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1 Un balde de agua helada Fue un lunes de mayo por la tarde cuando mi vida cam- bió para siempre. Estaba trabajando en mi puesto de jefe de planta de Dairy Cream, una empresa de helados regional, cuando Reggie, uno de nuestros vendedores, entró alegremente por la puerta, una hora antes de lo que yo esperaba. Había tenido una cita importante con Natural Foods, la próspera cadena nacional de alimentación que tiene una sucursal en nuestra ciudad, desde hace unos diez años. Pensaba que quizá todavía no había ido a verlos, hasta que, meneando la cabeza y con un indolente en- cogimiento de hombros, hizo el gesto de «pulgares aba- jo». Una vez más, no había conseguido vender ni si- quiera un cuarto de litro a Natural Foods. —La próxima vez lo conseguiremos, Pete —dijo im- perturbable, con la fe de un hincha de los Cachorros de Chicago. 9

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Un balde de agua helada

Fue un lunes de mayo por la tarde cuando mi vida cam-bió para siempre.

Estaba trabajando en mi puesto de jefe de planta deDairy Cream, una empresa de helados regional, cuandoReggie, uno de nuestros vendedores, entró alegrementepor la puerta, una hora antes de lo que yo esperaba.Había tenido una cita importante con Natural Foods,la próspera cadena nacional de alimentación que tieneuna sucursal en nuestra ciudad, desde hace unos diezaños. Pensaba que quizá todavía no había ido a verlos,hasta que, meneando la cabeza y con un indolente en-cogimiento de hombros, hizo el gesto de «pulgares aba-jo». Una vez más, no había conseguido vender ni si-quiera un cuarto de litro a Natural Foods.

—La próxima vez lo conseguiremos, Pete —dijo im-perturbable, con la fe de un hincha de los Cachorros deChicago.

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Podía ver que no le preocupaba mucho. Después detodo, nadie esperaba de verdad que consiguiera un pedi-do. Llevábamos años intentándolo. Esa visita se habíaconvertido en una tarea anual que yo le obligaba a realizary él la había llevado a cabo. Una cosa menos que hacer.

Sólo que este año yo contaba, sinceramente, conque lograríamos la venta. Habíamos sacado tres nue-vos sabores, usando ingredientes naturales, que pensa-ba que los dejarían con la boca abierta. Así era comonos habíamos hecho un nombre: con sabores radical-mente nuevos que nos habían proporcionado no sólopublicidad local y un aumento de las ventas, sino laatención nacional. Pero mi estrategia de «nuevos sabo-res» parecía haber fallado con Natural Foods.

Lo que más me preocupaba era algo que no le podíacontar a Reggie ni a nadie más. Nuestro jefe y funda-dor, Malcolm Jones, me había expresado recientemen-te su decepción por la falta de crecimiento de nuestrasventas. Nuestros márgenes de beneficios se iban redu-ciendo. Malcolm me había dicho que, si las cosas nomejoraban pronto, se vería obligado a hacer algunoscambios importantes. Me dijo que una solución seríacontratar a otro equipo de dirección. También dio a en-tender que quizá se viera obligado a vender la fábrica auna empresa nacional o borrarla por completo delmapa, vendiendo el solar a un promotor inmobiliario.

—No me importa lo que tengas que hacer para darla vuelta a la situación, Pete, pero hazlo. La responsabi-lidad es tuya.

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Con la expansión urbana extendiéndose más allá dela autopista que rodeaba la ciudad, no me cabía ningu-na duda de que Malcolm podría sacar más dinero ven-diendo el solar a una inmobiliaria que manteniendo laempresa con los ingresos actuales. De todos modos, tan-to en un caso como en el otro, yo me quedaría sin traba-jo. Con una esposa y dos hijos pequeños, de ocho y seisaños, la reprimenda de Malcolm me sacó de mi auto-complacencia.

