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“TÓPICOS SELECTOS EN PSICOLOGÍA DE LA SALUD. Aportes Latinoamericanos” EDITORA Godeleva Rosa Ortiz Viveros

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“TÓPICOS SELECTOS EN PSICOLOGÍA DE LA SALUD. Aportes Latinoamericanos”

EDITORA Godeleva Rosa Ortiz Viveros

Asociación Latinoamericana de Psicología de la Salud - ALAPSA © 2013 Editora Godeleva Rosa Ortiz Viveros [email protected] Derechos reservados conforme a la ley ISBN

IMPRESO EN MÉXICO EDITORIAL DUCERE, S.A. DE C.V. Rosa Esmeralda No. 3 Bis, Col. Molino de Rosas C.P. 01470 MÉXICO, D.F.

Í N D I C E

Prólogo .................................................................................................. 5 El bienestar en el trabajo: las organizaciones saludables y su impacto en el desarrollo personal ............................. 15 Raquel Rodríguez-Carvajal, Bernardo Moreno-Jiménez, Sara de Rivas-Hermosilla y Liliana Díaz-Gracia La adherencia al tratamiento. Capacidad predictiva de dos modelos sociocognitivos de creencias en salud ...................... 51 Godeleva Rosa Ortiz Viveros Síndrome Premestrual: ¿Mito o realidad? ........................................ 105 Maria Luisa Marván Garduño Percepción de riesgo y respuesta psicosocial ante desastres naturales y tecnológicos ........................................... 139 Esperanza López Vázquez Necesidades psicosociales y espirituales al final de la vida: un reto en la atención a la salud ....................................................... 165 Jorge Grau Ábalo y Maricela Scull Torres La percepción del proceso de morir y la calidad de vida de personas con cáncer terminal viviendo en la región central de Brasil ................................................................................ 213 Sebastião Benício da Costa Neto y Sabrina de Souza Rodrigues Barreto El enfoque familiar y comunitario. Una necesidad para la Psicología de la salud contemporánea ................................. 231 Olga Esther Infante Pedreira

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PRÓLOGO

El avance de la Psicología de la Salud como disciplina, se ha construido sobre la base de los hallazgos conseguidos en la investigación y la consecuente reflexión sobre la capacidad y utilidad de los diferentes enfoques, modelos y paradigmas utilizados en el estudio del comportamiento humano y su rela-ción con el proceso salud-enfermedad. Entre los espacios y foros en los que podemos percatarnos de los avances y nuevos derroteros de una disciplina, se encuentran los congresos especializados, donde suelen intercambiar re-flexiones y experiencias los participantes, así como iniciar la discusión y el análisis de temas emergentes en la disciplina. Este libro, es uno de los pro-ductos del V Congreso Latinoamericano de Psicología realizado en Xalapa, Veracruz, México en el mes de mayo de 2011, evento en el que participaron científicos y profesionales provenientes de América Latina y Península Ibérica.

El libro reúne las aportaciones de estudiosos de diversos temas en el campo de la psicología de la salud, junto con sus reflexiones y propuestas sobre los modelos a utilizar en su estudio.

El capitulado inicia con el análisis efectuado por el grupo de investiga-ción sobre “Estrés y Salud” de la Universidad Autónoma de Madrid, el cual es encabezado por Bernardo Moreno Jiménez. El capítulo tiene como autores a Raquel Rodríguez-Carvajal, Bernardo Moreno-Jiménez, Sara de Rivas-Hermo-silla y Liliana Díaz-Gracia.

Los autores colocan su atención en lo relacionado con: “El bienestar en el trabajo: las organizaciones saludables y su impacto en el desarrollo perso-nal”. Destacan el alto nivel de complejidad que presenta el panorama laboral actual, lo cual ha sido ampliamente reconocido recientemente en el Progra-ma de Seguridad y Salud del Trabajo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), así como en la Comisión Europea, dentro del Pacto por la Salud Mental y el Bienestar. En este programa se expresa la preocupación por la pérdida de recursos debido al creciente aumento de los problemas de salud, pérdida de días de trabajo, bajas laborales, absentismo y abandono, desta-cando la importancia de la promoción de la salud mental y el bienestar psico-lógico de los trabajadores, como base para la acción y la prevención de estos problemas de salud.

Mencionan que la respuesta que los especialistas han dado ha sido de carácter básicamente reactivo, orientada a la resolución de problemas con-

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forme van surgiendo. El capítulo describe una estrategia diferente, de carác-ter proactivo y cuyo objetivo es favorecer el desarrollo potencial de la orga-nización y de sus empleados. Este enfoque gira su mirada del comporta-miento disfuncional, al relacionado con el desarrollo, crecimiento personal y profesional. Este enfoque, desde la psicología positiva se denomina “enfo-que de abundancia”, el cual busca identificar los factores, personales, de la tarea y organizacionales, que permitan al individuo alcanzar el desarrollo personal máximo y un rendimiento óptimo.

En el capítulo se analiza la trascendencia que tienen para el trabajador y la organización, la cultura y un clima organizacional saludable, así como las características de un liderazgo basado en las relaciones positivas. Se describe con claridad el papel que juegan en el proceso laboral, los recursos psicológi-cos personales como la autorregulación, el estilo atribucional positivo, la inte-ligencia y la competencia emocional, así como el llamado capital psicológico que incluye a la esperanza, la resiliencia, el optimismo y la autoeficacia. In-corpora al análisis la autovaloración y la flexibilidad Psicológica del individuo.

Posteriormente caracteriza los constructos de engagement y el Flow o experiencia óptima y su utilidad dentro del enfoque de la abundancia, así co-mo la satisfacción laboral y el bienestar en relación con el rendimiento laboral.

Concluyen que es razonable afirmar que las prácticas positivas de la organización (clima laboral positivo, prácticas de liderazgo positivo, etc.) pro-ducen resultados deseables tanto a nivel individual (satisfacción laboral, conci-liación trabajo-familia, etc.) como organizacional (por ejemplo, el rendimien-to) y por ende, la perspectiva centrada en el estudio de los beneficios mu-tuos es posible y promisorio en la búsqueda del bienestar de ambos, el traba-jador y la organización.

En el capítulo siguiente Godeleva Rosa Ortiz Viveros, de la Universidad Veracruzana en México, quien integra el Grupo de Investigación “Psicología, Salud y Sociedad”, describe una aproximación psicológica al estudio de la ad-herencia al tratamiento. Después de analizar la trascendencia que tiene la adherencia sobre la prevención de la enfermedad, la reparación del daño, la evolución del trastorno y el impacto que tiene para el enfermo, su economía y familia, se analizan aspectos relacionados con la adquisición de este tipo de comportamiento y el papel que juegan como mediadores de la acción, los factores cognitivos y sociales que participan en la adquisición y manteni-miento de las conductas de salud. Estos factores cognitivos se basan en el

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sistema de creencias y valores sobre la salud y la enfermedad que tienen las personas, el cual que constituye el tamiz para la acción.

Se describen en el capítulo diversos modelos de cognición social que utilizan un conjunto de variables cognitivas, cuyo comportamiento y función nos acerca a la comprensión de las conductas individuales. Se describen los elementos teóricos que subyacen a los modelos sociocognitivos de creencias y expectativas en salud, los aportes que han hecho a la predicción de este tipo de conductas, así como las limitaciones que han mostrado; particular-mente se abunda sobre los aspectos vinculados al comportamiento adheren-te al tratamiento. Se detallan los modelos más utilizados en la predicción de conductas de salud, analizando sus bondades y deficiencias; todo lo anterior, como base teórica para estudiar, a través de la investigación, la capacidad predictiva de la adherencia al tratamiento con pacientes hipertensos, que tienen los Modelos: de Creencias en Salud, de Locus de Control, Valor asig-nado a la salud y Autoeficacia; los últimos 3 agrupados en un modelo inclusi-vo que denomina modelo de Wallston. Los resultados que presenta mues-tran que el Modelo de Wallston tiene una mayor capacidad predictiva sobre la adherencia al tratamiento que el Modelo de Creencias en Salud, por lo que recomienda su utilización en la detección de las características sociocogniti-vas que favorecen una mejor adherencia al tratamiento. Además de identifi-car las características sociocognitivas de los pacientes que siguen su trata-miento adecuadamente, facilitaría el diseño de programas de intervención orientados a establecer, consolidar o modificar el comportamiento asociado a la adherencia al tratamiento.

En el capítulo siguiente María Luisa Marván Garduño de la Universidad Veracruzana en México aporta los productos de la experiencia de una déca-da de investigación en el tema del Síndrome premestrual. Después de descri-birlo, reflexiona sobre el papel que las variables psicosociales y culturales juegan, en la presencia de la sintomatología asociada a este síndrome. Este síndrome, que ocurre en los días previos a la menstruación, puede ser lo suficientemente severo como para interferir en las actividades cotidianas de las que lo padecen. Sin embargo, es conveniente distinguirlo de las afecta-ciones leves que sufren la mayoría de las mujeres durante este periodo y que no les resultan incapacitantes para el desarrollo de sus actividades cotidia-nas. La autora afirma que si bien su prevalencia no es alta, altera de manera considerable la vida de aquellas que padecen esta condición.

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En el texto se describen además , a manera de resumen, los resultados obtenidos durante una década de investigar en este campo, abarcando des-de los aspectos que distinguen a la sintomatología premenstrual en razón del lugar en que reside la mujer (rural o urbano) y de la escolaridad cursada. Analiza posteriormente la influencia de las expectativas que tienen las muje-res respecto del síndrome sobre el autoreporte que hacen de la sintomato-logía presente en el periodo premenstrual. Finalmente se discute sobre el papel que juegan las creencias y expectativas de las mujeres, sobre el carác-ter incapacitante o de debilitamiento que genera la menstruación y la altera-ción que provoca en su rutina cotidiana.

Relata, cómo sobre la base de los hallazgos encontrados construyeron un instrumento para registrar las creencias y actitudes hacia la menstrua-ción, el cual integra factores como el sigilo, el fastidio, las imposiciones y la incapacidad. Reporta que este instrumento resulta de gran utilidad para co-nocer la influencia de las creencias sobre la sintomatología psicológica pre-menstrual.

La diversidad de temas que aborda este libro ilustra la gama de temas y campos que se han abierto para la psicología de la salud en América Latina. El capítulo 4 muestra la preocupación y ocupación de los psicólogos por par-ticipar en asuntos que, a pesar de haber estado presentes durante toda la historia de la humanidad, se han incrementado y asociado a nivel interna-cional con las condiciones actuales de cambio climático y los reacomodos de las capas terrestres. El tema de los desastres y una amplia discusión sobre su concepción son retomados por Esperanza López Vázquez, de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, en México.

Inicia la disertación sobre el tema analizando la concepción de “peligro” y la transformación que ha sufrido su contenido históricamente, insistiendo en la fuerte participación que el medio sociocultural tiene sobre este tipo de concepciones, las cuales se instalan en la memoria colectiva de los pueblos.

Relata las diversas etapas por las que ha pasado esta concepción, des-de considerarla producto de la indignación o el castigo de los seres divinos, hasta las posturas actuales sobre las fuentes de peligro y la orientación de técnicos e investigadores hacia la acción para prevenir el daño y proteger a la población. La presencia de situaciones de peligro está presente de manera inevitable por lo que es necesario saber cómo evitar el posible daño y dismi-nuir sus consecuencias previsibles.

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El concepto de riesgo es consustancial al de peligro, refiriéndose a dife-rentes momentos de un proceso. En el texto, se hace un énfasis especial en la significación que la situación de peligro o el nivel de riesgo tienen, para las comunidades que están expuestas a este, por lo que considera imprescindi-ble adentrarse en la manera que los individuos construyen dichas significa-ciones, como elemento para comprender la interpretación y atribución que hacen del peligro y el riesgo, para diseñar acciones pertinentes de preven-ción y protección.

La percepción del riesgo ante el peligro, implica la evaluación cognitiva que la persona hace respecto de la amenaza, el estrés que genera y la res-puesta de afrontamiento ante la situación. Esta percepción no es inamovible, se transforma en función del conocimiento, la experiencia y las emociones que se les asocian. Con base en estos elementos, la autora ilustra su trabajo en esta línea de investigación a través de la información recogida en 3 estu-dios realizados en situaciones de terremoto, de riesgo de explosión volcánica y de incendios industriales.

Después de describir los resultados de estos estudios, afirma la urgen-cia de profundizar aún más en los estudios de este tema, con el fin de prepa-rar las estrategias que permitan anticipar y prevenir daños a la población, atenuar temores y proteger a la población de manera más eficiente.

En un tema totalmente diferente, el libro continúa con el relato de la investigación e intervención con pacientes terminales, el cual requiere de una sensibilidad especial en su manejo. Los dos siguientes capítulos nos acercan a diferentes aspectos involucrados con la práctica del psicólogo de la salud en la atención de enfermos terminales, en la formación del personal de salud en el tema y del papel de la familia en relación con el enfermo.

El primero de ellos es presentado por Jorge Grau Ábalo, investigador Titular del Instituto de Oncología y Radiobiología de Cuba y Maricela Scull Torres, médica especialista en cuidados paliativos del Hospital General Do-cente “Manuel Fajardo” de La Habana, Cuba.

Los autores examinan las necesidades psicosociales de los pacientes al final de la vida, al tiempo que destacan la pertinencia de satisfacer estas a través de su atención integral por equipos interdisciplinarios que cuenten con preparación profesional, sensible y ética.

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Con base en el enfoque de cuidados paliativos, enfatizan la necesidad de poner atención en el diseño y aplicación de procedimientos orientados a preservar la calidad de vida, el alivio del sufrimiento y del dolor para este tipo de enfermos, así como el control del miedo al sufrimiento, a través de mecanismos de autorregulación, del manejo adecuado de las pérdidas, del fortalecimiento de la esperanza y el apoyo emocional de aquellos que rodean al enfermo, todo ello con un alto sentido de espiritualidad.

Se aboga por un final de la vida digno, sin tratamientos innecesarios y desgastantes para el paciente y la familia, de preferencia en su hogar, rodeado de sus seres queridos, en un clima de confianza y afecto, evidentemente con el apoyo médico que garantice el alivio de los síntomas y el sufrimiento.

Cuando tocan el tema de lo relacionado con las necesidades psicológi-cas de los pacientes describen sus sentimientos y emociones como una con-vulsión interna que les conduce a una reflexión sobre su vida y usualmente les genera una sensación de indefensión a lo que está por venir y que les re-sulta incierto, es en este sentido que abogan por el respeto a la autonomía de los pacientes en la toma de decisiones en lo relativas a su tratamiento y a conocer la información real sobre su estado. Dejan claro que cada caso ha de ser tratado de manera particular e individual, en dependencia de su capaci-dad para comprender y soportar la información, así como de las necesidades específicas de la información que el enfermo desea conocer.

De la mano de las necesidades psicológicas están las necesidades so-ciales de las personas en la última etapa de su vida, la necesidad de compañía, de sentirse útil y el apoyo recibido por familiares y amigos es esencial para amortiguar los efectos de los altos niveles de estrés a los que están expues-tos los pacientes, pero también los familiares, de modo que una atención integral implicaría también el apoyo psicológico para ambos, el paciente y su familia o cuidadores.

Afirman que los psicólogos, integrantes junto con los médicos y en-fermeras de los equipos de salud, pueden aportar sus conocimientos en la formación de estos equipos, a través de las herramientas de que disponen en relación con la comunicación, orientación e intervención terapéutica, en el establecimiento y refuerzo de recursos personales de afrontamiento adap-tativos a esta etapa de la enfermedad, además de contar con los procedi-mientos y métodos para diseñar y evaluar programas de manera eficiente.

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De manera complementaria al tema de las personas que se encuen-tran en etapas avanzadas de la enfermedad, en el capítulo siguiente se abun-da en la percepción que tienen los pacientes terminales sobre la naturaleza de su enfermedad, su trascendencia sobre diferentes aspectos de la calidad de vida, las necesidades psicológicas de los enfermos en etapas avanzadas de la enfermedad y la importancia del apoyo social y familiar para el paciente, Tema expuesto y analizado por Sebastião Benício da Costa Neto y Sabrina de Souza Rodrigues Barreto de la Pontifícia Universidade Católica de Goiás y de la Universidade Federal de Goiás en Brasil. Los autores, en un análisis enrique-cedor del conocimiento sobre la subjetividad de los pacientes con cáncer, nos presentan los resultados de un estudio cualitativo realizado con pacien-tes que se encontraban en diversas etapas de la enfermedad, todos ellos diagnosticados con cáncer.

Para destacar la importancia del problema inician el capítulo con un panorama epidemiológico del cáncer en Brasil, donde esta enfermedad se ubica como segunda causa de muerte. Particularizan aún más la situación del cáncer para el estado de Goias, donde llevan a cabo el estudio que nos pre-sentan. Lo anterior como base para entrar de lleno al tema, analizando la situación de la atención a los enfermos terminales y afirmando que en la actualidad ha cambiado el enfoque que predominó durante muchos años orientado solamente al desarrollo de nuevas drogas terapéuticas y tecnolo-gía para conseguir una prolongación de la vida, ahora se lucha además por asegurar la calidad de vida del enfermo y la dignidad en el manejo de la per-sona durante la enfermedad e incluso en el proceso de morir.

Se profundiza en los cambios que ocurren en un paciente portador de una enfermedad en etapas avanzadas, grave e incurable, lo cual remite a la persona a un análisis de su vida y a pensar en el límite de su existencia. La enfermedad trastoca totalmente su vida causándole gran sufrimiento, alta vulnerabilidad e imponiéndole la necesidad de una elaboración psíquica de lo que le ocurre y le espera, para sobrellevar la situación. ¿Qué piensa, siente y cómo percibe su vida el paciente? ¿Cómo es que la enfermedad ha afecta-do su vida y la calidad de la misma? Estas y otras interrogantes se plantean y analizan los autores, quienes encaminan su atención a explicar la compleji-dad del concepto de calidad de vida como una noción que denota el grado de satisfacción y bienestar físico, funcional, psicológico y espiritual del indivi-duo en las diferentes esferas de su vida familiar, amorosa, social, ambiental,

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por separado y como un todo. Confirman que se trata de un concepto multi-dimensional con un fuerte componente de subjetividad basado en la auto-percepción de quien evalúa.

El estudio, se realizó en pacientes con edades de entre 19 y 84 años y diversos tipos de cáncer de un hospital oncológico de referencia nacional en Brasil. La información fue obtenida con técnicas cualitativas para la investi-gación, a través de una guía para entrevista semiestructurada que contiene: conceptos de salud y de enfermedad, etiología de la enfermedad, tipo de tratamiento, adherencia al tratamiento y afrontamiento psicológico, altera-ciones y condición física, funcional, psicológica, social, salud general, espiri-tualidad, cualidad de vida general y percepción de muerte.

Variables, todas ellas que son analizadas a profundidad en el texto y que arrojan información de suma importancia para la comprensión del pa-ciente con enfermedades en etapas avanzadas, lo que además nos puede auxiliar en la comprensión de lo que es considerado por el enfermo una vida con calidad e incluso puede orientar al personal de salud sobre los cambios necesarios en los procedimientos, como resultado de anteponer el confort y la autonomía del paciente en la toma de decisiones sobre su tratamiento. Un elemento presente en todo momento por el paciente, fue el relacionado con la finitud de la persona con cáncer terminal, la cual, si es atendida en una relación terapéutica, podrá apoyar al paciente dando un nuevo sentido para sus experiencias. La lectura del capítulo enriquecerá nuestro conocimiento y sensibilidad hacia el paciente con enfermedades incurables y la importancia de la intervención en su entorno familiar y social.

En el último capítulo de este libro, elaborado por Olga Esther Infante Pedreira, profesora de la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana, se destaca la necesidad de adoptar un enfoque familiar comunitario al construir las estrategias para la intervención con grupos sociales como la familia.

Afirma que la investigación e intervención en psicología de la salud ha orientado sus esfuerzos a estudiar el comportamiento de indicadores de en-fermedad, más que a indicadores de salud, como podría esperarse. Los estu-dios se llevan a cabo con base en los datos de morbilidad, mortalidad y facto-res de riesgo y poco o nada se insiste en las variables positivas de salud que podrían identificarse con el concepto de desarrollo humano y bienestar.

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Toma en consideración el carácter histórico de la familia y por ende las transformaciones que se han operado en su integración y funcionamiento. Pone un énfasis particular en las transformaciones que han ocurrido en las familias latinoamericanas y en particular en las familias cubanas, describe los resultados de una investigación dirigida a conocer la presencia de violencia en el hogar, realizada con familias cubanas. Los resultados muestran que la representación social de familia y las expectativas respecto de la vida fami-liar tiene una connotación positiva y llena de optimismo, sin embargo los resultados entran en contradicción cuando se pide participantes en progra-mas de salud familiar actuar representando la interacción cotidiana de una familia, observando escenas relacionadas con desunión, agresión, incomuni-cación, incomprensión y sobrecarga de funciones.

La vida de una persona transcurre en un medio familiar, social y cultu-ral que juega un papel determinante en la formación de las creencias, valo-res y expectativas de las personas, en este marco adquiere, mantiene e in-cluso pierde la salud, es por ello que orientar los esfuerzos del psicólogo de la salud desde una perspectiva individual, alejada del contexto en que se for-man los estilos de vida responsables de la salud y la enfermedad, representa una visión limitada y de poco impacto en la transformación de individuos y grupos sociales.

La autora destaca la importancia de formar psicólogos de la salud, con una visión inter y multidisciplinaria, con la capacidad para trabajar en equipo y una orientación que privilegie la promoción de la salud sobre el enfoque dirigido fundamentalmente a la prevención y reparación del daño. Ejemplifi-ca este tipo de orientación, con los programas de formación de psicólogos de la salud en Cuba, que han tomado como base el aprendizaje basado en la experiencia.

Abarcar en un solo libro, las experiencias en Psicología de la Salud en América Latina y otros países de habla hispana, no es una empresa factible, de modo que los contenidos representan sólo una pequeña parte de los te-mas y experiencias que se abordan, construyen y discuten cada día. En común tienen la discusión de los modelos y enfoques que sostienen los estudios sobre los temas de salud y enfermedad, sus inconsistencias y aciertos; así como las propuestas de nuevas estrategias para su análisis.

Godeleva Rosa Ortiz Viveros

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EL BIENESTAR EN EL TRABAJO: LAS ORGANIZACIONES SALUDABLES

Y SU IMPACTO EN EL DESARROLLO PERSONAL

Raquel Rodríguez-Carvajal, Bernardo Moreno-Jiménez,

Sara de Rivas-Hermosilla, Liliana Díaz-Gracia Palabras clave: Psicología Positiva; Organizaciones saludables; Desarrollo per-sonal; Bienestar.

El panorama laboral actual se caracteriza por un alto nivel de complejidad. Es un escenario dinámico, de fusiones empresariales, benchmarking y desarro-llo tecnológico exponencial, en el que converge un proceso de cambio en las necesidades y los valores de los profesionales, orientado tanto a la seguridad en el puesto como a la satisfacción con el mismo.

Todos estos cambios están afectando al bienestar y la salud de la pobla-ción trabajadora con amplias repercusiones en la economía (European Agen-cy for Safety and Health at Work, 2009). En este sentido, si atendemos al re-ciente Programa de Seguridad y Salud del Trabajo de la Organización Inter-nacional del Trabajo (OIT), así como a la última Comisión Europea dentro del Pacto por la Salud Mental y el Bienestar celebrada el pasado mes de Abril, observamos una preocupación creciente sobre la importancia de la promo-ción de la salud mental y el bienestar psicológico de los trabajadores. Y es que tanto el gobierno como las compañías aseguradoras y las organizaciones, ob-servan un incremento significativo en la pérdida de recursos debido al crecien-te aumento de los problemas de salud, pérdida de días de trabajo, bajas la-borales, absentismo y abandono, que conllevan un coste directo en la bús-queda y formación de nuevos profesionales. Según los datos de la Agencia Europea de Seguridad y Salud en el trabajo (2009) se estima una pérdida de 1.250 millones de días de trabajo anuales debidos a problemas de salud rela-cionados con el trabajo.

Dada esta situación, la mayoría de las organizaciones han adoptado tradicionalmente una estrategia reactiva basada en la búsqueda de resolución

Universidad Autónoma de Madrid. Email: [email protected], [email protected].

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de problemas (Linley et. al., 2010), atendiendo de manera particular a las dis-tintas dificultades según van surgiendo. Desde esta perspectiva, los distintos problemas de salud de los trabajadores tales como el burnout o la insatisfac-ción, se contemplan como problemas a resolver para reducir costes (Wright y Quick, 2009a; Wright y Quick, 2009b).

Sin embargo, existe otro enfoque o estrategia proactiva basada en el desarrollo y el crecimiento, cuyo objetivo es propiciar el máximo desarrollo potencial de la organización y de sus empleados. La salud y el bienestar de los trabajadores se constituyen como objetivos en sí mismos, buscando no sólo la ausencia de un comportamiento disfuncional sino la presencia del creci-miento y del desarrollo personal y profesional (Wright y Quick, 2009a; Wright y Quick, 2009b). Esta perspectiva positiva, también conocida como “enfoque de abundancia”, no es precisamente común en el entorno laboral (Rodríguez-Carvajal, Moreno-Jiménez, De Rivas-Hermosilla, Álvarez-Bejarano y Sanz-Vergel, 2010), como tampoco lo es dentro de la propia psicología a pesar de que ya a principios de 1946, la Organización Mundial de la Salud definía la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. No fue hasta que Seligman y Csiks-zentmihalyi (2000) iniciaron oficialmente el enfoque de la psicología positiva, cuando comenzó una investigación sistemática tanto teórica como aplicada, desde esta nueva perspectiva. Lo mismo puede decirse dentro del campo de las organizaciones, estableciéndose recientemente distintas aproximaciones a la psicología positiva como la Psicología Positiva Aplicada (Applied Positive Psychology, APP) o el Comportamiento Organizacional Positivo (Positive Orga-nization Behavior, POB), entre otros (i.e., Bakker y Schaufeli, 2008; Luthans, y Youssef, 2007; Wright, y Quick, 2009a). Tal y como recoge este enfoque de abundancia, no se trata de proclamar el descubrimiento de nuevos construc-tos, sino más bien hacer un énfasis en el diseño, la metodología de estudio y la práctica organizacional, centrados en los aspectos que favorezcan el desa-rrollo del máximo potencial tanto de la empresa como de sus profesionales. Por tanto, desde el paradigma de la Psicología Positiva, se trata de buscar no tanto las maneras de prevenir problemas de salud o estrés tales como el bur-nout o el acoso psicológico, sino más bien de la búsqueda de aquellos facto-res de la tarea, personales y organizacionales, que permitan alcanzar el máxi-mo desarrollo personal y rendimiento óptimos (Linley, Harrington y Garcea, 2010).

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Algunos de los constructos relacionados que se han ido estudiando des-de este enfoque de abundancia, desarrollo y crecimiento, y que abordaremos a continuación, hacen referencia a la cultura y clima organizacional saluda-ble, prácticas de liderazgo positivas y recursos personales positivos, entre otros (Ulrich, 2010). Cultura y clima organizacional saludable

A nivel general, las investigaciones han mostrado como el clima y la cultura organizacional actúan como antecedentes de distintos niveles de desarrollo tanto personal como organizacional. En este sentido, se ha sugerido que tanto la cultura como el clima organizacional saludable se encuentran distinta y sig-nificativamente relacionados con la satisfacción laboral (i.e., Berson, Oreg y Dvir, 2008; Giri y Kumar, 2007; Liao y Rupp, 2005; Schulte, Ostroff y Kinicki, 2006), la conducta prosocial y el aumento del rendimiento personal y organi-zacional (i.e., Ozcelik, Langton y Aldrich, 2008; Ramlall, 2008).

De manera específica se ha estudiado el efecto de distintas prácticas y estrategias organizacionales positivas. Por ejemplo, Luna-Arocas y Camps (2008), analizaron los efectos del incremento salarial y el enriquecimiento de las tareas en la satisfacción laboral, encontrando una asociación positiva y significativa entre ambos. Otros estudios han mostrado el efecto predictor del apoyo organizacional, tanto formal como informal, y de un clima de apo-yo interpersonal como predictores de la satisfacción general (Luthans, Nor-man, Avolio y Avey, 2008), del bienestar (Lapierre y Allen, 2006; Thompson y Prottas, 2006) y de los indicadores generales de salud (Jain y Sinha, 2005). Esta relación se encuentra mediada por distintas variables personales como los niveles de compromiso (Panaccio y Vandenberghe, 2009) y control percibido (Thompson y Prottas, 2006). Otros estudios muestran cómo el incremento de estrategias centradas en delegar poder, autoridad y responsabilidad en los empleados (empowerment) (i.e., Butts, Vandenberg, DeJoy, Schaffer y Wilson, 2009), el fortalecimiento de lazos sociales entre los trabajadores (i.e., Bowler y Brass, 2006) y la construcción de redes sociales positivas en el trabajo (Xeni-kou y Simosi, 2006) producen un aumento tanto de la conducta prosocial co-mo de los niveles de rendimiento personal, con un efecto moderador de los niveles de apoyo organizacional percibido en el caso del empowerment. Asi-mismo, el apoyo organizacional percibido se relaciona con un mayor rendi-miento contextual y de la tarea, moderado por los niveles de compromiso

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(Muse, Harris, Giles y Field, 2008) y el capital psicológico (Luthans, Norman, Avolio y Avey, 2008); mientras que el apoyo de los compañeros, muestra un efecto indirecto sobre los niveles de rendimiento a través del engagement (Xanthopoulou, Baker, Heuven, Demerouti y Schaufeli, 2008).

Otras políticas organizacionales positivas como son las oportunidades de aprendizaje y desarrollo personal, se relacionan con altos niveles de bienes-tar afectivo, actuando las políticas de conciliación familiar-laboral como mo-derador de esta relación (Rego, y Pina e Cunha, 2009). En cuanto a las políti-cas de conciliación, existe una amplia variedad de actuaciones realizadas hasta el momento con el objetivo de compensar las demandas laborales y familia-res. Ejemplo de estas prácticas son el establecimiento de horarios flexibles, semana comprimida de trabajo, centros de educación infantil en la empresa, tele-trabajo o reducción de jornada entre otras (Baltes, Clark y Chakrabarti, 2010). Muchas de estas políticas de conciliación han sido incluidas dentro de políticas de apoyo organizacional o de recursos laborales. En este sentido, revisando los estudios relacionados se ha observado cómo éstas variables predicen positivamente tanto la satisfacción laboral (Boyar y Mosley, 2007; Illies, Wilson y Wagner, 2009; Mauno, Kinnunen y Ruokolainen, 2006), como la satisfacción marital diaria (Hill, 2005; Illies, Wilson y Wagner, 2009), los nive-les de afecto positivo en el hogar (Illies, Wilson y Wagner, 2009), la satisfac-ción vital y el bienestar (Thompson y Prottas, 2006). A su vez, las investiga-ciones han demostrado cómo las distintas estrategias y condiciones del tra-bajo predicen la conciliación laboral-familiar (i.e., Sanz-Vergel, Demerouti, Moreno-Jiménez y Mayo, 2010). También es interesante señalar que algunos estudios han detectado una mayor relevancia de factores informales en la práctica de estas políticas de conciliación, como percibir la ausencia de con-secuencias negativas tanto en el trabajo desempeñado como en la carrera profesional, así como el apoyo de los compañeros y supervisor (i.e., Thomp-son y Prottas, 2006).

En cuanto a todos los procesos de cambio organizacional relacionado con fusiones, adquisiciones, expedientes de regulación de empleo y reestruc-turaciones, Marks (2006) comenta que ante aquellos procesos de transición organizacional que conllevan despidos, las actitudes de los trabajadores que conservan el empleo se vuelven más negativas en cuanto a sus niveles de sa-tisfacción laboral, implicación, compromiso o intención de permanencia, in-cluso en aquellas situaciones en las que se prevé un beneficio potencial. Los

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estudios que han intentado explicar los posibles factores que median esta relación, señalan las propias actitudes ante el cambio, la valoración del bene-ficio para los trabajadores (Oreg, 2006), los niveles de engagement (Marks, 2006) y los estilos de afrontamiento (Amiot, Terry, Jimmieson, y Callan, 2006) como variables explicativas del proceso.

Finalmente, las investigaciones han analizado otras estrategias de me-jora del clima organizacional como son la implementación de actividades de descanso durante la jornada laboral (Trougakos, Beal, Green y Weiss, 2008) y de tiempos de recuperación (i.e., Sanz-Vergel, Demerouti, Moreno-Jiménez y Mayo, 2010; Sonnentag y Zijlstra, 2006), detectando efectos positivos tanto a nivel afectivo como en el bienestar. Liderazgo y relaciones positivas

En la actualidad, el estudio del liderazgo se centra en diferentes aspectos, tales como los trabajadores, los compañeros, otros supervisores, el contexto y la cultura organizacional, así como en el líder en sí mismo. Y es que hoy por hoy el liderazgo ya no sólo se define por las características o las diferencias individuales, sino que se inserta en modelos más complejos donde se tienen en cuenta la dinámica diádica, compartida y social de las relaciones laborales (Avolio, Walumbwa y Weber, 2009). En este sentido, la literatura muestra un nivel de influencia de la satisfacción con los supervisores sobre la satisfacción laboral que llega a explicar hasta un 80.7% de su varianza (i.e., Mardanov, Heischmidt y Henson, 2008).

En cuanto a estilos de liderazgo positivo, podemos encontrar en la lite-ratura varias aproximaciones que podrían ajustarse a esta etiqueta. Algunos ejemplos son: el liderazgo transformacional (a veces llamado liderazgo inspi-rador), el liderazgo de desviación positiva y el liderazgo auténtico. Sin em-bargo, ninguno de estos tipos de liderazgo pone el bienestar del empleado en el centro de sus objetivos principales de desarrollo, al menos no directa-mente. La excepción se hace con un estilo diferente: el liderazgo de servicio. Un líder de servicio (LS) se centra en el desarrollo, el crecimiento y el bienes-tar del individuo, por tanto es una teoría de liderazgo centrada en la persona (van Dierendonck y Nuijten, en prensa). Significa identificar y satisfacer las necesidades de sus empleados favoreciendo el máximo desarrollo de su po-tencial. Asimismo, la visión de servicio se basa en la percepción de que la fuerza que mueve a las organizaciones hacia el éxito es la excelencia en el

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servicio, cuya orientación se debe establecer desde las propias dinámicas de relación dentro de la empresa y por supuesto en su líder.

Aún no se ha llegado a una definición globalmente aceptada de LS (An-dersen, 2009), sin embargo, se puede decir que los atributos típicos de un líder de servicio incluyen humildad, autenticidad, valentía, capacidad de asu-mir riesgos y aplicar nuevos enfoques para viejos problemas, aceptación in-terpersonal y su potenciación, reconocimiento de los fallos propios y ajenos sin recriminarlos, ejerce responsabilidad, orientación y guía antes que direc-ción, dando apoyo y reconocimiento, concienciación social del valor del tra-bajo y se centra en servir o ayudar en lugar de controlar y actuar en el interés propio (van Dierendonck y Nuitjen, en prensa). Por otro lado, aún son esca-sas las investigaciones que se han realizado sobre este estilo de liderazgo (Avolio, Walumbwa y Weber, 2009; Washington, Sutton y Field, 2006), si bien el LS no es un concepto nuevo (Greenleaf, 1977). En la revisión realizada por Avolio y colaboradores (2009) el LS se relaciona positivamente con la satisfac-ción del líder con su trabajo, la satisfacción del trabajador, la satisfacción labo-ral intrínseca, el cuidado por la seguridad de los otros, y el compromiso orga-nizacional. Además, un estudio reciente con las ocho dimensiones funda-mentales del LS en muestras de Holanda y el Reino Unido mostró una rela-ción positiva con los niveles de vitalidad y engagement de los trabajadores (van Dierendonck y Nuijten, en prensa). Además, la relación entre LS y satis-facción en el trabajo, parece estar mediada por la justicia organizacional y la satisfacción de necesidades (Mayer, Bardés y Piccolo, 2008). Asimismo, se ha examinado la relación entre la percepción de LS de los empleados y la con-fianza en la organización (Joseph y Winston, 2005) encontrándose una rela-ción positiva entre la confianza en el líder y la confianza en la propia organi-zación. Como parte de otros estudios, se analizaron la relación entre LS y los valores del líder de empatía, integridad, competencia y amabilidad. Los auto-res informaron que las valoraciones de los líderes de servicio por parte de sus trabajadores se relacionaron positivamente con los valores de empatía, inte-gridad y competencia, así como con las auto-valoraciones de los líderes de su propia simpatía (Washington, et. al, 2006).

Como se mencionó anteriormente, los líderes de servicio se centran principalmente en las necesidades de los empleados en lugar de los objetivos organizacionales, sin embargo, algunos autores sostienen que este estilo con-lleva necesariamente resultados positivos en materia de organización. Por

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ejemplo, Hamilton (2005), propuso varias medidas de resultado que se deri-van de organizaciones centradas en el LS, incluyendo la creatividad y la inno-vación, la capacidad de respuesta y flexibilidad, el compromiso con el servi-cio interno y externo, el respeto de los empleados y la lealtad. Asimismo, Liden, et. al, (2008) detectaron asociaciones significativas y positivas entre LS y niveles de civismo, rendimiento y compromiso organizacional, controlando otros estilos de liderazgo como son el liderazgo transformacional y el inter-cambio líder-miembro. Por otro lado, Neubert, et. al., (2008) encontraron que LS predecía positivamente la conducta creativa y de ayuda, mediada por un enfoque regulatorio de promoción (ver, Higgins, 1997). Finalmente, Van Dierendonck y Nuijten (en prensa) también encontraron una relación positi-va entre LS y niveles de rendimiento, y comportamientos cívicos y altruistas, en muestras tanto holandesas como británicas.

Por otro lado, el liderazgo transformacional (LT) trae consigo algunas características positivas que podrían incluirse como parte de un enfoque de abundancia centrado en el máximo desarrollo organizacional y personal (Avo-lio, Walumbwa y Weber, 2009). En este sentido, hay varios estudios que lo vinculan con resultados positivos en el individuo. Un líder transformacional emplea un estilo creativo y visionario de liderazgo que inspira a los empleados para tomar decisiones independientes y progresar en su trabajo (Nielsen y Munir, 2009). El LT ha sido positivamente asociado con la satisfacción en el trabajo de los trabajadores (Liu, Shiu y Shi, 2010; Walumbwa, et.al, 2005), el empowerment (Avey, Hughes, Norman y Luthans, 2008; Gumusluoglu y Ilsev, 2009; Meyerson y Kline, 2008), el bienestar psicológico (Nielsen, Randall, Yar-ker y Brenner, 2008), el bienestar afectivo positivo (Arnold, et al, 2007; Nielsen y Munir, 2009), las emociones positivas ( Bono, Foldes, Vinson y Muros, 2007) y la percepción de altos niveles de apoyo social (Lyon, y Schneider, 2009).

Asimismo el LT también muestra una relación positiva con medidas de rendimiento organizacional. Las investigaciones han demostrado una relación positiva con la creatividad de los empleados (Gong, Huang y Farh, 2009; Gu-musluoglu y Ilsev, 2009) y la innovación de la organización (Gumusluoglu y Ilsev de 2009, Jung, Wu y Chow, 2008). La creatividad de los empleados se encuentra a su vez relacionada positivamente con las ventas realizadas por el empleado y los niveles de rendimiento evaluados por el supervisor (Gong, Huang y Farh, 2009). Además, las propias percepciones de los trabajadores del LT se relacionan positivamente con sus niveles de rendimiento (Gooty,

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Gavin, Johnson, Frazier y Snow, 2009; Keller, 2006; Liao y Chuang, 2007; Lyon y Schneider, 2009; Tsai Chen y Cheng, 2009) y civismo (Gooty, et al, 2009; Pur-vanova, Bono y Dzieweczynksi, 2006) a través del capital psicológico (Gooty, Gavin, Johnson, Frazier y Snow, 2009). Asimismo, LT predice positivamente el nivel de rendimiento empresarial (Peterson, Walumbwa, Byron y Myrowitz, 2009) y el rendimiento de equipo (Purvanova y Bono, 2009).

Por otro lado, la idea de un liderazgo auténtico (LA), según lo informa-do por sus autores (Avolio, Griffith, Wernsing y Walumbwa, 2010), se produjo como resultado de los escritos sobre el liderazgo transformacional donde se sugería que existían pseudo-LT frente auténticos líderes transformacionales. A partir de esta declaración, y desde una aproximación al comportamiento organizacional positivo, el LA ha sido definido como un líder genuino, optimis-ta, equilibrado en términos de toma de decisiones y transparente en un ejer-cicio del liderazgo, que vivifica a las personas, genera confianza y refuerza y desarrolla las fortalezas y el autoconocimiento de los líderes y sus trabajado-res (Avolio, Griffith, Wernsing y Walumbwa, 2010). En este caso, los resulta-dos muestran que la percepción del empleado de LA predice su satisfacción y la felicidad en el trabajo (Jensen y Luthans, 2006).

Por último, nos gustaría añadir un comentario con respecto al lideraz-go de desviación positiva (LDP). El concepto de LDP se desprende de las prácti-cas positivas organizacionales dentro del campo de la gestión estratégica. Un LDP se centra en permitir dinámicas positivas y fomentar el máximo rendi-miento a través de su propio comportamiento (Wooten y Cameron, 2010). Como ya hemos dicho, el LDP no se centra en el bienestar de los empleados directamente, sino en la propia actitud innovadora, emprendedora, visiona-ria, de cambio, que puede derivar o no en el bienestar de los empleados. Recursos personales

Autorregulación

Como se afirma en un estudio reciente (Lord, et.al., 2010), en el mundo la-boral de hoy en día cuando un individuo busca tener éxito, la autorregula-ción es importante. Debido al creciente interés en temas relacionados con la iniciativa personal y el empowerment, tomar el control de las actividades diri-gidas a metas resulta de gran relevancia. Además, la autorregulación también produce beneficios importantes tales como el aumento del crecimiento y

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desarrollo personal, mayor bienestar, autorrealización y vitalidad (Lord, et.al., 2010, van Dierendonck, Rodríguez-Carvajal, Moreno-Jiménez y Dijkstra, 2009).

En este sentido, diversas investigaciones han demostrado cómo las es-trategias centradas en el problema, los estilos de reestructuración cognitiva y los mecanismos de reevaluación producen efectos beneficiosos a nivel indi-vidual, tales como la satisfacción en el trabajo (Aires y Malouff, 2007; Amiot, Terry, Jimmieson y Callan, 2006), o un mayor afecto positivo, satisfacción con la vida y bienestar (Ayres y Malouff, 2007; Welbourne, Eggerth, Hartley, An-drew y Sánchez, 2007; Rodríguez-Carvajal, 2007). Por el contrario, la autorre-gulación de procesos como la supresión o fingimiento de emociones generan el efecto contrario (Bono, Foldes, Vinson y Muros, 2007; Glasø y Einarsen, 2008; Moreno-Jiménez, Gálvez, Rodríguez-Carvajal y Garrosa, 2010; Rodrí-guez-Carvajal, 2007; Seery y Corrigall, 2009; Yanchus, Eby, Lance y Drollinger, 2010). Sobre este punto, algunos autores han estudiado el papel de la diso-nancia emocional como mediador parcial en el proceso (Van Dijk y Brown, 2006; Zapf y Holz, 2006), mientras que otros a su vez, han hecho hincapié en el efecto moderador del género y la percepción de autonomía en el trabajo (Johnson y Spector, 2007). En otro estudio, el bienestar afectivo, la satisfac-ción laboral y la percepción subjetiva de éxito se asoció positivamente con los niveles de progreso en la consecución de metas personales dentro del ámbi-to laboral (Wiese y Freund, 2005). Sin embargo, en este estudio, el progreso objetivo se encontraba totalmente mediado por los niveles de dificultad de la meta. Estilo atribucional positivo

La investigación sobre este tema ha sugerido que el estilo atribucional positi-vo se encuentra positivamente relacionado con la satisfacción laboral (Wel-bourne, Eggerth, Hartley, Andrew y Sánchez, 2007) y se puede mejorar a tra-vés de la terapia cognitivo conductual (Proudfoot, Corr, Huésped y Dunn, 2009). En un análisis más específico, Wellbourne et al. (2007) encontraron que la relación antes mencionada está mediada por el estilo de afrontamiento utilizado por los trabajadores. En ese caso, un estilo positivo de atribución se asoció con un mayor uso de estrategias de resolución de problemas y de rees-tructuración cognitiva, y un menor uso de estilos evitativos de afrontamien-to, presentando mayores niveles de satisfacción laboral.

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Inteligencia y competencia emocional

Otro de los factores personales que ha atraído la atención de los investiga-dores es la competencia y la inteligencia emocional. La diferencia entre am-bos constructos hace referencia a la diferencia en los paradigmas de estudio, donde por un lado se habla de competencia emocional desde un modelo de capacidad, propuesto por Mayer y Salovey (1997) o Saarni (2000), y por otro, de inteligencia emocional en base a una serie de modelos mixtos propuestos por Goleman (1995) y también por BarOn (2006). El primero afirma que la competencia emocional es la capacidad de percibir y expresar emociones, así como la asimilación de las emociones, la comprensión y el razonamiento y la regulación de las emociones en uno mismo y los demás (Moreno-Jiménez, Garrosa, Losada, Morante y Rodríguez-Carvajal, 2003). El segundo se define por Goleman (1995) sobre la base de los rasgos, e incluye el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad de motivarse a sí mismo. Por otro lado, BarOn (2006) lo define como un conjunto de habilidades no cognitivas que influyen en el manejo de las demandas y presiones ambientales (Jain y Shina, 2005).

En general, los estudios asociados con el lugar de trabajo, sugieren la existencia de una relación positiva con la satisfacción laboral y otros indica-dores de bienestar relacionados (v.gr., Jain y Shina, 2005; Sy, tranvía y O'Hara, 2006; Kafetsios y Zampetakis, 2008; Garrosa, Moreno-Jiménez, Rodríguez-Mu-ñoz y Rodríguez-Carvajal, 2011). Afecto positivo y negativo parecen mediar la relación mencionada, en particular, en el caso de los hombres, detectando un efecto de mediación total (Kafetsios y Zampetakis, 2008). Asimismo, se ha observado que los supervisores con altos niveles de inteligencia emocional pueden aumentar los niveles de satisfacción del empleado cuando éstos pre-sentan bajos niveles de inteligencia emocional (Sy, tranvía y O'Hara, 2006). Capital Psicológico

Capital psicológico es un concepto global que incluye cuatro recursos perso-nales positivos diferentes: la esperanza, la resiliencia, el optimismo y la auto-eficacia. Si bien el capital psicológico se ha centrado en estos cuatro recursos psicológicos, no tiene la intención de representar una taxonomía exhaustiva (Youssef, y Luthans, 2010). Diversas investigaciones han mostrado una rela-ción positiva con distintas variables como son la satisfacción laboral (Larson, y Luthans, 2006; Luthans, Avolio, Avey y Norman, 2007; Luthans, Norman,

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Avolio y Avey, 2008), el bienestar psicológico (Avey, Luthans, Smith y Palmer, 2010), el vigor (Moreno-Jiménez, Garrosa, Boada, Corso y Rodríguez-Carvajal, 2011) y las emociones positivas (Avey, Wernsing y Luthans, 2008). Además, se ha sugerido que el capital psicológico interactúa con la atención plena o mindfulness en la predicción de emociones positivas (Avey, Hughes, Norman y Luthans, 2008).

En cuanto a la relación del capital psicológico con medidas de rendi-miento organizacional, algunos estudios encuentran una mejor predicción del factor global o de segundo orden que con las cuatro facetas individuales (ver, Luthans, Avolio, Avey y Norman, 2007). En este sentido, diversas investiga-ciones indican que el capital psicológico como constructo global tiene un im-pacto positivo en los niveles de rendimiento y civismo del empleado (v.gr., Luthans, Avolio, Avey y Norman, 2007; Zhong, 2007; Luthans, Norman, Avo-lio y Avey, 2008 ; Avey, Luthans y Youssef, 2010). Sin embargo, en la medida en que sus cuatro componentes son distintos conceptual y psicométricamente (v.gr., Luthans, Norman, Avolio y Avey, 2008), a veces su nivel de relación y predicción difiere para cada uno de ellos (v.gr., Youssef y Luthans, 2007; West, Patera y Carsten, 2009). A nivel de grupo, el optimismo predice mejores re-sultados de equipo (niveles de cohesión, cooperación, coordinación y rendi-miento) en grupos recién formados, mientras que la resiliencia y la eficacia son mejores predictores en grupos de mayor antigüedad (West, Patera y Cars-ten, 2009). Por otro lado, se ha observado que las emociones positivas gene-ralmente median la relación entre capital psicológico y niveles de rendimien-to (Avey, Wernsing y Luthans, 2008). Autovaloración

A nivel particular, los investigadores han estudiado el efecto de varios recur-sos personales en la satisfacción laboral, el bienestar y el afecto positivo. Entre las distintas variables de personalidad, los estudios de han centrado recien-temente en el constructo de autovaloración o core-self evaluation (CSE). CSE fue un concepto introducido por Judge et al. (1997) como principio integra-dor para la comprensión de la base personal en la satisfacción laboral (Bono y Judge, 2003). CSE incluye la autoestima, el locus de control, la autoeficacia y la estabilidad emocional, en la medida en que son constructos conceptual y empíricamente relacionados, para conformar este factor de segundo orden (Judge, et al., 2002). CSE ha proporcionado alguna evidencia de sus efectos

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directos e indirectos (a través de la autoconcodancia de metas) en la satis-facción laboral (Best, Stapleton y Downey, 2005; Piccolo, el juez, Takahashi, Watanabe y Locke, 2005; Juez, Heller y Klinger, 2008) y en el bienestar psi-cológico (Rodríguez-Carvajal, 2007). Piccolo et al. (2005) examinaron el po-tencial de diferentes constructos en la predicción de la satisfacción laboral e informaron que la medida de CSE muestra, en términos generales, una mayor correlación con la satisfacción en el trabajo que la afectividad positiva y ne-gativa. En la misma línea, Judge et al. (2008) compararon CSE, Big Five, y afec-tividad rasgo en relación con la satisfacción en el trabajo. Los resultados indi-caron que a pesar de la influencia relativa de cada una de las variables, úni-camente el CSE se relacionó positivamente con la satisfacción cuando todas las variables fueron examinadas al mismo tiempo. Asimismo, existe un apoyo inicial en cuanto a la generalidad del constructo y su poder predictivo en cul-turas no occidentales (Piccolo, el juez, Takahashi, Watanabe y Locke, 2005). Flexibilidad Psicológica

La flexibilidad psicológica se define como estar en contacto con el momento presente como ser humano consciente y, en base a lo que la situación ofre-ce, actuar de acuerdo con los valores elegidos (v.gr., Hayes, Strosahl y Wil-son, 1999; Bond, Hayes y Barnes-Holmes, 2006). En la flexibilidad psicológica intervienen seis procesos: la aceptación, defusión cognitiva, estar en el mo-mento presente, el yo como contexto, los valores y la acción comprometida. Cada uno de estos procesos se supone que son no sólo una estrategia para prevenir y aliviar los problemas psicológicos, sino una habilidad psicológica positiva en sí mismos (Bond, et al., 2010).

De acuerdo con Bond (2010), a pesar de que la flexibilidad psicológica es principalmente una teoría de la salud psicológica (aplicada recientemente en la terapia de aceptación y compromiso ACT), puede ayudar a la gente a ser consciente de las contingencias de refuerzo que influyen en los valores ele-gidos (por ejemplo, haciendo bien el trabajo, incluso si es sólo para recibir la paga), lo que hace evidente su utilidad en el entorno de trabajo (Bond, Flax-man, van Veldhoven y Biron, 2010). En un reciente meta-análisis realizado por Hayes y colaboradores (2006), se aprecia una relación significativa entre flexi-bilidad psicológica y salud y se empiezan a encontrar resultados similares en el entorno laboral (Bond, Faxman, van Veldhoven y Biron, 2010).

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Sin embargo, la mayoría de la investigación actual se encuentra rela-cionada con la prevención de variables negativas, como por ejemplo el estrés (Bond et al., 2010), el estrés traumático secundario (Berceli y Napoli, 2006) o el burnout (Ruiz, Los Ríos y Martín, 2008), más que la promoción de resulta-dos positivos como la satisfacción o el bienestar general.

Por otro lado, hay algunos estudios sobre la flexibilidad y el rendimien-to psicológico. Por ejemplo, en un estudio cuasi-experimental, Bond, Flax-man y Bunce (2008) muestran los efectos de moderación de la flexibilidad psicológica en un programa de intervención en el aumento del control labo-ral en un call center. La intervención produjo mejoras en las percepciones de control produciendo distintos efectos positivos (como los niveles de motiva-ción), especialmente para aquellos que tenían una mayor flexibilidad psicoló-gica. En un estudio diferente (longitudinal de panel), Bond y Flaxman (2006) mostraron cómo mayores niveles de flexibilidad psicológica en el tiempo 1, se asociaron con un mejor rendimiento laboral en el tiempo 3. El engagement y la búsqueda de la experiencia óptima

El engagement es un constructo bastante escurridizo porque a veces detrás de la etiqueta aparecen interpretaciones muy diferentes (Schaufeli y Bakker, 2010; Stairs y Galpin, 2010). Tal y como Schaufeli y Bakker (2010) explican en su análisis de las múltiples definiciones del engagement en el contexto de negocios, los consultores a veces utilizan esta misma expresión para referirse a conceptos tradicionales como el compromiso afectivo, compromiso de per-manencia, el comportamiento extra-rol e incluso a veces las características del trabajo, mezclando condiciones de trabajo y comportamiento con experien-cias subjetivas (Bakker y Leiter, 2010). Un enfoque diferente, tal y como re-coge la presente revisión, concibe el engagement, independientemente de los recursos laborales y resultados positivos de la organización, como un esta-do motivacional positivo relacionado con el bienestar y caracterizado por vigor, dedicación y absorción (v.gr., Bakker y Schaufeli, 2008; Bakker, Schau-feli, Leiter y Taris, 2008; Bakker y Leiter, 2010). Esta definición se centra en la propia experiencia de la actividad laboral del trabajador, y no en los predic-tores o los propios resultados de estas experiencias. Por lo tanto, con el fin de comprender mejor las circunstancias en que los empleados se sienten comprometidos, tenemos que averiguar cuáles son los predictores de la ex-periencia de engagement. En este sentido, los recursos laborales (es decir, el

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apoyo social de compañeros y superiores, la autonomía, el feedback sobre el rendimiento, etc.) se han asociado de manera consistente con el engagement (v.gr., Bakker y Demerouti, 2007, 2008, de Lange, de Witte y Notelaers, 2008; Schaufeli y Salanova, 2007; Schaufeli, Bakker y van Rhenen, 2009) resultando ser sus mejores predictores cuando se estudia dentro del modelo global de demandas-recursos laborales(JD-R) (Hakanen, Schaufeli y Ahola, 2008). Por recursos laborales, se entienden aquellos aspectos físicos, sociales o de la organización que pueden: (a) reducir la demanda de trabajo y los costes fi-siológicos y psicológicos asociados, (b) ser funcionales en la consecución de los objetivos del trabajo, o (c) estimular el crecimiento personal, el aprendi-zaje y el desarrollo (Bakker y Leiter, 2010). Junto con los recursos laborales, los recursos personales muestran también un impacto positivo en los niveles de engagement (v.gr., Avey, Wernsing y Luthans, 2008; Bakker y Demerouti, 2008; Garrosa, Moreno-Jiménez, Rodríguez-Muñoz y Rodríguez-Carvajal, 2011). Además, el modelo propone las demandas laborales como moderador en las relaciones entre recursos laborales y engagement, donde en situacio-nes de altas demandas, los recursos laborales producirán un efecto más bene-ficioso para mantener el nivel de engagement (v.gr., Hakanen, Bakker y De-merouti, 2005; Hakanen, Demerouti y Xanthopoulou, 2007).

