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ALPHA DECAY Momus El libro de las bromas Traducción de Mónica Sumoy Gete-Alonso El libro de las bromas_3 terceras.indd 5 30/09/12 12:18

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momus

El libro de las bromas

Traducción de mónica sumoy Gete-alonso

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Es una noche de finales de junio y nieva al tiempo que la leche se derrama por el mundo resquebrajado que ha-bita en la cabeza asesinada.

me despierto en la casa de cristal. Fuera, los faroleros trepan a mi ventana por escaleras de vidrio mientras humedecen sus lámparas ardiendo. dentro, las polillas se dan de bruces tontamente contra los rincones.

No puedo esconderme en ninguna parte. Papá blo-quea la entrada de la habitación de mi hermana, so-bre cuyo vientre de vello fino se cierne la sombra de él. los faroleros asoman sus cabezas para ver mejor. Con-tarán lo que han visto a los carteros, los carteros se lo contarán a los profesores y los profesores se lo conta-rán (en tono solemne) a sus alumnos. Y luego, los ma-tones de la escuela vendrán a buscarme a un lavabo pringado de pis y me lo contarán a mí.

Pero yo esa historia ya me la sé. Porque ya me conoz-co las correrías de la polla de papá.

sucedió en los lavabos de la escuela. schott y sus se-cuaces abrieron la puerta de mi cubículo a patadas y se quedaron plantados frente a mí, que tenía los pantalo-nes bajados, formando un círculo y con aire socarrón.

—¿Qué prefieres? ¿morir plácidamente mientras duermes, como tu abuelito? —me preguntaron, aga-

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rrándome y metiéndome la cabeza dentro del retrete—, ¿o gritando de miedo, como sus pasajeros?

Era una pregunta retórica. No, más bien era una broma.

aunque breve, aquella broma tenía un tiempo, un espacio y un escenario. Podías detenerla y dejar el chis-te final en suspenso el tiempo suficiente como para irte a fumar un cigarrillo, charlar con los demás pasajeros, echar una meada o mirar por la ventana.

me sumí en aquella grotesca historia. subí al au-tocar de mi abuelo y me estiré en dos asientos. Esta-ban forrados con fibra acrílica de orlón, una mezcla de goma elástica y tejido sintético. sabía que se llamaba así porque en una ocasión, mi abuelo, al volante del vehículo, me lo había comentado.

El orlón resultaba cómodo. Por el hueco entre asien-to y asiento vislumbré la coronilla del abuelo y, refleja-dos en el retrovisor, sus ojos todavía en avizor.

me marcharía de aquella comedia antes del acciden-te mortal, pero de momento no tenía ninguna prisa. me sentía como el jugador de videojuegos que aban-dona una historia llena de acción para irse a pasear y contemplar árboles poligonales en parques pacíficos y configurados en mapas de bits amenizados por múl-tiples cantos de pájaros.

—¿Todo bien? —les pregunté a una mujer y a su hija regordeta que estaban sentadas frente a mí al otro lado del pasillo.

—muy bien, gracias —contestó la madre con cierta frialdad mientras la hija me clavaba su mirada de ojos saltones.

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me puse a soñar despierto. soñé con pastores tocan-do zampoñas, con cuadros escoceses expresionistas, con campos de golf, con cuadras y con Edith sitwell (la «siéntate bien»). me entró sueño, pero enseguida me puse alerta, pues mi vida dependía de que no me que-dara dormido en mitad de aquella historia. si me dor-mía moriría.

Volví a dirigirme a la madre y a su rolliza hija justo en el momento en que aquélla sacaba sándwiches de pepino de una caja de plástico.

—soy el nieto del conductor del autobús —dije, en un tono más alto que el ruido del motor.

—¡ah! —leí en sus labios—, ¡pues qué bien!—El nieto del director de esta farsa.Pero el ruido del acelerador engulló mis palabras.

Giramos en una esquina especialmente traicionera. El abuelo metió primera.

la chica entrada en carnes cogió la cajita de su base de maquillaje de color rosa anaranjado y la levantó, apuntando el espejo que contenía hacia la ventana. me conocía el juego: si inclinabas el espejo hacia delante cuarenta y cinco grados, lo ponías de cara a la ventana y enfocabas un ojo, te daba la sensación de estar den-tro de la cabina de un vehículo puntiagudo y de estar precipitándote en un excitante paisaje simétrico.

