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UNIVERSIDAD MARIANO GÁLVEZ DE GUATEMALA SEDE UNIVERSITARIA DE LA ANTIGUA GUATEMALA FACULTAD DE CIENCIAS DE LA ADMINISTRACIÓN LICENCIATURA EN ADMINISTRACION DE EMPRESAS SOCIOLOGÍA GUATEMALTECA LICDA. M.A. ELIDA GIRÓN DE BIRNIE LUIS ANTONIO CASTILLO LEPE 0227-12-4909 CUARTO SEMESTRE

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UNIVERSIDAD MARIANO GÁLVEZ DE GUATEMALASEDE UNIVERSITARIA DE LA ANTIGUA GUATEMALA FACULTAD DE CIENCIAS DE LA ADMINISTRACIÓN

LICENCIATURA EN ADMINISTRACION DE EMPRESASSOCIOLOGÍA GUATEMALTECA

LICDA. M.A. ELIDA GIRÓN DE BIRNIELUIS ANTONIO CASTILLO LEPE 0227-12-4909

CUARTO SEMESTRE

Que El hombre que lo tenía todo todo todo de Miguel Ángel Asturias

Sinopsis

Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura en 1967, nos regala este exuberante canto al anhelo del ser humano por disfrutar de

cuanto le rodea. Como él mismo dice, a través de su extraordinario Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo, cada persona lo tiene todo si es

capaz de gozarlo con sus sentidos.

El hombre que lo tenía todo todo todo es un derroche de fantasía en seis capítulos en los que Miguel Ángel Asturias regresa a sus primeros

escritos surrealistas. A lo largo de un argumento fantástico que da comienzo en la cama de sal del hombre que lo tenía todo todo todo y que continúa hasta el encuentro de éste con Chilabaco, el gran sapo

que le abre su corazón, el lector viajará, subido en las zapatillas saltarinas, a través del tiempo y del espacio.

E irá, de la Roma de los Papas al circo de Babilonia, y del exótico Egipto al bosque de los aguacatales, por un mundo mágico de milagros y caleidoscopios, de torres destruidas por estornudos y de juegos de

palabras.

El hombre que lo tenía todo todo todo se hace cada vez más rico, y como respira con dos grandes imanes escondidos en su espalda,

capaces de atraer todo el oro del mundo, se convierte en el dueño absoluto de lo que le rodea. Pero sólo le falta cumplir un deseo:

conseguir para su hijo la semilla del aguacate.

FICHA BIBLIOGRÁFICA

Título: El Hombre que lo Tenía Todo Todo TodoEscritor: Miguel Ángel Asturias RosalesDiseño de portada e Ilustradora: Ruth Araceli Rodríguez, artista mexicana Diagramación: Sonia ArdónColección: Literatura para niños y jóvenesEditorial: Piedra Santa, 1999, décimo quinta reimpresión 2012 Nº pág.: 72ISBN: 978-99922-1-051-2

Género: NovelasTema: FantasíaPersonajes: Personajes fantásticos - Aristócratas - ViajerosEste libro trata de: Sueños - Viajes - Magia - Ricos

El hombre que lo tenía todo todo todo abrió los ojos muy asustado. Mientras dormía no tenía nada. Despertó bajo la lluvia de las

campanillas de los relojes. Mientras dormía no tenía nada. Cien relojes despertadores, más de cien relojes. Mil relojes, más de mil relojes.

Todos sonando al mismo tiempo.

Un reloj de carambolas, detrás de los cristales biselados, mirábase el cuadrante con las horas en números romanos, y las tres pelotitas

doradas que acababan de hacer la carambola de la hora y el timbre de alarma que alargaba un «¡yo te despierto! ¡Yo te despierto! ¡Yo te

despierto...!».

Un reloj que simulaba un globo terrestre, con un ángel y un esqueleto que con su dedo descarnado señalaba las horas, en un cuadrante

dorado, conseguía hacerse oír, oír, oír... «¡Tú me despiertas! ¡Tú me despiertas! ¡Tú me despiertas...! »

ASÍ EMPIEZA

Un reloj cara negra, espectro luctuoso con números plateados, plañía: «¡él se despierta! ¡Él se despierta! ¡Él se despierta...! ».

Y un reloj-casita tirolesa de cucú melódico, con el pajarito mecánico a la puerta, repetía imperativo: «¡despertad vosotros cú-cú...! ¡Despertad

vosotros cú… Cú...!».

