el hombre que lo tenía todo todo todo

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El hombre que lo tenía Todo Todo Todo Miguel Ángel Asturias Cuento El hombre que lo tenía todo todo suprimió el “mío” y el “tuyo”, borro de su lenguaje los pronombres posesivos. Para que, si todo era el Espejito con ojos, su hijo, y Nickela, su esposa también eran suyos. La casa, la casa nueva, en medio de un extenso campo vecino a

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El hombre que lo tenía Todo Todo Todo

Miguel Ángel Asturias

Cuento

El hombre que lo tenía todo todo suprimió el “mío” y el “tuyo”, borro de su lenguaje los pronombres posesivos. Para que, si todo era el

Espejito con ojos, su hijo, y Nickela, su esposa también eran suyos.

La casa, la casa nueva, en medio de un extenso campo vecino a numerosos bosques, se llenó de juguetes.

Trenes de cuerda, desde las primitivas locomotoras que andaban sobre rieles como las muletas, al balancearse de un lado, hasta los

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flamantes trenes eléctricos, miniaturas perfectas de los grandes trenes expresos.

Aviones, todos los tipos de aviones. Los por armar en sus cajas. Otros ya listos para emprender el vuelo. Con motor y sin motor. Con piloto y sin piloto.

Lanchas, veleros, vaporcitos, submarinos, acorazados, portaaviones, todo en miniatura.

Pelotas, zancos, patines, triciclos, rifles, pistolas, caballitos de madera, mecanos, soldaditos de plomo.

Espejito con Ojos saltaba del gusto, aplaudía, abrazando al cuello de su papito, a cada juguete que este le traía, pero un momento después mirabase displicente abandonar lo que hace solo un momento había sudo su dicha.

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El hombre q lo tenía Todo Todo Todo no lograba contener a espejito con ojos, siempre triste, como si se sintiera desamparado.

Algo le hacía falta. Pero que… que… rascabase la cabeza perplejo aquel que lo tenía todo…

Consultaba con su esposa, consultaba con la almohada y no pocas veces, en su desesperación, terminaba sacudiendo a su hijo, exigiéndole que le dijera, que le hacía falta.

-Tu padre es todopoderoso –gritábale, mientras lo zarandeaba -, no hay nada en la Tierra que no te pueda dar… nada… ¿oyes…? Nada… lo que se te antoje, soy el dueño de todo, todo, todo, todo…

¿A quién consultar?

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Se paseaba por los campos solitarios, al anochecer, cuando empezaba a borrarse todo lo existente.

¿De qué le servía ser el hombre que lo tenía todo, todo, todo, todo, todo, todo… si lo que le faltaba a su hijo no podía dárselo?

Se le apareció Lucernino, fantasma del idioma fosforescente. De la boca le salían luciérnagas y el parpadeo de las luces era su lenguaje.

Apareados caminaron algunos pasos, antes de que éste trazara con chispas verdosas en el aire, esta frase:

“No pierdas la cabeza…”

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Y tras un largo momento, se iluminó la misma frase con su luz dolorida y tenue:

“No pierdas la cabeza…”

Cuando el padre de Espejito con Ojos iba a responder a Lucernino, a preguntarle el porqué de su consejo, ya junto a él no había nadie, aquél había desaparecido.

Nickela avanzaba en la oscuridad en busca de su marido, el pecho iluminado por el farol que traía.

Aves nocturnas de pesadas alas posábanse en los árboles o seguían su vuelo.

Y ambos volvieron del bracete hasta la casa.

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-¿Sabes- le dijo ella, recostándose en su brazo y dándole el farol para que él lo llevara-, sabes qué es lo que le hace falta a Espejito…?

- Si lo supiera…-suspiro él.

-Pregúntaselo… me ofreció decírtelo…

Y Espejito con Ojos explicó a su papito lo del aguacatal.

¿Cuál aguacatal…? –frunció el ceño colérico el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo.

-Aquel del bosque…, el grande… el más grande… -siguió Espejito-, me negó una de sus pepitas, y eso me puso triste para toda la vida…

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-¿Una de sus pepitas? –pregunto aquél, cada vez más indignado por lo que le contaba a su hijo.

-Sí, papá, una de sus pepitas…

-Y para qué… para qué la querías… teniendo aquí en casa todo lo que tienes y fuera de aquí todo lo que quieras, ya sabes que yo soy dueño y señor de todo, todo, todo, todo y todo lo que yo tengo, todo, todo, todo es tuyo…

- Fue el día en que Salí a buscar anteojos. Le pedí al aguacatal una pepita, para partirla en dos y abrirle a cada mitad un agujero, para, con unos alambritos, hacerme un par de anteojos de pepita de aguacate.

-¿Y te la negó?

