representaciones, experiencias y practicas 2008

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Taller sobre representación y experiencia. México UNAM, 25-6/XI/2008 1 Representaciones, experiencias, prácticas y giro agencial 1 Fernando Broncano Universidad Carlos III de Madrid Por lo demás no hay elección y este mundo tal como es será todo tu patrimonio. (José Agustín Goytisolo, “Palabras a Julia”) 1. El lugar del humanismo en el concepto de experiencia en la filosofía contemporánea. "He dado aquí –dice John Dewey- un test de primer orden acerca del valor de cualquier filosofía que se nos ofrezca: ¿acaba en conclusiones que cuando refieren a las experiencias vitales y a sus propiedades las vuelven más significativas, más luminosas y hacen que nuestras relaciones con ellas sean más fructíferas o terminan volviéndolas más opacas que lo que eran antes, privándolas de la realidad e incluso del significado que parecían tener?" Este texto de Experiencia y naturaleza de Dewey podría haber sido suscrito seguramente por el Husserl de La crisis de las ciencias europeas. ¿Podría superar este test la filosofía de la ciencia contemporánea? Sospecho que no, y que además esa incapacidad es en parte responsable de lo que, en un diagnóstico un poco pesimista y tal vez cínico acerca de su estatus, podría calificarse como irrelevancia cultural: su pretendido rol de guardián de la objetividad en la ciencia ha dejado de ser interesante una vez que 1 Este trabajo ha sido desarrollado en el marco de los proyectos de la DCYT del Ministerio de Universidades e Investigación HUM-2006 03221 (Jesús Vega, investigador principal) y HUM2006- 08236) (2007-2010) (Josep Corbí, investigador principal). Agradezco a Carlos Thiebaut una profunda revisión de este trabajo que, me temo, no alcanza a colmar sus expectativas, pero que es un paso más en un working process alrededor del tema de la experiencia. Varias conversaciones con F. Broncano Berrocal me han sido de mucha ayuda para aclarar alguna de mis posiciones.

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Taller sobre representación y experiencia. México UNAM, 25-6/XI/2008

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Representaciones, experiencias, prácticas y giro agencial1

Fernando Broncano Universidad Carlos III de Madrid

Por lo demás no hay elección

y este mundo tal como es

será todo tu patrimonio.

(José Agustín Goytisolo, “Palabras a Julia”)

1. El lugar del humanismo en el concepto de experiencia en la filosofía contemporánea.

"He dado aquí –dice John Dewey- un test de primer orden acerca del valor de cualquier filosofía que se nos ofrezca: ¿acaba en conclusiones que cuando refieren a las experiencias vitales y a sus propiedades las vuelven más significativas, más luminosas y hacen que nuestras relaciones con ellas sean más fructíferas o terminan volviéndolas más opacas que lo que eran antes, privándolas de la realidad e incluso del significado que parecían tener?" Este texto de Experiencia y naturaleza de Dewey podría haber sido suscrito seguramente por el Husserl de La crisis de las ciencias europeas. ¿Podría superar este test la filosofía de la ciencia contemporánea? Sospecho que no, y que además esa incapacidad es en parte responsable de lo que, en un diagnóstico un poco pesimista y tal vez cínico acerca de su estatus, podría calificarse como irrelevancia cultural: su pretendido rol de guardián de la objetividad en la ciencia ha dejado de ser interesante una vez que

1 Este trabajo ha sido desarrollado en el marco de los proyectos de la DCYT del Ministerio de Universidades e Investigación HUM-2006 03221 (Jesús Vega, investigador principal) y HUM2006-08236) (2007-2010) (Josep Corbí, investigador principal). Agradezco a Carlos Thiebaut una profunda revisión de este trabajo que, me temo, no alcanza a colmar sus expectativas, pero que es un paso más en un working process alrededor del tema de la experiencia. Varias conversaciones con F. Broncano Berrocal me han sido de mucha ayuda para aclarar alguna de mis posiciones.

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la ciencia ha desarrollado sus propios procedimientos de objetivización, sin que por su parte haya contribuido significativamente a mostrar la relevancia experiencial de la ciencia.

Vivimos un momento filosófico en que las ideas de representación y experiencia están sometidas a una ácida controversia, a una creciente desconfianza que comenzó hace más de un siglo, que continuó en lo que ahora pensamos como giro de las prácticas, que primero ocurrió en ciencias sociales (estudios culturales) y progresivamente se fue extendiendo a la constelación epistemológica. Consideradas como regiones separadas a partir del giro lingüístico, consideradas ahora como restos de una presuntamente superada cierta concepción del sujeto (enunciatario, epistémico) como el centro de la reflexión filosófica epistemológica, ni un siglo de objetivismo, ni los nuevos ropajes del giro de las prácticas despejan las dudas que la perspectiva de Dewey consideraba como test del alejamiento de la experiencia cotidiana y que afecta particularmente a una historia de la epistemología y de la filosofía de la ciencia obsesionadas con ser ellas mismas ciencia. En el camino ha quedado como un vestigio atávico el lugar del sujeto en el espacio del conocimiento.

El proyecto moderno que dio origen a la ciencia situó ese sujeto particular como fuente de autoridad epistémica en tanto que ser regido por una razón libre de prejuicios e involucrado en el orden de las cosas como sujeto de experiencias. En dicho proyecto, la experiencia tenía un lugar central en la fundamentación de la autoridad: era el modo en el que este sujeto interactuaba con otros sujetos y con la realidad. Era, al tiempo, el modo en el que el sujeto aprendía, se automodificaba y convertía en una singularidad narrativa. Ciertamente aquella noción de experiencia contenía elementos internos en tensión que habría de ser más tarde relevantes para explicar sus avatares en la epistemología contemporánea. Así, la experiencia era concebida como un proceso que está entre lo subjetivo y lo objetivo o causal, entre lo interno y lo externo, entre lo privado o íntimo y lo público. En la medida en que se subraye uno u otro polo, le experiencia tendrá o perderá su carácter de fundamento de la autoridad epistémica y, por consiguiente, de sustento del sujeto personal cognoscente. Reivindicar un punto de equilibrio como condición para resituar el lugar de la experiencia, explicitar esta tensión y repensarla a la luz de la evolución de la epistemología contemporánea es un objetivo de este trabajo.

En estratos culturales temporal y constitutivamente más profundos, la epistemología premoderna concede al orden de las cosas el papel de sustentante de la autoridad. El orden puede ser natural o divino, y los sentidos y facultades humanas pertenecen a ese orden de manera que en condiciones normales sirven simplemente de mensajeros de la autoridad epistémica. El mundo es transparente: lo que hay es lo que se ve; no existe ni puede existir escisión entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo privado y lo público. Ocurre más bien que en el contexto premoderno se invierten los sentidos: lo subjetivo, el subjectum, refiere a la disciplina o tema que se esta tratando y el objeto, al modo de ser tratado el tema. El sujeto premoderno obedece al mundo, se somete al orden de las cosas para

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alcanzar por esta vía el conocimiento. La autoridad del mundo no distingue aquí la potestas de la auctoritas, no ha llegado aún la rebelión contra la autoridad externa (contra la potestas) que traerá una epistemología moderna basada en el poder de la experiencia. Pues la experiencia será ahora, a partir de la modernidad, un proceso en el que se entremezcle lo activo y lo pasivo, la espontaneidad y la obediencia. Y en la epistemología moderna la experiencia se confronta también con una primera aventura de desacoplamiento del sujeto y la realidad, una aventura en la que se pierde la inocencia epistémica, pues está guiada por un talante escéptico en el que se descubre que las cosas pueden ser diferentes a como aparecen.

Sostiene Dewey, en Experiencia y Naturaleza, que la experiencia solamente puede existir en un mundo frágil en el que se mezcla el orden y el azar, el error y el acierto; que ambos son componentes necesarios de la experiencia. Y reprocha a la tradición epistemológica el haber constituido una historia de renuncia a lo contingente para perseguir lo necesario; el haber olvidado el error para perseguir el acierto. De ahí que, atendiendo a la observación de Dewey, en una primera aproximación a la noción de experiencia, la fenomenología y el escepticismo vayan juntos (como “experiencia de la experiencia); de ahí también el intento de los primeros fenomenólogos de separarlos. La emergencia de lo subjetivo fue históricamente un producto tardío, relacionado con esta pérdida de la inocencia epistémica, fruto de una fase en la que ya está clara la distinción de las ilusiones de la realidad, pero también un fase en la que se concede realidad a las ilusiones2. El saber del sujeto que distingue lo subjetivo de la experiencia ya no es ingenuo: la distancia entre el ser y el parecer envuelve ahora un saber la distancia entre la percepción simple y el razonamiento.

Un segundo componente de la noción de experiencia en el pensamiento moderno es que se manifiesta con un matiz normativo que la sitúa en el espacio público. En el caso de la ciencia, las primeras discusiones sobre el valor de los sentidos en los primeros experimentos públicos llevan a la necesidad de estipular la publicidad como condición de admisibilidad del testimonio de un experimento. Por ejemplo, en la interesante controversia de Hobbes contra Boyle sobre la bomba de vacío, tan magistralmente reconstruida por Shapin y Schaffer, afirma Boyle:

“Ya que el testimonio de un testigo simple no será suficiente para probar la culpabilidad del acusado de asesinato, sin embargo el testimonio de dos

2 No deberíamos olvidar que el Barroco no solamente se caracteriza por la abundancia de argumentos de la ilusión, sino que las mismas ilusiones se convierten en objetos y artefactos muy productivos en numerosas prácticas religiosas, estéticas, políticas y militares. En cierta forma es este empleo activo del ilusionismo lo que define el Barroco como forma cultural.

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testigos, aunque de igual crédito… ordinariamente bastará para probar la culpabilidad de un hombre: a causa de que se piensa que es razonable suponer que a pesar de que cada testimonio aislado no sea sino probable, la ocurrencia de tales probabilidades (que deben ser atribuidas en razón a la verdad de lo que conjuntamente tienden a probar) bien pueden lograr una certeza moral”3

La repetición es el camino para establecer el carácter público del experimento: la exposición en el espacio público asegura que la experiencia de un individuo es intercambiable con la que podría tener cualquier otro en las mismas circunstancias, y esta sustituibilidad es lo que asegura su carácter objetivo, tal como expone aquí Boyle mediante la interesantísima analogía entre el testimonio jurídico y el epistémico.