En cuanto a su relación con los niveles de rendimiento, la evidencia em-pírica muestra que el engagement predice el rendimiento (Bakker y Leiter, 2010). Por ejemplo, se ha encontrado una relación positiva entre el engage-ment y la evaluación del rendimiento por parte de los compañero y supervi-sores (Halbesleben y Wheeler, 2008). En los estudios de diario, el engage-ment muestra una correlación positiva con los rendimientos financieros dia-rios (Xanthopoulou, Bakker, Demerouti y Schaufeli, 2009), los clientes de hote-les y restaurantes se muestran más leales y dan una mayor valoración del rendimiento de los empleados altamente comprometidos (Salanova, Agut y Peiró, 2005), las personas comprometidas muestran un mayor civismo y con-ductas pro-sociales (Halbesleben, Harvey y Bolino, 2009) y un mayor rendi-miento global (Xanthopoulou, Baker, Heuven, Demerouti y Schaufeli, 2008). Flow o experiencia óptima

El flow ha sido descrito como “un tipo particular de experiencia que es tan fascinante que se convierte en un fin en sí mismo” (Csikszentmihalyi, 1999:

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824). En este estado, la persona se siente desafiada en sus habilidades, dis-fruta del momento y pierde la percepción del tiempo.

Como se ha señalado en diversos estudios (v.gr. Bakker, 2008; Deme-routi, 2006; Rodríguez-Sánchez, Schaufeli, Salanova y Cifre, 2008) en la expe-riencia de flow se identifican tres elementos básicos: la absorción, que se re-fiere a la concentración absoluta y la total implicación en la actividad; el dis-frute, que se refiere a la experiencia satisfactoria en las actividades que se están realizando; y la motivación intrínseca, que se refiere a la necesidad de realizar una determinada actividad debido a las particulares características de la misma. Por otra parte, Csikszentmihalyi (1999) estableció los siguientes elementos clave para comprender la esencia del proceso de flow: equilibrio entre las habilidades necesarias y el nivel de reto que genera la actividad, conciencia de fluidez en la emergencia de las distintas acciones, claridad de objetivos, clara retroalimentación sobre la idoneidad en la progresión de la tarea, altos niveles de concentración, sensación de control, pérdida de con-ciencia del entorno, alteración del tiempo y una experiencia autotélica.

La teoría de la experiencia óptima postula que los lugares de trabajo, debido a sus características particulares, proporcionan por lo general un es-cenario óptimo para experimentar flow, y a su vez afirma que el trabajo de-be ser organizado para facilitar dicha experiencia (Csikszentmihalyi, 1999). Sin embargo, existe muy poca investigación empírica en cuanto a la experien-cia de flow en el trabajo. Nielsen y Cleal (2010) estudiaron qué tipo de tareas predicen mejor los estados transitorios de flujo en el trabajo. Los resultados indicaron la planificación, la resolución de problemas, y la evaluación, como significativamente predictoras de experiencia óptima. En otro estudio de Sala-nova et. al (2006) se demostró que el apoyo social, el apoyo a las prácticas innovadoras y el contar con reglas, normas y metas claras, se relacionaban positivamente con flow. Además, se encontró que, así como los recursos per-sonales y organizacionales facilitan la experiencia de flujo, éste puede influir también en los recursos tanto a nivel personal como organizacional (Salano-va, Bakker y Llorens, 2006). Otros estudios mostraron que características del trabajo, tales como variedad de habilidades necesarias, autonomía, retroali-mentación, identidad con la tarea y significado de trabajo, predecían flow (Demerouti, 2006; Kuo y Ho, 2010). Por otra parte, también se ha encontra-do que la experiencia de meditación se relaciona positivamente con la expe-riencia de flujo (Kuo y Ho, 2010). Además, se han observado beneficios adicio-

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nales tanto para las organizaciones como para los empleados, tales como la satisfacción en el trabajo, el entusiasmo y la alegría (Nielsen y Cleal, 2010).

A nivel de rendimiento, apenas existen investigaciones empíricas que estudien el efecto del flow, aunque sí se han hallado relaciones positivas con algunos de sus componentes. Por ejemplo, Eisenberger, Jones, Stinglhamber, Shanock y Randall (2005), encontraron que entre los empleados orientados al logro, altos niveles de habilidad y reto se asociaron con un mayor rendi-miento, actuando el estado de ánimo positivo como mediador de la relación. Otros estudios, mostraron la capacidad predictiva del flow tanto en el ren-dimiento general de la tarea, como en el comportamiento extra-rol (Deme-routi, 2006), así como la influencia directa de la experiencia de flujo sobre la calidad del servicio (Kuo y Ho, 2010). Satisfacción, bienestar y rendimiento

A nivel individual, además de la revisión sobre satisfacción laboral y rendi-miento realizada por Judge, Thoresen, Bono, y Patton (2001) en la que llega-ron a la conclusión de que la satisfacción laboral es un predictor eficaz de rendimiento laboral, otras investigaciones recientes, en línea con la tesis de trabajador feliz-trabajador productivo, apoyan esta relación (v.gr., Chiu, y Chen, 2005; Riketta, 2008; Taris, y Schreurs, 2009; Wright, Cropanzano, y Bo-nett, 2007; Zelenski, Murphy y Jenkis, 2008). Tal y como se señaló anterior-mente en el trabajo realizado por Judge y colaboradores (2001), esta relación se encuentra moderada por otras variables, siendo una de las más consisten-tes el bienestar psicológico (Wright, Cropanzano y Bonett, 2007). Otros auto-res han estudiado esta relación en un modelo más amplio, donde la satisfac-ción laboral media la relación positiva entre las características del trabajo (va-riedad y significado del trabajo) y los comportamientos extra-rol como el ci-vismo y las conductas pro-sociales (Chiu y Chen, 2005).

A nivel grupal, los niveles de satisfacción mostraron una relación positiva con la innovación organizacional, actuando la variedad de trabajo como mo-derador (Shipton, et. al, 2006). Además, en un reciente meta-análisis (Whit-man, Van Rooy y Viswevaran, 2010), la relación entre la satisfacción en el tra-bajo conjunto y el rendimiento a nivel de equipo también fueron significati-vamente positivas. De igual manera, los comportamientos extra-rol mostra-ron una relación moderadamente fuerte con el rendimiento grupal. Sin em-bargo, la idea de que los comportamientos extra-rol supongan la vía a través

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de la cual la satisfacción tiene un impacto en el rendimiento, presenta un apo-yo empírico escaso (Tsai, Chen y Liu 2007).

Por el contrario, la literatura arroja algunos resultados contradictorios en la relación entre satisfacción y rendimiento cuando se controlan algunas variables. Por ejemplo, un meta-análisis reciente (Bowling, 2007) demostró que esta relación se eliminó parcialmente después de controlar variables co-mo la autovaloración (CSE), los cinco rasgos o el lugar de control, y se eliminó totalmente, cuando se controló la variable autoestima relacionada con el tra-bajo. Sin embargo, en otro meta-análisis (Fassina, Jones y Uggerslev, 2008), aquellos estudios que consideran el comportamiento extra-rol en lugar del rendimiento como variable criterio, mostraron un modelo de efectos inde-pendientes, donde la satisfacción laboral emergía como factor independien-te explicando la varianza de los comportamientos extra-rol después de con-trolar el efecto de justicia percibida.

Por otro lado, los estados de ánimo positivos de los empleados predi-cen el nivel de rendimiento indirectamente a través de procesos interperso-nales (ayuda a otros compañeros y niveles de apoyo y ayuda del compañero) y motivacionales (autoeficacia y perseverancia) (Tsai, Chen y Liu, 2007). Una serie de meta-análisis basados en 57 estudios, indicaron que el afecto positi-vo también predice los niveles de rendimiento. Esta relación fue más fuerte en la evaluación subjetiva del rendimiento que en la objetiva (Kaplan, Brad-ley, Luchman y Haynes, 2009). Además, las emociones positivas también esta-ban relacionadas con los comportamientos extra-rol (Kaplan, et.al., 2009) y los comportamientos de desviación positivos necesarios para el cambio or-ganizacional (Avey, Wernsing y Luthans, 2008).

Finalmente, a pesar de que no es posible comprobar la dirección de es-tas relaciones a través de los diseños transversales, existen más evidencias en la línea de la satisfacción como agente causante del rendimiento que en sentido contrario (Riketta, 2008).

DISCUSIÓN

A partir de los estudios analizados encontramos razonable afirmar que las prácticas positivas de la organización (clima laboral positivo, prácticas de lide-razgo positivo, etc.) producen resultados deseables tanto a nivel individual (satisfacción laboral, conciliación trabajo-familia, etc.) como organizacional

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(por ejemplo, el rendimiento). En otras palabras, el incremento de las inter-venciones positivas en el contexto de trabajo parece estar asociado con un aumento de las ganancias de la organización tal y como demuestran los estu-dios de revisión realizados hasta la fecha (Rodríguez-Carvajal et al., 2010; van de Voorde, Paauwe y van Veldhoven, en revisión). Por lo tanto, a la vista de la coherencia entre los resultados encontrados, parece que la perspectiva cen-trada en el estudio de los beneficios mutuos es posible. Este enfoque positi-vo o también llamado de abundancia, demuestra por tanto que la aplicación de la psicología positiva en el mundo de las organizaciones funciona (Linley et al., 2010). Desde nuestro punto de vista, el enfoque de abundancia se pre-senta como una alternativa interesante a ser considerada por las organiza-ciones, en detrimento de las estrategias adoptadas tradicionalmente como son el enfoque preventivo, de déficit o de resolución de problemas.

Nos gustaría hacer una aclaración a este punto. Algunos lectores po-drían pensar que la búsqueda de beneficios mutuos en el marco de trabajo y las organizaciones no es una novedad, que en parte es real. En cierto sentido, es una preocupación que ha estado presente casi desde el establecimiento de la psicología industrial y organizacional. No en vano, distintas variables posi-tivas tales como la satisfacción laboral de los trabajadores, han sido campos tradicionales de estudio para los investigadores (Spector, 1997). Sin embargo, durante muchos años el estudio de las distintas particularidades de los tra-bajadores sólo ha sido considerado en la medida en que significaba un me-dio para alcanzar el máximo beneficio organizacional, y no ha sido hasta re-cientemente que desde un enfoque de abundancia, los académicos han em-pezado a concebir el estudio del desarrollo y crecimiento personal en el traba-jo como un fin en sí mismo (v.gr., Warren, 2010). De hecho, la revisión actual podría ser considerada como una expresión de este cambio de perspectiva. En oposición con el tradicional enfoque de déficit o resolución de problemas, creemos que un enfoque de abundancia debe honestamente comprometer-se con el estudio de aquellos factores que favorecen el crecimiento de los empleados y la salud.

Sin embargo, no pretendemos afirmar que a día de hoy, que los enfo-ques de abundancia y su aplicabilidad se encuentren totalmente establecidos. La primera cuestión de relevancia es la falta relativa de investigación llevada a cabo bajo este enfoque, sobre todo en comparación con el enfoque déficit que representa el status quo actual (Linley, Harrington y Garcea, 2010). Por

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tanto, nos parece que es todavía demasiado pronto para discernir hasta qué punto un enfoque de ganancia mutua es posible en los diferentes contextos dentro del campo de las organizaciones. Es más, creemos que aún no pode-mos discriminar cuándo un aspecto de los intereses de las organizaciones o los empleados, es susceptible de ser desarrollado sin generar inconvenientes para el otro lado. Algunos de los resultados podrían estar en conflicto con los demás. Y es que la posibilidad de ganancias mutuas no implica que todos los niveles de salud y bienestar de los trabajadores, por un lado, y los resultados deseables para la organización, por el otro, siempre sean compatibles o se desarrollen en la misma medida. Hay alguna evidencia que apoya esta idea. En oposición a los resultados generales obtenidos, Van de Voorde et.al. (en revisión) informó que el bienestar de los empleados parece estar en conflicto con la organización y no ser un beneficio mutuo, cuando se concibe en térmi-nos de salud física. La investigación sobre esta cuestión es más bien escasa, por lo tanto, cualquier conclusión que se desprenda, debe ser considerada de manera cautelosa por el momento. Sin embargo, es necesario plantear el pro-blema, con la esperanza de que futuras investigaciones proporcionen un ma-yor discernimiento de las variables que generan resultados conflictivos, junto con la medida y las circunstancias que caracterizan el fenómeno.

Otra cuestión de relevancia que ha atraído nuestra atención al analizar el desarrollo del enfoque de abundancia, es la relativa falta de construcción de modelos teóricos globales y de metodologías adecuadas. La gran mayoría de las investigaciones en este campo son de naturaleza transversal. Los es-tudios longitudinales, de diario y otras herramientas metodológicas similares, serían necesarios para poder complementar y enriquecer los datos genera-dos hasta el momento. Por otra parte, es importante señalar que la metodo-logía experimental se encuentra prácticamente ausente en este campo, lo que afecta a la validez interna de los resultados hallados. Asimismo, creemos que este hecho es la causa y la consecuencia de la falta de construcción teó-rica. A fin de consolidar el enfoque de abundancia, creemos que éste debe ser capaz no sólo de predecir los eventos críticos en el contexto del trabajo y las organizaciones, sino también de aportar elementos para la intervención. Lle-gados a este punto, de igual manera es importante señalar la escasez de estu-dios de investigación aplicada e intervención dentro de este enfoque. Ade-más, hemos detectado una falta de estudios transculturales con el fin de ver si los determinantes del bienestar de los trabajadores varían según las cultu-ras y en qué medida. Asimismo, este es un aspecto especialmente relevante

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si tenemos en cuenta que cada vez surgen más empresas multinacionales. De manera específica, se han encontrado diferencias culturales en varias me-didas de satisfacción con la vida, incluida la satisfacción en el trabajo (v.gr., Oishi, Diener, Lucas y Suh, 2009), la vitalidad o los procesos de autorregulación (van Dierendonck, Rodríguez-Carvajal, Moreno-Jiménez y Dijkstra, 2009). Las diferencias entre culturas individualistas vs. colectivistas, con alta o baja dis-tancia de poder o alta o baja evitación de la incertidumbre, pueden variar los resultados y el efecto de las variables halladas (Ng, Sorensen y Yim, 2009).

Para cerrar esta sección sobre los distintos aspectos de mejora dentro del enfoque de abundancia nos gustaría mencionar dos riesgos sutiles. Por un lado, la ambivalencia de algunos constructos o mejor dicho “etiquetas” generalmente establecidas como positivas, y por otro lado el tema de la “trampa” de la positividad. En cuanto al primer punto, algunos autores se han referido a un lado “oscuro” de supuestas “variables positivas”. Este es el ca-so del compromiso, que en función de su operacionalización puede estar en conflicto con el desarrollo y crecimiento de los empleados (Schaufeli y Bakker, 2010; Stairs y Galpin, 2010). Esa es la razón por la que hemos decidido no in-cluir el compromiso como un resultado positivo individual per se, ya que suele estar más relacionado con el compromiso afectivo con la organización o ser abordado como un componente de la personalidad resistente (Kobasa, 1979), más que con la propia experiencia de sentirse comprometido, como es el caso del engagement. En cuanto al segundo aspecto mencionado, algunos auto-res han criticado la psicología positiva y los enfoques de abundancia, debido al riesgo que puede estar implícito en la acentuación de “lo positivo”. La se-paración entre lo negativo y lo positivo es considerada como un error por Fi-neman (2006a, 2006b), que argumenta a favor de las emociones negativas y otras experiencias, por su capacidad de afinar en la intensidad y sentido de las positivas. En términos generales, estamos de acuerdo en la medida en que el énfasis en lo positivo podría dar lugar a la inobservancia de la ubicuidad y la importancia de lo negativo. Un ejemplo clásico en este sentido se refiere a la naturaleza dual del estrés. La Psicología Positiva y el enfoque de abun-dancia en el entorno organizacional, deben buscar modelos teóricos y dise-ños metodológicos que permitan explicar los procesos de crecimiento y de-sarrollo individual y organizacional. En este sentido, las variables “positivas” y “negativas” no serían, per se, indicadores de su naturaleza sino más bien de su funcionalidad en la consecución de las ganancias mutuas. Como ya he-mos comentado antes, la misma variable podría ser considerada como posi-

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tiva o negativa en función del contexto, la persona o la cultura. En este sen-tido, las investigaciones futuras deberían abandonar el enfoque tradicional de estudio de variables positivas o negativas, por aquellas variables relacionadas con el crecimiento personal y organizacional.

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LA ADHERENCIA AL TRATAMIENTO. CAPACIDAD PREDICTIVA DE DOS MODELOS DE SOCIOCOGNITIVOS

DE CREENCIAS EN SALUD

Godeleva Rosa Ortiz Viveros Resumen

En este capítulo se describen los elementos teóricos que subyacen a los mo-delos sociocognitivos de creencias y expectativas en salud, así como los apor-tes que han hecho a la predicción de las conductas de salud y las limitacio-nes que han mostrado; particularmente se describen los aspectos vincula-dos al comportamiento adherente al tratamiento médico. Con base en tal información se presentan los resultados de una investigación sobre la ca-pacidad predictiva del modelo de Wallston (locus de control, autoeficacia y valor asignado a la salud), en contraste con el modelo de creencias en salud, en relación con la adherencia al tratamiento prescrito por el médico, con pacientes hipertensos. Los resultados muestran que el primer modelo, a dife-rencia del segundo, tiene una mayor capacidad predictiva sobre la adheren-cia al tratamiento, lo que permite recomendar su utilización en la detección de las características sociocognitivas que favorecen una mejor adherencia al tratamiento e incidir en su establecimiento, modificación o mantenimiento en programas de intervención orientados a mejorar el seguimiento de las indicaciones preventivas y terapéuticas. Palabras clave: Modelos sociocognitivos; Adherencia al tratamiento; Pacien-tes hipertensos; Creencias en salud.

Instituto de Investigaciones Psicológicas, Universidad Veracruzana, Av. Dr. Luis Castelazo Ayala s/n , Col. Industrial Ánimas,91190 Xalapa, Ver., México, tel: +52 (228)841-89-00 ext. 13205, Fax: +52 (228)841-89-14, e-mail: [email protected].

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TREATMENT ADHERENCE. THE PREDICTIVE CAPACITY OF TWO HEALTH BELIEVE SOCIOCOGNITIVE MODELS

Godeleva Rosa Ortiz Viveros Abstract

This chapter describes the theoretical elements underlying sociocognitive models of health beliefs and expectations, as well as the contributions they have made to the prediction of health behaviors and constraints have shown, particularly describes the aspects related to adherent behavior to medical treatment. Based on such information presents the results of an investiga-tion into the predictive model Wallston (locus of control, self-efficacy and value assigned to health), in contrast to the health belief model in relation to ad-herence to treatment prescribed by the doctor, with hypertensive patients. The results show that the first model, unlike the latter, has greater predic-tive capacity for treatment adherence, allowing its use for the detection of social-cognitive features that promote better adherence to treatment and to affect its establishment, modification or maintenance intervention programs aimed at improving the monitoring of preventive and therapeutic indications. Keywords: Sociocognitive models; Adherence to treatment; hypertensive patients; Health beliefs.

INTRODUCCIÓN

El interés por estudiar las “conductas de salud” y sus determinantes ha in-crementado en las últimas décadas, a raíz de los cambios ocurridos en el panorama epidemiológico internacional, en que las enfermedades crónico-degenerativas (como las enfermedades cardiovasculares, los tumores malig-nos, la diabetes, la cirrosis, etc.), también llamadas enfermedades del desa-rrollo, han desplazado de los primeros lugares en las tablas de mortalidad a las enfermedades infectocontagiosas y parasitarias (como la enteritis, influen-za, neumonía y la amebiasis). Este fenómeno, si bien ocurre o tiende a ocu-rrir en todos los países, es aún más evidente en los países desarrollados, mientras en los países subdesarrollados coexisten ambos tipos de enferme-

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dad como causa de muerte, obligando a los gobiernos a desplegar esfuerzos extraordinarios para combatir al mismo tiempo a las enfermedades infeccio-sas (aún con una alta prevalencia) y a las crónico-degenerativas (en creci-miento sostenido).

El cambio en los perfiles epidemiológicos ya descrito, ha establecido el nivel de urgencia en el estudio de las conductas protectoras y promotoras de salud y de las causas que las determinan, ya que se parte de que entre los factores riesgógenos de tales enfermedades, se pueden identificar algunos estilos de vida y pautas de comportamiento vinculados con las condiciones de vida y los patrones culturales característicos de diferentes poblaciones o sectores de la población. En este terreno, se han llevado a cabo numerosos estudios para conocer el efecto o los resultados que sobre la salud tiene la práctica de diversos patrones de comportamiento, tanto en aspectos de mor-bilidad como de mortalidad.

Conner y Norman (2001) afirman que los resultados de la investigación evidencian el papel de las conductas de salud como generadoras de un im-pacto positivo sobre la calidad de vida y la salud, demorando el inicio de en-fermedades y ampliando el periodo de vida activa.

De lo anterior se desprende que lo mejor que una persona o población pueden hacer para contribuir a su salud y bienestar, es adoptar conductas saludables y evitar conductas que comprometan o pongan en riesgo su sa-lud, esto es, establecer como parte de su estilo de vida, un conjunto de pa-trones de conducta saludable y eliminar los no saludables. Lo cual nos remite a considerar a qué se refiere el concepto de estilo de vida.

El estilo de vida ha sido definido como “el conjunto de pautas y hábitos comportamentales cotidianos de una persona según Henderson, Hall y Lip-ton (1980), concepto al que habría que agregar los componentes que subya-cen y acompañan a tales pautas, como los conocimientos, las creencias en salud, las actitudes, los valores y las normas sociales al respecto”.

El concepto “estilo de vida” surgió originalmente del análisis de Max Weber (Weiss y cols., 1996) sobre la interrelación entre la estructura social y las elecciones personales de los individuos. Distingue Weber entre “oportu-nidades vitales” (fuerzas macro o estructurales) y “conductos vitales” (mi-crofuerzas, elecciones personales), destacando su carácter interdependiente en la conformación del estilo de vida. Se argumenta que la interdependencia

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de estas dos fuerzas es especialmente útil para comprender como se desa-rrolla el estilo de vida y como se relaciona este, con la salud y la enfermedad. Por ejemplo el hecho de que una persona nazca y se desarrolle en cierta época, lugar y estrato social, condiciona sus oportunidades vitales, educa-ción, alimentación, etc. y su vinculación con una red de apoyo de amigos, lo que a su vez impacta la realización de ciertas elecciones particulares, entre ellas, la realización de conductas que pueden dañar la salud contribuyendo a reducir con ello sus oportunidades vitales, este podría ser el caso del uso de sustancias tóxicas.

Aún cuando se reconoce que en la adquisición de los hábitos de salud el contexto sociocultural juega un papel importante, la operacionalización del concepto de “estilo de vida” casi siempre se ha asociado con la idea de que se trata de comportamientos voluntarios individuales. Esto ha dado lu-gar a que se haya prestado poca atención a la posibilidad de alterar los sis-temas sociales en que la(s) persona(s) participa(n), como base para conse-guir una mejoría en el nivel de salud de poblaciones e individuos. Si el estilo de vida de una persona está determinado (total o parcialmente) por sus con-diciones de vida, un objetivo importante de la investigación en este campo, sería la identificación de ambientes de alto riesgo y el diseño de estrategias de intervención ad hoc (Rodríguez Marín y Neipp, 2008).

El problema se complica ante la inexistencia de un concepto claro y único sobre lo que es un estilo de vida saludable, en tanto lo que es saluda-ble para un medio determinado, puede no serlo para otro. Harris y Guten (1979) prefieren utilizar el concepto de “conducta protectora de salud” en el interés por conocer los patrones de comportamiento relacionados con la salud y sus determinantes, a la cual definieron como “cualquier conducta ejecutada por una persona, independientemente de su percepción y estatus real de salud, con el fin de proteger, promover o mantener su salud e inde-pendientemente de si tal conducta es objetivamente efectiva para conseguir lo que se propone” Weistein y cols. (1995).

Conner y Norman (2001) identifican dos aproximaciones que se han seguido para entender los factores que subyacen a la realización de “conduc-tas de salud”, la primera se enfoca sobre los factores intrínsecos al individuo (personalidad, procesos cognitivos, características sociodemográficas, cultu-rales, etc.) y factores extrínsecos, los que a su vez se subdividen en: incenti-vos de la estructura (por ej. impuestos al tabaco y alcohol, y facilidades para

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actividades deportivas) y restricciones legales (por ej. restricción o prohibi-ción en el uso de sustancias peligrosas, multas por no usar el cinturón de seguridad). La principal atención de los psicólogos se ha puesto en los facto-res intrínsecos, particularmente en los factores cognitivos los que han llega-do a ser considerados como los determinantes más próximos de las conduc-tas de salud. Estos factores han sido estudiados a través de los llamados mo-delos cognitivos de salud.

Estos modelos, centran su atención en los factores que identifican co-mo determinantes cognitivo sociales de la salud y que asumen como media-dores de los efectos de otros determinantes (ej. clase social) además de con-siderar estos factores cognitivos son más susceptibles de ser modificados que otros como por ejemplo la personalidad, de tal suerte que las interven-ciones efectivas estarían basadas en la modificación de aquellas variables cognitivas responsables de la realización de las conductas de salud.

De entre los factores cognitivos que afectan a la salud podemos identi-ficar el conocimiento sobre la vinculación entre las pautas de comportamien-to y la salud en términos de la conciencia de riesgo, lo que establece las ba-ses para una elección informada de conducta saludable, aunque no siempre exista correspondencia entre el conocimiento del riesgo a la salud y la con-ducta de salud correspondiente. El fumar, sería uno de los ejemplos más claros en este aspecto, pues aún cuando como producto de la amplia sociali-zación del conocimiento sobre el daño que produce el consumo de tabaco, se ha reducido de manera importante su consumo en el mundo occidental, persiste el hábito de fumar en sectores socioeconómicos desfavorecidos e incluso ha incrementado su práctica entre los jóvenes de algunos países (Conner y Norman, 2001).

Por otra parte, se podría suponer libremente que las personas con ma-yores conocimientos sobre la salud y la enfermedad y/o las personas que se preocupan más por su salud, serían las que realizaran más conductas salu-dables. Parece ser que la respuesta no es tan simple pues los comportamien-tos de salud no son consistentes ni entre personas con características simila-res ni en el mismo individuo. Rodríguez Marín y Neipp, (2008) mencionan al menos tres aspectos a considerar: primero, los comportamientos protecto-res de la salud cambian de tiempo en tiempo, ya que las personas cambian como producto de su experiencia y su manera de pensar al respecto de la salud cambia, en segundo lugar, los hábitos comportamentales no son inter-

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dependientes, esto es, obedecen a objetivos diferentes (Sarafino, 1990) y, en tercer lugar las conductas de salud implican a conductas promotoras de sa-lud, de prevención de la enfermedad, así como de curación y rehabilitación, lo que complica su ejecución en tanto las conductas, de promoción y de pre-vención, se realizan cuando la persona está sana, sin molestias y el llevar a cabo tales conductas representa un esfuerzo para el que no se ven conse-cuencias inmediatas y solo se vislumbran a largo plazo; en contrario, las con-ductas relacionadas con la curación y rehabilitación mostrarían sus resulta-dos a corto plazo, aún cuando presentan problemas en la adherencia o apego, al tratamiento durante todo el periodo necesario para resolver la condición.

Como proceso, el aprendizaje de conductas de salud como todas las formas de comportamiento, es adquirido a través de los principios de la Teo-ría del aprendizaje, pero son mediados por los factores cognitivos y sociales que participan en la adquisición y mantenimiento de las conductas de salud. Estos factores cognitivos toman como base a un sistema de creencias y valo-res sobre la salud y la enfermedad que constituyen el tamiz para la acción. De modo que realizar o no determinada conducta saludable o nociva depen-derá no solamente de los principios de la teoría del aprendizaje, sino tam-bién de los factores cognitivos involucrados en la toma de decisiones para la ejecución de conductas de salud, la cuales es modulada por el valor que se asigna a la salud, así como a las causas a que se atribuye el estar sano o en-fermo, elementos, estos últimos que constituyen un sistema de creencias so-bre la salud, adquiridas a través de los procesos de socialización del individuo.

A los modelos que ilustran la acción de estas creencias y expectativas sobre la salud, se les ha denominado modelos de cognición social porque utilizan un número de variables cognitivas que son particularmente impor-tantes para acercarse al entendimiento de las conductas individuales. Se pueden distinguir entre dos grandes tipos de SCMs (Conner, 1993). El primer tipo es el de los modelos de atribución, relacionado con las explicaciones causales que los individuos dan, sobre los eventos de salud. La mayor parte de la investigación dentro de este enfoque se centra en cómo la gente res-ponde a un rango de enfermedades serias, incluyendo al cáncer (Taylor y cols., 1985), enfermedad del corazón (Affleck y cols., 1987), diabetes (Tennen y cols., 1984) y en la etapa final de la insuficiencia renal (Witenberg y cols., 1993), más que en el fortalecimiento de la salud y de conductas que com-prometan a la salud de individuos saludables.

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Un segundo tipo de SCMs aborda aspectos de las cogniciones de los in-dividuos, que anticipan la ocurrencia de conductas futuras relacionadas con la salud y sus resultados, estos han sido llamados modelos de predicción. Los SCMs comúnmente utilizados para predecir conductas de salud incluyen a mo-delos como el Modelo de Creencias en Salud (Becker, 1974; Sheeran y Abra-ham, 2001), el de Locus de Control en Salud (Wallston y cols., 1978; Norman y Bennett, 2001), la Teoría de la Protección Motivación (Rogers, 1983; Mad-dux y Rogers, 1983), la teoría de la acción razonada/teoría de la conducta planeada (Ajzen, 1991; Fishbein y Ajzen, 1975; Ajzen y Fisbein, 1980), la Au-toeficacia Percibida (Bandura, 1982). Otros modelos incluyen la Teoría de la Autorregulación (Leventhal y cols., 1984), el Modelo Transteorético de Cam-bio (Proschaska y DiClemente, 1984) el Proceso Precaución-Adopción (Weins-tein, 1988) y la Teoría del Ensayo (Bagozzi, 1992). Estos SCMs proporcionan una base para la comprensión de los determinantes de la conducta y del cam-bio conductual.

La construcción de la mayoría de estos modelos se ha basado en la teoría expectativa-valor, la cual parte de la afirmación de que los individuos están motivados para maximizar las ganancias y minimizar las pérdidas (Mar-teau, 1993) y por lo tanto, preferirían las conductas asociadas con la mayor utilidad posible o éxito esperado, en relación con el valor asignado a la meta. La actitud total o deseabilidad de una conducta estaría basada en la suma de los productos de la probabilidad (expectativa) y de la utilidad (valor) de los resultados específicos o sus consecuencias (Conner y Norman, 2001).

Estos supuestos básicos subyacen a los modelos con los que se intere-sa contratar en la investigación que se detalla adelante. Modelo de creencias en salud

El modelo de creencias en salud (MCS) es quizá el único de los modelos en este campo, que surgió especialmente para explicar las conductas de salud (Becker 1974), a partir de los esfuerzos iniciados en la década de los 50’s orientados a detectar las variables apropiadas para diseñar programas de educación para la salud. El enfoque se dirigió hacia las historias individuales de socialización que, vinculadas con las variables demográficas, conducen a diferencias individuales en la propensión a realizar conductas de salud. Se consideró que las creencias individuales son el eslabón entre la socialización y la conducta. Se trata de características individuales perdurables que mol-

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dean a la conducta y son adquiridas por socialización. No son fijas y pueden diferir aún en individuos con los mismos antecedentes (Rosenstock, 1974).

El modelo fue utilizado originalmente para predecir conductas de sa-lud, preventivas, como son las inmunizaciones, el autoexamen de mama, etc., pero su uso se extendió a la predicción de conductas de adherencia al trata-miento en enfermos crónicos y agudos así como a la utilización de los servi-cios de salud (Becker y cols., 1977b).

El MCS enfoca su atención sobre dos aspectos de las creencias y expec-tativas sobre la salud que tienen los individuos: la percepción de amenaza y la evaluación conductual. Rosenstock, (1974), señala que la hipótesis destaca que una persona no llevará a cabo una conducta de salud (de prevención, participación, cumplimiento o rehabilitación), a menos que cuente con un mínimo de motivación hacia la salud e información relevante sobre el tema, se vea a sí misma como susceptible de enfermar y considere como severa o amenazante la enfermedad; esté convencida de la eficacia de la intervención y vea pocas dificultades para realizar las conductas de salud. Además el mo-delo propuso que las claves para la acción pueden activar conductas de salud cuando se tienen las creencias adecuadas (Sheeran y Abraham, 2001). Las claves para la acción incluyen un amplio rango de detonantes tanto internos (percepción de síntomas), como externos (campañas de educación para la salud, carteles, recordatorio de citas, etc.).

Becker y Maiman (1983) desagregan esa hipótesis inicial, la comple-mentan y destacan el papel de la disponibilidad del individuo (intención) para llevarla a cabo, afirman que la intención que la persona tiene de llevar a cabo la acción, está determinada por la amenaza que cree que le representa la en-fermedad “x” en cuestión. Los elementos que constituyen a la amenaza son:

Susceptibilidad percibida. Percepción subjetiva de la persona sobre el riesgo o probabilidad en potencia, de padecer un problema de salud.

Severidad percibida. Percepción de la persona sobre el posible daño y las consecuencias negativas que para su vida, le acarrearía el problema de salud posible o presente.

Beneficios percibidos. Percepción que tiene el individuo sobre la efica-cia de una acción determinada para prevenir o reducir la amenaza y el im-pacto positivo para su vida a corto, mediano o largo plazo.

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Costos o barreras percibidas. Referido a la valoración personal que el individuo hace de las consecuencias negativas que se asocian o se derivan de la realización de la acción. Generalmente estos costos son inmediatos y se pueden apreciar desde que se realiza la acción.

El MCS es el modelo con el que más investigación se ha realizado. Su aplicación al estudio de las conductas de salud ha incluido una gran gama de conductas tanto preventivas como de cumplimiento del tratamiento médico prescrito así como en diferentes poblaciones. Sheeran y Abraham (2001) identifican tres grandes áreas a) conductas preventivas que incluyen a las promotoras de la salud como la dieta y el ejercicio (Bernstein y Keith, 1991), comportamiento preventivo en relación con la quimioprofilaxis de la malaria (Farquharson y cols., 2004), en la educación para la prevención del SIDA (Soto y cols., 1997), tabaquismo (Mullen y cols., 1987; Stacy y Lloyd, 1990) consu-mo de alcohol (Werch, 1990), así como uso de anticonceptivos (Hester y Ma-crina, 1985) y vacunación (Larson y cols., 1982); b) conductas de rol de en-fermo, que se refieren al cumplimiento de los regímenes médicos prescritos o adherencia al tratamiento con pacientes hipertensos (Hershey y cols., 1980), con pacientes diabéticos (Brownlee-Duffeck y cols., 1987) y pacientes con trastornos del riñón (Cummings y cols., 1982). En el uso clínico que incluye las visitas al médico para practicar medidas preventivas y practicarse revisio-nes médicas generales (Norman y Conner, 1993).

Lo antes mencionado ilustra la diversidad de tópicos que han sido es-tudiados desde la perspectiva del MCS. Así mismo las muestras de población y los métodos de recolección de datos han sido muy variados. Si bien ha predominado el autoreporte de la conducta, se han utilizado además algu-nas medidas fisiológicas (Bradley y cols., 1987), el registro conductual (Alag-na y Reddy, 1987) o registros médicos (Orbell y cols., 1995).

Se han efectuado dos grandes revisiones de los estudios utilizando el MCS con adultos (Janz y Becker, 1984). Con diferentes estrategias para la eva-luación de los estudios de investigación llegan a las conclusiones siguientes: los hallazgos de 46 estudios muestran que la eficacia de los diferentes com-ponentes del MCS para predecir conductas de salud, fue para la susceptibili-dad significativa en el 81% de los estudios, la severidad en el 65%, los benefi-cios en el 78% y las barreras en el 89%.

Sheeran y Abraham (2001) advierten sobre las limitaciones de este es-tudio, en tanto se trata de un procedimiento de conteo con deficiencias, que

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no proporciona información sobre el peso específico de cada componente en relación con la conducta; indica que tan frecuentemente ocurre un rela-ción, pero no proporciona información sobre qué tan grande o importante es el efecto. Además, se da el mismo poder predictivo a las relaciones en-contradas con muestras grandes y pequeñas y no toman en cuenta las dife-rentes mediciones de un mismo componente. La medición de los componentes del MCS

En la medición de los componentes del MCS, la mayoría de las escalas se han derivado del Standardized Compliance Questionnaire (Sacket y cols., 1974, referido por Sheeran y Abraham (2001), el cual ha sido modificado para diver-sos fines, sin embargo, a decir de los autores es relativamente difícil de con-seguir. Sin embargo se han desarrollado otros instrumentos diseñados para condiciones específicas.

La medición de los componentes del MCS se enfrenta al cuestionamien-to de numerosos autores debido a lo que consideran grandes dificultades para la operacionalización de cada uno de los componentes del modelo.

Susceptibilidad. Según Becker y Maiman (1975) al hablar de severidad, diferentes autores lo definen de maneras diferentes ya sea como la posibili-dad percibida de contraer una enfermedad, otros se refieren a la probabili-dad de enfermar e incluso en la posibilidad de recurrencia. De alguna manera todos estos contenidos serían comunes al concepto de susceptibilidad, pero autores como Tversky y Kahneman (1991), muestran que aún los pequeños cambios en la redacción de las elecciones de riesgo, generan efectos signifi-cativos sobre las respuestas a la escala, por lo que se debe ser especialmente cuidadoso en la redacción de los ítems para medir la susceptibilidad percibida.

Severidad. Este componente ha sido conceptualizado como un cons-tructo de carácter multidimensional que implica tanto a la severidad médica de la propia enfermedad (dolor, complicaciones, etc.) como a la severidad psicosocial (la interferencia con roles sociales importantes, p. ej.). Smith y cols., (1991) llaman la atención sobre aspectos a considerar como: visibilidad de la discapacidad (alta vs baja), tiempo de inicio (cercano vs. futuro distan-te) y media del inicio (gradual vs. súbito) En un estudio con pacientes con osteoporosis encontraron altos niveles de significancia relativa a la visibilidad de la discapacidad e interacción entre esta medida y el tiempo de inicio del problema sobre la respuesta de prevención, además las consecuencias de la

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baja visibilidad asociadas con un futuro distante, se vincularon con menor la intención de realizar la conducta.

Beneficios, barreras claves para la acción y motivación para la salud. Estos componentes que abarcan múltiples dimensiones presentan una com-plejidad conceptual mayor, para su operacionalización. Realizar conductas de salud abarca tanto beneficios médicos como psicosociales, mientras el componente barreras por su parte comprende barrera prácticas para ejecu-tar conductas de salud (tiempo, costo, disponibilidad, transporte, tiempo de espera, acceso a los servicios de salud) así como costos psicológico asociados (dolor, preocupación, amenaza al bienestar o al estilo de vida).

Y qué decir sobre la complejidad que reviste a medición de la claves para la acción, que presentan una gran diversidad y complejidad para su iden-tificación. Los estímulos externos para la acción puedes ser: campañas masi-vas de prevención, consejos de otras personas, artículos en prensa y recor-datorios del médico o dentista así como la enfermedad de un familiar o amigo (Bowes, 1997). Recuérdese que implican no solo a las claves o señales exter-nas, sino también las internas como signos y síntomas de la enfermedad.

El MCS ha sido un marco teórico útil para los investigadores de los de-terminantes cognitivos de un amplio rango de conductas durante más de 30 años. Sus constructos, de sentido común han favorecido su comprensión y utilización por otros profesionistas diferentes a los psicólogos.

Modelos basados en la Teoría del Aprendizaje Social

La teoría del aprendizaje social fue postulada por Rotter en 1954 y ha sido la base de diversos modelos para el abordaje de las conductas de salud. El principio más importante de esta teoría establece que “la probabilidad de que una conducta ocurra en una situación dada, es función de la expectativa de que la conducta conducirá a un reforzamiento particular en tal situación y al valor de tal resultado” (Rotter, 1954). El principio puede desdoblarse en dos constructos, el relacionado con la expectativa y el relacionado con el valor asignado al resultado. Locus de Control

El primer constructo, el de la expectativa, ha sido el más estudiado, particu-larmente como expectativa generalizada: el Locus de Control, que se refiere

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a la creencia de las personas sobre qué o quién es responsable de lo que le ocurre a uno; lo que se puede traducir en términos de que si uno mismo o fuerzas externas controlan los resultados de la conducta o los reforzadores. Se considera que aquellos que creen que tienen control sobre su salud reali-zarían más a menudo comportamientos que promueven la salud y que como resultado tendrían una mejor salud (Wallston y Wallston, 1981; Norman y Be-nnet, 2001). Estas afirmaciones son de aceptación generalizada, de modo que han sido incluidas de manera explícita en las declaraciones de la OMS, en la Ottawa Charter for Health Promotion de 1986, donde se definen los pro-gramas de promoción de la salud como “el proceso de capacitar a la gente a incrementar el control sobre y a mejorar, su salud”.

Los orígenes del constructo de Locus de Control en salud se pueden detectar en la teoría de Rotter (1954), cuyo principio más importante refiere a que la probabilidad de que una conducta ocurra en una situación dada, es función de (a) la expectativa del individuo de que la conducta conducirá a un determinado reforzador y (b) la medida en la cual esta consecuencia es con-siderada valiosa. En este contexto se introdujo la noción de locus de control, como una expectativa generalizada relativa al vínculo percibido entre las ac-ciones de uno y los resultados experimentados. El autor distingue entre creen-cias de orientación de locus de control, interno y externo: “interno” se refie-re a las creencia de que los eventos son consecuencia de las propias acciones y por lo tanto están bajo el control personal, mientras que “externo” se re-fiere a creer que los eventos no están relacionados con nuestras acciones y por lo tanto están determinados por factores que están fuera del control personal.

El constructo de locus de control tiene semejanzas con otros que des-tacan la importancia de las percepciones de control sobre los resultados y sobre la ejecución de diversas formas de comportamiento, como la autoefi-cacia (Bandura y cols., 1982) o la competencia percibida. Esta semejanza ocu-rre particularmente con constructos que se enfocan sobre las causas de los eventos argumentando que las creencias de locus de control están basadas en cierta medida en atribuciones causales, sin embargo existe una clara distinción conceptual entre las creencias de locus de control y las creencias causales, estas últimas se enfocan a las causas de eventos pasados, mientras que las creencias de locus de control lo hacen sobre expectativas de eventos futuros.

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El locus de control como una expectativa generalizada de que las ac-ciones de uno deben utilizarse para alcanzar metas, fue medido primero en la escala interno-externo. Esta escala ha sido una de las escalas más utilizada para medir las diferencias individuales (Rotter, 1990). En la revisión de los trabajos iniciales con esta escala, Strickland (1978) afirma que en compara-ción con los externos, los internos con más probabilidad realizarían esfuerzos para controlar su medio ambiente, responsabilizarse de sus actos, buscar y proponer conducta relevante para mostrar un mejor aprendizaje y una toma de decisiones más autónoma. Aplicando tales hallazgos a la conducta de salud se predijo que aquellos individuos con Locus de Control Interno podrían actuar de manera más responsable y activa con su salud, y como resultado se au-mentaba la probabilidad de que se comprometieran en actividades de pro-moción a la salud. Los trabajos iniciales aplicando la escala interno-externo tuvieron algún éxito, aunque han surgido dos críticas a su uso. Por una parte, al utilizar la escala general interno-externo se encontró que la varianza era generalmente baja, lo cual se interpretó como la necesidad de desarrollar es-calas específicas a la salud, y a la condición específica de salud, algo ya pre-visto en la teoría de Rotter y que había sido precisado en 1975 por él mismo, al afirmar que cuando el individuo posee experiencia en una situación especí-fica, una escala de locus de control específica a la situación, tendería a ser más predictiva de las conductas de salud (Rotter, 1975) y por otra, por haber conceptualizado al locus de control como un constructo unidimensional. Levenson (1974) afirma que se trata de un constructo multidimensional, en tanto las creencias de locus de control son ortogonales (en ángulo recto) a las creencias de locus de control externo, distinguiendo dentro de éste últi-mo, entre la influencia de otros poderosos, que son aquellas personas a las que se les considera importantes o con capacidad de influir o decidir sobre la persona y el azar, la suerte o el destino. En respuesta a tales críticas Wallston (1978) propone la escala Multidimensional Health Locus of Control Scale (MHLC), una de las escalas más utilizadas para predecir conductas de salud.

La escala MHLC (Wallston, 1978) mide creencias de expectativa genera-lizadas con respecto a la salud, en tres dimensiones: La primera dimensión mide la creencia de las personas de que su salud es el resultado de sus pro-pias acciones (HLC interno), la segunda mide la creencia que los individuos tie-nen sobre que su salud está bajo el control de otros poderosos (HLC otros poderosos), y el tercero evalúa la medida en la cual creen que su estado de salud depende de la suerte, el destino o el azar (HLC azar).

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Dada su orientación a la predicción de la conducta, el constructo locus de control se predice que aquellos que califican como “internos” en la MHLC tienen mayor probabilidad de involucrarse en actividades de promoción a la salud. Existe una afirmación implícita en toda la literatura sobre el hecho de que la internalidad es algo deseable. En relación con la dimensión de “otros poderosos”, existen situaciones en que se considera que el papel de otros poderosos puede ser muy útil, particularmente durante las enfermedades agudas o crónicas (Pimenta, 2001; Alvarado, 2003) esto es, las creencias de locus de control de “otros poderosos” puede ser predictiva de conducta de salud, cuando un profesional de la salud se las recomienda. Considerando el papel que las creencias características de la dimensión de “azar”, en situa-ciones en donde hay poco o nada que se pueda hacer para resolver su esta-do de salud, las creencias de HLC azar pueden resultar adaptativas para la persona, ya que a través de mecanismos de afrontamiento como el dar sen-tido a la vida o sublimar puede resultar esperanzador o tranquilizante (Alva-rado, 2003; Pimenta y cols., 2005). Sin embargo, se ha afirmado generalmen-te que las creencias de “azar” proporcionan meramente un contraste de la dimensión de internalidad (Wallston, 1992), de modo que los individuos con fuertes creencias HLC de azar es menos probable que se involucren en con-ductas relacionadas con la salud.

El constructo HLC ha sido utilizado por los psicólogos de la salud princi-palmente como predictor de la ocurrencia de conductas preventivas de daño o enfermedad. Se cree que los “internos” muestran una responsabilidad más activa por su salud, lo que da lugar a predecir que habrá una fuerte correla-ción entre las creencias de HLC internas y la realización de conductas preven-tivas. Dado que el constructo HLC originalmente se enfocó sobre expectativas generalizadas con respecto a la salud, Wallston (1992) ha argumentado que las creencias HLC internas deberán mostrar fuertes correlaciones con la eje-cución de conducta preventiva de salud en un nivel general (índices globa-les), más que con conductas específicas.

Conductas preventivas de Salud. La literatura reporta inconsistencia en los resultados de los estudios que vinculan las creencias de locus de control con la realización de conductas preventivas de salud. Así algunos estudios han encontrado una relación positiva entre creencias HLC internas e índices de conducta preventiva de salud en poblaciones de adultos, de adultos jóvenes y estudiantes universitarios (Herring y Montgomery, 1996; Steptoe y Wardle,

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2001; Zdanowicz y cols., 2004; Salheb y Baena de Moraes, 2010). En contras-te otros estudios refieren no haber encontrado tal relación (Winefield, 1982; Steptoe y cols., 1994; Norman, 1995). Steptoe y Wardle (2001) consideran que la inconsistencia puede deberse al reducido tamaño de las muestras, propo-niendo utilizar muestras de población más grandes y mejorar la estimación de los índices de medición de conductas promotoras de salud.

Específicamente en relación con la ejercitación del organismo, estudios realizados para conocer la relación entre las creencias de HLC y la participa-ción en una actividad física, han mostrado la estrecha relación que existe entre HLC interno en participantes de un programa universitario de salud (Burk y Kimiccik, 1994); con la realización de conductas saludables, entre ellas el ejercicio en mujeres británicas de 45 años (Liao y Hunter, 1995), así como con poblaciones de la tercera edad (Jimeno y cols., 2009).

Entre los temas que se han estudiado desde el locus de control ha sido el del consumo de alcohol en exceso, comparando los valores obtenidos con alcohólicos y con no alcohólicos. Los resultados han sido inconsistentes para ambas dimensiones internalidad y externalidad en relación con la presencia de alcoholismo (Dean, 1991; Marrero y cols., 2010). Algunos estudios han mostrado una relación entre externalidad y alto consumo de alcohol (Aopoa y Damon, 1982).

Entre las conductas preventivas, las relacionadas con el VIH-SIDA, ha sido estudiada desde el constructo locus de control. Se espera que ocurra una rela-ción positiva entre HLC interno y la práctica de conductas sexuales seguras. (Salheb y Baena de Moraes, 2007). Los estudios revisados reportan resultados generalmente acordes con tal expectativa en relación con el uso del condón (St Lawrence, 1993), en adolescentes. Price-Greathouse y Trice (1986) y Kelley y cols. (1990) con homosexuales, quienes mostraban una mayor tendencia a considerar que la probabilidad de infectarse estaba relacionada con el azar.

En el tema de autoexamen de mamas. Aún cuando autores como Re-deker (1999), encontró que las mujeres que se practican un autoexamen de mamas al menos tres veces al año tienen fuertes creencias internas HLC. Sin embargo, otros estudios no han encontrado ninguna relación entre creen-cias HLC y en la ejecución del autoexamen de mamas (Smith y Cols., 199; es-pecíficamente Nemeck, 1990).

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Fabelo y cols. (2011) en su análisis argumentan sobre la relación entre HLC interno y la conducta de Dejar de Fumar. En el caso de la conducta de fumar cigarrillos se esperaría que los fumadores que se perciben a sí mismos con control personal sobre su salud sería más probable que iniciaran y man-tuvieran cambios en su conducta de fumar, así mismo, para este caso, otro supuesto de entrada podría ser que aquellos con calificaciones altas en “otros poderosos” respondieran mejor ante el consejo de los médicos, algo que se ha reportado en la literatura, junto con evidencias a favor de la parti-cipación en un programa formal para dejar de fumar. Los estudios han dado resultados contradictorios, en tanto reportan la confirmación de la hipótesis de que puntuar alto en HLC interno puede ser predictivo de la conducta de dejar de fumar e incluso mantener el cambio en un seguimiento a los 6 me-ses, mientras otros estudios (Leal y cols., 2010).

El HLC ha sido utilizado con una gran diversidad de conductas para con-ductas protectoras, de adherencia al tratamiento y de rehabilitación. Es el caso de las conductas de dolor en pacientes con cáncer y otras enfermeda-des (Arraras y cols., 2002), la autoadministración de analgesia en pacientes postquirúrgicos (Brandner y cols., 2002). En programas de rehabilitación car-diaca en pacientes (Younger y cols., 1995) en programas de intervención diri-gidos a mujeres para favorecer la toma de mamografías, (Williams-Piehota y cols., 2004); en pacientes con vértigo (Grunfeld y cols., 2003). Medición del Locus de control

La medida más ampliamente usada para evaluar el HLC es la escala MHLC, aunque tiene un gran número de formas diferentes. Esta escala fue desarro-llada inicialmente por Wallston y sus colegas al final de los 70’S, quienes de-sarrollaron originalmente una medida unidimensional en cuyos extremos se ubicaba la creencia en la habilidad de uno mismo para controlar la salud (HLC interno), y en el otro extremo se situaba la creencia de que la salud está fuera del control personal (HLC externo). Levenson (1974) había argumentado que la internalidad y la externalidad eran de hecho, ortogonales y que dentro de las creencias de locus de control externo era posible distinguir entre el con-trol externo ejercido por otros poderosos y la influencia del azar o la fatali-dad. Levenson (1974) desarrolló una medida no específica de locus de con-trol incorporando estos puntos. Esta escala fue desarrollada y hecha especí-fica para la salud por Wallston y cols. (1978); mide tres dimensiones ortogo-

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nales: HLC “interno”, “otros poderosos” y HLC de “azar”. La escala HLC “inter-no” mide las creencias de los individuos sobre la habilidad que uno tiene para controlar su salud; la escala HLC de “otros poderosos” mide la creencia sobre el control que los profesionales tienen sobre la salud de las personas y la escala HLC de “azar” evalúa la medida en la cual la gente cree en el azar, el destino y la fatalidad como determinantes de su salud.

Cada una de estas subescalas está integrada por 6 ítems los cuales son valorados en una escala tipo Lickert de 6 opciones que va de “fuerte-mente en desacuerdo” y “fuertemente de acuerdo”. Se construyeron dos escalas A y B encontrando que presentaban una alta correlación interna “in-terno” r= 0.80; “otros poderosos” r= 0.76 y azar r= 0.73. En la escala pro-puesta por Wallston se califica atendiendo a la valoración del puntaje de cada una de las tres escalas: locus de control interno, otros poderosos y azar, de manera independiente. Lefcourt (1991) reportó diversos estudios que reali-zados sobre la validación del MHLC, cuyos resultados confirman como satis-factoria la estructura de los factores y la confiabilidad de la forma A (Marshall y cols., 1990).

Se han reportado otros desarrollos de escalas a partir de la original MHLC. De hecho, Wallston desarrolla una escala C dirigida a enfermedades específicas. Esta forma incluye 24 ítems (8 por cada escala), habiendo redac-tado cada pregunta para hacerla aplicable a la condición médica específica de los pacientes., habiéndola reducido posteriormente a 18 ítems (Wallston y cols., 1994). Valor Asignado a la Salud

De acuerdo con la teoría del Aprendizaje Social, lo descrito hasta ahora sobre el locus de control se sostendría para aquellos individuos para quienes la salud tuviera un valor importante, que representa el segundo constructo que inte-gra el principio básico de la teoría, cuando establece que la probabilidad de que ocurra una conducta estará en función de la expectativa generalizada de locus de control y por otra, del valor asignado a la salud. La mayor parte de la investigación que se ha realizado sobre la expectativa o creencia de locus de control, ha dejado de lado el valor que los individuos asignan a la salud, ya sea por desconocimiento de que se trata de un constructo integrado en la Teoría del Aprendizaje Social o porque se tiende a asumir que la salud tiene para individuos y grupos sociales un valor uniformemente alto (Marteau, 1993).

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Soslayar el valor que la persona asigna a su salud representa además la se-gunda crítica más frecuente al modelo de locus de control. Sin embargo, aun cuando el valor asignado a la salud es tomado en consideración en algunos estudios, ha sido casi siempre de manera más aditiva que multiplicativa (Wallston, 1991). El valor asignado a la salud debe ser visto como un mode-rador de la relación entre creencias HLC internas y la ejecución de la conducta de salud. Como resultado, se ha predicho que los “internos” que valoran su salud tendrían mayor probabilidad de ejecutar un rango de conductas rela-cionadas con la salud.

Son dos las escalas que se han usado principalmente para medir el valor que los individuos asignan a la salud. Una es la escala de Lau y cols. (1986), que mide el valor absoluto a la salud a través de 4 reactivos ante los cuales se pide a los sujetos que respondan en una escala tipo Likert de 6 puntos que oscilan entre “totalmente de acuerdo” (6) y “totalmente en des-acuerdo” (1). Las preguntas son cuestionamientos generales sobre la salud, sin un contexto en particular: 1) “Hay muchas cosas que yo cuido más que a mi salud”; 2) “Si no tienes salud no tienes nada”; 3) “La buena salud es de poca importancia para una vida feliz”, y 4) “No hay nada más importante que una buena salud”. Las respuestas son sumadas y se obtiene el valor general asignado a la salud. Lau y Cols (1986) reportan una buena consistencia inter-na de la prueba en diferentes poblaciones (0.63 a 0.72).

Los estudios que han estimado la capacidad predictiva de conductas de salud, derivada de la interacción entre las creencias de locus de control interno y el valor asignado a la salud, han producido generalmente resulta-dos positivos. Weiss y Cols. (1996) encontraron que para individuos que ha-bían obtenido puntajes altos en el valor que asignan a su salud presentaron una correlación significativa entre los puntajes de creencias HLC internas y la ocurrencia de conductas de salud. En contraste, la misma correlación no fue significativa para individuos que asignaron un valor bajo a su salud. Como resultado, se afirma que aquellos individuos que tienen fuertes creencias HLC

internas y asignan un alto valor a su salud se involucran en un número mayor de conductas promotoras de salud, lo cual ha sido constatado por autores como Lau y cols. (1986) y Norman (1995).

