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E E l l c c o o r r a a z z ó ó n n d d e e u u n n r r e e b b e e l l d d e e Debra Lee Brown 3º serie Clan MacKintosh El corazón de un rebelde (2008) Título Original: A rogues’s Herat (2002) Serie: 3º Clan MacKintosh Editorial: Harlequín ibérica Sello/ Colección: Amantes de Romance Historico 1 Género: Histórico Protagonistas: Conall MacKintosh, Mairi Dunbar Argumento: ¡La sed de aventuras corría por sus venas… pero no en su corazón! Conall MacKintosh tenía una inclinación por las mujeres bonitas y era un enamorado de los viajes. Pero cuando su hermano mayor le propuso la misión de sellar un trueque con el clan Dunbar, el aventurero pícaro no pudo negar ni rechazar la recompensa que recibiría por un trabajo bien hecho. En las playas de Loch Drurie. Conall se encontró con el líder de los Dunbar: una joven insolente, con cabellos rojos y alborotadora. Al contrario de lo que él pensaba, Mairi Dunbar no era una tonta pretenciosa, incapaz de llegar a un acuerdo con el clan MacKintosh. Aunque ansioso para ponerse en camino, Conall se sentía en cierta forma incomodado por la osadía y la determinación de Mairi. Y notó que bastaba mirar a los ojos de aquella mujer para que su corazón se descompasara como jamás había ocurrido antes!

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EEll ccoorraazzóónn ddee uunn rreebbeellddee Debra Lee Brown

3º serie Clan MacKintosh

El corazón de un rebelde (2008) Título Original: A rogues’s Herat (2002) Serie: 3º Clan MacKintosh Editorial: Harlequín ibérica Sello/ Colección: Amantes de Romance Historico 1 Género: Histórico

Protagonistas: Conall MacKintosh, Mairi Dunbar

Argumento:

¡La sed de aventuras corría por sus venas… pero no en su corazón!

Conall MacKintosh tenía una inclinación por las mujeres bonitas y era un enamorado de los viajes. Pero cuando su hermano mayor le propuso la misión de sellar un trueque con el clan Dunbar, el aventurero pícaro no pudo negar ni rechazar la recompensa que recibiría por un trabajo bien hecho.

En las playas de Loch Drurie. Conall se encontró con el líder de los Dunbar: una joven insolente, con cabellos rojos y alborotadora. Al contrario de lo que él pensaba, Mairi Dunbar no era una tonta pretenciosa, incapaz de llegar a un acuerdo con el clan MacKintosh.

Aunque ansioso para ponerse en camino, Conall se sentía en cierta forma incomodado por la osadía y la determinación de Mairi. Y notó que bastaba mirar a los ojos de aquella mujer para que su corazón se descompasara como jamás había ocurrido antes!

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 2—208

Capítulo Uno

Región montañosa de Escocia, 1213

Conall MacKintosh odiaba el agua.

Tal vez fuera a causa del desafortunado viaje marítimo, al que casi no había sobrevivido el año anterior, o el recuerdo de las muchas veces en que había caído en el tanque de agua para caballos. Fuere cual fuere el motivo, él tenía un mal presentimiento sobre la propuesta del hermano.

—¿Por qué yo y no Gilchrist? Él vive dentro de los riachuelos —indagó Conall dirigiendo una mirada irritada a Iain.

—Sabes muy bien que él no puede dejar su clan para hacer esa tarea. Ni el nuestro puede quedar sin mí. Por lo tanto, sobras tú.

Conall maldijo entre dientes.

—Negocia los términos con los Dunbar, construye las dársenas y deja todo listo para los primeros barcos de mercancía —explicó Iain como si Conall hubiese aceptado.

Barcos y dársenas. Un escalofrío le recorrió la piel solo de escuchar la mención de esas cosas.

—Vamos, ¿con qué estás preocupado? —indagó Iain— No vas a enfrentar el océano occidental y si un lago. Habrás terminado todo y partido para donde el diablo te llame esta vez, mucho antes de la llegada del invierno.

—Voy a Glenmore. A cazar con el primo de tu mujer. Es muy fácil para ti hablar aquí de casa —reclamó Conall mientras miraba para el castillo de Findhorn, morada del clan MacKintosh y donde habían nacido.

—Ah, el aventurero está cansado de su estilo de vida, ¿no es así?

—No fue eso lo que quise decir.

—¿Qué fue lo que afirmaste, en la primavera, cuando los MacBain te propusieron un matrimonio?

«Santa Columba, ese tema otra vez no».

—«No tengo inclinación para sosegarme y establecerme. Prefiero los viajes, y las aventuras», eso fue lo que dijiste.

Conall puso los ojos en blanco al escuchar la imitación perfecta, pero incómoda, de Iain de su forma de expresarse.

—Pues entonces, hermano, te estoy ofreciendo la mayor aventura de una vida entera.

El ladrido profundo de Júpiter sonó detrás de ellos, afuera de la almena de piedra donde se encontraban, encima del patio cercado por la muralla externa del castillo.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 3—208

—¿Escuchaste? Hasta tu sucio compañero concuerda conmigo —dijo Iain.

Conall miró para el mastin y refunfuñó:

—Traidor.

—Vamos, ten paciencia —protestó Iain con la expresión seria y bien conocida por Conall.

«Ahí viene el sermón», dijo para sí mismo preparándose para escuchar la inevitable amonestación.

—Eres el tercer hijo y como tal, solo cuentas con un mínimo para comenzar la vida por cuenta propia. Tendrás siempre un lugar aquí con nosotros, en Findhorn, o en Monadhliath con Gilchrist, pero…

—¿Una vida domestica aburrida no me agrada? Pues es la más pura verdad.

Iain cerró los ojos, respiró hondo y exhaló el aire muy lentamente.

Conall se divirtió observando al hermano contar hasta diez.

—¿Hum? ¿Decías?

—Decía que tú ya viajaste bastante por este mundo. ¿Es que no puedes quedarte un poco aquí a fin de hacer esto por nosotros? ¿Por los Chattan?

Con aquel irritante gesto paternal, que Conall detestaba, Iain puso una mano en su hombro.

Los Chattan. Los cinco, Mackintosh, Davidson, Macgillivray y el resto. Cinco clans de la región montañosa, unidas por la paz. Bueno, gran parte del tiempo.

Había sido el sueño del padre de ellos. Que su alma descansase en paz.

Iain había visto tal posibilidad diez años atrás, forjado los lazos con la ayuda de Gilchrist. En ese tiempo, Conall era un adolescente inquieto, más interesado en caballos y mujeres que de la política. Además, continuaba prefiriéndolos.

—Necesitamos de ese comercio. Sufrimos tres inviernos fuertes seguidos y no aguantaremos un cuarto. Muchas personas murieron el año pasado —argumentó Iain.

Conall movió el hombro, librándose de la mano, y se dirigió hasta el borde de la almena. Júpiter le olió la mano.

—Buen chico —dijo bajito al acariciar la cabeza del enorme del mastin.

La animación del patio era grande. Se escuchaban voces y risas de sus familiares. Mozos de cuadras, artesanos, herreros, mujeres con cestas iban y venían por entre las cabañas de madera junto a la muralla.

—¿Vas a atender mi petición, Conall? ¿Si no por los Chattan, entonces por Gilchrist y por mí? —insistió Iain.

Dios sabía que había hecho muy poco por la familia en esos últimos años. Él no era como sus hermanos que se satisfacían quedándose siempre en el mismo lugar y con una única mujer. La sed de viajar era parte intrínseca de él. Además de la mejor.

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Tal vez estuviese siendo egoísta. Por otro lado, era típico de Iain forzarlo a llevar una vida que detestaba.

—Pero está claro que él va a atenderla, pues es un buen muchacho.

Conall ahogó una maldición y se giró hacia la voz conocida. Ya iba a protestar, pero Iain habló primero:

—Rob, convence a este hermano mío a hacer una visita a Alwin Dunbar.

—¿Dunbar de Loch Drurie? —preguntó Rob, alzando las cejas claras y apoyando las gruesas manos en las caderas.

Conall luchó contra la sonrisa que casi le retorcía los labios.

Rob, su amigo bajito y calvo, le recordaba muchas veces a los duendes gordinflones de las historias infantiles.

—Exacto, el mismo —respondió Iain.

—Dunbar poseé un pedazo de tierra muy bueno —comentó Rob.

—Y muy bien situado para nuestros propósitos. Tendremos que cambiar caza y pieles por cereales —añadió Iain.

—Y si tenemos suerte, ¿quién sabe, un poco de bebida también? —Rob sugirió con un brillo alegre en los ojos azules.

—Es un buen plan, lo admito —afirmó Conall, medio desconfiado.

—¿Pero cómo sabes si Dunbar va a aceptar?

Iain se encogió de hombros.

—No lo sé. Te tocará a ti convencerlo.

—Vamos, anda ya. Sabes que adoras un desafío —comentó Rob.

Iain cruzó los brazos en el pecho.

—Es lo que él siempre dice.

Los dos lo dejaban sin salida y lo sabían.

—Desgraciados —refunfuñó.

Ron sonrió.

—Estaba seguro de que aceptaría.

Iain no disimuló la satisfacción.

—Presten atención, no voy a perder aquella casería con Grant —declaró Conall, pero las palabras cayeron en oídos sordos.

—Será muy bueno para él cargar con un poco de los encargos de los Chattan, ¿no crees? —comentó Rob.

Palabra odiosa. Hasta le daba comezón. De repente, la camisa de lana áspera pareció demasiado apretada alrededor del cuello.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 5—208

Durante los años pasados, los encargos de sus hermanos se habían vuelto diez veces más grandes. Los éxitos obtenidos solo añadían más trabajo y obligaciones terribles. Años de esfuerzo y lucha, miles de placeres renunciados. ¿Y para que? Conall se estremeció solo de pensar en lo que no habría conocido de este mundo si, cuando era más joven, hubiese seguido los pasos de los hermanos. No, esa vida no era para él.

—Existe una cierta recompensa por el servicio. Casi me olvido de mencionarlo —dijo Iain mientras observaba las uñas, lo que despertó las sospechas de Conall.

—¿Qué recompensa?

—Ah, no es gran cosa —comenzó Iain sin mirarlo— algunas tierras, unas ovejas y... —hizo una pausa y lo encaró— tal vez una novia.

—Qué…

—Solo si tu quieres —lo interrumpió Iain de prisa— es una joven bonitica, la hija más joven de uno de los dueños de tierra de los Chattan.

Furioso, Conall se acercó bien a él.

—¡Casamentero del diablo! No quiero saber nada de casarme, ¿escuchaste bien?

Rob, el bribón que debería ser su amigo, rompió en carcajadas.

Iain se encogió de hombros.

—Como quieras. Fue solo una idea. La novia, quiero decir.

—¡Pues si! Si dependiese de ti, en el Año Nuevo yo ya estaría amarrado a una virgen melindrosa y, allá por la Pascua, con un hijo en camino.

—Vamos, sin duda antes de eso —comentó Rob, guiñando un ojo a Conall que le dirigió una mirada mortífera.

—Está bien, olvida la muchacha. Pero será una gran estupidez de tu parte negarte a las tierras y las ovejas. Se trata de una recompensa y no de un fardo para tus hombros —afirmó Iain.

—¡Hum! No se.

Conall se sentía acalorado y transpiraba. Desamarró los cordones de cuero de la camisa. Júpiter gimió un poco y lamió la mano.

—Acepta la recompensa —le aconsejó Rob— nosotros vamos hacerlo por pura diversión y por el desafío, ¿no es así, mi muchacho?

Conall miró al amigo bajito de la cabeza a los pies.

—¡¿Nosotros?! ¿Estás pensando en acompañarme?

—Claro. ¿Por que no iría? Alguien tiene que cuidar de ti e impedir que crees problemas —respondió Rob, sonriendo.

—Además de un grupo de guerreros, lleva también a Harry y Dougal. Ellos son buenos exploradores y necesitan de un cambio —afirmó Iain al darle una palmada en la espalda.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

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Por el rabillo del ojo, vio la sonrisa de su hermano y el aire satisfecho de Rob.

—Ustedes dos son peores que los bandidos. Al final, me dejaron sin elección.

Júpiter ladró y balanceó el monstruoso rabo.

—¿Y tú? Supongo que también quieres ir —dijo Conall, revolviéndole el pelo.

El mastin irguió la cabeza, clavándole una mirada dulce. Iain y Rob sonrieron.

—Barcos —refunfuñó él— barcos y dársenas.

El estómago ya comenzaba a protestar.

—¡Mairi Dunbar!

Ella se paralizó al escuchar el timbre sonoro de la voz de Geoffrey Symon. El hacha erguida permaneció en el aire, encima del ladrillo derrumbado.

—En nombre de Dios, ¿Qué, estas haciendo? —gritó Geoffrey a cierta distancia de su espalda.

Dora interrumpió el trabajo de buscar fresnos, irguió la cabeza y reviró los ojos. Mairi la observó, tiró el hacha al suelo y, deprisa, enjugó la transpiración del rostro.

—Esta es su segunda visita en las dos últimas semanas —silbó Dora entre dientes al mismo tiempo que le dirigía una mirada de advertencia.

Mairi enderezó los hombros y se giró para saludar al visitante.

—¡Geoffrey, que sorpresa!

Él estaba solo, hecho raro, y vestido con las piezas más finas que ella ya le hubiera visto usar. Hum, hecho más raro aun. Por los colores vivos, se notaba que su capa de cuadros fuera tejida poco tiempo atrás. No se comparaba con las normales, usadas para cazar por la mayoría de las personas.

Montando un garañón pinto, con hombros y mentón erguido, él parecía más un príncipe que el simple jefe del clan que era.

Los cabellos negros, como siempre, amarrados atrás con un cordón de cuero, le resaltaban las facciones guapas y los cristalinos ojos azules.

Ella lo consideraría atractivo en caso de que se interesase por esos detalles, lo que no ocurría. Geoffrey era igual a su padre. Jamás podría olvidar eso.

Él desmontó y le sonrió de manera confiada y afable, lo que la hizo sonrojarse sin querer. La más estúpida de las reacciones.

Ella agarró una parte del vestido, ya sucio a causa del trabajo pesado de la mañana, y lo encaró con el máximo coraje.

—¿Qué te trae de vuelta a Loch Drurie tan deprisa, Geoffrey?

—Lo sabes, Mairi.

El hecho de que su nombre escapara de los labios de él, le provocó un leve estremecimiento. No sabía si le gustaba o no.

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Dora refunfuñó cualquier cosa a su lado. Mairi se giró a tiempo de verla agarrar el hacha y golpear el árbol caído con energía renovada. La mujer mayor dirigió una mirada irritada a los dos.

Geoffrey rió.

—No le gusto mucho a tu amiga.

La verdad, Dora lo detestaba.

—No tiene importancia. Dora va acabar cediendo, así como tu, Mairi Dunbar.

—Geoffrey ya te dije…

—Quieta.

Él atravesó el pequeño claro y puso un dedo en sus labios.

Irritada, ella retrocedió despacio. Nadie la mandaba a quedar quieta.

—Tengo trabajo para hacer, por lo tanto, di pronto a lo que viniste.

—Ah, ese genio tuyo es tan fascinante como tus cabellos rojos. Va a causarte problemas.

Una respuesta oportuna casi escapó de sus labios, pero, ella la refrenó.

Geoffrey se puso serio.

—Mairi, quiero hablar contigo a solas —dijo dirigiendo una mirada a Dora.

—Dora es de mi clan. Todo lo que es digno de mis oídos también lo es a los de ella.

Los labios de Geoffrey se contrajeron mientras la observaba. Después de un instante, dijo:

—Muy bien. Tú sabes sobre lo que quiero hablar.

El pulso de Mairi se aceleró. Naturalmente no ignoraba el motivo de la venida de Geoffrey.

—La deuda de mi padre.

—Así es.

—¿Qué tiene ella? Prometí que la pagaría alrededor del Año Nuevo.

Aun faltaban dos meses.

Geoffrey agarró su mano y ella quedó tensa.

—¿Por qué luchas contra mi, niña? No necesita ser así.

—No se lo que quieres decir —mintió ella y empujó la mano.

—Aquello allá —respondió él apuntando para la villa minúscula de caseríos, cerca del lago— y esto aquí —añadió, levantando el borde de su vestido sucio.

Dora refunfuñó mientras daba un nuevo hachazo.

—Las mujeres no deberían enfrentar trabajos tan pesados. Si fueras mi esposa, Mairi, sería diferente.

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—¿Esposa?

La palabra la hizo encogerse.

—Si. Estoy dispuesto a perdonar la deuda. Y lo que ocurrió entre nosotros.

Ella cruzó los brazos en el pecho y no consiguió impedir que un sonido de escarnio le escapase de la garganta. Tal vez él estuviese dispuesto a olvidar, pero ella, no.

—Vamos. Sabes que esa es la mejor solución para ti y para lo que queda de tu clan. Mira solo las condiciones del lugar.

Ella miró y se revolvió con lo que veía. Caseríos de madera sin la mínima seguridad, barcos ahuecados, dársenas pudriéndose bajo capas de moho. Culpa de su padre, el imbécil negligente. Al acordarse de la indolencia y de la jugarreta de él, casi no dominó la rabia.

Su mirada se suavizó al ver dos mujeres restregando ropa en una piedra en el borde del agua. Niños se entretenían con juegos improvisados. La mayoría de los hombres se habían muerto o ido, todos, excepto los viejos y enfermos. Forzados por la opresión de su padre y por el propio disgusto.

—Ustedes no van a sobrevivir otro invierno igual al último. Mujeres y niños solos, sin hombres para protegerlas y alimentarlas, a no ser una media docena de miserables.

Mairi rechinó los dientes. Geoffrey estaba en lo cierto pero ella jamás admitiría eso. Encontraría una manera de pagar la deuda y de hacer que todos enfrentasen el invierno sin morir de hambre.

—Estamos encargándonos de todo muy bien —balbuceó ella.

Geoffrey maldijo bajito y dio un puntapié a una pila de gravas.

—Vas a visitarme antes que el invierno llegue. Estoy seguro de que cambiarás de idea. Admítelo, Mairi, me necesitas —ella irguió bien el mentón y él la agarró por la muñeca— marca mis palabras, Mairi Dunbar, yo te quiero deseosa, pero te tendré de un modo o de otro.

—¡Idiota presuntuoso! —ella soltó la mano y le dirigió una mirada mortífera—. ¿Crees que pueden controlarme como mi padre? Creo que deberías pensarlo mejor.

Él tuvo la audacia de sonreír.

—Sal de mis tierras y no vuelvas más a no ser en la época de recibir el pago de la deuda.

Geoffrey balanceó la cabeza y la expresión de él se suavizó.

—Yo te amo, muchacha. ¿Aun no sabes eso?

—Claro, tú amas mis tierras. Ahora, vete.

Él la observó de la cabeza a los pies como si evaluase una oveja.

Su sangre hirvió.

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Él montó y levantó la mano en un ademán de despedida.

—En cuanto dome ese mal genio tuyo y el atrevimiento, serás una magnifica esposa obediente.

—¿Esposa obediente? —repitió Mairi y crispó las manos en las caderas.

Dora tiró el hacha y jadeante, se acercó a su lado.

—¡Pues si! Cuando las aves críen dientes.

Júpiter seguía al frente, por el sendero bien marcado en la floresta.

De vez en cuando, se desviaba del camino y entraba en matorrales a fin de cazar una liebre u otro animal pequeño.

—¿Ese perro jamás se cansa? —preguntó Dougal.

Conall sonrió.

—Hoy en la noche va a estar exhausto.

—Ah, lo estará. Ten cuidado, Dougal, para que no se meta debajo de tu manta —le aconsejó Rob.

Dougal rió en tono de mofa.

—Puedes encontrarlo gracioso, si quieres. Pero entérate que muchas noches de invierno, cuando yo dormía al sereno, Júpiter impidió que yo muriera congelado —afirmó Conall.

Harry apresuró la montura hasta emparejarla con la de él. Inclinándose hacia su lado y en voz baja, dijo:

—Dougal le tiene miedo, solo es eso.

—¡¿De Júpiter?! —indagó Conall sorprendido.

—Vamos, ¿quien no lo tendría? Mira su tamaño. ¿Cuanto será que pesa?

—Tanto como la mayoría de los hombres. Yo peso más, claro.

—Pero tú no eres un hombre de estatura normal, mi muchacho. Tú eres un gigante —añadió Rob.

—No, tú eres quien es un enano —lo provocó Conall.

Rob empinó el mentón barbudo.

—No hagas caso.

Los tres no contuvieron la risa. La verdad, es que Rob venía probando durante años ser el gran favorito de las mujeres, a pesar de la estatura un tanto pequeña.

—¿Sobre qué están hablando ahí atrás? —preguntó Dougal por encima del hombro.

—Los asuntos comunes, cachorros y mujeres —respondió Harry.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 10—208

—Ustedes pueden quedarse con los primeros, pero yo quiero una de las segundas —dijo Rob.

Harry volvió a reír, esta vez acompañado por Dougal.

Conall estaba satisfecho porque Iain sugiriera que llevase a los dos muchachos. Ellos eran jóvenes y animados, los mejores exploradores de los Chattan. Dougal era MacKintosh y Harry, Davidson, mas los dos clanes vivían juntos hacía tanto tiempo que el nombre no importaba ya. Los dos muchachos estaban tan unidos como si fuesen de la misma sangre.

Cabalgaron en silencio por algún tiempo, siguiendo el sendero que serpenteaba a través de la floresta, rumbo al sur. El día estaba caliente para esa época del año y Conall se sentía aliviado por haberse puesto una túnica sin mangas en vez de la camisa de lana que la vieja criada de Iain había separado para el viaje.

Las monturas levantaban nubes coloridas de hojas, doradas, verdes y rojas, las tonalidades del otoño. El cielo cambió con el paso de la mañana a la tarde. El azul magnífico contrastaba con el verde de las copas de los alerces, de los laureles y de los raros pinos. Después de algún tiempo, la floresta se hizo menos densa y llegaron a una encrucijada. Uno de los lados seguía para el oeste.

Conall empujó las riendas del garañón negro, haciéndolo parar.

—Monadhliath queda para allá —informó Rob.

Conall dejó su mirada perderse en la dirección del Castillo de Monadhliath, morada del clan Davidson, el pueblo de su madre. El hermano Gilchrist era el señor allá hacía ya cinco años.

—¿Debemos ir hacerles una visita? Queda solo a un día de viaje fuera de nuestro camino —sugirió Rob.

Hacía casi un año que Conall no veía a Gilchrist y a su mujer.

Demasiado tiempo. Ellos ya tenían otro hijo, Iain le había contado. Aun así…

—No. Creo mejor seguir la frente. Quiero llegar a Loch Drurie antes de que oscurezca —dijo incitando al garañón negro a retomar la marcha.

Rob se encogió de hombros.

—Como quieras. Solo pensé…

Sin esperar que el amigo terminase, Conall espoleó el caballo, y a galope, pronto se distanció del resto del grupo. Estaba más que listo para enfrentar algo nuevo, tal vez peligroso y excitante.

En el futuro, habría tiempo de sobra para los deberes domésticos y de parentesco.

Después de más de dos horas de cabalgata, salieron de la floresta para una cresta rocosa. Loch Drurie estaba debajo de ellos, estirándose como un gato perezoso, calentándose al sol de la tarde. El agua placida exhibía un azul profundo, misterioso, el color de los ojos de una mujer. No de alguna que Conall ya hubiese conocido, pero de todas formas lo hacia pensar en una.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 11—208

Rob paró la montura blanca al lado de la de él y apuntó para el lago.

—No es tan largo —comentó.

—Se trata solo de la punta. El resto queda más allá de aquella curva —explicó Conall.

—Lo se. Bueno, lo mejor entonces es bajar hasta allá, ¿no crees?

Retomaron la cabalgata por la borde del bosque, mientras el sol bajaba rumbo a poniente, transformando la superficie del agua en un espejo dorado. Conall había visto uno en Francia, en el cuarto de una dama. De ella no se acordaba más, pero jamás había olvidado el espejo.

—Ah, allá está —dijo Dougal, interrumpiéndole los recuerdos.

—También lo estoy viendo —añadió Harry.

Conall espió por entre los troncos de los árboles. Se giró para Rob con expresión interrogativa. El amigo balanceó la cabeza.

—No veo una señal de desgraciada vida.

—Por eso mismo Dougal y Harry son exploradores —dijo Conall.

Apresuraron las monturas a fin de seguir a los dos muchachos que parecían saber exactamente a donde iban. Los árboles fueron escaseando y entonces, lo vieron.

—¡Santa Columba, miren aquello! —exclamó Dougal.

Rob soltó un largo silbido.

—¿Entonces este es el lugar? —indagó Harry, perplejo.

Conall recorrió la mirada por los caseríos de madera en ruina, por las dársenas podridas y por el rompeolas del muelle casi sumergido. En una colina arriba de la villa, quedaba una casa de buen tamaño, fortificada, pero parecía abandonada y haber visto días mejores.

Había pocas personas, casi todas mujeres y niños, además de hombres ancianos. Júpiter ladró y se puso a correr en dirección a ellos.

Cuando los aldeanos vieron el cachorro inmenso y el grupo de guerreros de Conall, se trancaron de prisa en sus caseríos.

—¿Donde estarán todos los hombres? —conjeturó Rob.

—No tengo idea —respondió Conall— pero algo está mal. Vamos a desmontar aquí. No quiero asustar a nadie.

Hecho eso, sujetaron los caballos a los árboles.

—Rob, tu vienes conmigo. Dougal y Harry quédense aquí con los otros hombres. Si fuera preciso, llamaré por ustedes.

—Está bien.

Conall y Rob tomaron la dirección de la villa a pie. Allá, los ojos los espiaban por el borde de las pieles y mantas a cuadros harapientos que cubrían las ventanas.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 12—208

—Lugar encantador —ironizó Rob bajito.

Una rama seca estalló a la izquierda de ellos. Mientras se giraban en dirección del sonido, Conall ya agarraba el cabo de la daga de lámina corta y Rob, el arco y una flecha.

Un hombre anciano, con un balde en cada mano, estaba parado en la puerta de la casa fortificada. Al verlos exclamó:

—Vaya, ¿visitantes?

—Soy Conall MacKintosh —éste gritó desde el tope de la colina— tengo negocios que tratar con su señor.

El hombre tiró los dos baldes en el suelo.

—¿Ah, tiene usted?

—Tenemos si —confirmó Rob.

Los dos subieron el sendero corto y escarpado que llevaba a la casa dilapidada. Conall lo saludó con un ademán de cabeza.

—¿Esta es la morada del clan de Alwin Dunbar?

—Lo que quedó de ella.

—¿Está él por ahí?

—Ah, si, sin duda alguna —el viejo hombre lo observó.

—Conall MacKintosh, dijo usted. ¿De los Chattan?

—Entonces, el señor nos conoce —dijo Rob.

—Escuché hablar de la alianza. Una cosa muy buena, pienso.

El hombre continuó observando a Conall que comenzaba a impacientarse con la conversación.

—¿Donde está su señor?—Preguntó.

—¿Alwin? Allí en el jardín detrás de la casa —respondió el viejo.

Seguido por Rob, Conall fue hasta allá. El tal jardín no pasaba de un enmarañado de matorral y pies secos de flores de verano. No había nadie allí. Por lo menos vivo. Una pila de piedras, sobre lo que parecía ser una sepultura rasa, ocupaba el centro del matorral.

—¿Donde está él? —indagó Conall.

El viejo hombre apareció detrás de él con los dos baldes en las manos.

—¿Quien? ¿Alwin?

Conall perdió la paciencia.

—¡No, el maldito rey de Inglaterra!

—¿Irascible él, no? —comentó el hombre, mirando para Rob.

Irritado, Conall agarró al viejo por el frente de la camisa.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 13—208

—Hey, espere, él está allí —en el mismo instante, Conall lo soltó.

El viejo hombre tiró los baldes en el suelo y apuntó para la sepultura.

—Alwin Sedgewick Dunbar, el señor del clan.

—¿Qué? ¿El señor quiere decir que él está muerto? —indagó Conall con ojos saltones.

—¡Ah, si! Ya hace casi un mes.

Con la mayor naturalidad, el viejo vació los baldes a pocos pasos de la sepultura. Un gruñido ensordecedor repercutió en el aire cuando dos puercas surgieron del otro lado de la casa y se pusieron a devorar el contenido hediondo de los baldes.

—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó Conall al desviarse de los animales— ¿quien, entonces, es el encargado de este lugar?

—Ah, vive allá abajo —el hombre respondió, apuntando para el lago.

Conall se giró y abrió los ojos al ver un rompeolas del muelle estrecho que no había notado antes. Los pedazos flotantes de madera comenzaban en la parte extrema de la villa y se extendían por unos cien pasos por el lago. Un tipo de balsa radial, también de trozos de madera, flotaba sujeta a una de las extremidades de el. Encima, quedaba la más extraña casa que él ya había visto.

—¿Qué crees de aquello, Rob? Es redondo.

—Se trata de un tipo de habitación en los márgenes o en las aguas de un lago. ¿No viste ninguna cuando estuviste en Irlanda?

—No.

—Son viviendas muy buenas, en caso de que te guste el agua.

Conall hizo una mueca.

—Bueno, creo mejor bajar hasta allá para hablar con el hombre responsable del lugar.

—¿Que quieres decir con hasta allá? —indagó Conall con la mirada fija en el rompeolas movedizo.

—¿Quieres proponer el negocio, o no quieres? —Rob no esperó por la respuesta. Agarró el brazo de Conall y comenzó a empujarlo rumbo a la ladera de la colina— vamos apresúrate. Por el aspecto decadente del lugar, no va haber dificultad alguna. Calculo que agarrarán con uñas y dientes cualquier propuesta de negocios que reciban.

—Si vienen a tratar de alguna transacción, tengan cuidado —el viejo hombre los advirtió.

Conall imaginó lo que él quería decir, pero no tuvo tiempo para pensar. El miedo de pisar en los trozos flotantes no lo dejaba pensar en nada, ni siquiera en los negocios que viniera a proponer.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

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Acababan de cruzar la villa cuando el ladrido de Júpiter resonó en el aire. Conall quedó helado mientras Rob apuntaba para la dársena al frente de la casa flotante.

El mastin intentaba equilibrarse en los trozos al mismo tiempo que empujaba algo parecido a un jamón. Del otro lado, su oponente por la posesión de bocado era… vaya, ¡una mujer! Descalza, con una cabellera roja y la falda enrollada hasta las rodillas, ella ofrecía un espectáculo y tanto.

Por Dios, Conall suspiró al admirar las curvas de sus piernas, delineadas por los últimos rayos de sol.

Sus cabellos exhibían una fusión de rojo y dorado y se agitaban con la brisa que venía del lago. El mastin se acobardó cuando ella le dio una patada en el hocico, pero no soltó el jamón.

Conall sonrió.

—Júpiter va arrancarle la mano a ella —avisó Rob al empujarlo en dirección a la dársena.

La sonrisa de Conall se alargó mientras la mirada continuaba fija en la mujer.

—Si él lo quisiese, ya la habría arrancado.

Conall pisó en la dársena.

—Hey... espera...

Al instante, intentó volver para tierra firme, pues las vigas se movían bajo su peso. Rob, como una sólida muralla atrás, le impidió la retirada.

—¿Este cachorro es de ustedes? —gritó la mujer.

—Es mío, si —respondió Conall.

—¡Entonces, venga a sacar al desgraciado de aquí!

Ella dio otro golpe en Júpiter, que gimió, pero continuó agarrando el jamón con los dientes.

Conall respiró hondo y puso un pie al frente del otro.

—¡Maldición! —maldijo al sentir la dársena balancearse.

Mitad del camino. Tenía que ir de frente. El agua los rodeaba y el estómago se le contraía.

—¡Deprisa! —lo instigó Rob.

—Será lo mejor, antes que decida descuartizar al perro —gritó la mujer.

Solo uno pocos pasos más. Conall agarró el mastin por la correa.

—¡Júpiter, suelta eso ya!

El perro obedeció inmediatamente.

—Él dañó una buena parte. Vas a tener que pagarme en especies, ¿oíste bien? —vociferó ella.

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Conall la encaró, pero quedó petrificado. Su rostro estaba sonrojado a causa de la lucha con el mastin y sus ojos brillaban de rabia. Eran de un azul tan profundo como las aguas tranquilas de Loch Drurie.

—¿Eres idiota? ¿Qué dices? ¿Vas a pagar o no?

Ella era alta para ser una mujer, más que Rob; pero tenía que erguir la cabeza para encararlo fijamente. Él luchó para no bajar la mirada hacia sus senos y, entonces, le sonrió.

—¿Quien es el encargado aquí? —Conall tuvo la presencia de espíritu de indagar, ignorándole la pregunta.

—Yo.

—Si. Humm...

Simpatizaba con la mujer. Era valiente. Le observó la boca y pensó si sus labios tendrían el sabor de miel y vino.

—Quiero mi paga ahora —declaró ella, arqueando las cejas delicadas del color de los cabellos.

Conall ignoró la exigencia.

—¿Donde está su marido, madame?

—¿Marido? Vaya, no tengo uno. Ahora, el pago, por favor.

—¿Pago? ¿De qué? Ah, si, del jamón.

En un impulso, él la agarró y la besó en la boca con fuerza. Sus labios eran blandos y el aliento, suave.

—Listo, pago hecho —dijo al soltarla.

Ella se tambaleó para atrás y, por un momento, se sintió mareada. Entonces, se recuperó. Sus ojos brillaban de odio.

—Que gran...

—¡Cuidado! —gritó Rob.

Ella lanzó el jamón que alcanzó a Conall de lleno en el estómago, lanzándolo al aire. Él gimió y apretó los brazos en el lugar golpeado al mismo tiempo que perdía el equilibrio.

Al instante siguiente, se vio en el agua, batiendo piernas y brazos en un intento inútil de mantenerse flotando. Se hundió y volvió inútilmente casi sofocado. En la dársena, la mujer, con las manos en la cadera, reía con aire de desdén. ¡Criatura atrevida!

Júpiter ladraba furiosamente. Conall no sabía si el perro se alarmaba con la situación del dueño o se lamentaba por la perdida del jamón que se había hundido como una piedra.

Aterrado, él se sumergió por segunda vez.

—¿Que hay de malo con su amigo? —preguntó la mujer frunciendo el ceño.

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Rob balanceó la cabeza.

—Él no sabe nadar.

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Capítulo Dos

Mairi se sintió tentada a dejarlo morir.

Impaciente, esperaba a que el pícaro emergiese a fin de respirar.

—Desperdicio de un magnífico jamón, pero el tonto grosero va a tener que pagarlo.

—No si está muerto.

Ella lanzó una mirada al hombre bajito.

—No había pensado en eso —unas burbujas emergieron a la superficie y el perro comenzó a gemir. No debían dejarlo morir. No sería cristiano—. Vaya, no se quede ahí con ese aire aterrado. Vaya a pescarlo.

—¿Quién, yo?

—Claro. Vaya rápido —ordenó ella tocando el hombro del pequeño guerrero.

—No lo va a servir de nada —dijo él, mirando para las burbujas.

—¿Por qué?

—Tampoco se nadar.

—¡Por la sangre de Cristo! ¿Todos los MacKintosh son unos inútiles?

—Cuando se trata de agua, lo somos. ¿Pero como supo quienes éramos?

—Por el emblema del clan de su gorro.

Rápidamente ella desató el vestido y lo sacó por la cabeza.

Al verla solo con la camisa, él abrió los ojos.

—¿Qué va hacer?

—Salvarle la vida, aunque el imbécil no se merezca el desgraciado esfuerzo.

Ella respiró hondo y se sumergió en el agua helada.

Fue fácil encontrarlo. Bastó seguir las burbujas que subían desde el fondo. Él aun intentaba volver a la superficie. Magnífico. Por lo menos no tendría que revivirlo. Lo agarró por la tira de cuero que prendía la espada. Hombres y sus armas. No era de extrañar que casi se hubiera ahogado. La espada debía pesar muchísimo.

Afirmó el pie en el fondo e impulsó el cuerpo hacia arriba, empujando al guerrero. ¡Diablos, como pesaba! Armas, ropas, botas, una carga y tanto. Una pena que él no hubiera encontrado y agarrado el jamón. Necesitaba acordarse de mandar a Kip a buscarlo. El agua allí era rasa y sería fácil recuperarlo.

Tan pronto llegaron a la superficie, el guerrero volvió a batir piernas y brazos.

—Quédese quieto o voy a dejar que se hunda otra vez —lo amenazó mientras lo empujaba rumbo a las dársenas.

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El perro volvió a ladrar. El hombre bajito le tocó la cabeza y, enseguida, se arrodilló para ayudarla a sacar al otro del agua.

—¿Está bien?

—El bobalicón, va a sobrevivir.

Lo soltó cuando él agarró con manos trémulas las columnas. En un acceso de tos, expelió más de agua de los pulmones.

Respirando con dificultad, se giró y la miró. Fue entonces cuando ella le notó el color de los ojos. Verdes. No, castaños. Tal vez... vaya, ella no se interesaba ni un poco por los ojos de él. Gran tontería.

—Yo... no se... —él tosió otra vez— si debo agradecerle o estrangularla.

Ella ignoró el comentario e izó el cuerpo por encima de la plataforma donde se sentó.

—Su... nombre —gagueó él.

Por un momento, ella pensó en no revelarlo, pero cambió de idea. Eran verdes, por lo menos en esa luz.

—Mairi. Mairi Dunbar.

Él observó su rostro y las mejillas de ella se calentaron bajo la mirada escrutadora. Ella prefería morir a sonrojarse, pensó y ahogó un juramento.

—Soy... Conall... MacKintosh —dijo él entre inhalaciones profundas de aire y comenzando a temblar.

Mairi percibió que también temblaba. A causa del agua helada, claro.

El hombrecito carraspeó.

—Y yo, por lo visto, debo ser un maldito pescador. Ahora, agarra mi mano y sal del agua.

—Ah, este es Rob —presentó Conall al agarrarle la mano y comenzar a tiritar.

Aun sentada, Mairi se vio delante del enorme mastin.

—La culpa es toda tuya, so cachorro mal educado.

Júpiter echó las orejas para atrás y gimió bajito.

—Esa es su manera de pedir disculpas —con esfuerzo, el guerrero quedó en pie y le extendió la mano. Ella lo miró con aire desconfiado mientras encogía las rodillas hasta casi pegarlas en el mentón.

—Vamos, solo quiero ayudarla a levantarse.

—No necesito ayuda, especialmente de usted —mojada y con el sol ya casi detrás del horizonte, ella temblaba sin parar.

Afirmó las manos en el suelo y se levantó.

—¿Qué quiere? ¿Por qué vino hasta aquí?

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Él la observó en silencio. Que trío formaban, reflexionó Mairi. El guerrero aventajado, completamente mojado y con las armas fuera de lugar, el compañero bajito, cuyos ojos brillaban como si él estuviese divirtiéndose mucho con la confusión y el perro desgraciado.

De repente, ella se dio cuenta de la boca del guerrero. Él se mordía el labio y la devoraba con la mirada. Ningún hombre la había mirado de esa forma, ni siquiera Geoffrey. Sintió las mejillas arder y tuvo conciencia de los senos bajo la camisa mojada.

¡La camisa! Agarró de prisa el vestido allí tirado y lo puso al frente del cuerpo. No estaba acostumbrada a la presencia de hombres. La mirada recorrió de prisa la línea de la playa. ¡Había más de ellos! Unos veinte guerreros, por lo menos, y caballos con carga. ¿Por que no los había notados antes?

No veía a nadie de su clan. Por Dios, ¿donde estaría Dora? Hasta Kip, que generalmente la acompañaba por todas partes como un cachorrito sin dueño, no se encontraba en ninguna parte.

Comenzó a retroceder rumbo a la casa en el lago. Afligida, intentaba acordarse donde había guardado la espada de su padre. Conall dio unos pasos en su dirección. Su pulso se aceleró y ella apretó más el vestido contra su cuerpo.

—Nosotros no representamos amenaza alguna. No tenga miedo —dijo él.

Al lidiar con su padre y Geoffrey, ella había aprendido a jamás demostrar miedo. Levantó más el mentón y arqueó las cejas.

—¿Miedo? ¿De ustedes?

Los labios de él se curvaron en una sonrisa casi infantil. La verdad, él parecía mas un cordero mojado que un guerrero.

Mairi se llenó de coraje.

—¿Qué quieren ustedes aquí? Explica tu negocio. Tengo trabajo que hacer.

Conall miró para los caseríos a lo largo del borde del lago y para los muelles podridos de las dársenas antiguas.

—Puedo verlo.

Pícaro insolente. Mairi apretó los labios y esperó que él continuase.

—Me gustaría conversar con el hombre encargado del lugar. Vine a proponer un acuerdo de negocios.

Por eso ella no lo esperaba. La noticia de la muerte del padre ya debía haber llegado bien lejos. No era común que un MacKintosh llegara a la puerta de un Dunbar para proponer una transacción. Él estaba detrás de las tierras, estaba segura.

—Soy la encargada de aquí. ¿Que tipo de negocio?

—¡Ja, ja!

La mirada divertida que el guerrero dirigió al compañero hizo hervir su sangre.

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Algo se movió en las aguas detrás de ellos. El perro también lo notó e irguió las orejas. ¡Dios del cielo, era Kip! El niño imprudente debía haber nadado hasta allí, bajo los muelles, sin que nadie lo notara.

Afligida, Mairi lo observó salir del agua con una pequeña daga entre los dientes.

Antes de que ella pudiera actuar, Conall MacKintosh agarró al niño por la camisa. Kip intentó agarrar la daga, pero el guerrero fue más rápido. Tiró el arma lejos y, después, irguió al niño en el aire. Inútilmente, Kip daba manotazos y puntapiés. Conall era demasiado grande.

Sonriendo, lo agarraba como si fuese un gatito que cayera en el agua.

—¿A quien tenemos aquí, tu guardaespaldas? —le preguntó.

—¡Desgraciado, póngame ya en el suelo! —gritó Kip, sin parar de batir piernas y brazos.

—Basta, Kip. MacKintosh, ponga al niño en el suelo.

—¡No soy un niño! ¡Soy un hombre! ¡Un guerrero Dunbar!

Para horror de Mairi, Kip cerró el puño y dio un fuerte golpe en el estómago de Conall.

—¡Ay! Por Dios, muchachito, es la segunda vez hoy que un Dunbar me agrede —protestó Conall, haciendo una mueca.

Mairi dejó el vestido y extendió los brazos hacia Kip en el instante en que Conall lo ponía en el suelo. En un gesto protector, lo estrechó contra el pecho. El castigo quedaría para más tarde. Al ver al guerrero llegar más cerca, su corazón se disparó.

—Por favor, no le haga daño —pidió.

Conall chasqueó los dedos en el aire y Júpiter apareció corriendo, con la daga de Kip sujeta entre los enormes caninos.

—Quiero devolverte esto —dijo él, y, para su asombro, agarró la daga de los dientes del mastin y se la ofreció a Kip— vamos, muchacho, puedes agarrarla.

El niño la arrancó de su mano y la blandió en el aire.

—Creo mejor guardarla —lo aconsejó Conall— más tarde, si prometes no cortar mi garganta, te mostraré como usarla.

Mairi quedó perpleja. Sintió a Kip relajar los tensos hombros.

—¿Está hablando en serio? —preguntó el niño.

—Lo estoy, si. Ahora, sal de aquí. Tengo negocios que tratar con tu madre.

—Ella no es…

—Kip, no hables nada más. Ve a buscar a Dora y dile que venga a buscarme —ordenó Mairi, empujándolo en dirección de la villa.

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—Pensé que no te gustaban mucho los niños —comentó Rob, observando a Conall.

—La verdad, no mucho —respondió él mientras la mirada recorría el cuerpo de Mairi—. ¿Donde estábamos antes?

De prisa, ella agarró el vestido, y esta vez, lo metió por la cabeza.

Hizo lo posible por enderezarlo sobre la camisa mojada, pero el agua comenzó pronto atravesar el tejido seco.

—¡Maldición! El vestido va a quedar estropeado —molesta, miró para el guerrero—. ¿Qué quiere entonces? Explíquese pronto.

Él arqueó las cejas que, al igual que los cabellos de ambos, eran de un cobre flameante bajo los últimos rayos del sol. Tal luminosidad también le dejaba los ojos más verdes. Ella apartó rápidamente la observación de la cabeza.

—Vengo en nombre de los Chattan.

—Ah, si, escuché hablar de esa alianza. ¿Y entonces?

—Nosotros hemos negociado para que barcos mercantes traigan provisiones del sur. Nos gustaría usar un pedacito de sus tierras como muelle, a fin de descargar y embarcar mercancías y también almacenarlas.

Era lo que ella sospechaba. El hombre quería su tierra. Vaya, ellos eran todos iguales. Su padre, Geoffrey y, ahora este. Unos ambiciosos que no pensaban en ella y en su pueblo.

—¿Y que lo lleva a pensar que yo voy a permitir tal cosa?

Conall miró para los caseríos dilapidados a lo largo de la playa.

—A mi me parece que podrías lucrarte con la empresa.

Varias de las muchachas Dunbar se habían aventurado a ir a conversar con los hombres de Conall. Alarmada, Mairi vio a una de ellas permitiendo que un joven guerrero le agarrase la mano. ¡Idiotas! ¿Qué pensaban?

—Y tal vez puedan surgir otros beneficios que yo no tenga considerado —dijo él sonriéndole.

—¡Hombres desgraciados! ¡Fuera de aquí! —gritó ella al girarse para apartarse, pero él la agarró por la muñeca.

—Fue por el beso que me salvaste. Admítelo.

Ella empujó la mano, el pulso disparado.

—Imagino que quieres otro —añadió él.

—¡Preferiría besar un cachorro!

Un poco atrás, Rob rió.

Conall llegó mas cerca.

—A Júpiter le gustaría eso, creo. Él no tiene mucha experiencia con las mujeres.

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Mairi cerró las manos colocadas a los lados del cuerpo y lo miró con expresión de advertencia.

—Tócame otra vez y tomarás un baño más —el idiota continuó sonriéndole mientras el agua goteaba de sus ropas. Al sentirle el olor desagradable, ella frunció la nariz y añadió—: es más uno le haría bien.

—¿Qué quieres decir?

—Tu olor es peor que el del cachorro.

—¿Qué?

La sonrisa desapareció de su rostro, Júpiter gruñó y Rob rió a carcajada.

—Váyase. Salga de mis tierras —ordenó ella mientras seguía en dirección a la casa en el lago. Paró en la puerta y apuntó hacia los hombres en la playa—. Y llévese aquel bando de delincuentes con usted.

Antes de que Conall pudiese responder, ella entró y cerró la puerta.

El corazón le tronaba en el pecho. Se recostó en la madera fría y respiró hondo.

—Vaya, ese es un hombre guapo.

Al escuchar la voz de Dora, Mairi sintió una mezcla de sorpresa e irritación. Cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra, vio a su amiga agachada cerca de la ventanilla del frente.

—¿Quien, aquel necio grandullón y encharcado?

Dora soltó una risa alegre.

—No, él no. ¡El bajito!

Conall se enjugó con una túnica seca, se intentó oler las axilas y frunció el ceño.

—Ella tiene razón, sabes —dijo Rob al pasar cerca de él, rumbo al campamento que habían montado a la orilla de la floresta.

Conall hizo una mueca y se vistió. No podía recordar el último baño que tomara. Probablemente en el verano. Eso es. Acababa de llegar de viaje y la vieja criada de Iain no le había permitido sentarse a la mesa antes de que hundiese el cuerpo en una bañera de agua caliente. El recuerdo del cepillo de la mujer anciana aun lo hacía estremecer.

—Ven a comer antes que no sobre nada —avisó Dougal al lado de la hoguera.

Conall se calzó las botas mojadas y fue a juntarse con los otros. La verdad, ya casi todos habían comido y acomodado para dormir. Rob y Dougal, sentados con las piernas cruzadas cerca de la hoguera, pellizcaban pedacitos de la carne asada en el espetón sobre las brasas.

Júpiter, acostado a un lado, entre huesos y un pequeño matorral fuera del círculo de luz de la hoguera, roncaba.

Después de sentarse al lado de los dos, Conall comentó:

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—El pobre tuvo un día bien movido.

—¿Y nosotros no? —indagó Rob y arqueó las cejas.

Dougal avivó el fuego y, se recostó en el tronco de un árbol.

—Muy bien, ¿qué vas hacer ahora? —quiso saber Rob.

—¿Cómo así? Vamos a construir los muelles, claro.

Rob y Dougal intercambiaron miradas.

—¿Por qué esa expresión en ustedes? ¿Qué están pensando?

—Bueno, creo oportuno recordar que la muchacha no aceptó —comentó Rob.

—Pero lo hará. No tiene elección. ¿No vieron las condiciones miserables de las casas? Incluso ahora tienen poca comida. En el auge del invierno, probablemente morirán de hambre.

—Escuché contar que un magnífico jamón fue a parar al fondo del lago —comentó Dougal con aire serio.

Después de un segundo de silencio, él y Rob saltaron a reír.

Conall les dirigió una mirada molesta.

—Muy gracioso. No vi, entre ellos, un solo hombre con fuerza para cargar armas. ¿Qué deducen de eso?

La expresión de Dougal se volvió sombría.

—Tienes razón. Algunos hombres murieron, pero la mayoría se fue. El viejo allá en la colina me lo contó. Dunbar los ahuyentó de aquí. Perdió lo poco que todos tenían en el juego.

—Una lástima, pero el resultado nos favorece. Mairi Dunbar aceptará lo que yo le ofrezca y aun se sentirá agradecida.

El ánimo de Conall aumentó. Al final, Iain tenía razón. La construcción de los muelles iba a ser una tarea fácil. Una que él estaba decidido a ejecutar deprisa para pasar a la siguiente.

—Ella es muy vulnerable. Cualquier hombre que quisiera podría apoderarse de las tierras —comentó Dougal.

—Y de ella misma —añadió Rob.

La imagen de Mairi Dunbar, con las mejillas coloradas y la mirada brillante mientras luchaba con Júpiter, surgió en la mente de Conall.

—Es un buen pedazo de tierra. El hombre adecuado podría lucrarse mucho con el. Más aun con el comercio por el lago —afirmó Dougal.

—Eso sin mencionar a la muchacha. Mairi Dunbar no es una virgen pretenciosa —dijo Rob.

Conall le dirigió una mirada severa, pero se acordó de cómo la camisa mojada de Mairi delineaba las curvas de su cuerpo. Miró hacia la casa del lago. Estaba a oscuras. Él casi podía sentirla observándolo por la ventana.

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—Por eso mismo —prosiguió Rob— la muchacha necesita de la protección de un hombre, lo admita ella o no.

Conall refunfuñó cualquier cosa y tiró una astilla más de leña al fuego. ¿Y qué si ella necesita protección? ¿Qué tenía él que ver con eso? Solo estaba encargado de garantizar una franja de tierra al borde del lago y construir los muelles. Nada más. La última cosa que necesitaba era enredarse con ese bando miserable del clan Dunbar. Mujeres, niños y unos pocos hombres viejos.

Una rama seca estalló en el matorral detrás de él. Al mismo instante, la mano de Conall agarró el cabo de la daga.

—Ella tiene la protección de un hombre. La mía —afirmó una voz aguda.

La mismo tiempo, Kip pasaba al frente del largo tronco de un alerce. Con la cabeza erguida, encaró a Conall.

—Acércate entonces. Vamos a examinar tu arma —invitó al muchachito.

Desconfiado, Kip primero miró para un pequeño claro donde unos veinte guerreros MacKintosh dormían. Solo después fue cerca de la hoguera. Desenvainó la daga y la blandió en el aire.

El muchachito era valiente. Conall lo examinó como haría a un rival.

Balanceó la cabeza en señal de aprobación.

—Prometes. Deja que yo vea esa daga peligrosa —pidió al extender la mano.

Kip continuó encarándolo y, por unos segundos, ninguno de los dos movió un músculo. Entonces, muy lentamente, el niño le entregó el arma.

—Es buena, pero está un tanto desgastada —dijo Conall al pasar el dedo por el filo de la lámina—. Si quieres, Rob puede afilarla para ti.

Antes de obtener una respuesta, lanzó la daga a Rob que la agarró en el aire.

—Ahora ya es tarde, Kip. Ese es tu nombre, ¿cierto?

El muchachito enderezó bien los hombros.

—Kelvin Francis Dunbar, pero todos me llaman Kip.

—Muy bien, Kelvin Francis Dunbar, ve a casa a dormir y mañana te mostraré algunas técnicas con la daga y que tú no aprenderás con mujeres u hombres viejos.

Kip le aguantó la mirada y Conall se percató de que él luchaba por reprimir una sonrisa.

—Ahora vete —le dijo y vio a muchacho desaparecer entre los árboles tan silenciosamente como había llegado.

Rob observó la pequeña daga en su mano.

—Si quieres conquistar el corazón de una viuda, conquista el del hijo primero —sonrió y guardó el arma en el bolsillo—. Eres más astuto de lo que yo pensaba, Conall, mi muchacho.

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Con expresión preocupada, Mairi soltó el borde de la piel de ciervo que cubría la abertura de la ventana.

—Avisé que ellos no se irían —dijo Dora.

—Hum.

—Acepta el trueque. Al final, ¿qué elección tienes?

Mairi volvió a espiar hacia fuera y fijó la mirada en el guerrero grandullón. Con las piernas cruzadas, estaba sentado delante de la hoguera que sus hombres habían encendido al caer la noche. El fuego le iluminaba el rostro y daba reflejos dorados en sus cabellos. Podía adivinar la curva de los labios al escucharlo reír de algún comentario.

—Vi como te miraba —Dora dijo al arrodillarse a su lado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mairi, cerrando nuevamente la cortina de piel.

—Vamos, no te hagas la desentendida. Sabes muy bien lo que quiero decir. Acepta el trueque mientras puedes.

—¡¿Mientras pueda?!

—No creo que seas tan tonta así. El hombre te hizo una propuesta de negocios y, Dios sabe, que no necesitaba hacerla. ¿Qué le impide agarrar lo que quiere, o sea, la tierra y a ti?

Mairi frunció el ceño. No había pensado en eso. La verdad, podían, pero…

—No, él no es de esa clase de hombre.

—Todos son de esa clase.

Tal vez Dora tuviera razón. En su limitada experiencia, Mairi había conocido pocos hombres, bueno su padre, Geoffrey y algunos del clan. Pero había algo diferente en Conall MacKintosh. Lo había notado cuando le agradeciera por salvarle la vida y también al devolverle la daga a Kip y dejarlo para que se fuera.

—Considera la alternativa, es todo lo que te estoy sugiriendo —dijo Dora al levantarse e ir hasta la puerta.

—¿Qué alternativa?

—Casarte con Geoffrey Symon, claro —Dora la miró con mirada tajante y abrió el pestillo—. Me voy. Mis hijos necesitan cenar.

Dora salió y cerró la puerta. Desde la ventana, Mairi la acompañó con la mirada mientras la amiga seguía por el muelle oscuro. Juntas, las dos habían atravesado tiempos difíciles. No era la primera vez, ni la última, que Mairi reflexionara sobre el consejo de la mujer mayor.

Cuando Dora llegó a la playa, Rob la llamó desde el campamento de los MacKintosh, no muy lejos de la villa. Ella se inclinó un poco en la dirección del hombrecito y entonces salió corriendo para su casa.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 26—208

El sonido de la risa alegre de los hombres repercutió en las aguas. O de uno de ellos en especial.

Aceptaría el trueque, de acuerdo. Pero si lo hacía, sería bajo sus términos. Mairi se alejó de la ventana y miró hacia el fuego del hogar. De una cosa estaba segura, ella nunca se casaría con Geoffrey Symon o con hombre alguno, mientras hubiera otra manera de pagar la deuda de su padre y conservar las tierras. Dora tenía razón. Se trataba de la elección más inteligente.

Más tarde, al hundirse entre la pilas de pieles que formaban su cama, Mairi se acordó de las otras palabras de Dora.

«Vi como te miraba».

Conall MacKintosh, ¡pues si!

A la mañana siguiente, ella averiguaría exactamente lo que el hombre pretendía. Él había venido para establecer un negocio. Eso sería lo que tendría. Nada más.

Sus ojos se cerraron y, mientras aun estaba en el umbral del sueño, escuchó la risa de los guerreros nadar sobre las aguas del lago.

—¡Levántese! —Mairi ordenó al dar un puntapié en la pila de mantas a cuadros.

Júpiter ladró y, después, tiró los cordones de las botas del dueño que salían para fuera de las cubiertas.

—Las personas mueren en la cama —dijo ella.

