el asalto a la universalidad

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Traducción al castellano del artículo de McKee "The assault on universalism: how to destroy the welfare state". BMJ. 2011.

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Page 1: El asalto a la universalidad

El asalto a la universalidad: cómo destruir el estado del bienestar.

Martin Mckee y David Stuckler

La Navidad es una época para contar nuestros logros, señalando cómo fueron posibles. Para la

gente que vive en Inglaterra, esta reflexión es más relevante que nunca, dado que el gobierno

de coalición allana el camino para la destrucción del estado del bienestar. Muchos verán esta

afirmación como un imprudente alarmismo. El estado del bienestar, no sólo el británico sino

también a lo largo de Europa occidental, se ha mostrado extremadamente flexible (resillient en

la publicación original). ¿Cómo podría ningún gobierno llevar a cabo un cambio tan

fundamental?

Para responder esta pregunta es necesario volver a la década de 1940, cuando Sir William

Beveridge alentó una pelea nacional contra los cinco “males gigantes”: la carencia, la

enfermedad, la ignorancia, la miseria y la pereza. Su llamada obtuvo apoyo procedente de

todo el espectro político. A pesar de que se sentó en la Casa de los Comunes como liberal, sus

planes fueron llevados a cabo por el gobierno laborista y continuaron bajo sucesivos gobiernos

conservadores. Los motivos para este apoyo tan amplio son variadas pero, para mucha gente

corriente, el papel fundamental del estado del bienestar era darles seguridad en un mundo

que se colapsaba a su alrededor.

Había buenas razones para buscar seguridad. La población británica acababa de salid de una

guerra que había mostrado que independientemente de lo alto que se estuviera en la escala

social, se podía caer al suelo fondo de la misma en un instante. La muerte y la destrucción de

la guerra no eran las únicas amenazas: una enfermedad importante podía destrozar las

perspectivas de una familia. La gente quería estar segura de que no se encontrarían solos si un

desastre les golpeaba, y estaban preparados para conseguirlo mediante contribuciones en

forma de impuestos y seguros. Estaban, literalmente “todos juntos en eso”, aceptando el

racionamiento de comida y gasolina para garantizar que, en el afrontamiento de la austeridad,

todos tenían acceso a lo esencial.

En la década de los 70, el filósofo John Rawls desarrolló un concepto que llamó “teoría de la

justicia”. Arguyó que una sociedad justa era aquella diseñada como si estuviera tras un “velo

de ignorancia”, queriendo decir que las fuerzas y clases sociales eran eliminadas del diseño de

las políticas. Como él definió, tras el velo, “nadie sabe su lugar en la sociedad, la posición de su

clase o su estatus social, así como tampoco nadie sabe su suerte en el reparto de dones

naturales y habilidades, su inteligencia, su fuerza y similares”. Rawls arguyó que en tales

circunstancias los que toman las decisiones crearían una sociedad que no otorgaría privilegios

a un grupo sobre otro, dado que nadie sabría en qué grupo acabaría cayendo. Esta

incertidumbre sobre el futuro era una aproximación bastante fiel de lo que mucha gente había

experimentado durante la guerra.

La situación de la postguerra en los estados Unidos fue diferente por diversas razones. El país

salió de la guerra con un sector empresarial fortalecido, enriquecido por el gasto militar, que

podría ayudar a dar forma al discurso en sus propios intereses. En gran parte de Europa la

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industria fue devastada, y en Alemania y los países que ésta había ocupado, muchas grandes

industrias estaban mancilladas por sospechas de colaboración. Sin embargo, el papel de la

raza en la sociedad suponía una diferencia crucial y persistente. En los EEUU, los ricos nunca

caían al fondo de la escala social porque esa posición ya estaba ocupada. Los afro-americanos

seguían sufriendo una discriminación persistente y extendida. No existía ningún velo de

ignorancia. Los europeos sabían que se podían ir a la cama siendo ricos y despertarse siendo

pobres, pero un rico (y, por extensión, blanco) estadounidense podía mostrarse confiado de

que nunca se despertaría siendo negro.

Las consecuencias son evidentes a todos los niveles de la sociedad estadounidense hoy en día.