Cuando se considera la ejecución de conductas específicas de salud, emerge un patrón similar de resultados. La evidencia de interacción entre creencias HLC internas y valor a la salud se ha encontrado para las conductas

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de seguir una dieta (Hayes y Ross, 1987), de dejar de fumar (Kaplan y Cow-less, 1988), de autoexamen de mama (Lau y cols., 1986) y de búsqueda de información (Wallston, 1989). En general, el patrón de resultados apunta hacia la importancia de considerar el valor asignado a la salud como una va-riable moderadora cuando se usa el constructo HLC para predecir la conducta de salud.

Las revisiones más recientes han concluido que los constructos de lo-cus de control en salud y de valor asignado, ya sea juntos o por separado no han sido indicadores suficientemente poderosos para predecir conducta salu-dable (Wallston 1991, 1992). Autoeficacia Percibida

En el contexto de los modelos derivados de la Teoría del Aprendizaje Social (Rotter, 1954; Bandura, 1986, 1991), se puede ubicar un constructo que se encuentra presente en la gran mayoría de los modelos de creencias, expec-tativas y atribuciones en salud que se han desarrollado posteriormente. Es el constructo de autoeficacia, el cual fue desarrollado en el marco de la modifi-cación cognitiva de la conducta. Se refiere a la creencia de que “…uno es capaz de ejecutar exitosamente el comportamiento requerido para obtener determinados resultados” (Bandura, 1986). Se considera que un fuerte sen-tido de eficacia personal se encuentra relacionado con una alta ejecución una mejor integración social y una salud mejor.

En el campo de la salud, las expectativas de autoeficacia, pueden afec-tar de dos maneras: 1) en su acción como variable cognitivas-motivacionales que regulan el esfuerzo para realizar una conducta dada y la persistencia en su realización y 2) como mediadores cognitivos de las respuestas de estrés (Villamarín Cid, 1990).

En 1977 Albert Bandura, quien utilizó por primera vez este término, distinguió entre expectativas de resultados y expectativas de eficacia. “Expec-tativa de resultados es la creencia, de que un determinado comportamiento conducirá a determinados resultados. Expectativa de eficacia es la creencia de que uno es capaz de ejecutar exitosamente el comportamiento requerido para obtener determinados resultados”. Mientras las expectativas de resul-tados se refieren a la percepción de las consecuencias posibles de nuestras propias acciones, la autoeficacia percibida pertenece al ámbito del control personal de la acción, la mediación y la voluntad.

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Es de esperarse que una persona que crea que es capaz de realizar el tipo de comportamiento que conduzca a determinados resultados, esto es, que es capaz de causar un evento, tenga un tipo de vida más activo y auto-determinado. El tipo de pensamiento “poder hacerlo” reflejaría tanto un sen-tido de control sobre el ambiente personal, como el contar con la creencia de que se es capaz de afrontar exitosamente los retos que se le presenten, a través de la realización de acciones adaptativas. Bandura (1987) enfatiza que la eficacia en el manejo y afrontamiento del entorno, no consiste sólo en conocer de antemano la forma de actuación más adecuada en cada situa-ción, y tampoco se trata de un forma fija de comportamiento de la que dis-ponemos en nuestro repertorio, sino que implica una capacidad generativa en la que es necesario integrar las competencias cognitivas, sociales y con-ductuales en cursos de acción que conduzcan a determinados propósitos.

Los individuos con una alta autoeficacia se ponen a sí mismos metas más altas que significan retos y se comprometen con ellas (Salanova y cols., 2005). Las acciones son premodeladas en el pensamiento y la gente anticipa escenarios optimistas o pesimistas según su nivel de autoeficacia percibida. Una vez iniciada la acción, aquellos con una autoeficacia alta invierten ma-yor esfuerzo y persisten más que aquellos cuya autoeficacia es baja. Así mismo, cuando existe un retroceso, los que más pronto se recuperan son los primeros.

En general, tanto para su adquisición como para su modificación, la au-toeficacia recibe la influencia de cuatro fuentes de información: la experien-cia personal exitosa, la experiencia vicaria, o sea la experiencia que se obtie-ne a través de la observación del comportamiento, actitudes, emociones, etc. de otros, y sus efectos sobre la consecución de metas y en la transformación del entorno; de la persuasión verbal y de la disminución de la actividad fisioló-gica o retroalimentación fisiológica.

La autoeficacia es un concepto situacional específico para Brannon y Feist (2001), que se refiere a la confianza que las personas tienen en su ca-pacidad para llevar a cabo patrones de comportamiento que les permitan alcanzar los resultados que se proponen en situaciones específicas.

El constructo de autoeficacia, ha tenido una amplia aplicación a proble-mas y escenarios; en el campo de la salud habría que destacar su utilización en la comprensión de la dificultad para realizar conductas promotoras de sa-lud y el refrenarse de llevar a cabo conductas que la afectan negativamente.

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En este contexto, las personas generalmente tienen problemas inicial-mente, para tomar decisiones para cambiar y después, para mantener el cam-bio. Para Schwarzer y Fuchs (2001) la probabilidad de que una persona reali-ce conductas valiosas para la salud o para dejar un hábito dañino a la misma, puede depender de tres tipos de cogniciones: a) la expectativa de que uno está en riesgo (el riesgo que tengo de contraer cáncer de pulmón por fumar, es más alto que el de otras personas en mi circunstancia); b) la expectativa de que la modificación del comportamiento puede reducir tal probabilidad (si dejo de fumar, el riesgo disminuirá), y c) la expectativa de que uno tiene la capacidad para adoptar una conducta positiva o para eliminar un hábito da-ñino (tengo la capacidad de dejar de fumar de manera permanente). A fin de iniciar y mantener una conducta de salud, no es suficiente contar con expec-tativas de resultado (si dejo de fumar se reducirán mis posibilidades de con-traer un cáncer), sino que además debemos creer que somos completamen-te capaces de ejecutar la conducta requerida.

En suma, las creencias de autoeficacia afectan la intención de cambiar conductas de riesgo, la cantidad de esfuerzo invertido en alcanzar tal meta y la persistencia para continuar esforzándose a pesar de las barreras encon-tradas y los retrocesos que puedan minar la motivación a realizar conductas de salud.

La aplicación del constructo de autoeficacia percibida en lo relativo a los problemas de salud, remonta a los estudios de Beck y Lund (1988) con pa-cientes dentales a quienes sometieron a una condición de persuasión verbal para modificar sus creencias sobre la enfermedad periodoncial. En 1990 Sey-del y cols., reportaron que la expectativa de resultados y la autoeficacia per-cibida eran buenos predictores de la realización de conductas preventivas de cáncer como la práctica del auto examen de mama y el Papanicolau. Rippe-toe y Rogers (1987), Sithartan y Kavanagh (1990) y posteriormente Luszczyns-ka y Shwarzer (2003) y Cancino (2004), y López y cols. (2005) confirman la buena capacidad predictiva de la autoeficacia en programas para el control en el tomar alcohol y el control de la drogodependencia. La expectativa de autoeficacia ha mostrado ser un recurso personal poderoso en el afronta-miento del estrés (Lazarus y Folkman, 1987; Godoy, 2008). La influencia de la autoeficacia se ha reflejado también en el control del dolor (Litt, 1988), la pre-sión sanguínea, la tasa cardiaca y conductas preventivas de enfermedad car-diovascular (Abenza y cols., 2010) y los niveles de catecolaminas en sangre estos

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últimos en situaciones de reto o amenaza (Bandura y cols., 1982, 1985, 1988). En pacientes postinfartados, su recuperación física ha sido más rápida cuan-do cuentan con una autoeficacia percibida respecto de su eficacia física y car-diaca (Taylor y cols., 1985); así como en el tratamiento terapéutico de episo-dios depresivos (Villegas, 2010).

Otros campos en que se ha probado la pertinencia del constructo ha sido el del tamizaje o práctica de exámenes físicos en adolescentes, Ozer y cols. (2004). Destaca también la utilidad del constructo en ambientes odon-tológicos, particularmente en conducta preventiva de la salud dental como lo ilustra el trabajo de Stewart y cols. (1999) quienes reportan una relación significativa entre la autoeficacia y la utilización de estrategias dentales como la identificación de la placa dental y la utilización del hilo dental en la higiene bucal. Nuevas aplicaciones se han hecho con intervenciones en recuperación postraumática, donde una alta autoeficacia se ha relacionado con una recu-peración más rápida (Benight y Bandura, 2004).

El espacio sería insuficiente para anotar todas las aplicaciones que ha tenido el constructo por su importancia, baste con mencionar que se ha utili-zado en relación con la práctica de ejercicio físico (Weinberg y cols., 1992; Maduux, 1993). La conducta sexual de riesgo para la adquisición de VIH (O’Lea-ry y cols., 1992 y Block y cols., 1995); en el estudio de las conductas alimen-tarias y el control de peso Sallis y cols. (1988) y Bagozzi y Warshaw (1990). El concepto ha continuado siendo utilizado en diversas áreas, ambientes y pro-blemas, como el rendimiento escolar, desórdenes emocionales, salud física y mental y elección de carrera (Schwarzer y Fuchs 2001; Merino, 2007; Chie-cher, 2009; Blanco, 2010).

La autoeficacia como constructo ha estado presente en los modelos de adicción y recaída (Marlatt y cols., 1994), sugiriendo que la gente que afron-ta exitosamente situaciones de alto riego para reincidir en conductas nocivas a la salud, serían aquellas que cuentan con una autoeficacia alta, y que se en-cuentran convencidas de que poseen las capacidades necesarias para resta-blecer el control después de una recaída. La medición de la Autoeficacia

Hay dos métodos básicos para diseñar una escala de conducta de riesgo, de autoeficacia. Una es confrontar al individuo con una lista o jerarquía de si-tuaciones de tentación y evaluar la autoeficacia en situaciones específicas,

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en concordancia con estas demandas. La segunda aproximación apunta hacia el uso de restrictivo de sustancias, preguntando al individuo si ellos en gene-ral se sienten competentes para controlar la conducta en cuestión (sin tomar en cuenta situaciones específicas de riesgo). En el dominio del fumar, por ejemplo, el primer método ha sido elegido por Velicer y cols. (1990). En inves-tigación sobre el beber alcohol, ha sido usado por Annis y Davis (1988) y Mi-ller y cols. (1989). La segunda aproximación fue elegida por Godding y Glas-gow (1985), para evaluar la autoeficacia en el fumar. Para el consumo de alco-hol, los instrumentos fueron elaborados por Sitharthan y Kavanag (1990), Young y cols. (1991). Un tercer intento de evaluar la autoeficacia ha sido pu-blicado por Haaga y Stewart (1992), quien desarrolló una “técnica de pen-samientos articulados” para medir la recuperación de la autoeficacia, des-pués de una recaída en la abstinencia de fumar. La medición de la Autoefica-cia ha tomado principalmente una tendencia hacia la especificidad de situa-ciones, así se han desarrollado diversos instrumentos psicométricos para eva-luar la autoeficacia en cuanto al desarrollo de actividades físicas tales como la escala de autoeficacia en la práctica de ejercicio físico de García y King (1991), Fruin y cols. (1994) y Fuchs y Schwarzer (1994).

Las escalas para la autoeficacia de fumar, de seguir una dieta, de ejercicio físico, uso de condón, tamizaje de cáncer y provisión de apoyo social, pueden encontrarse en Shwartzer (1993). Éstas escalas están disponi-bles en inglés, español y alemán disponible en más idiomas se encuentra una escala de autoeficacia más general. Hacia una Teoría del Aprendizaje Social Modificada

Las inconsistencias encontradas en los diferentes constructos que parten de la Teoría del Aprendizaje Social: Locus de Control en Salud, Valor Asignado a la Salud y Autoeficacia Percibida, después de llevar a cabo metaanálisis am-pliamente inclusivos, llevaron a Wallston (1989, 1992) a considerar, que el locus de control es condición necesaria pero no suficiente para predecir la ejecución de una conducta de salud y en consecuencia, a incorporar en su nueva propuesta al valor asignado a la salud y las creencias de autoeficacia, constituyendo un modelo integrado. Así, para realizar una conducta de salud los individuos han de valorar su salud como importante, considerar que es producto de su comportamiento relacionado con la salud y de manera con-currente creer que es capaz de realizar la conducta en cuestión. En conse-

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cuencia, las creencias de autoeficacia solo predecirán conducta de salud cuan-do la persona valore su salud como importante y tenga una orientación in-terna de locus de control. El siguiente diagrama ilustra el modelo.

Modelo de Wallston

ADHERENCIA AL TRATAMIENTO

Las fallas que presentan las personas al seguir el tratamiento prescrito por el médico, ya sea para curar una enfermedad o para prevenirla, es actualmente una de las preocupaciones centrales cuando se habla de la eficiencia en la atención médica y de la salud de la población. La preocupación surge no solo porque el incumplimiento de las indicaciones da lugar a un uso ineficiente de los medicamentos, ya que su capacidad curativa varía en función de la dosis y la sistematicidad con que se ingiere, con el consiguiente impacto en la mor-bilidad y en la mortalidad, sino porque además representa una fuerte eroga-ción para las instituciones de atención a la salud (Rodríguez Marín, 2008). Sin embargo los laboratorios invierten grandes sumas en demostrar la eficiencia de un medicamento pero poco se gasta en conocer las causas de porqué los pacientes no siguen sus tratamiento como se les indica.

FACTORES SOCIODEMOGRÁFICOS

Locus de Control

Autoeficacia Percibida

Valor asignado a la Salud

CREENCIAS PERSONALES

Motivación

Volición

Conductas

de

Salud

HISTORIA DE APRENDIZAJE

RESULTADOS

CONSECUENCIAS

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La Adherencia Terapéutica

Entre las definiciones de adherencia Haynes (1979), habla de la medida en la cual, la conducta de una persona (en términos del consumo de fármacos y cambios en el estilo de vida) coincide con los consejos del médico o del per-sonal sanitario. Una definición tan amplia responde a la complejidad de un tratamiento que implica no solamente la toma de medicamentos sino tam-bién cambios en la dieta, ejercicios e incluso en la forma en que las personas afrontan psicológicamente a la enfermedad.

Rodríguez Marín (2008) precisa que lo contrario a la adherencia es el incumplimiento caracterizado como un comportamiento con una alta probabi-lidad de ocurrencia, particularmente cuando se trata de conductas de carácter más bien preventivo que curativo o cuando estamos ante enfermedades de carácter asintomático, esto es, que no se ven acompañadas de síntomas dolorosos, molestos o incapacitantes, como por ejemplo, el caso de la hiper-tensión arterial. Explica que la baja probabilidad de ocurrencia se debe a que no resulta evidente a corto plazo, que el seguir el tratamiento conduzca al alivio de los síntomas, evocando el reforzamiento negativo, particularmente en el caso de las enfermedades crónicas como la hipertensión arterial, caso contrario ocurre con las enfermedades agudas que consiguen la mejora de su sintomatología en el corto plazo, si se sigue el tratamiento prescrito.

La falta de adherencia al tratamiento o incumplimiento, se refleja en formas de comportamiento tales como: dificultades para iniciar el tratamien-to, suspensión prematura del mismo, cumplimiento incompleto o deficiente de las indicaciones, expresado en fallas por omisión, alteración de la dosifi-cación, en la temporalidad o confusión de medicamentos (Ferrer, 1995).

El incumplimiento del tratamiento decíamos antes, tiene diversas im-plicaciones, unas para el propio sistema de servicios de salud, por el incre-mento en el costo de proporcionar atención a la salud de la población y el impacto que tienen sobre la morbilidad y la mortalidad y otras se relacionan directamente con la salud y la enfermedad del paciente, con la actuación del médico y con la familia. En cuanto al paciente, este podrá ver exacerbada su enfermedad, perderá el control en su evolución y abonará elementos para la pérdida de su calidad de vida, al presentar complicaciones progresivas y se-cuelas que le conduzcan a un mayor sufrimiento, la prolongación del trata-miento, así como recaídas y reingresos (Martín y Grau, 2004). En cuanto al proceder del médico, los indicadores de la enfermedad del paciente pueden

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conducirle a actuar a partir de información falsa, ya sea cambiando el trata-miento o incrementando la dosificación al considerar que el tratamiento pres-crito es ineficaz ya sea en su dosificación o contenido, con un agregado per-sonal negativo de trascendencia social para su propio prestigio profesional como médico.

En cuanto a la familia, el incumplimiento del tratamiento se refleja en la afectación de la calidad de vida y transformaciones en la dinámica familiar que ocurren como resultado de la presencia de un enfermo en su seno, así como la reorientación de los recursos económicos de la familia hacia la aten-ción del paciente, con repercusiones importantes en las expectativas de de-sarrollo de los miembros restantes de la misma (Ortiz-Viveros, 1996).

La falta de adherencia al tratamiento ha llegado a ser, por su trascen-dencia, una de las líneas de investigación predominantes tanto desde un punto de vista médico como desde la psicología de la salud, llegando a concebirse como un problema para la salud pública. La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2003) ha estimado que, en los países desarrollados, solo el 50% de los enfermos crónicos siguen su tratamiento, situación que es más grave en los países en desarrollo por la falta de cobertura de los servicios médicos y los li-mitados recursos económicos de la mayoría de la población.

Factores que afectan a la adherencia

Los factores determinantes de la adherencia al tratamiento se han clasifica-do en las siguientes categorías: a) los relativos a la calidad de la relación médi-co paciente, si la relación es deficiente, insuficiente, inexistente o con una comunicación defectuosa habría mayores dificultades para una adherencia adecuada al tratamiento b) las características del tratamiento o régimen tera-péutico, donde entre más oneroso económicamente, más complicado o con mayores efectos secundarios habrá menor probabilidad de adherencia, c) las características de la enfermedad o trastorno, ya que enfermedades muy doloro-sas o con muchos síntomas visibles favorecerán una mayor adherencia y d) las variables relacionadas con el propio paciente y su entorno social. El compor-tamiento de las personas que rodean al paciente, ya sea a través de sus pro-pias creencias o actitudes o a partir del apoyo social que pueden proporcio-nar al paciente, condicionan o modulan la adherencia al tratamiento. Se ha

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encontrado que las personas que reciben apoyo social por seguir el trata-miento, consiguen niveles más altos de adherencia (Martín y Grau, 2004; Amigo y Cols, 1999 y Rodríguez Marín, 2008). La evaluación de la adherencia al tratamiento

En la literatura sobre la adherencia se pueden encontrar las diferentes op-ciones seguidas para medir la adherencia al tratamiento. Estas han seguido directas e indirectas. Entre las medidas indirectas se mencionan el juicio o la valoración realizada por el profesional de la salud, el autoreporte del pacien-te y el autoregistro o automonitoreo, este tipo de mediciones se consideran poco confiables por lo que se recomienda que su utilización sea complemen-tada con otro tipo de mediciones más objetivas (Vargas y Robles, 1996).

Las medidas directas de la adherencia a tratamiento incluyen: la medi-ción del consumo de medicamentos, de la cual Macià y Méndez (1999) advier-ten sobre las desviaciones que pueden ocurrir por errores en la estimación del tiempo en que se deben consumir los medicamentos, de errores de inter-pretación y sesgos individuales del paciente en su afán de cumplir las expec-tativas que supone que tiene el profesional de la salud u otros personajes sig-nificativos para el paciente. Los análisis bioquímicos y rastreo de medicamen-tos son consideradas como las estrategias más objetivas las cuales se reali-zan a través de análisis químicos practicados al paciente, generalmente a tra-vés de la sangre, la orina, el excremento o el aliento (Meichenbaun y Turk, 1987). Así, cada una de las técnicas mencionadas tiene sus ventajas y limita-ciones en la producción de datos confiables, al menos cuando estas son utili-zadas de manera aislada, lo que hace evidente la necesidad de combinarlas para conseguir mejores resultados.

Reconocer la trascendencia que tiene para la salud de la población la adherencia al tratamiento o la adherencia a las medidas preventivas de la en-fermedad, ha desarrollado un fuerte interés por estudiar el fenómeno. Las in-vestigaciones realizadas han sido orientadas por: a) el deseo de diseñar estra-tegias de intervención exitosas para conseguir una buena adherencia y b) co-nocer las razones de la gran variabilidad del comportamiento adherente en-tre la población, con el fin de contar con elementos que permitan identificar los factores que determinan tal variabilidad.

La investigación que en este campo se ha desarrollado ha seguido dife-rentes caminos de abordaje, al tomar como base diversas explicaciones de la

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adherencia, surgidas estas de la adopción de diferentes teorías y modelos. Entre los estudios iniciales de la adherencia se encuentran los que enfatizan la relación entre diversos factores sociodemográficos como clase social, edad, sexo, ingreso, estrato social, raza, religión o estado civil, destacando su papel como condicionantes o moduladores de la acción de otras variables, más que como determinantes de la adherencia (Vargas y Robles, 1996). Aún cuando no podemos considerar a estas variables como factores determinantes, su presen-cia nos permitiría contar con un perfil de riesgo de pacientes no adherentes.

Otros estudios se enmarcan en el modelo conductual y el cognitivo con-ductual, destacando la vigencia de los principios de la Teoría del Aprendizaje en el aprendizaje y mantenimiento de la conducta de adherencia al tratamien-to y la mediación que ejercen las cogniciones y creencias de las personas, sobre su conducta, específicamente con la relacionada con su salud (Bran-non y Feist, 2001).

Desde este Modelo se recurre a explicar el comportamiento a través de procedimientos como el reforzamiento positivo, el reforzamiento negativo, el castigo, la extinción, el control del ambiente y la autoregulación que resul-ta de la retroalimentación personal y social, mediados por los procesos cog-nitivos representados por valores y creencias producto de la socialización del individuo (Dunbar y Agras, 1980; Meichenbaum y Turk, 1987).

El aporte de la teoría conductual a la adherencia al tratamiento a través del análisis funcional de la conducta ha sido exitoso, utilizando: la introduc-ción de señales efectivas, las estrategias conductuales de entrenamiento de la conducta adecuada (modelamiento y moldeamiento) y la introducción de contingencias de reforzamiento por los profesionales de la salud y los miem-bros de las redes sociales del paciente (Vargas y Robles, 1996), entre las apli-caciones exitosas del modelo se encuentra su utilización con adultos del sexo masculino que requieren de Hemodiálisis en (Hegel y cols., 1992). Sin embargo la propia complejidad del problema de la adherencia no se resuelve con el con-trol ambiental y el reforzamiento contingente de las conductas de adheren-cia solamente, en tanto dejan de lado el papel que desempeñan las variables cognitivas, considerando que el modelo operante ha resultado insuficiente para aportar desde la lógica del propio modelo, la relevancia de las conduc-tas verbales (creencias y expectativas) como procesos mediadores de la con-ducta de adherencia (Amigo y cols., 2001).

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Los modelos cognitivos y sociocognitivos que han sido más utilizados en la predicción de conductas de salud y conductas preventivas de enferme-dad han sido descritos antes en este capítulo. Los que se han utilizado con más frecuencia en relación con la comprensión de la adherencia y sus de-terminantes y en programas de intervención para mejorar la misma son: el Modelo de creencias en Salud en la predicción de la asistencia a las citas para chequeo médico en pacientes adultos de una clínica (Norman y Fitter, 1991); en la predicción del uso de la terapia de sustitución hormonal en mujeres pre y posmenopáusicas (McGinley, 2004); en la adherencia a el tratamiento qui-mioprofiláctico de la malaria (Farquharson y cols., 2004); en la predicción del desarrollo de actividad física entre mujeres african-americanas (Juniper y cols., 2004). Los resultados sobre su utilidad predictiva de la adherencia al trata-miento han sido inconsistentes, ya que aún cuando los cambios predichos ocurren en la dirección esperada, las diferencias en muchas ocasiones no han resultado significativas.

Modelo de Locus de Control

Este modelo, se refiere a la expectativa generalizada de si nuestro propio com-portamiento es el responsable del estado de salud que tenemos y distingue entre los individuos que consideran que su propia conducta es la responsable de su estado de salud (internalidad) y aquellos que consideran que el azar u otras personas son las responsables (externalidad). Este modelo ha sido utili-zado en diversas poblaciones para predecir comportamientos de salud y ad-herencia al tratamiento, tanto solo, como en combinación con otros modelos.

Se ha usado con adultos que padecen fibrosis quística, encontrando fuertes correlaciones con la dimensión de otros poderosos y la mayor pro-babilidad de adherencia al tratamiento, particularmente cuando esos otros poderosos son los médicos (Myers y Myers, 1999); con el cuidado de los dien-tes en pacientes diabéticos (Kneckt y cols., 1999) mostrando alta capacidad predictiva con el cuidado de los dientes, pero no con el tratamiento para la diabetes.

Otros ejemplos ilustrativos son: su utilización para predecir la rehabili-tación cardiaca y el manejo del estrés relacionado con la enfermedad (Youn-ger y cols., 1995); dejar de fumar en mujeres embarazadas (Lindqvist y Aberg, 2002); en la práctica de la mamografía con mensajes acordes a sus dimen-

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siones de locus de control predominantes (Williams-Piehota y cols., 2004), por mencionar algunos.

El Modelo de autoeficacia de Bandura (1987) ha sido otro de los mode-los utilizados para predecir la adherencia al tratamiento. La autoeficacia se refiere a la percepción que tiene una persona sobre su propia capacidad pa-ra alcanzar una buena ejecución. Algunos estudios ilustrativos relacionan a la autoeficacia con la adherencia a comportamientos saludables. McAuley (1993) refiere la utilidad de la autoeficacia en la predicción de la realización de ejer-cicio físico en pacientes con problemas en la capacidad cardiorrespiratoria. Co-mo predictor de la realización de ejercicio y otras conductas saludables (Mad-dux, 1993). En combinación con las expectativas de resultados se utilizó para predecir la conducta preventiva de higiene dental y la placa dental (Stewart y cols., 1999); en la predicción del autoexamen de mama (Luszczynska y Schwar-zer, 2003); en vinculación con la salud psicológica y los procesos de estrés (Karademas y Kalantzi-Azizi, 2004).

Otros Modelos sociocognitivos como los de la Acción Razonada y los de la Acción Planeada. Estos modelos parten de considerar que los seres hu-manos actúan de manera racional, toman las decisiones para actuar con ba-se en el análisis de la información disponible y el comportamiento resultante es mediado por la intención de realizarlo, antes de decidir llevarlo a cabo la persona toma en cuenta las implicaciones de su comportamiento. Estos mo-delos han sido utilizados en la predicción de conductas de salud, como la prác-tica de mamografías en mujeres reclutas del ejército (Michels y cols., 1995). En la ejecución de prácticas de riesgo de enfermedades de transmisión sexual en estudiantes de bachillerato (Micher Camarena y Silva Bustillos, 1997); re-ducción en la frecuencia de fumar (Goding y cols., 1993) su papel como mo-dulador en la predicción del consumo de drogas como el éxtasis (Umeh y Pa-tel, 2004); para predecir la asistencia a chequeos médicos y uso del condón, (Armitage y cols., 2002).

Los estudios anteriores muestran la importancia que se ha concedido al estudio de las cogniciones de los individuos como mediadoras y determinan-tes de las conductas de salud, en este caso, de la adherencia al tratamiento.

La descripción de los modelos sociocognitivos más utilizados en la pre-dicción de conductas de salud y las consideraciones más importantes que se han hecho sobre su pertinencia y confiabilidad, son las bases en las que des-cansa la investigación que se presenta, cuya finalidad es conocer la capaci-

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dad predictiva de la adherencia al tratamiento del MCS y el modelo integrado de Wallston que incluye a los de locus de control, autoeficacia percibida y el valor asignado a la salud.

METODOLOGÍA

Tipo de estudio: descriptivo, correlacional, analítico (Hernández-Sampieri y cols., 2000). Objetivo general

Conocer la capacidad predictiva de dos modelos: el modelo de Creencias en Salud y el modelo de Wallston, de la adherencia al tratamiento en pacien-tes hipertensos. Participantes

90 Individuos hipertensos que asisten a los clubes de jubilados del Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Eléctrica (SUTERM) y del Instituto Na-cional de la Senectud (INSEN), de la ciudad de Xalapa, Veracruz, México que cuentan con un diagnóstico definitivo de hipertensión arterial y que acepta-ron la invitación a participar en la investigación.

Se trata de una muestra no probabilística de sujetos voluntarios a con-veniencia (Hernández Sampieri y cols., 2000), obtenida de dos instituciones a las que asisten jubilados a realizar actividades recreativas y culturales.

La muestra fue dividida en grupos de 30 personas. Cada grupo trabajó en las instalaciones de su propia organización, con la finalidad de facilitar la asistencia y comodidad de los participantes.

Los criterios de inclusión fueron: Saber leer y escribir y tener un diag-nóstico médico de hipertensión arterial.

Es conveniente mencionar que esta es parte de una investigación más amplia que incluye un programa de intervención y la medición correspondiente.

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Escenario

El estudio se llevó a cabo en las instalaciones del INSEN y del SUTERM, en la ciudad de Xalapa, Veracruz. En ambos casos se utilizaron aulas con capacidad para 30 personas sentadas cómodamente, bien iluminadas y ventiladas. Hipótesis de trabajo

Los componentes del Modelo de Wallston (locus de control, valor asignado a la salud y autoeficacia percibida) tienen una capacidad predictiva mayor de la adherencia al tratamiento en pacientes hipertensos primarios, que los com-ponentes del Modelo de Creencias en Salud. Instrumentos y registro

La medición de las variables que integran este modelo se realizó a través de la aplicación y calificación de los siguientes instrumentos:

1. MHLC. Desarrollado por Wallston (1989) La escala MHLC mide creen-cias de expectativa generalizadas con respecto a la salud, en tres dimensio-nes: Locus de control interno, Otros poderosos y Azar.

Cada una de las tres escalas tiene seis ítems que miden la fuerza de di-ferentes creencias de control, utilizando una escala de Likert de 6 puntos, que va desde totalmente en desacuerdo a totalmente de acuerdo. Las confiabili-dades Alfa para las tres escalas derivados de locus de control en salud (for-mas A y B) fué de 0.77/0.71 para la escala interna; 0.67/0.72 para la de otros poderosos, y 0.75/0.69 para la escala de azar. Las dos formas de la escala tuvieron una fuerte correlación interna (internos r=0.80; otros poderosos r=0.76, y azar = 0.73). En este estudio se utilizó la forma A, la más utilizada a nivel internacional.

2. Valor Asignado a la salud. Lau y cols. (1986). La escala desarrollada por estos autores pide a los sujetos calificar la importancia que ellos dan a la salud, sin colocar tales preguntas en ningún contexto. La escala consta de 4 ítems, los que se miden utilizando una escala de Likert de 6 puntos que va de “totalmente en desacuerdo” (1) a “totalmente de acuerdo” (6). Los autores reportan niveles satisfactorios de consistencia interna (0.63 a 0.72) para su escala, en diferentes poblaciones.

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3. Autoeficacia. La escala de autoeficacia utilizada consta de 10 ítems construidos a manera de una escala de Likert, con 6 opciones de respuesta que van de “totalmente en desacuerdo” (1) a “totalmente de acuerdo” (6), por lo la sumatoria del puntaje oscila entre 6 y 60 puntos. El instrumento fue desarrollado por Schwarzer (1993) y ha sido traducido y validado para 6 dife-rentes idiomas. Es una escala general que se considera con una buena capa-

cidad predictiva de conductas de salud, al tratarse como un recurso personal de afrontamiento. La escala ha mostrado una consistencia interna de Alpha= 0.76/0.74.

4. Modelo de Creencias en Salud. La Escala HBM, por sus siglas en inglés, fue diseñada por Abraham y Champion en 1991. Incluye 31 itemes que reco-gen información sobre las dimensiones: susceptibilidad a la enfermedad, seve-ridad de la misma, barreras percibidas y beneficios percibidos. Este instrumen-to fue consta de 31 ítems a calificar a través de una escala tipo Likert con 5 opciones de respuesta, las cuales oscilan entre (1) “totalmente en desacuer-do” y (5) “totalmente de acuerdo”. De estos reactivos, se diseñaron 12 para evaluar la severidad, 6 para la susceptibilidad, 5 para beneficios y 8 para ba-rreras, de acuerdo con el análisis factorial realizado por los autores. La con-fiabilidad interna reportada es de Alfa >73, el valor para cada uno de los componentes por separado es: Susceptibilidad Alfa= 0.78; Severidad Alfa= 0.76, Barreras Alfa = 0.76 y Beneficios Alfa 0.6.

5. Adherencia al tratamiento, es la categoría global como variable de-pendiente. Consiste en el cumplimiento del tratamiento prescrito, incluyendo consumo de medicamentos, dieta, práctica de ejercicio y asistencia a la se-sión para toma de presión arterial y de la frecuencia cardiaca. El registro del seguimiento del tratamiento médico fue verificado en su confiabilidad por un familiar del paciente.

RESULTADOS

La muestra que originalmente se integró por 90 personas se vio reducida a 81 por atrición. Se integró por 30 hombres y 61 mujeres, con edades que osci-laban en un rango de 46 a 68 años.

El procesamiento estadístico, se llevó a cabo con el paquete estadístico SPSS para Windows (Statistical Package for the Social Sciences), dividido en cuatro partes y cuyos resultados se describen a continuación.

84

1. Caracterización multivariada de la adherencia al tratamiento y formación de grupos con “mayor” y “menor” adherencia.

El nivel de adherencia al tratamiento en esta investigación es caracterizado no por una variable, sino por cuatro: el seguimiento de tratamiento farma-cológico, la realización de ejercicio, el seguimiento de la dieta y la asistencia a la sesión en que se entregaba el registro de la adherencia al tratamiento, se tomaba la presión arterial y la frecuencia cardiaca. Dada la diversidad de niveles de medición que implica cada una de ellas, se resumió la informa-ción en una sola variable de carácter dicotómico de “mayor” y “menor” ad-herencia al tratamiento a través de la técnica de Klustering.

En la Tabla 1, se ilustran los valores finales de la iteración llevada a ca-bo con la técnica clustering, donde quedan totalmente delimitados los dos grupos, caracterizados cada uno de ellos por:

Grupo con mayor adherencia. Ligera mejor asistencia a las sesiones y significativamente mejor seguimiento del tratamiento farmacológico, la rea-lización de ejercicios y el seguimiento de la dieta (total 36 pacientes).

Grupo con menor adherencia. Levemente peor asistencia a sesiones y sobre todo peor seguimiento del tratamiento farmacológico, peor realización de ejercicios y peor seguimiento de la dieta (total 45 pacientes).

Tabla 1. Distinción de dos grupos de adherencia al tratamiento utilizando técnicas de clustering.

2. Correlación de los constructos que intervienen en el Modelo de Wallston con los niveles de adherencia al tratamiento.

En la Tabla 2 se comparan las variables que intervienen en el Modelo de Wallston entre los individuos de mayor y menor adherencia al tratamiento. Se puede observar que los rangos medios del tests de Mann-Whitney de las variables HLC Interno, el Locus según Rotter (esta medida, implica la propues-

Final Cluster Centers

.03803 -.03042

.95447 -.76358

.84856 -.67884

.89617 -.71693

Zscore: Asistencia a las sesiones

Zscore: Seguimiento de tratamiento farm

Zscore: Realización de ejercicios

Zscore: Seguimiento de la dieta

1 2

Cluster

Distances between Final Cluster Centers: 2.809

85

ta original de Rotter de dividir el Locus de Control en dos dimensiones: inter-no y externo), la AE y el VAS son mayores en el grupo de mayor adherencia mientras que el Azar y Otros Poderosos tienen rangos medios menores en este grupo. La prueba estadística demuestra que estas diferencias entre los grupos de Mayor y Menor adherencia son todas altamente significativas, in-cluso el intervalo de confianza según Monte Carlo, queda siempre a la iz-quierda de 0.01. Tabla 2. Comparación de variables que intervienen en el Modelo de Walls-

ton entre los individuos de mayor y menor adherencia al tratamiento.

Test Statistics b

277.000 1312.000 .000 a .000 .000 103.500 769.500 .000 a .000 .000 519.000 1185.000 .005 a .003 .007 99.500 1134.500 .000 a .000 .000

244.500 1279.500 .000 a .000 .000 350.000 1385.000 .000 a .000 .000

HLC: Interno (antes) HLC: Azar (antes) HLC: Otros poderosos (antes) Locus según Rotter (antes) Autoeficacia (antes) Valor Asignado a la Salud (antes)

Mann-Whitney U

Wilcoxon W

Sig. Lower Bound

Upper Bound

99% Confidence Interval

Monte Carlo Sig. (2-tailed)

Based on 10000 sampled tables with starting seed 2000000. a. Grouping Variable: Adherencia al tratamiento b.

Ranks

45 29.16 1312.00 36 55.81 2009.00 45 56.70 2551.50 36 21.38 769.50 45 47.47 2136.00 36 32.92 1185.00 45 25.21 1134.50 36 60.74 2186.50 45 28.43 1279.50 36 56.71 2041.50 45 30.78 1385.00 36 53.78 1936.00

Adherencia al tratamiento

Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor

HLC: Interno (antes)

HLC: Azar (antes)

HLC: Otros poderosos (antes) Locus según Rotter (antes) Autoeficacia (antes)

Valor Asignado a la Salud (antes)

N Mean Rank

Sum of Ranks

86

En la Tabla 3 se comparan las variables que integran el Modelo de Creencias en Salud y los grupos de mayor y menor adherencia al tratamiento. Se ilus-tran los rangos medios del tests de Mann-Whitney de las variables Susceptibi-lidad, Severidad, Beneficios y Barreras percibidos. Se puede observar que la susceptibilidad y la severidad presentan los valores más altos en el caso de los individuos con mayor adherencia al tratamiento a diferencia de los valo-res medios de beneficios y barreras, aunque este último presenta valores más elevados en el grupo de individuos con menor adherencia al tratamiento. La prueba estadística demuestra que las diferencias entre los grupos de Ma-yor y Menor adherencia son altamente significativas, excepto para el caso de la variable beneficios percibidos. Tabla 3. Comparación de variables que intervienen en el Modelo de Creencias de Salud entre los individuos de mayor y menor adherencia al tratamiento.

Test Statistics b

422.000 1457.000 .000 a .000 .001 471.000 1506.000 .001 a .000 .002 626.500 1661.500 .075 a .068 .081 523.000 1189.000 .006 a .004 .008

HBM: Susceptibilidad (antes) HBM: Severidad (antes) HBM: Beneficios (antes) HBM: Barreras (antes)

Mann-Whitney U Wilcoxon W Sig. Lower Bound Upper Bound

99% Confidence Interval Monte Carlo Sig. (2-tailed)

Based on 10000 sampled tables with starting seed 2000000. a.

Grouping Variable: Adherencia al tratamiento b.

Ranks

45 32.38 1457.00 36 51.78 1864.00 45 33.47 1506.00 36 50.42 1815.00 45 36.92 1661.50 36 46.10 1659.50 45 47.38 2132.00 36 33.03 1189.00

Adherencia al tratamiento

Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor Menor Mayor

HBM: Susceptibilidad (antes)

HBM: Severidad (antes)

HBM: Beneficios (antes)

HBM: Barreras (antes)

N Mean Rank

Sum of Ranks

87

3.- Regresión Logística Multivariada entre los grupos de mayor y menor adhe-rencia y las variables del modelo de Wallston.

En la Tabla 4 se resumen los resultados de una regresión binaria logística entre los grupos de mayor y menor adherencia, utilizando como posibles variables predictivas aquellas que intervienen en el Modelo de Wallston. El objetivo es tratar de determinar en qué medida estas variables llegan a distinguir los grupos de mayor y menor adherencia y como contribuye cada una de ellas a esa distinción. La regresión obtiene un R cuadrado de Cox&Snell bastante alto (0.607) y también un R cuadrado de Nagelkerke aun más alto (0.812).

Tabla 4. Resultados de la regresión logística multivariada del Modelo de Wallston para el HLC, con respecto a adherencia al tratamiento.

Tabla de clasificación de predicción de la adherencia

Menor Mayor Percent Correct

1 2

Observed

Menor 1 41 4 91.11%

Mayor 2 5 31 86.11%

Total 88.89%

La regresión obtiene un R cuadrado de Cox&Snell bastante alto (0.607) y también un R cuadrado de Nagelkerke aun más alto 0.812).

Subtabla. Coeficientes de la regresión logística multivariada.

La tabla ilustra hasta qué punto se logra la identificación general de los gru-pos de Adherencia por el Modelo de Wallston. De los 45 individuos del lla-mado grupo de menor adherencia, 41 de ellos son identificados como tales (91.11%) y solo en 4 el comportamiento de las variables del modelo se ajusta

Variables en la ecuación

Variable B S.E. Wald df Sig R

INTERNOA .0956 .0906 1.1120 1 .2916 .0000

AZARA -.5593 .1506 13.7979 1 .0002 -.3256

OTROSA .2369 .1009 5.5178 1 .0188 .1778

AEA .1547 .0568 7.4197 1 .0065 .2207

VASA -.3257 .1585 4.2225 1 .0399 -.1413

Constant -.6003 3.8159 .0247 1 .8750

88

más a los del grupo contrario. De los 36 individuos del llamado grupo de ma-yor adherencia, 31 se identifican como tales (86.11%) y solo en 5 se equivocan. En total, los casos bien identificados que aparecen en la tabla: 41+31=72, representan el 88.89% de los 81 sujetos de la muestra total.

En la parte inferior de la tabla, se presenta una sub-tabla con informa-ción complementaria, donde aparecen los coeficientes “B” de la regresión logística. Si nos guiáramos por la significación de ellos, “Sig”, o por el corres-pondiente valor de “R”, podríamos arribar a la conclusión que las variables del Modelo que más distinguen la adherencia son en orden el Azar, la AE, Otros Poderosos, el VAS y finalmente el HLC Interno.

En la Tabla 5 se hace un estudio de regresión logística respecto a la mayor o menor adherencia utilizando como variables predictivas las del Mo-delo de Creencias de Salud. Los resultados son bastante buenos aunque no tanto como los obtenidos con el Modelo de Wallston. Se puede observar que los coeficientes de determinación (R cuadrado) de Cox&Snell= 0.239 y Nagl-kerke=0.320 son menores que en el caso del modelo anterior (0.607 y 0.812 respectivamente). También es menor el porcentaje de casos bien clasifica-dos, que alcanza el 71.60% y en la predicción de la mayor adherencia llega a clasificar bien solo al 69.44% de los 36 sujetos. Si bien los valores no son los alcanzados con el Modelo de Wallston, aún así muestra una correlación mul-tivariada del Modelo de Creencias en Salud con el nivel de adherencia al tra-tamiento.

Tabla 5. Resultados de la regresión logística multivariada para el Modelo de Creencias de Salud entre los individuos

de mayor y menor adherencia al tratamiento.

Tabla de clasificación de predicción de la adherencia

Menor Mayor Percent Correct

1 2

Observed

Menor 1 33 12 73.33%

Mayor 2 11 25 69.44% Total 71.60%

La regresión obtiene un R cuadrado de Cox&Snell bastante alto (0.607) y también un R cuadrado de Nagelkerke aun más alto 0.812).

89

Subtabla: Coeficientes de la regresión logística multivariada.

Variables en la Ecuación

Variable B S.E. Wald df Sig R

SUSCEA .1334 .0595 5.0343 1 .0249 .1651

SEVERIA -.0140 .0293 .2268 1 .6339 .0000

BENEFA .0932 .0728 1.6399 1 .2003 .0000

BARRERA -.1060 .0450 5.5485 1 .0185 -.1786

Constant -1.5413 1.6210 .9040 1 .3417

En la parte inferior de la tabla aparecen los coeficientes “B” de la regresión logística. Si nos guiáramos por la significación de ellos, “Sig”, o por el corres-pondiente valor de “R”, podríamos arribar a la conclusión que las variables del Modelo que más distinguen la adherencia son en orden las barreras per-cibidas, susceptibilidad percibida, con menor capacidad predictiva los bene-ficios percibidos y la severidad percibida.

En resumen. Las variables que se integran al Modelo de Wallston: Lo-cus de Control en Salud, Autoeficacia y Valor Asignado a la salud, muestran en total una mayor capacidad predictiva de la adherencia al tratamiento (88.89%), que las variables integradas en el Modelo de Creencias en Salud (71.60%).

CONCLUSIONES

La hipótesis de trabajo 1, “Los componentes del Modelo de Wallston (locus de control, valor asignado a la salud y autoeficacia percibida) tienen una capa-cidad predicativa mayor de la adherencia al tratamiento en pacientes hiper-tensos primarios, que los que constituyen el modelo de creencias en sa-lud”, se acepta, con una capacidad predictiva de mayor o menor adherencia al tratamiento de 89% de los casos, Vs el 71.6% que es capaz de distinguir en Modelo de Creencias en Salud (sig.<0.05).

DISCUSIÓN

Esta investigación se llevó a cabo con una muestra de 90 hipertensos que asistían a clubes de adultos mayores, lo que evidencia la limitación que los resultados del estudio pueden tener en su generalidad tanto para otros pa-

90

cientes adultos añosos que no asisten a estos clubes, como para individuos hipertensos de otras edades.

Si bien originalmente se pensó en realizar la investigación para conocer la capacidad predictiva de los modelos sociocognitivos respecto de la ad-herencia al tratamiento y con base en las dificultades que la literatura marca respecto de la medición de la adherencia ratificadas en la experiencia coti-diana, se diseñó e incorporó un taller de apoyo psicológico a los pacientes por dos razones: la primera por razones éticas personales en que se consideró imprescindible brindar a los pacientes elementos médicos y psicológicos que les apoyasen en el control de su enfermedad, y la segunda por considerar que les podría resultar atractivo a los pacientes como aliciente para reportar su adherencia al tratamiento. En este artículo no se presenta la información sobre los resultados comparativos antes y después del taller, por no ser el objetivo del mismo.

Los resultados ya descritos han demostrado lo que se considera la principal contribución de este estudio, relativo a la capacidad predictiva de la adherencia al tratamiento, que mostró el Modelo de Wallston, la cual fue su-perior a la del Modelo de Creencias en Salud. La trascendencia de esta infor-mación radica en la mayor seguridad y firmeza que proporciona la utilización de un modelo integrado que permita predecir con mayor precisión la adhe-rencia al tratamiento en hipertensos y en consecuencia, diseñar programas de intervención más eficientes para mejorar la adherencia, a través de la mo-dificación de los factores implicados en las dimensiones que lo integran, abo-nando a las consideraciones de Weinstein (1993 ) quien en su momento afir-mó que a su juicio, a pesar de la vasta literatura empírica no existe aún con-senso de que ciertos modelos de conductas de salud sean más precisos que otros, que ciertas variables influyan más que otras o que ciertas conductas sean mejor comprendidas que otras.

Finalmente, es menester recordar que las creencias en salud son con-sideradas en este estudio como los determinantes más próximos a las conduc-tas de salud, sin soslayar que la probabilidad de ocurrencia de las conductas de salud a futuro, es además, resultado de la historia de aprendizaje del indi-viduo, ocurrida en un medio social específico, donde las conductas de salud han tenido consecuencias y resultados particulares y que las creencias de un individuo son a su vez estímulo y resultado de tal interacción; de modo que en estudios posteriores es importante considerar no solamente las creencias

91

sobre las conductas de salud sino también las consecuencias que estas tie-nen en la modificación del entorno ambiental y en el equipo biológico de la persona.

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SÍNDROME PREMENSTRUAL: ¿MITO O REALIDAD?

María Luisa Marván

Resumen

El síndrome premenstrual (SPM) es el conjunto de signos y síntomas emociona-les, conductuales y físicos que se presentan durante los días previos a la mens-truación, aunque en algunos casos persisten durante el periodo de la mens-truación. Estos síntomas deben de ser lo suficientemente severos como para intervenir en las actividades cotidianas de la mujer que lo padece. A pesar de que la palabra síndrome implica un grupo de síntomas que caracterizan una condición patológica, el término SPM es frecuentemente usado para describir cambios premenstruales considerados como normales. Por lo tanto, es impor-tante hacer la distinción entre SPM y los cambios moderados que la mayoría de las mujeres presentan los días previos a la menstruación. A pesar de que la prevalencia del SPM varía según diferentes autores, existe un acuerdo de que solo un porcentaje bajo de mujeres tienen síntomas premenstruales lo sufi-cientemente severos como para hablar de SPM.

En el presente capítulo, discuto cómo es que la sintomatología premens-trual está influenciada por algunas variables psicosociales, y presento un re-sumen de los resultados que mi grupo de trabajo ha obtenido en más de una década de investigación en el campo. Primero presento algunos hallazgos que denotan diferencias en la sintomatología premenstrual relacionadas con el nivel de escolaridad y del hecho de vivir en zonas urbanas o rurales. Posterior-mente muestro cómo es que el auto reporte de la sintomatología puede estar influenciado por las expectativas que las propias mujeres tienen, y discuto acerca del papel que tiene la creencia estereotípica concerniente a que la menstruación es fuente de debilidad o discapacidad, y que la mujer no pue-de funcionar normalmente en su fase premenstrual.

Con el objetivo de estudiar cómo es que las creencias y actitudes hacia la menstruación influyen en el reporte de los síntomas premenstruales, cons-truimos el Cuestionario de Creencias y Actitudes hacia la Menstruación, el cual está compuesto por los siguientes factores: Sigilo, Fastidio, Imposiciones, In-

Instituto de Investigaciones Psicológicas, Universidad Veracruzana, Av. Dr. Luis Castelazo Ayala s/n , Col. Industrial Ánimas,91190 Xalapa, Ver., México, tel: +52 (228)841-89-00 ext. 13210, Fax: +52 (228)841-89-14, e-mail: [email protected].

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capacitante y Agradable. Usando este cuestionario, hemos demostrado que los síntomas premenstruales de índole psicológico están influenciados por los factores que reflejan la creencia que durante la menstruación hay activida-des que las mujeres deben o no deben hacer, así como que la menstruación es incapacitante.

Finalmente, discuto como es que las jóvenes premenarcas (antes de ex-perimentar su primera menstruación) tienen ciertas actitudes y expectativas de cómo se van a sentir una vez que empiecen a menstruar. Más aún, mues-tro algunos resultados que indican que dichas expectativas predicen de alguna manera los síntomas premenstruales. Palabras clave: síndrome premenstrual, actitudes hacia la menstruación, ex-pectativas. Abstract

Premenstrual syndrome (PMS) is characterized by the cyclic recurrence of cer-tain physical, psychological, and behavioral symptoms, beginning in the week before menses and disappearing within a few days after the onset of menses. The term PMS is used to describe adverse premenstrual changes that are of sufficient severity to interfere with a woman's life. Although syndrome usual-ly means a group of symptoms that occur together and characterize a medi-cal or abnormal condition, the word in this context is frequently used to des-cribe normal premenstrual changes. Therefore, it is important to distinguish between PMS and the milder premenstrual changes that most women experi-ence. Despite the fact that the prevalence of PMS varies substantially, most researchers agree that a relatively small percentage of women report severe or disabling symptoms.

In this chapter, I discuss how premenstrual symptomatology is influen-ced by some psychosocial variables, and I present a summary of the results that my research group has obtained in more than a decade of research on the subject.

First, I present some findings that suggest differences on the premen-strual symptomatology related with different sample characteristics, such as educational level or rural/urban background. Then, I show how the self-repor-ting symptomatology may be affected by a woman's ideas about the symp-

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toms she "should" experience, that is, women's reports of premenstrual symp-toms may be, at least in some way, a function of expectancies. In this case, I discuss about the role of the stereotypical belief that menstruation is a source of weakness or disability, since most people think that women cannot function normally in their premenstrual phase, and that menses are associated with ne-gative moods and other negative changes.

In order to study how beliefs and attitudes toward menstruation influence on premenstrual symptoms, we developed the Beliefs about and Attitudes toward Menstruation Questionnaire (BATM) with five factors, which were la-beled “Secrecy”, “Annoyance”, “Proscriptions and Prescriptions”, “Disability” and “Pleasant”. Using that questionnaire, we demonstrated that psychologi-cal premenstrual symptoms are predicted by items that reflect activities that women should not do and others that they should do while menstruating, as well as the belief that menstruation disables women.

Finally, I discuss how premenarcheal girls have formed certain attitudes toward menstruation and have definite expectations about how they are going to feel when they become postmenarcheal. Moreover, I show how those ex-pectations predict perimenstrual changes when they start to menstruate. Key words: premenstrual syndrome, attitudes toward menstruation, expec-tations. Definición y prevalencia del síndrome premenstrual

La primera publicación científica en la que se describió el caso de algunas mujeres que sufrían de problemas los días previos a su menstruación data de la década de los 30s. El autor de esta publicación, el Dr. Robert T. Frank, acuñó así el término de “Tensión Premenstrual” (Frank, 1931). En esa misma década, McCance, Luff y Widdowsom (1937) estudiaron a 167 mujeres durante un lapso de seis meses. Estos autores encontraron que durante los días previos a la menstruación, algunas de estas mujeres reportaban algunos síntomas y signos como son hinchazón de senos, dolor abdominal, fatiga, y requerían un mayor esfuerzo para llevar a cabo trabajos de índole intelectual.

Posteriormente, la endocrinóloga inglesa Katherin Dalton publicó una serie de trabajos sobre el tema que datan desde la década de los 50s hasta la de los 80s. Después de haber realizado una serie de investigaciones en hos-

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pitales, reclusorios y otros lugares, la Dra. Dalton reportó que había un ma-yor porcentaje de mujeres que ingresan a algún hospital durante los días pre-vios a la menstruación, en comparación con otras fases del ciclo menstrual. Asimismo, reportó que en esta fase es más frecuente el ingreso a reclusorios debido a conductas violentas. Además de estas investigaciones, la Dra. Dal-ton reportó varios casos de mujeres que tenían síntomas premenstruales tan severos que no podían realizar con normalidad sus actividades cotidianas. Al estudiar estos síntomas y signos, reconoció que se trataba de un síndrome, y en 1953 lo denominó “Síndrome Premenstrual” (SPM) (Dalton, 1955; 1987; 1988).

Actualmente se entiende por SPM al conjunto de signos y síntomas emo-cionales, conductuales y físicos, que se presentan durante los días previos a la menstruación, aunque en algunos casos persisten durante el periodo de la menstruación. Estos síntomas deben de ser lo suficientemente severos como para intervenir en las actividades cotidianas de la mujer que lo padece.

En 1987, cuando la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales fue revisada (DSM-III-R), aparece el denomi-nado “Trastorno disfórico del final de la fase luteínica” (American Psychiatric Assosiation, 1987), el cual aparece en un apéndice dedicado a las categorías que requieren estudios posteriores. Algunos años después, cuando se publicó la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM-IV), se describe el “Desorden disfórico premenstrual” (PMDD) (American Psychiatric Assosiation, 1994), cuyos criterios diagnósticos son:

La presencia de cinco o más de los siguientes síntomas durante la ma-yor parte del día de la última semana de la fase lútea de la mayoría de los ciclos menstruales del último año, que empiezan a remitir dos días después del inicio de la fase folicular y que desaparecen completamente en la sema-na siguiente a la menstruación, teniendo en cuenta al menos uno de estos síntomas debe de ser alguno de los cuatro primeros:

Estado de ánimo deprimido, sentimientos de desesperanza e ideas de auto desaprobación acusadas.

Ansiedad o tensión, sensación de agobio o de no estar “al límite”.

Labilidad emocional evidente (p.ej. ataques de tristeza, llanto o hi-persensibilidad ante el rechazo).

Enfado, irritabilidad o aumento de conflictos interpersonales de for-ma acusada y persistente.

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Pérdida de interés por las actividades cotidianas (p.ej. trabajo, es-cuela, amigos, aficiones).

Sensación subjetiva de dificultad para concentrarse.

Letárgica, amigabilidad fácil o falta evidente de energía.

Cambios significativos de apetito, atracones o antojos por determi-nadas comidas.

Hipersomnia o insomnio.

Sensación subjetiva de estar rebasada o fuera de control.

Otros síntomas físicos como hipersensibilidad o aumento del tama-ño mamario, dolores de cabeza, molestias articulares o musculares, sensación de hinchazón o incremento de peso.

Estas alteraciones interfieren acusadamente con el trabajo, la escuela, las acti-vidades sociales habituales o las relaciones interpersonales.

La alteración no presenta una simple exacerbación de síntomas de otro trastorno, por ejemplo, trastorno depresivo mayor, trastorno de angustia, tras-torno distímico o de la personalidad (sí bien en ocasiones el TDP se añade tam-bién a cualquiera de estos trastornos).

Los criterios A, B, y C deben ser corroborados por técnicas de valora-ción diaria y prospectiva de los síntomas en al menos dos ciclos sintomáticos consecutivos (el diagnóstico puede establecerse provisionalmente a la espe-ra de dicha confirmación).

