enrique vila-matas - una casa para siempre

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Del libro: Chet Baker piensa en su arte2012, Buenos Aires, Debolsillo

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  • UNA CASA PARA SIEMPRE

    Enrique Vila-Matas

    De mi madre siempre supe poco. Alguien la mat en la casa de Barcelona, dos das despus de que yo naciera. El crimen fue todo un misterio que cre dar por resuelto el da en que cumpl veinte aos, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclam mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproximndose al momento en que enmudecera radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera.

    -Incluso las palabras nos abandonan -recuerdo que dijo-, y con eso est dicho todo, pero antes debes saber que tu madre muri porque yo as lo dispuse.

    Pens de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comenc a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada senta que el mundo se hunda a mis pies y que atrs quedaban, patticamente dibujadas para siempre, las escenas de alegra y plenitud que me haba hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mtica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el da, entregndose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a travs de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pens que, a su muerte, pasara a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.

    Pero aquel da de cumpleaos, en Port de la Selva, se fug de esa herencia todo instinto de ternura y tan slo conoc el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen ms remoto, dijo l, deba situarse en los primeros das de abril de 1945, un ao antes de que yo naciera, cuando sintindose l todava joven y con nimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribi una carta a una joven ampurdanesa que haba conocido casualmente en Figueras y que le haba parecido que reuna todas las condiciones para hacerle feliz, pues no slo era pobre y hurfana, lo que a l le facilitaba las cosas, ya que poda protegerla y ofrecerle una notable fortuna econmica, sino que, adems, era hermosa, muy dulce, tena el labio inferior ms sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que posea un gran sentido de la subordinacin al hombre, algo que l, a causa de sus dos anteriores infiernos conyugales, valoraba muy especialmente.

    Haba que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le haba mutilado, en un inslito ataque de furia, una oreja. Mi padre haba sido tan desdichado en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que sta fuera dulce y servil.

    Mi madre reuna esas condiciones, y l saba que una simple carta, cuidadosamente redactada, podra parla. Y as fue. La carta era tan apasionada y estaba tan hbilmente escrita que mi madre no tard en sentarse en Barcelona. En el centro de un laberinto de callejuelas del Barrio Gtico llam a la puerta del viejo y ennegrecido palacio de mi padre, quien al parecer no pudo ni quiso disimular su gran emocin al verla all en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un maletn azul

  • que dej caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de hurfana, preguntaba si poda pasar.

    -Que aquel da llova en Barcelona -me dijo padre desde su lecho de muerte-, es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi cruzar el umbral me pareci que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sent dominado por el impulso ertico ms intenso de mi vida.

    Ese impulso pareca no tener ya lmites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval espaola en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre orden que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realiz encantada y hasta la extenuacin, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le orden cariosamente que se casara cuanto antes con l.

    Y aquella misma noche durmieron juntos, y mi padre, dominado por esa suprema cursilera que acompaa a ciertos enamoramientos, tuvo la impresin de que, tal como haba imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un pjaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareci que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran frgiles como los de un pjaro.

    -Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia barcelonesa, te engendramos -me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.

    Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedi a la exigencia de un vaso de vodka. Me negu a drselo, pero al amenazar con no proseguir su relato, por pura precaucin ante el posible cumplimiento de la amenaza, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que ta Consuelo no lo viera, llen de vodka dos vasos. Hoy s que todas mi precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos ta Consuelo slo viva para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del saln que representaba la coquetera celestial de unos ngeles al hacer uso de una escalera; slo viva para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesin le distraa de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a l, en aquellos momentos slo viva para alimentar la ilusin de su relato.

    Cuando hubo saciado su sed, mi padre pas a contar que el viaje de miel tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirti la primera anomala en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advert la primera anomala en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas dos ciudades con Pars y Londres, pero prefer no interrumpirle cuando o que me deca que la anomala de mi madre no era exactamente un defecto, sino algo as como una peculiar mana. A ella le gustaba coleccionar panes.

    En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panaderas se convirti en un extrao deporte. Compraban panes que eran perfectamente intiles, pues no estaban destinados a ser devorados sino ms bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la coleccin de mi madre. Muy pronto, l protest y pregunt con notable crispacin a qu obedeca aquella rara adoracin al pan.

    -Algo tiene que comer la tropa -respondi escuetamente mi madre, sonrindole como quien le sigue la corriente a un loco.

    -Pero Diana, qu clase de broma es sta? balbuce desconcertado mi padre. -Me parece que eres t quien est bromeando esas preguntas tan absurdas -contest ella con

    cierto aire de ausencia y esbozando la suave y soadora mirada de los miopes. Siete das, segn mi padre, estuvieron en Estambul, y eran unos cuarenta los panes que mi

    madre llevaba en su gran bolsa cuando llegaron a El Cairo. Como era hora avanzada de la noche, l marchaba feliz sabindose a salvo de las panaderas cairotas, e incluso se ofreci a llevar la bolsa. No saba que aqullas iban a ser sus ltimas horas de felicidad conyugal.

    Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champn rosado ya la luz de la luna, en la terraza de la habitacin del hotel. Pero horas despus mi padre

  • despert en mitad de la noche cairota y descubri con gran sorpresa que mi madre era sonmbula y estaba bailando frenticas tiranas sobre el sof. Trat de no perder la calma y aguard pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sueo ms profundo. Pero cuando esto ocurri, nuevos motivos de alarma se aadieron a los anteriores. De repente mi madre, hablando dormida, se gir hacia l y le dijo algo que, a todas luces, son como una tajante e implacable orden:

    -A formar. Mi padre an no haba salido de su asombro cuando oy: -Media vuelta. Rompan filas. No pudo dormir en toda la noche y lleg a sospechar que su mujer, en sueos, le engaaba

    con un regimiento entero. A la maana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que en el transcurso de las ltimas horas ella haba bailado tiranas y se haba comportado como un general perturbado al que slo pareca interesarle dar rdenes y repartir panes entre la tropa. Quedaba el consuelo de que, durante el da, su esposa segua siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero se no era un gran consuelo, pues si bien en las noches cairotas que siguieron no reapareci el tirnico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento y, de forma cada vez ms enrgica, las rdenes.

    -Y el toque de Diana -me dijo mi padre- comenz a convertirse en un autntico calvario, pues cada da, minutos antes de despertarse, los resoplidos que seguan a los ronquidos de tu madre parecan imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer.

    Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente de lo que estaba narrando y, adems, resultaba impresionante ver cmo, a las puertas de la muerte, mantena ntegro su habitual sentido del humor. Inventaba? Tal vez y, por ello, prob a mirarle con ojos incrdulos, pero no pareci nada afectado y sigui, serio e inmutable, con su relato.

    Cont que cuando ella despertaba volva a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panadera o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extraas miradas melanclicas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hacan guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una maana incluso ensay algunos pasos de tirana frente a los soldados.

    Ms de una vez mi padre se sinti tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y dicindole por ejemplo:

    -Tienes como mnimo una doble personalidad. Eres sonmbula y, adems de bailar tiranas sobre los sofs, conviertes el lecho conyugal en un campo de instruccin militar.

    No le dijo nada porque temi que si hablaba con ella de todo eso tal vez fuera perjudicial y lo nico que lograra sera ponerla en la pista de un rasgo oculto de su carcter: ciertas dotes de mando. Pero, un da, paseando en camello junto a las pirmides, mi padre cometi el error de sugerirle el argumento de un relato breve que haba proyectado escribir:

    -Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrevera a decir que ejemplar. Como todas las historias felices, no tendra demasiado inters de no ser porque ella, todas las noches, se transforma, en sueos, en un militar.

    An no haba acabado la frase cuando mi madre pidi que la bajaran del camello y, tras lanzarle una mirada de desafo, le orden que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcios. Mi padre qued aterrado porque comprendi que, a partir de aquel momento, no slo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que adems recibira orden tras orden.

    En el viaje de regreso a Barcelona mi madre mandaba ya con tal autoridad que l acab confundindola con un general de la Legin Extranjera, y lo ms curioso fue que ella pareci, desde el primer momento, identificarse plenamente con ese papel, pues se qued como ausente y dijo que se senta perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros para templar el pasts y el ajenjo y narguils para el kif, escudriando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.

  • Ya su llegada a Barcelona, ya instalados en el viejo palacio del Barrio Gtico, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo humeante y pendiente de la comisura de los labios, y verle a l con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la marejada, medio ciego por el sol del desierto y convertido en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.

    -Tu madre era un general -concluy mi padre-, y no tuve ms remedio que ganar la batalla contratando a alguien para que la matara. Pero eso s, aguard a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confi en que, el da en que te confesara el crimen, t sabras comprenderme.

    Lo nico que yo, a esas alturas del relato, comprenda perfectamente era que mi padre, en una actitud admirable en quien est al borde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proximidad de la muerte le retraa de su gusto por inventar historias. y tuve la impresin de que deseaba legarme la casa de la ficcin y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subindome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente:

    -Sin duda me confunde usted con otro. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a ta Consuelo no es ms que un personaje inventado por m.

    Me mir con cierta desazn hasta que por fin reaccion. Vivamente emocionado, me apret la mano y me dedic una sonrisa feliz, la de quien est convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.

    Mi padre, que en otros tiempos haba credo en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una nica y definitiva fe: la de creer en una ficcin que se sabe como ficcin, saber que no existe nada ms y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficcin y, sabindolo, creer en ella.

    Del libro: Chet Baker piensa en su arte 2012, Buenos Aires, Debolsillo