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-Me la negó y por eso ningún juguete me llama la atención. Dijo el árbol de aguacate que una pepita era una plantita y que una plantita, convertida en árbol, se hacía en una cascada de frutos…

-Conque eso te dijo…

Nickela arrebató al chico de los brazos de su padre. Debía dormir, como aconsejo la Dueña sin Dueño, con anteojos de sueño.

Y esa noche, el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo oyó rondar cerca de su casa a Lucernino, fantasma del idioma fosforescente.

“No pierdas la cabeza… No pierdas la cabeza”, fue su frase…

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“Muy bien, muy bien, pero con qué derecho ese árbol de aguacate, con qué derecho, si desde sus raíces hasta sus más altas ramas es mío, si el bosque es mío, si el bosque, si todo es mío, niega a mi hijo, a mi Espejito con Ojos, una pepita… habrase visto… una pepita de las miles y miles pepitas que se esconden en sus frutos…

“Le hablaré, le protestaré, le pediré que si el niño vuelve a pedirle una pepita, no se la niegue… qué vale una pepita… qué valor tiene un vulgar hueso redondo que cada aguacate esconde en sus entrañas…”

Logró por fin dormirse.

¡Felices los que duermen, porque el sueño es el reino de los que no tienen nada!

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Y no despertó hasta bien entrada la mañana de un día brumoso, caliente, propio para pasarse de la cama a la hamaca.

Fue sin perder tiempo.

Todo el bosque parecía dormido por falta de ruidos. La bruma no dejaba salir a los pájaros. Sólo sus pasos en el silencio.

Después se oyó su voz, al dirigir la palabra al enorme tronco del árbol de aguacate:

-¿Por qué aguacatal, si eres mío, niegas a mi hijo lo que no es tuyo…?

Enredó la pregunta para enredar al árbol.

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-¿Por qué aguacatal, si eres mío, niegas a mi hijo lo que no es tuyo…?

–repitió.

El árbol guardó silencio. Apenas si se oyó un leve temblor entre sus hojas.

-¡Contesta, antes que pase contigo…! –se arrepintió-. No, no, aguacatal, no te amenazo, pero contéstame…

-Que pase conmigo qué… -soltó du voz el árbol de aguacate, su voz un poco mantecosa.

-Lo que no debe pasar…

Un ruido de ramas.

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-Nada te cuesta dar a Espejito, mi hijo, una pepita…

-Una pepita es un árbol y al dar frutos ese árbol de cada pepita otros árboles, y otros más, y otros más, millones de árboles de aguacate…

-Para mí, eso de millones no es nada… tengo, bien sabes quién soy… el hombre que lo Tiene Todo Todo Todo…

El aguacatal guardó silencio.

-Por qué negarle entonces a mi hijo una pepita…?

-¿Qué pretende?

-Hacerse unos anteojos…

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-Un antifaz, porque más sería un antifaz…

-sonaron las palabras en todas las hojas del árbol.

-Vendrá de nuevo a pedirte la pepita…

-No se la daré…

-Se la darás…

-Cumple tu amenaza…

-Piénsalo mejor… -dijo el padre de Espejito-; la mañana está muy fría, y tal vez cuando haya sol tengas más claros los pensamientos y accedas a lo que te pido.

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-¿Con amenazas…?

-No, con amenazas, no…

-Sólo amenazas hay en tu pensamiento…

-Soy padre…

-Yo también soy padre de mis pepitas…

El agua se cansa de ser agua, la tierra de ser tierra, el hombre de ser hombre, en días en que la bruma lo envuelve todo en una como visión de pesadilla.

Exponer a su hijo a que el aguacatal le negara de nuevo la pepita, imposible.

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Mejor convencer, primero, al árbol. Regresaría mañana al bosque y le hablaría de cambiarle la pepita por lo que quisiera. Por una pepita de oro…

Y varios días volvió, sin que el árbol de aguacate accediera a lo que le pedía. Muy sencillo. Una de sus pepitas para que Espejito se hiciera unos anteojos.

Le daría un diamante redondo del tamaño de la más grande de sus pepitas…

El árbol se negó…

Le ofreció jade, mucho jade, todo el jade que quisiera, para que sus frutos fueran de jade y aguacate, el mejor remedio para los riñones…

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El árbol no aceptó…

Le daría el cielo, para que diera, no aguacates, sino estrellas…

El árbol no accedió…

Volvió del bosque a la hora de cenar, pero apenas probó bocado. Manjares, vinos, licores.

Quería estar solo.

Se encerró en su cuarto bajo siete llaves. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete llaves.

Vengarse.

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Encendió su pipa. Tabaco rubio, no. Negro y dulce, como la venganza, el tabaco que fumaba.

Ni los suyos debían saberlo. Él y nada más que él.

El árbol tenía razón: su pensamiento estaba lleno de amenazas.

Las hachas afiladas. Las sierras de dientes profundos. Y alguna substancia inflamable para calcinarlo. Que no quedaran ni sus cenizas.