En el DSM-IV se menciona que a pesar de que la prevalencia de mujeres que presentan síntomas premenstruales aislados es alta (75%), son muy po-cas las mujeres que realmente experimentan PMDD (3-5%).

Al margen de lo publicado en el DSM-III-R y DSM-III-IV, se sigue utilizando el término de Síndrome Premenstrual, y después de las publicaciones de la Dra. Dalton se han reportado más de 140 síntomas o signos diferentes aso-ciados a la fase premenstrual (Marván y Cortés-Iniestra, 2008). Los síntomas psicológico-conductuales más comúnmente reportados son: ansiedad, irrita-bilidad, tensión nerviosa, cambios de humor, confusión, depresión, tendencia al aislamiento y dificultad para concentrarse; mientras que los físicos son: dis-menorrea (cólicos abdominales), inflamación de extremidades, del abdomen o de los senos, dolor de los senos, dolor de cabeza, dolor muscular, fatiga, aumento de apetito y problemas en la piel.

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A la fecha no existe un acuerdo en cómo hacer un diagnóstico estanda-rizado del SPM. Existen contradicciones y diferencias de opiniones entre lo que es considerado normal y patológico; entre lo que es un síntoma leve y un sín-toma severo, etc. Las diferencias de opiniones llegan al extremo de que no hay un criterio para establecer los días del ciclo que se consideran “fase premenstrual”; hay quienes la consideran como los 5 ó 7 días anteriores al inicio de la menstruación, pero hay quienes la consideran desde la ovulación hasta la menstruación (aproximadamente dos semanas). Más aún, hay quien considera que el PMDD es una forma severa del SPM, y hay quien considera que es lo mismo pero que tienen nombres diferentes.

La diversidad de síntomas descritos asociados a la fase premenstrual ha hecho que el término SPM se torne confuso, además de que no existe un consenso en cuanto al número, severidad y duración de los síntomas. A pe-sar del poco acuerdo que existe sobre esto, es importante aclarar que el he-cho de que una mujer presente ciertos síntomas asociados a su menstrua-ción, no implica que tenga SPM, pues los cambios endocrinológicos asociados al ciclo menstrual, producen una ciclicidad normal -no patológica- en muchas mujeres. De hecho, la palabra “síndrome” significa conjunto de síntomas y sig-nos que se presentan con cierta regularidad y caracterizan un estado patoló-gico. Por lo tanto, no se debe usar el término SPM para describir los cambios premenstruales normales asociados a la ciclicidad hormonal.

Existen varios cuestionarios que se utilizan para medir la sintomatolo-gía premenstrual, pero el más utilizado es el Cuestionario de Malestares Mens-truales o MDQ (Menstrual Distress Questionnaire) creado por Moos (1968) en Estados Unidos. Este cuestionario consta de 47 posibles cambios premens-truales, y las mujeres tienen que contestar en una escala de 6 puntos la se-veridad con que presentan cada uno de ellos, si es que los presentan. Estos cambios están agrupados en 8 factores que se denominan: retención de agua, dolor, afecto negativo, concentración, cambios conductuales, reacciones au-tónomas, control y excitación. El MDQ tiene dos versiones: la versión retros-pectiva que mide los cambios experimentados en el o los último(s) ciclo(s) menstrual(es), y la versión prospectiva que mide los cambios experimenta-dos el día de la aplicación. Este cuestionario fue adaptado a México por Ramí-rez de Lara, Lara Tapia y Vargas (1972), y también ha sido empleado para medir síntomas premenstruales en diversas partes del mundo, tales como Canadá (Fradkin y Firestone, 1986; Ramcharan, Love, Fick y Goldfien, 1992),

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Italia (Monagle, Dan, Krogh, Jossa, Farinaro y Trevisan, 1993), Inglaterra (Ains-cough, 1990); Holanda (Van der Ploeg, 1990), Australia (Boyle, 2000; Kirkby, y Picone, 1997), China (Chang, Holroyd y Chau, 1995), India (Hoerster, Chrisler y Rose, 2003) y Tailandia (Lu, 2001).

A pesar de que el MDQ es el cuestionario más utilizado para medir sínto-mas premenstruales, existen otros instrumentos que fueron creados poste-riormente, y que también han mostrado su validez y confiabilidad. Entre los más utilizados se encuentran The Premenstrual Assessment Form o PAF (Hal-breich, Endicott y Nee, 1982) y el Diary of Premenstrual Experiences o COPE (Mortola, Girton, Beck y Yen, 1990). Sin embargo, muchos de los estudiosos del SPM no utilizan ningún instrumento publicado; en vez de ello, preguntan directamente por los síntomas y/o signos de interés. Algunos de ellos pregun-tan los síntomas que están señalados en el DSM-IV, o bien generan su propia lista de síntomas.

La Tabla 1 muestra un resumen de los resultados de varios estudios realizados en diversos países. En ella se encuentra el porcentaje de mujeres que reportan tener síntomas premenstruales, tanto leves como severos. En síntesis, la prevalencia de mujeres que presentan al menos un síntoma pre-menstrual leve varía desde 30% hasta 95%; mientras que la prevalencia de mujeres que presentan síntomas premenstruales severos varía desde 2% has-ta 30%. Como se puede observar, existe una gran variación en los resultados proporcionados por los diversos autores.

Las diferencias que se muestran en la tabla se deben en parte a la falta de consenso sobre los criterios para establecer el número, la combinación, la severidad y la duración de los síntomas premenstruales. Pero además, se pue-den deber a otros factores como son: a) Características de las muestras es-tudiadas. En este sentido, y como se mencionará más adelante, la sintoma-tología premenstrual está influenciada por factores socioculturales, por lo que es difícil comparar muestras con características sociales diferentes; b) El uso de diferentes instrumentos para medir la sintomatología premenstrual; c) La utilización de métodos ya sea retrospectivos o diarios para colectar los datos, punto que se discutirá también más adelante, y d) El hecho de que las participantes sepan o no que están formando parte de un estudio sobre SPM, lo que también se discutirá.

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Tabla 1. Porcentaje de mujeres que reportan sintomatología premenstrual.

Autor País Porcentaje de mujeres

con al menos un síntoma

Porcentaje de mujeres

con síntomas severos

Choi et al., 2010 Corea del sur

98.6% 2.8%

Cénac et al., 1987 Nigeria 95 % 31 %

Chang et al., 1995 China 92 % Marván et al., 1998 México 87 % 15 %

Hallman, 1986 Suecia 72.8 % 7.5 %

Robinson et al., 2000 EUA 72.7 % 4.9 %

Petta et al., 2009 Brasil 60.3 %

Sveinsdóttir, 1998 Islandia 51.8 % 2.4 % Sherry et al., 1988 EUA 48.8 % 15.9 %

Kirkby y Picone, 1997 Australia 43 % 7 %

Huerta-Franco y Malacara, 1993

México 35.8 %

Woods et al., 1982 EUA 30 % 2 – 8 % Sadler et al., 2008 Reino Unido 24%

Alami et al., 1988 Marruecos 50.2%

De la Gandara y De Diego, 1996

España 30.5 %

Da Silva et al., 2006 Brasil 25.2%

Tung et al., 2005 Brasil 17.9%

Deuster et al., 1999 EUA 8.3 %

Angst et al., 2001 Suiza 8.1 %

Takeda et al., 2006 Japón 5.3%

A pesar de estas discrepancias, se observa que en las muestras estudiadas, existe una gran proporción de mujeres que reportan tener por lo menos un síntoma premenstrual, mientras que muy pocas reportan tener síntomas se-veros. Sin embargo, en la literatura popular (revistas no científicas) existen muchos artículos sobre el tema, los cuales dicen que prácticamente todas las mujeres padecen síntomas premenstruales severos. Más aún, muchos de es-tos artículos invitan a las mujeres a que se “auto diagnostiquen” y a que si-gan algún tratamiento que en su mayoría carecen de base científica. Chrisler y Levy (1990) hicieron un análisis de 78 artículos publicados sobre SPM. En dichos artículos estaban reportados 131 síntomas premenstruales, muchos de los cuales ni siquiera han sido reportados en la literatura científica. Los tratamientos recomendados son variados y existen varias contradicciones

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entre los diferentes artículos. Por ejemplo, en algunos de ellos se recomien-da beber vino mientras que en otros se recomienda limitar la ingesta de al-cohol; en algunos se recomienda beber agua mientras que en otros se reco-mienda limitar la ingesta de líquidos; en algunos se recomienda procurar una dieta rica en proteínas mientras que en otros se recomienda limitar la inges-ta de proteínas. Aún cuando en México no se ha hecho un análisis similar, a lo largo de los años he visto varios artículos con mensajes como los siguien-tes “¿el SPM está acabando contigo? Haz un test para identificar el modus operandi de tu Síndrome PreMenstrual y encontrar la receta precisa para tu alivio personal”; “A todas nos conviene conocer el infierno hormonal que sufrimos cada una...” Es por ello que es importante en que si una mujer sos-pecha que padece SPM, acuda a un especialista en lugar de auto diagnosti-carse y auto tratarse. Delimitación cultural del síndrome premenstrual

A pesar de que las mujeres de todas las culturas presentan cambios premens-truales, la interpretación que se le dan a estos cambios difiere en las distin-tas culturas. De hecho, solo en algunas sociedades estos cambios son consi-derados patológicos, al grado que se requiere de un tratamiento especializa-do para tratarlos. Es por eso que varios autores consideran que el SPM es un “síndrome delimitado por la cultura” (Chrisler, 2000) (culture-bound syndro-me), término que se utiliza para referirse a las enfermedades que se presen-tan exclusivamente en algunas sociedades. En otras palabras, un síndrome delimitado por la cultura es un conjunto de signos, síntomas y/o experiencias que han sido catalogados como “disfunción” o “enfermedad” en algunas so-ciedades, pero en otras no.

La Organización Mundial de la Salud realizó un estudio transcultural con más de 5,000 mujeres de 14 grupos culturales (World Health Organiza-tion, 1981). Los resultados indicaron que las mujeres de Europa Occidental, Australia y Estados Unidos fueron las que reportaron tener más síntomas rela-cionados con la menstruación. Asimismo, en un estudio posterior se encon-traron diferencias entre los reportes de las mujeres italianas y estadouniden-ses (Mongale, Dan, Krogh, Jossa, Farinaro y Trevisan, 1993). Cabe señalar que algunos estudios realizados en Hong Kong y en China muestran que los sínto-mas premenstruales más comunes son fatiga, retención de agua, dolor y sen-sibilidad al frío, en tanto que las mujeres occidentales nunca han reportado

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que la sensibilidad al frío sea un síntoma premenstrual. Pawlowski (2004) hizo un estudio en una región maya (Yaxcaba, Yucatán), en donde las mujeres no usan píldoras anticonceptivas, no fuman, ni mascan ninguna hierba que con-tenga alguna sustancia psicotrópica, y su dieta está basada en maíz, frijol, pollo y puerco. La prevalencia de cólicos menstruales reportada por estas mu-jeres fue menor que la reportada en la mayoría de los estudios realizados en otras sociedades occidentales.

Asimismo, existen diferencias en la sintomatología premenstrual repor-tada por mujeres de diferentes razas o naciones, aun cuando éstas viven en el mismo país (Van den Akker, Eves, Service y Lennon, 1995; Sternfeld, 2002). Más aún, también existen diferencias entre mujeres que pertenecen a dife-rentes grupos sociales de un mismo lugar. Por ejemplo, en Zimbabwe los síntomas premenstruales son más comunes entre las mujeres profesionistas en comparación con las que trabajan en el servicio doméstico (McMaster, Cornie y Pitts, 1997). En Nigeria los síntomas premenstruales son más comu-nes entre las mujeres urbanas letradas que entre las rurales iletradas (Cénac, Maikibi y Develoux, 1987). En Brasil el SPM es más común en mujeres de clase socioeconómica alta y que tienen una alta escolaridad (Longo da Silva, Gi-gante, Carret, y Fassa, 2006). En México, encontramos que las mujeres urba-nas reportan síntomas premenstruales más severos que las rurales. Sin em-bargo, al hacer un segundo análisis en el que las mujeres urbanas fueron divi-didas en aquéllas que eran profesionistas y las que tenían únicamente estu-dios de primaria, encontramos que únicamente las mujeres urbanas que son profesionistas son las que reportan tener síntomas premenstruales severos (Marván, Díaz-Erosa y Montesinos, 1998). Con base en los resultados obte-nidos en estos trabajos realizados en Zimbabwe, Nigeria, Brasil y México, se puede concluir que el hecho de que una mujer tenga más preparación, pue-de ser un factor de riesgo. Dicha preparación puede hacer por un lado que una mujer esté más consciente de la existencia del SPM y reconozca la sinto-matología; pero por el otro lado, puede hacer que esté más expuesta a los medios que tienden a exagerar la sintomatología, y por lo tanto, el reporte de su sintomatología puede estar afectado por las creencias que tiene acerca de los síntomas que como mujer “debe” experimentar.

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Síntomas premenstruales en mujeres sanas

Los estereotipos que existen sobre la mujer que está menstruando o que está en su fase premenstrual son predominantemente negativos. Existe una idea generalizada de que las mujeres se tornan irritables, ansiosas, susceptibles, deprimidas, irracionales y/o distraídas, además de tener una serie de molestias físicas antes o durante su menstruación.

En una encuesta en la que participaron más de 1,000 norteamericanos, tanto hombres como mujeres, de diferentes las edades, razas, niveles educa-tivos y económicos, se encontró que la mayoría de las personas tienen acti-tudes negativas hacia la menstruación y hacia la mujer que está menstruan-do. Mucha gente creyó que la menstruación afecta el desempeño de las mu-jeres, y que éstas no pueden funcionar normalmente en la escuela o en el tra-bajo, ya que su habilidad de pensamiento se ve reducida (Tampax Report, 1981). A pesar que esta encuesta se llevó a cabo hace 30 años, estas creen-cias prevalecen hoy en día en sociedades occidentales avanzadas, en donde la mujer que está menstruando sigue siendo claramente estigmatizada.

Para entender este estigma, se relatarán dos experimentos que se lle-varon a cabo durante la década pasada, 20 años después de la encuesta men-cionada. En el primer experimento, los participantes iban a resolver una serie de tareas junto con otra persona que ellos no conocían, quien fue una mujer joven. Esta mujer se había puesto de acuerdo de antemano con el investiga-dor para actuar de cierta manera. Con la mitad de los participantes hizo lo siguiente: en cuanto llegó, dejó su bolsa de sobre la mesa, y luego sacó un lápiz labial de su bolsa, pero para poder hacerlo, sacó un tampón envuelto, y lo dejó un momento sobre la mesa en lo que encontraba su lápiz labial. Una vez que sacó su lápiz labial, metió el tampón a su bolsa y se retocó los labios. Con la otra mitad de los participantes hizo lo mismo, pero en lugar de sacar un tampón, sacó un pasador para el cabello. Posteriormente, y antes de em-pezar a resolver las tareas que supuestamente tenían que hacer juntos, se pidió a los participantes que contestaran unas preguntas acerca de la per-cepción que tenían de sí mismos y de su pareja (de la mujer que acababan de conocer). Los resultados mostraron una clara reacción negativa, tanto de hombres como de mujeres, cuando la mujer sacó el tampón en lugar del pa-sador de cabello. La percepción que tuvieron de ella fue que era menos com-petente, menos simpática, y hubo una tendencia a evitar sentarse junto a ella (Roberts, Goldenbereg, Power y Pyszczynski, 2002).

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En el segundo experimento, se estudió la reacción de algunas mujeres después de ser entrevistadas por un hombre, quien estaba de acuerdo de an-temano con el investigador. Como es lógico, algunas de las mujeres entrevis-tadas estaban menstruando el día de la entrevista, y otras no lo estaban. Cuan-do estaban menstruando, en algunos casos el entrevistador les hizo saber que estaba al tanto de esto, pero en otros casos no tocó el tema y les hizo creer que lo ignoraba. Las mujeres que supieron que el entrevistador sabía que estaban menstruando, pensaron que habían causado la peor impresión, y de hecho, ni siquiera se esforzaron por mejorar esta impresión. Por el con-trario, las mujeres que no estaban menstruando fueron las que pensaron que el entrevistador había tenido una mejor impresión de ellas (Kowalsky y Chap-ple, 2000).

En una encuesta que se llevó a cabo con jóvenes universitarios en Es-tados Unidos acerca de la típica mujer que está menstruando, se encontró que estos jóvenes tienen una imagen negativa, y describieron a una mujer menstruando como más irritable, enojada, triste, tensa y con menos energía que una mujer que está en otra fase de su ciclo menstrual. Aún cuando esta descripción fue compartida por hombres y mujeres, los hombres tuvieron una percepción aún más negativa que las mujeres, ya que ellos describieron a la mujer que está menstruando como más irracional, desagradable y maliciosa, así como menos confiable, responsable y creativa (Forbes, Adams-Curtis, Whi-te y Holmgren, 2003). Estas diferencias entre hombres y mujeres coinciden con lo reportado por otros autores, quienes han encontrado que los hom-bres jóvenes tienden a percibir a la menstruación como un evento más debi-litante que las mujeres de su misma edad (Chrisler, 1988; Marván, Cortés-Iniestra y González, 2005). Esto resulta lógico si se toma en cuenta que el conocimiento de los hombres sobre la menstruación es únicamente inferen-cial, por lo que están más influenciados por los estereotipos culturales, los cuales tienden a ser negativos. Esto se puede deber por un lado a que los me-dios de comunicación manejan la idea de que la menstruación es un evento debilitante, y por otro lado, a que los hombres están constantemente ex-puestos a las quejas de las mujeres con las que conviven cotidianamente, quie-nes muchas veces describen sus síntomas premenstruales como muy moles-tos y a veces incapacitantes, aun cuando éstos sean leves y no les impidan funcionar normalmente.

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Es importante señalar que cuando una mujer tiene la creencia de que la menstruación se acompaña de cambios negativos, ésta tendrá una mayor propensión a reportarlos, o bien a creer que cualquier molestia que pudiera presentar durante este periodo se debe necesariamente a la menstruación y no a otras causas. Existen dos trabajos pioneros en este campo que ejempli-fican lo mencionado. En el primero se trabajó con un grupo de mujeres a las que les hizo creer que estaba trabajando en una nueva técnica para predecir la fecha exacta de su próxima menstruación. A pesar de que a todas las par-ticipantes se les encuestó en la misma fase de su ciclo, a algunas de ellas les hizo creer que estaban en su fase premenstrual , y a otras les dijo que esta-ban en el periodo intermenstrual (que les faltaría aproximadamente 10 días para reglar). Posteriormente se les preguntó si durante los últimos dos días habían experimentado los síntomas que conforman el Cuestionario de Ma-lestares Menstruales de Moos - MDQ, el cual fue mencionado anteriormente. Las mujeres que pensaban que estaban en su fase premenstrual reportaron haber tenido síntomas más severos durante los dos últimos días que las que no creían estar en su fase premenstrual (Ruble, 1977).

En el segundo trabajo también se aplicó el MDQ a un grupo de mujeres. En este caso se observó que los reportes retrospectivos (cuando se pregunta sobre la última o últimas menstruaciones) de las mujeres referentes a su sin-tomatología premenstrual eran similares a los resultados que los hombres y que las propias mujeres daban cuando se les preguntaba acerca de la típica mujer que está en su fase premenstrual. Es decir, los reportes retrospectivos suelen estar influenciados por las creencias estereotípicas que se tienen so-bre la “típica” mujer en su fase premenstrual, de tal manera que cuando una mujer está evaluando su sintomatología premenstrual de manera retrospec-tiva, no necesariamente está reportando su sintomatología tal como la ha experimentado, sino que su evaluación puede estar influenciada por el este-reotipo que existe de la mujer en fase premenstrual (Parlee, 1974).

Nuestro grupo de trabajo realizó un experimento con estudiantes uni-versitarias, quienes contestaron diariamente el MDQ durante un ciclo mens-trual completo. Cuando terminaron, volvieron a contestar el MDQ pero esta vez lo hicieron de manera retrospectiva, contestando como se sintieron du-rante la fase premenstrual de su ciclo anterior. Es decir, los mismos síntomas premenstruales fueron evaluados en las mismas mujeres tanto retrospectiva como diariamente, y comparamos ambas evaluaciones. Los resultados mos-

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traron que las participantes exageraron su sintomatología premenstrual en el reporte retrospectivo, en comparación con el reporte diario, tal y como ya había sido demostrado anteriormente por otros investigadores (Sveinsdóttir, 1998). Pero entonces surge la pregunta ¿todas las mujeres exageran de la misma forma sus síntomas cuando hacen una evaluación retrospectiva? Para contestarnos esta pregunta, les preguntamos a las participantes sobre la pre-valencia del SPM, es decir, les pedimos que hicieran una estimación del por-centaje de mujeres que presentan el diagnóstico de SPM. Encontramos que las participantes que creyeron que la mayoría de las mujeres tienen SPM, fue-ron las que exageraron más sus síntomas premenstruales en la evaluación retrospectiva. Es decir, cuando las mujeres contestaron el MDQ de manera re-trospectiva, lo hicieron basándose más en sus propias creencias que en sus verdaderas experiencias (Marván y Cortés-Iniestra, 2001). Otro resultado que nos llamó la atención fue que el 53% de las participantes creyeron que la ma-yoría de las mujeres presentan SPM, a pesar de que la prevalencia real de mu-jeres que presentan síntomas premenstruales severos es bajo, tal y como se discutió anteriormente.

También hicimos otro experimento con mujeres obreras, el cual con-sistió en tres etapas: Primero aplicamos el MDQ a todas las participantes y después dividimos a las participantes en dos grupos: al primer grupo se le pasó un videotape que describía el SPM, haciendo énfasis en que éste podía afectar negativamente las actividades diarias de una mujer; mientras que al segundo grupo se le presentó un videotape sobre el ciclo menstrual. Final-mente, en la última etapa se les volvió a aplicar el MDQ a las mujeres de am-bos grupos. Los resultados mostraron que las mujeres del primer grupo, al que se le pasó el videotape del SPM y sus consecuencias, reportaron te-ner síntomas premenstruales más severos después de haber visto el video-tape. Estos resultados demuestran que el reporte de la sintomatología pre-menstrual cambió con base en el conocimiento que se les proporcionó. Este conocimiento pudo haber provocado que aumentaran las expectativas nega-tivas de las mujeres hacia su propia menstruación (Marván y Escobedo, 1999). En otro experimento realizado en Estados Unidos, también fueron manipula-das las expectativas de las participantes, a las que se les proporcionó dife-rente tipo de información sobre el SPM. A un grupo se les dijo que los cam-bios de humor premenstruales eran universales e inevitables, y que éstos ten-ían una base biológica. A otro grupo se les dijo que los síntomas premens-truales eran el resultado de las expectativas negativas de algunas mujeres, y

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que no tenían base biológica. Finalmente se les midieron los síntomas pre-menstruales, y como era de esperarse, el segundo grupo reportó tener menor sintomatología premenstrual (Fradkin y Firestone, 1986).

Otra variable que puede influir en el reporte de la sintomatología pre-menstrual, es el hecho de que las mujeres sepan o no que están participando en un estudio sobre sintomatología premenstrual. En este sentido, en una in-vestigación realizada con mujeres sanas, a algunas se les ocultó cual era el objetivo de la investigación, mientras que a otras se les dijo que el objetivo era estudiar la sintomatología asociada al ciclo menstrual. Los resultados mostra-ron que estas últimas mujeres reportaron más síntomas premenstruales y menstruales. Los autores concluyeron que estos resultados se pudieron ha-ber debido a las expectativas que dichas mujeres tenían sobre los malestares premenstruales y menstruales (AuBuchon y Calhoun, 1985). Es por esto que los estudiosos del SPM o de la sintomatología perimenstrual deben de decidir la pertinencia de que las participantes conozcan o no el objetivo del estudio, así como determinar la conveniencia de realizar evaluaciones retrospectivas o prospectivas (diarias). Consecuencias de los síntomas premenstruales

La idea de que el SPM es algo común está tan difundida, que afecta el desem-peño de muchas mujeres, ya que éstas a veces se auto-incapacitan. En este sentido, algunos libros de “autoayuda” aconsejan a las mujeres que “supo-nen” que padecen SPM, que adviertan a la gente de su alrededor sobre su SPM. Si los que conviven con esta mujer dan por un hecho que ésta sufre de SPM, entonces justificarán que cometa errores, que tenga estallidos abruptos de mal humor, o que reaccione violentamente ante cualquier estímulo. Estos libros también aconsejan a las mujeres que no hagan compromisos impor-tantes cuando vayan a estar en su fase premenstrual (Chrisler, 2003). Existen varios ejemplos de que algunas mujeres actúan de esta manera; uno de éstos es el caso de algunas actrices que han exigido añadir una cláusula a sus con-tratos laborales, en donde se estipule que pueden faltar a trabajar cuando es-tén en su fase premenstrual (Coutinho y Segal, 1999). Luego entonces, no es de sorprender que la mayor parte de las mujeres que si han sido diagnosti-cadas con SPM descarten al 100% la posibilidad de que cualquier malestar o cambio de conducta que pudieran presentar en su fase premenstrual, pudie-ran deberse a otras causas diferentes a la menstruación; además que creen

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no tener ningún control sobre dichos cambios conductuales. Inclusive, una mujer se refirió a ella misma como si “estuviera poseída por una clase de locu-ra menstrual” que le hace perder el control de sus emociones y de sus actos cada mes (Swann, 1995).

Esta generalización de que la menstruación afecta el desempeño de las mujeres, no solo provoca que muchas mujeres se auto-incapaciten y se des-linden de sus responsabilidades, sino que también conduce a una discrimina-ción hacia la mujer en algunos sectores. A continuación presentaré un ejem-plo de esta discriminación: Cuando un grupo de psiquiatras estaba debatien-do sobre la pertinencia de que se incluya el Trastorno Disfórico del Final de la Fase Luteínica en el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales, un reportero de un periódico canadiense estaba interesado en es-cribir sobre el debate que se estaba llevando a cabo, pero su editor lo consi-deró poco relevante y decidió que no se publicara. Sin embargo, en la misma época una mujer canadiense resultó ser la candidata de un partido político para llegar a ocupar el cargo de Primer Ministro del país. Como consecuen-cia, el editor del periódico decidió publicar el reportaje del Trastorno Disfó-rico del Final de la Fase Luteínica para hacer de conocimiento público que los expertos reconocen que las mujeres tienen un comportamiento irracional varios días al mes. Esto se hizo con la idea de truncar el éxito político que hasta ese momento había alcanzado esta mujer, y evitar así que asumiera el poder (Chrisler y Caplan, 2002).

Cabe señalar que a pesar de la creencia que el ciclo menstrual tiene un impacto negativo en el funcionamiento físico y psicológico de las mujeres, existen algunos estudios que han desmitificado esto. Algunos investigadores han realizado medidas objetivas del funcionamiento cognitivo, y no han en-contrado que éste sea afectado por el ciclo menstrual, a pesar de que subje-tivamente muchas mujeres creen que si están afectadas (Morgan, Rapkin, D’Elia y Goldman, 1996). Asimismo, tampoco se ha podido comprobar ningún efecto del ciclo menstrual sobre conductas tales como la agresión medida en el laboratorio (Dougherty, Bjork, Cherek, Moeller y Huang, 1998), o la ejecu-ción en el trabajo (Hardie, 1997). Sin embargo, como se mencionó anterior-mente, el estereotipo que manejan los medios de la mujer que está en su fase perimenstrual es completamente diferente; los medios manejan la idea de que la inestabilidad emocional es una parte inevitable del ciclo menstrual.

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Papel de las actitudes hacia la menstruación

Las actitudes son juicios evaluativos relativamente perdurables hacia un ob-jeto social. Son ideas cargadas de emotividad que predisponen una serie de acciones hacia el objeto social en cuestión, por lo que engloban una serie de sentimientos, creencias y tendencias de comportamiento.

Aún cuando las actitudes hacia la menstruación van cambiando con ba-se en las experiencias vividas, éstas se empiezan a formar desde antes de que una niña tenga su primera menstruación (menarca), y están basadas en las creencias que ésta tiene sobre lo que es la menstruación. Estas creencias de-penden del ambiente familiar, cultural y social en el que la mujer ha crecido.

Las creencias y actitudes que tenga una mujer hacia la menstruación, van a afectar la manera en cómo ésta experimenta su propia menstruación. De hecho, existe una relación entre las actitudes hacia la menstruación y los síntomas relacionados con ésta. Esto último ha sido comprobado por algunos investigadores, quienes han encontrado que las mujeres que reportan graves molestias premenstruales, consideran a la menstruación como un evento de-bilitante y tienen actitudes poco sanas hacia ésta. En tanto que las mujeres que reportan sentirse bien durante su menstruación y los días previos a ésta, consideran a la menstruación como un evento natural y tienen actitudes más sanas (Chaturvedi, et al., 1991; Anson, 1999).

Para estudiar las creencias y actitudes hacia la menstruación en pobla-ciones mexicanas, creamos un cuestionario cuyo nombre es Cuestionario de Creencias y Actitudes ante la Menstruación, CCAM por sus siglas en español, o BATM por sus siglas en inglés: Beliefs about and Attitudes Toward Menstrua-tion (Marván., Ramírez-Esparza, Cortés-Iniestra y Chrisler, 2006). Para la cons-trucción del BATM, se trabajó con una muestra de 1,090 mexicanos, tanto hombres como mujeres, cuyas edades oscilaron entre 18 a 60 años, y cuya escolaridad fue básica, media o superior. Algunos de los reactivos se redac-taron de dos maneras diferentes, la primera dirigida a mujeres (i.e., Las mu-jeres debemos evitar cargar cosas pesadas cuando estamos reglando), y la otra para a hombres (i.e., Las mujeres deben evitar cargar cosas pesadas cuando están reglando). Otros reactivos pueden ser contestados tanto por mujeres como por hombres sin necesidad de cambiar su redacción (i.e., Es importante que el tema de la regla sea discutido en la escuela con las niñas y los niños juntos). El cuestionario contiene 48 reactivos en una escala Likert de 5 puntos (desde totalmente en desacuerdo hasta totalmente de acuerdo),

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agrupados en 5 factores: Los reactivos del primer factor se refieren a que la menstruación se debe de mantener en secreto, por lo que se le denominó Sigilo. Los reactivos del segundo factor se refieren a que la menstruación es molesta y tiene aspectos tan desagradables que es un fastidio, por lo que se denominó Fastidio. Los reactivos del tercer factor se refieren a diversas acti-vidades que las mujeres deben de evitar hacer, o bien que tienen que reali-zar cuando están menstruando, por lo que se denominó Imposiciones. El cuar-to factor quedó constituido por reactivos que implican que la menstruación afecta las actividades cotidianas de la mujer, por lo que se denominó Incapa-citante. Finalmente, el quinto factor estuvo formado por reactivos referentes a sentimientos de felicidad, bienestar y orgullo relacionados con la mens-truación, y se le llamó Agradable. Estos factores se muestran en la Tabla 2.

Tabla 2. Reactivos que conforman el Cuestionario de Creencias y Actitudes hacia la Menstruación.

SIGILO

Es importante hablar de la regla con los hombres*

Es importante que el tema de la regla sea discutido en la escuela con las niñas y los niños juntos* Las mujeres debemos esconder cualquier cosa que muestre que estamos reglando

Es importante que las mujeres nos preocupemos por comprar toallas sanitarias sin que nos vean A las mujeres nos incomoda hablar de la regla

Es importante que nadie sepa cuando una mujer está reglando

Es penoso hablar de la regla

Las mujeres nos ponemos rojas cuando vemos un anuncio de toallas sanitarias y estamos con algún hombre Es importante que la regla se mantenga en secreto

Es importante que las mujeres evitemos hablar de nuestra regla cuando hay hombres pre-sentes Es importante discutir el tema de la regla abiertamente en casa*

Las mujeres debemos alejarnos de los hombres mientras estamos reglando

MOLESTIA

Creo que hay veces que las mujeres no aguantamos nuestra regla

La regla es sucia

Los hombres tienen una gran ventaja al no tener la molestia de la regla

A las mujeres nos gustaría que algún período menstrual durara pocos minutos

A las mujeres nos gustaría que la regla no existiera

Continúa...

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La regla es molesta

La regla es dolorosa

A las mujeres nos incomoda tener la regla

La regla es un gran problema

La regla es algo que las mujeres tenemos que soportar

Vivir con la regla es difícil

Es una lata tener la regla cada mes

La regla es un gran fastidio

PROHIBICIONES Y OBLIGACIONES

Las mujeres debemos evitar nadar cuando estamos reglando

Las mujeres debemos evitar comer o beber cosas frías durante la regla

Las mujeres debemos evitar fumar durante la regla

Las mujeres debemos evitar comer ciertos alimentos cuando estamos reglando

Las mujeres debemos tomar té cuando estamos reglando

Las mujeres debemos evitar cargar cosas pesadas cuando estamos reglando

Las mujeres debemos bañarnos con agua caliente cuando estamos reglando

Las mujeres debemos evitar hacer ejercicio cuando estamos reglando

Las mujeres debemos comer o beber cosas calientes cuando estamos reglando

INCAPACITANTE

La regla afecta la labor de las mujeres en el trabajo

La regla incapacita a las mujeres

La regla afecta el trabajo de las mujeres en la casa

El tener la regla es un castigo para las mujeres

La regla afecta las actividades diarias de las mujeres

AGRADABLE

Las mujeres nos sentimos orgullosas cuando empezamos a reglar

Hay mujeres que se sienten contentas por reglar

Hay mujeres que se sienten alegres cada vez que tienen su regla

Hay mujeres que disfrutan su regla

Hay mujeres que se ven más atractivas cuando están reglando

Las mujeres nos emocionamos cuando tenemos nuestra primera regla

*Reactivos invertidos

Al aplicar el BATM únicamente a jóvenes universitarios pertenecientes a una clase socioeconómica media alta, encontramos una estructura factorial dife-rente. En este caso, el cuestionario se compone de 4 factores: Sigilo, Fastidio, Imposiciones y Agradable. Estos factores se reprodujeron cuando posterior-mente aplicamos el BATM a universitarios de Estados Unidos. En otras pala-

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bras, el BATM tiene 5 factores cuando se considera una muestra heterogénea de mexicanos, con diferentes niveles de escolaridad y diferentes edades. Pero tiene 4 factores cuando se considera una muestra de estudiantes universita-rios, ya sea de México o de Estados Unidos. Este hecho no es sorprendente al considerar que las muestras de ambos países estuvieron formadas por jóvenes de la misma edad y de un estrato socioeconómico similar. Sabemos que México tiene una gran influencia cultural de Estados Unidos, pero esta influencia es mucho mayor en la clase media y alta. En contraste, los mexi-canos de estratos socioeconómicos inferiores tienen creencias y costumbres diferentes con respecto a eventos característicos de la vida reproductiva de la mujer.

Cuando aplicamos el BATM a hombres y mujeres de dos generaciones diferentes, (jóvenes de 18 a 23 años, y adultos maduros de 50 a 60 años), en-contramos que los hombres jóvenes percibieron a la menstruación como un evento más debilitante que las mujeres de su misma edad. Esto se puede de-ber a que el conocimiento de los hombres sobre la menstruación es única-mente inferencial, por lo que probablemente están más influenciados por los estereotipos culturales, los cuales tienden a ser negativos. También vale la pena mencionar que los hombres jóvenes percibieron a la menstruación como un evento más debilitante y más fastidioso que los hombres de mayor edad. Es posible que esto se deba al hecho de que el ciclo menstrual es un tema más discutido entre gente joven que entre gente mayor. Los adultos madu-ros no solían saber cuando una mujer cercana a ellos estaba menstruando, y tampoco solían hablar de la menstruación y sus posibles síntomas (Marván, Cortés-Iniestra y González, 2005).

En un estudio reciente aplicamos el BATM y el MDQ a mujeres cuyas edades oscilaron entre 19 y 46 años. Encontramos que los factores del BATM que se relacionan con la idea de que hay actividades que las mujeres deben de evitar hacer, o bien que tienen que realizar cuando están menstruando, así como con la idea de que la menstruación afecta las actividades cotidia-nas de la mujer, predicen tres grupos de síntomas premenstruales: los relacio-nados con el afecto negativo (deseos de llorar, sensación de soledad, ansie-dad o angustia, inquietud o impaciencia, irritabilidad, cambios de humor, de-presión y tensión emocional), con cambios conductuales (disminución en el rendimiento laboral o escolar, tomar siestas no acostumbradas, permanecer en casa sin salir, y disminución de la eficiencia en actividades cotidianas), y

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con disminución de la concentración (insomnio, disminución de la memoria, confusión para pensar, baja de juicio para opinar, dificultad para concentrar-se, fácil distracción, accidentes y torpeza en los movimientos). Asimismo, la idea de que la menstruación es un fastidio también predijo los síntomas rela-cionados con el afecto negativo. Es importante notar que estas subescalas del MDQ que fueron predichas por el BATM se refieren a síntomas psicológico-conductuales, mientras que ninguna de las subescalas del BATM predijo nin-guna de las subescalas del MDQ que se refieren a síntomas físicos (Marván y Vázquez-Toboada, 2011). Expectativas en jóvenes premenarcas

Como se explicó previamente, las creencias, actitudes y expectativas que tiene una mujer juegan un papel trascendental en el reporte de su sintomatología premenstrual. Es por ello que es importante conocer las creencias, actitudes y expectativas que tienen las jóvenes que aún no han tenido su primera mens-truación (premenarcas), ya que estas jóvenes tienen sus propias creencias acerca de cómo se sienten las mujeres cada vez que tienen su menstruación, y seguramente estas creencias influyen en sus propias expectativas de cómo se van a sentir una vez que alcancen su menarca. De hecho, Koff y Rierdan (1996) demostraron que las expectativas que tienen las jóvenes premenarcas influyen de alguna manera en los síntomas premenstruales reportados por ellas, cuando posteriormente empiezan a menstruar.

Para ampliar nuestro conocimiento sobre este tema, exploramos las ac-titudes hacia la menstruación que tienen las jóvenes premenarcas, así como las expectativas que tienen sobre los posibles cambios premenstruales que creen que van a experimentar. Para realizar esta investigación primero adap-tamos a la población mexicana un cuestionario de actitudes hacia la mens-truación dirigido a jóvenes premenarcas. Dicho cuestionario consta de tres factores: a) Actitudes Positivas, cuyos reactivos se refieren a sentimientos de felicidad, bienestar y madurez relacionados con la menstruación; también muestran que la menstruación es esperada con entusiasmo; b) Actitudes Ne-gativas, cuyos reactivos se refieren a la menstruación como algo desagrada-ble o debilitante, así como a sentimientos de miedo o susto; y c) Actitudes Sigilosas, cuyos reactivos indican que la menstruación se debe de mantener en secreto, y también se refieren a la dificultad para hablar de la menstrua-ción (Marván, Galvanovskis y Vacio, 2001). Después de tener el cuestionario,

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lo aplicamos junto con una lista de 20 posibles cambios negativos y 10 posi-tivos, que se pueden presentar en la fase premenstrual. Se les pidió a las niñas que indicaran cuales de esos cambios creían que iban a experimentar cuando empezaran a reglar. Los cambios premenstruales que fueron más esperados por las niñas fueron incomodidad, cólicos y cambios de humor. Las niñas que tuvieron actitudes más negativas hacia la menstruación y que también mostraron actitudes de sigilo, fueron las que esperaron tener más cambios premenstruales negativos. Por el contrario, las niñas que tuvieron acti-tudes más positivas esperaron más cambios positivos (Marván, Espinosa-Hernández y Vacio, 2001).

Posteriormente realizamos un estudio que duró casi dos años. En una primera fase medimos las expectativas de un grupo de jóvenes premenarcas sobre sus posibles cambios premenstruales. Para ello, se les presentó la mis-ma lista de cambios ya sea negativos como positivos que se mencionó en el párrafo anterior, y se les pidió que indicaran cuales de esos cambios creían que iban a experimentar cuando empezaran a reglar. Posteriormente, después de un año y medio, volvimos a encuestar a aquellas jóvenes que durante ese lap-so experimentaron su menarca. Los cambios más esperados por estas jóvenes cuando eran premenarcas, fueron precisamente aquéllos que fueron más re-portados después de haber experimentado su menarca. Los cambios espera-dos por las jóvenes premenarcas predijeron cerca de la mitad de los cambios experimentados por estas jóvenes al convertirse en postmenarcas (Marván y Molina, 2008).

Partiendo del hecho de que las creencias y expectativas que tienen las jóvenes premenarcas son culturalmente aprendidas, realizamos otro estudio en el que comparamos las expectativas de las niñas premenarcas que viven en zonas rurales y urbanas de México. A pesar de que la mayoría de las niñas de ambas zonas esperaban tener más cambios negativos que positivos rela-cionados con la menstruación, encontramos que las niñas urbanas esperaron más cambios negativos y menos positivos que las niñas rurales (Marván, Espi-nosa-Hernández y Vacio, 2003). El hecho de crecer en un ambiente urbano puede hacer que las niñas estén más expuestas a creer que la menstruación se acompaña de síntomas inevitables, debido a la popularidad que el SPM ha alcanzado en los medios masivos de comunicación. Como se mencionó ante-riormente, el problema de la cobertura del SPM por estos medios es que exis-te un sesgo en exagerar los aspectos negativos de la menstruación; la infor-

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mación que dan suele ser incorrecta, ya que con frecuencia distorsionan los resultados científicos. Un ejemplo de esto, es un anuncio publicitario que dice: “Hay evidencia científica que dice que en esos días te sientes más cansada”. Houppert escribió un libro sobre este tema, en el que discute cómo es que en los anuncios publicitarios, las revistas y la literatura popular se asume que el ciclo menstrual inevitablemente se asocia con una serie de síntomas y ma-lestares; y la autora concluye “Actualmente, las mujeres están bombardea-das con encabezados, anécdotas y estudios que implican que los cambios de humor extremos son una parte inevitable de su ciclo menstrual” (Houp-pert, 1999).

Siguiendo esta línea, realizamos un análisis de contenido de la publici-dad de medicamentos para las molestias menstruales y premenstruales que aparecieron en las revistas más populares dirigidas a adolescentes durante tres años. El 70% de estos mensajes difunden la idea de que los síntomas que acompañan a la menstruación son inevitables, mientras que únicamente el 25% mencionan que dichos síntomas pueden ocurrir o no. El resto de los men-sajes (5%) exponen a la menstruación como un evento fastidioso y limitativo (Cortés-Iniestra, Marván y Lama, 2004). Desafortunadamente, no es común que las adolescentes verifiquen si la información que reciben a través de los medios masivos de comunicación es veraz, por lo que pueden hacer suya la idea de que, en efecto, presentarán síntomas menstruales cada mes. Esta idea puede ocasionar que haya una predisposición para exhibir tales síntomas, e inclusive las adolescentes pueden llegar a consumir los medicamentos publi-citados, sin necesitarlos, para tratar de prevenir los supuestos síntomas aso-ciados a la menstruación.

Por otro lado, lo que las jóvenes premenarcas aprenden en el seno fa-miliar también es vital en la formación de sus creencias y expectativas refe-rentes a los síntomas relacionados con la menstruación. Por lo tanto, lo que una niña aprende en casa, va a influir de manera importante en la manera en cómo ésta va a experimentar sus futuras menstruaciones. Es así como Anson (1999) demostró que existe una relación entre los síntomas premenstruales reportados por mujeres adultas, y el hecho de que éstas hubieran convivido, cuando eran adolescentes, con familiares adultas que solían quejarse de tener síntomas premenstruales. Asimismo, las madres que adoptan actitudes en-fermizas cuando van a reglar o están reglando, y que exhortan a sus hijas a que adopten las mismas actitudes, incitándolas a quedarse en casa en lugar

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de ir a la escuela por ejemplo, suelen tener hijas que cuando crecen reportan tener más síntomas relacionados con la menstruación en comparación con otras mujeres (Whitehead, Busch, Héller y Costa, 1986).

En un estudio que hicimos recientemente, encuestamos a mujeres de entre 19 y 25 años, que vivían en áreas rurales o urbanas de México. Todas las mujeres encuestadas habían vivido con sus madres en su adolescencia y en el momento de su menarca. Se les pidió que recordaran si habían discutido o no sobre la menstruación con su madre antes de su menarca, y a aquéllas que lo habían hecho, también se les preguntó que si su madre les había di-cho como se iban a sentir durante sus menstruaciones. Encontramos que el 92% de las mugres urbanas habían discutido con su madre el tema de la menstruación, pero sólo el 66% de las mujeres rurales lo había hecho. El re-sto de los análisis los hicimos tomando en cuenta solo aquéllas mugres que si habían discutido sobre la menstruación con sus madres antes de su menar-ca. Encontramos que cerca del 40% de las mujeres (tanto urbanas como ru-rales) aseguraron que sus madres les habían dicho que iban a tener cólicos abdominales. A casi el 20% de las mujeres urbanas también se les dijo que iban a experimentar cambios de humor, cosa que únicamente al 2% de las mujeres rurales se les dijo. Por el contrario, cerca del 20% de las mujeres rurales reconocieron que se les dijo que iban a tener dolor de cintura, lo que no ocurrió en las mujeres urbanas (Marván y Trujillo, 2010). Cambios premenstruales positivos:

Un fenómeno poco conocido es el hecho de que para algunas mujeres, la fase premenstrual se asocia con experiencias positivas. Este hecho no ha sido muy difundido, ya que como se mencionó anteriormente, se ha puesto más énfasis en los cambios premenstruales y menstruales negativos. Al hacer una revisión de la literatura científica, se encuentran muy pocas investigaciones relacionadas con las posibles experiencias positivas, en contraposición con la abundancia de investigaciones concernientes a las experiencias negativas.

Desde que se publicó el Cuestionario de Malestares Menstruales de Moos - MDQ, en 1968, ya se hablaba de algunos cambios premenstruales posi-tivos. De hecho, la subescala denominada “excitación” del MDQ está com-puesta por una serie de posibles cambios positivos: estar afectuosa o cariño-sa, tendencia al orden, entusiasmo, sentimientos de bienestar y estallidos de energía o actividad. Más de diez años después, apareció la primera publica-

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ción científica, en la que se hace referencia a un grupo de mujeres que se sentían mejor cuando estaban en su fase premenstrual con respecto a otras fases de su ciclo menstrual. Es por ello que la autora del artículo propuso el término de “síndrome de euforia premenstrual” (Parlee, 1982). En la mis-ma década, Logue y Moos publicaron un trabajo titulado “Cambios positivos premenstruales: Hacia una nueva perspectiva del ciclo menstrual”, en donde demostraron que entre el 5 y 15% de mujeres experimentan un aumento de entusiasmo, de energía y de bienestar en su fase premenstrual. Encontraron que además, muchas mujeres reportan tener un aumento de apetito sexual, así como un mejoramiento en la ejecución de ciertas tareas perceptuales y cognitivas (Logue y Moos, 1988). Un año más tarde, Stwart publicó el trabajo “Cambios positivos en el periodo premenstrual”. La autora publicó los resul-tados de un grupo de mujeres a quienes se les presentó una lista de 39 posi-bles cambios, ya sea positivos o negativos, y se les pidió que marcaran aqué-llos que solían presentar la semana anterior a su menstruación. Se encontró que el 66% de las mujeres reportaron al menos un cambio positivo, siendo los más frecuentes los siguientes: aumento de interés sexual (37%), tenden-cia a limpiar u ordenar (32%), aumento del goce sexual (31%), tendencia a ter-minar las cosas (29%), senos más atractivos (20%), más energía (18%) e ideas más creativas (11%) (Stewart, 1989). Esta misma lista de posibles cambios premenstruales se les presentó a un grupo de mujeres del Reino Unido, pero en este caso, las mujeres tenían que indicar si experimentaban cada uno de los posibles cambios premenstruales, ya sea usualmente, ocasionalmente, o nunca, en lugar de que simplemente indicaran la presencia o ausencia de es-tos cambios. Se encontró que el 39.4% de las mujeres experimentan al menos un cambio premenstrual positivo usualmente, y el 80.3% experimentan al me-nos un cambio positivo ya sea usualmente u ocasionalmente (Nichols, 1995).

Diversos investigadores han llegado a la conclusión que la mayor parte de las mujeres experimentan ciertos cambios premenstruales que por natu-raleza son neutros, pero que éstos pueden ser interpretados como experien-cias positivas o negativas, dependiendo de la atribución hecha por la mujer que los está experimentado (Walker, 1995). En este sentido, resulta obvio que los estereotipos y las expectativas que se discutieron previamente, juegan un papel muy importante en las atribuciones hechas por las mujeres. Existen por lo menos dos estudios, uno realizado en EUA y el otro en el Reino Unido, en donde las mujeres participantes reconocieron que antes de su interven-ción en dichos estudios, nunca habían considerado la posibilidad de que la

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menstruación tuviera aspectos positivos. En uno de estos estudios, un grupo de mujeres fueron entrevistadas sobre sus experiencias relacionadas con el ciclo menstrual, y ninguna de ellas dijo algo positivo. Sin embargo, cuando se les preguntó específicamente, algunas reconocieron que la menstruación ten-ía aspectos positivos, y enfatizaron que nunca antes lo habían pensado (Choi y Mckeown, 1997). El otro estudio mencionado se realizó con un grupo de mujeres que contestaron el MDQ, así como otro cuestionario para medir acti-tudes hacia la menstruación (Cuestionario de Actitudes Menstruales-MAQ). Pero una semana antes de que se les dieran estos cuestionarios, a la mitad de las participantes se les pidió que contestaran otro cuestionario al que se le puso el nombre de “Cuestionario de Satisfacción Menstrual” (Menstrual Joy Questionnaire). Estas mujeres reportaron actitudes más positivas hacia la menstruación, así como cambios premenstruales más positivos que el resto de las participantes. La mayoría dijeron que nunca antes habían considerado los aspectos positivos del ciclo menstrual, y algunas comentaron que el hecho de haber participado en ese estudio las había motivado para ver a la mens-truación de manera diferente, y que empezarían a poner atención a los cam-bios positivos que pudieran asociarse a su menstruación, ya que hasta ese en-tonces los habían ignorado (Chrisler, Johnston, Champagne y Preston, 1994).

En otro estudio realizado por nuestro grupo de investigación, estudia-mos las experiencias premenstruales, tanto negativas como positivas, repor-tadas por un grupo de mujeres mexicanas. Las experiencias premenstruales fueron evaluadas de dos maneras diferentes. Primero, se pidió a las partici-pantes que escribieran en un papel los cambios que normalmente experi-mentan en su fase premenstrual. No hubo límite en el número de experien-cias premenstruales que podían enunciar. Tan pronto como terminaron, se les presentó una lista de posibles cambios premenstruales, tanto negativos como positivos, y se les pidió que marcaran aquéllos que solían presentar la sema-na anterior a su menstruación. Cuando se pidió que auto-reportaran sus ex-periencias premenstruales espontáneamente, únicamente el 7.8% mencionó alguna experiencia positiva. En contraste, cuando se les presentó la lista de cambios, la mayoría (79.4%) reportó al menos una experiencia premenstrual positiva, y hubo quien mencionó hasta siete cambios positivos diferentes. En síntesis, encontramos que las mujeres presentan cambios premenstruales po-sitivos, pero éstos no son reportados espontáneamente. Este hecho puede deberse al predominio de la descripción de las complicaciones premenstrua-les, tanto en la literatura científica como en la popular.

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CONCLUSIÓN

La sintomatología premenstrual está influenciada por diversas variables de índole psicosocial, como son las actitudes y las expectativas de una mujer. Dichas actitudes y expectativas se van desarrollando desde antes de que se presente la primera menstruación, por lo que es importante que las jóve-nes premenarcas reciban una educación adecuada para fomentar actitudes más positivas, y no dejarse influenciar por los estereotipos culturales que fo-mentan la idea de que la menstruación debilita a la mujer. Asimismo, es im-portante que las mujeres sepan reconocer entre los síntomas premenstrua-les moderados, y la sintomatología severa que constutuye el SPM para que de este modo pueda ser tratada de manera adecuada.

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PERCEPCIÓN DE RIESGO Y RESPUESTA PSICOSOCIAL ANTE DESASTRES NATURALES Y TECNOLÓGICOS

Esperanza López Vázquez Resumen

Los peligros naturales no son desconocidos para el hombre, y éste ha tenido que construir su propia definición en función de diferentes factores situacio-nales que han ido transcribiéndose en la memoria colectiva de los pueblos que los han vivido. Durante mucho tiempo se pensó que el peligro tenía que medirse objetivamente y que esa era la forma para poder ahondar en el co-nocimiento de su potencial catastrófico. Esto permitiría hacer un análisis de las posibles manifestaciones y consecuencias de un peligro en el ambiente y en la calidad de vida humana. Sin embargo se ha comprobado la necesidad de conocer la percepción que tienen las personas de los peligros y del riesgo al que están expuestas ya que estos conceptos son muy diferentes de lo que la realidad objetiva transcribe. La percepción de riesgo implica la evaluación cog-nitiva que se hace individualmente con respecto a un riesgo percibido. Se construye a lo largo de la vida y se va modificando en función de las experien-cias, conocimientos, creencias y emociones que el sujeto tiene del riesgo al que pueda estar expuesto. Los riesgos percibidos pueden considerarse como construcciones sociales que se crean y recrean en el seno de la sociedad, y que forman parte de un proceso que lleva como punto culminante el desas-tre. El término de estrés fue utilizado desde hace mucho tiempo para referir-se a situaciones de tensión tales como luchas y dificultades de diferente índo-le. Se ha comprobado que frente situaciones de alto riesgo y desastre, el es-trés es una respuesta de reacción que protege a los sujetos. Las estrategias de afrontamiento forman parte de los mecanismos protectores que permi-ten a una persona enfrentar un peligro o bien una situación catastrófica. Estas estrategias pueden ser activas o pasivas y todas buscan la adaptación. El obje-tivo del documento es presentar la síntesis de resultados de tres estudios rea-lizados anteriormente, dos de ellos ya publicados, uno en proceso y hacer una relación entre los diferentes aspectos que en estros tres estudios se presen-tan en cuanto a la percepción de riesgo, el estrés reportado y las estrategias de afrontamiento que los sujetos nos indican tener. Se analizan diferencias y

Facultad de Psicología, Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

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similitudes en los tres estudios y dos contextos de riesgo, y se hacen algunas conclusiones generales donde se enfatiza la necesidad de continuar con estu-dios de esta naturaleza. Palabras clave: Percepción de riesgo; Estrés; Afrontamiento. Abstract

Natural hazards are not unknown to man or woman, and they have had to build their own definition according to several different situational factors that have been passed down from generation to generation in contained groups that circumscribe to a certain geographical area. For a long time it was thought that danger had to be measured objectively and that such was the form in which knowledge could be deepened on its potential to create catastrophe. This would permit certain analyses on the various possible manifestations and consequences that a hazard has on the environment and the quality of hu-man life. However, the necessity of knowing the perception that people have of said dangers and the risk that they are exposed to, has been often under-lined, due to the fact that these concepts are certainly different from what objective reality manifests. The perception of risk implies a cognitive evalua-tion that is individually developed from the exposure to a given hazard. It is constructed thoughout one’s life and it is modified by experience, knowledge, beliefs and emotions that the person in risk is exposed to. Percieved risks can be considered as social constructs that are created and diversified in a socie-ty’s core, and they take part in a process that has a disaster at its climax. Stress, as a term, has been used for a long time to refer to situations in which a person is exposed to strain of various origins. It has been proved that while facing situations of high risk, stress is a natural response that is designed to protect subjects from the emotions that emanate from the evaluations the person does of his or her ability to face said situations. So, coping strategies are part of the protective mechanisms that allow a person to face a hazard or catatrophic situation. These strategies can be active, or passive, and they all seek to adapt a person to the situation that is being faced. The objective of this document is to present the synthesis of the results of three studies that have been carried out beforehand, two of which are already published, the third of which is in press. This synthesis finds a relationship between certain

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aspects presented in these studies, such as perceived risk, reported stress, and coping strategies that subjects tend to use. Differences are analyzed and similarities between the three studies and two different risk contexts, from which several general conclusions are drawn, where the necessity to continue studies of this nature is underlined. Keywords: Risk perception; Stress; Coping.

