concilium - revista internacional de teologia - 005 mayo 1965

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CONCILIUM Revista internacional de Teología Mayo 1965 F. Bóckle/C. van Ouwerkerk: Presentación. * C. van Ouwerkerk: Ethos evangélico y compromiso humano. * J. H. Walgrave: Moral y evolución. * A. Arntz: La ley natural y su historia. * G. Botter- weck: El Decálogo. * R. Coste: Pacifismo y legítima defensa. BOLETINES.—F. Bóckle: La regulación de los nacimientos. * E. Me Donagl^^¿g¡g¿a^ moral del matrimonio. DOCUMENTACIÓN CONCILIUM.—Card. Lercaro: Significación del De- creto l'D^t^^Qimenismo" para el diálogo con las iglesias orientales. CRÓNICA VIVA I B B ^ IGLESIA.—E. Schillebeeckx: Una opinión nueva sobre el Decret^K la Justificación en el Concilio de Trento.—F. Bóc- kle :^Fundaciór^Je una "civitas ethica'

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Page 1: Concilium - Revista Internacional de Teologia - 005 Mayo 1965

CONCILIUM Revista internacional

de Teología

Mayo 1965

F. Bóckle/C. van Ouwerkerk: Presentación. * C. van Ouwerkerk: Ethos evangélico y compromiso humano. * J. H. Walgrave: Moral y evolución. * A. Arntz: La ley natural y su historia. * G. Botter-weck: El Decálogo. * R. Coste: Pacifismo y legítima defensa.

BOLETINES.—F. Bóckle: La regulación de los nacimientos. * E. Me Donagl^^¿g¡g¿a^ moral del matrimonio.

DOCUMENTACIÓN CONCILIUM.—Card. Lercaro: Significación del De­creto l'D^t^^Qimenismo" para el diálogo con las iglesias orientales.

CRÓNICA VIVA I B B ^ IGLESIA.—E. Schillebeeckx: Una opinión nueva sobre el Decret^K la Justificación en el Concilio de Trento.—F. Bóc­kle :^Fundaciór^Je una "civitas ethica'

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

M O R A L

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID

1965

Page 3: Concilium - Revista Internacional de Teologia - 005 Mayo 1965

C O N C I L I U M

Revista internacional de Teología

Diez números al año, dedicados cada uflo

de ellos a una disciplina teológica Dog­

ma, Liturgia, Pastoral, Ecumenismo, Mor¿l ,

Cuestiones Fronterizas, Historia de la Igle­

sia, Derecho Canónico, Espiritualidad y

Sagrada Escritura

Comité de dirección

L Alting von Geusau * R Aubert L Bias. * P B«*3U:, <ap

M Cardoso Peres, op * F Bockle C Colombo * Y Congar, op

Ch Davis * G Diekmann, osb Ch Duquoc, op * N Edelby

T Jiménez Urresa * H Kung M J Le Ginllou, op * H de Lubac, sj

J Mejía * J B Metz R E Murphy, o carm * K Rahner, sj

E Schillebeeckx, op * J Wagner

Secretario general

M Vanhengel, op

Director de la edición española

P. J O S É M U Ñ O Z SENDINO

Traductores de este número

Un grupo de profesores del

Seminario Diocesano de Madrid

Editor en lengua española

E D I C I O N E S C R I S T I A N D A D

Aptdo. 14 8 9 8 . — M A D R I D

CON CENSURA ECLESIÁSTICA Depósito Legal M 1 399 -1965

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Director:

Prof. Dr. F. Bockle. Bonn Alemania

Director-adjunto:

Dr. C. van Ouwerkerk CssR. Wittem Holanda

Miembros:

Dr. R. Callewaert op. Dr. M. Cardoso Peres op. Prof. Dr. R. Carpentier sj. Prof. Dr. H. Carrier sj. Prof. Dr. Ph. Delhaye. Prof. Dr. G. Gilleman sj. Prof. Dr. B. Háring CssR. Prof. Dr. A. Hamelin ofm. Prof. Dr. P. Labourdette op. Prof. Dr. E. McDonagh. Prof. Dr. D. F. O'Callaghan. Prof. Dr. B. Olivier op. Prof. Dr. L. Weber. Prof. Dr. J. Fuchs. Prof. Dr. J. L. Janssens. Prof. Dr. C. J. Snoek CssR. Prof. Dr. J. Solozábal. Prof. Dr. J. M. Setién.

Lovaina Fátima Egenhoven-Lovaina Roma Namur Kurseong Roma Montreal Toulouse Maynooth Maynooth Kímwenza-Léopoldville Solothurn Roma Heverlee Juiz de Fora Bilbao Vitoria

Bélgica Portugal Bélgica Italia Bélgica India Italia U. S. A. Francia Irlanda Irlanda Rep. del Congo Suiza Italia Bélgica Brasil España España

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PRESENTACIÓN

Dentro de la orientación general de la revista, la sección de teología moral ha centrado su interés en la información acerca de cuestiones de principio y problemas prácticos propios de una moral genuinamente cristiana. No se trata por ello de dar expli­caciones teóricas sobre problemas nuevos que van surgiendo, como tampoco de las soluciones normativas de los mismos, sino más bien de esclarecer, a la luz de la teología moral, la actitud del cristiano en el mundo de hoy. Dentro del espíritu del Vaticano II, las convicciones de fe en el orden religioso-moral, garantizadas por el Magisterio eclesiástico, han de ser repensadas de nuevo con vistas a una proclamación de la fe adecuada a los tiempos, de modo que produzcan su fruto para la existencia cristiana en el seno de un mundo en transformación. La Redacción ha llegado al convencimiento de que muchas crisis y dudas en la vida moral que intranquilizan a los cristianos y a sus pastores vienen condicionadas por la experiencia de cierta escisión entre el Evangelio y el mundo. La autonomía del mun­do, de sus estructuras e intereses, la deficiencia esencial del hom­bre y del cosmos bajo el pecado, la historicidad a la que va aneja la evolución y el desarrollo, todas estas características de la exis­tencia humana no han sido tenidas en cuenta suficientemente en lo que se refiere a sus consecuencias para el ethos cristiano, no han sido explicadas a la luz de la teología, ni valoradas en lo que tienen de normativo.

Esta toma de conciencia exige en primer lugar un esfuerzo intenso para fundamentar y desarrollar de un modo sistemático la antropología teológica. Aunque este cometido es propio sobre

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4 Bókle¡Van Ouwerkerk

todo de la dogmática, sus tesis deben ser recogidas y desarrolla­das por la teología moral. El verdadero carácter de obligación propio de la actuación humana y cristiana, así como su valora­ción normativa (tanto esencial como existencial) se deducen de un modo concluyente de las definiciones que la teología da del hombre, como creatura, ser en gracia, pecador, redimido en el seno de una estructura histórico-salvífica y escatolágica. La Re­dacción se considera, sobre todo, en la obligación de esclarecer, a la luz de la antropología teológica, las relaciones entre Ser y Deber. Con tal motivo, han de merecer con preferencia nuestra atención aquellas afirmaciones de la revelación que se refieren a la imagen del hombre, así como las estructuras fundamentales de la doctrina moral de la Biblia (p. ej., su carácter de respuesta religiosa, su cristocentrismo, sus rasgos escatológicos e histórico-salvtficos); al mismo tiempo quedará patente en qué medida se aproximan estas estructuras a la inteligencia trascendental a priori que el hombre de hoy tiene de sí mismo. También daremos ca­bida a los resultados de las ciencias positivas —la sociología, bio­logía, psicología y medicina— incorporándolos a la imagen del hombre, después de una indispensable crítica, para no sucumbir al peligro de una profanación y relativización del ethos cristiano. Solamente partiendo de Cristo se encuentra el mundo en su to­talidad bajo el signo de la salvación.

El vivo debate en torno a la situación del hombre en el cos­mos exige ulteriormente un esmerado estudio de las relaciones entre la actitud humana personal y la realidad de la creación. Partiendo de un concepto auténtico de creatura, hay que dis­tinguir claramente entre el contenido material (inmanente) del ser humano y su relación constitutiva, trascendental con Dios. Aunque ambas realidades sean inseparables, no significan lo mismo, si bien se esclarecen mutuamente. Esta distinción podría contribuir, sin duda, a lograr una mejor inteligencia de los es­tragos ocasionados por el pecado en el hombre y en el cosmos, y a aclarar sus repercusiones sobre la conducta humana. La his­toria del hombre marca ante Dios la pauta del destino del cos­mos. En la encarnación del Hijo de Dios se apoya la ratificación

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Presentación 5

decisiva de la realidad creada y, al mismo tiempo, la revelación, trascendental bajo el punto de vista de la historia de la salvación, de su ordenación esencial a ser integrada en la realidad salvífi-ca; asi como la necesidad de ser libertada de las potencias del mal. La Redacción de la revista opina que la discusión en torno a la legitimidad de una ley moral natural dentro del orden de la salvación, por ejemplo; o el problema de una religiosidad orien­tada hacia el mundo, debería desarrollarse partiendo de aquellos presupuestos.

El cristiano, como miembro del Cuerpo Místico y como ciu­dadano del Pueblo de Dios, tiene una misión específica en la Iglesia. La teología moral debe tener en cuenta esta existencia eclesiológica, y trazar las correspondientes directrices de la vida cristiana. La Redacción desea por ello mantener vigilante su mi­rada ante las diversas formas de vida en el seno de la Iglesia (Matrimonio-Celibato, Sacerdocio-Laicado y las formas corres­pondientes de vida religiosa), sin olvidar además las diversas vo­caciones personales dentro de la Iglesia y su responsabilidad in­dividual. La teología moral católica ha de ser consciente de su responsabilidad para con la Iglesia entera, sin olvidar que "a cada uno le ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo" (Ef., 4,7).

Una teología moral consciente de su solidaridad católica no puede sustraerse a una responsabilidad frente al mundo no cató­lico. De modo especial desea la Redacción mantenerse abierta al diálogo ecuménico con las confesiones cristianas acerca de pro­blemas éticos tanto de principio como prácticos. En este sentido, una nueva reflexión acerca de la importancia normativa de los órdenes de la creación constituirá uno de los principales temas de diálogo. Dentro del espíritu del Concilio hay que examinar nue­vamente cómo puede ser asegurada, en la cooperación con las Iglesias cristianas y a pesar de las divergencias en la fe, una con­formación de la vida moderna según el Evangelio.

Entre la maraña de opiniones y tentativas que hoy se ofrecen, la Redacción pondrá todo su esfuerzo en mantener una sana orientación que, junto con la apertura hacia las novedades de

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6 Bóckle¡Van Ouwerkerk

nuestro tiempo, no pierda el contacto con la gran tradición de la filosofía cristiana de la vida. Los propósitos de Dios respecto al hombre se manifiestan solamente desde la totalidad de la histo­ria de la salvación. Consideramos que el cometido de la revista en el terreno de la teología moral debe consistir en intentar ser portavoz objetivo, sincero y crítico de todo aquello que, en re­lación con la doctrina de la moral, tenga lugar dentro de la

esia católica. Siguiendo un espíritu de apertura hacia el hom­bre y hacia el mundo, pretendemos valorar de un modo crítico aquellas opiniones en el campo moral tal como se nos muestran en diversos escritos, coloquios y finalmente en la vida real, y poner todo ello a disposición de los que se dedican a la cura de almas, dentro de un molde estrictamente científico y al mismo tiempo no ajeno a la realidad.

Igl

F. BÓCKLE

C. VAN OUWERKERK

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ETHOS EVANGÉLICO Y COMPROMISO HUMANO

CONSIDERACIONES DE TEOLOGÍA MORAL

SOBRE UN PROBLEMA ACTUAL

Cualquiera que siga atentamente el desarrollo de la teología moral y pastoral de los últimos años, difícilmente evitará la im­presión de que el fundamento de mucho de lo que se dice y es­cribe está en una fuerte inseguridad en relación con el problema de la situación de crisis moral. En esto la teología es un reflejo de la pastoral, que no puede menos de vacilar cuando diariamen­te en el mundo entero se enfrenta con la discrepancia entre el Evangelio y la vida. La problemática actual del matrimonio es ciertamente un nudo en el que se concentran preguntas de toda especie —dirigidas a la teología moral usual— con sus dudas co­rrespondientes; pero también en otros terrenos más amplios de la vida, como la política y los negocios, no se sabe, si no es con gran dificultad, qué hacer con la oposición que se cree experi­mentar entre la norma y la práctica de la vida. Pastores de almas y laicos no se deciden sin reservas a admitir que hombres de buena voluntad, a causa de distintos factores y estructuras de la vida social, aparentemente se vean obligados a una conducta in­moral según las normas usuales, y no pueden evitar la impresión de que en muchos casos las normas amenazan las posibilidades de la existencia y constituyen una ocasión de insoluoles conflic­tos de conciencia.

No se quiere poner en duda la posibilidad y la existencia del pecado, pero sigue oscuro dónde se encuentra éste de hecho. La vida tiene su propio curso, que no se puede ignorar, a lo

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8 C. A. J. van Ouwerkerk i

largo de las normas y bajo las mismas. La vida en un mundo complicado y diferenciado plantea exigencias que no siempre coinciden in concreto con la norma y la ley. A pesar de estas constataciones e impresiones, se quiere tomar el Sermón de la Montaña totalmente en serio y, con el radicalismo del Evange­lio, se agudiza la duda y se convierte en problema de fe. La cues­tión que apenas nos atrevemos a reconocer dice así, expresada en pocas palabras: si se quiere asegurar la posibilidad de exis­tencia de la vida cristiana en el mundo, ¿no se impone el com­promiso como una necesidad a causa de la imperfección del hombre y del estado de caída del mundo? O, con otras palabras, ¿no se debe justificar objetivamente, incluso ante Dios, la con­ducta aparentemente inmoral, de cuya pecaminosidad se duda? Quizá muchos tengan miedo a reconocer en esta pregunta su propia duda, pero es, de todas formas, cada día más claro que numerosos pastores de almas no pueden darse por contentos más que muy difícilmente con toda clase de disculpas subjetivas, con las que el problema que acabamos de exponer es desvirtuado por el recurso a la falta de libertad, a una valoración deficiente y a otros factores subjetivos.

Nadie pone hoy en duda la significación e influencia de esos factores subjetivos, y el desarrollo de la antropología y la psico­logía ha enriquecido de tal forma nuestra evidencia sobre ese influjo que nos parece claro que en muchas aberraciones no pue­de hablarse de una falta grave contra Dios. No tengo más que indicar la diferencia entre una decisión importante y una elección superficial o, con otras palabras, entre actus leviter y graviter moralis l. Junto a las limitaciones psíquicas de la libertad, se ha llamado la atención sobre un factor como la "impotencia moral" que orienta hacia el hecho de que, incluso en el caso de una elec­ción tranquilamente sopesada, se puede hablar de una disculpa­ble insuficiencia 2. Esta referencia a una falta de responsabilidad

1 Cf. P. Schoonenberg, Het Geloof van ons doopsel, IV, 's Herto-genbosch 1962, 43-72.

2 Cf. H. Boelaars, Beichtpastoraal, Nederl. Kath. Stemmen, 58 (1962), 218-229; ídem, Gronvragen omtrent onze pastoraal in verband met hu-

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Ethos evangélico y compromiso humano 9

a causa de limitaciones subjetivas de la libertad es suficiente en numerosos casos, cuando se trata de un juicio a posteriori, o, con otras palabras, de una valoración retrospectiva de la culpa y el pecado. Pero subsiste el hecho de que se ha hecho el mal a otro y se trata ahora, además, de ayudar al hombre que había faltado. Se suspende en último término el juicio, que se reserva final­mente a Dios. Por lo demás, esto viene a resultar algo individua­lista y subjetivista. La tradicional moral de confesonario ha juz­gado de ordinario las deficiencias humanas retrospectivamente, siendo extraño que esta moral no haya apenas sentido la necesi­dad de justificar teológicamente las anomalías de la falta de li­bertad.

Es evidente que los conflictos de conciencia que le impone al hombre el mundo actual no pueden ser resueltos por un jui­cio retrospectivo. De una teología moral realista y en contacto con la vida cabe esperar que muestre el camino hacia el futuro; una moral así debe tener la valentía de ser prospectiva. En esta tarea no puede contentarse eternamente con el recurso a la falta de responsabilidad, falta de libertad, e impotencia. ¿Es posible, además de una disculpa subjetiva, la justificación objetiva de una conducta que, a primera vista al menos, está en contradic­ción con las normas establecidas de conducta? Yo creo que esta pregunta está ya planteada y que no debemos eludirla. De he­cho, se observan ya intentos aislados de una especie de "objeti­vación" del compromiso moral. En relación con la cuestión del matrimonio se hacen constantes referencias al significado de la amplificación y desarrollo moral, y se plantea el problema de si este desarrollo no es un factor "objetivo", no sólo un proceso in­terior en el hombre, sino un dato que procede de la situación. Se insiste también en que el hombre no sólo está obligado a lo­grar lo realizable, con la misión dinámica de desarrollarse más allá de ese nivel hasta lograr la perfección. Y se plantea la cues­tión de si ese nivel provisionalmente aícanzable no se debe atn-

welijksmoeilijkheden, Jaarboek 1961 Werkgenootschap van kath. tbeo-logen in NederUnd, Hilversum 1963, 79-105.

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buir a una bondad natural objetiva. En este contexto deberíamos referirnos a la cada vez más arraigada convicción de los teólogos de que en el desarrollo histórico del ethos de la humanidad no sólo juegan un papel ciertos factores subjetivos (como una noción en desarrollo de los valores), sino también momentos de la si­tuación (como una forma social y cultural determinada de la vida social); se habla de un desarrollo de la misma norma 3. También aquí, pues, se observa un intento de objetivar la conducta de­ficiente.

No pretendemos responder definitivamente a las cuestiones que hemos planteado. Pero éstas están ligadas a diferentes pre­supuestos, concepciones, interpretaciones y, frecuentemente, pre­juicios, que exigen un análisis más detallado. Se trata para nos­otros más bien del contexto y las implicaciones, con frecuencia inadvertidas, del conflicto de conciencia y de la crisis moral. In­evitablemente chocamos así con los temas del compromiso y la excepción. Agruparemos nuestras observaciones en torno a estos problemas. Esperamos que de esta manera podremos finalmente mostrar qué caminos quedan abiertos para una solución del con­flicto concreto de conciencia y qué caminos siguen cerrados. Nos encontramos en este artículo en los límites de la norma. Esto hace nacer la sospecha de que realizamos un nuevo intento de disculpar el mal y minimizar las exigencias del Evangelio. Sin embargo, nosotros creemos que una teología moral que se pre­ocupa de la posibilidad de existencia de la vida cristiana busca la voluntad de Dios. Pero quizá la teología moral haya creído en muchos casos poder identificar con excesiva facilidad la voluntad de Dios.

3 Cf. A. Wylleman, L'élaboration des valeurs morales, Reúne Philo-sofhique de Loavain, 48 (1950), 239-246; E. Schillebeeckx, De natuurwet in verband met de katholieke huwelijksopvatting, Jaarboek 1961 Werk-genootschap van kath. theologen in Nederland, Hilversum 1963, 5-61.

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EL COMPROMISO

La teología moral tradicional conocía también la preocupa­ción por las posibilidades existenciales de la vida y ofrecía para el conflicto de conciencia determinadas soluciones que presentan al menos el aspecto de un compromiso. A la luz del Sermón del Monte, teorías como las de la guerra justa, la defensa de sí mis­mo, la cooperario materialis y otras parecidas se parecen bastante a un compromiso. Producen la impresión de ser negativas y mi­nimalistas y se asemejan a una falsa casuística que no goza ac­tualmente de buena prensa. Queremos considerar estos casos de aparente compromiso porque pueden servir de paradigma e ilus­tración que muestren los fundamentos y estructura del conflicto de conciencia.

Los reparos que surgen espontáneamente contra la casuística de la complicidad, la defensa propia y otros temas semejantes, se agudizan cuando se consideran los argumentos que pretenden justificarlos; estos argumentos son poco convincentes, varían se­gún los autores y producen la impresión de ser racionalizaciones a -posteriori de la convicción, no expresada claramente, de que la solución propuesta debe ser permitida si se quiere que la vida sea soportable y el hombre no se vea obligado a evadirse de este mundo. La posibilidad de vivir es tenida como instancia norma­tiva sin que este punto de partida, aparentemente evidente para muchos teólogos, pueda ser establecido como principio. Pero, si la posibilidad de vivir nos fuerza realmente a un compromiso, ¿dónde poner los límites? Y lo que suscita nuestra oposición en determinadas formas de la casuística es que ésta amenaza con sacrificar el amor a la posibilidad de vivir.

Para muchos teólogos reformados, en los casos citados esta­mos realmente ante un compromiso en el sentido propio de la palabra: la vida en este mundo caído obliga al cristiano a rega­tear con el amor4. El cristiano está obligado a contar con las

4 Cf. H. Thielicke, Theologische Ethik, t. II/l, Tubinga 1959, 57-327.

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estructuras de este mundo y a conformar su conducta a sus exi­gencias; pero no puede encontrar en ninguna parte del Evange­lio una legitimación de esta dimisión de su acción moral. Pues el mundo con el que cuenta el creyente y que entra como uno de los componentes de su decisión es él mismo como hombre pe­cador, es su obra, la objetivación de su propio yo. "El Sermón del Monte no pasa precisamente por alto la realidad del mundo, sino que protesta contra ella" 5. Pero el cristiano puede soportar esta discrepancia y el compromiso, porque sabe que la miseri­cordia de Dios no consiente en que el hombre sea separado de su amor por los elementos de este mundo. Para la ética reformada no es posible una solución ética del compromiso, sino sólo una solución teológica. El Evangelio condena el compromiso en to­das sus jornias, pero salva al hombre, el cual, oponiéndose al compromiso como creyente, debe refugiarse en él.

En oposición a la ética reformada, la estructura de la teología moral católica está determinada por la fe en la real bondad es­tructural del hombre en el mundo, como creación de Dios, in­cluso después del pecado original. La salvación puede y debe rea­lizarse en una vida dentro de este mundo; la salvación trascien­de este mundo, pero no en el sentido de que niegue o pase por alto las reglas de este mundo. En la cuestión de si las soluciones a casos de crisis en la vida han de ser justificadas ante Dios, la teología moral católica es remitida de nuevo a una reflexión so­bre la existencia humana en el mundo que deberá ser una re­flexión creyente, pero sobre la vida "en el mundo". Realismo ético y santidad no pueden constituir una contradicción irreduc­tible. El intento de obtener una evidencia "mundana" en el conflicto de conciencia y las soluciones de casos de necesidad es una tarea teológica porque la vida en el mundo, tal como el hom­bre intenta comprenderla en la experiencia y la reflexión es un lugar originario de la voluntad de Dios.

La cuestión a la que nos remite la fe es la siguiente: ¿tiene fundamento la objeción contra el compromiso que afirma que

5 O. c, 62.

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el amor es sacrificio a la posibilidad de vivir? Lo primero que nos choca en un análisis del compromiso es el hecho de que se trata aquí de la conducta y no per se de la intención. El conflicto de conciencia y la solución extrema se imponen tan pronto como el hombre se encuentra complicado por su acción en una red inextricable de relaciones para con los hombres y las cosas. El compromiso es representado con frecuencia como una situación en la que el hombre antepone en su corazón el amor propio al amor del prójimo y de esta forma cede al egoísmo y al propio provecho. Cuando así ocurre (y naturalmente nosotros no exclui­mos esta posibilidad real), no se trata de un compromiso, sino de una elección del mal. Toda la casuística sobre el amor del próji­mo sufre del mal de que el conflicto de conciencia es concebido siempre como un conflicto entre dos formas de amor; se llega con ello a la curiosa conclusión de que de un caso a otro el amor del prójimo y el egoísmo se suceden mutuamente en una especie de golpe de fuerza; una vez se debe amar preferentemente a sí mismo, otra al prójimo 6. El amor como motivación no soporta compromiso alguno; pero el mundo tampoco se impone a él nunca como necesidad ineludible. El acuciante conflicto de con­ciencia y el compromiso pertenecen a la esfera de la conducta y se refieren a una elección entre responsabilidades relativas al mundo. En el compromiso el hombre se ve obligado a sacrificar un determinado valor, que podría ser realizado por la conducta, a otro.

Por eso no es exacto poner siempre el compromiso en opo­sición con el valor heroico y la capacidad de sacrificio. Estas pos­turas no son propiedades de la conducta, carentes de contenido, sino que expresan la fuerza y el desinterés con el que uno se dedica a una tarea determinada. Temple heroico y capacidad de sacrificio no son criterios que permitan medir lo que debe ha­cerse; comienzan a contar cuando se sabe lo que el amor exige del hombre en estas circunstancias concretas. El conflicto de conciencia de que hablamos expresa precisamente una insegun-

6 Cf. I. Aerthys-C. Damen, Theologia moralis, Turín 195617, 338.

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dad con relación a lo que debe hacerse. Quien en las palabras del Evangelio "nadie tiene un amor mayor que el que da la vida por sus amigos" lee una clara condenación de la guerra, la propia defensa y la separación de mesa y lecho, elude el núcleo de la cuestión: ¿en qué medida aprovecho al otro con mi obrar sacrificado?, ¿hasta qué punto existe un valor que da un sentido a este sacrificio? Igualmente el referirse a las exigencias radicales del Sermón del Monte no da ninguna luz sobre la aceptabilidad del compromiso en la vida cristiana. El Evangelio nos narra las parábolas del Reino de los cielos, en las que es sugerido como paradigma e ilustración lo que el Reino de Dios puede exigir de un hombre dispuesto a aceptarlo. El Evangelio describe las po­sibilidades de una santidad cristiana que conoce aún numerosas variaciones no descritas. Precisamente por su carácter paradig­mático resalta el Sermón del Monte determinadas situaciones del contexto concreto de la vida y muestra con ello vivamente, y casi de forma unilateral, la exigencia del amor radical. El Sermón del Monte no se propone considerar la vida humana en relación con sus variadas responsabilidades ni intenta tener en cuenta todas las consecuencias sociales de la conducta. El Sermón del Monte no nos ayuda en concreto a poner de acuerdo nuestras distintas obligaciones entre sí ni niega que pueda haber muchos hombres que pueden solicitar nuestro amor al mismo tiempo. Lo cierto del Sermón del Monte es el amor desinteresado que procede de la £e en el amor de Dios. Pero permanece incierto en muchos casos lo que el amor exige de nosotros para poder llegar a alcanzar justicia 7. El Sermón del Monte nos ofrece una orien­tación, pero nos remite de nuevo al mundo para encontrar en él el camino que sigue esta dirección.

No pretendemos negar que el amor que se nos revela en Cris­to nos provee de otros criterios para resolver distintos problemas éticos —incluso el del compromiso— que una ética puramente humanista, por ejemplo. Las cartas de san Pablo ofrecen en dis-

7 Cf. R. Schnackenburg, Die sittliche Botschaft des N. T., Mu­nich 1954, 44-55.

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tintos lugares ejemplos de una casuística cristiana8; pero los ejemplos del privilegio paulino en el matrimonio y del dejar per­sistir la esclavitud muestran expresamente que también en la ética paulina tiene lugar el compromiso 9. Quien, como Pablo, limita la libertad cristiana por la exigencia de la paz mutua y de la prevención del escándalo, reconoce la necesidad del com­promiso 10. No debemos olvidar que en la casuística relativa a la guerra, la propia defensa, la mentira por necesidad, la com­plicidad, juegan un papel determinante la preocupación por la paz, el amor mutuo y el respeto de los débiles. Pero, en última instancia, toda casuística cristiana se enfrenta con el problema de las posibilidades y el contenido de la santidad que conviene a los cristianos. Y con ello nos enfrentamos con las cuestiones fun­damentales de la gracia, la salvación y la redención en este tiem­po intermedio en que vivimos. La moderna teología moral ha aprendido a comprender que la salvación y santidad se refieren primariamente a la comunidad con el Padre en Jesucristo y que no debe ser identificada sin prestarse a equívocos con la perfec­ción moral. Nuestra comunidad con Dios, en cuanto ésta se ex­presa en una vida justa y piadosa, se realiza in mysterio. Nos­otros creemos en un orden humano y mundano que es santo y santificador. Los lazos entre nuestro ser moral en este mundo y la salvación no son evidentes ni están en la perspectiva de la plenitud escatológica. El único criterio de santidad que tenemos es el amor. En casos particulares se manifiestan igualmente claras la salvación y la condenación en las relaciones y valores huma­nos. El sacramento indisoluble del matrimonio, la porneia de i Cor., 6, 12-20, y la virginidad se muestran como relaciones éticas que aparecen, con la claridad de la fe dentro de este mun­do, como salvación o condenación religiosa. En estos casos el fundamento y motivo ético de la acción ha sido sobrepasado y

8 Cf. Y. M.-J. Congar, La casaistiqtte de saint Paul, Sacerdoce et Láicat devant leur taches d'évangélisation et de civilisation, París 1962, 65-89.

9 Cf. I Cor., 7, 12-17. 10 Cf. I Cor., 8, 1-13; 10, 23-33.

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el amor del prójimo como norma ha retrocedido ante una reali­dad religiosa inmediatamente presente. El Dios todo en todas las cosas" recibe validez ya en este mundo. Semejante inmediata penetración escatológica en la vida apenas aparece en ninguna otra parte. La forma de la santidad se acomoda, en la mayor parte de los casos, al amor del prójimo, y éste está ligado, por lo que se refiere a su contenido y a sus formas, a la insuficiencia huma­na. Un compromiso ético puede ser, a condición de que sea justificado humana y éticamente, la mejor respuesta del amor y, como tal, santo y santificador. La total novedad de la salvación escatológica que nosotros no conocemos pero esperamos, nos hace, de todas formas, imposible determinar el criterio de la per­fección y absoluta armonía de la acción humana. Se tiene a ve­ces la impresión de que incluso la iluminación del Espíritu y la fuerza de la gracia de Dios son comprendidos como inter­vención milagrosa en nuestro mundo. De hecho toda la vida humana es afectada por la graciosa presencia de Dios en Cristo, pero la gracia de Dios no rivaliza con el hombre, su poder y sus conocimientos. Las estructuras mundanas, el carácter, el enten­dimiento y las fuerzas morales del cristiano no son cambiadas de golpe modo divino. A partir del amor, derramado en su corazón, debe el hombre buscar más bien modo humano su propio cami­no en el mundo. La gratia auxilians no es un suplemento de fuerza o de claridad moral, añadido a las posibilidades humanas. No podemos, pues, dejarnos guiar en nuestro juicio del compro­miso por la representación de una santidad escatológica, sino que estamos de nuevo ante la cuestión de qué es lo que exige de nosotros el amor. Ya hemos anotado más arriba que en el com­promiso no se trata de la intención y el amor, sino de la conduc­ta. La distinción entre amor como intención y amor como con­ducta produce en muchos hombres una impresión dualista e in­exacta. Además, Jesús en el Sermón del Monte no pide sólo una pura intención, sino que determina también la acción u . ¿Qué queda del amor y cómo puede éste ser auténtico si mato a un

11 Cf. Mt., 7, 21-27.

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semejante, le abandono en el matrimonio o me adueño de lo que le pertenece, aun cuando lo haga con repugnancia y con vistas a la realización de otros valores? Es indiscutible que el Evange­lio exige un amor de obra. Pero yo creo que aquí amenaza el peligro de que de nuevo, a partir del amor, se exija una perfec­ción escatológica ya realizada en la actualidad. Amor de obra, desde luego; pero ¿le es dado al hombre realizar este amor siem­pre y en todas partes y en todas las circunstancias? El amor es exigido siempre; pero ¿puede siempre exteriorizarse, mostrarse realmente siempre y con relación a cualquiera? La vida nos obli­ga a aplicar una distinción entre amor y acción, en la medidí en que el amor comprende una disposición y apertura a hacer el bien, que, sin embargo, sólo tiene ocasión de manifestarse en la acción a través de una situación. Todo amor en el hombre está obligado a quedarse en pura potencialidad frente a muchas tareas y hombres, porque las circunstancias no lo sitúan dentro de su radio de acción. En este sentido debemos hablar de una relativización del amor que tiene su expresión también en el compromiso.

Si ni el amor puede realizar siempre sus propias intenciones, nosotros sacrificamos, por nuestra intervención en la mayor parte de las formas del compromiso, valores importantes para la vida de nuestros semejantes; sacrificamos su vida, su integridad cor­poral, su honra, su seguridad. Con esta constatación nos situa­mos en el centro del problema de la deficiencia humana y el estado de caída de este mundo, del que el compromiso es un claro síntoma. El hombre debe elegir, determinar la prioridad, armonizar unos valores con otros, sacrificar determinados valores. En abstracto no debemos hablar aún aquí de una deficiencia éti­ca, sino más bien de deficiencia antropológica. La gracia no nos redime de esta real insuficiencia humana, aunque, por otra par­te, la experimentamos en contradicción con la perfección defini­tiva que esperamos. La doctrina del pecado original y de la sal­vación escatológica da a esta limitación una significación teoló­gica y no sólo en cuanto constituye ocasión de pecado o lleva a ella. No obstante, la teología moderna nos ha hecho más mo-

2

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destos en la interpretación de los dones preternaturales. Nos es imposible determinar concretamente cómo y dónde contradice este estado de caída a la salvación definitiva y dónde comienza ya la salvación a repararse. Aunque debiéramos tal vez estable­cer que el compromiso es la extenorización de una deficiencia en el sentido escatológico, ésta no es por ello rechazada como in­aceptable. La existencia humana impone, pues, elección y tran­sigencia. Pero ¿dónde están sus límites? En los casos a que nos referimos, la elección falla siempre en perjuicio del prójimo. ¿Pue­de tolerarse esto?

El conflicto de conciencia, al que se busca una solución en el compromiso, es con frecuencia representado como si se de­biera elegir entre un valor moral y un valor "natural" vital (se mata a otro para salvar la propia vida). Se comprende que ésta es una representación inexacta de las cosas. Se trata, en la mayor parte de los casos, de dos valores humanos que se oponen de for­ma irreductible y ante los cuales se determina la propia elección en una conducta moral (quitar la vida al otro para defender la propia). No se trata tampoco de la cuestión de si estos valores son quizá relativos en sí mismos, sino de si se los debe relativi-zar por la propia conducta. Está claro que la salud, la vida, la sexualidad y tantos otros valores no se identifican con lo absolu­to de la persona. Pero ¿debe el hombre relativizar estos valores también en su conducta? Debemos poner dos claros límites a la posibilidad de relativización. Cuando la apropiación de un valor determinado del otro (por el modo de comportarse o de forma deliberada) equivale a una negación de su valor de persona, esta violación es éticamente inadmisible. También en el caso de que un valor relativizable sea sacrificado sin motivo y sin la compen­sación de la obtención de un valor comparable, se está ante un compromiso inadmisible. Pero a partir de esta determinación de los principios generales comienza el camino difícil de la varie­dad. Es cierto que la tradición católica conocía esa relativización de los valores humanos por la conducta; además de los casos ya citados, querríamos referirnos en este contexto a dos ejemplos señalados de relativización: el privilegio paulino relativiza muy

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claramente la indisolubilidad de lo "natural", y un principio como el de la continencia periódica relativiza la significación procrea­dora de la sexualidad. Determinadas formas negativas ofrecen un apoyo para una clara condenación de ciertas formas de com­promiso; pero entonces comienza la difícil e incierta tarea de la valoración ética. La tan tranquilamente poseída oposición en­tre amor y propio provecho no nos resuelve nada. Las responsa­bilidades y valores vitales deben ser buscados y valorados, y, en este caso, el juicio definitivo sobre la aceptabilidad de un com­promiso dependerá de una opción. Dentro de los amplios y fijos límites de las normas negativas absolutas existe una amplia zona de incertidumbre moral en la que nosotros debemos atrevernos a entrar valientemente. Y así como el hombre valorará diferente­mente determinados valores vitales según el estado de desarrollo y cultura, así también los valores, según la estructura de una determinada situación, son valorados de forma distinta desde un contexto diferente. Si ayer la pena de muerte y la guerra justa, incluso desde el punto de vista cristiano, eran consideradas como admisibles, hoy en cambio, en un mundo diferente, tal vez sean condenadas como indignas del hombre. Precisamente en los ca­sos en que el hombre está en necesidad, puede ésta cambiar de tal forma la significación de una situación que se manifiesten nuevos valores o contravalores que le impongan una conducta imprevista.

Nosotros creemos que el compromiso ético es introducido en la moral católica en la forma que antes hemos descrito. Y debe­mos hablar aquí de un compromiso, porque se trata realmente de un sacrificio de valores a los que renunciamos contra nuestra voluntad y movidos por la necesidad. El amor no es comprome­tido per se por el compromiso, pero la armonía es destruida en nuestra existencia humana, y por ello consideraremos el compro­miso siempre como una forma del hecho de que no se está per­fectamente redimido y dirigiremos nuestra mirada hacia la sal­vación definitiva.

El análisis del compromiso venía a dar respuesta al fondo de la cuestión de si no será posible una justificación "objetiva" de

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la conducta no moral, al menos externamente, de cuya culpabili­dad duda fuertemente el pastor de almas en muchos casos. ¿Se trata en estos casos de un compromiso aceptable objetivamente? De hecho, se tratará, en los conflictos de conciencia a que nos referimos aquí (tanto en el matrimonio como en la política y los negocios), de un conflicto entre valores. De ahí, una semejanza, al menos externa, con el compromiso ético que hemos analizado más arriba detalladamente.

Pero se debe indicar inmediatamente la diferencia radical entre ambos. Las conducta considerada en general como objeti­vamente inmoral de cuya culpabilidad se quiere dudar, relati-viza manifiestamente un valor que no debe ser sacrificado bajo condición alguna, porque con ello se entra en conflicto con una norma clara (se relativiza, por ejemplo, en el empleo de anticon­ceptivos, de forma inaceptable, como se suele objetar, el aspecto procreativo de la relación sexual en el matrimonio). Esta obje­ción parece cortar, como sin sentido y superfluo, el paso a una más amplia investigación. Pero la incertidumbre y las preguntas que subsisten a propósito de este problema nos parecen hacer conveniente un análisis más preciso para, al menos, poner de manifiesto claramente el núcleo del problema. Con vistas a la claridad, queremos analizar el problema en el caso concreto del empleo de medios mecánicos anticonceptivos, aunque el proble­ma se plantee igualmente en otros aspectos de la vida.

Tampoco en este conflicto concreto de conciencia se trata per se de una falsa intención; no se trata per se de la disposición interior para la procreación. Lo problemático es la conducta, no la intención. Es, pues, inexacto referir semejante conflicto de conciencia a una crisis de desarrollo; es indudable que una in­tención puede desarrollarse, porque aprende a expresarse cada vez de forma más adecuada en la conducta; pero, en el caso de la actual situación de crisis del matrimonio, lo que se ha hecho problemático es precisamente la conducta misma. El conflicto de conciencia reside precisamente en el hecho de que ya no se experimenta el uso anticonceptivo del matrimonio como opuesto al amor y a la misión conyugal. El ethos matrimonial moderno

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ha subrayado con razón la importancia de la sexualidad en la vida conyugal y la importancia relativa de la misión de procrea­ción. A partir de este desarrollo el uso anticonceptivo del matri­monio, como conducta, se ha hecho incierto e inevidente.

Más arriba hemos indicado que el amor solo no da ninguna explicación sobre una recta interpretación de nuestras posibilida­des en el mundo. Aquí encontramos de nuevo ese concepto de forma más aguda. Si las relaciones entre nuestra conducta y los motivos de la misma (en especial el amor) fuesen siempre claros y evidentes, los conflictos de conciencia y las inseguridades éti­cas serían pocos. Lo que hace tan aguda la problemática actual del matrimonio es precisamente el hecho de que surge un con­flicto entre el valor del vivir en común experimentado en su sentido y significación y el valor de la procreación que no se muestra per se en la experiencia. Ningún cónyuge negará el sentido procreador del matrimonio como proyecto vital o per­fección en el orden de la afectividad, pero cuesta trabajo, frente a la significación del amor, que también es experimentado sen­siblemente, ver la procreación hic et nunc, en este acto concre­to, como igualmente válida y normativa. No siempre se puede decir que en esas ocasiones entren en conflicto la generosidad y la responsabilidad con la procreación de la descendencia; si se debe hablar de crisis del matrimonio, ésta reside en el hecho de que la conducta sexual, la situación, para muchos se ha hecho incierta e ininteligible. Y que esta incertidumbre e ininteligibi­lidad de la significación procreadora de toda relación sexual no es algo rebuscado se deduce claramente del hecho de que, fuera de la Iglesia católica, moralistas y creyentes de una seriedad de vida e integridad moral intachables no tienen reparo alguno moral contra el empleo de anticonceptivos.

Algunos casados experimentan este conflicto de conciencia no como una colisión entre dos valores, sino como oposición entre un valor vital humano (el amor vivido en la relación sexual) y una norma que no ha de ser tenida en cuenta por ellos. Si muchos se refugian en el compromiso, éste no es para ellos el compromiso entre dos valores humanos, en el que sería sacrificada la procrea-

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ción, sino un compromiso entre un valor que les satisface (el amor) y la obediencia a una norma que les viene impuesta por la Iglesia. Con ello este compromiso se convierte para ellos en compromiso con la fe. Nosotros comprobamos con cuánta frecuencia en la historia de la teología moral se han emitido juicios diferentes sobre la vida y la posesión, precisamente basándose en la incer­tidumbre ante la significación de determinados valores y su mu­tua relación. En el caso de la anticoncepción por medios mecá­nicos la Iglesia ha puesto fin a esa incertidumbre con la referencia a la ley natural. Pero como quiera que para muchos, en la pro­blemática actual del matrimonio, el único apoyo es la fe en la Iglesia, la teología moral tendrá actualmente la misión de acla­rar dónde se apoya el sentido de la fe de la Iglesia en su con­denación de los métodos anticonceptivos mecánicos. La insisten­cia y la intransigencia con que el Magisterio ha rechazado la anticoncepción hace presumir que la Iglesia ve alguna relación entre esta norma y la realidad religiosa, la dimensión salvlfica del matrimonio. La inseguridad moral se extiende en este aspecto cada día más y esto hace que las posibilidades de vivir esta norma se vean para muchos cristianos católicos cada día más amenazadas.

Evidentemente el compromiso ético no da respuesta alguna a la cuestión de si, in casu, la conducta externamente inmoral (po­siblemente), pero no culpable puede ser justificada objetivamente. Pero nos parece que in concreto para muchos se ha desarrollado en este caso una situación especial. Al experimentar en todo este problema una incongruencia entre la certeza de fe y la incerti­dumbre moral, surge una discrepancia, casi una oposición en su juicio y en su conciencia de culpabilidad e incluso en las normas que rigen su práctica. Como creyentes quieren obedecer; pero, en su experiencia moral humana, se sienten autorizados a aceptar una conducta que se separa de la norma. Ahí está para muchos el conflicto de conciencia y ahí van a situar el compromiso. Se comprende, pues, que la conducta de estos creyentes produzca en nosotros la impresión de que buscan una justificación ética de su conducta. En esta situación aparece quizá algo de la discrepancia entre mundo y salvación, algo de una insuficiencia teológica, a

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través de la cual no sabemos, sino creemos, cómo era la voluntad de Dios al comienzo. Esta insuficiencia explica que se encuentre la propia conducta humanamente justificada, aun cuando se es consciente de una falta desde el punto de vista de la fe. Tarea de la teología moral actual y de la pastoral moderna es no la aprobación del compromiso, sino el redescubrimiento de la armo­nía entre la fe y la conciencia moral.

C. A . J. VAN OUWERKERK, CSSR

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MORAL Y EVOLUCIÓN *

I. LIBERACIÓN DE LA MORAL

Como punto de partida para nuestro artículo deseamos co­menzar abogando por la liberación de la moral. Ciertamente es ésta una expresión ambigua y arrogante. El gramático se pre­guntará sin duda: ¿se trata aquí de un genitivo subjetivo o de un genitivo objetivo} ¿Pretende el autor libertar a "alguien" del cautiverio de la Moral, a la que él considera como una limita­ción indeseable e injusta de la libertad; o intenta liberar a la misma Moral?

Se encierra cierto humor, junto a su seriedad, en esta expre­sión ambivalente. Pues podría pensarse, en primer término, en una liberación en el sentido de verse libre de la moral, unida a una exaltación de las fuerzas espontáneas e instintivas del hom­bre. Puede buscarse una liberación en el hecho de poder entre­garse a aquello que estaba prohibido por las severas leyes de la costumbre, arrancar por la violencia la hoja de higuera y retornar al bon sauvage, al hombre primitivo, no depravado aún por la naturaleza.

Le bon sauvage es un mito que acompaña toda nuestra his­toria de la cultura, pero que especialmente a partir del siglo xvi domina en sus sueños al hombre del mundo occidental. Este mito alcanza su momento culminante en el siglo xvni, al paso que la diosa Razón va adueñándose paulatinamente del espíritu

* Este artículo tiene su origen en una conferencia tenida por el profesor Henricus Walgrave op, el año 1964 en Groninga, ante el Congreso de Estudiantes Católicos, bajo el título "Liberación de la Moral".

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Moral y evolución 25

de la Ilustración. ¡Qué paradoja más significativa! Mientras el hombre con su razón adora la lógica y el progreso como supremos valores divinos, abriga en su sueño la idea de un retorno al pri­mitivo estado natural perfecto y proyecta este sueño en el mito del bon sauvage J. También la liberación de la hoja de higuera es equívoca. ¿Es expresión de la exigencia de un retorno a la inocencia prehistórica de Adán y Eva en la aurora de su origen de Dios, cuando inconscientemente aún obraban el bien sin vio­lencia y sin ley? ¿O es más bien expresión de un deseo de en­tregarse libremente al instinto, haciendo caso omiso de la icy y el pecado? ¿Se intenta desprenderse de la moral propia de una civilización depravada, para retornar, con Rousseau, a la auténtica naturaleza pura? ¿O significa el ascender, con Nietzsche, más allá del bien y del mal hacia un futuro tipo humano al que ya no afectarán las vacilaciones ni los conflictos de conciencia?

Dos antiguos sueños. Ovidio describió con nostalgia la áurea aetas, la edad de oro, con la que ya soñaban también los griegos y en la cual el hombre sponte sua sine lege, espontáneamente y sin ley, obraría el bien. ¿Y no es Prometeo el eterno símbolo del hombre que menosprecia la voluntad de los dioses para tomar en sus manos, arbitraria y libremente, las riendas de su vida?

¿Liberación, pues, de la moral a través de un trans-descenso romántico (irrupción hacia abajo) hacia una inocencia natural, o a través de un trans-ascenso demoníaco (irrupción hacia arriba) hacia una recusación voluntaria de la culpa? ¿O es que existe un tertium, una tercera solución? ¿Quizá la auténtica solución cristiana que inspiró a santo Tomás la sublime afirmación de que la nueva ley es la ley de la libertad perfecta? Es la ley de la libertad perfecta, porque Cristo no nos impone ninguna otra obligación más que aquello que es absolutamente indispensable para la salvación, lo que, traducido al orden moral, es el amor; y porque El nos ha dispensado su Santo Espíritu que hace brotar en nosotros el amor como una vida espontánea.

De este modo llegamos de por sí a la segunda interpretación

1 Cf. sobre esto H. Baudet, Het Paradijs ot> Aarde, Assen 1959.

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de nuestro tema: no un ser liberado de la moral, sino una libe­ración de la moral misma. El tema podría describirse del modo siguiente: "Quien libera a la moral se libera a sí mismo", o bien "la autenticidad de la moral". Con ello pretendemos insinuar que la coacción propia de la moral válida umversalmente no ha de constituir el fundamento de nuestra vida, sino la acción libera­dora de la moral hecha experiencia personal.

Ello significaría, en primer término, que la moral ha de ser liberada de la "coacción de la vigencia universal", es decir, de una estructuración que es considerada como una traba, no porque ten­ga valor universal —la ley del amor encierra una vigencia uni­versal no inferior—, sino porque el modo y la manera de realizarse en nuestra sociedad tal vigencia universal ha dejado de ser au­téntico, ya que descansa en la coacción moral impersonal de la costumbre y no en el compromiso y en el asentimiento de la con­ciencia personal.

Y así nos encontramos en el corazón del problema que nos ocupa. Pero ya desde ahora desearíamos subrayar el hecho de que la anfibología de la que hemos partido constituye quizá una pa­radoja plena de sentido. ¿O es que la liberación de la moral no equivale, en última instancia, a nuestra emancipación de la moral? Quien libera a la moral de la coacción social propia de una mora­lidad que ha encallado en costumbres y usanzas, para hacer que en cada uno de nosotros brote aquélla de nuevo a borbotones des­de su fuente natural, éste se ha liberado auténticamente a sí mis­mo de la coacción de la moral; éste vuelve a recuperar su liber­tad no en la inmoralidad, sino en una moralidad auténtica.

El problema así perfilado se sitúa en el eje del pensamiento contemporáneo. La actual crisis de la moral es la expresión más profunda de la crisis histórica del ser humano en la que hoy nos encontramos. La protesta contra la moral inauténtica de la plebs, ya en expresión de Kierkegaard, o contra el se ("man"), como dice Sartre sarcásticamente, es el aspecto negativo de la crisis. El hom­bre de hoy pretende liberarse de todo ello... mas ¿para qué?, ¿qué es lo positivo que él intenta alcanzar? AI llegar a esta cues­tión se separan los caminos. ¿Es toda moral solamente una moral

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de los otros? ¿Hemos de negar, pues, toda objetividad a la nor­ma moral y conceder que la fuente que determina los valores morales que nosotros deseamos seguir está representada únicamen­te por nuestra libertad misma? ¿Somos nosotros sin más los crea­dores de nuestro plan de vida humana? ¿No está ligada nuestra voluntad a ninguna otra norma más que a aquella a la que nos­otros mismos nos hemos querido vincular dentro de una libertad plena? Estas interrogaciones encuentran una categórica respuesta afirmativa por parte de determinados existencialistas.

En la orilla opuesta se sitúan aquellas tendencias que, con Kier-kegaard, Newmann y algunos otros, intentan desenmascarar la falsa objetividad de la moralidad social para hacer volver al hombre a la verdadera objetividad de una conciencia inadulterada. La falsa objetividad es el resultado de un proceso de objetivización según el cual los esquemas-tipo del comportamiento del grupo, que se desarrollan en la historia, llegan a convertirse en el seno de la conciencia colectiva en convenciones sociales que son consideradas por los miembros del grupo como expresión de nuestra naturaleza inmutable. La verdadera objetividad es la evidencia experimental a través de la cual se muestra la tendencia a la generosidad y al amor en aquella conciencia original de libertad que constituye nuestro ser humano como tal.

