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GOTA DE SOL

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GOTA DE SOL

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GOTA DE SOL

WALTHER CORBERT

A mis queridos padres, por su amor, trabajo y sacrificio

en todos estos años; y a cada una de las personas que

me apoyaron y compartieron este largo camino a mi lado.

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Mira que a veces el demonio nos engaña con la verdad, y nos trae la perdición envuelta en dones que parecen inocentes.

William Shakespeare, Macbeth

.

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Corbert, Walther

Gota de sol. - 1a ed. – Buenos Aires: el autor, 2015.

253 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-987-33-7229-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título

CDD A863

Este libro fue impreso en: "La Imprenta Digital SRL"

www.laimprentadigital.com.ar

Calle Melo 3711 Florida, Provincia de Buenos Aires

En el mes de (MES) del año (AÑO)

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PRIMERA PARTE

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Capítulo I

Imagínate si revelaras información referida a personas

que están involucradas en asuntos muy importantes, casi

tan serios, que les darían cadena perpetua por cada uno de

los homicidios que han cometido. Imagínate si los delata-

rías… Estarías acabado pronto, ¿verdad? Pero yo, de todas

maneras, ya estoy muerto. Pronto me marcharé de este

mundo y es por eso que escribo este relato sin censura. No

espero que todos me entiendan; solo uno, al menos uno,

entenderá por qué lo hago.

Me encuentro en un departamento alquilado en la ca-

pital de Argentina, alejado y escondido de todo aquello

que me hace mal, escribiendo de mi puño y letra en este

sucio y arrugado papel que encontré tirado en el suelo de

esta asquerosa, barata y repugnante habitación. Solo y

aislado de todos mis seres amados, de todas aquellas per-

sonas que fueron y serán mis grandes amores donde quie-

ran que estén.

No lo hago por odio, ni rencor ni nada por el estilo;

simplemente lo hago porque así es como tiene que ser, no

tengo otra salida; es por mi propio bien y el de los demás.

Al fin podré descansar en paz.

Hasta aquí llegué. Me despido con estas últimas pa-

labras mientras estoy sentado en la esquina del colchón,

junto a una botella vacía de whisky barato, observando

cómo se escapa el humo del cigarro aplastado en este

deteriorado piso de madera.

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Observo la última imagen que tengo ante mis ojos esta

noche, cuando falta tan solo un minuto para las cero ho-

ras del nuevo año. Desde el décimo piso miro una gran

parte de la increíble ciudad de Buenos Aires, a través del

antiguo ventanal que está abierto de par en par con las

cortinas largas y blancas arrinconadas hacia un costado.

Tantos son mis nervios que me detengo a escuchar el es-

trujado sonido del ventilador que está justo detrás de mi

cabeza, mientras espero el destello de los fuegos artificia-

les por los cielos de esta apagada y triste noche, para así

despedirme de este mundo de una maldita vez.

BRUCE NATHANIEL COLLINS

Esa fue la carta que mi padre dejó junto a su cadáver

antes de que tomara el revólver y gatillara en su cabeza

justo a las cero horas y un segundo del primer día de

enero, camuflando el fuerte y sólido sonido del disparo

entre los estruendos de todos los fuegos artificiales.

Al día siguiente, el conserje del edifico notó que algo

extraño sucedía en la habitación de mi padre y decidió

abrir la puerta. Tal fue su sorpresa que se quedó paraliza-

do, sin poder reaccionar. Llamó a la policía inmediatamen-

te. El cadáver de mi padre, con un agujero en la sien, esta-

ba tendido sobre la cama repleta de sangre. Hallaron el

arma junto a él. La única bala que había en la habitación

fue la que terminó dentro de su cabeza.

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Mi madre me ha mencionado una vez que mi padre

nunca supo de mi existencia, pues se marchó antes de que

yo naciera. En verdad, jamás conocí el motivo de su parti-

da; sin embargo, llevo su apellido por decisión de mi ma-

dre. La única y última noticia suya fue cuando tenía quin-

ce años, cuando descubrí esta carta que escribió antes de

suicidarse.

Quiero que sepan que lo que escribo acerca de él es

porque ahora yo me encuentro en la misma situación que

mi padre, en diferente tiempo y espacio. Tengo un revól-

ver viejo y gastado junto a mí con una sola bala en su inte-

rior destinada a mi cabeza… Pero no volveré a hacer lo

que mi padre hizo… No me rendiré; lucharé hasta el últi-

mo momento, hasta que mi cuerpo ya no resista. Pelearé

por esto, esto que es hermoso y único, demasiado corto

por desgracia. Hablo de ella… “la vida…”. Es una sola y

no pienso desperdiciarla.

Me pregunto si estará escrito mi destino. No lo sé. So-

lo puedo asegurarles una cosa: somos dueños de nuestro

propio destino; controlamos nuestros pensamientos y

nuestras acciones, pues elegimos siempre cuál es el pró-

ximo paso que daremos, cada año, mes, día, hora, minuto

y segundo. No debemos perder el control sobre nosotros

mismos… Todo está en nuestras manos.

Decidí contarles esta historia porque pienso que puede

ser leída por muchas personas. Así entenderán el porqué

estoy aquí encerrado, en este preciso momento. Aquellos a

los que no les guste o que no tengan ganas de leerla, pues

no la lean. Aunque no lo creo, porque precisamente la gen-

te que siempre anda detrás de las explicaciones es la más

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curiosa, y pienso que ninguno de ustedes se perderá la

oportunidad de leer el relato de los sucesos que me traje-

ron hasta aquí.

La tristeza que hay en mi interior hoy golpea fuerte-

mente en mi pecho. Me hace mirar hacia atrás y hacia ade-

lante al mismo tiempo. Me produce una sensación de va-

cío, tan liso y tan perfecto que indica que no hay nada den-

tro de mí. Solo pienso en lograr sobrevivir y hacer lo me-

jor que pueda para sentirme bien conmigo mismo a partir

de ahora. Perdí el interés en seguir preocupándome por

cosas simples o sinsentido. Entiendo que aunque yo ya no

esté aquí, en este mundo, nada se detendrá; todo seguirá

marchando como el transcurso natural de las cosas. Solo la

luz se apagará para mí, todo se oscurecerá y terminará de

una vez. ¿Quién sabe lo que me espera en la eterna y terri-

ble oscuridad que yace sobre cada uno de nosotros?

¿Quién sabe qué sucede cuando nuestro maldito cerebro

deja de funcionar? Solo pienso en seguir adelante hasta el

último suspiro de mi vida.

No sé cómo empezar a contarles todo esto que está su-

cediendo o, en otras palabras, este hecho trágico que me

ha tocado vivir y que me trajo hasta aquí. Ante todo quiero

que sepan la frase que escribí con mi dedo sobre la sucia

pared de este horrendo lugar. Cada vez que levanto la ca-

beza, la miro y leo: “No te rindas ni aún vencido. Suelta tu

imaginación y lograrás cambiar tu propio destino”.

Es lo único en lo que puedo reflexionar ahora para no

sufrir o moriré aquí encerrado y abandonado. Constante-

mente pienso que la puerta se abrirá en cualquier momento

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y que alguien vendrá a rescatarme… Lo sé, no dudo ni un

segundo de ello.

Nunca pensé que podría sucederme a mí. Es decir,

siempre lo vemos o lo escuchamos en las noticias o cuan-

do le ocurre a alguien cercano a nosotros, pero nunca ima-

ginamos protagonizar historias como esta. Sin embargo,

aquí estoy, prisionero de un psicópata. Todo puede cam-

biar de un día para el otro; las cosas cambian rotundamen-

te. Cualquier hecho, acontecimiento o suceso puede cam-

biar nuestros destinos para siempre, ya sea para bien o

para mal… Simplemente, las cosas cambian.

La situación en la que estoy es algo difícil de explicar;

aunque todo parezca estar perdido, creo y confío firme-

mente en que lo que ocurra sea para bien. Mi fe permanece

intacta. No sé si en el momento en que la puerta se abra

seguiré vivo, pero aún así tengo esperanzas…

Antes de adelantarme, quiero decirles cuál es el moti-

vo por el que escribo esto: simplemente porque es mi úni-

ca salida. Si no lo hiciera estaría agonizando y suplicando,

pensando de qué manera moriré aquí dentro o, peor aún,

estudiando una y otra vez la idea de volarme la cabeza con

el revólver. Maldigo toda esta mierda, pero sé que no per-

deré el control mientras escriba y mantenga ocupada mi

mente. Así logro dominar mis debilidades y mis impulsos

para no perder la razón. Ocupo mi tiempo en otra activi-

dad que no sea mi propia muerte. Todos deberíamos saber

controlarlo; no digo que yo sepa hacerlo, solo lo estoy

intentando mediante esto que vosotros leéis en este mo-

mento. Se trata de emplear mi tiempo en redactar o en

quedarme con los brazos cruzados y esperar que suceda

algo.

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Mi nombre es Bruce Collins, igual que el de mi padre.

Mi madre lo debió haber amado demasiado, no me cabe

duda de eso.

Fui secuestrado y luego encerrado en una repugnante

habitación. Escribo esperanzado en que aquella persona

que encuentre mis notas, en caso de que pierda la vida,

pueda difundirlas y explicar el motivo de mi muerte.

Recuerdo desde el primer momento que me trajeron

aquí: dos sujetos corpulentos me sujetaron fuertemente de

ambos brazos, arrastraron mi cuerpo casi en el aire dejan-

do que las puntas de mis pies rocen el suelo. Podía sentir

cómo apretaban con fuerza mis brazos mientras camina-

ban presurosos y en silencio por un recto y largo pasillo.

En ese momento no podía ver nada, estaba semidor-

mido. Era como si me despertara de una anestesia comple-

tamente desorientado. No entendía qué estaba sucediendo,

ni siquiera tenía fuerzas para mover ni un músculo de mi

cuerpo, hasta que de pronto escuché el sonido de un pica-

porte y luego el ruido de una puerta que rayaba fuertemen-

te contra el piso al abrirse. De un fuerte empujón me lan-

zaron hacia dentro.

No podía ver nada a causa de una venda que cubría

mis ojos. Solo sentí el fuerte impacto que sufrió mi cuerpo

debilitado al caer al suelo; ni siquiera tenía fuerzas para

mantenerme en pie. Estaba exhausto y casi inconsciente.

Sin embargo, en el momento que caí, escuché una voz que

me llamó la atención; una voz que me resultó muy familiar

y que me traía una sensación de confianza y de esperanza,

pero jamás pensé que aquella persona, diría: “Piensa lo

que vas a hacer. Es por tu bien y el de los demás. Termina

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de una vez con todo esto; ya sabes lo que tienes que ha-

cer”.

La situación se había revertido totalmente. Todo era

cada vez más confuso. Sus palabras me descolocaron por

completo, produciéndome dolores fuertes en el estómago y

en la cabeza.

Al caer al suelo y al escuchar la voz de Josep Bueno

diciendo esas palabras, me quité la venda que cubría mis

ojos e intenté mirar hacia la puerta de donde provenía

aquella voz. Pero todo estaba tan oscuro que no pude ver

siquiera mis manos; solo escuché el sonido al cerrar la

puerta, seguido de la cerradura. Ya estaba aprisionado y

atrapado, no había nada que hubiese podido hacer a partir

de ese momento.

Interiormente sabía que este era un plan preparado y

diseñado por una persona que sabía muy bien lo que hacía.

No dejaría ni un detalle que lo pudiera perjudicar. Sería

inútil golpear las paredes con la poca fuerza que tenía o

gritar hasta quedarme sin voz. No habría nadie del otro

lado que pudiera escucharme pues, seguramente, estaba en

un lugar abandonado.

Me quedé sentado sobre el suelo, tratando de tranqui-

lizarme y armonizar mi cuerpo hasta que comenzaron a

caer las primeras gotas de la lluvia que se avecinaba. Ya

no tenía fuerzas, por eso me recosté en el suelo mientras

oía las gotas golpear sobre el techo. Era tanta opacidad

que la única luz que había era de la luna que se filtraba por

una pequeña ventana de ventilación sobre el techo, a unos

cinco metros de altura aproximadamente del piso. Exhaus-

to y cansado, tanto física como mentalmente, arrojado

sobre el suelo, me desvanecí, dejando que mis sueños fue-

ran mi única salida de esta cruda y triste realidad.

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Desperté sin saber cuánto tiempo había estado incons-

ciente. Solo recuerdo el rayo de sol que daba sobre mi

rostro. Al abrir los ojos deseé creer que había despertado

de una horrible pesadilla, pero ahí estaba, sentado en me-

dio de una sucia y malolienta habitación repleta de polvo.

Intenté ponerme de pie lentamente con el impulso de mis

débiles piernas. La camisa blanca que llevaba puesta, ob-

sequio de mi madre cuando me mudé a vivir solo por pri-

mera vez a Nueva York, estaba cubierta de tierra. Había

tanta suciedad en el lugar que ni siquiera se podía ver el

verdadero color del suelo.

No recordaba nada de lo ocurrido aquella noche, solo

las últimas palabras de Josep Bueno; no podía dejar de

pensar en eso y sentía mucho temor. Sabía que no había

ninguna salida; estaba atrapado entre esas cuatro paredes,

un lugar que, seguramente, debió haber sido una oficina y

en ese momento era una pocilga abandonada.

Una vez de pie, tambaleando, el pánico se apoderó de

mí. Comencé a dar pequeños pasos hacia atrás, mientras

observaba todo el lugar, sin darme cuenta de lo que estaba

haciendo hasta que mi espalda impactó contra la pared,

apoyé las manos y sentí la tierra que se desprendía de la

fría pared cubierta de azulejos blancos. Luego comencé a

dejar caer mi cuerpo hasta quedar sentado. Me tomé el

cabello con ambas manos maldiciendo lo que se me cru-

zaba por la mente, sin creer aún todo lo me estaba suce-

diendo.

Me distraje durante varias horas sentado observando la

pequeña ventana que había cerca del techo, mi única salida

directa al exterior. Por allí entraba un poco de aire. No

sentía frío, pero tampoco calor. Traté de observarme a mí

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mismo; intenté verme a través de otro sujeto para poder

pensar de una manera diferente… Recordaba haber leído:

“Mira y observa cómo eres y lo que haces, enfócate desde

otro punto de vista paralelo a ti, como si fueras tu propio

espejo. Crea a alguien paralelo a ti y entra en él”. De esta

forma traté de apaciguar y serenar mi cuerpo y mi alma.

Comencé a recordar los momentos que forjaron mi vi-

da, aquellos en los que alguna vez fui feliz. Vino a mi

memoria la cena familiar en vísperas de Año Nuevo junto

a mi familia, chocando las copas, escuchando el sonido

perfecto de esos cristales al tocarse para brindar junto con

las personas que en ese momento extrañaba más que nun-

ca: mi madre. ¡Oh, mi madre! Cómo la amaba… Aunque

cada vez estábamos más distanciados, siempre permanece-

ría a mi lado. Cómo no recordar los momentos con mis

grandes y queridos amigos. Quería estar reunido con ellos

en ese momento; verdaderamente los extrañaba. Pero si

había algo que anhelaba en lo más profundo de mi ser era

a esa persona que amo con toda mi alma, alguien que cura

mis heridas con solo acariciarlas, la que eleva mi espíritu

hasta lo más alto de las montañas con un simple beso en

mi mejilla. Ella… que es mi faro en medio de una tormen-

ta en el océano; mis ganas de vivir: María Loren, la mujer

que con su amor había conquistado mi corazón.

Había conocido a María Loren en primer año de la

Universidad de Derecho, en la gran ciudad de New York.

Pasaron unos cuatro años desde que su mirada y su sonrisa

pasearon ante mi vista por primera vez, deslumbrándome

y transformándome en un completo idiota. Maravillosa

magia la de una encantadora y hermosa mujer. Es el poder

más fabuloso que existe en este mundo. El encantamiento

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de una dama puede volar cualquier cabeza a su paso.

¿Cómo es posible que una simple mirada, una voz, una

pequeña sonrisa cambien las piezas de mi cerebro? No

existe respuesta a esto. Ella era la motivación que me ha-

cía seguir adelante, pero aquí me detengo, pues ya les con-

taré acerca de María Loren más adelante.

Luego de varias horas de estar aprisionado, la lluvia

cesó. La luz del día comenzó a infiltrarse cada vez más y

más hasta quedar completamente visible la pequeña habi-

tación.

Apoyándome en mis manos me levanté del suelo y di

unos cortos pasos. A cada paso, la tierra del suelo se le-

vantaba y volaba por los aires. Me acerqué a la pared y la

miré en detalle; froté mis dedos sobre la tierra y los sacudí

lo suficiente para volver a ver los cerámicos blancos de las

paredes. Me acerqué a la esquina y vi un pequeño charco

de agua producto de la lluvia de esa eterna anoche. A su

lado había un balde rebalsado de un agua repugnante, pero

que en ese momento era mi única bebida para poder so-

brevivir ya que no tenía alimentos ni bebidas para consu-

mir. Debía saber aprovechar aquella agua. Recordé haber

leído acerca de personas que murieron por no beber ni

ingerir ningún alimento. Si carecía de ambos fallecería en

muy poco tiempo, pero lo importante era proveer siempre

al cuerpo de algún líquido, pues solo así tendría posibili-

dades de sobrevivir.

Por último, me dirigí hacia otro elemento importante

que había en la habitación: una máquina de escribir; tam-

bién había unas cuantas hojas que alguna vez fueron blan-

cas y en ese momento eran casi amarillas debido a los

años que permanecieron guardadas en un cajón. Me acer-

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qué a la pequeña mesita de madera, podrida por su desgas-

te y repleta de telarañas en sus esquinas, y coloqué la pri-

mera hoja. Giré la perilla y comencé a golpear las viejas

teclas, probando una por una…

Con ella estoy escribiendo estas palabras.

La única razón por la que estoy aquí y con esa estúpi-

da máquina de escribir es por un simple código, que aun-

que resulte insignificante, es tan importante como la vida

de muchas personas. Estoy seguro de que la persona que

quiere obtenerlo, está en este mismo momento ofreciendo

mi vida a cambio de los códigos restantes. Sin embargo,

hay una cosa que ella no puede saber… nunca encontrará

lo que busca si yo no escribo lo que sé, y en este momento

no pienso hacerlo.

Solo hay una cosa más que aún no les he contado. En

este cuarto hay algo más que puede acabar con mi vida en

un instante.

Cuando desperté vi en la otra esquina de la habitación

un bulto negro. No quise acercarme ya que suponía lo que

podría encontrar, pero la incertidumbre que sentí superó

mi razón y fui directamente hacia allí para asegurarme de

lo que era. Me paré a su lado, lo miré desde arriba y lo

levanté del suelo. Soplé por encima para quitar el polvo

que tenía y despejé todas mis dudas: era un revólver cali-

bre treinta y ocho. Abrí el tambor y solo había una bala

que ya estaba destinada a mí.

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CAPÍTULO II

Mi televisor estaba programado para que los trescien-

tos sesenta y cinco días del año se encendiera automática-

mente a las 9 de la mañana; es el despertador más fiel que

encontré hasta el momento.

Al despertar, el canal informativo aseguró aquella fría

y lluviosa mañana de noviembre: «…se calcula que dos de

cada diez hombres poseen la cualidad de psicópatas. Están

por cualquier lugar y jamás podrán enterarse; desde una

persona que administra una empresa, un chofer de trans-

porte público, o hasta una persona que nos gobierna. Hay

una frase que dice: “No son todos los que están, ni están

todos los que son”, la cual se refiere a que no todos los que

se encuentran en un hospital psiquiátrico son “locos”, y no

todos los “locos” que existen están encerrados. Un psicó-

pata es una persona que padece un trastorno antisocial en

su personalidad; estas personas no sienten empatía por el

prójimo, ni remordimiento por sus acciones. Viven en un

mundo con sus propias normas y solo sienten culpa cuan-

do rompen con ellas. No tienen reparos en mentir, manipu-

lar o lastimar para conseguir lo que tienen en mente. Tie-

nen gran oratoria y encanto; son simpáticos y conquistado-

res en primera instancia. Poseen una autoestima exagerada

y se creen mejores que el resto todo el tiempo. También

necesitan constantemente estímulos ya que caen con faci-

lidad en el aburrimiento. Si dañar o herir a otra persona no

está en su sistema, no lo harán. El problema es cuando

esto es inevitable, ya que luego de que llevan a cabo su

cometido y son penados por la ley, desde el punto de vista

penal, como conscientes de sus actos, son imputables. Pe-

ro a diferencia de un reo normal, no existe posibilidad de

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corregir su conducta, por lo que la rehabilitación se basa

en fomentar una forma de vida que les reporte beneficios y

evite penas...».

Si tan solo pensamos un minuto en este interesante in-

forme periodístico, nos daremos cuenta de cómo la mani-

pulación de la mente humana nos arrastra todo el tiempo

hacia donde ella aspira y ambiciona llegar.

Fue lo primero que oí al despertar cuando mi televisor

se encendió aquella helada mañana. Muy a menudo olvido

fácilmente lo que oigo todos los días en el noticiero. Sin

embargo, ¡vaya comentario el de aquel día! Lo recuerdo

de principio a fin hasta hoy, y no lo he podido quitar de mi

mente. Debo admitir que estoy de acuerdo con el informe

que realizó aquel periodista cuando dijo: «…jamás se po-

drá tratar con una persona que no tiene control ni cordura

de sí misma…».

Lo recuerdo todo. Quizás sea porque aquel día tendría

que haber sido uno de los más importantes de mi vida.

Estaba muy contento, pero al mismo tiempo nervioso. Al

levantarme de la cama aquel 27 de noviembre fue cuando

todo comenzó hasta el día de hoy y mi vida cambió ines-

peradamente.

Ya ven, estoy aquí encerrado entre cuatro paredes,

mientras escribo en unas sucias y polvorientas hojas. Lo

único que pienso es que se abra la maldita puerta y pueda

largarme de aquí para hacer justicia con mis propias ma-

nos contra los responsables de esta tortura que me toca

vivir.

Al levantarme, caminé descalzo sintiendo el frío suelo

de mi habitación, hasta llegar semidormido a la ventana;

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luego corrí la cortina hacia un lado y miré a través del vi-

drio empañado la lluvia que envolvía Nueva York. Acer-

qué mi frente hasta que quedó pegada al vidrio, respiré

profundamente dejando que mi aliento tibio fluyera y em-

pañara aún más la ventana, para luego alejar mi cara y

escribir con mi dedo sobre el vidrio congelado: “M a r í

a”.

En ese mismo instante, recordé cuando conocí a Ma-

ría Loren; desde entonces ya pasaron tres años.

Era mi primer día en la Universidad de Nueva York.

Debía entrar a primera hora de la mañana, pero estaba re-

trasado a causa de una copiosa lluvia. Debo admitir y

agradecer haber llegado tarde aquel día. Hasta hoy agra-

dezco también no haber comprado un paraguas, pues hu-

biese sido una desgracia no cruzarme con María Loren,

con la que me topé por primera vez justo al cruzar la calle,

camino hacia la facultad. Se ofreció humildemente para

protegerme de las gotas que mojaban toda mi ropa. Con su

pequeño paraguas cruzamos juntos la calle hasta llegar a la

entrada de la universidad. Cuando la miré pude ver los

ojos más incandescentes y bonitos que pudieran existir.

Cerró el paraguas y, al sacudirlo, rió instantáneamente al

verme empapado de todas formas.

Desde entonces me tiene enredado y atado con canda-

dos de acero a su corazón. Me entristece recordar todo

esto, pero los recuerdos invaden mi mente y alma, y vol-

carlos en esta hoja, me hace sentir un poco mejor.

Como les dije, era un tiempo muy especial para mí.

Era el día en que le propondría a María Loren si quería ser

mi compañera de vida. Aunque no convivimos muchos

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años juntos, siento que mi vida pasada fue junto a ella. La

verdad es que la amo, es todo lo que puedo decir a mi fa-

vor, con eso alcanza y sobra. Quizás no me entiendan, o

crean que estoy loco, pues si es así, entonces no me impor-

ta decir que estoy loco por amar intensamente a una per-

sona que pudo cautivar todo mi ser.

Me dirigí al placar de mi pieza, deslice la puerta y abrí

el primer cajón que estaba frente a mí. Tomé una pequeña

cajita de terciopelo negro del tamaño de mi mano, luego

me senté sobre la cama, la abrí, y me detuve unos segun-

dos para mirar detenidamente los anillos de compromiso

que había comprado para nosotros y que pensaba inter-

cambiar con María Loren en la velada de aquella noche.

Como todos los que han vivido una situación similar, pen-

sé en la reacción y en la contestación que daría María

cuando le propusiera matrimonio.

Luego de proyectar la imagen de lo hermoso que sería

vernos juntos, cerré la caja, respiré profundo, me puse de

pie y dejé los anillos sobre la cama para ir asearme al baño

como era la rutina habitual de todas mis mañanas.

El día se me hacía eterno y las horas no pasaban. An-

siaba la llegada de la noche como un niño que espera que

su madre lo pase a recoger justo a tiempo por donde lo

había dejado. Había reservado una mesa especial para dos

personas en un restaurante llamado La Casa del Tío Tom,

a pocas cuadras de aquí. No era de lo más elegante, pero

sin embargo servían unos platos deliciosos y magníficos y

también contaba con un decorado bellísimo en su interior.

Para la tarde, la lluvia había cesado. Faltaba poco

tiempo para ver a María Loren, pues la había citado en el

restaurante a las 21 en punto. Me afeité y luego coloqué

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fijador de cabello por todo mi pelo, me peiné hacia atrás.

Me observé en el espejo y contemple viejos recuerdos de

amor que pase junto a ella. Ya preparado, quité del perche-

ro una camisa clara y un pantalón oscuro. Miré el reloj y

aún faltaba más de media hora para la cita. Si iba cami-

nando tardaría unos quince minutos. Tomé mis llaves y la

billetera y decidí salir un rato antes para caminar y tomar

un poco de aire fresco que no me vendría nada mal. Pero

en el preciso momento en el que estaba girando la cerradu-

ra de la puerta para abrirla recordé que me faltaban los

elementos más importantes de toda la noche: los anillos.

Regresé a buscarlos sobre la cama donde los había de-

jado más temprano, pero cuando me disponía a recogerlos

escuché golpear la puerta tres veces. Sorprendido por

quien podría ser a esa hora, me acerqué y pregunté entre-

cortadamente:

–¿Quién es?

–Por favor, Bruce, ¡soy yo!… Adler… –respondió con

la voz aguda y asustada.

Abrí la puerta sin pensar. Era la señora Adler, una mu-

jer de setenta años de edad, que vivía en el departamento

de al lado, junto al mío.

–¿Cómo está, señora Adler? Qué gusto verla.

–Bien hijo, bien... Perdona que te moleste a esta ho-

ra… Es que la gata se escapó por la ventana otra vez, se ha

quedado inmóvil en el balcón y todo está muy resbaloso

allí. ¿Podrías ayudarme a entrarla, Bruce? Por favor…

–Por supuesto, señora Adler. Muéstreme dónde se en-

cuentra la gata.

No podía decirle que no a la señora Adler, pues ella

muchas veces estuvo cuando la necesité. Me ha preparado

la comida docenas de veces y siempre me preguntaba si

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precisaba algo. Nos ayudábamos mutuamente en lo que

podíamos. Era una muy buena persona que lamentable-

mente enviudó hace unos años y tenía a su único hijo ca-

sado que vivía en otra ciudad, lejos de aquí, y venía a visi-

tarla con muy poca frecuencia.

Caminé hasta el balcón y me paré junto a ella. Era

muy angosto y resbaladizo. Lentamente me acerqué a la

gata que estaba sentada muy tranquila a un costado de la

ventana, observando cómo pasaban las horas desde arriba

de la ciudad. Cuando miré hacia abajo pensé que, si se

caía desde esa altura, difícilmente sobreviviera a tan fuerte

impacto.

Debo confesar que no quería estropear mi camisa al

tomar la gata con ambas manos, ya que era muy probable

que me ensuciara fácilmente con sus garras. Por suerte el

felino me miró con esos ojos verdes vivos y gruñó, advir-

tiéndome lo que me pasaría si intentaba tocarlo siquiera.

Solo vio que junto a mí estaba la señora Adler, exprimien-

do ambas manos, rezando para que no se cayera por el

abismo del quinto piso. Por milagro, sin causar ningún

problema, la gata dio un simple y ligero salto hacia noso-

tros, aterrizando en el suelo del balcón como si fuese un

profesional de las caídas, para luego entrar caminando

velozmente por la ventana corrediza que daba a la sala

principal.

Me alegré en verdad de no tener que lidiar con ella.

Fue bastante rápido después de todo, ya que no tenía sufi-

ciente tiempo, de hecho faltaban tan solo treinta minutos

para mi cita. El tiempo pasó tan rápido que no me di cuen-

ta.

–Todo vuelve a estar en orden, señora Adler.

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–Gracias, Bruce. Estaba desesperada y no sabía a

quién recurrir.

–No tiene por qué agradecerme. Estoy seguro de que

usted haría lo mismo por mí.

–Qué buen chico eres, Bruce –dijo la señora Adler

mientras se dirigía a la cocina.

–Debo irme ahora mismo, tengo una cita pronto y no

quiero retrasarme.

–Bueno, está bien, Bruce. Cuídate mucho y pasa por

aquí cuantas veces gustes...

Saludé a la señora Adler y sin más retrasos, cerré la

puerta del departamento. Miré mi reloj y me puse nervioso

al ver que faltaban casi veinte minutos para las 21. No

quise esperar el viejo ascensor que funcionaba cuando

tenía ganas, así que bajé corriendo rápidamente para no

dejar esperando a María Loren ni un minuto. Era algo que

me irritaba. Sin embargo, siempre cuando uno está apura-

do olvida lo más importante. Antes de llegar a la esquina

de mi departamento, recordé que había dejado los anillos

sobre la cama. Regresé inmediatamente corriendo al cuar-

to para buscarlos. Volteé las sábanas esperando encontrar

la cajita de terciopelo. De pronto la vi saltar por los aires y

caer al suelo. La recogí, controlé que estuvieran dentro las

alianzas y me apresuré nuevamente a salir para poder lle-

gar lo más rápido posible al encuentro con mi futura espo-

sa.

Aunque de todas formas, ya era tarde. María Loren

había llegado unos cuantos minutos antes al restaurante;

para ser preciso, justo en el momento en el que yo salía del

edificio. Me esperó sentada en la barra principal donde

había varias banquetas giratorias de madera barnizada a lo

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largo de toda la mesada. Se cruzó de piernas, miró su reloj

y levantó la vista hacia la entrada esperando mi llegada.

Mientras María Loren aguardaba ansiosa, un hombre

de más edad se cruzó caminando por delante de ella. Se lo

notaba muy nervioso e intranquilo, hablando solo y con la

cabeza hacia abajo. Vestía un elegante traje negro, una

camisa blanca y una corbata a rayas rojas. El hombre se

dirigió hacia el teléfono público ubicado a un costado de la

barra, a muy pocos pasos de donde se encontraba sentada

María Loren. Levantó el tuvo con su mano izquierda, se

tocó una y otra vez el bolsillo con su otra mano y extrajo

un pañuelo doblado en varias partes. Luego lo abrió y lim-

pió el sudor que caía por su frente y por su curtida cara.

Guardó el pañuelo en su bolsillo y sacó unas monedas que

insertó en el aparato.

Se notaba que aquel hombre estaba muy nervioso ya

que le temblaban no solo las manos sino también su aguda

voz. Dijo unas palabras tartamudeando con mucho temor,

luego miró hacia abajo como si se lamentara de algo muy

importante y colgó el tubo desganado y preocupado. Vol-

vió a usar su pañuelo, luego dejó caer sus vencidos y lar-

gos brazos, respiró profundo, miró hacia la salida y cami-

nó en esa dirección.

A unas cuadras de allí comenzaron a sonar las sirenas

de la policía. El hombre sabía que venían por él, así que se

marchó mirando a ambos lados con mucha cautela y luego

comenzó a alejarse con disimulo como cualquier transeún-

te que pasaba por la vereda en ese momento. Los sonidos

de las sirenas se acercaban más y más. Volteó hacia atrás y

vio que los dos autos policiales pasaban lentamente por la

puerta del restaurante. Por desgracia, las personas que es-

taban allí no lo ayudaron y lo delataron en seguida; señala-

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ron y juzgaron a este pobre viejo que caminaba solo por la

vereda tratando de esfumarse del lugar en ese instante.

¡En ese momento mi vida cambió de rumbo drástica-

mente! Yo era la única persona que transitaba por esa ve-

reda en el preciso segundo en el que el hombre se alejaba

y la policía se acercaba poco a poco detrás de él. Venía de

frente hacia mí. Podía ver por completo su rostro aterrori-

zado y alarmado. Sin embargo, nunca imaginé que este

anciano abrumaba por el pánico, me sorprendiera por de-

trás y que me tomara de rehén, apuntándome con un re-

vólver en el cráneo.

Me paralicé por completo al sentir la punta de cañón

en mi cabeza; tan solo rogaba que no apretara el maldito

gatillo o volaría mi cerebro en mil pedazos. Estaba a su

merced, pues él controlaba todo mi cuerpo. Todo en mí se

bloqueó y se nubló de golpe. Pero segundos después co-

mencé a recuperar la razón de a poco al sentir su brazo

sujetándome y presionando fuerte mi cuello. Sus gritos

incontrolables aturdían mis oídos; exigía a todos que se

alejaran o acabaría con mi vida sin pensarlo.

Ahora aquí, encerrado, pienso que hubiese sido una

muerte rápida y sin dolor, si comparo esa situación con la

que estoy padeciendo aquí adentro aprisionado.

Fui su última esperanza para escapar de la policía. El

pulso de su mano sosteniendo el arma era incontrolable;

todo su cuerpo temblaba y su sudor era constante. Estaba

muy tensionado. Jamás hubiera imaginado que aquel

hombre mayor pudiera hacer algo de esa magnitud.

–¡Levante las manos, señor, y todo saldrá bien! No

queremos que nadie salga herido –clamó la policía, mien-

tras le apuntaban.

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–¡No soy idiota, déjenme en paz o lo mato! –

respondió el hombre enfadado, haciendo un movimiento

amenazador y brusco con su arma en mi cabeza–. ¡Soy

inocente y ustedes lo saben muy bien!

–Baje el arma, por favor, señor. Lo hablaremos como

personas civilizadas. Todo saldrá bien.

–¡A la mierda todos! Lo mataré si se atreven hacer un

movimiento estúpido –volvió a amenazar.

La policía no podía hacer nada; yo era su prisionero y

ellos jamás podían poner en riesgo mi vida. Sentí escalo-

fríos por todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el

último pelo de mi cabeza; los nervios invadieron todos mis

sentidos.

El hombre asustado me arrastró con él mientras daba

unos pasos hacia atrás, sujetándome con su brazo en mi

garganta. Dijo en mi oído mascullando los dientes muy

despacio:

–Muévete o te mataré, ¿entiendes?

Nunca dejó de apuntarme. Si me liberaba, su vida aca-

baría en un segundo. Era su comodín, no me haría daño y

él era muy consciente de eso. Mientras caminábamos con

cautela hacia atrás, nos detuvimos un momento en el me-

dio de la calle, hasta que pasó un auto y frenó ante noso-

tros que estábamos invadiendo el paso. El anciano no tuvo

mejor idea que obstruir el paso y apuntar con su arma al

frente del vehículo haciendo señas a la mujer que maneja-

ba para que descendiera inmediatamente, mientras que mi

cuerpo era su escudo frente a las probables balas de la po-

licía.

Una vez que logró que la conductora del moderno co-

che rojo bajara corriendo atemorizada y asustada, los uni-

formados avanzaron sigilosamente y con cuidado hacia

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nosotros, tratando de hacer el menor ruido posible para no

llamar la atención. Pero fue inútil: el viejo astuto impidió

totalmente que se acercaran lo suficiente para actuar. Sa-

bía que no harían nada a cierta distancia y menos con un

rehén en sus manos.

Cuando la mujer delgada y alta abandonó su vehículo,

el viejo le dio la espalda a la puerta y me empujó hacia el

asiento del acompañante, luego subió y se ubicó frente al

volante. El motor ya estaba encendido así que no tardó en

huir a máxima velocidad. Aunque no sería fácil escapar de

la policía, continúo conduciendo de ese modo por la carre-

tera esquivando todos los vehículos que tenía a su paso,

pero su suerte no duró mucho tiempo, pues las sirenas de

las patrullas que lo perseguían comenzaron a sonar detrás

nuestro.

–Mantente en el lugar y no te haré daño –dijo el viejo

mientras conducía exaltado–. Ahora presta mucha aten-

ción a lo que te voy a decir. ¡No hay mucho tiempo, ¿en-

tiendes?! Me quieren incriminar de un crimen que no co-

metí, jamás he lastimado a alguien en mi vida.

–¿Por qué lo quieren perjudicar entonces? –pregunté

solo para contestarle sin interés en lo que me respondiera e

intentar escapar del coche en cuanto pudiese.

El viejo sacó un sobre blanco del bolsillo interior del

saco que traía puesto:

–¡Por esto! –respondió mientras arrojaba el sobre entre

mis piernas, sin darme oportunidad de rechazarlo–. Ahora,

guárdalo en un lugar seguro, por favor. Lamento lo que

estás pasando por mi culpa y por la responsabilidad que te

acabo de entregar. Aunque tú no tengas nada que ver en

todo este asunto tengo fe en que todo saldrá bien, te lo

puedo garantizar.

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Detuvo bruscamente el auto en medio de la calle de-

jando oír el ruido de las ruedas quemar en el asfalto al

frenar y agregó:

–En minutos no estaré con vida. No se lo entregues a

nadie, ocúltalo en un buen lugar, donde ni siquiera tú lo

recuerdes. Pronto vendrán a buscarlo, tú solo sigue la co-

rriente y, por sobre todo, ten fe.

Segundos después abrió la puerta y bajó del auto. Ex-

trajo de su otro bolsillo un fajo de dólares y lo arrojó en su

asiento, me miró fijamente a los ojos y noté en su mirada

que sabía que estaba viviendo sus últimos momentos.

Corrió por la vereda con el revólver en su mano y se

metió por un callejón oscuro y angosto sin salida. Los po-

licías ya estaban en el lugar, no tenía escapatoria, pero

cuando lo iban a apresar, colocó el revólver en su sien y se

escuchó un sólido y fuerte disparo.

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CAPÍTULO III

Hoy, seis meses después de aquel extraño episodio,

solo puedo decir que tengo en mi poder un simple y senci-

llo sobre blanco, el que me entregó el sujeto misterioso

segundos antes de volarse los sesos de un disparo.

La única noticia que tuve hasta el momento fue la nota

publicada al día siguiente en el periódico The New York

Times, titulada: “Misterioso suicidio de Alfred Lordon

minutos antes de ser capturado por la policía”.

Sin entender qué sucedía, completamente desorientado

y aturdido, declaré todo lo que había pasado. Por supuesto,

oculté lo que el sujeto me dijo y que me había entregado el

sobre. En el fondo sabía que el hombre era inocente, pues

realmente creí todo lo que me había contado. Leí en su

mirada la honestidad y la sinceridad con la que hablaba,

similar a la franqueza que tiene un inocente cuando decla-

ra ante un juez.

Antes de continuar, no puedo dejar de mencionar a

María Loren, pues con solo pensar en ella puedo sentir

libres mi alma y espíritu, mientras estoy acorralado e in-

comunicado en este horrendo lugar. Algunas horas des-

pués del suceso narrado, ella, había aceptado ser mi espo-

sa.

Aquel día, cuando todo se normalizó, regresé a mi de-

partamento y me senté en el sofá del living; estaba exhaus-

to y fatigado. Extraje del bolsillo trasero de mi pantalón el

sobre blanco que me había entregado el sujeto misterioso

llamado Alfred Lordon. Lo abrí despacio por el borde y

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saqué una de las dos hojas dobladas que había en su inte-

rior. En ella estaba escrito:

A ti te hago entrega de esta llave. Guárdala como si

fuera más valiosa que un mapa para buscar algún tesoro.

Ya sabes, como todo tesoro, la gente irá tras él y tratará

de obtenerlo sin importar el riesgo que causare.

Te lo encargo a ti, pues es así como tenía que ser.

Fuiste el ángel que apareció justo en mi camino. Tengo fe

en que todo dará un giro y tendrá un buen final, no dudo

ni un segundo en ello.

Los dólares que te di son para que tomes un descanso

fuera de la ciudad hasta que las cosas se tranquilicen.

Pronto vendrán pistas hacia ti y sabrás qué hacer. Nunca

olvides que estaré contigo, siempre.

Todavía no voy a revelarles el código que estaba escri-

to en la otra hoja. Como ya saben, esa es la razón por la

cual me han encerrado y por la que aún no me han matado:

para que transcriba ese estúpido código.

Varios meses después, una noche calurosa de junio, a

finales del cuatrimestre en la Universidad de Derecho, me

encontraba preparando la materia Derecho Penal, pues

rendía examen la mañana siguiente. Recuerdo haber leído

toda la noche. Bebí suficiente café para poder mantenerme

despierto y concentrado durante toda la madrugada, pero

faltando pocas horas me adormecí recostado en el sillón.

Al despertar, ya no quise saber más nada referido a lo

que había estudiado. Solo me di un baño con agua tibia

como todas las mañanas, me vestí y salí del departamento

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más temprano de lo habitual para poder llegar antes al

examen, ya que el profesor y abogado Frederick Millstein

siempre era muy puntual. Además prefería tomar el metro

en el horario en que viaja menos cantidad de gente, ya que

más tarde las personas se amontonan para llegar a tiempo

a sus trabajos.

Admito que estaba un poco nervioso por el parcial, pe-

ro nada fuera de lo normal. Ese estado anímico previo a un

examen lo sobrellevan todos los estudiantes de Derecho,

como también los de las demás carreras. Siempre cuando

hay un parcial, tendemos a olvidar todo lo que hemos es-

tudiado durante largas horas. El miedo bloquea por com-

pleto muy a menudo nuestro sistema cognitivo y eso nos

juega en contra. Lo mejor es intentar tranquilizarse, pero

nunca es fácil hacerlo. Suena bien decir: “Me calmaré…”,

mas la pregunta es: “¿Cómo diablos hacer que te cal-

mes?”. Yo prefiero pensar que no pierdo nada con tan solo

rendir un simple examen. Por otro lado, ponerse nervioso

es algo natural en todas las personas.

Cuando salí a paso lento por la calle en la mañana

fresca y húmeda, aún no se veían demasiadas personas

transitar por la vereda. Caminé dos cuadras hasta llegar a

la estación del metro, luego descendí apresuradamente por

la escalera mecánica cuando lo escuché detenerse; sin em-

bargo, no llegué a tiempo por culpa del molinete que me

demoró en leer la tarjeta de acceso al andén. Las puertas se

cerraron dos metros delante de mí; estaba solo en el largo

andén. Tardaría cinco minutos como máximo hasta que

pasara el siguiente, así que tome los auriculares de mi bol-

so y los coloqué en mis oídos para escuchar una linda me-

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lodía clásica que me distrajera al menos hasta entrar en la

universidad, para luego dar un último repaso.

Mientras esperaba parado con la vista hacia lo oscuro

y largo del túnel por donde vendría la impactante luz del

frente de la carrocería, noté que una mujer con vestido

rojo y largo hasta la altura de sus rodillas y con muy lindos

rasgos físicos, comenzó a bajar deprisa por la escalera,

pero no demostró apuro por llegar y tomar el vagón. Su

rostro denotaba preocupación y susto. Algo extraño estaba

sucediendo. Pasó corriendo por debajo del molinete sin

pagar y con sus tacos altos se dirigió hacia mí. Miró a su

alrededor exaltada y se colocó detrás de una cabina verde

oscura de modo que no pudiese ser vista. Respiró profun-

damente.

Yo la podía ver desde donde estaba parado, igual que

ella a mí. Me miró con sus ojos verdes fulminantes que

resaltaban aún más por su delicado y delineado rostro,

para luego hacer señal de silencio con su dedo índice ta-

pando sus resaltados labios. Segundos después, un hombre

corpulento que vestía un traje oscuro con las cejas enfure-

cidas, saltó el molinete y miró hacia ambos lados tratando

de deducir por dónde se había escapado la hermosa mujer.

Me observó de forma provocativa y amenazante, esperan-

do que le diera al menos una señal del camino elegido por

la dama para huir; sin embargo, yo no le devolví la mira-

da.

Era una situación bastante incómoda y desesperante,

pues yo no tenía nada que ver en ello y, aún así, sentía que

estaba involucrado en ese maldito problema como si ya

fuera parte de él. El hombre caminó lentamente con su

bruñido rostro hacia mí mientras observaba todo a su alre-

dedor, aproximándose también al escondite de la mujer. Si

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volteaba hacia la derecha la descubriría. Ella me miró

asustada por detrás de él, con ambas manos cruzadas y

gesticulando con la boca pidiendo ayuda.

El hombre logró ponerme nervioso. Miré disimulada-

mente a lo largo de las vías para ver si llegaba el metro y

por suerte comenzó a verse la pequeña luz amarilla a lo

lejos, que se aproximaba cada vez más rápido. La situa-

ción no daba para más, grité muy fuerte:

–¡Ya era hora de que apareciera este maldito carro!

Solo lo hice para tratar de romper la tensión que flota-

ba en el aire.

Por suerte ya había otros usuarios más. De todos mo-

dos, el tipo seguía ahí parado cerca de mí, esperando una

mínima reacción de mi parte. Debía mantenerlo ocupado

unos cuantos segundos más, por lo menos, hasta que arri-

base el metro.

Cuando la formación abrió sus puertas todos los usua-

rios entraron. La mujer aprovechó la oportunidad y corrió

deprisa por detrás del sujeto tratando de pasar desapercibi-

da. Lamentablemente, aunque haya logrado entrar al va-

gón, no le serviría de nada ya que, debido al llamativo

vestido rojo que llevaba puesto, sería muy difícil que no la

descubriera. Desafortunadamente, el hombre la había visto

ingresar en el metro.

No debería haber hecho lo que hice, así no me hubiese

metido en problemas ajenos, pero me era difícil no ayudar

en lo que pudiese a esa dama, al menos tratando de detener

al sujeto un instante para que ella pudiese escapar. Por lo

tanto, lo primero que se me vino a la mente fue distraer al

hombre, así que lo tomé por el hombro y clamé:

–¡Cálmese, señor! Será mejor que no se meta en pro-

blemas. Hay policías merodeando en la zona.

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–No molestes, cretino –respondió enojado e irritado.

Miró de reojo mi mano cuando toqué su traje, y con su

brazo derecho me dio un empujón tan fuerte que caí senta-

do en el suelo. Luego corrió, logrando salir del vagón. Por

la ventana lo vi gesticular acaloradamente mientras me

maldecía. Luego observé a la mujer del vestido rojo cami-

nando con sus tacos negros brillosos hacia mí. Me alegré

en verdad al ver que había logrado escapar de aquel bra-

vucón.

Ella levantó mi libro que se había caído del bolso que

colgaba de mi hombro y dijo, mirándome a los ojos:

–Gracias…

Me levanté del suelo y sacudí la tierra de mis pantalo-

nes. Pensé que solo le daría un saludo de despedida y todo

terminaría allí. Sin embargo, tomó fuerte mi mano y agre-

gó:

–¡Hay que salir de aquí, ahora mismo! Tienes que

ayudarme... Ya te han visto. ¡Regresarán por ti! Antes de

que llegue el próximo metro te perseguirán hasta que les

hayas dicho por qué razón me has ayudado.

No estaba seguro de que fuera cierto lo que decía, pero

aunque resultase un poco extraño, podía tener razón. Así

que huí del lugar con ella; fuimos hacia la salida y

subimos por la escalera mecánica apresuradamente antes

de que llegara algún otro bravucón. De todas maneras ya

era tarde, otro hombre alto de traje negro estaba del otro

lado de la calle, apoyado en un vehículo de color oscuro

mientras fumaba un cigarrillo. Reaccionó en el instante en

que nos vio salir de la boca del metro, arrojó el cigarrillo

por los aires y corrió rabiosamente hacia nosotros, saltan-

do los autos que se le cruzaban en el camino.

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Me había involucrado en una situación que desconocía

totalmente. Ya estaba atrapado en este asunto, no podía

separarme de esta mujer como si nada, vendrían hacia mí

de todas formas y me torturarían para que les dijera todo

lo que sabía sobre ella o lo que fuese, y ese era precisa-

mente el problema: yo no sabía absolutamente nada y ellos

no me creerían eso.

La única idea que se me ocurrió fue correr una cuadra

junto con ella y perder a ese sujeto al entrar a mi edificio y

ocultarnos en mi departamento, si teníamos la suerte de

que no nos viera ingresar. Así que con firmeza le dije a la

mujer que me siguiera y escapamos como presas cuando

huyen de su predador.

Cruzamos por entre los autos que ocasionaban el in-

tenso tráfico de la mañana. Ya casi doblábamos la esquina

y a menos de diez metros estaba la entrada del edificio.

Sabía que el portero siempre dejaba abierta las puertas a

esa hora, ya que estaría barriendo la entrada como habi-

tualmente lo hacía.

A dos pasos de llegar y de entrar, volteé hacia atrás y

miré con atención si el sujeto nos seguía persiguiendo,

pero no lo vi. Subimos por la escalera sin descansar hasta

mi departamento en el quinto piso. Ingresamos rápidamen-

te para sentirnos a salvo. Cerré y trabé la puerta.

Esperaba que la dama al menos me diera una simple

explicación de todo lo sucedido, pero dejó caer su cuerpo

en el sofá y se tomó la cabeza con ambas manos como si

estuviera aturdida y padeciera de fuerte dolores. Se tiró el

pelo colorado hacia atrás y respiró profundamente con los

ojos cerrados, luego fue expulsando el aire lentamente. Fui

en busca de un vaso de agua a la cocina, tomé una silla y

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me senté junto a ella. Le entregué el vaso y una pastilla

para el dolor de cabeza:

–Toma, esto te hará sentir mejor.

–Gracias.

Segundos después dijo bruscamente:

–¡Tengo ganas de vomitar!

Se levantó deprisa y corrió al baño que se podía ver

desde el sofá porque tenía la puerta corrediza abierta, entro

y la cerró.