Qué pena, aquella chica nunca llegaría a tener mi edad. Formaba parte de una historia en la que habría un accidente de autobús. me pregunté si debía sacar el tema, advertir a los demás pasajeros, poner en alerta a mi abuelo y servirle café del termo que sabía que guar-daba en su bolsa militar de lona.

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Pero insisto, ¿para qué? No era más que una broma que el viejo se había inventado para ver saltar su auto-bús por los aires en su imaginación. Todo el paisaje era de cartón piedra, y todas las personas y cosas que lo po-blaban se habían creado para echar unas risas. Él y yo tendríamos la oportunidad de vernos en otras bromas.

Volví a mirarle a los ojos por el espejo del retrovisor y me di cuenta de que le pesaban y de que se le estaban cerrando. En apenas unos segundos el autobús invadi-ría el duro arcén, explotaría al atravesar la barrera de seguridad y, poquito a poco, se precipitaría por el ba-rranco de contorno irregular. Había llegado la hora de marcharse.

Una risa estentórea retumbó en el lavabo emporca-do de pis. Pero yo no fui capaz de esbozar una sonrisa.

—No lo pilla —gritó ben Nelson, el fiel lugartenien-te de schott.

—lo pillará; tenlo por seguro —afirmó schott.

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me llamo sebastian skeleton y éste es mi diario de pri-sión.

Hoy en el patio de la cárcel he oído a dos criminales discutiendo sobre si es posible que dos individuos sean tíos respectivamente el uno del otro.

—Pues claro que es posible —ha dicho uno (el pede-rasta).

—No, es imposible —le ha contradicho el otro (el ase-sino).

—Vamos a ver, ¿verdad que un individuo puede ser tío de otro individuo? —ha preguntado el pederasta.

—Por supuesto que sí, no es eso lo que pongo en duda —ha respondido el asesino.

—Entonces lo único que tengo que demostrarte es que un individuo puede tener un tío que al mismo tiempo sea su sobrino.

—¿Pero cómo puede llegar a ocurrir tal cosa? —ha in-quirido el asesino.

—Pues porque ese individuo sería su tío como fruto de una unión carnal y su sobrino como fruto de otra.

El asesino, que era un poco corto de luces, ha per-manecido en silencio un rato mientras trataba de des-entrañar en su cabeza si tal cosa podía o no podía lle-gar a ocurrir.

—Necesito un trozo de papel —ha dicho.

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El pederasta ha caminado hacia una parte de la pa-red que estaba limpia, ha cogido una piedra afilada y ha garabateado un enrevesado árbol familiar en el ce-mento oscuro.

—Vamos a ver —ha empezado a explicar—, aquí hay una familia. Y aquí hay otra. Y aquí en el medio es-toy yo.

—muy bien —ha asentido el asesino.— Pues veamos, mi tío es el hermano de mi madre,

¿no?—sí —ha contestado el asesino—. Ése es tu tío. El her-

mano de tu madre.—Pero resulta que también es mi sobrino —ha prose-

guido el pederasta.—¿Pero cómo?—Porque yo soy hermano de su padre.—¡No puedes ser hermano de su padre!—¿Y por qué no?—¡Porque tu tío es hermano de tu madre!—¿Y qué tiene eso que ver? —ha objetado el pede-

rasta.se ha puesto a llover y he desviado mi atención de la

discusión un par de minutos, durante los que he esta-do observando una refinería química perdida en el ho-rizonte. diminutas llamas humeaban sobre chimeneas de acero y se reflejaban en las misteriosas estructuras abovedadas de los alrededores. Era un paisaje que con-templaba a diario y que me colmaba de optimismo.

Cuando me he vuelto a centrar en la discusión, los dos hombres seguían sin ponerse de acuerdo.

El asesino parecía confuso:

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—No puedes ser hermano de su madre ni de su pa-dre porque…, porque es imposible que seas tan mayor.

—¿Por qué no puedo ser tan mayor? —ha opuesto el pederasta.

—Pues porque tienes que ser lo bastante joven como para ser el hijo de su hermana —ha sostenido con fir-meza el asesino.

