el bola

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El Bola (2000) Achero Mañas Un juego muy peligroso tiene lugar sobre las vías del tren. La apuesta consiste en cruzar la vía para coger una botella instantes antes de que pase el Cercanías. Diversos planos alternos de la vía, del tren que se acerca y de los pies de los adolescentes aumentan progresivamente la tensión de la escena, que concluye sin más sobresalto que una pelea entre los protagonistas (uno de ellos ha roto las reglas: ha salido antes de tiempo). De las vías pasamos a la descripción del ambiente familiar en el que vive el Bola: lo vemos caminar junto a su padre (la relación entre ambos parece tensa, distante, no se perciben gestos ni palabras de confianza y familiaridad; el padre parece habituado a mandar le ordena que se corte el pelo esa tarde- y el hijo a obedecer); conocemos, ya en la mesa, los problemas de incontinencia de la abuela y asistimos a una nueva riña paterna. Alfredo, un nuevo alumno, se incorpora al colegio en la clase del Bola. A la salida, éste sigue al recién llegado. En la conversación que mantienen ambos, conocemos el verdadero nombre del Bola: se llama Pablo, aunque nunca me llaman así; y nos enteramos de algo mucho más significativo: aunque se reúna en el colegio y fuera de él con un grupo de chicos, en realidad, no tiene amigos. A la vuelta del colegio, Pablo pasa por la ferretería de su padre y atiende a la señora Encarna. En la breve conversación que mantiene con el padre de Pablo, Encarna se queja de sus dolores en la espalda, cosas de la edad. No como Pablito: “A él no le duele nada, está bien”. Al escuchar estas palabras, vemos un plano del rostro del chico en el que baja significativamente la mirada. Después de cerrar la ferretería, padre e hijo hacen un amago de conversación que rápidamente se convierte en una nueva regañina. “Nunca dices nada”, dice el padre, y Pablo cuenta la llegada de un compañero nuevo a la clase. Entonces el padre le acaricia la cabeza, gesto que provoca la reacción del chico para apartarse; de inmediato, el padre responde violentamente: “A mí no quites la cara, Pablo, y menos delante de la gente”. Todo ello sugiere una tormentosa relación entre ambos, cuyos detalles no se han expresado todavía, aunque el espectador los puede imaginar. A través de Sebas, un compañero que lo visita (aunque no entra en la casa), Pablo averigua el domicilio del recién llegado al colegio, aunque ello conlleva una nueva reprimenda (a su padre no le gusta que el chico se quede en la puerta). La escena nos conduce a la presentación de la familia de Alfredo, el nuevo. La presentación de la casa de Alfredo no tiene nada que ver con la ya conocida (el domicilio de Pablo y el negocio familiar): un niño pequeño, Juan, juega con su madre (en casa de Pablo no hay hermanos pequeños, sí hubo un hermano mayor,

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El Bola (2000)

Achero Mañas

Un juego muy peligroso tiene lugar sobre las vías del tren. La apuesta consiste en cruzar la vía para coger una botella instantes antes de que pase el Cercanías. Diversos planos alternos de la vía, del tren que se acerca y de los pies de los adolescentes aumentan progresivamente la tensión de la escena, que concluye sin más sobresalto que una pelea entre los protagonistas (uno de ellos ha roto las reglas: ha salido antes de tiempo). De las vías pasamos a la descripción del ambiente familiar en el que vive el Bola: lo vemos caminar junto a su padre (la relación entre ambos parece tensa, distante, no se perciben gestos ni palabras de confianza y familiaridad; el padre parece habituado a mandar –le ordena que se corte el pelo esa tarde- y el hijo a obedecer); conocemos, ya en la mesa, los problemas de incontinencia de la abuela y asistimos a una nueva riña paterna. Alfredo, un nuevo alumno, se incorpora al colegio en la clase del Bola. A la salida, éste sigue al recién llegado. En la conversación que mantienen ambos, conocemos el verdadero nombre del Bola: se llama Pablo, aunque nunca me llaman así; y nos enteramos de algo mucho más significativo: aunque se reúna en el colegio y fuera de él con un grupo de chicos, en realidad, no tiene amigos. A la vuelta del colegio, Pablo pasa por la ferretería de su padre y atiende a la señora Encarna. En la breve conversación que mantiene con el padre de Pablo, Encarna se queja de sus dolores en la espalda, cosas de la edad. No como Pablito: “A él no le duele nada, está bien”. Al escuchar estas palabras, vemos un plano del rostro del chico en el que baja significativamente la mirada. Después de cerrar la ferretería, padre e hijo hacen un amago de conversación que rápidamente se convierte en una nueva regañina. “Nunca dices nada”, dice el padre, y Pablo cuenta la llegada de un compañero nuevo a la clase. Entonces el padre le acaricia la cabeza, gesto que provoca la reacción del chico para apartarse; de inmediato, el padre responde violentamente: “A mí no quites la cara, Pablo, y menos delante de la gente”. Todo ello sugiere una tormentosa relación entre ambos, cuyos detalles no se han expresado todavía, aunque el espectador los puede imaginar. A través de Sebas, un compañero que lo visita (aunque no entra en la casa), Pablo averigua el domicilio del recién llegado al colegio, aunque ello conlleva una nueva reprimenda (a su padre no le gusta que el chico se quede en la puerta). La escena nos conduce a la presentación de la familia de Alfredo, el nuevo. La presentación de la casa de Alfredo no tiene nada que ver con la ya conocida (el domicilio de Pablo y el negocio familiar): un niño pequeño, Juan, juega con su madre (en casa de Pablo no hay hermanos pequeños, sí hubo un hermano mayor,