El hombre que lo tenía todo todo todo metió el brazo bajo la cama y extrajo el menos esperado de los adminículos domésticos. Un paraguas

o, como decía él, un «para-qué...».

Lo abrió en seguida. Es de mal agüero abrir el paraguas en una habitación, pero a él le urgía interponer algo entre el campanilleo de los

relojes y su persona.

Y ahora que sonaran. Ya él con el paraguas abierto que sonaran. Los oiría como oír llover sobre el paraguas.

Y así se oía el «yo te despierto...», «Tú me despiertas...», «Él se despierta...», «Nosotros nos despertamos...», «Ellos se despiertan...»,

«Despertad vosotros...».

Cerrar los ojos es no tener nada. Abrir los ojos es tenerlo todo.

El aguacero de los despertadores había pasado.

Desperezóse una, otra y otra vez, como si quisiera dar de sí, hacerse más grande. Luego bostezó y, mientras bostezaba, palpó el lecho.

Dormía sobre sal. Sobre sal gruesa. Sobre un colchón de sal gruesa. Su piel de pescado caliente perdía durante la noche la manteca de la realidad, lo real, lo verdadero, la gordura de lo que no es sueño, en la

granuda sal del mar.

Heredó la receta misteriosa de perder la gordura de las cosas existentes, la mantecosa realidad, de sus padres y abuelos, que como él

fue gente de respiración de imán, mientras dormían.

Porque ese es su otro misterio. Su respiración de imán. No respiraba con los pulmones como el resto de los mortales, durante la noche, sino con dos grandes imanes escondidos en su espalda, y por eso él mismo se

definía como un hombre de omóplatos de imán que dormía en un lecho de sal gruesa, para deshacerse durante el sueño de la grasa de la

realidad cotidiana y no atraer con su respiración imantada cuanto metal había cerca.

Al respirar dormido, si le faltaba el colchón de sal, atraía con el aliento todo lo que era de metal.

Y de aquí que tuviera que usar la granuda sal marina como colchón. Evitar que lo cubrieran con peligro de sepultarlo bajo su peso todos los

objetos metálicos que atraía desde cien metros a la redonda.

Poca plata, poco oro y mucha, mucha escoria, casi siempre.

Cuando se descuidaba la servidumbre de renovar su lecho de sal blanca, de sal gruesa, amanecía con enormes tornillos viejos en las narices convertidas en tuercas, restos de locomotoras en los brazos, ruedas herrumbrosas que le lastimaban los pabellones de la oreja, cadenas

sobre la boca, trastos de cocina sobre los ojos, martillos sin cabo sobre el pecho, tenazas, restos de poleas, pedales de bicicleta. Y la lucha, al

despertar, de desprenderse de todo aquello, de salir de una armadura hecha de pedazos de hierro, fragmentos y objetos metálicos.

Oíasele entonces gritar ahogado en su caparazón que él mismo, que él solo, con solo respirar mientras dormía, imantaba: montones de tuercas

salitrosas, candados, tubos, trébedes, llaves, válvulas, jaulas, grifos, estribos, frenos, tachuelas. Todo sobre él que apenas si lograba por

instantes sacar la cabeza por algún agujero y pedir auxilio.

La servidumbre acudía. Y empezaba una guerra de imanes, a cuales más potentes. Imanes con tamaño de cañones, de largos cañones, atraían

como aspirándolas las más gruesas y pesadas planchas de acero. Imanes diez mil veces más fuertes que la respiración imantada de aquel que lo tenía todo, extraían clavos de todos los tamaños imaginados, desde los simples clavos bellotes hasta los clavos de punta de cincel, sin olvidar los clavos de gota de sebo, ni los clavos de herrar que buscaban en los

imanes agujeros de herradura.

Desarmar al armado caballero no era fácil. Armadura sobre armadura hasta dar con él. Libre yacía ahora sobre una alfombra persa, al lado de

su cama, sin fuerzas para reclamar a los edecanes el descuido de no haber cambiado la sal;

después de cierto tiempo la sal pierde sus virtudes, y exigirles que de ahora en adelante no dejaran de hacerlo, pues eso ponía en peligro su

vida, fuera de los estropicios que causaban, destrozo de muebles, pulverización de espejos, cristales y porcelanas en añicos, dada la fuerza con que penetraban, a través de puertas y ventanas desprendidas de sus

bisagras los objetos metálicos atraídos por su respiración.

