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EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la soberanía en los sermones neogranadinos, 1808-1821 VIVIANA ARCE ESCOBAR UNIVERSIDAD DE LOS ANDES FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES DEPARTAMENTO DE HISTORIA BOGOTÁ, D.C. 2011

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EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA

Debate sobre la soberanía en los sermones neogranadinos,

1808-1821

VIVIANA ARCE ESCOBAR

UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

BOGOTÁ, D.C.

2011

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EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA

Debate sobre la soberanía en los sermones neogranadinos,

1808-1821

VIVIANA ARCE ESCOBAR

Trabajo de grado para optar al título de

Magíster en Historia

Trabajo dirigido por:

JAIME H. BORJA GÓMEZ

Phd. en Historia. Universidad Iberoamericana, México

Profesor a tiempo completo de la Universidad de los Andes.

UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

BOGOTÁ, D.C.

2011

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A Gloria,

Ana María y

José Luis

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Agradecimientos

Este trabajo fue posible realizarlo gracias a la colaboración de distintas personas e

instituciones. Quiero expresar en este corto espacio mis más sinceros agradecimientos a todas ellas.

Deseo agradecer a mi director, Jaime Humberto Borja, quien acompañó con constante interés

la elaboración de esta investigación desde el inicio. Sus persistentes y sabios consejos fueron los que

ayudaron a dar forma a esta “oración sagrada”, que fue cambiando mucho desde lo que se pensó sería

su “exordio” hasta en la “persuasión” en la que terminó convertida. Su experiencia y buen hacer,

como historiador y como persona, fueron un referente continuo para concluir con éxito este escrito.

Guillermo Sossa, coordinador de la sección de historia colonial del Instituto Colombiano de

Antropología e Historia (ICANH), ha mostrado gran interés en esta investigación. Sus orientaciones,

sugerencias bibliográficas y metodológicas fueron de gran ayuda para la elaboración final de este

documento. Quiero corresponder aquí expresamente su apoyo.

A Carolina Vélez, Cindia Arango y Wilson F. Jiménez debo agradecerles haberme

colaboración en la transcripción de muchos de los sermones de 1819 y 1820 que fueron pieza clave

de este trabajo. Sin la colaboración de ellos posiblemente el proceso de escritura y análisis de fuentes

hubiese sido mucho más dispendioso. Igualmente, a Santiago Robledo, que muy generosamente me

cedió el modelo de sus bases de datos. Sin dicho modelo la información recolectada para esta

investigación difícilmente hubiese podido tener un orden metodológico claro.

También deseo agradecer a mis profesores, compañeros y amigos de la maestría en historia,

en cuyo ambiente nació y creció esta investigación. Gracias a los comentarios que muchos hicieron en

el transcurso de estos dos años, este estudio fue tomando forma. Entre ellos, Juan Pablo Cruz no sólo

me brindó grandes aportes para la elaboración de este texto, sino que además me ofreció su amistad.

Por eso puedo asegurar que me llevo de los Andes un título de posgrado y un muy buen amigo más.

Sin la ayuda financiera que la Universidad de los Andes me brindó –especialmente los

Departamentos de Historia y Lenguajes y Estudios Socioculturales– este trabajo no hubiese sido

posible. Gracias al estímulo de becas para posgrados pude realizar mis estudios de maestría,

consolidados en este texto. El apoyo económico que me otorgó el ICANH fue el que hizo posible

ampliar los marcos de esta investigación. A ambas instituciones también mis reconocimientos.

Finalmente, sin el apoyo de mi pareja, José Luis Luna, y el de mi madre y hermana la

realización de este estudio habría sido mucho más difícil. A la compresión y afecto de ellos debo

mucho el aliento que necesité para culminar exitosamente este documento. Les dedico a los tres esta

monografía.

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Tabla de contenido

Introducción .......................................................................................................................................... 5

Capítulo I. Del Derecho Divino de los Reyes al Derecho Natural: debate clerical en torno a la

soberanía ............................................................................................................................................. 14

1. Los cambios discursivos en los sermones neogranadinos ........................................................ 16

2. Crisis de acefalía: el fidelismo al rey ........................................................................................ 19

3. Primeras proclamaciones a favor de la soberanía del pueblo: la llegada de la Primera

República .................................................................................................................................. 25

4. La Reconquista y el retorno de la teoría del Derecho Divino de los reyes ............................... 31

5. El Derecho a gobernarse por sí mismos y el sermón en función del nuevo orden ................... 35

Capítulo II. El púlpito entre el temor y la esperanza: ideas de castigo divino y milenarismos en

la oratoria sagrada ............................................................................................................................. 41

1. Castigo y misericordia divina: entre un Dios temeroso y protector .......................................... 43

1.1 Sanción divina: causa de los conflictos en América y la Península ................................. 43

1.2 Bondades divinas con el pueblo neogranadino: La vuelta del rey o el triunfo

emancipatorio. .................................................................................................................. 49

2. Milenarismos y mesianismos: caos, mesías y advenimientos................................................... 55

2.1 Ideas apocalípticas: teorías sobre las crisis vividas y las futuras ...................................... 56

2.2 De “Fernando José” a “Simón Moisés Macabeo”: imágenes divinizadas en los sermones

neogranadinos.................................................................................................................... 61

3. Designios Divinos: Dios como director de los acontecimientos humanos ............................... 66

Capítulo III. La Biblia como fuente de reflexión política ............................................................... 70

1. Nueva Granada como el pueblo elegido de Dios ...................................................................... 72

1.1 El Antiguo Testamento como prueba del poder regio ....................................................... 74

1.2 La defensa veteroestamentaria al sistema republicano ...................................................... 79

2. Obediencia a las autoridades establecidas: el recurso al Nuevo Testamento ........................... 85

2.1 Las teorías de la sumisión y del apocalipsis como defensoras del derecho divino de los

reyes .................................................................................................................................. 86

2.2 Evangelios y epístolas al servicio del nuevo orden ........................................................... 91

Conclusiones ....................................................................................................................................... 96

Bibliografía ....................................................................................................................................... 101

Anexos ............................................................................................................................................... 109

Anexo 1: Abreviaturas .................................................................................................................... 109

Anexo 2: Selección de sermones (CD-ROM)

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Introducción

Las dos primeras décadas del siglo XIX fueron culminantes para todo el mundo hispánico. A

partir de 1808 se inauguró un período revolucionario tanto en España como en América que terminó

generando la revolución liberal en la metrópoli y las independencias hispanoamericanas. En menos de

veinte años la Corona española perdió el dominio de uno de los más grandes y ricos imperios de la

historia, desaprovechando cuatro virreinatos (Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata)

e importantes capitanías generales (Chile, Charcas, Quito, Caracas, Santo Domingo, Guatemala,

Yucatán, Nueva Galicia y las Provincias Internas). La población americana despojó a la Corona del

control político de estos territorios y se lanzó a la construcción de repúblicas independientes.

Nueva Granada fue uno de esos virreinatos que comenzó su proceso emancipatorio después

de las abdicaciones reales, ocurridas en Bayona. A partir de entonces, este territorio se embarcó en un

arduo proceso de transformación de la soberanía. Como han sostenido Calderón y Thibaud (2010), no

se trató solamente de hacer un cambio tutelar de poder del rey al pueblo, sino que debió inventarse

una forma de edificar al sujeto de la soberanía y de representarlo. Entre la soberanía del rey y la

soberanía de la nación hubo una variación en la forma y naturaleza del poder, variación que no

supuso un cambio abrupto desde la perspectiva de los actores involucrados. Ninguno de ellos, ni

individuos ni colectivos, anticipó el resultado de dicha mutación, por lo que la soberanía de la nación

reasumió, sin saberlo y sin quererlo, legados del pasado de manera absolutamente inédita (págs. 24-

25).

El “terremoto mental” que acompañó al período tocó de lleno a la Iglesia, dada la naturaleza

misma de la sociedad católica hispana. A inicios del siglo XIX resultaba imposible distinguir la

comunidad de creyentes de la sociedad, puesto que se partía de la suposición de que todo súbdito del

rey era a su vez miembro de la grey católica. La religión estaba tan impregnada en las otras

dimensiones de la vida social que sería anacrónico intentar separarla de ellas para concebirla como

una esfera autónoma (Di Stefano, 2004, pág. 18). El mundo eclesiástico se valió, entre otros recursos,

del sermón para mostrar su postura frente a los hechos ocurridos. La predicación en esa época se

convirtió en un complejo sistema de comunicación, llamado a cumplir un determinado papel en la

vida política de la sociedad neogranadina.

La oratoria sagrada desde tiempos coloniales había sido un instrumento eclesial para el

adoctrinamiento del pueblo, pero ante la crisis monárquica cambió su rumbo misional para

embarcarse en una batalla ideológica en defensa de la mejor forma de gobierno. Es por esto que

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analizamos el discurso sermonario que se construyó en la Nueva Granada de principios del siglo

XIX como medio por el cual se pretendía legitimar la monarquía o la república como regímenes

idóneos sacralizados por Dios.

La disputa por los regímenes en pugna generó que el mundo clerical se hundiera en profundas

divisiones internas. Para los obispos y una gran parte del clero regular la monarquía era el gobierno

idóneo establecido por Dios. La teoría del Derecho Divino de los Reyes aludía a la relación sagrada

entre el monarca y Dios, por lo que la soberanía del rey no podía ser cuestionada bajo ninguna

circunstancia. Para un número importante de párrocos, misioneros y clero secular, por el contrario, la

soberanía residía en el pueblo y la teoría del poder regio había sido sólo una invención de los reyes

absolutistas para amasar más poder bajo su nombre. La radicalidad sacerdotal que acompañó estos

procesos revolucionarios explica por qué el título de esta investigación habla del púlpito como un

campo de batalla. Por medio de la prédica los oradores mostraron abiertamente sus opiniones con

respecto a los sucesos del momento, en especial los que se relacionaban con la soberanía avalada por

Dios. Con esta reflexión de fondo surge la pregunta de ¿los sacerdotes cómo apoyaron y

argumentaron los tipos válidos de gobierno en el contexto revolucionario de la Nueva Granada?

Nuestra hipótesis es que los sacerdotes neogranadinos que debieron afrontar los cambios

vertiginosos sucedidos entre 1808 y 1821, en los dos lados del Atlántico, apoyaron al rey o al sistema

republicano guiados más por un interés político que por uno religioso. Los clérigos gozaban de gran

poder entre la sociedad neogranadina y favorecer al régimen derrotado podría generarles la pérdida de

su hegemonía eclesial en la Nueva Granada. Por lo tanto, de acuerdo a las circunstancias

experimentadas, los sacerdotes utilizaron sus oraciones sermonísticas para entrar a debatir lo que ellos

consideraban el mejor régimen de gobierno, por lo que explícita o tácitamente entraron en la

discusión de quién o quiénes debían ser los legítimos depositarios de la soberanía de Dios.

Precisamente uno de los temas de defensa entre párrocos realistas y patriotas fue mostrar la pureza del

catolicismo de los propios, oponiéndose a la irreligiosidad de los adversarios, que atraídos por valores

laicos se habían dejado contagiar del afrancesamiento del momento.

Para ello oradores de ambos bandos (realista y patriota) retomaron la teología de Santo Tomás

de Aquino y la de su más ferviente seguidor, Francisco Suárez. Fue en la escolástica medieval y en la

neoescolástica española donde los sacerdotes encontraron los mayores argumentos para mostrar lo

provechoso o inconveniente de la monarquía o el sistema republicano. Esta corriente intelectual, que

gozaba de gran influjo entre los clérigos neogranadinos, retomaba el tema de los derechos naturales

del hombre y manifestaba la importancia de las autoridades en una sociedad. Es por esto que los

religiosos rápidamente acogieron los postulados del Aquinate y sus sucesores para avalar uno u otro

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régimen. Aunque existieron otras corrientes intelectuales importantes durante el período,

especialmente las de corte francés como la Ilustración, los clérigos se apoyaron con más fervor en la

escolástica, porque con ella podían vincular los sucesos a un marco de interpretación religiosa. La

Ilustración comenzó a ser cuestionada en esos años críticos, porque se le vio como la precursora de la

invasión napoleónica a España y por ende como la culpable de un pensamiento anticatólico. Es por

esto que nuestros religiosos prefirieron sustentar sus prédicas con Santo Tomás o Francisco Suárez en

vez de valerse de ilustrados como Rousseau o Voltaire.

El tema de la soberanía abordado por los clérigos se articuló con el de milenarismos y castigo

divino. En época de crisis, como la experimentada en esos años, los milenarismos emergieron como

respuesta religiosa a hechos inéditos. La interpretación que los oradores sagrados neogranadinos

dieron de los acontecimientos vividos estuvo relacionada con el universo mental del cristianismo, lo

que significa que para muchos religiosos la invasión napoleónica, la Primera República, la

Reconquista y la batalla de Boyacá fueron anuncios divinos que sirvieron de premonición para revelar

el fin de un período aborrecido por Dios y el comienzo de uno nuevo, avalado y consagrado por Él.

Las derrotas y fracasos militares fueron entendidos por los sacerdotes como castigos celestiales ante

el incumplimiento de los pactos acordados entre los hombres y Dios, por lo que la única alternativa

vista por los religiosos para el triunfo bélico era la reconciliación con el Ser Supremo.

El período que hemos establecido para nuestra investigación parte del año en que se dieron las

abdicaciones de Bayona. Fue en 1808 que el rey Fernando VII fue aprisionado en Francia y este

hecho desencadenó posteriormente la oleada revolucionaria e independentista en América.

Concluimos nuestro estudio en 1821, porque en ese año se promulgó la Constitución de Cúcuta, que

trasladó la soberanía del pueblo a la nación. Ese acto, que se hizo con el fin de evitar más guerras

civiles como las vividas durante los años de la Primera República, generó que los procesos para

consolidar la soberanía de la república se guiaran a partir de materializar la recién creada nación

colombiana. Fue por ello que en 1822 el vicepresidente Francisco de Paula Santander expidió un

Decreto en el que exigió a los clérigos proclamar sermones a favor de la consolidación de la nación1.

Por cumplir las órdenes de ese mandato, los sermones cambiaron su función de difusores de ideales

religiosos para convertirse en lo que Vera (2004) ha denominado una instrumentalización del sermón

al nuevo sistema político republicano, tema que escapa a los intereses de nuestra investigación.

1 Véase Archivo General de la Nación, (desde ahora A.G.N.), Rollo 352, legajo 6601, folio 122. Tres años atrás el mismo

vicepresidente había expedido otro decreto para proclamación de sermones, pero con objetivos distintos. El propósito

principal del Decreto de 1819 era que los sacerdotes, en sus prédicas, persuadieran a su feligresía sobre la pertinencia de la

Independencia. El de 1822, por el contrario, apuntó a que los oradores proclamaran sobre la relevancia de afianzar la

nación.

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No es nuestro objetivo el examen de las prácticas que se generaron a partir de la prédica de

los sermones. Más que interesarnos por la influencia política que ejercían las oraciones sagradas, nos

preocupan las representaciones de la soberanía que los predicadores creaban y difundían en sus

púlpitos entre los fieles y combatientes. Aquí sólo nos detenemos en el significado que conlleva el

mensaje sermonario como discurso oficial que impartió la Iglesia para ser adoptado por la sociedad,

en el ámbito de la Nueva Granada y tomando como ejemplo los sermones tanto de canónigos como

de predicadores seglares y regulares.

La influencia ejercida por los sermones en la sociedad neogranadina se manifestó en doble

vía: por el ejercicio sacerdotal, predicando en las iglesias oraciones sagradas, y por la transcripción y

en ocasiones publicación de las mismas en las imprentas neogranadinas en los años de 1808 a 1820.

El púlpito fue un espacio de reflexión y comunicación entre el sacerdote y el pueblo, donde el

primero, dotado de su poder litúrgico, intentaba persuadir al segundo sobre temas que no

necesariamente se relacionaban con los de la devoción. El traspaso de los sermones al papel, fuera a

mano o a imprenta, servía para que éstos tuvieran mayor nivel de divulgación, haciendo uso de la

lectura en voz alta en distintos espacios católicos.

Sintetizando los planteamientos de autores como Louis Marin (2006) y Roger Chartier (2000

y 1995), desde la Historia Cultural analizamos las prácticas y representaciones del sermón, que nos

permiten comprender los distintos significados que desprende un texto, o un conjunto de textos, y los

modelos ideológicos que se pretendían impartir a través de la palabra de la prédica y, en ocasiones, en

su impresión en el siglo XIX de la Nueva Granada. De esta manera nos situamos cerca de un interés

por lo simbólico y su interpretación que, consciente o inconscientemente, podemos localizar en

cualquier parte, desde el arte hasta la vida cotidiana.

La práctica del sermón es una de las manifestaciones culturales que presenta características

complejas para ser analizadas desde la perspectiva de la Historia Cultural. Imaginemos a nuestros

predicadores preparando sus discursos con material escriturario propio y ajeno. Sus sermones se

proclaman ante un auditorio amplio y heterogéneo, y su éxito o el placer de su escucha hace que

personas letradas se interesen en plasmarlos de forma escrita, ya sea a través del manuscrito o la

imprenta. Se lograría así conservar la oralidad de sus sermones y difundirlos o hacerlos circular de

manera más fácil, para volver a convertirse, mediante la lectura, en inspiración de otros predicadores

que vuelven a construir sermones para darlos a conocer en el púlpito. Como afirma Chartier (2005)

son “hechos para ser dichos o leídos en voz alta y compartidos en una audición colectiva, cargados de

una función ritual, pensados como máquinas de producir efectos, esos textos obedecen a las leyes

propias del performance o de la realización oral y comunitaria. Han sido recibidos, identificados,

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comprendidos a partir de criterios totalmente diferentes de aquellos que caracterizan nuestra relación

con lo escrito” (pág. 28).

En este ir y venir de la oralidad a la escritura y de la escritura a la oralidad, no podemos

olvidar los públicos del sermón. Por un lado, la palabra predicada está dirigida a un público diverso,

alfabetos y analfabetos, capaces de aprehender el mensaje de la proclamación a través de distintos

mecanismos culturales; concurrencia preparada de antemano mediante las estrategias de la

predicación y sobre la que se proyectan los modelos ideológicos que se quieren impartir. Y por otro

lado, la palabra predicada, trasladada a la escritura por medio de libros que recopilan sermones, está

dirigida a un público más concreto y selecto, a un público que necesariamente tiene que ser alfabeto y

que puede estar integrado tanto por predicadores, como por lectores devotos.

La oratoria sagrada debe verse como un canal de difusión de modelos ideológicos y

culturales, desde esta perspectiva hemos enmarcado nuestro estudio sobre el sermón en los primeros

años de República. Para ello, utilizamos tres categorías clave: lengua oficial, legitimación y

autoridad. Las dos primeras desde Pierre Bourdieu (2001 y 1995) y la última desde Richard Sennett

(1982).

Con términos como lengua oficial de Bourdieu (2001) hemos querido mostrar los cambios

que en el corto plazo tuvieron conceptos como el de soberanía en los años estudiados. Si bien es

cierto que para 1821 aún no se había consolidado una definición unívoca de soberanía, los sacerdotes

trabajaron de la mano con las élites criollas en la modificación de su significado. Para el sociólogo

francés, la lengua oficial de una sociedad está vinculada al Estado, las instituciones estatales son las

encargadas de unificar una sola lengua, lo que constituye la condición de la instauración de las

relaciones de dominación lingüística. A pesar de que para las primeras décadas del siglo XIX el

Estado republicano aún no estaba del todo forjado, sí hubo una interacción entre clérigos y sectores

criollos para agrupar una sola lengua de carácter moderno, haciendo uso de conceptos del Antiguo

Régimen, pero renovando sus definiciones. Estos procesos de construcción de una dominación

lingüística no pueden verse como un acto planeado conscientemente por los oradores sagrados. Las

modificaciones conceptuales surgieron como parte del proceso emancipatorio vivido y sin que los

actores lo realizaran con premeditación.

Es por esto que la nueva lengua oficial estuvo acompañada de un proceso de legitimación del

viejo o nuevo orden. Bourdieu (1995) sostiene que toda dominación social debe ser reconocida y

aceptada como legítima. Dicha legitimación se entiende como una “violencia simbólica”, que es

aquella forma de violencia que se ejerce sobre un agente social con la anuencia de éste. Los agentes

sociales son conscientes que, aunque estén sometidos a determinismos, contribuyen a producir la

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eficacia de aquello que los establece, en la medida en que ellos estructuran lo que los fija (pág. 120).

No se trata entonces de una dominación total y arbitraria, sino que en los intersticios hay pactos,

convenios y alianzas que permiten que uno y otro bando obtengan lo que desean. Aquí nosotros sólo

nos interesamos en la legitimación ejercida en el discurso religioso y no en la recepción de estos

mensajes, lo que significa que nos preocupa la “violencia simbólica” que emerge de la prédica para

justificar ya sea el obedecimiento al sistema monárquico o al republicano.

En esa época de crisis y derrumbamiento de imaginarios antes consolidados, la autoridad jugó

un papel determinante, puesto que los sacerdotes le apostaron a legitimar ya fuera la autoridad del rey

o del nuevo orden. Pero para avalar uno u otro régimen, ambos bandos resaltaron la autoridad divina.

El poder de Dios jamás fue puesto en duda y para reforzar las creencias, en una época hasta donde la

fe comenzaba a sufrir grandes desgarros, los sacerdotes presentaron a Dios como un ser temeroso y

bondadoso a la vez. Como ha señalado Sennett (1982), la persona que emite autoridad suele tener

como características la seguridad en sí mismo y la imagen de poder juzgar con toda calma dada su

experiencia. Bajo esa perspectiva fue representado Dios para mostrar la Independencia o

mantenimiento de la Corona como una decisión celestial que debía ser acatada con resignación por

los feligreses.

En nuestro país, las investigaciones acerca de la oratoria sagrada, tanto desde el punto de vista

de la Oratoria o la Literatura, como desde la Historia Cultural o Social, son prácticamente

inexistentes. Tal vez, dos de las posibles causas por las que existe un gran vacío historiográfico en

torno a esta temática, sean la dificultosa lectura de los sermones y la escasa impresión de sermonarios

en la época estudiada. Además, es importante señalar que el sermón no siempre se ha considerado

como una fuente histórica, lo que ha entorpecido su uso en el campo historiográfico2.

Los trabajos más sobresalientes en esta materia son los de Margarita Garrido (2009 y 2005) y

los de Ivonne Vera (2004). La primera ha mostrado la relación que sostuvo el clero con las élites

criollas a partir de un Decreto expedido por Santander en 1819. A través de un interesante rastreo de

sermones, la autora sostiene que los párrocos acataron el mandato haciendo uso de la Biblia para

persuadir a sus fieles de que la emancipación no era pecado. Vera, por su parte, ha señalado que los

sermones proclamados entre 1824 y 1826 se convirtieron en un mecanismo utilizado por el régimen

republicano para divulgar el nuevo orden y legitimar la nueva imagen de nación.

2 El tema de la oratoria sagrada ha despertado mayor interés para el contexto barroco. En España los trabajos de Félix

Herrero Salgado (1996), Miguel Ángel Núñez Beltrán (2000) y Antonio Claret García Martínez (2006) han subrayado la

pertinencia de la oratoria como canal para encausar conductas. Todos ellos parten de la idea de la fuerte relación entre

Iglesia y Corona, que permitió que la prédica se convirtiera en un canal de modelos ideológicos a favor de la conservación

de la Corona española. Cabe resaltar también la labor realizada por Perla Chinchilla (2004) para el caso novohispano,

haciendo énfasis en la predicación jesuita de corte urbano y culterano.

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De otro lado, existen estudios que se han preocupado por el papel que desempeñó la iglesia en

la Independencia, elemento clave en nuestro trabajo porque permite demostrar que el clero no tuvo un

rol pasivo en las luchas por la emancipación. Este aspecto ha sido trabajado tanto por la historia de

corte tradicional y clerical como por historiadores recientes, desde una perspectiva secular. Roberto

Jaramillo (1946), Alfonso Zawadzky (1948), Rafael Gómez Hoyos (1962) y Toro (2008) han

insistido en el carácter apologético de los curas participantes en las contiendas. Retomando lo ya

dicho por José Manuel Groot (1889), en su ya clásico libro Historia eclesiástica y civil de la Nueva

Granada, estos autores han hiperbolizado la actividad de los clérigos en las contiendas por la

emancipación, mostrando a los curas como actores determinantes en los resultados finales de la

independencia.

Trabajos más recientes han cuestionado la alta participación clerical en la revolución y parten

del supuesto de que el sistema religioso no es uniforme y, por lo tanto, analizar el rol asumido por los

clérigos debe verse desde su heterogeneidad de posiciones. Bidegain (2004) ha sostenido que el clero

tuvo una doble participación en los procesos de Independencia, por un lado, algunos se aliaron a la

élite criolla promotora de la emancipación, y por otro, numerosos eclesiásticos se mantuvieron fieles

a la Corona española. Plata (2004, 2005 y 2009) ha señalado que esa doble respuesta se debió tanto a

la jerarquía como a la formación recibida de los clérigos. Sossa (2010), finalmente, ha planteado que

la doble militancia de los sacerdotes se debió a la necesidad de mantener intacta su posición

privilegiada en la sociedad neogranadina.

En América Latina tampoco ha existido un interés ferviente por la oratoria sagrada, aunque ya

se han publicado algunos estudios que a partir del uso de sermones muestran el papel desempeñado

por los curas en los procesos emancipatorios de sus sociedades. Entre los más destacados están los

realizados por Roberto Di Stefano (2003 y 2004), quien ha señalado que por medio de la prédica e

ideas milenaristas, los oradores rioplanteses construyeron los imaginarios necesarios para legitimar

las luchas a favor de la emancipación. Marta Irurozqui (2002), por su parte, ha analizado el papel de

la sermonaria en Charcas, sosteniendo que a través de la predicación y construcción de catecismos se

logró moldear un ideal de ciudadano en dicho territorio. Finalmente, Marie D. Demélas Bohy (1995)

ha estudiado el caso quiteño, donde la predicación se convirtió en un modelo religioso de guerra. Para

la autora, la guerra religiosa apareció en esos años de combate como una lucha dirigida en parte por la

Iglesia, demostrando así el carácter trascendental que tuvo el clero en la emancipación de Quito.

Los estudios citados nos ofrecen un panorama general de la relevancia del clero en los

procesos independentistas. Sin embargo, vemos que el volumen de textos dedicados exclusivamente

al tema de la oratoria sagrada son escasos. El sermón difícilmente se ha abordado desde sus posibles

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enfoques, sean literarios, históricos o sociológicos. Con la pretensión de contribuir al desarrollo de la

investigación en la oratoria sagrada neogranadina emprendimos nuestro estudio. Dividido en tres

capítulos, presentamos aquí sus resultados finales.

En el primero de ellos abordamos los debates sermonarios en torno al tema del derecho divino

de los reyes en contraposición a los derechos naturales. Dependiendo del período experimentado, los

sacerdotes mostraron su adhesión al sistema monárquico o al republicano. Los primeros años de crisis

de acefalía y durante la Reconquista española los predicadores resaltaron la teoría del poder regio,

que aseguraba que la autoridad del rey provenía directamente de Dios. Sin embargo, en los años de la

revolución neogranadina y después de obtenido el triunfo de la batalla de Boyacá, los oradores

recurrieron a la escolástica tomista para afirmar con vehemencia que la teoría del derecho divino era

un invento humano y que la única verdad de fe establecía que los hombres nacían libres y sin

obligación hacia los reyes. Veremos en este apartado que los clérigos acomodaron sus prédicas a las

circunstancias con cierta pericia para siempre resultar aliados del bando victorioso.

En el segundo capítulo presentamos los dos argumentos más comunes usados por los oradores

para justificar los cambios ocurridos en tan corto tiempo: el castigo divino y los milenarismos. Las

abdicaciones de Bayona, la Primera República, la Reconquista y el triunfo militar de 1819 fueron

entendidos por los sacerdotes como presagios divinos. Las derrotas se interpretaron como castigos

enviados por Dios por incumplir los pactos establecidos entre Él y los hombres, y las victorias como

actos que anunciaban el fin de los enemigos y el comienzo de una nueva era, donde el mesianismo

tendría lugar. La legitimación de los hombres más prominentes de la época como Fernando VII y

Simón Bolívar se hizo a partir del conocimiento judaico de corte mosaico. Lo que significa que a

través de la figura de Moisés, imagen de legislador, se construyeron los imaginarios que pretendían

volver héroes santos a los actores sociales más destacados del contexto.

Finalmente, en un tercer capítulo analizamos las fuentes utilizadas por los predicadores para

argumentar sus postulados ya fuera a favor o en contra de la monarquía o la república. Nos hemos

concentrado en la fuente principal de los sermones, la Biblia, analizando cómo su uso sirvió para

legitimar una u otra forma de gobierno. La lectura sistemática de los sermones nos ha puesto al

descubierto un riquísimo aparato crítico que pone de manifiesto el copioso bagaje cultural-espiritual

de los oradores sagrados. Es por esto que nos propusimos un estudio de las referencias bíblicas que

aparecen en los sermones e intentamos aproximarnos al contexto temático de la Biblia a través de

cada uno de los libros que la componen. Metodológicamente esto implicó un depurado, analítico y

minucioso examen de localización de las citas bíblicas para posteriormente evaluarlas desde un punto

de vista crítico y contextual.

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Somos conscientes de que existe una relación entre el discurso y el gesto, entre la escritura y

la palabra. Sin embargo, analizamos únicamente los elementos discursivos, dado que el paso de la

oralidad a la escritura nos impide reconocer del todo las prácticas corporales que también hacían parte

del “performance” de la predicación. No estudiamos entonces la parafernalia que rodea el acto de la

prédica. Nos enfocamos tanto en el poder de la palabra como en el poder del texto escrito en relación

con la clásica fórmula comunicativa que describe el “qué dice” (contenido de los sermones), el “quién

dice” (predicador) y “a quién dice” (público), sin olvidar las intenciones, estrategias y tácticas

inmediatas de los comunicadores en el contexto sociopolítico en el cual actúan. Y, más allá de su

función de legitimar o justificar a la clase dominante, nos preguntamos por la materialidad de los

sermones como instrumentos de transmisión de modelos ideológicos y culturales de los predicadores

que pretendían construir un ideal gobierno y de soberanía, amparados en la cristiandad.

En cuanto al tratamiento de textos, entendemos que no es una edición crítica ni paleográfica,

por lo que hemos preferido modernizar la escritura del texto para una lectura más fluida de los

mismos. Las diversas citas de los sermones las transcribimos respetando su ortografía en cuanto a la

utilización de x/j y c/q. Sin embargo, hemos considerado pertinente acentuar conforme a la norma

actual y modificar la utilización de b/v, j/g, c/z, y/i, h, ç, s doble, etc. Lo que hemos dejado intacta es

la puntuación con el fin de no alterar el sentido y la forma del escrito.

Page 15: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

14

Capítulo I

Del Derecho Divino de los Reyes al Derecho Natural:

debate clerical en torno a la soberanía

"[…] la guerra contra la que nos defendemos no es

solo una guerra de Estado y por causas políticas.

[…] ella es directamente contra la Religión”

(Lasso de la Vega, 1809)

En el ambiente sociocultural de la Nueva Granada de principios del siglo XIX, la oratoria

sagrada, a través de su principal herramienta, el sermón, fue un canal de difusión de modelos

ideológicos y culturales. Durante el período colonial la perfecta simbiosis entre Iglesia y Corona

había permitido que la sermonaria se convirtiera en uno de los mecanismos del poder establecido para

la evangelización y posterior adoctrinamiento de la sociedad. Sin embargo, en las dos primeras

décadas del siglo XIX y a causa de los acontecimientos políticos vividos en la metrópoli y en

América, la oratoria sagrada se convirtió en un discurso político propiamente católico.

Entre los años de 1808 a 1821 la Nueva Granada se vio sumergida en grandes conflictos

políticos a causa de la pérdida del rey y la posterior decisión de declararse independiente. En esos

cortos, pero álgidos años los sacerdotes se encontraron en medio de los combates ideológicos y

militares que tenían lugar entre las élites y el pueblo llano. Los clérigos, que eran uno de los sectores

sociales más prominentes de la época, no podían escapar a dichas disputas y encontraron en sus

púlpitos el lugar más idóneo para expresar sus opiniones políticas. En tanto soldados del reino de

Dios, los religiosos tenían la responsabilidad de tomar postura frente a los acontecimientos políticos

vividos en los dos lados del Atlántico, por lo que la oratoria sagrada se convirtió en el arma de

formación ideológica de una comunidad acostumbrada a escuchar por muchas horas la palabra divina

y que acudía al templo buscando entretenimiento, información de noticias y otros beneficios

tangenciales al hecho religioso (Irurozqui, 2002, pág. 226).

Recordemos que la Nueva Granada en el contexto estudiado era una sociedad altamente

católica, en ella no había distinción, para nosotros hoy tan clara, entre lo espiritual y lo temporal,

entre lo civil y lo eclesiástico. La religiosidad envolvía el devenir de la existencia, el templo era visto

como un hogar común, donde era posible enaltecer el sacrificio de la vida cotidiana, distraer el ocio y

hallar consuelo de las aflicciones. Es por esto que allí, desde el púlpito, el predicador apeló a la

conciencia cristiana de su grey para persuadirla a tomar postura sobre determinados temas, entre los

que se encontraba el de la soberanía.

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Ante la abdicación del rey Fernando VII en España a causa de las invasiones napoleónicas en

1808 y la creación de Juntas tanto en la metrópoli como en América, los clérigos se cuestionaron si

aún era viable seguir sosteniendo la noción de derecho divino de los reyes, o si por el contrario era

necesario darle un nuevo sentido al concepto de soberanía. Es por esto que los sermones recobraron

gran importancia entre la sociedad neogranadina, llegando al punto de convertirse en un instrumento

al servicio del nuevo sistema republicano.

De acuerdo a las circunstancias, unos clérigos pretendían mantener inalterable la adhesión al

sistema monárquico frente a discursos emergentes que ponían en duda la legitimidad del rey. Sin

embargo, otros hicieron totalmente lo opuesto, procurando revertir el orden al mostrar su devoción al

nuevo sistema republicano. Es por ello que el proceso de emancipación terminó generando grandes

divisiones entre los eclesiásticos. La ley de Patronato desde 1508 había permitido a los reyes el

privilegio de nombrar en las colonias americanas obispos, prelados y demás cargos eclesiásticos,

religiosos y seglares; de poseer derechos de veto de las disposiciones pontificias, y de recaudar los

impuestos, diezmos y rentas eclesiásticas. Esto generaba que las altas jerarquías de la Iglesia se

encontraran más limitadas a la hora de apelar a nociones de soberanía del pueblo, mientras que los

seculares, en cambio, contaron con un poco más de libertad a la hora de decidir apoyar una

transformación de régimen político. Como ha sostenido Plata (2009), la decisión de los curas de

involucrarse en la contienda fue desigual en número y grado de compromiso. Se implicaron a fondo

aquellos que “no tenían mucho que perder” o compartían lazos familiares o regionales con alguno de

los líderes de la revolución (pág. 308).

Para desarrollar de forma más clara estas ideas, hemos dividido este capítulo en cinco

secciones. En la primera mostraremos las etapas discursivas que tuvieron lugar en los sermones de

acuerdo al contexto vivido. En la segunda presentaremos el discurso de lealtad al rey que tuvo lugar

en los sermones neogranadinos de los años de 1808 y 1809. En la tercera expondremos las oraciones

sagradas a favor del sistema republicano que se proclamaron durante la Primera República. En la

cuarta haremos alusión al resurgimiento de la noción de derecho divino de los reyes a partir de los dos

sermones que se conservan de 1816 y 1817. Por último, plantearemos la consolidación de la oratoria

sagrada como un arma al servicio del nuevo orden después de la puesta en marcha del decreto de

Santander de 1819. En definitiva, vemos entonces que los acontecimientos políticos fueron

determinantes en el enfoque que se le daba a la prédica en Nueva Granada durante los primeros veinte

años del XIX.