—¿Hem? —Conall se movió, levantando la cabeza y le dirigió una mirada soñolienta—. ¿Quien fue el que dijo eso?

—Mi padre. Y tenía razón.

La visión de Alwin Dunbar le vino a la mente: esparramado desnudo y gordo en la cama, bien muerto, sofocado por su propio vómito. Ella frunció la nariz al acordarse del olor espantoso.

Conall se sentó y miró para el campamento bajo la media luz del amanecer. Sus hombres aun dormían, pero eso no parecía perturbarlo.

Mairi cruzó los brazos en el pecho y arqueó las cejas.

—A este paso, no terminarás antes de la primavera.

—¿Terminar el qué? —indagó él al dirigirle una mirada atontada.

—Los muelles, so tonto. Y esas casas de la villa necesitan ser reformadas. Si vamos a hospedar barqueros y comerciantes, tenemos que hacerlo de manera apropiada.

Conall frunció el ceño, pero de repente el rostro se iluminó como el de Kip cuando ella le daba una golosina dulce y rara. Él apartó las mantas y se levantó.

—¿Entonces, aceptas? ¿Vas a cedernos la tierra?

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 27—208

—De ninguna manera —Ella entrecerró los ojos y levantó bien el mentón— voy a permitir la construcción, claro, pero no voy a ceder nada. Y por el uso de mi tierra, quiero un cuarto de toda la mercancía que pase por aquí.

—¡Ah, sí! Un diez por ciento y comenzaremos mañana.

Él le sonrió, provocándole un curioso estremecimiento. Ignoró la sensación y levantó más el mentón.

—Un quince y comenzaremos hoy.

Conall la estudió con la máxima atención y con lo que ella consideró una mirada divertida. Su rabia amenazó con explotar. Pero, ella se controló para no cometer ninguna tontería. La lengua afilada y el orgullo obstinado ya le habían arruinado muchos negocios a su padre.

Y ella no estaba dispuesta a dejar escapar esta buena oportunidad para su clan. Aguantó la mirada de él y la propia respiración.

—Trato hecho —dijo él.

Mairi soltó el aire.

—Voy a despertar a mis hombres y, después que ellos se alimenten, yo les mostraré donde y como comenzar el trabajo.

—No tan de prisa. Puedes despertarlos claro, pero yo dirigiré la construcción de los muelles —declaró ella.

—¡¿Tú?!

Conall la miró de la cabeza a los pies y rió. Era la misma mirada que le había dirigido después de besarla en la dársena.

Contra su voluntad, Mairi enrojeció. Fijó bien los pies en el suelo húmedo.

—Esta tierra es mía, igual que lo serán los muelles. Yo dirigiré los trabajos.

—¡Eso es ridículo!

—No tanto como un hombre que no sabe nadar —al verlo abrir la boca para responder, ella no se lo permitió—. Un hombre que no sabe nadar no tiene la mínima utilidad aquí.

—Puedo aprender.

—Hum, ver para creer —comentó al girarse para irse.

—Nadar es una cosa, pero ¿qué entiendes de ingeniería y construcción?

La pregunta la hizo parar. La verdad, entendía poco. Los muelles antiguos y la casa en el lago habían sido construidas antes de su nacimiento. Por pura suerte y los cuidados de Dora, la casa aun continuaba en pie. Los muelles estaban en peor estado. Pero, ella se mantenía decidida a no entregar sus tierras a un extraño. Con la cabeza erguida, lo enfrentó.

—Entiendo lo suficiente. Dirigiré los trabajos.

—Muy bien.

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La aprobación de Conall la dejó desconfiada.

—Y por cada día, después de la fiesta de Santa Catalina, en que el trabajo no esté terminado, tú quedarás sin tu parte del cargamento de mercancías —dijo él.

—¿Que? ¿Por cada día? ¡Eso es un robo!

Ella no debía haberlo considerado honesto.

—Puede ser, pero estos son mis términos. Antes de la primera nevada, pretendo estar lejos de este lugar olvidado por Dios. Y entonces, mujer, ¿que dices? ¿El encargo de la construcción ya no te parece muy atractivo?

Dora tenía razón. Todos los hombres eran iguales.

La sonrisa victoriosa de él casi la hizo explotar, pero se controló.

—Está ahora, más atractivo que nunca —afirmó— despierta a tus hombres. Vamos a comenzar inmediatamente —dijo extendiéndole la mano como había visto hacer al padre para sellar un negocio.

Conall abrió los ojos.

—Pero... pensé... sin duda...

Ella le agarró la mano y, con torpeza, la sacudió. Escuchó la risa inconfundible de Rob, viniendo de algún punto de las pilas de mantas del campamento.

—Bueno, todo acordado —dijo ella— ahora, si haces el favor…

Júpiter lanzó un ladrido corto y profundo, un aviso que despertó a los guerreros. De prisa, se levantaron y se pusieron a agarrar piezas de ropas y armas descartadas en la víspera. Conall continuó agarrando su mano mientras observaba el bosque.

—¿Que pasó? ¿Viste algo? —indagó Mairi, siguiéndole la mirada.

Se sentía demasiado consciente de la presión de los dedos de él en los suyos.

—¿Estás esperando a alguien? —murmuró él sin desviar los ojos verdes de la elevación delante del campamento.

—No.

—En ese caso, parece que vas a recibir visitas inesperadas.

La empujó detrás de él, descompasando los latidos de su corazón.

Mairi soltó la mano y fijó la mirada en el punto de atención de Conall. Vio un guerrero montado en un garañón pinto y ladeado por varios miembros de su clan.

Ojos azules se clavaron en los suyos.

—Geoffrey —balbuceó ella.

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Capítulo Tres

Conall sintió antipatía con el hombre inmediatamente.

Estaba claro que Mairi lo conocía. Ella pidió a los Chattan para que envainaran las armas mientras el guerrero dirigía el caballo pinto hacia el campamento. Conall hizo una señal afirmativa a sus hombres que lo obedecieron. Pero su propia mano apretó el cabo de la daga. Rob se materializó a su lado e indagó:

—¿Quien crees que sean?

—Fraser. El del frente tiene un ramo de tejo en el gorro.

—En ese caso, están bien lejos de casa.

Júpiter se posicionó al frente de Mairi y gruñó de manera amenazadora. Para la sorpresa de Conall, ella acarició la cabeza del mastin y dijo al rodearlo:

—Quieto. Ellos son vecinos.

Vecinos. Su voz descubría una familiaridad la cual no le gustaba a Conall. Encaró al jefe del grupo, un guerrero de cabellos oscuros, que miró de reojo para Mairi y no disimuló el desagrado por la buena acogida dispensada al grupo de Conall.

Paró la montura a una corta distancia del campamento.

Los hombres formaron hileras a ambos lados de él.

—¿Quien es usted? ¿Y que quiere aquí?

—Soy Conall MacKintosh, tercer hijo de Colum MacKintosh y estoy aquí en nombre de los Chattan.

Una mezcla de reconocimiento y desconfianza marcó la expresión del guerrero.

—¿La alianza?

—Exactamente. ¿Y quien es usted?

—Soy Geoffrey Symon, señor y dueño de las tierras al oeste —respondió el otro, enderezándose en la silla.

—Symon —repitió Conall.

—Una rama del clan Fraser —le cuchicheó Rob.

—Bien pequeño. Con menos de cien hombres —añadió Harry bajito.

Los dos exploradores también habían venido para el lado de Conall.

—¿Cual es su negocio aquí? Usted aun no lo explicó.

—De hecho, no.

—Geoffrey, yo…

Con un gesto imperioso, Symon interrumpió a Mairi. Él y su banda continuaban montados, las sillas renqueando sobre los animales inquietos, el jefe

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vecino lo evaluaba, Conall lo sabía. El grupo de Symon se igualaba al de él, pero tenía la ventaja de estar montado. Aun así, la mirada de Symon revelaba una pizca de inseguridad, lo suficiente para estimular la confianza de Conall.

—La señora de aquí aceptó hacer negocios con los Chattan —le informó.

—¿Qué negocios? —el garañón pinto se movió en una reacción a la obvia sorpresa de Symon—. Esta señora está bajo mi protección. Su padre era mi amigo y aliado.

—¡¿Bajo tu protección?! —exclamó Mairi.

Idiota desgraciado. Ella ya estaría muerta, o en una situación peor, en caso de que Conall quisiera.

Symon la encaró.

—¿Que negocio, Mairi?

—MacKintosh va a construir muelles nuevos para que barcos mercantes del sur puedan atracar aquí.

—¿Que? —inquirió Symon al desmontar deprisa.

—En cambio, el clan Dunbar recibirá un cuarto de toda la mercancía que entra y salga de aquí.

Rob se limpió la garganta y Conall tardó cinco segundos para entender lo que ella dijera.

—Un quinto —corrigió él.

Mairi arqueó las cejas, mas aceptó:

—Eso mismo, un quinto.

Con media docena de pasos, Symon cruzó el espacio que los separaba.

—¡No existe negocio alguno! Para acordar uno sobre comercio en las aguas del lago, yo la haré.

Los dos se igualaban en la altura aventajada. Tranquilo, Conall encaró la mirada furiosa de Symon.

—Que sea así. Prefiero tratar con un hombre.

Ya iba a proseguir cuando una explosión roja dorada se interpuso entre ambos.

—Tu no harás nada de eso —con los ojos centelleando, Mairi empujó a uno para cada lado— esta tierra es de los Dunbar, no tuya, Geoffrey Symon. Acepté un trato y el va a ser respetado.

—¡Mairi, tu no sabes lo que estas haciendo!

—¡Concerté un trueque!

—Ah, ella hizo eso, si —confirmó Dora al entrar en el claro del campamento y postrarse al lado de Mairi.

Rob sonrió para la mujer simpática, más alta que él, pero ella fingió no notarlo.

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—Por lo tanto, MacKintosh, tu solo deberás tratar este asunto conmigo —declaró Mairi al girarse hacia Conall.

—Será un placer, mi señora —respondió él sin desviar los ojos de los de ella.

Percibió, por su expresión, que la respuesta la dejara nerviosa.

Quedó satisfecho.

—Ahora, quiero hablar a solas con Geoffrey —antes que él pudiese responder, Mairi lo empujó por el brazo— vamos, existen unas cosas que necesitamos discutir.

Mientras se dejaba llevar por ella, a Symon le costó desviar la mirada de Conall. Pararon en el borde del bosque, cerca de la primera cabaña en ruinas que marcaba los límites de la villa. No podían ser escuchados, solo vistos.

Con impaciencia creciente, Conall los observaba. Mairi parecía conocer a Symon demasiado bien. ¿Por qué eso le molestaba?

Después de algunos minutos, las mujeres Dunbar, excepto Dora, se acercaron para saludar a los hombres de Symon. Ellos desmontaron y sujetaron los caballos. Con señales, Conall instruyó a los suyos para quedar apartados. Júpiter finalmente se sentó, pero sin sacar los ojos de los extraños.

—¿Sobre qué estarán conversando? —conjeturó Rob, mirando para Mairi y Symon.

—No tengo idea. Y no me interesa saberlo —respondió Conall.

—Sin duda sobre los planes de Geoffrey para el matrimonio —explicó Dora con naturalidad.

Conall levantó de prisa la cabeza.

—¿El qué? ¿Ellos están prometidos?

—Bueno, ella lo estaba —Dora apuntó para ellos— los dos forman una bella pareja, ¿no creen?

—Ah, muy bonita —concordó Rob.

—¿Qué quieres decir con «ella lo estaba»? —indagó Conall sin prestar atención a los comentarios de ellos.

—Se trata de una historia muy interesante —afirmó Dora.

Rob llegó mas cerca y la miró con aire interrogativo como si le pidiese contar. Conall, sin dar oídos al buen sentido, también se acercó.

—Bueno, cerca de un año atrás, Alwin la perdió para Geoffrey.

—¿Perdió a la hija? ¿Cómo? —preguntó Conall.

—Fue una apuesta.

Sin percibirlo, él abrió los ojos. ¿Qué tipo de padre arriesgaría a la hija en una apuesta?

—¿Entonces, ellos deberán casarse? —preguntó Rob.

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Dora hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Pero Mairi no quiso saber de eso.

Conall miró para Mairi y se encontró sonriendo.

—Mujer inteligente.

—¿Entonces, ella no quiso aceptarlo como marido? —insistió Rob y Dora continuó:

—El día del matrimonio llegó y Geoffrey andaba por ahí como un pavo orgulloso, vestido lujosamente.

—¿Y Mairi? —quiso saber Rob.

—Ella no apareció.

—¡¿Qué?! —exclamó Conall sin contenerse.

Dora sonrió con aire malicioso.

—Ella se escondió en la floresta a una gran distancia de aquí. Alwin quedó furioso.

—¡Mairi tuvo coraje para romper con él! —exclamó Rob y rió lo suficientemente alto para llamar la atención de Symon.

Él levantó la cabeza y le dirigió una mirada irritada, pero continuó la conversación.

Esa discusión ya estaba tardando demasiado, decidió Conall. Él tenía que construir muelles y la mañana ya iba adelantada. Seguido por Júpiter, comenzó a atravesar el claro.

—¿No quiere escuchar el resto? —indagó Dora.

Él no respondió y continuó andando.

Kip surgió no se sabía de donde. Eso ya estaba volviéndose un hábito. Conall paró y lo observó acercarse a Symon. Los dos intercambiaron palabras que no podían ser escuchadas desde allí. Entonces, el guerrero rió. No con el niño, sino de él.

Kip sacó la daga. En pocos pasos, Conall lo alcanzó.

—¡Cuidado muchacho! —le advirtió y se controló para no agarrarle la mano.

—¡Niño idiota! ¿Piensas que puedes desafiarme? Pues venga —vociferó Symon.

—Geoffrey, para con eso. Kip, guarda tu daga —ordenó Mairi a los dos.

Kip se estremeció, mirando para Symon. Conall reconoció el odio. Mairi también.

—Un hombre necesita escoger sus batallas y sus oponentes con sabiduría —afirmó Conall en tono tranquilo. Después de un momento de tensión, Kip bajó el arma— vámonos muchacho. Tu madre tiene negocios que tratar con el vecino.

Le dirigió una mirada significativa a Mairi y, seguido por Kip y Júpiter, volvió al campamento.

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Delante de la ventana, Mairi dejó que la brisa del lago enfriase su rabia.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Geoffrey.

Ella apuntó para el banco de madera, al lado de la mesa, que ocupaban un buen espacio de la casa del lago.

—Ponte cómodo.

—Mairi, yo…

—Aquella no fue manera de tratar al niño.

—¿Quién, a Kip? Yo simplemente…

—Fue muy cruel y tú lo sabes. Él está en una edad difícil. No es más un crio, pero no alcanzó la edad adulta.

Geoffrey agarró su mano, pero Mairi la sacó.

—Lo siento mucho —se disculpó él.

—Kip necesita de la animación y de la orientación de un hombre y no de sus burlas.

—Claro. Ese es exactamente mi punto —afirmó Geoffrey al sentarse.

—¿Qué quieres decir?

Mairi se giró hacia él y, bajo la luz de la mañana, le notó la expresión seria. Extraño, pues lo conocía hacía varios años.

—Mairi, siéntate —mandó él.

Ella obedeció por causa de su expresión y no por miedo. Los ojos de Geoffrey mostraban gran cansancio, como si él cargase el peso del mundo a la espalda. Ella nunca lo había visto así.

—Tú y el niño necesitan de un hombre para orientarlos.

—Hum.

Ella comenzó a levantarse, pero él la agarró por la mano.

—Mairi, tu sabes que tengo razón.

Gran engaño. Ella no necesitaba de nadie, menos aun de un marido insensible y dominador. Jamás se olvidaría de la tiranía de su padre después del fallecimiento de su madre.

—Estoy muy bien por cuenta propia. Aun no hace un mes que mi padre murió y ya conseguí un acuerdo que alimentará al clan durante el invierno y por algunos años en el futuro.

—Ah, un acuerdo —su tono de voz la irritó, pues insinuaba la existencia de algo sospechoso en el negocio—. ¿Y como puedes saber si ese MacKintosh va a mantener la palabra?

—Él lo hará.

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—¿Estás segura? ¿Que sabes realmente sobre él? —preguntó Geoffrey, mirándola con firmeza.

La verdad, ella no sabía casi nada, excepto lo poco que Conall le había contado sobre si mismo y los Chattan.

—¿Quien le impedirá posesionarse de tus tierras y no pagarte nada? —argumentó él.

—Conall MacKintosh no hará eso.

¿Lo haría? Ella se preguntó mientras miraba para los muelles y la villa.

Todo estaba tranquilo.

—Deja que yo te proteja Mairi, y lo que queda de tu clan —apretó su mano levemente—. Yo te amo. Siempre te amé.

Ella lo miró y lo que vio en los ojos de él la desarmó. Este era un nuevo Geoffrey, hechicero y persuasivo. No recordaba al líder vanidoso, exigente que, en la compañía de su padre, bebía, jugaba y se divertía a costa de otras personas.

—No, ya lo dije —balbuceó ella, insegura.

Geoffrey se levantó, acercándose a su lado y la abrazó, forzándola a erguir la cabeza. Sin que pudiese impedirlo, él besó sus labios con la mayor delicadeza.

—Yo te amo, Mairi —repitió— medita un poco. Juntas, nuestras tierras ocuparán casi la floresta entera del sur y gran parte de Loch Drurie. Entonces, Fraser estará obligado a ajustar cuentas conmigo.

—¡¿Qué?! —exclamó ella al empujarlo.

Él sonrió.

—Yo decía que te amo.

—¡Embustero! ¡Tú amas mis tierras!

—No. Es a ti a quien deseo.

Intentó abrazarla otra vez, pero desistió ante su mirada furiosa.

—No lo dudo, Geoffrey. Tú me deseas como a un premio. Algo para ser conquistado y poseído.

—Pero…

—Tú odias perder, admítelo.

Mairi se giró para la ventana y miró para el lago.

—Tú me tratas con mucha severidad.

Ella le sintió las manos en los hombros y la respiración en los cabellos.

Tal vez fuera demasiado severa. Sin embargo, Geoffrey había forzado a su padre a ofrecer las tierras como garantía de la apuesta. ¿Y quien habría de saber que él moriría justo después? No es que ella lamentase la perdida del impresentable

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bebedor. Pero también sabía que Geoffrey podría haberse apoderado de ella y de la tierra si quisiera.

¿Por qué no lo hacía?

Mairi desvió la mirada del lago para la villa y vio a Conall, recostado en uno de los caseríos, observándola a través del agua. La brisa de otoño le revolvía los cabellos rojos dorados y levantaba el borde del kilt, mostrando los muslos musculosos. Un estremecimiento recorrió su cuerpo y ella se acordó del beso inesperado de él.

—Grosero —murmuró.

—¿Que? —indagó Geoffrey, trayéndola de vuelta a aquel momento.

—¡Oh! Nada. Solo estaba…

—Cásate conmigo, Mairi.

—Geoffrey yo...

—Di que vas a pensarlo —agarró sus manos— por favor, promete pensarlo —insistió él.

Perturbada, ella soltó las manos, levantándose y dirigiéndose a la puerta.

—Mairi —suplicó él.

—Está bien —dijo ella al levantar el pestillo, ansiosa para verse libre de él—, voy a pensarlo, pero no me presiones más.

Él sonrió, los ojos azules brillando.

—Traje carne. Tenemos que celebrar.

—Nada de celebraciones —Mairi declaró, arrepentida por haber aceptado. Abrió la puerta y una ráfaga de viento la sacudió.

—Tú y tus hombres pueden quedarse a comer, pero después, se van. Tengo mucho trabajo por hacer.

Respiró hondo y volvió la mirada para el lugar donde viera a Conall apenas unos momentos atrás.

Él no estaba allí.

Envarado, como un líder arrogante y dominante, Geoffrey se dirigió a la villa.

—Es carne de venado. La mejor que se puede encontrar en estos lados de la floresta —gritó por encima del hombro.

Mairi se recostó en la puerta y dejó que el viento continuase sacudiéndola. Necesitaba proteger lo que quedaba de su clan. Su blanco era claro, pero los medios pero alcanzarlo, oscuros.

¿En quien debería confiar?

¿En el hombre a quien conocía la vida entera o en aquel que acababa de conocer?

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—No se compara con el Castillo de Findhorn —comentó Rob al ver las pésimas condiciones del salón de la casa fortificada de los Dunbar.

—No, pero es mejor que el campamento en el bosque —dijo Conall.

Con la ayuda de las mujeres Dunbar, sus hombres habían pasado el día limpiando y arreglando la casa. Mairi y Dora se habían mantenido ausentes. En la noche festejarían allí. Symon había traído carne y suplementos.

Conall observó las gruesas paredes de tapia. La casa les proporcionaría un lugar seco para dormir y serviría también como sede para los trabajos de la construcción.

—Aun estoy sorprendido porque ella nos haya dejado quedar aquí —comentó Rob.

—No entiendo por qué ella prefiere vivir en aquel montón flotante de madera si puede ocupar esta casa.

Una risita repercutió en las paredes del salón. Deprisa, Conall se giró en dirección del sonido.

—¿Quien está ahí?

—Soy yo —el viejo hombre, que los había llevado a la sepultura de Dunbar, estaba parado en la puerta de la cocina—, Walter. Walter Dunbar. No creo que nos presentáramos correctamente.

No lo habían hecho. En aquel momento, Conall estaba muy preocupado. Con un gesto, invitó a Walter a acercarse.

—Sabe, Mairi jamás va a querer vivir aquí —contó el viejo hombre.

—¿Por qué?

—Era el dominio de su padre.

—Entiendo —dijo Conall, aunque no entendiese.

Al final se trataba de una buena casa, o lo sería si alguien la arreglase bien.

—Dunbar no cuidaba ni un poco de esto —comentó Rob al mirar para los muebles rajados o quebrados.

Conall apuntó para las manchas rojas en las paredes.

—¿Sangre? —preguntó.

—No, vino. Alwin adoraba beber y, a veces, rociaba la bebida por ahí —explicó Walter.

—Ah.

Él comenzaba a entender un poco mejor a Mairi Dunbar.

—Por hablar de beber, ¿cuando va a ser servida la comida? Yo ya podría refrescar la garganta —dijo Rob.

Los tres respiraban hondo a fin de apreciar el olor delicioso que venía de la cocina.

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—Calculo que pronto, por el olor de la carne —respondió Walter— creo mejor ir a llamar a sus hombres, MacKintosh. Yo voy a avisar a los de Symon.

Symon. Conall no estaba ni un poco satisfecho con el hecho de que Mairi hubiera dejado quedar al guerrero. Symon tenía interés en los planes de él y, Conall no había contado con eso. Sabía que Symon no desistiría sin luchar.

—Yo no lo haría —murmuró, acordándose del beso dado a Mairi.

—¿Qué? —indagó Rob.

—Nada —refunfuñó al apartar el recuerdo de la cabeza— ve a buscar a los hombres para comer.

Una hora más tarde, cuantos cabían estaban sentados a la mesa del salón. Hubo un momento de tensión cuando notaron que algunos tendrían que comer en otro lugar. Conall y Symon no querían ceder. Quien resolvió el asunto fue Mairi. Ella contó número iguales de los Dunbar, de los Symon y de los Chattan y los mandó para fuera. Dougal y Harry estaban entre ellos, igual que Kip. Júpiter fue ahuyentado del salón.

—Creo que a los muchachos les gustaría ir para el patio —dijo Rob, con un brillo malicioso en los ojos azules.

Conall miró por la ventana y vio a los dos exploradores entretenidos, conversando con dos jóvenes Dunbar bien bonitas.

—Harry y Dougal simpatizaron con nuestras muchachas —dijo Dora, sentada al lado opuesto de la mesa.

—No sería difícil que eso ocurriese —respondió Rob, mirándola.

—Tonterías —refunfuñó Mairi— pasen la sal, por favor.

Conall intentó agarrar la cajita de madera, traída por Symon, pero la mano chocó con la de él, haciendo que el salero volara por los aires y desparramara el contenido en el suelo. Los dos se encararon con miradas airosas.

—No tiene importancia. La carne está deliciosa sin sal —afirmó Mairi, fingiendo desinterés.

Symon se deslizó por el banco para estar más cerca de ella. Cuchicheó algo en su oído que la hizo sonrojarse. Furioso, Conall continuó encarando al guerrero.

—¿Cual es el problema contigo? ¿Estás interesado por alguna cosa que pertenece a otro? —indagó Rob bajito.

—Calla la boca —respondió Conall entre dientes.

Rob rió y retomó la conversación animada con Dora.

De un modo general, el ambiente era cordial. Los Chattan y los Symon daban la impresión de apreciar la mutua compañía. Conall sospechaba que los Symon no tenían la oportunidad de compartir comidas con otros clanes. En cuanto a las mujeres Dunbar, todas, excepto una, parecían felices con la abundancia de atención masculina.

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Mairi se mantenía silenciosa y reservada. Aunque Conall la hubiese conocido apenas en la víspera, sospechaba que su comportamiento no era normal. Resolvió provocar un poco de diversión en la conversación.

—Entonces, Mairi Dunbar, ¿cuales son tus planes para mis hombres mañana?

Ella lo miró, pero no le retribuyó la sonrisa.

—¿Que tiene ella que ver con tus hombres? —indagó Symon, obviamente agitado con el asunto.

Conall sonrió.

—Pregúntale a ella.

Con la daga, Mairi pinchó un pedazo de carne asada, del plato de madera que compartía con Symon y, entonces, hizo una pausa. Sin mirar para ninguno de los dos, respondió:

—Estoy dirigiendo la construcción de los muelles nuevos.

—¡¿Tú?!

—Eso mismo, yo —afirmó ella y comió el pedazo de carne.

—¿Y que entiendes tu de construcción? —Symon rió y ella le dirigió una mirada que paralizaría la envestida de un toro español.

Serio, él intentó explicarse:

—Yo solo quise decir... el asunto es... Mairi, tú no estás pensando con claridad.

Ella enterró la punta de la daga en la mesa. Toda la conversación cesó.

—Estoy razonando con la máxima lucidez, puedes estar seguro.

Su rostro enrojeció, resaltando los ojos de una tonalidad oscura de zafiro. Clavó los ojos primero en Symon y, después, en él.

Por Dios, ella se volvía embriagante cuando se enfurecía. Conall se excitó mientras continuaba observándola. Ella lo fascinaba, una mujer sola, pero no solitaria con quien las muchachas mimadas e insípidas, que él había conquistado con facilidad, no podrían ser comparadas ni de lejos.

Symon continuó preguntando sus planes, enrabietándola más.

Conall sintió una extraña satisfacción al escucharla dispensar los consejos del otro. Este quería las tierras y Mairi no estaba dispuesta a cederlas.

Él admiraba su ánimo firme y se encontró imaginando cuanto podría ella animarse entre sabanas suaves de lino. Un hombre se perdería, envuelto por sus cabellos flameantes.

—¿No estás de acuerdo, MacKintosh? —indagó ella.

—¿En qué?

Dios del Cielo, ella lo incluía en la conversación.

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—Con la idea de los barriles flotantes bajo las vigas de los muelles. Ellos necesitan ser calafateados muy bien con grasa para no llenarse de agua, naturalmente.

—Ah, si, los barriles. Y la grasa —él desvió la mirada confusa de su rostro y la fijó en Symon— ella tiene razón. Sobre los barriles, quiero decir.

—Insisto que no va a dar resultado —afirmó Symon al agarran un panecillo de avena.

—Va, si —ella se obstinó.

Conall le sintió la mirada y levantó la suya. Mairi le regaló una leve sonrisa, acelerándole el pulso. Geoffrey volvió a mirarlo con ojos gélidos. Conall se acordó de haberlos visto, por la ventana de la casa en el lago, esa tarde. Geoffrey la había besado sin que ella protestase. Una rabia loca casi lo había sofocado.

Ridículo. ¿Por qué habría de importarle que los dos fueran amantes? se preguntó Conall.

Vació la jarra de cerveza y se advirtió que estaba allí para realizar un trabajo, nada más. La última cosa que necesitaba era enredarse con alguien del lugar. Aun más con una cierta moza prometida a un Fraser, o aliada de ese clan.

Sin querer, miró para los labios de Mairi, para su cuello esbelto y la clavícula. Hum. Tal vez no tuviese importancia un simple escarceo amoroso, solo una distracción. Al final no se trataba de una virgen inexperta. Él conocía a las mujeres y Mairi Dunbar parecía ser experta en ese juego.

De repente, ella frunció el ceño. Conall le siguió la mirada hacia Rob y Dora que, a pesar de haberse conocido en la víspera, se mostraban muy enamorados.

—Él se siente atraído por tu amiga —murmuró a Mairi, sobre la mesa.

—Ella es viuda y tiene seis hijos pequeños.

—Rob prefiere mujeres expertas —hizo una pausa y añadió con mirada maliciosa—: yo también.

Symon quedó de pie.

—Usted no encontrará ninguna aquí, MacKintosh. Mairi Dunbar es mía.

Conall sospechaba que no. La sospecha se confirmó cuando Mairi agarró el cabo de la daga, se puso de pie y la arrancó de la mesa.

—¡No lo soy de ninguna forma!

—Nos vamos a casar —Symon afirmó.

—¿Cómo? ¿Quién se va a casar? —preguntó Dora.

—Mairi y yo —Symon se giró para Mairi—. Aun hoy, prometiste que ibas a pensar en ello.

Conall la vio temblar, pero no de miedo sino de rabia. Su rostro enrojeciéndose como si reflejara la tonalidad de su espesa cabellera.

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—Eso mismo, Geoffrey Symon, lo prometí y lo pensé bien.

—¿Y entonces?

Ella lo apuntó con la daga.

—Yo nunca me casaré contigo. ¿Oíste bien? ¡Jamás!

Symon quedó petrificado. Dora sonrió satisfecha y Conall, para sorpresa propia, compartió el sentimiento de ella.

—¿Y la deuda? —bramó Symon.

¿Que deuda? Conall no había escuchado hablar nada sobre una.

—Yo ya expliqué. Ella será pagada en la época del Año Nuevo. Esa fue la condición estipulada por mi padre.

«Vaya, ay más cosas en esto de lo que se pueden ver», pensó Conall. Él comenzaba a entender a Mairi Dunbar muy bien.

En un acceso inesperado de rabia, Symon dio un puntapié en el banco, casi derrumbando a Dora.

—¿Y como en nombre de Dios, esperas pagarla?

—Con mi parte del cambio de mercancías entre los Chattan y los barqueros del sur.

Symon quedó apopléjico. En un impulso, agarró a Mairi. Conall se puso de pie. En una fracción de segundos, saltaba sobre la mesa, volviendo jarras y esparciendo los restos del banquete.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, agarró a Symon por el frente de la túnica y lo tiró contra la pared. Las mujeres gritaban, unos quince guerreros se ponían en pie y corrían para agarrar las armas, tiradas en varios rincones.

—¡Basta! —gritó Mairi —¡paren ya con eso!

Conall ordenó a sus hombres que se contuvieran. En ese momento, Harry y Dougal pasaban por la puerta, empujados por detrás por los Symons y Chattan.

—Listo, terminó. Vuelvan a su comida —les dijo Mairi.

Los dos exploradores miraron para Conall en busca de confirmación. A una señal afirmativa de él, envainaron las espadas y volvieron para el patio.

Perplejo, Conall vio a Mairi correr para el lado de Symon.

—¿Estas bien, Geoffrey?

¡Por la sangre de Cristo! La mujer debería agradecerle a él en vez de adular a aquel atrevido.

—Si lo estoy —respondió Symon al levantarse del suelo y enderezar el kilt.

—En ese caso, vete. No tarda en oscurecer y ustedes tienen una larga cabalgata hasta su casa.

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Symon intercambió una mirada con ella, que Conall no descifró, y, después lo encaró.

—Esta no será la última vez que nos encontremos, MacKintosh.

Conall no esperaba que lo fuese.

Entonces, Mairi le dirigió la atención, pero no demostró la reacción que él esperaba.

—Y tú trata de no comenzar otra pelea en esta casa. ¿Escuchaste bien?

Él asintió con un gesto de cabeza. No sabía con certeza lo que había ocurrido y como actuar enseguida.

—Vete, Geoffrey —comentó Mairi empujándolo hacia la puerta.

Los Chattan abrieron paso para los Symon tan ancho como el aposento permitía. Los ojos azules de Symon no se desviaron de Conall hasta que pasó por la puerta. Y, al descender la colina, varias veces se giró para atrás. Los caballos estaban amarrados allá abajo.

Él y sus hombres montaron y siguieron rumbo al bosque que ladeaba el lago.

Al pasar por Conall, Mairi también le dirigió una mirada feroz. Los eventos de aquel día giraron en su cabeza hasta hacerla palpitar.

—Por Dios, quebré la regla número uno.

—Jamás te dejes enredar —dijo Rob al juntarse a él en la puerta.

Desde allí, observaron a Mairi Dunbar seguir para la casa en el lago. El sol, una bola de fuego en el poniente, se reflejaba en las aguas plácidas de Loch Drurie, envolviéndola en su radiante luz.

—Te enterraste hasta el cuello, Conall, muchacho.

Él suspiró.

—Parece que sí.

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Capítulo Cuatro

Ella les probaría. A los dos.

Mairi cortaba la última estaca podrida con el hacha cuyo corte estaba romo desde hacía días.

—Mairi Dunbar es mía —remedó e imaginó el cuello de Geoffrey al dar un nuevo hachazo.

Con el agua hasta la cintura, casi perdió el pie cuando la estaca cedió.

Con un gemido ronco, la empujó en dirección a la basura que los hombres de Conall apilaban al borde del lago.

—Prefiero tratar con un hombre —volvió a remedar y tiró el hacha en la playa.

—Tu imitación no es mala. Creo que Conall la encontraría graciosa.

Ella se giró deprisa en la dirección de la voz. Rob estaba sentado en un bote a remo, con el sol naciente iluminándole la espalda, a corta distancia.

—No venga a vigilarme a escondidas otra vez, hombrecito.

—Disculpa, no fue mi intención —remó más cerca— estabas entretenida con tu trabajo y no me viste llegar —dijo apuntando hacia el resultado de tres días de demolición.

Mairi miró para él, pensando si estaba mintiendo o no.

¿Que importancia tenía? Caminó por el agua rasa hasta la playa y lo vio empujar el bote para fuera.

—¿Donde está su amigo?

Ella había evitado, a propósito, la compañía de Conall en los últimos días.

Rob subió en las piedras y amarró el bote.

—Salió con Kip, creo.

—¿Qué? —ella ya los había visto juntos a los dos algunas veces y sospechaba de la creciente camarería entre ellos— ¿qué está haciendo él con Kip?

—Aprendiendo a nadar.

—Pagaría por verlo.

—Pues ve detrás de ellos —sugirió Rob, apuntando hacia el bote—. Están en la pequeña ensenada al sur de aquí.

—Creo que mejor no —dijo ella agarrando un paño seco en la playa.

Rob la miró desde la cara hasta los pies.

—Si yo fuera tú, no iría de esa pinta.

—¿De esa pinta como?

—Solo medio vestida.

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—Estoy bien decente —afirmó Mairi al comenzar a secarse los cabellos.

Después de todo, ella venía tomando el máximo cuidado para garantizar la modestia mientras trabajaba en el agua. Estaba con una túnica corta, de lana oscura, sobre la camisa. Quedaba ridícula y casi no conseguía nadar con ella, pero servía para mantener apartadas las miradas de los hombres que trabajaban a su lado.

—Haz como quieras —Rob dijo antes de tomar el camino de vuelta para la villa.

Tan pronto él desapareció de la vista, Mairi soltó el bote y lo empujó de nuevo para el agua. Los hombres de Conall estaban ocupados esparciendo la basura mojada por la playa para secarla y después quemarla. Tardarían horas para esparcirlo todo. Antes de eso, ella estaría de vuelta.

Ellos habían trabajado tres días bajo su dirección, sin conseguir los resultados esperados. Solo la mitad de los guerreros Chattan sabía nadar. ¡Idiotas inútiles!

Saludó a Dougal, a quien dejaba encargado del trabajo todas las veces que se ausentaba del lugar. Por lo menos el explorador podía dar unas pocas brazadas. Él la saludó de vuelta y Mairi comenzó a remar, llevando el bote rumbo al sur del lago.

A pedido suyo, Conall se mantenía apartado, pero los observaba, especialmente a ella, desde la casa de la colina. La facilidad con que él había cedido la autoridad la dejaba curiosa. Geoffrey jamás le daría permiso para dirigir a sus hombres.

Se acordó de que su dirección costaría bien caro en caso de que el trabajo no se terminase a tiempo de recibir el primer barco mercante del sur. Miró para la posición del sol en el cielo y notó las tonalidades del otoño de la floresta. Faltaba poco más de un mes para el día de santa Catalina.

Mairi pasó a remar más deprisa mientras luchaba contra la aprehensión. Ella terminaría el trabajo a tiempo, pagaría la deuda y se libraría para siempre de Geoffrey. Y de Conall MacKintosh también, juró.

—Tramposos desgraciados, los dos —rezongó, molesta.

Un grito repercutió sobre las aguas plácidas del lago. Deprisa, Mairi remó para un punto del margen bien protegido por la densa floresta. No quedaba muy lejos de la villa.

Saltó al agua tranquila, empujó el bote para la orilla y lo sujetó.

Desde allí, iría a pie por la pequeña península, también cubierta por los árboles que se proyectaban en el lago, formando la pequeña ensenada del otro lado.

Al acercarse escuchó risas de niño y de hombre. Paró en el tope de una pequeña elevación y se agachó detrás de un grupo de tojos. Muy despacio y apoyada en las manos y en las rodillas, gateó hasta que los dos surgieron en su campo de visión.

—¡Por la sangre de Cristo! —murmuró.

Conall estaba de pie en una piedra chata, al borde del agua, completamente desnudo. Kip se encontraba al lado, con una varita en la mano, mientras Júpiter esperaba que él la tirase. Sin saber, el niño la lanzó para su lado.

—¡Diablos! —refunfuñó ella y se agachó.

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Júpiter entró en la maleza. Mairi podía oír los pasos más abajo de su escondrijo. Se metió en un matorral, aguantó la respiración y esperó a que pasase.

Conall y Kip, ajenos a su presencia allí, continuaban conversando. Después de unos minutos, ella no escuchó más al mastin. Gracias a los cielos.

De espaldas, salió del matorral y chocó contra algo sólido.

¿Sería una piedra? No se acordaba de haber visto una allí. Giró la cabeza y el corazón se disparó. Júpiter estaba acostado justo detrás, con la varita presa entre los enormes dientes.

—Calma, calma —murmuró al acercarse a él.

Júpiter tiró la varita, pero antes que pudiese ladrar, Mairi le agarró el hocico con las dos manos.

—Si no das ni un gemido, prometo encontrar un hueso bien grande para ti —dijo en un tono bajito y amistoso.

Aguantó la mirada del cachorro hasta notar que él obedecería.

Entonces, apartó las manos.

Júpiter la siguió mientras ella se ajustaba a una posición cómoda, en un lugar donde podía ver bien la ensenada. Sonrió. Kip mostraba como improvisar ropa de baño con la camisa.

—Tú amarras así —explicó el niño agarrando la parte del frente y de atrás de la falda larga de la camisa y la prendía con dos nudos entre las finas piernas.

Conall rió.

—Nada de eso. No quiero quedar con la forma de un bebé en cueros. Prefiero nadar desnudo.

—Aquí está bien, pero en la villa, haz de querer usar algo para eximirles de la visión a las mujeres —dijo Kip.

—Ah, creo que algunas de ellas no quieren que se las exima.

—Pícaro —refunfuñó Mairi.

Sus ojos se abrieron cuando Conall se giró muy despacio en la piedra, permitiéndole una visión de aquellos atributos de los cuales, en la opinión de Kip, ella debería ser eximida.

Mairi respiró ruidosamente. Ya había visto muchos hombres sin ropa antes, pero casi siempre viejos o jovencitos. Jamás viera uno semejante a Conall MacKintosh.

Sus cabellos estaban sueltos y caían por los hombros como la melena de un león, rojizos como los suyos a la luz de la mañana.

Su mirada descendió por el pecho, levemente peludo, y luego para más abajo.

—¡Dios del cielo!

—Vamos allá —gritó Kip batiendo las manos en el agua rasa.

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Ella vio a Conall seguirlo con la máxima cautela, un paso a la vez. Paró cuando el agua le alcanzó la cintura.

—Muy bien, aquí ya es lo suficientemente hondo —avisó Kip. Enseguida, le estiró una rama de alerce— agárrate a ese lado y yo voy a empujarte para más adelante.

—¿Estas seguro de lo que vas hacer? —indagó Conall.

—Claro. Ya enseñé a docenas de niños a nadar.

—Solo que no soy niño —avisó.

Aun así, agarró la punta de la rama y dejó que el niño lo llevase para más adentro en el lago.

Cuando el agua ya batía en el pecho de Conall, Kip dijo:

—Ahora, levanta los pies del fondo para que las piernas floten.

—Flotar —repitió Conall.

—Eso mismo, flotar.

Mairi pensó si no debería llegar más cerca del agua. En caso de que Conall se hundiera, ella dudaba que Kip tuviera la fuerza suficiente como para empujarlo de vuelta a la superficie.

—Fijación desgraciada. Debía haberte dejado morir ahogado aquel día —dijo bajito a Júpiter que no quitaba los ojos del dueño.

En un movimiento cauteloso, Conall soltó los pies del fondo y, batiendo las piernas, intentó flotar. Se hundió como una piedra.

—¡Condenado idiota! —exclamó Mairi al apartarse del escondrijo.

Paró en el borde del matorral, sorprendida con el rápido y eficiente socorro de Kip.

El niño era inteligente, reconoció llena de orgullo. En vez de sumergirse y agarrar a Conall, Kip lo empujó con la rama en dirección al agua rasa. En menos de un minuto, Conall estaba tosiendo y escupiendo en las piedras.

Kip le dio unas palmadas en la espalda a fin de ayudarlo a recuperar el aliento.

—No te desanimes. Vamos a intentarlo otra vez así que estés listo.

Conall aceptó con un gesto de cabeza y entre profundas inhalaciones de aire.

Mairi volvió a esconderse en el interior del matorral. Se asombraba con la extraña afinidad entre el guerrero y el niño sin padre.

Conall trataba a Kip como a un hombre, un igual y con algo que ella recibiera muy poco de su padre o de Geoffrey: respeto.

En la última noche casi no durmiera. Se preocupaba con la posibilidad de haber actuado mal al rechazar casarse con Geoffrey. Para garantizar su propia independencia, tal vez hubiese hecho un gran mal a su clan.

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En ese momento, observando a Kip y a Conall juntos, se sentía más confiada en la decisión tomada. Los muelles serían construidos, los barcos llegarían con las mercancías, ella pagaría la deuda y sería libre del domino de cualquier hombre.

Observó a Conall levantarse, el agua escurriéndole por la espalda musculosa.

¿O no sería?

Obviamente la mujer necesitaba su ayuda.

Conall balanceó la cabeza cuando Mairi volvió a la superficie, por tercera vez, con la pesada cuerda aun en las manos.

—Nunca va a conseguir sujetarla sola.

—Tal vez no. Pero sin duda no parece dispuesta a desistir —comentó Rob.

Mairi respiró hondo y volvió a sumergirse. Esta vez, Kip la acompañó. Harry y Dougal continuaban nadando alrededor de la plataforma flotante en construcción. Los dos exploradores nadaban bien, pero no habían conseguido aguantar la respiración por tiempo suficiente allá abajo, como para sujetar la cuerda en el fondo.

—Está haciendo todo mal —comentó Conall, yendo en dirección al agua.

—Quieres decir que Mairi está haciéndolo a la manera de ella y no de la tuya, ¿no es así?

Él ignoró el comentario de Rob y continuó caminando. Cuando alcanzó la playa rocosa, gritó:

—Harry, Dougal, ¿que diablos está haciendo ella allá abajo?

Harry respiro hondo y se sumergió. Conall esperó y esperó.

Finalmente, el explorador apareció en la superficie casi sofocado. Dougal lo agarró por el brazo y lo empujó para arriba de la plataforma.

—¿Y entonces? ¿Qué está ocurriendo? —preguntó Conall, impaciente.

—Ella aun está allá abajo —dijo Harry con dificultad.

—Eso lo se, idiota —le reclamó, empujando el bote de remos para el agua, entrando en el y apartándose antes de que Rob pudiese saltar dentro también.

Kip llegó a la superficie cuando Conall ya subía en la plataforma flotante y, apurada, informó:

—Mairi ya casi lo consiguió y me mandó a venir a buscar más cuerda.

—Están allá en la casa de la colina, donde las mujeres están haciendo nuevas. Voy contigo —dijo Harry al volver para el agua.

—También voy —se ofreció Dougal, pero Conall lo prohibió.

—No, tú vas a quedar aquí conmigo.

—Pero...

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—Se muy bien por qué quieres ir. A causa de las mozas, una en especial, estoy seguro.

Lo miró mientras recordaba a la jovencita a quien Dougal dirigía miradas apasionadas, durante la comida de los últimos tres días.

Ella era una criaturita delicada y de aspecto frágil.

Dougal se encogió de hombros y sonrió.

—Quédate lejos de ella, muchacho. Tenemos un trabajo para hacer aquí, y cuando terminemos, nos vamos.

Dougal apuntó para el agua.

—¿Entonces, vas a dejarla?

—¿Dejar a quien?

—Mairi. Pensé que te agradaba.

—Estás loco, muchacho. Yo no... —el corazón de él casi paró. Miró para la superficie del agua en busca de las burbujas—. Por Dios, ¿Dónde está ella? —gritó a Dougal—. Ve a buscarla.

El explorador sonrió.

—Te agrada ella, si.

—No. Yo solo... —dominado por un pánico absurdo, Conall quedó de pie en el borde de la plataforma— vamos, esa mujer petulante ¡que se fastidie!

Mairi surgió a la superficie, sin provocar ondulaciones en el agua.

—Gracias al buen Dios —murmuró Conall.

Ella nadó hasta la plataforma y gritó:

—No te quedes ahí parado como bobo. Agarra aquí esto.

Mairi llevaba algo pesado y él tuvo que arrodillarse para agarrarlo. Era el jamón.

Mientras empujaba la carne encharcada para fuera del agua, él se acordó del beso y sonrió.

—¿Por qué estás sonriendo? —preguntó ella.

Dougal la ayudó a agarrarse en el borde de la plataforma.

—Tenía miedo de que te hubieses ahogado.

Mairi les dirigió una mirada incrédula.

—Será más fácil que un caballo vuele. ¿Donde está Kip con la cuerda?

Dougal respondió esa pregunta y muchas más sobre el progreso de los hombres que cortaban madera en la floresta.

Conall la estudiaba mientras el agua escurría de sus cabellos para el rostro y cuello. La luz del sol reflejada en los rizos mojados alrededor de su rostro.

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—¿No me escuchaste? —le preguntó ella.

Conall se apresuró a prestar atención.

—¿Disculpa, que?

—Dame tu mano para poder subir ahí —él la extendió, y al instante siguiente, Mairi ya sentaba en la plataforma— la cuerda está anclada y va asegurar el rompeolas cuando los muelles sean asentados —Mairi apuntó a un punto a medio camino de la costa—. Vamos afirmar otra allá.

—No será necesario —dijo él— además ya estamos atrasados. Creo que debemos...

—Es necesario, sí. Dougal, pide a Dora que te muestre donde está el resto de las cuerdas. Vamos a necesitar unas tres yardas por lo menos.

—No. Ve a decir a los hombres que traigan las láminas de madera para la playa. Vamos a comenzar a asentarlas hoy.

Mairi se puso en pie y lo encaró.

—Las cuerdas, Dougal.

—No, las láminas —insistió Conall, encarándola también.

—La tierra y los muelles son míos. Yo dirijo los trabajos. Tú aceptaste eso. ¿Por casualidad lo olvidaste?

Él tuvo unas ganas irresistibles de besarla. Por lo menos, se callaría. Pero, por el rabillo del ojo, vio el jamón muy al alcance de sus manos. Lo pensó mejor y resistió la tentación.

—Creo que podemos hacer las dos cosas —opinó Dougal.

Ellos se habían olvidado del explorador.

—¿Las dos? —indagó Mairi.

Dougal apuntó para la playa mientras respondía:

—Eso mismo. Casi la mitad de la madera ya fue cortada. No creo que estorbaría el curso de los trabajos si comenzásemos a juntar los trozos ya.

Menos mal que el muchacho veía los trabajos bajo su punto de vista, pensó Conall, satisfecho. Pero Dougal añadió:

—Mairi también tiene razón. Necesitamos de otro ancladero. Allá, donde ella mostró —añadió, apuntando.

Mairi cruzó los brazos en el pecho y arqueó las cejas. Irritado, Conall hizo una mueca.

—Está bien. Por lo menos no vamos a perder más tiempo —dijo él.

—Magnifico. Dougal va a ayudarme con las cuerdas.

—¡Por todos los diablos, no! Dougal va a supervisar el trabajo con la madera al lado de Harry. Yo voy a ayudarte con las correas.

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—¡¿Tú?! —ella rió con desdén—. Tú no sabes nadar. No consigues ni dar dos brazadas seguidas.

—Puedo, sí. Vengo practicando bastante.

—¿Tú llamas a eso nadar? Vamos, si Kip no estuviera allí, te habrías hundido como...

Se calló.

Él tenía razón.

Mairi había estado allá en la ensenada. Él había sentido que alguien lo observaba y, cuando Júpiter desapareció, supuso quien era.

Si hubiese sido otra persona, el mastin lo habría alertado. Por alguna razón insondable, al cachorro le gustaba ella.

A él mismo comenzaba a gustarle la mujer.

Le sonrió provocando un relámpago de color en sus mejillas. Rápida, ella desvió la mirada.

—Yo no estaba preocupado. Tú me habrías salvado en caso de que estuviera corriendo peligro —afirmó Conall.

—No estés tan seguro de eso —dijo Mairi al pasar al lado de él e ir a mover la cuerda del ancla sujeta a la plataforma.

—Deja que yo verifique eso —pidió Conall.

Con un fuerte empujón, la cuerda se soltó, lo que provocó una mirada desconfiada en Mairi.

—Soy muy bueno en asuntos de nudos.

—¿Ah, si? Entonces, vamos a ver como vas a resolver aquel allá —sugirió ella apuntando hacia la playa donde Rob y Dora se ocupaban en estirar una larga cuerda de ancora.

Los seis hijos de Dora rodeaban a Rob con abejas alrededor de la miel. Para la sorpresa de Conall, Rob paró lo que hacía y salió corriendo con ellos por la playa. A pesar de la distancia, notó la expresión alegre de Dora. De hecho era un nudo bien dado.

—Aquel si es un par interesante —comentó Dougal al izar el cuerpo por encima de la plataforma.

—Hum —rezongó Conall.

Él nunca había visto a su amigo comportarse de esa forma. Juntos, los dos habían tenido aventuras amorosas con mujeres en Escocia entera y fuera del país. El interés de Rob por una raramente duraba más que una noche. Si no conseguía llevar a la cama a quien venía cortejando hacía algunas horas, iba a buscar otra más accesible.

Y ahora, su amigo rodaba en la arena con seis niños alborotadores mientras la madre los observaba, encantada.

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—Hum, voy a conversar con Dora hoy en la noche —comentó Mairi mientras agarraba una vara larga y gruesa cuya punta metió en el agua.

—Y yo con Rob —afirmó Conall.

Con el auxilio de la vara y un gemido ronco, ella comenzó a empujar la plataforma en dirección al punto de la segunda ancla. Conall se arrepentía por haberse ofrecido a ayudarla a sujetar la cuerda.

Dougal los observó y dijo bajito:

—Sin duda otro par.

Mairi pasó buena parte del día siguiente en el matorral, al lado de las otras mujeres del clan, trenzando cuerdas con lana hervida. Dora no paraba de hablar.

—Ni pienses en eso —dijo Mairi dirigiendo una mirada severa hacia la amiga.

—Yo solo estaba diciendo lo mucho que mejoró la casa de tu padre después de que los Chattan se acomodaran en ella.

Mairi rezongó cualquier cosa.

—Y la villa también —comentó Judith cuyos ojos estaban fijos en unos cuantos hombres que arreglaban una de las cabañas.

Mairi reconoció la silueta alta y esbelta de Dougal entre los otros.

—Ya las avisé a ustedes dos de que ellos no van a quedarse aquí.

—Pero Dougal dijo...

Mairi frunció el ceño y Judith se calló.

—Cuando los muelles estén listos, ellos volverán a casa.

—No todos, sin duda —aportó Dora al agarrar un nuevo mazo de lana— algunos van a tener que quedarse. Permanentemente, quiero decir.

—¿Para que?

—Para controlar el cambio de mercancías —informó Judith.

Mairi notó que el rostro de la moza había adquirido una lozanía que la transformaba. Estaba aun más bonita y animada. Vio a Judith trenzar la cuerda sin desviar los ojos de Dougal en la villa abajo. Los dos debían estarse encontrando a escondidas, estaba segura.

—Podemos controlar el comercio de mercancías solos. No necesitamos de los Chattan. Ellos que vengan una vez al mes a fin de agarrar la parte que les toca —declaró Mairi.

Dora refunfuñó.

—¡Claro! Como si cualquier hombre, en su sano juicio, concordase con eso.

—¿Que hay de malo? Es un plan muy bueno. Mañana mismo, voy a proponérselo a Conall.

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—Voy a explicar lo que hay de malo, tonta —Dora dejó el trabajo en el regazo— ¿cuantos somos nosotros? No más que treinta y casi todos mujeres y niños.

—¿Walter no cuenta? —preguntó Mairi.

—Pobre, casi no tiene fuerzas para cargar los baldes con los restos de comida para los puercos —le agarró las manos— Mairi, lo admitas o no, lo necesitas.

—¿A quien?

—Tú sabes a quien. Y no te ilusiones, niña. Geoffrey vendrá a buscar lo que le es debido.

—Lo se, pero solo en el Año Nuevo.

Mairi desvió la mirada. Dora y ella sabían que Geoffrey vendría mucho antes.

—Él va aparecer pronto y no para cobrar el pago de la deuda. Él vendrá para llevarte.

Ella soltó las manos de las de Dora.

—Él que lo intente.

—¿Y qué piensas hacer, criatura? Somos solo nosotras, solas.

—Los hombres de Conall se quedarían para protegernos —aportó Judith— yo los oí conversando y...

—¿Quien estaba conversando? ¿Cuando? —demandó Mairi.

—Vaya... no, yo...

—¡Habla pronto, niña!

Judith retorció las manos delicadas.

—Es que... bueno... Dougal dijo...

—Dougal otra vez —la interrumpió Mairi con tono áspero.

—Y Rob también —Dora apretó los labios antes de añadir—: todos se quedarán si nosotros se lo pedimos.

Mairi tiró, al suelo, un pedazo ya tejido de cuerda.

—Si depende de mi, ninguno de ellos se quedará.

—Tú lo necesitas, Mairi —insistió Dora.

—No necesito de nadie. Mucho menos de ese... ese...

La imagen del cuerpo musculoso de Conall, desnudo y mojado, le surgió en la mente.

—Una mujer necesita de un buen hombre para protegerla —argumentó Judith.

Mairi apartó la imagen y la sustituyó por otra que despreciaba.

—Ah, como mi padre protegía a mi madre, quieres decir.

—Disculpa —murmuró Judith.

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—La culpa no fue de él, Mairi. ¿Nunca vas a dejar de culparlo? —preguntó Dora.

—Jamás —Mairi balanceó la cabeza despacio—. Alwin Sedgewick Dunbar, que su alma se queme para siempre en el infierno para pagar sus pecados.

Judith ahogó una exclamación de horror.

—Para ya con eso —la amonestó Dora.

Mairi rechinó los dientes y crispó las manos en el regazo. Su amiga la tocó en el hombro.

—Lo se, niña. Lo se —murmuró.

Mairi respiró hondo el aire de otoño y enterró el dolor donde nadie pudiese tocarlo ni ella sentirlo. Entonces, apartó la mano de Dora de su hombro.

—No necesito de hombre alguno y ni tu. Mira tus seis hijos, todos fuertes y saludables.

—Y yo, medio muerta de tanto trabajar para criarlos.

—Estas consiguiéndolo muy bien sola y yo también lo haré.

Un estruendo sacudió el suelo. Judith gritó. Mairi se levantó de prisa mientras millares de hojas amarillas caían de los árboles sobre ellas.

—¿Qué fue eso?

—Resultado de su magnifica dirección, creo.

Ella miró para donde le dedo de Dora apuntaba en la playa.

—¡Ay, no!

—¿Aquel no es el pino altísimo que tu mandaste a derribar? —preguntó Dora.

