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Page 1: Concilium - Revista Internacional de Teologia - 011 Enero 1966

CONCILIUM Revista internacional de Teología

D O G M A

Enero 1966

Congar Bour\e Schoonenherg González, Ruiz Gutwenger Rietlinger Rousseau Vorgrimler

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

11

D O G M A

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID

1966

.,.,..,. ...Jt

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C O N C I L I U M

Revista internacional de Teología

Diez números al año, dedicados cada uno

de ellos a una disciplina teológica: Dog­

ma, Liturgia, Pastoral, Ecumenismo, Moral,

Cuestiones Fronterizas, Historia de la Igle­

sia, Derecho Canónico, Espiritualidad y

Sagrada Escritura.

Comité de dirección:

L. Alting von Geusau * R. Aubcrt L. Baas * P. Benoit, op

M. Cardoso Peres, op * F. Bóckle C. Colombo * Y. Congar, op

Ch. Davis * G. Diekmann, osb Ch. Duquoc, op * N . Edelby

T. Jiménez Urresti * H. Küng H. de Lubac, sj * J. Mejía

J. B. Metz * R. E. Murphy, o carm K. Rahner * E. Schillebeeckx, op

J. Wagner

Secretario general:

M. Vanhengel, op

Director de la edición española:

P. JOSÉ MUÑOZ SENDINO

Traductores de este número:

Un grupo de profesores del

Seminario Diocesano de Madrid.

Editor en lengua española:

EDICIONES CRISTIANDAD

Aptdo. 14.898.—MADRID

CON CENSURA ECLESIÁSTICA Depósito Legal: M. 1.399. -1965

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SUMARIO DE ESTE NUMERO

E. SCHILLEBEECKX - B. WlLLEMS : Presentación 3

Y. CONGAR: Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados

dogmáticos 5

J. BoURKE: El Jesús de la Historia y el Cristo del Kerygma ... 29

P. SCHOONENBERG : Kenosis-Anonadamiento (Flp 2, 7) 51

J. M. GONZÁLEZ RUIZ : Redención y Resurrección ... 72

BOLETINES

E. GUTWENGER : La Ciencia de Cristo 95

H. RIEDLINGER : El dominio cósmico de Cristo 108

O. ROUSSEAU: En torno a la idea de la realeza de Cristo 135

DOCUMENTACIÓN CONCILIUM

H. VORGRIMLER: Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los infiernos 148

EL COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

APARECE EN CONCILIUM 1, ENERO DE 1965

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PRESENTACIÓN

Durante veinte siglos la presencia absoluta y redentora de Dios en el hombre Jesús —dato bíblico fundamental y el más original de la revelación— ha sido objeto de reflexión constante. Los hombres de cada época se acercan a este misterio con unas categorías y unas preocupaciones dadas de antemano, propias del entorno espiritual y socio-económico en que vive la humanidad de su tiempo. De ahí nacen nuevos y diferentes esclarecimientos del misterio único de Cristo, según se advierte ya en la misma Sagrada Escritura por la diferencia de perspectiva en que apare­ce este misterio entre los cristianos procedentes del medio am­biental judeo-palestinense y los llegados del mundo helenista; el mismo misterio de Cristo alcanza así, por distintos caminos, una expresión multiforme.

En esta época nuestra, que se caracteriza por una sensibilidad especial para la forma de pensamiento existencial y, por consi­guiente —dentro de este marco—, para la dimensión histórica de la existencia humana, vemos que se ha operado, sobre todo después de la segunda guerra mundial, un característico cambio de acento en los estudios actuales sobre el misterio de Cristo, con relación a los manuales de cristología de otros tiempos.

En el presente número se pretende ofrecer una breve visión de ese cambio, determinar de algún modo el actual estado de cosas en la dogmática católica, aunque sin intentar entrar en la hermenéutica propiamente dicha del Cristo "histórico", "bíbli­co" y "dogmático". Además era necesario limitar el terreno. Así, en el primer artículo (Y. CongarJ, se examina la revelación

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4 Presentación

funcional: la revelación de Dios tiene lugar en y a través de una

historia de salvación en la que Dios nos muestra, mediante su

intervención activa sobre los hombres, quién es El realmente.

En el segundo artículo (P. J. Bourke) se ofrece un resumen de

la problemática suscitada -por R. Bultmann. Todo esto nos lleva

a aceptar, con todas sus consecuencias, el hecho de que Jesús es

verdaderamente hombre—la "kenosis"— (R. Schoonenberg) y, en

fin, al problema básico de la resurrección y la redención (J. TVL.

González Ruiz).

En los boletines, con su orientación más bibliográfica, se

plantean otros dos temas cristológicos: la vida de la conciencia

humana de Jesús, el Cristo ÍE. Gutwenger) y la relación del

Cristo glorificado con el mundo (EL. Riedlinger y O. Rousseau).

Reconocemos que no hemos puesto suficientemente de relie­

ve, mediante esta breve visión especulativa, el "problema de Cris­

to" tal como se ha planteado estos últimos años, pero estimamos

que únicamente teniendo corno fondo esta información especu­

lativa" podrá el amplio auditorio de CONCILIUM ser intro­

ducido, al menos en cierta medida, en los problemas que han

surgido en nuestros días en torno a la pregunta: jquién es Jesús

de Nazaret?

E . SCHILLEBEECKX, OP

B . WlLLEMS, OP

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CRISTO EN LA ECONOMÍA SALVIF1CA Y

EN NUESTROS TRATADOS DOGMÁTICOS *

Nuestra época es una gran época de producción teológica. Esto se debe en gran parte a la importancia que toman por todas partes las instituciones de tipo y de nivel universitario. Estas ins­tituciones exigen que se supere el estadio de una tranquila repe­tición de las tesis clásicas y que se tenga en cuenta lo que las otras disciplinas, en particular las que se ocupan de las fuentes, dicen relativo a estas mismas tesis.

Esto es verdad, sobre todo en el estudio de la Sagrada Escri­tura. Mientras un número apreciable de exegetas protestantes están de vuelta del radicalismo de sus predecesores, la exégesis católica, aprovechando el trabajo de los pioneros y las libertades reconocidas por la Divino afflante ("esa encíclica liberadora", de­cía Pío XII con un acento de alegría), aborda los textos con una mirada libre de prejuicios. La exégesis católica ha emprendido el camino de un método plenamente histórico y filológico, con sabiduría y moderación. Con esto es fatal, e incluso normal, que

* Precisemos el sentido de algunos términos: Ontología designa el conocimiento de una realidad en sí misma (lo que ella es), en térmi­nos de ser.

Economía designa el orden histórico de lo que Dios ha realizado para nuestra salvación, la realización histórica de su designio de gracia. Funcional es tomado en oposición a 'absoluto' o a 'en si" : una revelación funcional es una revelación condicionada, medida por su relación con nuestra salvación, una revelación por y en la economía.

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6 Y. Congar

inquiete a veces a los teólogos que disfrutaban de la posesión de una herencia secular. Lo peor no es que los inquiete. Lo peor sería que se estableciera cierto divorcio entre la investigación de los escritunstas y las conclusiones de los teólogos. Se correría el nesgo, en ese caso, de desembocar en una situación malsana de "doble verdad", que es preciso evitar por todos los medios po­sibles. Se impone, pues, una atención mutua en el trabajo de los escrituristas y los teólogos en una común fidelidad a la Tradición de la Iglesia.

Uno de los primeros frutos innegables de la renovación del estudio de las fuentes ha sido el hacernos tomar nueva conciencia del hecho de que el cristianismo es una historia. La Revelación, cuyo memorial son las Sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, no se presenta como un código ni como un catecismo o una lista de proposiciones, sino como la historia de lo que Dios ha hecho en unas vidas de hombres en favor del con­junto de la humanidad con vistas a realizar en ésta un determi­nado designio de salvación. Toda esta historia está dirigida a un término que esclarece y da sentido a todas sus etapas. Una de las adquisiciones más decisivas del último medio siglo ha sido el redescubnmiento de la escatología, no ya como último capítulo de una teología estática, sino como realidad que determina el sentido mismo de lo que ocurre en la historia. Pero toda esta historia tiene un centro en el hecho de Jesucristo, en quien lo que nosotros esperamos ha venido ya a nosotros como en su principio o en su germen. Por eso, nuestra predicación y nuestra catcque­sis, redescubriendo el espíritu de la Liturgia y siguiendo su mis­mo movimiento, se han hecho cristológicas e históricas, se han centrado en el "misterio cristiano" y en el misterio pascual, que es como el corazón de todo el misterio cristiano.

Pero es preciso reconocer y afrontar los problemas que plantea a nuestra teología clásica el hecho de preguntar de nuevo a las fuentes bíblicas siguiendo a la exégesis moderna. Desde hace siglos, especialmente desde los grandes escolásticos, los cuales propusieron una elaboración tan perfecta de la doctrina sagrada

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Cristo en la economía salv'tfica 7

que parecía definitiva, la teología ha sido formulada de manera satisfactoria en términos de ontología. Esta teología se ha dedi­cado a contemplar y a definir, a partir de la Revelación, la natu­raleza de Dios y de Cristo, es decir, lo que son en sí mismos. Los escrituristas, en cambio, se muestran cada vez más de acuer­do en reconocer que la Revelación se ha realizado esencialmente en el marco de una historia y que es esencialmente "económica" o "funcional": No hay revelación del misterio de Dios y de Cris­to más que en la transmisión del testimonio sobre lo que han hecho y hacen for nosotros, en la relación que mantienen con nuestra salvación. Trataremos de tomar conciencia de esto evo­cando primero un ejemplo sacado del Antiguo Testamento y después algunos estudios de cristología.

Si hay un pasaje en el que Dios parezca definir lo que es en sí mismo, es el de Éxodo 3, 14: Ego sum qui sum. M . E. Gil-son no ha dejado de mostrar el papel que ha desempeñado en el pensamiento cristiano esta "metafísica del Éxodo". Santo Tomás de Aquino tenía perfecto derecho a ver en tal pasaje la fórmula revelada correspondiente a lo que el esfuerzo supremo de la razón le permitía concluir sobre la naturaleza de Dios como Ipsum esse subsistens, Dios que es el Acto absoluto, que ES, en la sim­plicidad de un acto puro, todos los atributos que pueden ser afir­mados de El... De hecho, la traducción del eyeh asher eyeh del hebreo por "Yo soy el que soy" es perfectamente válida. Tiene además el apoyo de los LXX e inspira la traducción del nombre de Dios, Yahvé, por "el Eterno", frecuente en las Biblias protes­tantes francesas. Sin embargo, hoy se está prácticamente de acuer­do en reconocer que tal preocupación ontológica es extraña al Antiguo Testamento judío. Son posibles otras traducciones que, apoyadas por razones serias, se reparten el sufragio de los espe­cialistas : "Yo soy quien soy" (Dios rehusaría dar su nombre)1,

1 Así, entre los católicos, A. Dubarle, La signification da nom de fabweh, "Rev. Se, phil., et Théol.", 34 (1951), 3-21, al que se adhiere G. Lambert, Que signijie le nom de YHWH?, "Nouv. Rev. Théol." 74 (1952), 897-915. Véase también C. Cunliffe, The Divine Ñame of Yak-

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8 Y. Congar

o por estar el verbo hebreo en forma causativa, "Yo soy (yo seré) el que hace ser" 2.

Cabe una cuarta traducción —más de acuerdo, a nuestro modo de ver, con el sentido general de la Biblia—, a la cual se adhie­ren, en cuanto al fondo, numerosos escritunstas. El verbo que se traduce por "yo soy" está en futuro, exactamente como dos versículos más arriba (v. 12), donde nadie duda en traducir: "yo estaré contigo". Se debería, pues, escribir "yo seré el que (o lo que) seré" 3 . Pero ¿es esto una respuesta? Moisés ha pregunta­do: Si me preguntan tu Nombre , ¿qué les responderé? Y Dios responde : ¿ M i Nombre ? ¿ Quién soy yo ? Lo veréis por mis ac­tos. Yo soy, yo seré quien os hará salir de Egipto y atravesar el mar; yo soy, yo seré quien os conducirá al Sinaí y os dará allí la Ley, quien establecerá una alianza con vosotros, quien hará de vosotros un pueblo. Su pueblo. Yo seré quien os alimentará en el desierto, quien os hará entrar en la tierra que os he prometido. Yo soy, yo seré quien habitará en el Templo, quien os hablará por los profetas; yo soy, yo seré quien vendrá continuamente a vosotros... De hecho, al final de la Revelación bíblica, el Apoca­lipsis da al Señor, que va a realizar su supremo "desvelamiento" para esta tierra, ese título compuesto que hay que leer como si fuese un solo nombre : "El es, él era, él viene" (1, 4, 8; 4, 8;

weh, "Scripture" 6 (1954), 112-155; M. Allard, Note sur la jormule Ehyeh aser Ehyeh, "Rech. Se. relig." 45 (1957), 79-86.

Historia y clasificación de las interpretaciones en M. Reisel, The Mysterious Ñame of YHWH, Assen 1957; R. Mayer, Der Gottesname ]ahwe im Lichte der neuesten Forschung, "Bibl. Zeitschr" 2 (1958), 35-53.

2 A. Barrois, Manuel d'archéologie biblique II, París 1953, 404; h, Dhorme, Le nom du Dieu d'lsrael, "Rev. Hist. Relig." 141 (enero 1952), 5-18, niega este sentido causativo; admite el sentido 'él existe'. Cf. L. Koehler, Theologie des Alten Testaments, Tubinga 3-1953, 25 (el que es, el que vive).

3 Esta es la interpretación de M. Reisel, Observations on 'Ehyeh aser ehyed' {Ex. III, 14), H W H' (D. S. D., VIII 13) and sm hmpws, Atenas 1957 (cf. "Eph. Theol. Lov." 1958, 553); M. Allard, loe. cit.; cf. sufra, nota 1.

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Cristo en la economía salvífica 9

comp. n , 17; 16, 5). Este nombre responde al nombre de Moi­

sés; aquí como allí Dios se designa a sí mismo como el Sujeto

soberano de la historia sagrada, cuya "naturaleza" se revela en

y por lo que El es y hace por nosotros. El enunciado aparente­

mente más metafíisico, más ontológico de la Revelación remite

a la Economía como al lugar en el cual y por medio del cual debe

ser comprendido. Dios se revela como el que está ahí, constante­

mente frésente cerca de los hombres, con su pueblo : Dios se

revela como el Dios de la alianza.

Todos sabemos que el Evangelio de san Juan pone repetidas

veces en labios de Jesús una declaración que comienza por las

palabras "Yo soy": Yo soy el pan de vida, yo soy la luz del mun­

do, el buen pastor, el camino, la verdad y la vida, la vid verda­

dera, etc. 4

Estas afirmaciones son más que simple comparación o pará­

bola y tienen cierto valor de revelación sobre lo que es Jesús.

Pero ¿cómo realizan este valor revelador? Designando a Cristo

como sujeto, no definido en sí mismo, de acciones soteriológicas

pertenecientes a la economía salvífica 5. La mayor parte de las

imágenes introducidas por la expresión yo soy son significativas.

Es preciso darles su estatuto epistemológico exacto. Ya en el

Ant iguo Testamento Dios era designado como la Roca de Is­

rael o como una fuente. Ahora bien, Dios no es ni un mineral

ni un líquido. Se trata de una comparación que ha de ser tomada

según las leyes de la analogía. Estamos en presencia de casos par­

ticulares de analogía de proporcionalidad: Dios, Cristo, son para

el fiel lo que una fuente o el pan para un cuerpo agotado. Y se

habla entonces de analogía "impropia" porque no se aplica di­

rectamente a una semejanza en el ser, sino tan sólo a una seme-

4 Textos especialmente estudiados por E. Schweizer, Ego. eimi... Die religionsgeschichtliche Herkunft und theologiscbe Bedeutung der johanneischen Bildreden..., Gotinga 1939.

5 Cf. A. Feuillet, Themes bibliques dans le chap. VI de S. ]ean, "Nouv. Rev. Théol." 82 (1960), 924-25.

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janza de efectos6: Dios hace por nuestras almas algo semejante a lo que hacen la fuente y el pan con respecto a un cuerpo ago­tado. Este género de expresiones se presta, pues, de forma notable para expresar, no la naturaleza de Dios o de Cristo, sino lo que son y hacen por nosotros, es decir, su realidad "económica" o su verdad funcional, dando naturalmente por supuesto que éstas comprenden una naturaleza correspondiente, como diremos ex­presamente más adelante. Pero, si reflexionamos sobre el hecho de que la Revelación de Dios, de Cristo, de la Iglesia y de la gra­cia, nos ha sido hecha ampliamente en imágenes, nos vemos obli­gados a admitir que es, en la misma medida, una Revelación "económica".

Es imposible, dentro de los límites de este artículo, y no es necesario para el fin que intentamos en él, examinar los temas y textos cristológicos, ni siquiera los más importantes. Bastará que pongamos de relieve una tendencia a propósito de algunos textos o temas, y refiriéndonos a algunas obras que no caen en ningún extremismo 7.

Es un hecho —y no carece de profunda significación— que las fórmulas más dogmáticas de contenido y de acento se encuentran con frecuencia en los textos doxológicos: la Iglesia confiesa la plenitud de su fe en su alabanza y la transmite en su culto8. Léase, por ejemplo, el himno cnstológico de Flp 2, 6-11. Extraña, en primer lugar, el hecho de que, como en otros luga­res, san Pablo no distinga aquí entre lo que pertenece, en Cristo,

6 Cf. M. Penido, Le role de l'analogie en théologie dogmatique (Bibliothéque Thomiste 15), París 1931, 42 s, 99 s, 107; Y. Congar, La Fot et la Théologie, París 1962, 30-33.

7 Citaremos en particular J. Dupont, Essais sur la Christologie de S. ]ean, Brujas 1951; E. Boismard, Le Prologue de S. Jean (Lectio Di­vina 11), París; L. Cerfaux, Le Christ dans la théologie de S. Paul (Lectio Divina 6), París 1951; O. Cullmann, Christologie du Nouveau Testament (Bibl. Théol.), Neuchátel y París 1958.

8 Observación ilustrada por Y. Tremel, Remarques sur l'expression de la foi trinitaire dans l'Eglise apostolique, "Lumiére et Vie" 29 (1956), 41-46.

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Cristo en la economía salvífica 11

a la naturaleza divina y a la naturaleza humana respectivamen­te. San Pablo habla de Cristo sin más y le atribuye tanto la pre­existencia en la condición divina, como el aniquilamiento de la cruz. Al tratar de la prexistencia, no entra en precisión meta­física alguna sobre la vida intradivina: la idea y el término de morfé, forma o condición de existencia son, desde luego, uno de los componentes de nuestro dogma de la Encarnación, pero son también en san Pablo totalmente relativos a la historia de la sal­vación. No contiene un enunciado teológico o de revelación so­bre la "naturaleza" de Dios más que en el marco de la "Eco­nomía".

San Juan, por su parte, da un nombre preciso al sujeto cns-tológico prexistente: es ei Verbo. Pero Dom J. Dupont observa: "Cuando san Juan dice que Jesús es no sólo el portador de la Palabra de Dios, sino esta palabra misma, su intención no es de­finir la naturaleza trascendente del Hijo de Dios ni determinar el modo de su origen en Dios. El término Logos no designa a Cristo como un nombre propio y personal: Jesús es la Palabra de Dios en su relación con el mundo y con los hombres" 9. El P. E.-M. Boismard se esfuerza en subrayar las posibilidades que pueden ofrecer los textos para una teología especulativa, en el sentido que indicaremos más adelante, pero no deja de reconocer que Dom Dupont tiene razón ateniéndose a los textos 10.

Según O. Cullmann, el Nuevo Testamento no incluye la idea de unidad de esencia o de naturaleza entre Dios y Cristo, en los títulos de Verbo y de Hijo de Dios, sino sólo una unidad de operación en la obra de la Revelación n . San Juan habla del Logos para decir que se ha hecho carne, que todas las cosas han sido hechas por El; en una palabra, habla del Verbo como de la actividad creadora y reveladora de Dios o de su existencia para nosotros.

9 Op. cit., 58 Cf. E. Tobac, La notion du Cbrist-Logos dans la litterature johannique, "R. Eh." 25 (1929), 213-238.

10 Op. cit., 110, 122-123. i» Op. cit., 214, 224, 230 s.

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R. Schnackenburg observa que una fórmula como "El Padre es más grande que yo" (Jn 14, 28) es difícilmente explicable en una perspectiva ontológica dirigida hacia la naturaleza de las cosas y debe ser comprendida en la perspectiva de historia de la salvación propia del Nuevo Testamento n. Lo mismo sucede con una fórmula tan metafísica aparentemente como "el Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30), la cual, no sólo según J. Hessen, inclinado a disminuir todo lo que podría parecer enun­ciado de carácter especulativo y "filosófico" 13, sino según el mis­mo P. Boismard, inclinado más bien en el otro sentido 14, se refiere a la unidad de operación. El P . Boismard muestra igual­mente que, en san Juan, el Verbo es llamado "vida" en cuanto dispensa la vida a los demás, en lo cual no parece estar muy lejos del P. Dupont , quien escribe: "Al decir que el Padre tiene la vida en sí y que ha dado al Hijo igualmente tener la vida en él, Jesús no hace una revelación sobre las relaciones intratnnitanas ni sobre el origen del Hijo con relación al Padre" 15.

Si se trata del título de "Hijo de Dios" atribuido a Jesús es, desde luego, cierto que este título comporta la plena afirmación de la divinidad de Cristo, abundantemente atestiguada en los escritos apostólicos. Pero incluso este título exige diversas obser­vaciones: i.a) En san Pablo, en quien este título adquiere una gran densidad de sentido, Hijo no es empleado aisladamente como un nombre propio o una definición absoluta del ser de Cristo, sino que está siempre afectado por un determinativo que pone al Hijo en Relación con Dios o con el mundo 16. 2.a) Los

12 R. Schnackenburg, Z#r dogmatischen Auswertung des N. T., en Exegese und Dogmatik (editado por H. Vorgrimmler), Maguncia 1962, 122-123.

13 Griechische oder biblische Theologie? Das Problem der Hellenisie-rung des Christentums in neuer Beleucbtung, Leipzig 1956, 152; se relaciona con él Jn 14, 8; y luego 2 Cor 5, 19 y Col 2, 9.

14 Op. cit., 20 con la nota 1. 15 Op. cit., 196; Boismard, op. cit., 30-32. 16 Cf. L. Cerfaux, op. cit., 336, quien precisa: "Estas relaciones

no se limitan a las relaciones trascendentes de Padre e Hijo, sino que

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Cristo en la economía salvífica 13

Apóstoles se han referido con frecuencia al salmo 2, 7 : " T ú eres

mi Hijo, yo te he engendrado hoy". La teología dogmática no

tendrá ninguna dificultad para traducir este enunciado en los tér­

minos del dogma de la Encarnación o incluso del dogma trini­

tario. Sin embargo, en el Nuevo Testamento este versículo está

puesto en relación con la Resurrección. Y es que con el título

de Hijo de Dios no se trata de una pura cuestión de ontología.

La cualidad divina comporta que se goce de la condición divi­

na : Cristo es verdaderamente constituido Hijo de Dios cuando

es exaltado por encima de los ángeles, glorificado, asimilado al

Señorío de Dios ; en una palabra, al término de su venida a

nosotros para nuestra salvación 17; se trata, pues, de una cristo-

logia "económica". Se ha observado, por otra parte, que en los

Evangelios Jesús no es llamado Hijo más que en su vida públi­

ca 18. 3.a) San Juan, es verdad, le llama "Monogenés", es decir,

Hijo único (1, 14), pero en un contexto de función revelante, y

añade "que viene del Padre", lo cual connota la misión temporal

son las de Dios y Cristo y comprenden a Cristo en su obra sobre el mundo y los cristianos. En la expresión de Col 1, 15, prótokos pases ktiseós, el adjetivo define las propiedades del Hijo en relación con Dios creador; hay una cara vuelta hacia la transcendencia y otra hacia la creación".

17 Cf. Act 13, 33; Heb 1, 5; 5, 5; cf. Rom 1, 4 y la teofanía del bautismo de Jesús: Mt 3, 17; Me 1, 11; Le 3, 22. Véase J. Dupont, "Films meus es tu", l'interprétation du Ps. 11, 7, dans le N. T., "Rech. Se. Relig." 35 (1948), 522-543; P. Michalon, L'Eglise Corps mystique du Christ glorieux; "Nouv. Rev. Théol.", julio 1952, 673-687; M. Bois-mard, Constitué Fils de Dieu [Rom 1, 4), "Rev. Biblique" 60 (1953), 5-17.

18 Observación de A. Dubarle, Les fondaments bibliques du Filio-que, "Russie et Chrétienté" 1950, 229-144; 232, quien anota que los Padres antiguos se atienen al uso bíblico y ponen cierta distinción entre el Hijo (título ligado a la Revelación hacia fuera) y el Logos: así Ter­tuliano (cf. A. D'Alles, La théologie de Tertullien, París 1905, 95) e Hipólito (cf.: B. Capelle, Le Logos Fils de Dieu dans la théologie d'Hip-polyte, "Rech. Théol. anc. et méd". 1937, 109-124).

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14 Y. Congar

del Hijo, como ocurre expresamente en los otros pasajes en los

que san Juan utiliza la misma locución 19. N o se puede, natural­

mente, vaciar esta locución de su carga de "teología"; pero no

conviene tampoco separarla de su contexto "económico".

Toda la revelación de la Santísima Trinidad es igualmente

económica. Las personas divinas son reveladas en la relación que

tienen con el hombre redimido y con la obra de Cristo reden­

tor 2 0 . En seguida veremos que esto es normal, si se tiene en

cuenta lo que es la Revelación: una Revelación de salvación y

ordenada enteramente a la salvación. Cuando Mons . Cerfaux se

propone estudiar la cristología de san Pablo comienza por la so-

teriología, siguiendo fielmente, según la cronología de las epís­

tolas, el mismo itinerario de san Pablo, que parte de la Resu­

rrección, como consecuencia de la cual Jesús ha sido constituido

Señor, para desembocar en las afirmaciones más fuertes sobre la

19 Jn 3, 15-17; 1 Jn 4, 9. Cf. observaciones de Boismard, Le Pro­logue, 73 (sufra nota 7); O. Cullmann, observa por su parte: "El Nue­vo Testamento no nos describe el ser de aquel que está "en el seno del Padre" por medio de una explicación de su naturaleza, sino por la ini­ciación del Hijo en el conocimiento íntegro del Padre con vistas a su plan salvífico. Es decir, que afirma el ser divino y la personalidad di­vina del Verbo sin explicarla de otra forma que por la función divina enteramente única en la cual se manifiestan, función expresada por tí­tulos como los de "Verbo", "Kyrios", etc. Esto prueba que el N . T., aun cuando presupone el ser divino y la persona divina de Cristo pre­existente, no los considera desde el punto de vista de su origen y de su naturaleza, sino en la perspectiva de su manifestación en la historia de la salvación". (Respuesta a M. le Chan, G. Bavaud, en "Choisier" (Gi­nebra), n 9-10 (julio-agosto 1960), p 21 col b). Se puede observar, sin embargo, con L. Cerfaux (op. cit., 386) que la idea de imagen de Dios en san Pablo es más "filosófica".

20 Observación de D. Barsotti, Vie mystique et Mystere liturgique, París 1954, 273 s; H. Rahner, Theologie der Verkiindigung, Friburgo 1939, 56, ve en el misterio trinitario tal como es revelado en el N . T. el "Vorbegriff der Lehre vom Erlóser".

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Cristo en la economía salvífica 15

prexistencia de Cristo en la condición de Dios y sobre su fun­ción cósmica 21.

Herederos del conceptualismo, no de los grandes escolásticos, sino de una escolástica de manuales, obligados por la necesidad a oponernos al subjetivismo religioso del protestantismo liberal y de los modernistas, hemos trabajado con frecuencia con una idea de Revelación que hacía de ésta una serie de proposiciones de tipo metafísico cuya demostración habría reservado para sí el Maestro Divino al enseñárnoslas. Actualmente todo nos mue­ve, sin sacrificar nada de la objetividad de una verdadera ense­ñanza dotada de contenido intelectual definido, a discernir mejor otro aspecto, tan importante al menos como el primero. Todo : en primer lugar, el retorno a las fuentes bíblicas que anima todo el movimiento teológico actual; el retorno a una concepción de la fe como apertura total a Dios para que reine en nuestras vi­das; la confrontación con la Reforma, que ha querido ser una crítica radical de un cierto "cosismo" practicado por la Edad M e ­dia decadente, y una afirmación de la relación personal, dramá­tica y paradójica, creada por el acto y el don de Dios entre mi

salvación, que es Jesucristo, y mi yo pecador, al que la fe reali­zada por Dios en mí apropia esa salvación 22. La Reforma ha visto el cristianismo como esa relación creada continuamente por Dios como acto y acontecimiento. D e ahí su "antisustancialis-mo" , que es una negación de lo estático, lo general, lo ontológi-co, bajo una forma cosista. La inspiración del pensamiento filo-

21 Op. cit., per totum y 392 s, 399 s. Es el camino que ha seguido igualmente la reflexión que tuvo lugar en el ánimo de los discípulos.

Véase, por ejemplo, L. Legrand, L'arriere-plan néotestamentaire de Le 1, 35, "Rev. Biblique" 1936, 161-192.

22 Sobre esta oposición entre protestantismo y catolicismo, como entre 'personal' y 'óntico', cf. J. Hessen, Platonismus und Prophetis-mus... Munich 1939, 178 s; U. Mann, Ethisches und Ontologiscbes in Luthers Theologie, "Kerygma u. Dogma" 3 (1957), 171-207; Th. Sar-tory, Die okumenische Bewegttng und die Einheit der Kirche, Meitin-s;en 1955, 194 s; Y. Congar, ha Tradition et les traditions I: Essai his-torique, París 1961, 78.

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sófico actual influye generalmente en el mismo sentido. La filosofía contemporánea, en efecto, no pretende formular una in­terpretación de conjunto del mundo en términos de ontología como lo hacían las filosofías antiguas, sino que se comprende a sí misma como una reflexión sobre la existencia humana. De esta forma la filosofía ha abierto, o abierto de nuevo, el capítulo de una consideración fecunda de las relaciones interpersonales ("ontología intersubjetiva"), que es algo enteramente distinto de un subjetivismo. La filosofía contribuye así a crear el clima en el que, en consonancia con lo que impone el retorno a las fuentes bíblicas, los teólogos desarrollan hoy el aspecto interper­sonal de la relación religiosa de la fe despertada por la Palabra de Dios. Es indudable que la teología de la fe y de la relación religiosa pueden sacar gran provecho de las reflexiones modernas sobre la existencia humana y la relación interpersonal "yo-tú".

Los últimos estudios católicos sobre la noción de revelación tienen en cuenta todos estos elementos sin haber llegado todavía a la última palabra sobre la cuestión 23. El capítulo I del De Re-velatione del Concilio presenta la Revelación como la iniciativa por la cual Dios emprende el "diálogo de salvación", de que ha­bla Pablo VI en la Ecclesiam suam 24. En cuanto a la revalon-zación de la noción de fe en el sentido de comprometimiento total en una obediencia viva a Dios, aquélla se encuentra en el centro de toda la renovación actual de la predicación y la catcque­sis. Ocupados como estamos por la renovación eclesiológica, no nos damos cuenta suficientemente de que esta renovación es tan im­portante como la de la eclesiología y en profunda consonancia con ella. Pero todo esto reclama igualmente que nos pregunte­mos por el objeto al que se refieren exactamente la revelación y

23 Cf. W. Bulst, Offenbarung. Biblischer und theologischer Begriff, Dusseldorf 1960; R. Latourelle, Tbéologie de la Révélation (Studia 15), París, Desclée, 1963; R. Schackenburg, Z«ra Offenharungsgedanken in der Bibel, en "Bibl. Zeitschr.", 7 (1963), 2-23 (confrontación con Bult-mann).

24 "Acta Apost. Sedis" 56 (1964), 641 s: "colloquium salutis".

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la fe que responde a ella. ¿Qué es lo que hace que una cosa caiga bajo la Revelación? Esta cuestión se llamaría en términos de Escuela la cuestión del objeto formal quod de la Revelación (y de la fe).

Santo Tomás no se ha planteado la cuestión en estos térmi­nos, pero la aborda a propósito de la explicitación de la fe en "ar­tículos". Algunas verdades, dice 25, son reveladas y, consiguien­temente, objeto de fe, primo et per se, inmediatamente y por razón de su contenido; otras lo son secundario, in ordine ad alia, por concomitancia, por su relación con las precedentes. Ahora bien, lo que hace que una verdad pertenezca a la primera cate­goría es su relación con nuestro fin sobrenatural: es per se ob­jeto de fe —y por tanto de Revelación— "id per quod homo beatus efficitur", la enseñanza sobre lo que Dios quiere ser y hace con vistas a nuestra salvación y a nuestra perfección en él, es decir, la verdad de la relación religiosa perfecta "quorum vi-sione perfruemur in vita aeterna et per quae ducimur ad vitam aeternam". El contenido de la Revelación es la verdad de la re­lación religiosa. La Palabra de Dios no nos muestra ni tiene por qué mostrarnos la realidad física, "óntica" de lo que son Dios, el hombre y el mundo: la Palabra de Dios nos dice justamente lo que es preciso para asegurar la verdad de la relación religiosa y salvífica que debe unirlos. La plena revelación de la "natura­leza" de Dios (y del hombre y el mundo, que las ciencias inten­tan conocer "ahora") queda reservada a la visión. En la Revela­ción dirigida al pueblo de Dios en su condición itinerante se nos dice de esta "naturaleza" justamente lo que es preciso para ase­gurar la verdad del "para nosotros". La Revelación es "econó­mica".

Pero eso que es preciso nos es revelado. Ni la Revelación, ni

25 S. Thomas, II Sent, d. 12, q. 1, a. 2; III Sent, d. 24, q. 1, a. 1, et 2; ql. 2, ad 3; De Veníate, q. 14, a. 8; III, q. 106, a. 4, ad 2; II-II, q. 1, a. 6, ad 1; a. 8 sol; q. 2, a. 5 y 7; In Tit, c. 3, lect. 3, lect. 2; Comp. Théoi, 2, c. y 185; cf. III Sent., d. 24, a. 3, q. 1, 1 ad 3; I, q. 1, a. 1 (la revelación es la enseñanza sobre el fin último del hombre).

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siquiera el kerygma, que es el anuncio de la salvación, son un puro que sin ningún lo que, como querría un bultmanismo ex­tremo 26. En la Revelación económica hay afirmaciones sobre lo que es Dios y lo que es Cristo. Todas las que son necesarias para que la relación religiosa de fe tenga su verdad. La Escritura ig­nora la oposición entre el fara nosotros y el en sí, y algunos de sus enunciados funcionales desembocan en lo ontológico. Un biblista judío contemporáneo, Abraham Heschel, ha escrito una frase muy profunda: "La Biblia no es una teología para el hom­bre, sino una antropología para Dios". Es verdad: la Biblia nos revela la verdad de nuestra situación y de la relación de alianza que es preciso entablar con Dios. Pero no puede ejercer esta fun­ción si no es siendo en primer lugar una teología para el hombre. No vamos a establecer aquí el balance, expresado en todas las páginas de nuestra teología, de las afirmaciones escnturísticas que se refieren al en sí de Dios y de Cristo 21. Mostraremos sim­plemente que el desarrollo de lo que la Revelación económica comporta como indicaciones ontológicas es legítimo y necesario.

En efecto, era normal —en todo caso, era fatal— que la fe "dada de una vez para siempre a los santos" (Jud, 3) se formulase más explícitamente. Esto debía hacerse por dos caminos, exigi­dos los dos por la existencia misma y por la misión de la Igle­sia : el camino de la reflexión de las mentes más exigentes, en contacto con su cultura humana y a la búsqueda de una unidad en el ámbito de la verdad; y el camino de una defensa e ilustra­ción de la herencia transmitida desde los Apóstoles contra inter­pretaciones y formulaciones que ponían en peligro su sentido y contenido 28.

26 Se trata, efectivamente, de una fórmula de A. Mallet, Le pro-Heme des concepts et du langage, "Foi et Vie", marzo-abril (1959), 25-37; ídem, Uavenir de F ínterprétation scripturaire, "Foi et Vie", enero-febrero (1960), 22-43.

27 Sugerencias interesantes en L. Malevez, Nouveau Testament et théologie fonctionnelle, en "Rech. Se. Relig." 48 (1960), 258-290, 279.

28 Véase nuestro artículo "Théologie", en Dict. Théol. catb. XV,

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Era normal porque ésa es la ley del espíritu tal como Dios lo ha hecho y le invita a dar la respuesta de la fe, que se inter­pretasen en términos ontológicos los enunciados de la Escritura. No es posible evitar las cuestiones ontológicas, porque no puede evitarse pensar lo que son las realidades a propósito de las cuales la Palabra de Dios hace determinadas afirmaciones 29. Podemos captar ya un primer trabajo de interpretación y de profundización de los simples hechos y dichos de la historia evangélica primiti­va, realizado por la primera generación de discípulos y cuyos fru­tos han sido incorporados en los escritos más tardíos del mismo Nuevo Testamento, en particular los de Juan el teólogo 30. Sin embargo, la segunda o tercera generación de discípulos intentó pensar el misterio cnstológico y trinitario precisamente a partir de las fórmulas "económicas" de la Escritura insuficientemente elaboradas en el plano ontológico. Pero, siguiendo este camino, llegó a una expresión no satisfactoria de las afirmaciones "onto­lógicas" comprendidas en esas fórmulas. En san Justino, por ejemplo, la generación del Verbo, afirmada por la Escritura •—¿quién, si no, se habría atrevido a aplicar a Dios la idea de generación?—, parece identificada con el acto por el cual Dios emite un Verbo -para crear 31. Tertuliano ve en el Hijo y el Espí­ritu gradus de una sustancia única que responde a la voluntad

col. 346 s; A. Grillmeier, Vom Symbolum zur Sumrna, en Kirche and Ueberlieferung (edit. por J. Betz y H . Fríes), Friburgo 1960, 119-169 (traducción francesa: Da Symbolum a la Summa, en "Eglise et Tradi-tion", Le Puy /Lyon 1963, 105-156).

29 P. Tillich ha recordado esta necesidad a sus colegas protestantes: Biblical Religión and the Search for Ultímate Reality, Univ. of Chicago Press 1955 (traducción francesa: Religión biblique et Ontologie, París, PUF, 1960).

30 Véase F. Mussner, Der historische Jesús und der Christus des Glaubens, "Bibl. Zeitschr." 1 (1957), 224-252; B. Rigaux, L'historíate de Jésus devant l'exégese récent, "Rev. Bibl." 65 (1958), 481-522; R. Schnackenburg, Jesusforschang und Christusglaube, "Catholica" 13 (1959), 1-17; A. Grillmeier, cf. sufra, nota 28.

31 Cf. G. Aeby, Les Missions divines de S. fustine a Origine, Fri­burgo 1958, 14.

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creadora y salvífica de Dios y al desarrollo dinámico del plan di­vino 32. Orígenes, al formular su teología trinitaria a partir de las misiones "económicas", llega a una concepción bastante subor-dinaciana del misterio trinitario 33. Todos conocemos las dificul­tades que las teologías antenicenas de la Trinidad procuraron a Petavio.

Es verdad que lo que ocasionó esas desviaciones y llevó a grandes espíritus a concebir el Logos como un intermediario en­tre el Padre transcendente y la creación o la Revelación 34 fue principalmente el uso de conceptos filosóficos platónicos, estoicos y filomanos: los Padres no cesan de denunciar el uso intempe­rante de la filosofía como raíz de las grandes herejías 35. Ahora bien, lo que estaba en juego era la verdad de la afirmación esen­cial de la divinidad de Cristo, la cual no sólo está afirmada o supuesta por expresiones formales de la Escritura, sino que es exigida por la verdad plena de la obra que Cristo ha realizado en beneficio nuestro (economía). Para salvar esta verdad contra la Gnosis, establecía san Ireneo la doble afirmación que inspira su teología sobre la verdad de nuestra unión divinizadora con Dios, fundada en la plena verdad de la dignidad de Cristo y la verdad de nuestra unión con Jesucristo, garantizada por la auten-

32 Cf. K. Wólfi, Das Heilswirken Gottes durch den Sohn nach 7 ertullian (Anal. Greg. 112), Roma 1960; W. Bender, Die Lehre über den Hl. Geist bei Tertullian, en "Münch. Theol. St." II (system. Ab-teilung 18), Munich 1961.

33 Cf. A. Grillmeier, op. cit., sufra, nota 28; traducción francesa 113 s.

34 Véase R. Arnou, Platonisme des Peres, en Dict. Théol. cath. XII, col. 2307, 2319-2320 y sobre todo 2322.

35 Eusebio lo señala, Historia Eclesiástica, V, 28-13. Véase además de Arnou, loe. cit., J. de Ghellinck, Un aspect de

i'opposition entre Hellénisme et Christianisme. L'attitude vis-a-vis de la dialectique dans les débats trinitaires, en Patristique et Moyen Age III, Bruselas/París 1948, 245-310; G. Bardy, "Philosophie" et "Philoso-phe" dans le vocabulaire chrétien des premiers siecles, "Rev. Ascét. et Myst." 25 (1949), 97-108; P. Hadot, La Philosophie comme hérésie trinitaire, "Rev. Hist. et Phii. reí." 37 (1957), 236-251.

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ticidad de la sucesión apostólica de doctrina y ministerio. Estaba en esta cuestión igualmente en juego la soberanía y la libertad de Dios, que no podía salvaguardar en definitiva la noción de un Logos que, para existir como tal, debía obrar como demiurgo de la creación y mediador de la Revelación.

Para salvar la verdad de la "economía" no era sin duda ne­cesario adoptar una filosofía determinada. San Atanasio, por ejemplo, lo supo evitar y permaneció en el plano de una discu­sión de los textos de la Escritura 36. Era necesario, sin embargo, precisar el estatuto de las realidades de que se trataba, al nivel de una teología de la naturaleza de Dios. N o era posible que­darse en el plano de las operaciones salvíficas y de los enunciados funcionales de la economía: en este caso se habría corrido el ries­go de modalismo. O. Cullmann emplea indudablemente en al­gunos casos fórmulas de sabor modalista 37, aun cuando no sea modalista en sus convicciones personales 38. Frecuentemente re­sume la teología de san Juan sobre el Verbo en estas dos afirma­ciones simultáneas: el Logos es Dios, el Logos esta junto a

Dios 3 9 . Identidad y distinción. Pero ¿cómo pensar el acuerdo de estas dos afirmaciones —si no queremos detenernos en el um­bral del misterio, sino tomar conciencia de él con nuestra inteli­gencia de hombres— sin elaborar una teología del en sí del Dios revelado ?

Estos problemas y dificultades de teología trinitaria han re­percutido en la cristología. La Revelación "económica" mostraba

36 Véase L. Bouyer, Omoousios. Sa Signification historique dans le symbole de foi, "Rev. se. phil. et théol." (1941), 52-62; Arnou, op. cit., {sufra, nota 34), col. 2259, 2297, 2299, 2343.