Aunque me había criado en la ciudad, sólo hacía dosaños que trabajaba en Dairy Cream, después de haberpasado diez años en una empresa de alimentación deDenver. Me parecía que nuestra familia sólo acababa deinstalarse. Mi esposa, Jean, había conseguido un traba-jo en una sucursal bancaria y nuestro hijo y nuestra hijatenían cada vez más amigos en el vecindario. Pero eradel todo imposible que pudiéramos pagar la hipoteca ytodos los demás gastos sólo con el salario de Jean. Ade-más, si fracasaba en Dairy Cream, ¿qué haría? No eranecesariamente el tipo más listo de la ciudad, pero mededicaba en cuerpo y alma al trabajo. Había implanta-do una serie de iniciativas de dirección y programas parasubir la moral de los empleados, con el fin de mejorarlos procesos de fabricación y aumentar la producción.

Pero últimamente, nada parecía dar resultado. Nues-tros helados no atraían a los compradores de la gamaalta, pero tampoco podían competir con las marcas deprecios bajos. Estábamos atrapados en medio y nos es-trujaban por ambos lados.

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Nunca antes había fracasado en mi trabajo, pero es-taba empezando a quedarme sin respuestas. Me pre-guntaba, preocupado, qué podía hacer para cambiarmi suerte. ¿Qué pasaría con toda la gente a mis órde-nes, si Malcolm vendía la empresa o el solar?

Aquella mañana, acariciaba la esperanza de que Na-tural Foods fuera nuestra salvadora. Sabía que si podía-mos vender nuestra marca aunque sólo fuera a una sucursal de su cadena, nuestra cifra de ventas aumenta-ría de forma importante. Vendían tanto que nos arras-trarían con ellos. Y también, claro, sería una cabeza depuente para tratar de conseguir la cuenta de toda la ca-dena, lo cual multiplicaría muchas veces nuestros mo-destos beneficios, de la noche a la mañana. Además,como Natural Foods tenía fama de ofrecer productos dealta calidad y un servicio al cliente de primera categoría,el hecho de que nos eligieran sería interpretado por losotros detallistas como que nos habíamos ganado el sellode aprobación del juez más severo del sector alimentarioy eso nos traería más contratos.

Así que cuando Reggie volvió y me dijo que Natu-ral Foods había vuelto a decirnos «ni hablar», despuésde una breve conversación de apenas diez minutos consu comprador, mi ánimo cayó por los suelos o más aba-jo. Reggie me explicó que apenas había pronunciadolas primeras palabras cuando el comprador empezó ahacerle preguntas que no supo cómo contestar.

—¿Como cuáles?—Como cuál era la densidad de nuestros helados, el

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porcentaje de aditivos en peso y volumen, el índice deéxito de nuestros envases...

—¿El índice de éxito de nuestros envases?—A eso me refiero —dijo Reggie—. Nunca me ha-

bían hecho unas preguntas así.Me quedé atónito. ¿Cómo podía Natural Foods to-

mar la decisión de vender o no vender nuestros heladosbasándose en unas preguntas tan crípticas?

Sin embargo, mi decepción no tardó en convertirseen determinación. No podía perder esa cuenta. Añosatrás, había conocido a uno de los jefazos de la empre-sa. Maldita sea, iría yo mismo a tratar de convencerlos.Aunque tenía programada una reunión con nuestro di-rector de calidad, me quité las gafas de protección y labata del laboratorio, me puse la chaqueta y cogí las lla-ves antes incluso de darme cuenta de lo que estaba ha-ciendo. No soy vendedor —no tengo ninguna experien-cia en ventas— pero sabía lo crucial que era esta venta.Tenía que conseguirla. Me metí en el coche —un todo-terreno que habíamos comprado sólo hacía dos mesespara pasear con los chicos, recordé contrito, pensandoen los plazos— y me fui a Natural Foods.

Aunque siempre me había negado a comprar en suestablecimiento —porque ellos nunca habían compra-do nuestros helados—, no tuve ningún problema paraencontrarlo; era un enorme edificio situado en un cru-ce importante. El establecimiento de lujo no se pareceen nada al Biggie-Mart que yo frecuento. La fachada laforman unos enormes ventanales enmarcados en ladri-

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llo, que le dan más aspecto de librería que de tienda dealimentación. Desde el otro lado del aparcamiento sepueden ver las vigas de nueve metros de altura del inte-rior —con todo el cielo raso pintado de color beige, nodel deprimente negro o escandaloso blanco de la mayo-ría de tiendas— y las simpáticas banderolas colgadasencima de cada caja registradora. Tanto si te gustan susproductos como si no, el diseño de la tienda te atraen alinterior.

