca perdáis

la esperanza.

-Y ¿por qué nosotros? -preguntó Marta que se sentía indefectiblemente

coaligada al grupo.

-Vosotros, aunque no lo creáis, sois los más idóneos para hacerlo. De la

debilidad nace la fuerza; de las cenizas de la tristeza, la más absoluta de las alegrías.

No lo olvidéis nunca, y sobre todo permaneced unidos, si no, seréis aniquilados.

Ricardo insistía:

-Dinos, ¿de dónde vienes? ¿Eres acaso un enviado o algo así?

-Eso lo sabréis a su debido momento. Yo sólo he venido a ayudaros y

preveniros, y sólo por este día. A mí jamás me volveréis a ver, al menos en estas

circunstancias.

-Bueno, ¿por dónde empezamos?

-Salid al exterior y buscad.

-¿Y Martín? -preguntó Ricardo.

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Fue la única ocasión que el hombre guardó silencio. Jorge para romperlo

preguntó:

-¿Ya no podemos echarnos para atrás?

-No -dijo el hombre-, ante vosotros hay dos opciones, o salvarlo todo o

perderos para siempre.

Hubo unos minutos de silencio en los que nadie volvió a preguntar nada. Dijo

el hombre, finalmente.

-Id, entonces y buscad. No olvidéis lo que os he dicho. Buena suerte.

-Adiós -dijeron los cinco al unísono.

Una espesa niebla volvió a cubrir la habitación, y el Hombre de la Túnica

Blanca desapareció sin dejar rastro. Al final la niebla se diluyó y quedaron

iluminados por la rosácea luz que se filtraba a través de las ventanas y rendijas del

techo. ¿Cuánto tiempo habrían pasado allí?

-¿Qué hora es? -fue lo primero que se ocurrió decir a Marta.

-¿Y qué importa eso ahora?

-El hombre no pudo ser más claro, "buscad y encontraréis", así que salgamos

afuera-.

Aquello les sonaba: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os

abrirá".

Salieron. Una luminosidad distinta, extraña, bañaba la atmósfera. El sol

estaba oculto en lo alto del cielo por nubes que semejaban adoquines. El paisaje

yacía ante ellos, seco y abrupto. Los pocos árboles que poblaban la falda de la

montaña, estaban secos, agrietados, desprovistos de cualquier resquicio de vida. Al

otro lado la sierra parda y rocosa, se levantaba descomunal sobre el valle desértico.

El suelo estaba arenoso, y, al pisarlo, se levantaban nubes de polvo que se elevaban

en las alturas. La ciudad reposaba en lo más profundo del valle, cambiada,

silenciosa, decadente, muerta.

Todos se miraron confundidos y asustados. Por unos minutos se quedaron en

la entrada de la casa en ruinas, observando lo que tenían a su alrededor, mudos de

asombro.

-¡Oh, Dios!

-Parece que... que estuviéramos en otro mundo.

-Bueno y ¿qué hacemos ahora?

-Esto es terrible -gemía Marta.

Ricardo dio unos pasos y se encaramó a una roca diciendo:

-Es evidente que si estamos aquí es por algo.

-Y precisamente, nosotros cinco -remató Marta.

-Sí, pero, ¿por dónde empezamos?

-Bien -dijo Ricardo- ¿hacia dónde sopla el viento?

Una suave brisa, seca y tórrida, levantaba frágiles columnas de polvo.

-Viene de la montaña -anunció Jorge-, y baja al valle.

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-Pues sugiero que sigamos al viento. Vayamos a Béjar.

-De acuerdo -asintieron los otros, pues no se les ocurría otra cosa que hacer.

¿Qué mejor que seguir al viento? Se adentraron en las calles oscuras, y la

niebla les cubrió. Hacía frío. Las luces del día comenzaron a apagarse lentamente.

A lo lejos, atravesando la lenta niebla, vieron acercarse hacia ellos una

borrosa figura, al parecer humana. No tardaron en encontrarse con ella. Era una

mujer, de mediana edad, y bastante gruesa. Estaba cubierta de harapos, y tapaba la

cabeza con un pañuelo que trataba inútilmente de protegerla del frío que comenzaba

a arreciar. La mujer no pareció advertir la presencia de los muchachos, y siguió

caminando por la calle, con cortos y nerviosos pasos que repiqueteaban en el suelo

empedrado.

-Eh, señora... -la llamó Alberto.

La mujer se dio la vuelta, y les miró, no exenta de cierto asombro.

-¿Qué? -respondió con desdén.

Alberto no supo qué decir. Se quedó mudo ante la indiferencia y el desprecio

que había en aquella mujer.

Dijo Ricardo:

-¿Qué es lo que ha pasado aquí? ¿En qué año estamos?

La mujer le miró con un aire extraño en sus ojos.

-¿Y eso qué importa? A nadie le importa ya eso -y dirigiéndose a los demás

en general-: y vosotros ¿qué hacéis aquí, niños? ¡Sois niños! Hacía tiempo que no

veía hombrecillos como vosotros. ¿Cuántos años tenéis, once, doce, tal vez trece?

-¿Y eso qué importancia tiene? -respondió irónicamente Ricardo.

-Sois muy jóvenes aún ¿no es cierto? -reía mostrando una boca casi

despoblada de dientes-, si venís conmigo, os enseñaré una cosa que nunca habéis

visto.

-¿Por qué vamos a tener que ir con usted? -Ricardo parecía hacer de

portavoz.

-Oh, por favor, podéis tutearme. Me llamo Sara.

-Bien, Sara, dime entonces por qué.

-Sencillamente, este es un mundo muy peligroso para vosotros. Me pregunto

yo: ¿de dónde habéis salido? Hacía mucho tiempo que no veía niños como vosotros.

Hace mucho tiempo que desaparecieron la mayoría. Ahora sólo se ven

esporádicamente, y están sucios y enfermos. Este es un mundo muy peligroso para

ellos, para vosotros, chicos.

-Hace frío- interrumpió Rafa.

Ricardo desconfiaba, pero Jorge le dijo reservadamente:

-¿Qué tenemos que perder, eh, Ricardo? Hace frío y tenemos hambre.

Dormiremos hoy en su casa, y mañana empezaremos a buscar.

Ricardo claudicó:

-Está bien.

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-¿Venís conmigo, entonces?

-Sí -respondieron.

-Mi casa está cerca. Seguidme.

En efecto, tras un corto camino, llegaron a la morada de Sara, una casa

destartalada y ruinosa. Ninguna puerta se interponía en la entrada.

-Pasad -dijo la mujer.

Y entraron. El interior de la casa estaba en completo desorden, y despedía un

olor desagradable. Estaba compuesta, en realidad, de una sola habitación. A un lado,

lo que podría ser la cocina, con un montón de leña seca apilada en una esquina, y

cacharros y vasos puestos desordenadamente sobre una mesa agrietada. Cerca de

allí, una herrumbrosa cama, y sobre ella un agujereado y sucio colchón, desprovisto

de sábanas o mantas. De pocos más objetos constaba el mobiliario de la vivienda.

Unas sillas, apoyadas en una pared, y un cúmulo de ropa sucia y maloliente apilada

en un rincón.

-¿Os gusta? -preguntó Sara.

Ninguno respondió.

-Bueno -continuó la mujer-, vamos a comer algo, ¿no os parece? -Todos

estaban de acuerdo.

De debajo de la mesa sacó un grueso cajón de madera. Cogió unas verduras

secas que había dentro y las puso en una cazuela llena de agua. Encendió fuego y

colocó el tazón sobre las llamas. Minutos después, el brebaje comenzó a burbujear, y

la mujer lo repartió en seis pequeños platos de plástico. El alimento que les ofrecía

Sara despedía un olor húmedo y desagradable; su sabor era difícilmente soportable,

un amargor que perforaba la lengua y las encías. Ricardo recordó el día que probó la

sangre de cerdo, meses atrás. "¡Quién pudiera comer un poco de sangre de cerdo"

pensaba con cierta tristeza.

-No está muy bueno -dijo Sara-, pero no hay otra cosa. Y esto alimenta más

que el aire, os lo aseguro.

-Gracias -dijeron.