Hemos de fijar con la mayor exactitud posible los límites en los que coinciden entre sí las tendencias dinámicas progresivas de la moral actual, y aquellas en que difieren. Todos están de acuerdo en el terminus a quo, es decir, en el género de compor­tamiento moral del que pretenden distanciarse. Pero ya no lo están en lo que se refiere al terminus ad quem : el estilo de con­ducta moral al que aspiran.

El terminus a quo de las tendencias actuales lo constituye una moralidad, una forma o un estilo de conducta moral, que se muestra como falso o inauténtico por dos razones.

Primera: porque las normas concretas de este modo de com­portarse no responden ya, en diversos aspectos, al concepto que nuestra generación tiene de la moralidad. Segunda: porque el modo y la manera en que estas normas son acogidas por nos-

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otros, permanecen extrínsecas: las llevamos ciertamente dentro de nosotros, pero no como la voz interior de una conciencia per­sonal que descansa en la experiencia y la aceptación por parte de la persona, sino como expresión de un ambiente social que nos ha dado configuración, que se impone a nuestro ser histó­rico e influye en nuestra conducta ejerciendo una presión so­cial en gran parte inconsciente. Por dos razones, pues, es recha­zada esta moralidad como falsa y extraña a nuestro ser personal: por históricamente anticuada y porque nos afecta a través del influjo social.

Por otra parte, existe una conexión entre estos dos motivos. Pues la moralidad social que se apoya sobre una absolutización irreflexiva de los esquemas-tipo de conducta desarrollados en la historia no aprecia en lo debido su propia historicidad y por ello es en realidad estática y conservadora. En una época que se caracteriza por una acelerada evolución de las situaciones huma­nas e históricas, aumenta cada vez más la divergencia entre la moralidad y la experiencia moral real; y, por ello, su exigencia de validez para cada hombre en concreto se hace cada vez más extrínseca. Surge, pues, en el hombre un abismo y una tensión siempre creciente entre los imperativos sólidamente establecidos, que se concretan en las condiciones sociales de su personalidad, y los nuevos imperativos que parece imponerle a la fuerza la situación histórica. Experimenta entonces la moralidad vigente —que él confunde quizá con la moral— cada vez más como una carga y como una enajenación violenta.

El terminus ad quem es en el momento actual el principal objeto de discusión. Deseamos un estilo personal de conducta que sea conforme con nuestra libertad personal y que se ajuste a la situación histórica en que vivimos. Mas ¿dónde ha de en­contrar aquél su apoyo?, ¿cómo podremos justificar nuestro com­portamiento moral?

Hemos de preguntarnos: ¿"qué es lo que en realidad pre­tendemos"? ¿Deberemos desarrollar según ello nuestro plan de vida sin preocuparnos por responsabilidad alguna? ¿Tendremos que admitir que la libertad misma es la única potencia creadora

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de los valores y normas de conducta, y que esta libertad es ab­surda, es decir, que no tiene ni puede tener responsabilidad al­guna fuera de su propia decisión : "yo lo quiero porque lo quiero".

¿O hemos de reducir, como los humanistas del positivismo in­glés, los problemas morales a cuestiones meramente técnicas? La vida tiene que ser, en definitiva, reglamentada para que no desem­boque en un caos. ¿Afirmaremos, pues, como Coates en su ma­nifiesto humanístico 2, que los problemas morales no difieren mu­cho de los problemas que plantea la organización de un club de tenis, y que en cada situación lo único que importa es llegar al acuerdo más ventajoso para los intereses de todos los socios?

¿O bien tendremos que responder de nuestra manera de ac­tuar ante una norma ética suprema y a la que en nuestra con­vicción moral original y última reconocemos, juntamente con nuestra conciencia, como algo objetivo, intangible y sustraído a toda arbitrariedad personal? Este es el principio base de la Liga Humanista Holandesa 3 y constituye también el postulado fundamental del personalismo cristiano.

I I . EVOLUCIÓN Y VERDAD

N o se propone este artículo dar solución al problema general de la moral tal como se manifiesta en nuestro tiempo, sino res­ponder a una cuestión preliminar que es de la mayor importancia para cada problema concreto; a saber: ¿ Existe una evolución en la moral?, ¿cuál es su sentido?, ¿cómo puede ser justificada?

Intentaremos lograr una comprensión a este respecto dejan-

2 J. B. Coates, A Challenge to Christianity, London 1958. 3 "Het Humanistisch Verbond" es una organización holandesa

(desde 1946) que intenta ser un centro de contacto para todos aquellos que, sin admitir una deidad personal y una revelación especial, preten­den comprender y construir el mundo a partir de las energías espiritua­les y morales del hombre. Constituye su principio fundamental el res­peto por la persona humana y su libertad, así como su responsabilidad en el seno de la comunidad. Por iniciativa de esta organización, nace en 1952 la "International Humanist and Ethical Union" (I.H.E.U.).

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donos conducir por los dos imperativos más fuertes de la lógica pura: orden y claridad.

i. El primer problema que exige cierta aclaración se cen­tra en el concepto de aquello que nos ocupa. ¿Qué es la moral? El término "moral" es utilizado en sentidos diversos, aunque coherentes entre sí. "Moral" significa, en primer lugar, la nor­ma —o conjunto de normas— a tenor de la cual la existencia en libertad cree deber conducirse. La moral pertenece de este modo a las características peculiares del phénomene humain. Todo ello presupone la libertad. Donde no hay libertad no existe la mo­ral. La creatura libre puede obrar de un modo o de otro. Y al tratarse aquí del hombre, es decir, de un ser cuya libertad se en­cuentra encarnada y situada en la historia, su libertad es atraída, incitada y estimulada a actuar de un modo o de otro por un juego biológico de emociones e impulsos. El hombre puede, por tanto, obrar de una u otra manera porque es libre; pero porque su libertad existe encarnada o situada en la historia, es impul­sado por motivos diversos a hacer esto o aquello. La moral co­mienza en el momento en que el hombre se dice a sí mismo: "Aunque yo puedo actuar de un modo o de otro, y aun sintién­dome inclinado a proceder de esta manera o de aquella, no puedo permitir que me gobiernen, en la decisión de aquello que yo debo hacer, ni una arbitrariedad caprichosa, ni mis veleidosos sentimientos, sino que me dejaré conducir por ciertas normas sólidas con las que me siento comprometido, o que yo mismo quiero imponerme.

Intencionadamente hemos descrito el fenómeno humano del modo más general y neutral posible. Según ello, moral significa, ya la norma que se impone el hombre, ya la ciencia de esta nor­ma —la actividad reflexiva de la inteligencia que elabora con-ceptualmente el conjunto de normas e intenta justificarlas (éti­ca)— o la misma vida a tener de esas normas (vida moral). En nuestra conciencia tomamos la moral sobre todo en el primer sentido; la norma que se impone a sí misma la existencia libre, y los problemas inherentes a esta norma, como su manera de ser, su género de vigencia, etc.

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Moral y evolución 31

Distinguimos también entre moral y moralidad. Moral es aquello que es estudiado por la ciencia de la moral estrictamente dicha: la norma en cuanto norma. La moralidad es más bien un concepto sociológico y dice relación a la norma como un hecho efectivo; lo cual es estudiado por la sociología. Pues toda sociedad humana sigue en el fondo a una serie de prototipos de comportamiento moral que dependen de todo el esquema cul­tural de la comunidad. La moralidad es la suma y la forma de usos y costumbres que tienen vigencia en una sociedad cultural determinada. En diversos países cristianos dominar, por ejem­plo, determinadas formas de moralidad que en parte concuerdan con las prescripciones de la moral cristiana, y en parte difieren. El sociólogo deberá buscar una explicación a este respecto en la totalidad del esquema cultural en cuyo marco se manifiesta una moralidad determinada.

2. La moral es, pues, la norma o la totalidad de las normas a las que está sometida la libre existencia. ¿Dónde subsiste esta norma? Naturalmente, no en las cosas materiales, sino en la conciencia, en el pensamiento humano. La norma moral, de cualquier género que sean en la realidad sus características, es esencialmente un "pensamiento" 4.

De aquí nuestra segunda pregunta: ¿Existe una evolución en la moral, es decir, en los conceptos del hombre respecto a las normas en sí y a su validez y manera de ser? Es un hecho ín-

4 Una breve descripción de las expresiones "pensar" y "existencia pensante". No han de ser entendidas en un sentido intelectualista. El pensamiento no es la actividad de un entendimiento separado que reina sobre la vida, sino que es un aspecto discursivo, dinámico, progresivo de toda nuestra vida consciente; no se identifica con una contemplación estática, sino que es una actividad cogitativa, una incesante tensión ha­cia la ilustración. La noción de pensamiento indica el carácter dinámico y consciente de toda nuestra vida. El amor no es, por ejemplo, un pen­samiento, pero en cierto sentido es, sin embargo, algo pensante. El amor sólo puede subsistir dentro de un descubrimiento constante y cada vez más profundo del otro como valor definitivo. El descubrimiento como actividad pensante es, sin embargo, una actividad de toda la persona, no sólo de un intellectus separatus. Man moves as a whole (el hombre

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cuestionable el que se da cierta evolución, pero ¿manifiesta ade­más este hecho cierta inteligibilidad?

Al responder a esta interrogante, tropezamos con uno de los principales descubrimientos de la filosofía actual, a través del cual puede ser comprendida la evolución. Ello ofrece también cierta base para su justificación. Nos referimos a la noción de la historicidad real del hombre o, por mejor decir, del ser hu­mano. A la historicidad va esencialmente unido el carácter evo­lutivo inherente a todo lo humano.

Historicidad significa que el hombre no sólo tiene una his­toria —de igual modo que tiene un vestido o posee otros objetos de cualquier género—, sino que él mismo es historia, al igual que es también carne y sangre. La definición clásica: "el hombre es un ser dotado de razón", puede ser remplazada por otras definiciones equivalentes, tales como : "el hombre es un ser civi­lizado, o un ser histórico". Pues el que el hombre sea un "animal" significa que está situado en el mundo a causa de su corporeidad; y el que sea además racional quiere decir que su existencia en el mundo es una existencia consciente, que se piensa por tanto a sí misma, que por medio del pensamiento se interpreta a sí misma y a su mundo, y en virtud de ello elabora y modela su mundo y su propia existencia. La existencia, que se desarrolla a sí misma en el mundo material y de una manera creadora por medio del pensamiento, constituye precisamente el ser histórico.

Lo específico del hombre, su "humanidad", no es un pro­ducto de la naturaleza fijado de antemano en el organismo del hombre por medio de su nacimiento. Lo humanamente especí­fico es dado como pura posibilidad que ha de realizarse bajo la responsabilidad propia a través de la libertad pensante. El ser humano no es, pues, algo dado, sino que constituye más bien

se mueve como un todo), decía Newman. Si él descubre en el otro la perla preciosa y escondida de la exigencia de los valores personales, ello no depende de la fuerza de su facultad pensante en cuanto entendi­miento, sino de la actitud moral fundamental en la que se exterioriza su personalidad. El amor como actitud fundamental condiciona al pen­samiento, que descubre a su vez a la persona como invitación al amor.

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un quehacer y una vocación. El producto total de la vida que se crea a sí mismo a través del pensamiento, forma en su con­junto la cultura. El drama, la epopeya de este ser humano crea­dor, es la historia. La historia es, por tanto, el modo específico de existir de un ser que subsiste con libertad y pensamiento en medio de un mundo material. La historia, producto movido y semoviente, al mismo tiempo, de un incesante juego: el juego entre la libertad que piensa, propia del hombre que busca el autoconocimiento y su autorrealización y la situación histórica cambiante que consta de muchos datos objetivos con los que es confrontada esta libertad.

La situación es la suma y la forma de todos los factores de vida inherentes a nuestra existencia con los cuales la libertad se encuentra en continua confrontación, aunque ellos mismos no constituyen la libertad. Los factores de las situaciones provienen, por una parte, de la naturaleza, de la cual es una fracción nuestro organismo corporal juntamente con las características bio-psico-lógicas heredadas; por otra parte, proceden de la misma libertad creadora, que transforma sin cesar la naturaleza añadiendo así al mundo objetivo nuevos seres. La suma de estas huellas objetivas que va dejando tras sí la libertad en la naturaleza constituye pre­cisamente la cultura objetiva. A su vez, la naturaleza transfor­mada incesantemente por la cultura objetiva da lugar a la situa­ción siempre cambiante, con la cual es confrontada de generación en generación y de un modo siempre nuevo la existencia en li­bertad. El transcurso de este diálogo entre nuestra libertad pen­sante y los factores objetivos de nuestra situación, constituyen precisamente la historia. El hombre es una historia, es decir, en frase de Ortega y Gasset, una narración, un drama del cual él mismo es autor y protagonista. Por una parte, esta narración es previsible, en cuanto que procede de factores objetivamente rea­les que determinan en cada momento lo que es posible o lo que es absolutamente necesario, estimulando así al hombre hacia tareas concretas que vienen dictadas al mismo tiempo por la si­tuación. Mas, por otra parte, la narración es imprevisible en cuanto que es determinada por la libertad pensante, que puede

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elegir entre las diversas posibilidades y de este modo interpretar la situación en uno u otro sentido, recta o equivocadamente. El hombre es el único ser que puede frustrarse porque su respuesta a las situaciones de la vida no viene determinada por el instinto infalible de la naturaleza, sino por la actuación falible de la libertad pensante. El factor fundamental de la historia es, pues, el pensamiento, que interpreta la situación de un modo libre y creador, buscando la respuesta apropiada a aquella situación in­terpretada. El pensamiento introduce la libertad en la situación y la situación en la libertad.

El pensamiento introduce la libertad en la situación. Nues­tra existencia no es influida por las circunstancias tal como existen en sí, sin nuestra intervención, sino tal como son interpretadas por nuestra vida pensante. El pensamiento configura las circuns­tancias en bruto, convirtiéndolas en mundo humano o situación.

Por otra parte, la situación es introducida en la libertad por el pensamiento. Lo específico de la libertad encarnada, o colocada en la situación, consiste en que interpreta y transforma de una manera creadora el mundo y, por consiguiente, también su propia existencia en este mundo. El hombre es el ser que por el pen­samiento y la actuación modifica sin cesar su propia condición y su ambiente existencial, es decir, la naturaleza que le circunda y la sociedad. De este modo transforma sus posibilidades de existen­cia, su existencia propia y, finalmente, se transforma a sí mismo. Esto presupone, sin embargo, que el hombre no puede estar ja­más satisfecho de sí mismo ni de las condiciones de su vida en cuanto éstas vienen determinadas por la naturaleza y la sociedad en la que él vive. Mas ¿cómo es posible esto, a no ser en virtud de una imaginación creadora que se forma una idea de las cosas, no tal como son, sino tal como podrían o deberían ser?

Esta propiedad de la existencia pensante, en virtud de la cual tiene conciencia del mundo y de sí misma no como realidades acabadas, sino como una posibilidad y un quehacer, y posee ade­más la facultad de concebir por sí misma un mundo imaginario que no existe, pero que ella intenta realizar, constituye la carac­terística fundamental del ser humano. La existencia pensante y

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libre es creadora de civilización porque se orienta hacia la auto-rrealización y hacia su correspondiente existencia en el mundo que ella ha proyectado libremente. Cuando esta tarea a realizar impul­sa y mueve al hombre porque se le revela como buena y deseable, recibe el nombre de valor. Cuando éste se da no en las cosas, sino —aunque de modo pasajero— en el pensamiento, es llamado ideal. La cultura es la realización de valores o ideales en la naturaleza.

Es, por otra parte, evidente que el hombre no se deja con­ducir por valores generales e ideales abstractos. Lo verdadero, lo bueno, lo noble, lo bello son indudablemente valores absolutos, pero que nos impulsan no en su idealidad pura, sino sólo en tanto en cuanto se traducen en tareas concretas. Lo posible, lo realiza­ble hic et nunc, la exigencia concreta, son definidos precisamente por la situación en la que el hombre se encuentra. Nuestra vida —en cuanto está determinada por nuestra libertad— no es diri­gida por una idealidad pura y absoluta, ni tampoco -—en cuanto dependiente de la situación-— por una temeraria facticidad. El pensamiento transforma los ideales absolutos en ideales concretos, capaces de impulsar y mover, de igual modo que convierte la facticidad o las circunstancias amorales en la situación. El pensa­miento transforma la facticidad ininteligible en situaciones trans­lúcidas para los valores ideales, de igual modo que convierte la luz pura de los ideales en valores encarnados, hechos concretos por la situación. La interpretación de las circunstancias por la idea y de la idea por la situación constituyen una unidad indiso­luble : tal unidad es típica de la existencia pensante o histórica.

Esta existencia pensante o histórica por medio de la cual el hombre transforma sin cesar su mundo y su propia vida no es otra cosa que el proceso de su autorrealización humana. El ser hombre, la naturaleza humana, son una tarea. La historia es su realización, es el hombre in fieri, en constante formación y des­arrollo.

Podemos resumir en pocas palabras toda nuestra exposición del modo siguiente: si el ser humano es realmente un quehacer y, por tanto, un ser in fieri, en formación, se deduce claramente que la historicidad es una dimensión efectiva del ser humano. El ser hu-

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mano es historia. Y siendo además el pensamiento la actividad fundamental del ser humano en continua formación, será sobre todo la historicidad una cualidad propia del mismo pensamiento.

Podemos concluir ya serenamente: si la moral es un pensa­miento, un producto del pensamiento, cae también bajo la histo­ria real y la evolución constante. Moral es la totalidad de las nor­mas impuestas a la existencia pensante por la idea, traducidas a formulas concretas según las exigencias y las posibilidades de la situación siempre cambiante y en continuo desarrollo.

3. La moral se caracteriza, pues, al igual que todo lo huma­no, por la historicidad efectiva. Mas ¿es posible hacerse una idea del dinamismo que impulsa tal evolución histórica? Sí; al me­nos, una idea general. El dinamismo de la evolución moral de la humanidad es un juego dialéctico de partida y contrapartida entre dos tendencias opuestas mutuamente. Por una parte, la moral muestra inclinación a cristalizar en la moralidad, en nor­mas de comportamiento social creadas para responder a las nece­sidades de la comunidad y sancionadas según las conveniencias de la sociedad.

Por otra parte, el hombre, que aspira a la autenticidad, intenta sin cesar romper con la moralidad, que amenaza su ser auténtico, y reconstruir en su vida la verdadera moral. Esta es la tendencia opuesta que pretende liberar a la moral de la moralidad y al hom­bre de la coacción de las costumbres establecidas para hacerle re­tornar a la autenticidad moral.

Si examinamos la historia de la moral, comprobaremos que este juego de contrapunto entre la moralidad y la moral avanza, a través de numerosas fluctuaciones en dirección hacia la afirmación cada vez más consciente, más sólida y más clara de una moral centrada en la persona frente a una moral de grupo. El hombre primitivo se encontraba encerrado por completo dentro de la moralidad, de la moral de grupo. El hombre actual rinde a la moral personal un acatamiento más universal y más intenso que nunca. Percibimos, pues, una dialéctica, una lucha entre dos tendencias cuyo significado parece descansar en un triunfo cada vez mayor de la moral personal; o, dicho en términos dialécticos,

i

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en una síntesis que elevará la moralidad hasta la verdadera moral. Esto significa que el estado ideal al que debe tender la historia, tiene que ser aquel en el que la moral auténtica configure de un modo pleno la moral de la comunidad y la penetre hondamente,

Pero este progreso no es algo necesario : constantemente existe la posibilidad de recaer en el estado primitivo. Y en todo mo­mento hay que contar con períodos de un retroceso relativo 5. La tendencia a caer en una moralidad estática e inferior es inherente a nuestra existencia histórica. Por ello, en nuestras aspiraciones radicales en busca de una autenticidad moral, hemos de ser sen­satos, teniendo en cuenta que la moralidad es algo relativamente inevitable; lo cual no obsta para que debamos combatir con clara penetración sus tendencias degradantes. La naturaleza humana in fien, que constituye el sentido de la historia, jamás desembo­cará en la tierra en un epílogo absoluto y perfecto. Hemos de as­pirar siempre hacia lo óptimo, aunque sólo podamos alcanzar lo mejor.

4. Finalmente, tenemos que confrontar el aprecio que hoy se siente por la historicidad como característica existencial del pensa­miento humano, con las cualidades existenciales de la verdad, que constituye el objeto de aquel pensamiento. ¿No es la verdad, por naturaleza, absoluta? Aquello que fue verdad, continúa siendo verdad sin más. O es o no es. Una auténtica historicidad del pen­samiento, ¿no está en contradicción con esto? ¿No significa la historicidad que aquello que es aceptado como verdad depende de la situación histórica y por ello es distinto según el tiempo y el lugar? "Plaisante justice qu'une riviére borne. Vérité au-dela des Pyrénées, erreur au-dela" (¡Bonita justicia, limitada a un río! Lo que es verdad a un lado de los Pirineos, es error al otro), decía ya Pascal con sorna. Y lo que hoy es tenido por verdadero y justo, será mañana rechazado como falso e ilegal.

Para dar respuesta a estas preguntas, basta recurrir a nuestro principio fundamental. La historia no es más que el ser humano

5 Más todavía. En la humanidad histórica acaso jamás cese la dia­léctica.

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en formación y en desarrollo, en un intento constante de autorrea-lización precisamente por medio del pensamiento, que está orien­tado hacia la verdad. De ello se deduce que la historia, conside­rada bajo la perspectiva del pensamiento, supone también la formación y el desarrollo de la verdad en nuestra existencia pen­sante. En todo empezamos por cero. La libertad no es algo dado, sino algo que hay que conquistar. Esto mismo vale también para la verdad con respecto a nuestro pensar. El ser humano in fieri equivale, en determinados aspectos, a la verdad in fieri en nues­tro pensamiento.

Uno de los principios fundamentales de la filosofía actual afir­ma que vivimos en una conciencia prerreflexiva de la verdad. En cierto sentido, subsistimos en la verdad antes de que la pensemos de un modo explícito. La existencia, el modo específico de ser del hombre, se caracteriza, según Heidegger, precisamente por el hecho de que el hombre, aun antes de toda reflexión, es cons­ciente del misterio de la realidad en cuyo seno vive y a la cual pertenece. El pensamiento, tanto el que nace de la experiencia espontánea como de la reflexión, es el intento de traer este miste­rio a la clara luz de la conciencia por medio de palabras y con­ceptos. La realidad iluminada constituye precisamente la verdad en sentido estricto. La verdad es la revelación del ser, dice Hei­degger. El pensamiento es por tanto el intento de desvelar este misterio de la realidad para hacerlo pasar de la oscuridad del conocimiento prerreflexivo a la revelación del conocimiento ex­plícito. La historia es entonces la realización de la génesis de nues­tro ser humano a través de un descubrimiento, siempre afanoso, de la verdad.

El pensamiento se realiza, por tanto, en el seno de una con­ciencia prerreflexiva de la verdad. Este pensamiento no es, sin embargo, una pura y simple revelación. Es una actividad de in­terpretación por medio de ideas que nacen en nosotros, o que nos­otros formamos dentro de nosotros mismos. Por medio de las ideas que son producto de nuestro pensamiento, iluminamos el mundo de nuestra experiencia. Solamente en las ideas y por me­dio de las mismas se convierte el mundo que nosotros experimen-

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X

Moral y evolución 39

tamos en objeto de nuestra conciencia explícita. Mas en esta producción, en esta actividad interpretativa, desempeña un papel importante toda nuestra vida: el conjunto de factores de nuestra situación histórica e individual, nuestras convicciones y tenden­cias, así como las huellas que han dejado tras sí en nuestra perso­nalidad la propia educación y el curso de la vida.

Todo ello significa que la reflexión interpretativa, aunque ilu­minada por una conciencia de la verdad prerreflexiva y aun no del todo consciente, sigue siendo en realidad algo humano: de­rivada de una perspectiva restringida, ligada de un modo funcio­nal a los problemas de nuestro tiempo y de nuestra propia vida personal, sometida a todos los influjos de nuestras convicciones e inclinaciones, obstaculizada por la soberbia fascinante de nues­tra existencia pecadora; mas, por otra parte, sostenida por la gracia de Dios, que por la humildad abre nuestro corazón a la verdad.

El conjunto de todos estos factores lleva a efecto aquel com­plicado proceso histórico, cuajado de tensiones y contrastes, de conflictos y parcialidades, con diversos acentos, estrechez de mi­ras, absolutizaciones y pasos en falso.

En medio de esta ruda aventura persiste, sin embargo, un progreso evidente, un penoso avance en dirección a la verdad. Pues el presente oculta en sí el pasado como un aspecto esencial de su actualidad. Las doctrinas del pasado se hacen cada vez más claras y ricas en contenido. Opiniones diversas, purificadas por el fuego de la experiencia histórica, se muestran de un modo cada vez más claro como equivocaciones ya superadas. Cada época tiene sus equivocaciones y sus valores propios, pero todo el proceso en su conjunto crea la posibilidad de una síntesis de lo verdadero cada vez más rica en contenido. De este modo se convierte el camino histórico del hombre en busca de sí mismo en un arriesgado viaje de exploración tras la verdad. ¿Hay en este camino esperanza de llegar a un epílogo, a un epílogo ab­soluto? No ; sino únicamente la posibilidad cada vez mayor de una aproximación más clara y más profunda a la verdad. "// na pas de pensée qui embrasse toute notre pensée" (no hay pensa-

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miento que abarque todo nuestro pensamiento), dice Merleau-Ponty 6. Ningún fruto de la reflexión iguala a la verdad com­pleta, en la cual existimos de un modo prerreflexivo, ni se identifica con ella. El pensamiento reflejo se imprime en el pen­samiento prerreflexivo. Esta noción de verdad constituye el trasfondo de las arduas conquistas de nuestro pensamiento. A tra­vés de nuestras ideas, nuestros conceptos y símbolos, la cuidadosa expresión de nuestras palabras, nos acercamos a la presencia in­visible de la verdad en nosotros: la hacemos objeto de nuestro interés, nos aproximamos a ella. Y de esta manera, aunque de un modo inadecuado, alcanzamos la verdad misma; o, por mejor decir, podemos alcanzarla, podemos acercarnos a ella cada vez más profundamente; podemos de día en día ir purificando nuestro pensamiento del error. Por esta razón, existe también la verdad en nuestro pensamiento como apertura y disponibilidad para una verdad mayor, para la corrección del error y la integración.

Podemos resumir todo esto en pocas palabras. Aunque la ver­dad es absoluta, nuestro conocimiento y nuestra comprensión de la misma permanecen siempre humanos, limitados, inadecuados, perfectibles, en tensión entre un concepto prerreflexivo, no cons­ciente y opaco de la verdad y los intentos históricos, penosos e inconstantes, de nuestro pensamiento por asimilar esta verdad en nuestra vida consciente. La historicidad de nuestro pensamiento, finalmente, no significa otra cosa que el carácter humano y, por ello, imperfecto, del conocimiento que de la verdad podemos al­canzar aquí en la tierra.

J. H. WALGRAVE, OP

6 M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la Perception, París 1945, capítulo 9.

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LA LEY NATURAL Y SU HISTORIA

Hace unos años, H. Rommen publicaba un breve libro ti­tulado Die ewige Wiederkehr des Naturrechts 1. La forma en que aparece una y otra vez la ley natural le hacía concluir que, al parecer, el hombre no puede prescindir de ella. Pero cuanto más se examina esta necesidad, tanto más sorprendente resulta el hecho de que el concepto de ley natural desaparezca constante­mente. Hay períodos en que florece y períodos en que declina. Así, pues, la ley natural tiene su historia. ¿Qué clase de histo­ria? ¿Cómo aparece en ella? ¿Qué consecuencias tiene esa his­toria para el hombre?

Para hallar una respuesta a tales preguntas, nos fijaremos pri­mero en las dos cumbres de su desarrollo histórico: la Stoa (I) y santo Tomás (II). Luego veremos cómo esta historia nos afecta a nosotros (III) y, por último, intentaremos llegar a una nueva teoría (IV).

I

La historia del concepto de ley natural comienza en la an­tigua Grecia, y por cierto —cosa extraña— con una oposición entre lo que es (púasi Sízaiov y lo que es vdfito Síxa'ov2 Se dis-

1 H. Rommen, Die ewige Wiederkehr des Naturrechts, Münster, 1947 2.

2 Aristóteles, Ethica Ntcomacheia, L. 5, c. 10, 1134 b, 18-21.

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tinguió entre lo justo "por naturaleza" y lo justo en virtud de la ley. Lo justo por naturaleza se denominó ley no escrita.

Al principio, el significado de "por naturaleza" era muy vago. No se trataba de un término técnico en filosofía, sino que co­rrespondía a las expresiones modernas "por sí mismo", "obvia­mente" o "naturalmente". No contenía, pues, ninguna afirmación en torno a una posible naturaleza general e inmutable en sentido filosófico. Además, la oposición entre cpúaet y VO[J.(D reside en el objetivo de la ley humana y, por tanto, afecta al hombre.

La visión griega del mundo tiende, en todo caso, a eliminar esa oposición entre ipúasi y vo|X(|> Para el griego, el mundo en que vive es un cosmos, un conjunto ordenado y armónico, que hace referencia a una idea. Platón lo expresó explícitamente al afirmar que lo que es bello en este mundo responde a la idea de lo bello. Aristóteles vio en "la obra de la naturaleza la obra de una inteligencia". La Stoa expresó esto mismo diciendo que el universo está penetrado por un Logos divino y que el hombre participa en él de manera especial 3.

Al poner un Logos inmanente en la naturaleza y en el hom­bre, la Stoa eliminaba en principio toda diferencia entre la na­turaleza y la razón. Para el pensador estoico, es lo mismo obrar de acuerdo con la razón que obrar de acuerdo con la naturaleza. Y, dado que la ley es producto de la razón, resulta que la ley y la naturaleza están unidas y, en consecuencia, podemos hablar de una "ley natural" 4. Pero por ley natural podemos entender dos cosas: el orden cósmico o del universo y el principio que existe en todo individuo, en virtud del cual encaja en este gran universo : su "naturaleza". El orden cósmico y la naturaleza de las cosas son consideradas como inmutables, y como tales dan expresión a una ley eterna.

Es claro que la síntesis estoica elimina la oposición. Pero queda por saber si es aceptable la unión de ambos elementos. El mismo

3 J. Stelzenberger, Die Beziehungen der frühchristlichen Sitten-lehre zur Ethik der Stoa, Munich, 1933, p. 100.

4 Stelzenberger, op. cit., p. 104.

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ha. ley natural y su historia 43

pensamiento estoico muestra ya cierto desacuerdo que denuncia un fallo: mientras la Stoa primitiva pone el acento en la natura­leza (el elemento objetivo), la Stoa media lo pone más bien en la razón humana (el elemento subjetivo). Siempre cabe una reconci­liación de ambos elementos en el Logos, pero eso viene a significar que la reconciliación tiene lugar fuera de nosotros mismos, en el Logos que todo lo abarca.

Esto nos lleva a la prehistoria de la doctrina sobre la ley na­tural. La idea de que el mundo es un cosmos no es sino la racio­nalización de una arcaica actitud religiosa frente a la vida, un intento de explicar el misterio de la naturaleza. Cuando el hom­bre admira la naturaleza, posee ya ese sentido filosófico de asom­bro que impulsa a penetrar en el principio de ese orden cósmico, el principio teleológico como causa formal y final: un Logos que, en cuanto causa eficiente de la naturaleza da al orden natural su carácter sagrado.

Considerando la cuestión desde tal perspectiva, se ve claro por qué la tradición estoica primitiva perduró en la historia de manera particular. Fue Ulpiano, el famoso jurista romano del siglo ni, quien atacó esta síntesis. Distinguía él un ius naturale, que reina en el mundo animal (quod omnia animalia docuit), y un ius gentium, que reina en el mundo de los seres humanos, en cuanto opuesto a los animales (c¡uo gentes humanae utuntur, solis homi-nibus inter se cornmune) 5. Se abría un fallo en el orden cósmico global. La "ley natural" (ius naturale) pertenece así al sector no humano del cosmos.

Durante el período en que se hallaba todavía floreciente la filosofía estoica, tuvo lugar el advenimiento del cristianismo. Este, por lo que a nuestro problema se refiere, aportó tres nuevos ele­mentos : la cuestión del Decálogo, la Epístola a los Romanos y el Prólogo de san Juan.

La cuestión del Decálogo. Jesús dice que no ha venido a abo­lir la Ley, sino a darle cumplimiento. La comunidad cristiana

5 J. M. Aubert, Le droit romain dans l'oeuvre de Saint Thomas ("Bibliothéque thomiste", 30), París, 1955, p. 93.

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entendió esto en el sentido de que no estaba obligada a seguir las prescripciones ceremoniales ni jurídicas del Antiguo Testamento, sino únicamente el Decálogo. Y, al igual que el mensaje de sal­vación, el Decálogo tenía significado universal. La teología pos­terior estudiará la cuestión de las relaciones entre el Decálogo y la ley natural 6.

La Epístola a los Romanos. Cuando Pablo comenzó a predicar el Evangelio a la sociedad romana helenizada, adoptó el lenguaje del medio ambiente. El carácter literario de los primeros capítulos de la Epístola es el mismo de una disputa estoica. En este con­texto se dice: "Cuando los gentiles, que no tienen la ley (mosai­ca), hacen por naturaleza (cpóoei) lo que la ley exige, son una ley para sí mismos, aun cuando no tengan la ley" (Rom., 2, 14). Es­tas palabras llevaron al pensamiento cristiano a adoptar la doctrina estoica sobre la ley natural. Si podemos preguntarnos por la le­gitimidad de semejante inducción, debemos recordar en todo caso que Pablo no hace referencia a la filosofía profesional, sino a su forma popularizada 7.

El prólogo de san Juan. Exegéticamente, el prólogo insiste en la idea veterotestamentaria de la creación hecha por Dios mediante su Palabra eterna. San Agustín enlaza esta idea con la noción platónico-estoica de la ley natural y, por tanto, con el concepto de ley natural en Rom., 2, 14 8. En realidad, esto significa un reforzamiento de la idea de que el orden ideológico de la na­turaleza expresa el plan de Dios y tiene, en consecuencia, un valor normativo. Y así la tradición cristiana primitiva prosigue la tradición filosófica de la Stoa.

6 Stclzcnberger, op. cit., pp. 120 ss.; O. Lottin, Psychologie et morale aux VHe et VIHe sueles, Lovaina, 1948, vol. II, 1, pp. 75 y 87

7 Stelzenberger, op. cit., p. 114. 8 A. Schubert, Augusüns Lex Aeterna-Lebre nach Inhalt und

Quellen (Beitrage, XXIV, 2), Münster, 1924.

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II

Cuando, en el siglo XIH, se hicieron los grandes intentos de organizar sistemáticamente la teología en una síntesis de grandes dimensiones, se presentaron cuatro elementos principales cuyas mutuas relaciones había que definir: ley eterna, ley natural, ius gentium y Decálogo. Fue un gran mérito de Guillermo de Auxe-rre relacionar el sentido moral-natural del hombre con los prime­ros principios de la razón especulativa 9. Esto sirve de base a la explicación de santo Tomás.

Santo Tomás trata ex profeso de la ley natural en su tratado sobre la ley, la Ilae, qq. 50-108. Tratado que se relaciona con la teología desde su comienzo. Empieza hablando de "Dios que nos instruye por medio de la ley" 10 y termina con una discusión sobre la ley nueva n.

La primera cuestión del tratado contiene la conocida defini­ción de la ley por sus causas: ley es un ordenamiento de la ra­zón, encaminado al bien común y promulgado por quien tiene el cuidado de la comunidad 12. Santo Tomás afirma consecuente­mente que la ley es un ordenamiento de la razón; por tanto, un producto de la razón. Este carácter racional de la ley le sirve de base para una distinción de que vamos a ocuparnos en seguida: la ley propiamente tal y la ley no propiamente tal 13.

La cuestión siguiente trata de la diversidad de la ley, no de los diferentes tipos de ley, como si existiera una relación de gé­nero a especie entre la ley en general y las leyes particulares. El término es empleado analógicamente en varios casos. Desconocer este empleo analógico del término llevaría al legalismo en materia de moralidad.

Dos de estas diversas nociones de la ley exigen una particular

9 Lottin, op. cit., pp. 75-76. 10 la Ilae, q. 90, proemium. 11 la Ilae, q. 108. 12 la Ilae, q. 90, art. 4. 15 la Ilae, q. 90, art. 1 ad 2m; 91, 2 ad 3m.

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atención: la ley eterna y la ley natural. Según santo Tomás, la ley natural debe definirse en función de la ley eterna.

Como hemos dicho, la Stoa identificaba la ley eterna con el orden eterno de la naturaleza de los seres. La ley eterna es un valor cósmico. Para santo Tomás, en cambio, la ley eterna se iden­tifica con el ser de Dios, con sus ideas, con su providencia y su gobierno del mundo 14. Lo cual significa que el mundo está go­bernado por la eterna sabiduría de Dios. Todo lo que se da en la creación no es sino una participación en la ley eterna 15. Estricta­mente hablando, esto deja abierta la cuestión de si ese orden puede cambiar o no.

Así, pues, la realidad cósmica participa de la ley eterna. Pero tal participación se expresa de dos maneras. Los seres irracionales participan de la ley eterna en cuanto que son dirigidos hacia su fin por su naturaleza. En ese caso, el término "ley" —que coincide con la naturaleza animal— es empleado en sentido metafórico. Por su parte, el hombre participa de la ley eterna por medio de su razón: "La luz de la razón natural, que nos capacita para dis­tinguir entre el bien y el mal —lo cual pertenece a la ley natu­ral—, no es sino una huella de la luz divina en nosotros" 16. La ley natural es, en consecuencia, la participación de la criatura racional en la ley eterna.

Nótese la expresión: "La luz de la razón natural". Lo que esto significa queda indicado en el ad 2um del mismo artículo: "Toda operación de la razón y de la voluntad se deriva (derivatur, lo cual es distinto de una deducción lógica) de lo que está de acuerdo con la naturaleza. Porque todo razonamiento se deriva de unos principios que conocemos por naturaleza, y toda tenden­cia que se dirige a un fin en perspectiva se deriva de nuestra tendencia natural hacia el fin último." Así, pues, la razón natu­ral se dirige hacia lo que es conocido "por naturaleza". En otras palabras, se dirige hacia lo que no puede ignorar la razón sin

14 la Ilae, q. 91, art. 2, ad lm. 15 ídem, in corp. 16 Ibid.

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La ley natural y su historia 47

negarse a sí misma. La conexión entre el conocimiento y lo que es conocido es tan estrecha que podemos hallar en santo Tomás varios textos que parecen referirse a un conocimiento innato 17. Podemos concluir, por tanto, que el contenido de la ley natural es lo que el hombre conoce por naturaleza.

Santo Tomás insiste en su posición cuando ha de responder a la pregunta sobre cuáles son los preceptos de la ley natural. El verdadero propósito de esta pregunta aparece más claro en el usual —aunque no original— título del artículo: "¿Contiene la ley natural vanos preceptos o uno solo"? 18. Para responder a tal pregunta, santo Tomás echa mano de la noción aristotélica de ciencia (en sentido lato). Ciencia, para Aristóteles, es un habitus

conclusionum, un hábito de sacar conclusiones a partir de unos principios básicos, verdaderos e inmediatamente conocidos. En estos principios, el predicado sigue al sujeto sin término medio, porque el predicado está incluido en la definición del sujeto, o porque el sujeto está incorporado a la definición del predicado. Ese es el aspecto formal. Por lo que se refiere al aspecto material, unos conceptos son simplemente una propiedad común, otros son únicamente conocidos para los estudiosos. D e ahí la distinción entre tales expresiones como "inmediatamente evidentes en sí mismas" o "evidentes en absoluto", y, por otra parte, "lo que es evidente en sí mismo", pero que de hecho sólo interesa a los es­tudiosos. De estos principios cualquiera puede sacar las conclusio­nes más obvias, pero sólo los estudiosos pueden derivar ulteriores conclusiones de ellas.

i' De Veritate 10, 6 ad 6; 11, 1 ad 5; II Sent., dist. XXIV, 2, 3; I, 18, 3. Cf. también expresiones como "Impressio divini luminis in no-bis" (la Ilae, 91, 2); "Lumen rationis" (II Sent., dist. XLII, 1, 4 ad 3m); "Lumen rationis divinitus interius inditum, quo in nobis loquitur Deus" (De Veritate, 11, 1 ad 13); "Huiusmodi autem rationis lumen, quo principia huiusmodi sunt nobis nota, est nobis a Deo inditum, qua-si quaedam similitudo increatae veritatis in nobis resultantis" (De Ver., II , 1); "Principium intrinsecum scientiae... inest nobis divinitus" {Con­tra Gentes, II, 75). Citas tomadas de P. M. van Oberbeke, Loi naturel et droit naturel selon Thomas, en "Revue Thomiste", 57 (1957), p. 75.

18 la Ilae, q. 94, art. 2.

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Esto suena bastante duro y escolástico, pero el esquema fue muy útil para santo Tomás, y se mostrará más fecundo de lo que a primera vista parece. La primera ventaja es que se hizo posible ordenar los diversos elementos de la tradición: la ley natural tiene que ver con las primeras percepciones de la razón práctica, mien­tras que el Decálogo se refiere a conclusiones derivadas 19.

La segunda ventaja es que, en esa perspectiva, resulta posible llegar a una doctrina coherente de la ley natural. Cuanto más extendamos la ley natural, más difícil resulta afirmar que es una V la misma para todos los hombres, conocida en todo tiempo y lugar, siempre válida e imborrable del corazón humano 20. Esto es cierto únicamente, según santo Tomás, por lo que se refiere a la ley natural en sentido estricto: los principios más generales, que son realmente inteligibles para todos sin dificultad alguna, como que se ha de hacer el bien y evitar el mal 21, lo cual viene a ser lo mismo que obrar racionalmente 22. Esto autoriza a santo Tomás a insistir en su naturaliter cognitum et volitum.

Pero sería un error limitar la ley natural a estos dos principios formales. En la la Ilae, q. 94, art. 2, santo Tomás expone qué es aquello hacia lo que el hombre se inclina por naturaleza. Allí el Aquinate emplea la mencionada distinción de Ulpiano. Y la razón es bastante clara. Vuelve a la doctrina de las inclinaciones naturales para dar alguna entidad al bonum faciendum y para mostrar a qué debe aplicarse este comportamiento racional. Luego veremos que este retorno a las inclinaciones naturales corría el riesgo de ser fatal para la propia visión de santo Tomás. Este acepta la existencia de la ley natural, que es una participación

19 la Ilae, q. 100, art. 3 ad lm. 20 la Ilae, q. 94, arts. 4-6. 21 la Ilae, q. 94, art. 2. 22 Según C. Anderson, De natuurwet, en "Werkgenootschap van

katholieke theologen in Nederland" (1960), p. 134, los siguientes temas no caen bajo la ley natural en la concepción de santo Tomás: idolatría, blasfemia, falso testimonio, el respeto debido a los mayores y al estado, usura y prostitución.

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La ley natural y su historia 49

en la ley eterna por parte de la criatura racional como tal. Pero

esta ley se refiere más bien a lo que es conocido por naturaleza,

y en este sentido es idéntica para todos y siempre válida.

Antes de seguir adelante, echemos una rápida ojeada a la evolu­

ción de la ley natural después de santo Tomás.

Por lo dicho hasta aquí se ve claramente que la concepción

de santo Tomás se halla plenamente en la línea del intelectualis-

mo aristotélico. Esto explica por qué surgió una reacción nomina­

lista y voluntarista. Tal reacción condujo últimamente a una mo­

ral positivista y teónoma (Dios ha decretado positivamente todas

las leyes morales) que implicaba una negación de la ley natural.

Con lo cual se rechazaba de plano la síntesis de santo Tomás.

N o obstante, para nuestro objetivo presente son más impor­

tantes otras dos tendencias. La reacción contra dicho voluntaris­

mo llevó, a su vez, fácilmente al racionalismo, y se aceptó de

buena gana el reproche contenido en el empleo que se hacía de

la doctrina aristotélica sobre la ciencia. Entonces se intentó cons­

truir una ciencia moral puramente deductiva. Y lo que es peor:

se consideró como ley natural todo lo que puede deducirse de unas

premisas dadas mediante argumento estrictos 23. Pero cuanto más

alejadas aparezcan las conclusiones de las premisas, tanto más

limitada será su validez universal. Para tener validez real, esas

conclusiones distantes necesitarán ser confirmadas por la ley posi-

23 Está claro que me refiero a la doctrina de la Escolástica tardía sobre la ley natural en el campo del Derecho internacional y a la doc­trina sobre la ley natural de la escuela alemana de Puffendorf y Wolff. Que algunos tomistas se inclinaron en esta dirección, lo demuestra Bá-ñez, In II-II 57, 3, donde dice: "Omne quod colligitur per bonam cons-cientiam ex principibus moralibus ius naturale est". También Silvio, In I-II 94, 2, donde dice: "Respondeo ad legem naturalem pertinere tum principia, tum conclusiones aliquas ex principiis deductas... Sive enim inmediate, sive mediate natura ad aliquid inclinet, hoc ad ius naturae pertinere censendum est, si tale sit quod ex natura naturalibusque prin­cipiis de necessitate sequatur et vi solius rationis naturalis obliget, abs-que ulla positiva institutione divina vel humana". Evidentemente, este autor no tuvo en cuenta el texto de santo Tomás que citamos en la siguiente nota.

4

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50 A. Arntz

tiva24. En otras palabras: cuando la ley natural va demasiado lejos, se convierte en ley positiva. Proceso que es, evidentemente, ajeno a la ley natural.

Existe otra tradición teológica que podría considerarse como evolución de la doctrina de santo Tomás sobre las inclinaciones naturales en cuanto que estas inclinaciones tienden hacia el fin último del hombre. Tal evolución implica que el hombre parti­cipa de la ley eterna de dos maneras: al nivel irracional y al nivel racional. Yo dudo que esta forma de considerar el problema pueda llamarse tomista. Pero, prescindiendo del hombre, hay una teología de la ley natural que considera la naturaleza física del hombre como normativa. Esto aparece en toda clase de argumentos de moral médica y sexual. Y debo añadir a este respecto que lo que es esencial en la concepción de santo Tomás —o sea, la cuestión de la inteligibilidad— no desempeña ningún papel en este tipo de teología. En cambio, predomina lo que para él era de impor­tancia secundaria, es decir, quod natura omnia animalia docuit. Lo cual significa, en último término, que, en el caso del hombre, la ley natural en sentido metafórico tendría prioridad sobre la ley natural en sentido estricto. Pero eso ya no es santo Tomás, sino un retorno a la Stoa, donde desaparece el hombre como tal.

III

Cuando, tras nuestro apresurado examen, volvemos al sentido auténtico de la concepción de santo Tomás, advertimos dos co­sas. La Stoa ponía el acento en la naturaleza; santo Tomás, en el hombre. Para la Stoa, la oposición entre la razón y la natura­leza quedaba eliminada por la inmanencia del Logos; para santo Tomás, ese contraste es obviado por la razón humana. Para él,

24 "Illa quae lex naturalis dictat quasi ex principiis primis legis na-turae derivata, non habent vim coactivam per modum praecepti abso-lute nisi postquam lege divina vel humana sancita sunt", dice santo Tomás en IV Sent., dist. XXXIII, q. 1, art. 1 ad 2m.

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La ley natural y su historia 51

lo que importa es lo naturaliter cognitum. Y nosotros, situados a varios siglos de distancia en la historia de la filosofía, vemos en tal oposición el germen de la prioridad del objeto sobre la del sujeto. Detengámonos un momento a examinar en esta perspec­tiva ambas concepciones.

Considerar la naturaleza como normativa presupone, frente a la misma naturaleza, una actitud concreta que hace posible ver en ella un milagro de inteligencia. Es la actitud de asombro filosó­fico que se desarrolla en la theoria, en la visión concreta. Pero esta actitud no pasa de ser un hábito que hace referencia a lo que es constante en las cosas y que presenta al hombre como conoce­dor de cuáles son esos elementos constantes. El mundo es un espejo, pero no sabemos todavía que nos refleja a nosotros mis­mos, porque aún no percibimos que somos nosotros mismos, quienes hacemos aparecer en la naturaleza esos elementos constan­tes. El hombre contempla el orden existente de las cosas en que se siente seguro como das Unwesentliche (lo no existente).

Si este orden se da en la naturaleza, incluso sin el hombre, habrá de ser obra de una inteligencia omnicomprehensiva, de un divino Ordenador del mundo. Pero somos conscientes de que Dios no es exactamente ese "Ordenador", esa especie de hábil operario supremo. Se trata de una concepción antropomórfica que convierte a un Dios en un "Hacedor" a la medida del mundo. Al no cono­cer otro Logos que el "fabricador", la Stoa fue consecuente en considerar al Logos como inmanente al mundo, y así el Logos venía a ser das Unwesentliche. Con ello daríamos la vuelta a las palabras de Hegel sobre la naturaleza: el Logos "es la naturaleza fuera de sí misma" (ist die Natur im Ausser-sichsein). Nos halla­mos ante la más exacta expresión de la natura artis magistra, que aquí es ampliada hasta convertirse en el ordo quam ratio facit in oferibus voluntatis 25.

Frente a todo esto, santo Tomás pone todo el énfasis en la razón humana. El contraste entre razón y naturaleza es superado por lo naturaliter cognitum, lo cual constituye el punto clave.

25 Santo Tomás, ln X Libros Ethicorum, Líber I, lect. 1, n. 1.

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Pero esto presupone una pregunta: ¿ qué papel puede desempe­ñar entonces la realidad? Pregunta que implica esta otra: ¿qué significado tiene el realismo de santo Tomás para su concepto de ley natural? Es una pregunta que no surgiría si santo Tomás no hubiera conocido la tentación del idealismo en este punto. Una tentación, por lo demás, que va inherente a toda filosofía basada en el sujeto.