Yo quería que el establecimiento no me gustara,pero no podía evitar fijarme en hasta qué punto Natu-ral Foods se esforzaba para que sus clientes sintieranque eran bienvenidos. Pese a mi boicot, mi esposa com-praba allí y, con frecuencia, se deshacía en elogios, co-mentando que era un sitio estupendo y burlándose ca-riñosamente de mi tozudez por negarme a atravesar suspuertas. Pronto descubrí a qué se refería.

Entré por las puertas principales —mi esposa afirma-ba que, si alguna vez las cerraban, ella nunca lo habíavisto—; como son tan amplias es prácticamente imposi-ble chocar con otro cliente, por mucha concurrencia quehaya. Una ráfaga de agradable aire fresco me recibió enaquel día caluroso. Pasé junto a los carros, todos ellos deun intenso y alegre color verde, colocados ordenada-mente en forma de abanico para permitir la máxima fa-cilidad de acceso y la mínima incomodidad. Noté unafragancia inconfundible y, al mirar a mi izquierda, viuna auténtica pared de flores, como una escena de uncuadro impresionista desbordante de color. Desde arri-

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ba, llegaba una música suave y sosegada. Los diez segun-dos que se tardaba en entrar en Natural Foods eran laacogida más cálida que un establecimiento podía darte;te transportaban a algún lugar atractivo y exótico enapenas más de un metro.

—¡Hola! ¿Cómo está? —me preguntó una vozamistosa, con una sinceridad tan auténtica que supuseque era alguna amiga mía. Sin embargo, no la reconocíy debí de poner cara de desconcierto—. ¿Puedo ayudar-le? —añadió.

—No, gracias —respondí. Estaba claro que no era una recepcionista oficial,

sino sólo una empleada cordial, que hacía su trabajo,ocupándose del arreglo floral, mientras saludaba a to-dos los clientes que podía. Pronto oí un coro de salu-dos similares por toda la tienda, muchos de los cualesse transformaban rápidamente en conversaciones máslargas.

Mi primera ojeada me reveló lo limpio y fresco, cá-lido y acogedor que era todo el establecimiento. No separecía en nada al sitio donde yo compraba... ni tam-poco a nuestra fábrica, desde luego. Pero deseché rápi-damente aquella idea. Bien mirado, ellos eran detallis-tas y nosotros vendemos a las tiendas, no a los clientes.

Justo después de las flores encontré el «Centro de ayu-da», atendido por dos empleados sonrientes, uno de loscuales parecía libre para responder a una pregunta.

—Hola, ¿qué tal? —dijo la mujer—. Soy Jenny. ¿Enqué puedo ayudarle?

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Estaba seguro de que, al salir del coche, tenía unacara decididamente malhumorada, pero descubrí queme era imposible mantener esa expresión ante una son-risa tan cordial. Había salido de la fábrica con tantasprisas que no recordaba el nombre del comprador conel que Reggie había hablado, pero sí que recordaba queuno de los vecinos de mis padres había conseguido unpuesto directivo en Natural Foods hacía unos años ydecidí hacer mi primer intento con él.

—¿El señor McMaster aún sigue trabajando aquí? —pregunté.

—Aaah, sí —respondió ella, sonriendo—. Estoy se-gura de que anda por aquí. ¿Lo espera?

—No —reconocí—. ¿Es un problema?—En absoluto —dijo—. Habla con muchos clientes

cada día y dudo que alguno haya concertado una cita. —Bien, en realidad, no soy un cliente. Era vecino

suyo, hace mucho tiempo. Hace, uf, probablementediez años que no lo veo.

—¡Guau! —exclamó ella y añadió, bromeando—:¿Le debe dinero?

—No —dije, sonriendo a mi vez, incapaz de resistir-me a su buen humor—. En realidad, es una visita de ne-gocios.

—Si no ha visto a Mike desde hace tiempo, quizáserá mejor que le acompañe.

Jenny salió de detrás del mostrador, le dijo a sucompañero que enseguida volvía y me guió a través dela tienda.