El tercer aspecto de la experiencia moderna es su propio carácter como fenómeno real. Aunque se produzcan ilusiones, afirma Dewey, las ilusiones son fenómenos reales. Las experiencias, en cualquier caso, son implicaciones del sujeto en el orden de las cosas, interacciones con el medio: la aventura de esta involucración es un acontecimiento en el mundo que resulta en una modificación también real del sujeto, que no quedará indemne como si la experiencia no hubiese ocurrido. Esta modificación indica que la experiencia establece una asimetría histórica en la evolución del sujeto. No es casual que el Romanticismo desarrollara la novela de aprendizaje. El ciclo de las aventuras de Wilhelm Meister de Goethe establece canónicamente la secuencia de experiencias como un camino de descubrimiento de un sujeto que “llega a ser lo que es” a través de avatares que le hacen evolucionar como persona. No es casual tampoco que el siglo XIX que el siglo XIX fuera el siglo privilegiado de la experiencia del sujeto individual: de Dostoievski a Flaubert, de Stuart Mill a Ernst Mach, el sujeto individual se sitúa en el centro normativo de los procesos sociales de conocimiento. El siglo XIX es de algún modo el desarrollo y la discusión de la idea de autonomía como autogobierno que había propuesto Kant.

El cuarto aspecto es que la experiencia ya sólo es posible en un contexto de cultura material, de artefactos; en un complejo mundo de la vida que no permite la separación entre ciencia/técnica ni tampoco una presunta “experiencia natural” desnuda de un medio culturalmente construido. Gaston Bachelard, en un espíritu antiempirista, o al menos, dirigido contra un empirismo del sentido común, sostenía que los artefactos contemporáneos son resultados racionales. El hablaba ya de sustituir la fenomenología por una fenomenotécnica:

3 Boyle, “Some Considerations about Reason and Religion”, pg. 1982, cit. en Shapin S.; S. Schaffer, (1985) Leviathan and the Air-Pump, Princeton: Princeton University Press, pg.56.

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“Podemos pues afirmar perfectamente que la bombilla eléctrica es un objeto del pensamiento científico. En este sentido es para nosotros un ejemplo simple pero claro de objeto abstracto-concreto. Para comprender su funcionamiento hay que dar un rodeo que nos lleva a estudiar las relaciones de los fenómenos, es decir, a una ciencia racional, expresada algebraicamente”4

Tiene razón Bachelard en lo que respecta a los artefactos que median en nuestro acceso al mundo: solo pueden ser usados y entendidos a través del conocimiento científico. Los sentidos desnudos, por otra parte, no constituyen el centro de la experiencia más que en tanto que son parte de la interacción con el mundo. Las representaciones, los artefactos técnicos son ya parte del proceso de interacción y experiencia tanto como lo son lo procesos fisiológicos de transporte de información.

No puede ser concebida ya la experiencia sino como un proceso de interacción con el mundo, mediada culturalmente por representaciones y artefactos; mediada por prácticas y asentimientos prácticos por parte de la comunidad; mediada también por las expectativas que confiere el formar parte de un largo relato colectivo y personal, en el que lo cognitivo y lo desiderativo operan en una mezcla inseparable: no se trata simplemente de que la experiencia esté cargada de teoría, está asimismo cargada de dimensiones, prácticas, teóricas, emocionales, culturales y normativas. Pero no por ello deja de ser la forma en la que los humanos existen: es la forma en la que son parte de la realidad. Se sitúa de este modo la experiencia en un ámbito que no es el estrictamente epistemológico, o no lo es sólo, y no podremos entender la importancia de sus características a menos que las pensemos desde una perspectiva antropológica e incluso, como reivindicaremos al final de este trabajo, desde una perspectiva antropocéntrica. Wittgenstein consideraba que oraciones como “tú no puedes sentir mi dolor” han de ser consideradas como requisitos gramaticales (en el sentido wittgensteiniano del término “gramática”) para pensar el concepto de dolor pues estaría anclado en

4 Bachelard, G. (1949)Rationalisme appliqué, Paris: Presses Universitaires de France, pg. 109. Cit. en Lecourt, D. (comp.) (1971) Gaston Bachelard: Epistemología, Barcelona: Anagrama (1973). Christina Chimisso (Chimisso, Ch.(2008) “ From phenomenology to phenomenotechnique: The role of early twentieth-century physics in Gaston Bachlard” Studies in History and Philosophy of Science 39: 384-392) observa muy acertadamente cómo esta posición de Bachelard tiene que ver con la diferencia entre van Fraasen y Ian Hacking ( van Fraasen (1980) La imagen científica. México Paidós (1996); van Fraassen, B. (2002) The empirical stance. New Haven: Yale University Press; Hacking, I. (1983) Representar e intervenir, México: Paidós (1996)) respecto a si la experiencia de los sentidos es la medida de todas las cosas, o si existe todo aquello sobre lo que intervenimos. La posición que aquí sostendremos se acerca a van Fraasen en un aspecto pero, a diferencia de él, acepta que la experiencia es ya una experiencia mediada por artefactos científicamente construidos e interpretados, es, en el sentido de Bachelard y de Dewey, un resultado, no un punto de partida.

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cómo entendemos las prácticas de uso del término5. En este mismo sentido, el concepto de experiencia sería relativo a un modo humano de estar en la realidad que no puede ser llevado más allá. Es un lecho rocoso de nuestras prácticas inteligibles. A esta aproximación es a la que llamaremos “antropocéntrica”: el ser entendida como la forma humana de ser formaría parte de la gramática del término experiencia, así como también lo es que lo no humano no tiene experiencia sino acaso conducta. Desde este punto de vista, es posible, y recomendable, soslayar la tendencia académica a derivar el concepto hacia la discusión epistemológica entre realismo e idealismo, entre subjetividad y objetividad, entre pasividad y espontaneidad.

2. Objetivación y eclipse de la experiencia y ascenso de la representación.

La filosofía contemporánea no puede ser explicada sin referirse al profundo giro antipsicologista que se produjo en la transición del siglo XIX al XX y que trajo como consecuencia un progresivo eclipse de la experiencia que, exceptuando a Dewey en lo que respecta a la ciencia y, claro, a la tradición hermenéutica en lo que respecta a la cultura, fue en adelante subordinada al lenguaje y transmutada en lenguaje empírico, dejando el resto no lingüístico como un material reducible a mera percepción, hasta el punto que en adelante los términos experiencia y percepción se confundirán en una metonimia funesta de la parte por el todo.

La transición del siglo XIX al XX ha sido estudiada por los historiadores de la ciencia desde el aspecto primordial de la llamada crisis de la ciencia; crisis que en buena parte era ya una elaboración del malestar de muchos científicos ante la oleada de innovaciones que en el plazo de no mucho más de veinte años estaba transformando radicalmente la imagen del mundo, pero que en realidad no era sino un aspecto parcial de una más profunda transformación de la experiencia que se estaba manifestando en todos los ámbitos de la cultura, en una sociedad que estaba siendo agente y paciente de la segunda revolución industrial. En un recorrido que no puede ser otra cosa que breves miradas a un álbum cuyas hojas pasan velozmente, podríamos caracterizar esta transición finisecular recordando algunos cambios relevantes al declive del lugar filosófico de la experiencia:

5 Es relevante para nuestro argumento la interpretación de Wittgenstein que propone Medina, J. (2003) “Wittgenstein and nonsense: Psychologism, Kantianism and the Habitus” International Journal of Philosophical Studies 11(3): 293-318. Medina propone considerar las reglas constitutivas no como formas a priori transcendentales, sino como caracterizaciones de la práctica, en el sentido que da Bordieu al término “habitus”.

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1. En las ciencias, en física y química en particular, se produce una espinosa controversia acerca de la realidad de las partículas atómicas que renueva el gran debate sobre el realismo que ya se había dado en la física moderna como resultado del ascenso de la filosofía newtoniana. La creciente evidencia del atomismo llevaba a una consecuente desconfianza en la realidad de los objetos mesoscópicos, así como una más profunda y peligrosa desconfianza en la aproximación fenomenológica a la ciencia. Fue en esos momentos cuando el término fenomenología comenzó a significar cosas absolutamente diferentes en física y filosofía: en la primera denotaba pura y simplemente un acta de resultados experimentales; en la segunda, un proceso “subjetivo”, en el nuevo sentido que iba adquiriendo también el término “subjetivo”.

2. Desde la mitad del siglo XIX, los procesos perceptivos en particular, y la psicología en general, comienzan a ser estudiados y sometidos a un escrutinio experimental que trata de objetivar los aspectos cualitativos de la experiencia: Lotze publica en 1852 su Psicología médica, Fechner sus Elementos de psicofísica en 1860, Helmholtz, su trabajo Sobre las sensaciones del tono como una base fisiológica para la teoría de la música en 1863, Wundt sus Principios de psicología fisiológica en 1874. El optimismo sobre el alcance de la psicología objetivista crece al compás de estos nuevos desarrollos. Lotze, en su Lógica de 1874 y Wundt, en Lógica: una investigación de los principios del conocimiento y del método de la investigación científica, de 1880 sostienen que el pensamiento lógico debe ser un ámbito de estudio de la psicología. En esta obra, Wundt sostiene que este pensamiento lógico “experienciado inmediatamente como una actividad interna… debemos considerarlo como un acto de voluntad y por consiguiente considerar las leyes del pensamiento como leyes de la voluntad”6.

3. La universidad alemana, en particular, pero todas en general, están sufriendo un proceso de expansión a las nuevas disciplinas. Se abren nuevas facultades y laboratorios y comienza un creciente e irreversible proceso de independencia de la tutela de la filosofía que había sido el motor de la nueva universidad desde el idealismo romántico alemán. Las tensiones entre las nuevas ciencias que no solamente se sienten autónomas sino que quieren abordar y estipular reglas de pensamiento en un ámbito en el que la filosofía había reinado, produce un creciente malestar y tensión. Avenarius y Mach, James en el otro lado del Atlántico, proponen una crítica de la experiencia que tiene en cuenta ya los desarrollos de la psicología científica y que además tiene la pretensión de convertirse en una nueva metafísica monista neutral. Del otro lado, Dilthey representa la reacción de las humanidades que reivindican un estatuto metodológico, epistemológico y metafísico propio.