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1. Los cambios discursivos en los sermones neogranadinos

Independientemente de la jerarquía eclesial al interior de la iglesia, los sacerdotes eran vistos

como los portavoces de una institución legítima y ello hacía que su palabra fuera valorada como

verdad irrefutable. Como ha sostenido Bourdieu (2001), el representante de un grupo o una

institución es visto como un “portavoz dotado del poder de hablar y actuar en nombre del grupo”

(pág. 66). El lenguaje representa a la autoridad de la que hace parte su portavoz. En este caso, el

lenguaje litúrgico era representado por la palabra oficial del sacerdote que se expresaba en situación

solemne con una autoridad cuyos límites coincidían con los que imponía la delegación de la

institución eclesiástica. El poder del sermón residía en el hecho de que el predicador que lo

pronunciaba no lo hacía a título personal, él sólo era un portavoz autorizado de la Iglesia que actuaba

sobre sus fieles a través del contenido de la palabra predicada en la medida en que su mensaje

concentraba el capital simbólico acumulado de la institución eclesiástica.

A pesar de que en esta época la Iglesia mostró sus propias incisiones, muchos clérigos

hicieron énfasis en que sus proclamaciones a favor o en contra del rey eran órdenes de sus superiores.

El cura de Tausa, por poner un caso, señalaba al inicio de un sermón pronunciado en 1819 que su

exhortación sobre la obediencia a las autoridades republicanas era un mandato de su provisor, vicario

capitular y gobernador del arzobispado, Nicolás Cuervo (fol. 106r). Esto señala que la mayoría de los

sacerdotes no actuaban por cuenta propia, sino como portavoces de su institución e hicieron uso del

capital simbólico de la Iglesia para explicar los acontecimientos ocurridos3.

Los religiosos que proclamaron en la Nueva Granada durante los años estudiados se valieron

principalmente de la escolástica medieval y la neoescolástica española para sustentar sus postulados

con respecto al tema de la soberanía del rey o del pueblo. Si analizamos los discursos religioso-

políticos de estos curas observamos que tanto los monarquistas como los republicanos utilizaron el

mismo entramado argumental para sustentar sus afirmaciones. La fuerza persuasiva del sermón estaba

más en el campo del origen social y el capital escolar del predicador que en los razonamientos dados

por éste. Según las condiciones en las que adquirieron su capital cultural, algunos sacerdotes lograron

demostrar que el poder de los reyes emanaba directamente de Dios y, por lo tanto, había que

obedecerlos sin refutar, pues hacerlo significaba ir en contravía a lo designado por Dios. Otros

refutaron esta postura y afirmaron que por derecho natural la soberanía era del pueblo y éste sólo la

cedía en pro del bien común de la comunidad, pero si por algún motivo (tiranía, usurpación, entre

otros) el poder cedido dejaba de ser legítimo, la sociedad podía nuevamente apropiarse de ella.

3 Otros sacerdotes que también manifestaron en sus sermones seguir las órdenes vicepresidenciales por mandato de sus

jerarquías eclesiásticas fueron (Urréa, 1820) y (Pérez, 1820).

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17

En lo que respecta al origen social y capital cultural de los clérigos, debemos hacer la

distinción que hizo Chinchilla (2004) para el caso novohispano del siglo XVII. Las ciudades

generaron una “elite de predicadores”, que disponían de fama y credibilidad total. Estos oradores de

“villa y corte” se caracterizaban por tener amplias solicitudes de predicación y por usar un estilo culto

y elegante que los identificara. Ellos, integrados a una sociedad urbano-cortesana, distaban de los de

“plaza y pasión”; oradores “no oficiales” que se encargaban de llevar la palabra de Dios a los lugares

más recónditos de la cristiandad. Los últimos eran destinados normalmente a sitios donde no era

necesario un sermón laborioso en el aspecto ornamental y estilístico. En el caso de la Nueva

Granada del XIX la situación no era muy distinta a la mexicana barroca. Había unos sacerdotes,

como José Hilarión Lasso de la Vega, Antonio Torres y Peña, José Domingo Duquesne, Juan

Fernández de Sotomayor, entre otros; que gozaban de prestigio en ciudades como Santafé y

Cartagena por sus grandes piezas de oratoria sagrada. Otros, por el contrario, eran designados a

pueblos alejados de las urbes y no contaban con el bagaje cultural de estos prelados mencionados,

por lo que sus sermones no solían tener el prestigioso público del que gozaban los de “villa y corte”.

En cuanto al tema de la soberanía, hemos encontrado que las dos caras del debate tuvieron

lugar en cuatro períodos. El primero, que va de 1808 a 1809, se caracterizó por un fidelismo al rey.

François Xavier Guerra fue uno de los primeros historiadores en hacer notar la relevancia de estos dos

años en el contexto de las independencias hispanoamericanas, pues en ellos se dan las abdicaciones

de Bayona, acontecimiento que terminó por desembocar en los procesos emancipatorios (1992)4. De

estos dos años se conservan seis sermones y todos ellos pertenecen al género gratulatorio y constan de

una escritura tripartita: exordio-salutación, narración-ampliación y confirmación. Los seis fueron

concebidos como textos que debían ser impresos y leídos en otros púlpitos para aumentar la difusión

del mensaje. Es precisamente por su intención de ser publicados que tienen una extensión muy

superior a la usual5.

El segundo período corresponde a los años de la Primera República, entre 1810 y 1815. De

esa época quedan cuatro piezas oratorias, todas a favor de la República. Las cuatro no necesariamente

se escribieron con el objeto de ser publicadas, sin embargo, todas terminaron siendo llevadas a la

imprenta después de haber sido pronunciadas. El caso más excepcional fue el de Joaquín Guerra y

Sixto, quien se vio obligado a publicar su sermón como constancia de que no estaba proclamando en

4 Por muchos años la historiografía sostuvo que las independencias de las colonias americanas habían surgido por

elementos internos, sin embargo esta perspectiva de Guerra, que ya está consolidada en la historiografía actual, ha

mostrado la pertinencia de entender las Independencias desde un enfoque más amplio y como respuesta a la intervención

napoleónica a España. Para este debate Véase (Lempérière, 2006). 5 Normalmente un sermón para una hora de homilía estaba entre las 10 y 15 páginas, sin embargo, estos sermones de 1808

a 1809 superan incluso las 60 cuartillas.

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contra del nuevo orden. Es por ello que estas oraciones sagradas se caracterizaron por contener

censuras y licencias en los preliminares del sermón, que se hacían con el objeto de controlar lo que se

escribía.

El tercer período es el de los años de Reconquista, de 1815 a 1816. En este período los

ejércitos “pacificadores” se encargaron de censurar y enviar a la hoguera cualquier tipo de

proclamación en contra del sistema monárquico. Pablo Morillo creó la figura del Capellán Mayor y

capellanes auxiliares para que juzgaran en primera instancia a los curas que se habían revelado. Es

por esto que sólo nos quedan dos sermones impresos de esos años y ambos a favor de la Corona y en

defensa del derecho divino de los reyes.

Finalmente, nuestro cuarto período corresponde a los sermones proclamados después de

obtenida la Batalla de Boyacá en agosto de 1819. Unos pocos meses después de dicha victoria militar,

el recién nombrado vicepresidente de la república, Francisco de Paula Santander, expidió un decreto

en el que exigía a los clérigos proclamar sermones a favor de la Independencia bajo tres argumentos:

la independencia no iba en contra de la doctrina de Jesucristo, seguirla no significaba ser hereje y

sufrir otra Reconquista sería el peor de los males que se podría padecer (Garrido, 2004, pág. 462). De

estos dos años hay una gran cantidad de piezas oratorias, pues al parecer el decreto también exigía el

envío a presidencia de cuaderno de sermones, que debían compilar todas las prédicas hechas en un

mismo curato. La noticia del nuevo reglamento de prédica tardó en llegar a los distintos territorios de

la Nueva Granada, es por ello que de 1819 no quedan sino siete sermones manuscritos y dos

impresos. Para 1820 el mandato ya se había expandido por varios curatos, por lo que se conservan

cerca de sesenta sermones de ese año. Aquí hemos privilegiado sólo las piezas oratorias de ese año

que contienen autor para poder determinar el capital cultural de los sacerdotes que proclamaron en

esta época6.

De 1821 no se conserva ningún sermón y un año después Santander expidió otro decreto,

teniendo en cuenta “la influencia que tiene en estos fines el ministerio del altar” (A.G.N., 1822, fol.

122). En dicho mandato, el vicepresidente señalaba que la homilía debía encaminarse a la

conservación de la religión católica y al progreso de la República de Colombia, recomendando

siempre a los pueblos la obediencia y sumisión a las leyes y a las autoridades establecidas. Además,

insistía en que era deber de los sacerdotes ilustrar a su feligresía sobre la justicia y necesidad de

permanecer unidos en nación independiente de la antigua metrópoli. A partir de entonces, como ya ha

6 De los 58 sermones de 1820 que se conservan en el A.G.N., en el Fondo Enrique Ortega y Ricaurte, serie oratoria sagrada

(caja 184, carpetas 674-677); hemos elegido 44 que son los que contienen el nombre del sacerdote que predicó la homilía.

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señalado Vera Prada, los sermones cumplieron otra función: la de ayudar a la construcción del estado-

nación (2004, pág. 10).

En suma, vemos que de acuerdo al período que se estaba viviendo, los clérigos le apostaron a

proclamar a favor del derecho divino de los reyes o al derecho natural, que avalaba la soberanía de los

pueblos. Para apoyar una u otra causa, hicieron uso de su capital cultural: la escolástica, corriente que

había impregnado las aulas de los colegios y universidades neogranadinas, y se encontraba plasmada

en muchos de los libros que reposaban en las bibliotecas de Santafé (Gómez Hoyos, 1962). Los

religiosos también recurrieron a la filosofía moderna, de raíz enciclopedista francesa o estirpe

anglosajona, para poder argumentar con alto nivel persuasivo sus oraciones sagradas. A partir de estas

herramientas intelectuales, los sacerdotes entraron a ser parte del debate sobre las formas de gobierno

avaladas por Dios. Independientemente de la postura, los clérigos siempre afirmaron con vehemencia

que la soberanía provenía de Dios y, por lo tanto, era él el que decidía a quién entregársela y del lado

de qué bando estaba. Con esta aseveración, unánime entre religiosos realistas y patriotas, los

predicadores lograron sostener la religión y la fe católica en una época en que hasta las mismas

creencias comenzaban a ser cuestionadas.

2. Crisis de acefalía: el fidelismo al rey

En los primeros años de 1800 Napoleón Bonaparte se encontraba ampliando su imperio y a pesar

de que España se había mostrado como su aliada, terminó siendo parte de los deseos expansionistas

del galo. Sumado a esto, la Corona española sufría problemas internos ante el excesivo poder que

venía ejerciendo el primer ministro del monarca, Manuel Godoy, y los deseos cada vez mayores del

príncipe Fernando de proclamarse rey. En medio de esta crisis y ante la poca legitimidad que ejercían

los reyes en España, el príncipe Fernando logró que el 19 de marzo de 1808 abdicaran sus padres,

proclamándose soberano del trono español. Sin embargo, su coronación se vio rápidamente

interrumpida por la invasión francesa, que terminó deponiendo al monarca, dejándolo detenido en

Bayona por seis años, y proclamando a José Bonaparte como monarca de España (Anna, 1986, págs.

48-53).

Al igual que en la metrópoli, la respuesta en este lado del Atlántico fue la de total apoyo al rey

cautivo y deslegitimación absoluta al usurpador francés. En España se construyeron distintas juntas

provinciales que pretendían salvaguardar la soberanía del rey mientras éste estuviera prisionero. El

virreinato de la Nueva Granada apoyó estas juntas y mostró su lealtad al rey desde el 11 de

septiembre de 1808, día en que el virrey proclamó al nuevo soberano. El gobierno de Fernando VII, a

pesar de comenzar con el fracaso de su pérdida de trono, daba la esperanza de cambiar el régimen que

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20

se vivía bajo la sombra del primer ministro del rey (Deas, 2003, pág. 177). Prontamente Fernando fue

designado “el deseado”, pues en él recaía el anhelo de un gobierno más justo y menos absolutista

como el que había caracterizado a su padre, Carlos IV.

Durante estos años ni la élite ni el clero pusieron en duda la majestad del rey y esto, como lo

han manifestado Calderón y Thibaud (2010), se debía en cierta forma a que para la época la majestad

real representaba la majestad infinita de Dios. Atentar contra el rey era hacerlo contra el propio Dios.

(pág. 49). Si sentimientos de unión y lealtad al rey se encontraban en las élites7, mucho más en los

clérigos. La noción de derecho divino de los reyes, avalada por la Iglesia, era el mayor justificante

para que los religiosos mostraran su adhesión incuestionable al sistema monárquico. Esta teoría tuvo

su esplendor y consolidación en la Europa moderna, especialmente a fines del siglo XVI y durante

todo el XVII. Ella sostenía que la monarquía era una institución de ordenación divina y, por lo tanto,

el derecho hereditario era irrevocable. La sucesión monárquica estaba reglamentada por la ley de la

primogenitura y, en ese sentido, el derecho adquirido por virtud del nacimiento no podía perderse por

actos de usurpación, cualquiera que fuese su duración; ni por incapacidad del heredero, ni por acto

alguno de deposición. Mientras el heredero tuviera vida era el rey por derecho hereditario, incluso en

el caso en que una dinastía usurpadora llegara a reinar por mil años (Figgis, 1982, pág. 16).

Bajo esta perspectiva los sacerdotes que proclamaron en Nueva Granada después de las

abdicaciones de Bayona mostraron la ilegitimidad del gobierno francés en España. Ni Napoleón ni su

hermano José eran de la familia real y, por lo tanto, no había ley de primogenitura que avalara su

gobierno. Los sacerdotes recordaron a su feligresía que por el juramento al monarca era insostenible

cualquier argumento a favor de la intervención gala. Desde este momento el tema de la soberanía

apareció en los sermones proclamados para hacer énfasis en que a pesar de su cautividad Fernando

VII seguía siendo el legítimo soberano.

El Canónigo José Hilarión Rafael Lasso de la Vega8 pronunció un sermón el 22 de noviembre

de 1808 a petición del virrey Antonio Amar por las primeras victorias que comenzaban a obtener los

ejércitos españoles en contra de los franceses. En él, Lasso hacía énfasis en que la corona española no

era alienable y, por lo tanto, la toma francesa era usurpación ilegítima del poder. Proponía que la

hermana de Fernando VII, Carlota, reina de Portugal, ejerciera temporalmente la soberanía de España

7 Antonio Nariño pidió que lo dejaran hacer la jura al rey, Camilo Torres rogó en cartas privadas por la preservación de la

monarquía y Francisco Antonio de Ulloa se enorgulleció del valor hispánico que había permitido doblegar a los indígenas

(Vanegas, 2010). 8 Lasso de la Vega fue un cura realista hasta el movimiento español de Riego y Quiroga, en 1820. Ejerció importantes

cargos eclesiásticos como Canónigo doctoral de Santafé desde 1804 y obispo de Mérida a partir de 1816. Luego de apoyar

la Independencia de la Nueva Granada, se desempeñó como senador de la república entre 1823 y 1824. Para mayores

detalles de su biografía Véase (Gómez Hoyos, 1962) y (Toro Jaramillo, 2008).

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y las Indias: “Sepa pues, Napoleón, y todo el mundo que la corona de España no es renunciable, por

el solemne juramento que hacen nuestros Reyes de su conservación, y la de los fueros y derechos

nacionales: y que no gobierna entre nosotros la Ley Sálica de Francia. Por consiguiente la Señora

Carlota Princesa de Brasil debía ser admitida a la corona a falta de sus hermanos varones” (pág. 27).

Explícitamente el sacerdote acude a la noción de derecho divino para señalar la pertinencia de la ley

de primogenitura. La usurpación del trono por parte de los Bonaparte no era aceptable y la alternativa,

ante la cautividad del rey, era que otro miembro de su familia (en este caso la única persona que se

encontraba fuera del dominio napoleónico) asumiera el poder de forma temporal.

Lasso que se formó en el Colegio del Rosario, caracterizado por su énfasis en la escolástica,

acudió a los planteamientos de Santo Tomás de Aquino para rechazar cualquier intento de legitimidad

del gobierno francés en la Nueva Granada. El Aquinate había sostenido en Summa Theologiae y De

regnum, que el soberano principal era Dios y él había entregado en los inicios del mundo la soberanía

al pueblo, pero este último por naturaleza o instinto había mostrado la necesidad de conformarse en

sociedad y elegir a alguien para que los gobernara y salvaguardara el bien común de la comunidad. Al

seleccionar al individuo más idóneo para asumir el gobierno de la sociedad, el pueblo cedía su

soberanía y ésta no podía pedirse de nuevo a menos que se cometiera un acto de tiranía, considerada

para el dominico italiano como la forma más corrupta de gobernar porque no buscaba el interés

general, sino el bien particular del gobernante (Summa Theologiae, II-II, q10, a10. De regnum, Lib. I,

Cap. 1)9. Desde este pensamiento, el canónigo nacido en Santiago de Veragua sostuvo que Napoleón

era un tirano que había usurpado ilegítimamente el trono español. La tiranía no tenía por qué ser

aceptada por los neogranadinos o metropolitanos y, en ese sentido, su gobierno no gozaba de

autoridad en ninguno de los dos lados del Atlántico.

Si bien los clérigos que proclamaron sermón en estos dos años no mencionaron la posibilidad

de revertir la soberanía ante la falta del rey, sí enfatizaron en que el verdadero soberano era Dios y él

era que decidía a quién entregarle su poder en la tierra. El catalán Ramón Lázaro de Duo y de Bassol

también hizo alusión a la suprema potestad al afirmar que ésta provenía de Dios y la elección de los

hombres no era más que un hecho accidental, un “instrumento” de la divinidad para trasmitir la

soberanía (Instituciones del derecho público general de España, 1800. Citado en: Portillo Valdéz,

pág. 649). Esta idea no era novedosa ni se debía al fervor que sucitaba la crisis del momento, ya en el

Diccionario de Autoridades la palabra Rey significaba: “Título que con toda propiedad se dá a Dios,

9 Siguiendo la convención tradicional de citación de los textos de Santo Tomás de Aquino, a la Summa Theologiae la

referiremos identificando la parte del libro (I: Primera parte; I-II: Segunda parte, primera sección; II-II, Segunda parte,

segunda sección y III: Tercera parte), la cuestión a la que hacemos mención (q.) y el artículo que especificamos (a.).

Asimismo, De regnum lo referenciamos señalando el libro (Lib.) y el capítulo (Cap.)

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como absoluto y despótico Señor del Cielo y Tierra, y que con su poder y providencia manda, rige y

gobierna todas las cosas” (1739, pág. 615). En este sentido, el lealismo al rey Fernando VII se debía a

que Dios lo había designado a él como depositario de su soberanía, en ningún momento Dios avalaba

el interés arbitrario de Napoleón de apoderarse de la corona española.

Este argumento permitió que los clérigos neogranadinos no desafiaran el status quo

establecido desde la colonia, procurando mantener el orden bajo el monismo de Corona e Iglesia.

Existía para la época una unidad político-religiosa, basada en la adhesión a los valores de una

monarquía concebida como una “Monarquía católica”. Esta noción, que se remontaba a los albores

del siglo XVI, estaba impregnada de providencialismo. Dios había escogido a la monarquía para

defender a la cristiandad contra los enemigos y para la propagación de la fe, elemento fundamental,

dado que esto era lo que legitimaba el dominio español en América. Por esto la lealtad al rey era

indisoluble de la adhesión a la religión (Guerra, 1995).

Dios se convirtió en conductor de los acontecimientos y siempre se mostró como aliado de los

españoles, por lo que la victoria era un hecho que sólo debía esperarse con paciencia y resignación.

Así lo manifestaba el cura doctrinero del pueblo de Enemocón (actualmente Nemocón-

Cundinamarca), Antonio Torres y Peña, en un sermón gratulatorio proclamado a petición del Cabildo

en Santafé, donde sostenía que la conservación de la corona española, a pesar del cautiverio del rey,

se debía a que era una monarquía católica que contaba con el apoyo de Dios:

[…] yo sólo trato de hacer notorias las glorias de la verdadera Religión, y que ésta es la que

conserva la Monarquía Católica, y asegura el éxito feliz de sus empresas. Me contentaré, por

tanto, con hacer ver, que la Religión Católica es la que ha conservado y conserva la Corona a

nuestro Augusto Soberano el SEÑOR DON FERNANDO SÉPTIMO, en medio de los mayores

esfuerzos de la impiedad para arrancar de sus sienes: Que la Religión Católica asegura a la

fidelidad de sus Pueblos, que será su reinado de colmo de las felicidades de España. La reunión de

las Provincias de España, su constante felicidad, la prudencia y valor que manifiestan, es obra sola

de la verdadera Religión, para conservar la Corona Católica (1808, pág. 8)10.

Claramente el cura apeló a la monarquía católica como garante del éxito militar. Dios fue

presentado como el que manejaba los hilos de la historia y, además, como el verdadero soberano, que

decidió a quién otorgarle su poder terrenal. Torres logró articular en un mismo entramado argumental

la idea de Dios como soberano y la noción de derecho divino de los reyes, en el sentido en que era el

Ser Supremo el que le otorgaba al monarca su poder absoluto. José Domingo Duquesne, que contaba

con cargos eclesiásticos tales como Canónigo de la Catedral Metropolitana, Provisor, Vicario General

y Gobernador del Arzobispado, también mostró a Dios como director de los acontecimientos

10

La mayúscula sostenida es del autor.

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23

humanos y recalcó en una homilía hecha por encargo del virrey y por motivo de la instalación de la

Junta Central en España, que Fernando VII había sido ofrecido a Dios desde su nacimiento:

“Acordaos, Señor, de que vos mismos habéis formado en vuestro Fernando un Rey digno del Trono

de las Españas y de las Indias, ofrecido a vos desde la infancia baxo los auspicios de San Fernando

III, cuya Corona ha heredado junto con sus heróicas virtudes; en quien habéis destilado la Sabiduría

de vuestras escrituras; en quien habéis derramado con tanta efusión el espíritu de piedad” (1809a,

págs. 25-26).

Nuevamente un clérigo invocó el derecho divino para mostrar la legitimidad de su gobierno,

aunque no pudiera ejercerlo en el momento. Recordarle al auditorio, por medio de un diálogo

imaginado con Dios, que los reyes eran ofrecidos al mismo Dios y que éste los avalaba para que

gobernaran un trono; era descalificar tajantemente la intervención napoleónica. A partir de sugerentes

afirmaciones, los religiosos ratificaron el dominio del rey y no pusieron en duda su legitimidad en

América.

Como ha expresado Sennett (1982), el vínculo de la autoridad está formado por imágenes de

fuerza y debilidad, en el sentido en que es la expresión emocional del poder. Toda sociedad necesita

de una autoridad y de hecho existe un temor persistente a que se prive de esta experiencia (págs. 11-

12). Por ello, la pérdida del rey implicaba un temor a la falta de autoridad, sentimiento de desarraigo

que debía ser subsanado a partir del convencimiento de que éste aún reinaba, aunque no estuviera de

frente en su trono. En la sociedad española y americana de principios del siglo XIX era necesario

impregnar en el imaginario de las gentes la sensación de estabilidad y de orden, beneficios que, según

Sennett, se supone trae consigo un régimen que posee autoridad. Cualquier desequilibrio o

sentimiento de inseguridad podría generar un colapso y esto fue exactamente lo que ocurrió en

América después de los fracasos militares en España, que llevaron a la desintegración de la Junta

Central y la instauración de un Consejo de Regencia.

La cada vez mayor intervención de las tropas francesas en el territorio español terminó por

generar sospecha entre criollos americanos. Fue entonces cuando se empezaron a hacer visibles las

primeras tensiones en la Nueva Granada con la península y las autoridades establecidas. Murmullos

que ponían en duda la lealtad del virrey, roces de los regidores de diversos cabildos con los

gobernadores de sus provincias, representaciones quejosas ante el gobierno peninsular, presión en

Santafé para que el Virrey instituyera una junta semejante a las de la metrópoli, entre otras. Todas

estas tensiones con las autoridades, no obstante, se mostraron como formas de defensa de los

derechos del rey sobre los dominios americanos, amenazados por los franceses, que las autoridades

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cuestionadas no estaban supuestamente dispuestas a defender con toda la firmeza y lealtad necesarias

(Vanegas, 2010).

Duquesne (1809b), posiblemente conociendo el alzamiento de la Audiencia de Quito del 10

de agosto de 1809, manifestó en un sermón pronunciado a petición del virrey el 24 de septiembre de

ese mismo año, que las autoridades locales debían ser obedecidas sin cuestionamientos: “Pensar que

se pudiera conservar al Rey la propiedad de estos dominios, y deshacerse al mismo tiempo de sus

Xefes, que mantienen la posesión en su nombre, es un insulto extravagante […]. Decir que los

pueblos de la América divididos y separados de su centro común podrían resistir mejor al enemigo, es

una quimera […]” (pág. 18). Para el clérigo madrileño no era congruente expresar la fidelidad al rey

y a la vez cuestionar a los gobernantes locales. Ser leal al rey implicaba obedecer a sus funcionarios y

en esto Duquesne también dejaba ver su capital cultural basado en la escolástica.

Para Santo Tomás de Aquino era preferible incluso someterse temporalmente a un gobierno

tiránico, si éste no cometía excesos, que oponerse a él, porque dicha oposición podría implicar

mayores peligros que la misma tiranía. Podría suceder que quienes se opusieran al tirano no lo

pudieran vencer y éste se ensañara más contra toda la sociedad. Incluso si se lograra vencer podría

ocurrir que los insurrectos mostraran discordias entre ellos, dividiéndose el pueblo en distintas

facciones sin respetar la autoridad de ninguno (De regnum, Lib. I, Cap. 6). Basado en este

planteamiento tomista, el canónigo enfatizaba en la importancia de mantenerse apegado a las

autoridades, pues podría llegar a desatarse un desorden con características de anarquía, vista por los

escolásticos como el peor mal en el que podría incurrir una comunidad.

No obstante, la falta de decisión de las autoridades, entre muchos otros motivos, terminó

permitiendo la creación de juntas territoriales en 1810 por todo el territorio neogranadino. Todas

ellas, como habían hecho la Junta Central y luego la de Regencia en España, se entendieron como

depositarias de la soberanía del rey cautivo. Ninguna se proclamó soberana, sino instituciones

tutelares de la soberanía de Fernando VII (Portillo Valdéz, 2002, págs. 649-650). Sin embargo,

muchas negaron el acatamiento a la Regencia y expulsaron a las autoridades locales.

La idea de una democracia representativa fue tomando peso y la imagen del rey fue perdiendo

legitimidad. El monarca comenzó a ser considerado el generador de miedo y de servilismo, que

envilecían a los hombres. Algunos clérigos, por su parte, comenzaron a cuestionar la justicia

impartida por los borbones. Los cuestionamientos a la familia real por parte de los curas permitió ir

encaminando el debate hacia la idea del bien común, extraída del pensamiento tomista. Apareció

entonces el interrogante de si los reyes españoles realmente procuraban el bien de los americanos o si,

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25

por el contrario, habían privilegiado sus intereses particulares frente a los de la población de ultramar.

Todo esto fue dando paso a la posibilidad de una soberanía sin rey, pero nunca sin Dios.

Como veremos en el siguiente apartado, el mayor argumento sustentado tanto por sacerdotes

como por criollos después de 1810 fue que ante la acefalía de la monarquía, la soberanía retornaba al

pueblo. Si bien el levantamiento se hizo en nombre de la defensa del rey y de la fe, la lucha se

sustentó con las doctrinas de la escolástica jurídica que hacían referencia a la monarquía usufructuaria

y a la soberanía popular, que fueron vigorizadas con algunas ideas liberales del siglo XVIII. Según

dicha doctrina, las abdicaciones de los reyes españoles eran nulas, porque el contrato social tácito

entre los monarcas y el pueblo sólo era alienable por herencia. Desprenderse de la Corona a favor de

otra dinastía implicaba que los reyes consultaran con anterioridad la voluntad de la nación. Como este

no era el caso, la cesión hecha a Napoleón era ilegítima. La vacante del trono real significaba que la

soberanía retrovertía al pueblo, por lo que era este último, mediante las cortes, el que debía dirigir la

nación. Este postulado desconoció la abdicación de Fernando VII y justificó la conformación de las

juntas como nuevos órganos de gobierno, sin romper abruptamente con el Antiguo Régimen

(Bidegain, 2004, pág. 164).

La Regencia fue vista como un “monstruo”, pues representaba una falsa cabeza, porque no

participaba del consentimiento de los cuerpos, es decir, no contaba con el apoyo total y absoluto de

todo el territorio español y americano (Calderón & Thibaud, 2010). El poder que pretendía ejercer se

interpretaba en este lado del Atlántico como una expresión inaceptable de la tiranía y, por lo tanto,

carente de legitimidad. Las provincias de la Nueva Granda, con temor a la desintegración resultante

de la ilegitimidad de la Regencia, reasumieron su soberanía en un esfuerzo por restituirse e impedir la

anarquía.

3. Primeras proclamaciones a favor de la soberanía del pueblo: la llegada de la

Primera República

Con la desaparición del rey y el consiguiente vacío inicial en el centro de la monarquía, el Nuevo

Reino de Granada se embarcó en una revolución política como también lo hicieron otros territorios

americanos. Como ha sostenido Lempérière (2006), antes que una acción la revolución fue una

reacción de emergencia, pues la pirámide institucional estaba destruida, sin que los futuros

protagonistas de la revolución hubieran contribuido mínimamente a ello (pág. 58). Al derrumbarse la

monarquía, la soberanía recayó en “los pueblos” del conjunto imperial. Con la conformación de

juntas provinciales, la Nueva Granada se volvió policéntrica, desembocando a su vez en la

fragmentación política del territorio.

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Entre 1810 y 1813 las principales provincias del Nuevo Reino de Granada fueron haciendo sus

primeras declaraciones de autonomía frente al poder temporal de España. Salvo las dos provincias

que permanecieron leales a España, Santa Marta y Pasto, las demás lideraron un cambio del sistema

de gobierno, modificando sus maneras de ver las fuentes de legitimidad del poder estatal. “Ya no

sostenían el principio dinástico, ni la envestidura divina del Rey, derecho divino propio del

absolutismo; ahora recurrían al principio de la soberanía del pueblo que además de proclamarlo y

defenderlo con el periodismo político fue establecido en las constituciones” (König, 1988, pág. 195).

Las más importantes provincias de la Nueva Granada se unieron en la confederación denominada

Provincias Unidas de la Nueva Granada, dentro de ella se promulgaron distintas constituciones.

Mientras tanto, la provincia de Bogotá formó un Estado propio por fuera de la confederación. Esta

diferencia que se resumió en la historiografía colombiana como el enfrentamiento entre el

federalismo, liderado por las Provincias Unidas, y el centralismo de Bogotá terminó por generar una

guerra civil que duró de 1812 a 1815. Estas contiendas políticas y militares permitieron que la

soberanía que reposaba en el rey, durante el Antiguo Régimen, fuera transferida a las constituciones

de cada provincia y no al pueblo como tal (Restrepo Mejía, 2005, pág. 103).

En cuanto a nuestros sacerdotes, la lucha no se dio en el campo de batalla ni en las juntas, sino en

los púlpitos11. Allí los clérigos que se mostraron defensores de la emancipación alzaron su voz contra

los reyes de España. Los líderes de la revolución exigieron de los párrocos un juramento de fidelidad

a la causa republicana, por lo que atrás quedaron los deseos clericales del retorno del rey y las

proclamaciones mesiánicas hacia Fernando VII. En este caso, los religiosos retomaron la idea de

derecho natural de los pueblos y desecharon radicalmente la teoría del poder regio.

La idea escolástica de derecho natural tenía sus raíces en lo planteado por el Aquinate, quien hizo

la diferencia entre derecho divino, natural, positivo y de gentes. El primero era exclusivamente

concerniente a Dios y solo él regia y mandaba sobre aquel. El derecho natural, por el contrario, era

relativo al hombre y se relacionaba con su propia naturaleza. Existían ciertas normas generales para

todos los hombres que ninguno podía violar, ni siquiera su gobernante. Dichas normas se establecían

por derecho natural. Distinto a esto eran los convenios públicos o privados que se hacían entre los

mismos individuos, en ese caso, había un derecho positivo y en él no regía Dios, sino solamente los

hombres. El derecho de gentes, finalmente, partía de los convenios que habían hecho entre sí todos

los pueblos; difería del positivo en la medida en que este último se reducía a los pactos hechos por

11

Aunque hubo participación de algunos clérigos en los combates militares y en las juntas provinciales, ésta no fue

significativa (Bidegain, 2004). Más importante fue su contribución al debate de la soberanía a través de la oratoria sagrada.

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27

una sola comunidad y distaba del natural porque competía exclusivamente a los hombres y no a todos

los seres de la naturaleza (Summa Theologiae II-II, q. 57. a. 2-3).

Estos derechos planteados por el Aquinate fueron revalorados por la neoescolástica española de

los siglos XVI y XVII12. Religiosos como Francisco Suárez actualizaron lo planteado por el dominico

medieval para mostrar el desacuerdo con los gobiernos despóticos de su época13. El jesuita español

retomó la idea del origen del Estado de Santo Tomás y la acomodó a las necesidades de la España

moderna. El doctor Eximius, como también se le conoció, se adhirió a la idea tomista del nacimiento

libre de los hombres y de la decisión autónoma de éstos de reunirse en comunidad, pero modificó lo

dicho por el Aquinate al sostener que el agrupamiento en sociedad daba vida a la potestad civil o

“poder de jurisdicción”, que era salvaguardado por todo el pueblo perfecto y no por un solo hombre

designado. Por consiguiente, la democracia era para él la forma originaria de la comunidad política y

del gobierno que en ella residía, y la soberanía pertenecía racional y naturalmente al mismo pueblo.

Los clérigos que proclamaron en Nueva Granada retomaron el debate sobre el derecho natural

introducido por Santo Tomás y continuado por Suárez para descalificar el derecho divino de los

reyes, teoría que hacía poco defendían. El párroco de Mompox, Juan Fernández de Sotomayor (1815),

en un sermón proclamado en el quinto aniversario de la Independencia de la Nueva Granada

agradecía a Dios haberles devuelto sus derechos naturales, usurpados por los españoles, y permitirles

elegir por sus propios medios a sus gobernantes. Acudió a la idea tomista-suarizta de la sociabilidad

natural del hombre y de la pertinencia del bien común:

El constitutivo y esencia de la sociedad consiste en este precioso e inestimable derecho [esencial].

Quando los hombres se reunieron al principio en sociedad conocieron que esta no podía subsistir

sin Xefe ó Cabeza que dirigiese la fuerza y la voluntad particular de los asociados hacia el bien

común y no habiendo en la multitud reunida un solo hombre con derecho a gobernar á los otros,

fue necesario que por todos […] se eligiese y designase el primero entre los demás. Mientras los

hombres no han pensado dominar á sus semejantes, ellos no se han gobernado de otra manera

[…]. Así no hay ni puede haber jamás caso en que el hombre pierda este derecho, ni menos en que

pueda renunciarlo ó abdicarlo en favor de una familia á perpetuidad. Nosotros lo hemos

recobrado, y su exercisio nos proporciona la más grande e incalculables ventajas […] (pág. 28).