Su estómago se contrajo al ver una docena de hombres intentando empujar el árbol cortado.

—Así es.

—¿El mismo pino que Conall MacKintosh te dijo para no tocar?

—Miren el suelo, aplastó los muelles nuevos que los hombres montaron en la playa —dijo Judith.

Rojo, el rostro de Mairi ardía.

—Eso va a retrasarnos una semana —declaró Dora.

Mairi no consiguió respirar al ver a Conall y a Rob galopar en dirección a la villa. Ella ni sabía que los dos habían ido algún lugar.

Vio a Conall desmontar y correr para la playa. Aun a esa distancia, lo oyó maldecir.

—Está furioso —dijo Judith.

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—Como tiene el derecho de estar —afirmó Dora, mirando a Mairi con las cejas arqueadas.

Conall se giró para atrás y sombreó los ojos con la mano.

—Está mirando para acá —gritó Judith.

Mairi se escondió detrás del tronco largo de un árbol.

—Debías de haberlo escuchado desde el principio —la censuró Dora.

Conall comenzó a subir la colina, rumbo para donde estaban ellas. Pues que viniese. Mairi volvió junto a las otras y se preparó para enfrentarlo.

—Si quieres terminar los muelles a tiempo, es mejor hacer lo que él diga de ahora en adelante.

Mairi cerró los puños.

—Prefiero morir a dejar que él o cualquier otro hombre me diga lo que tengo que hacer y como.

Afianzó bien los pies en el suelo, fijó la mirada en la silueta de él y lo esperó.

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Capítulo Cinco

—Haré exactamente lo que tú digas. Sin preguntar —garantizó Mairi.

Conall la observó con una buena dosis de desconfianza y ella tuvo que esforzarse para no sonreír. Había aceptado la petición de él para conversar en un lugar más reservado y, aunque detestase la casa de su padre, allí estaba ella sentada entre Conall y Rob.

—¿Por qué harías eso después de haber sido tan problemática? —indagó Conall.

Ella se encogió de hombros.

—Tu mismo lo dijiste. No entiendo nada de ingeniería y construcción. Evidentemente tú entiendes mucho.

—Es lo que él garantiza —aportó Rob antes de tomar un trago más de cerveza.

Conall lo encaró con severidad.

—Muy bien. Di a mi pueblo y a mí qué hacer y nosotros obedeceremos —afirmó Mairi.

—¿Exactamente lo que yo diga?

—Exactamente lo que tú digas.

Le sonrió con expresión sumisa y Conall se esforzó por disimular la satisfacción. Enseguida, se levantó para indicar el fin de la conversación. Pero, ella pidió:

—Un momento, por favor. Quiero añadir que, para cada día, después de la fiesta de Santa Catalina, en caso que la construcción no esté terminada, los Chattan deberán pagar a los Dunbar el doble de su parte de todos los cargamentos.

—¡¿Qué?!

Fue la vez de Mairi de disimular la satisfacción.

Rob rió.

—Eso no es posible. Ya perdimos mucho tiempo bajo tu dirección —argumentó Conall.

—Puede ser, pero siendo tan eficiente, vas a recuperar el tiempo perdido. Tú eres capaz, ¿no esa así?

—Es lo que ella piensa —provocó Rob.

Mairi se levantó y se dirigió a la puerta mientras decía:

—Como Dora siempre afirma, lo que es justo para uno es justo para otro.

—Mujer inteligente esa Dora —elogió Rob.

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Tan pronto salió afuera, se puso la mano en la boca para ahogar la risa. Voces exaltadas venían del interior de la casa. Ella quedó inmóvil, intentando reconocer la de Conall.

Por el rabillo del ojo, vio a Kip llegando del jardín, acompañado de Júpiter, los dos corriendo y saltando.

—¡Psss! —murmuró ella mientras apuntaba para la casa.

El niño paró y el mastin se chocó contra él.

—Quietos —dijo ella bajito.

Kip se acercó y abrió lo ojos cuando escuchó la serie de palabrotas que salían por la puerta.

—¿Que está pasando?

Mairi sonrió.

—Conall MacKintosh es el encargado de la construcción de ahora en adelante.

—Ah, muy bien. Los hombres deben encargarse de ciertas cosas y no las mujeres.

—¿Quien te dijo eso?

—Él —respondió Kip apuntando para la puerta donde se veía la silueta imponente de Conall.

Los ojos verdes se clavaron en ella.

—¿Tú le dijiste eso a Kip?

—Lo dije —respondió él al acercarse.

—Me gustaría que tú, en el futuro, no...

—Reúne a tu clan en la playa dentro de una hora —la interrumpió Conall, bajando ya la colina.

—Pero yo no terminé de...

—¡Una hora!

Mairi cruzó los brazos en el pecho y lo observó hasta que él desapareció en la villa.

—Creo que es mejor que hagas lo que mandó —la aconsejó Kip.

Ella sonrió.

—Es lo que pretendo. Voy hacer exactamente lo que él dijo.

Nada había salido como él esperaba.

Conall juró entre dientes cuando el muelle se balanceó y se inclinó hacia uno de los lados. Habían trabajado durante días, sin obtener grandes progresos.

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—Sabes, ella estaba en lo cierto sobre la tercera corriente de anclaje. Debiste haberla escuchado —lo censuró Rob.

—Está balanceándose mucho, ¿no crees? —comentó Harry al ponerse a saltar a fin de probar la primera parte de los muelles nuevos.

—¡Por Dios! —gritó Conall, apoyándose en el hombro de Rob a fin de equilibrarse mientras el agua inundaba los trozos.

—Ay, disculpa, lo olvidé —dijo Harry al parar.

Rob sonrió.

—Las lecciones de natación no dieron los resultados que él esperaba.

—¡Esta bien, basta! ¿Qué quisiste decir con esa historia de que yo debería haberla escuchado?

—Yo la escuché explicar claramente que la primera dársena necesitaba ser anclada en tres puntos y no solo en dos.

—¿Tres puntos? Que... ¿sabías eso? —indagó Conall, girándose hacia Harry que hizo una señal afirmativa con la cabeza.

¡Mujer desgraciada! Él la había ayudado a sujetar la segunda correa y, en cambio, solo había recibido críticas mordaces y miradas maliciosas. Ella no le había dicho una sola palabra sobre la tercera.

Muy despacio, Conall caminó por dársena insegura, en dirección a la playa donde Mairi lo esperaba.

—Hicimos exactamente lo que tu mandaste —dijo ella al levantar bien el mentón y, después, apretar los labios.

Que Dios lo ayudase. Si Mairi continuase actuando de esa forma, él la estrangularía.

—¿Estás satisfecho?

—No, ni un poco —respondió él, sintiendo la sangre hervir.

—Bueno, debo recordarte que yo te dije...

Conall agarró su brazo. Por un segundo, vio pánico en aquellos ojos azul oscuro. Pero al instante siguiente, ellos volvieron a exhibir una expresión gélida.

—Tú sabías que eso iba a ocurrir —la acusó, apuntando para la dársena insegura.

Mairi se alzó de hombros.

—Por todos los diablos, mujer, ¿por que no hablaste?

—Pensé que habías dicho que hiciéramos exac...

—¡Criatura irascible y vengativa! No tienes consideración por nadie excepto...

—Hablas más como nosotros cuando estás bravo, ¿lo sabías?

—¿Como? ¿Sobre que estás dando con la lengua entre los dientes ahora?

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—¿Lo ves? Hablaste de la misma forma otra vez —Mairi sonrió y Conall tuvo ganas de pegarle— tu acento. Es muy diferente del nuestro y hasta del de tus hombres. Solo es parecido cuando estas bravo.

Uno... dos... él respiró hondo y resistió la tentación de sacudirla hasta que se desmayase. Por Dios, la mujer lo enloquecía.

—¿No creciste aquí? —preguntó Mairi.

—¿Con todos los diablos, de qué estás hablando ahora?

—De la región montañosa de Escocia. ¿Tú no eres de aquí?

La rabia de él se enfrió.

—Lo soy, si. Nací en Findhorn y fui criado allá cerca, en Braedún Lodge.

—Ya oí hablar de esos lugares. ¿Entonces, por qué hablas con un acento diferente?

Conall recorrió la mirada por sus labios, por el sol en sus cabellos, por el escote del vestido que la brisa ondulaba.

—Yo... yo acabé de ser educado en Francia, por la familia de la mujer de mi hermano. Fui para allá con quince años y volví con veinte.

—Ah, eso explica tu acento.

De repente, él sintió una onda de calor y se pasó la lengua por los labios.

—Después de eso, no paré mucho en ninguna parte.

—¿Por qué no?

—Yo... Rob y yo estamos siempre viajando.

Ella lo estudió por un momento y, entonces, indagó:

—¿Y tu mujer? ¿Ella concuerda con esos viajes?

Conall aguantó la mirada y, una vez más, se maravilló con sus ojos que le recordaban las aguas plácidas de Loch Drurie.

—Yo no tengo mujer —respondió y pasó por su lado, en dirección a la montura sujeta cerca de allí.

Mairi no lo siguió.

Un momento después, los pasos de Rob se hicieron oír detrás de él.

—¿Adonde vas? —preguntó el amigo.

Conall soltó el garañón negro y montó.

—A aquel lugar que patrullamos cuatro días atrás.

—¿Donde pensaste haber visto a los hombres de Symon?

—Ese mismo.

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Dio una palmada en el cuello de la montura y la giró en dirección del bosque. Júpiter sacó la cabeza fuera de la maleza, su lugar preferido para dormir. Salió y fue cerca de su dueño.

—Espera, también voy contigo —dijo Rob, yendo a agarrar la montura.

—No. Quédate aquí para supervisar la colocación de la tercera cuerda.

—Pero...

—Y agarra a Júpiter —miró hacia el perro y llamó su atención— quédate con Rob, muchacho.

El cachorro no obedeció y continuó al lado del garañón.

—Amarra a este obstinado. No quiero que me siga.

Rob agarró a Júpiter por el collar.

—Obedece, muchachito, quédate conmigo. Voy a pedir a Dora que te de un buen hueso.

—Y manda a Harry detrás de mí. Voy a necesitar de la mirada aguda de un buen explorador para encontrar lo que busco.

—¿Sospechas que Symon esté preparando una sorpresa?

—No. Estoy seguro —instigó el garañón que entró en el bosque, pero aun gritó por encima del hombro—: manda a Harry a seguirme. Estaré esperando en la cresta de la cordillera.

Pero no esperó.

A lo largo de la cresta, había señales de que alguien pasara por allí.

Pisadas en el lodo, muchas ramas de árboles rotas y montones de hojas caídas.

—Para esconderse detrás —se dijo Conall a si mismo.

Alguien los estaba vigilando.

Y ese alguien solo podía ser Geoffrey Symon.

Conall espoleó el garañón para descender la cordillera por el lado más distante y rodeó el margen nordeste del lago. Necesitaba de algún tiempo solo para meditar. Harry seguiría el rastro del garañón con facilidad.

Algunas cosas comenzaban a tener sentido.

Todas las noches, los hombres dejaban la madera recién cortada para las dársenas bajo la protección de los árboles. Casi todos los Chattan dormían en la casa de la colina, pero algunos aun pasaban la noche en el campamento. Dos mañanas seguidas, habían despertado y verificado la falta de buena parte de la madera. Conall había pensado que no habían contado bien las dársenas.

Otras cosas habían ocurrido que nadie sabía explicar.

Una correa del ancla había desaparecido, anulando el trabajo de un día entero con la cuerda. Y, después, la caída del pino. De eso, él no podía poner la culpa en Symon.

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—¡Mujer desgraciada! —exclamó.

Conall se censuraba por haber dejado a sus hombres solo con Mairi sin darles instrucciones claras a seguir. Eso no volvería a ocurrir.

En cuanto a la quiebra de la seguridad, la culpa entera era de él.

—Maldición —refunfuñó mientras intentaba seguir el rastro de Symon en la tierra cubierta por hojas.

Tal vez fuera arriesgado venir a buscarlo sin una buena escolta. Pero, él no podía sacar a los hombres del trabajo. Ya había refrescado un tanto y la construcción casi no comenzara.

Observó las pocas nubes y el viento en los árboles, que lo cubría con una lluvia de hojas castañas y amarillas.

El primer barco mercante debía llegar dos semanas antes de Navidad. Tenían que estar listos para recibirlo. La subsistencia de los Chattan y de los Dunbar dependía de eso. El invierno llegaría más temprano y sería bien fuerte, en caso de que su interpretación de las señales estuviera correcta.

Los Dunbar. En nombre de Dios, ¿que haría con ellos? Nada, si su raciocinio fuera correcto. La parte de la mercancía de ellos los sustentaría durante el invierno y tal vez hasta por un año. ¿Que más importaba?

La deuda de Alwin Dunbar.

Rob le había contado los detalles, transmitidos por Dora. La parte más extraña se refería al perdón de la deuda en caso de que Mairi aceptase casarse con Symon. Las tierras y los clanes de ambos se unirían.

Pero, ella se negaba a casarse.

Él nunca había visto tal audacia en una mujer, excepto en sus cuñadas. Rió al acordarse como Iain y Gilchrist habían perdido el corazón. Y arriesgado a perder mucho más por ellas.

Conall dirigió el garañón por el sendero estrecho, pero bien marcado, que rodeaba el lado norte del lago. Ellos habían llegado de Findhorn por allí y, aunque el paisaje se mostrase familiar, deseaba haber esperado a Harry.

En el tope de la piedra, que marcaba el pequeño campamento de cazadores, no muy lejos del lago, había un gorro de guerrero. Un ramo de tejo estaba metido en la lana.

—¿Conall salió a caballo, dijiste? ¿Adonde fue? —indagó Mairi con tono áspero.

Acarició la cabeza de Júpiter y, brava, encaró a Rob.

—Vamos, fue a dar una vuelta por ahí.

El hombrecito estaba mintiendo. Se veía en su mirada.

—¿Por qué el cachorro está amarrado? Ese idiota hasta duerme con el animal. Nunca mandaría a amarrarlo.

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Rob encogió los hombros.

—Ahmm... él... para ser honesto…

—Ya se. Conall no quería que Júpiter lo siguiese. ¿Por qué no? ¿Adonde fue? —miró para el campamento a fin de verificar si faltaba otro caballo— por Dios, para mi son todos iguales.

—¿Que?

Mairi no respondió e insistió mientras se acercaba y Rob abría más los ojos.

—¿Por donde cabalgaron ustedes dos hace unos días atrás? Vamos ya, hombrecito, dilo rápido.

—Nosotros... hum... fuimos solo a cabalgar un poco y...

—¡Hey! —exclamó Harry al surgir detrás de ella, empujando la montura por las riendas— ¿Por fin adonde fue? ¿A buscar a Symon?

Mairi se giró deprisa para atrás.

—¿Que? ¿Que negocios tiene Conall con Geoffrey? —No esperó por la respuesta— ¿como se atreve él a interferir en lo que no le compete?

Ella dio unos pasos rumbo a los caballos amarrados, pero Rob interceptó su paso.

—Espera niña. ¿Adonde crees que vas?

—Detrás de Conall. No puedo permitir su intromisión en los asuntos de aquí que, como ya dije, no son de su incumbencia.

—Ah, lo son sí —afirmó Rob.

Harry se apostó al lado de él.

—Sin duda alguna, lo son.

Ella les clavó una mirada severa y esperó por alguna explicación.

Los dos se mantuvieron en silencio.

—Además, no puedo dejar que montes en uno de esos caballos —dijo Rob.

—¿Por qué no?

—Con muy fogosos. Para una mujer, quiero decir —argumentó Harry.

—¡Tonterías!

Mairi no lo creyó y fue cerca del menor de los caballos y lo observó. De hecho, era grande e imponía respeto. Ella no había cabalgado mucho en su vida. Las pocas monturas de los Dunbar se habían ido con los hombres o habían sido perdidas en el juego por su padre.

—Yo dije no, niña —insistió Rob al dirigirle una mirada seria.

—Está bien, voy a quedarme. Pero ve rápido a buscar a Conall, Harry. No voy a permitir que el idiota provoque más confusiones. ¿Escuchaste?

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Geoffrey ya estaba furioso y no sabía lo que haría si fuera provocado.

—Voy a buscarlo —dijo Harry montando enseguida y partiendo a galope antes que ella pudiese hacer nuevas recomendaciones.

—Conall me dio órdenes para asentar la tercera cuerda de anclaje a fin de estabilizar el muelle de las dársenas. Como sugeriste. ¿Puedes orientarme? —pidió Rob, sonriéndole.

Mairi apreció su actitud. Era raro que uno de los hombres le pidiera consejo, pero, sus planes eran otros.

—Creo que sabes exactamente como realizar el trabajo y yo necesito encontrar a Judith en la villa. De todas formas Rob, gracias por la atención —agradeció ella y se giró en la dirección de la choza de la muchacha.

Rob la había creído. Lo vio en su expresión relajada. Su pulso se aceleró.

—Muy bien, entonces. Voy a busca la tercera cuerda —dijo él, apartándose.

Tal pronto él desapareció en la playa, Mairi corrió al campamento. Júpiter roncaba, amarrado a un laurel. Ella lo sondeó con el pie.

—Despierta, holgazán. No tenemos mucho tiempo.

El mastin se puso en pie. Ella desamarró la cuerda que lo sujetaba y la tiró en el matorral.

—Vamos allá, necesitamos encontrar a tu dueño. Tienes que ayudarme con tu olfato, pues no se por donde anda Conall.

Júpiter ladró y Mairi le agarró el hocico.

—Quédate quieto, o vas a llamar la atención de toda la villa. Vámonos.

Media hora después, el mastin paró en el borde del lago, donde el sendero de la floresta se acercaba al agua por primera vez y seguía paralela a ella.

—Muy bien, Júpiter —lo elogió Mairi.

Era como había sospechado. Conall se dirigía a la fortaleza de Geoffrey, al otro lado. A caballo, tardaría horas. Pero había un atajo por el lago y por eso, ella no había insistido en agarrar uno de los caballos de los Chattan.

—Pues si, muy fogosos —murmuró.

Mairi siguió corriendo por el sendero hasta llegar a una pequeña ensenada.

—¡Ah, este es el lugar! —dijo satisfecha.

Por el bosque, subió deprisa una colina escarpada y revisó las malezas hasta encontrar lo que buscaba.

Un bote.

Hacía años que lo mantenía allí escondido, para propósitos secretos como el de ese momento. Con un simple empujón, comenzó a deslizarlo colina abajo, sobre una capa gruesa y lisa de hojas secas. En seguida, lo empujó hacia el agua.

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Pocos minutos después, seguían, con Mairi remando, para el lado noroeste del lago. Tanto ella como Júpiter estaban empapados.

—Cachorro bobo, esto es un bote. No se como no te ahogaste al subir en el.

Júpiter reclinó las orejas en la cabeza y gimió.

—Ahora, quédate quieto. En un instante, vamos a llegar al otro lado. Entonces, podrás volver al campamento, andando al lado de la montura de Conall.

Al escuchar el nombre del dueño, el perro respiró, satisfecho.

—No necesitas mirarme con esa expresión alegre.

Ella también tenía prisa por encontrar a Conall. Le diría pocas y buenas sobre el asunto. Su atrevimiento. Un viento fuerte la helaba hasta los huesos, y temblando, se puso a remar más deprisa. «Solo unos minutos más». Continuó, empleando el máximo esfuerzo, mientras recorría la mirada por el margen.

—¡Allí, estamos llegando!

Poco después, Mairi saltaba al agua, empujaba el bote para fuera del lago y lo escondía en el lugar habitual, cerca de una roca que marcaba el inicio del sendero en la floresta. Júpiter saltó a tierra y comenzó a retorcer el hocico.

—Eso es. Aquí vas a sentir el olor de Conall, si es que él tuvo el sentido común de no abandonar el sendero. Pero el hombre no tiene el menor juicio y...

La mano de alguien, venida de atrás, le tapó la boca mientras el brazo de la otra la agarraba por la cintura. ¡Dios del cielo! Sintió ser levantada del suelo y llevada para el bosque.

Júpiter la acompañó con la mayor naturalidad. Perro impresentable. ¿Por qué no hacía algo?

—¿Quien no tiene juicio? —su captor silbó en su oído—. ¿Enloqueciste?

Mairi conocía esa voz, el acento ridículo. De todo lo que esperaba, eso no formaba parte.

Él la sacudió y la puso en el suelo, pero no la soltó.

—¿Quieta, escuchaste bien? No estamos solos.

Ella hizo una señal afirmativa con la cabeza y él, muy lentamente, sacó la mano de su boca. Una mano que olía a caballo.

—¡Hum, esto es horrible!

—¡Shh!

Se giró entre sus brazos y ella no se sorprendió al encarar los ojos verdes.

—¿Qué estás haciendo aquí? —indagó Mairi bajito.

—¿Yo? ¿Qué estás haciendo aquí? Calla, no respondas —recomendó Conall llevándola más adentro del bosque.

—¡Vamos, suéltame!

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Él apretó su cintura con más fuerza.

—No.

—De todas tus idioteces...

—¡Quieta! ¡Mira allá! —dijo él, apuntando para una roca.

Sus ojos siguieron la dirección del dedo y se agrandaron.

—¡Aquel era el gorro de Geoffrey! ¿Qué le hiciste?

—Por ahora, nada.

—Que Dios te ayude, Conall MacKintosh, si te atreves...

Él la empujó mas cerca y Mairi, de repente, tuvo consciencia de aquel cuerpo masculino pegado al suyo.

—¿Si yo me atrevo a qué?— indagó él al volverle el rostro hacia arriba.

—Si tú... si...

Los ojos de Conall la devoraban, el aliento calentaba su rostro y los labios de ambos estaban demasiado cerca. El pulso de Mairi se disparó.

—Tú lo desprecias —murmuró Conall.

—No.

—Tú no aceptaste casarte con él. Yo te escuché afirmarlo.

Él resbaló la mano por su espalda y la aplanó en la cintura.

—Yo... yo no quise decir eso —afirmó ella, intentando desviar la mirada, pero él no lo permitió.

—Ah, quisiste, sí.

La besó con voracidad. Sus labios se abrieron instintivamente y sus brazos lo rodearon. Mairi cerró los ojos, sintiéndose perdida con el olor de él, una mezcla intoxicante de hombre y cuero.

La lengua de Conall se juntó a la suya y, entonces, le invadió la boca como si buscase un tesoro. Ella sabía que debía pararlo.

Por Dios, ¿por qué no lo intentaba? Tenía la vaga conciencia de los ladridos de Júpiter, pero Conall parecía no preocuparse con la irritación del cachorro.

Una ola de calor la consumía mientras las manos de él recorrían su espalda. ¿Qué estaba ocurriendo? Sin querer, gimió bajito y Conall, en respuesta, también lo hizo al mismo tiempo que apretaba las caderas contra su cuerpo. Sus ojos se agrandaron.

—No —protestó e intentó apartarse.

—¿Que pasa? —indagó él al besarla en el rostro, los ojos semicerrados.

—Necesitas parar. Yo... yo debo...

Se soltó de sus brazos y chocó contra alguien.

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—¡Dios del cielo, Geoffrey!

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Capítulo Seis

Ella tenía razón. Conall no tenía el menor juicio.

Él empuñó la daga y encaró a Geoffrey Symon.

—Suelta a Mairi.

—Conall, no —suplicó ella—. Geoffrey...

—Calla la boca, perra —gritó Symon, pero miró hacia Júpiter y empujó a Mairi lejos.

Conall se apostó frente a ella y levantó el arma. Júpiter gruñó amenazadoramente.

—¿Qué me llamaste? —gritó Mairi al pasar junto a Conall y Júpiter y lanzarse sobre Geoffrey.

—¡Mairi! —exclamó Conall al agarrarla por la única cosa al alcance de él, sus cabellos.

—¡Ay! Que...

Él volvió a empujarla para atrás.

—¡Ay! —gritó de dolor otra vez.

—Estoy intentando protegerte. Sería más fácil si ayudases —reclamó él.

Mairi lo miró como si él estuviese loco.

—Por Dios —refunfuñó Conall. Estaba loco, sí. Le soltó los cabellos y la agarró con firmeza por la cintura. Júpiter pasó hacia el frente de ella—. Cachorro servicial.

—Yo no había pensado sobre tal arreglo entre ustedes. Está claro que más fue incluido en el trueque —insinuó Symon.

—¿Qué quieres decir con eso? —indagó Mairi, intentando soltarse, pero Conall lo impidió.

Symon apenas arqueó las cejas.

—No es lo que tu estás pensando —afirmó ella.

—¿No lo es? Yo no te vi luchar.

Symon bajó la daga y fijó la mirada en Mairi. Respiraba con dificultad y Conall sabía que él intentaba controlar la rabia.

—Yo... yo... —tartamudeó Mairi e intentó nuevamente soltarse.

Conall resolvió arriesgarse y la soltó. Ella lo miró con expresión de sorpresa, pero no se apartó.

—No importa. Tu causas más problemas de lo que vales —declaró Symon mientras envainaba la daga— en cuanto a ti, MacKintosh, lamento que hayas hecho un trueque tan malo.

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Mairi se irritó y Conall resistió la tentación de refrenarla otra vez.

—Tú no la conoces tan bien como yo —sonrió Symon hacia él— ¿o será que ya la conoces?

—¡Desgraciado! —gritó Mairi al investir para el frente, pero tropezó con Júpiter.

Conall la agarró, impidiendo que cayese. Symon soltó una carcajada.

—Ella da mucho trabajo, ¿no es así?

—¡Te odio! —bramó Mairi.

La expresión de Symon se petrificó. Los ojos que, momentos antes, brillaban de rabia, perdieron la lozanía.

—Puedo ver eso y siento como si fuera apuñalado.

Conall observó la reacción de Mairi y no le gustó lo que vio. ¿Sería posible que ella amase a Symon? Se acordó del motivo por el cual había venido a buscar al hombre. Ladrones.

¿O no sería?

Fue tomado por una sensación desconocida mientras veía a los dos mirarse. Apretó el cabo de la daga, pero, de repente la metió en la vaina.

Por Dios, tenía celos. Apartó el sentimiento.

—Symon, tú y yo tenemos asuntos que ajustar.

—¿Qué asuntos?

—Al respecto a una correa de anclaje.

Mairi frunció el ceño.

—¿Qué correa de anclaje?

—Madera cortada y yardas de cuerda —añadió él.

—¿Sobre qué estás hablando? —indagó Mairi con mirada desconfiada.

—Tu vecino sabe a qué me refiero.

Symon sonrió.

—No puedo decir que sabía, MacKintosh.

Conall flexionó la espalda y sintió el peso animado de la espada larga sujetada a ella. En una fracción de segundos, la pasaba hacia las manos.

—Tal vez yo tenga que refrescar tu memoria.

Empujó a Mairi para atrás de él y le dirigió la mirada más amenazadora posible, un aviso silencioso para que ella no interfiriera.

Júpiter ladró.

—¡Conall cuidado! —gritó ella.

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Él se giró deprisa. ¡Por la sangre de Cristo! ¡Tres hombres de Symon! Mairi corrió hacia la seguridad del bosque. La primera cosa sensata que la condenada mujer hacía en ese día.

Dos guerreros desenvainaron las espadas, pero fue el tercero quien sorprendió a Conall. Era chino. Él ya había visto algunos en los viajes al exterior, pero este vestía con los colores de Symon.

El hombre colocó una flecha en un arco entallado y la apuntó hacia Júpiter. El perro gruñó, pero se mantuvo firme en el lugar.

—Suelta esa flecha, pagano, y será la última cosa que harás —una voz avisó detrás de ellos.

¡Dougal!

Conall respiró aliviado cuando Harry y Dougal salieron de detrás de dos árboles.

—Creímos que ibas a necesitar ayuda —dijo Dougal al mirar hacia los hombres de Symon.

Harry hizo un gesto afirmativo con la cabeza y blandió la espada hacia el chino.

Una serie de maldiciones salió del bosquecillo al lado antes de que la cabellera roja de Mairi surgiera entre el follaje. Sus ojos centelleaban.

—¡Ah! ¿Están satisfechos ahora? —vociferó mientas se libraba de ramas de la vegetación.

—Mairi, vuelve para atrás —ordenó Conall.

Ella lo ignoró. ¿Por qué eso no lo sorprendía?

—Tres contra cuatro —prosiguió ella—. En mi opinión, están casi en pie de igualdad —afirmó las manos en la cadera.

—Y entonces, ¿quieren matarse uno a los otros ya y acabar con esto de una vez?

Nadie dijo una sola palabra.

—Muy bien. En ese caso, vamos a volver a casa. Adiós Geoffrey.

Ella se abrió camino entre los guerreros de Symon, sin prestar atención a las espadas desenvainadas, y se apoyó en el brazo de Conall.

Él se quedó tan perplejo que no supo que decir.

—Buena suerte, MacKintosh. Vas a necesitarla —dijo Symon al dirigirse al campamento de cazadores de donde había surgido.

Hizo una señal a sus hombres para que lo siguieran.

Así que desaparecieron de vista, Mairi sacó la mano del brazo de Conall.

—¡Idiotas, ustedes tres! ¿Que pensaban que estaban haciendo?

Furiosa se giró hacia la dirección del lago.

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Conall ya había aguantado lo suficiente. La agarró por el brazo y la forzó a girarse hacia él.

—¡No te atrevas a llamarme idiota otra vez!

Los ojos de Mairi se abrieron de miedo.

—¿A donde vas? —demandó él.

—Hacia mi bote —fue la respuesta balbuceada.

El remordimiento lo dominó. No tenía la intención de asustarla. Controló la rabia y le soltó el brazo.

—Ah, fue así como llegó aquí antes que nosotros —dijo Harry al acercarse a los dos.

Conall frunció las cejas. Iba a tener una buena conversación con Rob sobre ese asunto.

Mairi salió caminando. Él la llamó, pero fue ignorado y tuvo que correr tras ella.

—¡Condenada mujer! —exclamó.

Cinco minutos después, los dos estaban montados en el garañón negro que trotaba hacia el sur, rumbo a la villa.

—Yo... no me gusta... cabalgar —tartamudeó mientras saltaba arriba y abajo al frente de la silla —¿que va a pasar con mi bote?

—Voy a mandar a alguien a buscarlo.

—No entiendo por qué tengo que volver a caballo.

—Relaja bien las piernas e intenta quedar sentada. Esos desgraciados saltos tuyos están dándome nauseas.

Él pasó el brazo por su cintura a fin de afirmarla, pero ella lo empujó.

—Malditos caballos —maldijo.

Conall no la había dejado volver en el bote porque no confiaba en Symon. Los novios despreciados eran peligrosos. ¿Quien sabría lo que el jefe guerrero sería capaz de hacerle?

El hecho de que Conall se preocupara con eso, aunque no mucho, lo perturbaba.

Agarrándose en el arzón de la silla, Mairi continuaba saltando y maldiciendo entre dientes. Conall sonrió. Ella era completamente diferente de cualquier mujer que ya conociera.

Miró hacia sus pies descalzos y hacia las piernas bronceadas por el sol. Como había insistido en montar como un hombre y no sentada de lado como una dama, su vestido casi no le cubría las rodillas.

—Ellas tienen pecas como tu rostro —comentó él, distraído.

Ella se giró en la silla y lo miró.

—¿Qué? No se de qué estás hablando.

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Conall no le explicó.

Mientras cabalgaban, él rememoró el beso. Su reacción no solo le había encantando sino también sorprendido. Mairi se había mostrado ardiente, deseosa, pero, de todas formas, su beso parecía ser el de una virgen. Él pensaba si se había equivocado en la primera evaluación de su persona.

—El trote de este caballo va acabar conmigo —refunfuñó ella.

Conall volvió a sonreír. No, él estaba seguro. Mairi Dunbar era una mujer experimentada. Symon había hecho una alusión a eso. Se irritó al pensar en los dos juntos. Si Geoffrey Symon osaba tocarla otra vez...

—¿El cachorro no te alertó? —preguntó Harry, girándose para atrás.

—¿Hum?

—Júpiter. Antes de que te dieras cuenta, él debía saber que Symon estaba allá.

Mairi gimió.

—Claro. Él estaba ladrando como loco.

—Entonces, por qué... ah, bueno.

Harry se giró otra vez y vio la mirada furiosa de Conall. Espoleó la montura y se apartó delante por el sendero.

Conall maldijo en silencio. Había bajado la guardia en una situación arriesgada. La culpa era de ella, de esa terrible mujer. Miró hacia el reflejo del sol en sus cabellos. Si al menos ella no fuese tan tentadora.

—¿Qué era esa historia de la correa de anclaje y de la madera? —indagó ella.

—No te olvides de la cuerda. Symon las robó durante la noche —respondió Conall.

Mairi lo miró por encima del hombro.

—¿Geoffrey? No. Él no me robaría. Estás equivocado. Hiciste mal en ir a buscarlo y provocar aquella confusión.

—Nunca me equivoco. Y fue él quien comenzó todo, no yo.

—Hablas como si fueras un niñito de diez años. Creo que estás conviviendo demasiado con Kip.

Ella giró la cabeza hacia el frente y se afirmó mejor en el arzón de la silla.

—Mairi, tu confías en las personas con mucha facilidad —Conall se arriesgó a poner la mano en su brazo— Geoffrey no debe...

—¡Saca tus manos de mi! —bramó ella, al soltar el brazo —ya me tocaste hoy una vez. ¿No fue suficiente?

Conall recordó el contacto delicioso. No. No fuera suficiente.

—¿Debería confiar yo en ti, un hombre que yo no notaría entre otros? Tú echas en falta unas pocas cosas y culpas a mi vecino sin al menos hablar conmigo.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 70—208

—Geoffrey Symon estuvo allá, en la colina arriba de la villa, vigilándonos.

—Vaya, estás celoso.

—¡Ja, ja! No seas pretenciosa. No tengo más intereses en ti que...

En un gesto inesperado, Mairi agarró las riendas del garañón y las empujó con fuerza.

—¡Pícaro desgraciado!

Pasó una de las piernas sobre el cuello del animal y saltó al suelo.

—Monta ahora en el caballo —ordenó Conall.

Batiendo los pies, ella siguió por el sendero. Al pasar junto a Júpiter, le acarició la cabeza.

—¡Dije, que vuelvas a montar!

—Prefiero andar —respondió ella sin mirar para atrás.

Harry y Dougal apartaron las monturas hacia un lado del sendero a fin de dejar pasar a la endiablada mujer. Miraron hacia Conall en busca de instrucciones. Él debía mandarlos a estrangularla.

—Dejen que se vaya —dijo él espoleando al garañón.

¿Celoso?

¡Ridículo!

Mairi no pasaba de una distracción temporal para él. Muy temporal. En el momento que llegaran a la villa, que podría tardar el resto del día, en caso de que ella se obstinase en recorrer a pie la gran distancia, él apuraría los trabajos.

Cuanto más temprano esa criatura estuviera fuera de su vida, mejor.

Cuanto más temprano ese atrevido estuviese fuera de su vida, mejor.

El grosero.

Mairi no paró hasta llegar al campamento cerca de la villa. Ya oscurecía. Los hijos de Dora estaban en la playa, ayudando a Kip a recoger pedazos de cuerda. Extraño. Dora, generalmente, los llamaba hacia dentro de casa antes que anocheciese.

—¿Kip, donde está Dora? —gritó ella.

El muchachito alzó los hombros.

—No se.

¡Diablos! ¿Donde estaría la mujer? La necesitaba. Resolvió ir a buscarla a la casa y no prestó atención al hecho de que Conall ya había amarrado el caballo y comenzado a seguirla.

Mairi sintió los olores típicos de la villa a esa hora: humareda de madera y comida siendo cocida en el hogar. Su estómago reclamó.

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Tal vez Dora la invitase a quedarse a cenar.

Incluso antes de tocar la cerradura de la puerta, Mairi notó que algo estaba mal. Dora jamás cubría la ventana así tan temprano; sin embargo, la piel de venado ya estaba en el lugar. Movió la cerradura.

Cerrada. Nunca lo estaba.

Dios del cielo, había algo mal. Llamó a la puerta y llamó:

—¿Dora? —se alarmó al no obtener respuesta. Tal vez su amiga estuviese enferma— ¿Dora, estas bien? —volvió a llamar, esta vez, sacudiendo la cerradura.

—¿Que pasa? —indagó Conall a su espalda.

Mairi no quería su ayuda y se irritó al verle la expresión preocupada. Desgraciadamente algo estaba muy mal, por eso tenía que contar con él. Pero solo esta vez.

—Se trata de Dora. Algo debe haberle pasado. La puerta está cerrada y ella jamás hace eso. Puede haberse lastimado o...

—Sal del frente —mandó Conall, y al instante siguiente, daba un fuerte puntapié en la puerta.

El grito de Dora cortó el aire.

Con el corazón disparado, Mairi corrió hacia dentro.

—Dora, por Dios, que estás...

Paró de repente y Conall chocó con ella. Como no veía bien en la semioscuridad, ella parpadeó varias veces a fin de ajustar la visión a la poca luz venida de las brasas en el hogar.

—Um... yo solo estaba... nosotros solo pensamos... —gagueó Dora.

—¿Ya estás acostada? ¿Tan temprano?

Con los ojos abiertos, Dora arrastró las sabanas hasta el cuello.

—¿Estas enferma?

Conall comenzó a reír.

Mairi lo encaró con severidad, haciéndolo reír aun más.

—No veo nada gracioso aquí —protestó ella.

—¿Pobrecita, no? —a esta altura él reía tanto que las lágrimas corrían por el borde de sus ojos— creo que nosotros interrumpimos... —consiguió decir con esfuerzo.

—¿Interrumpimos que?

Las sabanas se movieron, dando la impresión que lo hacían por cuenta propia, y Conall volvió a reír. Esta vez, ella lo codeó en las costillas.

—¿En nombre de Dios, que está ocurriendo?

La cabeza de Rob, surgió encima de las sabanas.

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Al mismo instante, la verdad se volvió obvia.

—Ahm, buenas noches, Mairi y Conall —saludó Rob con una sonrisa bobalicona.

Ella abrió la boca y Dora se encogió de hombros.

Completamente aturdida, Mairi no escuchó la voz de Conall ni notó las manos de él en sus hombros.

—Vámonos, muchachita, y déjalos entregarse a la diversión.

Conall la llevó de vuelta a la puerta, sus pies moviéndose en desacuerdo con el buen sentido. Pararon en el umbral. La luna ya subía en el cielo, bajo la tenue claridad, ella vio la sonrisa maliciosa de Conall.

—¿Pero... diversión?

Muy despacio, él pasó los dedos a lo largo de su brazo.

—Eso mismo. Diversión.

Su sangre hirvió y ella tuvo la impresión de que explotaría.

Con la furia de un toro se apartó, corriendo en dirección al lago.

Un torrente de emociones deprimentes la bombardeaba: furia, confusión, desagrado. Y algo más. Algo para lo cual no estaba preparada.

Envidia.

La risa de Conall la siguió hasta el borde del agua. Ella se tapó los oídos mientras corría por la dársena, rumbo a su santuario, la casa en el lago.

Batió la puerta y se lanzó en la cama, cerca del hogar. Lágrimas incontrolables corrían por sus mejillas, sirviendo solo para estimularle la rabia. Cálmate, respira hondo. Así. Secó los ojos e intentó controlarse.

¿Por qué estaba tan furiosa?

Se giró de lado en el colchón de paja. El aire estaba más caliente de lo normal allí dentro. Solo entonces, ella notó el crepitar el fuego en el hogar. Estiró las piernas a fin de calentar los pies.

Vio una olla tapada, cuidadosamente acomodada sobre una capa de brasas, lejos de las llamas. Comida. Obra de Dora. Ella fuera hasta allí para llevarle comida y encender el hogar.

Dora Dunbar, su amiga.

Mairi volvió a acostarse cubriéndose con una piel. Había errado mucho al enrabietarse tanto y se sentía avergonzada por tal reacción. ¿Quien era ella para juzgar a Dora, una mujer que había atravesado su propio infierno en la vida?

El marido de Dora se había ido hacía más de dos años. La perdida fue mínima. Como Alwin Dunbar, el hombre era un bebedor. De vez en cuando, acostumbraba pegar a su mujer y a sus hijos.

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Mairi se estremeció al acordarse de eso.

No, ¿quien era ella para censurar a su mejor amiga por gozar unos pocos momentos de comodidades en una existencia tan difícil e insípida? Dora había sido una verdadera madre para ella después de la pérdida de la suya. Lo mínimo que Mairi podía hacer ahora era alegrarse con la felicidad de la amiga. Y si Rob MacKintosh era el hombre responsable por tal ventura, ella se esforzaría al máximo para verlos a los dos juntos.

Mairi cerró los ojos. La risa de Conall aun resonaba en su mente.

—Diversión —refunfuñó.

Para un hombre como él, una relación amorosa se resumía en eso. Necesitaba su ayuda para preservar su clan, pero para nada más.

Él era igual a su padre y a Geoffrey, superficial e insensible.

No le sorprendería si Conall también tuviese una debilidad por la bebida. Y por las mujeres. Ella lo había vislumbrado en su mirada, en la puerta de la casa de Dora.

Nadie jamás la había tratado con tanta vulgaridad. Ningún hombre se había atrevido a besarla como él lo hiciera esa tarde. Ni Geoffrey.

Ella lo odiaba. Y a Geoffrey también por considerarla una mujer fácil.

Mairi arrastró la piel hasta el cuello y se dejó calentar. No tenía hambre. Solo estaba cansada. Muchísimo. El pensamiento vagó y, con él, la rabia. Pero, no conseguía dormir.

Las acusaciones de Conall no le salían de la mente. ¿Y si él estuviera en lo cierto, respecto a Geoffrey? Ella no quería creer que hubiese sido robada por un viejo conocido. Mas aun por uno que, pocos días atrás, había afirmado que la amaba. Todos los hombres decían eso, pero, pocos eran sinceros. Era lo que Dora garantizaba.

Mairi se movió bajo las sabanas. No podía imaginar a Conall MacKintosh haciendo una declaración de amor. El hombre no tenía corazón. Como tampoco ella. No más.

Sin embargo, él la había besado con ansiedad y no como una manifestación de deseo indecoroso. Había sido como si ella fuera la cosa más importante en la vida de él.

—Increíble, Conall no había escuchado al perro ladrar —murmuró Mairi al girarse de bruces y golpear la almohada.

El punto más extraño era el hecho de haber demostrado la firme intención de defenderla contra a la rabia de Geoffrey. Hombre alguno había desenvainado ya, el arma en su defensa. La verdad, eso la emocionaba, aunque detestase admitirlo.

Tal vez debiese darle una nueva oportunidad. Cooperaría, para el bien de su clan, claro. Para apurar la construcción, nada más.

Si, era la actitud más sensata. A la mañana siguiente, comunicaría sus nuevas intenciones a Conall. De momento, necesitaba dormir.

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Quería soñar con las dársenas nuevas y la linda villa que construirían.

Pero, Mairi no soñó con eso. Soñó con Conall.

Había soñado con Mairi. Conall se sorprendió de lo real que pareció el sueño. Estaban besándose en la casa del lago, el lugar más improbable, bajo el cobijo de los cobertores de piel de su cama.

—Por Dios —murmuró él al girarse hacia la chimenea apagada y fría.

Había amanecido algún tiempo atrás y las totovías chirriaban en los árboles alrededor de la casa de Alwin Dunbar. Había dormido demasiado. Apartó el kilt y se estiró.

La cabeza de Rob surgió por la puerta de la cocina.

—Dejé miel y panecillos de avena en la mesa. Y también unos pedazos de pescado, en caso de que estés con mucha hambre.

—Rob, quiero conversar contigo.

Tal pronto Conall abrió la boca, el amigo desapareció deprisa.

Duende desgraciado.

¿Que le había mencionado además de miel y panecillos de avena? ¿Pescado? ¡Horrible! Era casi lo único que comían allí. Carne apenas un pedacito de vez en cuando. Se acordó de la carne de venado, regalo de Symon, el primer día de ellos allí. Decidió contentarse con los panecillos.

Pocos minutos después, Conall ya se encontraba en el rompeolas del muelle reforzado. Rob y los hombres habían ejecutado un excelente trabajo.

Necesitaba acordarse de elogiarlo por el trabajo. Y también torcerle el cuello por haber permitido que Mairi lo siguiese en la tarde.

Miró hacia la casa en el lago y no vio señal de ella. Se preguntaba si ella ya se había levantado y comenzado a trabajar. La aventura de ellos en el bosque le daba el derecho de dormir un poco más.

Aun estaba molesto consigo mismo por haberse dejado agarrar desprevenido por Symon. Jamás olvidaría la expresión de sorpresa y de furia del guerrero al verlos besándose. Tampoco olvidaría la manera con que Mairi y Symon se habían mirado después del intercambio áspero de palabras.

Tal vez él se hubiese equivocado al interferir en lo que existía entre los dos. Si ella, de verdad, amaba a Symon... por Dios, necesitaba terminar el trabajo e irse. Era la mejor solución para si mismo y para todos en general.

Conall caminó de una punta a otra del nuevo muelle, inspeccionando la ejecución del trabajo. Aun se balanceaba un tanto, a pesar de los tres puntos de anclaje. ¿Pero que se podría esperar de trozos de madera amarrados unos a otros, flotando en el agua? Era muy diferente a los muelles que él había visto en Inverness, sin mencionar los de Bretaña. De cualquier forma, ese iba a tener su utilidad.

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Necesitaban de dos más iguales, con punto de atracción reforzados, y plataformas de buen tamaño en las puntas para descargar y embarcar mercancías. Y aun después para almacenarlas protegidas contra la intemperie.

El tiempo corría.

Él tenía que trabajar más de prisa, de manera inteligente y con la ayuda de Mairi Dunbar. Ella conocía el fondo del lago como la palma de su mano, los huecos, las rocas y los bancos de arena. Él cuidaría de la construcción, pero, bajo su orientación.

Ellos debían trabajar juntos. En este día, comenzaría a hacerlo. ¿Pero por todos los diablos, como conquistar la anuencia de Mairi?

El día anterior, al anochecer, ellos no se habían separado de manera amigable. Sonrió al acordarse de su rabia a causa del encuentro de Dora y Rob. Al fin y al cabo los dos estaban divirtiéndose solo un poco. Él no podía entender su reacción. Se encogió de hombros y recorrió la mirada por el lugar de trabajo.

Agachado en la playa, el viejo Walter cortaba las puntas de trozos de madera. Tal vez consiguiese algún esclarecimiento con él.

—Hola, Walter —lo saludó al acercarse.

—Buenos días, MacKintosh.

—¿Puedo ayudarlo? —se ofreció Conall, arrodillándose a su lado.

—¿Por qué no? Tienes una daga en tu cinturón. Es solo usarla.

Por unos minutos y en silencio, los dos trabajaron. Conall no sabía como entrar en el tema. Acabó decidiendo hacerlo sin rodeos.

—Walter, quiero preguntarte una cosa sobre Mairi.

El viejo hombre paró lo que hacía y lo miró.

—Muy bien, pregunta.

—¿Que le ocurrió al marido de ella?

—¿Marido?

—Si, el padre de Kip.

—¡Ah! Él se fue cuando el niño era un bebecito.

—Fue lo que pensé.

—Pero él no era marido de Mairi.

—¿Que? ¿Ellos no se casaron aunque ella era hija del señor del clan? —indagó Conall, sorprendidísimo.

Walter le dirigió una mirada extraña.

—No. Mairi casi no conocía al padre de Kip. ¿Por que preguntas?

—Bueno, yo solo pensaba por qué ella era tan...

—¿Difícil?

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—Exactamente.

Walter se encogió de hombros.

—Mairi se comporta así desde que su madre fue asesinada. Ella no pasaba de ser una niña. Después, Alwin comenzó a beber y todo empeoró. Bueno, ¿no es difícil de entender, no crees?

Conall concordó con un gesto de cabeza. Además, lo encontraba muy fácil. Su propio padre había sido brutalmente asesinado cuando él era niño. Y contaba solo catorce años en la ocasión en que la madre había fallecido. Él sabía muy bien lo que era quedar solo.

Naturalmente tenía a sus hermanos, pero ellos eran mayores y, con frecuencia, enfrentaban sus propios problemas.

El resultado, suponía él, había sido bueno. La independencia adquirida se había transformado en su fuerza. Tenía pocos lazos, nadie con quien preocuparse o llegar a perder.

—¿Vaya, que es esto? ¿Un encuentro social?

Conall quedó alerta. Mairi se inclinaba sobre ellos. ¿De donde había surgido? Ella era casi tan buena como Kip para materializarse de repente.

—Ah, mi niña, estamos preparando esta madera para la segunda parte de los muelles.

Mairi miró a Conall, causándole la extraña impresión de haber escuchado la conversación entera. Su expresión estaba completamente diferente de las que él le viera. Casi plácida.

—Estoy viendo. Podría ayudar —se ofreció, mirando hacia él— si quieres claro.

Su actitud dócil lo dejó perplejo y desconfiado.

—También quiero pedir disculpas sobre la correa de anclaje —dijo ella, apuntando hacia la parte ya lista de los muelles— yo debía haberte dicho que eran necesarias tres para estabilizarlo.

Walter curvó las cejas. Obviamente, él también estaba sorprendido con ese comportamiento tan poco común.

—Puedo ayudar con los otros dos —sugirió ella— nadie conoce el lago tan bien como yo. El trabajo irá más deprisa si yo... si nosotros...

—Trabajamos juntos —completó Conall y ella asintió con un gesto de cabeza.

Mucho tiempo atrás, su tío le había contado una historia griega, el Caballo de Troya. Él jamás había olvidado la excéntrica moraleja: al caballo regalado no se le miran los dientes.

Deprisa, él se levantó. Si Mairi Dunbar estaba dispuesta a cooperar, él no rechazaría la ayuda. La verdad, su aquiescencia no podría ser mejor. Era exactamente lo que él deseaba.

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Se despidió de Walter y, acompañado por Mairi, fue a inspeccionar el trabajo de los hombres a lo largo de la playa. De vez en cuando, la observaba por el rabillo del ojo. Ahora, que ya conocía más su historia, él la veía con otros ojos.

Sentía remordimientos por haberla juzgado mal. Estaba en la hora de arreglar la situación.

—Yo también quiero pedir disculpas.

Ella se paró al borde del agua.

—¿Por qué?

—Por lo de ayer —él se encogió de hombros sin saber con certeza qué decir a continuación —mi comportamiento en el bosque...

—Ah, no tiene importancia.

Deprisa, Mairi desvió la mirada. El agua batía en sus pies descalzos. Conall los encontraba lindos, espigados y bronceados por el sol. Ella metió los talones en la arena mojada.

—Symon es tu vecino y tu novio.

—No, solo un amigo.

—No tuve la intención de interferir. Él me ve como una amenaza. Y es natural —hizo una pausa y esperó que ella lo mirase— un hombre enamorado actúa de manera desesperada para proteger la persona a quien ama.

Después de un momento de silencio. Mairi gagueó:

—Ah, Geoffrey no es... si tu estás pensando...

—Él nos vio besándonos.

Ella se sonrojó y desvió la mirada.

—Ah, eso. Yo no tuve segundas intenciones.

—Ni yo —afirmó él deprisa. Al final, no los tuviera.

—Fue solo para distraernos, ¿no te parece?

—Lo fue, claro.

Conall hizo un vigoroso gesto afirmativo con la cabeza como si quisiese convencerse a si mismo.

—En ese caso, es mejor que olvidemos —sugirió Mairi al comenzar a apartarse por la playa.

—También lo creo —murmuró él, pero, mientras la acompañaba con la mirada, sabía que jamás olvidaría aquel beso.

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Capítulo Siete

Jamás ninguno de ellos había trabajado tanto.

Mairi se secó el sudor de la frente en la manga del vestido y se apartó un poco a fin de admirar su trabajo.

—Perfecto.

Conall pasó la mano por la piel de venado, bien estirada, que cubría el puntal amoldado de madera. Mairi y las otras mujeres habían hecho una docena de ellos en los últimos dos días.

—¿Flotará? —indagó él.

—¡Claro que sí!

Rob inspeccionó los cordones de cuero con ojos de lince.

—Es necesario un poco más de grasa allá para estar seguros de que el agua no entrará. Solo eso.

—¿Quien te enseñó a hacerlos? —indagó Conall.

La pregunta agarró a Mairi de sorpresa.

—Ah, nadie —respondió, ocupándose en buscar pedacitos de piel de venado y de cordones de cuero en la playa.

—Alwin le enseñó cuando era pequeña. Yo me acuerdo que ellos acostumbraban...

Ante la mirada severa de Mairi, Dora se calló.

—Vi que estableciste una guardia nocturna —comentó Mairi, cambiando de asunto.

—Es verdad y otra durante el día —comentó Conall antes de levantar el puntal y equilibrarlo en los hombros.

—Aun creo que debías haber mandado a Harry a Monadhath para traer más hombres. Al final, el viaje no lleva más que un día y una noche —argumentó Rob.

Conall balanceó la cabeza.

—No voy a perturbar a Gilchrist o a Iain con cuestiones sin importancia.

Conall había contado muy poco sobre su familia a Mairi. La mención de los dos nombres le provocó curiosidad.

—¿Gilchrist e Iain son tus hermanos? —quiso saber ella.

Él ignoró la pregunta y tomó la dirección del nuevo muelle. Ella no tuvo duda en seguirlo.

—¿Tíos, entonces? Yo no conocí a los míos. Ellos...

—Hermanos. Mayores que yo.

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—¿Ah, entonces tu eres el benjamín?

Conall se paró de repente y ella casi chocó contra el puntal.

—¿Donde va esto? —preguntó al poner la carga incómoda en el muelle.

—¿El puntal? No es aquí. Tendremos que sujetarlo todos bajo la plataforma y entonces, hacerlos flotar.

—¿Por qué no lo explicaste?

Él volvió a cargar el puntal y ya iba de vuelta hacia la playa, cuando Mairi se apostó al frente.

—Si son mayores, deben estar casados y tener hijos. Tus hermanos, quiero decir.

—Están casados, si. ¿Que tiene eso que ver?

—¿Y en cuanto a hijos?

Él puso el puntal de nuevo en el muelle, lo que produjo una ondulación en la estructura entera. Él no se sobresaltó. Sorprendida, Mairi concluyó que Conall, en las últimas semanas, había perdido el miedo al agua. O estaba tan irritado con sus preguntas que ni había notado el movimiento de la madera debajo de él. Suspiró y dijo:

—Bueno, si te molesta hablar sobre eso...

—¿Eso, que?

—Matrimonio e hijos.

Ella apuntó hacia Kip que corría por la playa, acompañado por Júpiter. El perro se había vuelto la compañía preferida del niño.

Conall miró para los dos.

—Eso es bueno para algunas...

—... personas, pero no para todas —Mairi lo interrumpió rápida.

Puso la mano en el puntal, y distraída, jugó con los cordones de cuero. Ella lo había forzado a revelar su propia tendencia. Conall era un nómada, sin uniones afectivas con la familia y el clan. Para ella, tanto hacía. ¿Por qué habría de importarle?

—Un hombre necesita de libertad, de ser independiente.

—La mujer también —afirmó ella y se arriesgó a mirarlo.

Conall la observó por un instante; pero, ella no desvió la mirada.

—¿Fue por esa razón que no te casaste? ¿Libertad? —preguntó él.

—Así es. ¿Para que sirve un marido a no ser para decir, el día entero, lo que la mujer debe hacer?

—¿Y que significa una esposa a no ser un lazo en el cuello del marido?

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Tales palabras fueron dichas con la mayor facilidad, pero sin el mínimo énfasis, notó ella.

Mairi pensó en las verdaderas razones que tenía él para vivir solo.

Era el tercer hijo de una familia muy respetada en las Tierras Altas, ella lo sabía. Los Chattan formaban una alianza poderosa de cuatro o cinco clanes. Sin duda existía en ellos un enjambre de candidatas a novias.

—¿Entonces nunca vas a casarte? —preguntó él de manera ruda.

—No. ¿Y tú?

Él rió con desdén y levantó el puntal.

—Jamás.

—Muy bien, por lo menos concordamos los dos en una cosa.

Cansada de esa conversación, Mairi siguió para la playa. Los pasos pesados de él resonaban a su espalda.

—Tienes razón, por lo menos coincidimos en eso —dijo él.

Una semana después, Conall se apostó en el muelle con la expresión satisfecha. Estaba muy contento con el progreso conseguido con el esfuerzo conjunto de los dos. Los Dunbar y los Chattan, cada hombre, mujer y niño, venían trabajando todos los días de sol a sol.

El segundo muelle estaba casi terminado y la primera de las plataformas flotantes, ya lista, esperaba para ser instalada en el lugar correcto.

Pero eso tendría que esperar hasta el día siguiente. Con el paso del otoño, los días se acortaban y la temperatura enfriaba.