37 Así Christologie, p. 231 : "El Logos es Dios que se revela, que se comunica en su acción"; p. 285 : "J. C. es Dios en cuanto que se reve­la". P. Gaechter, "Zeitschr. f. kath. Theol." 1960, 88 s, ha puesto de manifiesto este pligro en Cullmann, y L. Malevez (op. cit. sufra, nota 27; cf. p. 625 y notas de las pp. 267-68) muestra la insuficiencia de las fórmulas culmanianas.

38 Cf. Christologie, 214, 286 y Réfonse {sufra, nota 19). 39 Cf. Christologie, 230 s, 270, 286, etc.

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entre Cristo como "Hijo" y Dios Padre, y entre el hombre Jesús y el Hijo de Dios que él decía ser, una unidad de actividades. Para armonizar este dato esencial con la afirmación de las distin­ciones necesarias era preciso pensar correctamente unidad y dis­tinción. Nestono se contentaba con una vaga unión de activida­des semejantes a la que reconocía Porfirio entre los seres incor­póreos 40. No se podrían pensar correctamente las afirmaciones económicas sobre la actividad por la cual Cristo nos ha salvado sino llevando la reflexión hasta el nivel del en sí. El último aconte­cimiento que puso de manifiesto la insuficiencia de fórmulas ex­clusivamente funcionales en esta materia apareció en el siglo vi con el monotelismo.

Es sabido cómo, en las grandes discusiones trinitarias y cns-tológicas de los siglos iv y v, los Padres fundamentaron una afir­mación correcta en relación con el en sí de Dios, sobre la verdad de la economía tomada sintéticamente. Esta, en efecto, se resu­me en la fórmula repetida sin cesar en ésa o en otras formas aná­logas : se hizo lo que nosotros somos a fin de hacernos lo que él es 41; fórmula que en las querellas cristológicas fue concreta­da por esta otra, un poco más técnica, pero en la que se une igualmente economía y ontología: lo que no es asumido no es salvado... 42 Dios ha como salido de su en sí, sin abandonarlo y ha entrado en nuestro mundo y nuestra historia (economía) para hacernos partícipes de su vida, de su alegría, de su inmortalidad, de su gloria. Pero esta intención económica, el comprometimien­to, la manifestación y las operaciones funcionales que supone, exigen, para ser verdaderas, la plena verdad del en sí de Cristo y de Dios, en la medida en que nosotros podamos hablar de ella

40 Cf. R. Arnou, Nestorianisme et Néoplatonisme. L'unité du Christ et t'union des "intelligibles", "Gregorianum" 17 (1936), 115-131.

41 Referencias en nuestro artículo Le moment "économique" et le moment "ontologique" dans la Sacra Doctrina, en Mélanges M.-D. Chenu 1965, 83.

42 Ibid, ref. n. 84. Y véase E. Mersch, Le corps mystique du Christ. Etude de théologie historique, cf. índice: "Argument soteriologique".

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a partir de la Revelación. San Atanasio, san Hilario, san Cirilo de Alejandría no se cansan de argumentar a partir de la econo­mía en favor de la verdad de la "teología" : si Cristo no es ver­dadero Dios ni verdadero hombre, nosotros no estamos divini­zados... Cristo no hace lo que hace por nosotros más que si es

lo que es en sí mismo. Porque Cristo es Dios, su humanidad es redentora y santificadora.

De todo lo que precede se deduce que la Revelación es eco­nómica e histórica. Dios se ha hecho conocer en los actos y las palabras por los cuales declara y realiza su intención de alianza. Se conoce algo de lo que él es en sí mismo a partir de lo que hace por nosotros, pero de esta forma se conoce realmente algo de lo que él es. Es legítimo, es normal que la reflexión creyente ela­bore estos elementos preciosos de conocimiento. Concluiremos esta excesivamente rápida evocación de grandes problemas sugi­riendo cinco puntos relativos al trabajo que nos parece imponer­se en consecuencia.

i.° U n o de los dos polos de las renovaciones que se están llevando a efecto, juntamente con la renovación de la noción tra­dicional de Iglesia, aunque menos espectacular y menos propi­cia a las investigaciones y las publicaciones especializadas, es la restauración de la plena noción bíblica de la fe. Esto supone que se lleve el esfuerzo hasta una nueva y profunda reflexión sobre la noción de Revelación.

2.° Este esfuerzo lleva necesariamente a descubrir la uni­dad de la fe y la de la Revelación. La fe no consiste en admitir sin pruebas una serie de proposiciones, de la misma forma que la Revelación no consiste en una lista de tales proposiciones. Una de las desgracias de la teología, que de ella ha pasado a la pre­dicación y a la catequesis, ha sido la atomización de la Revela­ción en artículos sin relación con un centro vivo 43. El Concilio

43 Estado de la teología que Lamennais, en 1892, describía y deplora­ba en estos términos: "La teología, tan hermosa por sí misma y tan atractiva, tan amplia, no es hoy, tal como se enseña en la mayoría de ¡os Seminarios, más que Escolástica mezquina y degenerada cuya se-

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Vaticano I abría camino a una teología auténtica al proclamar que la fe obtiene con la gracia de Dios una fecundísima inteli­gencia de los misterios, considerando la relación que éstos guar­dan entre sí y con el fin último del hombre 44. H o y sabemos mejor que esta relación está manifestada por toda la economía salvífica. N o tenemos que inventarla: Dios mismo ha dado a su Revelación la unidad de su designio y éste no es otro que la sal­vación o la felicidad del hombre (no separado del universo) por la comunión con él en Jesucristo 45. ¿ N o es esto lo que san Pablo llamaba "el misterio"? 46 ¿ N o es esto lo que nuestra predicación ha descubierto de nuevo bajo el nombre de "misterio cristiano", expresión que sirve de título a diferentes trabajos actuales de teo­logía? 47

3.0 Uno de los resultados de este redescubrimiento de la unidad es que no hay "teología para el hombre" sin "antropolo­gía para Dios". Tal vez la mayor desgracia del catolicismo mo-

quedad desanima a los alumnos, y no les da idea alguna del conjunto de la Religión, ni de sus relaciones maravillosas con todo lo que interesa al hombre, con todo lo que puede ser el objeto de su pensamiento. No era así como santo Tomás la concebía" (citado por E. Sevrin, Dom Gué-ranger et Lamennais, París 1933, 243-44).

44 Const. dogm. "Dei Films", c. 4. (Denz, 1796); Denz. Schonmet-zer 3016.

45 A. Móhler definía la esencia del cristianismo como "la gran obra que reconcilia el hombre con Dios; los principios sobre las relaciones del creyente con Jesucristo" (Simbólica, par. XXXVII).

46 Cf. Ef 3, 3 s; Col 1, 26-27; 2, 2; 4, 3; Rom 16, 25 s; D. De-den, Le "Mystere" paulinien, "Eph. Theol. Lovan" 13 (1956), 405-442; M.-J. Le Guillou, Le Christ et L'Eglise. Théologie da Mystere, París 1963.

47 Así, el conjunto de obras publicadas con este título general por Desclée y Cía. 1962 s; Mysterium salutis, publicada bajo la dirección de P. Feiner en Benziger, 1965 s. S. S. Pablo VI ha hablado de la fun­dación de un Instituto dedicado a la teología de la historia de la salva­ción, en Jerusalén. Para la catequesis puede leerse con provecho F. Ar-nold, Dienst am Glauben, Friburgo 1948 (trad. francesa: Serviteurs de la Foi, París 1957.

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derno es haberse convertido en teoría y catequesis sobre el en sí de Dios y de la religión sin insistir al mismo tiempo sobre la di­mensión de para el hombre que todo eso encierra. El hombre y el mundo sin Dios con los que nos enfrentamos actualmente han nacido en parte de una reacción contra ese Dios sin hombre y sin mundo. La respuesta a las dificultades que muchos de nues­tros contemporáneos encuentran en el camino de la fe y la res­puesta al desafío del ateísmo exige, entre otras cosas, que pon­gamos de manifiesto el impacto humano de las cosas de Dios. Esto no significa en modo alguno que remplacemos la pura re­presentación del en sí por un programa puramente humanista o un mensaje antropocén trico, lo cual equivaldría a cometer el mismo error separatista de antes, aunque en sentido contrario. Esto significa que se hable de los misterios de Dios de forma que a una profunda percepción de lo que son en sí mismos se una la explicación viva de lo que son para nosotros: significa, pues, unir la antropología para Dios a la teología para el hom­bre. Ese es el espíritu mismo de la Revelación que es "económi­ca", y especialmente de su perfección en Jesucristo ya que en él la Sabiduría de Dios se ha hecho hombre.

4.0 Será incluso necesario que, tarde o temprano, se llegue en teología especulativa, a partir de la Revelación atestiguada en la Escritura, a plantear una cuestión que personalmente nos pre­ocupa profundamente: si existe una relación tan profunda entre la teología y la economía, si Dios revela el en sí de su misterio en el para nosotros de la alianza de gracia y de la Encarnación, ¿no estará todo lo que ha sido y es hecho para nosotros, com­prendida la Encarnación, exigido por lo que Dios es en sí, sin menoscabo de su libertad absoluta? ¿No habrá en el misterio de su en sí una presencia, una llamada del "para nosotros" com­prendida la hominización ? La forma en que santo Tomás funda toda la producción ad extra, de naturaleza y de gracia, en la generosidad íntima de la divinidad a partir del Padre, el Prin-

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cipio sin principio 48; la frase tan densa de Jesús en san Juan (14, q) : "Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre" 49; la manera como O. Cullmann explica la idea bíblica del "Hijo del hombre" con lo que parece implicar de existencia eterna de la humanidad en Dios 50, son otros tantos elementos capaces de alimentar una reflexión sobria y religiosa, extraña a toda especulación antropo-sófica. Pero no podemos hacer aquí otra cosa que plantear la cuestión sin siquiera estar seguros de habernos explicado conve­nientemente, dada la excesiva brevedad en que lo hemos debi­do hacer.

5.0 Cabría tener en cuenta una sene de consecuencias en el plan de un programa de elaboración y enseñanza de la teología, consecuencias que repercutirían normalmente en la predicación y en la catequesis. Si existe una renovación, ésta no podrá con­sistir, a nuestro modo de ver, en la sustitución de la proposición de una síntesis lógicamente elaborada por un simple relato co­mentado de la historia de la salvación: ya hemos visto que el dato revelado comporta el en sí al mismo tiempo que el para

nosotros, la "teología para el hombre" con la "antropología para Dios" o, adoptando las expresiones del P . K. Rahner 51, lo esen­cial con lo existencial. Pero es evidente que será preciso asumir mejor de lo que se ha hecho a veces el momento económico de la Revelación. Ofrecemos a continuación algunas sugerencias en este sentido:

Que exégetas y teólogos tengan la preocupación de conocer­se, que se lean y se encuentren. Por nuestra parte, desearíamos que no se confiriera ningún grado canónico en la Iglesia sin que

48 Cf. nuestro estudio citado sufra (n. 41): los nn. 131-135; M. Sek-kler, Das Heil in der Geschichte. Geschichtstheologisches Denken bei Tbomas v. Aquin, Munich 1964.

49 Véase Dum visibiliter Deum cognoscimus, en Les Votes du Dieu vivant, París 1962, 79-107 (trad. alemana Wege des lebendigen Gottes, Friburgo 1964, 65-98).

50 Véanse las páginas tan sugestivas de O. Cullmann, Christologie 118-163, con referencia a estudios de T. Preiss y de J. Hering.

51 Artículo Dogrnatik, en Lex. Theol. u. Kirche III, Friburgo 2, 450.

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el beneficiario hubiese terminado y publicado un trabajo sobre una cuestión bíblica... Se experimenta cada vez más urgentemen­te la necesidad de introducir las cuestiones de teología especula­tiva por un estudio del dato e incluso de mostrar el problema teológico genéticamente, haciendo ver cómo se han planteado las cuestiones a lo largo de la historia con relación a ese dato. Parece, finalmente, necesario seguir, con los excelentes recursos que aportan hoy día los estudios escriturísticos, la tradición, hon­rada aún por santo Tomás, de un estudio del Antiguo Testa­mento y de su función como momento de la historia de la sal­vación. De esta forma se asumiría gran parte de la sustancia de esa "teología histórica y concreta" de que hablaba Pablo VI en su alocución a los observadores del Concilio, el 17 de octubre de 1963.

N o nos parece que haya de buscarse una teología enteramen­te cristológica, como ha hecho K. Barth, ni aplicar el programa del P . E. Mersch con su idea de Cristo "primer inteligible" 52. Es verdad que nosotros no llegamos al conocimiento del miste­rio íntimo de Dios más que por Jesucristo (ordo inventionis, ac-

quisitionis y, por parte de Dios, revelationis) 53, pero es única­mente por este misterio de Dios por lo que nosotros podemos creer plenamente el misterio de la Encarnación y comprender por lo tanto a Jesucristo (ordo judicií). La teología dogmática debe con­sagrarse a determinar la estructura en sí de la realidad, ya que es, en último término, un esfuerzo por reconstituir las grandes líneas de la sabiduría divina, una especie de "poética" sublime en el sentido de Claudel. Si Cristo es el centro, el fin no es otro

52 Artículos en "Nouv. Rev. Théol." 61 (1934), 449-475 (El Cristo místico, centro de la teología como ciencia) y "Rech. Se. relig." 26 (1936), 129-157. (El objeto de la teología y el 'Christus totus'), reproducidos sintéticamente en La théologie du Corps mystique I, París 1944, 56-115.

53 Cosa que, reconocemos con el P. G. Martelet, santo Tomás no hizo suficientemente: Théologie und Heilsókonomie in der Christolo-gie der "Tertia Pars", en Gott in Welt, Festgabe K. Rahner II, Fribur-go 1964, 3-42 (28-42).

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28 Y. Congar

que Dios mismo (cfr. i Cor 15, 28). Llegaremos al fin por Cristo, de la misma manera que conocemos por él: el término es Dios y nuestra divinización. Por eso, si cabe esclarecer la ética y la teología de la gracia por la cristología mejor que lo ha hecho san­to Tomás en la Suma, no hay por qué introducirlas en la cristo­logía como uno de sus capítulos 54. En cuanto a la cristología, deberá asumir —como hizo santo Tomás, pero con los recursos que nos proporcionan tantos excelentes estudios bíblicos o li­túrgicos— no sólo la visión cosmológica de las Cartas de la Cau­tividad (Teilhard de Chardin), sino también una teología de los misterios de la vida y la pascua de Cristo, centro de toda la Economía.

Y. CONGAR

54 Cf. L. Gillon, L'imitation du Christ et la morale de S. Thomas, "Angelicum" 36 (1959), 263-286.

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EL JESÚS DE LA HISTORIA Y

EL CRISTO DEL KERYGMA

I . EL NUEVO TESTAMENTO, INTERPRETACIÓN Y CREACIÓN

MÍTICA DE LAS PRIMITIVAS COMUNIDADES CRISTIANAS

Cuando se habla de "la búsqueda del Jesús histórico", ex­presión que últimamente ha adquirido gran popularidad, se alude al intento de descubrir la personalidad y, en un sentido amplio, la biografía de Jesús de Nazaret como una figura dentro de la historia humana, aplicando para ello al Nuevo Testamento los métodos modernos de investigación histórica. Este intento ha acabado —así se admite generalmente— en un fracaso casi to­tal 1. Sólo ha servido para demostrar que es imposible reconstruir una historia de Jesús a partir del Nuevo Testamento. En estos escritos, el único objeto de investigación histórica al que se pue­de llegar científicamente no es Jesús, sino la fe en Jesús de los primeros cristianos y la interpretación que de El ofrecían a otros 2. Lo que aquí encontramos no es Jesús según existió en sí mismo, sino lo que Jesús significaba para los que, después que murió, si­guieron creyendo en El y en su mensaje. La compleja amalga-

1 Una exposición completa de este punto puede verse en J. Robin-son, The Impossibility and lllegitimacy of the Original Quest, A New Quest of the Historical Jesús (S. B. T. 25), Londres 1959, 26.

2 Esta es la postura característica, por ejemplo, de J. Wellhausen, Einleitung in die drei ersten Evangelien, Berlín 21911.

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30 / . Bourke

ma de tradiciones que constituye el Nuevo Testamento brota de un mensaje central único y está tejida en torno a é l : el ke-

rygma o proclamación apostólica del significado interno y salví-fico que, según creían los primeros cristianos, entraña Jesús para todos los hombres de todos los tiempos a causa de lo que Dios hizo en El, por lo que El dijo e hizo, padeció y realizó 3. En otras palabras, el Nuevo Testamento no nos permite encontrar al Jesús de la historia, sino al Cristo del kerygma 4, en quien Dios dirige un mensaje salvador a cada uno de los hombres a través de esta amalgama de tradiciones interpretativas.

Ahora bien, para expresar el significado interior, eterno, que encontraban en Jesús y pretendían comunicar, los primeros cris­tianos tenían que recurrir necesariamente a las ideas básicas sobre Dios, el hombre y el mundo que les ofrecía su ambiente cultural y religioso. Estas, aunque complejas y heterogéneas, pueden agru­parse en dos grandes núcleos: uno "judeo-palestinense" y otro "pagano-helenístico" 5. Naturalmente , la mentalidad de los cris­tianos judeo-palestinenses estaba profundamente condicionada por el Antiguo Testamento y las tradiciones apocalípticas y escatológicas del judaismo tardío: por ejemplo, la expectación mesiánica ampliamente difundida en la época inmediata a la era cristiana. El mismo Jesús —dicen— participó en esta esperanza

3 Para una explicación del kerygma como la primera exposición del significado interno de Jesús, cuyo punto central es su muerte y re­surrección, cf. J. Robinson, op. cit., 38 ss.

4 Desde que se formuló por primera vez esta distinción, se ha dis­cutido acaloradamente cómo el uno está relacionado con el otro. Una exposición general del debate ofrecen H. Ristow y K. Matthiae (edd.), Der historische Jesús und der kerygmatische Christus, Berlín 1961; para las fases "post-Bultmannian" del debate cf. C. Braaten y R. Har-risville (edd.), The Historical Jesús and the Kerygmdtic Christ: Essays on the New Quest of the Historical Jesús, Nueva York 1964.

5 Sobre esta distinción y la subsiguiente fusión de las dos tenden­cias culturales, cf. R. Bultmann, Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen, Zurich 21954 (traducción inglesa: R. Fuller, Primi-tive Christianity in its Contemporary Setting, Londres/Nueva York, 1956).

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El Jesús de la Historia 31

escatológica 6, y después de su muerte este elemento apocalípti­co de su mensaje fue conservado y difundido por sus seguidores judíos.

También a los cristianos procedentes del helenismo se les atribuye una interpretación de Jesús de acuerdo con sus ideas sobre Dios, el universo y el hombre, y de las relaciones entre ellos. El judaismo de la Diáspora (por oposición al de Palestina) se había abierto ya al pensamiento griego mucho antes de la era cristiana. Filón, en un proceso sistemático de alegorización del Antiguo Testamento, había intentado demostrar que las rique­zas de la filosofía griega estaban ya enterradas en las antiguas tradiciones judías, esperando que fuesen descubiertas. Por otros caminos había tenido lugar también un complejo e intenso pro­ceso de interpretación cultural entre los mundos judío y griego 7. Además de esto, se dice, en los escritos más especulativos del Nuevo Testamento pueden discernirse huellas de estoicismo po­pular y neoplatonismo, así como la influencia de movimientos religiosos complejos como el orfismo y las religiones mistéricas 8. Bajo la influencia de estos elementos, la vida cúltica y sacramental de la Iglesia adquirió una importancia especial. Se insistió en la creencia de que el Jesús resucitado no era simplemente esperado en una Parusía futura, se hacía ya místicamente presente en los sacramentos y en el culto 9.

Conviene recordar aquí que a finales del siglo pasado y co­mienzos del actual los tesoros del mundo helenístico fueron des­cubiertos con una rapidez intoxicadora, y esto desató una bús-

6 Cf. R. Bultmann, op. cit., 86 ss. 7 Incluso en su estudio del "judaismo helenístico" (Primitive Chris-

nanity..., 94-100) Bultmann parece no valorar suficientemente el grado de esta interpretación. Como término de comparación cf. T. Glasson, Greek Influence in Jewish Eschatology, Londres 1961.

8 Cf. R. Reitzenstein, Die Hellenistischen Mysterienreligionen, Leipzig/Berlín 31927. Hoy se cree que estas religiones mistéricas virtual-mente no ejercieron ninguna influencia en el pensamiento y la práctica del cristianismo.

9 Cf. Bultmann, Theology... I, 133 ss.

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queda frenética, en el campo de la cultura antigua, de analogías y antecedentes de formas lingüísticas y mentales que aparecen en el Nuevo Testamento. Así se pretendió haber encontrado cul­tos a hombres divinos o deificados y dioses que resucitaban, y antecedentes de creencias como la del nacimiento virginal y de las actividades de poderes angélicos o demoníacos 10. Muchas de estas analogías cayeron después en un absoluto descrédito. N o obstante, todavía representan una fuerza poderosa en las inter­pretaciones de la escuela "demitizadora", de la que nos ocupa­mos particularmente en este artículo. En este sentido posee un interés especial la influencia de un pretendido gnosticismo pre­cristiano en el cristianismo helenístico y en ciertos sectores del cristianismo judaico. En este gnosticismo —así se suele afirmar— aparece un precedente significativo de la idea de Jesús como Hijo de Dios pre-existente y Salvador. Se trata del famoso mito del "hombre celeste" que baja a la tierra para rescatar a una huma­nidad esclavizada mediante su palabra salvadora. Concluida su obra de revelación, sube de nuevo al cielo, abriendo a la vez a todos los que reciben su palabra un camino por el que puedan seguirle cuando queden libres de este mundo material por la muerte n. En la predicación de los cristianos helenistas, el Cristo del kerygma se convierte en una figura celeste de este tipo, y la pre-existencia de Jesús como divino Hijo de Dios en los cielos viene a ser una doctrina clave del cristianismo.

Es explicable, por tanto, que las limitaciones de los diversos ambientes culturales y religiosos obligaran a los primeros cristia­nos a expresar el contenido interior y salvífico que veían en Jesús mediante relatos, mitos y leyendas sobre su vida terrena. Resu-

10 Cf. C. Ciernen, Religionsgescbichtliche Erklárung des Neuen Testaments, Giessen 21924.

11 Cf. H. Joñas, Gnosis und spatantiker Geist I : Die mythologi-scbe Gnosis, Gotinga 1934. Bultmann se apoya ampliamente en esta obra. Pero hoy casi todos reconocen que este mito, si realmente existió, apa­rece en textos posteriores a los del cristianismo e influidos por éstos. Cf. C. Colpe, Die religionsgescbichtliche Schule. Darstellung und Kritik ihres Bildes vom gnostischen Erlósermythos, Gotinga 1961.

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El Jesús de la Historia 33

miendo el mensaje del Nuevo Testamento en su forma no des-mitizada, escribe Bultmann:

" 'En la plenitud del tiempo' Dios envió a su Hijo, un Ser divino pre-existente que aparece en la tierra como hombre. Su muerte es la muerte de un pecador en la cruz con la que expía los pecados de los hombres. Su resurrección señala el comienzo de una catástrofe cósmica. La muerte, consecuencia del pecado de Adán, queda abolida, y las potencias demoníacas se ven pri­vadas de su poder. El Cristo resucitado es exaltado a la derecha de Dios en el cielo y constituido 'Señor' y 'Rey'. Volverá de nuevo sobre las nubes del cielo para completar la obra de reden­ción, y entonces tendrán lugar la resurrección y el juicio de los hombres. Entonces el pecado, el dolor y la muerte quedarán por fin abolidos. Todo esto sucederá muy pronto; san Pablo cree incluso que él vivirá para verlo" 12.

Este mensaje —afirman los "desmitizadores"— ciertamente tiene sus últimas raíces en los oscuros acontecimientos históricos que culminaron en la crucifixión de Jesús. Pero, según se nos presenta actualmente, es un tejido de mitos y leyendas elaborado por los primeros cristianos. En muchos casos podemos reconocer las fuentes judías o paganas de esta mitología. Esta barrera de interpretación creadora que se interpone entre nosotros y el Jesús histórico ha resultado impenetrable a la investigación histórica; pero este hecho no debe desalentarnos. Debemos reconocer con valentía que el Jesús histórico no sólo está perdido para nosotros sin posibilidad de recuperarlo, a pesar de todas las apariencias en sentido contrario, carece casi totalmente de interés para el significado profundo, central, del mensaje del Nuevo Testamen­to 13. Hemos de orientar todas nuestras fuerzas a la continua-

12 Cf. R. Bultmann, New Testament and Mythology, en Keryg-ma and Myth, a Theological Debate (ed. H. Bartsch; traducción in­glesa de R. Fuller, 2).

13 Cf. la famosa afirmación de Bultmann de que él no sabe nada ni quiere saber nada sobre cómo Jesús se entendía a sí mismo: Glauben und Verstehen I, Tubinga U933, 101.

,. 3

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ción y el sostenimiento del kerygma, la proclamación del signi­ficado esencial, salvador, que los cristianos de la época apostólica vieron en Cristo, el único que es todavía válido y posee una im­portancia vital para los hombres de nuestro tiempo 14.

Para que el hombre científico moderno pueda comprender y aceptar el significado del Cristo kerygmático es preciso presen­társelo en una forma totalmente distinta de la forma en que fue promulgado originariamente. Con este fin se deben analizar e interpretar las complejas acumulaciones de elementos tradicionales en que se halla incrustado el mensaje esencial. El análisis se realiza utilizando el método de crítica de las formas, la interpre­tación se logra mediante la desmitización.

2. CRITICA DE LAS FORMAS E HISTORIA

DE LA REDACCIÓN" DEL NUEVO TESTAMENTO

Hemos visto cómo el fracaso en que acabó el intento de re­construir la vida del Jesús histórico hizo que se diera una im­portancia exagerada a la actividad creadora de las comunidades post-pascuales en la formación de la tradición evangélica 15. La crítica literaria del Nuevo Testamento, aunque actuando de manera independiente, siguió la misma dirección. El estudio de las complejas relaciones que existen entre los evangelios sinóp­ticos llevó a la teoría clásica de las "dos fuentes": los evangelios sinópticos, en el estado actual, derivan de dos fuentes, Marcos y una fuente de dichos de Jesús designada con la sigla Q. Sin embargo, pudo comprobarse pronto que este esquematismo era insuficiente. Cada una de estas fuentes era ya una unidad com­pleja y evidentemente suponía un complejo proceso de evolución.

14 Bultmann desarrolla este punto con particular energía en su breve monografía, de carácter divulgador, Jesús Christ and Mythology, Londres 1960 (traducción alemana, 1964).

15 Cf. P. Benoit, Exégese et Théologie I: Réflexions sur la form-geschichtliche Métbode, París, 1961, 50 ss.

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Desde el comienzo, los que desarrollaron el método de crí­tica de las formas o lo aplicaron a los evangelios sostuvieron que las alusiones topográficas y cronológicas contenidas en los rela­tos evangélicos poseen un carácter artificial e interpretativo más que histórico 16. Es imposible, en efecto, reconstruir el desarrollo externo de la vida de Jesús partiendo de los Evangelios. Por con­siguiente, la tarea inicial de esta crítica es descubrir y determi­nar los rasgos generales de la estructura redaccional, mediante la cual fueron unidas artificialmente en forma de Evangelio las unidades, originariamente aisladas, de la tradición. Lo que que­da después de eliminar esta estructura es una colección de uni­dades menores que formaban la tradición primitiva. Excep­tuados los relatos de la Pasión, estas unidades son casi todas extraordinariamente breves. Para su estudio se las clasifica, princi­palmente sobre la base de una comparación con paralelos extra-bí­blicos, en un número limitado de tipos literarios —o más bien pre-literarios. Una división preliminar se establece entre discursos y material narrativo. Según el sistema de clasificación de Bult­mann 17 los discursos se dividen en los siguientes grupos: i) Di­chos "sapienciales" (p. ej., Mt 6, 19-34); 2) Dichos proféticos y apocalípticos (p. ej., Mt 5, 3-9); 3) Normas legislativas o dis­ciplinares para la comunidad (p. ej., Mt 18, 15-22); 4) Dichos de Jesús en formulación directa (en i.a persona: "yo"; p. ej., Me 2, 17); 5) Parábolas y alegorías. Bultmann incluye también en el grupo general de discursos los apotegmas, dichos lapidarios de Jesús enmarcados en un contexto narrativo. A su vez, este último grupo es subdividido en controversias e instrucciones (p. ej., Me 2, 1-12) y apotegmas biográficos (p. ej., Me 6, 1-6).

16 Cf. especialmente K. Schmidt, Der Rahmen der Geschichte Jesu, Berlín 1919.

17 Cf. R. Bultmann, Die Geschichte der synoptischen Tradition, Gotinga 31957 (Trad. ingl.: J. Marsh, The History of the Synoptic Tradition, Oxford 1963). Una breve exposición puede verse en R. Bult­mann y K. Kundsinn, Torva Criticism (trad. ingl.: F. Grant, Nueva York 1962).

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El material narrativo es dividido en "historias de milagros" y "narraciones históricas y leyendas".

La crítica de las formas se encuentra así en condiciones de reconstruir el contexto vivo (Sitz im Leben), dentro de la Igle­sia naciente, en que fueron surgiendo estas unidades de la tra­dición. En el caso concreto de una unidad o un tipo de unida­des, la crítica puede señalar cómo refleja los ideales o responde a las exigencias de un grupo particular entre los primeros cristia­nos que le dio forma. ¿A quién iba dirigido originariamente? ¿Qué reacción pretendía producir? ¿Cuáles eran los intereses especiales y las características del grupo en que había nacido? No obstante, la crítica de las formas ¿no se limita a estudiar los estadios más primitivos en la formación de la tradición? Entre el estadio primero y la cristalización final en forma de evangelio existe toda una serie de estadios intermedios en que las unida­des de tradición son combinadas y recombinadas de diferentes maneras, dando lugar así a complejos de tradición más amplios que responden a las nuevas necesidades de la comunidad 18.

De este modo vino a considerarse el Nuevo Testamento como "el libro de oraciones de la primitiva Iglesia", creado por una comunidad, recién nacida y heterogénea, de hombres animados de un entusiasmo religioso, en el proceso de realización de sus ideales en un mundo siempre extraño y ordinariamente hostil. El objetivo que estos primeros cristianos se proponen es —según los críticos de esta escuela— crear un modelo de vida cristiana ideal para la comunidad misma (culto, catequesis, principios éti­cos, conservación de la ortodoxia doctrinal, etc.) y para los que están fuera de ella, frente a los que se adopta una actitud de de­fensa o de conquista (apologética, legitimación religiosa, conde­na de sistemas rivales o arcaicos, perseverancia en la persecu­ción, inofensividad política, etc.). Así pues, aunque el Nuevo Testamento tiene sus raíces, oscuras o completamente invisibles

18 Cf. especialmente The History of the Synoptic Tradition, 322 ss: 'La edición de la palabra hablada'.

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en su mayor parte, en la vida y muerte de Jesús, principalmente es creado por la primitiva comunidad cristiana que legitima sus concepciones idealistas y sus intereses proyectándolos en la vida de su fundador. En los evangelios estos ideales se hallan expre­sados en forma de relato y de una manera característica del am­biente en que fueron creados.

Hasta aquí no hemos prestado atención al último estadio redaccional en la formación de las tradiciones evangélicas. Aun­que Bultmann se ocupa de este punto con bastante detención 19, la crítica de las formas, en su conjunto, da una importancia in­dudablemente excesiva a los estadios más antiguos del proceso, exagerando así la actividad creadora de las primitivas comunida­des anónimas en una medida que históricamente resulta irrealis­ta. Reconociendo este hecho, otros investigadores más recientes se han concentrado en el estadio final, descuidado hasta ahora, en el que los evangelios sinópticos reciben la forma en que los conocemos. Estos investigadores examinan el papel de cada evan­gelista en su obra y los modos peculiares de agrupar y elaborar el material de las tradiciones anteriores. De este examen deducen la interpretación teológica que cada evangelista da a su Evan­gelio considerado como un todo. Sin remplazar en la práctica a la crítica de las formas, esta "historia de la redacción" ocupa cada vez más el centro de interés de los especialistas actuales en el Nuevo Testamento. Este método constituye una reacción sa­ludable contra los excesos de la crítica de las formas, pero con­centra su atención en un estadio del desarrollo de la tradición que se halla todavía más alejado del Jesús histórico que el repre­sentado por las comunidades cristianas primitivas.

Una evidente y llamativa debilidad de la crítica de las for­mas es su pretensión de reducir exageradamente la capacidad e intención de los escritores neotestamentanos de consignar hechos

19 Cf. The History... 337 ss.

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históricos sobre Jesús2 0 . Ciertamente, su intención era aplicar el significado de lo que Jesús había dicho y hecho a su situación post-pascual y a la de sus contemporáneos. Sus recuerdos de Je­sús fueron seleccionados y agrupados, presentados e interpretados de acuerdo con este principio. Pero los presentaron, de manera inequívoca, como recuerdos reales cuya autenticidad podía ser garantizada por testigos presenciales que todavía vivían 21.

Durante algunos años, especialistas escandinavos y de otros países 22 han investigado las técnicas que han servido para pre­servar y transmitir la tradición en los ambientes rabínicos y judíos. Las tradiciones sobre Jesús que contiene el Nuevo Testa­mento —afirman estos investigadores— se preservaron y trans­mitieron de forma semejante. En este sentido, sus conclusiones distan mucho de las conseguidas por la crítica de las formas. La magistral obra de B. Gerhardsson 23 sobre la materia, publicada hace sólo unos años, representa el más poderoso desafío a que ha debido hacer frente la crítica de las formas. Las conclusiones más interesantes de Gerhardsson se refieren a la fiel preservación de la "torah oral", por oposición a la "torah escrita", el texto bí­blico, cuya pureza fue custodiada con extremo cuidado. Al es­tudiar la torah oral, Gerhardsson define primero las categorías de exposición oficial, midrash y mishnah, halakah y haggadah. Y demuestra cómo no sólo la tradición básica, sino también la explicación y discusión que nació en torno a ella fue conservada con una fidelidad escrupulosa. Tanto si fue el mismo rabbí, o sus discípulos inmediatos, o generaciones postenores que se en-

20 Cf. P. Benoit, op. cit., 47: "Peut-étre les premiers chrétiens n'ont-ils pas eu le souci de r'histoire", mais ils ont eu le souci de l'"his-torique".

21 Cf. Act 1, 21-22; 2, 32; 5, 32, etc. 22 Cf. sobre todo H. Riesenfeld, The Gospel Tradition and its Be-

ginnings, en The Gospels Reconsidered, Oxford 1960, 131-153; cf. tam­bién J. Doeve, fewisb Hermeneutics in the Synoptic Gospels, Assen 1954.

23 B. Gerhardsson, Memory and Manuscrift. Oral Tradition and Written Transmission in Rabbinic Judaism and Early Christianity (Trad. ingl. E. Sharpe), Copenhague 1961.

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frentaban con problemas nuevos, quien determinó qué elemen­tos de sus palabras o acciones era esencial retener. "Repetidores" oficiales, los tannaim, aprendían de memoria estas tradiciones orales, en un tenaz ejercicio de repetición, hasta que se les con­sideraba suficientemente preparados para transmitirlas con una precisión perfecta. Ciertas secciones de la tradición oral eran re­unidas en compendios, kelalot, que contenían las enseñanzas esenciales del rabbí sobre una cuestión determinada. Estas, a su vez, eran recordadas por sus encabezamientos o títulos, simanim, y se arbitraron procedimientos mnemotécnicos para retener en la memoria estos simanim. En el Nuevo Testamento y en los es­critos de los Padres apostólicos encontramos argumentos sufi­cientes para pensar que la tradición de jesús y en torno a Jesús fue tratada en sus orígenes como torah oral de este tipo, ya que la torah escrita oficial seguía siendo el Antiguo Testamento. Mientras la torah oral de Jesús es usada todavía con cierta liber­tad por los Padres apostólicos hasta mediados del siglo n, su autenticidad es garantizada por una sucesión cuidadosamente de­finida de testigos y "transmisores" que tiene su origen en el mismo Jesús. Gerhardsson sabe prevenir contra la objeción24

de que estos métodos de preservación y transmisión estuvieran confinados a círculos exotéricos de judíos cultos, y no eran, por tanto, representativos del judaismo en general. Estas técnicas —afirma— eran muy conocidas y su uso estaba muy extendido, y el mismo Jesús las utilizó para transmitir lo que era esencial en su mensaje.

A pesar de la hostil acogida que sus ideas han recibido por parte de los que se hallaban implicados en la crítica de las for­mas, el reto de Gerhardsson ha causado una fuerte impresión. Hasta ahora no ha recibido una respuesta seria por parte de és­tos. Aunque con el tiempo esta teoría pueda experimentar revi­siones y modificaciones, es muy probable que lleve a una revi-

24 Cf. su Tradition and Transmission in Early Christianity, Co­penhague 1964.

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sión radical de las categorías de tradición en los estudios sobre el Nuevo Testamento. Y es difícil que no logre abrir de nuevo el camino que, desde el Nuevo Testamento, nos lleve al Jesús his­tórico. Al hacer esto, no hay motivo para temer que pueda des­truir el Cristo del kerygma.

3 . LA INTERPRETACIÓN DEL NUEVO

TESTAMENTO : DESMITIZACIÓN

Del problema que crea el análisis de las tradiciones conteni­das en el Nuevo Testamento pasamos al que crea su interpreta­ción, y concretamente al método de interpretación conocido por el nombre de "desmitización". Las diversas explicaciones que ofrece Bultmann de esta desmitización comienzan casi siempre con una exposición de lo que un hombre moderno, culto, con mentalidad científica, considera inaceptable e increíble en el Nuevo Testamento 25. Fundamentalmente, esto equivale a afir­mar la imposibilidad de una intervención sobrenatural o preter­natural en el mundo. Pero Bultmann formula esta afirmación en el tono categórico y dogmático de una proposición del En-chiridion Symholorum de Denzinger. Según él, por ejemplo, la concepción del universo que supone el Nuevo Testamento dis­tingue en aquél tres planos: arriba el cielo, morada de Dios y de los ángeles; abajo el infierno, morada de los demonios; y entre estos dos la tierra, morada del hombre y de los animales. Esta esfera central viene a ser una especie de campo de batalla, invadido por los habitantes del cielo y el infierno que intervienen constantemente, con una acción bienhechora o maléfica, en el proceso de la naturaleza y de la historia. A todo esto el hombre moderno objeta: la ciencia ha demostrado la existencia, en la historia y en el orden físico, de una cadena ininterrumpida de

25 Véase su New Testament and Mythology, 1 ss; el mismo, Je­sús Christ and Mythology, 14 ss, etc.

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causalidad que no admite intervención ninguna de Dios y sus ángeles o de los demonios. El orden natural no puede ser "...in­terrumpido o, por así decirlo, perforado por poderes sobrenatu­rales" 26. Menos abierto aún a semejantes invasiones está el espí­ritu interior del hombre.

¿En qué forma, por tanto, puede ser aceptado por el hom­bre moderno este mensaje de Jesús tan impregnado de inflexibles afirmaciones de lo sobrenatural? Porque, si lo acepta sinceramen­te, se verá obligado a aceptarlo en su conjunto, sin eliminar los elementos sobrenaturales 27. Estas consideraciones llevan al hom­bre moderno a reconocer el carácter radicalmente mitológico del Nuevo Testamento y a interpretarlo de acuerdo con él. Ahora bien, para Bultmann, la mitología "...expresa cierta manera de entender la existencia humana". Es una expresión necesariamen­te inadecuada, y presentada necesariamente en forma de relato, de la creencia del hombre según la cual "...el mundo y la vida hu­mana tienen su fundamento y sus límites en un poder situado más allá de todo lo que nosotros podemos calcular y controlar". El hombre primitivo sólo puede expresar este poder "de otro mundo", en cuanto actúa sobre él y sobre las cosas que lo rodean, atribuyéndole las condiciones y actividades de "este mundo". Los mitos objetivan como realidades de este mundo lo que no es de este mundo" 28.

Aplicando esto al Nuevo Testamento encontramos que el punto culminante de su mensaje es indiscutiblemente la muerte y resurrección de Jesús, en que Dios dirige su palabra salvadora a los hombres. Esto es considerado como un solo acontecimien­to, el "acontecimiento Cristo"29. El resto del Nuevo Testa­mento desarrolla el significado central de este acontecimiento en

26 Ibid., 15. 27 New Testament and Mythology, 9: "...no podemos salvar el

kerygma seleccionando algunos de sus aspectos y eliminando otros, y reduciendo así la dosis de mitología que contiene".

28 Jesús Christ and Mythology, 19. ••'. 29 Cf. New Testament and Mythology, 33 ss.

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la forma indirecta de relatos de palabras y obras maravillosas de Jesús. El objetivo de la desmitización es liberar este mensaje sal­vador de su expresión mitológica y formularlo de nuevo en tér­minos adecuados a las perspectivas filosóficas de nuestro tiempo.

Por tanto, el hombre moderno no tiene que hacer violencia a su razón creyendo que los acontecimientos sobrenaturales na­rrados en los evangelios son realidad histórica. La preocupación por la realidad histórica lo distrae del verdadero objeto de la fe, el mensaje interno, espiritual, que encierran para él los relatos del Nuevo Testamento, en cuanto aplicado a su situación huma­na particular. Ciertamente este mensaje tiene su última raíz en dos acontecimientos históricos: la muerte de Jesús en la cruz y la fe pascual de sus discípulos en su resurrección. Pero el men­saje presenta estos acontecimientos no como hechos de la histo­ria, sino como gesto de Dios que llama al hombre a la fe y la obediencia. Un gesto es un acto o movimiento físico, cuyo ob­jetivo primario no consiste en originar un cambio físico, sino en comunicar un contenido. El gesto de Dios en Jesús crucificado significa la muerte al mundo y al estado de caída radical, corrup­ción y pecado en que el hombre se encuentra dentro de él. El significado de este gesto divino es prolongado en la fe de los discípulos en la resurrección de Jesús. La resurrección, en efecto, representa mitológicamente ese estado de vida trascendente y auténtica que consiste en vivir para el futuro que Dios otorga graciosamente al hombre en palabra y promesa. Esto es lo que significa ser resucitado de entre los muertos.

Este significado fundamental de la muerte y resurrección de Jesús se ve explicitado y llevado a su formulación extrema en el kerygma, la predicación de los primeros cristianos; y de este modo penetra en la vida de todo hombre, haciéndole presente en palabra y promesa el futuro que Dios graciosamente da, e invitándole a decidir aquí y ahora entre Dios y el mundo, entre muerte y vida, libertad y esclavitud. La decisión del hombre de morir al mundo y a sus propios pecados y vivir sólo de la palabra de Dios y para el futuro que esta palabra le hace presente debe

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ser sostenida y constantemente renovada en cada momento de la vida del creyente.

