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El rayo verde Julio Verne

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El rayo verde

Julio Verne

El hermano Sam y el hermano Sib

-¡Bet!-¡Beth!-¡Bess!-¡Betsey!-¡Betty!Todos estos nombres resonaron sucesiva-

mente en el magnífico vestíbulo de Helens-burgh con arreglo a la costumbre del hermanoSam y del hermano Sib de llamar así al ama dellaves de la mansión.

Pero en aquel momento los diminutivos fa-miliares del nombre de Élisabeth no hicieronaparecer a la buena mujer ni tampoco si lahubieran llamado con su nombre entero.

En cambio, el que apareció en la puerta delvestíbulo con la gorra en la mano fue el mayor-domo Partridge en persona.

Partridge se dirigió a los dos personajes dealegre semblante sentados en el alféizar de una

ventana que hacía tribuna en la fachada de lacasa:

-Los señores han llamado a la señora Bess -dijo-, pero la señora Bess no está en casa.

-¿Dónde está, pues, Partridge?-Ha salido acompañando a la señorita

Campbell, que se pasea por el jardín.Y Partridge se retiró ceremoniosamente,

obedeciendo una señal que le hicieron los doshermanos.

Estos dos hermanos, Sam y Sib -cuyo verda-dero nombre de bautismo era Samuel y Sébas-tien-, tíos de la señorita Campbell, escoceses depura cepa, escoceses de un antiguo clan de lasTierras Altas, contaban entre los dos la bonitaedad de ciento doce años, con una diferenciasólo en quince meses entre el mayor Sam y elmenor Sib.

Para dar una idea en pocas palabras de estosdos prototipos del honor, de la bondad, de laabnegación, es suficiente decir que su existenciaestaba consagrada por entero a su sobrina. Eran

hermanos de su madre, que, tras quedar viudaal cabo de un año de casada, cogió una terribleenfermedad que la llevó a la tumba en pocosdías. Sam y Sib Melvill quedaron, pues, comoúnicos custodios de la pequeña huérfana. Uni-dos por la misma ternura, no vivieron, ni pen-saron, ni soñaron más que para ella.

Por ella se habían quedado solteros, cosaque por otra parte no lamentaban, ya que erande esos seres bondadosos que no tienen otropapel en este mundo que el de tutor. Pero estono es todo: el mayor se había constituido enpadre y el menor en madre de la criatura. Poresto, muchas veces la señorita Campbell lessaludaba diciendo con la mayor naturalidad:

-Buenos días, papá Sam. ¿Cómo está usted,mamá Sib?

A nadie mejor podrían ser comparados losdos tíos, excepto en la aptitud para los nego-cios, sino a aquellos caritativos comerciantes,los hermanos Cheeryble, de la City de Londres,las criaturas más perfectas que han brotado de

la imaginación de Dickens. Sería imposible en-contrar mayor semejanza, y, aunque se censureal autor por haber tomado su tipo de la obramaestra, Nicolas Nickleby, nadie podrá lamen-tar el empréstito.

Sam y Sib Melvill, unidos por la boda de suhermana con una rama colateral de la antiguafamilia de los Campbell, no se habían separadonunca. La misma educación los había hechoparecidos en lo moral. Habían recibido juntos lamisma educación en el mismo colegio y en lamisma clase. Como generalmente tenían lasmismas ideas sobre cualquier cosa, y se expre-saban en idénticos términos, el uno podía ter-minar siempre la frase empezada por el otro,con las mismas expresiones, subrayadas por losmismos gestos. En resumen, aquellos dos her-manos eran como una sola persona, a pesar deque tuvieran una constitución física tan distin-ta. En efecto, Sam era un poco más alto que Sib,y Sib un poco más grueso que Sam; pero hubie-ran podido intercambiar su pelo gris sin alterar

el carácter de sus honrados semblantes quellevaban impreso el sello de nobleza de los des-cendientes del clan de Melvill.

Hemos de añadir aún que en el corte de sustrajes, sencillos y anticuados, en la elección delas telas de sus vestidos, siempre de buen pañoinglés, tenían el gusto parecido, con una ligeravariante -¿quién podría explicar esta ligera dis-crepancia?-: que Sam prefería el azul marino ySib el marrón oscuro.

En verdad, ¿quién no hubiera querido viviren la intimidad de estos dos dignos caballeros?Acostumbrados a andar al mismo paso en lavida, seguramente se pararían a poca distanciael uno del otro, cuando les llegara la hora defi-nitiva. En todo caso, esta hora estaba aún leja-na, pues aquellas dos últimas columnas de lacasa de los Melvill eran muy sólidas. Debíansostener por mucho tiempo aún el viejo edificiode su raza, que databa del siglo catorce, centu-ria épica de los Robert Bruce y de los Wallace,período heroico en que Escocia luchaba contra

los ingleses en defensa de su independencia.Pero si ni Sam ni Sib Melvill no habían teni-

do ocasión de combatir para el bien de su país,y si su vida, mucho menos agitada, había trans-currido en la calma y el bienestar que crea lafortuna, no por ello debemos reprochárselo, nicreer que hubieran degenerado, sino que, prac-ticando el bien, habían continuado las genero-sas tradiciones de sus antepasados.

Así pues, sanos y fuertes los dos, sin tenernada que reprocharse en la conciencia, estabandestinados a envejecer, sin llegar jamás a viejos,ni de espíritu ni de cuerpo.

Quizá tenían un defecto -¿quién puede va-nagloriarse de ser perfecto?-; éste era el de ilus-trar sus conversaciones con imágenes y citassacadas del célebre Caballero de Abbotsford y,particularmente, de los poemas épicos de Os-sian, que les entusiasmaban. Pero ¿quién po-dría reprochárselo en el heroico país de Fingaly de Walter Scott?

Para acabar de hacer su retrato con una úl-

tima pincelada, haremos observar que tomabanrapé con inaudita frecuencia. Bien sabido esque el distintivo de las tiendas que venden ta-baco en Inglaterra representa casi siempre unairoso escocés con la tabaquera en la mano,luciendo su traje tradicional. Pues bien, loshermanos Melvill hubieran podido figurar contodos los honores en uno de estos carteles pin-tados en las planchas metálicas que se balan-cean encima de la puerta de las tiendas. Aspi-raban tanto tabaco o incluso más que nadie enaquellos contornos, y más allá del Tweed. Pero,detalle característico, sólo disponían de unacaja -enorme, eso sí-. Este objeto pasaba sucesi-vamente del bolsillo de uno al bolsillo del otro.Era un lazo más que los unía. No hay que decirque experimentaban al mismo tiempo, diezveces en una hora quizá, la necesidad de aspi-rar el excelente polvo nicótico que se hacíantraer de Francia. Cuando uno de los dos sacabala caja de las profundidades del bolsillo, eraque los dos tenían ganas de regalarse con una

buena toma de rapé y cuando estornudaban,decían al unísono: « ¡Dios os bendiga! ».

En resumen, los hermanos Sam y Sim eranrealmente como dos chiquillos en todo lo quese refería a las realidades de la vida; estabanmuy poco informados de las cosas prácticas deeste mundo; completamente ignorantes enasuntos industriales, financieros o comerciales,que tampoco les interesaban lo más mínimo; enpolítica, quizá eran un poco jacobitas en el fon-do, conservaban algunos prejuicios contra ladinastía reinante de Hannover, soñaban con losúltimos Estuardo, como un francés puede soñarcon el último de los Valois; y, en fin, en cues-tiones de sentimientos, todavía eran menosentendidos.

Y, sin embargo, los hermanos Melvill sólotenían una idea: ver claro en el corazón de laseñorita Campbell, adivinar sus pensamientosmás secretos, dirigirlos si era necesario, o des-arrollarlos si convenía y, finalmente, casarlacon un buen muchacho elegido por ellos y que

no dejaría de hacerla feliz.Si hemos de creerlos -o, mejor dicho, si los

oímos hablar- veremos que precisamente yahabían encontrado al muchacho destinado ahacer feliz a su sobrina.

-¿Así que Helena ha salido, hermano Sib?-Sí, hermano Sam; pero ya son las cinco y no

puede tardar en regresar a casa...-Y tan pronto llegue...-Creo, hermano Sam, que será conveniente

tener una conversación seria con ella.-Dentro de pocas semanas, hermano Sib,

nuestra hija llegará a la edad de dieciocho años.-La edad de Diana Vernon, hermano Sam.

¿Y no es ella tan encantadora también como laadorable heroína de Rob Roy?

-Sí, hermano Sam, y por sus graciosos moda-les...

-La vivacidad de su espíritu...-La originalidad de sus ideas...-Todavía recuerda más a Diana Vernon que

a Flora Mac Ivor, la magnífica e impresionante

figura de Waverley.Los hermanos Melvill, orgullosos de su es-

critor nacional, citaron todavía algunos nom-bres más de sus heroínas preferidas, de El anti-cuario, de Guy Mannering, de El abate, de Elmonasterio, de La hermosa muchacha de Perth,de El castillo de Kenilworth, etc., pero todas,según ellos, debían inclinarse ante la señoritaCampbell.

-Es un rosal joven que ha crecido demasiadodeprisa, hermano Sib, y que es necesario...

-Vigilarlo, hermano Sam. Y he oído decirque la mejor vigilancia...

-Es evidente que debe ser la del marido,hermano Sib, ya que toma raíces a su alrededor,en el mismo suelo...

-Y crece, hermano Sam, con el joven rosal aquien protege.

Los dos hermanos Melvill habían aplicado aun mismo tiempo esta metáfora, sacada dellibro El perfecto jardinero. Sin duda estabanmuy satisfechos con ella, pues una sonrisa de

contento iluminó por igual sus bondadososrostros. El hermano Sib abrió la tabaquera co-mún y hundió delicadamente los dedos en ella;luego la pasó a manos del hermano Sam, elcual, después de pellizcar una buena porciónde rapé, la metió en su bolsillo.

-Entonces, ¿estamos de acuerdo, hermanoSam?

-Como siempre, hermano Sib.-¿Incluso en la elección del marido?-No podríamos hallar otro más simpático ni

más del gusto de Helena que este joven sabioque, en varias ocasiones, nos ha manifestadounos sentimientos tan juiciosos...

-Y tan serios para con ella.-Sería difícil, en efecto. Instruido, graduado

en las universidades de Oxford y de Edimbur-go..:

-Físico como Tyndall...-Químico como Faraday...-Conocedor a fondo de la razón de todas las

cosas de este mundo, hermano Sam...

-Y que tiene respuesta para todo, hermanoSib.

-Descendiente de una excelente familia delcondado de Fife, y, además, poseedor de unafortuna suficiente...

-Sin hablar de su aspecto muy agradable, ami parecer, incluso con sus lentes de aluminio.

Aun cuando los lentes de su héroe hubieransido de acero, de níquel o incluso de oro, loshermanos Melvill no lo hubieran consideradonunca como un defecto. Aunque es cierto tam-bién que estos aparatos ópticos sientan bien alos sabios jóvenes y ayudan a completar la gra-vedad de su fisonomía.

Pero aquel graduado de las universidadesque acabamos de mencionar, aquel físico, aquelquímico, ¿convendría a la señorita Campbell?Si Helena Campbell se parecía a Diana Vernon,ya sabemos que la propia Diana Vernon noexperimentaba por su sabio primo Rashleighotro sentimiento que el de una amistad conte-nida, y no se casa con él al final de la novela.

Bueno, esto no era nada que preocupase alos dos hermanos. Ellos llevaban consigo todasu inexperiencia de solterones, bastante incom-petentes en tales materias.

-Ya se han encontrado varias veces, hermanoSib, y nuestro joven amigo no ha parecido in-sensible a la belleza de Helena.

-¡Ya lo creo, hermano Sam! El divino Ossian,que hubiera tenido que celebrar sus virtudes,su belleza y su gracia, la hubiera llamado Moi-na, es decir, la amada de todos...

-A menos que no la hubiera llamado Fiona,hermano Sib, es decir, la hermosa sin par de lasépocas gaélicas.

-Quizá presintió a nuestra Helena, hermanoSam, cuando dijo: «Abandona el retiro dondesuspiraba en secreto, y aparece en toda su be-lleza, como la luna junto a una nube de Orien-te...».

-«Y el destello de sus encantos la rodea comolos rayos de luz», hermano Sib, «y el ruido desus ligeros pasos alegra el oído como una músi-

ca armoniosa».Por suerte, los dos hermanos terminaron

aquí su cita, cayendo del cielo un poco nubladode los sueños al terreno de las realidades.

-Seguramente que si Helena gusta a nuestrojoven sabio, éste no puede dejar de gustarle aella.

-Y si, por su parte, hermano Sam, ella no haprestado todavía toda la atención que se mere-cen las grandes cualidades con que ha sido fa-vorecido tan generosamente por la naturaleza...

-Hermano Sib, es únicamente porque noso-tros no le hemos dicho todavía que ya es tiem-po de que piense en casarse. Pero el día en quehayamos dirigido sus pensamientos hacia talfin, admitiendo que ella tenga alguna preven-ción, si no contra el marido, al menos contra elmatrimonio...

-Ella no tardará mucho en decir que sí, her-mano Sam...

-Igual que este excelente Bénédict, hermanoSib, que después de haber ofrecido resistencia

por largo tiempo...-Termina, al final de Mucho ruido y pocas

nueces, por casarse con Béatrix.Así es cómo arreglaban las cosas los dos tíos

de la señorita Campbell, y el desenlace de estacombinación les parecía tan natural como el dela comedia de Shakespeare.Se habían levantado de mutuo acuerdo. Se ob-servaban con una fina sonrisa. Se frotaban lasmanos de contento. Aquella boda era asuntoconcluido. ¿Qué dificultad podía surgir? Eljoven había formulado su petición. La mucha-cha les daría la respuesta, de la cual no se preo-cupaban lo más mínimo. Todo se sucederíasegún las conveniencias. Sólo tenían que seña-lar la fecha.

En verdad, sería una hermosa ceremonia.Tendría lugar en Glasgow. Claro que no sería lacatedral de San Mungo, la única iglesia de Es-cocia que, con San Magno de las Orcadas fuerespetada en la época de la Reforma. ¡No! Esdemasiado maciza, y, por consiguiente, dema-

siado triste para una boda que, tal como pensa-ban los hermanos Melvill, debía ser algo asícomo un florecimiento de juventud, un des-lumbramiento del amor. Sería mejor escogerSan Andrés o San Enoch, o incluso San Jorge,que pertenece al barrio más distinguido de laciudad.

El hermano Sam y el hermano Sib continua-ron dando rienda suelta a sus proyectos bajouna forma que tenía más de monólogo que dediálogo, ya que siempre seguían la misma idea,expresada de igual manera. Mientras hablaban,contemplaban a través de los cristales del anchoventanal los hermosos árboles del jardín, bajocuya sombra se estaba paseando entoncesHelena Campbell. Mientras hablaban, no teníannecesidad de mirarse el uno al otro, pero de vezen cuando, con una especie de instinto afectuo-so, se cogían del brazo, se apretaban la mano,como para establecer mejor la comunicación desu pensamiento por medio de alguna corrientemagnética.

Sí. ¡Sería magnífico! Harían las cosas engrande y con el máximo esplendor. Los pobresde West George Street, si había alguno -y¿dónde no hay pobres?-, no serían olvidadostampoco en la fiesta. Si, por cualquier causa, laseñorita Campbell decidiera que todo transcu-rriera con más sencillez e intentara hacer entraren razón a sus tíos, éstos sabrían contradecirlapor primera vez en la vida. Sobre este punto nocederían, ni sobre ningún otro tampoco. Congran ceremonia, los invitados a la comida deesponsales «brindarían por las vigas del techo»,según la antigua costumbre. Y el brazo derechodel hermano Sam se extendía a medias, al mis-mo tiempo que el brazo derecho del hermanoSib, como si de antemano cambiasen el famosobrindis escocés.

En aquel instante se abrió la puerta del ves-tíbulo. Una guapa muchacha, con las mejillassonrosadas a causa de la larga caminata, apare-ció en el umbral. En la mano agitaba un perió-dico desdoblado. Se dirigió corriendo hacia los

hermanos Melvill y les saludó con dos sonorosbesos a cada uno.

-Buenos días, tío Sam -dijo.-Buenos días, querida hija.-¿Cómo va, tío Sib?-De maravilla.-Helena -dijo el hermano Sam-, tenemos que

ponernos de acuerdo contigo en algo que teinteresa.

-¿Ponerse de acuerdo conmigo? ¿Algo queme interesa? ¿Qué es lo que habéis urdido, tíos?-preguntó Helena Campbell, mirando malicio-samente, tan pronto al uno como al otro.

-Creo que conoces a un joven llamado Aris-tobulus Ursiclos...

-Sí, le conozco.-¿Te desagrada?-¿Por qué tendría que desagradarme, tío

Sam?-Entonces, ¿te gusta?-¿Por qué tendría que gustarme, tío Sib?-En fin, mi hermano y yo, después de mu-

chas reflexiones hemos pensado proponértelopara marido.

-¡Casarme! ¿Yo? -exclamó Helena Campbell,prorrumpiendo en una sonora carcajada, queresonó por las cuatro paredes del vestíbulo.

-¿No quieres casarte? -preguntó el hermanoSam.

-¿Por qué?-Pero... ¿nunca? -dijo el hermano Sib.-Nunca -contestó la señorita Campbell,

adoptandoun aire de seriedad, que desmentía su boca

sonriente-.Nunca, queridos tíos... al menos hasta que

haya visto...-¿El qué? -exclamaron el hermano Sam y el

hermano Sib.-Hasta que haya visto el rayo verde.

IIHelena Campbell

La finca en la que vivían los hermanos Mel-vill y Helena Campbell estaba situada a tresmillas de la pequeña aldea de Helensburgh, enlas orillas del Gare-Loch, una de aquellas pinto-rescas ensenadas que se abren caprichosamenteen la orilla derecha del río Clyde.

Durante la época de invierno, los hermanosMelvill y su sobrina ocupaban en Glasgow unavieja mansión del West George Street, en elbarrio aristocrático de la moderna ciudad, nolejos de Blythswood Square. Allí permanecíanseis meses del año, a menos que algún caprichode Helena -a los que se sometían sin rechistar-no los llevara a trasladarse por algún tiempo atierras italianas, españolas o francesas. En elcurso de estos viajes, continuaban no viendomás que por los ojos de la muchacha, dirigién-dose allí donde ella deseaba ir, parándose don-de se le antojaba pararse, y admirando sólo loque ella admiraba. Luego, cuando la señorita

Campbell cerraba el cuaderno en el que anota-ba, ya sea un boceto al lápiz, ya sea sus impre-siones de viaje, reemprendían dócilmente el ca-mino de Inglaterra, regresando, no sin satisfac-ción, a la confortable vivienda de West GeorgeStreet.

Cuando el mes de mayo estaba en su tercerasemana, tanto el hermano Sam como el herma-no Sib sentían unos deseos irrefrenables de irseal campo. Esto les ocurría siempre justo en elmomento en que Helena Campbell manifestabasu deseo no menos irrefrenable de dejar Glas-gow, con sus ruidos de gran ciudad industrial,huyendo del movimiento y del tumulto quellegaba incluso hasta el barrio residencial deBlythswood Square, para volver a contemplarun cielo menos lleno de humo y respirar un airemenos cargado de ácido carbónico, que el cieloy el aire de la antigua metrópoli.

Entonces toda la casa, dueños y criados, semarchaban a la finca, que se hallaba a unasveinte millas de distancia todo lo más.

Aquella aldea de Helensburgh era realmenteun lugar muy bonito. Se la ha convertido enuna estación balnearia, muy frecuentada portodas aquellas personas cuyas posibilidades lespermiten trocar los paseos por el Clyde, por lasexcursiones por los lagos Katrine y Lomond,que tanto éxito tienen entre los turistas.

A una milla del pueblo, en las orillas del Ga-re-Loch, los hermanos Melvill habían escogidoel mejor lugar para construir su casa, en mediode un bosque de magníficos árboles, regadospor una verdadera red de arroyos en un sueloaccidentado, cuyo relieve se prestaba a todaslas perspectivas de un jardín. Frescas umbrías,verdes céspedes, macizos variados, parterres deflores, prados en los que la «hierba higiénica»crece especialmente para las ovejas privilegia-das, estanques con sus claras aguas, pobladasde cisnes silvestres, estos graciosos pájaros delos cuales Wordsworth ha dicho:

Cuando el cisne nada, nadan el cisne y su som-

bra.

En fin, todas las maravillas que la naturalezapuede reunir para que los ojos se recreen, sinque la mano del hombre la traicione con arre-glos artificiales: tal era la residencia de veranode la opulenta familia Melvill.

Debemos añadir que, desde la parte de jar-dín situada por debajo del Gare-Loch, se disfru-taba de una vista formidable. Más allá del es-trecho golfo, hacia la derecha, la mirada topabaprimero con el istmo de Rosenheat, donde selevanta una graciosa villa italiana que pertene-ce al duque de Argyll. A la izquierda, la peque-ña aldea de Helensburgh dibujaba en una líneaondulada el perfil de sus casitas, dominadaspor dos o tres campanarios, su elegante muelle,que se adentraba en las aguas del lago para elservicio de barcos a vapor, y, en último plano,sus colinas salpicadas de pequeñas casitas pin-torescas. Enfrente, en la orilla izquierda delClyde, Port-Glasgow, las ruinas del castillo de

Newark, Greenock y su bosque de mástilesadornados con banderines multicolores, forma-ban un panorama muy variado, que los ojos nose cansaban de admirar.

Cuando se miraba desde la torre principalde la finca, aquella perspectiva era más hermo-sa todavía, porque nos ofrecía dos nuevos hori-zontes.

Esta torre, cuadrada, con garitas ligeramentesuspendidas en tres ángulos de su plataforma,adornada de almenas y barbacanas, unida alparapeto por un friso de piedra recortada, ter-minaba con una torrecita octogonal que se le-vantaba en el cuarto ángulo de la plataforma.Allí arriba se izaba el palo de la bandera quepodemos ver en todos los tejados de las casas aligual que en la popa de todos los buques delReino Unido. Esta especie de torreón de cons-trucción moderna dominaba, pues, el conjuntode edificios que constituían la finca propia-mente dicha, con sus tejados irregulares, susventanas dispuestas caprichosamente, sus múl-

tiples fachadas, sus celosías pegadas a las ven-tanas, sus chimeneas destacándose en lo altodel tejado -de graciosos contornos la mayoríade las veces-, de que se enriquece a placer laarquitectura anglosajona.

Era, pues, en la última plataforma de la to-rre, bajo los pliegues de los colores nacionales,desplegados a la brisa del Firth of Clyde, dondela señorita Campbell gustaba de ir a soñar du-rante horas enteras. Allí se había dispuesto unbonito refugio aireado como un observatorio,donde podía leer, escribir, dormir, en cualquierépoca del año, al abrigo del viento, del sol y dela lluvia. Era allí donde tenían que ir a buscarlala mayoría de las veces. Si no la encontrabanallí, era porque su fantasía la impulsaba a per-derse en las florestas del jardín, ya sola, yaacompañada de la señora Bess, a menos queestuviera recorriendo a caballo los campos delos alrededores, seguida siempre por el no me-nos fiel Partridge, que tenía que espolear alsuyo para no quedarse rezagado de su joven

ama.Entre los numerosos criados de la mansión

hemos de destacar muy especialmente estosdos honrados sirvientes, adscritos al servicio dela familia Campbell desde su más tierna edad.

Elisabeth, la Luckie, la «tía» -como se llamaen los Highlands a las amas de llaves-, contabaen aquel entonces tantos años como llaves con-tenía su llavero, y éste no tenía menos de cua-renta y siete. Era una mujer hacendosa, seria,ordenada, inteligente, que llevaba todo el pesode la casa. Quizá creía haber criado también alos dos hermanos Melvill, a pesar de que éstoseran bastante mayores que ella; pero sí era se-guro que ella prodigaba a la señorita Campbellverdaderos cuidados maternales.

Al lado de esta excelente ama de llaves figu-raba el escocés Partridge, un sirviente absolu-tamente adicto a sus dueños, eternamente fiel alas viejas costumbres de su clan.

Invariablemente vestido con el traje tradi-cional de los montañeses, llevaba la boina azul

a cuadros, el kilt, que le descendía hasta lasrodillas por encima del philibeg, y el pouch,especie de escarcela de pelo largo; calzaba altaspolainas atadas con cordones cruzados y unaespecie de sandalias confeccionadas con cuerode vaca.

Una señora Bess para llevar la casa y un Par-tridge para guardarla, ¿qué más era necesariopara asegurar la tranquilidad del hogar en estemundo?

Se habrá observado, sin duda, que en elmomento en que Partridge acudió a la llamadade los hermanos Melvill, había dicho, al referir-se a la muchacha: la señorita Campbell. Y esque, si el buen escocés la hubiera llamado laseñorita Helena, es decir, con su nombre depila, hubiera cometido una infracción a las re-glas que señalan los grados jerárquicos; infrac-ción que designa más particularmente la pala-bra esnobismo.

Efectivamente, la hija mayor o la hija únicade una familia de la aristocracia, incluso cuan-

do aún está en la cuna, jamás lleva el nombrecon que ha sido bautizada. Si la señoritaCampbell hubiera sido la hija de un par, lahabrían llamado lady Helena; pero esta ramade los Campbell, a la que pertenecía, era sólocolateral y muy lejana de la rama directa delpaladín sir Colin Campbell, cuyo origen se re-monta a las Cruzadas. Desde muchos siglosatrás, las ramificaciones salidas del tronco co-mún se habían desviado de la línea del gloriosoantepasado, al cual se unen los clanes de Ar-gyll, de Breadalbane, de Lochnell y otros; pero,por lejano que fuese el parentesco, Helena, porsu padre, sentía correr en sus venas un poco desangre de aquella ilustre y esclarecida familia.

Sin embargo, no por ser únicamente una se-ñorita Campbell dejaba de ser una verdaderaescocesa, una de estas nobles hijas de Thule, deojos azules y cabellos rubios, comparable a lasmás bellas heroínas de las leyendas de su país.

Verdaderamente, la señorita Campbell eraencantadora. La gente se prendaba de su her-

mosa carita de ojos azules -el azul de los lagosde Escocia, como se acostumbra a decir-, sucuerpo regular pero elegante, su porte un pocoaltivo, su expresión soñadora casi siempre, me-nos cuando un ligero aire burlón animaba susfacciones, y, en fin, toda su persona llena degracia y distinción.

Y no sólo era hermosa la señorita Campbell,sino que al mismo tiempo era bondadosa. Erarica gracias a sus tíos, pero no gustaba de de-mostrarlo. Muy caritativa, justificaba el antiguoproverbio gaélico: «Ojalá esté siempre llena lamano que sabe abrirse.»

Por encima de todo, se sentía unida a suprovincia, a su clan y a su familia, y tenía famade ser una escocesa en cuerpo y alma. Su fibrapatriótica vibraba como la cuerda de un arpacuando la voz de un montañés entonaba a tra-vés de los campos algún pilbroch, canción delos Highlands.

De Maistre ha dicho: «Hay en nosotros dosseres: yo y el otro.» El yo de la señorita Camp-

bell era el ser grave, reflexivo, considerando lavida más bajo el punto de vista de sus deberesque de sus derechos.

El otro era el ser romántico, un poco dado alas supersticiones, amante de las historias ma-ravillosas que surgen con tanta facilidad en elpaís de Fingal.

El hermano Sam y el hermano Sib queríanpor igual el yo y el otro de la señorita Camp-bell; pero debemos reconocer, sin embargo, quesi uno les encantaba por su razonamiento, elotro tampoco dejaba de sorprenderles l aveces con sus arrebatos inesperados, sus capri-chosas travesuras, sus sorprendentes viajes porel país de los sueños.

¿Y no era el otro quien acababa de respondera los dos hermanos con una contestación tanrara?

«¿Casarme? -habría dicho el yo-. ¡Casarmecon el señor Ursiclos!... Ya lo veremos... Volve-remos a hablar de ello. »

«Nunca... ¡mientras no haya visto el rayo

verde!», había contestado el otro.Los hermanos Melvill se miraron sin com-

prender nada, y mientras tanto la señoritaCampbell se hundió en el gran sillón de estilogótico, al lado de la ventana.

-¿Qué quiere decir con el rayo verde? -preguntó el hermano Sam.

-¿Y para qué querrá ver este rayo? -contestóel hermano Sib.

¿Para qué? Ahora vamos a saberlo.

IIIEl artículo del Morning Post

He aquí lo que los aficionados a las curiosi-dades científicas habían podido leer en el Mor-ning Post de aquel día:

«¿Habéis observado alguna vez el sol cuan-do se pone en el horizonte del mar? Sí, sin dudaalguna. ¿Lo habéis seguido hasta el momento

en que la parte superior del disco desaparecerozando la línea de agua del horizonte? Es muyposible. Pero ¿os habéis dado cuenta del fenó-meno que se produce en el preciso instante enque el astro radiante lanza su último rayo, si elcielo, limpio de nubes, es entonces de una per-fecta pureza? ¡No, seguramente no! Pues bien,la primera vez que tengáis ocasión -¡se presentatan raramente!- de hacer esta observación, noserá, como podría presumirse, un rayo rojo loque herirá la retina de vuestros ojos, sino queserá un rayo verde, pero un verde maravilloso,un verde que ningún pintor puede obtener ensu paleta. Un verde cuya naturaleza no se en-cuentra ni en los variados verdes de los vegeta-les, ni en las tonalidades de las aguas más lím-pidas. Si existe el verde en el paraíso, no puedeser más que este verde, que es, sin duda, elverdadero verde de la Esperanza.»

Éste era el artículo publicado en el MorningPost, el periódico que la señorita Campbell te-nía en la mano cuando entró en la habitación.

La lectura de aquella nota la había sencillamen-te entusiasmado. Por esto, con apasionada voz,leyó a sus tíos las líneas antedichas, que ce-lebraban en forma lírica las bellezas del rayoverde.

Pero lo que la señorita Campbell no dijo, eraque precisamente este rayo verde se refería auna vieja leyenda, cuyo íntimo sentido le habíaescapado hasta entonces, una leyenda inexpli-cable entre tantas otras, originarias del país delos Highlands, y que cuenta lo siguiente: Esterayo tiene la virtud de hacer que aquel que loha visto no pueda jamás equivocarse en lascosas del corazón; su aparición destruye lasilusiones y las mentiras; y el que ha tenido ladicha de verlo sólo una vez, ya puede ver claroen su corazón, y en el de los demás.

Podemos perdonar a una joven escocesa delas Tierras Altas la poética credulidad que aca-baba de avivar en su imaginación la lectura deaquel artículo del Morning Post.

Al oírla, el hermano Sam y el hermano Sib se

miraron pasmados, abriendo mucho los ojos.Hasta entonces habían vivido sin haber visto elrayo verde, y se imaginaban que podía vivirseperfectamente sin verlo nunca. Pero parece queHelena no pensaba así, y pretendía subordinarel acto más importante de su vida a la observa-ción de aquel fenómeno, único entre todos.

-¡Ah! ¿Esto es lo que se llama el rayo verde?-dijo el hermano Sam, moviendo lentamente lacabeza.

-Sí -contestó la señorita Campbell.-¿Este que quiere ver a todo trance? -dijo el

hermanoSib.-Que veré, con vuestro permiso, tíos, y lo

más pronto posible, si no os parece mal.-¿Y luego, cuando lo hayas visto...?-Cuando lo haya visto, podremos hablar del

señor Ursiclos.El hermano Sam y el hermano Sib se mira-

ron de reojo, sonriendo con aire de complicidad.-¡Vamos a ver, pues, el rayo verde! -dijo el

uno.-¡Sin perder un minuto! -añadió el otro.La señorita Campbell los detuvo con la ma-

no, en el momento en que iban a abrir la venta-na del vestíbulo. -Hemos de esperar a que el solse oculte -les dijo.

-Esta tarde, pues -contestó el hermano Sam.-Cuando el sol se ponga en el más puro de

los horizontes -añadió la señorita Campbell.-Bueno, después de comer nos iremos los

tres a la punta de Rosenheat -dijo el hermanoSib.

-O bien subiremos simplemente a la torre dela casa -terminó el hermano Sam.

-Tanto desde la punta de Rosenheat comodesde la torre del tejado -contestó la señoritaCampbell- no se ve más horizonte que el dellitoral del río Clyde. Y es precisamente en lalínea del horizonte que separa el mar del cielodonde debernos observar la puesta del sol. Asípues, tíos, no tenéis más remedio que ponermeante este horizonte lo más pronto posible.

La señorita Campbell hablaba con tanta se-riedad, mientras les dedicaba su más bella son-risa, que los hermanos Melvill no pudieronresistir una requisitoria formulada en aquellostérminos.

-No será tan urgente como eso... -creyó pru-dente

decir el hermano Sam.Y el hermano Sib acudió en su ayuda, aña-

diendo:-Ya tendremos tiempo...Pero la señorita Campbell agitó graciosa-

mente la cabeza.-No siempre tendremos tiempo -contestó- y,

al contrario, ¡es muy urgente!-Será acaso que, en interés del señor Aristo-

bulus Ursiclos... -empezó a decir el hermanoSam.

-Cuya felicidad parece que depende de laobserva-' ción del rayo verde... -dijo el hermanoSib.

-Es porque ya estamos en el mes de agosto,

tíos -contestó la señorita Campbell-, y las nubesno tardarán en ensombrecer nuestro cielo deEscocia. Por ello, nos conviene aprovechar losbuenos atardeceres que nos quedan en estefinal de verano hasta que comience el otoño.¿Cuándo nos marchamos?

Lo cierto es que si la señorita Campbell seempeñaba en ver el rayo verde aquel mismoaño, no tenían tiempo que perder. Partir inme-diatamente hacia cualquier punto de la parteoeste del litoral escocés, instalarse lo más con-fortablemente posible, acudir cada atardecer acontemplar la puesta del sol, para observar suúltimo rayo; esto es todo lo que tenían quehacer, sin esperar tan sólo un día más.

Quizá entonces, con algo de suerte, la señori-ta Campbell vería cumplidos sus deseos, unpoco fantasiosos, si el cielo se prestaba a la ob-servación del fenómeno -cosa rarísima-, tal co-mo decía con mucha razón el Morning Post.

Y tenía razón aquel periódico bien informa-do.

Primeramente, tenían que buscar y escogeruna parte de la costa occidental desde donde elfenómeno pudiera ser bien visible. Y, parahallarlo, tenían que salir del golfo del Clyde.

Efectivamente, toda aquella desembocadura,a lo largo de Firth of Clyde, está cubierta deobstáculos que limitan el campo visual, talescomo las islas de Bute, la isla de Arran, las pe-nínsulas de Knapdale y de Cantyre, Jura, Islay,extensos parajes cubiertos de rocas dislocadasen la época geológica, y que forman una espe-cie de archipiélago a lo largo de la costa occi-dental del condado de Argyll. Allí es imposiblehallar un segmento de horizonte en aquellaparte del mar, en el cual la mirada pudiera con-templar el ocaso del sol.

Así pues, si no querían salir de Escocia, tení-an que trasladarse hacia el norte, o hacia el sur,ante un espacio sin límites, y esto antes de quellegasen los brumosos crepúsculos de otoño.

El lugar donde irían poco importaba a la se-ñorita Campbell. La costa de Irlanda, la de

Francia, la de Noruega, la de España o de Por-tugal; se dirigiría indiferentemente a cualquierade ellas para contemplar cómo el astro radiantese iba al ocaso, lanzándole sus más bellos rayos,y, tanto si convenía como no a los hermanosMelvill, éstos no tendrían más remedio queseguirla.

Los dos tíos se apresuraron a tomar la pala-bra, después de haberse consultado con la mi-rada. Pero, ¡qué mirada impregnada de finadiplomacia!

-Bueno, mi querida Helena -dijo el hermanoSam-, nada más fácil que complacerte. Vamos aOban.

-Es evidente que en ninguna parte hallare-mos nada mejor que Oban -añadió el hermanoSib.

-Vaya por Oban -contestó la señorita Camp-bell-. Pero ¿tiene Oban horizonte de mar?

-¡Ya lo creo que tiene un horizonte! -exclamóel hermano Sam.

-¡Incluso dos! -exclamó el hermano Sib.

-Pues bien, vamos allá.-Dentro de tres días -dijo uno de los tíos.-Dentro de dos días -dijo el otro, juzgando

oportuno hacer esta ligera concesión.-No, mañana mismo -contestó la señorita

Campbell, levantándose, pues en aquel mo-mento sonó la campana anunciando la comida.

-Mañana... bueno... mañana -accedió el her-mano Sib.

-¡Ya quisiera yo estar allí! -dijo el hermanoSam.