Él sombreó los ojos contra el sol camino al poniente y murmuró:

—El invierno va a llegar más temprano.

—Es verdad —concordó Mairi al pasar por su lado— un motivo más para instalar la plataforma ya. Aun tenemos un hora de buena luz —afirmó al hacer una señal para que los hombres siguieran al frente.

—Como mínimo. Sería más sensato esperar hasta mañana por la mañana —sugirió Conall, pero al ver su mirada severa, añadió deprisa: —Si tú concuerdas.

Venía siendo así desde hacía días. Cada uno negociaba con el otro, una demostración penosa de civismo. De mala gana, ambos habían cedido un sin número de decisiones. Pero por la mirada de Mairi, Conall notaba que ella prefería cortarse un brazo a ceder.

Ella lo encaró, dispuesta a enfrentar una nueva batalla de voluntades.

—Los hombres están listos y yo también.

Conall miró hacia Dougal, que al lado de Rob y Harry en la playa esperaba para comandar el lanzamiento de la plataforma. Muy bien.

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Él escogería otro día para discutir con Mairi.

—Cierto. Vamos adelante.

Sus ojos brillaban con expresión de triunfo.

—Dougal —llamó ella y señaló.

Bajo el mando de él, doce hombres levantaron la plataforma, ya con los puntales sujetos, hasta la altura de los hombros y siguieron para el agua. Si la desgraciada no flotaba, él y Mairi Dunbar tendrían una seria conversación.

Sorprendido, él la vio sacarse el feo vestido, con el cual acostumbraba a trabajar, y flexionar los pies en el borde del muelle.

—¡No mires, pícaro! No es respetuoso.

Él se encogió de hombros como si ella, solo en camisa, no le interesase.

Giró la cabeza y fingió que observaba a los hombres.

—Con el vestido, yo no conseguiría sumergirme lo suficientemente profundo como para sujetar la plataforma.

La instante siguiente, Conall la escuchó saltar en el agua.

Rob se juntó a él en el muelle para observar a Dougal y a Harry empujar la plataforma para aguas más profundas.

—¡Vaya, no lo creo, flota!

—Y claro que flota, hombrecillo —gritó Mairi desde el agua.

Conall quedó perplejo.

—¿Permites que ella te hable de esa forma?

Rob rió.

—¿Por que no? Tú también lo haces. Además, ella habla así porque le gusto.

—¿Qué? ¡Desgraciado pretencioso!

—No para si misma, bobo, sino a causa de Dora.

Conall hizo una mueca. Era verdad. Últimamente Mairi venía animando la relación de Rob y Dora. Imaginaba el motivo que la llevara a aceptar la unión de los dos. Él no estaba seguro si le gustaba eso o no. El caso estaba siendo demasiado serio.

—Aquella si es una linda escena —dijo Rob.

Conall le siguió la mirada para la superficie cristalina del lago, iluminada por el sol. Mairi nadaba en círculos, esperando que Dougal y Harry guiasen la plataforma para la posición adecuada. Ella se movía con tanta gracia que era imposible apartar los ojos.

—Ella parece un pez —comentó Rob.

Conall se humedeció los labios.

—No, una sirena.

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—¿A causa de sus cabellos largos y sedosos?

Conall hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Pero, según la leyenda, ellos son oscuros, tan negros como la noche.

En un salto, ella sumergió parte del cuerpo, las piernas largas y esbeltas erguidas en el aire, bañadas en oro. Emergió como una criatura misteriosa de los mares, los cabellos rojos brillando bajo los rayos del sol.

Conall suspiró.

—Puede ser; pero es una sirena.

Ignoró la mirada escrutadora de Rob, sin prestar atención a nada, excepto a los movimientos lentos y fluidos de Mairi.

Por Dios, era adorable.

En las últimas semanas, venía negando la magnitud del deseo por ella. En ese momento, surgía como acero derretido, corriéndole en las venas. Flexionó las manos y rememoró la sensación de tenerla apretada junto al cuerpo.

Mairi se giró para nadar de espaldas. Los senos, siluetas oscuras, ondulaban levemente con el movimiento del agua.

—Dios santísimo —murmuró Conall con un suspiro.

—Tu hermano acostumbraba hacer eso.

—¿Cual de ellos? ¿Hacer que? —indagó él, distraído.

—Iain. Él se quedaba mirando hacia aquella hermosa amazona suya y suspiraba como un jovencito. Amor puro.

Conall refunfuñó cualquier cosa.

—No dudes, mi muchacho. La mujer correcta puede cambiar un hombre.

—Lo se y es de eso de lo que tengo miedo.

Rob rió y le dio una palmada afectuosa en la espalda mientras avisaba:

—Voy a limpiar la playa de restos de madera. ¿Por casualidad me necesitas aquí?

Distraído observando a Mairi, que nadaba más lejos, Conall no respondió. Los pasos de Rob resonaron en el muelle y, después, fueron ahogados por la arena.

Mairi lo fascinaba no solo con su belleza y gracia sino también por el coraje. Ella poseía una firmeza de carácter que él nunca había encontrado en otra mujer. Por lo menos en las que él había seducido. Ella también gozaba de una independencia tonta que le encantaba y exasperaba al mismo tiempo.

Ella no necesitaba de nadie, o pensaba que no.

Él no lo creía.

Mairi Dunbar estaba en una situación precaria, en todos los sentidos, y necesitaba de la protección de un hombre, admitiéndolo ella o no.

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Rob estaba en lo cierto cuando afirmaba eso.

Pero Conall dudaba mucho que Geoffrey Symon fuera tal hombre. Una mujer como Mairi necesitaba de un compañero tan enérgico y obstinado como ella; pero, no uno que la subyugase y controlase sus actitudes impetuosas.

Era su impetuosidad lo que más lo atraía.

Él la vio dar otro salto y sumergirse. Por la sangre de Cristo, ¿Mairi no estaría congelada hasta la médula en aquella agua?

Él gesticuló hacia Harry y Dougal que ya habían llevado la plataforma al lugar correcto.

Conall también se asombraba con la percepción que tenía Mairi sobre si misma. Ella encaraba sus propias acciones, de los últimos meses, como si no fuesen ni un poco extraordinarias. Él las consideraba fantásticas. Contra todas las desventajas y después de la muerte del señor del clan, ella había mantenido unido lo que quedaba de él. También consiguiera impedir la interferencia de Symon y aceptar un trueque con otro clan, lo que alimentaría a su pueblo tal vez para siempre.

Mairi lo dejaba avergonzado. ¿Habría él hecho tanto por la familia o por el clan? Los dos eran muy diferentes, reflexionó él.

Mientras él era un hombre de mundo, de espíritu libre, Mairi había vivido, hasta entonces, a la vera de Loch Drurie, unida tenazmente al clan. Tal dedicación le recordaba la de sus hermanos. Ella no consideraba ningún trabajo demasiado penoso o sacrificio alguno muy grande si la supervivencia de un pariente estuviese en juego.

Conall se giró para la playa y dejó que la mirada cayese sobre las personas reunidas allá. Uno de los Chattan sacó de los brazos de una madre, un bebé que lloraba mucho e intentó calmarlo. Judith, una de las muchachas más jóvenes de los Dunbar, mantenía la mirada fija en Dougal que agarraba la plataforma flotante mientras Mairi la sujetaba.

Y allá estaba Kip.

Conall sonrió. El niño le recordaba a si mismo a esa edad.

Júpiter rodaba en la arena a su lado. El perro debía estar contento por tener un compañero para jugar, saber donde dormiría en la noche y, al despertar en la mañana, ver la sonrisa amiga del niño.

Conall respiró fondo y aguantó el aire frió en los pulmones. ¿Ese tipo de vida sería así tan terrible? ¿criar raíces, finalmente, en un lugar? ¿Gustar de alguien, tal vez de todo un pueblo?

Miró para el lago mientras el sol desaparecía tras la superficie brillante. Sonriendo, Mairi nadaba en dirección a él. ¿Libertad?

No, él no era más libre. Y mientras miraba aquellos ojos azules pensó, que algún día lo sería nuevamente.

Mairi abrió camino entre los Chattan, reunidos al frente de la casa de su padre.

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—¿Qué ocurrió? ¿Por qué dejaron de trabajar?

En la víspera de la tarde, habían colocado la primera plataforma flotante en el agua, y ahora en la mañana, estaban casi terminando la segunda parte del muelle. Con toda certeza, Conall tendría otra idea idiota.

Dora casi chocó con ella al pasar por la puerta.

—Está lastimado. Los hombres quieren saber cual es la gravedad de la herida.

—¿Quien se lastimó? ¿Kip? —indagó Mairi, aterrada. No veía al niño desde el amanecer— ¿donde está él? ¿Que ocurrió?

—Kip está muy bien. Cálmate, niña —la aconsejó Dora.

Ella cerró los ojos y respiró, aliviada.

—Se trata de Conall. Nunca vi un corte tan feo.

Mairi abrió los ojos de prisa.

—¿Qué? ¿Donde está él?

—Allá dentro —respondió Dora, apuntando para el salón— pero no va a morir hoy —gritó para los hombres en el patio— por lo tanto, vuelvan hacia el trabajo. Dougal y Rob pronto irán también.

Mairi pasó por su lado y entró en el salón. La primera cosa que vio fue la sangre. La suya se heló mientras seguía el sendero rojo en el suelo de piedra.

Conall estaba acostado en la mesa, rodeado por algunos Chattan.

Mairi solo podía verle los pies descalzos que se estiraban por el borde. A codazos, empujó a Rob y a Harry para un lado.

—Por Dios, dejen que yo lo vea.

—Hola, Mairi —la saludó Conall con una media sonrisa.

Ella ahogó una exclamación.

—Tu muslo, la sangre. Dios del cielo, ¿que ocurrió?

Solo entonces, ella le notó el estado. Completamente mojado, usaba solo una camisa fina, cuya falda larga estaba amarrada entre las piernas como Kip le había mostrado aquel día en la ensenada.

Judith y la hermana más joven, Elsbeth, se inclinaban sobre él y ahogaban risitas mientras lavaban arena y sangre del corte.

Este era largo e iba del muslo a la cadera. Él guiñó el ojo para Elsbeth que quedó roja hasta la raíz de los cabellos.

Mairi se enfureció. Dirigió una mirada severa para las dos hermanas y dijo:

—Dora está necesitando de la ayuda de ustedes allá fuera.

—No. Estoy aquí detrás y no necesito de la ayuda de nadie.

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Conall volvió a sonreír y se encogió de hombros. Mairi mojó un trapo con vino del cuenco que Judith agarraba y lo apretó sobre el corte hasta que la sonrisa de él desapareció.

—¡Ay! ¡Por todos los diablos, Mairi!

Rob rió.

—Vámonos —dijo Dougal al sacar el cuenco de las manos de Judith y ponerlo en la mesa.

—Tu también —añadió Rob con la mano en los hombros de Elsbeth a fin de empujarla para la puerta.

—¡No! —las hermanas protestaron al mismo tiempo.

—Mairi ya tiene todo bajo control, niñas —afirmó Rob al ver a Dougal llevarlas para fuera.

Mairi volvió a mojar el trapo en el vino y apretarlo sobre el corte.

—¡Ay! —gritó Conall.

—¡Magnífico! Si puedes sentir dolor quiere decir que no estás muriendo. Imagina, acostado ahí semidesnudo, flirteando como...

—Estás celosa.

Conall arriesgó otra sonrisa, pero, ella lo ignoró e indagó:

—¿Que diablos pasó?

—Nosotros estábamos llevando un cargamento de madera para la playa —comenzó Rob, pero fue interrumpido por Dora que se acercó y, distraída, puso la mano en el hombro de él.

—Yo vi todo. No se donde tenían ustedes la cabeza para cargar tantos trozos juntos.

Rob se encogió de hombros. Ella continuó:

—Conall tropezó y todos cayeron. Como él estaba al frente, la punta de uno de los trozos le cortó en la pierna.

Rob miró hacia la herida y balanceó la cabeza.

—Feo corte.

Conall se estremeció mientras Mairi sacaba arena clavada en el músculo.

—No es profundo, pero creo que va a dejar cicatriz. Como ya tienes varias, una más no hace mal.

Su mirada recorrió el muslo musculoso. Respiró hondo cuando él lo flexionó.

Conall intentó sentarse, pero Mairi lo impidió con una simple mirada.

—No pasa de un arañazo y yo necesito volver al trabajo —protestó él.

—Tú no vas a trabajar más hoy, ¿no es así, Rob?

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—Mairi tiene razón, mi muchacho.

—Ahora descansa —aconsejó Dora al empujar a Rob hacia la puerta.

—Quédate tranquilo. Te garantizo que la segunda parte de los muelles va a ser terminada hoy. Dougal es un magnifico constructor —garantizó Rob.

Conall intentó otra vez sentarse.

—Necesito... por favor, Mairi, no... —gimió e hizo una mueca cuando ella, empujándolo por el pecho, lo forzó a acostarse— está bien, más tardecito, voy a llevarte a verificar el trabajo hecho.

Dirigió una mirada resignada a Rob que salió acompañado por Dora.

Mairi se concentró en atender la herida.

—Tú no necesitabas hacer la cura.

—Quédate acostado, quieto —ella mojó el trapo una vez más en el vino y lo colocó en lo alto del muslo—. Haz algo útil y agarra aquí con firmeza mientras voy a buscar más paños.

Antes que ella pudiese sacar la mano, Conall la agarró.

—Gracias por ayudar a mis hombres y a mí.

Las miradas de ambos se unieron.

Mairi tuvo consciencia de los latidos acelerados del corazón. De los de él también, a juzgar por el pulso bajo sus dedos tan cercanos a la ingle. Él apretó levemente su mano. Angustiada, ella sintió la boca seca.

—No hice nada que cualquier otra persona no hiciese.

—Fue más que eso.

Ella consiguió sacar la mano y fue hasta la cocina, respirando hondo varias veces. Necesitaba controlarse.

Cuando había pensado que era Kip quien se había lastimado, un pánico instintivo y maternal la había dominado. No importaba el hecho de no ser la madre verdadera del niño. Cuidaba de él hacía tanto tiempo que lo consideraba su propio hijo.

Sin embargo, al saber que el herido era Conall, otro tipo de miedo la había invadido, uno que ella nunca sintiera antes. La sensación había sido la de que estaba a punto de perderlo todo, todas las cosas que conocía y amaba, sueños secretos, esperanzas para el futuro...

Hasta aquel momento, ella nunca se sintiera vulnerable. Ese era un lujo que no se permitía desde el fallecimiento de la madre y el declive del padre. Ella había sido siempre la fuerte. Valiente. Invencible.

Tenía que serlo, por ella y por el clan. Aun así, al escuchar a Dora pronunciar el nombre de Conall, todo lo que había sentido fue miedo.

Las manos se crisparon en el montón de paños en la mesa de la cocina.

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¿Y si la herida hubiese sido seria? ¿Y si ella lo perdiese?

—Dios del cielo —murmuró.

Mairi cerró los ojos volvió a respirar hondo.

Se negaba a admitir el significado de lo sentimientos. Eran imposibles, absurdos. Ella no necesitaba de nadie. Se libró de la insensatez momentánea y comenzó a rasgar los trapos en tiras.

¿Que importancia habría en caso que él le gustase? ¿Que lograría?

Él era un aventurero, un pillo sin uniones con la familia o el clan. Un hombre como Conall MacKintosh jamás se sosegaría en un lugar tan pequeño y pacífico como Loch Drurie. Él había nacido en un castillo, en un ambiente de riqueza y prosperidad y no un Villarejo de cabañas de un clan que mal podía sustentarse.

Si por casualidad se casase con él, posibilidad tan remota como la de casarse con el rey de Inglaterra, él la llevaría lejos de Loch Drurie y de su clan. Eso, ella jamás lo soportaría.

Continuó rasgando las tiras de paño y, sin querer, frunció la nariz. Hasta Geoffrey insistiera en llevarla a los salones sombríos de Falmar, en caso de que aceptase casarse con él. Jamás lo haría.

Además, ella no se casaría con nadie.

Su clan necesitaba de ella en esta fase. Con el tiempo, ellos volverían a ser fuertes. En pocos años, Kip y los otros niños serían adultos. Él sería un excelente señor de los Dunbar. Hasta entonces, ella se esforzaría para mantenerlos unidos. Dora la ayudaría. Dora y Rob.

Tal vez fuera incluso una buena idea que algunos de los Chattan se quedasen allí. Dora tenía razón. Necesitaban de su ayuda. Ya quedaba bien claro que ella y Rob combinaban uno con el otro. Dougal y Judith también. Ella necesitaba convencerlos a quedarse en Loch Drurie.

Ahí estaba un plan que merecía sus esfuerzos, decidió al juntar las tiras y volver al salón.

—¿Por qué tardaste tanto? Todo ese tiempo daría para trasquilar una oveja y tejer la lana para los paños —reclamó Conall, aun acostado en la mesa.

—No te muevas para poder envolver tu muslo.

Mientras lo hacía, Mairi evitó mirarlo. Cuando terminó, dijo:

—Listo. Con el tiempo, va a cicatrizar. Hasta entonces, te aconsejo que no entres en el agua.

—Eso va a ser medio difícil, ya que mi trabajo es construir dársenas y muelles.

—Puedo hacer lo que es necesario dentro del agua con la ayuda de tus hombres. Como ayer en la tarde.

—Ah, tu estabas tentadoramente hermosa allá en el lago.

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Mairi se inmovilizó con las manos sobre el muslo vendado y le miró los ojos. Verdes con puntitos dorados y del color del cobre. Las tonalidades del otoño.

—Mairi, hay una cosa que necesitas saber —murmuró él al guiar sus manos a la cadera vendada.

Estaba caliente, aunque ella supiese que Conall no tenía fiebre.

Su pulso se aceleró.

—¿Qué?

—Las ataduras —dijo él, empujándola para más cerca— los trapos.

—¿Que tienen ellos?

—Ven mas cerca —susurró él.

¿Iba a besarla otra vez? se preguntó Mairi. Sin percatarse, humedeció los labios y esperó.

—Ellos son los mismos que el viejo Walter usa para lavar la escudilla de los puercos.

Mairi tardó un momento en entender las palabras.

—¡¿Qué?! —exclamó al saltar para atrás y empujar las manos.

Conall rió y ella se sintió tentada a cachetearlo. Él se sentó en la mesa y aplanó las manos al frente del rostro, en un gesto defensivo.

—¿Tú no tendrías coraje de pegar a un hombre herido, verdad?

¡Tramposo desgraciado! Brava, ella fue hacia la puerta, pero, en mitad del camino, se giró y avisó:

—Voy a mandar a Dora aquí para cambiar los vendajes, aunque creo que, si ellos sirven para los puercos, son buenos para ti.

Aun riendo, Conall dijo:

—¡Tentadoramente hermosa!

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Capítulo Ocho

Habían terminado y con casi dos semanas de antelación.

Conall caminó a lo largo de la tercera y última parte del muelle, decidido a no descansar la pierna derecha. La última semana, el corte había cicatrizado bien, pero el músculo lastimado aun dolía.

Ignoró la incomodidad y concentró la atención en la obra de Dougal. El explorador había ejecutado un trabajo excelente. Conall se inclinó y pasó la mano por las puntas de algunos trozos y, después, verificó la firmeza de las cuerdas que las amarraban.

—¿Que crees? —preguntó una voz desde la playa.

Él enderezó el cuerpo y vio a Harry y Dougal cargando un barril.

—Quedó magnífico —respondió.

No podía olvidarse de agradecer a Iain por haber mandado a los dos muchachos con él.

—¿Qué están cargando ustedes? —quiso saber.

Sin duda el barril contenía algo pesado. Dougal tropezó y ellos casi lo derribaron.

—Cerveza para la fiesta —respondió Harry.

Ah, la fiesta. Él se había olvidado. Los muchachos habían insistido en celebrar el final de la construcción de las dársenas. ¿Y por qué no? Todos lo merecían. Y un poco de alegría no haría mal a nadie.

Al día siguiente sería la fiesta de santa Catalina. Conall sonrió al acordarse de los términos que había impuesto a Mairi y como la condenada los había invertido contra él. Todo inútilmente. Habían terminado con tiempo suficiente para recibir el primer barco.

Ahora, solo necesitaban esperar.

Reasumió la caminata por los muelles, rumbo a una de las plataformas flotantes. El día estaba bonito, con un sol brillante, aunque soplase una fría brisa que le estremecía las piernas desnudas. Últimamente, venía andando descalzo como los Dunbar.

Solo Dios sabía como conseguían ellos calentarse en el invierno. Él no lo descubriría, pues no estaría allí para verlo. Planeaba esperar la llegada del primer cargamento de mercancías para, entonces, irse.

Dougal y Harry tiraron el barril en la arena y se sentaron a fin de descansar un poco. Conall resolvió hacer lo mismo allí en el muelle.

El lugar era bonito, mucho más de lo que él había considerado cerca de un mes atrás.

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El agua se ondulaba bajo la luz de la tarde. Cotorras y cascanueces volaban por encima, distrayéndolo con sus acrobacias y voces. Respiró hondo el aire frío. En Findhorn y en Braedun este nunca era tan revigorizante. Iba a extrañar ese aire y otras cosas, calculaba Conall.

Kip surgió corriendo por la arena como una banshee, el folclórico espíritu femenino. Júpiter lo acompañaba de cerca.

El niño era un diablillo, reflexionó Conall, sonriendo. Como la madre.

—¡Conall! —gritó él al pasar de la playa para el muelle, sin disminuir la velocidad.

Como era delgado, las columnas no se balancearon mucho.

—¡Despacio, niño! De esa forma, vas a hundir las dársenas nuevas.

Kip no le prestó atención, y jadeante, se tiró sentándose a su lado.

—¿Para que tanta prisa? —preguntó Conall, riendo y despeinándole los cabellos.

—Dora dice que, si somos buenos, vamos a tener una sorpresa muy especial en Navidad. Hasta allá, el primer barco ya habrá llegado, trayendo cosas buenas para comer.

—Ah, la tendrás, sí.

Conall balanceó la cabeza al reparar en las ropas y en el rostro siempre sucio del niño. Imaginaba que Mairi debía tener la misma apariencia cuando era niña, aunque las facciones de los dos fuesen muy diferentes. Kip no tenía una sola peca mientras Mairi estaba cubierta por ellas.

—Prometo repartir mi parte contigo.

—¿Parte de qué?

Sin parar, Kip había parloteado sobre Navidad y Año Nuevo, pero Conall no prestara atención.

—De lo que gane en Navidad. Sea lo que sea, voy a darte la mitad —afirmó el niño al mirarlo, esperando una respuesta.

La verdad él no sabía que decir. Kip se había apegado demasiado a él en el transcurso de las últimas semanas. Conall había apreciado la amistad y lamentaba tener que terminarla, pero no tenía elección.

—No voy estar más aquí en Navidad, Kip. Necesito viajar.

El niño no escondió la tristeza, pero pronto sonrió.

—¿Adonde? ¿Puedo ir contigo?

—No, mi muchacho.

El rostro de Kip se ensombreció, pero Conall ignoró el remordimiento que lo invadía.

—Mi trabajo aquí terminó —dijo en un tono de indiferencia.

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El niño se negó a mirarlo.

—Tengo que irme. Mis hermanos me esperan en casa.

Era verdad, aunque él no esperase pasar mucho tiempo en Findhorn. Un viaje y nuevas emociones le harían bien. Era exactamente lo que necesitaba.

—Prometes enseñarme a luchar con una espada.

El labio inferior de Kip temblaba y, mientras Conall lo veía reprimir las lágrimas, sintió el corazón pesarle en el pecho. Pero, respiró muy despacio y dominó la tristeza.

—Bueno, cuando seas mayor, Dougal te enseñará.

El sospechaba que los dos exploradores agarrarían, con uñas y dientes, la oportunidad de quedarse en Loch Drurie. Los encantos de Judith y Elsbeth los tenían hechizados más de la cuenta. No dejaba de ser ventajosa la permanencia de ambos allí. Él necesitaba contar con alguien que se encargase de los intereses de los Chattan.

—Yo no quiero a Dougal. Te quiero a ti —declaró Kip, empujándolo por el refajo del kilt.

Conall contrajo los músculos del rostro y escapó de las manos del niño. Los ojos de Kip revelaban el profundo dolor. Santa Columba, él había empeorado la situación. No debía haber permitido nunca tal relación amistosa con el muchachito.

—¿Y entonces en cuanto a Júpiter? —el mastin estaba acostado al lado de ellos y Kip lo abrazó con fuerza por el cuello—. Déjalo quedarse conmigo. Prometo hacerme cargo de él.

Júpiter respiró satisfecho cuando Kip lo abrazó.

—Estoy seguro de eso, pero creo que a tu madre no le gustará ni un poco.

El perro rodó de espaldas y Kip le acarició la inmensa barriga.

—A ella no le importaría. Ya murió.

El corazón de Conall casi dejó de latir.

—Y a Mairi le gusta. Por favor, deja quedarse a Júpiter —suplicó Kip, apuntando para la casa en el lago— ella está allá y puedes preguntarle.

Mairi se encontraba en la dársena, descalza como siempre. Una de las manos apoyada en su cadera y la otra sombreada sobre sus ojos. Ella los observaba.

La verdad lo alcanzó con una pedrada.

—Ella no es tu madre, ¿no?

Era un idiota por no haberse dado cuenta de eso antes, se censuró Conall. Sus besos castos, el rubor inocente que ella se esforzaba tanto para controlar.

—¿Quien? —preguntó Kip.

—Mairi —respondió Conall, mirando hacia ella.

—No, claro. Mi madre murió. Yo ahora me encargo de Mairi. Ella me necesita.

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—Te necesita, sí —concordó Conall, distraído.

—Ella también necesita de un marido.

Él se esforzó para prestar atención y se fijo en la mirada inocente del niño.

—¿Un marido?

—Eso mismo. Un hombre como tú —afirmó Kip.

Geoffrey pegó con los puños cerrados en la mesa y encaró al chino.

—¿Tan deprisa?

Tang hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Lo vi con mis propios ojos. Los muelles y las dársenas están completos y colocados ya.

—¡Malditos! ¡Los dos!

—El trabajo puede ser destruido con mucha facilidad —insinuó Tang al apretar las manos de piel gruesa y oscura, traicionando la impaciencia.

—Eso no sirve a mis propósitos. Los barcos mercantes vendrán con o sin muelles para recibirlos. Lo que MacKintosh construyó es una conveniencia y no una necesidad.

—Entonces, atacaremos los barcos.

Geoffrey sonrió, reconociendo la sabiduría del chino.

—Exactamente. Con las dársenas o sin ellas, Mairi no podrá recibir la mercancía. Así, no conseguirá pagar la deuda y perderá la tierra para mí. Esa es la solución.

Tang arqueó las cejas y Geoffrey estudió la expresión siempre enigmática del chino.

—¿Cual es el problema?

—Mi padre decía que existían varias maneras para sacar la piel a un gato.

Irritado, Geoffrey bufó, pero luego entendió.

—MacKintosh. Tienes razón. Si Mairi le pide ayuda, él lo hará.

Ella lo había besado y le había gustado.

Geoffrey cerró las manos con fuerza. El desgraciado la había acariciado, apretando su cuerpo contra el de él. Pero la verdad era que MacKintosh solo codiciaba la tierra. ¿Mairi no notaba eso? Era una tonta por confiar en él.

—Mate al hombre, mi señor, y a todos los guerreros.

—Ah, claro. Sería algo que Fraser notaría, ¿no crees? Mil guerreros Chattan derrotados por mi mano —ironizó Geoffrey.

—¡¿Mil?! Señor, ellos no pasan de un puñado.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 93—208

—Un puñado en Loch Drurie y mil iguales a ellos a menos de dos días de cabalgata de Falmar.

Vaya, era solo lo que él necesitaba. Si tocase un solo hilo de los cabellos rojos de MacKintosh, todos los malditos clanes de la alianza Chattan vendrían a buscarlo. Él no viviría para ver el fin de semana, mucho menos el Año Nuevo.

—Sería una locura —afirmó, frustrado, rechinando los dientes.

—Si me permite la osadía, señor...

—Vamos, habla.

—Tal vez fuera mejor para todos si el guerrero MacKintosh simplemente desapareciera.

—Vaya, eso no me parece posible.

Él había visto como MacKintosh miraba a Mairi. El hombre no iría a ningún lugar.

Tang insistió:

—Muchas cosas son posibles. Esta noche, ellos van a festejar con la cerveza de Alwin. Es muy fácil que un hombre se distraiga y beba demasiado.

Pura verdad, pensó Geoffrey. ¿Cuantas mañanas no había despertado con la cabeza lista a explotar y el estómago mareado después de una noche de bebida en la casa de Alwin Dunbar?

—Un hombre así no tendría la firmeza para caminar o la lucidez de espíritu. Muchas cosas podrían ocurrirle —Tang clavó los ojos negros en él— un accidente, tal vez.

Geoffrey sonrió. Sabía que tenía un buen motivo para mantener al chino a su servicio.

—Claro, un accidente.

Eso resolvería todos los problemas. Con Conall MacKintosh fuera del camino y los barcos mercantes desviados, Mairi no tendría elección a no ser someterse a él.

—Prepara el accidente.

—Considérelo ya hecho, señor.

Geoffrey no contenía el entusiasmo. ¿No sería una victoria ver a los Fraser forzados a aceptar el comercio por el lago? Los Symon volverían a ser fuertes, respetados, hasta temidos. Él tendría su premio.

Conall MacKintosh sufriría un accidente terrible y Mairi volvería a ser de él. Como debería pertenecerle desde el principio cuando ganara la apuesta justa y honestamente.

Geoffrey ahogó una palabrota al recordar el día del matrimonio.

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Había esperado durante horas al lado del padre que había venido de Inverness para oficiar la ceremonia. Mairi jamás apareció. El descontento, el ridículo por los cuales había pasado.

—Perra —refunfuñó.

Ella merecía lo que le iba a ocurrir, pues había tenido muchas oportunidades para ir a buscarlo. La paciencia de él se había agotado.

—¿Tang? ¿Cuales son tus planes? ¿Como va a ser el accidente?

Deseaba tanto la muerte de MacKintosh que hasta sentía el olor de la sangre.

—Algo repentino, espectacular, tal vez —Tang tenía instintos asesinos— ¿tiene alguna preferencia, señor?

—No, solo mata al desgraciado —respondió Geoffrey, abanicando la mano.

Cuanto más deprisa mejor, reflexionó. Esa noche sería perfecta.

Estarían bebiendo, todos ellos. Mairi también...

—Tang espera.

—¿Señor?

—No hagas daño a Mairi. Si algo malo le pasa, tú pagaras con la cabeza.

Sintió una puntada de remordimiento, pero la criatura irascible lo había tratado de manera ultrajante. Ningún hombre, en la posición de él, toleraría eso; pero, continuaba amándola.

—Muy bien, señor.

Con las manos cruzadas junto al pecho, Tang se inclinó antes de salir del salón y cerrar la puerta sin hacer ningún ruido.

Los olores de la humareda de madera y de carne siendo asada lo hicieron salir de casa, mucho antes de lo que pretendía, a fin de tomar parte en la fiesta. Conall descendió de la colina rumbo a la playa ajustando la visión a la noche sin luna. Antorchas chispeaban como estrellas y voces alegres llegaban a él, traídas por el viento.

Cuando pisó la arena parpadeó asombrado. Los niños corrían riendo por la playa, serpenteando entre grupos de adultos que cantaban, comían y levantaban las jarras de cerveza en el aire. Allá estaban las mujeres y los viejos Dunbar, los guerreros MacKintosh y Davidson.

Decenas de antorchas formaban un sendero dorado a lo lardo de las tres dársenas nuevas y producían una danza luminosa en las aguas oscuras de Loch Drurie.

—¡Hola, muchacho! —llamó Rob desde el lado de una de las hogueras que crepitaban en la playa— ven a probar la cerveza especial de Alwin Dunbar.

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Conall sonrió y fue cerca de su amigo. El pequeño guerrero se inclinaba en el regazo de Dora y empuñaba la mayor jarra de cerveza que él había visto. Y no habían sido pocas.

—Pero que gran fiesta —comentó mientras recorría la mirada por sus hombres.

Rob no reprimió un hipo y Dora, riendo, le dio una palmadita en la espalda. Dougal se sentaba al lado de los dos, abrazado a Judith.

Elsbeth, también sentada allí, anidaba la cabeza de Harry en el regazo.

—Que guerreros excelentes escogí para acompañarme en esta importante misión —se burló.

Las dos jóvenes rieron.

—Tú no nos escogiste. Nosotros decidimos venir —dijo Rob, intentando ahogar un nuevo hipo.

Con expresión soñadora en los ojos oscuros, Dougal concordó con un gesto de cabeza. Harry comenzaba a roncar.

Conall sonrió y sintió el peso de las últimas semanas, caer en sus hombros. Todos ellos eran hombres muy buenos y merecían celebrar el éxito alcanzado.

La sonrisa se alargó al ver a Walter arrodillado cerca de otra hoguera, los brazos flacos intentando girar un asador enorme. Por el aspecto y por el olor, debía ser puerco asado. Conall ya había pensado antes si el viejo hombre, mataría algún día uno de aquellos puercos.

Sí, todos tendrían bastante que comer esa noche.

Su mirada vagó de rostro en rostro, de un lado a otro de la playa, pero el de Mairi no estaba entre ellos. Miró para la casa en el lago y para el muelle oscuro, negro y frío como la noche. Mejor así.

—Ella está allá, pero no puedes verla —dijo Dora, esforzándose para ser escuchada por encima del vocerío.

Al mirarla, Conall sintió un escalofrío en la nuca. Era como si la mujer hubiese leído sus pensamientos antes incluso que él los tuviese. Quedó nervioso y desvió la mirada.

—Ella está allá, sí, sentada en la dársena, en lo oscuro, mirando hacia ti —insistió Dora.

Los pies descalzos, contra su deseo, se movieron en dirección al muelle de la casa en el lago. Muy despacio, un paso tras otro, con la arena fría y húmeda penetrando entre los tobillos, fue andando. De pie al lado de las láminas flotantes, clavó la mirada en un intento de ver en la oscuridad.

—Pensé que tal vez no vendrías —dijo una voz venida de las sombras.

Su voz.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 96—208

Él pisó la dársena y siguió en su dirección. La noche lo envolvió en tinieblas. Las láminas de madera ondulaban mansamente bajo su peso. Paró cuando sintió su cercanía, aunque no pudiese verla, tan oscura estaba la noche.

—Es como un reino encantado, ¿no crees? —murmuró Mairi.

Conall miró para el reflejo oscilante de las antorchas en el agua y para los rostros de las personas en la playa que, mal iluminados, parecían fantasmagóricos.

—Sí. En una noche como esta, cualquier cosa puede ocurrir —dijo él.

Se sentó con las piernas cruzadas a su lado y, sin querer, rozó su rodilla con la suya. Mairi se apartó un poco, pero la sensación del contacto permaneció con él.

—Aun no bebiste nada —comentó ella.

—¿Cómo lo sabes?

Conall podía apenas vislumbrar el contorno de su rostro en contraste con la oscuridad, que los envolvía.

—Si hubieses bebido, yo sentiría el olor en ti.

—Ah, ¿tu nariz es así de buena?

—Para la bebida, sí.

Él se acordó de lo que Rob y Walter le habían contado sobre su historia.

—Lo se. ¿Era así con tu padre?

Por un momento, Mairi no dijo nada y él se arrepintió de haber tocado el tema.

—Mi padre, Alwin Dunbar —rió ella con desdén—. Era exactamente así con él.

—¿Es por eso que no vives en la casa de la colina?

Ella se puso de pie y Conall sintió ondular la dársena.

—No. Es solo por... bueno, tengo mis razones.

Pasó por el lado de él que, a ciegas, intentó agarrar su mano.

—Mairi, quédate.

—No. Debo hacer compañía a mi pueblo —respondió ella sin dejarse agarrar.

Conall se levantó, decidido a seguirla.

—¿Por qué, entonces, no vives allá? ¿El motivo tiene que ver con tu madre, con la muerte de ella?

Mairi se paró en el borde de la dársena y él casi la derrumbó. Ella se giró y por primera vez en esa noche, Conall pudo ver sus ojos. Hogueras minúsculas brillaban en ellos, oro contra la oscuridad azulada de la noche.

—¿Y en cuanto a ti? No estás casado, no tienes hijos, ni un hogar. La riqueza y el confort de los Chattan están a tus pies; sin embargo, prefieres vagar de un lugar a otro.

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—Hago lo que tengo ganas. Soy un hombre libre. Además de eso, como vivo no es de tu incumbencia.

Ella arqueó las cejas rojizas y volvió a reír con desdén.

—Lo se. ¿Ciertas personas tienen el derecho de sentir curiosidad y entrometerse en las vidas ajenas y otras no?

Mairi tenía razón. Él no podía hacerle preguntas tan personales. ¿Y qué interés tenía él en eso? Se encogió de hombros y la siguió por la playa.

Ella caminaba con firmeza y aire decidido. Una mujer con un plan. ¿Ella jamás se relajaba a fin de apreciar unos momentos de despreocupación?

Notó que sus cabellos estaban amarrados entre los hombros con una tira larga de lana de cuadros azul y ocre. Se destacaba en su cabellera espesa y roja. Mairi usaba un vestido que nunca le viera antes. También era azul y tenía una faja en la cintura. Sus pies como siempre, estaban descalzos. Conall sonrió al caminar detrás de ella.

Mairi saludaba igualmente a los Dunbar y a los Chattan y hasta paró un poco para inspeccionar el puerco que Walter asaba en el espetón. Cuando hablaba con los guerreros de Conall, exhibía una gracia que él no había visto en muchas mujeres. Al contrario de las otras mozas, ella no los temía ni un poco. Era como si no tuviese la menor consciencia de su sexo y del efecto que podría provocarles en ellos. O en él.

La deseaba mucho más en ese momento.

Conall estaba fascinado por su inocencia que desaparecía bajo las maneras ásperas y el comportamiento ultrajante. Él sacudió la cabeza como si quisiese librarse del pensamiento.

Al instante siguiente, el sonido de la gaita y del tambor ahogó el vocerío. Eran sus hombres, Gerald y John. No se pasaba una noche sin que los dos tocasen. En ese momento, tocaban música para bailar. En un impulso, Conall agarró la mano de Mairi y la llevó para el medio de otras parejas.

—¡Vamos, suéltame! —protestó ella, intentando soltarse; pero, él la agarró con firmeza.

—Desiste, Mairi, solo por esta noche. Mañana, tendrás el día entero para dedicarte al trabajo y para asuntos más serios —dijo él.

A pesar de ser forzada y estar poco a gusto, ella le permitió que la empujase más cerca de él y la hiciese bailar. Su rostro pecoso ardía.

Tal incomodidad lo instigó a volverse más osado. Con las manos abiertas en su espalda, la empujó más cerca, forzándola a girar con él. En una ocasión, ella pisó su pie, haciéndolo reír.

—No estoy disfrutando —declaró ella encarándolo— vamos, suéltame.

Conall sonrió. Apreciaba el poder físico sobre ella.

—No, Mairi Dunbar, no tengo la menor intención de soltarte —el rencor se estampó en su mirada y él añadió deprisa—: por ahora no.

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—Yo no se bailar bien —se quejó ella.

—No. Ni cabalgar. Pero eres una excelente nadadora. En el agua, pareces una sirena.

Conall arriesgó un beso rápido e inmediatamente, sintió su rodilla subir entre las piernas. Con la rapidez de un relámpago, él saltó para atrás, escapando, en un tris, de su venganza.

—¡Estás loco! Vamos, una sirena.

Él dejó que se fuera y la vio dirigirse a la hoguera alrededor de la cual se sentaban Rob, Dora y otras personas.

Riendo solo, Conall continuó observándola. Por Dios, hacía mucho tiempo que no veía una criatura tan encantadora como Mairi. O mejor, nunca había visto una igual.

De repente, Kip surgió corriendo del bosque para la playa, acompañado por Júpiter.

—¡Mairi! mira lo que conseguí —gritó él al verla— solo mira, ¡Mairi!— exclamó al llegar cerca.

Conall se juntó a ellos. Sintió una puntada de alarma al ver a Kip despejar en la arena, el contenido de un saco desconocido de cuero.

—¿Qué diablos son esas cosas? —indagó.

—¿Fuegos artificiales? —respondió Kip, jadeante a causa de la corrida.

—¿Qué quieres decir? ¿Donde encontraste esto?

Harry, que había despertado con el ruido, agarró una de las varitas y la examinó.

—Con Tang, sin duda —respondió Mairi con una mirada severa para Kip— ¿Qué estabas haciendo solo en el bosque?

—¿Quien es Tang? —quiso saber Conall.

—Yo no estaba solo. Júpiter me siguió.

—En fin, ¿quien es Tang? ¿Que tipo de nombre es ese?

—Chino. Él es uno de los hombres de Symon. Trabaja para él hace mucho tiempo —explicó Mairi.

Conall se acordó de la expresión imperturbable y mala del oriental al apuntar la flecha hacia Júpiter, aquel día en el bosque.

—Entiendo, un poco de fuegos artificiales —dijo Harry al pasar el dedo por la varita— vi a uno de ellos iluminar el cielo en las noches de fiestas en Inverness. Están hechos de una mezcla de carbón y otras cosas extrañas.

Dougal hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Yo también lo vi —sacó una varita del mazo— pero no como estos.

Conall fue apoderado por un mal presentimiento.

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—No se, no. Esos ahí pueden no ser seguros.

Él ya había visto fuegos artificiales en Bretaña y en España, pero siempre de lejos. Tenía que admitir que no tenía idea de como explotaban en el aire en lindos colores fulgurantes.

—Ellos no ofrecen peligro. Cuando tenemos alguna celebración, Tang acostumbra soltar algunos para nosotros —contó Mairi.

Por su expresión, Conall sabía que ella quería contrariarlo.

—¿Pero como sabía él que íbamos a tener una fiesta esta noche? —indagó él mientras recorría la mirada por el bosque en busca de señales de los hombres de Symon.

—Ah, él no lo sabía —dijo Kip deprisa al ver la mirada preocupada de Conall— y tampoco anda por aquí. Me encontré con él en el sendero de la floresta, a unas leguas de distancia allá por el norte.

—¿Qué estabas haciendo tan lejos de casa? —preguntó Mairi al agarrar al muchachito por los hombros— cuantas veces te he dicho...

—Vamos, estoy seguro de que ellos son seguros. Esta es una celebración. Deja al muchachito soltar los fuegos —aportó Dora.

Conall notó por su actitud relajada, que ella debía haber tomado unos buenos tragos de la cerveza de Rob.

—Muy bien —aceptó Mairi, pero su ceño fruncido mostraba que, tanto como Conall, ella sospechaba de ese encuentro accidental con el chino— pero tu no vas a soltarlos solo. Pide a Walter que te ayude.

—Yo puedo hacerlo. Ya vi soltar fuegos artificiales muchas veces —afirmó Harry al apartarse de los brazos de Elsbeth.

—Yo también quiero ayudar —se ofreció Dougal agarrando el mazo de fuegos y levantándose con Judith.

Aunque no le gustase mucho la idea, Conall creyó que estaba siendo demasiado cauteloso. Al fin y al cabo, habían terminado el trabajo y todos merecían divertirse un poco. Y él no había vuelto a ver a Symon desde aquel día en el bosque.

—Está bien, entonces. Pero tengan cuidado, ¿escucharon?

Los dos exploradores asintieron con gestos de cabeza y, seguidos por Kip, se dirigieron al muelle bien iluminado. Conall ayudó a Rob, que se tambaleaba, a equilibrarse y observó a Dora llevarlo hasta los platos de madera, en los cuales Walter colocaba el puerco cortado.

Cuando se giró, Mairi había desaparecido.

—Condenada mujer —murmuró.

Pocos minutos después, él se sentaba otra vez a su lado, en la oscuridad de las dársenas.

—Yo no dije que podías venir a juntarte conmigo —reclamó ella.

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—No, pero aquí estoy.

—Hum.

Él reprimió la risa.

—¿Siempre haces lo que quieres? —preguntó ella.

—¿Y tu, lo haces?

Mairi soltó una exclamación de desdén y Conall le sonrió, a pesar de las sombras.

—Eres una mujer obstinada, Mairi Dunbar. Entiendo bien por qué ningún hombre te dominó.

—Ninguno jamás lo hará.

—No. Sería un pecado —murmuró y se acercó más.

Se sorprendió al ella no moverse. Miró hacia las estrellas tan frías e inalcanzables como Mairi Dunbar quería hacerlo creer que era. Lo dudaba mucho.

Un silbido repercutió en el aire mientras el primer fuego artificial subía para la oscuridad encima del lago. Él pudo escuchar los gritos de alegría de Kip cuando el proyectil explotó en miríadas de luminosos puntos verdes, bañando la noche con un brillo fantasmagórico.

Se giró para Mairi y se asombró al ver que ella no miraba hacia el espectáculo y sí hacia él. Un baile de estrellas verdeadas se reflejaba en sus ojos.

Muy despacio, a punto de tener tiempo de contar los latidos del corazón y sentir su aliento caliente en el rostro, él se inclinó y la besó.

Mairi se dejó y cuando sus brazos lo rodearon por el cuello, Conall tuvo la certeza de que en esa noche, cualquier cosa podría ocurrir.

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Capítulo Nueve

Durante todo ese tiempo Mairi planeaba hacerlo parar. Y el momento correcto había llegado.

—Relájate —lo escuchó murmurar mientras rozaba los labios en los suyos.

Solo un beso más y ella pondría fin a eso.

Mairi cerró los ojos y centellas verdes y rojas rasgaron sus parpados. Abrió los labios para recibir la lengua que, caliente y exigente, se juntó a la suya. Sin querer, gimió y Conall hizo eco al gemido con otro.

Los estallidos de fuegos artificiales arriba en el cielo, el olor acre de estos, los aplausos en la playa, los gritos alegres de Kip, todo desapareció mientras Mairi se rendía a las caricias.

Las manos de Conall la tocaban en todos los lugares, estimulándola, la boca estaba caliente, el olor intoxicante. Ella se sintió impetuosa, libre, como si nada pudiese hacerla parar. Él la acostó de espaldas sobre la plataforma, con un brazo bajo su cintura, y se acomodó sobre su cuerpo.

Mairi entró en pánico y abrió los ojos.

—Levántate de ahí —ordenó.

Conall no dio oídos y volvió a besarla. Ella intentó empujarlo, pero no lo consiguió a causa del peso y de la persistencia de él.

—¡Conall! —protestó.

Él la besó nuevamente y murmuró:

—Te gusta, puedo verlo.

Le cubrió el rostro de besos mientras ella luchaba en vano para empujarlo. Con un movimiento rápido, Conall sujetó sus manos encima de la cabeza y las mantuvo allí.

—Confiesa que te gusta —murmuró junto a sus labios.

—¡No! ¡Para ya!

Su corazón latía con tanta fuerza que él debía escucharlo.

—Ah, sí te gusta.

Volvió a besarla, pero con mayor ternura esta vez. Contra su voluntad, los labios se abrieron, la lengua se juntó a la de él como si actuase por cuenta propia. Lo besó con tal vehemencia que se asombró a si misma.

Chispas plateadas y de un rojo vivo caían sobre ellos. Con la velocidad de un relámpago, él apartó sus piernas con los fuertes muslos.

Mairi luchó contra él que alivió un poco el peso de su cuerpo.

—¡Vamos, déjame salir de aquí!

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Conall apretó más sus muñecas.

—No quiero.

Una explosión de luces le iluminó el rostro por un segundo.

Él sonreía, ¡el muy pícaro! La besó en la frente y en la oreja. Ella giró el rostro y su rabia se transformó en miedo cuando los labios de él descendieron por el rostro.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó, jadeante, aunque lo supiese muy bien.

Conall iba a poseerla allí mismo en la dársena oscura.

—Eres una mujer excelente, Mairi Dunbar —él la elogió entre besos—. Fuerte, independiente —hizo una pausa y, con la mano libre, le tocó los senos —experta.

Acarició uno de los senos por encima del vestido. Ella lo sintió endurecerse. De repente, un calor intenso la inundó, haciéndola transpirar. Se esforzó para controlar la respiración, mantener la mente alerta y descubrir una manera de hacerlo parar.

Que Dios la ayudase, pero no quería que Conall parase.

Al admitir el deseo, su rostro se encendió.

—Tú eres experta, ¿cierto? Al fin y al cabo, ya eres madre.

—Lo soy —balbuceó Mairi, casi perdiendo el control.

—Percibo que hace mucho tiempo que no tienes un hombre —dijo él, acariciándole los senos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Por qué Conall hacía eso?

¿Y por qué ella lo permitía? Sus hombres y los de él estaban a unas cien yardas de distancia. No podían verlos en esa oscuridad; pero, si ella gritase, todos vendrían corriendo.

¿Por qué no gritaba?

—El muchachito no es tuyo —afirmó el bajito.

Le clavó una mirada descolorida.

—¿Kip? Sin duda alguna, lo es.

—Tal vez él sea hijo de tu corazón, pero no de tu sangre —Mairi iba a protestar, pero él la silenció con un nuevo beso— eres virgen, Mairi Dunbar. ¿Por qué me haces creer que no lo eres?

Dominada por emociones perturbadoras, ella no respondió.

—Admítelo —murmuró él, acariciándole los senos aun más.

Ella lo empujó nuevamente sin éxito.

—Admítelo y paro. Ningún hombre te ha tocado. Ni siquiera, Symon —muy despacio, deslizó los dedos por su costado, hasta alcanzar el vientre—. No de esta forma.

Miedo y deseo sacudieron su corazón en una ola gloriosa e intensa, creación de un alquimista.

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—Admítelo, Mairi, y pararé.

Un grito ahogado escapó de su garganta.

—Muy bien, es verdad. Soy virgen. Ningún hombre jamás me ha tocado —al mismo instante, Conall la soltó y ella, jadeante y trémula, permaneció acostada—. Ningún hombre, excepto tú.

Una lluvia de estrellas coloridas iluminó el cielo arriba de ellos.

En esa fracción de segundos, Mairi vio la expresión de triunfo en los ojos verdes. Sin que pudiese impedirlo, la rabia explotó, dominándola completamente. En un movimiento rápido, rodó para el lado y se puso en pie, masajeando las muñecas adoloridas.

—¡No pasas de ser un perro desgraciado! ¿Como te atreves a tratarme de esa manera?

Conall tuvo la audacia de sonreír. Mairi le dio un puntapié, pero él lo esquivó a tiempo al levantarse. Entonces, ella lo empujó con toda la fuerza posible antes de apartarse.

—¡Mairi! —él recuperó el equilibrio, para desilusión suyo, y la siguió en dirección a la casa en el lago—. Yo no tenía la intención de insultarte. Solo...

Mairi se giró deprisa para él.

—¿Insultar? ¿Es como tú clasificas eso? ¿Tienes el coraje de usar el amor para menospreciarme y humillarme? Eres más parecido a mi padre de lo que yo había...

—Yo nunca haría eso y no intentaba menospreciarte.

Ella respiró hondo el aire frío de la noche, con un leve olor de azufre, e intentó dominar las emociones.

—Además, no era amor, solo...

—Diversión —completó ella irónicamente.

El silencio de Conall confirmó su afirmación.

Le dio la espalda y corrió para la casa en el lago, batiendo la puerta después de entrar. Los pasos de él resonaban en el muelle cada vez más próximos. Mairi pasó el pestillo y fue a acosarse, empujando las cubiertas de piel hasta la cabeza. De nada servirían las suplicas de él al otro lado de la puerta. Ella no las escucharía y no quería oírlas.

Conall se había divertido con su confesión. Ella había sentido vergüenza como si hubiese sido conquistada y despedida. ¿Qué importancia tendría para él si era virgen o no? Para ella, no tenía la menor diferencia, excepto por la posibilidad de debilitar su posición en el concepto de Conall. Había leído eso en su expresión, sentido la fuerza en los abrazos y en la autoridad cruel de sus besos.

Pasó el dedo por los labios. Su rostro ardía, especialmente en los lugares donde la barba la había arañado. Cerró los ojos y recordó el sabor de los besos.

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Que Dios la ayudase, pues había querido que Conall hiciese todo aquello, y la poseyese, allá en la dársena. ¿Como podía haber sido tan tonta? Si se hubiese sometido, él habría usado ese hecho, de alguna manera, en provecho propio. De eso, tenía absoluta certeza.

Los hombres eran así. Su padre había dominado a su madre como si ella fuera un animal de carga. Y la pobre se había inclinado a cada capricho del marido.

Ella nunca sería así. Jamás.

Ningún hombre la poseería, mucho menos Conall MacKintosh.

Mairi levantó un poco las cubiertas. Al otro lado de la puerta reinaba el silencio. Conall se había ido. Menos mal. En menos de dos semanas, él partiría de Loch Drurie entonces, ella podría continuar viviendo en paz.

Se acomodó mejor a fin de dormir, pero no lo consiguió. Poco a poco, los gritos y risas fueron disminuyendo. Por las voces, ella se percató que las mujeres se dirigían para la villa y los hombres para la casa de la colina. Con toda seguridad, Kip había acabado con los fuegos artificiales y los guerreros, con la cerveza de su padre.

Llegó a cabecear un poco, permaneciendo en el límite de la consciencia. Explosiones coloridas surgían en la oscuridad de sus parpados.

Desde lejos, Mairi veía a su madre en la playa gritando; pero no le entendía las palabras. Vio cuando dos guerreros la agarraban y la arrastraban en dirección al barco de ellos, a pesar de su lucha atroz.

Mairi necesitaba ir hasta ella, quería ayudarla, pero no podía. Alguien la agarraba y, sin importar cuanto lo intentase, ella no conseguía soltarse. Dominada por una onda de nauseas, vio uno de los guerreros desenvainar la espada y atravesar el cuerpo de su madre, allá en la playa, la sangre alcanzando la espuma blanca. Mairi levantó la cabeza. Lágrimas le nublaban la visión. Aun así, vio el rostro petrificado de su padre. Sin decir una palabra, él la agarró de la mano y la llevó a casa.

Mairi se enrolló bien en las pieles y se giró de bruces. No quería recordar la terrible experiencia. Estaba exhausta y necesitaba dormir. Al día siguiente, verificaría otra vez las dársenas y los muelles nuevos, igual que las construcciones para almacenar...

Un estruendo ensordecedor la despertó completamente.

—Pero que, en nombre de Dios...

Gritos de hombres cortaron el aire. Ella saltó de la cama y corrió para la ventana, apartando deprisa la piel de venado.

—¡Madre Santísima!

Otro estruendo produjo olas de choque en el lago mientras uno de los lados de la casa de su padre explotaba en una bola de fuego, lanzando maleza, madera y argamasa sobre la villa entera.

—Conall —balbuceó ella al correr hacia la puerta.

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Conall ya se levantaba, empuñando la espada, cuando la puerta se abrió de espaldas a él. Cayó para tras mientras Mairi salía y tropezaba en él, cayendo también. Atónitos los dos maldijeron.

Ella intentó levantarse, pero el vestido estaba preso en la punta de la espada. Conall lo soltó y la ayudó a levantarse.

—¿Que estás haciendo aquí? —indagó ella— pensé que estabas...

—Me quedé dormido sentado ahí.

Juntos y aterrados, miraron para la casa de Alwin Dunbar en la colina. Parte del tejado de maleza estaba en llamas. A pesar del ruido, escucharon a Rob pidiendo agua a gritos.

—¡Dios del cielo! —exclamó Conall al empujarla por la mano— vamos hasta allá.

Cuando llegaron a la villa, hombres y mujeres, en fila, ya pasaban cubos de agua del lago. La luz del fuego daba un reflejo anaranjado en los rostros oscurecidos por la humareda de aquellos que se encontraban en el interior de la casa durante la explosión. Conall frunció la nariz al sentir el olor fuerte del azufre.

—Dios misericordioso, ¿donde está Kip? —gritó Mairi.

Seguida por Conall, corrió hasta la casa de Dora donde los seis críos, con ojos saltones, espiaban por la ventana. Ella sacudió al mayor por los hombros y preguntó:

—Michael, ¿sabes donde está Kip?

—No —respondió el niño.

Mairi clavó la mirada en el infierno encima de ellos.

—Él no esta aquí en la villa. ¿Donde se encuentra?

De repente, Conall se acordó. Sintió el estómago contraerse.

—Ay, mi Dios —balbuceó.

—¿Qué? —indagó Mairi afligida.

—Kip... yo dije que, de hoy en adelante, él podía dormir en el salón con los otros hombres.

Los ojos de Mairi se abrieron de pavor. Entre los troncos de árboles, Conall miró para la casa en llamas y vio a Rob dirigiendo un grupo de hombres con cubos de agua.

