marcel schwob (1867-1905) las vidas imaginarias (1896)

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1 MATERIAL DE LECTURA 02 3305-RB-U 2019 Spis treści Marcel Schwob (1867-1905) ................................................................................................................... 1 Jorge Luis Borges (1899-1986) ............................................................................................................. 10 Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) ...................................................................................................... 14 Roberto Bolaño (1953-2003)................................................................................................................. 18 Marcel Schwob (1867-1905) Las vidas imaginarias (1896) Prólogo del autor La ciencia de la historia nos sume en la incertidumbre acerca de los individuos. No nos los muestra sino en los momentos que empalmaron con las acciones generales. Nos dice que Napoleón estaba enfermo el día de Waterloo, que hay que atribuir la excesiva actividad intelectual de Newton a la absoluta continencia propia de su temperamento, que Alejandro estaba ebrio cuando mató a Klitos y que la fístula de Luis XIV pudo ser la causa de algunas de sus resoluciones. Pascal especula con la nariz de Cleopatra si hubiese sido más corta– o con una arenilla en la uretra de Cromwell. Todos esos hechos individuales no tienen valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque hubieran podido cambiar su ilación. Son causas reales o posibles. Hay que dejarlas para los científicos. El arte es lo contrario de las ideas generales, describe sólo lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica. En tanto como a nosotros atañe, nuestras ideas generales pueden ser similares a las que rigen en el planeta Marte y tres líneas que se cortan forman un triángulo en todos los puntos del universo. Pero mírese una hoja de árbol, sus nervaduras caprichosas, sus tintes que varían con la sombra y el sol, la protuberancia que ha levantado en ella la caída de una gota de lluvia, la picadura que le dejó un insecto, el rastro plateado del pequeño caracol, el primer dorado mortal que le imprimió el otoño; búsquese una hoja exactamente igual en todos los grandes bosques de la tierra; lanzo el desafío. No hay ciencia del tegumento de un foliolo, de los filamentos de una célula, de la curvatura de una vena, de la manía de una costumbre, de los arranques de un carácter. Que un hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más arriba que otro, la articulación del brazo nudosa; que haya acostumbrado comer pechuga de pollo a una hora determinada, que haya preferido el Malvoisie al Chateau-Margaux, eso es lo que no tiene paralelo en el mundo. Lo mismo que Sócrates, Tales hubiera podido decir NOO-IEFAYTON*, pero no

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MATERIAL DE LECTURA 02

3305-RB-U 2019

Spis treści Marcel Schwob (1867-1905) ................................................................................................................... 1

Jorge Luis Borges (1899-1986) ............................................................................................................. 10

Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) ...................................................................................................... 14

Roberto Bolaño (1953-2003) ................................................................................................................. 18

Marcel Schwob (1867-1905)

Las vidas imaginarias (1896)

Prólogo del autor

La ciencia de la historia nos sume en la incertidumbre acerca de los individuos. No

nos los muestra sino en los momentos que empalmaron con las acciones generales. Nos

dice que Napoleón estaba enfermo el día de Waterloo, que hay que atribuir la excesiva

actividad intelectual de Newton a la absoluta continencia propia de su temperamento,

que Alejandro estaba ebrio cuando mató a Klitos y que la fístula de Luis XIV pudo ser la

causa de algunas de sus resoluciones. Pascal especula con la nariz de Cleopatra –si

hubiese sido más corta– o con una arenilla en la uretra de Cromwell. Todos esos hechos

individuales no tienen valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque

hubieran podido cambiar su ilación.

Son causas reales o posibles. Hay que dejarlas para los científicos.

El arte es lo contrario de las ideas generales, describe sólo lo individual, no desea sino

lo único. No clasifica, desclasifica.