El kerygma, por tanto, prolonga —y es inseparable de él— al Jesús que murió y del que se creyó que había resucitado en la realidad histórica, exactamente lo mismo que una palabra prolonga —y es inseparable de él— el gesto que la acompaña o la precede. Ambos, unidos, encierran el mismo significado. Los escritos del Nuevo Testamento desarrollan progresivamente los diversos aspectos e implicaciones de este significado central, en respuesta a las necesidades, exigencias e intereses de las primeras comunidades cristianas a las que dichos libros están dirigidos.

De este modo, ¿qué importa el que estos escritos, que a pri­mera vista parecen ofrecer una serie de increíbles afirmaciones históricas sobre la vida de Jesús en la tierra, resulten estar em­papados de ideas mitológicas, llenos de inconsecuencias y contra­dicciones internas 30, y sean abiertamente irreconciliables con las conclusiones científicas de la investigación moderna, física e his­tórica? Lejos de sentirse desalentado por descubrir que en el Nuevo Testamento apenas se le ofrece algo que pueda llamarse una historia de Jesús, el hombre de fe se alegra de ello. Sabe que la fe, para ser verdadera fe, debe carecer de todo apoyo de prueba intelectual 31. Que la fe alcanza su más alto grado de pureza cuando, con todos los hechos íntelectualmente compro­bables en contra, dice: "No obstante, creo, acepto y abrazo, en una entrega total, el mensaje que, enteramente invisible a los ojos del investigador científico, me habla desde este fárrago acientífico de mito y leyenda".

En su concepción del hombre caído como totalmente corrom­pido por el pecado Bultmann es fiel a los postulados clásicos del luteranismo. Al rechazar a priori lo sobrenatural adopta con más intransigencia que cualquiera de sus predecesores la actitud ca­racterística del protestantismo liberal, a la vez que es más con-

30 Ibid., 11-12. 31 Jesus Christ and Mythology, 60 ss.

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44 f. Bottrke

secuente en sacar sus últimas conclusiones. En su enérgica eli­minación de todo apoyo externo, racional, al acto de fe, su fideísmo se aproxima al de Bart. Su insistencia en el mensaje espiritual encerrado en el material mítico del Nuevo Testamento lo sitúa, evidentemente, muy cerca de Strauss. En ciertos aspec­tos importantes su concepción de la fe se asemeja también a la de Ritschl32. Como Ritschl, Bultmann renuncia a encontrar cualquier clase de conocimiento "teórico" u "objetivador" de Dios en el mensaje del Nuevo Testamento. Porque lo que este mensaje nos presenta es Dios en su impacto gratuito y salvador sobre el hombre caído y desamparado en sus pecados. Y la res­puesta del hombre, la fe, consiste según Bultmann en una de­cisión, una elección entre Dios y el mundo como la respuesta a su terrible necesidad.

Pero lo que principalmente distingue a la teoría hermenéutica de Bultmann es el sistema filosófico que escoge por creer que le ofrece las categorías apropiadas para presentar al hombre moder­no el mensaje desrnitizado del Nuevo Testamento. Como Schleiermacher utilizó conscientemente la filosofía de Spinoza y Strauss la de Hegel para interpretar el Nuevo Testamento, así Bultmann utiliza los principios existencialistas de Heidegger33

con el mismo fin. El punto central de este sistema filosófico viene a ser la distinción entre Vorhandensein, esa especie de "ser-cosa o "ser-existente" que el hombre tiene en común con los animales y demás cosas materiales, y Dasein, la forma específicamente humana de existencia en que el hombre puede reflexionar sobre sí mismo y su mundo y tomar decisiones de significación dura-

32 A. Ritschl, The Christian Doctrine of Justification and Recon-ciliation, Edimburgo 1900, 195.

33 Véase su Sein und Zeit, Tubinga I01963 (Trad. ingl.: J. Mac-quairie y E. Robinson, Being and Time, Londres 1962). Una breve y clara exposición de su filosofía puede encontrarse en L. Malavez, Le Message chrétien et le mythe: La théologie de Rudolph Bultmann, Pa­rís, 1954, 25 ss.

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El Jesús de la Historia 45

dera y trascendente. Porque cada hombre tiene su historia pro­pia 34.

Con una importante reserva, esta concepción existencialista de entrega al futuro, esta invitación a realizar la propia existen­cia frente a la muerte, proporciona a Bultmann la categoría exac­ta de pensamiento que necesita para interpretar la doctrina del Nuevo Testamento sobre la caída y la redención. El Nuevo Tes­tamento nos presenta también al hombre postrado y meneste­roso, más radicalmente menesteroso en su pecado que el "yo" de los existencialistas, destinado a una muerte que es todavía más absoluta y maldita. El hombre caído es totalmente incapaz de realizar una vida auténtica por su propio esfuerzo. En esta situación, ¿qué puede rescatarlo? No la auto-suficiencia de los antiguos judíos, que consiste en la conformidad con la ley, ni la auto-suficiencia de los dentistas modernos que pretenden con­trolar el mundo y amoldarlo a su voluntad, ni tampoco la auto­suficiencia de los filósofos que consideran al hombre capaz de trascender su estado de postramiento mediante sus facultades hu­manas, decidiendo entregarse a su propio destino. Para Bultmann la auto-suficiencia es el pecado de los pecados 35. Es precisamen­te en el momento en que el hombre no puede hacer nada, abso­lutamente nada, cuando Dios interviene liberándolo del estado de pecado que vicia su pasado, invitándolo —a la vez que le otor­ga el poder necesario— a entregarse mediante la fe al futuro escatológico que es la vida en Cristo. "Aquí está la distinción crucial entre el Nuevo Testamento y el existencialismo, entre la fe cristiana y el entendimiento natural del Ser. El Nuevo Tes­tamento habla, y la fe tiene así noticia de un acto de Dios me­diante el cual el hombre viene a ser capaz de entrega-compro­miso, capaz de fe y amor, de realizar su vida auténtica" 36.

34 Para un análisis de lo que Bultmann pretende decir con esto véase especialmente Glauben and Verstehen II, Tubinga 1952, 1-19.

35 New Testament and Mythology, 30. ; 36 Ibid., 33.

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4- LA NUEVA BÚSQUEDA DEL JESÚS HISTÓRICO

Para Bultmann, el "acontecimiento-Cristo" en que tiene lu­gar el gesto de Dios se limita casi exclusivamente a la muerte y resurrección de Jesús. Por eso es explicable que se niegue re­sueltamente a buscar las raíces históricas del kerygma del Nuevo Testamento en la vida terrena de Jesús. Esta negativa parece a la vez arbitraria e irrealista. Ciertamente, al explicar el keryg­ma, es muy razonable tener en cuenta las intenciones evidentes y explícitas de quienes lo proclamaron por primera vez. Pero al atender a esta intención de los primeros portadores de la tradi­ción resulta imposible afirmar que no pretendían comunicar a sus oyentes ciertos hechos reales del ministerio terreno de Jesús. Es posiblemente este hecho lo que explica que algunos discípu­los de Bultmann hayan iniciado una "nueva búsqueda del Je­sús histórico"37. La antigua búsqueda de la personalidad de Jesús con datos biográficos concretos sigue siendo para éstos fútil y carente de sentido, pero consideran posible y necesario penetrar a través del kerygma, no sólo hasta el Jesús de la cruz, sino has­ta el Jesús del conjunto de la vida pública, es decir, el Jesús histórico considerado precisamente en su significado existencial. "Su acción —escribe J. M. Robinson—, la intención latente en ella, la manera de entender la existencia que implica, y con esto su 'mismidad' son asequibles a la investigación histórica"38. E. Kásemann, el iniciador de esta nueva búsqueda, señala que si los primeros cristianos eran incapaces de prescindir de su fe en su presentación de la historia de Jesús, también eran incapaces de sustituir la historia por un mito o de permitir que un ser ce­leste remplazase al Nazareno. Desde el primer momento estos cristianos tuvieron que luchar con un doble peligro entre sus oyentes: un interés exageradamente humano sobre Jesús y la

37 Cf. J. M. Robinson, op. cit., y R. Fuller, The New Testament in Carrent Study, 33-67.

38 Cf. J. M. Robinson, op. cit., 105.

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El Jesús de la Historia 47

tendencia opuesta del docetismo que pretendía reducir su huma­nidad a pura apariencia. Particularmente, es cierto que Lucas intentó presentar a sus lectores la vida del Jesús terreno. Tam­bién el cuarto Evangelio, escrito en el ambiente de las contro­versias anti-docetistas, sostiene resueltamente que la revelación no tuvo lugar sólo en los acontecimientos culminantes de la vida de Jesús, sino también en su ministerio terreno 39.

H . Conzelmann40 señala en el relato evangélico una serie de rasgos que son únicos y sitúan a Jesús en evidente contraste frente a lo que se supone ser el marco de su vida y el de la re­dacción de los evangelios. Así, a pesar de que durante el período en cuestión existían ciudades griegas dentro de Palestina y en sus fronteras (p. ej., Sepphoris, a unos dos kilómetros de Nazaret), el movimiento iniciado por Jesús, en sus primeros estadios, no parece haber experimentado apenas el influjo del helenismo. Es un movimiento claramente judío, y parece tratarse de un movi­miento mesiánico que, como el movimiento sectario de Qum-ran, surgió como emancipación y oposición frente a otros círcu­los más oficiales del judaismo. Pero en su llamamiento universal a los pecadores, en su mensaje de perdón y fe y en su radical anti-legalismo este movimiento es diametralmente opuesto al sectarismo de Qumran y, si se le compara con cualquiera otra de las formas conocidas de judaismo, se revela como totalmente único. Difiere también en puntos importantes del movimiento representado por Juan Bautista, aunque esté estrechamente rela­cionado con él. Juan invitaba a las gentes a dejar sus ciudades y marchar al desierto, y el lema de su llamada era: "¡Arrepen­tios, porque el reino de Dios está cerca! " (Mt 3, 2). El arrepen­timiento y la conversión se manifestaban en prácticas ascéticas. Jesús, en cambio, buscaba a sus hermanos judíos en sus propias

39 E. Kásemann, Das Problem des historischen Jesús, "Zeitschr. íür Theol. Kirche" 51 (1954), 125-153, reeditado en Exegetische Ver-suche und Besinnungen I, Gotinga 1960, 187-214.

40 Art. Jesús Christus, en Die Religión i. Gesch. u. Gegenw. III, H959, 619-653.

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48 ]. Bourke

ciudades, y aunque los términos de su llamada eran idénticos, su misión no era ascética. Sus seguidores no debían confiar ni en la falsa segundad de considerarse miembros del pueblo escogido ni en la seguridad igualmente falsa de las obras ascéticas. Su se­guridad debía apoyarse sólo en la fe en Dios, cuya actitud de amor y perdón hacia ellos en sus pecados se revelaba en las pala­bras y obras misericordiosas del mismo Jesús.

Pueden señalarse también un número de elementos que, por su naturaleza, hacen referencia necesariamente a una situación única e irrepetible en la vida de Jesús y que no pueden reflejar ninguna situación típica en la vida de la comunidad postpascual. Estos elementos no se pueden explicar sin hacerles violencia como creaciones retrospectivas de la comunidad con el fin de legitimar una práctica o creencia existente dentro de aquélla 41. La auten­ticidad de un número de dichos de Jesús se ve confirmada ade­más por el hecho de que su origen arameo es suficientemente demostrable. Así sucede con un núcleo no pequeño de pará­bolas.

Aun concediendo un margen al escepticismo científico de los historiadores modernos, no se puede negar que Jesús apare­ció realmente como profeta y legislador, obrador de milagros y maestro, que sus obras complementaron y apoyaron sus pala­bras y que el conjunto constituye un significativo y poderoso encuentro, en un lugar y un momento concretos, con Dios dis­pensador de gracia y perdón. Su llamamiento es el último de todos y proclama la venida del reino de Dios de manera que éste se hace real en su propia actividad, dispensadora también de gracia: curación de los enfermos, bendición de los pobres y per­dón de los pecadores. En su actitud fundamental y su conduc­ta 42, en su atrevido ataque al legalismo, en su autoridad sobe­rana, con la que proclama el perdón de publícanos y prostitutas y el juicio de los justos, y, finalmente, en su humilde sumisión

41 Conzelmann, art. cit., col. 623. 42 Cf. E. Fuchs, Studies in the Historical Jesús (S. T. B. 42), trad.

ingl.: A. Scobie, Londres 1954.

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El Jesús de la Historia 49

a la voluntad de Dios, Jesús hace presente anticipadamente el futuro reino de Dios.

5. CONCLUSIÓN

Aparte el dogma racionalista —naturalmente inadmisible— de la imposibilidad de lo sobrenatural, podemos mencionar tres objeciones clásicas a la posición de Bultmann que no han recibi­do nunca una respuesta satisfactoria 43.

1) La "pre-concepción" (Vorverstandnis) existencialista con que Bultmann aborda deliberadamente el Nuevo Testamento prejuzga la exposición de su contenido, le obliga a descuidar sus numerosos elementos que no son susceptibles de interpretación existencialista y actúa como un molde forzado que trunca y vio­lenta el mensaje del Nuevo Testamento en su conjunto.

2) La interpretación que Bultmann ofrece del "aconteci­miento salvador" lo hace demasiado dependiente del creyente. La crucifixión y resurrección de Jesús sólo se convierten en el acontecimiento salvador cuando son proclamadas como tales en el kerygma y recibidas como tales por los que responden a él con la decisión de la fe, permitiendo así ser elevados a la exis­tencia escatológica.

3) Por concentrarse en la muerte-martirio de Jesús, Bult­mann ha sido acusado de docetismo; parece reducir el Salvador a un simple acontecimiento de salvación. El significado que en­cuentra en éste, ¿no podía ser inferido también de la muerte-martirio del primer predicador del reino de Dios inminente, Juan Bautista? 44 ¿En qué sentido particular y único está Dios "en" Jesús? ¿Por qué, en efecto, es necesario localizar el mensaje salvífico de Dios en un acontecimiento terreno? La posición de

43 Para una discusión de estas dos primeras objeciones, véase Ful-ler, op. cit., 25 ss.

44 Sobre esta objeción, véase el excelente artículo de G. Ladd, The role of Jesús in Bultmann s Theology, "Scottish Journ. of Theol." 18/1 (1965), 66 ss.

4

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50 J. Bourke

Bultmann ¿no lleva lógicamente a prescindir totalmente del Je­sús histórico? ¿Por qué este acontecimiento histórico no ha de ser desmitizado lo mismo que el resto de las afirmaciones del Nuevo Testamento en que se efectúa una "objetivación históri­ca" y que pueden distraerme de la invitación kerygmática a la decisión de fe? O, si consideramos a Jesús como el portador de la palabra, ¿en qué sentido esta palabra está únicamente "en" Jesús? ¿Es Jesús único simplemente en el sentido de que es el primero de una larga serie de hombres que son instrumentos de la palabra, muchos de los cuales, como el mismo Jesús, dieron testimonio de la palabra que predicaban con su propia sangre?

A pesar de los aspectos profundamente falsos y heréticos de las teorías de Bultmann, todo el mundo cristiano debe estar agra­decido a él y a sus discípulos. Los cristianos han aprendido de él a concentrarse no en la materialidad externa, sino en el pro­fundo significado teológico de Jesús; a mirar su vida, muerte y resurrección como un gesto significativo de Dios, cuyo signifi­cado salvador y eterno recibe una luz y un vigor nuevos en las palabras del mismo Jesús y en las del kerygma post-pascual. Pero no podemos quedarnos aquí. Debemos ver en el "acontecimien­to" de Jesús, desde su encarnación hasta su resurrección, no sim­plemente un gesto, sino un gesto sacramental. Como el agua derramada sobre el bautizando, este gesto produce lo que signifi­ca. Es un gesto que causa esa redención, esa re-creación, esa vida de gracia, esa promesa presente de gloria futura que pro­clama el kerygma, y que los hombres de todas las edades reciben del Cuerpo glorioso, pero físico, de Cristo resucitado. Este prin­cipio específicamente católico de la sacramentalidad permite identificar al Jesús histórico, en el acontecer concreto de su exis­tencia terrena, con el Cristo del kerygma en su significado sal­vador y eterno.

J. BOURKE

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KEN0S1S-AN0NADAMIENT0 (Flp 2, 7)

Desde el Concilio de Calcedonia nuestra teología ha expresa­do la plenitud de Cristo atribuyéndole dos naturalezas: natu­raleza divina y naturaleza humana. Pero cuando, desde este pun­to de vista teológico, examinamos cómo hablan de Cristo los escritos del Nuevo Testamento, ciertamente encontramos la ple­nitud, pero no la dualidad de la doctrina dogmática posterior. En su lugar descubrimos otra dualidad, una dualidad más "hori­zontal" : se distingue entre vida de Jesús en la tierra y presen­cia del mismo en el cielo, entre su condición de "siervo" y su poder, entre su anonadamiento y su exaltación. Mi intención en este artículo, que va a ocuparse del anonadamiento, de la keno-sis ( = vaciamiento), es mostrar la importancia de incorporar tam­bién esta otra dualidad a nuestra reflexión teológica. Tras un breve análisis teológico del tema quiero sugerir una elaboración teológica que, evidentemente, no pretende ser más que un in­tento en esta dirección. Mi intención es llegar a un entendimien­to, dentro de la fe, de la existencia terrena del Cristo que existe por todos los siglos.

ANONADAMIENTO Y EXALTACIÓN EN LA ESCRITURA

En su forma más simple, el kerygma primitivo es: "Jesús es el Señor" (i Cor 12, 3 ; Flp 2, 11). Confesar esto equivale a creer en la resurrección de Jesús (Rom 10, 9). Sólo después de su re-

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surrección es Jesús "constituido Señor y Cristo" (Act 2, 36). Esto no quiere decir que la vida terrena de Jesús carece de significado para la salvación. Por el contrario, la predicación primitiva y los evangelios demuestran con luminosa claridad que no sólo su muerte en la cruz, sino también todas sus palabras y acciones en la tierra eran consideradas a la luz del poder salvador de su señorío. En el Evangelio de Juan Jesús es desde el comienzo la Palabra de Dios. Y, sin embargo, a lo largo de todo el Nue­vo Testamento aparece la conciencia de una distinción entre Je­sús en la tierra y Cristo en el cielo.

Esta diferencia encuentra una expresión más o menos con­creta en los títulos de "Señor" y "Siervo". La vida de Cristo en la tierra y su muerte son consideradas como el cumplimiento de la figura del Siervo de Yahvé contenida en los cuatro cánticos del Deutero-Isaías (Is 42, 1-9; 49, 1-11; 50, 4-11; 52, 13-53, I 2 ) ;

lo mismo hacen los primeros predicadores (Act 8, 32-35; 1 Pe 2, 21-35) y los autores de los evangelios. No es improbable que el mismo Jesús viera expresada su misión en la figura del Siervo. Es particularmente importante recordar que la figura del Siervo aparece al comienzo de la predicación de Jesús y cuando va a entrar en su pasión.

En los sinópticos la predicación de Jesús va precedida por el relato de su bautismo en el Jordán. Las palabras que en estos relatos dirige el Padre a Jesús son un eco de las palabras con que Dios introduce a su Siervo en el primer cántico: "He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma" (Is 42, 1). Desde el bautismo, muy probablemente el mismo Jesús, y con toda certeza los evangelistas ven su tarea como la del Siervo de Yahvé. Juan nos presenta al Bautista alu­diendo al sacrificio final de la vida del Siervo: "Este es el Cor­dero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29 cf. Is 53, 7.11). Cuando se acerca la hora de este sacrificio, la figura del Siervo aparece de nuevo en la respuesta de Jesús a la peti­ción de la madre de los hijos de Zebedeo y en la discusión que ésta suscita: "Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a

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Kenosis-anonadamiento 53

ser servido, sino a servir y dar su vida para rescate de muchos" (Me 10, 45 = M t 20, 28). El fin de la misión profética del Sier­vo, que es dar su vida por muchos (Is 53, 11), queda así clara­mente expresado. Lucas sitúa esta escena en la última cena y concluye con las palabras: "Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (22, 27), mientras Juan plasma el mismo contenido en la escena del lavatorio de los pies (13, 1-17). La alusión al Siervo aparece también incluso en la institución de la Eucaristía. Aunque los sinópticos describen la última cena como un ban­quete pascual, las palabras de Jesús en la institución no aluden al cordero pascual, sino al sacrificio del Siervo 1.

Siempre que aparece, la figura del siervo se halla ligada a la existencia de Jesús como el profeta manso, sufrido, expuesto a contradicción —los relatos de su tentación en Mateo y Lucas hacen ver cómo Jesús prefiere esta actitud a la de un Mesías es­pectacular— o a sus sufrimientos. En una palabra, la figura del Siervo apunta siempre en dirección opuesta a gloria: a un anona­damiento. Este anonadamiento, que traduce la palabra griega kenosis, es descrito extensamente en Flp 2, 6-11. Son muchos los escritunstas que consideran este texto como un himno de la primitiva Iglesia citado por Pablo. Antes de iniciar su análisis, quiero ofrecer el texto aquí dividido en versos y estrofas; el ver­so entre paréntesis parece ser una inserción de Pablo.

Cristo Jesús, el cual, aunque existía en la forma de Dios, no consideró la igualdad con Dios como cosa arrebatable. Se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en condición de hombre se humilló haciéndose obediente hasta la muerte (y muerte de cruz).

1 Cf. J. Betz, Die Eucbdristie in der Zeit der griechischen V'áter II/I (Friburgo 1961), pp. 26-35.

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Por eso Dios lo exaltó sobremanera y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla, en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Este himno, particularmente la primera mitad, ha sido du­rante mucho tiempo objeto de controversia entre escrituristas y teólogos 2. Comienza mencionando la forma o existencia divina de Jesús. El primer verso menciona también la "igualdad con Dios". Es curioso que esto se exprese mediante una frase ad­verbial: einai isa —no: ison— theooi; por eso podemos tradu­cir también: "vida en un plano divino" o "vida en un estado divino". Y de esto se dice que Cristo no lo consideró como un arpagmos (robo). Esta palabra puede significar "robo" en sentido activo, aunque aquí es más probable que signifique "lo que es robado" o "botín" en sentido pasivo. Pero en este último caso puede establecerse una nueva distinción: lo robado puede aludir a algo ya adquirido o a algo que se puede adquirir, que todavía no se ha "robado". En el himno, la acepción primera, algo "ya adquirido", significaría que Jesús no se aferró a ello; la segunda, algo que "está por adquirir", expresaría la idea de que Jesús no intentó apoderarse de ello. Esta última interpretación es para mí la más probable, particularmente a causa de los paralelos en los evangelios: la elección de Jesús en el momento de la ten­tación y al acercarse su pasión. Cristo, por tanto, no intenta apo-

2 Cf. P. Henry, Kénose, en Dict. Bible. Suffl. V, ce. 7-161. En mi exégesis he utilizado el trabajo de A. Feuillet, L'homme-Dieu con­sideré dans sa condition terrestre de Serviteur et de Rédempteur, "Vivre et Penser" (que sustituyó a "Revue Biblkjue" durante la guerra), 2.a ser., I (1942), 58-79.

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Kenosis-anonadamiento 55

derarse de una "vida en un plano divino" mientras se halla en la tierra. "Sino se anonadó ( = vació) a sí mismo" (alia eauton eke-noosen). Si Jesús poseía ya esta vida en un plano divino, la ex­presión anterior afirma que Jesús se desprende, "se vacía", de ella. Pero si no se hallaba aún en posesión de esta vida, el "vaciamien­to" puede entenderse en un sentido absoluto: se vació a sí mis­mo, se anonadó (para esta interpretación cf. i Cor i, 17; 2, 15; Rom 4, 14). Y Jesús hizo esto asumiendo la existencia —de nue­vo aquí: la forma, morphe— de Siervo. ¿Se alude aquí al hom­bre como siervo de Dios, al justo de Israel, a los profetas o al Siervo del Deutero-Isaías ? Quizá a todos a la vez. En este caso las palabras "haciéndose semejante a los hombres" pueden en­cerrar una ulterior explicación de lo que expresa la palabra "sier­vo" o aludir al hecho de que el Siervo de Yahvé se negó a con­siderarse superior a los demás hombres. Pero aquí no se habla de igualdad de naturaleza o esencia, como ocurría en la alusión a las relaciones con Dios; se trata más bien de igualdad en el modo de vida y comportamiento (schemati, habitu). Esta aco­modación a nuestra existencia humana, terrena, es explicada con mayor amplitud en el versículo tercero. Cristo se humilló, y en esta humillación hemos de ver su renuncia a la igualdad divina. Hizo esto en obediencia, evidentemente a una misión divina, lo mismo que el Siervo de Yahvé. Y esta obediencia duró hasta la muerte; según la adición de Pablo podemos decir: hasta la muer­te y en la muerte. Pero después de esta muerte, Dios exaltó a su Siervo sobremanera (hyperypsooen). Esta exaltación está des­crita en la segunda parte del himno, que se concentra en el es­tado celeste de Jesús como Señor, para gloria del Padre.

En algunos textos Pablo ve la existencia terrena de Jesús como un todo, y entonces se trata también de un anonadamiento ( = vaciamiento), aunque expresado con palabras distintas. Para él, por tanto, lo opuesto a este estado de anonadamiento puede llamarse una pre-existencia divina: "Siendo rico, se hizo pobre por amor vuestro, para que mediante su pobreza vosotros pudie­rais ser ricos" (2 Cor 8, 9). Asumir esta pobreza equivale a "va-

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ciarse" de las riquezas divinas, lo mismo que asumir la "forma de Siervo" equivale a vaciarse de la majestad divina. La pobreza significa aquí una igualdad con el hombre en cuanto siervo y, por tanto, una igualdad en la tutela del pueblo de Dios, cuyos miembros estaban todavía bajo la ley: "Pero cuando llegó la ple­nitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que pudiéramos recibir la adopción de hijos" (Gal 4, 4-5). Cristo, también, tomó sobre sí la maldición de la ley para transformarla en bendición: "Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldición" (Gal 3, 13). Cristo se hallaba bajo la ley y su maldición porque su existencia se hallaba bajo el signo de nuestro pecado: "Pues Dios ha hecho lo que la ley, débil a causa de la carne, no podía hacer: enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado, conde­nó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cum­pliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el Espíritu" (Rom 8, 3-4). O como en otro pasaje resume Pablo con palabras de una fuerza extraordinaria: "Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en El fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21).

Como en el himno de Flp 2, 6-11, también en la carta a los Hebreos la humillación y pasión de Cristo aparecen como elec­ción suya: "El cual (Jesús), en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Heb 12, 2). Esta elección pudo haber tenido lugar en la vida terrena de Jesús, cuando "fue ten­tado en todo a semejanza nuestra" (Heb 4, 15). Pero el comienzo de esta vida, la venida de Cristo a este mundo, estuvo unido a esta elección: "Por lo cual, entrando en este mundo, dice: 'No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. No aceptaste los holocaustos y sacrificios por el pecado'. Entonces yo dije: 'Heme aquí que vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad' —como está escrito de mí en el volumen del Libro" (Heb 10, 5-7; Sal 40, 7-9). Esta entrada consciente en el mundo

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implica la pre-existencia de Cristo, y esta fe es expresada al co­mienzo de la carta, donde Cristo es llamado "el Hijo... por quien también creó al mundo" (Heb i, 2). A la luz de esta pre-exis­tencia se describen dos fases de la existencia humana de Cristo, una en la tierra, marcada sobre todo por la cruz, y otra en los cielos: "Después de efectuar la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas" (Heb 1, 3). Es­tas dos fases aparecen descritas de varias maneras. "Jesús, hecho por un momento inferior a los ángeles, fue coronado de gloria y honor" porque Dios "quería hacerlo perfecto mediante el sufri­miento" (Heb 2, 9). "En los días de su carne, Jesús ofreció ora­ciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era el Hijo, aprendió por sus padecimientos la obe­diencia, y alcanzando la perfección vino a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna, siendo designado por Dios sumo sacerdote, según el orden de Melquisedec" (Heb

5, 7-IO> En Juan, más que en los otros evangelistas, la majestad de

la Palabra eterna y la gloria final de Cristo Resucitado llenan la vida de Jesús en la tierra. Pero también aquí, sobre este fondo de majestad y gloria, se destaca netamente la condición imper­fecta y "vaciada" de Cristo en la tierra; por ejemplo, cuando Juan Bautista llama a Jesús "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" 3. O también cuando la incredulidad que encuentra Jesús aparece relacionada con el Siervo paciente (Jn 12, 3g = Is 53, 1). Pero la presentación más vigorosa del Señor como el Siervo es la que nos ofrece Juan en el relato del lavato­rio de los pies: "Sabiendo que el Padre ha puesto todas las cosas en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía" (Jn 13,

3 ¡O es amnos en Jn 1, 29.35 una falsa traducción del arameo taha, que significa "muchacho" o "siervo"? Cf. J. Jeremías, "amnos" y "pais" en Tbeol. Wórterbuch z. N. T.; otros autores se hallan men­cionados en M.-E. Boismard, Da Baptéme a Cana (Lectio Divina 18, París 1956), 46 s.

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3). En este pasaje la palabra "Siervo" no se aplica a Cristo, que se llama a sí mismo "Maestro y Señor" (13, 13). Pero el contraste entre este título y la acción de Jesús evoca claramente el mismo pensamiento que la expresión "hallándose en condición de hom­bre" de Flp 2, 6-11; y por eso la conclusión de la escena en Juan, en esta misma línea, dice que nosotros, a imitación del Se­ñor, debemos lavar los pies unos a otros (Jn 13, 14-16). En Juan aparece también la idea de que la condición de "vaciamiento" no se refiere sólo a la situación de Jesús como individuo, sino sobre todo a la salvación que nos alcanza: durante su vida en la tierra Jesús no es todavía el que envía el Espíritu; lo es sólo cuando está con el Padre (Jn 7, 39; 16, 7). Así, el evangelista que más insiste en la gloria de Cristo es también el que nos ofrece la más clara descripción de su "anonadamiento/kenosis".

DISCUSIÓN TEOLÓGICA

En general, la teología católica no se ha ocupado extensa­mente de la kenosis de Cristo. La alta escolástica se ocupó de los misterios de la vida de Jesús en la tierra: nacimiento, bautismo, tentaciones, transfiguración, etc. Al aspecto de kenosis no se prestó la atención que le correspondía, e incluso desde hace tiem­po el análisis de estos misterios ha desaparecido de los tratados cnstológicos. La kenosis aparece con motivo de la cuestión sobre la passibilitas de Cristo, es decir, la cuestión de si es posible que el Dios-Hombre padezca. Cuando esta cuestión no se limita al caso concreto de la pasión de Cristo sino que abarca la condición permanente de Cristo durante toda su vida en la tierra —como sucede en la Dogmatik de M. Scheeben 4—, la discusión apa­rece dominada por la pre-existencia de la Palabra. Partiendo de

4 M. Scheeben se ocupa extensamente de la condición de kenosis de Cristo en su Handbuch der katholischen Dogmatik, Bd V, c. 3, p. 3, par. 254-9 ( = Gesammelte Schriften VI/2, Friburgo 1954, pp. 108-56, esp. par. 256 en pp. 121-7.

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este punto, es natural ver todo en la vida terrena de Cristo, in­cluyendo su imperfección y el lento crecimiento que caracteriza a toda vida humana en la tierra, como la kenosis ("vaciamiento") de la gloria que corresponde a Cristo como Hijo de Dios incluso, y de modo permanente, en su condición humana. Esta gloria es considerada también como la de Adán en el paraíso o como la plenitud del paraíso en el cielo. El Hijo de Dios renuncia a esta gloria asumiendo la naturaleza humana: le hubiera sido posible asumir esta naturaleza humana en la condición de gloria, pero prefirió revestirse de la condición humana en su humillación. No obstante, la gloria no está totalmente ausente: desde el pri­mer momento de su existencia humana goza de la visión bea­tífica humana. Por tanto, su vida en la tierra no es sólo la del hombre "en camino", viator, sino también la del hombre en su perfección final, la del hombre comprehensor. Esta combinación de viator y comprehensor creó muchas dificultades en teología, particularmente en conexión con la posibilidad de que Cristo padeciese. Scheeben puede dar razón del sufrimiento corporal y de la mortalidad del Dios-Hombre, pero no puede explicar su sufrimiento espiritual sobre bases naturales. Intenta localizar este sufrimiento en la periferia del alma, dejando en el centro la visión beatífica y el gozo pleno del cielo que esta visión implica. Pero para Scheeben, el hecho de que esta visión gozosa no empape el alma entera de Cristo es un milagro. Podría decirse incluso que en esta explicación hay otro "milagro" más, porque, ade­más de los milagros de Jesús que constituyen una revelación y una "irrupción" de su gloria (cf. Jn 2, 11), necesitamos un nue­vo "milagro" para explicar por qué esta visión gloriosa y gozosa no irrumpe en la vida del alma de Cristo.

Estos dos hechos, juntos, arrojan una luz sorprendente sobre la relación de Cristo con los otros; pero ¿tenemos motivo para llamar al segundo hecho (el que la gloria no irrumpa en la vida íntima de Cristo) un milagro en el sentido de una excepción al curso natural y ordinario de las cosas? A mi juicio, la respuesta a esta cuestión ha de ser negativa, y mi intención es sugerir una

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interpretación muy distinta de la kenosis de Cristo en la tierra. La diferencia reside principalmente en el punto de partida. Yo prefiero no partir de la pre-existencia del Hijo. La descripción de la vida de Jesús en la tierra que nos ofrecen los escritos del Nue­vo Testamento está elaborada a partir del recuerdo de los que vivieron con El, y este recuerdo no se puede separar de la expe­riencia que los mismos tuvieron de la presencia de Cristo glorio­so. La vida terrena de Cristo no se vio, ni se puede ver, desde ningún otro ángulo. La pre-existencia de la Palabra en la Divi­nidad no es un objeto directo de la proclamación escrituraria, ni puede ser tampoco el objeto directo de nuestro estudio. No pre­tendo decir nada, por tanto, sobre la encarnación de la Palabra; me limitaré a describir una elección que cae dentro de la vida terrena de Jesús. Esto nos hará ver de otra manera qué es lo que Jesús escoge. Podría resumir mi opinión en tres puntos: i) No considero la elección del camino de kenosis un acto del Hijo en la encarnación, sino una decisión tomada por el Hijo hecho hom­bre; 2) Esta elección no constituye la renuncia a una existencia humana a la que el Hijo de Dios tenía derecho, sino más bien una renuncia a lo que nosotros, los hombres, imaginamos que es la vida del Hijo de Dios; 3) En un sentido positivo, esta elec­ción consistió en la aceptación por Jesús de su condición huma­na en una situación que se vio determinada por la incredulidad que encontró. Intentaré explicar cada uno de estos puntos.

1) LOS textos del Nuevo Testamento analizados anterior­mente nos presentan a Jesús escogiendo entre dos modos de vida: en el desierto rechaza el camino que le sugiere Satán; defiende su aceptación del sufrimiento contra Pedro; dice que ha venido a servir, no a ser servido; no busca una igualdad con Dios, sino escoge la existencia de siervo; abraza la cruz en lugar del gozo a que tiene derecho; prefiere beber el cáliz que su Padre le ofre­ce a hacer su voluntad. Algunos textos sitúan esta elección en un momento específico de la vida de Jesús, como al entrar en la pasión. No obstante, todos los textos pueden entenderse en el sentido de una decisión tomada dentro de los límites de la exis-

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tencia humana de Jesús. Y lo mismo decimos del himno de Flp 2, como hemos indicado. En otras palabras, no es necesario pensar que la elección de esta kenosis es hecha por la Palabra en el momento de su encarnación; los textos pueden entenderse también de una decisión o unas decisiones tomadas dentro de la existencia humana de Jesús.

Incluso podemos decir que esta última interpretación armo­niza mejor con los textos. En Flp 2, 7 ss es posible ver una doble elección hecha por Jesús durante su existencia terrena: al co­mienzo de su predicación "tomó la forma de Siervo (de el Sier­vo)" y al acercarse su pasión "se humilló e hizo obediente hasta la muerte". Los relatos de la tentación en los sinópticos se en­tienden mucho mejor si se ve en ellos un resumen de las deci­siones de Jesús a lo largo de su vida pública, especialmente si se tiene en cuenta que Pedro, ante el anuncio de la pasión, se con­vierte en un "satán" para Jesús (Me 8, 33). Asimismo, las pala­bras de Pablo sobre la pobreza que Cristo tomó sobre sí y las que dicen que Cristo se hizo maldición y pecado, se aplican a toda la vida de Jesús a, la luz de su pasión. Que Cristo vivió bajo la ley y en la forma de carne pecadora se aplica a toda su vida en la tierra desde el momento de su encarnación, pero Pablo atribuye la elección de todo esto no al Hijo que se hace hom­bre, sino al Padre que envía a su Hijo (Gal 4, 4; Rom 8, 3). La carta a los Hebreos se refiere claramente a la vida terrena de Cristo cuando dice que éste aprende obediencia y ofrece oraciones con gemidos y lágrimas, en Getsemaní y el Calvario (5, 7 ss); su elección de la cruz en lugar del gozo (12, 2) no puede enten­derse de otra manera. Es cierto que en un pasaje (10, 5-9) esta carta menciona una oración sacrificial de Cristo "cuando vino al mundo". Esto puede haber sido inspirado por las palabras del salmo (40, 7, LXX) que dice: "Me has dado un cuerpo"; apar­te de este caso, Cristo no aparece nunca eligiendo entre dos mo­dos de vida al entrar en el mundo.

Por tanto, casi todos los textos que mencionan la kenosis de Cristo presentan esta elección como hecha durante su existencia

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humana. Una prueba negativa puede encontrarse en el prólogo de Juan que habla de la encarnación, de la Palabra que se hace carne, pero sin mencionar la carne de pecado, la humillación, la kenosis o la forma de Siervo. En vez de esto subraya la gloria que el Hijo Unigénito recibe del Padre (Jn i, 14). Podemos con­cluir, pues, que la kenosis no es el acto divino del Hijo en la encarnación, sino la elección que hace la Palabra hecha ya carne durante su existencia terrena. Naturalmente, no es un acto que realiza sólo la humanidad de Cristo. La persona divina de Cristo, "uno de la Trinidad", escoge el camino de kenosis, de igual modo que ella padece y muere en la cruz. Pero esta elección su­pone ya su condición humana. Por eso la humanidad de Cristo no desaparecerá a su muerte, sino que será glorificada.

2) Después de determinar quién es exactamente el que eli­ge la kenosis, podemos describir con más precisión el objeto de la misma. En su humanidad, el Hijo de Dios elige entre dos modos de existencia humana; rechaza uno y acepta otro. ¿Qué es lo que rechaza? Quizá convenga decir primero cómo no se debe responder a esta pregunta. En primer lugar, Cristo no re­chaza su naturaleza divina. Las teorías kenosistas que apunta­ban en esta dirección, dentro de una especie de monofisismo invertido, han sido desechadas5. Pero si se trata de la hipótesis de que la presencia de Dios en cuanto la Palabra sólo viene a ser6 el Hijo personal en el hombre Jesús, entonces la kenosis

5 Un sumario de las teorías ofrece, entre otros, ] . Ternus, Chalke-don and die Entwicklung der protestantischen Theologie, en Das Kon-zil von Chalkedon, ed. A. Grillmeier y H. Bacht (Wurzburgo 1954), 53-611. Incidentalmente son rechazadas por Pío XII en su encíclica Sem­piternas Rex, del 8 de septiembre de 1951.

6 "Los pronombres ryo', ftú' y 'él' reciben su significado claro, pro­piamente humano en Dios mediante la encarnación del Hijo", dice E. Schillebeeckx en su estudio Het bewustzijnsleven van Christus, 'Tijdschr. v. Theol." 1 (1961), 227-251, 242, n. 19. Sobre la posibilidad de que el ser de Dios se haga "tripersonal" (trinitario), sin más cualifi-cación, sólo en Cristo y en el Espíritu cuando es derramado, véase P. Schoonenberg, Over de Godmens, "Bijdragen" 25 (1964), 166-86.

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como imperfección terrena de Cristo y su glorificación como perfección y, por tanto, como personalización plena tendría sen­tido aplicada al Hijo de Dios. En esta perspectiva resulta signi­ficativo que las palabras del Salmo (2, 7): "Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado", aparecen relacionadas en dos pasajes del Nuevo Testamento con la resurrección de Jesús (Act 13, 33) o con su plena glorificación (Heb 1, 4-5; Col 10). Por otra parte, para los Evangelios Jesús es, también durante su vida humana, el Hijo de Dios que se halla en una relación única, superior a la de todos los hombres, con el Padre (Mt 11, 27 par.; Jn 5, 19-26, etc.). Si Jesús se encuentra en un plano esencialmente supe­rior al de cualquier otro hombre enviado o santificado por Dios, tuvo que ser, necesariamente, desde el comienzo y a lo largo de su existencia humana, el Hijo en un plano divino. La resurrec­ción no lo hizo simplemente Hijo, sino que lo "constituyó Hijo de Dios en poder" (Rom 1, 4). Por tanto, aunque esta Filiación divina pueda considerarse como "realizándose" durante su vida en la tierra, Cristo no pudo rechazarla porque era el Hijo. Lo mismo hay que decir de todo lo que implica esta Filiación di­vina : entrega completa a Dios, su misión y amor únicos, su carencia de pecado. Aquí podemos hablar con mayor razón de crecimiento, no sólo en cuanto a la manifestación externa, sino también internamente. Pero este crecimiento tiene lugar dentro de la santidad singular de que Cristo no puede desprenderse por­que pertenece también a su esencia.

En esta perspectiva es posible comparar la vida terrena de Cristo con la situación en el paraíso que se atribuye a los pri­meros seres humanos en los tratados clásicos de dogma. Se pue­de sostener que esta situación paradisíaca pertenece propiamente al Hijo de Dios, pero que renunció a ella. Yo sugeriría más bien que esta condición paradisíaca no sólo pertenece a Cristo, fue también una realidad en su vida terrena. Pero al decir esto lo hago en un sentido que difiere radicalmente de la "justicia orí-

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ginal" de la teología clásica 7. A mi modo de ver, esta integridad (integritas) debe ser despojada de todo elemento físico y coloca­da en su totalidad dentro de la gracia. Esta integritas no cambia al hombre biológica o estructuralmente, o según una naturaleza que se ofrece a la persona como una pre-condición, sino perso­nalmente, en cuanto que la persona asume el control de su natu­raleza. La integritas, por tanto, no es más que el aspecto "per-sonalizador", unificador, liberador, integrador de la gracia mis­ma. Hace al hombre libre con relación a sus impulsos, de modo que éstos no se convierten en "concupiscencia"; por ella el hom­bre es libre incluso con relación a la muerte, pues de este modo la muerte viene a ser la entrada en la plenitud final8. Esta "in­tegridad" se halla presente siempre que no se lo estorbe el pe­cado o sus consecuencias, y así puede penetrar todo nuestro ser. Puede pensarse, por tanto, que estuvo presente al comienzo de la humanidad antes de que apareciera el pecado. Pero aquí es preciso hacer una aclaración: la inocencia del hombre en sus comienzos, como la del niño, en primer lugar es difícil de loca­lizar (¿dónde empieza a ser nuestra elección moralmente buena o mala?), y en segundo lugar es todavía inmadura, no estable, no plenamente personal. Al comienzo de la humanidad, por tanto, esta "integridad" es aún casi exclusivamente una prome­sa; el "paraíso" de Gn 2 es más lo que nos espera que lo que hemos perdido. Pero en Cristo no hay pecado personal que im­pida esta "integridad", Cristo no se encuentra en un mundo de pecado. Así pues, por una parte debemos atribuir a Cristo todo

7 K. Rahner interpreta la integritas como la posibilidad que se nos da como personas de dominar la "naturaleza" (Vorhandenheit) humana desde dentro: Zurn theologischen Begriff der Konkupiszenz, en Schrif-ten zur Theologie I (Einsiedeln, 21956), 377-414; 402-405. Pero esta posibilidad tiene su origen en la gracia y se da en la medida en que domina la gracia: P. Schoonenberg, Zonde der wereld en erfzonde, "Bijdragen" 24 (1963), 350-86, esp. 380 s.