6 Cit. Kim, A. (2006) “Wilhelm Maximilian Wundt” en Stanford Encyclopedia of Philosophy

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4. Más allá de la división entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, está naciendo un nuevo y creciente ámbito de ciencias de la cultura, que tienen su origen en una trayectoria cultural algo distinta, la experiencia colonialista de las sociedades que ahora van a llamarse primitivas. Las ciencias de la cultura expresan una vivencia muy generalizada: de un lado la nueva antropología que está inventando la idea de la mentalidad primitiva, de otro la creciente atención que el arte comienza a prestar a las formas de lo primitivo que aparecen como las formas puras de una forma de conocimiento no contaminada7. La reacción primitivista en arte, y la creación del primitivismo en antropología no son independientes: son evidencias de una reacción cultural ante una experiencia cultural de lo complejo en una sociedad que empieza a experimentar la velocidad y la simultaneidad espacio-temporal; que ha comenzado a fascinarse con nuevas experiencias visuales como la fotografía y el asombroso espectáculo del cine, que empieza a sentirse en una dimensión civilizatoria nueva, y que reacciona distinguiendo su experiencia de lo primitivo, que queda confinado a esas regiones de la humanidad que ahora son visibles a través de las prácticas colonialistas e imperialistas.

5. No muy alejada de esta experiencia de superioridad, o al menos de diferencia cultural, está la experiencia de malestar que evidencia la expresión “la jaula de hierro” con la que Weber se refiere a los procesos de racionalización y burocracia que recorren los nuevos estados. También aquí el arte detecta este malestar de una manera muy evidente. El tema ha sido tratado hasta la náusea en los ámbitos posmodernos debido a la fascinación que ha sentido esta corriente por la Viena finisecular: la Carta a lord Chandos, El hombre sin atributos, etc., son obras que se han convertido en iconos de la posmodernidad. Pese a todo, hay mucho de verdad en esta apreciación de la transformación de la experiencia que más tarde la escuela de Frankfurt, especialmente Adorno, juzgarán como una fractura y mengua de la experiencia bajo el capitalismo. La complejidad de la experiencia del momento no puede remitirse solamente al alejamiento de la ciencia respecto a la experiencia cotidiana: hay también una transformación que nace en las nuevas prácticas que regulan la vida cotidiana y la ordenan. La experiencia urbana e industrial, la experiencia de los nuevos ejércitos, de una sociedad hiperregulada, genera esta nueva forma de malestar.

Estas gruesas pinceladas nos señalan un proceso profundo de transformación cultural que la filosofía finisecular elabora, curiosamente, alejándose de todo lo experiencial, sometiéndolo a una crítica profunda como la

7 Véanse los interesantes trabajos de Gockel, B. (2008) “Paul Klee’s picture-making: tools for making invisible realities visible” Studies in History and Philosophy of Science 39, 418-433 y Kaufmann, D. (2008) “Pushing the limits of understanding: the discourse on primitivism in German Kulturwissenschaften 1880-1939” Studies in History and Philosophy of Science 39, 434-443

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que emprenden los protopositivistas Avenarius y Mach. El empirismo de Stuart Mill describía las cosas como “posibilidades permanentes de sensaciones” y ordenaba la dinámica de lo mental sobre una arquitectura asociacionista, que fue el modelo ideal de este sensorialismo dominante en el siglo XIX en la nueva psicofísica. Tiene algún sentido pensar en las relaciones que existen entre el sensorialismo decimonónico y la experiencia cotidiana, incluida la experiencia en la ciencia aún desarrollada en una pequeña escala en la que las operaciones y el arte y la técnica individual eran las bases de los experimentos. Pero esta situación estaba ya cambiando con las crecientes prácticas de “objetivación”8 que se extienden tanto en las ciencias como en la vida social y el orden político. Más que la llamada “crisis de las ciencias”, que tanto ha influido en la historia de la filosofía de la ciencia contemporánea, es ya imprescindible comenzar a estudiar estas prácticas y cómo transforman tan radicalmente la producción de datos sobre los que se desarrolla el conocimiento y la sociedad que ciertamente puede hablarse de una segunda revolución científica. Consisten estas prácticas en una progresiva eliminación mediante técnicas complejas de todo lo que pueda ser individual e idiosincrásico en los datos primarios. En primer plano de estas técnicas están las prácticas de conteo y tratamiento estadístico de grandes cantidades de sucesos, que a través de técnicas de normalización convierten los datos individuales en agregados, de manera que sólo en tanto que agregados comienzan a ser significativos. Muchas otras prácticas, como por ejemplo la fotografía, tratan de superar las limitaciones observacionales de los sentidos humanos en lo que respecta a las cualidades primarias como son el tamaño y sobre todo el movimiento. Sin estas prácticas de objetivación hubiese sido imposible la ciencia contemporánea, pero también el nuevo orden social, económico y político. La “Física social” que anunciaba Comte se convirtió a finales del siglo XIX en una nuevo “velo”, tecnológico ahora, entre la mente y la realidad. Las predicciones, los experimentos, las explicaciones, todo lo que es importante en la actividad científica, técnica o social se refiere a agregados de datos normalizados, se establecen los márgenes de error sobre las desviaciones típicas permisibles teóricamente y se genera unas formas de gestión de multitudes más que de individuos.

Por otra parte, los propios lenguajes de representación, las matemáticas en especial, a comienzos del siglo XX, se habían transformado en sistemas de signos completamente alejados de las intuiciones cotidianas basadas en capacidades innatas de cálculo o representación. Lo numérico o geométrico de las formas espontáneas de la psicología innata de los humanos apenas guarda ya relación con los complejísimos sistemas simbólicos de las ciencias, algo que se extiende aún

8 Daston, L. ; P. Galison (2007) Objectivity. N. York: Zone Books

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más a los conceptos expresados en lenguaje natural, pero referido a complejas construcciones teóricas.

Dejando a un lado que estas prácticas de objetivización generan algo así como un nuevo velo que se interpone entre las teorías y la realidad, lo importante de estas transformaciones es que inducen una radical desconfianza de lo psicológico, de lo intuitivo y de lo experiencial perteneciente al nivel personal en todos los ámbitos científicos, técnicos y de gestión social o política. Sin embargo, es mucho más interesante notar el efecto de estas transformaciones en la filosofía de entresiglos. La controversia de la hermenéutica, especialmente de Wilhelm Dilthey, contra los procesos de objetivación, propugnando una diferente filosofía para las ciencias humanas y las naturales fue un síntoma de lo que estaba ocurriendo. La corriente hermenéutica se erige en representante de una forma “experiencialmente-basada” de entender las ciencias sociales y humanas. Pero, al margen de la corriente hermenéutica, que resucitará con fuerza en la segunda mitad del siglo XX, la corriente mayoritaria en la transición de siglos fue testigo de un profundo giro objetivista que pretendía asimilar la filosofía a las mismas prácticas objetivizadoras de las ciencias. En este movimiento antipsicologista participaron neokantianos, fenomenólogos y los herederos de Frege9. El objetivismo fue una aspiración generalizada de la Filosofía para presentarse a sí misma como ciencia o al menos con las mismas credenciales de objetividad que las ciencias, eliminando para ello lo que de subjetivismo o individualismo tuviesen sus objetos de estudio o análisis. El giro lingüístico de la filosofía contemporánea suministra la plataforma de objetividad que habría de igualar a las ciencias y a las humanidades. Los “datos” admisibles, paralelamente al nuevo objetivismo, deberían ser datos ya tratados por algún procedimiento objetivizador como su exposición en un lenguaje canónico (o mediante el procedimiento de poner entre paréntesis que postulaba la fenomenología).

9 No hay ninguna duda acerca de que la subjetividad ha sido el campo que ha reivindicado la corriente hermenéutica; no obstante, la historia de la hermenéutica en el siglo XX muestra un balance más bien ambiguo con respecto a la noción de sujeto personal. En Heidegger, como crítico de Husserl, aparece ya una huida hacia una forma de quietismo ante el lenguaje que no es diferente del giro objetivista en sus consecuencias. En lo que respecta a otras líneas hermenéuticas, la intersubjetividad se impone como el nivel básico en el que se construye el mundo de la vida, pero no por ello la intersubjetividad conduce a un reexamen del nivel personal sino más bien a su oclusión, algo que es muy evidente en las varias formas de universalismo hermenéutico. Merleau-Ponty, Levinas, Ricoeur, Gadamer son excepciones a esta regla, y por ello son los puntos de referencia actuales en la recuperación de la noción de experiencia. Ahora bien, por importante y valiosa que sea su contribución convendría recordar aquí su dependencia de una visión dualista de la cultura que deja fuera de la experiencia humana todas esas formas de objetivación de datos y prácticas, como si fueran un elemento ajeno, cuando no amenazador y no huma forma de realización del humanismo contemporáneo.

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El eclipse de la experiencia fue una consecuencia de este giro objetivista de la filosofía. No en lo que respecta a su función cognitiva como fuente de conocimiento, sino a lo que en el giro lingüístico se llamaría la escisión radical del espacio de las causas y el espacio de las razones. La experiencia, como proceso holístico, quedó fragmentada por este aparentemente necesario procedimiento de objetivación para universalizar el contenido. En cierta forma, los avatares del sujeto entendido como ser personal que interviene con todas sus capacidades en el proceso del conocimiento quedaron ligados a esta objetivación de los datos de la experiencia y su destino fue igualmente el de un eclipse. El caso del sujeto es aún más interesante puesto que, salvo algunas excepciones como la de Michael Polanyi, fue considerado ajeno a la ciencia y cuando a finales del siglo XX resurgieron los aspectos personales lo hicieron ya impregnados de este antipersonalismo característico del siglo, y solamente fueron admisibles en tanto que datos sociológicos de sesgos producidos en grandes clases de sujetos (género, grupos, redes, etc.)

Lo que está en cuestión aquí no es si las ciencias estaban o no legitimadas para poner en marcha este giro objetivista, algo de lo que Husserl se quejaba en La crisis de las ciencias europeas, sino si la filosofía lo está en esta mimetización de los procedimientos objetivistas de la ciencia, igualando objetividad con normatividad con eliminación de todos los aspectos de implicación personal en los datos relevantes para la epistemología y ontología. Como es sabido, de forma externa a la filosofía de la ciencia, en las tradiciones hermenéuticas y de la filosofía del lenguaje ordinario, se produjo una fuerte resistencia contra las formas de objetivización cientificistas. De un lado la tradición fenomenológica, con la postulación del “mundo de la vida” como lugar de reflexión filosófica, de otro lado la tradición wittgensteiniana, al postular lo ordinario como nivel normativo, perecen haber reivindicado una resistencia frente a aquella pulsión objetivizadora. Pero quizá sea el momento de un necesario balance de los avatares de la experiencia en la filosofía contemporánea. En lo que respecta a esta queja anti-cientificista, me parece que hay dos formas de entender la reivindicación de los experiencial, una de ellas, desde mi punto de vista, equivocada y la otra aceptable e interesante. En ambas está implicada la noción de experiencia.