Recapacitó. Se habían retirado los sirvientes que le ayudaron a levantarse de la alfombra. ¿Cuál de sus pantuflas tomar?

Miles y miles en redor de su cama. Pantuflas y más pantuflas, sin hacer diferencia entre pantuflas, chinelas y zapatillas en aquel mar en que las había de todas las formas y colores imitando cisnes, conejos, estrellas,

góndolas, corolas de flores, cual de seda, cual de pajilla china, cual cubierta con piedras preciosas, cual de tejidas plumas de aves del

paraíso o de colas de pavorreales.

A perderse de vista. Las orientales cubiertas de lentejuelas, con un piquillo levantado a la altura del dedo grande, y en el piquillo una campanita que sonaba a cascabel de trineo. Las italianas, papales,

doradas y espumosas de armiños. Los zuecos, galochas y chanclos, de una sola pieza, alineados en filas militares. Las rituales para entrar a la

meca.

Las de peregrino de cuero sin curtir. Las pantuflas con música. Las pantuflas de saltar y volar que llevan en la suela apelmazadas millares y millares de pulgas. Quién no sabe que las pulgas segregan una sustancia

química que las hace saltar más de doscientas veces su tamaño, y oprimidas por liberarse, más de cuatrocientas veces, sin necesidad de

poner en movimiento uno solo de sus músculos. Segrega la sustancia y salta.

Calzaría las pantuflas saltadoras. Gustaba por las mañanas, eso rejuvenece, hacer de saltamontes o saltimbanqui. Echó mano a una larga

caña de pescar y con el anzuelo que tenía, un gran anzuelo, empezó a pasearlo sobre el mar de pantuflas hasta pescar, una primero y otra

después, las pantuflas que le llevarían a saltos, enigmático y alegre, a su mesa de manjares matinales.

Nadie de la servidumbre conocía el secreto de aquel moverse a saltos, el secreto de las plantillas de sus pantuflas, plantillas de pulgas

apelmazadas que merced a una sustancia que poseen y segregan, saltan, saltan, saltan, como saltaba él inesperadamente, lo que añadía la

constante sorpresa que hace llevadera la vida.

El desayuno estaba servido en el parque de los Cocodrilos, de los cocodrilos verdes, mohosos de sueño a flor de un brazo de río, entre

plantas y flores acuáticas.

Las monstruosas bestias de ojos oblicuos, blancas dentaduras triturantes y largas colas móviles, emergían, entre nubes de insectos, en

busca de luz solar que tragaban con las fauces abiertas.

El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo acercose de un salto de pulgas en las plantillas, trastumbó y por poco se va al agua, a preguntar a los terribles saurios a qué sabe el sol... se come... se bebe... se sorbe... se

lame... a qué sabe el sol... la luz o el calor...

Pero saltó. Este es el inconveniente de sus pantuflas de impulso pulgarín. Nunca sabía cuándo iba a saltar. Inesperadamente lo alzaban en vilo,

para depositarlo lejos de donde se encontraba. Y no pudo oír, por eso, la respuesta de uno de los cocodrilos que dejó un reguero de burbujas en el

agua verde.

Y nadie oyó, salvo las hojas verdes, en forma de orejas de los nenúfares, lo que el cocodrilo explicaba del sabor del sol.

Estos reptiles de muchos metros de largo son los animales de su especie que más saliva tienen en la boca, lo que hizo suponer al Hombre que lo

Tenía Todo Todo Todo la respuesta:

«El sol sabe a saliva... a saliva de cuando se nos hace agua la boca...»

Y sí que no solo uno, sino todos salivaban a la vista de una venada volante que saltaba por coquetería, al par de aquel que brincaba por las

pulgas.

Andar de luces. Desandar de sombras. Arboledas. Troncos elásticos. Eucaliptos. Árboles de pimienta más altos, más altos, más en las nubes. Y sube y baja de lianas serpentinas de los ramajes de árboles añosos, entre caer de hojas, volar de pájaros azules, ir y venir de lagartijas,

ardillas, monos y mapaches, que saltaban a la par suya.

El Mayordomo y los sirvientes le esperaban para servir el desayuno.

Brinco y brinco, Don Pulguitas, Don Pulgón, llegó a la mesa y al sentarse, al solo poner las posaderas en la silla de cien patas azules, cien patas amarillas y cien patas negras, de asiento acolchado y respaldo de laca

tibia, se le salieron las pantuflas de los pies y escaparon a saltos ensayando pasos de danzas.