8 Cf. E. Schillebeeckx, op. cit. (nota 6), pp. 248 s. Sobre la teología del conocimiento y la conciencia de Jesús durante su vida terrena, véase el boletín de E. Gutwenger en este mismo número.

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el trabajo y sufrimiento de una condición humana sometida a la ley del crecimiento y de la muerte —trabajo y sufrimiento a que estaban también sujetos los primeros seres humanos—, y por otra todo el sufrimiento que le ocasionó nuestro pecado, hasta la muerte en la cruz inclusive. Por esto precisamente es Cristo el hombre "integral", libre, personal que no se ve apartado de su camino y que puede llevar todo esto a su plenitud en obedien­cia a la misión de su Padre y en profundo amor a nosotros.

Por lo que se refiere a la bendición de la plenitud final, Cris­to tampoco puede renunciar a ella; pero en este caso el motivo es otro: no la posee y no le pertenece en su vida terrena. Es verdad que el Hijo de Dios tiene derecho a la gloria y la bienaventuranza, incluso en su humanidad, pero ¿por qué no ha de llegar a ella por el camino ordinario que sigue todo hombre? En caso contrario, a mi entender, su "condición humana" no sería totalmente auténtica, y ciertamente no la nuestra.

En todo caso, los teólogos no afirman que el Hijo de Dios había asumido una humanidad en estado de plenitud. Si se le llama comfrehensor (en el estado de visión beatífica), la razón es —ciertamente en santo Tomás (Summa theol., III, q. 9, art. 2)— que, por ser la fuente de nuestra visión beatífica, Cristo debe poseerla. Pero este argumento sólo se aplica a Cristo cuan­do ha alcanzado su plenitud final. Por eso, aunque tuvo una conciencia peculiar de ser el Hijo Unigénito, Cristo no pudo disfrutar en la tierra de una visión cuyo carácter beatífico hubie­ra hecho imposible su sufrimiento terreno y cuya total compre­hensión hubiera hecho superfluo todo aumento en el conocimien­to. En la tierra, por tanto, Jesús era viator, ciertamente de una manera exclusivamente suya porque El es ya quien nos conduce a la vida y a la salvación (Act 3, 15; Heb 2, 10), no un com-prehensor. Así su sufrimiento, corporal y espiritual, no exige nin­gún milagro especial. Nos hallamos simplemente ante el gran milagro de que el Hijo de Dios es hombre y que este hombre, para nosotros, es Hijo de Dios.

Por tanto, lo que Cristo rechazó realmente debe encontrarse

5

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dentro del marco de su vida terrena. Esto, en el himno de Flp 2, es descrito como "vida en un plano divino" (2, 6 s); en la carta a los Hebreos (12, 2), como "el gozo que se le ofrecía"; en los relatos de las tentaciones, como el uso del poder de hacer mila­gros en provecho propio y con miras a una vida pública de ca­rácter espectacular. Los evangelios presentan esto en términos concretos, como la búsqueda de publicidad a que quieren llevar a Jesús sus familiares (Jn 7, 2-8), publicidad que alcanza su punto culminante en el papel de Mesías rey que le es ofrecido en varias ocasiones. Esta oferta le viene principalmente del "partido li­bertador", los zelotes y sus seguidores entre el pueblo, y un mesiamsmo de este tipo hubiera incluido una acción contra el dominio de Roma. La realidad de la tentación de Jesús se entien­de mejor si tenemos en cuenta el hecho de que encuentra abier­to el camino para desempeñar este papel que, por otra parte, se le brinda como una ocasión de establecer el reino de Dios. N o es necesario pensar que Jesús rechazó este papel por ser en sí mismo pecaminoso. Aunque la historia de la dinastía davídica y de los descendientes de los Macabeos hacía ver al pueblo de Dios con qué facilidad el poder puede llevar al pecado, Jesús pudo haber desempeñado este papel de manera justa y conver­tir así en realidad, en sentido literal, la figura del Emmanuel. Tampoco rehuyó Jesús este mesianismo político para poder mo­rir en la cruz por nuestros pecados; en primer lugar, este papel de mesías político podía haberlo llevado también a la muerte en la cruz, y en segundo lugar la muerte en la cruz no es un fin buscado, sino un destino aceptado por Jesús cuando le sale al encuentro al final de su carrera. Quizá la mejor explicación del secreto de Jesús sea decir que rechazó la función de un mesías político porque se sentía llamado por el Padre a ser un profeta. Para El era una vocación más alta ser el Siervo de Yahvé que ser el hijo de David, o incluso Emmanuel según la letra de las profecías. Cuando, en el destierro, Israel acogió la figura del Ebed Yahweh, el Siervo de Yahvé, como el ideal, había alcan­zado por obra del Espíritu una madurez mayor que la que dio

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origen a la figura del Mesías teocrático. Y esto, en primer lugar, porque esta figura de fracaso y sufrimiento humanos adquiere aquí un significado positivo (cosa que no sucede todavía en el libro de Job), y en segundo lugar porque Dios encuentra un camino más directo para llegar al corazón del hombre en la mansedumbre del profeta que en el poder del rey, incluso cuando este rey hace justicia al pobre. Este supremo camino humano de la palabra indefensa, encarnada en la totalidad de una persona, es más fuerte que cualquier poder político. Este último puede forzar a otros a la acción, el primero puede convertir el corazón humano. Ahora bien, es mediante esta conversión del corazón humano como Jesús quería establecer el reino de su Padre. Esta me parece ser la razón más profunda de que Jesús rechazara un poderío po­lítico, aunque justo.

Al mismo tiempo que rechaza el poder, Cristo rechaza todo apetito de poder y todo abuso de poder. No se afanó por conse­guir como un trofeo lo que nosotros llamamos "igualdad con Dios"; al contrario, se vació a sí mismo de poder y derecho y, como ha dicho de forma expresiva Robinson, de toda concentra­ción en sí mismo 9. Sólo quiso ser el Mediador, totalmente trans­parente, entre el Padre y sus hermanos: darse a sí mismo de esta manera fue para El alimento, vida y auto-afirmación. Fue totalmente El entregándose por completo a Dios y a los muchos, y si la consecuencia de esto fue la muerte en la cruz, la aceptó y la sufrió en la plenitud de su amor.

3) Después de analizar lo que Jesús rechazó, apenas es ne­cesario señalar qué aceptó. Toda vida humana tiene su origen en situaciones que nosotros mismos no elegimos, sino que aceptamos y hacemos nuestras a medida que crecemos en madurez. Lleva a ciertas decisiones dominantes y acaba aceptando las situaciones que surgen de nuestra elección y las reacciones consiguientes. Jesús, como hombre, comenzó su vida en situaciones que no eran de elección suya: dentro de la raza humana invadida por

• . 9 J. A. T. Robinson, Honest to God (SCM Press, 1963), 75.

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el pecado, en un pueblo elegido con toda su historia de salvación y todas sus desventuras, en una Palestina dominada por los ro­manos y por sus complicadas relaciones político-religiosas, en un Nazaret de donde "nada bueno podía salir" Qn i, 46), en el seno de un grupo familiar concreto, dentro de las posibilidades lin­güísticas del arameo, en este ambiente particular para el desarro­llo de su actividad, etc. Para Jesús, la "elección de su carrera" consiste en que no continúa el oficio de carpintero en Nazaret, sino que •—repentina o gradualmente— decide adoptar la vida de predicador. Al hacer esto se acomoda a la fórmula ya existen­te del rabbí ambulante. Dentro de este marco, Jesús hace una nueva elección, la más importante de su vida: en lugar de un caudillaje político escoge la función de profeta indefenso. En todo esto es probable que Jesús sólo gradualmente adquiere con­ciencia de las circunstancias de su vida y la dirección que ésta ha de tomar. En su bautismo Jesús pudo no ver todavía que su fin había de ser el fin doloroso del Siervo de Yahvé 10. Quizá el hecho de que Jesús acuda a ser bautizado por Juan demuestre que hasta entonces se consideraba como un discípulo del profeta Bautista más que como un profeta independiente. Lo que suce­dió inmediatamente después no ha de considerarse como una epifanía de Cristo a la multitud, sino más bien como una teofa-nía o experiencia divina para el mismo Jesús; en cuanto tal, im­plica el que, desde ese momento, Jesús reconoce en sí la figura del Siervo de Yahvé. ¿Ve entonces ya que su muerte tendrá el significado de sacrificio expiatorio, por sustitución, descrito en Is 53? Contra esto se ha de decir que al comienzo de su predi­cación Jesús sólo relaciona la venida del reino de Dios con la conversión de sus oyentes; que sólo comienza a predecir su pasión cuando se endurece la actitud de las autoridades judías

10 Esta es la opinión de O. Cullmann, Die Christologie des Neuen Testaments (Tubinga 21958), 65 s, acertadamente criticada por A. Vóg-tle, Exegetische Erwagungen über das Wissen und Selbstbewusstsein ]esu, en Gott in Welt. Festgabe für Karl Rahner I (Friburgo 1964), 608-667, esp. 628-634.

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frente a El, y esto sólo dentro del círculo de sus discípulos (véa­se, por ejemplo, Mt 16). Sólo cuando la oposición crece, cuando sus oponentes demuestran un odio mortal contra El, se le mani­fiesta el significado de la muerte violenta que le espera. Ahora las circunstancias le hacen ver que la voluntad de su Padre res­pecto a El es que realice la función del Siervo de Yahvé hasta el final, que muera para llevar los muchos a la justicia. Así su horizonte se ensancha desde la oveja perdida de Israel a judíos y gentiles, y su misión pasa a ser de la de un profeta que pro­clama la salvación a la víctima que trae la salvación. Esto es lo que escogió y aceptó en lugar de un mesianismo político. La tarea de rabbí y profeta fue elegida, la muerte fue aceptada, o quizá elegida en cuanto que pudo haberla evitado. Pero en todo caso esta aceptación fue el acto más significativo que pudo rea­lizar, la expresión de su total obediencia y de su sacrificio per­fecto.

He descrito la kenosis de Cristo desde el punto de vista de la elección que hizo durante su vida humana en la tierra, y he intentado responder a la cuestión de qué rechazó y qué asumió. Ahora que hemos llegado al nadir de su muerte en la cruz, el término kenosis o "anonadamiento/vaciamiento" resulta plena­mente justificado: aquí la igualdad con Dios está totalmente ausente en Jesús. Incluso su apariencia humana está desfigurada: "no tenía forma" (Is 53, 2). Así podemos comprender por qué san Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, nos hace contemplar cómo en la pasión de Jesús "la Divinidad se esconde y deja a la humanidad sufrir cruelmente" (n. iq6). No obstante, al examinarlas más de cerca vemos que las palabras eauton eke-nosen (se vació a sí mismo) de Flp 2 deben ser entendidas en el sentido absoluto de "se hizo a sí mismo nada, se anonadó", y no en el sentido relativo de "renunció...". Y esto, en primer lu­gar, porque lo que Jesús rechazó no fue un modo de ser o una posesión, sino más bien un posible futuro en su existencia; en segundo lugar, porque el einai isa theooi, la igualdad con Dios, que "él no consideró una cosa arrebatable", no se refiere a la

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igualdad real con Dios, sino a nuestra representación e imagi­nación humana de ella. Es posible ver en esta igualdad lo que los teólogos pretenden atribuir a la Palabra encarnada, según una especie de concepción mítica de la condición original del primer hombre y según su idea de Jesús como comprehensor. Pero la condición divina que Cristo no quiso asumir durante su vida en la tierra es más bien lo que la teología culta o popular de sus contemporáneos pensaba que él debía ser: el glorioso hijo de David, llevado por Dios de victoria en victoria. Esto fue lo que Jesús rechazó, no la igualdad real con el Padre, la unidad con el Padre, por la cual el Padre estaba en El y El en el Padre.

Podemos dar un paso más y decir que esta verdadera igual­dad con Dios no queda oscurecida, sino más bien iluminada por el hecho de que Jesús escoja la función de Siervo humilde y paciente que se ofrece en sacrificio por los otros. Entendida de esta manera, la kenosis de Cristo no oscureció su divinidad; al contrario, mediante ella Cristo revela su divinidad a la vez que la del Padre, "porque Dios es amor. El amor de Dios a nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por EL En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo para que fuese víctima expiatoria por nuestros pecados" (i Jn 4, 8-10). En estos textos, como en toda la Escri­tura, Dios se nos presenta como amor, no en el sentido de un amor autosuficiente y egocéntrico, sino como un amor hacia nosotros que sobrepasa toda limitación. Este amor de "Dios-para-nosotros" se manifiesta prmcipalísimamente en Jesús en cuanto el "Hombre-para-otros-hombres" hasta la muerte en la cruz. Por eso para Pablo Cristo crucificado es "poder y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 24). El total anonadamiento de Jesús se manifiesta en un amor que se mantiene ante la muerte que recibe, un amor que soporta deliberadamente esta muerte por amor a sus enemigos. "Nadie tiene amor más grande que este de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13): estas palabras se cumplen en Jesús; y aun se ven superadas, porque nos encuentra en enemistad con

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El y nos hace, de enemigos, amigos suyos. "En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que alguno muriera por un hombre bueno. Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por noso­tros" (Rom 5, 7 s). Así el anonadamiento de Cristo hasta la muer­te, y en la muerte, de cruz revela de forma preminente su igual­dad y unidad con el ser del Padre que es amor. Al mismo tiempo revela su persona y su humanidad porque, mientras rea­liza la misión de traernos el amor del Padre en la obediencia del Siervo, lo hace sobre todo en la fe completa y confianza to­tal del Hijo, e incluso en la libertad del Señor; de modo que para Juan Jesús es "exaltado" precisamente en la cruz (Jn 3, 14; 8, 22-28; 12, 32 s). Cuanto más radical es el anonadamiento, con mayor plenitud se derrama sobre nosotros el amor, y más absoluta es la confianza en el Padre —una esperanza contra toda esperanza en que el amor del Padre alcanzará la victoria.

P . SCHOONENBERG

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REDENCIÓN Y RESURRECCIÓN

En este estudio me voy a limitar solamente a poner de relie­ve los vínculos esenciales que a través del Nuevo Testamento unen estas dos grandes expresiones teológicas: redención y re­surrección.

Es imposible dar a priori una definición de ambos conceptos ya que precisamente ésta se hará posible después del análisis de las relaciones que las unen estrechamente.

No podemos negar que en nuestra teología occidental se ha eclipsado alarmantemente el concepto de resurrección, repercu­tiendo en el estrechamiento de la noción de redención, que casi únicamente se ha reducido a la dimensión moral del hombre, aislada del contexto temporal y espacial, en el que inevitable­mente se desenvuelve la historia de la humanidad.

Este eclipse de la resurrección en el ámbito de la teología de la salvación ha dado origen a ciertas místicas y ascéticas indi­vidualistas y espiritualistas, más cerca de la vieja tradición pla­tónica que de la soteriología neotestamentaria, toda ella montada sobre el presupuesto de la Resurrección corporal de Cristo y de la futura resurrección de los hombres.

La desconsideración de este esencialísimo elemento "anastá-sico" de la redención de Cristo ha hecho aparecer el cristianismo como una religión de evasión, enemiga de los valores terrenos y ajena —si no frenadora— del poderoso ritmo ascendente de la Historia de la humanidad.

Siendo inmenso el material neotestamentano, voy a subrayar únicamente los grandes textos en que ambas realidades —reden­ción y resurrección— aparecen indisolublemente unidas en una relación dialéctica.

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I . TEXTOS PAULINOS EN QUE SE PRESENTA LA SANGRE DE CRISTO

COMO ELEMENTO EXPIATORIO-PURIFICADOR Y LA "ENTREGA" DE

CRISTO COMO SACRIFICIO EXPIATORIO VERDADERO " K I P P U R "

PARA REMISIÓN DE LOS PECADOS

Partiendo del dato de la muerte redentora, san Pablo desarro­lla el pensamiento en dirección lineal, presentándonos esta muer­te de Cristo como un "sacrificio expiatorio", dentro del marco del ritual judío.

A este concepto del sacrificio expiatorio pertenecen todos los textos en que se habla del poder punficador de la sangre de Cris­to (Rom 3, 25; 5, 9; Ef 1, 7; Col 1, 20).

En este mismo contexto ideológico hay que encuadrar los pasajes en que se habla de la muerte de Cristo como de un sa­crificio cuya víctima es el mismo Cristo y cuyo efecto es la re­misión de los pecados (Ef 5, 2.25.26; 1 Tim 2, 5-6; Tit 2, 14; Gal 2, 20; Gal i, 41; Rom 8, 32).

De esta primera sene de textos deducimos claramente que Pablo está pensando en el ritual levítico de la "expiación por la sangre". El uso del término tlaaxr¡piov con que usualmente los LXX traducen el hebreo "kipper" nos pone en la verdadera pista del pensamiento paulino. Para comprenderlo bien es necesario poner de relieve lo que el término y la noción de "kipper" y de sangre significaba en el ritual levítico 1.

La idea fundamental de la expiación ritual, tal como viene expresada por el verbo "kipper", es la de un rito específico y concreto: el del sacrificio expiatorio o de reparación, que borra el pecado y la impureza para dar (o devolver) a personas y cosas aquel estado particular agradable a Dios, uniéndolos con lo di­vino.

1 Utilizamos ampliamente el magnífico y exhaustivo trabajo de L. Moraldi, Espiazione sacrifícale e riti espiatorio nell'ambiente biblico e nell'Antico Testamento, Roma 1956.

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Partimos del texto base del capítulo 17 del Levítico, donde expresamente se alude al uso catártico de la sangre y se da la razón de ello:

"Porque la vida de la carne está en la sangre; y yo os la he dado para sobre el altar, para purificar vuestras vidas, pues la sangre, precisamente en cuanto vida, es como purifica ("yekapper")..." (Lv 17, 11; cf. Lv 17, 10-14; Gn 9, 4; Dt 12, 13).

Como vemos, no se trata de la sangre materialmente consi­derada, sino en cuanto que es vital: la expresión "damo bnaph-so" es quizá una aposición unida por un "b" esencial 2; en todo caso "nephes" y "dam" aparecen íntimamente unidos.

Entre los semitas la sangre era el elemento considerado en primer lugar como vitalizador, portador y principio de la vida. Pero paralelamente se abrió camino otro concepto que veía el principio de la vida en la respiración, en el hálito, o sea en la "ne­phes", como aparece por algunos mitos mesopotámicos sobre la creación del hombre, y por la misma narracción bíblica. Ambas corrientes encontraron pronto un punto de convergencia: la san­gre, no en cuanto tal, sino en cuanto portadora del elemento vital aeriforme ("nephes), es principio vital; o sea, se trata del vapor que emana de la sangre caliente.

Para comprender bien este carácter purificador de la sangre "en cuanto que es vida", recordemos la insistencia de la legisla­ción sacerdotal en declarar impuro a todo aquel que entra en contacto con los muertos, con los cadáveres (Nm 19, 11-12; 19, 2-10; Lv 21, 11 s).

El profundo significado de estos usos rituales es la conside­ración que la muerte merecía de los hombres del Antiguo Tes­tamento. Hay, como dice J. Pedersen 3, una espera de la muer-

2 P. Jouon, Gram. hébr., par. 133 c. 3 Israel, its lije and culture I-II, Londres-Copenhague 1926, 453.

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te que hace irrupción en la vida. Todo lo que atenta contra la vida amenazándola —el desierto, el mar, el pecado, la enfer­medad, el caos, las tinieblas— se pone en relación con la muerte, que queda como la realidad hostil y que acabará por ser aniqui­lada. Con el conjunto de los pueblos semíticos Israel profesa la creencia en el carácter fatal e inevitable de la muerte que ha encontrado una expresión clásica en esta frase del poema de Guil-gamesh: "Cuando los dioses crearon a la humanidad, destina­ron la muerte para la humanidad; pero la vida la retuvieron en­tre sus manos". Este tema de la vida que sólo a la divinidad per­tenece en plenitud, el hagiógrafo yahvista lo ha ilustrado con el relato parabólico del árbol de la vida. El hombre no ha comido nunca de este árbol; solamente después de haber transgredido la orden divina, comiendo del árbol del conocimiento, se le prohibe el acceso al árbol de la vida. Si el hombre no hubiera obrado contra la prohibición divina, Yahvé le hubiera concedi­do, como una gracia añadida a su naturaleza original, el poder de comer del árbol de la vida; pero, por su desobediencia, el hombre se ha privado definitivamente de esta posibilidad: mo­rirá; y su muerte adquiere, por ello, el aspecto de un castigo4.

La vida es un don de Dios, una gracia que El concede, en su plenitud, a los que lo aman y le obedecen. Por eso ordinariamen­te encontramos en los libros del Antiguo Testamento la creencia de que el hombre recibe durante la vida su recompensa de parte de Dios, y que precisamente una larga vida es la recompensa de los justos. Y así se explica la confusión que producía la muer­te violenta y prematura de un hombre justo. Ello parecía poner en duda la justicia divina.

Por eso fue madurando poco a poco en el pensamiento israe­lita la creencia en una resurrección futura, como revancha del

4 E. Jacob, Théologie de l'Anden Testament, Neuchátel-París 1955, 241.

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"Dios vivo" (Nm 14, 28; 2 Re 2, 2; Jr 10, 10; Ez 20, 31; 33, 11) sobre los "poderes de la muerte" y del "sheol". Desde un principio ya se habló de dos hombres sustraídos al imperio de la muerte: Henoc, que fue "llevado" en recompensa de su piedad, "porque caminaba con Dios" (Gn 5, 24), y el profeta Elias, pro­totipo de la justicia y de la integridad (2 Re 2, 1-11). Yahvé, el "Dios vivo", no podía, en su acción creadora de vida, estar limi­tado por la muerte, y por eso manifestaba de vez en cuando este poder revocando los muertos a la vida. El Antiguo Testamento refiere tres casos de vivificación (1 Re 17, 17 ss; 2 Re 4, 29; 13, 21); y en los tres se trata de cadáveres que han sido revoca­dos a la vida por el mismo Yahvé, siendo el profeta un mero instrumento (1 Re 17, 21). La idea de la resurrección del pueblo era más familiar (Os 6, 1-12). El texto de Ez 37 es aún más significativo, pues no parece tratarse solamente de la resurrección social del pueblo, sino de la resurrección de los muertos. La pregunta: "¿Estos huesos revivirán? Señor, tú lo sabes" expresa una duda que estaba totalmente descartada en el caso indiscutido de la restauración nacional. Por otra parte, los muertos son lla­mados "ha-rugím", los que han sido matados (37, 9); y esta perspectiva coincide con lo que más tarde dirá Daniel sobre los mártires, que serán los primeros beneficiarios de la resurrección 5.

Igualmente, la idea de David redivivo que encontramos en Ez 34, 23 y 37, 24 parece favorecer la idea de una resurrección del rey como anticipo de una resurrección masiva.

El esquema de la muerte y de la resurrección aparece en la figura del Siervo de Yahvé, sobre todo en la confesión del pue­blo: "Nosotros pensábamos que estaba herido por Dios..." Is 53, 4). La resurrección del Siervo se presenta, en todo caso, como un fenómeno extraordinario que sólo excepcionalmente podía acon-tecerle a un individuo. Pero —como observa muy bien E. Ja-

5 Ibid., 250.

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cob 6— en el Antiguo Testamento todas las intervenciones ex­traordinarias de Dios, como el profetismo, el sacerdocio, la elec­ción en general, tienden a pasar de lo particular a lo universal; y así, en el caso de la resurrección fue adquiriendo un carácter tanto más masivo cuanto que se presentaba como la única so­lución al problema de la retribución a las crisis a las que este dogma iba siendo sometido en progresión ascendente. Finalmen­te, la resurrección, como solución al problema de la retribución, se convierte en un dogma fijo, tal como aparece ya en 2 Mac 7, 22 y D n 12.

Ahora ya podremos comprender mejor el significado del rito expiatorio por la sangre. La sangre expía o purifica por medio de la vida que hay en ella: al contacto de la "vida" (sangre) la "muerte" (pecado) desaparece. El mayor elemento positivo puesto por Dios en la creación elimina cuanto de negativo acumula la fragilidad humana.

Pero no se vaya a creer por esto que el rito de la expiación tenía un significado meramente negativo: purificar, remover el pecado-muerte; sino que poseía, en fin de cuentas, un carácter francamente positivo: la sangre no sólo elimina el mal, sino que vuelve a unir a la fuente de todo bien, o, más precisamente, robustece con nueva vida una unión aflojada. En este sentido coincide con el uso y significado en la Alianza: la sangre, pre­cisamente por ser el elemento vital, era utilizada como símbolo de unión entre las partes, como robusteciendo un pacto mutuo.

La sangre de Cristo, elemento de purificación, en los textos paulinos

Volvamos ahora a los textos paulinos. Pasando por encima de su exégesis menuda, que aquí no podemos desarrollar, nos quedamos con el precipitado de sus insistentes afirmaciones. Pa-

6 Ibid., 251.

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blo utiliza ampliamente toda la terminología de la expiación por la sangre del Ritual judío aplicándolo a Cristo.

La sangre de Cristo tiene el mismo significado que en los ri­tos expiatorios: i.°) negativo: elimina el pecado (Rom 3, 25; Ef 1, 7); y 2.0) positivo: vuelve a unir a los que estaban sepa­rados (Ef 2, 13), restaurando la paz de la alianza (Col 1, 20), asegurando la justificación (Rom 5, 9).

Este doble valor de la sangre de Cristo es el único que expre­samente se le reconoce en los textos del primer grupo, o sea, don­de expresamente se habla de su sangre.

Igualmente en el segundo grupo de textos, donde se habla de la muerte de Cristo como de un sacrificio, siempre y única­mente se presenta como efecto de su eficacia el mismo contenido: la purificación negativa-positiva de los creyentes (Gal 1, 4; 2, 20; Rom 8, 32; Ef 5, 25 s; 1 Tim 2, 5-6; Tit 2, 14).

Por consiguiente, para san Pablo el valor redentor, purifica-dor, soteriológico de la muerte de Cristo reside precisamente en el hecho de que la sangre de Cristo es portadora y dadora de vida, eso sí, de la verdadera y única vida, que incluye en sí la doble vertiente de "remisión de los pecados" y "resurrección".

Recordemos ahora que la razón de ser del valor purificador de la sangre estaba precisamente en la "nephes", en el hálito vital de la sangre aún callente, recién derramada. Por eso cada vez había que sacrificar un animal, para utilizar inmediatamente su sangre caliente, aún vital, en el proceso catártico. Una san­gre coagulada, fría, seca, desprovista de la "nephes", ya no era el elemento vital con capacidad punficadora; ya era un elemen­to más de muerte y de corrupción.

Solamente desde esta perspectiva tendríamos derecho a supo­ner que, cuando Pablo habla del poder permanente purificador de la sangre —de la muerte— de Cristo, no puede pensar en una sangre muerta, en una muerte sumergida para siempre en el "sheol", sino, todo lo contrario, en una sangre siempre ca­liente, siempre viva y portadora de vida, en una muerte supe-

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rada, renacida de sus propias cenizas. Para una mentalidad judía la muerte como tal no podía ser considerada elemento vivifica­dor, sino sólo precisamente en cuanto paradójicamente negadora de sí misma. No se podía pensar, como elemento de purificación y renovación, en una muerte-muerte, sino solamente en una muerte-vida.

I I . CRISTO SUMO SACERDOTE Y VICTIMA

EN EL MARCO DE UNA LITURGIA CELESTIAL

Esta conclusión que nos atrevemos a sacar de la perspectiva paulina de la muerte sacrificial de Cristo, la encontramos expre­samente formulada en los escritos neotestamentarios posteriores: Epístola a los Hebreos, Escritos yoanneos y Apocalipsis.

i. El "midrash" judeocristiano de la E-pistola a los Hebreos

La Epístola a los Hebreos reúne en sí la doble dimensión de línea del mismo pensamiento paulino y de "midrash" judeo­cristiano del carácter sacerdotal de Cristo y del valor sacrificial de su muerte. Así pues, como vamos a ver inmediatamente, en la Epístola a los Hebreos se afirma expresamente que la sangre de Cristo tiene un valor perennemente purificador porque es la sangre de un Resucitado.

El hagiógrafo muestra el mayor interés en presentar a Cristo como el único y verdadero Sumo Sacerdote; y para ello centra toda su argumentación midráshica en el gran rito pontifical del "Yóm Kippur". El centro de su exposición está en este pasaje triunfal de 9, 11-14: "Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos: su templo es más grande y más perfecto; no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo crea­do. No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario de una vez para siempre

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consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el po­der de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza exter­na; cuánto más la sangre de Cristo, que en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo".

La comparación se funda en un agudo contraste "a fortiori", de menor a mayor, de tipo a antitipo.

Primer contraste: el gran santuario, donde se realiza el sacri­ficio expiatorio de Cristo es precisamente el cielo: "porque no entró Cristo en un santuario hecho de manos, figura del verda­dero, sino en el mismo cielo, para comparecer ahora a favor nues­tro en la presencia de Dios" (9, 24).

Segundo contraste: el pontífice usaba en su rito expiatorio "sangre ajena" (9, 225: év aíjiaxi áM.0Tpt(u); Cristo utiliza "su propia sangre" (9, 12: Sid §á TOO ¡8ÍOV KÍJKXTOI;). Y esta antítesis es tanto más aguda, cuanto que la "sangre ajena" empleada por el pontífice judío era de sangre de animales (9, 13).

Tercer contraste: los pontífices judíos tuvieron que ser mu­chos porque eran mortales. Por el contrario, Cristo "permanece para siempre", ha resucitado, venciendo definitivamente a la muerte, "y está en posesión de una vida eterna para poder ejer­cer su sacerdocio en favor de los creyentes" (7, 23-25).

Cuarto contraste: en el sacrificio expiatorio había que buscar cada vez una victima distinta; en el sacrificio de Cristo la vícti­ma, que es El mismo, tiene una vigencia permanente (9, 25-28; 10, n-17), porque se trata de una víctima siempre viviente, "sentada a la derecha de Dios" (10, 12).

En resumen: el sacrificio expiatorio de Cristo tiene su vali­dez precisamente por lo que hay de vital y de eterno en todos sus elementos: un pontífice vivo y triunfador de la muerte; una víctima siempre viviente, dotada de una sangre vital y callente, con capacidad eternamente punficadora; y un santuario perma­nente y definitivo, ya que es el mismo cielo.

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Como vemos, desde esta perspectiva es inconcebible una efi­cacia soteriológica de la muerte —de la sangre— de Cristo, se­parada y desconectada de la resurrección : el sacrificio cruento de Cristo tiene valor purificador porque es el sacrificio de un resu­citado.

2. Escritos yoanneos

En esta misma línea creemos que se desarrolla la cristología yoannea. En todos sus escritos aparece la obsesión de descubrir en los más pequeños meandros de la existencia y de la actuación de Jesús reflejos, a veces ocultos y latentes, de la "doxa" divina.

Para ]uan la vida es la resurrección. La figura del Cristo re­sucitado domina toda su grandiosa concepción. Diríamos que la intención de Juan es proyectar la sombra de la resurrección de­trás de todos los avatares de la existencia terrena de Jesús.

Ya desde el principio se presenta su resurrección como el gran "signo de su autoridad mesiánica" (Jn 2, 18-22).

En el coloquio con Nicodemo, donde expresamente se pre­senta su muerte como una "exaltación" (3, 14), Jesús empieza por presentar su "ascensión a los cielos" (3, 13) como verdadero sentido y justificación de su muerte-glorificación; o sea, una muerte que no hubiera desembocado en la vida "exaltada", no podría llamarse "exaltación".

En la alegoría del buen pastor habla Jesús de su muerte, como el verdadero signo distintivo de la autenticidad de su misión. Sin embargo, al final, para que no se creyera que su muerte era una derrota —una "muerte-muerte"—, hace clara alusión a su resu­rrección : "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: sino que soy yo el que la doy por mi cuenta. Tengo poder de darla y tengo poder de recobrarla" (Jn 10, 17-18). "Dal­la vida" (xiGévat TY¡V 4*UXV¡V) es una expresión peculiar de san Juan (10, 11.15.17.18; 13, 37-38; 15, 13; 1 Jn 3, 16). Puede corresponder al rabínico "masar naphsó" (cf. "masar 'atsmó

6

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Ie-m/ta¿", "darse, entregarse a la muerte"); más prabablemente es una vanante de SiSo'vaí xy¡v 4)UPÍV c o n l a intención de sub­rayar la libertad de Jesús en el morir 7. O sea: si Jesús hubiera quedado sumido en la muerte sin posibilidad de autoemergencia su muerte hubiera sido una derrota, una victoria de poderes ex­traños sobre El; no hubiera sido una muerte-exaltación. Lo fue únicamente porque desembocó en la resurrección.

Con mayor claridad, si cabe, se expresa la misma idea en 12, 23-24. Aquí se habla de su muerte como "glorificación": "Llega la hora de la glorificación del Hijo del hombre", y a continua­ción, por medio de la alegoría del grano de trigo, se sale de nuevo al paso sobre una interpretación derrotista de su muerte: el grano de trigo muere, pero no para hundirse y pudrirse para siempre en el surco, sino para despuntar en una radiante germi­nación vital. La muerte de Jesús es "glorificación" precisamente por esto: porque es un paso hacia la fecundidad de la vida re­cobrada en la resurrección. Esta alegoría de la siembra había sido usada también por san Pablo para ilustrar la resurrección escatológica (1 Cor 15, 36-37.42-44).

Finalmente, desde esta perspectiva se comprende perfecta­mente la amalgama que conscientemente ha hecho san Juan en los capítulos 13-14 de dos conversaciones tenidas por Jesús en dos cenas diferentes: la cena de la víspera de la Pasión y la comida de despedida del día de la Ascensión (Act 1, 4). Juan tiene in­terés en presentar globalmente la muerte y la exaltación de Jesús, precisamente porque la muerte no era una meta, sino un trán­sito hacia la vida: un "pasar de este mundo al Padre" (13, 1).

Pero lo más interesante para nuestro punto de vista es el dis­curso del Pan de Vida del capítulo 6 del Evangelio. Jesús es el "Pan de Vida" (6, 35.48), el "Pan vivo" (6, 41.51) precisamente porque es capaz de llevar a los que lo comen a la vida eterna, que no es otra cosa que la resurrección (6, 39.40.55).

7 Cf. C. Barrett, The Gosfel according to St. John, Londres 1955, 311.

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Los judíos se escandalizan doblemente por esta afirmación de Jesús. La primera vez (6, 41 s) porque veían en Jesús un hom­bre de ascendencia humana vulgar, y no de origen divino, como El afirmaba. La segunda vez (6, 61-63), porque les parecía "ofen­sivo" ( a)&7¡pd<; ) e insultante a su dignidad el recibir la "puri­ficación" sacrificial por medio de la "carne".

Efectivamente, Jesús hace una clara alusión a su muerte sa­crificial, conmemorada en la Eucaristía, según el "logion" luca-no-paulino (Le 22, 19; 1 Cor 11, 24-26). La terminología es claramente sacrificial: la doble significación del 8Í8ÍO|U ("distri­buir" y "entregar a la muerte") es un rasgo típicamente yoan-neo s. La preposición u~ép con genitivo tiene, a lo largo de los escritos yoanneos, un sentido sacrificial: "morir por" (10, 11.15; 11, 50 s; 11, 52; 15, 13); y, con una expresión técnicamente sacrificial, refiriéndose a su muerte, en 17, 19 (ur.sp «úxiúv t¡ií> cqiá^co é|xautov).

Los judíos han comprendido perfectamente que Jesús quiere indicarles que su "carne" ofrecida en sacrificio, a través de la muerte, tendrá un efecto perennemente expiatorio. Esto era fran­camente ininteligible e intolerable para oídos israelitas. Juan, como vamos viendo, tiene la obsesión de presentar el contraste "kenótico" de la "carne" de Cristo frente a la "doxa" que se proyecta sobre la humildad y la bajeza, temporal y táctica, de aquella "carne". Aquí también sale al paso al malentendido de los interlocutores (y lectores): ciertamente una "carne", solamen­te "carne", inmolada y hundida en la derrota del sepulcro, no puede ser instrumento de vida. El animal inmolado "purifica­ba" precisamente por la "sangre", la sangre aún caliente, dotada del hálito vital.

Jesús reconoce la dificultad, aunque niega el supuesto: "¿Esto os escandaliza? ¿Y si viereis al Hijo del Hombre subien­do a donde estaba antes?" (6, 62). De nuevo la misma idea: la

8 O. Cullmann, Les Sacrements dans l'Evangile johannique, París 1951, 67.

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"carne" inmolada del Hijo del hombre ha sido arrancada a la derrota de la muerte y restituida a una vida perenne. En otras palabras, la muerte es "glorificación", porque desemboca en la resurrección-ascensión.

"El Espíritu es el que da la vida: la carne no produce pro­vecho" (6, 63). Creemos que el significado de esta frase sólo cabe en el contexto exegético que vamos descubriendo.

El binomio "espíritu-vida" es frecuentísimo en el Antiguo Testamento. Dios es el único "vivificador" que infunde la vida en los seres a través de su "soplo-espíritu" ("rüh", irveo¡ia, xvor¡, Gn 2, 7; 6, 3-17; 7, 15, etc.). Sin embargo, creemos que aquí san Juan depende directamente de un cliché cristiano, tal como lo vemos ya perfectamente perfilado en 1 Cor 15, 45: "El primer hombre, Adán, recibió una vida efímera, mientras el último Adán ha recibido un Espíritu que da la vida". El contraste que Pablo quiere producir es claro: Adán —el "hombre"— trans­mite una vida efímera, que se acaba; Cristo da la esperanza se­gura de una recuperación definitiva de la vida en la resurrección: "Y si por el hombre ha venido la muerte, por el hombre ha ve­nido también la resurrección de los muertos: pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo recuperarán todos la vida" (1 Cor 15, 21-22). Esta "recuperación de la vida" es clara­mente, según todo el contexto próximo, la resurrección escatológi-ca. Adán fue creado en posesión de una vida que se acababa, y esto es lo que pudo transmitir a sus descendientes, que eran, por lo tanto, unos vivientes mediatizados, "terrenos" (1 Cor 15, 47-49), "cuerpos de vida efímera" (1 Cor 15, 44), en una palabra pura "carne y sangre" (1 Cor 15, 50).

Cristo, por el contrario, aun cuando se ha presentado en for­ma de "carne", es mucho más que eso: es un "Espíritu que da vida" (xvs5¡ia ícooxoioüv) es poseedor del soplo divino que re­sucita. Por eso es ininteligible, desde esta perspectiva, hablar de un Cristo-carne, hundido en el "sheol" y dominado por la muerte. Cristo-carne, Cnsto-'^uy^ no puede ser el anti-Adán; tiene que ser el Cristo-xv£'j¡ia vivificado él y vivificador, según

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la feliz expresión paulina: "Cristo resucitado, primicias de los dormidos" (i Cor 15, 20).

Por consiguiente, hay una estrecha relación entre la resurrec­ción y el "Espíritu que da vida". La "carne y la sangre" no pueden heredar el Reino de Dios; o sea, como expresamente glo­sa el propio san Pablo: "la corrupción no hereda la incorrupción" (1 Cor 15, 50). La "carne", si no sale de su propia esfera de "carne", es una pura "corrupción"; la "carne" pertenece, por lo que tiene de mortal, al frente enemigo —la muerte, "el último enemigo" (1 Cor 15, 26)—, destruido el cual podrá pregonarse el parte de la victoria final.

Volviendo a Jn 6, 63, observamos que el significado de £o>oxoietv es "resucitar". Solamente otra vez aparece este verbo en san Juan (5, 21) con el claro significado de "resucitar", ya que se presenta como paralelo de á-fsípeiv TOÜC vexpoú?. Además, a través de todo el discurso del Pan de Vida se habla del poder resucita-dor del Pan de Vida (6, 40.50.52), de la carne y de la sangre del Hijo del hombre (6, 55).

Es, pues, natural que al final del siglo primero, cuando los oídos cristianos estaban acostumbrados a considerar la "carne como elemento de corrupción y muerte, y al "espíritu" como único vehículo hacia la vida, san Juan pensara en resolver una dificultad que espontáneamente se presentaba. Jesús, en efecto, había dicho que su carne y su sangre, a través del sacrificio ex­piatorio, serían fuente de vida y de resurrección. ¿Cómo la "car­ne" puede producir la "vida", la "resurrección"? Jesús reconoce la dificultad, pero niega el supuesto: lo único que puede dar la vida es el Kvsi)[ia; la "carne" sola, si no hubiera sido vivificada por el Espíritu, no podría producir nada.

"Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida". Juan no piensa ahora en Cristo-carne como "Palabra de Dios" (Jn 1, 1-14) o "Palabra de la Vida" (Xó-,'o<; iffi £mr¡- 1 Jn 1, 1), sino que se refiere al discurso proferido (¿f(fierca), cuyo tema precisamente había sido el binomio "espíritu-vida".

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Es, como hemos visto, la obsesión de san Juan: presentar a Cristo como Hijo de Dios, iluminar desde esta altura incluso su vida terrena y "carnal". La "carne" de Cristo es algo más que "carne"; es "espíritu que da vida", es el Hijo de Dios resucitado y sentado a la derecha de Dios, en una palabra, "glorificado, exaltado".

Ahora bien, es indudable que todo el discurso del Pan de Vida contiene un trasfondo de significación sacramental 9 y una clara alusión a la eficacia soteriológica permanente de la Cena como "conmemoración de la muerte del Señor hasta su parusía" (i Cor I I , 26). Según ello, Juan quiere subrayar poderosamente la "doxa" del Cristo inmolado. No es una mera "carne", inmo­lada y hundida en una muerte eterna; sino una "carne" ilumi­nada por la "doxa" de la resurrección, restituida a la vida peren­ne y dotada de un "soplo vivificador".

Esta misma idea, sin alegoría y sin rodeos tipológicos, se ex­pone clara y definida en 1 Jn: "La sangre de Jesús su Hijo nos purifica de todo pecado" (1, 7). No se trata del pasado, del único momento de la muerte de Jesús en el Calvario, sino de una rea­lidad presente y permanente. Tan es así que inmediatamente se afirma "expressis verbis" esta presencia y perennidad del valor "expiatorio-punficador" de la sangre de Cristo: "Si alguno pe­care, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo justo; y El es expiación ( íXaa|ioq ) por nuestros pecados, y no por los nues­tros solos, sino por los de todo el mundo" (2, 1-2). El paralelo con Hebreos es impresionante: aquí indudablemente, como en Hebreos, se presenta a Jesús, Sumo Sacerdote y Víctima perenne en el santuario celestial, "desde donde puede salvar perennemen­te a los que por El se acercan a Dios, siempre viviendo para in­terceder por nosotros" (Heb 7, 25).