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fallecido, como sabremos después; tampoco hay juegos); Alfredo tiene una habitación que mola mazo (la habitación de Pablo no la hemos visto). Pablo propone a Alfredo ir a la feria de la Oca, pero éste tiene un plan mejor: el Parque de Atracciones, aunque Pablo no tenga dinero (Alfredo conoce a alguien en la puerta). De paso, nos enteramos del oficio del padre de Alfredo: hace tatuajes. Una cámara situada en el interior de la taquilla del Parque de Atracciones nos muestra la llegada de los dos chicos y el intercambio de miradas con el Birras, el taquillero. La escena prolonga el ambiente de familiaridad y confianza que hemos visto en la casa de Alfredo: el Birras les provee de todo lo que necesitan, cigarro incluido. Dentro ya del parque, la cámara parece querer disfrutar de las atracciones como lo hacen los chicos: sube con ellos a la lanzadera, nos muestra en plano cenital y subjetivo la perspectiva que tienen desde lo alto de la atracción, se mueve con ellos en la montaña rusa… Todo lo anterior contrasta con la escena siguiente, de nuevo en la casa del Bola: el baño de la abuela, los planos de la casa vacía y la foto de otro chico (se trata del hijo mayor fallecido; con motivo del aniversario, la familia visita el cementerio). Después, Pablo consigue que su padre le permita salir, aunque al precio de otra riña (“Es lo único que sabes hacer, todo el día en la puta calle”). Alfredo lo espera y ambos se dirigen al estudio de su padre, José, el tatuador. De nuevo, se subraya el contraste entre el padre de Alfredo y el de Pablo. Al final, José pide a su amigo Alfonso que lo acompañe al hospital, a visitar a Félix, pero éste se niega: está harto de ver morir a sus amigos. Félix es el padrino de Alfredo y está enfermo de sida. Éste quiere verlo, aunque para ello tenga que escaparse de clase (Pablo le indica el lugar adecuado para salir: un espléndido plano nos lo muestra sentado, con la valla que ha saltado Alfredo detrás) y colarse en el hospital. Antes de irse, Alfredo ha intentado, sin éxito, convencer a Pablo para que lo acompañe. Sin embargo, cuando los demás chicos se acercan a éste y le echan en cara que ya no va con ellos a las vías del tren, un travelling frontal de acercamiento al rostro de Pablo nos dice que está cambiando de idea. En la escena siguiente, en efecto, aparece junto a Alfredo, camino del hospital. En paralelo, el padre de Pablo acude al colegio para recogerlo. En el centro médico, los chicos burlan la vigilancia del control de acceso y suben a la planta. Ya en la habitación, la cámara apenas entra, lentamente, en plano subjetivo (vemos lo que está viendo Alfredo), mientras que Pablo se queda fuera, vigilando el pasillo; al fin, la cámara discretamente se retira y solo Alfredo llega hasta Félix. Sale muy serio, en tanto crece la intensidad de la música. La escena concluye con la imagen del padre de Pablo que se marcha del colegio, preocupado. La cámara asciende desde el río para mostrar un soberbio plano nocturno del puente de Toledo, en Madrid. Allí están los dos amigos sentados, conversando. Alfredo reconoce que su padre tenía razón: no debió ir al hospital, no debió ver a su padrino con la cabeza rapada. De ahí la conversación deriva hacia temas