INTRODUCCIÓN

El ser humano a lo largo de su historia se ha visto confrontado a la necesidad de desafiar las fuerzas de la naturaleza para poder asegurar su sobreviven-cia. Durante mucho tiempo, los peligros de la naturaleza fueron las principa-les amenazas del hombre, quien sin tener ningún control sobre los fenóme-nos que veía, tendió a rendir culto a las fuerzas sobrenaturales que se pre-sentaban. Los eventos catastróficos más antiguos se encuentran solamente registrados en la memoria geológica cuyos códigos solo los expertos pueden leer y darnos cuenta de ello, mientras que otros ya se encuentran en los re-gistros de nuestra historia escrita, los cuales nos relatan el panorama de des-trucción que éstos han provocado.

Las catástrofes de origen natural, mucho tiempo fueron reconocidas como castigos de dios, o bien como el poder indiscutible de las fuerzas supe-riores de la naturaleza. El hombre así ha tenido que luchar con perseverancia contra las calamidades de todo tipo y crear sus propios medios para defen-derse (Lagadec, 1994).

Los peligros naturales no son desconocidos para el hombre, y éste ha tenido que construir su propia definición en función de diferentes factores si-tuacionales que han ido transcribiéndose en la memoria colectiva de los pue-blos que las han vivido.

Según George-Yves Kervern y Patrick Rubise (1991), la postura del hombre frente al peligro se ha ido modificando a lo largo de la historia y, se-gún estos autores, se pueden distinguir tres edades: la edad de la sangre, la edad de las lágrimas y la edad de las neuronas.

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La edad de la sangre: ésta correspondería a la etapa donde la angustia del hombre provocada por las inundaciones, guerras y hambrunas era calma-da por sacrificios, generalmente humanos hacia las divinidades. El peligro es inevitable y se cree en la posibilidad de una intervención directa del hombre sobre la naturaleza a través de dichas ofrendas.

La edad de las lágrimas: correspondería a la era del cristianismo donde el sacrificio humano está prohibido, excepto en casos particulares -como la brujería para la inquisición-, y donde los principales miedos de la humanidad se focalizan sobre las enfermedades o el hambre, las cuales esperan poder mitigarse a través de oraciones, procesiones y todo tipo de rituales religiosos. Por ello se le llama la era de lágrimas, pues la tendencia del mundo occiden-tal se sostiene en el hecho de que toda calamidad es provocada por el mal comportamiento del hombre, por lo que éste es culpable de sus consecuen-cias y tiene que expiar sus faltas.

La edad de las neuronas: esta edad se caracteriza por el análisis de los peligros y la búsqueda de estrategias para proteger al ser humano. Esta eta-pa se ve marcada en primera instancia por el terremoto de Lisboa en 1755, en donde Voltaire y Rousseau generan una polémica sobre el lugar del hom-bre y de Dios en el tema de las catástrofes. La síntesis de esta polémica ge-nera lo que podríamos llamar la “revolución del peligro”, donde el hombre es declarado responsable del peligro al cual se encuentra expuesto y no más a las fuerzas externas y sobrenaturales.

Evidentemente esta polémica no cambió la visión de las cosas de la no-che a la mañana, pero da inicio a una serie de reflexiones que van generando que la evolución de la ciencia vaya dirigida hacia la búsqueda de las causas objetivas de los peligros y amenazas y sus posibles soluciones.

La intervención de múltiples técnicas ha ido desarrollándose y permi-tiendo que el hombre pueda analizar de una manera más fina las fuentes de peligro y buscar controlar las consecuencias negativas dentro de la acción voluntaria de la prevención y protección. Las tecnologías modernas tienen como reto estas dos acciones. El peligro nos rodea inevitablemente, nos resta saber cómo enfrentarlo y cómo disminuir sus consecuencias negativas (Ker-vern y Rubise, 1991).

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PERCEPCIÓN Y CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL RIESGO

Durante mucho tiempo se pensó que el peligro tenía que medirse objetiva-mente y que esa era la forma para poder ahondar en el conocimiento de su potencial catastrófico. Esto permitiría hacer un análisis de las posibles mani-festaciones y consecuencias de un peligro en el ambiente y en la calidad de vida humana, para poder así controlarlo a través de las estrategias que los expertos serían capaces de poner en marcha.

El riesgo puede considerarse de manera objetiva y se encuentra en re-lación con estimaciones basadas en criterios bien definidos. Un ejemplo de dichos criterios es el analizar la probabilidad de un evento, sus consecuen-cias posibles y los niveles de exposición a los que se encuentra una población determinada (Weyman y Clarke, 2003). Paton, Smith y Johnston (2000), de-finen objetivamente al riesgo como una función de la interacción entre los efectos nocivos y la vulnerabilidad a estos efectos.

Sin embargo esta postura tuvo que revolucionarse ya que no se toma en cuenta todo lo que la sociedad deposita en torno a cada uno de los ries-gos a los cuales se encuentra expuesta.

Desde la sociología y la antropología se han venido trabajando teorías que buscan explicar en dónde se encuentra el papel de la sociedad frente a los riesgos. Los análisis de diferentes autores muestran como no es posible analizar un riesgo o un peligro sin tomar en cuenta la significación que tiene para las comunidades expuestas a éste. Se torna necesario analizar cómo es que los individuos construyen dichas significaciones. La obra de Mary Dou-glas es básica en la definición del concepto de “Construcción Social de Ries-go” ya que esta autora explica como la percepción de riesgo es un constructo cultural y no solo el resultado descriptivo de las características y potenciali-dades de un peligro. Este concepto se encuentra en relación estrecha con la conciencia que el individuo tiene sobre un peligro (Assailly, 1992).

La percepción de riesgo implica la evaluación cognitiva que se hace in-dividualmente con respecto a un riesgo percibido. Se construye a lo largo de la vida y se va modificando en función de dos elementos principales: la in-formación general en cuanto al conocimiento y la experiencia que se tiene con respecto a este, y otro elemento, las emociones que el sujeto pone en el

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elemento percibido. Esta se ve influenciada a su vez por un gran número de factores tanto personales, como sociales, culturales, políticos, etc. (Slovic, 2000). La percepción de riesgo es por lo tanto muy compleja ya que la cons-trucción de ésta implica diferentes procesos psicológicos y afectivos.

La percepción del riesgo conlleva así todo un bagaje de creencias, afec-tos e ilusiones cognitivas que van a ir orientando el comportamiento tanto individual como colectivo.

Las creencias estarán fundadas en el conocimiento que obtiene el suje-to tanto de fuentes formales como informales. Las fuentes formales corres-ponden a los científicos, especialistas en un área de conocimiento, y los in-formales a los grupos e individuos dentro de su misma cultura, o aquellas con quienes pueda convivir dentro de su sociedad. Dentro de la teoría de per-cepción de riesgo también se ha observado la existencia de ciertos mecanis-mos cognitivos que permiten y ayudan a las personas a explicar lo inexplica-ble a través de juicios que se han denominado por algunos autores como heurísticos, o bien, ilusiones cognitivas. Los juicios heurísticos son explicacio-nes que el sujeto se hace en función de la representatividad que tiene para éste el evento percibido (heurístico de representatividad), o de la disponibili-dad que la información relacionada con un peligro tiene dentro de su memo-ria (heurístico de disponibilidad). Estos juicios no son objetivos y se encuen-tran impregnados de creencias, valoraciones y estimación de probabilidades que nada tienen que ver con las estadísticas o información real de un peligro (Kahneman, Slovic, Tversky, 1982). Las ilusiones cognitivas por su parte per-miten que el sujeto tenga una valoración más positiva del peligro en el que está (optimismo ilusorio), o bien pensar que el peligro nunca podrá afectarles directamente y siempre es a los otros a quien puede dañar (ilusión de invul-nerabilidad) (Hoorens ,1994; Sanchez - Vallejo, Rubio, Páez, Blanco, 1998).

El constructo psicológico del riesgo estará determinado entonces por es-tos procesos tanto personales (experiencia, conocimiento, familiaridad, heu-rísticos) como sociales (creencias sociales, rumores, ilusiones cognitivas), así como las condiciones reales de exposición al riesgo que van a determinar el grado de vulnerabilidad en que el sujeto se encuentre. El riesgo no es el mis-mo para todos.

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VULNERABILIDAD SOCIAL, RIESGO Y DESASTRES

Un concepto que viene a ligarse directamente con nuestro tema es el de vul-nerabilidad social frente al riesgo y los desastres. Diferentes autores han re-flexionado sobre el hecho de que los riesgos son construidos socialmente y que la vulnerabilidad se encuentra supeditada a las condiciones económicas y sociales de una comunidad dada. Las evidencias empíricas fueron dando ca-bida a la necesidad de conceptualizar los niveles de exposición al desastre de grupos caracterizados como de alta vulnerabilidad. Así se pudo observar que las consecuencias de un desastre no golpeaban de la misma manera a toda una población afectada, si no que existían grupos que sufrían de peores pérdi-das y desajustes que otros grupos sociales. Así, éste término facilitó el anali-zar el abordaje de las posibilidades de reducción de la ocurrencia de desastres (Acosta, 2005).

Bajo esta óptica, los riesgos percibidos pueden considerarse como cons-trucciones sociales que se generan y recrean en el seno de la sociedad, y que forman parte de un proceso que lleva como punto culminante el desastre. En este proceso se van creando una serie de situaciones que van condicionando y favoreciendo la acumulación de condiciones que son construidas y amplifi-cadas socialmente (Lavell,1998). Un segundo elemento del concepto de vul-nerabilidad se encuentra directamente asociado a las condiciones de desi-gualdad social y económicas que generan la producción de nuevas amenazas que participan en la creciente acumulación de la construcción material de riesgos de desastres (Acosta, 2005). Desde esta perspectiva nace la insistente afirmación de algunos autores vinculados a la asociación llamada “La Red”, de tratar de inculcarnos lo que Rousseau dijera un día a Voltaire “los desastres no son naturales… la gran mayoría de nuestros males físicos son obra nues-tra” (Rousseau, 1756).

El riesgo social depende intrínsecamente tanto de las relaciones socia-les como de la evaluación de las probabilidades. El riesgo se puede conside-rar como una forma de clasificar toda una serie de interacciones y de relacio-nes complejas entre las personas y también entre el hombre y la naturaleza.

Si conjuntamos todos estos factores vamos a poder acercarnos a la comprensión de la percepción de riesgo y a la respuesta del sujeto frente a éste. En este caso nos referimos particularmente al estrés que una persona puede desarrollar cuando se encuentra expuesta a un peligro crónico de ori-

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gen natural, o bien tecnológico. Para poder entender mejor esta relación, proponemos dar algunas explicaciones sobre el concepto que manejamos en nuestros trabajos.

ESTRÉS

El término de estrés fue utilizado desde hace mucho tiempo para referirse a situaciones de tensión tales como luchas y dificultades de diferente índole. Posteriormente Hooke propone los términos de carga, estrés y tensión para determinar el conjunto de fuerzas que se ejercen sobre un cuerpo determi-nado que se somete a la presión externa de algún objeto. Estas definiciones se fueron introduciendo en el siglo XX para explicar las presiones que eran ejercidas a nivel social, fisiológico o psicológico (Lazarus, 2000).

Hasta ese entonces el estrés era definido como un concepto unidemen-sional de activación alta o baja. Con los estudios de Hans Selye (1956), el con-cepto de estrés va tomando otras tesituras y se integra dentro del vocabulario médico para definir la respuesta de los organismos frente a un estímulo ame-nazador. De esta forma el concepto de Síndrome General de Adaptación (SGA) después de analizarse en los organismos animales, pasa a ser parte de las respuestas observadas en los seres humanos.

Posteriormente, este concepto unidimensional es analizado por algu-nos autores bajo otros criterios que le permiten descomponerse en dimen-siones. Primeramente tenemos a Selye que divide al estrés en dos tipos: a) Distress o estrés negativo, el cual oscila entre el dolor, la angustia, la ira y la agresión que tienden a ser destructivos y perjudiciales para la salud del indi-viduo; b) Eustress el cual es definido como poseedor de emociones asociadas con la preocupación por los demás y con los esfuerzos positivos que buscan beneficiar tanto al individuo como a su comunidad, de tal forma que este tipo de estrés busca proteger la salud del individuo (Selye, 1956; Lazarus, 2000).

El segundo esfuerzo por estudiar las dimensiones del estrés viene de los estudios de Lazarus (1966) quien logró diferenciar tres tipos de estrés psicoló-gico: daño/pérdida, amenaza y desafío. El primero corresponde a la identifi-cación del agente estresor como generador de algún tipo de perjuicio o pérdi-da en el individuo; el segundo como la posibilidad de provocar un daño es-pecífico, y el tercero como la lucha con entusiasmo por enfrentar y superar una situación estresante. Esta clasificación deduce que existen dos formas

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negativas de interpretación del agente estresor y una que puede considerar-se como positiva. El resultado final se encuentra mediado por un proceso cog-nitivo en el que el sujeto responde en función de la valoración que hace del estímulo estresante y de la evaluación que hace de los recursos que posee. La valoración se hará en base a rasgos motivaciones, emociones provocadas por el estresor, creencia sobre sí mismo y el mundo, principalmente. La eva-luación de recursos personales estará orientada con relación a las demandas del agente estresor, las limitantes y las oportunidades que se presenten en el momento. Estos recursos incluyen la inteligencia, el dinero, las habilidades del sujeto para desenvolverse socialmente, la educación que se posea, las rela-ciones familiares y amistosas con que se cuenten, el atractivo físico, la salud, la energía, el entusiasmo, entre otras (Lazarus, 2000).

El estrés es considerado, desde este esquema, como el producto de un proceso cognitivo individual que está supeditado a la valoración hecha por cada sujeto. De tal forma que un agente externo podrá producir estrés única-mente si éste es interpretado como desbordando las capacidades individua-les del sujeto y resentido como un peligro para el bienestar físico y psicológico

de la persona. Lo que realmente importa es la situación psicológica resul-tante de la interacción entre el medio ambiente y los factores individuales que son los que determinan la presencia y el nivel de estrés psicológico de las personas expuestas a un agente de estrés determinado (Lazarus y Folk-man, 1984).

ESTRATEGIAS DE AFRONTAMIENTO

Las formas de enfrentar una situación estresante han sido concebidas por Lazarus y Launier (1978) con el nombre de estrategias de afrontamiento o de coping (término inglés). Estos términos permiten definir el conjunto de pro-cesos que protegen al individuo contra un evento agresivo que amenace su estabilidad psicológica, y permite a la vez buscar los medios para dirigir la situación agresiva, así como disminuir los efectos del estrés. Las estrategias de afrontamiento, a diferencia de la respuesta de estrés, son útiles para man-tener una adaptación psicosocial así como para eliminar o reducir la angustia

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psicológica (Pauhlan y Bourgois, 1995). Este mecanismo es puesto en marcha de acuerdo a la evaluación que el sujeto hace de sus propios recursos perso-nales para enfrentar las demandas del medio ambiente, sus obstáculos y sus exigencias.

De esta evaluación distinguimos dos tipos de estrategias de afronta-miento que son: las estrategias activas y las estrategias pasivas que otros autores denominan como estrategias vigilantes, y estrategias de evitación (Bruchon-Schweitzer, 2002). Las estrategias activas enfrentan directamente la situación. Se trata de la búsqueda de información sobre la situación estre-sante, estrategias de control de la situación, acciones de soporte social con los miembros de la familia o la comunidad, y de acciones que permitan la re-solución del problema. Todo ello con el objetivo de disminuir la ansiedad y la angustia emocional y de tener un control de las circunstancias adversas. Las estrategias pasivas tratan más bien de reducir la percepción real del peligro o negar la realidad objetiva y buscan a cambio disminuir la ansiedad y el ma-lestar subjetivo del estrés. Las características principales son la huida, la negación, el retraimiento, el rechazo y la conversión. Este tipo de respuestas actúan como medios que alejan al sujeto de la percepción real del problema. Estrés y afrontamiento y salud

Uno de los objetivos principales de las estrategias de afrontamiento es la disminución del estrés psicológico y la solución del problema. El control de las emociones es una de las estrategias prioritarias para poder conservar la mente clara y tomar así decisiones pertinentes frente a los problemas que enfrentamos. Las estrategias de afrontamiento tanto activas enfocadas en la acción, como pasivas enfocadas en las emociones, son importantes. Ambas son utilizadas frente a un estresor, en este caso frente a un peligro. La única diferencia es que mientras las estrategias activas ya dan por sentado el ma-nejo de las emociones en una forma de acciones concretas, las pasivas se quedan solamente en el control emocional, el cual si no son únicamente el preámbulo para acciones posteriores, la negación de un peligro, o la evita-ción de hablar de éste, a la larga puede llegar a provocar problemas impor-tantes tanto de salud como de exposición al riesgo en los individuos.

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SÍNTESIS DE RESULTADOS

En base a lo anteriormente expuesto a continuación vamos a presentar el resumen de algunos trabajos que he realizado sobre el tema de riesgo y de-sastre relacionados con la psicología de la salud de poblaciones expuestas a eventos de desastre o de riesgo. Los comentarios generales y discusión se ha-rán al final de los tres estudios.

PRIMER ESTUDIO

El primer estudio del cual les quiero comentar tiene que ver con la explosión de gas de una gasera de Pemex que ocurrió en el norte de la ciudad de Méxi-co en noviembre de 1984, en un lugar llamado San Juan Ixhuatepec, y otro de origen natural, el terremoto de la ciudad de México de 1985 (López-Vázquez, 1999).

El primer evento puede ser considerado como uno de los primeros de-sastres industriales que ponen en alerta a la comunidad internacional, ya que hasta ese entonces no se había producido un accidente industrial de esa mag-nitud. Posteriormente se presentan otros eventos como el de Three Mile Is-land, Tchernobyl, Seveso, y otros más que hasta la actualidad se siguen pro-duciendo.

Las gaseras de San Juan Ixhatepec fueron instaladas en los años 60’s. Subsecuentemente muchas otras de esta naturaleza y otro tipo de industrias químicas, vitrofibras, etc. fueron llegando. Al lado de todas estas instalacio-nes mucha gente también fue llegando a lo que antes era el pueblo de San Juan Ixhuatepec, conocido como San Juanico, hasta poblar toda la zona lle-gando a cubrir gran parte de los cerros de sus alrededores. La explosión de la gasera se suscita de manera accidental cerca de las 5h42 am del 19 de no-viembre de 1984, y se lleva consigo la vida de cientos de personas que vivían a sus alrededores. Como podemos imaginar, mucha gente ni siquiera se ha-bía todavía levantado de la cama cuando se dio la detonación. Las cifras ofi-ciales de la época indicaron que hubo entre 500 y 600 muertos, aunque las estimaciones de pobladores es que la cifra fue mucho más elevada (López Vázquez y Sigales Ruíz, 1990).

El segundo evento corresponde al terremoto de 1985 en la ciudad de México el cual ocurrió el 19 de septiembre de 1985 a las 7h19 de la mañana. Como todos saben fue también devastador y las cifras de los muertos y des-

150

aparecidos aún son tema de debate, ya que las cifras oficiales de aquel en-tonces anunciaron entre 6000 y 7000 muertos, cifra que posteriormente au-mentó a 10 000. Aunque nunca sabremos con exactitud el número exacto, años después se llegó a estimar entre 35 mil y 40 mil fallecidos (El gran terre-moto de México 1985).

Doce años después del desastre, se llevaron a cabo encuestas en estos dos contextos, que tenían la finalidad de medir la percepción de riesgo, el ni-vel de estrés y el tipo de afrontamiento de personas que vivieron estos even-tos, y que seguían viviendo en riesgo de una reproducción del evento.

Los resultados que quiero rescatar para este documento son los si-guientes:

Participantes

Entrevistamos a 206 personas, habitantes de tres diferentes localidades: 110 de San Juan Ixhuatepec, y 96 de la ciudad de México pertenicientes a las co-lonias de Tepito y Tlaltelolco.

Instrumentos

A) Escala de Estrés

Escala de estrés adaptada y traducida de la escala Tolousana de Estrés, por López Vázquez (1999). Integrada por 30 reactivos, que se contestan con una escala Likert, estos reflejan cuatro factores:

1) Estrés psicológico, el cual se refiere a la amenaza, impotencia, refle-xión, soledad, falta de control y comprensión de la situación estresante. 2) es-trés ligado a la temporalidad, el cual se refiere a la preocupación o presión que el sujeto presencia debido al tiempo presente o futuro, 3) estrés psicofi-siológico, que se refiere a sentirse cansado, padecer insomnio o agitación. 4) estrés fisiológico, es decir, las reacciones fisiológicas causadas por el estrés.

B) Escala de Estrategias de Afrontamiento

Esta escala fue adaptada de la Escala Toulousana de Coping, la cual fue tra-ducida por López Vázquez (1999) y cuenta con los factores de: focalización, soporte social, control, información, conversión, retraimiento y rechazo.

151

Los resultados que vamos a presentarles tienen que ver específicamente con el estrés y el afrontamiento de los participantes, los cuales fueron clasifi-cados en función del tipo de riesgo al que estaban expuestos:

Tabla 1. Comparación de los niveles de estrés en función

de la naturaleza del riesgo. (RI= Riesgo Industrial, RS= Riesgo Sísmico)

Estrés Grupo Media ± DS T (gl=189)

Estrés psicológico RI RS

29.81 ± 11.48 24.38 ± 9.41

3.579**

Estrés físico RI RS

25.25 ± 11.31 18.59 ± 7.42

4.822**

Estrés psicofisiológico RI RS

14.96 ± 6.79 11.31 ± 4.73

4.305 **

Estrés ligado a la temporalidad RI RS

14.59 ± 6.23 12.26 ± 4.70

2.917*

*p< .05 ** p < .0001

Como podemos ver el estrés es más elevado en el caso del peligro industrial que en el caso del peligro sísmico en todas las dimensiones sus dimensiones.

Tabla 2. Comparación de las estrategias de afrontamiento

en función del tipo de riesgo. (RI= Riesgo Industrial, RS= Riesgo Sísmico)

Estrategias activas

Grupo Media ± DS T (gl =189)

Información RI RS

37.26 ± 7.99 37.01 ± 7.82

0.221**

Focalización RI RS

17.97 ± 4.71 17.61 ± 4.87

0.510**

Soporte social RI RS

16.94 ± 4.66 16.04 ± 4.61

1.335**

Conversión RI RS

19.39 ± 4.32 19.28 ± 3.84

0.183**

Control RI RS

20.26 ± 4.69 19.86 ± 4.35

0.609**

Continúa...

152

Estrategias pasivas

Grupo Media ± DS T (gl =189)

Retraimiento RI RS

15.84 ± 4.64 13.46 ± 4.31

3.697**

Rechazo RI RS

19.03 ± 4.42 14.66 ± 5.47

6.074 **

*p< .05 ** p < .0001

Para poder medir el locus de control, usamos las preguntas correspondien-tes a este rubro y separamos a la población en dos grupos: 1 de personas con tendencia a utilizar locus de control interno y 2 el grupo personas que usan más el control externo. En la siguiente tabla presentamos los resultados co-rrespondientes a la comparación de medias de estos dos grupos.

Table 3. Comparación de los niveles de estrés en función del locus de control interno-externo.

Estrés Control Media ± DS T (gl =189)

Estrés Psicológico Externo Interno

25.99 ± 11.39 29.04 ± 9.46

1.880*

Estrés físico Externo Interno

20.81 ± 10.11 23.87 ± 9.85

2.017*

Estrés psicofisiológico Externo Interno

12.61 ± 6.33 14.06 ± 5.62

1.574*

Estrés ligado a la temporalidad Externo Interno

12.69 ± 5.83 14.74 ± 5.00

2.436*

*p< .05

En esta tabla observamos una diferencia significativa en los niveles de estrés físico y el ligado a la temporalidad. Dicha diferencia señala que el grupo de personas con tendencia a utilizar más el locus de control interno, son las que presentan los niveles más elevados de estrés en estas dos dimensiones. Este último resultado parece contraproducente con lo que indica la teoría del locus de control, la cual sostiene que las personas internas presentan la suficiente fuerza personal y capacidad para poder enfrentar los contratiempos sin es-perar que alguien lo haga por ellos, por lo que se esperaría que actuaran di-rectamente sobre el problema y por lo tanto presentaran menos estrés.

Nota: Resultados provenientes de la Tesis Doctoral de López Vázquez, 1999 y publicados en López-Vázquez y Marván, 2003.

153

SEGUNDO ESTUDIO Este estudio tiene que ver con habitantes que se localizan cerca del volcán Popocatépetl, el cual es considerado como uno de los 16 volcanes activos exis-tentes en el territorio mexicano. Este volcán cuenta con periodos intermiten-tes de actividad siendo que su último periodo activo dio inicio en 1993. El diámetro de afectación en caso de una fuerte erupción puede alcanzar a cubrir la ciudad de México con la caída de ceniza, por lo que se estima que cerca de 36 millones de personas podrían verse afectadas.

El instituto de Geofísica de la UNAM realizó un mapa de peligros volcá-nicos del Popocatépetl (ver Macías et al., 1995) , tales como flujos piroclásti-cos, derrumbes y lahares, que señala tres zonas de riesgos. Dichas zonas están divididas en círculos concéntricos, con un radio de 15, 20, 25. Existe una cuarta más no delimitada con exactitud que correspondería a una distancia aproxi-mada de 80 km respectivamente desde el cráter.

Los peligros de cada zona son los siguientes:

• Zona 1: Lava, flujos de material volcánico a temperaturas extremas que alcanzan velocidades de 400 km/h, rocas y derrumbes de lodo.

• Zona 2: Los peligros posibles son los mismos que en la zona 1, de-pendiendo de la magnitud de la erupción.

• Zona 3: Sería afectada por caída de ceniza, derrumbes de lodo y po-sibles inundaciones.

• Zona 4: Algunos peligros potenciales igual que en la zona 3, pero solo en caso de una erupción intensa.

El objetivo del estudio que voy a presentarles busca analizar si el nivel de escolaridad de habitantes de la zona 3 de riesgo puede tener algún tipo de afectación en el nivel de estrés, en el tipo de estrategias de afrontamiento y en el tipo de locus de control utilizado por los habitantes entrevistados. Participantes

Entrevistamos a 156 personas (68 hombres y 88 mujeres) entre 18 y 60 años, residentes de las ciudades de Cholula y Cuautla.

154

Formamos cuatro grupos en función del nivel de escolaridad de los participantes:

- G1 personas con nivel de escolaridad de primaria (6 años de estudio n= 37).

- G2 personas con un nivel de estudios de secundaria (9 años de estu-dio n= 36).

- G3 personas con un nivel de estudios de preparatoria (12 años de es-

tudio n= 41). - G4 personas con un nivel de estudios universitarios (16 años de estu-

dio n= 41). Instrumentos

Escala de locus de control. (La Rosa, 1986) la cual consta de 60 reactivos me-didos en una escala Likert de 1 a 5 que mide 5 factores: 1) factor de interna-lidad instrumental, el cual se refiere a las situaciones que el individuo controla en su vida debido a sus capacidades personales; 2) factor afectivo, que des-cribe situaciones en las que el individuo consigue sus objetivos a través de relaciones afectivas con otros; 3) el factor de fatalismo/suerte, toma en cuen-ta refuerzos que dependen de factores azarosos tales como la suerte o des-tino; 4) factor poderosos del microcosmos, el cual se refiere a personas que tienen el poder y que se encuentran cercanas al individuo y controlan su vida, y 5) factor poderosos del macrocosmos, que describe a las personas que tie-nen el poder y que están lejanas al individuo, pero que influencian su vida. El factor de internalidad instrumental y la escala afectiva se enfocan a medir el locus de control interno, mientras que los factores denominados fatalismo/ suerte, poderosos del microcosmos y poderosos del macrocosmos miden la externalidad o el locus de control externo de los sujetos.

Escala de estrés. Adaptada de la escala Toulousana de Estrés, traducida y adaptada por López Vázquez (1999) ahora validada en México por Jiménez (2002). Está integrada por 27 reactivos, que se contestan con una escala Li-kert, estos reflejan cuatro factores. Estrés psicológico, estrés fisiológico, estrés psicofisiológico y estrés de agotamiento psicofísico. Este último resultó dife-rente a la escala original que se muestra en el primer estudio, pues el factor de estrés ligado a la temporalidad aquí se convierte en estrés de agotamien-to psicofísico.

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Escala de Afrontamiento. Esta escala fue también adaptada de la Esca-la Toulousana de Coping y validada en México (Jiménez 2002, López-Vázquez y Marván, 2004). La validación de la escala permitió tener dos factores única-mente, a diferencia de la original que tenía 7, que son: el Afrontamiento Ac-tivo y el Afrontamiento Pasivo. El afrontamiento activo se refiere a compor-tamientos de acción directa sobre el problema, búsqueda de información, estrategias de anticipación a un desastre, control de sí mismo y de las circuns-tancias, y de soporte social. El afrontamiento pasivo se refiere, en contraste, a comportamientos de rechazo y negación del evento, retraimiento y acep-tación pasiva.

RESULTADOS

A continuación vamos a presentar la síntesis de los principales resultados arro-jados en este estudio.

La tabla siguiente muestra los resultados de la comparación de las medias aritméticas en función del nivel de escolaridad de las personas.

Tabla 4. Comparación de medias de niveles de estrés en función de la escolaridad.

Factores de Estrés

Nivel de Escolaridad

Estrés Psicológico

Estrés de Agotamiento

Estrés Psicofisiológico

Estrés Fisiológico

Media + SD Media + SD Media + SD Media + SD

Primaria 2.482 + 1.015** 2.092 + 1.066* 1.976 + .980 1.932 + .906**

Secundaria 2.268 + .655** 2.079 + .545* 1.932 + .612 1.939 + .672**

Preparatoria 2.097 + .670** 1.902 + .621* 1.888 + .523 1.874 + .834**

Licenciatura 1.892 + .595** 1.625 + .503* 1.683 + .555 1.317 + .341**

F= 4.420 (g.l. = 3) F= 3.712 (g.l. = 3) F= 1.442 (g.l. = 3) F=7.154 (g.l.= 3)

*p< .05 ** p < .0001

Como podemos observar, estos resultados nos muestran la existencia de diferencias significativas en tres de los factores de estrés, siendo que en ge-neral son los sujetos con nivel primaria los que presentan mayor nivel de es-trés, de tal forma que las puntuaciones de esta variable disminuyen confor-me el nivel de estudios aumenta.

156

Cuando hacemos un análisis de los puntajes de estrés de manera glo-bal, observamos lo siguiente:

Figura 1. Comparación de los niveles de estrés en función de la escolaridad.

En esta figura se puede apreciar como el nivel de estrés tiende a disminuir cuando aumentan los años de escolaridad, como lo dijimos anteriormen-te, excepto que el nivel de los participantes con nivel de secundaria y prepa-ratoria es más parecido entre sí.

A continuación mostramos los resultados de las estrategias de afron-tamiento en función del nivel de escolaridad.

Tabla 5. Comparación de medias de los factores de afrontamiento

en función de la escolaridad.

Factores de Afrontamiento

Nivel de Escolaridad

Afrontamiento Activo

Afrontamiento Pasivo

Media + SD Media + SD **

Primaria 3.106 + .985 3.355 + .751 **

Secundaria 3.061 + .705 2.689 + .647 **

Preparatoria 3.001 + .822 2.695 + .595 **

Licenciatura 2.937 + .777 2.543 + .470 **

F= .310 (g.l. = 3) F=13.094 (g.l. = 3) ** p < .0001

0

20

40

60

80

100

Prim. Sec. Prep. Lic.

NIVEL DE ESTRÉS

ESCOLARIDAD

SD

Media

157

En la tabla anterior podemos apreciar como existen diferencias significativas solamente en el factor de afrontamiento pasivo. La tendencia en la utiliza-ción de estas estrategias aumenta conforme el nivel de estudios disminuye. Sin embargo el análisis Anova Duncan muestra claramente que la diferencia radical está entre el grupo de primaria quien presenta mayor utilización de estrategias pasivas y los otros tres grupos en donde al parecer las diferencias no son significativas.

La siguiente tabla el análisis de comparación de medias entre el nivel de escolaridad y los factores de locus de control.

Tabla 6. Comparación de medias de los factores de locus de control en función de la escolaridad.

Factores de Locus de Control

Escolaridad Internalidad Instrumental

Escala Afectiva

Fatalismo Suerte

Poderosos del

Microcosmos

Poderosos del

Macrocosmos

Media + SD Media + SD Media +SD Media + SD Media + SD

Primaria 4.162 + .593 3.578 +1.152** 3.043 + 1.179** 3.527 + .591** 2.885 + .918**

Secundaria 4.090 + .681 2.726 + .708** 2.412 + .737** 3.088 + .641** 2.458 + .745**

Preparatoria 4.260 + .527 2.459 + .719** 1.998 + .597** 2.817 + .900** 1.981 + .447**

Licenciatura 4.156 + .629

F= .514 2.549 + .685**

F=14.427 1.914 + .671**

F=26.722 2.591 + .607**

F= 12.854 2.340 + .754**

F= 13.871 ** p < .0001

En esta tabla podemos ver la tendencia de como en la medida que las perso-nas tienen menor nivel de estudios, el control tiende a ser más externo.

Otros análisis de correlaciones también mostraron relaciones significa-tivas entre el locus de control externo con las estrategias de afrontamiento pasivo y con las escalas de estrés. Lo cual indica que entre más locus externo utilice una persona más estrés tendrá y más estrategias de afrontamiento pasivo tenderá a utilizar.

Nota: Estos datos se encuentran en proceso de publicación.

158

TERCER ESTUDIO

Este estudio se realizó también en las cercanías del volcán Popocatépetl en los mismas pueblos en los que se realizó el estudio anterior.

El objetivo del estudio era conocer las diferencias en la percepción de riesgo, los niveles de estrés y afrontamiento en función de la zona de riesgo y conocer la relación que existe entre las variables estudiadas. Participantes

En esta ocasión se entrevistaron a 198 adultos, con edades entre los 18 y los 60 años, pertenecientes a las 4 zonas de riesgo señaladas anteriormente. Las poblaciones seleccionadas fueron todas rurales. Instrumentos

Los instrumentos utilizados fueron: a) la escala de estrés mencionada en el estudio anterior b) la escala de coping anteriormente descritas en el estudio 2, y c) una escala que mide la percepción de riesgo con los factores de: el sen-timiento de inseguridad respecto al volcán, y el sentimiento de control.

RESULTADOS

La Tabla 7 muestra primeramente la existencia de diferencias significativas del sentimiento de inseguridad volcánico en función de la zona de riesgo a la cual pertenecen los sujetos (F (3) = 8.95, p < .001 ver Figura 2). Estos resulta-dos nos muestran que los sujetos que viven más cerca del volcán presentan los niveles más altos de este sentimiento de inseguridad volcánico que los otros tres grupos. No existen diferencias entre los grupos de las zonas 2, 3, y 4.

Comparando los niveles de estrés en función de la zona de riesgo, en-contramos que la gente que vive más cerca del volcán reportó los niveles más elevados de estrés (F (3) = 2.67, p < .05). Tampoco hubo diferencias sig-nificativas entre las otras tres zonas entre sí (tabla 7).

159

Tabla 7. Comparación de medias entre los grupos por zona de riesgo, en función de los puntajes de la percepción de riesgo volcánico y del estrés.

Percepción de riesgo volcánico

Estrés

Media + ds Media + ds

Grupo 1 2.3561 + 0.6 2.0741 + 0.7 Grupo 2 1.8976 + 0.6 1.9079 + 0.6 Grupo 3 1.9512 + 0.6 1.7678 + 0.6 Grupo 4 1.761 + 0.5 1.7434 + 0.5

Realizamos un análisis de correlaciones y entre las variables estudiadas y en-contramos tres correlaciones positivas: la primera entre el sentimiento de inseguridad volcánico y los niveles de estrés (r = .227, p < .003); la segunda correlación entre este sentimiento de inseguridad y las estrategias de afron-tamiento activas (r =.257, p < .001); y la tercera entre el estrés y las estrate-gias activas (r = .188, p < .016).

En resumen esto podría traducirse en el hecho de que entre más sen-timiento de inseguridad volcánico tengan los sujetos, más nivel de estrés pre-sentarán y al mismo tiempo más estrategias de afrontamiento activo utili-zarán.

Nota: Resultados publicados en López-Vázquez, Marván, Flores-Espino, Peyrefitte, (2008).

CONCLUSIONES

Resumiendo podemos decir que:

- El estrés es una respuesta ligada a la exposición a un riesgo. Esto puede aplicarse tanto a una población que ha vivido un desastre, que a una que se encuentra expuesta al riesgo de un evento potencial.

- El nivel de estrés se presenta más elevado en los participantes ex-puestos a un riesgo industrial en comparación con aquellos expuestos a un riesgo natural. Lo cual respondería a hecho de que en la evaluación cognitiva que los sujetos hacen del evento estresante, la valoración hecha del estresor (Lazarus, 2000) genera mayores síntomas de estrés en el caso industrial que en el caso del fenómeno natural. Sin sorpresa, también observamos que aque-

160

llos que viven más cerca del cráter del volcán Popocatépetl presentan un nivel mayor de estrés que aquellos que viven en zonas más alejadas. Lo cual pue-de considerarse lógico, excepto que los habitantes de las zonas 2 se encuen-tran prácticamente expuestos a los mismos peligros, y los de la zona 3 aun-que en menor proporción, podrían ser afectados ampliamente también. Esta situación podría remitirnos a la idea de la utilización de sesgos cognitivos co-mo el de ilusión de invulnerabilidad en donde es preferible pensar que el peli-gro existe para los demás y no para uno mismo (Sanchez-Vallejo, Rubio, Páez, Blanco, 1998; López-Vázquez, 2009).

- Un aspecto interesante es que la gente tiende a utilizar más estrate-gias activas cuando se trata de un evento natural y más pasivas cuando se trata de un riesgo industrial. Dentro de la valoración cognitiva que los sujetos hacen del peligro, se puede pensar que las personas tienden a aceptar con más facilidad a los desastres provocados por un evento natural, ya que no de-pende de ningún ser humano y está de alguna manera más ligado a la idea de lo inevitable, mientras que el desastre tecnológico sí es evitable.

- En cuanto al locus de control, observamos que los participantes con tendencia a la internalidad se estresan más que aquellos con tendencia a la externalidad. Aquí nos enfrentamos, por una parte a lo que podría ser una aparente contradicción de la teoría del locus de control interno-externo, la cual señala que las personas con un locus de control interno son aquellas quienes perciben el control de la situación dentro de ellas mismas y no de-pendiente de las fuerzas externas, mientras que las externas atribuyen el con-trol de la situación a causas externas y ajenas a ellos (Rotter, 1966). A partir de esta definición se esperaría que las personas con control interno, más seguras de sus propias capacidades tenderían a desarrollar menos estrés, sin embargo nos enfrentamos al caso contrario. Lo cual puede ser simplemente un indicador de la conciencia que estas personas tienen de la potencialidad del estresor y de sus propias capacidades reales para enfrentarlo.

- También comprobamos que entre menor sea el nivel académico de las personas:

1) El nivel de estrés es más elevado. 2) Más estrategias de afrontamiento pasivo se usan. 3) Más locus de control externo se observa.

161

Desde este punto de vista estaríamos demostrando que este tipo de perso-nas pueden considerarse como un grupo vulnerable a nivel psicológico, para enfrentar eficazmente el riesgo volcánico, al cual deberíamos atender en prio-ridad a nivel de la prevención.

- Igualmente, los habitantes de las cercanías al cráter del Popocatépetl manifiestan un mayor sentimiento de inseguridad volcánico, presentan ma-yor nivel de estrés que los de las zonas más alejadas, pero al mismo tiempo utilizan estrategias de afrontamiento más activas. Este resultado nos puede hacer pensar que para estas poblaciones el estrés que manifiestan tiende a ser positivo, llamémoslo eustress o bien, un estrés de desafío. En este sentido este tipo de estrés no les impide reaccionar, sino, más bien responder de ma-nera activa frente al riesgo. Lo cual no parece ser el caso de los que viven en San Juan Ixhuatepec, cerca del riesgo industrial donde posiblemente la impo-tencia de enfrentarse a la necedad de personas con intereses económicos muy fuertes que no quieren sacar a las industrias del lugar, genere reacciones de afrontamiento más pasivo y más estrés (López-Vázquez y Marván, 2003).

Nuestra última conclusión es de subrayar que aún nos hace falta mu-cho trabajo con las personas expuestas a riesgos extremos, pues desgracia-damente los más expuestos tienden a ser los que tienen menos recursos ma-teriales para recuperarse después de una catástrofe. Los esfuerzos ya existen, pero sabemos bien que no basta con estrategias de intervención para reaccio-nar frente al desastre. Necesitamos evitarlos, y para ello necesitamos gene-rar una cultura de prevención de desastres que no se pose solamente en la responsabilidad de los habitantes. Es necesario que también pase por la con-ciencia de los tomadores de decisiones, quienes tienen que plasmar en las políticas públicas los cambios hacia la prevención y educación de las pobla-ciones para que muchas de estas calamidades puedan evitarse en un futuro.

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NECESIDADES PSICOSOCIALES Y ESPIRITUALES AL FINAL DE LA VIDA:

UN RETO EN LA ATENCIÓN A LA SALUD

Jorge A. Grau Abalo1 Maricela Scull Torres2

RESUMEN

De acuerdo con el enfoque actual de los Cuidados Paliativos, se examinan los problemas relacionados con la evaluación de las necesidades psicosociales y espirituales al final de la vida, así como las posibilidades de su satisfacción con cuidados integrales brindados por equipos interdisciplinarios. El énfasis se ha-ce en los procedimientos para preservar la calidad de vida y aliviar el sufri-miento tanto como sea posible, con acciones dirigidas al control de los mie-dos y otras reacciones emocionales, a la confrontación o reforzamiento de mecanismos de auto-regulación, al manejo de las pérdidas y las esperanzas, a la promoción de una vida con sentido, paz, amor, dignidad y trascendencia hasta el último instante. Esto se propone en un contexto relacionado con el fortalecimiento de la espiritualidad (confesional o aconfesional) y con los prin-cipios fundamentales de la bioética. Después de una revisión de la evolución de los Cuidados Paliativos, desde el control de síntomas hasta la asistencia es-piritual tan demandada en los tiempos actuales, se adelantan algunas ideas acerca del rol de los psicólogos en estos equipos, no sólo en la atención dire-cta a pacientes y familiares, sino como educador y entrenador de una orien-tación psicosocial y espiritual en otros profesionales que se encargan de cui-dar. Todos estos aspectos constituyen un enorme desafío que va más allá del desarrollo tecnológico de la medicina contemporánea, en busca de una asis-tencia integral en el trabajo diario, que sea real y no sólo declarativa.

Palabras clave: Atención integral al final de la vida; Cuidados psicosociales; Espiritualidad.

1 Doctor en Psicología, Especialista en Psicología de la Salud, Diplomado en Cuidados Paliativos, Profesor Titular de la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, Investigador Titular del Instituto de Oncología y Radiobiología de La Habana, Jefe del Grupo Nacional de Psicología del Ministerio de Salud Pública de Cuba y Coordinador del Grupo Especial de Trabajo en Cuidados Paliativos. E. mail: [email protected]. 2 Doctora en Medicina, Especialista de primer grado en Medicina General Integral, Especialista de primer grado en Medicina Interna, Diplomada en Cuidados Paliativos, Master en Longevidad Satisfacto-ria, Master en Bioética, Médico de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital General Docente “Manuel Fajardo”, La Habana, Cuba – E. mail: [email protected].

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PSYCHOSOCIAL AND SPIRITUAL NEEDS AT THE END OF LIFE:

A CHALLENGE FOR HEALTH CARE

ABSTRACT

According to the present approach on Palliative Care, the problems related to the assessment of the psychological and spiritual needs at the end of life are examined, as well as the possibilities of its satisfaction with the integral care offered by interdisciplinary teams. The emphasis is made on the procedures to preserve the quality of life and relief the suffering as much as it is possible with actions addressed to the control of fears and other emotional reactions, to the confrontation or reinforcement of self-regulation mechanisms, to the management of losses and hopes, to the promotion of a life with sense, peace, love, dignity and transcendence to the last minute. It is proposed in a context related to the strengthening of spirituality (confessional or non-confessional) and with the fundamental principles of bioethics. After a revision of the evo-lution of Palliative Care, from the symptom control to the spiritual assistance so demanded at present times, some ideas about the role of the psychologists of these teams are presented in advance, not only in the direct assistance to patients and relatives but as an educator and a trainer of a psychosocial and spiritual orientation in other professional caregivers. All these aspects consti-tute a huge challenge that goes beyond the technological development of con-temporary medicine searching for integral assistance in their daily work to be factual and not only to be declared.

Key words: Integral care to the end of life; Psychosocial care; Spirituality.

INTRODUCCION

Los pacientes en fases avanzadas de cualquier enfermedad e incluso las per-sonas supuestamente sanas que por su edad, se encuentran próximos al final de su vida biológica, tienen diversas necesidades comunes a la mayor parte de las personas en cualquier etapa de su vida (de naturaleza física, psicológica, social y espiritual) y también otras que son propias del estado de fragilidad deri-vado de su padecimiento o de su deterioro. Lograr un bienestar aceptable para ellos es el propósito de los cuidados integrales al final de la vida, los lla-

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mados Cuidados Paliativos. Para esto, es preciso ayudar al paciente y su fami-lia, conociendo y detectando todas sus necesidades, sus prioridades, tratando de controlar todos los síntomas (orgánicos y psicosociales).

Se intentará examinar este tema haciendo énfasis en las principales ne-cesidades psicosociales y espirituales al final de la vida y las posibilidades de su satisfacción con cuidados integrales brindados por equipos interdisciplina-rios, con especial preparación profesional, humana y ética. Diversas circuns-tancias actuales asociadas a los servicios de salud: el envejecimiento pobla-cional, el perfil epidemiológico prevalerte de enfermedades crónicas con sín-tomas que encuentran poco alivio ante tratamientos convencionales y con sufrimiento y discapacidad durante semanas, meses y hasta años, la propia evolución del proceso de cuidar con el dilema médico de “curar” y “cuidar” y el cambio en las actitudes erróneas de profesionales hacia el control del do-lor y el final mismo de la vida, el avance de la Bioética contemporánea…son todos factores que hacen de este tema un reto emergente para los servicios de salud, un verdadero “asunto de salud pública”.

LOS CUIDADOS INTEGRALES AL FINAL DE LA VIDA: SU ESENCIA

La aproximación a un digno final de la vida, con una muerte tranquila, prefe-rentemente en el hogar, sin tratamientos innecesarios que prolonguen la ago-nía, en un clima de comunicación y confianza, procurándose el enfermo y la familia apoyo mutuo y donde la meta de la atención sea preservar la calidad de vida con el control adecuado de los síntomas, la satisfacción de necesida-des y el apoyo emocional necesario, constituye la esencia de los Cuidados Palia-tivos (Gómez Sancho, 2003; Organización Mundial de la Salud [OMS], 2004; Re-yes, Grau y Chacón, 2009).

Para los profesionales de la salud, la actuación en Cuidados Paliativos va más allá de proporcionar asistencia a necesidades exclusivamente físicas. Se trata de planificar bien los cuidados desde la continuidad, flexibilidad y ac-cesibilidad. Es saber estar y acompañar en la vida diaria del enfermo y la fa-milia, dar soporte desde la escucha, ser sensible y enseñar al cuidador a cui-dar y a cuidarse (Astudillo y Mendinueta, 2006). Se considera que estos cuida-dos, que han tenido un significativo desarrollo en los últimos años, constituyen la mejor elección de atención profesional y humana (Astudillo, Mendinueta y Granja, 2008; Davies y Higginson, 2004; Gómez-Batiste, 2004; Gómez Sancho,

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2003; Morrison y Meier, 2004; Pedem, de Moizac, Macmillan y Musan-Kanji, 2006; Reyes et al., 2009; Zinmmerman, 2010). A partir del trabajo en equipo, se pueden brindar cuidados integrales atendiendo a necesidades físicas, psi-cológicas, sociales y espirituales al final de la vida. Ellos incorporan una con-cepción multiprofesional en el cuidado de las personas (Cummings, 1998; Grau, Llantá, Chacón, Massip y Barbat, 2004; Ojeda y Gómez Sancho, 2003; OMS, 2007; Pascual, 2007; Pessini y Bertachini, 2006), ejerciendo una influen-cia positiva en la calidad de la atención, y en el movimiento solidario en pro de una mejor terminalidad.

Acompañar a vivir hasta el final a un enfermo constituye una tarea es-pecial para profesionales de la salud y para ello se requiere de determinadas competencias (conocimientos, habilidades, actitudes). La actitud de acompa-ñar a un enfermo crónico al término de su vida no se improvisa y requiere una gran dosis de humanismo, pero también de conocimientos y habilidades que se pueden aprender (Bayés, 2005, 2006; Reyes et al., 2009). Para la Medicina del siglo XXI emergen dos objetivos claramente definidos: curar y alargar la vida, siempre que sea posible, y también aliviar el sufrimiento y preservar la calidad de vida de las personas (Cassell, 2004). No parece sensato dividir el proceso asistencial en dos tipos de atención: una, para curar, y otra, orientada a cuidar. Tampoco es de sentido común considerar que existe una sola pro-fesión para cada actividad. Una concepción holística de la salud se hace cada vez más necesaria sobre un modelo biopsicosocial auténtico, no meramente declarativo. Cuidar a alguien significa acompañarlo, sin determinar ni indicar su camino, andar a su lado respetando el ritmo de su paso en la vida, hacién-dole sentir siempre una persona útil, estando presente y estableciendo con él una relación interpersonal gratificante y productiva. Mientras que “curar apa-rece simplemente como posponer y retrasar lo inevitable, “cuidar” se mani-fiesta como no abandonar hasta el final de lo inevitable. En la Tabla 1 se puede apreciar una comparación sintética entre estas dos acciones y sus objetivos.

Este dilema entre curar y cuidar no debe considerarse de forma exclu-yente, sino complementaria. Un número importante de pacientes con serias enfermedades no es curable desde que se hace el diagnóstico, y muchos de ellos morirán. Por el contrario todos ellos son susceptibles de cuidado. Si se plantea la opción del cuidado y no de la curación, ocurre un brusco momen-to de transición en el paso de curar a cuidar o paliar, que se vive emocional-mente como derrota, como fracaso. La división del proceso en dos fases es

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artificial; de hecho, son etapas sincrónicas, simultáneas y alternantes desde el inicio del tratamiento que deben formar parte de un todo “continuo”. Con el desarrollo de los Cuidados Paliativos ha emergido el concepto de “cuida-dos continuos” que tienen lugar desde etapas tempranas de la enfermedad (Grau, Chacón, Reyes y Romero, 2006).

Tabla 1. Diferencias esenciales entre curar y cuidar.

CURAR CUIDAR

Meta Enfermedad Enfermo

Objetivo Diagnósticos Bienestar

Tratamientos Confort

Material Instrumentos La palabra

Máquinas Las manos

Método Biología molecular Modelo biopsicosocial

Énfasis en Vida futura Vida presente

Actitud ante la muerte Muerte como fracaso Muerte como algo natural

Mantienen fundamentalmente

Constantes biológicas Constantes de confort

Propósito final Calidad de vida (CV) CV más Calidad de muerte (CM)

Información usual al paciente

Información no esencial Información relevante

Papel de las emociones Psicoemocional indiferente

Psicoemocional esencial

Aunque el acto de “cuidar” puede ser considerado como una disposición natu-ral, también está determinado por aspectos sociales y educacionales, de ahí que requiera del aprendizaje desarrollado a lo largo de la vida; es la suma de la adquisición de una serie de conocimientos, de experiencias, de vivencias y de las características del entorno en el que cada persona ha vivido, además de involucrar la propia biografía de los cuidadores (Astudillo et al., 2008; Martí-nez y Miangolarra, 2006). De hecho, todo cuidado significa no sólo atender a las necesidades físicas y al control de síntomas, sino que constituye un acto procesual de naturaleza psicosocial y espiritual.

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LA DETECCIÓN Y SATISFACCIÓN DE LAS NECESIDADES AL FINAL DE LA VIDA

Una comunicación adecuada es elemento clave para la detección de las ne-cesidades en esta etapa y para orientar el cuidado. Decía Doyle (1987) que sólo existe una regla para comunicarse con estas personas: “Responder con afecto y respeto, claridad y dignidad al contacto físico y al acompañamiento humano, como nos gustaría que otras personas lo hicieran con nosotros”. Será entonces un requisito para la detección de necesidades y preocupacio-nes mostrarse sensibles y atentos para comprender lo que subyace detrás de comentarios, dudas o temores no expresados, recoger datos sobre los recur-sos tanto propios como externos, el lugar donde desea ser atendido y la exis-tencia de posibles voluntades últimas; los enfermos desean sobre todo que se tenga tiempo para escucharles, que no se les haga sentir que tienen menos importancia que otros potencialmente curables (Astudillo y Mendinueta, 2006). Todos respondemos al amor y al respeto, a la honradez y dignidad, al contacto físico y a la compañía y quienes están al final de su vida lo sienten aún más.

La escucha activa, la capacidad de empatizar y la aceptación son herra-mientas básicas de la comunicación para identificar estas necesidades y se pueden aprender (Bermejo, 1995; Grau, 1996; Grau, Chacón y Romero, 2002; Grau et al., 2004; Reyes et al., 2009). El profesional es quien debe decidir lo importante a decir al enfermo y lo qué no es relevante. En este proceso, la comunicación no verbal transmite fielmente el estado receptivo del profe-sional; la empatía permite sentirse próximo al otro en lo que siente y la acep-tación se demuestra por el interés en lo que dice la persona, acogiéndole sin juzgarle.

En relación a las necesidades físicas, las personas que se encuentran al final de la vida y que suelen tener una enfermedad relativamente invalidante, requieren de una atención médica y de enfermería minuciosas abordando todos sus aspectos biológicos: ritmo circadiano (alimentación, sueño, etc.), excretas (orina, deposición), higiene, síntomas de la enfermedad (dolor, cons-tipación, disnea, etc.) y el cuidado de su apariencia externa. Cualquier elemen-to no controlado de su enfermedad puede llegar a ser el centro de su vida e incapacitar el proceso de afrontamiento a su situación, mientras que un buen control biológico produce un aumento del bienestar, más aún si los cuidado-res se muestran sensibles y sinceros, si se atiende a los pequeños detalles y se les da una explicación previa de los procedimientos a realizar. Es impor-tante proteger su intimidad y lograr que la familia participe en los cuidados,

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bien activamente o indicando a los profesionales las preferencias que tiene el enfermo sobre ciertos temas, porque nadie sabe más sobre este particular que la propia familia. Su intervención será una forma de demostrar su afecto y de mucha ayuda en el proceso de afrontamiento de la muerte y en el duelo posterior (Astudillo y Mendinueta, 2006). Como puede verse, la detección de las necesidades físicas no sólo se logra con los métodos tradicionales, sino con procedimientos psicosociales que hacen especialmente eficaz la indaga-ción clínica, a la vez que se retroalimenta a pacientes y familiares en la forma de tener bienestar.

Será necesario detectar áreas de dependencia y prestar ayuda en este sentido (incontinencia, debilidad extrema, estados confusionales, somnolencia o insomnio, limpieza e higiene) tratando de no profundizar la minusvalía de la persona ni conducir a frustración o regresión que lleva a mayor desmoraliza-ción, con pérdida de la dignidad y el auto-respeto. En fases tempranas de al-gunas enfermedades tiene mucho sentido programar algunas actividades de entretenimiento o de terapia ocupacional para contrarrestar el aburrimiento que aumenta su deterioro emocional y físico. Cuanto más útiles, productivos e independientes puedan ser los enfermos, mejor. Conforme progresa la de-pendencia es importante que se enfoque su atención a lo que todavía puede hacer; darle mensajes congruentes de comprensión y ayuda; permitirle expre-sar libremente sus emociones y proporcionarle, en lo posible, información (Astudillo y Mendinueta, 2006).

Al considerar las necesidades psicológicas, hay que entender que esta etapa de la vida provoca una convulsión interna, puede dejar al descubierto las raíces de las personas y produce con frecuencia una sensación de inde-fensión ante algo que no pueden controlar, más aún si los síntomas y moles-tias se vuelven persistentes y se presiente que esta situación supera los pro-pios recursos personales de afrontamiento. Un enfermo en esta etapa, por lo general, tiene dificultades para comunicarse bien, sea por la enfermedad que cursa, por la medicación, etc., se vuelve ansioso o depresivo y tiende a aislar-se, lo que a su vez le impide recibir ayuda. Las diversas necesidades psicoló-gicas no saldrán a la luz si no se pregunta específicamente por ellas, si no se controlan los síntomas molestos y si el paciente no encuentra un ambiente apropiado para exponerlas. Algunas de las necesidades psicosociales más fre-cuentes en las últimas etapas de la vida son:

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Necesidad de pertenencia a una familia, a la sociedad, sentir que es ne-cesario y no una carga.