En las encuestas a domicilio, el apoyo de los estadounidenses blancos al estado del bienestar

se ve influido por la raza de la gente pobre que vive alrededor de ellos: si los vecinos son

blancos tienden más hacia la generosidad que si son afro-americanos. A pesar de que las

desigualdades están disminuyendo entre grupos étnicos (así como está incrementándose entre

clases sociales), el legado de la división racial sigue restando apoyo al bienestar social. En los

estados con alta proporción de afro-americanos, los pagos para el bienestar son mucho menos

generosos (una ilustración de la “ley de cuidados inversos”).

En consecuencia, una explicación para este carácter excepcional estadounidense es que el

bienestar no se percibe como el aseguramiento de la familia propia frente a una catástrofe,

sino como un pago para personas con las cuales se tiene una identidad compartida escasa. De

ese modo, la sociedad llega a dividirse entre los grupos de pobres “merecedores” y “los no

merecedores”.

Una segunda diferencia es que los estadounidenses han sido mucho más tendentes que los

europeos a atribuir la pobreza a la pereza más que a la mala fortuna (una forma de culpar a la

víctima). Si los ricos quieren ayudar a los pobres son instados a utilizar la filantropía, animados

por el sistema impositivo y facilitados por una fuerte cultura religiosa y de desconfianza ante el

Estado. Sin embargo, las donaciones voluntarias implican que los donantes pueden seleccionar

los beneficiarios de su generosidad, en vez de dejar la elección a un sistema democrático. Más

de un tercio del gasto social de los estados unidos proviene de las donaciones voluntarias,

mientras que en la Unión Europea previa a 2004 suponía menos del 10%.

Un tercer factor es el relativo a la ausencia de un discurso que ejerza de contrapeso, reflejo de

la falta de una fuerte corriente de izquierdas o de la voz de los sindicatos. El dominio afianzado

del bipartidismo estadounidense obstaculiza el desarrollo de una facción política de izquierdas,

mientras que la dispersión geográfica de la población durante el siglo XIX estranguló la

posibilidad de organización de un movimiento sindical a nivel nacional. Los países

industrializados con una mayor parte de trabajadores en sindicatos –uno de los indicadores del

poder de la izquierda política- invierten más en gasto social (gráfico).

Comprender de dónde viene el dinero es sólo la mitad de la imagen del sistema del bienestar.

La diferencia principal entre los EEUU y Europa tiene que ver con qué obtienen del Estado los

ricos. Esto es mucho menor en los EEUU que en Europa. En cada aspecto, los EEUU son menos

generosos; en educación, en asistencia sanitaria, en prestaciones por desempleo. De media,

los EEUU gastan en torno a 3170$ (2031libras; 2370€) por persona menos de lo que se

esperaría de ellos de formar parte de la Unión Europea pre-2004, dada su renta nacional. En

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otras palabras, el Estado no está ahí para ayudar a los ricos y, en muchos aspectos, está

haciendo menos que nunca –por ejemplo, desinvirtiendo en universidades públicas-. De este

modo, el Estado no ofrece un sistema de seguridad mutua; en vez de esto proporciona una red

básica de seguridad, aunque cada vez ésta es más escuálida. La ventaja del sistema

estadounidense, si eres rico, es que puedes pagar muchos menos impuestos. Más aún, el

sistema de bajos impuestos / bajo bienestar está tan sesgado que los multimillonarios pagarán

una proporción mucho menor de su renta en forma de impuestos que los trabajadores peor

pagados, de tal modo que en realidad los pobres estarán subvencionando a los ricos.

Por el contrario, en los países nórdicos, los impuestos son elevados pero, como contrapartida,

los ricos obtienen una considerable cantidad de beneficios de alta calidad de forma gratuita o

a un coste mínimo, incluyendo el cuidado de sus hijos, asistencia sanitaria, cuidados sociales y

educación universitaria. Existe una clara compensación: pagas impuestos más elevados pero

obtienes más a cambio (además de vivir en una sociedad más segura y armoniosa).

Así que para los que quieren destruir el modelo europeo de estado del bienestar, la debilidad

estructural del bienestar social en los EEUU supone un atractivo modelo. Lo primero es crear

un grupo identificable de pobres “no merecedores”. Lo segundo es crea un sistema en el cual

los ricos vean pocos beneficios siéndoles restituidos a cambio de sus impuestos. En tercer

lugar hay que disminuir el papel de los sindicatos, mostrándolos como defensores exclusivos

de los intereses de sus miembros en vez de reconocer –lo que en este caso sería la realidad-

que las elevadas tasas de sindicación han beneficiado históricamente a la población general.