Y decían verdad. Pero ¿por qué tanta prisa?Pues

porque Aristobulus Ursiclos estaba vera-neando en Oban precisamente desde hacíaquince días. Y la señorita Campbell, que lo ig-noraba, se hallaría en presencia de aquel joven,escogido entre los más sabios y, cosa que loshermanos Melvill no sospechaban, entre losmás fastidiosos. Pensaban los dos astutos her-manos que la señorita Campbell, después degastarse la vista inútilmente contemplando las

puestas de sol, renunciaría a su capricho y ter-minaría por depositar su mano entre las de suprometido. Además, aunque Helena lo hubierasospechado, hubiera partido de todas maneras,pues la presencia de Aristobulus Ursiclos noera suficiente para estorbar sus propósitos.

-¡Bet!-¡Beth!-¡Bess!-¡Betsey!-¡Betty!Esta serie de nombres resonó nuevamente a

través del vestíbulo; pero esta vez la señoraBess compareció y recibió la orden de estar dis-puesta a la mañana siguiente para emprenderun viaje.

En efecto, tenían que apresurarse. El baró-metro, que marcaba 769 mm, prometía buentiempo durante algunos días. Si salían a la ma-ñana siguiente, conseguirían llegar a Oban contiempo suficiente para contemplar la puesta delsol.

Naturalmente, durante aquel día la señoraBess y Partridge estuvieron muy atareadospreparando el viaje. Las cuarenta y siete llavesdel ama de llaves sonaron en el bolsillo de sufalda como los cascabeles de una mula españo-la. ¡Cuántos armarios, cuántos cajones paraabrir y sobre todo para cerrar! ¿Permaneceríavacía por mucho tiempo la mansión de Helens-burgh? Todo dependería del capricho de laseñorita Campbell. ¿Y si se le ocurría a la mu-chacha correr en pos de su rayo verde? ¿Y sieste rayo verde se empeñaba en hacerles la bur-la escondiéndose de ellos? ¿Y si los horizontesde Oban no ofrecieran toda la pureza necesariapara aquella clase de experimentos? ¿Y si seveían obligados a buscar otro lugar más ade-cuado en otro litoral más meridional que Esco-cia, Inglaterra o Irlanda, es decir, en el conti-nente? Se había acordado que partirían al díasiguiente, mas ¿cuándo regresarían? ¿Dentro deun mes, de seis, de un año o de diez años?

-Pero ¿por qué se le ha ocurrido esta idea de

ver el rayo verde? -preguntaba la señora Bess, aquien Partridge ayudaba con toda su voluntad.

-No lo sé -le contestaba Partridge-, pero debede ser algo muy importante, porque nuestrajoven ama no hace nada sin tener sus razones,bien lo sabe usted, mavourneen.

Mavourneen es una expresión muy usada enEscocia, algo así como «querida amiga», y laexcelente ama de llaves se sentía satisfecha ca-da vez que el honrado escocés la llamaba deaquel modo.

-Partridge -le contestó-, creo, como usted,que este capricho de la señorita Campbell es-conde alguna intención secreta, que nadie sos-pecha.

-¿Cuál?-¡Oh! ¿Quién sabe? Si no una negativa, quizá

es una forma de dar largas a los proyectos desus tíos.

-En verdad -continuó Partridge- que nocomprendo por qué los señores Melvill se hanentusiasmado tanto con ese señor Ursiclos.

¿Cree usted que es verdaderamente el maridoque corresponde a nuestra señorita?

-Ya puede usted estar seguro, Partridge -replicó la señora Bess-, que si no le conviene deltodo, no se casará con él. Dirá bonitamente queno a sus tíos, al tiempo que les dará un beso enla mejilla a cada uno, y sus tíos se quedaránsorprendidos de haber podido pensar, aunquesólo fuera por un instante, en aquel pretendien-te, cuyas pretensiones no me gustan a mí nipizca.

-¡Ni a mí tampoco, mavourneen!-Mire usted, Partridge, el corazón de la seño-

rita Campbell es como un cajón, bien cerradocon cerrojo de seguridad. Ella tiene la llave, ypara abrirlo es necesario que sea ella quien laentregue.

-O que se la quiten -añadió Partridge, son-riendo en señal de aprobación.

-¡No se la quitarán, a menos que ella quieradejársela quitar! -contestó la señora Bess-. ¡Yque el viento se me lleve la cofia hasta la punta

del campanario de San Mungo, si nuestra seño-rita llega a casarse algún día con el señor Ursi-clos!

-¡Un meridional! -exclamó Partridge-. Unsouthern que, aunque haya nacido en Escocia,siempre ha vivido al sur del Tweed.

La señora Bess movió la cabeza. Aquel parde highlanders se entendían bien. Para ellos, lasTierras Bajas apenas formaban parte de la viejaCaledonia, a pesar de todos los tratados de laUnión. En definitiva, no eran en modo algunopartidarios del proyectado casamiento.

Esperaban algo mejor para la señoritaCampbell. Si este pretendiente se ajustaba a lasconveniencias, las conveniencias no les parecí-an suficientes.

-¡Ah, Partridge! -continuó la señora Bess-, lasantiguas costumbres de los montañeses eran,después de todo, las mejores, y, siguiendo lacostumbre de nuestros viejos clanes, creo quelos casamientos eran más felices antaño queahora.

-¡Acaba usted de decir una verdad como untemplo! -contestó gravemente Partridge-. Antesse buscaba un poco más la conveniencia delcorazón y un poco menos la del bolsillo. El di-nero está bien, no hay duda, pero el afecto esmucho mejor.

-Sí, Partridge, y, por encima de todo, la gen-te quería conocerse bien antes de casarse. ¿Seacuerda usted de lo que sucedía en la Feria deSan Olla, en Kirkwall? En

todo el tiempo que duraba, desde principiode agosto, los jóvenes se unían por parejas, y aestas parejas se les llamaba: «hermano y her-mana de primero de agosto». Hermano y her-mana, ¿no es ya una preparación para llegar aser poco a poco marido y mujer? Y mire, preci-samente nos hallamos ya en el día en que anta-ño se inauguraba la Feria de San Olla, que Diosquiera devolvernos.

-¡Que Él os escuche! -contestó Partridge-. Siel señor Sam y el señor Sib se hubieran unido aalguna linda escocesa, no habrían escapado a la

ley común, y la señorita Campbell contaría aho-ra con dos tías más en la familia.

-Estoy de acuerdo, Partridge -contestó la se-ñora Bess-, pero intente usted unir hoy a la se-ñorita Campbell con este señor Ursiclos y ¡queel Clyde cambie la corriente de Helensburgh aGlasgow si su unión no se rompe antes de ochodías!

Sin insistir sobre los inconvenientes que estafamiliaridad podía ofrecer, hemos de limitarnosa decir que los hechos hubieran dado quizá larazón a la señora Bess. Pero, en fin, la señoritaCampbell y Aristobulus Ursiclos no eran her-mano y hermana de primero de agosto, y si sucasamiento llegaba a realizarse algún día, losprometidos no habrían tenido ocasión de cono-cerse bien, como hubiera ocurrido si hubiesenpasado por la prueba de la Feria de San Olla.

Sea como sea, las ferias se han creado parafomentar el comercio y no los casamientos.Hemos de dejar, pues, que la señora Bess conti-núe con sus lamentaciones a Partridge, que no

por hablar se afanaban menos en su trabajo.La partida estaba decidida. El lugar de des-

tino estaba elegido. En las notas de sociedad delos más importantes periódicos, en el renglón«Salidas de veraneo», figurarían los dos her-manos Melvill y la señorita Campbell, partien-do al día siguiente para la estación balnearia deOban. Pero ¿cómo efectuarían el viaje? Estacuestión todavía quedaba para resolver.

Existían dos caminos distintos para llegar aaquella pequeña ciudad, situada en el estrechode Mull, a un centenar de millas al noroeste deGlasgow.

La primera era una ruta terrestre. Teníanque dirigirse a Bowling; desde allí por Dumbar-ton siguiendo la orilla derecha del Leven, sellega a Balloch, al extremo del Lomond; se atra-viesa el más bello de los lagos de Escocia, consus treinta islas, entre sus históricas orillas, lle-nas de recuerdos de los MacGregor y los Mac-Farlan, en pleno país de Rob Roy y de RobertBruce; entonces se llega a Dalmally, y, siguien-

do una ruta que se desliza por el flanco de lasmontañas, dominando los torrentes y los fior-dos, a través de la primera etapa de la cadenade los montes Grampianos, el asombrado turis-ta llega hasta Oban, cuyo litoral no tiene nadaque envidiar a los más pintorescos de todo elAtlántico.

Es una excursión deliciosa, que todo viajeroque recorre Escocia hace o debe hacer; pero entodo aquel recorrido no se ve horizonte marinoalguno. Por esto, al proponerla los hermanosMelvill a la señorita Campbell se vieron recha-zados de pleno.

La segunda ruta es fluvial y marítima a lavez. Debe descenderse por el Clyde hasta elgolfo al cual da su nombre, navegar entre lasislas y los islotes que hacen asemejarse aquelcaprichoso archipiélago a una enorme mano deesqueleto aplicada sobre aquella parte de océa-no, luego subir por la derecha de esta especiede mano hacia el puerto de Oban. Esta ruta síque tentaba a la señorita Campbell, para quien

el adorable país del Lomond y del lago Katrineno tenía secretos. Además, entre las islas, a tra-vés de los estrechos y de los golfos, había ungran panorama hacia el oeste, hacia donde la li-nea del horizonte se descubría perfectamente. Ysi durante las últimas horas de la travesía, alponerse el sol, ninguna nube oscurecía el hori-zonte, ¿no sería posible percibir aquel rayoverde, cuya proyección dura apenas un quintode segundo?

-Ya comprenderá usted, tío Sam -dijo la se-ñorita Campbell-, y usted también, tío Sib, quesólo es preciso un instante. Así pues, tan prontohaya visto lo que quiero ver, podremos dar porterminado el viaje, y será inútil que vayamos ainstalarnos en Oban.

Y esto era precisamente lo que no convenía alos hermanos Melvill. Ellos querían instalarsepor algún tiempo en Oban, ya sabemos porqué, y no les interesaba que una aparición pre-matura del fenómeno estorbara sus proyectos.

Sin embargo, como la señorita Campbell te-

nía voz preponderante en aquel tema, y comoque ella votó por la ruta marítima, fue ésta laque se eligió, prefiriéndola a la terrestre.

-¡Al diablo el rayo verde! -dijo el hermanoSam, cuando Helena salió de la habitación.

-¡Y los que lo han inventado! -añadió elhermano Sib.

IVEl descenso por el Clyde

Al día siguiente, 2 de agosto, a primera horade la mañana, la señorita Campbell, acompa-ñada por los hermanos Melvill, y seguida dePartridge y la señora Bess, subía al tren en laestación de ferrocarril de Helensburgh. Teníanque ir a Glasgow a tomar el barco de vapor,que, en su servicio cotidiano de la metrópoli aOban, no hace escala en aquel punto de la cos-ta.

A las siete en punto los cinco viajeros des-cendieron en la estación de llegada de Glasgow,donde cogieron un coche para trasladarse aBroomielaw Bridge.

Allí el vapor Columbia esperaba a sus pasa-jeros; una humareda negra se escapaba de susdos chimeneas, mezclándose con la niebla es-pesa que cubría el Clyde; pero todas las nebli-nas matinales empezaban a disiparse y el dora-do disco solar empezaba a salir por entre lasbrumas. Era el principio de un hermoso día.

La señorita Campbell y sus compañeros em-barcaron tan pronto como sus equipajes fueronsubidos a bordo.

En aquel momento, la campana lanzó su ter-cera y última llamada a los retrasados y unagudo silbido anunció la partida del vapor,que, largando las amarras, empezó a mover laspaletas de las ruedas, que levantaban grandesborbotones de espuma, y rápidamente se desli-zó por el río siguiendo la corriente.

En el Reino Unido los turistas no pueden

quejarse. Las embarcaciones que las compañíasde transporte ponen a su disposición son mag-níficas. No hay curso de agua, por ínfimo quesea, ni lago pequeño o grande, que no se veasurcado cada día por alguno de estos elegantesbuques de vapor. No es extraño, pues, que elClyde sea uno de los más favorecidos, a esterespecto. Por esto a lo largo de BroomielawStreet, en las calas del Steamboat Quay, nume-rosos vapores pintados de brillantes coloresestán siempre a punto de partir en todas direc-ciones.

El Columbia no era una excepción a la regla.Muy largo, muy fino de líneas, provisto de unamaquinaria potente que accionaba unas ruedasde ancho diámetro, era un buque de gran mar-cha. En el interior, sus salones y comedoresofrecían comodidades de todas clases; en lacubierta, en un ancho espacio protegido por untoldo, varios canapés y asientos provistos deblandos almohadones constituían una verdade-ra terraza rodeada de una elegante balaustrada,

donde los pasajeros disfrutaban de bonitas vis-tas y de un aire purísimo.

Y los viajeros no faltaban. Venían un poco detodas partes, tanto de Escocia como de Inglate-rra. El mes de agosto es por excelencia el mesde las excursiones. Entre todas, las efectuadaspor el Clyde y las Hébridas son particularmen-te estimadas. Había numerosas familias com-pletas, cuya unión había sido generosamentebendecida por el cielo; muchachas muy alegres,jóvenes más sensatos, niños acostumbrados alas sorpresas que el turismo proporciona; y,sobre todo, muchos pastores protestantes, lu-ciendo su gran sombrero de seda negra y sularga levita negra con el pequeño cuello blancorecto sin corbata; había también varios granje-ros, con la boina escocesa y, por último, mediadocena de extranjeros, unos alemanes macizosde los que no pierden nada de peso inclusocuando salen de Alemania, y dos o tres france-ses, de los que conservan la amabilidad y elesprit que no pierden ni cuando salen de Fran-

cia.Si la señorita Campbell hubiera sido seme-

jante a sus compatriotas, que tan pronto se em-barcan se quedan sentadas en cualquier rincóny no se mueven en todo el viaje, sólo habríavisto lo que pasaba ante sus ojos, sin mover nisiquiera la cabeza. Pero a ella le gustaba ir y ve-nir por la cubierta del vapor; tan pronto estabadelante como detrás, contemplando los pue-blos, aldeas y ciudades que se extienden a lolargo de las orillas. Por esto, el hermano Sam yel hermano Sib, que la acompañaban contes-tando a sus observaciones con señales aproba-torias, no hallaron un momento de reposo entreGlasgow y Oban. Por lo demás, no pensaban enquejarse, ya que esto entraba en sus funcionesde guardias de corps, y ya lo hacían de instinto,tomando buenas raciones de rapé, que contri-buían a mantenerlos de buen humor.

La señora Bess y Partridge, después dehaber tomado asiento en la parte anterior delvapor, hablaban amigablemente de tiempos

pasados, de costumbres perdidas, de viejosclanes desorganizados. ¿Dónde estaban aque-llos siglos de antaño, tan añorados? En aquellasépocas, los puros horizontes del Clyde no des-aparecían tras las emanaciones carboníferas delas fábricas, sus orillas no retumbaban con elruido sordo de los martillos de forja, sus tran-quilas aguas no se agitaban a impulsos del es-fuerzo de miles de caballos de vapor.

-¡Ya volverán aquellos tiempos, y quizá máspronto de lo que pensamos! -dijo la señoraBess, muy convencida.

-Así lo espero -contestó seriamente Partrid-ge-, y con ellos volveremos a disfrutar de lasviejas costumbres de nuestros antepasados.

Entretanto, las orillas del Clyde se movíanrápidamente a cada lado del Columbia, comoun panorama movible. A la derecha apareció laciudad de Patrick en la desembocadura delKelvin, y los vastos muelles, destinados a laconstrucción de buques de hierro, que hacen lacompetencia a los de Govan, situados en la ori-

lla opuesta. ¡Cuánto humo y cuánto ruido salí-an de allí, tan desagradables a los oídos y a losojos de Partridge y de su compañera!

Pero todo aquel estruendo industrial, todaaquella humareda de carbón, pronto iban adesaparecer poco a poco. Acto seguido, en lu-gar de los talleres, de las altas chimeneas de lasfábricas, de aquellas enormes construcciones dehierro que parecían jaulas de animales antedi-luvianos, aparecieron graciosas casitas, chaletsmedio escondidos entre los árboles, poblacio-nes del tipo anglosajón, diseminadas por lasverdes colinas. Era como una procesión ininte-rrumpida de casas de campo y de castillos, quese sucedían de una ciudad a otra.

Después del antiguo burgo real de Renfrew,situado a la izquierda del río, las colinas arbo-ladas de Kilpatrick se perfilaron a la derecha,por encima de la población del mismo nombre,ante la cual un irlandés no puede pasar sin des-cubrirse: allí nació san Patricio, el protector deIrlanda.

El Clyde, que hasta entonces había sido unrío, empezaba a transformarse en-un verdaderobrazo de mar. La señora Bess y Partridge salu-daron las ruinas de Dungla-Castle, que recuer-da viejos hechos de la historia de Escocia; peroentornaron los ojos al aparecer el obelisco ele-vado en honor de Harry Bell, el inventor delprimer buque mecánico, cuyas ruedas rompie-ron la placidez de aquellas aguas.

Algunas millas más lejos, los turistas con-templaron el castillo de Dumbarton, que selevanta a más de quinientos pies sobre una rocade basalto. De los dos conos de su cúspide, elmás alto lleva el nombre de Trono de Wallace,uno de los héroes de las luchas por la indepen-dencia.

En aquel momento, un caballero, desde lo al-to del puente, sin que nadie se lo hubiese pedi-do, pero también sin que nadie pudiera encon-trarlo mal, se creyó con el deber de dar unapequeña conferencia histórica para documentara sus compañeros de viaje. Media hora des-

pués, ninguno de los pasajeros del Columbia, amenos de ser sordo, ignoraba que era muy pro-bable que los romanos hubieran fortificadoDumbarton; que aquella roca histórica se con-virtió en fortaleza real a comienzos del siglotrece; que bajo los beneficios del Pacto de laUnión, forma parte de los cuatro lugares delReino de Escocia que no pueden ser derribados;que desde aquel puerto, María Estuardo, en1548, salió para Francia, para ser, con su bodacon Francisco II, «reina por un día»; y que allí,en fin, estuvo encerrado Napoleón en 1815,antes de que el ministro Castlereagh hubieradecidido encarcelarlo en Santa Elena.

-Todo esto es muy instructivo -dijo el her-mano Sam.

-Instructivo e interesante -contestó el her-mano Sib-. Este caballero merece todos nues-tros plácemes.

Y como los dos tíos no se habían perdidouna palabra de la conferencia, expresaron susatisfacción al profesor improvisado.

La señorita Campbell, sumida en sus re-flexiones, no había oído nada de aquella largalección de historia. Todo aquello, al menos enaquel momento, no le interesaba lo más míni-mo. Ni siquiera se dignó echar una mirada a laorilla derecha del río, ni a las ruinas del castillode Cardross, donde murió Roben Bruce. Unhorizonte de mar era lo único que buscaban envano sus ojos; pero no podría descubrirlo hastaque el Columbia hubiera dejado atrás todaaquella sucesión de orillas, promontorios y co-linas que limitan el golfo de Clyde. Además, elvapor estaba pasando entonces por delante delburgo de Helensburgh. Port-Glasgow, los res-tos del castillo de Newark, el istmo de Rosen-heat, eran cosas que la muchacha veía todos losdías desde las ventanas de su casa. Por estocabía preguntarse si el buque no estaría nave-gando por los caprichosos riachuelos del jardín.

¿Por qué iría su pensamiento a perderse en-tre los centenares de vapores que se apiñabanen los fondeaderos de Greenock, en la desem-

bocadura del río? Y además, ¿qué le importabaa ella que el inmortal Watt hubiera nacido enaquella población de cuarenta mil habitantes,que es como la antecámara industrial de Glas-gow? ¿Por qué, tres millas más abajo, posabasus ojos sobre la ciudad de Gourock a la iz-quierda o sobre la población de Dunoon a laderecha, sobre los fiordos dentados y sinuososque se recortan tan profundamente en el litoraldel condado de Argyll, como si se tratara de lacosta de Noruega?

¡No! La señorita Campbell buscaba con lamirada llena de impaciencia la torre en ruinasde Leven. ¿Esperaba ver aparecer en ella algúnduende? Nada de esto, pero ella quería ser laprimera en distinguir el faro de Clock que ilu-mina la salida del Firth of Clyde.

Por fin apareció el faro, como una gigantescalámpara, al volver la orilla.

-Clock, tío Sam -dijo ella-. ¡Clock, Clock!-¡Sí, Clock! -contestó el hermano Sam, con la

precisión de un eco de los Highlands.

-¡El mar, tío Sib!-El mar, en efecto -contestó el hermano Sib.-¡Qué hermoso es! -repitieron los dos her-

manos a la vez.Parecía que lo contemplaban por primera

vez.No había error posible: a la apertura del gol-

fo, aparecía claramente el horizonte del mar.Sin embargo, el sol todavía no estaba a la mi-

tad de su recorrido diurno. En el paralelo cin-cuenta y seis tenían que transcurrir siete horas,al menos, antes de que desapareciera por elhorizonte. Siete horas de impaciencia para laseñorita Campbell. Además, aquel horizonte sedibujaba en el suroeste, es decir, en un segmen-to de arco que el astro radiante roza sólo en laépoca del solsticio de invierno. No era allí,pues, donde tenían que buscar la aparición delfenómeno; tendría que ser más hacia el oeste, eincluso un poco hacia el norte, ya que los pri-meros días del mes de agosto preceden de seissemanas al equinoccio de septiembre.

Pero esto era cuestión de poca monta. Loque importaba era el mar, que se extendía aho-ra ante la mirada de la señorita Campbell. Através del canal que formaban los dos islotesCumbray, más allá de la gran isla de Bute, cuyoperfil aparecía ligeramente esfumado detrás delas crestas poco elevadas de Aisla-Craig y delas montañas de Arran, señalábase la línea queune el cielo con el agua con una raya límpidacomo trazada con un tiralíneas.

La señorita Campbell la contemplaba, com-pletamente absorta en sus pensamientos, sinpronunciar una palabra. De pie en el puente,inmóvil, parecía medir las dimensiones del arcoque la separaba todavía del punto en que eldisco solar iría sumergiéndose en las aguas delarchipiélago... Con tal que el cielo, tan purohasta entonces, no se cubriera con alguna bru-ma crepuscular...

Una voz la sacó de su ensimismamiento.-Ya es hora -dijo el hermano Sib.-¿La hora? ¿Qué hora, tío?

-La hora de comer -dijo el hermano Sam.-¡Vamos a comer, pues! -contestó la señorita

Campbell.

VDe un barco a otro

Después de tomarse una comida excelente ala moda inglesa, medio fría, medio caliente, quefue servida en el comedor del Columbia, la se-ñorita Campbell y los hermanos Melvill volvie-ron a subir a cubierta.

Helena no pudo reprimir un grito de desilu-sión al volver a colocarse en el mismo sitio deantes.

-¿Y mi horizonte? -exclamó.Efectivamente, su horizonte ya no estaba

donde lo había dejado. Hacía pocos minutosque había desaparecido. El vapor, rumbo al

norte, pasaba en aquel momento por el estrechode Kyles of Bute.

-¡Esto está muy mal hecho, tío Sam! -dijo laseñorita Campbell, haciendo un mohín de re-proche.

-Pero, hija mía...-¡Me acordaré, tío Sib!Los dos hermanos no sabían qué contestar,

y, sin embargo, ellos no tenían la culpa de queel Columbia, después de modificar la dirección,hiciera rumbo al noroeste.

En efecto, existen dos rutas muy diferentespara ir de Glasgow a Oban por mar.

Una -la que había seguido el Columbia- es lamás larga. Después de hacer escala en Rot-hesay, capital de la isla de Bute, dominada porsu viejo castillo del siglo once, el buque puedecontinuar descendiendo por el golfo de Clyde,luego seguir el litoral este de la isla, pasar de-lante de las grandes y pequeñas Cumbray yseguir en esa dirección hasta la parte meridio-nal de la isla de Arran, que pertenece casi por

entero al duque de Hamilton, desde la bases desus rocas hasta la punta del Goatfell, cerca demil ochocientos metros sobre el nivel del mar.En este punto imprime el timonel un movi-miento a la barca y pone rumbo al oeste, doblala isla de Arran, rodea la península de Cantyre,remonta por su costa occidental, rebasa la islade Gigha, pasa a través del estrecho de jura,entre la isla de este nombre, la de Islay y la pe-nínsula citada, y llega a aquella parte amplia-mente abierta del Firth of Lorn, cuyo ángulo secierra un poco más arriba de Oban.

En resumen, si la señorita Campbell teníaalgo de razón al quejarse de que el Columbiano hubiera escogido aquella ruta, quizá los dostíos tendrían también ocasión de lamentarlo.Efectivamente, siguiendo el litoral de Islay, seles habría aparecido la antigua residencia de losMac Donald, que, a principios del siglo diecisie-te, vencidos y rechazados, tuvieron que ceder elsitio a los Campbell. Ante el escenario de unhecho histórico que les concernía tan de cerca,

los hermanos Melvill, y no hay para qué hablarde la señora Bess y de Partridge, hubieran sen-tido latir sus corazones al unísono.

La señorita Campbell vio dibujarse ante susojos, y por largo tiempo, aquel deseado hori-zonte, pues desde la punta de Arran hasta elpromontorio de Cantyre se extiende el marhacia el sur, y desde el extremo de esta penín-sula hasta la isla de Islay se extiende hacia eloeste, constituyendo aquella inmensidad líqui-da que alcanza hasta la costa americana, a tresmil millas de distancia.

Pero aquella ruta es larga y muchas vecespenosa, por no decir peligrosa; por eso ha sidopreciso tener en cuenta que muchos viajeros seespantan al pensar en una travesía con frecuen-cia peligrosa, y muchas veces inclemente,cuando se tiene que luchar contra la fuerte ma-rejada de los parajes de las Hébridas.

Por esto, los ingenieros -entre ellos Lesseps-tuvieron la idea de convertir en isla la penínsu-la de Cantyre. Gracias a sus trabajos se abrió el

canal de Crinan en el norte, lo que abrevia elviaje en doscientas millas, por lo menos. Sería,pues, por esta ruta, por donde el Columbiaterminaría la travesía de Glasgow a Oban, entrelos pasos y los canales que no ofrecían otrasperspectivas sino playas, bosques y montañas.De entre todos los pasajeros, la señorita Camp-bell, sin duda, fue la única en lamentar esteitinerario; pero no tenía más remedio que re-signarse. Además, ¿no hallaría ya este horizon-te del mar un poco más allá del canal de Cri-nan, dentro de pocas horas y mucho antes deque el sol empezara a declinar? En el momentoen que los turistas que se habían entretenido enel comedor subían a cubierta, el Columbia pa-saba por delante de la pequeña isla de Elban-greig, última fortaleza donde se refugió el du-que de Argyll antes de que este héroe de lasluchas por la liberación política y religiosa deEscocia fuera decapitado por la guillotina esco-cesa. Luego, el vapor descendió nuevamentehacia el sur, pasando por el estrecho de Bute, en

medio de aquel admirable panorama de islas,cubiertas por una ligera bruma que velaba sussiluetas. Luego, después de doblar el cabo Ard-lamont, se dirigió nuevamente al norte, por elpaso de Fyne, dejando a la izquierda el pueblode East-Tarbert en la costa de Cantyre, rodeó elcabo Ardrishaig y llegó a la aldea de Lochgilp-head, a la entrada del canal de Crinan.

Allí tuvieron que dejar el Columbia, dema-siado

grande para la navegación por el canal. Unpequeño vapor, el Linnet, esperaba ya a lospasajeros del Columbia. El transbordo tuvolugar en pocos minutos. Cada cual se instaló lomejor que pudo a bordo del vaporcito, que rá-pidamente emprendió viaje bordeando el canal,mientras un bagpiper1[1], vestido con el trajenacional, hacía sonar su instrumento. Nada haymás melancólico que estas canciones extrañasde aires monótonos, que recuerdan las viejas

1[1] Gaitero escocés.

melodías de antaño.La travesía del canal era muy agradable, el

paisaje variado y en las breves paradas, las jó-venes y los muchachos del país acudían ama-blemente a ofrecer a los turistas la sabrosa yfresca leche recién ordeñada.

Al cabo de seis horas -pues habían encon-trado una esclusa que no funcionaba bien-habían dejado atrás las chozas, las granjas deaquella región un poco triste, y los inmensospantanos del Add, que se extienden a la dere-cha del canal. El Linnet se detuvo un poco des-pués del pueblo de Ballanoch. Allí efectuaronun segundo transbordo y los pasajeros del Lin-net se convirtieron en pasajeros del Glengarry,que remontó por el noroeste para salir de labahía de Crinan y doblar la punta en la que selevantaba el antiguo castillo feudal de Dun-troon.

Pero la línea del horizonte que apareció aldoblar la isla de Bute, no había vuelto a apare-cer.

Podemos imaginarnos claramente la impa-ciencia de la señorita Campbell. En aquellasaguas limitadas por todas partes, parecíahallarse en plena Escocia, en la región de loslagos, en medio del país de Rob Roy. Por todaspartes aparecían pintorescas islas, con sus sua-ves ondulaciones, y sus llanuras cubiertas deverdes arbustos.

Por fin, el Glengarry pasó la punta norte dela isla Jura y de repente el mar surgió por ente-ro entre aquella punta y la isla Scarba.

-Ahí lo tienes, querida Helena -dijo el her-mano Sam, extendiendo una mano hacia el oes-te.

-No hemos tenido la culpa -añadió el her-mano Sibsi estas malditas islas, que el diabloconfunda, lo han escondido a tus ojos por unosinstantes.

-Estáis perdonados los dos, tíos -contestó laseñorita Campbell-; ¡pero que no vuelva a ocu-rrir!

VIEl golfo de Corryvrekan

Eran las seis de la tarde. El sol todavía nohabía recorrido más de las cuatro quintas par-tes de su curso. Seguramente, el Glengarry lle-garía a Oban antes que el astro del día hubieradesaparecido en las aguas del Atlántico. Laseñorita Campbell podía confiar, pues, que susdeseos se verían colmados aquella misma no-che. En efecto, el cielo sin nubes ni brumas pa-recía estar preparado ex profeso para la obser-vación del fenómeno y el horizonte del mar eravisible entre las islas Oronsay, Colonsay y Mull,durante aquella última parte de la travesía.

Pero un incidente completamente imprevis-to iba a retrasar un poco la marcha del vapor.

La señorita Campbell, poseída por su idea fi-ja, permanecía inmóvil en el mismo lugar, no

perdiendo de vista la línea curva que se dibuja-ba entre las dos islas. En el punto de unión conel cielo, la reverberación dibujaba un triánguloplateado cuyos reflejos venían a caer sobre losflancos del Glengarry. Sin duda, la señoritaCampbell era la única persona a bordo cuyasmiradas permanecían obstinadamente fijas enaquella parte del horizonte: por esto fue ella laúnica que se dio cuenta de que el mar se agita-ba más de lo normal entre la punta y la islaScarba. Al mismo tiempo, llegaba hasta susoídos el ruido lejano de las olas. Sin embargo,apenas si la suave brisa rizaba un poco lastranquilas aguas por las que surcaba el vapor.

-¿A qué son debidos. esta agitación y esterumor? -preguntó la señorita Campbell a sustíos.

Los hermanos Melvill hubieron de abstener-se de contestarle, pues ellos tampoco compren-dían nada de lo que sucedía tres millas másabajo, en el estrecho.

Entonces la señorita Campbell se dirigió al

capitán del Glengarry, que paseaba por elpuente, preguntándole a qué era debido aquelruido y el alboroto del mar.

-Es un simple fenómeno de la marea -le con-testó el capitán-. El ruido que usted oye es elque produce el abismo de Corryvrekan.

-Pero hace un tiempo magnífico -observó laseñorita Campbell- y apenas si se nota la brisa.

-Es que este fenómeno no depende del tiem-po -contestó el capitán-. Es un efecto de la su-bida de la marea que, al salir del estrecho dejura, no encuentra más salida entre las dos islasde jura y de Scarba. Por esto las aguas se preci-pitan con extrema violencia y sería muy peli-groso para una embarcación de pequeño tone-laje aventurarse por allí en estos momentos.

El golfo de Corryvrekan, con mucha razónmuy temido por los navegantes de aquelloslugares, se cita como uno de los lugares máscuriosos del archipiélago de las Hébridas. Qui-zá se lo podría comparar con el paso del Sein,formado por el estrechamiento del mar entre el

malecón del mismo nombre y la bahía de Tré-passés, en la costa de Bretaña, y al estrecho deBlanchart, donde se vierten las aguas de laMancha, entre Aurigny y la tierra de Cherbur-go. La leyenda dice que debe su nombre a unaprincesa escandinava cuyo buque naufragó entiempos de los celtas. En realidad, es un lugarpeligroso, en el cual muchos buques se hanvisto arrastrados hacia su pérdida y que por lamala reputación de sus corrientes puede rivali-zar con el siniestro Maelstróm de las costas deNoruega.

Pero la señorita Campbell no se cansaba demirar las violentas fluctuaciones de las aguas,cuando, de pronto, le llamó la atención un pun-to determinado del estrecho. Hubiera creídoque una roca sobresalía en medio del estrecho,si su mole no se hubiese movido elevándose yvolviéndose a hundir según las ondulacionesde las olas.

-¡Mire, mire, capitán! -dijo la señorita Camp-bell-. Si no es una roca, ¿qué es aquello que

aparece allí?-Efectivamente -contestó el capitán-, deben

de ser los restos de un naufragio, arrastradospor la corriente, o quizá... -Y cogiendo su ante-ojo exclamó-: ¡Una embarcación!

-¡Una embarcación! -repitió la señoritaCampbell.

-¡Sí! No puedo equivocarme... Una chalupa ala deriva en las aguas del Corryvrekan.

Al oír aquellas palabras del capitán, todoslos pasajeros corrieron hacia el puente, mirandoen dirección al abismo. No había duda de queuna embarcación había sido arrastrada por lascorrientes de la marea ascendente y, cogida porla atracción de los remolinos, corría irre-misiblemente a su pérdida.

Todas las miradas estaban fijas en la mismadirección, a cuatro o cinco millas del Glengarry.

-Será sólo una chalupa a la deriva -dijo unode los pasajeros.

-¡No, no, veo un hombre! -contestó otro.-¡Un hombre... dos hombres! -exclamó Par-

tridge que había acudido al lado de la señoritaCampbell.

Efectivamente, había dos hombres. Pero yano eran dueños de la embarcación. Con la pocabrisa que venía de tierra, la vela no habría sidosuficiente para sacarlos del remolino y los re-mos impotentes para alejarles de la atraccióndel abismo.

-¡Capitán -exclamó la señorita Campbell-, nopodemos dejar morir a estos desgraciados...!¡Están perdidos si los abandonamos! Tenemosque ir en su auxilio... ¡Es necesario!

Todos a bordo pensaban lo mismo y todosesperaban la contestación del capitán.

-El Glengarry -dijo éste- no puede aventu-rarse hasta el centro del Corryvrekan. Pero qui-zá, acercándonos hasta una distancia pruden-cial, podremos alcanzar la chalupa.

Y, volviéndose hacia los pasajeros, pareciópedirles su aprobación.

La señorita Campbell se adelantó hacia él.-Es necesario hacerlo, capitán, es necesario...

-exclamó con toda la pasión de que era capaz-.Mis compañeros de viaje lo desean tanto comoyo. Se trata de la vida de dos hombres que no-sotros podemos salvar quizá... ¡Oh, capitán, selo ruego... por favor, se lo ruego!

-¡Sí, sí! -exclamaron varios pasajeros, con-movidos por la calurosa intervención de la jo-ven.

El capitán volvió a tomar su anteojo y obser-vó atentamente la dirección de las corrientesdel estrecho; luego, dirigiéndose al timonel, quese hallaba a su lado en el puente, le dijo:

-¡Atención a maniobrar! La barra a estribor.Bajo la acción del timón, el vapor viró hacia

el oeste. El fogonero recibió la orden de forzarla marcha y el Glengarry no tardó en dejar a suizquierda la punta de la isla jura.

Nadie hablaba a bordo. Todas las miradasestaban fijas ansiosamente en la embarcación,que apenas era visible.

Se trataba de una pequeña chalupa de pesca,cuyo mástil había sido retirado para evitar las

sacudidas provocadas por los golpes violentosde las olas.

De los dos hombres de aquella chalupa, unoestaba echado a popa y el otro se esforzaba ensalir del centro de atracción de las aguas, afuerza de remos. Si no lo conseguía, estabanperdidos.

Media hora después, el Glengarry llegaba allímite del Corryvrekan, y empezaba a balan-cearse por los violentos embates de las prime-ras olas; pero nadie protestó a bordo, a pesar deque la naturaleza de las corrientes era suficientepara atemorizar a unos simples turistas.