En la primera, lo ordinario, el mundo de la vida (no haremos distinciones de matiz entre ambas nociones) constituye una esfera que clausura las formas de la vida y las protege contra las formas científicas, estableciendo un a priori normativo. La ciencia, en sus formas simbólicas, alejadas de la intuición, representaría lo otro, lo que pone en cuestión la realidad cotidiana representada por alguna actitud ontológica natural, el factor principalmente responsable del escepticismo frente a lo ordinario. Desde Husserl ésta ha sido la interpretación dominante en muchos círculos humanistas, que consideran que la ciencia y la cultura asociada a ella se ha alejado de la autenticidad humana, representada, tal como Husserl proponía, en la actitud renacentista que reivindicaba un lugar central normativo para una filosofía garante de lo “ordinario” y de la actitud ontológica natural. Corresponde simétricamente esta posición a una forma de naturalismo que se toma en serio la dicotomía entre lo ordinario y lo científico y

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propone, en la línea objetivizadora, una “eliminación” de las actitudes ontológicas naturales, que quedarían como puras expresiones lingüísticas instrumentales, frente a una nueva ontología presuntamente establecida por las ciencias.

Está implícito en ambos lados la idea de que la experiencia contemporánea es una experiencia esquizoide, dividida entre una experiencia ordinaria y una experiencia científica, y que esta experiencia contiene propiedades normativas diversas. Presupone, pues, una cierta forma de entender las formas culturales contemporáneas, mediadas por la división disciplinaria de las ciencias. La cuestión será si acaso si esta división alegada alcanzará a ser una descripción fiel de la realidad, si describirá adecuadamente tanto la experiencia llamada “ordinaria” o mundo de la vida como la propia experiencia científica.

Hay sin embargo otra opción que considera que la experiencia humana forma un continuo, en el que las diferencias cualitativas no contienen en sí mismas ninguna valoración de significado metafísico. En este continuo de experiencias (éste es el requisito de la segunda opción) habría una suerte de absoluto: la escala de lo humano, la escala de lo personal, como una unidad de medida de toda experiencia posible. Se trata de considerar el nivel personal en la experiencia como una suerte de “medida de todas las cosas”. Desde esta perspectiva, la visión objetivista de la ciencia no se opone a la idea de un nivel normativo humano, al contrario, en un mundo en flujo de causas y efectos descritos a través de los procesos objetivizadores, las ciencias establecen un marco de posibilidades de interacción predictiva y práctica con lo humano que simplemente se aleja de la experiencia individual, pero no de la conquista de una cierta forma de universalidad objetiva perseguida como objetivo final, no como comienzo. La experiencia científica sería entonces una forma de experiencia humana, y su papel objetivizador no debería ser pensado como ajeno a un impulso propio de buscar el sentido en un mundo de causas. La búsqueda de la objetividad sería entonces una suerte de heterofenomenología que presupondría la fenomenología personal, que no la eliminaría, en el mismo sentido que los espejos y las fotografías no eliminan la autoimagen de una persona sino que son andamios culturales con los que aquélla interactúa.

Un siglo de filosofía, sin embargo, no pasa en vano, y no tiene sentido plantear el lugar de la experiencia sin examinar cómo se ha planteado esta cuestión en las dos corrientes filosóficas más importantes del siglo derivadas del giro lingüístico que caracteriza la filosofía contemporánea: el representacionalismo, como forma de cognitivismo, y el inferencialismo, que tiene lugar en el marco de una de las formas del giro lingüístico, la corriente practicista.

3. La experiencia en el giro lingüístico.

La filosofía contemporánea está definida de manera asimétrica respecto a la historia de la filosofía por lo que se ha dado en caracterizar como giro lingüístico, aunque es más fácil enunciar el título que aclarar en qué consiste realmente tal proceso. En términos generales, consiste en la observación de que

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los humanos no podemos ni confrontar la mente con la realidad, ni siquiera desarrollar pensamiento si no es en un medio lingüístico. La noción de medio no es en este caso instrumental, como cuando establecemos un medio para un fin, sino constitutiva, como cuando hablamos de que la vida terrestre tiene lugar en un medio privilegiadamente aeróbico. El giro lingüístico sin embargo se ha presentado en diversas modalidades que no coinciden siempre con las corrientes académicas detectadas por la filosofía del lenguaje analítica: la teoría derridiana de la diseminación, por ejemplo, sería una de las formas de giro lingüístico derivadas de la teoría de los actos de habla. Aquí, sin embargo, vamos a limitarnos a dos de las modalidades que han ejercido mayor influencia en la filosofía contemporánea de la ciencia: el representacionalismo y el inferencialismo.

3.1. El representacionalismo como apriorismo

Mientras que el sintacticismo de la primera época del giro lingüístico podría ser concebida como una especie de formalismo que tenía como objetivo “aclarar” lo expresado en un nivel de lenguaje objeto, que coincidiría a veces con el lenguaje natural y otras con los lenguajes de la ciencia, el desarrollo de la semántica filosófica, principalmente a través de la teoría de modelos amplió las pretensiones del giro lingüístico convirtiendo la semántica filosófica en una forma de filosofía primera, en el sentido de que los problemas metafísicos y epistémológicos se plantean ahora como problemas de significado. A su vez, los problemas de significado se plantean como problemas de referencia y de condiciones de verdad (o al menos de aseverabilidad).

El representacionalismo, en este contexto se puede entender como una tesis filosófica que afirma: a) la prioridad de la semántica y b) la suficiencia de la semántica. La tesis de la prioridad de la semántica se refiere a los problemas ontológicos y epistemológicos. Así, por ejemplo, en esta corriente, la filosofía de la ciencia de los años setenta del siglo pasado se embarcó en un programa de reconstrucción ontosemántica de las teorías científicas. Un programa que, como era de esperar, apenas si logró reconstruir poco más que algunas teorías marginales de la ciencia, pero no los núcleos centrales de la investigación contemporánea. En el caso de la antropología o de la psicología filosóficas, el representacionalismo se tradujo en la reducción de la antropología a filosofía de la mente, y de ésta a psico-semántica o teoría de las actitudes proposicionales. El paralelismo de la aproximación modelística a la ciencia y de la teoría representacional de la mente a la antropología no son mera casualidad, son parte de un mismo modo de confrontar los problemas epistemológicos, uno en el plano científico, el otro en el plano personal. La tesis de la suficiencia de la semántica es mucho más fuerte y no tiene una aceptación tan generalizada como la anterior. Se trata de una estipulación de un cierre semántico de los problemas ontológicos y epistemológicos, en el sentido de considerar que la semántica establece las condiciones de posibilidad de solución del problema y todas las condiciones de posibilidad.

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El representacionalismo, expresado en estas dos tesis, se traduce en una cierta forma de entender los sujetos en el campo del conocimiento: el sujeto cognoscente es un sujeto representacional, es decir, un sistema de símbolos definido por una secuencia de actitudes proposicionales. En el caso colectivo de la ciencia, una comunidad científica es delimitada por una secuencia de actitudes hacia las formas de representaciones que se consideran teorías. Los aspectos normativos del representacionalismo se traducen en una teoría de operadores sobre actitudes proposicionales en forma de axiomas definidos para cada campo, en el caso de la epistemología, como axiomas sobre operadores epistémicos.

3.2. Dificultades con el representacionalismo

a) La intencionalidad

Como es conocido, John Searle y Hilary Putnam lanzaron en los años ochenta una serie de críticas contra el núcleo funcionalista que subyace a este programa, y que han devenido en formas canónicas de problemas que no han sido resueltos. En ambos casos se sostenía que la intencionalidad humana debería considerarse un fenómeno primitivo que no puede ser determinado funcionalmente por una semántica de relaciones entre símbolos. Por el contrario, la intencionalidad estaría ya presupuesta en toda forma semántica. A través de ejemplos como el conocido experimento mental de la Habitación China, Searle postuló una intencionalidad natural que exigiría la conciencia como fenómeno irreducible. Por su parte, Putnam sostuvo una tesis similar respecto de la racionalidad, una capacidad que para el funcionalismo se traduciría en reglas de computación efectiva. El argumento de Putnam es una extensión de las conocidas tesis de Gödel:

“Lo que Gödel mostró es, por decirlo así, que no podemos formalizar completamente nuestra propia capacidad matemática porque ello es ya parte de esta misma capacidad matemática, que va más allá de cualquier cosa que se pueda formalizar. De forma similar, mi extensión de las técnicas gödelianas a la lógica inductiva mostraron que es parte e nuestra noción de justificación en general (no sólo de nuestra noción de justificación matemática) el que la razón puede ir más allá de cualquier cosa que la razón pueda formalizar” (Representation and Reality (1988), pg. 18)

Y seguidamente extiende su conclusión desde la justificación a la interpretación:

“Una interpretación es una cuestión esencialmente holística. Una “formalización” completa de la interpretación, hemos argumentado, es un proyecto tan utópico como una “formalización” completa de la Fijación de Creencias” (ibid.pg. 18)

La primera tesis, el “holismo” de la justificación había sido admitido a regañadientes por teóricos del representacionalismo como Fodor, pero esta segunda extensión al holismo de la interpretación u holismo de significado ha provocado una controversia sobre la misma posibilidad del representacionalismo

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como programa. El holismo de significado había sido discutido en filosofía de la ciencia por sus aparentes consecuencias antirrealistas y de incomparabilidad o inconmensurabilidad de términos teóricos, pero sus consecuencias son más profundas, en cuanto lo que plantea es la misma posibilidad de determinar a través de la semántica las condiciones normativas epistemológicas. Curiosamente, aunque no ha sido notado suficientemente, el holismo afecta igualmente a otras corrientes y metodologías menos analíticas, como ha sido el estructuralismo semiótico de Levi-Strauss y Rolad Barthes o U. Eco. Es la misma posibilidad de describir la experiencia humana como una secuencia de combinaciones finitas de símbolos la que está en cuestión.

Otras fuentes de inestabilidad provienen de dificultades internamente semánticas. Se trata de tres problemas que el representacionalismo no puede asumir sin renunciar a sus tesis de suficiencia y apriorismo:

b) El externismo

Como es sabido, el externismo se origina en las deliberaciones acerca de la semántica de nombres propios y clases naturales. Putnam y Kripke consideraron de forma independiente la necesidad de incorporar relaciones no sólo semánticas sino también causales en la determinación del significado de estos términos. Una versión más sofisticada surgió en los años noventa en la forma de teleosemántica: el significado sería un resultado histórico tanto como funcional: la semántica habría de ser considerada en un mismo bloque con una explicación histórico-evolucionaria del origen de las funciones.