Finalmente, como hizo Reagan cuando recortó el estado del bienestar en los años 80, hay que

hacer todo esto de una manera que atraiga la menor atención posible, llevando a cabo

políticas cuyas implicaciones sean poco claras y cuyos efectos sólo sean vistos en el futuro.

Todas estas estrategias pueden verse en el Reino Unido a día de hoy.

La prensa sensacionalista, mucha de ella a cargo de multimillonarios, es la encargada del

primer paso. Cada día llenan sus páginas con cifras de gente que “maman del sistema”.

Mediante la repetición constante, crean nuevas asociaciones de palabras, construyendo una

subclase cultural. “Bienestar” se asocia invariablemente con “gorrones”. “Fraudulento”

describe invariablemente a los “buscadores de asilo”. Aceptan que hay un grupo de pobres

dignos cuya situación se debe a una “mala suerte genuina” (que aparentemente excluye a los

refugiados envueltos en una guerra), pero cuando esos grupos aparecen en sus páginas es

porque han sido abandonados por el estado, que está dedicando sus esfuerzos a los pobres

indignos. Existe una cantidad creciente de investigaciones que muestra que esta dieta continua

de odio tiene sus efectos.

Tal vilipendio de los pobres indignos no es nuevo. Lo que está cambiando en el Reino Unido es

la progresiva exclusión de las clases medias del estado del bienestar por medio del incremento

de la erosión de los beneficios universales. La lógica que subyace a todo esto es atractiva, pero

lleva intensamente a la división: ¿Por qué debería el estado pagar por aquellos que pueden

permitirse pagar por ellos mismos? ¿por qué debería la “gente trabajadora corriente” pagar

por los “beneficios de la clase media”? La crisis económica ha dado al gobierno una

oportunidad que sólo aparece una vez en la vida. Como describió Naomi Klein en diversas

ocasiones, los que se oponen al estado del bienestar nunca desaprovechan una buena crisis. El

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déficit debe ser reducido y, para ello, uno por uno, los beneficios y prestaciones son

eliminados y los beneficiarios son enfrentados entre ellos, mientras los intereses de la clase

media se marchitan.

El primer recorte fue la prestación universal por niño. Ésta se pagaba a todas las madres

independientemente de la renta familiar. Reconocía la importancia de los niños para la

sociedad en su conjunto, no simplemente para cada familia concreta. Además, era barata, fácil

de administrar y libre de anomalías. El gobierno eliminará la prestación para aquellas familias

en las cuales haya un miembro que se encuentre en el intervalo superior de pago de

impuestos. Desde el principio se vio que esto podría traer problemas. Una familia con 4 hijos y

dos personas que ganaran un salario, cada uno con unos ingresos justo por debajo del umbral

que delimita la entrada en el límite superior de impuestos, ganarían un total de 84.950 libras al

año, a las que había que añadir 3146 libras de beneficios por los hijos. Una familia del mismo

tamaño en la cual sólo uno de los padres trabajara pero ganara una cantidad justo por encima

del umbral que delimita la entrada en el intervalo superior de impuestos (situado en 42.475

libras), no recibiría ninguna cantidad. Si esa persona fuera viuda, perdería hasta 5077 libras de

la indemnización por viudedad, que está ligada a la prestación por hijos, lo cual resultaría en

una bajada de ingresos del 18%. Sólo un santo evitaría preguntar por qué paga sus impuestos

en dichas circunstancias.

La siguiente prestación en ser eliminada fue la educación universitaria asequible. Esto fue más

complicado. En primer lugar, el gobierno tuvo que hacer ver que la educación universitaria era

un beneficio para la persona, más que para la sociedad. Los graduados universitarios podían

esperar ingresos mayores, en promedio, por lo que deberían pagar por sus privilegios. La

contribución que habrían a la sociedad como médicos, profesores, trabajadores sociales o en

tantas otras formas no contaba para nada. El gobierno argumentó que la educación financiada

con dinero público era inasumible, sin embargo el nuevo sistema sería más caro que aquel al

que remplazaría; pero esto es visto como el precio que merece la pena pagar por eliminar una

prestación universal. Por otra parte, los estudiantes que han de afrontar años de deudas

personales saben que parte de sus tasas son utilizadas para becar a estudiantes más pobres. Es

sencillo ver cómo, mientras se esfuerzan para devolver sus deudas, esta generación puede

estar preguntándose por qué están pagando sus impuestos.