Tras unos minutos de silencio, en los que Sara recogió los platos, Ricardo

habló:

-Dinos, Sara, ¿qué es lo que ha pasado en el valle? -Sara le miró extrañada.

-Pero ¿de dónde venís criaturas? Vestís bien, estáis limpios y sanos, y hacéis

preguntas extrañas.

-Venimos de un sitio que está muy lejos -dijo Ricardo, por decir algo.

-Muy lejos sí que tendrá que estar, pues todo el mundo está igual...

-¿Qué es lo que ha ocurrido?

-¿Ocurrir? Nada. Simplemente hemos llegado hasta aquí. Las cosas han ido

cambiando, eso es todo, y ahora estamos así.

-Y, bueno. ¿No se hace nada para salir de esta situación?

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-¿Hacer algo? ¿Quién? Anda, niños, esta conversación me está aburriendo.

Os dije que os iba a enseñar algo que nunca habéis visto vosotros, criaturitas. Estoy

cansada y aburrida, quiero divertirme un poco. ¿Vosotros no queréis diversión?; yo

puedo dárosla, muchachos, y gratis.

La mujer se dio la vuelta, y comenzó a despojarse de sus ropas. Cuando

volvió a mirarles les dijo:

-A ver quién es el primero. Tú también puedes, niña.

Y mientras hablaba, continuaba desnudándose. Sus pechos, fláccidos, eran

colgajos de piel que casi le llegaban al abdomen.

-¡Qué asco! -murmuró Rafa.

-Venga -insistía la mujer-, ¿a qué esperáis?

-De manera -dijo Ricardo- que eso era lo querías desde el principio.

-¿Y qué tiene de malo?

-Vámonos de aquí, rápido.

Y salieron de la casa. Afuera, el gélido viento les golpeó ásperamente las

mejillas.

-¡No os vayáis, niños! -gritaba Sara desde el interior de la casa-, ¡no me

dejéis sola! ¡Niños! ¡Hombrecillos! ¡Podemos divertirnos! ¡Podemos divertirnos

mucho!

Y a medida que se alejaban, las voces de la mujer fueron apagándose hasta

desaparecer. Caminaron por las calles desnudas de la ciudad, entre la niebla, hasta

que entraron en una casa que creyeron deshabitada.

Subieron unas escaleras, y llegaron a un pequeño habitáculo, vacío, pero

recogido y guarecido del frío. Allí se aposentaron, tratando de conciliar el sueño.

-Tenías razón tú, Ricardo -dijo Jorge.

-Sí -asintió Marta- de ahora en adelante, nos fiaremos sólo de ti.

-No es para tanto. Si me hubieseis hecho caso a mí desde el principio ahora

tendríamos más frío y hambre. Gracias a Jorge tenemos ahora los estómagos llenos,

¿no creéis?

-Es cierto.

-Sí, llenos, pero ¡qué asquerosa estaba esa sopa! -exclamó Jorge.

-Asquerosa, sí, pero sin hambre, gracias a ella -insistía Ricardo.

-Sí -subrayó Rafa- recordad lo que dijo el hombre de la túnica blanca:

permaneced unidos. Eso es lo que hemos hecho, hemos estado unidos, y ahora,

aunque malamente, tenemos llenos los estómagos. Y no nos ha pasado nada.

-Es cierto.

-Bien, lo que sí es cierto también es que necesitamos dormir. Si tenemos frío,

nos acurrucamos. Mañana nos espera otro día, y hay que comenzar a buscar.

-Al monstruo de las galletas, ¿no? -preguntó Marta.

-Al monstruo o a lo que sea.

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-No nos queda otra alternativa -dijo Jorge- y cuando lo encontremos acabar

con él.

-Y para ello hemos de estar unidos, esa es nuestra única arma.

-Durmamos, entonces.

Se tendieron en el suelo de la pequeña habitación de la casa, acurrucados

unos contra otros.

Muy cerca de Ricardo, el cuerpo cálido de Marta. Una mano suave y fría se

enlazó con la suya. Y arriba, muy arriba, la luna, que dejaba caer sobre ellos su luz

de terciopelo.

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CAPITULO XVII

Otra vez los sucesos se habían precipitado como un torrente. Los

acontecimientos habían sobrevenido, uno tras otro, sin una secuencia lógica, pero

allí estaban ellos. Había transcurrido, no era un sueño, por muy irreal que pareciese

la luna poniéndose sobre las casas de la ciudad, y las primeras luces del alba que

comenzaba a despuntar, rompiendo la fría noche.

El frío nocturno había hecho que los cinco durmieran apretujados, al abrigo

de sus calores corporales, y finalmente, les despertó, uno tras otro. Fue Jorge el

primero en levantarse.

-Ya es de día -dijo- un día extraño.

Las nubes seguían adoquinando el cielo, la niebla del día anterior persistía y

se hacía más espesa a ras del suelo.

-Hay que comenzar la búsqueda -dijo con cierto fastidio Ricardo.

-Sí y no tenemos nada para desayunar. No sé cómo vamos a sobrevivir aquí.

-Cuanto antes terminemos, antes podremos irnos de este lugar, estoy seguro -

aseveró Rafa.

-Pues vamos -ordenó Ricardo.

Salieron de la casa. Afuera el frío era aún incómodo. Ninguno de los cinco

tenía ropas de abrigo. El día anterior, para ellos, era un soleado día de finales de

primavera. Allí todo era diferente. La noche, el alba y el atardecer eran gélidos. Pero

el día, a medida que iban pasando las horas, se iba caldeando, y en su ecuador

llegaba incluso a ser tórrido.

Caminaban cabizbajos y silenciosos, rodeados de la pertinaz niebla,

recorriendo las estrechas calles de la parte vieja de la ciudad. Después de un trayecto

en el que no supieron muy bien qué hacer, llegaron a La Corredera, plaza central de

la ciudad. Allí estaba anteriormente el parque, lugar donde se levantaban las ferias.

Ahora no quedaba nada, sólo dos o tres árboles raídos por el tiempo y la sequedad.

Aparcados junto a las aceras, yacían lo que en otro tiempo fueron

automóviles. Ahora estaban saqueados, oxidados y desprovistos de cristales y

puertas. En un lugar privilegiado de la plaza se levantaba lo que fue Fábrica

General de Paños de Béjar, un edificio majestuoso del que sólo quedaba un

lastimoso testimonio.

-Aquí trabajaba mi padre -dijo Rafa al ver el edificio.

-Y el mío -replicó Marta con cierto atisbo de tristeza en los ojos.

-¿Qué habrá sido de nuestros padres, y de nuestros amigos, y de todo el

mundo?

-Creo que estamos en el futuro -argumentó Ricardo.

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-En un futuro muy negro.

-Nosotros debemos evitar que éste sea el futuro que nos espera. ¿Qué os

parece si empezamos entrando en la fábrica? -sugirió Ricardo.

-Vale -acordaron lo demás.

Entraron. El edificio, como la mayoría de los de la ciudad, carecía de puertas

que protegieran la entrada. El interior ofrecía un aspecto desolador. En primer

término, vieron las oficinas de la fábrica. En ellas parecía haberse desarrollado

tiempo atrás una batalla campal. Las mesas y las sillas cubrían desordenadamente el

suelo, retorcidos sus hierros y astilladas sus maderas. En una esquina de la estancia,

había apilados un sinfín de máquinas, completamente destrozadas. Y alfombrando el

suelo, un reguero de papeles viejos y enmohecidos.

-Es como si alguien hubiera entrado aquí y lo hubiera saqueado todo.

-Sí, y como si los que estuvieron aquí hubieran luchado hasta... morir.

Marta respondió a esas palabras con sollozos contenidos. Rafa se acercó a

ella y trató de consolarla, abrazándola.

-Venga no llores, mi padre también trabajaba aquí, y ellos lucharon... -sus

palabras se ahogaron en un gemido que trató inútilmente de reprimir-, y ahora

nosotros debemos luchar por ellos -concluyó con lágrimas en los ojos.

-Vamos -dijo Ricardo-, no lloréis, que eso no vale de nada -esas palabras le

hicieron recordar el día que murió la madre de José Luis. Desechó rápidamente esa

idea- si seguimos adelante -continuó-, tal vez podamos arreglar esto.