Necesidad de amor, de expresiones de afecto: contacto humano y físico.

Necesidad de comprender que le sucede, de sus síntomas y la naturaleza de su enfermedad, tener una oportunidad para hablar sobre lo que podrá suceder.

Necesidad de amor propio, de auto-respeto, de participar en el proceso de toma de decisiones, tener oportunidad para dar y recibir.

Necesidad de confianza y credibilidad en la familia y en los encargados de su atención, de satisfacción con el trato que está recibiendo.

Un pronto alivio sintomático aumentará la seguridad y la confianza en que es-tán bien cuidados. Aceptarlos tal y cuales son, con su estado de ánimo cam-biante, protegerles ante los demás de sus debilidades, haciendo que mues-tren una mejor imagen de sí mismos y que no se perciban como una carga ex-cesiva para sus cuidadores, son formas generales de satisfacer estas necesi-dades. Las posibilidades de expresión de las preferencias del paciente son psi-cológicamente relevantes para el mantenimiento de su autoestima, más aún cuando se ven amenazados por una enfermedad potencialmente mortal. Po-der elegir, participar en las decisiones sobre los tratamientos, conocer si de-sean y soportan la información sobre su enfermedad y pronóstico, son temas controversiales que implican un análisis individual cuidadoso. Cada persona es diferente y no hay una única forma de manejar los problemas al final de la vida. La sensación de “estar muertos en vida”, de estar sufriendo sin sentido, suele generar ira, ansiedad, miedos, o sea, desmoralización, impidiendo la adaptación a la enfermedad y el disfrute vital. Debe recordarse que la perso-na a la que se acompaña sabe mejor que nadie lo que siente (Astudillo y Men-dinueta, 2006; Reyes et al., 2009).

Los enfermos tienen a menudo numerosos temores reales o imagina-rios que les impiden descansar y que acrecientan la intensidad de los sínto-mas, como son: padecer al final dolor severo, shock o asfixia, incontinencia, pérdida de lenguaje, parálisis, desolación, morir solos, ser enterrados vivos, dejar las cosas incompletas, o tener una muerte indigna. Es importante reco-nocer que algunas de estas emociones negativas constituyen una especie de alerta para el individuo y su entorno familiar y tienen, por tanto, una relevante función de calidad en la supervivencia. Así, la negación es una respuesta de defensa cuando la verdad es demasiado dolorosa. El miedo no solo ayuda a

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combatir o a escapar de las posibles amenazas, sino que además fomenta comportamientos protectores en los demás. La tristeza que está asociada con la incapacidad de lograr lo que se ha propuesto, despierta la simpatía y pre-ocupación de otros. Los sentimientos de culpabilidad hacen sentir, a pesar de la tortura que suponen, que son seres morales y si se expresan pueden impe-dir que la persona ofendida adopte medidas enérgicas contra otros, incluyen-do a los profesionales. La vergüenza indica a los demás que el que la siente tiene necesidad de que no se viole su intimidad, y le sirve para protegerse de intromisiones indeseadas; la ira que aparece ante frustraciones, es una pro-tección inicial para que otros no le ataquen, reflejando la respuesta a una pér-dida de control, mientras la ansiedad social se relaciona con una amenaza a la forma en que uno se presenta a los demás. En la fase final de la vida el pa-ciente no desea estar solo y parece apreciar enormemente la compañía de sus seres queridos, así como participar en expresiones físicas de afecto (abrazos o cualquier otra forma de contacto físico); los pensamientos más profundos y temores suelen utilizar el tacto como vía de comunicación, en especial en situaciones de ansiedad y cuando fallan las palabras. El manejo de las espe-ranzas es especialmente importante (Llantá, Grau y Massip, 2005; Llantá, Grau, Massip, Pire, Rivero y Ortiz, 2005). Estas manifestaciones psicológicas deben ser de especial atención no solo por psicólogos sino por todo el equipo pro-fesional, incluyendo a médicos, enfermeros y otros (Astudillo y Mendinueta, 2003; Reyes et al., 2009; Vachon, 2005).

Al conducir un especial análisis de las necesidades psicológicas y espiri-tuales no puede dejar de contemplarse el tema del sufrimiento. El sufrimiento es una dimensión esencial de la condición humana y un acompañante fre-cuente de la etapa final de la vida. No siempre es fácil reducir la fuerza de una enfermedad que se ha vuelto el centro de la persona, más aún cuando se padece extremo dolor o angustia. Existen momentos claves en el proceso de adaptación a ella: la detección de los primeros síntomas, la revelación del diagnóstico, la puesta en práctica de tratamientos y la aparición de reacciones indeseables o recidivas, en ellos los pacientes requieren mayor cuidado y pro-tección, más cordialidad y apoyo de sus seres queridos. A veces afloran ele-mentos que le hacen sufrir cuando los síntomas físicos se alivian (Astudillo y Mendinueta, 2006).

Siguiendo a varios autores (Astudillo, Mendinueta y Astudillo, 2002; Ba-yés, 2001, 2006; Gómez Sancho y Grau, 2006), entre las causas más frecuen-

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tes de sufrimiento pueden contarse: percepción de falta de futuro, amenaza de destrucción de la persona, pérdida del rol social, no sentirse estimado, in-capacidad para resolver los interrogantes existenciales de la vida, pensamien-tos negativos (culpas, miedo al futuro), mal control de síntomas molestos, reacciones indeseables de los tratamientos, situaciones psicosociales inade-cuadas (falta de intimidad, compañía o soledad indeseadas, separación de la familia), dejar asuntos inconclusos, estados emocionales negativos.

Para Chapman y Gravin (1993), el sufrimiento es un estado afectivo, cog-nitivo y negativo complejo caracterizado por la sensación que experimenta la persona de encontrarse amenazada en su integridad, por su sentimiento de impotencia para hacer frente a esta amenaza y por el agotamiento de los re-cursos personales y sociales que le permitirían afrontarlo. Ellos afirman que el elemento clave del sufrimiento lo constituye la indefensión percibida, defi-niendo este fenómeno como la percepción por el individuo de la quiebra total de sus recursos físicos, psicológicos y sociales. La falta de comprensión de la naturaleza del sufrimiento puede producir que una intervención que es técni-camente adecuada no solo falle en reducir el sufrimiento, sino que se vuelva ella misma su causa. El sufrimiento es más amplio que la depresión y no tiene por qué coincidir con un estado psicopatológico ni se presenta necesariamen-te asociado a culpas o baja autoestima (Astudillo y Mendinueta, 2006). El su-frimiento es parte de la vida misma y algunas expresiones de sufrimiento son, precisamente, de vitalidad. Decía José Martí, el Apóstol cubano, en 1892: “El hombre necesita sufrir. Cuando no tiene dolores reales se los crea…” (Martí, 1975, citado en Gónzalez Serra, 1999, p. 59) y propone: “Debe prepararse a todo hombre a la batalla, a la privación, a la desgracia…La felicidad constan-te aniña y debilita…” (Martí, 1975, citado en Gónzález Serra, 1999, p. 85) y más aún: “Sufrir bien, por algo que lo merezca, da juventud y hermosura…” (Martí, 1975, citado en González Serra, 1999, p. ). Lo importante es que el sufrimien-to tenga una repercusión positiva para cada persona, un sentido…

Bayés (2000, 2001) considera que una persona sufre cuando experimen-ta o teme que le acontezca un daño físico o psicosocial que valora como una amenaza importante para su existencia o integridad psicosocial u orgánica y, al mismo tiempo, cree que carece de recursos para hacer frente con éxito a esta amenaza. Refiere que la percepción del tiempo se ha usado como un marcador del bienestar y el malestar o sufrimiento, ya que hay dos maneras de percibir el tiempo: el tiempo objetivo (una hora) y el tiempo subjetivo (la

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vivencia de una hora) (Bayés, 2000, 2001; Bayés y Morera, 2000). Por lo gene-ral, para el sufriente la percepción del paso del tiempo es lenta y pesada; se dice que una hora de sufrimiento es eterna, mientras que en caso contrario, como apunta Bayés, quien es feliz, no mira los relojes, porque son los relojes los que miran a quién es feliz (Bayés, 2001). Bayés, Limonero, Barreto y Comas (1997) han propuesto un sencillo instrumento para evaluarlo, basado en dos preguntas, que no involucra problemas éticos y ofrece la posibilidad de intro-ducirlos en el contexto clínico habitual. Las dos preguntas son:

1) Cómo se le hizo el tiempo en el día de ayer (esta noche, esta maña-na, esta tarde): corto, largo, o Ud. que diría?

2) Por qué?

Naturalmente, este instrumento deberá ser complementado con entrevistas y otras pruebas. Pero puede ser una vía inicial de detección de malestar/ bienestar en la práctica clínica. La relevancia en cuidados paliativos es obvia; por ejemplo, si la respuesta que proporciona el enfermo a la segunda pre-gunta no tiene relación con el dolor, esto puede indicar, o bien que el dolor se encuentra bajo control, o que, en el momento en que se formula la pregun-ta, el mismo no constituye preocupación prioritaria para el paciente. En caso de que sí se encuentre relacionada, esta respuesta señalará la necesidad de llevar a cabo una evaluación más detallada mediante instrumentos específi-cos de diagnóstico del dolor. La percepción de un tiempo subjetivo más dila-tado que el cronológico puede indicar desde simple tedio o aburrimiento, has-ta presencia de un sufrimiento intenso al cual deberá prestarse toda su aten-ción. El examen mediante una metodología de este tipo, que fue validada por sus autores en pacientes terminales y también en sujetos sanos, puede abrir a la exploración más cuidadosa, precisando si se trata de un malestar soportable o de un verdadero e intenso sufrimiento (Bayés, 1998, 2000, 2002; Bayés y Morera, 2000; Bayés et al., 1997).

La aplicación de este instrumento reveló causas de bienestar/malestar relacionado con el carácter amenazante de algo que pocas veces es adverti-do por los proveedores de cuidados: los tiempos de espera. El tiempo de espera de un enfermo por la ocurrencia de un suceso (llegada de una perso-na, una información, una intervención oportuna) parecerá más largo –y por tanto, la sensación de amenaza será mayor- a medida que sea más impor-tante para el enfermo lo que se espera y más dudosa sea la longitud del tiem-po de espera. En el 2003 se obtuvieron los primeros resultados en el Instituto

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cubano de Oncología, utilizando este instrumento para detectar sufrimiento en usuarios de diferentes servicios y en diversas etapas de atención, ratificán-dose los resultados obtenidos por Bayés (Grau, 2003, 2004; Llantá, Pire, Grau, J., Vilaú, Massip, Grau, R., Ortiz, 2008).

Por esta diferente percepción del tiempo, en pleno acuerdo con Bayés (2001), para ayudar a disminuir el sufrimiento de una persona será preciso: a) identificar, en cada momento, aquellos síntomas, estados o situaciones –biológicos, cognitivos o cambiantes– que son valorados por el paciente co-mo una amenaza importante, estableciendo su grado de priorización amena-zadora desde su punto de vista; b) tratar de eliminar, compensar o atenuar dichos síntomas. Si no es posible conseguir su eliminación o paliación, será necesario tratar de suavizar la amenaza que representan para cada paciente, aumentando sus recursos y percepción de control sobre la situación, al facili-tarle, en la medida de lo posible, una información veraz, clara y tranquiliza-dora; c) descubrir y potenciar los propios recursos del enfermo, o proporcio-narle nuevos recursos, con el fin de disminuir o eliminar su sensación de inde-fensión e incrementar su percepción de control (habilidades de comunicación, de solución de problemas, todo tipo de procedimiento que aumente decisión y autonomía); d) incrementar en lo posible su grado de predictibilidad sobre la situación proporcionándole señales de seguridad; e) tratar la depresión con medios farmacológicos y/o psicológicos para modificarla o compensarla, y f) procurar, siempre que sea posible, eliminar o paliar el sufrimiento al au-mentar su gama de satisfactores, proporcionando al enfermo la serenidad que le permita vivir el momento presente de la manera más completa.

Es esencial, entonces, que el profesional capte el tiempo del otro, sin-gularice su acción y la adapte a la temporalidad del sufriente, a la vez que in-tenta reducir el tiempo real de espera y disminuir su depresión, ansiedad y hastío (Astudillo y Mendinueta, 2006). La situación de las personas al final de su vida tiende a ser más soportable si ellas poseen un motivo por el que vivir, si ellas pueden cumplir algunas pocas metas realizables, si se mantiene la es-peranza de algo deseado sin pérdida total de ilusiones. El ser humano se mue-ve por ilusiones del recuerdo, ilusiones en la espera, ilusiones por vivir en la noción de que todavía hay cierto margen para la acción y el cambio. Conside-rar estas perspectivas, incluso en etapas bien avanzadas de la enfermedad, es una notable ayuda. Estas esperanzas tienen que venir de adentro, por eso es aconsejable enseñar al paciente a descubrirlas. Decía Martin Luther King:

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“Aunque supiera que el mundo se va a acabar mañana, yo hoy plantaría un árbol”… (Luther King, citado por Gómez Sancho y Grau, 2006, p. 327).

Los parientes y personas allegadas, además de los cuidadores profesio-nales, pueden tener un papel destacado en el adiestramiento de las perso-nas en cuanto a estrategias de afrontamiento en la última etapa de vida; a la vez que enseñan a los que lo necesitan, ellos fortalecen su propia autoestima por sentirse útiles y constituyen un buen modelo a imitar (Astudillo y Mendi-nueta, 2006; Grau, 2009).

Las necesidades psicológicas están muy imbricadas con las necesidades sociales de las personas en los últimos momentos de su vida. La necesidad de compañía, de sentirse útil, de poder continuar en la medida de lo posible con sus roles familiares y sociales, y a veces, algunos roles laborales, puede se-guir presente. Por esta razón, además del manejo de las esperanzas y las ilu-siones, una forma eficaz de mitigar el sufrimiento al final de la vida es forta-lecer sus relaciones con allegados y procurar que no falte el apoyo social amortiguador del estrés, generalmente brindado por su familia y amigos y por los servicios de salud; el apoyo (emocional, informativo, instrumental) facili-ta la adaptación a la enfermedad y sus repercusiones, transmite al enfermo que es tomado en cuenta y que pertenece a una red de comunicación y obli-gaciones mutuas (Astudillo y Mendinueta, 2001, 2008). Si no se piensa en es-tas necesidades psicosociales, no se detectan ni se tratan.

Una de las principales preocupaciones de un enfermo al final de su vi-da es lo que su dolencia supone para los demás familiares, por lo que agra-dece todo lo que se haga por ayudarles a reducir esta sensación de ser una carga en los aspectos físicos, económicos y sociales, que se dé información de su enfermedad, de cómo mejorar la interrelación personal para evitar la soledad y aislamiento justo cuando más necesita de su compañía. Es impor-tante ayudar a la familia a ver, como bien dice Bayés: “que el tiempo que le queda al paciente es un tiempo de vida y no una espera angustiosa ante la muerte” (Bayés, 2006, p. 48). La familia es la principal fuente de fortaleza para el enfermo, por lo que resulta preferible el acompañamiento y el cuidado en la casa, antes que en el hospital (Reyes et al., 2009). Más que consejos, agra-decen apoyos prácticos del equipo de salud y también de la red de bienestar social, en particular, cuando los cuidadores son ancianos, las familias son de pocos miembros y tienen dificultades económicas. Las familias requieren co-nocer cuáles son los recursos existentes para atender al enfermo y cómo ayu-

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darse a sí mismas. Las principales preocupaciones de la familia (en un 83 %) parecen ser los aspectos psicosociales, más que los síntomas físicos (17 %), el enfermo se centra más en estos últimos (67.4 %) (Messeguer, 1998). Algunos estudios (Agrafojo, 1999) revelan que las principales demandas de pacientes y familiares estaban alrededor del apoyo emocional, del asesoramiento en cuanto a ayudas económicas o laborales específicas, de los recursos técnicos para el cuidado con calidad, de la coordinación con otros servicios sociales para agilizar expedientes y poner en marcha asuntos pendientes con ayuda de legistas y de contar con personal de asistencia domiciliaria.

El temor del equipo a hablar con el paciente y familia de temas delica-dos es desencadenante de malestar y dificulta la calidad de la asistencia con alcances positivos. El trabajo con una persona que se encuentra en los mo-mentos finales de su vida, además de su especial vulnerabilidad y de sus sínto-mas cambiantes, se caracteriza por la complejidad de los problemas que pue-den insertarse en una o varias áreas de intervención social. La etapa final de la vida afecta al individuo que la vive, a su familia, al equipo profesional y a la sociedad, en general, y reclama solidaridad. Los cuidados al final de la vida pueden fracasar si no reconocen adecuadamente las necesidades psicológi-cas de la persona que está en esa situación y de su familia, si no se considera el apoyo como parte del tratamiento, si no hay continuidad en el mismo, si falla el trabajo en equipo… La detección y satisfacción de las necesidades psi-cológicas y sociales de estas personas constituye un ingente desafío para los sistemas de salud y para la sociedad en general.

LA ESPIRITUALIDAD AL FINAL DE LA VIDA: CÓMO EVALUAR NECESIDADES ESPIRITUALES Y CÓMO OFRECER ESTOS CUIDADOS?

La falta de abordaje de las necesidades espirituales en el ámbito clínico ha sido el producto del histórico divorcio entre aspectos médicos y religiosos. En este proceso en que se nota cada día más la falta de cuidados espirituales, espe-cialmente al final de la vida, ha jugado un importante papel la confusión en-tre “espiritualidad” y “religiosidad”, no considerar la espiritualidad como in-herente al ser humano y una condición de su existencia, aún cuando sea una espiritualidad aconfesional. Otro determinante de su ausencia durante mu-cho tiempo es que es una dimensión profundamente subjetiva, inefable, in-tangible, donde es difícil evaluar desde paradigmas clásicos de la ciencia y, mucho más difícil, intervenir desde la atención médica tradicional (Benito,

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Barbero, Payás, 2008). Ya lo decía Martí, intentando definir el espíritu (Martí, 1975, citado en González Serra, 1999, p. 12):

“…hay dos clases de seres: los que se tocan y los que no se pue-den tocar. Yo puedo separar las capas que han entrado a formar una montaña, y exhibirlas en un museo, pero no puedo separar los elementos que han entrado a formar, y siguen perpetuamente y tal vez seguirán eternamente formando mi pensamiento y mi sen-timiento… lo que puede tocarse se llama tangible, y lo que puede probarse por la vista, evidente. Lo que no se puede tocar ni ver es invisible e intangible. Así, pues, hay en nosotros mismos una par-te de naturaleza tangible, como el brazo y una intangible, como la simpatía…”

Hace ya casi treinta años, la Organización Mundial de la Salud mantuvo un intenso debate sobre si la dimensión espiritual debía ser incluida en la defini-ción de salud (OMS, 1979). Hoy se reconoce el bienestar espiritual como im-portante componente de la promoción de salud, aparecen propuestas para su incorporación en la práctica clínica (Benito et al., 2008; Koenig, 2004; Pu-chalski, 2004) y hasta guías clínicas para abordar las necesidades espirituales (Lo et al, 2002), pero el tema emerge con fuerza en cuidados paliativos, don-de los cuidados integrales y la necesidad de encontrar respuestas al sufrimien-to, conducen a abordar esta dimensión humana. En realidad, hemos estado huérfanos de herramientas para identificar y explorar esta dimensión y con pocos recursos para atender las necesidades de las personas que viven su últi-mo momento. Y es que tan importante como la atención al nacer y el dere-cho a vivir, debe ser la atención al final de la vida y el derecho a morir digna-mente. Como decía Fliess desde 1906 (citado por Mejía, 2008, p. 7):

“La muerte, siguiendo un orden admirable, crea el espacio vital para los que nacen. Muerte, amor y vida están ligados y tienen un lugar determinado en el tiempo y en la gran corriente del reino viviente sobre la tierra, del cual nosotros somos gotas”

A pesar de la importancia del proceso de muerte a lo largo de la historia, que ha generado diversos sistemas de creencias y prácticas mágico-religiosas y la posposición misma de su atención, ya que marca el “fin” de los valores que en la sociedad moderna se resaltan (juventud, belleza, poder, consumismo, competitividad), los cuidados paliativos han rescatado la atención integral al ser humano en esta etapa. Desde la definición misma de la OMS, en estos

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cuidados la satisfacción de las necesidades espirituales es tan necesaria co-mo la satisfacción de las necesidades físicas y psicosociales (OMS, 2007). Esto se acrecienta porque hoy se vive un hambre de integridad y de síntesis, de hondura antropológica… se intenta integrar los cuidados espirituales al con-junto de prestaciones de salud y de recuperar o fortalecer para la asistencia su carácter de instancia restauradora de lo genuinamente humano, reconocien-do su potencial terapéutico; los últimos 10 años han visto aparecer decenas de publicaciones en esta dirección de las cuales sólo se acotan unos pocos exponentes (Astrow et al., 2007; Bayés, 2005, 2006; Bayés y Borrás, 2004; Ben-Arye et al., 2006; Benito et al., 2008; Breitbart, 2002; Cabodevilla, 2007; Cole et al., 2008; Chochinov, 2006, 2007; Chochinov, Hack, McClement, et al. 2002; D. Singh, 1999; Longaker, 2008; Mueller, Plevak y Rummans, 2001; Ri-vera-Ledesma y Montero-López, 2007; Wilber, 2007).

Fueron C. Saunders y E. Kübler-Ross pioneras indiscutibles en la búsque-da de la integralidad al final de la vida (Benito et al., 2008). Aún así, los cuida-dos paliativos hicieron énfasis en los años 70-80 del pasado siglo en la cober-tura de las necesidades físicas, en especial en el control de síntomas; por algu-nos se llegó a pensar que estos cuidados se centraban en el control del dolor. No fue hasta finales de los años 80 y en la década del 90 que se desplegaron con mayor fuerza los intentos de brindar cobertura a las necesidades psicoló-gicas y sociales. El “boom” en la primera década del siglo XXI ha sido, preci-samente, el intento de restaurar la asistencia espiritual en cuidados paliati-vos, con una perspectiva científica, cómoda para todos (Grau, 2010).

Gómez-Batiste, director del Proyecto Demostrativo catalán de la OMS en Cuidados Paliativos, señaló en el 2004: “La dimensión espiritual es valorada como muy importante por pacientes y familiares, y aunque se ha avanzado en el diálogo entre las distintas visiones de esta dimensión, existe poca experien-cia y evidencia en el área asistencial, y poca experiencia en la formación y poca participación en los congresos...Se trata de un área, importante, pero relati-vamente poco desarrollada” (Gómez-Batiste, 2004, p. 2). Con estas premisas se creó el Grupo de Trabajo en Espiritualidad de la SECPAL, reconociendo que se necesitan incorporar metodologías que ayuden a descifrar y a acompañar este apasionante camino al final de la vida (Benito y Barbero, 2008).

El hermanamiento de las necesidades espirituales y psicosociales se re-flejó en la propia evolución de la Psicología. Las escuelas que miraban al hom-bre como un ser uni o bidimensional, desde las corrientes atomistas (Psicolo-

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gía racional de Wundt), reflexológicas y conexionistas (Pavlov, Thorndike, Wat-son, Skinner) y psicodinámicas (Freud, Fromm, Lacan), no podían ofrecer -con todos sus aportes y propuestas- una visión integral del hombre como un ser espiritual. Fue más bien la aparición del existencialismo y de la Psicología Hu-manista y Transpersonal (Binswanger, May, Frankl, Allport, entre otros) la que facilitó el reencuentro con la espiritualidad como dimensión humana, que se vincula a valores, a sentidos, a sufrimiento, a pérdidas, a dignidad y que abre con mayor amplitud la posibilidad de la trascendencia…(Benito et al., 2008; Grau, 2010).

Qué es la espiritualidad? Es una dimensión existencial exterior y al mis-mo tiempo interna, y además, universal. Es una aspiración del ser humano, a la vez que una actitud global relacionada con el “sentido” (significado de la vida y de la muerte, de todas las demás cosas), con la “inter-conexión” (el Yo se amplía en su relación con otras personas) y con la “trascendencia” (que queda después del “ser”). Se asocia al desarrollo de cualidades y valores que fomenten paz y amor. Todas las personas tienen espiritualidad, pero no la desarrollan por igual (Benito et al., 2008).

Frecuentemente se confunde espiritualidad y religiosidad. Lo segundo está incluido en lo primero. Una idea, una causa, un amor, un dolor…son tan espirituales, en tanto valores que modelan actitudes significativas, como una fe o un credo. La religiosidad se refiere a la necesidad de algunas personas de poner en práctica la propia expresión natural de la espiritualidad (charlar con agentes religiosos, rezar, realizar rituales). La espiritualidad puede ser ag-nóstica, aconfesional…en todo caso permite orientar el sufrimiento al pro-yecto de vida. Muchos agnósticos han dado elocuentes expresiones de espi-ritualidad. Francois Mitterrand hablaba de “…el cuerpo dominado por el espí-ritu, la angustia vencida por la confianza, la plenitud del destino cumplido…” (Miterrand, 1996, en el prefacio al libro “La muerte íntima”, de De Hennezek, p. 12); Argullol recordaba que “…cercana la hora deberíamos aún tener dos días, el primero para reunirnos con quienes hemos odiado y el segundo para hacerlo con quienes hemos amado. Y a unos pediríamos perdón por nuestro odio y a los otros, por nuestro amor, de modo que aliviados de ambos pesos pudiésemos dirigirnos, ligeros, a la frontera…” (Argullol, 1996, p. 44).

La espiritualidad puede manifestarse cuando hay gran sufrimiento (an-te una enfermedad que pone en riesgo la existencia vital propia o la de alle-gados o a causa de pérdidas) o en momentos de gran amor y felicidad (un

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evento significativo, re-encuentro con seres queridos). Tiene proyección tem-poral: con respecto al pasado (necesidad de contar cosas, sentimientos de culpa, reconciliación y perdón con figuras significativas, proyectos inacaba-dos), con respecto al presente (ira contra el destino, contra Dios o contra los profesionales, búsqueda de crecimiento personal) y con respecto al futuro (resolver conflictos religiosos, conservar esperanza de amar y ser amado, de no ser abandonado, búsqueda de sentido a misterios de la vida y la muerte) (Benito et al., 2008).

Conde y López (2001, p. 3) al tratar de explicar las principales dificulta-des que se confrontan para integrar la asistencia espiritual al cuidado al final de la vida, afirman que asistencia “es la respuesta adecuada e integrada a la pluralidad de necesidades que muestra el enfermo y quienes le cuidan – fami-liares y otros allegados, profesionales de la salud y voluntarios- en cuanto se-res humanos en trance de realizar su vida, cada uno a su modo y en su situa-ción vital concreta”. Asistir a una persona enferma, que vivencia su última eta-pa como “situación límite” (“horizonte de ultimidades”), requiere de una res-puesta, integrada, con un compromiso especial, en una relación interpersonal continuada, donde el curar es sustituido por el cuidar, en toda su amplitud…

De esta forma, las grandes dificultades para integrar la dimensión espi-ritual a la asistencia están dadas por dos factores: a) distorsiones en la práctica actual de la atención (identificación confusa entre “lo espiritual” y “lo religio-so”, el mimetismo caracterizado por estar a la altura de adelantos científico-técnicos, la reducción del tradicional “arte de morir” –ars moriendi- a meros ritos); b) la urgencia de un replanteamiento de los cuidados espirituales (con respeto a la espiritualidad religiosa y no religiosa y las convicciones filosófi-cas de cada cual, sin inacción y sin indolencia; considerando todas las formas de espiritualidad religiosa en tanto esté presente, desde el deísmo difuso, has-ta la espiritualidad confesional e interconfesional propia de los ritos sincréti-cos; fomentando la calificación espiritual en cuidadores y la capacitación pro-fesional en agentes religiosos, para que todos puedan servir con talante ecu-ménico) (Conde y López, 2001).

El Grupo de Espiritualidad de la SECPAL resumió en el 2008 en dos gran-des determinantes las dificultades para integrar la asistencia espiritual a la atención sanitaria habitual: a) la naturaleza de lo abordado en la espiritualidad como algo intangible, tradicionalmente expresado como inefable, que perte-nece a un nivel de experiencia vivencial que no cabe en las palabras, como

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territorio que sólo se puede experimentar “pisándolo” personalmente, por lo que se intenta soslayar con cuentos, parábolas, poesía, o sea, en metáforas o símbolos, y b) el restrictivo paradigma del ámbito clínico, esencialmente cientí-fico, basado en el experimento, en la cuantificación y en la medición objetiva, donde la espiritualidad rebasa lo mensurable, sin ser irracional, y requiere una aproximación distinta, desde la fenomenología, la antropología o la psicolo-gía transpersonal (Benito et al., 2008). Para este Grupo, hay 4 elementos que intervienen: 1) la persona, portadora de una dignidad sublime, que radica en su modo peculiar de ser y que requiere respeto personalizado, como ser úni-co, complejo, dinámico, capaz de dar y recibir amor; 2) la muerte, vista no co-mo fracaso sino como parte de la vida que hay que atravesar sin sentimien-tos de vergüenza o de derrota, como paso o transición a una nueva dimen-sión, como “oportunidad” o punto de reflexión, como un emerger del “self” sobre el “ego”; 3) el sufrimiento, que por sí mismo no tiene valor terapéutico, pero que no hay que ahogar, ya que es fruto de la separación de la trascen-dencia, y 4) el modelo del proceso para la atención, ya que no se dispone de mapas del territorio por dónde ha de transcurrir una persona en el proceso de morir; son necesarios nuevos modelos desarrollados después de Kübler-Ross: Bolwby, Parkes, Horowitz, Sanders, Worden, Rando, Dolowing Singh (Benito et al., 2008).

Se han conducido varias investigaciones acerca de la espiritualidad en los médicos. Ellis, Vinson y Ewigman (1999, citados en Scull, 2010, p.3) estu-diaron las actitudes y barreras en 170 médicos: 96 % la valoró como recurso importante para la salud, 85 % consideró que deberían referir pacientes con esos cuestionamientos a agentes religiosos, mientras que el 58 % pensaba que debían ser dirigidos por ellos mismos. Fue el miedo a la muerte el asunto más discutido. Las principales barreras para integrar esta asistencia fueron: falta de tiempo (71 %), entrenamiento inadecuado en historias espirituales (59 %) y, en general, dificultades para identificar a pacientes que lo requerían.

Mueller et al. (2001) señalan 3 barreras: la formación biomédica del clí-nico, que algunos médicos no mantengan una orientación espiritual para sus propias vidas subestimándola en sus pacientes, y que el entrenamiento médi-co considera muy pocas veces el efecto positivo que puede aportar. Gold-farb, Galanter, McDowell, Lifs-hutz y Dermatis (1996), así como Anandarajah y Hight (2001) añaden otra barrera: la necesidad de mayor entrenamiento. Se destaca que esta asistencia es ayuda complementaria, pero importante para

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el alivio de otros síntomas; hay reportes que proponen que la paz espiritual eleva el umbral del dolor, reduce el consumo de analgésicos y tranquilizantes y, cuando la atención hace ceder el sufrimiento espiritual, la muerte tiende a ser más apacible (Tamayo, 2001; Vachon, 2005). “Para afrontar una muerte de una manera apacible y serena, es necesario recibir el perdón de los otros, perdonar, perdonarse a sí mismo, estar en armonía con lo trascendental, ex-presado o no bajo la forma religiosa”, dice Thiefrey (1992, p. 31).

En un estudio reportado con 202 profesionales por el Grupo de Espiri-tualidad de la SECPAL (Payás, A., Barbero, J., Bayés, R., Benito, E., Giró, R., Maté, J., et al., 2006) se destacan cinco elementos importantes: 1) En relación al acompañamiento del profesional al paciente: el protagonista principal es el propio enfermo; es importante la escucha auténtica y compasiva del profe-sional (no exenta de dificultades), la claridad de convicciones con serenidad y paz; los profesionales llamaban la atención sobre momentos visionarios de lucidez “pre-mortem” de sus pacientes; 2) la conspiración del silencio, enten-dida como dificultades para hablar abiertamente de necesidades espirituales que se asocian a la muerte inminente, mientras que cuando se puede hablar de ello, lo agradecen el enfermo y los familiares, con mayor paz y serenidad para el paciente; 3) la necesidad de formación de los profesionales, basada en su reconocimiento de su insuficiente capacitación en el ámbito espiritual, la necesidad de formación especial con un trabajo personal para “despertar” o cultivar la propia dimensión espiritual, una formación de reflexión en equi-po sobre estos aspectos y la posibilidad de disponer de herramientas para de-tectar necesidades espirituales de sus pacientes y acompañarles consecuen-temente; 4) la reflexión en el equipo de Cuidados Paliativos, que denota la con-veniencia de un profesional formado en espiritualidad y relación de ayuda y que facilite el trabajo prudente con pacientes, conociendo cuándo intervenir y cuándo retirarse; 5) la necesidad de reconciliación del paciente con asuntos propios y familiares, dado que la cercanía de la muerte lo lleva a hacer un balance de la vida que no es siempre pacificador y puede producir mucho do-lor; en otras ocasiones reafirma la riqueza de la dimensión espiritual de la persona, pero puede evidenciar el “sin sentido” de la vida humana; satisfacer estas necesidades se traduce en lograr “paz interior”, aceptar el morir dando sentido a la vida, reconciliándose consigo mismo, con los demás y con aque-llo en lo que uno cree.

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A punto de partida de la inclusión de los cuidados espirituales entre los contenidos del primer diplomado en Cuidados Paliativos a pacientes adultos, impartido en el 2010 por la Cátedra de Cuidados Paliativos de la Facultad “10 de octubre” de la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, se realizó un estudio en el Hospital “Manuel Fajardo", con el objetivo de identificar nece-sidades espirituales en los usuarios de Cuidados Paliativos y explorar la per-cepción de dichas necesidades en profesionales que asisten a enfermos avan-zados, identificando criterios de los mismos acerca del significado ético del acompañamiento espiritual al final de la vida (Scull, 2010). Para ello, durante un mes, se realizó una breve historia espiritual (FICA) a los pacientes interna-dos en la Unidad de Cuidados Paliativos de ese Hospital, una entrevista simi-lar a sus familiares (FICA modificado) y se aplicó un cuestionario al personal del Servicio de Medicina Interna (de donde eran referidos la mayor parte de los pacientes de esa Unidad). FICA es un instrumento para la biografía espiri-tual utilizable en entornos de atención primaria, y también aplicable a cual-quier población de pacientes, que por su simplicidad ha sido adoptado por muchas facultades de medicina como parte de la historia clínica; las siglas in-dican Fe, Importancia/Influencia, Comunidad y Enfoque sobre la vida espiri-tual, con preguntas para cada área (Anexos 1 y 2).

Este estudio develó información interesante: 60 % de los pacientes de-clararon ser espirituales, el 40 % confirmó ser religioso; en proporción similar se encontraban los cuidadores, resultados que respaldan la noción de que la religión y la espiritualidad son importantes para la mayoría de los enfermos: la mayoría afirmó creer en Dios de alguna manera, más del 70 % de ellos iden-tificó a la religión como una de las influencias más importantes de su vida, lo cual coincide con lo señalado por otros autores. Su sentido de la vida estaba dirigido a lazos filiales, al trabajo o profesión y a la pareja. Los cuidadores re-ferían como elementos a considerar para ofrecer un acompañamiento espiri-tual efectivo: la información de los profesionales acerca de las condiciones de vida, la calidad de las relaciones interpersonales (específicamente familia-res), los vínculos afectivos y el impacto de la enfermedad en las áreas fami-liar, económica, laboral y social. Las necesidades espirituales que con mayor frecuencia se expresaban estuvieron relacionadas con la sinceridad (vincula-da con el conocimiento de la verdad, para fundar esperanzas certeras dirigi-das a metas alcanzables), la aceptación de la persona (de modo tal que les sea permitido exonerarse de culpas), el afecto (como expresión de la supre-ma necesidad de amar y ser amado) y la comprensión (en especial de la vo-

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luntad de trascendencia en un momento vital único, personal e irrepetible) (Scull, 2010).

Los resultados de este trabajo exploratorio fueron particularmente re-veladores al recoger los criterios de médicos internistas, develando aspectos contradictorios en sus actitudes al respecto. El 53 % demostraron no estar muy bien informados acerca del objetivo fundamental de los cuidados palia-tivos, con dudas en cuanto al significado del término “espiritualidad”, al identi-ficarlo como religiosidad o como concepción filosófica. Ellos percibían estas necesidades de los pacientes y aún sin ser efectivo el acompañamiento espi-ritual, consideraban que se trata de un derecho universal que preserva e in-crementa la calidad de vida. Al referirse al personal idóneo para ofrecer esta asistencia, los médicos aceptaban su participación, pero subestimando su de-sempeño, al considerar que es más una función de asistentes religiosos me-jor preparados. Como en otros estudios, se nota que es un tema apenas visi-ble en la formación profesional, a pesar de que los usuarios declararon que preferían que estos aspectos sean tratados más que nadie por el personal de salud (Scull, 2010).

Los estudios y las opiniones de expertos en el tema, afirman que la es-piritualidad es concebida como contribuyente a la salud personal, considerarla al final de la vida resulta algo apremiante, porque la persona se cuestiona la realidad que “vivió”, la que “vive” y la que “vivirá”… Para ayudar a una per-sona en esta asistencia son esenciales la comunicación y el apoyo de forma personalizada y continuada, junto a otros procedimientos como fomentar la reconciliación el perdón, revalorar lo que ha sido y lo que ha hecho y vivido, la terapia ocupacional y la distracción, la “terapia de los recuerdos” o mo-mentos más felices de lo vivido, etc. Así, el acompañamiento espiritual se re-vela como un tipo de cuidado general, con base en el reconocimiento de las expresiones multifacéticas de la espiritualidad tanto del paciente como de sus familiares y de la urgencia de satisfacer estas necesidades, e involucra com-pasión, presencia, escucha, el fomento de esperanzas, pudiendo incluir con-versaciones acerca de Dios o la religión (Benito et al., 2008). Reconocer el rol de la espiritualidad en la crisis existencial que viven los enfermos avanzados contribuye a cumplir con la misión esencial de los Cuidados Paliativos. Incor-porar este acompañamiento reviste una connotación ética y propicia la inte-gralidad del cuidado. Esta asistencia integral, constituye genuina expresión de principios democráticos, de dignidad, de igualdad y respeto, representativos

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de derechos universales del ser humano. Lo importante aquí es “saber estar” más que “saber ser”, precepto clave en cuidados paliativos. En este acompa-ñamiento hay que considerar aquellos aspectos que se relacionan con un ba-lance de los principios éticos: la vivencia de ser maltratado (principio de no maleficencia), la percepción de no merecer el castigo de enfermarse o sen-tirse tratado de forma injusta por la vida (principio de justicia), la valoración de ser una carga para otros (principio de beneficencia), el miedo a no seguir controlando su vida y a abandonarse (principio de autonomía) (Grau, 2010).

Es preciso identificar las necesidades espirituales, teniendo en cuenta, como dice Torralba (2004, p. 9) que “…en el ser humano, aunque se puede aspirar a tener cuotas de autonomía, la autosuficiencia es un mito inalcanza-ble”. Queda claro que en la existencia humana deben cubrirse necesidades de distinta índole: primarias y secundarias, materiales y espirituales. Se trata de “necesidades de las personas creyentes o no, a la búsqueda de la nutrición del espíritu, de una verdad esencial, de una esperanza, del sentido de la vida y de la muerte, o también deseando transmitir un mensaje al final de la vida…” (Jo-main, 1987, p. 45). Un informe de la OMS (1990) establece que “lo espiritual se refiere a aquellos aspectos de la vida humana que tienen que ver con ex-periencias que trascienden los fenómenos sensoriales”. Para el Grupo de Es-piritualidad de la SECPAL esta dimensión puede ser vista “como un componen-te integrado junto con componentes físicos, psicológicos y sociales; a menudo vinculado con el significado y el propósito y, para los que están cercanos al final de la vida, se asocian comúnmente con la necesidad de perdón, reconci-liación y afirmación en los valores…” (Barbero, Giró y Gomis, 2008, p. 40).

Vimort (1987), parte del reconocimiento de las necesidades espiritua-les identificadas desde la propia experiencia de los que acompañan a enfer-mos y ancianos: necesidad de reconciliarse con la existencia, de repetir sus opciones fundamentales de vida, de liberarse de la culpabilidad, de reencon-trar solidaridades, de creer en la continuidad de la vida, de separarse de los suyos dignamente, de creer en un más allá después de la muerte. Después de Vimort se han hecho muchas revisiones de las necesidades espirituales, entre ellas por Thieffrey (1992) Barbero (2002), Llinares (2004), Payás (2002, 2003), Torralba (2004), Bayés y Borrás (2005), entre otros. Alba Payás (2003, p. 8) recuerda: “En la última etapa de la vida, la persona afronta diversas necesidades espirituales fundamentales que, si son elaboradas de forma efec-tiva, le ayudarán a encontrar significado a su vida y a mantener la esperanza

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y aceptación delante de la muerte” y destaca como una de las tres necesida-des de mayor interés clínico la de sentirse amado y amar hasta el final. “Poco hace en el mundo quien no se sienta amado…” decía José Martí en una carta a Carmen Miyares en 1895 (Martí, 1975, citado en González Serra, 1999, p. 62). Para otros, como Bayés y Borrás (2005, p. 101) es imperativo delimitar el con-cepto “…el objetivo de la asistencia en las necesidades espirituales es, en nuestra opinión, pragmático: respeto a toda creencia, sea cual fuere, que ayu-de al enfermo en los preparativos del viaje sin retorno que debe emprender”.

El Grupo de Espiritualidad de la SECPAL propone como necesidades: 1) ser reconocido como persona; 2) volver a leer su vida; 3) encontrar sentido a la existencia y el devenir (búsqueda de sentido); 4) liberarse de la culpabilidad, perdonarse a sí mismo; 5) reconciliación con otros, sentirse perdonado; 6) es-tablecer su vida más allá de sí mismo; 7) continuidad en un “más allá”; 8) au-téntica esperanza, no ilusiones falsas, conexión con el tiempo; 9) expresar sentimientos religiosos; 10) amar y ser amado. Estas necesidades presentan las siguientes características esenciales: a) se da lo personal y lo vincular (in-trapersonal, interpersonal y transpersonal); b) lo religioso aparece, pero no restringido a este ámbito; c) el sentido o “sin sentido” (lógica “no racional”, pero con experiencia de sentido); d) experiencia de desesperación o espe-ranza y anhelo de trascendencia; e) relación con los valores morales (balance ético); f) alusión a la temporalidad: conexión entre el pasado (la historia, lo vivido), el presente (ante la experiencia límite en que se encuentra), y el fu-turo (necesidad de dejar huella o continuidad), y g) la conexión con lo emo-cional (angustia existencial). Vista en función de lo anterior, la asistencia, acom-pañamiento o cuidados espirituales constituyen el intento de satisfacer estas necesidades, de orientar, canalizar la dimensión espiritual de todo ser huma-no, creyente o no; la espiritualidad viene a ser la aspiración profunda e íntima del ser humano, el anhelo de una visión de la vida y la realidad que integre, conecte, trascienda y dé sentido a la existencia, y se asocia también al desa-rrollo de cualidades y valores que fomenten el amor y la paz; no puede defi-nirse en términos estáticos ni cerrados, pero hay elementos comunes: 1) búsqueda, anhelo, aspiración; 2) sentido; 3) conexión; 4) trascendencia, y 5) valores morales (Benito et al., 2008; Grau, 2010).

D. Singh en su obra “The Grace in Dying” (1999, p.14) plantea que “se puede decir que vivir con una enfermedad terminal es un proceso en el cual se va eliminando capa tras capa de quien creíamos ser y comenzamos a vivir un

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sentido del Yo más real, mas esencial y, en consecuencia, más amplio”. En este modelo de etapas de Singh, la experiencia espiritual final transita por: 1) Caos: que se corresponde con los estadíos de Kübler-Ross, pero más dinámicos, in-ternos y profundos, asociados al miedo y a la separación; 2) La Rendición: como proceso de entrega, de abandono y aceptación, de parar la lucha ante lo que no se puede, y 3) La Trascendencia: que se asocia al acceso al “self” integrado en algo/alguien que nos supera y a lo que podemos pertenecer.

Para Barbero et al. (2008), la experiencia espiritual al final de la vida tiene 3 momentos claves: 1) reconocer la experiencia de sufrimiento; no sólo como problema (que es más soluble), sino como condición existencial (que requiere acompañamiento); 2) atravesar esa experiencia, con dolor, conexión con el “sin sentido” de falta de respuestas, de frente al vacío, caminando por lo que no se puede cambiar, cada vez más frágiles e indefensos y optando por luchar ante lo invencible o rendirse, acercándonos a lo intangible, y 3) tras-cender el sufrimiento, se deja de ser individualidad y se tiene conciencia de “unidad” con la realidad que nos supera (llámese Humanidad, Universo, Jus-ticia, Dios, o algo innombrable); desaparece la separación YO-TU y se acepta lo que escapa a la razón; esto podrá hacerse desde la queja y la rebeldía o de manera pacífica y unificadora. La persona que vive el final de su vida se hace una serie de preguntas: Por qué a mí?...Qué sentido tiene la vida, ahora que me encuentro así?...Para qué seguir peleando?...Qué pinta Dios en todo es-to, por qué no hace nada?...Existe algo después de la muerte?...Qué va a ser de mí?...Es que este sufrimiento tiene algún sentido?...Uno puede encontrar sentido a su vida, aun estando sufriendo en medio de la enfermedad?...Por qué todo es tan injusto?...Cómo hacer para reconciliarme conmigo mismo, o con los demás, o con el Dios en el que uno pueda creer?...Qué me puede ayudar cuando me siento solo?...Por qué falla mi fe?...No siempre tienen respuesta estas preguntas.

Es importante tener en cuenta dos retos elementales ante un acompa-ñamiento espiritual adecuado: 1) Atención sensible a los distintos indicadores de necesidades/recursos espirituales (sirven como señales de aviso las reac-ciones emocionales y los conflictos de valores), por ejemplo: asuntos pendien-tes no resueltos, expresión de angustia refractaria, símbolos religiosos en el domicilio, aparición de preguntas “radicales”, preocupación por hijos, etc., y 2) No confundir las necesidades con los satisfactores y buscar junto con la persona satisfactores pertinentes, que sean válidos, de manera creativa y per-

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sonalizada; por ejemplo, ofrecer una estampa religiosa a una persona no cre-yente puede ser más un satisfactor de la necesidad del que la regala al sentir que hace algo, que de la necesidad del propio paciente; sería mejor quizás animarle a repasar de su vida, o a hacer un “testamento espiritual” a los su-yos…(Benito et al., 2008; Grau, 2010).

El profesional de la salud debe considerar la dimensión espiritual como parte importante de la evaluación y de los cuidados a realizar. Si se sospecha de cierto sufrimiento espiritual, bastaría para aproximarse al problema que pueda formularle tan sólo 3 preguntas sencillas: Se siente Ud. en paz con los cambios que su vida ha tenido causa de la enfermedad?...Existe alguna acti-vidad religiosa o práctica que Ud. haya interrumpido a causa de su enferme-dad?...Le gustaría hablar con alguien sobre sus necesidades espirituales? Estas preguntas durante una entrevista pueden inicialmente orientar al médico o al psicólogo a seguir profundizando posteriormente en el tema o referir el pa-ciente a un miembro del equipo más preparado (Astudillo y Mendinueta, 2006; Grau, 2010).

El Grupo de Espiritualidad de la SECPAL (Benito et al., 2008) ha propues-to una Guía para la exploración de las necesidades espirituales al final de la vida, con 3 componentes bien diferenciados en un todo: 1) un elemento con-textual de aproximación personalizada: acogedora, en lugar y hora apropia-dos, con tiempo suficiente, actitud de escucha activa, evitando interrupciones, sentados, con contacto ocular, respetando silencios, negativas y ritmos del otro (marco relacional); 2) un primer nivel interactivo verbal, en el que se tra-tan de explorar las necesidades subjetivas generales, y 3) un segundo nivel interactivo verbal que constituye el inicio de la exploración espiritual y de sen-tido de la situación que está viviendo el enfermo y que deja su desarrollo a un diálogo específico en profundidad o a una derivación a un especialista en aten-ción espiritual. La propuesta de esta Guía está justificada en 5 supuestos: 1) un modelo de partida compartido por diversas tendencias psicológicas y espiri-tuales, ateas o agnósticas, en el cual todos puedan sentirse cómodos; 2) su administración debe tener efectos terapéuticos, nunca iatrogénicos; 3) su con-ducción debe interrumpirse, u obviarse una pregunta, si lo indica el enfermo; 4) debe permitir, si es necesario, su profundización en sesiones posteriores, o la derivación a un especialista deseado por el paciente; 5) no ser traduc-ción literal de instrumentos diseñados en culturas ajenas y adecuarse a for-mas interactivas y al lenguaje cotidiano de enfermos y profesionales. Las fuen-

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tes teóricas de esta Guía han sido diversas, recogiendo aportes de autores re-conocidos: a) conocimientos y habilidades en “counselling” (Arranz, Barbero, Barreto y Bayés, 2004); b) toma de decisiones éticas a través de la delibera-ción (Gracia y Rodríguez-Sandín, 2006); c) modelo de “amenazas-recursos” (Ba-yés, Arranz, Barbero y Barreto, 1996) que recoge ideas de Cassell, Chapman y Gravin, Laín Entralgo, Lazarus y Folkman, entre otros, y la propuesta de la OMS (1990); d) instrumento sobre tiempo y sufrimiento, útil en cuidados pa-liativos (Bayés et al., 1997; Bayés, 2006; Limonero, 1994), y e) exploración es-pecífica basada en sugerencias de expertos en la exploración de necesidades espirituales (Puchalski y Romer, 2000).

Esta Guía básica está estructurada en dos niveles. La entrevista con el paciente (o con el cuidador) debe transcurrir con privacidad, empatía, con contacto ocular y tiempo para una escucha activa tan prolongada como ne-cesaria. Los niveles podrían contener las siguientes preguntas:

Nivel general:

• Cómo está de ánimos? Bien regular, mal, o Ud. qué diría?

• Hay algo que le preocupe? ¿Qué es lo que más le preocupa?

• Hasta qué punto se le hace difícil la situación en que se encuen-tra? Por qué?

• En general, cómo se le hace el tiempo? Lento, rápido o Ud. qué diría?

• Por qué?

• En su situación actual, qué es lo que más le ayuda?

• Hay algo, que esté en nuestra mano, que crea podamos hacer por Ud.?

Nivel específico:

• Tiene algún tipo de creencia espiritual o religiosa?

• En caso afirmativo, le ayudan sus creencias en esta situación?

• Quiere que hablemos de ello?

• Desearía tal vez hacerlo con alguna otra persona? Un amigo, un sacerdote, un psicólogo…?

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En todo caso, es importante que el paciente sepa que un miembro del equi-po está siempre disponible para tratar de ayudarle a encontrar respuesta a sus preguntas y necesidades. Se han identificado algunas actitudes necesa-rias para una exploración espiritual adecuada y un acompañamiento espiri-tual efectivo (Barbero et al., 2008): 1) hospitalidad: encontrarse bien consigo mismo, sin miedo y con cierta paz espiritual, en un lugar libre, sereno, para que el paciente pueda exponer sus heridas; 2) la decisión y apuesta por crear vínculo de confianza, con determinada vocación de continuidad y permanen-cia; 3) capacidad de sostener en el dolor durante el viaje que el propio sujeto va haciendo hacia el interior de sí mismo y que, posteriormente, le permitirá trascender su propio “self”, si así lo decide, y encontrarse con lo que le pue-da vincular más allá de su propia existencia; 4) actitud no sólo de detección, sino también de exploración; no sólo de espera, sino también de búsqueda prudente, y 5) compartir su quehacer y supervisarlo en equipo. En resumen, requiere del cuidador presencia de espíritu, sosiego, tacto, empatía con el en-fermo y sintonía con su mundo anímico; hacer que el enfermo se exprese, sin abrumarle, respetando e interpretando sus silencios, intentando respuesta a sus congojas e interrogantes o también guardando silencio cuando él tampoco sabe la respuesta; respetar sus creencias; reconocer la normalidad de los sen-timientos que pueden tener de abandono, de culpabilidad por ofensas reales o imaginarias, sobre su miedo a la muerte y a una vida posterior, con las mis-mas fases de escucha activa, empatía, aceptación, participación en decisiones, el trabajo con familiares...

“Debemos dejar los milagros a Dios, usted, y yo tenemos bastante con escuchar, ver, oír y sentir las más profundas necesidades de la humanidad, y este es un campo donde también podemos ayudar” decía Doyle (1987, p. 64). Realmente, el cuidado al final de la vida requiere una actitud alerta y positiva hacia la espiritualidad como parte de la vida (Astudillo y Mendinueta, 2006; Grau, 2010). El acompañamiento espiritual es la práctica de reconocer, aco-ger y dar espacio al diálogo interior del sufriente, para que él mismo pueda dar voz a sus preguntas y vida a sus respuestas. Nos contaba Martí sobre la muer-te de Lonfellow en un artículo publicado en un periódico de Caracas: “No tenía ansía de reposar, porque no estaba cansado; pero como había vivido tanto, tenía ansia de hijo que ha mucho tiempo no ve a su madre. Sentía a veces una blanda tristeza, como quien ve a lo lejos, en la sombra negra, rayos de luna, y otras veces, prisa de acabar; o duda de la vida posterior, o espanto de cono-cerse, se le llenaban de relámpago los ojos. Y luego sonreía, como quien se

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vence. Parecía un hombre que había dominado a un águila…” (Martí, 1975, ci-tado en González Serra, 1999, pp. 58/59). Los profesionales pueden rememo-rar aquí muchas experiencias. Y comprender que la persona que está termi-nando su vida puede ser mucho más poderosa y vital que los que se sientan a contemplarla o interpretarla…

La persona sufriente al final de la vida podrá inspirar compasión y sim-patía, amor y solidaridad. Por muy patética que sea su situación, no dejará de ser una persona valiosa, hermosa, respetable. Cualquier persona es insus-tituible, estará viva hasta que muera y su muerte siempre implicará la desa-parición de un valor significativo. Dice la psicooncóloga chilena Jennifer Mid-dleton (2004, p. 2), en una bella reflexión sobre la muerte y el papel de quien acompaña al final mismo de la vida: “Cuando se trata de una sesión con un pa-ciente moribundo, una de las personas tiene una grandeza especial que el pro-fesional no tiene, porque al estarse despidiendo de la vida, la naturaleza le está permitiendo “comprender” algunas respuestas. El profesional no tiene aún la oportunidad de esta grandeza y su comprensión es diminuta e insignifican-te, tratando de entender y cada vez entendiendo menos, los misterios de la vida y de la muerte…”. Sus palabras pueden recordar a los profesionales que somos personas que apoyamos, pero no magos que podamos reconstruir un mundo que apenas comprendemos…“A mí me pasa, que mientras más com-prometidamente acompaño a mis pacientes, mientras más seriamente me es-mero en ayudarles en su bien morir, más asombrada me siento frente a ellos, frente a lo que está ocurriendo, y menos respuestas tengo. Sólo reverencia, respeto, una gran admiración…y un profundo silencio” (Middleton, 2004, p. 3).

Se trata de ayudarle a despertar o a sacar a la luz el anhelo, la búsque-da interior. Una vez más la exploración misma de las necesidades espiritua-les de la persona al final de la vida adquiere carácter de intervención (Grau, 2010). Los procedimientos para el acompañamiento implicarían varios luga-res: a) un lugar existencial (espacio de preguntas sobre el sentido de la vida, de la enfermedad y la muerte; b) un lugar trascendental (que va más allá de lo contingente y sensorial, en el que se percibe una fuerza superior que sobre-pasa y gobierna todo, espíritu inmaterial, de algún modo divino u orden su-premo); c) un lugar de integración (espacio del reconocimiento de la persona inmersa en ese orden en el que uno se percibe de forma coherente, armo-niosa y pacífica); d) un lugar de la vivencia espiritual profunda (donde se sa-borea esa experiencia, algo más allá de lo mental), y e) un lugar de ilumina-

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ción, como espacio del encuentro místico, un nivel al que acceden muy po-cas personas. Estos lugares e itinerarios pueden aparecer mezclados, super-puestos.