San Juan, pues, desemboca en la misma concepción sacrificial de la muerte-resurrección de Cristo, tal como la hemos visto a

9 Ibid., 61 ss.

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través de los escritos paulinos y del "midrash" judeocristiano de la Epistola a los Hebreos:

i) Cristo es el Sumo Sacerdote, que realiza un sacrificio ex­piatorio (ikaa\s.ÓQ, i Jn 2, 2).

2) El mismo es la víctima del sacrificio, ya que el instru­mento de expiación es su propia sangre (1 Jn 1, 7).

3) La significación de este sacrificio expiatorio es únicamen­te la purificación, /.aflaípeí 1 Jn 1, 7).

4) El objeto de esta "purificación" es doble: A) El "pecado" (1 Jn 1, 7; 2, 1-2); B) La "muerte" (Jn 6, 55.64).

5) La eficacia soteriológica de este sacrificio no se deduce del aspecto negativo de la "muerte", sino de la vertiente positiva de la "glorificación" de Jesús, actual y perennemente vivo en funciones de Sumo y Eterno Sacerdote.

En una palabra, el Cristo Sacerdote, redentor de la humani­dad; es precisamente el que en la gloria de la resurrección realiza constantemente la "expiación-purificación" por medio de su san­gre, viva y perenne.

3. Apocalipsis

En el Apocalipsis encontramos ya perfectamente asimilada esta perspectiva del Redentor glorioso.

Ya en el saludo epistolar se presenta a Jesucristo como "el testigo fiel, el primogénito de los muertos, que nos ama y que nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para Dios su Padre" (Ap 1, 5-6).

En 1, 18 Jesús se presenta a sí mismo como "el viviente: y estuve muerto, y he aquí que estoy vivo para siempre, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades". Jesús es el "viviente", pro­piedad esencial del que se llama "el Dios viviente", "yo soy el que vivo" en muchas páginas del Antiguo y del Nuevo Testa­mento (cf. 10, 6; Jn 5, 26; 11, 25; 14, 6). "Y precisamente

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porque es "el viviente", posee Cristo todo poder sobre la resu­rrección. El, de por sí, ha pasado por la muerte (tiempo históri­co, un momento en su existencia): a este acontecer provisional se opone un ser permanente y eterno: la vida, sin limitación al­guna, vida en Dios, como escribe san Pablo (Rom 6, 9-10). Esta victoria personal sobre la muerte lo pone en posesión de un im­perio absoluto sobre la muerte, representada, por otra parte, como el último enemigo de los hombres (1 Cor 15, 26); y también so­bre el Hades, personificación de la muerte (6, 8; 20, 13-14)" 10.

Esta posesión de las llaves de la muerte y del sheol estaba reservada, en el judaismo, únicamente a Dios. Dios es el vivifi­cador de los muertos (Berak. 8b, etc.). El es el único que puede resucitar, pues sólo El posee la llave de los sepulcros para la re­surrección de los muertos y no se la cede a nadie. A El se le atribuyen todas las acciones que producen la resurrección. Un momento se la cedió a Elias, y por eso el profeta tendría alguna parte en la resurrección final n.

En el capítulo 5 se presenta una espléndida epifanía del Cor­dero resucitado. Cristo "ha vencido" (4, 5): esta victoria le da el derecho de abrir el rollo y de verlo, es decir, leer, revelar y realizar el contenido: a fuer de mediador de los planos divinos (Ef 1, 316), debe también realizarlos. Ha vencido: tiempo his­tórico que designa un preciso momento del tiempo. Siempre que se asocia a la actividad celestial de Dios es como Cordero inmolado, que presenta dos rasgos característicos.

Primeramente, aunque vivo, parece como "degollado" (5, 6); en el Evangelio de san Juan Jesús resucitado muestra sus cica­trices (Jn 20, 27); aquí (1, 18) se llama a sí mismo: "El que fue muerto y está vivo por los siglos de los siglos". Las señales de la muerte, que lleva el Cordero, son algo más que cicatrices siempre visibles; indican la perpetuidad de su sacrificio (Heb q,

10 J. Bonsirven, L'Apocalypse de S. Jean (Verbum Salutis XVI), Pa­rís 1951, 100 s.

11 Cf. textos rabínicos en J. Bonsirven, Le Judáisme -palestinien au temps de Jésus-Ckrist I, París 1934, 483.

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14). El Cordero está lleno de fuerzas vitales: "siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra" (5, 6), o sea, el Espíritu divino septiforme que posee el Mesías (Is 11, 1-2).

En los himnos al Cordero, que vienen a continuación (5, 9-10.12), se habla expresamente de un "rescate" operado por "la muerte violenta sacrificial" ( zofá-¡rfi ) que ha hecho posible la libación de la "sangre", con la que los "rescatados" purifican sus pecados y son admitidos en la alianza divina, llegando a ser "re­yes y sacerdotes". Esta visión del Cordero glorioso coincide con la perspectiva del Sacerdote glorioso de la Epístola a los Hebreos, con una diferencia solamente: en Heb. se subraya la calidad de Cristo-Sacerdote, mientras que en el Ap. se presenta primaria­mente a Cristo-Víctima. Pero ambas perspectivas coinciden en presentar al Sacerdote y a la Víctima en una liturgia celestial. El sacrificio propiamente se realiza en el santuario celeste: todas las epifanías del Cordero se desenvuelven en un maravilloso contex­to litúrgico, entre himnos, inciensos y perfumes.

III . SENTIDO "BIOLÓGICO" DE LA MORAL CRISTIANA

La moral cristiana está toda ella dominada por el concepto de redención. Según se conciba esta última, así será la dirección y el contenido del esfuerzo humano en orden a la salvación.

Así, pues, una "redención" que únicamente se redujera al ámbito de lo moral y no incorporara esta última relación con el triunfo "biológico" final de la existencia humana, caería induda­blemente en una postura de introversión y evasionismo.

San Pablo hace, en este sentido, afirmaciones rotundas: si toda la bella moral cristiana no llevara en sí la garantía de una superación final de la muerte corporal. Pablo renunciaría a ella para practicar una moral conformista de tipo epicúreo.

Voy a destacar solamente los textos más expresivos.

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A) / Cor 15, 16-19, 30-32.58:

La fe para san Pablo, como para toda la Biblia, es una pos­tura vital que arrastra a todo el hombre, y consiste esencialmente en aceptar el don divino de la salvación para poder realizar la propia plenitud humana; por eso el contenido del diálogo hu­mano-divino de la fe es la resurrección de Cristo, como primicias y garantías de la resurrección de los creyentes. Por lo tanto, si Cristo no ha resucitado, no habrá resurrección general y a nues­tra fe le falta contenido: nos apoyamos en un vacío, nos arroja­mos a un abismo sin fondo. La situación anterior a la fe es una situación de pecado, ya que el pecado es un clima objetivo: "todo lo que no procede de la fe es pecado" (Rom 14, 23).

Sin resurrección, los "muertos en Cristo" habrían desembo­cado "en la perdición", en la muerte eterna: claramente se con­sidera el estado inmediatamente posterior a la muerte como una situación de no-salvación. Ahora bien, como quiera que la exis­tencia del alma separada no es "vida", tendríamos —caso de no haber resurrección— que limitar la esperanza cristiana a esta vida. Una "esperanza" así le parece a Pablo digna de compasión e inadmisible.

Igualmente la "espiritualidad" apostólica está imperada por la esperanza de la resurrección corporal. Pablo define al profesio­nal del apostolado como "uno que vive en perpetuo estado de nesgo". El mismo acaba de sostener una lucha bestial en sus ta­reas evangelizadoras de Efeso, llegando a estar al borde de la muerte. Todo este peligro lo aborda el profesional del apostolado únicamente confiado en la resurrección; si no, no merecería la pena arriesgar la vida, sino que, al contrario, habría que apurarla hasta el máximo, siguiendo el aforismo epicúreo: "Comamos y bebamos, ya que mañana moriremos".

Todo el capítulo 15, dedicado a la resurrección, termina con una exhortación a permanecer firmes en esta conducta moral por la esperanza segura de un éxito final objetivo, que es precisamen­te la resurrección corporal.

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B) 2 Cor 4, 14.16-18:

"Los W.16-18, si no se repara en el contexto, pudieran haber sido escritos por Filón (u otro platónico). Como él, se separa el mundo invisible, considerado perfecto y durable, del visible; y la oposición entre los dos hombres, exterior e interior, recuerda incluso la terminología hermética. Sin embargo, teniendo en cuenta el conjunto de la doctrina del Apóstol, nos vemos obli­gados a leer este pasaje bajo el ángulo escatológico, punto de vista inaceptable para los platonizantes y herméticos" lz.

Pablo distingue una tensión constante y progresiva entre la "condición humana exterior" y la "condición humana interior". Esta dialéctica hay que entenderla en el marco de la antropología paulina, que nunca divide al hombre en "cuerpo" y "alma", sino en "carne" y "espíritu". Carne es la situación del hombre dejado a sus propios recursos, con un cierto subrayado a la lejanía re­ligiosa de Dios. Aquí la "condición humana exterior" coincide más o menos con "carne". La "ruina de la carne" está en propor­ción directa con la "salvación del espíritu" (1 Cor 5, 5). Como quiera que el hombre es un ser "dual", está sometido simultá­neamente a la acción de la "carne" o de la "muerte", y a la ac­ción del "espíritu" o de la "vida": "Consideraos vosotros como, por una parte, muertos por vuestra relación con el pecado, y vivos por vuestra relación con Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 11).

Así pues, la acción actual del "espíritu" sobre el cristiano, aun cuando parezca paradójicamente destructiva, tiene la con­trapartida de un influjo progresivo en orden a un final "glorio­so". Naturalmente, este final glorioso no es otro que la resurrec­ción corporal, expresamente afirmada en el v. 14.

La "tribulación" (WWitc) es en san Pablo un elemento cons­tructivo : la Iglesia se construye a base de "tribulaciones": no es un concepto de tipo budista ni helénico: es un hecho que la

12 J. Hering, Sec. Ef. Cor., Neuchátel-París 1958, 45.

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resistencia del mal sólo se puede vencer mediante una batalla sangrienta. Esto sólo es lo que justifica la presencia de la "tri­bulación" en la existencia cristiana: su necesidad en orden a la construcción progresiva de la Iglesia en medio de la convivencia humana.

Pues bien, la "tribulación", en su aparente acción degradado-ra sobre el hombre, tiene la contrapartida de un influjo íntimo en el ser profundo del hombre, que lo va "construyendo" para su existencia plena y definitiva: la resurrección escatológica.

Estas reflexiones vienen a sostener la moral paradójica de la vida accidentada de los apóstoles (4, 8-10).

C) Flp 3, 10-21:

Aquí se trata de una conducta moral itepircaxoüvTa?, au[i¡ii¡iT(xaí, v. 17), que se compara a una carrera lineal en el estudio. La meta de esta "carrera" es precisamente la resurrec­ción corporal: la "comunión con los padecimientos de Cristo lleva, sí, a una muerte, pero no a una muerte puramente biológica, sino a una "muerte como la de Cristo"; y el único motivo de esta asimilación al padecer y a la muerte de Cristo no es otro que la participación en el anverso de este aspecto "moral", la re­surrección : "sin otra mira que la de llegar alguna vez a la resu­rrección". Los judaizantes predican una moral introvertida, toda ella reducida a averiguar qué comidas son puras o impuras, según un complicado código legal; para ellos Dios en definitiva es el vientre. La "vergüenza" ( atay_6vr¡ ) se refiere al órgano sexual 13. Pablo emplea una cortante ironía: ponen su timbre de gloria en la parte del cuerpo denominada "vergüenza"; aquí hay un juego de palabras: lo contrario de "gloriarse" (SoíáÜlsaOsi) es "ser confundido" («íayóvsaOat).

» Cf. LXX: 1 Re 20, 30; Nah 3, 5; Is 20, 4; Ez 16, 36-37; 22, 10; 23, 10.18.29; en el N. T.: Ap 3, 18.

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D) Gal 6, 7-9:

La actuación moral del cristiano tendrá un desemboque es­catológico. El hombre que ha preferido vivir en la soledad orgu-llosa de su carne, no podrá recoger otra cosecha que la "corrup­ción". Estamos en un contexto escatológico —"juicio divino"— paralelo al de i Cor 15, 35-38: aquí también se habla de "sem­brar" 36-37, de "corrupción" (cp8opá 42.51.53 ©8apxdv). La "corrupción" se refiere claramente a la "muerte corporal", y

Quiere decir san Pablo que la conducta pecaminosa del hom­bre —la xaúpjan;, el quedarse-en-la-carne— no sólo lo separa moralmente de Dios, sino que lo encamina hacia un resultado escatológico de pleno fracaso existencial: la "corrupción", la "muerte eterna", la pérdida total de la esperanza de "vivir". Por el contrario, la conducta moralmente buena del cristiano no sólo lo hace agradable a Dios, sino que biológicamente lo encamina hacia su maduración plena existencial: la "vida eterna", la re­surrección escatológica.

El paralelo con 1 Cor es aún más estrecho en la última frase (v. 9). Como allí, también aquí insiste Pablo en la idea de que el resultado final —la resurrección— es lo único que hace razo­nable la bella moral cristiana. Por eso vuelve a subrayar el tema de la eficacia con expresiones parecidas a 1 Cor 15, 58: el es­fuerzo humano no sólo tiene el valor extrínseco del mérito, por medio del cual merece una recompensa, sino que de por sí, con tal de que haya sido elevado por su incorporación a Cristo (év xupíci>), llega a resultados de plenitud humana que justifican totalmente toda la actuación mundana del hombre histórico.

la incorrupción a la resurrección escatológica (v. 53)

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E) Rom 8, 5-6.12-13.17-18:

Se trata también de una conducta moral ("andar", zspi-TOTTSÍV). Las "hazañas del cuerpo": "cuerpo" es todo el hombre en su actuación exterior y visible; aquí se refiere al hombre-en-sí, en cuanto que intenta actuar por su propia cuenta. El cristiano se desprende de esta manera de actuar (itpá^tc) y la "entrega a la muerte", consciente de que por ese camino se va derecho a la muerte.

La "gloria", a la que desembocará esta actuación moral del cristiano, es claramente la resurrección corporal, colocada al final de la historia y coimplicada en una consumación o plenitud de la misma creación (ig-20). En Gn 1-3 aparece el hombre como el sentido dado por Dios a toda su obra creadora y el responsable de la creación, a la que tiene que llevar a un término feliz me­diante un trabajo realizado bajo la dependencia de Dios. Parece que "el que la sujetó" (v. 20) es el mismo Dios, que de una ma­nera positiva, haciendo al hombre responsable de la creación, la ha uncido al riesgo de su libertad. Sin embargo, esta "sumisión al destino humano", decretada por Dios, está montada sobre una "condición" (STC' SÍVTCÍÓL): la esperanza de la futura libe­ración. La metáfora, tomada de los dolores de la parturienta (v. 22), indica que el "destino trascendente" dado por Dios a la creación no es algo discontinuo y prefabricado, sino en íntima relación con la realidad evolutiva de un mundo que va gestando en su seno otro mundo que no será totalmente distinto, aunque lo supere en plenitud.

J. M. GONZÁLEZ RUIZ

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Boletines

LA CIENCIA DE CRISTO

El presente artículo pretende ofrecer una información crítica sobre los estudios recientes en torno al conocimiento y la conciencia de Cristo. Pero una justa valoración de los trabajos recientes en este sector del dogma sólo es posible si se tienen en cuenta las opiniones sostenidas hasta ahora; por eso ofreceremos en primer lugar una exposición de la problemática que plantean las concepciones cristológicas tradicionales. Los estudios que llamamos nuevos pretenden hallar una respuesta a esta problemática. Por eso resulta ineludible comenzar por una exposición de la misma.

I

Una ojeada a los tratados ordinarios de Cristología provoca irreme­diablemente la sensación de hallarse ante una serie de enmarañadas cues­tiones. En primer lugar, se siente la impresión de que la imagen del Jesús terreno que ofrecen los tratados está deducida excesivamente de tesis axiomáticas, y de que en su formación han desempeñado un papel muy reducido los relatos evangélicos. Este hecho tiene su explicación en que, desde la Edad Media, prevaleció en teología dogmática un ideal de ciencia centralizado en el procedimiento deductivo. Por lo que se refiere a la psicología de Cristo en su vida terrena se estableció una especie de principio de perfección, y de acuerdo con él se atribuyeron al alma de Cristo todas las perfecciones posibles; y por este camino se llegó a afirmaciones extremas que se contradecían mutuamente o esta­ban en oposición con los datos escuetos de los relatos evangélicos.

Recuérdese, por ejemplo, la idea de que el alma de Cristo, durante toda su existencia terrena, estaba en posesión de la visión beatífica. Si se supone que el alma de Cristo, cuando se encuentra todavía en la tie-

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rra, posee ya el fin sobrenatural como elemento beatífico, ;cómo es posible hablar de una auténtica libertad en Cristo frente a la misión divina que le exige morir? Para soslayar esta dificultad, era preciso re­ducir el contenido obligatorio de esta misión o buscar un concepto de libertad distinta de la humana. ¿Y cómo se puede afirmar que Cristo padeció hasta lo más profundo de su alma el dolor de su abandono y su muerte, si su alma estaba inundada hasta sus más hondas profundida­des de un gozo perfecto, celeste? Aunque en el plano lógico estos dos conceptos no resultan contradictorios, en el plano psicológico sí que lo son, y por ello carece de sentido utilizarlos como puntos de referencia en el plano lógico para soslayar dificultades psicológicas. Tampoco pa­rece admisible la solución de dividir el alma humana de Cristo en dis­tintos sectores y situar en ellos los afectos que se excluyen mutuamente. La conciencia, en efecto, es un todo unitario y hogoméneo al menos en el sentido de que los afectos que ocupan el centro de atención, al alcan­zar una cierta intensidad, excluyen con necesidad psicológica la presen­cia de sus contrarios. Y si no se presta atención a este hecho, se corre peligro de suponer en Cristo un "yo" múltiple.

Si se tiene en cuenta además que la doctrina patrística de la omnis­ciencia relativa de Cristo (Cristo conocía todo lo pasado, presente y fu­turo) experimentó una ampliación en la Escolástica, en cuanto que sus teólogos no se contentaron con atribuir a Cristo el conocimiento de la realidad entera y exigieron que este conocimiento se realizara de todos los modos posibles, se ve que también aquí se supuso en la conciencia cognoscitiva de Cristo una división problemática. Actualmente, entre los modos de conocimiento que posee el alma de Cristo sólo se suelen mencionar la visión beatífica, la ciencia infusa y la ciencia adquirida, aunque —según las peculiaridades de las distintas escuelas teológicas— se establecen ciertas modificaciones al explicar con más precisión estos modos de conocimiento.

Pero, a pesar de todas las diferencias en detalle, se imponía la divi­sión del alma de Cristo en sectores (algunos teólogos hablan de pisos). Y el motivo es fácil de ver: si el alma, mediante una visión inmediata de Dios, ve en la sustancia divina toda la realidad, puede preguntarse con justicia si la ciencia infusa, que comunica el mismo contenido, no puede eliminarse como innecesaria, a no ser que pertenezca a un sector propio, exactamente delimitado, en la conciencia humana de Cristo. Y de igual manera viene a plantearse la cuestión de qué puede propor­cionar la ciencia adquirida, pues ésta no puede añadir nuevos contenidos a los que proceden de la visión beatífica y la ciencia infusa. Por tanto, también para la ciencia adquirida es preciso delimitar un sector propio. Y sin embargo hay que recordar que en los evangelios la ciencia ad-

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ha ciencia de Cristo 97

quirida de Cristo está más claramente atestiguada que la visión beatí­fica, y que la ciencia infusa no tiene un apoyo suficientemente seguro ni en la Escritura ni en los Santos Padres. Así pues, el atribuir a Cristo modos distintos de conocer lleva a la distinción de distintos sectores de conciencia, y esto conduce implícitamente a la destrucción de la unidad de conciencia. No deja de resultar difícil concebir cómo pueden serle presentados a un espíritu humano dos veces, a la vez y en acto, todos los contenidos de la realidad por obra de dos modos de conocimiento, y cómo además un tercer modo de conocimiento puede presentarle de nuevo una parte de los contenidos que ya posee. Si se adquiere que los tres modos de conocer posean una función verdadera y que los tres actúen al mismo tiempo, es inevitable suponer que tienen su origen en tres centros distintos de la conciencia.

Pero no acaban aquí las dificultades. Aparte el arduo problema es­peculativo de cómo el espíritu creado puede leer en la sustancia divina que contempla todo lo pasado, presente y futuro, el optimismo tradi­cional de las teorías sobre el conocimiento de Cristo choca con expresio­nes de la Sagrada Escritura que se le oponen como una impenetrable barrera. En este sentido podemos aludir sobre todo a Le 2, 52: "Y Je­sús crecía en sabiduría... delante de Dios y de los hombres"; y a Me 13, 32 (cf. Mt 24, 36): "En cuanto a ese día o esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre". Si, ade­más, se tiene en cuenta que Cristo, a lo largo de su vida, formuló pre­guntas y expresó su extrañeza ante ciertos hechos —manifestando con ello su ignorancia—, no cabe otra solución, si se quieren mantener las conceptos tradicionales, que escamotear el sentido diáfano de las pa­labras evangélicas o establecer otro sector en la conciencia de Cristo en el que no lo sabía todo, mientras sí lo sabía en los demás sectores. Atendiendo a los pasajes de la Escritura que hablan de la ignorancia de Jesús, la problemática se agudiza de tal modo que puede muy bien afirmarse que los intentos de solución realizados hasta ahora han termi­nado en un callejón sin salida, y que su carácter artificioso suscita nece­sariamente la duda.

Era preciso también explicar cómo el hecho ontológico de la unión hipostática se reflejaba en el alma de Jesús. La doctrina de la Iglesia no permite dudar que el "yo" en boca de Cristo que encontramos en múltiples expresiones de los evangelios denuncia la conciencia de su filiación divina. Incluso en el plano de una crítica histórica se llega nece­sariamente a la convicción de que el Jesús histórico tenía conciencia de poder perdonar los pecados y de ser señor del sábado, expresiones que, en el ambiente judío de su tiempo, quieren decir que Jesús se conside­raba en posesión de la plenitud del poder divino. Vistos desde este án-

7

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98 E. Gutwenger

guio, los casos en que se declara hijo de Dios adquieren un colorido totalmente particular. Aun considerando los evangelios sólo como fuen­tes históricas, es posible demostrar que el yo de las expresiones de Jesús alude a un "suppositum" divino. Pero ¿cómo se han de interpretar es­tas manifestaciones de la conciencia de Jesús a la luz de una reflexión dogmática ?

La cuestión de cómo la conciencia humana de Cristo experimenta la realidad de su filiación divina fue suscitada por el interés de los tiem­pos modernos por la psicología. Dentro del campo católico el primero que se ocupó de ella fue el P. Galtierx. De lo que se trata en última instancia es de si el hecho ontológico de la unión hipostática aparece en el alma del Cristo terreno como un dato inmediato de conciencia, o si el conocimiento de la misma tiene su origen únicamente en una visión objetiva de Dios. Galtier se decidió por la segunda alternativa y originariamente distinguió un yo psicológico, otro sustancial y otro metafísico. La constante de la presencia del yo psicológico exige un fun­damento y éste reside en el yo sustancial. Pero el yo sustancial se iden­tifica con la naturaleza humana, que a su vez (exceptuando el caso único de Cristo) es también siempre persona y, eo ipso, implica el yo metafí­sico. Esto último no ocurre en Cristo, porque en El es preciso reconocer un salto radical entre naturaleza humana y persona divina.

¿Cómo han de interpretarse según Galtier las expresiones personales de Jesús que se refieren evidentemente a una persona divina? ¿Y cuál es el fondo psicológico-teológico sobre el que están montadas estas expre­siones? Galtier responde diciendo que el alma de Cristo gozaba de una visión objetiva de Dios. Y precisamente en esta visión objetiva de Dios llega a saber que el Logos está unido hipostáticamente a la naturaleza humana de Cristo. A la luz de esta visión objetiva de Dios —y sólo así—, el "yo" se convierte en expresión de Cristo entero. Resumiendo, con el peligro que ofrece toda esquematización, podemos decir que para Galtier el alma de Cristo sabe que la persona divina está unida hipostá­ticamente a ella, pero no tiene conciencia de esa persona.

Esta concepción explica también por qué Galtier tiene que introducir en Cristo un yo humano psicológico y otro sustancial. El conocimiento

1 P. Galtier, L'unité du Christ. Étre... Personne... Conscience, París 21939.—Galtier modificó más tarde sus ideas sobre las clases del yo. Aquí no podemos extendernos en exponerlas. Remitimos a su artículo: La cons­cience húmame du Christ a propos de quelques publications recentes. «Gre-gorianum» 32 (1951), 525-568. Tampoco podemos ocuparnos de la extra­ordinaria mejora de la encíclica Sempiternus Rex, publicada en «L'Obser-vatore Romano» hasta su aparición oficial en «Acta Ápost. Sedis» 43 (1951).

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LÍÍ ciencia de Cristo 99

objetivo, en efecto, no es formalmente una experiencia del yo; el cono­cimiento objetivo supone más bien un yo en el que se realiza.

Pero no es éste el único motivo que llevó a Galtier a la elaboración de su teoría. Galtier intentaba también asegurar la autonomía psicoló­gica de la humanidad de Cristo. Consideró un camino equivocado el partir de axiomas de escuela y, mediante un proceso deductivo, determi­nar las estructuras de la conciencia humana de Jesús. Quiso, por el con­trario, comprender el alma de Cristo a partir de la experiencia ordinaria en la conciencia del hombre, proceder que tiene en cuenta el hecho de que Cristo es verdadero hombre y a la vez toma en serio la espontanei­dad humana de la imagen de Cristo que nos ofrecen los evangelios. Es­tos puntos básicos en la postura de Galtier señalan una realidad que no puede dejar de tener en cuenta toda Cristología moderna.

Galtier encontró en el sector tomista una fuerte oposición. Pero entre sus adversarios se observa gran discrepancia de posiciones. P. Párente2, H. Diepen3, B. M. Xiberta4 y otros defienden opiniones que discrepan mucho entre sí. Sólo en un punto, ciertamente muy importante, parecen estar todos de acuerdo: según la doctrina tomista, la persona metafísica es experimentada directamente en la conciencia del hombre, afirmación que también es operante en la Cristología y con la que es preciso estar de acuerdo. Por lo que se refiere a la experiencia humana ordinaria, re­cuérdese que el hombre, en su conocimiento objetivo, se destaca de todo lo demás y, al autoafirmarse así en una delimitación netamente marca­da, se experimenta de forma no reflexiva como persona metafísica. La misma experiencia tiene lugar cuando, en el ejercicio de su libertad, toma decisiones en que está implicada la totalidad de su ser. Y siempre que el hombre "predica" algo sobre su yo, considera como sujeto su yo metafísico.

2 P. Párente, L'Io di Cristo, Brescia 21955. 3 El mismo, Unitá ontologica e psicológica dell'Uomo-Dio, «Euntes do-

cete» 5 (1952), 337-401 (editado también en separata). H. Diepen, L'unique Seigneur Jésus-Christ, «Rev. Thom.» 53 (1953), 66.

4 B. Xiberta, El Yo de Jesucristo. Un conflicto entre dos Cristologtas. Barcelona 1954.—El mismo Tractatus de Verbo incarnato, Madrid 1954.

De las tesis de Xiberta se ocupan: F. Lakner, Eine neuantiochenische Christologie? «Zeitschr. f. kath. Theol.» 77 (1955), 220-223.

M. Cuervo, El Yo de Jesucristo, «La Ciencia Tomista» 82 (1955), 105-123.

F. de P. Sola, Una nueva explicación del Yo de Jesucristo, «Estudios Eclesiásticos» 29 (1955), 443-478.

B. Lonergan, De constitutione Christi ontologica et psicológica, Roma 1956, 143-144.

E. Gutwenger, Bewusstsein und Wissen Christi, Innsbruck 1960, 39-44.

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II

La exposición anterior ha querido presentar los puntos más impor­tantes de la problemática de la conciencia humana de Jesús. Con ella ha podido resultar claro cómo en este contexto la ciencia y el conocimiento humanos de Cristo ocupan un lugar dominante. Pero ¿cómo desenredar la maraña de opiniones teológicas, de modo que resulte una imagen de Cristo menos contradictoria y más en armonía con la Biblia?

Durante los últimos años ha aparecido en este campo una orienta­ción nueva verdaderamente prometedora. Si las señas no engañan, po­demos decir que se han abierto camino ya soluciones definitivas. Los trabajos aparecidos durante estos años y que se ocupan del tema son numerosos. Si en las páginas siguientes sólo mencionamos expresamente algunos nombres lo hacemos porque sus estudios constituyeron una apor­tación esencial a la elaboración de una nueva cristología. Analizar por separado cada una de las publicaciones carecería de sentido, pues con ello no se pondría de relieve lo verdaderamente nuevo, sino que por el contrario se esfumaría 5.

5 La bibliografía publicada hasta 1956 puede verse en R. Haubst, Pro-bleme der jüngsten Christologie, «Theol. Rev.» 52 (1956), 145-162.—La bi­bliografía aparecida entre 1956 y 1959 se encuentra reunida en E. Gutwen-ger, op. cit-—La bibliografía de los últimos años puede verse en K. Rahner, Dogmatische Erw'águngen über das Wissen und Selbsbewusstsein Christi, «Trierer Theol. Zeitschr.» 71 (1962), 65-68.—Como complemento, por lo que se refiere a los últimos años, pueden consultarse los trabajos siguientes:

P. De Haes, De psychologia Christi status quaestionis, «Coll. Mechl.» 45 (1960), 366-370.

J. Latour, ha visión beatifique du Christ. Disertación presentada en el Instituto Católico de París en 1960.

A. Michel, Science, conscience, personne de Jesus-Christ, «Ami du Clergé» 70 (1960), 641-649 (estudio bibliográfico).

C. Morali, Aspetti metafisici e funzionali della coscienza umana di Cris­to, Roma 1960.

A. Perego, II problema dell'unita psicológica di Cristo, en Enciclopedia Cristologica, Roma 1960, 510-535.

J. Ezguerro, Significados del «Yo» (En torno al problema psicológico de Cristo), «Rev. Esp. Teol.» 21 (1961), 325-328.

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A. Perego, Sull'unita psicológica di Cristo, «Eph. Carm.» 12 (1961), 105-115.—Perego discute aquí un artículo de P. de la Trinité, A propos de la conscience du Christ. Un faux próbleme théologique, «Eph. Carm.» 11 Í1960), 1-32.

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ha ciencia de Cristo 101

Hace ya unos años, K. Rahner expresó una opinión que llevaba ya mucho tiempo respirándose en el ambiente: se ha de distinguir, en cristología, entre visión inmediata, pero no beatífica, de Dios y la autén­tica visión beatífica que los bienaventurados poseen en el cielo6. Aun­que en teología dogmática la visión inmediata, no beatífica, de Dios tenía aspecto de novedad, conviene no olvidar que ya santo Tomás muy verosímilmente la considera como una auténtica posibilidad. Es cierto que no se habla de ella en su cristología; para Cristo exige la vi­sión beatífica en sentido estricto. Pero en su S. c. G. III, 50, en el 2.° argumento, dice expresamente que el alma humana, después que el hombre muere, conoce el mundo como obra de Dios y quiere ver tam­bién la causa divina. Esto quiere decir que Dios puede ser contemplado también como creador del mundo y, por tanto, que la visión de Dios no es necesariamente beatífica en el sentido sobrenatural de la palabra.

También una consideración más existencial del problema sugiere la posibilidad de que Dios pueda ser visto desde distintos ángulos. Según la situación existencial de la creatura, Dios puede aparecer como el que exige obediencia, como juez airado, como creador del mundo, como el que se entrega en amor. No todos estos aspectos de la divinidad produ­cen en el que la contempla la bienaventuranza última. Y hay otro hecho que es preciso también tener en cuenta: si entre el estado de bienaven­turanza final y un auténtico sufrimiento interior existe una oposición irreconciliable, en el Cristo terreno habrá que excluir el estado de biena­venturanza final, porque su sufrimiento interior no admite duda. Estas consideraciones permiten asegurar la libertad de Cristo frente a la muer­te, que forma parte de su misión y su posibilidad de padecer.

La otra cuestión, estrechamente unida a la precedente, es: ¿cómo se ha de concebir en concreto la visión inmediata de Dios? ¿Consiste ésta en un hecho de conciencia en el sentido estricto de la palabra, de modo que en el fondo de la conciencia se da una experiencia del Logos

E. Schillebeeckx, Het bewustzijnsleven van Christus, «Tijdschrift voor Theologie» 1 (1961), 227-251.

L. Jammerone, L'unita. psicológica in Cristo, Roma 1962. C. de Pamplona, El «Assumptus Homo» y el «Yo» humano de Cristo,

i la luz de la doctrina de Escoto y de Basly, «Est. Franc.» 63 (1962), 161-194.

A. Perego, Interessante studio sull'unita psicológica di Cristo, «Divus Thomas» 65 (1962), 378-385.

K. Rahner, op. cit., 65-83. A. Vogtle, Exegetische Erwagungen über das Wissen und Selbstbewusst-

sein ]esu, en 'Gott in Welt I, Friburgo de Brisgovia 1964, 608-667. 6 K. Rahner, Probleme der Christologie von heute, en Das Konzil von

Chalkedon III.—Este artículo puede verse también en K. Rahner. Schriften tur Theologie I, Einsiedeln 51961, 169-222.

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como el portador personal de la naturaleza humana, o éste, en cuanto portador personal, es visto y conocido en una visión objetiva de Dios? K. Rahner intenta hallar la respuesta partiendo de la unión hipostática 7. En la metafísica tomista del conocimiento ser y tener conciencia son dos momentos de la realidad que se condicionan mutuamente, y así puede decirse que en el grado más sito del ser, el espiritual, ambos se identifican, de modo que es posible afirmar: ser es tener conciencia, ser es "estar junto a sí". Puesto que la unión hipostática es la actualiza­ción de la potentia obedientialis, de la posibilidad radical de asumpción por la persona del Logos y por ello una determinación ontológica en el ser humano de Cristo, en cuanto tal debe ser también un acontecimien­to de conciencia.

Que esta argumentación, por sí sola, sea convincente, no me atrevería a afirmarlo. Porque las realidades sobrenaturales de la gracia santificante, de la inhabitación del Espíritu Santo y otras determinaciones del ser humano, que constituyen también la actualización de una potentia obedientialis, no son experimentadas por la conciencia. Rahner dice: "Lo dicho ha de considerarse sólo como una sugerencia, como una orien­tación en la búsqueda de la solución; no se da por descartado el que todo esto no pueda tener una explicación más exacta y satisfactoria". Así pues, la fuerza de esta argumentación apriorística queda en suspen­so. Los axiomas metafísicos, tomados de un sector limitado del ser, re­sultan muchas veces problemáticos al traspanerlos al plano subrenatural8.

Quizá resulte más convincente otro camino: dejar hablar a la ex­periencia humana de la persona. Como indicábamos anteriormente, el hombre, en el conocimiento, constituye las cosas en objetos y así se destaca a sí mismo de todo lo demás como algo distinto, algo completo-en-sí. En el ejercicio de la libertad dispone de manera soberana de sí como de un todo, como algo cerrado. En el conocimiento, por tanto, y en el ejercicio de la libertad tiene una experiencia consciente del yo metafísico, de la persona. En el conocimiento humano y en el ejercicio de la libertad de Cristo debe suponerse un proceso semejante, y éste exige necesariamente que la filiación divina, cuyo origen reside en la unión hipostática, aparezca como "disposición radical" (Grundbefind-lichkeit) de la conciencia humana de Jesús. De no ser así tendríamos el caso extraño de que en cada conocimiento y ejercicio de libertad de Jesús habría que señalar un fraude metafísico, que en virtud de una

7 El mismo, op. cit. anteriormente, nota 5, 74-75. " En otro lugar, Rahner pretende hacer ver que lo sobrenatural cae

dentro de la conciencia; cf. K. Rahner, Bemerkungen zum Begriff der Of­fenbarung, en K. Rahner-J. Ratzinger, Offenbarung und ÜberUeferung (Quaest. disp. 25), Friburgo de Brisgovia 1964, 11-24.

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La ciencia de Cristo 103

visión objetiva de Dios puede ser reconocido como tal, pero no por ello eliminado. Por eso en principio consideramos acertada la postura de Rahner.

Mediante una reflexión que se caracteriza por su agudeza, Schille-beeckx pretende llegar por otro camino a la explicación que acabamos de exponer9. Para ello, parte del hecho de que el Logos asumió una naturaleza humana y, por tanto, una conciencia humana. Schillebeeckx quiere decir —si he logrado entenderlo bien— que el Logos tiene con­ciencia de sí, se conoce también en una conciencia humana. Esto pro­porciona al menos un argumento de conveniencia a la idea de que el Logos es en el alma de Cristo un hecho de conciencia.

A las demás conclusiones que Schillebeeckx deduce de este postu­lado inicial quizá haya que colocar un pequeño interrogante. Llama la atención, por ejemplo, el que no quiera reconocer en la conciencia hu­mana de Cristo un centro de acción. Su objeción de que un centro de acción equivaldría a un "yo" sólo es cierta cuando se trata de hombres ordinarios, pero no en el caso de Cristo, porque la naturaleza humana de éste no subsiste en sí misma, sino en el Logos. No obstante, la causalidad de la naturaleza humana permanece intacta. Y si el espíritu humano de Cristo realiza actos, este espíritu humano ha de tener concien­cia de que actos espirituales proceden de él como de una causa. ¿Y quién puede dudar de que los actos de conocimiento humano, de ejercicio de la libertad, de fijación de la atención, etc., tienen su origen en el espíritu humano de Cristo? En este sentido es perfectamente justo designar el espíritu de Cristo como centro de acción.

Hablar exclusivamente de conciencia hace sospechar que se atribuye a la persona del Logos toda la causalidad de los actos humanos de Cris­to. Schillebeeckx argumenta del modo siguiente: un centro de acción equivale a un centro personal. Pero el Logos es el centro personal de Cristo. Luego el Logos es también el centro de acción de Cristo. De lo dicho anteriormente se deduce que la mayor del silogismo, en esta for­mulación general, es falsa.

Pero Schillebeeckx pretende consolidar su posición por otros ca­minos, partiendo de puntos de vista trinitarios que hacen más flexible una unidad demasiado rígida de la conciencia divina, en cuanto, en el sentido de las relaciones trinitarias, a cada persona divina se le recono­cen estructuras propias de una conciencia divina única. Estas ideas le sirven a Schillebeeckx para probar que existe una conciencia peculiar, trinitaria del Logos. En virtud de la unión hipostática, el Logos tiene

9 E. Schillebeeckx, Het bewustzijnsleven van Christus, «Tijdschrift voor Theologie» 1 (1961), 241-243.

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también de sí una experiencia al modo humano. Para Schillebeeckx —y lo subraya expresamente— en Cristo no existe distinción entre un yo psicológico y un yo ontológico, sino que los dos son absolutamente idén­ticos. El Logos es un yo divino encarnado.

En este punto no veo con claridad cómo se han de entender las afir­maciones concisas y agudas de Schillebeeckx. Difícilmente puede que­rer afirmar que el Logos posee una conciencia creada de modo que no sólo es el portador de la experiencia humana consciente, sino también su recipiente inmediato. Esto sólo sería posible si el Logos estuviera dotado de una potencialidad propia. ¿Y no debía decirse también, por ejemplo —y aquí no interviene para nada ninguna communicatio idio-matum—, que también el Logos, que es Dios, padece? Para mayor claridad formularé la dificultad en la siguiente pregunta: en virtud del padecimiento de la humanidad de Cristo, ¿se ve afectada por el dolor la divinidad del Logos o no? Si la respuesta es afirmativa, surgen difi­cultades teológicas; si es negativa, la función hipostática del Logos queda reducida a la de portador de una naturaleza humana psicológica autónoma. La pregunta que acabamos de formular está justificada, pues entre Logos y divinidad no se ha de distinguir diciendo, por ejemplo, que el Logos se ve afectado por el dolor sólo en cuanto significa perso­nalidad, pero no en cuanto significa naturaleza divina.

Si he entendido bien a Schillebeeckx y si los reparos expuestos son acertados, resulta evidente que es mejor abordar el problema discutido partiendo de la conciencia humana de Jesús, de igual modo que es me­jor método avanzar hacia lo desconocido, partiendo de lo conocido, que pretender aclarar lo desconocido partiendo de lo desconocido.

III

Nadie ha dado el paso decisivo de una manera tan brillante como K. Rahner. No obstante, es preciso recordar que ya antes había expues­to Schillebeeckx 10 las mismas ideas en sus líneas esenciales, aunque en Rahner la sistematización de las mismas parece resultar más clara. Para Rahner, la filiación divina constituye la "disposición" (Grundbefind-lichkeii) radical del alma de Cristo. Esta es el polo subjetivo de su con­ciencia, "el simple, escueto 'estar junto a él', el necesario 'llegar a ser sí mismo' de esta unidad sustancial con la persona del Logos; esto y sólo esto" n . Partiendo de esta "disposición" (Grundbefindlicbkeit) de la

10 Cf. E. Schillebeeckx, op. cit. 11 K. Rahner, Dogmatische Erwagungen..., 76.

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La ciencia de Cristo 105

filiación divina, pretende Rahner abordar el problema de la ciencia hu­mana de Jesús.

En primer lugar, Rahner señala el hecho de que la conciencia hu­mana es un espacio pluridimensional: "existe lo reflexivamente cons­ciente y lo magninalmente consciente, lo consciente y lo observado expresamente, una conciencia objetivamente conceptual y un saber ins­talado trascendental y no reflejamente en el polo subjetivo de la con­ciencia; existe un saber por connaturalidad y un saber 'proposicional', un saber admitido y un saber rechazado; existen hechos anímicos en la conciencia y la interpretación refleja de los mismos, existe el saber no objetivo del horizonte formal dentro del cual surge un objeto com­prendido..." 12.

En una segunda observación previa, Rahner se enfrenta con el ideal griego, según el cual el saber es la norma absoluta del hombre. Por lo que se refiere al desarrollo de la libertad en el hombre, Rahner cree que es necesario un cierto no saber. La decisión supone un espacio descono­cido en el que puede penetrar la acción. Si el hombre conociese todo, si no se le ocultase nada, sufriría menoscabo su libertad. "Una filosofía de la persona y de la libertad del ser finito, de la historia y de la de­cisión podía demostrar con relativa facilidad que a la esencia de la reali­zación plena de la persona finita en la decisión histórica de la libertad pertenece necesariamente el riesgo, la salida audaz a campo abierto, la entrega en manos de lo imprevisible, el ocultamiento del origen y el encubrimiento del fin, es decir, un cierto modo de no saber; podría demostrar también que la libertad exige siempre la blanca diafanidad del espacio de la libertad, su vacío voluntariamente aceptado como el fondo oscuro de sí misma, como condición de su posibilidad" 13.