Se levantaron, y se pusieron en camino, adentrándose más en la fábrica.

Atravesaron las oficinas y llegaron a la sala de máquinas para la confección de

paños. El espectáculo que se mostró ante sus ojos allí, fue aún más dantesco que el

de las oficinas.

Lo primero que notaron al entrar en las estancias fue el intenso frío y la

humedad. Después lo miraron todo. Entre la deteriorada maquinaria, detectaron con

claridad los signos de una lucha atroz que había esparcido por toda la estancia la

señal de una muerte terrible.

Un grito de horror se dejó oír en toda la estancia, y retumbó contra las

paredes. Las lágrimas y llantos de Marta se hicieron incontenibles; era inútil

consolarla. Y todos lanzaban gritos de repulsa y rabia.

-Nunca pensé que... -murmuraba Ricardo, pero sus últimas palabras fueron

incomprensibles y se hundieron en sollozos de rabia.

-Mirad lo que he encontrado -gritó Alberto, que se había adelantado un poco

y había estado hurgando entre los aparatos destrozados y los restos humanos.

-¿El qué? -preguntaron los otros, levantando las miradas.

-Un papel, y dice algo.

-A ver...

-No se lee muy bien, las palabras están borradas, pero... oh, no.

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Dejó caer el papel al suelo. Ricardo lo cogió y lo leyó. Los demás hicieron lo

mismo y finalmente lo dejaron apartado en un lugar que creyeron prudencialmente

alejado. El papel tenía escrito un párrafo emborronado. Sólo se leían dos palabras y

otra casi al final: "Los Viejos", decía.

Ricardo sacando fuerzas de donde no creía tenerlas, dijo:

-Esto es horrible, pero sólo es para confundirnos, tal vez una coincidencia -

carraspeó-, debemos continuar.

Marta, que no había dejado de llorar, prorrumpió en gritos:

-¿Qué? ¿Que debemos seguir? ¡Una mierda! ¡Está claro que no podemos

hacer nada! ¡Es más fuerte que nosotros! ¡Es una locura, una LOCURA! No quiero

acabar como ellos... ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió subir a El Castañar a

verte, Ricardo! ¡Malditos seáis todos! ¡Dejadme en paz!

-Pero, Marta... -trataba de conciliar Ricardo y ella seguía con sus quejas. Rafa

la apoyaba:

-En realidad, tiene razón, lo tenemos muy difícil.

-Ya, -condescendía Jorge- pero no es para ponerse así.

-No sé, no sé qué hacemos aquí- insistía Rafa-, no sabemos muy bien lo que

buscamos, ni qué conseguiremos.

-Olvida eso, Rafa -dijo Ricardo-, eso ya se verá a su debido tiempo.

Mientras Marta, en su ataque de histeria, seguía gritando e increpándoles:

-¿Y qué vamos a comer? Yo me voy de aquí a buscar comida.

Y salió de la estancia. Los demás la siguieron con dificultad, pues iba

corriendo.

-¿A dónde vas? -gritaron desde atrás.

Pero ella no respondió, seguía corriendo. Atravesó La Corredera, y

avanzando por la carretera llegó al puente que cruzaba el río Cuerpo de Hombre,

ahora completamente seco. Los demás la seguían. Alberto hubiera querido decir

"mirad, el río está seco", pero en ese momento sobraban los comentarios. Las casas

de la ciudad se alzaban a ambos lados de la carretera que llegaba hasta Salamanca. A

partir del puente, se hacía cuesta arriba, comenzando a subir la falda de la montaña.

Dejaron a un lado la bella iglesia de Monte Mario, con sus esbeltas torres y

encaramada en una escarpada colina, y continuaron caminando. Marta no cejaba en

su empeño de buscar comida.

A lo lejos, junto a una curva de la carretera, creyeron ver una luz titilante.

Hacia allí corrió Marta, y los demás la siguieron. "¡Cómo corre esa muchacha!"

pensó Ricardo. Sus piernas de atleta hacían que resultara inalcanzable en cualquier

carrera; una combinación de fuerza y suavidad, pensaba Ricardo.

La luz que perseguían pertenecía a una taberna. Restaurante Argentino,

rezaba el cartel que coronaba la entrada. La pequeña casa en la que se encontraba

mostraba signos de deterioro, ocultando un pasado mucho más esplendoroso. De

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dentro se oían voces y risas. Entraron, y un calor sofocante les cubrió. Marta se

había quedado asustada en el umbral de la puerta. Los demás se unieron a ella.

Los hombres, que antes voceaban y reían, quedaron mudos de asombro al

verles. Todos vestían harapos, y algunos iban descalzos. En general lucían un

aspecto desordenado, como el local en que se hallaban, sin afeitar y los cabellos

revueltos y despeinados.

Tras unos minutos de incómodo silencio, durante los que los hombres

escrutaron los limpios rostros de los niños y sus arregladas ropas, el que parecía ser

el camarero, habló por detrás del mostrador:

-¿Qué queréis?

Marta dijo decididamente:

-Queremos comer.

-¿Y qué? ¿Acaso no es lo que queremos todos los que estamos aquí? -Los

demás hombres respondieron al comentario con risotadas.

-Dadnos algo, por favor -insistió Marta.

Los hombres de la taberna hicieron un corro, y dejaron que los niños pasaran

hasta el mostrador. Mientras se dirigían allí, oyeron cómo los hombres hacían

comentarios susurrantes y reían burlonamente.

-Está bien -dijo el tabernero-, os podré dar esto, pero sólo esto.

Y les ofreció unas zanahorias secas y una lechuga amarillenta. Junto a los

alimentos, una pequeña jarra de agua. Los chicos se lanzaron a las hortalizas y las

devoraron rápidamente. La jarra de agua duró aún menos.

-Bien -dijo el camarero cuando terminaron-. ¿satisfechos?

-Sí, gracias, señor-dijo Marta.

-Gracias -repitieron los demás

-¿Cómo que gracias? ¿No tenéis dinero o algo que darme a cambio?

-No tenemos dinero.

-No, espera -cortó Alberto, que sacó unas monedas de un bolsillo de su

pantalón, y las puso sobre el mostrador. El tabernero las miró con desprecio, las

cogió y dijo:

-Esto ya no sirve.

-Pues no tenemos otra cosa -dijo Ricardo mirando a los demás y viendo que

hacían gesto negativos con la cabeza. Marta parecía haberse calmado de su tristeza,

y estaba tan asustada como los demás.

-¿Y no tenéis nada que darme?

-No.

-Ya sé de algo que podéis darme- dijo y en su rostro se dibujó una siniestra

sonrisa. -Dadme a ella.

-¿A quién? -preguntó sorprendido Ricardo, mientras el camarero seguía

señalando a Marta.

-A ella -repitió.

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Ricardo comprendió que habían caído otra vez en una trampa. Los hombres

de la taberna se acercaron a ellos, cerrándoles el paso y dispuestos a cogerles.

-Tenemos que salir de aquí -susurró Ricardo al oído de Alberto. Todos lo

oyeron.

-¡Ya! -gritó Jorge.

Y salieron escabulléndose y soltándose de las manos que ya habían

comenzado a sujetarlos.

-¡Corred! ¡Corred! -gritaba Ricardo.

Y corrían. Bajaban lo más rápidamente posible al centro de la ciudad, otra

vez a La Corredera. Sólo se preocupaban de correr, jadeantes, gastando las pocas

energías que les quedaban.

Llegaron a la Corredera, y de allí se adentraron en la parte vieja de la ciudad.

Tenían la vaga presunción de que alguien les perseguía, pero no miraban hacia atrás.

Sólo corrían.

Cuando creyeron hallarse lo suficientemente lejos del peligro, comenzaron a

caminar más lentamente, y por fin se detuvieron. Entraron en una casa. Dentro se

sentían más seguros. Allí se dieron cuenta de que sólo habían entrado cuatro. Faltaba

uno de ellos.

Fue Ricardo el que primero habló entre jadeos:

-¿Y... y Marta?

-¿Marta? -balbucearon los otro respirando entrecortadamente.

-¡No está! -exclamó Ricardo.

-Espera... -trató de calmarle Alberto.