—su hermana es mayor, muy mayor —ha precisado el pederasta—. me tuvo cuando era muy joven. así pues, sus padres le tuvieron a él cuando ésta era muy mayor. si se empieza a follar bien prontito, hay un lapso de tiempo bastante grande como para que quepan dos ge-neraciones, ¿entiendes lo que quiero decir?

—maldito depravado —ha refunfuñado el asesino, di-rigiéndome la mirada primero a mí y luego otra vez al pederasta—, deberías haberte ahogado el día que naciste.

—¿ahogado? menudo asesino de pacotilla que estás hecho —ha dicho el pederasta, dirigiéndome la mira-da primero a mí y luego otra vez a su amigo el asesi-no—. a la gentuza como tú la pena de muerte se os de-bería aplicar como medida preventiva. Pero volviendo al asunto que nos ocupa, debes admitir que tengo ra-zón: dos hombres varones pueden ser tíos respectivos el uno del otro.

—No lo entiendo —ha dicho el asesino, frunciendo su ceja rubicunda y pronunciada. No entender el proble-ma le estaba haciendo perder los nervios.

—de acuerdo, déjame que te lo explique despacito, Einstein —ha dicho el pederasta—. Pongamos que ten-go cuarenta años. mi madre, que, recuerda, es herma-

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na de mi tío, tiene cincuenta y cinco y a mí me tuvo a los quince.

El asesino estaba furioso.—sigue —ha ordenado al pederasta.—de modo que cuando yo tenía quince años, ¿cuán-

tos años tenía mi madre?El asesino se lo ha pensado:—Tenía treinta años, claro.—Correcto. Y además era una zorra guarrindonga.

Y bien buena que estaba. así que me la tiré. Nueve me-ses más tarde tuvo a mi tío. lo llamaron brian. Era quince años más joven que yo, pero era mi tío, dado que era hermano de mi madre.

los dos hombres me han mirado y luego se han mi-rado el uno al otro.

—¡Eso es una puta locura! —Ha chillado el asesino—. ¿Cómo pudo engendrar a su propio hermano follán-dote a ti? ¡Eres un sucio depravado! ¡deberían estran-gularte!

—Espera, espera, ¡sólo te estaba poniendo a prue-ba! —Ha reído el pederasta, dando unas palmaditas en el hombro del asesino—. Era sólo una pequeña broma. Claro que tienes razón. brian nació cuando mi ma-dre tenía treinta años. los padres de él son los de ella. brian y mi madre son hermanos. Pero ahora viene lo bueno del caso. ¿Preparado?

El asesino ha contestado con un gruñido.—El padre de brian era el hermano de mi madre.—Te voy a matar —ha amenazado el asesino, fijando

su mirada más en mí que en el pederasta—, a ti y a toda tu jodida familia.

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Era una noche de finales de junio y nevaba. mis cuatro tíos (el inglés, el irlandés, el escocés y el galés) se ha-bían ido de caza.

Es increíble que cuatro hombres de orígenes étnicos tan sumamente diversos puedan pertenecer a la mis-ma familia. aunque, pensándolo bien, ellos nacieron antes de que sus respectivas naciones volvieran a ser completamente independientes, cuando prácticamen-te no se sabía de la existencia de esas otras tierras.

¿Que les dé sus nombres? ¡Pero si acabo de dárse-los! si consultan sus pasaportes (un pasaporte inglés, uno irlandés, otro escocés y otro galés), se darán cuen-ta de que «el inglés», «el irlandés», «el escocés» y «el galés» son sus auténticos y únicos nombres. Ninguno de ellos tiene un nombre «de pila» ni un «apellido».

Pese a sus tan sumamente distintos orígenes étni-cos, costumbres culturales, capacidad intelectual, tra-jes regionales y demás, mis tíos pertenecían a la mis-ma familia y les gustaba reunirse y celebrar sus lazos de sangre ancestrales. Y en tales ocasiones salían de caza y se dedicaban a matar patos a tiros en una peque-ña isla de fácil acceso tanto desde irlanda como desde Escocia, inglaterra y Gales.

Un día, durante una de esas salidas de caza, la trage-

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dia fue a su encuentro. En mitad de un tiroteo particu-larmente ruidoso, el inglés cayó desplomado al suelo, según parece, como consecuencia del estallido de un perdigón perdido.