Yo estaba anonadado, miré el reloj que colgaba de la

pared y las agujas me indicaban que ya había pasado casi

media hora. Mi tiempo era muy escaso, pronto tenía que

rendir el examen y ese era el lapso de tiempo justo que me

demandaría llegar a la universidad: media hora. Debía

salir en ese momento o perdería el examen, pero la mujer

aún no salía del baño. No quería dejarla en el departamen-

to, pero echarla groseramente no era lo apropiado. Pensé

un segundo en las cosas de valor que tenía y en verdad no

había ni dinero ni joyas; pensé en llamar al portero o a la

señora Adler para que viniesen al menos un rato hasta que

se sintiera mejor la dama y luego se marchara, pero no

quería comprometer a nadie por mi culpa.

Golpeé la puerta del baño y pregunté:

–¿Te encuentras bien?

–Sí, solo dame unos minutos, ya salgo.

No podía seguir esperando. Seguro tardaría más de un

minuto.

–Debo salir ahora mismo, enseguida regreso. Dejaré la

puerta abierta, ¿sabes? Si viene la señora Adler que vive

aquí al lado, no te preocupes.

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–Está bien. En cuanto me sienta mejor, me iré… Gra-

cias por lo que estás haciendo por mí. Olvidé decírtelo.

–No te preocupes, ya te repondrás…

Salí inmediatamente del departamento con mucha pre-

caución por si veía a alguno de los bravucones cerca. Cru-

cé las calles con cuidado y con disimulo hasta llegar a la

estación del metro. Cuando bajé las escalinatas, por suerte

esta vez el carro ya estaba ahí.

Llegué quince minutos tarde a la universidad; no tuve

tiempo para repasar un poco. Mis pensamientos en ese

momento vagaban por todas partes, desde lo que estaría

haciendo aquella mujer en mi departamento hasta las pre-

guntas que me tomarían en el examen.

Cuando ingresé en el aula, el parcial ya había comen-

zado. Todos estaban muy concentrados escribiendo en sus

hojas. Algunos ni siquiera notaron mi llegada. Cuando uno

se enfoca en algo importante es difícil distraerse con cosas

pequeñas y estúpidas. Intenté explicarle al profesor Frede-

rick Millstein el motivo de mi retraso, pero me interrum-

pió diciendo:

–Buen día, Collins.

Me entregó la hoja del examen y agregó:

–Ubícate donde puedas.

Yo tenía una buena relación con el profesor. Más de

una vez mantuvimos breves charlas en el horario de rece-

so. Además, él también conocía a mi amada María Loren,

pues había sido su profesor el cuatrimestre anterior cuando

comenzó a trabajar en la Universidad. Aunque su actitud

era un poco inestable, se adaptó muy bien a su tarea.

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Apenas escribí la última palabra en la hoja del exa-

men, me paré y dejé el parcial sobre el escritorio del pro-

fesor Millstein.

–¿Seguro que no quieres revisar el examen, Collins?

Aún tienes unos cuantos minutos para controlar todo…

–Así está bien, profesor. Ya lo he revisado. Tengo

otras cosas que resolver ahora, gracias.

–¿Está todo bien, Bruce?

–Sí, profesor. Son solo unas cosas que dejé sin termi-

nar antes de venir.

–Entiendo. Te deseo suerte, Bruce. La semana próxi-

ma daré las notas de los exámenes.

–Perfecto. Hasta pronto, profesor.

Siempre noté algo extraño en el profesor Millstein.

Tenía una forma de expresarse muy hábil y serena, pero a

la vez permanentemente estaba tenso y nervioso cuando

me dirigía la palabra.

Regresé a mi departamento para saber qué había suce-

dido con la dama de vestido rojo que apareció en mi ca-

mino de la nada. Supuse que al llegar ella, ya se habría

marchado y que al menos habría dejado una nota sobre la

mesada o, a lo sumo, la encontraría recostada en el sofá.

Sin embargo, cuando arribé al edificio había algo que no

estaba bien. Había una ambulancia estacionada en la en-

trada. Se me erizó la piel con solo pensar que estaba allí

por algo relacionado con lo sucedido esa mañana. Me

acerqué enseguida para saber qué ocurría y vi que sacaban

una camilla del edificio. Me arrimé para ver de quién se

trataba… ¡Era la señora Adler! Llevaba colocado un cue-

llo ortopédico y estaba inconsciente.

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Me quedé en silencio por un momento, tratando de en-

tender qué había pasado, pero era imposible. Lo primero

que hice fue preguntarle al encargado de la portería del

edificio:

–Esteban, ¿qué sucedió?

–Al parecer, la señora Adler tropezó al salir de su de-

partamento. Por suerte, agradecemos a Dios que no se ha-

ya caído por la escalera. Hubiese sido fatal para una mujer

de setenta años.

Yo no estaba muy seguro de esa versión. Quizás era lo

que él y las demás personas pensaban, pero allí había pa-

sado otra cosa, de eso estaba seguro y lo iba a averiguar.

Me acerqué al personal encargado de llevar la camilla

en la que trasladaban a la señora Adler y les dije:

–Soy su vecino. Necesito saber si estará bien la señora

Adler. ¿Se fracturó alguna parte del cuerpo?

Quería saber el estado en el que se encontraba. Estaba

muy eufórico e impulsivo por dentro y totalmente descon-

certado ante esa situación.

–Aún no podemos saber qué es lo que tiene exacta-

mente, señor. La caída no le ha producido demasiados

daños. Fue un pequeño golpe en la cabeza con la puerta al

desplomarse su cuerpo hacia atrás lo que la dejó incons-

ciente. No parece presentar signos de fractura por el mo-

mento, pero cualquier novedad le avisaremos. Con permi-

so –dijo al abrir paso para subir la camilla a la ambulancia

para trasladarla al hospital.

Es una señora mayor. Cualquier caída podía provocar-

le una fractura fácilmente. Al menos, me tranquilizó bas-

tante saber que no le había pasado nada grave. Quise

acompañarla, pero no me dejaron subir por el reducido

espacio del vehículo. Decidí ir al hospital por mi cuenta,

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pero primero debía subir a mi departamento y ver cómo se

encontraba todo.

Habían pasado dos horas aproximadamente desde que

me había marchado de allí, por lo que no esperaba encon-

trar muchos cambios. Cuando subí por la escalera y llegué,

la puerta estaba cerrada sin llave, tal cual la había dejado.

Cuando apenas la abrí, observé el estado en el que estaban

todas las cosas. Quedé totalmente sosegado, impotente y

abatido al ver que todo el maldito departamento se encon-

traba completamente revuelto. Hasta el último cajón esta-

ba tumbado en el suelo, lo mismo que la ropa, mis libros,

la cama, los muebles. ¡Era un completo desastre!

Cerré la puerta desganado, caminé deprimido y des-

animado por encima de las cosas que estaban en el piso

hasta llegar al sofá que estaba volteado. Lo levanté y luego

dejé caer mi cuerpo sin contención, y allí me quedé mi-

rando el techo atontado y confundido, hasta quedarme

plenamente dormido.

Cuando me desperté estaba desorientado. Ya era de

tarde. Por un momento observé detalladamente todo el

desorden que había a mi alrededor. Me detuve un instante

cuando vi el estuche del reloj que me había regalado María

Loren para mi cumpleaños. Lo tomé con las manos y

cuando lo abrí, el reloj aún seguía allí. Era lujoso y caro

realmente. Luego eché otro vistazo a las cosas que pudie-

sen tener valor y todas estaban ahí; no faltaba absoluta-

mente nada. Enseguida comencé a dudar sobre lo que es-

taba sucediendo pues, era evidente que no se trataba de un

simple robo.

Caminé unos pequeños pasos más por la sala de estar

observando el desastre que inundaba el piso, hasta que

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escuché el sonido de mis pies estrujar un portarretratos

negro tirado invertido sobre el suelo. Cuando me agaché y

lo levanté, lo di vuelta y allí estábamos con María Loren,

con el paisaje de la Estatua de la Libertad detrás nuestro.

A pesar de recordar a María Loren permanentemente, lo

más importante es que había un mensaje escrito con lápiz

labial rojo sobre la foto, que decía: “Huye de aquí cuanto

antes con tu hermosa María Loren”.

Entonces, después de reflexionar, rápidamente reme-

moré aquel episodio que había olvidado hasta ese día,

cuando el sujeto misterioso llamado Alfred Lordon me

tomó de rehén y dejó en mi poder el sobre que contenía el

secreto que muchas personas estaban buscando.

Recuerdo que me deshice del sobre y de la carta al día

siguiente, pero escribí el código en un lugar muy seguro

con un lápiz. Busqué un libro específico entre todos los

que estaban esparcidos en el suelo, uno de Conan Doyle.

Lo abrí en la página veintisiete, que era la fecha en que el

código había llegado a mis manos. Allí estaba como lo

había dejado, aún escrito sobre esa página. Jamás lo en-

contrarían ahí aunque lo buscaran largas horas.

Lo primero que hice ante esta situación tan problemá-

tica fue darme una ducha con agua tibia para tratar de rela-

jarme y lograr pensar con claridad lo que debía hacer. Era

viernes. No asistí al trabajo por licencia de estudio. Por

cierto, olvidé mencionar que trabajo durante las mañanas

en el área administrativa de una empresa, completando y

cargando formularios todos los días. Necesito un sustento

para afrontar mis gastos.

Pensé una y otra vez mientras escuchaba el sonido de

las gotas de agua impactar en mi cuerpo dentro de la bañe-

ra. Aunque fuera muy duro, reflexioné sobre lo que sería

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mejor para María Loren y para mí en ese momento. Decidí

alejarla de todo ese embrollo inmediatamente.

El mensaje escrito en una foto en la que estaba con

ella me hizo pensar que, tarde o temprano, irían tras ella

también, y eso era lo último que quería que sucediera. Ni

siquiera podía acudir a la policía ya que no tenía pruebas,

pues tampoco se habían llevado algo de valor, por lo que

sería inútil pedir su ayuda.

Ya era hora de marcharme de allí, aunque el temor in-

vadía mi ser esa noche calurosa de junio. Debía salir del

edificio para no abrumarme y alterarme más de lo que

estaba. Desconocía el peligro que se avecinaba; ni siquiera

tenía alguna simple y mínima certeza de cómo continuar.

Llamé por teléfono a María Loren y le dije que fuera

inmediatamente al bar ubicado en una esquina frente a la

plaza, a pocas cuadras de mi departamento. Aduje un mo-

tivo urgente. Tomé todo el dinero que tenía escondido en

uno de los lugares más seguros de la casa: una de las dos

pequeñas masetas que estaban en el balcón. Volqué la tie-

rra hasta que cayó el fajo de dinero que había escondido

en el fondo. Era el que me había entregado junto con el

sobre Alfred Lordon. Recordé que me dijo que lo usara

para una ocasión especial, y esa lo era.

Por un momento dudé en quedarme encerrado en mi

hogar, esperando a que se calmaran las aguas, pero de na-

da serviría. Solo sería un cobarde enjaulado aguardando

que sucediera un milagro. Corrí las cortinas suavemente y

espié por la ventana para ver si alguien me estaba vigilan-

do desde algún lugar recóndito. Pronto me harté. Vi mi

rostro reflejado en el vidrio de la ventana y me pregunté:

“¿Por qué no me permito hacer las cosas que hago habi-

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tualmente? ¿Por culpa de unos malditos que ni siquiera

conozco?”.

Decidido, me vestí con un pantalón de jean negro, una

remera blanca que encontré tirada en el suelo entre el

montón de ropa, tomé las llaves y la billetera, y salí de mi

departamento. Pensé que lo mejor sería dejar que suceda

lo que tuviera que suceder. Era extraño no tener miedo,

preocupación o desconfianza al salir a la calle, después de

que me habían revisado todo el departamento en busca de

algo en particular y que aún no habían podido encontrar.

Con seguridad volverían a intentar contactarse conmigo

hasta obtener lo que tanto deseaban. Me intrigaba saber

cuán importante era y hasta dónde serían capaces de lle-

gar, pues desde el inicio de mi intervención en esta histo-

ria ya había muerto una persona.

Mientras bajaba por el ascensor pensaba mil cosas a la

vez. Me sentía tan perseguido que me topé con un hombre

que vivía en un departamento del piso de arriba del mío y

con el que jamás nos saludábamos. Ciertamente nunca

tuve importancia, ni interés en hacer amistad con los de-

más vecinos, quizás no sea por mi personalidad, sino más

bien porque últimamente estoy poco tiempo en el edificio.

Casi siempre llego por la noche para descansar y durante

el día estoy ocupado haciendo mis deberes rutinarios. Sin

embargo, al ver a mi vecino parado en el ascensor a mi

lado, sentí que tal vez podría llegar a estar involucrado en

este rompecabezas. Sospechaba de todo el mundo, no po-

día confiar en nadie. Quizás era un pensamiento paranoi-

co, pero debía ser lo más prudente posible a partir de ese

momento.

Al salir observé por segunda vez la presencia de un

hombre alto, de sombrero oscuro, que fumaba un cigarrillo

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junto al poste de la esquina. No era posible ver su rostro.

Pensaba entregarle todo el dinero a María Loren y pedirle

que se tomara unas pequeñas vacaciones lejos, hasta que

todo este asunto terminara de una vez.

Sabía que no sería nada fácil proponerle algo así, pero

por suerte ella es muy inteligente y confía en mí. Segura-

mente entendería la gravedad del asunto. Además, ya casi

era fin de semana y no tendría que ausentarse del trabajo

por mucho tiempo. Tenía que hacerlo por el inmenso amor

que tengo por ella. Lo último que quiero en mi vida es que

se vea involucrada y salga lastimada; no me lo perdonaría

jamás.

Mi cerebro no se detenía ni por un segundo. Estaba tan

sensible que mis oídos captaban todos los sonidos que se

producían alrededor mío: los motores de los autos que

pasaban por la calle, los tacos de mujer al impactar contra

el suelo una y otra vez, las palabras que decían las perso-

nas que pasaban caminando, la sirena de la ambulancia a

unas cuadras de allí; todo llamaba mi atención. También

por momentos regresaba a mi mente la imagen del mensa-

je escrito con lápiz labial rojo en el portarretratos: “Huye

de aquí cuanto antes con tu hermosa María Loren”. “¡Por

mil demonios! Espero que no suceda nada terrible”, pensé

exaltado. Apresuré el paso hasta llegar al bar. Ya no

aguantaba un segundo más estar sin María. Al acercarme

la vi: estaba parada esperándome en la entrada del bar.

Estrechamos nuestros cuerpos en un fuerte abrazo, palpa-

mos nuestros labios y nos miramos a los ojos con un in-

menso amor. Noté en su rostro esa mirada inquieta llena

de incertidumbre. Me preguntó con su tono de voz preo-

cupada y angustiada:

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–¿Qué está sucediendo, Bruce?

–Entremos un minuto. No estemos parados aquí afue-

ra, puede ser peligroso. Hay poco tiempo...

Nos sentamos en una mesa y le expliqué exactamente

todo lo que había ocurrido, sin ocultarle nada, pues es la

persona en la que más confío en este mundo. Saqué de mi

bolsillo un sobre de papel madera que contenía una buena

suma de dinero para que se marchara de allí unos días.

–Sal de la ciudad esta misma noche, usa este dinero.

Todo estará bien, amor, te lo prometo.

–No voy a dejarte, Bruce ¡Me quedaré contigo! Juntos

saldremos de esta situación. Déjame pensar… podemos

recurrir a la policía, ellos nos ayudarán.

–¿¡No entiendes!? Ellos harán cualquier tipo de mal-

dad para obtener lo que quieren. Vendrán por ti si es nece-

sario, no te pondré en riesgo nunca. Por favor, confía en

mí. No hay más tiempo, debo ir al hospital para saber el

estado en el que se encuentra la señora Adler. Pronto ven-

drán por mí nuevamente, de eso estoy seguro, y para en-

tonces tú ya te habrás marchado de aquí.

–¿Por qué haces esto, Bruce? Déjame quedarme con-

tigo. Nos ayudaremos mutuamente, por favor...

–Ya lo he decidido.

Me paré firmemente decisivo, pese a que mi ánimo es-

taba destrozado y luego la ayudé a levantar a María mien-

tras limpiaba con una servilleta las lágrimas que corrían

por su hermoso rostro. Salimos sin decirnos una palabra y

detuve el primer taxi que vi. Abrí la puerta para que subie-

ra al auto. Al despedirnos, María Loren dijo:

–Te amo, Bruce. Eres todo para mí. ¿Lo sabes? Quiero

que te cuides mucho…

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–Yo también te amo, María Loren. Anhelo toda una

vida junto a ti. No soportaría perderte, espero que lo en-

tiendas.

Nos miramos con la esperanza de que pronto nos vol-

viéramos a ver y podríamos abrazarnos para volver a sen-

tir que el tiempo no existe cuando estamos juntos.

Por unos instantes, mi mirada quedó fija en el vidrio

trasero del taxi, mientras veía partir a María Loren. Refle-

xioné de nuevo sobre la decisión que había tomado y aún

pienso que fue la mejor. Tenía un nudo en la garganta al

dejarla ir; intenté respirar profundo y seguir adelante con

lo que había planeado.

Tomé otro taxi que había estacionado justo allí, del

cual bajaron dos pasajeros. Me subí antes de que pudieran

cerrar la puerta y le dije al chofer:

–Hasta el hospital más cercano, por favor.

–Por supuesto –respondió muy cortante.

Iría a ver en qué estado se encontraba la señora Adler.

Al llegar, pregunté en qué cuarto estaba, pero como era de

noche me informaron que ya no era horario de visitas. Sin

embargo, como era la única persona que había ido a visi-

tarla en todo el día, hicieron una excepción y me permitie-

ron pasar. Pensé que quizás la señora Adler podría estar

durmiendo. Ingresé despacio para no hacer ruido y me

acerqué a ella. Cuando miré su rostro abatido, abrió sua-

vemente los ojos. Sentí tristeza en mi corazón cuando ob-

servé los tubos a su alrededor y las agujas clavadas en sus

venas. Es una persona muy grande, ni siquiera estaba al-

guien de su familia para contenerla. Era una situación muy

triste.

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Su brazo se movió despacio y alcanzó a tomar mi

mano con la poca fuerza que tenía y dijo, sin levantar la

voz:

–Qué alegría verte, Bruce. Lo lamento mucho, no los

pude detener…

Fue lo primero que dijo. Quedé paralizado. Confirmé

enseguida lo que había sucedido. Sentí mucha ira por den-

tro. Ella no tropezó, esos desgraciados fueron los que pro-

vocaron que la señora Adler se encontrara aquí, por culpa

mía. Estaba muy enfurecido, traté de controlar mis impul-

sos mientras estaba junto a ella.

–No se preocupe, todo está bien, señora Adler. Quiero

que usted se mejore lo antes posible y me prepare un rico

plato de comida como acostumbra a hacer siempre –dije

con una pequeña sonrisa en mi rostro, para hacerla sentir

mejor.

–Prometo que cuando salga de aquí te prepararé un

plato especialmente para ti, Bruce.

–¿Cómo se siente ahora? –pregunté.

–Me siento como cualquier persona de setenta años,

solo que aún mejor –respondió sonriente.

–¿Qué fue lo que sucedió? –quería estar seguro de lo

que había pasado.

–Al salir de mi casa había dos sujetos de traje entran-

do a tu departamento. Intenté detenerlos, pero de un sim-

ple empujón mis piernas no resistieron y caí al suelo.

–Es usted muy valiente, señora Adler.

Ingresó la enfermera y me preguntó:

–Disculpe, ¿es usted el señor Bruce Collins?

–Así es.

–Dejaron esta carta para usted.

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–Enseguida regreso –le dije a la señora Adler.

Me acerqué a la enfermera; salimos al pasillo y en un

tono suave, para que la señora Adler no escuchara y no

causarle más problemas, le pregunté:

–¿Quién la dejó?

–Un hombre vestido con un traje, hace una hora apro-

ximadamente. La dejó en la recepción y se marchó ense-

guida. Dijo que vendría una persona a visitar a este pa-

ciente, y pidió por favor que le entregaran este sobre sella-

do.

–Gracias por su gentileza –respondí a la enfermera pa-

ra dejarla continuar con su trabajo y poder abrir el sobre

en privado.

Tomé asiento en el corredor y, con cuidado y ansie-

dad, lo fui abriendo por el borde, hasta extraer la hoja que

contenía. En ella estaba escrito:

“SI DESEAS QUE LA SEÑORA ADLER CONTI-

NÚE CON VIDA, LLEVA EL CÓDIGO MAÑANA, TÚ

SOLO, AL HOTEL “THE ROOSEVELT” A LAS 11:00

HORAS, HABITACION NÚMERO 513”.

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CAPÍTULO IV

La luz de la mañana comenzó a filtrarse por la peque-

ña y única ventana de esta sucia habitación, anunciando la

llegada de un nuevo día. Había pasado otra noche… Otra

noche en la que me mantuve en vela con las mismas pre-

guntas atormentándome una y otra vez sin cesar: “¿Cuán-

tos días habían pasado ya? ¿Cuatro? ¿Cinco?”. Las imáge-

nes que guardaba en mi memoria eran borrosas debido al

insomnio; todos mis recuerdos se mezclaban y desordena-

ban mi mente.

Durante toda la noche pensé en lo primero que debía

hacer con la nota que habían dejado para mí en el hospital.

Querían que fuera a un cuarto de un hotel que ni siquiera

conocía, además de no tener ni la más remota idea de con

quién diablos estaba tratando. ¿Cómo podía saber si no me

aniquilarían una vez que les entregara lo que buscaban?

Después de todo, yo había leído el código y podía contár-

selo a quien quisiese. De todas maneras me encontrarían

tarde o temprano si no cumpliría. No olvidaba que la vida

de la señora Adler estaba en peligro por mi culpa; no po-

día correr ningún riesgo. Debía planear todo a la perfec-

ción.

Tenía un nudo en el estómago; los nervios y el dolor

de cabeza me producían un efecto de intranquilidad y de-

sesperación. Debía tomar una decisión, y pronto, pues se

acercaba la hora en la que había sido citado. Pensé en lla-

mar a la policía, pero recordé que ellos también estaban

involucrados, aunque sabía que no todos. De todas mane-

ras, no me podría arriesgar. Si se enteraban, sería aún peor

de lo que ya era. Pensé en pedirle a un amigo para que me

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acompañara, pero descarté esa idea, ya que sería mi cóm-

plice y partícipe de esta horrible y cruda realidad expo-

niéndolo al peligro. Las alternativas eran pocas, al igual

que el tiempo que tenía para determinar qué iba a hacer o

qué era lo que “debía” hacer. Por suerte, María Loren ya

estaba muy lejos de allí. Había podido apartarla de todo

este asunto; saber eso era lo único que me hacía sentir más

tranquilo y seguro para pensar con serenidad.

Sin más remedio iría hasta el hotel y entregaría el so-

bre de una vez. Solo que antes de dejárselo en sus manos,

primero debería resguardar mi vida y trataría de conven-

cerlos para que no vuelvan a contactarse nunca más con-

migo. Para eso tenía que idear un plan claro y eficiente.

Decidí no llevar nada escrito por temor a que, una vez

entregado, me mataran.

Leí una y otra vez el código, hasta memorizarlo, de

ese modo no me eliminarían hasta que se los dijera. Esa

era mi única salida y mi vía de escape. Me senté con mu-

cha incertidumbre en el sillón, tomé mi cabeza con ambas

manos mientras pensaba cómo actuar y reaccionar con

estos tipos. No sería nada fácil tratar con ellos; lo único

que esperaba era no tener que volver a lidiar jamás.

“Ya es hora de enfrentarlos, que la suerte me acompa-

ñe. Será lo que tenga que ser”, pensé. Muy decidido, me

levanté con firmeza y, tomé varios vasos de agua para

controlar y calmar los nervios. Repasé por última vez el

código hasta tenerlo bien memorizado. Luego arranqué la

hoja para eliminarla y que el secreto quedara grabado solo

en mi memoria. Arrojé el libro entre el montón de todos

los objetos que habían quedado esparcidos en el suelo y

me marché del lugar.

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La mañana estaba cubierta de nubes grises que tapa-

ban toda la ciudad. El hotel quedaba a unas tres millas

aproximadamente. Era probable que al salir del edificio

estuvieran vigilándome, pues ellos querrían saber qué ha-

ría. Debían controlarme para ver si cumplía con todo lo

que ellos pedían.

Caminé disimuladamente hasta llegar a la esquina, sin

detenerme a mirar si alguien me estaba siguiendo. Allí me

detuve un instante para observar todo a mi alrededor y

tratar de tomar desprevenido a aquel que me estuviera es-

piando. Sin embargo, había demasiadas personas en todas

partes, por lo que era muy difícil advertir quién me estaba

siguiendo, por eso decidí tomar el primer taxi que pasaba

por delante de mí. Faltaban cuarenta minutos para las once

de la mañana, solo quería distraerlos. Subí al taxi y le in-

diqué al chofer:

–Conduzca veinte minutos por donde quiera, luego dé-

jeme en el Hotel The Roosevelt, por favor.

–Como tú digas… –respondió sin importarle por qué

le dije eso–. El tiempo mejorará, el sol saldrá en unas ho-

ras –agregó.

Seguidamente, comenzó a silbar al ritmo de la música

que sonaba en su autoestéreo...

–Me alegro de oír eso, señor –respondí, para no ser

grosero.

–Este es mi último viaje, ¿sabes? –dijo el taxista,

mientras notaba el cansancio de sus ojos por el espejo re-

trovisor–. Quizás das vueltas por un rato en la avenida y

no encuentras nada, luego vas de regreso a tu hogar cuan-

do finaliza el día y un sujeto estira su mano para detener el

auto y te pide que lo lleves…

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–Podrá suceder seguido, señor, pero seguro el que

busca incansablemente obtiene el mejor resultado, tarde o

temprano, alguien aparecerá.

–Espero que nadie aparezca cuando pase a buscar a mi

mujer más temprano que lo habitual –dijo el taxista y se

echó a reír...

Dos cuadras antes de llegar al hotel, le indiqué:

–Deténgase justo aquí, señor. Por favor, dígame,

¿cuánto es?

–¿Estás seguro? Aún faltan dos cuadras para llegar al

hotel –respondió el chofer.

–No se preocupe, estoy bien de tiempo. Gracias.

Pagué lo que marcaba el reloj del taxi y le dejé que

conservara el cambio. Bajé del auto mirando a mi alrede-

dor y comprobé que nadie me estaba persiguiendo o es-

piando. Empecé a caminar con las manos en los bolsillos

de una manera natural para pasar totalmente desapercibi-

do, hasta llegar a la entrada gigante y luminosa del hotel.

Allí entraban y salían personas constantemente con sus

maletas y trajes de alto nivel. Cuando estaba a punto de

subir el único escalón para ingresar por la puerta principal,

pasaron mil cosas por mi cabeza, infinidad de pensamien-

tos me arrastraban a huir corriendo del lugar y esperar otra

buena y mejor oportunidad. Sin embargo, recordé lo que

una vez dijo mi abuelo, días antes de que su alma se mar-

chara de esta vida llena de ilusiones y deseos: “No debes

esconderte de tu destino. Eso sí, siempre piensa bien lo

que harás en todo momento y nunca olvides preguntarte: si

el miedo no existiera en tu vida, ¿qué harías?”

Debía ignorar el pánico que padecía en mi interior; no

tenía más opciones, pues de todas maneras, tarde o tem-

prano, tendría que enfrentarlos. Decidí seguir adelante con

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mi plan. Sin pensarlo más, entré al hotel y observé a to-

dos… Bueno, a la mayoría de las personas que estaban en

la sala principal. Para mí todos eran sospechosos, desde el

administrador, el conserje, los turistas, las personas que

solo estaban por negocios, hasta el personal de limpieza...

No podía confiar en nadie.

Muy nervioso miré el reloj que colgaba de la pared de

la sala de espera y aún faltaban unos cuantos minutos para

las once en punto de la mañana. Decidí que lo mejor sería

ir subiendo por las escaleras cuidadosamente y no utilizar

el ascensor.

Al llegar al segundo piso me crucé con toda clase de

personas: algunas que reían asquerosamente con sus ele-

gantes trajes, otras que bajaban con el ceño fruncido, otras

con la vista hacia delante sin advertir que yo pasaba a su

lado. Cada vez que terminaba de subir cada tramo de la

escalera, volteaba para ver si había alguien siguiéndome.

En el quinto piso me sorprendió un carrito que pasaba a

gran velocidad repleto de platos sucios y restos de comida.

La empleada que lo transportaba me ignoró totalmente,

como si yo no estuviese allí; luego continuó su recorrido

por la alfombra roja hasta llegar al final del pasillo con sus

dos manos sobre el carro. Allí empujó con él, en el centro

de las dos puertas y entró.

Mi corazón comenzó a latir cada vez más y más fuer-

te; podía sentir el sudor de mis manos y el de mi frente

dejando pegajosa mi piel. No podía quedarme parado y

quieto por mucho tiempo en el pasillo pues sería una acti-

tud muy sospechosa, pero pensándolo bien, ellos ya sa-

brían que yo estaba ahí, estaba todo perfectamente calcu-

lado y bien planeado. Me armé de coraje y de valor para

caminar hacia la puerta número quinientos trece sin dudar

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ni un segundo más. Mis pasos eran tan lentos que pude

advertir por un instante toda la sensibilidad que había en

mi cuerpo. Continué de todas maneras sin darle importan-

cia hasta detenerme frente a la puerta. Miré el número, me

froté ambas manos para darme una sensación de estar bien

preparado para lo que iba a venir y, en el preciso momento

en que iba a golpear la puerta, escuché el sonido del as-

censor que se detuvo a pocos metros de donde yo estaba.

La luz roja que indica la apertura de las puertas se encen-

dió, miré si alguien bajaba en ese piso ya que podía tratar-

se de alguien involucrado en esto, pero simplemente salió

un muchacho de traje que comenzó a caminar normalmen-

te. Pasó al lado mío y luego entró por una de las puertas

que había más adelante. No le di importancia y continúe

con mi plan.

Todo me llamaba la atención. Era inevitable pensar

que alguien pudiera estar fuera de esto. Respiré profundo

para calmar mis nervios, luego expulsé el aire lentamente

y, decidido al fin, levanté mi mano para golpear la puerta

pensando en que la persona que estuviera del otro lado

simplemente me pediría la información que tanto deseaba

y yo podría llevar a cabo mi estrategia para que mi vida no

acabe en esa estúpida ocasión.

Golpeé tres veces con suavidad para anunciar mi lle-

gada. La puerta se abrió un poco. Pensé qué debía hacer y

entré a la habitación. Primero empujé la puerta muy des-

pacio para ver qué sucedía adentro. No se notaba ningún

movimiento extraño, a lo mejor debido a la poca luz que

me impedía ver bien; todo estaba muy oscuro. Debía en-

trar en ese momento, aunque quizás no era la mejor op-

ción. Cuando di el primer paso para ingresar inesperada-

mente se abrieron dos cortinas largas y blancas, dejando

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entrar la luz matinal en todo el cuarto. Cuando todo se veía

con claridad, se me hizo un nudo en el estómago, sentí

desesperación y arrepentimiento de haberme metido allí.

Ya no había escapatoria. Allí estaba una persona a quien

jamás hubiera esperado encontrar: la mujer de vestido rojo

a la que había llevado a mi apartamento aquel día. Estaba

sentada en una silla, con los pies y las manos amarradas.

Tenía la cabeza inclinada hacia el suelo. Su largo y des-

arreglado cabello me impedían ver su rostro. Estaba total-

mente inmovilizada. Fue verdaderamente impactante; en

ese momento no sabía qué pensar. Quizás ella estuviera

desmayada o sin vida. Quedé anonadado y desorientado.

–¿Te encuentras bien? – le pregunté. Mi intención era

saber si aún estaba con vida.

Había alguien más en la habitación. De pronto, ella le-

vantó lentamente su rostro y vi sus impactantes y radiantes

ojos verdes que una vez me deslumbraron, morados por

los golpes e inundados de lágrimas. Su boca estaba sellada

con una cinta de embalar. El maquillaje había sido erosio-

nado por las lágrimas que habían formado una oscura

cuenca que discurría por sus mejillas. Mientras observaba

su rostro desilusionado y consumido, se abrió una puerta e

ingresó en la sala un sujeto alto y grandote con un elegante

traje negro. Me atrevo a decir que era el mismo que vi

cuando escapamos del metro aquella mañana, aunque no

estaba demasiado seguro de ello.

Sabía que esto iba a suceder, de hecho estaba esperan-

do que sucediera, que apareciera alguien y que me dijera

los pasos que debía seguir. Pero lo que jamás imaginé fue

ver a una persona amarrada y torturada en una silla.

Me miró fijamente a los ojos, con una mirada seria y

violenta se acercó a un teléfono que había sobre una pe-

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queña mesita de luz negra junto a la cama y levantó el

tubo. Marcó tres dígitos y dijo en voz baja y calma:

–Ya está aquí.

Recibió una respuesta de su interlocutor y presionó un

botón del teléfono para dejarlo en alta voz así todos po-

díamos escuchar lo que esa persona diría. Una voz distor-

sionada y serena se dirigió hacia mí:

–Bruce, espero que no cometas ningún error y no

pienses hacer ninguna estupidez.

–¡¿Qué diablos quieres?! –respondí enfurecido.

Por un momento olvidé todo lo que tenía planeado.

Me resultaba imposible mantener la calma y poder pensar

con claridad.

–Bruce, ya sabes lo que quiero. ¿Lo has traído?

Cuando preguntó de una maldita vez lo que yo espera-

ba escuchar desde un principio, el sujeto de traje que esta-

ba junto al teléfono se desabrochó los botones del saco y

me mostró el arma que llevaba en la cintura, antes de que

yo respondiera. Me quedé en silencio unos segundos. Es-

taba bloqueado completamente; intenté recordar lo que

debía decir, pero las palabras no salían de mi boca. No

tenía salida. El hombre de traje se hartó y, enfurecido, ex-

trajo el arma de su cintura y golpeó con la culata la cabeza

de la mujer.

–¡Solo entrega lo que pide, muchacho, y vete de aquí!

–Les daré lo que buscan, pero antes quiero que liberen

a la dama –dije, aunque sabía que existían pocas probabi-

lidades de que cumplieran mi pedido–. ¿Cómo sé si sal-

dremos con vida de aquí?

–Eres terco, joven… –dijo la voz del teléfono–. Sal-

drán de la misma manera que tú has entrado.

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No sabía qué hacer. ¿Cómo confiar en alguien que no

conoces, alguien que tiene una mujer atada a una silla?

Esa situación no me gustaba nada.

–Te lo daré, pero primero saldré de aquí con ella –dije,

y les manifesté mis indicaciones–. Me pararé en frente del

hotel y arrojaré el código escrito en un papel dentro del

tacho de basura azul que hay junto al poste.

–¡Basta de tonterías! –respondió enfurecido desde el

teléfono–. Ya sabes qué hacer, Martin.

–Sí, señor, con mucho gusto.

Con su arma en la mano, se dirigió lentamente hacia la

dama, me miró fijamente y le dio una tremenda bofetada

en la mejilla, dejando caer su cuerpo junto con la silla al

suelo como una bolsa pesada. Siguiendo mis impulsos,

intenté acercarme, pero el sujeto me advirtió:

–Ni lo intentes. Solo haz lo que te piden…

Sentí mucha impotencia y rabia. No había nada que yo

pudiera hacer, solamente entregarle lo que tanto desean y

correr el riesgo de lo que sucedería luego. Pensé en todas

las posibilidades que tenía y decidí que la mejor opción

sería entregarles el estúpido código. Martin me volvió a

mirar esperando alguna reacción de mi parte, pero solo

logré agotar su paciencia nuevamente. Se agachó, extrajo

una navaja que tenía en el tobillo y me amenazó:

–Ya se te acaba el tiempo, muchacho.

Me producía pánico tan solo pensar que esa arma

blanca punzante podría perforar cualquier parte del cuerpo

con tan solo un simple rose. Debía hacer algo de inmedia-

to si no quería ver cómo utilizaba la maldita navaja contra

la mujer. Limpié el sudor de mi frente con mi antebrazo,

tomé aire y, rendido, dije:

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–Anota lo que voy a decir...

Una risa irónica y sarcástica se dibujó en el rostro de

Martin, cerró la navaja y la guardó. Tomó un lápiz y una

hoja de la mesa de luz, esperando que escupiera el código

de una vez, pero seguramente el tipo que estaba en el telé-

fono también estaba escuchando muy ansioso. No me im-

portó si Martin lo copiaba o no. A punto de que las pala-

bras escapasen de mi boca, golpearon la puerta súbitamen-

te. Fueron dos simples golpes fuertes. Recuerdo que la

puerta no estaba del todo cerrada, pues la había dejado

entreabierta para el caso de que tuviera que huir inmedia-

tamente de allí. Por eso, al golpearla se abrió suavemente

unos pocos centímetros.

La cara de Martin era desconcertante, no entendía ab-

solutamente nada de lo que estaba sucediendo. Esos sim-

ples golpes me descolocaron por completo. Martin se de-

tuvo un segundo para pensar qué debía hacer. Caminó

decidido hacia la puerta con su arma en la mano, escondi-

da detrás de la cintura y, una vez cerca, asomó la cabeza

lentamente para intentar espiar… Pero de pronto un brutal

golpe hizo que la puerta se estrellara en su nariz y cayó

sentado en el piso.

Yo quedé totalmente sorprendido. No tenía idea de

qué diablos estaba pasando. Cuando la puerta se abrió por

completo había un sujeto parado junto a ella, de no más de

treinta años de edad. Era alto, pero no tan robusto. Entró

serenamente a la habitación y dijo:

–Lo siento, no quería hacerle daño.

Rápidamente desenvainó un arma de su cintura, le

apuntó a Martin antes de que hiciera algún movimiento y

le advirtió:

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–Ni siquiera lo intentes. Nosotros ya nos largaremos

de aquí.

Dirigiéndose a mí, preguntó:

–Bruce, ¿verdad?

–Sí –respondí, mientras tragaba saliva–. ¿Quién eres y

qué quieres?

–Perfecto –respondió mientras mantenía su arma

apuntando a Martin, sin dejarlo hacer ningún movimiento.

–Te encontraremos –le dijo Martin muy irritado.

–Ya lo creo, pero no será ahora.

Miró a la dama sentada en la silla y agregó:

–Por supuesto, tú eres Amina.

Ella lo miró con odio e intentó levantarse inmediata-

mente. Todo se volvió más confuso aún para mí.

El extraño sujeto me advirtió:

–Nos vamos o mueres, tú decides. Tienes tres segun-

dos para elegir.

No tenía más opción que confiar en él, pues quedarme

allí no era una buena idea. Salir de ese lugar era todo lo

que quería.

En el rostro de aquel hombre no se advertía maldad,

pero sabía que tampoco podía confiar en él. A esa altura

no me fiaba de nadie, pero en ese momento era el que me

ofrecía la única salida. No tenía más alternativas.

La cara de Martin se endureció como una piedra. Aún

había alguien del otro lado del teléfono pues seguía des-

colgado y esa persona no tardaría en enviar refuerzos.

Miré al joven y dije:

–Larguémonos de aquí ahora mismo.

–Sígueme –respondió.

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–¿Acaso te olvidas de tu vecina, la señora Adler? –me

preguntó Martin, irónicamente.

–¡Ella falleció anoche, maldito desgraciado!

Se quedó paralizado al escuchar esa noticia. No tar-

damos ni un segundo más y nos largamos de allí corrien-

do. Nuestras vidas estaban en peligro. Por suerte ya no

estaba solo en esto, o al menos eso era lo que quería creer,

dado que este joven también debía huir. Miré hacia lo lar-

go del pasillo y me dirigí a la escalera, aunque el ascensor

estaba más cerca, peros seguramente nos tenderían una

emboscada si lo utilizábamos. El muchacho tomó mi brazo

y muy seguro, me ordenó:

–¡Vamos por el ascensor, rápido! Ellos seguro estarán

subiendo por la escalera.

Las puertas del ascensor se abrieron en ese preciso

momento. En él se encontraban dos señores mayores que,

asustados al ver que mi acompañante estaba armado, ins-

tintivamente descendieron al instante.

–No se preocupen, soy policía –dijo el joven extraño

para tranquilizarlos mientras presionaba el botón del se-

gundo piso reiteradas veces.

Pudimos ver a dos sujetos corpulentos correr hacia no-

sotros a gran velocidad, pero por suerte las puertas se ce-

rraron antes de que llegaran. Seguramente bajarían por la

escalera para alcanzarnos en la planta baja. Fue entonces

cuando comprendí por qué el muchacho había presionado

el botón del segundo piso.

–Tranquilo, Bruce, todo está saliendo a la perfección –

comentó para tratar de calmar mis nervios–. Por cierto,

disculpa mis malos modales, no me he presentado; mi

nombre es Ethan Ford.

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El verlo tan seguro de sí mismo, como un profesional

cuando ejerce su trabajo, hizo que decidiera confiar en él.

Solo nos enfocamos en huir de allí. Una vez que el ascen-

sor llegó al segundo piso, dijo:

–Sígueme deprisa. No querrás quedarte atrás. Nos

perseguirán como lobos hambrientos…

–¡Entendido!

Salimos del elevador. Seguí a Ethan Ford pues com-

prendí que era mi única vía de escape. En ese momento

estaba todo bajo su control. Si me retrasaba me matarían

en pocos segundos. Venían detrás nuestro persiguiéndonos

como bestias feroces. Me sorprendió ver que no se dirigió

hacia la escalera principal, sino que se encaminó hacia la

otra punta del pasillo, a la última puerta. Justo antes de

llegar, la empleada de limpieza entraba por una puerta

plegable con el carrito repleto de sábanas y toallas blancas

amontonadas para lavar.

–Bajaremos por la escalera de servicio que lleva al es-

tacionamiento del subsuelo –dijo Ethan mientras corría-

mos.

Unos metros antes de entrar por la puerta al final del

pasillo, oímos gritos detrás de nosotros:

–¡Se escapan por la lavandería!

Volteé un segundo para ver dónde estaban estos suje-

tos y comprobé que no estaban muy lejos. También vi que

cada uno tenía un radiotransmisor. Me preocupó pensar

que otros pudieran estar esperándonos escondidos, ya que

sabrían nuestra ruta de escape, pues era evidente que entre

ellos mantenían una comunicación directa.

Ethan abrió las dos puertas plegables al mismo tiem-

po. Había unos cuantos empleados dedicados a la limpieza

de las sábanas; otros fumaban y reían junto a la ventana,

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dejando escapar el humo de sus cigarrillos para evitar que

se sintiera el olor. Al vernos, quedaron completamente

sorprendidos, sus rostros se volvieron pálidos. Puesto que

Ethan llevaba el arma entre sus manos, era muy difícil que

no se espantaran.

–¡Todo está bajo control! –alertó Ethan seriamente

con voz gruesa como la de una persona que establece or-

den en medio de un alboroto. Luego preguntó:

–¿Dónde está la escalera que conduce al estaciona-

miento?

Nadie respondía nada, todos habían enmudecido, hasta

que un señor canoso y con la piel arrugada, apartado de

todos, levantó su brazo temerosamente para señalar con su

dedo índice la puerta de la salida de emergencia. Estoy

seguro de que comprendió que no éramos los malos en

todo esto.

–¡Gracias, buen hombre! –respondió Ethan. Dirigién-

dose a los fumadores les advirtió:

–Será mejor que dejen de fumar ustedes, porque el en-

cargado viene hacia aquí ahora mismo.

–¡Sí, señor! –respondieron algunos y arrojaron sus ci-

garrillos por la ventana. Luego hicieron un poco de viento

con una toalla blanca que tenían cerca para que no quedara

olor.

Bajamos rápidamente por la angosta escalera hacia el

subsuelo. Reconozco no tener un buen estado físico, pero

luego de bajar tres pisos corriendo, no me sentía cansado.

Al llegar, Ethan trabó la puerta de la escalera con un poste

amarillo que estaba al costado que decía: “Prohibido esta-

cionar”.

–Esto los detendrá unos segundos –dijo–. Vamos por

mi auto.

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Nos dirigimos al vehículo para que no nos alcanzaran

nuestros perseguidores, pero al llegar vimos a un hombre

parado frente a nosotros para no dejarnos avanzar ni un

paso más y, con una sonrisa asquerosa, preguntó:

–¿A dónde creen que van?

–¡Maldición! –murmuró Ethan. Sacó el arma de la cin-

tura rápidamente y le apuntó con las dos manos. Dirigién-

dose a mí, dijo:

–Esto no estaba en nuestros planes, será mejor que co-

rras y te escondas ahora mismo, Bruce.

Ethan perdió la tranquilidad en un santiamén. Yo era

el único desarmado; los demás sujetos que nos perseguían

ya venían en camino, de hecho se escuchaban golpes tra-

tando abrir la puerta que Ethan había trabado. Ambos co-

rrimos hacia un costado para escapar de la línea de fuego,

ocultándonos detrás de una enorme columna blanca.

–¡Déjanos pasar! ¡Ninguno querrá salir lastimado de

aquí! –gritó Ethan.

–El único que saldrá muerto de aquí eres tú –

respondió el hombre con rabia.

–Sabes bien que no puedes hacernos daño o tu jefe no

obtendrá lo que tanto busca. Si cometes un error, te matará

–le advirtió.

A modo de respuesta el sujeto se rió sarcásticamente y

de manera inesperada comenzó a gatillar su arma contra

nosotros, pero sus tiros rebotaron en la columna. Lo pri-

mero que hice fue encoger mi cuerpo. Mientras tanto, Et-

han sujetaba con fuerza su arma con ambas manos y man-

tenía su espalda pegada a la columna.

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–¡Toma! –dijo, y me entregó las llaves de su vehícu-

lo–. Contaré hasta tres y correrás hacia el auto, lo encien-

des y me recoges, ¿¡entendido!? Yo te cubriré.

–¡Sí! ¿Cómo sabré cuál es?

–Es la única coupé negra que está justo aquí dere-

cho… ¡Uno… dos... tres…!

Ethan giró bruscamente quedando su cuerpo totalmen-

te al descubierto y comenzó a disparar sin parar mientras

yo iba en busca del auto, con el corazón latiendo a mil

revoluciones por minuto.

De pronto escuchamos abrirse de un golpe la puerta

por la que habíamos bajado. Entraron al estacionamiento

dos sujetos más vestidos de traje. Yo ya casi había logrado

encender el motor. Por suerte era un auto bastante mo-

derno y costoso. Los disparos habían cesado; sin embargo,

no veía a Ethan por ninguna parte. Sin más vueltas, pasé

de cambio y fui a gran velocidad hacia donde nos había-

mos separado. Los demás autos estacionados tapaban por

completo mi visión. Al acercarme, observé por la ventani-

lla al sujeto que unos cuantos segundos atrás disparaba

continuamente hacia nosotros tendido en el suelo con dos

disparos en el estómago, sangrando profusamente. Su ros-

tro se transformaba a causa del dolor. Ethan estaba sobre

él revisando los bolsillos internos del saco que traía pues-

to.

–¡Larguémonos ya! ¡¿Qué esperas?! –le grité.

A pocos metros se acercaban los demás con sus armas.

No dudarían un segundo en apuntar y disparar contra no-

sotros. Ethan, con una sonrisa de satisfacción extrajo del

saco una pequeña libreta. Me miró contento y dijo:

–Este es nuestro siguiente paso, muchacho. Ahora lar-

guémonos de aquí. Yo conduciré, pásate de asiento…

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Una vez dentro del vehículo, aceleró tan fuerte que lo

hizo girar ciento ochenta grados, quedando frente a frente

con todos los sujetos armados que nos perseguían. Pudie-

ron haber disparado; sin embargo, no les convenía vernos

muertos hasta tener lo que buscaban. Ethan los miró fijo

un instante, tomó el volante con ambas manos y, muy en-

fadado, aceleró con tanta intensidad que los hombres que

nos enfrentaban saltaron hacia un costado para que no les

pasara por encima.

Por suerte, habíamos escapado de aquella peligrosa y

arriesgada situación, pero lo peor vendría después...

–¿Qué tienes ahí? – pregunté a Ethan refiriéndome a la

libreta.

–Esta es la dirección hacia donde nos dirigimos ahora.

Tenemos que encontrar a un sujeto llamado Frank Miller,

antes de que sea tarde. Estos hombres no dejarán de perse-

guirnos a partir de ahora, pero les será difícil alcanzarnos

con este auto veloz, aunque de seguro ellos irían directo

hacia donde nosotros también vamos…

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CAPÍTULO V

Ya no tengo noción de cuántos días pasaron desde que

me trajeron aquí. Si estuviesen en mi lugar podrían sentir

y entender este dolor que padezco. Puedo notar los sínto-

mas que mi cuerpo comienza a generar: mi estómago pro-

duce ruidos a causa del hambre, mi cabeza se quiebra en

mil pedazos. Estoy en una situación muy grave. No sé

cuánto tiempo más podré resistir encerrado y aislado. In-

tento hacer todo lo que puedo para distraerme y no pensar

en ciertas cosas negativas que pasan por mi cabeza en este

momento, pero no logro evadirme de la realidad. Mi cere-

bro emite imágenes de felicidad y de deseo, imágines de

paz y de armonía junto con mis seres queridos… Recuerdo

los olores de las mañanas de los domingos junto con el

sonido de los gorjeos de los pájaros que anidaban en los

árboles del campo, donde visitábamos a menudo a la fami-

lia de mi madre; recuerdo estar parado frente al acantilado

más grande que jamás había visto, contemplando el vuelo

de las aves en el cielo, mientras mis oídos se deleitaban

con el golpe del mar estrechándose contras las gigantescas

rocas, acompañado de la suave brisa del viento oceánico.

Tantos recuerdos… Volcarlos en esta hoja me produce

un nudo en la garganta que está a punto de estallar. Siento

que voy a quebrarme como un niño recién nacido cuando

lo separan de su madre…

Cuando escapé del hotel junto a Ethan, era un comple-

to extraño para mí, ni siquiera sabía cuál era su propósito

en todo ese embrollo. Simplemente seguí sus órdenes,

sentí una esperanza o una corazonada, como quieran lla-

marlo. Solo sabía que tenía que enfrentar esa difícil situa-

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ción y que esa era la única forma de poder acabar con esto

de una vez por todas.

–Me imagino que no debes entender nada, ¿verdad? –

preguntó Ethan, a medida que nos alejábamos del hotel.

–Así es… –respondí con mucha incertidumbre.

–No te preocupes por eso, Bruce. Ya sabrás todo lo

que está sucediendo…

Conducía a alta velocidad. Con ese auto era poco pro-

bable que nos alcanzaran, siempre y cuando el tránsito no

nos detuviéra.