trascendentes: la muerte, la existencia de Dios. Pablo regresa a casa y su padre lo está esperando. Gritos y golpes acompañan su entrada en el piso; la cámara no entra, de nuevo se queda fuera, como si no quisiera ser testigo directo de la humillación del adolescente. Se repite el peligroso juego de las vías y otra vez Pablo se queja de que otro hace trampas. La novedad está en el punto de vista de Alfredo, que se niega a jugar a algo que considera una estupidez, “sobre todo cuando

el tren arranque la cabeza a alguno”. Una excursión al campo, a la que está invitado Pablo, es la excusa para que José conozca a Mariano, el padre del primero. Éste, ante el ruego de José, permite

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que su hijo vaya a la excursión. Un imprevisto chaparrón obligará a cambiarse de ropa al regreso, y dejará al descubierto los moratones de Pablo que éste, incómodo ante Alfredo, intenta disimular. Las escenas en el campo son una muestra del excesivo esquematismo sobre el que está construido el relato: los paseos, los juegos, las risas, acompañan a unos espléndidos planos de la sierra madrileña, entre los que se intercalan primeros planos de un sonriente Pablo. Todo parece ser perfecto en la familia de Alfredo, en tanto que todo es desagradable en la de Pablo. Los contrastes son demasiado acusados y, probablemente, excesivamente simples. Apenas hay elaboración y construcción de los personajes: no se abordan, por ejemplo, las causas de la actitud violenta del padre de Pablo; el personaje de la madre está completamente desdibujado y resulta intrascendente, y no se saca partido alguno de la historia del hermano mayor muerto, que queda reducido a un detalle casi anecdótico (un poco después, en el tanatorio, Pablo revela a Alfredo que un hermano suyo también murió, ante de que él naciera, en un accidente de coche). Tras el día en el campo, Mariano prohíbe terminantemente a su hijo “volver a ver a esa gente, porque lo digo yo”. Pablo no puede entonces contener su rabia: “Hijo de puta, ojalá te mueras”, masculla. Pero el pie de su padre en el pasillo indica que lo ha escuchado. Por si eso no fuera suficiente, el sitio vacío de Pablo en clase al día siguiente lo confirma. Una nueva paliza ha tenido lugar. Sus compañeros lo comentan en el recreo: el chico lleva una semana sin venir, y uno de ellos, tras varias evasivas, dice claramente que “su viejo lo ha caneado; todo el mundo lo sabe”. Alfredo visita a Pablo, pero apenas logra intercambiar unas palabras en la puerta, sin verse. Pablo no puede abrir y ruega a su amigo que se vaya; si no, “se la va a cargar”. Alfredo insiste en saber si le han pegado, pero no obtiene respuesta. La cámara, en el interior de la casa, nos muestra a Pablo de espaldas, se acerca lentamente a él, pero no nos muestra su rostro. De nuevo, prefiere ocultar las huellas de la agresión. Tras la insistencia de su padre, Alfredo cuenta lo que sabe de Pablo (la ausencia de clase, los moratones) y José empieza a actuar: visita el negocio de Mariano y recibe una excusa (“está con anginas en casa de su abuela”); a la salida, encuentra al propio Pablo junto a unos contenedores de basura, ve los moratones en su cara pero el chico se escabulle, el miedo pintado en su rostro. Es el mismo Pablo huraño y esquivo que ha vuelto a clase pero se oculta de sus compañeros y se muestra huidizo y receloso con Alfredo.

La situación de Pablo hace que José y sus amigos (Alfonso, Laura) se reúnan para buscar una solución: se plantean los problemas legales que impiden una respuesta rápida, especialmente la necesidad de probar la existencia de los malos tratos. En el fondo de sus palabras late una velada crítica al tratamiento jurídico del problema, que retrasa la solución real de los casos y prolonga la situación de indefensión de los menores. Entre tanto, no se puede hacer nada, salvo recurrir a los asistentes sociales. Mientras hablan, les sorprende la noticia de la muerte de Félix, y en la escena siguiente será Pablo quien

observe la silla vacía de Alfredo en clase. El episodio de la enfermedad y muerte de Félix es otro aspecto en el que apenas se profundiza; se utiliza para presentar a Pablo como un muchacho distinto del resto, no solo porque se niegue a participar en el juego de las vías, sino porque tiene algo más, es reflexivo, preocupado, solidario, rasgos que lo distinguen significativamente del grupo de muchachos con el que se reúne Pablo. Otra vez en las vías, ahora Alfredo se niega a jugar y es vejado por ello (“es un poco maricón, como su padrino”). Ambos chicos se encaran, En paralelo, vemos a una patrulla policial que recibe un aviso. Terminado el reto (en el que no ha participado