En cuestión de segundos, los dos subieron la colina. La humareda escapaba por la puerta abierta y unos pocos hombres aun salían de la casa. Conall agarró a Mairi antes que ella entrase.

—¡Necesito encontrar a Kip! ¡Vamos, suéltame!

—¡No! —gritó él, sin soltarla, mientras buscaba con la mirada a uno de sus hombres para que la agarrara.

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—¡Conall! —gritó Dougal al salir de la casa con el rostro y las manos ennegrecidas y el kilt chamuscado.

Conall empujó a Mairi para los brazos del guerrero más cercano.

—Dougal, ¿que ocurrió? ¿Donde están Kip y Harry?

—Harry está allá dentro. John está herido. Ellos ya lo están cargando hacia aquí afuera.

—¿Y Kip? —de un tiro, Mairi se soltó—. ¿Está allí adentro? ¿Jesús, donde estará?

Dougal se alzó de hombros. Con la luz del fuego, Conall vio a Mairi palidecer. El corazón oprimírsele. Ya seguía hacia la puerta cuando escucharon una voz débil venir de algún lugar detrás de ellos:

—¡Estoy aquí, Mairi!

El ladrido de Júpiter, venido del bosque, se hizo oír enseguida.

Corriendo y jadeantes, niño y perro surgieron en el patio de la casa.

Conall temió que Mairi se desmayase y la sujetó por los hombros.

—¡Ay, gracias al buen Dios! —exclamó ella al estrechara Kip contra el pecho.

El muchachito abrió los ojos al ver el incendio sobre sus hombros.

Harry y otros dos hombres salieron de la casa, cargando el cuerpo ensangrentado y ennegrecido de John, el guerrero amigo.

—Está muerto —tartamudeó Harry mientras las lágrimas corrían por el rostro ennegrecido por el humo— John estaba acostado cerca de la chimenea de la cocina cuando esa cosa maldita explotó —ahogó un sollozo—. No hubo nada que pudiésemos hacer.

Perplejo y sin hablar, Conall levantó el cuerpo del tocador del tambor de los brazos de ellos, y con el máximo cuidado, lo acostó en una piedra chata. La culpa era suya. Debería encontrarse allí al lado de sus hombres. En vez de eso, había dormido junto a la puerta de Mairi como un chico enamorado.

—Menos mal que tú no estabas aquí. También habrías muerto —le dijo Dougal.

—¡Y Kip! Él tenía permiso para dormir en la casa —murmuró Mairi al volver a abrazar al niño.

El sentimiento de culpa de Conall aumentó, aplastándolo como olas oscuras y amargas.

—Yo estaba en el campamento con Júpiter. Nosotros tenemos un lugar para dormir bien escondidos. Es un secreto —contó Kip con una sonrisa, pero se entristeció cuando miró para el cuerpo ennegrecido de John.

—Está bien —murmuró Mairi, acariciándole los cabellos— pero, de hoy en adelante, vas a dormir conmigo. Ahora, ve para la casa de Dora y quédate allí hasta que yo llegue —recomendó, empujándolo en dirección de la villa.

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—Lleva a Júpiter contigo —mandó Conall.

Tan pronto los dos se apartaron, Mairi clavó la mirada en Harry y Dougal.

—Por todos los diablos, ¿que fue lo que pasó? Yo no me preocupo con la casa, pero un hombre murió. Y, por lo visto, muchos de ustedes están heridos. ¿Qué provocó la explosión?

Conall ya lo sabía. Podía sentir el olor del azufre en el aire.

—Fueron los fuegos artificiales —afirmó.

Dougal bajó la mirada y Harry desvió la de él para lo lejos, aun llorando.

—Pero ustedes los soltaron en las dársenas sobre el agua como siempre hicimos. Nosotros lo vimos. No había peligro —dijo Mairi y Conall notó que ella intentaba descifrar lo que había ocurrido.

Por unos momentos, nadie habló. El crepitar del fuego casi extinto provocó en Conall recuerdos de otro incendio destructor. Gilchrist, el hermano, había sufrido quemaduras graves y la pareja de tíos, muertos carbonizados.

—Nosotros teníamos más varitas —dijo la voz de Kip, venida del bosque abajo.

—Te mandé ir para la casa de Dora. Vete —gritó Mairi.

—Deja hablar al niño —sugirió Conall.

Seguido por Júpiter, Kip salió del medio de los árboles, subió la colina despacio y, un tanto asustado, miró para Mairi.

—Solo soltamos la mitad. Había otro saco lleno.

—¿Y donde pusiste el saco? ¿En un barco sobre el agua, amarrado al muelle, como Tang siempre explicó?

Kip miró para el suelo y no respondió.

—¿Donde pusiste el saco, niño? —insistió Conall.

—Él me lo dio para mí —contó Dougal.

La claridad de las últimas llamas iluminó el movimiento de la manzana de Adán en el cuello de Harry que tragaba en seco.

—Dougal me los dio.

¡Dios del Cielo! Conall adivinó lo que escucharía.

—Y que hiciste tú con el saco —demandó Mairi al acercarse el explorador.

—Yo... —Harry gagueó, pero aun así dijo—: Nosotros salimos de la playa después que surgió la luna y vinimos hacia la casa a dormir —explicó Dougal.

Renuente, Harry miró hacia Mairi.

—Nosotros fuimos a la cocina para calentarnos las manos en la chimenea. La del salón ya estaba apagada.

—¿Dejaste el saco cerca de la chimenea? —indagó Conall.

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Los ojos de Mairi llamearon más que el fuego.

—¿Y entonces, lo dejaste o no? —presionó ella.

Harry miró hacia Dougal, después hacia ella y, con aire pasmado, se encogió de hombros.

—No se. No me acuerdo.

Los dos exploradores miraban hacia el cuerpo de John encima de la piedra, a pocos pasos de allí. Gerald, el gaitero, se arrodilló al lado y lo cubrió con un kilt. Los tres no contuvieron las lágrimas.

Furiosa, Mairi se giró hacia Conall.

—La culpa es tuya. Tú permites que muchachitos, que casi no dejaron los pañales, pasen la noche bebiendo cerveza mientras tú desapareces para ir detrás de las mujeres. ¿Lo que ocurrió te sorprende, Conall MacKintosh?

Él miró de soslayo hacia el cuerpo de John. Mairi tenía razón y sus palabras, acompañadas por el llanto triste de los hombres, lo marcaron como hierro en brasas.

Él debía haberse quedado allí. Era el responsable de todo. No Harry y Dougal. Él.

El agua chirrió en la madera en brasa, provocando una nueva nube de vapor. El olor acre se acentuó y él se sintió asqueado. Alguien lo tocó levemente en el hombro. Se giró y vio el rostro sudado de Rob.

—El fuego está casi apagado. Solo queda un poco en el cuarto de Alwin Dunbar donde tú venías durmiendo.

—Deja que se queme —dijo Mairi al darle la espalda.

Una neblina densa rodaba sobre la superficie del lago, dando una apariencia de mortaja espectral al frío amanecer. Mairi se encontraba delante de las ruinas aun humeantes de la cocina de su padre. El aire estaba húmedo y con una mezcla de los olores de azufre y de humo.

Contra su voluntad, Conall y sus hombres habían conseguido salvar buena parte de la casa. A la luz del día, los daños no parecían tan grandes como en la noche anterior. La cocina y el cuarto de su padre estaban totalmente destruidos, pero el salón había quedado intacto. Parte del tejado necesitaba ser reparado y había marcas de humo en todos los lugares.

Ella rodeó el montón de madera quemada y fue a examinar la parte de atrás de la casa. Casi la pared entera del lado este había caído. No tenía importancia. Nadie vivía allí hacía ya algún tiempo, excepto los Chattan y Walter que sería el único en continuar en la casa después de que todos partiesen.

Mairi miró hacia el campamento. Todo estaba quieto. Los guerreros Chattan dormían. Él dormía. Despertarían con el sol. Todos, menos uno. Aquel que se llamaba John. Podía verle el cuerpo, cubierto por kilts, en el centro del campamento.

Podría haber sido Kip, o alguien de su clan.

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Podría haber sido Conall.

Rechinó los dientes al sentir un gusto amargo en la boca. Cuando había visto la casa en llamas, por la ventana de la casa en el lago, ella no había pensado en Kip ni en ninguno de los suyos.

Había pensado en él. ¿Como fue capaz?

Incluso descalza, dio un puntapié a una brasa y maldijo bajito.

Idiotas todos ellos, por haber dejado los fuegos artificiales cerca de la chimenea. Quien, en su sano juicio... pero ellos estaban borrachos, todos.

Miró de reojo hacia la sepultura de su padre en el jardín. Los hombres eran todos iguales. Inútiles. Irresponsables. Crispó las manos y buscó algo más a lo que pudiese dar un puntapié.

Entonces se acordó.

Harry no estaba borracho. Ni Dougal. Rob, sí, se tambaleaba tanto como su padre itinerante en los días de fiesta, pero no los dos exploradores. Ella ya había visto a hombres embriagados muchas veces, reflexionó al mirar otra vez hacia la sepultura de su padre, y sabía reconocer uno que hubiese bebido demasiado.

Bajó la mirada y enterró los talones en la tierra húmeda y fría. ¿Que sería aquello? ¿Marcas de patas de caballo? ¿Detrás de la casa? Se arrodilló y, levemente pasó los dedos en la huella. Entendía poco de caballo, pero reconocía la marca de una pata cuando veía una. Miró hacia el montón de cenizas que quedara de la pared del fondo de la casa.

Todas las monturas estaban amarradas en el campamento allá abajo. Nadie tendría motivo para cabalgar hasta allí arriba. De ese lado, la colina era mucho más abrupta, casi un peñasco rocoso.

Su padre había construido la casa allí con el propósito de desanimar a las visitas inesperadas.

Mairi siguió las marcas de las patas hasta que ellas pararon en un lugar donde, antes quedaba la ventana del cuarto de su padre.

Entonces, lo vio. Una pisada humana tan clara como el día.

Algo en ella la dejó intrigada. Se arrodilló para mirar más cerca. Extraño. No podía ser de nadie de su clan. Todos andaban descalzos hasta la llegada del invierno y la pisada era de alguien calzado. Los Chattan usaban botas, y con excepción de Rob, eran hombres grandes. No, esta no era la marca de una bota. Parecía ser...

—¡Una zapatilla! —exclamó.

Su estómago se contrajo, formando una bola. Sabía de lo que se trataba. Tenía que ser. Su mirada recorrió el lado abrupto y rocoso de la colina, siguiendo lo que podría ser un sendero. Piedras sueltas, ramas de árboles rotos, terrones de tierra y montones de hojas revueltas. Continuó hasta que...

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Aguantó la respiración. La silueta de un caballero inmóvil estaba en lo alto de una roca, rodeada por hilachas aleteantes de neblina, como si fuese un brujo ejecutando magia negra.

Le dio la impresión de que miraba a través de ella.

—Tang —balbuceó Mairi al aspirar el aire fétido del azufre.

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Capítulo Diez

Gracias a la misericordia divina, la ceremonia fue breve.

Conall y sus guerreros, hombro a hombro, formaban un círculo alrededor del cuerpo cubierto de John. La neblina se enrollaba por los pies de ellos y subía, rodando sobre el guerrero muerto como un sudario vivo. Las últimas notas melancólicas del tributo de Gerald se esparcieron por la cordillera arriba del campamento.

Lloraban por el compañero, todos excepto Conall.

Él ansiaba poder hacerlo, pero se contenía. Los ojos secos le quemaban de manera casi insoportable. Vio a Harry, Dougal y dos hombres más cargando el cuerpo de John hasta la montura de Gerald.

—Es la hora —avisó Rob, empujándolo hacia el frente.

Él no sabía actuar bien en momentos como ese, no como sus hermanos. Por primera vez, la vida de hombres dependía de las decisiones de él y algunas ya habían sido tomadas.

Conall cerró los ojos y colores vivos le marcaron los párpados.

Jamás olvidaría la noche anterior. El cielo punteado de estrellas, maderas ásperas bajo las piernas, el aire frío permeado por el olor de azufre, los labios suaves y receptivos de Mairi. Dios Santo, ¿por qué había permitido los fuegos artificiales?

—Ellos están listos —avisó Rob y Conall abrió los ojos.

Bajo la luz matinal, que la neblina dejaba opaca, vio a Harry ya montado. Gerald guardó la gaita en el saco amarrado a la silla y montó enseguida.

—Dos más van a cabalgar con ustedes hasta el campamento de la floresta. Desde allá, son solo un día y una noche para llegar a Monadhliath, pero ya en tierras de los Chattan. Estarán seguros en ellas. Cuenten a Gilchrist lo que ocurrió —pidió Conall.

Harry asintió con un gesto de cabeza. Los ojos de Gerald, nublados por las lágrimas, se fijaron en el cuerpo de su amigo. Conall dio una palmada en la montura de este y el animal partió en un trote lento.

—Vayan con Dios —gritó mientras la neblina los envolvía en un manto frío y ceniciento.

—Vamos. Tenemos trabajo para hacer —dijo Rob.

Entre los troncos de los árboles, ellos miraron hacia lo que quedaba de la casa de Alwin Dunbar.

—Sí, vamos —concordó él al seguir a Rob colina arriba.

Iba a ser bueno gastar energía, ocupar las manos y la cabeza.

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Juntos, los dos comenzaron a sacar los escombros del lugar donde quedaba la cocina. Uno a uno, los otros Chattan se juntaron a ellos, igual que los Dunbar. Todos excepto, Mairi.

Mientras llevaban una viga de madera carbonizada hacia afuera, que arrastrarían hasta la playa, Rob argumentó:

—Sabes, la culpa no fue tuya. Todo no pasó de un accidente.

—Uno que yo podría haber evitado si hubiese pensado con claridad.

—Yo tampoco lo hacía.

Conall no quería hablar sobre el tema. En silencio, descendieron la colina y pusieron la viga en un montón de escombros que, más tarde, sería quemada allí en la seguridad de la playa. Aun sin hablar, volvieron por la colina arriba.

Allá, Kip dirigía un grupo de niños, ocupados en barrer cenizas y fragmentos de madera dentro de cubos. Pronto sería un mozo, reflexionó Conall al verlo enseñar a un niño pequeño a usar la escoba.

No debía de haber perdido a Kip de vista en la noche anterior. ¡Maldición! Había evitado al niño a propósito e intentado, últimamente, poner una cierta distancia entre ellos. La intención era volver menos difícil la separación al final de dos semanas.

¿Difícil para quien? Él echaría mucho más en falta al muchachito de lo que quería admitir.

Si al menos hubiese llegado más temprano a la fiesta, podría haber seguido, a escondidas, la ida de Kip a la floresta a encontrar al chino. No habrían soltado fuegos artificiales, ni sufrido un accidente y John estaría vivo.

—Ningún accidente —refunfuñó entre dientes al levantar otra viga en los hombros.

¿Tang había encontrado a Kip en la floresta por casualidad? Tal vez si, o no. Conall tiró la viga casi encima de los pies de Rob y fue hasta lo que quedaba del cuarto donde venía durmiendo.

—¿Kip donde, exactamente, encontraste a Tang en la floresta ayer en la noche?

El muchachito, que barría cenizas en busca de algo aún útil, levantó la mirada.

—En mi área de caza, un poco al sureste del campamento en la floresta.

—¿Área de caza? —indagó Conall, sorprendido, pues Kip nunca había mencionado tal lugar.

—Es donde pongo trampas para agarrar conejos —Kip se limpió la frente con la mano y sonrió— voy allá a verificarlas todas las noches.

—Ah, sí.

Kip se quedó serio.

—Pero no le cuentes a Mairi. Si ella lo sabe, me va a desollar vivo. A ella no le gusta que yo vaya solo tan lejos.

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—Imagino que no —dijo Conall.

Ese punto daba la impresión de ser sin importancia, pero algo en el accidente le parecía muy extraño. Después de unos instantes, indagó:

—¿Ese Tang sabe donde pones tus trampas?

—Ah, sí, lo sabe.

—¿Y tu vas allá todas las noches?

—Voy, si.

—Symon —sugirió Rob a espaldas de él.

Conall se giró hacia su amigo.

—Puede ser.

Quería creer en eso más que en cualquier otra explicación. Que no fuera accidente y Symon fuera el responsable.

No. Él era el responsable y culpar a otra persona no pasaba de una solución cobarde. Aun así...

—¿Kip donde está Mairi?

—Durmiendo, creo.

—¿Hasta esta hora?

Él miró hacia el este, pero el sol estaba demasiado cubierto por la neblina para saber que horas serían de la mañana. A causa de la fiesta y del incendio, todos se habían cansado mucho y dormido hasta más tarde.

—Vi a Mairi hoy temprano. Ella me dijo que no saliese de la villa. Creía que iba a dormir parte del día, pues había pasado la noche entera despierta.

—Necesito hablar con ella —dijo Conall al pasar por encima de los escombros a fin de descender la colina.

—¿Adonde vas? —indagó Rob.

—Hasta la casa en el lago.

Apurado, siguió colina abajo, y en la villa, encontró a Dora que venía de la playa.

—¿Viste a Mairi hoy?

Dora frunció la frente.

—Pensándolo bien, aun no.

Los dos miraron hacia la casa en el lago que flotaba entre la neblina ya menos densa.

—Extraño. Ella no acostumbra a pasar la mañana durmiendo —comentó Dora.

Conall sintió un escalofrío en la nuca.

—No —murmuró.

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Con pocos pasos largos, llegó a la playa. El sol pasaba por una brecha en la neblina y lo bañaba una luz blanquecina y lúgubre. En una carrera desenfrenada, alcanzó el muelle que se balanceó bajo su peso.

No había sido un accidente.

Symon estaba detrás de la explosión. Sentía eso, sabía y tenía certeza. Mairi también. Abrió la puerta de par en par y entró. La casa estaba vacía. La cama continuaba arreglada. Pasó las manos por las cubiertas de piel. Heladas.

—¡Condenada mujer!

Escuchó pasos en el muelle detrás de él y se giró en el momento en que Dora, jadeante y con las mejillas sonrojadas, paraba en la puerta.

—El bote de Mairi desapareció —balbuceó ella.

Cuando alcanzó el agua rasa, Mairi saltó del bote y lo sacó hacia la playa. En seguida, lo arrastró hasta la piedra que marcaba el sendero del campamento de caza. Si el tiempo permaneciese firme, ella estaría de vuelta allí a la tarde y en casa, a la hora de comer.

Había tenido suerte. La neblina densa había encubierto su partida. Pero el sol ya comenzaba a disiparla de la superficie del lago.

Pasó las manos por la piedra fría y cubierta de musgo. Conall la había besado allí. Recordó el sabor, de la pasión y el vigor de él.

Sería mejor pensar en la humillación sufrida ayer en la noche, entre sus brazos, en el muelle. Eso sin mencionar la actitud despreciable y el comportamiento negligente. Un hombre estaba muerto y algunos heridos, aunque ella sospechase que la culpa pertenecía a otra persona.

Geoffrey.

La verdad, estaba segura de eso, reflexionó al seguir el sendero hacia el norte que llevaría al Castillo de Falmar. El bosque era espeso en esa región y la poca luz que varaba por la copas de los árboles no vencía el manto de neblina que se esparcía por el suelo.

Con esfuerzo, Mairi se mantenía en el sendero. Buscaba puntos de referencia que le eran familiares, como árboles antiguos y formaciones rocosas. Desde que tenía edad suficiente para caminar, ella había hecho el trayecto de Loch Drurie a Falmar un sin numero de veces. No tenía miedo de perderse.

Geoffrey quedaría sorprendido al verla. Y sería bueno que él tuviese una explicación para la presencia de Tang en el bosque, cerca de la villa, ayer en la noche y en esa mañana.

El sendero se bifurcaba, un lado en dirección norte, rumbo a las tierras de los Chattan y el otro, hacia Falmar al sur. Mairi se levantó un poco la falda y apresuró los pasos. La tierra húmeda y fría le helaba los pies. Ya estaba en la hora de comenzar a

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usar zapatillas de invierno, pues pronto llegaría la nieve. Y los barcos mercantes también.

Entonces, ella se vería libre. Libre de Geoffrey y de Conall. La culpa del accidente era tanto de uno como del otro. Conall había provocado a Geoffrey que no era un hombre de retroceder.

Geoffrey quería su tierra y a ella, igual que la muerte de Conall.

Viera eso en sus ojos, aquel día en que los había encontrado besándose en el bosque.

Conall estaba seguro de que Geoffrey y sus hombres los habían espiado, observando la villa y la construcción. Ciertas cosas habían desaparecido y, ahora, un hombre estaba muerto.

Esa persona podría haber sido Conall.

Mairi se paró de repente.

—¡Claro! ¿Como no me había dado cuenta de eso antes? —murmuró.

El muerto debería haber sido Conall. Él acostumbraba dormir en el antiguo cuarto de su padre mientras el resto de los Chattan se regaba por la casa. Si Geoffrey los había observado, sabría eso. Como tampoco ignoraba que ninguno de los Dunbar, excepto Walter, vivía en aquella casa.

Crispó las manos y recomenzó a caminar. Geoffrey había traspasado los límites. Si quería matar a Conall que esperase para hacerlo en otro lugar. En cuanto a ella, los dos podrían matarse. Pero exponer a su clan al peligro era imperdonable.

Su corazón retumbaba no solo a causa de la rabia sino también por la escalada de la cordillera en cuya cresta se veía la propiedad de los Symon. El bosque ya no era tan denso y la neblina tampoco.

Alcanzó el tope, formado por un peñasco desnudo, barrido por el viento, y paró a fin de recuperar el aliento.

El Castillo de Falmar quedaba valle abajo, entre los brazos de pizarra de una roca. La localización garantizaba protección a los Symon en tres lados y, en el cuarto, la vista se extendía por leguas sin fin.

Mairi comenzó a descender hacia el valle, sabiendo que la verían antes que ella llegase.

Dora estaría furiosa si supiese que ella fue sola. Su amiga no confiaba en Geoffrey. Probablemente por buenas razones. Aun así, Mairi quería conversar con él a solas a fin de acabar con el asunto de una vez por todas. De ninguna manera necesita de la interferencia de otra persona.

Antes de nacer ella, los Symon y los Dunbar vivían en un tipo de paz frágil, a pesar de lo que había ocurrido ayer, ella quería preservarla. Su clan no estaba en condiciones de defenderse de enemigos y ella no transformaría a Geoffrey en uno. Pero al mismo tiempo no podía permitir que el accidente pasase como si tal cosa.

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Cuando Mairi llegó al valle, unos seis guerreros galopaban en su dirección, viniendo del castillo. Ella no esperaba menos y disminuyó el paso. En cuestión de segundos, llegaron a su frente. Ella sonrió a los que conocía e inclinó la cabeza a los otros.

—¡Mairi Dunbar! ¿Que te trae sola a Falmar?

—Buenos días —dijo ella al joven guerrero que se inclinaba, con el brazo extendido, a fin de ayudarla a montar en la grupa.

—¿Estás lastimada? ¿Ocurrió algo?

Mairi se acomodó detrás de la silla y pasó los brazos por la cintura del muchacho antes de responder.

—No, estoy muy bien. Pero me gustaría hablar con tu señor sobre negocios.

Él se giró en la silla y le sonrió.

—¿Ah, negocios? Yo esperaba que se tratase de un asunto más ameno.

Él no era el único Symon que miraba con simpatía su matrimonio con Geoffrey. La verdad, ella contaba con la amistad de todos los Symon. Ellos la trataban como si fuera parte del clan.

También le gustaban ellos y los respetaba.

Eso dejaba su situación más difícil. Quería a Geoffrey como aliado y amigo, pero jamás se casaría con él. Ni toleraría las amenazas y los ataques.

Mairi se encontraba en una situación precaria, y mientras trotaban por el puente sobre el foso, que protegía el castillo de piedra y madera, pensaba en lo que le diría a él.

Geoffrey había sido aliado de su padre y el único amigo hasta el fin de la corta vida de él. Pero, ella no comprendía como un amigo podía haber animado a su padre a beber hasta morir.

Se acordó del comportamiento jovial de Conall en las celebraciones de la noche anterior. Rob había bebido bastante, pero no se emborrachó tanto como su padre acostumbraba. Conall observaba el consumo de cerveza de Rob y de los otros también. Y él mismo no había bebido.

—¡Muchachita Mairi! —gritó una vieja mujer, parada a la puerta de una de las casas al lado del castillo.

Mairi sonrió y asintió. La mujer había sido amiga de Gladys Dunbar, su madre.

El guerrero condujo la montura por el patio, que hervía de actividades y alrededor de uno de los lados del castillo.

—¿Donde está tu señor? —preguntó.

—Allá atrás. Acaba de volver de una cacería.

Paró la montura y la ayudó a descender. Ella se pasó las manos por los cabellos, enderezó el vestido y solo entonces lo acompañó entre pequeñas construcciones al lado del establo. El olor de carne fresca le asaltó el olfato.

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Geoffrey estaba allá, arrodillado cerca de la carcasa de un venado.

Tenía las manos rojas de sangre. Levantó la cabeza y no contuvo una ancha sonrisa.

—¡Mairi, sabía que vendrías!

Conall tiró la silla sobre el garañón negro y la sujetó bien en la falda.

—¿Adonde vas? —preguntó Rob.

—Detrás de ella.

—Excelente. Voy contigo.

—Y yo también —dijo Kip al correr hacia el caballo blanco de Rob.

Júpiter ladró y se puso a saltar alrededor de las monturas.

—De ninguna manera. Vas a quedarte aquí —decidió Conall y miró hacia Rob—. Todos ustedes.

—¡Esperen por mi! —se giraron al oír la voz de Dora que se acercaba con dos fardos con apariencia de comida—. También voy.

—Todos nosotros vamos —avisó Dougal, haciendo un gesto para que los otros guerreros montaran.

—¡Esperen! —gritó Conall y sus hombres pararon donde estaban— ninguno de ustedes va. Quiero ir solo —añadió al agarrar los fardos de la mano de Dora y meterlos en el saco amarrado a la silla.

Si tuviera hambre, tendría que comer.

—¿Ah, para morir en el instante en que Symon se tropiece contigo? —demandó Rob.

—¿Subestimas mis habilidades de guerrero?

—Los Symon cuentan con cerca de cien guerreros. Sería una locura ir solo —avisó Dora.

Conall hizo, mentalmente, un inventario de sus armas: la espada larga, dos dagas y el hacha de guerra, que más parecía un machete, colgado de un gancho de la silla.

—Locura sería ir acompañado —afirmó al montar.

—Conall tiene razón —dijo Dougal— si nosotros veinte aparecemos allá, habrá confusión. Y si vamos a enfrentar a cien, estamos perdidos. Al paso que un hombre solo, bajo la protección de la noche...

—Exactamente —lo interrumpió Conall.

Espoloneó el garañón, pero Rob lo agarró por la brida.

—No voy a dejar que tú hagas eso, muchacho. Además, ¿como sabes que Mairi está allá?

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Estaba seguro. El instinto le decía que Mairi había ido en busca de Symon y éste jamás le fallaba. Miró hacia Dora y su expresión sombría le confirmó su intuición.

—Ella está allá. Es de todas sus tonterías y obstinaciones... bueno, ella no tiene idea del peligro que está corriendo —afirmó él.

Se acordó del primer día allí en Loch Drurie cuando él había visto a Symon besar a Mairi en la casa del lago. Sintió una rabia atroz, pero la dominó.

—Es verdad y nadie puede decirle nada. Desde el principio, Mairi subestimó a Geoffrey. Cuantas veces yo la avisé. De nada sirvió —se quejó Dora.

—Bueno, estamos claros. Quédense tranquilos. Voy a encontrarla y a traerla de vuelta —prometió Conall.

Con un salto ágil, Rob montó el caballo blanco.

—Y yo voy contigo. Soy pequeño. Si esperas actuar de manera furtiva, nadie mejor que yo para ayudarte —argumentó él al ver la expresión de desagrado del amigo.

Dora soltó otro caballo y montó.

—Y ustedes no pueden ir sin mí.

La obstinación de ellos comenzaba a ser irritante.

—Por todos los diablos, ¿por qué no?

—Vamos, ¿como van ustedes a encontrar la entrada secreta del castillo? —indagó ella, sonriendo al espolear al animal.

—¡Espera, Dora! ¿Que entrada secreta? —indagó él al verla entrar en el bosque.

—¡Vamos! Ya se pasó la mitad del día. Yo se las mostraré cuando lleguemos allá —gritó ella sobre el hombro.

Rob instigó la montura y la siguió.

Conall mantuvo el garañón parado y miró a los ojos oscuros y serios de Dougal.

—¿Mandaste alguien a ir tras el rastro de Harry como pedí?

—Mandé. Cuando lleguen a Monadhliath, pedirán a tu hermano Gilchrist que envíe cien hombres e instrucciones.

—Muy bien.

Él debía haber previsto refuerzo mucho antes. Maldito orgullo.

—Podrías esperara hasta que ellos lleguen y, entonces, ir detrás de Mairi —sugirió Dougal.

Podría, si, pero no lo haría. Los hombres de Gilchrist solo llegarían a Loch Drurie dentro de tres días y, por Dios, él traería a Mairi Dunbar hacia la seguridad de su casa al día siguiente.

—No. Imposible perder tiempo. Además, yo no llevaría cien guerreros Chattan a las tierras de Symon. Ya murió un hombre. No podemos desperdiciar vidas.

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—Pero...

—No voy a comprometer la alianza en una guerra. Iain pediría mi cabeza. La culpa por la muerte de John es mía —encaró a sus hombres uno a uno— únicamente mía.

Encontró mejor no revelarles las sospechas. Eran hombres orgullosos, temerarios. Si tuviesen la mínima idea de que Symon había provocado la explosión, él no sería capaz de impedirles de ejecutar la venganza.

Dougal aceptó con un gesto de cabeza.

—Y no serían solo los Symon. Tan pronto los Fraser escuchen hablar que nosotros... bueno, la situación se volvería más grave...

—Exactamente —Dougal era astuto para su edad. Se giró hacia el muchachito que al lado de Júpiter esperaba instrucciones—. Me voy. Kip, quiero que te quedes aquí para ayudar a Dougal.

—Pero...

—No dejes a Júpiter seguirme y haz lo que Dougal mande, ¿entendido?

—Pero quiero ir contigo.

Conall se inclinó en la silla y cuchicheó al oído de Kip:

—Dougal es explorador y no guerrero. Él necesita de alguien de confianza para ayudarlo a vigilar las dársenas y los muelles nuevos. Sería un gran favor para mí si te quedases con él.

Kip miró hacia Dougal y hacia las dársenas. Entonces sonrió.

—Está bien, me quedo. Y Júpiter, a mi lado, también puede vigilar.

—Eso es, buena idea.

Conall dirigió una mirada significativa a Dougal que hizo una señal afirmativa. No había que preocuparse, pues el explorador no dejaría a Kip desaparecer de su vista hasta que ellos regresasen.

Espoleó el garañón negro y entró en el bosque. Si todo iba bien, estarían de vuelta antes del amanecer del día siguiente.

Conall balanceó la cabeza y refunfuñó:

—Mairi Dunbar, tú das más trabajo del que vales.

—Es verdad.

La montura de Dora salió de un matorral a la izquierda, asustándolo.

—¡Por Dios mujer, no aparezcas así de repente otra vez!

—Estábamos esperándote —dijo Rob, surgiendo a la derecha.

—Pues entonces, vamos.

Acompañado por los dos, Conall partió al galope.

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Horas más tarde, llegaron al final del bosque, un lugar más alto que la larga cordillera un poco más adelante. Dora los hizo desmontar y sujetar los animales entre la vegetación densa de un boscaje.

—De aquí en adelante, tenemos que ir a pie. Pero necesitamos esperar hasta que oscurezca si no queremos ser vistos —explicó ella.

—¿Entonces estamos cerca? —indagó Conall.

—Menos de una legua. El Castillo de Falmar queda en el valle justo debajo de la cordillera.

—¿No podemos cabalgar hasta más cerca? —quiso saber Rob.

—No sin ser vistos. A no ser que ustedes quieran dar la vuelta y acercarse por el norte. Existe una agreste colina de roca y arcilla muy cerca del castillo.

—Vamos, en vez de esperar aquí hasta que oscurezca, ¿por qué no damos la vuelta por el norte? Así, podremos amarrar las monturas en un lugar más próximo —sugirió Rob.

Los otros dos concordaron y ya iban a montar cuando Conall vio algo en el suelo. Se inclinó y lo agarró.

—¿Qué es? —indagó Rob.

—Una peineta de nácar. Me parece familiar —respondió Conall, observándolo y viendo un solo hilo de cabello rojo sujeto entre los dientes.

—Es de Mairi. Ella debe haberla perdido sin darse cuenta —dijo Dora al mirar hacia la mano de él.

—En ese caso, ella pasó por aquí —comentó Rob.

Conall cerró la mano alrededor de la peineta. Se decía a si mismo que iba a buscar a Mairi a causa de su seguridad. Cualquier hombre, en la posición de él, haría la misma cosa. A fin de cuentas, ellos habían sellado un trueque del cual dependían los Chattan. Él no permitiría que Symon lo pusiese en peligro. Y, mucho menos, que tocase a Mairi. Por Dios, si él...

—¿Entonces, te gusta tanto así?

La pregunta de Rob lo arrancó de sus pensamientos.

—¿Gustarme quien? ¿Que quieres decir?

—Mairi. Temes por su seguridad. Puedo ver eso en tus ojos.

Dora también lo veía. Él no prestó atención a los dos ni a sus propias emociones confusas. Soltó el garañón negro y montó.

—Vamos. Quiero encontrar pronto esa colina de roca y arcilla.

En esa época del año, los días eran más cortos y Conall se sentía agradecido por el hecho de que el atardecer fuera más temprano. A través el bosque, Dora los llevó rumbo al norte. Cuando la luz del día se disipaba, llegaron a un promontorio escarpado y negro que separaba el bosque ralo de lo que quizá hubiese del otro lado.

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—Llegamos —avisó Dora al desmontar y sujetar al animal en la rama de un árbol.

Tan pronto Conall y Rob lo hicieron también, los tres comenzaron a escalar la colina rocosa. Piedras sueltas y la poca luz dificultaban la subida. A veces, tenían que usar las manos para vencer trechos de lo que parecía ser un sendero antiguo.

Rob fue el primero en llegar a lo alto. En voz baja, preguntó:

—¿Entonces, mi muchacho, estas decidido a llevarla de vuelta?

Por todos los diablos, claro que lo estaba, pero Conall no respondió.

En un último esfuerzo, alcanzó la plataforma chata de la cresta. El Castillo de Falmar quedaba abajo, del lado sur. Miraron hacia el agua sucia y, sin duda, fétida que rodeaba el castillo.

—¡Santo Dios! —murmuró Conall, luchando contra la nausea.

Aprensiva, Dora lo observó y dijo:

—Ay, olvidé avisarles. Existe un foso.

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Capítulo Once

Geoffrey la esperaba.

Eso y el tono de lo más casual en él aumentaron las sospechas de Mairi.

—¿No quieres sentarte? —preguntó él, apuntando hacia un banco acolchado, cerca de la ventana.

Mairi no respondió, y continuó observando el cuarto bien amoblado. Había estado en esa parte del Castillo de Falmar solo una vez, cuando era niña.

Una cama de pino, cubierta por pieles y mantas, quedaba al lado opuesto de la chimenea. Las paredes estaban decoradas con todos los tipos de armas. Muy conveniente. Si sus sospechas se confirmaban, tal vez ella quisiera cortarle la garganta.

—¿Te gusta este aposento? La vista por la ventana abarca mi valle entero —contó Geoffrey.

Ella lo encaró con firmeza.

—No vine aquí para apreciar la vista. Un hombre murió.

La sorpresa de él pareció verdadera.

—¿Qué? ¿Cuando ocurrió eso?

—Ayer en la noche. La casa de mi padre explotó.

Hizo una pausa para observarle la reacción.

—En nombre de Dios, que...

—Fuegos artificiales.

Los ojos de él se agrandaron, recordándole los de un niño.

—¿Un accidente?

—Parece, pero no estoy segura. Kip recibió los fuegos de Tang ayer en la noche.

—Ah, pueden ser muy peligrosos en caso de no tomarse el máximo cuidado —Geoffrey la agarró delicadamente por los hombros y la miró con ternura— gracias al buen Dios que tú estás bien. No se que haría si tú...

—Un hombre murió —dijo ella al soltar los hombros.

—Pero Mairi, debíamos estar agradecidos a los cielos si solo MacKintosh murió.

Un estremecimiento helado recorrió su espalda.

—¿MacKintosh? ¿Quieres decir Conall?

—Si. Es lamentable, pero esas cosas ocurren —vio su expresión de asombro antes que ella tuviese el ánimo de disfrazarla. La agarró por los brazos— él está muerto, ¿no es así?

Mairi intentó pensar de prisa. Finalmente, lo acusó:

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—Fue obra tuya. ¡Suelta mis brazos! —bramó al soltarlos y girarse hacia la ventana.

—¿Mairi, que quieres decir? ¿Como sería eso posible?

Ella le sintió la respiración en los cabellos y su pulso se disparó.

Tal vez he sido tonta al venir sola, meditó. No había contado quien estaba muerto; sin embargo, Geoffrey esperaba que fuese Conall.

Se giró hacia él.

—¿Donde está Tang? Él apareció en el bosque esta mañana, encima de la casa de mi padre.

Geoffrey frunció el ceño, pero se mantuvo callado.

—Él le dio los fuegos artificiales a Kip, ayer en la noche, en el bosque. ¿Donde anda ahora?

—No lo se. Aun no estuve con él hoy.

Geoffrey decía la verdad. En caso de que hubiera visto a Tang sabría que Conall estaba vivo y bien. Desde el lugar en que se encontraba esta mañana, el chino debía haber visto a los Chattan durmiendo en el campamento. Ella no sabía en que creer.

—Estabas cazando ayer en la noche y hoy en la mañana. ¿Donde?

—Vamos, en el norte, donde siempre cazo. Sabes que es el área de mejor caza.

Esta vez, mentía. Mairi lo sabía, lo sentía, sin embargo...

—¿Mairi, por qué haría una cosa tan terrible? —preguntó agarrando su mano.

Ella le dirigió una mirada significativa, indicando saber muy bien el motivo.

—¿Crees que soy idiota? ¿Piensas que yo mataría un hombre miembro de una alianza tan poderosa como la de los Chattan?

El argumento tenía sentido, pero...

—¿Él te hizo algún daño, Mairi?

Ella soltó la mano y se giró de espaldas, temiendo que el rubor la traicionase. Sabía lo que Geoffrey quería decir con daño. Conall no podría, sin embargo, haberlo hecho.

—¿Quien, Conall? No. Nuestra relación formal no lo permitiría.

—Quedo aliviado en saberlo —la giró hacia él— porque, si algo hubiese... ay, Mairi, necesitas dejarme ayudarte.

La expresión preocupada de Geoffrey debilitó su sospecha. ¿Y si, al final, hubiese sido un accidente?

—Tus dársenas fueron construidas y los barcos mercantes llegarán. Yo puedo ayudarte con eso. Debo ayudarte. A tu padre le gustaría.

Mairi se exasperó.

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—De eso no tengo la menor duda. Pero no necesito de ayuda, Geoffrey, tuya o de nadie.

—Vamos, no digas eso.

Acarició su rostro; pero, ella le empujó la mano.

—Kip podría haber muerto ayer en la noche. ¿Pensaste en esa posibilidad?

—Bueno, yo...

—No pensaste y ni preguntaste por él.

Geoffrey volvió a exhibir la sonrisa irritante.

—Mairi, estoy seguro de que el niño está bien, o tú no estarías aquí. Un día, nosotros tendremos nuestros hijos que se enorgullecerán del nombre Symon. Y no serán como aquella criatura huérfana, sucia y andrajosa.

La sangre de Mairi hirvió. Por un instante, ella pensó en agarrar un hacha de guerra de la pared y partir la cabeza de Geoffrey por la mitad. Corrió hacia la puerta, pero él la haló del brazo, casi derrumbándola. Entre dientes, dijo:

—Mairi, tuviste muchas oportunidades de venir a buscarme por voluntad propia. Ahora estás aquí y aquí te quedarás.

Ella nunca había sentido mucho miedo de Geoffrey, pero la mayoría de los encuentros de los dos habían sido en sus tierras y no en las de él.

Dominada por una aprensión terrible, ella luchó para mantener la compostura.

—De ninguna manera voy a quedarme.

Él la empujó cerca de la cama, movió una caja de la mesita de noche de la cual sacó un cordón negro y brillante.

—Ah, sí vas —declaró al llegar más cerca.

La noche cayó sobre el Castillo de Falmar como un ave de rapiña, tragándolo entero y digiriéndolo en su oscuridad. El piar de un chotacabra erizó los cabellos de la nuca de Conall. Era la hora.

Se libró de las armas, desvistió el refajo y avisó:

—Voy entrar.

Rob descendió del punto de observación, del cual se veía el foso y el puente que lo cruzaba.

—Creo mejor esperar una hora más. Mairi puede salir por cuenta propia.

—No. Ella nunca se quedaría en Falmar hasta el oscurecer. Algo anda mal —afirmó Dora.

—Geoffrey la mantiene presa —dijo Conall mientras amarraba las puntas de la falda de la camisa entre las piernas.

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En seguida, recolocó las armas y comenzó a descender por el otro lado de la colina rocosa.

—Puedo ir contigo. Se nadar y conozco bien el castillo —se ofreció Dora.

—No, quédate aquí con Rob. Y recuerden si yo no vuelvo antes del amanecer, vuelvan para Loch Drurie y esperen allá por los hombres y las instrucciones de Gilchrist.

—No me gusta esto. ¿No vas a cambiar de idea? —indagó Rob.

Conall rió.

—¿Me viste hacer eso antes?

—No, idiota, cabeza dura.

—Recuerda lo que te hablé de la portezuela —dijo Dora.

—La encontraré y traeré a Mairi de vuelta.

Antes que pudiesen decir alguna cosa más, continuó descendiendo por el lado opuesto de la colina, rumbo al agua oscura y fétida.

Falmar se erguía delante, una fortaleza uniforme, casi sin ventanas. Antorchas brillaban en la villa abajo del castillo y la luz se filtraba por las ventanas de las casas junto a la muralla. Pero el castillo estaba a oscuras, excepto por una luz pálida que salía por una de las pocas ventanas del lado norte.

No había centinelas, Symon no necesitaba de ellos. Era imposible para alguien entrar en el castillo por ese lado, a menos que supiese de la portezuela usada por Mairi Dunbar en la infancia.

Conall buscó, con los ojos, el lugar explicado por Dora. Quedaba distante. El mal olor casi lo sofocaba. El estómago se revelaba.

—¡Maldición de los infiernos! —maldijo al mojar la punta del pie.

El agua estaba helada. Cuando encontrase a Mairi, iba a girarla de bruces en el regazo y a darle nalgadas hasta que su piel enrojeciera.

La idea le provocó algo un tanto extraño en la situación en que se encontraba. Bueno, había una manera para curarlo. Apretó bien el nudo de la camisa entre las piernas y saltó.

El choque del agua helada le sacó el aliento. Por un momento, quedó sumergido, debatiéndose. Las armas le estorbaban, pero entonces, con un impulso enseñado por Kip, subió a la superficie y respiró hondo.

—La mataré —gruñó medio ahogado y comenzando a nadar a lo largo del foso fétido.

Miró hacia el puente. Aunque estuviese iluminado por antorchas, no había nadie en el. Una repetición de la neblina de la mañana sería muy bienvenida, pero el aire estaba transparente y el cielo estrellado.

La única cosa a favor de él era la ausencia de la luna. Ella surgiría dentro de una hora y poco. Nadó más de prisa.

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¿Como, en nombre de Dios, se había envuelto en eso? ¿Con ella?

Nadaba en la oscuridad de la noche, rumbo a la entrada secreta del castillo de un jefe de clan, de categoría inferior, que lo mataría deprisa en caso de que lo descubriera. Debía estar loco.

Se dijo a si mismo que tenía que llevar a Mairi de vuelta a fin de garantizar la integridad del acuerdo. Los Chattan y los hermanos contaban con él.

Los Dunbar estaban casi extintos. Él podría haberse apoderado de la tierra y de Mairi desde el principio. ¿Y por qué no lo había hecho? ¿Y en ese momento, por qué arriesgaba la vida para llevarla de vuelta a Loch Drurie? No la necesitaba. No para el acuerdo de permuta de mercancías.

Nada le garantizaba que ella no hubiese venido a Falmar en busca de la compañía de Symon. Y podía estar allí de buen agrado. Paró un instante para respirar y miró hacia la única ventana iluminada, justo encima de él.

Los labios aun sentían los besos de Mairi y las manos, su cuerpo.

No, ella podía haber venido hasta allí por deseo propio, pero Dora tenía razón. Mairi no se quedaría en el castillo, después de oscurecer, a no ser forzada. Symon la mantenía presa. Por Dios, si él osaba tocarla...

Continuó al frente con energía redoblada, la mirada fija en los paredones de piedra y en las almenas de madera del castillo. Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad dentro del agua helada, calculó haber llegado al lugar hacia el cual Dora había apuntado.

Pasó la mano por la pared. Nada. Ninguna abertura de ninguna forma. Por todos los diablos, ¿donde quedaría la tal portezuela? Dio un puntapié y tocó...

¡Era esa!

Una rejilla de hierro, unos tres pies debajo de la superficie. Pasó el pie por ella. Estaba cubierta de limbo. Un tipo de cerradura se proyectaba de la parte inferior. El nivel del foso debía haber subido desde los tiempos en que Mairi pasaba por allí. Dora no había dicho nada sobre que la cerradura estuviera sumergida. Bueno, ella tampoco había mencionado el foso hasta que lo vieron.

Pero, él no había ido hasta allí para dar la espalda a la primera dificultad encontrada. Sumergió la cabeza y buscó la cerradura.

Oxidada, no abría. Volvió a la superficie a fin de respirar y desenvainar la daga.

—Santo Dios, no puedo creer que esté haciendo esto —refunfuñó.

En el tercer intento, el cierre cedió y la portezuela se abrió. Conall se metió por el pasaje estrecho y oscuro que subía oblicuamente. Una vez allí dentro, no había forma de girarse y él entró en pánico. Los pulmones amenazaban con explotar. Afirmó los pies e impulsó el cuerpo hacia arriba, fue a parar a la superficie del otro lado del paredón.

¿Diablos, donde estaría? Conjeturó.

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¡Vaya!, del lado de fuera de la cocina como Dora había explicado. Hojas de repollo y pedazos de legumbres flotaban alrededor de él. El mal olor no era tan malo allí. Subió a la orilla de piedra y arregló las armas, pero continuó con la daga en la mano, apretándola con más firmeza.

No había nadie cerca. Él no creía en su buena suerte.

Venían voces de algún lugar, por un corredor a la izquierda. Con la máxima cautela, fue hasta el, chorreando agua que dejaba un rastro revelador y peligroso. Imposible evitarlo.

Avanzó furtivamente por el corredor, pasando por innumerables puertas cerradas. El gran salón quedaba al frente, a la derecha, e irradiaba el calor y la luz del fuego del hogar. Una cacofonía de voces, risas y música resonaba en las paredes de piedra del corredor. Él reconoció una de las voces.

La de Symon.

Conall refrenó las ganas de matarlo rápido y acabar de una vez con esa historia.

A la izquierda, había una escalera para el segundo piso. Pegado a la pared áspera y fría, él agudizó los oídos por un instante.

Tal vez Mairi estuviese en el salón con Symon. Por los olores, la cena comenzaba a ser servida. En cualquier instante, alguien aparecería en el corredor y lo descubriría. Estaría muerto antes que el segundo plato fuera servido.

Tenía que escoger.

Un minuto después, recorría el corredor oscuro del segundo piso, parando en cada puerta cerrada con la esperanza de escuchar alguna señal de Mairi. Palpándolas, llegó a una cuyo cierre de madera entallada le llamó la atención. Lo forzó levemente y esperó.

Los únicos sonidos eran los de su corazón disparado y los de la cena en el salón allá abajo. Después de unos instantes, empujó la puerta. Quedó petrificado.

—¡Conall!

Mairi estaba acostada en una inmensa cama de pino, sobre pieles de todos los tipos de animales de la floresta que hubiera visto. Sus manos estaban amarradas, encima de la cabeza, en una fuerte columna de la cama.

—¿Qué estas haciendo aquí? —indagó ella.

Mientras corría deprisa a su lado, le dijo:

—La pregunta es ¿que estás haciendo aquí tú? ¿Sufriste algo, Mairi? ¿Él te hizo daño? —indagó Conall mientras la observaba con mirada afligida en busca de heridas.

Mairi forzó el cordón y lo encaró con expresión furiosa para la cual no estaba preparado.

—Es solo eso lo que los dos tienen en mente, ¿verdad? Si uno o el otro me hizo daño. ¡No te quedes ahí parado como un idiota y suéltame! —frunció la nariz pecosa—. ¡Dios del cielo! Hueles peor que los puercos de Walter.

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—Y tú también quedarás con este olor antes de que la noche acabe.

—Estas mojado. ¿Como conseguiste llegar hasta aquí sin que Geoffrey lo descubriese?

—Por el foso. Tu entrada secreta que, además, me causó pésima impresión. Dora me lo mostró. Ella y Rob están esperándonos muy cerca de aquí.

—¿Que? ¿Se volvieron locos?

—Yo, por lo menos, lo estoy.

Esa no era la recepción que Conall esperaba. Pero con Mairi Dunbar nada era de la manera esperada.

—¡Vamos, corta el cordón!

Él decidió dejarla luchar un poco más. Ella se mostraba tan adorable, indefensa como un pájaro preso, los senos forzando el tejido del vestido. Sus ojos brillaban con odio mortífero. ¡Por Dios, ella era hermosa!

—No tenías derecho de aparecer aquí en la noche, como un ladrón.

Él deslizó sus dedos por su muslo.

—Muy bien. ¿No quieres mi ayuda?

—No necesito de ella. No la pedí y no la quiero.

Él envainó la daga.

—Está bien. En ese caso, me voy —dijo él al darle la espalda.

—¡No juegues conmigo, Conall MacKintosh!

Él reprimió una sonrisa, acordándose de que ambos estaban en una situación muy peligrosa. Se giró hacia la cama, se inclinó, con un movimiento seguro, soltó las amarras. El cordón negro se balanceó en las manos de él.

—Hum, seda.

Como los ojos saltones, ella lo miró.

—Yo te dije lo que pensaba de nosotros.

Con una mirada rabiosa, Mairi saltó de la cama, restregándose las muñecas.

—Vámonos. No tenemos mucho tiempo. Ellos están comiendo y, sin nos apuramos, podremos salir por donde entré —explicó.

—¿Como así? No voy a ningún lugar.

Fue la vez de él, de abrir los ojos. Sintió el rostro caliente y no era a causa del fuego de la chimenea. El vapor subía de los cabellos mojados.

—¿Estás loca? ¿Piensas que arriesgué la vida para salvarte y, ahora, tú no quieres ir?

—Tú estás hablando con el acento nuestro otra vez —comentó Mairi con una mueca.

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Temiendo agarrarla, él apretó las manos mientras profería, por entre los dientes, una letanía de palabrotas.

—Mis negocios con Geoffrey aun no han terminado —declaró ella con el mentón erguido y aire tan arrogante que Conall se sintió tentado a cachetearla.

Recorrió los ojos por el aposento, que obviamente era el cuarto de Symon, y respondió:

—Lo se. Y por las apariencias, los negocios de él contigo tampoco terminaron —arqueó las cejas y ella maldijo bajito—. Vámonos. Tenemos que salir de aquí.

Del borde de la piedra, Mairi miró hacia el agua sucia y olorosa que llenaba el pasaje inclinado del drenaje y balanceó la cabeza.

—No voy a salir por ahí.

—Ah, si vas.

Antes que ella pudiese protestar, Conall la levantó y la envió al agua.

—¡Ay, está inmunda!

—Sin duda, y helada también —puso las manos sobre sus hombros— ahora respira hondo que voy a empujarte hacia abajo.

—Pero...

Ella se hundió y llegó a poner los pies en la entrada del pasaje estrecho antes de que su falda se enredase en el cuello. Impulsó el cuerpo y volvió a la superficie.

—¿Que ocurre? —indagó Conall bajito.

En la parca luminosidad, ella no podía verle las facciones. Se sacó una hoja de repollo de los cabellos mojados mientras respondía:

—Necesitamos entrar con la cabeza primero.

Él la sacó del agua y enderezó su vestido. Voces y risas llegaban del salón a unos veinte pasos por el corredor oscuro que salía de la cocina.

—Tenemos que apurarnos —murmuró él.

—Ve tu primero.

—¿Crees que soy idiota?

Valía intentarlo. Ella respiró hondo e, ignorando la suciedad, entró en el agua. Un segundo después, metía la cabeza en el pasaje. Era más estrecho de lo que recordaba. Pero lo había atravesado en la infancia. Se sorprendía porque Conall hubiera conseguido escabullirse por ella.

Cuanto más avanzaba más se enfriaba el agua. Cuando los pulmones comenzaban a protestar, ella sintió las paredes del pasaje desaparecer al mismo tiempo que el agua helada del foso la envolvía.

Subió a la superficie e inhaló el aire frió de la noche. Un momento después, Conall surgía a su lado, jadeando en busca de aire.

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—¡Esto es una verdadera locura! —exclamó ella— ¿donde está el bote?

—¿Que bote? —indagó él, titiritando.

Mairi se giró deprisa en el agua repulsiva.

—¿Donde están Dora y Rob? ¿No se quedaron aquí?

—No. Están esperándonos en el tope de aquella colina —respondió él al apuntar hacia los contornos rocosos.

Entonces, Mairi se dio cuenta.

—¿Nadaste toda esa distancia? —preguntó al verlo vencer el agua con brazadas fuertes.

—Nadé, si. Trata de acompañarme si no quieres morir congelada.

Mairi intentó acompañarlo a la misma velocidad, pero el vestido de lana, encharcado, la empujaba hacia abajo. Varias veces, él tuvo que parar para esperarla. Finalmente, ella se libró de la pieza. Le hubiera gustado sacarse también la camisa, pero por respeto a la modestia, no lo hizo.

Ya casi vencían la distancia. Gracias al buen Dios, pues el agua, además de inmunda, la estaba helando hasta la médula de lo huesos. Estaba sorprendida con las brazadas largas, poderosas y la respiración bien controlada de Conall.

—Puedo ver que te ejercitaste bastante —lo elogió.

—Claro.

Sus pies tocaron el fondo rocoso.

—Llegamos.

Ella subió a la piedra aplanada y se esforzó para torcer la camisa que se le pegaba en el cuerpo como un manto helado.

—¿Mairi? —una voz la llamó desde lo alto.

—¿Eres tu, Dora? —indagó ella, intentando verla en la oscuridad.

—Si, somos nosotros. Suban deprisa —la voz de Rob llegó con el viento.

Conall la arrastró por el brazo y, juntos, los dos escalaron el sendero irregular. El agua escurría de los dos y temblaban sin parar. Cuando llegaron al tope, Dora la enrolló en una manta.

—¡Por todos los diablos, tienen un olor horrible! —comentó Rob.

Conall refunfuñó.

—La próxima vez que necesite atravesar el maldito foso, voy a mandarte a ti.

—No habrá una próxima vez —afirmó Dora— en nombre de Dios, Mairi, ¿que pasaba por tu cabeza?

Ella no respondió y se enrolló más en la manta.

—Se exactamente que. ¿Por que no me buscaste, Mairi? —preguntó Conall.

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Ella volvió a no responder y miró hacia el foso. Una luz pálida daba unos reflejos plateados en la superficie del agua fétida. Nadie los había seguido. Por lo visto, Geoffrey aun no había descubierto su ausencia.

—Vámonos. Los caballos nos esperan abajo en el bosque—avisó Rob.

Descendieron por el escarpado y luego entraron en el bosque. Estaba muy oscuro, pero un relinchar suave y el olor del cuero y a caballo indicaban donde estaban los animales.

—Solo hay tres —reclamó Mairi cuando los ojos se acostumbraron a las sombras.

—Tú vas a cabalgar conmigo —dijo Conall.

De ninguna manera ella aceptaría a eso. Mientras él se ocupaba en vestir el kilt y arreglar las amas, Mairi montó en el garañón negro. Al mismo instante, él se empinó, relinchando.

—¡Misericordia! —gritó ella, abrazada al cuello del animal, rezando por su propia vida.

—¡¿Mairi?! —exclamó Conall al agarrar las riendas.

Con el corazón disparado, ella respiró hondo varias veces, a fin de calmarse, mientras el caballo se tranquilizaba bajo el mando de Conall.