Este razonamiento fue claramente extraído del pensamiento escolástico. El cura partió de recordar

cómo el hombre se conformaba en sociedad por instinto natural, tal como ya lo había expresado el

Aquinate, y luego aseveró que por derecho natural ningún hombre podía ser gobernado por otro. Sin

12

Entre los teólogos españoles que hicieron grandes aportes desde la escolástica están: Francisco de Vitoria, Domingo de

Soto, Luis Molina, Alfonso Orozco, Santiago Simancas, Pedro Rivadeneira, Juan de Mariana y fray Juan de Torres.

Aunque entre ellos hay discrepancias, son más los puntos en común en lo que se refiere a la construcción de una doctrina

política. 13

El debate de Suárez en contra del derecho divino de los reyes se debía principalmente a los intereses despóticos del rey

inglés Jacobo I.

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28

necesidad de citar fielmente al teólogo medieval o a los modernos españoles, Sotomayor visiblemente

retomó su formación escolástica para descalificar al gobierno del rey14. Si bien Santo Tomás expuso

que los humanos mostraban la necesidad de ser gobernados por otro, Suárez insistió en que el pueblo,

mirado en su conjunto, era libre por derecho natural y no podía estar sometido a ningún hombre, por

lo que la comunidad perfecta debía gobernarse a sí misma. La diferencia entonces entre estos dos

teólogos, recogidos por los curas neogranadinos, era que mientras el primero apoyaba a la monarquía,

el segundo se inclinaba más por la democracia. Fue por esto que los clérigos que proclamaron en

Nueva Granada durante los años de la Primera República recurrieron con más vehemencia a los

planteamientos del teólogo español para corroborar sus postulados a favor de la soberanía del pueblo,

claro está que sin desconocer las ideas escolásticas del Aquinate.

Tanto para Santo Tomás como para el Doctor Eximius la paz pública y la protección de toda la

comunidad eran los deberes máximos del gobernante. Si éste no cumplía dichos preceptos y en

cambio se interesaba únicamente en su propio bien, caía en tiranía y en estos casos era lícito revertir

la soberanía del rey al pueblo. Este planteamiento fue retomado por el sacerdote Juan Agustín de

Estévez (1813), quien aseguró en un sermón proclamado en la Iglesia Mayor de Tunja que los

conquistadores en el momento del “descubrimiento” no se habían interesado en construir una

sociedad en América guiada por el bien común, sino que la ambición y sus intereses personales

habían sito el motor de la conquista, fomentado así la usurpación de los territorios y el exterminio

sucesivo de nativos (pág. 6).

Estévez en la caracterización que hizo de los conquistadores les atribuyó los defectos propios

que Santo Tomás encontraba en un tirano: codicia y violencia innecesaria contra los súbditos (De

regnum Lib. I, Cap. 3). Los españoles que llegaron por primera vez a América, según el sacerdote

neogranadino, estaban enceguecidos por el afán excesivo de conseguir riqueza y dicha ambición los

había incentivado a matar a cientos de indígenas. Si bien por mucho tiempo para la mayoría de los

clérigos la conquista había sido un acto legítimo porque había permitido la evangelización de los

nativos, en las primeras décadas del siglo XIX comenzó a ser visto como un hecho despreciable,

caracterizado por la codicia y crueldad de los hombres españoles. Esa visión por supuesto no era

nueva, sólo revivía el debate acerca de los justos títulos de la conquista15.

14

El clérigo cartagenero se formó en Bogotá, donde asistió al curso de filosofía de San Bartolomé e hizo estudios de

jurisprudencia civil y derecho canónico en El Rosario. Estas dos instituciones bogotanas se caracterizaron desde su

constitución por seguir a cabalidad las ideas neoescolásticas, especialmente las proclamadas por Francisco de Suárez.

(Gómez Hoyos, 1962). Para una biografía más amplia de este fraile Véase (Rojas Muñoz, 2001) y (Ocampo López, 2010). 15

Para mayor desarrollo de este tema Véase (König, 1988).

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29

La deslegitimación religiosa al gobierno del rey se hizo entonces a partir de la idea de tiranía.

Fernández de Sotomayor (1815) señaló que antes de la llegada de los conquistadores América ya era

una sociedad que tenía sus propios gobernantes. Éstos eran “respetados, amados y obedecidos”

porque “sólo consultaban al bien” y felicidad de sus súbditos (pág. 16). Para el párroco la armonía

entre nativos y caciques hacía más que impertinente la llegada de los conquistadores al territorio,

puesto que el gobierno americano tenía una “antigüedad respetable” que estuvo obligada a

desaparecer a causa de “la tiranía más espantosa” que llegó a asesinar a los indígenas bajo el escudo

falso de llevar el evangelio de Jesucristo. Ese fue “el pretexto para conmover y destruir los reynos,

destronar y asesinar a los príncipes legítimos [...]” (pág. 17).

El párroco de Mompox acudió al capital cultural escolástico para mostrar su descontento con

los españoles. El Aquinate había señalado que para que un gobierno no fuera tiránico era necesario

primero elegir al rey de forma consensuada por aquellos a quienes correspondiera esa tarea y luego

era indispensable ordenar el gobierno del reino para que el monarca electo se le sustrajera cualquier

intento de tiranía. La llegada de los españoles a América estaba lejos de ser un acto pactado entre

indígenas y españoles, los indígenas ya tenían un gobierno antes de este acontecimiento y dicho

gobierno era el legítimamente avalado por el pueblo americano. Los españoles se convertían desde

esta perspectiva en usurpadores del territorio y en tiranos guiados por la ira de asesinar. El único

justificante que para el clérigo habían tenido los occidentales para apropiarse del territorio era la

evangelización y bajo este telón habían cometido los peores actos de crueldad.

Como vemos el argumento es muy similar al que apelaron los religiosos que proclamaron en

los años de 1808 y 1809. Si para hombres como Lasso, Torres o Duquesne el gobierno francés en la

metrópoli era ilegítimo porque no había sido pactado con los españoles y americanos; para religiosos

como Estévez y Sotomayor ese era el motivo que descalificaba al gobierno monárquico en la Nueva

Granada. Además, estaba el hecho de que la usurpación había sido violenta, lo que mostraba la tiranía

que había caracterizado al proceso, hecho que según Fernández de Sotomayor (1815) se había

perpetuado durante los tres siglos de dominación colonial, por lo que la población del momento no

estaba menos oprimida que las generaciones anteriores. (pág. 6).

Era entonces la tiranía, tanto la cometida en el siglo XVI como la que había perdurado hasta

el XIX, la que legitimaba la revolución. La corrupción de la monarquía, en palabras de Aquino, le

permitía al pueblo recobrar sus derechos naturales y gobernarse por sí mismo. Con este cambio en el

discurso, los párrocos colaboraron en las transformaciones que se venían presentando en cuando a las

representaciones de la autoridad. Desde la perspectiva de Weber (2002), nos encontramos en una

sociedad que va dejando de lado una autoridad tradicional para ir adaptando una de tipo legal-racional

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30

(págs. 173-193). En la Primera República los que estaban sujetos a la autoridad obedecían a unos

superiores no por dependencia personal, como había sucedido en el Antiguo Régimen, sino porque

aceptaban las normas impersonales que definían a sus gobernantes. Ya no se rendía fidelidad personal

a un superior, sino que se cumplían las órdenes dentro del ámbito restringido en que su jurisdicción

estaba claramente especificada. Los individuos de las provincias se veían en la obligación de

obedecerle a la confederación, mientras que los de Santafé a su junta.

Pero los cambios no estaban solamente en el ámbito político, también se encontraban en el orden

lingüístico. Al proponer desde sus púlpitos que los hombres eran libres de gobernarse por sí mismos,

por derecho natural, los religiosos terminaron apostándole a una transformación del lenguaje. Como

ha planteado Bourdieu (2001), la lengua oficial de una sociedad está vinculada al Estado. Son las

instituciones públicas las encargadas de unificar una sola lengua y crear así una “comunidad

lingüística” homogénea (pág. 20). Este fue precisamente el reto que tuvieron los párrocos

comprometidos con la emancipación, debieron darle un nuevo significado al concepto ya antiguo de

soberanía y con ello apoyaron el proyecto estatal de construir una nueva dominación lingüística.

El proceso de emancipación generó una crisis en el lenguaje, derivada de las nuevas realidades y

las formas de representación que de estas se hacían. En poco tiempo los conceptos comenzaron a

transformarse, dejaron de significar lo que antes confería su sentido, para pasar a redefinirse o a hacer

uso de nuevos términos y nuevas metáforas políticas. Es así como el concepto de soberanía tuvo un

significado específico a mediados del siglo XVIII y uno diferente, dependiendo del contexto y del

enunciador, después de 1808. Nuestros clérigos, apoyados en sus prédicas, terminaron mostrando en

estos años de la Primera República que la soberanía de Dios residía en el pueblo y no en un solo

hombre. La comunidad perfecta, en palabras de Suárez, era la que designaba a sus gobernantes y ante

actos de tiranía y crueldad podían nuevamente ejercitar su dominio sobre ella.

Aunque el discurso escolástico no era novedoso para los religiosos, utilizarlo para defender

rotundamente una soberanía del pueblo en vez de generar confianza entre las élites terminó por crear

sospecha. Para varios criollos de la época era menester controlar en parte lo que los clérigos

deliberadamente y amparados en la legitimidad de su liturgia le decían a su grey con respecto a temas

tan complejos como el de la soberanía.

Antonio Nariño, por poner un caso, advertió del posible riesgo que representaba la ambigüedad

de los sacerdotes. En su Bagatela del 12 de enero de 1812 el revolucionario centralista se enfocó en

señalar el lugar que debía tener el clero en la transformación política que se estaba llevando a cabo, y

en alertar sobre las distorsiones que desde su perspectiva existían. Afirmó con vehemencia que los

clérigos “se han salido de la esfera de su ministerio sagrado” y “dotados de un espíritu de

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31

dominación”, “todo lo quieren saber y gobernar”, “son ciudadanos cuando les conviene y

eclesiásticos cuando se les quiere tocar el pellejo”. Reclaman “los derechos de ciudadanía en lo

favorable”, pero “cuando se trata de imponerles alguna pena pecuniaria o personal” alegan el fuero

(Citado por Sossa, 2010).

La eficacia de los discursos sermonísticos se debió a la correspondencia tácita entre la estructura

del espacio social en el que fueron creados y la estructura del campo de los sectores sociales en los

que se ubicaban los receptores y con relación a lo que interpretaban del mensaje suministrado

(Bourdieu, 2001, pág. 15). La semejanza entre las oposiciones de los campos especializados y el

campo de las clases sociales generó un doble sentido o más de una interpretación de lo que se estaba

diciendo. Esto quiere decir que mientras el pueblo llano favorecía los discursos de los religiosos, la

élite criolla se mostraba incrédula de las pretensiones de los curas. Dicho recelo pervivió en todo el

período y estuvo bien sustentado, en la medida en que los sacerdotes lograron acomodar sus piezas

oratorias a las circunstancias del momento, apostándole a los que en la ocasión fueran los victoriosos.

Los argumentos eclesiásticos a favor de la emancipación fueron abruptamente interrumpidos por

la Reconquista española. Como ha afirmado Bushnell (1996), los desacuerdos entre los patriotas a

propósito de la mejor forma de gobierno constituyeron uno de los factores que contribuyeron al

colapso de la Primera República. Otra causa fue la total falta de experiencia de los criollos

revolucionarios, pocos de los cuales habían estado expuestos al trabajo de gobernar más allá del nivel

municipal (págs. 68-69). Estos factores permitieron la intromisión de los ejércitos españoles, bajo el

mando del general Pablo Morillo, para reapropiarse del territorio neogranadino después de que en

1814 Fernando VII había recuperado su trono. Como veremos a continuación, este acontecimiento

militar modificó por completo el mensaje de las predicaciones de los sacerdotes que proclaman en

Nueva Granada a favor de la soberanía del pueblo. Sin embargo, la base teológica siguió siendo la

escolástica.

4. La Reconquista y el retorno de la teoría del Derecho Divino de los reyes

Dos años después de haber vuelto al trono, Fernando VII encargó a Pablo Morillo una fuerza

expedicionaria que se encargara de “pacificar” a las colonias rebeladas, la llegada de estos ejércitos a

Nueva Granada provocó gran conmoción. Como ha señalado Thibaud (2003), el bando realista,

reforzado por los batallones españoles, abandonó en gran parte la guerra irregular y no tuvo más

necesidad de recurrir a la guerra popular o a la sublevación de las masas contra los patriotas, como se

había visto forzado a hacerlo durante los años de la Primera República. El bando patriota, por el

contrario, privados de gobierno y de administración, se vieron obligados a recurrir a los métodos que

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habían utilizado sus contrincantes años anteriores: el reclutamiento de la población para sobrevivir y

reconquistar una base territorial (pág. 263).

Mientras esto ocurría en el ámbito militar, en el religioso los clérigos patriotas se vieron

obligados a exiliarse para no enfrentarse a los juicios que el general Morillo estaba dispuesto a

hacerles; abandonando así el proyecto de una nueva comunidad lingüística que reconociera y se

apropiara de otra definición del concepto de soberanía. Precisamente de las listas de eclesiásticos

procesados por el militar español es que pueden corroborar dos cosas16. En primer lugar, la mayor

parte del clero que se comprometió decidamente con la Independencia procedía del clero secular

(Plata, 2009, pág. 299). En segundo lugar, se puede desmentir la afirmación de Jorge Tadeo Lozano

hecha en el discurso de la apertura del Colegio Electoral de Cundinamarca, en 1813, que sostenía que

la revolución de 1810 fue una “revolución clerical”17. Si bien hubo una importante participación

clerica, tampoco se le puede considerar como una verdadera rebelión religiosa, desconociendo los

aportes de otros significativos sectores de la sociedad.

Para octubre de 1816 ya había en curso al menos cincuenta causas contra religiosos por

infidelidad. Después de esta fecha muchos clérigos fueron desterrados por orden de Morillo. “Haber

participado en las Juntas de gobierno, ser miembros de Colegios Electorales, haber jurado las

constituciones criollas, eliminar la mención del rey en la misa, escribir, leer y propagar papeles

insurgentes, fueron entre otros los cargos levantados” (Sossa, 2010). En este período algunos clérigos

manifestaron que si habían predicado a favor de la Independencia durante la Primera República fue

porque se sintieron intimidados por las autoridades republicanas. El Prebendo de la iglesia Catedral

de Santafé de Bogotá, Antonio de León (1816), afirmó en su sermón sobre el derecho divino de los

reyes que durante los años de revolución no se escaparon de la “cruel ira de los rebeldes” ni siquiera

los predicadores, que fueron condenados en “las sacrílegas juntas” y otros “consumidos de pesares

acabaron con dolor la existencia de una vida penosa y llena de trabajos”. Otros, finalmente, fueron

“expatriados con ignominia, o detenidos en presión por no haber querido condescender con las

iniquas y tumultarias ideas de un cisma político, y sedicioso” (págs. 38-39).

En este caso de León relataba lo que le había sucedido a los clérigos que se habían resistido a ser

parte del sistema republicano. Clérigos prominentes, como el caso de Lasso de la Vega, se negaron a

prestar el juramento de obediencia a la Junta Suprema, lo que les costó sus puestos e incluso su

libertad. El provisor del obispado de Santa Marta, Nicolás de Valenzuela y Moya (1817), sostenía en

16

Para los procesos en contra de los clérigos Véase (Hernández de Alba, 1962). 17

Distinto fueron los casos de Quito y México, donde la participación clerical fue determinante en la conformación de las

juntas y en el proceso militar de emancipación. Para el caso de Quito Véase (Demélas-Bohy & Saint-Geours, Jerusalén y

Babilonia, Religión y política en Sudamérica, el caso de Ecuador, 1988)

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33

un sermón de la época que él se había resistido a toda costa a ser parte del gobierno republicano, por

lo que debió sufrir el destierro y abandono de su curato:

En el año de 11, el Cabildo de Neyva puso oficio político al Autor, dándole parte de haberle

elegido para predicar en la Misa de acción de gracias solemne por la derrota de D. Miguel Tacón,

Gobernador de Popayán, y triunfo de las armas revolucionarias contra las del Rey, en Palacé. El

Autor se denegó y desatendió al Cabildo, quien no consiguió ni aun conocerlo sin embargo de las

muchas instancias que hizo para mezclarse en sus Colegios y Juntas. Viose en fin precisado por el

Gobierno a dexar el Curato de Yquira, que servía, y salir de la Provincia, emigrar tres años por los

lugares de montaña, librándose así el horrendo y execrable juramento de la independencia y

reconocerla. Execrable he dicho porque se hizo contra los juramentos solemnemente irrevocables

a favor de Fernando VII y Gobierno Español por cuyo cumplimiento, según la doctrina de Santo

Tomás, debe el hombre que es christiano y respeta el nombre de Dios perder sus bienes y sujetarse

a los trabajos antes que faltar a él (pág. 8)18.

El clérigo en este fragmento no sólo reclamaba el trato incorrecto que había recibido por parte de

los republicanos, sino que además descalificaba a la Primera República por ir precisamente contra los

preceptos establecidos por Santo Tomás en relación a la obediencia a las autoridades legítimas. Tal

como Duquesne lo había advertido en 1809, Valenzuela señalaba que los gobernantes españoles eran

los genuinamente establecidos por Dios y, por lo tanto, las desavenencias hacia ellos eran a la vez

oposiciones al mismo Ser Supremo. Desde la teoría del derecho divino, los reyes eran responsables

sólo ante Dios, la monarquía era pura puesto que la majestad radicaba por entero en el rey, cuyo

poder rechazaba toda limitación legal. No era posible limitar, dividir o enajenar la majestad del rey en

detrimento del cabal ejercicio de la misma por su sucesor. Los defensores de esta postura sostenían

que la no resistencia y la obediencia pasiva por parte de los súbditos estaban regidas por

prescripciones divinas19. En cualquier circunstancia la resistencia al rey era vista como un pecado y

acarreaba la condenación eterna (Figgis, 1982, pág. 16).

Con esta idea tanto de León como Valenzuela lograron reincorporan en la escena político-

religiosa el tema de la autoridad debida a los reyes. Para el prebendo de Santafé, la religión católica

apoyaba exclusivamente al gobierno de uno solo, en la medida en que los monarcas eran los únicos

que contaban con el aval divino, por lo cual sólo la monarquía podía “hacer humanamente felices a

los Pueblos” (De León, 1816, pág. 4). El clérigo enfatizaba en que había un pacto entre el altar y el

trono que hacía incongruente la adhesión a la religión y la deslealtad al rey. El énfasis en el monismo

entre Iglesia y Corona fue entonces uno de los argumentos más sólidos de estos clérigos realistas en

los años de Reconquista para descalificar al gobierno republicano.

18

El sermón de Nicolás de Valenzuela fue proclamado el 1 de septiembre de 1816 y se llevó a la imprenta un año después. 19

Entre los que se mostraron a favor de la noción de derecho divino estaban el francés Jacques Bénigne Bossuet, el inglés

sir Robert Filmer y el capuchino neogranadino Joaquín de Finestrad.

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34

En estos años los eclesiásticos también utilizaron el recurso de la tiranía como lo habían hecho

sus antecesores, la diferencia estaban en que ahora el tirano no era el rey, sino la confederación. Así,

Valenzuela y Moya (1817), sostenía que el Congreso había sido tiránico y sus líderes unos opresores:

Los esfuerzos, y los estragos de la guerra civil, obligaron en fin a las Provincias a recibir el tirano

yugo del Congreso, y Gobierno exterminador. Su fin se había de ver antes de salir de la cuna de la

tiranía. No podía florecer la paz, donde la violencia había encendido las llamas de una implacable

discordia. Las conmociones populares, y la severidad despótica del Congreso, llenaron de terror y

espanto a la Metrópoli. Prisiones intempestivas, calabozos, cárceles, destierros y seqüestros eran

las imágenes de ésta que se llamó la Constitución feliz (pág. 20).

Para Nicolás de Valenzuela las guerras que caracterizaron la Primera República eran muestra de

la tiranía del Congreso de las Provincias Unidas, pues los neogranadinos habían aceptado esta forma

de gobierno sólo por el temor que infringían sus líderes. No había sido un pacto consensuado lo que

había generado la revolución, sino la violenta dominación de unos pocos; dominación, además,

caracterizada por la ambición y la crueldad. Dos términos que también habían utilizado los clérigos

patriotas para oponerse a los conquistadores y que tenían honda raíces en el pensamiento del

Aquinate.

Mientras que después de 1810 los sacerdotes consideraron ilegítima la intromisión de los

españoles en América por la violencia y horror causados por la conquista, los clérigos de 1816

encontraron que precisamente el temor y la intimidación eran lo que descalificaba cualquier intento

de sublevación por parte de los neogranadinos. Para estos religiosos América había gozado de paz y

tranquilidad durante los trescientos años de colonización. En todo ese tiempo, según ellos, América

no había conocido lo que era la guerra, acto que experimentó precisamente después de la revolución.

Bajo este razonamiento los clérigos de la Reconquista desecharon la idea del mal gobierno del rey y

se encargaron en mostrar los horrores padecidos los años inmediatamente anteriores. Vemos entonces

que los sacerdotes del período de Morillo recurrieron a la misma argumentación de sus adversarios,

pero acomodando los razonamientos a su conveniencia.

De León (1816), por ejemplo, se basó en la idea de “lesa majestad” planteada por el Aquinate

para descalificar a la revolución. Desde un razonamiento escolástico, el clérigo sustentaba que la

emancipación representaba la desobediencia de la que ya había advertido el teólogo medieval. En este

caso, el sacerdote no cuestionaba el gobierno del rey, como habían hecho sus antecesores, sino que

mostraba la Independencia como un acto despótico que violaba los pactos establecidos:

[La revolución] Ha sido, hablando con propiedad, un crimen de lesa Magestad por haber sacudido

el yugo de la obediencia que por humano, y divino derecho le es muy debida a los Reyes que

mandan a nombre de Dios. Ha sido un crimen de lesa Patria, cuya ruina únicamente se ha

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procurado de todos modos baxo el pretexto de la libertad, con la que se han esclavizado todos los

Pueblos para llenarlos de calamidades, y despecho. Y ha sido finalmente, un crimen de lesa

naturaleza; cuyas obligaciones y sagrados derechos se han escandalozamente violado, faltando a

los deberes de la humanidad, y a los vínculos de la amistad, y de la sangre que han respetado

siempre hasta las Naciones más incultas y groseras para que de este modo fuese la escarapela

nacional, o divisa tricolor de la Nueva República de las Américas, la injusticia, la ingratitud, y la

alevosía (pág. 49).

El prebendo de Santafé en este fragmento pone sobre la mesa el tema del contrato no firmado

entre América y España. Para de León los americanos debían obediencia voluntaria al monarca

porque su autoridad estaba basada en el derecho divino de los reyes. Ir en contra de este derecho

implicaba a la vez estar en desacato con la patria y con los mismos preceptos naturales, en la medida

en que por ley divina el monarca era el representante, en lo civil, de Dios en la tierra. Notemos que el

sacerdote no diferenció, como hicieron sus colegas de la Primera República, la ley divina de la

natural. La articulación de los preceptos religiosos con los instintivos del hombre le permitieron a de

León mostrar la revolución no sólo como un acto injusto e ingrato, sino también como perfidia.

Como podemos apreciar para estos dos clérigos realistas los acontecimientos más inmediatos, la

Revolución y la confederación de las Provincias Unidas, se convirtieron en el descalificante a

cualquier tipo de gobierno distinto al de la monarquía. El mayor argumento esgrimido era la falta de

obediencia, que desde una posición tomista era completamente cuestionable. La mayor razón

otorgada por ellos para la pervivencia del rey en América era que el monarca recibía la unción del

mismo Dios y este acto litúrgico providencial no podía ser sustituido por ningún hombre, pues por

encima de la ley humana estaba la eterna.

En resumen, nos encontramos con que los argumentos dados por los sacerdotes realistas durante

el período de Reconquista no distaron mucho de los presentados por los eclesiásticos patriotas en los

años de la Primera República. En ambos casos se sostuvo la soberanía de Dios por encima de los

gobernantes terrenales y se descalificó al contrario a partir de la idea tomista de tiranía. Sin embargo,

como veremos en seguida, la apuesta de los religiosos realistas por la defensa del derecho divino de

los reyes se vio rápidamente sustituida por el apoyo a una soberanía del pueblo, después de obtenida

la victoria de la Batalla de Boyacá por parte de las tropas patriotas.

5. El Derecho a gobernarse por sí mismos y el sermón en función del nuevo

orden

Obtenido el triunfo patriota en la Batalla de Boyacá en agosto de 1819, los discursos clericales a

favor de la Reconquista desaparecieron. En esta época se consideró que se había consagrado la

Independencia de la Nueva Granada, pero aún quedaban fuertes bastiones realistas y, por lo tanto, se

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planearon campañas para seguir combatiéndolos. El nuevo orden republicano que se impuso tras el

éxito militar, generó replantearse el lugar de Dios, del ejército, de la Constitución y de la ciudadanía.

Todos ellos estaban relacionadas con la cuestión fundamental del entendimiento de la soberanía

popular (Garrido, 2009, pág. 106).

Después de esta fecha, en el campo religioso siguió la batalla de representaciones sobre la

relación del pueblo con Dios y con el rey. Dichas batallas tuvieron profundas implicaciones en el

imaginario social, religioso y político. Los clérigos realistas, como el obispo de Cartagena, Gregorio

José Rodríguez, seguía alentando a los párrocos y sacerdotes en la defensa del rey. Sin embargo,

después de expedido el decreto vicepresidencial el sermón se convirtió en un arma al servicio del

nuevo orden. “Con ello pues, se apuntaba a legitimar la Independencia y a los nuevos gobernantes y

sobre todo a eliminar el posible conflicto entre la lealtad a Dios y la deslealtad al rey” (Garrido, 2004,

pág. 462).

La decisión del vicepresidente de legalizar los sermones de los curas para que no hubiese otras

orientaciones distintas a las ligadas a la soberanía del pueblo no nos debe extrañar, era una forma de

evitar que los religiosos se excedieran en sus discursos, llegando al punto de desarticular el proceso

emancipatorio. Meses antes de obtenida la Independencia total, el coronel José María Barreiro le

escribió al virrey Sámano la siguiente misiva, firmada el 8 de junio de 1819, con el fin de advertirle

del riesgo que representaban varios religiosos que se hacían pasar por realistas, pero que en realidad

apoyaban a los revolucionarios:

Puedo asegurar que por lo que respecta a los sacerdotes, la mayor parte son sospechosos: unos por

desear nuestro exterminio y el triunfo de los rebeldes y otros por ser verdaderos egoístas que están

al partido que más pueden, y por cuya razón huyen de cuanto les pueda comprometer, afectando

todos con una hipocresía religiosa estar imbuidos en el culto de su ministerio y que desprecian las

cosas mundanas. Por este estilo tiene vuestra excelencia llenos los pueblos y los conventos, unos y

otros protegen a los rebeldes, les suministran todo obsequio y cuantas noticias llegan a adquirir y

con nosotros aparentan un gran interés y deseos de tranquilidad, siendo por consiguiente muy

difícil conocerlos, pero sí muy extraño lo que con sinceridad se expresen en estos términos”

(Citado por Sossa, 2010).

Lo que planteaba Berreiro demuestra el impacto de las palabras de los clérigos en la población

y el recelo que despertaban en las élites. Las ambigüedades de los sacerdotes y su afán de acomodarse

al mejor postor hacían que fueran mirados con sospecha entre la élite realista y patriota. Sin embargo,

en el pueblo llano su palabra siempre era reconocida como la del portavoz autorizado y no se ponían

en duda sus afirmaciones a favor o contra de una postura política. Es por esto que, ante la

institucionalización política del sermón, la construcción de una nueva comunidad lingüística

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encaminada a proponer el nuevo significado de la palabra soberanía retomó sus labores en la oratoria

sagrada.

Como ha señalado Garrido (2004), antes de dictarse el decreto posiblemente fue discutido con

las autoridades eclesiásticas como el deán y el cabildo del arzobispado y los principales prelados de

los conventos (pág. 463), pues los religiosos seguían las órdenes de sus superiores clericales y no las

de los nuevos jefes políticos. Esto puede corroborarse en varios de los sermones de los clérigos que

predicaron después de la proclamación del mandato. Muchos afirmaron en sus piezas oratorias estar

cumpliendo las órdenes de sus superiores, incluso algunos se disculparon en notas finales o iniciales

por tardarse en el envío del sermón y aprovecharon las excusas para reafirmar que lo que estaban

proclamando sólo se hacía con el fin de seguir los mandatos impuestos. Así lo expuso el párroco

Gómez Quevedo (1820), del pueblo de Pacho:

Comunicando á usted que he recibido el oficio que se ha dignado participar con fecha 22 de Enero

del que rige por orden del Excelentísimo Vice-Presidente y Comandancia General: interado [Sic]

de su contenido: digo, ingenuamente que no dirijo quaderno de sermones desde que entraron las

tropas republicanas porque yo ignoraba del todo la nueva disposición del Supremo Gobierno, sin

embargo en fuerza y rigor de mi Ministerio, que obtengo por la Divina providencia no he dexado

de exponer el Santo Evangelio, que voceo cada Domingo en términos lacónicos: costumbre que he

habituado de seguir el estylo de las Aulas mayores: e igualmente haciéndoles ver á los poquísimos

oyentes, que concurren á misa las obligaciones, tan urgentes y necesarias para conservar el Estado

por medio de seguir la opinión segura, constante: y lo mismo la justísima causa de la libertad que

debemos seguir y acompañar con la gratitud y amor la ternura de hijos y de vasallos el debido

respeto al que es Padre común de los Pueblos (págs. 14-15).

El cura Gómez Quevedo se excusaba así de su tardanza en mostrar evidencias de sus

proclamaciones a favor del sistema republicano. Desde la perspectiva weberiana nos encontramos en

medio de una sociedad más jurídico-racional, que comienza a notar la necesidad de basarse en la

legalidad de las normas y en respetar el derecho y las órdenes de los que ocupan cargos públicos

(Weber, 2002, págs. 173-180). No bastaba con que los sacerdotes hicieran sus rogativas a favor del

nuevo orden, era menester enviar copia escrita de lo pronunciado y para mayor constancia de lo

entregado debía contar con la firma de autoridades civiles como el Alcalde o Regidor. Aunque la

mayoría de estos sermones no conocieron la imprenta, sí iniciaron un proceso mayor de

burocratización que el que se vivía en el Antiguo Régimen.

Los sermones posdecreto vicepresidencial fueron pronunciados principalmente por sacerdotes de

“plaza y pasión”, que no contaban con el mismo bagaje cultural de sus colegas de Santafé y

Cartagena. Sin embargo, eso no implicó que la escolástica medieval y la neoescolástica española

siguieran siendo parte del entramado argumental. Aunque con menor estilo culto que el de Lasso o

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Fernández, por poner dos ejemplos, estos curas también contaron con el capital simbólico de la

Iglesia. Muestra de ello fue el clérigo Luis Calvo (1819), quien sostenía en su sermón pronunciado en

Sotaquirá:

Que admirable se deja ver el autor divino en la palabra del universo; por más admirable ostenta su

poder y sabiduría en la formación del hombre, este Dios es el que crió al hombre libre e

independiente Adán y sus sucesores, que gozaron de esta excelencia, no tuvieron reyes, ni otro

superior sobre la tierra aumentándose progresivamente, el número de los vivientes y reflexionando

estos, que el andar errantes por selvas y el decidir sus diferencias por la fuerza, era un estado

violento miserable, y que los conducía a la destrucción y la ruina, se reunieron en sociedades, y

nombraron de entre ellos mismos que les conservasen sus derechos y dirimiesen sus

desavenencias. He aquí el origen de los gobiernos y cumplido, lo que Dios mandó después que

eligiesen para que los gobernasen, uno de sus hermanos y no de fuera, origen que manifiesta muy

bien, que estos gobiernos, deben ser obra de los pueblos, que no es legítimo, el que no se establece

con el consentimiento de ellos (fols. 112v-113r)20.

Claramente el clérigo Luis Calvo recurrió a su capital cultural para mostrar la pertinencia de la

soberanía del pueblo. Santo Tomás había señalado que el hombre se organizaba en sociedad por

derecho natural y no por obligación divina. Igual argumento utilizó Calvo para señalar que al

principio del mundo los hombres andaban vagando por él hasta que decidieron reunirse en comunidad

y fue en ese momento, y por convicción de los propios hombres, que se decidió establecer

gobernante. Calvo omitió el pasaje tomista que mostraba a la monarquía como la forma más idónea

de gobierno y lo reemplazó por el enunciado que afirmaba que los gobernantes debían ser elegidos de

la misma comunidad perfecta y no de afuera. Con ello rechazó el gobierno del rey, no por ser el de

uno solo, sino porque Fernando VII no era americano. El clérigo de Sotaquirá concluía recordando el

planteamiento del Aquinate, que sostenía la pertinencia del consenso como elemento de legitimidad

de los gobiernos.

El cura de Turmequé (1819), por su parte, no cuestionó el origen de la soberanía del rey en

América. Para él la ilegitimidad del gobierno monárquico (tanto el Asturia como el Borbón) radicaba

en que los reyes españoles no respetaron el acuerdo social tácito establecido entre el pueblo y su

gobernante:

Es cierto que hemos vivido bajo la dominación de España por más de trescientos años: pero es

mucho más cierto que los que han empuñado el cetro, y ceñido la corona para gobernarnos, en

nada menos han pensado, que en guardarnos nuestros pactos sociales, siendo estos los cimientos

en que se amparaba la soberanía, que les habíamos transmitido, para que nos mirasen, y tuviesen

por partes integrantes de la monarquía, y no para que nos tratasen como a esclavos: pero qué digo

20

Las cursivas son nuestras. El fragmento que señala que la exigencia de Dios fue elegir un gobernante hermano y no

extranjero se basa en el pasaje bíblico del Dt 17:15 “deberás poner sobre ti un rey elegido por Yahveh, y a uno de entre tus

hermanos pondrás sobre ti como rey; no podrás darte por rey a un extranjero que no sea hermano tuyo.

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guardarnos los pactos sociales; cuando toda su política ha sido tratarnos como unos colonos,

graduantes de idiotas (fols. 53r-53v).

Para el cura del pueblo de Turmequé, el pacto social no firmado hecho entre españoles y

americanos debía regirse por el buen gobierno. Ante la esclavitud que por tres siglos debieron vivir

los americanos, el pacto se había roto y la soberanía, entregada al rey, revertía nuevamente al pueblo.

Sin necesidad de citar a las autoridades reconocidas en el tema, el cura mostraba la distinción entre el

derecho positivo (el pacto social) y el derecho natural (la libertad). Ambos habían sido injuriados por

el rey y su corona y, por lo tanto, su gobierno era ilegítimo.

Pero no sólo se apeló al derecho natural y positivo, sino también al de gentes. El clérigo Diego

Chacón y Galindo (1820) partió de la idea de origen de la sociedad de Santo Tomás para luego

señalar que la esclavitud y servidumbre se había debido al derecho de gentes, que recordemos distaba

del natural. Según el sacerdote, los hombres nacían libres, pero originadas las guerras se produjo la

servidumbre y cautividad, y de allí provenía el derecho de gentes. Eso era lo que había sucedido en

América, pues antes de la conquista los nativos habían gozado de plena libertad por algunos siglos,

pero después de este acontecimiento los americanos habían quedado en la servidumbre (fol. 153r).

Para el religioso neogranadino la conquista era producto del derecho internacional y no un acto de

derecho natural, lo que otorgaba legitimidad a la acción bélica a favor del recobro de la libertad.