En efecto, en aquella parte del estrecho, elmar aparecía completamente blanco de espu-ma, como si soplara un fuerte viento que levan-tara enormes masas de agua.

La chalupa se hallaba sólo a media milla dedistancia. De los hombres, el que se inclinabasobre los remos continuaba haciendo enormesesfuerzos para salir del remolino. Se había dadocuenta de que el Glengarry venía en su auxilio,

pero comprendía muy bien que el vapor nopodía adentrarse mucho y que a él le corres-pondía acercarse a la embarcación. En cuanto asu compañero, extendido detrás, parecía estardesvanecido.

La señorita Campbell, presa de la más pro-funda emoción, no quitaba la vista de la embar-cación en peligro, que ella había sido la primeraen descubrir perdida en las aguas del abismo, yhacia la cual, gracias a sus ruegos, se dirigíaahora el Glengarry.

Sin embargo, la situación se agravaba. Erade temer que el vapor no llegaría a tiempo. Na-vegaba ahora a poca velocidad, a fin de evitarcualquier avería grave, pues las olas ya empe-zaban a cubrir la proa, amenazando alcanzarlas escotillas de la sala de máquinas, en cuyocaso podrían llegar a apagar el fuego, cosa quesería peligrosísima en aquellas endiabladascorrientes.

El capitán, apoyado en la barandilla delpuente, vigilaba que no se apartara del canal,

maniobrando hábilmente para no perder ladirección.

Entretanto, la chalupa no lograba salir delremolino. Había momentos en que desaparecíapor completo tras alguna enorme ola; habíaotros en que, sometida a las corrientes concén-tricas del torbellino, cuya velocidad crecía pro-porcionalmente a su radio, pasaba circular-mente con la celeridad de una flecha, o, mejordicho, de una piedra girando en el extremo dela honda.

-¡Más deprisa, más deprisa! -repetía la seño-rita Campbell, sin poderse contener.

Pero, a la vista de aquellas masas de aguaque se estrellaban contra las rocas, algunos pa-sajeros empezaron a lanzar gritos de espanto.El capitán, comprendiendo la responsabilidadque corría, vacilaba en continuar la marcha através del estrecho de Corryvrekan.

Y, no obstante, entre la chalupa y el Glenga-rry mediaba una distancia de apenas mediocable, o sea, unos trescientos pies; así era que

podían reconocer fácilmente a los desgraciadosque luchaban en la pequeña embarcación.

Era un viejo marinero y un joven; el primeroestaba echado en la parte de popa y el otro erael que forcejeaba con los remos.

En aquel momento, una ola más violentaque las otras cayó sobre el vapor, haciendo lasituación aún más difícil.

Verdaderamente, el capitán no podía avan-zar más, y con mucho trabajo logró mantener laembarcación en equilibrio en medio de la co-rriente.

De pronto, la chalupa, después de balan-cearse en la cresta de las olas, se inclinó de unlado y desapareció.

De todos los labios de a bordo salió un gritode espanto.

¿Se había hundido para siempre? No. Volvióa salir a caballo de una ola y con un nuevo gol-pe de remos se acercó un poco más al vapor.

-¡Adelante, valiente! -gritaron los marineros,situados a proa, mientras balanceaban un rollo

de cuerdas, dispuestos a lanzárselo en el mo-mento propicio.

Entonces el capitán, viendo que tenía oca-sión de pasar entre dos remolinos, dio la ordende forzar las máquinas. El Glengarry aumentóla velocidad y se deslizó rápidamente entre lasdos islas, mientras la chalupa ganaba todavíaalgunas brazas también hacia ellos.

Las cuerdas fueron lanzadas y sujetadasfuertemente al pie del mástil; luego el Glenga-rry hizo rápidamente marcha atrás, a fin dehuir lo más rápidamente posible de los remoli-nos, arrastrando a remolque la pequeña em-barcación que acababa de salvar.

A continuación el muchacho, dejando losremos, fue a buscar a su compañero, y, cogién-dolo en brazos, con la ayuda de los marineros,lo izaron a bordo del buque. Había sido heridodurante la brega contra las olas, quedando im-posibilitado de ayudar a su compañero, quetuvo que luchar solo.

El muchacho saltó luego a la cubierta del

Glengarry, sin perder ni por un momento suserenidad; tenía el rostro tranquilo, y toda suactitud demostraba que el valor moral le eratan natural como el valor físico de que acababade dar muestras.

Inmediatamente se preocupó de que aten-dieran con cuidado a su compañero. Era éste elpatrón de la chalupa, quien, con un buen vasode coñac, no tardó en recobrar los sentidos.

-¡Señor Olivier! -le llamó.-¡Ah, viejo lobo de mar! -respondió el joven-.

¿Cómo va este golpe?-No es nada. ¡Los he sufrido mucho peores!

Ya me parece que no ha pasado nada...-¡Gracias a Dios...! Pero mi imprudencia y mi

deseo de ir siempre adelante, por poco noscuesta caro... ¡En fin, ya estamos salvados!

-¡Gracias a usted, señor Olivier!-¡No... gracias a Dios!Y el joven estrechaba al viejo marinero co-

ntra su pecho, sin disimular su emoción, que secontagiaba a todos los testigos de aquella esce-

na.Luego, volviéndose hacia el capitán del

Glengarry, en el momento en que éste descen-día del puente, le dijo:

-Capitán, no sé cómo agradecerle el servicioque nos ha prestado.

-Señor, yo sólo he cumplido con mi deber y,además, no he de callar que los pasajeros tienenmás derecho que yo a recibir su agradecimien-to.

El joven estrechó cordialmente la mano delcapitán; luego saludó efusivamente a todos lospasajeros con un gesto lleno de gracia.

Con toda seguridad, sin la llegada del Glen-garry, tanto él como su compañero hubieranperecido en el fondo del mar.

La señorita Campbell, durante aquel inter-cambio de amabilidades, había creído prudenteretirarse del grupo de salvadores y salvados.No quería que se hablara de la parte que ellahabía tenido en el desenlace de aquel dramáticosalvamento. Por esto se mantenía a un lado del

puente, cuando de pronto, como si despertarade un sueño, lanzó estas palabras, volviéndosehacia poniente:

-¿Y el rayo...? ¿Y el sol...?-¡Ya no hay sol! -dijo el hermano Sam.-¡Ni rayo verde! -dijo el hermano Sib.Era demasiado tarde. El disco que acababa

de desaparecer detrás de su horizonte de unapureza admirable, había lanzado ya su rayoverde por el espacio. Pero en aquel instante lospensamientos de la señorita Campbell estabanmuy lejos y su mirada distraída se había dejadoescapar aquella ocasión, que quizá no volvieraa presentarse en mucho tiempo.

-¡Qué lástima! -murmuró, sin mucho pesar,pensando en todo cuanto acababa de suceder.

Entretanto, el Glengarry evolucionaba parasalir del estrecho de Corryvrekan y reempren-día la ruta hacia el norte. En aquel momento, elviejo marino, después de estrechar por últimavez las manos de su compañero, regresó a suchalupa e hizo rumbo hacia la isla de jura.

En cuanto al joven, cuyo dorlach, una espe-cie de maleta de cuero, ya estaba a bordo, sehabía instalado en el Glengarry como un turistamás camino de Oban.

El vapor, dejando a la derecha las islas deShuna y de Luing, donde cruzaron las ricaspizarrerías del marqués de Breadalbane, costeóla isla Seil, que defiende esta parte de la costaescocesa; luego entró en el Firth of Lorn, entrela isla volcánica de Kerrera y tierra firme, y conlas últimas luces del crepúsculo, echaba anclasen el puerto de Oban.

VIIAristobulus Ursiclos

Aun cuando Oban hubiera atraído a grannúmero de bañistas a sus playas, como las esta-ciones tan frecuentadas de Brighton, de Marga-te o de Ramsgate, un personaje de la categoría

de Aristobulus Ursiclos no hubiera podido pa-sar desapercibido.

Oban, sin llegar a la altura de sus rivales, eraun lugar muy estimado por los veraneantes dela Gran Bretaña. Su situación, en el estrecho deMull, protegido de los vientos del oeste, a cuyaacción directa sirve de valladar la isla de Kerre-ra, atrae gran número de extranjeros. Unos vie-nen a sumergirse en sus salutíferas aguas; otrosse instalan allí como punto de partida para rea-lizar excursiones hasta Glasgow, Inverness ylas islas más curiosas del grupo de las Hébri-das. Debemos añadir también que Oban no es,como ocurre con ciertas estaciones balnearias,una especie de sanatorio; la mayoría de los queacuden a pasar las vacaciones allí tienen buenasalud y no hay peligro, como en ciertas estacio-nes, de hacer la partida de whist con dos en-fermos y «un muerto».

Oban cuenta apenas cincuenta años de exis-tencia. Por ello, tanto la disposición de sus ca-lles y plazas, como la arquitectura de sus casas,

es más bien moderna. Sin embargo, la iglesia,de construcción normanda, con su esbeltocampanario, el viejo castillo de Dunolly, cubier-to de hiedra, que se levanta sobre una roca es-carpada, la visión panorámica de casitas blan-cas y villas multicolores, esparcidas por las la-deras de las colinas que la circundan y, en fin,las aguas tranquilas de su bahía, en las que sebalancean elegantes yates de placer, hace queOban presente un conjunto pintoresco y agra-dable a la vista.

En el mes de agosto de aquel año, los extran-jeros, turistas y bañistas, no escaseaban en lapequeña localidad de Oban. En el libro registrode uno de los mejores hoteles, hacía varias se-manas que podían leerse, entre otros, más omenos ilustres, el nombre de Aristobulus Ursi-clos, de Dumfries (Baja Escocia).

Era éste un hombre de veintiocho años, quenunca había sido joven y que seguramentenunca sería viejo. Era evidente que nació con laedad que debía aparentar durante toda su vida.

Su aspecto no era bueno ni malo; su rostro,muy insignificante, y sus cabellos de un rubiodemasiado claro para un hombre; los ojos inex-presivos de miope, protegidos por unos lentesque apenas se sostenían sobre una nariz dema-siado corta para aquel rostro. De los cientotreinta mil cabellos que, según las estadísticas,debe poseer cualquier cabeza humana normal,sólo le quedaban escasamente unos sesenta mil.Una sotabarba encuadraba sus mejillas, lo quele daba cierta semejanza con un simio. Si hubie-ra sido un mono, no puede negarse que habríasido un buen ejemplar, quizá el que falta en laescala de los darwinistas para recordar a lahumanidad su condición de animal.

Aristobulus Ursiclos era rico de dinero ymás rico aún de ideas. Demasiado sabio paraser tan joven, no hacía más que aburrir a losdemás con su erudición universal. Graduadoen las universidades de Oxford y de Edimbur-go, poseía más ciencia física, química, astronó-mica y matemática que literatura. En el fondo,

era tan presuntuoso, que, a pesar de toda suerudición, parecía un necio. Su principal manía,o monomanía, como se prefiera, era la de darexplicaciones continuamente sobre todo lo queformaba parte de las cosas más naturales; enfin, era un pedante, de trato más bien desagra-dable. La gente no se reía de él, porque no teníaninguna gracia, pero quizá se reiría de él por suridiculez. Nadie como este falso joven hubierapodido apropiarse de la divisa de los francma-sones ingleses: Audi, vide, Lace. Él no es-cuchaba nunca, no veía nada y no callaba ja-más. En una palabra, para valerse de una com-paración adaptada al país de Walter Scott, Aris-tobulus Ursiclos, con su industrialismo positi-vo, recordaba infinitamente más al magistradoNicol Jarvie que a su poético primo Rob JoyMac-Gregor.

¿Y qué joven de los Highlands, sin exceptuara la señorita Campbell, no hubiera preferidoRob Joy a Nicol Jarvie? ¿Cómo era posible quelos hermanos Melvill se hubieran entusiasmado

tanto con aquel pedante, hasta el punto de que-rerlo por sobrino? ¿Cómo había podido caer engracia a aquel par de dignos sexagenarios?Quizá por haber sido el primero en hacerlesuna proposición de tal clase respecto a su so-brina. En una especie de entusiasmo ingenuo,el hermano Sam y el hermano Sib se habríandicho, sin duda:

«He aquí un joven rico, de buena familia,poseedor de la fortuna que la herencia de suspadres y la de sus parientes próximos ha acu-mulado sobre su cabeza, y además, extraordi-nariamente instruido. Será un excelente partidopara nuestra querida Helena. Este casamiento

irá sobre ruedas, ya que se adapta a todas lasconveniencias, puesto que nos conviene a noso-tros. » Y acto seguido habríanse propinado unabuena toma de rapé, cerrando luego la tabaque-ra común con un golpecito seco, que pareceríadecir: «Asunto concluido».

Por esto los hermanos Melvill se creían muyastutos por haber conseguido que la señorita

Campbell, gracias a su extraño capricho de verel rayo verde, hubiera decidido ir hasta Oban.Allí, sin que nada pareciera hecho adrede, po-dría encontrarse con Aristobulus Ursiclos yreanudar las relaciones que su ausencia habíasuspendido.

Los hermanos Melvill y la señorita Campbellhabían alquilado las mejores habitaciones delHotel Caledonian. Pero si su permanencia enOban tenía que prolongarse, quizá sería másconveniente alquilar alguna casita en las colinasque dominaban la ciudad; mientras tanto, em-pero, con la ayuda de la señora Bess y de Par-tridge, todos se habían instalado confortable-mente en el establecimiento del señor MacFyne.Ya hablaremos de ello más adelante.

A las nueve de la mañana del día siguientede su llegada, los hermanos Melvill salieron delvestíbulo del Hotel Caledonian, situado en lamisma playa, casi frente al muelle. La señoritaCampbell descansaba aún en su habitación delprimer piso, sin sospechar siquiera que sus tíos

se encaminaban entonces a buscar a Aristobu-lus Ursiclos.

Los dos inseparables hermanos bajaron has-ta la playa, sabiendo que su «pretendiente»residía en uno de los hoteles situados al nortede la bahía, y se dirigieron hacia allí.

Debemos admitir que les guiaba una especiede presentimiento. En efecto, diez minutosdespués de haber salido del hotel, se encontra-ron con Aristobulus Ursiclos, que daba su pa-seo científico de cada mañana, siguiendo lasúltimas huellas de la marea.

-¡Señor Ursiclos! -exclamaron los hermanosMelvill.

-¡Señores Melvill! -contestó Aristobulus consorpresa exagerada, mientras se intercambia-ban los consabidos apretones de manos, bana-les y puramente automáticos-. ¿Señores Mel-vill.. ustedes... aquí... en Oban?

-Desde ayer por la noche -dijo el hermanoSam.

-Y estamos muy contentos, señor Ursiclos,

de verle gozando de una excelente salud -dijoel hermano Sib.

-¡Ah, muy bien! ¿Ustedes conocerán ya lanoticia que acaba de llegar, no?

-¿La noticia? -dijo el hermano Sam-. ¿No se-rá que el gobierno Gladstone ha...?

-No tiene nada qué ver con el gobiernoGladstone -contestó despectivamente Aristobu-lus Ursiclos-; se trata de una noticia meteoroló-gica.

-¡Ah! No sabíamos... -exclamaron los doshermanos.

-¡Sí! Se anuncia que la depresión de Swine-munde se

ha desplazado hacia el norte. Su centro estáahora en Estocolmo, donde el barómetro habajado una pulgada o sea veinticinco milíme-tros (empleando el sistema decimal que usanlos sabios) y señala solamente veintiocho pul-gadas y seis décimas, o sea setecientos veinti-séis milímetros. Si la presión varía poco en In-glaterra y en Escocia, en cambio ha bajado urea

décima ayer en Valentia y dos en Stornoway.-¿Y de esta depresión... ? -preguntó Sam.-¿Debe preverse...? -terminó el hermano Sib.-Que el buen tiempo no durará -contestó

Aristobulus Ursiclos- y que el cielo se verá cargado

muy pronto con los vientos del suroeste, quenos traerán las brumas del Atlántico norte.

Los hermanos Melvill agradecieron al jovensabio por haberles dado a conocer aquellospronósticos tan interesantes, por los cuales de-ducían que el rayo verde seguramente se haríaesperar, cosa por la cual no se preocupaban, yaque aquel retraso prolongaría su estancia enOban.

-¿Y ustedes han venido...? -preguntó Aristo-bulus Ursiclos, mientras recogía un pedruscoque examinó con mucha atención.

Los dos tíos se guardaron muy bien de dis-traerlo de sus observaciones.

Pero cuando la piedra pasó a aumentar lacolección que contenían los bolsillos del joven

sabio, el hermano Sib dijo:-Hemos venido con la intención muy natural

de pasar una temporada aquí.-Y hemos de añadir -dijo el hermano Sam-

que la señorita Campbell nos acompaña.-¡Ah! ¡La señorita Campbell! -contestó Aris-

tobulus Ursiclos-. Me parece que este sílex es dela época gaélica. Encuentro huellas... Verdade-ramente, estaré encantado de volver a ver a laseñorita Campbell... huellas de hierro meteóri-co. Este clima es extraordinariamente benigno yle hará un gran bien.

-Oh, ella se encuentra perfectamente -dijo elhermano Sam- y no tiene ninguna necesidad demejorar su salud.

-No importa -continuó Aristobulus Ursiclos-. Aquí el aire es excelente. Cero veintiuno deoxígeno y cero setenta y nueve de nitrógeno,con un poco de vapor de agua, en cantidadhigiénica. En cuanto al anhídrido carbónico,apenas si se encuentran vestigios. Lo analizotodas las mañanas.

Los hermanos Melville interpretaron estocomo una amable atención hacia la señoritaCampbell.

-Pero -prosiguió Aristobulus Ursiclos-, si nohan venido a Oban por razones de salud, seño-res, ¿puedo saber por qué causa han dejado sufinca de Helensburgh?

-No tenemos ningún motivo para ocultarlo,dada la situación en que nos hallamos -contestóel hermano Sib.

-¿Debo ver en este desplazamiento -dijo en-tonces el joven sabio, interrumpiendo la fraseempezada- un deseo, muy natural desde luego,de ponerme en contacto con la señorita Camp-bell en condiciones inmejorables para conocer-nos mejor el uno al otro, es decir, para empezara querernos?

-Sin duda -contestó el hermano Sam-.Hemos pensado que, de esta manera, consegui-ríamos más pronto nuestros fines.

-Apruebo su determinación, señores -dijoAristobulus Ursiclos-. Aquí, en este terreno

neutral, la señorita Campbell y yo tendremosocasión de hablar de las fluctuaciones del mar,de la dirección de los vientos, de la altura de lasolas, de la variación de las mareas y de otrosfenómenos físicos que deben de interesarla enalto grado.

Los hermanos Melvill, después de haber in-tercambiado una sonrisa de satisfacción, se in-clinaron en señal de asentimiento, añadiendoque, a su regreso a la finca de Helensburgh,estarían muy contentos de recibir a su amablehuésped con un título más definitivo.

Aristobulus Ursiclos contestó que él estaríatodavía más contento, puesto que el Gobiernohabía empezado entonces unos importantestrabajos de dragado en el Clyde, precisamenteentre Helensburgh y Greenock, trabajos reali-zados en nuevas condiciones por medio deaparatos eléctricos. Así pues, una vez instaladoen la finca, podría observar los trabajos y calcu-lar el rendimiento de las modernas aplicacio-nes.

Los hermanos Melvill no pudieron menosque reconocer que aquella coincidencia era porlo demás favorable a sus proyectos. Durante lashoras de asueto en la finca, el joven sabio po-dría seguir todas las fases de aquellos intere-santes trabajos.

-Pero -preguntó Aristobulus Ursiclos- segu-ramente ustedes habrán imaginado algún pre-texto para venir aquí, ya que la señorita Camp-bell no espera encontrarme en Oban, ¿verdad?

-En efecto -contestó el hermano Sib-, y estepretexto ha sido la propia señorita Campbellquien nos lo ha proporcionado.

-¡Ah! -exclamó el joven sabio-. ¿Y puede sa-berse cuál es?

-Se trata de observar un fenómeno físico enciertas condiciones que no se presentan enHelensburgh y sus alrededores.

-¡De veras! -contestó Aristobulus Ursiclos,ajustándose los lentes con un dedo-. Esto de-muestra ya que entre la señorita Campbell y yoexisten simpáticas afinidades. ¿Me pueden de-

cir ustedes cuál es este fenómeno cuyo estudiono podía hacerse en la finca?

-Este fenómeno es sencillamente el rayo ver-de -contestó el hermano Sam.

-¿El rayo verde? -dijo Aristobulus Ursiclos,muy sorprendido-. Nunca he oído hablar deesto. ¿Me permiten preguntarles qué es el rayoverde?

Los hermanos Melvill explicaron lo mejorque pudieron en qué consistía aquel fenómeno,que el Morning Post había descrito últimamen-te, llamando la atención a sus lectores.

-¡Bah! -dijo Aristobulus Ursiclos-. Esto es só-lo una simple curiosidad sin gran interés, queentra en el dominio demasiado infantil de lafísica recreativa.

-La señorita Campbell es sólo una chiquilla -contestó el hermano Sib- y parece que concedeuna importancia exagerada, sin duda, a estefenómeno...

-Puesto que no quiere casarse, según nos hadicho, antes de haberlo observado -añadió el

hermano Sam.-Pues bien, señores -contestó Aristobulus

Ursiclos-, ¡le mostraremos su dichoso rayo ver-de!

Luego, siguiendo los tres juntos el caminitoque se escurría entre las praderas que bordeanla playa, volvieron al Hotel Caledonian.

Aristobulus Ursiclos no perdió la ocasiónpara hacer notar a los hermanos Melvill que lasmujeres se complacen siempre en toda suertede frivolidades y dedujo, a grandes rasgos, to-do lo que tendría que hacerse para realzar elnivel de su educación mal comprendida; nocreía, sin embargo, que su cerebro, menos pro-visto de materia gris que el de los hombres, ymuy diferente de constitución, pudiera llegar ala comprensión de las especulaciones profun-das. Pero, sin llegar tan lejos, quizá se lograríamodificarlo con un entrenamiento especial;aunque, desde que en el mundo existen las mu-jeres, nunca sobresalió una sola por alguno deesos descubrimientos científicos que han in-

mortalizado a Aristóteles, Euclides, Hervey,Pascal, Hannehman, Newton, Laplace, Arago,Humphrey Davy, Edison, Pasteur, etc. Aris-tobulus Ursiclos, metido de lleno en uno de susaburridos discursos, se lanzó a una intermina-ble explicación sobre los fenómenos físicos, sinacordarse de la señorita Campbell.

Los hermanos Melvill lo escuchaban pacien-temente, tanto más cuanto que habrían sidoincapaces de meter baza en aquel monólogocientífico que Aristobulus Ursiclos se complacíaen desarrollar, subrayándolo con una serie de¡hum! ¡hum! imperiosos y pedantes.

Así hablando llegaron hasta la puerta delhotel Caledonian, donde se detuvieron unosinstantes para despedirse unos de otros.

En aquel momento una jovencita se asomabapor la ventana de su cuarto. Parecía muy pre-ocupada y miraba

tan pronto ante sí como volvía la cabeza aderecha y a izquierda, pareciendo buscar con lamirada un horizonte invisible.

De pronto, la señorita Campbell -pues deella se trataba- vio a sus tíos. Rápidamente ce-rró la ventana de golpe y, momentos después,la muchacha salía del hotel con aspecto severoy el ceño fruncido.

Los hermanos Melvill la miraron preocupa-dos.

¿Contra quién estaría enfadada? ¿Sería lapresencia de Aristobulus Ursiclos la que provo-caba aquellos síntomas de excitación anormal?

Pero el joven se había adelantado y saludabamaquinalmente a la señorita Campbell.

-El señor Aristobulus Ursiclos... -dijo el her-mano Sam, presentándolo con cierta ceremonia.

-Que por una de aquellas extraordinarias ca-sualidades... se encuentra precisamente enOban... -añadió el hermano Sib.

-¡Ah...! ¿El señor Ursiclos?Y la señorita Campbell apenas le devolvió el

saludo.Luego, dirigiéndose hacia sus tíos, que se

hallaban muy azorados y no sabían qué actitud

adoptar, les dijo severamente:-¡Tíos!-Querida Helena -contestaron los dos tíos,

con la misma emoción de voz, visiblementeinquieta.

-¿Nos hallamos realmente en Oban? -preguntó Helena.

-En Oban... ciertamente.-¿En las orillas del mar de las Hébridas?-Claro que sí.-Pues bien, dentro de una hora ya no esta-

remos aquí.-¿Dentro de una hora?-¿No os había pedido ver un horizonte de

mar?-Sin duda, hija mía...-¿Seríais tan amables de mostrarme dónde

está?Los hermanos Melvill, estupefactos, volvie-

ron la cabeza.Ante ellos, tanto por el suroeste como por el

noroeste no se veía la línea de horizonte, ente-

ramente cubierto por las islas que poblaban elmar, no dejando ni un pequeño espacio en elque se notara la unión del cielo y el agua. Seil,Kerrera, Kismore, entre otras, formaban unabarrera de tierra. Tenían que reconocer que elhorizonte exigido y prometido no era visible enel paisaje de Oban.

Los dos hermanos ni se habían dado cuentade ello durante su paseo por la playa. Por estodejaron escapar estas dos interjecciones tanescocesas que expresan una verdadera decep-ción, mezclada de contrariedad.

-¡Pooh! -hizo uno.-¡Pswa! -contestó el otro.

VIIIUna nube en el horizonte

Era necesaria una explicación, pero comoAristobulus Ursiclos no tenía nada que ver con

aquel asunto, la señorita Campbell le saludófríamente y se volvió al hotel.

Aristobulus Ursiclos había devuelto el salu-do a la jovencita con la misma frialdad. Eviden-temente ofendido por haber sido relegado porun rayo, por verde que fuera, reemprendió elcamino de la playa haciéndose las más sensatasreflexiones.

El hermano Sam y el hermano Sib no las te-nían todas consigo. Por esto, tan pronto entra-ron en el salón reservado, esperaron con lasorejas gachas a que la señorita Campbell lesdirigiera la palabra.

La explicación fue corta, pero clara. Habíanvenido a Oban para ver el horizonte del mar,pero no podían ver nada, o tan poco, que novalía la pena hablar de ello.

Los dos tíos sólo argumentaron basándoseen su buena fe. No conocían Oban. ¡Quiénhubiera imagina do que el mar, el verdaderomar, no estuviera allí ya que tanta gente afluíaa aquel lugar para bañarse! Era seguramente el

único punto de la costa en que, debido a aque-llas inoportunas islas Hébridas, la línea delagua no se recortaba en el horizonte uniéndoseal cielo.

-Pues bien -dijo la señorita Campbell con untono que intentaba ser lo más severo posible-,tenían que haber escogido otro punto que nofuera Oban, aun cuando tuvieran que sacrificarlas ventajas que les reportaba el encuentro conel señor Aristobulus Ursiclos.

Los hermanos Melvill bajaron instintivamen-te la cabeza y no contestaron a aquel certerogolpe.

-Haremos inmediatamente los preparativospara marcharnos hoy mismo -dijo la señoritaCampbell.

-¡Vámonos! -contestaron los dos tíos, que nopodían hacerse perdonar su equivocación másque con un acto de obediencia pasiva.

Y, seguidamente, como de costumbre, em-pezaron a llamar:

-¡Bet!

-¡Beth!-¡Bess!-¡Betsey!-¡Betty!La señora Bess compareció, seguida de Par-

tridge. Los dos fueron advertidos al momento,y sabiendo que su joven ama siempre tenía ra-zón, no hicieron preguntas sobre aquella parti-da tan precipitada.

Pero no habían contado con el señor MacFy-ne, el propietario del Hotel Caledonian.

Sería no conocer bien a estos inefables indus-triales, incluso en la hospitalaria Escocia, si loscreyéramos capaces de dejar partir a una fami-lia compuesta por tres dueños y dos domésti-cos, sin haber hecho todo lo posible para rete-nerla. Y esto es lo que ocurrió en aquella cir-cunstancia.

Cuando estuvo al corriente de aquel graveasunto, el señor MacFyne declaró que todo po-día arreglarse a satisfacción general, sin hablarde la satisfacción particular que él experimenta-

ría conservando el mayor tiempo posible viaje-ros tan distinguidos.

¿Qué es lo que quería la señorita Campbell,y, en consecuencia, qué reclamaban los señoresSib y Sam Melvill? ¿Una vista del mar libre conun ancho horizonte? Nada más fácil, puestoque se trataba de observar aquel horizonte sóloa la puesta del sol. ¿Que no podían verlo desdeel litoral de Oban? Bueno. ¿Sería suficiente si-tuarse en la isla Kerrera? No. La gran isla deMull sólo dejaba descubrir una pequeña por-ción del Atlántico al sudoeste. Pero bajando porla costa se encontraba la isla de Seil, cuya puntanorte se halla unida por un puente a la costaescocesa. Allí no existe obstáculo alguno paradisfrutar de la vista de una extensión de marque abarca las dos quintas partes del cuadrante.

Y, para ir hasta aquella isla, era cuestión deun simple paseo, de cuatro a cinco millas, nomás, y, si el tiempo era propicio, con un buencoche conducido por excelentes caballos, laseñorita Campbell y sus acompañantes podrían

llegarse allí en una hora y media escasas.Para apoyar sus explicaciones, el elocuente

hotelero indicaba con grandes gestos el mapaque colgaba en el vestíbulo del hotel. La señori-ta Campbell pudo constatar que el señor Mac-Fyne no quería engañarla. Efectivamente, másallá de la isla Seil se descubría un ancho sectorque comprendía un tercio de aquel horizonte,en el cual se hundía el sol durante las semanasque preceden y siguen al equinoccio.

El asunto quedó resuelto, pues, con grancontento por parte del señor MacFyne y conmayor contento aún de los hermanos Melvill.La señorita Campbell les concedió generosa-mente su perdón y no hizo ninguna otra alu-sión desagradable a la presencia de AristobulusUrsiclos.

-Pero -decía el hermano Sam-, pero es bienraro que Oban carezca de horizonte de mar.

-La naturaleza es muy caprichosa -dijo Sib.Aristobulus Ursiclos estuvo también muy

contento, sin duda, al enterarse de que la seño-

rita Campbell no iría más lejos a buscar un lu-gar propicio a sus observaciones meteorológi-cas; pero estaba tan absorto en sus altas es-peculaciones, que se olvidó de demostrar todasu satisfacción.

La antojadiza joven se lo agradeció sin duda,pues, aun a pesar de su indiferencia, le acogiócon menos frialdad la siguiente vez que se en-contraron.

. Sin embargo, el estado atmosférico se habíamodificado ligeramente. Aun cuando el tiempose mantenía bueno, algunas nubes velaban elhorizonte tanto al levantarse como al ponerse elsol. Era inútil, pues, buscar un lugar de obser-vación en la isla Seil. Hubiera sido perder eltiempo, y había que tener paciencia.

Durante aquellos largos días, la señoritaCampbell, dejando a sus tíos que departierancon el novio que le habían escogido, se iba al-gunas veces acompañada de la señora Bess,pero más a menudo iba sola, a vagar por la pla-ya de la bahía. Se alejaba expresamente de

aquel mundo de gente ociosa, que constituye lapoblación flotante de todas las playas de moda:familias cuya única ocupación consistía en mi-rar la subida y bajada de la marea, mientras losniños y niñas se echaban a revolotear por lahúmeda arena con una libertad de modalesenteramente británica. Caballeros serios y fle-máticos, llevando unos trajes de baño bastanterudimentarios, para sumergirse durante seisminutos en el agua salada; caballeros y damasmuy respetables, sentados muy tiesos e inmóvi-les en los bancos verdes de rojos almohadones,hojeando las páginas de algún libro de cubier-tas chillonas y nutrido texto, tan corriente en lasediciones inglesas; algunos turistas de peso,con los anteojos colgados del hombro, calzandopolainas y cubriéndose la cabeza con un sala-cot, que llegan hoy para marcharse mañana y,entre toda esta gente pintoresca, vendedoresambulantes, artistas del manubrio, que llevansu instrumento sobre ruedas y van mezclandocon los aires del país viejas melodías des-

figuradas de Francia; fotógrafos al aire libre,que entregan a docenas las fotografías al minu-to; vendedores ambulantes, con largas levitasnegras; vendedoras con grandes sombreros deflores, que empujan las carretillas llenas de fru-tos exquisitos; ministriles que, con la cara em-badurnada y disfrazados con trajes de lo másvariado, dan pequeñas representaciones y can-tan melodías populares rodeados de grupos deniños que repiten el estribillo de sus canciones.

Para la señorita Campbell, aquella existenciade las ciudades veraniegas no tenía ningúnsecreto ni ningún encanto. Prefería alejarse deaquel vaivén de paseantes, que parecen tanextraños los unos a los otros, como si llegarande los cuatro rincones de Europa.

Y cuando sus tíos, intranquilos por su largaausencia, iban a su encuentro, la encontrabansiempre sola a un extremo de la bahía o en unapunta aislada de la playa, sentada y pensativacomo la pensativa Minna de El Pirata, con elcodo apoyado en una roca, la cabeza apoyada

en una mano, mientras con la otra desgranabalas bayas de una especie de hinojo que creceentre las piedras. Su mirada, distraída, errabadesde un stack, cuya cima erizada de rocas selevanta erguida, a alguna caverna oscura, unade esas helyers, como se dice en Escocia, en lacual entran y salen mugiendo siempre las agi-tadas olas del mar.

Más lejos, miraba los cuervos marinos ali-neados con la inmovilidad de animales hieráti-cos, y los seguía con la vista cuando, turbadosen su reposo, volaban rozando con el ala lacresta de las pequeñas olas.

¿Con qué soñaba la muchacha? AristobulusUrsiclos sin duda habría tenido la presunciónde creer que pensaba en él, y si sus tíos hubie-ran tenido la ingenuidad de creerlo también, sehabrían equivocado completamente.

La señorita Campbell pensaba sin cesar en laescena que había presenciado en Corryvrekan.Revivía el salvamento de la chalupa y sentía enel fondo de su corazón la misma emoción que

la había sobrecogido cuando los imprudentesnavegantes desaparecieron bajo las aguas. Lue-go volvía a recordar el momento en que el ele-gante joven subió a bordo, sereno y sonriente,menos emocionado que ella misma, saludandograciosamente a todos los pasajeros del Glenga-rry.

Con una imaginación romántica, era sufi-ciente para iniciar una novela; pero parecía quela novela se había limitado al primer capítulo.El libro empezado se había cerrado bruscamen-te en las manos de la señorita Campbell. ¿Enqué página podría volverlo a abrir, ya que suhéroe, parecido a algún Wodan de las épocasgaélicas, no había vuelto a aparecer?

Pero ¿había intentado buscarlo entre aquellamuchedumbre de indiferentes que poblaban lasplayas de Oban? Quizá sí. ¿Lo había hallado?No. Él seguramente no la habría reconocido.¿Por qué tenía que haberse fijado especialmenteen ella, a bordo del Glengarry? ¿Por qué la bus-caría pues? ¿Era posible que supiese que era en

parte a ella a quien debía la vida? Y, sin embar-go, fue ella, antes que los demás, quien habíadescubierto la embarcación en peligro; y tam-bién fue ella la primera que había suplicado alcapitán que los salvara. Y, en realidad, todoaquello le había costado aquella tarde el rayoverde, sin lugar a dudas.

Durante los tres días siguientes a la llegadade la familia Melvill a Oban, el cielo hubierahecho desesperar a un astrónomo de los obser-vatorios de Edimburgo o de Greenwich, puesestaba enteramente cubierto por una especie debrumoso vapor. Anteojos o telescopios de losmás potentes modelos, el reflector de Cambrid-ge como el de Parsontown, no alcanzarían ver-lo. El sol tenía aún bastante fuerza para atrave-sar las nubes con sus ligeras brumas que em-purpuraban el occidente con rayos, pero alatardecer la línea del mar se cubría de los másespléndidos colores, aunque hacían imposibledescubrir el rayo verde al ponerse el sol.

La señorita Campbell, en sus sueños, llevada

por una imaginación algo fantasiosa, confundíaen sus pensamientos el náufrago del abismo deCorryvrekan con el rayo verde. Pero lo ciertoera que tanto el uno como el otro no aparecíanpor ninguna parte. Si los vapores oscurecíanéste, el incógnito escondía aquél.

Cuando los hermanos Melvill aconsejaban asu sobrina que tuviera paciencia, eran siempremuy mal recibidos. La señorita Campbell no seprivaba de hacerles responsables a ellos de to-dos los fenómenos atmosféricos. Y éstos, a suvez, culpaban al excelente barómetro que habí-an tenido la precaución de traerse de Helens-burgh, y cuya columna persistía en no subir. Enverdad que habrían dado su caja de rapé paraobtener a la puesta de sol un cielo completa-mente límpido.