Antes que Mairi se diera cuenta, él había montado a su espalda y la había empujado prácticamente a su regazo. Se veía exprimida entre el arzón de la silla y los muslos de él. Como estaban muy mojados, el agua ya atravesaba las piezas secas que los protegían.

—Vamos —dijo él al sacudir las riendas del garañón.

Cabalgaron algún tiempo en silencio, mientras Mairi imaginaba cuanto sabía Conall. Ella jamás revelaría sus propias sospechas sobre la explosión. La última cosa que su clan necesitaba era un problema más.

Si Conall pensase, por un instante, que Geoffrey estaba detrás del accidente, habría una carnicería terrible. Ella no podía permitir eso. Los Symon eran buenos y no tenían culpa si Geoffrey era un idiota irresponsable.

No, ella no le revelaría nada. Lo que él ignorase no lo perjudicaría.

—¿Piensas que yo no habría descifrado el problema? —murmuró él en su oído, alarmándola— ¿o que nadie notaría tu falta? —añadió al apretar el brazo en su cintura.

¿Es que él conseguía leerle los pensamientos?

—¿Que quieres decir?

—La explosión, Mairi, el accidente.

Ella apretó el arzón con fuerza y comenzó a temblar.

—¿Que pasa con el? Si tú y tus hombres no hubieran bebido tanto, no habría ocurrido. Si un hombre murió, la culpa fue únicamente de ustedes.

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Sus palabras lo helaron más que la ropa mojada y el aire frío de la noche. Quedó tenso a su espalda. Mairi fue tomada por el remordimiento y por una inmensa vergüenza. ¿Por qué había dicho eso?

—Yo no tomé una gota siquiera y tú lo sabes. Harry y Dougal tampoco —inclinó tanto la cabeza que los labios tocaron su oreja—. No fue un accidente, Mairi. Y, mucho menos, culpa de ellos.

Ella le empujó el brazo. La indagación obvia flotaba entre ellos, sin ser hecha o respondida. Conall sabía. O si no sabía, sospechaba.

—¿Que vas hacer? —preguntó ella, temiendo la respuesta.

Pero no lo escuchó y repitió la pregunta. Él instigó la montura para acelerar el paso. Después de algún tiempo, respondió:

—Symon ajustará cuentas mas tarde.

Un escalofrío recorrió su espalda. Entonces, algo más se le ocurrió a ella.

—¿Entonces, por qué fuiste a buscarme?

Una vez más, Conall no respondió.

—Fuiste por mí. Solo, en la noche, un hombre contra cien. ¿Por qué?

El sendero llegó a la solitaria costa al noroeste de Loch Drurie. La luna se reflejaba en la superficie cristalina. La piedra se levantaba justo al frente de ellos, como un antiguo centinela perlado bajo la luz misteriosa.

Conall la empujó más cerca de él, los dos brazos alrededor de su cintura, como si siempre debiesen estar así. Mairi le sintió la respiración caliente en el rostro y supo la respuesta.

Siempre la había sabido.

—Mairi —susurró él al rozar los labios por su cara.

No, eso no estaba ocurriendo, no podía estarlo. Las manos en su cuerpo, el calor, la fuerza de él. Sería tan fácil sucumbir. Tan justificable.

Ella agarró las riendas y las empujó haciendo a la montura parar al lado de la piedra. Su bote estaba allí. Antes que Conall pudiese impedirlo, saltó al suelo.

—¿Que estas haciendo? Mañana mandaré a alguien a buscar el bote —dijo él.

—No. Prefiero ir remando. Es más rápido.

Su corazón estaba descompasado y las palmas de las manos transpiraban, aunque estuviese mojada y helada.

—Voy contigo.

—No. Yo...

Al instante siguiente, Conall se sentaba a su lado en el bote y le sacaba los remos de las manos. Sobre el hombro, avisó a los compañeros:

—Rob y Dora, lleven mi caballo. Vamos a seguir en el bote.

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Mairi no podía verles las siluetas en las sombras del bosque, pero escuchó la risa suave de ellos y los murmullos de Rob. El bote partió por el lago y pronto se perdió en la noche.

En poco tiempo, Conall remó casi la mitad del trayecto. No hablaba; pero, ella le notaba la expresión decidida.

Él había ido por ella.

Cuando Mairi finalmente divisó las líneas difusas de la casa en el lago, se libró de la manta dada por Dora y saltó en el agua solo con la camisa mojada.

El choque del agua helada la dejó sin aliento. Ah, pero estaba limpia y sacaba el mal olor del foso. Con brazadas firmes, nadó en dirección a la casa en el lago. Un poco antes de alcanzar la dársena, escuchó manotazos en el agua.

Conall estaba justo detrás de ella.

Mairi subió en las columnas flotantes mientras él llegaba a su lado. ¿Que estaba haciendo él? Sin duda, no pensaba en...

Con el agua escurriéndole por el cuerpo, helada hasta la medula, corrió a la seguridad de la casa del lago, entró y batió la puerta.

La respiración escapó en un suspiro largo y trémulo. Demasiado cansada para encender el fuego, arrastró los pies en dirección a la cama. Entonces casi se desmayó del susto al escuchar la puerta abrirse de par en par.

Vio a Conall parado en el umbral, jadeante, el agua corriéndole por el cuerpo, una sombra plateada bajo la luna pálida.

—Te olvidaste de cerrar la puerta —dijo él al entrar y cerrarla.

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Capítulo Doce

Él la poseería y acabaría con eso de una vez por todas.

Tal vez, así, recuperase el buen sentido. Conall se desabrochó las armas y las colocó en la mesa. Mientras tanteaba el camino hasta la chimenea, la oyó arrastrar los pies hacia la cama en el rincón.

—¿Que estas haciendo? —preguntó ella en la oscuridad.

—Voy a encender el fuego.

Como la leña, el carbón y los fresnos ya estaban arrimados, él solo necesitó buscar la yesca. La encontró al pasar la mano por la consola de la chimenea.

—En mi opinión, ya tuvimos fuego suficiente por un buen tiempo. Sal de mi casa.

Él la ignoró. Una simple chispa y los fresnos ganaron vida, creando pequeñas llamas entre espirales de humareda. Por Dios, él estaba encharcado y helado. Se desató el nudo de la falda de la camisa entre los muslos. El fuego ya comenzaba a esparcir el calor e iluminar el aposento.

—Te dije, que salieras de aquí.

Finalmente, él levantó la mirada. Mairi podía haberse enrollado en una de las mantas o pieles que estaban en la cama, pero no. De pie, continuaba con la camisa mojada, pegada al cuerpo, marcando cada curva. Un verdadero desafío y nadie ignoraba cuanto, Conall MacKintosh, apreciaba uno.

—Sácate tu ropa —dijo él.

Mairi rió con desdén

—¿Es lo que te gustaría no?

Nada le agradaría tanto. La verdad, no se acordaba de haber deseado jamás una mujer con tanto ardor. Calor y frío lo consumían.

—Como quieras. Pero yo no voy a quedarme de pie aquí, todo mojado —declaró en un tono lo mas indiferente posible.

Con un movimiento de hombros, se libró de la camisa, que, al caer, salpicó agua en el fuego, provocando chispas. Mairi no desvió los ojos. Los abrió un poco más cuando él se giró de frente.

Contra su voluntad, sus mejillas se sonrojaron. Conall sabía que ella preferiría cortarse la lengua antes de pronunciar una sola palabra de asombro o miedo. Ella levantó bien el mentón y lo encaró sin pestañear. ¡Dios santísimo, era tan hermosa! El cuerpo reaccionó al mismo instante.

—Agarra aquí —dijo ella al lanzarle una de las mantas secas de la cama, pero sin desviar la mirada.

La condenada era una escocesa pura, pero tenía nervios de acero español.

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Conall se enrolló la manta de la cintura para abajo y le sonrió.

—Ahora te toca.

Sus ojos se abrieron un tanto más.

—En tus sueños, tal vez.

Conall rió y se giro de espaldas para darle un poco de privacidad.

—Solo estoy preocupado por tu salud.

—Mi salud, ¿eh?

Él se percató de su dificultad para sacarse la camisa mojada y resistió la tentación de girarse y ofrecerle ayuda. Después de algunos momentos, ella dijo:

—Muy bien. Nosotros dos ya estamos sanos y salvos. Ya puedes irte.

Conall se giró y no dejó de asombrarse un poco por no verla con un vestido o camisa, sino solo enrollada en otra manta. Por tercera vez le decía que debía irse; no obstante, su manera de actuar le pedía que se quedase.

Conall se acercó, fascinado por el reflejo del fuego en sus cabellos y por el desafío en sus ojos. Ojos tan azules y profundos como Loch Drurie en el otoño.

Admiraba su coraje, su independencia; pero, su trayecto solitario en la búsqueda de Symon le hería el orgullo de manera inexplicable.

—¿Por qué no me buscaste, Mairi, y no confiaste en mi?

—¿Confiar en ti? ¿Con qué propósito? ¿Matar un pueblo entero a causa de las acciones de un solo hombre? Los Symon son buenos, pacíficos.

—No todos ellos.

El recuerdo de las muñecas de Mairi amarradas en la cama de Symon jamás se apagaría de su memoria.

—Además no confío en nadie. Especialmente en hombres como tú. ¿Para que sirven? Busca bien en la villa. ¿Donde están nuestros hombres cuando más necesitamos de ellos?

Imposible argumentar contra ese punto. Ni asegurar la propia lealtad. Durante años, él había vagado de lugar en lugar, de mujer en mujer. Los lugares, las mujeres le parecían todas iguales.

Hasta ahora.

Tal idea lo inquietó y él la apartó de la mente.

—Mira a mi padre, por ejemplo. Un hombre de quien una mujer podía depender —dijo con sarcasmo.

—Mairi —murmuró él al extenderle la mano.

Ella la manoteó. Con los ojos brillando de odio, preguntó:

—¿Ya escuchaste la historia? Él dejó a mi madre ser atravesada por una espada delante de mí. No levantó una sola arma en su defensa.

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Las lágrimas cegaron sus ojos; pero, ella continuó encarándolo, agarrando la manta con tanta fuerza que los dedos emblanquecieron.

Su dolor era tan palpable que le despedazaba el corazón como si él fuese el culpable y no Alwin Dunbar.

—Mairi, por favor, deja que yo...

—No me toques. Ustedes son todos iguales —afirmó ella apartándose un poco.

—No, no lo somos —la agarró por los hombros y la empujó contra él— yo fui a buscarte, ¿o no? ¿Crees que yo dejaría a Symon mantenerte presa?

Mairi temblaba y él sabía que no era de frío.

—¿No me dejarías? —murmuró ella.

—No —la besó en la frente—. Nunca.

Ella lo miró muy dentro de los ojos y Conall sintió —al hombre que él conocía— escaparse.

—¿Por que fuiste a buscarme? —murmuró ella contra los labios de él, las lágrimas brillando en los ojos— ¿por qué?

Muy en el fondo, él sabía la respuesta, pero no quería creer en ella.

No respondió, pero la besó. Lágrimas calientes corrían por sus mejillas, quemándole los labios mientras él invadía su boca.

Ella lo abrazó y, en aquel momento de pasión compartida y relajada, Conall supo que su vida nunca más sería la misma.

—Conall —susurró ella.

La manta se escurrió hasta el suelo. Le sintió las manos en las nalgas, empujándola contra él. Deleitada con el contacto, relajó el cuerpo.

—Te quiero, Mairi —murmuró entre besos, antes de levantarla en brazos y acostarla en la cama.

Conall se libró de la manta sujeta en la cintura y desnudo, se acomodó sobre ella. Mairi ahogó una exclamación al sentir el peso y el intenso calor que atravesaba la piel fría de el. Ay, también lo quería.

No conseguía negarlo más.

—Conall —volvió a susurrar e, instintivamente, abrió las piernas. Él gimió y afirmó el cuerpo— no, espera.

—Está bien —murmuró él contra sus labios— tenemos todo el tiempo del mundo.

La besó, tiernamente esta vez, y apartó los cabellos de su frente.

Mairi pasó el dedo por los labios de él, haciéndolo sonreír. Los ojos verdes brillaban, con puntitos dorados, bajo la luz del fuego. Había algo en la expresión de Conall que ella no había visto antes. No era lujuria, ni deseo.

Era... alegría.

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—Ay, bésame —pidió y cerró los ojos mientras él le devoraba la boca.

Las manos de él le tocaban el cuerpo con cuidada habilidad, en lugares que nadie más había tocado, incluso ella raramente.

—¡Ah!

Sus caderas se levantaron involuntariamente cuando él rozó con los dedos en su parte más intima.

—¿Te gusta? —indagó él, buscándole la mirada.

—Sí —respondió en un murmullo, estremeciéndose.

Conall continuó masajeándola allí hasta que ella, maravillada, soltó una exclamación.

—¿Que estas haciendo? —preguntó.

—Espera y veras —respondió él, volviendo a besarla.

Las lenguas se unieron calientes, voluntariosas, mientras los dedos de él ejercían un tipo de magia secreta que la estaba llevando a un desespero incomprensible.

Su cuero quedó tenso y ella, frenética, se agarró a Conall a la espera... ¿de que? Él pasó a besarla en uno de los senos, succionando el pezón hasta que una ola de pura sensación la hiciera estremecer.

Otra y otra más, dejándola jadeante.

Conall transpiraba al acomodar, otra vez, el cuerpo caliente sobre el suyo. Ella lo besó por el rostro y el cuello, deleitándose con el olor de él. Con las manos bajo sus nalgas, él la levantó, instándola a pasar las piernas alrededor de las de él.

—Mírame —pidió Conall.

Mairi abrió los ojos. Nuevas emociones, agudas, pero insondables, la lanzaron en un remolino. En un impulso firme, él penetró en su cuerpo. El choque le quitó el aliento.

—¡Ah, Mairi!

Temblando, ella luchaba contra las ganas de empujarlo. Pero, él la agarraba con firmeza.

—No te muevas y abrázame —le pidió Conall, trémulo también, y esperó que su miedo y su dolor pasasen.

Entonces, Mairi lo besó y él reaccionó con la máxima cautela, como si intentase controlar la pasión. Pero ella, no quería que él se controlase. Y mucho menos, ser controlada. No en ese momento.

O jamás.

Se movió contra él, provocándole un gemido y una expresión de placer. Se miraron e iniciaron los impulsos, la pasión creciendo.

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Se besaron con la impetuosidad que ella siempre sentía en la presencia de Conall. Los impulsos de él se volvieron más poderosos y los suyos, mas intensos. Su odio, miedo y confusión de las últimas semanas buscaban desaparecer en la relación amorosa.

Esto era lo que ella quería, lo que necesitaba. Ser poseída, consumida, llevada al borde de la locura. Ah, estaba casi allí.

Conall movió la mano entre los cuerpos. Ella gritó su nombre y cayó en el abismo. En la gloria que siguió, ella lo escuchó gritar el suyo al entregarse al propio placer.

Continuaron acostados, con brazos y piernas entrelazados, bañados en sudor, mientras él le murmuraba, al oído, palabras amorosas. Cuando, finalmente, Mairi consiguió formular un pensamiento coherente, solo le vino a la mente.

¿Que había hecho?

La luz pálida del amanecer pasaba por debajo de la puerta de la casa en el lago y de la piel de venado en la ventana.

—¿Estás despierta? —murmuró Conall, aunque él aun se sintiese soñoliento.

Mairi no se movió.

Él la besó en la frente y arregló bien las mantas sobre ambos.

Ella estaba caliente y suave. Una tentación. Hundiéndose más bajo las pieles y acomodándola entre los brazos.

Mairi dejó escapar un gemido suave y onduló el cuerpo contra el de él. Era toda la animación que Conall necesitaba. Hicieron el amor nuevamente, despacio esta vez, vagando entre la percepción y la somnolencia.

Con besos y caricias, él tocó cada parte de su cuerpo, deleitándose con sus reacciones soñadoras.

Cuando penetró en su cuerpo, ella despertó completamente.

—¡No! —protestó, intentando empujarlo.

—¿Te estoy lastimando?

—No, pero... —él la besó y de nuevo se impulsó—. Conall, yo... —uno más— pero... —otra vez— ¡ah! —murmuró ella y movió el cuerpo.

—Ah, así. Deja que yo te proporcione placer, Mairi.

Y él le proporcionó un placer hasta entonces desconocido.

Justo después, Mairi volvió a dormirse mientas él la observaba bajo la luz cada vez mas clara. El deseo de ambos era igual; pero, ella se había resistido. Su batalla no era contra él, sino dentro de si misma, por razones que él comenzaba a comprender.

Él también estaba en guerra, la había deseado desesperadamente. Después de poseerla, debería estar saciado.

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Pero no lo estaba.

Se decía a si mismo que podría disfrutarla, en caso de que ella aceptase, hasta el momento de irse. Faltaban pocos días, menos de quince. Sonrió con una puntada de amargura.

No quería irse.

Enrolló los dedos en sus cabellos y pensó lo que ocurriría si se quedase. Absurdo, impensable. Mairi se cansaría de él, o él de ella.

Había sido siempre así con él.

Llevó una punta de sus cabellos a la nariz y aspiró el perfume característico. No, el nunca se cansaría de Mairi. Tenía tanta certeza de eso como de que el sol nacía y se ponía todos los días.

Para él, ahora, el sol nacía y se ponía con Mairi.

—Santa Columba —murmuró al soltar los hilos sedosos.

¿Y en cuanto a Kip? Necesitaba pensar en el muchachito también. Kip crecía sin tener a nadie, a no ser mujeres, para guiarlo por el camino difícil de la vida. ¿Podría él ser un padre para un huérfano? Su tío y sus hermanos habían asumido ese papel cuando el padre de él muriera.

Padre. Marido.

Reflexionó sobre las implicaciones de esas palabras. Él no servía para desempeñar tales encargos. Acabaría enredándose demasiado.

Acomodó mejor la piel sobre los hombros de Mairi y sonrió al verle las pecas del rostro.

—¡Conall!

La voz baja, pero enérgica de Rob lo sobresaltó. No había escuchado los pasos de él allá afuera. Se levantó deprisa y fue hasta la puerta.

La entreabrió y tuvo que protegerse los ojos contra la claridad ofuscante.

—Harry ya volvió de Monadhliath y trajo a los hombres de Gilchrist —avisó Rob.

—¿Tan pronto?

—Deben haber cabalgado con la prisa del mismo demonio.

—¿Mi hermano mandó instrucciones?

—No. Él estaba fuera, cuidando de algún negocio.

Conall pasó la mano por los ojos y observó la playa.

—Muy bien, dame un minuto.

Rob relanzó una mirada hacia la cama donde Mairi dormía.

—Dos —dijo y sonrió.

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Conall cerró la puerta sin hacer ruido y buscó algo para vestir. La camisa continuaba mojada y amontonada en un rincón.

Tendría que contentarse con la manta que Mairi le prestara ayer. La enrolló de cintura para abajo.

Con el máximo cuidado para no despertarla, se sentó en el borde de la cama y rozó los labios en los suyos.

—Si yo pudiese amar, serías tú, Mairi Dunbar, quien robaría mi corazón —murmuró.

Agarró las armas y salió, cerrando la puerta enseguida.

Manotazos en el agua. La voz alta de Kip.

A ciegas, Mairi agarró la almohada y la colocó sobre la cabeza.

¿Que estaba haciendo el muchachito tan temprano? Tal vez ya fuera tarde. Suspiró. Entonces se acordó.

—¿Conall? —llamó y abrió los ojos.

Pero, antes de buscarlo por el aposento oscuro, sabía que él se había ido. Un rayo de luz brillante pasaba por debajo de la puerta. Había dormido demasiado, pero, por primera vez, no le importaba.

Pasó la mano en el lugar donde Conall durmiera. Aun estaba caliente. Se estiró lánguidamente bajo las pieles y aspiró el olor de él que permanecía en su almohada.

Una avalancha de emociones se hizo sentir. Alegría, incredulidad, aprensión, arrepentimiento. Y algo más tan poderoso y absorbente que sacudía sus convicciones.

—No, tonterías —murmuró.

Se levantó y vistió deprisa. La claridad del sol, de ese día frío de otoño, casi la cegó cuando abrió la puerta. El viento encrespaba la superficie del lago. Miró hacia la cama desarreglada mientras se ponía un chal en los hombros.

La camisa mojada de Conall estaba en un rincón cerca de la cama.

Una ola de ternura la envolvió. Medio triste, sonrió al salir hacia la dársena.

Kip la saludó desde la playa donde jugaba a pegarse con Júpiter.

El mastin estaba muy mojado. Eso explicaba los chapotazos en el agua y los gritos de Kip, escuchados un poco antes. El muchachito tiraba un palo en el agua y Júpiter iba a buscarlo.

Solo entonces, Mairi los vio. Guerreros.

Cincuenta por lo menos, andando de un lado para otro, en la punta de la playa. Conall se encontraba en medio de un grupo de hombres, casi todos desconocidos.

Kip volvió a saludar y ella, deprisa, fue a su encuentro en la playa.

—¿Quienes son ellos? ¿Por qué no me despertaste?

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—Conall dijo que no te llamara.

Kip pasó la mano en la espalda musculosa de Júpiter que se sacudió salpicando agua a los dos.

—Ve a mojar a otras personas —lo reprendió Mairi, dándole una palmada en la cabeza.

—Ellos son guerreros Chattan. Davidson y MacKintosh. Vinieron de Monadhliath, a dos días de aquí, al norte —contó Kip sonriente, apuntando hacia ellos.

Hombres de los hermanos de Conall. Se acordó que el mencionara a Gilchrist MacKintosh, uno de los dos hermanos mayores. Un guerrero alto, flaco, con cabellos oscuros, empujó a Conall para el lado como si quisiese hablarle a solas.

—¿Aquel es su hermano? —preguntó Mairi.

—No. Creo que él no vino. Aquel es Hugh. Tiene una linda yegua y dijo que puedo montar en ella más tarde.

¿Que, en nombre de Dios, estarían ellos haciendo allí? se preguntó Mairi. Agarró a Kip por el brazo y lo giró hacia la villa.

—Tú no vas a montar en ninguna yegua, ¿me escuchaste?

—Pero él dijo que yo podía.

—Ve hasta la casa de Dora y llévate a Júpiter. Ve si ella necesita ayuda. Parece que vamos a tener que alimentar a un ejército hoy. Espero que ellos hayan traído algo de comida.

Con una mirada severa, calló las protestas de Kip. Arrastrando los pies y acompañado por Júpiter, él siguió para la villa.

Mairi miró para los guerreros y una chispa de miedo le provocó la desconfianza. Ella y Conall no habían hablado sobre la implicación de Geoffrey en la explosión. Pero él sabía. El punto era qué pretendía hacer.

La arena húmeda le penetraba entre los talones mientras ella caminaba en dirección a Conall y el guerrero llamado Hugh. Los Chattan recién llegados la observaban. Con los ojos fijos en Conall, ella los ignoraba. A unos diez pasos de donde los dos conversaban, paró y esperó que ellos la notasen.

Hugh la vio y le sonrió, pero volvió a prestar atención a Conall. Ella continuó parada allí, la paciencia agotándose. Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, Conall encaró su mirada.

Él no sonrió, ni habló. Solo la miró con una mirada extrañamente fría y expresión indescifrable.

Mairi sintió las mejillas arder. Entonces, como si no la hubiese visto, Conall agarró a Hugh por el brazo y lo llevó, colina arriba, hacia el campamento.

Ella respiró hondo y contrajo los músculos de la cara. ¿Que esperaba? ¿Que después de la noche de intimidad amorosa, cuyas delicias jamás había imaginado, Conall correría a sus brazos, la cubriría de besos y murmuraría juramentos de amor?

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Ah, había esperado eso, sí. Deseado. No, ansiado.

Pero él no lo había hecho.

Con seguridad todo eso no tuvo el menor significado para él.

Naturalmente la había deseado, además, era un sentimiento reciproco. Pero ahora pertenecía al pasado. ¿Que había dicho cuando habían encontrado a Dora y a Rob juntos en la cama?

Diversión.

La palabra la apuñaleó y, de repente, se sintió mal. Lágrimas le llenaron los ojos, pero prefería morir a llorar. ¿Por que motivo lloraría? Se pasó las manos por los ojos y tomó el camino de la villa.

Poco después, estaba en la casa de Dora, con expresión sombría.

—¿Estás bien? Siéntate —dijo su amiga entregándole una jarrita de caldo de carne fuerte y caliente.

Mairi se tiró en una banqueta cerca de la chimenea.

—Estoy bien. ¿Por qué no lo estaría?

—Solo pensé...

—Estoy bien —repitió ella y Dora arqueó las cejas.

—Puedo notarlo.

Mairi creyó mejor cambiar de tema.

—Ayer en la mañana, vi a Tang en el bosque arriba de la casa de mi padre.

—¿Ah, si? Yo ya sospechaba —confesó Dora al empujar otra banqueta y sentarse para escuchar los detalles— ¿por eso fuiste a buscar a Geoffrey?

—Si, pero no conseguí nada.

—Fuiste muy tonta, Mairi. Debías haber conversado con Conall.

—También sería inútil. Él ya había mandado a buscar medio ejército para Loch Drurie. Para que, ¿lo sabes?

Dora frunció el ceño.

—No pienses que él planea retribuir la acción de Geoffrey. Por lo menos por ahora. Conall mandó a buscar los hombres al minuto en que sospechó que tú habías ido a Falmar.

Eso la sorprendió.

—¿De verdad?

—Él quedó afligidísimo, Mairi. El hombre te ama.

Ella rió con desdén.

—Lo creo. Y si miro para el jardín allá en la colina, veré a mi padre levantarse de la sepultura como Cristo —ironizó.

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—Para de decir tonterías y toma el caldo. Deja que yo hable.

Mairi ingirió un trago del líquido caliente y sabroso, pronto se sintió mejor.

—Sabes. Él se va. Conall.

Ella se atragantó con el caldo. Entendió las palabras de Dora, pero no creyó en ellas.

—Mañana. El hermano lo llamó de vuelta a casa.

—¿Gilchrist? —balbuceó.

—No, el otro. El mayor.

—Iain.

—Ese mismo. Él vive más al norte, en un lugar llamado Findhorn.

—Conall nació allá.

—Exactamente, ese lugar.

Mairi dejó la jarrita en el suelo, al lado de la chimenea, y fijó la mirada en las brasas. Desde el principio, estaba en lo cierto con respecto a Conall. Él era un nómada, un aventurero. Ya había tenido una pequeña aventura allí y, ahora, se iba a casa.

—Excelente. Estoy satisfecha porque él tenga que partir —afirmó.

Dora entrecerró los ojos, pero Mairi se negó a encararlos.

—Lo amas.

—Absurdo.

—Admítelo, Mairi.

Ella no miró a su amiga y asumió la expresión más ceñuda posible.

—Yo no lo amo. Y prefiero casarme con Geoffrey Symon que con un hombre como él.

—No digas tonterías.

—Yo no lo amo —repitió.

—¿Vas a tirar la única oportunidad de ser feliz?

—¿Feliz? ¿Quieres decir como tú y Rob?

—Mírame a mi, Mairi.

Después de un momento de vacilación, ella miró a su amiga.

—Exactamente, como Rob y yo.

Mairi fue tomada por el remordimiento. No había sido su intención menospreciar la relación de Dora con el guerrero pequeño, pero firme, confiable.

—Conall es un buen hombre y tú lo sabes —afirmó Dora.

—No lo es.

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—Mairi, tu no puedes...

—No importa si yo lo amo o no. ¿No entiendes? —agarró las manos de Dora entre las suyas— él no se quedará aquí y yo no voy a correr de sol a sol, detrás de él.

—¿Por que no?

—¿Y aun lo preguntas? Porque yo nunca dejaría el clan. Y mucho menos a ti, boba.

—¡Mentira! Tu tienes miedo, eso sí —la acusó Dora mientas agarraba las jarritas y las ponía en la mesa.

—¿Que quieres decir? ¿Miedo? ¿Yo? De ninguna manera —se levantó y fue hasta la puerta. El ruido de los niños jugando, en el jardincito al frente de la casa, entraba por la ventana—. Yo no lo amo, y no lo necesito.

Era verdad, ¿no? Se preguntó.

—Cuanto mas temprano se vaya, mejor —añadió.

Dora sacudió la toalla, que usara para secar las jarritas en su dirección.

—Tú eres la criatura mas obstinada, de cabeza mas dura...

—Ellos son todos iguales, Dora. Tu misma me dijiste eso. ¿Recuerdas?

—Pues yo estaba equivocada.

—Sobre Rob, tal vez.

Ellos eran todos iguales. Su padre, Geoffrey, Conall. Ella no significaba nada para ninguno de ellos. No pasaba de algo extra, de un premio que iría junto con la tierra. Los negocias de Conall allí habían terminado. El primer barco llegaría antes que comenzase a nevar.

Probablemente, él pensaba que podría aparecer de vez en cuando y acostarse con ella, bajo las pieles de su cama, para una noche de placer.

—Todos iguales —murmuró.

«No, no lo somos. Fui a buscarte, ¿no?»

El recuerdo de tales palabras la lastimó profundamente. Por Dios, no sabía más en qué creer. Las tablas ásperas de la puerta le lastimaban la espalda pegada en ellas. Los ojos se le nublaban y ella apretó los dientes a fin de controlar las emociones terribles que la asaltaban.

—Ah, mi muchachita —murmuró Dora al acercarse.

—¡No! —protestó Mairi al levantar la mano a fin de mantener a su amiga a distancia—. No quiero tener nada que ver con él, ¿escuchaste?

La expresión de Dora se suavizó y ella cruzó las manos en la cintura.

—Ese orgullo tonto te transformará en una mujer vieja y solitaria antes de tiempo.

—Tal vez —señaló con la cabeza a si misma y después, otra vez, mirando a Dora—. Tal vez no —susurró.

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En seguida, abrió la puerta y salió hacia el movimiento estimulante de la villa.

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Capítulo Trece

Él se lo contaría sin más demoras.

Conall se apartó los cabellos de la frente antes de volver a levantar el cubo con piedras de la playa. Los daños de la casa de Alwin Dunbar ya comenzaban a ser reparados. Le gustaría verlos terminados, pero no podía retrasar su partida de Loch Drurie.

Al día siguiente iniciaría el trayecto para el Castillo de Findhorn, atendiendo el llamado de Iain. Ya era hora y sería para el bien de todos.

—¿Entonces, pretendes irte? —indagó Rob mientras subían la colina, rumbo a casa.

Conall no respondió.

—Creo que es mejor que le cuentes a Mairi. Las mujeres no aceptan ciertas sorpresas de buen grado.

La intención de él era contarle tan pronto ella despertase, pero algo lo había impedido. Al verla en la playa, observándolo, las mejillas sonrojadas por la barba de él, los labios marcados por los besos, los cabellos despeinados, él simplemente no lo consiguió.

Pero necesitaba hacerlo.

Aunque el cubo estuviese pesado, Conall apresuró el paso al final de la escalada de la colina y rodeó la casa, yendo al jardín de atrás.

Paró aterrorizado. Mairi estaba allí, arrodillada, sacando las piedras de la sepultura de su padre.

—¿Que estás haciendo? —preguntó él al tirar el cubo en el suelo.

—Necesitamos más piedras para reforzar la base de la pared —respondió ella sin levantar la mirada.

—Lo se, pero hay muchas en la playa.

—Estás están más cerca.

Su indiferencia para con él y la actitud displicente con que profanaba la sepultura del padre lo dejaron nervioso.

—Además, él no necesita de ellas donde descansa. Creo que hay demasiadas piedras en aquel lugar horrible.

—Mairi —murmuró él al arrodillándose a su lado.

Ella no se giró, pero lo miró de soslayo con una expresión que congelaría el lago entero.

—¿Que?

—Yo...

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¿Que le diría? Él no tenía noción de nada más.

Ella continuó agarrando las piedras mientras Conall intentaba ordenar sus pensamientos. Tenía que hablar sobre la partida inmediatamente, no solo por su bien y el de Kip sino también por el de él mismo.

—Mairi, en relación a esta noche, no fue mi intención...

—¿Que están haciendo los hombres de tu hermano aquí? —interrumpió ella, sentándose en los talones, e inclinándose para atrás.

Conall no esperaba ese comportamiento agresivo, pero eso facilitaba lo que tenía que decir.

—Bien, ellos están aquí para proteger las dársenas.

En parte era verdad. Él no sabía lo que Symon haría a continuación, pero estaba seguro de que él mostraría las garras. Y, aunque estuviese decidido a partir, no dejaría a Mairi desprotegida.

—Lo se —murmuró y agarró otra piedra, pero él le agarró la muñeca.

Sus ojos llameantes eran un aviso. Era un error agarrar su mano; pero, eso no hizo que se soltara. Afligido, él buscó las palabras correctas.

—Necesitamos hablar. Cuando nos conocimos, tú me afirmaste que jamás te casarías.

—Si. ¿Y?

La palma de su mano estaba caliente en la de él y, bajo los dedos, su pulso latía firme y regular.

—Yo te dije que pensaba de la misma forma.

—¿Y ahora? —balbuceó ella.

Un silencio helado se interpuso entre ambos y él sintió su pulso dispararse.

Conall aguantó su mirada escrutadora y se forzó a no responder. Por Dios, él no sabía lo que sentía. Todo era tan nuevo, tan inesperado. Se encontraba totalmente desprevenido para las emociones que la unión de los dos le provocaba.

Él se había unido a muchas mujeres, claro, pero nunca hacer el amor había sido un acto tan íntimo y personal. Él nunca se había sentido tan vulnerable.

Su mano resbaló de la de él. Su rostro se mostraba inexpresivo y los ojos eran de un azul profundo e indescifrable.

Una ráfaga de viento, venida del lago, les pegó de sorpresa y una lluvia de hojas secas cayó sobre ellos de la copa de los árboles ya casi desnudos. Una hoja dorada se pegó en sus cabellos y él, instintivamente, extendió la mano para sacarla.

—¡Conall!

Júpiter, resbalando, paró al lado de la sepultura de Alwin Dunbar. Al instante siguiente, Kip se tiraba al suelo casi sin aliento.

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—Conall, necesitas ir a verme cabalgar la yegua de Hugh —dijo el muchachito, empujándolo por el brazo— vamos hasta el campamento.

Mairi frunció la frente.

—Kip, pensé que te había dicho que no...

—Vamos, Conall, quiero que me veas —la interrumpió el muchachito, volviendo a empujarlo por el brazo.

—¿Le dijiste que podía montar en la yegua? —indagó Mairi—. Yo le prohibí hacerlo.

La cabeza de Conall comenzó a latir. Kip lo empujaba, Mairi reclamaba y el cielo se oscurecía encima de ellos. Empujó a Kip con más fuerza de lo que pretendía y se levantó.

—¡Los dos, quédense quietos! Y tu jovencito, déjame en paz. No ves que estoy ocupado.

El corazón se le disparó y el estómago se contrajo. Con el fin de controlarse, Conall cerró los ojos por un instante y sintió las primeras gotas de lluvia en el rostro. Se escuchó el rugir distante de un trueno.

Kip continuaba en el suelo. Lo miraba con ojos agrandados y expresión resentida. La mirada triste de Júpiter aumentó el remordimiento de Conall.

—Maldición —gruñó él.

Extendió la mano hacia Kip, pero el muchachito no la agarró.

De repente, él se dio cuenta de Mairi al lado, levantándose despacio. La verdad, con una lentitud exagerada como si ella estuviese intentando controlar los movimientos. Sus ojos reflejaban el mismo odio que él había visto, en la noche anterior cuando ella le hablara sobre la indiferencia de su padre delante del asesinato de la madre.

Kip también lo notó y se puso de pie. Con la cabeza, Conall apuntó hacia la villa. Al instante siguiente, el muchacho descendía la colina, pero Júpiter se quedó.

Mairi se acercó con las manos cerradas junto al cuerpo.

—Si vuelves a tocar otra vez a Kip de esa forma —hizo una pausa y, trémula, lo encaró— yo cortaré tu maldito cuello.

El permaneció allí, con los pies pegados al suelo, perplejo y sin encontrar las palabras a decir. El cielo se abrió, dejando caer una torrencial lluvia sobre ellos.

Mairi dio unos pasos, pero antes de correr colina abajo, paró y lo miró. El odio había desaparecido de sus ojos. Todo lo que él vio fue un profundo dolor.

Nadie podría lastimarla. Nadie.

Mairi se encontraba en la lluvia, con el rostro girado hacia el cielo, el barro clavándose en sus pies descalzos.

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Había llovido la noche entera y, en cuanto a ella, podría llover para siempre. Estaba completamente mojada, helada hasta los huesos e, indiferente, se sometía a cada una de las sensaciones ruines.

Conall se iba ese día y no había tenido la decencia y el coraje de contarle. Ella lo supo por otras personas. No importaba. No hacía la menor diferencia. No lo quería y, sin duda alguna, no necesitaba de él.

Jamás necesitaría de otra persona.

Los olores de la floresta se acentuaban con la lluvia. Mairi respiró hondo y, al mismo instante, se sintió más fuerte. Limpia, pura, absuelta. Había quemado la ropa de cama en la madrugada, después de una noche sin dormir, llena de recuerdos provocados por el olor de él en las pieles y almohadas.

Necesitaba un trabajo pesado a fin de apartar todos esos pensamientos de la cabeza. Levantó el hacha y la apuntó hacia el árbol caído.

—¿Enloqueciste, mujer? ¿Que estás haciendo en esta lluvia? —indagó una voz a su espalda.

Mairi bajó el hacha, se giró y vio a Rob con las manos pequeñas en las caderas estrechas.

—Vete —dijo ella al volver a levantar el hacha, pero Rob lo arrancó de sus manos.

Se asombró con su fuerza.

—Vamos a buscar un abrigo contra la lluvia —dijo él.

—No. Vuelve a la villa. Estoy ocupada aquí.

—Puedo verlo. Ocupada en matarte. Si continuas en esta lluvia, vas a morir.

Él la empujó por el brazo hasta un grupo de pinos, cuyo ramaje parecían verdes el año entero y daban una cierta protección contra la lluvia.

Rob se quitó la manta de los hombros y la extendió en una piedra.

—Siéntate aquí.

Mairi obedeció sin saber por qué. Probablemente porque simpatizaba con él y le reconocía la buena intención.

Él se sentó a su lado y sacó el gorro de la cabeza. El agua continuó resbalándole por el rostro.

—¿Que quieres? —preguntó ella, encarándolo.

—Conversar contigo.

—¿Sobre que?

Ella se lo imaginaba, pero no sentía ganas de facilitar la conversación.

—Sobre él, Conall.

Rob podía hablar cuanto quisiese. ¿Que diferencia haría?

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—Si se lo pides, se quedará, estoy seguro. Necesitas confesarle como te sientes, muchacha —explicó Rob.

Ella lo miró con firmeza y apartó los cabellos mojados del rostro.

—¿Y que sabes tu, Rob MacKintosh, sobre mis sentimientos?

—Se que lo amas.

La presunción de Rob era insultante. Pondría un punto final a ella inmediatamente.

—¿Que te lleva a pensar que mis sentimientos sean esos o cualquier otros? Si das oído a la cantaleta de Dora, no pasas de ser un verdadero idiota.

Él arqueó las cejas.

—Creo que, sin duda alguna, existen dos idiotas en esta historia, pero no somos Dora ni yo.

Mairi se levantó: pero, Rob le agarró la falda y la forzó a sentarse otra vez.

—¡Vamos, déjame ir!

—No. Solo después de que escuches todo lo que tengo que decir.

El hombre merecía un golpe en aquella cabecita mojada. Su rostro ardía y ella sintió la circulación volver a sus pies y a las manos adormecidas. Suspiró, aceptando.

—Muy bien —dijo él, soltando su vestido.

¿Él quería hablar? Pues bien, ella escucharía. Pero, no cambiaría de idea. Conall no la quería. ¿Y entonces? No había deseado que nada de eso ocurriese. Tenía sus propios planes. Responsabilidades.

No había lugar para un hombre en su vida. Especialmente para uno que no sabía el significado de esa palabra.

—Sabes, él los perdió a todos, el padre, la madre y los tíos. Algunos cuando aun era un niño —contó Rob.

Mairi frunció el ceño.

—Lo se. Voy a insistir en recibirlo bien en el círculo de los infelices de este mundo.

—No seas tan rigurosa. Estoy intentando decirte por qué él es tan... tan...

—¡Habla pronto!

—Temeroso.

Ella rió con desdén. Podía pensar en una serie de expresiones más pintorescas para describir a Conall. Perro insensible era una, pero jamás temeroso.

—Desde niño, él ya era muy solitario —continuó Rob—. Tenía a sus hermanos, claro, pero eran más viejos y ocupados consigo mismos. Iain y Gilchrist tenían sus propios problemas y también sufrieron pérdidas. Conall solo los observaba y aprendía. Entonces, pasó el incendio.

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—¿Que incendio?

—En la casa en Braedün, cuando Conall apenas había llegado a la mayoría de edad. La pareja de tíos murió carbonizada y Gilchrist sufrió quemaduras graves. Fue el punto crítico para Conall. Él no soportaba más. Cuando creíamos que Gilchrist iba a morir, Conall se fue. Yo lo acompañé.

—Bueno, todos nosotros ya tuvimos nuestra parte de problemas, ¿no es cierto?

—Muy raramente él vuelve a casa. Gilchrist se restableció, se casó y construyó Monadhliath entre las cenizas de Braedün. Iain vive con su propia familia en Findhorn.

—El castillo de sus ancestros —dijo ella.

—Así es.

—¿Entonces Conall casi no ve a los hermanos?

—Como ya dije, muy raramente. En el último verano, fuimos a Findhorn. Fue cuando Iain le pidió a Conall venir a Loch Drurie. Los Chattan le ofrecieron una recompensa: tierras, ovejas y...

—¿Y que más?

Rob le dirigió una mirada medio atemorizada.

—Bueno, una novia. Pero él no aceptó —añadió deprisa.

—Hum —farfulló ella y volvió al asunto anterior que le interesaba más—. ¿Él no siente la falta de sus hermanos y del clan?

—Creo que si, pero es difícil saberlo. Conall es un hombre muy cerrado.

La lluvia había parado. Por un momento, quedaron solo escuchando el agua escurrir de los árboles. Rabia y confusión se mezclaban en su interior y Mairi intentó controlarlas.

—¿Que tipo de hombre abandona a la familia cuando ella más lo necesita? —indagó, aunque supiese la respuesta.

Un hombre como su padre. O como Conall MacKintosh.

Su mirada pasó por los tonos verdes y dorados del bosque, típicos del otoño. Algo le llamó la atención; pero, ella tuvo cuidado de no mirar directamente. Fuera lo que fuera, un venado o un lobo, ella no quería mostrar que lo había visto.

Pero no era un animal y si un hombre. Conall.

Mairi lo sintió más que verlo, escondido detrás de un alerce, a unos diez pasos de distancia, a la izquierda. No creía que él estuviese allí hacía mucho tiempo. Pensativo, Rob no lo había notado.

Pero la presencia de Conall allí la dejaba satisfecha, pues quería que él escuchase ciertas cosas. Con una voz alta y clara, confesó:

—Sabes, Rob, vengo pensando mucho. Mi clan necesita de un líder, de un hombre. Tal vez acabe casándome con Geoffrey.

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Una rama seca estalló en el bosque, a la izquierda.

—¿Que? ¿Es posible que seas tan idiota? —protestó Rob.

—Por lo menos él es un hombre honrado que no abandonaría a mi clan. Lucharía por nosotros y por las convicciones de él. Geoffrey no es un aventurero frívolo, ni un pícaro que no se preocupa con nadie a no ser consigo mismo.

Sufrió mucho al pronunciar tales palabras, pero no le importó.

Quería que Conall la escuchase y creyese. Quería lastimarlo, aunque un hombre como él, sin corazón, no pudiese ser lastimado.

Rob refunfuñó algo incomprensible y se puso en pie.

—Vamos, muchacha, levántate. Quiero mi manta.

Mairi lo hizo y sacudió el vestido mojado.

—Muy bien, Rob. Vuelve a la villa. Nuestra conversación terminó.

En silencio, él la encaró, balanceando la cabeza. Después de unos instantes, tomó el camino del lago.

Mairi agarró el hacha y, una vez más, la levantó sobre el árbol caído. Pronto los hachazos resonaban en el bosque y el ejercicio comenzaba a calentarla. Después de algún tiempo, miró para el alerce a la izquierda.

Conall ya no estaba allí.

Conall esperó en el campamento hasta cerca del mediodía, pero Mairi no apareció. No se sorprendía. Sus sentimientos por él habían quedado claros en esa mañana, allá en el bosque. En cierta forma, se sentía aliviado con el hecho de que ella lo despreciara. Volvía la partida más fácil. O debería.

Conall arregló la silla sobre el pelo mojado del garañón y apretó bien la cincha. El agua goteaba del animal.

—Lo siento mucho, muchacho. Este no es un día para viajar, pero tenemos que irnos así —murmuró.

El garañón batió una pata en el suelo, salpicando barro en las botas mojadas de Conall. Júpiter esperaba al lado, con expresión triste. Todos estaban encharcados. El olor de lana, de cachorro y de caballo mojados le penetró en la nariz.

Conall montó y arregló las armas.

—Rob va a quedar molesto contigo por no esperarlo —dijo Dougal.

Él y Harry esperaban las últimas órdenes.

—Ya le dije todo a Rob y voy a repetírselas a ustedes. Quiero a todos los hombres aquí en Loch Drurie. Por lo menos hasta que los barcos mercantes comiencen a llegar. Voy a pasar por Monadhliath y desde allá mandaré carretas para transportar la mercancía. Harry, tú sabes que hacer después con eso.

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—Lo se, sí. Tengo que separar una parte de lo que pertenece a los Dunbar y procurar que ella llegue asegurada al Castillo de Falmar, a fin de saldar las deudas con ellos —respondió el explorador.

—Lleva a Rob y a cincuenta hombres contigo. Y si Symon no acepta...

—Ofreceré la plata —lo interrumpió Harry al batir un relieve en el pecho, bajo el kilt.

Conall se la había dado esa mañana. Iain había dicho que era para usarla en las negociaciones como creyese más conveniente y él no podía encontrar mejor utilidad para la plata que esa.

—Recuerda. Ustedes dos no pueden dejar que Mairi los acompañe a Falmar. Tendrán que mantenerla aquí a cualquier coste, incluso si necesitan amarrarla a un árbol. ¿Entendieron?

Harry y Dougal hicieron gestos afirmativos con la cabeza.

—Manden el resto de la mercancía para Monadhliath para que sea distribuida a los clanes.

—Puedes contar con nosotros —dijo Dougal.

Conall recorrió los ojos por el campamento y, después, por las dársenas recién construidas, flotando en las aguas placidas de Loch Drurie.

Había hecho lo que planeara. Sus hermanos quedarían satisfechos. Ya era algo.

Pero, él no se sentía realizado. Una sensación de vacío lo consumía. La mirada se prendió en la casa del lago. Un torrente de emociones angustiantes lo inundó.

—¿Ella no ha aparecido?

Conall giró la montura en la dirección de la voz femenina. Se sorprendió al ver a Dora allí en la lluvia, la cabeza y los hombros cubiertos por una manta. Debería desdoblar la de él y usarla de la misma manera.

Pero quedar mojado y helado no lo incomodaba.

Debía ser un tipo de penitencia, reflexionó. No muy grande, en caso que considerase la magnitud de sus pecados. La muerte reciente de John, el asesinato, le pesaba en el corazón. Se encargaría de que la viuda y sus hijos tuviesen de todo. Era lo mínimo que podría hacer y otro motivo para no retrasar más la partida para Findhorn.

Y estaba Kip a quien, de manera equivocada, había permitido que se apegase demasiado a él. El muchacho lo miraba como a un padre. Conall conocía bien esa reacción, pues había sentido la misma cosa por su tío, Alistar Davidson.

Dora repitió la pregunta, atrayendo su atención.

—No, yo no la he visto —respondió él.

Probablemente, Mairi continuaba en el bosque. Por un instante, pensó en ir a buscarla. No quería dejar esa situación entre ellos. Había intentado explicarse allá en el jardín, ayer, pero sin éxito.

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Tal vez porque no sabía exactamente lo que sentía por ella.

¿Como podría explicarle su partida si no entendía sus propios sentimientos? Sabía que el llamado de Iain constituía motivo suficiente para ir.

Pero no era el verdadero.

Sonrió a Dora y la saludó. En seguida, giró la montura hacia el sendero que atravesaría la floresta, rumbo al norte. Júpiter, que siempre iba corriendo al frente, quedó atrás, con la cabeza gacha.

Kip surgió corriendo por la playa y el perro fue a su encuentro, los dos chocaron en un abrazo exuberante. El perro lamió el rostro mojado del niño mientras este lo exprimía.

Conall desmonto. Kip merecía por lo menos, una despedida adecuada.

El muchacho lo vio y se soltó de Júpiter.

—¡Conall! —gritó al correr al encuentro de él.

Él se arrodilló en la arena mojada y Kip lo agarró, enlazándolo por el cuello. Conall lo abrazó, sintiendo ya las lágrimas.

Reprimió un sollozo por Kip, por Mairi, por John y por todos a quien había lastimado. Luchaba contra las emociones confusas que lo sacudían. El amor de él por el niño, era una confirmación amarga y cruel de la necesidad de partir inmediatamente.

—Queda con Júpiter, mi muchachito —murmuró al oído de Kip, abrazándolo para que no le viese las lágrimas.

—No puedo. Él me recordaría demasiado a ti —dijo el muchacho.

Conall cerró los ojos, apretándolos, y las lágrimas resbalaron por las mejillas. La lluvia las disfrazaría de las personas que lo observaban, esperando, él sabía, que el corazón lo hiciese cambiar de idea.

Conall abrazó al muchacho con más fuerza y lloró.

No poseía más su corazón.

Años atrás, él se había vuelto de piedra y, con el amor y el desprecio de Mairi, había quedado peligrosamente frágil.

Se apartó de Kip y, antes que el muchacho pudiese protestar, montó en el garañón. Con una leve presión de los tobillos, el animal partió hacia el sendero que lo alejaría de Loch Drurie. Renuente, Júpiter lo siguió.

Al final del campamento, un destello colorido, en el bosque de la ladera de la colina, le llamó la atención. Él la sintió antes de verla.

Paró la montura aun fuera del bosque.

Mairi se encontraba en el lado de la colina, completamente mojada, los cabellos pegados alrededor del rostro, las manos crispadas y caídas a lo largo del cuerpo, mirando hacia él.

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El corazón de Conall clamaba en el pecho mientras él luchaba contra las ganas aplastantes de saltar de la montura, correr hacia ella y estrecharla entre sus brazos. Prendido de su mirada, implorándole que dijese algo.

Una palabra. Un único gesto. Una señal y él mandaría las malditas convicciones al infierno.

Inquieta, la montura se movió bajo él. Júpiter ladró. Conall tenía consciencia de que Dougal, Harry, Dora y Kip los observaban.

Con la mirada, él le imploró que le impidiese partir. Pero Mairi no lo hizo.

Él se estremeció y apretó las riendas con fuerza para que las manos no temblasen. Mairi lo odiaba y él no podía culparla. Además, le daba la razón. Él no pasaba de un pícaro que no se preocupaba con nada o con nadie. Su mirada confirmaba eso.

El garañón relinchó y Conall apretó los talones en él, pero esa vez, con fuerza. La montura entró en el bosque mientras él sentía la mirada de Mairi quemándole la espalda.

Respiró hondo y no miró para atrás.

Unas dos horas más tarde, en el tope de la cordillera encima de la piedra cerca de la playa de Loch Drurie, Conall giró la montura hacia el oeste, en la dirección de Falmar y del campamento de caza de Symon.

No podía haber calculado mejor hora. Todas las semanas, después del sábado, día consagrado al descanso, Symon cazaba solo en el bosque al norte de su propiedad. Conall sabía que ese día no sería la excepción.

El desvío no le costaría más que una hora. Aun había un asunto por resolver entre ambos y Conall estaba decidido a solucionarlo antes de continuar el viaje. El recuerdo de Mairi amarrada en la cama de Symon no le salía de la mente. Era una visión que él jamás olvidaría.

La daga ya estaba en la mano cuando él finalmente divisó al jefe guerrero en un barranco cortado por un riachuelo, arrodillado en una piedra, al margen de él, matando la sed.

La lluvia caía a cantaros cuando él hizo una señal a Júpiter para acostarse en el lugar. Desmontó y se acercó a Symon por detrás.

El ruido de la lluvia encubría los de sus pasos por la alfombra mojada de hojas de otoño.

En el último instante, el guerrero se giró.

Demasiado tarde.

El brazo de Conall ya lo rodeaba, la lámina junto a la garganta blanca de Symon.

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Capítulo Catorce

Llovió durante toda la tarde.

Mairi no se dio el trabajo de levantarse un poco la falda mientras caminaba por el torrente barroso que serpenteaba entre las casas de la villa. Los Dunbar y casi todos los Chattan se habían abrigado del mal tiempo. No se veía a nadie, excepto los guerreros que patrullaban las dársenas y el campamento.

Las aguas agitadas de Loch Drurie se habían oscurecido más a causa del mal tiempo, Mairi adoraba el lago. Pero, ese día, no. Cuando miraba hacia la turbulencia de lago, todo lo que veía era el presagio de un invierno frío y riguroso.

Todo lo que sentía era soledad.

Dejó la mirada vagar por el muelle recién construido. Las columnas bien amarradas se movían con la ondulación del agua.

Le gustaría que su padre pudiese ver lo que ella había conseguido.

Lo que todos juntos habían logrado. Se sentía aliviada porque él estuviera muerto, pero aun así, una parte suya deseaba que Alwin Dunbar lo viese y se enorgulleciera.

El agua corría por los tejados de pizarra de las casas, pero sus moradores estaban secos y abrigados dentro de ellas. Debía sentirse agradecida a Conall por eso, reflexionó Mairi. En las últimas semanas, él y sus hombres habían reformado y reforzado todas las viviendas.

Cada familia contaba con una casa adecuada y cada niño, con un lugar seguro para dormir.

Aunque sutiles, los cambios en la villa, vistos en conjunto, mostraban una mejora innegable del nivel de vida. Para donde mirase, veía la intervención de Conall y el trabajo bien hecho de los Chattan.

Él no necesitaba haber hecho eso, pero lo hizo. ¿Por qué?

Distraída comenzó a subir la colina, en dirección a la casa del padre, meditando sobre la pregunta. Hacía solo dos horas que Conall MacKintosh había salido de su vida y, durante esa eternidad de tiempo, se había negado a pensar en él.

Pero lo hacía en ese momento y no podía impedir el tumulto de las emociones que se formaba en su interior, dominándole el sentido común. Cuando cerraba los ojos, todo lo que veía era el rostro de él, los ojos reflejando los colores de la floresta, o nublados de lágrimas al abrazar a Kip en llantos.

Habían sido necesarias toda su fuerza de voluntad, una determinación feroz e implacable y el miedo, al que se apegaba con desesperación, para impedirse correr a los brazos de él.

Sus pies descalzos seguían por el camino escurridizo. Se movía completamente ajena a todo, al barro cribado de pedazos de madera y piedras ásperas, y al viento cortante que le agitaba los cabellos.

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Sentía solo lo que deseaba, como las manos de Conall en su cuerpo, los labios de él en los suyos. Hacer el amor por segunda vez, al amanecer, había sido una experiencia llena de ternura, permeada por nuevas emociones. Nada que se comparase a la desesperación frenética de la primera vez.

Conall podía haberla poseído en cualquier momento, hasta incluso allá en el muelle, en el primer encuentro turbulento de ellos, en la noche de la fiesta.

Pero no lo hizo. Había esperado hasta que ella quisiese también y su deseo se igualase al de él.

¿Por qué?

Mairi tropezó en una piedra sumergida en el lodo, y fue arrancada del estado de letargo. Se deparó con la sepultura del padre, despojada de las piedras y cubierta de lodo. ¿Como viniera a parar allí?

Tal vez Alwin Dunbar, en las entrañas de la muerte, tuviese las respuestas para las preguntas que ella temía hacer. Miró hacia donde debería haber una losa o por lo menos, una cruz y pensó en los restos mortales del padre bajo la tierra.

—¿Ya consiguió hablar contigo?

Mairi se giró deprisa hacia la voz.

—¡Walter!

El anciano sonrió y empujó más la manta deshilachada sobre la cabeza y los hombros a fin de protegerse de la lluvia.

—Sabes, a veces, él habla conmigo.

—¿Ah, si? ¿Y que dice mi estimado padre?

Walter se acercó y le ofreció una punta de la manta. Mairi hizo un gesto negativo con la cabeza. Él se encogió de hombros y se enrolló en el abrigo.