Para estos clérigos lo más relevante era establecer que el derecho natural, que les garantizaba su

libertad, era dado por el mismo Dios, por lo que exigir un gobierno propio no implicaba renunciar a

sus creencias. Dios siempre fue presentado como el verdadero soberano, solamente cambió el

poseedor de la misma: “El Dios de las alturas, que rige, y gobierna, no sólo el orden de la naturaleza

creada, y temporal, sino también a la espiritual, pone fin a cada individuo seguro para que haya sido

creado. El hombre creado a su imagen y semejanza le condecoró desde el principio que fue formado

con el don de su libertad, es dueño de sus acciones dirigidas según la Ley Divina, y razón natural”

(Sermón predicado en el Pueblo de Pasca, Cantón de Bosa, 1819, fol. 127r).

Bajo esta afirmación el cura de Pasca establecía que apoyar la Independencia no iba en contra de

Dios, refutando lo dicho por los sacerdotes realistas, especialmente los de la Reconquista. Uno de los

grandes temores que existían en la época era que ante la proclamación de la emancipación se

estuviera cometiendo un acto contra el Ser Supremo. Una de las tareas de los clérigos posdecreto fue

precisamente intentar calmar esos miedos comunes. La forma más idónea de hacerlo fue a través de la

ratificación de que Dios estaba a favor del movimiento libertario y que él era el verdadero soberano

que decidía a quién cedércela. Así lo afirmaba el presbítero de menores observantes, fray Manuel

Garay, la noche del 04 de diciembre de 1819: “Dios ha dicho […] que da y quita los reinos a quien

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quiere y quando quiere: es decir que la medida de la duración de los reinos son los crímenes de los

mismos que reinan. Por eso los devastadores del mundo son llamados en la escritura santa, el azote de

la humanidad e instrumentos de la ira de Dios” (1826, págs. 10-11)21.

Con esto el fraile mostraba a Dios como verdadero conductor de la historia humana y como

soberano supremo. Él era el que decidía a quién o qué cederle su suprema potestad en la tierra, pero

así mismo tomaba la decisión de revertirla al encontrar que el gobierno establecido era despóstico,

acto que desataba su ira. El clerigo desde esta postura mostraba que Dios en un principio había

apoyado la soberanía del rey en América, pero ante su gobierno tiránico le había quitado su aval y se

lo había entregado al sistema republicano.

Tal como había ocurrido en la Primera República, la soberanía no revertió directamente en el

pueblo, sino en el Congreso de Angostura y luego en la constitución de Cúcuta. La diferencia entre el

primer intento de emancipación y la carta magna de 1821 radicaba en que esta última trasladó la

soberanía a la nación. “Contrariamente a las constituciones de la primera independencia, los

constituyentes de Cúcuta derivan todo el poder [en] un lugar vacío y abstracto, con el fin de evitar

toda forma de usurpación o de alienación del mismo. […] Levantan de esta manera una soberanía

unitaria y abstracta que se ejerce sobre una república dividida en departamentos, provincias, cantones

y parroquias” (Calderón & Thibaud, 2010, pág. 197).

En resumidas cuentas, los clérigos que proclamaron en la Nueva Granada durante estos años

hicieron énfasis en que por derecho natural la soberanía revertía al pueblo, sólo que ese éste fue

entendido no como la unión de todos los miembros de la sociedad, sino como la nación misma.

Apoyados en su capital cultural, los sacerdotes desafiaron la comunidad lingüística del Antiguo

Régimen y se incorporaron al proyecto estatal de crear una nueva lengua oficial que modificó las

definiciones de viejos conceptos como el de soberanía. Aunque aún faltaban varios años para que ese

nuevo significado se consolidara del todo, un hecho era evidente: la ruptura total con la teoría

absolutista de derecho divino de los reyes. La escolástica medieval y la neoescolástica española

fueron mucho más coherentse en el contexto vivido, puesto que limitaban los poderes del rey y

mostraba la usurpación como un delito tiránico.

En el siguiente capítulo mostraremos que las distintas soberanías que tuvieron lugar en estos años,

la del rey, la del pueblo y la de la nación estuvieron también articuladas a ideas de castigo divino y a

milenarismos. A partir del temor a Dios los clérigos procuraron explicar los cambios en el gobierno,

evitando que la sociedad cayera en anarquía, el gran miedo de toda la comunidad católica.

21

El sermón de fray Manuel Garay se predicó el 4 de noviembre de 1819 y se imprimió siete años después.

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Capítulo II

El púlpito entre el temor y la esperanza:

ideas de castigo divino y milenarismos en la oratoria sagrada

“[…] los Ministros del Santuario, encargados de repartir a los Pueblos

el Pan de la divina palabra, tenemos estrecha obligación de manifestarles […]

Que serán víctimas de la ambición, inequidad e injusticia,

si no llevan por delante en sus empresas el temor Santo del Señor

y el cumplimiento de su ley [...]”

Joaquín Guerra y Sixto, 1814

El tema de la soberanía en la oratoria sagrada de la Nueva Granada de principios del siglo

XIX estuvo articulado a nociones judeocristianas de castigo divino y a escatológicas de milenarismos.

Con el fin de explicar los acontecimientos vertiginosos por los que se estaba pasando, los párrocos

recurrieron a ideas de sanción divina y fin del mundo para mostrarse a favor o en contra del poder

regio o de la soberanía popular. El orador, según Bourdieu (1995), era quien intentaba actuar en el

mundo y sobre él gracias a la eficacia performativa de la palabra (pág. 106) y por medio de ella

conectaba los sucesos del momento con el pensamiento católico. Las persuasiones que generaban el

temor a Dios deben entenderse en el marco de sus funciones prácticas y políticas, puesto que las

relaciones lingüísticas que se daban entre el sermón y el auditorio que lo escuchaba siempre eran

relaciones de fuerza simbólica a través de las cuales las relaciones de poder entre los predicadores y

su auditorio se actualizaba bajo una forma transfigurada.

Cualquier intercambio lingüístico conlleva la virtualidad de un acto de poder, tanto más

cuanto involucra actores sociales que ocupan posiciones asimétricas en la distribución del capital

pertinente (Bourdieu & Wacquant, 1995, pág. 104). En nuestro caso, la prédica tenía implícita el

poder del sacerdote, quien ostentaba un lugar más preponderante en la sociedad que el que tenía el

pueblo llano que lo escuchaba cada día en la misa y contaba con un capital cultural distinto al de la

élite. El hombre del altar también era el hombre del púlpito y la plebe se sentía más conforme con ese

último, en la medida en que dejaba de ser un individuo que rezaba en latín y de espaldas al pueblo y

se convertía en uno que los miraba a la cara y les proclamaba en su propio idioma el evangelio moral

y práctico capaz de transformar a los simples en sujetos artificiosos (Di Stefano, 2004).

Entender el entramado argumental acerca del castigo divino y el fin del mundo implica

comprender que los sacerdotes neogranadinos de principios del XIX hicieron uso de las armas

discursivas de las que disponían. Se trató de una delicada operación mental que requería enmarcar los

acontecimientos vividos en la historia de Dios. Lo que significa que por medio de la prédica y los

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lentos procesos de persuasión, los sacerdotes lograron conectar los hechos inéditos ocurridos con lo

plasmado en la Biblia cientos de años antes. El propósito era demostrar que si bien había habido un

cambio de régimen, la religión seguía intacta. Yahveh fue presentado como el protagonista de los

sucesos revolucionarios y contra revolucionarios, por lo que cuanto estaba ocurriendo en los dos

lados del Atlántico era sólo la ejecución de los designios divinos.

Esta postura llevó a vincular las ideas judeocristianas de temor a Dios con las de paz y

tranquilidad. La ira de Yahveh se articuló a su misericordia y las ideas del fin del mundo se enlazaron

con aquellas esperanzadoras que señalaban que en breve se produciría una consumación maravillosa

y llegaría un tiempo en el que el bien triunfaría sobre el mal y lo reduciría a cenizas para siempre. En

dicho tiempo unos elegidos comenzarían a vivir como una sociedad armónica y sin conflictos, tal

como la de los orígenes que mencionaba Santo Tomás. Estas visiones tenebrosas y a la vez utópicas

también se entrecruzaron con imaginarios mesiánicos que enaltecían a individuos de la historia como

héroes divinos. En todas estas visiones apologéticas los episodios experimentados fueron siempre

presentados como un plan de Dios. Es por esto que las ideas de castigo divino y las de milenarismos

fueron pieza clave entre los sermones estudiados, siendo uno de los temas más comunes en todos

ellos.

Hemos dividido nuestro capítulo en tres secciones. En la primera mostraremos las nociones de

castigo divino a la que apelaron los clérigos neogranadinos para justificar los sucesos trágicos que se

vivían. Veremos que esta posición fue matizada con la idea de misericordia divina, que procuraba

llevar un mensaje esperanzador al auditorio. En la segunda expondremos cómo estas ideas de castigo

y misericordia también se articularon a ideas escatológicas como los milenarismos de la época, que

procuraron exhibir al enemigo como parte de las huestes infernales y al bando amigo como próximo

grupo elegido para reinar con Jesús por mil años antes de la llegaba del Juicio Final. Estas visiones

apocalípticas se acompañaron de mesianismos que pretendían sacralizar a unos individuos y

descalificar a otros. Finalmente, sostendremos que este paradigma providencialista mostró siempre a

Dios como el verdadero conductor de la historia humana, por lo que la revolución y los cambios en el

tema de la soberanía jamás se presentaron en contradicción con la fe y las creencias católicas. Dios

fue exhibido ante la plebe como el protagonista de los acontecimientos, ostentándolo como el aliado

del bando victorioso e incluso en ocasiones como compañero infalible del perdedor, en la medida en

que fracasar implicaba purgar las culpas.

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1. Castigo y misericordia divina: entre un Dios temeroso y protector

El objetivo último de la predicación era lograr persuadir o conmover al auditorio que escuchaba la

prédica. El orador estaba llamado a obrar un cambio en los comportamientos de sus gentes por medio

de la palabra, “[…] moviendo los sentimientos del alma; tocando los resortes misteriosos del corazón

humano para que se decida a apartarse del vicio y seguir la virtud; fin noble y santísimo que se

propone en la moción de los afectos” (Sánchez Arce y Peñuela, 1862, pág. 53). Si bien es cierto que

en las dos primeras décadas del siglo XIX la oratoria sagrada neogranadina se enfocó principalmente

en dar respuestas a los acontecimientos políticos, no olvidó del todo su propósito central: persuadir

para evitar el desequilibrio social. Los clérigos de la Nueva Granada encontraron que la mejor forma

de explicar los abruptos cambios en la soberanía y en las formas de gobierno era a través de la ira de

Dios y su misericordia. A partir del temor podían evitar que la sociedad cayera en anarquía, desatando

un caos sin precedentes, y por medio de la bondad celestial lograban sostener la autoridad de Dios en

una época donde las creencias comenzaban a ser cuestionadas.

Estos imaginarios que se pueden incluso rastrear en el pensamiento medieval, fueron un recurso

con el que los clérigos pudieron mostrar a Dios como aliado de la monarquía o del sistema

republicano, dependiendo del contexto. Veremos primero cómo apelaron al temor a Yahveh para

asegurar la autoridad de éste y luego cómo se ayudaron de la imagen del Dios paterno y bondadoso

para calmar los ánimos. Ambas nociones siempre se articularon al problema de la soberanía; aunque

nunca se cuestionó que el verdadero soberano era Yahveh, el debate alrededor del castigo y la

misericordia se prestó para legitimar al poseedor terrenal de ésta.

1.1 Sanción divina: causa de los conflictos en América y la Península

En los libros proféticos de la Biblia, como el de Daniel y el de las Lamentaciones, existen pasajes

que aseguran que por haber abandonado a Yahveh el pueblo elegido deberá ser castigado con el

hambre y la peste, la guerra y la cautividad. Por dicha falta será sometido a un juicio inquisitorial

severo, que permitirá la absoluta purificación del pasado culpable. Sin embargo, el juicio no será el

fin del pueblo elegido, pues una parte de Israel sobrevivirá a los castigos y merced a él se cumplirá el

designio divino. Después de que la nación haya sido regenerada y reformada, Yahveh culminará su

venganza y se convertirá en el Libertador. Concluida la catástrofe surgirá una nueva nación que nada

tendría que envidiarle al Edén (Cohn, 1983, pág. 19). Lo profetizado para Israel sirvió de tipología

para explicar lo ocurrido en América y especialmente en Nueva Granada. Los pecados eran el móvil

principal que había acarreado las desgracias, pero después de su purificación la naciente república se

convertiría en una sociedad más pura y más cercana a Dios.

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Frye (1988) ha planteado que la Biblia ha sido interpretada de forma binaria entre “tipos” y

“antitipos”. El mundo cristiano ha creído que en el Antiguo Testamento, el Nuevo está oculto y en

este último el Antiguo se revela. Todo lo que sucede en el texto veterotestamentario es un “signo” o

presagio de algo que sucederá en el Nuevo Testamento, a esto Frye le llama “tipología”. Ejemplo de

ello es que Adán es visto en los escritos neotestamentarios como un “tipo” de Cristo. Lo que sucede

en el Nuevo Testamento constituye un “antitipo”, una forma realizada de lo profetizado en el Antiguo

Testamento (págs. 103-104). Nuestros sacerdotes hicieron uso de este pensamiento tradicional del

cristianismo para dar respuesta a los sucesos del momento. Según ellos, lo anunciado para el pueblo

hebreo (tipo) se revelaba en los sucesos ocurridos en el momento (antitipo).

Como ha señalado Núñez (2002), el carácter personal de Dios lleva implícito la creencia en un

Ser Supremo no indiferente ante el mundo y los hombres, sino con sentimientos, que se irrita y

aplaca. Las desgracias se explican desde la indignación divina por los pecados de los hombres (pág.

280). En nuestro caso, las desgracias ocurridas ya fuera por la invasión napoleónica, la revolución o

la reconquista se explicaron a partir de esta idea de ira de Dios. Los clérigos tomaron una posición

pesimista con respecto a la humanidad, señalando que los hombres se ven siempre empujados a la

desmesura y esto sin cesar acarrea la cólera de Yahveh.

Como desarrollaremos más detenidamente, en las proclamaciones hechas en los años de crisis de

acefalía se argumentó que la invasión napoleónica era producto de la “depravación” en la que se

encontraba España y del hecho de haber sido aliada de Francia. En el período de la Primera República

fue común afirmar que las guerras internas eran producto de una condena celestial. Durante la época

de Reconquista los sacerdotes proclamaron que la revolución de independencia había sido un castigo

divino por los pecados de los americanos durante trescientos años. Finalmente, los sermones

promulgados durante 1819 y 1820 establecieron que la Reconquista había sido una sanción divina por

haber fracasado la Primera República. En pocas palabras, los sacerdotes utilizaron el recurso de la ira

de Dios para justificar los acontecimientos más próximos. En una época de rápidas y álgidas

transformaciones, tuvieron que buscar distintos argumentos para legitimar, desde la religión, lo que

estaba sucediendo.

Para el canónigo Lasso de la Vega (1808) el relajamiento moral en que se encontraba España era

lo que había generado la invasión de las tropas francesas: “No hablaré de la moral relajada porque esa

¡ay de mí! seguida con libertad por muchos de los nuestros, debemos confesar es la causa por que

Dios nos castiga” (págs. 17-18). Haber sido aliada de Francia y haber permitido la intromisión de la

filosofía ilustrada en España habían permitido que la metrópoli descuidara sus creencias católicas y

eso había desatado la ira de Dios. La invasión napoleónica, desde la perspectiva del predicador, era

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45

un castigo celestial. Yahveh fue mostrado como el personaje que manejaba los hilos de la historia, su

ira era causada por los pecados humanos y ella desataba los conflictos y calamidades por las que se

atravesaba.

Pero cuestionar los pecados y relajamiento moral de España no implicaba una crítica a su sistema

en esos primeros años de cautividad del rey. Duquesne se mostraba irritado en un sermón proclamado

el 19 de enero de 1809 por los actos pecaminosos que habían producido la intervención bonapartista,

pero a la vez exponía su adhesión al sistema monárquico y a la teoría del derecho divino al

enfrentarse desde su púlpito a Napoleón: “Y vosotros impíos, no penséis que vuestro linaje ha sido

abandonado. Aguardad un poco, y veréis los castigos que os amenazan. Nosotros padecemos, porque

hemos pecado contra nuestro Dios, y su Majestad ha hecho cosas dignas de admiración en nosotros.

Pero tú [Napoleón], Apóstata feroz no te imagines que ha de quedar sin castigo la guerra, que has

intentado contra Dios” (1809a, pág. 26). Para el sacerdote madrileño la guerra contra España era a la

vez una guerra contra la religión católica y su dios. La alevosía del pueblo galo terminaría generando

su fracaso y una cólera mayor de Yahveh. Duquesne, en ese sentido, no dejaba de mostrar su

fidelidad al rey, a pesar de cuestionar las actitudes de sus gentes que había desatado el desastre

vivido.

El cura doctrinero Antonio Torres y Peña (1809) iba en la misma línea de Duquesne, pero

ampliaba sus críticas a España al cuestionar el gobierno del primer ministro del rey, Manuel Godoy:

¿Y no ha sido muy semejante a este, Señores, el estado de depravación que hemos visto en España?

¿No es cierto que ese Monstruo avariento y ambicioso: ese hombre el más malvado, que en todos los

siglos ha producido el pueblo Español, tenía oprimida desde el trono hasta la última clase de los

vasallos? ¿No hacía éste que reinase sólo el desorden, la disolución, y la violencia; y que sirviese solo

la sombra, y el nombre de nuestro augusto Soberano Don Carlos, para autorizar sus execrables

desafueros? (pág. 11).

Para el clérigo el gobierno absolutista y bastante cuestionado de Godoy era lo que en últimas

había desatado la ira de Dios, provocando la invasión francesa. Este personaje era tan odiado en la

península como en América, sólo que en este lado del Atlántico algunos de los virreyes y miembros

de las audiencias que gobernaban en 1808 habían sido protegidos de Godoy o designados por él, lo

que produjo una ola inicial de descontento en contra de los amigos del favorito, quienes como el

virrey de México, cayeron rápidamente como una reacción local o bien fueron reemplazados por

nuevas personas designadas por el gobierno temporal de España (Anna, 1986, pág. 58). En todo caso,

el desprecio que generaba el primer ministro de Carlos IV terminó sirviendo para explicar la invasión

francesa desde una perspectiva providencialista y a la vez ayudó a construir la imagen sacralizada del

rey cautivo, que se esperaba fuera más condescendiente con su pueblo que lo que había sido su padre.

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Sin embargo, las explicaciones escatológicas a favor del rey y en contra de la invasión

napoleónica rápidamente fueron reemplazadas por las que sostenían que el verdadero castigo eran las

guerras internas producidas por la disputa entre centralistas y federalistas, en la Primera República.

Los predicadores de estos años más allá de descalificar al bando contrario quisieron mostrar los

peligros de la división y de las guerras civiles, así lo hizo el clérigo Joaquín Guerra y Sixto, para

quien estas divisiones internas eran la verdadera muestra de la ira de Dios:

Pecadores, vosotros entendéis las desgracias de nuestros continentales en los extraordinarios

movimientos de la tierra que los originaron. Supisteis que casi sobre las mismas ruinas perecieron a

filo de Espada multitud de víctimas; estáis viendo los torrentes de Sangre que se derraman todos los

días en diferentes puntos de nuestro suelo ¿Podéis negarme que estos son castigos de la divina justicia

y al mismo tiempo auxilios de la infinita misericordia? De ningún modo [...] (1814, págs. 15-16).

A través de una pregunta retórica el clérigo Guerra y Sixto cuestionaba a su feligresía sobre los

actos trágicos por los que atravesaba la Nueva Granada. El sacerdote se mostraba muy ambiguo en su

sermón en lo que respectaba a tomar postura frente al nuevo orden. La politización del momento

generó que los clérigos utilizaran su prédica para hacer explícitas sus posiciones políticas, pero este

capellán del Monasterio de la Esperanza procuraba mostrarse como neutral22. La falta de polarización

de Guerra y Sixto hacía que viera las luchas internas como el verdadero castigo de Dios. El sacerdote

recurrió al pensamiento judeocristiano, propio del caudal simbólico de la Iglesia, para mostrar la

articulación entre catástrofe e ira de Dios. Como estaba consignado en la Biblia, las sanciones divinas

solían ocurrir después de faltar a la Alianza hecha entre hombres y Dios.

Esta visión del cura hacía que se mostrara tácitamente más a favor del rey que en su contra, pues

sus oponentes podrían haber argumentado que el sacerdote quería mostrar la Primera República como

un acto de la ira de Dios, especialmente porque el clérigo emprendió en su sermón un diálogo

imaginado con María, donde la interpelaba por las actitudes de sus fieles, que cada vez se mostraban

más libertinos y menos propensos a recibir la palabra de Dios. Aseguraba que las “ovejas” se

encontraban dispersas viviendo gustosas en el libertinaje mientras en todas partes ardía “el fuego de

la división” (Guerra y Sixto, 1814, pág. 13). Con esta frase el sacerdote claramente hacía alusión a las

guerras internas que se llevaban a cabo en la Nueva Granada, pero lo que más atormentaba al clérigo

era ver a su grey dispersada y sin acatar las órdenes religiosas encaminadas a la virtud. Esa vida

pecaminosa era la verdadera causa de las desgracias, pues había desatado la cólera de Yahveh que

para sancionarlos los había divido en dos facciones políticas. Desde la perspectiva de Guerra y Sixto,

22

La neutralidad del cura Joaquín Guerra y Sixto despertó la sospecha de los criollos, que lo obligaron a imprimir la pieza

oratoria bajo el testimonio de oyentes que garantizaron que el escrito entregado a la imprenta contenía las mismas palabras

pronunciadas desde el púlpito el viernes santos de 1814. Esto se expone en los preliminares del ejemplar impreso.

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los avatares históricos de la Nueva Granada no podían desligarse del comportamiento de sus gentes.

Así como Dios se había servido de Francia para castigar a España, se valía ahora de las politizaciones

políticas para castigar a la Nueva Granada.

El clérigo realista Antonio de León (1816), que proclamó durante la Reconquista, no estuvo ajeno

a la postura de Guerra y Sixto. La revolución para él había sido la verdadera catástrofe que había

generado castigos divinos. El intento infructuoso de emanciparse en 1810 había sido una sanción

divina para purgar los pecados de sus fieles. Dios había aguantado de forma tolerante durante

trescientos años los pecados de los americanos, pero cansado ya de las faltas de sus feligreses había

enviado la revolución sólo como castigo:

Es una verdad de fe, que la multitud y malicia de los pecados han acarreado en todos tiempos los

rayos de la divina venganza, y también lo es que una vez determinado Dios a descargar el azote de su

justicia sobre los Pueblos, permite por sus adorables juicios que caigan los hombres en cierta especie

de pecados de tan gravedad y peso, que esta misma permisión es el mayor castigo, y la que justamente

prueba el colmo de su indignación […]. En todas las historias sagradas y profanas se nos presenta a

cada paso las conmociones populares, como la última señal de la cólera de Dios contra los pecadores,

a manera de un torrente impetuoso que todo lo arrebata y lo destruye. Y tal ha sido la de nuestras

Américas en el siglo 19, siglo verdaderamente de la justicia de un Dios provocado, e irritado hasta lo

sumo con el exceso de nuestras culpas (pág. 11).

El clérigo partía del hecho de que los castigos divinos eran una verdad de la Iglesia y no podían

ser cuestionados. La historia de Israel era la muestra más fidedigna de que los pecados del pueblo

desataban sentimientos de furia y rabia en Dios. Según el prebendo, aunque Yahveh era tolerante y

aguardaba con paciencia que su feligresía retomara el camino del bien, llegaba un punto en que la

caridad terminaba y daba paso a la fiereza divina. Durante tres siglos Dios había estado resignado,

esperando la conversión del pueblo americano, pero esa paciencia había llegado a su fin en el siglo

XIX, generando la revolución neogranadina sólo como una condena. Es por esto que de León no

distaba de lo que sostenía Guerra y Sixto en 1814, pues aunque este último no lo expresó en esos

términos, sí insinúo que las guerras de la Primera República eran una sanción celestial.

En otra dirección caminaron los clérigos que proclamaron después de expedido el decreto

vicepresidencial. Para ellos, que debían apostarle a una desacralización total del sistema monárquico,

el castigo divino de la Nueva Granada había sido estar subyugada a España por tres siglos. La

descalificación a la Madre Patria fue el recurso más común para explicar lo sucedido durante la

Reconquista y a la vez avalar la soberanía popular como la forma más idónea de gobierno. Los

sacerdotes posdecreto hallaron en el temor a Dios la mejor manera de mostrarse aliados al nuevo

orden.

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Esto no quiere decir que las desgracias hayan dejado de mostrarse como producto de los pecados

de los fieles. Esa idea reposaba en el imaginario católico desde la Edad Media y no desapareció en

este contexto. Así lo demuestra la exhortación del cura de Tausa, hecha el 21 de diciembre de 1819:

“¿Si por nuestros pecados la mano del señor nos castiga, haciendo, que sucumbamos nuevamente,

que males no nos esperan? Y no creáis señores, que otra es la causa de nuestras aflicciones sino el

pecado, el vicio, y la iniquidad” (fol. 108r). El sacerdote apelaba en este caso al pasado más reciente:

la Reconquista. El temor que había impuesto las tropas de Morillo debía servir de escarmiento a la

grey para proteger la Independencia. Esto además hacía parte de lo estipulado en el decreto de

Santander. El tercer argumento al que debían apelar los clérigos era precisamente al de que una nueva

Reconquista sería el peor de todos los males que podría soportar la reciente República.

No es gratuito entonces que la libertad perdida durante los años de Reconquista fuera mostrada

como un castigo celestial. El cura de Guaduas, Gutiérrez (1820), persuadía de esta manera a su

feligresía, sosteniendo que Dios había enviado la Reconquista para: “castigarnos el poco aprecio que

hacíamos del mayor bien que el hombre puede adquirir en sociedad: esa libertad que nos proporcionó

sin esfuerzo de nuestra parte”. También para sancionarlos por lo poco que le temían a la “fiereza

española, y la dominación de un rey déspota. Para castigar la insensata credulidad de los que se

fiaban de sus promesas, y los esperaban como a pacificadores” y, por último, para “uniformar la

opinión, y que todos nos dispongamos a ser libres o morir” (fol. 137v).

En ese punto el clérigo apelaba tácitamente al pensamiento escolástico que sostenía que por

derecho natural los hombres nacían libres. Los americanos, sin embargo, no la habrían sabido

aprovechar y eso habría generado la ira de Dios que los castigó por medio de las tropas

“pacificadoras” de Morillo. Recurrir a los episodios más recientes en la memoria de los creyentes era

la forma más idónea de garantizar el éxito de la persuasión. Con este temor los religiosos incentivaron

a su feligresía a hacer parte de las batallas que garantizaran la Independencia definitiva. Por medio de

la prédica se fomentó la acción del pueblo llano, al que se solía incentivar para ser parte de los

ejércitos libertarios.

En suma, la noción de castigo divino, que tenía honda raíces en el pensamiento teológico de los

clérigos, ayudó a explicar los acontecimientos inmediatos y a la vez mostrar las ventajas o

menoscabos del sistema republicano. La legitimidad de la autoridad, según Sennett (1982), surge de

una percepción de las diferencias en cuanto a fuerza. La autoridad comunica y el súbdito percibe, por

lo que el carácter de la autoridad tiene algo de inalcanzable. Existe un poder, una seguridad en sí

mismo que la autoridad posee y en las que el súbdito no puede penetrar (págs. 23-54). Esta diferencia

despierta tanto temor como respeto, la combinación de estos sentimientos es lo que consiguió el

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temor a Dios en los fieles neogranadinos. Los poderes que convierten a una autoridad en juez

permiten que éste también dé seguridades. Es fuerte y a partir de esa fuerza puede proteger a los

demás. En nuestro caso, Dios es mostrado como un juez furibundo que para proteger a su feligresía

del fuego eterno lo purifica por medio del castigo.

Sin embargo, como veremos a continuación, no siempre se apeló al miedo para persuadir al

auditorio a tomar postura frente a lo sucedido, en ocasiones también se dieron mensajes

esperanzadores y utópicos que calmaban los sentimientos de desarraigo de los fieles y a la vez los

incentivaba a seguir batallando para su bando.

1.2 Bondades divinas con el pueblo neogranadino: La vuelta del rey o el triunfo

emancipatorio.

Apelar a un Dios vengador podía coartar al auditorio para que éste no desconfiara de la autoridad

poderosa del Ser Supremo, miedo latente entre los clérigos que ante los actos revolucionarios temían

que se pusiera en duda las creencias y la legitimidad de Dios. Sin embargo, la invocación a la ira de

Yahveh debía ser matizada, en la medida en que el temor podía ser una mala base para crear un

verdadero respeto al Padre. Era más efectivo presentar a Dios como una autoridad fuerte, pero a la

vez protectora que garantizaba la seguridad de su pueblo. Para ello los clérigos neogranadinos

también se acogieron a la idea de misericordia de Dios, que planteaba que después del sentimiento de

rabia venía el de consuelo. Yahveh después de infligir castigos hacía actos bondadosos para mostrar

el amor que sentía por sus fieles. Era una visión paternalista comparada con la del padre que castiga a

su hijo para que éste aprenda a no cometer actos indebidos, lo hace entonces por su propio bien.

De acuerdo a las circunstancias y a la posición del cura se señaló que la misericordia sería el

retorno del rey o la total victoria de la Independencia. Para los clérigos leales al monarca que

proclamaron entre 1808 y 1809, si bien Dios los había castigado con la invasión napoleónica, la

recompensa sería la restitución de la corona en manos de Fernando VII. Para los curas de la Primera

República haber restituido la libertad usurpada por trescientos años era la mayor muestra de la

bondad divina. Por el contrario, los clérigos realistas de la Reconquista sostuvieron que el retorno del

sistema monárquico a América era la verdadera prueba de la misericordia de Dios. Por último, los

sacerdotes que proclamaron después del decreto vicepresidencial de 1819 plantearon que la victoria

de la Batalla de Boyacá y la emancipación definitiva eran en realidad señal de la protección celestial.

Como vemos aunque el discurso cambió de acuerdo al período histórico que se estuviera viviendo

el eje del mensaje siguió siendo la misericordia de Dios, lo que permitía a los curas sacralizar de

forma utópica el escenario vivido. Había una postura sincrónica y diacrónica a la vez en la medida en

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50

que mientras la idea de misericordia no cambiaba su justificante estaba determinado por las

transformaciones políticas del momento. Esta similitud en la argumentación de uno y otro bando

puede explicarse a través del capital simbólico de la Iglesia. Los curas, independientemente de qué

lado estuvieran, habían sido formados con iguales herramientas ideológicas. Lo que hicieron los curas

fue traducir su caudal eclesiástico de acuerdo a las circunstancias, acomodando sus prédicas al bando

victorioso, todo con el fin de sostener la hegemonía clerical, en una época de derrumbamientos

sociales.

Lasso de la Vega (1808), en su prédica de acción de gracias por las primeras victorias que

comenzaban a tener las tropas españolas, señalaba varios episodios presentes y pasados en la historia

de España como pruebas de la misericordia de Dios. Para el canónigo la desolación de algunos

territorios españoles por la guerra contra Francia era una purificación de Dios, que animaba a las

tropas de Sevilla a continuar luchando con la certeza de que la mano divina los protegía. No

importaba si el número de soldados españoles era desproporcional al de los franceses, los primeros

contaban con el apoyo del Dios de los ejércitos, que podía vencer a muchos con pocos. Otra prueba

de la bondad divina era la ayuda que había estado brindando Inglaterra, que a pesar de ser antes el

enemigo de España ahora se mostraban como su aliado. Pero para Lasso la mayor muestra de

misericordia la mostró Dios cuando protegió al entonces príncipe Fernando de las conspiraciones de

Manuel Godoy, quien intentó hacer una oposición al futuro rey (págs. 32-41). En este punto el

sacerdote articuló los designios divinos con el derecho divino de los reyes. Dios era el que decidía

con quién hacer el pacto de unción que le permitía ceder su soberanía, desde antes de su coronación

Fernando VII ya estaba designado por la mano divina y ante un intento de evitar su coronación Dios

intervino, mostrando su bondad y protección a los reyes.

Acudir a la misericordia de Dios no era contradecir al Yahveh castigador, todo lo contrario, la

dualidad era lo que permitía legitimar la autoridad divina. Desde la perspectiva de Sennett (1982) una

figura de autoridad debe caracterizarse por su fuerza, pero también por su protección. Desde esta

dicotomía el cura doctrinero Torres y Peña (1808) explicaba a su feligresía la razón por la cual Dios

en ocasiones castigaba como acto de bondad. Según él, si bien Dios había mostrado su furia con

España al enviar la invasión francesa, este acto demostraba también su protección, en la medida en

que por medio de él había “reanimado la fe” entre los peninsulares y americanos, había “vigorizado

las tropas” y había permitido conocer a ciencia cierta quién era el verdadero Napoleón. (pág. 23).

Para el sacerdote si el castigo había sido la invasión francesa, combatirla de forma victoriosa sería

la recompensa divina. Lo que había desatado la ira de Dios era que España fuera pecaminosa y aliada

de Francia, pero precisamente la intervención de los galos en la metrópoli permitía conocer al

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51

verdadero enemigo, no era Inglaterra sino Francia, pues bajo artimañas los había utilizado. Con este

razonamiento el clérigo logró explicar los acontecimientos que se estaban viviendo en la península y

a la vez dar un mensaje de optimismo, Dios estaba de su lado y el mal del momento era en pro de un

bien mayor, del que se disfrutaría en un futuro cercano.

Sin embargo, ese optimismo que profetizaba la victoria española ante el auxilio de Dios

prontamente fue oscurecido por los refuerzos militares de Napoleón en Madrid que generaron el

fracaso de la Junta Central y la instalación de la Regencia (Guerra F. X., 1992, págs. 131-132). Ante

las cada vez mayores derrotas en el campo militar en España, los criollos se alzaron en contra de la

legitimidad de las juntas españolas y construyeron las propias, por lo que los discursos religiosos que

garantizaban el retorno a la normalidad gracias a la bondad de Dios debieron ser modificados.

Así lo mostró Fernández de Sotomayor (1815) en su sermón por el quinto aniversario de la

Independencia, para él la bondad divina podía rastrearse en la restitución de la libertad neogranadina:

“En efecto, yo creo no equivocarme si numero entre los grandes y extraordinarios prodigios, con que

el Señor de quando en quando quiere hacer ostentación de su Omnipotencia, el recobro de nuestra

libertad y la humillación de nuestros opresores […] El Cielo se declaró en nuestro favor, y el Señor

derramó sobre nosotros su espíritu, así como sobre nuestros opresores el de vértigo y

atolondramiento” (pág. 23). Para los clérigos de la Primera República, como el párroco de Mompox,

el castigo divino había sido la usurpación del territorio americano en manos de los españoles, pero

Dios había mostrado su bondad y protección para los neogranadinos al devolverles su soberanía para

que ellos mismos se gobernaran. Desde la perspectiva del sacerdote, Dios dirigía los acontecimientos

al mostrarse aliado de los americanos en su intento de emancipación y en contra de los españoles al

revertir la soberanía en el pueblo y no en el rey cautivo.