En tanto como a nosotros atañe, nuestras ideas generales pueden ser similares a las

que rigen en el planeta Marte y tres líneas que se cortan forman un triángulo en todos

los puntos del universo. Pero mírese una hoja de árbol, sus nervaduras caprichosas, sus

tintes que varían con la sombra y el sol, la protuberancia que ha levantado en ella la

caída de una gota de lluvia, la picadura que le dejó un insecto, el rastro plateado del

pequeño caracol, el primer dorado mortal que le imprimió el otoño; búsquese una hoja

exactamente igual en todos los grandes bosques de la tierra; lanzo el desafío. No hay

ciencia del tegumento de un foliolo, de los filamentos de una célula, de la curvatura de

una vena, de la manía de una costumbre, de los arranques de un carácter. Que un

hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más arriba que otro, la articulación del brazo

nudosa; que haya acostumbrado comer pechuga de pollo a una hora determinada, que

haya preferido el Malvoisie al Chateau-Margaux, eso es lo que no tiene paralelo en el

mundo. Lo mismo que Sócrates, Tales hubiera podido decir NOO-IEFAYTON*, pero no

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se habría frotado la pierna de la misma manera, en la prisión, antes de beber la cicuta.

Las ideas de los grandes hombres son patrimonio común de la humanidad; lo único que

cada uno de ellos poseyó realmente fueron sus rarezas. El libro que describiera a un

hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte similar a una estampa japonesa

en la cual se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga vista una vez a una hora

particular del día.

Las historias callan estas cosas. En la árida colección de materiales que suministran los

testimonios no hay muchos resquicios singulares e inimitables. LOS biógrafos, los

antiguos sobre todo, son avaros. Como casi todo lo que estimaban era la vida pública o

la gramática, lo que nos transmitieron de los grandes hombres fueron sus discursos y los

títulos de sus libros. Fue Aristófanes mismo quien nos dio la alegría de saber que era

calvo y si la nariz chata de Sócrates no hubiese sido objeto de comparaciones literarias, si

su costumbre de andar descalzo no hubiese sido parte de su sistema filosófico de

desprecio por el cuerpo, no habríamos conservado de él sino sus interrogatorios sobre

moral. Los comadreos de Suetonio son sólo polémicas llenas de rencor. El buen genio de

Plutarco a veces hizo de él un artista; pero no supo comprender la esencia de su arte, puesto que

imaginó "paralelas" ¡como si dos hombres descritos exactamente con todos sus detalles

pudiesen parecerse! No queda más que consultar a Ateneo, a Aulio Gelio, a los Escoliastas y a

Diógenes Laercio, quien creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía.

El sentimiento de lo individual se ha desarrollado más en los tiempos modernos. La

obra de Boswell sería perfecta si no hubiese creído necesario citar la correspondencia de

Johnson y hacer digresiones sobre sus libros. Las vidas de las personas eminentes de

Aubrey son más satisfactorias. Aubrey tuvo, sin duda, instinto de biógrafo. ¡Es

lamentable que el estilo de este excelente anticuario no esté a la altura de su concepción!

Su libro hubiese sido la recreación eterna de los espíritus avisados. Aubrey nunca

experimentó la necesidad de establecer una relación entre los detalles individuales y las

ideas generales. Le bastaba con que otros hubiesen señalado para la celebridad a los

hombres por los cuales se interesaba. Casi nunca se sabe si habla de un matemático, de

un hombre de Estado, de un poeta o de un relojero, pero cada uno de ellos tiene su rasgo

único, que lo diferencia para siempre entre todos los hombres.

El pintor Hokusaí esperaba alcanzar el ideal de su arte cuándo tuviera ciento diez

años. En ese momento, decía, todo punto, toda línea trazados por su pincel cobrarían

vida. Por vida entiéndase individualidad. No hay nada más parecido entre sí que los

puntos y las líneas; la geometría se fundamenta en ese postulado. El arte perfecto de

Hokusaí exigía que nada fuera más diferente. Asimismo, el ideal del biógrafo sería

diferenciar al infinito el aspecto de dos filósofos que hubiesen inventado poco más o

menos la misma metafísica. Es por esto que Aubrey, que se consagra únicamente a los

hombres, no alcanza la perfección, pues no ha sabido consumar la milagrosa transformación

que Hokusaí esperaba de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no había llegado a la edad

de ciento diez años. Es muy estimable, no obstante, y se daba cuenta del alcance de su libro.