—Él dice que a veces, un hombre debe hacer cosas que son incomprensibles para otras personas. Especialmente por críos y mujeres.

El viejo hombre estaba senil, pensó Mairi, pero le gustaba mucho, incluso así.

—¿Él dice todo eso?

—Bueno, la primera parte. El resto es por cuenta mía.

—¿Quieres decir sobre críos y mujeres?

—Eso mismo.

—¿Que quieres decir, Walter? ¿Que existen cosas que yo no comprendo?

La lluvia escurría por el rostro arrugado del viejo.

—Existen, si. Alwin nunca se perdonó por la muerte de tu madre.

—¿Quieres decir por el asesinato de ella? ¿Que crees, que debería haber hecho él? El cobarde desgraciado se quedó allá mirando a los paganos descuartizar a mi madre.

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Mairi afianzó los pies en el lodo y miró a Walter con aire de desafío.

Ella estuvo allí y se acordaba. Era niña, pero sabía lo que el padre había hecho o no.

El anciano balanceó la cabeza muy despacio.

—Él la dejó, sí, aquello ocurrió. Pero tú no sabes por qué.

—Porque era un cobarde y estaba borracho. Un hombre que no se preocupaba de la familia ni del clan.

Ella sabía eso muy bien. Todos los días, en esos diez años después de la muerte de la madre, la verdad le quemaba el alma.

—No, muchacha, Alwin no era cobarde. Y solo comenzó a beber después del asesinato de Gladys. Tú sabes que estoy en lo cierto.

Tal vez lo estuviese, pero solo respecto a la bebida.

—No importa. Él la vio ser asesinada y no hizo nada.

—Él tenía que hacer una elección.

Mairi frunció el ceño.

—¿Que elección? ¿De qué estás hablando?

Esa conversación sobre su padre la incomodaba. Walter y otras personas, en el pasado, habían intentado hablar del tema con ella; pero, ella jamás lo había permitido. Ni su padre nunca lo discutiera.

—Había una hostilidad sangrienta entre un clan nómada y el nuestro. Aquel día, ellos eran mucho más numerosos que nosotros. Alwin te arrastró hacia la casa y nosotros todos te rodeamos a fin de protegerlos a los dos de la mejor manera posible.

—Me acuerdo —murmuró ella.

Pero no quería recordar. Se giro a fin de irse; pero, Walter la agarró.

—Tú vas a escuchar todo lo que tengo que decir.

—¡No! Se lo que ocurrió y nada de lo que digas cambiará mis sentimientos.

Eso era una locura. Ella no quería escuchar. En vano, intentó pensar en algo que la distrajese, en Conall o Kip.

—Era Gladys o tu, muchacha. Ella había caído en la playa, estaba herida y no podía caminar. Nosotros luchábamos en la colina para impedir que los nómadas tomasen la casa.

—Lo se. Fui hasta ella en intenté hacerla levantarse, pero no lo conseguí. No tenía fuerzas.

Mairi sintió la falta de aire e intentó respirar hondo.

—Alwin no podía hacer nada a no ser cargarla y dejarte a ti atrás.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y ella se acordó de todo, pero, no quería aceptar la verdad.

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—¡Él podía haber salvado a mi madre! ¡Yo habría corrido!

Walter la soltó.

—No, muchacha, no. Los guerreros nómadas ya estaban en la playa y tú aun eras pequeña. Ellos te habrían agarrado y asesinado. O hecho algo peor si Alwin hubiese actuado de manera diferente.

Mairi se arrodilló en el lodo y crispó las manos.

—¡No, no! ¡Él podía haber salvado a mi madre!

No quería creer en Walter. No podía. Las lágrimas corrían por su rostro y ella reprimió un sollozo.

—Contigo en brazos, Alwin corrió hasta aquí, hacia la casa, donde podíamos protegerlos. Después de algún tiempo, conseguimos expulsar a los nómadas.

—Ellos... la... mataron —sollozó y sintió la mano de Walter en el hombro— y él... nosotros... vinimos.

—Él tenía que escoger, muchacha. Te escogió a ti.

Ella metió las manos en el lodo de la sepultura y, cubierta de lágrimas, lloró. No por la madre o por si misma, sino por el padre, Alwin Sedgewick Dunbar.

Él tuvo que escoger. La había escogido a ella.

Tal vez, muy en el fondo del corazón, ella lo supiese todo el tiempo.

Mairi giró el rostro hacia arriba y dejó que la lluvia lavase las lágrimas. Walter pasó la mano por su cabeza como si acariciase a una niña.

—Gracias —balbuceó ella.

Él se apartó y desapareció en el lateral de la casa.

Mairi respiró hondo y se forzó a dejar de temblar.

«A veces, un hombre debe hacer cosas que son incomprendidas por otras personas».

Cerró los ojos y vio la expresión angustiada de Conall cuando se miraron bajo la lluvia, pocas horas atrás. Algo estalló en su mente.

Mairi se puso de pie.

Al rodear el rincón de la casa y verla, Dora paró aterrada.

—¿Que diablos estas haciendo aquí? ¡Mira tu estado! ¡Cubierta de lodo!

Mairi corrió a su encuentro y la agarró por el brazo.

—¿Rob fue con él?

—¿Que? ¡Vamos, suéltame!

Sus pensamientos se disparaban, las emociones tumultuosas la confundían. Pero una cosa estaba clara. Necesitaba encontrarlo.

—¿Que dirección siguió Conall? Rob fue con él o...

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—Norte, rumbo a Findhorn. Y no, Rob está aquí. El idiota fue solo —respondió Dora.

Ella podría alcanzarlo. Eso es. Necesitaba...

Mairi casi derribó a Dora al soltarle el brazo y salir corriendo.

—Ay, disculpa —dijo sobre el hombro.

—¿Adonde vas? ¿Que pretendes hacer?

—A algún lugar. Nada. Estaré de vuelta... —tropezó en una rama caída de árbol, pero fijó el pie— volveré.

Minutos después, llegaba al campamento y miraba a los caballos de los Chattan, amarrados en el borde del bosque. Quería el menor de ellos. Vio el blanco de Rob y se acercó para agarrarlo.

—¿Hey, que estás haciendo? —indagó una voz a su espalda.

Se giró y vio un guerrero Chattan que no conocía aun.

Afligida, asumió la expresión más inocente posible.

—No deberías estar afuera de la casa con este tiempo —la censuró el hombre.

¿Cuantas veces tendría que escuchar eso en ese día? Después de todo, no pasaba de una tempestad típica de Escocia. Sonrió e ignoró el comentario.

—Necesito de una montura prestada por algunos minutos.

Desconfiado, el guerrero la encaró.

—¿Para que?

Más afligida aun, ella buscó un motivo razonable. Entonces, vio una cesta vacía a unos pasos de distancia.

—Aquella cesta —dijo al ir a agarrarla— todos los días voy a buscar piñas caídas allá en la cordillera. No es lejos, pero con este tiempo, preferiría ir a caballo en vez de caminar.

Era un motivo ridículo, pero el único que le venía a la mente.

Forzó otra sonrisa con la esperanza de que el guerrero la creyera.

La expresión de él se suavizó y Mairi notó haber vencido.

—Está bien, pero ve deprisa para no enfermarte.

Mairi hizo una pequeña inclinación y fue agarrar el caballo de Rob.

—Espera, ese ahí no. Es el más lento de todos —avisó el guerrero.

Vamos, por eso mismo ella había escogido el animal pequeño.

—Ve con mi yegua. Ella tiene el paso más firme y no va a resbalar en la cuesta —sugirió él.

Mairi no iba a perder tiempo discutiendo. Rápidamente, él ensilló la yegua y la ayudó a montar.

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—Pensándolo bien, creo que voy a acompañarte —dijo el guerrero al tocarle el tobillo y con un leve brillo de deseo en la mirada.

—No, tú no debes dejar tu puesto —declaró ella al mismo tiempo que instigaba la montura a partir.

El hombre frunció el ceño.

—Vuelvo pronto —mintió ella. ¿Que podría decir para contentarlo?, ah, ya sabía —tal vez, entonces, pueda prepararte un buen caldo de carne. Allá en mi casa del lago.

Mairi dio una patada en el anca de la yegua que entró en el bosque. Seguiría por el sendero de la floresta, y con un poco de suerte, alcanzaría a Conall antes de oscurecer. Con este tiempo, él cabalgaría despacio, pues adoraba el garañón negro y no lo forzaría sin necesidad.

—¡Maldición de los infiernos! —maldijo cuando la yegua fogosa, comenzó a galopar, haciéndola saltar en la silla— ¡odio los caballos!

Guerra entre clanes. Pues que le matasen si hubiese una.

Debía haber matado al maldito en el bosque cuando tuvo oportunidad. Lo había querido muchísimo. Pero por primera vez, había puesto los intereses de su clan por encima de los propios. La interacción con el jefe guerrero había sido breve. Después de amenazar con matarlo con una lámina ciega; a cambio de que jamás tocase a Mairi otra vez, él dejó vivir a Geoffrey Symon.

En ese momento, ni una hora después, Conall se arrepentía de la decisión.

Cerca del lugar donde él se había desviado a fin de interceptar a Symon, desmontó y llevó al garañón debajo de una saliente rocosa, por encima del suelo, que se proyectaba de la cordillera. El tiempo no había mejorado y él, Júpiter y la montura merecían pasar unos momentos fuera de la lluvia.

No tenía hambre, pero sabía que necesitaba alimentarse.

Ni se acordaba de la última comida que había hecho. Probablemente, ayer. El agua casi había atravesado los sacos de cuero sujetas a la silla. Removió una de ellas y encontró lo que buscaba.

No había un lugar seco para sentarse; entonces, se agachó sobre una piedra plana y pegó la espalda en el paredón rocoso. Júpiter se acostó en el lodo a su lado. Dora había preparado un pequeño paquete de comida para el viaje. Él la abrió y sonrió, triste.

Jamón ahumado.

Igual que aquel con el que Mairi lo había golpeado la primera vez en que la viera. También la primera vez en que la había besado.

Un torrente de recuerdos lo inundó como un río helado y, solo esta vez, se permitió recordar.

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Cerró los ojos y evocó la sensación de su cuerpo bajo el de él. La inocencia temeraria, aquellos ojos retadores, la voluntad férrea.

Un hombre podría perderse de cuerpo y alma por una mujer como esa.

—¡Ah, Mairi!

Suspiró y tiró un pedazo de jamón al mastín.

¿Qué podría él ofrecerle? No tenía tierras, ovejas ni oro. Era verdad que los Chattan le habían propuesto pagarle por el trabajo en Loch Drurie. Pero lo que Mairi necesitaba, o mejor, merecía, no podía ser comprado.

El amor de un buen hombre.

Un hombre que se quedase a su lado, protegiéndola a ella y a su clan. Un hombre con quien ella siempre pudiese contar.

Conall se pasó la mano por los cabellos enmarañados, intentando sacar el agua. ¿Podría ser él ese hombre? ¿Podría amarla de la manera que ella merecía?

Abrió la toalla del paquete de comida y sintió algo duro. La abrió y vio la peineta de nácar de Mairi.

—¡Condenada mujer, esa Dora! —exclamó.

Se levantó y Júpiter lo siguió.

—Vamos a volver —avisó a los animales, sus compañeros fieles.

Metió la peineta en la bolsa de cuero al frente del kilt y la toalla en el saco de la silla.

Montó y dirigió la montura hacia el sur, de donde había venido.

Júpiter corría a su lado. En caso de que diese rienda suelta al garañón, llegarían a Loch Drurie al oscurecer. A causa de la lluvia, el cielo ya estaba bien oscuro.

—¡Maldición! —exclamó al espolear la montura, apurándola más.

Pensamientos inconexos rodaban en su cabeza como la lluvia contra el ventarrón.

¿Mairi lo aceptaría? Sería muy probable que le diera la espalda.

Pero él tenía que intentarlo. Lo que había dicho ella esa mañana, en el bosque, respecto de casarse con Symon, no podía ser verdad. Imposible después de lo que ellos habían compartido.

Apuró aun más la montura y, al dar una curva estrecha, un lugar donde la floresta era más densa, el caballo colisionó con...

—¡Por la sangre de Cristo!

El garañón empinó, igual que el caballo venido de la dirección opuesta. Júpiter corrió fuera del sendero mientras Conall y el otro caballero caían al lodo.

—Que...

—¡Conall! —gritó el otro.

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Conall sacó el lodo del rostro y reconoció al guerrero como uno de los miembros del clan de su hermano.

—¿Que estas haciendo? ¿Intentando matarme?

El guerrero rió.

—Tu hermano no me lo perdonaría, estoy seguro.

Los dos se levantaron y comenzaron a limpiar el lodo de las ropas, pero pronto desistieron del esfuerzo inútil.

—¡Diablos! —reclamó Conall— paciencia. La lluvia pronto lavará un poco de esta suciedad.

En seguida, examinaron las monturas para verificar si no se habían lastimado. Felizmente, no.

El nombre del otro hombre era Alfred y Conall lo había encontrado unas dos veces en Findhorn. Se sorprendía al ver un guerrero Chattan tan lejos de casa y solo. No podía conjeturar cual sería su misión.

—¿Para donde estás yendo, Alfred? —preguntó.

—Yo te iba a preguntar lo mismo. Estoy viniendo de Monadhliath por un atajo en la floresta. Fui a buscar unas hierbas de una de tus cuñadas para la otra —explicó al apuntar para el saco de cuero, sujeto a la silla.

La historia del guerrero tenía sentido. La mujer de Gilchrist, Rachel, era curandera, la mejor de todos los clanes de los Chattan, y la mujer de Iain esperaba otro hijo.

Montaron y Conall perdió un instante para acomodar las armas.

—Mi hermano me mandó a llamar —contó.

—Si vas para Findhorn, también voy para allá. Podemos cabalgar juntos.

—No. Acabo de cambiar de planes.

—¿Y?

—Dile a Iain que por ahora, por lo menos, no voy a volver. Tengo un asunto que necesito arreglar primero.

Conall notó que Alfred se había extrañado con el mensaje, pero no quiso entrar en detalles. Además, no tenía ninguno para dar.

Él mismo no sabía lo que estaba haciendo. ¿Como, entonces, podría explicar el tema?

Alfred hizo una señal afirmativa con la cabeza y Conall le apretó la mano enguantada, en un gesto de camaradería y de despedida.

—Buen viaje —deseó Alfred.

—Para ti también.

Impaciente, Júpiter ladró y Conall espoleó el garañón, rumbo a Loch Drurie

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La confusión de marcas de patas de caballo terminaba abruptamente cerca del tope del peñasco. La lluvia había parado algún tiempo atrás, aunque el cielo se había oscurecido aun más. La luz del día se disipaba y, con ella, su esperanza de alcanzar a Conall.

Mairi había intentado forzar a la yegua a galopar, pero la desgraciada tenía voluntad propia. A veces, se apuraba, pero en caso de que viese una hierba al borde del sendero, paraba para comerlo.

Se masajeó la espalda, a la altura de la cintura y de las caderas, y maldijo:

—¡Maldita yegua y maldita silla!

Las dos podrían descansar unos minutos y, como el animal ya estaba comiendo otra vez, ella encontró que el lugar era tan bueno como cualquier otro. Desmontó muy despacio y maldijo la rigidez de las piernas y las puntadas de las rodillas.

Si Dios quisiese que el hombre cabalgase, habría hecho al animal mucho más confortable para el cuerpo humano.

—¡Ay! —gritó al pisar un hueco lleno de lodo.

Una piedra cubierta de musgo, cerca del peñasco, le llamó la atención. Miró a la yegua y, segura de que ella no huiría, fue hasta la piedra y, con el máximo cuidado, se sentó.

Los olores de la floresta se acentuaban en la época de las lluvias. El de los laureles y el del suelo negro, enriquecido por la descomposición de hojas secas, eran bien fuertes. Mairi respiró hondo e intentó ordenar sus pensamientos.

Por la misericordia divina, ¿donde andaría Conall? Miró a la yegua.

—Imagino que tú tampoco lo sabes —refunfuñó.

Incluso si Conall hubiese forzado a la montura a galopar, ella ya debería haberlo alcanzado. Observó las marcas de patas y huellas de botas bajo el saliente rocoso.

Tal vez él no quisiese ser alcanzado.

La posibilidad le provocó dudas y ansiedad que debilitaron su confianza. Hasta entonces, ella había apartado las reflexiones de la mente y concentrado en el esfuerzo de la cabalgata. Pero el día corto de otoño se acababa y ella necesitaba encarar la verdad.

Conall se fue. Probablemente para siempre.

Él no la quería, era obvio.

Si le gustase, por lo menos un poquito, no se habría ido de Loch Drurie sin despedirse. Había sido tonta al imaginar que él la amaba.

Mairi se miró los pies descalzos, enlodados y al vestido inmundo. El agua escurría de sus cabellos enmarañados. ¿Podría culparlo? Se preguntó.

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Miró otra vez hacia el lugar en el sendero donde las marcas de herraduras terminaban. Ella no era exploradora, pero le parecía que Conall no había continuado por el sendero. Ya había algún tiempo que veía marcas yendo en ambas direcciones, norte y sur.

Tal vez él se hubiese metido en el bosque en algún punto.

Cabalgaba solo y solo Dios sabía las cosas malas que, en esta parte de la floresta, podrían caer sobre un hombre. O una mujer.

En un gesto defensivo, apretó los brazos cruzados en el pecho mientras intentaba mirar entre los árboles que marcaban el sendero.

Ya comenzaba a oscurecer.

¿Como se había atrevido a cabalgar sola por una distancia tan grande? Y por nada.

—Idiota —se censuró mientas se levantaba con dificultad.

La yegua continuaba comiendo. La empujó por las riendas, diciendo:

—Basta. Necesitamos irnos.

Aunque montó con el máximo cuidado, gimió al acomodarse en la silla. La próxima vez que tuviese una idea tan brillante, se esforzaría por pensar antes de actuar.

La yegua comenzó un trote rápido como si estuviese ansiosa para volver a Loch Drurie. Agarrada al arzón de la silla, Mairi le dio rienda suelta.

Después de algún tiempo, llegaron a un lugar del sendero que Mairi había notado en la ida, pero no quisiera parar a examinar.

En la media luz del anochecer, ella no podía distinguir las marcas de patas y huellas de botas en el lodo.

Cerca de media legua atrás, había pasado por un lugar semejante, pero, no había sentido la sensación mala que este le causaba.

Extraño. Se inclinó por el lado de la yegua y fijó la vista a fin de ver mejor, pero no consiguió descifrar lo que había ocurrido allí. No importaba. Tal vez Conall hubiese encontrado a alguien conocido en ese lugar.

La yegua siguió trotando y, a esa altura, Mairi se agarró cabeceando. Enderezó bien el cuerpo en la silla y abrió los ojos para apartar el sueño. Estaba exhausta y no había prestado mucha atención a la postura. ¿Estaría muy lejos aun?

—¡Allá está ella! ¡Gracias al buen Dios!

Mairi miró atenta mientras intentaba divisar en la casi total oscuridad.

—¿Rob? —llamó, segura de que escuchara la voz del pequeño guerrero.

—Es ella, sí. ¿Mairi? —otra voz gritó.

Su alivio fue inmenso. Un momento después, los caballeros paraban las monturas al lado de la yegua. De hecho era Rob, acompañado por Dougal.

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—¡Menos mal! —exclamó Rob al sacar las riendas de sus manos.

—¿Que diablos estabas pensando?

—¿Que están haciendo ustedes aquí? —demandó ella.

En la voz más severa que ya le había escuchado usar, Rob dijo:

—La pregunta es, ¿qué, por todos los diablos, estás haciendo tú aquí? Y, por encima de todo, sola. ¿Estás loca, mujer?

—Lo estuve por unas horas, pero ya recuperé el buen sentido.

—Muy bien —Rob le dio las riendas de vuelta—. Vámonos. Pronto estará completamente oscuro. E incluso sin esas nubes negras, no habría luna. ¡Por Dios, solo vamos a llegar a la villa en medio de la noche!

Rob y Dougal pusieron las monturas una a cada lado de la yegua y, entonces, los tres siguieron hacia Loch Drurie, al sur. Mairi se sentía contenta porque ellos hubieran ido a buscarla, y más aun, por la suerte de encontrarla. Un poco antes, a ella no estaba gustándole ni un poco cabalgar sola noche adentro.

—¿Como calcularon ustedes donde debían buscarme? —preguntó ella sin contener la curiosidad.

—No soy idiota. Además, yo estaba seguro de que tú no habías ido a buscar piñas en la cuesta de la colina —respondió Rob.

Avergonzada, Mairi se encogió. Había sido la disculpa más ridícula que podía haber encontrado.

—Y alguien te está esperando en la villa —añadió Dougal.

Su corazón se disparó y ella, si querer, tiró de las riendas de la yegua.

—¿Conall? Él...

—No. Es uno de los hombres de su hermano. Un guerrero que garantiza que tú le debes... ¿que era? Ah, si, un caldo de carne.

Mairi agradeció a los cielos porque ellos no podían ver la desilusión y la humillación estampadas en su rostro. Espoleó la yegua, retomando la marcha, acompañada por Rob y Dougal.

La noche enfriaba y estaba tan negra como el garañón de Conall.

Cuando finalmente llegaron al campamento de caza y a la piedra que marcaba el inicio del sendero a lo largo del lago, las nubes habían desaparecido y, con ellos, sus sueños ingenuos.

Mairi giró la cabeza hacia arriba y miró hacia los surcos de cielo estrellado que podían verse a través de las copas de los árboles.

Estaba conformada con la partida de Conall. Había sido la mejor solución. Ella necesitaba reorganizar el clan y continuar criando a su hijo adoptivo. En menos de dos semanas los barcos mercantes comenzarían a llegar.

Y con ellos, su libertad.

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Capítulo Quince

Tres meses después

Mairi se agarró a las columnas de la dársena de la casa del lago, y, con mucho trabajo, frenó la nausea. Aun así, escupió en las aguas varias veces.

—Toma esto —dijo Dora al entregarle un paño húmedo.

—Eres una santa.

—Es la tercera vez esta semana. ¿Cuanto tiempo Mairi?

Ella casi no veía la silueta de Dora arrodillada a su lado.

Su cabeza rodaba como hojas secas en un remolino de viento y el estómago se le revolvía. La última cosa que necesitaba era el cuidado maternal de la amiga.

—Vete —dijo, dirigiéndole una mirada sufrida.

—¿Cuanto tiempo hace de la última regla? —insistió Dora.

Mairi cerró los ojos y, acostada de lado, se encogió, formando una bola con el cuerpo. La madera dura la lastimaba, pero eso la distraía de la nausea. No quería pensar en la pregunta de Dora, pero, lo necesitaba. Pronto, el clan entero podría reconocer su estado. Sería mejor no mantener más el secreto.

—Mucho antes de Navidad —respondió al abrir los ojos.

El cielo de invierno, de un azul brillante, ocupó su visión entera.

Dora sonrió y apartó los cabellos de la frente de Mairi.

—Era lo que yo sospechaba. ¿Por qué no me lo contaste antes?

Vamos, ¿por qué?, se preguntó Mairi.

—Yo no lo quería creer. Pero parece que no podré esconderlo por mucho tiempo más.

Estiró el cuerpo como un gato y se pasó las manos por el abdomen.

—Levántate. Vamos a entrar. Necesitamos arreglar ciertas cosas —dijo Dora al extenderle la mano.

Mairi obedeció y la siguió hacia el interior de la casa en el lago. Dora cerró la puerta y la hizo sentarse en una banqueta cerca de la mesa. El día estaba helado y Mairi, aliviada, extendió las manos hacia el calor de la chimenea.

Dora empujó otra banqueta para sentarse a su lado, dejándola nerviosa con la posibilidad de una conversación larga y desagradable.

—Mira, voy a tener que contárselo a él.

—¿Contarle a quien? ¿De qué estas hablando?

—Rob puede mandar un mensaje. O ir el mismo si fuera preciso.

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Lo que Dora proponía era inconcebible. Mairi se puso de pie, sintiendo la sangre evaporársele de la cabeza. Una nueva ola de nauseas, más fuerte aun, se hizo sentir.

Dora se percató al mirar su rostro, que debía estar verdoso, pensaba ella. Su amiga la forzó a sentarse otra vez.

—Conall necesita saberlo, Mairi.

—¿Saber qué? —preguntó ella, aunque lo supiese muy bien.

—Que tú estás embarazada de un hijo suyo.

—¡No! Jamás se lo contaré a él ni tú. Ni nadie más. ¿Oíste bien? —añadió al acordarse de Rob, Dougal, Harry y otros Chattan con quien había convivido últimamente.

Dora maldijo bajito.

—Tú eres tan obstinada. No mereces esta bendición.

—¡Vaya! ¿Una bendición? ¿Para quien?

—Para ambos —respondió Dora, levantándose para poner la tetera con agua a hervir.

Ay, ahora iban a comenzar los cuidado excesivos. Dora la haría tomar todo tipo de horrorosos tés. Solo de pensar en eso, Mairi fue alcanzada por una nueva ola de nauseas.

—Si él lo supiese, tal vez encarase la situación de una manera diferente —explicó Dora al poner una vasija en la mesa y sacar una hiervas del bolsillo del vestido.

—Puede ser, pero yo no querría eso.

—¿Por qué no?

Mairi no podía creer que su amiga lo preguntase. Le encaró con la mirada perpleja y balanceó la cabeza.

—Porque yo no habría de querer la ayuda y, mucho menos, la piedad de él.

Con expresión cerrada, Dora terminó de preparar el té y, entonces, indagó:

—¿Acabas de decirme que no te casarás con el padre de tu hijo?

—Exactamente eso —Mairi había reflexionado sobre el asunto centenares de veces desde que tuviera la primera sospecha de embarazo.

—No me casaré con un hombre que no me quiere. La humillación sería demasiado grande.

—¡Humillación, ninguna! Tú lo amas. Eso está tan claro como la luz del día.

—¡No lo amo! Él me hizo pasar por tonta y yo recibí el pago que merecía.

—Vamos, ustedes se merecen. Los dos son unos idiotas. Puedes engañarte a ti misma, Mairi, pero no a mi. Tú lo amas.

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—¿Que importa si eso es verdad? Y no estoy admitiendo que lo sea, entiéndelo bien. Solo se...

Por la sangre de Cristo, ella no sabía más lo que sentía.

—Y una cosa más. Tú no estás segura de que él no te quiera —afirmó Dora.

¿No? Tenía certeza absoluta.

Tres largos meses sin una sola palabra de Conall Mackintosh. Él ni siquiera había mandado un mensaje para sus compañeros, Rob, Harry y Dougal, que se habían quedado en Loch Drurie para supervisar el cambio de mercancías con los barcos.

La verdad, se ignoraba el paradero de él. Se decía que él nunca había llegado al Castillo de Findhorn. Mairi se imaginaba que el llamado de Iain, el hermano, para que volviese, no había sido sino una invención de él para justificar la partida.

—Este invierno ha sido muy riguroso. Una cantidad de nieve que no se ve en años. Los senderos están cubiertos con ella. De no ser por los animales de carga, yendo y viniendo de Monadhliath para encontrar los barcos del sur, nadie aparecería por aquí —comentó Dora.

¿Su amiga quería encontrar disculpas para el hombre?

—Geoffrey ha venido a visitarme, de dos en dos semanas, desde la Navidad.

Dora no disfrazó la mirada de rabia.

—Geoffrey —refunfuñó como si profiriese una palabrota.

Entregó una jarrita humeante a Mairi, con qué solo Dios sabía.

—Bébetelo todo. Le va hacer bien al bebé.

Ella frunció la nariz, pero obedeció con la esperanza de que Dora se fuera. Quería descansar un poco. Jamás dormía durante el día, pero últimamente tenía mucho sueño. Debía ser a causa del embarazo. Se acordaba del último de Dora y de como su amiga vivía exhausta. También la pobre ya tenía cinco hijos para cuidar y un marido que solo estorbaba en vez de ayudar.

Dora sin embargo, no estaba dispuesta abandonar el asunto.

—Desde que Conall se fue, Geoffrey vive husmeando a tu alrededor como un cachorro. Pensé que tú lo despreciabas, Mairi.

—No soy yo, sino tú quien lo desprecia.

La verdad, Dora lo odiaba. Mairi se arrepentía de haberle confiado las sospechas sobre la culpa de Geoffrey en la explosión. Después de un instante, continuó hablando:

—Es verdad que nunca amé a Geoffrey, pero él ha sido aliado del clan. Y, ahora que entiendo mejor ciertas cosas, puedo ver que fue un buen amigo para mi padre.

—No digas tonterías. Él animó a Alwin a beber hasta que murió.

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Mairi no estaba muy segura de eso, y por lo tanto, no culparía a Geoffrey. Muchas cosas habían cambiado ese año, especialmente en los últimos meses.

El clan volvía a prosperar. Gracias al comercio por el lago, contaban con muchos alimentos, con lana para ropas y utensilios domésticos nunca antes antes. Y en la primavera, había dicho Rob, ellos traerían ganado. La vida estaba bien. Mucho mejor que durante muchos años.

Ella había pagado la deuda del padre con el primer cargamento de mercancías, aunque los barcos habían llegado atrasados a causa de un imprevisto inexplicado. Quedó sorprendida cuando Rob y Harry volvieron de Falmar con más de la mitad de lo que ella había mandado.

—Aun no puedo creer que Geoffrey aceptase tan pocas cosas en pago de la deuda —comentó Dora, leyendo sus pensamientos otra vez.

La mujer la asustaba.

—Con seguridad él reflexionó y decidió ser generoso.

—Vamos, él jamás actuaría por generosidad. El hombre no tiene corazón —afirmó Dora al agarrar la jarrita vacía para lavarla.

De repente, la casa tembló bajo el peso de alguien corriendo por el muelle. Las dos mujeres miraron hacia la puerta cerrada y Mairi se levantó.

—Alguien está llegando.

Un instante después, la puerta se abría y Kip, jadeante, entraba deprisa.

—Por Dios, muchachito, ¿por qué corriste tanto? —indagó Dora al llevarlo cerca de la chimenea y mientras Mairi cerraba la puerta.

Él sacó un saquito de paño, de la pequeña bolsa que Rob le había hecho, y se lo entregó a Mairi.

—Mira, es para ti.

—¿Que es eso? —preguntó ella, evaluando el peso del saquito en la palma de la mano.

—Fue Geoffrey quien lo trajo. Él mandó a decir que era para ti...

—¿Geoffrey está aquí? ¿Donde? —preguntó Dora al correr a la ventana y apartar una punta de piel de venado a fin de mirar para la playa.

—Ah, él ya se fue para la casa —avisó Kip—. Quería verte, Mairi, pero yo le dije que tu no te estabas sintiendo muy bien a causa del bebé.

—¡¿Que?! —las dos mujeres exclamaron al mismo tiempo.

—Tú sabes. El bebé —respondió Kip con la mayor naturalidad, apuntando para la barriga redondeada de Mairi.

Ella abrió los ojos y se le cayó el mentón.

—Por el amor de Dios ¿como, lo supiste?

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—Rob me contó. Es hijo de Conall, ¿no es así? —preguntó Kip, sonriendo a las dos mujeres mientras Mairi dirigía una mirada mortífera a Dora.

Ella se encogió de hombros y forzó una sonrisa.

—Yo no estaba segura.

—¿Aun así, se lo contaste a Rob? ¿Como tuviste el coraje de hacer eso? —gritó Mairi con aire incrédulo.

—Creí que él no iba a contárselo a nadie —se disculpó Dora, lanzando una mirada afligida hacia Kip.

—Vamos, el clan entero ya lo sabe —contó el muchachito.

Mairi se sintió tentada a quitarle la sonrisa con la palma de la mano. Y antes que el día acabase, iba a tener una conversación con Rob. Aturdida, preguntó:

—¿Entonces, Geoffrey también lo sabe ya?

Kip hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—¿Vas abrir el regalo?

Ella estaba tan aterrada con la revelación de Kip que había olvidado el saquito. Lo apretaba con fuerza al punto de que el objeto duro, dentro de el, le lastimaba la mano. Desamarró lo cordoncito encima y giró el contenido en la palma.

—¡Un broche! ¡Que lindo! —elogió Kip.

De hecho era bonito y un trabajo de arte muy bien hecho. Mairi se sorprendía con el hecho de que Geoffrey fuera tan atento. Pero, no era la primera vez, en esos últimos meses, que él le daba un regalo. Se sentía mal porque él se hubiera enterado de su estado por otra persona y no por sus labios. Naturalmente, había pretendido contárselo, pero el plan fue frustrado.

Mairi se arrodilló al frente de Kip y lo agarró por los hombros estrechos.

—¿Que dijo Geoffrey cuando se lo dijiste?

—Poca cosa. Habló de que sentía mucho que estuvieras enferma, pero era así cuando una mujer estaba procreando —Kip se encogió de hombros— se ya lo que eso quiere decir. Él también dijo que estaba contento por ti.

—¡¿De veras?! —exclamaron Dora y ella al mismo tiempo.

—Ah, y que el niño iba a necesitar de un padre.

Dora ahogó una protesta, pero Mairi se agarró a las palabras.

Era una mujer práctica y, de ahora en adelante, no podía pensar solo en si misma. No dejaría a su hijo crecer siendo llamado bastardo. Él necesitaría de un padre. Uno que fuese leal, que protegiese a su clan y a su hijo como si fueran de él. Un padre como Geoffrey Symon, murmuró.

Dos meses y medio de trabajos forzados, en las bodegas de un navío extranjero, serían suficiente para quebrar a un hombre. O volverlo más resistente. En el caso de

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Conall, apenas le había dado tiempo para planear la manera con que mataría al hombre que lo había colocado allí.

Pero no era en eso que estaba pensando al liberar a Júpiter del circo de animales, cerca del muelle en Wick, para el cual los hombres de Symon lo habían vendido. Eso fuera antes de entregar a Conall al comprador de esclavos nórdico que iba para las islas Shetland.

Él pensaba en Mairi Dunbar, como había hecho todos los días de cautiverio, pidiendo a Dios que ella estuviese bien y segura.

También pensaba en sus hermanos. Iain debía creer que él simplemente había ignorado su solicitud para volver a Findhorn. En el pasado, con toda seguridad, Conall habría hecho eso a fin de evitar responsabilidades con la familia.

Pero él era un hombre cambiado. Y esa no había sido su intención al girar el garañón en el bosque a fin de regresar a Loch Drurie y a Mairi.

—Ven, muchacho, necesitamos irnos.

Retribuyó las lamidas amistosas del perro con palmaditas en la cabeza y notó, bajo la luna, lo gordo que estaba y su pelo bien cuidado.

Sin duda, Júpiter había tenido más suerte que Conall en los últimos meses.

Lo que Geoffrey Symon no sabía, en aquel día en que Conall le había amenazado la vida, en el bosque al norte de Falmar, era que un comprador de esclavos nórdico, con destino a las islas Shetland, no pasaba de la peor elección para librarse, de una vez por todas, del enemigo.

Siendo así, había enviado a doce de sus hombres a capturar a Conall.

Como era cobarde, Symon les había prohibido que lo mataran. Sabía que, si lo hicieran todos los clanes de los Chattan lo atacarían. Por eso, había optado por el comprador de esclavos.

Había sido un paso en falso.

Los MacKintosh tenían aliados en la isla Fair, una de las Shetland, donde los dueños de esclavos, en el viaje de vuelta de una a otra, habían anclado para reabastecer el navío. George Grant, primo de Alena, mujer de Iain, se había casado con una joven vikinga, Ulrika, hija de Rollo, de esa misma isla. Gunnar, el hermano de ella, era el jefe guerrero de allá y había comprado la libertad de Conall por solo diez barriles de una mezcla de agua y miel, bebida y preparada por vikingos.

Conall jamás olvidaría tal bondad.

Él había pasado cerca de una semana en la isla remota y barrida por los vientos para recuperar las fuerzas. No había sido suficiente; pero, él no aguantaba más. El sentimiento de venganza lo corroía y no sería aplacado hasta que él pusiese las manos alrededor del cuello de Geoffrey Symon y las apretase.

Con las monedas que Gunnar le había dado, había comprado una yegua cuando desembarcó de vuelta. Symon se había quedado con el garañón negro y, por Dios, Conall lo tomaría, pensándolo bien, el caballo y otras cosas.

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—Pronto —murmuró mientras montaba— pronto.

Con Júpiter corriendo al lado, Conall partió al galope, rumbo a Falmar, en el sur. El recuerdo de los besos de Mairi y de la traición de Geoffrey Symon lo instigaban a no perder tiempo.

—De hoy a cuatro días, estarás en la cama de ese hombre.

Mairi miró por la ventana entreabierta de la casa de Dora y se estremeció.

—Será lo correcto.

Con la punta del pie, Dora cerró la puerta y, después le entregó una jarrita humeante.

—Bebe esto. Y no quiero oírte lloriqueando.

—Hum.

Durante la última semana, desde que el clan supiera del embarazo de Mairi, Dora le había preparado innumerables mezclas con aspecto tan malo como el del agua del foso de Falmar.

—¿Tienes el coraje de casarte con un hombre a quien no amas? —preguntó Dora en tono de desafío.

—¿Por qué no? Tú hiciste la misma cosa —acusó Mairi.

—Ah, pero yo era joven y tonta. Tú eres una mujer adulta, Mairi, e inteligente.

—Por eso mismo acepté el pedido de Geoffrey.

Ella había mandado a Kip tras él, el día en que le regalara el broche. Se había encontrado con Geoffrey al final de la villa y, después de mandar a Kip de vuelta para la casa, le había informado de su decisión. En aquel momento, no había visto alegría en la mirada de Geoffrey, sino triunfo. Las manos de él habían sido audaces y los besos, firmes y posesivos.

Mairi apartó deprisa los recuerdos de su mente, negándose a admitir como todo le parecía equivocado. Si lo hiciese, sería capaz de cambiar de idea, pero, no le quedaba otra opción. Tenía que pensar en su hijo.

Intentó librarse de la melancolía y forzó una sonrisa al ver a Rob entrar, con las mejillas rojas y una brazada de leña y fresnos.

—¡Por Dios, hace un frío horrible! —exclamó él al mirar por el aposento ahumado— ¿donde están los niños?

—En mi casa con Kip. Yo tenía cosas que hablar con Dora —respondió Mairi.

—Cosas —murmuró Rob al dirigir una mirada significativa para las dos.

Mairi notó un resto de hielo en la barba corta y rubia de él.

—Ella está firmemente decidida —dijo Dora.

—¿Aun? —indagó él.

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—Aun.

Rob balanceó la cabeza y se arrodilló al frente de la chimenea para avivar el fuego. Pronto la humareda desaparecía y las llamas crepitaban.

—Casarse con Geoffrey Symon —él sacó la daga de la cintura y se puso a cortar astillas de los fresnos. Entonces, limpió la garganta—. No me gusta ese hombre.

—Ni a ella —dijo Dora.

Rob miró a las dos por encima del hombro.

—¿Entonces por qué, muchachita, te casas tan pronto? ¿Cual es tu prisa?

¿Es que ellos no la dejarían en paz? Dora había pasado días intentando convencerla de que no se casara y, ahora, Rob también comenzaba a inmiscuirse en el asunto. Desgraciado aburrimiento. Estaba decidida, quisieran ellos o no.

—Mi hijo necesita de un padre. Ustedes saben que estoy en lo cierto.

—Los míos vivieron bien sin uno en estos últimos dos años —argumentó Dora.

—¿Ah, pero ahora ellos tienen uno, no es verdad, amor? —indagó Rob, sonriéndole y haciéndola sonrojarse.

Los ojos de los dos brillaban con tanta adoración que Mairi sintió el corazón oscilar en el pecho. Deprisa, apartó la emoción. Cruzó los brazos en el pecho y repitió:

—Mi hijo necesita un padre.

Rob volvió a cuidar del fuego.

—No rebato ese punto.

—¡¿No?! —Mairi exclamó, sorprendida y dirigió una mirada triunfante a Dora.

—De hecho, la criatura necesita de un padre —afirmó Rob. Metió la daga en el cinturón y se giró para encararla—. El de ella.

Mairi se irritó.

Dora se juntó a él cerca del hogar y los dos se abrazaron por la cintura.

—Me gustaría mucho que dejases a Rob ir a buscar a Conall.

—O, por lo menos, mandar un mensaje a Findhorn, en caso de que él haya vuelto para allá —sugirió Rob— Conall tiene el derecho de saber.

—¡Él no tiene ningún derecho! —gritó Mairi al girarse hacia la puerta, refrenando una letanía de palabrotas.

—¿Estás viendo? Está tan claro con el día, ella lo ama.

¡No lo amaba. De ninguna manera!

Abrió la puerta e inhaló el aire helado.

—Geoffrey está mandando una escolta de guerreros. Voy a Falmar hoy.

—¡Estás embarazada! —gritó Dora.

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—Es verdad y el mundo entero lo sabe, gracias a ustedes dos —dijo Mairi con una mirada furiosa para ambos.

—¿El hombre no viene en persona a buscarte? —indagó Rob.

—Hoy es el día en que Greoffrey caza. Voy a encontrarlo en el campamento de la floresta, cerca de la piedra en el lado norte del lago. Ustedes conocen el lugar.

—Donde el sendero se bifurca —añadió Dora.

—Ese mismo.

—Voy contigo —avisó Rob al agarrar un saco de un gancho en la pared.

—Yo también —dijo Dora.

—No, voy a encontrarme con él sin nadie de aquí a mi lado. Pero ustedes y el clan entero deberán ir al Castillo de Falmar el día del matrimonio.

En seguida, Mairi sacó el saco de las manos de Rob y lo colgó otra vez. Sin prestar atención a las protestas de ellos, se despidió, enrolló bien el chal en los hombros y se fue. Poco después, completamente trastornada, pisaba en las columnas flotantes al frente de la casa del lago.

Una idea la consumía. Después que se casasen, Geoffrey esperaría que ella... ay, intentaría, pero no podía soportar la idea de las manos de él en su cuerpo. Aunque Geoffrey ya la había abrazado y besado antes y no había sido de todo intolerable, meditó.

Pero ahora la situación era diferente. Ella era diferente. Un escalofrío le recorrió la medula al acordarse de los brazos de Conall alrededor de su cuerpo, de las lenguas de ambos unidas en una danza loca.

—Necesitas ser fuerte ahora. Resuelta —dijo en voz alta.

Su mundo nunca había sido de emociones frívolas. Y este no era el momento de sucumbir a ellas. Si su sumisión a Geoffrey garantizaba un nombre y un futuro para el hijo, ella se sacrificaría de buena gana. Estaba decidida.

Al entrar en la casa, Mairi mandó a Kip a acompañar a los hijos de Dora hasta su casa. En seguida, se arrodilló al frente del arcón, al lado de la cama, donde guardaba lo que había sido de su madre.

Entre varias cosas, estaba un vestido que había sido el predilecto de Gladys Dunbar. Era la pieza más fina que ella había poseído y Mairi quería estar con la mejor apariencia posible cuando se encontrase con Geoffrey.

—Debe estar en el fondo —murmuró al abrir el arcón.

Pero su mirada cayó en otra cosa, no muy familiar. Reprimió una exclamación cuando la reconoció. Muy despacio, sacó hacia fuera la camisa de lana gruesa de Conall, que había quedado allí mojada, en la noche en que habían hecho el amor, tanto tiempo atrás. Una ola violenta de emociones la subyugó.

Durante mucho tiempo, venía luchando contra eso, negándolo a si misma y al mundo. Arrancaría fuera su propio corazón si supiese que eso aliviaría su dolor. Apretó la camisa contra su pecho y focalizó el pensamiento en la verdadera lucidez.

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Amaba a Conall MacKintosh.

A pesar de eso, menos de una hora más tarde, Mairi sujetaba la zapatilla en la rodilla de uno de los guerreros de Geoffrey y montaba una yegua. Rodeada por hombres armados, dirigió la montura para el sendero, al lado del lago, que seguía rumbo al norte y al Castillo de Falmar.

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Capítulo Dieciséis

En el viaje de Wick hacia el sur, Conall había evitado pasar cerca de Findhorn y de Monadhliath. No encontraba una buena razón para envolver a sus hermanos y a los clanes en el asunto. La solución sería entre él y Geoffrey Symon.

Resolverla le daría una gran satisfacción. Él exigiría sangre. Tomaría su caballo y, entonces, cabalgaría para Loch Drurie a fin de pedir a Mairi Dunbar en matrimonio.

Solo después de eso, iría hacia la casa y explicaría todo a Iain y a Gilchrist. Los dos quedarían molestos con él por no haberles pedido ayuda, pero entenderían sus razones. Ellos siempre lo hacían y no cambiarían ahora. Eran sus hermanos, parientes allegados. No imaginaba, hasta recientemente, cuanto los había echado de menos.

Por primera vez en la vida, Conall sabía lo que deseaba, lo que lo haría realmente feliz. Y, al contrario de lo que sus hermanos sospechaban, no era una vida de aventuras y de conquistas sin fin. Aunque él sospechase que la vida con Mairi Dunbar, en caso de que ella aceptase, le ofrecería ambas cosas. Y muchas más.

En la noche en que habían hecho el amor en la casa del lago, él había mirado sus ojos y se había dado cuenta de cuanto existía entre los dos y cuanto más podría aguardarlos. Él nunca había sentido aquello por otra mujer.

Había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre eso en las bodegas del barco de esclavos. Entonces, tuvo certeza absoluta sobre si mismo y sobre Mairi.

Cuando Júpiter paró en la encrucijada cerca de la cordillera, encima del lago, Conall tiró las riendas de la montura y respiró hondo el aire frío. El sol del invierno se reflejaba en el agua helada.

Se acordó de las lecciones de natación de Kip y sonrió. Evocó el color de los ojos de Mairi, el toque de sus manos, el arquear de las cejas rubias cuando le pedía algo que ella no quería hacer.

Unas ganas casi incontrolables de cabalgar hasta su villa lo invadieron. Júpiter debía haber sentido lo mismo, pues tomó el camino hacia allá. Conall endureció el corazón y lo llamó de vuelta.

—Hoy no, muchacho. Mañana vamos a verla y también al muchachito.

Hizo un gesto para que el mastin lo acompañara colina abajo, en la dirección del campamento en el bosque, rumbo oeste y al Castillo Falmar.

Mientras escogían el camino por el bosque cerrado, en la ladera de la colina, Conall reflexionaba sobre los propios pasos a dar. Estaban en pleno invierno y él no tenía el mínimo deseo de nadar otra vez en aquel foso fétido y helado. Pero tampoco pretendía anunciar su presencia en la puerta del frente de Geoffrey Symon. Eso representaba un problema.

Él quería encontrase con el jefe guerrero a solas y matarlo.

No de manera traicionera, sino en una lucha justa, solo los dos.

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No deseaba envolver a los clanes en una guerra. Ni Symon habría de quererlo, en caso de que fuera astuto. Una sola palabra sobre su secuestro, y los hermanos no dejarían piedra sobre piedra en Falmar.

No, esa no era la venganza anhelada por Conall.

El ruido inconfundible de caballeros subía por la colina del campamento en el bosque. Júpiter levantó las orejas. Conall paró la montura, desenvainó la espada larga y espió entre los árboles.

A menos de veinte yardas abajo, surgía la oportunidad por la cual ansiaba.

Geoffrey Symon, vistiendo calzones de cuero y una túnica de piel, dio unos pasos hacia un claro ladeado por los alerces y varios pinos.

Debía haber otros hombres con él, pero no muchos por lo que Conall podía escuchar. En silencio. Desmontó y agarró la yegua en un árbol. Haciendo señales conocidas por Júpiter, ya escondido detrás de unas ramas secas, mandó a que no saliese de allí.

De donde estaba, no conseguía contar cuantos hombres acompañaban al jefe guerrero. Mentalmente, contó los días desde su partida de Wick. ¡Claro! Este era el día después del sábado en el cual Symon cazaba. Que golpe de suerte. Él no tendría que ir hasta Falmar.

Mientras bajaba la colina muy despacio, empuñado la espada, Conall se acordó de que Symon le gustaba cazar solo. Pero había hombres con él. Probablemente, los mandaría afuera o se apartaría solo por el bosque como en aquel día, tres meses atrás, cuando se habían encontrado por última vez.

—Debería haberte matado —refunfuñó.

Un destello de cabellos rojos dorados se hizo notar bajo la luz mientras una yegua blanca surgía. El corazón de Conall casi se paró. Symon levantó los brazos para ayudar a una mujer, una verdadera visión, a desmontar.

¡Mairi!

Ella apoyó las manos en los hombros de Symon y le sonrió mientras él la ponía en el suelo.

Conall casi no podía respirar.

Él nunca la había visto tan linda. Bajo la capa, Mairi usaba un vestido de tejido claro que, si no fuese por su pobreza, él juraría que era de seda. Y zapatillas. Por un segundo, él se acordó de sus pies espigados, de las piernas largas alrededor de sus caderas cuando hacían el amor. Oh, Mairi.

Sus cabellos estaban más largos y sueltos, pero un tanto despeinados, como siempre. Él ansiaba tocarlos. En lo alto de la cabeza, usaba una corona de flores secas que realzaba el color de sus mejillas.

Humillado en el sótano fétido del navío nórdico, día tras día, el recuerdo de Mairi era la única cosa que lo mantenía vivo, Conall finalmente había comprendido la magnitud del amor que sentía por ella. Pero en este momento, viéndola en carne y

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hueso, escuchando su voz y su risa, admirando su sonrisa, tuvo la impresión de que el corazón iba a explotar de alegría.

Conall se acercó más, incapaz de contenerse. Aunque los troncos de los árboles lo escondiesen y el ruido de las patas de los caballos y de las botas cubriese los de sus pasos, él se arriesgaba a ser descubierto en cualquier momento.

—¿No te quieres sentar, amor? —preguntó Symon a Mairi.

¿Amor?

Conall esperó escuchar palabras de desdén de los labios de Mairi; pero, ella apenas sonrió.

—No. Estoy cansada de estar sentada. El sendero alrededor del lago es muy largo —explicó ella.

Symon llegó más cerca con expresión de sincero interés, le parecía a Conall.

—¿Estás bien? —indagó él al agarrar sus manos y mirarla.

—Lo estoy, si. Solo un poco cansada.

Symon sonrió.

—Eso es natural en tu estado.

¿Que estado? ¿Por Dios, estaría enferma? Conall fue hacia atrás del tronco grueso de un pino mientras Symon apartaba a Mairi de los hombres de él, llevándola al borde del claro, a unos diez pasos de donde él estaba.

El corazón le tronaba en el pecho y él luchaba por controlar la respiración. Imaginaba las más terribles dolencias que podrían haberla atacado. Se le ocurrió que debería usar la fuerza para sacarla de allí y llevarla a Monadhliath. La mujer de su hermano Gilchrist era la curandera más eficiente que él conocía. Tal vez ella pudiese...

Symon puso la mano en la barriga de Mairi y Conall aguantó la respiración, esperando que ella lo apartase con una palmada. Para su sorpresa, ella no lo hizo.

—Rezo todas las noches para que sea un niño —dijo Symon mientras le acariciaba la barriga.

La mezcla de alegría y tristeza que Conall vio en el rostro de Mairi le reveló más de lo que las palabras podrían.

¿Un hijo?

La verdad lo alcanzó con fuerza brutal.

—Seré el padre ideal. Y el marido también —dijo Symon antes de besarla en la frente.

¡Dios misericordioso, ella estaba embarazada de un hijo de Geoffrey Symon!

Al sentir las piernas flaquear, Conall se apoyó en el pino. Recuperándose apretó el cabo de la espada con más firmeza.

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—Pues yo te voy a cobrar las dos promesas mientras respires, Geoffrey Symon —afirmó Mairi.

Apartó la mano de él, dándole la oportunidad de llegar más cerca.

—Ah, Mairi, bésame.

Conall no quería ver nada más y, mucho menos, escuchar las palabras que ella diría. Pero no podía salir de allí sin ser visto.

—Estoy cansada —se quejó Mairi, intentando girarse de espaldas.

Pero Symon fue persistente.

—Solo un beso.

Conall cerró los ojos, pero la visión de los dos besándose le marcó los parpados.

Cuando se atrevió a mirar, Mairi se había apartado de Symon, tenía el cuerpo rígido y la cabeza agachada.

—Quiero estar un momento sola antes de continuar el trayecto hacia Falmar.

—¿Por qué amor?— preguntó Symon.

Mairi miró hacia los árboles, tan cerca del lugar donde Conall estaba que éste pensó que lo había visto.

—Ah, entiendo. Muy bien. Toma el tiempo que necesites —dijo Symon, sonriéndole.

La besó en el rostro y Conall podía jurar que ella se había estremecido.

Solo podía ser imaginación de él, fruto de las ganas de que fuera verdad.

Simplemente, no podía creer en lo que había visto.

Mairi se había casado con Geoffrey Symon, compartido la cama con él.

Conall se quedó inmóvil por lo que le pareció una eternidad, intentando entender como Mairi podía haber actuado de esa forma. No hacía mucho tiempo que había ido a la cama con él y lo había mirado amorosamente.

Ese matrimonio, no tenía sentido. Con su ayuda, Mairi había conseguido todo lo que anhelaba. Librarse de la deuda del padre, independencia, medios para conservar la tierra y mantener el clan. ¿Por qué, entonces, había hecho eso? ¿Por qué se había entregado a Geoffrey Symon?

Conall apretó la frente en la corteza áspera del pino como si, con eso, consiguiese aliviar el latir en la cabeza. Todos los planes de cobrar por el mal sufrido amenazaban escapar con el viento que agitaba los cabellos de Mairi. ¿La convertiría en una viuda, con un hijo huérfano para satisfacer el ansia de venganza?

¿Por qué, Mairi? ¿Por qué?

Como si respondiese, ella levantó la cabeza y su mirada encontró la de él.

Mairi pensó que se desmayaría.

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Pero no lo hizo. Permaneció de pie, en estado de shock, incapaz de desviar los ojos, temiendo que él desapareciese como una aparición, invocada por sus deseos más secretos.

Vistiendo las mismas ropas con las cuales lo había visto tres meses atrás, un kilt oscuro, una camisa de lana tejida en casa y botas, Conall parecía más flaco de lo que ella recordaba.

Los ojos de él expresaban una confusión dolorosa, también conocida por ella y que latía en su pecho, como un dolor sordo, en los últimos meses.

—Conall —murmuró solo para escuchar el nombre que ella misma no osaba pronunciar más.

Un tanto torpe, él dio unos pasos hacia atrás y sus pies, como si actuasen por cuenta propia, lo siguieron. Por un instante, la mirada de él, rabiosa, se dirigió hacia Geoffrey que, en el claro, saboreaba panecillos de avena con sus hombres.

Mairi los ignoró y pasó a la protección de los árboles, atraída por Conall. Cuando lo alcanzó, luchó contra las ganas poderosas de lanzarse a los brazos de él.

—Mairi —balbuceó el, observando cada rasgo suyo y dando la impresión de que la veía por primera vez.

Estaban muy cerca uno del otro; pero, ella no lo tocó. Ella le sentía la respiración en el rostro, lo levantó para mirarlo; pero, él no intentó besarla.

Mairi pensó que tal vez lo hiciese si él continuaba omitiéndolo.

Pero tuvo el ánimo de preguntar:

—¿Por qué viniste?

La indagación provocó una expresión de constreñimiento en Conall.

—Por ningún motivo especial. Excepto para desearte buena suerte... —miró hacia el claro— y a Symon.

Tales palabras la hicieron estremecer. En el mismo instante, se llevó la mano al abdomen.

Conall la sujetó por el brazo, temiendo que ella cayese. Solo el leve contacto la dejó con ganas de llorar.

—¿Te estás sintiendo mal? —pregunto él.

—No, lejos de eso. Me siento muy bien —afirmó Mairi al controlar las emociones perturbadoras y desviar la mirada.

—¿Y el niño? —preguntó Conall, apuntando a su barriga.

Deprisa. Mairi volvió a mirarlo.

—¿Lo sabes?

Sin duda él había escuchado lo que Geoffrey le dijera momentos atrás. En caso contrario, ¿como sabría de su embarazo?

Él se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa.

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—Ah, si. La verdad, fue por eso que vine.

Su corazón casi dejó de latir.

—¿De veras?

¿Como podría saberlo él? Todos lo ignoraban incluso Dora, hasta pocos días atrás. Pero él lo sabía. Era posible ver eso en su mirada.

—Si.

Conall se apartó, poniendo alguna distancia entre ambos. Miró hacia la vegetación alrededor, hacia el cielo y, entonces, hacia el tope de la colina. Mairi vio una montura amarrada y a Júpiter espiando por entre las ramas secas. Se acercó y, armándose de coraje, puso las manos en el brazo de él.