Como podemos apreciar los discursos políticos de los frailes de la Primera República distaban de

los de Lasso y Torres. La bondad de Dios no se reflejaba en la protección a la monarquía católica,

sino precisamente en el término de ésta. Pero el interrogante que surge es por qué Dios castigó por

trescientos años a los americanos con la intromisión de los españoles. El cura Juan Agustín Estévez

(1813) tenía una respuesta a esa duda. Según él, había sido la idolatría de las comunidades indígenas

lo que había desatado la furia celestial. Claramente, el sacerdote encontró en el pasado un justificante

a los actos del momento. Sin planearlo, el cura incorporó una conciencia histórica en su prédica. A

través del acto pasado de la Conquista encontró justificantes para interpretar los sucesos que vivía.

Estévez añadió que Dios al ver a los americanos conversos había perdonado sus culpas y les había

restituido su libertad (pág. 4). Es por esto que los castigos y la penitencia debían asumirse con

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52

resignación e incluso con alegría, puesto que se fundaban en el anhelo a la futura recompensa

misericordiosa.

Así lo expresaba el presbítero de la Religión de Hospitalarios del Patriarca San Juan de Dios,

Miguel Antonio Escalante (1814), quien veía la penitencia como el medio más eficaz para aplacar la

ira de Yahveh: “[…] solo ella [la penitencia] puede revocar la sentencia dada contra el pecador;

porque […] sólo ella es también la que puede aplacar la ira y la indignación de Dios” (págs. 29-30).

Con esta afirmación el sacerdote invitaba a su grey a la conversión, si la furia de Dios se había

desatado ante la idolatría de los indígenas era menester vivir en penitencia, según los preceptos

cristianos, para conservar la libertad que como acto misericordioso Dios les había devuelto. El

discurso de Escalante tenía mucho más de moral que de político, lo que lo diferenciaba del de sus

colegas del mismo período. Por medio de esta prédica se procuraba legitimar la Independencia y a la

vez proteger el buen comportamiento de los fieles. Otro de los miedos latentes de la época era que

ante el cambio de régimen las actitudes cristianas enseñadas con gran estilo culterano desde el púlpito

durante los siglos XVII y XVIII se perdieran. Era necesario articular en el mismo entramado

argumental la obediencia al nuevo orden y el comportamiento idóneo del buen cristiano,

caracterizado por seguir las virtudes y desechar los vicios.

Estas prédicas que mostraban la libertad restituida como misericordia de Dios fueron

abandonadas ante la llegada de las tropas de Morillo a la Nueva Granada. Recordemos que varios

clérigos patriotas fueron condenados por el general español e incluso algunos murieron fusilados,

dado que se consideró un delito mayor poner las verdades de la religión al servicio de la causa de la

Independencia (Bidegain, 2004, pág. 173). Ante el horror causado por los militares peninsulares y las

tropas realistas locales, el religioso Antonio de León (1816) le apostó a mostrar la restitución de la

monarquía como un acto digno de la misericordia celestial:

Dejadme, pues, exclamar con el más agradecido de los Reyes, y decirle a Dios: cantaré, oh Señor, sin

cesar tus divinas misericordias, porque os habéis dignado quebrantar las penosas cadenas que nos

habían oprimido. Así es, sin la menor duda, y por tanto os aseguro: Que si la rebelión de las

Américas ha sido un efecto de la justicia de Dios irritado por nuestras culpas; su pacificación, y

reconquista lo es de su misericordia, condolido de nuestros padecimientos (págs. 9-10)23.

Según el prebendo, el pecado que había generado el castigo divino no era la idolatría de los

indígenas antes de la llegada de los españoles, como habían sostenido los curas de la Primera

República, para él la revolución significaba un acto de alevosía y ese era considerado un pecado

gravísimo. La misma rebelión era vista como una sanción divina, pero como Dios era bondadoso y

23

Cursivas del autor.

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53

protector de su pueblo había restituido a la monarquía como efecto de su perdón. Las penas se habían

purgado con las guerras internas y dicha penitencia permitía el retorno del sistema monárquico a la

Nueva Granada. La idea utópica de misericordia de Dios le permitía al eclesiástico manifestar su

adhesión al gobierno del rey y descalificar cualquier intento de alzamiento.

El clérigo recurría sin mencionarlo a los planteamientos tomistas, que sostenían la pertinencia de

mantenerse obedientes al rey. Al mostrar la vuelta a la monarquía como premio divino no sólo se

vinculaba a Dios a los acontecimientos humanos, sino que además se le mostraba como seguidor del

poder regio. Santo Tomás ya había planteado que cuando los reyes combatían a sus enemigos Dios

los recompensaba con la victoria y la subyugación del perdedor (De regnum, Lib. I, Cap. 8). Esto

hacía ver a Yahveh como un Ser amigo de los reyes. Fernando VII había logrado vencer a Napoleón

al verse éste obligado a liberarlo, eso permitía enlazar los hechos históricos con un plan divino. La

recompensa del rey español, al recobrar su trono en 1814, era poder subyugar nuevamente a América.

Claro está que en la práctica Fernando VII estaba lejos de ser un individuo victorioso. Su

liberación se debía a que Napoleón había sido derrotado en Rusia en 1812 y ese fracaso militar había

generado el entusiasmo de varios reyes europeos para formar una coalición en contra del emperador

francés, que además había sido vencido en España por las tropas inglesas dirigidas por Wellington.

Era la inminente derrota de Bonaparte por parte de otros ejércitos europeos distintos al español lo que

había generado que Napoleón tomara la decisión de liberar a Fernando VII y al Papa Pío VII, quien

también se encontraba prisionero (Bidegain, 2004, pág. 172). No obstante, ese no fue el discurso que

promovieron los curas realistas de la Reconquista, ellos se enfocaron en mostrar que la vuelta del rey

era un acto providencial, porque necesitaban reforzar su imagen desacralizada años antes para lograr

persuadir sobre la pertinencia del gobierno del rey. Al volver al soberano liberado en un ser heroico,

los curas le apostaron a la restitución de la monarquía y a la vuelta de la teoría del poder regio.

Nicolás de Valenzuela (1817) sostenía que la fuga y exilio de muchos miembros del

levantamiento también eran consecuencia de la bondad divina. La huida de los líderes de la

revolución permitía la restitución del gobierno monárquico y ello era para el cura un acto

predestinado por la mano de Dios. Para el provisor del obispado de Santa Marta, estos hombres eran

“un mal perpetuo” que habían privado al pueblo “de los bienes de la naturaleza” y de la religión. Por

ello, también eran enemigos de Dios y de su culto (pág. 27). Valenzuela con esto lograba no sólo

mostrar la restitución de la autoridad del rey en Nueva Granada como una decisión divina, sino que

además descalificaba a sus contrincantes bajo el telón de la falta de fe. Esta aseveración recurrente

entre los clérigos realistas, fue uno de los grandes retos de los sacerdotes posdecreto vicepresidencial.

Era tanto el desprestigio al que habían sido sometidos los republicanos como individuos ateos que

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atentaban contra la religión católica, que los discursos clericales a favor de la emancipación después

de 1819 debieron centrarse, entre otros temas, a aclarar que ser leal a la República no implicaba la

deslealtad a Dios.

Por ello los curas que proclamaron después de la Batalla de Boyacá mostraron el fin de la

dominación española como la mayor muestra de bondad divina, apelaron nuevamente al discurso de

los sacerdotes de la Primera República, pero además insistieron en la pertinencia de no pecar más con

guerras civiles para evitar una nueva ira de Dios. La Reconquista, que todos tenían muy presente en

su memoria, también fue utilizada con el fin de producir temor, ella había sido un castigo por el

fracaso del primer intento emancipatorio y si bien la Independencia total era muestra de que Dios los

había redimido, no podían permitir una nueva sanción divina como otra intromisión militar española.

El cura de Umbita en un sermón hecho a su feligresía el 22 de diciembre de 1819 sostenía que

Dios se había mostrado doblemente bondadoso al darles por segunda vez la libertad, por ello insistía

en que no se debía abusar de su clemencia, permaneciendo todos los neogranadinos unidos en pro de

resistir otro ataque militar (fols. 121v-122r). El recurso a la Reconquista permitía que los frailes

acudieran al recuerdo tormentoso más próximo que tenían muchos neogranadinos. Los fuertes

combates y los duros saqueos que habían protagonizado los soldados españoles y neogranadinos

realistas hacía ver la importancia de conservar la emancipación. Desde una mirada providencial y

utópica los clérigos ubicaban a Dios a favor de la República. Él era el que había restituido la libertad,

nada tenían que ver las victorias militares, ellas sólo eran resultado de las decisiones celestiales. Para

conservar la libertad era menester vivir en penitencia y en rogativa a Dios para que no los volviera a

aplacar con su brazo vengador.

Así lo exponía el cura José María Urrea en una exhortación hecha en el pueblo de Guacamaya en

1820: “[...] ya que hemos tenido la dicha de salir de aquella peste intolerable, hemos de hacer

penintencia, e implorar a cada instante, la misericordia de Dios para que no nos castigue de nuevo,

haciendo que por nuestras culpas volvamos a sucumbir al yugo de los Españoles, pues si habiendo

venido llamándose pacificadores, nos han afligido con tantos males, y oprimido de un modo tan

inhumano, ¿qué sería si volvieramos a quedar debajo de su dominio?” (fol. 223v). La penitencia

entonces era mostrada por el cura como la única forma de evitar una nueva intromisión española. Con

esta premisa el sacerdote enlazaba la historia humana con la de Dios; si se vivía según los preceptos

cristianos era posible mantener la Independencia, pero si se vivía en pecado y guiado por los vicios

una nueva Reconquista llegaría como venganza divina. Claramente los sacerdotes de este período

lograron articular sus discursos morales con uno político. Mientras se enseñaban los modelos idóneos

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de comportamiento se iba legitimando el nuevo orden, aspecto que permitía corroborar que ser leal al

sistema republicano no implicaba dejar de ser católico.

Vemos que así como se recurrió al temor a Dios para justificar los acontecimientos políticos y

mantener a la grey controlada bajo un sistema, ya fuera monárquico o republicano, también se utilizó

el recurso de la misericordia de Dios con el fin de calmar los ánimos de los feligreses atemorizados.

No bastaba mostrar un modelo divino castigador y autoritario, era impresindible articular esa figura

con la del Dios amable que protegía a su pueblo. Sólo en esta ambivalencia se lograba mantener

intacta la autoridad del Ser Supremo y a la vez avalar o descalificar una de las dos formas de gobierno

que estaban en disputa en estos primeros años del siglo XIX en América.

En definitiva, las ideas de castigo divino y misericordia de Dios tuvieron eco en los sermones de

los predicadores neogranadinos de las dos primeras décadas del siglo XIX. En todos ellos la ira divina

había sido causada por los mismos actos humanos. Los feligreses debían aceptar con sumisión el

castigo y redimirse con el propósito de recibir luego los premios divinos, como un paraíso donde no

existiera hambre ni guerra. Para lograr la bondad de Dios era necesario purgar las culpas, redimirse

por medio de condenas terrenales. La imagen del Dios castigador no se apartaba de la del Dios

misericordioso, pues si bien Dios había impuesto estas sanciones, también los había librado de ellas.

Para los clérigos realistas la gratificación era volver al yugo monárquico y para los sacerdotes

patriotas era haberse librado precisamente de éste. De esta manera los sacerdotes enlazaron las ideas

de castigo, culpa y perdón divino con el tema de la soberanía. Como expondremos a continuación

estas ideas se vincularon a miradas milenaristas que procuraban demostrar que los sucesos acaecidos

estaban directamente conectados con los designios de Dios.

2. Milenarismos y mesianismos: caos, mesías y advenimientos

La cristiandad ha tenido siempre una escatología, en el sentido de una doctrina, respecto a los

“tiempos finales”, los “últimos días” o “el estado final del mundo”. El milenarismo cristiano no fue

más que una modalidad de la escatología cristiana, que se refería a la creencia de algunos cristianos

que sostenía que Cristo, después de la Segunda Venida, establecería un reino mesiánico sobre la tierra

y reinaría en ella durante mil años antes del Juicio Final. Según el Apocalipsis, los ciudadanos de este

reino serían los mártires cristianos, quienes renacerían mil años antes de la resurrección de los demás

muertos. Pero ya los primeros cristianos interpretaron esta parte de la profecía en un sentido más

liberal que literal, equiparando a los fieles sufrientes –es decir, ellos mismos– con los mártires,

esperando la Segunda Venida durante su vida mortal. En los últimos años, en las ciencias sociales se

ha difundido la costumbre de usar la palabra “milenarismo” en un sentido más amplio. El concepto se

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ha convertido en una etiqueta convencional para un tipo particular de salvacionismo (Cohn, 1983,

pág. 14). En ese sentido lo usaremos aquí.

Los movimientos milenaristas han solido concebir la salvación como un colectivo, en el sentido

de que debe ser disfrutado por los fieles como sociedad; como terrenal, dado que debe realizarse en la

tierra y no en un cielo fuera de este mundo; como total, porque se supone debe transformar

completamente la vida en la tierra, de tal modo que la nueva dispensa no sea una mera mejoría del

presente, sino la perfección, y como milagrosa, puesto que debe realizarse por o con la ayuda de

intervenciones sobrenaturales (Cohn, 1983, pág. 15). Los clérigos neogranadinos acudieron a estas

ideas de salvación para dar respuesta a los múltiples acontecimientos inéditos por los que se estaba

pasando. Guiados por el capital simbólico de la Iglesia, los curas encontraron que las Sagradas

Escrituras podían interpretarse remitiéndose a la secuencia de los hechos históricos actuales. A partir

de una posición sincrónica del bien y del mal lograron mostrarse aliados u opositores del sistema

monárquico o del gobierno republicano. Los sucesos del momento fueron direccionados hacia un

futuro utópico, donde reinaría la felicidad completa.

Los predicadores también relacionaron a los individuos del momento con profecías bíblicas. En

un momento determinado Fernando VII fue visto como un ser enviado por Dios para reinar de una

forma menos absolutista que la de su padre Carlos IV. Sin embargo, esta imagen idealizada se

transformó rápidamente en una antagónica ante los sucesos que demostraron que su gobierno no

diferiría mucho del de su antecesor. Simón Bolívar y otros líderes de la revolución también fueron

enaltecidos y comparados con personajes bíblicos con el objeto de convertirlos en figuras

sacralizadas. Como desarrollaremos en seguida, tanto las posiciones milenaritas como las mesiánicas

de nuestros curas permitieron articular los acontecimientos experimentados con un plan divino.

2.1 Ideas apocalípticas: teorías sobre las crisis vividas y las futuras

Los acontecimientos por los que atravesaba Europa y América: la Revolución francesa, las

detenciones de los papas Pío VI y Pío VII, la difusión de las ideas ilustradas, la abdicación de los

reyes españoles, la revolución americana, entre muchos otros, permitió a los religiosos justificar los

acontecimientos desde estas posturas escatológicas. Di Stefano, estudiando el caso de la

Independencia del virreinato del Río de la Plata, asegura que muchos clérigos de la época sentían que

realmente estaban viviendo el principio del fin del advenimiento del Milenio (el reino de mil años de

Cristo y de los elegidos antes del fin de la historia), creencia de profundas raíces en distintas

corrientes apocalípticas judeocristianas.

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Sacerdotes rioplatenses citaron a personajes como el ex jesuita y milenarista Manuel Lacunza y

clérigos como Castro Barros (1815) afirmaron que Jesucristo llegaría a la tierra con vestidura de rey

temporal a sentarse en el trono de David para reinar toda la tierra por muchos años. Estas ideas

escatológicas no sólo se encontraban en el pensamiento de los religiosos, varios criollos rioplatenses,

en su afán por conseguir el aval papal de la Independencia, sostuvieron que la revolución debía servir

para separar a América de los vicios e irreligión de Europa, seducida por los proyectos reformistas del

siglo XVIII (Di Stefano, 2003, pág. 216).

Nuestros curas no estaban muy lejos de la mentalidad de sus contemporáneos rioplatenses.

Muchos de ellos interpretaron los distintos sucesos como la llegada del fin de los tiempos. Como ha

señalado Shaffer, tradicionalmente esa visión escatológica ha ido acompañada de una de esperanza o

temor al fin. En el imaginario judeocristiano se ha entendido el fin de los tiempos como el final de los

“otros”, del enemigo, de los indignos, de los actuales opresores; pero no de “nosotros” (1998, pág.

161). Esa era la mirada apocalíptica que los curas neogranadinos de inicios del siglo XIX tenían.

Para varios el fin de sus opresores estaba cerca y el inicio de una nueva era cargada de tranquilidad y

armonía para Nueva Granada estaba por comenzar.

Para los oradores que proclamaron durante la invasión napoleónica a España, después de sufrir las

desgracias de la toma francesa, la metrópoli se convertiría en un pueblo elegido donde reinaría la paz.

Por el contrario, los que predicaron durante la Primera República, sostuvieron que América era el

lugar donde prevalecería la armonía después de tres siglos de catástrofes. Distinta fue la opinión de

los eclesiásticos realistas de la Reconquista, que consideraron que el período de crimen había sido la

revolución y la tranquilidad llegaría después de restituido el gobierno monárquico en toda la Nueva

Granada. Finalmente, los clérigos que dieron sermón después del decreto de Santander de 1819

sostuvieron que la concordia llegaría a América si no se permitía nuevamente la intromisión de

ejércitos pacificadores provenientes de España. Como podemos ver, los eclesiásticos aprovecharon su

púlpito y las ideas milenaristas para legitimar una u otra forma de gobierno. De acuerdo a las

circunstancias y al bando político del que se hacía parte, se sostuvo que el fin de los tiempos estaba

cerca para la monarquía o para los republicanos.

El clérigo Antonio Torres y Peña arremetió en su sermón de 1808 contra el invasor francés,

planteando que los galos querían destruir la religión católica, pero que los españoles se habían

mantenido fieles a su rey y a su religión (pág. 18). Para argumentar esto, el predicador asemejó al

emperador francés con la Bestia del Apocalipsis. El relato bíblico hace alusión al poder entregado por

el Dragón de Satán a una bestia muy poderosa que difícilmente puede ser combatida (Ap 13). Al

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Torres y Peña asegurar que esa bestia era Napoleón, mostraba al emperador francés como parte de las

huestes infernales que sólo podían ser combatidas por medio de la fe.

Fue precisamente esa conexión entre Bonaparte y los seres infernales lo que generó temor entre la

población neogranadina, que ante la crisis de las juntas españolas contemplaron la posibilidad de que

el emperador llegara a gobernar América. Los oradores patriotas apelaron a ese miedo común para

legitimar la Independencia de la Nueva Granada. Según ellos, el propósito de emanciparse era “salvar

a América, quizás, de la acción del Anticristo, identificado con un personaje –Napoleón– o con un

estado de cosas” (Di Stefano, 2003, pág. 216). El sacerdote Guerra y Sixto apeló durante la Primera

República a ese miedo generalizado que representaba Francia para mostrar los peligros de guiarse por

el pensamiento Ilustrado, tan frecuente en esa época:

Decidlo vosotros desgraciados Pueblos de la Europa decidlo vosotros, que víctimas infelices de una

filosofía anti-christiana, de una filosofía que llevando por divisa en sus empresas el hermosísimo

aspecto de una eloqüencia brillante, y aun sólida en la apariencia, caísteis por último en los lazos que

con mucha antelación se os dispusieron. En esas bellísimas teorías, bajo especiosos títulos de

humanidad, bien público, derechos del hombre, equidad y justicia, os ha conducido

ignominiosamente atados al carro de su triunfo, ese monstruo del medio día, ese Ángel exterminador,

y terrible azote de la justicia divina (1814, pág. 13)

“El ángel exterminador” al que hace alusión el capellán es semejante al que se menciona en 1

Cro 21:1524. Según este relato bíblico, Yahveh, enfurecido con Jerusalén por culpa de Satanás, envió

un ángel para aplacar los pecados de su pueblo. Arrepentido, ordena al espíritu celeste interrumpir su

acto castigador. Para Guerra y Sixto, Dios había enviado a la filosofía ilustrada a Europa como azote

de su justicia divina. Era una forma de purgar las penas de los occidentales, que se estaban alejando

de las creencias católicas. La intención del sacerdote era persuadir a su grey sobre el peligro que

representaba seguir estas teorías “anticristianas”. El sacerdote aclaraba en la dedicatoria de su

sermón, hecha a Juan Manuel García del Castillo, que el nuevo orden debía incorporar estos temores

en el pueblo para evitar el caos y el desorden social. Según el clérigo, fomentar el temor a las lecturas

ilustradas evitaría que el pueblo llano encontrara motivos no religiosos para alzarse contra el nuevo

gobierno.

En una postura similar estuvo su colega Escalante (1814), quien interpeló a las mujeres de su

auditorio preguntándoles qué harían ante la llegada del Juicio Final. Recurrió a Lm 1:3-425, donde se

24

“Mandó Dios un ángel contra Jerusalén para destruirla; pero cuando ya estaba destruyéndola, miró Yahveh y se

arrepintió del estrago, y dijo al ángel Exterminador: « ¡Basta ya; retira tu mano!» […]”. 25

“Judá está desterrada, en la postración y en extrema servidumbre. Sentada entre las naciones, no encuentra sosiego. La

alcanzan todos sus perseguidores entre las angosturas. Las calzadas de Sión están de luto, que nadie viene a las

solemnidades. Todas sus puertas desoladas, sus sacerdotes gimiendo, afligida sus vírgenes ¡y ella misma en amargura!”.

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muestra el detrimento de Jerusalén y el estado decadente en el que se hallaban las mujeres vírgenes y

los sacerdotes. El propósito del presbítero era comparar una Jerusalén lúgubre con una futura Nueva

Granada en igual circunstancia. El relato bíblico termina su descripción de Sión señalando que

brotará un sentimiento de invencible confianza a Dios y un hondo arrepentimiento. Nuestro clérigo al

hacer el paralelo entre las ruinas de Jerusalén y un latente Juicio Final en Nueva Granada, lo que en el

fondo quería era dar un mensaje de esperanza desde una perspectiva escatológica, en realidad

esperaba mostrar que con la llegada de la Primera República una situación alentadora podría ocurrir

(pág. 29).

Sin embargo, ese mensaje entrecruzado de temor y esperanza que impartieron los curas patriotas

de la Primera República fue reemplazado en los años de Reconquista por uno que representaba a los

amigos de Satanás en la confederación de las Provincias Unidas. Así lo expuso el prebendo de León

(1816): “[...] pero nada ciertamente le ha cansado mayores males a todo el Reyno, como el aspecto

feroz de aquel horrible Dragón de siete Cabezas que vio San Juan en su Apocalipsis, y apareció en el

Horizonte de la Nueva Granada, con el nombre del primer Cuerpo de la Nación, o del Soberano

Congreso de las Provincias Unidas” (pág. 43). El Dragón de siete cabezas, mencionado en Ap 12: 326,

ha simbolizado en la tradición judeocristiana el poder del mal, hostil a Dios y a su pueblo y que Dios

habría de destruir al final de los tiempos. La comparación de la confederación con este signo de la

maldad, implicó en el caso del prebendo de León desacralizar el primer intento de República y

mostrar a los líderes de la revolución como ajenos a las creencias católicas. Desde esta perspectiva,

estar del lado del alzamiento significaba estar en contra de Dios y aliado a Satanás.

Igual postura tenía Valenzuela (1817), para quien la intromisión de la filosofía francesa en Nueva

Granada había sido obra del propio Diablo. Arremetiendo directamente en contra de Rousseau y

Voltaire, el provisor del obispado de Santa Marta sostenía que la obra de los ilustrados habían sido

escritas en “la Academia del Infierno” con el objeto de deslegitimar a Dios y a los reyes (págs. 11-

12). Al vincular a los filósofos ilustrados con seres infernales, el clérigo desacralizó algunos de los

argumentos de las élites rebeldes, que se habían valido del pensamiento francés para legitimar la

Independencia. Con ello entonces se satanizó el alzamiento, mostrándolo como un acto diabólico

dirigido por el mismo Satán, quien había hecho de los filósofos sus títeres para engañar y seducir con

ideas falsas a la feligresía de Dios.

Ante estos mensajes de desprestigio, los clérigos que proclamaron después de expedido el decreto

de Santander de 1819 se vieron en la tarea de mostrar que el verdadero aliado de Satanás era el

26

Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete

diademas.

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gobierno monárquico y que la llegada de la República lo que representaba era una época de paz y

tranquilidad. A través de un pensamiento escatológico los curas de este período volcaron la

argumentación a su favor para cumplir con el mandato civil. Cohn (1983) ha sostenido que desde

tiempos medievales se creó una “escatología revolucionaria”, que planteaba que el mundo estaba

dominado por un poder maligno y tiránico con una capacidad de destrucción ilimitada, un poder que

no se imagina como humano, sino como diabólico. La tiranía de ese poder se haría cada vez más

insoportable, los sufrimientos de sus víctimas cada vez más intolerables hasta que, de forma

repentina, llegaría la hora en que los santos de Dios pudieran levantarse y destruirlo. Entonces los

elegidos, el pueblo santo que hasta el momento sufría bajo el talón del opresor, heredaría a su vez el

dominio sobre la tierra, llegando el triunfo de los antes mártires (págs. 20-21).

Esta “escatología revolucionaria” también la tenían nuestros predicadores posdecreto, que

creyeron que el poder tiránico de la monarquía había llegado a su fin y ellos, como pueblo elegido,

comenzarían a disfrutar de un período de armonía. Según Delumeau (2002), la base fundamental de

las creencias milenaristas no es el anuncio de las desgracias que deben ocurrir en el año mil o dos mil;

es la certeza de que habrá, entre el tiempo vivido (con sus desgracias y crímenes) y la eternidad

posterior al último juicio, una etapa intermedia de paz y de felicidad en el mundo terrenal. Cristo

reinaría en este mundo con los “justos” resucitados. Dicho reino estaría precedido por secuencias de

cataclismos y de guerras, siendo más corta esta etapa que la del gobierno de Cristo (pág. 9).

Así lo demuestra el cura José M. Fernández Saavedra (1820), que en el sermón proclamado en el

primer aniversario de la Batalla de Boyacá sostuvo que se estaba viviendo en una etapa de armonía y

calma después de obtenida la victoria de 1819. Para el sacerdote, las tropas patriotas contaban con la

bendición divina y eso las dotaba de providencialismo (pág. 10). Para persuadir a su público de que el

nuevo orden era el momento esperado y lo vivido antes había sido el presagio del final, los clérigos

mostraron a la Reconquista como el verdadero episodio de cataclismo.

Para el cura de Pasca (1819), los ejércitos de Morillo en realidad eran ejércitos de Satán: “En

efecto hermanos muy amados; consolaos ya que los males fenecieron. Deposuit potentes de sede27.

Llegó el día, llegó el momento, en que nuestros competidores habían de desaparecer; en que había de

ser habitado la soberbia, el orgullo, la ambición, y la tiranía: y ser elevada la humildad. [...] Et

exaltavit humiles28. Desaparecieron las huestes infernales y se han restituido los derechos de los

americanos” (fol. 127v). El clérigo mostraba la victoria militar a favor de los republicanos como un

acto de Dios. Los hombres aquí tenían un papel secundario, en la medida en que la lucha se había

27

“Derribó a los potentados de su trono”. (Lc 1:52). Traducción Biblia de Jerusalén. 28

“y exaltó a los humildes”. (Lc 1:52). Traducción Biblia de Jerusalén.

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dado realmente entre Dios y las huestes de Satán. Los humanos sólo reproducían las disputas que en

el ultramundo se llevaban a cabo en pro de la libertad de los americanos.Yahveh había derribado a los

españoles de su trono y había exaltado a los americanos, restituyéndoles sus derechos naturales. En

este punto el sacerdote logró articular las ideas escatológicas que mostraban el fin del mal y el

comienzo de un tiempo armoníco, con la perspectiva juríco-política de los derechos del hombre,

extraída del pensamiento tomista.

En resumen, vemos que los sacerdotes acudieron a visiones escatológicas para mostrar cuál era la

mejor forma de gobierno. Los que estaban a favor del rey encontraron el mal diabólico en Francia y

en la confederación de las Provincias Unidas. Por el contrario, los religiosos que apoyaron el nuevo

orden vieron las huestes infernales en España y especialmente en los ejércitos de Pablo Morillo. La

oratoria sagrada, dotada de una eficacia de la que nadie dudaba, sirvió en este caso para poner en

juego recursos simbólicos significativos como el del milenarismo para legitimar o desacralizar las dos

formas de gobierno en disputa. Como veremos en el siguiente ítem, los sacerdotes articularon estas

teorías apocalípticas con las de mesianismo, que pretendían enaltecer a individuos del momento para

conectarlos con un plan divino.

2.2 De “Fernando José” a “Simón Moisés Macabeo”: imágenes divinizadas en

los sermones neogranadinos

El mesianismo alude a un personaje anunciado por los profetas en el que se ha depositado, a lo largo

de los siglos, la esperanza de Israel. Desde la anexión de Palestina por Pompeyo en el año 63 a.C.

hasta la guerra de los años 66-72 d.C., las disputas de los judíos con los romanos estuvieron

acompañadas de una corriente apocalíptica militante. Ella insistía en la fantasía de un salvador

escatológico, un mesías. Para los cristianos ese mesías, descendiente de David, era Jesucristo, que

prometía una segunda venida, según el Libro del Apocalipsis (Lledó, 1999, pág. 14).

Las figuras mesiánicas no se hicieron esperar en el territorio neogranadino después de los

movidos acontecimientos sufridos en Europa y América. Si bien Fernando VII fue el primer

individuo enaltecido desde los púlpitos, luego de los sucesos que generaron las juntas

independentistas y la emancipación total terminaron por desacralizar su imagen y enaltecer otras,

como la de Simón Bolívar. Para este juego dicotómico, donde se encumbraron a unos sujetos y se

vilipendiaron a otros, los religiosos siempre acudieron a personajes bíblicos que les ayudaran a

mostrar las analogías y santidad de estos personajes de la historia del momento.

Como hemos venido planteando, Fernando VII representó entre 1808 y 1809 una esperanza

para el pueblo español en cuanto generaba la ilusión de cambiar las formas de gobierno manejadas

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hasta entonces por el supuesto amante de su madre, Manuel Godoy. El canónigo José Domingo

Duquesne (1809a) llenó de halagos al rey cautivo y lo presentó como un ser amado y enviado por

Dios para salvar al pueblo peninsular y americano (págs. 22-23). Lasso de Vega (1809) incluso llegó

más allá que su colega madrileño y mostró que la designación del número siete para el rey tenía una

explicación mesiánica. Este número ha significado en el pensamiento cristiano la perfección y por

ello no es gratuito que el sacerdote tratara de ubicar su discurso sermonario en ese sentido. Según el

canónigo el número que distinguía al monarca español había sido impuesto por el mismo Dios, así lo

demostraba la interpretación del sueño del Faraón por José, hijo de Jacob, que pronosticó que las siete

vacas y siete espigas vistas en el sueño significaban épocas de bonanza y decadencia en Egipto. En

palabras de Lasso: “Yo veo un hijo de José que le imita en sus trabajos, y que para que se cumpliese

más lo que el Salmo dixo, nuestro Monarca fue conducido como oveja a las manos de su enemigo

[…]” (pág. 62).

El número siete fue usado por Lasso para mostrar un enlace entre el pasado del pueblo de

Israel y el actual momento de España y América. El sermón utilizó dos figuras humanas (Fernando

VII y Napoleón) y dos divinas (José y el Faraón). El paralelo entre los personajes bíblicos y los reales

no deja de tener sentido. El hijo menor de Jacob había llevado la fortuna a su pueblo, así como se

esperaba el monarca la llevara al suyo y el Faraón aprisionó a José como lo hizo Bonaparte con el rey

peninsular. Vemos entonces que para el clérigo existió una fuerte conexión entre lo escrito en la

Biblia y los momentos vividos, por lo que el destino del monarca español ya estaba anunciado en las

Sagradas Escrituras. Nuevamente aquí vemos la combinación tipológica de Frye (1988). El José

veterotestamentario constituye el “tipo” plasmado en el “antitipo” de Fernando VII. La imagen

idealizada del rey cautivo hizo parte del pensamiento tradicional de la Iglesia y emergió como

respuesta a su encierro y necesidad de mantener viva su legitimidad.

El prebendo Antonio de León no se quedó atrás en los halagos mesiánicos al rey en 1816,

cuando “el deseado” ya se encontraba nuevamente en su trono. En este caso el cura comparó a

Fernando VII con Moisés, señalando que así como Dios salvó de la aguas del Nilo al legislador judío

para librar a su pueblo de la dominación egipcia, había liberado al rey “sin cuya reposición al trono

jamás hubieran pacificado los Reynos rebelados, ni quedarán abolidos los peligrosos estatutos de una

constitución temeraria y dispuesta al antojo de los filósofos de nuestro siglo” (pág. 19). De León, a

diferencia de sus colegas que predicaron en los años de 1810 a 1815, no veía la autonomía con

España como un acto de libertad y restitución de derechos naturales, para él representaba la sumisión

de los neogranadinos que habían aceptado la revolución sólo por la persuasión de las armas, por lo

que la verdadera libertad había estado en el restablecimiento del gobierno monárquico.

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Sin embargo, así como la imagen de Napoleón cambió abruptamente en Nueva Granada

después de las abdicaciones de Bayona29, la de Fernando VII también sufrió fuertes modificaciones

después de conseguida la Independencia total. Su imagen fue reemplazada principalmente por la de

Simón Bolívar. Aunque los sacerdotes de la Primera República no recurrieron al mesianismo para

exaltar a personalidades del momento, los que proclamaron después de 1819 aprovecharon su púlpito

para crear imágenes idealizadas de los nuevos dirigentes. Lo interesante es que recurrieron

usualmente a los personajes bíblicos ya usados para enaltecer al rey, como el caso de Moisés.

El cura Josef Toribio García (1819) comparó a Bolívar con el protagonista del Éxodo (así

como de León lo había hecho con Fernando VII), señalando que los padecimientos que sufrió el

libertador de Israel eran semejantes a los que vivió el libertador de la Nueva Granada:

Cansado ya nuestro Moisés Bolívar de ver las crueldades del tirano español, descubrió su corazón

en defensa de la libertad americana, y como esta es la primera época el americano no conocía el

bien de la libertad que nos anunciaba nuestro caudillo Bolívar, unos incrédulos, otros aterrados,

otros apatrias, y otros desafectos; dio causa a que hubiera de sufrir algunos reveces nuestro

General; y retirándose a los llanos, como Moisés a los Madianitas, filosofando la táctica militar,

estimando en poca sabida, comiendo sin sal, sin pan, ni alimentos sazonados, donde allá

observaba los padecimientos de los unos y la crueldad de los otros […] (fol.117Dv).

El destierro de Bolívar en los años de Reconquista fue comparado al exilio que vivió Moisés

después de asesinar al soldado egipcio para salvar a una hebrea. El personaje bíblico se había

refugiado en los montes Madianitas, lugar en el que recibió el mandato de Yahveh de liberar al

pueblo hebreo, y Bolívar había sufrido el destierro a causa de la Reconquista. En los llanos orientales

había recibido la bendición divina para ganar la Batalla de Boyacá.

El uso de Moisés no es sorprendente, éste ha sido una de las figuras bíblicas más influyentes

de la Iglesia católica. Es mostrado como guía y legislador de los judíos, portador de las tablas de la

Ley, que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud egipcia, llevándolo a través del desierto a la tierra

prometida (Puech, 2003, págs. 88-91). En una época de crisis, donde la ley y el orden estaban en

juego, el recurso al libertador de Israel permitía recordarle a la feligresía que Dios había estipulado

unas normas que todos debían cumplir. Moisés servía de sustento para mostrar con argumentos

religiosos la importancia de regirse por medio de normas y leyes, convirtiéndose en un exempla

29

Tal como lo ha mostrado Garzón Marthá (2010), la imagen de Napoleón en Nueva Granada era muy favorable hasta el

conocimiento público de lo sucedido en 1808. Incluso Antonio de León imprimó en 1807 un sermón titulado Discurso

sobre el triunfo de Buenos-Ayres, contra los ingleses, donde se mostraba agradecido con Bonaparte por su ayuda a España

en el conflicto con el virreinato rioplatense e Inglaterra y lo enalteció al punto de denominarlo “el más grande héroe de

todos los siglos”.