El externismo ha llevado a la semántica a una de sus más curiosas situaciones: el escepticismo había afectado tradicionalmente al conocimiento o a la metafísica, pero pocos lo habían llevado tan lejos como para afectar al significado. La lectura que Kripke hizo de las Investigaciones filosóficas como antifactualismo semántico (no hay hechos semánticos) supuso instalar el escepticismo en el corazón de la semántica abriendo una especie de “era post-semántica” y no sólo post-metafísica, como había postulado Kant.

c) La deixis

Los nombres propios y los deícticos suponían ya desde Frege una amenaza al mismo proyecto de objetivación que significaba el giro lingüístico. Mostrar la irreductibilidad de ambas clases suponía encontrar límites esenciales al programa de objetivización. Russell había encontrado una solución parcial constructiva al postular una reconstrucción en forma lógica que tendría una semántica singular, las descripciones definidas, pero con un particularizador abstracto. Pero esta solución, incluso en los mismos términos planteados por Russell establecía una asimetría radical entre lo que podríamos llamar el conocimiento de un objeto particular, a través de una descripción definida, por compleja que ésta fuere, y el conocimiento directo del mismo objeto. El conocimiento de la persona de “Aristóteles”, por ejemplo, se puede contemplar

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desde el lado de la enorme reconstrucción que significaría una descripción definida completa, o desde el lado del conocimiento por familiaridad que tuvieron todos aquellos que le conocieron. Lo relevante aquí, como notó el propio Russell, es que el conocimiento directo estaba presente como un requisito imprescindible en cualquier noción aceptable de experiencia, lo que significa que no podría ser eliminado en una descripción definida sin perder su fuerza epistémica.

Por otro lado, a partir de la obra de T. Burge, los deícticos se descubrieron como un fenómeno que infectaba a la semántica en sus órganos centrales y no solamente a los periféricos. La deixis ha sido tratada de varias formas en la tradición semántica contemporánea, una de ellas es mediante el añadido de una relación intermedia entre una proposición y los mundos posibles, a saber, una especie de entidad a medias entre la circunstancia y lo mental. Pero François Recanati entre otros muchos ha mostrado la necesidad de abordar el significado como algo que es esencialmente circunstancial, es decir, algo dependiente de contexto, entendiendo éste en un sentido fuerte extralingüístico.

Del mismo modo que el externismo, la circunstancialidad del significado convierte a éste en una relación en el mundo, en un fenómeno, en este caso comunicativo, pero un fenómeno al fin y al cabo, lo que hace inconsistente la tesis del apriorismo de la semántica.

d) Los realizativos.

La tercera de las grandes amenazas al programa representacionalista proviene, paradójicamente, de uno de los grandes defensores del giro lingüístico, John Austin: en Cómo hacer cosas con palabras descubrió el fenómeno de la realizatividad, o capacidad de transformación práctica del mundo que tienen ciertos actos de habla. Es bien conocida la extrapolación que han hecho de este fenómenos algunos autores postestructuralistas como Derrida, pero es menos notorio el hecho de que la realizatividad plantea igualmente un desafío a la tesis de la suficiencia de la semántica, que no puede detenerse simplemente con una ampliación de la semántica con la pragmática. Los realizativos muestran que el lenguaje transforma el curso de las cosas por su naturaleza de artefacto, que no es simplemente un vehículo de significado sino también un depositario de poder y autoridad. Ejemplos como la firma, la condena legal, el matrimonio, etc., como actos lingüísticos manifiesta esta existencia del lenguaje en el espacio de las causas.

3.3. El representacionalismo y los elementos imaginarios en la teoría del sujeto

En los formatos más estándar del representacionalismo, la teoría representacional de la mente y la teoría de la decisión, el sujeto está definido funcionalmente por su dinámica de actitudes proposicionales. Este programa lleva a la ilusión de creer que si dispusiéramos de un mapa de las actitudes y decisiones de un sujeto a lo largo un intervalo temporal conoceríamos acerca de él todo lo relevante en términos filosóficos. La semántica y la psicología natural de creencias y deseos proporcionan todo lo necesario para una teoría filosófica de los sujetos.

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Ampliaciones como la teoría de la elección racional y la teoría de juegos no son sino precisamente esto, refinamientos de la psicología natural de creencias y deseos. En la sección anterior nos hemos referido a fenómenos que amenazan la tesis de la suficiencia e incluso del apriorismo semántico. Todos ellos llevan a la sospecha de que debería dejarse entrar la realidad, la ontología pues, en el dominio de la semántica, lo que lleva implícito el que la semántica necesita completarse con una teoría del mundo y, en otro sentido, a pensar la semántica como una teoría limitada por lo circunstancial y situacional como formas radicales de existencia del significado y del lenguaje. Invirtiendo el dictum quineano, lo que habrían mostrado estos últimos cincuenta años sería la relatividad semántica irreductible.

Pero ocurre que, además, la segunda columna del representacionalismo es un sustento insuficiente y frágil. La teoría de actitudes no alcanza a definir a un sistema cognitivo como sujeto. Si en la semántica encontrábamos insuficiencias en su confrontación con la realidad, la TRM (Teoría representacional de la mente) encontramos insuficiencias en cómo se confronta con el imaginario. No es un defecto marginal, pues una de las características nucleares de la aparición de la psicología natural, de la “Teoría de la mente”, en la especie humana y en la psicología infantil, es la conciencia del desacoplamiento entre la realidad y la representación. Las dificultades con el proceso de desacoplamiento son síntomas de déficits como el Síndrome de Asperger y el autismo. Ahora bien, sin este desacoplamiento, y sin la artesanía de representaciones que permite, los humanos no podrían haber fabricado sistemas simbólicos ni habitar en el mundo de representaciones y medios representacionales en el que habitan. En este contexto, la idea de imaginario, que proviene de la psicología, pero se ha convertido en un término de uso normal en sociología, hace referencia a todos aquellos elementos de posibilidad, más que de realidad actual, que conforman a un ser humano y a una colectividad como sujetos.

Hanna Arendt, y seguidores suyos como el filósofo francés Cornelius Castoriadis, han resaltado la centralidad del imaginario como mundos de posibilidad que conforman la capacidad de juicio. El ser humano existe en un lugar indeterminado entre el pasado y el futuro. Mas este presente eterno no es un mero orden de fenómenos actuales: el pasado existe pero no como mero discurrir necesario de hechos pasados que como imaginario en el que lo ocurrido se contrasta contra lo que podría y debería haber sido, de manera que estas posibilidades actúan como factores de nostalgia, resentimiento, duelo, etc. El futuro, por su parte, en donde se configuran los proyectos de vida, existe como paisaje de posibilidades accesibles sobre las cuales opera la voluntad de ser. Las posibilidades de este paisaje operan sobre el presente como deseos, temores, intenciones, compromisos, etc. No podríamos explicar los elementos normativos que conforman la cultura sin referirnos a los anclajes contrafácticos sobre los que se determinan los sentidos.

El defensor de la TRM podría quizá responder que su modelo permite construir estos elementos como actitudes proposicionales y así dar cuenta del imaginario como una de las partes del mundo mental de los sujetos, dado que las

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actitudes proposicionales presuponen representaciones mentales desacopladas de lo actual. Pero se trata de una preposteración en el orden de las cosas: el desacoplamiento entre realidad e imaginario no es la mera expresión de capacidades innatas sino su expresión en un medio social definido por esta escisión entre imaginario y realidad. Es más, sin esta cesura no podría entenderse el hecho de que las decisiones racionales estén atravesadas por sesgos y estereotipos de los que nos ha informado la reciente psicología experimental. No cabe entender estos sesgos y heurísticas sino como encarnaciones psicológicas de trayectorias culturales activas en diversos estratos temporales. No hace falta ser un seguidor de la psicología evolucionista (que privilegia la operación de la selección natural en la conformación de estos sesgos) para sostener que las tradiciones y trayectorias han cargado a los propios procesos estructurales de decisión de una trama de estereotipos y heurísticas, y que esta carga define la propia trama de actitudes y mecanismos de decisión, de modo que es imposible definir a los sujetos por una dinámica de actitudes sin dar cuenta del poder configurador de los imaginarios sociales.

3.4. Haciendo balance del programa representacionalista

¿En qué esta equivocado el programa representacionalista?: las grietas que hemos detectado van todas en la misma dirección. No se trata solamente de que se ponga en cuestión la prioridad y suficiencia de la semántica y sobre la epistemología y la ontología, sino que lo que está ya sobre el tapete es la base metafísica sobre la que se ha sostenido el giro lingüístico. Del hecho que nuestra mente haya sido configurada por el lenguaje, y que nuestras prácticas también lo estén, no se puede concluir que el lenguaje es un a priori y que no puede ser estudiado como una parte del flujo de lo real, como si fuera algo separado de los procesos de semiosis individuales y colectivos, e insertado en la misma trama de la experiencia humana que otros elementos culturales como la técnica o las normas de socialidad, pues del mismo modo que no hay técnica ni socialidad sin lenguaje, tampoco hay lenguaje sin estas otras dos formas culturales. El cerebro humano es un cerebro lingüístico, pero también es un cerebro técnico y social, entre otras dimensiones como son lo emocional, lo lúdico, lo estético y lo moral. Considerado este marco ontológico más amplio, lo semántico aparece como un momento entre otros procesos enactivos, psicomotores, miméticos, etc., que configuran al sujeto como un sistema inmerso en el flujo de lo real. Al ampliar lo semántico para dejar entrar la realidad o si, paralelamente, ampliamos el significado para hacerlo parte del devenir, daremos cuenta de cómo las experiencias humanas se fosilizan y estabilizan en estados que se sostienen como significados simbólicos, tal como ha propuesto la concepción teleosemántica (Dretske, Millikan). Al hacerlo así la noción de experiencia no se aleja del lenguaje, sino que se enriquece y se convierte en un punto de referencia para examinar el modo en que los humanos interactúan con lo real en tanto que son parte del flujo de lo real. Pues las experiencias mismas son procesos reales que tienen la virtud de conferir sentido y significado.