Salieron fuera de la casa. La calle estaba desierta, igual que siempre. Y allí no

estaba Marta. La llamaron, pero no contestó. Buscaron por los alrededores, pero no

la encontraron.

-Marta se ha perdido -dijo Ricardo, un tanto abatido.

-Sí -asintió Alberto-, debe haber tropezado, y el hombre que nos perseguía la

pescó, sin dejarla gritar.

-Bueno -dijo Ricardo casi sin aliento-, ahora, además de buscar lo que sea

que buscamos hemos de buscarle a ella.

-Lo que nos faltaba -remató Rafa.

Caía la tarde. El día había pasado rápidamente. E iluminados por las últimas

luces vespertinas, se introdujeron en una de las casas que tenían a su alcance, y se

dispusieron a dormir, esta vez sin Marta. "Es mejor que descansemos para recuperar

fuerzas", pensaba Ricardo. Ya no estaban al completo, y todos presentían y sabían

que la cadena de unión entre todos ellos, se había roto. Faltaba un grueso eslabón.

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CAPITULO XVIII

Buscaban por las calles de Béjar, esa mañana nublada y pesada. Regresando

sobre sus pasos, volvieron a cruzar el puente sobre el río Cuerpo de Hombre. Desde

la altura del puente, sólo se veía el lecho seco y vacío del río, cubierto de gruesos

cantos rodados y restos de basura.

Esta vez Alberto sí lo dijo:

-Mirad, el río se ha secado.

Y todos se acercaron a la barandilla que bordeaba el puente y apoyándose en

ella, miraron hacia abajo. El continuo e inconfundible rumor del río siempre había

formado parte de la ciudad. Y ahora ese ruido del agua golpeando contra las piedras,

había desaparecido. Los árboles que antaño eran mecidos por el viento de la

montaña, bordeando la ribera del río, casi habían desaparecido. Los que quedaban

poblaban ralamente el borde del río, y eran testimonio de la poca vida que se

arrodillaba en las cercanías del Cuerpo de Hombre.

-Está completamente seco -se admiró Rafa-, no hay ni un solo charco.

-Sí.

Todos se quedaron pensativos, mirando lo que en otro tiempo había sido el

grueso caudal del río.

-Bueno -dijo finalmente Ricardo-, tenemos que seguir buscando a Marta.

Estaban abatidos, desanimados, casi habían perdido las esperanzas. Era muy

difícil encontrar a una persona perdida, y posiblemente apresada en una de las casas

de la ciudad.

Ciertamente, aquella niña de cabellos castaños y figura esbelta había entrado

en los ojos de Ricardo. Un poco más alta que él, de mirada serena y cargada de

palabras, siempre andaba Ricardo tras sus pasos ligeros. Y ahora ella estaba perdida.

Ricardo sentía algo parecido a una muy intensa melancolía, notaba que algo vital le

faltaba, aunque no sabía expresarlo. Era un nuevo sentimiento que le inundaba y que

no sabía muy bien lo que era, casi le asustaba.

Para sacarle de sus pensamientos y reafirmar su abatimiento, Rafa se

lamentaba:

-Nos podemos tirar un mes entero buscándola, y no la encontraremos.

Nadie le replicó pues sabían que podía tener razón, por mucho que se

esforzaran.

-Vamos a la taberna -propuso Ricardo- tal vez esté allí.

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Caminaban despacio y alerta, temerosos de ser descubiertos y capturados al

igual que Marta. Si eso ocurría, todo se perdería, de nada valdría haber llegado hasta

allí.

Llegaron a la taberna. Era uno de los pocos edificios que conservaba las

puertas. Con cuidado y suma lentitud, la abrieron. Pero dentro no había nadie, el

lugar estaba vacío y yerto.

Se acercaron al mostrador y buscaron algo de comer.

-Ya que estamos aquí hay que aprovechar.

Encontraron lo mismo que les había ofrecido el camarero el día anterior, y

unas pocas naranjas resecas. Cuando se saciaron, llenaron los bolsillos con todo lo

que pudieron, y salieron al exterior. Allí se sentaron, junto a la entrada de la taberna,

y se quedaron durante unos minutos pensativos, en silencio.

-Bueno, parece que Marta no está aquí -dijo Rafa impaciente.

Los demás permanecían en silencio, como si quisiesen escuchar algo.

-¿No lo oís?. -dijo de pronto Alberto, tras otro tiempo de calma.

-¿El qué?

-¡Calla!

Un ligero murmullo se escuchaba a lo lejos. Era alguien que gritaba, con una

voz de elevado tono. Era la voz de Marta.

-¡Es Marta! -dijo Ricardo, alzando la voz.

-¿Dónde?

-Allí -señalaban la parte trasera de la taberna.

Dieron la vuelta al pequeño establecimiento, y llegaron a la parte trasera, que

estaba ocupada por una pequeña huerta en la que habían sembradas unas pocas

legumbres. Al otro lado del sembrado había un cuartucho, de rústica y simple

construcción. De allí venían las voces.

Corrieron atravesando la pequeña huerta.

Dentro del minúsculo habitáculo de uno o dos metros cuadrados se hallaba

Marta atada a una silla, y amordazada. Al verles, emitió una exclamación apagada, y

muy poco después la desataron y liberaron de sus mordazas. Así pudo gritar de

alegría y alivio.

Cuando se hubo calmado dijo:

-Tenemos que irnos rápidamente, dijo que iba a volver pronto.

-¿Te hizo algo, Marta'? preguntó Ricardo.

-No, nada -dijo ella, tajantemente-, bueno..., no, nada.

-¿De verdad?

-No, no me hizo nada.

-Anda dame un abrazo -dijo Ricardo y los cinco se fundieron en un apretón.

-Vámonos, anda, estoy hambrienta.

-Toma -Ricardo le ofreció una zanahoria.

-Gracias.

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-¡Eh! -gritó de improviso Alberto-, ¡que viene! ¡Que viene el tabernero, allí!

El hombre les miró con desagrado y un brillo de odio en sus ojos. Gritó:

-¿Qué hacéis vosotros aquí? ¡Malditos! ¡Malditos seáis todos! ¡No

escaparéis! -y mientras lo decía emprendió carrera detrás de ellos.

-¡Corred! -gritó Marta-, ¡pero esta vez de verdad, es muy rápido, creedme!

Y salieron rápidamente de la huerta, sin perderse de vista ninguno, otra vez

huyendo del tabernero. Cruzaron de nuevo el puente sobre el río. y de allí tomaron

la carretera que, un poco más adelante, serpenteando por la montaña llegaba hasta

Candelario.

-¡Todavía nos sigue! -exclamó Jorge.

-¡Y nos está pisando los talones! -remató Rafa.

-Escondámonos en esa curva de la carretera detrás de esas rocas - dijo, un

poco más bajo Ricardo

Así lo hicieron. Antes de advertirlo su perseguidor, se escondieron detrás de

unos gruesos pedruscos. Un poco más abajo de ellos, quedaba el triste lecho del río,

que acompañaba la carretera durante algunos kilómetros.

Ricardo desconfiaba:

-Creo que nos ha visto meternos aquí. Dentro de unos segundos lo tendremos

encima, ¿qué os apostáis?.

-¿Y qué hacemos entonces? -preguntó excitado Rafa.

-Hay que actuar rápido -dijo Marta, animando a Ricardo a que dijese algo.

Pero él continuaba callado, inmerso en sus pensamientos.

-Yo sé lo que hay que hacer -dijo Alberto.

Caminó unos pasos, en dirección al lecho del río, y cogió un palo grueso, que

casi parecía un tronco.

-¿Qué vas hacer? -susurró Ricardo.

-Tú déjame a mí -dijo el otro, y con la vara en la mano, se dirigió hacia la

carretera.

Mientras tanto, el dueño de la taberna había llegado a un lugar muy próximo

a donde estaban ellos, y les buscaba. Alberto se acercó silenciosamente a él, con el

palo agarrado fuertemente y dispuesto a atacar.

-¿Dónde estáis, chicos de mierda? -gritaba el hombre. Para Alberto, el

momento había llegado.