El Mayordomo ordenó al personal que sirviera las frutas de pulpas regadas de polvo de canela, las doradas naranjas, las rodajas de piña,

antes de las leches desnatadas y el café de sombra, mientras él calzaba con nuevas pantuflas los pies del toparca.

Andar de luces. Desandar de sombras. El sol adelante, luminoso, redondo, y los árboles detrás.

Cedros, caobos, pinos, cocoteros más aéreos que terrestres, árboles de cacao más terrestres que aéreos. Árboles de palmas de manos verdes

abiertas. Humedad. Hormigueros.

Aguasoles. Ni luz sola. Ni agua sola. Mezcla de agua y sol en los sueños anegadizos y de sol y agua en las alas de las libélulas, caballitos del

diablo que pasean luces misteriosas, entre centellas fosforescentes de cocuyos y luciérnagas y fueguecillos de osamentas de animales –lo fatuo de los huesos, se dijo el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo mientras

bañaba su cara el humo de una torreja de maíz tierno y trigueña miel de caña–, lo fatuo de los huesos en favilas de fuego fatuo ya ceniza.

Trampolimpín, su perro, que no tenía nada nada nada, los perros nunca tienen nada, logró escapar de la perrera y venía haciendo fiestas con la

cabeza, con el cuerpo, con la cola, a besar los pies del amo, pero se interpuso una lagartija que lo hizo girar en redondo y volverse a darle

alcance. Escurridiza, más susto que animal, desapareció en el agujero de un muro cubierto de yedras. Paso a paso, menos efusivo, volviose

Trampolimpín hacia su amo que apartándose la pipa de la boca, escogía, entre un millón de palillos que caían sobre la mesa, como lluvia, uno,

solo uno, para mondarse los dientes.

Avispas negras con olor a miel ácida. Tiniebla de lo umbrío, sombra en la sombra en los bosquecillos del Jardín de los Cocodrilos, tiniebla rasgada

por relámpagos de pájaros de plumas de fuego.

Casi se lo pregunta al remolinoso Trampolimpín que con la punta del hocico se perseguía la cola, girando sobre sí mismo, como remolino,

desesperado por la comezón de las pulgas. Las pulgas que cayeron de sus pantuflas lo devoraban vivo.

Trampolimpín se detuvo lloroso, sin dejar de sacudirse. Comprendió que su amo le quería consultar algo. Pero las pulgas no lo dejaban.

¿Adónde ir después del desayuno?, se preguntaba su amo, mientras apagaba la pipa.

Trampolimpín se le quedó mirando. En los ojos de los perros hay distancias.

Lo miraban, a través de los ojos de Trampolimpín, todas las distancias.

No faltaba sino escoger o que escogiera por él Trampolimpín que al presentir que ya el amo había terminado de desayunar e iba a ponerse en

pie, tras volverle a ver, cabeza para arriba, orejas atentas, se echaba a andar por delante, para mostrarle el camino que debían seguir.

Pero esta vez, pobre Trampolimpín, el amo no le dejó la iniciativa. Se encaminó, a través del Jardín de los Cocodrilos, a la jaula del Pájaro de Fuego, ave de pico ganchudo, ojos de espejitos redondos y patas con

espuelas de caballero.

A lo lejos, las jaurías ladraban interminablemente, en espera de aquel que guiado por Trampolimpín, los perros se lo agradecían tanto, a falta de otra

cosa que hacer, llegaba allí, tomaba sus armas, sus perdigones y acompañado de camperos duchos y halconeros de medalla numismática,

rígidos y flotantes, los llevaba de cacería.

Ahora quedáronse las jaurías ladrando, revolcándose, saltando, maldiciendo a Trampolimpín por haber fallado en su maniobra.

Cañadas hacia lo hondo. Árboles blancos, abedules de plata temblorosa.

El Pájaro de Fuego dio media vuelta, luego una vuelta, otra media vuelta, los dedos de sus patas uñudas ligeramente vueltos hacia adentro, los

espolones fuera, en alto, agachando y levantando la cabeza en extraña ceremonia.

–Soliloqueando.... soliloqueando... loqueando solo... –reverbera la voz en su pico en gancho, para darse importancia, antes de saber a qué venía el

Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo.

–Desde los ojos de mi perro Trampolimpín –dijo aquél–, me vieron distancias y distancias...