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—¿Su despacho está en la parte de atrás? —pregunté.—La oficina de Mike será nuestra última parada. Es

más probable que lo encuentre en el aparcamiento, re-cogiendo carros o en la entrada retocando las flores, quesentado a su mesa. La mayor parte del tiempo, andadando vueltas por la tienda, hablando con los clientes ycon los miembros de nuestro equipo.

Recorrimos varios pasillos, que eran incluso más an-chos de lo que yo había pensado al ver la tienda desdelejos, en mi coche. Estaban inmaculados y organizadoscómodamente. Las estanterías eran de suntuosa maderade cerezo y estaban situadas a diferentes alturas pararomper las líneas rectas y estériles características de lamayoría de tiendas convencionales. La iluminación tam-bién era más suave que los agresivos fluorescentes queiluminan los establecimientos típicos y había una granvariedad de plantas verdes y exuberantes, todo lo cualhacía que ese enorme cajón diera más la impresión deser un bonito café que la gigantesca franquicia de pro-ductos alimentarios que en realidad era.

Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue elnúmero de empleados con quienes nos cruzamos —do-cenas, fácilmente— reabasteciendo las estanterías, orga-nizando exhibidores imaginativos con otros empleados,hablando con los clientes... Estaba claro que, en lugarde pensar que las preguntas de los clientes eran una mo-lestia, ésa era la parte de su trabajo que preferían.

Jenny encontró a Mike atendiendo a una clienta enla sección de pasta, hablando con ella de la enorme se-

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lección disponible. Era claramente más viejo de lo queyo recordaba, pero había envejecido bien y todavía eraesbelto y dinámico y conservaba la misma chispa alegreen los ojos. Mike le estaba haciendo a la clienta una se-rie de detalladas preguntas, para determinar exacta-mente qué clase de comida pensaba preparar y qué pas-ta y salsa serían las mejores para sus propósitos.

Con un gesto nos pidió que esperáramos un momen-to, luego le hizo a la clienta unas cuantas preguntas mássobre la frecuencia con que visitaba Natural Foods (elladijo que cada semana), lo que más le gustaba (la selec-ción y el servicio) y lo que pensaba que podían mejorar.

—Pueees... —respondió la cliente—. Es difícil dedecir. Vengo muy a menudo y me encanta. Supongo quesería útil si tuvieran una especie de tarjeta u hoja de in-formación de los productos, para que no tuviera quepreguntarle a alguien como usted cada vez que tengouna duda.

—Señora Truax, hablar con nuestros clientes essiempre un placer, pero ha tenido una idea estupenda.Veré qué puedo hacer.

—Gracias. Y, por favor, llámeme Samantha.—De acuerdo, Samantha. Gracias por visitar nues-

tra tienda. —Cuando se volvió hacia nosotros dijo—: Veamos, tú debes de ser Peter, el hijo de Frank Delvec-chio, ¿verdad?

—Sí —respondí, tendiéndole la mano—. Tiene unamemoria asombrosa. La última vez que le vi, acababa devolver de la universidad y llevaba el pelo largo y gafas.

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Él se echó a reír.—Y yo debía de tener treinta y cinco años, algo de

pelo y no necesitaba gafas. —Le dio las gracias a Jennypor su ayuda—. Es estupendo verte de nuevo, Peter.¿Qué tal un café?

—Estupendo. Gracias. Y llámeme Pete. Creo que laúnica que sigue llamándome Peter es mi madre.

—Y tú puedes llamarme Mike.—De acuerdo, Mike.Mike me acompañó al café de la parte delantera de

la tienda; un lugar bañado por el sol que entraba a rau-dales por los ventanales, de cristales ligeramente ahu-mados, y encontró una mesa donde pudiéramos hablar.

Una simpática camarera se acercó para tomar notade lo que queríamos.

—¿Tienen café latte? —pregunté.—Por supuesto —dijo la camarera—. ¿Y tú, Mike?—Que sean dos, Monica. Gracias. —Luego Mike se

volvió hacia mí—. Bien, ¿a qué debo el placer de tu vi-sita?

—Lo primero de todo, es estupendo volver a verte —respondí, sintiéndome un poco avergonzado por nohaber ido a verlo antes. Había olvidado qué vecino tancordial era.

—Lo mismo digo —respondió—. Pero tengo la im-presión de que no has venido hasta aquí sólo para de-cirme hola.