El irlandés, el escocés y el galés se agruparon en tor-no al hermano malherido. Pero como les faltaba la cruel sangre fría de mi abuelo, se dejaron llevar por el pánico. Todos sacaron sus respectivos teléfonos móvi-les, llamaron a los servicios de urgencias de sus res-pectivas naciones y en gaélico, irlandés y galés explica-ron lo que había sucedido, enredándose sin excepción con la sintaxis de sus recién aprendidas lenguas nacio-nales, que habían rescatado (casi del absoluto olvido) tras concedérseles la independencia.

—¡algo malo con un bastón de disparar! ¡Hermano tumbado en el suelo! (Ésta sería la traducción literal de lo que el galés contó sobre el accidente al personal del hospital principal de Cardiff, cuyo número de telé-fono casualmente tenía grabado en el móvil.)

—¡bang, bang! ¡muerto! ¡No, el pato, no, el hom-bre! —relató el escocés a la recepcionista del hospital del barrio de mount Florida en Glasgow.

—El tipo ha caído al suelo y, quién sabe, ¡a lo me-jor está muerto! —intentó hacer entender el irlandés a trompicones y vía satélite a los servicios de urgencias de dublín.

—a ver, señor, tranquilícese —recibieron como res-puesta cada uno de los tres hombres—. será mejor que hablemos en inglés. lo primero que hay que hacer es asegurarse de que su amigo está muerto de verdad.

acto seguido se oyeron tres disparos estrepitosos:

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uno, dos, una pequeña y aterradora pausa y, finalmen-te, tres (el irlandés):

—¡Hecho! —corearon todos a una—. ¿Y ahora qué?

Cuanto más se propagaban los rumores y las insinuacio-nes, más insoportable se me hacía la escuela. a menu-do, en lugar de ir a clase, me escabullía por un agujero no muy grande que había en una valla cercana a la pa-rada del autobús y subía la ladera empinada y frondosa de una montaña que conducía a un parque de ciervos.

¿Cómo era posible que en la cima de una pequeña montaña a las afueras de la ciudad hubiera un parque de ciervos? No lo sé. aquel lugar daba la impresión de haber albergado una gran casa de campo en el pasa-do, pero ahora lo único que quedaba era un claro en lo más alto de una colina a la que no parecía que se pu-diera acceder por ninguna entrada, sendero o escalera visible. sus únicos ocupantes eran unos pocos ciervos asustadizos y algún que otro pavo real.

En la cima de la montaña había casetas plagadas de arañas y escombros del siglo xix desperdigados sobre el perfil indefinido de unos cimientos. En mis días de ausentismo escolar, solía refugiarme en aquel lugar para estar solo y fumar. Contemplaba cómo la garúa iba calando el musgo, observaba atentamente a los ciervos y éstos me espiaban a mí desde detrás de los ár-boles húmedos, temblando.

Un día, en una tarde de principios de invierno, cuan-do ya empezaba a anochecer, tras pisotear la colilla de mi último cigarrillo en el sendero de masilla gris que conducía a la casita de cristal en ruinas, inicié mi ca-

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mino de vuelta por el bosque y la pendiente empinada que conducían a casa.

mientras descendía, fui sorprendido por un tipo si-niestro vestido con un traje de payaso:

—Hola, chico —dijo éste.—Hola.—¿Por qué estás tan asustado? —preguntó, con una

risa extraña y ahogada.lo cierto es que no estaba asustado, en absoluto,

sino sorprendido de ver semejante pantomima ridícu-la de ese horrible personaje en mitad del bosque. No contesté.

No había nada que temer de ese payaso; su único propósito era gastar una broma estúpida e intimidan-te, bajarse la bragueta y hacer que otros se rieran a mi costa. No tenía más que decir; ningún papel más que representar; ninguna función más que desempeñar; ninguna dimensión más que aportar. Ni siquiera un pene que recoger debajo de su cremallera. Era un far-sante, una ameba, un jactancioso y un don nadie.

—¿Por qué estás tan asustado? —inquirió de nuevo el payaso, bajándose la cremallera—, ¿si voy a ser yo el que tendrá que cruzar el bosque solo de vuelta a casa?