–Distancia es el cielo... –aleteó el Pájaro de Fuego. –Lo sé, lo sé –contestó el que todo lo tenía, frotándose las manos–, me vio el cielo...

desde los ojos de Trampolimpín me vio el cielo...

–Lo sé, lo sé… desde los ojos de Trampolimpín, me vio el mar…

–Los desiertos y las montañas, las praderas y las selvas, los ríos y los lagos, islas y continentes… son distancia… y vos las tenéis, señor, vos las

tenéis en los bolsillos…

Todo, todo lo tenía, pero jamás pensó que eran suyas las distancias, las grandes distancias…

¿Cómo imaginar que podía caber en sus bolsillos el cielo, el mar, el desierto, las montañas, las isas, los lagos, los ríos, las distancias

terrestres?

–Registraos… registraos… –conminábalo el Pájaro de Fuego de redondos ojillos de espejo– pues quién como vos, primero entre los primeros.

Por no desairar al del encendido plumaje, más llamas que plumas, metió las manos en los bolsillos. De los pies a la cabeza bolsillos y más

bolsillos.

Y… ¿qué encontró?

Papeles de colores… cartoncitos y cartonotes… pasaje de trenes, de barcos, de aviones… todas las distancias en aquellos pasajes… todas las

distancias…

Magia de las magias. A cambio de aquellos papeles y cartones, distancias…

Un reloj de pájaros salvo a los padres de Espejitos con Ojos de morir en la torre.

Mientras éste, acompañado por su Dueña, una Dueña sin Dueño, salió a buscar anteojos, sus papás, el Hombre Azul y Nickela, fueron a donde el pajarero y allí estaban cuando al estornudo de un rey merovingio, pocos estornudos hay en la historia que se recuerden tanto, voló en pedazos la

torre de metales de olvido.

Reloj de pájaros y aves encargados de dar las horas del día y de la noche.

Uno solo había en el mundo.Uno solo.

Y por eso, el Hombre Azul, en el que se ocultaba el hombre que lo tenía todo, no podía dejar de comprarlo.

Costara lo que costara.Una fortuna.

Reloj de pájaros y aves en dos jaulas redondas, dividida cada jaula en doce compartimentos y en cada uno de éstos, un pajarillo o ave de

cantar distinto y distinto plumaje, del carmesí al azabache, del verde fue al azulino, del azufrado al pluma de nieve, verdes, rojos, amarillos,

azules, pajarillos y aves que daban las horas apasionadamente, no como lo relojes de arena, los relojes de sol, los relojes mecánicos, que no

tienen alma y no saben lo que hacen al contar tiempo.

A la una de la mañana, el cuervo…

A las dos de la mañana, la corneja…

A las tres de la mañana, el ciclillo… cucú… cucú… cucú…

A las cuatro de la mañana, el curruca… currr… currr…

A las cinco de la mañana, cantaba el cenzontle…

A las seis de la mañana, cantaba la alondra…

A las siete de la mañana, el turpial…A las ocho de la mañana, el pardillo…

A las diez de la mañana, el gorrión…A las once de la mañana, el pinzón…A las doce del día, el guacamayo… guac… guac… guac…(Se echaba con las alas, en el cuerpo, toda la luz del sol, como si fuera agua.)A las una de la tarde, el perico…A las dos de la tarde, el chorlito…A las tres de la tarde, el pájaro carpintero…A las cuatro de la tarde, arrullaba la paloma…A las cinco de la tarde, cantaba la calandria…A las seis de la tarde, el verderón cantaba…A las siete de la noche, el cuculí… cuculí… cuculí…A las ocho de la noche, el caraú…A las nueve de la noche, el tordo…A las diez de la noche, la macagua… agua gua gua gua gua gua…A las once de la noche, el mochuelo…Y qué mejor reloj que el de pájaros y aves, para la torre de metales de olvido.

El hombre que lo tenía todo todo suprimió el «mío» y el «tuyo», borro de su lenguaje los pronombres posesivos. Para que, si todo era el

Espejito con ojos, su hijo, y Nickela, su esposa también eran suyos.

La casa, la casa nueva, en medio de un extenso campo vecino a numerosos bosques, se llenó de juguetes.

Trenes de cuerda, desde las primitivas locomotoras que andaban sobre rieles como las muletas, al balancearse de un lado, hasta los flamantes trenes eléctricos, miniaturas perfectas de los grandes trenes expresos.

Aviones, todos los tipos de aviones. Los por armar en sus cajas. Otros ya listos para emprender el vuelo. Con motor y sin motor. Con piloto y sin

piloto.