Su comentario me desarmó. Comprendí que debíade estar acostumbrado a los vendedores y sus visitas.

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—Tienes razón —dije—. Soy el supervisor de fábri-ca de Dairy Cream. Llevo allí un par de años y desdehace mucho tiempo me muero por conseguir que com-préis nuestros helados. Me acordé de que habías ayu-dado al fundador de Natural Foods a poner en marchala cadena, hace años, antes de volver para instalarteaquí, en la ciudad. Así que se me ocurrió venir a ver siseguías trabajando en la empresa.

—Pues ahora ya lo sabes —dijo, abriendo los brazos.—¿De qué te ocupas ahora? —pregunté.—Como estoy en Natural Foods desde el principio,

elegí bien el momento, ascendí hasta llegar a vicepresi-dente de la empresa. Pero hace diez años decidí quequería reducir mis horas de trabajo y mis viajes, así quele pedí a Glen Goodwell, nuestro fundador, si podía co-laborar para poner en marcha una sucursal en mi ciu-dad natal. —Miró alrededor—. Y ha ido muy bien.

—¿Así que eres el gerente de la sucursal?—Sí, supongo que se podría decir así —dijo—.

Aunque muchas de las ideas de gestión y decisiones sonde la gente vestida de verde que has visto por toda latienda.

—Entonces, ¿tú decides qué productos vendéis?—Bien, mi opinión cuenta mucho, claro, aunque es

el jefe de cada sección el que se encarga directamente.Creo que ya sé adónde quieres llegar, Pete. Tengo quedecirte que tu representante, Reggie, ¿verdad?, vinoesta mañana y trató de convencer a Ike, nuestro encar-gado de la sección de helados, para que distribuyése-

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mos Dairy Cream. Pero me temo que no consiguió laventa.

—Lo sé —dije—. Por eso decidí venir yo mismo.Pero ¿cómo sabes todo eso?

—Por casualidad pasaba por la sección de alimen-tos congelados cuando ellos estaban hablando —expli-có—, así que me uní a la conversación.

—¿Y cómo fue? —pregunté—. Quiero decir, sé queReggie no consiguió el pedido, pero ¿por qué, exacta-mente, tu comprador decidió que no os interesaban losproductos de Dairy Cream? Lo único que sé es cómoacabó la cosa.

—Bueno, podría darte una serie de razones; quecada semana vienen a vernos una docena de fabricantesde helados; que sólo tenemos un espacio limitado en loscongeladores, que la competencia cada vez es mayor ytodo eso... pero dudo que te bastaran esas respuestas.

—No, tienes razón. Es un sector duro, por decirlosuavemente. Pero lo mismo pasa con muchos produc-tos y muchos sectores. Francamente, todavía no lo en-tiendo. Creo que tenemos un producto estupendo. Yconstantemente sacamos nuevos sabores y combina-ciones. Hemos tenido un éxito enorme con el copo decoco y menta, por ejemplo. No puedo entender quecompréis otras marcas y no hagáis ningún caso de lanuestra.

En aquel momento llegó Monica con nuestros caféslatte. Mike le dio las gracias y tomó un sorbo de su tazaantes de responderme.

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—Me parece que puedo ayudarte —dijo, pensandoen lo que yo le acababa de preguntar—. Pero, primero,déjame que te haga unas preguntas.

—Claro —respondí. Pensaba que conocía nuestroproducto a fondo y podía responder a cualquier pre-gunta que me lanzara.

—Estás convencido de que vuestros helados son demuy buena calidad. ¿Es así porque vuestros técnicos de calidad los han puesto a prueba, comparándolos contodos los demás?

—Exacto. Bueno, con la mayoría —reconocí—.Quizá no seamos los mejores de los mejores, pero nues-tra calidad es mucho más alta que la mayoría de mar-cas. Y en general usamos ingredientes naturales.

—Sin embargo, a mí me parece que estás utilizandotu propio criterio para juzgar esa calidad. Cuando mi-ramos vuestros ingredientes y vemos el porcentaje degrasas y de ingredientes naturales en proporción a losaditivos y los comparamos con otras marcas, quedáisbastante abajo en la lista. Sospecho que usáis ingre-dientes naturales cuando es rentable y hacéis concesio-nes cuando el coste es demasiado alto. ¿Tengo razón?