Estos ataques recientes sobre las prestaciones universales son sólo el principio. Los ministros

han dejado claro que ven los ferrocarriles, que desde su privatización han necesitado muchas

más subvenciones de dinero público, como un “juguete de hombres ricos”. Se nos muestran

estadísticas que dicen que los que viajan en tren tienen una renta superior a la media, por lo

que las tarifas deben crecer por encima de la inflación. Por supuesto, la razón por la cual (se

nos dice que) los ferrocarriles privatizados son los más caros de Europa no es porque los

accionistas estén obteniendo beneficios excesivos de lo que es oficiosamente un monopolio

garantizado por el Estado, sino que se debe a las prácticas restrictivas de los sindicatos, una

queja que ayuda a erosionar aún más el apoyo hacia éstos. ¿Por qué debería un viajero

corriente pagar impuestos para apoyar ese personal indigno a la vez que soporta las subidas de

las tarifas del tren?

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El Mirrless Review sobre el sistema de impuestos, encargado por el Instituto de Estudios

Fiscales, ha resaltado que ve como una anomalía que muchos productos de primera necesidad,

tales como algunos alimentos, y otros bienes que hacen la vida un poco más civilizada, como

los libros, estén exentos del IVA. Defiende que esta política de universalidad debe ser revisada

y, si es causa de penurias, entonces los pobres (a pesar de que no habla explícitamente de los

pobres “indignos”, la mayoría de los lectores captarán el mensaje) deberían recibir

subvenciones para ayudarles. Una vez más, el comprador corriente se preguntará para qué

debe pagar impuestos.

La dirección de los acontecimientos debería estar clara. Cada vez más, las clases medias se

preguntarán por qué están pagando para mantener un sistema que les da la espalda. La idea

de que el Estado es un sistema de aseguramiento del cual uno podrá recibir prestaciones si se

viera necesitado, está claramente erosionada. Incluso la palabra “seguro” será eliminada de los

planes de George Osborne de fusionar el seguro nacional con los impuestos. Habrá grandes

reducciones de la recaudación y, inevitablemente, de la calidad de aquellos servicios que

queden para ser usados por las clases medias, como la educación primaria y secundaria y la

asistencia sanitaria, convenciéndoles de que sería mejor que buscaran opciones privadas. Los

servicios públicos se convertirán en algo similar a los hospitales públicos en los Estados Unidos,

un servicio para los pobres. Como dijo Richard Titmuss, un “servicio para los pobres” se

convierte inevitablemente en “un pobre servicio” según la clase media políticamente activa lo

va abandonando. Los cimientos ya se están sentando en el ámbito de la asistencia sanitaria,

habiendo intentado el Secretario de Sanidad debilitar su responsabilidad de mantener un

sistema sanitario amplio. En algún momento en el futuro, cualquier protección residual

desaparecerá y aparecerán consorcios que, por medio de presupuestos personalizados, se

convertirán en compañías aseguradoras con todo tipo de mecanismos para limitar a quien dar

cobertura y qué prestaciones cubrir.

¿Quién se beneficia de esta degradación progresiva del estado del bienestar? Obviamente no

son las clases bajas. Pero tampoco las clases medias, ya que estos nuevos, complejos e

individualizados sistemas son más caros que los que existían previamente, frecuentemente de

peor calidad e invariablemente más complicados. Los verdaderos beneficiados son los muy

ricos, que no tendrán que pagar nunca más por servicios que no utilizaban.

Permitirá la población británica que el estado del bienestar sea desmantelado? Aún no. Pero la

situación podría cambiar fácilmente. La experiencia de los Estados Unidos muestra qué fácil es

convencer a la gente para que vote en contra de sus propios intereses económicos. Visualizar

la espantosa realidad que se avecina debe llevarnos a desafiar nuestra propia complacencia.

De este modo, solamente podemos tratar de imitar al “espíritu de las Navidades futuras” de

los Cuentos de Navidad de Dickens y esperar que tengamos el mismo feliz resultado.

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