El primer artículo de la cuestión sobre la ley natural nos mues­tra ya a santo Tomás en la línea de ese tipo de filosofía. La con­trovertida cuestión de si la ley natural es un habitus —la synde-resis 26— entraña la siguiente pregunta: ¿ es la ley natural algo creado por la razón ? Lo que aquí importa no es averiguar si puede aplicarse a una determinada definición de ley: el problema se refiere a la propia expresión humana de la idea según la cual, sólo de esta forma concreta, la ley natural es obligatoria para el hom­bre. En otras palabras, lo que importa es el desarrollo de este pensamiento: "el hombre participa de manera especial en la pro­videncia divina siendo a su vez providente consigo mismo y con los demás" 27. El problema reside, por tanto, en el reconocimiento del hombre como sujeto que determina su propia ley natural para sí mismo.

La propensión de santo Tomás por la teoría del conocimiento innato índica que no estaba inmune de toda tentación de idealismo. Las ideas innatas expresan la independencia del sujeto frente al mundo. La versión de santo Tomás a este respecto muestra cierta afinidad con Kant. Aquél toma en consideración los principia communissima, es decir, los principios que se contienen en la acción humana en todos sus niveles. Tales principios son, pues, unos principios formales dentro de la finalidad de la reflexión humana.

Lo que separa a santo Tomás de Kant es que, para el primero, estos principios aparecen en la acción misma, no en la reflexión

26 la Ilae, 2. 94, 1. Este artículo va dirigido contra Pedro de Taran-taise. Cf. Lottin, op. cit., p. 94.

27 la Ilae, q. 91, art. 2.

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La ley natural y su historia 53

explícita sobre la naturaleza de tal acción, sobre su bondad. Además, los primeros principios prácticos son, para santo Tomás, fruto de la experiencia. Luego lo que le separa radicalmente de Kant es su realismo. Lo difícil es encuadrar este aspecto realista en su filosofía del sujeto. El desarrollo histórico del tomismo, según queda dicho, presenta la dificultad en concreto. Hay dos tendencias. Una parte de los primeros principios prácticos para llegar a un sistema de ley natural que sea válido siempre y en todo lugar; por tanto, se sitúa tan fuera de la historia como el principio mismo. Ya hemos visto que semejante procedimiento, puramente deductivo, termina por convertir la ley natural en ley positiva. Lo cual significa que esta repetición indefinida de aná­lisis y deducción ha perdido contacto con la realidad concreta. A pesar del origen realista de este sistema, la realidad se le hace irreal precisamente porque se queda en el terreno de las ideas. Que una idea brote de la experiencia le parece un proceso irreal a quien confía sólo en las ideas. Esto revela una concepción del hombre como de un ser para el que es más importante el pensa­miento que la naturaleza; muestra que el hombre y la natura­leza no pueden ser medidos con los mismos patrones.

La otra tendencia se mostraba radicalmente realista. Las in­clinaciones naturales son las que establecen la norma, y todo lo que ha de hacer el hombre es aceptar esas inclinaciones natura­les. Con lo cual el elemento racional resulta irreal, y el realismo degenera en fisicismo. El hombre viene a ser una parte de la naturaleza.

No es extraño que el tomismo haya conocido este doble de­sarrollo a que nos estamos refiriendo. Ello refleja una ambigüe­dad en la propia filosofía de santo Tomás, el cual no pudo evi­tarla fácilmente. Históricamente, santo Tomás se halla a medio camino entre la natura artis magistra de la Stoa y la contempo­ránea natura artis materia28. Este desarrollo histórico no sólo

28 Cf. }. J. Loeff, Het natuurrecht en de ontwikkeling van het ethisch denken, en "Sociale Wetenschappen" 2 (1959), pp. 1-50, fassim. Cf. también M. G. Plattel, Situatie-ethiek en Natuurwet, en "Sociale Wetenschappen" 3 (1960), pp. 265-292, fassim.

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implica una distinta concepción de la naturaleza, sino también del hombre. El contacto con el mundo que le rodea hace al hom­bre consciente de su razón. En esa "consciencia" él percibe el ideal de la pura "teoría" y se ve a sí mismo como "sujeto" frente a la "naturaleza". En la medida en que le es imposible una in­tervención auténtica y profunda en la naturaleza, esta naturaleza es para él un factor permanente. La naturaleza aún no ha lle­gado a ser artis materia, y el hombre aún no se ve a sí mismo en plenitud de su poder sobre la naturaleza. Lo cual significa que todavía no se considera plenamente como "sujeto".

Para nuestro propósito, esto lleva a dos conclusiones. El hom­bre es un ser que se hace plenamente consciente de sí mismo gracias a su relación con la naturaleza y con los demás hombres. Ello implica que no podemos prescindir de nuestra realidad in­mediatamente circundante, so pena de caer víctimas de una u otra ilusión desconectada del mundo. La segunda conclusión es que la relación del hombre consigo mismo, con la naturaleza y con los demás hombres no es, al parecer, un elemento constante. Esto introduce una dimensión histórica en nuestro "yo" como sujeto. Por tanto, no es cierto únicamente que la doctrina sobre la ley natural tiene su historia, sino que la misma ley natural se hace historia.

IV

Estas conclusiones señalan el camino para una solución que no consiste en aceptar simplemente la Stoa o santo Tomás. Si el punto de partida es una naturaleza inmutable, entonces lo único que cabe es un cambio en nuestro conocimiento de ese hecho in­mutable. Si partimos, con santo Tomás, de los prima principia, entonces el desarrollo es simplemente la historia de su explici-tación. Pero tal historia no puede tocar esos prima principia en sí mismos. Debemos, pues, buscar en otra dirección: debemos volver al origen de esos primeros principios y no al nivel de la reflexión, sino al nivel de la evidencia que precede a toda refle-

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i La ley natural y su historia 55

xión y que luego se expresa en el juicio. En otras palabras: ¿hay algo que sea evidente y se imponga de forma categórica?

Todas las cosas que aparecen, aparecen sólo en cuanto que yo las hago aparecer. Es mi atención la que las saca de su lejanía y las hace volver a ella. Sin embargo, mi libertad no puede ha­cer nada ante el hecho de que algo se manifieste. "Un inmenso individuo se afirma", dice Merleau-Ponty. Y más aun: "Cada existencia se entiende a sí misma y entiende a las demás" 29. La aparición (los fenómenos) del mundo y de los demás hombres son hechos básicos, y nosotros entendemos nuestro propio ser como relacionado con los demás y con el mundo.

Los demás seres se nos aparecen (se nos muestran) primaria­mente en comunicación. Esto significa que el mundo de que ha­blo aparece como "juntamente con..." o, mejor, como "compar­tido con...". Los puntos suspensivos vienen a sugerir que el hecho de la comunicación expresa una línea —vaga, pero defi­nida—, en ese "inmenso individuo que se afirma", entre aquello de que hablo y aquellos a quienes hablo. La comunicación in­cluye una vaga conciencia de la existencia plenamente individual de los demás, sin que salga explícitamente a la superficie.

En principio, esto decide la cuestión. Si la evidencia primaria y "original" mostrase solamente la presencia del mundo, no ha­bría posibilidad de que aparecieran sujetos en el mundo. Sartre lo probó definitivamente contra Heidegger30. Pero, además, los otros se me aparecen precisamente en su existencia propia, la cual es comunicación. Y la comunicación me demuestra que ellos están ahí, sin hacer explícito lo que son y sin anticipar la con­ciencia explícita que ellos y yo tenemos de nuestra existencia. Lo cual significa dos cosas. Primera, que hay una evidencia pri­maria que se presta a explicitación. Segunda, que en esa expli citación o "desplegamiento" el hombre, "en sí y para sí", llega a ser lo que es. Insistamos en esto.

29 M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la Perception, París 1945, p. 468.

30 J. P. Sartre, L'Étre et le Néant, París 1943, pp. 301 ss.

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56 A. Arntz i

Esa explícitación es formal en su carácter. Con vistas a la claridad, comenzaremos por decir algo de su contenido.

La cuestión es hallar algo que nos ayude a entender la real multiplicidad de culturas. Estas son siempre la realización de unas posibilidades humanas que brotan de una concreta con­cepción del hombre. Pero el principio debe ser también capaz de explicar —aunque ello no nos interese ahora— el hecho de que algunas culturas muestren un esquema que se repite inde­finidamente, mientras que otras desarrollan y alcanzan un lími­te por encima del cual no pueden elevarse, y el hecho de que nuestra propia cultura nos presente infinitas tareas que revelan una misma inspiración.

Tal inspiración o principio fundamental es para nosotros el respeto al "otro" como sujeto. Pero esto tiene una larga historia que descubre tres líneas de desarrollo. La primera va de una for­mulación confusa de dicho principio a una percepción cada vez más clara. A modo de ilustración, recordemos el proceso que va desde el "respeto al parentesco de sangre" hasta el respeto al su­jeto humano como tal, incluso no nacido o simplemente posible (el control de natalidad como respeto al derecho a una convenien­te educación, tanto si ésta tiene lugar como si no). La segunda línea es la extensión universal del reconocimiento del otro como sujeto: la ética tribal que se abre a la erica universal, no plena­mente realizada mientras haya discriminación de cualquier tipo, y esto durará mientras vivamos "sous le régime de la rareté" il. La tercera línea es el reconocimiento cada vez más radical del otro. Recordemos, también a modo de ilustración, el creciente respeto a la vida del otro, a sus posesiones y, simplemente como ejemplo, al misterio que es él mismo.

Aunque todo esto no sea todavía, en manera alguna, una rea­lidad, constatamos hoy el hecho de que está sucediendo algo completamente nuevo. En los problemas que nos ha planteado la "ética de situación" no se trata solamente del hombre como sujeto, sino como sujeto único.

31 Id., Critique de la Raison Díale'etique, París 1960, pp. 205 y 225.

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La ley natural y su historia 57

El alcance de este último punto resulta más claro cuando descubrimos que ese reconocimiento del otro tiene una especie de reverso en el hecho de que ya no podemos considerar al hom­bre como una "cosa". Al principio, el hombre no es más que un "algo", es tratado como "algo" y él trata a los demás como "algo". Sólo en la historia descubre el hombre lo que realmente es o, mejor dicho, en la historia se desarrolla hacia lo que real­mente es. No es como si desde el principio el hombre fuera su­ficientemente racional "en sí", pero no "para sí". Al principio su racionalidad no era más que una de sus potencialidades. Cuan­do el hombre descubre su racionalidad, toma conciencia de que no existe en el mismo nivel que el ser infrahumano. Y en el des­cubrimiento de su ser único descubre asimismo que la medida de su existencia no se aplica a los demás, aunque no se perciba claramente la diferencia.

Si queremos explicar esto en términos filosóficos resulta lo siguiente. Hay una evidencia primaria de que vivimos con otros. Pero ya esto es una abstracción. De hecho, vivimos con otros según una u otra forma de costumbres, según un ethos. Ese ethos es "vivible"; de lo contrario, la "con-vivencia" de acuerdo con él se desmoronaría sin más. Lo cual supone que está basado en un respeto real del hombre y que contiene en sí una concep­ción del hombre y del mundo. Teniendo en cuenta que el hom­bre necesita evidencia, debemos decir que todo esquema básico de vida contiene siempre su propia evidencia, la cual es válida mientras el esquema conserva su validez, pero es puesta en duda cuando se duda del esquema. Al estar sustentado por una evi­dencia inamovible —al menos, hipotéticamente—, todo ethos tiende a su autoconservación.

Pero en todo ethos hay también una tendencia hacia el desa­rrollo. Lo cual no significa que se desarrolle de hecho, ni que pueda desarrollarse indefinidamente. Pero eso cae fuera de nues­tro tema. Ahora buscamos una condición a priori que haga po­sible la evolución. Tal evolución la encontramos en la tensión existente entre el hecho de "con-vivir" y la manera en que se "con-vive". Lo mismo que puede haber mala fe en la relación

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58 A. Arntz I

del individuo con el otro cuando le trata al mismo tiempo como

objeto y como sujeto 32, puede haber mala £e en un ethos. U n

ejemplo sencillo es el racismo. La indicación de "Prohibido a

los negros" reconoce al negro como hombre por el mismo hecho

de la prohibición, pero al mismo tiempo le niega lo que le es

debido. Dicho de manera más abstracta: el esquema mundano

contenido en un ethos puede, entre quienes "con-viven", favo­

recer a unos, de suerte que sólo ellos puedan "con-vivir" plena­

mente , y perjudicar a otros. Tal ambigüedad debe ser eliminada.

La primera conclusión de estas reflexiones es que "con-vivir"

no es ya una expresión abstracta, sino que se convierte en una

verdad, en el sentido hegeliano de la palabra 33, y por tanto en

una norma ideal a la que debe conformarse la "con-vivencia"

concreta.

Tal evolución no puede tener lugar sino cuando adquirimos

conciencia de la tensión que existe y del modo en que puede ser

eliminada. Esa conciencia de la tensión puede ser estimulada por

el testimonio profético, pero la tensión puede también percibirse

claramente cuando se da una fractura entre el modo de ser con­

siderado el hombre en el ethos y el modo de ser considerado en

su relación con la naturaleza. Las categorías hegelianas de "se­

ñor" y "esclavo" 34 pueden servir como ejemplo de esa dicoto­

mía. Al nivel de la "con-vivencia" el hombre se considera y es

32 Cf. la explicación de Sartre sobre las relaciones concretas con el otro en VÉtre et le Néant, pp. 428-484. Estas deben ser entendidas como descripciones de actitudes de "mala fe". En el texto, el término está empleado en el sentido de Sartre.

33 A título de ilustración podríamos decir que la realidad es "haber escrito este artículo en el idioma holandés según era en 1964, con su vocabulario, su estilo, etc." El holandés es la verdad de este artículo, que lo hace comprensible. Pero, en este sentido, el holandés es también realidad, si lo comparamos con las lenguas germánicas. Estas son, a su vez, verdad y realidad. Y así podemos continuar hasta conseguir algo que es sólo verdad y contiene las últimas implicaciones y el sentido de toda la realidad dentro de esa esfera.

34 G. W. F. Hegel, Phánomenologie des Geistes (ed. Hoffmeister), Leipzig 1937, pp. 144 ss.

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La ley natural y su historia 59

considerado por los demás como impotente. Al nivel de la acti­vidad se considera poderoso. Semejante ambigüedad puede ser una de las fuerzas motrices en la evolución ética.

Por lo que hemos dicho se ve qué dirección tomará esta evo­lución. Lo primero en desaparecer serían las distintas formas de discriminación, de modo que el ethos pueda, al menos, extender­se a todos los miembros del grupo. Es cierto que tal universa­lidad no pasa de ser aparente, pero es una etapa necesaria en el camino hacia la verdadera universalidad.

El conocimiento de esa verdadera universalidad ha invadido la conducta práctica, al menos en nuestra cultura occidental. En su constante asociación con las cosas, el hombre aprende por experiencia que éstas poseen ciertas cualidades permanentes, una naturaleza que es la misma en todo tiempo y lugar. Al asimilar este hecho, el hombre advierte que también él tiene una natura­leza. La naturaleza psicofísica dispone al hombre a constatarlo, pero su auténtica naturaleza no es sino su potencialidad de co­nocer lo universal: su racionalidad. Se trata, pues, de una po­tencialidad que está en él y que aumenta en y por el ejercicio de la vida.

Cuando toma conciencia de su racionalidad, el hombre des­cubre el fundamento de un ethos que puede aplicarla directa y sencillamente a la "con-vivencia" humana. El ethos se basa en­tonces en la naturaleza universal del hombre y le lleva a cons­tatar que todos tienen los mismos derechos y obligaciones. Así se desarrolla la ley natural.

Si el ethos llegara a ser coextensivo con la verdad, se desva­necería la oposición entre realidad y verdad. La verdad no sería entonces sino la realidad que ha tomado conciencia de sí misma como comunicación universal de todos los sujetos, una comuni­cación que ha desarrollado conscientemente su propia forma. En este proceso, la comunicación muestra su carácter propio y autén­tico. Es una comunicación entre sujetos racionales que han to­mado conciencia an und fiir sich (en y para sí) de que son capa­ces de comunicarse porque son capaces de actuar racionalmente.

Pero, por el momento, la desaparición de esa oposición es

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tan sólo un ideal. La consecución efectiva de este reconocimiento llevaría a la consecución de lo que Kant llama Reich der Zwecke (reino de los fines). Y ello aboliría también la oposición al Reich der Natur (reino de la naturaleza), porque la naturaleza quedaría plenamente sometida al servicio del hombre. Y ello, como con­secuencia, aboliría el reino de la escasez y la pobreza.

Sin embargo, esta unidad ideal de la verdad y la realidad es­taría condenada a la desintegración, lo cual es digno de conside­ración, pues manifiesta el hecho de que tal unidad es presupues­ta. Identificando la racionalidad con la naturaleza humana, po­demos aprehenderla, y así ella puede dar forma a una ley que se aplique a todas las criaturas racionales de la misma manera. Pero centrándonos en la racionalidad como tal, la ponemos a salvo de todo otro factor creado. Porque, como ser racional, el hombre crea sus propias posibilidades y se descubre a sí mismo por medio de esas posibilidades. El hombre es, para sí, "un ser de infinitas tareas". Se realiza a sí mismo en cada una de esas tareas. Y así no es sólo dueño de la naturaleza en general, sino también dueño de su naturaleza.

Pero ¿no significaría esto la abolición de la ley natural? Qui­zá sí, pero en un sentido muy particular. Ya hemos visto que la ley natural no es un objetivo y que, de hecho, comienza a perfilarse un concepto totalmente nuevo del hombre. Una abo­lición de la ley natural en el sentido de Hegel (superación-per­feccionamiento) es algo muy distinto de desechar la ley natural como pasada de moda. Significa que la ley natural ha encontra­do su verdad en la medida en que constatamos que la ley na­tural es precisamente la verdad del "con-vivir". La ley natural es la evidencia primaria que se explicita constantemente, y cons­tantemente exige ser traducida en relaciones humanas concretas. Es la fuerza motriz que nos impulsa a dar su pleno valor humano a todas las relaciones, según aparecen en la esfera del concepto que el hombre tiene de sí en cada momento concreto. Este pro­ceso de humanización no es arbitrario, sino que está guiado y limitado por esa evidencia primaria.

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La ley natural y su historia 61

Si la ley natural está llamada a realizar su propia verdad y, al mismo tiempo, a hacerse más explícita y a autoencarnarse, quiere decir que es un proceso histórico. En la medida en que se impone esa evidencia primaria, la ley natural es también la fuerza motriz de tal proceso, una fuerza motriz que "mueve como mueve un objeto de deseo" (xtvsi me, sptújxsvov) 35, como mueven el bien y la verdad.

A. ARNTZ

85 Aristóteles, XII Metaph., c. 7, ed. Bekker, 1072, b 3.

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EL DECÁLOGO ESTUDIO DE SU ESTRUCTURA

E HISTORIA LITERARIAS

I. GÉNEROS JURÍDICOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

En un estudio hoy ya clásico sobre Los orígenes del derecho israelita 1, Albrecht Alt distingue dos géneros jurídicos: el ca­suístico y el apodíctico. El derecho casuístico prefiere la formu­lación mediante una cláusula condicional en tercera persona y contiene la exposición de un caso (prótasis) y la prescripción ju­rídica correspondiente (apódosis). Como ejemplo, puede servir Ex., 22, 15 s.: "Si uno seduce a una joven no desposada y tie­ne con ella comercio carnal, pagará su dote y la tomará por mu­jer; si el padre rehusa dársela, aquél pagará la dote que se acos­tumbra dar por una mujer virgen". Esta casuística se extiende a los más diversos campos: delitos de sangre, matrimonio, daños corporales, esclavos, derecho de propiedad, etc. Como formula­ciones jurídicas sobre casos concretos de la vida diaria, tienen su "Sitz im Leben" en la administración de justicia realizada por personal laico en la puerta de la ciudad 2. Dado que no demues­tran —ni desde el punto de vista étnico ni religioso-— una pe­culiaridad o vinculación genuinamente israelitas, sino que cons-

1 Kleine Schriften zur Geschichte des Volkes Israel I, 1953, 278-332. 2 L. Koehlcr, Die hebraische Rechtsgemeinde, 1931 = Der he­

braische Mensch, 1953, 143-171.

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tituyen un fondo común a la cultura del antiguo Oriente y del Canaán preisraelita, Israel debió tomar este derecho casuístico de la población cananea de Palestina a raíz de la conquista.

A diferencia de este tipo de fórmulas jurídicas, común a todo el Oriente, el derecho apodíctico aparece formulado en forma de precepto o prohibición en segunda persona (casi siempre en sin­gular), con las unidades menores agrupadas —a menudo series de diez o de doce— en conjuntos de contenido universal (p. ej., el Decálogo: Ex., 20; Dt., 5) o particular (p. ej., el juez justo: Ex., 23, 6-9) y originariamente redactadas dentro de un esquema métrico. Como ejemplo puede servir Ex., 23, 1 ss.: "No difun­das rumores falsos. No te unirás a un impío dando testimonio en favor de la injusticia. No te dejes arrastrar al mal por la muche­dumbre...". Según Alt, a pesar de todas sus variaciones en cuan­to a la forma, el género apodíctico ofrece siempre prohibiciones categóricas3; en ellas todo es "étnicamente israelita y religiosa­mente yahvista", incluso donde el esquematismo de la formu­lación no lo expresa de manera inmediata 4. En este género apo­díctico incluye también Alt cláusulas legales o series de cláusu­las en forma participial, donde el "caso" está expresado en un participio unido estrechamente al verbo que representa la dis­posición legal. Como ejemplo podemos citar el dodecálogo si-quemita de delitos condenados con maldición (Dt., 27, 15 ss.): "...Maldito quien deshonre a su padre o a su madre; y todo el pueblo responderá: Amén". Igualmente la sene de delitos que se castigarán con pena de muerte (Ex., 21, 12. 15-17; 22, 18 s.; 31, 14 s.) pertenecen para Alt al género apodíctico: "El que maldiga a su padre o a su madre será muerto" (Ex., 21, 17). Este derecho apodíctico —incluido el que se presenta en forma par­ticipial— no tiene paralelos en el derecho del antiguo Oriente. Por eso Alt le busca un "Sitz im Leben" genuinamente israelita y cree encontrarlo en la lectura solemne del derecho apodíctico cada siete años en la fiesta de los tabernáculos (Dt., 31, 10-13); Dt., 27 le hace pensar en Siquem como lugar de origen. El te-

* Op. cit. I, 322. 4 Op. cit., I, 323.

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rreno estaba preparado para que naciera este derecho apodíctico "desde el momento en que existió en la realidad la unión a Yahvé y, como consecuencia de ella, la institución del estableci­miento y la renovación de la alianza entre Yahvé e Israel" 5.

A este género apodíctico pertenece también, según Alt, el decálogo, que en su forma primitiva está más cerca de la prosa que de la poesía. Se diferencia netamente de los grupos de cláu­sulas apodícticas en torno a un tema particular, ya que, eviden­temente, pretende abarcarlo todo. Al expresar en forma categó­rica las posibilidades enumeradas mediante cláusulas prohibiti­vas, sin especificar castigo, el carácter jurídico de éstas pasa a segundo plano y queda mucho más destacado su contenido moral 6.

Estas consideraciones marcaron la pauta a la investigación ul­terior que revisó, modificó, corrigió o completó las tesis de Alt.

i. Diferenciación formal y material de la apodíctica

Para expresar la naturaleza del llamado derecho apodíctico, la descripción de Alt, ampliamente aprobada y admitida, me­diante los términos "derecho" y "apodíctico" peca de imprecisa; es necesario concretar y delimitar el contenido de ambos. La cláusula apodíctica, por naturaleza, no conoce la sucesión de prótasis y apódosis, de exposición de un caso concreto y formu­lación de la norma jurídica correspondiente; mediante un man­dato o una prohibición establece de manera categórica lo que, según la voluntad del legislador, se ha de considerar justo o injusto dentro de la comunidad en cuestión, formada por indi­viduos unidos entre sí por vínculos de sangre, origen étnico, pro­fesión o religión y culto 7. Pero la apodíctica, por carecer de ele-

5 Op. cit., I, 330. 6 Op. cit., I, 322. 7 Cf. R. Kilian, Literarkritische und formgeschichtliche Unter-

suchung des Heiligkeitsgesetzes: Diss. Masch., 1959, 11; en el mismo, Apodiktisches und kasuistisches Recht im Lichte agyptischer Analogien, "Bibl. Zeitschr" (1963), 185-202: sobre el punto concreto que aquí

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mentó jurídico normativo y sanción, no es adecuada para deter­minar el derecho en los casos aislados o la solución correspon­diente en los delitos concretos. En este sentido, la casuística, al presentar una situación determinada y dar la solución jurídica correspondiente —y ello en series de casos en torno a un mismo tema—, resulta mucho más práctica. Podría objetarse que en ciertas fórmulas apodícticas, incluso del Decálogo, el sentido ori­ginal de un mandato o una prohibición está enmarcado en una situación concreta; así, por ejemplo, el "no matarás" está estre­chamente relacionado con la institución de la venganza, y la prohibición del robo quizá se refiera originariamente al robo de una persona humana, como parece sugerir Ex., 21, 16: "El que robe un hombre, tanto si lo ha vendido como si se encuentra en su poder, será muerto" (cf. también Dt., 24, 7). Pero, aun en este caso, para la jurisprudencia procesal sería necesario determi­nar con más precisión las circunstancias del hecho; y además faltaría la solución jurídica necesaria para la administración de justicia.

2. Caso concreto y solución jundica en las formulas con parti­cipio o pronombre relativo

Entre la apodíctica prohibitiva "No matarás" o preceptiva "Honra a tu padre y a tu madre" y las fórmulas casuísticas en que no se regatea la puntualización (por ejemplo, las leyes sobre esclavos: Ex., 21, 2-11), ocupan un lugar intermedio las fórmu­las con participio o pronombre relativo (Lv., 20, 9. 10-18. 20. 21) en que se enumeran delitos penados con maldición o muerte y que Alt incluye en la apodíctica. Por su brevedad de enunciado y su tono categórico están más cerca de la forma prohibitiva y preceptiva; al establecer como pena la maldición o la muerte

analizamos véase p. 189; H. Gese, Beobachtungen zum Stil atl. Recht-sdtze, "Theol. Literat. Zeit". 85 (1960), 147-150; E. Gerstenberger, Wesen una Herkunft des sog. apodiktischen Recbts im A.T., 1961, 34.

5

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resultan muy semejantes a las fórmulas casuísticas. No obstante, es fácil observar que tanto en el participio ("El que maldice a su padre o a su madre...", Ex., 21, 17) como en la oración de relativo ("Todo el que maldiga a su padre o a su madre será castigado con la muerte", Lv., 20, 9) el sujeto merecedor de mal­dición o muerte, y con ello el caso, queda suficientemente espe­cificado. En cambio, por oposición a la casuística, la pena se­ñalada ("maldición", "muerte") es de índole especial. ¿Se trata de una muerte real, infligida por la comunidad en que tiene vi­gencia la ley? 8 ¿Cómo y por quién se ha de aplicar la pena? Evidentemente, se trata aquí de una imprecación mágico-cultual, en un contexto jurídico sacral 9, cuya base es la voluntad de Dios proclamada. De modo semejante, el castigo "karet" 10, es decir, la exclusión de la comunidad nacional, constituye una especie de excomunión mágico-cultual cuyo objetivo es proteger determi­nados tabús; el delincuente es excluido de la comunidad étnico-cultual. Como ejemplo H puede servir Lv., 17, 3 s.: "Todo hom­bre (de la casa de Israel) que degüelle un buey, una oveja o una cabra (en el campamento o fuera del campamento), sin haberla llevado al (la entrada del) tabernáculo de la reunión para presen­tarla en ofrenda de Yahvé (ante la morada de Yahvé), (a este hombre le será imputada la sangre, ha derramado sangre), este hombre será borrado de en medio de su pueblo". Cf. también Ez., 14, 6-11.

8 Así Alt, op. cit., I, 313; cf. también P. van Imschoot, Théolo-gie de VA. T. II, 1956, 260.

9 Cf. H. Cazelles, Études sur le Code de l'Alliance, 1946, 123 s.; R. Kilian, op. cit., 17, 19.

10 Cf. W. Zimmerli, Die Eigenart der prophetischen Rede des Ezechiel, "Zeitschr. f. alttest. Wiss." 66 (1954), 1-26: sobre el punto en cuestión véanse pp. 13-19; el mismo, Ezechiel, Bibl. Kommentar, 1957, 303-309; R. Kilian, Heiligkeitsgesetz, 1963, 11 s. Según Zimmerli 304, la fórmula piensa "primeramente en el castigo con que el mismo Yahvé amenaza al hombre... y que puede hacerse realidad mediante una actuación repentina de Dios".

11 Las partes entre paréntesis podían representar adiciones a la "forma primitiva" debidas a una redacción sacerdotal. Cf. R. Kilian, Heiligkeitsgesetz, 955.

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El Decálogo 67

Con las fórmulas de maldición y bendición 12, que aparecen unidas a preceptos y prohibiciones (cf. Dt . , 27, 11-13. 15, ss.; Jos., 24, 25 ss.; Dt . , 28; Lv., 26), difícilmente sería posible una jurisprudencia humana. En ellas, según la voluntad de Dios o de la comunidad, el que quebranta las prescripciones sanciona­das con pena de muerte o los tabús religioso-cultuales es juzgado como maldito por el poder destructor inmanente a la maldición; la comunidad, como vemos en Dt . , 27, acepta con su "amén" la voluntad de Dios expresada en estas fórmulas y aprueba la maldición correspondiente. D e igual modo, la fórmula de ben­dición opera la prosperidad y la vida, siempre que el bendecido permanezca fiel en su obrar a la voluntad de Dios que se pro­clama.

Por tanto, las enumeraciones de delitos sancionados con pena de muerte o maldición pertenecen a un género distinto de la apodíctica estrictamente dicha con sus preceptos y prohibiciones, y han de entenderse como fórmulas casuísticas de origen cultual en que se proclama la voluntad de Dios o de la comunidad. Las formas participiales no se pueden considerar como "una imita­ción abreviada de las formulaciones condicionales" 13; como la forma desarrollada y puntualizadora de la casuística tampoco se puede derivar de fórmulas jurídicas breves, axiomáticas, redacta­das rítmicamente, agrupadas en series y transmitidas por tradi­ción oral —como pretende von Reventlow 14—. El metro, la

12 Sobre el problema maldición-bendición véase J. Hempel, Die israelitischen Anschauungen von Segen und Fluch im Lichte altorienta-lischer Paralelen, "Zeitschr. deutsch. morgenl. Ges. 79 (1925), 20-110; M. Noth, Die mit des Gesetzes Werken umgehen, die sind unter dem Fluch, "Von Bulmerinq-Festschrift", 1938, 127-145 = Gesammelte Stu-dien, 1957, 155-171; J. Scharbert, "Fluchen" und "Segnen" im A. T., Bibl. 39 (1958), 1-26; H. Junker, Segen ais heilsgschichtliches Motiv-wort im AT, Sacra Pagina I (1959), 348-558. Cf. también J. Pedersen, Israel. Its Life and Culture I/II 1946, 182-212, 411-452.

'3 H. Gese, Beobachtungen zum Stil atl. Rechtsátze, "Theol. Lite-rat. Zeit." 85 (1960), 148.

14 Cf. Kultisches Recht im AT, "Zeitschr. f. Theol. u. Kirche" 60 (1963), 268-304; para este caso, 282.

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agrupación en series, el contenido y el "Sitz im Leben" —el cul­to— las diferencias de las fórmulas casuísticas ordinarias que per­tenecen a la jurisprudencia laical administrada a la puerta de la ciudad 15. Sólo en un estadio redaccional posterior vino a inter­pretarse esta pena de muerte —originariamente de carácter im­precatorio— como lapidación (Lv., 20, 2. 27 y otros) por haber­se perdido su sentido originario; al mismo tiempo, en lugar de Dios que proclama la muerte, ejecuta el castigo de la lapidación la clase rectora del pueblo, el 'am ha'árets 16.

Sobre la cuestión de si las prohibiciones y preceptos del De­cálogo, dentro del marco de una composición más amplia —por ejemplo, en torno a la alianza en el Sinaí—, contaban también con una especie de apódosis jurídica en forma de maldición o bendición, volveremos más adelante.

I I . APODICTICA PALABRA DE DIOS CULTO — ALIANZA

El Decálogo se presenta con énfasis en la introducción como teofanía y promulgación de la voluntad de Yahvé. De las se­ries apodícticas Ex., 22, 20 ss.; 34, 12 ss.; Lv., 18-15; Ex., 20, 2 ss., se hallan en el gran complejo literario de la perícopa sobre el Sinaí; también Dt., 5, 6 ss. se refiere a este contexto, aunque en el Deuteronomio "la vistosidad y sobre todo el carácter di­recto de la manifestación de Yahvé fueron modificados en bene­ficio de un mensaje comunicado por medio de Moisés" 17. La estrecha relación de las prohibiciones apodícticas con una pala­bra-oráculo de Dios, con la fórmula de autopresentación de Yah­vé y otras semejantes suele citarse casi siempre cada argumento en pro de una relación con el culto o de un "Sitz im Leben" en

15 Cf. también R. Kilian, Diss. Masch., 19 s. 16 Cf. Alt, op. cit., I, 313; H. von Reventlow y R. Kilian, loe. cit.;

H. von Reventlow, Kultisches Recht im AT, 291. 17 G. von Rad, Das fünfte Buch Mose, Das Alte Test. Deutsch,

1964, 43.

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el culto. Y al hacer esto se entiende por culto la fiesta del año nuevo o la fiesta de los tabernáculos en Siquem, la fiesta o cele­bración de la alianza. Pero es preciso examinar si esta relación con una palabra de Dios y un culto es originaria o surgió quizá por obra de la elaboración estilística y el marco literario; igual­mente debe ser sometida a examen la relación con la perícopa del Sinaí.

i. Apodíctica como palabra de Dios

El Decálogo (Ex., 20, 2-17; Dt., 5, 5-22) comienza con la autopresentación 18 "Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre" (Ex., 20, 2; Dt., 5, 6). De esta manera, en el "tu Dios", que destaca la gra­cia de toda una historia de salvación, Yahvé se hace presente a la comunidad que escucha; según Zimmerh, esta fórmula de autopresentación tiene su "Sitz im Leben" dentro del culto, en la proclamación de la ley por boca del sacerdote. Pero esta auto-presentación de Yahvé está insertada en la historia de la salva­ción lo mismo que su liberación de Israel sacándolo de Egipto. Un hecho que llama inmediatamente la atención es que este "yo" divino sólo aparezca en los dos primeros mandamientos; los siguientes nombran a Yahvé en tercera persona (Ex., 20, 10. 11. 12; Dt., 5, 11. 12. 15. 16). Dado que con la fórmula de auto-presentación "tanto el relato de las gestas salvíficas de Yahvé como la comunicación de la ley divina... vienen a quedar bajo la fórmula poderosa —que abre o cierra el conjunto— de auto-presentación de Yahvé, pronunciada por su representante huma­no", es lícito preguntarse si la unión de la autopresentación in­troductoria de los dioses extranjeros y las imágenes, y en los siguientes mandatos o prohibiciones (exceptuadas las adiciones posteriores: Ex., 20, 5. 6) en tercera persona, es original. Esta "discordancia... hace sospechar que el actual comienzo del Decá-

18 Cf. W. Zimmerli, Ich bin Jahwe, Alt-Festschrift, 1953, 179-209. K. Elliger, Ich bin der Herr — Euer Gott, Heim-Festchrift, 1954, 9-34.

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logo no conserva su redacción original" 19. Sólo más tarde pudo

unirse el cuerpo de exigencias éticas con la autopresentación, la

introducción histórica (Egipto) y la exigencia fundamental (prohi­

bición de dioses extraños), según el modelo de una fórmula de

pacto (de la que nos ocuparemos más adelante).

También en el Código de la Alianza (Ex., 20, 22-23, 33) una

redacción secundaria ha dado a las prohibiciones (Ex., 22, 20 ss.)

la forma de palabra de D i o s 2 0 ; en ausencia de una fórmula de

autopresentación, Ex., 22, 20 ss. enlaza con la palabra de Dios

en Ex., 20, 22 ss. que antecede al cuerpo de leyes casuísticas.

Asimismo, en Ex., 34, 12 ss. Dios aparece en primera (vv., 18.

19. 20. 24. 25) y en tercera persona (vv., 10. 14. 23. 24. 26).

Es muy difícil decidir, sin embargo, debido a la problemática 21

que entraña el intento de aislar un Decálogo y su relación con

Ex., 23, 14-19, si la unión del "Decálogo cultual" con una pala­

bra de Dios es original; especialmente teniendo en cuenta que

existen prohibiciones semejantes (Ex., i-, 3. 7; Dt . , 16, 3. 16)

en que Dios no aparece en primera persona. Dentro del Código

de Santidad, en Lv., 18, originariamente tenemos un viejo De­

cálogo con leyes que protegen a la familia, luego un Dodecálogo

que determina los grados de parentesco en que es ilícito el co­

mercio carnal, y dos marcos que encuadran el conjunto; ambos

marcos poseen fórmulas de autopresentación. 7"ambién en Lv.,

19 M. Noth, Das zweite Buch Mose, Das Alte Test. Deutsch, 1959, 130.

20 Cf. E. Gerstenberger, op. cit., 56: "...hay suficientes motivos para suponer que las series de cláusulas prohibitivas de Ex., 22, 20a.21. 27.28a; 23, 1-3.6-9 fueron incluidas en un discurso de Yahvé o enmarca­das en él por un redactor o en el proceso posterior de una colección nueva".

21 Cf. J. J. Stamm, Dreissig ]ahre Dekologforschung, "Theol. Rundschau", 1961, 220-223; véase también Kl. Baltzer, Das Bundesfor-mular, Neukirchen 1960, 48 s.; W. Beyerlin, Herkunft and Geschichte der altesten Sinaitradition, 1961, 30 s., 90 ss. Recientemente, H. Kosmala (The so-called ritual decalogue: "An. Swed. Theol. Inst." I (1962), 31-61) ha aislado en Ex., 34, 14-26, un antiguo calendario de fiesta (vv. 18-24) con otras cuatro disposiciones sobre la fiesta de la Pascua.

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El Decálogo 71

19, las fórmulas de autopresentación y los sufijos de primera per­sona (exceptuando quizá 19, 12) constituyen adiciones secun­darias 22.

Por tanto, en la mayoría de las fórmulas apodícticas hay que contar con una relación secundaria entre apodíctica y palabra de Dios. Y posiblemente también el fondo cultual y la autoridad divina de estas fórmulas apodícticas hizo su aparición en el esta­dio posterior de una concepción teológica que puso los mandatos o prohibiciones éticos, morales, sociales y cultuales bajo la auto­ridad legitimadora y protectora de Yahvé y su alianza.

2. Decálogo, apodíctica y alianza en el Sinaí

Dentro de la gran perícopa del Sinaí (Ex., 19, i - N ú m . 10, 10) se diferencian netamente la parte yehovista (Ex., 19-24; 32-34) y lo sacerdotal (Ex., 25-31; 35-Núm. 10, 10) 23.

Dentro de la perícopa yehovista, el Decálogo (Ex., 20, 1-17) forma una unidad cerrada que, según todos los indicios que ofre­ce la crítica literaria y la historia de las formas, tenía su lugar dentro del relato del Sinaí entre Ex., 20, 18-21 y 24, 1-15, antes de que el Código de la Alianza —un conjunto independiente en su origen— fuese introducido en el lugar que hoy ocupa. Mediante Ex., 20, 1, el Decálogo —que existía ya en una forma primitiva— fue unido al pasaje elohísta 24, 3-8 y así incluido en la tradición elohísta 24. Aunque no es posible demostrar que

22 Cf. K. Elliger, Das Gesetz Leviticus 18, "Zeitschr. f. alttest. Wiss.", 67 (1955), 1-25. En este sentido se expresa R. Kilian, Literar-kriüsche unid formgeschichtliche Untersachung des Heiligkeitsgesetzes, op cit., 21 ss (sobre Lv., 18) y 36 ss. (sobre Lv., 19); cf. también E. Ger-stenberger, op. cit., 58.

23 Cf. G. von Rad, Das formgeschichtliche Prohlem des Hexateuch, Beitr. Wiss. Alt u. N . Test. IV, 26, 1938 = Gesammelte Studien zum AT., 1958, 9-86: para este punto cf. 20 ss.; M. Noth, Überliefe-mngsgeschichte des Pentateuch, 1948, 13 ss. y otras.

24 Sobre el problema de la inclusión del Decálogo en las fuentes véanse las diversas opiniones en J. J. Stamm, op. cit., 218 ss.

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originariamente perteneciera al conjunto literario del relato en torno al Sinaí, deben destacarse ciertos elementos formales de la autopresentación de Yahvé, de la introducción que evoca la li­beración de Egipto y de la prohibición de dioses extraños e imá­genes.

Probablemente, también el Código de la Alianza (Ex., 20, 22-23, 33) ^ a ^ e considerarse como un conjunto jurídico inde­pendiente que fue incluido más tarde entre los relatos de la teo-fanía (19, 1-20, 21) y la conclusión de la Alianza (24, 1-11). Las prescripciones cultuales de Ex., 23, 13-19 (c£. Ex., 34, 14-26) parecen proceder de un ambiente agrícola sedentario, y su inclu­sión en el código legal sería redaccionalmente secundaria. El segundo apéndice (Ex., 23, 20-33) c r e c ' ° poco a poco y podría considerarse "como broche final de la lev, a la manera de Dt., 27 ss. y Lv., 26" 25.

Distinto del Decálogo de Ex., 20 y del Código de la Alian­za (Ex., 20, 22-27, 33), el llamado Decálogo cultual de la tradi­ción yahvista (Ex., 34, 10-28), con su alusión a la alianza (vv., 10. 27) y su temática cultual, aparece como un "fragmento li­túrgico... —la parénesis y la promulgación de la ley que inte­graban la leyenda de la fiesta—, en el que, por motivos que hoy se nos escapan, faltan los demás elementos de la liturgia de la Alianza" 26. Baltzer 27 y otros encuentran aquí los elementos de un formulario de alianza: prehistoria, afirmación fundamental, preceptos particulares y conclusión de la alianza. Merece des­tacarse la aparición de la expresión arcaica "cortar un pacto" (vv., 10. 27), que originariamente designa el rito de establecer un pacto mediante la operación de partir, "cortar" una víctima (cf. Gn., 15, 9 s., 17; Jr., 34, 18 s.). Las "diez palabras" (Ex., 34, 28), que, sin duda, se refieren a 34, 10-28, representan quizá para la concepción yahvista de la alianza el documento de la misma; puede ser que, con su postura anticananea, "pretenda salir al paso de una total canaanización, a la vez que salvaguardar

25 W. Beyerlin, op. cit., 9. 26 E. Gerstenberger, op. cit., 83. 27 Op. cit., 48 ss.

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El Decálogo 73

e imponer los inalienables compromisos y exigencias básicas que

entraña la alianza con Yahvé y su culto" 28.

Junto a la cuestión literaria de la relación entre el Decálogo

y la alianza —que, en parte por la enmarañada situación litera­

ria de la perícopa del Sinaí, es imposible resolver—, ocupan el

primer plano de la investigación actual el tema de la estructura

según un formulario de alianza y el de un "Sitz im Leben" en

el culto, es decir, el problema de la forma e historia literaria del

Decálogo.

Según Mowinckel 29, el Decálogo tiene su "Sitz im Leben"

en la fiesta del año nuevo y en la ceremonia de entronización,

donde —según Sal. 81 y 50, así como Dt . , 31, 10-13— profetas

cultuales realizaban una lectura solemne de diversas colecciones

de leyes; de acuerdo con Sal. 15 y 24, los Decálogos constituyen

la prescripción de entrada en el templo y el culto. D e modo se­

mejante supone Al t , fundándose en Dt . , 27 y Dt . , 31 , 10-13,

que el Decálogo y otras prescripciones apodícticas eran leídas

solemnemente en el culto de la fiesta de los tabernáculos cada

siete años. Von Rad 30, en su análisis del Deuteronomio, distin­

gue los siguientes elementos:

1. Exposición histórica de los acontecimientos en el Smaí

y parénesis: Dt . , 1-11.

2. Proclamación de la ley: Dt . , 12-26, 15.

3. Compromisos de la alianza: Dt . , 26, 16-19.

4. Bendición y maldición: Dt . , 27 ss.

28 W. Beyerlin, op. cit., 101 s., cf. también 108. Según Beyerlin, en Ex., 34, el Decálogo ha sido desplazado por las leyes anticananeas de Ex., 34, 10-28. Cf. también N. Lohfink, Der Dekalog in der Sicht heu-tiger Bibelwissenschaft, "Religionsunterricht an Hóheren Shulen" 6 (1963), 197-206, sobre este punto véase p. 205, nota 13: "Hay razones para pensar que el texto de la Alianza de Ex., 34, representaba el documento de la Alianza en el sentido estricto de la palabra."

29 Le décalogue, París 1927; el mismo, Zur Geschichte der Dekalo-ge, "Zeitschr. F. alttest. Wiss." 55 (1937), 218-235.

30 Op. cit., 34 s.

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Igualmente en la perícopa del Sinaí distingue estos elementos:

i. Parénesis (Ex., 19, 4-6) y exposición histórica de los acon­tecimientos en el Sinaí (Ex., 19 s.).

2. Proclamación de la ley (Decálogo y Código de la Alianza). 3. Promesa de bendición (Ex., 23, 20 ss.). 4. Conclusión de la alianza (Ex., 24).

En Jos., 24 descubre también los mismos elementos. El estudio de este problema recibió nuevo impulso y vino a

verse desde ángulos nuevos por obra de G. E. Mendenhall 31, que hizo fijar la atención en formularios de alianza semejantes al bíblico y presentados por los pactos hititas de los siglos xiv y xn a. C. Posteriormente K. Baltzer 32, D. J. McCarthy 33 y otros han proseguido los estudios del formulario de alianza en el Antiguo Testamento y el antiguo Oriente.

3. Alianza y Decálogo: Analogías en el antiguo Oriente

Entre los pactos del antiguo Oriente, los pactos hititas de soberanía y vasallaje, en que un vasallo se compromete bajo ju­ramento a obedecer las órdenes del rey, presentan la siguiente estructura: 34

1. Preámbulo (con nombre y título del rey). 2. Prólogo histórico (en que se especifican las anteriores re­

laciones entre los protagonistas del pacto, especialmente los favores hechos por el rey al vasallo).

3. Declaración fundamental o cláusula de soberanía (exi­gencia de lealtad por parte del vasallo, prohibición de re-

31 Law and Covenant in Israel and the Ancient Near East, Pitts-burgo, 1955.

32 Op. cit. 33 Treaty and Covenant, "An. Bib.", Roma 1963. 34 Véase la tabla con los elementos que aparecen en todos los

pactos hititas en McCarthy, op. cit., 50.

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laciones con potencias extranjeras y actitud hostil, com­promiso de seguir siempre al soberano, etc.).

4. Determinación de puntos concretos (fronteras, tributo, ayuda militar, etc.).

5. Orden de conservar el texto del pacto en el templo y de leerlo regularmente.

6. Invocación de Dios como testigo del pacto. 7. Maldiciones y bendiciones.

Resulta especialmente instructiva la comparación de este for­mulario con la alianza de Síquem (Jos., 24) y el formulario de alianza del Deuteronomio 35. En cuanto a la perícopa del Sinaí y las unidades que sobre ella ofrecen las distintas tradiciones, la comparación sólo es posible en parte; parece muy problemático que las más antiguas tradiciones del Pentateuco conocieran un formulario de alianza al estilo de los pactos de soberanía o de Jos., 24. Aun cuando en pasajes de la perícopa del Sinaí ciertos elementos aislados tienen su paralelo en los formularios hititas, el contexto literario o el tono y el centro de gravedad son distin­tos. Para Ex., 19-24, el centro de gravedad es la manifestación del poder y la gloria de Yahvé 36. En Ex., 24, 1-2. 9-11, el centro de la alianza es un banquete; este rito del banquete de alianza no tiene correspondencia en los pactos. Merece destacarse tam­bién el hecho de que en la tradición yahvista faltan las fórmulas de maldición y bendición.

La teoría de Alt sobre la índole peculiar del derecho israelita en el Antiguo Testamento quedó socavada por las numerosas fórmulas apodícticas en los pactos hititas37. La forma apodícti-ca, por tanto, no es por sí sola argumento suficiente para afirmar el carácter genuinamenre israelita del Decálogo o las leyes prohi­bitivas.

35 Cf. especialmente los trabajos de Baltzer y McCarthy; véase también J. L'Hour, L'Alliance de Sichem: "Rev. Bibl." 69 (1962), 5-36, 161-184, 350-368; G. Schmitt, Der Landtag von Sichem, Stuttgart, 1964.

36 Cf. especialmente el estudio de McCarthy, op. cit., 152 ss. 37 Véase la lista en McCarthy, op. cit., 49.

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No obstante, entre las disposiciones de los pactos por una parte y el Decálogo y las disposiciones de la alianza por otra existe escasa relación. A nuestro entender, Gerstenberger 38 ofre­ce argumentos de peso para rechazar la identificación de las prohibiciones descubiertas en los pactos con las prohibiciones del Antiguo Testamento. Las disposiciones de los pactos están orien­tadas, en cuanto a la forma y al contenido, al pacto político y tienen en la mente un hombre concreto, a menudo determinado nominalmente. En las fórmulas prohibitivas del Antiguo Testa­mento es característica la ordenación en grupos, mientras en los pactos esto sucede a lo sumo en torno al "leitmotiv" del quebran­tamiento del pacto. Heinemann 39 y von Reventlow 40 intentan explicar estas diferencias partiendo del distinto "Sitz im Leben"; von Reventlow, a partir del "formulario (de alianza) cultual de Israel" y el "formulario (de pacto) político profano del imperio hitita", pretende llegar a una "forma común primitiva" que no logra convencer.