–¿Hacia dónde nos dirigimos? –pregunté ansioso. Solo

quería escuchar alguna simple respuesta que pudiera tran-

quilizarme.

Del bolsillo del pantalón sacó una tarjeta de identifi-

cación, y dijo:

–En busca de él… Frank Miller.

Luego arrojó la credencial en mis piernas para que la

observara. La foto era de un hombre de más de sesenta y

cinco años, evidentemente consumido. Los huesos de su

rostro, sus ojos caídos y su mirada cansada mostraban una

posible enfermedad.

–¿Quién es Frank Miller?

–Mira, Bruce… Tú tienes un código, ¿cierto?

–Sí... ¿Cómo lo sabes?

–Bueno, tú no eres el único que tiene un código. Solo

tienes un fragmento de ese código. Ese código es parte de

un mapa, un mapa que revela algo que es inalcanzable y

tiene un costo altísimo. No puedo decirte qué es porque en

verdad no lo sé. Solo puedo decirte que fue dividido en

varias partes y que yo tengo otro fragmento en mi poder.

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Si los cálculos no me fallan, el sujeto que iremos a visitar

también tiene otro fragmento de la llave de ese tesoro.

–Una vez reunidos todos los códigos, ¿nos dará con

certeza el lugar exacto de lo que tanto anhelan estas perso-

nas?

–A eso me refiero. Hay gente muy poderosa metida en

este embrollo y no se detendrán hasta conseguirlo…

Me detuve unos minutos a pensar, mientras mis ojos

se escapaban observando la increíble ciudad que aparecía

del otro lado de la ventanilla. Hasta que de pronto se me

cruzó por la cabeza Amina, la mujer de vestido rojo que

estaba sentada en la habitación. En ese momento advertí

que Ethan la había reconocido.

–¿Qué hay de Amina, la mujer atada a la silla? –

pregunté.

–Esa mujer es venenosa y encantadora como una sire-

na. Ya me la he cruzado una vez. Recuerdo que estaba en

un bar bebiendo una cerveza fría, disfrutando de la música

que pasaba el tocadiscos del lugar, sin importarme en ab-

soluto lo que estaba sucediendo a mí alrededor; simple-

mente quería escuchar la melodía que provenía de los an-

tiguos parlantes. Estaba sentado junto al gran ventanal que

daba a la calle. Siempre me gustaba sentarme cerca de la

ventana. Sentí que algo sucedía afuera de aquel luminoso

y flamante bar. Mucha gente transitaba por allí. Observé

que entraba una mujer muy bella y elegante, de piel blanca

y cabello oscuro. Llevaba puesto un radiante vestido rojo

con unos altos tacos negros. No estaba sola, iba acompa-

ñada de dos sujetos. Hasta ese momento no le había dado

importancia hasta que vi su ardiente mirada como cenizas

de cigarrillos aún prendidas fuego, capaces de penetrar en

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cualquier persona que la mirara. Me observó fijamente

mientras reía y bebía su trago con aquellos dos hombres.

No quise entrar en su juego, o quizás esa era su manera de

mirar a todos, no solo a mí. Jamás la había visto en ese

bar, y yo concurría allí una o dos noches por semana. Vol-

teé la cabeza para mirar hacia la calle nuevamente, bus-

cando alguna distracción, hasta que minutos después sentí

que las puntas de unos dedos largos con sus uñas crecidas

que golpeaban suavemente mi hombro. Giré y miré de

reojo para ver quién era y allí estaba ella, parada detrás de

mí. Me preguntó si podía sentarse conmigo pues sus ami-

gos ya estaban ebrios y estaba fastidiada. La miré por un

instante fijamente a los ojos e intenté ver más allá a través

de ellos para saber qué escondían… Le respondí que sí,

señalándole la silla desocupada. Extendí mi mano para

saludarla y me presenté:

–Thomas Clayton, mucho gusto.

»Noté sorpresa en su rostro al escuchar mi nombre;

luego río irónicamente y respondió:

»– Sophia Banner, es un placer.

»Entablamos un breve diálogo:

»–Es la primera vez que te veo por aquí. No vienes

muy a menudo, ¿verdad? –le pregunté.

»–No soy de aquí, estoy conociendo la ciudad.

»Estoy seguro de que si hubiera mencionado mi ver-

dadero nombre hubiera tenido a esos dos sujetos sobre mi

espalda. Mi respuesta la tomó por sorpresa, simplemente

porque no era lo que esperaba oír.

»–Yo tampoco soy de aquí –respondí–. Solo estoy de

visita por un tiempo…

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»Yo trataba de saber una cosa, por eso le seguí la

conversación. Quería saber quiénes eran esas personas y

qué querían de mí. Hasta que, por suerte, logré obtener

algo…

»Ella, sin darme mucha importancia y sin estar segura

de quién era yo, a los pocos minutos se levantó y se mar-

chó diciendo que tenía que ir al baño. Con su rostro de-

silusionado se alejó lentamente. Quizás tenía que llamar a

su jefe para notificarle lo sucedido. Luego, de repente,

empujó la puerta de entrada con ambas manos y salió del

bar como si nada hubiese pasado, acompañada por los dos

sujetos. Alcancé a leer la patente del auto que la recogió.

»Pocos días antes de aquel encuentro en el bar con

aquella dama encantadora, un fragmento del código llegó

a mi poder. Estaba advertido de que me buscarían, pero yo

era quien quería encontrarlos. Esta vez yo sería el cazador

y ellos mis presas. Así logré conseguir mi objetivo y ave-

riguar más sobre este grupo que hoy nos está buscando.

Cada paso fue pensado detenidamente: fui al bar dos veces

por semana a la misma hora durante casi un mes pues sa-

bía que ahí era donde me buscarían y me encontrarían. Y

finalmente pude saber con quién estaba tratando, Bruce.

Esa mujer hermosa, a la que tú llamas Amina, la que lle-

vaba puesto el mismo vestido rojo para atraer la atención

de todos fácilmente, era esa mujer. Lamento decirte que

Amina te engañó. No te culpo, es en verdad muy hermosa

y encantadora.

»Comencé a seguir los rastros de estos sujetos y eso

fue lo que me trajo hasta ti. Pocos días atrás, el auto negro

estacionó en la puerta del hotel y bajó de él una persona a

la que observé con cuidado cuando ingresaba por la puerta

principal. Fui directamente a hablar al área administrativa.

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Ellos habían reservado una habitación allí. Sabía que algo

estaban tramando. Solo sé que están bajo el mando de una

persona muy adinerada. Tienen un único jefe que decide

todo lo que hacen. Aún no puedo saber quién es, jamás

apareció en los lugares de los hechos. Con seguridad se

trata de alguien muy inteligente y muy poderoso para ac-

ceder a todo lo que quiere…

»Lo único que ansío es acabar con esto de una maldita

vez. Todos buscamos lo mismo, Bruce, y lo conseguire-

mos muy pronto.

Nos encontrábamos aproximadamente a ciento veinti-

cuatro millas de distancia del domicilio de Frank Miller.

–Pararemos un momento –dijo Ethan–. Cargaré com-

bustible…

Por suerte, yo traía conmigo mi tarjeta de crédito y al-

go de dinero en la billetera; no sabía si los iba a necesitar.

A decir verdad, jamás imaginé estar en una situación como

esa. Pensé en escapar nuevamente, ya que no era prisione-

ro de Ethan, simplemente estábamos unidos por la misma

razón y por la misma causa.

Una vez que vimos el cartel de una estación de servi-

cio, ingresamos con el auto por la segunda carretera que

era la vía de acceso a ella. Al detenernos, miramos a nues-

tro alrededor y comprobamos que todo era un gran desier-

to.

Había un anciano sentado en una silla de madera anti-

gua, con un sombrero de paja estilo tejano, muy ancho y

agujereado por todas partes, al igual que su ropa manchada

de grasa y de aceite. Su mirada impactaba de lleno en no-

sotros, como si supiese todo lo que íbamos hacer, mientras

paseaba de lado a lado por su boca un largo y fino palillo

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de madera. Se levantó despacio y caminó lentamente hacia

nosotros; no parecían importarle los rayos potentes y ful-

minantes del sol ese día tan caluroso, pues tenía la piel tan

curtida que ya no sentía la diferencia entre la sombra y el

sol.

–Llénelo, por favor –dijo Ethan cuando el viejo estaba

a pocos pasos del auto.

Yo me quedé parado con las manos en los bolsillos

apreciando el interminable paisaje que había a nuestro

alrededor. El hombre con su cansada mirada, sin decir una

sola palabra, observaba fijamente el auto, pensando o su-

poniendo a qué nos dedicábamos para conducir ese coche

de gran valor… pero ni siquiera yo lo sabía.

–¿El baño, señor? –le preguntó Ethan.

El viejo lo miró y, sin decir una palabra, levantó muy

despacio su brazo derecho y señaló con su estropeado de-

do índice una casilla con la puerta de chapa oxidada y de-

teriorada, a pocos metros de los surtidores.

–Perfecto, ya regreso.

Yo también tenía ganas de ir al baño, pero dado el es-

tado del sanitario prefería retener el líquido hasta llegar a

la ciudad.

Cuando Ethan salió con el pelo mojado y peinado ha-

cia atrás, regresó, abrió la guantera y extrajo un mapa y un

marcador negro; luego se apoyo cómodamente sobre el

techo del auto. Parecía no importarle dañar la pintura con

la punta del marcador trazando una línea curva que indi-

caba el camino que debíamos tomar.

–Este es el camino, Bruce –dijo señalando la trayecto-

ria que haríamos–. Tardaremos una hora aproximadamen-

te.

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Dobló el mapa y me lo entregó para que lo guiara has-

ta la casa de Frank Miller.

Pregunté en voz baja, para que el viejo no escuchara:

–¿El baño está muy sucio?

–Claro que no, Bruce –respondió con una sonrisa de

confianza y optimismo.

Entonces decidí no esperar a la próxima ciudad y fui.

Cuando ingresé al sanitario comprobé que su estado era

deplorable. Un increíble olor a orina y a estiércol domina-

ba la casilla. Una gran cantidad de moscas volaban y zum-

baban por todas partes. La luz provenía de la única venta-

na cuyos vidrios estaban destrozados. Imaginé lo mal que

se sentiría una persona que necesitara entrar allí de noche.

Luego de orinar me limpié bien ambas manos con el del-

gado chorro de agua que emanaba de la canilla y mojé mi

rostro y mi pelo para soportar mejor el calor de ese cruel

verano.

Ethan ya estaba dentro del coche con el motor encen-

dido para partir. Con sus manos al volante dijo:

–Ven, ya vámonos.

El tanque de combustible estaba lleno y no había nada

más que nos detuviese hasta llegar a la casa de Frank Mi-

ller.

Retomamos la carretera y Ethan encendió la radio.

Sonaba un tema de la grandiosa banda Creedence, el cual

me hizo recordar cuando solía visitar a mi tío en su estan-

cia junto con mi madre… Qué hermosos momentos…

Ethan conducía a casi ciento veinte kilómetros por ho-

ra y aún así se lo veía muy tranquilo y calmado. Por suerte

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había pocos autos en la ruta, lo que nos permitiría llegar

antes a nuestro destino.

El paisaje del campo y el aire fresco me dejaban ano-

nadado por largos minutos, anhelando que esa situación

terminara de una vez para poder contemplar y abrazar a mi

hermosa María Loren.

Más tarde, mientras Ethan conducía, observé el mapa

detalladamente y calculé que llegaríamos pronto.

–Ya estamos cerca –comenté.

–Espero que alguien esté en la casa –respondió–.

Además mi estómago ya comienza a pedir comida…

Ethan tenía algo muy particular: siempre era muy op-

timista y lograba dejar a un lado todas las cosas negativas

que estábamos viviendo. En verdad tenía una gran perso-

nalidad. Yo solo pensaba en encontrar a Frank Miller para

que nos diera una respuesta rápida y válida y pudiéramos

huir de allí antes de que llegasen los demás.

Cuando arribamos al vecindario, observamos las pre-

carias casas que había en el lugar. Algunos lugareños que

nos veían pasar nos miraban desconfiados e intrigados por

el motivo de nuestra llegada. Seguramente, estaban acos-

tumbrados a ver casi siempre a las mismas personas, ya

que en esos pequeños poblados todos se conocen.

Ethan sacó la identificación de Frank Miller y la le-

vantó a la altura de sus ojos:

–Busca la calle Melville 1452–me indicó.

Consulté la guía que tenía en la guantera y la ubiqué

enseguida. Nos desviamos hacia esa dirección y una vez

que la encontramos, buscamos el número que indicaba el

documento.

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La mayoria de las casas tenían un jardín al frente muy

bien decorado y cuidado. Miramos una por una, hasta que

por fin llegamos a la dirección. Detuvimos el auto justo en

la entrada de la casa y la inspeccionamos desde afuera

para ver si notábamos algo extraño en el lugar. Ethan en-

focó su mirada en el letrero que indicaba la numeración 1452 y confirmó:

–¡Aquí es!

La casa estaba rodeada por un gran pastizal seco y

descuidado. La pintura exterior estaba muy dañada; la

puerta era de madera blanca y junto a ella había una ven-

tana.

–Bueno… aquí estamos. Esperemos tener suerte –dijo

Ethan–. Déjame hablar a mí. Trataré de explicarle lo mejor

posible la situación y veré si puedo tener más datos.

–Lo dejo en tus manos –respondí.

Al bajar del auto, Ethan tomó el arma y se la colocó en

la cintura; luego nos paramos frente al portón de madera y

aplaudimos insistentemente esperando que alguien saliera

de la casa, pero nadie apareció.

–Parece que no hay nadie –dijo Ethan.

Deslizó una pequeña traba que había en el portón y lo

abrió. Caminó despacio hasta la puerta y golpeó tres veces

y no obtuvo ningún resultado. Entonces se asomó por la

ventana y miró hacia adentro por los bordes que la cortina

no llegaba a cubrir.

–Si hubiera alguien ya habrían corrido esa cortina para

que entrara la luz…

Primero yo esperé afuera, pero luego entré y miré ha-

cia el fondo de la casa. Pude notar que había una especie

de galpón.

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–Quizás haya alguien en el fondo –dije.

–Pues averigüémoslo.

A medida que nos acercábamos, el sonido de nuestras

pisadas en el pasto era inevitable. Cuanto más cerca está-

bamos de la casilla, se escuchaba con mayor nitidez un

pequeño sonido similar al de una máquina soldadora. Era

evidente que allí dentro había alguien que no advirtió

nuestra llegada.

El sonido de la máquina se detuvo unos pasos antes de

que llegáramos a la entrada, donde la puerta de chapa es-

taba abierta de par en par. Ethan se anunció con vos fuerte

para que lo escucharan:

–¡Buenas tardes! ¿Se encuentra alguien allí? Estamos

buscando al señor Frank Miller.

Nadie respondió. Nos acercamos un poco más y cuan-

do ya casi estábamos en la entrada del taller, Ethan golpeó

la puerta de chapa y nos sorprendió un muchacho que es-

taba al costado, con la punta de un revólver apuntando

hacia nuestras cabezas y dijo:

–Si no se marchan en diez segundos apretaré el gatillo

sin pensarlo… Uno… dos… tres…

Teníamos diez segundos para explicarle a esa persona

qué hacíamos dentro de su morada. En verdad sería difícil

porque el sujeto no era Frank Miller, el hombre de la foto.

Este tendría unos veinticinco años y era casi de mi estatu-

ra, cuerpo robusto, con una crecida barba muy desprolija.

Llevaba puesta una remera oscura cortada en ambas man-

gas, manchada de grasa con varios agujeros.

Cuando comenzó a contar hasta diez, me quedé mudo.

Solo esperaba que Ethan decidiera que nos marcháramos

de allí para evitar problemas.

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–Cálmate –le dijo Ethan, con las manos en alto.

–Cuatro… cinco…

–Buscamos a Frank Miller –dije.

–Seis... siete…

Cuando faltaban pocos segundos para que disparara,

debíamos convencerlo, pero ¿Cómo?, ni siquiera quería

escuchar lo que decíamos, eso sería muy difícil.

–Ocho… nueve…

Manteniendo los brazos en alto, Ethan comenzó a

acercarse al muchacho, mientras le decía:

–No venimos a hacerte daño. Necesitamos tu ayuda.

El joven no respondió. Apuntó a Ethan en el pecho y,

cuando iba a disparar, este pudo golpear el revólver, que

de todas formas se gatilló. La bala traspasó el techo de

chapa y siguió en dirección ascendente. Luego inmovilizó

al muchacho sosteniéndolo por detrás, pero ambos cayeron

al suelo. El arma estaba al costado. El joven se levantó

exaltado, escupió saliva en el piso y muy enojado miró a

Ethan, se río y sin pensar se arrojó sobre él.

–Si este es el único remedio, peleemos… –dijo Ethan.

Apenas sus cuerpos impactaron, me harté de esta mal-

dita estupidez, tomé el revólver del suelo y también la

identificación de Frank Miller que se le cayó a Ethan del

bolsillo, di un disparo hacia arriba, con la intención de que

el fuerte ruido los detuviera y me prestaran atención.

–¡Dejen de perder el tiempo! –grité.

Ambos me miraron con asombro. Sabía que disponía

de pocos segundos y me dirigí al muchacho:

–¿Ves esta identificación? Es por esto que estamos

aquí. No somos asesinos, ni ladrones ni nada por el estilo.

Llegamos hasta aquí por la dirección que está escrita en

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esta credencial. Si la persona que buscamos, Frank Miller,

no se encuentra aquí, entonces nos retiraremos ya mismo,

¿de acuerdo?

Ambos se separaron.

–¿Por qué no has dicho eso desde un principio, Bruce?

–dijo Ethan, mientras limpiaba la tierra de su cara con el

brazo.

El muchacho, desorientado ante mi pregunta y con

muchas reservas, inquirió:

–¿Por qué diablos buscan a ese hombre?

–Bueno, es una historia larga… –contestó Ethan.

–Lo importante –interrumpí– es que tiene algo que nos

interesa y nos puede ayudar a todos.

–¿Algo como qué? –volvió a preguntar a la defensiva.

–Algo que muchos están buscando, que tiene mucho

valor. Es por eso que necesitamos encontrarlo.

Arrojé el revólver al suelo nuevamente. Si este mu-

chacho mostraba un poco de interés era porque ya sabía de

qué estábamos hablando, de lo contrario nos hubiera dicho

que nos fuéramos al infierno. Nos miró con las cejas frun-

cidas y, segundos después, dijo:

–Síganme por aquí…

Con Ethan nos miramos. Seguramente, obtendríamos

alguna información. El joven nos dio la espalda y se diri-

gió hacia la entrada de la casa mientras lo seguíamos.

Abrió la puerta y nos indicó que ingresáramos.

Entramos a un pequeño y caluroso ambiente. El mobi-

liario se limitaba a una mesa de madera y cuatro sillas, por

lo que supuse que no recibiría muchas visitas. También

había una heladera y un televisor antiguo.

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–Tomen asiento –dijo, mientras sacaba tres vasos y

una jarra con agua de la nevera. Sirvió el líquido, se sentó

con nosotros a la mesa y nos miró pensativo. Luego nos

informó:

–Frank Miller falleció hace nueve meses por una en-

fermedad.

Extendió su brazo hasta un pequeño modular y tomó

un portarretratos; lo colocó sobre la mesa frente a noso-

tros.

–Él era Frank Miller, yo soy Víctor Miller. Frank era

mi padre. Vivíamos los dos aquí. Mi madre nos abandonó

cuando yo era tan solo un niño y desde entonces él se ocu-

po de mí. No tengo palabras para describir todo lo que

hizo por mí. Todo lo que sé, lo aprendí de él.

Se detuvo un instante para mirar la foto del portarre-

tratos, como cuando una persona ama con el alma a otra;

tragó saliva y continuó:

–Trabajábamos en el taller. Siempre teníamos trabajo,

a veces demasiado y otras muy poco. Desde aquella en-

fermedad terminal perdimos casi todos nuestros ahorros en

una operación para tratar de salvarlo, pero no lo logramos.

Tan solo no puedes detener la enfermedad y la persona se

va de esta vida. Es una horrible y desesperante situación

saber que nada puedes hacer. Estaba internado, hasta que

un día ya no volvió a abrir los ojos… Ahora he quedado

solo y el trabajo es tan escaso que no alcanza para pagar

los impuestos. La casa tiene una deuda por una suma im-

portante de dinero, del cual no dispongo. Mi padre nunca

me mencionó nada sobre esa deuda; nunca quiso que me

hiciera problema. Hasta que llegó la intimación de pago.

Les comento esto porque antes de morir me dejó una carta.

En ella había escrito que algún día me traería alegría a mi

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vida; también me aseguraba que algunas personas ven-

drían a buscar esto tarde o temprano. Podrían ser opresores

o todo lo contrario, y aseguraba que yo sabría distinguir-

los. También me pedía que luchara por él y que siguiera su

camino hasta el final. Y eso es lo que haré.

En el ambiente reinaba una gran tensión. Permaneci-

mos en silencio, hasta que Ethan dijo:

–Permíteme presentarme, Víctor. Me llamo Ethan

Ford. Lamento lo sucedido hace minutos atrás, jamás qui-

se golpearte.

–Yo soy Bruce Collins…

Ethan me interrumpió y agregó:

–Ya habrás imaginado la razón por la que estamos

aquí. Discúlpenme ambos, pero iré directo al grano, mu-

chachos. Algunas personas ya están en camino, no pode-

mos perder más tiempo. Cada uno de nosotros tiene un

fragmento y, reuniéndolos, completaremos el código que

abre una puerta a algo que tiene un precio altísimo y que

muchas personas buscan. Aún no sabemos qué es, pero

seguro tiene mucho valor. Hasta que no logremos reunir

los códigos, jamás podremos encontrarlo.

–El tiempo que tenemos es corto –interrumpí–. Ya es-

tán en camino varios sujetos en busca de Frank Miller.

Debemos marcharnos cuanto antes de aquí. No pienses

que eres el único que no entiende nada de todo esto, Víc-

tor. Tan solo un día atrás yo me involucré en este asunto

sin saber dónde me estaba metiendo.

Ethan agregó:

–De nada nos serviría huir de ellos, porque tarde o

temprano nos buscarían nuevamente. La mejor forma de

acabar con esto y salir ganando es enfrentarlos. No hay

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otra salida; es la mejor solución. Si alguno tiene otra idea

mejor, los escucho atentamente…

Nos quedamos en silencio pensativos.

Desconocía cuáles eran sus propósitos; solo sabía que

cada vez me alejaba más de poder acabar con esto. Yo no

lo hacía por dinero, sino simplemente por mi vida y por la

de mi amada María Loren. No quería que volvieran a apa-

recer y a molestarnos nunca más…

–Les propongo buscar los tres la pieza que falta –dijo

Ethan–. Mantendremos siempre mucha precaución en to-

dos los pasos que daremos. Cada uno conservará su código

hasta que hallemos el que falta. ¿De acuerdo, muchachos?

Víctor respondió:

–Estoy adentro, cuenten conmigo...

–Creo que no me queda más remedio que seguir con

esto –opiné–. Aunque el dinero no me importa, de todas

formas no puedo volver a mi casa en paz pues, vendrán

por mí; no me cabe la menor duda, así que estoy con uste-

des.

–Bien, ahora veamos el siguiente paso –dijo Ethan–.

Nuestro objetivo es lograr obtener el último código. No

podremos enfrentarnos a ellos hoy. Primero hay que ave-

riguar quién está detrás de todo esto e ir por él, antes de

que él venga hacia nosotros.

La situación era confusa y difícil. Había tantos campos

sin cubrir y contábamos con poca información, lo que nos

causaba mucha incertidumbre. Los sujetos que venían en

busca de Frank Miller ya estarían muy cerca. Debíamos

movernos cuanto antes…

–¿Qué haremos? –preguntó Víctor.

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–Bueno... Supongo que esperar a que lleguen. Si te-

nemos algo de suerte podremos capturar a uno de ellos y

hacerlo hablar –dijo Ethan.

–Un momento –interrumpió Víctor–. Dentro del sobre,

detrás de la carta, había un nombre escrito: “Josep

Bueno”. Quizás mi padre lo escribió por alguna razón…

–Quizás sea cualquier nombre –dijo Ethan.

–Pero aún así es lo único que tenemos hasta el mo-

mento –dije.

Todo era muy extraño desde un principio. En ese mo-

mento me encontraba con dos sujetos que ni siquiera co-

nocía, pero sentía que eran las únicas personas en las que

podía confiar en esos momentos. Jamás me hubiera imagi-

nado teniendo que seguir unas pistas para encontrar algo

por lo que algunas personas matarían.

Esa situación se había convertido en una pesadilla.

Nunca pensé que podría estar amenazado de muerte y ante

una encrucijada así. Cuando creemos que todo transcurre

de manera normal, de golpe la vida cambia y nos sorpren-

de. Todo se vuelve borroso y oscuro. Pero aún así, quería

creer que todo terminaría bien.

Mientras discutíamos qué debíamos hacer, el tiempo

se nos escurría entre las manos sin darnos cuenta. Nos

sorprendió ver que a una cuadra de distancia dos vehículos

negros se dirigían a gran velocidad hacia la casa. Ya sa-

bíamos de quiénes se trataban y a qué venían…

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CAPÍTULO VI

Aprendemos a apreciar la vida cuando menos lo ima-

ginamos, justo en esos momentos críticos en los que lu-

chamos por ella hasta el último instante. Nunca sabemos

cuándo es ese momento en que sentiremos el sabor de la

lucha que tanto nos inspira a seguir con la fuerza que te-

nemos guardada en lo más íntimo de nuestro ser… Y, ¿pa-

ra qué? Toda esa lucha es para seguir con vida...

Al anochecer aún estábamos en la casa de Víctor junto

con Ethan debatiendo qué íbamos a hacer. Aunque demo-

ramos unos minutos, ya habíamos decidido cuál sería

nuestro siguiente paso.

Los autos estaban a menos de cien metros de la casa.

Llegaron en pocos segundos, pero no lograron encontrar a

nadie. Ya habíamos escapado. Nos superaban en cantidad

de personas y de armas. Hubiera sido muy estúpido que-

darse y enfrentarlos.

Al sentir que los autos llegaban, inmediatamente Et-

han se levantó, tomó sus llaves y con seguridad, dijo:

–¡Larguémonos de aquí cuanto antes!

–¿Qué tienes en mente? –le pregunté.

–Primero, huir de aquí y, segundo, encontrar a Josep

Bueno.

Los tres, sin hacer ninguna objeción sobre la cuestión,

escapamos inmediatamente hacia el auto. Sin embargo,

justo cuando íbamos a subir, Víctor se detuvo un segundo,

pensó y dijo:

–Los seguiré en mi moto.

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Regresó corriendo al taller mientras nosotros ingresá-

bamos al coche.

Ya era demasiado tarde, los dos autos negros polariza-

dos estaban demasiado cerca.

Aunque no encontraron a nadie dentro de la casa, nos

habían visto huir.

Ethan aceleró haciendo rugir el motor, llamando la

atención de los agresores, con la intención de que nos si-

guieran para así distraerlos y darle tiempo a Víctor para

que escapara con su moto sin que lo descubrieran.

Aceleró tanto que apenas al doblar la esquina ya ha-

bíamos desaparecido de su vista. De todas formas, no tar-

daron mucho en reaparecer. Por suerte, el coche de Ethan

era muy veloz, pero los de ellos tampoco se quedaban

atrás. Desconocíamos el camino completamente; jamás

había estado en ese lugar. Solo escapamos hacia el asfalto

para retomar la ruta.

Los autos cada vez se nos acercaban más. Intenté ver

el mapa para encontrar alguna salida rápida, pero me era

imposible. De pronto nos sorprendió escuchar un fuerte

disparo.

–¡Maldición! –gruñó Ethan–. Ya han comenzado a

disparar. Necesito que tomes el volante cuando lleguemos

a la esquina.

Extrajo su arma de la cintura. Sin dudar un segundo,

tomé el volante y dejé todo en sus manos. Debía confiar en

él, como él confiaba en mí.

–¡¿Listo?! –grité.

–¡¡Ahora!!

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Cuando tomé el volante, Ethan giró rápidamente, sacó

una parte de su cuerpo por la ventanilla y, quedando casi

al descubierto, comenzó a disparar. Escuché dos tiros;

luego se acomodó nuevamente en el coche y retomó el

control del vehículo. Cuando volteé hacia atrás para ver a

través del vidrio trasero lo que había sucedido, increíble-

mente pude ver que había impactado en la llanta de unos

de los autos, haciendo que derrapara en medio la calle y

dejándolo fuera del camino.

Solo teníamos un auto muy pegado a nosotros. Cuan-

do pensamos que nos alcanzaría, sorpresivamente una mo-

to se nos atravesó unos cuantos metros delante, justo en la

intersección de las cuatro esquinas. El conductor llevaba

puesto un casco oscuro, el cual nos impedía poder ver su

rostro… Enseguida extrajo un revólver de su cintura y,

justo antes de toparnos contra él, nos apuntó y disparó.

–¿Qué diablos sucede…? –preguntó Ethan desorienta-

do.

–¡Es Víctor! –respondí. Sabía que era Víctor, segura-

mente nos halló por el sonido de los disparos.

Sus tiros pasaron a pocos centímetros del auto de Et-

han y dieron contra el parabrisas del otro auto, que al venir

de frente, no tuvo más opciones que girar para protegerse

de las balas, logrando dejar el paso libre para que pudié-

ramos escapar de una maldita vez…

Víctor guardó su arma y aceleró la moto hasta quedar

a la par nuestra. Se levantó el casco y desde el costado del

auto, a la altura de la ventanilla de Ethan, preguntó:

–¿Qué haremos ahora?

–Josep Bueno –respondió Ethan secamente–. Averi-

guaremos quién es...

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–Será mejor que nos detengamos en un lugar tranquilo

–propuso Víctor–. Por la carretera principal, antes de la

ciudad, hay un bar donde también podremos buscar en la

guía los datos de Josep Bueno.

–Perfecto. Te seguiremos…

Víctor pasó con su moto por delante del auto y nos di-

rigimos por la carretera hasta el bar que había menciona-

do.

Anocheció. Mi mente estaba colmada de dudas. Pero

lo que me hacía sentir mejor era saber que ya no estaba

solo en esa extraña situación, o al menos eso era lo que

pensaba.

Antes de llegar, ya podía verse un cartel muy llamati-

vo, de luces multicolores que indicaba el nombre del bar:

The Clover. Cuando nos aproximamos, había una gran

variedad de personas, la mayoría adolescentes que proba-

blemente concurrían para beber un trago ya que era sába-

do. También había muchas mujeres que paseaban al lado

de los coches, algunas vestidas de forma provocativa con

polleras cortas, otras con la panza descubierta o con esco-

tes amplios y ajustados que marcaban sus pronunciados y

llamativos pechos.

Víctor estacionó al lado de otras motos que había allí.

Sin embargo, nosotros decidimos no dejar el auto en el

estacionamiento principal, sino un poco más alejado y

escondido, pues temíamos que pasaran por aquí los sujetos

que nos estaban buscando. Si veían el vehículo, estaríamos

en la ruina.

Ubicamos el auto en un lugar apropiado y caminamos

a lo largo del estacionamiento hasta llegar a Víctor. La

mayoría de los dueños de los autos eran jóvenes. Todos

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vestían ropa informal y cómoda. Yo traía puesta la misma

camisa y el mismo pantalón con los que había ido al hotel

y posteriormente a la casa de Víctor. (De hecho, ahora

mismo, escribo estas palabras con el mismo atuendo...).

Ethan vestía un jean oscuro, una remera blanca debajo de

una camisa a cuadros azules y Víctor una simple remera

negra y un pantalón claro.

Cuando nos reunimos, Ethan dudó y dijo:

–Creo que será difícil que nos encuentren aquí.

–Tranquilos, muchachos –agregó Víctor–. Aquí, no

nos encontrarán.

–Yo creo que lo mejor será buscar información en las

guías para ubicar a Josep Bueno cuanto antes –intervine.

–Por supuesto, Bruce –respondió Ethan–. Eso es lo

que haremos. Pediremos prestada la guía telefónica del

bar, además, no está mal relajarse un poco y tomar unos

tragos. Esta noche invito yo muchachos…

Ingresamos por la puerta principal y observamos a una

chica rubia con un hermoso rostro y cuerpo perfecto, de

piel caribeña que resaltaba más aún con su remera escota-

da rosa y el jean claro que marcaba sus partes íntimas.

Advertimos que actuaba de una forma extraña, pues pare-

cía estar muy enfadada e irritada. Caminó enojada y an-

gustiada hacia la salida, justo por donde nosotros pasába-

mos. Tras ella iba un muchacho joven, alto y forzudo, cu-

yo cuerpo era similar al de un jugador de futbol ameri-

cano; la seguía muy malhumorado. En un momento, la

tomó bruscamente del brazo impidiendo que ella pudiera

reaccionar y le dijo:

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–¿Adónde crees que vas, maldita zorra? No tienes un

centavo y ni un pito que te lleve a ningún lado…Vamos,

ven aquí…

Los tres nos quedamos parados en la puerta sorprendi-

dos por lo que estaba sucediendo. Comenzaba a sentir re-

pugnancia por este idiota. Ethan observaba con mucha

atención lo que estaba sucediendo. A nadie más alrededor

parecía importarle… El ambiente estaba viciado por el

humo de los cigarrillos. La música de fondo provenía de

una máquina de un metro y medio de altura, con la parte

superior muy iluminada y de varios colores en el frente y

en sus laterales, una de esas que funcionan al introducir

una moneda y permiten elegir las canciones que se desea

escuchar.

Había diferentes grupos de personas sentadas en las

mesas. También había algunos billares, todos ocupados.

Cada uno estaba inmerso en su mundo.

La chica se movía y retorcía para poder zafarse del su-

jeto que la amedrentaba, hasta que nos miró pidiendo auxi-

lio. Esto provocó que el muchacho advirtiera nuestra pre-

sencia detrás de él. La soltó de inmediato, se volteó impul-

sivamente hacia nosotros y, mirándonos con rudeza, pre-

guntó:

–Ustedes, ¿qué diablos miran, imbéciles? Será mejor

que se larguen de aquí si no quieren terminar heridos.

Yo quería evitar problemas, de hecho no sería nada in-

teligente tener un altercado y arriesgarnos a ser detenidos

por la policía. Sin embargo, Víctor y Ethan estaban muy

decididos a golpear a ese infeliz, pero por suerte intervine

a tiempo para detenerlos:

–Vamos, muchachos... No es asunto nuestro y él no la

ha lastimado. No queremos problemas, no olviden eso.

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Aunque sus miradas seguían fijamente a la de este jo-

ven, pude evitar que se pelearan en el bar. Los empujé

para que fuéramos a sentarnos a alguna mesa que estuviera

desocupada. Ethan se acercó al cantinero y le pidió una

ronda de cerveza. Luego echó un vistazo al lugar y le indi-

có:

–Estaremos sentados en la mesa que está junto a la

ventana.

El cantinero tenía un aspecto similar al de la gente de

la zona: barba prolija, cabello ondulado y peinado con gel

y con un peine fino hacia un costado. Mientras secaba con

un trapo las copas de vidrio, respondió muy cortante con

una mirada aburrida:

–Enseguida las llevarán, caballero.

La camarera se aproximó a la barra para dejar dos va-

sos sucios. El hombre, con voz ronca, le ordenó:

–Tres frías, mesa seis.

–Ya se las alcanzo –dijo y luego se apresuró para con-

tinuar con los otros pedidos.

Nos sentamos a la mesa elegida antes de que la ocupa-

sen, pero como había dos sillas, me acerqué al tipo de la

mesa que estaba detrás de nosotros pues uno de los asien-

tos estaba desocupado. El muchacho estaba solo. Su as-

pecto me llamó la atención: abundantes rulos largos, acné

en su rostro; usaba anteojos de lectura, inapropiados para

el lugar en el que nos encontrábamos. Me acerqué y le

pregunté:

–¿Está ocupada esta silla?

–No –respondió muy nervioso con la mirada hacia

abajo.

–¿Puedo usarla, por favor?

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–Sí.

–Gracias.

Noté en él cierto temor al hablar. Me pareció muy in-

trovertido. Seguramente sería como esos jóvenes que la

pasan muy mal en la escuela a causa del maltrato y de las

bromas de sus compañeros.

Ubiqué la silla en nuestra mesa y me senté. Estaba

agotado.

–Qué tipo extraño, pero amable –comenté.

–Aquí todos somos extraños, Bruce –dijo Ethan–. Ca-

da persona es extraña y vive en su propio mundo. La nor-

malidad es muy rara, a menos que sepas fingirla muy bien.

–Allí vienen las cervezas frías –intervino Víctor ansio-

so.

Yo no suelo consumir con frecuencia bebidas alcohó-

licas. Trato de controlar mi mente en todo momento y de

no perder la cordura.

Justo cuando la camarera apoyó las cervezas en la me-

sa y las destapó una por una, vi que, por detrás de ella, a

pocos pasos de la mesa de billar, nuevamente discutían la

chica rubia con el mismo joven. Esa vez no le dimos im-

portancia.

–Señores, lo primero es lo primero –dijo Ethan con su

mano pegada al vaso de cerveza–. Antes de mirar a esas

hermosas damas, debemos conseguir la guía para poder

ubicar a Josep Bueno.

–En la parte trasera del bar están los teléfonos públi-

cos –comentó Víctor–. Quizás allí haya una.

–Excelente, no demoraré –dijo Ethan, mientras se le-

vantaba del asiento con su vaso en la mano. Antes de ir

hacia el teléfono público, se dirigió a la barra y comenzó a

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conversar con el cantinero, quien dejó la copa que estaba

lavando sobre la mesada, lo miró fijamente y se le acercó

al oído para decirle unas palabras. Luego Ethan se enca-

minó hacia el teléfono público. Nos miró sonriendo y le-

vantó su cerveza triunfante, Luego lo perdimos de vista.

–¿Cómo lo conociste? –preguntó Víctor, aprovechan-

do su ausencia.

–Él me ha salvado la vida o por lo menos, eso creo.

De hecho lo conocí esta mañana, así que no tienes de qué

preocuparte ya que “todos somos extraños aquí”, como

dijo Ethan…

–Hay una cosa que no entiendo y me provoca dudas –

dijo Víctor–. ¿Cómo han conseguido la identificación de

mi padre?

–Esta mañana escapamos de los mismos sujetos que

fueron a buscarnos a tu casa, pero antes de eso, Ethan to-

mó esa identificación de uno de los bolsillos de ellos; de

esa manera fue como llegamos hasta tu casa en busca de

Frank Miller. No sabíamos con qué nos íbamos a encon-

trar. Como puedes ver, ahora tú estás aquí con nosotros y,

seguramente, jamás lo hubieras imaginado…

–Solo espero que todo esto valga la pena, Bruce.

–Quédate tranquilo. Siento que todo saldrá bien, con-

fío en Ethan; aunque no lo conozco demasiado, siento que

podemos contar con él.

Dimos unos sorbos a nuestros vasos mientras, en si-

lencio, cada uno pensaba algo distinto sobre lo que estaba

sucediendo. Víctor levantó la mirada y dijo:

–Mira, allí está la rubia de nuevo coqueteando con

aquel idiota.

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Volteé mi cabeza para mirar disimuladamente y allí

estaban los dos como si minutos atrás nada hubiese suce-

dido.

–Qué chica tan tonta –dijo Víctor enojado–. Con lo

bella que es podría estar con el hombre que ella quisiera.

Y mira… ya ves, anda con ese imbécil.

–Tienes razón. Cada uno sabe lo que hace… –

respondí.

El hombre la trataba como si fuera su dueño. Había

tres muchachos y dos chicas con ellos. Todos tenían el

mismo aspecto. Me hubiera atrevido a decir que ellos eran

del equipo de fútbol americano de la zona, y las mujeres

cumplían el rol de animadoras. Tomaban cerveza y reían

repugnantemente, sentados sobre la mesa de billar como si

fueran los dueños de todo esto.

–Será el grupo el que determine quién sea cada uno –

dijo Víctor y rió.

Mientras charlaban y jugaban al villar, la chica rubia

se apoyó suavemente con ambos codos sobre la mesa, in-

clinó su cuerpo de modo tal que podían observarse sus

perfectas curvas y su pequeña cintura. Su figura era la de

una modelo. Era inevitable no ojear al menos un segundo

ese encantador y provocativo cuerpo.

A pocos pasos de la mesa de billar estaba la mesa del

joven solitario. Tuvo la mala suerte de que cuando miró

los llamativos rasgos de la mujer, el sujeto con el que la

hermosa rubia se encontraba le clavó una mirada penetran-

te. Enojado, se apartó del billar y se acercó enfurecido

hacia el pobre muchacho, que sabiendo lo que iba a suce-

der, agachó la cabeza, para no volver levantar la vista y

evitar ver a ese idiota. El joven musculoso apoyó un brazo

en la silla y el otro en la mesa, y le gritó impulsivamente:

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–¡Oye! ¡Pedazo de marica! ¿Qué mierda haces miran-

do a mi novia? Seguro te masturbas con ella, ¡¿no es así?!

El chico no atinó a responder una sola palabra y, sin

siquiera mirarlo, logró que el alterado sujeto se enfureciera

aún más. Apretó y estrujó sus dos manos, hasta que el

inocente muchacho respondió aterrado:

–Yo no la miré, Stewart...

–¡¿Crees que puedes mentirme a mí y en mi propia ca-

ra?! ¡Qué diablos te sucede!

La situación se había tornado insostenible y había lla-

mado la atención de todos. Con Víctor no podíamos dejar

que eso continuara o ese idiota llamado Stewart terminaría

dándole una paliza, pues era mucho más alto y grandote.

Seguramente lo acabaría de tan solo un golpe. Esa situa-

ción no me agradaba para nada; cada vez me enfurecía

más, al igual que Víctor.

Stewart continuó con su abuso. Le arrancó los ante-

ojos y le dijo:

–¡Mírame maricón!

Lo tomó de los pelos y lo alzó lentamente...

Yo no podía soportar más presenciar ese maltrato. Me

levanté bruscamente y, sin pensarlo, empujé con fuerza a

Stewart, haciéndolo caer sobre una mesa que estaba a un

costado. No sabía lo que estaba haciendo, simplemente

sentí que debía hacerlo. No pude controlar mi ira y tampo-

co pensé en las consecuencias que producirían mis actos.

Luego le grité:

–¡Ya déjalo en paz de una vez por todas!

Sentí que mi corazón latía mucho más rápido de lo

normal, estaba muy agitado. Logré atraer la mirada de

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todos. Se produjo un profundo silencio. Víctor se levantó

de la silla y, sorprendido, dijo:

–¡Mierda!

Stewart cayó sobre la mesa, se levantó despacio y con

rabia, me miró a los ojos fijamente, me señaló con su dedo

índice erguido y tembloroso de los nervios, y vociferó:

–¡Has cavado tu propia tumba!

Me llevaba casi una cabeza. Seguro perdería en una

pelea contra él, pero ya no había vuelta atrás. El joven

solitario también se paró, pero se ubicó detrás de Víctor,

ya que tenía una apariencia más ruda que la mía. Segura-

mente, vio más protección en él que en mí.

Detrás de Stewart comenzó a pararse un grupo de jó-

venes para apoyarlo en la decisión que tomara. Nos supe-

raban en número. Stewart chocó sus puños y dio un apre-

tón. Me miró fijamente y corrió de un golpe la silla que

estaba entre nosotros. No sabía cómo responder ante esa

provocación, solo intentaría defenderme en cuanto comen-

zara a atacarme. Esa era mi única opción, pues con esos

tipos es imposible hablar.

La chica rubia se acercó a Stewart y le pidió:

–¡Por favor, detente! Déjalo en paz, no tiene sentido.

Vámonos de este horrible bar.

Intentó hacer todo lo posible para calmarlo y evitar

problemas, pero el increíble idiota la empujó hacia un cos-

tado para que no estorbara y ella perdió el equilibrio. Sor-

presivamente, una persona de entre la multitud la atajó con

sus manos antes de que cayera al piso y evitó que se lasti-

mara. Una vez que la chica se paró, el defensor dio un

paso hacia adelante. Cuando vi su rostro advertí que era

Ethan. Me tranquilizó verlo con nosotros compartiendo

esa delicada situación. Justo antes de que todo explotara

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en el bar, Ethan se acercó a Stewart y a su grupo de ami-

gos y preguntó:

–¿Qué tenemos aquí? Lamento llegar tarde, mucha-

chos.

Luego, dirigiéndose a Víctor y a mí, murmuró:

–Díganme, ¿qué demonios han hecho? Como pueden

ver, nos superan en número.

Comenzó a señalar con el dedo índice uno por uno a

los hombres que estaban junto a Stewart y contó en voz

alta:

–Uno, dos, tres, cuatro... Ya nos superan, así que no

podremos pelear. Lo lamento, muchachos, pero hoy no

podrá ser.

Luego giró hacia nosotros, dando la espalda a Stewart,

pero este, sin entender lo que Ethan estaba haciendo, muy

enfurecido le gritó:

–¿Qué diablos crees que haces, pedazo de mierda?

Quítate a un lado, esto es entre él y yo.

–Tienes razón, pero lamento decirte que al haberme

insultado de esa manera, ahora ya tienes un problema

conmigo y es muy personal, y peor aún, al haber empujado

salvajemente a esa hermosa dama –respondió Ethan mien-

tras miraba a la chica rubia que estaba a su lado.

Se había producido un momento de mucha tensión. La

joven que estaba con Stewart sonrió sorprendida por lo

que Ethan había dicho. Ethan y Stewart estaban frente a

frente en el centro del bar y todos los jóvenes a su alrede-

dor formaban un círculo esperando ver un poco de acción.

–Espero tu respuesta –dijo Ethan–. Tú decides, mu-

chacho.

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–Yo decido que acabaremos con ustedes tres y con el

maricón de anteojos –respondió, mientras sus amigos se

colocaban detrás de él en fila, con sus miradas clavadas en

nosotros.

–Bueno, tú lo quisiste, Stewart –dijo Ethan irónica-

mente–. Tendré que usar a mi mejor amigo para igualar la

situación, ¿te parece?

No logré entender qué diablos decía dado que los úni-

cos que estábamos con él éramos Víctor, el chico de los

anteojos y yo. A nadie se le movió un pelo para que esta

situación terminara. Inesperadamente, Ethan extrajo de su

cintura el arma y jaló la corredera hacia atrás con la clara

intención de asustar a su contrincante. Todos quedaron

impactados; algunos desaparecieron del lugar y otros bus-

caron rápidamente lugares seguros para protegerse. Yo

jamás hubiese imaginado que sacaría su arma en medio de

toda esa gente; de todas formas, también estaba seguro de

que no sería tan estúpido como para apretar el gatillo ahí.

Era evidente que lo hacía para asustar a Stewart y a sus

amigos, y lo había conseguido.

Nosotros nos acercamos y tratamos de contenerlo para

que bajara el arma, pero Ethan se dirigió a Stewart y le

dijo:

–Es increíble cómo cambió tu cara en tan solo milési-

mas de segundos. No creerás que usaré esta arma contra ti.

No será necesario, niño…

Justo en ese momento el gordo y barbudo cocinero

apareció delante de todos con una escopeta en la mano, y

con una voz muy ronca bramó:

–Ya se han divertido bastante y tendrán una anécdota

para contar. Ahora, ¡largo de aquí!

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–Disculpa –le dijo Ethan mientras guardaba nueva-

mente el arma en la cintura–. Ya nos iremos, pero antes

debo terminar este asunto.

Dirigiéndose a Stewart, agregó:

–Pelearás conmigo fuera del bar. Así al menos podrás

defender tu propio honor por lo que le has hecho a tu da-

ma. Será solo entre tú y yo, ¿qué respondes?

El orgullo de ese idiota pudo más que su razón y, muy

decidido, respondió enojado:

–Afuera, ¡ahora!

No solo salimos los involucrados en el conflicto, sino

todos los presentes en el bar. Cuando llegaron a la parte

trasera, todos los rodearon. Ethan se acerco a mí, me en-

tregó su arma y en voz baja me dijo:

–Guárdamela tan solo un minuto.

–¿Sabes lo que haces? –le pregunté.

–¿Seguro que quieres hacerlo? –agregó Víctor–. Si

quieres podemos largarnos de aquí ahora mismo y evita-

remos todo este problema.

–Tranquilos, amigos –respondió Ethan con una sonrisa

demostrando mucha confianza–. La muchacha me cae

bien; acabemos con esto y luego seguiremos con lo nues-

tro, ¿está bien?

Ethan caminó hacia el centro y comenzó a entrar en

calor sus brazos moviéndolos en forma circular. Se paró

en el medio, hizo sonar su cuello de un lado hacia el otro,

estiró sus dedos hacia adelante y luego dio dos pequeños

saltos. Ya estaba preparado. Luego espero a que Stewart

se sacara la chaqueta, mientras se escuchaban las voces del

público que animaban a su amigo:

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–Acábalo… Tú puedes, Stewart… Enséñale quién

manda…

Muy confiado, el muchacho se acercó al centro son-

riendo con el apoyo de sus compañeros.

Aunque los dos eran casi de la misma estatura, Ste-

wart lo superaba en masa muscular, pues era más corpu-

lento que Ethan, y eso ya de por sí era un punto a su favor.

Se paró a pocos centímetros de la cara de su rival, lo miró

a los ojos mientras hacía gestos repugnantes con su boca.

Ethan le dijo:

–Si gano, dejarás a la muchacha en paz y, si ella lo

desea, soportarás que me siente a tomar un trago con ella.

Si tú ganas, podrás quedarte con aquel auto negro deporti-

vo que está al fondo del estacionamiento. ¿Qué te parece?

–Eres un completo imbécil –respondió Stewart mien-

tras se estrujaba los dedos, muy seguro de sí–. ¡Trato he-

cho!

Nosotros estábamos muy sorprendidos de la estupidez

que acababa de hacer Ethan. La chica se enfureció por la

respuesta de Stewart, estaba decepcionada y confundida

pues era evidente que la había tratado como si fuese un

premio.

Ethan extrajo de su bolsillo las llaves del coche, se las

lanzó a Víctor, y dijo:

–Si me derrota en menos de un minuto, se las entre-

gas, ¿de acuerdo?

–Espero que sepas lo que haces… –respondió Víctor.

–Bueno, basta de palabras –dijo Ethan–. Muéstrame lo

que tienes, niña...