A mediodía ya el acero hacía mella en el inmenso tronco, ya iba casi la mitad, y el árbol empezaba a soltar quejidos, dolorosos quejidos, a lamentarse con sus ramas agitadas a cada hachazo, tastaceantes los dientecillos verdes de las hojas que chocaban unos con otros, al penetrar la sierra en sus maderas.

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Y no tuvo salvación.

El idioma fosforescente de Lucernino se oía en el fuego, repetirle:

“¡No pierdas la cabeza…! ¡No pierdas la cabeza…!”

Se quemaba difícilmente. Ardió, ardieron los pedazos del tronco hachados, aserrados, las ramas, las hojas, los frutos, las pepitas. Ceniza caliente y carbones, no quedó más, bajo el lejano parpadear de las estrellas.

El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo se preparaba a regresar, las herramientas ya guardadas, tiznadas las manos y la cara, alborotado el cabello, cuando si… si… si… sintió un golpe de viento en la espalda y más pronto

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unos dedos o patas de araña, como tenazas, que trataban de inmovilizarlo.

Violentamente se deshizo de aquello que más bien había sido una impresión y a zancadas encaminóse hacia la salida del bosque. Tenía miedo, pero no quería confesarlo y correr.

Un grupo de sombras, ¿sombras?, más bien árboles, ¿árboles?, más bien sombras, le salieron al paso.

¿Era una patrulla?

Sí, una patrulla, pero una patrulla de árboles.

De entre ellos se desprendió a pasos de raíces ligeras, raíces móviles sobre la tierra húmeda,

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raíces no enterradas, un pino que le echó encima una de sus ramas, con peso de mano de autoridad.

Otros árboles de la patrulla se aproximaron, más bien altos arbustos secundadores de las órdenes de los grandes árboles, y lo ataron en bejucos irrompibles. Le ataron las manos a la espalda y los pies. Luego lo alzaron y lo llevaron a una caverna.

Allí pasó la noche y a la mañana siguiente, supo que amanecía por el concierto de los pájaros en el bosque cercano; se presentaron unos árboles barbados, blancas barbas de paxte, verdes barbas de musgo, y le dijeron que iba a ser juzgado por un tribunal de árboles, acusado del delito de asesinato premeditado y alevoso en la persona de un árbol de aguacate.

Y no estaba soñando.

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Todo aquello era real, absolutamente real. Golpeaba la cabeza en las peñas, gritaba y no… no estaba dormido.

Ojos de luces extrañas vigilaban sus noches, ojitos de ratas y ratones. No le mordían las orejas, para comérselas, sino en busca del cerumen que se disputaban entre grititos y alevosos ataques. Otros roedores se le paseaban por la cara. Un arbolito de ruda estaba de centinela; entró y su olor los puso en fuga. Los roedores no soportan el olor de la ruda.

Caído en las piedras, quebrado del dolor de los huesos, en las muñecas y los tobillos, las ataduras le habían abierto heridas sangrantes, le arrastraron una de las noches más frías, frías más claras, ante el tribunal de los grandes árboles o jueces supremos.

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Presidía el tribunal, sentada al centro, una ceiba milenaria, solemne, inmensa, y actuaban como magistrados, a la derecha, un árbol de caoba de tronco sanguíneo y un roble gigante, y a la izquierda, un chicozapote de más de sesenta metros de alto; sentado se miraba más bajo, un árbol de bálsamo frondoso y perfumado.

La ceiba ordenó que le desataran las manos y los pies. Los árboles menores se ocupaban de estas pequeñas cosas. Ocupó el asiento de los acusados y empezó el proceso ante miles de árboles que se empinaban para ver, para oír.

Las palabras eran las mismas que se oían en los tribunales de justicia, pero eran árboles los que hablaban.

Lectura del proceso. Audición de testigos. Además del asesinato, la peligrosidad del

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criminal que estuvo a punto de quemar otros árboles y el bosque entero, en la hoguera inmensa en que consumió a su víctima, el aguacatal, para hacer desaparecer el cuerpo del delito. Ni un solo testigo en su descargo. Petición de la pena por un árbol de espinas cortantes, un espino que cada vez que hablaba parecía clavarle todas sus espinas, como puñales, en la carne. Y su defensa, a cargo de una jacaranda que trajo a colación, el amor ciego del reo de asesinato de árbol por su hijo.

La sentencia no se hizo esperar.

Se le condenó, por unanimidad, a quedar convertido en árbol de aguacate por los siglos de los siglos, y allí mismo, los dedos de los pies se alargaron como raíces, su cuerpo se endureció convertido en tronco de madera, y de sus brazos salieron ramas.

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Y así termino la vida del Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo, el que para Nickela y Espejito con Ojos desapareció en el bosque el día que fue a botar el aguacatal.