"Recuerdo –dice en su prefacio a Anthony Wood– una frase del general Lambert: "that the best

of men are but men at the best" de lo cual se encontrarán muchos ejemplos en esta ardua y

precipitada colección. Por ello estos arcanos no deberán ser expuestos a la luz sino dentro de

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unos treinta años. Conviene, efectivamente, que el autor y los personajes (como los nísperos)

estén podridos antes".

Se podría descubrir en los predecesores de Aubrey algunos rudimentos de su arte. Así

Diógenes Laercio nos informa que Aristóteles llevaba en el estómago una bolsa de cuero

llena de aceite caliente y que en su casa se encontró, después de su muerte, una gran

cantidad de vasijas de tierra. No sabremos nunca lo que Aristóteles hacía con todo ese

cacharrerío. Y el misterio es tan agradable como las conjeturas en las cuales Roswell nos

deja sumidos acerca del uso que Johnson hacía de las cáscaras de naranja secas que

acostumbraba guardar en sus bolsillos. En esto Diógenes Laercio se alza casi a lo

sublime del inimitable Boswell. Pero estos son placeres raros. Aubrey, en cambio, nos

los ofrece en cada línea. "Milton –nos dice– pronunciaba la letra R muy dura". Spencer

"era un hombre pequeño, llevaba los cabellos cortos, una pequeña gorguera y pequeños

puños de encaje". Barclay vivía en Inglaterra allá por la época tempore R. Jacobi. Era

entonces un hombre viejo, de barba blanca y llevaba un sombrero con plumas, lo que

escandalizaba a algunas personas serias". A Erasmo "no le gustaba el pescado, no

obstante haber nacido en una ciudad pesquera". En cuanto a Bacon "ninguno de sus

servidores osaba presentarse ante él sin botas de cuero de España, pues olía inmediatamente el

olor a cuero de becerro, que le era desagradable". El doctor Fuller "tenía la cabeza tan metida

en su trabajo que, mientras se paseaba y meditaba antes de cenar, comía un pan de dos centavos

sin darse cuenta". Acerca de Sir William Davenant hace esta observación: "Yo estaba en su

entierro; tenía un féretro de nogal. Sir John Denham aseguró que era el más hermoso féretro

que hubiese visto nunca". A propósito de Ben Jonson escribe: "Oí decir al señor Lacy, el actor,

que tenía la costumbre de usar una capa parecida a una capa de cochero, con aberturas debajo

de las axilas". Esto fue lo que lo impresionó de William Pryne: "Su manera de trabajar era esa.

Se ponía un largo gorro puntiagudo que le caía por lo menos dos o tres pulgadas sobre los ojos

y que le servía como pantalla para proteger sus ojos de la luz y cada tres horas más o menos, su

criado debía llevarle un pan y un jarro de cerveza para que se refocilara su ánimo; de

modo que trabajaba, bebía y masticaba su pan y esto lo entretenía hasta la noche,

cuando tomaba una buena cena". Hobbes "se puso muy calvo en su vejez; no obstante,

en su casa, tenía la costumbre de trabajar con la cabeza descubierta y decía que nunca

sentía frío pero que lo que más le fastidiaba era el tratar de impedir que las moscas

fueran a posarse en su calvicie". No nos dice nada del Océano, de John Harrington, pero

nos cuenta que el autor, "AD 1660, fue enviado prisionero a la Torre, donde se lo

encerró y después a Portsey Castle. Su estancia en esas prisiones (dado que era un

gentilhombre de mucho espíritu y cabeza caliente) fue la causa procatártica de su delirio

o de su locura, que no fue furiosa; conversaba de manera bastante razonable y era de

trato muy placentero; pero lo asaltó la fantasía de que su sudor se convertía en moscas y

a veces en abejas ad celera sobrius e hizo construir una versátil casilla de tablas en el

jardín del señor Hart (en frente de St. James's Parle) para hacer un experimento. La

volvía hacia el sol y se sentaba enfrente; después hacía que le llevaran sus colas de zorro

para espantar y aniquilar a todas las moscas y abejas que allí se encontraran; en seguida

cerraba todo.