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No podrán concebirse ya las experiencias como la adición de un proceso fisiológico causal al que se acopla misteriosamente una actitud proposicional. Del mismo modo que el significado emerge en un largo proceso de adaptación, de tensión y equilibramiento de estructuras, y del mismo modo que la comunicación y compartición de significados nace en sistemas simbólicos que los humanos explotan hábilmente en las circunstancias particulares de emisión y recepción, como parte de una interacción técnica con lo real, las experiencias adquieren significado, es decir, se convierten en experiencias, en virtud de la involucración de una agente en un medio (físico o social) en donde las circunstancias, los avatares y el proceso se combinan para que el agente se automodifique, quede transformado por el proceso y logra algo que contribuye a su aprendizaje. Algo que se aleja definitivamente de la idea de “traducción” de datos físicos en materia mental, en actitudes proposicionales que se “fijan” como creencias y deseos. Los propios contenidos de la experiencia nacen contra el trasfondo del proceso enactivo de interacción con lo real. Es el proceso global el que define una experiencia, que no podría haber tenido lugar sin el recurso a un mundo previo de experiencias y de significados, pero que no es meramente conformado por los símbolos y actitudes mentales. Es al final del proceso interactivo, y dependiendo de la forma de esta interacción, cuando podemos hablar de experiencia. Los procesos causales involucrados no son suficientes por sí solos para generar la experiencia, pero tampoco los significados previos. Sólo la interacción lo logra. Es por eso por lo que la experiencia es una fuente de aprendizaje y creatividad, y es sólo por eso por lo que podemos hablar de la autoridad de la experiencia. Es así como, según describe Dewey, se va configurando un mundo de medios y fines (en el doble sentido de ambos términos), en donde las representaciones simbólicas no son sino un momento parcial del proceso. Es en este sentido en el que la intencionalidad, las interacciones causales e informacionales, los particularizadores de la deixis y los imaginarios dejan de ser elementos extraños para convertirse en estructuras sin las que no habría experiencias posibles.

4. La insuficiencia del “giro de las prácticas”

Confrontada con la tradición representacionalista encontramos en la filosofía contemporánea otra tradición, que fundamenta su existencia en la naturaleza esencialmente social y comunicativa de los humanos. Los orígenes de esta tradición son heterogéneos así como lo son sus orientaciones. Por un lado está el pragmáticos, que insistió en la naturaleza conductual y de diferencia práctica de las representaciones; por otro lado está la senda que comienza en la filosofía de Wittgenstein, por la que discurre la idea de que las prácticas tienen una naturaleza normativa, en tanto que constituidas no sólo por patrones de acción sino también por patrones de reconocimiento; en tercer lugar está la forma en que Sellars configura el giro lingüístico, dividiendo el espacio de las causas y el espacio de las razones que es comprendido como un espacio de intercambios lingüísticos entre agentes; en cuarto lugar habría que situar la versión frankfurtiana del giro lingüístico, entre Apel y Habermas, quienes sitúan los a aprioris kantianos de universalismo en las pretensiones de legitimidad que están presentes en todos los intercambios lingüísticos y en las interacciones que configuran el mundo de la

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vida; en quinto lugar habría que referirse al espíritu sesentayochista de pensadores como Foucault y alrededores, para quien los significados son presencias en el discurso de prácticas sociales que están configuradas como mecanismos de poder, como patrones de acción que tienden a ordenar las acciones de acuerdo a estrategias de dominación.

Esta constelación de trayectorias cuya consistencia está aún por comprobar, converge sin embargo en subrayar una diferencia sustancial entre los modos representacionalista y esta visión social de los sujetos: el modelo practicista considera que el a priori lingüístico solamente existe porque existe un a priori social en el que se constituyen las categorías que configuran al lenguaje y al mismo sujeto. El nivel social está formado por prácticas o sistemas de acciones que requieren una valoración comunitaria para ser reconocidas como acciones con sentido. El núcleo común es la postulación de este nivel social de prácticas como a priori que constituye el sentido. Las formas de constitución son distintas en las cinco tradiciones. No tiene sentido examinarlas todas de manera que nos limitaremos a una de sus manifestaciones, el inferencialismo, una forma que si no recoge todas las tradiciones en sus aspectos esenciales al menos sí está influida por todas ellas. En esta aproximación, el significado emerge como un subproducto de las habilitaciones, compromisos y respaldos que los miembros de una comunidad dan y reciben de los demás miembros en respuesta a sus intervenciones en el espacio de los actos de habla. Las valoraciones de sus actuaciones son el material con el que se constituyen los significados, al modo en el que los intercambios son el material con el que los valores económicos se constituyen en el mercado.

Lo más relevante de la estrategia inferencialista es el vaciamiento del representacionalismo que transforma las representaciones en disposiciones al intercambio. La verdad deja de ser una relación extralingüística para convertirse en un dispositivo de asentimiento colectivo a una emisión: “p” es V se traduciría por “la colectividad asiente a todas las inferencias a las que compromete “p”; las afirmaciones ontológicas, tal y como se manifiestan en el discurso “de re” se traducen en disposiciones colectivas a expresar oraciones “de dicto”; a su vez, todas estas disposiciones se constituyen como objetos públicos sometidos a compromisos, respaldos y habilitaciones por parte de los miembros de una comunidad.

En la perspectiva inferencialista, todo lo relevante ontológica y epistémicamente debe tener un reflejo en las diferencias en el espacio de las prácticas lingüísticas. Se convierten estas prácticas en medidas de lo que es admisible en el sentido común. Ahora bien, ¿puede el inferencialismo y en general el giro de las prácticas dar cuenta de la experiencia y de la agencia (al menos en los contextos epistémicos)? Me parece que el inferencialismo se ve abocado a una doble consecuencia reduccionista: a) reduccionismo expresionista de la agencia y la experiencia, y b) reduccionismo lingüístico de las expresiones. La primera reducción opera en toda la constelación de capacidades relacionadas con la agencia y la experiencia, como es la conciencia, el autoconocimiento, la autodeterminación, etc. Todos y cada uno son vaciados de una realidad robusta

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para, en tanto que conceptos, tener un significado “mínimo”, “deflacionario”, determinado por el rol inferencial que cumplen las expresiones lingüísticas que irían asociadas a esos procesos. La segunda reducción opera en el plano de este rol inferencial, que se traduce en un rol en un marco comunicativo de una comunidad de hablantes. En este aspecto, el inferencialismo significa una radicalización del giro lingüístico que aboca a una reducción lingüística de todas las categorías fenoménicas, semánticas y representacionales, incluyendo todas aquéllas que se sitúan en el nivel del sujeto como enunciatario y como agente.

4.1. Dudas que plantea el inferencialismo

Sería injusto achacar a todas las aproximaciones pragmatistas las falencias y dudas que suscita el inferencialismo, pues algunas de ellas tienen componentes valiosos, en tanto que no se presentan como programas radicalmente reduccionistas de la agencia y la fenomenología, pero el caso es que el doble reduccionismo lingüístico que entraña el inferencialismo sí suscita serias dudas, algunas de ellas extensibles a otras formas.

A) El inferencialismo postula, y necesita, de ciertas actitudes del sujeto en el espacio público del discurso sin las que este espacio no puede operar como generador de significados. Estas actitudes las resume el inferencialismo en los compromisos y respaldos que un hablante asume y da a sus expresiones lingüísticas y en las habilitaciones como hablante perteneciente a una comunidad lingüística que recibe a cambio por parte de los miembros de dicha comunidad. Ahora bien, estos tres vocablos son términos agenciales, que denotan una capacidad fuerte de los sujetos de autodeterminación de sus propias conductas de expresión o reconocimiento. ¿Cómo podrían ser construidos estos términos en forma de interacciones lingüísticas en un espacio público que supone precisamente esta voluntad de ser mantenido como espacio público de una comunidad? Pues el inferencialismo se ve abocado a una explicación circular de la existencia del propio espacio o, por el contrario, a generar alguna suerte de genealogía de los compromisos, respaldos y habilitaciones que no puede presuponer la existencia de esa forma de espacio público. Por ejemplo, podría acudir a una explicación naturalista de alguna especie de evolución de los sujetos, que van adquiriendo estas capacidades en un espacio social. De acuerdo, pero entonces tendría que aceptar la existencia de capacidades que no son meramente productos lingüísticos, sino propiedades de los sujetos en tanto que sujetos en el marco del discurso abierto.

B) La segunda duda se refiere al problema de la autoridad en el ámbito de las prácticas. De acuerdo al giro de las prácticas, éstas son sistemas de acciones regidas normativamente por reglas; en el caso del inferencialismo, por reglas de inferencia material. Las reglas pueden entenderse como ámbitos de posibilidad que establecen lo que es adecuado (permitido, prohibido, obligado, necesario, etc.)en una determinada ocasión de habla. Fuera de estos ámbitos de posibilidad, el sujeto es corregido (no puntúa, en el argot de Brandom) por la comunidad de hablantes y, en último extremo, incomprendido y rechazado como miembro capaz

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de tal comunidad. En tanto que el sujeto está socializado y sumergido en una cultura, y en tanto que desee mantener su estatus y ser reconocido por ello, se comportará de acuerdo a lo que establecen las reglas del juego. Pero en el marco inferencialista aparecen aquí dos tipos distintos de relación: una es la que se establece entre una determinada acción de habla y su significado; otra es la que se establece entre las intenciones o los motivos del agente y su particular acción (y quizá su carácter). Respecto a las condiciones de adecuación de la primera relación, supongamos que el inferencialismo tiene razón (dejaremos a un lado la pregunta acerca de si el inferencialismo resuelve bien los anteriores problemas del representacionalismo, los problemas del externismo, la deixis y la realizatividad). Aún en este caso es más que dudoso que pueda examinar las condiciones de adecuación en lo que respecta al segundo sentido. Es una dificultad más amplia y profunda que la anterior (de hecho la primera duda es un caso significativo de la que estamos planteando). Aunque se pudiese reducir, por ejemplo “p” es verdadero” al asentimiento colectivo de una comunidad a la proferencia del hablante, eso no quiere decir que las condiciones de adecuación del acto de proferencia sean reductibles y expresables en términos de ese asentimiento. Así, hay condiciones de adecuación como la fiabilidad, relevancia, oportunidad, etc., que tienen que ver mucho más con las facultades y virtudes del agente en una ocasión particular de habla que con el asentimiento posible que reciba de su comunidad lingüística. Es una objeción análoga al ejemplo de un jugador de ajedrez que no cometiese ningún error desde el punto de vista de las reglas constitutivas del juego y, sin embargo, los cometiese habitualmente en el desarrollo del juego mostrando una torpeza irreparable.