Y tras contorsionar su rostro rojiblanco y surcarlo de mil arrugas, soltó una carcajada cruda, estruendo-sa, grotesca y caduca.

di vueltas a su alrededor; no cabía duda alguna: era un payaso más bien plano, un rígido trozo de cartón entablillado. le di una patada por detrás y poco a poco se fue cayendo hacia delante hasta dar de morros en el suelo embarrado del bosque.

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al igual que un condón húmedo lleno de esperma, un personaje que ya se ha usado en otra broma resulta patético y triste, esa clase de cosas que te encuentras tiradas en un bosque de árboles cubiertas con bolsas de polietileno.

Volví a casa caminando solo por el bosque.Escribo estas palabras en plena noche y en mi habi-

tación, que se encuentra en el piso de arriba de la casa de cristal. las paredes me permiten ver con claridad el bosque que hay junto a la casa, mi lámpara y la monta-ña aledaña. oscurezco un poco la pantalla de mi orde-nador y alcanzo a divisar un avión de reacción aleján-dose del aeropuerto a veinte kilómetros de aquí.

Pronto clareará. Tal vez, los pasajeros que viajen en ese avión ya estén viendo cómo despunta el sol.

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me encontré cara a cara con el asesino y el pederasta en el refectorio de la cárcel. la gente los odiaba, pero más me odiaban ellos a mí. mis crímenes eran dos ve-ces peores que los suyos. dos veces peores que sus dos crímenes juntos, quiero decir. me matarían. los dos. dos veces.

mi única salida era contarles una historia.—Caballeros, tengo la respuesta a su acertijo —em-

pecé diciendo—. El acertijo sobre el que les oí discu-tir en el patio.

silencio.—bill se acuesta con su madre para engendrar a mike,

que es el hijo de bill…, pero también su hermano.El asesino se quedó mudo, pero el pederasta esbozó

una sonrisa de dientes separados.—Continúa —ordenó este último.—mike tiene una hija, ava. ava es la nieta de bill,

pero también es su sobrina.—¿Y a ella quién se la folla? —preguntó el pederasta,

que tenía un grano en la nariz, con una sonrisa lasciva.El asesino se rio e hizo ademán de estrangular al pe-

derasta.Tragué saliva y respondí:—su abuelo.—¿Cómo?

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—su abuelo. a ava se la folla su abuelo; Jake, el pa-dre de mike.

—se la folla bien follada, con ganas y despacito —dijo el pederasta, apretando los ojos con fuerza—. En su un-décimo cumpleaños.

—Te lo advierto —dijo el asesino—. Y a ti también —esto es, a mí—. ¿acaso nadie mata a nadie en esta historia?

—No, en esta historia, no —contesté yo, con voz sua-ve y tranquilizadora—. Pero en la próxima…

—Vale, entonces aligera. El abuelo de ava se la folla.—sí, Jake se la folla bien follada…, con ganas y des-

pacito, cuando ella es… joven…, muy joven.los dos hombres me clavan sendas miradas parpa-

deantes. me escuchan con actitud obscena.—Nueve meses más tarde, ava da luz a un niño lla-

mado sid.—¡ahí va la hostia! —suelta el asesino—. ¡si sólo tiene

once años! ¿Es que no te enseñaron nada de biología?—Cierra la boca —dijo el pederasta—. algunas muje-

res son totalmente fértiles a los once años. Yo lo he vis-to. las he conocido. He visto cómo lo eran y todo lo demás.

—Tal vez era algunos años mayor, no lo recuerdo —co-rregí yo—. El abuelo Jake se metió sigilosamente en su habitación durante…, uff…,años. así que, como iba di-ciendo —proseguí—, sid llega al mundo. sid es el bisnie-to de mike, su sobrino-nieto, pero también es su tío.

—¿lo ves, tonto del culo? —dijo el pederasta volvién-dose al asesino—, te dije que era posible.