Ahora bien; este experimento lo hacía sólo en época de calor, de manera que algunas

moscas se ocultaban en las hendiduras y en los pliegues de las cortinas Al cabo de un

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cuarto de hora, más o menos, el calor hacía salir de su agujero a una mosca o dos, o más.

Entonces exclamaba: ¿No ven claramente que salen de mí?"

He aquí todo lo que nos dice de Meriton. "Su verdadero nombre era Head. El señor

Bovey lo conocía bien. Nació en. . . Era librero en Little Britain. Había vivido con los

gitanos. Tenía el aspecto de un pillo con sus ojos picaros. Podía revestir no importa qué

forma. Quebró dos o tres veces. Fue librero por fin, o cerca de su fin. Se ganaba la vida

con sus borroneos. Le pagaban 20 chelines la hoja. Escribió unos cuantos libros: The

English Rogue, The Art of Wheadling, etcétera. Ahogóse camino de Plymouth en alta

mar hacia 1676, a la edad de 50 años, más o menos.

Se ha de citar por fin su biografía de Descartes:

Meur. RENATUS DESCARTES

"Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathematicus et Philosophus, matus

Turonum, pridie Calendas Apriles 1596. Denatus Holmiae, Calendis Februari, 1650

(Encuentro esta inscripción al pie de su retrato por C. V. Dalen). Cómo pasó su tiempo

en su juventud y con qué método llegó a ser tan sabio, él mismo lo cuenta al mundo en

su tratado intitulado De la Méthode. La Sociedad de Jesús se jacta de que en la orden

haya recaído el honor de educarlo. Vivió algunos años en Egmont (cerca de La Haya) en

donde dató varios de sus libros. Era un hombre demasiado sensato como para cargar con una

mujer; pero, dado que era hombre, tenía los deseos y apetitos de un hombre.

Por eso mantenía a una hermosa mujer de buena condición a la que amaba y con la cual

tuvo algunos hijos (creo que dos o tres). Sería muy sorprendente que, salidos de los

riñones de un tal padre, no hubiesen recibido una buena educación. Era tan

eminentemente sabio que todos los sabios lo visitaban y muchos de ellos le rogaban que

les mostrara sus. . . de instrumentos (en esa época la ciencia matemática estaba

fuertemente ligada al conocimiento de los instrumentos y, tal como lo decía el Sr. H. S., a

la práctica de los trucos). Entonces sacaba un pequeño cajón de debajo de la mesa y les

mostraba un compás que tenía uno de sus brazos roto; y después, como regla, usaba una

hoja de papel doblada en dos". Está claro que Aubrey tuvo perfecta conciencia de su

trabajo. No se crea que desconociera el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de

Hobbes. No era eso lo que le interesaba. Nos dice muy claramente que Descartes mismo

expuso su método al mundo. No ignora que Harvey descubrió la circulación de la

sangre, pero prefiere anotar que ese gran hombre pasaba sus insomnios paseándose en

camisa, que tenía mala letra y que los más célebres médicos de Londres no hubieran

dado ni cinco centavos por una de sus recetas. Está seguro de habernos instruido acerca

de Francis Bacon cuando nos explica que tenía ojos vivaces y delicados color de

almendra y parecidos a los de una víbora. Pero no es tan grande artista como Holbein.