En cuanto al sabio Ursiclos, un día, hablandode aquellas brumas que se acumulaban en elhorizonte, tuvo la imperdonable torpeza dehallar muy natural que aquello ocurriera. Y loaprovechó para desarrollar una pequeña lec-

ción de física ante la señorita Campbell. Hablóde las nubes en general, de su movimiento des-cendente que las acumula en el horizonte albajar la temperatura, de vapores reducidos alestado vesicular, de nimbos, estratos, cúmulos,cirros, etc. En fin, no hay que decir que derro-chó toda la erudición de que era capaz.

Llegó a hacerse tan pesado, que incluso loshermanos Melvill no sabían qué cara ponerdurante aquella inoportuna conferencia.

Pero la señorita Campbell cortó en seco laperorata del joven sabio: primero simuló mirarhacia otra parte para no oírlo; luego dirigió susojos hacia el castillo de Dunolly, para no verlo;por fin se quedó contemplando la punta de suszapatillas de baño, que es una señal de in-diferencia menos disimulada, la prueba deldesprecio más absoluto que puede demostraruna escocesa, tanto por lo que dice su interlocu-tor como por su propia persona.

Aristobulus Ursiclos, que no veía y no escu-chaba más que para sí mismo, no se dio cuenta

de ello, o al menos pareció que no se enteraba.Así transcurrieron los días 3, 4, 5 y 6 de

agosto; pero durante este último día el baróme-tro subió algunas líneas por encima del varia-ble, con gran alegría por parte de los hermanosMelvill.

El día siguiente se anunciaba, pues, con losmás felices auspicios. A las diez de la mañanael sol brillaba con gran esplendor y el cielo cu-bría el mar en toda su extensión con un azul deuna perfecta limpidez.

La señorita Campbell no podía dejarse esca-par aquella ocasión. Tenía siempre a su dispo-sición una calesa de paseo del Hotel Caledo-nian. Ahora era el momento de usarla.

Así pues, a las cinco de la tarde, la señoritaCampbell y los hermanos Melvill subieron a lacalesa, que conducía un cochero experto, y Par-tridge saltó al asiento trasero al tiempo que loscuatro caballos, animados por la punta del láti-go, se lanzaban al trote por la ruta de Oban aClachan.

Aristobulus Ursiclos, muy a pesar suyo, nohabía podido formar parte de la partida, por-que estaba muy ocupado en una importantememoria científica.

La excursión fue encantadora bajo todos lospuntos de vista. El coche seguía la ruta del lito-ral, a lo largo del estrecho que separaba la islaKerrera de la costa de Escocia. Esta isla, de ori-gen volcánico, era muy pintoresca, pero teníaun defecto, a los ojos de la señorita Campbell:ocultaba el horizonte del mar. Sin embargo,como solamente tenían que recorrer cuatro mi-llas y media de camino en aquellas condiciones,consintió en admirar el armonioso perfil que sedibujaba en el fondo de luz, con las ruinas delcastillo que corona la punta meridional.

-Este castillo fue antaño la residencia de losMacDouglas de Lorn -explicó el hermano Sam.

-Y para nuestra familia -añadió el hermanoSib- este castillo tiene un interés histórico, yaque fue destruido por los Campbell, que lo in-cendiaron después de pasar a cuchillo a todos

sus habitantes.Este hecho pareció obtener particularmente

la aprobación de Partridge, que se expansionóbatiendo palmas en honor del clan.

Cuando dejaron atrás la isla Kerrera, el co-che se adentró por un camino angosto, ligera-mente accidentado por aquel istmo de Clachan.Desde allí, pasando por aquel istmo artificial,en forma de puente, que une la isla Seil al con-tinente, llegaron al fondo de un barranco, don-de los excursionistas bajaron del coche, subie-ron por los flancos escarpados de una colina, yse sentaron al borde de las rocas.

Allí no había nada que estorbase a los obser-vadores, vueltos hacia el oeste, ni el islote deEasdale, ni el de Inish, que estaban como enca-llados cerca de Seil. Entre la punta Ardanalishde la isla Mull, una de las mayores de lasHébridas, al nordeste, y la isla Colonsay, alsudoeste, se destacaba una ancha superficie demar, detrás de la cual no tardaría en desapare-cer el sol.

La señorita Campbell, absorta en sus pen-samientos, estaba sentada un poco más adelan-te que los otros. Algunas aves de presa, águilaso halcones, eran los únicos seres vivientes queanimaban aquellas soledades, volando a ras delas rocas.

Astronómicamente el sol, en aquella épocadel año y en aquellas latitudes, debía ponerse alas siete y cincuenta y cuatro minutos, precisa-mente en la dirección de la punta Ardanalish.

Pero algunas semanas más tarde hubiera si-do imposible verlo desaparecer tras la línea delhorizonte, pues la masa de la isla Colonsay lohubiera impedido.

Aquella tarde, pues, tanto el tiempo como ellugar estaban bien escogidos para la observa-ción del fenómeno.

En aquel momento el sol se dirigía, en unatrayectoria oblicua, hacia el horizonte puro yclaro.

Los ojos sufrían un poco al mantener tantorato la vista clavada en el resplandeciente disco

rojo, que las aguas reflejaban en una larga este-la de luz brillante.

Y, sin embargo, ni la señorita Campbell nisus tíos hubieran consentido en cerrar los pár-pados, ¡oh no!, ni por un instante.

Pero, antes de que el astro hubiera rozadocon su borde inferior el horizonte, la señoritaCampbell lanzó un grito de decepción.

Una pequeña nubecilla acababa de aparecer,suave como una pincelada, larga como un ga-llardete, pero que cortaba el disco en dos partesdesiguales y que parecía descender con él hastael nivel del mar.

Parecía que un soplo de aire, por tenue quefuese, sería suficiente para alejar o disipar lanube... Pero el soplo de aire no se produjo.

Y cuando el sol quedó reducido a un minús-culo arco, aquella ligera nubecilla tomó el sitiodel rayo verde entre el cielo y el agua.

El rayo verde, perdido en aquella nubecilla,no pudo llegar a los ojos de los espectadores.

IXOpiniones de la señora Bess

El regreso a Oban se hizo en silencio. La se-ñorita Campbell no decía nada. Los hermanosMelvill no se atrevían a hablar. Sin embargo, noera culpa suya si aquella inoportuna nubehabía aparecido justamente en el momento pre-ciso para absorber el último rayo de sol. Des-pués de todo, no había que desesperar. El buentiempo tenía que durar unas seis semanas to-davía. Si durante todo el principio de otoño noaparecía alguna vez el horizonte puro y limpiode brumas, podrían decir entonces que estabanverdaderamente en desgracia.

Pero era de lamentar haber perdido aqueldía admirable, ya que el barómetro no parecíadispuesto a conceder otro igual, al menos enseguida. En efecto, durante la noche, volvió aseñalar «variable», pero lo que representaba

todavía buen tiempo para todo el mundo, nopodía satisfacer a la señorita Campbell.

Al día siguiente, 8 de agosto, unos pesadosnubarrones tamizaban los rayos solares. Labrisa del mediodía no fue lo suficientementepotente para disiparlos. Al atardecer, el cielo secoloreó con todas las tonalidades del arco iris,desde el amarillo cromo al azul ultramar, con-virtiendo el horizonte en una paleta abigarrada;y, al ponerse el sol, quedó teñido de todos losrayos del espectro solar, menos el que la fanta-sía supersticiosa de la señorita Campbell de-seaba ver.

Y esto se repitió al día siguiente y al otrotambién. La calesa volvió a guardarse en la co-chera del hotel. ¿De qué serviría ir a observarun fenómeno que el estado del cielo hacía im-posible? Las alturas de la isla Sein no podíanser más favorables que las playas de Oban, y lomejor sería no exponerse a una contrariedad.

Sin estar de más mal humor del que conve-nía, la señorita Campbell, al llegar la hora del

ocaso, se limitaba a encerrarse en su cuarto,enfadada contra aquel sol tan poco complacien-te. Se echaba para descansar de sus largas ca-minatas, y soñaba despierta. ¿Con qué? ¿Con laleyenda del rayo verde? ¿Era necesario haberlovisto para ver claro en su corazón? En el suyono, seguramente, pero ¿y en el de los demás?

Aquel día, acompañada de la señora Bess,Helena había encaminado sus pasos hacia lasruinas del castillo de Dunolly. En aquel lugar,al pie del viejo muro recubierto de altas y espe-sas hiedras, el panorama que se divisaba de labahía de Oban, con los islotes esparcidos por elmar de las Hébridas y la gran isla de Mull, eramagnífico.

Pero, aunque la señorita Campbell miraba alo lejos todo el panorama que se extendía bajosus ojos, ¿lo veía? ¿No la distraían antiguosrecuerdos? En todo caso, podemos afirmar queno era la imagen de Aristobulus Ursiclos la quese interponía ante sus ojos. En verdad, aqueljoven pedante hubiera sido muy inoportuno

aquel día, sobre todo si llegaba a oír los comen-tarios que la señora Bess hacía con toda fran-queza sobre su persona.

-No me gusta -decía por enésima vez-. ¡No,no me gusta! Sólo piensa en sí mismo. ¡Qué malsentaría su persona en la mansión de Helens-burgh! ¡Debe ser del clan de los MacEgoístas,estoy segura! ¿Cómo es posible que los señoresMelvill hayan podido pensar que este vanidosopudiera llegar a convertirse en su sobrino? Par-tridge tampoco puede sufrirlo, igual que yo, yPartridge entiende de eso. Vamos a ver, señori-ta Campbell, ¿de verdad le gusta a usted?

-¿De quién estás hablando? -preguntó la jo-ven, que no había escuchado lo que le decía laseñora Bess.

-¿De quién quiere usted que sea? De aquelcon quien no debe usted pensar... ¡aun cuandosea tan sólo en honor de nuestro clan!

-¿En quién crees que no debo pensar?-Pues en este señor Aristobulus Ursiclos, que

haría mucho mejor en dirigirse al otro lado del

Tweed a buscar lo que le conviene.La señora Bess no se mordía la lengua; pero

era preciso que estuviera muy enfadada parallegar a contradecir a sus dueños, aunque fueraen beneficio de su joven ama. Por otra parte,también veía que Helena mostraba una comple-ta indiferencia hacia aquel pretendiente. Perono podía imaginarse que aquella indiferenciaestaba amparada por un sentimiento muchomás apasionado hacia otra persona.

Sin embargo, quizá la señora Bess sospechóalgo cuando la señorita Campbell le preguntó sihabía vuelto a ver en Oban al joven que elGlengarry había salvado del naufragio.

-No, señorita Campbell -contestó la señoraBess-; debe de haberse marchado en seguida,pero me parece que Partridge sí le vio...

-¿Cuándo?-Ayer, por la carretera de Dalmally. Venía

hacia acá, con la mochila a cuestas, como unartista ambulante. ¡Ah!, es un imprudente, estejoven. Dejarse arrastrar así hasta el abismo de

Corryvrekan, es de mal agüero para el porve-nir. No siempre hallará un buque que acuda asacarle del mal paso y un día le ocurrirá unadesgracia irreparable.

-¿Lo crees así, Bess? Si fue imprudente, almenos se mostró valiente, y en el peligro enque estaba nunca perdió la serenidad.

-Es posible, pero, por cierto, señorita Camp-bell -prosiguió la señora Bess-, este joven nosupo ver que fue gracias a usted que salvó lavida, porque al menos, al día siguiente de llegara Oban, hubiera podido venir a darle las gra-cias...

-¿Darme las gracias? -contestó la señoritaCampbell-. ¿Por qué? Sólo hice por él lo mismoque hubiera hecho por cualquier otro, y, pue-des creerme, lo que cualquier otro hubierahecho en mi lugar.

-¿Lo reconocería usted si lo volviera a ver? -preguntó la señora Bess, mirando a la mucha-cha.

-Sí -contestó francamente la señorita Camp-

bell-, y confieso que el carácter de su persona,el valor sereno que demostró al subir al puente,como si no acabara de escapar a la muerte, laspalabras afectuosas que pronunció para sucompañero mientras lo estrechaba contra supecho, todo me conmovió.

-Pues yo -replicó la buena mujer- no podríadecir exactamente a quién se parece, pero de loque estoy segura es de que no tiene ningúnparecido con este señor Aristobulus Ursiclos.

La señorita Campbell sonrió sin contestarnada, se levantó, permaneció unos instantesinmóvil, lanzando una última mirada a las leja-nas alturas de la isla de Mull; luego, seguidapor la señora Bess, descendió por el escarpadosendero que conducía hasta la carretera deOban.

Aquella noche el sol se puso en medio deuna especie de polvo luminoso, ligero comouna gasa salpicada de oro, y su último rayoquedó absorbido otra vez por las brumas delatardecer.

La señorita Campbell regresó al hotel a ce-nar, pero apenas probó bocado de la comidaque sus tíos habían encargado expresamentepara ella, y, después de dar un corto paseo porla playa, subió en seguida a su cuarto paraacostarse.

XUna partida de cróquet

Hemos de reconocer que los hermanos Mel-vill empezaban a contar los días, y pronto em-pezarían a contar las horas. La cosa no marcha-ba como ellos deseaban.

El visible aburrimiento de su sobrina, su de-seo de estar siempre sola, el poco caso quehacía al sabio Ursiclos, y puesto que éste sepreocupaba menos que ellos mismos, todo eramás que suficiente para que su estancia enOban no fuera nada agradable. No sabían qué

idear para romper la monotonía de aquellosdías. Vigilaban inútilmente las menores varia-ciones atmosféricas. Se decían que tan prontovieran satisfecho su deseo, la señorita Campbellse volvería sin duda más sociable, al menospara con ellos.

Hacía dos días que Helena, más absorta quenunca, se había olvidado incluso de darles losbuenos días con un beso como hacía cada ma-ñana, y que les ponía de buen humor para elresto de la jornada.

Pero el barómetro, insensible a las recrimi-naciones 4 de los dos tíos, no se decidía a pro-nosticar una modificación del tiempo. Auncuando diez veces al día daban un ligero golpeal aparato para provocar una oscilación de lacolumna, la columna no se movía de la mismalínea. ¡Oh, estos barómetros!

No obstante, los hermanos Melvill tuvieronuna idea. En el mediodía del 11 de agosto, pro-pusieron una partida de cróquet a la señoritaCampbell, con intención

de distraerla, si ello era posible, y, a pesar deque Aristobulus Ursiclos también debía estar,Helena no rechazó la invitación, aunque sólofuera para tenerlos contentos.Hemos de decir que tanto el hermano Sam co-mo el hermano Sib se vanagloriaban de serunos campeones en aquel juego tan preciado enel Reino Unido. No es más, como se sabe, que elantiguo «mallo», muy bien acomodado al gustode las jóvenes féminas.

Y en Oban había precisamente un campo pa-ra jugar al croquet. Generalmente sucede queen la mayor parte de las poblaciones de vera-neo existe un emplazamiento, mal o bien nive-lado, sea pradera o playa, lo cual no pruebatanto la exigencia de los jugadores como suindiferencia o su falta de celo por aquella nobledistracción. Pero en Oban no había eras areno-sas, sino tapizadas de mullido césped -esto es loque se llama crocketsgrounds-, humedecidastodas las tardes por medio de bombas de riego,apisonadas por las mañanas con rodillos de

piedra y suaves como el terciopelo pasado porun laminador. Pequeños trozos de piedra deforma cúbica, a ras del suelo, servían para fijarlos piquetes y los arcos. Además, una pequeñazanja de algunas pulgadas de profundidad li-mitaba cada emplazamiento, rodeando los mildoscientos pies cuadrados necesarios para lasoperaciones de los jugadores.

Los hermanos Melvill se habían detenidomuchas veces a contemplar con envidia cómogrupos de jóvenes maniobraban en los camposde cróquet. Por esto se sintieron llenos de gozocuando la señorita Campbell aceptó jugar conellos, pues sentían la doble satisfacción de dis-traerla mientras se libraban a su juego favorito,ante un grupo de espectadores que los admira-ría. ¡Qué vanidosos!

Aquel día Aristobulus Ursiclos consintió ensuspender sus trabajos para hallarse en el cam-po de juego a la hora fijada. Tenía la pretensiónde dominar el cróquet tanto en teoría como enla práctica, y lo juzgaba como lo haría un sabio,

matemático, calculador, todo tal cual convienea un cerebro de su especie.

Lo que no acababa de gustar a la señoritaCampbell es que le tocara tener a aquel sabiocomo pareja. Pero no podía ser de otro modo,pues no causaría a sus tíos el disgusto de sepa-rarles en la lucha, de oponerles entre sí, ellosque siempre habían vivido tan unidos, de pen-samiento y corazón, de cuerpo y alma, y que nojugaban si no era juntos. No, no habría podidohacerlo.

-Señorita Campbell -le dijo Aristobulus Ursi-clos, antes de empezar-, estoy muy contento deser su pareja, y si usted me permite que le ex-plique la causa determinante de algunas tira-das...

-Señor Ursiclos -contestó Helena, llevándoleaparte-, hemos de dejar ganar a mis tíos. -¿Ganar?

-Sí..., sin que lo parezca.-Pero, señorita Campbell...-Serían muy desgraciados si perdieran.

-Pero... permítame... -contestó AristobulusUrsiclos-. Conozco este juego del cróquet ma-temáticamente, y presumo de ello. He calcula-do la combinación de las líneas, el valor de lascurvas, y me parece que puedo tener la preten-sión...

-Yo no tengo más pretensión -contestó la se-ñorita Campbell- que la de complacer a misadversarios. Además, son muy fuertes en cró-quet, se lo advierto, y no creo que toda su cien-cia pueda competir con su habilidad.

-¡Ya lo veremos! -murmuró Aristobulus Ur-siclos, que por ninguna consideración se hubie-ra dejado ganar voluntariamente, ni que fuerapara complacer a la señorita Campbell.

Entretanto, la caja que contenía las bolas, losarcos, los piquetes, las marcas y los mazos, aca-baba de ser depositada en el campo por el mu-chacho encargado de este servicio.

Los nueve arcos fueron dispuestos en figurade rombo y fijos en las bases de piedra, y en losextremos de aquél se elevaron los piquetes. El

hermano Sam dijo:-¡A sortear!Colocaron las marcas en un sombrero y cada

uno de los jugadores cogió una al azar.La suerte dio los siguientes colores a cada

uno: una bola y un mazo azul al hermano Sam;una bola y un mazo rojo a Ursiclos; una bola yun mazo amarillo al hermano Sib; una bola yun mazo verde a la señorita Campbell.

-Verde, buena señal, mientras espero el rayodel mismo color -dijo Helena de buen humor.

Al hermano Sam le tocaba empezar, cosaque hizo después de haber aspirado una buenatoma de rapé junto con su compañero.

Era digno de verle, con el cuerpo ni dema-siado tieso ni demasiado inclinado, con la cabe-za ladeada de manera que pudiera golpear labola en el sitio justo, las manos colocadas una allado de otra en el mango del mazo, la izquierdaun poco más arriba que la derecha, las piernasjuntas, las rodillas ligeramente dobladas paracontrarrestar el impulso del golpe, el pie iz-

quierdo delante de una bola y el pie derecho unpoco echado atrás. Era el verdadero tipo deljugador de cróquet.

Entonces el hermano Sam levantó el mazohaciéndole describir suavemente un semicírcu-lo, y golpeó la bola colocada a diez pulgadasdel piquete de partida y no tuvo que usar delderecho que le correspondía de empezar portres veces la misma operación.

Efectivamente, la bola, hábilmente lanzada,pasó por debajo del primer arco, luego del se-gundo y con otro golpe la hizo pasar por el ter-cero y no se detuvo hasta haber pasado el cuar-to.

Era magnífico para empezar. Por esto unmurmullo de admiración corrió entre los espec-tadores que permanecían de pie en la parteexterior del campo de cróquet.

Ahora le tocaba jugar a Aristobulus Ursiclos.Pero no tuvo tanta suerte. Ya fuera por torpezao por mala fortuna, tuvo que empezar por tresveces la operación para hacer pasar la bola por

el primer arco, y falló el segundo.-Es muy probable -dijo a la señorita Camp-

bell- que esta bola no esté bien calibrada. Eneste caso, el centro de gravedad se coloca ex-céntricamente y hace que se desvíe de su cur-so...

-Usted ahora, tío Sib -dijo la señorita Camp-bell, sin escuchar nada de lo que decía su com-pañero con explicaciones tan científicas.

El hermano Sib fue digno compañero delhermano Sam. Su bola pasó dos arcos y se de-tuvo cerca de la bola de Aristobulus Ursiclos,que le sirvió para pasar por el tercero, despuésde haber chocado con ella; luego volvió a tocarla bola del joven sabio, cuya fisonomía parecíadecir: «Yo haré algo mejor». En fin, cuando lasdos bolas estuvieron en contacto, puso el piesobre la suya y con un fuerte golpe de mazo,envió la bola de su adversario a más de sesentapasos lejos.

Aristobulus Ursiclos tuvo que correr detrásde su bola, pero lo hizo acompasadamente,

como persona reflexiva que era, y esperó con laactitud de un general que medita el plan de labatalla.

La señorita Campbell cogió la bola verde y asu vez pasó hábilmente los dos primeros arcos.

La partida continuó en condiciones muyventajosas para los hermanos Melvill, que nocesaban de hacer buenas jugadas. Se hacíanseñas de comprensión, se entendían al menorgesto, sin necesidad de hablar, y ganaban abier-tamente, con gran satisfacción de su sobrina,pero con inmensa desesperación de AristobulusUrsiclos.

La señorita Campbell, a los cinco minutos dejuego, viendo que sus tíos los aventajaban mu-cho, se puso a jugar seriamente y mostró unamayor habilidad que su compañero, quien, apesar de todo, no le ahorraba los consejos cien-tíficos.

-El ángulo de reflexión -le decía- es igual alángulo de incidencia, y esto debe indicarle ladirección que deben tomar las bolas después

del choque. Es necesario, pues, aprovechar...-Pues aproveche usted, que ya le conviene -

le contestaba la muchacha-. Mire, yo ya le ade-lanto de tres arcos...

Efectivamente, Aristobulus Ursiclos se que-daba lamentablemente atrás. Por diez veceshabía intentado pasar la doble arcada central,sin conseguirlo. Entonces las tomó contra aque-lla arcada, haciéndola cambiar de posición, en-derezarla y situarla de otra forma, para intentarsuerte otra vez.

Pero la suerte no le favorecía. Su bola trope-zaba siempre con los hierros y no llegaba a pa-sar.

Verdaderamente, la señorita Campbellhubiera podido quejarse de su compañero,pues ella jugaba muy bien y merecía las felici-taciones que no le regateaban sus tíos. Además,estaba muy graciosa librándose por entero aljuego, y la animación le coloreaba las mejillas yle hacía brillar los ojos. Pero Aristobulus Ursi-clos no veía nada de esto. Estaba demasiado

furioso, pues los hermanos Melvill le habíanadelantado tanto, que ya le era muy difícil al-canzarles.

La partida continuaba, pues, en estas condi-ciones desiguales cuando se produjo un inci-dente.

Aristobulus Ursiclos tuvo ocasión de prontode chocar con la bola del hermano Sam, queacababa de pasar por segunda vez el arco cen-tral, ante el cual su bola se obstinaba en trope-zar. Lleno de despecho, a pesar de que se esfor-zaba en mantener la calma a los ojos de los es-pectadores, quiso librar un golpe maestro paradar la contra a su adversario, enviándole subola fuera de los límites de juego. Colocó, pues,su bola al lado de la del hermano Sam, asegu-rándole su adherencia apretando la hierba conel mayor cuidado, luego apoyó su pie izquierdoencima y haciendo voltear el mazo, a fin dedarle mayor fuerza, dio el golpe con todas susfuerzas.

Pero, ¡ah!, ¡qué grito se le escapó! ¡Fue un

alarido de dolor! El mazo, mal dirigido, en vezde golpear la bola, había caído con todo ímpetusobre el pie del desgraciado, que empezó a darsaltos sobre el otro pie, mientras se cogía conlas dos manos el pie herido, gritando y gi-miendo ridículamente.

Los hermanos Melvill corrieron hacia él. Porsuerte, el cuero de los zapatos había atenuadola violencia del golpe, y la contusión era depoca gravedad. Pero, aun así, Aristobulus Ursi-clos creyó conveniente explicar de este modo sudesgracia:

-El radio trazado por mi mazo -dijo con airedoctoral, no sin hacer alguna mueca de dolorde vez en cuando- ha descrito un círculo con-céntrico con el que hubiera debido rozar tan-gencialmente el suelo, porque había cogido elradio demasiado corto. Por esto...

-¿Y entonces qué, señor Ursiclos? ¿Damospor terminada la partida? -interrumpió la mu-chacha.

-¿Cómo? ¿Dar por terminada la partida? -

exclamó Aristobulus Ursiclos-. ¿Declararnosvencidos? ¡Jamás! Si tomamos las fórmulas delos cálculos de probabilidades, hallaremosque...

-¡Muy bien, continuemos! -contestó la seño-rita Campbell.

Pero todas las fórmulas del cálculo de pro-babilidades habrían dado muy pocas probabi-lidades de suerte a los adversarios de los tíos,porque, después de varios golpes maestros, loshermanos Melvill triunfaron en toda la línea,aunque con toda modestia, como era habitualen ellos. En cuanto a Aristobulus Ursiclos, apesar de tantas pretensiones, no había llegado apasar el arco central.

Sin duda, la señorita Campbell quiso apare-cer entonces mucho más despechada de lo querealmente estaba, y con un fuerte golpe de ma-zo envió su bola lejos, sin calcular bien la direc-ción.

La bola, así impelida, salió fuera del períme-tro del campo, rebotó en una piedra, y, como

hubiese dicho Aristobulus Ursiclos, su peso,multiplicado por el cuadrado de la velocidad,hizo que traspasara el lindero de la playa. Fueun golpe desgraciado.

Un joven artista que estaba sentado allí, de-lante de su caballete, ocupado en pintar el pa-norama del mar que cerraba la punta meridio-nal de la rada de Oban, recibió la bola, que fuea caer en medio de la tela, después de em-badurnarse con todos los colores de la paletaque rozó al pasar, tirando al suelo tela, pinturasy caballete.

El pintor se volvió tranquilamente y dijo:-¡Generalmente se avisa, antes de empezar

un bombardeo! ¡Ni aquí estamos seguros!La señorita Campbell, presintiendo aquel ac-

cidente antes de que se produjera, había corridoa la playa detrás de la bola.

-¡Ah, señor! -dijo, dirigiéndose al joven artis-ta-. Le ruego perdone mi torpeza.

Éste se levantó y saludó sonriendo a la her-mosa y azorada muchacha que acababa de ex-

cusarse... El artista era el náufrago de Corryv-rekan.

XIOlivier Sinclair

Olivier Sinclair era un guapo mozo, em-pleando la expresión usada en Escocia paradesignar los muchachos valientes, despiertos ydecididos; pero, en este caso, la expresión con-venía tanto en lo moral como en lo físico.

Ultimo vástago de una honorable familia deEdimburgo, este joven artista era el hijo de unviejo consejero de la capital del MidLothian.Huérfano de padre y madre, había sido educa-do por un tío suyo, uno de los cuatro concejalesde la administración municipal, y había cursa-do estudios en la universidad; al cumplir losveinte años, como disponía de una pequeñafortuna que le aseguraba la independencia,

ansioso de conocer el mundo, viajó por losprincipales estados de Europa, la India y Amé-rica. La célebre Revista de Edimburgo publicóen varias ocasiones los relatos de sus viajes.Pintor distin

guido, habría podido vender sus obras amuy alto precio, si hubiera querido; poeta aratos -¿y quién no lo es en esa edad en que todosonríe?-, de corazón sensible, tenía naturalezade artista y estaba hecho para agradar, y agra-daba, sin que se lo propusiera ni se vanagloria-ra de ello.

No le hubiera sido difícil casarse en la capi-tal de la vieja Caledonia, pues el sexo débil esmuy superior en número al sexo fuerte. Ade-más, un hombre joven, guapo, instruido, ama-ble, simpático, no es difícil que encuentre másde una heredera a su gusto.

Sin embargo, Olivier Sinclair a los veintiséisaños parecía que no había experimentado toda-vía la necesidad de buscar pareja. ¿Por qué?Quizá porque le parecía mejor ir solo para

correr mundo a su antojo, sobre todo con susgustos y aficiones de artista y de viajero.

Y, sin embargo, Olivier Sinclair tenía todo lonecesario para enamorar a la más exigente hijade Escocia. Tenía buen tipo, una fisonomíafranca, amable y enérgica a la vez, manerasdistinguidas, facilidad de palabra y una sonrisaque irradiaba simpatía. Pero él no se daba cuen-ta del encanto de su persona y como no eravanidoso no le daba importancia. Además, nosólo gustaba a las muchachas, sino que se habíagranjeado la amistad de todos sus compañerosde universidad, pues, según una expresión delpaís, era de aquellos «que no vuelven nunca laespalda ni a un amigo ni a un enemigo».

Pero hemos de convenir que aquel día, en elmomento del ataque, volvía la espalda a la se-ñorita Campbell. Pero también es verdad que laseñorita Campbell no era ni su amigo ni suenemigo. Por esto, en la posición en que estaba,no había podido ver llegar la bola que le tiróinvoluntariamente la muchacha.

La señorita Campbell a la primera miradahabía reconocido a su héroe de Corryvrekan,pero, en cambio, el héroe no había reconocido ala joven pasajera del Glengarry. Apenas si lahabía visto durante el fin de la travesía hastaOban. Ciertamente que, de saber la parte queella había tenido en su salvamento, le habríadado las gracias más particularmente, aunquesólo fuera por educación; pero lo ignoraba en-tonces, y seguramente lo continuaría ignorandosiempre.

Pues, efectivamente, aquel mismo día la se-ñorita Campbell acababa de prohibir, tanto asus tíos como a la señora Bess y a Partridge,que hicieran alusión alguna, delante de aqueljoven, a lo que había pasado a bordo del Glen-garry antes del salvamento.

Sin embargo, después del accidente de la bo-la, los hermanos Melvill acudieron a reunirsecon su sobrina, más desconcertados que ellamisma, si es posible, y empezaron a presentarsus excusas personales al joven pintor, pero

éste les interrumpió diciendo:-Señorita... Caballeros... les ruego... no vale

la pena.-Caballero -dijo el hermano Sib, insistiendo-.

¡Sí vale la pena! Crea que estamos verdadera-mente desolados...

-Y si la desgracia es irreparable, como es detemer... -añadió el hermano Sam.

-Ha sido sólo un accidente, no una desgracia-contestó riendo el joven-. Era un boceto pinta-rrajeado y esta bola vengadora le ha hecho jus-ticia.

Olivier Sinclair decía estas palabras con tanbuen humor, que los hermanos Melvill lehubieran estrechado gustosos la mano sin másceremonia. Pero se limitaron a presentarse recí-procamente, como conviene entre caballeros.

-Samuel Melvill -dijo uno.-Sébastien Melvill -dijo el otro.-Y su sobrina, la señorita Campbell -añadió

Helena, que no creyó faltar a las conveniencias,presentándose a sí misma.

Esta presentación invitaba al joven pintor ahacer lo mismo.

-Señorita Campbell, señores Melvill -dijo contoda seriedad-, podría contestarles que me lla-mo fock como uno de los piquetes de su juegode cróquet, ya que he sido tocado por la bola,pero me llamo sencillamente Olivier Sinclair.

-Señor Sinclair -replicó la señorita Campbell,que no sabía cómo tomarse aquella contesta-ción-, acepte usted nuevamente todas mis excu-sas.

-Y las nuestras -añadieron los hermanosMelvill.

-Señorita Campbell -continuó Olivier Sin-clair-, le repito que la cosa no vale la pena. Bus-caba obtener un efecto de las olas rompiendoen los escollos, y es posible que su bola, como laesponja de no sé qué pintor de la antigüedad,tirada contra su cuadro, habrá producido elefecto que yo con mi pincel buscaba en vanoreproducir.

Lo dijo con tanta simpatía, que la señorita

Campbell y los hermanos Melvill no pudierondejar de sonreír.

En cuanto a la tela, que Olivier Sinclair reco-gió del suelo, se hallaba completamente inser-vible, y tenía que empezar de nuevo.

Hemos de señalar que Aristobulus Ursiclosno había tomado parte en aquel cambio de ex-cusas y gentilezas.

Al terminar la partida, el joven sabio, muyofendido por no haber podido parangonar susconocimientos teóricos con sus aptitudes prác-ticas, se había marchado al hotel. Seguramenteno lo volverían a ver hasta dentro de tres o cua-tro días, pues iba a partir para la isla Luing, unade las pequeñas Hébridas, situada al sur de laisla Seil, con la intención de estudiar sus rique-zas geológicas.

La conversación no se veía entorpecida,pues, por las intervenciones científicas que abuen seguro hubiera querido mezclar el jovensabio, de haber estado allí.

Olivier Sinclair quedó sorprendido al ver

que los huéspedes del Hotel Caledonian ya leconocían.

-¿Cómo? ¿Usted, señorita Campbell, y uste-des, caballeros, estaban a bordo del Glengarrycuando me salvaron tan oportunamente? -exclamó el joven.

-Sí, señor Sinclair.-¡Y vaya susto que nos dio -exclamó el her-

mano Sib- cuando descubrimos por casualidadsu embarcación arrastrada por los remolinosdel Carryvrekan!

-Casualidad providencial -añadió el herma-no Sam-, y es muy probable que sin la interven-ción de...

Se vio interrumpido por una seña de la se-ñorita Campbell, que no quería que la hicieranpasar como la salvadora.

-Pero, señor Sinclair -añadió entonces elhermano Sam-. ¿Cómo es posible que aquelviejo pescador que le acompañaba cometiese laimprudencia de aventurarse por aquellas co-rrientes...?

-Cuyos peligros no debía desconocer, ya quees del país -terminó el hermano Sib.

-No debemos darle la culpa a él, señoresMelvill -contestó Olivier Sinclair-. La impru-dencia fue mía, mía solamente, y por un instan-te temí que hubiera de acusarme de haber cau-sado la muerte involuntaria de aquel pobrehombre. Pero el mar presentaba unos colorestan sorprendentes en la superficie de aquel re-molino, donde el mar parecía un inmenso enca-je, arrojado sobre un fondo de seda azul, quesin preocuparme del resto me iba adentrandoen busca de nuevos matices en medio de aque-lla espuma impregnada de luz. El viejo pesca-dor, presintiendo el peligro, me hacía observa-ciones y quería regresar a la isla de jura, peroyo no le escuchaba, remando siempre adelante,hasta que nuestra embarcación se vio cogidapor el remolino. Quisimos resistir la atraccióndel abismo, pero un golpe de mar hirió a micompañero, que quedó imposibilitado de ayu-darme y, ciertamente, sin la llegada providen-

cial del Glengarry, sin la abnegación de su capi-tán, sin la filantropía de sus pasajeros, mi com-pañero y yo habríamos pasado a mejor vida, yformaríamos ahora parte de las leyendas delpaís, registrándose nuestros nombres en el catá-logo necrológico del Corryvrekan.

La señorita Campbell lo escuchaba sin abrirlos labios y solamente miraba fijamente al jo-ven, no pudiendo dejar de sonreír al oírlehablar de sus aventuras en pos de los maticesdel mar. Ella también corría detrás de unaaventura, menos peligrosa, es cierto, pero tam-bién de la especie de matices de color: la cazadel rayo verde.

Y los hermanos Melvill lo hicieron notar, alhablar de los motivos que los habían traído aOban, es decir, para observar un fenómenofísico cuya naturaleza dieron a conocer al jovenpintor.

-¡El rayo verde! -exclamó el joven.-¿Lo ha visto usted ya? -preguntó vivamente

la muchacha-. ¿Lo ha visto usted?

-No, señorita Campbell -contestó OlivierSinclair-. Ni sabía que existiera en alguna parteeste rayo verde. El sol no se pondrá ya másdetrás del horizonte sin que me tenga por testi-go de su ocaso. Y, ¡por san Dunstan!, ya no pin-taré más que con el color verde de su rayo.

Era difícil saber si Olivier Sinclair hablabacon una punta de ironía o si se dejaba arrastrarpor el lado artístico de su naturaleza. Sin em-bargo, un raro presentimiento revelaba a laseñorita Campbell que el joven no bromeaba.

-Señor Sinclair -le dijo-, el rayo verde no esde mi propiedad. Luce para todo el mundo. Nopierde nada de su valor al mostrarse a varioscuriosos a la vez. Si usted quiere, intentaremosverlo juntos.