Lanchas, veleros, vaporcitos, submarinos, acorazados, portaaviones, todo en miniatura.

Pelotas, zancos, patines, triciclos, rifles, pistolas, caballitos de madera, mecanos, soldaditos de plomo.

Espejito con Ojos saltaba del gusto, aplaudía, abrazando al cuello de su papito, a cada juguete que este le traía, pero un momento después

mirabase displicente abandonar lo que hace solo un momento había sudo su dicha.

El hombre q lo tenía Todo Todo Todo no lograba contener a espejito con ojos, siempre triste, como si se sintiera desamparado.

Algo le hacía falta. Pero que… que… rascabase la cabeza perplejo aquel que lo tenía todo…

Consultaba con su esposa, consultaba con la almohada y no pocas veces, en su desesperación, terminaba sacudiendo a su hijo, exigiéndole que le

dijera, que le hacía falta.

-Tu padre es todopoderoso –gritábale, mientras lo zarandeaba -, no hay nada en la Tierra que no te pueda dar… nada… ¿oyes…? Nada… lo que se

te antoje, soy el dueño de todo, todo, todo, todo…

¿A quién consultar?

Se paseaba por los campos solitarios, al anochecer, cuando empezaba a borrarse todo lo existente.

¿De qué le servía ser el hombre que lo tenía todo, todo, todo, todo, todo, todo… si lo que le faltaba a su hijo no podía dárselo?

Se le apareció Lucernino, fantasma del idioma fosforescente. De la boca le salían luciérnagas y el parpadeo de las luces era su lenguaje.

Apareados caminaron algunos pasos, antes de que éste trazara con chispas verdosas en el aire, esta frase:

«No pierdas la cabeza…»

Y tras un largo momento, se iluminó la misma frase con su luz dolorida y tenue:

«No pierdas la cabeza…»

Cuando el padre de Espejito con Ojos iba a responder a Lucernino, a preguntarle el porqué de su consejo, ya junto a él no había nadie, aquél

había desaparecido.

Nickela avanzaba en la oscuridad en busca de su marido, el pecho iluminado por el farol que traía.

Aves nocturnas de pesadas alas posábanse en los árboles o seguían su vuelo.

Y ambos volvieron del bracete hasta la casa.

-¿Sabes- le dijo ella, recostándose en su brazo y dándole el farol para que él lo llevara,

- sabes qué es lo que le hace falta a Espejito…? - Si lo supiera…-suspiro él. -Pregúntaselo… me ofreció decírtelo…

Y Espejito con Ojos explicó a su papito lo del aguacatal.

¿Cuál aguacatal…?

–frunció el ceño colérico el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo. -Aquel del bosque…, el grande… el más grande… -siguió Espejito-, me negó una de sus pepitas, y eso me puso triste para toda la vida…-¿Una de sus pepitas? –pregunto aquél, cada vez más indignado por lo que le contaba a su hijo. -Sí, papá, una de sus pepitas…

-Y para qué… para qué la querías… teniendo aquí en casa todo lo que tienes y fuera de aquí todo lo que quieras, ya sabes que yo soy dueño y señor de todo, todo, todo, todo y todo lo que yo tengo, todo, todo, todo es tuyo…

- Fue el día en que Salí a buscar anteojos. Le pedí al aguacatal una pepita, para partirla en dos y abrirle a cada mitad un agujero, para, con unos alambritos, hacerme un par de anteojos de pepita de aguacate.

-¿Y te la negó?

-Me la negó y por eso ningún juguete me llama la atención. Dijo el árbol de aguacate que una pepita era una plantita y que una plantita, convertida en árbol, se hacía en una cascada de frutos…

-Conque eso te dijo…

Nickela arrebató al chico de los brazos de su padre. Debía dormir, como aconsejo la Dueña sin Dueño, con anteojos de sueño.

Y esa noche, el Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo oyó rondar cerca de su casa a Lucernino, fantasma del idioma fosforescente.

«No pierdas la cabeza… No pierdas la cabeza», fue su frase…

«Muy bien, muy bien, pero con qué derecho ese árbol de aguacate, con qué derecho, si desde sus raíces hasta sus más altas ramas es mío, si el

bosque es mío, si el bosque, si todo es mío, niega a mi hijo, a mi Espejito con Ojos, una pepita… habrase visto… una pepita de las miles y

miles pepitas que se esconden en sus frutos…

«Le hablaré, le protestaré, le pediré que si el niño vuelve a pedirle una pepita, no se la niegue… qué vale una pepita… qué valor tiene un vulgar

hueso redondo que cada aguacate esconde en sus entrañas…»

Logró por fin dormirse.