I I I . DECÁLOGO, APODICTICA Y "GENERO SAPIENCIAL"

i. Apodíctica-amonestación, prohibición

En la literatura sapiencial del Antiguo Testamento —igual que en la del antiguo Oriente— se pueden distinguir dos clases de unidades menores: sentencias impersonales, formuladas de manera objetiva, y amonestaciones o consejos personales, de for­mulación directa 41. Unidades de este segundo tipo tenemos por ejemplo en Prov., 1-9; 22, 17-24, 22. Pero estas amonestaciones

38 Op. cit., 87-91. 39 Untersuchungen zum apodiktischen Recht, Diss. Masch., Ham-

burgo 1958; sólo me ha sido accesible a través de Stamm y Gerstenberger. 40 Op. cit., 276 s. 41 Cf. W. Baumgartner, "Zeitschr. f. alttest. Wiss." 34 (1914), 161-

198; H. Gese, Lehre und Wirklichkeit in der atl. Weisheit, Tubinga 1958; 51 s.; E. J. Gordon, Sumerian Proverbs. Philadelphia 1959, 1 ss.;

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El Decálogo 77

y consejos demuestran un paralelismo 42 de forma y contenido con las fórmulas legales apodícticas que merece la pena destacar. Como ejemplos 43 pueden servir los siguientes pasajes:

Prov., 22, 22 Amenemope, c. 2 Lv., 19, io 22, 28 c. 6 Dt., 19, 14 23, 10 c 6 Ex., 22, 21

W. Kornfeld 44 pretende negar este llamativo paralelismo, y afirma que las unidades del género sapiencial poseen una "ca­racterística distinta, ya que estas amonestaciones no se dirigen a una persona real, sino a una persona ficticia a la que llaman 'hijo mío'. Según él, estas amonestaciones constituyen normas de vida, pero no denuncian ninguna pretensión de ser "leyes". Y es cierto, pero lo mismo ocurre en gran medida con fórmulas primitivas de prohibición. El error de Kornfeld consiste en que juzga las cláusulas apodícticas, preceptivas y prohibitivas, a par­tir de la redacción final como palabra de Dios y levanta su teoría sobre la base de la estructura tardía de las cláusulas en la tradi­ción sobre el Sinaí-Horeb. Las instrucciones en forma de amo­nestación y consejo, tanto en la literatura sapiencial como en la apodíctica, se han adaptado en cada caso a la situación concreta, en que la instrucción tiene lugar: padre-hijo, jefe de clan-miem­bro de clan, jefe de tribu-ciudadano libre, maestro (sabio)-dis-cípulo, etc. Al ser asumido el género en la palabra de Dios y los acontecimientos del Sinaí, su autoridad cambió inevitablemente, y a la vez su grado de obligatoriedad adquirió un carácter abso­luto al ponerse bajo la autoridad de Dios.

í. I. van Dijk, La sagesse Suméro-Accadienne, Leiden 1953; Gersten-berger, op. cit., 100 ss.

42 Cf. Gerstenberger, loe. cit. « Ibidem, 169, n. 131. 44 Studien zum Heiligkeitsgesetz, Viena 1952, 59 s.

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2. Paralelos egifetos

La literatura sapiencial egipcia presenta en versos cortos, casi de igual longitud, máximas y aforismos cuyo fin es "allanar el camino al orden creado por Dios —que por naturaleza está total­mente sustraído al influjo del hombre—, a la Maat..." 45. Sólo existe un orden y una verdad, con validez en la esfera divina y humana. Toda violación de este verdadero orden es vengada mediante el fracaso en la vida terrena. Numerosas reglas particu­lares y sentencias marcan este camino de la vida. "Todas las en­señanzas pueden aplicarse a todos los hombres, siempre que per­tenezcan al grupo social a que van dirigidas" 46. En las "Máxi­mas morales" 47 del tiempo de Ramsés II tenemos dos grupos de diez; cada máxima comienza con la fórmula "no hagas, no de­bes hacer":

"No te prepares hoy para el día de mañana antes de que llegue, ¿no está (?) ayer lo mismo que hoy en las manos de Dios? No te burles (?) de un anciano o una anciana cuando son decrépitos; cuida no sea que ellos... a ti antes de que tú envejezcas. No reconozcas (como) madre tuya a quien no lo es; pien­sa que puede ser oído por... No hagas derecho lo que es torcido para que puedas ga­nar amor; aprecia (?) a cada hombre según su carácter como un miembro de él. No alardees de fuerza mientras eres un mozuelo; mañana te resultará como bayas amargas en el labio.

45 H. Brunner, Die Weisheitsliteratur, Handbuck der Orientalistik, I, 2 (Literatur), 1952, 90-110, para este caso, 93.

46 Brunner, op. cit., 95. 47 A. Gardiner, A New Moralizing Text, Herm. Jnnker-Festschrift,

"Wiener Zeit. £. die Kunde des Morgenl." 54 (1957), 44 s.

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El Decálogo 79

No tomes bocado grande de la propiedad del rey; ten cuidado no sea que... te trague.

la casa del rey a la puerta (Faltan dos (?) líneas)

No concedas ocio a tus miembros cuando eres un mozue­lo; la comida viene por las manos y las provisiones por los pies. No alardees de cosas que no son tuyas; otra vez (te ve­rás ?) robando o quebrantando los mandamientos. No denuncies un crimen que se está haciendo (?) pe­queño ; se ha visto a un mástil caído como una vela floja (?). No denuncies un crimen pequeño, cuida que no crezca; un carpintero de barco puede (?) levantarlo como un mástil. No medites planes para mañana; no ha llegado todavía hoy mientras no llega mañana. No ignores a tus vecinos en sus días de tribulación, para que ellos se vuelvan a ti en (tu) momento. No hagas tu boda sin tus vecinos, para que ellos se vuelvan a ti (con) llanto en el día de funeral. No presumas de grano en el momento de labrar, que se pueda ver en la era. No seas terco en pelearte con tus vecinos; tus aliados (?) ... (Vs. 10) vigilante (?), sabe (?)..."

Véanse también estos ejemplos tomados de la enseñanza de Amenenope 4S:

"No cambies el mojón en los lindes de los campos ni desplaces el trazado de la cuerda; no codicies una vara de terreno ni borres los lindes de una viuda."

48 p r w . v o n Bissing. Altigyptische Lehensweisheit, Zürich 1955, 82.84.86.87.89.

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"No codicies la hacienda de un hombre pequeño, ni sientas hambre de su pan." "No apañes en tu favor la balanza, no adulteres las pesas, no achiques las partes de la medida de grano." "No lleves a juicio a un hombre en desgracia, ni tuerzas la justicia." "No te rías de un ciego ni te burles de un enano, no desbarates los planes de un cojo."

En la llamada confesión negativa, un discurso que el muerto pronuncia ante el tribunal del otro mundo, se nos ofrece "la expresión de un orden ético que abarca todo el ámbito de las obligaciones del hombre, y en el dominio capital de la ética, la que se refiere a las obligaciones frente al prójimo, presenta una elaboración de gran sutileza en la diferenciación y matizacion de los delitos" 49. Cf. la introducción del capítulo 125 del llama­do "Libro de los Muertos" :

"Yo no he causado enfermedad. Yo no he hecho llorar. Yo no he matado. Yo no he ordenado matar. Yo no he hecho sufrir a los hombres. Yo no he reducido las comidas en los templos. Yo no he atentado contra los panes ofrecidos a los dioses. Yo no he robado los panes ofrecidos a los muertos. Yo no he tenido comercio carnal (ilícito). Yo no he practicado la prostitución antinatural..."50

En la estela de Beki51, aludiendo al capítulo 125, el muerto dice que "se ha regido por las leyes (hp. w.) del atrio de las dos verdades", es decir, las fórmulas de la confesión negativa tienen para la vida práctica el valor de mandamientos. "Yo no he ma­tado" equivale al mandamiento "No matarás". Es muy posible que estas máximas éticas, próximas al ethos del Decálogo, fue-

49 J. Spiegel, Die Idee vom Totengericht in der ágyptischen Reli­gión, Leipziger Aegyptol. Stucüen, 1935, 59.

50 Spiegel, op. cit., 57; cf. H. Gressmann, Altorient. Texte z. AT., Berlin, 21926, 10 s.

51 Spiegel, op. cit., 74.

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El Decálogo 81

sen familiares a Moisés a causa de su origen egipcio 52. N o se trata aquí de prácticas mágicas o de afirmación de sí mismo y coacción sobre los dioses, como O. Schilling pretende, sino de un esfuerzo ético real por alcanzar una imagen ideal del hombre como la que encontramos en las biografías idealistas del Reino Medio y en la literatura sapiencial. Mientras en la biografía idealista "el fin buscado era la realización del tipo ideal y el or­den ético en una determinada esfera de la vida (por ejemplo, en el sector de los grandes funcionarios del reino o servidores de pa­lacio...)", en la confesión negativa del juicio de los muertos "se ofrece el ideal de la justicia y el orden ético con validez universal entre los hombres, prescindiendo de toda relación con un deter­minado sector" 53.

También en el decreto del rey Haremheb 54 se ofrecen pres­cripciones y máximas, destinadas concretamente a los jueces. Cf., por ejemplo, IV, línea 14:

" N o os asociéis a otras gentes.

" N o toméis de los demás regalos de soborno." Igualmente, dentro del ceremonial de investidura de un vi­

sir durante la dinastía XVIII 55 se mencionan los deberes morales del visir y los deseos del rey en cuanto al cumplimiento de los mismos. Cf. por ejemplo:

52 De manera semejante, pero sin aludir a las "leyes del atrio de las dos verdades", también Cazelles, Loi israélite, Dict. Bibl. Sufp V (1952) 515: "Pero Moisés, que anteriormente había sido escriba... hizo de una afirmación de inocencia después de la muerte un mandamiento para los vivos."

53 Spiegel, op. cit., 59. 54 Cf. K. Pflüger, The Edict of King Haremheb, "Journal of Near

Eastern Stud." 5 (1946), 260-276; W. Helck, Das Dekret des Künigs Haremheb, "Zeitschr. f. Aegypt. Spr. u. Altertumskunde", 80 (1955), 109-136, cf. también H. Cazelles, Móise devant l'histoire, Móise, l'homme de l'Alliance, 1955, 16; R. Kilian Apodiktisches und kasuistisches Recht im Lichte agyftischer Analogien, 199 s.

55 K. Sethe, Die Einsetzung des Veziers unter der 18. Dynastie. Inschrift im Grabe des Rech-mi-re zu Scheich abd el Gama, "Untersu-chungen zur Geschichte und Altertumskunde Aegyptens" V, 2 (1909), 54.

6

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"No despaches a ningún peticionario sin prestar atención a su demanda." No te enojes contra un hombre injustamente; enójate, en cambio, contra lo que debes enojarte." Pero también en la literatura sumeria y asirio-babilónica, junto a proverbios y sentencias, existen amonestaciones y recomendaciones de carácter negativo y de formulación directa (en segunda persona de singular).

Desde que tiene lugar la salida de Egipto y existe la comu­nidad de alianza —renovada regularmente— del Sinaí-Horeb, la Alianza y cada individuo sólo pueden fijar y regular su ethos y sus normas de convivencia humana "delante de Yahvé". Israel sabe que "tal cosa no se hace en Israel" (Gn., 34, 7; 2 Sm., 13, 12). Ethos, moral, derecho y ley, al quedar colocados bajo la vo­luntad suprema de Yahvé, reciben de este "Yo soy Yahvé" su úl­tima autoridad y sanción. Así, el Decálogo y las otras máximas morales no van dirigidos "a una comunidad profana, por ejem­plo el Estado, y mucho menos a la sociedad humana, sino a la comunidad de los unidos a Yahvé por un pacto" 56. De igual modo que la fe de Israel imprime su sello a la historia y a la vida de la comunidad, así también la historia de Israel imprime el suyo a la fe y al ethos de Israel. El Decálogo, por tanto, es algo "muy distinto de un compendio de derecho natural; es más bien la forma acentuada de un derecho que tiene su origen en una Alianza... Derecho que constituye un desbordamiento de la soberanía y la gracia divina que busca a los hombres" 57. Con la proclamación del Decálogo Israel es invitado a la obediencia, y en este deber de obediencia queda delimitado el marco mínimo de la posibilidad ético-religiosa de vivir dentro de la comunidad de la Alianza. Incluso los esbozos de un derecho •—o un ethos— de gentes que presenta el Antiguo Testamento, como el que ha­llamos, entre otros, en el poema contra las naciones de Am 1-2, parten de la voluntad soberana de Yahvé.

56 G. von Rad, Theologie des A. T., Munich 1957, t. I, 196 s. 57 F. Horst, Gottes Recht. Munich 1961, 257.

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I V . DE LA INSTRUCCIÓN AL MANDAMIENTO DE DIOS

Contra los que, con una unilateralidad abusiva, derivaban la apodíctica del culto o de una fiesta, Gerstenberger ha demostrado que el punto de partida del derecho apodíctico es la regulación de la vida del clan. "El ethos de la familia o el clan, que se ex­presa en las fórmulas prohibitivas, fue custodiado, transmitido y reelaborado por las personas constituidas en autoridad dentro de la comunidad, es decir, por los ancianos del clan" 58. No es de extrañar, pues, que aparezcan juntos ethos de familia y de clan y reglas normales para la vida diaria. Al evolucionar las re­laciones sociales, naturalmente evolucionó también el ethos; se acomodó a la situación nueva para proteger las condiciones de vida que habían surgido.

Un momento decisivo en la historia de Israel, mejor dicho, su verdadero comienzo, es su salida —liberado— de Egipto y la conclusión de la Alianza en el Sinaí. Ambos acontecimientos configuraron la fe de Israel de tal manera que en adelante su vida y su comunidad quedaron determinadas por el Dios que lo li­beró de Egipto y estableció con él la Alianza en el Sinaí. En lugar de la autoridad de los padres o ancianos, es el mismo Yah-vé quien señala obligaciones a su pueblo y le expresa su voluntad soberana en cuanto al ethos. Merece recordarse aquí que W . Schóllgen 59, en un análisis sociológico del Decálogo, llega a la conclusión de que "podemos definir a los diez mandamientos casi igual como ethos que como ética. Podemos definirlos como ethos porque, en cuanto leyes de Yahvé en el contexto de una alianza, pretenden configurar y formar un pueblo histórico de­terminado... Cada uno de los diez mandamientos abarca y pro­tege una parcela de la vida pre-estatal... En este orden sólo hay una voluntad con validez absoluta: la voluntad de Yahvé".

58 Op. cit., 114. 59 Der Dekalog unter soziologischem Gesichtspunkt. Aktuelle. Mo-

ralfrobleme, Dusseldorf 1955, 44-55

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Las máximas éticas fundamentales y las normas prohibitivas que regulan la vida de la comunidad son reelaboradas como pala­bra de Dios; palabra que expone al pueblo, constituido por la Alianza del Sinaí, las exigencias de esta Alianza como voluntad soberana de Dios. La autopresentación de Yahvé, en la que El evoca la gracia que otorga a su pueblo librándolo de Egipto, corrobora la estrecha relación que existe entre acción salvífica, voluntad salvífica y exigencias de la Alianza. Nada impide que Moisés 60 reelaborase y colocase bajo la voluntad de Dios el es­tilo de las máximas morales, reglas de vida y confesiones nega­tivas egipcias, así como las reglas del ethos propio de los clanes semi-nómadas, caracterizadas por una formulación apodíctico-sapiencial, convirtiéndolas en una "ley fundamental de la recién creada comunidad de Yahvé" 61.

Con el ulterior desarrollo de la comunidad de la Alianza por lo que se refiere al culto y al ethos, la voluntad soberana de Yahvé contenida en el Decálogo fue incluida en el culto y proclamada en las celebraciones de la Alianza (cf. Dt., 31, 10-13). P° r m o~ tivos especiales se formaron grupos de delitos sancionados con mal­dición, muerte o excomunión, que en gran parte coinciden con el Decálogo 62:

Culto a otros dioses Culto de imágenes Uso ilícito del nombre

de Yahvé Sábado Maldición a los padres Delito de homicidio Adulterio Robo

Decálogo

Ex., Ex.,

Ex., Ex., Ex., Ex., Ex., Ex.,

20,3 20,4

20,7

20,8

20,12

20,13

20,14

20,15

Delito ¡ sancionado con la muerte

Ex.

Lv. Ex. Ex. Ex. Lv. Ex.

1 2 2 , I Q

, 24, l6

• y>l5 , 21,17 , 21 ,12

, 20 ,10

, 21,16

Delito con 1

Dt.,

Dt., Dt.,

sanciona* maldición

27,15

27,16

27,24

60 Las distintas hipótesis sobre la época en que fue compuesto el Decálogo se hallan reunidas en Stamm, op. cit., 226-234.

61 E. Sellin, Einleitung in das A. T., 81949, 25. 62 Alt, op. cit., 320.

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El Decálogo 85

El pasaje de Dt., 27, 11 ss., en que seguramente tenemos una tradición pre-deuteronomista, nos permite reconstruir la liturgia de la renovación de la Alianza: las doce tribus están congregadas en dos grupos, en las laderas del Ebal y el Garizín, y responden alternativamente con maldición o bendición, o ratifican con su "amén" el Dodecálogo de delitos sancionados con maldición, pro­clamado por los levitas. La voluntad soberana de Yahvé se extien­de también a las acciones "ocultas" (vv. 15.24): "Israel se cons­tituye en instrumento para la realización de esta voluntad divina al llevarla a todas las ramificaciones de la vida" 63.

En la serie de delitos sancionados con expulsión de la comuni­dad que nos ofrece Dt., 23, 2-24, 7 64 tenemos una reelaboración casuística muy temprana del Decálogo.

Al adaptar el Decálogo a la actualidad mediante la paréne­sis v el comentario, el Deuteronomio encierra una importante aportación al desarrollo del ethos de la Alianza. Así, como po­nen de relieve los estudios de N . Lohfink 65, Dt., 6, 12-16 es "el núcleo de un gran marco que contiene todos los mandamientos, un comentarlo al mandamiento capital del Decálogo". En el Deuteronomio, "la observancia del primer mandamiento y la práctica de todos los demás no se consideran como la parte y el todo..., sino como dos aspectos de una misma cosa"66.

El Código de Santidad representa un desarrollo histórico, teo­lógico y pastoral de antiguas prescripciones destinadas a proteger la familia y el clan. En Lv., 18, por ejemplo, un Decálogo sobre prohibiciones de contacto sexual dentro de una familia semi-no-mada —"No descubrirás la desnudez de...: Lv., 18, 7-16)—, que en un estadio ulterior recibió la forma de Dodecálogo sobre los

63 G. von Rad, Das fiinfte Buch Mose, 121. 64 Cf. J. L'Hour, Une législation criminelle dans Deutéronome,

"Bibl." 44 (1963), 1-28. 65 Das Hauptgebot, "An. Bibl", 20, Roma 1963, 154. 66 Op. cit., 159. Cf. también 158: "Guardar todos los mandamien­

tos y realizar en la práctica las exigencias concretas del primer manda­miento incesantemente aceptado, es lo mismo."

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grados de parentesco en que es ilícito el contacto sexual (vv. 7-16 y 13.17, igualmente adiciones en 9.10), acabó por recibir un marco histórico (2b-4.24.30; 5.25-29) redactado "desde una situa­ción intermedia entre la salida de Egipto y la expulsión de los cananeos"; y así "la legislación de Lv., 18 fue incluida en el relato sacerdotal —y consiguientemente en el conjunto narrativo del Pentateuco— de los acontecimientos del Sinaí" 67. Premio y castigo, promesa y amenaza sirven para intimar la observancia de los preceptos.

Así, pues, el Decálogo experimenta una diferenciación cre­ciente con la adición de nuevos relatos y es incorporado a las tradiciones sobre el Sinaí; y como resultado final de este proceso, en la nueva ordenación de la comunidad después del exilio, surge el complejo conjunto de la Torah. A seguirla exhorta la parénesis deuteronomista de Dt., 30, 19: "Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvé, tu Dios, obedeciendo su voz y adhiriéndote a El, porque en eso está tu vida y tu bien­estar duradero..."

Los Salmos 11, 19B y 119 representan un punto culminante en la valoración teológica de la Torah: en la Torah el salmista encuentra a su Dios —un Dios que estableció Alianza con él-—, y a través de la manifestación de Yahvé en la ley recibe alivio, sabiduría, gozo, fortaleza, justicia y paz. Las cualidades de la Torah —perfección, seguridad, rectitud, integridad, verdad, ri­queza y dulzura— ofrecen una valoración quasi-sacramental. El gozo en la instrucción y en la ley de Dios es, según Jr., 31, 34, una característica de la existencia escatológica del justo 68.

67 K. Elliger, Das Gesetz Leviticus 18, "Zeitschr. f. alttest. Wiss". 67 (1955), 1-25; véanse también los estudios sobre el Código de Santidad de Kilian y von Reventlow, entre otros. Cf. Elliger, op. cit., 20.

68 Cf. H.-J. Kraus, Freude an Gottes Gesetz, "Evangel. Theol." (1950/51), 337-351; G. J. Botterweck, "Theol. Quart." 138 (1958), 129-151; A. Deissler, Ps. 119 und seine Theologie, "Münchener Theol. Stud." I (1955), 11.

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V . PLENITUD EN CRISTO

Jesús, en un diálogo con un escriba ( M e , 12, 28-34; Mt. , 22, 34-40; Le , 10, 25-29), señaló como norma el doble mandamien­to del amor a Dios y al prójimo: "De estos dos preceptos pen­den toda la ley y los profetas" (Mt., 22, 40). Este mandamiento doble, absoluto, del amor corresponde a Dt., 6, 4 s. y Lv., 19, 18. Los mandamientos y leyes del Antiguo Testamento conservan su vigencia en cuanto correspondan a esta norma doble. Según Mt., 5, 17, Jesús no viene a disolver la ley y los profetas, sino a darles plenitud. En Jesús se inicia la manifestación del Reino de Dios; por eso, El es también heraldo e intérprete autorizado de la voluntad de Dios. El radicalismo paulino sobre el Evange­lio independiente de la Ley se basa en la fe en Cristo y en la sotenología de Pablo; en el Evangelio de la obra salvífica absolu­ta del hacer humano, Cristo viene a ser el fin de la Ley (Rom., 1 0 , 4 ) -

G . JOH. BOTTÉRWECK

69 Cf. P. Glaser, Gesetz III NT, Lex. f. Theol. u. Kirche II, 2, 1958, 820-822, y especialmente R. Schnackenburg, Biblische Ethik, II, NT, Lex. f. Theol. u. Kirche, II, 21958, 429-433 y la bibliografía allí citada.

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PACIFISMO Y LEGITIMA DEFENSA

Más que una confrontación, este estudio querría ser un diálogo entre dos posturas mentales opuestas en relación con el problema de la guerra: el pacifismo absoluto y la teoría de la legítima defensa colectiva. Los pacifistas absolutos niegan la legitimidad de toda guerra, incluso para resistir a una agresión manifiesta. Los más lógicos llegan a rehusar admitir toda efusión voluntaria de sangre, más aún, todo empleo de la violencia, aunque se trate de impedir un crimen cometido en su pre­sencia. Su doctrina es la de la no violencia absoluta. En sentido contra­rio, los que invocan el principio de la legítima defensa colectiva declaran apoyarse sobre un derecho inherente al hombre. Sólo la violencia, dicen puede detener, tanto en el plano colectivo como individual, el desenca­denamiento de la violencia. No pretenden, en teoría al menos, justificar toda guerra, sino sólo el combate por el cual un pueblo se defiende contra un agresor. Los primeros reprochan a estos últimos comportarse como bárbaros y perpetuar la ley de la jungla. Estos les responden que tienen la gran suerte de que otros acepten mancharse las manos para proteger su tranquilidad. Y se acusan recíprocamente de belicismo y de irrealismo y hasta de cobardía. El desdén viene con frecuencia a mezclarse en la discusión : desdén del puro hacia aquel que le parece aceptar compro­misos ilícitos, o del realista hacia lo que considera una peligrosa utopía. El diálogo es difícil y en muchas ocasiones imposible, por declararse cada una de las partes incapaz de escuchar atentamente el punto de vista de la otra. Piénsese, por ejemplo, en un juicio contra objetores de conciencia : se experimenta la dolorosa impresión de que un abismo se­para a esos hombres, el juez y el que comparece ante él, a pesar de su común buena voluntad. ¿No sería, sin embargo, de desear que se esta­bleciese un verdadero intercambio de pensamiento entre ellos? ¿No tendría este intercambio como consecuencia el obligar al menos a cada uno de ellos a precisar y fundar más sólidamente sus propias posiciones para responder a las objeciones de los otros? ¿No será incluso posible

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Pacifismo y legítima de jema 89

esperar que se llegaría así a encontrar un terreno de entendimiento, o, si se prefiere una imagen más dinámica, una vía media por la que aceptarían caminar de acuerdo? Esto es al menos lo que vamos a intentar a lo largo de las tres etapas siguientes: I. Tipología del pacifismo. II. Aprecia­ción crítica del pacifismo absoluto. III. El pacifismo relativo, o los dos extremos de la cadena.

I. TIPOLOGÍA DEL PACIFISMO ABSOLUTO

Aunque el análisis espectral del pacifismo revela una gama de mati­ces sutil hasta el extremo, que lo hace casi irreductible a una clasificación exhaustiva, cabe distinguir, más allá de las diferencias de vocabulario o incluso de motivaciones explícitas, las cuatro categorías siguientes: pa­cifismo sentimental, pacifismo racional, doctrina de la no-violencia abso­luta de tipo oriental o humanista, y pacifismo absoluto de inspiración cristiana. Nuestra descripción llegará al contenido esencial de cada una de ellas a través de la configuración particular que revisten en la época contemporánea.

El pacifismo sentimental ha nacido de los horrores de la guerra. Las ruinas humeantes de las grandes ciudades, el carácter salvaje de los combates, los estertores de los agonizantes, las cicatrices irreparables de los cuerpos mutilados han engendrado ese pacifismo en el corazón de tantos hombres y mujeres testigos de esas atrocidades. ¿Para qué sirve, se preguntan, ese despilfarro de riquezas materiales y de vidas humanas? ¡Si nuestro sacrificio trajese, al menos, una paz durable! Observad los combatientes de la primera guerra mundial. Habían aceptado el barro y las largas vigilias de las trincheras en la esperanza de que el infierno en que se los había sumergido se terminaría para siempre. Veinte años des­pués, sus hijos y, a veces, ellos mismos se veían forzados a volver a él. ¿Quién nos asegura que este juego siniestro no va a comenzar de nuevo en seguida, pero infinitamente más temible todavía con la entrada en acción de las nuevas armas que entre tanto se ha forjado la humanidad? A estos hombres y mujeres los ideales de justicia les parecen sólo abs­tracciones vacías. Ellos mismos aceptarían en muchos casos morir, pero la muerte de sus seres queridos les resulta intolerable. Algunos, por otra parte, no llegan a esta abnegación de sí mismos. Convencidos de que la existencia individual se termina en la tumba, la vida física es para ellos el bien supremo. Si se les objeta la servidumbre a que un Estado totalitario reduce a la mayoría de sus sujetos, responden que más vale un perro vivo que un león muerto. Según ellos, la paz debe ser salva­guardada a toda costa, es decir, cualesquiera que sean las consecuencias para los valores espirituales. Su reflexión no pasa de ordinario de ahí.

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Con el pacifismo racional no sucede lo mismo. También éste ha nacido de los horrores de la guerra, pero, por encima de las vibraciones sentimentales, ha planteado cuestiones de justicia. La aniquilación de bienes materiales, los sufrimientos e incluso la muerte serían aceptados si tuviesen un sentido para la justicia, pero es precisamente esta even­tualidad la que parece imposible. ¿No es la victoria, en efecto, necesaria­mente, la consagración del derecho del más fuerte y, por lo mismo, la negación por antonomasia del derecho, ya que la fuerza en sí no puede conferir derecho alguno? Y si el beligerante que defiende una causa justa tiene la suerte de verla triunfar, ¿no ocurre esto por puro azar? Por azar, es decir, si, de una u otra forma, da pruebas de su superioridad militar. La legítima defensa es, por lo demás, invocada por ambas partes. Y, si es preciso, la propaganda permite oscurecer las cosas, al menos en la mente de los combatientes del propio campo. Las causas de los con­flictos internacionales son tan complejas que con frecuencia las responsa­bilidades y los errores están repartidos. ¿El Diktat de Versalles y la cobardía o la falta de lucidez de los dirigentes occidentales, por ejemplo, no son responsables, en parte, de la política agresiva del Tercer Reich? De todas formas, sea lo que fuere de ello, no es un combate armado el que puede ser juez del valor de una causa. Si se pasa de la finalidad a los medios, continúa el pacifista racional, la contradicción no es menos flagrante. ¿Qué pensar, desde el punto de vista moral, de un proceso que no llega a su fin si no es gracias a la muerte de multitudes de ino­centes : los soldados enrolados por la fuerza en un combate que ellos no han querido y para actos cuyos únicos responsables son sus gober­nantes, las mujeres, los ancianos, los niños, víctimas de los bombardeos de las ciudades? ¿No impide la invención de armas de destrucción ma­siva toda discriminación entre combatientes y no combatientes? ¿No sería absurdo —o hipócrita— querer humanizar el desarrollo de las hostilidades, cuando se sabe que el éxito no se logrará si no es por la violencia? Por todas esas razones, concluyen estos pacifistas, la guerra es absolutamente irracional e injusta y en ningún caso se tiene derecho a tomar parte en ella.

Estas dos formas primeras de pacifismo, al mismo tiempo que recha­zan la posibilidad de la legítima defensa colectiva —la primera sólo de una forma implícita, por su comportamiento práctico—, no se oponen a la legítima defensa individual. Si sus partidarios se ven amenazados por un asesino, no dudarán en recurrir a la violencia e incluso en matar­le, si es necesario, para salvar la propia vida. La existencia de fuerzas de policía les parece una necesidad. Generalmente no rehusan a los tribu­nales el derecho de imponer la pena de muerte a los grandes criminales. Por eso cabe preguntarse hasta qué punto se puede hablar a propósito de ellos —sobre todo, de la primera forma— de pacifismo absoluto. Este

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calificativo conviene, por el contrario, perfectamente a la tercera y cuarta formas de nuestra clasificación.

Si se prescinde del pensamiento bíblico, los más antiguos estratos conocidos de la doctrina de la no violencia absoluta aparecen en la In­dia. El budismo lo ha convertido en una de las piezas esenciales de su moral, pero es anterior a él. Toda efusión voluntaria de sangre tanto del animal como del hombre, toda violencia, física o moral, para con ellos está formalmente prohibida. El fiel será vegetariano, aun cuando la observancia de ese régimen le proporcione dificultades innumerables (se recordarán las emocionantes declaraciones de Gandhi a este respecto en su autobiografía). Los medios violentos deberán ser recusados incluso para salvar la propia vida de la amenaza de un asesino. A lo más, estará permitido huir para escapar de sus manos. El hombre que haya matado en sí toda violencia manifestará un valor mayor. Se mantendrá firme ante aquel que quiere matarle. ¿Quién sabe si esa mansedumbre no desper­tará en éste una fuente de mansedumbre idéntica que sólo esperaba que se le abriese paso para apagar el odio y los demás vicios que le consu­mían? Parece existir, como punto de partida de esta doctrina, la preocu­pación —consecuencia de una metafísica especial— de aflojar los lazos que nos ligan a la existencia, acompañada de una resignación al dolor (que procede de la misma metafísica). Cualesquiera que sean sus funda­mentos teóricos, en numerosas almas esta actitud ha producido una compasión admirable y un amor auténtico. De la India pasó, en una fecha relativamente reciente, a Occidente donde se ha encontrado con la he­rencia específicamente cristiana. Los occidentales que se declaran parti­darios de esta doctrina se refieren también en muchos casos al cristianis­mo, de forma que, frecuentemente, les es difícil distinguir con seguridad lo que les viene de cada una de estas fuentes. Un ideal de no-violencia puede subsistir incluso sin la fe en Dios. En ese caso se reduce al reco­nocimiento (enormemente exigente) del principio de que el hombre, ser inteligente y capaz de amor, debe obrar con los medios de la inteligencia y el amor. Esta forma podría ser calificada de humanista. Aun cuando el creyente tenga que lamentar el que no comparta su fe en un Dios personal, la saluda con respeto en cualquier lugar donde se dé.

El pacifismo absoluto de inspiración cristiana está muy cerca del pre­cedente, pero la fuente de que se nutre es, precisamente, el corazón del Dios vivo: el corazón universal de Jesús de Nazaret, que nos ha mani­festado el amor infinito del Padre, el Hijo y el Espíritu. Esa actitud quiere tomar en serio las directrices del sermón de la montaña: "Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os quiere hacer mal. Si te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra... Os han enseñado que dice la Ley: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo:

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amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen... porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa mereceréis? ¿No hacen otro tanto los mismos publícanos?... Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (hit., 5, 38-48). ¿Acaso no es evidente que con semejantes palabras el Señor ha rechazado, al menos para los cris­tianos, el principio de legítima defensa individual y, a jortiori, colectiva? ¿No los obligará la claridad de esas fórmulas a no recurrir en cualquier circunstancia más que a medios no violentos, aun cuando el respeto de esa exigencia debiera acarrearles la propia muerte? ¿No ha dado el Señor ejemplo de ello en el momento del prendimiento en el monte Get-semaní? ¿No lo han comprendido así los mártires a lo largo de la his­toria de la Iglesia? Y volviendo a la guerra, ¿-no sería realmente blasfema intentar conciliaria con el amor evangélico? Todo cristiano, concluye la argumentación, debería, pues, ser un pacifista absoluto.

I I . APRECIACIÓN CRITICA DEL PACIFISMO ABSOLUTO

Esta descripción de los rasgos esenciales del pacifismo absoluto mues­tra por sí sola cómo se equivocan los que no tienen para él más que desdén. Aunque no sea posible adherirse enteramente a sus conclusiones, como nos ocurrirá a nosotros, hay que reconocer que contiene en sus tres últimas formas un mensaje que exige la mayor atención del hom­bre contemporáneo, especialmente si quiere vivir las exigencias del Evangelio. Nuestra apreciación crítica estará constantemente marcada por esta actitud. El método más claro y más objetivo a la vez es esta­blecer un balance de sus aspectos positivos y negativos, observando su­cesivamente cada una de las formas que hemos analizado.

Digámoslo sin ambages: el contenido positivo del pacifismo absoluto nos parece considerable. Podemos expresarlo con unas palabras para cada forma. Forma I: una reacción sana; forma II: la irracionalidad de la guerra; forma III: la acción digna del hombre; forma IV: las exi­gencias del amor evangélico.

Ni siquiera el pacifismo sentimental, a pesar de las graves críticas que ha merecido, es exclusivamente negativo. Al menos parcialmente, indica una reacción sana: la del valor de toda vida humana. Es normal que el hombre tenga en mucho su propia vida terrestre y la de sus seres queridos. Es normal que se indigne ante las hecatombes que han supuesto los dos conflictos mundiales. La vida es un don de Dios que la ciudad humana debe proteger y no destruir o dañar. Más vale esta sensibilidad que la indiferencia de los políticos o estrategas que juegan con millones y hasta centenares de millones de muertos como con cifras

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abstractas de una ecuación matemática. La opinión popular hace bien en protestar contra tan inhumanas sistematizaciones.

El pacifismo racional pone de relieve la irracionalidad esencial de la guerra. Es, desde luego, verdad que la guerra hace triunfar el derecho del más fuerte. Es cierto que la guerra es ciega, ya que se abate sobre los inocentes igual que sobre los culpables. Es exacto que todos los be­ligerantes se acogen a la legítima defensa. Y que la utilización de las armas de destrucción masiva hace los conflictos cada vez más inhuma­nos. La guerra no puede ser considerada como un medio normal de la política. Sólo excepcionalmente puede un Estado tener el derecho de em­prender una resistencia colectiva armada. Los gobiernos deberían haber recordado mejor esos principios de derecho natural, especialmente en la época del derecho público europeo. La ligereza con que se han desen­cadenado tantos conflictos —la guerra de 1914, por ejemplo, incluso por hombres que se declaraban defensores de ideales elevados— merece ser juzgada severamente.

Con la doctrina de la no-violencia absoluta de tipo oriental o huma­nista damos un paso más. El sistema precedente conserva cierta frialdad, la de una justicia impersonal. Con esta nueva doctrina, sus reglas son vivificadas desde dentro, intensificadas, ampliadas, por la cálida presencia de la persona humana y del hombre, mi hermano. Por ser éste (por ser nosotros) un ser espiritual y capaz de amar, los únicos medios dignos de él (de nosotros) son medios que ponen en juego la inteligencia y el amor. Esforcémonos, pues, por solucionar pacíficamente los conflictos —individuales o colectivos— que nos oponen. Con buena voluntad, in­teligencia, imaginación y valor caerían no pocos obstáculos que nos pa­recen a primera vista insuperables, y con ello saldríamos todos ganando. No olvidemos, por lo demás, que los otros son, con frecuencia, mejores de lo que nosotros, cegados por nuestros prejuicios o nuestro orgullo, estamos tentados de creerlos. La confianza engendra confianza.

El pacifismo absoluto de inspiración cristiana nos obliga, por su par­te, a sacudir la ceniza que recubre con demasiada frecuencia en nuestro espíritu las palabras de fuego del Evangelio. Es indudable que Cristo ha preconizado la no-violencia como consecuencia a la vez que como condición del amor universal que nos ha enseñado. Pretender, como se ha pretendido a veces, que sus directrices no se aplican más que a las relaciones individuales o eclesiales es una suposición no autorizada en absoluto en el Nuevo Testamento. La moral evangélica se dirige a la totalidad de la actividad humana: se tratará a lo sumo de diferentes mo­dalidades de aplicación según los diferentes sectores de la misma. En las relaciones colectivas como en las individuales el cristiano debe esforzarse más que nadie en no recurrir más que a medios pacíficos, si no quiere ser infiel a las exigencias esenciales de su Maestro.

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¿Debemos, pues, aceptar el pacifismo absoluto, al menos en las for­mas (III y IV) que merecen plenamente esa denominación? No; porque tenemos serias objeciones que oponerle, que se resumen en su falta de realismo. A la forma I de pacifismo le reprocharemos, en cambio, su falta de ideal.

Comencemos por esta última. Pío XII, por ejemplo, y Mounier la juzgan severamente, y con razón. Es verdad que en el gusto por la vida hemos reconocido una reacción sana. Pero era a condición de que se insertara en su verdadero lugar en la escala de valores. Si se convierte en exclusivo o en primordial, si implica el desprecio o incluso la negación de los valores espirituales, si lleva a compromisos culpables, si se con­vierte en egoísmo o cobardía, se pervierte y no merece que se le considere con respeto. Para salvar la existencia física no se tiene derecho a renun­ciar a los valores que deben iluminar toda vida humana digna de este nombre: non propter vitara vitae perderé causas. El hombre debe apren­der a sacrificarse.

Pero el hombre debe también ser realista. Es la misma obligación de trabajar por hacer el mundo más fraternal que se nos impone a cada uno de nosotros la que nos obliga a este realismo, porque el amor debe buscar la eficacia. No se domina la naturaleza más que adaptándose a sus leyes, a sus potencialidades concretas. Otro tanto sucede con el mundo humano. Si el hombre no fuera pecador, si no estuviera afectado por toda suerte de desequilibrios, la legítima defensa no tendría razón de ser, por­que la violencia estaría totalmente ausente de las relaciones humanas. Los teólogos lo han observado con atención: antes del pecado original, todo era armonioso en el hombre; el derecho natural de legítima defensa su­pone el desorden introducido en la humanidad por su ruptura con Dios. Y nos encontramos precisamente en esta hipótesis y no en la de una humanidad sin pecados ni desequilibrios. La violencia existe y bajo formas muy diferentes. En primer lugar, la violencia individual. Supongamos que yo sea amenazado por un asesino. ¿Deberé necesaria­mente dejarle hacer, siendo así que no tiene derecho alguno a disponer de mi vida? ¿Animado por este éxito ¿no atacará a continuación a otras víctimas inocentes? Pero existe igualmente la violencia colectiva. Sucede que un hombre de Estado arrastra a un ejército tras sí para adueñarse de un país e imponer a su población un régimen totalitario. ¿No se tendrá derecho a intentar impedirlo? Debía el mundo perma­necer inactivo ante las maniobras hitlerianas? La violencia que priva a millones de seres humanos de sus derechos más fundamentales, ¿no debe ser contrarrestadas por los medios más eficaces (con la única condición de que no sean contrarios al derecho natural)? No hay más remedio que aceptar la evidencia: en numerosos casos, y por tanto en las rela­ciones individuales como en las colectivas, la violencia es indispensable

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para detener, al menos parcialmente, la irrupción de la violencia. Si Gandhi se hubiese enfrentado con un gobierno totalitario, habría fra­casado en su empresa de liberación nacional de la India. Pretendiendo hacer el mundo mejor, el pacifismo absoluto favorecería más bien la ley de la jungla. Por eso no podemos admitirlo como regla general. Es preciso cambiar primero el hombre, y eso es tarea de mucho tiempo y que hay que recomenzar continuamente.

Lo que acabamos de decir a propósito de las formas II y III vale igualmente para el pacifismo absoluto de inspiración cristiana. El amor que nos enseña el Evangelio debe también ser realista, porque también a él se le impone la misma exigencia de eficacia que al amor simple­mente humano. Es verdad que Cristo ha predicado la no-violencia (y nosotros hemos subrayado cómo esa orientación de Cristo debe ser tomada en serio), pero hay que situar sus palabras en el conjunto de su doctrina. Eso permite constatar que al menos no se prueba que haya querido imponer de forma absoluta a los cristianos el abandono del principio de derecho natural a la legítima defensa. Si soy atacado por un criminal, puedo, por amor, renunciar a defenderme, pero si le veo amenazar mujeres, niños, ancianos, ¿deberé necesariamente abstenerme de utilizar la violencia para impedírselo, por el hecho de ser cristiano?, ¿no me haría en ese caso responsable de su muerte inocente? El cri­minal no tiene derecho alguno a perpetrar su crimen. Así es como lo entendió la Iglesia apostólica, tan preocupada por la fidelidad a las di­rectrices evangélicas. Y así ha afirmado claramente el derecho de le­gítima defensa, al menos contra el crimen de derecho común (por ejem­plo : Rom., 13, 1-7). Y más tarde, cuando se planteó concretamente el problema de la resistencia colectiva armada contra la agresión, la Iglesia de los primeros siglos le dio generalmente la misma respuesta de prin­cipio. San Agustín, el Gran Doctor del amor, se creyó en el deber de afirmarlo expresamente: los mismos cristianos están autorizados a poner en práctica el derecho de legítima defensa colectiva para la defensa de la ciudad contra la agresión. Con estas afirmaciones, él y los teólogos que le han seguido (es decir, la casi unanimidad) estaban persuadidos de no traicionar en absoluto el Evangelio.

I I I . EL PACIFISMO RELATIVO O

LOS DOS EXTREMOS DE LA CADENA

Nuestra apreciación crítica nos invita a elegir una via media, la misma que san Agustín adoptó, pero renovada, para que se adapte a la nueva situación, siguiendo las directrices de los Papas de la época con­temporánea. Esta solución parte de una preocupación por la paz idéntica

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a la del pacifismo absoluto, pero quiere ser realista. Cuando el terreno es accidentado, el trazado de la carretera debe necesariamente adaptarse a sus sinuosidades. Nuestro pensamiento puede articularse de la forma siguiente: principio del arreglo pacífico obligatorio de los conflictos internacionales; criterios de la legitimidad de la resistencia colectiva a la agresión; repulsa de la guerra demente, y resistencia espiritual. A esto añadiremos una importante cuestión que tiene planteada la conciencia cristiana: ¿Puede la no violencia absoluta ser un testimonio de carác­ter profético?

Que haya antagonismos internacionales es algo prácticamente in­evitable, pero la solución de los mismos por la guerra no se impone fatalmente. Los gobernantes tienen el recurso de sentarse en torno a una mesa de conferencias para buscar lealmente un acuerdo por la dis­cusión (tratados-compromisos) o el de acudir a un tercero (arbitro o juez). En cualquier hipótesis deben esforzarse por comportarse como hombres, es decir, seres inteligentes y capaces de amar. "No es, escri­bía Pío XII, con las armas, las matanzas, las ruinas, como se resuelven las cuestiones que oponen a los hombres, sino con la razón, el derecho, la prudencia, la equidad" (Ene. Laetamur admodum, l-XI-1956, "La Documentación Católica", 1956, 1478-1479; Discorsi e Radiomessaggi, XVIII, 858). La teología es unánime en afirmar que el principio del arreglo pacífico obligatorio de los conflictos y diferencias internacionales es un imperativo del derecho natural, asumido y reforzado explícitamen­te por la Revelación.

Pero ¿qué hacer si uno de los adversarios no respeta ese principio, si lanza sus ejércitos contra el otro? Esta es, por desgracia, una hipótesis que no se puede eludir, por estar muy frecuentemente confirmada por los hechos. El realismo recordará que en ese caso no se puede detener la violencia más que con la violencia. Y es indispensable establecer unos criterios objetivos para evitar que se caiga en la ilusión. Por eso, la doc­trina teológica tradicional ha establecido las tres condiciones siguientes para el reconocimiento de la legitimidad de la resistencia colectiva pol­las armas : 1) constatación de una injusticia evidente y de extrema gra­vedad, que cree una situación objetivamente indiscutible de legítima defensa; 2) fracaso de todos los medios pacíficos; 3) gravedad menor de las calamidades que resultarán del conflicto armado que de la injus­ticia que lo acusa (regla del mal menor). La mayor parte de los teólogos contemporáneos estiman, siguiendo a Pío XII, que esta eventualidad podría presentarse en dos series de hipótesis: una agresión contra los derechos personales fundamentales de un gran número de seres huma­nos, o una agresión contra la existencia (independencia) de un Estado.

Pero es, además, necesario que la resistencia colectiva pueda aca­rrear resultados positivos en el plano general de la humanidad, como lo

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subraya la tercera condición antes mencionada. El derecho de legítima defensa, único que puede fundar moralmente la resistencia armada de una colectividad, no es un absoluto. No sería posible admitir una gue­rra monstruosa que acarrease daños materiales y morales absolutamente desmesurados y que fuese llevada a cabo violando las reglas más ele­mentales de la humanidad. Ese es el fundamento doctrinal de la céle­bre frase de Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris: "por eso, es humanamente imposible pensar que la guerra sea, en nuestra era ató­mica, el medio adecuado de obtener justicia de una violación de dere­chos" (núm. 127). Es, en efecto, difícil de imaginar que una guerra nuclear pueda no ser desde el principio una fuerza concretamente irracio­nal o que, al menos, no se convierta en una guerra de ese tipo, como consecuencia del peligro constante de llegar hasta el extremo. La legí­tima defensa no es una autodestrucción recíproca. En la hipótesis en cuestión, el buen sentido pediría que se renunciase a la resistencia colec­tiva armada. "No basta, declaraba Pío XII en 1953, tener que defen­derse contra una injusticia cualquiera para utilizar el método violento de la guerra. Cuando los daños ocasionados por ésta no son comparables a los de la injusticia a tolerar, puede estarse en la obligación de padecer la injusticia". {Discurso a la XVI Sesión de la Oficina Internacional de Documentación de Medicina Militar, 19-X-1953, Discorsi e Radiomes-saggi, XV, 422). En este caso habría que contentarse con la resistencia espiritual que, lejos de constituir una capitulación, puede llevar a autén­ticas victorias. Para referirnos a un ejemplo de nuestros días, la fidelidad sin vacilaciones de tantos hermanos nuestros que viven en un régimen opresor de sus ideales de hombres y de cristianos es una prueba de la eficacia de esa resistencia espiritual. Es verdad que ésta exige valor, lucidez y una abnegación dispuesta a todos los sacrificios. Pero hombres de este temple es precisamente lo que nuestra época necesita. En la era atómica, esa resistencia, que reclama esencialmente los medios de la inteligencia y el amor, es una hipótesis que debe ser considerada con la mayor aten­ción. Los cristianos deberían ser los primeros en estudiar las posibilidades de la misma, sin perder, naturalmente, de vista la realidad concreta en la que vivimos.

A estos principios bien precisos de la doctrina católica oficial, hay que añadir una cuestión a la que responden afirmativamente algunos teólogos contemporáneos: la no violencia absoluta, ¿puede ser un tes­timonio de carácter profético? Para éstos, puede haber vocaciones excepcionales de tipo profético cuya misión sería dar testimonio en favor del amor universal por la práctica de la no-violencia ab­soluta, como hay quienes tienen la de vivir hasta el heroísmo la po­breza, la castidad y la obediencia evangélicas. Como en el caso de estos

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últimos, en los primeros la falta de solidaridad humana no sería más que aparente. Inmediatamente, absteniéndose de utilizar medios violentos para defender a las víctimas de la violencia, no detendrían sin duda (salvo en casos excepcionales) las actividades de ésta, pero poco a poco, como en una erosión lenta y paciente, contribuirían a matar el odio en el corazón del hombre (al menos, en el de ciertos hombres). Su ejemplo contribuiría a intensificar el amor en la tierra. No sería imposible dis­cernir la autenticidad de tales vocaciones: el desinterés, la servicialidad, el valor, el espíritu de sacrificio, la seguridad habitual de juicio, la inten­sidad de la vida de oración serían índices ciertos de su existencia. Esta toma de posición se asemeja a la cuarta forma de pacifismo. La diferen­cia —esencial— entre ambas está en que en la primera el comportamien­to de no-violencia absoluta es considerado como una vocación excepcio­nal y no como una regla general que deba imponerse absolutamente a to­dos los cristianos en una humanidad marcada por el pecado.

Así puede hablarse de un pacifismo relativo. Con los que invocan el principio de legítima defensa, reconoce éste la existencia de ese prin­cipio, pero subraya sus límites. Con los pacifistas absolutos afirma fuer­temente el principio del arreglo pacífico obligatorio de los conflictos internacionales, pero estima que, a veces, en una humanidad pecadora es necesario o está, al menos, permitido utilizar la violencia a título de legítima defensa para impedir la violencia. Este pacifismo relativo puede no satisfacer ni a los unos ni a los otros, pero ¿no deberán ambos reco­nocer la coherencia de su razonamiento y la fuerza de las objeciones que les dirige? A los belicistas, en efecto, les reprocha no tener bastante confianza en el hombre y renunciar con excesiva facilidad a los medios de la inteligencia y el amor. A los pacifistas absolutos les objeta su falta de realismo y de adaptación a las exigencias concretas de la construcción de la paz. El pacifismo relativo se siente dividido. Pero ¿no es ésa pre­cisamente la condición de la humanidad? Recuerda intensamente su de­ber de amar a todos los hombres. Pero ¿no es Cristo mismo quien le pide amarlos tal y como son concretamente? Como una casa, la paz se construye lentamente, piedra a piedra. Si sobreviene un temblor de tierra y destruye la obra construida, el hombre animoso emprende, con la mayor naturalidad, la reconstrucción.