–Eres hombre muerto –respondió furioso Stewart y,

sin esperar más, impulsivamente le lanzó un derechazo

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con toda su fuerza, llevando su cuerpo hacia adelante para

intentar darle en el rostro. Sin embargo, Ethan, que era tan

hábil y rápido de reflejos como un boxeador profesional,

se echó hacia atrás en menos de un segundo, dejando que

el puño de Stewart golpeara al aire y quedara desestabili-

zado. Stewart se volvió a parar firme rápidamente, mien-

tras Ethan comenzó a moverse hacia los costados. Todos

los amigos de Stewart comenzaron murmurar nuevamente:

–Ya lo tienes, acábalo…

Ethan se puso en guardia y esperó nuevamente su ata-

que. Stewart, enfurecido y confiado, volvió a tirar otro

puñetazo aún más fuerte al centro del rostro de Ethan,

quien nuevamente logró esquivarlo dejando su cuerpo en

el lugar e inclinando sus piernas, pasó por debajo del bra-

zo de Stewart y le propinó un asertivo gancho con su puño

derecho golpeando así el mentón, haciéndole perder la

estabilidad y logrando que cayera al suelo casi inconscien-

te.

La multitud enmudeció sorprendida. Ethan se volvió a

poner firme, miró a los amigos de Stewart y les dijo:

–Ya pueden ayudarlo, muchachos. En menos de un

minuto recuperará la conciencia.

Luego miró fijamente a la chica, pero ella no hizo nin-

gún gesto y muy sorprendida se fue entre la multitud. Jus-

to cuando la pelea había finalizado comenzaron a sonar las

sirenas de una patrulla policial. Todos empezaron a correr

para desaparecer del lugar cuanto antes. Nosotros ya de-

bíamos partir, así que les dije a Víctor y a Ethan:

–¡Larguémonos de aquí ya mismo! No es conveniente

que la policía nos detenga justo ahora…

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–De acuerdo –respondió Ethan–. Toma tu moto y sí-

gueme, Víctor. Pararemos en la gasolinera más cercana.

Luego te explico.

Cuando corríamos dirigiéndonos a nuestro auto, el jo-

ven solitario de anteojos nos detuvo y dijo muy nervioso:

–Gracias por salvarme la vida. Tomen, les dejo mi tar-

jeta por si algún día necesitan ayuda con la tecnología.

Estudio ingeniería en informática en la Universidad de

Nueva York...

La verdad es que no le dimos importancia. De todas

maneras tomé la tarjeta y luego la arrojé en la guantera del

auto. Lo único que queríamos era salir del maldito bar. Así

que le agradecí y nos despedimos con un apretón de ma-

nos. Ethan puso en marcha el auto, estábamos a punto de

arrancar, cuando la chica rubia se paró delante de noso-

tros.

–¡Cielos! –dijo Ethan–. Por poco la atropello.

La chica, con la cara muy seria, se acercó a la ventani-

lla de Ethan, se apoyó con los codos, le arrojó una serville-

ta doblada y le dijo:

–Llámame.

Besó suavemente la mejilla de Ethan, dejándolo com-

pletamente atontado; luego dio media vuelta y se marchó.

Ethan abrió la servilleta y leyó el nombre de la chica y

un número de teléfono. Con un suspiro, dijo por lo bajo:

–Por supuesto que lo haré…

Luego reaccionó y exclamó:

–Bueno… ¡Basta, larguémonos de una vez!

Puso reversa, condujo hacia atrás y luego aceleró diri-

giéndose hacia el asfalto, mientras Víctor ya estaba ubica-

do detrás de nosotros en su moto.

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Tan solo esperábamos que Ethan nos dijera lo que ha-

bía descubierto de Josep Bueno en el bar…

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CAPÍTULO VII

Me encuentro triste al escribir estas palabras. Lagrimas

caen lentamente por mi rostro. Hoy quisiera poder abrazar

a mi madre y decirle que la amo; quisiera estar con María

y besarla eternamente. Quisiera agradecer a todas aquellas

personas que alguna vez formaron parte de mi vida y de-

cirles gracias… gracias por hacerme feliz. Ya pronto lle-

gare al final de esta historia y, tan solo espero estar con

vida para poder contarla.

Huimos de la ciudad antes de que la policía nos detu-

viera y nos retrasara con nuestro objetivo principal. Con-

dujimos por la recta carretera sin detenernos a través de la

profundidad de la noche hasta llegar a la gasolinera más

cercana que estaba a las afuera de la ciudad. Al nacer el

amanecer, pude notar como el sueño comenzaba a domi-

nar a Ethan por la radiante y enérgica luz del sol a primera

hora impactando contra el parabrisas.

–Resiste, pronto llegaremos a la gasolinera –dije a Et-

han.

–Lo sé. Desde aquí puedo verla.

–Será mejor que descansemos un poco. Luego segui-

remos nuestro camino. Aun tenemos un largo tramo por

delante…

–De acuerdo –concluyo Ethan.

Al llegar, con las luces del auto encendidas que ilumi-

naban el camino, anunciando nuestra llegada al lugar, Et-

han se estaciono a un costado de los surtidores. La esta-

ción era muy luminosa y parecía estar bien equipada. Ha-

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bía una tienda con un cartel blanco con letras rojas que

colgaba de la puerta de vidrio, que leía: “Abierto las 24

horas”. Mientras Víctor cargaba combustible a su moto,

con Ethan bajamos del auto y nos dirigimos a la tienda

para comprar algo de comer y beber.

Cuando entramos, Víctor nos alcanzo y Ethan dijo:

–Tomen lo que necesiten. Tenemos 155 millas hasta

llegar a la casa de Josep Bueno.

Mientras caminábamos por las góndolas tomando ali-

mentos para comer durante el largo viaje, Víctor preguntó

a Ethan:

–¿Como te sientes para seguir conduciendo?

–Descansaremos unas horas antes de partir. Evitare-

mos ser deslumbrado por el brillante sol.

–Me parece la mejor idea… –consintió Víctor.

Cuando ya tomamos todo lo necesario de la tienda,

caminamos directo a la caja registradora. Había un em-

pleado joven que llevaba puesto unos grandes anteojos,

que estaba leyendo una revista de Cómics. Nos acercamos

mientras el joven pasaba muy vagamente las hojas. Debe

ser devastador trabajar a estas horas, pero seguro el pago

es mayor. Compramos tres cafés y tres sándwiches. Luego

al salir de la tienda Ethan me lanzo las llaves de su auto y

dijo:

–Colócalo detrás de los surtidores. Iré al baño, no me

tardo.

Camine con las llaves en mi mano hasta el auto, me

senté en el cómodo asiento y lo encendí. No he conducido

mucho, aún así, sin tener conocimientos del tema me atre-

vo a decir que este auto tiene una gran potencia.

Por suerte el lugar era desértico. Alrededor de la gaso-

linera no había nada en varias millas de distancia. Puse

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primera y despacio comencé a mover el auto lentamente.

De pronto, Víctor me sorprendió a mi lado, junto a la ven-

tanilla y me indico:

–Vas bien, vas bien... sigue así.

Luego continuo caminando a la par mientras comía su

sándwich con ambas manos. Se apresuro en adelantarse

unos metros mas adelante para observar el espacio que

había detrás de la gasolinera. Se detuvo en un lugar y me

señalo en donde estacionar.

La ubicación era adecuada. Tenía la sombra de un ár-

bol muy robusto y alto, además estaba oculto de la carrete-

ra. Baje del auto, me paré a un paso mientras lo miraba y

dije:

–Excelente.

–Ya veo –respondió Víctor mientras le echaba un ojo a

todo su interior.

–Lindo ¿verdad? –Sorprendió Ethan por la espalda–.

Dormiré una siesta y luego lo conducirás unos cuantos

kilómetros ¿quieres? Yo iré en tu moto...

–Como digas– contestó Víctor muy ansioso por mane-

jar ese caro auto.

Ethan se recostó en el asiento de su auto y juntó sus

pestañas poniendo fin aquel día. Víctor se alejó, se sentó

en el piso sobre una larga pared blanca detrás de la tienda

y se acomodó hasta quedar adormecido.

–Descansa tu también, Bruce –dijo Ethan al verme pa-

rado observando el bello paisaje.

–Lo intentaré –respondí–. Primero le echaré un vistazo

al lugar, así respiro un poco de este hermoso aire y pienso

con claridad algunos temas.

–Tomate tu tiempo. Aquí estaré si necesitas conversar

con alguien.

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Caminé pausadamente hacia el paisaje, minado de pe-

queños árboles con sus coloridas hojas verdes y un largo e

interminable pastizal. A lo lejos se podía ver un eterno

campo que chocaba contra enormes montañas. Al dar los

primeros pasos en la tierra colorada, enseguida note que a

unos cuantos pies había una enorme roca, junto al árbol

más gordo y alto que llegue a conocer en mi vida.

La soledad que había en aquel sitio, era muy triste y

muy calma. Al sentarme en la enorme piedra, recapitulé

un momento sobre todo lo que estaba sucediendo. Respiré

profundo la brisa de aquella reciente mañana, sentado en

la solitaria y única piedra. Levanté la mirada y allí estaba

ella. Su rostro reflejado entre los voluminosos pastizales

que había delante de mí. María, con su cuerpo tan peculiar

y hermoso. Su rostro incandescente me miraba y oía su

dulce voz pronunciando mi nombre suavemente. Incons-

cientemente le hable. Le aseguré que pronto acabaría con

esta pesadilla y que volveríamos a estar juntos para siem-

pre, pero debía tener paciencia y dejar que las cosas fluyan

hasta que lleguen a su fin.

Minutos después, el suave viento deslizándose por los

aires golpeaba en mi rostro, sintiendo esa frescura intensa

que me dejaba totalmente anonadado. Recosté mi espalda

en lo largo de la monstruosa piedra, mientras recordaba

momentos de mi vida junto a María...

Había quedado totalmente dormido, casi dos horas

después abrí los ojos y escuche la voz de Víctor:

–Hermoso lugar ¿verdad? –Se acomodo y se sentó en

la punta de la roca.

–Que piensas: ¿Crees que estemos haciendo lo correc-

to?

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–No lo sé... Esperemos que así sea. No lo sabremos

ahora, sino mas adelante cuando miremos hacia atrás. Lo

único que podemos hacer es confiar en que vamos por la

senda correcta.

Luego de un intenso descanso, interrumpió el silencio

la bocina del auto de Ethan. Miramos instantáneamente.

Estaba Ethan parado pegado a la puerta mirando hacia

nosotros:

–Lamento cortar su encantador momento –grito–. Ya

amaneció y tenemos un largo viaje. Será mejor que nos

larguemos de aquí…

Una vez listos para partir, entré al auto y cuando Víc-

tor iba camino por su moto, Ethan lo detiene y dice:

–Toma las llaves del auto. Condúcelo.

–Calculo que no habrá problemas –respondió Víctor–.

Solo unos pocos kilómetros en la recta.

–No tienes de que preocuparte, a mí, me fascinan las

motos… –dijo Ethan con entusiasmo.

Víctor entrego sus llaves de la moro a Ethan, las toma

con una pequeña sonrisa y sube muy ligeramente confia-

do.

–Veamos qué es lo que tienes princesa…

Aunque se notaba que Víctor estaba intranquilo, en el

fondo le tenía confianza a Ethan. A demás, de todas mane-

ras el también estaba muy ansioso por conducir ese bellí-

simo auto.

Una vez los motores encendidos, Ethan se acerca al

auto con la moto, acomoda el espejo retrovisor y luego se

acomoda el cabello hacia atrás:

–Bueno muchachos, ya es hora. Larguémonos de aquí.

Síganme…

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Al acelerar Víctor noto la increíble potencia del auto,

se sintió muy a gusto por dentro.

Ya en la carretera, ambos comenzaron acelerar cada

vez más, hasta alcanzar una velocidad muy alta. Hasta que

de pronto se pusieron a la par. Redujeron la velocidad

cuando se veía que a lo lejos se aproximaba un camión. Al

pasar junto a nosotros el largo camión que transportaba

materiales de hierro, Ethan se adelantó y dio la señal para

que disminuyéramos aún más la velocidad, hasta quedar

completamente detenido fuera del asfalto.

Ethan bajo de la moto y la afirmo para que no cayera.

Se quitó el casco y caminó sobre la tierra hasta nosotros.

–Lamento frenar de esa manera, pero recién al pasar

aquel camión a gran velocidad, pensé que con tan solo un

mal movimiento podríamos haber muerto. Fue cuando se

me cruzó por la mente la idea de que hay que tomar las

precauciones necesarias. Lo que me llevó a recordar una

cosa que tenía olvidada hasta ahora –apoyó el casco sobre

el techo y continuó–. Verán… Cuando estábamos en el

bar, pregunté al cantinero donde se encontraba la guía,

para buscar el nombre de Josep Bueno. Luego de decirme

que estaba al fondo junto al baño de damas, me dirigí

hacia la parte trasera y, ahí fue cuando justo en el momen-

to que encontré su dirección, la puerta del baño de damas

se abrió bruscamente y escucho la conversación de dos

mujeres muy exaltadas diciendo que habría una riña. Dejé

a un lado lo que estaba haciendo y me acerqué para saber

de qué se trataba. Cuando vi que ustedes eran los protago-

nistas, disparé inmediatamente hacia allí. Ya sabemos el

resto... ¿saben por qué les cuento eso? Porque al huir del

bar cuando la policía ya estaba en el lugar, de seguro han

preguntado por nosotros tres al cantinero, y lo único que

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pudo haber contado es lo que hicimos mientras estábamos

en el bar. Lamentablemente, una de esas cosas fue consul-

tarle donde estaba la guía, por lo tanto es probable que la

policía lo revise. Recuerdo que olvide cerrar el libro de las

direcciones. No digo que justo aquellos policías serían los

corruptos que nos están buscando, Solo que al momento

de informar por la radio policial, existe una mínima posi-

bilidad que las personas que nos estén buscando sepan

hacia donde nos estemos dirigiendo. De todas formas ire-

mos, solo que tendremos que ser más precavidos y estar

bien protegidos los tres. Una de la mejor protección que

tenemos, es un arma. Víctor y yo tenemos, por eso déjen-

me buscar un segundo aquí... –abrió el baúl, comenzó a

revolver y agregó–. ¡Aquí estas!

Extrajo un arma de calibre 9 mm. Continuó revolvien-

do mientras apoyaba elementos sobre el techo. Extrajo un

cargador y una caja con municiones. Por último se acercó

al interior del auto y tomo dos pequeñas latas vacías que

estaban tiradas en el asiento trasero.

– ¡Ahora sí! –afirmó mientras cargaba el arma.

Se acercó y Víctor preguntó con una sonrisa irónica en

su rostro:

– ¿Nos usaras de blanco?

–No me conviene, aún los necesito –contestó-. Es todo

tuyo Bruce.

En mi vida había usado un arma. La única vez que dis-

paré fue ayer con el revólver de Víctor. No es que no me

gusten, sino que jamás tuve la necesidad y la oportunidad

de tener una. Aunque al disparar ayer, me hizo sentir muy

reconfortante. Es una sensación extraña y peligrosa que

causa mucha adrenalina.

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–Ahora los tres estamos armados –comentó Víctor.

–Así es –confirmó Ethan–. Esperemos a no tener que

usarlas. Pero nunca se sabe cuándo es el momento justo.

Preferible prevenir que lamentar.

–Bueno empecemos…–dijo Ethan.

Tomó el arma con su mano y la giro de lado a lado pa-

ra explicarme su funcionamiento.

–Esta es una pistola Glock calibre 9 mm, con diecisiete

municiones de carga automática. Recuerda no apuntar si

no es necesario. Para efectuar el disparo tienes que soste-

ner firmemente la pistola con ambas manos y presionar el

gatillo suavemente. Ya te acostumbraras…

Ethan desarmó el arma delante de mí y quitó todas sus

municiones.

–Colócalas tú –ordenó.

Tome con cuidado cada pieza del arma y las coloqué

lentamente en su lugar. No era muy complicado. Luego

tiré la corredera hacia atrás y la dejé lista para disparar.

Apunte al vacío del largo campo, pero antes de que intente

disparar, Ethan me detuvo.

–Espera un momento.

–Tomó las latas, camino unos pasos hacia los pastiza-

les y las coloco sobre un viejo tronco caído hace varios

años. Regreso tomando una distancia apropiada y observo

cuidadosamente.

–Yo también entro –intervino Víctor y extrajo su re-

vólver de la cintura.

–Bueno, dejemos primero al aprendiz –dijo Ethan.

Al posicionarme cerré un ojo y apunte con el otro a

través de la pequeña mira que tienen todas las pistolas.

Estire los brazos y dispare. Salió un fuerte y sólido sonido,

tan retumbante que logro ahuyentar a las aves del lugar.

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No le di a ninguna de las latas, pero tampoco esperaba

acertar.

–Bastante bien –dijo Ethan, y Víctor consintió.

Luego tome un poco mas de confianza. Volví apuntar

y dispare. Esta vez el tiro hizo volar un pedazo del tronco.

– ¡Bien! de apoco iras adquiriendo una mejor puntería

– dijo Ethan.

–Bueno, es mi turno… –interpuso Víctor cansado de

esperar.

Apunto con su revólver y con su seño fruncido. Sin

tardar demasiado, gatilló. Pego en el tronco a centímetros

de las latas.

–Diablos –maldijo Víctor–. Por muy poco.

–Debes apuntar mejor y relajarte un poco mas –

mascullo Ethan con una sonrisa.

Víctor ignoro su comentario y volvió a disparar. Tam-

poco acertó. Sin embargo, muy impaciente disparó por

tercera vez. Dio justo en la lata. Rió y sopló la punta del

revolver como si fuese apagar una vela y, comento:

–La tercera, siempre es la vencida.

Ethan lo miro confiado y respondió:

–Bueno… parece ser mi turno.

Se posiciono y comenzó a explicar:

–Primero apuntan, luego respiran profundo y exhalan

el aire de apoco…

La bala del arma de Ethan hizo explotar de un solo tiro

la única lata que había. No esperaba menos de él. Sabía

que tenía algunas habilidades especiales para ciertas cosas.

Guardo nuevamente su arma en la cintura sin presumir y

dijo:

–Solo es cuestión de práctica y confianza, luego el res-

to vendrá por sí solo. Lo importante por lo que estamos

aquí, no es para ver quien tiene mejor puntería, si no para

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que comiences a tener un poco de confianza con tu arma,

Bruce.

Cada uno regresó a su vehículo y partimos hacia la ca-

sa de Josep Bueno sin más retrasos. Sin saber con qué nos

iríamos a encontrar, tan solo esperábamos que sean buenas

noticias.

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CAPÍTULO VIII

Eran las diez de la mañana del domingo cuando lle-

gamos al vecindario donde vivía Josep Bueno. El sol alar-

deaba sobre nosotros en el tranquilo vecindario, la mayo-

ría de las casas era de clase media, ni muy lujosas ni muy

modestas. Siempre éramos extraños en cualquier lugar,

más con esa clase de auto y con la moto de Víctor, pues

los lugareños nos seguían con sus miradas hasta perdernos

de vista por las calles.

Mientras buscaba la dirección que Ethan escribió de la

casa de Josep Bueno en la guía que tenía dentro de la

guantera, dije:

–Qué suerte que tenemos esta guía; nos ha ahorrado

mucho tiempo.

–En momentos como estos hay que estar preparado

para todo, Bruce. Siempre es bueno tener una guía, así

jamás te perderás.

–Solo espero no tener que volver a usarla para este ti-

po de casos.

–Todo saldrá bien, no te preocupes. Tengo un buen

presentimiento…

Ubiqué rápidamente la calle donde vivía Josep Bueno.

Bordeamos un enorme lago; en su orilla unos niños juga-

ban mientras los adultos conversaban distraídos. Hicimos

cinco cuadras derecho y luego tres hacia la izquierda, has-

ta detenernos enfrente de la casa de Josep Bueno. Estaba

un poco alejada del centro, en un barrio muy agradable,

con calles arboladas y limpias.

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No sabíamos si él se encontraba allí, ni siquiera si aún

seguía con vida. Salimos del auto y esperamos la llegada

de Víctor, quien, al ver la casa, preguntó asombrado:

–¿Esa es la casa de Josep Bueno?

–Así parece –respondió Ethan, muy atento y mirando

en todas direcciones.

Los tres estábamos desconcertados. Jamás esperamos

ver una vivienda tan abandonada en ese vecindario; de

hecho, era la única en este estado. Estaba tapada por las

largas ramas de los árboles. Cruzamos la calle hasta la

entrada. Tenía una cerca de madera que permitía ver el

jardín delantero. La casa estaba a unos quince metros de la

puerta de acceso, con un fino camino de piedras que con-

ducía a la puerta, rodeado de altos pastizales. La vivienda

era de madera rústica, completamente deteriorada por los

musgos.

Ethan gritó y aplaudió varias veces esperando que al-

guien contestase, pero era absurdo. Nos preguntábamos si

quizás esa no era la dirección correcta. Ethan aseguraba

que era la que figuraba en la guía. Sin más vueltas, decidió

deslizar la traba del angosto portón para poder entrar. To-

do alrededor de la cerca estaba rodeado de filosos alam-

bres de púas para impedir que alguien ingresara con facili-

dad.

Logró abrir el portón y con la palma de su mano lo

empujó con fuerza para abrirlo, ya que se estaba trabado

por los pastos altos. Entramos y lo cerramos nuevamente

para no llamar la atención. Rápidamente caminamos hasta

la entrada para ver si encontrábamos alguna información

que nos pudiese ayudar. Debíamos manejarnos con mucha

precaución por si se trataba de una emboscada, pues los

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hombres que nos habían perseguido supondrían que iría-

mos allí.

Sigilosamente caminamos hacia la puerta. Al acercar-

nos observamos que la cerradura estaba cubierta por tela-

rañas, lo que revelaba que no había nadie en el lugar. Et-

han se adelantó un poco más y se acercó a la ventana. Ex-

trajo con cuidado el arma de su cintura y con la punta co-

rrió a un lado los hilos de la planta que la cubrían inten-

tando mirar hacia el interior, lo que resultó imposible por

la suciedad de los vidrios.

Mientras, Víctor y yo nos acercamos a la otra ventana

que estaba junto a la puerta y procuramos ver por los re-

covecos. De pronto, nos sorprendió un sonido que venía

de muy cerca. Era como si alguien estuviera pisando el

pasto seco y lo quebrara. Inmediatamente, todos tomamos

nuestras armas por si se presentaba algo inesperado. Ethan

nos hizo señas con la mano para que rodeáramos la casa.

Aunque no me pareció una idea brillante, era lo único plan

razonable en esos instantes. Si eran varios estaríamos aca-

bados en menos de un segundo.

Minuciosamente caminé junto con Víctor, pegados a

la pared, hasta que él se detuvo, bajó el arma y comenzó a

olfatear.

–Es olor a marihuana –dijo, mientras olía de lado a

lado.

Volvió a caminar hasta que el final de la pared. Al do-

blar vio a un sujeto recostado entre los yuyos y le apuntó.

Era evidente que el sujeto estaba drogado. Tenía el cabello

y la barba largos, cubiertos con pequeños trozos de hojas

secas. La remera le quedaba chica y el pantalón era prácti-

camente una mancha gigante de mugre. Al vernos, pareció

como si hubiese visto una desgracia. Enseguida se puso de

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pie. Su cuerpo temblaba del susto. Sorprendido, arrojó el

cigarrillo de marihuana que estaba fumando entre el pasti-

zal y exclamó:

–¡Mierda!

Giró bruscamente e intentó correr hacia el otro lado,

pero Ethan apareció de golpe y le apuntó con su arma a la

cabeza.

–Tranquilo… –le dijo–. ¿A dónde corres tan deprisa?

Pensé que no era necesario que Ethan siguiera apun-

tándolo ya que, después de todo, solo era un simple hippie

que estaba allí drogándose.

El sujeto estaba tan atemorizado que no podía pronun-

ciar una palabra. Me acerqué a Ethan y le bajé el brazo.

–No te haremos daño. ¿Quién eres? –le pregunté.

–Me llamo Raymond, soy un buen ciudadano. Lléven-

selo todo y déjenme ir, por favor –suplicó mientras se cu-

bría la cabeza con las manos.

–¿Conoces a Josep Bueno? –lo interrogó Ethan seria-

mente.

–Por favor, déjenme ir –repitió aterrado.

Ethan le apuntó nuevamente a la cabeza y le ordenó:

–Responde lo que te pregunto si no quieres que te lle-

ne la cabeza de plomo, ¿entiendes?

–¡No lo conozco! ¡Lo juro!

–¿No te suena familiar ese nombre? –preguntó Víctor–

. Es el dueño de esta propiedad y tú estás invadiéndola,

idiota.

–¡Ah! Sí, por supuesto. Ya recuerdo. Ahora que lo di-

cen, lo había olvidado… Era un anciano que vivía aquí

con su esposa, pero esto fue unos años atrás.

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–¡Diablos! –murmuró Ethan–. ¿Qué sabes de él?

Cuéntanos todo si no quieres que te llevemos a la policía

para explicar qué haces aquí.

–¡Les dije todo lo que sé! Lo juro –respondió con

miedo–. Recuerdo que eran personas agradables, no tenían

problemas con nadie, pero no se los veía a menudo por las

calles. Creo que un día el hombre se volvió loco y asesinó

a su mujer, pero no estoy seguro. Es todo lo que sé… ¡Dé-

jenme ir, por favor!

–Responde una pregunta más y te podrás ir. ¿Cuánto

años lleva abierta la tienda que está en la otra cuadra de

aquí?

–No recuerdo bien... Siempre estuvo ahí, ahora que lo

pienso…

–Ya vete de aquí, drogadicto –dijo Ethan.

El sujeto corrió lo más rápido que pudo hacia la salida,

tanto que se le caían los pantalones.

–Él no solo viene a drogarse aquí, también cosecha

marihuana. Miren allí –dijo Víctor señalando a un costado.

Había tres plantas de casi un metro de altura. Yo no lo

habría advertido. El hombre aprovechaba que el lugar es-

taba abandonado para sembrar. ¿Quién lo molestaría allí?

–¿Iremos a la tienda, verdad? –pregunté a Ethan.

–Así es –respondió–. Veremos qué es lo que saben…

Salimos cuidadosamente de la casa abandonada. Mi-

ramos hacia todas partes por si había alguien vigilándonos,

pero afuera todo estaba muy tranquilo. Dejamos el portón

de madera cerrado como cuando ingresamos y nos dirigi-

mos hacia la tienda que estaba a pocos metros. Ethan nos

indicó:

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–Simulen que vienen a comprar. Tomen alimentos y

bebidas, o lo que ustedes gusten, luego déjenlo en la caja y

yo me encargaré del resto.

Al entrar notamos que no era muy grande, pero se po-

día decir que había de todo un poco. Con Víctor tomamos

algunas cosas para almorzar y las colocamos tal como Et-

han dijo. Saqué dinero de mi bolsillo para pagar, pero se

rehúso a recibirlo y dijo:

–Yo pago. Guarden su dinero, lo podrán necesitar más

adelante.

Se ubicó en la caja para abonar. Nos atendió una an-

ciana a la que le preguntó:

–¿Cuánto es, por favor?

La señora, con una sonrisa angelical, respondió ama-

blemente mientras pasaba los productos por la máquina

registradora:

–Buen día, chicos. En unos segundos ya les digo…

Tenía la voz gastada y afónica.

–Hermoso día, ¿verdad? –dijo Ethan.

La señora lo miró por encima de sus lentes mientras

cobraba las cosas y respondió:

–Sí, esperemos que siga así hasta el próximo mes.

–Así será, se lo aseguro.

Luego tomó una de las tantas bolsas que había colga-

das de un gancho pequeño y largo debajo del mostrador, y

comenzó a poner los productos uno por uno muy despacio.

–Por favor, deje que mis hermanos se encarguen de

eso –dijo Ethan. Sacó el dinero y abonó la compra.

–Gracias, caballeros –dijo la señora–. No los he visto

jamás por aquí. ¿Qué se les ofrece por esta hermosa ciu-

dad?

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–Estábamos de paso por la zona y quisimos visitar al

primo de nuestra madre al que hace muchos años que no

vemos. Se llama Josep Bueno. Vivía en la casa de allí en-

frente –dijo Ethan y la señaló a través del vidrio que te-

níamos delante de nosotros.

La anciana se quitó los anteojos, temblorosa los apoyó

sobre el mostrador y, lamentándose, dijo:

–Lo siento mucho. Jamás pensamos que sucedería al-

go así. Yo los conocía. Casi todas las mañanas muy tem-

prano salían a caminar, luego se quedaban en su casa y no

volvían a salir hasta la mañana siguiente. Eran muy bue-

nos vecinos. ¿Cómo se encuentra Josep?

Los tres nos miramos. Existía la posibilidad de que el

hombre aún estuviera vivo y eso sería fantástico.

–Lamento decirle que, desde aquella vez, no hemos

tenido información sobre Josep –dijo Ethan–. Nuestra ma-

dre es una persona mayor y está enferma. Con el paso del

tiempo perdió relación con ellos y hace mucho que no

sabemos nada.

–Entiendo... –consintió la anciana.

–Por casualidad… ¿usted supo algo más sobre Josep?

A lo mejor aquí los rumores corren más rápido que en el

otro lado de la ciudad –intervine en la conversación.

–Tengo la misma información que ustedes –dijo la se-

ñora con tono de frustración–. Desde que lo encerraron en

el loquero nunca más se volvió a hablar de él por aquí.

Que yo sepa, ustedes son los primeros que lo han venido a

visitar desde entonces.

–Espero que se encuentre bien –agregó Ethan.

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No sabíamos qué había hecho ese hombre para que lo

encerraran, solo las palabras del drogadicto: “Creo que un

día el hombre se volvió loco y asesinó a su esposa”.

Para poder dar nuestro siguiente paso necesitábamos

saber la dirección del manicomio en el que estaba interna-

do Josep Bueno.

–Disculpe que la molestemos con otra pregunta, pero

por casualidad, ¿recuerda el lugar donde está internado

Josep? –interrumpí nuevamente para terminar con esa far-

sa.

–Lo lamento, joven –negó la anciana con su cabeza

cerrando los ojos–. No lo sé, pero lo más probable es que

se encuentre internado en el hospital psiquiátrico más cer-

cano, al otro lado de la ciudad, casi a treinta millas de

aquí.

–Bueno, muchas gracias. Veremos qué podemos hacer

–dijo Ethan.

–No hay de qué. Que tengan suerte y buen viaje.

–Usted también. Hasta pronto.

Salimos de la tienda con la mercadería que habíamos

comprado y la poca información recabada acerca de Josep

Bueno. Cuando nos dirigíamos a nuestros vehículos vimos

una moto deportiva negra de gran cilindrada que se aso-

maba. No podíamos identificar a su conductor pues lleva-

ba puesto un casco oscuro. Algo extraño sucedía, quizás

era lo que pensábamos.

Ethan enseguida percibió lo que estaba ocurriendo,

desenfundó su arma y se adelantó. Sin hacer ruido, como

los pasos de un felino, llegó hasta la moto tratando de que

el hombre no se diera cuenta. Fue en vano pues el sujeto

nos vio. Víctor estaba a un paso de Ethan, con su revólver

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en la mano, pero ya era tarde; la moto aceleró y huyó rápi-

damente antes de que nos aproximáramos más.

–¡Maldita sea! –dijo Ethan–. Nos han seguido. Pronto

vendrán los demás. Debemos marcharnos de aquí cuantos

antes.

–Directo al manicomio, ¿verdad? –pregunté.

–Sí, será fácil encontrar la dirección –respondió–. La

operadora nos dará la ubicación enseguida. Lo importante

es encontrarlo con vida y que aún esté lúcido.

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CAPÍTULO IX

Ya teníamos la dirección del hospital neuropsiquiátri-

co donde esperábamos encontrar a Josep Bueno, si es que

aún estaba vivo. No era tan lejos como habíamos pensado.

Viajamos por la desolada carretera durante una hora

aproximadamente. Era una hermosa tarde de domingo.

Todo parecía estar muy tranquilo por la zona. No había

muchos transeúntes ni vehículos circulando por la calle.

Al llegar, no sería conveniente estacionar en la entrada

del hospital o cerca de allí teniendo en cuenta que un gru-

po de personas estaba persiguiéndonos. Decidimos dejar el

auto detrás del edificio, en una calle angosta y poco transi-

tada. Víctor se detuvo y ubicó su moto cerca del auto.

Nos pusimos de acuerdo y caminamos rodeando el gi-

gante hospital. Desde afuera se lo veía viejo y estropeado,

con muy poco mantenimiento. En la entrada tenía varios

escalones finos y largos, junto con una rampa tan ancha

que podían pasar dos personas en sillas de ruedas sin ro-

zarse. Seguramente, debía haber más personas internadas

de lo que imaginábamos por la cantidad de ventanas que

se veían en los pisos altos.

Cada paciente tendría una historia diferente en su ca-

beza. Supongo que cada uno se rebelaba ante lo imposible,

a lo que solo él le encontraba una solución pues, segura-

mente, proyectaban una respuesta imaginaria a todos sus

problemas. Quizás eran enfermos temporales o no, pero

allí estaban encerrados con otros pacientes con diferentes

problemas, incluso con intentos de suicidio. Era un lugar

lúgubre, abandonado; con muros despintados, que tiempo

atrás habrían sido blancos e impecables.

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Nos paramos frente a la entrada del hospital ideando

un plan para llevar a cabo nuestro cometido: encontrar e

interrogar a Josep Bueno.

Estaba seguro de que cada uno ya había pensado cómo

debíamos actuar. Entonces fue cuando Ethan dijo:

–Muchachos, seguro que una vez que subamos las es-

caleras y traspasemos aquella puerta nos preguntarán qué

necesitamos.

–Tendremos que pasar al guardia –agregó Víctor–.

Una vez que obtengamos su permiso, un doctor nos con-

ducirá a Josep Bueno o, si tenemos mejor suerte, el mismo

guardia nos llevará a él.

–No olvidemos que ni siquiera sabemos si se encuen-

tra en este hospital –agregué.

–Lo mejor será improvisar –dijo Ethan–. Y si no fun-

ciona, recurriremos al plan B.

–¿Cuál es el plan B? –pregunté.

–Aquel que nunca falla: el dinero –dijo sonriendo.

Víctor y yo no confiábamos mucho en esa idea, pero a

Ethan se lo notaba muy seguro. Siempre tenía esa actitud:

suponer que todo saldría bien. Reconozco que lo admiraba

por esa virtud.

Ya propuestos a enfrentar la situación, subimos las es-

calinatas paso a paso, con la misma tensión que se tiene al

escalar una montaña. Empujamos las puertas de vidrio e

ingresamos. Vimos una gran mesa blanca y a dos mujeres

escribiendo anotaciones en sus respectivos libros, muy

concentradas. Levantaron las cabezas y nos observaron. El

guardia se encontraba a pocos metros, coqueteando con la

enfermera de guardapolvo blanco, riendo a carcajadas co-

mo si no hubiese nadie en el lugar. Los tres permanecimos

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varados en la entrada, esperando a que Ethan diera el pri-

mer paso de los que tenía planeados. Se detuvo y observó

todo a su alrededor lentamente. Perdidos, esperando una

reacción de él, nos detuvimos frente a la mesa y, sin más

remedio, le dije a la empleada:

–Buenas tardes, mi nombre es Bruce Collins. Vinimos

a visitar a un pariente nuestro.

La mujer de cabello oscuro ondulado y ojos castaños

nos miró y, sin dejar de mascar su chicle, respondió:

–¿A quién buscan?

–Al señor Josep Bueno.

–Mmm... El señor Josep Bueno… ¡Sí, el viejo Josep

Bueno! Déjenme ver un segundo…

Dimos un suspiro de alivio mientras ella buscaba en

un libro que extrajo de un armario.

–¡Aquí esta! –dijo con entusiasmo–. Se encuentra en

pleno tratamiento en estos momentos.

Cerró el libro y, sin disimular sus sospechas, nos pre-

guntó:

–Ustedes… ¿qué relación tienen con el señor Josep

Bueno?

Durante cinco interminables segundos ninguno res-

pondió hasta que Víctor, inesperadamente, contestó:

–Somos sus sobrinos.

–¿Sus sobrinos? –dudó la empleada un instante–. Por

años nadie ha venido a visitar a Josep.

–Verá, señora, tenemos nuestra madre enferma y des-

de entonces…

Víctor comenzó hablar, pero a la joven parecía no gus-

tarle nada que le dijeran “señora”. Con seguridad sospe-

chaba que no éramos sus sobrinos. En medio de la charla

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se abrió una puerta con una pequeña ventanilla en forma

circular y entró a la sala un doctor que llevaba un cua-

derno en su mano. Tenía unos cincuenta años de edad

aproximadamente, con bastante barba y canas. Vestía un

guardapolvo blanco y llevaba lentes que le colgaban del

cuello.

En cuanto Ethan lo vio, caminó sigilosamente hacia

él, como un gato que no quiere que lo descubran, lo chocó

con su hombro, pues el doctor venía distraído leyendo su

cuadernillo, mientras anotaba con una lapicera algunas

tildes.

–Disculpe, doctor, cuánto lo siento. Déjeme ayudarlo,

por favor… –dijo Ethan y se agachó para levantar la lapi-

cera y el cuaderno que habían caído al suelo; se los dio y

agregó:

–Estaba distraído, perdón. Creí ver a mi tío, Josep

Bueno, a través de esa pequeña ventana.

Yo estaba parado entre Ethan y Víctor. Mientras uno

estaba tratando de convencer a la empleada, el otro procu-

raba persuadir al doctor.

–Descuida –dijo el doctor mientras recogía las cosas y

preguntó con interés mientras se colocaba sus anteojos

para ver con más claridad–. ¿Sobrino de Josep Bueno?

–Sí, doctor. Ellos son mis hermanos. No hemos podi-

do venir antes porque así fue como nuestra madre lo orde-

nó. Pero ahora ella está muy enferma y no sabemos si ma-

ñana estará con vida. Creo que el único pariente que tiene

debería saberlo, ¿no cree?

–La verdad es que nunca ha recibido visitas en estos

últimos años y desde que ingresó aquí no ha mejorado, así

que no es una mala idea que pueda conversar con alguien

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–dijo el doctor pensativo mientras se rascaba su larga bar-

ba–. Aguárdenme aquí. Enseguida regreso.

Dio media vuelta y se retiró por la misma puerta por la

que había ingresado.

Esperamos sentados a que regresara. Víctor siguió

conversando con la joven, luego se acercó para decirnos

que para poder acceder a la visita de un paciente necesitá-

bamos la autorización previa firmada por el doctor. Pero,

por suerte, cinco minutos más tarde, el médico retornó. No

sabíamos cuál sería su respuesta.

–¡Al fin! Ya era hora –dije impaciente.

Nos acercamos al doctor y este nos informó:

–Enseguida los llevaré con el paciente. Aguárdenme

un momento, por favor.

Caminó hacia la secretaria. Tomó una planilla y la

firmó. Regresó donde estábamos los tres esperando ansio-

samente que nos llevara con Josep Bueno.

–Síganme por aquí, jóvenes.

Caminamos por un largo pasillo, con muchas puertas a

ambos lados, todas cerradas con trabas. A cada paso que

dábamos, a Ethan se lo notaba cada vez más serio.

Estábamos sorprendidos. Víctor observaba por la ven-

tanilla de cada habitación. Al caminar por ese largo corre-

dor, nos intrigaba conocer la historia de cada persona que

estaba encerrada allí. ¿Qué habrán sido? ¿Qué fue lo que

los trajo al hospital? ¡¿Qué diablos hacían allí?! En un

momento me detuve un segundo a mirar a través de una

pequeña ventana una habitación casi vacía y despintada,

donde solo había una cama individual. Me llamó la aten-

ción ver a un paciente sentado de cuclillas en la esquina de

la habitación con su vista pegada a la pared que tenía un

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metro delante de él ¿Qué le estaba sucediendo a este pobre

sujeto? En verdad, caminar por sitios como ese es depri-

mente y causa una sensación de sofocación el saber que el

ser humano puede encerrar su mente en un espacio tan

reducido, y que pocas veces logra escapar de allí. Lo único

que les queda son sus pensamientos, que se evaden por las

pequeñas ventanas de cada habitación y vuelan por los

cielos, rompiendo las nubes como si fueran grandes aves.

¿Quién sabe la maldita verdad? ¿Por qué dejar a aquel

hombre solitario, sentado a centímetros de la pared?, que

solo la mira con desesperación durante horas y horas, o

aún peor, durante días. ¡Odiaba eso! El verlo me hacía

sentir impotencia. No se trataba solo de aquel sujeto sino

de que en los demás cuartos había personas acostadas boca

arriba, con la vista pegada al techo, sin saber siquiera que

estábamos pasando por la puerta y los espiábamos de reojo

por la ventana. Era obvio que estaban dopados con cal-

mantes para facilitar la tarea de los que trabajaban allí.

Quizás, recordar la impotencia que sentí al ver eso es

lo que me produce este fastidio que siento ahora: el saber

que estoy encerrado, tratando de no perder la cordura den-

tro de estas cuatro paredes en la que estoy. Si estuvieran

en mi lugar entenderían el porqué de mi comportamiento.

Experimento la sensación de lo que es estar aislado e in-

comunicado. Creo saber que tan solo han pasado dos días

desde que me encerraron. Solo vi el anochecer dos veces,

y pronto comienza a oscurecer nuevamente. Cada vez me

entristezco más. Mi situación es crítica; lo único que me

salva en este momento es saber que al menos puedo escri-

bir estas líneas, con la esperanza de saber que ustedes las

leerán.

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Trato de mantenerme ocupado el mayor tiempo posi-

ble, aunque debo admitir que hay momentos en que mi

cuerpo se desarma sobre el suelo, y solo dejo que mis pen-

samientos escapen y se disuelvan por el aire de esta pe-

queña y sucia habitación. Este ambiente que hoy me en-

vuelve y abraza todos mis dolores, convirtiéndolos en me-

lancolía. Poco a poco siento cómo las paredes me sacan la

energía, como si yo fuera una simple pila que lentamente

se descarga, hasta que en algún momento se agotará.

Todo se mantiene en un límite, una línea perfecta y

larga. Es la línea de nuestras vidas. Quisiéramos que fuera

infinita, pero un día esa línea llega a su fin. Es cuestión de

saber aprovechar el tiempo.

Ya ven, yo estoy aquí, dejando caer una lágrima sobre

estos papeles. Pronto acabará, y tan solo todo se volverá

polvo y quedará en un simple recuerdo para aquellas per-

sonas que hoy me aman. ¡Aprovechen su tiempo, por fa-

vor! Disfrútenlo en las cosas que anhelan o que desearon

alguna vez y creen que ya es tarde, las cosas que siempre

quisieron hacer. Tómense un momento para pensarlo y

saquen sus propias conclusiones. No interesa si me hacen

caso; solo quiero que sepan que les planteo mi situación

aunque ya sé que estoy muerto. Si tuviera una oportunidad

más la aprovecharía para hacer algo que siempre tuve ga-

nas. Abracen la felicidad que alguna vez estuvo encendida

en ustedes, cada uno sabe de qué se trata. Todos creemos

ser sabios en ese tema, sin embargo esto se derrumba

cuanto más sabemos y aprendemos, como dijo Sócrates

alguna vez. Quedamos destapados sin saber absolutamente

nada. ¿Y para qué saberlo? Si tan solo lo importante es

estar bien, feliz y en paz.

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Cuando llegamos al final del largo pasillo doblamos a

la izquierda y continuamos caminando, pero había un de-

talle: en este tramo algunas puertas estaban abiertas y no

más de tres pacientes vagaban por el lugar. El doctor, sin

decir una palabra, se adelantó unos pasos y se detuvo en

una, miró por la ventanilla, se volteó hacia nosotros y dijo:

–Aquí es, señores… Antes de que entren, quiero co-

mentarles que Josep ha estado actuando muy extraño estos

últimos días. No ha querido salir de aquí dentro y come

muy poco. Hemos tenido que subirle la dosis diaria de

alimento. Ha estado quieto, sentado en la misma banqueta

por unos cuantos días. No ha querido hablar con nadie

desde hace tiempo, solo se apoya en la única ventana que

da a la calle y queda hipnotizado durante largas horas,

tanto en la mañana como en la noche. ¿Por qué les digo

esto? Porque en el caso de que Josep no diga una sola pa-

labra, no deben forzarlo para que lo haga, ¿entendieron?

–Entendido, doctor –respondió Ethan.

El doctor abrió la puerta y nos pidió que esperáramos

un momento. Ingresó en el cuarto y luego nos hizo señas

con la mano para que entráramos. Allí estaba Josep, cano-

so, de ojos celestes y descuidada barba blanca. Tenía la

piel baqueteada y los hombros derrotados y caídos, sin

ganas de pelear. Miraba por la ventana, sin importarle que

nosotros estuviéramos allí.

La habitación era angosta al igual que las otras, con

una ventana pequeña que daba a la calle, por la cual entra-

ba toda la iluminación del cuarto.

–Ellos son tus parientes, Josep. Te han venido a visitar

desde muy lejos –dijo el médico.

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Josep no hizo ni un movimiento ni un gesto, solo man-

tenía la vista apuntando hacia la ventana, sentado sobre la

única banqueta de madera.

Apenas entramos a la habitación, lo observamos unos

instantes. Tan solo esperábamos que nos mirase un segun-

do, pero no lo hizo. Tampoco sabíamos qué decir en ese

momento. ¡Ni siquiera sabíamos quién era Josep Bueno!

Lo más difícil era que debíamos preguntarle y llegar a una

conclusión de por qué su nombre estaba escrito detrás de

uno de los sobres que dejó el padre de Víctor…

En un primer momento advertí que sería imposible

tratar de conversar con él sobre el motivo de su encierro

en ese lugar; después de todo, no era de nuestra incum-

bencia. La mejor opción era ir al grano con todo ese asun-

to y contarle la verdad por la cual estábamos allí; quizás

eso lo haría cambiar de actitud.

–Perdone, doctor… –interrumpió Ethan–. ¿Podríamos

quedarnos un minuto a solas con Josep? Solo un minuto,

por favor.

–Verán… Esto no es parte del protocolo –respondió.

–Quizás no quiera hablar porque está usted aquí –dijo

Ethan–. Le prometo que no le haremos daño. De hecho,

usted se puede quedar detrás de la puerta observando que

todo esté en orden.

Pensativo y mirando el suelo, mientras se rascaba la

barba, el profesional agregó:

–Hasta ahora, Josep no ha mejorado; quizás esto sea lo

mejor, espero no equivocarme. Tienen quince minutos

como máximo y empiezan a correr desde ahora. Cualquier

cosa que necesiten, aquí estaré.

Desde un principio, el doctor nos ayudó bastante. Su

aspecto era el de una persona comprensiva y virtuosa. Al

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salir miró el reloj que llevaba puesto en su muñeca dere-

cha. Con seguridad cumpliría lo dicho, así que ese era el

momento que debíamos aprovechar para tratar de conver-

sar con Josep Bueno.

Una vez que nos quedamos solos con él, Ethan le ha-

bló esperando que se diera vuelta:

–La verdad es que no lo conocemos, señor. Estamos

aquí por una simple razón: solo queremos saber si nos

puede ayudar con cierta información.

–Su nombre está escrito detrás de una nota muy im-

portante –interrumpí al instante.

Justo cuando no esperábamos ninguna reacción, Josep

abrió los ojos, se volteó hacia nosotros y nos miró. Luego

se paró lentamente, mientras mantenía las manos juntas,

como si tuviera algo dentro de ellas. Miró hacia el exte-

rior, apoyó las manos unidas en la pequeña ventana abier-

ta, cerró los ojos, sopló apenas entre sus manos y dejó

volar una mariposa amarilla con pequeñas manchas negras

que escondía entre sus manos. Muy despacio y con un hilo

de voz, le dijo:

–Hasta pronto…

Dio media vuelta y se paró frente a nosotros. Dijo sus

primeras palabras mirándonos a los ojos y con el seño

fruncido:

–Vaya, vaya, vaya... ¿Pues miren a quiénes tenemos

aquí? Si son nada más ni nada menos que “¡Los caballeros

de la noche!”. Han venido a rescatarme de este oscuro

cementerio.

Mientras pronunciaba esas palabras, pensamos que

había perdido la cordura al permanecer encerrado allí tanto

tiempo. Me produjo exasperación y enojo al mismo tiem-

po, pues era evidente que estábamos perdidos y que ten-

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dríamos que buscar otras pistas. Ni siquiera sabíamos por

dónde empezar. Todo eso no se terminaba más. Hasta que

de pronto Josep se sentó sobre el acolchado de la cama y

dijo nuevamente:

–Vaya, vaya, vaya… Miren a quién tenemos aquí, pe-

ro si eres casi idéntico a tu padre, Miller, ¿cierto?

Cuando pronunció esas simples palabras nuestras ca-

ras volvieron a tomar color, más aún la cara de Víctor al

comprobar que el sujeto recordaba a su padre. Enseguida

supimos que nos podría brindar alguna información.

–Y ustedes dos, ¿quiénes son? –preguntó–. Sus apelli-

dos, por favor...

–Yo soy Ethan Ford y él es Bruce Collins.

–¡Vaya, vaya, vaya…! Con que tú eres Ford, el hijo de

Sarah y Harry. Conocí muy bien a tu padre, lamento lo del

accidente. En verdad lo siento mucho joven.

Las palabras sepultaron la pequeña habitación en un

largo silencio. Quedamos totalmente sorprendidos por lo

que acababa de decir. Nunca esperamos aquella respuesta.

Todos estábamos desconcertados, pero Ethan especial-

mente. Actuaba muy extraño, mantenía la vista fija en el

suelo, como si no deseara recordar su pasado. Sin embar-

go, eso le era imposible. Se podía notar como sus oídos se

aislaron de la habitación. Se concentraba dentro de su pro-

pio mundo. Parecía estar envuelto de una nube, una nube

en la que estaban guardados aquellos viejos recuerdos que

lo perturbaban.

Ni siquiera Víctor y yo sabíamos algo sobre Ethan,

pues jamás nos contó algo acerca de su familia. En la pre-

mura por lograr nuestro objetivo y acabar con toda esa

situación de una vez, nos habíamos salteado cosas básicas

e importantes como prestar atención al pasado de Ethan.

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Comencé a sospechar que todo eso se relacionaba. So-

lo había que unir las líneas en los lugares correctos para

poder entender... Por un lado, los padres de Ethan habían

fallecido en un accidente y, por el otro, el padre de Víctor

murió por una enfermedad, en fechas cercanas. Lo más

extraño era que Josep conocía a los padres de ambos. Lue-

go, también al poco tiempo, Josep fue encerrado allí. Todo

se volvió confuso y claro a la vez. Tan solo traté de sacar

conclusiones y hallar pistas a través de simples deduccio-

nes. No soy un genio ni nada por el estilo, pero el miedo

me permitió crear respuestas, aunque probablemente no

fueran válidas.