El defensor de las prácticas puede sentirse tentado a considerar también en término de asentimiento el valor y la normatividad de este segundo nivel (de hecho hay proyectos en esta línea) pero no se trata del mismo nivel normativo. En este segundo nivel se valora cómo el agente se comporta respecto a disposiciones de carácter que no están simplemente dadas por las reglas constitutivas del juego. La cuestión de autoridad que se discute en este nivel es la de la autoridad del agente qua agente, no como partícipe aceptable en una práctica. Repárese en que este segundo nivel es central en algunos ámbitos como es el caso de la ciencia, en donde las relaciones de autoridad como competencia cognitiva no son simples casualidades afortunadas, sino relaciones constitutivas del propio juego, como tanto insistió Michael Polanyi, y luego recogió parcialmente Thomas S. Kuhn: las comunidades científicas están ligadas por relaciones de autoridad que no se refieren simplemente a la conducta pasada sino a la calibración que cada científico hace de las posibilidades de otros, en cuyas manos deja, en numerosos casos, el desarrollo de su carrera. La autoridad es en la ciencia una forma de confianza estructural sin la que no funciona como sistema social de producción de conocimiento. Pero esta confianza no es un mero resultado de las interacciones lingüísticas adecuadas, en el primer sentido del término.

C) Lo mismo cabe achacar en el campo de la experiencia: el que un hecho se convierta o no en una experiencia no puede estar completamente determinado por los roles inferenciales de la proposición que lo expresa como resultado de una

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experiencia. Al contrario, tales roles se dan bajo la autoridad que la experiencia da a dicha proposición que expresa el final de un proceso afortunado. La experiencia, como anteriormente la agencia, tiene que ver con las disposiciones y capacidades del sujeto, con su atención, con su habilidad para situarse en el lado preciso de los procesos reales, con su constitución abierta a tal experiencia. Pues las experiencias, como insistimos en este trabajo, no son meros estados que “se tienen”, sino resultados que se alcanzan bajo ciertas condiciones.

4.2. Conclusiones generales sobre el inferencialismo

Debemos conceder al inferencialismo y en general al giro de las prácticas el que hayan corregido el egocentrismo metodológico que era esencial en el representacionalismo (Solipsismo metodológico de J. Fodor). Sus intuiciones más importantes acerca de la naturaleza pública de los conceptos, como habilidades que se manifiestan en un espacio público, son correctas; también lo es la restricción normativa que suponen las reglas constitutivas del discurso, en lo que respecta a los compromisos, respaldos y reconocimientos o habilitaciones. Pero en tanto que es un movimiento obsesionado, como todo el positivismo, por combatir toda forma de metafísica, tiene la lamentable consecuencia de ser una perspectiva que disuelve pero no resuelve las cuestiones acerca de las dimensiones subjetivas del ser humano. Pues, a pesar de que no se confunda subjetividad con privacidad o se le adjunte un injustificado privilegio epistémico a aquélla, la dimensión personal de los agentes incorpora necesariamente un aspecto subjetivo que está presente en cualquier forma de agencia y de experiencia. Por razones muy similares: ambas son polos de relación con la realidad en los que operan elementos de espontaneidad que no pueden ser ni eliminados ni dejados de lado filosóficamente.

5. El problema de la experiencia como un problema de autoridad

La revolución cartesiana instaura una forma de subjetividad que es la conciencia reflexiva de los contenidos conceptuales y de los aspectos fenomenológicos de los estados mentales. La revolución consiste en resolver el problema de la autoridad epistémica que afectaba radicalmente a la cultura moderna, que abandonaba una autoridad tradicional por una autoridad de los sujetos, sosteniendo dicha autoridad sobre la capacidad reflexiva: propiedades como la claridad y otras propiedades fenoménicas se convertían en fuente de evidencia por el hecho de haber sido captadas reflexivamente. Kant, por su parte, da un sesgo importantísimo a esta revolución al plantear el problema de la autoridad en términos de integración y unidad de las facultades del agente. Los contenidos de conciencia, por sí mismos, en tanto que resultado o producto de las facultades de percepción y entendimiento no alcanzan a combinarse y resolver la cuestión de la objetividad. Pues un objeto no es la suma de las apariencias y aunque lo fuera, como plantea el fenomenismo, aún quedaría por explicar por qué una forma de constitución más que otras posibles alternativas: ése es para Kant el problema que resuelve lo que ahora llamaríamos subjetividad, un punto de vista sobre el mundo que solamente puede tenerlo un agente capaz de juicio y que haya

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integrado adecuadamente sus facultades en el flujo de lo real. En la cuestión que plantea Kant hay un punto muy importante: el sujeto en tanto que agente debe dejar una marca o establecer una diferencia en el curso de las cosas, una marca que no puede reducirse a un experienciar pasivo. Esa marca es la que hace que un sujeto determine en el mundo ciertos estados como fines, en un doble sentido del término, en el moral, pero también y sobre todo en tanto que fines de un proceso que para el discurrir causal es indiferente pero que para el sujeto es prominente y relevante, al modo en el que para nosotros la relación vida/muerte tiene un sentido que en el orden de los procesos orgánicos no tiene. Esas propiedades finales son las que constituyen la objetividad desde el punto de vista de la espontaneidad del sujeto: unificación y relevancia van o caen juntas, como también viaja en el mismo barco propia noción de objeto. Sin embargo, Kant, en su insistencia en la involucración reflexiva del sujeto, deja de lado en parte lo que significaba el empirismo como una perspectiva que implicaba la involucración real del sujeto en el flujo de lo real en forma de experiencia. Lo importante del empirismo es que la experiencia es algo más que un suceso mental, o al menos en las formas no fenomenistas del empirismo: el sujeto se convierte en parte del flujo de lo real, en receptor de propiedades que tienen que ver con el mundo. Es cierto que el que ello conduzca a propiedades “finales”, como son las que fija la experiencia, es parte de la espontaneidad del sujeto en el mundo, pero eso no impide que las experiencias, incluso las ilusiones sean ellas mismas procesos reales, y que sólo por ello el sujeto puede convertirse en sujeto epistémico.

5.1. Autonomía y dependencia del sujeto

Alcanzar el logro de ser un sujeto es tener éxito en un equilibrio frágil, sometido a los albures del cambio y de los contextos, entre autonomía y dependencia. Ser un sujeto es moverse con adecuada habilidad entre dos fuentes de autoridad: la autoridad propia, el autogobierno o autonomía, y la autoridad del mundo, en el que cobran una especial relevancia los otros y la autoridad que implica su presencia. Tanto el representacionalismo como el giro de las prácticas se encontrarán en apuros para dar cuenta de ese equilibrio inestable, que generalmente resuelven inclinándose hacia uno de los polos.

La experiencia se ha comprendido en modos que hacen ininteligible el por qué constituye una fuente central de autoridad para el desarrollo de los seres humanos, y el por qué tiene esa asimetría respecto a otras fuentes de conocimiento. Así, en la tradición empirista ingenua, la experiencia surge como resultado de la esencial receptividad de la mente humana. En la tradición intelectualista kantiana, de otro lado, la experiencia solamente se produce cuando se impone un material ordenado a rasgos e instancias preconceptuales y aún sin sentido. Algunas líneas intermedias, como por ejemplo la tradición no-conceptualista, han buscado una senda de negociación (es el caso de la contribución contemporánea de McDowell), pero el caso es que ninguna de ellas da cuenta de este equilibrio. El empirismo reduce la autonomía, pues la convierte en pura impregnación de lo real; la tradición kantiana no explica cómo pueden aplicarse esquemas a los datos preconceptuales como si esos datos no tuviesen ya

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sus propias exigencias; la tradición del contenido no conceptual presenta algunas ventajas, en cuanto toma en consideración el hecho de que la espontaneidad conceptual solamente puede operar sobre un material configurado y sometido a ciertas condiciones de éxito. La idea de experiencia, sin embargo, es la de un logro que se alcanza por obediencia activa a las demandas de lo real: la experiencia es el modo en el que los humanos establecen vínculos con lo real. A diferencia de los animales, que se relacionan con la realidad a través de hábitos adquiridos por ensayo, error y reforzamiento, o directamente heredados, los humanos comprenden sus lazos en el mundo en tanto que el mundo, su mundo, se configura como un mundo de experiencia.

Las experiencias nacen como logros autorizadores, en un sentido de que son transformaciones en la naturaleza del sujeto que le abren un espacio de posibilidades de inferencia o acción del que anteriormente a la experiencia estaba excluido. Hay un componente narrativo en este logro de la experiencia: consisten las experiencias en un orden complejo de sucesos, que entrañan una interacción o involucración enactiva del sujeto en el mundo, que concluyen en un estado asimétrico del sujeto, en tanto que “aprende” algo acerca del mundo o de sí mismo. Tener una experiencia es un punto de inflexión en la vida, implica una resituación ante lo real por el hecho de haber alcanzado tal estado. Tiene poco sentido plantear si el motor es la realidad o la espontaneidad del sujeto. En la experimentación científica se transforma previamente la realidad con el objeto de “lograr” una experiencia. Lo mismo ocurre en la actividad artística, que no existe sino en tanto que producción de experiencias; y lo mismo en numerosas actividades cotidianas en las que nos involucramos de forma activa con el sólo propósito de lograr cierta experiencia. Pero en otros muchos casos es la realidad, los otros o el mundo los que movilizan al sujeto, ante cuya demanda reacciona, si lo hace, como un sujeto “abierto” a la experiencia que produce la realidad.

5.2. La autoridad de la experiencia como establecimiento de una escala humana

La experiencia como vínculo con la realidad es también y sobre todo un proceso real que establece una suerte de medida general sobre la perspectiva humana sobre el mundo. Como seres individuales, como comunidades o como especie no somos más que sucesos en el orden de las cosas, pero sucesos que interactúan con el mundo desde una “perspectiva”, que no es eliminada ni siquiera en el mapa causal de las cosas que produce la ciencia.

En primer lugar, la vinculación con la realidad a través de la experiencia involucra esencialmente una escala personal, aunque puedan existir experiencias alcanzadas colectivamente o experiencias alcanzadas solamente por el hecho de que la persona forma parte del grupo. No obstante, en el punto nuclear del proceso está el orden de lo personal como un orden respecto al que hay que definir las experiencias como experiencias, pues en otros órdenes aparecen bajo otras descripciones, como hechos naturales o sociales. Repárese en que el nivel personal no es simplemente el nivel de lo corporal, aunque lo corporal esté implicado en el nivel de lo personal; ni tampoco es el nivel de lo mental, que

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aparece como un nivel de sistema de sistemas de control. La escala humana se sitúa en el nivel personal a) en tanto que la persona es un ser que existe en esa dimensión extraña entre el pasado y el futuro imaginados y construidos en forma de historias y proyectos; y b) en tanto que es un ser dependiente de otros seres y que comprende esta dependencia. Este nivel no está arriba ni debajo del cuerpo y la mente, es una forma de ser del complejo mente-cuerpo en el mundo y en la sociedad. Solamente en esta existencia se convierte en un marco de referencia respecto al cual las experiencias se convierten en unidades que establecen la escala humana. La escala humana implica que solamente interacciones que puedan ser medidas con respecto a ella pueden ser candidatos a conformar un mundo de sentido.