-Con mucho gusto, señorita Campbell.-Pero hay que tener mucha paciencia.-La tendré.-Y no tema estropearse la vista -dijo el her-

mano Sam.-El rayo verde bien merece la pena de que

nos arriesguemos por él -replicó Olivier Sin-clair-, y no quiero marcharme de Oban sinhaberlo visto, se lo prometo.

-Ya fuimos una vez hasta la isla de Seil paraver este rayo, pero una nubecilla se posó a úl-tima hora en el horizonte, precisamente cuandoel sol se ponía.

-¡Vaya fatalidad!-¡Una verdadera fatalidad, señor Sinclair!

Pues desde aquel día, ya nunca más hemosvuelto a ver el cielo completamente limpio denubes.

-Ya volveremos a verlo, señorita Campbell.El verano no ha dicho todavía su última pala-bra, y antes de que venga el mal tiempo, créa-me usted, el sol nos habrá obsequiado con elrayo verde.

-Para decírselo todo de una vez, señor Sin-clair -prosiguió la señorita Campbell-, segura-mente lo hubiéramos visto la tarde del día 2 deagosto, en el mismo horizonte del estrecho deCorryvrekan, si nuestra atención no hubiese

sido atraída por cierto salvamento...-¿Cómo, señorita Campbell? -exclamó Oli-

vier Sinclair-. ¿Tan torpe fui que estorbé su con-templación en aquel momento? ¡Mi impruden-cia le ha costado a usted el rayo verde! Enton-ces, soy yo quien le debo presentar mis excusas,y se las presento con todo mi pesar por mi in-oportuna intervención. Le aseguro que no vol-verá a ocurrir.

Y hablando de esto y de otras cosas, reem-prendieron el camino del hotel Caledonian,donde precisamente Olivier Sinclair se hospe-daba desde la víspera, en que regresó de unaexcursión por los alrededores de Dalmally.Aquel joven, cuyas maneras francas y comuni-cativa alegría no desagradaban a los dos her-manos, al contrario, empezó a hablarles enton-ces de Edimburgo y de su tío, el magistradoPatrick Oldimer. Y resultó que los hermanosMelvill habían estado vinculados con el señorOldimer durante algunos años. Entre estas dosfamilias se habían establecido antaño unas rela-

ciones cordiales que sólo el alejamiento de unosy otros había suspendido. Así pues, los Melvillinvitaron a comer al joven Sinclair, y como nohabía ninguna razón que le obligara a plantarsu caballete de artista en otra parte, confirmóque permanecería en Oban para tomar parte enla búsqueda del rayo verde.

La señorita Campbell y los hermanos Melvillse encontraron con él, pues, muy a menudo enla playa de Oban los días que siguieron. Obser-vaban juntos si las condiciones atmosféricastendían a mejorar. Diez veces al día interroga-ban el barómetro, que a veces dejaba entreveruna ligera subida de la columna de mercurio.Y, efectivamente, el 14 de agosto, el benévoloinstrumento sobrepasó las treinta pulgadas ysiete décimas.

¡Con qué satisfacción aquel día Olivier Sin-clair trajo la buena nueva a la señorita Camp-bell! ¡Un cielo puro como la mirada de la Vir-gen! Ni una ligera nube en el firmamento. Laperspectiva de un día espléndido y de una

puesta de sol capaz de maravillar a los astró-nomos de un observatorio.

-Si hoy no vemos nuestro rayo al ponerse elsol -dijo Olivier Sinclair-, será que nos habre-mos vuelto ciegos.

-Mis queridos tíos -exclamó la señoritaCampbell-, ¿lo habéis oído bien? ¡Será esta tar-de!

Se convino, pues, que marcharían despuésde comer hacia la isla Seil. Y así lo hicieron.Alrededor de las cinco la calesa condujo por lapintoresca carretera de Clachan a la señoritaCampbell, resplandeciente, a Olivier Sinclair,radiante, y a los hermanos Melvill, que toma-ban parte en aquella radiación y aquel resplan-dor. Podría decirse que se llevaban el sol conellos en el coche y que los cuatro caballos queconducían el coche eran los hipogrifos del carrode Apolo, dios del día.

Al llegar a la isla de Seil los observadores,entusiasmados de antemano, se hallaron anteun horizonte cuya pureza de línea no era alte-

rada por ningún obstáculo. Fueron a colocarseal extremo de un estrecho cabo que separabados calas del litoral, adentrándose en el mar.Nada estorbaba la vista por el oeste en un cuar-to de horizonte.

-Por fin veremos este caprichoso rayo verde,que tanto mal nos ha hecho por no dejarse ver -dijo Olivier Sinclair.

-Así lo espero -dijo el hermano Sam.-Estoy seguro de que sí -añadió el hermano

Sib.-Y yo también lo espero -contestó la señorita

Campbell mirando el mar desierto y sin mácu-la.

Ciertamente, todo hacía prever que el fenó-meno, en la puesta del sol, se mostraría contodo su esplendor.

El astro radiante empezaba su descenso enlínea oblicua, y quedaba entonces a pocos gra-dos sobre el horizonte. Su rojo disco teñía de uncolor uniforme el fondo del cielo, lanzando unlargo rastro resplandeciente sobre las tranquilas

aguas del mar.Todos estaban callados, en espera de la apa-

rición, un poco emocionados en aquel crepús-culo maravilloso, observando el sol que ibahundiéndose poco a poco como un enormebólido. De pronto, la señorita Campbell dejóescapar un grito involuntario, seguido de unaangustiosa exclamación que ni los hermanosMelvill ni Olivier Sinclair pudieron reprimir.

Una chalupa acababa de salir entonces delislote Easdale, al pie de la isla Seil, y avanzabalentamente hacia el oeste. Su vela, extendidacomo una pantalla, tapaba la línea del horizon-te. ¿Sería capaz de tapar también el sol, en elmomento en que éste se hundiría en el agua?

Era cuestión de segundos. O volver sobresus pasos, o dirigirse hacia un lado o hacia otro,a fin de volver a encontrar un sitio desde dondepudieran contemplar el horizonte despejado.Pero no había tiempo para ello; la estrechez deaquel cabo no les permitía apartarse en un án-gulo suficiente para volver a ponerse frente al

eje del sol.La señorita Campbell, desesperada por

aquel contratiempo, iba y venía por las rocas.Olivier Sinclair hacía grandes señas a la embar-cación, indicándole que arriara la vela. Perotodo fue en vano. Ni le veían ni podían oírle. Lachalupa, empujada por una ligera brisa, conti-nuaba surcando las aguas hacia el oeste.

En el momento en que el borde superior deldisco solar iba a desaparecer, la barca pasó anteél tapándolo con el triángulo de su opaca vela.

¡Decepción! Esta vez el rayo verde había bri-llado al pie de aquel horizonte sin brumas, perohabía tropezado con la vela antes de alcanzar elpromontorio en el cual tantas miradas ávidas loestaban esperando.

La señorita Campbell, Olivier Sinclair y loshermanos Melvill, completamente descorazo-nados, más irritados quizá de lo que debieranpor su mala suerte, permanecían como petrifi-cados en el mismo lugar, sin pensar en mar-charse, y maldecían a la embarcación y a los

que la conducían.Mientras tanto la chalupa acababa de atracar

en la misma base del promontorio.Entonces desembarcó un pasajero, dejando a

bordo a los dos marineros que lo habían con-ducido desde la isla Luing, y, tras cruzar la pla-ya, empezó a subir por las rocas para llegar alextremo del cabo.

Seguramente aquel inoportuno personajedebía de haber reconocido el grupo de obser-vadores situados en la meseta, pues los saludócon un gesto familiar.

-¡El señor Ursiclos! -exclamó la señoritaCampbell.

-¡Él! -exclamaron los dos hermanos.«¿Quién puede ser este caballero?», pensó

Olivier Sinclair.Era el mismo Aristobulus Ursiclos en perso-

na que regresaba de una de sus científicas ex-cursiones de varios días por la isla Luing.

Sería inútil explicar de qué manera lo reci-bieron aquellos a quienes, con su presencia,

acababa de estorbar la realización de sus máscaros deseos.

El hermano Sam y el hermano Sib, olvidán-dose de todas las conveniencias, no pensaron nien presentar a Olivier Sinclair a AristobulusUrsiclos. Delante del descontento de Helena,bajaron la vista, a fin de no ver aquel inoportu-no pretendiente que habían escogido.

La señorita Campbell, con los puños cerra-dos y los brazos cruzados sobre el pecho, conlos-ojos llameantes, lo miraba sin decir nada.Por fin le dijo:

-Señor Ursiclos, habría hecho usted muchomejor en no venir tan a propósito para cometertan gran torpeza.

XIINuevos proyectos

El regreso a Oban se efectuó en condiciones

mucho menos agradables que la ida a la isla deSeil. Habían confiado en tener un éxito y volví-an con un fracaso.

Si la decepción que experimentó la señoritaCampbell podía atenuarse en algo, era única-mente porque Aristobulus Ursiclos había sidola causa. Tenía derecho

en acusar a aquel gran culpable, a cubrirlede maldiciones. Y no se quedó corta. Los her-manos Melvill hubieran hecho mal en defen-derlo. ¡No! Tenía que haber sido la embarcaciónde aquel impertinente en quien nadie estabapensando, que llegara justo a punto para tapar-les el horizonte en aquel momento en que el sollanzaba sus últimos destellos. Cosas como ésta,no se perdonan nunca.

No hay que decir que, después de recibir talreprimenda, Aristobulus Ursiclos, que paradisculparse todavía había empeorado las cosasburlándose del rayo verde, había vuelto a em-barcarse seguidamente en su chalupa para re-gresar a Oban.

Había hecho perfectamente, pues era seguroque nadie le hubiera ofrecido un sitio en la ca-lesa, ni siquiera en el pescante.

Así pues, por dos veces el sol se había pues-to en las condiciones previstas para observaraquel fenómeno, y por dos veces la mirada ar-diente de la señorita Campbell se había expues-to inútilmente a las rutilantes caricias del astro,que le dejaban luego los ojos deslumbrados du-rante algunas horas. Primero el salvamento deOlivier Sinclair, luego la torpeza de AristobulusUrsiclos, le habían impedido aprovecharse deunas ocasiones que tal vez no se presentaríanen mucho tiempo. Claro que en los dos casoslas circunstancias no fueron las mismas, y tantocomo la señorita Campbell perdonaba al unoculpaba al otro. ¿Quién habría podido acusarlade parcialidad?

Al día siguiente, Olivier Sinclair, con airesoñador, se paseaba por la playa de Oban.

¿Quién sería aquel señor Aristobulus Ursi-clos? ¿Un pariente de la señorita Campbell y de

los hermanos Melvill, o simplemente un ami-go? En todo caso era seguramente un asiduo dela casa, pues la señorita Campbell no se habíaguardado de reprocharle furiosamente su tor-peza. Pero ¿qué le importaba a Olivier Sinclair?Si quería saber a qué atenerse sólo tenía quepreguntárselo al hermano Sam o al hermanoSib... Y esto es precisamente lo que no queríahacer y lo que no hizo.

Sin embargo, no le faltaron ocasiones. Cadadía Olivier Sinclair se encontraba o bien con loshermanos Melvill, que se paseaban siemprejuntos -¿quién habría podido decir que loshabía visto alguna vez el uno sin el otro?- oacompañados de su sobrina, por las orillas delmar. Hablaban de mil cosas, y sobre todo deltiempo, lo que en aquella ocasión no era unamanera de hablar de algo cuando no se tienenada que decir. ¿Volverían a tener una de aque-llas tardes serenas que esperaban para volver ala isla Seil? No era muy seguro. En efecto, des-pués de aquellos dos días admirables del 2 y

del 14 de agosto, cada día el cielo se levantabaincierto, lleno de nubes tormentosas, el hori-zonte era surcado por relámpagos de calor, y labruma crepuscular lo envolvía siempre. En fin,había para desesperar a un aprendiz de as-trónomo, aferrado al objetivo de su telescopio ycontinuando la revisión de un rincón del mapadel cielo.

¿Por qué no confesamos de una vez que eljoven pintor se había entusiasmado tanto con elrayo verde como la propia señorita Campbell?Había empezado a interesarse con aquel capri-cho de la joven y ahora corría con ella por loscampos del espacio con su fantasía, con no me-nos ardor que su compañera. ¡Ah! Él no eracomo Aristobulus Ursiclos, que con su cabezaperdida entre las nubes de la ciencia desdeñabaaquel simple fenómeno óptico. Los dos jóvenesse comprendían y querían ser de los pocos pri-vilegiados a quienes el rayo verde honraría consu aparición.

-Lo veremos, señorita Campbell -repetía

Olivier Sinclair-, lo veremos, aun cuando tengaque ir a alumbrarlo yo mismo. Ya que ha sidopor culpa mía que se lo perdió usted la primeravez, y me siento algo culpable.

Pero un día Olivier Sinclair tuvo una idea fe-liz.

-Señorita -le dijo-, y ustedes, señores Melvill,me parece que, pensándolo bien, Oban es unmal punto para observar el fenómeno en cues-tión.

-¿Y quién tiene la culpa? -contestó la señoritaCampbell mirando fijamente a los dos culpa-bles.

-Aquí no existe un horizonte de mar. Y poresto nos vemos obligados a ir hasta la isla deSeil a buscarlo, con el riesgo de no hallarnos allíen el momento preciso.

-Es evidente -contestó la señorita Campbell-.Verdaderamente, no sé por qué mis tíos hanescogido precisamente este horrible lugar paranuestra observación.

-Querida Helena -contestó el hermano Sam,

que no sabía qué decir-, nosotros habíamospensado...

-Sí... habíamos pensado... lo mismo -terminóel hermano Sib, acudiendo en ayuda de suhermano.

-Que el sol no desdeñaría el horizonte deOban para su ocaso...

-Ya que Oban está situado a la orilla delmar...

-Pues pensasteis mal, tíos -contestó la señori-ta Campbell-, pensasteis muy mal, ya que el solno se pone por este lado.

-En efecto -contestó el hermano Sam-. Estasislas inoportunas nos privan de ver el horizon-te.

-¿No tendréis la intención de hacerlas volarpor medio de una mina? -preguntó irónica laseñorita Campbell.

-Si fuera posible, ya estaría hecho -replicó elhermano Sib muy decidido.

-Sin embargo, no podemos acampar en la is-la de Seil -observó el hermano Sam.

-¿Y por qué no?-Pero, querida Helena, ¿lo quieres verdade-

ramente...?-Verdaderamente.-Vámonos pues -contestaron el hermano

Sam y el hermano Sib, con resignación.Y aquellos dos hermanos, tan sumisos, se

declararon dispuestos a marcharse de Oban.Pero Olivier Sinclair intervino.-Señorita Campbell -le dijo-, por poco que

usted quisiera, creo que habría una soluciónmejor que la de instalarnos en la isla de Seil.

-Hable usted, señor Sinclair, y si su proyectoes mejor, mis tíos no rehusarán seguirlo.

Los hermanos Melvill se inclinaron comounos autómatas, con un movimiento tan idénti-co, que nunca parecieron tan iguales los dos.

-La isla de Seil -continuó Olivier Sinclair- noestá hecha realmente para poder vivir en ella,ni siquiera por pocos días. Si tiene que ejercitarsu paciencia, señorita Campbell, que no sea almenos en perjuicio de su bienestar. He notado

también que desde la isla de Seil la vista delmar está muy limitada debido a la configura-ción de las costas. Si, por desgracia, tuviéramosque esperar más tiempo del que pensamos, sinuestra permanencia allí tenía que prolongarsedurante varias semanas, podría suceder que elsol, que retrocede ahora más hacia el oeste,acabara de ponerse detrás de la isla Colonsay, ola isla Oronsay, o incluso la grande Islay, ydesde nuestro observatorio no veríamos nada,pues nos faltaría un horizonte más ancho.

-Realmente, entonces sí que sería el golpe degracia de la mala suerte -contestó la señoritaCampbell.

-Que podemos evitar quizá buscando unalocalidad situada más afuera del archipiélagode las Hébridas, y ante la cual se abra el Atlán-tico en toda su extensión.

-¿Sabe usted de alguna, señor Sinclair? -preguntó la señorita Campbell con viveza.

Los hermanos Melvill estaban pendientes delos labios del joven. ¿Qué iba a contestar?

¿Dónde diablos iba a llevarlos la fantasía de susobrina? ¿En qué extremo confín del continentetendrían que instalarse para satisfacer sus de-seos?

La respuesta de Olivier Sinclair los tranqui-lizó.

-Señorita Campbell -dijo-, no lejos de aquíhay una localidad que, a mi juicio, reúne todaslas condiciones favorables. Está situada detrásde las alturas de Mull que cierran el horizontepor el oeste de Oban. Es una de las pequeñasHébridas que más se internan en el Atlántico;es la encantadora isla de Iona.

-¡Iona! -exclamó la señorita Campbell-. ¡Iona,tíos! ¿Y tardaremos mucho en llegar?

-Podemos estar allí mañana -contestó elhermano Sib.

-Mañana, antes de que se ponga el sol -añadió el hermano Sam.

-Vámonos pues -prosiguió la señoritaCampbell-, y si en Iona no encontramos un lu-gar ampliamente descubierto, ya lo saben uste-

des, tíos, buscaremos otro punto del litoral,desde John O'Groats, en la extremidad norte deEscocia, hasta el Land's End, en la punta sur deInglaterra, y si todavía esto no es suficiente...

-Nos queda un recurso -contestó Olivier Sin-clair-; daremos la vuelta al mundo.

XIIIMagnificencias del mar

Quien se mostró desesperado al saber la re-solución tomada por sus huéspedes fue el due-ño del Hotel Caledonian. Si hubiera podido, elseñor MacFyne habría hecho volar todas aque-llas islas o islotes que impiden descubrir desdeOban un vasto horizonte marítimo.

Tuvo que consolarse, sin embargo, cuandose marcharon, diciéndose que al fin se veía librede aquella familia de maniáticos.

A las ocho de la mañana, los hermanos Mel-

vill, la señorita Campbell, la señora Bess y Par-tridge se embarcaron en el vapor Pioneer quedaba la vuelta a la isla de Mull, haciendo escalaen Iona y Staffa, regresando luego nuevamentea Oban.

Olivier Sinclair había precedido a sus com-pañeros al muelle de embarque y ya los espe-raba en la pasarela del barco.

En aquel viaje no habían contado para nadacon Aristobulus Ursiclos. Sin embargo, loshermanos Melvill se consideraron obligados aprevenirle de su partida precipitada. La másmínima cortesía exigía que lo hicieran así, y elhermano Sam y el hermano Sib eran la gentemás cortés del mundo.

Aristobulus Ursiclos había recibido la noticiacon bastante frialdad, contentándose simple-mente con dar las gracias a los dos tíos sinhablarles para nada de sus propios proyectos.

Los hermanos Melvill se habían retirado,pues, repitiéndose que si su protegido se man-tenía tan reservado, y si la señorita Campbell le

había tomado aversión momentáneamente,todo pasaría después de haber contempladouna de aquellas magníficas puestas de sol en laisla de Iona, en un hermoso atardecer de otoño.Ésta era la ingenua opinión de los dos herma-nos.

Cuando todos los pasajeros estuvieron abordo, el Pioneer levó anclas y zarpó en direc-ción al estrecho de Kerrera. La mayoría de lospasajeros eran turistas atraídos por los encantosque ofrecía aquella excursión de doce horasalrededor de la isla de Mull; pero la señoritaCampbell y sus compañeros los abandonarían ala primera escala.

Realmente estaban ansiosos por llegar a Io-na, aquel nuevo campo abierto a sus observa-ciones. El tiempo era magnífico, el mar estabatranquilo como un lago y la travesía se augura-ba espléndida. Si aquella tarde no les traía larealización de sus deseos, esperarían con pa-ciencia instalados en la isla. Allí se levantaría eltelón, los decorados estarían siempre dispues-

tos y no se suspendería la función sino a causadel mal tiempo.

Antes del mediodía se alcanzó el objeto delviaje. El rápido Pioneer pasó el estrecho de Ke-rrera, dobló la punta meridional de la isla, lan-zóse a través del amplio ensanche del Firth ofLorn, dejó a la izquierda Colonsay y su vetustaabadía fundada en el siglo XIV por los célebreslores de las islas, y fue a costear la parte meri-dional de Mull, encallada en medio del marcomo un inmenso cangrejo cuya pinza inferiorse encorva ligeramente hacia el sudoeste. Du-rante un momento se descubrió el Ben More,situado a tres mil quinientos pies sobre unaslejanas colinas, ásperas y escabrosas, cuya ves-tidura natural está compuesta de brezos, y cuyaredondeada cima domina aquellas praderas,cubiertas de rumiantes, cortadas con brusque-dad por la imponente masa de la punta de Ar-danalish.

Entonces y hacia el noroeste se destacó lapintoresca Iona, casi en el extremo de la punta

meridional de la isla de Mull. Toda la inmensi-dad del océano Atlántico se extendía ante elloshasta el infinito.

-¿Le gusta el mar, señor Sinclair? -preguntóla señorita Campbell a su joven compañero,que se hallaba sentado a su lado en el puentedel Pioneer, contemplando aquel hermoso es-pectáculo.

-¿Si me gusta, señorita Campbell? -contestó-.Ya lo creo, y no soy de esta clase de gente quelo encuentra monótono. A mis ojos nada cam-bia tanto como su aspecto, pero hay que sabermirarlo en sus diversas fases. Verdaderamente,el mar está hecho de tantos matices, mezcladostan maravillosamente unos con otros, que quizásería más difícil para un pintor reproducir esteconjunto uniforme y variado a la vez, que pin-tar un retrato, por movible que fuese la fisono-mía.

-En efecto -dijo la señorita Campbell-, conti-nuamente está cambiando; bajo el menor soplode brisa y según la luz con que se impregne,

aparece distinto a cada hora del día.-Mírelo usted en este momento, señorita

Campbell -continuó Olivier Sinclair-. Está com-pletamente tranquilo. ¿No le parece como unhermoso rostro dormido, del que nada puedealterar la pureza? No tiene ni una arruga, esjoven y hermoso. Es como un espejo inmenso,pero un espejo que refleja el cielo, espejo en elque Dios podría mirarse.

-Pero es un espejo que se empaña muy amenudo al menor soplo de la tempestad -añadió la señorita Campbell.

-Bueno -contestó Olivier Sinclair-, precisa-mente en eso consiste la gran variedad de as-pectos del océano. Si se levanta un poco de aire,cambia su faz, se llena de arrugas y las olas locoronan de pelo blanco, envejeciéndolo con susfosforescencias caprichosas y sus encajes deespuma.

-¿Cree usted, señor Sinclair, que algún pin-tor, por famoso que fuera, podría llegar a re-producir en una tela todas las bellezas del mar?

-No lo creo, señorita Campbell. ¿Cómo po-dría hacerlo? El mar no tiene color propio. Sóloes un vasto reflejo del cielo. ¿Es azul? No serácon el color azul que podremos pintarlo. ¿Esverde? Tampoco podremos hacerlo con el colorverde. Ah, señorita Campbell, cuanto más lomiro más maravilloso lo encuentro. ¡Océano!Esta palabra lo dice todo. ¿Qué son a su ladolos más grandes continentes? Pequeñas islasrodeadas por sus aguas. Cubre las cuatro quin-tas partes del mundo. Por una especie de circu-lación permanente, se nutre con los mismosvapores que desprende, y con los cuales ali-menta las fuentes que vuelven a él a través delos ríos, o que vuelve a recobrar con la lluviaque ha salido de su seno.

Sí, el océano es infinito, infinito como el es-pacio que se refleja en sus aguas.

-Me gusta oírle hablar con ese entusiasmo,señor Sinclair -contestó la señorita Campbell-, yyo también comparto su entusiasmo. Sí, a mítambién me gusta el mar tanto como a usted.

-¿Y no temería usted afrontar todos sus peli-gros? -preguntó Olivier Sinclair.

-No, de verdad, no tendría miedo. ¿Puedetenerse miedo de lo que se admira?

-Usted habría sido una intrépida viajera -dijoOlivier.

-Quizá sí, señor Sinclair -contestó la señoritaCampbell-. En todo caso, de todos los libros degrandes viajes que he leído, prefiero aquellosque tuvieron por objeto descubrir mares leja-nos. ¡Cuántas veces he acompañado (con elpensamiento, claro) a todos esos grandes nave-gantes, en las profundidades desconocidas! Noencuentro nada más envidiable que el destinode esos grandes héroes que han llevado a caboproezas tan magníficas.

-Sí, señorita Campbell, en la historia de lahumanidad nada hay más hermoso que losdescubrimientos. Atravesar el Atlántico porprimera vez con Cristóbal Colón, el Pacífico conMagallanes, los mares glaciales con Parry,Franklin, D'Urville y tantos otros, ¡qué es-

pléndidos sueños! Yo no puedo ver zarpar unbuque, tanto si es de guerra como mercante eincluso un pesquero, sin que todo mi ser seembarque a su bordo. Creo que nací para mari-no, y cada día lamento más no haber escogidoesta carrera desde mi infancia.

-Pero ¿ha viajado usted por mar? -preguntóla señorita Campbell.

-Tanto cuanto he podido -contestó OlivierSinclair-. He recorrido un poco el Mediterráneo,desde Gibraltar hasta los puertos de Levante.Un poco también el

Atlántico, hasta América del Norte; luegotambién los mares septentrionales de Europa, yconozco todos los mares que la naturaleza haprodigado tanto a Inglaterra como a Escocia.

-¡Todos tan magníficos! -exclamó la señoritaCampbell.

-Sí, señorita Campbell, no he visto nadacomparable a esta parte de las Hébridas hacialas cuales nos dirigimos. Es un verdadero ar-chipiélago, con un cielo menos azul que el de

Oriente, quizá, pero con más poesía en sus ro-cas salvajes y sus horizontes brumosos. El ar-chipiélago griego ha sido la cuna de una socie-dad de dioses y diosas, es verdad, pero ya sehabrá fijado usted que han sido unas divinida-des muy burguesas, muy positivas, dotadassobre todo de una vida material. El Olimpo seme aparece a mí como una especie de salónmás o menos bien compuesto, donde se reúnenunos dioses demasiado parecidos a los hom-bres, pues tienen sus mismas debilidades. Encambio, no sucede así en nuestras islas Hébri-das. Aquí viven seres sobrenaturales. Las dei-dades escandinavas, etéreas, inmateriales, sonformas impalpables, sin cuerpo. ¡Odín, Ossian,Fingal! Son una serie de poéticos fantasmasescapados de los libros de las Sagas. ¡Qué her-mosas son estas figuras de las cuales podemosevocar en nuestro recuerdo la aparición en me-dio de la bruma en los mares árticos! Este sí quees un Olimpo más divino que el Olimpo griego.Aquél no tiene nada de terrenal, y si fuese nece-

sario designarle un emplazamiento digno desus huéspedes, se escogería el mar de Hébridas.¡Sí, señorita Campbell, aquí adoraría yo a nues-tras divinidades, y como verdadero hijo de laantigua Caledonia, no cambiaría nuestro archi-piélago, con sus doscientas islas, su cielo carga-do de vapores y sus revueltos mares calentadospor las corrientes del Gulfo, por todos los ar-chipiélagos de los mares de Oriente!

-Y es bien nuestro, escoceses de los High-lands -contestó la señorita Campbell, entusias-mada por las ardientes palabras de su compa-ñero-. ¡Ah, señor Sinclair!, yo, como usted, soyuna apasionada de nuestro archipiélago cale-donio. ¡Lo encuentro magnífico y lo admiroincluso en sus furores!

-Y es sublime, efectivamente -contestó Oli-vier Sinclair-. ¡Nada puede detener la violenciade las tempestades que en él estallan despuésde un recorrido de tres mil millas! ¡La costaamericana se halla enfrente de la costa escocesa!Sí, allí, al otro lado del Atlántico, se producen

las grandes tempestades del océano; aquí sereciben los primeros embates de las olas y delos vientos lanzados sobre la Europa occidental.Pero se estrellan contra nuestras Hébridas, másaudaces que aquel hombre de quien habla Li-vingstone, que no temía a los leones, pero quele daba miedo el océano; nuestras islas, sólidassobre su base de granito, se ríen de las violen-cias del huracán y del mar.

-¡El mar...! Una combinación química dehidrógeno y de oxígeno, con un dos y mediopor ciento de cloruro sódico. Nada más bello,en efecto, que los furores del cloruro de sodio.

La señorita Campbell y Olivier se habíanvuelto bruscamente al oír aquellas palabras,dichas claramente con intención, y pronuncia-das como una réplica a su entusiasmo.

Aristobulus Ursiclos se hallaba en medio delpuente, detrás de ellos.

El inoportuno no había podido resistir al de-seo de marcharse de Oban al mismo tiempoque la señorita Campbell, sabiendo que Olivier

Sinclair la acompañaba a Iona. Así pues, habíaembarcado antes que ellos, y después de haberpasado casi toda la travesía sentado en el salóndel Pioneer, acababa de subir a cubierta cuandoestaban a la vista de la isla.

¡Los furores del cloruro de sodio! ¡Qué golpea todos los sueños de Olivier y de la señoritaCampbell!

XIVLa vida en Iona

Mientras tanto, Iona -antiguamente llamadala isla de las Olas- levantaba cada vez más sucolina del Abate, que no mide más de cuatro-cientos pies sobre el nivel del mar, y el buquese acercaba rápidamente a ella.

Hacia el mediodía, el Pioneer ancló en unapequeña rada hecha de rocas apenas cortadas,cubiertas de musgo macizo. Todos los pasajeros

desembarcaron, la mayoría para volver a em-barcar al cabo de una hora y regresar a Obanpor el estrecho de Mull, los otros, en pequeñonúmero -ya sabemos quiénes eran- con la in-tención de quedarse en Iona.

La isla no tiene puerto propiamente dicho.Un muelle de piedra protege una de las bahíascontra los embates del océano. Nada más. Allífondean durante el buen tiempo algunos yatesde placer y las barcas de pesca que frecuentanaquellos parajes.

La señorita Campbell y sus compañeros, se-parándose de los turistas, que tenían ya su pro-grama establecido previamente para visitar laisla en una hora, se ocuparon de buscar aloja-miento conveniente.

No podían esperar en Iona las mismas co-modidades que en las poblaciones de veraneode la costa de Inglaterra. Efectivamente, Ionano tiene más de tres millas de largo y una deancho y cuenta apenas quinientos habitantes.Allí no existe ningún pueblo, ni aldea ni nada

parecido. Unas cuantas casas esparcidas aquí yallá, la mayoría simples barracas, tan pintores-cas como se quiera, pero muy rudimentarias,casi todas sin ventanas, sin chimenea, con sóloun agujero en el techo, y construidas de piedrasy cañas entrecruzadas.

¿Quién creería que Iona fue la cuna de la re-ligión de los druidas, en los primeros tiemposde la historia escandinava? ¿Quién se acordaríaque en el siglo seis, san Columbano, el irlandés,fundó, para enseñar la nueva religión de Cristo,el primer monasterio de Escocia, y que losmonjes de Cluny vinieron a vivir en él hasta laReforma? Ahora todo eran ruinas. Y la célebreciudad llamada de Santa Columba se habíaconvertido en la Iona actual, cuyos únicos habi-tantes son algunos rudos campesinos quearrancan trabajosamente a su arenoso suelo unamediana cosecha de cebada, patatas y trigo, yunos cuantos pescadores cuyas chalupas sellenan de los peces que abundan en las aguasde las pequeñas Hébridas.

-Señorita Campbell -dijo Aristobulus Ursi-clos con aire despectivo-, ¿cree usted, a primeravista, que esto es mejor que Oban?

-¡Es mucho mejor! -contestó ella, mientraspensaba que sería mejor todavía si no hubieraun habitante de más en la isla.

Sin embargo, a falta de casino o de hotel, loshermanos Melvill descubrieron una especie deposada bastante aceptable, donde se deteníanlos turistas a quienes no les bastaba el pocotiempo que les dejaba el barco para visitar lasruinas druídicas y cristianas de Iona. Así pues,pudieron hospedarse aquel mismo día en laposada Las Armas de Duncan, mientras OlivierSinclair y Aristobulus Ursiclos se instalaban lomejor posible cada uno en una cabaña de pes-cadores.

Pero la señorita Campbell se hallaba con unadisposición de espíritu tal, que frente a la ven-tana abierta al mar de su pequeño cuartito seencontraba tan bien como en la terraza de sutorre de Helensburgh y mucho mejor, sin duda

alguna, que en salón del hotel Caledonian.Desde donde se hallaba, el horizonte se ex-

tendía ante sus ojos sin que ningún islote rom-piera su línea circular, y con un poco de imagi-nación hubiera podido apercibir, a tres mil mi-llas de distancia, la costa americana del otrolado del Atlántico. Verdaderamente el sol teníaun buen escenario para ponerse en todo su es-plendor.

Rápida y fácilmente organizaron la vida encomún. Todos juntos comían en la sala-comedor de la posada. Siguiendo la antiguacostumbre, la señora Bess y Partridge se senta-ron en la mesa de sus dueños. Quizá Aristobu-lus Ursiclos no disimuló su sorpresa, pero Oli-vier Sinclair no encontró nada que decir. Ade-más, ya había empezado a tomar cariño a aque-llos dos sirvientes, que le correspondían tam-bién con afecto.

Toda la familia vivía según el antiguo modoescocés, con toda simplicidad. Después de pa-searse por la isla, después de conversar sobre

cosas de tiempos lejanos, evocaciones que Aris-tobulus Ursiclos no olvidaba nunca enriquecercon sus inoportunidades, se reunían para co-mer al mediodía y para cenar a las ocho de lanoche. Luego, la señorita Campbell se iba acontemplar la puesta del sol, hiciera el tiempoque hiciera, aunque estuviera nublado. ¡Quiénsabe! ¡Podían abrirse las nubes por casualidad ydejar pasar el rayo verde!

¡Y qué comidas! Los más caledonianos de losinvitados de Walter Scott a una comida de Fer-gus MacGregor, a una cena de Oldbuck el Anti-cuario, no hubieran podido reprochar nada alos platos preparados siguiendo la moda culi-naria de la vieja Escocia. La señora Bess y Par-tridge, trasladados un siglo atrás, se sentían tanfelices como si vivieran en tiempos de sus an-cestros. El hermano Sam y el hermano Sib aco-gían con gran placer las combinaciones culina-rias que antiguamente se habían servido en lafamilia Melvill.

He aquí los comentarios que se oían en la sa-

la convertida en comedor.-Un poco más de estos cakes de harina de

avena, mucho más sabrosos que los blandospasteles de Glasgow.

-Un poco de este sowens, que los montañe-ses saborean todavía en los Highlands.

-Déme más de este haggis, que ya nuestrogran poeta Burns celebró dignamente en susversos como el primero, el mejor y el más na-cional de los puddings escoceses.

-Por favor, sírvame más de este coklylecky...-¡Voy a repetir de este hotchpotch, más ex-

quisito que el mejor guiso de la cocinera deHelensburgh!

¡Ah! ¡Qué bien se comía en Las Armas deDuncan, y qué bien se bebía, además!

Había que ver a los hermanos Melvill brin-dar con aquellos grandes vasos, que puedencontener por lo menos cuatro pintas, llenos delusquebaugh, la cerveza nacional por excelencia,o el mejor hummok. Y el whisky, cuya fermen-tación parece que continúa en el estómago de

los bebedores. Y si la cerveza fuerte hubierafaltado, no hubieran tenido que contentarse conel simple mum, destilado de trigo; habrían te-nido el two penny, que se podía alargar con unvaso de ginebra. Ciertamente que no pensabanen echar de menos el jerez o el oporto de lasbodegas de Helensburgh o de Glasgow.

Si Aristobulus Ursiclos, acostumbrado a lascomodidades modernas, se quejaba más a me-nudo de lo que convenía, nadie hacía el menorcaso de sus quejas.

Si él encontraba los días largos en aquella is-la, en cambio para los demás el tiempo pasabademasiado deprisa, y la señorita Campbell norefunfuñaba ya contra las nubes que cubríancada tarde el horizonte.

Claro que Iona no era grande, pero a quienle gusta pasear al aire libre, no necesita grandesespacios. De vez en cuando, Olivier Sinclair sedetenía para pintar algún rincón pintoresco y laseñorita Campbell lo miraba pintar, y el tiempotranscurría apaciblemente para todos.

Los días 26, 27, 28 y 29 de agosto se sucedie-ron sin un instante de aburrimiento. Aquellavida primitiva sentaba bien en aquella isla sal-vaje y primitiva también, cuyas rocas el marbatía sin descanso.

La señorita Campbell, feliz de haber escapa-do al mundo de curiosos charlatanes que formalas poblaciones de veraneo, salía a pasear con lamisma libertad que lo hubiera hecho por el jar-dín de Helensburgh, con el rokelay que se en-volvía como una mantilla, tocada con el snod,esa cinta mezclada con cabellos, que sienta tanbien a las jóvenes escocesas. Olivier Sinclair nose cansaba de admirar su gracia, el encanto desu persona, ese atractivo, que producía sobre élun efecto del que se daba perfecta cuenta.