-¡Aquí! -exclamó, y un pensamiento fugaz, pero extraordinariamente vívido

le inundó la mente. "No le mataré", pensó, "sólo le haré mucho daño, no gano nada

con matarlo".

Asió el pequeño tronco con fuerza, y dando un fuerte viraje, se lo estampó

contra las rodillas. Un lastimoso crujido se dejó oír. Alberto en un principio no supo

si provenía del palo o de las piernas del tabernero, pero poco después comprobó que

su arma estaba intacta. Le había fracturado las rodillas.

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El hombre aulló de dolor, y quedó postrado en medio de la carretera. En ese

momento salieron los demás, y contemplaron la escena.

-¿Qué es lo que quería usted? -dijo Ricardo-, ¿a nosotros? Pues aquí

estamos...

-....para servirle -remató Alberto, triunfal.

El tabernero no respondía, se limitaba a gemir de dolor, impotente.

-Vámonos -dijo Jorge-, estas escenitas me causan repugnancia.

Los demás asintieron, y se marcharon, en dirección a Candelario. El hombre,

mientras tanto, continuó gimiendo de rabia, y quedó despatarrado en medio del

asfalto.

-Ese no va a durar mucho -apuntó Rafa.

-Nosotros no tenemos nada que hacer.

-¿Creéis que hacemos bien, dejándole ahí? Morirá de frío.

-Él se lo buscado -cortó bruscamente Jorge.

Caminaban por la carretera, entre los pocos castaños muertos que quedaban,

en dirección al pequeño pueblo de casas blancas que era Candelario.

-Marta... -dijo de improviso Ricardo.

-Qué...

-Por qué lo hiciste -los demás escuchaban atentos.

-No sé.

-Ya has visto lo que ha pasado por... por romper la unidad. Casi no salimos

de ésta.

-¿Y tengo yo la culpa?.

-Desde luego que no.

-¿Entonces?.

Rafa intervino:

-No, tú no tienes la culpa, ni ninguno de nosotros. Simplemente ha pasado.

Todo empezó en la fábrica esa, en Béjar. A cualquiera de nosotros pudo haberle

ocurrido lo que a ti.

-Sí -asintió Ricardo-, lo que pasa es que eso contra lo que luchamos no quiere

que estemos unidos. Esa es nuestra única posibilidad, y él lo sabe.

-¿Él? ¿Qué él? ¿Qué es eso contra lo que estamos enfrentados? ¿Lo sabes tú?

¿Lo sabe alguien?

El calor del día había llegado a su máximo zénit, pero una rápida ráfaga de

viento proveniente de las montañas, les causó a cada uno de ellos un débil

escalofrío. La tarde comenzaría pronto a caer, y los fríos de la noche lo invadirían

todo.

Ricardo tragó saliva, caviló unos segundos, y dijo:

-Aquí hay que dejarse de tonterías. No hay duendes, ni brujas, ni hadas

madrinas. Esta es la cruda realidad. No sé contra qué luchamos. No sé dónde

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estamos, ni qué hacemos aquí. Sólo sé que estamos atrapados, y que tenemos que

salir como sea..., volver.

-Y para ello tenemos que matar al demonio -dijo Jorge sarcásticamente.

Ricardo no dijo nada. Sólo pensaba en su anterior existencia, fácil e inútil. Su

casa, sus padres, luego el seminario, los muros fríos de la iglesia, los cantos con el

Padre Guillermo, el Chupi, los castaños, siempre los castaños, batidos por el viento

y soltando sus hojas y sus castañas... Y Martín, su muerte inútil y la inútil crueldad

de los Viejos.

-Pero -se preguntaba Jorge-, ¿por qué? ¿Por qué somos nosotros los que nos

tenemos que enfrentar a eso, lo que sea, si somos literalmente unas mierdecitas.

¿Cómo es que hemos sido elegidos nosotros precisamente?.

-Eso no lo sé -dijo Ricardo, aún sumergido en sus pensamientos.

-¡Eh! -saltó Alberto-, ¿acaso no has visto lo que hicimos con el tabernero?

¡De mierdecitas, nada!

-No tiene comparación.

-De la misma manera que yo acabé solo con el tabernero, nosotros juntos

podremos... podremos, bueno, haremos lo que tenemos que hacer, echar a esa cosa

al lugar de donde procede.

Los demás parecieron acoger favorablemente el último comentario de

Alberto. Por un tiempo no dijeron nada, hasta que llegaron a Candelario. El pueblo

no había cambiado apenas nada. Las casas seguían resplandeciendo blancas. Y las

calles estaban adoquinadas con las mismas piedras de siempre. Pero estaba vacío y

terriblemente silencioso. Allí no parecía haber nada ni nadie.

-¿Hay que buscar aquí también? -dijo Jorge, que estaba en su pueblo.

-¿Quieres ir a tu casa?.

-No. Prefiero no ir. Creo que sé lo que voy a encontrar y prefiero no ir -lo

dijo casi sin aguársele los ojos, imperturbable.

-Aquí no parece haber nada.

Marta dijo:

-¿Y si en Béjar no está, ni aquí tampoco, entonces dónde?. ¿Tan seguros

estamos de que aquí no está?.

-¿Qué es lo que te dice tu intuición femenina? -le preguntó Ricardo.

-Pues la verdad, nada de nada.

-Entonces, ¿dónde? Tiene que estar en alguna parte, si es que existe. Si no,

¿por qué estamos aquí?

-No lo sé, no lo sé -repetía una y otra vez Ricardo.

La tarde fue pasando, y el sol se ocultó detrás de las montañas. Se refugiaron

en una de las casas del pueblo, a la entrada, junto a una pequeña ermita. La noche no

tardó en llegar, con el frío, el viento y su luna. Con los estómagos saciados con lo

que habían cogido en la taberna, se dispusieron a dormir. Otro día había terminado,

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y no sabían cuánto tiempo más debían buscar, cuándo llegaría el momento de

escapar del lugar en el que se encontraban.

Escape, era la palabra clave en el pensamiento de Ricardo mientras caían los

primeros lienzos del sueño. Escapar, huir del mismo círculo en el que siempre se

había sentido recluido. Romper los fríos muros del santuario, liberarse del Horario,

siempre rígido y ahora completamente inservible. Elevarse por encima del sonido,

de la música, de los cantos, tronchar la batuta del Padre Guillermo. Vencer a los

Viejos, sin esfuerzo, sin violencia, sólo con la rotundidad de las palabras. Sacar a

Martín de la sinrazón de la muerte, traerle de vuelta a la misma búsqueda incansable

de castañas rancias en otoño. Y ahora, salir de ese mundo adoquinado, cortar el halo

de la luna para que llore lágrimas de terciopelo e inunde con su luz de plata las

ramas torcidas de los castaños.

-Ricardo... -murmuró Marta a su oído.

-Qué.

-En qué piensas.

-No sé. En ti -notó una mano que se enlazaba a la suya. -¿Has visto la luna?.

-Sí. Hoy está llena.

-Está llorando, ¿lo ves?.

Ricardo se sorprendió. Parecía que había estado escuchando sus

pensamientos. "En ti. Pienso en ti", le había dicho. Y en realidad era cierto.

-¿Por qué lloras? -dijo él.

-A lo mejor de felicidad.

-Seguro -y apretó con más fuerza su mano-. Marta... no sé, pero creo que te

quiero.

-Lo sé. Yo también te quiero.

"Pero es demasiado pronto", pensaba él. ¿Por qué, por qué ahora?. Tapados

con una manta raída, bañados en la luz de la luna, cobijados por unos castaños

desvencijados y escuchando los ronquidos de los demás. Y tan pronto. Miró a los

ojos de Marta, y lo que vio no supo interpretarlo, pues era demasiado intenso.

-Te quiero -repitió.

-Te quiero -dijo ella.

-Dame la otra mano, anda.

Y se dieron un corto abrazo.

Esa noche tal vez en alguna parte un castaño ahondó un poco más sus raíces,

o tal vez en un recóndito precipicio brotó una trasnochada flor, o tal vez alguien

escuchó un suave batir de alas. O tal vez.