Luego del perturbador y largo silencio, Josep me miró

a los ojos y dijo:

–A ti no te conozco, muchacho. ¿Cómo es que has lle-

gado a involucrarte en esto?

En ese momento el doctor ingresó y, señalando el re-

loj, nos advirtió:

–Quedan cinco minutos más…

Debíamos apresurarnos. Al ver que nadie pronunciaba

una sola palabra, sin más vueltas, dije:

–Necesitamos su ayuda. No disponemos de mucho

tiempo.

–Lo sacaremos de aquí, ahora mismo –interrumpió

Ethan.

–Vaya, vaya, vaya... Conque en verdad son “Los caba-

lleros de la noche”. Lamento decirles que no les será fácil

sacarme de aquí.

–¿Acaso no quiere salir de este apestoso lugar? –le

preguntó Víctor.

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–Pues… ¿qué tengo allá afuera...? Ya no queda nada

para mí en este estúpido y repugnante mundo.

–Lo necesitamos –repetí–. Tenemos los códigos secre-

tos. Usted sabe de lo que estoy hablando. Los códigos han

llegado por error a nuestras manos. Su nombre estaba es-

crito detrás de uno de ellos, y ahora varios sujetos nos vie-

nen persiguiendo. La única salida que nos queda es enfren-

tarlos, y sin usted será difícil seguir adelante.

Josep nos miró en silencio, se acercó y, con dificultad,

articuló:

–¡Santo Dios! ¿Saben en lo que se han metido? ¿Có-

mo diablos han conseguido esos códigos? ¡Oh, mi Dios!

Él los encontrará, matará a cada uno y, si todavía no lo ha

hecho, es porque quiere mantenerlos con vida. Ahora sa-

ben algo que no tenían que enterarse jamás. A él no le im-

porta quiénes son. Siempre obtiene lo que quiere. ¡Es un

maldito maniático enfermo! Solo lo hace por diversión.

No le importa tener que asesinar, no tiene sentimientos. Le

gusta hacer sufrir a las personas o jugar con ellas. ¡Un

completo psicópata! Díganme, ¿los han seguido hasta

aquí?

Josep se alteró, sus manos temblaban más y frunció

las cejas.

–No lo sabemos. Pero lamento decirle que él sabe

quién es usted. Entonces es probable que sepa que estamos

aquí –respondí.

–Vaya, vaya, vaya… Déjenme pensar… No creo que

salgamos con vida de esto, pero estaría bien hacer un últi-

mo intento… ¡Qué más da! –concluyó más calmo.

De pronto, cuando todo parecía estar saliendo como

esperábamos, Víctor abrió la puerta de la habitación y,

contrariamente a lo que esperábamos, el doctor no estaba

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allí. Reinaba un profundo silencio. Víctor volteó y nos

alistó sin pensar que algo extraño sucedía allí afuera.

Josep estaba de pie al lado de Ethan, dio unos pasos,

asomó la cabeza para ver el largo pasillo y dijo muy segu-

ro:

–Vaya, vaya, vaya… Ya llegaron por nosotros.

–No se preocupe, lo sacaremos de aquí – contestó Et-

han.

–Bueno… ya es hora de irnos –indicó Josep. Estiró su

espalda haciendo sonar los huesos, luego los dedos, realizó

algunos movimientos de cintura. Víctor, apurándolo, dijo:

–Larguémonos de aquí ya mismo, antes de que las co-

sas se pongan feas.

Ethan extrajo el arma de la cintura, jaló el martillo ha-

cia atrás y la dejó preparada con la bala en la recámara,

lista para disparar. Se puso en primera fila y dio la señal:

–Ahora, ¡muévanse!

–¡Espera un segundo! ¿Por dónde piensas huir? –

interrumpió Josep–. La entrada principal sin duda estará

bloqueada. Llevo años aquí y ya varias veces pensé que

este día llegaría. Será mejor que me sigan.

–De acuerdo –respondió Ethan–. Lo cubriremos, no se

preocupe. Los tres estamos armados.

Josep nos miró como si eso no fuera suficiente contra

todos ellos. Comenzamos a andar en la dirección contraria

a la que habíamos llegado.

–¿Hacia dónde vamos? –pregunto Víctor.

–Bajaremos al sótano y saldremos por ahí. Es la mejor

opción –respondió Josep mientras caminaba aprisa.

Cuando caminábamos por el corredor escuchamos el

fuerte sonido de la puerta principal estrellándose contra la

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pared al abrirse brutalmente. Giré la cabeza para ver qué

sucedía y al principio del angosto corredor vi dos sujetos

corpulentos, vestidos de traje, que nos miraban. No duda-

ron en comenzar a correr hacia nosotros velozmente.

También se escuchó cómo uno de ellos informó nuestra

huida a través de la radio que llevaba. Presentí que cada

vez nos encerraban más en ese edificio preparando nues-

tras tumbas.

Al llegar al final del pasillo doblamos hacia la izquier-

da. Todos seguíamos a Josep, que por desgracia no estaba

muy bien de salud y le resultaba sumamente difícil mover-

se más rápido.

–¡Será mejor que nos apresuremos! –dijo Víctor al ver

a los sujetos cada vez más cerca.

–¡Maldición! –bramó Josep mientras lo seguíamos–.

¡No recuerdo con exactitud cuál es la puerta del sótano!

Nos dirigimos hacia otro pasillo más pequeño donde

tampoco había nadie, solo éramos nosotros y aquellos

hombres persiguiéndonos.

–¡No hay tiempo, Josep! ¡¿Dónde es?! –gritó Ethan al

ver que los hombres se aproximaban rápidamente.

Esta vez sí estábamos en serios problemas. En el mo-

mento en el que Josep se detuvo frente a dos puertas tra-

tando de recordar cuál era la correcta, yo extraje el arma

rápidamente y la cargué. Quizás el miedo me provocó esa

desesperación y anuló mi pensamiento. Solo sabía una

cosa: no dudaría un segundo en usarla al ver a los dos su-

jetos armados venir hacia nosotros. Eran nuestras vidas o

las de ellos.

–¡Bingo! –gritó Josep–. ¡Aquí es! Estoy seguro.

La puerta de chapa estaba completamente despintada y

en muy mal estado, no tenía cartel ni indicación alguna.

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Apenas Josep la vio, puso su mano en el picaporte e inten-

tó abrirla. De inmediato exclamó:

–¡Está cerrada!

Ethan dio un paso adelante y, sin pensarlo, la golpeó

con fuerza y logró abrirla.

–¡Vamos, entren! –nos ordenó.

Primero pasó Josep, luego yo y, por último, Víctor.

Mientras, Ethan se mantuvo firme junto a la puerta apun-

tando con su arma hacia el pasillo. Él jamás hubiera queri-

do disparar allí dentro, pues no deseaba que supieran dón-

de estábamos. Sin embargo, ellos ya estaban muy cerca.

No tuvo más remedio que jalar el gatillo y disparar tres

veces. Logró que ambos sujetos se ocultaran rápidamente

detrás de la pared más cercana, dejándonos unos segundos

más para poder escapar. Luego Ethan tomó del suelo un

fierro largo y ancho completamente oxidado; lo colocó

detrás de la puerta haciendo presión para que no pudieran

entrar fácilmente. Mientras, nosotros observábamos a Jo-

sep esperando que nos señalara la salida hacia la calle. Ese

lugar era un depósito muy oscuro y polvoriento; había

muchos materiales de limpieza y enormes aparatos oxida-

dos que controlaban la electricidad de todo el edificio.

También había varios barriles repletos de basura.

–¡Allí! –gritó Josep señalando una pequeña chapa in-

clinada–. ¡Esa es la salida!

Aunque resultaba extraño, todo iba saliendo tal como

Josep había dicho. Los guardias del hospital jamás apare-

cieron; quizás habían sido sobornados por los sujetos o,

peor aún, fueron amenazados al igual que el doctor.

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Cuando nos acercamos hacia la puerta de chapa,

subimos dos escalones e intentamos abrirla, lo que resultó

inútil pues tenía colocado un candado.

–Yo me encargaré de esto –dijo Víctor.

Tomó una barra de fierro que estaba tirada en el suelo,

la pasó por dentro del candado, y luego hizo un simple

movimiento fuerte y seco, empujando la barra hacia abajo.

No logró abrirla, pero la movió permitiendo el ingreso de

la luz exterior por sus bordes. Un segundo después, volvió

a intentarlo: retorció la varilla y la puerta comenzó a do-

blarse por la presión que Víctor ejercía...

–Será mejor que se apresuren o nos rodearán ensegui-

da –dijo Ethan, sosteniendo la puerta con el peso de su

cuerpo para que no pudieran entrar.

–Solo un poco más… –respondió Víctor, mientras for-

zaba la puerta hacia el exterior.

Muy enojado, presionó con todo su cuerpo la varilla

hasta que la cerradura voló por los aires. Todos escapamos

inmediatamente de allí… Ethan fue el último en salir del

oscuro cuarto de mantenimiento. El picaporte comenzó a

moverse; seguramente, del otro lado estaban los sujetos

queriendo entrar. Sin embargo, Ethan no dudó un segundo

en volver a disparar dos veces directo hacia la puerta.

Ya estábamos todos afuera. Víctor colocó nuevamente

la varilla para trabar la salida al exterior de modo que,

cuando los dos sujetos quisieran abrirla desde adentro, no

pudieran. De todas maneras, esa resistencia no duraría

mucho tiempo.

Al salir, aparecimos en el callejón de la parte trasera

del hospital. Allí había tachos gigantes repletos de bolsas

de basura. Estaba mugriento; era muy oscuro y con muros

muy altos. En el asfalto había charcos de aceite y de agua

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por todas partes. Solo tenía una salida. Si nos encerraban,

estaríamos acabados.

Rápidamente nos acercamos a la salida del callejón y

espiamos para ver qué sucedía del otro lado: estaban los

dos autos negros que nos perseguían desde el principio.

Rodeando los autos había cuatro hombres de traje fuman-

do mientras conversaban sin siquiera saber que nosotros

estábamos a tan solo un paso de ellos.

–Si no hacemos algo pronto estaremos acabados –

murmuré.

–No hay muchas opciones –dijo Ethan–. Protejan a Jo-

sep. Yo iré por el auto, ¿entendido? ¡No hay tiempo! Si

vienen hacia aquí, no duden en disparar…

Sin decir una palabra más, corrió agachado con el ma-

yor disimulo posible para no ser visto, dirigiéndose al lado

contrario del que estaban los hombres de traje. Mientras,

Víctor y yo protegíamos a Josep, rezando para que Ethan

llegara a tiempo por nosotros.

–Vaya, vaya, vaya... Estamos en serios problemas... –

reflexionó el anciano.

Todos miramos hacia la puerta por la que habíamos

escapado, cuando escuchamos el sonido de la varilla ha-

ciendo presión contra la chapa, intentando abrirla. Los

sujetos estaban del otro lado haciendo fuerza para poder

salir al callejón. Corrimos inmediatamente con Víctor ha-

cia allí y la sostuvimos para que no lograran su objetivo.

De pronto, la puerta dejó de moverse. Temí lo peor,

pues sabía que tenían radio para comunicarse entre ellos,

lo que me hizo pensar que ya habían informado donde

estábamos. Si Ethan no llegaba a tiempo sería nuestro fin.

Ni siquiera sabíamos si él se encontraba bien.

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Sin pensar, dejé de sostener la puerta y caminé hasta el

final del callejón para poder ver que estaba sucediendo

allí. Por un lado vi tres muros altos de ladrillo sin ninguna

vía de escape. Mientras, Víctor y Josep trataban de mante-

ner la puerta cerrada. Permanecí en la esquina, escondido

tras la pared observando cómo los cuatro sujetos que ha-

bían estado fumando junto a los autos, venían armados

hacia nosotros. Podía sentir el latido de mi corazón; mis

pulsaciones aumentaron. En ese instante, solo escuchaba

mi respiración. Extraje el arma de mi cintura, la tomé con

fuerza, los apunté y abrí fuego sin pensar.

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CAPÍTULO X

Pensé que ese era el final de todo. Víctor y Josep ya

no podían contener la puerta del sótano. En el callejón

había una única salida, la cual estaba rodeada. Los hom-

bres se escondieron detrás de unos autos y de los postes de

luz para evitar que mis disparos los alcanzaran. Al cesar

los tiros, comenzaron a acercase cada vez más con cuida-

do, apuntando sus armas hacia nosotros. Disparé la última

bala que tenía sin apuntar, pues tampoco esperaba herir a

ninguno, solo quería ganar tiempo. Sin duda, pronto esta-

rían sobre nosotros y nos aniquilarían.

Cuando creí que estaríamos acabados, un auto a toda

velocidad apareció al final del callejón. Era Ethan. Venía

tan rápido que, al llegar hizo un giro clavando el pie en el

freno a la vez, dejando derrapar el auto hasta quedar con la

puerta del acompañante de nuestro lado. Él se acomodó,

sacó su arma por la ventanilla y comenzó a disparar.

Víctor y Josep corrieron hacia el auto y entraron. In-

mediatamente, yo los seguí. Sentí que las balas pasaban

sobre mi cabeza. Habían logrado abrir la puerta del sótano.

Los dos sujetos se sumaron al grupo que intentaba captu-

rarnos.

Estábamos rodeados, todos apuntaban al auto. Éramos

el blanco de todas las armas. Sin embargo, algo muy ex-

traño sucedió: los disparos habían cesado justo cuando

tenían al auto completamente rodeado. Seguramente, al-

guien les ordenó detener el fuego. Nos necesitaban con

vida, si no jamás encontrarían lo que tanto deseaban.

Ethan presionó fuertemente el acelerador como si es-

tuviera en una carrera y en menos de cuatro segundos es-

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capamos del lugar. Pensamos que nos seguirían con sus

autos, como en la ocasión anterior, pero esta vez decidie-

ron no hacerlo, quizás también obedeciendo una orden, o

tal vez porque sabían que a esa velocidad no lograrían

alcanzarnos.

Al alejarnos recordamos que la moto de Víctor había

quedado estacionada detrás del hospital. No podíamos

regresar por ella en esos críticos momentos. Lo importante

era escondernos y aclarar toda esta situación con la ayuda

de Josep Bueno.

Cuando estuvimos seguros de que nadie nos perse-

guía, estacionamos el auto dentro de un garaje exclusivo

para clientes de una importante tienda de comidas, a casi

tres millas de distancia. Bajamos y nos dirigimos hacia un

pequeño bar poco concurrido ubicado en una esquina lla-

mado The Edison.

Al entrar, las pocas personas que había nos miraron de

pies a cabeza. Algunos conversaban, otros leían el diario,

y también había dos personas mayores jugando al ajedrez

en un rincón. Era temprano para cenar, así que solo nos

servirían un café o algo para beber.

Nos sentamos en una vieja mesa de madera verde os-

curo a la que se le notaban las rajaduras. Esperamos que el

cantinero se acercara para hacer el pedido, pero Ethan,

luego de varios minutos y al ver que nadie venía, se dirigió

a la barra y preguntó:

–¿Qué hay para cenar hoy?

–Aún no han llegado los cocineros, señor. Es muy

temprano, llegarán en menos de una hora –respondió un

joven con un delantal mientras escurría un trapo en un

balde de agua.

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–Disculpe, mi amigo. No somos de por aquí, si por fa-

vor tendrían algo de comida para servirnos se lo agradece-

ría mucho.

–Mmm... Déjenme ver… Si quieren puedo prepararles

una pizza.

–Me parece bien. Que sean dos, por favor.

–¿Qué desean beber?

Miró hacia la heladera y le pidió cuatro pequeñas bo-

tellas de vidrio de jugo de naranja. Luego regresó a la me-

sa.

–Enseguida traerán las pizzas –dijo.

–Ahora bien… –interrumpí y miré a Josep–. Estamos

aquí por una simple razón: necesitamos información, nues-

tras vidas corren peligro. Precisamos que nos cuente todo

lo que sabe.

–Se nos acaba el tiempo –agregó Víctor.

Todos callamos y dejamos que Josep dijera algo. No

había pronunciado una palabra desde que escapamos del

hospital. Era como si estuviera paralizado o pensando todo

el tiempo. Esperamos unos minutos. Simplemente por eso

estábamos allí: para que nos dijera todo lo que sabía. Solo

expresó:

–Estamos en una situación difícil, amigos míos.

Ya eran casi las dieciocho horas. Hacía calor y a me-

dida que pasaba el tiempo teníamos menos ganas de seguir

con eso. Yo tan solo quería volver a mi casa y ver a María

Loren una vez más... Era por ella que seguía adelante… Si

no hubiera sido por ella… ¡al diablo con todo!

Mientras cada uno sudaba en su silla reflexionaba so-

bre cosas diferentes, pero al final del camino todos nues-

tros pensamientos se unían en el mismo tema. Josep se

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miraba las manos fijamente; la transpiración de su frente

caía lentamente entre las arrugas de su rostro. Minutos

después, dijo:

–Vaya, vaya, vaya... Al parecer no tengo otra opción.

Bueno, caballeros, les contaré lo poco o mucho que sé.

Tomó el vaso con su mano temblorosa, bebió un poco

de jugo y siguió:

–Han pasado unos ocho años desde que mi hijo Tho-

mas fue arrestado y, posteriormente condenado y penado.

Al poco tiempo que comenzó a cumplir su condena fue

asesinado en su celda. Trabajaba de chofer, tenía solo

veintinueve años, era muy inteligente, más de lo que ima-

ginan. Su cuarto estaba minado de libros. Le encantaba la

literatura clásica, los poemas, las novelas y también había

muchos libros de historia. Jamás quiso estudiar en una

universidad; a él solo le encantaba leer cuando llegaba del

trabajo. Luego de comer, todos los días recogía un libro

diferente de su repisa, se sentaba cómodamente en el sofá

y comenzaba a leer por largas horas... Todos los días se

levantaba muy temprano para recoger a sus pasajeros y

llevarlos a destino. Siempre dijo que era el chofer de una

empresa muy importante, que solo lleva pasajeros con un

nivel adquisitivo muy alto. Nunca le dimos importancia a

eso… Solo sabíamos que estaba a gusto con su trabajo y

eso era más que suficiente para mi esposa y para mí.

»Recuerdo que solo se enamoró una vez; ella era una

joven muy hermosa. Fueron novios varios años, pero al

final no resultó ser la chica adecuada para él, de modo que

la relación terminó cuando las cosas ya no iban bien. No

parecía molestarle estar solo, pues era un joven que le gus-

taba la soledad y estar tranquilo, sin que nadie lo molesta-

ra. Recuerdo que Thomas siempre estaba predispuesto a

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ayudar cuando se lo necesitaba, era muy amable con to-

dos. Aunque resulte extraño, en los últimos tiempos co-

mencé a notarlo un poco más cerrado en sí mismo, ya no

conversaba tanto como antes, pero si él se sentía bien así,

¿para qué íbamos a pedirle que cambiara?, ¿no es cierto?

Cada uno elige lo que desea hacer y no hacer. Todos so-

mos capaces de cambiar las cosas si nos enfocamos bien

en lo que queremos. Siempre respeté su voluntad. Era un

muchacho excelente.

»Mi esposa Nora lo amaba con el alma. A los dos les

encantaba leer; fue de ella de quien heredó el gusto por la

literatura. Nora a menudo compraba libros de toda clase.

»Todo parecía estar en su lugar. Las cosas fluían de

manera tan natural, hasta que un día se acabó: todo se per-

dió, se hundió como un gigantesco barco que cae en las

profundidades del océano, sin poder detener esa masa

enorme de energía que lo arrastra hacia el fondo.

»Recuerdo aquella mañana como si fuese ayer: Tho-

mas se marchó a trabajar unas horas más temprano que de

costumbre. Al llegar la noche esperábamos que regresara,

con la comida servida en la mesa como todos los días,

pero jamás volvió. Nora se comenzó angustiar, ella en el

fondo sabía que algo malo estaba ocurriendo. Lo noté en

el brillo de sus ojos cuando miraba el retrato de nuestro

hijo colgado en la pared de la cocina. Algo no estaba bien.

Cuando levantó el plato de la mesa pude notar una tristeza

inmensa dentro de ella, estaba decaída y abatida. Intenté

consolarla como pude, pero no quería escuchar, estaba

abstraída y en silencio. Terminó de lavar y de secar los

platos, se recostó en la cama manteniendo sus manos apre-

tadas por el sufrimiento que sentía por dentro.

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»Esperé un largo rato sentado en el sillón, preocupado

porque mi hijo no regresaba, hasta que comencé a sentir

sueño. Fui al dormitorio, le di un beso en la frente a mi

esposa y me quedé dormido. Al despertar, Nora no estaba

en la cama. Me asomé en silencio a la cocina y aún no la

veía. De pronto escuché un suave llanto en el comedor y

cuando me dirigí hacia allí la vi llorando amargamente

junto al teléfono. Me acerqué para saber qué sucedía y fue

cuando me dio la triste noticia de que nuestro hijo había

sido detenido por un asesinato. No podía creer lo que aca-

baba de decirme. Sin pensar ni un segundo, tomé las llaves

de la camioneta para ir a la comisaría y que me dijeran qué

estaba ocurriendo. Thomas era incapaz de asesinar a al-

guien, estaba completamente seguro de ello. Antes de to-

mar la carretera, Nora corrió y se detuvo frente al vehícu-

lo, me hizo señas para que frenara y me rogó que no fuera

a ningún lado porque ella había hablado con Thomas y él

le había suplicado que le prometiera que no nos metería-

mos en ese asunto, que las cosas se solucionarían muy

pronto. Jamás desconfiamos de nuestro hijo. Nos llevába-

mos muy bien; siempre nos bastó con decir solo una vez

las cosas para entenderlas. Por eso, aunque estaba comple-

tamente en desacuerdo con Nora, accedí a su pedido.

»Me senté en el sofá y estuve todo el día pensando y

tratando de controlar mis nervios. Por la noche me era

muy difícil dormir; no podía dejar de pensar en la difícil

situación por la que nuestro hijo estaba pasando.

»Devastados por la noticia, agobiados por la angustia

y cansados de esperar sufriendo todo el día, el dolor pudo

más que nosotros, y decidimos ir a la comisaría para que

nos explicaran cuál era la situación de nuestro hijo. Al

llegar pedimos hablar con el oficial de guardia. Esperamos

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sentados casi media hora hasta que un agente nos informó

que, aunque no estaba permitido, podíamos verlo veinte

minutos. Seguramente nos dieron ese permiso por ser sus

padres y para calmar nuestra desesperación. Además nos

informaron que Thomas sería trasladado a una penitencia-

ría. Caminamos por un pasillo largo hasta llegar a una

puerta. El oficial se detuvo y volvió a recordarnos que

teníamos poco tiempo para hablar con él. Abrió la puerta

de la sala de interrogatorios. El cuarto era muy pequeño,

estaba vacío y muy oscuro, solo había una mesa y tres

sillas alrededor. Luego de estar unos segundos allí espe-

rando a que Thomas apareciera, el oficial abrió la puerta y

lo dejó entrar. Estaba esposado y con la ropa muy estro-

peada. Apenas lo vimos, Nora corrió hacia él y lo abrazó.

Llorando, le dijo que no se preocupara, que lo sacaríamos

de ahí. Thomas hacía fuerza para contener las lágrimas.

Yo también lo abracé y sentí mucho dolor y pena dentro

de mí. El tiempo pasaba rápido. Aunque quisiéramos que

lo sacaran de allí sería imposible sin saber primero qué

había ocurrido. Tomamos asiento y entre llantos le pre-

gunté qué había sucedido para que lo encerraran. Mientras

Nora le sujetaba fuertemente las manos, dijo sin más vuel-

tas:

»Al salir de casa temprano aquella mañana, reemplacé

a un compañero que estaba enfermo. El trabajo que me

encargaron lamentablemente era ilegal, pero yo no lo sa-

bía, me enteré después de aceptar el viaje.

»Pasé a buscar a un pasajero y lo llevé al lugar que me

indicó. El sujeto era robusto. Vestía un traje negro, una

camisa del mismo color, y del bolsillo superior del saco

asomaba un pañuelo rojo luminoso. Cuando arribamos

presencié algo terrible: el asesinato de un hombre de color

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de un disparo por la espalda, en la cabeza. El pobre les

había rogado de rodillas por su vida a sus verdugos, pero

estos ya tenían decidida su suerte. Le quitaron un diamante

que tenía en el bolsillo del pantalón holgado y sucio. Se

trataba de un diamante amarillo vivo y radiante como ja-

más he visto en mi vida. Era una piedra preciosa que por

su talla y por su pureza debía ser única en el mundo. Lue-

go supe que la llamaban “Gota de sol”.

»Ellos no lo sabían, pero en la escena del crimen esta-

ban presentes varios policías.

»Yo no debía estar allí. El asesino observó la piedra,

sonrió y se acercó al sujeto que llevaba como pasajero; le

dijo unas palabras al oído y le entregó el diamante. Este lo

guardó en un bolsillo del saco, esperó a que el hombre se

diera vuelta y comenzara a alejarse, sacó un arma compac-

ta de caño corto, calibre treinta y ocho, y le disparó dos

tiros por la espalda. Luego apoyó el arma en mi cabeza y,

amenazándome, me obligó a conducir por el camino que

me indicaba.

»Al partir miré por el espejo retrovisor y vi a la poli-

cía cargando los dos cuerpos en el baúl de la patrulla. Se-

guí manejando mientras me preguntaba cómo terminaría

todo eso. Presentía que me matarían en cualquier momen-

to, pues jamás debí haber visto ese homicidio. Fue un

error, yo no debía tomar aquel trabajo ese día. Seguramen-

te el otro chofer sabía de qué se trataba y por eso faltó. En

su lugar me encargaron el viaje a mí. Lo que no sabían era

que yo no dejaría que eso terminara de esa manera. Así

que, luego de sacar mis conclusiones, tratando de controlar

mis nervios y mi miedo, creí que la mejor decisión era

acelerar y luego, en medio de la ruta, pisar el freno impul-

sivamente para sorprender al sujeto que mantenía el arma

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en sus manos, logrando que su pesado cuerpo cayera hacia

delante, dándome la oportunidad de quitarle la pistola y

golpearlo. Y eso fue lo que hice. Pero al mirar sus ojos

repugnantes llenos de odio, no pude resistir el impulso de

apretar el gatillo de su propia arma y le disparé directo al

pecho. El sujeto se estaba muriendo desangrado.

»Había demasiadas personas con poder detrás de todo

eso. Supuse que la historia no terminaría allí. Ya que no

podía escapar y decidí enfrentar la situación. La piedra que

tenía ese sujeto era de un valor inalcanzable, con ella po-

dría ayudar a muchas personas. Saqué el diamante de su

bolsillo, y luego empujé el cuerpo fuera del vehículo. No

podía regresar a casa. Dos autos me perseguían velozmen-

te. Estaba completamente solo y perdido. Tenía una piedra

millonaria en mis manos que cualquier codicioso mataría

por obtenerla. Lo mejor era deshacerme de ella antes de

que me aniquilaran. Aceleré el auto y huí a toda velocidad;

pensé que lo mejor sería dejarla en buenas manos y confiar

en que la usaran para una causa justa, claro que no se la

dejaría a una sola persona, pues estaría cavando su tumba.

»Lo primero que hice fue escapar de los dos vehículos

que me perseguían, lo que me resultó fácil pues, como

verán, el auto es el mejor arma que sé usar. Ingresé a la

ciudad, di varias vueltas y me oculté. Momentáneamente

había logrado deshacerme de ellos, pero sabía que no po-

dría ocultarme mucho tiempo. Con seguridad irían a bus-

carme a casa y eso era lo último que quería. Cuando estaba

a unos cuantos kilómetros, decidí esconder la piedra en un

lugar en el cual no pudieran encontrarla, pero que sí resul-

tara fácil hallarla con la ayuda del mensaje que dejé. Ese

mensaje lo dividí en cuatro partes; solo obteniéndolos to-

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das, podrá armarse el rompecabezas y llegar hasta el dia-

mante.

»Solo quiero que entiendan por qué lo hice. Voy a pe-

dirles que se vayan de aquí ahora mismo y que se cuiden

mucho. Todo saldrá bien...

Josep se detuvo un segundo, contuvo la respiración,

luego tomó aire, bebió otro trago de jugo y continuó:

–Nora y yo nos fuimos con un dolor inexplicable. No

se imaginan cuánto sufrimos desde aquel día; hasta hoy no

he podido descansar ni un solo día en paz. Nuestra vida

terminó aquel día nefasto. Las cosas no volvieron a ser

como antes. Lamentablemente, minutos antes de marcha-

mos de la comisaría, al abrazar con fuerza a nuestro hijo,

Thomas le entregó un papel a Nora y le explicó que, aun-

que nosotros no tuviéramos información, ellos vendrían a

buscar pistas de todas maneras a la casa, pero se largarían

al comprobar que allí no había absolutamente nada. Él

confiaba en que llegaría gente con buenas intenciones.

Decía que haciendo un buen uso de esa piedra, podían

cambiarse muchas cosas. Nos pidió que jamás cayera en

manos perversas y malvadas nuevamente. Dijo que había

distribuido las cuatro partes entre personas que eran muy

importantes en nuestras vidas. Pero detrás de las paredes,

como Thomas dijo, unos sujetos escucharon todo lo que

contó y no tardaron mucho en llegar a nuestro hogar.

Luego Josep Bueno volvió a callar un instante mien-

tras todos reflexionábamos respecto a lo que nos había

narrado y aclarábamos nuestras dudas. Cuando el silencio

dominaba la mesa, Ethan preguntó:

–¿Cómo conoció usted a nuestros padres?

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–A tus padres los conocí en la secundaria. Egresamos

juntos, éramos muy buenos amigos y nos teníamos mucha

confianza. Años más tarde, por diferentes motivos nos

fuimos alejando poco a poco, aunque no del todo. Algunos

se enamoraron y siguieron el camino que su corazón de-

terminó, otros por razones de trabajo se mudaron lejos de

la ciudad, y bueno… a pesar de la distancia, hace unos

años volvimos a reunirnos por última vez. Yo llevé a

Thomas conmigo para que los conociera. Fuimos de pesca

los cuatro y mi hijo, pasamos un fin de semana juntos

riendo y charlando, recordando viejas historias toda la

noche junto a la leña que calentaba nuestras manos conge-

ladas. Así fue mi conclusión de cómo Thomas distribuyó

los fragmentos. Muy ingenioso, ¿verdad? Intentó reunir a

los cuatro nuevamente: un fragmento fue para mí; otro

para tu padre, Ethan; otro para el tuyo, Víctor y el último

para Alfred Bordón y que luego seguramente ha llegado a

tus manos, Bruce.

»Lo que me resulta muy extraño es cómo los ha en-

contrado el misterioso sujeto a cada uno de sus padres.

Thomas intuyó que cuando nos volviéramos a reunir, con-

versaríamos acerca de lo sucedido; así hallaríamos la pie-

dra fácilmente y la tendríamos en nuestras manos. Sabía

que entre nosotros cuatro no había secretos y nos teníamos

suma confianza. Lamentablemente, sus planes resultaron

de manera diferente. Este sujeto los ha encontrado prime-

ro. Ahora entiendo la promesa de Thomas de que en unos

años los encontraríamos, de eso estaba seguro.

»Sin embargo, las cosas cambiaron. Al regresar a casa

el día que visitamos a Thomas en la comisaría ya todo era

diferente. Para ser sincero, ya no podíamos dormir tranqui-

los, teníamos un mal presentimiento. Nora comenzó a me-

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dicarse para descansar. Quería visitar a nuestro hijo en la

penitenciaría para saber de él, aunque Thomas le pidió por

favor que no lo hiciera. Sabíamos que al estar encerrado la

estaba pasando muy mal. Lo más triste era que no tenía-

mos muchas opciones. La impotencia me dominaba al

sentir que no podía ayudarlo. No podíamos hacer nada, no

teníamos ninguna opción. Si en un tiempo esa situación no

se modificaba, llamaría a un buen abogado para que inten-

tara hacer todo lo posible a fin de sacar a Thomas de allí y

demostrara su inocencia. Pero al cuarto día todo se acabó;

nuestras vidas perdieron sentido pues, cuando creímos en

la justicia nos dimos cuenta de que ¡todo era pura basura!

Esa mañana el teléfono sonó luego de tres largos días de

espera, Nora atendió ansiosa esperando buenas noticias,

pero cuando noté la expresión de su rostro y que estaba

parada e inmóvil con el teléfono en la mano, mirando fi-

jamente la foto de nuestro hijo de un portarretrato que ha-

bía junto al aparato, bajo la luz del velador, fue el momen-

to en el que supe que todo se había ido al infierno. Las

lágrimas comenzaron a caer lentamente por su rostro; en-

mudeció y dejó caer su cuerpo sobre el sofá.

»Fue la peor noticia que escuché en toda mi vida. In-

formaron que Thomas aparentemente se había suicidado

en la celda. Estaba desolado; me arrepentí de haber obede-

cido sus palabras. Hasta el día de hoy siento culpa por

ello; debí ayudarlo cuando podía.

»Luego no supimos nada más sobre el tema; intenta-

mos averiguar, pero jamás nos dieron una explicación.

Cerraron el asunto bajo candado, sin respuestas.

»Estoy seguro de que Thomas nunca se quitaría la vi-

da, no era capaz de eso. A partir de ese momento las cosas

cambiaron. Algo era distinto en nosotros. Quiero decir...

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no es fácil olvidar que hacía veintiocho años que Tomas

había llegado a nuestro hogar, iluminando con su sonrisa y

alimentando nuestras almas de alegría. Así fue cómo,

siendo aún joven, terminé de esta manera…

»Espero que entiendan de qué les estoy hablando.

Cuando aman tanto a una persona, un hueco profundo

queda dentro de nosotros, tan profundo que jamás la olvi-

darán…

Josep se detuvo sin decir una palabra más y sus lágri-

mas recorrían tristemente su rostro, derramando en cada

gota el recuerdo de su trágico pasado.

Luego de que terminó su narración, esperé unos minu-

tos y dije:

–Hay algo que no entiendo… ¿Cómo es que terminó

encerrado en un hospital psiquiátrico? Permítame decirle

que usted no parece estar fuera de sus cabales.

Aunque Víctor y Ethan me miraron con desaprobación

por haber formulado esa pregunta, sabía que en el fondo

ellos también querían saber. Además tenía la intuición de

que la respuesta estaba relacionada con todo este asunto.

Josep se limpió las lágrimas con la servilleta y respon-

dió:

–Creo que ya ni siquiera puedo tener el perdón de

Dios. No todo terminó el día de la muerte de Thomas. Las

cosas empeoraron. Un año más tarde, una mañana abrí el

buzón y extraje de él una extraña carta, la cual me produjo

desconcierto y confusión. Me senté intranquilo, me colo-

qué los anteojos y rompí el borde con cuidado. Decía sim-

plemente: “SI DESEAN CONTINUAR CON VIDA, SE-

RÁ MEJOR QUE ENTREGUEN LA PIEDRA”.

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»Quedé desorientado y dolorido al recordar lo que es-

taban pidiendo. Seguía escuchando las palabras de Tho-

mas cuando lo visitamos. Él sabía que ese día llegaría.

»Él había asegurado que el diamante estaría en buenas

manos. Esta carta quería decir que la piedra aún no había

sido hallada. Nosotros no la teníamos y ni siquiera sabía-

mos dónde estaba; el problema era que ellos no lo sabían.

Oculté la carta para que Nora no la viera pues seguro se

aterrorizaría. A la mañana siguiente, sonó el timbre a pri-

mera hora. No había pegado un ojo en toda la noche pen-

sando en la carta que había llegado. Nora se estaba dando

un baño, así que me levanté y miré por la ventana. Había

dos policías parados en la puerta. Me vestí con lo primero

que encontré y me acerqué hasta la entrada observándolos

detalladamente. Ya casi en la puerta, miré el móvil esta-

cionado a un costado, donde otro oficial estaba sentado

frente al volante hablando por la radio policial.

»–Buen día, oficial. ¿En qué puedo ayudarlo?

»–Usted es el padre de Thomas Bueno, ¿verdad?

»–Así es...

»–Entonces iré al grano, sin dar vueltas. Odio perder

el tiempo. Estamos buscando algo que Thomas dejó en la

casa antes de suicidarse. Usted sabe de qué estamos ha-

blando…

»–Tendrá que disculparme, pero no sé de qué está ha-

blando, oficial.

»–Dejemos las estupideces a un lado –respondió agre-

sivamente.

»Sabía qué era lo que venían a buscar. Sin embargo, le

respondí la verdad aunque ellos no me creyeron. Yo des-

conocía dónde estaba la “Gota de sol”.

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»–Lamento no poder ayudarlo, oficial. Quizás se ha

equivocado de vivienda.

»–¿Cómo se lo explico? –dijo el oficial nervioso,

mientras se rascaba la nuca–. ¿Usted tiene idea de que hay

muchas personas poderosas buscando esto, verdad? No

creerá que seamos los únicos. La gente que vendrá no ten-

drá compasión, se lo puedo asegurar. Será mejor que lo

piense, quizás recuerde algo mañana por la mañana...

»Sin decir una palabra más, ambos subieron al móvil

y se marcharon. Me quedé parado en la entrada reflexio-

nando sobre lo que me había dicho. Quizás entregándoles

lo único que teníamos referido al diamante nos dejarían en

paz. De lo contrario, seguirían insistiendo tarde o tem-

prano.

»Le conté lo ocurrido a Nora y decidimos entregarles

el papel que nuestro hijo nos confió. Los días siguientes

esperamos muy asustados a que los policías regresaran

como habían anunciado, pero jamás volvieron. Igual nos

mantuvimos alerta por si retornaban.

»Era razonable pensar que, por ser los padres de

Thomas, supusieran que había escondido la piedra en

nuestra casa. Desde la visita de la policía, nos sentimos

inquietos y amenazados. Trataba de dormir con un ojo

abierto por las noches por si intentaban entrar en la casa.

»A causa de ese maldito temor hice algo que jamás

me perdonaré... Fue una noche trágica y desgraciada, que

me convirtió en la persona más infeliz del mundo. En mi

desesperación por salvar nuestras vidas, le disparé a Nora,

mi amada esposa. Esa noche de luna llena nos desperta-

mos varias veces debido a los ruidos que escuchábamos

alrededor de la casa. Los continuos ladridos de los perros

y el viento que golpeaba las ventanas motivaron que bus-

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cara el arma que tenía escondida dentro del armario y la

dejara a mano, por si algo desafortunado llegaba a suce-

der. Más tarde, al cesar los ladridos, logré dormir, pero

desperté súbitamente al escuchar el ruido del pasador de la

puerta. Me levanté y vi la sombra de alguien que ingresaba

a mi dormitorio muy despacio. De inmediato y sin dudarlo

tomé el revólver y, sin tiempo para reflexionar, disparé

una vez al cuerpo que se acercó a la cama. La bala fue

directa a su pecho y luego el cuerpo cayó. No podía ver

con claridad; la pieza estaba casi completamente a oscu-

ras, pues solo un haz de luz de la luna traspasaba las corti-

nas de la ventana. Con mi mano tambaleante, giré para

tranquilizar a mi esposa, pero ella no estaba en la cama.

Pensando lo peor, corrí rápidamente y encendí la luz. Al

iluminar el cuarto la vi: Nora estaba tirada en el piso cu-

bierta de sangre. Llamé a los médicos, pero ya era dema-

siado tarde…

»Jamás volví a ser el mismo hombre. Mis días ahora

son grises y tormentosos, y nunca cambiarán. Nada volvió

a tener sentido. Mi intentos de suicidio me han llevado

donde ustedes me encontraron. Perdí a mis dos amores en

poco tiempo; todo ha sido muy duro para mí. Ya no tenía

motivos para seguir luchando. Pero ahora puedo terminar

con aquellos horribles recuerdos. Me queda algo por hacer

antes de irme de este maldito mundo. Una última misión y

creo, caballeros, que este es el momento justo para reali-

zarla; es mi última oportunidad.

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CAPÍTULO XI

Teníamos que avanzar, eso fue lo primero que decidi-

mos los cuatro, aunque no teníamos ni pistas ni rastros que

seguir. Estábamos a la deriva. Ni siquiera sabíamos quié-

nes eran los sujetos que nos perseguían. La única certeza

que teníamos era que la policía estaba metida en ese em-

brollo y que nos hacía las cosas más difíciles.

Solo pensábamos continuar con la única información

que conocíamos hasta ese momento. Debíamos comenzar

a actuar antes de que ellos lo hicieran. No alcanzaba con

estar un paso adelante; al menos debíamos estar a cinco.

No podíamos detenernos, pues si no nos encontrarían.

Evaluamos la poca información de la que disponía-

mos: las personas que asesinaron a Thomas. Seguramente,

alguien en la penitenciaría donde los asesinaron debía te-

ner más datos. Solo si los obteníamos podríamos armar ese

rompecabezas.

–Haremos lo siguiente –planteó Ethan–. Hay aproxi-

madamente una hora desde aquí hasta la penitenciaría de

Nueva York y ya es de tarde; sería en vano ir ahora. Lo

mejor será hacerlo mañana. Llegar allí es fácil; el proble-

ma será cómo entrar y obtener información acerca de un

hecho que transcurrió hace unos años atrás…

–Un momento –interrumpí luego de recordar algo que

podría ayudar bastante–. Mi profesor de Derecho Penal

mencionó en varias oportunidades esa penitenciaría. Estoy

seguro de que tiene contactos allí. A lo mejor, él puede

brindarnos algún dato o darnos el nombre de alguna per-

sona con la que podamos hablar.

–¿Cómo podemos ubicarlo? –preguntó Víctor.

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–Aguárdenme un instante –respondí–. Buscaré su nú-

mero en la guía telefónica. Ya regreso...

Salí del bar y crucé la calle hasta el teléfono público

que estaba en la vereda de enfrente. Tomé la guía y lo

busqué por su apellido: Millstein, no recordaba bien su

nombre de pila; creía que era Frederick, pero no estaba

seguro. Encontré varias personas con ese apellido. Llamé

al primer número de la lista. Era equivocado. El segundo

llamado fue atendido por una voz aguda:

–Hola… ¿Hola?...

–Buenas noches. ¿Profesor Frederick Millstein?

–¿Quién habla?

–¡Profesor! Disculpe que lo moleste a esta hora. Soy

Bruce Collins, fui su alumno en su clase de Derecho Pe-

nal, ¿me recuerda? Llegué tarde el día del último parcial…

–¿Bruce Collins…?

–Así es, profesor.

–Ah, ¡Bruce! Ya te recuerdo… Entre tantos alumnos

siempre es difícil saber quién es quién enseguida. Qué

sorpresa. Jamás hubiese esperado que llamaras por telé-

fono a esta hora. ¿Sucede algo grave, Bruce?

–En verdad no es urgente, profesor, pero sí muy im-

portante. Lamento tener que molestarlo para pedirle un

gran favor, que nos sería de mucha ayuda en estos mo-

mentos.

–Pues dime, Bruce, ¿en qué te puedo ayudar?

–Usted mencionó varias veces la penitenciaría de

Nueva York. Supuse que tal vez conoce a alguna autoridad

de allí. Necesito averiguar qué le sucedió a un familiar

lejano que al parecer falleció allí hace unos años.

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–Entiendo... Déjame ver qué puedo hacer, Bruce. No

te prometo nada.

–Gracias, profesor. De todas formas, iremos allí ma-

ñana a primera hora.

–Mmm.... Ya veo… Bueno, vuelve a llamarme en me-

dia hora, por favor, a ver si ya tengo alguna respuesta.

–Claro. Entonces en media hora me volveré a poner en

contacto con usted, profesor…

Colgué el teléfono y regresé con los demás para in-

formarles las buenas noticias. Ya eran casi las ocho de la

noche. El sol había desaparecido y la noche empezaba a

dominar el lugar. Mientras nosotros seguíamos sentados

allí, comenzó a llegar cada vez más gente. Sin darnos

cuenta, habíamos pasado más de dos horas allí.

–Será mejor largarnos de aquí –dijo Ethan.

–¿Y dónde iremos? –preguntó Víctor.

–Lo primero que haremos será ir con el auto a buscar

tu motocicleta. Luego pasaremos la noche en un hotel en

las afueras de la ciudad. Trataremos de no llamar la aten-

ción, y por la mañana iremos a la prisión.

–Estoy de acuerdo –agregué–. Pero… ¿desde dónde

llamaré por teléfono al profesor?

–Pararemos en el camino, donde haya algún teléfono

público –respondió Ethan.

Una vez acordado nuestro plan, los cuatro nos levan-

tamos del bar y fuimos en busca de la moto de Víctor.

Antes de llegar al lugar donde estaba la moto, Ethan

dio varias vueltas a la redonda para comprobar si había

movimientos extraños en la zona. Quizás el vehículo de

Víctor podía haberse transformado en una trampa. Sin

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embargo, llegamos y nada sucedió. A lo mejor olvidaron

que la moto estaba allí o quizás pensaron que no volve-

ríamos por ella. De todas maneras, no debíamos descui-

darnos. Esos sujetos eran demasiado inteligentes, no deja-

rían ni un detalle librado al azar.

–Déjame aquí –dijo Víctor.

–Aún no he llegado al lugar, es en la otra cuadra –

respondió Ethan.

–Aquí está bien. Si alguien nos está esperando, no le

será tan fácil advertirnos si no ve el auto. Es mejor no lla-

mar la atención. Caminaré con cuidado hasta la moto.

–Víctor, te dejaré exactamente donde está la moto. Si

hay alguien esperando, te verá caminar y no dudará en

tratar de hacerte daño o secuestrarte para obtener informa-

ción. Tendremos que ir por ti de todas maneras y estaría-

mos en serios problemas. Si están allí, será mejor que se

preparen, porque no pienso ahorrar balas esta noche. So-

lamente trata de encender y acelerar la moto lo más rápido

que puedas para escapar cuanto antes.

–Opino lo mismo que Ethan –dije.

–Bueno, caballeros, ¿qué esperan? –preguntó Josep

luego de permanecer callado un largo rato.

– Perfecto –asintió Víctor.

Una cuadra antes de llegar, Víctor y yo teníamos las

armas preparadas por si nos estaban esperando. Ethan ace-

leró y se detuvo donde estaba la moto. Víctor subió rápi-

damente mientras nosotros mirábamos hacia todos lados,

pero al parecer no había nadie en ese oscuro lugar.

Al huir tomamos por la carretera principal de la ciudad

buscando un hotel. Casi veinte minutos después, encon-

tramos uno en las afueras. Ethan entró a la playa de esta-

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cionamiento sin pensarlo y estacionó en el último lugar

disponible. Era un hotel de tres estrellas. Solo necesitába-

mos cuatro camas individuales, nada más.

Mientras Víctor y Josep se encargaban de reservar las

habitaciones, Ethan y yo caminamos hasta el teléfono más

cercano para llamar al profesor. Introduje la moneda, mar-

qué el número y aguardé. Ethan tenía su espalda apoyada

en la cabina.

–Lo molesto nuevamente, profesor.

–No me incomodas, Bruce. He hablado con el jefe de

la penitenciaría, lo conozco desde hace muchos años. Le

informé que mañana irán a primera hora para que les brin-

den la información que están buscando.

–¡No me alcanzan las palabras para agradecerle! Estoy

en deuda con usted.

–No me debes nada, Bruce. Si tienes algún problema,

no dudes en llamar. Espero que encuentren lo que están

buscando...

–Esperemos que sí.

–Bueno, ya debo colgar, Bruce. Luego llámame para

saber cómo te ha ido. Hasta pronto...

–Entendido, profesor. Muchas gracias por todo. Hasta

pronto.

Con una sonrisa triunfante en mi rostro, miré a Ethan

y le conté palabra por palabra lo que me había dicho el

profesor. Él sonrió y dijo:

–Ya estamos cada vez más cerca…

Dimos media vuelta y regresamos caminando muy

tranquilos al hotel. Entonces aproveché el momento para

hacerle una pregunta, pues sentía curiosidad sobre cómo

habían fallecido sus padres.

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–Allí hay una máquina expendedora de bebidas –le di-

je–. Enseguida regreso…

Apuré el paso hasta la máquina y extraje dos frías la-

tas de soda ideales para esa noche tan calurosa. Alcancé

nuevamente a Ethan y le di una.

–Salud...–dije mientras abría la lata.

–Gracias, Bruce.

Caminamos hacia el hotel, pero antes nos sentamos en

un banco largo y blanco ubicado en la entrada principal.

No había mucho movimiento por la zona, todo estaba muy

calmo y tranquilo esa noche. Aproveche la oportunidad

para preguntarle a Ethan acerca de ese hecho. Además no

comprendía por qué Ethan, que había heredado una gran

riqueza y podía escapar de esa situación muy fácilmente,

no deseaba hacerlo. Pero era uno de esos hombres que

constantemente arriesga todo, como si no tuviese nada que

perder. Mientras bebíamos la soda sentados cómodamente

en aquel banco, dije:

–Debo hacerte una pregunta, pero si no quieres contes-

tarla, no hay ningún problema, no insistiré.

Justo en ese instante nos interrumpió Víctor:

–¡Aquí están! Preciosa noche, ¿verdad, muchachos?

Josep ya se ha recostado en su dormitorio. Dijo que quería

descansar, así que lo dejé durmiendo tranquilo.

–Perfecto –le respondió Ethan–. Dime, Bruce, ¿qué

está dando vueltas en tu mente?

–Varias veces me pregunté qué le sucedió a tus pa-

dres.

Era como si Ethan estuviera esperando esa pregunta.

Muy calmo, dijo:

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–Ambos murieron en el mismo accidente. Recuerdo

aquella noche como si fuese ayer –se detuvo un segundo,

levantó la cabeza y miró el cielo fijamente, sin pestañear–.

Ese día me había levantado muy temprano. Estaba com-

pletamente nublado y hacía mucho frío. Me había quedado

dormido en el sofá y desperté junto al calor de la chimenea

con el fuerte y persistente sonido de alguien golpeando la

puerta de madera gruesa una y otra vez. Me levanté con un

abrigo cubriendo mi espalda desnuda y descalzo me acer-

qué a la ventana para ver quién tocaba con tanta insisten-

cia. Inesperadamente, vi una patrulla policial. Aunque no

lo crean, aquella noche mientras dormía, sentí que mi alma

quedaba vacía, que caía en un pozo ciego muy oscuro.