Muchas veces paseaban juntos hablando,mirando y soñando hasta las últimas playas dela isla, y allí se detenían, viendo volar delantede ellos, a bandadas, los cuervos marinos esco-ceses, los tamnie-nories, cuya soledad turba-ban; los pictarnies, a la espera de los pececillos

depositados por los remolinos de la resaca, ylos pájaros bobos de Bassan, de negro plumaje,alas blancas en sus puntas, cabeza amarilla, querepresenta más particularmente la clase de laspalmípedas en la ornitología de las Hébridas.

Al llegar la noche, después de la puesta desol, con qué gusto se paseaban la señoritaCampbell y los suyos por la playa desierta bajolas estrellas. En medio de un profundo silencio,se oía de pronto como los hermanos Melvillrecitaban las estrofas de los poemas de Ossian:

Pálida estrella de la noche, lejana mensajera, cuya frente luminosa surge entre el velo de Oc-

cidente,¿qué miras en la llanura?

Luego, cuando terminaban, todos volvían si-lenciosos y un poco conmovidos a sus respecti-vos alojamientos.

Por poco clarividentes que fuesen los dos tí-os, iban comprendiendo bien claro que todo loque Aristobulus Ursiclos iba perdiendo en elcorazón de la señorita Campbell, lo iba ganan-do Olivier Sinclair. Por esto los dos hermanosse afanaban, no sin dificultad, en reunir aquelpequeño mundo, aun a costa de recibir algúndesplante de su sobrina. Pero al fin consiguie-ron que el día 30 de agosto fueran todos juntosa visitar las ruinas de la iglesia, del monasterioy del cementerio, situadas al noroeste y al surde la colina del Abate. Esta excursión, que duraapenas dos horas, todavía no la habían realiza-do nuestros huéspedes de Iona. Era una falta deconsideración hacia las legendarias sombras deaquellos monjes que habían vivido antaño enlas cuevas del litoral, y hacia los ilustres muer-tos de las familias reales, desde Fergus II hastaMacbeth.

XV

Las ruinas de Iona

Así pues, la señorita Campbell, los hermanosMelvill y los dos jóvenes se marcharon despuésde comer. Hacía un magnífico tiempo de otoño.Los rayos del sol se filtraban a cada momento através de las nubes poco espesas. En esas in-termitencias, las ruinas que rodeaban aquellaparte de la isla, las rocas afortunadamenteagrupadas del litoral, las casas esparcidas sobreel accidentado terreno de Iona; el mar, estriadoa lo lejos por las caricias de una suave brisa,parecían renovar su aspecto un poco triste yalegrarse bajo los efectos del sol.

Aquel día no habían llegado viajeros. El bar-co había traído unos cincuenta la víspera y, sinduda, al día siguiente desembarcarían otrostantos. Aquel día, pues, la isla de Iona pertene-cía por entero a sus habitantes, y las ruinas es-tarían completamente desiertas cuando llega-ran los excursionistas.

Hacían el camino alegremente. El buenhumor del hermano Sam y del hermano Sid sehabía contagiado a sus compañeros. Hablabany reían mientras se internaban por pequeñossenderos rocosos entre las bajas murallas depiedras secas.

Todo marchaba bien hasta que se detuvieronfrente a la cruz de MacLean. Este hermoso mo-nolito de granito rojo, de catorce pies de altura,es el único resto de las trescientas sesenta cru-ces que se levantaban en la isla hasta la Refor-ma, hacia la mitad del siglo XVI.

Olivier Sinclair quiso, naturalmente, tomarun croquis de aquel monumento, que producegran efecto erigido en medio de la árida llanuracubierta de hierba amarillenta. La señoritaCampbell, los hermanos Melvill y Olivier seagruparon a unos cincuenta pasos del calvario,a fin de obtener una visión de conjunto. OlivierSinclair se sentó en un saliente del pequeñomuro y empezó a dibujar los primeros planosdel terreno en el que se levanta la cruz de Ma-

cLean.Al cabo de unos momentos les pareció que

una forma humana trataba de subir los prime-ros escalones de la cruz.

-¡Vaya! -exclamó Olivier-, ¿qué viene a haceraquí ese intruso? Si al menos llevara el hábitode monje no desentonaría, y podría dibujarlopostrado a los pies de esa cruz antigua.

-Es un curioso que nos molestará bastante,señor Sinclair -dijo la señorita Campbell.

-Pero ¿no es Aristobulus Ursiclos, que se nosha adelantado? -preguntó el hermano Sam.

-¡Es él mismo! -añadió el hermano Sib.En efecto, era el propio Aristobulus Ursiclos

quien, encaramado en el basamento de la cruz,la golpeaba con un martillo.

La señorita Campbell, indignada por aquelladesfachatez del mineralogista, corrió hacia él.

-¿Qué está usted haciendo, señor Ursiclos? -le preguntó.

-Ya lo ve usted, señorita Campbell -contestóAristobulus Ursiclos-, intento arrancar un pe-

dazo de este granito.-Pero ¿a qué vienen estas manías? ¡Me pare-

ce que el tiempo de los iconoclastas ya ha pasa-do!

-Yo no soy un iconoclasta -contestó Aristo-bulus Ursiclos-, sino que soy un geólogo y, co-mo tal, me interesa conocer la naturaleza deesta piedra.

Un violento golpe de martillo había acabadola obra de destrucción: una piedra de la basecayó rodando al suelo.

Aristobulus Ursiclos la cogió y, doblando elpoder óptico de sus lentes por medio de unagran lupa de naturalista que sacó de su estuche,se acercó el pedazo de piedra a la nariz.

-Es exactamente lo que suponía -dijo-. Se tra-ta de un granito rojo muy compacto, muy resis-tente, que debe de haber sido extraído del islotede las Monjas, en todo parecido al que los ar-quitectos del siglo XII usaron para construir lacatedral de Iona.

Y Aristobulus Ursiclos no se dejó perder tan

buena ocasión para lanzarse en una disertaciónarqueológica que los hermanos Melville -que sehabían ido acercando- no se atrevieron a inte-rrumpir.

Pero la señorita Campbell, sin hacer cumpli-dos, los dejó para irse nuevamente al lado deOlivier Sinclair y, cuando éste terminó el dibu-jo, se reunieron todos en la entrada de la cate-dral.

Este monumento es un edificio compuestopor dos iglesias acopladas, de gruesos muros ypilares sólidos, que ha desafiado las injurias deltiempo durante mil trescientos años.

Los visitantes se pasearon por la primeraiglesia, cuyos arcos y bóvedas demuestran suorigen romano, y luego por la segunda, edificiogótico del siglo XII, que forma la nave y algu-nas capillas de la otra. Por espacio de pocosminutos vagaron a través de aquellas ruinas,pisando las grandes losas cuadradas, cuyasjunturas dejaban entrever el suelo. Aquí apare-cían tapas de sepulcro, allá lápidas funerarias

apoyadas en los rincones, con sus estatuas ya-centes, que parecían pedir una limosna al tran-seúnte.

Todo este conjunto, pesado, severo, silencio-so, respiraba la poesía de los tiempos pasados.

La señorita Campbell, Olivier Sinclair y loshermanos Melvill no se dieron cuenta de que susabio compañero iba quedándose atrás; ycuando estaban bajo la alta bóveda de la torrecuadrada, oyeron unos pasos enérgicos queresonaban sobre las losas como si una de las es-tatuas de piedra se hubiera puesto a andar pe-sadamente como el Comendador de Don JuanTenorio. Era Aristobulus Ursiclos, que con suspasos acompasados estaba midiendo las di-mensiones de la catedral.

-Ciento sesenta pies de este a oeste -dijo ano-tando esta cifra en su carnet, en el momento enque se reunía con sus amigos.

-¡Ah, es usted, señor Ursiclos! -dijo irónica-mente la señorita Campbell-. ¿Además de mi-neralogista es usted geómetra?

-... Y sesenta pies solamente en el crucero delas naves -prosiguió Aristobulus Ursiclos.

-¿Y cuántas pulgadas? -preguntó OlivierSinclair.

Aristobulus Ursiclos miró a Olivier Sinclaircon la expresión de quien no sabe si debe to-marse la cosa en serio. Pero los hermanos Mel-vill intervinieron oportunamente arrastrando alos jóvenes con ellos para terminar de recorrerel monasterio.

Aunque este edificio ha sobrevivido a pesardel vandalismo de la Reforma, no ofrece másque ruinas incapaces de ser reconocidas. Des-pués de aquella época sirvió de refugio a algu-nas religiosas de San Agustín, a las cuales se loconcedió el Estado como asilo. En la actualidadno hay más que restos lastimosos de un con-vento, devastado por las tempestades, que notiene arcos ni columnas en disposición de resis-tir los rigores de un clima hiperbóreo.

Luego que los visitantes hubieron exploradolo que quedaba del monasterio tan floreciente

en otro tiempo, admiraron una capilla mejorconservada, cuyas dimensiones interiores nomidió Aristobulus Ursiclos. En dicha capilla,menos antigua o de construcción más sólidaque los refectorios y claustros del convento,sólo faltaba la techumbre; el coro, que está casiintacto, es un trozo de arquitectura muy cele-brado por los entendidos.

En la parte oeste de la capilla se encuentratodavía en buen estado la tumba de la que fueúltima abadesa de la comunidad. Sobre la losade mármol negro aparece esculpida una cabezade mujer entre dos ángeles, y encima de ellauna Virgen con el Niño en brazos.

-Igual que la Virgen de la Silla y la Madonade San Sixto, las únicas vírgenes de Rafael queno bajan sus párpados, ésta también nos mira yparece como si sus ojos sonrieran.

Este comentario tan oportuno que hizo laseñorita Campbell, provocó una mueca irónicaen los labios de Aristobulus Ursiclos.

-¿De dónde ha sacado usted, señorita

Campbell -le dijo-, que unos ojos puedan sonre-ír?

Quizá la señorita Campbell tenía deseos decontestarle que, en todo caso, no sería mirándo-le a él que sus ojos tendrían tal expresión, perose calló y guardó su respuesta.

-Es un error muy extendido -prosiguió Aris-tobulus Ursiclos con énfasis- hablar de la sonri-sa de los ojos. Estos órganos de la vista estándesprovistos precisamente

de toda expresión. Por ejemplo: si tapamosun rostro con una careta les apuesto a que nopodrán ustedes saber si aquel rostro expresaalegría o tristeza.

-¿Ah, sí? -contestó el hermano Sam, que pa-recía tomar interés por aquella lección.

-Lo ignoraba -añadió el hermano Sib.-Pues es así -concluyó Aristobulus Ursiclos-;

y si tuviera un antifaz...Pero aquel joven erudito no tenía ninguno y

no pudo hacerse el experimento para salir dedudas sobre la cuestión.

Pero ya la señorita Campbell y Olivier Sin-clair habían salido del claustro y se dirigíanhacia el cementerio de Iona.

Aquel sitio se llama el Relicario de Oban, enrecuerdo del compañero de san Columbano, aquien se debe la edificación de la capilla, cuyasruinas se levantan en medio del camposanto.

Aquel terreno cubierto de piedras funerariases muy curioso. Allí reposan cuarenta reyesescoceses, ocho virreyes de las Hébridas, cuatrovirreyes de Irlanda y un rey de Francia, denombre olvidado, como el de un jefe de tiem-pos prehistóricos. Entre ellos, en medio de ver-de hierba, está la tumba del célebre Duncan,rey de Escocia, famoso por la terrible tragediade Macbeth. ¡Cuántos recuerdos encierra estanecrópolis de Iona! Acuden a mi memoria estosversos de Ossian, que parecen haberse inspira-do en estos mismos lugares:

Extranjero, estás pisando una tierra cubierta dehéroes.

Canta alguna vez la gloria de estos muertos céle-bres.

Que sus sombras ligeras vengan a alegrarse a tualrededor.

La señorita Campbell y sus compañeros con-templaban las tumbas en silencio. Como notenían que soportar las enojosas explicacionesde un guía, podían dar rienda suelta a su ima-ginación poblada de recuerdos legendarios.

-Me gustaría volver aquí al caer la noche -dijo la señorita Campbell-. Me parece que seríauna hora más favorable para nuestros recuer-dos. Yo vería traer el cuerpo del desdichadoDuncan. Escucharía las palabras de los sepultu-reros, tendiéndolo en la tierra consagrada a susantepasados. ¿No cree usted, señor Sinclair,que la noche sería mucho más a propósito paraevocar los duendes que guardan el cementerio

real?-Sí, señorita Campbell, y creo que no rehusa-

rían acudir a vuestra llamada.-¡Cómo, señorita Campbell!, ¿cree usted en

los duendes? -exclamó Aristobulus Ursiclos.-¡Claro que creo en los duendes, como buena

escocesa que soy! -contestó la señorita Camp-bell.

-Pero, realmente, usted sabe bien que todoesto es pura imaginación, que nada existe detales fantasías.

-¿Y si me agrada creer en ellas? -contestó laseñorita Campbell, excitada por aquella inopor-tuna contradicción-. Sabedlo, gusto mucho decreer en las brownies domésticas que protegenel mobiliario de la casa; en las zahoríes, cuyosencantos tienen lugar mientras declaman ver-sos rúnicos; en las valquirias, esas vírgenes fatí-dicas de la mitología escandinava, que se lleva-ban a los guerreros heridos en batalla; en esashadas familiares cantadas por nuestro poetaBurns en aquellos versos inmortales que un

verdadero hijo de los Highlands no debe olvi-dar: «En esa noche las ligeras hadas danzan so-bre Cassilis Dawnan's, o se encaminan haciaGolzean a la pálida claridad de la luna para ir aperderse en las Coves, en medio de rocas yarroyuelos».

-¡Pero, señorita Campbell! -insistió terca-mente el estúpido joven-. ¿Piensa usted que lospoetas creen en estas fantasías producto de suimaginación?

-Claro que sí, señor -contestó Olivier Sin-clair-; si no, su poesía sonaría a falso, como to-do lo que no se hace con profunda convicción.

-¿Usted también, caballero? -contestó Aris-tobulus Ursiclos-. Sabía que era usted pintor,pero no poeta.

-Es lo mismo -dijo la señorita Campbell-. Elarte es una sola cosa bajo formas distintas.

-¡Ah, no... no! ¡Es inadmisible! ¡Ustedes nopueden creer en toda esta mitología, creada porlos cerebros ofuscados de unos viejos bardos,cuyos cerebros trastornados evocaban divini-

dades imaginarias!-¡Ah, señor Ursiclos! -exclamó el hermano

Sam, herido en su amor propio-. No trate ustedasí a nuestros antepasados que han cantado lasglorias de nuestro querido país.

-Y escúchelos usted -dijo el hermano Sib,evocando citas de sus poemas favoritos-: «Megustan los cantos de los bardos. Me gusta escu-char los relatos de tiempos pasados. Son paramí como la paz de la mañana y el frescor delrocío que humedece las colinas...».

-«... cuando el sol no despide más que lán-guidos rayos -añadió el hermano Sam- y el lagopermanece tranquilo y azulado en el fondo delvalle.»

Sin duda, los dos tíos hubieran continuadosus poesías ossiánicas indefinidamente, si Aris-tobulus Ursiclos no los hubiera interrumpidobruscamente diciéndoles:

-Caballeros, ¿han visto ustedes alguna vezalguno de estos pretendidos duendes de quehablan con tanto entusiasmo? ¡No! ¿Y pueden

verse? ¡Tampoco! ¿No es cierto?-Está usted en un error, señor -dijo la señori-

ta Campbell, que no habría cedido a su contra-dictor el cabello de uno solo de sus duendes-, yle compadezco por no haberlos visto nunca.Todo el mundo puede verlos surgir por las al-tas tierras de Escocia, deslizándose por loscampos abandonados, elevándose sobre la su-perficie de los lagos, revoloteando en medio delas tempestades. Y, mire usted, este rayo verdeque me obstino en perseguir, ¿quién sabe si noes el chal de alguna valquiria, cuyo fleco searrastra por las aguas del horizonte?

-¡Ah, no! -exclamó Aristobulus Ursiclos-.¡Esto sí que no! Y voy a decirle lo que es su fa-moso rayo verde...

-No me lo diga usted, caballero -exclamó laseñorita Campbell-; no quiero saberlo.

-Pues tiene que saberlo -exclamó Aristobu-lus Ursiclos, completamente fuera de sí poraquella discusión que le sacaba de quicio.

-Se lo prohíbo.

-Pues lo diré a pesar de todo, señoritaCampbell. Este último rayo que lanza el solcuando se va al ocaso en el momento en que elborde superior de su disco roza el horizonte, sies verde, es debido, quizá, a que en el momentoen que atraviesa la superficie del agua, se im-pregna con su color...

-¡Cállese, señor Ursiclos!-A menos que este verde no suceda natu-

ralmente al rojo del disco, desaparecido en elmismo instante, pero del que nuestra retinaconserva la impresión, porque, en óptica, elverde es su color complementario.

-¡Ah, señor Ursiclos, sus razonamientos cien-tíficos...!

-Mis razonamientos, señorita Campbell, es-tán de acuerdo con la naturaleza de las cosas -contestó Aristobulus Ursiclos-, y precisamenteme propongo publicar una memoria sobre estetema.

-¡Vámonos, tíos! -exclamó la señorita Camp-bell, visiblemente irritada-. ¡El señor Ursiclos,

con sus explicaciones, acabaría por estropeartotalmente mi rayo verde!

Entonces intervino Olivier Sinclair:-Señor Ursiclos -le dijo-, creo que su memo-

ria sobre el rayo verde será de lo más curioso,pero permítame que le proponga otro tema,seguramente más interesante todavía.

-¿Cuál, señor Sinclair? -preguntó Aristobu-lus Ursiclos con aire retador.

-Usted no debe ignorar, caballero, que algu-nos sabios han tratado científicamente estacuestión tan palpitante: De la influencia de lascolas de los peces en las ondulaciones del mar.

-¡Caballero...!-Bueno, pues aquí tiene usted otra, que re-

comiendo muy especialmente a sus sabias me-ditaciones: De la influencia de los instrumentosde viento en la formación de las tempestades.

XVI

Dos disparos

Al día siguiente, y durante los primeros díasde septiembre que siguieron, Aristobulus Ursi-clos no dio señales de vida. ¿Se habría marcha-do de Iona con el barco de turistas, después dehaber comprendido que perdía el tiempo corte-jando a la señorita Campbell? Nadie podía de-cirlo. En todo caso, hacía bien en no aparecer.Ahora no era indiferencia lo que él inspiraba ala joven, sino verdadera aversión. Haber des-poetizado su rayo, haber materializado su sue-ño, haber cambiado el chal de una valquiria porun brutal fenómeno óptico. Ella era capaz deperdonárselo todo, menos eso.

Incluso prohibió a los hermanos Melvill quefueran a preguntar qué había sido de Aristobu-lus Ursiclos.

Además, ¿para qué? ¿Qué habrían podidodecirle y qué esperaban ya? ¿Podían pensartodavía en la unión de aquellos dos seres que

sentían mutua antipatía, separados por elabismo inmenso que va de la prosa vulgar a lasublime poesía, el uno con su manía de reducir-lo todo a fórmulas científicas, y la otra no vi-viendo más que del ideal?

Sin embargo, Partridge, instigado por la se-ñora Bess, se enteró de que aquel «joven-viejo-sabio», como ella le llamaba, no se había mar-chado de la isla, y que permanecía aún en lamisma cabaña de pescadores donde hacía suscomidas en solitario.

En todo caso, lo importante es que se habíanlibrado de la presencia de Aristobulus Ursiclos.La verdad es que éste, cuando no se encerrabaen su cuarto, ocupado en alguna alta especula-ción científica, iba a través de las tierras bajasdel litoral con el fusil al hombro y se hacía pa-sar el mal humor con verdaderas matanzas demergos negros o de gaviotas que no le hacíannada. ¿Tenía esperanzas todavía? ¿Creía que,una vez pasado el capricho del rayo verde, laseñorita Campbell recuperaría su sensatez? Es

muy posible, dada la confianza que tenía en supersonalidad. Pero un día le ocurrió una aven-tura bastante desagradable, que habría podidoterminar muy mal para él, sin la intervencióntan abnegada como inesperada de su rival.

Era una tarde del día 2 de septiembre y Aris-tobulus Ursiclos se había ido a estudiar las ro-cas que forman la punta meridional de Iona.Una de aquellas masas graníticas atrajo másespecialmente su atención, y decidió subir has-ta la cúspide. Era ciertamente imprudente in-tentarlo, pues la roca presentaba una superficieresbaladiza en la cual el pie no hallaba apoyo.

Pero Aristobulus Ursiclos no se daba fácil-mente por vencido y empezó a trepar por laroca, agarrándose a algunas matas que crecíanaquí y allá, llegando, no sin muchos esfuerzos,a la cumbre de la roca.

Una vez allí, se dedicó a su trabajo habitualde mineralogista, pero cuando quiso descendertropezó con algunas dificultades. En efecto,después de haber buscado la parte más conve-

niente para dejarse resbalar, se arriesgó. Peroen ese momento le falló el pie y bajó sin poderparar, y hubiera ido a caer en medio de las olasque rompían en los escollos, si no lo hubieraretenido un viejo tronco en su caída.

Aristobulus Ursiclos se hallaba, pues, en unasituación a la vez peligrosa y ridícula. No podíasubir ni bajar, quedando colgado en aquellaaltura.

Transcurrió una hora en la misma postura, yquien sabe cuánto tiempo habría estado allí sino hubiera pasado en aquel momento OlivierSinclair con sus útiles de pintor. Al oír los gri-tos, se detuvo. Al ver a Aristobulus Ursicloscolgando a treinta pies del suelo, agitando pier-nas y brazos como un pelele, le entraron unasenormes ganas de reír; pero se abstuvo dehacerlo, y pensó seguidamente en la forma deacudir en su ayuda.

Le costó bastante trabajo, ya que tuvo quesubir hasta lo alto de la roca y desde allí resca-tarlo, volviéndole a subir para ayudarle a des-

cender por otro lado.-Señor Sinclair -dijo Aristobulus Ursiclos tan

pronto se halló pisando tierra firme-, calculémal el ángulo de inclinación que formaba aque-lla pared de la roca con la vertical. Por esto res-balé y quedé suspendido...

-Señor Ursiclos -contestó Olivier Sinclair-,me alegra que la casualidad me haya permitidoacudir en su ayuda.

-Déjeme usted darle las gracias, sin embar-go...

-No vale la pena, señor Ursiclos. Ustedhabría hecho lo mismo por mí, ¿verdad?

-¡Sin duda!-Pues estamos en paz.Y los dos jóvenes se separaron.Olivier Sinclair no creyó necesario hablar de

aquel incidente, que no tenía, por otra parte,mucha importancia. Y en cuanto a AristobulusUrsiclos, tampoco dijo nada; pero, en el fondo,como estimaba en mucho su persona, le estabaagradecido a su rival por haberle sacado de

aquel mal paso.Pero ¿y el famoso rayo? Hemos de convenir

que se hacía de rogar mucho. Y les quedabamuy poco tiempo que perder. El otoño no tar-daría en cubrir el cielo con su velo de brumas.Y entonces ya podían despedirse de aquellosatardeceres límpidos, que empiezan a ser tanraros ya en el mes de septiembre. ¿Tendríanque renunciar a contemplar aquel fenómeno,que había sido causa de tantos desplazamien-tos? ¿Se verían obligados a aplazar la contem-plación del fenómeno hasta el año próximo, ose obstinarían en perseguirlo bajo otros cielos?

Casi era una cuestión de amor propio, tantopara la señorita Campbell como para OlivierSinclair. Los dos estaban verdaderamente fu-riosos al ver como el horizonte de las islasHébridas se mantenía tapado por las brumasdel mar.

Los cuatro primeros días de septiembre nohubo alteración en el tiempo. Cada tarde, laseñorita Campbell, Olivier Sinclair, el hermano

Sam y el hermano Sib, con Bess y Partridge,sentados sobre cualquier roca bañada por lasondulaciones de la marea, asistían concienzu-damente a la puesta del sol, ante admirablesfondos de luz, más espléndidos, sin duda, quesi la pureza del cielo hubiera sido perfecta.

Un artista habría aplaudido ante aquellasmagníficas apoteosis que se desarrollaban alcaer el día, ante aquella sorprendente gama decolores, degradando de una nube a otra, desdeel violeta del cenit hasta el rojo dorado del ho-rizonte, ante aquella cascada de fuegos rebotan-te sobre las rocas aéreas; pero, aquí, las rocaseran nubes, y esas nubes, mordiendo el discosolar, absorbían con sus últimos rayos aquelque en vano buscaban los ojos de los observa-dores.

Entonces, cuando el sol había desaparecidocompletamente, se levantaban hondamentedecepcionados, como los espectadores de unespectáculo maravilloso, cuyo último efecto hafallado por culpa de un maquinista. Y mustios

y cabizbajos regresaban a la posada.-¡Hasta mañana! -decía la señorita Campbell.-Hasta mañana -contestaban sus dos tíos-.

Tenemos el presentimiento de que mañana...Pero todas las noches los hermanos Melvill

tenían un presentimiento que no se realizabanunca.

Por fin, el día 5 de septiembre amaneció conun tiempo magnífico. Las brumas de levante seesfumaron a los primeros rayos de sol. El ba-rómetro subió marcando buen tiempo fijo. Yano era tan fuerte el calor para que el cielo seimpregnara de aquel vaho tembloroso de losabrasadores días de verano. La sequedad de laatmósfera se sentía al nivel del mar lo mismoque en una montaña, a unos miles de pies dealtura, en un aire enrarecido.

No hay que decir con qué ansiedad todosnuestros amigos siguieron las fases de aqueldía. Con qué palpitaciones observaban el cielotemiendo ver alguna nube por el espacio. Conqué angustia contemplaron el curso de la tra-

yectoria del sol cada minuto que pasaba.Afortunadamente soplaba de la parte de tie-

rra una brisa ligera pero continua, la cual, alpasar por las montañas del este, deslizándosesobre la superficie de praderas dilatadas, no secargaba con aquellas húmedas moléculas quedesprenden las vastas extensiones de agua yque son conducidas por los vientos al caer latarde.

¡Qué largo fue aquel día para la señoritaCampbell! Estaba tan nerviosa, que no podíapermanecer quieta en ningún sitio. Olivier Sin-clair también iba y venía por las cimas de laisla, buscando un horizonte más extenso. Losdos tíos acabaron el rapé de la tabaquera y Par-tridge, consciente de sus deberes, permanecíaen la actitud de un guardabosque dedicado a lavigilancia de la llanura celeste.

Habían acordado adelantar la hora de la ce-na, a fin de poder estar en el lugar de observa-ción con tiempo. El sol se pondría a las seis ycuarenta y nueve, y podrían seguir su trayecto-

ria hasta su total desaparición.-¡Esta vez no se nos escapa! -dijo el hermano

Sam, frotándose las manos.-¡Yo también lo creo así! -contestó el herma-

no Sib, haciendo el mismo ademán.Sin embargo, hacia las tres de la tarde hubo

una alarma. Una gran nube blanca empezó alevantarse por el este y, empujada por la brisade tierra, corría hacia el mar.

La señorita Campbell fue la primera en per-cibirla, y no pudo disimular una exclamaciónde desencanto.

-Es una nube sola y no debemos preocupar-nos -dijo uno de sus tíos-. Seguramente no tar-dará en desaparecer...

-0 correrá más deprisa que el sol -contestóOlivier Sinclair- y desaparecerá en el horizonteantes que él. -Pero ¿no será esta nube el anun-cio de otras que vendrán detrás? -preguntóHelena Campbell.

-Ya veremos.Olivier Sinclair fue corriendo hasta las rui-

nas del monasterio. Desde allí su mirada podíaabarcar hacia el este mucho más allá de lasmontañas de Mull. Estas montañas destacabancon perfecta limpieza sobre un fondo comple-tamente liso. Ni una nube en el cielo, ni la másleve bruma empañaba el horizonte.

Olivier Sinclair volvió media hora después,con palabras tranquilizadoras. Aquella nubeera como un átomo perdido en el espacio; noencontraría tampoco con qué alimentarse enaquella atmósfera seca y se desvanecería porinanición.

Mientras tanto, el copo blanco avanzaba len-tamente. Con gran disgusto por parte de todos,seguía la misma dirección del sol, al que ibaacercándose bajo la influencia de la brisa. Mien-tras se deslizaba por el espacio, iba modifican-do su estructura, y tan pronto parecía la cabezade un perro, como tomaba la forma de un pez,como una raya gigantesca, para convertirseseguidamente en una bola, y fue entoncescuando se puso delante del sol, tapándolo.

Un grito salió de los labios de la señoritaCampbell mientras extendía los brazos al cielo.El sol, cubierto totalmente por la nube, no deja-ba escapar ni un rayo de luz, y la isla Iona sevio invadida por la sombra.

Pero pronto el sol reapareció con todo su bri-llo. La nube pasó deslizándose hacia el horizon-te, aunque antes de llegar se fue desvaneciendocomo absorbida por el azul del cielo.

-¡Por fin ha desaparecido! -exclamó la mu-chacha-. ¡Ojalá no aparezca otra!

-No, tranquilícese usted, señorita Campbell -le contestó Olivier Sinclair-. Si esta nube hadesaparecido, significa que no ha encontradomás vapor en la atmósfera, y es porque todo elespacio hacia el oeste es de una pureza absolu-ta.

A las seis de la tarde, los observadores,agrupados en un lugar bien descubierto, ocu-paban ya su sitio de observación.

Éste había sido escogido en el extremo sep-tentrional de la isla, sobre la cresta superior de

la colina del Abate. Desde aquella altura, lamirada podía abarcar circularmente por el estetoda la parte elevada de la isla de Mull. Al nor-te, el islote de Staffa parecía como una enormeconcha de tortuga y por el oeste, sudoeste ynoroeste se extendía toda la inmensidad delmar.

El sol bajaba rápidamente en su trayectoriaoblicua. La línea del horizonte se dibujaba co-mo una raya oscura mientras que, por el ladoopuesto, todas las ventanas de las casas de Ionaparecían inflamadas por los reflejos de un in-cendio cuyas llamas eran de oro.

La señorita Campbell, Olivier Sinclair, loshermanos Melvill, la señora Bess y Partridgeestaban sentados muy serios y silenciosos,emocionados por tan bello espectáculo. Mira-ban el disco solar con los ojos medio cerrados ycomprobaban satisfechos que no había la másligera bruma en el horizonte.

-Estoy seguro de que esta vez no se nos es-capa -volvió a decir el hermano Sam.

-Yo también -contestó el hermano Sib.-¡Silencio, tíos! -exclamó la señorita Camp-

bell.Los dos se callaron y contuvieron su respira-

ción, como si temieran que se condensara for-mando una leve nube capaz de velar el discodel sol.

El astro acababa de rozar el horizonte con suborde inferior e iba hundiéndose lentamentedetrás de él. Todos seguían con la vista sus úl-timos rayos. Así espiaba Aragó, instalado en losdesiertos de Palma, en la costa de España, laseñal de fuego que debía aparecer en la cúspidede la isla de Ibiza y que le permitiría cerrar elúltimo triángulo de su meridiano.

Por fin, sólo quedaba un pequeño segmentodel arco superior sobresaliendo por encima delhorizonte. Antes de quince segundos el rayosupremo iba a aparecer en el espacio, y todoslos ojos estaban a punto de recibir la impresiónde aquel rayo verde maravilloso.

De pronto, resonaron dos disparos en medio

de las rocas del litoral, por encima de la colina.Una ligera humareda se levantó por el aire, enmedio de una nube de aves marinas espantadaspor los disparos intempestivos.

La nube subió recta cielo arriba, interpo-niéndose como un telón entre el horizonte y laisla, pasando por delante del astro en el mismomomento en que éste lanzaba sobre la superfi-cie del mar sus últimos rayos de luz.

En aquel instante apareció por la punta delacantilado, con su fusil todavía humeante en lamano y siguiendo con la mirada el vuelo de lospájaros, el inevitable Aristóbulus Ursiclós.

-¡Ah, esto es demasiado! -exclamó el herma-no Sib.

-¡Verdaderamente es demasiado! -corroboróel hermano Sam.

«Tenía que haberlo dejado colgado en la ro-ca -se dijo Olivier Sinclair-. Al menos aún esta-ría allí.»

La señorita Campbell, con los labios apreta-dos y la mirada baja, no pronunció ni una pala-

bra.¡Una vez más, y por culpa de Aristóbulus

Ursiclós, se le había escapado el rayo verde!

XVIIA bordo del Clórinda

Al día siguiente, desde las seis de la mañana,un bonito yate de cuarenta y cinco a cincuentatoneladas, el Clorinda, zarpaba del puertecitode Iona y, empujado por una ligera brisa delnoroeste, surcaba las aguas de alta mar.

El Clorinda llevaba a bordo a la señoritaCampbell, a Olivier Sinclair, al hermano Sam, alhermano Sib, a la señora Bess y a Partridge.Inútil decir que el inoportuno Aristóbulus Ursi-clós no se contaba entre los pasajeros.

He aquí lo que se había acordado y realizadoinmediatamente después de la aventura de lavíspera:

Al descender de la colina del Abate paravolver a la posada, la señorita Campbell habíadicho secamente:

-Tíos, ya que el señor Aristóbulus Ursiclóspretende quedarse en Iona, nosotros dejaremostodo Iona al señor Ursiclós. Primero en Oban,luego aquí, siempre por su culpa, no hemospodido observar el rayo verde. No quiero per-manecer ni un día más en el lugar donde esteentrometido tenga el privilegio de ejercer sustorpezas.

Los hermanos Melvill no tuvieron nada quedecir a aquella propuesta formulada tan cate-góricamente. Ellos también compartían el des-contento general y maldecían a AristobulusUrsiclos. Decididamente, la situación de supretendiente estaba muy comprometida. Nadapodía devolverle ya a la señorita Campbell.Tenían que renunciar de una vez para siempreal cumplimiento de un proyecto completamen-te irrealizable.

-Bien mirado -decía el hermano Sam al her-

mano Sib, a quien llamó aparte-, las promesasimprudentemente formuladas no son esposasde hierro.

En otros términos, nadie puede considerarseobligado por un juramento temerario, y el her-mano Sib, con un enérgico ademán, manifestóque estaba de acuerdo con aquel refrán escocés.

En el momento en que se dieron las buenasnoches, en la puerta de la posada, la señoritaCampbell dijo:

-Partiremos mañana mismo. No me quedaréaquí ni un día más.

-De acuerdo, querida Helena -contestó elhermano Sam-; pero, ¿adónde iremos?

-Allí donde estemos seguros de no encon-trarnos con el señor Ursiclos. Por lo tanto, con-viene que nadie sepa ni que nos marchamos dela isla ni hacia dónde nos dirigimos.

-De acuerdo -contestó el hermano Sib-; pero¿cómo saldremos de aquí y hacia dónde ire-mos?

-¡Cómo! -exclamó la señorita Campbell-.

¿Cree usted que no encontraremos manera desalir de esta isla? ¿Y cree usted que el litoralescocés no puede ofrecernos más de un lugar,habitado o deshabitado, desde donde podamoscontinuar nuestra observación en paz?

Ciertamente, los hermanos Melvill no habrí-an podido contestar aquella doble pregunta,formulada en un tono que no admitía réplica.Pero, por suerte, Olivier Sinclair se encontrabaentre ellos.

-Señorita Campbell -dijo-, todo tiene arreglo,y verá usted cómo. Cerca de aquí hay una isla,o, mejor dicho, un islote, muy adecuado paranuestras observaciones, y en este islote ningúninoportuno nos vendrá a estorbar.

-¿Cuál es?-Es Staffa, que usted misma puede ver a dos

millas al norte de Iona.-¿Hay manera de vivir allí y posibilidades de

ir? -preguntó la señorita Campbell.-Sí -contestó Olivier Sinclair-, y con mucha

facilidad. En el puerto de Iona he visto uno de

estos yates que siempre están a punto de zar-par, al igual que se encuentran en todos lospuertos ingleses en la temporada de verano. Elcapitán y toda la tripulación están a la disposi-ción del primer turista que desee utilizar susservicios. Pues bien, ¿quién nos impide alquilareste yate, embarcar provisiones para quincedías, ya que en Staffa no hallaremos, y mar-charnos mañana mismo, al despuntar el día?

-Señor Sinclair -contestó la señorita Camp-bell-, si mañana podemos salir secretamente deesta isla, crea usted que le quedaré eternamenteagradecida.

-Mañana, antes del mediodía, llegaremos aStaffa, por poco que se levante la brisa -contestóOlivier Sinclair-; y salvo durante la visita de losturistas, que dura apenas una hora y tiene lugardos veces por semana, estaremos completamen-te solos sin que nadie nos estorbe.