—¿Entonces no te importa la idea del bebé?

—No, si eso te hace feliz. ¿Te hace feliz, Mairi? —le pregunto volviendo a mirarla.

Ella no podía creer en la respuesta. Tal vez lo hubiese juzgado mal. Pero si ese era el caso, ¿por qué él se había quedado lejos esos meses? Además, ¿por qué la había dejado?

—Ah, si me hace feliz. Más de lo que puedo afirmar.

Conall enmudeció, incapaz de resolver nada y la alegría momentánea de Mairi se transformó en duda.

Él clavó la mirada en la tierra entre ambos y gastó un momento en silencio doloroso, empujando una piedra con la punta de la bota. Era como si buscase las palabras que decir y no las encontrase.

Cuando ella creyó que no aguantaría ni un segundo más, él volvió a mirarla.

—Él será un buen padre —murmuró al mirar de soslayo para Geoffrey en el claro— y marido también —añadió.

Su estómago se contrajo. Mairi se sentía como si nadase, sin peso alguno, sujeta a un rayo.

—¿Quieres decir, Geoffrey?

—Si.

Él enderezó el cuerpo y apretó más la mano en el cabo de la espada larga.

—Es una buena unión. Tú escogiste con buen sentido, Mairi Dunbar.

Durante su convivencia, él nunca la había tratado con tanta frialdad y mirada tan distante, casi impersonal. Mairi no podía soportar más. Emociones, que luchaba por esconder, se expandían en su pecho, casi sofocándola, y dejándole las mejillas en fuego.

—Yo... necesito irme. Geoffrey...

Se giró y apretó la mano sobre el estómago, temiendo perder lo poco que comiera más temprano.

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—Mairi —murmuró Conall y la agarró por la muñeca.

De espaldas, ella se inmovilizó con la mirada fija en el tronco del árbol al frente. Temía que, si lo miraba a él, las lágrimas rodarían, traicionándole los sentimientos.

Llenándose de coraje, respiró hondo, fingió que no sentía el calor y la firmeza de la mano de él e ignoró como su sangre latía deprisa bajo los dedos que la habían acariciado un día.

—Adiós —murmuró él y la dejó ir.

Un poco antes de llegar al claro, Mairi miró hacia atrás y lo miró. Por una fracción de segundos, una sombra nubló los ojos verdes, mostrando un pesar tan inmenso como el que ella sentía en el fondo del pecho.

Conall se giró hacia el bosque y, por segunda vez en la vida, Mairi quiso arrancarse su corazón y entregárselo.

—Cambiaste mucho, hermano, desde la última vez en que nos encontramos —comentó Gilchrist al poner la jarrita de cerveza al lado del plato de madera que compartía con su mujer, Rachel, y dirigiendo una mirada pensativa hacia Conall, al otro lado de la mesa.

—¿Tú crees?

Conall le aguantó la mirada. Hacía mucho tiempo que ellos no se reunían allí en le castillo de Findhorn, sede del clan MacKintosh y donde los tres habían nacido.

El hermano mayor, Iain, se sentaba en el lugar habitual, en la cabecera de la mesa, su mujer Alena a la izquierda, seguida por Conall.

Los dos al frente de Gilchrist y Rachel. El resto de la mesa estaba ocupado por guerreros del clan.

Risas y grititos alegres llamaron la atención de Conall hacia la chimenea. Después de una buena comida, Júpiter se calentaba delante del fuego mientras los niños, riendo, medían las manos y los pies con sus patas enormes.

Era muy bueno estar en casa. Compartir una comida con los hermanos y sus familias. Escuchar jugar a los niños. Sentirse finalmente, como parte integrante de un todo.

Conall se dio cuenta de que siempre había sido una parte de ellos.

Era uno solo, una familia, un clan. Fue él mismo quien se había distanciado tan pronto alcanzara la mayoría de edad. Una distancia que no podía ser medida solo en leguas, sino también en la indiferencia casual que él había tejido a propósito, como una coraza alrededor de su corazón.

Ya sabía por qué había hecho eso. Para protegerse en caso de que perdiese a uno de ellos. Y así estar seguro de que tal perdida no lo arrasaría.

Y él casi los había perdido. A los dos. Iain en una batalla, Gilchrist, en el incendio. Miró las cicatrices de quemaduras en las manos de su hermano que acariciaban las de Rachel y reflexionó.

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Amar a Mairi Dunbar lo llevo a ver la verdad de muchas cosas.

Desgraciadamente, demasiado tarde.

Había tenido que pagar un precio muy alto por su distanciamiento. Y era consciente de ello. El amor no era un don para ser guardado por miedo de perderlo y sí para ser disfrutado profundamente y con entrega total, arriesgándose a todo.

La pérdida de Mairi le había enseñado eso. Nuevamente demasiado tarde.

Distraído, sonrió a Gilchrist y, después, desvió la mirada, fijándola en las llamas de la chimenea. Al mismo tiempo, tamborileaba los dedos en la mesa, al lado del plato cuya comida estaba intacta.

Una sirvienta, que ya había gozado de su simpatía, se acercó para servirle más cerveza. Al inclinarse, rozó a propósito, los senos en su brazo. Conall no le prestó atención.

—Su apetito por la comida disminuyó casi tanto como el apetito por las mujeres.

El comentario de su cuñada provocó la risa de los hombres a lo largo de la mesa, aunque ella misma no riese, ni sus hermanos. Alena se giró hacia él.

—Amas a esa mujer.

Era una afirmación y no una indagación. Conall sintió las miradas de sus hermanos, pero no levantó la suya.

Cuando había llegado a Findhorn ese día en la mañana, él les había contado lo que aun no sabían respecto a los eventos en Loch Drurie, sobre su partida tres meses atrás, el encuentro con Symon en la floresta, el secuestro y la vuelta a Falmar con la venganza en mente. Como previera, su ausencia había sido acreditada a su naturaleza aventurera. Nadie había sospechado de un crimen.

Finalmente, les había contado lo que testificara entre Geoffrey Symon y Mairi en el claro. Pero no todo. Tal vez ahora lo hiciese.

—Es verdad —murmuró y miró a su cuñada.

—¿Entonces, por todos los diablos, que estás haciendo aquí entre nosotros, hombre? Ve detrás de ella —ordenó Iain alto y claro.

—¿Escuchaste bien? —indagó Gilchrist.

—Ustedes no entienden. Ella no me ama.

—¿Estás seguro? —preguntó Rachel al inclinarse hacia el frente.

Alena lo observó, igual como sus hermanos. Todos los oídos atentos.

—Bueno, estoy razonablemente seguro de eso. Ella se casó con Symon y está embarazada de él.

Rachel chasqueó la lengua.

—Eso no quiere decir nada. ¿Que dijo ella cuando tú le contaste?

—¿Le conté que?

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—Que tú la amas, so idiota —explicó Gilchrist.

Incluso los hombres a lo largo de la mesa, que Conall conocía desde la infancia, prestaban atención en silencio.

Conall se encogió de hombros.

—Bueno, yo no me declaré exactamente. No habría hecho la menor diferencia. Ella ya había hecho la elección. Se sentía feliz con ella, quiero decir, en relación a la criatura por lo menos —«Más de lo que puedo afirmar».

Las palabras de Mairi le quemaban en la mente como habían hecho durante el trayecto entero hacia Findhorn. Él jamás olvidaría la expresión de su mirada al pronunciar tales palabras. Era una fusión extraña de amor, tristeza y de otras cosas que él no entendía.

Alena lo tocó en el brazo, trayéndolo de vuelta al presente y forzándolo a mirarla.

—Conall, si ella no sabe que tú la amas, entonces no hizo ninguna elección.

Él no había pensado en eso.

—¿Sabes, y por favor no te ofendas, qué ocurrió primero, el niño o el matrimonio?

—No tengo idea.

La verdad, él no soportaba pensar en eso.

Alena cambió una mirada rápida con la cuñada.

—Tal vez la criatura haya aparecido primero y nadie sabía como ocurrió eso. Puede ser que ella no hubiese tenido elección alguna.

Otra posibilidad que él no había considerado y que lo enrabietaba. De repente, sintió una ola de calor como si toda la sangre le subiese a la cabeza. En un movimiento abrupto, se levantó.

Rachel siguió el camino sugerido por Alena.

—Tal vez Mairi Dunbar había hecho simplemente lo que era mejor para la criatura. Cualquier mujer actuaría de la misma manera.

—Estoy de acuerdo. Aun más si el hombre, a quien ella ama, se hubiese ido sin despedirse y sin planes para volver —dijo Gilchrist.

Conall no les había contado lo que pasara entre Mairi y él, en aquel día lluvioso, tres meses atrás. Pero los hermanos lo conocían bien y Gilchrist había calculado correctamente.

El ruido de la inmensa puerta del Castillo de Findhorn abriéndose los distrajo por un segundo antes de que Conall dijera:

—Ella no sabe lo que siento. Yo nunca se lo conté. Yo estaba...

Se calló y balanceó la cabeza.

—¡Tú actuaste como el mayor tonto que yo haya visto!

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Todos se giraron hacia la entrada del salón. Rob estaba allí, pareciendo más pequeño aun entre los seis guerreros que lo acompañaban.

Como siempre las manos crispadas se apoyaban en la cadera y la barba casi congelada indicaba una larga cabalgata bajo el intenso frío.

Al ver las facciones diminutas, pero firmes de Rob, Conall sintió una leve esperanza. Aun así, no tuvo ánimo para discutir.

—Ella está casada —dijo apenas.

Rob arqueó las cejas como si preguntase como Conall lo sabía.

—¡No lo esta! Pero pretende casarse después de mañana.

—¡¿Que?! —los tres hermanos exclamaron al mismo tiempo, Iain y Gilchrist se levantaron.

—Fue por eso que vine. Quería traerte la noticia —dijo Rob.

La cabeza de Conall giraba. Centenares de veces, en los últimos días, pensó sobre lo que haría si Mairi aun no estuviese casada con Symon.

Él la amaba. Más que nada en este mundo. Mas que a la familia y al clan. Y, gracias a la misericordia divina, él no tenía que hacer la difícil elección enfrentada por sus hermanos cuando habían conocido a sus futuras mujeres. Pero, él estaba obligado a hacer una diferente que tal vez pareciese imposible para las personas allí. Para él, sin embargo, era tan clara como la luz del sol.

—Si ellos aun no se casaron, queda una esperanza.

Silbó a Júpiter y miró alrededor, en busca de las armas.

El mastin se levantó, con los ojos castaños brillando. Los niños se callaron mientras Gilchrist iba tranquilamente hasta cerca del hogar, donde Conall había tirado sus pertenencias. Le entregó el talabarte de cuero que, a bandolera, acomodaría la larga espada.

—¿Eres capaz de amar a un niño que no es tuyo? —preguntó Gilchrist, encarándolo, acompañado por Iain.

—¿De que están hablando ustedes? —indagó Rob al mismo tiempo que agarraba una jarra de cerveza de una bandeja en las manos de una sirvienta.

Pero no desvió la mirada de Conall en espera de una explicación.

Durante semanas, en Loch Drurie, Conall había luchado contra el afecto que sentía por Kip. Un amor tan firme, admitía él, como si el niño fuese de su propia sangre.

Él sabía que podía amar al hijo de Mairi, sin importar quien fuera el padre. Además, ya lo amaba, pues formaba parte de ella. Con el tiempo, sería parte de él también.

—Claro, igual que amo a Mairi. No me importa el hecho de que sea hijo de Symon.

Rob gesticuló frenéticamente, salpicando cerveza en todos.

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Gilchrist saltó hacia atrás e Iain maldijo. Conall no sabía que pensar.

—No es hijo de Symon, so idiota —declaró Rob al batirle el pecho con la jarra vacía —¡es tuyo!

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Capítulo Diecisiete

Llegó el día del matrimonio.

Ella debería mostrarse alegre. Como mínimo fingir por el bien del pueblo del clan de Geoffrey, gente buena a quien conocía desde la infancia.

Incapaz de mantenerse quieta. Mairi caminaba de un lado hacia otro del cuarto en el que su futuro marido la había instalado, allí en Falmar. No estaba acostumbrada a no hacer nada, a no enfrentar tareas por peores que fueran.

Pero Geoffrey era insistente. No permitiría que ella trabajase.

Él no la dejaba estar al aire libre por más de unos pocos minutos.

Alegaba sobre el frío intenso todas las veces en que ella intentaba caminar por el patio activo de Falmar.

Una esposa debería sentirse satisfecha con los cuidados del marido por su salud y por la del hijo en su vientre. Pero, Mairi sospechaba que los motivos de Geoffrey, para mantenerla dentro de casa, tenían más que ver con la intención de controlarla que de preservar su salud.

Desde el día en que aceptara casarse con él, Geoffrey la mantenía bajo vigilancia constante. Había mandado a Tang a quedarse en el campamento, encima de la villa, hasta que la escolta de guerreros la fuese a buscar. Ella lo sabía porque Rob había visto al chino en el bosque, observándolos. Él había querido enfrentarse a Tang, pero Mairi había suplicado que lo ignorase.

En ese momento, allí en Falmar, ella se arrepentía de no haber permitido que Dora y Rob la acompañasen como ellos querían.

Deberían venir hoy, con el resto del clan, para el inicio de las festividades del matrimonio. Pero Geoffrey había mandado a avisarle, en la mañana, que ellos solo llegarían al día siguiente.

Se sentía sola, solitaria. Era como si estuviese prisionera, lo que no dejaba de ser ridículo. Geoffrey había sido muy bondadoso en los últimos tres meses. Un nuevo hombre. Completamente cambiado. Siempre que surgía una oportunidad, él afirmaba amarla. Pero no era su amor lo que deseaba, aunque se sintiese agradecida por el afecto. Estaba agradecida porque su hijo tendría un padre y un nombre.

—Sería mejor si el padre verdadero lo quisiera —murmuró.

En un asomo de rabia, agarró una jarra de cerámica de encima de la cómoda y la tiró en las piedras de la chimenea, estrellándola.

Después. Se sintió mejor.

Sabía que el gesto, no estaba dirigido a Conall MacKintosh, sino a ella misma por ser tan tonta. Necesitaba reaccionar, por el bien de su hijo, de su clan y de si misma. Un nuevo día había rayado, y a pesar de ser gris y frío, lo que daba la sensación absurda de que el invierno nunca terminaría, ella estaba decidida a asumir su deber.

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Hacer las paces consigo misma y llevar la vida como pudiese.

De acuerdo, pero para eso, necesitaba de más libertad que la que Geoffrey le daba. El aire del cuarto estaba viciado y a ella le gustaría ejercitar las piernas a fin de activar la circulación y conseguir un poco de color en las mejillas.

Alisó la falda, del único vestido bueno de su madre, sobre la curva redondeada de su barriga. Decidió descender las escalera e ir a buscar al hombre que, dentro de algunas horas, sería su marido.

Geoffrey había mandado a llamar al padre itinerante que atendía a los clanes en esa parte remota de la Escocia. Se esperaba su llegada ese día.

A la noche, celebraría la ceremonia y, después de eso...

Bueno, por lo menos ella sabía qué esperar.

Mientras descendía la escalera y, después, seguía por el corredor, Mairi se permitió recordar, por primera vez, como se había sentido en los brazos de Conall MacKintosh aquella noche, en la casa del lago.

Los besos en los senos, las manos acariciándole, los cuerpos uniéndose en lo que, por lo menos para ella, había sido la comunión de corazón, mente y alma, provocada por un placer intenso. El simple recuerdo amenazaba con doblarle las rodillas. Se apoyó en la pared y cerró los ojos, intentando refrenar la reacción instintiva de su cuerpo, manifestada en la aceleración del pulso, en la sensibilidad de los senos y en la onda de calor que la abrasaba.

—¿Y en cuanto a Fraser? —una voz conocida la trajo de vuelta a la realidad.

Mairi se paralizó en el corredor mal iluminado y se dio cuenta de que el aposento, a pocos pasos, era el escritorio de Geoffrey.

—Pronto llegará. Nuestros centinelas avisaron que ya se encuentra a una pequeña distancia de aquí —respondió Tang.

—Muy bien. Quiero que él sea testigo de la unión de las tierras de los Dunbar y las mías. Eso le agradará, aunque no tanto como a mí.

Mairi no se sorprendió. Sabía, hacía mucho tiempo, que Geoffrey codiciaba sus tierras. ¿Y por qué no? Eso lo volvía más poderoso a los ojos de los Fraser a quien, años atrás, él había jurado fidelidad.

Despacio, Mairi se acercó a la puerta. Sabía que estaba mal escuchar la conversación de Geoffrey a escondidas; pero, no se resistía. La inquietud sentida al llegar a Falmar había aumentado por razones que ella no conseguía identificar.

—Una bella victoria, señor —elogió Tang.

—Ciertas personas afirmaban que yo debería haber actuado antes, usando la fuerza si fuera necesario, para garantizar las tierras y el comercio por el lago. El propio Fraser apoyaba la idea.

A ella le gustaba pensar que Geoffrey tenía otros motivos, además de las tierras, para quererla. Durante meses, él había declarado que la propiedad no tenía nada que ver con las ganas de él de tenerla como esposa.

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Sabía que era mentira, pero aun así, le gustaba creer que el afecto de él era sincero.

—Sin embargo, el señor no usó la fuerza.

—Fue mejor, creo yo, contar con la buena disposición de mi novia. Mira como todo resultó bien. De hecho, Fraser va a quedar muy contento.

—¿Y el niño? —indagó Tang.

Mairi aguantó la respiración. La única razón para haber aceptado casarse con Geoffrey fuera su promesa de proteger a su hijo como si fuera de él. Amarlo, igual que a Kip, para que formasen una sola familia. Él había asumido tal compromiso aquel día en los límites de la villa, gracias a eso, ella cedió.

Geoffrey rió. Ella no esperaba tal respuesta para la pregunta de Tang. La risa era baja, seca, sin la mínima señal de alegría y ni siquiera diversión. Las palabras siguientes la helaron.

—No habrá ningún bastardo MacKintosh en mi casa.

Con una de las manos en la boca, ella ahogó una mezcla de exclamación y grito que traicionaría su presencia allí. La otra, la llevó a la leve curvatura del abdomen.

—Tú tienes maneras, como por ejemplo pociones, para usar a fin de garantizar el desenlace —añadió él.

Una vez más, Mairi sintió las rodillas flaquear y solo con mucho esfuerzo y apoyando la espalda en la pared, se mantuvo en pie.

—Claro —respondió el chino.

—Si eso la perjudica de alguna forma...

—No se preocupe, ella sobrevivirá y concebirá otros hijos. Sus hijos, mi señor.

Su estómago amenazaba con vaciarse allí mismo. Mairi intentó dominar el ansia mientras un sudor frío afloraba en toda la piel.

—Excelente —dijo Geoffrey.

Ella se negaba a escuchar más. Se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos para impedir que las lágrimas calientes y afligidas, venidas de un lugar profundo que ella sentía haber sido violenta y cruelmente devastado.

¡Él la había engañado! ¡Traicionado su confianza! Y convencido de su afecto y de la intención de mantenerla a ella y a la criatura seguras.

Debía haber sabido que él jamás aceptaría al hijo de Conall. ¿Como pudo haber creído en él?

—¡Mairi!

Asustada al escuchar la voz de Geoffrey, ella se acordó de donde estaba y abrió los ojos. Instintivamente, se puso las manos sobre el vientre, en un gesto protector. Él estaba a menos de dos pasos de distancia, mitad del rostro en la sombra, con expresión severa.

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—¿Que pasó? Pareces nerviosa.

—Yo... estoy bien —balbuceó.

Geoffrey llegó más cerca y la amparó en los brazos. Las manos de él estaban frías en su espalda y el aliento en su rostro, caliente y empalagoso. Su deseo era soltarse y salir corriendo.

—Estoy viendo que no estás nada bien. Pero no te aflijas, amor. Voy a mandar a Tang preparar algo especial para calmar tus nervios.

Un grito ahogado se le escapó de los labios mientras las rodillas se le doblaban. Antes que pudiese impedirlo, Geoffrey la levantó en los brazos.

Cabalgaron la noche entera.

En la tarde del día siguiente, Conall y sus hermanos ya casi alcanzaban la bifurcación del sendero en el bosque. La del lado oeste seguía hacia Falmar. Rob y cuarenta guerreros de Iain, vestidos para la guerra, los acompañaban. Al amanecer, cuando cruzaban el sendero hacia Monadhliath, Gilchrist había mandado a un hombre hasta allí para reunir algunos de sus guerreros, en caso de que fuese a ser necesario.

En pocos días, podrían conseguir centenares más de los clanes de los Chattan, esparcidos desde Monadhliath a Findhorn y hasta Inverness. Conall lo encontraba innecesario. Symon no era idiota. Incluso con la ayuda de Fraser, él creía que el jefe guerrero no se atrevería a levantar armas contra las fuerzas formidable de la Alianza Chattan.

Además, no se trataba de una disputa entre clanes. Es más, ni era una disputa. Todo había de ser conversado y resuelto entre Mairi, y él. Al rememorar sus palabras, sus expresiones, las pocas veces que se tocaron durante el rápido encuentro de ellos en el bosque, percibía un nuevo significado en todo.

—¿No te importa la idea del bebé?

—No, si eso te deja feliz, Mairi.

—Más de lo que puedo afirmar.

—¡Por Dios, fui un idiota!

Al escucharlo, Gilchrist le dirigió una mirada severa, pero Conall lo ignoró. Emparejó la montura con la de Rob y, furioso, preguntó:

—¿Por qué no fuiste a buscarme antes?

—Ya te expliqué. Mairi no quería ni escuchar hablar de eso. Dora le imploró. Yo también.

Su tozudez no lo sorprendía. Era tan larga como un día de verano.

—Aun así, debías haber ido a buscar a Iain tan pronto supiste que ella estaba embarazada.

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Mi hijo. Nuestro hijo. Una bendición que él no merecía. No podía esperar para verla, estrecharla entre sus brazos, confesarle sus sentimientos y pedir su perdón. Debía haber hecho eso dos días atrás cuando tuviera la oportunidad. No, tres meses atrás al descubrir que la amaba.

Entonces, él ya lo sabía, paro había luchado contra el sentimiento, negándolo.

Nunca se perdonaría si ella se casaba con Symon. Se asombraba, y no por primera vez, que el jefe guerrero, tan orgulloso, estuviese dispuesto a aceptar a Mairi, sabiendo que ella estaba embarazada de un MacKintosh. Había juzgado a Symon muy mal en relación a ella.

La maldita culpa de esos acontecimientos era únicamente de él.

Conall balanceó la cabeza, acordándose más de la conversación de los dos en el bosque. Mairi creía que él no la quería y, mucho menos, a su hijo.

¿Que más podría haber pensado ella? Después de todo, él le había afirmado que Symon sería un buen padre y marido también.

Conall maldijo e instigó la montura a ir más deprisa.

—No hace más de una semana que ella nos lo contó —gritó Rob al alcanzarlo— además, yo no sabía por donde andabas. No teníamos noticias tuyas. Fui a Findhorn para hablar con tu hermano, pues no creía que tú estuvieses allá.

Durante el largo trayecto, Conall le había contado a Rob, todo lo ocurrido desde el último día en que se habían visto en Loch Drurie. Tanto como sus hermanos, Rob quedó furioso al enterarse del secuestro y de su trabajo de esclavo en el navío.

—Hiciste muy bien en ir a Findhorn. Yo te debo mucho por eso. Si hubiese sido posible, yo habría mandado un mensaje para ustedes.

—¡Aquel hijo del demonio va a tener que pagar!

Las mejillas de Rob estaban rojas y Conall sabía que no era por causa del frío. Sus hermanos compartían la opinión de su amigo, y por ese motivo, llevaban un ejército.

—No puedo pensar en eso ahora. Para ser sincero, es la única cosa que no tengo en mente.

Además, lo que tuviese que ser arreglado con los Symon, solo le competía a él y al jefe guerrero. Ya había dicho eso un sin fin de veces a Iain en las últimas veinte horas, pero su hermano no se convencía.

—¡Paren! —gritó Gilchrist al llegar al tope de la cordillera.

—La encrucijada —dijo Conall al espolear la montura, cuesta arriba, seguido por Júpiter.

La resistencia del mastin era increíble. Hombres y monturas estaban exhaustos. No habían descansado desde la partida de Findhorn, pero parecía que Iain pretendía hacer una parada allí. Conall, sin embargo quería seguir al frente.

—Voy a continuar. Ustedes me alcanzarán después de descansar.

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—No, vamos todos juntos —dijo Iain al emparejar la montura a la de él.

Conall no se sorprendió y sonrió.

—Gracias, hermano mío, aunque sea innecesario.

—Claro que no lo es. Somos un clan, una familia —declaró Gilchrist al juntar el caballo a los de ellos.

Conall los miró y asintió con un gesto de cabeza.

—Ah, eso somos de verdad.

—Muy bien, entonces. Vamos al frente —dijo Iain.

Nubes oscuras cubrían la puesta del sol. Prácticamente no había crepúsculo, apenas un grisáceo mate e indistinto. El canto de un ruiseñor se intercalaba con el tropel sordo de las monturas en el suelo semicongelado y con el rechinar de las sillas mientras los hombres, decididos y en silencio, continuaban rumbo a su destino.

En la mitad del sendero este-oeste hacia Falmar, Júpiter se paró de repente en una senda estrecha, en el punto más alto de la cordillera que seguía rumbo al norte. Conall se unió a él.

—¿Que ocurre muchacho? ¿Estás olfateando algo?

El perro sumergió el hocico en una raíz seca al lado de la senda.

Conall forzó la vista en la semioscuridad y se acordó. Era el camino que él, Rob y Dora habían seguido en la noche en que había nadado en el foso para sacar a Mairi del castillo.

Se acordó también que la senda estrecha tenía varias salidas que permitían a un caballero volver hacia el sendero principal.

Júpiter comenzó a gruñir.

—¿Ocurre algo? —gritó Iain al frente de la tropa que había parado.

—No se —respondió Conall.

—Es un sendero muy estrecho, paralelo al principal —explicó Rob.

—Continúen cabalgando. Voy a seguir un trecho de ese sendero y me encontraré con ustedes más adelante —avisó Conall.

Sin esperar por la respuesta de su hermano, dirigió la montura por el follaje, detrás de Júpiter que había partido al frente.

Aterrada, Mairi miró hacia la taza con un líquido humeante en las manos de Geoffrey.

—Necesitas beber, todo amor. Esto va hacerte sentir bien otra vez.

Ella sintió la boca seca cuando él se sentó a su lado en la cama.

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Aunque Geoffrey no llevase una vida muy honrada, ella jamás, en su imaginación más extrema, lo había considerado capaz de semejante crueldad. La mirada de triunfo de él, al entregarle la taza, fue más aterradora que las palabras.

Él quería matar a su hijo aun no nacido.

—Eso, agarra la taza y bébetelo todo —la animó—. Y si tú quieres mandaré a Tang a preparar más.

—Está bien. Pero solo cuando se enfríe un poco.

Trémula, Mairi consiguió extender el brazo al frente de él y poner la taza en la mesita al lado de la cama. El olor de la poción le causó mareo. El recuerdo de lo que haría a su hijo le dio ganas de desenvainar la daga de Geoffrey y enterrarla en el corazón de él.

Pero, se controló y le sonrió. Fue la cosa más fácil que había hecho en la vida.

—El padre ya llegó, ¿no?

Geoffrey retribuyó la sonrisa.

—Llegó, sí. Está esperando allá abajo. Viene con mis parientes del oeste.

Él se refería a los Fraser que habían llegado a Falmar pocos minutos después del encuentro de los dos en el corredor. Fue un golpe de suerte, pues la presencia de ellos lo había distraído durante horas.

Tiempo que ella había gastado en preparar los medios para escapar.

No sabía con seguridad si Geoffrey se diera cuenta con su presencia, que escucho detrás de la puerta. El instinto le decía que no. Después de cargarla hacia el cuarto a fin de descansar, él no había cerrado la puerta, dejándola libre para andar por el castillo.

—Ahora, sal y permíteme que yo pueda prepararme. Una novia tiene mucho que hacer.

Él se inclinó y la besó, forzándola a retribuir la caricia. Tan pronto él salió, Mairi se lavó la boca con agua fresca de la jarra, y en seguida, tiró la maldita poción en el vaso nocturno bajo la cama.

Rápidamente, pensó en Conall y se acordó de la mirada lastimosa y triste de él cuando lo dejara en el bosque. Se maldijo a si misma por no haberle contado la verdad. El orgullo desgraciado lo había impedido.

Pero eso no le interesaba en el momento, ni sus otros sentimientos o los de él. Lo que importaba era la seguridad de su hijo. Ella no tenía elección. Necesitaba ir a Findhorn o a Monadhliath y pedir ayuda a los MacKintosh.

Sacó un saco de silla de debajo de la cama, que había arreglado al principio de la tarde. Contenía un poco de comida, un odre de agua y dos mantas usadas durante las cazas, de un cuadro bien oscuro. Era solo eso y tenía que ser suficiente.

Por una ventana del cuarto, vio las antorchas encendidas en el puente sobre el foso. Su agua negra brillaba. Los hombres iban y venían por el puente, a pie o a caballo. Geoffrey había redoblado los esfuerzos para impresionar a los Fraser y

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muchos preparativos aun estaban siendo realizados para la fiesta después de la ceremonia.

Sería ahora o nunca.

Mairi se colgó el saco en el hombro y usó una de las mantas como capa, cubriendo sus cabellos rojos, que podrían traicionarla, y parte del rostro. En cuestión de minutos, había descendido la escalera y salía hacia el patio.

Ninguno de los Fraser y de los Symon, que ya se divertían, la notó.

Mantenía la cabeza gacha mientras los pies se movían deprisa, rumbo al lugar donde las monturas estaban sujetas a las estacas.

Un guerrero Fraser vigilaba los animales, pero, en ese momento, él estaba más interesado en una joven Symon rechoncha, que agarraba dos jarras de cerveza.

Mairi reconoció la oportunidad y la aprovechó.

La montura más cercana era pequeña y parecía dócil, pues permitió ser separada de las otras y llevada hacia atrás de la casa del herrero, fuera de la vista.

Fueron necesarios tres intentos para montar, la falda la atrapaba. Cabalgar no formaba parte de la corta lista de sus talentos.

Maldijo y se agarró al arzón de la silla cuando el caballo partió, instigado por los talones en sus ijadas.

Cuando llegó al patio, lleno de caballeros, de personas a pie y de carrozas cargadas de barriletes de cerveza, ella ya había conseguido agarras las riendas y afirmarse en la silla.

El guerrero, encargado de los caballos, se entretenía besando a la moza. Mairi calculó que él tardaría horas en echar en falta uno de los caballos. Una hora era todo lo que ella necesitaba. Suficiente para obtener una cierta ventaja.

Donde el puente se encontraba con el patio, ella se giró hacia atrás. La manta resbaló, revelando sus cabellos rojos mientras sus ojos se encontraban con otro par de ojos, azules y de expresión helada.

Geoffrey se encontraba en medio de los invitados, mirando directamente hacia ella.

Mairi no pensó, no gritó, apenas comenzó un galope por el puente, instigando al caballo robado a seguir lo más deprisa posible. Además, mucho mas rápido de lo que ella esperaba. Fue necesario un gran esfuerzo para mantenerse en la silla.

En cuestión de segundos, llegaría al bosque. Invitados a pie y a caballo le abrieron camino. Una carroza casi cayó en el foso al desviarse de ella.

Mairi no necesitó mirar hacia atrás a fin de saber que Geoffrey venía a su rastro. Cuando alcanzó la senda estrecha, paralela al sendero principal, la que ella y Conall habían usado en la noche en que él la sacara del castillo, el tropel de caballos ya se hacía escuchar bien cerca.

El camino era abrupto y la vegetación, espesa. Ella se inclinó bien sobre el arzón de la silla e instigó al animal a ir más deprisa.

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Cuando alcanzaron cierta altura, ella vio antorchas en el sendero abajo y más caballeros saliendo del portal de Falmar. Eran los hombres de Geoffrey. Ellos no habían dando importancia al sendero secundario y habían seguido al frente. ¡Gracias a la misericordia divina!

Cuando la senda alcanzó un trecho plano, ella disminuyó el paso de la montura. Tenía que pensar. A poco más de una legua, el sendero estrecho se juntaría al principal. Ella necesitaba evitarlo completamente. ¿Pero por donde? ¿Por el oeste o el noroeste? Monadhliath y Findhorn quedaban al norte y, aunque conociese ese trecho de la floresta como la palma de la mano, estaba oscuro y ella temía perderse en caso de seguir en el sendero.

Escuchó el tropel a su espalda. ¡No, al frente de ella!

¿Santo Dios, de donde?

La montura entró en un claro y ella empujó las riendas hacia la izquierda y, después, hacia la derecha, evaluando las opciones. Alguien estaba justo detrás de ella. Y al frente también.

Antes de poder decidir que dirección tomar, el caballero que la seguía la alcanzó.

¡Geoffrey! La luna, que acababa de surgir, le iluminaba el rostro, dándole un aspecto siniestro.

En cuestión de segundos, él la agarraba.

—¡Perra!

Mairi luchó, pero él era demasiado fuerte. Ella gritó. Los caballos se empinaron y los dos cayeron, el cuerpo de Geoffrey amortizándole la caída.

—¿Piensas que vas a romper conmigo otra vez? ¿Con mi señor feudal como testigo? —le preguntó, sujetando su cuerpo bajo el de él.

En vano ella intentó soltarse.

—Yo nunca me casaré contigo. ¡Jamás!

El tropel de monturas venía del frente. Otros caballeros, docenas, centenas, ella no podía calcular, acercándose desde ambas direcciones.

—Ah, vas a hacerlo, sí, queriendo o no. O encontraré la forma para que aquel huérfano impresentable, que tu llamas hijo, sufra un accidente mortal.

—¿Kip? ¡Por Dios no! ¿Te atreverías a matarlo, así como a mi hijo aun por nacer?

Luchó violentamente, golpeándolo con los puños cerrados, retorciéndose bajo él, desesperada por soltarse.

Un caballero, iluminado por detrás por la luna, surgió en el claro casi pisoteándolos. ¿Un Fraser? ¿Un Symon? Demasiado oscuro para identificarse.

Geoffrey rodó hacia el lado, empujándola con él, sin prestar atención a los hombres del otro.

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—¿Crees que yo dejaría vivir al bastardo en tu vientre? ¡Piénsalo bien!

Mairi le arrancó la daga, pero él la tomó al instante siguiente, recostando la punta en su barriga.

—¡No le hagas daño a mi hijo! —gritó ella.

El caballero saltó de la montura. Su grito de guerra cortó el aire.

—¡Mi hijo! —rugió él.

—¡Conall!

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Capítulo Dieciocho

Júpiter lo alcanzó primero.

Symon gritó cuando el perro enterró los dientes en su pierna, forzándolo a soltar la daga. Mairi intentó agarrarla. Un segundo después, Conall lo sacó de encima de ella, su propia lámina en el cuello de Symon.

—Muévete —ordenó al forzar al guerrero a arrodillarse.

Symon puso la mano en la pierna presa.

—¡Fiera diabólica!

—Júpiter, sal.

El mastin obedeció, pero continuó gruñendo, colocándose entre Symon, aun arrodillado, y Mairi.

Ella se levantó con esfuerzo, blandiendo la daga de Symon.

—¿De verdad eres tú? —indagó al mirar a Conall.

—¿Estas herida?

—No —respondió ella, jadeante.

Su seguridad física lo dejaba afligido. La luna reflejó el acero mientras ella se desviaba de Júpiter, y en ese instante, él percibió su intención.

—Quédate atrás —ordenó.

Symon maldijo mientras Conall, con la lámina junto a su cuello, lo forzaba a arrastrarse lejos de Mairi.

Gritos de hombres y un tropel ensordecedor llegaban hasta ellos, viniendo del sendero abajo. La luz de las antorchas brillaban entre los árboles.

—¡Él me dio veneno para beber a fin de matar a mi hijo!

Conall sintió el pecho trabado. Al llegar, momentos antes, había escuchado el intercambio de palabras entre los dos, pero eso no le decía del hecho de que Symon ya había actuado.

—Yo lo tiré fuera. Huí. Mi intención era buscar a tus hermanos y...

Symon soltó una carcajada.

—¿Y hacer que? ¿Contarles a ellos que tú eres una granuja?

Conall casi le cortó la garganta.

—¡Levántate! —ordenó, obligando a Symon a quedar en pie—. ¡Saca tu espada! ¡Vamos, sácala pronto!

—¡Dios santísimo! —balbuceó Mairi al acercarse a la espalda de él y tocarlo en el brazo.

El contacto fue un tónico para Conall.

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—¡Agarra mi montura y vete de aquí!

Él guardó la daga y desenvainó la espada larga. Symon hizo lo mismo.

—No. De ninguna manera voy a dejarte —avisó Mairi.

El tropel de caballos ya estaba muy cerca. Júpiter comenzó a ladrar.

Chispas de antorchas pasaban por entre los árboles, pero Conall no se dejaba distraer. Symon intentó escapar cuando otro caballero entró en el claro, trayendo una antorcha cuya luz se esparció alrededor de todo.

—¡Rob! —gritó Conall, apuntando a Mairi con una inclinación de cabeza— saca a esta mujer de aquí.

—¡No! Yo no me voy.

Rob la agarró por el brazo e intentó forzarla a montar en la grupa.

—¡No, ya lo dije! —protestó ella, soltándose.

Symon atacó.

Conall se defendió, un torbellino de emociones impulsándolo hacia el frente. Acero estallaba contra acero. Se empujaban lejos uno del otro, pero volvían a atacarse.

Mairi gritó.

Symon defendió sus golpes y lo esquivó. Conall fue detrás, la rabia sorda transformándose en fuerza animal, en vigor y la determinación que él jamás había calculado poseer.

Symon había intentado matar a su hijo. De él y de Mairi. Él había escuchado a sus hermanos hablar sobre la sed de sangre, un torbellino consumidor, mezcla de pasión, sufrimiento y odio, que no se conseguía aplacar a no ser por medio de la acción. Él nunca lo había sentido hasta esa noche, en ese exacto momento en que, quien más amaba en el mundo, la mujer resuelta a espaldas de él y el bebé en su vientre, eran perversamente amenazados.

Él no registró el tropel ensordecedor, las antorchas, los gritos de sus hermanos, el ruido del desenvainar de espadas. El mundo entero de él se resumía en Symon que, una vez mas, le retuvo su atención.

La espada de Conall dio en el blanco, el brazo que la empuñaba se volvió firme como una roca. Encontró más resistencia de lo que esperaba al enterrarla en las entrañas de Symon. En shock, los ojos azules del jefe guerrero se abrieron.

De repente, estaban rodeados por hombres, a pie, a caballo, sus hermanos, otros parientes, todos empuñando las armas. Júpiter ladró, reconociéndolos.

El cuerpo de Symon cayó en el suelo y Conall sacó la espada.

Llorando, Mairi corrió a su lado. Completamente aturdido, él la atrajo más cerca.

Iain no se dio el trabajo de desmontar. Evaluó la situación y dijo:

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—Cuida de tu mujer. Los Fraser están justo abajo —avisó, apuntando con la espada—. Gilchrist y yo trataremos con todo.

—No, yo haré eso. La acción fue mía —dijo al apuntar hacia el muerto a los pies de él.

Los hermanos intercambiaron miradas, sorprendidos, lo sabía, con su cambio. Había cambiado, irrevocablemente. Gracias al amor de la mujer que lo miraba con ojos afligidos.

—¿Que pretendes hacer? —indagó Mairi, desesperada—. Ellos son muchos, forman un ejército. Vinieron a asistir al matrimonio de Geoffrey. Van a matarte y...

—Ve con Rob —la interrumpió Conall y la empujó hacia los brazos del amigo.

—¡No! ¡Yo no me voy! ¡Quiero estar contigo!

—Lleva unos diez hombres con ustedes y vayan hacia Loch Drurie. No dejen a Mairi salir de allá.

Rob hizo una señal afirmativa con la cabeza y la empujó cerca del caballo.

—¡No! —protestó Mairi, luchando, pero Rob no la soltó.

Al final, fueron necesarios dos hombres más para acomodarla en la grupa de Rob.

—Yo no corro peligro. Estaré bien —garantizó Conall al mirarla y, en seguida, envainó la espada sucia de sangre.

—¿Tú seguirás hacia allá? —preguntó ella medio sin aliento.

Un MacKintosh le agarró el caballo para que montase.

—Claro. Puedes contar con eso.

Fueron las horas más largas de su vida.

Mairi andaba de un lado para el otro de la casa del lago. Tenía cuidado para no despertar a Kip que dormía en su cama. El niño había venido a hacerle compañía mientras ella esperaba a Conall.

Ya pasaba de la media noche y ni señal de él o de cualquier otra persona. La villa estaba inmersa en el más absoluto silencio. El piar de pájaros nocturnos y el aletear ocasional de peces en la superficie del lago, eran los únicos ruidos que lo quebraban. Su corazón le pesaba en el pecho.

«Puedes contar con eso», Conall lo había dicho y cumpliría su palabra, ella lo sabía.

Vendría para reivindicarla y a su hijo. Aun no podía creer que él no hubiese sabido, en aquel día en el bosque, que su hijo era de él. Había quedado tan segura de ello. En el trayecto de vuelta de Falmar, Rob la había convencido de que Conall no lo sabía. ¡Pensaba que la criatura era de Geoffrey!

Eso explicaba muchas cosas.

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Mairi dejó de caminar y permitió que su mirada se perdiera en las llamas de la chimenea mientras pensaba.

La pregunta que la atormentaba, le quitaba el sueño, le impedía de descansar era ¿por qué?. ¿Por qué habría vuelto? ¿Pensaría él, por casualidad, quitarle a su hijo cuando naciese y dejarla en Loch Drurie? Muchos hombres hacían eso. O, quien sabe, tal vez él no quisiese a ninguno de los dos, pero los hermanos lo habían forzado a actuar.

Existía otra posibilidad que le inundaba la mente y el corazón con una mezcla de alegría y temor. Y la mantenía caminando de un lado a otro, con los nervios a flor de piel y los oídos atentos a cualquier ruido.

Tal vez él los quisiese a los dos.

—¿Escuchaste? —La voz soñolienta de Kip interrumpió sus reflexiones.

—Vuelve a dormir. Fue un sueño.

—No, lo estoy escuchando. Ellos están viniendo.

Kip se pasó las manos por los ojos para apartar el sueño y sacó la manta que lo cubría. Mairi prestó atención.

—¿Estás escuchando? Es el ladrido de un perro —afirmó Kip.

Como una flecha, ella corrió hacia la ventana y apartó la piel de venado a fin de que los dos pudiesen mirar.

—¡Santo Dios!

La luz de antorchas bailaba entre los árboles del bosque, encima de la villa, reflejándose en el agua del lago.

—¡Mira! —gritó Kip— ¡Conall está llegando!

Instantes después, Júpiter surgía del bosque y corría hacia la playa, agarraba una varita y comenzaba a brincar. Sin darse al trabajo de calzarse las botas, Kip abrió la puerta y salió corriendo.

—¡Conall! —gritó— ¡Conall!

El corazón de Mairi se disparó. Se agarró al parapeto de la ventana y quedó a la espera. ¿Y si él había venido solo para desearle buenas noches? ¿O a fin de ofrecerle oro y bienes para el sustento del niño?

Ella no soportaría verlo romper el corazón de Kip nuevamente.

¿Tendría fuerzas para ver su propio corazón despedazado?

Un caballero salió a galope del bosque y, en el mismo instante, ella lo reconoció. Él mantenía el cuerpo erecto en la silla mientras la luz de las antorchas, cargadas por otros caballeros, le iluminaba las bonitas facciones.

Mairi aguantó la respiración

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En una carrera resbalosa, Kip llegó a la playa casi chocando con Júpiter. Agarrados, los dos rodaron en la arena mientras el perro lamía el rostro del niño, en una demostración de alegría.

Conall desmontó a pocos pasos de los dos y Kip levantó la cabeza, el rostro iluminado por las antorchas, parecía lleno de expectativa.

Conall le dijo algo, pero a esa distancia, Mairi no podía escuchar.

Cuando él se arrodilló en la arena y abrió los brazos hacia el niño, su corazón casi explotó en el pecho, amenazando sofocarla. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver a Kip abrazándolo por el cuello y Conall empujándolo más cerca.

Ella fue a postrarse en la puerta abierta desde donde observó a Conall levantarlo del suelo y rodar con él entre los brazos. Le escuchó reírse, el ladrido bajo de Júpiter y un sonido ahogado, casi un grito de alegría que le escapaba de los labios.

Los dos se separaron y Kip, acompañado por el perro, fue a recibir a los otros en el borde del río. Las puertas de las casas se abrieron. Mujeres salían a fuera a fin de ver lo que ocurría. Dougal y Rob llegaban, poniéndose pronto a encaminar a los compañeros de fuera hacia el campamento en el lado extremo de la villa, donde podrían acomodarse.

Tal movimiento, Mairi lo acompañaba un tanto ajena, pues su atención se concentraba en el nombre que, de pie e inmóvil en la punta del muelle, miraba hacia ella.

Casi en trance, vio los primero pasos de él en su dirección.

La luz de las antorchas, venidas por detrás, le delineaba la silueta de hombros anchos y piernas fuertes. Mientras caminaba, las columnas flotantes se movían bajo su peso.

Mairi dio un paso hacia dentro de la casa. Cuando él ya estaba muy cerca, la luz de allí, aunque suave, le iluminó las facciones, acentuando el brillo en los ojos verdes. ¿Que pretendía hacer él? ¿Decirle?

Extasiada, le vio el rostro marcado por emociones que ella no podía descifrar. Él entró y, sin hacer ruido alguno, cerró la puerta.

Quedaron allí por un momento, una verdadera eternidad, admirándose, saciando el hambre de los ojos. Finalmente, Mairi murmuró:

—Viniste.

—Vine, si. ¿Pensaste que no vendría?

—No. Sabía que tú mantendrías tu palabra.

Le observó las ropas, las manos, la daga envainada en la cintura. No había rasgos de sangre o señal alguna de que una batalla hubiese ocurrido después que Rob la hubiera traído de vuelta a la fuerza.

Excepto una cosa.

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Una larga trenza, de cabellos negros, pendía de la bolsa colgada al frente del kilt, como un trofeo. Chocada, ella se dio cuenta de que era de Tang. No necesitó preguntar para saber que Conall lo había matado.

—¿Y en cuanto a Fraser? ¿Aún habrá guerra entre ustedes? —preguntó ella, aunque temiese escuchar la respuesta.

Él le dirigió una media sonrisa y los recuerdos, despertados por el gesto, llenaron su corazón de alegría. Pero necesitaba esforzarse para mantener las emociones bajo control.

—No, de ninguna manera habrá una guerra.

Mairi no consiguió disimular su perplejidad. Fraser era un hombre orgulloso. Era difícil de creerse que él dejaría la muerte de uno de sus jefes guerreros sin castigo.

—¿Como conseguiste evitarla?

La sonrisa de Conall se alargó. En un gesto displicente, se encogió de hombros.

—Hice lo que mejor se hacer. Negocié.

Sin contenerse, Mairi rió. Se acordaba del día en que se habían conocido y que él le propusiera reconstruir las dársenas y el muelle para recibir los barcos mercantes del sur.

Como continuaba mirándolo, la sonrisa de él desapareció. La suya también. Ella miró hacia el suelo, esperando que Conall hablase. Él no lo hizo. Daba la impresión de que no conseguía articular las palabras. La situación le recordaba aquel día lluvioso, tres meses atrás, cuando se habían separado.

Se le ocurrió que esa espera, o mejor, su retardo alimentado por el orgullo y por el miedo, estaba en la raíz de los problemas de ellos.

—Conall —murmuró al dar un paso hacia él.

Al instante siguiente, él le rodeaba el cuerpo con los brazos. Estrechándola contra el pecho mientras la cubría de besos en los cabellos, en los párpados, en el rostro. Finalmente, se apoderó de su boca y ella se entregó, de cuerpo y alma, a la deliciosa sensación.

—¿Estas herida? —preguntó Conall, apartándose solo lo suficiente para inspeccionarla— ¿él te causó algún daño? —añadió refiriéndose a Geoffrey.

Mairi lo miró y se conmovió con la expresión emocionada de él.

—No, pero tenía la firme intención de hacerlo. Si tú no hubieras llegado, él lo habría conseguido.

—Mairi, yo... —él balanceó la cabeza, dejando claro el deseo de decir algo, pero no encontraba las palabras nuevamente.

Con esfuerzo balbuceó:

—El bebé.

—Todo está bien. No existe motivo alguno para preocuparnos —dijo deprisa.

Debra Lee Brown – El corazón de un rebelde - 3º serie Clan MacKintosh

Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 204—208

Dora la había examinado justo después de su regreso y confirmado el buen estado de la madre y del hijo.

—Gracias a la misericordia divina por una bendición más —con las manos en sus brazos, él la miró con una mirada maravillada, como si la viese por primera vez—. Nuestro hijo. Mío y tuyo —murmuró, aun emocionado.

—Es verdad.

Conall volvió a abrazarla y anidó el rostro en sus cabellos.

Mairi se acobijó bien. El contacto de aquel cuerpo firme, el olor de él y la respiración suave en su oreja le proporcionaban un placer inmenso.

—¿Por que no me lo contaste? ¿O mandaste a llamarme cuando lo descubriste? No, no respondas. Se por qué.

—¿Lo sabes, de verdad?

Él la apartó un poco para poder mirarla.

—Porque no te di motivo alguno para creer que yo quería esa dádiva. Me fui sin decirte una palabra, sin revelar el menor indicio de mis verdaderos sentimientos.

—Yo hice la misma cosa. Dejé que tú te fueras —admitió ella.

Se miraron y ella vio la tristeza en los ojos verdes, tan profunda como la suya. Y ese dolor no pasaría si todo lo que se necesitaba ser dicho no lo era.

—Yo no te quería retenerte junto a mi contra tu voluntad, Conall. Ni lo haré ahora.

Listo. Estaba dicho.

—Mairi, yo...

—Rob me contó todas las cosas por las cuales tú pasaste. La perfidia de Geoffrey, el trabajo de esclavo en el navío, el hombre nórdico que te socorrió.

Parloteaba, temiendo lo que él diría a continuación.

—Merecí todo eso.

—No digas eso.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, ese tiempo apartado de aquí me ayudó a ver claramente todo lo que pasaba en mi cabeza y en el corazón.

Ella se atrevió a esperar que el brillo en los ojos verdes y la media sonrisa en los labios significasen...

—El día en que partí de aquí, noté mi error y decidí cambiar. Ya volvía hacia ti cuando los hombres de Symon me apresaron en la encrucijada en el bosque. ¿Rob no te lo contó?

—No. ¿Pero por qué? —indagó ella, perpleja.

Conall sonrió y la abrazó con tanta fuerza que ella no podía respirar.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 205—208

—¿Lo no sabes?

Mairi giró la cabeza hacia arriba y le clavó una mirada interrogativa.

Los labios de él estaban solo un poco más arriba de los suyos.

—Por la misma razón por la cual fui a buscarte tan pronto supe que tú aun no estabas casada. Para conquistarte de nuevo.

—¿Pero tú, allá en el bosque, no pensaste que yo estaba embaraza de un hijo de Geoffrey?

—Lo pensé, si.

—¿Aun así habrías ido a buscarme?

Él la besó con inmensa ternura.

—Sin titubear. Porque, yo te amo, Mairi Dunbar, más que a cualquier otro bien de este mundo.

Al mismo instante, ella sintió el peso de las dudas alzar vuelo como un pájaro liberado después de un largo cautiverio.

—Yo ya lo sabía en aquel día en que te dejé meses atrás, pero no quería creerlo.

Conall agarró su rostro entre las manos y volvió a besarla. Entonces, en un movimiento rápido, la levantó en brazos. Mairi no contuvo una exclamación de sorpresa y alegría.

—¿Y en cuanto a ti, dulzura? —preguntó él mientras la cargaba cerca de la cama— ¿serías capaz de amar a un tonto?

—No —respondió ella, provocándole un aire de frustración—. Pero sería capaz de amar a un pícaro, a un aventurero.

Él rió y la acostó en la cama, acomodándose, después a su lado.

La luz del fuego bailaba en los ojos de él y le dejaba los cabellos en una mezcla de dorado oscuro, rojo y otras tonalidades que ella aun no identificaba para darle nombres.

—Creo que habrá aventura suficiente para mi aquí en Loch Drurie —acarició su barriga y dijo serio— ¿me aceptas, Mairi, como marido? ¿Y como padre para Kip y nuestro hijo?

Mairi sintió las lágrimas, pero las reprimió, temiendo que su alegría fuera mal interpretada.

—Acepto, sí, de todo corazón.

Lo besó, sintiendo el poder del amor que los unía, recorrerle el cuerpo, despertando cada nervio y cada pedacito de piel.

Conall resbaló la mano hasta el borde de su falda y se puso a empujarla hacia arriba.

—Eres un pícaro —murmuró Mairi y rió justo en los labios de él.

—Lo soy, sí. Tu pícaro.

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 206—208

Y entonces, comenzó a darle pruebas.

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Epílogo

Seis meses después

—¡Ella tiene los cabellos rojos! —exclamó Kip al abrir los brazos para recibir a la pequeña recién nacida, toda enrollada en paños.

—Claro —Dora dirigió una mirada divertida hacia Conall y Mairi— ¿que esperabas?

Conall apretó los brazos alrededor de Mairi que lo miró con expresión de felicidad.

—Es linda como su madre —elogió al rozar los labios en los suyos.

—¡Pero yo quería un hermano! —confesó Kip con mirada desilusionada— ¿tú no querías un hijo, Conall?

Mairi aguantó la respiración mientras esperaba la respuesta de su marido.

Él miró al niño con expresión pensativa como si reflexionase sobre la pregunta.

—Yo ya tengo un hijo. Tú.

El rostro de Kip se iluminó con una sonrisa de alegría. Y el corazón de Mairi casi explotó de amor por la familia recién formada.

—¿Y el nombre de la niña? —preguntó la siempre práctica Dora, arqueando las cejas.

—Gladys, el nombre de mi madre —respondió Mairi.

—Y Ellen, el de la mía —añadió Conall y en un gesto amoroso, apartó los cabellos rojo dorados de la niña.

—Gladys Ellen —repitió Dora con expresión satisfecha.

—Voy a llamar a mi hermana Gladis —dijo Kip al devolverla para los brazos de la madre— ella puede jugar conmigo y con Júpiter —añadió al correr hacia la puerta y abrirla.

El perro entró en el cuarto y se puso a olfatear el aire mientras batía el rabo enorme en los muebles.

—Solo cuando crezca un poco —declaró Dora al llevar a los dos hacia el corredor de la casa en la colina, encima del lago— ahora, vamos a dejar a tu madre y a tu padre con la pequeñita.

Parada en la puerta, ella miró hacia el rostro minúsculo de la niña y suspiró.

Después que cerró la puerta y se fue, Mairi contó:

—Sabes, ella está embarazada.

Conall casi se cayó de la cama.

—¿Dora? ¿A su edad?

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Traducido por Paris y corregido por Vale Black Nº Paginas 208—208

Mairi frunció la frente.

—Ella no es vieja.

—¿Rob ya sabe?

—Ay, no. Dora está intentando encontrar una manera suave de contárselo.

Conall rió.

—Pues creo que será mucho mejor contarlo de repente, pegarle un buen susto. Así, quien sabe, tal vez él se tranquiliza.

—¿Como fue contigo? —preguntó ella con una sonrisa maliciosa.

—Exactamente —murmuró él antes de volver a besarla y, esta vez, con más fervor.

—¿Entonces, está valiendo la pena para ti? ¿La responsabilidad, los peligros? —susurró contra los labios de él.

—¿A que te estás refiriendo, dulzura?

Mairi miró a la niña adormecida en sus brazos.

—Al amor.

Los ojos de Conall brillaron.

—Ah, mi mujer, ese es un regalo tan maravilloso que no se como conseguía vivir sin el antes. Tú me enseñaste eso. Tú, Kip y nuestra hija —tocó la manita cerrada de la niña.

—He de amarte y protegerte, pequeñita, todos los días de mi vida.

Mairi miró los ojos brillantes de su marido y tuvo certeza de que él lo haría.

Desde que se habían casado, hablaban con frecuencia de Alwin Dunbar, de la elección hecha por él y de la paz que, finalmente, Mairi gozaba después de comenzar a comprenderlo.

—Todo el tiempo estuve segura respecto a eso, Conall MacKintosh —le sonrió y él la miró con aire interrogativo—, eres muy parecido a mi padre.

Fin