Supuse que me darían una mala noticia. Sentí que un balde

de agua fría caería sobre mí en aquel congelado invierno.

Caminé lentamente desconcertado hacia la puerta, corrí la

traba y, al abrir, el policía que sostenía su gorra a la altura

del pecho me preguntó mi nombre. Sin decir una palabra,

asentí con la cabeza. Me olvidé por completo del frío que

ingresaba por mis pies y subía por mi cuerpo. Quería es-

cuchar ya mismo la noticia, pero a la vez no quería oír

nada malo. El policía continuó:

»–Quizás esto sea muy difícil y duro para ti, pero es

mi deber darte la noticia. Lamentablemente, tus padres han

tenido un accidente con el automóvil. Fueron trasladados

de urgencia al hospital, pero ya era tarde, no había nada

que se pudiera hacer. Lo lamento mucho, hijo…

»Fue el peor momento de mi vida. Aquellas palabras

me cambiaron para siempre. Sentí que algo dentro de mí

se quebró por completo. Estaba mudo y paralizado por

fuera, pero por dentro estaban todas las piezas fuera de su

lugar. Era como si hubiese explotado una bomba en mi

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interior. Mi mundo estalló en mil pedazos… Ya pasaron

unos cuantos años desde aquel duro momento y, aún así,

recuerdo hasta el olor que había en la casa esa mañana.

»¿Saben? Hay cosas que no te olvidas jamás en la vi-

da, las guardas dentro de ti y jamás saldrán de allí. Re-

cuerdos de tu infancia que serán fundamentales en tu futu-

ro. Ellos eran todo lo que yo tenía, eran parte de mis sue-

ños. Jamás pensé vivir una situación así; nunca imaginé

que crecería sin mis padres.

»Siempre quise ser como mi padre; me ha enseñado

todo en esta vida. Y el amor incondicional de mi madre no

tiene precio alguno. Nunca sabemos cuándo nuestros seres

amados van a desaparecer. Quién sabe dónde estarán aho-

ra mismo y si volveremos a verlos una vez más. Nadie lo

sabe... Había quedado totalmente solo, sin ambiciones, sin

planes y sin objetivos de vida…

–En verdad lo lamento mucho, Ethan –dije.

Nos quedamos los tres sentados mirando el inmenso

cielo unos largos minutos en silencio. Cada uno se desvío

en sus propios pensamientos, sumergidos en lo profundo

de nuestra mente, quizás buscando y acariciando esos

momentos de alegría.

Cada vez que me tomo esos momentos para pensar,

ella siempre está ahí. La imagen de María Loren se pre-

senta en los cielos. Ella me da el valor para continuar con

todo esto. Ella es mi ambición y mi sentido de ser. Es por

ella que deseo acabar con esto para acariciarla tan solo una

vez más…

–Deberíamos ir a dormir –dijo Víctor–. Mañana ten-

dremos un largo día…

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–De acuerdo –respondió Ethan–. Ya es tarde, hay que

descansar...

Miré a ambos y sonreí al recordar cuando Josep Bueno

nos llamó “Los caballeros de la noche”.

–Los caballeros de la noche… –dije mirando el cielo–.

Vaya uno a saber en quiénes habrá pensado Josep al decir

esas palabras…

–Vaya a saber uno… Ustedes entren tranquilos, yo en-

seguida voy –dijo Ethan.

Víctor y yo nos levantamos del banco y él permaneció

sentado terminando su soda, pensando y reflexionando

acerca de su aturdido pasado.

A las ocho y media de la mañana del día siguiente, es-

tábamos reunidos terminando de desayunar en el hotel.

Solo faltaba Ethan, que se había levantado más temprano y

nos había dejado una nota en la que nos explicaba que

había salido de compras y nos pedía que lo esperáramos en

la entrada del hotel, que no tardaría mucho en volver. A

pesar de haber dormido pocas horas, estábamos bastante

descansados. Con un baño nos despabilamos. Luego espe-

ramos el regreso de Ethan sentados en el banco de la en-

trada.

Pocos minutos después llegó y se detuvo ante noso-

tros. Bajó del auto y antes de que dijera una palabra, Víc-

tor le preguntó:

–¿Dónde has ido?

–A comprar algo de ropa para Josep. No puede seguir

con esa ropa, ¿no creen?

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Todos miramos a Josep, hasta él mismo se observó.

Aún tenía puesta la gastada y arrugada ropa del hospital

psiquiátrico.

–Vaya, vaya, vaya... Es muy cómoda –dijo Josep.

–Pues, esta también lo es –y le lanzó una bolsa para

que la tomara con las manos.

–A ver qué tenemos aquí…–dijo Josep.

Abrió la bolsa y sacó una camisa azul con mangas cor-

tas y un pantalón muy fino, color crema.

–Creo que me podré acostumbrar a esto...

Inmediatamente se cambió, mientras nosotros buscá-

bamos el camino en el mapa para llegar a la Penitenciaría

Central de Nueva York.

–Síguenos, Víctor –ordenó Ethan.

Ya estaban los motores encendidos cuando Josep vol-

vió con su nueva vestimenta. Parecía otra persona; su as-

pecto había cambiado por completo. Ethan acertó cuando

dijo que era justo para él.

–¿Qué has hecho con la ropa vieja? –le preguntó al ver

que Josep se sentaba en el auto con las manos vacía.

–La tiré en el cesto. No la volveré a usar jamás –dijo

muy seguro.

Mientras Ethan y yo reíamos al escuchar decir a Josep

esas palabras, Víctor dio la señal de partida camino a la

prisión.

–Esta vez no pararemos hasta llegar –propuso Ethan–.

Presiento que tendremos buenos resultados...

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CAPÍTULO XII

Comienzo a sentirme cada vez más devastado por den-

tro mientras transpiro y tiemblo aquí encerrado. No solo

me refiero a los sentimientos sino a los síntomas que mi

cuerpo comienza a generar por la falta de alimento y de

bebida. Me falta el aire, el que hay aquí dentro no es sufi-

ciente.

He olvidado cuánto tiempo ha pasado desde que entré

a este lugar. Estoy padeciendo un malestar como jamás lo

había sentido en toda mi vida. A causa del dolor y del su-

frimiento empiezo a creer que este deterioro me llevará a

la muerte.

No sé cuánto tiempo más podré resistir. Seguiré tra-

tando de distraer y de engañar mis pensamientos mientras

narro estos hechos desgraciados.

Pienso y me arrepiento por las cosas que no hice

cuando tenía la oportunidad. A veces, sin darnos cuenta

perdemos nuestro valioso tiempo viviendo la vida de

otros, soportando sus pensamientos irónicos y efusivos

que nos dañan sin saberlo; sin embargo, una y otra vez

tratamos de hacer lo mejor que podemos. Y… ¿para qué?

Para tratar de no defraudarlos. A la vez, si volteamos un

momento, verán que hemos olvidado que tenemos seres

que nos aman y que siempre estarán con nosotros en los

malos momentos.

También creo que jamás debemos olvidar nuestras raí-

ces, en las que se basó nuestro crecimiento y se desarrolló

nuestra historia. Cada uno tiene su propia historia y es

dueño de ella. La mía puede ser que ya tenga su punto

final en esta vida. Hoy solo me queda decir que amo y

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anhelo mi vida y que pelearé por ella. Como también amo

a María Loren y mi fiel corazón siempre estará junto a

ella, donde quiera que esté.

Estoy contento de haber conocido a Ethan, Víctor y

Josep, pues estoy completamente seguro de que existe una

razón por la que ellos se cruzaron en mi camino y tuvieron

un papel fundamental en mi historia.

Luego de conducir casi una hora, al fin llegamos a la

Prisión de Nueva York. Era un edificio muy grande. Segu-

ramente allí se alojaban muchos reos. Estaba cercada con

un muro de ladrillos muy alto seguido de alambres de

púas. Escaparse de ahí era casi imposible.

Estacionamos a metros de la entrada y caminamos

hasta la puerta principal. Nos topamos con un portón de

alambrado casi tan alto como el muro. Desde ahí ya se

podía ver la estructura interior: había varias cercas de

alambre más para poder ingresar. Cuando nos detuvimos

frente a la entrada, vimos a dos guardias con los rifles cru-

zados en sus espaldas, uno a cada lado de la puerta, con la

vista fija al frente. Pronto se abrió la puerta de una peque-

ña cabina de vidrio espejado, de modo que no se podía ver

hacia adentro. De allí salió un guardia y los dos que esta-

ban en la puerta inmediatamente se pararon firmes y salu-

daron a su superior, levantaron sus manos a la altura de la

cabeza. El hombre se acercó y muy amablemente nos pre-

guntó:

–Buen día, señores. ¿En qué los puedo ayudar?

–Buen día, señor –respondí–. Estamos aquí por un te-

ma privado. Venimos a ver al jefe de la penitenciaría. Él

ya está al tanto de nuestra visita, según me han informado.

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–Un segundo, por favor…–dijo el guardia y entró

nuevamente a la cabina. Enseguida salió con un cuaderno

y una lapicera en sus manos–. Díganme sus nombres y

apellidos, por favor.

–Bruce Collins, señor. Venimos de parte del profesor

Frederick Millstein. Ellos son Ethan Ford, Víctor Miller y

Josep Bueno.

El guardia ingresó nuevamente a la cabina. Los cuatro

esperábamos una señal de aprobación. Pero algo en Josep

no estaba bien; notamos que algo extraño le estaba suce-

diendo. Se quedó inmóvil, asustado y apartado de nosotros

tres. Comenzó a tocarse su pecho con la palma de la mano

abierta y a respirar cada vez más fuerte con la vista hacia

el piso. Corrimos hacia él inmediatamente. Con seguridad,

los recuerdos lo atormentaban, ya que ahí mismo habían

asesinado a su hijo Thomas. Por suerte fue una falsa alar-

ma; Josep levantó la mano derecha, haciéndonos entender

que todo estaba bien. No obstante, sabíamos que estaba

muy angustiado, además de que era una persona mayor.

Sus recuerdos le jugaban en contra; lo mejor sería que se

quedara allí afuera y que esperara a que nosotros regresá-

ramos.

Ethan se acercó, extrajo del bolsillo la llave de su auto

y le ordenó:

–Recuéstese en el auto. Atrás hay una botella de agua,

por si quiere beber algo. Nosotros enseguida regresamos,

una vez que tengamos la información que necesitamos

para poder continuar.

–De acuerdo –asintió–. Lamento no poder entrar con

ustedes, caballeros. Mi pecho golpea de dolor al recordar

aquel desdichado episodio. Lo siento…

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–No tiene de qué preocuparse –agregó Víctor–. Yo me

quedaré aquí también así no se siente solo.

–Te lo agradezco, pero necesito estar solo un momen-

to. No es nada contra nadie, solo que así es como yo viví

mis últimos años. Además, es conveniente que tú también

ingreses con ellos, podrías ser de gran ayuda. Tres cabezas

piensan más que dos...

De pronto interrumpió el guardia con un gran manojo

de llaves en sus manos, se acercó a la entrada y utilizó tres

llaves distintas para abrir las cerraduras del inmenso por-

tón.

–Adelante, señores, el jefe los espera.

Les hizo una señal con su mano a unos de los dos

guardias que estaba parado junto a la puerta para que se

acercara y luego le ordenó:

–Acompáñelos hasta la oficina del jefe.

–Comprendido, señor –respondió el guardia.

Ingresamos y caminamos detrás del guardia. Cruza-

mos un largo patio por un camino fino rodeado de un her-

moso jardín muy bien mantenido, luego traspasamos otro

portón de alambre y a pocos metros una puerta que daba al

área administrativa. Recorrimos un pasillo limpio, lleno de

grandes cuadros y de oficinas a ambos lados. Dimos unos

cuantos pasos hasta que el guardia se detuvo y dijo:

–Aquí es.

Golpeó la puerta y desde adentro se escuchó una voz

serena que dijo:

–¡Adelante!

El guardia la abrió, se presentó ante el jefe de la peni-

tenciaría y luego le informó sobre nuestra presencia. El

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hombre, sentado cómodamente mientras revisaba unos

papeles, le ordenó que nos hiciera pasar. Entramos y luego

pidió permiso para retirarse.

–Buen día, señor –le dije–. Soy Bruce Collins y ellos

son Víctor Miller y Ethan Ford.

–Por favor, jóvenes, adelante... Tomen asiento… –dijo

amablemente–. El profesor Millstein me llamó y me contó

que estaban buscando alguna clase de información espe-

cial, ¿puede ser?

–Así es, señor –respondí–. Necesitamos información

sobre una persona que falleció en esta penitenciaría hace

unos años atrás. Su nombre era Thomas Bueno.

–Thomas Bueno... –repitió, mientras se rascaba su ra-

surado mentón y pensaba–. Ya veo... Acompáñenme por

aquí.

Se levantó y salimos de la oficina. Lo seguimos por el

pasillo en silencio. Mientras caminábamos, todo el perso-

nal que estaba trabajando saludaba al jefe con mucho res-

peto. Llegamos al final, doblamos y nos dirigimos hacia

una puerta que correspondía a la oficina Legajos. El jefe

golpeó una sola vez y entró. Allí había un joven de casi

treinta años, con anteojos y un guardapolvo blanco, escri-

biendo en una computadora muy atentamente. Al verlo se

paró de inmediato y extendió su brazo para saludarlo.

–¡Buen día, señor!

–Buen día, Michael… Necesito que les brindes a estos

muchachos la información que están buscando, por favor.

–Entendido, señor.

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–Bueno, jóvenes, espero que encuentren lo que necesi-

tan. Quedan en manos de Michael. Cualquier duda que

tengan, estaré en mi oficina.

–Gracias, señor –dijo Ethan.

–No tienen de qué. El profesor es mi amigo y le debo

varios favores.

Luego se retiró por el pasillo. Se lo notaba un poco

nervioso y algo apurado.

Michael se acomodó en su silla giratoria y dijo muy

relajado:

–Díganme en qué los puedo ayudar.

–Estamos buscando toda la información que haya so-

bre Thomas Bueno. Falleció en esta prisión hace unos

cuantos años atrás –respondí.

–Mmm… Déjenme ver… Será un poco complicado,

pues su expediente debe estar archivado. Acompáñenme

por aquí…

Caminamos entre grandes estanterías repletas de libros

viejos. Luego descendimos por una escalera hasta el sub-

suelo. Michael bajaba muy confiado, seguramente ya esta-

ba acostumbrado. Nosotros lo hicimos con suma precau-

ción. Se escuchaba el sonido crujiente de los escalones de

metal oxidados y antiguos. El lugar estaba a oscuras. Mi-

chael levantó una perilla y encendió varios tubos de luz

blanca. Había unos veinte armarios altos y llenos de carpe-

tas y de documentos viejos cubiertos de polvo. Se sentó,

prendió una computadora muy antigua que había sobre

una mesa y tecleó el nombre “Thomas Bueno”.

–Veremos qué tenemos… Como pueden ver, esta má-

quina es vieja, pero aún funciona a la perfección…

Esperamos un instante hasta que exclamó:

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–¡Eureka! Aquí lo tengo…

Extrajo un marcador de su bolsillo y un pequeño papel

para anotar el número de legajo. Luego se levanto y pidió

que lo esperáramos mientras lo buscaba en uno de los gi-

gantes y viejos armarios. Pocos minutos después regresó

con una carpeta en la mano. La apoyó sobre la mesa, sopló

para quitarle el polvo que la cubría, la abrió y dijo:

–Aquí la tienen… “Thomas Bueno”. ¿Qué es precisa-

mente lo que desean saber?

–Si me lo permite, ¿puedo revisar todo el material que

hay acerca de él? –dijo Ethan.

–Es todo suyo… –respondió Michael.

Ethan se paró frente al legajo y cómodamente comen-

zó a leer… Luego dijo:

–Cuatro días después de que Thomas Bueno ingresó a

la prisión murió misteriosamente. Había tres sujetos sos-

pechosos en el lugar, se llamaban Enrique Zuesc, John

Zosda y Manuel Fuskren. Thomas fue encontrado en el

baño del pabellón cuatro, atado de ambas manos con ca-

bles de una deteriorada instalación eléctrica que provenían

de un enchufe. Sus pies, también atados, estaban dentro de

un balde con agua. Thomas agonizó electrocutado hasta

quedar completamente inconsciente ante la vista y las car-

cajadas de estos tres reos.

–¡Maldita sea! –masculló Víctor–. Seguramente Josep

sabía lo que había ocurrido, pero fue incapaz de contárnos-

lo.

–Josep amaba a su hijo, Víctor –dijo Ethan–. No contó

nada sobre esto porque recordar este hecho podría perjudi-

car su estado mental en tan solo un instante. Además, estos

tres sujetos fueron descubiertos luego de una investigación

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interna, por lo tanto fue con posterioridad a la muerte de

su hijo. Josep jamás se enteró de esto…

–Disculpe, Michael –dijo Ethan–. ¿Podríamos pedirle

un último favor para no tener que molestar nuevamente al

jefe?

–Dígame qué necesita. Si está a mi alcance, no hay

ningún problema.

–Necesitaríamos toda la información posible acerca de

los tres reos que estaban el día que murió Thomas Bueno.

–No hay problema, pero quizás no estén cargados en

la base de datos. A lo mejor fueron transferidos a otra pe-

nitenciaría o vaya a saber… Déjame buscarlos en el orde-

nador.

Michael se acomodó en la silla y comenzó a tipear el

primer nombre de la lista: “Enrique Zuesc”.

–¡Buenas noticias para ustedes y malas para “Enrique

Zuesc”! –exclamó.

Anotó en el mismo papel la ubicación del legajo y se

levantó para ir a buscarlo, pero Ethan lo interrumpió:

–Por favor, antes de ir hacia allá, busque los otros dos

nombres también: “John Zosda” y “Manuel Fuskren”, así

no pierde tiempo.

–Buena idea –contestó Michael.

Volvió a sentarse y los escribió.

–Bueno… Vaya casualidad… ¡Los tres asesinos están

muertos!

Anotó los números de ubicación y se retiró a buscar

los legajos. Cuando los encontró, regresó. Ethan tomó uno,

Víctor otro y yo el que restaba. De esa manera podríamos

marcharnos de ahí cuanto antes. El que yo tenía era el de

John Zosda.

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–John Zosda –comencé a leer–. Muere al ingerir por

vía oral varias hojas filosas de maquinita de afeitar. Sin

embargo, lo más impactante es que él fue detenido por

colocar varias hojas de afeitar en toboganes de las plazas

para luego ver cómo los niños se cortaban cuando se desli-

zaban por ellos.

–Manuel Fuskren –dijo Ethan–. Muere de seis apuña-

ladas en el corazón. Fue condenado por asesinar a su espo-

sa con exactamente ¡seis puñaladas! Increíble...

–Ya sabemos que Enrique Zuesc está muerto también

–dijo Víctor–. Honestamente, no quiero saber qué le suce-

dió. Si alguno quiere leerlo, aquí lo tiene.

Con cara de repudio arrojó el legajo sobre la mesa y se

dio media vuelta.

–Tampoco me interesa –respondió Ethan–. Ya es sufi-

ciente con esto.

–Perfecto –intervine–. Muchas gracias por su gentile-

za, Michael.

Era el momento de marcharnos, pues ya habíamos

averiguado todo lo que podíamos, de nada servía seguir

molestando a Michael. Nos retiramos pensando qué más

podíamos hacer. Decepcionados, comprendimos que nece-

sitábamos encontrar alguna otra pista para continuar, pe-

ro… ¿dónde?

Cuando nos aproximamos al auto vimos que la puerta

del lado del acompañante estaba abierta, lo que nos alertó.

–¡Cretinos! –maldijo Ethan y los tres corrimos hacia

allí. Josep Bueno ya no estaba en el maldito vehículo. Et-

han, enfurecido, golpeó el techo.

–¿¡Lo secuestraron!? –preguntó Víctor.

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–Seguramente –respondió Ethan–. Sabían que estaba

con nosotros y, justo aquí, rodeados de policías, no atenta-

rían contra alguno de nosotros, pero pensaron que Josep

tenía alguna información o les serviría para extorsionarnos

y por eso se lo llevaron.

Estábamos completamente perdidos. En medio de un

océano rodeado de tiburones que esperaban atacar al me-

nor descuido. Sin ninguna pista, tan solo teníamos que

esperar que ellos vinieran hacia nosotros. Debíamos prepa-

rarnos para ese momento.

Mientras estábamos parados en el estacionamiento,

pensando qué era lo primero que debíamos hacer, Víctor

miró hacia el interior del auto y observó que el pañuelo

que Ethan le había comprado a Josep estaba tirado en el

suelo. Abrió la puerta y lo levantó. Estaba hecho un bollo,

lo estiró y vio que tenía un mensaje escrito con marcador

rojo y letras muy grandes. Inmediatamente nos acercamos

y leímos: “Busquen en mi casa. Allí está lo que desean.

Josep”.

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CAPÍTULO XIII

Encontrar el pañuelo de Josep Bueno con ese extraño

mensaje escrito en él fue totalmente inesperado. Se nos

ocurrieron varias opciones: quizás ese era el próximo paso

que debíamos dar, o a lo mejor solo se trataba de una

trampa, una perfecta emboscada. Confiábamos en que Jo-

sep estaría aún con vida. Las muertes de su hijo y de su

esposa habían envenenado su alma y por eso deseaba ven-

garse de los asesinos de Thomas.

No podíamos fiarnos de que Josep hubiera escrito ese

mensaje; era muy probable que lo hiciera otra persona.

Al fin y al cabo, habíamos fracasado. Lo único que te-

níamos para continuar con ese rompecabezas era la desa-

parición de Josep y el mensaje.

–¡Josep no escribió eso! –aseguró Ethan.

–¡Es una maldita trampa! –agregó Víctor–. Pero qui-

zás él lo haya escrito, no podemos saberlo.

–Es cierto –dije–. No sabemos si Josep lo ha escrito o

no. A lo mejor vio cuando los sujetos se le acercaban y lo

primero que hizo fue dejarnos un mensaje en lo único que

tenia a la vista, luego bajó del auto y esos malditos lo se-

cuestraron.

–Thomas Bueno vivía en esa casa –dijo Víctor–. Qui-

zás encontremos alguna información allí...

–Esto no me gusta para nada –comentó Ethan–. Sin

embargo, no tenemos otra opción. Regresaremos a la casa

de Josep y revisaremos para ver si existe algún dato que

nos pueda servir; pero no iremos ahora mismo, sino maña-

na a primera hora. No les será fácil si piensan hacernos

una emboscada. Ahora deben estar esperándonos allí.

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–Estoy de acuerdo –dije–. Solo propongo que viaje-

mos ahora para poder analizar el campo de batalla. Nos

ocultaremos por los alrededores para pasar por desaperci-

bidos y mañana temprano entraremos. Hoy podremos ob-

servar si hay movimientos extraños dentro y fuera de la

casa.

–¿Y cómo haremos con el auto y con la moto? –

preguntó Víctor–. De lejos nos reconocerán fácilmente...

Ethan se alejó de nosotros, observó el auto detenida-

mente.

–Increíble… Creo que han colocado un rastreador jus-

to aquí abajo –dijo mientras seguía con la mirada un ele-

mento fuera de lo común debajo del vehículo–. Además,

¿por qué no se lo han llevado? Si tuvieron la oportunidad

de robarlo y dejarnos a pie para que no huyamos de aquí.

–Quieren saber todos nuestros movimientos –concluyó

Víctor.

–Así es –confirmó Ethan–. De nada les sirve dejarnos

sin auto. Atacarán cuando estemos cerca de encontrar lo

que tanto buscan.

–¿Dices que tiene un rastreador? Si es así hay que qui-

tarlo de inmediato –propuse.

–Mmm… yo no lo haría –dijo Ethan–. Ellos se darían

cuenta, estarían alerta todo el tiempo esperando nuestra

llegada a la casa; en cambio, con el rastreador en el auto,

sabrán el momento justo de nuestra llegada. En este caso,

yo utilizaría el jiu-jitsu.

–¿Te refieres al arte marcial? –preguntó Víctor.

–¡El mismo! Utilizaremos la fuerza del oponente con-

tra ellos mismos. Dejaremos que las cosas sean tal como

ellos esperan. Viajaremos ahora mismo hasta allí; ellos

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esperaran la llegada del auto junto con la moto, pero dudo

que la moto tenga colocado otro rastreador, sería muy fácil

detectarlo. Por lo tanto, la moto llegará mucho antes. Ellos

jamás esperarían eso, así les haremos creer que tienen todo

bajo control. Entonces, al pensar que nosotros aún no he-

mos llegado, podrás fácilmente y con discreción observar

si en la casa hay algún movimiento extraño. ¿De acuerdo?

–Buena idea –respondió Víctor–. Solo necesito saber

bien el camino para llegar allá.

–No te preocupes –le dije a Víctor–. Yo iré contigo.

Recuerdo muy bien el camino.

–¡Perfecto! –exclamó Ethan–. Si estamos todos de

acuerdo… ¡que se pongan en marcha los motores! Yo lle-

garé alrededor de las 22. Si parten ya mismo, arribarán una

hora antes. Dejarán la moto lejos de la casa, luego camina-

rán por la sombra y, si ven algo que les parece peligroso y

arriesgado, esperen mi llegada. ¿De acuerdo?

–¿Dónde nos encontraremos? –pregunté.

–Estacionaré a no más de cinco cuadras de la casa y

me marcharé. Esos malditos se quedarán esperándonos.

Víctor me recogerá con la moto a cinco cuadras de la casa,

sobre la misma calle en dirección al norte, exactamente a

las 22. Luego nos reuniremos todos en el bar Nathans que

vi cuando llegamos anteriormente a la casa de Josep, sobre

la calle Surf ave, a unas quince cuadras. Recuerden…

cuando lleguen al lugar, solo pasen caminando una vez por

la vereda de enfrente, no más de eso.

–¡En marcha! –dije con optimismo y con la ilusión de

que todo iba a terminar muy pronto…

Las ruedas de la moto rodaron velozmente por el as-

falto y el motor se mantuvo rugiente durante el largo tra-

yecto hasta la casa de Josep. Anochecía.

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Pocas cuadras antes de llegar a la casa, le dije a Víc-

tor:

–Será mejor que nos detengamos aquí y caminemos

con cuidado. Si reconocen la moto estaremos acabados…

Dejamos la moto en la entrada de una pequeña casa a

tres cuadras. Luego, armándonos de valor y de coraje, nos

dirigimos hacia el lugar.

Sin saber qué podíamos encontrar, muy nerviosos,

caminamos con nuestras armas en la cintura, sin sus segu-

ros, listas para disparar en caso de que surgiera algo ines-

perado. Mirábamos hacia todos lados, incluso volteábamos

cada diez pasos para ver si nos estaban siguiendo y obser-

vábamos detenidamente todo lo que nos resultaba sospe-

choso.

Justo en la esquina de la casa nos detuvimos cinco se-

gundos, nos miramos y decidimos avanzar hacia lo de Jo-

sep con tranquilidad para no llamar la atención. No tenía-

mos capuchas ni nada que nos cubriera los rostros para no

ser vistos. Lo único que nos favorecía era la oscuridad

cerrada de esa noche.

Miramos atentamente desde la vereda de enfrente de

la casa. Todo estaba callado y quieto, sin ningún extraño

movimiento.

–¡Espera! –dijo Víctor–. Me ataré los cordones.

–¿Qué diablos haces? –pregunté.

–Tú solo observa…

Exaltado e inquieto, miré hacia la casa; observé los

vidrios, la puerta principal y todo lo demás, pero nada se

movía. Todo estaba en perfecto orden. Luego Víctor se

volvió a levantar y continuamos caminando.

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–Por ahora, todo parece normal –dijo.

Segundos después, un sujeto de mediana estatura apa-

reció en la esquina. Venía hacia nosotros con la vista fija

en el suelo. Víctor, exaltado, metros antes de que se acer-

cara ya había puesto su mano en el arma.

–¡Tómalo con calma, Víctor! Quizás sea un simple

vecino –dije.

No debíamos perder la cordura en esos momentos. El

hombre avanzó hacia nosotros y cuando estaba a menos de

dos pasos, se palpó los bolsillos, sacó un cigarrillo, nos

miró y preguntó:

–Disculpen, señores, ¿tienen fuego?

–No fumamos –respondí al instante, mientras Víctor

empuñaba el arma detrás de su espalda.

–Gracias, ya conseguiré…

El sujeto siguió su camino y nosotros el nuestro. Ha-

bía algo en él que me llamó la atención, aunque no podría

definir qué. Tuve el presentimiento de que algo no estaba

bien. La casa de Josep tenía un gran parque en la entrada,

podrían estar escondidos en cualquier lugar y jamás lo

sabríamos. Si había alguien en la casa, se tendría que ver

algún movimiento desde afuera, o a lo mejor realmente el

mensaje era de Josep antes de marcharse del auto. De to-

das formas, tendríamos que esperar la llegada de Ethan

para poder continuar con el plan, por lo que decidimos

regresar a la moto.

Víctor condujo hasta detenernos en el bar Nathans

donde nos encontraríamos con Ethan. Era un sitio muy

luminoso y moderno, con gran cantidad de mesas y dife-

rentes platos para comer. Había un considerable número

de personas cenando.

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Luego de estacionar la moto cerca de la entrada ingre-

samos, nos ubicamos en la barra y le ordenamos al canti-

nero que nos sirviera dos tragos mientras esperábamos.

Variadas botellas de bebidas alcohólicas se exhibían en los

estantes ubicados detrás, sobre un gran espejo que cubría

toda la pared, donde se reflejaba gran parte del lugar.

Todo marchaba según lo planeado. De pronto vi en el

espejo un auto negro polarizado con las luces altas encen-

didas. Estaba estacionado en la esquina del bar. Era idénti-

co al de los bandidos que nos venían persiguiendo. Sin

perder la cordura, rápidamente me levanté del asiento y

caminé hacia la entrada; ya era tarde, se habían marchado.

Víctor dijo que seguramente lo había imaginado o que se

trataba de un error… pero no estaba equivocado.

El reloj que colgaba en lo alto de una columna del bar

marcaba las 21:45. Solo faltaban quince minutos para que

Víctor fuera a recoger a Ethan en el lugar acordado.

–Es hora de que vayas a traer a Ethan; no querrá estar

esperando allí ni un solo segundo demás…

–Ya mismo voy para allá –respondió.

Bebió el sorbo que le quedaba de su trago y rápida-

mente se puso de pie. Revolvió su bolsillo hasta encontrar

las llaves de la moto.

–Mientras tú traes a Ethan, aprovecharé para llamar a

mi profesor y decirle que todo ha salido como lo esperá-

bamos y para agradecerle el favor –le dije.

–De acuerdo, Bruce. Ten mucho cuidado.

–Despreocúpate, cuando regresen estaré aquí esperán-

dolos.

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Víctor partió en busca de Ethan y yo debía llamar a mi

profesor. Esperaba que no fuera tarde, pero temía no poder

hacerlo en otro momento.

El cantinero estaba de espaldas a la barra, lavando las

copas. Lo interrumpí:

–Disculpe, señor… ¿Sabe dónde puedo hallar un telé-

fono público?

El hombre giró, se acercó para oír mejor y con voz

gruesa repitió:

–¿Un teléfono?

–Sí, señor.

–Hay uno a una cuadra y media de aquí; camina dere-

cho por esta calle y lo encontrarás.

Salí del bar y comencé a caminar por la vereda ilumi-

nada por las estrellas. Eso me dio el presentimiento de que

todo marchaba bien y de que esa terrible situación pronto

terminaría.

Iba pensando en las palabras de agradecimiento que le

diría al profesor Frederick Millstein, pero unos metros

antes de llegar al final de la calle, justo antes cruzar la

avenida, una anciana de piel clara con su largo y fino ca-

bello blanco ondulado sentada en una silla de ruedas apa-

reció en mi camino. Me miró con sus ojos celestes lumi-

nosos, con la expresión de haberlo visto absolutamente

todo en esta vida, me pidió con voz serena que la ayudara

a cruzar la calle. Mientras lo hacía, observé que llevaba

entre sus manos arrugadas una bolsa enrollada con algo

dentro. Al subir el cordón, la anciana giró su cabeza y ha-

ciendo un gran esfuerzo me dijo:

–No creo haberte visto por aquí antes…

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–Es la primera vez que vengo. Solo estoy de paso –

respondí.

–¿Te molesta si te pido un último favor?

–Dígame en qué la puedo ayudar.

–A cuatro cuadras está el gran muelle y, como verás,

tengo los brazos cansados y débiles; cada vez me cuesta

más trasladarme. ¿Serías tan amable de llevarme hasta

allí?

Sentía que de algún lado la conocía, que había visto

esa mirada en otro lugar. No iba a decirle que no. Tenía el

presentimiento de que por algo me la he cruzado aquella

noche. No era una simple casualidad. Si la acompañaba y

me demoraba, Ethan y Víctor no me encontrarían y co-

menzarían a preocuparse; me irían a buscar al teléfono

público o esperarían que regresara. Tardaría pocos minu-

tos en llevarla hasta allí y luego volvería. Sin embargo,

antes de hacerlo, decidí primero hacer la llamada para no

demorar más.

–No hay problema. La acompañaré, pero debo dete-

nerme en aquel teléfono público. No tardaré demasiado…

–Perfecto, hijo, haz lo que tengas que hacer.

Conversamos hasta llegar al teléfono. Entré en la ca-

bina, coloqué la moneda y marqué el número.

–Hola… –respondió al tercer llamado.

–Buenas noches, profesor. Soy Bruce Collins, disculpe

la hora nuevamente...

–Bruce… ¡Qué gusto escucharte! No te preocupes, a

menudo me acuesto muy tarde. Dime… ¿cómo te ha ido?

¿Han podido conseguir lo que buscaban?

–Sí. Lo llamaba para agradecerle y comunicarle que

todo ha salido muy bien.

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–Me alegro. ¿Aún sigues fuera de la ciudad?

–Estoy de paso por Coney Island. Pronto regresaré a

casa.

–He estado allí en varias oportunidades, muy lindo lu-

gar. Mis tíos vivían allí y cuando era niño siempre íbamos

en el verano a visitarlos.

–Es muy agradable. La gente es muy amable.

–Ya lo creo, Bruce. ¿De dónde me llamas? Se escucha

un poco de ruido...

–De un teléfono público, a pocas cuadras del gran

muelle.

–Hermoso muelle. Debes visitarlo, su vista es magní-

fica cuando llegas al final del camino… Bueno, no dudes

en llamarme si necesitas otra cosa.

–De acuerdo, profesor. Hasta pronto...

Cuando salí de la cabina, la anciana me miraba fija-

mente a los ojos.

–Continuemos –le dije.

–Me llamo Ángela, ¿y tú?

–Bruce.

–Muy bonito nombre… Bruce… Seguro tus padres te

adoran como a nadie más en el mundo. Los nombres pue-

den decir muchas cosas... Solo si viajas al momento en

que ellos lo escogen, podrás ver con el amor que lo han

elegido.

–Hace varios meses que no veo a mi madre. Pronto iré

a visitarla…

–No deberías dejar pasar el tiempo Bruce, nunca se

sabe lo que puede suceder. Jamás pierdas las esperanzas,

hijo.

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Ángela hablaba de una forma extraña. Mientras cami-

nábamos hacia el muelle estábamos solos. Sentí que me

transmitía un mensaje de esperanza. Todo lo que decía

estaba relacionado con lo que me estaba sucediendo en

aquel momento.

–No las perderé, Ángela –respondí muy seguro.

–Quiero que conozcas a alguien, Bruce. Su nombre es

Perly.

–¿Quién es?

–Es alguien que nunca perdió la esperanza y jamás lo

hará...

–¿Es por él que ahora estamos yendo hacia el muelle?

–Así es. Todas las noches vengo a traerle su comida.

Ahora sabía lo que contenía la bolsa que traía consigo.

Ya estábamos entrando al gran muelle. La vista era mara-

villosa. La noche estaba resplandeciente: las estrellas bri-

llaban como jamás antes las había observado y la luna

llena se veía mucho más grande de lo habitual. Ayudé a

Ángela a subir por el camino de robustas maderas para

avanzar por el largo muelle.

El mar estaba calmo. Daba gusto pasear por allí.

Llegamos al final del muelle, a unos cincuenta pies de

la orilla. Ángela me tocó suavemente la mano y me indicó:

–Allí está, Bruce, como todas las noches...

Ahí estaba, sentado como si fuese una persona adulta,

casi al borde del muelle, mirando fijo hacia el eterno mar.

Era blanco con manchas marrones. Era un perro callejero

anciano que ni siquiera se dio cuenta de nuestra llegada.

–El viejo Perly… –dijo Ángela–. Te pido que esperes

aquí un segundo, Bruce.

–Por supuesto.

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–Ten su comida, ya regreso.

Me entregó la bolsa que traía con ella y luego avanzó

despacio hacia Perly. Al llegar, Perly volteó y alegremente

comenzó a moverse alrededor de ella, zarandeando su cola

de lado a lado. Ángela lo acarició y luego, inesperadamen-

te, comenzó a hacer fuerza con sus débiles brazos para

intentar levantar su cuerpo de la silla. Pretendía ponerse de

pie, pero sus blancas y tambaleantes piernas no se lo per-

mitían. Jamás pensé que haría algo así. Al apoyar los pies

en el suelo no logró mantenerse firme ni dos segundos y

su cuerpo cayó sin control hacia la plataforma de madera

del muelle. Corrí para ayudarla, pero al acercarme, Perly

comenzó a aullar incesantemente. Enloqueció como cual-

quier mascota que vuelve a ver a su amo después de largo

tiempo. Ángela, con su cuerpo en el suelo, se inclinó y

sonrío mientras la ayudaba a levantarse.

–¡Lo sabía…! –exclamó–. Tienes el aura de su viejo

amo, Bruce.

–¿Dónde está él?

–Murió hace un año. Era pesquero y Perly fue mucho

tiempo su fiel compañía. Tenía mi edad, pero estaba en-

fermo. Sabía que llegaba su fin. Decidió salir con su barco

desde aquí, dejando que la corriente lo llevara lejos del

muelle y jamás regreso. Desde entonces, Perly sigue espe-

rando aquel barco todos los días en este mismo lugar…

–¿Usted lo conocía?

–Sí, Bruce, era una maravillosa persona. Me ayudó

mucho; jamás tuve la oportunidad de agradecérselo, siem-

pre estaré en deuda con él. Alimentar a Perly es lo más

satisfactorio que he sentido desde que él se fue. El amor

que sentía por él era incondicional. Perly aún no pierde la

esperanza; aún se siente unido a su amo. Cuando te vi en

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aquella esquina quedé sorprendida, eres igual a su amo

cuando era joven. Tienes la misma sonrisa y su mirada.

Mientras Perly aullaba de alegría con el movimiento

intermitente de su cola, me quedé sin palabras. Lamía mis

manos como si fuera su dueño. Era la primera vez que me

sucedía algo así.

Abrí la bolsa que Ángela me entregó y la volteé para

que cayera el alimento. Todo lo que había hecho Ángela

aquella noche fue simplemente para relacionarme con

Perly.

–¿Ha planeado esto, verdad?

–Desde el primer momento que te vi, Bruce. Supe que

eras la esperanza que Perly aguardaba hace tiempo. Esta

era mi misión, tarde o temprano, volver a traerle la felici-

dad que alguna vez perdió.

–¿Cómo supo que yo era el indicado?

–Algo me decía que eras tú, hijo. No tiene explica-

ción, simplemente esperaba tu llegada. Por algún motivo

él te escogió a ti. También debo decirte algo muy impor-

tante que va a suceder y que es imposible evitar. Todo

oscurecerá y se nublará; no encontrarás la salida por nin-

guna parte. Sin embargo, todo depende de ti, de lo que tú

decidas hacer. No debí decirte esto, sin embargo tengo

esperanzas en ti. Estarás atormentado por ideas que pue-

den llevarte a la muerte y deberás lidiar con ellas hasta

encontrar la única salida. Tú vas a decidir tú futuro, tú y

nadie más.

Quedé asombrado por las inesperadas y sorpresivas

palabras de Ángela, hasta que de pronto comencé a tener

desconfianza. Quizás fuera una clarividente y tuviera la

capacidad de poder percibir los acontecimientos del futu-

ro.

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–Debo regresar con mis amigos, me están esperando y

no quiero preocuparlos –dije.

–Ya tuvimos el tiempo suficiente, Bruce, volvamos...

Tomé la silla de Ángela y la llevé nuevamente hacia la

orilla sin decir una palabra. Perly nos acompañó todo el

camino. Comencé a pensar que no se separaría de mí y que

me seguiría a todas partes. Luego decidiría con Ethan y

con Víctor qué haríamos con él.

Al bajar por la rampa de madera con Ángela, unos me-

tros antes de cruzar la calle, ella dijo:

–Hasta aquí llegamos, Bruce. Continúa tu camino.

Gracias por acompañarme, hijo.

–Puedo acompañarla unas cuadras más. Es de noche y

puede ser peligroso...

–No te preocupes. Todas las noches vengo sola hasta

aquí. Ya has hecho demasiado por mí.

Me miró fijamente y pude ver cómo sus ojos se envol-

vieron en lágrimas. Saludó a Perly con una suave acaricia

en la cabeza y, antes de marcharse, me dijo:

–Cuídate.

Luego se marchó en su silla de ruedas bordeando el

inmenso mar.

–¡Hasta pronto! –respondí mientras se alejaba.

Perly se sentó junto a mí, tal como lo imaginaba.

–¿Qué haré contigo? –le pregunté con un largo suspi-

ro–. Vamos, te presentaré a mis amigos...

Regresé caminando al bar Nathans acompañado por

Perly.

Había demorado veinte minutos en regresar. Seguro

que Ethan y Víctor estarían preocupados. Decidí apurar el

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paso. Mientras caminaba y observaba las atracciones para

niños que estaban a pasos del muelle, sentí que mis manos

estaban impregnadas del olor de la comida de Perly, en-

tonces decidí limpiarme con el pañuelo que Josep había

dejado escrito en el auto. Al quitarlo del bolsillo del panta-

lón, nuevamente lo abrí para leer detenidamente el mensa-

je y advertí que un auto negro con vidrios polarizados pa-

saba a mi lado.

Entonces sucedió lo que me trajo hasta aquí. Cuando

comprendí la situación ya era tarde; me habían rodeado.

Intenté correr para escapar, pero ya no tenía tiempo ni si-

quiera para sacar el arma de la cintura. Dos tipos altos,

vestidos con trajes, con sonrisas diabólicas en sus rostros

se colocaron frente de mí con una pistola eléctrica, me

apuntaron a la cintura y, antes de disparar, uno me dijo:

–Dulces sueños...

He aquí el final… Hasta aquí he llegado. Ya no re-

cuerdo nada más desde el momento en que fui secuestrado

por aquellos hombres. Desperté casi inconsciente tirado en

el suelo, sin poder abrir los ojos. Lo último que recuerdo

es que un sujeto me sostenía mientras el otro abría una

puerta y luego me arrojaron como una bolsa de cemento

aquí dentro.

He hecho todo lo posible para sobrevivir, pero ya no

puedo continuar así. Estoy confundido, hambriento y can-

sado.

El polvo, el olor, la soledad, todo lo que me rodea no

ayuda a mi ánimo. Ya no puedo sostenerme en pie, estoy

muy débil.

Si alguien lee esto, espero que entienda que hice todo

lo posible para seguir con vida. Quiero aclarar que, aunque

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esté perdido físicamente, aún tengo esperanzas. Confío en

que todo saldrá bien.

Cuando estamos completamente solos, lo único que

nos queda es tener fe y esperanza. Si perdemos eso, todo

se irá al maldito demonio. No es fácil pensar que la situa-

ción tomará un nuevo rumbo cuando todo ya está casi

completamente perdido.

Aquí he pensado en muchas cosas. He estado tirado en

el suelo durante horas maldiciendo todo esto. He querido

destrozar estas estúpidas hojas y tirar todo, pero intento no

pensar más.

Consideré la posibilidad de entregar el maldito código

para que me dejen ir, pero... ¿de qué serviría dejar de lu-

char? Debo confesar que he llorado al sentir miedo y al

evocar momentos felices, también por aquel momento en

que me topé con aquel extraño hombre, justo antes de ver

a mi amada María Loren. Me repito que si no hubiese ido

caminando o si hubiera tardado un poco más, las cosas

hubiesen resultado de diferente manera.

No elegí estar aquí. Las cosas se dieron así, pero no

me arrepiento de nada. Sé que actué lo mejor que pude.

Nunca había estado en una situación similar a esta. No es

una experiencia agradable, pero me ha permitido com-

prender muchas cosas de mi vida. Todo sirve para algo,

nunca nos quedamos sin nada.

Tengo el arma entre mis manos. Sin pensarlo más la

usaré de una maldita vez. Ojalá la bala llegue a su destino

sin desviarse. Me cansé de todo esto y de esperar otro

amanecer.

María Loren, te buscaré por cientos de mundos y mi-

les de vidas hasta encontrarte. Te amo. Hasta pronto…

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SEGUNDA PARTE

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CAPÍTULO XIV

Como verán, he sobrevivido al encierro. Ahora tan so-

lo quiero terminar de contar esta historia, mi historia, que

tuvo un papel muy importante en mi vida y en la de mu-

chas otras personas.

Al quedar completamente desvanecido en el suelo de

aquel oscuro y mugriento cuarto, todo dentro de mí se

apagó, quedando dormido en una profunda y eterna oscu-

ridad sin principio ni final. Viajé por lugares que jamás

supuse que existían, lugares que uno ve solo en su muerte.

Tres días después desde la pérdida total de mis senti-

dos, comencé a despertar lentamente. Recuerdo estar re-

costado en una camilla, con la molesta y fuerte luz del

tubo blanco que iluminaba la habitación justo arriba de mí.

Tenía colocada una guía de suero y mi cuerpo estaba co-

nectado a varios cables que informaban a los doctores mis

latidos. Por suerte no había perdido la razón, pues no hu-

biera reconocido a Ethan y Víctor sentados y dormidos a

un costado de la habitación.

Los médicos dijeron que una de cada diez personas

sobrevive a estas situaciones y, por suerte, yo fui una de

ellas. He estado inconsciente, no recuerdo nada, solo un

sueño, un sueño que va más allá de cualquier realidad. Fue

tan claro como el agua. Sentí que era tan cierto como cada

unos de vosotros que lee estas palabras. Ahí estaba él; no

pude verlo nítidamente debido a la radiante luz que ema-

naba de todo su cuerpo. Era mi padre, quien me acompañó

y guió por el camino que me trajo de nuevo a esta vida.

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No podía terminar así. No debemos darnos por venci-

dos tan fácilmente, por eso decidí seguir luchando ahora

más que nunca. Aquí no termina esto.

–Comenzó a mejorar… ¡Increíble!

Escuché la voz del doctor que estaba parado junto a la

camilla, con su largo y blanco guardapolvo. Al abrir mis

ojos por completo, me miraba fijamente y, con una sonrisa

dijo:

–Estarás bien, no tienes de qué preocuparte. Ahora si-

gue descansando.

No pude decir ni una palabra; no tenía fuerzas. Sin

poder hacer nada, mis ojos se cerraron y volví a quedarme

dormido.

Cuando desperté, Víctor estaba parado junto a la cami-

lla y con una sonrisa en su rostro, exclamó:

–¡Ya era hora, Bruce! ¡Qué gusto me da volver a ver-

te, amigo! Hemos estado muy preocupados por ti, sobre

todo Ethan.

Me sentía mejor.

–¿Cómo he llegado hasta aquí?

–Es una larga e increíble historia, Bruce. Ya habrá

tiempo para eso… Ahora, según los planes de Ethan, de-

bemos sacarte de aquí cuanto antes. Es muy peligroso que

continúes en este sitio.

–Lo entiendo... –respondí. Sabía que no era seguro

mantenerme allí pues había sido secuestrado y jamás había

revelado el código.

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–Tu caso fue excepcional. Bruce. Son pocos los que

sobreviven a esto. Debes sentirte muy contento de seguir

con vida.

–Quizás fue un poco de suerte o un milagro –dije–.

¿Dónde está Ethan?

–Está en el pasillo hablando con los médicos y vigi-

lando que no entre nadie sospechoso. Según él, vendrán

por nosotros en cualquier momento. Se encuentra muy

nervioso y angustiado últimamente...

–¿Qué saben de Josep?

–No tenemos noticias de él, Bruce, lo lamento...

–Llama a Ethan, tenemos que huir de aquí cuanto an-

tes.

Víctor se sorprendió con la energía que hablaba y salió

de la habitación. Observé todo lo que colgaba de mi cuer-

po. Por un momento me sentí débil, aunque poco a poco

mi voz y mi estado anímico mejoraban sensiblemente.

Sabía que ese era el momento en que debíamos enfrentar-

los. No quedan más opciones. Esta vez sí estaba muy

enojado. Había estado al borde de la muerte y ya no nos

esconderíamos más. Era el momento de actuar.

La puerta de la habitación se abrió y entró Ethan son-

riendo.

–¿Cómo te sientes? –me preguntó.

–Larguémonos de este maldito hospital –respondí con

entusiasmo.

–Eso es lo que quería escuchar. Víctor, cuida el pasi-

llo, en menos de una hora nos iremos de aquí.

Cuando Víctor salió de la habitación, Ethan me volvió

a preguntar cómo me sentía.

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–Mejor de lo que te imaginas –le respondí.

–Ya veo, no te esfuerces demasiado. Toma esto…

Ethan sacó de su bolsillo una píldora de color miel y

me la entregó.

–Esto te hará sentir mucho mejor, confía en mí.

Luego me alcanzó un vaso de agua para que la tomara.

Yo no sabía qué me estaba dando, pero Ethan y Víctor

eran las personas en las que más confiaba en esos momen-

tos. Además, si hubiera querido asesinarme, ya lo hubiera

hecho sin ningún problema.

Tomé la píldora y le pregunté:

–¿Cómo me han rescatado de allí?

–Un perro, Bruce… ¡Un simple y ordinario perro!

¡¿Puedes creerlo?! Luego de que yo estacionara el auto,

Víctor me recogió tal como lo habíamos planeado. Regre-

samos al bar, pero tú no estabas. Esperamos unos cuantos

minutos impacientes a que regresaras, pero presentíamos

que algo no estaba bien.