Se ha intentado dejar claro que no es acompañamiento (Barbero et al., 2008). No es dirigir, ni siquiera es dirección espiritual; exploración focalizada no significa que el enfoque sea directivo. No es adoctrinamiento, ni ningún tipo de inoculación de creencias o de proselitismo confesional. No es psico-terapia, pues no aborda trastornos cognitivos, emocionales o conductuales, aun cuando utilice estrategias validadas de comunicación terapéutica. No es ayudar a huir de la vivencia de sufrimiento, sino facilitar que pueda ser inte-grado y trascendido.

De cara a la intervención, se han propuesto “itinerarios metodológicos” que pautan por fases los distintos procesos implicados (Benito et al., 2008). Un nivel inicial es la detección: tarea de todos en el equipo, estando atentos a preguntas espontáneas, a comentarios que engarcen con necesidades es-pirituales, a afirmaciones sin salida, a enunciados potenciales o reales de re-cursos espirituales, a objetos que evocan vínculos…Un segundo nivel es la ex-ploración: requiere estrategias para identificar el sufrimiento, intentar desac-tivar amenazas susceptibles de ser resueltas (sufrimiento como problema), para pasar a evaluar la experiencia de sufrimiento como misterio, como con-dición existencial. Para ello existen acrósticos nemotécnicos para historias clínicas, como el FICA o guías sistematizadas de exploración (ver tabla 2).

Tabla 2. Guía de exploración sistematizada (Grupo de Espiritualidad de la SECPAL, 2008).

Nivel general:

• Estado de ánimo y preocupaciones

• Grado de dificultad para afrontar estas

• Experiencia de malestar o sufrimiento

• Recursos de ayuda

• Expectativas acerca del nivel de ayuda que podemos aportar

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Nivel intermedio:

• Recursos y/o concepciones que le ayudan a vivir su proceso

• Presencia de ciertas preguntas (necesidades irresueltas)

• Grado de influencia de estas preguntas en su proceso

• Nivel de satisfacción o insatisfacción frente a la vida

• Mundo de las expectativas o deseos en su situación actual

Nivel específico:

• Más explícitamente el mundo de lo espiritual y/o religioso

• Los beneficios potenciales

• El deseo de profundizar en todo ello

• La necesidad de búsqueda de otro interlocutor

Pueden servir como preguntas suplementarias: 1) Qué es lo que hasta ahora le ha dado valor, sentido a su vida? (supone recorrer el itinerario biográfico del sentido); 2) Hasta dónde considera que está en paz consigo mismo?; Has-ta qué punto se considera en paz con los demás?; 3) Hasta qué punto sus cre-encias le ayudan a sentirse en paz?; 4) Se considera una persona que vive más cercana a la esperanza o a la desesperación?; 5) Y en su vida, cuando se ha encontrado en una situación difícil como la actual, cómo lo afrontó?; 6) Qué cosas le ayudaron a superar esa dificultad –si era posible– o a adaptarse cuan-do no podía ser resuelta?; 7) Cuáles son las cosas, valores o creencias que le han ayudado a superar las dificultades que ha tenido?; 8) Cree que ahora, que vuelve a tener una situación difícil, podría ir bien alguna de las estrategias o valores que utilizó en su momento?...

Un tercer nivel lo constituyen los procedimientos propios de una inter-vención específica, en lo que al paciente le genera más preocupación espiri-tual o lo que desde la experiencia de profesionales parezca oportuno promo-ver, como potencialidades; se expresa a través de 2 ejes: a) Aceptación de la realidad y trascendencia a la nueva realidad, y b) Manejo de desesperanzas/ esperanzas.

En el primer eje, se promueve la “aceptación” de la vivencia, es como aceptar una discapacidad para adaptarse; las emociones pueden ser contra-

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dictorias como también compatibles: la persona puede estar triste porque se despide de su gente, y también serena por poder trascender su realidad en otra que le supera. Aquí debe diferenciarse entre aceptación y resignación: aceptar puede ser desolador y triste, pero da la posibilidad de tener un final de plenitud y confianza, de serenidad y de integración con lo vivido, por sen-tir que estará desde los valores o los afectos en sus hijos y nietos, por eso de sentirse en manos de “algo” o “alguien”…es “abandonarse”, renunciar al “per-sonaje” dando paso a la genuina persona. Para acompañar en ese proceso es necesaria una gran prudencia y sensibilidad. Aceptar (no “tirar la toalla”) su-pone admitir que no sirve ya el paradigma de la lucha y que nos abrimos a la integración, como hecho con el que se puede convivir. Tiene contraindicacio-nes, como la negación adaptativa o el bajo nivel de introspección, donde es mejor el manejo de esperanzas. Puede facilitarse con algunas preguntas: 1) Di-ces que tienes la sensación de estar al final...Qué actitud crees que te ayudaría más a poder vivirlo con cierta paz?; 2) Cuántas energías estás utilizando con el objetivo de luchar? Crees que te pierdes algo por luchar contra lo insolu-ble?; 3) Qué significa para ti la posibilidad de aceptar la situación? Hasta qué punto crees tú que esa actitud te puede servir?; 4) Para algunas personas acep-tar una realidad dura no supone aislarse y cerrarse en su pena, sino intentar vivir esto en relectura de su propia historia, en reconciliación con lo que ha sido esencial, de saborear su sentido. A qué te suenan este tipo de actitudes o ideas?; 5) Qué pasaría si pasases a la actitud de aceptar lo que no puedes cambiar? Qué significados tendría para ti? Qué podrías hacer con esa reali-dad a partir de su aceptación?; 6) Qué te ayudaría a aceptar lo que está ocu-rriendo?...

Este proceso puede ayudarse con la revisión de fábulas, poesías… los artistas suelen expresar más fácilmente las vivencias que los científicos o los profesionales y puede recurrirse a estos recursos. El poeta mexicano Rodolfo Dagnino, de Nayarit, en “Habitar la ausencia” (2006, pp. 57/58) expone su enorme dolor por un duelo, y da en uno de sus poemas una lección de “aceptación”:

“Tendré que mudarme de mi cuerpo, hacer el viaje silencioso de la desintegración, decir adiós, tornar el camino de la calma y des-colgarme cada atardecer, desprenderme esta boca y su reperto-rio de besos y blasfemias, este cofre de encuentros y soledad, no importarán mis canas, ni mis cicatrices de guerras que otros pe-

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learon, nada en mí ya me pertenece, ni siquiera las palabras que salen como niños al recreo, ni los aromas que habitan desde siempre la tierra.

No me pertenece mi padre, ni mi hermano, ni la ausencia co-rrosiva de mi madre, no me pertenece mi mujer desnuda entre las sábanas, ni mis hijos que ella sueña mientras la recorro.

No soy ya continente, a lo mucho contenido, embarcación mí-nima, tendré que soltar las amarras y abandonarme a los ríos del mundo… y ser lo desconocido, ser el abismo, ser el adiós…”

El proceso de aceptación, que debe abrir paso a la trascendencia se da igualmente en las personas en duelo, que han perdido personas significati-vas. Es un área especialmente significativa para el trabajo no solo espiritual, sino profesional, humano, ético. En ese mismo libro, Dagnino (2006, p. 47) regala una profunda reflexión:

“Dicen que la muerte es la disgregación del cuerpo sobre la tierra o la migración del alma quién sabe a dónde… olvidaron mencio-nar que también puede ser el terrible absurdo que apresa a las cosas y a los seres que se quedan un día más a vivirla…”

Ante la partida de seres queridos, se puede abrir la desesperación, la tristeza infinita que no solo daña al espíritu, sino también al cuerpo. La investigación psico-neuro-inmuno-endocrina descubre con serios y consistentes estudios el aumento de la morbimortalidad en dolientes que no han podido aceptar la pérdida (Bowlby, 1990; Parkes, 1996; Worden, 1997; Landa y García, 2004). En la presentación del libro de Dagnino (2006, p. 3) dice Villaurrutia, acep-tando una triste realidad:

“…me dejas sólo el temor de hallar hasta en el sabor la presencia del vacío…”.

El propio Dagnino (2006, p. 50), expresa con un dolor supremo, que no riñe con la aceptación:

“En el mar de tu ausencia las palabras no logran ser siquiera el madero que pase flotando a un metro de nosotros…”

El segundo eje para la intervención es el “fortalecimiento de la esperanza”. Se trata de promover no esperanzas de curación (getting better), sino redimen-sionar las esperanzas (feeling better) de manera puntual, alcanzable: pasar

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una noche sin dolor, recibir la visita de un familiar, poder salir a un parque, alcanzar a conocer un primer nieto o un nuevo biznieto… hay que reforzar las que generan y fomentar la percepción de control contra la indefensión (Llan-tá, Grau, Massip, et al., 2005; Benito, Barbero y Payás, 2008). Se trata de en-sanchar la esperanza hacia objetivos concretos, viviéndola no sólo en los resul-tados, sino en el mismo proceso. Recordaba Vaclav Havel que: “La esperanza es una orientación del espíritu, una orientación del corazón. No es la convic-ción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, sea cual sea el resultado…” (Havel, citado por Benito et al., 2008, cap. 4, p. 26).

Se puede alimentar esperanzas: 1) estableciendo una comunicación abierta, franca y honesta; 2) con un adecuado control de síntomas; 3) promo-viendo y desarrollando relaciones interpersonales; 4) ayudando a conseguir objetivos prácticos; 5) explorando recursos espirituales; 6) identificando y apo-yando valores personales (determinación, coraje, serenidad); 7) alentando la alegría cuando sea apropiado; 8) afirmando la autoestima; 9) realizando bue-nos recuerdos mediante la revisión de vida (terapia de recuerdos). Cuando aparece la desesperación, no debe mentirse ni intentar calmarla con falsas es-peranzas, esto puede dañar la confianza; lo que hay es que demostrar actitud comprensiva y compasiva, que se ha decidido no huir de su angustia, acoger-lo ya de por sí va a servir de enorme consuelo. Las esperanzas cotidianas, re-forzadas convenientemente, le pueden sostener: alivio del dolor, respeto a su dignidad, garantía de no abandono, no ahogarle sus preguntas…si la angustia es traductor de desesperación, la contención es indicador que simboliza es-peranza. Sin embargo, hay que tener en cuenta que “los profesionales no somos la esperanza, sino el ECO de la esperanza” (Benito et al., 2008), es la persona la que debe ir identificando aquellos contenidos que ayudarán a en-contrar serenidad y sentido. Rememoremos lo que decía Maté (2007, p. 2 ): “La espiritualidad no puede ser enseñada, tan sólo puede ser descubierta”.

La literatura recoge algunos intentos más o menos estructurados de in-tervención espiritual. Dos de los más conocidos son: la “Terapia Grupal cen-trada en el Sentido”, de Breitbart (2002), que se orienta a sostener o reforzar el sentido, la paz y el propósito en la vida y a hacer que la mayoría del grupo acceda al recuerdo vital; combina instrucción, discusión y ejercicios experien-ciales en 8 sesiones, cada sesión centrada en un tema de sentido, y la “Tera-pia de la Dignidad”, de Chochinov y colaboradores (2002, 2006, 2007), que plantea una oportunidad para centrar la atención en aspectos vitales rele-

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vantes, en la historia personal que quieren que sea recordada, o en cosas que necesitan ser dichas; lo cual permite ofrecer confort e indicaciones a ami-gos y futuros dolientes. Esta última se conduce mediante sesiones grabadas, transcritas y editadas y luego devueltas al paciente, para no dejar detrás algo que transcenderá; es breve, accesible y útil a todos.

En cualquier tipo de intervención espiritual, hay 3 técnicas básicas: a) la empatía compasiva (que no es sólo una técnica, sino también una acti-tud); b) la pregunta: no se trata de un interrogatorio estéril, con preguntas abiertas y focalizadas, que taponen relación; lo más importante no son las respuestas, sino lo que está pasando en el interior de la persona en ese pro-ceso, las preguntas de los pacientes buscan presencia, no respuesta, y c) la búsqueda conjunta de satisfactores frente a necesidades; no confundir nece-sidades con satisfactores: si un sacerdote recomienda a un creyente la oración, tendrá que haber explorado previamente si este es satisfactor viable para esa persona concreta, quizás un satisfactor desde la dimensión artística sea me-jor… Otros procederes pueden ser útiles para el acompañamiento: facilitar la revisión de sucesos vitales significativos, identificar los asuntos pendientes no resueltos, intercalar devoluciones (resúmenes que vayan centrando el encuen-tro y facilitando priorizar cuestiones que emerjan), leer conjuntamente tex-tos de espiritualidad o afines, proporcionar lecturas que puedan ser terapéu-ticas, facilitar oraciones escritas o invitarle a rezar (si es creyente) o a orar con-juntamente (si el acompañante es también creyente), sugerir un tipo de músi-ca, meditaciones guiadas, utilización de cuentos, narraciones, fábulas, promo-ver escritura de diarios, testamentos espirituales… Al cerrar una sesión muy intensa debe hacerse ver que el hecho de “buscar” es indicador de vida que a todos enriquece. También son especialmente útiles las estrategias del “coun-selling” (Benito et al., 2008).

Tres tópicos importantes deben incorporarse en esta reflexión: la ne-cesidad de despedirse, las necesidades en la persona inconsciente y las ne-cesidades de ayuda para una buena muerte (Astudillo y Mendinueta, 2006). Desde hace mucho tiempo, se ha señalado por profesionales y familiares que las personas al final de su vida tienen necesidad de despedirse, de hacer la paz con aquellos que tuvo diferencias, acciones que son difíciles y llevan su tiempo. Muchas causas de sufrimiento posterior podrían soliviantarse si esto se hace a tiempo, antes de que se vea impedido por un deterioro brusco de la conciencia. Recordando su biografía, valorando lo positivo de su vida, agra-

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deciendo a sus familias y conocidos, buscando la reconciliación y el perdón e intentando dar solución a algunos asuntos “pendientes”, la persona que vive sus últimos momentos puede enfrentarse mejor a ellos, con paz, dignidad y armonía. Al hablar de las necesidades en la inconsciencia, hay que recordar que cuando un enfermo tiene pérdida ligera de conciencia, parece continuar percibiendo el sonido y el tacto, e incluso, en inconsciencia profunda, la pre-sencia de otros. Puede mantener los ojos cerrados en un intento de abste-nerse de comunicación para evitar el dolor de la despedida; la transición a la inconsciencia suele ser a menudo imperceptible, sobre todo si se mantienen los analgésicos y el control de síntomas. Debe seguirse manejando delicada-mente cualquier detalle, como si estuviese consciente, explicándole todo lo que se hará y orientándole en tiempo, en quién ha llegado, etc., aunque pa-rezca que no está escuchando. Ello no sólo puede contribuir a darle paz, también puede ayudar a la familia (Astudillo y Mendinueta, 2006).

Con relación a la necesidad de ayuda para una buena muerte queda aún mucho por discernir. Cómo desean morir las personas, como mueren en realidad y cómo diferentes modalidades de atención (física, emocional y es-piritual) podrían ayudarles a una buena muerte? Aunque los Cuidados Palia-tivos y la Tanatología han intentado responder a estas difíciles preguntas, todavía, desafortunadamente, no se tiene una noción definida (Astudillo y Men-dinueta, 2006). Smith y Maher (1993) proponen los siguientes requisitos para tener una muerte apacible (ver Tabla 3).

Tabla 3. Requisitos para tener una muerte apacible

Tener cerca de alguien significativo 97.4 %

Escuchar la verdad 96.0 %

Tener control sobre su cuidado 92.4 %

Dialogar sobre hechos prácticos (muerte) 92.1 %

Participar en expresiones afectivas 92.0 %

Cuidar su apariencia y aseo 89.6 %

Recordar su pasado 87.5 %

Disfrutar del humor 83.6 %

Hablar de asuntos espirituales 79.1 %

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Estos requisitos pueden variar en diferentes culturas y contextos. Lo que está claro es que la presencia de allegados, el manejo honesto de lo que le suce-de, aceptar que cada persona es protagonista de su propio decursar, controlar su dolor y sus síntomas, permitirle decidir, son claves en el acompañamiento espiritual. Será, como citan Astudillo y Mendinueta (2006, p. 20) cuando: “Sea un espectáculo decoroso; que no desdiga lo que fue nuestra vida; que lo sea en compañía y que lo sea en el propio entorno”?. Para la buena muerte es in-dispensable vivir dignamente hasta el último instante. Una muerte digna es aquella considerada digna por una persona concreta, de acuerdo con sus valo-res y experiencias individuales y sujeta a variaciones en el tiempo, y no se pue-de simplificar con principios genéricos: muerte rápida, sin sufrimiento, en su casa, con su familia (Grau y Chacón, 2002; Grau, Llantá, Massip, et. al, 2008).

En síntesis, el cuidado al final de la vida es una respuesta adecuada e integrada a la pluralidad de necesidades humanas y debe incorporar la di-mensión espiritual, con un compromiso especial para acompañar a quien vive sus últimos momentos y también a sus familiares. Esta dimensión tiene sus necesidades, que hay que identificar y satisfacer, reconociendo que el ámbito espiritual, inefable e intangible, consiste y se expresa en dos cualidades tras-cendentes: ética y religiosa. La posibilidad real de vivir humanamente el final de la vida depende de la situación biográfica de cada persona y del ámbito que le rodea, incluyendo el de cuidadores. Este final de la vida puede ser vivido como el último escenario de crecimiento humano, si con la asistencia espiri-tual se rescata o se reafirma el sentido y la dignidad, si se siguen los niveles desde la detección y exploración hasta la intervención espiritual, donde el ma-nejo de las esperanzas es un componente esencial (Grau, 2010).

A MODO DE CONCLUSIONES

Nadie se cuestiona hoy en día las necesidades psicológicas y los medios para satisfacerlas. Pero la asistencia espiritual no ha sido aún muy incorporada al ámbito clínico. La ciencia y la tecnología han permitido recorrer la distancia que hay entre la Tierra y Marte, han podido descifrar el genoma humano, des-cubrir potentes medicamentos… aquí el reto es intentar hacer el viaje desde la piel del hombre hacia su interior, en ese trayecto apasionante hacia noso-tros mismos y hacia esa realidad que nos supera, nos abarca, nos trasciende.

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Una vez cubiertas las necesidades físicas, emocionales y sociales, se necesita incorporar metodologías que permitan andar por este apasionante camino.

Dulce Maria Loynaz, conocida poetisa cubana, resume todo lo relacio-nado con la espiritualidad: sentido, dignidad, sufrimiento, pérdida, reto, acep-tación, trascendencia, amor…cuando escribió:

“En mi jardín hay rosas

yo no las puedo dar

son rosas que mañana

mañana no tendrás…

En mi jardín hay pájaros

con canto de cristal

No te los doy…

porque tienen

alas para volar…

En mi jardín abejas

labran fino panal

Dulzura de un minuto

que no te quiero dar!

Este es un tema que implica rigor y sensibilidad. Los retos que quedan son todavía muchos. En esta aventura, llena de riesgos, el acompañamiento de otros en el último tramo de su vida puede ser un excelente camino para el propio desarrollo personal y espiritual. Una reflexión final aflora ante este desafío: generalmente, los profesionales que integran los equipos que atien-den a personas al final de la vida son los médicos, las enfermeras y los psicó-logos. Los psicólogos pueden jugar un papel importante en la formación psi-cosocial y espiritual de estos equipos. Poseen las herramientas de la comuni-cación, de la orientación y de la intervención terapéutica. Tienen los recursos técnicos y metodológicos a través de entrenamientos en habilidades socia-les, el autocontrol, los métodos de solución de problemas, la búsqueda de

Para ti lo infinito o nada

lo inmortal

o esta muda tristeza

que no comprenderás!

La tristeza sin nombre

de no tener que dar

a quien en la frente lleva

algo de eternidad!

Deja,

deja el jardín,

las cosas que se mueren

No se deben tocar!

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mejores afrontamientos a situaciones-límite. Expertos en estrés y en apoyo psicológico, están capacitados para diseñar intervenciones y evaluarlas con in-vestigaciones e instrumentos apropiados. Son los que más familiarizados es-tán con el quehacer humano en los planos personal, familiar, laboral, voca-cional. Estudiosos de la conducta humana, de las emociones, de las creen-cias, ellos pueden adiestrar al resto del personal para que se logren satisfa-cer estas necesidades. Este es un gran desafío y puede ser, también, una gran oportunidad.

Martí, pensador brillante y figura no sólo cubana, sino latinoamericana, nos dejó un legado que hace pensar…:“En toda palabra ha de ir envuelto un acto…”, proponía el Maestro (citado en González Serra, 1999, p. 20). Al emer-ger la necesidad y pertinencia de los cuidados psicosociales y espirituales al final de la vida como un reto a los profesionales de nuestro tiempo, la opción es actuar como seres humanos, como él recomendaba: “Hombre es algo más que ser torpemente vivo: es entender una misión, ennoblecerla y cumplirla” (citado en González Serra, 1999, p. 25). Tenía razón cuando afirmaba en el siglo pasado: “Se necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia…” (ci-tado en González Serra, 1999, p. 66).

Todavía hoy resulta necesaria...

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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211

ANEXO 1

FICA – Ítems para confeccionar una historia espiritual a incluir en historias clínicas.

F – Fe o creencias

Cuál es su fe o creencia?

Qué cosas dan, en su opinión, sentido a la vida?

Ud. se considera espiritual o religioso?

I – Importancia e influencia

La fe/creencia es importante en su vida?

Qué importancia ella tiene en su manera de cuidarse a Ud. mismo?

Cómo sus creencias han influido en su conducta durante esta enfermedad?

C – Comunidad

Es Ud. miembro de una comunidad espiritual o religiosa?

Ese hecho constituye un apoyo para Ud.?

Hay alguna persona o grupo a quién de hecho Ud. ama o es importante para Ud.?

A – Atención

Cómo a Ud. le gustaría que las personas que cuidamos de su salud, tratá-semos estos temas en la atención que le damos?

-----------------

(Adaptado de Puchalski y Romer [2000] – tomado de Pesssi, L., Bertachini L. [orgs.] [2006]. Humanización y Cuidados Paliativos. Sao Paulo: Ediciones Loyola, 3ra. ed., p. 222 – traducido del portugués por J. Grau, 2010).

212

ANEXO 2

GUÍA DE ENTREVISTA PARA FAMILIARES (a partir del FICA-modificado).

1. Fe o creencia

Qué debería saber yo de Ud. como persona con tal de poder ofrecerle la mejor atención que pueda?

2. Importancia e influencia

En la situación en que se encuentra, ¿qué cosas son importantes o qué le pre-ocupa más?

Quién más (o qué más) se ve afectado por lo que está ocurriendo?

3. Comunidad

A quién deberíamos involucrar en este punto, para que le pueda apoyar en es-tos momentos difíciles? (servicios psicosociales, apoyo de grupos, capellán o sacerdote, especialistas de medicinas complementarias, etc.)

4. Atención

Cuáles son sus expectativas en cuanto a la atención por parte del personal de salud relativo a estos aspectos?

-----------------

(Adaptado de Puchalski y Romer [2000) – tomado de Pesssi, L., Bertachini L. [orgs.] [2006]. Humanización y Cuidados Paliativos. Sao Paulo: Ediciones Loyola, 3ra. Ed., p. 222 – traducido del portugués por J. Grau, 2010 y modificado por M. Scull, 2010).

213

LA PERCEPCIÓN DEL PROCESO DE MORIR Y LA CALIDAD DE VIDA

DE PERSONAS CON CÁNCER TERMINAL

VIVIENDO EN LA REGIÓN CENTRAL DE BRASIL

Sebastião Benício da Costa Neto1, 2

Sabrina de Souza Rodrigues Barreto1, 3 Resumen

La presente investigación buscó identificar, describir y analizar la percepción del proceso de morir y la comprensión de la calidad de vida de personas con enfermedad oncológica terminal en sus dimensiones física, sicológica, fun-cional, social y espiritual, y comprender sus redes de soporte social. Se rea-lizó un estudio de naturaleza exploratoria y descriptiva, con variables cualita-tivas, entre los meses de abril y agosto del 2010, en un hospital especializa-do, en la región central de Brasil. La muestra fue constituida por diez partici-pantes, de ambos sexos y con edad entre 19 y 84 años, en tratamiento con quimioterapia paliativa. Una ficha de Datos Socio-demográficos y un Itinera-rio de Entrevista Semiestructurada fueron utilizados durante el proceso de tratamiento hospitalario. Los resultados demostraron que la percepción de muerte fue vivida desde el diagnóstico, evolucionándose a lo largo de la pro-gresión de la enfermedad. Entre las dimensiones más positivas para com-prender la calidad de vida, se encuentraron la percepción del aspecto físico (apariencia) y tener acceso al tratamiento en un centro de salud especializado. En la evaluación del bienestar y del proceso de morir, las dimensiones física (presencia de síntomas) y funcional fueron las más comprometidas y las di-mensiones espiritual y social/familiar las más satisfactorias. Además, cuanto mayor la percepción de muerte, mayor para los participantes la necesidad de una red de soporte social y mayores eran, también, sus angustias y las bús-quedas espirituales. En general, los participantes pasaron su fase terminal

1 Pontifícia Universidade Católica de Goiás.

2 Universidade Federal de Goiás.

3 Los autores agradecen a la “Asociação de Combate ao Cáncer em Goiás” y a los “Servicios de Psicolo-

gia e de Oncologia Clínica do Hospital Araújo Jorge”, en Goiânia – Goiás – Brasil, por La comprensión de la relevancia del proyecto y autorización para su desarrollo.

214

tanto reflexionando sobre la calidad de los últimos días de vida como hablan-do de su finitud.

Palabras clave: Cáncer terminal; Calidad de vida y red de soporte social. En este capítulo se objetiva, a partir de experiencias vividas en la región cen-tro-oeste brasileña, describir y reflexionar sobre aspectos de la vivencia sub-jetiva de la enfermedad terminal, de la calidad de vida y del soporte social percibidos por personas con cáncer, en sus últimos días de vida.

INTRODUCCIÓN

En Brasil, el cáncer es la segunda mayor causa de muerte, por enfermedad, entre los humanos, de acuerdo con la Organización Mundial de Salud, per-diendo apenas para las enfermedades cardiovasculares (Instituto Nacional del Cáncer, 2004).

Las estimativas para el año 2010, similares también a lo esperado para el año 2011, señalan que los nuevos casos de cáncer en Brasil sumarán 489.270. De éstos, 113.850 serán de cáncer de piel no melanoma, para am-bos sexos. En los hombres, la mayor incidencia será en la próstata, con 52.350 casos, seguida por los cánceres de tráquea, bronquios y pulmón, con 17.800 casos, y estómago, con 13.820 casos. Ya en las mujeres, la mayor incidencia será de cáncer de mama, con 49.240 casos seguido por los cánce-res de colon del útero, con 18.430 casos y por el cáncer de colon y recto, con 14.800 casos (Instituto Nacional del Cáncer, 2010).

En la región centro-oeste brasileña, en el año 2010, a cada 100 mil hombres, 210,8 desarrollarán cáncer, y a cada 100 mil mujeres serán diag-nosticados 215,38 nuevos casos. En el Estado de Goiás, específicamente, son previstos, en el mismo periodo, 6.130 nuevos casos de cáncer entre los hom-bres y 6.390 entre las mujeres (Instituto Nacional del Cáncer, 2010).

El afrontamiento del cáncer en el Estado de Goiás (sobre todo después del accidente con el Césio-137, ocurrido en septiembre de 1987, en la capital Goiânia) ha contado con una sustancial mejora en la red de salud. Esto im-plicó la creación de un Registro de Cáncer de Base Poblacional (referencia para el Ministerio de Salud de Brasil), la ampliación de la red hospitalera y de ser-

215

vicios ambulatorios de prevención del cáncer, de quimioterapia, de radiotera-pia, entre otros. Sin embargo, son tímidas las iniciativas en cuidados paliativos.

Parece ya ser lugar común que las nuevas tecnologías, las nuevas dro-gas y terapéuticas en el campo de la salud no deban pretender apenas la pro-longación de la vida, sino, también, asegurarle calidad a la vida y conferir dig-nidad a la persona humana, incluso, y particularmente, en el proceso de morir.

La situación de ser portador de una enfermedad en fase avanzada, grave e incurable remite la persona a su historicidad y al límite de su existen-cia (Silvia & Schramm, 2007). Muerte y finitud son características intrínsecas u odontológicas de los sistemas vivos, los cuales se constituyen en el mundo y se sitúan en un determinado tiempo, sometidos, por lo tanto, a un proceso irreversible, programado biológicamente, que incluye el nacer, el crecer, el decaer y el morir (Schramm, 2002).

La muerte es impensable y, cuando, por alguna razón de fuerza mayor, se impone a la conciencia y a la elaboración síquica, le causa mucho sufrimien-to y situaciones de vulnerabilidad a la persona (Kovács, 2008b; Kovács, 2008c; Schramm, 2002).

Ya se sabe mucho, aunque nunca es demasiado recordar, que la en-fermedad genera en el individuo que la desarrolló una discontinuidad en su rutina diaria, que puede llevarlo a un repensar de valores, de prioridades y de proyectos, conduciéndolo a una reflexión más profunda sobre aquello que, esencialmente, es más importante, bajo ciertas condiciones de vida (Petuco y Martins, 2006).

En el área de la salud, los tratamientos de intento y error podrán impo-ner más sufrimiento a la persona que se encuentra con cáncer en fase ter-minal, cuyo estado no responde a las propuestas de cura, pero que reaccio-na, muchas veces, de manera sorprendente, a los otros diversos abordajes de acogida y de cuidados. En esa condición clínica, el tratamiento oncológico, específico para cada tipo de cáncer, y la preservación de la calidad de vida se hacen prioritarios en relación a la sobrevida de la persona (Silva y Schramm, 2007), aunque no sería sorpresa constatar que el aumento de la calidad de vida interferiría en la propia sobrevida.

Bajo esa perspectiva, desde los años de 1940, expandiéndose en los años de 1970 y siguientes (Costa Neto y Araujo, 2008), crece la preocupación con la calidad de vida de la persona con enfermedad avanzada. Como conse-

216

cuencia, el movimiento de los cuidados paliativos se presenta en el sentido de llenar un espacio existente entre, por un lado, la competencia técnica de la medicina y, por otro, la cultura del respeto a la autonomía de la persona en lo que se refiere a su toma de decisión en condiciones extremas de vida (Schramm, 2002). La enfermedad oncológica, desde su representación social hasta el afrontamiento de su evolución y de su tratamiento, da esa dimen-sión exigente de búsqueda de continua adaptación (interna y externa).

El principio de la cualidad de vida de la persona con enfermedad on-cológica terminal se sobrepone al de la santidad de la vida (esta defensora de la vida a cualquier precio), constituyendo un tema complementar y comple-jo, cuando no una alternativa, para mayor humanización de las prácticas de tratar y de cuidar (Costa Neto y Araujo, 2008; Schramm, 2002).

La calidad de vida es una noción eminentemente humana; se aproxima del grado de satisfacción encontrado en la vida familiar, amorosa, social, am-biental y a la propia existencia humana como un todo (Minayo, Hartz y Buss, 2000). Puede, incluso, referirse a conceptos como tener dinero, entreteni-miento, belleza, autonomía, entre otros, variando de acuerdo con el interés y posibilidades de cada uno.

Analizar calidad de vida implica en abarcar todos los aspectos de la vida de una persona, envolviendo, así, una serie de variables relacionadas al bie-nestar físico, funcional, sicológico, social y espiritual, entre otros (Abalo, Gar-cia-Viniegras y Melendez, 2005; Costa Neto y Araujo, 2008). Por lo tanto, al mismo tiempo en que calidad de vida es multidimensional, también es subje-tiva y basada en la auto-percepción de quien la está evaluando (Costa Neto y Araujo, 2003).

Cada vez más, ha sido conocida la definición de calidad de vida pro-puesta por la Organización Mundial de Salud-OMS (Fleck et al., 1999) que la concibe como la percepción del individuo acerca de su posición en la vida, contextualizada en la cultura y en el sistema de valores de cada uno. La com-prensión de este lugar pasa por aquello que cada uno tiene en términos de objetivos, de expectativas, de modelos de vivir, pensar y relacionar, y de pre-ocupaciones. Este concepto expresa la compleja red de factores que se in-fluencian mutuamente. Tal descripción, además, favorece una cierta desace-leración conceptual al intentar integrar aspectos de diferentes niveles de la vivencia humana, desde los más personales a los circunscritos en diversos sistemas. En este sentido, las concepciones históricas de calidad de vida, como

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bienestar y felicidad, por ejemplo, evolucionaron para un juego dinámico del bienestar, del bien tener, del bien vivir y del bien ser (Costa Neto, 2002), haciendo su uso conceptual más problemático.

Cuando se investiga la calidad de vida relacionada al campo de la sa-lud/enfermedad, la persona acometida por la enfermedad oncológica termi-nal podrá auxiliar en la comprensión de lo que puede ser considerado una vida con calidad, teniendo, así, condiciones de evidenciar el impacto causado por la enfermedad y el tratamiento, y pudiendo, inclusive, sugerir cambios en los procedimientos de los equipos de salud, cuando sean necesarios y posibles (Costa Neto y Araujo, 2008; Silva y Derchain, 2006).

De acuerdo con Cavalcanti de Melo (2008), fundamentada en los estu-dios de Spiegel et al. (1999), bajo la perspectiva de la persona con cáncer terminal, calidad de vida significa tener un censo de control del dolor y ma-nejo de síntomas, evitar o aliviar el sufrimiento y fortalecer relacionamientos con sus familiares, evitando la prolongación innecesaria de morir. Agrega-ríamos, incluso, que se trata de recibir el apoyo de las personas queridas en el momento de la muerte.

La persona con enfermedad oncológica terminal, al percibir, entonces, su muerte, principalmente frente al deterioro progresivo de su cuerpo, las crecientes limitaciones físicas, funcionales y sicológicas y la dependencia cada día mayor de familiares, equipo de salud y comunidad (Kovács, 2008a), ne-cesita enfrentar diversas dificultades que requieren disposición, fuerzas de adaptación y ajuste personal (Costa Neto y Araujo, 2000).

En la dirección clínica del enfermo, frente a las varias situaciones que el mismo vive y a la necesidad de redimensionar sus proyectos de vida (Sala-monde et al., 2006) cuando la muerte se acerca, también, se justifica la ne-cesidad de superar ciertas restricciones científicas para que se investigue el tema (enfrentando, incluso, la actitud negativa de algunos profesionales de la salud en abordar personas en su proceso de morir) y abrir posibilidades de entendimiento.

Frente a lo expuesto, son objetivos de esta investigación: identificar, describir y comprender, junto a la persona con enfermedad oncológica termi-nal, la percepción del proceso de morir, la calidad de vida (en sus dimensiones física, sicológica, funcional, social y espiritual); y, la red de soporte social.

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MÉTODO

Tipo de estudio. Se trata de una investigación de naturaleza exploratoria y descriptiva, con variables cualitativas.

Campo de estudio. La investigación se desarrolló en el Sector de Onco-logía Clínica del Hospital Araújo Jorge, de la Asociación de Combate al Cáncer de Goiás, centro de referencia nacional, especializado en el tratamiento de todos los tipos de cáncer, ubicado en Goiânia, Goiás, Brasil.

Participantes. Diez pacientes oncológicos terminales (Anexo 1), cons-cientes de su diagnóstico, de ambos sexos, con edades entre 19 y 84 años, de diversas especialidades de la oncología (Cabeza y Cuello, Neuro-oncología, Tejido Conjuntivo, Ginecología y Mama, Piel y Tórax, Infectología y Trans-plante de Médula Ósea), sometidos a tratamiento de quimioterapia paliati-va, con la conciencia preservada y con posibilidad de comunicación. El crite-rio de conveniencia fue el que orientó la constitución de la muestra.

Criterios de Inclusión. tener edad superior a 18 años; ser paciente on-cológico; estar en fase terminal de la enfermedad; no presentar un cuadro de incapacidad para responder a los instrumentos. Criterios de Exclusión: además de no atender a los criterios de inclusión, no firmar el Término de Consentimiento Libre y Aclarado (TCLA). Instrumentos

1) Ficha Socio-demográfica y Clínica, constituida por ítems socio-demográ-ficos (nombre, sexo, edad, naturaleza, procedencia, estado civil, tener o no hijos, escolaridad, religión, dirección y teléfono) y clínicos (tipo de cáncer y de tratamiento, tiempo de tratamiento y evolución del cáncer), y 2) Guía de en-trevista semiestructurada, desarrollado por los investigadores, con 55 ítems, abarcando cuestiones referentes a diversos temas, tales como: conceptos de salud y de enfermedad, etiología de la enfermedad, tipo de tratamiento, adherencia al tratamiento y afrontamiento sicológico, alteraciones y condi-ción física, funcional, sicológica, social, salud general, espiritualidad, cualidad de vida general y percepción de muerte.

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Procedimiento

Después de la aprobación del proyecto, por el Comité de Ética en Pesquisa de la Sociedad de Combate al Cáncer de Goiás –protocolo CEP/ACCG nº009/2010, de 08 de abril de 2010– se encaminaron copias del proyecto a las jefaturas del Servicio de Oncología y de Sicología de la institución. El Sector de Sicolo-gía realizó una selección de los prontuarios de los pacientes de la Oncología Clínica que atendían a los criterios de inclusión.

Una vez seleccionados los participantes, éstos fueron abordados por uno de los investigadores durante la internación en el hospital o en su casa (conforme la preferencia del participante). Se les presentó y aclaró la pro-puesta de la investigación y el Término de Consentimiento Libre y Aclarado (TCLA), de acuerdo con la Resolución del Ministerio de Salud de Brasil 196/96, que orienta la ética en la investigación con seres humanos. Apenas un parti-cipante fue abordado en su domicilio. En cuanto al local (residencia u hospi-tal), para todas las entrevistas, se consideró adecuado, aireado y tranquilo. Cada horario se ajustó de acuerdo a la preferencia del paciente. Todos los pacientes internados estaban recibiendo quimioterapia paliativa y acompa-ñados por un familiar que, en la mayoría de los casos, estuvo presente a lo largo de la entrevista.

Después de la autorización de cada paciente y la concordancia formal a través de la firma del TCLA, se inició el proceso de recolección de datos, lo cual pudo ser realizado en uno o dos encuentros con cada participante, con una duración de entre una a tres horas. Antes de empezar las entrevistas, se llenaron, a través de los prontuarios, los datos clínicos del paciente, otorga-dos por el Puesto de Internación o por el Sector de Archivo Médico de la Institución. Criterio para el análisis de los datos cualitativos

Las entrevistas semi-estructuradas fueron transcritas literalmente, por uno de los investigadores, y sometidas al análisis del contenido para la construc-ción de categorías temáticas, utilizando la técnica de Bardin (2008). Para esta autora (2008), se organiza el análisis del contenido realizando tres etapas: 1ª) el pre-análisis: que trata de una lectura fluctuante, de la elaboración de hipótesis, de objetivos y de indicadores que fundamenten la interpretación; 2ª) la exploración del material: cuando los datos son codificados a partir de

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las unidades de análisis temático (UAT’s). La UAT es un criterio previamente establecido para la elección de partes de las entrevistas, y, 3ª) el tratamiento de los resultados, la inferencia y la interpretación: Cuando se realiza la cons-trucción de categorías temáticas.

RESULTADOS

Los datos socio-demográficos de los participantes (también identificados co-mo P1 a P10) muestran que el grupo fue constituido por ocho mujeres y dos hombres, con edades de 19 años (N=1), 49 a 61 años (N=8) y 84 años (N=1). En relación al estado civil, cinco eran casados y los demás no tenían parejas conyugales regulares. En cuanto a la descendencia, ocho tenían hijos con al-gún grado de dependencia. Nueve entre los diez participantes seguían regu-larmente alguna religión. En cuanto a los datos clínicos, se evidencia que el promedio de tiempo de tratamiento, en la unidad de salud, de 3,7 años, sien-do que todos tenían enfermedad metastásica en nivel avanzado.

A partir de las entrevistas con los participantes, se construyeron 14 ca-tegorías temáticas (sintetizadas en la Tabla 1) y 46 sub-categorías, generadas del total de 694 UAT’s (partes de lo dicho por los enfermos terminales). Los porcentuales de cada sub-categoría se basan en los 100% de su categoría correspondiente.

De esta forma, la categoría Calidad de vida actual fue la que presentó el mayor número de UAT’s, totalizando 290 unidades, oriundas de cinco sub-categorías: Sicológica (36.21%); Física (31.72%); Espiritual (11.38%); Social/ Familiar (10.69%) y Funcional (10%).

La segunda categoría más frecuente (81 UAT’s) fue la Red de soporte so-cial, que contenía tres sub-categorías: Familiar (76.54%); Contexto Social Am-plio (9.88%) y Equipo de Salud (9.09%).

Se destacó incluso la categoría Optimizadores de salud y de Calidad de vida (63 UAT’s) que convergieron de dos sub-categorías; Condiciones promoto-ras de calidad de vida (69.84%) y Condiciones promotoras de salud (30.16%).

La categoría Estrategias de Afrontamiento Sicológico se presentó con seis sub-categorías (60 UAT’s): Choque/Negación (41.67%); Resignación (30%); Espiritual/Religioso (16.67%); Desafío (5%), Desplazamiento (3.33%) y Reso-lución de Problemas (3.33%).

221

Con relación a la categoría Actitud frente al tratamiento, se presentan 41 UAT’S, en dos sub-categorías: Optimista (73.17%) y de Duda (26.83%).

La categoría Concepto de la enfermedad presentó tres sub-categorías (28 UAT’s): Condición existencial (46.43%); Condición física (32.14%) y Natura-leza de su consecuencia (21.43%).

La categoría Concepto de salud presentó dos sub-categorías (21 UAT’s): Como Calidad de vida (71.42%) y Grado físico y funcional (28,57).

La categoría Estado de salud presentó tres sub-categorías (21 UAT’s): Agravante (76.19%); Regular (19.05%) y Buena (4,76%).

Sobre la categoría Expectativas relacionadas a la enfermedad, se obtu-vieron dos sub-categorías (21 UAT’s): Teórica (61,90%) y Autorreferencial (38.10%).

La categoría Concepto de calidad de vida fue asociada a ocho sub-categorías (17 UAT’s): y expresadas en la forma de tener: relacionamientos (29.41%), independencia (17.65%), salud (17.65%), vivir bien (11.76%), buena alimentación (5.88%), estado sicológico (5.88%), condiciones financieras (5.88%) y tratamiento (5.88%).

De la Percepción del Diagnóstico, emergieron dos sub-categorías (16 UAT’s): Por señales y síntomas (68.75%) y Por co-morbidez (31.25%).

La categoría Concepto de muerte se compuso de cuatro sub-categorías (15 UAT’s): Fase del desarrollo humano (40%), Finitud (40%), Tristeza (13.33%) y Fenómeno incierto (6.67%).

La categoría Percepción del Pronóstico presentó dos sub-categorías (10 UAT’s): Desfavorable (80%) y Favorable (20%).

Por fin, la categoría Percepción de la etiología de la enfermedad señaló dos sub-categorías (08 UAT’s): Localizada en el propio individuo (75%) y Loca-lizada en el medio externo (25%).

222

Tabla 1. Descripción y frecuencia de las categorías temáticas de los participantes (N=10) con enfermedad oncológica terminal.

Categorías Descripción F (UAT’s)

1. Calidad de vida actual.

Se trata de cómo el participante evalúa el conjunto de factores relacionados a su momento de vida como con-dición promotora y/o inhibidora del bienestar general.

292

2. Red de soporte social

Se refiere a la evaluación del conjunto de recursos dis-ponibles (financieros, relacionales, afectivos, otros) co-mo mediadores de la calidad de vida.

81

3. Optimizadores de salud y de cali-dad de vida

Abarca los elementos y/o condiciones que el participan-te considere optimizadores para promover salud y cali-dad de vida.

63

4. Estrategias de enfrentamiento sicológico

Se trata de formas cognitivas, de comportamiento y/o emocionales que el participante utiliza para administrar o para enfrentar situaciones difíciles del tratamiento y de la enfermedad.

60

5. Actitud frente al tratamiento

Se refiere a cómo el participante percibe y valoriza su tratamiento actual.

41

6. Concepto de enfermedad

Se trata de cómo el participante presenta su noción teórica del proceso de enfermarse física y sicologica-mente.

28

7. Concepto de salud

Se trata de cómo el enfermo conceptúa la salud, en general.

21

8. Estado de salud Se trata de cómo el participante describe y evalúa su condición actual de salud.

21

9. Expectativas relacionada a la enfermedad

Se trata de las expectativas y/o previsión de futuro que el participante tiene con relación a su condición clínica.

21

10. Concepto de calidad de vida

Se trata de cómo el participante define el conjunto de factores que califican su vida, tales como: salud, alimen-tación, condiciones financieras, confianza en el médico, soporte social y aspectos sicológicos.

17

11. Percepción del diagnóstico

Se trata de la comprensión que el participante tiene acerca de su enfermedad.

16

12. Concepto de muerte

Se refiere a cómo los participantes conceptúan la muerte. 15

13. Percepción del pronóstico

Se trata de la expectativa del participante en lo que se refiere al desenlace de la enfermedad.

10

14. Percepción de la etiología de la enfermedad

Se trata de explicaciones personales acerca del origen de su enfermedad.

8

TOTAL 694

223

DISCUSIÓN

Del punto de vista clínico, hay que observar que todos los participantes en-fermos tenían neoplasia maligna, en diversos segmentos anatómicos y con tiempo de diagnóstico que varió de menos de un año a doce años. Este fac-tor también es importante para entender las diversas fases psicológicas adap-tativas en que se encontraban los enfermos. Visto que mientras unos habían pasado por diversas experiencias en el sistema de salud y en el enfrenta-miento de su patología, otros estaban bajo el impacto de su condición de vulnerabilidad.

Se observó, incluso, que los enfermos manifestaron una percepción más aguzada de la finitud, aún antes de ser confirmado el diagnóstico (per-cepción del diagnóstico). Relataron, en su mayoría, que ya comprendían su propia condición de vivir con una enfermedad grave, incluso antes de la co-municación médica conclusiva. En parte, tal percepción del riesgo para la muerte fue alimentada por las representaciones sociales que el cáncer tiene como enfermedad fatal, mutiladora y permeada por mitos y estigmas. Ade-más, a lo largo del proceso de formulación diagnóstica, los enfermos tuvie-ron contacto con muchas pistas que se fueron incorporando a la percepción de riesgo, tales como la observación de otros pacientes en las salas de espe-ra, el material informativo disponible en la institución, la especialidad de la unidad de salud, la especialización del médico, entre otras.

Por ser, muchas veces, una enfermedad silenciosa que empieza de modo disfrazado o que se percibe a partir de la manifestación de dolor, tuvo su descubrimiento retardado, disminuyendo los efectos de las acciones te-rapéuticas e insertando a las personas en una convivencia con el miedo a la muerte, a la mutilación, a la privación, y con el sufrimiento ocasionado. Para los enfermos, la muerte representaba tanto un momento en el desarrollo de la persona (P7: “Es natural. La muerte es natural como el nacer”), como la demarcación de la finitud (P7: “Creo que es un descanso eterno”). En ambas situaciones, la muerte fue entendida como una experiencia desconocida e incierta (P5: “La muerte es una cosa muy traicionera, ¿no es verdad? Hay un momento en que una persona está haciendo un plano para construir una casa mañana, y mañana ya está en el cementerio”).

Entre los enfermos, incluso, se constató que la percepción del Estado de Salud general, aunque tuvieran momentos de mayor bienestar, fue consi-derada agravada. O sea, las personas tendieron a acompañar el debilitamiento

224

de su propia condición de salud general conscientemente. Esto, posiblemente, favoreció la comprensión de su finitud, incluso cuando valuaron su pronóstico de manera desfavorable (categoría percepción del pronóstico).

También, ya es conocido, por muchos psico-oncólogos y psicólogos con experiencia en el área, que la percepción de la finitud de la persona con cáncer terminal, respaldada en una relación terapéutica, podrá atribuir un nuevo sentido para sus experiencias y para la fuente de sus angustias. Las intervenciones psicoterapéuticas cualificadas pueden identificar y actuar so-bre los principales focos de estrés del paciente terminal, incluyendo la asis-tencia y orientación a su entorno familiar.

En cuanto a la actitud frente al tratamiento, para la mayor parte de los enfermos, fue de optimismo. Aún conscientes de la gravedad de su situación, manifestaron que estaban recibiendo tratamiento dentro de las condiciones que el propio cuerpo soportaba. Sin embargo, hubo aquellos que expresaron dificultades en el entendimiento de la enfermedad y de las prescripciones, por lo tanto colocándose en una actitud pasiva frente al tratamiento, algunas veces, evaluando su impacto como negativo. La baja escolaridad (o sea, per-sonas sin ninguna escolaridad o menos de cuatro años de escolaridad) puede ser un factor que contribuyó para la poca comprensión o negación del cáncer. Por otro lado, muchas veces, la situación fue agravada por el hecho de que los miembros del equipo de salud, según los enfermos, dieron las informa-ciones de manera poco inteligible y poco asertiva. En este aspecto, hay tam-bién que pensar que, por un lado, puede ser que la comunicación entre el equipo de salud y el enfermo no haya sido clara lo suficiente, o incluso que haya sido demasiado técnica. Por otro lado, hay situaciones donde, de hecho, existe una negligencia en la información en cuanto a la necesidad del enfer-mo ser participado de la evolución de su condición clínica “…ellos no conver-san conmigo sobre lo que estoy pasando” (P1). Se puede, todavía, pensar en aspectos que estén relacionados a las dificultades de los enfermos en la esfe-ra emocional. La experiencia clínica de diversos psico-oncólogos ha sido cons-tituida, incluso, por la convivencia profesional con personas que utilizan el proceso de negación y/o escape, también, expresadas en una particular ma-nera de no querer contacto con informaciones adversas.

Las distintas fases de desarrollo en que se encontraban los enfermos, incluyendo las conquistas ya alcanzadas durante la vida, pueden explicar las diferencias en los aspectos evaluados por cada uno de ellos en aquello que

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representa ser lo más importante en la configuración de su Calidad de vida actual. Preocupaciones con apariencia física, observadas en personas más jóvenes, por ejemplo, dieron lugar a otras de naturaleza social, familiar y reli-giosa, observadas en personas ancianas.

Entre las variables definidores de la calidad de vida, las cuestiones fi-nancieras se mostraron motivo de gran preocupación, lo que se justifica, en parte, por el hecho de que los tratamientos son muy caros; además, las per-sonas que hicieron parte de la muestra eran carentes socio y económicamen-te y fueron imposibilitados, por la enfermedad, de ejercer sus trabajos; deja-ron de contar con su renta para ayudar a la familia y para mantener su pro-pia subsistencia. Los datos socioeconómicos de los participantes enfermos son compatibles con la realidad de las personas atendidas por la política públi-ca brasileña del Sistema Único de Salud (SUS): en su mayoría, trabajadores, con dificultades de acceso a la salud, sometidos a la falta de información sobre los factores de riesgo y de protección asociados a la condición de salud y a la prevención de enfermedades, con bajo nivel de escolaridad, dificultades fi-nancieras y con poco tiempo para la diversión. Tales características pueden justificar una menor oportunidad de diagnóstico precoz y reducidas oportu-nidades de cura para muchas enfermedades en estado avanzado.

Además, en cuanto a la calidad de vida, se evidenció que las alteracio-nes físicas y las habilidades funcionales de los enfermos parecieron tener una mayor relevancia en el proceso terminal de la enfermedad, siendo también, las más comprometidas, ya que en estas categorías hubo un predominio del dolor y de la incapacidad funcional. El dolor surgió, también, asociado a la categoría Calidad de Vida actual; ya la incapacidad funcional se destacó en la categoría Concepto de Calidad de Vida, revelando que los enfermos viven el dolor junto a las incapacidades funcionales, constituyendo, consecuentemen-te, un escenario de mayor sufrimiento.

Sobre los aspectos físicos relativos a la calidad de vida de los enfermos, en la semana en que ocurrió la evaluación, fueron considerados factores posi-tivos, tales como: tener tratamiento, no sentir náuseas, tener control sobre episodios de dolor, dormir, sentirse fuerte y conseguir alimentarse. O sea, fueron destacados aspectos relativos a los efectos de los cuidados paliativos que minimizan los síntomas de la enfermedad. Por otro lado, entre los facto-res negativos evaluados por los enfermos, se encontraron: cansancio, dolo-

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res, falta de apetito, náuseas, no tener vida sexual, no conseguir dormir, to-dos asociados a los efectos del tratamiento y de la propia terminalidad.

Con relación al aspecto funcional, específicamente, fueron condiciones de insatisfacción y de frustración cuando la persona no podía realizar sus tareas o actividades rutineras, y cuando dependían de otras personas. La con-tinuidad de los quehaceres cotidianos, tales como conseguir alimentarse y bañarse solo, fueron factores positivos y marcadores de independencia.

En la comprensión de la calidad de vida general, los enfermos eviden-ciaron que las dimensiones más comprometidas fueron los aspectos físico y funcional, pero, al intentar comprender su calidad de vida en la última sema-na, en general, se desplazaron de la preocupación funcional (grado de depen-dencia/independencia) a los aspectos sicológicos, intentando comprender el proceso de finitud y no más atribuyéndole tanta importancia a la dependen-cia de los demás para la realización de tareas cotidianas. Lo que más les pre-ocupaba ya no era la pérdida de la funcionalidad, sino la propia muerte. Se instauraba así, una fase de desprendimiento de los objetos del mundo: ¡un cierto vivir en la eminencia de la muerte!

A lo largo del desarrollo de la enfermedad y del tratamiento, los enfer-mos movilizaron diversas estrategias (coping) cognitivas, emocionales y de comportamiento para enfrentar las varias situaciones de estrés. Los enfer-mos no sólo enfrentaron el peso del estigma del diagnóstico del cáncer, sino cada uno de los eventos nuevos y desestabilizadores. La reacción de Choque o de negación (Bielemann, 2002 y Kubler-Ross, 2002) fue la más frecuente y asociada a manifestaciones de ansiedad (P1: “Todavía no siento que la situa-ción esté terminal”). Cada nuevo término médico, cada nueva prescripción, cada nuevo examen e intento y falla terapéutica llevaron a las personas a resignarse. La resignación y el coping religioso sirvieron de protectores al Ego amenazado: “Todo es en la mano de Dios; Siempre me dirijo a Él” (P8), “Sólo quería que Dios no me dejara sufriendo en la cama por mucho tiempo” (P1).

Mientras muchos enfermos percibían el agravamiento de su condición general, otros hicieron uso de la estrategia de Desplazamiento: tendieron a redireccionar la preocupación principal relacionada a la progresión de la en-fermedad para otras, tales como la apariencia física. La finitud fue percibida con mayor o menor conciencia por las personas, pero había una necesidad de enfocarse en aspectos más rutineros o religiosos. En este sentido, los as-pectos biográficos (así como la Percepción de la Etiología de la Enfermedad,

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la Percepción del Diagnóstico, de los Conceptos de Salud y Enfermedad y las Expectativas relacionadas a la enfermedad), tendieron a ser minimizados y dieron lugar a búsquedas por explicaciones o ligaciones con lo sagrado. En un estudio reciente de nuestro grupo de pesquisa, Landi (2011), a partir de una revisión de la literatura internacional, abordó diversas personas que vivían en el centro oeste brasileño, que estaban en proceso sicoterapéutico, y con-cluyó que muchas personas utilizaban el coping religioso, pero no se veían acogidas por sus sicoterapeutas. Usualmente, los contenidos religiosos son poco o nada tratados a lo largo del proceso. Esto llama la atención, en el con-texto de la terminalidad, para que los profesionales de la salud se preparen para acoger esta demanda (lo que, como mínimo significa no imponer sus pro-pias creencias religiosas al enfermo y, por último, considerar el coping reli-gioso como elemento organizador de la condición existencial del enfermo).

Por último, y nada menos importante, un elemento que algunas veces funcionó como estrategia de coping, otras como mediador de calidad de vida, fue la red de soporte social. En su amplia acepción, el soporte social varía desde el apoyo moral y afectivo, hasta las condiciones objetivas de vivienda, de poses materiales y económicas y de acceso y soporte del equipo de salud.