Mi avergonzado silencio confirmó sus sospechas.—¿Preguntáis a los compradores de las tiendas o a

los clientes lo que buscan en un helado?Tampoco tenía una respuesta para aquello. La ver-

dad era que, por lo general, no lo hacíamos. Si me hu-biera presionado, me habría visto obligado a reconocerque, en realidad, no tratábamos de hacer el mejor de

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los helados del mercado. No conseguíamos encontrarla manera de elaborar un helado de más calidad, sin su-bir los precios hasta un nivel que el mercado no acepta-ría. Por el contrario, lo que hacíamos era confiar ennuestra capacidad para ofrecer constantemente nuevossabores y unos envases llamativos y en ser los primerosen presentar algunas ofertas. Y por lo general, funcio-naba, por lo menos durante un tiempo.

El problema era que todos nuestros competidoresnos vigilaban como halcones. A los pocos meses deque nosotros lanzáramos nuevos sabores, imitabanlos que se vendían mejor y dejaban de lado los heladosy otros postres que no tenían éxito. Y hacían unos he-lados mejores y a un precio inferior. Sólo conseguía-mos mantener la ventaja un trimestre o dos, antes dever cómo la competencia se hacía con el negocio.

Yo sabía todo esto y comprendí que, seguramente,Mike también lo sabía. Mi silencio le confirmaba la si-tuación en la que nos encontrábamos. Así que me ha-bía hecho pasar de la ofensiva a la defensiva.

—Tengo que preguntarte algo —continuó Mike—:¿La calidad es realmente la fuerza impulsora que haydetrás de vuestra marca? ¿De verdad determina todo loque hacéis?

Sólo podía morderme la lengua, avergonzado.—Me parece que la razón de que te disguste tanto

que no compremos vuestros helados —continuó, deuna forma sorprendentemente directa— no es que pen-séis que nuestros clientes se están perdiendo vuestro

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maravilloso producto, sino que vosotros os estáis per-diendo las posibles ventas a más clientes. Os sorprendeque no estemos de acuerdo con vuestro criterio ni convuestros resultados.

»Si me permites que te lo diga, Pete —dijo, hablan-do con voz tranquila—, eres un tipo inteligente y de-cente, de una buena familia. Estoy seguro de que pasasmucho tiempo en la fábrica preocupándote de cómomejorar la calidad de vuestros helados y aumentar laproductividad para poder reducir costes y ofrecer unosprecios más competitivos. Está claro que te tomas muyen serio lo que haces.

»Pero parece que no sabes cómo empezar a definirqué es calidad y cómo puedes mejorarla. Te mueres deganas de cerrar esta venta. Lo comprendo. Pero tu gen-te nunca nos ha preguntado qué queremos ni qué quie-ren nuestros clientes. No nos habéis preguntado cómopodéis ayudar a Natural Foods ni a las personas quenos compran. Estáis concentrados en vender helados yen poca cosa más.

»No me sorprende —añadió—. Lo que hacéis enDairy Cream se parece a lo que hacen muchas empresasde nuestro país. Déjame que te diga algo que Glen Good-well me explicó hace años, cuando empezaba a crearNatural Foods. Cuando se trata de innovar —de sacarnuevos y magníficos productos o tecnologías o ideas—las compañías de Estados Unidos son las mejores delmundo, de largo. Llevamos la innovación en nuestroADN. No se puede decir lo mismo de otros países. Pero

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cuando se trata de calidad, de los esfuerzos diarios,continuos y constantes, para perfeccionar un productoo un servicio, para asegurarse de que siempre satisfaceunos niveles exigentes de verdad y, por ello, forja unafidelidad duradera, entonces flaqueamos.

»Es como la historia de la tortuga y la liebre; no-sotros somos la liebre, en cabeza de la carrera con nues-tras innovaciones. Pero al final, la tortuga nos alcanza,igual que vuestros competidores os atrapan con vues-tros nuevos sabores y os adelantan mediante mejorasadicionales, constantes, sencillamente porque para ellosla calidad es prioritaria en todo lo que hacen.

Sencillamente, la calidad no formaparte de nuestro ADN.