Siguiendo su costumbre, los hermanos Mel-vill empezaron a llamar al ama de llaves con laserie de apelativos de consuetud.

-¡Bet!-¡Beth!-¡Bess!-¡Betsey!-¡Betty!La señora Bess compareció inmediatamente.-Nos marchamos mañana mismo -dijo el

hermano Sam.-Mañana al amanecer -añadió el hermano

Sib.Después de esto, la señora Bess y Partridge,

sin preguntar más, se ocuparon en seguida delos preparativos de la partida.

Entretanto, Olivier Sinclair se dirigió hacia elpuerto para contratar los servicios de John Ol-duck.

John Olduck era el capitán del Clorinda, unverdadero marino, vestido con la chaqueta conbotones dorados y los pantalones de gruesa telaazul, tocado con la tradicional gorra con trenci-lla dorada, que rápidamente llegó a un acuerdopara el viaje. La tripulación la componían seis

marineros que en invierno se dedicaban a lapesca y en verano ofrecían sus servicios a losturistas.

A las seis de la mañana, pues, los pasajerosembarcaron a bordo del Clorinda, sin haberdicho a nadie el rumbo que tomaría el yate.Habían hecho buena provisión de víveres, car-ne fresca y en conserva, así como de toda clasede bebidas. Además de esto, el cocinero delClorinda tenía siempre el recurso de tomarprovisiones del vapor que hace servicio regularentre Oban y Staffa.

Desde el amanecer se encontraba la señoritaCampbell en posesión de un lindo y cómodoaposento instalado a popa del yate. Los doshermanos ocupaban los catres de la main-cabin,más allá del salón, establecida en la parte másancha del reducido buque. Olivier Sinclair seacomodó en un camarote dispuesto detrás de laescalera que conducía al salón. A los dos ladosdel comedor, cruzado de arriba abajo por el piedel palo mayor, la señora Bess y Partridge dis-

ponían de dos catres, uno a derecha y otro aizquierda de la antecocina y de la cámara delcapitán. Más allá, a proa, estaban la cocina y elcuarto del cocinero y el sitio destinado a la tri-pulación, con hamacas para seis hombres. Nadafaltaba en aquel precioso yate, construido porRatsey, de Cowes. Con buen mar y buena brisasiempre había obtenido buenos puestos en lasregatas del Royal Thames Yacht Club.

Es indescriptible la alegría que experimenta-ron todos cuando el Clorinda, después de levarel ancla y convenientemente aparejado, comen-zó a navegar merced al impulso del viento re-cogido por su vela mayor, su cangreja, su foquey su petifoque. Inclinóse graciosamente el barcosobre el costado de babor sin que su blancopuente, de pino del Canadá, se mojara con unasola gota de espuma de las olas que hendía elbranque, cortado perpendicularmente a la líneade agua.

La distancia que separa estas dos pequeñasHébridas, Iona y Staffa, es muy corta. Con vien-

to favorable, habrían sido suficientes veinte oveinticinco minutos para hacer el recorrido.Pero en aquel momento el aire estaba en calmay, además, la marea iba bajando. Pero poco leimportaba esto a la señorita Campbell. Lo prin-cipal era que el Clorinda zarpase y perdiesende vista la isla de Iona, con la detestada imagende aquel aguafiestas del cual Helena queríaolvidar incluso el nombre.

Así se lo decía francamente a sus tíos, con-cluyendo:

-¿No tengo razón, papá Sam?-Tienes toda la razón, querida Helena.-Y mamá Sib, ¿no me aprueba también?-Completamente.-Entonces -añadió ella dando un beso a cada

uno- hemos de reconocer que los tíos que que-rían darme un marido semejante, no habíantenido una buena idea.

Y los dos lo reconocieron.En resumen, fue una travesía muy agrada-

ble, cuyo único defecto fue el ser demasiado

corta. ¿Quién les impedía prolongarla, si querí-an? Pero no, habían convenido en ir a Staffa, yel capitán tomó sus disposiciones para fondearen el islote a la subida de la marea.

Hacia las ocho tomaron su primera comidacompuesta de té y emparedados, que fue servi-da en el comedor del Clorinda. Los comensales,llenos de buen humor, celebraron con alegríaaquella frugal comida sin acordarse de los su-culentos platos de la posada de Iona. ¡Ingratos!

Cuando la señorita Campbell subió al puen-te el yate había virado de bordo cambiando lasamuras. Dirigíase entonces hacia el soberbiofaro construido en la roca de Skerryvore quelevanta su foco de luz de primer orden a cientocincuenta pies sobre el nivel del mar. Había re-frescado el viento, y el Clorinda luchaba contrala marea con sus grandes velas blancas, avan-zando lentamente hacia Staffa.

La señorita Campbell estaba medio echadaen la popa sobre uno de esos grandes cojines detela gruesa que se usan a bordo de los barcos de

recreo británicos. Iba como embriagada de pla-cer por aquella celeridad, que no era turbadapor los vaivenes del camino ni por la trepida-ción del ferrocarril; celeridad de patinador quese desliza en la superficie de un lago helado.Era un espectáculo delicioso el ver aquel ele-gante Clorinda, deslizándose sobre las aguasligeramente inclinado, subiendo y bajando aimpulso del oleaje. Muchas veces parecía cer-nerse en el aire como un inmenso pájaro soste-nido por sus poderosas alas.

Aquel mar, cubierto por las grandes Hébri-das del norte y del sur, abrigado por la costadel oeste, era una especie de lago interior cuyasaguas no había podido alterar la brisa.

El yate corría oblicuamente hacia la isla deStaffa, enorme roca aislada a la vista de Mull,que se levanta a más de cien pies sobre el nivelde mar. Parecía que cambiaba de lugar presen-tando unas veces sus acantilados basálticos deloeste, y otras el agreste amontonamiento derocas de su costa oriental. Por una ilusión ópti-

ca se creería que giraba alrededor de un eje,según el capricho de los ángulos trazados por elClorinda.

Sin embargo, a pesar del viento y del reflujo,el yate avanzaba en su camino. Cuando hacíarumbo al oeste fuera de las últimas puntas deMull, sacudíalo el mar con fuerza, pero resistíagallardamente las primeras olas; luego a la otrabordada encontraba aguas tranquilas que lobalanceaban como a la cuna de un niño.

Hacia las once, se había elevado el Clorindabastante al norte para dejarse ir en línea rectahacia Staffa. Se aflojaron las escotas, se arriaronlos foques y el capitán adoptó sus disposicionespara fondear.

En Staffa no hay puerto; pero, sea cualquierael viento, siempre es posible dejarse deslizar alo largo de los acantilados del este, en medio delas rocas caprichosamente desmoronadas poralguna convulsión de los períodos geológicos.No obstante, reinando un temporal, no podríapermanecer en aquel sitio ningún buque de

mucho calado.El Clorinda costeó muy cerca de aquel sem-

brado de negros basaltos, maniobrando congran destreza para dejar a un lado la roca deBouchaillie, cuyo mar, muy bajo en aquel mo-mento, permitía ver en toda su altura aquellosfustes prismáticos agrupados en haces, y, en ellado opuesto, aquella calzada que bordea ellitoral. Aquél es el mejor fondeadero del islote,allí está el sitio adonde las embarcaciones quehan llevado a los viajeros, van a buscarlos des-pués de su paseo por las alturas de Staffa.

El Clorinda penetró en una pequeña rada,casi a la entrada de la gruta de Clam-Shell, yarriando velas, dejaron caer el ancla en el pe-queño puerto improvisado.

Un instante después, la señorita Campbell ysus compañeros desembarcaban en los prime-ros peldaños de basalto, a la izquierda de lagruta. Una escalera de madera provista de unabarandilla conducía hasta lo alto de la isla. To-dos subieron por ella hasta llegar a la meseta

superior.Por fin se hallaban en Staffa, tan fuera del

mundo habitado como si una tempestad loshubiera lanzado al más desierto de los islotesdel Pacífico.

XVIIIStaffa

Aunque Staffa sea sólo un islote, la naturale-za ha hecho de él el más curioso de todo el ar-chipiélago de las islas Hébridas. Esta gran roca,de forma ovalada, de una milla de largo pormedia de ancho, esconde en su interior maravi-llosas grutas de origen basáltico. Por esto acu-den allí tantos geólogos y tantos turistas. Sinembargo, ni la señorita Campbell ni los herma-nos Melvill habían visitado todavía Staffa. So-lamente Olivier Sinclair conocía sus maravillas.Por esto era el más indicado para hacer los

honores de aquella isla, a la cual habían acudi-do pidiendo hospitalidad para algunos días.

La roca está formada por la cristalización deun enorme núcleo de basalto que se fijó allí enlos primeros períodos de formación de la corte-za terrestre en fecha remotísima.

En efecto, según las observaciones de Hem-holtz, de acuerdo con los experimentos de Bis-chof acerca del enfriamiento del basalto, quenecesita dos mil grados para fundirse, ha dura-do aquel enfriamiento un período de trescien-tos cincuenta millones de años. Dedúcese deesto que la solidificación del globo después depasar del estado gaseoso al estado líquido, em-pezó a verificarse en una época fabulosamenteapartada de la actual.

Si Aristobulus Ursiclos se hubiera halladoallí habría encontrado la manera de colocar unadisertación sobre los fenómenos de la historiageológica. Pero estaba muy lejos, y la señoritaCampbell no pensaba más en él. Como decía elhermano Sam al hermano Sib: «No des-

pertemos al gato cuando duerme...»Todos contemplaron el panorama y luego se

contemplaron mutuamente.-Lo primero que conviene hacer -dijo Olivier

Sinclair- es tomar posesión de nuestra nuevaresidencia.

-Sin olvidarnos del motivo que nos ha traídoaquí -contestó sonriendo la señorita Campbell.

-Sin olvidarlo, ya lo creo -exclamó OlivierSinclair-. Vamos a buscar un lugar de observa-ción y ver el horizonte de mar que se descubreal oeste de nuestra isla.

-Vamos allá -contestó la señorita Campbell-.Pero me parece que el tiempo está un poco cu-bierto hoy y no creo que la puesta del sol severifique en condiciones favorables.

-Esperaremos, señorita Campbell, esperare-mos, si es necesario, hasta los temporales delequinoccio.

-Sí, esperaremos -contestaron los hermanosMelvill-, mientras Helena no nos ordene partir.

-¡Oh! No tengo prisa, tíos -contestó riendo la

muchacha, feliz desde que había salido de Iona-; no, no tengo prisa. La situación de este islotees encantadora. No me desagradaría vivir enuna casa construida en medio de este verdeprado, suave como una alfombra, incluso du-rante las tempestades.

-¡Hummm! -murmuró el tío Sib-, las tempes-tades deben de ser terribles en esta parte delocéano.

-Lo son, efectivamente -contestó Olivier Sin-clair-. Staffa está expuesta a todos los vientosdel mar y sólo en su parte este, allí donde haanclado nuestro Clorinda, ofrece un pequeñorefugio. El mal tiempo, en esta parte del Atlán-tico, dura cerca de nueve meses de los doce delaño.

-Ahora comprendo -dijo el hermano Sam-porque no he visto ningún árbol. Toda la vege-tación debe de quedar arrasada en esta meseta.

-Bueno, pero ¿no valdría la pena vivir en es-te islote los dos o tres meses de verano? -exclamó la señorita Campbell-. Tíos, tendríais

que comprar Staffa, si Staffa está en venta.El hermano Sam y el hermano Sib se lleva-

ron la mano al bolsillo, como si ya se tratara depagar la compra, tanta era su costumbre de nonegarle nada a su sobrina.

-¿A quién pertenece Staffa? -preguntó elhermano Sib.

-A la familia de los MacDonald -contestóOlivier Sinclair-. La arriendan por doce libras alaño. Pero no creo que quieran cederla a ningúnprecio.

-¡Qué lástima! -dijo la señorita Campbell,quien ya sabemos se entusiasmaba rápidamen-te.

Mientras hablaban, los nuevos huéspedes deStaffa recorrían la superficie desigual de la isla.Aquel día no era el señalado para la visita turís-tica, y, por tanto, la señorita Campbell y lossuyos no tenían que temer la llegada de inopor-tunos. Se hallaban solos sobre aquella roca de-sierta. Algunos caballos de pequeña alzada yunas cuantas vacas negras pacían la escasa

hierba de la planicie, cuya delgadísima capa detierra vegetal estaba cruzada acá y allá por co-rrientes de lava. No se veía ningún pastor en-cargado de su custodia, y si alguien vigilabaaquel rebaño de insulares cuadrúpedos sehallaría lejos, acaso en Iona o en el litoral deMull, a quince millas al este.

No había ninguna casa, solamente los restosde una choza, arrasada por innumerables tem-pestades que se desencadenan del equinocciode septiembre al equinoccio de marzo. En ver-dad que doce libras es un cuantioso arrenda-miento por unas pocas fanegas de pradera cuyahierba está tan pelada como el terciopelo viejousado hasta vérsele la trama.

La exploración del islote les llevó pocos mi-nutos y acto seguido no se ocuparon más quede observar el horizonte.

Era evidente que aquella tarde no podíanesperar nada de la puesta de sol. Con esta mo-vilidad que caracteriza los días de septiembre,el cielo tan puro de la víspera

se había nublado otra vez. Hacia las seis dela tarde, algunas nubes rojizas, de estas queanuncian tempestad, aparecieron por occidente.Los hermanos Melvill también pudieron cons-tatar, con pesar, que el aneroide del Clorindaretrocedía hacia el variable, con una cierta ten-dencia a rebasarlo.

Así pues, cuando el sol hubo desaparecidototalmente por la línea del horizonte, todos lospasajeros volvieron a bordo, donde durmierontranquilamente en espera del día de mañana.

Al día siguiente, 7 de septiembre, acordaronreconocer el islote más detenidamente. Despuésde haber recorrido la parte exterior, conveníaexplorar el interior. Con algo tenían que em-plear el tiempo ya que una verdadera malasuerte -imputable sólo a Aristobulus Ursiclos-les había impedido hasta entonces la observa-ción del fenómeno. Además, era una visitaobligada aquella excursión a las grutas que handado tanta celebridad a aquel islote del archi-piélago de las Hébridas.

Aquel día lo dedicaron a explorar primero lagruta de Clam-Shell, delante de la cual habíafondeado el yate. Siguiendo la indicación deOlivier Sinclair, el cocinero de a bordo preparó-se a servir allí la comida del mediodía.

Aquella gruta tenía unos treinta pies de altopor quince de ancho y más de cien de profun-didad, y su acceso era fácil. Aunque no sea lamás curiosa de toda la isla, la disposición desus curvas de basalto, los prismas largos decuarenta a cincuenta pies que forman como unaespecie de armazón, y parecen más obra delhombre que de la naturaleza, son capaces demaravillar a cualquiera.

La señorita Campbell quedó encantada conla visita. Olivier Sinclair le hacía admirar labelleza de la gruta, sin duda de modo menoscientífico que lo hubiera hecho AristobulusUrsiclos, pero ciertamente con mucho más sen-tido artístico.

-Quisiera llevarme un recuerdo de nuestravisita a Clam-Shell -dijo la señorita Campbell.

-Nada más fácil-contestó Olivier Sinclair.Y con cuatro rasgos, dibujó un croquis a lá-

piz de aquella gruta, tomado desde la roca quesurge al extremo de la arcada de basalto. Laboca de la cueva, el aspecto de enorme mamífe-ro marino, reducido al estado de esqueleto, quesus paredes simulan; la escalera que sube hastala cima del islote, el agua tan tranquila y tanpura en la entrada, y bajo la cual se dibuja lainmensa cimentación basáltica, todo fue trasla-dado a la página del álbum con gran talento ymucho arte. Al pie del dibujo, el artista escribió:«Olivier Sinclair a la señorita Campbell. Staffa,7 de septiembre de 1881.»

Después de comer, el capitán John Olduckhizo preparar la mayor de las chalupas del Clo-rinda, donde subieron todos los pasajeros paradar la vuelta al pintoresco litoral de la isla yvisitar la Gruta del Barco, llamada así porque elmar entra hasta su interior y no puede visitarsea pie enjuto.

Esta gruta se halla situada en la parte su-

doeste del islote. Aunque la marejada no seafuerte, es peligroso entrar en ella, pues lasaguas se agitan con violencia; pero aquel día, ya pesar de que el cielo estaba amenazador, norefrescó el viento, y la exploración pudo hacer-se sin peligro.

En el momento en que la chalupa del Clo-rinda llegaba ante la profunda caverna, el va-por cargado de turistas de Oban venía a fon-dear delante de la isla. Por suerte, duranteaquellas dos horas en que Staffa se vería inva-dida por los turistas, la señorita Campbell y lossuyos estarían en otra parte. Por esto pasarondesapercibidos, ' pues los turistas sólo hacíanlas visitas reglamentarias a la gruta de Fingal ya la parte exterior de la isla. No tuvieron quesufrir el contacto con ese mundo un poco rui-doso. Se felicitaban y con razón: porque Aristo-bulus Ursiclos, después de la desaparición súbi-ta de sus compañeros, hubiera podido tomar,para volver a Oban, el barco que hace escala enIona. Era, pues, un encuentro que debían evitar.

Hubiera o no estado el pretendiente entre losturistas del 7 de septiembre, el caso es quecuando partió el barco no dejó a nadie. Y cuan-do la señorita Campbell, los hermanos Melvill yOlivier Sinclair salieron de aquel largo túnel,volvieron a encontrar la roca de Staffa comple-tamente tranquila, aislada en los lindes delAtlántico.

Existe un gran número de cavernas célebresen muchos puntos del globo, pero particular-mente en las regiones volcánicas, y se distin-guen por su origen neptuniano o plutónico.

Algunas de estas cavidades han sido practi-cadas por las aguas que poco a poco muerden,desgastan y vacían enormes masas de granito,hasta el extremo de transformarlas en vastasexcavaciones; tales son las grutas de Crozon enBretaña, Bonifacio en Córcega, Morgatten enNoruega, San Miguel en Gibraltar, Saratchell enel litoral de la isla de Wight, y Tourane en losacantilados de mármol de las costas de Cochin-china.

Otras, de diferente formación, se deben a laretirada de las paredes de granito o de basalto,producida por el enfriamiento de las rocas íg-neas, y ofrecen en su contextura un carácter debrutalidad, de que carecen las grutas de crea-ción neptuniana.

Respecto de las primeras, la naturaleza, fiel asus principios, ha economizado el esfuerzo;respecto de las segundas, ha economizado eltiempo.

A las excavaciones cuya materia ha hervidoal fuego de las épocas geológicas pertenece lacélebre gruta de Fingal, Fingal's Cave, según laprosaica frase inglesa.

A la exploración de esta maravilla del globoterráqueo se dedicaría todo el día siguiente.

XIXLa gruta de Fingal

Si el capitán del Clorinda se hubiera halladoen uno de los puertos del Reino Unido en lasúltimas veinticuatro horas, habría tenido cono-cimiento de un parte meteorológico poco tran-quilizador para los buques que navegaban porel Atlántico.

En efecto, se había anunciado desde NuevaYork una tormenta que había atravesado elocéano de oeste a nordeste y amenazaba caerbrutalmente sobre el litoral de Irlanda y Esco-cia, antes de ir a perderse más allá de las costasde Noruega.

Pero, en defecto de ese parte meteorológico,el barómetro del yate indicaba una próximavariación atmosférica de importancia, quecualquier marino prudente debía tener en cuen-ta.

Así pues, en la mañana del 8 de septiembreJohn Olduck, un poco preocupado, se dirigióhacia el litoral rocoso que limita Staffa por laparte oeste, a fin de hacer un reconocimientodel estado del cielo y del mar.

Unas nubes de formas poco acusadas, jiro-nes de vapores más que nubes, se alejaban agran velocidad. El viento empezaba a soplarcada vez con más fuerza y pronto se convirtióen tempestad. El mar estaba cubierto de blancaespuma y las olas rompían con estruendo en losacantilados de la base del islote.

John Olduck no se sentía nada tranquilo.Aunque el Clorinda estuviera bastante res-guardado en la bahía de Clam-Shell, no era unfondeadero seguro ni siquiera para una embar-cación pequeña. El embate de las olas, pe-netrando entre los numerosos islotes y el bajíodel este, produciría una peligrosa resaca quepondría en peligro la situación del yate. Eranecesario, pues, tomar rápida mente una deci-sión antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando el capitán regresó a bordo reunió atodos sus pasajeros y les notificó sus temores,diciéndoles que creía que lo mejor que podíanhacer era zarpar cuanto antes. El retraso deunas horas podría llevarles a encontrarse con

un mar demasiado embravecido para poderatravesar la distancia de quince millas que se-para la isla de Staffa de la isla de Mull, en lacual pensaba refugiarse, y más especialmenteen el pequeño puerto de Achnagraig, donde elClorinda no tendría que temer para nada lafuria de los elementos.

-¡Marcharnos de Staffa! -exclamó en seguidala señorita Campbell-. ¡Perder un horizonte tanmagnífico!

-Creo que sería muy peligroso permaneceranclados en Clam-Shell -contestó John Olduck.

-¡Sí, sí, es necesario partir, querida Helena...!-dijo el hermano Sam.

-Sí, es necesario... -añadió el hermano Sib.Olivier Sinclair, viendo el disgusto que

aquella partida precipitada causaría a la señori-ta Campbell, se apresuró a decir:

-¿Cuánto tiempo cree usted que puede duraresta tempestad, capitán Olduck?

-Todo lo más dos o tres días, en esta épocadel año -contestó el capitán.

-¿Y cree usted que es necesario partir?-Necesario y urgente.-¿Qué proyectos tiene usted?-Zarpar esta misma mañana. Con el viento

que nos es favorable, podremos llegar antes dela noche a Achnagraig, y volveríamos a Staffatan pronto hubiera pasado la tempestad.

-¿Y por qué no regresamos a Iona, donde elClorinda podría llegar en una hora? -preguntóel hermano Sam.

-¡No... no... a Iona no! -contestó la señoritaCampbell, que ya se veía amenazada otra vezcon la sombra de Aristobulus Ursiclos.

-No estaríamos mucho más seguros en elpuerto de Iona que en el de Staffa -dijo JohnOlduck.

-Bueno, pues zarpen ustedes, capitán, zar-pen inmediatamente para Achnagraig y déje-nos a nosotros en Staffa.

-¡Dejarlos en Staffa -contestó John Olduck-,donde no tienen ni siquiera una barraca paracobijarse!

-¿No podríamos permanecer algunos días enla gruta de Clam-Shell? -preguntó Olivier Sin-clair-. ¿Qué nos faltaría? ¡Nada! Tenemos víve-res suficientes a bordo, ropa de cama, prendaspara cambiarse, que pueden ser desembarcadosen un santiamén, y, en fin, un cocinero que nodesea otra cosa que permanecer con nosotros.

-¡Sí! ¡Sí! -contestó la señorita Campbell ba-tiendo palmas-. Márchese usted, capitán, már-chese inmediatamente con su yate hacia Ach-nagraig y decenos en Staffa. Nos sentiremoscomo náufragos en una isla desierta y haremosvida de náufragos voluntarios. Esperaremos elregreso del Clorinda con las emociones, ansiasy angustia que esos robinsones que distinguenun barco desde su isla mar adentro. ¿Quéhemos venido a buscar aquí? Una aventuranovelesca, ¿verdad, señor Sinclair?; y ¿qué másnovelesco que esta situación, tíos? Y, además,una tempestad, un huracán sobre este poéticoislote, la furia del mar embravecido, la luchatitánica de los elementos desencadenados, todo

este espectáculo sublime no quiero dejármeloperder por nada del mundo. Márchese tranqui-lo, capitán Olduck, que nosotros nos quedare-mos aquí esperándolo.

-Pero... -exclamaron los hermanos Melvill,que no pudieron evitar que se les escapaseaquel principio de objeción.

-Creo que mis tíos tienen ganas de decir algo-contestó la señorita Campbell-, pero estoy se-guro que tengo un medio de convencerles. -Yabrazándolos, les dio un beso a cada uno, mien-tras les decía-: Para usted, tío Sam. Y para us-ted, tío Sib. Apuesto a que ahora no tienen nadaque decir, ¿verdad?

Ninguno de los dos pensaba en hacer la me-nor objeción.

Ya que a su sobrina le convenía quedarse enStaffa, ¿por qué no habían de permanecer enStaffa? y ¿cómo no se les había ocurrido antesaquella idea tan simple y natural?

Pero la idea venía de Olivier Sinclair, y laseñorita Campbell lo reconoció agradeciéndo-

selo particularmente.Decidida la cuestión, los marineros desem-

barcaron los objetos necesarios para la perma-nencia en la isla, y Clam-Shell se transformóinmediatamente en una vivienda provisional,con el nombre de «Melvill House». Seguramen-te se encontrarían mucho mejor allí que en laposada de Iona. El cocinero se encargó rápida-mente de buscar un lugar conveniente para susoperaciones culinarias, en la entrada de la gru-ta.

Luego la señorita Campbell, Olivier Sinclair,los hermanos Melvill, la señora Bess y Partridgeabandonaron el Clorinda después de que JohnOlduck puso a su disposición la canoa del yate,que podía serles útil para ir de una roca a otra.

Una hora más tarde, el Clorinda, con dos ri-zos tomados en sus velas y calado el mastelero,zarpó rumbo a la isla de Mull a fin de llegar aAchnagraig por el estrecho que separa la isla dela tierra firme. Sus pasajeros, desde lo alto de laisla, lo acompañaban con la mirada hasta que

desapareció de su vista al doblar el islote deGometra.

Pero, aun cuando el tiempo amenazaba tor-menta, el cielo todavía no estaba tapado. Losrayos del sol aún atravesaban las nubes que elviento esclarecía, y podía pasearse por la isla, apie, bordeando los acantilados de basalto. Y laseñorita Campbell, con sus tíos, conducidossiempre por Olivier Sinclair, decidieron visitarla gruta de Fingal.

Los turistas que llegan de Iona tienen la cos-tumbre de visitar aquella gruta a bordo de laslanchas de vapor de Oban; pero también esposible penetrar hasta su extrema profundidad,desembarcando en las rocas de la derecha,donde existe una especie de muelle practicable.

Y fue de esta forma que Olivier Sinclair de-cidió hacer la exploración, sin usar el bote delClorinda. En cuanto salieron de Clam-Shelltomaron el arrecife que marca el litoral al orien-te de la isla. La extremidad de los fustes hinca-dos verticalmente como si algún ingeniero

hubiera colocado allí pilares de basalto, forma-ba un pavimento seco y sólido al pie de lasgrandes rocas. Aquel paseo de pocos minutostranscurrió en agradable charla, mientras admi-raban los islotes azotados por la resaca, cuyasverdes aguas eran tan claras que permitían ver-los hasta su base. Nadie puede imaginarse ca-mino más admirable que conduzca a una grutatan maravillosa como aquélla, digna de serhabitada por los héroes de las Mil y una no-ches.

Al llegar al ángulo sudeste de la isla, subie-ron unos pocos peldaños naturales que podíancompetir con las escaleras de un palacio. En elángulo del rellano se levantan los pilares exte-riores agrupados contra las paredes de la grutacomo los del templo de Vesta en Roma, peroyuxtapuestos de modo que no se veía el muro.En su remate se apoya el enorme macizo queforma aquel rincón del islote. El corte oblicuode las rocas, que parecen estar dispuestas segúnel trazado geométrico de las piedras del intra-

dós de la bóveda, contrasta enérgicamente conla verticalidad de las columnas que las sostie-nen.

El mar, que ya sentía la agitación de afuera,se levantaba y bajaba suavemente y como porun esfuerzo de respiración al pie de los escalo-nes, donde se reflejaba el basamento del macizocuya negruzca sombra ondulaba debajo de lasaguas.

Al llegar al rellano superior, Olivier Sinclairtorció a la izquierda mostrando a la señoritaCampbell una especie de angosto muelle, comoun largo banco que seguía el muro hasta elfondo de la gruta. Una rampa con pasamanosde hierro clavados en el mismo basalto protegíael paso entre la muralla y el borde del pequeñomuelle.

-¡Ah! -dijo la señorita Campbell-. Esta ba-randilla perjudica un tanto el palacio de Fingal.

-En efecto -contestó Olivier Sinclair-, es la in-tervención de la mano del hombre en la obra dela naturaleza.

-Si es útil, debemos usarlo -dijo el hermanoSam.

-Y yo lo uso -añadió el hermano Sib.En el momento de entrar en la gruta de Fin-

gal, los visitantes se detuvieron un momento,siguiendo una indicación de su guía.

Ante ellos se abría una especie de nave, altay profunda, llena de misteriosa penumbra. Ladistancia entre las dos paredes laterales al niveldel mar, medía aproximadamente unos treintay cuatro pies. A derecha y a izquierda, pilaresde basalto, apretujados unos contra otros, tapa-ban, como ocurre en algunas catedrales delúltimo período gótico, la masa de los muros desustento. En los capiteles de aquellas columnasse apoyaban los extremos de una enorme bó-veda ojival que se elevaba cincuenta y cuatropies por encima del nivel del mar.

La señorita Campbell y sus compañeros, ma-ravillados por aquella primera visión, tuvieronque ser arrancados de su contemplación, paraseguir gruta adentro, por el estrecho muelle

interior.Entonces pudieron contemplar centenares

de columnas prismáticas que, alineadas en per-fecto orden, aunque de desiguales dimensiones,parecen producto de una cristalización gigan-tesca. Sus finas aristas se dibujaban tan neta-mente como trabajadas por el cincel de un es-cultor.

A los ángulos entrantes de unas se adaptangeométricamente los ángulos salientes de otras.Éstas tienen tres caras, aquéllas cuatro, cinco,seis y aun siete y ocho, lo que ofrece en la uni-formidad general del estilo una variedad quehabla en favor del sentido artístico de la natu-raleza.

La luz que venía de fuera jugaba sobre todosaquellos ángulos produciendo mil destellos enlos prismas de basalto, que se reflejaban comoen un espejo en las aguas del canal, impregna-das de los colores verdes, rojos y amarillos desus piedras y plantas submarinas.

Allí dentro reinaba como un silencio sonoro

-si es correcto emplear estas dos palabras jun-tas-, este silencio especial de las grandes y pro-fundas cavidades, que los visitantes no se atre-vían a romper. Únicamente el viento llenabacon sus efluvios la cavidad de la gruta, y pare-cía que su potente soplo hacía vibrar todos losprismas como si fueran los tubos de un enormeórgano. Seguramente de ahí viene el sobre-nombre de caverna armoniosa con que se ladenomina en lengua céltica.

-¿Y qué nombre podría convenirle mejor -dijo Olivier Sinclair-, ya que Fingal era el padrede Ossian, cuyo genio supo fundir en un soloarte la poesía y la música?

-Es verdad -repuso el hermano Sam-; perocomo el mismo Ossian decía: «¿Cuándo escu-chará mi oído el canto de los bardos? ¿Cuándopalpitará mi corazón con el relato de las haza-ñas de mis padres?». ¡El arpa ya no hace reso-nar el bosque de Sebora!

-Sí -añadió el hermano Sib-, ¡el palacio estádesierto ahora, y los ecos no volverán a repetir

los antiguos cánticos!La profundidad total de la gruta se calcula

en unos ciento cincuenta pies aproximadamen-te. Al fondo de la nave aparece un conjunto decolumnas dispuestas como un gigantesco órga-no, no tan impresionantes como las de la entra-da, pero de una misma perfección de líneas.Allí la señorita Campbell, sus dos tíos y OlivierSinclair quisieron detenerse un rato en mudacontemplación.

Desde aquel punto, la perspectiva abierta enpleno cielo era admirable. El agua, impregnadade luz, permitía ver la disposición submarinamientras en las paredes laterales se sucedíanextraordinarios juegos de luz y de sombra.-Cuando una nube pasaba por delante de laabertura de la gruta, todo el resplandor se apa-gaba como si hubiese caído un telón de gasasobre el proscenio de un teatro. Pero cuando losrayos de sol volvían a aparecer, todo resplan-decía con los siete colores del prisma desde elfondo del agua hasta la bóveda de la nave.

Más allá rompíanse las olas contra las basesdel gigantesco arco. Aquel marco, negro comouna orla de ébano, dejaba todo su valor en se-gundo término. A lo lejos aparecía en todo suesplendor el horizonte de agua y de cielo conIona que destacaba en blanco las ruinas de sumonasterio.

Todos permanecían extasiados ante aquelespectáculo fantástico, no hallando palabraspara expresar sus impresiones.

-¡Es como un palacio encantado! -dijo por finla señorita Campbell-. ¡Qué espíritu prosaico senegará a creer que un Dios lo ha creado paralos silfos y las ondinas! ¿Para quién vibraban, alsoplar los vientos, los sonidos de esta gran arpaeolia? ¿No es esta música sobrenatural la queWaverley oía en sus sueños, esta voz de Selmacuyos acordes fueron anotados por nuestronovelista para arrullar a los héroes?

-Tenéis razón, señorita Campbell -respondióOlivier Sinclair-, y sin duda, cuando WalterScott buscaba sus imágenes en este poético pai-

saje de los Highlands, pensaba en el palacio deFingal.

-¡Aquí quisiera invocar la sombra de Ossian!-prosiguió la entusiasta joven-. ¿Por qué el invi-sible bardo no reaparecería con mi voz, des-pués de quince siglos de sueño? Quiero pensarque el desdichado, ciego como Homero, poetacomo él, cantando los grandes hechos de armasde su época, más de una vez se ha refugiado eneste palacio, que lleva aún el nombre de su pa-dre. Aquí, sin duda, los ecos de Fingal han re-petido a menudo sus inspiraciones épicas ylíricas, en el más puro acento de las lenguasgaélicas. ¿No cree usted, señor Sinclair, que elviejo Ossian pudo sentarse quizá en este mismolugar en que nos sentamos nosotros y que lossonidos de su arpa deben de haberse mezcladocon los roncos sones de la voz de Selma?

-¿Cómo no voy a creerlo, señorita Campbell-dijo Olivier Sinclair-, si lo dice usted con talacento de convicción?

-¿Y si lo invocara? -murmuró la señorita

Campbell.Y con su fresca voz gritó varias veces el

nombre del viejo poeta, que se perdió entre lasvibraciones del viento.

Pero por grandes que fueran los deseos de laseñorita Campbell, y a pesar de haberlo llama-do por tres veces, sólo el eco le contestó. Lasombra de Ossian no apareció en el palaciopatriarcal.

Mientras tanto, el sol había desaparecidotras espesos nubarrones y la gruta empezaba asumirse en la sombra; afuera, el mar rugía cadavez más fuerte y sus olas se rompían con granestruendo en los últimos basaltos del fondo.

Los visitantes retrocedieron, pues, y si-guiendo el mismo camino, medio cubierto yapor las olas, volvieron a salir a la punta del islo-te, completamente barrido por el viento.

El tiempo había empeorado notablementedurante las dos últimas horas. La tempestadtomaba cuerpo, amenazando con convertirse enespantoso huracán. Pero la señorita Campbell y

sus compañeros, protegidos por los acantiladosbasálticos, pudieron regresar tranquilamente aClam-Shell.

Al día siguiente, el barómetro descendiómás aún, y el viento se desencadenó con granfuria. Nubarrones más grandes y más espesoscubrieron el espacio, manteniéndose en unazona poco elevada. Todavía no llovía, pero elsol no asomó en ningún momento.

La señorita Campbell no se mostraba tancontrariada por aquel contratiempo como erade creer. Aquella existencia en un islote desier-to, barrido por la tempestad, sentaba muy biena su naturaleza ardiente. Como una heroína deWalter Scott, le gustaba pasear por entre lasrocas de Staffa, absorta en sus nuevos pensa-mientos, la mayoría de las veces sola, pues to-dos respetaban sus deseos de soledad.

Varias veces volvió a visitar la gruta de Fin-gal, cuya rareza poética la atraía. Allí pasabahoras enteras soñando despierta, no haciendoningún caso de las recomendaciones que le

hacían de que no se aventurase impru-dentemente.

Al día siguiente, 9 de septiembre, el vientotomó proporciones nunca vistas. Era un verda-dero huracán, imposible de resistir en la mesetade la isla.

Hacia las siete de la tarde, en el momento deprepararse para cenar, Olivier Sinclair y loshermanos Melvill se sentían extraordinaria-mente angustiados, y con razón.

La señorita Campbell, que había salido hacialas tres de la tarde, sin decir hacia dónde iba,todavía no había regresado.

Esperaron hasta las seis, no sin una ansiedadcreciente... La señorita Campbell no aparecía...

Varias veces Olivier Sinclair subió hasta loalto de la meseta de la isla... pero no vio a nadiepor ninguna parte.