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CAPITULO XIX

El amanecer de aquel día supuso para Ricardo la comprensión absoluta de la

palabra silencio. El viento se había detenido, los pocos insectos que quedaban en el

bosque de piedra estaban escondidos en sus ocultas guaridas y colmenas. No se

escuchaba ni el paso asustado en la maleza seca de la pradera, ni el traqueteo

monótono de las fábricas de la ciudad que siempre había formado parte del paisaje.

No se escuchaba ni la más leve respiración, ni el más suave roce de ropas, ni al

viento mecerse en las hojas secas de los castaños. Ricardo estaba solo,

completamente solo.

La rotunda soledad le sobresaltó, y le hizo levantarse repentinamente de la

manta en la que se había refugiado la noche anterior.

-¿Marta? -llamó- ¿Rafa? ¿Jorge?... ¿Dónde estáis?... ¡Alberto!

No obtuvo respuesta. Sólo las ramas secas de los castaños se revolvieron por

efecto de una repentina ráfaga de viento.

Todo estaba igual, las mantas, los pocos enseres de la habitación en la que se

encontraba. Todo igual que la noche anterior. "La noche", pensó Ricardo, y recordó

a Marta, sus manos, su mirada.

-Pero, ¿dónde? -Se asomó a la ventana y gritó los nombres de sus amigos.

Pero el muro del silencio seguía en pie, cercándolo y ahogándolo.

Salió de la casa, y corrió por las calles del pueblo. Se maravilló del sonido de

sus suelas rompiendo contra las piedras. Pero allí no había nadie. Se habían

esfumado, sin dejar rastro.

-¿Por qué? ¿Por qué me habéis abandonado? -repetía una y otra vez. No

entendía nada-. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?

Después de unas horas de búsqueda decidió descansar. Se sentó en un muro

de piedra semiderruido, a la salida del pueblo y dejó que los tenues rayos del sol le

bañaran. La niebla se iba levantando, y la claridad del día permitía ver las cumbres

de las montañas.

Seguía sin comprender nada. Habían desaparecido, sin más, sin dejarse sentir,

pero no entendía por qué. ¿Habían sido secuestrados? ¿Habían huido? Pero, ¿por

qué estaba él solo? ¿Por qué le habían abandonado?

-Maldita sea -se lamentaba. En el fondo de su ser sabía que otra vez los

acontecimientos le habían atropellado, y le oprimían y no le dejaban levantarse.

-¿Qué se supone que debo hacer? -se preguntaba. Se hallaba bloqueado. A

cada cosa que hacía siempre se sucedía un evento que lo descontrolaba todo.

Tal vez sería mejor esperar, dejar que otro suceso volviera a sacudirle.

Dejaría que las horas fueran pasando, con su lenta y parsimoniosa cadencia. El sol se

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pondría, la noche volvería y cubriría los campos muertos con su manto gélido de

estrellas. Y él seguiría allí, rodeado de las casuchas del pueblo, tumbado en los

adoquines, debajo de las angostas ramas de los castaños. Solo, completamente solo.

La soledad era algo que siempre le había atraído. Era como un cálido refugio

donde podía pensar, cavilar, alejarse de la cruel rutina que siempre le había

atenazado en el santuario. Casi podía decirse que era un escape, una puerta

entreabierta en el inmenso muro del Horario que caía brutalmente sobre él cada día.

Pero ahora esa soledad feroz, se cerraba sobre sí misma en un círculo infranqueable, un círculo que se estrechaba cada vez más y podía ahogarle. Era un

círculo acerbo, como un bastión del que no se podía salir. Si no quería volverse loco, o

tal vez morir, debía romper ese círculo.

-Bueno -dijo, y su vocecilla no produjo eco ni resonancia alguna. Las piedras del

suelo la absorbieron con avidez. Se levantó del muro semiderruido en el que se hallaba apoyado y comenzó a

caminar sin rumbo. Deambuló entre las callejas del pueblo. Entró en los bares, en la

ermita y en la iglesia grande. Escudriñó las puertas y las entradas de las casas, corrió

por los secos prados que circundaban el pueblo.

Pero allí no había nadie. Había transcurrido ya buena parte del día. El sol estaba a punto de ponerse.

Y con la noche llegaron los viejos temores, los oscuros pensamientos, y el frío.

Corrió a refugiarse en una casucha a las afueras del pueblo, y se tumbó en un raído catre

que dominaba la estancia en la que se encontraba.

A través de una ventana que milagrosamente conservaba el cristal intacto, veía la

luna, la misma luna de la noche anterior. Y no pudo evitar acordarse de Marta y sus

amigos. ¿Dónde estarían? ¿Por qué le habían abandonado? No había lógica alguna en todo lo que estaba sucediendo, al igual que en los días

anteriores. Nada tenía sentido, tal vez se hubiera vuelto loco y todo aquello serían

alucinaciones. Sin embargo lo que estaba viviendo era muy real, lo sabía, y todo había

sucedido de manera muy rápida, como ya era habitual en él.

Se sentía abatido, vencido. De nada serviría que continuase día tras día buscando

a sus amigos. Los había perdido para siempre, estaba seguro de ello. Algo habría

sucedido, mágico, sobrenatural, y todos habían desaparecido, absortos en la sinrazón.

Sus esfuerzos ya serían inútiles, estaba irremediablemente vencido. Los vencidos sólo merecen morir, había oído en alguna parte. Esa idea comenzó a latir fuerte en su

cerebro.

-Morir, la muerte, la amiga muerte -decía para sí.

Cuanto más pensaba en ello, más cercano creía hallarse de la resolución del

terrible enigma que rompería para siempre el círculo en el que se hallaba encerrado. Y

sin embargo, no estaba asustado. La muerte era algo que había comenzado a serle

familiar. Desde la matanza del cerdo poco antes de Navidad, la inútil muerte de Martín,

y el mundo de muerte en el que se hallaba inmerso.

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-Tal vez ahí está la salida definitiva -habló, y ahora sí parecía que las paredes de

la casa cobraban vida y le escuchaban.

Nada más quedaba por hacer. No podía continuar durante mucho más tiempo;

las provisiones se le habían terminado y sentía en su estómago los efectos de un día

entero sin probar bocado.

-Mañana será peor -se dijo-, y además sin agua...

Se acercó a la ventana y la abrió. Una fría brisa penetró en la estancia. Desde lo

alto la luna seguía mandando su luz plateada que se filtraba en las quebradas ramas de los castaños.

-¿Qué cambiaría aquí si yo me voy? -preguntó a las estrellas.

El silencio que obtuvo como respuesta fue una negativa.

Nada...

La muerte era un acto de cobardía, era la cumbre de la locura que estaba

viviendo desde hacía días. Pero tal vez debía dar ese paso para que algo cambiara en él.

Ya no estaría en ese mundo que pronunciaba letra a letra la palabra cruel.

La muerte tal vez sería el escape definitivo. La puerta que se abría de par en par. Ya Martín le había precedido en ese camino. Él ya era libre, ahora debía reunirse con él,

y abandonar este mundo, dejarlo todo. No quería ya dar más de sí, ni se sentía con

fuerzas. Le habían vencido, y aunque así no fuese, tampoco daría un paso más en esa

locura. Era egoísta, lo sabía, pero al menos eso debía permitírsele a los vencidos.

-Se acabó -dijo con fuerza.

Y volvió sobre sí. Bajó las escaleras y llegó a la calle. La idea ya se había

materializado en él. Voy a morir, me voy a matar. En su mano llevaba un cuchillo de grandes dimensiones que encontró justo en el momento adecuado. El mirar su brillo

descomunal, a la luz de la luna, le asustó, e hizo que lo arrojara con fuerza. El arma se

estrelló contra el suelo y crujió ásperamente.

Corrió gastando las últimas energías que le quedaban, haciendo círculos sobre sí

mismo, subiéndose a las paredes y a los quicios de las ventanas. Algo en el cielo se

revolvió y produjo un fuerte estruendo. La luna se ocultó tras unos gruesos nubarrones

que semejaban pedruscos. Seguramente todas aquellas rocas colgadas en el cielo iban a

caer sobre el pueblo y destrozarlo. La lluvia repentina y feroz, no se dejó esperar. Era la primera vez que llovía en mucho tiempo.

Ricardo gritó con todas sus fuerzas, desgarrándose las cuerdas vocales que con

tanto mimo había cuidado su Padre Guillermo. Los árboles se estremecieron y las

piedras que adoquinaban el suelo, temblaron.