»La realidad es que, como Glen me señaló, la cali-dad sencillamente no forma parte de nuestro ADN. Y síque está en el ADN de las empresas japonesas y, gra-dualmente, se ha convertido también en parte de la es-tructura de las compañías coreanas. Como resultado,no paramos de crear nuevos productos y abrir nuevosmercados, sólo para perderlos a manos de otras com-pañías. Las empresas de Estados Unidos están metidasen una carrera sin fin, obligadas a presentar innovacio-nes constantemente para distanciarse de la competen-cia. ¿Sabías que Estados Unidos creó el GPS para el co-

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che? Inventamos el transistor, el chip del ordenador, elavión... muchas de las cosas que forman parte de nues-tra vida. Y sin embargo, perdemos la mayoría de esosmercados tan rápido como los creamos.

»Para volver a lo que hablábamos, vosotros, enDairy Cream, os adelantáis constantemente a la com-petencia sacando helados con nuevos y llamativos sa-bores. Pero como no hacéis el esfuerzo de averiguar loque nosotros, los clientes, queremos en términos de ca-lidad, vuestros competidores acaban comiéndose vues-tro almuerzo.

Me sentía humillado. Me daba cuenta de que esta-ba a punto de ponerme a llorar; algo increíble en mí,que soy un tipo bastante estoico. Sólo deseaba que secallara.

—Lo siento —añadió—, pero soy mucho más viejoque tú y espero que un poco más sabio. Ya he cometidolos errores que tú estás cometiendo ahora. En NaturalFoods, todo lo que hacemos gira en torno a la calidad.Somos la excepción en nuestro segmento de mercado—donde todos los demás parecen obsesionados porperseguir la última moda— y ésa es la razón de que ha-yamos tenido un éxito tan extraordinario.

—Mike —conseguí decir finalmente, con un nudoen el estómago que me impulsaba a sincerarme—, nece-sito ayuda. La verdad es que estamos en apuros. Si noconsigo encontrar la manera de aumentar las ventas ylos beneficios, ¡y pronto!, Malcolm Jones, el propieta-rio, ha amenazado con despedir al actual equipo de

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gestión o vender la compañía. En cualquiera de los doscasos, me quedaré sin empleo y docenas de nuestrosempleados perderán su trabajo. Malcolm me ha encar-gado que encuentre soluciones y no sé qué hacer; no sécómo darle la vuelta a las cosas en Dairy Cream. Tengoesposa y dos hijos. Me resulta violento pedirte esto,después de tanto tiempo sin vernos, pero necesito tuayuda. Parece que has encontrado una manera de con-seguir el éxito. Dime qué puedo hacer para que la cali-dad también forme parte de nuestra cultura.

Mike me miró pensativo. Luego asintió. —Si buscas ayuda para vender tus helados, lo mejor

será que vayas al origen. Natural Foods se basa en laidea de la excelencia y la excelencia empieza con ayudara los demás en todo lo posible, cada día. La excelenciano es una labor o una tarea que se lleva a cabo con elfin de vender algo. Es una pasión por ayudar a los de-más que, al mismo tiempo, nos renueva. Hasta que locomprendas así, nunca cambiarás de modo de pensar niaumentarás las ventas. El primer paso, amigo mío, esempezar a hablar y cuidar a las personas que te han cui-dado. Déjame que te pregunte algo. Llevas ya un tiem-po preocupado por cómo van las cosas, ¿verdad?

Asentí, aturdido.—Busquemos por dónde empezar, ¿has hablado de

tus preocupaciones con tu consejero y cliente más im-portante... tu esposa?

Negué con la cabeza, sintiéndome avergonzado denuevo.

Un balde de agua helada

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Miró su reloj.—Mira, esta tarde tengo que ocuparme de algunas

cosas, pero mañana por la mañana dispongo de algo detiempo. ¿Por qué no vienes antes de que abramos, diga-mos a las siete, y te daré algunas ideas sobre cómo em-pezar? Mejorar la calidad no es algo que suceda de lanoche a la mañana; exigirá esfuerzo. Pero creo que pue-do ofrecerte algunos consejos para poner las cosas enmarcha y para que el dueño de tu empresa te deje en paz.

Aquel día no vendí ningún helado, pero eso ya nome parecía tan importante.

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