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destinado a ilustrar un discurso apologético: los hombres que se vuelven héroes terminan siéndolo

porque cuentan con el aval de Dios y tienen el apoyo divino porque no están por fuera de la ley.

Gutiérrez (1820), cura de Guaduas, comparó a Simón Bolívar con Simón Macabeo30,

cotejando cómo ambos personajes liberaron a sus respectivos pueblos (fol. 137v). El personaje

bíblico había luchado en contra de un rey idólatra igual que Bolívar, por lo que la analogía le permitió

al orador demostrar que Dios aborrecía el gobierno de los reyes y avalaba la insubordinación,

logrando así enlazar en un mismo entramado argumental la sacralización de Bolívar y la legitimidad

al nuevo orden. David y Josué también sirvieron de similitud para asemejarlos al libertador. Estos

personajes del Antiguo Testamento habían contado con el aval divino para llevar a cabo sus

empresas. El cura Victorino Moreno, en una rogativa a San Nicolás hecha en 1820, señalaba que Dios

había enviado a Bolívar para liberarlos de la tiranía del español, igual que había enviado a Moisés

para liberar al pueblo hebreo, a Josué para salvarlos de los amorreos y a David para protegerlos de los

filisteos (fols. 187r-187v).

Pero no sólo Bolívar fue enaltecido como figura sacralizada, Santander, aunque en menor

proporción, también fue alabado por los curas después de proclamado su decreto. Precisamente esta

norma fue la excusa para volverlo una figura antitética a la del rey Jeroboam, que después de ser

proclamado rey de Israel sedujo al pueblo a construir becerros de oro y adolarlos, despertando así la

ira de Dios. El vicepresidente, por el contrario, mostraba la adhesión del nuevo orden a las creencias

católicas al exigir rogativas de acuerdo al patrono del día en cada pueblo para allí mostrar la

pertinencia de la República (Chacón y Galindo, 1820). Según los párracos, con esta norma Santander

impedía que Dios volviera a enfurecerse con los neogranadinos, desatando así otro castigo como el de

la Reconquista.

Urdaneta, Bolívar y Santander, le merecen unas palabras al clérigo de Charalá (1820), que

comparó a estos líderes de la revolución con “el ángel exterminador” que envió Dios para acabar con

el ejército del rey asirio Senaquerib: “[…] el inmortal Bolívar, el bravo Urdaneta, el célebre

Santander, y todos los demás ilustres personajes que como otros Wasingthones del Norte,

encarbolaron las banderas de las libertad en el Sur, y vinieron como aquel Ángel exterminador de los

ciento ochenta y cinco mil hombres del soberbio y blasfemo Senaquerib a exterminador y hacer

desaparecer de nuestro suelo las banderas de la opresión y tiranía, y a romper nuestras cadena” (fol.

251v).

30

De este personaje y su familia hablaremos más a fondo en el próximo capítulo III: “La Biblia como fuente de reflexión

política”.

Page 66: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

65

El rey de Asiria era un monarca muy poderoso y había sometido ya a varias naciones y

asediaba a Israel, Asiria era en ese momento toda una potencia, por lo que atacar a Israel no era para

Senaquerib un reto mayúsculo. Para él, Israel no podría ser salvada por Yahveh, pues no tenía la

capacidad militar para contrarestar el ataque de una nación tan poderosa. Sin embargo, Yahveh envió

un ángel para arrasar el ejército asirio. Después de una gran masacre, Senaquerib se marchó de Israel.

Este episodio bíblico le permitió al cura mostrar a los revolucionarios como enviados de Dios.

Aunque la Corona española podía ser considerada todo un imperio, en mejores condiciones militares

que Nueva Granada, pereció porque Yahveh no estaba con ella. El ángel exterminador no es el mismo

del de 1 Cro, que es remitido por Yahveh para aplacar a su pueblo; éste, mencionado en 2 R 19:35 e

Is 37:36, es mandado a salvar a la Israel oprimida en manos de un tirano. Por ello, el cura de Charalá

lo asemejó a aquellos individuos que habían liberado a la Nueva Granada del yugo español. El

combate entonces, aunque en desventaja para los americanos, no había sido una preocupación, puesto

que Dios era el que había asegurado la victoria.

Estas imágenes sacralizadas se acompañaron comunmente de figuras antagónicas, que

ayudaban a marcar una distinción con el enemigo. Napoleón fue asemejado al anticristo y a Goliat, un

fariseo que por más grande y fuerte no fue capaz de vencer a David. La semejanza con el personaje

del Antiguo Testamento permitía a los curas realistas demostrarle a su feligresía que a pesar de que

Bonaparte tuviera un ejército más poderoso que el español no terminaría derrocando a España.

Fernando VII, que fue mostrado al inicio del XIX como un mesias, fue luego presentado por otros

curas como un rey despóta, llegando a ser comparado con Roboam, hijo de Salomón o con Antíoco,

un rey idólatra (Gutiérrez, 1820, fol 123v)31. Por último, Bolívar fue comparado con el rey

Nabuconodosor por los curas realistas, al presentarlo como un individuo sanguinario que había

liderado grandes guerras internas (De León, 1816, pág. 43).

En conclusión, los modelos mesiánicos extraídos de la Biblia le permitieron a los curas de la

Nueva Granada mostrarse aliados u opositores de las formas de gobierno en disputa. Enaltecer al rey

comparándolo con José o Moisés permitía conservar su autoridad en un período de crisis donde su

legitimiadad en América comenzaba a ser cuestionada. Respaldar a los líderes de la revolución, por

otro lado, con exemplas extraídos de las Sagradas Escrituras ayudaba a crear un orígen bíblico a la

recién creada República. Los sacerdotes, por medio de su prédica, crearon un “poder simbólico” que

transformó una visión del mundo de Antiguo Régimen, guiada por la noción de poder regio, y

construyó otra, encaminada a ver los beneficios del orden republicano. Con un poder casi mágico, en

31

De los modelos bíblicos de Roboam y Antíoco hablaremos con más detalle en el capítulo III: “La Biblia como fuente de

reflexión política”.

Page 67: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

66

palabras de Bourdieu (1995, pág. 106), lograron con su palabra el equivalente de lo que puede ser

obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico que producían sus

persuasiones. Dicho efecto usualmente se debía, como veremos a continuación, a que sus

proclamaciones enlazaban la historia de los hombres con la Dios, éste hilaba los caminos de los

hombres y sus designios eran los que generaban los cambios o trasformaciones a corto y largo plazo.

3. Designios Divinos: Dios como director de los acontecimientos humanos

Los sacerdotes neogranadinos procuraron articular los sucesos del momento con los mandatos

divinos, para ello revivieron antiguos modelos de interpretación con el fin de mostrar el devenir

humano no como una sucesión de hechos que sucumben, sino como prefiguraciones de la mano de

Dios. A través del dios de Israel los clérigos intentaron justificar las distintas guerras que tuvieron

lugar en América y la península durante los años estudiados. Bajo el epíteto de “Dios de los ejércitos”

conectaron la historia presente con los designios divinos.

Como ha señalado Partner (2007), la guerra santa constituye un caso especial, puesto que no sólo

cuenta con la aceptación divina, sino que el mismo Dios exige a sus fieles que luchen en ella. La

marca de Dios distingue al guerrero santo de todos los demás, en la medida en que puede servirse de

las armas del espíritu y las de la carne (pág. 16). A esa santidad del conflicto militar fue a la que

apelaron nuestros clérigos para incentivar entre el pueblo llano su participación en la lucha armada.

No es gratuito que los líderes de la revolución hayan enfocado sus esfuerzos en ganar la confianza de

párrocos, misioneros y similares, dado que eran ellos y no otros los que tenían el control de la

población, de donde se reclutaban todas las tropas utilizadas en la guerra (Plata, 2009, pág. 299). Era

el interés de fomentar entre la grey la unión a un ejército lo que incentivó con vehemencia a los curas

patriotas a mostrar a Dios como garante de la guerra. Fue precisamente después de 1819 que los

sacerdotes hicieron énfasis en el Dios batallador, pues el miedo a otra reconquista implicaba persuadir

al pueblo a unirse al ejército emancipador y garantizar así la Independencia total.

Legitimar una dominación implica poner en marcha una “violencia simbólica”, que consiste en el

poder de imponer significaciones o definiciones de la realidad para la acción. El ejercicio del poder

simbólico, ya sea por un grupo, una clase o una nación, tiene como propósito principal imponer algo

como verdad a pesar de que se trate de un “arbitrario cultural” (Bourdieu, 2008). En nuestro caso, los

curas patriotas y algunos realistas hicieron uso de la noción de designio divino para fomentar la

participación de la plebe en el campo de batalla, con el objeto de defender una u otra soberanía, la del

poder regio o la del pueblo. La idea de Dios como director de los acontecimientos políticos y

Page 68: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

67

militares permitió a varios curas de ambos bandos imponer posturas de la realidad vivida para que en

la práctica su auditorio pusiera en acción lo dicho en la prédica.

El cura doctrinero Torres y Peña afirmaba en un sermón proclamado en 1809, en la iglesia de las

Nieves en Santafé, que los españoles habían recibido la invasión napoleónica por decisión del mismo

Dios. Éste aborrecía el gobierno francés guiado por los filósofos ilustrados y por ello había enviado a

Bonaparte a España, que era una “nación” católica para que allí pereciera. El sacerdote recordaba a su

público cómo España ya había afrontado antes una guerra en su propio suelo (contra los musulmanes)

y la recompensa recibida después de años de lucha había sido conquistar América. Igual sucedería en

el caso de la invasión francesa, después de las batallas vendría la gratificación de vencer a un pueblo

guiado por la filosofía y liderado por hombres “malvados” como el rey Luis XVI (págs. 21-22).

El clérigo neogranadino mostraba a Dios como el verdadero actor de estos acontecimientos

pasados y presentes. Era él el que había llevado el islam a la metrópoli y era él el que había generado

la invasión napoleónica. En ambos casos se había mostrado aliado de España por ser católica y, por lo

tanto, el triunfo en contra de los Bonaparte ya estaba escrito en el libro divino. La unción que recibía

el monarca español del mismo Ser Supremo hacía que éste se mostrara como su aliado y desde antes

de que ocurrieran los acontecimientos ya tenía redactado el final, que garantizaba la victoria

peninsular y la de la religión.

El canónigo madrileño José Domingo Duquesne (1809a) rogó a Dios por la restitución de

Fernando VII al trono, recordándole que Él conducía los hilos de la historia humana: “Concedednos a

nuestro Fernando; restituidlo, Señor, a su Trono, para beneficio de nuestra Iglesia. Haced conocer a

los iniquos, que vos solo sois el Dios de los exércitos, en cuyas manos están los destinos de los

hombres, la suerte de los imperios, y el gobierno del Mundo” (pág. 26). En esta rogativa, Duquesne

mostró a Yahveh como un ser batallador, que era parte de los ejércitos españoles, pero además lo

ubicó como director de los episodios humanos, Él era el que decidía la suerte de los contrincantes en

medio de una guerra santa. La prédica del canónigo tuvo más de apologético que de utópico, pues no

se presentó con aliento la batalla campal entre españoles y franceses, todo lo contrario, la súplica a

Dios se hizo con desesperación, rememorándole que Él siempre había tomado postura en las guerras a

favor de la conservación de la fe católica. Es claro que para inicios de 1809 ya comenzaba a primar el

pesimismo con respecto al triunfo frente a Bonaparte.

Pero no sólo los clérigos lealistas al rey cautivo mostraron a Dios como conductor de las

guerras humanas, para el párroco de Mompox, Fernández de Sotomayor (1815), la Independencia de

la Nueva Granada había sido un acto divino: “La [Revolución ] de América ha sido dirigida por la

mano de Dios, y ella ha apartado de nosotros los grandes males que fundadamente se debían recelar”

Page 69: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

68

(págs. 24-25). Con esta afirmación el clérigo desechó el imaginario de desprestigio que afirmó que

ser republicano era ir en contra de Dios. Al ubicar al Ser Supremo como protagonista de los hechos

ocurridos en 1810, el párroco logró demostrar que la Independencia no constituía un pecado o un acto

de herejía, como tanto se había dicho entre opositores.

La guerra santa en Fernández de Sotomayor era una forma de agresión consagrada, aceptable

como modo de regular las relaciones entre españoles y americanos. El clérigo fomentó desde su

púlpito el fervor religioso de su feligresía para convertirlos en soldados santos. Recordemos que el

párroco predicó su sermón el 20 de julio de 1815, meses después de que llegara a la península de

Paria el primer escuadrón de las tropas de Morillo. El peligro de una Reconquista estaba más que

cerca y la mejor forma de impedir el éxito militar de los españoles era vincular a Dios en la guerra

venidera.

Es curioso que durante los años de Reconquista los sacerdotes relegaron al olvido al Dios de

los ejércitos. Ni de León ni Valenzuela hicieron alusión en sus piezas oratorias a Dios como director

de los actos humanos. Estos clérigos se enfocaron más en insistir en la teoría del poder regio que en

buscar aliados para la guerra. El mayor reto en los años en que dominaron las tropas de Morillo no era

adquirir soldados, sino reestablecer la legitimidad del rey. Por el contrario, después de obtenida la

victoria de la Batalla de Boyacá los clérigos movieron sus púlpitos en búsqueda de soldados piadosos

que defendieran a toda costa la Independencia nuevamente conseguida.

Manuel Garay en su prédica del 4 de diciembre de 1819 mostró la propia batalla del 7 de

agosto como un acto liderado por Dios (1826, pág. 11). Conectar los designios divinos con la victoria

militar no sólo permitía ratificar la idea de que estar con la República no significaba estar sin Dios,

sino que además lograba llevar un mensaje utópico que garantizaba una armonía futura. Si Yahveh

había comandado el triunfo emancipatorio, él permitiría la vida en tranquilidad, sin más guerras.

El cura de Turmequé (1819) fue más allá en su discurso al invitar con vehemencia a su

público a unirse en las batallas contra los aún existentes bastiones realistas. Instigó a poner los

“pechos como un muro”, con la certeza de que “el brazo del todo poderoso, que está de vuestra parte

los destruirá” (fol. 54v). Aquí no se apeló al temor a Dios, sino a la seguridad de que Él los

protegería. Con un mensaje igual de esperanzador el cura de Pasca (1819) sostuvo que combatir a los

enemigos implicaría vivir en paz y tranquilidad (fol. 129r). El sacerdote recurrió a la idea milenarista

del fin de los opresores y comienzo de un nuevo momento como incentivo para agrupar a sus

feligreses en un solo ejército en contra de los españoles. El cura vicario Chacón y Galindo (1820)

constató además que la victoria de Boyacá era un designio divino, en la medida en que las tropas

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69

patriotas estuvieron en desventaja con las españolas y aun así habían logrado el éxito militar. Dicho

triunfo era sólo una obra divina (fol. 153r).

En conclusión, vemos que el recurso a Dios como batallador sirvió para incentivar a la grey

que escuchaba sermón a unirse a las tropas libertarias. El Dios de los ejércitos fue más una figura de

los patriotas que de los realistas, pues en su afán por conseguir la victoria dotaron a la contienda de

santidad. Era un juego por doble vía, en primer lugar se desmentía la idea de que ser leal al nuevo

orden implicaba la deslealtad a Dios y, en segundo lugar, promovía el uso de las armas en contra de

los peninsulares como un acto bendecido por Yahveh. Éste no sólo apoyaba a los españoles en contra

de Napoleón y a los neogranadinos en contra de los peninsulares, sino que hacía parte de las mismas

batallas.

La prédica no sólo se concentró en informar lo que estaba ocurriendo en el escenario político,

sino que también cumplió su labor de ilustradora moral, sobre todo al mostrar las reacciones de Dios

ante los comportamientos humanos. A partir de historias tomadas del Antiguo Testamento, los curas

aproximaron el presente de conflicto bélico con el pasado del pueblo de Israel. Presentaron a los

infractores de la ley divina como individuos vituperados y a los seguidores de la norma de Dios como

seres mesiánicos, que ya tenían escrita su suerte en el libro celestial. Los trasgresores eran los

culpables de los más terribles castigos causados por la ira de Dios, por lo que ser pecador generaba

sanciones divinas tales como la esclavitud a un régimen no deseado. No obstante, Dios también era

un ser misericordioso que se compadecía de su pueblo desobediente y después del castigo otorgaba

recompensas terrenales, como la vuelta a la libertad o el retorno del rey.

Como veremos en el próximo capítulo, los oradores hallaron en las Sagradas Escrituras

elementos para interpretar los acontecimientos del momento. Ellos recurrieron a su capital cultural y

al capital simbólico de la Iglesia para seguir interviniendo en política y mover a sus oyentes en

terrenos que no eran exclusivos de la devoción.

Page 71: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

70

Capítulo III

La Biblia como fuente de reflexión política

“Parece que los libros santos solo existen para

consignar estas dos clases: de perseguidores y perseguidos,

de víctimas y sacrificadores: la libertad de los hombres

de las manos de los otros hombres: he aquí el

asunto de toda la Sagrada Biblia”

(Fray Manuel Garay, 1819)

Para los clérigos neogranadinos de principios del siglo XIX y muchos de sus feligreses los

acontecimientos vividos en los dos lados del Atlántico podían ser comprendidos y aceptados sólo en

la medida en que la clave para descifrarlos se dedujese de alguna manera del caudal simbólico del

cristianismo. Los símbolos y significados del Antiguo Régimen debían ser reformulados y

reorganizados en un nuevo campo discursivo que se adecuara al caso de la Nueva Granada. Para

lograrlo, los predicadores buscaron en las Sagradas Escrituras casos análogos a los que se estaban

experimentando en la práctica. Este fue el mejor modo de evitar eventuales objeciones de carácter

moral que pudieran censurar un discurso a favor o en contra de una de las dos soberanías defendidas.

La Biblia, al igual que otras fuentes como los clásicos grecorromanos, ayudaba a respaldar las

aseveraciones en cualquier campo del conocimiento humano, lo que era posible dado los mecanismos

que permitían la percepción de la realidad, que se concebía como un texto cuyo mensaje lo moldeaba

un trasfondo mítico-religioso. La tradición primitiva del cristianismo había establecido lo mítico del

Antiguo y Nuevo Testamento como criterio de verdad (Borja Gómez, 2002, pág. 131), es por esto que

su uso en las prédicas sacerdotales era ineludible y muchos preceptistas, que se encargaban de

enseñar los cánones y reglas cristianas, estaban de acuerdo en que las Sagradas Escrituras eran la

autoridad por excelencia en la predicación32.

Por su carácter teológico del plan de salvación, las Sagradas Escrituras hacían énfasis en el

curso de la historia y sus relaciones con la revelación, lo que le proporcionaba los arquetipos sobre los

cuales se pensaba el devenir humano. Los predicadores al recurrir a ellas lo hacían desde la

suposición de que no sólo contenían verdades doctrinales, sino también verdades reales. Las

narraciones del Antiguo y Nuevo Testamento explicaban la realidad del pasado, y como tales

representaban el presente. Al considerarse el relato bíblico como verdad irrefutable, lo ocurrido en la

historia era la lógica del plan de Dios, por lo que negar la historicidad de la Biblia era refutar los

fundamentos propios de la experiencia cristiana. En consecuencia, cuando el predicador recurría a las

32

Ejemplo de ello fueron (Granada, 1778) y (Velasco, 1677).

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71

Sagradas Escrituras como fuente de autoridad tenía la obligación de hacer coincidir el hecho narrado

con la verdad revelada, allí estaba la responsabilidad de conectar los sucesos del momento con el plan

divino de salvación (Borja Gómez, 2002, págs. 137-138).

Como ha señalado Núñez Beltrán para el caso de los sermones sevillanos del siglo XVII,

“desde el texto sagrado se estudian modelos de vida acomodándolos a las situaciones históricas”

(2000, pág. 99). Nuestros clérigos recurrieron a las Sagradas Escrituras para mostrar la tipología

existente entre el pueblo de Israel, que era el elegido por Dios, y el pueblo neogranadino. Jerusalén

fue asemejada a la Nueva Granada y los individuos protagonistas de los libros del pentateuco y

proféticos se convirtieron en las referencias obligadas para representar a los actores políticos del

momento. Es por esto que hubo un mayor acercamiento al Antiguo Testamento que al Nuevo, pues el

primero daba la posibilidad de articular el pasado del pueblo de Dios con el presente de América y la

península. No obstante, los textos neotestamentarios citados fueron determinantes para hablar sobre

temas como la obediencia y la sumisión a las autoridades establecidas.

A través del libro sagrado se logró defender un tipo de soberanía. La Biblia sirvió para

defender uno de los dos regímenes en disputa durante los primeros años del siglo XIX. Los curas

realistas hallaron en el texto sagrado herramientas para defender el poder regio y los predicadores

patriotas encontraron allí mismo la constatación de que Dios prefería un gobierno republicano. Los

sacerdotes que defendían la teoría del derecho divino se apoyaron en pasajes bíblicos que mostraban

la adhesión de Dios a la monarquía y los curas que apuntaban al proceso independentista

consiguieron demostrar que el Dios de Israel aborrecía a los reyes y los había impuesto como castigo.

Como ha señalado Guerra, la presencia de la referencia bíblica en la reflexión política de estos años

no es un fenómeno anecdótico, sino uno de los registros argumentativos de ambos bandos (2002, pág.

155). La Biblia, además, sirvió para sustentar las ideas escatológicas de las que hablamos en el

capítulo anterior. A partir de los profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel), algunos

menores (como Miqueas, Habacuc, Zacarías, entre otros) y el libro del Apocalipsis, los sacerdotes

corroboraron sus posturas con respecto al fin de los enemigos y el inicio de un nuevo pueblo, ya

purgado de sus culpas.

La dificultad que se genera a la hora de estudiar la Biblia como cimiento de las afirmaciones

de los predicadores es establecer el número de veces que la citan. Los sermones que se llevaron a la

imprenta suelen gozar de notas al pie que indican el libro del que se está hablando, el capítulo y el

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72

versículo correspondiente33. Sin embargo, la mayoría de los manuscritos no suelen contener nada de

esto, por lo que reconocer el pasaje bíblico enunciado nos ha implicado inferir a qué episodio se

refieren a partir de los elementos suministrados. Recordemos que nos encontramos en medio de una

sociedad que aún no veía la pertinencia de la cita como fuente recurrente de rigurosidad. Eso quiere

decir que aunque no siempre se especifique a qué o quién se hace referencia no implica que no esté

dentro del capital simbólico de la Iglesia.

Pero no sólo la Biblia fue utilizada por los clérigos neogranadinos para sustentar sus posturas

políticas, hubo una revalorización de la obra de Bartolomé de las Casas entre los predicadores

patriotas, que pretendían defender la idea de los justos títulos de conquista y también se recurrió a los

hechos pasados de España y Europa para avalar una de las dos posturas políticas del momento. Los

clérigos también mencionan, muy de pasada y escasamente, a algunos autores clásicos haciendo

alusión a Grecia o Roma. Ya fuera para criticar o para corroborar algo dicho, las fuentes hoy

consideradas seculares (cartas, gacetas, cronistas, etc.) también hicieron parte del entramado

argumental de los sermones. Aquí nos detendremos en analizar las Sagradas Escrituras como fuente

recurrente al interior de la prédica porque fue de allí de donde se extrajo con mayor énfasis las

explicaciones a los sucesos acaecidos, dejamos entonces abierta la brecha para otras posibles

investigaciones que analicen esas otras fuentes que también hicieron parte del cuerpo de los

sermones.

Para esta exposición hemos dividido nuestro capítulo en dos apartados. En el primero

abordaremos el uso del Antiguo Testamento como fuente eclesial que sirvió para hacer la analogía

entre el pueblo de Israel y la Nueva Granada. En el segundo, analizaremos el Nuevo Testamento

como recurso que sirvió para declarar la ilegitimidad de la desobediencia a las autoridades

constituidas, fueran estas monárquicas o republicanas, y para corroborar la soberanía de Dios frente a

la humana.

1. Nueva Granada como el pueblo elegido de Dios

Como fuente de argumentación el Antiguo Testamento tuvo un estatuto diferente según el

predicador, la época, el tema y la finalidad del sermón. En ocasiones fue el argumento supremo de

revelación divina, un catálogo de modelos políticos o un elenco de personajes destinados a ilustrar un

discurso. En este libro los oradores encontraron claves para interpretar los acontecimientos y otorgar

33

Aunque esto es de gran ayuda a la hora de establecer qué tipo de textos bíblicos estaban privilegiando los predicadores,

es importante señalar que en ocasiones el dato suministrado es erróneo, citándose equivocadamente un pasaje bíblico que

no tiene relación con lo que se está enunciando.

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sanción religiosa a la causa americana. Los episodios de la historia sagrada evocados son figuras de

los hechos de que son testigos (Di Stefano, 2004, pág. 116).

Los sacerdotes que predicaron durante 1808 y 1809 y en los años de Reconquista española

utilizaron especialmente el Antiguo Testamento para demostrar el apego de Dios al gobierno de uno

solo. Los oradores que pregonaron sus discursos en los años de la Primera República y después del

triunfo militar de 1819 también hallaron en el Antiguo Testamento las pruebas necesarias para

desmentir la teoría del poder regio y presentar a Dios como aliado de las repúblicas.

Los primeros, que llamaremos monarquistas, se concentraron principalmente en los libros

sapiensales y proféticos34, porque de ahí podían extraer los argumentos necesarios para explicar el

estado de crisis del momento. Las narraciones bíblicas elegidas por estos oradores como los Salmos y

el libro de Isaías, se encaminaron a mostrar la Alianza hecha entre Yahveh y su pueblo35. Desafiar la

alianza generaba la ira de Dios encarnada en castigos, pero reconstruirla y seguirla siempre permitía

períodos de armonía en los que Yahveh se mostraba satisfecho con los comportamientos de sus

gentes. Para nuestros predicadores, vivir bajo la ley divina y humana traía la convivencia pacífica,

pero alterar el orden siempre significaba un designio divino desafortunado para los humanos. Apelar

a la alianza era recordarle a la feligresía que ya existían unos pactos establecidos entre americanos y

la Corona española y querer romper este convenio podía acarrear el infortunio de la sociedad

neogranadina.

Los segundos, que denominaremos republicanistas, se enfocaron más especialmente en los libros

históricos y el pentateuco36, puesto que por medio de ellos podían crear un origen mítico-religioso a

la recién constituida República. El cautiverio del pueblo en Egipto, su éxodo y la legislación mosaica

fueron de gran interés principalmente para los predicadores que proclamaron después del decreto

vicepresidencial de 1819. Esa es una de las razones por las cuales la figura de Moisés, modelo de

34

Los sapiensales están compuestos por los escritos de estilo poético como son los de Job, Salmos, Proverbios,

Eclesiastés, Cantares de los Cantares, Sabiduría y Eclesiásticos. Los proféticos, por otra parte, componen los escritos de

Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y el de los Doce Profetas, incluido también la pequeña obra de las Lamentaciones. 35

Recordemos que la Alianza se da entre Yahveh y el pueblo de Israel después de que el primero liberara a los segundos de

la servidumbre en que se hallaban bajo el dominio del faraón egipcio. En el Sinaí Yahveh dio sus órdenes, dictó una ley y

con ella selló la alianza con Israel. Para asegurar su perpetuación como pueblo y sus éxitos, así como para continuar siendo

el pueblo del dios invencible, Israel no tenía sino que mantenerse fiel a los mandamientos recibidos en el Sinaí (Puech,

2003, pág. 97). 36

El pentateuco llamado la Tora por los judíos, está compuesto por el Génesis, que relata los orígenes del mundo;

Éxodo, que inicia dando cuenta de la salida del pueblo hebreo de Egipto; Levítico, que contiene la ley de los sacerdotes de

la tribu de Leví; Números, llamado así por los censos de los primeros cuatro capítulos, y Deuteronomio, que narra la

segunda ley, según una interpretación griega. Los libros históricos comienzan con la llegada de los israelitas a la tierra

prometida, en tiempos de Josué, y concluye con la revuelta de los Macabeos.

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legislador, fue tan relevante en esos años37. Por otra parte, los libros históricos permitían vincular el

pasado del pueblo de Israel con el presente de la Nueva Granada, revelando de esta manera el destino

del pueblo americano, ya anunciado en la Biblia.

Hubo además algunos libros en particular que fueron usados por ambos bandos indistintamente

porque daban la posibilidad de mostrar los acontecimientos vividos como parte del plan de Dios. Tal

fue el caso del primer libro de Samuel, que permitió debatir acerca de la monarquía o la república

como formas de gobierno avaladas o descalificadas por Dios. Aunque no puede considerarse que este

libro oscilen entre una escritura “pro monárquica” y otra “anti monárquica”, lo cierto que algunos

capítulos muestran el reinado como una forma de gobierno conveniente (1 S 9:1-10, 16, 11: 1-15) y

otros como un castigo celestial (1 S 8:10-22, 10:17-21, 12:1-15). Es por ello que Samuel fue una

referencia obligada para los dos bandos contrarios de sacerdotes, que buscaban encontrar en la Biblia

argumentos que establecieran cuál era el régimen más idóneo.

Partiremos primero de mostrar los argumentos veteroestamentarios dados por los sacerdotes

monarquistas durante los años de crisis de acefalía y la Reconquista, para luego desarrollar los de los

republicanistas, que predicaron en años de revolución y después de la victoria de la Batalla de

Boyacá.

1.1 El Antiguo Testamento como prueba del poder regio

Los clérigos monarquistas encontraron en profetas como Isaías, Daniel y Habacuc las respuestas

tanto al cautiverio del rey como a su poder en América. Salmos a nombre del monarca,

lamentaciones, entre otros, también sirvieron para hacer la apología al soberano. De las ocho piezas

sermonísticas que se conservan de los años 1808-1809 (6) y 1816-1817 (2), hay una preponderancia

del Antiguo Testamento (63%) frente al Nuevo

(17%) y otras fuentes (20%)38. Como nos lo

muestra el gráfico, el interés más agudo estuvo

en aquellos textos que de forma poética o

profética permitieron dar respuesta a los

momentos de crisis.

Ante el cautiverio de Fernando VII, el cura

37

Como lo anunciamos en el capítulo anterior, algunos de los predicadores que recurrieron a la figura de Moisés como

ícono mesiánico fueron: de León (1816, pág. 9), fray Manuel Garay (1819, pág. 12), Josef Toribio García (1819, fols.

117Bv y 117Dr), el párroco Gallo (1820, fol. 177v), Faustico Pérez (1820, pág. 257v), entre otros. 38

Por otras fuentes entiéndase citas a teólogos, Padres de la Iglesia, autores clásicos y distintos documentos seculares como

cartas, periódicos, cronistas, entre otros.

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75

doctrinero Torres y Peña (1808) y el canónigo José Domingo Duquesne (1809b) vincularon en sus

sermones el Sal 20, que es una oración al rey después de salir de la guerra. En él, se muestra la

victoria militar del soberano de Israel como parte del plan divino y se asegura que Dios dará la

salvación a su ungido. Con el énfasis en este pasaje sapiensal, los clérigos realistas reafirmaron el

pacto entre Dios y el rey, mostrando al primero como protector del segundo. En tiempos de crisis de

acefalía, cuando se comenzaba a cuestionar por vez primera la legitimidad del rey cautivo y de las

juntas provinciales de España, recordar por medio de pasajes bíblicos el poder regio de los reyes

significaba reafirmar su soberanía y acallar esas primeras voces que intentaban discutir la autoridad

del monarca.

Duquesne (1809b) vio el gobierno aún sin comenzar de Fernando VII como el de David. El

primer ungido del Señor fue utilizado para recordar a la feligresía el pacto divino entre Dios y los

monarcas, pacto que garantizaba la autoridad del rey a pesar de su ausencia. El canónigo se preguntó

si era posible que el rey se encontrara con hombres envidiosos como Saúl (1 S 19) o con traiciones

como la de Absalón (2 S 15), para responder que Nueva Granada siempre se mantendría obediente al

rey cautivo. A su retorno, el rey encontraría a sus vasallos con el mismo amor fervoroso que serviría

de ejemplo a otros que ya comenzaban a quebrantar los lazos de fidelidad (pág. 22). El religioso

posiblemente se refería al caso quiteño, que para entonces ya había instaurado su primera junta.

Vemos entonces que el recurso a los libros de Samuel sirvió en este caso para mostrar la

pertinencia de mantenerse sujetos a las autoridades sin cuestionarlas o irlas a traicionar. Duquesne

(1809a), en otro sermón, expresaba su confianza absoluta en el retorno heroico del rey, porque éste

contaba con la protección divina. Según el canónigo, Dios salvaría a Fernando VII porque en la Biblia

estaba escrito que Yahveh siempre salvaba a su pueblo y en especial a su ungido (Ha 3:13)39. El

pasaje bíblico del profeta del exilio ayudó a revelar verdades políticas que justificaron el absolutismo

con la autoridad de la revelación divina. Si Dios avalaba las monarquías era irrefutable su autoridad.

El primer libro de Crónicas también fue usado en ese sentido. Esta vez fue Antonio de León

(1816) el que mostró la relación entre las Sagradas Escrituras y el poder regio. Según el prebendo,

cuando Yahveh engrandeció a Salomón frente a todo Israel, dándole un reinado glorioso sin

precedentes en la historia del pueblo hebreo quedó consignado en la Biblia la fidelidad incuestionada

a los monarcas40. Este acontecimiento era la mayor muestra del derecho divino de los reyes, pues si

39

“Tú sales a salvar a tu pueblo, a salvar a tu ungido”. 40

Los versículos referenciados por de León señalan: “Todos los jefes y valientes, y también todos los hijos del rey David,

prestaron obediencia al rey Salomón. Y Yahveh engrandeció sobremanera a Salomón a los ojos de todo Israel, y le dio un

reinado glorioso como nunca había tenido ningún rey de Israel antes de él” (1 Cro 29: 24-25).

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76

en las Sagradas Escrituras se establecía la unción de los soberanos, ningún humano podía refutar esa

verdad de fe.

Tanto para de León como para Valenzuela, el Deuteronomio era la mejor manera de representar

lo ocurrido en Nueva Granada después de la revolución. Según ellos, el pueblo no se había alzado en

contra del gobierno del rey, sino en contra de Dios, pero este último a pesar de la infidelidad de los

neogranadinos los habría perdonado al retornar el gobierno de Fernando VII por medio de la

Reconquista. De León (1816) citó además al Dt 27 para afirmar que “todo hombre inferior debe estar

sujeto a uno superior” (pág. 16) y con ello enfatizar en la pertinencia de mantenerse sumisos y

obedientes a la autoridad del monarca. Como ha asegurado Guerra (2002), no se trató sólo de una

defensa del Antiguo Régimen, sino de una ideología contra-revolucionaria militante que atacó todos

los principios de la política moderna, amparada en el derecho natural (pág. 188).

Los predicadores realistas no se dedicaron exclusivamente a demostrar con la Biblia el poder

regio, también se preocuparon por describir el estado decadente de la sociedad, haciendo una

comparación entre Jerusalén y la Nueva Granada. La analogía entre la ciudad santa y el territorio

neogranadino no era nueva. Incluso cuando se presentó la protesta de los comuneros en 1781 un

testigo describió los hechos como “se vio temblar Jerusalén” (Silva, 2005, pág. 197), lo que corrobora

que la similitud entre estos dos lugares ya se encontraba en el imaginario de las gentes.