El nivel personal en lo que respecta a la experiencia es irreductible e ineliminable: el yo, tú, etc., conforman una secuencia de constitución que se refiere siempre a lo personal. En este sentido ocurre algo similar a otras propiedades como, por ejemplo, la salud o la sanidad pública: no se puede descender a niveles puramente orgánicos o ascender a niveles sociales sin que la propiedad deje de tener sentido. La escala personal se sitúa en la agencia como su expresión constitutiva: la agencia es la capacidad de interacción con la realidad en la que pueden darse experiencias. Los otros ámbitos de lo humano pueden ser también ámbitos de interacción con lo real, pero solamente en tanto que seres dotados de agencia son los humanos seres capaces de experienciar el mundo. Pues la agencia es la capacidad de determinación de lo que ocurre en el nivel experiencial como un suceso que afecta a la primera persona.

5.3. Las capas de la experiencia

Culmina la experiencia humana en un juicio, entendido como expresión de lo que el sujeto logra con ella. Puede que consista este juicio en el establecimiento de un hecho, como resultado de una observación activa o un experimento; puede consistir también en el autoexamen que culmina la interacción con lo real y responde a los puntos prominentes de este camino. En cualquiera de los casos, lo que debe ocurrir es que el agente responda con lo que él es y no solamente con el ejercicio más o menos fiable de alguna de sus facultades, como final de una trayectoria en la que se sabe modificado por la integración procesual en lo real. En términos de Dewey de nuevo, deberíamos concebir la experiencia como un cumplimiento, como un corte que el sujeto instituye en la continuidad de su corriente vital, de manera que se crea una asimetría entre lo que era antes y lo que será después de la experiencia.

Un ser humano es un ser histórico en dos sentidos: en un primer sentido, es histórico en cuanto está sometido a cambio, desarrollo y transformación como resultado del acoplamiento de sus estructuras orgánicas y cerebrales y un medio físico, cultural y social. Esta interacción contingente con su entorno recorre senderos irrepetibles, autoidénticos, que particularizan a ese ser como un individuo. En un segundo y más profundo sentido, un sujeto está constituido por irreversibilidades y asimetrías que son el producto de sus experiencias. Su sentido

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de lo real se va formando por esos dientes de sierra que son como un trinquete en el discurrir de su vida. “Tú ya no puedes volver atrás/porque la vida ya te empuja/como un aullido interminable” escribía José Agustín Goytisolo a su hija Julia: ésta es la experiencia de la experiencia. Si la realidad se compone de hechos, la conciencia de lo real se compone de experiencias.

En esta constatación de lo irreversible de la experiencia, el empirismo es también una forma de experiencia filosófica del mundo. La historia, personal o colectiva, cotidiana o científica, banal o artística, como una secuencia de asimetrías, creada por las irreversibilidades de la experiencia, se desenvuelve en una doble dimensión de lo que es, y la experiencia de lo que es, y la reacción del agente a cómo debería ser, o cómo debería haber sido o cómo tendría que ser. Esta reacción puede entenderse como una proyección del sujeto en lo real que tiene características estéticas y morales. No debe entenderse esta bidimensionalidad como una dicotomía entre el ser y el debe ser, sino como una simultánea y compleja aceptación de lo que ha sido y una respuesta en forma de juicio que sitúa al sujeto en una dimensión de lo posible donde se instala como ser parcialmente desacoplado de lo real.

El juicio que acompaña a la experiencia se proyecta hacia el pasado y hacia el futuro. En primer lugar, porque el marco temporal en el que la experiencia adquiere sentido es la serie A de McTaggart, un tiempo articulado por los tiempos verbales y no por un orden externo depositado en los esquemas abstractos de relojes y calendarios. Pues, así como un cumpleaños indica un punto en una secuencia objetiva, la experiencia de cumplir años nace de la compleja forma en la que los humanos habitan en el tiempo y en cómo constituyen sus relatos personales (o familiares o colectivos). En segundo lugar, porque el juicio experiencial tiene lugar en un espacio de posibilidades que está instituido por el espacio conceptual del sujeto: el mero hecho de considerar un hecho como relevante hace resonar la situación propia en un espacio de posibilidades. El hecho adquiere sentido y relevancia porque es confrontado con otras alternativas posibles. En lo que respecta al pasado, la experiencia actual es siempre la del juicio de lo que fue en tanto que necesario contra el trasfondo de lo que podría haber sido. Todo juicio sobre lo pasado es contrafactual en tanto que es un juicio acerca de cómo aquel suceso se ordena a la situación presente. En cosmología esta proyección es la que se recoge formalmente en el principio antrópico débil, que mira hacia el pasado del universo desde las condiciones finales que configuran el hecho de que el observador está mirando hacia el pasado. Es esta manera de mirar hacia atrás la que condiciona conceptualmente las condiciones iniciales que deben ser buscadas en el pasado. Contrafactualmente, otras trayectorias del universo habrían impedido el hecho mismo de preguntarse por las condiciones iniciales. En algún sentido, este principio antrópico establece canónicamente la forma humana de entender el pasado. El juicio modal sobre el pasado desde el presente entraña emociones reactivas en la forma de nostalgias, resentimientos, resignación, ira, etc., y, sobre todo, entraña un juicio sobre el presente como resultado de esa observación del pasado. La experiencia es, en este sentido, siempre presentista:

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representa el pasado, pero no lo revive, y por tanto lo juzga con los instrumentos conceptuales del presente, lo vive como recuerdo presente.

La arquitectura temporal de la experiencia se abre igualmente al futuro: el logro que significa una experiencia implica igualmente una forma de apertura hacia el futuro10 en la forma de una espera que es instaurada por la experiencia presente. Esta dimensión de apertura que tiene toda experiencia comienza en los niveles más básicos como son la objetivización de lo real: explicar una secuencia de percepciones como el resultado de una interacción causal con un objeto es saber que ese objeto estará ahí cuando el sujeto deje de interactuar con él. Pero alcanza también a la proyección en el futuro de la trayectoria propia: la experiencia es una condición de la esperanza y de la angustia, las dos formas básicas de situarse el sujeto ante la trayectoria propia. Son partes de la experiencia vital, pero también son resultado de la experiencia: solamente seres con experiencia pueden adoptar la esperanza o la angustia como actitudes ante la continuidad de la trayectoria de las cosas.

Estas dimensiones temporales de la experiencia son formas de proyección de la escala humana en el tiempo de lo real. Las cosmogonías y las historias naturales operan como objetivaciones del discurrir real que no eliminan sino que suponen la escala humana. Aunque en física la dimensión temporal palidece, cuando no desaparece en un continuo geométrico espacio-temporal, ocurre como con las series A y B temporales: la serie B resulta de la objetivización, pero no elimina la serie A, que depende del hecho objetivo mismo de que los humanos somos seres termodinámicos que habitamos en el tiempo en una suerte de eterna asimetría e irreversibilidad. Saber que el mundo tiene más estratos que aquellos en los que la termodinámica es la capa prominente de la dinámica de las cosas no elimina el punto de vista humano que sitúa su realidad en esa capa.

La propuesta que modestamente hacemos, de reivindicar la idea deweyana de experiencia implica, de acuerdo a esta centralidad del punto de vista humano que proponemos, revisar nuestro concepto de objetividad, que debería dejar de ser un supuesto a priori de las cosas para comenzar a ser lo que deseamos que sea, un resultado de prácticas de objetivación que consideremos epistémica y moralmente legítimas. Hay tres dimensiones de la objetividad que son mucho mejor explicadas en cuando la consideramos como un resultado desde la experiencia y no antes de la experiencia:

10 Carlos Thiebaut me ha señalado perspicazmente esta dimensión de futuro que tiene toda experiencia.

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1. La objetividad es una suerte de invariancia ante el cambio de perspectiva.

2. La objetividad es una affordance: un conjunto de propiedades de las cosas que crean espacios de posibilidad, de accesibilidad, de oportunidad, pero que deben definirse de acuerdo a las capacidades conceptuales y prácticas.

3. La objetividad es una característica que nos permite reidentificar los particulares, las sustancias, los objetos

La objetividad no se “construye”, pero no está trascendentalmente al comienzo, sino que resulta de nuestro estar en el mundo: el cemento causal de lo real, en un mundo dinámico configurado por los estados e interacciones de energía e información, se convierte en un mundo de objetos y propiedades en tanto que hay prominencias e invariancias que constituyen un medio en el que nuestras prácticas y experiencias tienen sentido, son “fines” en el sentido de Dewey, son finales de procesos que sirven de referencia a nuestras prácticas y experiencias de interacción causal con el mundo. En tanto que somos nosotros mismos nada más que trozo de flujos causales, nuestra identidad como organismos vivos, nuestra identidad como seres y como personas no puede ser independiente de nuestras prácticas de discriminación y reidentificación. En estas prácticas es donde se experiencia la invariancia y el carácter de ventana de posibilidad que constituye nuestra realidad. Objetos y propiedades objetivas son, en este sentido, prominencias que pasado los filtros de objetivación destinados precisamente a confirmar y asegurar la invariancia y potencialidad, la reidentificabilidad de los trozos de realidad que nos son comprensibles.

Por otra parte, tales prácticas están construidas con andamios que son, a su vez objetos, artefactos y propiedades objetivas sin las que no podríamos determinar la objetividad de aquella realidad que estamos filtrando. En estas prácticas, los humanos ponemos la escala sin la que no tendrían sentido ni la prominencia ni la relevancia. Es una escala, sin embargo, que no es ella misma ajena a lo contextual, que exige necesariamente su aplicación en un contexto. Tal contexto establece una suerte de relacionalidad o relatividad que es fijado por un nicho ecológico-cultural de artefactos y representaciones. Por ejemplo, decimos “en el contexto de la vida humana”, “en el contexto de la historia del universo”: sin mapas, calendarios y prácticas de fijación de postes de referencia, estas frases son completamente vacías. Las invariancias, entre las que probablemente la más importante sea el valor de verdad de las proposiciones, no tendrían sentido si no se determinase el contexto y la escala. En este marco es donde la experiencia humana fija una suerte de absoluto, como cuando decimos en el ámbito moral que la persona es sagrada, o que el daño que no tendría que haber sido establece el ámbito de lo moral. Estas normas hablan de invariancias que remiten a la experiencia como lugar desde el que tiene sentido la realidad. Lo que en términos wittgensteinianos, sería algo así como parte de la gramática del término “realidad”.