¡Felices los que duermen, porque el sueño es el reino de los que no tienen nada!

Y no despertó hasta bien entrada la mañana de un día brumoso, caliente, propio para pasarse de la cama a la hamaca.

Fue sin perder tiempo.

Todo el bosque parecía dormido por falta de ruidos. La bruma no dejaba salir a los pájaros. Sólo sus pasos en el silencio.

Después se oyó su voz, al dirigir la palabra al enorme tronco del árbol de aguacate:

-¿Por qué aguacatal, si eres mío, niegas a mi hijo lo que no es tuyo…?

Enredó la pregunta para enredar al árbol.

-¿Por qué aguacatal, si eres mío, niegas a mi hijo lo que no es tuyo…? –repitió.

El árbol guardó silencio. Apenas si se oyó un leve temblor entre sus hojas.

-¡Contesta, antes que pase contigo…! –se arrepintió-. No, no, aguacatal, no te amenazo, pero contéstame… -Que pase conmigo qué… -soltó du voz el árbol de aguacate, su voz un poco mantecosa. -Lo que no debe pasar…

Un ruido de ramas.

-Nada te cuesta dar a Espejito, mi hijo, una pepita… -Una pepita es un árbol y al dar frutos ese árbol de cada pepita otros árboles, y otros más, y otros más, millones de árboles de aguacate…

-Para mí, eso de millones no es nada… tengo, bien sabes quién soy… el hombre que lo Tiene Todo Todo Todo…

El aguacatal guardó silencio. -Por qué negarle entonces a mi hijo una pepita…? -¿Qué pretende? -Hacerse unos anteojos…-Un antifaz, porque más sería un antifaz… -sonaron las palabras en todas las hojas del árbol. -Vendrá de nuevo a pedirte la pepita… -No se la daré… -Se la darás… -Cumple tu amenaza… -Piénsalo mejor… -dijo el padre de Espejito-; la mañana está muy fría, y tal vez cuando haya sol tengas más claros los pensamientos y accedas a lo que te pido.

-¿Con amenazas…? -No, con amenazas, no… -Sólo amenazas hay en tu pensamiento… -Soy padre… -Yo también soy padre de mis pepitas…

El agua se cansa de ser agua, la tierra de ser tierra, el hombre de ser hombre, en días en que la bruma lo envuelve todo en una como visión de

pesadilla.

Exponer a su hijo a que el aguacatal le negara de nuevo la pepita, imposible.

Mejor convencer, primero, al árbol. Regresaría mañana al bosque y le hablaría de cambiarle la pepita por lo que quisiera. Por una pepita de

oro…

Y varios días volvió, sin que el árbol de aguacate accediera a lo que le pedía. Muy sencillo. Una de sus pepitas para que Espejito se hiciera unos

anteojos.

Le daría un diamante redondo del tamaño de la más grande de sus pepitas…

El árbol se negó…

Le ofreció jade, mucho jade, todo el jade que quisiera, para que sus frutos fueran de jade y aguacate, el mejor remedio para los riñones…

El árbol no aceptó…

Le daría el cielo, para que diera, no aguacates, sino estrellas…

El árbol no accedió…

Volvió del bosque a la hora de cenar, pero apenas probó bocado. Manjares, vinos, licores.

Quería estar solo.

Se encerró en su cuarto bajo siete llaves. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete llaves.

Vengarse.

Encendió su pipa. Tabaco rubio, no. Negro y dulce, como la venganza, el tabaco que fumaba.

Ni los suyos debían saberlo. Él y nada más que él.

El árbol tenía razón: su pensamiento estaba lleno de amenazas.

Las hachas afiladas. Las sierras de dientes profundos. Y alguna substancia inflamable para calcinarlo. Que no quedaran ni sus cenizas.

A mediodía ya el acero hacía mella en el inmenso tronco, ya iba casi la mitad, y el árbol empezaba a soltar quejidos, dolorosos quejidos, a

lamentarse con sus ramas agitadas a cada hachazo, tastaceantes los dientecillos verdes de las hojas que chocaban unos con otros, al penetrar

la sierra en sus maderas.

Y no tuvo salvación.