¿Acaso era necesario que él muriera? ¿Acaso era necesario que alguien sufriera?

¿Y además él, un ser insignificante? ¿Quedaría el círculo definitivamente abierto, o su

muerte no sería más que otro evento de ese mundo aberrante? ¿Le serviría de algo? ¿Iba

a significar su libertad?... El cuchillo seguía en el mismo lugar- donde lo había arrojado. La lluvia caía con

fuerza, y Ricardo estaba empapado, la pelambrera de la cabeza le cubría los ojos y

chorretones de agua sucia se desbordaban por toda su cara.

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Un terror intenso le embargó. Pero debía hacerlo. Todo estaba dispuesto, ese

debía ser el último acto de su vida, el último acontecimiento que iba a acabar con todos

los sucesos que le habían sacudido desprevenido durante toda su vida.

Se acercó hacia el cuchillo, que seguía en la entrada de la casa donde lo había

encontrado. Era tan tentador, tan fácil, sólo sería necesaria un poco de fuerza y ya se

vería libre para siempre.

Tenía una ansiedad terrible por acabar con todo aquello, pero a la vez una

tristeza atroz. No había sido capaz de cumplir con lo que se le había encomendado. Estaba vencido. Tal vez la muerte significaría otra forma de vencer. No lo sabía. Sólo

había un modo de descubrirlo.

Ya estaba frente al cuchillo, lo asió con fuerza por la hoja y dejó que la sangre

brotara a borbotones de la mano. No sintió nada. Estaba anestesiado por tanta locura y

la lluvia que caía con inusitada violencia.

Levantó el arma frente a su rostro y lo que vio en ella reflejada fue una cara

desfigurada ante la inminencia de lo que iba a suceder.

Ya no había más tiempo, ni para contemplaciones. Cogió el cuchillo por su empuñadura y lo levantó aún más, a una distancia perpendicular hacia el lugar donde

estaba el corazón, y de tal manera que al penetrar en la carne no tropezara con las

costillas. Quería que fuera un golpe certero, limpio.

Iba a morir de la misma forma que en el vívido sueño que tuvo con los Viejos,

meses atrás.

Las dudas le volvieron a asaltar mientras permanecía erguido en esa posición

casi ridícula, con todos sus músculos tensos. ¿No sería esta una forma de que vencieran los Viejos? "Vas a morir como un cerdo", le había gritado José Luis aquel día. ¿No se lo

estaba susurrando ahora? ¿Acaso no era lo que le gritaba la lluvia al estamparse contra

los adoquines del suelo?

Los castaños se estremecían, sacudidos por el viento. El roce áspero de sus

ramas desvencijadas era un grito que pedía su muerte. Los castaños esperaban. La lluvia

no duraría eternamente, y la noche iba pronto a dar paso a otro día.

No podía seguir así por más tiempo, en esa posición incómoda y que le

consumía las pocas fuerzas que le quedaban. La hora cumbre había llegado, por fin. Mientras el cuchillo recorría velozmente la corta distancia que le separaba del

corazón, una deslumbrante imagen le chasqueó la mente: la del cerdo gritando en la

matanza mientras se desangraba por la herida mortal. El asco que le produjo ver tanta

sangre, el contraste que producía su brillo rojo con los últimos rayos del sol de la tarde,

la sensación de que no podía evitar vomitar ante la crudeza de la muerte del pobre

animal.

Y ahora era él el que instantes después se iba a deshacer en mil gotas de sangre y

pensamientos.

Unas palabras cortantes, dichas con fuerza, al tiempo del impacto:

-¡Pero, qué haces! -gritaban.

Pero ya era demasiado tarde. Un último pensamiento, fugaz y atroz "¿no es la

voz de Martín?". Pero la luz se apagó, la lluvia cesó y el silencio lo invadió todo.

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CAPITULO XX

-Pero, ¡qué estás haciendo! -había dicho la voz, y estaba seguro de que era la

de Martín.

Una luminosidad ya extraña para él se filtró a través de sus párpados. La

suave brisa cálida y húmeda le revolvió los flecos de la túnica que llevaba puesta.

Abrió los ojos. Los castaños que bordeaban la Plaza de los Tilos estaban rezumantes

de vida, las ramas a punto de quebrarse por el peso de las hojas y las flores. El suelo

de los campos cubierto de hierba y plantas variadas recién salidas en la mañana. Por

todas partes se oía el canto de los pájaros, y lejos, muy lejos, como un ruido de

fondo, el sonido de las fábricas de la ciudad y el rumor continuo del río Cuerpo de

Hombre.

Se hallaba sentado en uno de los bancos de piedra de la Plaza de los Tilos y

se sentía muy cansado, como si hubiera recorrido un largo camino.

-¡Te has quedado dormido! -se extrañaba Martín.

A Ricardo eso le pareció lo más normal del mundo, el ver a Martín, como si

nada hubiera ocurrido.

-Sí... -asintió él, pero creo que he soñado algo, no sé, algo horrible.

-¿Ahora? ¡Qué dices! Si me he ido un momento a llevar las velas para la misa

que empieza dentro de un rato, he vuelto y te he encontrado dormido. Sólo han sido

cinco minutos, es imposible que te haya dado tiempo a soñar nada.

-No sé, no sé...

Había algo extraño en todo lo que ocurría.

-¿A qué esperas? ¡Vamos! ¡Ya terminó el curso! ¡A la Plaza de los Tilos, el

Padre Guillermo te está esperando, tienes que cantar el solo! Y después, ¡subamos a

la habitación y dejemos colgadas las túnicas, cojamos nuestras cosas y vayámonos

de aquí, para siempre! ¡Por fin! ¡Por fin somos libres!

-Sí, sí, claro -había algo que no encajaba, pero no sabía el qué.

Atravesaron la Plaza de los Tilos, el lugar que tantas veces habían barrido y

limpiado de basuras, ahora estaba lleno de la muchedumbre que había venido a

escuchar la misa de fin de curso que se realizaría en el pequeño altar de piedra

flanqueado por las tres cruces del Gólgota. Sorprendentemente el último día del curso llegó con todo su esplendor. El Coro

cantó, y a Ricardo le tocó hacer el solo del aleluya, como de costumbre. La música

siempre fue como una liberación durante ese curso. En ese momento no podía recordar

otra cosa. Haciendo malabarismos con las cuerdas vocales notaba cómo tenía en sus

manos el poder. En esos instantes, ya fuera en un simple ensayo o en una misa, notaba

cómo estaba solo él allí arriba, y nadie le podía alcanzar. Las notas del órgano y los

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solistas subían arriba, donde querían, estaban cuanto querían y dibujaban lo que se les

antojaba. Y ese día, el día del final del curso, notaba Ricardo que esa magia también

acababa. Con una tristeza infinita cantaba la estrofa del aleluya, y a medida que iba

desgranando las notas sentía que aquello jamás se iba a repetir. Las notas del armonio

que tocaba el padre Guillermo, en medio de la plaza de los Tilos, y los castaños que

rodeaban la plaza con sus hojas inmensamente verdes, y el sol arriba dibujando sombras

de luz en el suelo de piedra, el incienso, las túnicas, el silencio de la muchedumbre que

se congregaba allí, el tiempo mismo por unos instantes parecieron dormirse, sostenerse quietos en medio de la atmósfera caliente del principio del verano, mientras una a una

sin parar las notas y las sílabas de la estrofa del aleluya se sucedían y llegaban a un final

definitivo.

Al terminar la misa se acercó una señora de Barcelona a felicitarles y decirles lo

bien que cantaban y qué voces tan bien formadas tenían. Después salieron de la Plaza

de los Tilos y se dirigieron al interior de la casa, eso sí, de camino lanzaron unas chinas

a unas chicas que había por ahí. Por lo visto Martín era un experto en aquello del ligue.

En ese momento Ricardo tuvo un pequeño chispazo que no llegó a prender en su memoria. Pero no hubo más y fueron a la habitación.