RENE COSTE, PSS

Profesor de las Facultades Católicas, Toulouse

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NOTA DE LA REDACCIÓN

El artículo de Rene Coste debe abrir la discusión sobre un problema dificilísimo y que es con frecuencia objeto de consideraciones apasiona­das. Por su equilibrada exposición de los distintos puntos de vista, juz­gamos que el artículo de Rene Coste constituye una base apropiada para más amplias discusiones. Con gusto acogeremos las opiniones só­lidamente fundadas teológicamente para prueba y eventual publicación posterior. Reclaman, desde luego, una explicación más a fondo las si­guientes cuestiones:

1. Idea y realización del pacifismo en la historia del cristianismo. Desde el pacifismo imperial del reinado de Constantino, pasando por la Pax de la Civitas Dei a los movimientos pacifistas de la Edad Media (movimiento de la tregua de Dios, movimiento franciscano con prohi­bición de armas para los miembros de la tercera orden).

2. Guerra atómica — bacteriológica — química y pacifismo. El des­cubrimiento de los medios de destrucción atómicos, bacteriológicos y químicos ha puesto en cuestión de forma radical las condiciones de una guerra justa para el mantenimiento de la libertad y la paz. Por esta mis­ma razón ha entrado en una nueva fase la discusión eclesiástica sobre la tolerabilidad de la guerra moderna. Una posible e incluso necesaria con­denación absoluta por la Iglesia de toda guerra atómica, bacteriológica y química no significaría como tal un reconocimiento del pacifismo ab­soluto. Siguen en pie dos clases de problemas:

a) La fundamental obligación de defensa del Estado y los deberes individuales que se derivan de ella:

Iglesia y Estado, reino terreno y reino de Dios no coinciden en este mundo. La Iglesia es el Reino de Dios, está bajo el signo de la cruz y re­presenta el misterio de la salvación. La Iglesia como totalidad y todos sus miembros están llamados a la imitación de Cristo, a renunciar a la de­fensa por la fuerza de sus derechos y a defenderlos con armas puramente espirituales. Pero lo que es así válido para la Iglesia y cada cristiano no debe ser aplicado al Estado como tal. El Estado no es justamente Iglesia y es más que la suma de los ciudadanos cristianos; él tiene su propia misión, su propio fin y sus propias tareas. La diferencia de tareas se muestra especialmente clara en la actitud frente a la injusticia que, en el mundo dominado por el pecado, nunca renunciará al derecho del más fuerte. Hay bienes a los que el Estado no debe renunciar sin opo­sición; y es oficio suyo proteger y defender el orden jurídico y la dig-

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nidad natural y libertad de sus miembros. Esa diferencia de misión pue­de llevar a los hombres que se saben ciudadanos a un tiempo de la Civitas Dei y la Civitas terrena a serios conflictos de conciencia. La libertad interior del cristiano no puede ser destruida por fuerza ni escla­vitud alguna, por brutal que sea. La única esclavitud para ella es el pe­cado. La libertad cristiana no coincide con la libertad cívica. Puede in­cluso pensarse que Dios se sirva de una limitación externa de nuestra libertad de ciudadanos para hacernos reconocer y valorar los inestimables valores de la libertad cristiana. Pero esto no debe conducirnos a la fe en un cristianismo espiritualizado ajeno al mundo. El ideal de un hi­potético cristianismo desinteresado del mundo, puro y pensable como tal, sería a nuestro entender una peligrosa ilusión. La auténtica libertad cris­tiana posee una fuerza interna que mueve irresistiblemente al reconoci­miento incluso externo de la dignidad y la libertad del hombre. El mun­do libre debe su libertad, sin saberlo a veces y sin merecerlo, a una com­prensión cristiana de la libertad. El cristiano como ciudadano del Estado no deberá sacrificar fácilmente y sin defensa estas libertades a un terro­rismo sin Dios. La libertad cristiana no debe en ningún caso ser con­siderada política y asocial, pero entonces podrá sustraerse sin dificultad a la lucha real de la fuerza.

b) Una condenación total de la guerra atómica no puede compor­tar la necesidad de que las armas atómicas deban ser destruidas por una de las partes, la de los prudentes "cristianos". Es verdad que, si la paz mundial descansa sólo en la capacidad de utilizar en caso de necesidad las armas nucleares, en ese caso vivimos, en el fondo, de la catástrofe ya efectuada. Pero, si por encima de las violencias de los hombres creemos aún en una chispa de prudencia, deberemos avanzar paso a paso en la cuestión del desarme con paciencia y perseverancia invencible hasta lle­gar al fin. Estas cuestiones sitúan a los cristianos y ciudadanos sobre una cima escarpada y solitaria en la que les amenaza a ambos lados la caída mortal. Caminar por ella exige decisiones que no se dejan programar moralmente en general con facilidad.

En un número próximo querríamos tratar con mayor profundidad este conjunto de problemas.

Prof. F. BOCKLE

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Boletines

LA REGULACIÓN DE LOS NACIMIENTOS: DISCUSIÓN DEL PROBLEMA DENTRO DE LA IGLESIA

Literatura alemana, francesa y holandesa sobre la cuestión

I. LOS ANTECEDENTES

que han sacado a primer plano esta discusión extraordinariamente viva son múltiples:

1. El impulso más fuerte y sin duda más profundo para llegar a la discusión procede del hecho de que la mayor parte de nuestros fieles bien intencionados, a pesar de su innegable buena voluntad, no pueden vivir de acuerdo con las exigencias de la moral matrimonial. Amplias encuestas entre médicos católicos han confirmado siempre que en nues­tros países el 90-95 por 100 de los matrimonios católicos fecundos que­brantan en la práctica las normas estrictas de la moral. Esto, por sí solo, no es motivo para cambiar dichas normas. No intentamos, ni mu­chos menos, aprobarlas o reprobarlas basados simplemente en una estadís­tica. Pero el hecho de que los hombres que las quebrantan posean en el fondo una auténtica buena voluntad, deseen respetar a la Iglesia y a su mensaje y, al intentar hacer esto, se vean en una situación difícil, es algo que debe hacernos pensar.

La famosa revista francesa para matrimonios "L'anneau d'Or" realizó con miras al Concilio una encuesta entre un gran número de matrimo­nios católicos. Al parecer se pensaban publicar las respuestas en un fas­cículo aparte, "Mariage et Concile". En lugar de un informe detallado

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con los resultados de la encuesta apareció sólo un breve "Exposé" 1 de la redacción, con la significativa indicación de que no se podía evitar que el cuaderno cayese en manos de gentes que probablemente enten­derían mal las respuestas. En el exposé se explicaba: "Los moralistas que realizaron el escrutinio de la encuesta... se sintieron desconcertados por la lectura de unas mil respuestas. Y lo que más les impresionó fue el hecho de que hogares con un auténtico interés por vivir cristiana­mente su matrimonio, que aspiran a un cristianismo cada vez más ver­dadero, que dan la vida con tanta generosidad, que toman en serio la ley de la Iglesia, se sientan tan profundamente perturbados por los pro­blemas que les crea la limitación de nacimientos." Luego se describen brevemente las dificultades físicas y psíquicas de los matrimonios y se alude especialmente a la desorientación de los pastores de almas: "¿Cómo semejante diversidad de pareceres puede permitir tomar en se­rio esta moral de la procreación?", pregunta, evidentemente atormen­tado, un matrimonio . Y ésta es hoy la pregunta que se hacen muchos. Todo pastor de almas la conoce bien por propia experiencia.

2. Para el moralista el peso mayor de la dificultad no reside en el hecho de que una determinada norma sea quebrantada muy frecuente­mente; mucho más pesado le resulta constatar que sus normas caen en el vacío, que entre una gran parte de los fieles, c incluso de los ecle­siásticos, impera la opinión de que la doctrina de la Iglesia sobre el con­trol de la natalidad no está a la altura de los tiempos. Los entendidos en historia acusan a la moral matrimonial de estar recargada de elemen­tos gnóstico-maniqueos. La doctrina de los fines en el CIC —dicen— sólo se puede entender sobre la base de la doctrina del derecho natural de Ulpiano y la mentalidad escolástica sobre género y especie. El hom­bre, en efecto, fue considerado con demasiada unilateralidad desde su género iin quantum est animal) y demasiado poco desde su aspecto es­pecíficamente humano (in quantum est homo). Se dan como derecho natural muchas cosas que proceden de una concepción deficiente y su­perada de la naturaleza; también se tiene muy poco en cuenta la histo­ricidad del hombre y de su conocimiento. Se nos hace notar que la situación de la mujer dentro de la sociedad conyugal ha cambiado total­mente. Estas son las preguntas y dudas que se formulan2 y que exigen

NOTA PRELIMINAR: Cuando nombramos un autor y exponemos luego el con­tenido de su trabajo, las cifras entre paréntesis se refieren a las páginas correspondientes al estudio citado.

' «L'anneau d'or», N. 105-106, París, mayo-agosto 1962, p. 326. 2 Cf. Leonhard M. Weber, Mystertum magnum, Zur innerkirchlichen

Diskussion um Ehe, Geschlecht tind ]ungfraulichkeit. Quaest. Disput. 19, Friburgo 1963, p. 9. 17 ss.—Idénticas afirmaciones hace un informe interno de los moralistas alemanes.

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del moralista un enfrentamiento a fondo con la tradición. Entre los es­tudios realizados, ha sido especialmente L. Janssens quien ha llamado la atención sobre el influjo del dualismo agustiniano en la doctrina so­bre el matrimonio3. La doctrina de san Agustín sobre los tres bienes del matrimonio ha permanecido operante en la tradición católica a tra­vés de los siglos hasta la Casti Connubii. Por una parte, Agustín exige en su concepción pesimista del apetito y el placer sexual una jus­tificación. El santo la encuentra en el bonum -prolis y el bonurn fidei. Por otra parte, su visión del amor conyugal como algo puramente es­piritual le impide encontrar en este amor una relación con la vida sexual. El apetito sexual con su "malum concupiscentiae" sólo puede ser con­siderado como un obstáculo para la "caritas conjugalis" (803). Cuanto más se refrena el apetito sexual, tanto más se robustece el amor conyu­gal. El hombre, por tanto, posee a su mujer con mesura, "en santidad y honor" (1 Tes., 4, 4), cuando la ama espiritual y no carnalmente. Por eso desea Agustín que todos los matrimonios cristianos pudieran llegar a la total continencia. Este dualismo entre el amor conyugal y la comu­nidad sexual ejerció posteriormente un influjo decisivo. En Hugo de san Víctor viene a expresarse éste en la distinción de un doble consen­timiento dentro del matrimonio: el uno tiene por objeto la unidad es­piritual de los cónyuges, el otro la comunidad sexual. El primero es esen­cial al matrimonio, el segundo está simplemente "coniunctum" "super-additum" a él. Los grandes escolásticos se apartaron de esta concepción de Hugo y sólo hablan de un consentimiento matrimonial. La unió ma-ritalis comprende el derecho a la unió carnalis, pero éstas no se ven aún en su íntima relación. Esta distinción entre esencia (unió maritalis) y efecto (unió carnis) constituye la base de la doctrina del matrimonio en Alberto v Buenaventura. Bajo este aspecto, el matrimonio aparece esencialmente como una comunidad de vida y amor entre el hombre y la mujer (para Buenaventura como coniunctio animarum). La "commu-nio corporum" no pertenece a la esencia, sino a la plenitud, al "esse ple-num". Pero al ser considerado el matrimonio desde el punto de vista del "esse plenum", es decir, del ejercicio del "ius in corpus", aparece en el horizonte el bonum prolis y se juzga la unió carnis según la menta­lidad de la tradición agustiniana. Janssens cree que el Catecismo Roma­no, con su distinción del doble aspecto del matrimonio, continúa esta tradición agustiniano-franciscana (805). Se ha superado, por tanto, el dualismo de la teoría del doble consentimiento de Hugo de san Víctor. Se ve la unidad del matrimonio en la unidad del consentimiento, pero se ve excesivamente la vida sexual bajo el aspecto de elección entre con-

3 L. Janssens, Moróle conjúgale et progestogéna, «Eph. Théol. Lov.» 39 (1963), 787-826, en especial 800-807.

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tinencia y exercitium turis. Nos resulta difícil comprender por qué An-selm Günthór ataca tan duramente la exposición histórica de Janssens4. Según él, "la debilidad del resumen histórico que Janssens ofrece y de las consecuencias que de él saca reside en la brevedad y vaguedad de su exposición" (326). Janssens dedica más de la tercera parte de su artículo a este resumen histórico, abundantemente documentado. Una ojeada a los tomos correspondientes de los estudios editados por Michael Müller sobre historia de la teología moral lleva al convencimiento de que el ca­mino señalado por Janssens es acertado5. La indignación de Günthór es ya un mal argumento en favor de su crítica. Precisamente porque lo que nos preocupa es hallar el núcleo de verdad que hay en las tradicio­nes eclesiásticas, hemos de buscar lo que en ellas hay de influjo de cada época concreta. Sin este esfuerzo penoso nos será imposible salir del ca­llejón cerrado en que, según palabras del patriarca Máximos (en el aula conciliar), hemos venido a caer con nuestra doctrina del matrimonio. El hecho de que una determinada manera de ver las cosas haya tenido vigencia en la Iglesia durante siglos no es argumento suficiente. Espe­cialmente en normas que no se deducen inmediatamente de la revelación y sobre las que no existe una decisión infalible de la autoridad eclesiás­tica; y más aún "si semejantes concepciones de la tradición, no defini­das..., trabajan sobre premisas que no satisfacen a los nuevos conoci­mientos" 6. En otras palabras: no podemos imponer a los hombres una carga "de la que no tenemos absoluta certeza de que quien la impone es el mismo Dios y no nosotros, un sistema cualquiera de moral o un documento doctrinal" 7.

3. Con la invención y difusión en el mercado de las pildoras anti-ovulatorias, la discusión en torno a la moral del matrimonio ha encon­trado un tema oportuno para salir a primer plano y discutir abierta­mente las cuestiones teóricas. El clima de libertad para la discusión creado por el Concilio ha derribado también las barreras innecesarias y

4 P. A. Günthór osb, Kritische Bemerkungen zu neuen Theonen übet die Ehe und eheliche Hingabe, <'Tüb. Theol. Quartalsschr.» 144 '1964.), 316-350.

5 Cf. M. Müller, Die Lehre des Hl. Augustinus von der Paradiesesebe und ihre Auswirkung in der Sexualethik des 12, und 13. Jahrhunderts bis Thomas von Aquin. Studien z. Gesch. der Moralthcologie, t. 2, Regensbur-go, 1954.—L. Brandl, Die Sexualethik des Hl. Albertus Magnus, Stud. z. Gesch. d. MoraltheoL, t. 2, Regensburgo 1955; J. G. Zieglcr, Die Ehelehrc der Pónitentialsummen von 1200-1350, t. 4, Regensburgo 1956.

6 J. M. Reuss, Eheliche Hingabe und Zeugung, «Tüb. Theol. Qu.» 143 (1963), 455.

7 H. Küng, Zusammenfassung eines Referates vor Konzilsvatern, «Christl. Kultur», Zürich 28 (7-11-64), núm. 40.

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ha abierto el camino a la libertad de expresión. Este diálogo ha hecho ver también que ciertos ataques a la doctrina tradicional se fundaban en una interpretación inexacta de la terminología teológica, o que en algu­nos puntos no tenían en cuenta la evolución real de la doctrina de la Iglesia. Así, han surgido frentes de rigidez unilateral que dificultan un auténtico diálogo. Nos parece, por tanto, conveniente aclarar primero algunas condiciones previas, para pasar luego a los distintos puntos de la discusión propiamente dicha.

I I . PRINCIPIOS PRELIMINARES

1. Desde la Casti Connubit, los documentos eclesiásticos hablan cada vez con mayor claridad del derecho y deber de los cónyuges en la regulación responsable de los nacimientos según el número y tiempo. Muy conocidos y citados son los dos discursos de Pío XII el 29 de octubre y el 26 de noviembre de 1951 8. El Papa habla del deber de procrear, inherente a la consumación del matrimonio (por tanto, no al matrimonio mismo), y dice que no es ilimitado. Motivos graves, que en principio coinciden con las indicaciones médicas, eugenésicas, económi­cas y sociales, pueden dispensar a los cónyuges, en la vida matrimonial, del deber de procrear "incluso durante largo tiempo y hasta durante todo el tiempo del matrimonio" En el mismo discurso dice a ¡as coma­dronas que pueden existir circunstancias en que aconsejar una concep­ción y un nacimiento nuevos sería "un error y una injusticia". En el mismo sentido habla al "Fronte della famiglia"; la Iglesia comprende las dificultades que entraña la vida conyugal en nuestro tiempo.

Si pasamos ahora a examinar lo que se ha escrito en el campo cató­lico sobre el matrimonio en los tres dominios lingüísticos a que nos he­mos referido, podemos afirmar que hoy es doctrina católica claramente admitida lo que el cardenal Joseph Suenens escribe: "El hogar es el único juez sobre la medida en que ha de realizar su íin creador" 9.

8 AAS 43 (1951), 835-854, 855-860.—Utz-Groner I, esp. 1073 y 1075. 9 Léon-Joseph Cardinal Suenens, Amour et maitrise de soi, Desclée de

Brouwer 1960, p. 105. Este postulado es generalmente reconocido: cf. L. Salieron, Le problé-

me de l'optimum familial: Combien faut-il avoir d'enfants?, en: Limitation des naissances et conscience chrétienne. Ed. familiales de France 1950, pá­ginas 81-99.

Carta pastoral del obispo de Essen: «La Iglesia no puede decir a cada matrimonio cuántos hijos debe tener. Ellos mismos, en la oración, deben pedir a Dios que les ilumine en este sentido. Han de examinar su situación con fe delante de Dios para conseguir claridad en una cuestión tan impor­tante». «Kirchl. Amtsblatt f. das Bistum Essen» 7 (1964), p. 7.—Sería fá­cil multiplicar los testimonios.

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Y esta responsabilidad de decidir el número de hijos asignada a cada matrimonio no es una concesión, sino pura y simplemente un deber fundamental en la dirección del hogar. En la práctica, todavía no siempre se reconoce a este deber el carácter de principio básico. Es fácil tropezar aún con la opinión de que la limitación de nacimientos viene a ser como una concesión a los que han demostrado su buena voluntad con el correspondiente número de hijos. Esta concepción no tiene en cuenta la situación, radicalmente distinta, en que nuestros actuales ma­trimonios deben vivir su misión de procreadores. No queremos ocupar­nos aquí de los distintos factores que han hecho cambiar la situación. Todos conocen el cambio de la estructura social por obra de la indus­trialización y que se pone de manifiesto en la disolución de la familia numerosa campesina y la aparición de la pequeña familia urbana. El ámbito vital de la familia se ha hecho en todos los sentidos más peque­ño. Al mismo tiempo, con la disolución de los vínculos familiares y sociales que lo sostenían (comunidad rural, círculo de parientes, asocia­ciones), cada matrimonio se ve más abandonado a sí mismo. Por eso, los cónyuges se afanan más por buscar, en su soledad común, alivio y amor. Puesto que el trabajo se ha ido alejando cada vez más del hogar, los esposos no se ven unidos por el placer que entraña un trabajo común en una empresa propia; la estabilidad de su matrimonio depende sólo, por así decirlo, de los valores puramente personales. Todo esto, a lo que aquí nos limitamos a aludir, se halla extensamente desarrollado en la li­teratura actual sobre el tema 10. Lo verdaderamente decisivo para la cues­tión son los avances en el campo de la medicina y la higiene.

Lo más llamativo es la casi total desaparición de la mortalidad de lactantes: hoy se halla por debajo del A por 100. Paralelo a este des­censo de la mortalidad infantil, ha tenido lugar un descenso de la selec­ción natural. Mientras anteriormente las niñas de constitución débil morían a menudo antes de salir de la infancia, hoy casi todas llegan a la edad nubil y muestran relativamente pronto fatiga y molestias. Con frecuencia se oye a las mujeres de edad decir injustamente que las mu­jeres actuales son delicaduchas y quejumbrosas; que antes se sobrelle­vaba el embarazo y el parto en condiciones bastante menos favorables y se recurría mucho menos al médico. Pero estos reproches olvidan el cambio objetivo operado en la situación por obra del descenso de la se­lección natural. En el dominio de la medicina hay que tener en cuenta también que hoy rara vez se llega a la llamada "esterilización natural". Mientras antes eran relativamente muchas las mujeres que quedaban estériles a causa de una fiebre puerperal o a consecuencia de una apen-

10 Cf. Leclercq-David, Die Vamilie, Friburgo 1955, p. 208-257. B. Ha-ring, Ehe in dieser Zeit, Salzburgo 1960, pp. 357-367.

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dicitis o de una peritonitis, hoy es posible tratar estas enfermedades de manera que rara vez se produzca un caso de esterilidad. Incluso la sal-pingitis, la diabetes y otros trastornos hormonales pueden ser tratados sin que se dañe la fecundidad de la mujer. En una palabra, la medicina moderna ha logrado asegurar al máximo la fecundidad de nuestras mu­jeres; en cambio, se ve a menudo en el compromiso de decidir si debe quitarle intencionadamente la facultad de concebir mediante una inter­vención directa. Finalmente hay que mencionar el hecho de que hoy las mujeres conservan durante más tiempo la fecundidad. Como término medio, para la edad de la menopausia se señalaba recientemente, como resultado de una encuesta, los 51 años; esto quiere decir, ante todo, que el problema de la regulación de los nacimientos no atañe sólo a los ma­trimonios jóvenes, que con mucha frecuencia es a los matrimonios de 40 a 50 años a ¡os que crea más serias dificultades.

Dos cosas se deducen de todo lo dicho. Primero: El matrimonio fe­cundo, originariamente sano, debe al progreso de la medicina una fe­cundidad, prácticamente ininterrumpida, de 25 a 30 años. Esta energía no puede explotarla ningún matrimonio sin regla ni plan. Los cónyu­ges tampoco pueden, movidos por una falsa confianza en Dios, desen­tenderse de esta tarea y confiarla a la Providencia. Es cierto que nuestra generación, con su experiencia de la guerra y la amenaza de un futuro incierto, necesita alegre confianza en Dios y fe que le dé seguridad. Pero la actitud de fe no consiste en descargar la responsabilidad sobre el nú­mero de hijos en la divina Providencia, sino en admitir esta responsabi­lidad con plena conciencia y alegría. Segundo: A medida que los pueblos en vías de desarrollo participen en el progreso de la medicina moderna, más urgente les resultará una regulación planeada de la fecundidad".

2. La entrega conyugal no puede mirarse sólo desde el punto de vista de la procreación. Mientras entre los animales superiores la cópula está estrechamente ligada a un período de ovulación, el hombre se en­cuentra libre de tal atadura en su apetito sexual; y éste no es en él un simple impulso del instinto, sino expresión de una entrega libre en el amor. Por eso, en la vida matrimonial, la unión corporal sólo raras veces puede servir inmediatamente a la procreación. Debe, pues, estar diri­gida también a otros valores, dentro y fuera de la procreación; y esto no sólo de modo intencional, sino también por sí misma. Con la apro­bación expresa de la elección, meditada y buscada, del tiempo (según Knaus-Ogino), la Iglesia ha reconocido la legitimidad de esta manera

11 Cf. J. David, Soziologische Aspekte zur Frage der Geburtenbescbran-kung, «Orientierung», Zürich 27 (1963), VI, pp. 65-67.—W. Pank, Ist Ge-burtenkontrolle ein Gebot der drohenden Ueberbevolkerung?, «Arzt und Christ» 2/1963, pp. 89-104.

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de concebir el matrimonio. En su discurso a la Rota Romana el 3 de octubre de 1941 Pío XII ponía en guardia contra la tendencia a consi­derar el acto sexual sólo en cuanto se ordena a la procreación y decía que también los demás valores deben entenderse como auténticos fines operis. Naturalmente, el Papa insiste también expresamente en la su­bordinación de los valores personales a¡ de la procreación. En los dis­cursos de! 29 de octubre de 1951 v ei 19 de mayo de 1956 no sólo se presenta el matrimonio como una rica unión personal: el acto conyuga! se interpreta también como expresión de la mutua entrega y del amor n; tampoco aquí se considera esto como un fin en sí mismo, sino que se lo considera en relación con la fecundidad matrimonial. No se puede negar que en el conjunto de la evolución doctrinal bajo el pontificado de Pío XII surge cada vez más a primer plano el reconocimiento de los valores personales del acto conyugal como expresión objetiva del amor mutuo; y así, el amor expresado de esta forma (es decir, mediante eí acto matrimonial) adquiere su sello específico por su servicio a la pro­creación. En este sentido se habla de significado creador (¡no directa­mente procreador!) del acto.

Juzgamos importante analizar esta evolución dentro de las manifes­taciones del magisterio eclesiástico. El modo de entender el acto matri­monial es, en efecto, decisivo (normativo) para el enjuiciamiento moral del mismo. En este principio básico de la teología moral católica nadie puede sentirse inseguro. Precisamente en las cuestiones particulares sobre las que la Biblia no nos da una solución, la Biblia misma nos remite a este principio íundamental. La obediencia de fe del hombre redimido en Cristo debe realizarse en la verdad y el amor. El mandamiento de! .-.mor no es un simple imperativo al sentimiento. El amor tiene que ac­tualizarse en las estructuras existentes de la realidad del ser humano, individual y colectivo. Por tanto, la interpretación de esta realidad es de una importancia decisiva para los enunciados normativos de la teo­logía moral. Mientras hasta hace poco, en los documentos eclesiásticos y en gran medida también en los manuales de moral, se establecían las normas del acto sexual partiendo sólo de su relación con la procreación w, incluso representantes de la escuela romana ven hoy la fuerza normativa del acto no sólo en el "actus per se aptus ad generationem et educatio-nem", sino también en el "actus per se aptus ad mutuam donationem

12 «Actus coniugalis est ex sua natura, actio personalís et cooperatio ab ipsis coniugibus simul ponenda, quae, ob eorum natural n actusque pro-prietatem, signifkat mutuam donationem quae, ut habet Sacra Scríptura, unionem efficit 'in carne una'». Pío XII, Discurso del 29 octubre 1951.

13 Muchas veces se tuvo en cuenta la expresión del amor mutuo, pero sólo como finís operantis, Cf. L. Janssens, op. cit., «Eph. Théol. Lov.» 39 (1963), 807 ss.

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exprimendum" 14. "La unión carnal está ordenada, por naturaleza, tanto a la expresión de la comunidad conyugal, como al transcendimiento de la comunidad conyugal en la generación (y educación) de la prole"!5. A esta afirmación así formulada, difícilmente podría encontrarle nadie reparos. El verdadero -problema consiste en determinar la relación que existe entre ambos fines del acto y de qué naturaleza es la unidad que entre ellos se establece. Y, en última instancia, éste es el punto en torno al cual gira la gran discusión, de la que vamos a ocuparnos ahora.

I I I . LAS DISTINTAS OPINIONES

Al resumir aquí las diversas opiniones nos centraremos en la cuestión fundamental a que acabamos de referirnos: qué fuerza normativa po­seen el acto sexual y sus fines, y cuáles son las consecuencias que de ello se derivan para enjuiciar desde el punto de vista moral la regulación de nacimientos. Los diversos autores apoyan su posición con interesantes exposiciones sobre la esencia, el sentido y el fin del matrimonio o sobre el significado de la sexualidad en la Biblia. Todos subrayan el signifi­cado de la sexualidad en el conjunto de la vida del hombre. Aquí sólo podemos ocuparnos de estas cuestiones de manera indirecta. Por lo que se refiere a los autores nos vemos obligados también a efectuar una se­lección. Son varias las docenas de estudios que poseemos en francés, alemán y holandés. Algunos muestran una clara interdependencia o se distinguen sólo en ciertos matices. Vamos a ordenarlos en tres grupos. Ciertamente esta "sistematización" no pretende ser indiscutible. No obstante, la ofrecemos porque nos parece que en la polifonía del coro destacan claramente tres grupos de voces.

A. El grupo pastoral

Sus representantes admiten plenamente que el acto conyugal, por su naturaleza, se orienta a diversos valores, pero insisten en que ningu­na de estas finalidades puede ser excluida "efficienter" del acto concre­to. Consideran el acto como una unidad metafísica. Como en la pala­bra humana, en el acto sexual la persona se hace presente, se descubre y manifiesta, como el espíritu en el cuerpo. Por eso la Biblia describe el acto sexual como un "conocer" [yada', Gn., 4, 1.17). Con ello pone de relieve una característica profunda, esencial, del amor sexual; en el con-

" Así hace de manera insistente J. Fuchs en De castitate et ordine sexuah, Roma 3/1963.

15 J. Fuchs, Moraltheologie und Geburtenregelung, «Arzt und Christ» 2/1963', p. 70.

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junto de la unión sexual, los protagonistas se revelan de manera pecu-liarísima el misterio de su personalidad. "Es un acto que, de manera análoga a la contemplación artística, capta la figura del amado en su corporalidad, y por eso hace que el ojo del corazón esté vivo en todos los sentidos" 16. Pero, desde este punto de vista, el acto sexual aparece también como un símbolo de la unidad. Sirve a la realización, a la con­figuración del cuerpo matrimonial. Aquí se hace realidad lo que entre dos que se aman surge con una insistencia cada vez más profunda, en la medida de su mutuo conocimiento: la voluntad de ser un solo cuer­po. "Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne" (Gn., 2, 24). Abandonar al padre y a la madre, romper con el primitivo estado de seguridad en el seno de la propia familia, sólo es posible si se tiene la mirada puesta en una unidad más profunda: el ser una sola carne, la que Theodor Bovet llama la "nueva persona matrimonial" ". Esta última unidad se ha de buscar y vivir incesantemente en el acto sexual. De este modo el acto se convierte también en expresión objetiva del amor que mutua­mente da y recibe. Existen muchas posibilidades de expresar el amor; el beso, el abrazo, el apretón de manos, todos son signos externos del amor; el acto sexual es, sin duda, el más intensivo. Pero el verdadero amor no queda encerrado en el estrecho círculo de los dos que lo reali­zan; el acto trasciende a los que en él expresan su amor. Sin duda, busca en primer lugar la felicidad del amado, pero, a la vez que hace realidad esa dicha, posee una fecundidad que se halla muy por encima de los que se aman. No es simplemente un recreo para los esposos: a la vez es para la familia y el mundo un acto creador. La misma forma, es decir, el acontecimiento biológico-fisiológico en que se realiza el amor sexual, alude a la fecundidad corporal.

"Id quod fit", lo que aquí acontece es precisamente ese gesto que el hombre realiza cuando, en las condiciones biológico-naturales, quiere engendrar. Así podemos hablar de un símbolo primordial de la genera­ción, cuya índole peculiar puede ser también perfectamente entendida aun cuando sólo se dé la posibilidad de fecundación. Con otras palabras: para unirse de forma intensiva y darse mutuamente un signo íntimo del amor, no es necesario que tenga lugar la inseminación. No obstante, el hecho de que ésta se halle íntimamente unida a este acto de entrega demuestra claramente que el acto, en su forma habitual, tiene un conte­nido mayor, está orientado siempre a una posible fecundación corporal, a pesar de que sólo raras veces puede y debe llevar de hecho a ella.

16 G. Scherrer, Die menschliche Geschlechtlichkeit im Lichte der phi-los. Anthropologie, «Arzt und Christ» 1/964, p. 37.

17 Th. Bovet, Ehekunde I, Tubinga 1961, pp. 27 ss.

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Naturalmente, no se puede limitar la atención a las estructuras somá­ticas y psíquicas que constituyen las premisas del encuentro sexual; en ese caso se perdería de vista el valor del "lenguaje" de la sexualidad humana. Pero, por otra parte, el hombre, si quiere realizar justamente el amor sexual, debe desarrollarse este amor en los elementos físicos y psíquicos de su sexualidad. Los representantes del grupo pastoral están convencidos de que la verdad y belleza plena de una consumación per­sonal de la sexualidad sólo puede residir en la unidad de todos los pro­fundos sentidos que hemos mencionado y que son inherentes al en­cuentro sexual en el hombre. Consideran el acto humano como una unidad, en la que los diversos sentidos se hallan fundidos en una unidad metafísica. Según ellos, es erróneo considerar el contacto sexual como el empleo de un órgano que unas veces sirve para un fin y otras para otro (como la boca puede emplearse para comer o hablar). La opinión, que es fácil encontrar, de que los órganos sexuales pueden emplearse unas veces para amar y otras para engendrar, no parece satisfacer a la estructura unitaria y personal del acto sexual humano. Para comprender la índole específica de la sexualidad humana es de capital importancia la ley de la mutua participación de espíritu y cuerpo.

Estas ideas constituyen las premisas de los representantes de una solución pastoral; éstos reconocen que el acto sexual debe regularse te­niendo en cuenta sus distintos valores expresivos (fines) y subrayan sobre todo la íntima unidad de todos los valores como modelo para la comunidad conyugal. Con el término "modelo" queda expresado lo verdaderamente típico de esta "solución". El término "modelo" se opo­ne en cierta manera al término "ley"; no en el sentido de que el mo­delo no obligue, sino en el de que esta obligación no se puede reducir a la fórmula legal "permitido-no permitido". La exigencia moral de realizar cada vez con más perfección los valores que entraña la sexua­lidad no se puede encerrar en el esquema "poder-no poder". El canónigo Pierre de Locht se ha esforzado, en cinco charlas radiofónicas, por in­culcar esta idea a sus oyentes: "Desde el comienzo me vengo esforzan­do por situar el debate en su verdadero plano. No se trata de permisión o prohibición, sino de valor o contra-valor"18. Es, en efecto, lastimoso que entre católicos y no-católicos casi sólo se conozca nuestra doctrina sobre el matrimonio bajo el aspecto negativo de la prohibición de anti­conceptivos. Se considera como característico de la doctrina católica una prohibición. Para la mayoría de la gente, la moral matrimonial católica se distingue de la que presentan otras confesiones cristianas —por ejem­plo, anglicanos y reformados— por la prohibición del uso de anticon-

18 Pierre de Locht, La moral conjúgale, CNPF, Bruselas 1964, 4.a

charla (sin paginación).

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ceptivos. Dicho en forma esquemática: los otros pueden; nosotros, no. Y lo verdaderamente primario en la doctrina católica no es de ningún modo una prohibición; lo fundamental dentro de la ética católica es la manifestación, ia imagen-modelo de la verdadera comunidad de amor. El sentido global de la ética cristiana es precisamente ése: en el espíri­tu del mandamiento bíblico del amor y del Sermón de la Montaña nos pone frente a un alto ideal. Por lo que se refiere a la comunidad sexual dentro del matrimonio, la doctrina católica encuentra este modelo en un acto personal de amor, que se halla en la plenitud de la verdad por­que encierra armónicamente todos los profundos sentidos de una comu­nidad sexual humana y personal. Todo matrimonio recibe de este mo­delo una invitación, una llamada imperiosa; pero no puede hacerlo realidad con la sencillez con que se cumple una ley humana. De Dios nos viene una exigencia real y completamente seria, pero entre exigencia de Dios y capacidad del hombre no hay una auténtica "aequalitas". Aquí no cabe ninguna analogía con la ley humana. Al legislador hu­mano se le exige que acomode debidamente las leyes a la capacidad de los ciudadanos. La "possibilitas legis" es una condición esencial de toda ley justa. El que quiera adaptar la ética cristiana a esta fórmula —cosa que, por desgracia, no cesa de intentarse— se equivoca de raíz. Según Tomás de Aquino, todas las exigencias del Nuevo Testamento son letra que mata, si no intervienen interiormente la gracia de la Redención (S. Th., la llae 108, 2). Ciertamente, "Dios no manda imposibles"; de lo contrario, no tendría cabida una auténtica culpa. Pero al hombre, que en este mundo se halla enredado de mil maneras en la historia de su alejamiento de Dios, no le queda otro camino que hacer lo que puede y pedir lo que no puede. Existe un auténtico "non posse" del hombre, que sólo puede convertirse en "posse" por la gracia, mediante la prolon­gada e insistente oración19.

De acuerdo con esta manera de ver las cosas, una moral matrimonial católica orientada hacia la predicación debía esforzarse ante todo por exponer el modelo del amor conyugal como una meta luminosa. Al mis-po tiempo debía poner de manifiesto las distintas formas defectuosas que puede ofrecer la conducta real del hombre. Así podía hacerse ver, por ejemplo, que no es sólo el adulterio lo que contradice radicalmente al símbolo de la unidad, que hay también otras muchas faltas más pe­queñas, a las que a menudo se presta escasa atención. Si, por ejemplo, una mujer, con objeto de hallarse preparada para su marido, deja vagar su fantasía en representaciones obscenas que realicen la preparación cor­poral, no debería buscarse una respuesta casuística y más bien dudosa a la cuestión en las categorías "poder" y "no poder"; en el modelo per-

19 Cf. Conc. Trid. D. 804.

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íecto podía mostrarse a los cónyuges de manera mucho más convincente la deficiencia que aquí se manifiesta. Exactamente lo mismo puede de­cirse con respecto a las faltas de delicadeza y las violencias en relación con el encuentro sexual. Todo simple "trato" no consumado estaría siem­pre claramente orientado hacia el modelo. Según esto, también quedarían de manifiesto las deficiencias de las manipulaciones directamente anti­conceptivas en el acto sexual. Pero todo matrimonio se halla en camino hacia la meta; y lo decisivo es estar en ese camino: "Lo esencial, cual­quiera que sea la dificultad presente, es estar en marcha"20. Para ello, todo matrimonio debe tener ante sí siempre el modelo como un espejo y controlar en él su "status quo". Tiene especial importancia para ello mantener siempre ante la mirada todos los valores. "Lo que en primer lugar importa es continuar creyendo en todos los valores que nos pro­pone la moral, y al mismo tiempo aceptar la lentitud de la marcha" 21. Naturalmente, se pide y exige a los esposos que vayan eliminando, en un esfuerzo incesante, todo lo que contradice al modelo; pero al mismo tiempo se les invita a que en cada etapa del camino realicen el mayor número de valores que puedan. Aquí interviene también la decisión mo­ral, pues en la situación concreta hay a menudo conflicto de valores. En este caso, la decisión moral no se orienta hacia lo defectuoso que encierra la forma concreta de realizar el acto, sino hacia el máximo posible de valores realizables. Semejante decisión no debe calificarse entonces de pecaminosa; con relación al conjunto puede incluso representar una prueba de prudencia. "Saber aceptar serenamente un comportamiento imperfecto, como la forma de realización menos mala, es prueba de pru­dencia y de virtud..." "En este caso, tomar la actitud que, en conciencia, con toda la generosidad requerida, nos parece la menos mala, es decir, la mejor posible, puede ser una decisión válida, no culpable e incluso pru­dente" 22.

El canónigo de Locht propone aquí, sin duda, una "solución" que desde hace años venían practicando miles de confesores benévolos. Con­siderándola más de cerca, se ve que en realidad se trata de una formu­lación nueva, e indudablemente más perfecta, de la distinción entre pecado objetivo y subjetivo. En muchos católicos, la decisión moral con­creta de utilizar determinados métodos anticonceptivos no es simplemen­te la decisión de hacer una cosa prohibida, que resulta invalidada por insuficiencia de conocimiento o voluntad. En muchas ocasiones esta de­cisión es una elección difícil en la realización de valores o en el intento de evitar un mal mayor. Así es como sienten nuestros hombres su de-

20 P. de Locht, op. cit., 5.a charla. 21 5.a charla. 22 5.a charla.

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cisión; y en la medida en que la sienten así, hay que estar de acuerdo con el canónigo de Locht.

No obstante, este camino pastoral, por sí solo, no puede satisfacer plenamente. Josef Fuchs pone en guardia expresamente contra una tor­cida interpretación de esta "obligación a lo posible"; no se puede inter­pretar esta obligación "en el sentido de que, entre tanto, los cónyuges no están obligados a observar plenamente el orden moral. La observan­cia de la moral matrimonial pertenece a los mandamientos que imponen una acción concreta no a los que señalan un fin, como por ejemplo el amor, que nadie posee en toda su plenitud y en el que se nos ordena progresar siempre según nuestras fuerzas"23. Si se demuestra realmente que toda manipulación anticonceptiva en el acto sexual contradice al orden moral (y al parecer así lo supone de Locht), los cónyuges tendrán la obligación de evitar, según sus fuerzas, todo lo que contradiga al or­den moral. Sobre esto no se discute. Pero de igual modo se les exige que no hagan nunca nada que pueda entrañar grave peligro para el cuerpo y la vida del otro. Y entonces, si están seguros de que una con­tinencia absoluta produce una grave crisis en su amor conyugal o pone a uno de los cónyuges en grave peligro moral, deben esforzarse por saber qué paso han de dar primero en la realización del orden moral. Esto y no otra cosa es lo que dicen los representantes del grupo pasto­ral. La castidad como actitud es un fin exactamente lo mismo que el amor, y el ordo caritatis exige el mismo respeto que el ordo sexualitatis. La oposición entre amor y moral matrimonial es imprecisa. Hace que la moral matrimonial se reduzca a un precepto negativo, es decir, al error que quiere evitar el grupo pastoral. Las dificultades de la solución pastoral no residen en este punto. Si realmente toda acción anticoncep­tiva es rechazable, hemos de reconocer que el intento de la solución pas­toral es la única oportunidad de poder predicar todavía nuestro ethos con cierta posibilidad de acogida. Pero sigue en pie la cuestión de si la oposición que se observa, entre los matrimonios a quienes se les pre­senta, contra una solución "escuetamente" pastoral a su problema, no pone de manifiesto que los argumentos con que prueba su ilicitud ob­jetiva no logran convencer. Las gentes aceptan plenamente la orientación fundamental del acto sexual a los distintos valores, pero creen que esta orientación es de distinto tipo según los fines. Y con esto salimos del grupo pastoral para acercarnos a otros protagonistas de la discusión.

23 J. Fuchs, Moraltheologie und Geburtenregelung, «Arzt und Christ» 2/1963, p. 82.

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B. El grupo casuístico

Empezamos por confesar que no nos hallamos aquí ante un grupo cerrado. Incluso el término "casuístico", bajo el cual agrupamos a sus representantes, no es demasiado feliz. Incluimos aquí todos los intentos de demostrar, mediante determinadas distinciones, que el recurso a cier­tos métodos anticonceptivos es conciliable con la doctrina de la Iglesia. En esta línea situamos todos los trabajos que en última instancia vienen a señalar que, junto a la elección lícita del tiempo para el acto sexual, debe distinguirse también entre procedimientos anticonceptivos lícitos e ilícitos. En el tercer grupo (radical) incluiremos a los que, por lo que se refiere a los métodos, no admiten ninguna diferencia específica. Na­turalmente, por lo que respecta a las argumentaciones, son posibles las interferencias entre los autores e incluso entre los grupos.

Dentro de este grupo "casuístico" citamos en primer lugar a los que encuentran sobre todo una solución lícita en el empleo de las pildoras antiovulatorias. A la cabeza de todos se encuentra L. Janssens24, profe­sor de teología moral de la Universidad católica de Lovaina. Janssens parte del hecho de que hoy la Iglesia reconoce a los padres —y en cir­cunstancias determinadas incluso exige— una responsabilidad por lo que se refiere al número de hijos. Esto obliga a distinguir entre lo que exige la situación de cada matrimonio y lo que pide cada acto conyugal. Una responsabilidad auténtica debe excluir en los esposos todo pensamiento o cálculo egoísta y caprichoso. Estos deben orientar su decisión apoyán­dose en motivos reales. Cada acto conyugal exige que se respete su es­tructura natural (816). Por eso no puede ser lícito desnaturalizar deli­beradamente los contactos sexuales (816). ¿Qué significa esto y cuáles son las razones que lo fundamentan? ¿Que el acto conyugal no puede excluir nunca positivamente la procreación? (817) Pero una exclusión positiva tiene lugar ya en la elección del tiempo. También al elegir el tiempo del acto conyugal se excluye positivamente la procreación, y no sólo en la intención (finís operantis: "hic et nunc, no queremos pro­crear"), sino también en la elección concreta del acto. La elección del acto tiene aquí carácter de medio. Aquí, en el "sí" interno al actus positus queda excluida claramente la procreación, pues no se trata de un "sí" a cualquier acto sexual, sino a un acto que se va a realizar cons­cientemente en un momento que pertenece —y el hecho es plenamente conocido— a la fase de esterilidad de la mujer. Pero un acto sólo queda definido íntegramente si se tienen en cuenta todas las circunstancias.

24 L. Janssens, Morale conjúgale et pro gesto genes, «Eph. Théol. Lov.» 39 (1963), 787-826.

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Para apreciar, en la elección de un acto, qué se quiere positivamente o qué no se quiere positivamente (y por tanto se excluye) con dicha elec­ción, es preciso examinar el sentido de todos los elementos implicados en la situación concreta (817). Y aquí es precisamente la "circumstantia temporis" lo que da a la elección del momento el carácter de medio que excluye positivamente la procreación25. De esto deduce Janssens que la razón decisiva para la ilicitud de los medios habituales anticoncepti­vos no puede residir en la exclusión positiva y voluntaria de la posibili­dad de procreación en el acto conyugal; esta exclusión, en efecto, tiene lugar también en la elección del tiempo, cuya licitud ha reconoci­do la Iglesia. Janssens mantiene que los medios anticonceptivos habi­tuales son ilícitos porque vician la naturaleza del acto conyugal. Todo acto conyugal es, por naturaleza, expresión y encarnación del amor con­yugal. La estructura de la encarnación está ya dada, consiste en un "abandono mutuo total". Esta expresión queda viciada si en la forma de realizar el acto se recurre a un preventivo. Janssens, apoyado en el testimonio por John Rock26 y de su colega en una Universidad de Lo-vaina, el ginecólogo J. Ferin27, está convencido de que el empleo de pildoras antiovulatorias no atenta contra la estructura del acto. Desde este punto de vista, el acto realizado bajo la acción de las pildoras y el que tiene lugar en la fase de esterilidad son completamente iguales. La única diferencia consiste en que para un caso no se ha alterado el ciclo (por tanto no ha existido esterilización ninguna), mientras para el otro se ha recurrido a interceptar la ovulación. Ahora bien, son muchos los que consideran esta operación antiovulatoria como una esterilización di­recta y por ello la rechazan. Janssens responde diciendo que aquí la única cuestión es qué se entiende por esterilización. Si por ella se entiende toda intervención voluntaria, encaminada a crear un obstáculo a la virtud procreadora28, Janssens afirma que también la elección del momento de­biera llamarse esterilización. Lo esencial en la esterilización es —dice—

25 «Es precisamente este elemento temporal lo que da a la práctica de la continencia periódica el carácter de medio que excluye positivamente la procreación... El elegir exclusivamente para las relaciones sexuales los pe­ríodos de agenesia, crea un obstáculo de orden temporal, igual que el em­pleo de medios anticonceptivos de carácter mecánico constituye un obstácu­lo de orden espacial que levanta una barrera material entre los órganos de los esposos» (p. 817).

26 J. Rock, Geburtenkontrolle, Vorschliige eines kath. Arztes, ed. ale­mana, Olten 1964.

27 J. Ferin, De l'utilisation des médicaments inhibiteurs d'ovulation, «Eph. Thébl. Lov.» 39 (1963), 779-786.

28 «Toda intervención humana cuyo fin primario (finis operis), buscado por la voluntad (finis operantis), es entorpecer la facultad procreadora, trá­tese de esterilización de la persona o de los actos sexuales.» «Eph. Théol. Lov.» 39 (1963), 821.

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la ¡mposibilitación de toda procreación futura mediante la destrucción de una capacidad plena29. Y la supresión temporal de la ovulación no destruye la potencia generativa. El tomar esteroides por vía oral no tras­torna, simplemente retrasa la función; por eso no es acertado llamarla esterilización30. Con esto llega Janssens a la conclusión de que una re­culación de la fecundidad mediante el control de la ovulación moral-mente debía ser reconocido tan lícita como la elección de tiempo para el acto conyugal. Resumiendo, sus dos razones son: la pildora excluye ciertamente en el acto conyugal la posibilidad de concepción, pero esto no es decisivo. Y en segundo lugar, al suprimir la ovulación no se efec­túa ninguna esterilización, pues con ello no se destruye la función.

Un extenso artículo de W. van der Marck op31 se plantea en último término la misma cuestión: si la supresión de la ovulación mediante el progestógeno debe considerarse en cada caso como esterilización ilícita. Su respuesta se apoya, más que en consideraciones físico-naturales, en un análisis de la estructura del acto moral. En el caso del trasplante de órganos intenta demostrar que la estructura de un acto debe ser con­siderada siempre en su totalidad. Lo mismo debe suceder con el uso de las pildoras. Las pildoras y su empleo no son en sí malos. Se pueden utilizar las pildoras con fines distintos (esterilización, curación, control de la fecundidad). Es sencillamente falso decir que en el empleo de las pildoras para regular los nacimientos, se hace de la esterilización un medio para un fin. Es precisamente el fin lo que da sentido al uso de las pildoras. Si el fin de su empleo es la curación de una dolencia, la pildora es una medicina; si el fin es el control de la fecundidad, aquélla se convierte en medio de regular los nacimientos; y si el fin es la des­trucción de la función generativa, pasa a ser un medio de esterilización. Sólo puede, por tanto, preguntarse si la pildora es buena o mala, cuando se haya decidido el significado del acto concreto en que aquélla se uti­liza. Hoy el control de la fecundidad no sólo está permitido, sino que constituye una responsabilidad seria. Así, pues, si el fin es bueno, tam­bién lo es el empleo de la pildora. En la elección del tiempo —afirma van der Marck— tiene lugar también un control de la fecundidad. Y esto no es obstáculo para su licitud, pues entonces no se altera la es-

29 No obstante, conviene recordar que Pío XII, en su discurso a los hematólogos el 12-9-1958 (AAS 50 [1958]), califica expresamente la acción de la sustancia antiovulatoria de «esterilidad temporal» y por ello condena su empleo, cuando se hace con fines no directamente terapéuticos, como «esterilización directa». En lugar de «esterilización de la persona» debiera hablarse de «esterilización del acto aislado». Esta distinción hace aquí su primera aparición en los documentos del magisterio eclesiástico.

30 Janssens sigue aquí a la letra la argumentación de J. Rock. 31 W. van der Marck, op, Vmchtbaarheidsregeling, «Tijdschrift voor

Theologie» 3 (1963), 378-413.