En este sentido, la presencia de la familia, en los últimos tiempos de vida de los enfermos, fue más valorizada que la propia estructura hospitalaria o presencia del equipo de salud. Los participantes creían que las relaciones fami-liares podrían proporcionar un mejor vivir. De los familiares, fue esperada una atención especial (con comunicación, con escucha, con oferta de cariño e in-tercambio de sentimientos) con el enfermo.

Esto, también, permite reflexionar sobre dos aspectos: primero –lo que hace mucho tiempo ya se ha discutido en el contexto de la salud, pero que no siempre se valoriza– es que la familia debe ser envuelta en una instancia participativa del tratamiento del enfermo, preparándose, incluso, para los varios desenlaces desfavorables. Muchas familias intentan atribuir una total responsabilidad del tratamiento, aunque paliativo, al equipo de salud, por una falta de preparación y/o de disposición de recursos. En este sentido, un pro-grama de acompañamiento al familiar del enfermo terminal, tanto para dis-cutir sobre las rutinas más comunes en los cuidados paliativos, como para dar apoyo a cuestiones más cargadas de emociones, por ejemplo, las vivencias de luto anticipatorio, traerían avances en el proceso de humanización de la existencia.

228

Por otro lado, tal vez, los equipos de salud no estén consiguiendo cum-plir la totalidad de su función de apoyo paliativo, al punto de ser poco valori-zadas sus acciones profesionales, al menos en el discurso del enfermo termi-nal. Particularmente, en este punto, valdría cuestionar, en una actitud respe-tuosa y constructiva, sobre las posibilidades y limitaciones que la asistencia en cuidados paliativos ha, de hecho, alcanzado en el centro-oeste brasileño. Esto, obviamente, no se restringe a reflexionar apenas sobre las competen-cias de los profesionales, pero requiere una evaluación y comprensión de la propia organización del sistema de salud local y de los programas de forma-ción continuada afines al tema. Consideraciones finales

Hay, en la literatura, varios estudios que abordan la temática de la muerte y la subjetividad de la persona con enfermedad oncológica terminal. Sin em-bargo, parece haber cierto silencio en relación a las investigaciones que abor-dan temas tabús, mantenidos por la sociedad, en general, y por algunos pro-fesionales del área de la salud. Se instala una cierta conspiración del silencio, ya mencionada por tantos autores, como si la omisión en el debate sobre la muerte pudiera evitarla o amenizarla. Esto revela, en el límite, la ausencia de un proyecto pedagógico que les enseñe a los profesionales de la salud a ac-tuar en situaciones de muerte y del morir. Tal proyecto de formación no pa-sa apenas por la organización curricular, sino que se extiende para la forma-ción humana de cada cuidador profesional.

Por otro lado, cuando se piensa en el compromiso ético del investiga-dor, tal como ya se discute acerca de diversas metodologías cualitativas, hay que comprender que la demanda del enfermo, al revivir y relatar pasajes de vida impregnadas de distintas cargas emocionales, debe ser conciliada y res-petada por la demanda científica. En otras palabras, la formación científica del investigador acompaña su formación clínica y ética. Así, hay una carac-terística positiva de y en la investigación cualitativa: la posibilidad de cons-truir un conocimiento y, al mismo tiempo, la oportunidad de cambiar una realidad poco o menos favorable -aunque sea en el plano de la subjetividad. En esta investigación, los enfermos terminales, con dificultades diversas, ma-nifestaron un deseo de hablar sobre su historia de vida, sobre su odisea per-sonal y su posibilidad de mantener calidad, aunque fuera en sus últimos días de vida. La humanización en el contexto de la salud pasa por ahí; por esta

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acogida de las expresiones de singularidades y por la escucha del romance de vida de cada uno.

¡Muchas gracias!

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231

EL ENFOQUE FAMILIAR Y COMUNITARIO. UNA NECESIDAD PARA LA PSICOLOGÍA DE LA SALUD

CONTEMPORÁNEA

MsC. Olga Esther Infante Pedreira

Resumen

La complejidad de los contextos sociales en la actualidad, donde se constru-ye, se mantiene o se pierde la salud, constituye un desafío para la Psicología por su necesaria participación en la modificación de los factores de naturale-za psicosocial, que intervienen en este proceso. La familia y la comunidad están en el centro de las intervenciones no solo por tratarse de los espacios en los que transcurre la vida de las personas sino por su papel en la forma-ción de la personalidad. La familia representa un grupo de intermediación la sociedad - el individuo, por tanto su influencia puede verse en las dos direc-ciones. Los cambios operados por la familia en nuestro continente y las carac-terísticas particulares de la familia cubana, exige la desconstrucción de viejos conceptos para comprender las diversas configuraciones y formas de organi-zación de la vida familiar ligada a cambios en los roles tradicionales. Sin em-bargo la influencia del modelo médico, de la prevalencia de un enfoque clíni-co desligado de lo social y del reduccionismo positivista en la interpretación del comportamiento humano, limitan las respuestas a los disímiles proble-mas de salud que afectan a la población, por lo que se suscribe la necesidad propuesta por Saforcada de un cambio de paradigma, de uno individual res-trictivo a otro social expansivo, que sea coherente con un enfoque integral del ser humano que haga legítima su historia cultural, familiar y comunitaria. Se expone desde la experiencia cubana, la correspondencia entre la forma-ción del psicólogo en el campo de la salud en las universidades de ciencias médicas con las formas en que desarrolla su ejercicio profesional en el sistema de salud cubano, tratando de responder a las exigencias sociales.

Especialista en Psicología de la Salud. Profesora Auxiliar de la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana. Secretaria del Grupo Nacional de Psicología del Ministerio de Salud Pública de Cuba. Secretaria General de ALAPSA.

232

THE FAMILIAR AND COMMUNITARIAN APPROACH. A NEEDS FOR CONTEMPORARY PSYCHOLOGY OF HEALTH

Ms. Olga Esther Infante Pedreira

Abstract

The complexity of the social context currently, where it´s has been created, maintained or loose the health means a challenge for the Psychology, due to its necessary participation in the change of the Psychological factors, involved in this process. The family and the community are in the center of the inter-ventions not only for be the places in wish passes the life of persons, but his role in the formation of the personality. The family represents a group of in-termediation society - person, so its influence can be seen in both directions. The changes operated for the family in our continent and the characteristics of the cuban family, demand the deconstruction of old concepts to under-stand the several configurations and ways of organization of the familiar life linked to changes in the traditional roles. Otherwise the influence of the medi-cal model, of the prevalence of an clinical approach unlinked of the social aspect and the reductionism positivist in the interpretation of the human, put a limit in the answer for the many health issues that affect to the popula-tion, this is why its subscribe the needs proposal by Saforcada of a change of paradigm, from one restrictive individual to other expansive social, consistent with an integral approach of human been that make right his cultural, fami-liar and communitarian history. Here exposes, from the cuban experience, the correspondence between the formation of the psychologist in the field of the health in the medical sciences with the ways in which develops his profes-sional career in the Cuban medical system, trying to give an answer for all the social demands.

233

No es nuestra pretensión agotar un tema que bien pudiera justificar un libro dedicado a explicar en toda su dimensión y complejidad lo imprescindible que resulta en el actual desarrollo de la Psicología de la Salud, y fundamentalmen-te en la realidad latinoamericana, tener en cuenta el contexto familiar y co-munitario. Solo nos proponemos declarar algunas ideas que pueden contri-buir a la comprensión de esta necesidad y exponer, desde la experiencia de la Psicología de la Salud cubana, cómo se han materializado, qué se ha hecho y cuánto falta por hacer.

Se reconoce que aproximadamente el 50% del mejoramiento de la sa-lud poblacional depende del estilo de vida, el 20% de la genética, otro 20% del estado del medio ambiente y solo el 10% de la salud pública tradicional, o sea de la atención médica (Calviño, 2004).

Esta realidad que se expresa en numerosos indicadores de salud, fun-damentalmente en países desarrollados y en algunos como Cuba que sin serlo exhibe resultados similares, refuerza la necesidad de nuevos paradigmas en la atención a la salud. Estas nuevas formas de pensar y actuar para la salud, en el caso de nuestro continente, debe no solo tener en cuenta la contribución de las ciencias sociales, por tanto el enfoque multidisciplinario sino también la equidad, la accesibilidad y la participación comunitaria en la gestión.

En este sentido me identifico con las ideas aportadas por Saforcada cuan-do describe las diferencias entre un paradigma individual restrictivo y otro so-cial expansivo, en 4 dimensiones: soportes teóricos, axiológicos, actitudina-les y operativos (Saforcada, 2010) (Cuadro 1).

Estos cambios exigen una nueva forma de pensar. El proceso de inter-pretación de la realidad es un proceso subjetivo, como expresa un aforismo chino: “gran parte de lo que el ojo ve está detrás de la retina”, lo que refuer-za la importancia del enfoque teórico, de la posición filosófica de la que par-timos, para interpretar la realidad.

A pesar del reconocimiento de las limitaciones de las concepciones mecanicistas, cartesianas y organicistas, no es posible comprender el curso del desarrollo de la ciencia de forma descontextualizada de la realidad políti-ca, social y económica. Lamentablemente la salud y la enfermedad han for-mado parte de los mecanismos del mercado.

234

Cuadro 1

En una intervención realizada por el XXX aniversario de la Conferencia de Alma Ata en un congreso de Psicología de la Salud celebrado en Cuba, apuntaba y me cito: ” Es común escuchar un “Análisis de la situación de Salud” de una población determinada, cargado de indicadores negativos, de morbilidad, mortalidad, factores de riesgo y son escasos los datos que aportan informa-ción positiva sobre el estado de salud. Comúnmente se declaran acciones de promoción de salud cuando en realidad son acciones preventivas que tienen

PARADIGMAS

SUBDIMENSIONES Individual-restrictivo Social-expansivo

Sop

ort

e te

óri

co

1. Estructura del saber. 2. Objeto del saber. 3. Eje teórico-técnico. 4. Hipótesis etiológica. 5. Componentes etioló-

gicos involucrados. 6. Significación del ser

humano.

Mono o bidisciplinaria. La enfermedad. La clínica restrictiva. Etiopatogenia. Huésped-agente. Nicho de la enfermedad.

Multidisciplinaria. El proceso de la salud. La epidemiología. Etiológica integral. Ecosistemas de salud. Instancia del proceso de salud.

Sop

ort

e

Axi

oló

gico

7. Ubicación del eje significación-valoración.

En el profesional, sus teorías y sus técnicas.

En la comunidad y sus problemas.

Sop

ort

e

acti

tud

inal

8. Actitud del efector ante los usuarios.

9. Orientación funda-

mental del efector.

Autocrática. Rehabilitadora.

Relativista cultural. Protectiva y promocional.

Sop

ort

e

op

erat

ivo

10. Objeto de la acción. 11. Efecto buscado

con la acción.

El individuo descontex-tualizado. Remisión de la enfer-medad.

Un ecosistema. Cambios en el ecosiste-ma.

235

como referente la patogénesis y no la salutogénesis. Por supuesto que es mucho más fácil determinar tasas de enfermedad que evaluar el bienestar, la calidad de vida, las relaciones óptimas o la capacidad productiva...” (In-fante, 2008).

La Psicología de la Salud ha tenido en los últimos años un desarrollo emergente, que responde no solo a la madurez de la Ciencia Psicológica, sino también y sobretodo a la exigencia social. Sin embargo, si pudiéramos cuan-tificar su contribución a la salud de la población, aún no estamos ni en un 50% del desarrollo de sus potencialidades. Existen barreras para que dicho aporte pueda ser más efectivo y se haga visible la presencia de los factores de naturaleza psicológica y social que están presentes en la determinación de la salud.

Una de estas barreras está relacionada con las características de la formación del psicólogo, mucho mejor preparado para abordar la enferme-dad y el riesgo que la salud. Un indicador de esta realidad lo encontramos en los contenidos de planes y programas de estudio.

A pesar de que el término Psicología de la Salud pone su énfasis en la salud, no pasa así con los contenidos de las acciones que estos profesionales desarrollan, en su mayoría enfocadas hacia los problemas y enfermedades.

La producción científica es coherente con esta práctica. Un gran núme-ro de publicaciones de Psicología de la Salud se refieren a enfermedades, así como las investigaciones científicas reportadas. En un capítulo dedicado a la investigación en Psicología de la salud del libro Psicología de la Salud. Fun-damentos y aplicaciones, editado por la universidad de Guadalajara en el año 2005, se reportan en el área sobre Calidad de vida y bienestar subjetivo 16 grupos en los que se han realizado estudios descriptivos, analíticos y cuasi experimentales y solo 5 de ellos no son grupos de enfermos: ancianos, homo-sexuales, cuidadores de niños, mujeres de edad media y adolescentes, los 11 restantes se refieren a hipertensos, asmáticos, ulcerosos, pacientes con tras-plante, etc. (Grau, 2005).

De igual forma en el área de producción tecnológica, que incluye la va-lidación de pruebas y cuestionarios para la medición del fenómeno subjeti-vo, se evidencia la poca presencia de estos instrumentos dirigidos a personas sanas, como son: Cuestionario de bienestar, Prueba de percepción de fun-

236

cionamiento familiar, índice de bienestar subjetivo del anciano, Satisfacción personal para mujeres de edad mediana, entre otras.

Si revisamos los programas científicos de eventos internacionales de Psicología de la Salud, aunque parezca una paradoja, constatamos el alto por-centaje de trabajos dedicados a la Psicología de la enfermedad.

Otra expresión de reduccionismo, no sólo en la práctica profesional si-no también en el enfoque teórico, está en la concepción del individuo y a veces de la familia como sujetos aislados, lo que implica la ignorancia del en-foque ecológico y sistémico de la salud y que a su vez representa un hándi-cap para la integración de otras disciplinas o sea para el enfoque multidisci-plinario e interdisciplinario.

La salud se gana y se pierde en los contextos donde las personas de-sarrollan su vida, en la familia, en las escuelas, el trabajo, en los grupos en los que el sujeto se inserta, en las comunidades. Es en ese espacio donde debe-mos ejercer las principales acciones.

El desafío está en las numerosas preguntas relativas a la salud, que es-peran por respuestas y más aún, en aquellas que ni siquiera nos hacemos.

La Psicología de la Salud debe hacer suya las posiciones más actuales de la salud comunitaria, como un espacio de integración multidisciplinaria que reivindica el derecho a la salud de los pueblos y la participación como una forma de ejercicio de ese derecho, con una posición crítica y de enfrenta-miento a los enfoques neoliberales de exclusión, privatización y mercantilis-mo centrados en la enfermedad (Morales 2010).

El desarrollo científico avanza a un ritmo insospechado, que se dirige tanto al descubrimiento de partículas subatómicas elementales como al del espacio extragaláctico; sin embargo, si no descubrimos a esa misma velocidad las formas de establecer relaciones humanas éticas, la manera civilizada de resolver conflictos, de fomentar valores que enriquezcan nuestra espirituali-dad, estaremos contemplando indiferentemente la desaparición de nuestra especie.

Es en las comunidades y en las familias donde encontraremos las res-puestas de cómo contribuir al bienestar de las personas, a su crecimiento per-sonal, a la optimización de sus relaciones sociales, a hacer de la familia un es-pacio de aprendizaje de un estilo de vida saludable y de la formación de va-

237

lores que enriquezcan la naturaleza verdaderamente humana del hombre. Esos deben ser espacios fundamentales para las acciones de intervención, pero el enfoque familiar y comunitario no se limita solo al sujeto de la inter-vención, va mucho más allá porque está en la forma de interpretar los acon-tecimientos y las subjetividades.

Quizás una de las dificultades de asumir el enfoque familiar en los pro-fesionales del campo de la salud está en la determinación de qué entender por familia. Cada vez se torna más arriesgado establecer una definición de “la familia” ante la gran diversidad de configuraciones que adopta, la cons-tante movilidad en la forma en que se organiza la vida familiar y por consi-guiente ante tantas rupturas con las formas tradicionales de familia, la au-sencia de referentes.

Existe a nuestro juicio una contradicción aparente entre la universali-dad de la familia como grupo humano y sus funciones como célula básica de la sociedad, como la definió Engels y la heterogeneidad y dinámica en conti-nuo cambio que la caracteriza en estos tiempos, como reflejo de su condicio-namiento histórico, social y cultural.

La situación anteriormente descrita tiene implicaciones para la salud de la familia en su sentido más amplio, resignificando viejos problemas, así co-mo haciendo surgir nuevos ante la incertidumbre que genera la ausencia de modelos de referencia.

En el intento de aproximarnos a una definición, consideramos familia al grupo de personas relacionadas por vínculos de consanguinidad o afinidad, que cumple funciones de protección, educación y afecto y tiene la responsa-bilidad de perpetuar la especie.

La familia es una categoría histórica que designa a un conjunto de per-sonas con particulares lazos de vinculación y que por tanto refleja las con-tradicciones y complejidades de la realidad social de la que forma parte. Esta relación la expresa Virginia Satir cuando dice: “La familia es un microcosmos del mundo. Para entender al mundo, podemos estudiar a la familia: situacio-nes críticas como el poder, la intimidad, la autonomía, la confianza y la habi-lidad para la comunicación son partes fundamentales que fundamentan nues-tra forma de vivir en el mundo. Así para cambiar el mundo, tenemos que cambiar a la familia” (Satir, 1988).

238

En la mayor parte de los estudios cubanos de familia, se tienen en cuen-ta entre los principios más recurrentes, los siguientes: (Lic. Ernesto Chávez Negrín, Lic. Alberta Durán Gondar, Lic. Yohanka Valdés Jiménez, Lic. Patricia Gazmuri Núñez, M. Sc. Mareelén Díaz Tenorio, M. Sc. Silvia Padrón Durán, 2008).

La familia es una categoría histórica, su vida y su forma están determina-

dos por el modo de producción de la sociedad y el sistema de relaciones

sociales vigentes.

Es una categoría evolutiva dadas las transformaciones que se producen

en la institución familiar a través del tiempo, así como por los cambios

cualitativos que se producen en el transcurso de los diferentes estadios

de su ciclo vital.

La relación dialéctica individuo-grupo-sociedad que ubica a la familia como

espacio de vínculo e intermediación entre el individuo y el sistema social;

también como grupo privilegiado para la acción de políticas sociales y eco-

nómicas.

Sin pretender absolutizar el papel de la familia en nuestra realidad social, sí la consideramos de enorme importancia en su posición mediatizadora en la relación individuo-sociedad. La relación individuo-familia-sociedad debe ser entendida en sus múltiples interrelaciones y no como un proceso unidireccio-nal. Partiendo de esta posición, el análisis actual de la familia nos obliga a un proceso de desconstrucción de un concepto que ya poco tiene que ver con la realidad. Estamos obligados a flexibilizar los criterios y definirla por sus as-pectos esenciales, de manera que permita abarcar la diversidad de tipologías familiares que hoy existen y las nuevas relaciones de autoridad y poder de-terminadas por los cambios de la posición social de la mujer en la sociedad.

Por tanto nos encontramos, de manera casi universal, en un período crí-tico de lo que podríamos llamar el modelo patriarcal tradicional de la familia. Esta como toda crisis, no debe asumirse de forma apocalíptica, sino como un momento de oportunidad y de riesgos, del que puede muy bien derivarse ten-dencias positivas.

Muchos autores atribuyen la llamada crisis de valores a la transición que opera la familia actual. Y es que es en el seno de la familia donde se ma-

239

nifiestan las mayores contradicciones entre generaciones y entre géneros, donde los adolescentes y jóvenes exhiben sus necesidades y reclamos de independencia y autoafirmación, propia de la Situación Social del Desarrollo de la Personalidad tan bien descrita por Vigotski. “Por lo tanto es en el hogar donde se produce la confrontación entre diferentes sistemas subjetivos de valores” (Fabelo Corzo, 2003).

Sin embargo la familia constituye un valor en sí misma, ya que posee una significación positiva para la sociedad. Son muchísimos más los atributos positivos con los que se hace referencia a la familia y excepcionales los nega-tivos y estos últimos siempre justificados por experiencias lamentables de ho-gares disarmónicos o violentos, lo que confirma la altísima significación que tiene la familia para el ser humano.

En una investigación realizada en tres municipios de la provincia de La Habana sobre la Familia como valor en grupos familiares con y sin violencia, se estudiaron 81 grupos familiares de ellos 27 con violencia intrafamiliar, 27 sin violencia y 27 con factores de riesgo de violencia, a través de un estudio de casos múltiples que permitió la caracterización del valor familia en cada grupo. Los resultados de la caracterización del valor Familia en los grupos de familias con violencia fueron los siguientes: (Molina 2008).

La familia es un valor importante ubicándose para la mayoría entre

los 3 primeros lugares en su jerarquía de valor, pero la honestidad es

el valor más seleccionado por este grupo. Otros valores importantes

son el trabajo, el amor, la salud, el estudio y la responsabilidad.

La polaridad es positiva para una parte de las familias, en 3 familias la

polaridad es negativa. Los adjetivos que califican a la familia tienen una

moderada intensidad emocional.

Orientaciones valorativas expresadas sobre la familia con poca o casi

nula elaboración. Se manifiesta una unidad pobre de lo cognitivo y lo

afectivo sin expresión conductual en algunas de las familias. Se evi-

dencian como sigue:

Las características más importantes son las discusiones, poca comu-nicación, no amables, agresivas, cerradas, con consumo de alcohol, peleas, poder, desconfianza, contradicciones, falta de cariño, incom-

240

prensión y desobediencia. Como aspectos positivos o valores señala-ron que son trabajadoras, sinceras, decididas y sacrificadas.

Necesidades fundamentales las económicas y materiales, estas no se

restringen a la satisfacción de necesidades básicas. Las necesidades

afectivas no se presentan como prioridad.

No tienen intereses comunes.

Aspiraciones amplias pero diferentes para todos los miembros de las

familias. Sin metas y planes futuros. La mayoría aspira de una manera

u otra a resolver sus problemas, hay una posición optimista en el plano

de la regulación inductora, motivacional.

Definición de familia, se hace énfasis en los aspectos que la mayoría

de estas familias no tienen satisfechas como son el amor, la paz, la

tranquilidad, estabilidad, la unidad, entre otras. Son pocas las familias

que llegan a la integración de una definición sobre familia.

Proyección hacia el futuro con deseos de mejorar los problemas y

contradicciones pero sin planes y proyectos concretos. Pasado y pre-

sente caracterizado por la presencia de la violencia intrafamiliar que

en algunas familias en el pasado era mucho más evidente.

La mayoría de las familias cuenta con pocos recursos o casi ninguno

para resolver los problemas. No moviliza el comportamiento en algu-

nas familias.

Estos resultados muestran como la representación de la familia y las expec-tativas con la vida familiar tienen una connotación positiva a pesar de tratar-se de familias que tienen comprometido su funcionamiento por la presencia de violencia. Por otra parte, la visión optimista en cuanto a visualizar posibi-lidades de cambio también expresa la valoración positiva de la familia según el imaginario social de lo que esta debe ser y las funciones que debe cumplir.

En la literatura, en el cine, en la política, se hace alusión reiterada a la familia y su importancia para la vida, ligada a la felicidad, al bienestar y a su carácter educativo, algunas frases nos ilustran estas ideas:

241

“Una familia feliz no es sino un paraíso anticipado” John Browning (filósofo y político).

“La familia supone emprender un viaje hacia la libertad”. Lao Ze (filósofo).

“Quien acumula muchos recuerdos felices en la infancia, está salvado para siempre” F. Dostoieski (escritor).

“Sea rey o aldeano, quien encuentra la paz en su hogar es de todos los hombres el más feliz”. J. W. Goethe (escritor).

Resulta tan complejo este grupo y de tan alta significación que en ex-periencias de trabajo con grupos familiares al explorar los sentimientos que despierta en el auditorio la palabra familia, se reiteran atributos como: apo-yo, amor “hogar, dulce hogar”, unión, comprensión, y otros, incluso cuando estas experiencias sean en diferentes contextos culturales y diversas naciona-lidades; sin embargo, cuando en el mismo auditorio solicitamos representar una familia contemporánea cualquiera, sin dar ninguna otra información, se representan conflictos familiares y con frecuencia aparecen indicadores de de-sunión, agresión, incomunicación, incomprensión, sobrecarga de funciones. Cabría preguntarnos entonces qué ocurre que lo que estamos viviendo como familia se aleja tanto de las consideraciones que desde el discurso, de lo apren-dido a través de la trasmisión generacional, concebimos como familia.

Esta contradicción no es más que otra manifestación de la necesidad de ampliar y profundizar en los estudios de familia, para poder contextuali-zar sus funciones a las características de la sociedad actual, de manera que se determinen referentes que con un amplio grado de flexibilidad haga menos difícil la tarea de formar las nuevas generaciones.

Si aceptamos que es en la familia y a través de sus vínculos afectivos donde se adquieren las primeras normas de conducta, los primeros valores que son asumidos por el niño desde la más temprana infancia, como un pro-ceso lógico y natural de identificación con su medio social inmediato, com-prenderemos la importancia que tiene la intervención familiar para fomentar normas educativas adecuadas que estimulen la formación de valores mora-les, ideológicos, estéticos.

Muchas veces los padres no son conscientes de su gran responsabili-dad en este sentido; otros, teniendo conciencia de ello, no se sienten lo sufi-

242

cientemente preparados para enfrentarla. “La familia es algo así como armar un edificio de juguetes sin manual de instrucción”, dijo Ammunni Bala Suvra-mania (escritor). Y es que no recibimos instrucción sobre esta temática, lo que muchas veces los padres aprenden es el resultado de sus propias expe-riencias a través de ensayo-error, con un gran costo personal y familiar.

Precisamente cuando hablamos de promoción de la salud familiar nos referimos a la contribución que, desde la Psicología de la Salud, podemos rea-lizar en la preparación de la familia para sus tareas de desarrollo.

La función educativa de la familia es reconocida por casi todos los es-tudiosos del tema, como una macrofunción que integra al resto de las fun-ciones: la biológica social, económica y afectiva. “La educación es el primer anclaje del sujeto en la cultura a la vez responsable de todos aquellos ancla-jes ocurrentes en los diferentes períodos de la vida. Se reconoce la educación familiar como la primigenia, luego la educación escolarizada, la educación in-formal, la de sentido común, propia de la vida cotidiana, entre otras formas que van tejiendo el entramado del enraizamiento cultural de la persona a lo largo de su existencia” (Fariñas, 2005).

Por tanto, para las Ciencias Sociales y en particular para la Psicología, promover cualquier cambio social, por insignificante que este sea, tendrá que recurrir, de alguna forma, a la educación y la educación conduce al desarrollo humano, proceso en el que la familia tiene un importante papel.

Partimos del enfoque Histórico-Cultural, el cual tiene la primicia de ha-ber centrado la atención en la relación Educación-Desarrollo para la com-prensión psicológica del ser humano, porque nos permite abordar, desde una perspectiva compleja y dialéctica, los factores, condiciones y dimensiones del desarrollo de la personalidad.

Las categorías Situación Social de Desarrollo y Zona de Desarrollo Pró-ximo aportan una visión contextualizada e integradora que nos da la posibi-lidad de actuar en pos del desarrollo, brindando una orientación a las accio-nes de promoción de la salud en las cuales la familia representa un espacio importante.

Según Maslow: “Hay dos grupos de fuerzas que arrastran al individuo y no sólo una, además de las presiones hacia adelante, hacia la salud, también hay presiones hacia atrás, regresivas y de temor, las cuales llevan a la enfer-medad y al debilitamiento” (Maslow, 1968). La familia no solo puede contri-

243

buir a neutralizar las presiones negativas, sino fundamentalmente crear las condiciones para el desarrollo y fortalecimiento de las positivas.

La salud familiar se constituye como uno de los objetivos de atención de la Psicología de la Salud, por tanto para que realmente logre tener un im-pacto en potenciar el papel de la familia en el desarrollo de la personalidad tiene que partir de una concepción integral, centrada en la salud positiva, en la promoción de la salud familiar. Lamentablemente la influencia inconscien-te del pensamiento clínico se refleja también en la historia de los estudios so-bre familia, en los cuales se aprecia con relativa frecuencia la extensión del concepto de salud individual a la familiar y se pretende el uso de diagnósti-cos tales como “familia sana o enferma” que nada aportan a la descripción de un proceso que depende de la calidad de las interacciones grupales.

Expertos de la OMS hablan de la salud del conjunto de la familia como un hecho que determina y está determinado por la capacidad de funciona-miento efectivo de la misma, como unidad bio-social en el contexto de una cultura y sociedad dada (OMS, 2003).

Esta manera de definirla salva el reduccionismo de considerarla como sumatoria y la hace depender de la dimensión grupal de funcionamiento; sin embargo, no nos aclara qué entender por funcionamiento efectivo ni cuáles son sus determinantes. A un grupo de investigadores se nos dio la tarea por el Ministerio de Salud Pública de Cuba de elaborar un Manual para la Inter-vención en la Salud Familiar dirigido a los profesionales de la salud en la aten-ción primaria; en el mismo se define la Salud Familiar como el resultado de la interrelación dinámica del funcionamiento de la familia, sus condiciones ma-teriales de vida y la salud de sus integrante (Louro, Infante, De la Cuesta, González, Pérez, Herrera, Pérez, 2003).

Se conceptualiza la salud de la familia como la capacidad de respuesta ajustada a las exigencias de la vida social, al mantener la calidad de las rela-ciones intrafamiliares y el desarrollo armónico de sus integrantes, según las exigencias de cada etapa de su ciclo vital, en determinado contexto social, cultural y económico de su existencia. Se analiza como un producto de la mul-ticausalidad recíproca entre las condiciones materiales y ambientales de vida familiar, los cambios estructurales y evolutivos, el afrontamiento a las crisis y la funcionalidad de la vida familiar en un momento determinado de su desa-rrollo (Louro y cols., 2010).

244

Para la Psicología de la Salud trabajar por la salud familiar no debe im-plicar encontrar una etiqueta diagnóstica después de una indagación de ma-nifestaciones clínicas para determinar la terapéutica restaurativa de la disfun-cionalidad.

A nuestro juicio, trabajar por la salud familiar es, en primer término, contextualizarla en su realidad social, cultural y comunitaria, ubicarla en el momento de su ciclo vital para considerar las tareas de desarrollo que debe enfrentar, los eventos paranormativos que vive y los recursos con que cuenta, tanto hacia el interior del sistema como del exterior, para iniciar un proceso de intervención educativa dirigido a potenciar su nivel de funcionamiento.

No se debe limitar las intervenciones a las familias disfuncionales, difí-ciles o con serios problemas. A estas hay que ayudarlas y de hecho es ético y necesario hacerlo, pero si se quiere realmente contribuir al propósito de cons-truir un mundo mejor, las acciones psicológicas sobre la familia deben proyec-tarse en el fortalecimiento de la función generadora y protectora de la salud y sobre los riesgos familiares que comprometen el bienestar de las personas. Por eso la comunidad se constituye en el espacio ideal para organizar y reali-zar acciones educativas para promover la salud de las familias.

Realizar intervenciones familiares no requiere necesariamente la pre-sencia del grupo familiar completo; incidir en la salud familiar puede hacerse con grupos comunitarios de diferente composición: padres, abuelos, adoles-centes, gestantes, enfermos, siempre que nuestras intervenciones tengan un enfoque familiar. La familia en el contexto de la Psicología de la Salud cubana

La Psicología de la Salud cubana surge y se desarrolla en el Sistema Nacional de Salud como consecuencia del propio desarrollo de la salud pública, que ha tratado siempre de responder a las necesidades de salud de la población y que por tanto ha impuesto a los profesionales de la psicología nuevas metas, así como consecuencia también de los avances de la Psicología como ciencia.

Este elemento distintivo y particular de la Psicología de la Salud en Cu-ba, trae como resultado que el análisis de las etapas por las que ha transcu-rrido el desarrollo de la Psicología de la Salud no sea ajeno a los diferentes modelos de atención médica por los que ha transitado el sistema de salud y específicamente la Atención Primaria.

245

Se reconoce que el paso del Policlínico Integral (1969) como modelo de Atención Primaria, a la Medicina en la Comunidad (1974) y de este al de Me-dicina Familiar (1984) que se mantiene en la actualidad, ha marcado momen-tos diferentes en la aplicación de la Psicología al campo sanitario en Cuba.

Este proceso de sistematización y cambio para formas superiores de ejercicio profesional de la Psicología de la Salud ha sido estudiado y amplia-mente descrito por algunos autores cubanos (Morales, 1999). En un intento de periodización del desarrollo de la Psicología de la Salud cubana se esta-blecen etapas que hacen alusión a alcances más significativos:

1959 – 1965 Aproximación limitada de la Psicología a la Salud Pública. Su antecedente.

1966 – 1973 Franca emergencia. Desarrollo pujante.

1974 – 1984 Sistematización de experiencias. Proyección de estrate-gias de desarrollo.

1985 – 2012 Formación de recursos humanos. Elaboración de indica-ciones metodológicas para el trabajo del psicólogo de la salud en diferentes unidades del Sistema Nacional de Salud con propuestas funcionales y de de-sempeño.

Resulta interesante observar cómo en la medida en que el desarrollo social avanza y las condiciones de vida y salubridad de la población cubana mejoran, se van modificando los patrones de morbilidad y mortalidad y co-mienzan a emerger las enfermedades ligadas a factores comportamentales y hereditarios.

Estos cambios en el cuadro de salud de la población cubana, junto al interés estatal de adecuar cada vez más los servicios de salud a las necesida-des del pueblo, determinan el carácter social de la práctica médica, la incor-poración de otros profesionales como los psicólogos y el privilegio de la pro-moción y la prevención en las acciones de salud, así como la familia y la co-munidad como principales escenarios, o sea el fortalecimiento de la Aten-ción Primaria de salud.

En Cuba contamos con una comunidad organizada y con un Sistema de Salud gratuito y de fácil acceso para toda la población. El Modelo de Aten-ción Primaria de Medicina Familiar ubica al equipo de salud en el barrio, formando parte de este, compartiendo vivencias y experiencias con la propia

246

población que atiende. Este acercamiento y pertenencia a la comunidad le brinda la posibilidad de una mayor identificación con la población y un mayor conocimiento de su modo de vida.

La función esencial de este equipo básico de salud, compuesto por un médico de familia y una enfermera, respaldado por un Grupo Básico de Tra-bajo, del cual forma parte el Psicólogo, es promover la salud y actuar sobre los factores de riesgo, evitando así la enfermedad o el daño, lo que no signi-fica que no se desarrollen acciones de asistencia médica y psicológica cuan-do se hace necesario.

Pero realmente, insisto, la función esencial es educativa; por tanto, las intervenciones comunitarias representan no una alternativa de actuación, sino la vía fundamental para conseguir los objetivos de mejorar el estado de salud de la comunidad.

De esta forma el objetivo general del Programa de Medicina Familiar es: Mejorar el estado de salud de la población mediante acciones integrales dirigidas al individuo, la familia y el ambiente a través del logro de la mayor vinculación con la comunidad.

Siendo sus objetivos específicos:

Promoción

Prevención

Diagnóstico precoz y atención integral

Rehabilitación con base comunitaria

Cambios positivos en la salud ambiental

Cambios positivos en la integración social de la comunidad

Investigación según necesidades comunitarias.

La Psicología por tanto se inserta en cada uno de los programas de salud, co-mo un eje transversal que implica la aplicación del enfoque psicosocial y fa-miliar en cada una de las acciones de salud. Para ello los profesionales de la Psicología cumplen una doble función, docente-asistencial e investigativa, ya que contribuyen en la formación del especialista en medicina familiar junto a otros especialistas como el Pediatra, el Clínico y el Ginecobstetra, en su rol de profesor del Grupo Básico de Trabajo, a la vez que responde a las demandas

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asistenciales de una población determinada. Pudiéramos mostrar la natura-leza de las intervenciones del psicólogo como aparecen en el Cuadro 2.

Cuadro 2

Intervención

• Tratamiento de las alteraciones de la Personalidad

• Desarrollar y optimizar las potencialidades

• Modificar los factores de riesgo

• Fomentar recursos familiares y comunitarios

Promoción de la salud familiar y comunitaria

Prevención

PsicoterapiaRehabilitación

Las características más generales del modelo cubano de Psicología de la sa-lud son las siguientes:

Nace y se desarrolla en el Sistema de salud con una historia de más de 40 años.

Amplio universo de trabajo, con una gran cantidad de acciones en es-trecha vinculación con funciones asistenciales, docentes, investigati-vas y administrativas.

Integración de diferentes orientaciones teóricas, con una visión inte-gral y humanista.

Desarrollo de diferentes formas de formación postgraduada.

Integración multi e interdisciplinarias. Trabajo en equipo.

Proyección internacionalista.

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Participación en la formación de pregrado de psicólogos y otros pro-fesionales de las ciencias medicas.

Reconoce como objetos de atención al individuo, la familia y la comu-nidad, para acciones de promoción de salud, prevención, asistencia y rehabilitación.

Muchos de los problemas a los que debe dar respuesta el psicólogo se refieren a dificultades de la familia para enfrentar las tareas propias de su ciclo vital, o la necesidad de asumir cambios impuestos por la situación de enfermedad o riesgo de alguno de sus miembros u otras que se derivan de las complejas si-tuaciones sociales actuales.

Las familias cubanas no se desarrollan aisladamente, sino en el contex-to latinoamericano y caribeño, compartiendo por tanto con ellas muchas de sus tendencias, como son la reducción del tamaño medio; la disminución del número de hijos; el aumento de los hogares monoparentales –en especial los de jefatura femenina– y reconstituidos; el incremento de la consensualidad como forma de unión; del divorcio y las separaciones; de las migraciones y de la esperanza de vida. Al mismo tiempo, se aprecia una creciente incorpora-ción de la mujer a la actividad económica y a la vida social en su conjunto, lo cual incide directamente sobre la estructura y el funcionamiento familiar (Chá-vez, Durán, Valdés y cols., 2008).

En varios estudios de la familia cubana se ha documentado las transfor-maciones demográficas ocurridas desde la década de los noventa del siglo XX que afectan la composición familiar e influyen en la salud de la población y en la situación de salud de las familias: la disminución de los niveles de fecundi-dad y del número de hijos, la reducción del tamaño promedio de la familia, el envejecimiento poblacional, el aumento de las uniones consensuales, de las separaciones, el incremento de la tasa de divorcio y la maternidad precoz. Un 17.3% del total de familias nucleares cubanas, son monoparentales y de ellas el 84% la componen madres solas con hijos solteros, la mayoría de ellas di-vorciadas o separadas. También aumentaron los hogares unipersonales de los cuales un tercio son personas mayores de 60 años (Benítez, 2003).

Estas características unidas al papel que debe jugar la familia en el pro-ceso salud enfermedad de sus miembros, en cuanto a la adopción de estilos de vida saludables, el uso de los servicios y programas preventivos, el proce-so de atribución de los problemas de enfermedad, la adherencia terapéutica,

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la decisión de búsqueda de ayuda médica, el apoyo emocional e instrumen-tal ante la discapacidad o la limitación temporal, los cuidados en el hogar en la etapa terminal, entre otras muchas situaciones, constituyen retos para la Psicología en el interés de proporcionar las vías para que la familia, cum-pliendo sus funciones consiga mayores índices de calidad de vida.

Hacemos entonces una distinción entre la intervención familiar psico-terapéutica que se realiza con las familias portadoras de disfunción y la inter-vención familiar educativa que realizamos en la comunidad, con grupos fami-liares que demandan de la intervención psicológica o son identificados por actores sociales como el maestro, el médico de familia, por citar los más im-portantes.

La intervención educativa se refiere al proceso de permite a la familia recibir información, producir conocimientos sobre determinados temas de sa-lud y promover la reflexión. Pretende estimular la adopción de estilos de vida saludables y patrones de relación funcionales y adaptativos a los cambios, in-cluyendo los de salud-enfermedad (Louro, Infante, De la Cuesta y cols., 2003).

La intervención familiar educativa puede darse en dos niveles:

Nivel familiar - individual

Nivel familiar – comunitario

Nivel familiar – individual: Se centra en un grupo familiar. Responde a las ne-

cesidades de salud de una familia, relacionada con su capacidad de hacer fren-

te a las diferentes fases de su ciclo vital, de mejorar la calidad de sus relacio-

nes familiares y potenciar sus recursos para afrontar problemas identificados

por la familia o el equipo de salud.

Nivel familiar – comunitario: Se centra en grupos familiares o miembros de diferentes familias. Responde a necesidades identificadas en el Análisis de la Situación de Salud relacionadas con características de riesgo de determina-das fases del ciclo evolutivo del desarrollo: adolescencia, gestación, adultez mayor…, u otras características comunes relacionadas con eventos de la vida familiar: afrontamiento familiar a la enfermedad, rol de cuidador, duelo, entre otras, ofreciendo instrumentos y recursos para potenciar y mejorar la calidad de las relaciones de la familia y de esta con su entorno, reforzando los sis-temas de apoyo social.

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Los objetivos de esta forma de intervención familiar y comunitaria es-tarían dirigidos a:

Reforzar las fortalezas con que cuenta la familia.

Facilitar el afrontamiento funcional de sus tareas de desarrollo.

Contribuir a la prevención de comportamientos de riesgo para la sa-lud de la familia.

Facilitar la modificación de los comportamientos perjudiciales a la sa-lud de la misma.

Por lo tanto, estas intervenciones van dirigidas a cualquier tipo de familia que requiere información y orientación sobre las características de las etapas de su ciclo evolutivo, sobre las funciones familiares o sobre el afrontamiento a los problemas de salud, así como familias que buscan consejos para la toma de decisiones ante determinados eventos.

Algunas de las variantes que hemos utilizado en este tipo de interven-ción son:

La consejería familiar

La orientación familiar

La dinámica familiar

Las escuelas educativas para padres

Los grupos comunitarios de orientación familiar.

No importa cuales pudieran ser las formas que se adopten para realizar las intervenciones comunitarias; estas estarán determinadas por múltiples varia-bles: los objetivos que persigue, la población a quien va dirigida, la factibili-dad y otras. Lo que se considera relevante es el hecho de aplicar el enfoque familiar en cualquiera de sus variantes.

Suscribimos los principios generales enunciados por Patricia Arés para la intervención familiar: (Arés, 2003).

1. Trabajar con la familia supone la posibilidad de desplegar gran va-riedad de roles y a diferentes niveles de acción social. En efecto, dado que la familia ocupa esa posición intermedia como nexo entre lo in-dividual y lo comunitario, el psicólogo desde una perspectiva globa-lizadora va a dirigir su intervención a los miembros de la familia, al

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grupo familiar, a las redes sociales, familiares o comunitarias, a las organizaciones, la política social y otras.

2. Trabajar con las familias supone, en cada momento socio-histórico en que realizamos nuestra intervención, tener una visión precisa del alcance de los cambios que ha venido experimentando la familia, pa-ra entender su situación y su problemática en las condiciones actua-les de vida de la llamada sociedad compleja y poder dar respuesta a las demandas que se plantean.

3. El trabajo con familias en los diferentes niveles de intervención o en diferentes esferas de actuación busca ayudar a la familia a resolver sus dificultades, a potenciar sus recursos, a superar las crisis y de forma muy especial a mejorar las relaciones entre todos los miem-bros de esta.

4. Cualquier nivel de intervención trabaja siempre desde una visión multidimensional. La intervención trabaja la dimensión simbólica de la familia, la dimensión afectiva, la dimensión interactiva o relacio-nal y la dimensión conductual. Los cambios se van generando a par-tir de una relación de interdependencia de las diferentes dimensio-nes. Tomando en cuenta las propiedades sistémicas de la familia un cambio en una dimensión instala cambios en las otras.

El enfoque familiar debe ser el resultado de un proceso de interiorización que va más allá de la aplicación de una técnica, por tanto debe estar presente en la formación académica de nuestros profesionales y en la capacitación siste-mática de los ya formados.

Reflexionar sobre el papel de la familia en nuestra realidad y en la cons-trucción social de la salud constituye una tarea esencial de la Psicología de la Salud en nuestro complejo contexto histórico y por tanto debe constituir un objetivo formativo para las nuevas generaciones de profesionales. El enfoque familiar y comunitario en la formación del psicólogo de la salud en Cuba

La formación es una de las principales categorías de la Pedagogía. Investiga-dores cubanos del Instituto Central de Ciencias Pedagógicas plantean que la ciencia pedagógica estudia el fenómeno de la educación y reconocen como su problema cardinal la formación del hombre, formación que tiene como

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características esenciales: proyección social, orientación humanista y carác-ter transformador (López y otros, 2003).

Este postulado se corresponde totalmente con los pilares de la educa-ción, que aparecen en el Informe Internacional sobre la educación para el siglo XXI, donde se enfatiza la necesidad de:

Aprender a conocer

Aprender a hacer

Aprender a ser

Aprender a vivir con los demás

Aprender a desaprender.

Por lo tanto se trata de formar un profesional con conocimientos actualiza-dos, con habilidades para el ejercicio profesional, con cualidades morales y éticas, con proyección social y abierto al intercambio con los otros y con un pensamiento flexible, que le permita ajustarse a los cambios y desechar lo no útil y obsoleto.

En nuestro caso, los que asumimos la tarea de formar psicólogos para la salud, enfrentamos este reto en un contexto particularmente complejo, que tratamos de esbozar anteriormente, tanto desde el punto de vista macroso-cial, como desde el estado de desarrollo de la Ciencia Psicológica en este cam-po y el de los propios servicios de salud permeado también por intereses no siempre científicos ni legítimos.

La globalización de la información, el desarrollo de las tecnologías de la informática y las comunicaciones, impacta de manera particular los procesos de formación profesional y modifican los roles de profesores y alumnos, los espacios en que se desarrolla el aprendizaje y la postura ante el nuevo cono-cimiento.

El paradigma tradicional en la educación a todos los niveles de enseñan-za, se encuentra en franca crisis, y como ya habíamos enunciado anteriormen-te, toda crisis, se convierte en una oportunidad para el cambio y el desarrollo.

Algunos elementos comparativos ente el paradigma tradicional y el nue-vo paradigma en la formación profesional aparecen en el Cuadro 4 (Castañe-da, 2003).

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“Hombres vivos, hombres directos, hombres independientes, hombres amantes: eso es lo que deben hacer las escuelas…. La educación del temor y la obediencia estorbará en los hijos la educación del cariño y el deber”… (Martí. Ideario Pedagógico). Este pensamiento de José Martí de hace más de un siglo, refleja lo avanzado de sus ideas con respecto a la educación y la pedagogía.

Cuadro 4

Paradigma tradicional Nuevo paradigma

Fuerte restricción de calendarios y horarios fijados por una programación de actividades fijas en tiempo y espacio

Significativa flexibilidad en las condiciones espacio-temporales de la actividad educati-va. No limitación en tiempo y espacio

Centrado en la enseñanza, en el contenido y en el profesor

Centrado en el aprendizaje, en el sujeto que aprende. Personalizada

Modelo uno a muchos. Un profesor que sabe y dice y muchos estudiantes que no saben escuchan, copian, repiten y se supone que así aprenden

Modelo Muchos a muchos. Todos buscan, trabajan, aprenden y se aportan entre si, aunque exista una persona (profesor) más experimentada con un papel más activo

Esencialmente pasivo Conocimientos dados Modelos simples Reproducción memorística Esfuerzo mínimo

Se requiere aprender a gestionar la informa-ción y el conocimiento Aprendizaje activo y colaborativo Diversidad de modelos

Un profesor que se dedica fundamentalmen-te a la función de trasmisión de contenidos

Un profesor -Productor de medios de enseñanza -Gestor y facilitador de recursos de aprendi-zaje Gestionador de aprendizajes personalizados

Formación de modos de actuación y habili-dades con alto grado de inconsciencia y es-pontaneidad Mayor papel de la memoria motora frente a la memoria visual y auditiva

Posibilidad de una mayor formación de modos de actuación y habilidades generales conscientes e intencionadas Mayor papel de la memoria visual y auditiva frente a la memoria motora

Uno de los principios que ha seguido la educación cubana y que refleja las en-

señanzas del pensamiento martiano lo constituye la vinculación de la teoría

con la práctica. La educación en el trabajo brinda grandes posibilidades, no

solo desde el punto de vista de las habilidades y de la profundización y apli-

cación del conocimiento, sino de la interiorización también de una nueva for-

ma de relación con los demás (que incluye pacientes y miembros de los equi-

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pos de trabajo), consigo mismo y con el entorno, lo cual facilita el proceso de

identificación del estudiante con las necesidades sociales y la asunción de res-

ponsabilidades que contribuyen a la formación de valores éticos.

“El mundo nuevo requiere de la escuela nueva” dijo José Martí hace ya más de un siglo, y muy bien podemos repetirlo ahora.

El proceso docente educativo que responde a estas exigencias para la

formación del psicólogo de la salud que deseamos y necesitan nuestras co-

munidades debe caracterizarse por:

Métodos activos de enseñanza

Énfasis en el aprendizaje

Protagonismo del estudiante

Trabajo independiente

Formación participativa VS. Formación contemplativa

Estas ideas generales se materializan en el modelo de formación de psicólo-gos en las universidades de Ciencias Médicas, en Cuba.

La formación de psicólogos en Cuba se desarrolló hasta el año 2004, en las facultades de Psicología de las Universidades de la Habana, Villa Clara y Santiago de Cuba. Fue a partir del mencionado año 2004 en que se decide la formación de psicólogos en las Facultades de Ciencias Médicas del país, en las cuales se formaban médicos, enfermeros, estomatólogos y tecnólogos de la salud. Esta decisión es expresión del desarrollo alcanzado por la Psicología de la salud en el país y la demanda creciente de este profesional en las institucio-nes del Sistema de Salud.

Desde su inicio la carrera de Psicología en estas universidades se inser-ta en el proceso de universalización el cual forma parte de la estrategia de elevar la cultura general integral del país y que consiste en el Proceso de exten-sión de la educación superior a los escenarios reales de la producción, los ser-vicios y de la vida social, en busca de un grado superior de integración y co-rrespondencia de la universidad con la realidad social, que permite una ma-yor efectividad de sus misiones.

Este proceso implica: cambio en los escenarios docentes, mayor cohe-rencia entre el modelo del profesional y su formación, contribución a una

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nueva representación social de la salud y de sus profesiones y énfasis en el enfoque clínico, epidemiológico y psicosocial en el abordaje de los problemas de salud, ligado a los contextos fundamentales donde la salud se construye o se pierde, en el contexto familiar y comunitario.

Esto permite hacer realidad la integración asistencia, docencia e inves-tigación en el propio proceso formativo, ya que la forma fundamental de or-ganización de la docencia es la Educación en el trabajo la cual se desarrolla en las instituciones de la Atención Primaria de Salud.

El valor formativo de la vinculación del estudio y el trabajo, es un legado mar-tiano que ha constituido una idea central en la educación cubana y que se ha-ce realidad con el modelo pedagógico que a continuación se expone:

El plan de estudio para alcanzar el título de Licenciado en Psicología, tiene una extensión de 5 años. Durante el primer año, los estudiantes tienen actividades académicas los 5 días a la semana con asignaturas de formación general, fundamentalmente. A partir de 2do año se insertan en una institu-ción de salud acreditada para este fin y bajo la tutoría de un psicólogo que asume el rol de tutor, desarrolla la educación en el trabajo en una institución del nivel primario de atención, o sea en la comunidad. Participará tres días en actividades académicas en su sede universitaria y dos días con el tutor en la educación en el trabajo, para lo cual están diseñadas las estrategias do-centes en correspondencia con la asignatura rectora de cada semestre.

Los estudiantes tienen la posibilidad de acceder a instituciones escola-res de la comunidad y estudiar el desarrollo de la personalidad del niño en las

ASISTENCIA

INVESTIGACIÓN DOCENCIA

Educación en el trabajo

256

diferentes etapas de la vida, cumpliendo sus tareas docentes bajo la guía del tutor. Participa en los grupos educativos como Escuelas de Padres, grupos de gestantes, de adolescentes, en calidad de observadores, favoreciendo la adop-ción de estilos de vida saludables o promoviendo la salud de las familias. Parti-cipan en la elaboración del Diagnóstico Psicosocial comunitario, identifican-do y priorizando los principales problemas de carácter psicosocial con enfo-que familiar y comunitario.

La figura del tutor se convierte en este modelo en vital para la forma-ción del estudiante, ya que debe en su actividad conjunta propiciar que el es-tudiante adquiera los modos de actuación profesional e integre en la prácti-ca los conocimientos recibidos en las distintas asignaturas. Desde el punto de vista educativo el tutor debe ser el modelo, el guía y el orientador del estudiante.

Al terminar el 3er año el alumno debe someterse a un examen de Fin de Ciclo Técnico que de aprobarlo obtiene el título de Técnico Medio en Psico-logía y aunque mantiene el mismo régimen de combinación de lo académico y lo práctico, ya se convierte en un trabajador asumiendo los deberes y de-rechos que corresponden a su nuevo status.

El hecho de que el estudiante esté desde tan tempranamente en con-tacto con la población, con sus necesidades, aspiraciones, sufrimientos y espe-ranzas, favorece un mayor compromiso social y propicia un espacio idóneo para la formación y desarrollo de valores, el ejercicio de la ética y la combi-nación de lo científico con lo humanista.

Su inserción en la comunidad les permite además, descubrir las infinitas interrogantes de naturaleza psicosocial que intervienen en el proceso salud-enfermedad muchas de las cuales devienen en problemas de investigación, lo cual incentiva la inquietud y el pensamiento científico, además del desarro-llo de habilidades para priorizar los problemas, investigar en los escenarios naturales, desarrollar la investigación-acción y así contribuir a la solución de problemas teóricos y prácticos de la Psicología en el campo de la salud.

Facilita también el espacio para el intercambio con estudiantes de otras carreras de ciencias de la salud, en el abordaje de problemas comunitarios, lo que favorece la integración multidisciplinaria y el trabajo en equipo.

La correspondencia entre el modelo de formación y el modelo de ac-tuación profesional, se expresa en varios aspectos (Cuadro 5).

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Cuadro 5. Coherencia entre modelo de formación y del egresado.

Modelo de Formación Modelo de egresado En los propios escenarios

de actuación profesional. Sentimiento de pertenencia al sec-

tor de la salud.

En relación con otros profesionales y sectores sociales.

Apropiación del enfoque interdisci-plinario.

En contacto directo con las necesi-dades de salud de la comunidad.

Sensibilidad con los problemas de

la comunidad. Participación en tareas de conteni-

do social y humanitario. Compromiso social.

Desarrollo del proyecto educativo. Valores humanistas, solidaridad,

internacionalismo. Desarrollo de la investigación cien-

tífica desde el inicio de la carrera. Intereses científicos, pensamiento

creador e innovador.

Si bien la enseñanza tutorial constituye una ventaja, esta descansa en la cali-dad del tutor y no siempre este rol se cumple con la misma excelencia, lo cual representa un riesgo en la formación si no se hace una adecuada selección de los tutores

No obstante el balance es positivo y merece una observación detallada de su desarrollo, con vistas a un análisis crítico que permita la evaluación de su impacto.

La intención de esta estrategia formativa puede sintetizarse en las pa-labras de José Martí:

“Educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido: es hacer a cada hombre resumen del mundo vi-viente, hasta el día en que vive: es ponerlo al nivel de su tiempo para que flote sobre él y no dejarlo debajo de su tiempo, con lo que no podrá salir a flote; es preparar al hombre para la vida”

CONCLUSIONES

Ante las complejas características de la sociedad actual, y en particular las de la sociedad latinoamericana, se impone para las ciencias sociales, y de mane-ra especial para la Psicología de la Salud, la asunción de nuevos paradigmas

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que superen la visión restrictiva y decontextualizada de la salud y consideren el enfoque familiar y comunitario esencial en la interpretación de la subjeti-vidad y en el propósito de contribuir al bienestar y la calidad de vida de las personas. Esto ha dejado de ser una declaración para convertirse en un prin-cipio ético de insoslayable cumplimiento en la práctica científica y humanista de la Psicología.

La Psicología de la Salud cubana, haciendo suyas las ideas del apóstol José Martí, vincula la teoría con la práctica tanto en el ejercicio profesional del psicólogo de la salud como en su formación, insertados en un Sistema de Salud que reconoce al individuo, la familia y la comunidad como sus objetos de atención.

A pesar de los avances alcanzados, aún quedan muchas brechas en el abordaje familiar de los problemas de salud, se mantiene en algunos profe-sionales la “tentación” de centrarse en el individuo, observando a la familia y a la comunidad solo como “telón de fondo”. Los desafíos teóricos y metodoló-gicos en la evaluación de dimensiones familiares deben convertirse en fuen-tes de problemas para la investigación científica.

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