La mayoría hizo sus macutos y se marchó al exterior, donde esperaban los

familiares. Unos pocos aguardarían unas horas, o al día siguiente, para marcharse a sus

casas. Los que quisieron, pudieron bañarse en la piscina. Allí fueron Ricardo y Martín,

acompañados por el Padre Pablo.

Y la tarde caía. Desde lo alto del trampolín veía cómo el sol iba descendiendo

hacia la Peña de Francia y pincelaba el cielo de tintes ocres, que parecían otoñales. Me tengo que ir decía Martín, aún mojado en el borde de la piscina, y Ricardo le acompañó

a recoger su macuto a la enorme habitación. Después se dieron sus números de teléfono

y caminaron hacia el borde del camino que bajaba a Béjar. Y allí se despidieron, sin

siquiera un apretón de manos, sólo un adiós.

Y ya no volvieron a hablar más. Martín se limitó a iniciar su marcha, alejándose

velozmente a través de la Plaza de los Tilos. Sin mirar atrás, pues vería a Ricardo

llorando.

-¡Martín! -decía él, pero no le siguió, ni el otro respondió. Ricardo le vio bajar el camino, “nos hemos mudado a Béjar”, le había dicho

Martín, y cuando desapareció fue como si hubiesen terminado bruscamente todos sus

años de la niñez. Jamás volvieron a verse.

Esa noche, en la puerta de entrada a la casa vieja del santuario, estaba Ricardo

con Pedro Carro. Tenía los ojos bañados en lágrimas, pero no llegaban a correr por sus

mejillas. Pedro le vio y le dijo: “Nunca se sabe lo que uno tiene hasta que lo pierde”.

Ricardo no dijo nada y se marchó hacia la Plaza de los Tilos donde horas antes había

sido la misa de fin de curso. ¿Qué era lo que estaba perdiendo? ¿Acaso el círculo en el que se había encontrado durante los meses anteriores?

Al día siguiente, muy de mañana, inició su bajada a Béjar, por el atajo, sin mirar

tampoco atrás. No quería ver los muros del santuario, ni los castaños que le rodeaban.

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No quería ver los campos donde tantas veces había jugado al béisbol, o al fútbol. No

quería mirar hacia arriba y ver la maleza que ocultaba a El Círculo.

Por fin era libre, pero esa libertad le había dejado completamente desnudo,

indefenso ante la inmensidad del mundo. Sentía que algo que le encerraba se había roto,

pero le había dejado desprotegido.

Con los ojos acuosos, Ricardo llegó a la estación de autobuses. Se disponía a

comprar su billete cuando su mirada se topó con una extraña figura. Un hombre vestido

con una larga túnica blanca, y una caperuza que le ocultaba el rostro. Un pensamiento vivaz, chispeante, como una llama prendida por un rayo

iluminó su mente, y le sobresaltó. ¡El Hombre de la Túnica Blanca!, gritó en su interior.

¡Era el Hombre de la Túnica Blanca!

Se acercó a él, y no tuvo que iniciar la conversación. El hombre descubrió su

rostro, y habló:

-Hola, Ricardo, por fin has llegado.

-Tú eres el Hombre de la Túnica Blanca ¿no?

-Sí, si así es como me llamas. Una oleada de pensamientos y recuerdos acudieron a tropezones a su cerebro.

Inmediatamente comenzó a evocar todo lo sucedido por primera vez. La muerte de

Martín, los extraños acontecimientos, el Monte Thor, el mundo extraño en el que se

habían internado, y Marta... habían sucedido tántas cosas. Y ahora Martín estaba vivo,

como si nada hubiese ocurrido. No sabía qué decir.

-Entonces, todo ha sido cierto. Todo ha pasado, no ha sido un sueño y hemos

salvado a Martín. -No lo sé. Eso no lo sé yo.

-¿Entonces? ¿Qué hay de la casa en ruinas, de las fuerzas esas del mal, de todo

lo que ha ocurrido? ¿Es cierto que ha ocurrido?

-¿Tú lo has vivido?

-¡Claro que sí! -se miró a las manos y vio una cicatriz que le recorría los dedos.

Eso había sucedido la noche anterior, cuando cogió el cuchillo por la hoja.

-Entonces es cierto -dijo el Hombre de la Túnica Blanca.

-Pero ¿cómo es posible? -No lo sé. Eso sólo lo sabes tú.

-¿Han sido entonces sólo imaginaciones?

-No lo sé. Tal vez.

-¿Y Alberto y los demás? ¿Ellos también...?

-No lo sé. Seguramente sí, seguramente no. Tal vez. Eso no lo sé yo. Lo saben

ellos.

-Pero, ¿era necesario que alguien muriera, era necesario que pasáramos por ese

tormento? -No, era necesario que alguien soñara, que alguien subiera hasta lo más alto

volando, soñar, soñar, soñar, imaginar.

-Entonces, ¿todo ha sido un sueño?

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-Tal como entiendes esa palabra, no. Pero sí ha sido un sueño.

-¿Con un sueño se puede salvar el mundo?

-Creo que sí

-Entiendo.

-Ya has comprendido, Ricardo. Me marcho entonces.

-¡Un momento! -se había ocultado tras unas macetas que contenían un ficus -

quiero saber tu nombre.

Pero había desaparecido. En su lugar sólo quedaba la túnica en el suelo. Quiso cogerla, pero se deshizo en una niebla transparente. Eso ya no le sorprendió, después de

todo lo que había sucedido.

Luego era cierto. El círculo se había roto, había estallado y sus fragmentos

habían sido esparcidos por el aire. Era libre, habían salvado a Martín y el mundo podía

irse a dormir esa noche tranquilo de que al día siguiente el sol, volvería a salir por el

mismo lugar.

Era libre, por fin. Pero ¿de qué le servía su libertad? Un muro de piedras

encerraba, es verdad, pero también protegía. ¿Para qué, entonces, todo lo que había ocurrido? ¿Lo sabía él? ¿Lo sabía alguien? ¿Tal vez el Hombre de la Túnica Blanca?

Salió fuera del recinto de la estación, mientras esperaba la hora de la salida del

autobús, y miró a la montaña. Allí, arriba, muy arriba, estaba El Castañar, rodeado de

los bosques milenarios de castaños. Alrededor de ellos había estado los últimos meses.

Ellos seguramente lo sabían todo.

FIN

Madrid, 21 de noviembre de 1989

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NOTAS FINALES

1. En esta historia se mezclan los hechos reales con otros imaginarios.

2. Los personajes que aparecen en la novela están inspirados en la realidad.

Muchas de las frases y sucesos que protagonizaron son escrupulosamente

ciertos. Para proteger su identidad, se han cambiado sus nombres.

3. El organista de la Escolanía se llamó en realidad Padre Guillermo. Falleció en

1991.

4. Durante la época en que se basa el desarrollo de este relato (primeros años

1980), hubo dos Padres Superiores, ambos ya fallecidos. El Padre Superior en el

que está inspirado es el P. Régulo, persona severa y fría rectitud, mucho más

novelesca que el P. Julio, quien derrochaba bondad por los cuatro costados.

5. Dentro del seminario existían rencillas, como es lógico en un centro de este tipo

donde conviven decenas de preadolescentes y adolescentes, procedentes de

lugares y con visiones muy diferentes.

6. Dentro de El Castañar jamás se produjo un suicidio, tal y como se relata en esta historia. Esta parte pertenece a la ficción.

7. El personaje de Martín, por tanto, es en parte imaginario, aunque está inspirado

en la realidad.

8. El personaje de Marta es completamente ficticio.

9. Algunos de los familiares de los escolanos murieron durante su estancia en el

seminario. Este hecho caía con rotundidad y desolación. La muerte de la madre

de José Luis está inspirada en uno de estos sucesos, y la frase “no despertaré a mi madre ni aunque cave surcos en mi cara con mis lágrimas” es textual, pero

fue pronunciada por una persona completamente diferente a la relatada en esta

historia.

10. La primera parte del último capítulo es casi una copia exacta de la realidad, y

está inspirada no en el día de fin de curso, sino en el día de la Virgen del año

1983.

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11. Los primeros capítulos, en cambio, están basados en el otoño de 1980, que finalizó con la ordenación del Padre Prefecto, no el día de Navidad, sino cinco

días antes.

Madrid, 17 de septiembre de 2007