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tructura de la unto sexuahs Al mismo resultado llega un artículo de Th C J Beemer32 Beemer opina que en la doctrina de la Iglesia el concepto de fecundidad es demasiado estrecho y biológico Sería muy oportuno distinguir entre fecundidad actual e integral Así el término esterilización se aplicaría sólo a la destrucción de la fecundidad integral

Mientras los tres autores citados se ocupan principalmente del pio-blema de la licitud de las pildoras antiovulatonas, J M Reuss, obispo auxiliar y rector del seminario de Maguncia, estudia la cuestión en un contexto más amplio 33 También Reuss comienza por insistir en que la sexualidad específicamente humana y el matrimonio han de consideraise en todo su conjunto No puede considerarse la cópula por sí sola, ais­lada, es preciso verla en la unidad con el matrimonio que la incluye En la mayoría de los matrimonios es hoy inconcebible una armonía per­fecta sin el aliciente de una plena comunidad sexual Por tanto, si la unión corporal-personal del hombre y la mujer es tan extraordinariamente necesaria en situaciones concretas para la armonía en la sociedad con­yugal que el renunciar a ella trastornaría notablemente la tan necesaria armonía, la renuncia a la cópula sería ilícita Y a la vez, si en deter­minadas circunstancias es obligatorio renunciar a tener más hijos, la única solución del conflicto sería "la realización de una cópula que no puede llevar a la procreación" (469) En el fondo, esto es lo que se busca con la elección del tiempo Pero ¿qué hacer cuando los cónyuges no tienen segundad de los días estériles? ¿Puede crearse entonces la posibilidad de realizar una cópula que no pueda llevar a la procreación? Reuss cree que no es exactamente lo mismo "aprovechar, mediante la elección del tiempo días de esterilidad periódica y provocar directamente la esterili­dad ' (471) No obstante, por lo que se refiere a la actividad interna, Reuss ve la estrecha relación que existe entre la elección del tiempo y los métodos restantes La elección del tiempo comprende una sene de actos humanos, acción externa y decisión interna Ciertamente no se incapa­cita a la cópula en cuanto tal para que sirva a la procreación, pero el hombre, mediante su actividad, sustrae a la cópula las condiciones nece-sanas (la unión puntual de la cópula con el proceso biológico) para que se dé la posibilidad de procreación, "por tanto, al elegir el tiempo, quiere evitar con su actividad que la cópula que va a realizar pueda conducir a la procreación" (471) Así, pues, intencionalmente no existe una diferencia relevante entre ambos tipos de actividad La cuestión re­side en saber si por algún otro motivo existe una diferencia moralmente importante. Desde el punto de vista de la integndad corporal, no, lo

32 Th C J Beemer, Betnvloeding von de vruchtbaarheid door de pro gestatieve hormon-preparaten, «Katholiek artsenblad» 42 (1963), 7-12

33 J M Reuss, Eheliche Hmgabe und Zeugung, «Tub Théol Quar-talsschr», 143 (1963), 454-476

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biológico-fisiológico no posee una intangibilidad que haya de respetarse en todas las circunstancias. ¿Su estrecha relación con la cópula? A este respecto, Reuss distingue entre intervenciones en lo biológico-fisiológico relacionado con la cópula e intervenciones con miras a la realización de la cópula (473). En cuanto a las primeras (intervenciones dentro del acto mismo), Reuss las excluye expresamente. La cuestión reside sólo en las intervenciones con miras a la realización de la cópula; intervenciones, por tanto, que —lo mismo que la elección del tiempo— no alteran para nada el desarrollo del acto, pero que —lo mismo también que la elec­ción del tiempo— permiten la realización de una cópula que no puede llevar a la procreación. Semejante intervención "no es ilícita en cual­quier circunstancia, a no ser que se le conceda, por su relación con la cópula que se piensa realizar, una situación de privilegio frente a las demás condiciones biológico-fisiológicas, de manera que no pueda ser considerada lícita por ningún motivo, por grave que éste sea. Pero a esta intervención sólo podría concedérsele una situación de privilegio por lo que respecta a la licitud, si tuviéramos la seguridad de que el fin de la procreación especifica de tal modo a cada cópula concreta que el hombre no podría, en ninguna circunstancia, intervenir para hacer posible la realización de una cópula que no pueda llevar a la procreación" (473). Pero, puesto que en la autorización de la elección del tiempo esta actividad ha sido reconocida, tenemos la seguridad de que la procreación no especifica esencialmente a la cópula. Reuss no cita los métodos con­cretos que él considera admisibles. La cuestión del método concreto no pertenece al campo del teólogo; a éste le corresponde sólo exponer el principio básico para una crítica de la actividad humana. Según este principio de Reuss —la distinción entre intervenciones en la realización de la cópula e intervenciones con miras a una cópula que se va a realizar— debieran considerarse también lícitas las pildoras antiovulato-rias (al menos, cuando falle la elección del tiempo). Si los medios hor­monales fuesen contraindicados por cualquier motivo, se plantearía la cuestión de si, utilizando lógicamente la distinción de Reuss, no podría recurrirse a una obstrucción del cuello del útero en la mujer. También en este caso se trataría de una intervención que no toca directamente al acto sexual, sino que se realiza "sólo" con miras al acto. Hay que de­cidir, no obstante, que Reuss no llega a extraer esta conclusión.

Las opiniones del segundo grupo que llevamos expuestas coinciden en rechazar toda intervención directa en la cópula misma, pero por otra parte no rechazan categóricamente una intervención que provoque una esterilidad temporal con miras a la libertad para el contacto sexual34. No niegan que la relación con la procreación pertenece también al sentido

34 De las intervenciones en caso de violación no nos ocupamos aquí.

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íntimo del acto sexual, pero ponen en duda el que la exclusión de con­diciones biológico-fisiológicas con miras al acto contradiga a la auténtica expresión de la entrega más que la intencionada elección de los días estériles. Aunque, en última instancia, la argumentación sea diferente35, todos recurren para ella, directa o indirectamente, al reconocimiento de la licitud moral de la elección del tiempo. Esto nos obliga a examinar la cuestión de hasta qué punto es justa esta comparación con la elección del tiempo. Si atendemos solamente al hecho de la esterilidad temporal, la comparación no es adecuada. A pesar de lo refinado del diagnóstico de la ovulación, la esterilidad que entraña el ciclo natural de la mujer es ciertamente objeto (yolitum), pero no efecto (voluntarittm) de la vo­luntad humana36. Al paralizar el proceso de ovulación, en cambio, la esterilidad es, sin duda alguna, efecto de la actividad humana37. Ahora bien, según los principios de la moral, el hombre es responsable sólo y siempre de lo voluntario. Este fue precisamente el motivo por que se reconoció la licitud de la elección del tiempo. El hombre puede (quizá debe) intencionadamente no querer más hijos; puede (incluso quizá debe) escoger libremente el tiempo para realizar el acto sexual; pero no puede actuar de manera efectiva contra la procreación. Así se dijo siem­pre. Reuss y Janssens conocen, indudablemente, esta doctrina; no obs­tante, insisten en el paralelismo de la actividad responsable. Este se da realmente si atendemos al acto de la elección. En la elección sistemática del tiempo no se trata simplemente de que éste sea calculado libremente para la realización del acto, el momento concreto es escogido. La elec­ción intencionada con la que se rehuye la ovulación, y la actividad que la interrumpe son paralelas. Y hemos de confesar que, al afirmar (siempre sobre la base de una indicación seria) que entre estos dos modos de pro­ceder existe una distinción moral importante, venimos a crearnos di­ficultades. Ciertamente se trata de una diferencia no tan grande como la que debe existir, para hombres que piensan, entre una transgresión moral objetivamente grave y un acto moralmente bueno 38. En todo caso,

35 Mientras Janssens no considera decisiva desde el punto de vista mo­ral la exclusión efectiva de la procreación, Reuss intenta justificar la exclu­sión en el simple «opus naturae» (por oposición al «actus humanus») con el principio de totalidad.

36 Por eso Günthór, en su crítica, tiene toda la razón. Cf. op. cit., «Tüb. Theol. Quartalsschr.» 144 (1964), 337.

37 Al menos ésta se sigue considerando como la acción principal del producto antiovulatorio. Naturalmente, no ha desaparecido del todo la idea de que la pildora puede impedir también que se instale en el endometrio un óvulo fecundado. Cf. G. A. Hauser, Erfahrungen mit Ovulationshemmern, «Médecine et Hygiéne» 22 (1964), 479-481.

38 Cf. F. Bockle, Verantwortete Elternschaft, «Wort und Wahrheit, 19 (1964), 584.

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la discusión entre los profesores de teología moral demuestra que quienes han de vivir el ethos deben forzar en grado sumo su capacidad mental para comprender. Se impone al menos una urgente y detenida aclaración del significado ético de cada elemento y momento en la estructura de la cópula. Según un informe del P. B. Haering39, parece que en Roma se estudia seriamente la cuestión de si el control de la ovulación, aun cuando se realice con el fin de regular los nacimientos, ha de considerar­se siempre como esterilización directa. Los teólogos de Roma no parecen totalmente extraños a la idea de que es natural al ciclo regular de toda mujer un determinado tiempo de esterilidad. Y en consecuencia se pre­guntan si, al menos cuando no es posible diagnosticar o utilizar este tempus agenneseos, la supresión de la ovulación tiene por objeto inme­diato no la esterilización del acto, sino asegurar y restablecer el tiempo estéril natural. En este sentido, la cuestión podía iluminarse también a partir de la moral tradicional del acto40. Algunos creen que éste es el único camino posible. A nosotros estas últimas consideraciones nos pa-

35 B. Haering, La théologte et la pilule contraceptive, «Docum. cath.» 46 (19-VII-64), 891 ss.

40 Cf. G. Ermecke, «KNA-Dokumentation» 33 (1964). Ermecke busca la solución únicamente con el principio de la acción indirecta. Este autor apunta a una extensión del principio de totalidad. Hasta ahora sólo se apli­caba este principio cuando una acción era absolutamente necesaria con res­pecto al individuo; necesaria para asegurar su existencia o para evitar un daño grave y duradero, cosas que de otro modo serían imposibles. Y Er­mecke se pregunta si no debe aplicarse también este principio cuando lo exigen las relaciones del individuo con la comunidad, por ejemplo, en «ac­ciones que entrañan una acomodación del individuo al bien de la comuni­dad». Según el principio de la «actio cum duplici effectu», estas interven­ciones deben servir siempre al conjunto de la comunidad (por ejemplo, limi­tando una superpoblación que resulta imposible sostener, o poniendo una barrera a enfermedades hereditarias graves) y no sólo a una vida conyugal cómoda y sin riesgo. Recientemente ha aparecido un artículo de Klaus Dem-mer, msc, Eheliche Hingabe und Zeugung (cf. «Scholastik» XXXIX (1964), 528-557), que en su última parte se mueve en una línea de pensamiento parecida. Demmer considera admisible una utilización de las pildoras no encaminada a suprimir la ovulación, sino a controlarla. Asimismo se inclina a admitir una prolongación del período de esterilidad. Por lo demás, Dem­mer presenta de mañera excelente la base justa para la regulación de la moral sexual, pero luego comete una grave «petitio principii» al interpre­tar ligeramente la sexualidad humana como un amor (genericum) orientado a la procreación (specificum). El amor como relación personal no puede te­ner como fin algo superordenado. La persona es fin en sí misma. El hijo puede ser fin del amor humano-personal a lo sumo en un sentido accesorio. La diferencia específica (constitutivo ontológico) del amor sexual es única­mente el ser-una-carne (Gn., 2, 24). Pero de esto se deduce que el amor no puede ser excluido nunca del acto sexual; que, por otra parte, la «generatio prolis» podría ser excluida, por razones morales, del acto concreto, aunque el amor en su conjunto está unido íntimamente a la misión de procrear.

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recen auténtica abogacía charlatana, y tememos que con ellas vengamos a perder todavía más la confianza que el mundo nos regatea. Mucho más positivos consideramos los esfuerzos de Reuss y Janssens, que cier­tamente necesitan ser elaborados hasta sus últimas consecuencias y com­pletados mutuamente. Esto es lo que pretende hacer el tercer grupo.

C. El grupo "radical"

No hablamos aquí de un radicalismo teológico. Al emplear el tér­mino "radical" pensamos en la raíz de nuestro problema, y reunimos en este grupo a todos los que están convencidos de que la ética sexual se ha de entender desde su raíz, desde el concepto de naturalza. No por falta de respeto a cuanto se ha enseñado y escrito durante siglos sobre la cuestión de los fines del matrimonio, sino por reconocer la verdadera historicidad tanto del hombre como de su conocimiento, muchos teó­logos actuales están convencidos de que el concepto de naturaleza, ba­sado en la afinidad del animal y el hombre (Id quod natura omnia ani-malia docet), no ofrece base suficiente para un ethos sexual humano. El doble principio tradicional de la teología moral católica, "secundum caritatem et secundum rationem", sigue ofreciendo un apoyo seguro. Es más, se da un esfuerzo por comprender la unidad interna, y se ve ésta en la relación entre amor y verdad. "El amor se goza en la verdad" (1 Cor., 13, 6), por eso debemos "obrar la verdad en el amor" (Ef., 4, 15). La obediencia-fe del cristiano encuentra su plenitud en el amor. El man­damiento del amor entraña una radicalización de toda la ley. Cristo dio plenitud a la ley en su entrega de amor; nosotros somos llamados y capa­citados en su amor a participar en esa acción de dar plenitud, a testimoniar su amor ante el mundo, esforzándonos por realizarlo en las estructuras que nos ofrece la realidad. Esto es lo decisivo en la moralidad cristiana: realizar el amor en la realidad total de nuestra existencia cristiana (en cuanto criaturas, seres vivos, seres sociales). Dado que nosotros mismos nos hallamos en una evolución histórica y nuestro conocimiento de nues­tra realidad personal y del mundo está condicionado históricamente, si queremos realizar el amor en armonía con la realidad, nos vemos obligados a una renovación incesante de la interpretación de nuestra existencia. El contenido en obligación de nuestra conducta está determinado por esta interpretación de nuestra existencia en el mundo. Esto no quiere decir que el hombre pueda llanamente "inventar" o "crear" dicho contenido. Se trata de intentos de interpretación de una realidad que en sí misma encierra la llamada de un deber trascendental. La teología católica sabe que está obligada delante de Dios, el dador del conocimiento de la ver-

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dad en el hombre, a encontrar en la realidad creada la continua acción creadora y a percibir la perenne voluntad de creación.

De estas ideas fundamentales se ocupa un profundo artículo de E. Schillebeeckx op41. En una primera parte se exponen los principios que pueden arrojar luz sobre la cuestión de la mutabilidad de las nor­mas morales: se ha de partir del hecho de que nuestro conocimiento hu­mano es siempre "perspectivista", es decir, es siempre contemplación de la verdad desde una posición determinada, de modo que cada manera de entender debe crecer y ser completada (7). Una misma realidad, rica de contenido, puede ser iluminada desde distintos lados, de modo que resul­ten también diversas maneras de entenderla que se completan mutuamen­te. No poseemos la verdad de modo definitivo. A este respecto debemos distinguir entre la "verdad en sí" y la "verdad según es poseída por el hombre". La verdad misma (que en última instancia es Dios) no cambia; igualmente, nuestra afirmación de la verdad, propiamente, no cambia. Lo que cambia son sólo las perspectivas desde las que nos acercamos a la verdad. A medida que tengamos mayor conciencia de este carácter pers­pectivista de nuestro conocimiento, más perfecta será nuestra superación del relativismo, pues en el conjunto de todas las perspectivas nos acerca­mos cada vez más a la verdad absoluta. En un breve repaso histórico hace ver Schillebeeckx cómo han cambiado las perspectivas en la manera de entender y expresar la doctrina del matrimonio.

Crisóstomo, Agustín, los Victorinos, los escolásticos, Pío XI (Casti Connubit) y H. Doms hablan "del mismo objeto material, el matrimo­nio, pero desde distintos puntos de vista". Todos, por tanto, pueden haber visto acertadamente. La cuestión sobre el fin primario y secunda­rio del matrimonio es típicamente dualista, tanto si el fin primario se ve en el hijo como si se ve en la comunidad (11), y responde a una consideración analítica del matrimonio. Visto en su realidad concreta, el matrimonio constituye una totalidad humana. En una totalidad humana lo espiritual es ciertamente primario, pero encarnado en lo corporal. En esta perspectiva antropológica, la cuestión de si el fin primero es el hijo o la comunidad personal no tiene razón de ser. Sólo puede darse una so­lución en términos de encarnación. En este sentido, sólo hay un fin del matrimonio, que ciertamente, a causa de la complejidad del ser humano, es complejo. Y este fin consiste en la perfecta comunidad personal con sus dos dimensiones: la responsabilidad mutua por la existencia personal de los cónyuges y la responsabilidad común por la existencia personal de los hijos. En estos ejemplos hace ver Schillebeeckx que precisamente

41 E. Schillebeeckx, op, De Natuurwet in verband met de katholieke hu-welijksopvatting, «Jaarboek der Katholieke Theologen», Hilversum 1963, 5-51.

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un conceptualismo, es decir, el intento de interpretación a partir de un puro desarrollo conceptual sin contacto duradero con la realidad en evo­lución, conduce al relativismo más craso porque concede soberanía abso­luta a una perspectiva determinada. Y esto es mucho más peligroso si se hace bajo la máscara de la verdad absoluta42.

En la segunda parte de su artículo analiza Schillebeeckx el llamado "fisicismo", es decir, la concepción tradicional que adjudica a las estruc­turas biológicas de un acto valor normativo en el sentido ético. Si se quisiera seguir la concepción de Ulpiano, según la cual la norma de la conducta sexual viene dada fundamentalmente por lo que el hombre y el animal tienen en común, también podría demostrarse, de acuerdo con los conocimientos actuales, que la masturbación y la homosexualidad cons­tituyen características normales del hombre y del animal (14). No se •puede elevar la naturaleza biológica en cuanto tal a norma ética. Sólo una visión antropológica unitaria de la naturaleza puede servir de base suficiente a una consideración ética. Las ciencias exactas sólo pueden ofrecernos las distintas posibilidades biológicas (el sentido polivalente) de la sexualidad. Desde el punto de vista antropológico, se trata de po­sibilidades en las que el espíritu humano puede encarnarse; "pero en las que debe encarnarse de manera humana, y por tanto regulada éticamen­te" (24). Cómo debe suceder esto (por ejemplo, como expresión del amor, del que son consecuencias necesarias la felicidad propia y el desarrollo humano), ya no es cuestión que incumba a las ciencias naturales, sino a la teología. Aquí reside la capacidad de significación moral; sólo la humanización de las posibilidades biológicas a la luz de un proyecto global de vida posee significación ética. Por eso, la Iglesia y la teología moral tienen algo decisivo que decir sobre la integración de las posibili­dades biológico-sexuales en un proyecto de vida. En este contexto ha de verse el hecho de que la Iglesia repruebe el uso de anticonceptivos. Aun­que es cierto que no se trata de una declaración ex cathedra, Schillebeeckx opina que "en realidad estamos ante una enseñanza común de todo el episcopado mundial, de modo que en este punto es imposible toda marcha atrás. Por otra parte, es inconcebible que, en una cuestión tan vital e importante, la Iglesia pudiera equivocarse realmente en una de­claración doctrinal no infalible" (25). Pero debemos enfrentarnos deci­didamente con la cuestión de qué es -propiamente lo esencial en la decla­ración de la Iglesia. Y Schillebeeckx llega a la conclusión de que lo absolutamente irrevocable en la doctrina de la Iglesia reside en la decla­ración de que la esencia del matrimonio y, -por tanto, la decisión funda­mental en la orientación de la vida matrimonial (het huwelijksproject)

42 Schillebeeckx dice expresamente que las expresiones reveladas no se pueden entender en este sentido perspectivista.

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L,a regulación de los nacimientos 125

es irreconciliable con la exclusión fositiva de los hijos, cualquiera que sea el modo de efectuar esta exclusión (elección del tiempo o medios anticon­ceptivos). El decidirse por el matrimonio (proyecto de vida) con inten­ción de excluir a los hijos contradiría radicalmente a la índole de la comunidad matrimonial. Pero con todo esto queda en pie la cuestión de si, al expresarse así la Iglesia, quiere decir que en cada acto individual deben realizarse plenamente todos los valores de la vida matrimonial. En la teología de los últimos veinte años se hace cada vez más una distin­ción real, aunque no del todo adecuada, entre la regulación ética de un plan general de vida o de matrimonio y el acto individual que lo realiza. El auténtico "actus humanus" matrimonial reside en el proyecto de ma­trimonio y se expresa en la decisión fundamental con respecto al mismo, de modo que el acto individual que lo realiza es "actus humanus" sólo por participación. "En el acto concreto no siempre puede realizarse lo que, en virtud del 'actus humanus' básico, pertenece al convencimiento intangible de la persona que actúa" (29). Hasta ahora los documentos de la Iglesia ignoran estas distinciones. Schillebeeckx opina también que la Iglesia podía muy bien, sin atender a esta distinción, extender su condena de las prácticas anticonceptivas al actus humanus en sentido superficial. "Entiendo que no se puede atribuir a la Iglesia una afirma­ción que no ha hecho ni ha podido hacer, porque para ella la distinción entre plan de vida y acto aislado no existía aún. Los teólogos que, con­frontados con esta distinción, aplican la declaración de la Iglesia tanto al actus humanus profundo como al acto individual —actus humanus sólo por participación—, quizá tienen razón, pero es innegable que con ello dan más amplitud a la declaración de la Iglesia" (29). La responsabilidad de esta amplificación corresponde a los teólogos, y el valor de la misma dependerá de lo que pruebe. La Iglesia, en cuanto Iglesia, todavía no se ha pronunciado sobre ello. No obstante, una cosa es cierta: la afirmación de que la cópula no puede ser frustrada exige una matización precisa. Según suena, esta afirmación es fisicista e inexacta. Según el principio antropológico debiera decirse: lo que no puede ser frustrado no es la cópula, sino la cópula en cuanto actus humanus. Y a este respecto se ha de tener en cuenta que el actus humanus no es un momento puntual que pueda desligarse de la persona humana, sino un elemento dentro del sentido que encierra el plan global y la voluntad primordial de toda la persona (30-31).

En el fondo, por tanto, dos son los puntos de vista —que se com­plementan mutuamente— introducidos por Schillebeeckx: en primer lu­gar la distinción entre consideración fisicista y antropológica del acto, y después, dentro de la perspectiva antropológica, la distinción entre plan total y acto concreto. Entre los teólogos domina una consideración fisi­cista del acto; así lo demuestran las polémicas recientes sobre la pildora.

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Si, por ejemplo, se argumenta diciendo que una esterilización directa es algo "secundum naturam" puesto que la fase estéril viene dada por la misma naturaleza, tras esta afirmación se esconde una mentalidad típi­camente fisicista. Un primer intento de visión antropológica aparece en la discusión sobre la esterilización con miras a una violación. No obstan­te, del magisterio eclesiástico no se puede deducir una prohibición general de toda intervención en el plano biológico-fisiológico del acto matrimonial concreto. Si semejante intervención es conciliable con el plan total del matrimonio y no lesiona gravemente ningún valor personal, no puede ser considerada como ilícita.

Muy cercano a esta línea de pensamiento se halla P. J. David sj 43. De manera especial ataca éste a los que consideran el acto matrimonial en sí mismo, desconectado del matrimonio. El acto debe ser considerado siempre en la totalidad del matrimonio y en su orientación hacia el hijo. El matrimonio como institución tiene la misión de procrear. Si al cerrarse el pacto matrimonial se acepta el compromiso de procrear, y luego éste se cumple en la medida de lo posible, la misión encomendada por el Creador queda cumplida. Así cada acto aislado, en el ámbito de la plena realización del matrimonio, sirve inmediata o mediatamente (haciendo más profundo el amor) a la procreación y educación de los hijos 43a. A la objeción de que cada acto concreto debe estar orientado "per se" a la procreación, David y otros responden diciendo que la misma naturaleza desliga la fecundidad del acto y no impone de ningún modo la fecun­didad a cada uno de los actos. Pero, al razonar así, David lucha con ar-

43 J. D., Zur Frage der Geburtenregelung, «Theol. der Gegemvart» 7 (1964), II, 71-79. Cf. también las posturas adoptadas a este respecto en «Theol. d. Gegenwart» 7 (1964), IV, 211-231.

43 a Esta argumentación posee hoy mayor peso por haberla empleado y apoyado el cardenal Léger en la sesión del 28 de octubre de 1964 del Concilio Vaticano II. El cardenal dijo entre otras cosas: «Sobre la procrea­ción como fin del matrimonio el esquema se expresa en términos acepta­bles, pues subraya adecuadamente cómo esta misión ha de realizarse con prudencia y generosidad. Sin embargo, debiera completarse diciendo que esta obligación se refiere no tanto al acto concreto cuanto al matrimonio..., de modo especial debe presentarse el amor conyugal humano —es decir, que abarca el alma y el cuerpo— como un verdadero fin del matrimonio, como algo bueno en sí, con sus exigencias y leyes propias. En este sentido el esquema parece deficiente. De poco sirve que se evite el término 'finis secundarius', si en el fondo este amor se concibe sólo como algo ordenado a la procreación. En este asunto tan importante debemos establecer prin­cipios claros... Si no se reconoce abiertamente este amor como fin del ma­trimonio, queda sin determinar qué relación existe entre los esposos. Los cónyuges no se consideran mutuamente sólo como procreadores, sino tam­bién como personas que se aman por razón de sí mismas». No sería sufi­ciente presentar la doctrina de los fines del estado matrimonial para resolver las cuestiones teológicas y prácticas: es preciso atacar el núcleo del pro-

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ha regulación de los nacimientos 127

gumentos claramente biológico-fisicistas contra una visión metafísica del acto "in se" (como símbolo primordial de la procreación) que consciente­mente intenta superar una consideración puramente biológica del mis­mo43b. Mejor es señalar, con Schillebeeckx, la inconsecuencia que en­traña la llamada consideración metafísica que recurre incesantemente, para apoyar su punto de vista antropológico, a lo biológico-fisiológico (por ejemplo, a la eyaculación que va unida a todo acto). En este con­texto es acertado, como hace el mismo David, aludir a la gran diferencia que existe entre el hombre y el animal. En el hombre la entrega no está ligada a un período fijo de ovulación, y en ello se pone de relieve su peculiar significado antropológico. Precisamente en la visión antropoló­gica los valores objetivos de la cópula no están combinados mutuamente de forma adecuada. El acto es —la distinción se puede hacer perfecta­mente— expresión del amor y símbolo de la procreación. Para lo primero se halla siempre abierto; para la voluntad de procreación muchas veces se limita a ser un símbolo ineficaz. En consecuencia, lo que aquí importa demostrar es que para el anthropos en el acto sexual puede estar ausente el sentido de procreación, pero no para el bios la fusibilidad de procrea­ción. A mi entender, el hecho de que en determinadas condiciones bio­lógicas sea reconocida la licitud de una cópula aunque no pueda llevar a la procreación, no nos saca de apuros; por sí solo no demuestra que nos­otros podamos provocar esas condiciones. Sólo daríamos un paso adelante si demostráramos que el hombre matrimonial puede perder el derecho a continuar procreando, es decir, que en determinadas circunstancias ya no puede procrear. En este caso se plantea la cuestión de si, en esas cir­cunstancias, puede intervenir con una acción obstaculizadora en la es­tructura biológico-fisiológica del acto. Aquí tocamos, a mi juicio, el ver­dadero núcleo del problema: si debe doblegarse la persona a determi­nadas estructuras biológicas de un acto, o han de subordinarse estas es­tructuras biológicas a los fines morales de la persona. ¿Debe el hombre, cuando no puede desear más hijos, comportarse como si pudiera al realizar

biema y esclarecer con principios generales el fin del acto concreto. Debería afirmarse que la unión conyugal tiene también como fin el fomento del amor mutuo de los esposos, pero como «finis ipsius operis» (como fin del acto mismo), «que en sí es legítimo aun cuando no esté orientado a la pro­creación». El Concilio —añadía el cardenal— debiera proponer abiertamen­te, sin miedo ninguno, ambos fines del matrimonio como buenos y santos en sí.

43 b Pero quizá se haya de considerar esta alusión de David como ar­gumento ad homirtem: según los conocimientos actuales, en el campo bio­lógico no se da una orientación unilateral del acto a la procreación, por lo menos en el hombre. La cópula, incluso en su aspecto biológico, posee en 'a mayoría de los casos otras funciones que dan sentido al acto —y esto no per accidens, sino per se.

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el acto matrimonial, o puede cambiar la estructura biológica del acto, o debe renunciar al acto? La respuesta dada a esta pregunta es distinta si se está atado a una ontología del ser bajo el predominio de la cosa, o si se parte de una ontología del ser personal, único en que se da plenamente la analogía del ser44. Al parecer, el filósofo Walter Brugger sj45, parte consecuente de la ontología de la persona. Según su opinión, no se puede hablar de una separación caprichosa de los fines del matrimonio; cuando se da la exclusión, objetivamente fundada, de un fin (la procreación), lo que importa decidir es más bien con qué medios pueden lograrse los fines que todavía quedan en pie. La moral tradicional sólo concede li­citud en este sentido a la elección del tiempo y excluye una acción es-terilizadora como antinatural. La validez de este argumento depende, según Brugger, del concepto de naturaleza con que se trabaje. ¿Se en­tiende por naturaleza el conjunto fisiológico de una serie de aconteci­mientos corporales con su orientación a un fin determinado, o la totali­dad del hombre, considerada en sus relaciones metafísicas con sus últimos fines constitutivos? Sólo la naturaleza en el segundo sentido es capaz de significado moral. Una perturbación de la naturaleza físico-fisiológica no se identifica sin más con una perturbación de la naturaleza considerada metafísicamente. Ciertamente una acción que impida llegar a la concep­ción es contraria a la naturaleza fisiológica del acto, "pero de aquí no se sigue necesariamente que la realización voluntaria de ese acto que evita la concepción es contraria a la naturaleza del hombre metafísicamente considerada, ya que en ésta no se puede hacer abstracción de fines lícitos o ilícitos de la acción". Esto significa que la diferencia entre métodos lícitos e ilícitos para la regulación, moralmente exigida, de los nacimientos no se ha de buscar en el hecho de que en un caso "simplemente" se apro­vecha una esterilidad temporal y en el otro se provoca temporalmente o se delimita esa esterilidad. (¡Esta diferencia, considerada en sí misma, es típicamente fisicista!) Una distinción moralmente relevante entre los métodos sólo puede originarse en la relación con el amor -personal, cuyo símbolo ha de ser siempre el acto sexual. Con esto venimos a encon­trarnos de nuevo con los autores de que nos ocupábamos al comienzo del segundo grupo, Janssens y Reuss, aunque, a mi entender, los principios básicos son distintos. Janssens y Reuss parten en el fondo de las normas actuales sobre el acto sexual y, basados en una compara­ción con la elección del tiempo, ponen en duda la fuerza normativa del elemento procreador en el mismo. Los representantes del tercer grupo ven la cuestión de la norma desde la persona y su decisión de realizar el acto. Este punto de vista aparece ya en Reuss al analizar la cuestión

44 Cf. J. B. Lotz, «Scholastik» 38 (1936), 336. 45 W. Brugger en un manuscrito policopiado.

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La regulación de los nacimientos 129

del derecho de intervenir en el acto, y en el fondo también lo supone Janssens cuando pretende regular el acto exclusivamente a partir de su valor de símbolo de la entrega total. Pero experimentamos ciertos recelos al ver que en este punto las normas vienen a establecerse de nuevo unilateralmente a partir de la estructura del acto sexual. El peligro de fisicismo vuelve a aparecer en el horizonte. La obstrucción del cuello del útero, ¿se opone a la expresión del amor? Preguntas de este género no se pueden responder partiendo del acto en sí. De ese modo arrojaríamos al demonio sirviéndonos de Belzebú. En este sentido los representantes del tercer grupo me parecen consecuentes. Exigen de los esposos, den­tro del plan total de su matrimonio, el propósito de tener hijos; asi­mismo, para excluir la procreación en el acto concreto, exigen una mo­tivación moral seria y, con respecto al método, la condición general de que en la mayor medida posible responda al amor sin reserva que debe expresarse en el acto de entrega. En este punto los representantes del tercer grupo remiten a la línea pastoral. Es precisamente en la reali­zación incesante del amor donde el hombre experimenta su incapacidad y su necesidad de recurrir a la gracia de Dios. Se sabe enfrentado con un largo camino que debe buscar lealmente, que sin duda no le resultará más sencillo que la actual obediencia en la observancia de un método detalladamente indicado. Si este camino del amor sin reservas y el arte de amar lealmente logra penetrar en nuestros fieles, no tenemos que temer el desmoronamiento de la moral sexual. De momento esperemos con paciencia y confianza la decisión de la Iglesia. El Papa ha hecho de este asunto un caso de conciencia propia. Pero esto no dispensa a los teólogos de trabajar ni a los seglares interesados de regir su conducta de acuerdo con una conciencia clara.

F. BÓCKLE

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TEOLOGÍA MORAL DEL MATRIMONIO

BIBLIOGRAFÍA RECIENTE EN LENGUA INGLESA

Mucha de la abundante bibliografía en inglés sobre el tema no tiene cabida en este estudio, ya que se trata de obras de divulgación o de tra­ducciones. No obstante, existe una creciente producción de buen material teológico, parte del cual ha salido, en estos últimos años, del marco con­vencional de los manuales para adoptar un enfoque bíblico, teológico y existencial: más arriesgado, pero también más fecundo. Y uno de los rasgos peculiares de la teología del matrimonio en sus últimas manifesta­ciones lo han constituido las aportaciones de algunos seglares.

Nuestro estudio toma como punto de partida el año 1958. Aquel año moría Pío XII, y se puede decir que, con su muerte y la elección de Juan XXIII, concluía una etapa eclesiástica y teológica para iniciarse otra. Por lo que se refiere a la teología del matrimonio, en aquel año la alocu­ción de Pío XII a los hematólogos condenando el nuevo anticonceptivo oral, así como la declaración de la Conferencia Anglicana de Lambeth aceptando la planificación familiar "por medios que sean mutuamente aceptables para el marido y la mujer dentro de la conciencia cristiana", llevaron en el mundo de lengua inglesa a la culminación de un período de publicaciones y reflexiones que había comenzado en 1930 con la primera concesión efectiva de Lambeth en torno a los anticonceptivos, seguida por la autoritativa condenación que de los mismos hizo Pío XI en la Casti Connubii; todo ello, en el mismo año de los descubrimientos de Ogino-Knaus sobre los períodos fecundos e infecundos en el ciclo de la mujer.

BASE BÍBLICA Y SACRAMENTAL

Durante largo tiempo, la teología del matrimonio prescindió amplia­mente de la fuente primaria de reflexión teológica: la Escritura. Esto se ha remediado un tanto en los últimos años. En concreto, Wilfrid Harring-ton op nos ofrece un interesante resumen de la doctrina bíblica sobre el matrimonio en su trabajo Marriage in Scripture 1. El P. Harrington parte

1 E. Me Donagh (ed.), The Meaning of Christian Marriage, actas de la «Maynooth Union Summer School», Dublín 1963, 14-35. Cf. J. McKenzie,

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del prototipo del matrimonio, según aparece en Gn., 1-2 —donde se contiene la "doctrina esencial del matrimonio"—, y llega hasta la imagen profética del matrimonio para la alianza entre Dios y su pueblo con su compromiso personal en el amor. Considera el Cantar de los Cantares como una exaltación poética del amor humano, que, consagrado en el matrimonio del Nuevo Testamento, expresa "la unión de Cristo con su Iglesia".

El efecto transformante que ejerce sobre el matrimonio su asociación a la unión santificante de Cristo y la Iglesia —asociación que lo convierte en realización y signo de esa unión— encuentra su expresión teológica en la doctrina de la Iglesia sobre el sacramento del matrimonio. A pesar de la obvia imposibilidad de hacer una efectiva teología cristiana de la vida matrimonial (una teología moral del matrimonio) sin una rigurosa consideración de su dimensión tanto sacramental como bíblica, se ha prestado muy poca atención al matrimonio como sacramento. Los manua­les de dogmática remiten a los manuales de moral, los cuales están do­minados por los elementos contractuales y jurídicos. Donal Flanagan nos proporciona una grata introducción a tal estudio en The Sacrament of Marriage 2.

La importancia del sacramento para la vida cristiana es un tema que aborda el P. Flanagan en su discusión sobre la gracia sacramental3, la cual, sobre la base de la Casti Connubii, debe incluir algo más que la usualmente mencionada gracia santificante junto con un título que da derecho a gracias actuales; a saber, "algo situado en la naturaleza de los hábitos infusos: una capacidad, concedida sobrenaturalmente, de pensar, querer y obrar como casados, y como casados en virtud de un matri­monio cristiano". Esta capacidad actúa de manera restaurativa, renovan­do la armonía rota por el pecado original, como creían santo Tomás y muchos escolásticos, y procurando, de modo realmente profundo, un remedium concu-piscentiae.

LA INSTITUCIÓN DEL MATRIMONIO

Aunque la noción bíblica y sacramental del matrimonio así como la experiencia humana sugerirían una realidad más rica, los teólogos mora­les han tendido a centrarse en el aspecto de contrato que tiene el ma­trimonio. No obstante, en este siglo se han alzado varias voces en contra

The Two Edged Sword, Milwaukee 1956, 90 ss. H. McCabe, The New Creation, Londres 1964, 129 ss.

2 En The Meaning of Christian Marriage, 36-61. Cf. J. Kerns, sj, The Theology of Marriage, Nueva York, 197 s.

3 Op. cit., 46-53.

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de esto. Aunque pocas, ha habido algunas entre los católicos de lengua inglesa; particularmente, la del arzobispo de Liverpool, Mons, Beck4. Señala este autor que el énfasis puesto en el contrato ha empobrecido la noción del pueblo acerca del matrimonio como "unión permanente e in­disoluble", y expresa gran simpatía por el profesor Georges Renard y su concepción del matrimonio como institución, que es más que con­trato. Se hace eco de la confusión que experimentan numerosas personas casadas ante la descripción canónica del matrimonio, que ha venido a ser para muchos moralistas la única o, al menos, la más importante.

Se hacen esfuerzos por desarrollar una teología del matrimonio que tenga las necesarias cualidades bíblicas, sacramentales y existenciales y que, al mismo tiempo, preserve las obligaciones esenciales del derecho. Por otra parte, algunos representantes del marco tradicional intentan llenar el desnudo esquema del derecho y tratan también los aspectos más propiamente humanos y cristianos. Ambas tendencias hallan ex­presión en la actual bibliografía en inglés, y su diferencia aparece tanto en la posición inicial frente a la naturaleza del matrimonio como en su ulterior estudio de los fines del mismo. Dado que la naturaleza y los fines del matrimonio están íntimamente relacionados, sería conveniente tratarlos en conjunto, discutiendo primero el aspecto preferentemente legal y luego el aspecto preferentemente teológico.

NATURALEZA Y FINES DEL MATRIMONIO

a) Aspecto legal

La obra mejor, más completa y más equilibrada de este tipo es, sin duda, Contemporary Moral Theology. II, Marriage Questions5, de los jesuítas americanos John Ford y Gerald Kelly. Podría parecer injusto describirla como una obra jurídica, pero la exposición está dominada por las realidades jurídicas de contrato, vínculo y derechos, y el empleo de los datos bíblicos y sacramentales es mínimo. La terminología y la escala de valores está mucho más ceñida al Código de Derecho Canó­nico y a los canonistas que a la Biblia y a los teólogos. Sin embargo, una vez que se reconocen y aceptan los límites del enfoque, la obra es un filón de doctrina clara y provechosa6.

4 The Contemporary Crisis, The Meaning of Christian Marriage, 6-10. 5 Westminster (Cork) 1963.

6 Para una crítica sana pero dura de su enfoque, cf. D. Callaghan, Authority and the Theologian, «Commonweal», Nueva York, 5 de junio de 1964, 319 ss.

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Teología moral del matrimonio 133

Para ellos, "la esencia del matrimonio consiste en un vínculo de orden jurídico"7 y "los fines del matrimonio constituyen su significa­ción esencial". Al caracterizar luego la esencia del matrimonio como "el derecho y la relación matrimonial esencial"8, distinguen entre derecho fundamental y derecho inmediato. Esta distinción es aplicada en con­creto al explicar cómo la relación radical del matrimonio permanece aun cuando, por ejemplo, uno de los cónyuges pueda perder el derecho próxi­mo al acto matrimonial. Porque "el vínculo matrimonial consiste en un derecho a los actos por cuyo medio se alcanzan los fines" 9. La distinción entre derecho fundamental y derecho inmediato, que aquí parece ne­cesaria, ha estado hasta ahora implícita en las publicaciones teológicas y en las decisiones judiciales.

En el matrimonio distinguen estos autores, de acuerdo con el Código, los fines primarios de procreación y educación y los secundarios de mu­tua ayuda y remedio de la concupiscencia 10. A los fines secundarios que señala el canon añaden ellos, apoyándose en la Casti Connubii, el fo­mento del amor conyugal como distinto de los fines citados y dedican todo un capítulo a su exposición n . Para ellos, "primario" significa más importante, pero insisten en que tanto los fines primarios como los se­cundarios son esenciales al matrimonio 12, de suerte que la exclusión del derecho (fundamental) a uno de los fines secundarios —por ejemplo, el amor conyugal— invalidaría el matrimonio. Lo que lo invalidaría no es la ausencia de amor, sino la ausencia de un derecho fundamental y su correspondiente obligación.

Su conclusión explícita de que el amor conyugal es un objetivo esen­cial del matrimonio, no reducible a la mutua ayuda y al remedittm con-cupiscentiae tiene una evidente importancia. Definen el amor como "la virtud por la que el marido y la mujer desean comunicarse recíproca­mente los beneficios propios del matrimonio" 13, los cuales consisten en "los actos de la vida conyugal, todos los actos por los que se cumplen los fines esenciales del matrimonio" 14. El principal de ellos es la cópula, y luego vienen todos los demás actos de mutua ayuda. Su afán de poner el acento en un amor de carácter racional es comprensible en una época en que "los impulsos instintivos y la atracción inconsciente" han sido

7 Op. cit., 53. Cf. 42-47. 8 Op. cit., 57 ss. 5 Op. cit., 57.

10 Op cit., 47. 11 Op. cit., 103-126. 12 Op. cit., 49 ss. Cf. cap. 5 «The Essential Character of the Secondary

Ends», 75-102. 13 Op. cit., 110. 14 Op. cit., 114.

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confundidos con el amor, pero da la impresión de que se trata más de una racionalidad abstracta que de un compromiso personal.

En la cuestión de las relaciones entre los fines u objetivos del ma­trimonio, los autores son claros y tajantes. Los fines secundarios, in­cluido el amor conyugal, están esencialmente subordinados a los prima­rios y son objetivamente menos importantes15. Y así "la finalidad pro­creadora tanto de los matrimonios fecundos como de los estériles es más fundamental para ellos que sus otros objetivos" 16.

b) Enfoque personal y teológico

A pesar de su claridad y comprensión, los PP. Ford y Kelly (y doce­nas de teólogos menores) actúan dentro de unos límites tan estrechos en sus conceptos, terminología y fuentes que su obra —muy convincente, por lo demás— parece un tanto forzada. Otros pensadores han intentado llegar, más allá de los cánones, los manuales de moral e incluso las en­cíclicas, a las realidades primarias que se hallan en la Escritura y en el hombre en cuanto creado por Dios en su sexualidad.

Un interesante ejemplo de ensayo personal sobre el matrimonio es el artículo de Dietrich von Hildebrand17. Para él, el matrimonio tiene un significado y un valor en sí mismo, y no sólo un fin 18. Ese significado proviene de su carácter de "la más estrecha unión amorosa entre hombre y mujer" 19, elevada ahora por Cristo a la categoría de sacramento, de modo que "sólo en Cristo y por Cristo puede el cónyuge vivir la plena gloria y profundidad a que, por su propia naturaleza, aspira tal amor20. Y a esta unión amorosa "Dios le ha confiado el nacimiento de un nuevo ser humano, una cooperación con su divina facultad creadora21. Pero la relación no es la de simple causalidad instrumental, como un cuchillo es designado así porque corta y deriva todo su sentido de este hecho. El matrimonio tiene su propio valor antecedentemente y está ligado a la procreación por el "principio de superabundancia", de manera semejante a como el conocimiento está ligado a la acción22.

La delicada exposición del amor sexual y matrimonial que presenta von Hildebrand no puede ser resumida en un sumario. Sin embargo, el hecho de introducir el "principio de superabundancia" para relacionar

15 Op. cit., 127 ss. 16 Op. cit., 136. 17 Marriage and Overpopulation, «Thought» 36 (1961), 81-100. , ! Ibid., 82. " Ibid., 90. 2Í Ibid., 91. 21 Ibid., 92. 22 Ibid., 93 s.

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el matrimonio como unión de amor con la procreación parece artificial e innecesario.

La descripción que Bernhard Háring hace del matrimonio en su artículo Community of Love 23 (y que ha esbozado en otra parte)24 revela algo de la reflexión teológica sobre el matrimonio que podría enerarse de su base bíblica y sacramental. Como Dios es amor, así el amor con­yugal (que es amor paterno en germen) manifiesta a Dios y el amor de Dios. A partir de este punto de vista, Háring ofrece una valiosa aportación a la perenne controversia acerca de la relación entre los fines del matri­monio. El Código menciona sólo como fines secundarios el mutuum adiu-torium y el remedinm concupiscentiae. Pero ninguno de éstos es amor (observación que también hacían los PP. Ford y Kelly) 25 y el mismo amor conyugal no es primariamente un fin o causa finalis, sino una fuente del matrimonio, una causa formalis 2f>. Lo que une a los cónyuges y forma el matrimonio es el amor mutuo, su recíproca elección y compromiso. En la medida en que el matrimonio tiende, por su naturaleza, a desarrollar ese amor, podrá decirse que éste, en tal sentido, es un fin del matrimonio. Y la exacta descripción de la procreación y la educación, que él llama "servicio de nueva vida", sería "el finis primarias et specificus" : el ob­jetivo fundamental y diferenciante del matrimonio y del amor conyugal 27.

La relación entre procreación-educación y amor conyugal recibe un trato semejante en el trabajo de Enda McDonagh Source of Life 28. Aquí se pone el acento en la fecundidad del matrimonio, pero como procedente del amor. "La unión de amor halla su más profunda expresión en el acto procreativo. La procreación y la educación se llevan a cabo de una manera digna del ser humano, cuando son fruto y expresión del amor" 29. La procreación es el fin que especifica el matrimonio y distingue el amor conyugal de los demás amores humanos30. Y los dos elementos, amor conyugal y procreación-educación, están inseparablemente unidos como las dos caras de una moneda.

La imagen de una dualidad que busca la unión para nacer a una nueva

" En The Meaning of Chrislian Marriage, 62-79. V. supra n. 2. 24 Cf. Christian Marriage and Family Planning, el P. John A. O'Brien

entrevista al P. Bernhard Háring, CSsR, The Problem of Population, Notre Dame 1964. B. Háring, Responsible Parenlhood, «Commonweal», 5 de junio de 1964, 323 ss. Fr. Hárings Views, extractos de «The Guardian» y «Ca-tholic Herald», mavo de 1964, en Les Pyle, «The Pili», Londres 1964, 150-164.

25 Cf. supra, n. 11. 26 Op. cit., 67. 27 Op. cit., 66. 28 En The Meaning of Christian Marriage, 75-91. 29 Ibid., 82. 30 Ibid., 85-86.

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vida, característica de la sexualidad humana y del matrimonio, refleja maravillosamente la unión de Dios con su pueblo, la unión de Cristo con su Iglesia y una realidad todavía más sublime: Dios es amor, y este amor, según se expresa en la Trinidad, constituye la base y el modelo del amor conyugal. Porque el Padre no es el Hijo, y de esta dualidad en una sola naturaleza divina nace, como fruto de su amor, el Espíritu Santo31.

Al poner como fundamento una satisfactoria teología del sexo y del matrimonio, el segundo enfoque presenta obvias ventajas, pues se apro­xima a las realidades humanas y divinas que forman la base de los de­rechos y obligaciones legales. Quizá su mayor logro práctico es haber unido el sexo y el matrimonio con el amor. El redescubrimiento del amor como centro de la vida divina y humana encuentra una aplicación específica en el amor sexual y conyugal. La reacción de algunos teólogos al intentar divorciar el sexo y el matrimonio de la autoentrega, por muy justificada que pueda ser, pierde gran parte de su fuerza persuasiva por la tolerancia de estos autores ante la secular dicotomía de los viejos ma­nuales entre sexo, matrimonio y amor31. Para conceder al amor su puesto debido en el matrimonio cristiano, no basta el marco legal y el fin "esen­cial" pero "esencialmente subordinado". Es una comunidad basada en el amor (específicamente, amor sexual) y de tal suerte destinada por Dios a una nueva vida, que el matrimonio revela su riqueza humana y divina y constituye el fundamento de derechos y obligaciones.

APORTACIÓN DE LOS SEGLARES

Volviendo a las fuentes reveladas y creadas, la teología ha conseguido un mejor conocimiento del matrimonio. En él se subraya la relación entre amor y vida. Sin embargo, gran parte se queda en el plano existencial, sin llegar a una teología del matrimonio realmente satisfactoria y convin­cente. Porque muchísimos teólogos célibes se han limitado (o se han visto obligados a limitarse) a un intento de interpretar cómo Dios llama al hombre a través del sexo y del matrimonio. La reciente crisis, en In­glaterra y los Estados Unidos, sobre el anticoncepcionismo ha mostrado hasta qué punto se había roto el diálogo y cuan lejos se hallaban los es­critos de los teólogos de la experiencia vital y diaria de muchos cónyuges cristianos. Sólo gracias a un intercambio real, dentro de las fronteras de la Iglesia 33, entre los teólogos profesionales y las personas casadas podremos

31 Ibid., 85. 32 Cf. von Hildebrand, art. cit., 83. 33 Como guía para tal diálogo, cf. R. McCormick sj, Toward a Dialo­

gue, «Commonweal», 5 de junio de 1964.

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esperar una teología que no sea únicamente bíblica y sacramental —acen­tuando las realidades teológicas del amor y de la facultad creadora—, sino también expresiva y útil para los cónyuges, al incorporar una feno­menología del sexo y de la vida conyugal, hoy desgraciadamente escasa.

Ya se ha hecho un provechoso ensayo de tal intercambio. Las obras del Dr. John Marshall (de Londres) M han demostrado cómo es posible combinar la sana teología con la medicina a un nivel popular y con la convicción de la experiencia. Los trabajos del fallecido Reginald Trevett, Sex and the Christian 35 y The Tree of Life 36 indican una búsqueda de esta especie de teología del sexo.