Nuestros clérigos recurrieron a esta semejanza para generar sentimientos opuestos entre sus

públicos. El declive de Jerusalén servía para explicar el caos vivido, lo que despertaba desolación

entre los neogranadinos, y a la vez para recordar que Yavheh siempre se había mostrado protector de

su pueblo salvándolo del declive, lo que movía al auditorio hacia sentimientos de esperanza y

confianza en los designios divinos. Para hacer la comparación entre Sión y Nueva Granada, los

predicadores se valieron principalmente del libro de Isaías. El primer capítulo del profeta describe a

Judá no como un lugar geográfico, sino como la designación del pueblo elegido para cuya instrucción

se pronuncian todos los oráculos. En él se muestra al pueblo ingrato que se ha rebelado contra

Yahveh, lo que le merece un castigo. La Jerusalén descrita por Isaías es una pecadora que se ha

alejado de Yahveh, por lo que es una ciudad desolada, adúltera y pecaminosa. El profeta contrasta esa

decadencia con la fidelidad primera de Jerusalén, a la que volverá purificada por la condena (Biblia

de Jerusalén, 1975).

España, para predicadores como Torres y Peña (1808) y Duquesne (1809a) se había prostituido

como su análoga bíblica. La península se había dejado contagiar de las ideas ilustradas provenientes

de Francia y eso la había convertido, como la ciudad bíblica, en ingrata y apartada de Dios. Esa

imagen desoladora de los primeros años de 1808 y 1809, estuvo acompañada de la desacralización a

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Napoleón. Él había causado la depravación española y por esto fue comparado con la última de las

cuatro bestias descritas en Dn 741 (Torres y Peña, 1809, pág. 22-23). La interpretación bíblica del

sueño de Daniel ha establecido que esa cuarta bestia se refería a Antíoco IV Epifanes, un rey

idolátrico caracterizado por su hábil elocuencia y arrogancia blasfema (Biblia de Jerusalén, 1975).

Igualar a Napoleón con este personaje no sólo llenaba de escatología los sucesos ocurridos en la

península, sino que también mostraba la batalla europea como una guerra por la defensa de la fe. No

se luchaba en contra de un emperador con pretensiones totalitarias, sino contra un enviado de Satán

que quería destruir la religión católica. Los sacerdotes de esta manera llenaron de providencialismo la

contienda occidental.

Relatos similares fueron usados por los clérigos de la Reconquista. Valenzuela (1817) vio a

Nueva Granada en el mismo estado deplorable en que Isaías había visto a Jerusalén. Según el

provisor sinodal, el territorio americano al dejarse seducir por ideas revolucionarias había dejado de

ser la “villa fiel”, cayendo en la anarquía. Por eso Yahveh había quitado todo su sustento y apoyo y

les había dado mozos por jefes (Is 3:1-7):

Viose entonces aquella pintura horrible de Isaías hecha de un Pueblo que mereció las iras de Dios. Yo

quitaré de en medio de vosotros a todo varón fuerte, capaz de sostener la verdad; a todo sabio y

consejero prudente. Os daré por Príncipes unos tiranos jóvenes, y afeminados. En el Pueblo se

levantará el hermano contra el hermano, el mozo contra el viejo, y el plebeyo contra el noble. Elegirán

por Juez al primero que tenga el vestido menos pobre, y aun éste responderá: No os engañéis que en

mi casa no hay pan, ni tengo oficio de qué subsistir, no me hagáis pues, vuestro Gobernador. Mas aun

peor fue nuestra desdicha, pues recibiendo las Presidencias y Diputaciones unos hombres indignantes,

y sin destino, anhelaban con ansia a mejorar de fortuna a costa de los pueblos, y no se engañaron en

sus deseos (págs. 19-20).

La descripción de la Jerusalén anárquica hecha por Isaías sirve en este caso para mostrar el estado

lamentable de la Nueva Granada revolucionaria y a la vez para deslegitimar el gobierno republicano.

El relato del profeta sostiene que el Dios vengador quita todo su sustento y apoyo a la ciudad

corrupta, dándoles líderes sin experiencia. Valenzuela ubicó de forma tipológica a los jefes ineptos de

Israel con los criollos revolucionarios. La anarquía de Israel fue vista así como el tipo de la

degradación social de Nueva Granada (antitipo). Tácitamente Valenzuela también llevó a colación el

gobierno idóneo de Santo Tomás al afirmar que los criollos revolucionarios no se guiaron por el bien

común de la sociedad, sino por sus intereses particulares, lo que convertía a su mandato en uno

tiránico y, por lo tanto, ilegítimo. De León (1816) no se quedó atrás en su intento por mostrar la

prostitución de Nueva Granada durante la Primera República, sólo que esta vez se basó en la pequeña

41

Esta bestia era, según el profeta, extraordinariamente fuerte y se distinguía de las tres anteriores por unos cuernos. Entre

ellos había uno pequeño que tenía ojos como los de un hombre y una boca que decía grandes cosas (Dn 7: 1-8).

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obra de las Lamentaciones. Según el prebendo durante la revolución Nueva Granada estuvo huérfana,

sin sus verdaderos padres: Dios y el rey. Las mujeres tuvieron que soportar la viudez y el hambre fue

la compañía en medio de la soledad (pág. 44).

Estos predicadores de la Reconquista, al igual que sus colegas de 1808 y 1809, también

articularon esa visión decadente de Nueva Granada con la escatología. Apoyados en Job, sostuvieron

que los males individuales causados por Satán y que servían a Dios para probar la fidelidad de su

pueblo se experimentaron durante los años de la Primera República. Nueva Granada había fallado el

examen, pero como Dios no sólo era castigador, sino también misericordioso, les había enviado la

Reconquista como señal de su reconciliación. Según de León (1816), Job hubiese preferido morir en

el vientre de su madre antes de ser testigo de la revolución del 20 de julio de 1810 (pág. 44) y para

Valenzuela (1817), Job había ya pronosticado el castigo divino que recibieron los insurrectos (pág.

36). Con estas afirmaciones los religiosos lograron atemorizar a su grey con respecto a que su

adhesión al nuevo orden implicaba una traición a Dios y despertaron sentimientos de desolación por

el estado triste en que se encontraban.

Esas imágenes funestas de España y América fueron contrastadas con unas esperanzadoras. Para

los clérigos de los años de crisis de acefalía el retorno de Fernando VII a su trono sería la muestra de

la misericordia de Dios y para los curas de la Reconquista era precisamente este acontecimiento

militar lo que mostraba la salvación de Nueva Granada. Como sugiere Cohn (1995) para el caso de la

Jerusalén bíblica, “se trata de un mensaje alentador para un pueblo que necesitaba ánimos con

desesperación. En el pasado, Yahveh se había mostrado con frecuencia iracundo y castigador, pero

ello se debía a que los judíos no habían observado los requisitos de la Ley. Si en el futuro la

respetaban, todo iría bien” (pág. 163). Igual sucedía con Nueva Granada, si se acogía a las leyes

humanas y divinas, su declive terminaría y reinaría nuevamente la armonía entre el pueblo

neogranadino y Dios.

Ese mensaje esperanzador fue respaldado a través de Salmos. Los sacerdotes de León Y

Valenzuela privilegiaron aquellos poemas de David que mostraban la adhesión de Dios al gobierno de

los monarcas. Los Sal 18, 21 y 116 fueron reiterativamente citados como acción de gracias por los

beneficios concedidos al soberano. Igualmente, el 84, 106, 136 y 137 fueron entonados como himnos

de alabanza divina. Su uso deja ver que estos clérigos se movieron dicotómicamente entre una prédica

atemorizante y otra alentadora. Si la descripción de Nueva Granada prostituida servía para dejar en

claro que no podía permitirse nuevamente una revolución, las alabanzas al rey ayudaban a ratificar su

dominio en América y a mostrar las bondades de regirse por el gobierno de uno solo.

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En estos dos períodos (1808-1809 y 1816-1817), el uso del Antiguo Testamento sirvió para

justificar el retorno del rey y descalificar al gobierno republicano. La defensa al monarca no dejó de

contener ideas escatológicas que igualaban a una Jerusalén destruida con una Nueva Granada

revolucionaria. Lo profetizado para el pueblo de Israel valió para el caso neogranadino, por lo que el

futuro pronosticado para Sión por Isaías o por el libro de Lamentaciones ayudó a ensalzar un futuro

utópico para el territorio americano, donde la reconciliación con el rey lo haría más fuerte y más

cercano a Dios. Sin embargo, como veremos a continuación, otro discurso pregonaron los sacerdotes

patriotas, quienes privilegiaron otros libros veteroestamentarios para desmentir la idea de que la

Biblia mostraba la legalidad del gobierno monárquico.

1.2 La defensa veteroestamentaria al sistema republicano

Los clérigos a favor del nuevo orden recurrieron a las Sagradas Escrituras para hacer una crítica a

la monarquía hereditaria, señalando que la realeza no sólo estaba en contradicción con el derecho

natural, sino también con la Biblia. Al igual que sus detractores, recurrieron principalmente al

Antiguo Testamento para encontrar argumentos que desmintieran la teoría del derecho divino como

premisa bíblica. De los 56 sermones patriotas estudiados (4 de la Primera República y 51 posdecreto

vicepresidencial), el 64% de las citas son del Antiguo Testamento, el 22% del Nuevo Testamento y el

restante 14% de otras fuentes. Lo que demuestra la preponderancia de la Biblia judía para explicar los

acontecimientos del momento.

Como nos lo muestra el siguiente gráfico, el mayor

foco de interés estuvo en los libros históricos. De

ellos Judit, Jueces, 1 Samuel y 1 Macabeos

tuvieron mayor preponderancia. Del pentateuco, el

Éxodo y el Deuteronomio fueron los escritos de

interés. De los demás también se referenciaron

Salmos, algunos pasajes de Isaías, Lamentaciones,

etc. Los libros seleccionados sirvieron para mostrar que Dios aborrecía a los gobiernos monárquicos y

había preferido las sublevaciones a la subyugación a un gobierno déspota.

El recurso al libro de Judit entre los clérigos patriotas revela el interés de mostrar la legitimidad

de la sublevación. El escrito se basa en la guerra del pueblo de Israel contra el ejército asirio (en

realidad el de babilonia). Una viuda hebrea, Judit, descubre que el general invasor Holofernes,

enviado por el rey Nabucodonosor, está interesado en ella, por lo que engaña al militar

embriagándolo y luego degollándolo. El asesinato de Holofernes permite luego la victoria de Israel

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frente al ejército invasor. En nuestro caso, el libro sirvió para mostrar que era posible levantarse en

contra de un gobierno tiránico e idolátrico (como el de Nabucodonosor). El clérigo Fernández de

Sotomayor (1815) comparó el 20 de julio de 1810 con el día en que la viuda asesinó al militar,

señalando que ambas fechas fueron días de gloria amparadas en la providencia divina (pág. 23).

El cura del cantón de la Mesa (1819) señaló algo similar años posteriores al comparar al rey

babilónico con Fernando VII y a Holofernes con Pablo Morillo (fols. 123Ar- 123Av). Según el

predicador, Nabucodonosor era tan poderoso y ambicioso como el rey español. Ambos habían

intentado apoderarse de muchas naciones extranjeras por medio de las armas, pero habían encontrado

como barrera a sus pretensiones al pueblo de Dios. Ya fuera éste Israel o Nueva Granada, las súplicas

y oraciones constantes habían generado que Yahveh se mostrara aliado de su pueblo y rechazara las

monarquías corruptas.

Aunque el levantamiento lo habían propiciado los humanos, representados en la figura de Judit,

en realidad los clérigos mostraron estos episodios bíblicos desde una óptica providencialista. Dios era

el señor de la historia y la conducta de los individuos sublevados debía estar guiada por sus leyes.

Recordemos que para los clérigos existían dos tipos de leyes, ambas establecidas por Dios, la ley

divina y la ley natural. Como ha señalado Guerra (2002) para el caso de Locke, el uso de la Biblia no

es un artificio para ganar el favor de un público convencido de la autoridad suprema de la Escritura,

aunque sin duda también está este propósito. Es sobre todo una manera de captar a partir de ella la ley

natural (pág. 176). Además, la Biblia era considerada criterio de verdad, es decir, contenía realidades

reveladas, por lo que su uso no era meramente retórico, sino una enérgica fuente de argumentación.

Nuestros clérigos para mostrar la contradicción que existía entre el derecho natural y la monarquía

hicieron uso de libros como el de Judit, que permitían mostrar la importancia de la libertad y el

aborrecimiento de Dios a un gobierno tiránico e idolátrico como el de Nabucodonosor para el caso de

Israel y el de Fernando VII para el caso americano.

El uso del libro de los Jueces mostró que Israel estuvo en una época gobernado por un régimen

republicano. Yahveh jamás estuvo en desacuerdo con esta forma de gobierno y por el contrario

presentó a la monarquía como pecado judío. Al seguir las costumbres paganas, en la época de los

Jueces existió la tentación de la realeza y la sucesión hereditaria, por lo que Yahveh como castigo

envió monarcas déspotas para que su pueblo comprendiera lo perjudicial del gobierno de uno solo.

Así se lo expuso el cura de Guaduas, Gutiérrez (1820), a su feligresía: “[...] enojado el Señor lo puso

[a Israel] en poder del rey de Mesopotamia a quien sirvieron 8 años pero arrepentido de sus crímenes

se volvieron a Dios, y el señor encargó a Otoniel los librase y este los libró, y gobernó cuarenta años”

(fols. 138v-139r).

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El cura se refería a Jc 3:8-11, con el que pretendía sostener que el pueblo de Israel había

comprendido que el auténtico soberano era Dios y no podían dejarse llevar por deseos terrenales

como los de la monarquía. Desde esta perspectiva, Yahveh fue presentado como el único rey de reyes

y el gobierno de uno solo como un acto pecaminoso. Desde esta postura se deslegitimó tajantemente

cualquier intento de encontrar en la Biblia argumentos a favor de la teoría divina de los reyes.

El padre de Aratoca, José Gabriel Silva (1820), también encontró en varios pasajes del libro de

los Jueces (3:12-29, 4:1-24 y 7) la explicación del porqué Dios en ocasiones envía gobiernos

monárquicos. Según el predicador, Yahveh lo hacía enfurecido por la idolatría de sus gentes y el

relajamiento de las costumbres. Pero todos esos mandatarios déspotas fueron luego destruidos por

Dios (fol. 215v). Nuevamente aquí Yahveh fue presentado como el que manejaba los hilos de la

historia, por lo que la instauración o deposición de un rey siempre era obra divina. Sin citar un

episodio en particular, el cura de Garagoa (1820) comparó la época bíblica de los jueces con la que le

sucedió en monarquías:

[...] los reyes [...] en efecto [...] han sido peste de las ciudades, y langosta del género humano;

mientras el pueblo de Dios mantuvo con el gobierno sencillo de sus jueces, siempre conservó paz y

tranquilidad interior; y cuando se ofrecían guerras con extranjeros, cada uno del pueblo contribuía

para sostener la guerra con lo que voluntariamente podía sin que ninguno fuese maltratado ni

extorsionado, hasta que cansado el pueblo con el gobierno suave de los jueces. Pidió rey; entonces

irritado Dios le mandó por castigo al gobierno monárquico [...] (fol. 143r).

Para el cura, la época de Israel gobernada por jueces, y entendido en ese momento como un

período republicano, era un tiempo de armonía avalado por Dios, pero el pueblo ingrato, inconforme

con ese tiempo, terminó privilegiando un gobierno monárquico, que Dios sólo concedió como

castigo. Esta idea fue recurrente en los sermones proclamados después del decreto vicepresidencial y

otro libro histórico del Antiguo Testamento permitía conectar esa idea de monarquía igual a castigo

divino, estamos hablando de 1 Samuel. El pasaje más usado fue el capítulo 8, donde se relata la

petición de un rey por el pueblo hebreo. El capítulo, ubicado en un punto crucial de la historia política

y religiosa de Israel, narra cómo los ancianos del pueblo se reunieron con Samuel y le solicitaron la

proclamación de un rey. Aunque el profeta recibió la solicitó de mala gana, consultó con Yahveh y

éste aceptó el pedido del pueblo no sin antes advertir que dicha súplica significaba el rechazo a la ley

divina, por lo que los monarcas serían impuestos como castigo para subordinar a los vasallos hasta

esclavizarlos. Yahveh también le advirtió a Samuel que cuando su pueblo callera en cuenta del error

cometido, Él (Dios) no escucharía sus lamentos.

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Este pasaje claramente antimonárquico fue usado en los años de 1819 y 1820 para defender al

nuevo orden y a la vez acallar aquellas voces que sostenían que un castigo divino se aproximaba por

haber proclamado la Independencia. En contravía a esa postura realista, el cura José Antonio Gómez

(1820) afirmó que la monarquía era un pecado y para sopesar su postura citó a 1 S: 8, “[…] su

monarquía es considerada en la escritura como uno de aquellos pecados de los Judíos, por los quales

se declaró contra ellos una maldición reservada. Quien dudase de esta verdad revise el libro 1 de los

reyes capítulo 8 […]” (fol. 280r)42. Esta misma aseveración la sostuvieron los curas Gutiérrez (1819),

José María Vargas (1820) y José Segundo Pérez (1820). Lo que demuestra la recurrencia de su uso en

esos cortos años.

Apelar a la monarquía como pecado y como castigo divino significaba trastocar notablemente el

imaginario de los fieles que por trescientos años habían escuchado por el mismo medio de la prédica

el tema de la unción real. El argumento de que los reyes no eran de naturaleza regia y que no estaban

fundados en el derecho de primogenitura, no sólo mostraba la contradicción entre la realeza y el

derecho natural, sino también la que existía entre la monarquía y el Antiguo Testamento. Como ha

sostenido Estenssoro (2003) para el caso peruano del siglo XVII, el sermón puede tener un efecto

inmediato gracias a su violencia persuasiva, modificando una conducta explícita. Pero también más

lentamente, sigue su efecto sobre la imaginación y se convierte en clave de lectura moral para

interpretar los acontecimientos de la vida (págs. 271-272).

El 1 Samuel también fue usado para referirse a la batalla entre David y Goliat. Esta escena fue de

ayuda para describir la lucha por la Independencia. América fue vista como el débil David frente a un

gran “monstruo filisteo”, encarnado en la corona española. Frente a cualquier pronóstico, el joven

guerrero venció a Goliat, poniendo fin a la guerra y decidiendo la suerte de los dos pueblos. Igual

había sucedido con la Batalla de Boyacá, que había otorgado la independencia total a la Nueva

Granada. Como ha planteado Demélas-Bohy (1995), en los casos bíblico e hispánico, el combate

nacional se tradujo en una lucha por la defensa de la verdadera fe. Esto significa que América, a pesar

de su inferioridad militar había logrado la victoria frente a España sólo porque tenía por objetivo

conservar la religión católica, que en Europa ya estaba siendo cuestionada.

Es por esto que nuestros clérigos prestaron gran atención a 1 Macabeos, que describe la historia

de Matatías Macabeo y sus hijos. Toda la familia se alzó contra el rey Antíoco43 por aquel seguir la

idolatría y en un caso como ese Dios aprobaba la sublevación del pueblo. Tomando a los Macabeos

como modelo, los sacerdotes neogranadinos sostuvieron que Dios apoyaba la independencia porque

42

Recordemos que en la Vulgata latina el primer libro de los reyes es en realidad el primer libro de Samuel. 43

El mismo rey con que José Antonio Torres y Peña había comparado años atrás a Napoleón. Véase el apartado anterior.

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se mostraba en defensa del cristianismo. Seguir bajo el dominio español podría generar que América

se “contaminara” de las ideas liberales que circulaban en Europa y que habían cometido actos tan

pródigos como el encarcelamiento de Pío VII a manos de Napoleón. Este modelo, altamente

conservador, mostró a los líderes de la independencia como los nuevos Macabeos, que más que

buscar una separación de gobierno, querían proteger a la Iglesia y su fe.

Otro episodio de los libros históricos del Antiguo Testamento fue también común entre clérigos a

favor del nuevo orden: 2 Cro: 1044, que expone el cisma política vivido por Roboam, hijo de

Salomón. Este último había hecho un gobierno déspota, por lo que a la llegada de Roboam al poder,

el pueblo de Israel se reunió con él para solicitarle que hiciera un gobierno más justo que el que había

caracterizado a su padre. Roboam, mal asesorado, no sólo no acató el pedido de su pueblo, sino que

los amenazó con un gobierno más severo que el anterior, lo que terminó generando la sublevación de

diez de las doce tribus de Israel. Con este episodio bíblico, los curas neogranadinos señalaron que

ante un gobierno despótico como el de Carlos IV y que Fernando VII esperaba continuar, era válido

un alzamiento. Lo interesante es que en este modelo los hombres tienen mayor protagonismo que

Dios. Los humanos son los que deciden armar una rebelión en contra de un monarca arbitrario. La

aprobación divina sólo llega después de haberse consumado el acto revolucionario, por lo que no se

trata de una iniciativa salvífica de Dios hacia los hombres, mostrados usualmente como pasivos en

sus actos de rebelión.

La analogía entre las diez tribus israelitas rebeldes y América permitió entonces mostrar que por

derecho natural es legítimo liberarse de un rey que no busca el bien común de su pueblo, rompiendo

así los pactos establecidos. La violación de los concesos humanos es lo que termina avalando la

insurrección a los ojos de Dios. Como sostiene Di Stefano (2004): “la idea que se intenta transmitir

con este episodio es que ambos derechos, el natural y el divino, sancionan la legitimidad de los

gobernantes instituidos por los pueblos y por ende la de los mecanismos electivos de sucesión” (pág.

121). El segundo libro de Crónicas sirvió en pocas palabras para refutar la teoría del poder regio. El

poder de los monarcas era establecido por el mismo pueblo y ante una falta del gobernante, la

sociedad estaba en pleno derecho de revertir la soberanía cedida.

Pero no sólo los libros históricos sirvieron para justificar el derecho de insurrección contra

poderes tiránicos como el de Fernando VII, el pentateuco (especialmente el Éxodo) hacía la apología

a la libertad. El recurso al libro del Éxodo remite a un esquema providencial en el que el sujeto

actuante es Dios, mientras que las “tribus” americanas permanecen relegadas en un segundo plano

44

Este episodio también es abordado en 1 R: 12 e igualmente fue citado por algunos clérigos patriotas.

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84

como objeto de redención. En este libro, la lucha se entabla entre Yahveh y el Faraón, por lo que en

América la batalla se presentó entre Dios y los peninsulares (Di Stefano, 2004, pág. 119). Nuestros

predicadores hicieron alusión principalmente a aquellos pasajes que relatan la vida de Moisés y donde

se muestran los arduos retos que debieron afrontar los hebreos durante sus años en el desierto. El

mayor propósito trazado por los predicadores era poder comparar la liberación del pueblo de Israel

con el de América. El proceso no había sido fácil en ninguno de los dos casos, pero ambos habían

contado con la protección divina y eso había garantizado su éxito. Bajo esta argumentación los

oradores pretendían desmentir aquellas acusaciones hechas años atrás por los curas realistas, que

sostenían que ser leal a la revolución implicaría el aborrecimiento de Dios. Para los sacerdotes de este

período Dios había hecho a los hombres libres, por lo que el sometimiento a un faraón o a un rey no

estaba dentro de los planes divinos.

Así lo expuso Josef Toribio García en un sermón hecho al pueblo de Villeta en 1819: “Dios crio

libres, e independientes [a todas las criaturas] para que obrasen a su arbitrio para aumentar y

conservar su especie; entonces conoció la razón y justicia de los hebreos, y le pareció pequeño el

orgullo de los faraones estimando en poco la vida y fortunas mundanas, en defensa de la libertad de

los hijos de Israel, lo que defendió como cosa santa y mandada por Dios. ¿Y acaso católicos la

libertad americana, será menos justa que aquella? No mis oyentes, pues cuando no sea más justa será

igualmente justa [...]” (fol. 117Dv). Por medio de una pregunta retórica, el cura de Villeta mostraba la

similitud existente entre el caso bíblico y el americano. La Independencia era justa porque Dios había

creado a los hombres libres, violar ese derecho era atentar contra la ley divina y humana. Tácitamente

el clérigo retomó el tema tomista de los derechos naturales del hombre, al asegurar que el designio

divino era la autonomía del hombre y no su sometimiento.

Pero no sólo se usó el Éxodo para hacer alusión a la libertad restituida, también se hizo énfasis

con él en el tema de la Alianza. La libertad que Yahveh otorgó al pueblo de Israel era una libertad con

limitantes. Dios salvó a su pueblo contra todo pronóstico, pero lo hizo establecer con Él un pacto. La

violación recurrente a dicha alianza la pagaron los judíos con fuertes castigos providenciales. En un

período donde se procuraba legitimar una nueva constitución de carácter republicana era fundamental

centrarse en el tema de los pactos sociales. Con esto, los predicadores neogranadinos lograron

santificar la constitución, dotándola de un carácter divino. Las leyes estatales también eran leyes

divinas y por lo tanto quebrantarlas acarrearía nuevos castigos, como otra reconquista.

Después de instalado el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, Bolívar aludió a los

representantes como definidores del nuevo pacto social, pero en tan solo dos años disminuyó el

acento en el pueblo como fuente de voluntad y legitimidad política, enfatizando en las leyes que

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debían limitar la soberanía popular. La conclusión a la que llegaron los participantes de la convención

de 1821 fue que el pueblo no tenía suficiente “civilización” para participar en la definición de las

leyes y que los representantes debían responder a Dios y a su conciencia. De esta manera, la

constitución estableció que la soberanía recaía en la nación, quedando así restringida la soberanía del

pueblo a las elecciones primarias (Garrido, 2009, págs. 114-115). Los sacerdotes que le apostaron al

modelo bíblico del Éxodo lo que en el fondo deseaban era legitimar ese traspaso de soberanía del rey

a la constitución. Lejos estaban de querer defender una soberanía literalmente del pueblo, pues a éste

se le recordó que la Alianza con Dios siempre era restringida y para garantizar la armonía en sociedad

y con él debían regirse por normas constitucionales.

En definitiva, siguiendo la historia del pueblo de Israel, los clérigos neogranadinos de este

período lograron demostrar que la monarquía no se constituía por derecho divino de los reyes.

Personajes como Judá, José, Moisés o Josué no ejercieron su poder por una ley de primogenitura.

Incluso después de la instauración de la realeza en Israel, muchos reyes no fueron herederos, sino

hermanos menores. Con esto los sacerdotes a favor del nuevo orden calmaron los ánimos de su grey

que se sentía atemorizada por las repercusiones divinas que podía acarrear adherirse al gobierno

republicano. Desacralizado el rey, el apoyo al nuevo orden era mucho más fácil, por lo que la tarea no

se basó solamente en descalificar a Fernando VII, sino también en santificar la constitución naciente

de 1821.

A continuación veremos que estas ideas sobre el origen mítico de la república o la legitimidad del

gobierno monárquico fueron avaladas desde el Nuevo Testamento. Aunque la historia de Jesús no se

acomodaba muy bien a los intereses políticos de los sacerdotes, sí dio las pautas de comportamiento

entre gobernantes y gobernados. Para avalar dichas relaciones, varios sacerdotes apelaron a teorías

apocalípticas que permitían ejercer control en la sociedad.

2. Obediencia a las autoridades establecidas: el recurso al Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento sirvió para mostrar la pertinencia de mantenerse sujeto a las

autoridades. Para los sacerdotes realistas eso significaba respetar la autoridad del rey y sus designados

locales y para los patriotas tal cosa representaba sujetarse a las autoridades recientemente

constituidas. Unos y otros recurrieron especialmente a las epístolas para formular los principios

generales sobre la relación entre dominados y dominadores. Los evangelios de Mateo y Lucas, así

como el Apocalipsis fueron también privilegiados para hacer alusión a la cercanía del “Reino de los

Cielos”. En particular los clérigos de los años de acefalía sintieron estar en el inicio del fin. La

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86

invasión napoleónica generó un sentimiento de desarraigo, que hizo traer a colación lo anunciado en

forma apologética por los evangelistas y por el libro de la Revelación.

Como ha señalado Guerra (2002), la vida de Jesús, la historia de las primeras décadas de la

iglesia y las enseñanzas de los apóstoles fueron útiles para la reflexión política del momento, en la

medida en que formulan los principios generales sobre la relación entre los gobernantes y gobernados

fuera del marco restringido y particular del pueblo de Israel (págs. 157-158). En esos años de crisis en

los que se intentaba legitimar el poder de las juntas, avalar la revolución, persistir en el poder regio o

justificar la independencia total era imprescindible abordar desde el punto de vista bíblico el asunto

de las autoridades aceptadas por Dios y el Nuevo Testamento brindó las herramientas para ello. A

continuación veremos que haciendo uso casi de los mismos pasajes bíblicos los sacerdotes de ambos

bandos encontraron en los escritos neotestamentarios razonamientos a favor del rey o de la república.

2.1 Las teorías de la sumisión y del apocalipsis como defensoras del derecho

divino de los reyes

Los Predicadores monarquistas no recurrieron con tanta frecuencia al Nuevo Testamento. De los

ocho sermones de la época sólo hay 42 citas de los distintos textos neotestamentarios. Su uso sirvió

para mostrar la relación tipológica entre lo anunciado en los evangelios y epístolas, y lo sucedido en

España y América durante los años de invasión francesa y retorno del rey. Los textos

neotestamentarios fueron vistos como los tipos o figuras que se veían reflejados en los antitipos

vividos en esos momentos tanto en la península como en Nueva Granada.

Como apreciamos en el gráfico, entre los

escritos escogidos del Nuevo Testamento

el Apocalipsis, Mateo y Romanos fueron

los de mayor preponderancia. El interés en

estos textos se debió básicamente a que los

sacerdotes articularon sus visiones

escatológicas con el debate en torno a la

soberanía.

En los años de crisis de acefalía fue

común entre los clérigos referirse a la época como un período apocalíptico. Predicadores como Torres

y Peña, Duquesne y Lasso de la Vega recurrieron principalmente al libro de la Revelación para

sustentar sus posturas escatológicas. Para ellos, el presente vivido ya estaba determinado de

Page 88: EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA Debate sobre la …

87

antemano, por lo que el curso de la historia de España ya se hallaba inscrito en el libro celestial.

Como ha señalado Bull (1998), en el cristianismo la forma más común de interpretar las Escrituras ha

sido remitiéndose a la secuencia de los acontecimientos ocurridos en la historia religiosa y política

(pág. 14). Nuestros clérigos se guiaron por una “escatología popular”, caracterizada por enfocar los

hechos que ocurren en el presente y en el futuro inmediato. Eso quiere decir que el milenarismo de

estos religiosos no se basó en una escatología elevada, a menudo preocupada por el pasado y el futuro

distante, sino que se enfocó en analizar los acontecimientos del momento conectándolos con los

designios divinos.

Según estos predicadores cada suceso relevante, como la invasión francesa, era augurio del fin, lo

que hacía más apremiante el llamado que hacían a su público al arrepentimiento. Sus sermones se

caracterizaron por la sensación de haber sido pronunciados al término de una era, en el fin de un

período, por lo que invitaban a la obediencia como único medio para alcanzar la gloria eterna, que se

hallaba cerca. El Apocalipsis fue usado entonces para aplacar los intentos de sublevación, que ya

comenzaban a hacerse presentes en otras partes de la región como en Quito.

El libro de la Revelación, al igual que el de Daniel, muestra a un Dios distante de los hombres. A

otros profetas Yahveh les había hablado directamente, pero desde entonces se había alejado de los

seres humanos y de sus intereses, ubicando como canal de comunicación a un ángel. Él era el que

acompañaba y guiaba a los apocalípticos en sus excursiones visionarias, dilucidaba el significado de

las visiones y se erigía en garante de autenticidad (Cohn, 1995, pág. 182). Por esto, el recurso al ángel

apocalíptico es común entre los sermones del período. Además, existía una conexión entre el Antiguo

y el Nuevo Testamento. Como ha señalado Frye (1988), El Nuevo Testamento afirma ser, entre otras

cosas, la clave para descifrar los textos veteroestamentarios, en la historia de Jesús está su verdadero

significado. Los discípulos de Cristo no pudieron entender la resurrección hasta que el mismo Jesús

les explicó su relación con las profecías del Antiguo Testamento (pág. 104). Esta relación tipológica

que articula los dos libros de la Biblia también la podemos apreciar en las piezas sermonísticas que

hemos estudiado.

El cura doctrinero Torres y Peña (1808) asemejó al ángel enviado de Dios con las provincias

españolas que luchaban por sostener la soberanía del rey:

Cuando yo veo […] las acertadas providencias de todas las Provincias de España, para conservarse, y

conservar la Corona de su Soberano, en las circunstancias más críticas, y dificultosas; se me

representa aquel Ángel que se nos expresa en el capítulo catorce del Apocalipsis, volando por la mitad

del Cielo, con el Evangelio entero en sus manos, para anunciarlo a todos los habitadores de la tierra.

[…] dirige una gran voz, que solo les dice: Temedle al Señor, y dadle honor, porque ha venido la hora

de su juicio, y adora al que hizo el Cielo y la Tierra, el mar y las fuentes de las aguas. Pero esta voz

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88

que no se percibe en los órganos del sentido corporal, no hace impresión, ni puede insinuar en los

corazones de aquellos Pueblos que viven en la noche de la incredulidad, y de la herejía (pág. 7).

El clérigo consideraba que España se encontraba en un momento preliminar antes del Juicio

Final. El capítulo referenciado hace alusión a los ángeles que notifican la hora del Juicio. Ellos

invitan a los impíos perseguidores a que se arrepientan, pero éstos continúan obstinados. Torres y

Peña asemejó las provincias españolas que resistían con dichos ángeles y a los impíos con los

franceses. Según él, el día final estaba anunciado y los invasores perecerían mientras los peninsulares

saldrían victoriosos. Esta visión apocalíptica sirvió para generar temor entre el público y a la vez para

reforzar la autoridad del monarca cautivo. Defender al rey implicaba ser parte de los fieles que se

salvarían en el momento último, mientras que apoyar a los galos generaba la condenación eterna.

Desde esta perspectiva la obediencia al monarca en un instante decisivo no podía ser cuestionada.

Para reforzar aún más esta postura escatológica, Lasso de la Vega (1809) comparó a Napoleón

con la bestia satánica descrita en Ap 13 (1809, pág. 45). Así como Torres y Peña había asimilado al

emperador con la bestia descrita en Dn 7, el canónigo hizo alusión a la contemplada en el Nuevo

Testamento. Pero Lasso no se quedó en la mera desacralización de la figura de Bonaparte, sino que

sostuvo además que éste no reconocía la autoridad divina de Dios, que era la que regía a todo el

universo. La satanización de Napoleón estaba entonces ligada a la falta de sumisión de éste a Yahveh,

que era el soberano principal del mundo. Invadir España no era sólo un acto políticamente

estratégico, sino también un hecho de alevosía que atacaba la religión católica y a su Dios. Por lo

tanto, defender al monarca cautivo representaba proteger su majestad y la del Altísimo.

La referencia al capítulo 13 del Apocalipsis no es gratuita, pues los pasajes allí consignados

representan el antiguo mito de combate. Bajo el aspecto de un gran dragón rojo de siete cabezas y

diez cuernos, Satán aparece en el cielo y se dispone a diezmar el mundo. Después de acabar con

estrellas, se enfrenta con una mujer que está a punto de dar a luz y una vez nace el niño el dragón

intenta devorarlo. Pero Dios se lleva al infante a su trono y refugia a la mujer en el desierto. El rescate

providencial del niño es la señal que desata la guerra en el cielo. El arcángel Miguel, también usado

en Daniel como el ángel patrón de Israel, se erige en defensor de la Iglesia cristiana. Con ayuda de un

ejército de ángeles termina el combate victorioso. Como en el imaginario judeocristiano existe la

creencia de que lo que sucede en el cielo determina lo que sucede en la tierra, la mujer representa a

Israel y el niño simboliza la comunidad cristiana. Para Cohn (1995) se trata de contrapartidas

celestiales del verdadero Israel y su descendencia cristiana en la tierra (pág. 233). Para nosotros, la

referencia bíblica de Lasso de la Vega representa la protección de Dios a España y a la comunidad

cristiana que no se reduce a la península, sino también al espacio americano.