Establecidas estas que pudiéramos llamar premisas, Rahner penetra en el núcleo del problema colocando la "disposición" (Grundbefindlich-keit) radical de la filiación divina en el polo subjetivo de la conciencia de Cristo como algo no reflejo y no temático. Lo mismo que la disposi­ción (Grundbefindlichkeii) de la espiritualidad del hombre y de la li­bertad se halla implicada en todo el obrar, y todo el obrar del hombre es sostenido por ellas, así también la filiación divina está presente en todo el obrar de Cristo. La disposición radical (Gmndbefindlichkeit) puede hacerse refleja, sin que por ello se la alcance. La conciencia inme­diata de la divinidad se hace temática y se expone reflejamente en el encuentro de Cristo con el mundo. Para la interpretación de su propio ser le sirven, como material prexistente, las concepciones, el lenguaje,

12 Ibid., 69-70. 13 Ibid, 71.

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las costumbres y los conceptos de su mundo y su tiempo. Se compren­de que de esta manera se llegue a una historia progresiva de la auto-exposición temática de Cristo, como se comprende también que mucho continúe no sabido. "Es perfectamente legítimo querer observar en qué conceptualidad prexistente, en qué proceso eventual, espontáneo, que sólo a posteriori se puede señalar mediante un análisis histórico, se rea­liza desde el comienzo este 'llegar-a-ser-sí-mismo' tematizador de la dis-oosición (Grundbefindlichkei£) divino-humana, de la inmediatez divina y de la filiación de Jesús; qué conceptos, suministrados por el mundo religioso en que se movía, empleó Jesús para decir lentamente lo que en el fondo de su ser sabía ya desde siempre de sí" 14.

Podía preguntarse aquí si esta presentación de la conciencia de Cristo no desatiende el hecho innegable de la doctrina patrística sobre la per­fección de la ciencia de Cristo. Pero hemos de responder que la doctrina de los santos Padres y de la escolástica posterior, en sus agudas siste­matizaciones, no exige ineludiblemente que se la acepte. Los estudios históricos sobre el tema, que se hubieron de realizar para que fuese po­sible el esbozo de Rahner, demuestran que el camino de la doctrina de la perfección de la ciencia de Cristo está marcado por visiones unila­terales, una fluctuación incesante, el empleo de axiomas teológicos no enteramente evidentes, el descuido de la ignorancia de Jesús y la acep­tación implícita del ideal griego sobre el saber1S.

IV

Las ideas de Rahner encierran algo de validez duradera, sobre todo teniendo en cuenta que el nuevo interés por la Biblia y la teología bí­blica ayudó a leer con más claridad los relatos evangélicos. En los evan­gelios encontramos un Cristo con el que armonizan mejor las ideas de Rahner que las concepciones de la teología anterior, psicológicamente insostenibles. Esto se debe a que Rahner deja simplemente hablar a la imagen de Cristo que ofrece la Biblia y la utiliza como canon y norma de su esbozo teológico. Así lo ha puesto de relieve el exégeta de Fri-burgo A. Vbgtle16. Como se sabe, las relaciones entre exégetas y teó-

14 Ibid., 80. 15 J. Ternus, Das Seelen- und Bewusstseinsleben ]esu, en Das Konzil

von Chalkedon III (ed. A. Grillmeier, H. Bacht, 1951-54), 81-237; J. La-tour, La visión beatifique du Christ, (diss.), París, 1960; E. Gutwenger, Bewusstsein und Wissen Christi; E. Schillebeeckx, Het bewustzijnsleven van Christ us...

16 A. Vogtle, Exegetische Erwdgungen über das Wissen und Selbstbe-wusstsein Jesu, en Gott in Welt I, Friburgo de Brisgovia, 1964, 608-667.

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La ciencia de Cristo 107

logos han sido a veces tirantes. Una de las cosas que creaban dificulta­des a los exégetas era el que una investigación objetiva de la Escritura no rechazaba nada que en los tratados de cristología se presentaba a menudo con la calificación de "certitudo theologica". Vógtle es uno de los exégetas modernos y más bien críticos dentro del campo católico. Si ante la exposición de Rahner, en un extenso artículo, no sólo deja escapar un suspiro de alivio, sino que también señala en los diversos puntos cómo la interpretación de Rahner concuerda con los resultados de la exégesis, queda de manifiesto el valor positivo de la postura alcan­zada en cristología. No se debe olvidar que un esbozo especulativo si, al ser aplicado, encuentra una confirmación general, cuenta con la prue­ba de su rectitud.

Examinando los evangelios vemos con qué insistencia aparece la ex­pectación de las expresiones escatológicas de Jesús. En su actividad mi­sionera, Jesús se había dirigido fundamentalmente a Israel y había sub­rayado la urgencia de la conversión. Sólo más tarde reconoció el fracaso de su misión. Y todavía más tarde llega a saber que ha de padecer y morir. Pero en las predicciones de su pasión todavía no aparece la idea de muerte expiatoria. Parece esconderse también aquí una evolución en el conocimiento de su misión. Vógtle, con gran aoarato científico, em­pleando métodos como el de la historia de las formas y otros, ha puesto de relieve cada una de las líneas aludidas en el Evangelio, añadiendo a la vez otros muchos materiales.

Quien examine la evolución de la cristología en los últimos veinte años no podrá evitar la impresión de que se ha realizado un auténtico progreso y de que se han desvanecido las dificultades especulativas que pesaban anteriormente sobre la cristología.

E . GUTWENGER

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EL DOMINIO CÓSMICO DE CRISTO

La reflexión actual acerca del dominio cósmico de Cristo se encuen­tra envuelta en difíciles problemas: ¿cómo es posible que el hecho histórico de Cristo abarque nuestro universo humano y afecte a todo el cosmos?, ¿cómo puede el hombre Jesucristo —por mucho que él sea una cosa con Dios y aun el mismo Logos eterno— significar algo como hombre en todo el universo y, aún más, desempeñar en él una función de señorío? Hoy, mientras los cosmonautas giran en torno a nuestra tierra, experimentando con una intensidad desconocida hasta ahora la amplitud del universo; hoy, cuando alborea una época planetaria y cós­mica, suena la afirmación del dominio cósmico de Jesús como una mi­tología gnóstica que ya no podemos aceptar.

¿Por qué, y cómo es posible que un hombre cuya historia transcu­rre en el ámbito de nuestro minúsculo planeta pueda poseer el señorío sobre todo el universo? No sólo hablan en contra las inconmensurables dimensiones del universo, sino que además nos preguntamos qué sen­tido puede encerrar tal señorío. Pues si llegasen a existir fuera de la tie­rra otros seres con espíritu y cuerpo semejantes a los hombres, ¿cómo podría extenderse a ellos de un modo razonable el dominio de Cristo, siendo así que la historia temporal de Jesús transcurrió totalmente al margen del espacio vital de aquéllos? Y si, por el contrario, sólo en la tierra existiese vida informada por el espíritu, ¿qué significación podría tener el dominio cósmico de Cristo?

¿No habremos de permanecer aprisionados dentro de la concepción geocéntrica o heliocéntrica del mundo si queremos someter el universo entero al dominio del Cristo resucitado ?; ¿ qué puede significar su hu­manidad para estas enormes dimensiones del espacio y el tiempo, para estos mundos ajenos totalmente a nuestra propia historia?

Reinhold Schneider, que superó como cristiano con valentía y fe el trance de la tiranía y de la guerra, se sintió atormentado hacia el final de su vida, cada vez con mayor violencia, por este problema. En uno de sus últimos libros escribe: "Pero —y ésta es la tentación más fuerte— si reconocemos el signo de Cristo en la historia, ¿cómo podremos reco-

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El dominio cósmico de Cristo 109

nocerlo en el universo?... La fuerza de la fe nunca había sido amena­zada en tal medida. Y constituye una inaudita audacia el aducir a este cosmos como testigo de Jesucristo"'.

Sobre todo en una de sus últimas obras, Winter in Wien, Reinhold Schneider expresó su dolorida angustia y su perplejidad ante el enigma del cosmos: "Para mí la revelación es una palabra personal a aquél que cree, que puede creer; no una palabra dirigida a las criaturas, a los es­pacios, a los astros... Desde una nube cósmica oscura e indefinible des­pide una luz tenue una única estrella; ello debe bastarnos; no nos ha sido revelado más"2. Para él, la revelación ha sido dirigida solamente a los hombres: "El Señor ha vivido la vida del hombre, la senda estre­cha; como Sócrates, él ha buscado solamente al hombre, dando una respuesta a su existencia en el sentido de una posibilidad; ha hecho caso omiso... del enigma del cosmos"3.

Reinhold Schneider presta su voz a una dura tentación de la fe en la era cósmica: ¿ tienen Cristo y el cristianismo una verdadera relación con el cosmos, o el hecho de Cristo en su totalidad es algo destinado solamente para la senda estrecha de la historia humana?, ¿existe real­mente un dominio "cósmico" de Cristo?

I

Las principales respuestas a estas cuestiones las encontramos en las cartas de Pablo.

Ya en 1 Cor 15, 28 afirma Pablo que una vez que el universo que­de sometido a Cristo, el Hijo mismo se sujetará a quien a él todo lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas. También el himno recogido por Pablo en Flp 2, 6-11 hace doblar toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos, ante el nombre de Jesús.

Pero los textos más importantes acerca del dominio cósmico de Jesús se encuentran en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses.

En Ef 1, 9-10 se dice: "Nos dio a conocer el misterio de su volun­tad conforme a su beneplácito, que se propuso realizar en Cristo en la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, bajo una cabeza en Cristo".

El himno de Col 1, 14-20 dice aún más claramente: "El es la ima-

1 R. Schneider, Verhüllter Tag, Colonia-Olten 1956, 220-222. Cfr. M Doerne Theologia tenebrarum. Zu Reinhold Schneiders Spatwerk,

«Theol. Literat. Zeit.» 86 (1961), 401-404. 2 R Schneider, Winter in Wien, Friburgo de Brisgovia 1959, 241. 3 Ibid., 132.

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gen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fue­ron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las in­visibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por él y para él. El es antes que todo, y todo subsiste en él. El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. El es el principio, el pri-mogénico de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Y plugo al Padre que en él habitase toda la plenitud, y por él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo."

En los últimos años la exégesis ha realizado los máximos esfuerzos por abrir a la inteligencia actual el dominio de Cristo proclamado en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses4.

Al mismo tiempo juega un papel central la cuestión de si han podido influir, y hasta qué punto, ciertos motivos gnósticos en la presentación del dominio cósmico de Cristo.

Rudolf Bultmann y sus seguidores intentan desde hace tiempo de­mostrar la existencia de tales motivos en las cartas paulinas, sobre todo en las de los Efesios y Colosenses5, por lo que se hace necesario una amplia "desmitización" de la cristología "cósmica".

Por parte católica, ha sido sobre todo el exégeta Franz Mussner, de Tréveris, quien se ha manifestado en contra de una interpretación "gnóstica" de la epístola a los Efesios6. Convencido en un principio de que el esquema conceptual de esta carta debería ser entendido a partir de la gnosis, llegó Mussner a través de análisis más minuciosos del texto a una opinión totalmente contraria: los textos son inteligi­bles por sí mismos; es, por tanto, superfluo e infundado aceptar un in­flujo gnóstico; en la carta a los Efesios no se halla un Cristo "cósmico" que llene el universo, en el sentido de la gnosis.

Igualmente algunos teólogos evangélicos intentan demostrar de nue­vo la independencia y la unidad interior de la cristología "cósmica" de las epístolas a los Efesios y a los Colosenses frente a la gnosis. Con ello al mismo tiempo debe ser retocado y superado el secular enfoque antro-pocéntrico de la cristología protestante. No en vano los representantes de las jóvenes Iglesias afro-asiáticas acusaban en 1961, en Nueva Delhi,

4 Entre los trabajos, ya superados hoy en día, descuellan: E. Walter, Christus und der Kosmos, Stuttgart 1948; B. Brinkmann, Die kosmische Stellung des Gottmenschen in paulinischer Sicht, «Wissenschaft und Weis-heit» 13 (1950) 6-33; L. Cerfaux, Le Christ dans la théologie de Saint Paul, París 1951 (hay traducción castellana).

5 R. Bultmann, Théologie des Neuen Testaments, Tubinga 21954, 162-182; cfr. H. Schlier, Christus und die Kirche im Epheserbrief, Tubinga 1930; E. Kásemann, Leib und Leib Christi, Tubinga 1933.

6 F. Mussner, Christus, das All und die Kirche, Tréveris 1955.

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El dominio cósmico de Cristo 111

al protestantismo europeo de haber dejado caer en el olvido, desde hace siglos, la dimensión cósmica de Jesucristo. Indudablemente, es posible todavía entre los cristianos, fuera del ámbito de la técnica occidental, una cercanía original a la cristología cósmica, que apenas si resulta ya asequible a un pensamiento tecnicizado.

El teólogo reformado holandés Isaak Johannes du Plessis, en una valiosa tesis doctoral, se ha ocupado del problema de la cristología cós­mica en las epístolas a los Efesios y Colosenses 7. Destaca en ella la ori­ginalidad del pensamiento cristiano frente a la gnosis; Cristo es cierta­mente cabeza del cosmos, pero no un hombre cósmico cuya corporeidad abarque a todo el cosmos. Sólo la Iglesia, no el cosmos, es el cuerpo de Cristo.

En su reciente comentario a la epístola a los Efesios, Hans Conzel-mann señala nuevamente cierto influjo de las concepciones gnósticas8. La doctrina de la recapitulación del universo en Cristo (Ef 1, 10) se remonta al mito gnóstico del "hombre original" (Urmensch) que es idéntico al universo y cuyas partes, dispersas, son luego recogidas por él mismo. De este modo, el universo es conducido nuevamente a su ori­gen para formar, como en un principio, un cuerpo bajo la cabeza. El hombre original es así principio y salvador del universo. La idea de la recapitulación del universo en Cristo (anakefhalaiosis'), aunque inspirada por la gnosis, ha recibido —también según Conzelmann— un sentido nuevo: no se encuentra ya al servicio de una cosmología, sino que trata de hacernos comprender la nueva relación con Dios revelada en la his­toria y el nuevo horizonte de nuestra existencia. Se trata por tanto, en definitiva —si hemos entendido bien a Conzelmann—, no de la consta­tación de una realidad cósmica, sino de una especie de totalización y universalización de la relación de Cristo con nuestra existencia. Lo im­importante no son los influjos cósmicos que pudieran proceder del Cristo resucitado, ni la potencia universal ejercida por él realmente, sino sólo la omnipresencia y la omnipotencia de Cristo —que nos afectan abso­lutamente— en el horizonte de nuestra interpretación creyente de la existencia.

La cuestión sigue siendo qué significa en realidad el dominio cósmi­co de Cristo. ¿Qué es esta realidad?; ¿es, por ejemplo, sólo aquello que la existencia creyente reconoce como poder universal, trascendente del Señor resucitado? Pero ¿puede tener algún sentido un dominio de

7 I. J. du Plessis, Christus as Hoof van Kerk en Kosmos (Theologische Academie, uitgaande van de Johannes Calvijn, Stichting te Kampen) Gro-ningen 1962.

8 H. Conzelmann, Der Brief an die Epheser (Colección «Das Neue Testa-ment Deutsch», 8), Gotinga 1962, 61.

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112 H. Riedlinger

Cristo sobre el universo, situado totalmente de espaldas al mundo de los hombres y que no se realiza en él? La interpretación cosmológica, ¿de­berá resolverse en una interpretación antropocén trica existencial ?, ¿o se tratará más bien de redescubrir los rasgos característicos del momento "cósmico" de la cristología y de ponerlos en relación con la conciencia cósmica de nuestro tiempo?

Es sobre todo Heinrich Schlier —el exégeta de Bonn, procedente de la escuela de Rudolf Bultmann y más tarde incorporado a la Iglesia ca­tólica— quien recientemente ha trabajado por lograr una inteligencia más profunda del dominio cósmico de Cristo. Consciente de "lo lejanas y extrañas que resultan a la inteligencia actual unas realidades de la fe, al parecer tan naturales y tan conocidas de todos" 9, señala el hecho de que el dominio de Cristo tiene su origen en la voluntad de Dios. "El señorío de Cristo no procede de una planificación ni de una voluntad humanas; no es el producto de la actuación de fuerzas históricas o na­turales, sino que tiene su base en Dios, más allá de todo lo que hay en el cielo o en la tierra" 10. Lo cual significa que el dominio de Cristo no puede ser comprendido por medio de unos esquemas antropocén-tricos o cosmocéntricos, sino que su inteligencia ha de situarse origina­riamente en el plano teológico y ontológico. Pero entonces el dominio de Cristo jamás podrá ser entendido como un reinado adicional, introduci­do desde fuera en un universo originariamente extraño a Cristo. Por el contrario, el universo, a partir de la creación, está informado por Cristo en todas sus dimensiones; lleva en sí esencialmente, aunque oculta, la impronta de Cristo, de tal modo que el dominio del Resucitado se limi­ta a ser una manifestación y realización de la estructura cristológica original del cosmos. Aunque el dominio de Cristo implique también una sumisión y aniquilamiento de las potencias y poderes rebeldesu, su esencia peculiar es la revelación del misterio de Cristo en el cosmos.

Heinrich Schlier nos ofrece en su comentario a la epístola a los Efe-sios —fruto maduro de varios decenios de investigación y que ha alcan­zado rápidamente el más alto prestigio— una explicación cuidadosamen­te pensada de la anakefbalaiosis, por medio de la cual es dada en Cris­to una cabeza al universo n.

En contraposición a numerosos exégetas evangélicos, Schlier tiene la carta de los Efesios —a pesar de su terminología peculiar— por un

' H. Schlier, Über die Herrschaft Christi, «Geist u. Leben» 30 (1957), 246.

10 Ibid. 11 ídem, Machte und Gewalten im Neuen Testament (Quaestiones dispu-

tatae, 3), Friburgo de Brisgovia 1958, 37-49. 12 ídem, Der Brief an die Epheser, Dusseldorf 41963, 61-66.

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escrito tardío de Pablo. Sin embargo, admite influjos "gnósticos" en el mundo lingüístico y conceptual de la carta; lo cual no significa que Pablo, a fin de cuentas, se haya hecho gnóstico, pues los elementos gnósticos integrados han sido transformados plenamente dentro de su concepción y convertidos en pensamiento auténticamente cristiano.

De este modo, la anakepbalaiosis tiene ahora un sentido genuina-mente cristiano. Cristo ha de recopilar y fundar como cabeza el univer­so; en él deberá encontrar éste su unidad intrínseca y su definitiva consistencia. Con ello, al mismo tiempo, el universo es situado en su naturaleza original y en su verdadero destino.

La Iglesia es el plano en que esta anakephalaiosis cósmica es cono­cida y reconocida ya actualmente y donde, por tanto, la primacía de Cristo encuentra ya expresión.

En la Iglesia y a través de ella es revelado y comunicado al mundo de los hombres el establecimiento del universo en Cristo. Sin embargo, la voluntad de Dios de realizar esto en tales proporciones cósmicas sigue siendo un misterio inescrutable. No se refleja en el mundo de los hom­bres, en sus tradiciones, su pensamiento, sus ficciones y acciones como tales. Pero ahora se ha revelado en la Iglesia. Sin embargo, el misterio sólo puede ser conocido en la modalidad de una historia provisional­mente realizada y que deberá seguir realizándose.

No hay posibilidad alguna de percibir ni de cerciorarse de la cris-tologización cósmica al margen de la venida histórica de la salvación en Cristo y en la Iglesia (por una investigación teórica, por ejemplo). De este modo, el primado eclesiológico de Cristo se halla en una cone­xión indisoluble con su primado cósmico. El uno no tiene lugar ni se puede llegar a conocer sin el otro.

Apenas si podremos encontrar actualmente una explicación tan ma­dura y tan profunda de la cristología cósmica en la carta a los Efesios como la del magistral comentario de Schlier. Por desgracia, no posee­mos, al menos por parte católica, ningún estudio sobre la epístola a los Colosenses que se le pueda comparar ni aun de lejos.

Especial importancia tiene en esta última epístola el himno (Col 1, 15-20) citado más arriba. Rudolf Bultmann y Ernst Ká'semann suponen que le ha servido de modelo otro himno de revelación precristiano, compuesto en el ámbito de la gnosis judía13. Por el contrario, Harald Hegermann ha defendido recientemente con fundadas razones el ori­gen cristiano del himno y ha excluido los influjos gnósticos14.

13 E. Kasemann, Bine urchristliche Taufliturgie?, en Festgabe R. Bult­mann, Stuttgart-Colonia 1949, 133-148.

14 H. Hegermann, Die Vorstellung vom Schopfungsmittler im helleni-stischen Judentum und Urchristentum, Berlín 1961. También supone influ-

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También Hans Conzelmann, en su reciente comentario a la epístola, sostiene que el himno es más bien una genuina composición cristiana. Sin embargo, cree "que se mueve dentro de un esquema de pensamiento de un judaismo que ha recibido ya influjos gnósticos" 15.

En el himno de Cristo es notable sobre todo la expresión "primo­génito de toda la creación", que ya originó dificultades a los Padres en la lucha contra los arríanos, porque no podía ser aplicada en su pleno sentido ni a la divinidad ni a la humanidad de Cristo. Por fin se im­puso la interpretación que la refería a la divinidad, lo que hizo nece­saria la traducción exegética "primogénito, antes de toda la creación" 16. Sin embargo, el autor del himno, siendo imposible que pensase en la distinción divinidad-humanidad en el sentido de la doctrina posterior de las dos naturalezas, tenía manifiestamente ante sus ojos al Cristo pre­existente sin más, que posee ya desde el principio la prioridad absoluta sobre toda la creación. No sólo existe antes del universo (1, 17), sino que participa además como mediador en la creación del mismo. En él, por él y para él (1, 16) fueron creadas todas las cosas.

Conzelmann señala que ciertas formas ternarias de este estilo pro­ceden originariamente de la Stoa y expresan la unidad de Dios, de la naturaleza y de la humanidad en un sentido panteísta. No obstante, en la carta a los Colosenses la fórmula ternaria tiene como fin indicar la unión de todo el cosmos en Cristo frente a toda división dualística entre Dios y el mundo.

Cuando se afirma de Cristo que él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia, Conzelmann ve en el aditamento "de la Iglesia" un indicio de que en la composición original del himno, el cosmos había llenado la función de cuerpo de Cristo, mientras que la referencia a la Iglesia es secundaria. Por tanto aquí, al igual que en la carta a los Efesios, hay una base constituida por una cosmología mítica constatable hasta el Irán y la India: el mundo como cuerpo del hombre original (Urmensch).

En la epístola a los Colosenses el esquema mítico sirve, no cierta­mente para una enseñanza cosmológica, sino para la demostración de la amplitud supraespacial y supratemporal de la salvación revelada. El Triunfo cósmico de Cristo es experimentado en la Iglesia como la li­jos más bien judíos que gnósticos S. Lyonnet, L'hymne christologique de l'épttre aux Colossients et la féte juive du Nouvel An, «Rech. Se. Relig.» 48 (1960), 93-100.

15 H. Conzelmann, Der Brief an die Kolosser (Colección «Das Neue Testament Deutsch», 8), Gotinga 1962, 136-139.

16 Cfr. B. Brinkmann, Die kosmische Stellung des Gottmenschen, «Wis-senschaft und Weisheit» 13 (1950), 11-12; J. Bonnefoy, La primante du Christ, Roma 1959, 166-203.

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beración de los principados y las potestades, como superación de la an­gustia. Además, por medio del material cosmológico se intenta mostrar que el lugar de la revelación no es un mítico "más allá", sino el mundo.

Pero Conzelmann se plantea ahora la pregunta de si las fórmulas cosmológicas del Nuevo Testamento pueden ser aceptadas todavía hoy y hasta qué punto pueden serlo. Rechaza una simple repetición. Estos textos no se prestan a elucubraciones en el campo de la cosmología y de la metafísica. Tales especulaciones hubiesen tentado precisamente a los enemigos contra los que se dirige la carta. Se trata, por tanto, de "actualizar" las afirmaciones cosmológicas en la forma de una predica­ción actual de la redención. Así, pues, ¿qué significa, en definitiva, el comprender a Cristo como dominador del cosmos? No significa "for­mular una teoría sobre potencias, figuras y dimensiones cósmicas, sino comprenderme a mí mismo como creado y redimido, y así entender mis auténticas posibilidades mundanas, la libertad de la fe".

Pero hemos de seguir preguntando: ¿ no se reduce entonces dema­siado el sentido de las afirmaciones a lo antropológico y subjetivo a causa de una profunda aversión a la cosmología y a la metafísica? Cier­tamente no puede tratarse aquí, en último término, de "teorías" meta­físicas o cosmológicas, ni de una contemplación profana, no sagrada, del mundo. Pero ¿por qué ha de afectarme el conjunto sólo a "mí", a "mis" posibilidades y a "mi" libertad? La perspectiva de la epístola a los Co-losenses es inmensamente más amplia, abarca el conjunto del universo, la totalidad misma en la que los cielos y la tierra, lo visible y lo invisi­ble, los principados y las potestades y —no en último término— la uni­versalidad de los fieles, la Iglesia, se hallan escondidos e incluidos. Aquí se trata de algo más que "yo" y "mis" posibilidades. ¿Es que ha de ser el subjetivismo contemporáneo la instancia suprema de la "desmitiza-ción" hasta el punto de que, tras la eliminación de todos los supuestos elementos "gnósticos", sólo quede, en el fondo, aquello que afirma la Cristiandad moderna occidental en su estrecho individualismo salvífico?

Lo que a nosotros nos parece demasiado restringido en la interpre­tación de Conzelmann es la dimensión eclesiológica —así como la on-tológico-cosmológica que desemboca en aquélla— de la encarnación. Si la encarnación no es un "mythologumenon" gnóstico, sino un aconte­cimiento real e histórico, el ser del mundo en su. conjunto ha de ser afectado profundamente por ella. El cosmos entonces no puede ser ya concebido como permaneciendo eternamente en su ser cósmico. Tam­poco se le puede asignar futuro alguno propio, independiente del acon­tecimiento salvífico, a no ser que se reduzca a priori la encarnación a la dimensión antropológica; con tal reducción apenas si existiría la posi-

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bilidad de una apertura cosmológica. Mas con tales reflexiones nos en­contraremos ya fuera del campo de la exégesis y hemos entrado en la explicación sistemática del problema.

II

En el estudio sistemático de la cristología "cósmica" parecen deli­nearse ciertas tendencias fundamentales semejantes a las que ya hemos podido constatar en la exégesis. Si estamos bien informados, en este campo o bien se intenta comprender las dimensiones cósmicas del do­minio de Cristo como algo más o menos real, o bien se tiende a una "desmitización" —de índole siempre igual— del supuesto esquema "gnóstico". De un modo semejante, también en el campo sistemático existen intentos de una fusión más profunda del pensamiento cristoló-gico y cosmológico, mientras que en el lado opuesto no hay prevencio­nes bastantes ante las mixtificaciones y confusiones "gnósticas".

Ciertamente, los libros de texto de teología dogmática apenas si abordan el problema que la dimensión cósmica del dominio de Jesús plantea al pensamiento moderno. Se dan por satisfechos, más o menos, con repetir oscuramente la doctrina paulina.

Hay que afirmar, por lo demás, que generalmente el primado uni­versal de Cristo, hasta la fecha, ha sido tratado de un modo insuficiente en su temática. Jean-Francois Bonnefoy (t 1958), eminente conocedor de esta problemática, en un magnífico estudio sobre el primado de Cristo en la teología moderna, se lamenta de que la reflexión teológica acerca de este dato fundamental de la fe cristiana se encuentre tan poco desa­rrollada 17. Dice que en treinta años de investigación en las Sumas me­dievales, en los Comentarios a las Sentencias y en los libros de las Quaes-tiones, no encontró elaboración alguna sobre el tema. Igualmente el Enchiridion Patristicum de Rouét de Journel y el Enchiridion Syrnbo-lorum de Denzinger ignoran el tema del primado de Cristo. En mu­chos de los mejores libros de texto de dogma ni siquiera se encuentra una alusión a ello.

Bonnefoy sabe que en los comentarios de los Padres a la Escritura se puede encontrar mucho sobre el tema. Y nos permitimos añadir que esto mismo vale también de la explicación medieval de la Escritura, en gran parte caída en el olvido. Bonnefoy atribuye la falta de reflexión de la teología sistemática al hecho de haber centrado demasiado el debate

17 J. Bonnefoy, II primato di Cristo nella teología contemporánea, en Problemi e orientamenti di teología dommatica, Milán 1957, 123-235.

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en torno al motivo de la encarnación, dentro además de una mera pers­pectiva hipotética. Pues si se da una respuesta negativa a la pregunta de si el Logos se habría hecho hombre en el caso de que Adán no hu­biese pecado —como era tradicional en la escuela tomista—, se parali­za ya de antemano la reflexión sobre el primado universal de Cristo. Una perspectiva demasiado antropocéntrica o, si se quiere hamartio-céntrica, centrada en el pecado de Adán, haría errar el camino.

No se puede desconocer —y Bonnefoy aduce las pruebas— que la concepción escotista acerca del primado universal de Cristo va adqui­riendo una resonancia cada vez mayor, pues en correspondencia con el himno de Col 1, 15-20, reconoce a la humanidad de Cristo la premi­nencia absoluta en toda la creación. En el mismo campo tomista parece ir ganando terreno esta explicación cercana a la Escritura. Un tomista tan arriesgado como el dominico francés Humbert Bouessé no duda en dar entrada dentro del tomismo a la tesis escotista y aun en atribuirla a santo Tomás 18.

Los escotistas pudieron así, en los últimos años, con creciente con­fianza, elaborar y ampliar su posición. El franciscano italiano A. Sanna nos proporcionó una magnífica colaboración a la investigación histórica en su obra acerca del reinado de Cristo en la escuela franciscana (1951)19.

Poco tiempo antes de su muerte, el P. Bonnefoy pudo completar su importante obra acerca del primado de Cristo en la Escritura y en la Tradición. En ella pudo recopilar los frutos de muchos años de investi­gación 20. Comenta ampliamente todos los textos que él aduce de los libros sapienciales y de las epístolas a los Efesios y Corintios en favor del primado de Cristo. Aunque, por desgracia, a pesar de la amplitud de la exposición, no son tratados en absoluto los problemas que plantea la nueva exégesis evangélica, sobre todo la escuela de Bultmann. En compensación se encuentran muchos textos interesantes de los Padres. Por el contrario, sólo esporádicamente se recurre a la tradición medieval y moderna. Una sección sistemática intenta explicar la realización del primado universal de Cristo, sobre todo por medio del esquema aristo­télico de las causas. Lo que se nos dice así acerca de la causalidad final, ejemplar y eficiente de Cristo, contribuye mucho ciertamente a la cla­ridad. Pero surge la pregunta de si estas categorías causales son aquí realmente suficientes, o si la teología no podrá y deberá empezar par-

18 H. Bouessé, Le Sauveur du monde I: La place du Christ dans le plan de Dieu, Chambéry-Leysse 1951.

" A. Sanna, La regalíta di Cristo secondo le Scuola Franciscana, Oris-tano 1951.

20 J. Bonnefoy, La primante du Christ selon l'écriture et la tradition, Roma 1959.

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tiendo de un principio ontológico anterior para interpretar el primado de Cristo.

La decidida ofensiva escotista del P. Bonnefoy provocó la crítica del campo tomista. Así, V. Boublik, de la Universidad Lateranense, señaló la reducción demasiado intensa del aspecto soteriológico en el escotismo, afirmando que no sólo la encarnación constituye el centro de la historia, sino el hecho de Cristo en su conjunto 21.

Las sutiles controversias entre tomistas y escotistas en torno al pri­mado de Cristo encierran una gran importancia para la teología del do­minio cósmico de Cristo, porque en ellas se decide ya algo fundamental. Podría admitirse también que el acceso a la cristología cósmica de las cartas últimas de Pablo se puede encontrar mejor partiendo de la tra­dición escotista que de la tomista. Por otra parte, en todas estas con­troversias no se toca directamente el problema específico que el cosmos plantea hoy a la cristología22. Pues con sus instrumentos tradicionales la teología escolástica encuentra no poca dificultad para captar directa­mente una problemática que surge de un estado de ánimo fundamental, propio de la conciencia moderna y que es difícilmente expresable.

Parece que el intento de dar una respuesta al problema de la di­mensión cósmica del dominio de Cristo se realizó por primera vez al margen de la teología escolástica. Así, por ejemplo, la obrita de Emile Mersch, S. }. (t 1940) —publicada ahora por primera vez— sobre Cristo, el hombre y el universo, contiene observaciones muy atinadas que tien­den hacia una convergencia futura de la cosmología, la antropología y la cristología23. No trata el P. Mersch de hacer aquí una estructuración rigurosamente conceptual, sino que busca una comprensión mística e intuitiva de la unidad instituida por Cristo entre el cosmos y la huma­nidad. Expone la dimensión cósmica del espíritu humano, ordenado en su existencia a la totalidad del universo, y viceversa, muestra también cómo el espíritu inmanente del cosmos depende del hombre, en el que adquiere plena conciencia de sí mismo. De este modo, el universo en­tero, en su dimensión más íntima, es humano; así como el hombre, en su ser más íntimo, es cósmico. Hemos de esperar del futuro una unidad cada vez más perfecta de la humanidad con el conjunto del universo y, por la mediación del Hombre-Dios, con Dios mismo. Esta visión del desarrollo futuro de la humanidad, que el mismo P. Mersch califica de

21 V. Boublik, 11 primato universale di Cristo Redentore, «Divus Tho-mas Piac.» 64 (1951), 193-212.

22H. Bouessé, Un seul Chef ou Jésus-Christ, Chef de l'univers et Tete des Saints, París 1950; está concebido más bien como devocionario y no entra en el problema «Cristo y el cosmos», tal como hoy se plantea.

23 E. Mersch, Le Christ, l'Homme et l'TJnivers, Brujas 1962.

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"escatología natural" 24, parece ya apuntar en la misma dirección que ha tomado, esta vez más resueltamente, su hermano de Orden, Pierre Teil-hard de Chardin (t 1955).

Las instituciones teológicas de Teilhard se mueven, indudablemente, al margen de la tradición escolástica. Tampoco han sido, con mucho, pensadas ni elaboradas en mutua conexión, ni integradas en el conjunto de la teología como sería de desear en unos teologúmenos fundados. Por esto se puede acusar, sin mucho esfuerzo, de inconsistencia e incoheren­cia a las ideas de este hombre original, que no tenía en mucho a los teólogos y a los filósofos de profesión. Pero esto no es suficiente. A oe-sar de todas las críticas justificadas y necesarias a las ideas de Teilhard, hay que admitir que se hizo cargo, con una intensidad sin par, del pro­blema de la cristología cósmica, viviéndolo e intentando solucionarlo de un modo adecuado a nuestra época cósmica. El, que puso en juego sus mejores fuerzas para la investigación de la cosmogénesis y la antropo-génesis, estaba llamado como quizá ningún otro pensador cristiano a delinear el proyecto de una auténtica cristología cósmica. Los funda­mentos bíblicos de la epístola a los Efesios y a los Colosenses le eran bien conocidos, pero él no podía contentarse con una repetición estéril de las fórmulas, ni aceptar una desmitización, una supresión del domi­nio cósmico de Cristo; no le quedaba, pues, otro camino que el arries­garse en una atrevida ofensiva hacia nuevos horizontes.

Ya en 1916 Teilhard contemplaba, en tres visiones, a Cristo en la materia. El corazón de Jesús se ampliaba ante su mirada alcanzando las dimensiones del universo. Una hostia se dilataba hacia el universo, lo recogía todo en sí para concentrarse de nuevo, henchida por el cosmos en sí misma. Entonces experimentó una comunión en la que intentaba identificarse con la hostia, pero de repente se colocó el universo entre él y el Señor y tuvo que recorrer el universo para llegar hasta el Señor25.

Desde aquel momento se sintió llamado a ser el evangelista del Cristo cósmico. En 1923 prometió vivir y morir en el cuerpo de Cristo que es el mundo26. Una y otra vez aparece en los escritos de Teilhard la vi­sión del Cristo cósmico, que no domina sobre su reino como un sobera­no extraño, sino que penetra el universo hasta sus más íntimas profun­didades e impulsa y gobierna la evolución del cosmos desde su interior, de manera que el universo, como en el mito gnóstico del hombre ori­ginal (Urmensch), puede aparecer precisamente como su cuerpo.

Era inevitable que, ante tal concepción, surgiese una viva contro-

24 Ibid., 87. 25 Teilhard de Chardin, Hymne de l'Univers, París 1961, 39-58 (Le

Christ dans la matiére). 26 Ibid., 37.

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versia que fue ganando terreno sin cesar. En la concepción de Teilhard unos contemplan, en una cercanía palpable, la síntesis tan anhelada de la cristología y la cosmología. Otros presienten, en cambio, un caso ma­nifiesto de "gnosis", de sincretismo y de falseamiento del cristianismo auténtico.

En esta violenta discusión es preciso, sobre todo, una prudente y sensata reflexión y aclaración de las verdaderas intenciones cristológicas de Teilhard. Pues es posible que, en rigor, tenga algo que decir —en sus formulaciones quizá inaccesibles y equívocas— que pueda conducir­nos a nuevas soluciones en la cuestión de la cristología cósmica. Teilhard reconoció, después de muchos años de investigación, la dimensión cós­mica en la que se halla tan comprometido el pensamiento científico moderno. Su afán por esclarecer la cristología también en esta dimen­sión —y viceversa: esta dimensión en la cristología— estaba plenamente justificado. Y hasta hemos de decir que esto resulta hoy tan apremiante que todo intento realizado en este sentido merece una benévola com­prensión.

En el ámbito lingüístico alemán, ha sido sobre todo Alois Guggen-berger, redentorista, quien se ha esforzado por presentar la concepción de Teilhard sobre la cristología cósmica de un modo sensato y com­prensivo 27. Este autor opina que Teilhard no debe ser acusado de diluir el misterio de Cristo en un naturalismo o un gnosticismo: "Teilhard ha conservado y mantenido intacta la sobrenaturalidad del misterio de Cristo"2S. Confiesa que Teilhard tenía gran interés en buscar, partien­do de su concepción evolutiva del mundo, un vértice y una plenitud personal supremas para el cosmos. Sin tal plenitud, que sólo puede dar un Hombre-Dios que como hombre pertenezca totalmente al cosmos y como Dios alcance el vértice supremo de la personalización, su uni­verso se le presentaría en una personalización parcial. Así existe real­mente en el cosmos, a partir de su propio interior, una tendencia irre­sistible, cognoscible también para el investigador de la naturaleza, hacia la suma personalización en el Hombre-Dios que, como cabeza, reca­pitula en una unidad el universo.

Teilhard intentaba, sobre todo, partiendo de una inteligencia diná-mico-evolutíva del mundo, propia de la época moderna, profundizar de un modo creador la comprensión del dominio cósmico de Cristo, que en las epístolas a los Efesios y Colosenses se hallaba aún plenamente orientada hacia la antigua imagen del mundo. No obstante, esto le

27 A. Guggenberger, Personierende Welt und lnkamation, «Hochland» 53 (1960/61), 318-332; Christus und die Welt nach Teilhard de Chardin, «Theologie der Gegenwart» 8 (1965), 9-19.

28 ídem, Christus und die Welt... loe. cit, 11.

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parecía posible únicamente en el caso de que este dominio de Cristo fuese entendido no sólo como algo supramundano, sino también intra-mundano; no sólo como una perfección estática, sino también como una evolución dinámica; no sólo como algo futuro, sino también como presente que impulsa la evolución. Dios mismo "se sumerge como una parte entre las cosas, convirtiéndose a sí mismo en 'elemento' y tomando de este modo sobre sí, en virtud del punto de apoyo que se encuentra en el corazón de la materia, la dirección y el plan de aquello que hoy llamamos evolución. Colocado como un hombre entre los hombres, Cris­to —principio de la fuerza vital universal— ha ocupado su puesto y desde entonces está presente para someter a sí y purificar la ascensión universal de la conciencia en la que se ha insertado y para animarla al máximo. Por medio de una actividad incesante de comunión y subli­mación, concentra en sí toda la fuerza anímica de la tierra"29.

Textos como éste encuentran una dura crítica por parte de los adver­sarios de Teilhard. El filósofo de Bonn Hans Eduard Hengstenberg afirma que, con sus tesis, Teilhard se halla enredado en contradicciones insolubles 30. Dios no puede sumergirse en las cosas como una parte de éstas, pues la humanidad de Cristo no constituye una parte de Dios. Tampoco como hombre puede Cristo dirigir el progreso de la evolu­ción, porque como hombre debería estar sometido al cosmos y a la evolución, al igual que todos nosotros. Pero, si se echa mano de la natura­leza divina de Cristo para ayudar a la evolución cósmica, ello condu­ciría al panteísmo. Al menos subsiste la sospecha de que Teilhard, al sostener la inmanencia de Dios representada en el mundo por la huma­nidad de Cristo, no distingue en él claramente ambas naturalezas.

La identificación del Punto Omega de la evolución del mundo con el Cristo cósmico le parece igualmente a Hengstenberg contradictoria en sí misma: el Punto Omega no puede al mismo tiempo ser el último miembro de una serie evolutiva y estar fuera de esta serie; ello sería tan irrealizable como el querer afirmar que algo que ha llegado a ser, no ha llegado a ser al mismo tiempo. Pero si el Punto Omega fuese solamente la humanidad de Cristo, ésta, como tal, no podría dirigir y gobernar la evolución. En el caso de que Cristo fuese simultáneamente el último miembro de la evolución cósmica y cabeza y recopilación del cosmos en sentido paulino se daría la contradicción de que tal cabeza y recopilación debería provenir de aquello que une y recopila.

Hengstenberg opina que en Teilhard ambos órdenes, el natural y

29 Teilhard de Chardin, Le phénoméne hutnain, París 1955, 327 (hay traducción castellana).

30 H. Hengstenberg, Evolution und Schópfung, Munich 1963, 147-154.

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el sobrenatural, la relación de creación y la de salvación han caído, en definitiva, confundiéndose, en un mismo plano esencial. La encarnación se identifica en él formalmente con todo el proceso natural; la evolu­ción, por el contrario, se convierte en el acontecimiento salvífico y en una parte integrante de la confesión de fe cristiana. Producto de tal confusión es no ya el Cristo cósmico, que la Iglesia católica reconoce desde antiguo, sino el "Cristo cosmogónico", una concepción que es consecuencia de la temporalización radical de la ascensión cósmica y de la identificación de la creación y la actuación salvífica divina con aque­lla temporalización.