El idioma fosforescente de Lucernino se oía en el fuego, repetirle:

«¡No pierdas la cabeza…! ¡No pierdas la cabeza…!»

Se quemaba difícilmente. Ardió, ardieron los pedazos del tronco hachados, aserrados, las ramas, las hojas, los frutos, las pepitas. Ceniza

caliente y carbones, no quedó más, bajo el lejano parpadear de las estrellas.

El Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo se preparaba a regresar, las herramientas ya guardadas, tiznadas las manos y la cara, alborotado el

cabello, cuando si… si… si… sintió un golpe de viento en la espalda y más pronto unos dedos o patas de araña, como tenazas, que trataban de

inmovilizarlo.

Violentamente se deshizo de aquello que más bien había sido una impresión y a zancadas encaminóse hacia la salida del bosque. Tenía

miedo, pero no quería confesarlo y correr.

Un grupo de sombras, ¿sombras?, más bien árboles, ¿árboles?, más bien sombras, le salieron al paso.

¿Era una patrulla?

Sí, una patrulla, pero una patrulla de árboles.

De entre ellos se desprendió a pasos de raíces ligeras, raíces móviles sobre la tierra húmeda, raíces no enterradas, un pino que le echó encima

una de sus ramas, con peso de mano de autoridad.

Otros árboles de la patrulla se aproximaron, más bien altos arbustos secundadores de las órdenes de los grandes árboles, y lo ataron en

bejucos irrompibles. Le ataron las manos a la espalda y los pies. Luego lo alzaron y lo llevaron a una caverna.

Allí pasó la noche y a la mañana siguiente, supo que amanecía por el concierto de los pájaros en el bosque cercano; se presentaron unos

árboles barbados, blancas barbas de paxte, verdes barbas de musgo, y le dijeron que iba a ser juzgado por un tribunal de árboles, acusado del

delito de asesinato premeditado y alevoso en la persona de un árbol de aguacate.

Y no estaba soñando.

Todo aquello era real, absolutamente real. Golpeaba la cabeza en las peñas, gritaba y no… no estaba dormido.

Ojos de luces extrañas vigilaban sus noches, ojitos de ratas y ratones. No le mordían las orejas, para comérselas, sino en busca del cerumen

que se disputaban entre grititos y alevosos ataques. Otros roedores se le paseaban por la cara. Un arbolito de ruda estaba de centinela; entró y su

olor los puso en fuga. Los roedores no soportan el olor de la ruda.

Caído en las piedras, quebrado del dolor de los huesos, en las muñecas y los tobillos, las ataduras le habían abierto heridas sangrantes, le

arrastraron una de las noches más frías, frías más claras, ante el tribunal de los grandes árboles o jueces supremos.

Presidía el tribunal, sentada al centro, una ceiba milenaria, solemne, inmensa, y actuaban como magistrados, a la derecha, un árbol de caoba de tronco sanguíneo y un roble gigante, y a la izquierda, un chicozapote de más de sesenta metros de alto; sentado se miraba más bajo, un árbol

de bálsamo frondoso y perfumado.

La ceiba ordenó que le desataran las manos y los pies. Los árboles menores se ocupaban de estas pequeñas cosas. Ocupó el asiento de los acusados y empezó el proceso ante miles de árboles que se empinaban

para ver, para oír.

Las palabras eran las mismas que se oían en los tribunales de justicia, pero eran árboles los que hablaban.

Lectura del proceso. Audición de testigos.

Además del asesinato, la peligrosidad del criminal que estuvo a punto de quemar otros árboles y el bosque entero, en la hoguera inmensa en que consumió a su víctima, el aguacatal, para hacer desaparecer el cuerpo del delito. Ni un solo testigo en su descargo. Petición de la pena por un árbol de espinas cortantes, un espino que cada vez que hablaba parecía clavarle todas sus espinas, como puñales, en la carne. Y su defensa, a cargo de una jacaranda que trajo a colación, el amor ciego del reo de

asesinato de árbol por su hijo.

La sentencia no se hizo esperar.

Se le condenó, por unanimidad, a quedar convertido en árbol de aguacate por los siglos de los siglos, y allí mismo, los dedos de los pies se alargaron como raíces, su cuerpo se endureció convertido en tronco

de madera, y de sus brazos salieron ramas.

Y así termino la vida del Hombre que lo Tenía Todo Todo Todo, el que para Nickela y Espejito con Ojos desapareció en el bosque el día que fue

a botar el aguacatal.

Paris, 17 de marzo