—afirmaste que era posible —corrigió el asesino—,

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pero no supiste explicarme cómo. Porque eres un pa-tán. Este caballero lo ha explicado todo con absoluta claridad. me quito el sombrero ante él.

los dos me sonrieron.me fui a mear. El urinario despedía un olor acre re-

confortante, el olor de la orina de hombres agriados y malnutridos mezclado con el fuerte olor antiséptico de las boyas desinfectantes. adoraba el ruido del agua gorgoteando por las cañerías, era mi música preferi-da. se oyó un sonido desafinado, alto, lejano y blanco; el sonido de fondo del borbotear del agua; el zumbido de un ventilador; el sonido de una polilla golpetean-do el fluorescente del techo, y el sonido apenas per-ceptible de dos clases de viento: uno limpio forman-do remolinos en el exterior y otro sucio escapándose de mi cuerpo.

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No dejaba de nevar. mi padre jugaba al ajedrez con su pene.

Había puesto una mesa baja y dos taburetes junto a la pared de cristal que daba al jardín. su pene estaba sentado en uno de los taburetes, de espaldas a la ven-tana. mi padre, que era el más paciente de los dos, ju-gaba de manera atenta e inteligente, pero su pene (un exaltado), hacía toda clase de movimientos salvajes y arriesgados. de momento iban empatados.

Un tronco de leña crepitaba en la chimenea… Pero esperen, antes de que les cuente eso, tengo que poner-les un poco en antecedentes.

antes de la casa de cristal, antes de la ciudad, antes de que los machos histéricos dominaran a nuestra fa-milia, vivíamos en una casa de campo, en un huerto de árboles frutales. aquéllos fueron días de flores y fru-tas, días en los que mi madre todavía vivía con noso-tros. Ésta es la historia de por qué se marchó.

En aquellos tiempos, sebastian skeleton, mi padre, no era el monstruo priápico en el que más tarde se convirtió. Era un hombre relativamente sensible: era horticultor, fabricaba cerámica fina con un horno que él mismo había hecho a mano, así como un ávido lec-tor de insípida poesía nacionalista escrita en lenguas fino-húngaras. desafortunadamente, también tenía

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una aventura amorosa. Y todavía más desafortunada-mente, la tenía con un ave de corral.

¿Cuándo empezaron los sórdidos encuentros entre la oca y mi padre? ¿Cómo aquella estúpida ave de co-rral fue capaz de despertar su amor? ¿Qué plumosas argucias utilizó para hacerle perder completamente el interés por mi madre?

No resulta fácil contestar a estas preguntas. lo que sí es cierto es que el hecho de que el corral donde esta-ba la oca fuera contiguo a la endeble construcción en la que mi padre tenía su horno de artesanía le propor-cionaba la coartada perfecta.

Fui yo, su hijo Peter, quien descubrí la puerta secre-ta que comunicaba ambos cobertizos, y quien, al aga-charme tras pasar por ella, vi dos sospechosas silue-tas cóncavas en la paja, dos impresiones cálidas de los cuerpos de un hombre y de una oca. Junto a ellas, tam-bién encontré un montón de huevos fétidos de oca es-parcidos por todas partes. los llevé a la pocilga y los mezclé, retorciéndome de asco mientras observaba cómo el glotón de Pippi los husmeaba con su hocico y engullía el contenido derramado, a saber, y sin duda alguna, fallidas amalgamas de un humano y una oca.

me viene a la memoria el caso parecido de un cam-pesino atormentado por sus deseos sexuales, que no podía (o no quería) controlar. En la biblioteca de mi padre, descubrí el diario de Eric Gill, tipógrafo, escul-tor y artista, quien un día de 1929, apuntó lo siguien-te en su diario:«me baño. a continuación, sigo expe-rimentando con el perro y descubro que un perro se puede acoplar a un hombre».

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¡Joder!imagino que el diario de mi padre sería de un estilo

parecido: «me baño. a continuación, descubro que la oca puede copular con un hombre».

¿Pero qué hay de mi madre? Ciertamente, ella no se merecía que mi padre la ignorase. Era una mujer dota-da tanto de inteligencia como de belleza. debió de pre-sentir lo que estaba sucediendo. Quizá advirtió que mi padre había dejado de comer paté, un manjar que en el pasado había sido su comida favorita.

El caso es que, sea lo que fuere lo que desencadena-ra sus sospechas, poco tiempo después de que el affai-re de mi padre con la oca empezara, mi madre regresó un día de su trabajo habitual de beneficencia en el pue-blo con un precioso ganso. Como no podría ser de otra forma, mi padre enseguida percibió al ganso como un rival peligroso.