No nos parece que el veredicto de Hengstenberg haga justicia a la intención fundamental de la cristología cósmica de Teilhard. No sería difícil, en el estilo de esta crítica, acusar también a la cristología cós­mica de la epístola a los Colosenses de confundir la doctrina de las dos naturalezas y de mezclar el orden natural y el sobrenatural. Quien tome realmente en serio el intento de Teilhard de traducir la cristología cós­mica de la Biblia al esquema evolutivo de hoy lo juzgará con más pru­dencia, sin utilizar los esquemas de pensamiento calcedonenses y esco­lásticos como normas rígidas, independientes de la historia. No ganamos nada, pues, rechazando globalmente la cristología de Teilhard —como lo hace Hengstenberg—; lo cual no significa que cada una de sus ob­jeciones no merezca una reflexión y discusión seria.

La concepción de Teilhard es, en efecto, problemática en más de un sentido; por eso encontramos algunos teólogos tan abiertos como Hans Urs von Balthasar, que no admiten su cristología cósmica31. Bal-thasar no está de acuerdo, sobre todo, en que la cruz no ocupe en la cristología de Teilhard el puesto que le corresponde. Si la totalidad de la dinámica universal es considerada como una ascensión incesante, ¿qué puede significar el dinamismo de Dios hacia abajo en Cristo?; ¿dónde queda la entrega que ha de ser realizada también por los cristianos, en la obediencia de la cruz hasta la muerte, en la ignominia y en el aban­dono de Dios? Hans U. v. Balthasar encuentra inaceptable que Teil­hard "pretenda suprimir este misterio del amor de Dios que se anonada con su doctrina de una energética biológica total". Le asusta la biologi-zación de la encarnación y la manera que tiene Teilhard de tratar el misterio del amor cuando habla de la "amorización" del mundo. Tales formulaciones no encuentran la aprobación de Balthasar; pero lo deci­sivo para su actitud negativa ante la cristología cósmico-evolutiva de Teilhard lo constituye la ausencia de la cruz. La cruz es el signo de

31 H. Urs v. Balthasar, Die Spiritualitat Teilbards de Chardin, «Wort und Wahrheit» 18 (1963), 339-350.

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la "no convergencia" entre la síntesis del mundo y el Dios Juez; por ello no es posible calcular, a partir de un punto, la convergencia de los caminos del mundo y los de Dios. Y si Teilhard lo intenta a pesar de todo, caerá en un dilema sin salida: o bien deberá reducir a un mínimo el mal al final —y entonces la cruz sería despojada progresivamente de su fuerza y su sentido—; o bien sólo una parte de la noosfera se atre­vería a dar el paso hacia Dios y entonces no existiría una total conver­gencia.

No resulta fácil pasar por alto las objeciones de H. U. v. Baltha-sar: apuntan certeramente al centro de la cristología de Teilhard, y se­ría difícil refutarlas de un modo convincente partiendo de los mismos escritos de Teilhard. El problema es si la ausencia de la teología de la cruz en la teoría de Teilhard constituye un defecto esencial irreparable, o si será posible ulteriormente reparar esta ausencia de un modo pare­cido a cómo —en opinión de algunos exégetas modernos— el mensaje de la cruz fue insertado sólo más tarde en el himno de Cristo de la epístola a los Colosenses (Col 1, 20).

No nos es posible decidir aquí esta cuestión. Pero quizá una idea de Karl Rahner nos muestre la posibilidad de presentar con más claridad que hasta ahora la relación de la muerte de Cristo con su dominio cós­mico. Karl Rahner se plantea la pregunta de si la separación del alma y del cuerpo en la muerte significaría también la desaparición de su relación con el mundo, de tal modo que el alma, después de la muerte, llegase a ser exclusivamente acósmica y ultramundana32. Por otra par­te, sería concebible que la disolución de su relación individual con el cuerpo significase para el alma una apertura más profunda y una con­secución más amplia de su relación con el mundo. Entonces el alma, en la muerte, no vendría a ser acósmica, sino plenamente cósmica, lle­gando a estar en una cercanía mayor y en una relación más íntima con aquel fundamento real del mundo en el que se basa la unidad de todas las cosas del universo. Esta idea de una relación al cosmos originada precisamente por la muerte resulta un tanto insólita porque domina generalmente la concepción de que el alma, por la muerte, es arrancada definitivamente de este cosmos. Karl Rahner admite, sin embargo, como sostenible, partiendo de razones ontológicas y teológicas, la hipótesis de que, por la muerte, la relación con el cuerpo, propia del alma, es am­pliada a la totalidad del cosmos que, de este modo, pasa a ocupar, como un todo, el puesto del cuerpo individual.

Y supuesto que, en la muerte, la realidad total del hombre quede

32 K. Rahner, Zur Theologie des Todes (Quaestiones disputatae, 2), Friburgo de Brisgovia 1958, 20 (hay traducción castellana).

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insertada en el cosmos como un destino permanente, como una apor­tación duradera de cada hombre al universo, también Jesús es libertado, por su muerte, de las fronteras de su existencia terrena y puesto en re­lación con el universo. La realidad espiritual de Cristo se abre por su muerte hacia el mundo entero y es insertada en el cosmos como una aportación permanente de carácter real-ontológico.

Sería posible explicar así que la extensión del dominio de Cristo a todo el cosmos no representa un "mythologumenon" gnóstico, sino que encuentra su fundamento ontológico en el hecho de que la humanidad de Cristo se halla presente de un modo activo en la dimensión profunda del cosmos como una realidad superior a todas las demás potencias.

Esta misma explicación podría también, según Karl Rahner, hacer más inteligible el descenso de Cristo a los infiernos que confesamos en el símbolo de la fe, y que no habría de concebirse tanto como una ba­jada al sheol del Antiguo Testamento cuanto como un descenso "al plano profundo, interior, último de la realidad del mundo, y que lo unifica todo radicalmente"33. La realidad de Cristo, consumada en la muerte, se convertiría así en el íntimo principio conductor de todo el cosmos, corazón y centro de toda la realidad creada. AI mismo tiempo, Cristo sería además el presupuesto existencial de toda vida personal en el cosmos, porque él dominaría también, por medio de su influjo deci­sivo sobre todas las dimensiones cósmicas, sobre la dimensión personal que se halla incluida en la dimensión cósmica.

Si a esta interesante hipótesis —aunque no fácilmente demostrable a partir de la Escritura y de la Tradición— de Karl Rahner añadimos su interpretación de la cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo34, expuesta por él ante un público de tendencia marcada­mente centrada en las ciencias naturales, aparece cuan cerca se encuen­tra en algunos puntos su concepción de las intuiciones cristológicas de Teilhard de Chardin. El mismo Rahner se da cuenta de ello, pero no se considera en dependencia de él ni deudor suyo35.

33 Ibid., 59. 34 K. Rahner, Die Christologie innerhalb einer evolutiven Weltanschau-

ung, en Schriften zur Theologie, V, Einsiedeln 1962, 183-221 (hay traduc­ción castellana).

35 Ibid., 186. Después de cerrar este boletín apareció el artículo de Horst Bürkle, Die Frage nach dem «kosmischen Christus» ais Beispiel einer ókumenisch orientierten Theologie, «Kerygma und Dogma» 11 (1965), 103-115. En él se muestra sobre todo la importancia que adquiere el tema del «Cristo cósmico», largo tiempo pospuesto en la teología occidental, para el diálogo del cristianismo con las religiones del Asia oriental, que han des­pertado a una nueva conciencia de misión. Dio ocasión a esta torna de con­ciencia un informe de Joseph A. Sittler en Nueva Delhi (1961), que des-

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El dominio cósmico de Cristo 125

El problema del cosmos se sitúa hoy inevitablemente en la perspec­tiva teilhardiana siempre que la cristología entra en diálogo con las ciencias naturales. El hombre tiende entonces, junto con su historia pro­fana y religiosa, a aparecer, en el conjunto de la evolución cósmica, como un producto insignificante de la naturaleza, si no se consigue demostrar que solamente en el espíritu el cosmos toma conciencia de sí mismo y que la historia de los hombres no constituye, por tanto, un débil arroyuelo sin importancia en medio del torrente cósmico, sino que, como historia del espíritu, proporciona a la historia del cosmos su exis­tencia verdadera y claramente tal.

Lo dicho hasta aquí puede, y debe también, ser referido —más ca-

pertó una viva discusión en la asamblea plenaria del Consejo Mundial de las Iglesias y encontró posteriormente gran resonancia. Sittler había exigi­do, partiendo de Col 1, 15-20, que la Iglesia debería abandonar su replie­gue a la esfera individualista e incluir nuevamente en su testimonio de Cristo la totalidad de la experiencia mundana. Posteriormente, algunos teó­logos (W. Andersen, G. Rosenkranz) opusieron a esta exigencia la objeción crítica de si no sería desvirtuada con ello la visión cristiana del pecado, de la redención, de la justificación y de la esperanza escatológica. Bürkle res­ponde, con razón, que esta crítica se realiza partiendo siempre del punto de vista tradicional, al que habrá que renunciar para recobrar de nuevo la perspectiva de una relación con el mundo por parte del mensaje cristiano. No podemos menos de asentir cuando, en contra de toda reducción del ke-rygma a lo meramente existencial-personalista, afirma: «El hecho de Cristo deberá ser desarrollado en relación con la totalidad del horizonte en el que el mundo se manifiesta y se presenta. Cuando en la fe faltan partes esen­ciales de una experiencia del mundo, el testimonio ha perdido su fuerza misionera. La misión es, en este sentido, un proceso ininterrumpido de apropiación, un proceso de imposición de las exigencias de dominio de Cristo frente al mundo que se ha manifestado» (p. 108). Del encuentro con el mundo oriental ha nacido también una obra que difiere notablemente de los trabajos teológicos a los que hemos hecho referencia hasta ahora: Arthur Schult, Das Johannesevangelium ais Offenbarung des kosmiscben Chrístus, Remagen 1965. El autor no intenta ofrecer ni ciencia ni teología, sino descubrir por medio de una meditación explicativa de todo el texto de san Juan, el espíritu que en él se contiene. Constituyen la fuente de estas meditaciones la antroposofía de Rudolf Steiner, la idea de una comunidad cristiana (Friedrich Rittelmeyer) y ciertas ideas tomadas de la alquimia y la astrología. A ello se añaden influjos de la sociología de Solowjew y Ber-djajew (cuya importancia para la cristología cósmica ha sido señalada por Karl Pfleger en su interesante obrita Die verwegenen Christozentriker, Fri-burgo de Brisgovia 1964) y de la doctrina de Srí Aurobindo. La inteligencia del Evangelio de san Juan que resulta de esta mezcla sincretística, está con­cebida como una especie de preludio a la época del Espíritu Santo, que deberá conducir a la reconciliación de las religiones de Asia con el cristia­nismo. Un diálogo con la espiritualidad que aquí se anuncia no sería, en todo caso, infructuoso, pero para ello sería necesario antes un estudio de los presupuestos fundamentales del pensamiento cristiano, estudio que su­pera el marco del tema aquí tratado.

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tegóricamente de lo que se ha hecho hasta ahora— al cosmos fuera de nuestro sistema heliocéntrico: en su totalidad, el cosmos sólo puede to­mar conciencia de sí mismo en su ser espiritual orientado hacia el mun­do, cualquiera que sean sus características, como quiera que discurra su historia en el espacio y en el tiempo, o sus historias.

La suprema recapitulación personal y la unificación de todo el uni­verso sólo puede tener lugar, sin embargo, por medio de un único es­píritu, no por medio de una pluralidad de espíritus. Este espíritu deberá encarnar la finitud del mundo hasta el límite inferior posible a un espí­ritu y deberá ser por tanto idéntico a un ser individual en su plena limitación espacial-temporal. Pero, al mismo tiempo, deberá alcanzar también la posibilidad máxima de la universalidad del espíritu, porque éste tiende de por sí a ser todas las cosas, siendo él uno. Pero esto sólo se realiza en Jesucristo, quien, como cabeza, domina y recapitula todo el cosmos en la plenitud de los tiempos.

H. RIEDLINGER

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EN TORNO A LA IDEA DE LA REALEZA DE CRISTO

Entre las visiones cristológicas del cosmos en san Pablo y los co­mentarios recientes —favorables o desfavorables— sobre el P. Teilhard de Chardin, citados al final del artículo precedente sobre el reino de Cristo en toda la creación ', ha habido en el pensamiento cristiano un gran número de desarrollos y de variaciones que no han logrado, sin embargo, alterar totalmente la idea primera de ese reino. Probablemente no se llegue jamás a ello.

Las antiguas liturgias habían orquestado ampliamente los textos pau­linos. Se puede encontrar un ejemplo de ello en la anáfora de la liturgia alejandrina de san Marcos, que amplía la visión de Isaías en el templo (Trisagio) con la idea de la ascensión de Cristo elevado, según Ef 1, 21, por encima de todo nombre en este mundo y en el mundo futuro. "En verdad, leemos en esta anáfora, después del triple Sanctus de los ánge­les, el cielo y la tierra están llenos de tu santa gloria, por la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo"2. Comentando este pasaje y observando que la esencia de la liturgia de la Iglesia consiste precisamente en unirse a la alabanza celestial, E. Peterson había escrito : "El culto de la Iglesia no es una liturgia ligada al templo de una sociedad religiosa humana, sino un culto que se extiende al cosmos entero y del cual participan el

1 A. Guggenberger, Egstenberg, H. Urs von Balthasar, K. Rahner y el autor de ese artículo: H. Riedlinger. Añádanse a esta lista, como autores en lengua francesa: H. de Lubac, La Pensée religieuse du P. Teilhard de Chardin, París 1962, especialmente p 194; E. Rideau, La pensée du Pére Teilhard de Chardin, París 1965, 150, nota 8 (cita de «La parole atten-due»); P. Fessard, La visión religieuse et cosmique de Teilhard de Chardin, en Mélanges de Lubac III, 239; P. Smulders, La visión de Teilhard de Chardin, París 1964, 248 ss; H. de Lubac, La Priére du Pére Teilhard de Chardin, París 1964, 45; G. Crespy (protestante), La pensée théologique de Teilhard de Chardin, París 1961.

2 Cf. E. Peterson, Von den Engeln, Leipzig 1935, 51 (ed. francesa: Le Livre des Anges, París 1954); ídem, La Liturgie du ciel et de la terre, en «Irénikon» 14 (1937), 147 ss.

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sol, la luna y las estrellan" 3, como se dice, por lo demás, en la misma anáfora. Ahora bien, la alabanza cósmica que se une a la del cielo y los ángeles "no sería concebible si la ascensión de Cristo no hubiese primero abierto con fuerza el cielo y si Cristo no reinase a la derecha del Padre". Y el mismo autor añade: "El acto litúrgico del hombre es pues­to en relación con todo el cosmos, lo cual no tiene nada de extraño, ya que la misma Redención es un acontecimiento que interesa al cosmos entero" 4. Esta idea, tan magníficamente expresada en la liturgia de san Marcos, se encuentra con frecuencia, tal vez más atenuada y menos exuberante, en la mayor parte de las liturgias antiguas y ha dejado en ellas una señal indeleble. Ella constituye la expresión más completa de la realeza cósmica de Cristo.

Los infiernos son también testigos de la victoria real de Cristo y de su gloria. Ilustrando el tercer término del texto paulino "terrestrium, coelestium, et infernorum", las liturgias orientales abundan en expresio­nes de toda especie: los tropos bizantinos dominicales, impregnados del misterio pascual —para no citar más que éstos—, comentan los temas siguientes: "los muertos se levantan tocados por el resplandor de la luz eterna; a la venida de Cristo las puertas del Hades ceden de pavor y se abren por sí mismas; los ángeles quedan pasmados de asombro; los demonios, aterrorizados; el infierno vomita y expulsa sus prisioneros y es despojado como un enemigo vencido" 5.

También sobre la tierra reinará Cristo. Si, como se ha escrito, la perspectiva escatológica del apocalipsis daba "cierto tono político a la victoria final del Señor Jesús" 6 (sus fieles han rehusado servir a los re­yes de la tierra para someterse a él), los cristianos de los tres primeros siglos han puesto en el reino de Cristo —Kyrios, Christos— la realiza­ción de las profecías mesiánicas del reino en un ámbito distinto. Los escritores de la antigüedad cristiana habían establecido además la perso­na de Cristo en el centro de la historia de la misma forma que Jerusa-lén había sido considerada por ellos como el centro del mundo. En efecto, Dionisio el Exiguo, en el prólogo de su Líber de Paschate, en 525, había fijado una forma de determinar las fechas llamada a tener una influencia considerable, calculando el número de los años a partir de la Encarnación del Verbo, para que —como él decía— "sea puesto

3 Von den Engeln, 52. 4 Ibid., 53. 5 Véanse estos textos en nuestro estudio: La Deséente aux Enfers dans

le cadre des liturgies chrétiennes, «La Maison-Dieu» 43 (1955), 104 ss; especialmente 109-110.

6 J. Cambier, La Seigneurie du Christ sur son Eglise et sur le monde d'apres le N. T., «Irénikon» 30 (1957), 390.

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La idea de la realeza de Cristo 129

de relieve el exordium spei nostrae y brille con más resplandor la causa reparatíonis humanae"7. Así se afirmaba una vez más una especie de realeza supertemporal de Cristo. Y hoy, cuando los no creyentes fechan sus actas a partir de la era cristiana, confiesan implícitamente esta rea­leza : omne genu flectatur.

Las concepciones milenaristas que se desarrollaron a partir de estos datos condujeron a una noción que mezclaba los reinos celeste y terre­no y aportaron una primera alteración de la gran idea paulina. Aunque el símbolo de Nicea-Constantinopla insista, contra Marcelo de Ancira, en la perennidad del reino de Cristo —cujus regni non erit finís—, a par­tir de la era constantiniana la realeza de Cristo sobre la tierra se mani­festaría de una forma nueva y menos espiritual: el emperador de la nueva Roma, convertido al cristianismo, al transferir a su persona las prerrogativas religiosas del paganismo, se convierte en "el representante de Cristo sobre la tierra". "Es el elegido de Dios, y como tal el dueño y señor, pero también el símbolo vivo del imperio cristiano que le ha sido confiado por Dios"8. En Cristo basileus, en ChristS autokrator: tales son los títulos que se dan los emperadores 9. Estos recibirán la con­sagración de la Iglesia, pero los dos poderes, espiritual y temporal, se mezclarán durante mucho tiempo sin distinguirse siempre debidamente. De esta forma se crea una realeza de Cristo sobre la tierra ligada al po­der político. Se ha dicho, y no sin razón, que se ha dejado sentir teo­lógicamente una transposición escatológica de esta concepción bizantina. La ciudad cristiana no tenía sentido, en definitiva, más que en la línea del reino futuro de Cristo 10. Pero esta idea iba a perder a la larga no poco de su fuerza y sería superada por la Iglesia misma. ¿Podría ser aplicada esta idea al imperio de Carlomagno y a sus divisiones feudales?

El Emperador de Occidente no gozaba ya del monopolio que se habían atribuido los sucesores de Constantino: para los bizantinos no podía haber más que un solo emperador como no había más que un solo Dios. En Occidente la consagración de los emperadores y de los reyes por la jerarquía los invitará sobre todo a hacer reinar a Cristo en la tierra, más que a representarle u . Tanto más cuanto que los príncipes

7 Cf. nuestro estudio: Les Peres et la théologie du temps, «La. Mai-son-Dieu» 30 (1952), 36 ss. Cf. también O. Cullmann, Cbrist et le Lemps, Neuchatel 1947.

8 G. Ostrogorsky, Histoire de l'Etat byzantin, París 1956, 57. 9 Boeckius, Corpus Inscriptionum graecarum IV, nn 8673-78. 10 E. Lanne, Le láicat dans l'Eglise ancienne, «Verbum Caro» 71-72

(1964), 116. " Ordo Romanus XIV, Patr. Lat, 78, col. 1240. Cf. C. Bouman, Sa-

cring and Crowning, Groninga 1857, 187: «In hoc regni solio... regnare faciat Jesús Christus».

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serían, a partir de ese momento, coartados por una poderosa unidad re­ligiosa, la del papado, que afirmaría su dominio sobre ellos de forma que, no tardando mucho, sería el reino de Cristo en el de su vicario el Papa el que sustituiría al del emperador. Está demostrado que la expresión de "Papa vicario de Cristo" se generaliza en la Iglesia a partir del si­glo XII, sustituyendo la de "Vicarius Petri", más antigua1 2 . La lucha entre los dos poderes pondría esta idea en primer plano convirtiéndola en uno de los puntos neurálgicos de la teología occidental. Esta idea se deja todavía sentir actualmente. Se comprende sin gran esfuerzo que dentro de estas perspectivas la realeza cósmica de Cristo haya perdido vigor. Sin embargo, nunca fue totalmente olvidada en la Iglesia. Se la encuentra en el Pantocrator bizantino que corona las cúpulas y en la iconografía de la Edad Media 1 3 .

En su obra L'idée de la royante du Christ au moyen age, D . J. Leclercq ha expuesto la forma en que los teólogos del siglo xm revalo-rizaron la idea de la realeza de Cristo. En esta época, dice, "los comen­tadores de la Biblia y los otros doctores afirman de muchas formas la realeza de Cristo y las razones diversas por las cuales la posee: como Dios todopoderoso e igual a su Padre, como Verbo encarnado, como he­redero de la dinastía davídica, como realizador de las profecías mesiá-nicas y, por último, como redentor que por su pasión y resurrección ha conseguido la victoria sobre el demonio y el pecado del hombre" M.

Pero durante mucho tiempo fue preciso mantener esta doctrina coin­cidiendo con la lucha de los dos poderes. Por una parte, "los imperialis­tas no dejaban de reivindicar para el emperador (...) el gobierno del Reino de la Iglesia"; por otra, "los espíritus más apasionados sabían que la razón de la realeza de la Iglesia y del Papa radica en la realeza de Cristo" 15. U n siglo más tarde, en efecto, la doctrina del "poder real" de Cristo desembocaría en una hipertrofia del carácter espiritual de la Igle­sia, ya que cuando se dejaron sentir las desgracias del gran cisma ha­bría de producirse otro fenómeno distinto. Entonces se transforma la idea de la realeza de Cristo en una pura eclesiología. Más que atribuir poderes vicarios a personas de las que se separaban las gentes debido a

12 M. Maccarone, Vicarius Christi, Roma 1952 (cap. IV: «Vicarius Christi, titolo pápale [XII-XIII sea]»).

13 Cf. C. Capizzi, Pantokrator, «Orient. Christ. Anal.» 170 (1964), Roma; F. Van der Meer, Majestas Dominí, Ciudad del Vaticano 1938.

14 J. Leclercq, L'idée de la royauté du Christ au moyen-áge, París 1959, 29 ss; cf. también F. Kempf, Die katholische Lehre von der Gewalt der Kirche über das Zeitliche in ihrer geschichtlichen Entwicklung seit dem Investiturstreit, «Catholica» 12 (1958), 50 ss.

15 Op. cit., 41.

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los conflictos que las oponían —emperadores, reyes, papas— es la Igle­sia como tal la que aparecerá dotada de tales poderes en su calidad de esposa y reina. No sólo será descrita como "la mansión del gran rey" (se la llama basílica porque es la habitación del basileus, rey eterno), no sólo será la ciudad del gran rey, no sólo será su esposa, sino que se verá en ella la realeza misma: "Reina del pueblo cristiano, está siempre a la derecha de su esposo, participa de su poder: Cristo la asiste, así como la Virgen María, que es madre del rey supremo y reina de la Iglesia triunfante" 16.

Otra alternativa de estos sobresaltos doctrinales: la Iglesia, dema­siado espiritualizada, va a democratizarse al mismo tiempo en la teoría conciliar, ya que el Concilio constituye la expresión, visible de la Iglesia invisible. "La Iglesia es reina, dirá Gerson, pero el papa no es rey, es un sujeto de la Iglesia". Y por una singular aberración de una teoría demasiado precoz de la colegialidad, otro escritor, Bernardo de Rouzer-gue dirá que "Cristo, Rey de reyes, Señor de los señores, ha confiado su poder a los cardenales; a ellos y no al papa compete convocar el Concilio" n. Leyendo estos textos se comprende que hayan reaparecido actualmente algunas inquietudes.

Así, la realeza de Cristo implicada en la teología de la época, no subraya apenas sus aspectos cósmicos. Es conocida la influencia que la nueva concepción surgida de estas doctrinas ejerció sobre la Reforma y cómo se siguió de ella una negación al menos parcial de la visibilidad sacramental y jerárquica de la Iglesia.

Sin embargo, los teólogos no se han consagrado en el curso de estos últimos siglos a desarrollar una teoría completa de la realeza de Cristo y se comprende que, en las investigaciones y descubrimientos modernos de la ciencia, se exija una respuesta a toda una serie de nuevas cuestio­nes. Pero ¿qué cabe esperar de ellas? Comencemos por recordar, aun­que muy brevemente, lo que la teología contemporánea ha dicho sobre la realeza de Cristo.

Uno de los documentos más importantes de la Iglesia Católica sobre esta materia es la encíclica "Quas Primas" de Pío XI (11 diciembre 1925), con ocasión de la institución de la fiesta de Cristo Rey18. La encíclica, sin embargo, no hace ninguna alusión a la realeza cósmica de Cristo, ya que la institución de la fiesta tiene por objeto poner de relieve

16 Ibid., 195-196. 17 Ibid., 197. 18 Unos años más tarde, el mismo Pío XI, por los acuerdos del Late-

rano (1921), pondría fin a la teoría del poder temporal de la Iglesia. Pri­mera etapa, tal vez, de lo que se llama hoy el fin de la era constantiniana.

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el imperio de Cristo sobre la humanidad como tal, sobre las inteligen­cias, las voluntades y los corazones humanos19.

En la misma época aproximadamente los trabajos de las grandes Con­ferencias Ecuménicas acentuarían sucesivamente la doctrina del reino de Cristo. Desde la primera Conferencia de Life and Work de Estocolmo (19 al 30 de agosto de 1925) se opusieron dos tendencias que podríamos designar "trascendencia e inmanencia" —visión celeste y escatológica del reino, por una parte; mirada atenta a las cosas de la tierra, por otra—, pero con un dinamismo nuevo en la elaboración de ambas tendencias hacia una progresión liberadora y sin relación alguna con el "poder tem­poral", habiendo sido definitivamente superada la preocupación por este problema.

El pastor Ch. Scheer publicó, en noviembre de 1925, en "Le cris-tianisme social", un artículo muy completo sobre la conferencia de Es­tocolmo, del que extraemos las observaciones siguientes:

Según los defensores de la primera tendencia:

"El reino de Dios es completamente sobrenatural; es la obra soberana de Dios. Se mueve en una esfera totalmente diferente de lo que los hombres pueden realizar por sus propios esfuerzos. La tierra, el trabajo de civilización, la política, la economía tienen lo que los alemanes llaman Eigengesetzlicbkeit, es decir, sus le­yes especiales, sus necesidades inmanentes que se derivan de su naturaleza propia y a las que es imposible imprimir un carácter perfectamente cristiano..."

Para los defensores de la inmanencia, en cambio:

"El Reino de Dios, si bien no puede realizarse sin el socorro del cielo, es el fin de los esfuerzos humanos. Debe transformar poco

19 Esta fiesta tenía como fin principal luchar contra el laicismo del siglo xix que se había prolongado en el siglo xx, devolviendo a Cristo el lugar que el mundo moderno le había quitado e «instaurar una civilización convencida de que todas las cosas han sido sometidas al Hijo de Dios».

A. Vonier, La Victoire du Christ, París 1935, 27; cf. C. Duquoc, La royante du Christ, «Lumiére et Vie» 57 (1962), 84; véanse también los otros artículos de ese número consagrado a Cristo-Rey; J. Giblet, Jésus, Fils de David; A. George, La Seigneurie du Christ dans les évangiles sy-noptiques; M. Boismard, La Royante du Christ dans le IVe évangile; H. Schlier, La Seigneurie du Christ sur le monde (trad. de «Geist und Leben» 1957, 246 ss); cf. también el núm. de abril 1964 de «La Vie spirituelle», La royante paséale du Christ: M. Thurian, Jésus est Seigneur; L. Bouyer, Royauté cosmique; J. Comblin, Tu Vas dit, Je suis Roi, etc.; J. Leclercq, La Royauté du Christ dans la spiritualité frangaise du XVe siécle, Supl. «La Vie spir.» 1947, 216-222, 291-307.

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La idea de la realeza de Cristo IB

a poco y por medio de nuestro trabajo y de nuestras oraciones la civilización, eliminando progresivamente todos los elementos que la naturaleza no regenerada ha ido introduciendo en ella."

Y el autor añade, a modo de conclusión:

"La Conferencia de Estocolmo, al poner de manifiesto esta si­tuación, ha hecho un gran servicio a la cristiandad. Nos ha si­tuado ante el verdadero problema. En efecto, no se trata de sa­ber si seremos en el futuro un poco más activos, un poco más socializantes, demócratas y pacifistas. La cuestión a la cual de­berán responder las Iglesias con su actitud es la siguiente: ¿sa­bremos mantener, afirmar y hacer valer la paradoja fundamental del Evangelio, que consiste en influenciar poderosamente la ci­vilización, configurarla, transformarla y penetrarla sin identificar­se jamás con ella ni perderse en ella?"20

Como se ha notado, la idea del reino de Dios y de Cristo fue el fun­damento de todas las resoluciones prácticas de Estocolmo21, pero lo fue también de todas las divergencias que allí se manifestaron. Las dos ten­dencias irían contrastando cada vez más claramente sus puntos de vista y permanecerían subyacentes en todas las grandes Conferencias ecumé­nicas. Puede decirse que, después de cuarenta años, siguen atormentan­do a los dirigentes, prueba evidente de que Cristo y su victoria siguen siendo la magna quaesüo mundi, empleando una expresión medieval.

En el artículo precedente de este número se observaba que en el

20 La Conférence du Christianisme pratique a Stockholme («Le Chris-tianisme social», oct.-nov. 1925, 929-933 pas.); cf. también G. Thils, His-toire doctrínale du mouvement oecuménique, Lovaina 21963, 27-28. Es la preocupación enunciada al final del último texto citado de «configurar evan­gélicamente la civilización», que, pasando cada vez más decididamente a primer plano de la teología de las realidades terrenas, ha buscado en las teorías del padre Teilhatd de Chardin un posible comienzo de una nueva visión de la realeza de Cristo, aportando de esta forma un antídoto al des­arrollo de la mística marxista y de su Weltanschauung.

21 En 1924 el arzobispo Soederblom, durante la preparación _ de la Con­ferencia de Estocolmo, de la que era animador, hacía la observación siguien­te: «Hemos visto enfrentarse dos concepciones fundamentales del reino o mejor del reino de Dios. ¿Es el reino de Dios una forma inmanente de la humanidad, un programa para nuestra actividad enérgica y entusiasta?, ¿o bien el reino de Dios es el juicio y la salvación operadas por Dios de una manera inescrutable a lo largo de la historia y, a su término, una actividad divina ante la cual hay que inclinarse y adorar, incluso cuando nuestra po­bre inteligencia no la comprende en absoluto?» (Impressiom dominantes, en «Le Christianisme social» 1925, 825; cf. «Irénikon» 14 (1937), 187).

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Congreso de Nueva Delhi las jóvenes Iglesias afro-asiáticas habían re­prochado al protestantismo europeo no haberse preocupado desde hace siglos de la dimensión cósmica de Cristo. Queda por ver de qué forma se la querría ver surgir actualmente. Si era natural, en definitiva, que la Conferencia de Estocolmo pusiera el acento sobre las "realidades terre­nas", dado el programa de Life and Work que esa Conferencia presen­taba, desde la Conferencia de Lausanna de Faithand Order, de 1927, la relación Iglesia-mundo era planteada en términos ya diferentes y da­ría lugar a otros problemas. Hay que observar desde este momento la aportación considerable de los teólogos ortodoxos a la evolución de es­tos problemas. Presentes ya en Estocolmo y en Lausana, hicieron valer de forma aún más clara su antropología y las ramificaciones cósmicas que ésta comporta para la cristología en las dos Conferencias de 1937, en Oxford (Life and Work) y Edimburgo (Faith and Order).

En su excelente obra "La royauté de Jésus-Christ" el Dr. Visser't Hooft, secretario general del Consejo Ecuménico, hace observar lo mu­cho que los teólogos ortodoxos y especialmente los rusos habían apor­tado a las grandes Conferencias Ecuménicas.

"Gracias a ellos, escribía, la teología europea se puso en contac­to con esa gran corriente de pensamiento cristiano que había conservado la visión escatológica de la Iglesia primitiva, sin ha­ber sido afectada por el proceso de reducción y secularización que caracteriza la historia de la Europa occidental. Sus vastos sis­temas teológicos fueron acogidos con gran reserva y con muchas críticas, pero contribuyeron grandemente a ampliar los horizon­tes de la teología europea y a convertirla al Evangelio univer­sal de la Iglesia primitiva. La Iglesia ortodoxa en la liturgia de pascua reza de esta forma: "la creación entera celebra la Resu­rrección de Cristo, sobre la cual está fundada". Por esta noción del alcance cósmico de la victoria de Cristo contribuyó la Orto­doxia a enriquecer la teología occidental."22

Se advierte inmediatamente el alcance, rico en consecuencias, que tal observación —digamos más bien descubrimiento— podría tener so­bre el desarrollo del movimiento ecuménico23.

Sin embargo, todas estas renovaciones progresaban sólo muy lenta-

22 W. Visser T. Hooft, La royauté de Jésus-Christ, Ginebra 1948, 43-44 (conferencias dadas en Stone Lectures de Princeton en 1947).

23 Cf. especialmente G. Aulen, Christus Víctor, La notion chrétienne de rédemption, ed. franc. París 1949; R. Leivestad, Christ the Conqueror, Londres 1954.

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La idea de la realeza de Cristo 135

mente. Pero al menos las cuestiones quedaban planteadas, y posterior­mente se las ha podido considerar con mayor profundidad.

Este resurgimiento se manifestará también en la Iglesia católica gra­cias al movimiento de "retorno a las fuentes" y de la teología de la his­toria, sobre todo alrededor de los años de la postguerra (1945 y siguien­tes), que fue acompañada de producciones literarias en colaboración y que procedían de medios religiosos diferentes, cristianos y no cristianos, y uno de cuyos principales órganos en lengua francesa fue la revista interconfesional "Dieu Vivent"2*.

Durante los diez años que apareció esta revista, pensadores y teó­logos rusos, casi todos de París (Lossky, Bardjaev, Boulgakoff, Lot-Bo-rodine, Arseniev, Zander, Florovsky, Schnemann), contaron entre sus colaboradores más originales, y su influencia fue considerable. Varios artículos de estos autores y de otros que participaron en el mismo mo­vimiento de renovación en esta época (Peterson, Casel, Daniélou, Bou-yer) se consagraron a desarrollar la trascendencia de lo divino y a sub­rayar la realeza total de Cristo, quitando a esta idea todo carácter de abstracción y considerándola existencialmente.

Si estas ideas manifestaban una polarización extrema, no lian dejado de influir en el movimiento ecuménico, donde, a pesar de todo, ía dialéc­tica "realidades terrenas-escatología" se mantendría siempre con una especie de enfrentamiento continuo que no ha llegado a asegurar el triunfo de un elemento sobre el otro. Habría que recorrer —pero no nos es posible hacerlo ahora— las actas de las grandes asambleas ecu­ménicas y de las Conferencias de sus comités desde Amsterdam, 1948, para seguir la trama de estas preocupaciones obsesivas de los teólogos25.

El tema de la Conferencia de Evanston, en 1954 —"Cristo, única esperanza del mundo"—, no minimizaba ciertamente la escatología26. La Conferencia que siguió a la de Evanston debía tener como tema "Cristo, luz del mundo"; tuvo lugar en Nueva Delhi y había de ali­mentarse de estos problemas. En la reunión consultiva de Arnoldshain, en julio de 1956, que la preparaba, comenzó un estudio detallado sobre "El Señorío de Cristo sobre el mundo y sobre la Iglesia", cuyos subtí-

24 Cf. «Dieu vivant» 1 (1945), 9. 25 En la asamblea de Amsterdam el tema «Desorden del hombre y de­

signio de Dios» fue particularmente desarrollado por Karl Barth, el cual ejerció, como es sabido, una influencia decisiva sobre toda la teología de la trascendencia en el protestantismo e incluso fuera de él. Cf. L. Lialine Le dialogue theologique a Amsterdam, «Irénikon» 23 (1950), 133 ss. Sobre la influencia barthiana, cf. J. Ellet, Fausse présence au monde moderne (Coll. Les bergers et les mages, 1963), cap. I «La conformisation de l'Egli-se au monde moderne»).

26 Cf. Lialine, Evanston-Etudes; «Irénikon» 28 (1955), 363 ss.

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tulos son sugestivos: 1) Significación del mundo; 2) Relación entre el señorío creador de Dios, que juzga y mantiene el universo, y el señorío redentor de Dios manifestado en Jesucristo; 3) La victoria de Cristo sobre los "poderes"; ¿qué sentido darle en el mundo moderno?; 4) La manera en que Dios se sirve de la rebeldía de sus adversarios y de la desobediencia para cumplir sus designios; 5) De la soberanía de Cristo sobre el mundo y de la misión de la Iglesia en el mundo27.

A partir de 1954, un grupo de teólogos católicos, bajo la dirección de Mons. Willebrands, actualmente secretario del Secretariado romano para la unidad, comenzaba una serie de estudios paralelos a los trabajos de las grandes asambleas ecuménicas. En la revista "Istina" se puede leer una relación sobre "esperanza cristiana", que fue enviada a Evans-ton2S. Un poco más tarde (1958) era elaborado un importante informe, firmado por "un grupo de teólogos de la Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas" y titulado "El señorío de Cristo sobre la Iglesia y sobre el mundo" oara ser enviado a la Conferencia de Nueva Delhi29.

La última asamblea general del Consejo Ecuménico que tuvo lugar en Montreal, en 1963, comprendía como primer punto de su programa "La Iglesia en el designio de Dios" y comenzaba con el tema "Cristo, nueva creación", que ha sido resumido en los siguientes términos:

"Jesucristo es Señor y Salvador. Pero es 'el cordero inmolado' y sigue siendo para siempre, en su elevación, el crucificado. La

27 Conferencia consultiva de Arnoldshain, «Istina» 3 (1956), 473 ss y sobre todo ibid. 5 (1958), 226: L'Eglise et le souverain domain du Christ sur toutes choses; la enorme serie de documentos de toda clase, impresos y policopiados, relativos a estas cuestiones puede ser obtenida en la «División des Etudes» del COE (Consejo Ecuménico de las Iglesias) de Ginebra.

28 Le Christ, l'Eglise et la grdce dans l'économie de ¡'esperance chré-tienne, «Istina» 1 (1954), 132 ss; C. Dumont, Réflexions sur VAssemblée oecuménique d'Evanston, ibid, 311.

29 Publicado en «Istina» 6 (1959), 131 ss. En las Conferencias de Che-vetogne en 1957 fue elaborado el tema del señorío de Cristo sobre el mun­do, tema tratado de nuevo en 1958 por un grupo de teólogos en una con­ferencia reducida en «Istina» y discutido otra vez en la «Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas» en Paderborn, en 1959. El informe apareció en «Istina», en 1959; su principal autor fue el Padre Congar. A él se aña­dió una importante bibliografía de los estudios católicos sobre la soberanía de Cristo. Puede consultarse el mismo número de «Istina». Añádase a esta bibliografía H. Urs von Balthasar, Herrlichkeit, eine theologische Aesthetik I, Einsiedeln 1961, cap. V (ed. francesa: La gloire et la Croix I, cap. V: «Cristo centro de la figura de revelación»; J. Groot, De vestiging van het Rijk Gods, «Jaarboek voor het werkgenootschap van katholieke theologen in Nederland», 1958; P. Lengsfeld, Adam und Christus. Die Adam-Chri-stustypologie im neuen Testament und ihre dogmatische Verwendung bei Scheeben und K. Barth, Essen 1965.

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La idea de la realeza de Cristo 137

Iglesia debe ser mirada como el cuerpo crucificado y resucitado de Cristo, cuya existencia está determinada por su participación en la muerte y la resurrección de aquel que es su cabeza. Como tal, la Iglesia es una 'nueva creación' que se manifiesta así por su obediencia de discípulo y su fidelidad de sierva en el mundo. Este testimonio de la victoria de Cristo sobre los 'poderes rebel­des' producen sufrimiento y humillación a la Iglesia. La libertad de los hijos de Dios, la libertad de los discípulos de Cristo cruci­ficado y resucitado es lo que conduce a una nueva solidaridad con todas las criaturas de Dios. Cristo nos llama y nos libera para que seamos verdadera y enteramente hombres en un mun­do secularizado. Los cristianos son igualmente libres para gozar­se de todo corazón con los signos de la gracia de Dios y de su verdad en el orden creado. A este propósito se hace observar que la cuestión de las relaciones entre creación y redención debe ser estudiada más a fondo y sin más dilaciones en el marco de Fe y Constitución. Luego se plantea a las Iglesias algunas cuestiones pertinentes en el sentido de ésta: 'si la Iglesia es el cuerpo del Señor crucificado, ¿puede esperar ser tratada de otra forma que él? ' " 30

Podría extrañar ver aquí esta acentuación de la "kenosis" de la obra de Cristo, lo cual no está enteramente de acuerdo con las visiones es-catológicas de las grandes liturgias cristianas. La idea de la Resurrección debería ser subrayada más poderosamente. Pero tengamos en cuenta que los movimientos que hablan así están en pleno período de búsqueda.

Algunos querrían que se dibujase hoy una teología nueva del reino de Cristo sobre el cosmos visible y palpable, que tanto atrae las miradas y los pensamientos. ¿Hacia dónde está orientada la evolución del mun­do? ¿Prepara la actividad humana el reino? Y si lo hace, ¿es con o sin ruptura escatológica ? 31 El ensayo intentado por el P. Teilhard de Chardin para sintetizar las dos tendencias dando un sentido cristológico y paulino al desarrollo del mismo, al trabajo humano y a la materia mis­ma de este trabajo, ha impulsado y animado a toda una generación que hace ya mucho tiempo se preguntaba confusamente por estos pro­blemas.

Y, sin embargo, es en la vieja cultura judeo-cristiana, preparada a este fin, donde el mensaje evangélico vino a estructurarse, haciendo be­neficiarse a esta cultura de una nueva influencia providencial consecu-

30 S Strotmann, Le mouvement «Foi et Constitution» a Montréal, 12-26 juillet 1963. «Irénikon» 36 (1963), 377-378.

31 Cf. Y. Congar, Jalons pour une théologie du láicat, París 1953, 110, 116 y passim.

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tiva a la gran inspiración de los profetas. La "Palabra de Dios" ha resonado en esta cultura. ¿Se han cerrado tras ella las visiones escatoló-gicas encerrándola en sus mitos? De hecho es por la adhesión de fe a esta palabra como nosotros estamos seguros de llegar a la verdad sobre nuestro término misterioso, y a través de ella nos mantenemos en esta fe. Pero es además preciso que nos abstengamos de todo concordismo con los progresos de la ciencia que varían sin cesar. Esta cultura cristia­na, sagrada, inspirada, forma parte de la envoltura de la palabra que no pasará. A nosotros nos toca penetrar en ella con la simplicidad de un niño, porque haciéndolo respiramos un aire que nos supera y del que tenemos necesidad para alimentar nuestra esperanza. Los telescopios y la cosmofotografía no suprimirán jamás la simple vista ni el placer de su visión y la ciencia no suprimirá jamás la fe.