Víctor dijo que irías a llamar a tu profesor, así que

preguntamos al cantinero dónde había un teléfono público

y comentó que tú ya se lo habías preguntado. Inmediata-

mente salimos a buscarte, pero no había rastros de ti, Bru-

ce. Con la moto recorrimos todas las calles durante un

largo rato y lo único que encontramos que nos llamó la

atención fue un perro… un perro bastante viejo, de hecho

se encuentra en el auto ahora mismo. ¡El perro estaba sen-

tado inmóvil junto al pañuelo que le había regalado a Jo-

sep, donde estaba escrito el mensaje! Solo teníamos dos

pistas: un perro y un pañuelo. Lo más extraño fue que

cuando tomé el pañuelo del suelo, el perro comenzó a gru-

ñir…

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–Él fue quien me halló, ¿verdad? –interrumpí a Ethan.

–Así es, Bruce. Sabes… creí en ese perro desde que lo

vi al lado del pañuelo. Algo extraño había en él. Sabía que

nos llevaría a ti tarde o temprano.

–Él estaba en el momento que fui secuestrado, Et-

han…

–¡Lo sabía! –respondió Ethan–. Te encontramos en

una fábrica en construcción junto al mar que pronto será

remodelada, no muy lejos de donde estaba el perro junto al

pañuelo. Era una estructura grande; el perro se metió co-

rriendo allí tan rápido que lo perdimos de vista. Entramos

con Víctor cuidadosamente. Todo estaba abandonado y

muy deteriorado; las cerámicas de las paredes se caían a

pedazos con tan solo tocarlas. Caminamos hacia donde se

escuchaban los ladridos continuados del perro; subimos

una escalera y luego de dar unos cuantos pasos por un fino

pasillo, él estaba ladrando enloquecido frente a una vieja

puerta. Intentamos derribarla con golpes y con empujones,

pero era imposible. Víctor extrajo su arma de la cintura y

disparó varias veces en la cerradura hasta que hizo volar el

cerrojo y la puerta quedó semiabierta. Primero entró el

perro, luego nosotros. Allí dentro, todo estaba muy oscuro

ya que era de noche cuando te hallamos. A medida que

dimos los primero pasos empuñando las armas, nuestras

pupilas comenzaron a adaptarse cada vez más al ambiente,

hasta que vimos al perro muy angustiado lamiendo tu ros-

tro, mientras tú estabas tirado inconsciente en el medio de

la mugre que había en el suelo… y el resto ya lo imaginas.

Te diré algo, Bruce, nadie creía que sobrevivirías, pero yo

sí creí en ti. Hay cosas que no se pueden explicar. Todos

sabemos que los perros tienen un olfato extraordinario,

pero este sin duda es el mejor que he visto en mi vida…

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Quedé totalmente asombrado… Ese perro… mejor di-

cho, Perly, fue quien me devolvió la vida. No tenía que

terminar ahí, todavía tenía muchas cosas que hacer antes

de marcharme de este mundo.

Pensé en Ángela, aquella anciana extraña que apareció

en mi camino como si nada. A lo mejor era un ángel. Si

las cosas no hubiesen sucedido de esa forma, quizás no

estaría contando esta historia.

La puerta de la habitación se abrió inesperadamente y

entró Víctor, muy ansioso, y nos informó:

–¡Amigos! Creo que este es el mejor momento para

escapar del hospital sin que nadie sospeche nada.

–Antes de marcharnos de aquí, debemos tener un plan

–les dije con firmeza–. Esta vez nosotros seremos los ca-

zadores. Ya he descansado lo suficiente para estar per-

diendo el tiempo aquí. Debemos terminar con esto de una

vez, antes de que a alguno de nosotros le vuelva a suceder

lo que me ocurrió a mí. Tuve suerte hoy… No sabemos si

la tendré de nuevo.

–Estoy de acuerdo contigo –respondió Ethan.

–Cuenten conmigo –intervino Víctor con valentía y

orgullo–. Somos un equipo ahora…

–Ayúdenme a quitarme todas estos cables para mar-

charnos ya mismo de aquí…

Ethan se acercó y con mucho cuidado quitó el suero

de mi vena. Despegué los cables de mi pecho. Me ayuda-

ron a sentarme muy despacio en la camilla. Estaba dolori-

do y débil, como si me hubieran dado un fuerte golpe en el

centro del estómago, pero no lo expresé porque no quería

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preocuparlos. El tiempo del que disponíamos era escaso;

luego podría descansar.

–¿Qué haremos ahora? –preguntó Víctor con mucha

incertidumbre–. No tenemos ninguna pista, ni siquiera

sabemos nada de Josep…

–Debo contarles algo muy importante –dije–. Ellos es-

tán un paso más adelante que nosotros todo el tiempo.

Aquella noche estaban en la ciudad esperándonos como

leones hambrientos. Entrar en la casa de Josep hubiese

sido nuestro final. Era una perfecta emboscada… Pero

hubo algo muy extraño en todo esto. Si ellos nos espera-

ban en la casa, ¿por qué decidieron capturarme antes de lo

que habían planeado? No debemos confiar en nadie. Aún

no sabemos nada de Josep. No tiene sentido tener a una

persona mayor encerrada… Hay algo más en todo este

rompecabezas… En el momento en el que fui secuestrado

me dejaron inconsciente mediante un arma eléctrica. Lue-

go, dos sujetos grandotes me arrastraron con un trapo

puesto en la cabeza para que no pudiera ver nada, hasta

que se detuvieron en un lugar y escuché el sonido de una

puerta que se abría. Cuando me lanzaron como un cuerpo

muerto dentro de la habitación, oí una voz que dijo:

»–Pronto estarás sin vida. No durarás mucho tiempo,

hijo. Si quieres acelerar el proceso de tu muerte, escribe el

código y veré qué puedo hacer por ti…

»Lamentablemente, debo decirles que la voz era de

Josep Bueno. Estoy seguro de ello.

–¡Maldición! –gritó Víctor–. Yo creí en él.

–Un momento –interrumpió Ethan–. Esa no es la for-

ma de hablar de Josep, él tiene otra forma de hablar.

–Así es… –dije–. Quizás Josep fue capturado y obli-

gado a decir eso.

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–Todo pudo ser una trampa para ensuciar a Josep –

opinó Ethan–. No debemos dejar de pensar que ellos

siempre sabrán los movimientos que haremos. Quizás Jo-

sep esté unido a ellos y nos haya mentido todo este tiem-

po. Él puede ser el asesino y el que tanto anhela la miste-

riosa piedra... Cuando tú desapareciste, te buscamos por

todas partes, no descansamos un segundo. Pero cuando

decidimos regresar al auto, encontramos una nota en el

parabrisas que decía:

“SI QUIEREN VOLVER A VER CON VIDA A

BRUCE, DEBERÁN ESCRIBIR EL CÓDIGO Y EN-

TREGARLO POR LA MAÑANA EN EL BUZÓN DE

LA CALLE BRIGHTON 2729”

–Esa dirección es la de la casa de Josep Bueno –dijo

Víctor.

–Su plan iba saliendo a la perfección. Así obtendrían

nuestros códigos y el tuyo también al mismo tiempo. Solo

que esa noche, cuando creíamos que todo estaba perdido,

caminamos hacia el lado del mar, pensando lo que debía-

mos hacer. Pero de pronto escuchamos el sonido de un

disparo que venía desde la fábrica donde tú estabas. Nos

llamó la atención y caminamos hacia allí. Fue entonces

cuando el perro corrió velozmente hacia el interior de

aquel lugar abandonado –dijo Ethan.

–Es muy listo. Tiene todo planeado y calculado –

concluí–. Pero cambiaremos su forma de jugar ahora mis-

mo.

–¿Qué haremos? –preguntó Víctor.

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–Propongo que le enviemos un mensaje a todos aque-

llos que buscan insaciablemente la piedra. Les daremos los

códigos a cambio de la vida de Josep –propuse.

–Pero… no es cierto, ¿verdad? –inquirió Ethan.

–Así es. Creo que ya sé quién está detrás de todo. No

estoy seguro, pero todo me indica que es él. Además po-

dremos saber si Josep está de nuestro lado o no. El líder de

todo esto nunca se moviliza a ninguna parte; solo da las

órdenes y espera respuestas. Es más listo de lo que imagi-

namos. Quizás en este momento está vigilándonos desde

aquí afuera.

–Entonces lo que haremos exactamente es dejar un

mensaje con hora y lugar –dijo Víctor.

–Exacto –respondí–. Lo dejaremos al salir de aquí.

–¿Cómo has pensado hacerlo? –preguntó Ethan–. Se-

guro ya tienes un plan en mente...

–Víctor, tráeme por favor la toalla blanca que está en

el baño.

–¡Enseguida! –respondió.

Fue a buscarla, la arrojó sobre la camilla y preguntó

ansioso:

–Ahora, ¿cómo sigue?

–Fácil… –respondí–. Dejaremos un mensaje escrito

aquí, como lo han hecho ellos en el pañuelo; la diferencia

es que nosotros lo escribiremos en esta toalla y la arroja-

remos sobre un auto estacionado al salir del hospital. Co-

mo seguramente nos están vigilando la recogerán.

–Me parece bien –dijo Ethan–. Traeré un marcador

oscuro.

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El plan comenzaba a ponerse en marcha. Tenía que

pararme. Traté de mantenerme con los brazos apoyados en

la camilla y poco a poco, con la ayuda de Víctor, pude

estabilizarme nuevamente. A decir verdad, estaba mejor

de lo que pensaba, aunque todavía sentía las agujas ente-

rradas en mis venas y me dolía el estómago.

Teníamos poco tiempo. La enfermera podía venir en

cualquier momento y darnos una buena lección a los tres

por la estupidez que estábamos haciendo.

Yo estaba descalzo y con una túnica que me llegaba

hasta las rodillas. No sabía dónde estaba mi ropa. Víctor

abrió una bolsa y sacó otra nueva.

–Cortesía de Ethan.

Eran prendas elegantes y bonitas, tanto que me sentí

renovado cuando terminé de ponérmelas.

–¡Justo para ti! –dijo Ethan al regresar al cuarto–.

Bueno, muchachos, ya es hora de partir.

Tomó la toalla, destapó el marcador negro que traía en

su mano y la desplegó sobre la camilla hasta quedar bien

extendida. Comenzó a escribir:

“¡NOS RENDIMOS! LES ENTREGAREMOS LO

QUE BUSCAN A CAMBIO DE JOSEP BUENO. MA-

ÑANA A LAS 20 EN 110 EWART”.

Sin siquiera saber la dirección que Ethan había escrito,

pregunté:

–¿Dónde es?

–Un lugar que conozco tan bien como la palma de mi

mano, y está muy cerca de aquí.

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–Si tú crees que es lo mejor, así será. Ahora largué-

monos de aquí, señores –les dije.

–Yo te cargaré –dijo Víctor.

–Y yo los guiaré… –agregó Ethan.

Caminé muy despacio tomado del hombro de Víctor,

mientras Ethan controlaba el camino más conveniente para

escapar sin ser descubiertos.

–Saldremos por la puerta de ingreso de las ambulan-

cias –dijo Ethan.

Por el ascensor de carga, descendimos desde el segun-

do piso hasta llegar a la planta baja. Comenzaba a haber

bastante movimiento, por lo que no debíamos demorarnos.

En cualquier momento se darían cuenta de nuestra huida.

Pasamos por una puerta en forma de arco y salimos al es-

tacionamiento.

–Enseguida regreso –dijo Ethan–. Aguarden aquí…

Corrió rápidamente entre los autos y en menos de dos

minutos ya estaba de regreso esperando a que subiéramos

al vehículo. Víctor me sostenía del brazo y me ayudó a

sentarme despacio en el asiento del acompañante.

–Los seguiré en la moto –dijo.

–Aquí te espero –respondió Ethan.

Cuando llegó, ya estábamos preparados para partir.

Ese era el momento de arrojar la toalla en un lugar seguro

donde la pudieran ver. Avanzamos hacia la salida. Ethan

la tenía preparada en su mano.

–Sácala por la ventana cuando estemos afuera –le in-

diqué.

–Despreocúpate, Bruce, tengo todo calculado…

El auto salió del garaje. Ethan extendió su brazo fuera

de la ventana, dejando salir la toalla para llamar la aten-

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ción. Aceleró poco a poco. Víctor venía detrás nuestro.

Ethan dio una vuelta alrededor del hospital hasta quedar

nuevamente frente a la entrada principal y luego la arrojó

en el parabrisas de un auto que estaba estacionado a pocos

metros.

Tal y como lo habíamos pensado, al acelerar observa-

mos por el espejo retrovisor para ver qué sucedía. Rápi-

damente un sujeto de traje apareció muy exaltado y reco-

gió la toalla mientras nos miraba fijamente desde atrás

como un perro rabioso.

Nos alejamos velozmente, hasta que a una prudente

distancia Ethan se detuvo y le hizo señas a Víctor para que

se acercara con su moto.

–Sígueme –le indicó.

–¿Adónde vamos? –preguntó Víctor.

–Iremos a la dirección que escribí en la toalla…

–Perfecto –respondió Víctor.

Ethan condujo hacia la avenida y en menos de cinco

minutos estábamos lejos de donde todos los problemas

habían comenzado.

–¿Qué has pensado, Ethan? ¿Qué hay en aquella di-

rección que ni siquiera dudaste en escribir? –quise saber.

–Vamos a mi casa… Conozco tanto ese lugar que allí

tendremos más ventajas que ellos. También hay varias

vías de escape por si algo no resulta como lo planeamos.

Esta vez nosotros los encerraremos. Conozco el lugar me-

jor que nadie. Es ahora o nunca, Bruce.

Estábamos dispuestos a todo, sin importar lo que pasa-

ra. No tenía miedo, pues sabía que esta vez todo llegaría a

su fin. Pronto nos reuniríamos con ellos.

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CAPÍTULO XV

Me quedé dormido en el auto. La fuerte bocina del

vehículo que pasó cerca de nosotros logró despertarme. Ya

era de noche y la luz de un camión que venía en sentido

contrario impactó de lleno en mi cara. Me incorporé ex-

hausto y desorientado por unos segundos, respiré profun-

damente y traté de ubicarme en tiempo y en espacio.

Había tenido un breve sueño, pero tan profundo que

logró hacerme olvidar por completo dónde estaba y lo que

sucedía.

–Tranquilo, Bruce, ya falta poco. Todo saldrá bien, ya

verás...

–¿Cuánto tiempo he dormido?

–Un buen rato, al igual que el perro... –dijo Ethan y

señaló hacia atrás–. Míralo allí, él sigue durmiendo como

un niño.

Me había olvidado de Perly. No se lo había escuchado

ladrar ni una sola vez.

–Por cierto, su nombre es Perly –dije a Ethan–. ¿Cómo

se ha portado?

–Es un excelente perro. No ha hecho ningún escánda-

lo. Él sabe que tú estás aquí y eso lo tranquiliza. Bajó a

hacer sus necesidades cuando me detuve en una tienda

para comprar alimentos y luego subió al asiento trasero

como si fuese una persona.

Cuando volteé hacia atrás para observar cómo dormía,

me sorprendió con los ojos abiertos y relajados mirándome

fijamente. Le acaricié la cabeza y le dije:

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–Me has salvado la vida. Eso jamás lo olvidaré, ami-

go…

Le debía la vida, por lo que no volvería a dejarlo

abandonado. Era lo menos que podía hacer por él.

Faltaban pocas cuadras para llegar a la casa de Ethan.

Era un vecindario poco transitado y luminoso.

–Es aquí.

Subió el auto por la entrada del garaje. Había un por-

tón tan ancho, que cabían dos vehículos. No era una casa,

sino una especie de galpón.

–¿Vives aquí? –pregunté.

–Claro que no. Mi casa está enfrente –respondió mien-

tras me ayudaba a bajar del auto con mucho cuidado–.

Aquí es donde mi padre y yo pasábamos largas horas du-

rante las noches, cuando regresaba del trabajo y también

los fines de semana.

Cuando ya estaba de pie, Perly salió del auto. El rugi-

do de la moto nos anunció la llegada de Víctor, impactan-

do con las luces altas delante de nosotros. Apagó el motor

y descendió. Dio un vistazo general al lugar y dijo:

–Lindo garaje, Ethan... pero pensé que iríamos a tu ca-

sa.

–La de allí enfrente es mi casa –respondo Ethan, seña-

lando con su dedo una enorme y lujosa casa.

Ethan caminó hasta el portón y de un costado levantó

una pequeña tapa y marcó una clave para abrirlo. Este se

deslizó hacia arriba. El lugar era muy amplio, había mu-

chos objetos preciosos ubicados en diferentes repisas.

También había un auto tapado con una gran funda gris y

herramientas de todo tipo.

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–Entremos los vehículos –ordenó Ethan a Víctor–. En

cualquier momento vendrán hacia aquí…

–La dirección que has escrito en la toalla no es aquí,

¿verdad? –le preguntó Víctor.

–La dirección es la de mi verdadera casa, la que está

enfrente. Ahora acompáñenme que les mostraré el resto

del lugar.

Recorrimos los diferentes rincones, mientras nos con-

taba qué hacía allí en su tiempo libre. Cuando pasamos

delante de una mesa donde había un bulto tapado con una

larga sábana blanca se detuvo, lo contempló un minuto

conteniendo su respiración y pensando vagamente. Seguro

debió haber recordado algo muy importante y conmove-

dor.

–¿Qué hacían con tu padre aquí todas las noche? –

preguntó Víctor.

–Trabajábamos en este proyecto, nuestro proyecto.

Hasta que desgraciadamente él falleció… Prometí termi-

narlo algún día, y eso es lo que pienso hacer, pero primero

debo cumplir otros objetivos.

Víctor y yo pensamos que necesitaba estar unos minu-

tos a solas, pero Ethan prefirió seguir:

–Vengan por aquí, por favor…

Llegamos a una escalera que nos llevó a un altillo gi-

gante.

Víctor me ayudó a subir lentamente. Perly no se quedo

atrás, Ethan lo alzó y luego lo volvió a dejar sobre el piso

del altillo. No había muchas cosas allí arriba. Era una ha-

bitación poco iluminada, con dos camas marineras, un

póster de una Ferrari roja, una pequeña ventana en forma

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circular y un ventilador de techo. Ethan caminó por el piso

de madera crujiente y se detuvo a mirar por la ventana.

–Como les dije, justo aquí enfrente, en la casa más al-

ta, es adonde llegarán mañana a las veinte horas estos

malditos sujetos.

–¿Tus padres vivían ahí? –interrumpió Víctor.

–Así es; durante años vivimos aquí.

–¿Estás seguro de que quieres hacer esto? –le pregun-

té.

–Jamás estuve tan seguro en mi vida, Bruce. Vengaré

la muerte de mis padres en el mejor lugar que pude haber

encontrado –respondió.

Luego de estar callados unos momentos, mirando la

casa desde allí, agregó:

–Saldré un momento. Iré a buscar algo frío para beber.

Acomódense, por favor. Enseguida regreso.

Ethan salió a comprar y a tomar un poco de aire fres-

co, pues necesitaba estar un momento solo. Yo me recosté

en una de las camas.

–Descansaré un rato –le dije a Víctor.

–Yo aprovecharé el tiempo para reparar la moto –

contestó–. En los últimos kilómetros empezó a perder

aceite. Con todas las herramientas que hay aquí creo que

podré solucionarlo. ¿Te despierto para cenar?

–Gracias, pero prefiero descansar bien esta noche.

Aún me siento cansado y un poco débil.

–Como tú digas, Bruce. Estaré abajo por si necesitas

algo…

Perly y yo nos quedamos solos en el altillo. Me senté

en la cama y miré sus ojos cansados. Acaricié su cabeza.

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–Espero que no defeques aquí arriba, muchacho… Es-

tarás conmigo hasta el final, lo prometo…

Sentía que estaba en deuda con Perly, una deuda que

jamás podría pagar.

Me recosté muy despacio y me estiré mirando el techo

de madera a dos aguas. Volví a pensar en María Loren, en

la terrible soledad que sentía pues sin ella mi vida no tenía

sentido. Ella me daba las ganas de vivir y de luchar. Tan

solo quería volver a estar con ella y poder decirle todo lo

que sentía.

Cuando desperté por la mañana el sol brillaba. Había

dormido toda la noche. Me sentía mucho mejor; estaba

hambriento. No sabía qué hora era, solo que recién había

amanecido. Perly seguía durmiendo, al igual que Víctor

que estaba acostado en la otra cama. Decidí levantarme sin

hacer ruido para no molestar a los demás, caminé despacio

por el piso de madera y bajé con mucho cuidado por la

escalera. Observé todas las cosas que había en el lugar. Me

detuve un momento cuando noté sobre una mesa muchas

hojas blancas escritas con lapicera azul; también había

revistas y libros de todo tipo. Pero lo que más me llamó la

atención fue una máquina de escribir casi nueva colocada

sobre una repisa. Recordé la que había en la habitación en

la que había estado secuestrado. Evocar aquello me produ-

jo una profunda angustia, había vivido un verdadero in-

fierno.

–¿Linda máquina, verdad? –me sorprendió Ethan pa-

rado detrás de mí.

–Sabes… Cuando estuve encerrado había una…

–Había una máquina de escribir… Lo sé –continuó

con firmeza sin dejarme terminar de completar la oración–

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. Debió ser terrible estar esos días encerrado allí. Pero no

volverá a pasar otra vez, Bruce. Ven, quiero mostrarte

algo.

Se acercó a la mesa donde anteriormente se había de-

tenido y quitó la sábana blanca que la cubría.

–Esta es una maqueta del diseño que mi padre pensaba

construir. Un hogar y un hospital para todos los niños que

viven en la calle. Él siempre decía que la base para un

buen Estado es la sociedad, las personas, y que estaba en

nuestras manos el educarlos, pues ellos crecerían y el día

de mañana tomarían importantes decisiones. Ellos son el

futuro, Bruce. ¿Qué mejor que una buena educación, una

excelente alimentación, sin ningún tipo de enfermedades?

Algún día ellos nos enorgullecerán… Pronto continuaré

con ese proyecto.

–Me parece una buena idea. Te apoyaré en todo lo que

necesites… –le dije mientras mirábamos detenidamente la

hermosa maqueta que teníamos ante nosotros.

Luego de pensar unos instantes sobre qué iba a suce-

der dentro de unas horas, proseguí:

–Él no vendrá hoy… Enviará a su gente para que re-

suelvan todo esto.

–¿Cómo lo sabes? –preguntó Ethan.

–La noche que me raptaron, ellos sabían dónde encon-

trarme. Alguien me delató. Solo hablé con cuatro personas

antes de ser secuestrado: el cantinero al que le pregunté

dónde estaba el teléfono, Víctor, una anciana llamada Án-

gela y mi profesor, con el que me comuniqué antes de lle-

gar al muelle. Tengo una corazonada… Lo he pensado

muy bien y creo que es él.

–Entonces… ¿Qué planes tienes en mente?

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–A la misma hora de la entrega iré a su casa y lo sor-

prenderé.

–¿Cómo puedes estar seguro de que no vendrá?

–Porque tiene todo planeado. No arriesgará su vida y

tampoco se ensuciaría las manos tan fácilmente. Él siem-

pre sabe lo que hace…. No coloca la bomba, sino que en-

vía a otros a plantarla… Pronto saldré de aquí para ir a su

casa.

–¿Estás seguro de que quieres ir? ¿Quieres que Víctor

o yo te acompañemos? No sé si estás tan bien como para

hacerlo, Bruce.

–Ya me siento mucho mejor. He descansado lo sufi-

ciente y mi alma espera la justa venganza al responsable

de todos los actos maliciosos que han cometido. Gracias,

pero iré solo esta vez. Quiero que ustedes se queden aquí;

no les será fácil enfrentar a toda su gente.

–Aunque no estoy de acuerdo contigo, aceptaré que

vayas. Confiaré en ti, como tú lo has hecho conmigo –dijo

Ethan–. Llévate el auto y guarda este número…

Ethan cortó un trozo de papel blanco de una vieja hoja

que estaba en la mesa, tomó un marcador de una lata, es-

cribió algo y me lo entregó.

–¡Toma! Cuando termines, llama a este número para

reencontrarnos nuevamente.

–De acuerdo –respondí mientras lo guardaba en mi

bolsillo.

Cuando todo estaba decidido, escuchamos el sonido

seco de las pisadas de Víctor bajando por la escalera.

–Buen día, muchachos –dijo y se sentó en una silla gi-

ratoria que estaba cerca de nosotros.

–Hola –respondió Ethan–. ¿Has dormido bien?

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–Mejor imposible. Los colchones se encuentran en

muy buen estado.

–Me alegra oír eso. Debes saber que Bruce saldrá en

poco tiempo para ver a una persona, la que probablemente

sea el líder de la banda. Mientras, nosotros dos nos queda-

remos aquí para enfrentar a su gente.

–Si ustedes creen que esa es la mejor idea, no me

opondré. Pero… ¿qué tienes pensado hacer cuando todos

los sujetos lleguen aquí? –preguntó Víctor.

–Es simple –dijo Ethan con claridad–. Dejaremos las

puertas abiertas de la casa de enfrente para que puedan

entrar. Una vez que estén dentro, nos comunicaremos con

ellos desde el teléfono que hay aquí y les pediremos ver a

Josep Bueno antes de continuar con esta operación, de lo

contrario, no habrá trato.

–Pero... ¿si Josep Bueno también está de su lado? –

cuestionó Víctor.

Los tres nos quedamos sin respuestas. Tampoco po-

díamos abandonar a Josep, pues aún no sabíamos si él era

parte de ellos. Luego de pensar un instante, Ethan deter-

minó:

–Correremos ese riesgo. Yo creo en Josep.

Con Víctor nos miramos y consentimos.

–Pues entonces sigamos adelante con el plan, ami-

gos… –dije con esperanza y entusiasmo.

Ya era momento de que partiera. Busqué la dirección

en la guía y luego tracé en un mapa el camino más rápido

y fácil para llegar hasta la casa del profesor. Debía condu-

cir despacio, ya que iría con el auto de Ethan y no tenía

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mucha experiencia con ese tipo de vehículos y tampoco

quería que la policía me detuviera.

Cuando todo estaba listo, dije:

–En caso de que no volviera, creo que es hora de po-

ner los códigos sobre la mesa.

Víctor y Ethan se miraron entre ellos y luego pusieron

sus ojos sobre mí. Ya era el momento de confiar definiti-

vamente entre los tres. Yo sabía que ellos no eran traido-

res, pero ahora debíamos tener la certeza de que no había

un traidor en el grupo.

–De acuerdo –dijo Ethan–. Confié en ustedes desde un

principio y lo seguiré haciendo…

Ethan y yo escribimos los fragmentos en una hoja que

había sobre la mesa. Cuando le tocaba a Víctor, dudando,

nos dijo:

–Ya estamos cerca del final… Pásame la hoja que de-

bo escribir mi parte.

Víctor decidió escribir lo que sabía. Solo faltaba un úl-

timo fragmento para tener el código completo, el que tenía

el líder de la banda.

Ya era hora de marcharme. Saludé con una caricia a

Perly y cuando me iba a despedir, pensé que llevarlo con-

migo no sería un problema ya que se podría quedar dentro

del auto, como lo había hecho antes. Y así partí con mi

compañero de viaje.

–Espero que todo termine aquí… –dije cuando estaba

a punto de subir al auto.

–Así será, Bruce –dijo Ethan–. Si las cosas no resultan

fáciles, no hagas ninguna estupidez. Ya habrá otra oportu-

nidad…

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–Cuídate, amigo –agregó Víctor y nos dimos un fuerte

apretón de manos–. Estamos contigo.

–Será mejor que ustedes dos también se cuiden. No

será fácil enfrentar a esos sujetos. Escóndanse bien. Les

deseo mucha suerte, “Caballeros”.

Me despedí de ambos. En ese momento, mi objetivo

era ubicarlo a él, al profesor Frederick Millstein…

El sol ardía en la solitaria carretera. No dejaba de pen-

sar en todas las opciones que había… Quizás el profesor

Millstein no era la persona que yo pensaba, aunque todas

mis deducciones me conducían a él.

De todas formas, no podría ir hasta allí sin saber si es-

taba en su casa, así que me detuve en un teléfono público

para que no pudiera rastrear mi llamada y marqué el telé-

fono.

–Hola… Hola… ¿Quién está allí? –respondió una voz.

Al confirmar que había contestado el profesor, subí al

auto nuevamente y, más convencido, me dirigí a su casa.

Todo lo que sucedía fuera del vehículo, me llamaba la

atención: las luces de los autos que venían de frente y pa-

saban a gran velocidad cerca de mí, el conductor de un

vehículo que se adelantó y cuando estaba a la par mío, me

observó para ver mi rostro y luego continuó su camino

como si fuese un maldito insecto que estorbaba.

Conducía a una velocidad normal, pues debía llegar

justo a las veinte, hora que Ethan había escrito en el men-

saje de la toalla.

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Quería que ya fuera el día siguiente para qué sucedería

ese largo día. Nunca me sentí tan ansioso como en ese

momento. Tenía ganas de enterarme de toda la maldita y

cruda verdad que escondía esa encrucijada.

Mientras tanto, Víctor y Ethan esperaban nerviosos en

la casa a que llegaran los hombres que había enviado el

profesor Millstein. Ambos espiaban desde la ventana del

ático. Todo estaba preparado. Las puertas de la casa de

enfrente estaban abiertas para que ingresaran sin ningún

problema apenas llegaran.

La hora del encuentro se aproximaba cada vez más.

Solo me faltaba una cuadra para llegar a la casa del profe-

sor. Tomé las medidas de precaución como lo hubiera he-

cho Ethan: al llegar apagué las luces del auto mientras

seguía conduciendo; me detuve a cierta distancia para no

levantar sospechas utilizando el freno de mano para no

alardear con las luces del auto al pisar el freno. Luego bajé

cuidadosamente, miré a Perly y le dije:

–Enseguida regreso. No te muevas de aquí.

Lo acaricié antes de cerrar el auto y caminé hacia la

casa. El corazón me latía como si algo muy fuerte estuvie-

ra a punto de ocurrir, pero no tenía miedo, solo rencor ha-

cia esa persona que solo sentía una estúpida ambición por

conseguir lo que anhelaba, sin importarle a todos los que

lastimó e hizo sufrir. Sentía un profundo odio hacia él.

Llevaba el arma en la cintura, escondida bajo la reme-

ra. Estaba dispuesto a usarla en cualquier momento ya que

él, seguramente, estaría armado. Una persona que asesina

por placer y por dinero, sin una pizca de sentimientos,

sería muy difícil de tratar. Estaba preparado para enfrentar

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cualquier situación. Aunque intentara persuadirme con sus

prometedoras palabras, no me dejaría engañar… Solo iba

por una respuesta y un final.

Faltaban tres minutos para las veinte, cuando dos au-

tos negros con vidrios polarizados llegaron a toda prisa

hasta estacionar justo en la dirección que Ethan escribió.

Descendieron cinco hombres armados. Tres de ellos ingre-

saron a la casa apuntando y cubriéndose las espaldas a la

vez. Otro se paró en la puerta, y el último permaneció de

pie al lado del auto, como si estuviera custodiando a una

persona que estaba en su interior. No se veía a Josep por

ningún lado.

Antes de la llegada de los bandidos, Ethan había cru-

zado y entrado en la casa para hacer los preparativos del

plan. Primero vació el salón principal; solo dejó el telé-

fono a la vista sobre una pequeña mesa justo en el centro,

así los que ingresaran seguramente permanecerían allí.

Solo faltaba llamar por teléfono y empezar a interactuar.

Yo estaba parado justo en la entrada de la casa del

profesor Millstein a las veinte en punto. Había un jardín

muy espacioso y bien mantenido; tenía plantas de colores,

un pequeño cerco en la entrada y un muro no muy alto que

rodeaba toda la propiedad.

Caminé hacia la parte trasera de la vivienda y, sin que

nadie me viera, trepé el muro y salté sobre el pasto para

amortiguar mi caída y no hacer ruido, aunque comenzó a

oírse el ladrido del perro. Debo admitir que me asusté, sin

embargo debía conservar la calma. Me incorporé y caminé

rápidamente entre las plantas y los arbustos que rodeaban

la mansión. Sentía una molestia en el tobillo a causa del

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impacto en la caída. Me costaba avanzar, pero obvié el

dolor y me enfoqué en cómo iba a entrar a la casa.

Una pequeña luz que se escapaba por una ventana gi-

gante me devolvió el alma al cuerpo. Corrí hacia allí,

mientras se escuchaba el contínuo ladrido del perro cada

vez más fuerte. Eso pondría sobre aviso al profesor de que

algo estaba sucediendo. Inesperadamente, la puerta de la

casa se abrió y aproveché el momento para camuflar el

ruido para abrir la ventana e ingresar a la vivienda mien-

tras él estaba parado en la puerta, mirando con sus ojos de

lado a lado qué sucedía. El perro se detuvo a su lado y

comenzó a ladrar ferozmente mostrando sus filosos dien-

tes. El profesor lo hizo callar de un golpe en su hocico y,

pensativo, volvió a entrar a la casa.

Ese era el momento de actuar, sorprenderlo y lograr

que hablara de una maldita vez mientras lo apuntaba con

el arma en la cabeza.

Mientras tanto, Ethan y Víctor observaban cuidado-

samente el ingreso de los sujetos en la casa.

–Es hora de comenzar el juego –dijo Ethan a Víctor

desde la ventana.

Se dirigió al teléfono y discó una serie de números,

luego esperó ansioso que atendieran.

–Está sonando… –dijo Víctor que vio desde la venta-

na cómo varios sujetos miraron hacia el aparato.

Los hombres giraron bruscamente asustados y alarma-

dos. Al sonar por tercera vez, se miraron entre ellos y uno

se acercó lentamente hasta el teléfono; sin decir una pala-

bra levantó el tubo, lo apoyó en su oreja y escuchó.

–¿Dónde está Josep? –preguntó Ethan.

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–¿Dónde están los códigos? –respondió el hombre.

–Hagamos esto sencillo –dijo Ethan–. Nosotros no

queremos problemas y ustedes tampoco, así que denme

una señal de que Josep está con vida y enseguida les daré

los códigos.

El hombre dejó el teléfono y se apartó hacia sus com-

pañeros. Luego de una breve discusión, uno levantó su

brazo y le hizo una señal al sujeto que estaba parado junto

al auto; este consintió y, cuando abrió la puerta trasera,

sucedió algo que no teníamos en nuestros planes. Una mu-

jer alta, con tacos y un vestido negro descendió de él. Era

imposible ver su rostro a causa del sombrero color crema,

con una fina cinta violeta que lo rodeaba y terminaba con

un nudo. Luego de bajar, ayudó a salir del auto a un sujeto

que tenía un trapo oscuro que cubría toda su cabeza.

–¡Es Josep! –exclamó Víctor cuando lo vio desde la

ventana–. Lleva puesta la misma ropa que tú le compraste.

–¿Cómo sabemos que es Josep? –preguntó Ethan muy

pensativo.

–No se arriesgarían a poner a otra persona en su lugar.

–Nunca se sabe… Ellos harían cualquier cosa –dijo

Ethan mientras se acercaba al teléfono para continuar la

negociación.

Yo estaba en un salón dentro de la casa del profesor

Millstein buscando dónde esconderme para luego sorpren-

derlo y apuntarle sin darle tiempo a que reaccionara. Había

una mesa larga y lujosa; en la esquina, una barra con toda

clase de costosos vinos y con muchas copas de vidrio muy

finas; sillones blancos; una alfombra de leopardo en el

centro y varios cuadros de pinturas famosas en la pared.

Decidí escapar de aquel salón, no sabía si el profesor en-

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traría allí o si estaba en otra habitación controlando lo que

estaba ocurriendo en la casa de Ethan.

Cuando me asomé para observar que había del otro la-

do, pude ver cuando una puerta doble y corrediza se cerra-

ba al final del pasillo. Caminé hacia allí con cuidado para

no hacer ningún ruido, empuñando el arma. Como no sa-

bía si había otra persona en la casa, debía apresurarme a

ingresar y sorprender al profesor de una maldita vez. To-

mé coraje y, antes de deslizar la puerta, lo sucedido se

cruzó por mi mente en un segundo, desde que todo había

comenzado hasta ese preciso momento.

Abrí la puerta bruscamente y apunté con el arma. Re-

pentinamente, todo estaba completamente oscuro, solo la

luz del pasillo que ingresaba por la puerta corrediza alum-

bró tenuemente el lugar. Lo primero que noté fue un her-

moso escritorio de madera barnizada y una silla alta con

un respaldo de madera rústica orientada hacia la ventana.

–Voltea y mírame la cara de una vez –dije, mientras

apuntaba hacia la silla.

Sin embargo, no se escuchó ni una palabra, solo el

ruido de la silla al girar lentamente, hasta quedar frente a

mí. De pronto, entre la tenue luz que había en el lugar, vi a

alguien que me dejó sin palabras. Desconcertado observé a

Josep Bueno mirándome directamente a los ojos mientras

estaba amarrado con una soga a la silla y una venda en su

boca.

Al distraerme por completo, una voz me sorprendió

por la espalda y sentí la punta de un arma en mi nuca. Di-

jo, con una voz calma y amenazante:

–Suelta el arma o te dispararé…

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CAPÍTULO XVI

Ethan y Víctor continuaban negociando por teléfono

acerca del rescate de Josep.

–¿Cómo puedo saber que el sujeto que tiene la cabeza

cubierta con un trapo es Josep Bueno? –preguntó Ethan

con incertidumbre.

–Es tu decisión lo que quieras creer –respondió el su-

jeto muy seguro.

Ellos ya sabían que estaban cerca de allí observando

todo lo que sucedía. Comenzaron a mirar hacia todas par-

tes desde afuera, tratando de encontrarlos en algún lugar.

Sin embargo, les sería muy difícil saber que los espiaban

desde una ventana ubicada enfrente. Ethan lo había pla-

neado todo muy bien.

–¡Basta de juegos! –gritó furioso el sujeto–. Entréga-

nos lo que buscamos y tendrán a Josep Bueno nuevamente

con ustedes.

El tipo que sostenía el teléfono le hizo una señal al que

sujetaba por los brazos al falso Josep Bueno. Este extrajo

su pistola y la colocó en la frente del falso Josep.

Ethan se enmudeció al teléfono por unos segundos,

mientras que Víctor, desesperado, le dijo:

–Tenemos que hacer algo urgente o lo matarán.

Ethan desconfiaba de que Josep fuera ese sujeto. Ha-

bló nuevamente:

–De acuerdo, les daremos lo que buscan, pero ¿cómo

sabremos que no nos aniquilarán luego de obtener lo que

desean?

–Tienes mi palabra...

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Ethan, sin saber qué hacer al respecto al igual que Víc-

tor, pensó en las diferentes opciones. Ir hasta allí sería

muy riesgoso, pues seguramente los matarían. Eran dema-

siados contra ellos dos, pero tampoco podían dejar que

disparasen contra el falso Josep Bueno. Había que tomar

una decisión y rápido. Unos segundos después que pare-

cían ser eternos para Ethan, respondió:

–Enseguida llevaré lo que quieren. No le hagan daño.

Colgó el teléfono, sacó el arma y le ordenó a Víctor:

–Quédate aquí.

–Espera, no vayas. No sabemos si se trata de Josep.

Irás a tu propio funeral.

–¡No tenemos opción!

–¡Se me ha ocurrido algo! –exclamó Víctor–. Ellos no

nos matarán hasta que no les hayamos entregado los códi-

gos, ¿verdad?

–Así es.

–Saldré yo solo, con las manos arriba para que no dis-

paren, y veré si ese sujeto es Josep –dijo Víctor–. Les diré

que tú traerás los códigos en la moto para ganar tiempo.

Entonces el portón se abrirá y acelerarás hacia mí. Te haré

una seña para confirmarte si se trata de Josep o de un im-

postor.

–Está bien, pero iré yo –dijo Ethan–. Yo sabré si es

Josep o no. Tú recógeme con la moto cuando te dé la se-

ñal.

–¿Y si intentan dispararte? –volvió a preguntar Víctor.

–No lo harán, tenemos algo que ellos buscan. No in-

tentarán matarme, pero sí capturarme. Es por eso que man-

tendré distancia.

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Antes de salir, Ethan revolvió un estante con libros,

sacó un papel y se lo entregó a Víctor:

–Llega con esto en las manos, pensarán que es el

poema, ¿de acuerdo?

–En marcha…

Ethan salió por la puerta y Víctor se quedó esperando

su señal.

En ese momento yo tenía un arma en mi cabeza y una

voz que me amenazaba con que si no arrojaba mi revólver

me mataría.

–No puede matarme, profesor, o jamás conseguirá lo

que busca –dije confiado.

–Pero tampoco dejaré que tú me mates. Antes de eso,

te mato primero yo a ti. Verás, Bruce… El abogado pre-

tende hacer creer que está comunicando sus conocimientos

y el profesor utiliza argumentos de convicción para trans-

mitirlos. Yo me valgo de ambos todo el tiempo. Puedo

oler lo que piensas estando a kilómetros de aquí…

Escuché la corredera del arma hacia atrás, dejándola

lista para disparar, pero inmediatamente lo detuve y ex-

clamé:

–¡Alto! Usted gana. Bajaré el arma.

Lentamente apoyé en el suelo mi pistola y la pateé ha-

cia delante.

–Lo sabía… Ahora camina con las manos en la cabeza

y siéntate en la silla junto con la de Josep –ordenó el pro-

fesor mientras me seguía con la mira de su arma.

Cuando me ubiqué al lado de Josep, lo miré con orgu-

llo y le dije con seguridad:

–Todo saldrá bien, lo prometo...

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Josep apenas levantó la mirada; ella reflejaba su su-

frimiento. Ya había perdido la fe en todo.

–Bruce… Bruce… Bruce... –repitió el profesor–. ¿Qué

te hizo pensar que entrarías a mi casa sin que yo me diera

cuenta? Espero que traigas contigo los fragmentos del có-

digo si quieres salir con vida de aquí…

–Es repugnante –respondí con odio–. ¿Cómo sé que

nos dejará ir si se lo entrego? Seguramente, nos matará a

ambos.

–Bruce, te espío desde hace más de un año... Sé todo

sobre ti y con quién te juntas… Conozco a tu novia, María

Loren, y hasta los pasos que haces diariamente… Pues,

¿quién piensas que envío aquel día a la mujer de cabello

rojizo al metro? ¿Por qué crees que justo ese día tenías

examen? ¿Supones que todo fue una coincidencia? ¡No,

Bruce! Las coincidencias no existen en este trabajo.

–¿De qué trabajo habla? ¿El de asesinar y hacer sufrir

a personas inocentes?

–El de la codicia, Bruce. ¡La codicia! Haría lo que

fuese por encontrar lo que busco, sin importar cuáles sean

los obstáculos que se interpongan en mi camino. ¿Entien-

des?

–¿Por eso asesinó a los padres de Ethan Ford, que mis-

teriosamente murieron en un accidente automovilístico?

¿A Alfred Lordon, que me entregó el fragmento antes de

suicidarse en un callejón? ¿A la familia de Josep? ¿Al pa-

dre de Víctor Miller? Pero no, ¡claro que no! Es demasia-

do astuto, jamás relacionarían alguna de esas muertes con

usted, pues no existen pruebas.

–Eres inteligente, Bruce… Al auto del señor y de la

señora Ford le fallaron los frenos. El señor Miller iba a

morir de todas formas por su enfermedad, solo adelanté su

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proceso. Alfred Lordon se suicidó porque sabía que no

podía seguir escapando. Pero a Thomas Bueno no lo ase-

siné, pues lo necesitaba con vida para hallar la piedra.

Terminé con la vida de cada uno de los que estaba involu-

crado con la muerte de Thomas en la penitenciaría… Aho-

ra hay algo, Bruce, que deberías saber antes de morir… El

fragmento fue destinado a ti aquel día, ¿cómo? No lo pue-

do saber, pero eras tú quien lo tenía que recibir de alguna

forma… Conocía a tu padre. Tenía una gran deuda de di-

nero con un grupo del cual yo formaba parte. Sabía que no

podía regresar a la ciudad sin ese dinero, entonces huyó

lejos, sin saber que encontraríamos algo que lo hiciera

volver: llamamos a su esposa, que estaba embarazada de ti

en ese momento. Amenazamos su vida y la del niño que

llevaba en su cuerpo si su esposo no traía el dinero. Enton-

ces, cuando tu padre se enteró de lo sucedido, decidió sui-

cidarse pegándose un tiro en la cabeza para terminar con

todo, suponiendo que ya no teníamos forma de recuperar

ese dinero. Existió la idea de asesinar a su esposa embara-

zada, pero yo y otro más nos opusimos al saber que ya no

ganaríamos nada haciendo eso, sería estúpido asesinar sin

sentido, Bruce… Y mírate aquí… Tarde o temprano ter-

minarías en mis manos…

Me quedé sin palabras al enterarme lo que realmente

sucedió con mi padre. Mi madre nunca me contó la ver-

dad, solo me mostró la carta que él dejó antes de morir.

Quedé en shock por la conmovedora noticia. Jamás imagi-

né que me enteraría de lo sucedido con mi padre de esa

manera, mientras que alguien me apuntaba en la cabeza.

Por alguna razón seguí con vida hasta ese momento.

Estaba allí para impedir que esa historia terminara así…

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–¡¿Qué es lo que quiere?! ¡Ya es millonario! ¡¿Qué

más busca, maldito?! –le grité.

–¿Cuándo entenderás que lo importante no es lo que

tienes, sino lo que no tienes? Siempre se quiere más y

más... Nunca te alcanza lo que tienes. Es todo tan aburrido

que buscas divertirte con algo tan estúpido como conse-

guir la única e inigualable famosa piedra “Gota de sol”.

Sientes placer cuando consigues lo que buscas. Un triunfo

más, llamémosle...

Hizo una pequeña pausa y luego fue con su revólver

en la mano hacia un gran modular laminado negro. Tomó

uno de los diez libros idénticos que había en un estante. Lo

abrió y sacó un papel.

–Esto, lo que tengo aquí, es la parte del fragmento que

falta. Tómala, te la regalo –dijo con una sonrisa irónica.

Luego hizo un bollo con el papel y me lo lanzó a la cara–.

Ahora me dirás los códigos restantes o dispararé en la ca-

beza a Josep, querido alumno…

El profesor Millstein caminó lentamente y se paró de-

trás de Josep, levantó el arma y le apuntó en la sien.

Estaba acorralado, sentí que todo estaba perdido. In-

troduje la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el

papel donde estaban escritos los tres fragmentos restantes.

Sabía que esto no me salvaría la vida, pero me daría un

poco más de tiempo para pensar qué hacer.

Miré a Josep de reojo para saber qué estaba pensando

mientras jugaba con su mandíbula como una vaca cuando

mastica pasto y luego consintió con la cabeza. Lo único

que él quería antes de morir era hacer justicia por su fami-

lia.

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–Tome, aquí tiene lo que tanto busca, ¡maldito cre-

tino! –le grité con repugnancia–. Pronto arderá en llamas,

se lo puedo asegurar.

–Gracias por tu cooperación. Ahora se podrán ir juntos

de este mundo…

Debía actuar, no tenía más tiempo. Miré a Josep fija-

mente, trasmitiéndole que ese era el momento más ade-

cuado, si no moriríamos. Sabía que apenas tomara el

fragmento lo leería. Tomé las medidas necesarias por si

eso sucedía. Cuando el profesor abrió la hoja, solo decía:

“¡PÚDRETE!”.

Sorprendido, se olvidó de nosotros. Cuando iba a lan-

zarme sobre él, inesperadamente sucedió algo que no ha-

bía planeado. Josep se levantó con las pocas fuerzas que

aún le quedaban y, atado junto a la silla gritó:

–¡Te mataré! –y se arrojó sobre el profesor, quien

apretó el gatillo, pero Josep lo había desestabilizado y la

bala dio contra la pared. Inmediatamente me levanté y,

antes de que el profesor pudiera reaccionar, corrí e impac-

té con mi cuerpo como si fuera un toro enfurecido contra

él, quien al caer, soltó el arma que se deslizó hacia un cos-

tado.

Desaté a Josep y lo ayudé a pararse.

–Vuelves a salvarme, hijo.

–Lo volvería a hacer todas las veces, que fuera necesa-

rio. Ahora nos iremos de aquí; pronto estará en casa.

Pero el profesor, aún en el suelo, sacó una pequeña

pistola de su tobillo. Con los ojos desorbitados, rió iróni-

camente y antes de disparar, dijo:

–Esta vez me toca a mí… Creyeron que les sería fácil,

pero qué ingenuos son… Comencemos por el más joven...

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Apuntó a mi pecho. Rápidamente, Josep giró con las

pocas fuerzas que tenía, quedando frente a mis ojos, y di-

jo:

–Ahora es mi turno salvarte, hijo…

Se oyeron dos disparos que dieron en la espalda de Jo-

sep. Él fue mi escudo. Su cuerpo cayó sobre mí. La furia y

la tristeza que sentí en ese momento me hicieron perder la

razón. Corrí a ocultarme detrás del escritorio mientras el

profesor gatilló el arma nuevamente. Debía actuar de ma-

nera rápida o estaría muerto.

–No podrás escapar esta vez… –balbuceó–. Enfrenta

tu destino.

Rápidamente busqué con la vista mi arma, hasta que

logré hallarla. Estaba justo del otro lado del escritorio; era

muy difícil que pudiera llegar allí ya que si me corría un

centímetro sería un blanco fácil. Me estiré por encima del

escritorio para tomar lo primero que encontrara. Mi mano

se topó con una pequeña pirámide de vidrio. Se la arrojé

con todas mis fuerzas. Él disparó dos veces, pero no acertó

ninguno de sus impactos. Arrastre el escritorio con mi

cuerpo pegado a él, y cuando tuve la oportunidad, logré

tomar mi arma; eso me dio cierta seguridad. Ahora está-

bamos en igualdad de condiciones. La situación había

cambiado. A él le quedaban pocas municiones. La mayoría

de las armas chicas solo cargan hasta ocho o diez balas, y

a él, probablemente, ya no le debían quedar más de tres.

Quería terminar con toda esa mierda. Josep se estaba

desangrando en el piso. Sentía impotencia al verlo y no

poder socorrerlo.

El profesor me tenía en la mira esperando que saliera

de atrás del escritorio. Él también se cubrió con un mueble

negro que había cerca de la puerta. Tomé un portarretrato

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que había sobre el escritorio y lo usé de espejo. Pude verlo

apuntando hacia mí. Traté de pensar qué planes tenía. Le-

vanté el arma y disparé dos veces sin apuntarle; así logré

que pegara su espalda contra el mueble y se ocultara allí.

Ese era mi momento y mi oportunidad para enfrentarlo.