Los intentos más organizados de colaboración han venido de los Estados Unidos. Entre ellos hay que destacar The Problem of Po-pula-tion: Moral and Theological Considerations37, que contienen las actas de una conferencia celebrada en Notre Dame Uníversity, en septiembre de 1963. Dos de las ponencias son obra de seglares: una, muy ponderada, de John E. Dunsford sobre "Control de natalidad, aborto, esterilización y ordenación pública", que se centra en los problemas planteados en los Estados Unidos, y otra de Frederick J. Crosson sobre "Ley natural y anticoncepcionismo". Sin embargo, figuran otros varios laicos en la lista de los participantes a la conferencia.

Otro ejemplo de tal colaboración es el número especial de Common-weal sobre "Paternidad responsable"38. Más recientemente los seglares han ofrecido nuevas aportaciones al creciente diálogo. La primera de éstas, editada por Michael Novak, The Experience of Marriage39, contiene varios artículos, interesantes y reveladores, escritos por "trece inteligentes, distinguidos y responsables matrimonios católicos", sobre la vida conyu­gal. What Modern Catholics Think About Birth Control (Ed. William Birmingham)40, que reúne los ensayos de quince seglares católicos, hom­bres y mujeres, va más lejos de lo que sugiere el título y añade al testimo­nio inmediato de la experiencia varias agudas cuestiones de tipo filosófico y teológico. Los artículos contenidos en Contraception and Holiness41, obra de seglares como Leslie Dewart, sobre "La Casti Connubii y la evo­lución del dogma" son de primera importancia. El testimonio de Anne

34 Cf. John Marshall, Preparing for Marriage, Londres 1962, Id., The Infertile Period, Londres 1963. Id., Family Planning; The Cathoüc View, «World Justice» 3/4 (1961-62).

35 Londres 1960. 36 Londres 1963. 37 D. Barren (ed.), Notre Dame 1964. 38 Cf. supra, n. 6, 33. 39 Nueva York (Londres) 1964. 40 Nueva York 1964. 41 Nueva York 1964.

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Biezanek42, "el único médico católico del mundo que ha organizado una clínica de planificación familiar", debería ser recibido por los teólogos con benevolencia, a pesar de su peregrina teología.

Otras dos importantes obras seglares tratan el problema particular de los métodos anticonceptivos y no se limitan a dar fe de su experien­cia. Una de éstas, The Time Has Come 43, por el Dr. John Rock, pre­cipitó de algún modo la presente controversia, al pretender que la pildora antiovulatoria no se oponía a la ley natural. La otra, Contraception and Catholics4*, por Louis Dupré, es un análisis de los actuales argumentos con que la autoridad y la razón condenan el anticoncepcionismo. Dupré defiende que ninguno de esos argumentos es definitivo.

De hecho, gran parte de la producción seglar consistía en artículos y cartas publicados en un centenar de revistas y periódicos. Leo Pyle ha prestado a estos escritores y a la continuidad del diálogo un buen servi­cio al reunir muchos de ellos, junto con otras colaboraciones más oficiales y profesionales, en The Pili45. Los lectores de inglés tienen aquí una valiosa fuente impresa, al menos por lo que se refiere a un aspecto del tema.

PATERNIDAD RESPONSABLE 46

Después de no pocas indecisiones, los teólogos hablan ya confiada­mente de una paternidad responsable y de la necesidad de una propia planificación en el seno de la familia. Actualmente no se admite como ideal una familia lo más grande posible desde el punto de vista físico. Esto podía haberlo revelado antes la consideración de la segunda parte del fin primario o específico del matrimonio: la educación. Si los padres aceptan la responsabilidad en el matrimonio, no es con vistas al niño recién nacido, sino al adulto cristiano, capaz de ocupar un puesto en la Iglesia y en la sociedad civil. En todo caso, la publicidad sobre problemas

42 Anne Biezanek, All Things New, Derby 1964. 43 John Rock, The Time Has Come, Nueva York 1963. 44 Baltimore 1964. Incluye dos artículos publicados anteriormente por

Dupré, A Re-examination o} the Catholic Position on Birth Control, «Cross Currents» 14 (1964), 63 ss.; From Augustin to Janssens, «Commonweal», 5 de junio de 1964, 336 ss.

45 Cf. supra, n. 24. 46 Richard A. McCormick, Family Size, Rhthm and the Pili, «The Pro-

blem of Population», Notre Dame 1964, 61; John L. Tomas, Marriage and Sexuality, «The Problem of Population», Notre Dame 1964, 56; D. O'Cal-laghan, Famtly Regulation: The Catholic View, «Irish Theol. Quart.» 30 (1963), 163 ss.; B. Háring, Responsible Parenthood, loe. cit.; M. B. Crowe, P. C. Jennings, The Catholic Concept of Family Planning, Dublín (apare­cerá en breve).

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de población y la conciencia de las (excesivamente) grandes exigencias que una familia numerosa plantea a muchos padres, así como el desarrollo de una técnica aceptable en la regulación de nacimientos, han llevado a la mayoría de los teólogos a admitir la responsabilidad en la paternidad como en otros empeños humanos y a recomendar el espaciamiento e in­cluso la limitación del número de hijos. La fijación del límite depende de todas las circunstancias de cada familia en concreto, de sus recursos espirituales, emocionales, físicos y materiales. Su ideal sería aquel número de hijos que ellos crean sinceramente ante Dios poder sustentar y educar de manera digna, humana y cristiana. Dado que los hijos son el resul­tado natural y querido por Dios del matrimonio y que los cónyuges no pueden eludirlos absolutamente sin una razón suficiente47, no se puede fijar un número concreto para una clase o región determinada. Parece, pues, injustificada la conclusión de que, teniendo en cuenta que el deber de procrear está condicionado por las necesidades de población del mo­mento, una familia de cuatro hijos en los Estados Unidos sería suficiente para cumplir con el deber procreativo de un matrimonio 4S. Las necesidades de población de la región en que habitan son únicamente uno de los factores que influyen en la decisión de los cónyuges, y frecuentemente el menos importante. El intento de establecer tal módulo y exigir causas excusantes para variarlo parecerá irreal a mucha gente.

MEDIOS PARA UNA PATERNIDAD RESPONSABLE

1. Continencia. Con la aceptación de la paternidad responsable como ideal católico, el único método que ha terminado por ser um­versalmente aceptado es la continencia periódica durante la parte fe­cunda del ciclo de la mujer. Desde la declaración de Pío XII en 1951 49, la actitud teológica frente al uso del período infecundo ha pasado de una cautelosa aceptación por razones presuntas a su recomendación antes del matrimonio como parte de una vida conyugal consciente. Dado que el fin es correcto —el bien supremo de la familia—, este método, prac­ticado con mutuo consentimiento y sin peligro de incontinencia, recibe una aprobación incondicional.

La única dificultad existente en la actualidad sobre el período in­fecundo se refiere a su eficiencia. La mayoría de los matrimonios que escriben en The Experience of Marriage50 afirman haberlo ensayado

47 Ford and Kelly, op. cit., 400 ss. 48 Ibid., 420 ss. 49 Ford and Kelly, op. cit., 378-459. 50 Sólo un matrimonio, Mr. y Mrs. E., se muestran satisfechos de este

método. Op. cit., No Major Problems, 59-67.

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seriamente sin resultados efectivos. Y este lamento se repite en gran parte en la bibliografía sobre la presente controversia. Sin embargo, va­rias personas que han tenido experiencia de ello con gente de todas clases —por ejemplo, el Dr. John Marshall y otros médicos del "Catholic Marriage Advisory Council", en Inglaterra— afirman que se consigue una alta proporción de resultados positivos con el método de la tempe­ratura51. Aunque la eficacia de un método particular es una cuestión médica y no teológica, la imposibilidad o resistencia de muchos cón­yuges católicos a emplear el método del período infecundo ha sido la ocasión de varias controversias teológicas 52.

2. Medios anticonceptivos y esterilización. El consentimiento teo­lógico que aprobaba la continencia y condenaba todos los demás mé­todos basados en medios anticonceptivos o esterilizantes parecía incues­tionable hasta la aparición primero de un artículo (1962)52a y luego de un libro (1963)52b debido al eminente médico católico John Rock, quien defendía que la pildora antiovulatoria, en cuyo descubrimiento tuvo él un importante papel, no era contraria a la naturaleza o ley natural. A pe­sar de su condición de médico eminente y de hombre bienintencionado, Rock no era teólogo, y los moralistas le criticaron severamente53. Pero la declaración de un arzobispo en el sentido de que nunca había enten­dido el argumento ético contra los medios anticonceptivos y que tenía ciertas dudas sobre el argumento de autoridad, era algo muy distinto. Así, pues, la entrevista con el arzobispo Roberts en Search (abril de 1964)54 significó el comienzo de la batalla. La condenación de los me­dios anticonceptivos (y de la esterilización) es defendida sobre el funda­mento de las declaraciones autoritativas de la Iglesia y el de la razón o ley natural. Por tanto, es preciso examinar la controversia acerca de estos dos puntos.

51 En un curioso artículo, Scientific Basis of the Infertile Period, «Catho­lic Herald», 6 de noviembre de 1964, el Dr. John Marshall cita un sorpren­dente testimonio tomado de Palmer, distinguido ginecólogo francés no ca­tólico, para mostrar la efectividad del método.

52 C. Pyle, «The Pili», passim. 52 a John Rock, We can end the Battle over Birth Control, «Good House-

keeping», julio de 1961. Una versión abreviada apareció en el Reader's Digest», septiembre de 1961.

52 b John Rock, The Time Has Come, Nueva York 1963. 53 John Lynch, Notes OH Moral Theology, «Theological Studies» 23

(1962), 239-243; Id., The Time Has Come, «Marriage» 45 (1963), 14-17; Thomas Connolly, The Time Has Come, «Aust. Cath. Record», 41 (1964), 12-27; 103-123.

54 Cf. Pyle, op. cit., 35-90.

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a) El argumento de autoridad

Para los defensores del status quo, el argumento tomado de la auto­ridad del magisterio eclesiástico es, con mucho, el más importante y de­cisivo. Para los abogados de un cambio, este argumento constituye el más difícil obstáculo.

Como se suele indicar, la cuestión depende ante todo de la condena­ción de los métodos anticonceptivos por Pío XI en la Casti Connubii, condenación confirmada por Pío XII en su Alocución a las Comadronas. Si bien la mayoría de los autores están de acuerdo en que la condena­ción formal de los métodos anticonceptivos es más solemne y precisa que la de la esterilización, consideran también ésta como claramente condenada por la Iglesia y, desde luego, como ciertamente inmoral55. De todos modos, será conveniente referirnos a una y otra.

En su reacción a las recientes cuestiones, los moralistas de casi todos los países de habla inglesa han declarado irrevocable la presente doctrina de la Iglesia. Mons. McReavy (Inglaterra)56 considera la con­denación de los métodos anticonceptivos en la Casti Connubii como "una declaración autoritativa de una doctrina infaliblemente garantizada por el magisterio ordinario y universal". El P. Denis O'Callaghan (Irlanda) considera inimaginable que la Iglesia haya podido equivocarse en esto 57. Para los americanos PP. Ford, Kelly, Lynch, etc., la Iglesia está irrevocable­mente comprometida en la condenación de los métodos anticonceptivos. Por eso, en su Marriage Questions, los PP. Ford y Kelly estiman que la condenación es, al menos, doctrina definible y que, con gran probabilidad, es enseñada ya infaliblemente ex iugi magisterio 58. En el otro extremo del

55 Ford and Kelly, op. cit., 315-318. 56 L. L. McReavy, Immutability of the Churcb's Teacbing on Contra-

ception, «Clergy Review» 49 (1946), 706. 57 D. O'Callaghan, Cbanges in Catholic Teaching, «Irish Ecc. Rea»

(1964), 402. 58 Loe. cit., 277; cf. J. Lynch, Notes on Moral Theology, «Theological

Studies» 25 (1964), 236. La primera brecha que se ha abierto en el frente unido formado por los profesores americanos de teología moral —o, al menos, por los moralistas jesuítas— parece ser el artículo del profesor de Woostock P. Félix Cardegna, sj, Contraception, the Pili and Responsable Parenthood, publicado en «Theological Studies», dic. 1964, pp. 611-636. El autor adopta la posición defendida por el profesor Janssens y expresa la esperanza de que «el empleo de la pildora según lo propone Janssens será permitido por la Iglesia, al menos como una opinión probable entre teólogos y admisible en la práctica» (p. 636). Su distinción por razones morales entre la pildora y otros métodos no parece, en realidad, más convincente que la de Jansssens, de quien él depende. El P. Cardegna no ignora esto y alienta la discusión, especialmente sobre la esterilización.

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mundo, en Australia, el P Timothy Connolly habla de ella como enseñada infaliblemente por la Iglesia S9

El acuerdo es menor en cuanto a la nota dogmática técnica que deba darse a la proscripción de la esterilización 60, permanente o temporal, espe­cialmente por el empleo de antiovulatonos Según el P Kelly 6!, el prin­cipio de Pío XI incluiría también "la esterilización directa, es decn, la esterilización como medio anticonceptivo" Y Pío XII, subraya este autor, la proscribió en repetidas ocasiones como "un quebrantamiento aún más radical de la ley moral que los actos anticonceptivos" El empleo anticon­ceptivo de las pildoras antiovulatonas fue explícitamente condenado por Pío XII en 1958 y, aun cuando aquí no se dé la solemnidad y continuidad que presenta la condenación de otras formas de anticonceptivos, no es menos cieitamente rechazable61a El P Ford, por su parte, muestra cierta indecisión con respecto al carácter irrevocable de la condenación de las "pildoras" 62, y el P O'Callaghan 63 cree que la declaración de Pablo VI "sugiere a lo sumo que la cuestión de la pildora" es aún una cuestión abierta en el sentido de que la enseñanza de Pío XII no es considerada como inmutablemente definitiva

No obtante, la Jerarquía de Inglaterra y de Gales no condescendió con una distinción tan sutil en su condenación de los métodos anticonceptivos (y de la esterilización), los cuales irían contra "la clara doctrina de Cristo" No se trata ya, dijo esta Jerarquía, de "una cuestión abierta" M

Que la doctrina oficial no es irrevocable, lo presuponen todos loa inten­tos católicos de cambiar esa doctnna La argumentación del Dr Rock en favor de la aceptación de la "pildora" como un medio en armonía con la "naturaleza" sostenía que la doctnna de Pío XII sobre esta cuestión podía y debía ser cambiada 65 Pero iba a seguir una oposición mucho más radical

' T Connolly, The Time Has Come, «Aust Cath Record» 41 (1964), 26 60 Cf supra, n 55 61 Gerald Kelly, sj, Chnstian Unity and Cbnstian Mamage, «Theology

Digest» 9 (1963), 205 61 a Loe cit 62 «La pildora anticonceptiva tal como la tenemos hoy no difiere en

nada de la pildora condenada por la Santa Sede No se han dado a conocer nuevos factores médicos que hagan hoy su empleo anticonceptivo moralmen te distinto del empleo anticonceptivo que declaraba inmoral Pío XII hace cinco años y medio En consecuencia, a menos que y hasta tanto que la Santa Sede no dé su aprobación a otra doctrina (eventualidad sumamente improbable), ninguna autoridad menor en la Iglesia —y menos aún un teó logo particular— es libre para enseñar una doctrina distinta o para liberar a los católicos de su obligación de aceptar la enseñanza pontificia » Citado de « N C W C News Service», 15 de febrero de 1964, en Pyle, op cit

63 Loe cit 64 Cf L Pyle, op cit, 95 65 Op cit, 159 ss

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Las dudas del arzobispo Robert sobre el argumento de autoridad no dis­tinguían entre los métodos del control de natalidad 66. Entre tanto, el filó­sofo americano Louis Dupré mantenía en un ponderado artículo que la cuestión no había sido decidida infalible e irrevocablemente, puesto que no había sido definida solamente en la Casti Connubii ni "enseñada unánime y explícitamente durante un largo período de tiempo por el magisterio ordi­nario de la Iglesia". Otros desacuerdos mayores en torno a la definición solemne o a una genuina tradición venían a negar la infalibilidad67.

La negación de la infalibilidad exige, sin embargo, un más profundo análisis teológico de la situación. Tal análisis ha sido intentado por Gregory Baum osa 6S. Hay que distinguir "las definiciones solemnes de los conci­lios y de los papas cuando hablan ex cathedra", "el magisterio ordinario de la Iglesia universal" y la doctrina autoritativa pero no infalible. Para que haya magisterio ordinario y universal, considera el P. Baum necesario que los obispos lleguen a un acuerdo no mediante una "conformidad exter­na" o como un resultado de "la autoridad del Papa", sino prestando su pro­pia aportación, actuando como verdadros iudices fidei en las comunidades cristianas a ellos encomendadas y consiguiendo así una real convicción in­terna. Para lo cual será necesario normalmente un dilatado proceso 69. Y es claro que tal proceso no ha tenido lugar en el caso de los métodos anti­conceptivos.

Resulta, pues, que exige una revisión la doctrina autoritativa pero no infalible de la Iglesia (cuya forma más elevada son las encíclicas y los de­cretos pontificios), doctrina que postula un asentimiento religioso real e in­terno 70, pero que no es un asentimiento de fe y que permite al teólogo, si tiene razones reales, considerar el juicio como erróneo o inadecuado 71. Bajo esta luz ve el autor la doctrina sobre los métodos anticonceptivos. Y cita como caso análogo las declaraciones papales durante el siglo xix sobre liber­tad religiosa y la actitud presente 72.

En un sugerente artículo 72a, aparecido una vez que estaban prepa­radas las presentes notas, el canónigo F. H. Drinkwater llega a la con-

66 Loe. cit. 67 L. Dupré, Catholics and Contraception, Baltimore 1964, 31. 68 G. Baum, Is the Chruch's Position on Birth Control Infallihle?,

«The Ecumenist» 2 (1964), 83-85. Publicado de nuevo, con algún material adicional y varios cambios, con el título de Can the Church Change Her Position on Birth Control?, en «Contraception and Holiness», Nueva York 1964, 311 ss. Rerefencias al libro.

<" Op. cit., 314. 70 Ibid., 315. " Ibid., 317. 72 Ibid., 317-318. 721 F. H. Drinkwater, Ordinary and Universal, «The Clergy Revíew»,

enero de 1965, pp. 2-22.

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clusión de que los medios anticonceptivos no han sido condenados infaliblemente. Critica la "exageración emocional de la infalibilidad de la Iglesia", que ha sido tan corriente, tema calurosamente tocado en el artículo de Gregory Baum.

Frecuentemente se recurre a las analogías de la usura, la libertad religiosa, etc., para mostrar la posibilidad de un cambio o evolución en la doctrina de la Iglesia sobre una cuestión moral, cambio basado en una consideración más profunda de la cuestión misma y de la mutación de las circunstancias en que debe aplicarse la doctrina moral.

Pero cada cuestión debe examinarse en sí misma. El primer intento serio en inglés de fundamentar la posibilidad de una evolución doctrinal que esté de acuerdo con el contenido y con los mismos términos de la Casti Connubii, permitiendo a la vez el empleo de anticonceptivos en nuestro tiempo, es el de Leslie Dewart 73. Las limitaciones en el conoci­miento de la sexualidad y del lugar del amor sexual en el matrimonio, la confusión del coitus interruptus con otras formas anticoncepcionales y el predominante deseo de mantener la doctrina tradicional de que el matrimonio es para los hijos, explican la indiscriminada condenación lanzada por la Casti Connubii, incluso la hacen excusable, pero ya no resulta suficientemente matizada ante el mayor conocimiento de las necesidades personales y sociales de hoy. Se hace, pues, precisa una ul­terior evolución que permita los anticonceptivos no para evitar los hijos, sino con vistas al bien supremo de la familia y de la sociedad, para permitir a los cónyuges que progresen en su mutuo amor cristiano a través de su expresión cristiana espontánea. El artículo de Dewart me­rece una cuidadosa lectura por parte de todos los moralistas 74.

b) El argumento de la Escritura y la Tradición 75.

A pesar de las referencias al caso de Onán en los documentos ofi­ciales, los exegetas y moralistas de hoy no se muestran muy decididos a interpretarlo como una condenación de los métodos anticonceptivos76. El argumento de la tradición es también insatisfactorío. San Agustín parece ser el primero en referirse a los medios anticonceptivos, y esto

73 L. Dewart, Casti Connubii and the Development of Dogma, en «Con-tracepcion and Holiness», 202-310.

74 Una aguda crítica de «Contraception and Holiness», en una recensión de este libro debida a Herbert McCabe, op, («New Biackítiars», febrero de 1965), tributa una aprobación incondicional a la colaboración de Leslie Dewart.

75 Cf. Ford and Kelly, op. cit., 235 ss.; L. Dupré, op. cít., 17-27; D. Sullivan, A History of Catholic Ihinking on Contraception, en «What Modern Catholics Think About Birth Control» (ed. Birmingham), 28-72.

16 L. Dupré, op. cit., 17-19, cita a A. M. Dubarle, op, en favor de esto.

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basándose en el texto del Génesis77. Sus ideas acerca del uso del sexo sin pecado, sólo para la procreación, y su subsiguiente influencia hacen muy difícil que todo ello pueda constituir una verdadera tradición. Las repe­tidas condenaciones hechas por el Santo Oficio en el siglo xix son una indicación 78. Por lo demás, parece un tanto severa la siguiente conclusión de Sullivan)79: "Que exista una tradición condenando los medios anticon­ceptivos anterior a las tres últimas décadas resulta infundado." Su prueba parece incompleta, como cuando supone que las condenaciones oficiales comienzan en 1951. Hay al menos dos anteriores, una de 1822 y otra de 1842, indicadas en Denzinger-Schónmetzer y toda una historia de con­denación de teólogos en los siglos antecedentes80. En todo caso, se ha dado ese desarrollo en la comprensión desde tiempos de san Agustín e in­cluso de santo Tomás, hasta llegar, como hemos referido, a la actual apa­rición de las ideas de paternidad responsable con su consecuencia de cierta limitación de la natalidad y la perfección a través del amor sexual; no obstante, es imposible decir que la evolución es completa o que existe un argumento decisivo de la tradición primitiva proscribiendo los mé­todos anticonceptivos.

c) Razón y ley natural.

Los argumentos tomados de la razón o de la ley natural 81 se reducen a tres tipos:

1) los que se basan en la inviolabilidad del proceso generativo, 2) el argumento personalista deducido de la naturaleza del amor

conyugal, 3) el argumento deducido de las consecuencias del anticoncepcionismo.

" L. Dupré/A. M. Dubarle, ibid. 78 Denzinger-Schónmetzer, Enchiridion Symbolorum, Friburgo 1963. " D. Sullivan, art. cit., 65. 80 L. Dupré, op. cit., 32-34. 81 Recientemente han aparecido varios artículos que se ocupan de la

idea de «ley natural» como fundamento para discutir el problema de los métodos anticonceptivos. En general, insisten en el elemento personalista de la ley moral natural. Señalan que ésta no está simplemente determinada por datos fisiológicos e insisten en su aspecto dinámico o evolutivo, particular­mente por lo que se refiere a la relación entre actividad sexual y conserva­ción de la especie. Cf. F. J. Crossan, «Natural Law and Contraception»: Barrett (ed.), The Problem on Populalion, Notre Dame 1964, 113-131. L. Du­pré, op. cit., «Natural End and Natural Law», 37-52. Frederick E. Flynn, «Natural Law and Overpopulation», en What Modern Catholics Think About Birth Control (ed. W. Birmingham), 164-173. Martin Redfern, Natural Law or Supernatural Order, «Slant», 1/3 (1964), 6-11. En el texto se presentan los argumentos deducidos de la ley natural, pero éstos no incluyen, normalmente, ningún examen del significado o la importancia de la ley natural.

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1) El primer tipo de argumentos 82 es, por regla general, una varia­ción o explanación de la declaración de Pío XI según la cual "dado que el acto conyugal está destinado por su propia naturaleza a la generación de hijos, aquellos que, en su uso, le privan deliberadamente de su poder y capacidad naturales obran contra la naturaleza y realizan un acto que es vergonzoso e inmoral". Como dice el P. Gerald Kelly, "Dios ha fijado un destino concreto al acto conyugal, y la libertad del hombre para cam­biarlo se limita, a lo sumo, a lo accidental: los métodos anticonceptivos son un ataque contra el invisible plan divino para el origen de la vida humana" 83. Este argumento incluir/a también la esterilización directa o anticonceptiva —lo mismo la permanente que la transitoria— como contraria, por el hecho de suprimir la facultad procreadora, al destino señalado por Dios a la función sexual 84.

El peculiar carácter de esta facultad y de este acto se deriva de su función social, concedida no para beneficio personal del hombre, sino para la preservación de la raza, para "el bien de la especie" 85. El dere­cho de administración que tiene el hombre sobre su cuerpo y que le permite subordinar directamente cada una de las partes del mismo al bien del conjunto, está limitado en esta esfera por el fin social o bien del sexo, que es superior al bien individual.

El argumento se expresa en otros términos al hablar del anticoncep-cionismo como de una frustración de la facultad sexual, ya que la se­para de su objetivo inherente, o finís operis, en la generación. La misma idea se halla presente al hablar de los medios anticonceptivos como opues­tos al fin primario o, al menos, a uno de los fines esenciales del acto conyugal. O bien, al hablar de que estos medios envuelven una contra­dicción interna "al querer un acto cuyo fin natural primario es la pro­creación de hijos y al querer al mismo tiempo otro acto para impedir que se alcance tal objetivo" 86.

Estos argumentos (en realidad, variantes de un mismo argumento) han sido severamente criticados durante este último año. Decir que "el acto conyugal está destinado por su propia naturaleza a la generación de hijos" y que así no puede ser separado de este objetivo, prueba de-

82 Cf. Ford and Kelly, «Why the Church Rejects Contraception», op. cit., 279-314.

83 Gerald Kelly, sj, «Contraception and Natural Law», en Proceedings oj the Convention of the Catholic Theological Society of America 1963, Nueva York 1963, 28-31.

M Cf. Ford and Kelly, op. cit., 318 ss. " Cf. D. O'Callaghan, tertility Control by Medication, «Irish Theol.

Quart.» 27 (1960), 8. 86 J. J. Farraher, sj, Notes on Moral Theology, «Theological Studies» 21

(1960), 601. Un resumen y algunos comentarios críticos de estos argumentos, cf, Kelly, op. cit., 36-42.

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Teología moral del matrimonio 147

masiado desde cierto punto de vista87, puesto que excluiría la cópula en los matrimonios estériles, después de la menopausia y durante el período infecundo. Interpretar esto en el sentido de que el acto sigue siendo po-tencialmente generativo, aun cuando per accidens la generación sea im­posible, tiene poco sentido para estos autores. Los días fecundos de la mujer, por naturaleza, no son más de cinco al mes, y hablar de una deliberada elección de los días infecundos y una deliberada exclusión de la posibilidad de generación consistente en poner un acto potencial-mente procreadvo tiene sus dificultades. Todo lo que esto puede signi­ficar, según cierta crítica, es que se sigue un particular esquema bioló­gico o fisiológico, y esto, evidentemente, no tiene ningún valor moral88.

Otra opinión, más interesante, acepta la finalidad inherente a la ac­tividad sexual como destinada a la procreación, de lo cual es posible deducir que no se puede usar del sexo en el matrimonio y excluir los hijos, pero no que todo acto sexual deba terminar en la generación o estar destinado a terminar en ella89. Además, la consecución del fin es­pecífico o primario completo del matrimonio y de la actividad sexual —la procreación y educación de los hijos— exigirá frecuentemente un aplazamiento o incluso la exclusión de ulteriores embarazos90.

La admisión, en el caso de la "pildora" 91, de usos excepcionales que no sean simplemente terapéuticos —por ejemplo, en peligro de violación, para regular el ciclo (y así asegurar el período infecundo y excluir la concepción), para prolongar la infecundidad durante la lactancia, por razones psicológicas92 ha suscitado nuevas críticas93. ¿ Puede la supre­sión de la ovulación por medio de la "pildora" para excluir la concepción ser intrínsecamente inmoral en otras circunstancias, tales como el peligro para la salud de la mujer o la existencia de los hijos o el mutuo amor de los esposos, si se concede que es moral en aquéllos?

La manera en que es aplicada la ley natural sugiere a mucha gente

*'' Extract from a Longer Work, «Slant» 1/3 (1964), 15 s. 88 Ibid. 89 Herbert McCabe, Contraceptives and Natural Law, «New Blackfriars»

46 (1964), 89 ss. John L. Thomas, sj, loe. cit., 49, dice: «Parecería más de acuerdo con los hechos actualmente conocidos afirmar que es procreativo no el acto individual de la cópula, sino lo que podríamos llamar el proceso de relaciones sexuales».

90 Esto puede ser admitido también por los defensores del status quo, pero ellos sólo admitirían como solución la continencia, periódica o completa.

" Cf. Ford and Kelly, op. cit., 345 ss.; J. Lynch, Notes on Moral Theo-logy, «Theological Studies» 23 (1962), 239-247; D. O'Callaghan, art. cit., 9 ss.

92 Por lo que yo sé, esto no lo aprueba ningún teólogo de lengua ingle­sa, pero se cita el nombre de varios europeos que lo aprueban. Cf. Dupré, op. cit., 35, donde cita a P. Anciaux.

93 Cf. L. Dupré, ibid.

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que el bien de la persona entera está sometido a un proceso biológico o fisiológico. Y el recurso a la necesidad de conservar la especie produce poca impresión en una época en que el problema no consiste en la sub-población, sino en la superpoblación. Quizá, como dice un escritor, ha llegado el tiempo en que el aspecto del amor mutuo supera en urgencia e importancia al aspecto procreativo, de suerte que, manteniendo la pro­creación responsable cuando no es deseable la generación, la expresión sexual del amor pueda conseguirse mediante el empleo de anticoncep­tivos 94.

No todos estos argumentos son de igual peso. Varios han sido ya considerados y rechazados por algunos teólogos. Los usos "no terapéu­ticos", por ejemplo, arriba mencionados, no son admitidos por todos los teólogos. Y es posible distinguir el empleo de un anticonceptivo en un acto voluntario de cópula dentro del matrimonio y su empleo en un acto involuntario violento. En todo caso, el argumento deducido de la finalidad de la actividad sexual se aplica más fácilmente a la serie de actos y a la totalidad de la vida conyugal que al acto individual de la cópula sexual.

2) Argumentos personalistas. Aquí se intenta analizar el amor con­yugal y de mostrar que la propia y plena expresión sexual de este amor excluye los anticonceptivos. Dietrich von Hildebrand95 considera los medios anticonceptivos como una profanación de ese amor y un acto de irreverencia para con Dios, y ello, fundamentalmente, porque violan su designio con respecto a la expresión del amor conyugal. Para Enda McDonagh96, el divorcio deliberado de esta expresión sexual del amor de su "apertura a la vida" reduce lo que debería ser entrega mutua a mutua posesión, y así destruye el verdadero amor conyugal.

En un largo artículo, Contracefthn and Conjugal Love91, Paul Quay sj, después de analizar la fenomenología de la sexualidad humana y el amor sexual, concluye que "la mujer que emplea un preservativo se ha negado a su esposo. Ha aceptado su cariño, pero no su ser... Ta­les esposos ejecutan lo que parece ser un acto de amor, pero es una fic­ción; abusan del símbolo del don mutuo de sí, llegando ello a significar precisamente la negación de ese don"98. Tal falsificación del acto con­yugal mediante anticonceptivos para impedir que sea expresión y sím­bolo de la mutua entrega total de los cónyuges es considerada por otros

94 Cf. M. Novak, «Towards a Positive Sexual Morality», Birmingham (ed.), op. cit., 110.

95 Art. cit., 96. 96 Art. cit., 84. 57 «Theological Studies» 22 (1961), 18-40. 98 Loe. cit., 35 s.

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Teología moral del matrimonio 149

teólogos; por ejemplo, Ford", Kelly100 y Duhamel101. Según ellos, para que sea un verdadero acto de amor debe ser "un acto de amor pro-creativo".

Dupré m critica este argumento fundándose en que el hombre como criatura histórica no puede comprometerse totalmente en un único acto. Esto es cierto en el sentido de que no puede comprometerse o expresar­se exhaustiva y definitivamente, pero sí puede comprometerse totalmen­te según es en un momento dado. De lo contrario, el compromiso per­manente del matrimonio no podría ser asumido por el único acto del consentimiento, ni sería posible para el hombre consumar con un solo acto la aceptación de Dios en la fe o su repulsa seriamente pecaminosa. Sin embargo, el argumento tiene cierto aire de haber sido elaborado ad hoc: precisamente porque se conoce de antemano que el anticon-cepcionismo es erróneo. Se requiere una ulterior reflexión sobre el amor sexual y su expresión antes de que pueda ser considerado como entera­mente convincente. Con todo, si existe algún argumento decisivo contra el acto anticonceptivo individual, la mejor esperanza de hallarlo parece residir en un análisis del acto conyugal como comunicación de amor conyugal.

3) Argumento deducido de las consecuencias de aceptar los méto­dos anticonceptivos. Las consecuencias aquí consideradas no tienen nada que ver con las dificultades acerca de la autoridad del magisterio ecle­siástico, ni con la perplejidad de algunos teólogos o la confusión y re­sentimiento de gran número de fieles, si tal cambio tuviera lugar. Algu­nas de éstas son consecuencias serias, pero —con excepción de la auto­ridad del magisterio, de que ya hemos hablado— de ningún valor teo­lógico.

Aunque hay algunas referencias ocasionales, son muy pocos los ar­gumentos serios basados en el perjuicio físico y psicológico de los anti­conceptivos 103. De hecho, cierto escrito de un católico seglar se propuso subrayar el daño físico y psicológico producido por su no uso1M, dada la ineficiencia del método de los períodos infecundos y la tensión causa­da por la continencia.

Las consecuencias sociales de los métodos anticonceptivos han sido

59 Ford and Kelly, op. cit., 289-291. 100 G. Kelly, «Contraception and Natural Law», loe. cit., 40-42. "" G. Duhamel, sj, The Catholic Church and Birth Control, Nueva

York 1963, 13-14. 102 Op. cit., 77 s. 103 McHugh and Callan, Moral Theology II, Nueva York 1958, 615. 104 Cf. M. Novak (ed.), The Experience of Marriage, Nueva York 1964,

passim.

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siempre señaladas en las publicaciones católicas. Actualmente es difícil tomar en serio el argumento de la desaparición de la especie; en cam­bio, los demás males sociales de lo que el P. de Lestapis ha llamado "la civilización anticonceptiva" han recibido cierta consideración. El P. Zim-mermann svd, ha indicado algunos aspectos de este problema en la "American Ecclesiastical Review", donde enumera varios resultados de la Ley de Protección Eugenésica (1948) en el Japón, por la que se per­mite la venta de anticonceptivos. "Los abortos se han multiplicado... (se advierte) un fuerte deseo de evitar el nacimiento de niños... una gran indiferencia frente a la autodisciplina en el comportamiento sexual" como resultado de "la promoción de los métodos anticonceptivos"105.

Consideremos ahora algunas posibles consecuencias teológicas de la tolerancia de los métodos anticonceptivos. El intento del Dr. Rock de que se apruebe la "pildora", aun cuando sigan proscritos otros anticon­ceptivos, no ha conseguido gran apoyo. Su argumento de que la "pil­dora" se acomoda o ayuda a la naturaleza dejando intacto el acto con­yugal no fue aceptado como convincente106. El diafragma, la ducha y la gelatina espermicida dejan también el acto intacto, y con mucho me­nor trastorno para el sistema generativo. Entre un modo automático de excluir la generación y otro, al menos cuando se realiza adecuadamente el acto conyugal, no se ve una clara distinción moral107. ¿No constitui­ría esto una enorme dificultad para proscribir el condón como una ba­rrera que impide consumar el contacto físico, o tal vez el coitus inte-rruftus, cuando no es utilizable ningún otro método y la necesidad es urgente, una vez que se admita cualquier forma de anticonceptivo? Algunas formas de esterilización podrían quizá, como supone el arzobis­po Roberts, justificarse en casos extremos; por ejemplo, en la India108. Pero ¿por qué detenerse ahí? Una vez que se establece el divorcio en­tre amor y autoentrega, ¿por qué no la sodomía? ¿Por qué no la for­nicación anticonceptiva como una expresión de amor, e incluso los actos homosexuales, en cuanto que expresan amor? Este argumento fue ex­puesto por el obispo Gore, de la Iglesia de Inglaterra, en su oposición al desarrollo del control de natalidad; y más recientemente, en un informe presentado por un grupo de anglicanos a los obispos en la Conferencia de Lambeth de 1958. El mismo argumento es apoyado frecuentemente

K!5 A. Zimmermann, svd, Some Reasons Why the Church opposes Con-traception, «A.E.R.» 150 (1964), 254-255.

106 T. Rock, loe. cit. 107 L. Dupré, op. cit. ,08 T. Roberts, Contraception and War, Objections to Román Catholi-

cism, Londres 1964, 173; Id., Introduction, «Contraception and Holi-ness», 20.

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Teología moral del matrimonio 151

por algunos católicos109. No está claro hasta qué punto convence. En un interesante intento de desarrollar una "moral sexual positiva", Mi-chael Novak110 se contenta con poder decir que el acto de cópula "sim­boliza físicamente" la permanente unión amorosa de los cónyuges y es "apto para la generación" cuando así lo exige lo que él llama "el im­perativo biológico", la obligación de tener un hijo por parte de los cón­yuges". Las distintas perversiones pueden excluirse como violaciones de uno u otro aspecto de esta definición de cópula.

CONCLUSIÓN

La controversia está lejos de haber terminado. De momento, estas notas vienen a ser un examen crítico de la evolución que h.i tenido lu­gar. A pesar de la confusión existente en algunos ambientes particula­res, se ha registrado un real avance hacia una teología del matrimonio plenamente integrada. La cooperación de seglares católicos responsables e ilustrados promete ofrecer una comprensión teológica de la sexualidad y del matrimonio en acción, comprensión que no fue posible antes de nuestro tiempo. Las dificultades existentes en torno a los métodos y me­dios anticonceptivos no deberían ofuscarnos ante los progresos realizados o ante las posibilidades para el bien inherentes al debate. Hasta ahora no ha surgido por parte de la autoridad (ni por otra parte competente en la materia) ningún argumento claro y convincente, basado en la ex­periencia o en la razón. Quizá no sea posible ningún argumento aislado y se deba buscar una convergencia de argumentos a partir de la reve­lación y la razón, de la filosofía, de la observación científica y de la ex­periencia personal, todos ellos unidos bajo la guía del Espíritu Santo para procurar a la Iglesia una iluminación más decisiva.

ENDA McDomcH

'•" Cf. Ford and Kelly, op. cit., 291 s.; G. Kelly, «Contraception and Natural Law», loe. cit., 34-35.

110 M. Novak, «Toward a Positive Sexual Morality», loe. cit., 113 s.

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Documentación Concilium *

SIGNIFICACIÓN DEL DECRETO "DE OECUMENISMO" PARA EL DIALOGO CON LAS IGLESIAS ORIENTALES

NO CATÓLICAS

Discurso pronunciado por S. Em. el cardenal Lercaro, en el Colegio Griego, el miércoles 11 de noviembre de 1964.

En la primavera de este año, en una conferencia pronunciada en Beirut tuve ocasión de exponer mi punto de vista sobre la importancia ecuménica de la Constitución sobre la Liturgia. Con mucho gusto he aceptado ahora la amable e insistente invitación del Padre Rector del Colegio Griego para hablar sobre el Decreto De Oecumenismo y su significación para el diálogo entre la Iglesia católica y las Iglesias orien­tales no católicas.

Las dudas que podrían haberme retenido de abordar un tema pai-ticularmente arduo y, por decirlo así, especializado, a mí, occidental, y en un lugar tan significado, han sido disipadas por la convicción profunda de que el Decreto De Oecumenismo, relacionado con la Constitución De Ecclesia constituye, con la constitución De Sacra Liturgia, una tri­logía indivisible, ya que, a diferencia de los otros esquemas actualmente en elaboración en el Concilio, se refieren directamente a la teología de la Iglesia en lo que tiene de más profundo. Todos los demás decretos que pueda promulgar el Concilio habrán de referirse necesariamente de al­gún modo a estos tres textos, de los que se puede decir que están en el corazón mismo de la obra del Concilio tal como lo quería Juan XXIII.

Con el De Oecumenismo el Concilio pretende establecer, por parte católica, las bases de ese diálogo entre cristianos separados del que Pa­blo VI ha desarrollado algunos aspectos particularmente importantes en su Encíclica Ecclesiam Suam y en el discurso de apertura de la III Sesión conciliar. El Santo Padre, en efecto, en el discurso del 14 de

* Responsables de esta sección: L. Alting von Geusau y M. }. Le Guillou.

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Significación del Decreto "De Oecumenismo" 153

septiembre, tomaba una especie de compromiso solemne ante las Igle­sias y comunidades representadas por observadores no católicos: "Re­cordando además que el mismo Apóstol nos ha conjurado a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz, porque no hay más que un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, intentaremos, en la fidelidad a la unicidad de la Iglesia de Cristo, conocer mejor y acoger cuanto de auténtico y aceptable tienen las diversas denominaciones cristianas separadas de nosotros." Esa era, pues, la línea que trazaba al trabajo del Concilio para preparar los ca­minos de lo que él mismo llamaba la "recomposición de la unidad". El diálogo con los hermanos que no se encuentran todavía en plena co­munión con nosotros, del que hablaba la encíclica Ecclesiam Suam, se encontraba, pues, precisado, en lo que respecto a los católicos, como la gran obra del redescubrimiento de la Unidad. Este diálogo no consiste solamente en proponer a los otros una verdad poseída, de una forma que les sea accesible, sino en conocerlos y acoger sus auténticas rique­zas: esfuerzo de comprensión y de asimilación desde el interior.

Pues bien, en este mismo espíritu ha sido preparado y redactado el Decreto De Oecumenismo cuyo texto ha sido ya aprobado por el Con­cilio. A este respecto convendrá tal vez hacer una observación preli­minar. Es un Decreto. Esto no le quita nada en cuanto a su alcance en las actas del Concilio. Significa sencillamente que el texto comporta implicaciones pastorales y prácticas inmediatas. Cualquiera, en efecto, puede observar que contiene los elementos esenciales de una teología católica del ecumenismo, al mismo tiempo que han de regir la acción de los católicos con vistas a la unidad cristiana. Se podrá incluso observar que su primer párrafo, después del proemio, de una extensión consi­derable, propone una síntesis doctrinal sobre la Unidad y la Unicidad de la Iglesia, centrada principalmente sobre la teología de la comunión, tal como la redescubren, por su parte, las Constituciones sobre la Liturgia y la Iglesia. El misterio de la Iglesia, expresión del amor divino, que en el designio de la salvación quiere congregar a todos los hombres, esta íntimamente ligado no sólo con la gran Oración Sacerdotal de Cristo después de la Cena, del capítulo XVII de San Juan, sino que está ade­más en relación esencial con ios actos salvíficos del Salvador y su con­tinuación en la misión de la Iglesia: la Eucaristía y la Cruz, la promesa y el envío del Espíritu después de la resurrección, la misión de los Apóstoles a fin de que el mundo crea. Todo lo demás, en el nacimiento, el crecimiento y la vida de la Iglesia hasta la vuelta de Cnsto en la gloria, no tiene significación más que en relación con este misterio de le exaltación de Cristo, constituido Señor a la derecha del Padre y que nos ha dejado su Espíritu Paráclito como prenda de la reconciliación

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154 Card. Lercaro

que El había realizado entre el Padre, que le había enviado, y la hu­manidad dispersa, que El debía reunir.

La unidad de la Iglesia, es decir, la unidad de los cristianos entre sí en la comunión del Señor y habitados por el mismo Espíritu divino no es más que una imagen, un símbolo eficaz de la unidad de las Personas divinas en la Trinidad santa. Ese es un aspecto de la fe cristiana muy estimado en la teología tradicional y que encuentra en el patrimonio de las Iglesias de Oriente una expresión vivida, como tendremos ocasión de explicar seguidamente con más detalle.

El Decreto De Oecumenismo tiene, pues, una base teológica sólida que los fieles e incluso los ministros de la Iglesia deberán meditar cada día más atentamente, si quieren percibir en su justa perspectiva la obra de la recomposición de la Unidad querida por el Señor mismo. Esta base teológica en la que, a petición de numerosos Padres conciliares, se ha acentuado la función del Espíritu Santo más que en la primera re­dacción, no descuida en modo alguno el aspecto institucional de la es­tructura de la Iglesia. Pero la estructura de los ministerios de institución divina es situada en su marco funcional que resume, con vistas al diálogo ecuménico, las mejores páginas de la Constitución De Ecclesia. La Iglesia aparece en ellas claramente como misterio de salvación y como pueblo de Dios en camino hacia el reino, y los diversos ministerios encuentran en ellas su aplicación adecuada: las tres funciones, la de enseñanza, la de gobierno y especialmente la de santificación han sido confiadas por Cristo al Colegio de los Doce, para la implantación de la Iglesia a través del mundo entero hasta la consumación del eón presente, es decir, hasta la vuelta del Señor de la gloria. Entre los doce, Pedro y sus sucesores ocu­pan un lugar aparte, y del texto se deduce claramente que su oficio es ante todo un ministerio de amor: mantener la unión en el rebaño por el lazo de la caridad que es el mandamiento nuevo por el que se reconoce a los discípulos de Cristo.

Pero el texto del De Oecumenismo ha recordado muy felizmente de forma discreta pero decidida, que todos los ministerios en la Iglesia por más esenciales que puedan parecer no tienen más que un papel funcional, ya que en definitiva no tienen razón de ser más que para la Iglesia peregrinante y que sólo permanecerá para siempre Cristo Jesús, que es la piedra angular de todo el edificio y el pastor verdadero de nuestras almas.

Sólidamente establecidas estas premisas, el Decreto podía pasar a las consecuencias prácticas de esta teología de la Unidad cristiana y establecer los principios de un sano ecumenismo.

De las diferentes partes que componen este Decreto y cada una de las cuales tiene su propia importancia retendremos ahora particular­mente la que se refiere a la atención que el Concilio ha querido dar a

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Significación del Decreto "De Oecumenismo" ¡S5

las Iglesias orientales no católicas. Es de todos conocido, en efecto, que el papa Pablo VI ha dado ejemplo de este interés especial y cada vez más señalado hacia las Iglesias ortodoxas en diferentes gestos que ha realizado con relación a ellas.

El encuentro con el Patriarca ecuménico en Jerusalén, la restitución de la cabeza de san Andrés a la Iglesia de Patrás, el mensaje a la Con­ferencia de Rodas dan testimonio de que, por la acción del Espíritu Santo, se ha cumplido una etapa. Estos gestos y otros muchos de me­nor importancia, pero no menos reveladores, son, en efecto, otros tan­tos símbolos que señalan una era nueva en las relaciones entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales que, durante siglos, han sido consideradas por nosotros como Iglesias separadas.

Pero estos mismos gestos simbólicos carecerían de consecuencias si el conjunto de la Iglesia, en sus jefes y en sus fieles, no tomase por su parte esa misma actitud. En este aspecto, la Iglesia debe señalar cla­ramente por las decisiones del Concilio los puntos de partida indispen­sables para un diálogo que pueda desembocar un día en la recomposi­ción de la Unidad.

Esa es la razón de ser del capítulo III del Decreto De Oecumenismo, cuyo objetivo es poner de relieve las características propias de esas Iglesias con las que debemos entablar diálogo.

Esta parte del Decreto enuncia tres principios fundamentales.

— en primer lugar, que, a pesar de su separación, las comunidades orientales siguen siendo Iglesias;

— en segundo lugar, que esas Iglesias de Oriente poseen un pa­trimonio propio que justifica su particularismo en materia de liturgia, espiritualidad, legislación canónica e incluso teología;

— por último, que los católicos deben comenzar por respetar y amar el patrimonio y los particularismos de las Iglesias orien­tales de manera que puedan encontrar su lugar legítimo en el seno de la Unidad reconstituida.

I. LAS IGLESIAS ORTODOXAS HAN SEGUIDO SIENDO IGLESIAS

Se observará, en primer lugar, que una tradición continua de do­cumentos pontificios desde la separación del siglo XI les ha dado cons­tantemente el nombre de Iglesias orientales, a pesar de la ruptura de comunión entre ellas y la Sede de Roma. El hecho de que se trata no de un acto ocasional de benevolencia, sino de un uso casi ininterrumpido hasta nuestros días le confiere un valor eclesiológico innegable. Se trata, pues, de explicar ese hecho para sacar de él las consecuencias que nos lie-

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156 Carra. Lercaro

varán a una visión más realista de lo que las Iglesias del Oriente ortodoxo son en sí mismas y con relación a la Iglesia de Roma.

La primera tarea que se imponía a los redactores de esta primera parte del Decreto era situar en su contexto histórico real a las Iglesias de Orien­te. Porque la gran tentación de la eclesiología católica durante estos últimos siglos —tentación a la que con frecuencia le ha sido difícil esca­par completamente— consiste en construir una visión abstracta de las cosas, a partir exclusivamente de los razonamientos lógicos que se fundan sobre un punto de vista exacto en sí mismo, pero unilateral. No pocos teólogos católicos de la Iglesia, desde el final de la Edad Media, por el hecho de haber perdido el contacto con la realidad histórica del Oriente cristiano han elaborado síntesis eclesiológicas en las que determinados aspectos del misterio eclesial aparecían como hipertrofiados, mientras otros, no menos importantes, eran más o menos perdidos de vista. La primera finalidad del Decreto en su consideración particular de las Iglesias orientales es, pues, volver a una perspectiva más justa apoyada sobre la historia y que permita dar cuenta del carácter eclesial conser­vado hasta hoy por las comunidades del Oriente no católico.