Mientras tanto la tempestad había estalladocon una furia impresionante, y el mar levantabaolas enormes que se estrellaban con estruendopor toda la parte del islote expuesta al sudoes-

te.-¡Ay, desgraciada señorita Campbell! -

exclamó de pronto Olivier Sinclair-. ¡Si todavíaestá en la gruta de Fingal, hemos de rescatarla oestará perdida!

XX¡Por la señorita Campbell!

Instantes después, Olivier Sinclair con pasorápido llegaba a la entrada de la gruta, al pie dela escalera de basalto.

Los hermanos Melvill y Partridge le seguíande cerca.

La señora Bess se había quedado en Clam-Shell esperando con gran ansiedad el regresode Helena, y preparándolo todo para recibirla.

El mar cubría totalmente la parte superior de

la escalera barriendo el estrecho muelle porencima de la barandilla de hierro. Era tan im-posible penetrar en la gruta como salir de ella.Si la señorita Campbell se hallaba dentro, podíaconsiderarse prisionera. Pero ¿cómo lo sabrían?¿Cómo poder llegar hasta ella?

-¡Helena! ¡Helena!Pero, aunque la llamaran, ¿lograrían hacerse

oír a través del estruendo de las olas? Ni la vozni la mirada eran lo bastante potentes para pe-netrar allí.

-Quizá Helena no se encuentra aquí dentro...-dijo el hermano Sam, que quería asirse a algopara mantener la esperanza.

-¿Dónde estaría, pues? -contestó el hermanoSib.

-¡Sí! ¿Dónde estaría? -gritó Olivier Sinclair-.La he buscado en vano por toda la meseta de laisla, entre las rocas del litoral, por todas partes.De haber podido regresar, ¿no estaría ya entrenosotros? ¡Está aquí... aquí!

Y todos se acordaron del entusiasta y teme-

rario deseo, expresado varias veces por la im-prudente jovencita, de asistir a una tempestaddesde la gruta de Fingal. ¿ Había olvidado queel mar, desencadenado por el huracán, inva-diría la gruta hasta el fondo, impidiéndole salirde allí?

¿Qué podía intentarse para llegar hasta ellay salvarla?

Con la furia del huracán, las olas penetrabandentro de la gruta llegando hasta el techo don-de se rompían con un estruendo ensordecedor,y el agua caía entre las rocas, en espumeantescascadas, mientras la parte inferior del agua seprecipitaba con furia hacia dentro con la vio-lencia de un torrente.

¿En qué parte la señorita Campbell habríapodido encontrar un refugio contra la furia delas olas? ¿Cómo habría podido resistir la inva-sión de las aguas furiosas en aquella gruta sinsalida? ¿No habría el mar arrastrado su cuerpomutilado zarandeándolo contra los acantiladosde Clam-Shell?

-¡Helena! ¡Helena!Este nombre resonaba obstinadamente a tra-

vés del ruido del viento y del mar. Pero ni ungrito le contestaba ni podía contestarle.

-¡No, no! ¡No puede estar en esta gruta! -repetían los hermanos Melvill, desesperados.

-¡Estoy seguro de que se encuentra aquí! -contestaba Olivier Sinclair, mientras con la ma-no mostraba un pedazo de tela que las aguasdel mar arrojaban sobre uno de los peldaños debasalto.

Olivier Sinclair se precipitó a recoger el pe-dazo de tela. Era la cinta escocesa que la señori-ta Campbell llevaba en el pelo.

¿Podían dudar todavía de que se hallaba allídentro?

Y si le había sido arrancada aquella cinta,¿no era de temer que la misma señorita Camp-bell hubiera sido arrastrada y golpeada por lafuria del océano, estrellándose contra las pare-des de la gruta?

-¡Yo lo sabré! -exclamó Olivier Sinclair.

Y aprovechando un reflujo, avanzó un pieadelante asiéndose a la barandilla de hierro,pero una enorme masa de agua lo arrancó deallí, haciéndole caer hacia atrás. Si Partridge nose hubiera precipitado a cogerlo, Olivier Sin-clair hubiera resbalado hasta el mar y hubierasido arrastrado por las aguas, sin que nadiehubiera podido salvarle.

Olivier se levantó completamente mojado.Pero su resolución de penetrar en la gruta per-sistía.

-La señorita Campbell está ahí -repetía-. Estáviva, ya que su cuerpo no ha sido arrastradopor las aguas, como esta cinta. Es muy posibleque haya hallado refugio en alguna cavidad.Pero no podrá resistir mucho tiempo... Hemosde llegar hasta ella.

-Yo iré -dijo Partridge.-¡No, yo! -dijo Olivier Sinclair.Iba a intentar un supremo esfuerzo para lle-

gar hasta la señorita Campbell, pero tenía unaprobabilidad sobre cien de salir con éxito.

-Ustedes espérennos aquí -dijo a los herma-nos Melvill-. Dentro de cinco minutos estare-mos de vuelta. ¡Vamos, Partridge!

Los dos tíos permanecieron en el ángulo ex-terior del islote, refugiados bajo el acantilado,en un lugar donde no podía llegar el mar,mientras Olivier Sinclair y Partridge corríannuevamente hacia Clam-Shell.

Eran las ocho y media de la noche.Cinco minutos después, Olivier y Partridge

volvían a aparecer, arrastrando con ellos, a lolargo del muelle, el pequeño bote del Clorindaque les había dejado el capitán Olduck.

¿Iba Olivier Sinclair a atravesar la gruta pormar, ya que era imposible por tierra? ¡Sí! Lo ibaa intentar. Arriesgaba con ello la vida. Lo sabía,pero no vacilaba.

Condujeron el bote al pie de la escalera, alabrigo de la resaca.

-Voy con usted -dijo Partridge.-No, Partridge -contestó Olivier Sinclair-.

¡No! No podemos cargar demasiado una em-

barcación tan pequeña. Si la señorita Campbellestá todavía con vida, me bastaré yo solo.

-¡Olivier! -exclamaron los dos hermanos, sinpoder contener los sollozos-. ¡Salve usted anuestra hija!

El joven les estrechó las manos y saltando albote se sentó en el banquillo del centro, empu-ñó los dos remos y penetró en la gruta de Fin-gal, empujado por una enorme ola. La barca fuelevantada en alto por la ola, pero Olivier Sin-clair supo maniobrar hábilmente para mante-nerse de cara y no volcar.

Las olas levantábanse tan altas que parecíaque iban a estrellar la pequeña embarcacióncontra la bóveda de la gruta, pero la barquitavolvía a bajar, y por tres veces se vio izada ybajada, adelantando y retrocediendo por la em-bestida de las aguas.

Por fin, una ola más grande arrastró el boteempujándolo con fuerza hacia el interior de lagruta, como lanzado por una catapulta.

Un grito de espanto escapó de los testigos de

aquella escena, pues parecía como si la barcafuera a estrellarse contra las columnas de laderecha, en el ángulo de entrada.

Pero el intrépido joven enderezó hábilmentela embarcación con un golpe de remo y, rápidocomo una flecha, desapareció hacia adentroantes de que otra ola lo volviera a arrastrarafuera.

¿Qué habría sido del bote? ¿Se habría estre-llado contra las paredes del fondo, y ahora ten-drían que contar dos víctimas en vez de una?

Nada de esto. Olivier Sinclair había pasadorápidamente sin tropezar con el techo desigualde la bóveda. Echándose boca abajo en el fondode la barca, había evi-

tado los golpes de los salientes basálticos delas paredes superiores de la gruta. En el es-pacio de un segundo había alcanzado la paredopuesta, temiendo sólo que la resaca lo volvieraa arrojar fuera.

Pero, por suerte, el bote había llegado hastael fondo de la gruta, rompiéndose con el golpe,

pero Olivier Sinclair pudo agarrarse a un sa-liente de basalto, con todas

las fuerzas de que es capaz un hombre enpeligro de aho- garse y, con un nuevoimpulso, logró subir hasta la angosta platafor-ma. Pocos instantes después, el bote, com-pletamente destrozado, era arrojado fuera porlas aguas que retrocedían, y los hermanos Mel-vill y Partridge lo contemplaron con ojos des-pavoridos, creyendo que su tripulante habíaperecido destrozado por el choque.

XXITempestad en una gruta

Olivier Sinclair estaba sano y salvo y, mo-mentáneamente, seguro. La oscuridad era en-tonces muy profunda para que pudiera vernada del interior. La claridad del día crepuscu-lar sólo penetraba en el intervalo que dejaban

las embestidas del mar cuando la entrada selibraba de la masa de agua.

Sin embargo, Olivier Sinclair intentó hacerun reconocimiento del lugar para ver dónde sehabía refugiado la señorita Campbell... Pero fueinútil.

Entonces gritó:-¡Señorita Campbell! ¡Señorita Campbell!No podemos describir la emoción que le

embargó al oír que le respondían:-¡Señor Olivier! ¡Señor Olivier! ¡La señorita

Campbell estaba viva!Pero ¿en qué lugar se había podido guarecer

para Librarse de la embestida de las aguas?Olivier Sinclair, arrastrándose por el rebor-

de, dio la vuelta a la gruta de Fingal.El desprendimiento de un trozo de basalto

había producido una anfractuosidad de la for-ma de un nicho esférico. En aquel punto esta-ban los pilares desunidos. El hueco, bastanteancho por su abertura, se estrechaba de modoque sólo dejaba lugar para una persona. La tra-

dición denominaba aquel agujero el sillón deFingal.

En él se había refugiado la señorita Camp-bell, sorprendida por la invasión del mar.

Unas horas antes, cuando la imprudente jo-ven había llegado, la marea descendente hacíaperfectamente practicable la entrada de la gru-ta. Pero, sumida en sus ensueños, no se diocuenta del peligro que la amenazaba hasta quevio como las aguas invadían la gruta, y, al que-rer salir, grande fue su espanto al comprobarque era prácticamente imposible.

Sin embargo, la señorita Campbell no perdióla serenidad y buscó un lugar donde proteger-se, cosa que encontró al cabo de varias tentati-vas, arriesgándose a ser arrastrada por las olasen más de una ocasión.

En el sillón de Fingal la encontró Olivier Sin-clair, apretujada en el angosto refugio, y con unsuspiro de alivio le dijo:

-¡Ah! ¡Señorita Campbell! ¡Cómo ha sido us-ted tan imprudente para exponerse de este mo-

do en medio de la tempestad! ¡Temíamos quese hubiera ahogado!

-¡Pero usted ha venido a salvarme, señorOlivier! -contestó la señorita Campbell, másemocionada por la acción valerosa del joven,que espantada por los peligros que podían co-rrer aún.

-He venido para sacarla de esta apurada si-tuación, señorita Campbell, y lo conseguiré conla ayuda de Dios. ¿No tiene usted miedo?

-¡Yo no tengo miedo! ¡No! ¡Ya que usted estáaquí, no tengo miedo de nada! Y, además, ¿po-dría sentir otra cosa que admiración ante tama-ño espectáculo?... ¡Mire!

La señorita Campbell había retrocedido has-ta el fondo de la cavidad; Olivier Sinclair, depie ante ella, intentaba protegerla lo mejor quepodía de las olas que penetraban furiosas hastadonde estaban.

Los dos permanecieron silenciosos. ¿Necesi-taba Olivier Sinclair hablar para que se le com-prendiera? ¿Qué falta hacían a la señorita

Campbell las palabras para expresar todo loque sentía? Pero el joven se daba cuenta converdadera angustia, no por él, sino por la se-ñorita Campbell, de que las amenazas del exte-rior aumentaban cada vez más. Al oír el ululardel viento y el estruendo del mar, fácilmente secomprendía que la tempestad se desencadena-ba con un furor creciente. ¿No veían ya como elnivel del agua iba subiendo con la marea, ame-nazando con cubrir la gruta en pocas horas?

No podían prever el límite de la marea, perolo que sí podían ver era que la gruta iba llenán-dose de agua por momentos. Si la oscuridad noera completa, era debido a que la cresta de lasolas reverberaba la luz exterior. Además anchasplacas fosforescentes la repetían aquí y allí co-mo reflejos eléctricos, que al chocar con la aristade basalto despedían destellos de un lívidoresplandor.

En uno de estos relámpagos de luz, OlivierSinclair se volvió hacia la joven, contemplándo-la con una emoción que no era producida úni-

camente por el peligro. En cambio, la señoritaCampbell se mantenía sonriente ante el sublimeespectáculo: ¡una tempestad en una gruta!

En aquel momento una ola más fuerte se le-vantó hasta donde permanecían ellos, y OlivierSinclair creyó que iba a arrastrarles fuera de surefugio; por esto estrechó a la muchacha entresus brazos, como a una presa que el mar quisie-ra arrancarle.

-¡Olivier... Olivier! -exclamó ella, con un ges-to de espanto que no le fue posible contener.

-No tema usted nada, Helena -contestó Oli-vier Sinclair-. Yo la defenderé, Helena... yo...

Mientras afirmaba que la defendería, pensa-ba en cómo hacerlo. ¿Cómo podría sustraerlade la violencia de las olas, si la furia del marcrecía cada vez más y las aguas subían rápida-mente? ¿Dónde irían a refugiarse si llegara a serimposible permanecer en aquel lugar? Todosestos problemas se le aparecieron en su cruda yterrible realidad.

Pero Olivier Sinclair era un hombre que no

perdía fácilmente la serenidad y conservósedueño de sí mismo. Era de temer que la joven,si no perdía la fuerza moral, no tardaría en ago-tar la resistencia física. Exhausta por las largashoras de lucha, Olivier Sinclair sentía como lamuchacha se iba debilitando poco a poco, yquiso tranquilizarla, a pesar de que él tambiénempezaba a perder las esperanzas.

-¡Helena... mi querida Helena! -murmuró-.Cuando regresé a Oban supe... que fue graciasa usted... que fui salvado de la vorágine de Co-rryvrekan...

-¡Olivier... lo sabe usted! -contestó la señoritaCampbell con un soplo de voz.

-¡Sí... y quiero corresponder hoy... salvándo-la a usted de la gruta de Fingal!

¡Cómo podía hablar de salvación OlivierSinclair en el mismo momento en que las masasde agua caían abundantes sobre ellos! Dos otres veces fueron casi arrastrados por los remo-linos, y pudo resistirlos sólo haciendo esfuerzossobrehumanos, al sentir los brazos de la seño-

rita Campbell rodeándole el cuerpo, y al pensarque el mar les arrastraría a los dos.

Serían las nueve y media de la noche. Latempestad había alcanzado el máximo grado deintensidad, pues las aguas se precipitaban en lagruta de Fingal con el ímpetu

de un alud. Al chocar contra las paredesproducían un ruido ensordecedor y tal era sufuror que hacían saltar pedazos de basalto,abriendo, al caer, agujeros negros en la espumafosforescente.

Con la violencia del agua, ¿era posible quelos pilares de la gruta se derrumbasen? OlivierSinclair lo temía todo, y se sentía invadido porun insoportable torpor. A veces les faltaba elaire, pues las olas parecían aspirarlo al retroce-der hacia fuera.

En estas condiciones, la señorita Campbell,completamente agotada, vio que sus fuerzas laabandonaban, sintiéndose desfallecer.

-¡Olivier... Olivier! -murmuró cayendo des-mayada entre sus brazos.

Olivier Sinclair se había acurrucado con lamuchacha en la parte más profunda de la hen-didura, y a pesar de sus esfuerzos, no podíareanimar aquel cuerpo frío e inconsciente.

El agua les llegaba ya a la cintura, y si élperdía el conocimiento, ya no habría salvaciónposible.

Pero el intrépido joven tuvo fuerzas para re-sistir durante varias horas todavía. Sosteníafuertemente a la señorita Campbell protegién-dola tanto como podía de los golpes del mar,luchaba apoyándose en los salientes de basalto,en medio de una oscuridad que la extinción delas fosforescencias hacía más profunda, en me-dio de aquel trueno continuo originado porchoques, bramidos y silbidos. Aquélla no era lavoz de Selma que resonaba en el palacio deFingal. Eran los terribles ladridos de los perrosde Kamchatka, los cuales, según Michelet «engrandes manadas, a millares, en las largas no-ches, aúllan contra la rugiente ola, rivalizandoen furor con el océano».

Por fin la marea empezó a descender. OlivierSinclair se dio cuenta que con el descenso de lamarea también decrecía el furor de las olas. Laoscuridad dentro de la gruta era tan completa,que en el exterior que podía verse a través de laabertura que las olas no obstruían ya, parecíacomo si fuera de día. Algunos momentos des-pués sólo llegaban hasta el sillón de Fingal lasúltimas olas del mar embravecido, terminandola horrible convulsión que acababa de experi-mentar el líquido elemento. La esperanza vol-vió a renacer en el corazón de Olivier Sinclair.

Relacionando el tiempo transcurrido con elmovimiento de la marea, seguramente habríapasado ya la medianoche. Dos horas más, y elagua habría abandonado el pasadizo de la gru-ta, haciéndolo practicable. Esto era lo que Oli-vier Sinclair esperaba y esto es lo que sucedió.Había llegado el momento de salir de allí.

Pero la señorita Campbell todavía no habíarecobrado el conocimiento. Olivier Sinclair latomó en brazos, completamente inerme, y, des-

lizándose fuera del sillón de Fingal, empezó acaminar por el estrecho saliente de la roca, quela furia de las olas había erosionado, así comohabía arrancado la barandilla de hierro que loprotegía.

Tenía que andar muy lentamente, pues cadavez que se levantaba una ola, tenía que dete-nerse o retroceder, para no ser arrastrado. Yacasi estaba en la salida, cuando una ola másgrande que las otras se desplomó sobre élhaciéndole tambalear... Creyó que la señoritaCampbell se le escapaba de los brazos, y en undesesperado esfuerzo para no verse precipitadocontra los salientes de la pared, echóse haciaadelante y logró al fin hallarse fuera de la gru-ta, pisando tierra firme.

En pocos instantes llegó al extremo del acan-tilado, donde los hermanos Melvill, Partridge yla señora Bess, que se había reunido con ellos,habían estado esperando toda la noche.

¡Todos estaban salvados!Pero, entonces, toda la tensión moral y física,

tan sobrehumana, que había sostenido a OlivierSinclair, tocó a su fin y el joven cayó sin sentidoal pie de las rocas, después de haber depositadoa la señorita Campbell entre los brazos de laseñora Bess.

Sin su abnegado valor y su intrepidez, Hele-na no hubiera logrado salir con vida de la grutade Fingal.

XXIIEl rayo verde

Pocos minutos después, bajo el frescor de labrisa, en el fondo de Clam-Shell, la señoritaCampbell volvía en sí, como de un sueño, en elcual la imagen de Olivier Sinclair ocupaba to-dos los planos. De los peligros a que su impru-dencia la había expuesto, ni se acordaba.

Todavía no podía hablar, pero al ver a Oli-vier Sinclair, dos lágrimas de agradecimiento le

brotaron de los ojos, y, emocionada, tendió lamano a su salvador.

El hermano Sam y el hermano Sib, sin poderpronunciar una palabra, estrechaban al jovenen un mismo abrazo. La señora Bess no se can-saba de hacerle reverencias y Partridge teníaganas de abrazarlo también.

Luego, como todos estaban muertos de can-sancio, una vez se hubieron cambiado las ropasempapadas del agua del mar y del cielo, seecharon a dormir y la noche terminó apacible-mente.

Pero la impresión que se habían llevado notenía que borrarse jamás del recuerdo de todoslos protagonistas de aquella escena que habíatenido por teatro la legendaria gruta de Fingal.

Al día siguiente, mientras la señorita Camp-bell descansaba en el lecho que le habían pre-parado al fondo de Clam-Shell, los hermanosMelvill se paseaban, cogidos del brazo, pordelante de la cueva. No se decían nada, pero¿tenían necesidad de palabras para expresar los

mismos pensamientos? Los dos movían la ca-beza de arriba abajo cuando tenían que asentir,y de izquierda a derecha cuando denegaban. Y¿qué otra cosa podían afirmar, sino que OlivierSinclair había expuesto su vida para salvar a laimprudente jovencita? ¿Y qué negaban? Puesque sus primeros proyectos fueran ya realiza-bles. En aquella muda conversación, se dijeronmuchas cosas, cuyo próximo desenlace veíanclaramente tanto el hermano Sam como el her-mano Sib. A sus ojos, Olivier ya no era Olivier.Era nada menos que el propio Amin, el héroemás perfecto de las epopeyas gaélicas.

Por su parte, Olivier Sinclair era presa deuna excitación extraordinaria. Por un senti-miento de delicadeza, deseaba sentirse solo. Sehubiera notado cohibido ante los hermanosMelvill, como si con su presencia quisiera exigirel pago de su abnegación. Por esto salió de lagruta de Clam-Shell y dirigió sus pasos hacia lameseta de Staffa.

En aquel momento todos sus pensamientos

iban dirigidos a la señorita Campbell. De todoslos peligros que había corrido, voluntariamen-te, es cierto, ya no se acordaba. De lo único quese acordaba de aquella noche horrible, era delas horas pasadas al lado de Helena, en aquelhueco oscuro, cuando la protegía con sus bra-zos del furor de las olas. Volvía a ver el rostrode aquella bella muchacha, más pálido por lafatiga que por el temor, y volvía a oír su vozconmovida que le decía: «¡Cómo!, ¿ya lo sabíausted?», cuando él le había dicho: «Yo sé lo quehizo usted cuando iba a ahogarme en el abismode Corryvrekan.» Se imaginaba de nuevo enaquella estrecha gruta, dentro de la cual, que-riéndose sin decírselo, .habían sufrido y lucha-do uno al lado del otro durante largas horas.Allí habían dejado de ser el señor Sinclair y laseñorita Campbell. Se habían llamado Olivier yHelena, como si, en el momento en que lamuerte les amenazaba, hubieran querido nacera una nueva vida.

Una serie de pensamientos se agolpaban en

la cabeza del joven mientras se paseaba por lameseta de Staffa. Por grandes que fueran susdeseos de volver al lado de la señorita Camp-bell, una fuerza invisible le retenía a pesar su-yo, porque de hallarse en su presencia sin dudahabría hablado demasiado, y no deseaba hacer-lo.

Sin embargo, al igual que ocurre a veces conlos fenómenos atmosféricos, que con la mismarapidez que se producen se desvanecen, eltiempo se había vuelto espléndido, y el cielo erade una pureza perfecta. El sol había rebasado elcenit sin que el horizonte se hubiera empañadocon la más ligera bruma.

Olivier Sinclair, con la cabeza hirviendo contodos estos pensamientos, andaba nervioso bajola intensa irradiación de los rayos solares, aspi-rando la brisa marina y llenándose los pulmo-nes con aquella atmósfera vivificante.

De pronto, otro pensamiento cruzó por sumente -bien distinto de todos los que le embar-gaban-, cuando estuvo frente al límpido hori-

zonte.-¡El rayo verde! -exclamó-. Nunca el cielo se

ha mostrado más propicio para nuestra obser-vación como ahora. Ni una nube, ni una bruma.Y no es probable que aparezcan, después de laborrasca de ayer que las barrió todas hacia eleste. ¡Y la señorita Campbell que no pensaráseguramente que en este día le está esperandouna espléndida puesta de sol! ¡Debo... deboavisarla sin perder tiempo!

Olivier Sinclair, feliz de tener un motivo tannatural para volver al lado de Helena, dio me-dia vuelta y corrió hacia la gruta de Clam-Shell.

Pocos minutos después se hallaba ante la se-ñorita Campbell y sus dos tíos, que le sonreíanafectuosamente, mientras la señora Bess le ten-día la mano.

-Señorita Campbell -le dijo-, ¿se encuentrausted mejor...? Sí, ya lo veo... ¿Ha recuperadousted las fuerzas?

-Sí, señor Olivier -contestó la señorita

Campbell, que se estremeció ligeramente al verentrar al joven.

-Creo que haría usted bien -dijo entoncesOlivier Sinclair- en venir hasta la meseta pararespirar un poco la suave brisa purificada porla tempestad. El sol es magnífico y la reconfor-tará.

-El señor Sinclair tiene razón -dijo Sam.-Y además, para decírselo de una vez, si mis

presentimientos no me engañan -continuó Oli-vier Sinclair me parece que dentro de algunashoras verá usted cumplirse su más caro deseo.

-¿Mi más caro deseo? -murmuró la señoritaCamp

bell, como interrogándose a sí misma.-Sí..., el cielo es de una pureza perfecta y es

muy probable que el sol se ponga en un hori-zonte sin nubes.

-¿Es posible? -exclamó el hermano Sam.-¿Es posible? -repitió el hermano Sib.-Y casi puedo asegurar -prosiguió Olivier

Sinclair que acaso esta misma tarde consigamos

ver el rayo verde.-¡El rayo verde! -exclamó la señorita Camp-

bell. Parecía buscar en sus recuerdos, un pococonfusos, el significado de aquel rayo verde.

-¡Ah! ¡Sí! -exclamó al fin-. ¡Hemos venidoaquí precisamente para ver el rayo verde!

-¡Vamos, vamos! -dijo el hermano Sam, con-tento con la ocasión que se le presentaba desacar a la muchacha de aquel sopor-. Vámonosal otro lado del islote. -Esto nos abrirá el apetitopara la cena -añadió alegremente el hermanoSib.

Eran las cinco de la tarde.Guiada por Olivier Sinclair, toda la familia,

comprendiendo a la señorita Bess y a Partridge,salió de la gruta de Clam-Shell y subió hasta lameseta superior. Había que ver la alegría que sepintaba en los rostros de los dos tíos cuandocontemplaron aquel cielo tan magnífico, por elcual iba deslizándose el astro radiante. Quizáexageraban un poco, pero nunca se habíanmostrado tan entusiasmados por el fenómeno.

Parecía que por ellos y no por la señoritaCampbell habían cambiado tantas veces demorada y sufrido tantas pruebas desde la quin-ta de Helensburgh hasta Staffa pasando porIona y Oban.

En realidad, aquella tarde la puesta de soldebía ser tan hermosa que el ser más insensible,el más materialista, el más prosaico, no hubieradejado de admirar el panorama que ellos veíanextenderse ante sus ojos.

La señorita Campbell se sintió renacer enaquella atmósfera impregnada de las emana-ciones salinas de que era portadora la suavebrisa que venía del mar. Tenía bien abiertos susgrandes ojos contemplando la inmensidad delAtlántico. Y el color volvía a sus pálidas meji-llas. ¡Qué hermosa estaba! ¡Qué encanto des-prendía toda su persona en aquella actitud!Olivier Sinclair, que se había quedado un pocorezagado, la contemplaba en silencio, y él, quehasta entonces siempre la había acompañadoen todos sus paseos, ahora se sentía turbado,

con el corazón oprimido de angustia y apenasse atrevía a mirarla.

En cuanto a los hermanos Melvill, estabanpositivamente tan radiantes como el mismo sol.Increpaban al astro rey con entusiasmo y leconminaban a que corriera al ocaso rápidamen-te en aquel horizonte sin brumas, suplicándoleque se dignara enviarles su último rayo al fi-nalizar aquel espléndido día.

Las poesías ossiánicas acudían a su menteverso tras verso:

¡Oh, tú que corres por encima de nuestra cabeza,redondo como el escudo de nuestros padres,dinos de dónde parten tus rayos, divino sol!¿De dónde viene tuluz eterna?

¡Tú avanzas impasible con tu belleza majestuosa!¡Las estrellas desaparecen en el firmamento!¡La luna pálida y fría se esconde en las brumas de

occidente!¡Tú sólo te mueves, oh sol!

¿Quién podría acompañarte en tu carrera?¡La luna se pierde en los cielos;tú sólo eres siempre el mismo!¡Tú te recreas sin cesar en tu esplendente mar-

cha!¡Cuando retumba el trueno y luce el relámpago,tú sales de la nube con toda tu hermosuray te ríes de la tempestad!

Y con esta disposición de espíritu, recitandoversos, los dos hermanos fueron andando hastael extremo de la meseta de Staffa, frente al mar.Allí se sentaron sobre unas rocas, frente al hori-zonte donde nada parecía alterar la fina líneaque separa al cielo del agua.

¡Y esta vez no habría ningún AristobulusUrsiclos que se interpusiera entre el horizonte yel islote de Staffa!

Entretanto, la brisa iba menguando con eldía, y las últimas olas morían al pie de las rocasen el suave balanceo de la marea. Mar adentro,el agua era lisa como un espejo. Todas las cir-

cunstancias eran, pues, propicias para la apari-ción del fenómeno.

Pero he aquí que media hora más tarde, Par-tridge extendía la mano hacia el sur, exclaman-do:

-¡Una vela!¡Una vela! ¿Iría a pasar precisamente ante el

disco solar en el momento en que éste desapa-reciera en el horizonte? ¡Verdaderamentehubiera sido algo más que mala suerte!

La embarcación salía del estrecho que separala isla de Iona de la punta de Mull. Navegabadespacio, empujada más por la marea que porla ligera brisa que apenas hinchaba su vela.

-Es el Clorinda -dijo Olivier Sinclair-; perocomo hace la ruta para fondear en la isla deStaffa, pasará más cerca y no estorbará nuestraobservación.

Efectivamente, era el Clorinda, que despuésde con- tornear la isla de Mull por el sur, sedirigía a la bahía de Clam-Shell para anclar allí.Todas las miradas de nuestros amigos estaban

fijas en el horizonte del oeste.El sol iba descendiendo con la rapidez que

parece animarlo al llegar a la proximidad delmar. En la superficie de las aguas brillaba yauna larga estela plateada lanzada por el discocuya irradiación era aún insostenible. De aquelmatiz de oro viejo que ofrecía al caer, pasó alrojo cereza. Entornando los párpados veíansebrillar como espejos, rombos encarnados y cír-culos amarillos que se mezclaban y confundíancomo los fugitivos colores del calidoscopio.Ligeras estrías onduladas producían rayas enaquella especie de cola de cometa trazada porla reverberación en la superficie de las aguas, ylos ojos creían distinguir una lluvia de lentejue-las plateadas que se tornaban más pálidas alaproximarse a la orilla.

En toda la extensión del horizonte no habíani la más ligera nube, ni señales de bruma. Na-da enturbiaba la limpidez de aquella línea cir-cular, que parecía trazada con un compás deprecisión.

Todos, inmóviles y más emocionados de loque se pueda imaginar, miraban el disco solarque iba moviéndose oblicuamente hacia elhorizonte, descendiendo cada vez más, hastaque pareció quedar suspendido un instantesobre el abismo. Luego la curva del disco empe-zó a desaparecer dentro del agua.

No había duda alguna sobre la presentacióndel fenómeno. ¡Nada turbaría aquella admira-ble puesta de sol! ¡Nada vendría a interceptarsu último rayo!

No tardó en desaparecer la mitad del discodel sol 'detrás de la línea del horizonte. Algu-nos rayos luminosos lanzados como flechas deoro, brillaron un momento sobre las rocas deStaffa. Detrás de ellos, los acantilados de la islade Mull y el monte de Ben More se tiñeron depúrpura.

Por fin sólo quedó un ligero segmento delarco superior flotando en el horizonte.

-¡El rayo verde! ¡El rayo verde! -exclamaronal unísono los hermanos Melvill, la señora Bess

y Partridge, cuyos ojos se habían impregnadopor un cuarto de segundo con aquella incom-parable tonalidad del último rayo de sol.

Únicamente Olivier y Helena no habían vis-to nada del fenómeno que acababa de produ-cirse, después de tantos intentos infructuosos.

En el momento en que el sol lanzaba su úl-timo rayo a través del espacio, sus miradas secruzaban olvidándose de todo en la mutua con-templación.

Pero Helena había visto el rayo negro quelanzaban los ojos del joven; y Olivier el rayoazul que se había escapado de los ojos de lamuchacha.

El sol había desaparecido totalmente; pero¡ni Olivier ni Helena habían visto el rayo verde!

XXIIIConclusión

Al día siguiente, 12 de septiembre, el Clo-rinda za paba con buena mar y brisa favorable,navegando por sudoeste del archipiélago de lasHébridas. Muy pron- Staffa, Iona y la punta deMull desaparecieron detrás o los acantilados dela gran isla.

Después de una feliz travesía, los pasajerosdel ya desembarcaron en el pequeño puerto deOban; luego cogieron el tren, pasaron por elmás pintoresco lugar los Highlands y regresa-ron a su finca de Helensburgh.

Dieciocho días más tarde se celebró con granpompa un casamiento en la iglesia de San Jorgede Glasgow; pero debemos aclarar que no setrataba de la de Aristobulus Ursiclos con laseñorita Campbell. Aun cuando el novio eraOlivier Sinclair, el hermano Sam y el hermanoSib se mostraban tan satisfechos como su sobri-na.

Sería inútil añadir que aquella unión, efec-tuada en aquellas circunstancias, tenía todas lascondiciones para ser feliz. La finca de Helens-

burgh, el hotel de West George Street, en Glas-gow, el país entero, hubiera sido insuficientepara contener toda la felicidad que, como sa-bemos, había cabido en la pequeña gruta deFingal.

Pero de aquella última tarde pasada en lameseta de Staffa, Olivier Sinclair, a pesar de nohaber visto el fenómeno, tan buscado, tuvo in-terés en plasmar el recuerdo de una maneramás duradera. Por esto un día expuso una«puesta de sol» de un efecto muy particular, enel cual se admiró mucho un rayo verde, de granintensidad, que parecía pintado con el tono deuna esmeralda en fusión.

Aquel cuadro levantó una ola de admiracióny de discusiones, ya que mientras unos preten-dían que era un efecto natural reproducidomaravillosamente, otros sostenían que era pu-ramente fantástico, y que la naturaleza no pro-ducía nunca efectos semejantes.

Esto causaba una gran irritación en los dostíos, que habían visto el famoso rayo y daban la

razón al joven pintor.-Incluso -dijo el hermano Sam- es mejor mi-

rar el rayo verde en pintura...-... que al natural -contestó el hermano Sib-;

pues el mirar tantas puestas de sol una trasotra, llega a dañar la vista.

Y tenían toda la razón, los hermanos Melvill.Dos meses después, los recién casados y sus

tíos se paseaban por las orillas del Clyde, frenteal jardín de la finca, cuando encontraron ines-peradamente a Aristobulus Ursiclos.

El joven sabio, que seguía con el máximo in-terés los trabajos de drenaje del río, se dirigíahacia la estación de Helensburg cuando se tro-pezó con sus antiguos compañeros de Oban.

Pudiera creerse que Aristobulus Ursicloshabía sufrido con el abandono de la señoritaCampbell, pero esto sería no conocerlo bien.Pues no experimentó ninguna turbación alhallarse en presencia de la joven señora Sin-clair.

Se saludaron cordialmente unos a otros,

Aristobulus Ursiclos felicitó cortésmente a losrecién casados.

Los hermanos Melvill, al verlo en tan buenasdisposiciones, no pudieron menos de expresarcuán felices se sentían por aquella boda.

-Me siento tan feliz -dijo el hermano Sam-que a veces, cuando estoy solo, me río sin mo-tivo...

-Pues yo me pongo a llorar -dijo el hermanoSib.

-Bueno, caballeros -dijo Aristobulus Ursi-clos-, es la primera vez que no están ustedes deacuerdo. Uno de ustedes llora cuando el otroríe...

-Es exactamente lo mismo, señor Ursiclos -observó Olivier Sinclair.

-Exactamente -añadió su esposa, alargandola mano a sus tíos.

-¿Cómo que es lo mismo? -contestó Aristo-bulus Ursiclos, con aquel tono de superioridadque le caracterizaba-; eso sí que no... ¡de ningu-na manera! ¿Qué es la sonrisa? Una expresión

voluntaria y particular de los músculos del ros-tro, a la cual los fenómenos de la respiraciónson casi extraños, mientras que el llanto...

-¿El llanto? -preguntó la señora Sinclair.-Es únicamente un humor que lubrifica el

glóbulo del ojo, un compuesto de cloruro sódi-co, de fosfato cálcico y de clorato sódico.

-En química, seguramente tendrá usted ra-zón, señor Ursiclos -dijo Olivier Sinclair-, perosolamente en química.

-No comprendo la diferencia -contestóagriamente Aristobulus Ursiclos.

Y, saludando con una rigidez geométrica,reanudó lentamente el camino de la estación.

-Vamos, ¡ahí tenéis a este pobre señor Ursi-clos que pretende explicar las cosas del corazóncomo se ha explicado el fenómeno del rayoverde! -dijo la señora Sinclair.

-Pero, en realidad, mi querida Helena -contestó Olivier Sinclair-, nosotros no hemosvisto este rayo que tanto hemos buscado.

-Hemos visto algo mejor -dijo en voz baja

Helena-. Hemos visto la misma felicidad, la quela leyenda atribuye a la observación de estefenómeno. Y ya que la hemos encontrado, miquerido Olivier, ¡no necesitamos nada más, ypodemos ceder a los que no lo conocen y quie-ren conocerlo, el famoso rayo verde!