Me paré, empuñé mi arma con firmeza y caminé con-

fiado en mi suerte. Le disparé sin saber con certeza si lo

había herido, hasta que su cuerpo cayó al suelo. Un tiro le

había dado en el hombro derecho. Él, sin rendirse y las

pocas fuerzas que le quedaban, me apuntó nuevamente,

pero esta vez el control lo tenía yo. No quería dispararle,

pero me vi obligado a hacerlo. Un solo y último tiro en su

pecho terminó con su vida.

Me acerqué a Josep. Su respiración era débil y tenía

los ojos cerrados. Rogaba que pudiera sobrevivir.

–Resiste… ¡Enseguida te llevaré al hospital!–. Intenté

levantarlo, pero cuando hice un poco de fuerza, Josep to-

sió sangre y abrió apenas sus ojos por unos segundos. Me

miró tristemente, mientras una lágrima caía por su rostro y

dijo:

–Es todo, hijo. Me iré a casa al fin. Allí me esperan

mis seres amados. Ahora podré descansar en paz…

Dejó de respirar entre mis brazos. Ya nada se podía

hacer. Sabía que se había marchado de este mundo. Co-

mencé a llorar. Sabía que Josep había tomado una deci-

sión… Él quería esto, lo quería hace tiempo. Recordé sus

palabras cuando dijo: “Tengo una última tarea antes de

partir…”.

Ethan y Víctor intentaban rescatar al falso Josep

Bueno que tenía un trapo en su cabeza.

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Ethan salió decidido por la puerta pequeña que había

en el garaje y caminó con las manos en alto por la calle en

dirección a los sujetos. Cuando lo vieron acercarse, cubrie-

ron a la mujer que llevaba puesto el sombrero. Todos los

que estaban dentro de la casa salieron a la calle de inme-

diato y se pararon en la vereda y le apuntaron. Ethan gritó:

–¡Entréguenmelo y les daré los códigos!

–¡Muéstrame los códigos! –respondió uno con un ala-

rido.

–Antes de hacerlo necesito preguntarle algo a Josep.

De lo contrario, no hay trato...

Todos permanecieron en silencio.

–¡Josep, dime… ¿dónde has comprado la ropa que lle-

vas puesta?!

El falso Josep Bueno que estaba parado junto a ellos,

no respondió. Ethan decidió abortar el plan de inmediato.

La mujer, muy alterada gritó:

–Basta de tonterías.

Se acercó a Josep, lo tomó fuertemente del brazo, le

quitó el arma a unos de los sujetos y le apuntó a la cabeza.

–¡Me darás lo que busco o lo mataré ahora mismo!

Ethan la reconoció enseguida, esa mujer era ¡Amina!

La misma que me crucé en el metro aquella mañana cuan-

do todo comenzó. Él sabía que todo era una trampa y aho-

ra lo había comprobado. Decidió ir al plan B: huir inme-

diatamente del lugar.

–¡Perfecto! Enseguida tendrás lo que buscas…

Giró y levantó su brazo derecho para dar la señal a

Víctor. El portón se abrió y Víctor aceleró la moto hasta

llegar a Ethan. Con un disimulado gesto, este le indicó que

se trataba de una trampa. Víctor se le acercó. Ethan gritó:

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–¡Aquí les dejo los códigos!

Lanzó un bollo de papel al cielo para que todos lo si-

guieran con la vista y sacó su arma de la cintura.

–¡Ahora, Víctor, larguémonos de aquí!

Ethan apuntó y disparó hacia los sujetos y la mujer,

quienes buscaron refugio de inmediato.

Amina ordenó:

–¡Atrápenlo! –pero todos se cubrieron para que los ti-

ros de Ethan no dieran en sus cuerpos.

Ellos no dispararían pues aún los necesitaban vivos.

Sería estúpido que los mataran porque jamás encontrarían

los códigos.

Ethan subió a la moto. Cuando los sujetos intentaron

subir rápidamente a los autos, Amina los detuvo. Sería

inútil intentar capturarlos, sabían que no podrían hacerlo.

Miraron con odio la moto mientras se alejaba.

–¿Adónde iremos ahora? –preguntó Víctor.

–Tú conduce, yo te guiaré. Iremos a la casa de un vie-

jo amigo que me debe un gran favor.

Llegaron a un barrio donde había edificios muy hu-

mildes. La zona era muy oscura, ya era de noche. La luz

de la moto llamaba la atención de las pequeñas pandillas

que estaban reunidas en las esquinas.

–Es aquella pequeña casa –señaló Ethan.

Estaba rodeada por un alambrado en la entrada. La

puerta se caía a pedazos. Adentro, sobre el pasto crecido,

había un auto blanco desarmado y oxidado, sin las ruedas

y con los vidrios rotos.

Víctor estacionó y apagó la luz de la moto que daba

justo en la puerta de la casa.

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–¿Estás seguro de que es aquí? –preguntó Víctor al ba-

jar.

–Así es. No tienes de qué preocuparte, estaremos a

salvo. Recuerda no mencionar nada de lo que sucedió.

Solo le diremos que me han asaltado.

Se encendió la luz amarilla de un foco que colgaba de

un cable justo arriba de la puerta. Un hombre robusto la

abrió. Tenía una espesa barba y el cabello largo. Se acercó

a la luz con una escopeta en las manos y dijo:

–Será mejor que se larguen si no quieren morir aquí

mismo.

–¡Querido y viejo amigo! –dijo Ethan.

–¿Ethan?

El hombre al haber reconocido su voz, se acercó muy

sorprendido para mirar más de cerca.

–¿Eres tú? ¡Vaya, Ethan! ¡Sí, eres tú! Qué alegría ver-

te...

–Ha pasado un año sin saber de ti –dijo Ethan–. Sigues

igual, Vallon, no has cambiado ni tu escopeta.

–Yo no planeo cambiar –contestó con una carcajada–.

Por favor, pasa...

–Él es Víctor, puedes confiar en él.

–Si es tu amigo, también es mi amigo… –respondió

Vallon con un apretón de manos.

El interior de la vivienda estaba sucio y con olor a en-

cierro. Había latas de cervezas vacías y aplastadas por

todas partes, y un sillón contra la pared frente a una vieja

televisión.

–Siéntense, por favor… –-dijo Vallon–. Dime, ¿qué te

trae por aquí, viejo amigo?

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–Gracias por recibirnos. Sabía que podía contar conti-

go –respondió Ethan–. Nos han robado a pocas cuadras de

aquí y las cosas no terminaron bien… y huimos de inme-

diato.

–¡No cambias más, Ethan! Igual que tu padre…Aquí

estarás seguro, no te preocupes.

–Necesito pedirte un favor más.

–Lo que tú digas. Siempre estaré en deuda contigo.

–¿Podríamos pasar la noche aquí? A primera hora nos

marcharemos.

–Mi casa es tu casa, Ethan. Enseguida les acomodaré

algo para que puedan descansar.

–Gracias. No tienes que preocuparte, aquí en el sillón

estaremos bien. Una cosa más, un sujeto llamará por telé-

fono preguntando por mí...

–No hay problema. No preguntaré nada...

Ethan y Víctor estaban resguardados en la casa de Va-

llon, mientras yo permanecía en la casa del profesor junto

a su cuerpo y al de Josep Bueno. No sabía qué hacer, si

llamar a la policía o huir rápidamente. Decidí tomar el

papel que el profesor Millstein me había arrojado y guar-

darlo en el bolsillo. Pensé en llamar por teléfono a Ethan

antes de continuar, pero no quería involucrar a nadie más,

pues podrían rastrear el número con facilidad. Resolví

entonces escapar de inmediato. Odié dejar el cuerpo de

Josep, pero ya no había nada por hacer, y esta historia aún

no terminaba.

Antes de salir de la casa descubrí algo que me sor-

prendió: a pocos metros de la puerta principal encontré un

cuadro colgado en la pared en el que había dos personas

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tomadas de la mano, muy enamoradas y riendo felices.

Una de ellas era el profesor y la otra era Amina, la dama

del vestido rojo, quien seguía con vida sin saber que su

esposo había muerto. Seguro cuando descubra quien lo

asesino, querrá venir por mí… y la estaré esperando…

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CAPÍTULO XVII

Al abandonar la casa de Millstein me detuve en el

primer teléfono público que encontré. Saqué el pequeño

trozo de papel que me había entregado Ethan y marqué el

número que estaba escrito. Respondió de inmediato la voz

de un hombre:

–Hola… ¿Quién habla…?

–Bruce. ¿Se encuentra Ethan?

–Aguarda, enseguida lo llamo…

Muy alterado, Ethan atendió:

–¡Bruce!, ¿te encuentras bien?

–Sí, todo está bien.

–Mira… Al final no pudimos rescatar a Josep Ellos

nos intentaron engañar con otro sujeto parecido a él, pero

era todo una maldita farsa.

–Ethan, Josep ha muerto… Murió en mis brazos. No

lo pude salvar… No había nada que pudiera hacer en ese

momento.

–¡Maldición! ¿Qué fue lo que sucedió, Bruce…? ¿De

dónde llamas?

–Descubrí quién estaba detrás de todo esto. El líder de

la banda era mi profesor de la universidad, Frederick Mi-

llstein. Cuando me disparó, Josep interpuso entre nosotros

y me protegió con su cuerpo. Las balas impactaron en él;

no tardó mucho en morir desangrado en el suelo.

–¿Dónde está Millstein? –preguntó enfadado.

–También ha muerto…Tenía el cuarto y último frag-

mento del código. Ahora está completo. Lo tengo en mis

manos… Lo he leído y, luego de analizarlo varias veces,

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descubrí dónde Thomas Bueno había ocultado la piedra

antes de morir. Era en un lugar donde la soledad y el amor

caminaban de la mano en un triste desierto.

–Pasa a recogerlo. Luego nos reuniremos.

–¿Seguro? ¿No sienes curiosidad por saber dónde está

el código?

–Mi objetivo principal nunca fue el código, Bruce.

–Entiendo…

Acordamos que pasaría a recoger la piedra e iría a la

dirección donde me esperaban Ethan y Víctor. Al terminar

esa conversación, colgué y llamé a la policía. Les di la

dirección de la casa del profesor y les dije que había escu-

chado varios disparos y gritos que provenían del interior.

De inmediato colgué sin decir una palabra más y me mar-

ché del lugar antes de que llegasen las patrullas de policía.

Después de tantos sufrimientos, al fin tenía la piedra

en mis manos...

A la madrugada llegué a la casa de Vallon. Allí me

esperaban Víctor y Ethan ansiosos. La casa era muy oscu-

ra, por lo que debí apagar las luces del auto para no llamar

la atención. Abrí la puerta y descendí lentamente. Estaban

en la puerta alegres de volver a verme. Lo primero que

hicimos fue darnos un estrujón de manos y nos estrecha-

mos en fuertes abrazos. Sabíamos por todo lo que había-

mos pasado. La nostalgia y la alegría nos invadían al mis-

mo tiempo.

Ya era hora de marcharnos.

Creíamos que todo había acabado con la muerte de

Millstein. Debíamos ir a un lugar seguro y esperar a que se

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tranquilicen un poco las cosas. Yo necesitaba descansar al

menos unas horas; estaba exhausto luego de tantos ner-

vios. Por un lado me sentía feliz porque todo había termi-

nado de una vez… pero había algo dentro de mí que no me

dejaba tranquilo...

–Larguémonos de aquí –dije.

–De acuerdo –respondió Víctor.

–Espérame en el auto, enseguida regreso –dijo Ethan–.

Saludaré a Vallon...

Mientras Víctor encendía su moto, Ethan caminó ha-

cia Vallon para despedirse y agradecerle su gentileza.

Luego sacó unos cuantos billetes de su bolsillo y se los

entregó. Vallon no quería aceptarlos, pero Ethan insistió.

–¡Hasta pronto, Vallon! Cuídate.

–¡Tú también, Ethan! Aquí estaré siempre que me ne-

cesites –respondió.

Con los motores encendidos, Víctor se puso a la par de

Ethan con la moto y preguntó:

–¿Qué haremos ahora?

–Debo ir a mi casa –respondió Ethan–. Ya no habrá

nadie allí. El jefe de la banda está muerto y esos sujetos

estarán asustados por un tiempo… Y después ya no ten-

dremos la piedra con nosotros.

–Te sigo –dijo Víctor.

Estábamos a pocas cuadras de la casa de Ethan. No te-

nía idea de qué haríamos con la piedra. Desconocía lo que

pensaban ellos, pues aún no habían dicho nada al respecto,

solo queríamos estar un momento a solas para conversar.

Mientras Ethan conducía hablamos de lo sucedido; no me

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preguntó nada acerca de la piedra, solo se interesó por la

muerte del profesor.

–La venganza ya está saldada –dijo.

Le comenté lo poco que me había dicho Millstein

acerca de sus padres: él los había asesinado. Ethan perma-

neció en silencio hasta llegar a su casa.

Cuando nos detuvimos en el garaje abrió el portón pa-

ra entrar el auto y la moto. El sol estaba comenzando a

iluminar la ciudad. El sueño y el cansancio que tenía eran

devastadores. Por suerte, en la cuadra no se observaba

nada extraño.

Ethan fue al baño a mojarse la cara y el cabello. Para

él fue muy duro ese momento, pues por fin había confir-

mado la causa de la muerte de sus padres. Mientras, Víctor

y yo estábamos sentados en las sillas junto a la mesa prin-

cipal. Estaba a punto de darle detalles sobre el asesinato de

sus padres, pero decidí esperar, pues no tenía la informa-

ción exacta sobre lo que les había sucedido. El profesor

solo había dicho que había adelantado la muerte del padre

de Víctor.

Cuando Ethan se unió a nosotros, extraje la piedra de

mi bolsillo y la coloqué sobre la mesa. Era una joya mara-

villosa… Algo que jamás había visto, aunque no sé nada

al respecto. Era increíblemente preciosa… Su color era

impactante.

–“Gota de sol” –dijo Ethan–. ¿Así que tú eres la famo-

sa “Gota de sol? Permiso, amigos...

La tomó cuidadosamente con sus manos, la levantó

para observarla a través de la luz, y volvió a dejarla sobre

la mesa.

–Increíblemente perfecta, hermosa y única –agregó.

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Luego Víctor la levantó, la miró desde todos los ángu-

los y la apoyó sobre la mesa como si solo fuera una piedra

más y no dijo nada al respecto.

Ya eran casi las siete de la mañana. Todos estábamos

extenuados mental y físicamente. Decidimos descansar un

par de horas y luego tomar una decisión.

Perly siempre estuvo dentro del auto, esperándome.

En ese momento estaba al lado nuestro, como si fuese una

persona más.

Cuando me recosté pensé en María Loren, mi hermosa

y amada María Loren. Siempre estaba en mi mente. Con

seguridad estaría preocupada pensando dónde estaría, pero

todo lo que hice fue para que no corriera peligro. Su des-

lumbrante y hermoso rostro alumbró mis días grises. La

amo más que a nadie en este mundo. Anhelo caminar to-

mado de su mano por un pasaje de tierra rodeado de her-

mosas flores que se balancean con la suave brisa de una

hermosa mañana. Ver sus labios reír y sus ojos iluminados

de amor, era una sensación única e inigualable. Daría

cualquier cosa por estar con ella.

Despertamos horas después creyendo que todo había

vuelto a la normalidad, hasta que de pronto Víctor subió

rápidamente la escalera y advirtió:

–¡Ethan! Un patrullero se ha detenido en la puerta de

tu casa.

Nos levantamos tan rápido como pudimos y miramos

a través de la ventana hacia la casa de enfrente. Había dos

policías golpeando la puerta y otros dos dentro del vehícu-

lo.

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–Quizás quieran hablar contigo de lo que sucedió ayer

–dije.

–Esto no huele bien, muchachos –reflexionó Ethan–.

Generalmente en los móviles policiales se trasladan uno o

dos agentes, y ellos son cuatro. No olviden que la policía

también buscaba la piedra. Ya deben saber que Millstein

está muerto.

–Y los únicos involucrados en esto somos nosotros…

–agregué–. Amina era su esposa y, al ver el cadáver de

Josep Bueno, no habrá tardado en deducir que alguno de

nosotros mató a su marido.

–Si los policías están aquí por lo sucedido ayer, lo ló-

gico hubiera sido que vinieran ayer y no hoy –supuso Víc-

tor.

Mientras mirábamos cómo golpeaban la puerta una y

otra vez, inesperadamente Perly comenzó a ladrar inte-

rrumpiendo el silencio de la mañana. Uno de los policías

giró su cabeza y miró hacia enfrente. Luego se acercó a la

patrulla e hizo una llamada con la radio. Cuando terminó

de hablar, hizo una señal a su compañero para que lo

acompañara. Ambos cruzaron la vereda y caminaron hacia

donde estábamos nosotros.

Perly siguió ladrando hasta que logré contenerlo para

que no hiciera más ruido. Los dos policías ya estaban en la

entrada del garaje. Ethan bajó la escalera muy aprisa y

sigilosamente, y se quedó detrás para escuchar lo que de-

cían. Pronto se oyó un golpe contra el portón. Ethan nos

miraba para que no hiciéramos ningún ruido.

–No están aquí... –dijo uno de los policías, cansado de

esperar que alguien contestara–. Larguémonos, es inútil.

–Se escuchan los ladridos de un perro, pronto tendrán

que alimentarlo… –agregó su compañero.

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–No esperaré aquí todo el maldito día… Pronto hará

tanto calor que esto será un infierno.

–Dejaremos una nota. Será mejor que alguien la lea

antes de que sea tarde…

En ese momento presentí algo extraño. Era seguro que

esto no había terminado. Temí por María Loren al oír esas

palabras. ¡Amina la conocía!

Minutos después pasaron por debajo del portón una

hoja doblada en dos. Luego volvieron a la patrulla y se

marcharon.

Los tres nos miramos asombrados, hasta que Ethan sa-

lió, levantó la hoja, la abrió y leyó en voz alta:

“¡SI QUIEREN VOLVER A VER CON VIDA A

MARIA LOREN, ESTA ES SU ÚLTIMA OPORTUNI-

DAD PARA ENTREGAR EL DIAMANTE! COMUNÍ-

QUENSE AL 2122171091”.

Mi mente se puso en blanco, me sentí un imbécil por

haberla involucrado. Me odié tanto que quedé impotente

tirado en el suelo llorando como un niño. Ella no tenía

nada que ver. Era muy injusto que sufriera por algo que

desconocía. ¡Esta vez estaba furioso! Algo dentro de mí

quería destruir todo lo que estaba a mi paso. Quería sentir

el sabor de la venganza; perdí el control completamente.

Odio y rabia brotaban en mi cuerpo. Si le pasaba algo ma-

lo a María no podría seguir viviendo...

Ethan y Víctor recordaron que la había nombrado una

vez. Al ver mi reacción intentaron tranquilizarme, pero no

lo lograron.

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–Quédate tranquilo, Bruce –dijo Ethan–. Todo saldrá

bien, lo prometo.

–¡La encontraremos, amigo! –agregó Víctor poniendo

su mano en mi hombro.

Siguiendo un impulso, salí corriendo a la calle para

ver si todavía estaban cerca esos malditos y corruptos po-

licías. No temía enfrentarlos. Furia y dolor corrían por mi

sangre produciéndome una ira incontrolable.

Transcurrió una hora. Logré calmarme para analizar la

situación. Ethan y Víctor también pensaban qué era lo más

conveniente. Finalmente, Ethan habló:

–Tengo un plan… No sé si servirá, pero es lo mejor

que se me ocurrió. No tenemos más opción que llamar y

entregarles la piedra o María Loren sufrirá daños que qui-

zás no pueda resistir. Hasta ahí estamos todos de acuerdo.

Sería genial tenderles una emboscada. Pensé en un lugar

vacío o con poca gente para poder escondernos y verlos

desde lejos y así manejar la situación. Una vez que les

entreguemos la piedra y de que ellos liberen a María Loren

entraremos en acción.

–¿Quieres atacarlos después del intercambio? –

preguntó Víctor.

–No –intervine antes de que Ethan respondiera–. No

seguiremos. Ya hay muchas personas lastimadas. Debe-

mos terminar con esto. Les entregaremos la piedra y que

luego se maten entre ellos o que hagan lo que quieran.

Corrió mucha sangre por ese diamante, no sé cuántas vidas

se malograron por él.

Estaba rendido. Quería despertar de esa maldita pesa-

dilla: primero, aquel señor llamado Alfred Lordon; luego,

Josep Bueno, y ahora, María Loren. Esto ya había llegado

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bastante lejos. Lo mejor era acabar con todo. No siempre

se gana en la vida. Hay que saber cuándo parar si no quie-

res seguir perdiendo más cosas.

Víctor y Ethan se quedaron callados. Ya no había nin-

gún plan. Era hora de llamar por teléfono y terminar de

una vez. Levanté el tubo y, mientras esperaba que me

atendieran, miré una foto vieja pegada en la pared con

cinta negra. Era de una revista. Su título decía: “No deses-

peréis. Vivid arduamente. No temáis nada y os sonreirá el

triunfo”.

La foto estaba dividida en dos. En el centro había una

roca gigante. En una de las imágenes se veía un día nubla-

do y oscuro, con tormenta y relámpagos, con la sombra de

una persona que estaba sentada al borde de un extremo de

la roca. La otra presentaba la sombra de una persona sen-

tada en el otro extremo de la piedra, pero en un día res-

plandeciente, soleado, con pájaros volando y el cielo es-

pléndido. Pensé que cada persona decide de qué lado quie-

re estar. Me vi sentado en el lado oscuro; todo era negati-

vo.

Cuando marqué el teléfono había perdido las esperan-

zas y temía no volver a ver a la mujer que amo.

Segundos después, concentrado en la imagen, me

atendió una mujer. No quise preguntarle nada; solo dije

unas palabras y luego corté sin esperar respuesta. Miré a

Víctor y a Ethan que estaban decaídos en sus sillas y les

informé:

–Estén preparados, tendremos el intercambio en tan

solo cuatro horas, en el lugar donde me encerraron… Ten-

go un plan...

Cuando mencioné lo del plan Ethan se puso de pie y

dijo:

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–Estoy contigo en cualquier cosa que decidas hacer,

Bruce. Tienes todo mi apoyo.

–Cuenten conmigo para lo que sea –agregó Víctor.

Verlos entusiasmados me hizo sentir más seguro.

–Nos reuniremos en aquella fábrica abandonada cerca

del mar y haremos el intercambio. Una vez que todo esté

bajo control, pondremos manos a la obra.

–¿Tienes en cuenta que intentarán matarnos una vez

que les hayamos entregado la piedra? –preguntó Ethan.

–Pensé en eso, pero no lo harán.

–¿Qué tienes en mente? –quiso saber Víctor.

–Cuando todo haya terminado serán arrestados. No

todos los policías son corruptos, solo irán los que estén

interesados en el diamante, esos son los corruptos.

–¿Cómo los atraparemos? –preguntó Ethan.

Abrí la guantera del auto y saqué una tarjeta.

–¡Aquí está! Ocultaremos cámaras y micrófonos por

todo el lugar y lo transmitiremos en vivo. Los policías

corruptos ya estarán allí; luego llegarán los buenos para

salvarnos, y, si eso no sucede, estaremos perdidos.

Le entregué la tarjeta a Ethan y a Víctor. Al leerla ex-

clamaron:

–¡Alexander!

–Así es. ¿Recuerdan cuando le salvamos el pellejo en

aquel bar? Bueno, aquel joven con anteojos es ingeniero

en informática, trabaja con computadoras y otros compo-

nentes. No lo expondremos, que quede claro, solo le pedi-

remos ayuda. Saldré a buscarlo ya mismo y luego iré di-

recto al lugar de encuentro. No hay tiempo que perder, mi

futura esposa está en peligro. Tenemos cuatro horas para

preparar todo...

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–Manos a la obra –dijo Ethan y agregó. Aquí tengo un

rifle con mira, que quizás pueda ser de gran ayuda.

– Déjamelo a mí eso, ahora… ¡Acabemos con esto! –

contestó Víctor muy ansioso.

Ethan y yo fuimos en su auto directo a la universidad

donde se alojaba Alexander. De allí nos trasladaríamos a

la fábrica donde Víctor nos estaría esperando. A Perly lo

dejamos en el garaje para que no le sucediera nada malo.

Al llegar a la universidad, preguntamos en la recep-

ción donde podíamos hallarlo. Nos dijeron que estaba en

la habitación quince del primer piso. Rápidamente

subimos la escalera y caminamos por el pasillo buscando

la habitación.

Cuando la encontramos, llamé a la puerta con fuerza,

pero nadie atendió. Volví a golpear una y otra vez hasta

que se abrió y salió un joven de piel blanca con el cabello

negro largo hasta el cuello; llevaba puesto un arito en el

labio inferior, estaba en cuero, tapado únicamente con una

sábana blanca desde la cintura hasta los pies. Se asomó

por la puerta entreabierta para que no se pudiera ver lo que

pasaba adentro y dijo de mal modo:

–¿¡Qué diablos quieren!?

Intenté mirar el interior de la habitación. Había una

chica en ropa interior color azul acostada sobre una cama

que estaba pegada contra la pared.

–Buscamos a Alexander –respondí.

–¿¡Molestas por ese idiota!? –nos preguntó enojado–.

¡Váyanse al carajo!

Volvió a cerrar la puerta con un fuerte empujón en

nuestra cara. Pero Ethan, muy tranquilo, llamó de nuevo

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hasta lograr que la volviera a abrir. Entonces no le dio

tiempo a decir ni una sola palabra, golpeó fuertemente con

sus dos brazos la puerta, haciendo caer al imbécil sentado.

Ethan caminó hacia él, lo tomó del cabello y le dijo agre-

sivamente:

–¡Ahora mismo me dirás dónde está Alexander!

El chico lo miró asustado, sin poder reaccionar, mien-

tras la chica intentaba cubrirse las partes íntimas con la

almohada.

–Está en el laboratorio B, con sus estúpidas máquinas.

–¿Dónde queda? –le volvió a preguntar Ethan, mien-

tras le soltaba el pelo y lo ponía de pie.

–Al final del pasillo, doblando a la derecha. Es la úl-

tima puerta.

–¿Tan difícil era decir eso?

Salimos de la habitación en busca de Alexander.

Cuando llegamos al laboratorio lo encontramos senta-

do frente a una computadora. Nos acercamos por detrás y

lo llamé:

–Alexander…

El muchacho giró y al vernos dijo sorprendido:

–¿¡Qué hacen aquí!? Pensé que me habían olvidado...

–Nos alegra verte, pero no tenemos tiempo para mu-

chas explicaciones. Necesitamos tu ayuda.

–¡Claro! Estoy en deuda con ustedes. ¿En qué puedo

ayudarlos? –dijo excitado y contento, como si todo allí

fuese tan aburrido que el solo hecho de vernos le causó

mucha adrenalina.

–Necesitamos filmar algo en vivo, para transmitirlo a

una red policial.

–¿Ilegal o legal? –respondió.

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–Ilegal, pero si todo sale bien, será legal, te lo prometo

–respondí.

–No me dirán qué está ocurriendo, ¿verdad?

–Por ahora no –respondió Ethan con firmeza.

–Bueno... De todas maneras no tengo mucho para ha-

cer aquí, solamente crear algún que otro programa para

computadoras...

–Excelente –respondí–. Larguémonos ya mismo, no

hay tiempo que perder.

–Igualmente, no tenías otra opción –dijo Ethan rien-

do–. Por cierto, ya no tendrás que preocuparte por tu com-

pañero de cuarto.

Alexander parecía estar muy entusiasmado cuando

terminamos de cargar los equipos dentro del auto, y ni

siquiera sabía en lo que se estaba involucrando. No deja-

ríamos que le sucediera algo malo. Solo le pediríamos que

nos ayudara con las cámaras y luego que permaneciera

escondido lejos del lugar para controlar la situación desde

allí.

Mientras nos dirigíamos a la fábrica hizo varias pre-

guntas. Era algo normal ya que, después de todo, esperá-

bamos que en algún momento las hiciera, así que le expli-

camos brevemente lo sucedido. Bueno… no todo, ya que

podía asustarse y negarnos su ayuda.

Al llegar, rodeamos el lugar y estacionamos en la par-

te trasera. Cuando bajamos del auto vimos a Víctor espe-

rándonos sentado en su moto.

Al ingresar traté de evocar cómo era el lugar pero fue

inútil, pues me habían sacado casi dormido y con la cabe-

za cubierta, de modo que no pude ver nada. Aún así, me

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trajo muy malos recuerdos. Se me hizo un nudo en el es-

tómago con solo pensar lo que había pasado allí… Pensé

que había sobrevivido una vez y volvería a hacerlo, pero

esta vez ellos no se saldrían con la suya.

El plan era muy arriesgado, pero era lo único que po-

díamos hacer. María Loren no tenía por qué estar pasando

por ese sufrimiento. Nunca se los podría perdonar, ni si-

quiera yo me perdonaría el haberla involucrado en todo

eso. Traté de no pensar más y resolví enfocarme en nues-

tro propósito.

Alexander se quitó los anteojos, los limpió con su re-

mera y luego se los volvió a colocar. Observó atentamente

el lugar y dijo:

–Ya ubiqué el sitio justo para esconder la cámara.

–Espero que haya electricidad aquí, si no nada funcio-

nará –dijo Ethan mientras buscaba en la paredes algún

enchufe.

–¡Encontré los interruptores! –dijo Alexander–. Te-

nemos electricidad, pero no hay suficientes tomas, necesi-

taremos un cable largo. Igual, si mis cálculos no fallan, no

tendremos problemas. Síganme, por favor…

Caminamos detrás de Alexander, mientras a cada paso

medía la distancia que había hasta el centro de la fábrica.

Subimos la escalera; en el primer piso había un balcón que

rodeaba la planta baja. Señaló el único tomacorriente que

encontró y preguntó:

–¿Qué les parece aquí, detrás de esta columna? Colo-

caré la cámara en la barandilla del balcón y la ataré con un

alambre. La transmisión del video en vivo no se podrá ver

con claridad, pero la ventaja será que, desde aquí arriba,

no sospecharán nada y tendrán una imagen casi completa

del lugar…

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–Confiamos en ti, Alexander –dije con seguridad–. Si

crees que es lo mejor, así será.

–¡A trabajar entonces! –anunció Ethan–. Pronto esta-

rán aquí y debemos estar preparados.

Dejamos a Alexander trabajar tranquilo mientras no-

sotros tres bajamos para pensar los pasos a seguir.

Sabíamos que no teníamos muchas armas, solo una

cada uno. Sería inútil usarlas contra todos ellos, ya que

con seguridad nos superarían en número. Haríamos todo

tal cual ellos nos lo ordenaran hasta tener a María Loren a

salvo. Eso era lo primordial. Nos preocupaba la idea de

que, luego de entregarles la piedra, intentaran matarnos.

Por lo tanto, decidimos dejar el auto en la puerta trasera de

la fábrica para escapar de inmediato.

Ethan y yo, haríamos el intercambio. Nos pararíamos

en el centro del salón para esperar su llegada. Víctor per-

manecería escondido en un lugar seguro para apuntarle a

Amina por si intentaba hacer algo y para hacerles creer

que no estábamos solos.

Faltaban solo veinte minutos para la hora acordada

cuando ya teníamos todo preparado. Nos reunimos los

cuatro en el centro del lugar, justo donde sería el encuen-

tro.

–Quiero decirles que ha sido un orgullo encontrarme

con ustedes en este camino –dije mirándolos a los ojos–.

Sin importar lo que pase hoy, sepan que hicimos lo mejor

y que siempre los recordaré. Pueden contar conmigo para

lo que sea, “Caballeros de la noche…”.

–Son personas increíbles –continuó Ethan–. Jamás los

olvidaré.

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–Hace tiempo que estoy solo, desde la muerte de mi

padre –dijo Víctor–. Ahora no puedo decir lo mismo, pues

sé que siempre tendré a quien recurrir cuando lo necesite.

–Bueno… Yo nunca he tenido amigos y he sido la

burla de todos. Ustedes fueron los únicos que me acepta-

ron como soy, por eso estoy aquí y aquí seguiré apoyándo-

los en lo que necesiten –agregó Alexander.

–¡Por Josep Bueno! –exclamé con orgullo–. ¡Por sus

padres! ¡Por las personas que perdieron la vida! No deja-

remos que esto termine así… Pongámosle un final feliz a

esta historia…

Eran solo unas palabras de aliento que nos ayudarían a

seguir adelante, levantando nuestro ánimo y reforzando

nuestros deseos de triunfo.

Cada uno se ubicó en su puesto. Alexander se ocultó

arriba, donde pudiese controlar desde su computadora la

interferencia de la cámara con la red policial. Llamaría a la

policía local una vez que todos estuvieran en el centro de

la fábrica y daría el canal justo para que pudieran ver en

vivo lo que sucedía.

Víctor se acomodó en un lugar seguro, donde no pu-

diese ser visto para anunciar la llegada de los sujetos.

Ethan y yo nos paramos en el centro, con la piedra

guardada en mi bolsillo, y esperamos a que llegasen de

una maldita vez.

Los autos se aproximaban. Víctor anunció la llegada

de dos patrullas de la policía y la de dos autos negros. To-

dos estábamos en nuestros puestos preparados para el fi-

nal.

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Una vez allí, bajaron más de diez personas armadas

con fusiles de alto calibre. Los que vestían trajes se ubica-

ron en diferentes sitios y los policías se mantuvieron

reunidos en su lugar.

Ethan y yo permanecimos parados en la boca del lobo.

Enseguida nos vimos rodeados. Amina descendió de uno

de los autos acompañada de cuatro personas y caminó

unos metros hasta acercarse a nosotros.

–Volvemos a encontrarnos, Bruce… –dijo–. Esta vez

dejemos el juego para otro momento o morirán ambos y

ella también.

–Eso es lo que queremos –respondió Ethan cortante.

–Muéstrenme la piedra, luego les daremos a María Lo-

ren –dijo Amina y dio la señal al sujeto que estaba parado

junto al auto para que abriera la puerta trasera. El hombre

obedeció y sacó brutalmente de un brazo a María Loren.

Allí estaba ella, con la cara descubierta, una cinta pla-

teada en su boca para que no pudiese hablar, con los ojos

hinchados por las lágrimas que habían derramado. Era la

mujer más hermosa y buena que conocí. Había padecido y

soportado el maltrato de estos malnacidos. Tenía un vesti-

do veraniego blanco que le llegaba a las rodillas. Por un

momento sentí que perdía la razón. Solo quería correr ha-

cia ella y darle un abrazo eterno, aunque sería inútil, no

llegaría a ella sin que me disparen. Me contuve y dije fu-

rioso:

–Suéltenla y les prometo que tendrán la piedra.

–Primero la piedra… –replicó Amina.

El punto de la mira del rifle que tenía Víctor apareció

en el centro de la frente de Amina. Desgraciadamente, se

apuró y esto alteró a los bandidos, que de inmediato reac-

cionaron empuñando sus armas hacia nosotros.

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–¡Si disparan tú también morirás y nadie verá la piedra

jamás! –le grité a Amina.

Muy serena caminó hasta María Loren y le colocó su

arma a un centímetro de la cabeza.

Me costaba contener mi ira al ver la mirada triste de

María. Toda esta situación se estaba saliendo de control.

Había que hacer algo en ese instante o nos matarían a to-

dos. Ya fuera que les entregáramos el diamante o no, trata-

rían de eliminarnos. La única salida era esperar a que las

cámaras hubieran transmitido lo que estaba ocurriendo al

Departamento de Policía y que ellos estuvieran en camino.

–¡Liberen a María Loren y les prometo que les daré el

maldito diamante que tanto desean!

–Bien. Suéltenla –ordenó Amina.

El sujeto que la sostenía del hombro la soltó. Inmedia-

tamente corrió hacia mí muy asustada y nerviosa. Temí

que le dispararan por la espalda, pero cuando me abrazó

todo a mi alrededor se nubló. Contuve la respiración, tomé

con ambas manos su rostro y le dije:

–Te amo. Cuando dé la orden, corre, ¿de acuerdo? Si

algo malo te pasa no podría vivir…

Ella negó con la cabeza y sin importar lo que podía

sucederle si permanecía a mi lado, me contestó:

–Nunca más me alejaré de ti, mi amor. Si debemos

morir juntos, que así sea.

Sus palabras fueron un sonido resplandeciente en mi

corazón. No tuve tiempo de reaccionar pues Amina inter-

vino rápidamente:

–Tu turno, Bruce –contestó a medida que daba unos

paso lentos hacia nosotros.

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La miré con odio y repugnancia y saqué el diamante

de mi bolsillo.

–¿Esto es lo que quiere, verdad? Por esto han muerto

tantas personas, ¿cierto? Ahora ya lo tiene…

Cuando Amina ya estaba a medio paso de mi, le en-

tregue el diamante en su mano. Aproveche la oportunidad

al ver que estábamos sin salida, la tome impulsivamente

del brazo y le apunte con mi arma por detrás de la cabeza.

–Ahora diles que no disparen, o te matare –dije repul-

sivamente en su oído.

Amina me observo de reojo y dudo si apretaría el gati-

llo. Me vi obligado hacer algo de inmediato. Dispare ins-

tantáneamente hacia el techo.

–¡Dilo! –dije nuevamente mientras tenia mi arma pe-

gada en su nuca.

–¡No disparen! –ordeno Amina enfada.

Aproveche la ocasión y camine con ella hacia la salida

trasera, pero cuando note que a la mayoría de las personas

que estaban allí le era insignificante la vida de Amina, ya

que lo que importaba era la piedra. La empuje y grité:

–¡Ahora!

Los tres corrimos velozmente hacia el auto mientras

todos ellos seguían con la mirada el diamante. Ethan, Ma-

ría y yo estábamos totalmente expuestos a los disparos.

Rogaba que Amina no diera la orden. Sin embargo, no

tardó en gritar:

–¡Que no escapen!

A pocos metros de llegar al vehículo, comenzaron los

disparos. Las enormes columnas nos cubrían, pero no era

suficiente; ellos avanzaban y la muerte nos acechaba a

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cada instante. Un tiro pegó en una de las paredes, a menos

de un paso de nosotros.

Ethan me miró fijamente y dijo:

–No nos salvaremos todos. Huye con María, los retra-

saré lo más que pueda…

Me negué, pero ya era demasiado tarde. Ethan se ha-

bía quedado detrás de una columna disparando constante-

mente hacia los sujetos. Cubrió nuestras espaldas hasta

que subimos al auto.

Pisé el acelerador para escapar rápidamente de ahí. La

salida estaba bloqueada. Intenté dar marcha atrás, pero los

disparos destrozaron en mil pedazos el vidrio trasero.

Mantuvimos la cabeza fuera del blanco; presioné nueva-

mente el acelerador y choqué contra un auto negro que se

interpuso en el camino. Estábamos atrapados, era el fin.

Moriría allí, entre las balas, junto con la mujer que amaba.

Le tomé con fuerza la mano y, a pesar de la situación en la

que nos encontrábamos, le dije con una sonrisa:

–Todo saldrá bien, mi amor. Quiero que sepas que lo

más lindo que me pasó en la vida fue haberte conocido.

Las gotas de sudor caían por mi frente. Una lágrima

atravesó mi rostro. Se me taparon los oídos por el fuerte

ruido de los disparos que volaban sobre nosotros y otros

que golpeaban contra la chapa del auto… Cerré los ojos y

la abracé. Fue en ese momento en el que se produjo el mi-

lagro que tanto esperaba: comenzamos a oír las sirenas de

las patrullas policiales que rodeaban la fábrica. También

había llegado un grupo de las fuerzas especiales. Los dis-

paros cesaron de inmediato y se escuchó una voz amplifi-

cada por un megáfono:

–Los tenemos rodeados. No intenten nada más o abri-

remos fuego.

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Los malvivientes arrojaron sus armas al suelo. Todo

salió como lo esperábamos.

Sabía que algo iba a ocurrir, no les puedo explicar

cómo, pero lo sabía. Si tan solo hubieran demorado un

minuto más, nos hubieran encontrado muertos.

Cuando uno tiene fe y esperanza todo es posible.

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Epílogo

Un mes después…

Luego de aquel episodio trágico cada uno regresó a su

hogar.

Yo volví a mi departamento y descansé hasta recupe-

rarme por completo. Reflexioné sobre todas las cosas que

habían ocurrido y traté de mirar el lado positivo en todo

momento.

Llamé a la casa de mi madre, pero no para contarle lo

ocurrido, ya que ella no sabía nada y no la quería hacer

sufrir. Nadie atendió el teléfono; dejé un mensaje en el

contestador diciéndole cuánto la amaba y que iría a verla

para celebrar Noche Buena, para abrazarla y agradecerle

todo lo que había hecho por mí a lo largo de su vida...

Luego salí, tomé el autobús y fui al cementerio para

despedir a Josep Bueno. En la entrada compré un colorido

ramo de flores. Caminé por la angosta senda arbolada has-

ta que vi a Ethan, parado junto a la sepultura, observándo-

la fijamente.

–¡Un verdadero hombre! –le dije sorprendiéndolo por

detrás. Nos dimos un conmovedor abrazo, pero no tan

fuerte pues ese día él recibió un disparo en su hombro de-

recho. Luego miró atentamente la sepultura y dijo:

–Que en paz descanses...

Recordé sus últimos momentos, cuando me salvó la

vida. Pese al poco tiempo que lo traté, puedo decir que era

una excelente persona y un ejemplo a seguir.

De pronto, interrumpió el silencio del lugar el incon-

fundible sonido de la moto de Víctor. Estacionó a unos

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metros y se acercó a nosotros con un ramo de hermosos

jazmines. Primero le dio un fuerte apretón de manos a Et-

han mirándolo a los ojos con orgullo y luego a mí. Apoyó

el ramo en la tumba y dijo:

–Siempre te recordaremos…

Yo estaba conmovido profundamente, tenía ganas de

llorar y de reír al mismo tiempo.

–Esto es lo que esperaba Josep antes de partir. En este

momento estará orgulloso de nosotros –dije al recordar

cómo nos llamó cuando lo conocimos: “Los caballeros de

la noche”.

–Lo está, Bruce, lo está –afirmó Ethan–. Ahora des-

cansa en paz con tu familia, donde quiera que estés, viejo

Josep.

Después de varios minutos en silencio, Víctor le pre-

guntó a Ethan:

–¿Cómo está tu hombro?

–Ha mejorado bastante en muy poco tiempo; las se-

cuelas son leves a esta altura.

–Me alegra escuchar eso –intervine–. Tengo algo que

quisiera leerles acá, justo frente a Josep. Es la unión de los

cuatro códigos: un simple poema que descifraba el lugar

donde estaba escondido el diamante “Gota de sol”.

Saqué de mi bolsillo una hoja doblada en cuatro par-

tes. La desplegué y leí en voz alta:

La tierra color sangre se ha entregado

ante el inmenso sol que la ha mirado,

y eternamente anonadado,

él ha quedado.

Ella todo lo absorbe, todo lo carga:

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lo que camina, lo que duerme,

lo que retoza y lo que pena;

transporta vivos y lleva muertos.

Ella es mi más querida tierra roja.

Un árbol grande y fornido

que solo y deprimido ha permanecido

por cien años aburrido.

Y en cordial semejanza,

buen árbol, quizá pronto te recuerde,

cuando brote en mi vida alguna esperanza.

Revolviendo en mi alma el recuerdo,

que hoy aquí, dejo en este entierro.

Sobre el seno de una gigante roca

escribo estas calladas estrofas,

adornadas de ensueño e historias rotas.

Porque eres el ejemplo de firmeza

suave y difícil de penetrar

que hoy caes en mi vida

tan rápido y sin pensar.

Roca única en tu especie,

esperas a que alguien te encuentre

y te ame eternamente.

Llegar desde un punto extraño

por una fina y larga carretera,

hasta el punto final más lejano

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donde ella me ha arrojado.

Simplemente donde escondo mi dolor

y le sonrío a la vida,

porque no tengo otra opción.

Acompañado de las montañas reverdecidas,

espiadas por el inmenso cielo,

me detengo en el único lugar que puedo.

Para allí esconder esta fuente de vida,

que conmigo llevo.

Al terminar de leer el poema, dije, mientras guardaba

el papel nuevamente en mi bolsillo:

–Increíble, ¿verdad? Nosotros estuvimos sentados allí

y… ¡jamás hubiéramos imaginado que el diamante estaría

debajo de nosotros!

–¡¿Qué?! ¡¿Qué quieres decir?! –tartamudeó Víctor–.

¿Que el diamante estaba detrás de aquella gasolinera, don-

de nos sentamos a descansar en la roca gigante bajo el

único árbol?

–Así es –afirmó Ethan–. Thomas Bueno se detuvo en

ese lugar cuando iba camino al centro de la ciudad, quería

alejarse lo más posible de sus seres amados para no cau-

sarles ningún tipo de problema. Pero ya era tarde y él no lo

sabía.

–Cuando se detuvo, caminó igual que lo hice yo –

intervine–. Al bajar en la estación a cargar combustible,

caminé unos pasos para apreciar el paisaje que había de-

trás de la construcción. Observé el campo y las montañas a

los lejos. Sentí un viento frío y cálido a la vez que pasaba

por todo mi cuerpo. Caminé por la tierra colorada hacia el

solitario árbol y, cuando llegué, me senté en la única roca

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que había allí, observando el amanecer que se presentaba

ante mí en aquel tranquilo y desolado lugar.

–¡Increíble! –exclamó Víctor–. ¡Qué casualidad!

–Dudo de las casualidades –dije–. Todo se nos presen-

tó como tenía que ser. No creo que el destino esté armado,

sino que cada uno elige y arma su propio camino.

De repente una hoja verde se desprendió de una rama

que colgaba sobre mi cabeza y cayó en mi hombro; luego,

balanceándose lentamente siguió hacia el suelo. Miré al

cielo y vi una paloma blanca que aterrizó sobre la misma

rama y después voló hasta la sepultura de Josep Bueno.

Los tres nos quedamos sorprendidos e inmóviles; sabía-

mos que era una señal de que él estaba allí. Segundos des-

pués dije:

–Por último, les mostraré lo que envolvía y protegía al

diamante enterrado en la tierra.

Extraje un segundo un papel arrugado y sucio de mi

bolsillo, y leí:

Cuando lean esto, seguramente ya no estaré aquí. Por

eso entrego al azar de la naturaleza este hermoso diaman-

te, creyendo que todo cambiará para bien, entendiendo

que si hay algo inevitable en esta vida es la muerte. Son

muchas las cosas que van a quedar sin hacer. Es poco el

tiempo que tenemos… Muchos sueños han quedado sin

cumplir y proyectos sin concluir. Tengo tanta vida en mí

que todavía quiero vivir, pero sé que no lo podré hacer.

Disfruten de la vida. Tómenla con las manos, sacúdanla y

disfruten cada segundo. Siempre digan lo que sientan y

hagan lo que piensan. Hoy puede ser la última vez que

vean a los que aman, ya que si el mañana nunca llega,

seguramente lamentarán el día que no se tomaron tiempo

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para sonreír, para abrazar, para dar un beso y que estu-

vieron muy ocupados para concederles un último deseo.

Porque aquí veo el final de mi rudo camino, cuando yo fui

el arquitecto de mi propio destino. Tal vez sea lo mejor

terminar con mi vida, para así descansar eternamente en

paz.

Ya todo había terminado. El diamante “Gota de sol”

regresó a su dueño, el que lo expuso en los museos más

importantes del mundo. La empresa de seguros nos dio

una recompensa de quince millones de dólares por haberlo

encontrado y devolverlo a quien le pertenecía.

Decidimos tomar una parte y abrir una organización

totalmente gratis para aquellas personas que sufren graves

enfermedades.

–¿Qué harán con el resto del dinero, amigos? –

preguntó Ethan antes de despedirse, mientras se colocaba

los anteojos de sol.

–Compré un pequeño yate –respondí–. Me iré unos

días a descansar por un mar tranquilo y luego visitaré a mi

madre para las fiestas de fin de año.

–¿Irás solo?

–Claro que no. Viajaré con la persona que transforma

mis mañanas un sueño único, la que me hace tocar el cielo

con tan solo estirar la mano, con la mujer que amo… Ma-

ría Loren y, por supuesto, el viejo Perly vendrá con noso-

tros… Ustedes, ¿qué tienen pensado?

–Primero, ya cancelé todas mis deudas –respondió

Víctor–. Luego abrí un taller de grandes y lujosas motoci-

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cletas en el centro de la ciudad y aprovecharé mi tiempo

libre en lo que siempre quise hacer: manejar un auto de-

portivo y viajar sin destino…

–Pues consíguete una mujer pronto –dijo Ethan rien-

do–. Yo llevaré a cabo el proyecto que siempre soñé con

mi padre. Y como verán, señores, una hermosa mujer me

está esperando en el auto.

Nos dimos vuelta para mirar y allí estaba la joven ru-

bia de ojos claros que le dio el número de teléfono en el

bar donde conocimos a Alexander. Por supuesto que no

nos olvidamos de él: le dimos una buena parte del dinero

por ayudarnos a capturar a los corruptos.

Olvidé mencionar que mi vecina, la señora Adler, ¡no

había fallecido! La noche anterior en que fui al hotel The

Roosevelt, logré informar a la enfermera lo que estaba

ocurriendo, la trasladamos a otra habitación y así la ocul-

tamos hasta que pasara el peligro. Hoy la señora Adler se

encuentra descansando en perfectas condiciones en su de-

partamento con una costosa cobertura médica las veinti-

cuatro horas, a mi cargo.

Luego de explicar y probar todo lo que me había ocu-

rrido, en mi trabajo decidieron concederme unos días de

licencia para que me recupere de lo que había sufrido. De

todas maneras, me planteare la idea de volver a ese traba-

jo.

Ahora, y lo más importante de todo: todas las personas

que estaban involucradas en el robo del diamante, tanto

por los asesinatos como por las estafas, fueron condenadas

a pasar sus vidas encerradas en prisión.

Antes de terminar este relato, quiero agradecer a Ethan

y a Víctor que guardaron las notas que escribí durante el

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infierno que padecí en aquella habitación, las que me im-

pulsaron a concluir esta historia.

Ahora estoy escribiendo las últimas palabras dentro

del pequeño yate blanco, mientras disfruto de una hermosa

travesía por las aguas de un pacífico mar, observando un

maravilloso paisaje, junto al viejo Perly recostado en el

suelo. Mientras tanto, frente a un delicioso desayuno ser-

vido en la mesa, espero a que despierte mi querida amante

incondicional, mi prometida y el único amor de mi vida,

María Loren.

Fin

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