En la base de esta visión está una constatación histórica bien sim­ple, pero cuyo alcance le es difícil captar hoy plenamente al teólogo católico. Mientras el Occidente cristiano, el mundo latino, no poseía más que una Iglesia, la Sede de Roma, cuya fundación apostólica era indiscutible, en Oriente, cuna de la fe cristiana, varias Iglesias pueden atribuirse legítimamente una fundación apostólica; piénsese, por ejem­plo, en Jerusalén o Antioquía, Chipre o Tesalónica. Entre ellas, algu­nas emergen en seguida de una forma particular ; son aquellas que se convertirán en los grandes Patriarcados históricos, a los que se sumará en el siglo iv la Iglesia de Constantinopla que, por razón de su impor­tancia política —capital del Imperio de Oriente y Nueva Roma de los emperadores—, llegará muy pronto a ocupar el primer puesto entre las antiguas sedes de Oriente. Cabe discutir sobre la legitimidad de la promoción de Constantinopla al primer lugar de las Iglesias del mundo cristiano oriental. Pero cualesquiera que sean las opciones que se tomen, un hecho sigue en pie: cuando la primacía de Constantinopla, después de Roma, ha sido reconocida y sancionada en Oriente, lo ha sido en razón de consideraciones eclesiológicas diferentes de las que eran per­cibidas por Roma. Porque, si la apostolicidad única y privilegiada de Roma en Occidente había permitido al mundo latino distinguir en ella muy pronto su función sin igual y su primacía, el Oriente, por el con­trario, ponía un acento muy particular en las relaciones fraternales que debían existir entre Iglesias que podían, todas ellas, referirse a una fundación apostólica igualmente venerable.

Ese hecho es lo que ha querido reconocer la adición bastante larga

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Significación del Decreto "De Oecumenismo" 157

aportada al párrafo 23 de la nueva redacción del capítulo III de la Cons­titución De Ecclesia. Algunas Iglesias han sido, en virtud de su origen apostólico, "matrices fidei", como dice Tertuliano. Han sido madres de otras Iglesias que se han agrupado naturalmente en torno a ellas, y ellas estaban unidas naturalmente por los lazos de comunión en la fe y la caridad, que hacían de ellas Iglesias-hermanas, cada una con su propio patrimonio teológico y espiritual, litúrgico y disciplinar. Ahora bien, si la Constitución De Ecclesia ha podido hacer un lugar a esta realidad histórica cuando trata de las relaciones de los obispos en el seno del Colegio episcopal, el Decreto De Oecumenismo debía subrayarlo con un vigor particular, ya que esta constatación es fundamental en la ecle-siología ortodoxa; así es, en efecto, cómo las Iglesias de Oriente com­prenden su propio pasado y explican su existencia actual. Los lazos que las unen son, ante todo, lazos de caridad y de comunión fraternales, por estar fundadas en una fe y una vida sacramental común. Y, digámos­lo de paso, una de las cosas que más maravilla a quien reflexiona sobre los designios de Dios sobre su Iglesia es constatar que, a pesar de la ausencia de un organismo centralizador (por el hecho de rechazar el primado romano), las Iglesias de Oriente —desde hace cerca de un mi­lenio las Iglesias salidas de Bizancio, y desde hace quince siglos las Iglesias no calcedonianas salidas de Siria y Egipto— han conservado in­tacto lo esencial de la fe apostólica y de la estructura esencial.

Este hecho debería significar claramente para nosotros que en él no sólo hay una misteriosa intervención de la providencia divina, que per­mite a cada fiel en cuanto individuo acercarse a los sacramentos para la salvación de su alma, puesto que la comunidad a la cual pertenece, aunque separada de la comunión romana, ha conservado sacramentos válidos. Esta concepción individualista en la que todavía hacemos entrar con excesiva facilidad la condición de la "buena fe" del oriental no católico debe ser en la actualidad definitivamente superada. No sólo hay una dispo­sición oculta de la Providencia con relación a los individuos. El problema debe ser planteado en un plano totalmente diferente. Fuera de algunos puntos de la doctrina, definidos por la Iglesia católica después de la separación, todo el conjunto de lo que constituye las Iglesias de Oriente ha quedado sustancialmente intacto.

No basta invocar aquí, como se está tentado de hacer con excesiva frecuencia, el conservatismo inmóvil del Oriente. No; cuando nos en­contramos ante un hecho semejante, cuando se puede reconocer en las Iglesias de Oriente no sólo una Jerarquía válidamente consagrada, cosa que nunca ha puesto en duda la teología católica, sino hasta una vida sacramental y litúrgica idéntica a la nuestra, una enseñanza doctrinal que mantiene firmemente las verdades definidas por los concilios ecumé­nicos comunes al Oriente y al Occidente, nos vemos obligados a mirar

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más allá. El problema no se sitúa ya únicamente en el nivel de la validez de los sacramentos y de su eficacia para los miembros de esas comunida­des no romanas. Se sitúa en el plano más profundo de la eclesiología.

Si, como han afirmado precisamente tanto la Constitución sobre la Liturgia como la de la Iglesia, la celebración de la Eucaristía por la co­munidad eclesial congregada en torno a su obispo es lo que está en la base de toda sana eclesiología, nos veremos obligados a reconsiderar la manera de pensar habitual a numerosos teólogos desde la Contrarrefor­ma. Se debe superar una forma puramente jurídica de considerar las cosas para ir valientemente al fondo de la cuestión. A pesar de la ausencia de una comunión plena entre Roma y el Oriente no católico, esas Iglesias orientales han preservado realmente su carácter de Iglesia en el lazo de la fe apostólica y de la Comunión Sacramental. Estamos ante comunidades que han conservado las notas esenciales de la realidad eclesial. Así se explica el uso de la Iglesia católica al que aludíamos más arriba, de deno­minarlas con el nombre de Iglesias.

Hay que decir aquí que el texto del De Oecumenismo, gracias a las enmiendas propuestas por numerosos Padres, se ha mostrado particular­mente animoso en la primera parte de su párrafo 15 para tomar opciones que han podido parecer audaces a muchos. En esos lugares se afirma, en efecto, claramente que, por la celebración de la Eucaristía en cada una de esas Iglesias, es realmente edificada y se desarrolla la única santa Igle­sia toda entera. Más aún, por la concelebración de los sacerdotes en torno a su obispo y de los obispos de las diferentes Iglesias locales, se mani­fiesta su comunión, que, por el hecho de la realidad sacramental que las une y de la sucesión ininterrumpida de sus obispos desde los Apóstoles en una fe sustancialmente idéntica a la nuestra, no puede menos de ser una participación auténtica en la comunión de la verdadera Iglesia de Cristo.

Una vez admitida claramente la naturaleza auténticamente eclesial de las Iglesias de Oriente, queda por resolver una dificultad que se plan­tea inmediatamente a la mente del teólogo católico. Las Iglesias ortodoxas rechazan la doctrina romana del primado y de la infalibilidad del sucesor de Pedro tal como ha sido definida en el Concilio Vaticano I. Digamos inmediatamente, para no dar lugar a falsas ilusiones, que no se trata de un falso problema o de un simple malentendido que un intento leal de comprensión de los hechos históricos podría disipar rápidamente. No; nos encontramos aquí en el centro del problema. Pero, para emitir sobre él un juicio objetivo, es preciso volver a los datos eclesiológicos orientales tal como se han encarnado en la historia desde los orígenes, como hemos observado anteriormente. La diferencia de perspectivas entre ortodoxos y católicos en este punto tiene sus raíces más profundas en una eclesio­logía vivida de forma diferente en ambas partes y que ha evolucionado

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de forma divergente en el transcurso de los siglos. Como comunión de Iglesias hermanas de origen apostólico fundada sobre la unidad fraternal en la fe y el amor, las Iglesias orientales no han conocido de forma ex­plícita la necesidad del primado romano de la misma forma que sus hermanas de Occidente. Y no es que durante los siglos que han prece­dido a la ruptura no hayan reconocido, de forma al menos implícita, el papel sin igual de la Iglesia de Roma, en particular cuando surgía en el ámbito de la fe una dificultad en la que hubiera que decidir en última instancia. Testimonios históricos relativamente poco numerosos, pero suficientemente precisos, muestran claramente que la comunión del Obispo de Roma era para ellas la piedra de toque de la ortodoxia y del mante­nimiento de la Unidad en la Única Iglesia de Cristo. El texto del Decreto lo reconoce honradamente.

Pero esta concepción del oficio de la Iglesia romana estaba encuadra­da en la eclesiología de comunión de Iglesias hermanas de que venimos hablando hasta ahora. Toda la vida de la Iglesia era y es aún sentida y vivida dentro de la noción de Iglesia local cuyo jefe es el obispo y cuya manifestación más perfecta es la celebración eucarística en torno al obispo.

Más allá del horizonte de la Iglesia local, las relaciones con las otras Iglesias hermanas son concebidas en primer lugar como una comunión dentro del sínodo patriarcal que agrupa en torno a la Sede Patriarcal, la matrix fidei, las Iglesias hijas que han salido de ella. Entre ellas mantie­nen estas Iglesias en primer lugar la comunión y viven su vida eclesial en la comunión de una fe que congrega la misma caridad de Cristo expre­sada por una vida sacramental común.

Los Patriarcados a su vez están unidos entre sí por los lazos de comu­nión recíproca, cuya manifestación más tangible y conmovedora ha sido, desde la más remota antigüedad, desde la misma época apostólica, las cartas sinódicas. Baste recordar, por ejemplo, que el corpus de las cartas paulinas y, más tarde, el de las cartas de Ignacio de Antioquía ha sido, sin duda alguna, una de las manifestaciones más claras del papel que los intercambios epistolares desempeñaban en el mantenimiento de la unidad de fe y el vínculo de la paz en el amor de Cristo. Pero, a excepción de los concilios ecuménicos, que, como se sabe, no han sido más que manifestaciones muy esporádicas y ocasionales de la comunión colegial de la Iglesia universal para el Oriente cristiano, cada Iglesia pa­triarcal y, dentro de cada patriarcado, cada Iglesia local vivía una vida esencialmente autónoma desde el punto de vista disciplinar, litúrgico, espiritual e incluso teológico. No hay, pues, que extrañarse de que esta concepción de las cosas, legitimada por una eclesiología que se remonta a los tiempos apostólicos, haya favorecido poco una evolución doctrinal semejante a la que ha vivido el Occidente que, en su conjunto, ha estado

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desde siempre centrado sobre la Sede de Roma. Esa perspectiva eclesio-lógica diferente ha engendrado malentendidos cada vez más graves entre el Oriente y Roma, y, con el concurso de las circunstancias históricas, el Oriente ha llegado a perder progresivamente el sentido de la necesidad de la comunión con la Sede de Roma en el seno de la Iglesia universal. El Oriente no había sentido nunca esta necesidad como nosotros. Cuando el Occidente evolucionó cada vez más decididamente en el sentido del reconocimiento explícito de los privilegios de derecho divino del sucesor de Pedro, el Oriente no le siguió apenas. Dos eclesiologías que deberían haber sido complementarias y cuya, significación comenzamos tan sólo a redescubrir se habían endurecido cada una por su parte y se habían experimentado por ambas partes como incompatibles y hasta contradic­torias. Sin embargo, el Oriente había conservado sustancialmente sus bases eclesiales tradicionales y había desarrollado su patrimonio propio en la línea de lo que éste había sido desde los comienzos.

I I . LAS IGLESIAS ORIENTALES POSEEN UN PATRIMONIO PROPIO

Desde la separación, en diferentes ocasiones, la Iglesia católica, para favorecer las tentativas de unión con las Iglesias orientales no católicas ha afirmado que pensaba respetar su particularismo en mate­ria de disciplina y de liturgia, siempre que se salvaguardase la unidad de la doctrina. Pero no cabe duda de que, a pesar de la generosidad en que se inspira esta apertura, lo que se les concedía a los orientales era sólo el reconocimiento de "privilegios" dentro de la unidad católica considerada como monolítica. Los orientales constituían una excepción y para crear las condiciones favorables al mantenimiento de la unión la Iglesia católica se comprometía a respetar su "rito" y sus usos. Esa actitud, sobre todo por parte de los grandes Papas que velaron con todas sus fuerzas por salvaguardar el patrimonio auténtico de los orientales unidos a Roma, estaba llena de una innegable magnanimi­dad. Así hay que afirmarlo claramente. Un León XIII, un Bene­dicto XV o un Pío XI obraron en favor del patrimonio oriental con una grandeza de alma y una lealtad que honra su clarividencia, muy por delante con frecuencia del espíritu que reinaba entre los católicos de su época. Y, sin embargo, esta actitud abierta no dio apenas los resultados esperados. El Oriente, en cuanto a lo esencial, había formado su patrimonio espiritual independientemente del Occidente, y el re­conocimiento de privilegios considerados como excepciones dentro de la unidad católica latina —de hecho, si no de derecho— no podía satisfacerle. En ello no reconocía la imagen de su fisonomía auténtica.

Por esta razón el Decreto De Oecumenismo ha querido cambiar

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las perspectivas y poner en relación directa de dependencia el origen apostólico diverso de las Iglesias Orientales y su respectivo patrimonio tradicional. Con ello no ha hecho más que seguir el camino que le había trazado el texto de la Constitución De Ecclesia a que hemos alu­dido más arriba. La diversidad de ritos, de cultura, de herencias es­pirituales está en relación inmediata con la eclesiología de comunión de Iglesias hermanas que, cada una según los carismas que le han sido concedidos por el Señor, han elaborado una síntesis espiritual propia.

Para comprender bien este hecho se recordará ante todo que la fe cristiana ha venido de Oriente y que no se ha encarnado en la cultura latina sino después de haber asimilado la cultura judeo-aramea y la cultura griega. Hay que esperar hasta el final del siglo n para ver apa­recer la primera gran literatura cristiana con Tertuliano. Hacía ya entonces mucho tiempo que el Oriente griego poseía sus grandes teó­logos, y el mundo siríaco, íntimamente ligado con los orígenes mismos del evangelio, comenzaba ya a elaborar la síntesis espiritual que le dis­tinguiría para los siglos posteriores. Mientras el Occidente latino se cen­traba cada vez tais en torno a Roma, las grandes Iglesias de Oriente tomaban cada una su fisonomía conforme a su propio genio. Esa diver­sidad no era contraria a la unidad de la Iglesia, y autores eclesiásticos, tanto griegos como latinos, admitían que esta variedad contribuía al enriquecimiento del ornato de la única Iglesia, Esposa de Cristo. Euse-bio, Sócrates y Sozomeno lo han comprendido así; san Agustín y Juan el Diácono, el futuro papa Juan I, tienen textos no menos signi­ficativos a este respecto.

Era igualmente en Oriente donde iban a aparecer los grandes pro­blemas teológicos y su solución dentro de la Unidad Católica. Es, en efecto, en Oriente donde los fundamentos de nuestra fe han encontrado su formulación definitiva. Es en los siete primeros concilios ecuménicos, monumentos imperecedores de la fe cristiana, donde las grandes crisis doctrinales han encontrado su solución. Ahora bien, los concilios de los primeros siglos son todos concilios celebrados en Oriente. Si en la mayor parte de ellas los legados del Papa desempeñaron un papel de primer orden, eso no quita que el enfrentamiento de los puntos de vista teológicos fuera la manifestación de una vitalidad de pensamien­to propio del Oriente. Entonces no había y aún hoy día no hay un Oriente cristiano; hay diversas Iglesias orientales que, cada una de forma diferente, han contribuido al enriquecimiento del patrimonio doctrinal y espiritual de la Iglesia Universal. Si el Oriente hubiese sido tan monolítico como el Occidente latino, no habría producido esta ri­queza que se ha convertido en el tesoro común de todas las Iglesias y del cual ha bebido el mundo latino continuamente en el transcurso de los siglos.

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Uno de los rasgos más notables del patrimonio espiritual oriental en conexión directa con su eclesiología propia es la relación entre su con­cepción del misterio trinitario y la vida misma de la Iglesia. En cuanto comunión de las Iglesias hermanas, el Oriente concibe el misterio tri­nitario a partir de las Hipóstasis divinas para luego afirmar su consus-tancialidad. El Occidente, en cambio, ve en primer lugar la monarquía divina, siguiendo a Tertuliano y Agustín, y de ahí pasa a la Trinidad de las personas. Se recordará que al comienzo de esta charla hemos subrayado las tres relaciones que existen en el mismo texto inspirado entre la vida de las Personas divinas, su unidad y la comunión de todos en el único cuerpo de Cristo.

Hay en ello un aspecto teológico muy profundo cuya importancia comienza apenas a descubrir el Occidente, al contacto con las fuentes del Oriente. Tanto la Constitución sobre la Liturgia como la de la Iglesia han reservado un lugar aún escaso, pero real, a esta perspectiva. Ahora bien, hay que reconocer que esta perspectiva está en el corazón mismo del pensamiento ortodoxo hasta nuestros días. Es posible que algunos teólogos ortodoxos contemporáneos estén tentados de exagerar su significación con perjuicio de otros aspectos no menos tradicionales del misterio eclesial y de la estructura que Cristo ha querido para su Iglesia. Pero queda un hecho innegable: el misterio de la Iglesia en Oriente es no sólo comprendido, sino vivido en estrecha dependencia del misterio trinitario. Y es no menos cierto que esta teología tiene raíces muy profundas en el pensamiento de la Iglesia antigua. Baste recordar aquí el nombre de san Ignacio de Antioquía.

Basada esencialmente sobre una concepción cultual y litúrgica de la vida de la Iglesia, la espiritualidad oriental tiende en su principio a hacer volver al hombre, bajo la acción del Espíritu Santo por el mis­terio de Cristo Salvador, hasta el Padre, fuente de toda gracia. Por eso se podrá decir, según la perspectiva que se adopte, que el cristiano oriental es esencialmente "pneumático", por ser la vida en el Espíritu Santo por la oración y los sacramentos la condición indispensable del acceso a la vida divina; o que es fundamentalmente "cristológico", si se considera que su liturgia da un lugar de preferencias al misterio de la Pascua, que su oración continua pide con insistencia ser plena­mente asimilado a Cristo y que toda su devoción mariana está basada sobre el dogma de Efeso, que reconoce en María la Madre de Dios, la Theotokos. Pero en definitiva, tanto la liturgia como la espiritualidad tienden a imprimir en la vida del creyente una impulsión trinitaria para hacerle vivir la gracia de la adopción divina por Cristo Salvador en el Espíritu Santo.

Esa es una de las razones por las que el Oriente ha puesto en el centro de su realidad eclesial la existencia del monacato. Si, por la

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influencia de las contingencias de la historia, éste no conoce hoy el florecimiento que conoció de forma admirable en el transcurso de los siglos pasados, eso no hace menos cierto que liturgia, vida espiritual y monacato están intrínsecamente ligados en la Iglesia oriental y que toda vida mística, según la tradición oriental, está ligada de una u otra forma con la ascesis y la contemplación de los monjes.

Es, por lo demás, conocido que el monacato ha venido a Occidente del Oriente y que la vida monástica occidental ha sido ciertamente uno de los factores que más han contribuido a mantener un contacto eficaz entre el pensamiento oriental y el mundo latino.

Todos estos elementos han contribuido a formar la fisonomía pro­pia de las Iglesias de Oriente, y los ortodoxos han conservado hasta nuestros días un sentido muy agudo de todos ellos. Es, pues, preciso que las Iglesias ortodoxas, herederas de esos tesoros de los que viven, estén seguras de ser comprendidas como ellas son. El Oriente no puede, en modo alguno, ser considerado como una especie de apéndice del cristianismo occidental. Se trata de Iglesias fuente, que han dado mu­cho al Occidente en el pasado y que deben ser respetadas como tales en la integridad de su patrimonio verdadero, si se quiere que pueda ser tomada en serio nuestra voluntad de diálogo con ellas.

Debe haber, por parte de la Iglesia católica, una voluntad de purificación, de pobreza espiritual que la haga capaz de redescubrir y asimilar los tesoros de los otros, si de verdad quiere ser católica. Si ésa es la actividad que la Iglesia debe tomar frente a las culturas del mundo contemporáneo, es evidente que tal actitud de pobreza evan­gélica debe realizarse, en primer lugar, en una apertura total a tradi­ciones cristianas que, desgraciadamente, se han hecho para ella un tanto extranjeras o que el mundo latino no ha sabido jamás comprender plenamente hasta ahora. Va en ello la verdadera catolicidad de la Iglesia y la posibilidad de recomponer la unidad perdida.

I I I . RESPETAR Y CONOCER LAS IGLESIAS DE ORIENTE

Reconociendo que las Iglesias de Oriente han conservado lo esen­cial de su carácter eclesial y han transmitido un patrimonio auténtico heredado de los Apóstoles, el Decreto Conciliar ha llevado a cabo un cambio radical de perspectiva que era absolutamente indispensable para entablar un diálogo auténtico. Le faltaba sacar las consecuencias prácticas que se derivan de ese cambio. La primera tarea que se ha asignado ha sido, pues, afirmar solemnemente la legitimidad de ese patrimonio propio y el deber que tienen todos los fieles de respetarlo y conocerlo. Es particularmente importante que el Concilio usa en

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varias ocasiones en ese documento fórmulas muy solemnes para afirmar el derecho de las Iglesias de Oriente a vivir de sus propias tradiciones. No se trata ya de reconocer "privilegios", excepciones toleradas, como decíamos más arriba, sino de afirmar un derecho y un deber. Este re­conocimiento, dice expresamente el texto conciliar, forma parte de las condiciones previas al diálogo. Lo cual equivale a decir, con otras pa­labras, que no hay esperanza de recomposición de la unidad entre el Oriente y el Occidente si estos hechos no son explícitamente recono­cidos y esos derechos sancionados.

El Concilio advierte, pues, que para trabajar por la unión es preciso tomar en consideración de forma especial la naturaleza de los lazos que unían las Iglesias de Oriente y la Iglesia de Roma desde los primeros siglos. Por la razón de su eclesiología de comunión particularmente des­arrollada y del origen apostólico de sus Iglesias más antiguas, el Oriente tenía con Roma lazos de una naturaleza especial que no han conocido de la misma forma las Iglesias de Occidente, que deben todas, más o menos directamente, su fundación a la Iglesia de Roma, única Iglesia ciertamente apostólica en el mundo latino.

El Concilio recomienda además a los fieles católicos que beban de las fuentes de la espiritualidad oriental para vivir integralmente la ple­nitud de la tradición cristiana. Pero su declaración más solemne está re­servada a la disciplina propia de los orientales. La triste experiencia de ciertas Iglesias unidas que han sido absorbidas progresivamente en la latinidad puede hacer temer a las Iglesias separadas de Oriente que el día de la unión serán aplastadas por el peso de la Iglesia de Occidente, más universal y mejor organizada. En las frases del número 11 del Decreto, los Padres conciliares, latinos en su inmensa mayoría, han tomado un com­promiso de capital importancia para disipar esos temores.

Tal vez algunos lamenten que el texto del Decreto no haya san­cionado de forma explícita los derechos patriarcales. Es verdad, para los que saben leer los documentos, que los Patriarcas son formalmente men­cionados en la nueva redacción del párrafo 14, en el que se reconoce que entre las Iglesias locales, algunas de las cuales son de origen apostólico, las Iglesias patriarcales ocupan el primer lugar. Además, el reconoci­miento de la legitimidad del patrimonio propio a las Iglesias de Oriente y de la obligación de mantener íntegramente su propia disciplina, con­trariamente a lo que ha podido suceder en el pasado con algunas Igle­sias unidas, indica que esta institución de primera importancia que es el Patriarcado de Oriente y el carácter autocéfalo de varias Iglesias serán respetados.

Había, sin embargo, al parecer, otra razón para no tratar explícita­mente de los Patriarcados y de sus derechos. El Concilio de Florencia, al final de la Bula "Laetentur Coeli", que proclamaba la unión entre

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griegos y latinos, había afirmado claramente la salvaguardia absoluta de sus derechos y privilegios. Hay que reconocer que semejante afirma­ción cuadraba mal con la práctica de la Iglesia y la eclesiología entonces vigente. Lo primero que había que hacer era tomar conciencia de la realidad de las cosas, de lo que es el Oriente y de lo que fueron las re­laciones que existieron entre Roma y las Iglesias orientales entre sí, en los tiempos felices de la plena comunión de todos en la unidad de la Iglesia. Pues bien, el Concilio Vaticano II ha emprendido una puesta al día de su eclesiología y de todos los aspectos de la vida de la Iglesia que dependen más o menos directamente de ella. Pero tal vez se ne­cesite no poco tiempo para que esos textos laboriosamente preparados puedan producir sus frutos. La liturgia, el De Ecclesia, el De muñere Episcoporum deben dar sus resultados antes de que se puedan tomar seriamente compromisos explícitos que tengan verdadera y totalmente en cuenta la naturaleza propia de los Patriarcados orientales. ¿No cons­tituye, en efecto, un error de perspectiva querer reconocer solemnemente la legitimidad y el deber de mantener una forma institucional que su­pone un poder colegial cuya significación auténtica acabamos apenas de descubrir? ¿No vale más en esta materia el silencio que deja intacto lo que la Iglesia Católica por su parte había suscrito en Florencia, que unas declaraciones demasiado precipitadas antes de que se haya tenido la posibilidad de pasar a los hechos? Hay en esto una cuestión de pru­dencia cristiana que debe estar en la base de nuestra acción ecuménica. No podemos proponer más de lo que estamos en condiciones de dar actualmente. Es necesario dejar pasar el tiempo y dejar obrar al Espíri­tu Santo. Las cosas de Dios maduran lentamente, y debemos pensar seriamente en acondicionar la casa para hacerla habitable antes de pre­tender restablecer en ella instituciones cuyo alcance eclesiológico nos­otros, latinos, no hemos comprendido nunca enteramente.

En otro punto, en cambio, el Concilio se muestra muy audaz. He­mos aludido a él al comienzo de esta conferencia. Es la communicatio in sacris. Se trata de un problema muy delicado en muchos aspectos. Es, en efecto, sabido que la disciplina latina formada sobre todo desde la Contrarreforma, se mostraba muy rígida en la materia y que ha adop­tado progresivamente, con relación a todas las confesiones que no reco­nocían el primado romano, una actitud intransigente que no había sido prevista en principio más que frente a las denominaciones salidas de la Reforma del siglo xvi. Con el desarrollo del movimiento ecuménico, la cuestión de la communicatio in sacris, o intercomunión, como se la llama en lenguaje ecuménico, ha vuelto al orden del día con una insis­tencia particular. El mismo papa Pío VI en algunos actos ecuméni­cos particularmente señalados ha roto con una tradición demasiado ju­rídica. Su gesto simbólico de ofrecer un cáliz a cada uno de los Patriar-

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cas orientales con los que se ha reunido en Jerusalén está lleno de sig­nificación teológica No se ofrece un cáliz a jefes de Iglesia cuya cele­bración eucarística se estima ilegítima En el reciente mensaje dirigido a la conferencia de Rodas se ha mostrado más explícito aún "Que la candad alimentada en la mesa del Señor nos haga cada día más pre­ocupados por la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz " ¿No cons­tituye esta expresión una confirmación elocuente del texto De Oecu-menismo que afirma que por la celebración de la Eucanstía las Iglesias ortodoxas crecen en la única Iglesia de Dios?

Se comprende así que el texto De Oecumenismo haya podido pro­poner no sólo que la commumcatio tn sacns con las Iglesias orientales no católicas sea posible, en circunstancias naturalmente bien determina­das, sino que hasta pueda ser recomendada Los principios generales de la mitigación de la disciplina relativa a la Comuntcatio tn sacns habían sido enunciados en el párrafo 8 del capítulo II, que hablaba del ejercicio práctico del ecumenismo por los católicos Es cierto, por una parte, como reconoce el texto, que, siendo la commumcatto tn sacns un signo de unidad, no puede ser aplicado en aquellos casos en que esta unidad no existe Pero aquí interviene un segundo principio hay casos en los que la abstención de la communicatio m sacns puede ser un escándalo para los fieles y ahondar divisiones que no son más que superficiales Tal es a veces el caso en el Próximo Oriente La gracia procurada por los sacramentos o la oración común puede además, en casos determina­dos, recomendar la commumcaUo in sacns No hay en esto oposición entre la doctrina enseñada por la Iglesia y una praxis opuesta, sino dos aspectos de una misma cuestión, a saber, la vida de la gracia en la Igle­sia, la comunión vivida en la unidad, que a veces impide la commum­catto tn sacns y a veces, por el contrario, la impone como una necesidad

Sin embargo, se debe evitar con cuidado una visión demasiado sim­plista de las cosas La commumcatto tn sacns, por el hecho de compro­meter y afectar lo más profundo del misterio de la unidad de la Iglesia, no puede ser practicada a la ligera Y mucho menos puede convertirse en un medio de prosehtismo camuflado. Supone ante todo, como con­dición sme qua non, para no perjudicar al trabajo ecuménico, ser una cosa aceptada consciente y lealmente por las dos partes En ningún caso puede ser cosa de individuos aislados, sino que compromete necesaria­mente a los jefes responsables de las dos Iglesias en presencia Para con­vertirse en un medio de acercamiento con vistas a la plena comunión entre nosotros y nuestros hermanos de Oriente, debe ser objeto de un acuerdo explícito entre los obispos católicos y los ortodoxos A estos últi­mos se les reconocen rasgos esenciales de la verdadera Iglesia Esto es lo que nos permite proponerles la commumcatto, pero en manera alguna podemos imponérsela o practicarla sin su consentimiento Sería obrar en

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un espíritu diametralmente contrario al que ha querido inculcar el De Oecumenismo; respetar a las Iglesias no católicas como Iglesias. Prac­ticar la communicatio sin que ellas lo supieran o sin su consentimiento sería preterir su carácter eclesial.

Por el contrario, es precisamente el hecho de que reconozcamos el carácter eclesial de esas Iglesias lo que nos permite proponerles la commu­nicatio in sacris como un medio de gracia para acercarnos con vistas a la unión definitiva y plenaria. El error de los hombres de Iglesia de los siglos pasados en materia de unión con el Oriente consistió en poner condiciones que constituían objeto de conversaciones diplomáticas, al final de las cuales se esperaba llegar laboriosamente a un acuerdo sobre el restablecimiento de la communicatio in sacris. Pero si se ha visto que teológicamente las notas de la verdadera Iglesia están suficiente­mente presentes en nuestros hermanos de Oriente, aunque de forma in­completa a nuestro modo de ver, se les puede proponer la communicatio in sacris, si las circunstancias se prestan a ello oportunamente, para lle­gar después, con la ayuda de la gracia operante en cada uno de nosotros, a encontrar las fórmulas que permitan el restablecimiento pleno, puro y simple de la comunión total.

Estas tomas de posición son de una importancia extrema para que el diálogo que va a entablarse con el Oriente no sea un monólogo, sino que sea verdaderamente un intercambio de nuestros valores más autén­ticos. Entre nosotros el ecumenismo ha entrado en una fase nueva, y de ahora en adelante, si este texto es tomado en serio como merece, nuestra manera de considerar las Iglesias de Oriente no será ya la mis­ma. No es que haya cambiado nada en la doctrina sobre la que se fun­da nuestra fe. Por el contrario, es una toma de conciencia más plena de la realidad rica y compleja del patrimonio de la Iglesia, que nos condu­cirá hacia la sola catolicidad verdadera, la que acepta la totalidad de las tradiciones cristianas auténticas para la glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la única Santa Iglesia de Dios.

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Crónica viva de Iglesia *

UNA OPINIÓN NUEVA SOBRE EL DECRETO DE LA JUSTIFICACIÓN EN EL CONCILIO DE TRENTO

El profesor Heiko A. Oberman, conocido de modo especial por su gran obra The Harvest of Mediaeval Theology. G. Biel and Late Me-diaeval Nominalism (Cambridge-Mass. 1963), ha escrito recientemente un interesante artículo: Das tridentinische Rechtfertigungsdekret im Lichte spdtmitteldlterlicher Theologie (en "Zeitschrift für Theologie und Kirche" 61 (1964), 251-282). En él llega a las conclusiones siguientes. Al condenar la tesis de que el hombre puede por sí mismo merecer la justificación, el Concilio de Trento pretende excluir solamente el "me-ritum de condigno", es decir, el mérito propio y estrictamente dicho. Por esta razón fue empleada intencionadamente la palabra "promereri" en contraposición a "mereri" (o "meritum de congruo"). La sentencia según la cual el hombre puede merecer la gracia por sus propias fuerzas, aunque de modo improporcionado (es decir, "de congruo"), no fue con­denada por el Concilio. En virtud de ello, continúa Oberman, el Triden-nno necesita decididamente ser corregido, pues al no rechazar el "meri­tum de congruo", objeto de repulsa para la mentalidad protestante, el Concilio se ha hecho vulnerable y sigue estando por ello bajo la pro­testa de la Reforma.

El análisis de los textos, a la luz además del pensamiento teológico de la tardía Edad Media —tal como lo ha expuesto el prof. Oberman, cristiano reformado—, me parece indiscutible y ajustado a la historia. Fueron, sobre todo, los teólogos de la línea franciscana, escotista y no­minalista, quienes defendieron en el Concilio de Trento y en torno a él la opinión según la cual el hombre no puede merecer la "prima gra-tia" en sentido estricto, pero que Dios, a causa de su pródigo amor, no negará su gracia a aquel que por propia virtud humana se esfuerce en hacer todo lo que está en su mano. Y a esto se referían las denomina­ciones "meritum de congruo" o "mereri" en contraposición a "promere­ri" o "meritum" de condigno". Ello constituyó una nueva espina clavada

* Responsables de esta sección: Secretariado en colaboración con Katholiek Archief, Amersfoort (Holanda).

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El Decreto de la Justificación en Trento lb9

en el corazón de la Reforma, porque significaba el desconocimiento de la gratuidad absoluta y soberana de la gracia. De manera distinta opi­naban, en cambio, los teólogos dominicos de tendencia tomista, quienes negaban toda disposición para la gracia que no viniese dada por la mis­ma gracia, e interpretaban como pelagianismo la actividad espontánea humana en cuanto contrapuesta a la gracia. Prescindiendo de los con­ceptos y la técnica de aquel entonces, por medio de los cuales estos teólogos habían expresado la superioridad absoluta de la gracia, pode­mos afirmar que esta concepción de la gracia puede actualmente ser con­siderada como patrimonio universal de la espiritualidad católica, si bien la antigua tesis continúa de cuando en cuando haciéndose perceptible. La teología católica actual al hacer resaltar la "gracia anónima" que actúa en todas partes y al afirmar que, siempre que obra la libertad humana, lo hace bajo el influjo de la gracia divina, ha abandonado ya desde hace tiempo la interpretación casi semipelagiana de la gracia.

Aceptando, pues, el análisis de las afirmaciones del Tridentino, sería mi deseo matizar un tanto las apreciaciones de Oberman (ciertamente en el mismo plano de sus profundas reflexiones). No puede mantenerse la afirmación de que el dogma tridentino se había pronunciado en favor del "meritum de congruo" escotista y nominalista, de manera que el hombre sin gracia pudiese —aunque de un modo improporcionado— disponerse a la misma gracia y hasta merecerla, no ciertamente en virtud de la justicia divina, sino de su libera] bondad. Trento ni ha sancionado ni ha condenado esta concepción. No obstante las presiones ejercidas, el Concilio permaneció fiel al principio de no definir nada en que no estuviesen de acuerdo las tres tendencias —tomista, escotista y nomina­lista—. En este sentido la definición del Tridentino se reduce al mínimo, y es por ello, naturalmente, objeto de repulsa por parte de la Reforma. Desde una perspectiva ecuménica, no necesita Trento corrección alguna (Oberman habla de "corrección", pág. 282), pero sí ser completado, y de un modo apremiante; porque en el dogma tridentino la Iglesia man­tiene la posibilidad de que el hombre sin gracia pueda disponerse por medio de su actividad espontánea (de algún modo al menos, aunque improporcionado) a la gracia. El tomismo dentro de la Orden de Santa Domingo jamás se ha sentido a gusto con ciertos textos de Trento, y pretendió con frecuencia —sin motivos históricos suficientes— interpre­tar el Concilio según sus propias convicciones. La insuficiencia de al­gunos textos tridentinos (cuestión que ha venido ocupando mi interés ya desde hace tiempo) ha quedado aún más patente por la obra de Ober­man. Este dogma no incluye la totalidad de la respuesta que la teología y la espiritualidad católicas pueden dar a la Reforma. La respuesta de Trento no es falsa, sino incompleta. La Iglesia católica tiene más que decir acerca de la prioridad absoluta de la gracia que lo que ha expresado

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en el dogma definido en Trento, el cual, además, debe ser interpretado a la luz de la divergencia de opiniones que dominaba entre los teólogos de la tardía Edad Media. Desde el punto de vista del ecumenismo ha­bría sido un acierto el que el Concilio Vaticano II no sólo hubiese com-pletado la doctrina del Vaticano I, sino también la del Concilio de Tren­to. Lo que Trento afirmó con palabras de aquel tiempo constituye una riqueza positiva de la fe católica; pero aún hay algo más que decir. Sólo entonces será superada toda suerte de malentendidos y quedará pa­tente lo que distingue de un modo específico la idea de "retribución" de la Reforma frente al concepto católico de "mérito". Por otra parte, merece ser tenida muy en cuenta la opinión de Reinhard Kósters re­cientemente expuesta en su artículo "Luthers These: Gerecht und Sün-der zugleich (en "Catholica" 18 (1964) 193-217), según la cual el hecho de que la doctrina de la justificación sea forense no implica la negación de la renovación real del hombre. Por lo demás, ya antes el profesor C. Berkouwer (en Verdienste of genade?, Kampen 1958, pág. 61) había llamado la atención sobre el hecho de que los conceptos de forense, imputativo y declaratorio no se sitúan en el mismo plano que "extrín­seco". La Reforma centraba toda su atención en la dimensión de la gracia verdaderamente soberana, "de arriba"; lo cual constituye también una verdad fundamental de la fe católica. Ciertamente hay que ad­vertir, a propósito de esta controversia teológica, que la "sola gratia" católica no implica la actuación de Dios únicamente, porque toda acti­vidad de ia gracia de Dios es precisamente divina, es decir, que saca de la nada y "por nada", gratis. Mas precisamente a causa de este carácter de creación que toda gracia encierra, el hombre llega a ser realmente sujeto activo de la gracia. De este modo, en la libertad humana la gra­cia se hace realidad histórica, visible y palpable. Lo que antes fue tra­ducido en términos quizá "objetivos", materiales, es sólo una expresión auxiliar, condicionada por la historia, de una inteligencia más plena que defiende como esencial al cristianismo la estructura incarnatoria de la gracia y el carácter histórico de la misma. El prof. M. Seckler en su reciente obra Das Heil in der Geschichte. Geschichtstheologisches Den ken bei Thomas von Aquin, Munich, 1964, ha demostrado esto mismo en relación con Tomás de Aquino, y el prof. A. Hulsbosch, por otrí parte, ha hecho igualmente alusión a ello en su artículo Het hermeneu-tische beginsel (en "Tijdschrift voor Theologie" 5a [1965]) al hacer una confrontación entre el Catolicismo y Rudolf Bultmann; él mismo cali­fica de "punto ciego" en el ojo de la Reforma el hecho de que ésta sea incapaz de comprender la historicidad y visibilidad de la gracia en su estructura humana y terrena. De este modo, la controversia "mérito o gracia" es situada a un nivel distinto; precisamente en el plano en el que la Cristología y la Pneumatología no pueden ser separadas ni con-

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trapuestas, de manera que podemos verdaderamente afirmar con 1 Jn., 1, 1 : "Hemos palpado el misterio con nuestras propias manos". Aquello que en la libertad humana constituye precisamente ¡a versión de ¡a gracia de Dios y su manifestación, no puede pensarse que esté en com­petencia con la gracia misma. Por esta misma causa, tampoco se oponen mutuamente el mérito y la gracia: en el marco del telos o causa final que nos es dispensado como anticipo o como arras por el Espíritu inha-bitante, somos conducidos en nuestra vida histórica hacia el futuro: por ello existe una proporción intrínseca entre la vida de la gracia en la tie­rra y la vida en el Reino escatológico. Esta proporción, que encuentra su apoyo en la misma gracia que realiza en nosotros la respuesta huma­na a dicha gracia, viene sugerida por la Iglesia católica con el término "mérito". La palabra no tiene importancia, sino sólo el contenido. El término mérito alude a la historicidad propia de la soberanía de la gra­cia sobre la libertad humana, y por ello de ningún modo se opone a la "sola gratia".

E. SCHILLEBEECKX, OP

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FUNDACIÓN DE UNA "SOCIETAS ETHICA"

Desde hace ya varios años realizan los exegetas de las grandes con­fesiones cristianas un fructífero trabajo en común. Se han asociado en una Societas neotestameníica y se reúnen anualmente, para estímulo mu­tuo, en un congreso científico. Desde hace algún tiempo vienen esfor­zándose algunos miembros del círculo de editores de la "Zeitschrift für evangelische Ethik" (Editorial Gerd. Mohn, Gütersloh) por llegar a una asociación de catedráticos de ética cristiana.

Del 9 al 11 de octubre se reunió en Basilea un número relativamente grande de catedráticos de Universidad (principalmente de las Facultades evangélico-reformadas) procedentes de Helsinki, Oslo, Lund, Copenha­gue, Amsterdam, de toda Alemania, Estrasburgo, Debrecen, Bratislava, con objeto de fundar una Societas ethica. Por desgracia, sólo asistieron algunos representantes de las Facultades de teología católica. En esta re­unión fundacional no sólo se intentó establecer los estatutos y el pro­grama, sino que además tuvo lugar un debate sobre un tema de actua­lidad : "La fundamentación teológica de la ética ante las nuevas exigen-gias de una 'New morality' ".

Las ponencias introductorias estuvieron a cargo del prof. Mehl, de Estrasburgo —por parte evangélica—, y del prof. W. Schóllgen, de Bonn —por parte católica—.

Después de un debate muy animado, que se centró sobre todo en el problema de si en sucesivos trabajos se debería partir más bien de cues­tiones de principio o, por el contrario, de cuestiones de la vida concreta (por ejemplo, del matrimonio) siguiendo un método inductivo, quedó oficialmente establecida la Sociedad.

Como representante católico fue llamado a la junta directiva el profesor F. Bockle, de Bonn. El primer congreso anual debe tener lu­gar ya este mismo año, en Basilea, del 30 de agosto al 2 de septiembre. El tema será: El Matrimonio en sus aspectos sociológico, exegético y ético. El Presidente de la sociedad es actualmente el prof. Dr. H. van Oyen, de Basilea. Lleva el secretariado de la Sociedad el Dr. K. Bock-mühl, CH —4153— Reinach, Lachenweg 36, Suiza.

F. BOCKLE

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

FRANZ BÓCKLE

Nació en Glarus (Suiza) el 18 de abril de 1921. Fue ordenado sacer­dote el 1 de julio de 1945 y pertenece a la diócesis de Coire (Suiza). For­mado en el Seminario diocesano de Chur, amplió sus estudios en el Pontificio Ateneo Angelicum de Roma y en la Universidad de Mu­nich. Obtuvo el título de doctor en teología, en 1952, con la tesis Die Idee der Fruchtbarkeit in den Paulusbriejen. Tras desempeñar los cargos de coadjutor en la parroquia de San Francisco de Zurich y pro­fesor de teología moral en el seminario de Chur, ha pasado a ocupar una cátedra en la Universidad de Bonn. Sus principales publicaciones son: Die Idee der Fruchtbarkeit (1953), Fragen der Theologie heute (1957) y Grundfragen evangelischer Ethik-Catholica (1960). Figura como colaborador en el Lexikon für Theologie und Kirche y en las re­vistas : "Anima", "Catholica" y "Linzer Theol.-prakt".

C.A.J. VAN OUWERKERK

Nació el 15 de julio de 1923 en Hilversum (Holanda) e ingresó en la Congregación del Santísimo Redentor, siendo ordenado el 8 de septiembre de 1948. Realizó sus estudios en el Pontificio Ateneo Angelicum, en la Academia Alfonsiana de Roma y en la Universidad Católica de Nimega. En 1956 obtuvo el doctorado en teología con la tesis Caritas et Ratio. Le double principe de la Vie Morale Chrétienne d'apres S. Thomas d'Aquin. Desempeña el cargo de profesor de teología moral y de psicología pas­toral en el Estudiantado Redentorista de Wittem y es miembro de la comisión pastoral de la "Katolieke Vereniging van Geestleijke Volksge-zondheid". Ha publicado: Caritas et Ratio. Le double principe de la vie morale chrétienne en theologie morale (Nimega 1956), la adaptación ho­landesa de la obra de B. Háring, Das Gesetz Christi, así como diversos artículos en revistas teológicas. Actualmente colabora en "Nederlandse Katholieke Stemmen".

JAN HENRICUS WALGRAVE

Nació el 30 de abril de 1911. Ingresó en la Orden de Predicadores y fue ordenado sacerdote el 11 de agosto de 1935. Realizó estudios en la Universidad de Lovaina donde consiguió el título de doctor en Teología con la tesis Evolution dogmattque (Card. ]. H. Newmann) y posterior­mente el de "Maestro en Teología" por el Pontificio Ateneo Angelicum de Roma. En la actualidad es profesor de Apologética y Dogma. Ha publicado Dogma-ontwikkeltng volgens Card. Newmann, Op menselijke grondslag (Humanus), Newmann The Theologian y diversos artículos en diccionarios y revistas entre las que figuran "Kultuurleven" y "Ti-jdschrift voor Theologie".

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JOSEPH TH. C. ARNTZ

Nació el 20 de mayo de 1919 en Nimega (Holanda) y recibió las sagradas órdenes el 25 de julio de 1943 en la Orden de Predicadores. Estudió en las facultades de Teología y de Filosofía de la Universidad de Nimega, obteniendo los correspondientes doctorados. Para el segundo presentó la tesis: De liefdenin de ontologie van Sartre, en 1960. Desde 1948 desempeña el cargo de profesor de ética en el Philosophicum O. P . de Zwolle. H a publicado diversos artículos en el Theologisch woorden-boek: Sociologie van de katholieke theologie, "Bijdragen S. J." XI (1950); Het aanvaarden der licbamelijkheid, "Lichamelijkheid" (Utrecht 1951: Het zedelijk kwaad, "Annalen Thijmgenootschap" XL (1952); Over-plantingen vanuit een levende donor, " N K S " , Li l i (1957); De verhou-ding tot de ander in het oeuvre van J. P. Sartre " T P " , XXIII (1961); De reí aanspraken v.h. ethische, "Mens en God" (Utrecht 1963); Bijbel, Vrede en Oorlog, "Wijsgerig Perspectief", IV (1963).

GERH. JOHANNES BOTTERWECK

Nació el 25 de abril de 1917 en Rheydt/Rheinland y fue ordenado en 1944 en la diócesis de Aquisgrán. Realizó estudios en Francfort, Vie-na y Bonn. Es Doctor en Filosofía, sección de Filología y Arqueología Oriental, por la Universidad de Víena (1944, con la tesis Ein Beitrag zur Geschichte des Tnliterismus in den semitischen Sprachen) y Doctor en Teología por la Universidad de Bonn (1950, con su tesis Gott er-kennen im AT). D e 1953 a 1959 fue profesor de Teología del Antiguo Testamento en la Universidad de Tubinga; desde 1959 ocupa la cátedra de Antiguo Testamento en la Universidad de Bonn. Publicaciones: "Gott erkennen" in Sfrachgebrauch des AT (BBB 2), Bonn 1951; Der Tnliterismus im Semitischen, erlautert an den Wurzeln GL KL QL (BBB 3), Bonn 1952; Psalmen-Vorlesungen, Munich 2.a ed. 1962; Hosea-V or­lesungen, Colonia 1964, y Malachias-Vorlesungen, Colonia 1964. H a publicado también numerosos artículos sobre exégesis y teología del A n ­tiguo Testamento en diversas revistas especializadas. Es editor —junto con A . Vógtle— de "Bibel und Leben" y —junto con K. T h . Schafer— de "Bonner Biblische Beitrage".

RENE COSTE

Nació el 29 de septiembre de 1922 en Saint-Genest-Lerpt (Loire). Fue ordenado el año 1946 en la congregación de San Sulpicio. H a estu­diado en el Instituto Católico de París, en el de Toulouse y en la Fa­cultad de Derecho de la Universidad de Toulouse, obteniendo los títulos de licenciado en teología (1948), doctor en derecho civil (1961) y en derecho canónico (1961). Ha desempeñado los cargos de profesor de Sagrada Escritura en el Seminario de la Misión de Francia y de Ecóno-

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Colaboradores de este número 175

mo de los Seminarios Universitarios de Toulouse. Actualmente, es pro­fesor de derecho canónico en las Facultades Católicas de Toulouse y rector del Seminario Universitario Pío XI de la misma ciudad. Es miembro de la Comisión doctrinal de la sección francesa de Pax Christi (París). Ha publicado Le probleme du droit de giterre dans la période de Pie XII (París, Aubier, 1962), Marx ou fésus? La conscience chrétienne juge la guerre (Lyon, Chronique sociale, 1963) y en colaboración Guerre revolutionnaire et conscience chrétienne (París, Pax Christi, 1964). Se halla en prensa su obra Moróle internationale. Colabora en numerosas revistas.

ENDA MCDONAGH

Nació en Mayo (Irlanda) el 27 de junio de 1930 y fue ordenado el 19 de junio de 1955 en la diócesis de Tuam. Estudió en el St. Pa-trick's CoUege (Maynooth) en el Angelicum y en la Gregoriana de Roma y en la Ludwig-Maximiliam Universitat de Munich. Se halla en pose­sión de los siguientes títulos : Bachiller en Ciencias (1951), Doctor en Teología (1957), con la tesis The Anglican Theology of the Cburch, 1530-1603, licenciado en Filosofía (1958) y Doctor en Derecho Canó­nico (1960, con la tesis Church and State in the Irish Constitution). Es profesor de Teología Moral y de Derecho Canónico en Maynooth, y lector de Teología Moral en los cursos de verano de la Catholic Univer-sity of América (Washington). Es autor de la obra Román Catholics and Unity (Londres 1962) y editor de The Meaning of Christian Marriage (Dublín 1963). Colabora en las revistas "Irish Theological Quaterly", "The Farrow", etc.

GIACOMO LERCARO

Fue ordenado el 25 de julio de 1914 a los veintidós años de edad, siendo consagrado obispo de Rávena el 19 de marzo de 1947 y elevado a la dignidad cardenalicia el 12 de enero de 1953. Entre otros centros superiores, frecuentó el Pontificio Instituto Bíblico de Roma y es Doctor en Teología. Desempeñó los cargos de profesor de Sagrada Escritura y Patrística en Genova, profesor de Filosofía en la casa de formación de los Barnabitas. En la actualidad es presidente de la Comisión de Sacra Liturgia y vicepresidente del Apostolado Litúrgico Italiano. Entre sus obras figura un libro sobre Balmes.

EDWARD SCH11XEBEECKX

(V. Concilium, n. 1)