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Alfredo), la policía ordena detenerse a tres jóvenes que vuelven de las vías, pero huyen. Pablo tropieza y Alfredo, al darse cuenta, se detiene y regresa. Acaban en el coche de José, que les recrimina su actitud y se enfada al ver una leve sonrisa en Alfredo, aunque el propio José terminará riendo con ellos, y es inevitable una nueva comparación con el padre de Pablo. El regreso de Pablo a su casa, en el coche de José, ofrece uno de los planos más sobrecogedores de la obra. La llegada del adolescente se muestra en un impresionante plano picado del vehículo que se detiene en el portal y del que desciende Pablo. Se trata de un plano verdaderamente inquietante, siniestro, que anticipa el peligro, que sugiere la amenaza que se cierne sobre el chico y que queda confirmada por el plano siguiente: Mariano, el padre, espera, de espaldas, en la mesa, ante una botella de vino, con el rostro demacrado. Es la madre quien recibe a Pablo. Lo siguiente es lo previsible: el interrogatorio, las mentiras del chico, la agresión brutal del padre, la impotencia de la madre (“cállate la boca y no te metas en esto”), que sale al rellano a pedir ayuda, y la rebelión de Pablo (insulta a su padre, le escupe y huye de la casa). En la calle, es la madre quien insulta a su marido. Pablo busca refugio en casa de Alfredo. Tras una visita al médico, se replantea la situación del menor. El chico no quiere bajo ningún concepto volver a su casa (“si mi padre viene, me va a matar”), y cuando es consciente de que lo han llamado huye de nuevo, de acuerdo con Alfredo, en cuya palabra confía para evitar que su padre lo encuentre. De esta manera José, Mariano, Laura y Alfredo recorren las calles en busca de Pablo (también lo hará una patrulla de policía). Los primeros planos se suceden: muestran la tensión que soportan todos (Alfredo lucha entre la fidelidad a su padre y la solidaridad con su amigo, José vacila entre las imposiciones legales del caso y lo que le dicta su conciencia; Mariano, agitado y tembloroso, no acierta a encender un cigarro, y Laura se mantiene en su papel, el de recordar las limitaciones que impone la ley en casos como éste). La lucha más intensa es la que mantiene Alfredo: su padre, sabedor de que él conoce el lugar donde se oculta Pablo, le apremia para que lo revele, pero puede más la palabra dada al amigo. Alfredo se niega una y otra vez, y recuerda a su padre que prometió a Pablo acogerlo en su casa; José, desesperado, sin recursos ante la negativa de su hijo, le da un bofetón, pero eso tampoco cambia la actitud del chico. Al fin, encuentran a Pablo pero el menor, al saber que su padre viene en el coche, huye de nuevo. José entonces decide, desoyendo las advertencias de Laura, que Pablo pase la noche en su casa. El final es la declaración de Pablo, el relato de los abusos sufridos a manos de su padre, primero en plano corto, ante la policía, después en off, sobre imágenes de la vía del tren (“me tenía que haber muerto yo y no mi hermano”). El último plano es el de su bola -el objeto que siempre ha estado en el bolsillo de Pablo, que ha apretado en sus manos en los momentos de tensión, que ha servido de pequeño desahogo en la angustia- aplastada por el tren. El desenlace del relato es un tanto abrupto. El final del problema se presenta desde una perspectiva puramente policial (declaración de Pablo, lista de agresiones) pero deja pendientes otros aspectos de la narración como la situación judicial en la que queda el padre tras la denuncia de los hechos, o la situación en que queda el conjunto de la familia tras lo ocurrido (papel de la madre, recomposición familiar), las reacciones entre los compañeros de Pablo e incluso las consecuencias que en la relación de Alfredo con su padre pudiera tener la solidaridad de éste con Pablo. Todo ello da a la película cierto valor testimonial: además de sus valores estéticos, hay en ella un intento de concienciar al espectador sobre la gravedad de este problema.

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