Los espacios interplanetarios, los mismos planetas y sus movimien­tos pueden aparecemos como algo distinto de lo que, con la Escritura, llamamos "el sol, la luna y las estrellas", los cuales junto con los án­geles y la corte celestial, son como la cara visible de un mundo invisible en el que Dios reina y al que Cristo ha subido después de su victoria. Pero toda esta serie de imágenes nos han sido también dadas por Dios.

Por lo demás, no hace falta exprimir mucho el Evangelio para des­cubrir en él que todo esfuerzo humano, ontológicamente bueno, está insertado en una red de finalidades que lo acerca o lo aleja de la consu­mación del reino. ¿En qué medida podemos nosotros afirmar algo más? El P. Teilhard se ha planteado la cuestión; su visión se ha extendido sin duda más allá de la misma tierra. Pero si, como él dice, "el poder del Verbo encarnado irradia hasta en la misma materia y desciende hasta las más oscuras potencias inferiores", y si, por otra parte, "la en­carnación no será terminada más que cuando la parte de sustancia ele­gida que contiene todo objeto (...) haya llegado al centro definitivo de su perfección —quid est quod ascendit, nisi quod prius descendit ut impleret omnia?" 32—, en su investigación propiamente dicha, sólo la tie­rra —y, en su centro, el hombre— parecen haber sido su campo de trabajo 33.

De todo lo que hemos dicho una cosa se deduce con claridad: el "pseudomilenarismo" que pudo ser "la era constantiniana" y sus pro­longaciones está superado. El reino de Cristo no se identifica ya con ninguna potencia temporal y por esta razón se ha purificado a pesar

32 Le Milieu Divin, París 1957, 49-50. 33 La última publicación del P. Teilhard de Chardin en la que aparecen

estas ideas es Écrits du lemps de guerre, París 1965, especialmente cap. I «La vie cosmique», consagrado a la Tena mater y, a través de ella, sobre todo a Cristo Jesús.

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ha idea de la realeza de Cristo 139

del asalto de las potencias que continúan haciéndole la guerra. Más aún, todos los cristianos, a cualquier confesión que pertenezcan, están a la búsqueda, siguiendo las líneas que convergen, de ese retorno total a las fuentes".

Tanto las declaraciones de las grandes Conferencias Ecuménicas a que nos hemos referido como los nuevos textos conciliares del Vati­cano II van en este sentido. La Constitución De Sacra Liturgia contie­ne en su primer capítulo (números 5 al 8) frases que estructuran la doc­trina de la realeza de Cristo según estas perspectivas. La Constitución sobre la Iglesia, en sus dos primeros capítulos al menos, es igualmente explícita. En ellos leemos, por ejemplo, que

"por no ser de este mundo el reino de Cristo, la Iglesia o pueblo de Dios que prepara la venida de este reino no priva a ningún pueblo de ningún bien temporal, sino que asume y anima, por el contrario, en la medida en que son buenos, todos los recursos, las riquezas, las costumbres en las que se expresan el espíritu de cada raza y, al asumirlos, los purifica, fortalece y eleva." (n. 13)34.

Por todas partes va formándose una doctrina coherente, dinámica y optimista cuya riqueza no vemos tal vez nosotros en toda su pleni­tud, pero que —cabe creerlo— no defraudará nuestra esperanza.

O. ROUSSEAU

34 Otro tanto cabe decir del esquema X I I I , especialmente en sus pá­rrafos 44 y 45, en los que se trata del cosmos ligado a la suerte del hom­bre y de la soberanía universal de Cristo.

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Documentación Concilium *

CUESTIONES EN TORNO AL DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS

¿UNA VERDAD OLVIDADA?

El tema del descenso de Cristo a los infiernos fue abordado, en los últimos veinte años, bajo los mas diversos aspectos ', por teólogos tan eminentes como Aloys Grillmeier2, Hans Urs von Balthasar3 y Karl Rahner4 entre otros. Sin embargo, hasta el momento, se echa de menos una auténtica sistematización acerca de este tema que resuma las con­siderables aportaciones del estudio de los Padres y presente, a la vez, el conjunto a la luz de la teología actual. Pero ¿es oportuna, absolutamente hablando, tal sistematización? El descenso de Cristo a los infiernos no parece interesar a la predicación y a la catequesis modernas. Y, no obs­tante, pertenece a los artículos de la fe. Aunque también algunos de éstos pueden a veces desaparecer por algún tiempo de la conciencia de la Iglesia, y ello no sólo a causa de la negligencia espiritual de los cris­tianos. La culpa de que el descenso de Cristo juegue un papel tan pobre en la teología, en la meditación y en la predicación, quizá recaiga en

* Responsables de esta sección: L. Alting von Geusau (director) y M. J. Le Guilleau (director adjunto).

1 Es citada alguna bibliografía en H. Vorgrimler, Vorfragen zur Theo-logie des Karsamstags: Paschatis Solemnia, en Festschrift J. A. ]ungmann, editado por B. Fischer-J. Wagner, Friburgo 1959, 13-22; cfr. también A. Grillmeier, artículo Hollenabstieg Christi, en Lex. Theol. u. Kirche V, 450-455.

2 A. Grillmeier, Der Gottessohn im Totenreich, en «Zeitschr. f. kath. Theol.» 71 (1949), 1-53, 184-203.

3 Sobre todo, H. Urs von Balthasar, Eschatologie, en Fragen der Theo-logie heute, editado por J. Feiner - J. Tritsch - F. Bockle, Einsiedeln 31960, 403-422, principalmente 409 s. (Hay traducción castellana bajo el título Panorama S,e la teología actual, Madrid 1961).

4 K. Rahner, Karsamstag, en «Geist u. Leben» 30 (1957), 81-84; idem, Auferstehung des Fleisches, en Schriften zur Theologie II, 211-225, sobre todo 220 ss (Traducción castellana bajo el título Escritos de teología, Madrid 1963).

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El descenso de Cristo a los infiernos 141

esa teología de hace 50 ó 60 años (que no hay que identificar con la escolástica auténtica) que se consideraba capaz de informar demasiado exactamente acerca del "más allá". Como quiera que sea, al abordar nosotros el tema no lo hacemos para sacar una "verdad olvidada" a la luz plena de la conciencia de la fe, sino para afirmar que el descenso de Cristo a los infiernos constituye un punto central decisivo hacia el que convergen los hilos de toda teología cristiana. En efecto: se halla en el centro, no en la periferia de la teología. Esto es lo que intentamos demostrar aquí; no nos es posible, en cambio, ofrecer el necesario es­tudio sistemático acerca del descenso de Cristo.

1. ALGUNAS NOTAS EN TORNO A LA EVOLUCIÓN DE ESTE DOGMA

Un recorrido crítico de las fuentes que respaldan el descenso de Cris­to nos muestra una amplitud sorprendente por parte de la tradición. Como testimonios clásicos aparecen 1 Pe 3, 18 ss y 4, 6, a los que hay que añadir, como discutibles, Mt 12, 40; 27, 51; Le 23, 42 ss; Act 2, 24.27; Rom 10, 7; Ef 4, 8 ss; Heb 13, 20; Ap 1, 18. Karl Hermann Schelkle, autor del comentario católico más reciente a las cartas de san Pedro y, dicho sea de paso, uno de los mejores conocedores de la exé-gesis patrística, encuentra nuevos testimonios del descenso de Cristo a los infiernos, además de en los pasajes de la primera carta de san Pedro, en Rom 10, 7; Ef 4, 8; y Heb 13, 20 5. La doctrina acerca del descenso aparece en algunos sínodos de los años 358/360 y es incluida en el sím­bolo de la fe, en Aquileya, antes del 370 6 en la redacción "descendit ad inferna", mientras el "Quicumque" (que nace alrededor del 500, proba­blemente en el sur de las Galias) contiene la forma "descendit ad infe-ros". Bástennos aquí estas constataciones acerca de la regula fidei. El material patrístico ha sido recogido por A. Griílmeier en el trabajo ya citado, y en parte comentado por él; mientras que los testimonios de la liturgia no han sido hasta ahora suficientemente estudiados7. Seria interesante un análisis no solamente histórico, sino también teológico de la teología de los Padres acerca del descenso de Cristo, porque de ello podría deducirse el esquema de pensamiento y las leyes que condiciona­ron la elaboración de las afirmaciones del Nuevo Testamento por parte de la primitiva teología cristiana. Y esto sería importante precisamente

5 K. Schelkle, Die Petrusbriefe. Der Judasbrief, Friburgo 21964. 6 A. Griílmeier, art. cit., 454. ' Cfr., sin embargo, O. Rousseau, La deséente aux enfers dans le ca-

dre des liturgies chrétiennes, en «Maison-Díeu» 43 (1955), 104-123.

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porque deberían ser revisadas ciertas concepciones demasiado simples, corrientes hoy en día, de la desmitización. Algunos teólogos modernos, también por parte católica, consideran el camino de la teología, algo precipitadamente y con demasiada buena voluntad, como un proceso de depuración y de clarificación constante. ¿Se habrá impuesto, quizá en este caso, la opinión de que las afirmaciones bíblicas acerca del des­censo de Cristo son mitológicas y nos encontraremos, por consiguiente, en un estadio en el que se podría renunciar a ellas? A un observador atento, la evolución de la teología en la época patrística muestra la orien­tación inversa. Al principio esta teología se interesa sólo por el kerygma, entendido como palabra eficaz de salvación, que Jesús llevó a los infier­nos (elemento que A. Grillmeier denomina "motivo de la predicación y del bautismo"). Al final, en el siglo vi, ocupa el centro de interés el combate de Cristo en los infiernos o —aún más fantásticamente— sus negociaciones con el demonio acerca de las almas; teologúmenos que hubieron de ser rechazados ya entonces por la Iglesia8. Precisamente en este "motivo de la lucha" (A. Grillmeier) es donde la teología del descenso se acerca al máximo a los conocidos mitos de la historia de ias religiones, mientras que el motivo de la predicación cristiana no encuen­tra analogías en la historia de las religiones 9. En algunas circunstancias, pues, existe también en la teología cristiana una mitologización progre­siva, cuyas leyes podrían ser estudiadas en el caso típico del descenso. A este propósito no se debería excluir de antemano la existencia y el nacimiento incesante de mitos en el siglo xx, problema al que C. J. Jung dedicó el trabajo de los últimos años de su vida. Como quiera que sea, es de lamentar, a vista de los testimonios de las fuentes y de la tradición de la Iglesia primitiva, que la teología dedique tan escasa atención y reflexión al descenso a los infiernos. Si analizamos, bajo el punto de vista de su actualidad hoy, todos los posibles lugares análogos que se encuen­tran en la Escritura, podremos constatar, en todos los casos, que han ad­quirido una importancia mayor en el descenso. Como un ejemplo entre otros, podríamos aducir la caída de los ángeles, mencionada en la epís­tola de san Judas y en la segunda de san Pedro, recibida como paradig­ma de la apocalíptica judía 10 y utilizada con frecuencia en la catcque­sis actual para reducir, de antemano y por principio, la historia de la salvación a un esquema dualista y antagónico. ¡Y, sin embargo, la caída de los ángeles no forma parte de los artículos del símbolo!

8 Cfr. F. Diekamp, Die origenistischen Streitigkeiten im sechsten Jahr-huniert, Münster 1899, sobre todo 88-89.

9 A. Grillmeier, art. cit., 453. 10 K. Schelkle, op. cit., en las páginas citadas.

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2. LA BAJADA DE CRISTO A LOS INFIERNOS

Y LOS TEMAS CENTRALES DE LA TEOLOGÍA

Intentaremos, en lo que sigue, mostrar algunos temas centrales de la teología que deben ser estudiados en conexión con el descenso de Cristo a los infiernos; quizá reciban de ello nueva luz.

1. El descenso de Cristo a los infiernos plantea problemas funda­mentales a una antropología teológica. A ellos pertenece, en primer tér­mino, la cuestión de la esencia y de las relaciones precisas entre el alma y el cuerpo, en este caso de Jesucristo. La solución de la teología más antigua afirma que el cadáver de Jesús estuvo en el sepulcro hasta el tercer día, mientras el alma se hallaba en un "lugar" de los infiernos (así, por ejemplo, Belarmino). ¿Son claras estas afirmaciones para una antropología cristiana? No podemos olvidar que reflejan todavía las grandes controversias cristológicas de los primeros siglos. El apolinarismo negaba el alma humana de Cristo, mientras defendía la bajada del Lo-gos a los infiernos; por ello se impuso en la teología ortodoxa la doctrina de que el alma de Cristo descendió a los infiernos: el objeto de esta en­señanza era la defensa de la humanidad completa de Cristo. En la in­terpretación de esta doctrina, pues, no es posible olvidar la finalidad que persigue: defender la humanidad completa de Cristo. Al hallarse ésta amenazada, es plenamente legítimo el intento de salvarla echando mano de todas las categorías de la antropología. Pero en el tiempo que media entre la controversia apolinarista y cierta teología escolástica mo­derna se ha desplazado el centro de la problemática. Un jesuíta alemán, teólogo dogmático y amigo de innovaciones n, formula el problema con una sincera ingenuidad: la doctrina acerca del descenso nace, en el cris­tianismo, de "la necesidad de dar respuesta a la pregunta: ¿dónde se encontraba el alma de Cristo en el intervalo de tiempo entre la muerte y la resurrección?" Demasiado simple para ser verdadero. La reflexión cristiana acerca del descenso de Cristo no tiene su origen, según las evi­dentes comprobaciones históricas, en la curiosidad de la época moderna por saber dónde podría encontrarse el alma de Cristo durante los tres días. ¿Se nos tildará de haber emitido un juicio demasiado severo si ca­lificamos de falso problema, típicamente racionalista, la cuestión del "lugar de permanencia" de las diversas "partes" de Cristo durante los tres días? A este respecto es necesario advertir, ante todo, que aún se

" J. Pohle, Lehrbuch der Dogmatik, 1902 (refundida por J. Gum-mersbach, II tomo, Paderborn 101956, nota 280).

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halla por dilucidar el problema de "los tres días" n. ¿A qué Escrituras alude Pablo en 1 Cor 15, 4 b, según las cuales Jesús resucitó al tercer día?; ¿qué significa el hecho de que Jesús haya profetizado su resurrec­ción "después de tres días" según Marcos, "al tercer día" según Mateo, o "después de tres días" y "al tercer día", indistintamente, según Lucas? ; ¿constituye esto una demostración tomada de la Escritura —Os 6, 2— 0 significa, sin más, el número de los tres días un espacio de tiempo sin­gularmente reducido, el plazo dentro del cual Dios ayuda al justo, según la afirmación del judaismo de entonces? ¿Surge realmente este dato de "los tres días" de la necesidad de explicar dónde se encontraban las par­tes de Jesús en este intervalo y qué hacía él en este tiempo? Además hay que tener en cuenta que la "división" de Cristo en la teología más antigua no se puede encajar en expresiones terminantes. Cuando, por ejemplo, el IV Concilio de Letrán afirma: descendit in anima et resu-rrexit in carne, ascenditque pariter in utroque (D 429), no pretende cier­tamente enseñar que Cristo haya resucitado sólo en la "carne", y sin "alma". Se observa claramente que en la proposición acerca del descenso de Cristo a los infiernos convergen las diversas enseñanzas teológicas acerca del "cuerpo", del "alma" y de lo que sucede a ambos durante la muerte I3.

Partiendo de lo dicho, podemos preguntar: ¿es lícito afirmar que Jesucristo (sin una "división" ulterior) estuvo en el reino de la muerte? Ciertamente en 1 Pe 3, 19 se dice que Cristo fue "en pneuma" a los infiernos. ¿Es el hombre pneumático del Nuevo Testamento (que tam­bién en otros pasajes, por ej., en 1 Cor 5, 5, plantea difíciles problemas) absolutamente idéntico con el alma aristotélica? Según la primera epís­tola de san Pedro —prescindimos ahora de Pablo—, parece no ser así. 1 Pe 3, 18, dice: "El fue muerto según la 'sarx', pero hecho viviente según el 'pneuma'". 1 Pe 4, 6 dice también de aquellos a los que Cristo llevó el kerygma a los infiernos "que por esto fue anunciado el Evange­lio a los muertos, para que, condenados según la 'sarx' como hombres, vivan en el 'pneuma' según Dios." ¿Por qué no se dice que Jesús fue vivificado según la "sarx"? Esta pregunta es importante, porque en Jesús —y a diferencia de nosotros, pecadores— la "sarx" no puede sig-

12 K. Lehmann ha presentado en 1964, ante E. Dhanis, un magnífico trabajo exegético de licenciatura sobre este tema: Auferweckt am dritten lage gem'áss den Schriften, que espero pueda ser incluido, en fecha próxi­ma, en la serie «Quaestiones disputatae».

13 Cfr. elementos para una moderna antropología teológica en los ar­tículos Leib y Seele de J. Metz en Lex. Theol. u. Kirche VI, 902-905 y IX, 570-573 (con la bibliografía), y sobre todo P. Overhage - K. Rahner, Das Problem der Hominisation, Friburgo J1965; K. Rahner, Z»r Theologie des Todes, Friburgo "1963.

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niñear aquella parte de la persona sometida al pecado y necesitada de purificación. Supondría una reducción el intento de afirmar que la "sarx" significa, en el Nuevo Testamento, todo el hombre, pero en cuanto so­metido al mundo y enemigo de Dios; mientras el "pneuma" sería todo el hombre en cuanto justificado, agraciado por Dios y objeto de su complacencia. El pasaje de la primera carta de san Pedro nos enseña a matizar más cuidadosamente. Además hay que tener en cuenta que los restantes textos acerca del descenso —Rom 10, Ef 4 y Heb 13 no hablan en particular del "pneuma" de Cristo, sino de Jesucristo sin más. Me inclino a creer que las decisiones doctrinales del magisterio eclesiástico no prohiben afirmar del Jesús completo que haya estado en los infiernos, supuesto únicamente que no neguemos su alma y el des­censo de la misma a los infiernos. Mt 12, 40 —si es que se refiere al descenso—- no se opondría a lo dicho, pues allí se hace mención del "Hijo del hombre", no del alma del Hijo del hombre. Tampoco la indicación del tiempo "después de tres días" o "al tercer día" se opondría porque, en correspondencia con las narraciones pascuales, no se trata de señalar el momento en el que Cristo asumió su cuerpo resucitado; se trata, por el contrario, según los relatos pascuales, de la indicación de un plazo después del cual Jesús resucitó en la tierra, es decir, se apareció a los apóstoles en el cuerpo resucitado. Sin embargo, el mismo cuerpo resu­citado es descrito en ocasiones, en los Sinópticos, en Juan y en Pablo, con diversos medios estilísticos, de un modo tan espiritual14 que no vemos por qué no se podría afirmar simplemente —con las epístolas a los Romanos, a los Efesios y a los Hebreos y con el Símbolo— que Je­sús estuvo en los infiernos. Tal afirmación correspondería plenamente a la antropología semita: todo el hombre vive, o todo el hombre, ya muerto, se halla en los infiernos. Bástenos aquí aludir a la teología de la muerte, de Karl Rahner 15, en lo que se refiere a la explicación especu­lativa a partir de la antropología actual. Según ella, el alma humana no pierde en la muerte su relación con la materia, sino que la intensifica de un modo nuevo. Esta teología presupone, ciertamente, que la iden-

14 J. Ratzinger, art. Auferstehungsleíb en Lex. Theol. u. Kirche I, 1052 ss; J. Schmitt, art. Auferstehung Christi, ibid., 1028-1035, sobre todo 1031. Aunque el cuerpo resucitado implique una corporeidad verdadera y real, pertenece en primer término a aquella dimensión transfigurada de este mundo que llamamos «cielo» y que no es accesible sin más a nuestros sen­tidos. La construcción de una evidencia demasiado sólida conduciría hoy, ante la experiencia límite de la muerte, a mayores dificultades de compren­sión que una tendencia espiritualizante. En este sentido puede aplicarse a esta esfera la crítica hecha por Y. Congar a «una física de las realidades últimas»: no existe una «física» de la resurrección.

15 Cfr. nota 13.

10

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tidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno se halla garantizado por una realidad espiritual idéntica, no por la identidad de unas reali­dades físicas secundarias; lo cual puede afirmarse sin más, habida cuenta de una amplia tradición teológica16. De la decisión del Sínodo de Sens (1140) contra Abelardo se deduce también que es posible afirmar —con la epístola a los Romanos, a los Efesios y Hebreos, y con el Símbolo— que Jesús estuvo en los infiernos (teniendo en cuenta el hecho de que la acentuación del alma no se refiere al alma como parte del hombre, sino al alma humana en contraposición al Logos sin alma del apolinaris-mo). Según dicho Sínodo, el alma de Cristo estuvo en los infiernos no sólo según el efecto exterior o por medio de una exteríorización de su virtud, sino según la "sustancia" (D 385). Debería tratarse, por tanto, de una presencia más intensa que la de una mera eficiencia. Este ejem­plo nos muestra, por otra parte, cuan necesario es que la teología actual vuelva a relaborar los conceptos de "sustancia", "materia", "espíritu" ("alma") y "cuerpo". Únicamente añadiremos, para completar lo dicho hasta aquí, que la tradición de los Padres y de la Iglesia oriental habla de la glorificación de Cristo y de su resurrección, cognoscible en la tie­rra, no de otro modo a como lo hemos hecho nosotros en las ideas que anteceden.

2. Antes de estudiar lo que Jesús realizó en los infiernos, conviene preguntarse qué fue lo que le sucedió en ese descenso. Cristo padeció por nosotros la muerte del pecador (2 Cor 5, 21; cfr. 2 Pe 2, 22), aun­que él estaba absolutamente libre de pecado (Heb 4, 15). Tal muerte im­plicaba hasta Jesús, y en su caso, el descenso al sheol. Lo que con­vertía a la muerte en algo insoportable para el israelita, es decir, para los hombres de la esfera inmediata a Jesús, era no tanto la interrupción de la vida terrena con sus goces, ni siquiera el ser trasladado a la situa­ción de una existencia fantasmal y triste —esto significa la palabra "sheol" 17—, cuanto la convicción de que en la muerte es suprimida toda relación con Dios (Is 38, 11; Sal 6, 6; 88, 6, etc.)18. Ahora bien; el mismo Jesús, en la suprema angustia de la muerte, clama a gritos su desamparo por parte de Dios (Mt 27, 46; Sal 22, 2) y sufre por noso­tros, siendo él inocente, la muerte del pecador, de lo que se deduce ló­gicamente que él, en la muerte, descendió a los infiernos, es decir, al sheol. Jesús ha sufrido nuestra muerte, lo cual significa: ha experimen-

16 Cfr. pruebas de ello, por ejemplo, en H. Vorgrimler, Auferstehung des Fleisches, en Lebendiges Zeugnis, Paderborn, mayo 1963, 50-65, sobre todo 60 ss; J. Ratzinger, en art. cit., nota 14.

17 H. Eising, art. Scheol, en Lex. Theol. u. Kirche IX, 391-393. 18 F. Dingermann, art. Tod im Alten Testament en Lex. Theol. u.

Kirche X, 218 s.

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tado el auténtico sheol. Así pues, según la concepción veterotestamen-taria judía de la muerte, su descenso a los infiernos no ha de ser atri­buido a una nueva "iniciativa", sino que, por el contrario, va incluida en la misma muerte. Teniendo por marco esta doctrina bíblica acerca de la muerte, la interpretación del descenso por parte de Calvino se nos muestra como inaceptable. Jesús no ha experimentado, como quiere Calvino (Inst. II 16, 10 s), "en el alma, los terribles tormentos del hombre condenado y perdido", tomando sobre sí, después de su muerte y en una nueva iniciativa, los auténticos tormentos del infierno, propios de los condenados. Por el contrario, Jesús tomó sobre sí la muerte en su sen­tido velado y ambiguo, propio de la muerte del pecador, y de este modo, en su muerte —casi podría decirse: lógicamente—, fue trasladado al estado propio del sheol. Al decir "en la muerte" es ya claro de por sí que la cuestión de la duración de este estado carece de importancia en el fondo. Una vez que Jesús ha tomado sobre sí, en la muerte, el estado de una impotencia incondicional y de un abandono por parte de Dios, ¿tiene ya sentido el preguntarse si tal situación duró tres días comple­tos en el sentido usual (¡de veinticuatro horas!)? Se impone, por tanto, una precisión; siempre y cuando es proclamada la muerte de Jesús como una muerte realmente humana, equívoca y ambigua, se respeta en el fondo la profesión de fe en su descenso al sheol. La catequesis del des­censo no debería, por tanto, afirmar que Jesús, después de su muerte, había decidido : " ¡ ea, bajemos a los infiernos! "; la decisión de padecer el descenso propio del hombre al sheol se basa más bien en la misma decisión de Cristo de sufrir la muerte propia de los hombres.

3. Es aquí donde se sitúa lo nuevo en la doctrina del descenso, por­que es precisamente Jesús, y no un hombre cualquiera, el que toma sobre sí el estado del sheol. Al padecer esta muerte plenamente humana, Jesús se hace solidario con aquellos que, anteriormente a él, han sufrido la muerte propia de los hombres. El no muere para entrar en la soledad, sino en la comunidad de los hombres. Y esto no sólo afecta a los hom­bres que aún viven lejos de las sombras, sino en primer lugar a los muertos. Con éstos se hace solidario Cristo. O, para expresarlo mejor, con palabras de Hans Urs von Balthasar: su descenso se realiza, no en la historia que acaece, sino para la historia acaecida 19. Para dar a este hecho la importancia que se merece, es preciso pensar y recordar que estos muertos no dormían el sueño de la muerte, sino que se encontra­ban despiertos, aunque tristes y abandonados de Dios.

La cuestión de si para ellos, es decir, para los menguados frutos de la historia humana anterior a Jesucristo y marginal a él existía alguna

" Op. cit., 409 s.

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esperanza de perfeccionabilidad, ha de ser considerada dentro del su­puesto de que sólo por medio de Jesucristo existe el cielo20. Y sólo a partir de él recibe con pleno derecho, el conjunto de la humanidad irredenta y de su historia anterior y exterior a Cristo el nombre de "infierno". Ahora se percibe claramente lo que significa el que Jesu­cristo —al menos en su realidad espiritual— no sólo comparte la vida y la muerte del hombre, sino que además cargue sobre sí, incluido en su muerte, el destino del estado de muerte propio de la historia acontecida. Karl Rahner nos ha mostrado, en su teología del Sábado Santo21, lo que podemos y debemos deducir, a este propósito, del mero hecho del dogma de la unión hipostática. La Escritura habla, sin embargo, no sólo de una aceptación pasiva del destino mortal de la historia humana por parte del mismo Jesús en su descenso, sino que afirma además expresa­mente la eficiencia activa de esta presencia, por la utilización del con­cepto de "kerygma" —1 Pe 3, 19— así como por la alusión al Sal 68, 19 en Ef 4, 8 (juntamente con el verso 9), donde se nos habla de los cautivos llevados a las alturas. Esta actuación importa la salvación. Es interesante el hecho —que nadie, hasta ahora, en cuanto yo conozco, ha tenido expresamente en cuenta— de que el descenso, en la redacción copta y etiópica de la confesión de fe, es puesta en relación con el bau­tismo por medio de la fórmula liberavit vinctos (Denzinger-Schonmet-zer 62, 63), lo cual constituye, a su vez, un nuevo argumento para atri­buir al "atar y desatar" una dimensión más profunda de lo que se venía haciendo hasta el presente22. De este modo, en la doctrina del descenso de Cristo a los infiernos es donde la redención encuentra su expresión más perfecta. Lo cual no es destacado como se merece en las exposicio­nes, tanto bíblicas como sistemáticas, de la soteriología.

3 . EL DESCENSO A LOS INFIERNOS

Y LA UNIVERSALIDAD DE LA REDENCIÓN

Lo dicho hasta aquí encierra también sus consecuencias para otros tratados de la teología dogmática. Para explicar esto es preciso empezar desde más atrás. Si tomamos en nuestras manos uno de los textos usua-

20 J. Ratzinger, art. Himmel en Lex. Theol. u. Kirche V, 355-358. 21 Cfr., nota 4. 22 En varias ocasiones he intentado llamar la atención sobre este pun­

to. En resumen: H. Vorgrimler, Matthieu 16, 18 s. et le sacrement de pé-nitence: L'hontme devant Dieu, en Mélanges H. de Lubac, I, París 1964, 51-61.

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les de teología dogmática23, podemos leer en él, por ejemplo: "No es posible delinear una topografía del más allá con la única ayuda de las fuentes de la revelación". Verdaderamente, una afirmación formal y tanto más extraña cuanto que el mismo autor, poco después, se afana enormemente por construir cuatro receptáculos distintos para los difun­tos: "El infierno como morada de los condenados", el "purgatorio", el "limbo de los niños" y el "limbo de los justos". A la primera mansión, el infierno de los condenados es "imposible", según el docto autor, que descendiese Cristo; falta para ello "toda finalidad racional" y se opon­dría, además, "claramente a la dignidad divina del Hijo de Dios". El autor acepta como "opinión piadosa" la afirmación de que Cristo con­soló, al menos, a las almas del purgatorio; opinión que, por otra parte, apenas resiste una seria reflexión. Una aparición de Cristo en el "limbo de los niños" carecería "de toda sólida base", pues —añade el autor— "ni podría ser útil a estas almas, ni intentaría triunfar sobre ellas". Res­ta, pues, únicamente el "limbo de los justos", en el que "los patriarcas y los justos del Antiguo Testamento esperaban la visión beatífica de Dios después de haber sido purificados, en el purgatorio, de toda man­cha de pecado". Origina una situación embarazosa para un dogmático con tantos conocimientos, el hecho de que la primera carta de san Pedro nada nos diga de los justos del Antiguo Testamento en relación con el descenso, mientras que nos habla del kerygma salvador dirigido expre­samente a los incrédulos del tiempo de Noé. Ya se trate de los que pe­recieron en el diluvio, es decir, de los impíos como tales, o ya de los "hijos de Dios" de Gn 6, en todo caso eran pecadores24. La primera pregunta que surge, planteada a la dogmática, se refiere al tema del limbo y el purgatorio. ¿Son éstos lugares o estados distintos? En caso afirmativo —a mi entender para ambos—, ¿por qué, según los testimo­nios bíblicos, dice relación expresa el descenso a los pecadores?, ¿por qué no son mencionados Abrahán y Moisés?, ¿qué es más conforme con la Escritura: la construcción de estos cuatro receptáculos (ya sean lugares o estados) o la tesis de Hans Urs von Balthasar, según el cual Cristo introdujo un dinamismo en el estancamiento del sheol, vaciándolo y creando así por primera vez el purgatorio como un tránsito purifica-dor? ^ La segunda cuestión planteada a la dogmática es la siguiente: ¿es tolerable poner límites, por medio de teorías humanas, a la acción redentora de Cristo? Según la dogmática escolástica, en el infierno de los condenados, en el purgatorio y en el limbo de los niños no ocurre

23 Por ejemplo, la obra citada en la nota 11. Las citas se encuentran aquí en las páginas 281 y 282-284.

24 K. Schelkle, op. cit., 105-107. 25 Op. cit., 409 s.

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absolutamente nada en virtud del descenso de Cristo. Pero ni siquiera en el limbo de los justos es mucho lo que, en el fondo, sucede. El autor citado afirma: "Ciertamente la buena nueva de Cristo se limitó, en un principio, al anuncio preliminar de su liberación inminente, pues la ad­misión formal en el lugar de los bienaventurados tuvo lugar solamente en el día de la ascensión (Sal 67, 19)". Con otras palabras, Cristo des­cendió a aquellos que se encontraban, desde varios miles de años antes, "en cautiverio" y les anunció que serían liberados "dentro de cuarenta días". Esta dogmática de manual no nos suministra más contenido real acerca del descenso —una muestra de involuntario humorismo, como dice Hans Urs von Balthasar—. Es verdad que después de la muerte no existe ya decisión alguna, ni conversión, ni arrepentimiento. Pero ¿quién faculta a la dogmática a poner límites a la soberanía de la gra­cia de Dios?; ¿ha incorporado suficientemente la dogmática en su sis­tema el pasaje de 1 Pe 4, 6, acerca del descenso? "Que por esto fue anunciado el Evangelio a los muertos para que, condenados en carne según los hombres, vivan en el espíritu según Dios". A los muertos, a los pecadores.

Quizá haya mostrado nuestro bosquejo que la universalidad de la redención, considerada retrospectivamente, fue sensiblemente reducida por la petulancia humana en cierta dogmática de escuela. Si es una ca­racterística típica del mito el reducir la libertad de la divinidad circuns­cribiéndola a una actuación forzosa, cabría igualmente preguntar hasta qué punto no intenta también una teología hamartiocéntrica incluir a Dios en el esquema de una acción pecaminosa y su correspondiente re­tribución necesaria, convirtiéndose así en un mitologúmeno. Hoy por hoy no es nuestro intento el aceptar sin más la tesis de Hans Urs von Barthasar de que Jesucristo nos ha liberado definitivamente del infier­no 26, a pesar de la tradición considerable e importante en Oriente y en Occidente. Pretendemos vínicamente presentar el problema planteado por la doctrina del descenso de Cristo: si la enseñanza de la bajada de Cristo implica, mirando hacia atrás, una universalidad de la redención y la dogmática escolar, por otra parte, ha ignorado el pleno alcance de aquella doctrina, ¿qué consecuencias se encierran, en una mirada pros­pectiva, para la eclesiología (por ejemplo, para la determinación del mo­mento de la fundación de la Iglesia y para el "extra Ecclesiam nulla salus"), así como para la escatología estática a la que estamos acostum­brados? No podremos hablar quizá, con Hans Urs von Balthasar, de "un olvido de Dios" por parte de la teología, pero sí podremos afirmar

26 H. Urs von Balthasar, Die Gottesfrage des heutigen Menschen, Vie-na 1956, 187-204 (hay traducción castellana bajo el título El problema de Dios en el hombre actual, Madrid, Ed. Cristiandad, 1966).

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que la gracia de Dios y, como consecuencia, el misterio, no han sido suficientemente respetados en todas las afirmaciones doctrinales. Como hemos podido apreciar, la doctrina del descenso de Cristo a los infiernos afecta a diversos tratados de la dogmática; al mismo tiempo constituye un punto apropiado para la convergencia de la dogmática y la teología moral, por una parte, y de la exégesis y la dogmática, por otra. Debería alcanzar igualmente su plena validez en la teología de la mística, tan descuidada, y donde sería necesaria una reflexión acerca de la realidad de un descenso del cristiano a los infiernos —no voluntario, sino en la obediencia a una llamada de Dios— en el seguimiento de Cristo27. A partir de aquí se abrirían también nuevas perspectivas a la pastoral.

H . VORGRIMLER

27 Ibid., 194 ss.

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

YVES, MAME, JOSEPH CONGAR

Dominico. Nació el 13 de abril de 1904 en Sedan (Ardenas, Fran­cia). Fue ordenado el 25 de julio de 1930. Estudió en el Instituto Ca­tólico de París y en Le Saulchoir. En 1924 obtuvo la licenciatura en Letras y Filosofía por la Sorbona. Posteriormente fue distinguido con los títulos de lector en Teología (1931) y maestro en Teología (1963). De 1931 a 1954 fue profesor de Teología fundamental y Eclesiología en Le Saulchoir. Entre sus numerosas obras, casi todas traducidas al es­pañol, destacamos: Chrétiens desunís. Principe d'un oecuménisme ca-tholique (1937), Esquises du Mystere de l'Eglise (1942), Vraie et faasse reforme dans l'Eglise (1950), Jalons pour une Théologie du Laicat (1953), Le Mystere du Temps (1958), La Tradition et les traditions, 2 vols. (1961 y 1963), La Foi et la Théologie (1962). Ha colaborado principal­mente en "Revue des Sciences Religieuses" y "Revue des Sciences Phi-losopbiques et Théologiques".

JOSEPH BOURKE

Dominico. Nació en Birmingham (Inglaterra) el 26 de marzo de 1926 y fue ordenado sacerdote el 29 de septiembre de 1954. Cursó estudios superiores en el "Angelicum" de Roma, en la Escuela Bíblica de Jeru-salén y en la Universidad de Oxford, donde obtuvo respectivamente los títulos de lector en Teología (1956), licenciado en Sagrada Escritura (1957) y doctor en Filosofía (1965). Su labor de cátedra se ha centrado en la introducción a la Sagrada Escritura (Hawkesyard, 1958-1959) y la exégesis del Antiguo Testamento (Blackfriars, 1960-1965). Ha colabo­rado en "Dominican Studies" [Samuel and the Ark, 1954), "Revue Bi-blique" {Le jour de Yahvé dans Joel, 1959), "Catholic Biblical Quarter-ly" (The wonderful Counsellor, 1960), "Scripture", "Life of the Spirit", "Blackfriars", etc.

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PIET, JOHANNES, ALBERTOS, MARÍA SCHOONENBERG

Jesuíta. Nació el 1 de octubre de 1911 en Amsterdam. Recibió el orden sacerdotal el 15 de agosto de 1939. Estudió en la Facultad Filo­sófica de la Compañía de Jesús en Nimega y en la Facultad Teológica de Maastricht (Holanda). Luego pasó al Instituto Bíblico de Roma. Es doctor en Teología dogmática, título que obtuvo en 1948. Además de su labor magisterial en la Facultad de Maastrich como profesor de Teolo­gía dogmática, ha tomado parte en numerosos cursos teológicos para sacerdotes y laicos. Asimismo ha sido profesor extraordinario en Pit-tsburgh (Estados Unidos). Ha publicado Het Geloof van ons Doop-sel (La fe de nuestro bautismo), Gods wordende wereld (El mundo de Dios en evolución) y diversas colaboraciones en libros y diccionarios. Sus principales artículos han aparecido en "Bijdragen", "Tijdschrift voor Theologie" y "Verbum" (revista catequética).

JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ RUIZ

Sacerdote de la diócesis de Málaga. Nació el 5 de mayo de 1916 y fue ordenado sacerdote el 15 de agosto de 1939. Realizó estudios su­periores en la Universidad Gregoriana y en el Instituto Bíblico de Roma. Es doctor en Teología y licenciado en Sagrada Escritura. Cargos desem­peñados : profesor de lengua griega en el Seminario Mayor de Sevilla, párroco del barrio de Triana (Sevilla), canónigo lectoral de Málaga, pro­fesor de Nuevo Testamento en el Seminario Mayor de Málaga, profesor extraordinario de Nuevo Testamento en la Universidad de Salamanca. Sus principales publicaciones son: San Pablo. Cartas de la Cautividad (Madrid-Roma 1956), San Pablo al día (Barcelona 1956), La dignidad de la persona humana según San Pablo (Madrid 1958), Marxismo y cristianismo frente al "hombre nuevo" (Madrid 1962, Ed. Cristiandad), El Evangelio de Pablo (Madrid 1963), Epístola de San Pablo a los Gá-latas (Madrid 1964) y numerosos artículos para la Enciclopedia de la Biblia, 6 vols. (Barcelona). Colabora en "Estudios Bíblicos", "Semanas Bíblicas Españolas", "Anthologica Annua" y "Biblica".

ENGELBERT GUTWENGER

Jesuíta. Nació el 6 de junio de 1905 en Essen (Alemania). Fue or­denado el 26 de julio de 1936. Estudió Filosofía en Pullach/Munich y teología en Innsbruck, obteniendo los títulos de doctor en filosofía y

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154 Colaboradores de este número

en teología. Ha sido "dozent" y profesor de teología dogmática y fun­damental, decano de la Facultad Teológica de Innsbruck (1959-1960) y rector de la Universidad de Innsbruck (1961-1962). Sus principales obras son: Wertphilosophie (1952) y Bewmstsein und Wissen Chrisü (1960). Es autor además de varios artículos, aparecidos principalmente en "Zeitschrift für katholische Theologie".

HELMUT RIEDLiNGER

Sacerdote de la diócesis de Friburgo de Brisgovia. Nació el 17 de febrero de 1923 en Bohlingen/Konstanz y fue ordenado el 10 de octu­bre de 1951. Estudió en la Universidad de Friburgo (1941-1942) y en la Gregoriana de Roma (1953-1956). En 1956 recibió el título de doctor en teología por la Universidad de Friburgo y en 1963 la "habilitación" por la misma Universidad. Cargos desempeñados: vicario en Breisach am Rhein (1952-1953), repetidor de Teología en el Convictorio de Fri­burgo (1956-1958), asesor científico en el Seminario Dogmático de Fri­burgo (1958-1963), "dozent" (1963-1964). Desde junio de 1965 es profesor de Dogmática y Propedéutica teológica en la Universidad de Friburgo. Ha publicado: Die Makellosigkeit der Kirche in den lateini-schen Hoheliedkommentaren des Mittelalters (Münster 1958) y Raimun-di Lulli opera latina, V (Palma de Mallorca 1965). Colabora en "Theo-logische Revue", "Oberrheinisches Pastoralblatt" y "Estudios Lulianos".

OLIVIER ROUSSEAU

Benedictino. Nació en Mons (Bélgica) el 11 de febrero de 1898, siendo ordenado sacerdote el 19 de junio de 1922. Estudió Filosofía y Teología en el Seminario Benedictino de Lovaina y en el Colegio de San Anselmo de Roma. Ha sido profesor de Filosofía en Maredsous (Lo­vaina) de 1924 a 1930, maestro de novicios en Amay y luego en Che-vetogne de 1930 a 1950. Desde 1950 es director de la revista "Irénikon". Sus obras más importantes son: Histoire da mouvement liturgique, Homélis d'Origene sur le Cantique des Cantiques, Monarchisme et vie religieuse. También ha publicado numerosos artículos sobre teología patrística, liturgia, vida monástica y ecumenismo en revistas como "Iré nikon", "La Maison Dieu", "Questions liturgiques et paroissiales", "Recherches de Science Religieuse", etc.

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HERBERT VORGRIMLER

Nació el 4 de enero de 1929 en Friburgo de Brisgovia. Estudió Fi­losofía y Teología en Friburgo e Innsbruck. En 1963 fue ordenado sacer­dote. Su tesis doctoral fue dirigida por Karl Rahner. De 1958 a 1965, ha sido redactor de las secciones de Dogmática, Teología bíblica, Teolo­gía moral y Filosofía en el Lexikon für Theologie und Kirche. Actual­mente es redactor del Konzilskomrnentar publicado por Herder y de la serie "Quaestiones disputatae". H a publicado numerosos artículos en el Kleines Theologisches Wórterbuch, del que es coautor con Karl Rah­ner. Asimismo ha publicado una introducción a la vida y la obra de Rahner, que ha sido traducida a seis idiomas. H a preparado varias obras colectivas: Sentiré Ecclesiam (1961), Diaconia in Christo (1962), Exe-gese und Dogmatik 1962) y Gott in Welt, 2 vols. (1964). Es colabora­dor de "Herder-Korrespondenz".


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