—devuélvelo —exigió a mi madre—, ¡no necesitamos más gansos en esta granja!

mi madre argumentó que el ganso haría compañía a Rebecca (nuestra oca) y que la ayudaría a engendrar preciosos ansarinos, que podríamos vender en el mer-cado. mi padre protestó, pero al final (y para no levan-tar sospechas) tuvo que aceptar al ave, que fue bau-tizada con el nombre de Emperador y a la que se dio plena libertad en el corral.

al cabo de sólo dos semanas, hallamos a Emperador con el pescuezo retorcido. mi padre echó la culpa a los zorros, ¿pero qué zorro retuerce el pescuezo a un gan-so y no le hinca el diente? más adelante, descubrí una explicación de los hechos en el diario secreto del ase-

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sino. Emperador había sumido a mi padre en una pro-funda depresión, alimentada por los celos:

«sólo deseo dejar este mundo», había escrito. «¡Traed-me a un sepulturero que me venda una sepultura! Pues he sorprendido a mi amante en los brazos (¿o debería decir en las alas?) de su marido, el ganso Emperador. Creí que era feliz y que lo que sentía en la punta de mi arpón era amor…»,éste era el estilo de la escritura de mi padre: extraño, recargado y anticuado, «pero ayer, al caer la tarde, hallé a mi amante copulando con su marido. ¡Qué traición!».

«Este llamado “emperador del corral”, este follador, este engreído paté de foie con plumas, esta polla del corral, ¿cómo encontrar las palabras para describir el asco que me produce?», continuó mi padre que, de tan airado, estaba enviando sus metáforas a paseo. «El gan-so, seduciendo a su propia mujer para que ésta engañe a su amante con él, ha llevado el adulterio a sus últi-mas y más lógicas consecuencias. Ya había notado que sus picos eran menos apasionados que antes. ¡Toda la culpa es de él, su marido! ahora ella tendrá una des-cendencia que ya nunca se parecerá a mí.»

(En ese momento, mi padre había alcanzado un es-tado febril: la oca no había engendrado ni podría en-gendrar nunca descendencia en forma humana.)

«sorprendí a la pareja de gansos», proseguía mi pa-dre, «¡en un rincón del bosque! Y ahora, sólo para res-tregármelo por las narices, el ganso imperial grazna lanzando improperios por todo el corral: “¡el cornu-do aquí no es quien imaginan!”, exclama. ¡Cómo gañe haciendo público su escarnio, cómo se mofa de mí!

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¡morirá por esta humillación! ¡Esta misma noche re-torceré el pescuezo a Emperador!».

la siguiente entrada de su diario es corta:«He retorcido el pescuezo a Emperador. les diré

que lo hizo un zorro. después, me marché arrastrán-dome hacia el cobertizo de Rebecca. me rechazó. la forcé. la muy puta es sólo una oca. No debería olvidar-lo. En realidad, tampoco debería recordarlo».

ahí tienen, resumido de forma sucinta y elocuen-te, el carácter insufrible de mi padre y sus continuos devaneos que acababan afectándonos a todos los de su entorno. Nosotros tampoco pudimos ser lo que éramos (niños inocentes que merecían ser protegidos), ni sus amantes, sus compañeros o sus iguales, como también deseábamos ser.

Y en cuanto a su mujer, esto es, nuestra madre, es evidente que se comportó de manera cruel con ella.

Un día mi padre irrumpió en la cocina de la casa de campo con Rebecca bajo el brazo y exclamó:

—¡Ésta es la cerda que me he estado tirando!mi madre levantó la mirada, sorprendida.— Eso no es una cerda, ¡es Rebecca, la oca!—¡No te hablaba a ti! —respondió mi padre con brus-

quedad.mi madre salió corriendo de allí. Un buen día hizo las

maletas y nos abandonó. No volvió jamás. mi padre hizo añicos toda su cerámica y luego incendió el corral con Rebecca dentro. Nos mudamos a la ciudad y nos vini-mos a vivir a la casa de cristal, donde mi padre está sen-tado ahora jugando al ajedrez a la vista de los faroleros.

—Jaque mate —sentencia el pene de mi padre.

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