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89

La visión apocalíptica de los sacerdotes de la Reconquista se vio expresada en su recurso al

evangelio de Mateo, que hace alusión al Reino de los Cielos45. A partir de este escrito, el prebendo

Antonio de León (1816) defendió el poder regio del rey y satanizó a los Ilustrados franceses.

Amparado en Mt 7:1546, el cura sostuvo que los filósofos eran aquellos “falsos profetas”, anunciados

por el evangelista, que disfrazados de piel de oveja iban a devorar el rebaño de Jesucristo (pág. 16).

Esos “falsos profetas” son interpretados en la Biblia como “doctores de mentira” que seducen al

pueblo con apariencias de piedad, persiguiendo en el fondo fines interesados (Biblia de Jerusalén,

1975). Ellos, según el evangelio, el día del Juicio implorarán a Jesús por su salvación, pero éste los

rechazará tajantemente (Mt 7: 21-23).

Al de León afirmar que esos falsos profetas de Mateo en realidad eran los ilustrados franceses, no

sólo reforzó la idea de que la suerte de América y la península ya estaban inscritas en el libro sagrado,

sino que también mostró su irritación con un pensamiento que refutaba la teoría del derecho divino de

los reyes. Como ha afirmado Guerra (2002), el retorno al absolutismo no es una vuelta al status quo

ante, sino un nuevo régimen que rechazó en buena parte la Ilustración, incluso cristiana, del siglo

XVIII. Rousseau, Voltaire, entre otros fueron explícitamente atacados en los años de Reconquista,

porque conducían a cambios continuos de gobierno y con ellos a la anarquía y la ruina (págs. 188-

189).

Pero el evangelio de Mateo no sólo fue usado en términos escatológicos, también sirvió para

mostrar la pertinencia del tributo como una obligación de toda la sociedad. El conocido pasaje bíblico

donde Jesús afirma que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt

22:21), fue utilizado por el prebendo de León para recalcar que en época de guerra era indispensable

colaborar financieramente con el bando pacificador que pretendía contrarrestar los ataques de los

revolucionarios. La Biblia en este caso fue usada para promover una acción inmediata: la recolección

del tributo. Si Jesús había establecido que era responsabilidad del pueblo darle a sus gobernantes lo

que a ellos correspondía, ningún discurso alterno podía contradecir esa verdad de fe.

En el mismo sentido fue recurrentemente citado Rm 13:147. El predicador Torres y Peña (1808)

recurrió a este versículo para recordarle a su feligresía que la autoridad del rey emanaba directamente

de Dios y, por lo tanto, no podían dudar de su legitimidad a pesar de que el monarca se encontrara

45

El libro del Mt puede caracterizarse como un drama en siete actos sobre la venida del Reino de los Cielos: los

preparativos en la persona del mesías niño, la promulgación de su programa ante los discípulos y otras gentes en su sermón

de la montaña, su predicación misionera, los obstáculos por los que debió atravesar, su comienzo en un grupo de

discípulos, la crisis que prepara el advenimiento y el advenimiento mismo con sus respectivos sentimientos contradictorios

de dolor y triunfo por la pasión y resurrección (Biblia de Jerusalén, 1975). 46

“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” 47

Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por

Dios han sido constituidas”

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cautivo: “[Los vasallos] saben cuán fuertes y sagrados son los vínculos que los unen con un Monarca

Católico, a quien sólo reconocen por su legítimo Soberano. Y su religión les enseña que toda potestad

legítima viene de Dios, y que él resiste a la potestad, resiste al orden que Dios tiene establecido” (pág.

17). Con esta afirmación, amparada en un episodio bíblico, el sacerdote impedía cualquier

cuestionamiento a la autoridad del rey y recordaba los pactos hechos entre la sociedad y su

gobernante.

Duquesne (1809b) no se quedó atrás en su intento de persuadir sobre la legitimidad del gobierno

del rey al sostener, citando a Rm 13:2-448, que el que se opone a las autoridades constituidas se rebela

contra Dios, por lo que no era posible afirmar que se podía ser leal al rey y a la vez desleal con los

gobernantes locales (pág. 15). Recordemos que el canónigo madrileño predicó este discurso poco

tiempo después de la sublevación de Quito, por lo que su sermón procuraba mostrar la importancia de

la sumisión a los poderes civiles, aunque no se estuviera conformes con ellos.

El prebendado de León, en 1816, también apeló al mismo pasaje bíblico para recordar los pactos

que unían al pueblo con el monarca. Rm 13:1 claramente establece que no hay autoridad que no

provenga de Dios y con ello el sacerdote demostró el carácter divino del rey. Si la autoridad de

Fernando VII era dada por Dios, por medio de la unción, nada podía apelarse en su contra, por lo que

los discursos insurgentes que deslegitimaban el gobierno del rey quedaban refutados por medio de la

Biblia. De León también se apoyó en 1 P 2:13-1549 para argumentar que por mandato divino se debía

ser sumiso al rey. Al mostrar la obediencia al monarca como un dictamen celestial no sólo corroboró

la teoría del derecho divino, sino que además presentó la revolución como una afrenta hacia Dios. No

es gratuito entonces que en los años de 1819 y 1820 los sacerdotes patriotas hayan tenido que dedicar

grandes pasajes de sus sermones a desmentir la idea de que desobedecer al rey era una injuria divina.

Valenzuela (1817) por su parte se preocupó más en mostrar a quién se debía obedecer. Hizo toda

una caracterización de lo que era un “hombre sabio”, amparándose en 1 Tm 3, y de aquellos que se

apartan de la verdad. El primer grupo lo protagonizaba el rey Fernando VII, que contaba con

cualidades tales como la sensatez y la sobriedad, el segundo los líderes de la revolución, que fueron

presentados como “falsos doctores” (Tt 1:14)50 que habían engañado al pueblo, por lo que

recomendaba no acatar sus órdenes: “No obedezcáis los mandatos de los hombres que se apartan de la

48

“De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos

la condenación. En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no

temer la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios, pues es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras

el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal”. 49

“Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gobernantes, como

enviados por él para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien. Pues esta es la voluntad de Dios:

que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos”. 50

“Y no den oídos a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad”

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verdad” (pág. 32). En este caso, el provisor del obispado de Santa Marta exhibía a los líderes de la

revolución como hombres dobles que por medio de artimañas habían mentido a la sociedad

neogranadina. El recurso al Nuevo Testamento sirvió a este religioso no para insistir en la obediencia

al rey por exigencia de Dios, sino para descalificar a través de pasajes bíblicos a sus oponentes.

En resumen, el uso de escritos neotestamentarios en los sermones de los predicadores realistas de

1808-1809 y 1816-1817, aunque poco en número, tuvo una relevancia determinante para hacer la

apología al rey. Mientras los sacerdotes de los años de invasión francesa aprovecharon su púlpito para

enlazar la sumisión al soberano con ideas escatológicas, los clérigos de la Reconquista lo utilizaron

para refutar el derecho de resistencia a la opresión, declarando pecado cualquier intento de revuelta

contra las autoridades legítimas, encarnadas en el monarca y sus delegados locales. Sin embargo, el

conjunto de razonamientos político-religiosos a favor de la majestad del rey sufrieron un eclipse en

los años de la Primera República y más especialmente después de la Batalla de Boyacá. Tanto la

acefalía regia como la independencia total hicieron que para legitimar la resistencia a Napoleón o a

una segunda reconquista, se apelara a los derechos de la república y del pueblo como depositarios

últimos de la soberanía. Para ello se recurrió casi a los mismos pasajes bíblicos del Nuevo

Testamento, sólo que esta vez para mostrarlos como textos no absolutistas que hacían alusión a pactos

sociales y no a unciones celestiales.

2.2 Evangelios y epístolas al servicio del nuevo orden

El clero a favor del sistema republicano tuvo la ardua tarea de desmentir la campaña de

desprestigio hecha por los sacerdotes realistas en sus púlpitos. La revolución fue atacada como un

acto diabólico que iba en contra de los preceptos de la Iglesia, por lo que la labor de comunicación y

socialización política de los predicadores patriotas estuvo dirigida a expresar con un lenguaje

neotestamentario que la revolución no constituía una traición a Dios o a su religión. Como ha

planteado Di Stefano (2004), se trató de articular en un discurso coherente una visión creíble de lo

que estaba ocurriendo, de otorgar inteligibilidad y sentido a un contexto donde los criterios de

obediencia y fidelidad del viejo orden entraban progresivamente en conflicto con los que constituían

la base del nuevo aún en ciernes (pág. 113).

Para cumplir con este objetivo, nuestros predicadores republicanistas encontraron en los

evangelios y epístolas del Nuevo Testamento la mejor forma de construir una nueva sociedad51.

Como se expresa en el siguiente gráfico, la preponderancia de los evangelios frente a otros

51

Recordemos que de los 55 sermones patriotas estudiados (4 de la Primara República y 51 posdecreto), el 22% de las citas

corresponden al Nuevo Testamento.

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92

documentos del Nuevo Testamento radica en que por medio de ellos los sacerdotes pudieron mostrar

la Independencia neogranadina como una conservación de la fe católica.

Para contrarrestar la idea de que la

Independencia significaba la deslealtad a Dios,

los sacerdotes de la Primera República alzaron la

bandera de la conversión como el mejor garante

de que ser independiente no significaba dejar de

ser católico. Para ello se ampararon

principalmente en Mateo, que no sólo servía para

recordar la proximidad del Reino de los Cielos,

sino también para reforzar las creencias de los

neogranadinos. El presbítero Miguel A. Escalante (1814), recurrió al evangelista para recordarle a su

feligresía la importancia de la penitencia para alcanzar la salvación, amparo que había perdido la

“España afrancesada” (págs. 13-21)52.

Mateo también fue útil en el sentido de mostrar la traición como un pecado que se paga con la

condenación eterna. Esta última idea fue asumida por el capellán Joaquín Guerra y Sixto (1814),

quien citó a Mt 15:8 y Mt 26:47-75 para mostrar a la filosofía ilustrada como un acto de traición a

Dios ejercido por los peninsulares y que Nueva Granada no podía cometer. Curiosamente estos

clérigos no utilizaron un discurso muy distinto al de sus oponentes. Para los sacerdotes monarquistas

la revolución era un acto de infidelidad a Dios promovido por el pensamiento ilustrado y para los

republicanos mantenerse sometida a España podía convertirse en una traición a Dios en la medida en

que era posible que por medio de la metrópoli las ideas francesas llegaran a seducir a los

neogranadinos. Para ambos bandos el enemigo real era Francia y sus corrientes filosóficas, que se

entendían sobre todo como ateas. Es por esto que los sermones independentistas “tuvieron la

capacidad de polarizar a la población frente a los sucesos peninsulares, siendo el resultado un

progresivo resquebrajamiento de la autoridad que fue tornando las posturas de fidelidad al rey en

soluciones prácticas antimonárquicas” (Irurozqui, 2002, págs. 224-225).

Los sacerdotes que predicaron entre 1819 y 1820 recurrieron a Mateo con otra intención: marcar

una diferencia con los oponentes. Mt 7:20, citado por el párroco Gómez Quevedo (1820) mostró a los

españoles como falsos profetas, reconocidos como tales por sus propias acciones. Recordemos que la

idea de falsos profetas fue antes un recurso de los sacerdotes de la Reconquista, lo que indica que el

52

Las referencias a este evangelio fueron: Mt 3:2, Mt 5:44, Mt 11:12, Mt 12:41, Mt 25:8-12, Mt 26:75 y Mt 27:3.

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mismo nivel de argumentación fue usado por ambos bandos para distinguirse del adversario en lo que

podríamos llamar una guerra del púlpito, que procuraba legitimar el combate propio y desacreditar el

del antagonista.

Así también lo hizo el cura Luis Calvo (1819), que por medio de Mt 23:2353 cuestionó las

donaciones de algunos neogranadinos a las tropas pacificadoras. El cura les auguraba a aquellos

realistas un infortunio el día del advenimiento (fols. 114v-115r). El sacerdote José Antonio Gómez

(1820), con una postura similar a la de su colega, sostenía amparado en Mt 22:21 que cuando Jesús

había señalado que había que darle a César lo que es del César, no se refería a un gobierno

monárquico, sino a uno con magistrados y jueces, por lo que el tributo se debía dar a las autoridades

nacientes y no a los designados del rey (fols. 278r-278v). En suma, vemos que el recurso a Mateo

sirvió tanto para generar temor entre los adversarios (pronosticándoles castigos divinos para la

eternidad) como para mostrar la importancia de saber a qué bando patrocinar sin ir en contravía de los

postulados de Jesús.

En igual sentido fue usado Lucas, referenciado por el predicador José María Urrea (1820) para

descalificar a los españoles. El cura afirmó con vehemencia que si éstos buscaran a Dios como

escudriñaron oro en América nada tendría en su contra, pero ellos eran en realidad unos seres

ambiciosos que bajo el telón de la evangelización habían saciado su hambre de riqueza (fols. 224v-

225r). En este caso el eclesiástico mostraba al gobierno monárquico como ilegítimo por haber

privilegiado los intereses particulares de sus conquistadores en vez del bien común de la sociedad

americana, representado en la conversión católica. Como ha señalado Guerra (1995), poco a poco se

incorporó un discurso con visiones negativas de la conquista, ya procedente de la misma España,

como la de Bartolomé de las Casas, o del acerbo de la llamada “leyenda negra” europea. Hubo una

reaparición del debate del siglo XVI sobre los “justos títulos” de la Conquista de América, debate que

recogió tanto argumentos de orden teológico o canónico, como otros nuevos fundados en los derechos

de los pueblos (pág. 230).

Los curas republicanistas también se apoyaron en las epístolas para desmentir a sus colegas

contrincantes. Si Rm 13 y 1 P 2 habían sido usados para persuadir sobre la obediencia al rey por

mandato divino, los clérigos patriotas encontraron en esos mismos pasajes que las autoridades

emanaban de Dios, pero que dichas autoridades no necesariamente tenían que ser de carácter

monárquico. Según el padre José Gabriel Silva (1820), el uso de Pablo por parte de los curas realistas

53

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis

lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar

aquello”.

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sufrió una mala interpretación, pues éste nunca se mostró a favor de los reyes, sino de las autoridades

constituidas: “Veamos si en el Evangelio de Jesuchristo se ordena que la América esté sujeta a la

España y en verdad que jamás nos pondrán los contrarios un texto que semejante cosa afirme, toda la

fuerza de sus argumentos, se apoya con la doctrina de San Pablo, que ordena, que todos estemos

sujetos a las autoridades legítimas que nos gobiernan” (fol. 215v). Con esto, el orador descalificaba

tajantemente los esfuerzos difamatorios contra del sistema republicano. La misma Biblia, el mismo

pasaje, servía para mostra la conveniencia del nuevo orden.

Igual argumento usó el fraile de Charalá (1820), para quien dicho pasaje bíblico daba cuenta de

la obediencia a las autoridades por emanar éstas de Dios, pero a la vez dejaba claro que para que

procedieran del altísimo no podían ir en contra de la religión o de la ley divina (fol. 254r).

Nuevamente un clérigo recurrió a la falta de creencias de los españoles como escudo para

salvaguardar la Indepedencia. La prédica sirvió en este caso para ir marcando un distanciamiento con

los oponentes, la mejor forma de hacerlo fue reemplazando el significado de la palabra español, que

ahora denotaba tiranía, ambición, crueldad e irreligión.

Así como los predicadores colaboraron con el naciente régimen en el cambio de significado del

concepto de soberanía, también lo hicieron para transformar la definición de lo que se conocía como

español. Recordemos que para que exista una dominación lingüística por parte de los sistemas

políticos es impresindible unificar una sola lengua (Bourdieu, 2001, pág. 66). Los conceptos del

Antiguo Régimen ya no servían para las nuevas representaciones sociales que emergieron con el

nuevo orden. Los clérigos a través de su prédica y su púlpito acompañaron el lento proceso de

construcción de una nueva “lengua oficial”, dándole nuevos significados a términos ya viejos como el

de español.

Al mostrar a los peninsulares como antirreligiosos, la independencia se mostraba como un acto

para conservar la fe. Obedecer a las nuevas autoridades implicaba seguir no sólo la ley natural, sino

sobre todo la divina. Si el Dios de los ejércitos había dado la victoria al sistema republicano era

porque confiaba en sus líderes para gobernar la Nueva Granada, estos hombres eran los elegidos por

Dios para mantener firme la religión católica en el territorio americano, esa era la verdadera razón

que encontraba el cura José María Vargas (1820), siguiendo a Rm 13:2, para respetar y seguir con

sumisión al nuevo orden (fol. 149v).

Los razonamientos a favor de la sumisión se ampararon principalmente en 1 Pedro. Esta epístola

en su segundo capítulo ordenaba a todos los hombres el sometimiento a los gobernantes, porque ellos

eran enviados por Dios para castigar a los pecadores y alabar a los virtuosos. Desde la perspectiva de

este pasaje bíblico, citado por clérigos como Miguel Escalante (1814) y Juan Fernández de

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95

Sotomayor (1815) durante la Primera República y por el cura de Charalá en 1820, las autoridades

humanas eran las representantes de Dios en la tierra. Por esto tenían la facultad de proporcionar

castigos o ensalzar a individuos que caminaban por la senda del bien. En últimas, el argumento

enaltecía a la soberanía de Dios, los humanos tenían un lugar secundario en la historia, dado que era

el Altísimo el que designaba a los hombres que lo representarían en la tierra y éstos sólo gozaban de

legitimidad al mostrar su adhesión a la causa divina.

Claramente los argumentos de ambos bandos fueron muy similares y esto demuestra que en el

fondo Nueva Granada tenía una misma cultura política, una misma forma de interpretar los

acontecimientos. Era Dios el soberano de soberanos o el rey de reyes, su autoridad jamás fue puesta

en duda y esto se debe en parte a que su figura fue siempre mostrada por los clérigos como una

imagen de fuerza capaz de convertir el poder de los humanos en simples proyecciones del poder

celestial. La autoridad de Dios, por lo tanto, no se agota, distinto a la humana, que según Sennett

(1982) “no es un estado de ser, sino un acontecimiento en el tiempo regido por el ritmo de crecer y

morir” (pág. 158). Esto quiere decir que todo régimen es suceptible de fracasar en la medida en que

ninguna autoridad humana es omnipotente, distinta a la de Dios que es inagotable.

En definitiva, vemos que el Nuevo Testamento sirvió básicamente para dos fines: insistir en la

legitimidad de los gobiernos, fuera monárquico o republicano, y mostrar la soberanía de Dios como la

única inmutable. De Él emanaban las autoridades constituidas y eso era lo que les otorgaba su

legitimidad. Ya fuera por medio de la unción o de la democracia, Dios avaló los regímenes de turno y

se mostró favorito de uno u otro bando. Aunque para el público debió ser difícil entender que el Ser

Supremo en unos años se mostraba adicto a la monarquía y en otros a la república, lo cierto es que su

soberanía nunca fue cuestiona y esto fue la base para mostrar que la mejor forma de gobierno era la

que pretendía salvaguardar a la religión. Los realistas mostraron cómo siempre la monarquía había

sido antes que nada católica y los patriotas presentaron la emancipación como un acto para la

conservación de la fe. Unos y otros apelaron a las ideas ilustradas para mostrar la irreligiosidad de sus

adversarios y el catolicismo extremo de los suyos.

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96

Conclusiones

La oratoria sagrada neogranadina en las primeras décadas del siglo XIX fue utilizada como

una herramienta política para dar cuenta de los sucesos del momento. Desde el Concilio de Trento la

prédica se había convertido en una de las mejores armas persuasivas para la evangelización. Sin

embargo, en los primeros años de 1800 y ante los avatares políticos del momento, el sermón dejó en

segundo plano su objetivo de modular conductas y se concentró en presentar las contiendas políticas

como una guerra religiosa. La invasión bonapartista en España, la Primera República, la Reconquista

española y el triunfo de las tropas patriotas en la Batalla de Boyacá fueron analizadas por los clérigos

a partir del capital simbólico del cristianismo.

La crisis generada por la falta de rey condujo a un debate sobre cuestiones lingüísticas y

conceptuales. La rápida llegada de un nuevo sistema de gobierno implicó buscar significados alternos

para definir términos ya viejos. Entre ellos estaba el de soberanía, que fue revalorado para establecer

en quién recaía, si en el monarca o en el pueblo. Los sacerdotes se incorporaron en esta disputa

conceptual, utilizando las herramientas intelectuales de las que disponían. Por medio de sus púlpitos

expresaron sus opiniones políticas, despertando incluso resquemor entre la élite criolla realista y

patriota, que vieron cómo la prédica se convirtió en otra de las armas de lucha a favor o en contra del

nuevo orden.

Los clérigos se dividieron en dos grandes grupos, unos apoyaron la conservación de la

monarquía en América y otros se inclinaron por la república. Esta fragmentación estuvo en parte

determinada por el cargo eclesiástico que se ostentaba y por el contexto vivido. Los más realistas

fueron usualmente las altas jerarquías de la Iglesia, que por la ley de Patronato Real tenían más

vínculos con los peninsulares. Los obispos eran en su mayoría parte de la élite española, por lo que se

mostraron más conformes con los intereses de la metrópoli y condenaron el proceso independentista,

al que catalogaron de pecaminoso. Además de ellos, la generalidad del clero regular se mantuvo

conforme a las reglas de sus órdenes, descalificando el proceso emancipatorio. Como ha sostenido

Rojas Muñoz: “este clero realista no sólo financió y armó la contrarevolución, sino que también

participó excomulgando a los revolucionarios” (2001, pág. 13). No en vano el padre Gallo (1820)

cuestionó a sus colegas realistas que habían “prostituido la cátedra del Espíritu Santo”, fomentando el

derramamiento de sangre (fols. 176v-177r). Distinto a ellos, otro grupo de eclesiásticos, en su

mayoría provenientes del bajo clero y el secular, apoyaron la causa independentista. Muchos de estos

sacerdotes estaban resentidos por el monopolio peninsular para aspirar a cargos eclesiásticos

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importantes y además habían sufrido con las reformas borbónicas, que les había quitado gran parte de

sus ingresos54.

Sosteniendo que Dios era el verdadero poseedor de la soberanía, los religiosos realistas

sostuvieron que por el acto de unción la autoridad terrenal era del monarca, y los oradores patriotas

plantearon que Dios cedía su soberanía al pueblo y era este último el que tomaba la decisión de a

quién entregársela para que lo gobernara. En ninguno de los dos casos se puso en duda el poder

divino, por lo que la lucha por la fidelidad al rey o por la Independencia se entendió como un acto por

la conservación de la fe.

A pesar de las incisiones entre clérigos, la eficacia de sus sermones estaba estrechamente

relacionada con la autoridad que ellos tenían al ser presentados como portavoces de la Iglesia. Para

los feligreses las palabras de sus oradores tenían sentido en la medida en que expresaban el caudal

simbólico de la Iglesia, que proporcionaba modelos de interpretación religiosos para entender los

acontecimientos vividos. El mayor sustento de ambos bandos fue la escolástica medieval y la

neoescolástica española.

Las teorías ya clásicas de Santo Tomás acerca del principio del Estado, del origen divino de la

autoridad, del traspaso del poder político y de las limitaciones y reversiones de la soberanía sirvieron

a clérigos patriotas y realistas para explicarle a su feligresía el porqué de los cambios políticos

vividos. Los predicadores que deseaban mantener la fidelidad al rey hallaron en Summa Theologiae y

De regnum las herramientas necesarias para persuadir acerca la pertinencia del gobierno de uno solo.

El Aquinate había sostenido que el mejor sistema era la monarquía, porque era más fácil detener la

ambición de una sola persona que la de muchos, como ocurriría en una democracia. Sin embargo,

también había advertido del peligro de que un monarca privilegiara sus intereses particulares frente a

los de su comunidad. En tal caso dejaba de existir la monarquía para darle paso a la tiranía, que según

el dominico medieval era la peor corrupción que podía cometer un régimen. Esta ambivalencia del

pensamiento tomista fue aprovechada por clérigos patriotas y realistas para mostrar la pertinencia o

no de uno de los dos regímenes en pugna.

Desde una mirada milenarista y apologética, los oradores reconocieron que la invasión

napoleónica, la revolución o la reconquista eran señales divinas que anunciaban la llegada del fin de

los enemigos y el inicio de una nueva era, donde reinaría la armonía y concordia entre todos los

54

Andrés Rosillo, Fray Ignacio Mariño y Diego Padilla también fueron eclesiásticos destacados durante los años de

evolución, aunque no se conservan sermones de ellos. Rosillo tuvo una dirección política, Mariño fue líder guerrillero en

los llanos orientales y Padilla fundó El Aviso Público, donde divulgó su ideología emancipatoria. Véase (Gómez Hoyos,

1962).

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miembros de la comunidad. Ese providencialismo generó que los sucesos fueran presentados como

actos divinos, donde los seres humanos tenían un relegado segundo plano.

Haciendo uso de la Biblia, los predicadores recurrieron a figuras bíblicas para volver héroes a

personajes del momento. Desde una postura mesiánica hombres como Fernando VII y Simón Bolívar

fueron asemejados a José, Moisés o alguno de los Macabeos. “José trajo la fortuna a su pueblo;

Moisés liberó a los hebreos de la tiranía del faraón y Judas Macabeo luchó contra Antíoco Epifanio y

sus partidarios judíos, que intentaban destruir la fe monástica” (Demélas-Bohy, 1995, pág. 155).

Todos estos personajes sirvieron para conectar los sucesos del momento con los designios divinos.

La mayor fuente de argumentación para avalar uno de los dos regímenes en disputa así como

para sustentar las posturas escatológicas fue la Biblia. En ella los sacerdotes encontraron las

respuestas necesarias para explicarle a su feligresía Dios del lado de quién estaba. El recurso a los

textos sagrados no hacía parte solamente del mundo eclesiástico, era usada indistintamente por

diferentes miembros de la comunidad, dado que se veía como revelaciones de verdades no solo

doctrinales, sino también reales. Las Sagradas Escrituras debían responder por el destino incierto que

se presentaba en la península y en América, ellas estaban obligadas a marcar el rumbo a seguir. Fue

por esto que su uso sirvió para ir más allá de explicaciones religiosas a acontecimientos civiles

inéditos.

Pero no sólo la Biblia fue usada como prueba de verdad. Los sacerdotes apelaron a otro tipo

de fuentes para dar cuenta de lo sucedido. El uso a autores clásicos grecorromanos, aunque no fue

frecuente, sí cumplió un papel clave en el pensamiento religioso de estos sacerdotes, puesto que por

medio de personalidades como Séneca o Cicerón intentaron mostrar las bondades del sistema

republicano. Si bien ya existe un trabajo riguroso sobre las fuentes griegas y latinas en el pensamiento

de las élites criollas que lideraron la emancipación (Molino García, 2007), aún falta por hacerse un

estudio que aborde esta temática en el caso de los actores clericales.

Otro tema que queda abierto es el de la experiencia histórica en los sacerdotes neogranadinos.

Especialmente los oradores que proclamaron después del decreto vicepresidencial de 1819 se

preocuparon por articular los sucesos del momento con hechos pasados de la historia de Europa y

particularmente de España55. Algunos religiosos recordaron el proceso de emancipación que libró la

península con los musulmanes para concluir que si los españoles habían podido liberarse de los

moros, los americanos estaban en igualdad de condiciones para independizarse de la Corona. Con un

55

Entre los predicadores que usaron el pasado como fuente de argumentación, creando así una conciencia histórica, están:

el cura de Umbita (1819), el padre del pueblo de Pasca (1819), José Fernando Saavedra (1820), Gutiérrez (1820), el cura de

Garagoa (1820), el párroco Gallo (1820), José Gabriel Silva (1820) y Gerardo Gaitán (1820), entre muchos otros.

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argumento similar, otros clérigos recordaron a su feligresía las independencias de Suiza y Holanda,

revoluciones que habían contado con el apoyo de los reyes españoles. Con esta rememoración los

oradores esperaban hacer entender que la independencia de la Nueva Granada no constituía un pecado

ni un acto de alevosía contra Dios, como bien habían sustentado los sacerdotes realistas.

Recurrir a hechos históricos en particular para legitimar la emancipación neogranadina

muestra que ya para principios del siglo XIX existía entre las gentes una conciencia histórica que

podía servir para marcar una analogía o distinción con los sucesos presentes. Como ha sostenido

Maravall (1998), desde los orígenes del cristianismo se comenzó a crear una conciencia de las edades,

que terminó por construir un tiempo lineal marcado por el pasado de los judíos y griegos y por un

futuro salvífico, caracterizado por la segunda venida de Cristo. La conciencia de la diferencia de

épocas –que no se repite, que no se reproducen cíclicamente– es una de las mayores aportaciones

fundamentales de la mente cristiana a la historiografía, tal como la ha entendido el europeo (págs.

138-140). El hecho de que nuestros clérigos recurrieran a acontecimientos en el pasado para hacer

alusión a su presente muestra el carácter lineal del tiempo que ya prevalecía en la época, no es

entonces una novedad de los predicadores del XIX, sino uno de los grandes aportes de la cristiandad,

que incluso se puede rastrear en escritores paleocristianos.

Los sermones estudiados, siguiendo el rastro del pensamiento cristiano, partían de la creencia

de que la historia seguía un curso continuo, necesario y regulado. Es por ello que varios predicadores

consideraban que las transformaciones vividas, especialmente las relacionadas a cambios de

gobierno, eran efecto de un nexo causal que operaba regularmente y que ya estaba escrito en la

Biblia. Además, aseveraban que el curso de esos cambios de gobierno había generado, y seguirían

llevando, una mejora de las condiciones de vida de los neogranadinos. Difícil sería asegurar que aquí

ya existía una idea de progreso, que tanto auge cobró en la segunda mitad del siglo XIX, pero por lo

menos ya prevalecía una idea que separaba los tiempos pasados de los futuros, encontrando en este

último unos anhelos optimistas que auguraban un mayor bienestar para la reciente república. No es

gratuito entonces el uso recurrente de los evangelios de Mateo y el libro del Apocalipsis, ambos

partían de la idea de un Reino de los Cielos, de un fin de la historia terrenal y el inicio de una historia

eterna.

El carácter histórico de los sermones no supuso únicamente el reconocimiento de que los

hechos humanos ocurrían. Esto era más que obvio, su historicidad no se tradujo en que hablaran de

acontecimientos pasados como la expulsión de los musulmanes de España o el apoyo de las tropas

españolas a las independencias de otras sociedades como la holandesa, suiza o francesa. Lo que

pretendían estas oraciones sermonísticas era mostrar que los hechos humanos cambian y cada uno es

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singular e irrepetible, aunque sean actos de Dios y no de los propios hombres. Todos ellos quedaban

insertos en el acontecer, según el hilo de una unidad de sentido. La actuación de los humanos en la

tierra estaba guiada por un sentido que se revelaba y enriquecía con el tiempo, para llegar finalmente

a su plenitud. Es por ello que para los oradores la historia caminaba hacia adelante sin repetir sus

pasos, aunque los enlazaba uno con otro y eso permitía creer que el futuro era la parte que

decisivamente predominaba en el curso de la historia de la Nueva Granada. Atrás quedaba la

subyugación a la monarquía, ahora comenzaba una nueva sociedad de carácter republicano.

Desde sus púlpitos, los oradores batallaron con las armas del discurso para persuadir sobre el

mejor régimen de gobierno. Terminó ganando el sistema republicano no tanto por los razonamientos

dados por los clérigos, sino por el éxito militar. A partir de 1819 dejaron de proclamarse sermones a

favor del rey y por un decreto vicepresidencial todos debieron encaminarse a mostrar las bondades

divinas de la Independencia. Francisco de Paula Santander sabía del poder de la palabra que

caracterizaba a la prédica y por ello redactó el mandato que prohibía cualquier otro intento de

proclamar en contra del nuevo orden. Desde esa época el sermón se convirtió en un instrumento para

la consolidación del sistema republicano. Las élites criollas y los sacerdotes eran conscientes de que

la única manera de dotar de legitimidad a la república era por medio de una “violencia simbólica”,

con la que se podía encausar la adhesión del pueblo llano al orden recientemente constituido.

Los sacerdotes acataron el pedido vicepresidencial a sabiendas de los beneficios que podía

constituir abrazar al nuevo régimen. La hegemonía de la que había gozado la Iglesia durante los

trescientos años de período colonial podía derrocarse si algunos clérigos continuaban obstinados a

mostrarse fieles al rey. Es por ello que como colectivo se tomó un único camino, el de la adhesión a la

república. Posiblemente muchos religiosos siguieron siendo leales al monarca, sólo que ya no lo

podían expresar a través de sus púlpitos. Este lugar, que se volvió un verdadero campo de batalla

durante las dos primeras décadas del siglo XIX, terminó enfocándose en legitimar el nuevo orden.

Dos años más tarde, en 1822, el vicepresidente expidió otro decreto relacionado con la prédica, esta

vez no para legitimar la Independencia, sino para ir forjando los cimientos de una nación en

construcción. Aún no terminaba el debate de la soberanía, pero sí el de la obediencia a esas nuevas

autoridades constituidas.

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Anexos

Anexo 1: Abreviaturas

Génesis……………………. Gn Mateo…………………….. Mt

Éxodo……………................ Ex Marcos…………………… Mc

Levítico.................................. Lv Lucas……………………... Lc

Números……. …………….. Nm Juan………………………. Jn

Deuteronomio……................ Dt Hechos…………………… Hch

Romanos………………….. Rm

Josué………………………. Jos Corintios………………….. 1 Co 2 Co

Jueces……………………… Jue Gálatas…………………… Ga

Rut…………………………. Rt Efesios…………………… Ef

Samuel…………………….. 1 S, 2 S Filipenses………………… Flp

Reyes……….. …………….. 1 R , 2 R Colosenses………………... Col

Crónicas…………………… 1 Cro, 2 Cro Tesalonicenses……………. 1 Ts 2 Ts

Esdras……………... ……… Esd Timoteo………………….. 1 Tm, 2 Tm

Nehemías………………….. Ne Tito……………………….. Tt

Tobías……………………… Tb Filemón…………………... Flm

Judit……………………….. Jdt Hebreos…………………... Hb

Ester……………………...... Est Santiago………………….. St

Macabeos………………….. 1 M, 2 M Epístola de Pedro………… 1 P 2 P

Epístola de Juan…….. …… 1 Jn, 2 Jn, 3Jn

Job………………… ……… Jb Epístola de Judas………… Jud

Salmos…………………….. Sal Apocalipsis……………… Ap

Proverbios…………………. Pr

Eclesiastés (Qohélet)……… Qo

Cantares…………………… Ct

Sabiduría…………………... Sb

Eclesiástico (Sirácida)…….. Si

Isaías………………………. Is

Jeremías…………………… Jr

Lamentaciones……………. Lm

Baruc……………………… Ba

Ezequiel…………………… Ez

Daniel……………………… Dn

Oseas………………………. Os

Joel………………………… Jl

Amós……………................. Am

Abdías……………………... Ab

Jonás………………………. Jon

Miqueas…………………… Mi

Nahúm…………………….. Na

Habacuc…………………… Ha

Sofonías…………………… So

Ageo………………………. Ag

Zacarías…………................. Za

Malaquías…………………. Ml

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