No sabe fijar por la eternidad a un individuo por sus rasgos especiales en un fondo de

semejanza con el ideal. Le da vida a un ojo, a la nariz, a la pierna, a la mueca de sus

modelos, pero no sabe animar el rostro. El viejo Hokusaí veía bien que había que llegar a

hacer individual lo que hay de más general. Aubrey no tuvo la misma penetración. Si el

libro de Boswell cupiera en diez páginas, sería la obra de arte esperada. El sentido

común del doctor Johnson está compuesto por los lugares comunes más vulgares; y

expresado con la violencia extravagante que Boswell supo pintar, tiene una calidad

única en este mundo. Sólo que ese pesado catálogo se parece a los mismos diccionarios

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del doctor; de él podría inferirse una Scientia Johnsoniana, con un índice. Boswell no

tuvo el coraje estético de escoger.

El arte del biógrafo consiste justamente en la elección. No tiene que preocuparse por

ser veraz; debe crear sumido en un caos de rasgos humanos. Leibnitz dijo que para

hacer el mundo Dios eligió el mejor de entre los posibles. El biógrafo, como una

divinidad inferior, sabe elegir de entre los posibles humanos, aquel que es único. No

debe equivocarse acerca del arte así como Dios no se equivocó acerca de la bondad. Es

necesario que el instinto de los dos sea infalible. Pacientes demiurgos han acumulado

para el biógrafo ideas, movimientos de fisonomía, acontecimientos, Su obra se encuentra

en las crónicas, las memorias, las correspondencias y los escolios. De esta grosera

aglomeración el biógrafo entresaca lo necesario para componer una forma que no se

parezca a ninguna otra. No es de utilidad que sea parecida a aquella que fue creada

otrora por un dios superior, con tal que sea única, como toda nueva creación.

Los biógrafos, por desgracia, han creído, generalmente, que eran historiadores y así nos

han privado de retratos admirables. Supusieron que sólo la vida de los grandes hombres podía

interesarnos. El arte es ajeno a esas consideraciones. Para un pintor el retrato de un hombre

desconocido por Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre

de Erasmo que ese cuadro es imitable. El arte de un biógrafo radicaría en atribuirle tanto valor

a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakespeare. Es un bajo instinto lo que nos hace

notar con placer el acortamiento del esternomastoideo en el busto de Alejandro o la mecha en

la frente en el retrato de Napoleón. La sonrisa de Mona Lisa, de la cual no sabemos nada (tal

vez sea un rostro de hombre) es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusaí lleva a más

profundas meditaciones. Si se tratase de cultivar el arte en el cual descollaron Boswell y Aubrey

no habría, sin ninguna duda, que describir minuciosamente al más grande hombre de su tiempo,

o anotar la característica de los más célebres del pasado, sino contar con el mismo esmero las

existencias únicas de los hombres, así hayan sido divinos, mediocres o criminales.

POCAHONTAS

Princesa

Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho

como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas

de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras,

entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y

que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un

servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la

floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para

distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en

la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas,

saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba,

desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres

arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac

y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y

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llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable

pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del

gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien

en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por

las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el

tráfico con los indígenas.

Al principio fueron recibidos con gran ceremonia. Un sacerdote salvaje tocó ante ellos

una flauta de caña; alrededor de sus cabellos anudados llevaba una corona de pelos de

gamo teñida de rojo y abierta como una rosa. Su cuerpo estaba pintado de carmesí, su

rostro de azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata nativa. Así, con la faz

impasible, se sentó en una estera y fumó una pipa de tabaco.

Después otros se alinearon en columnas de a cuatro, pintados de negro y de rojo y de

blanco y algunos por mitades, cantando y bailando delante de su ídolo Oki, hecho con

pieles de serpientes rellenas de musgo y adornadas con cadenas de cobre.

Pero pocos días después, cuando el capitán Smith exploraba el río en una canoa, fue

de pronto asaltado y maniatado. Lo llevaron en medio de terribles alaridos a una casa

larga donde lo custodiaron cuarenta salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de

rojo y sus rostros negros cruzados por dos grandes franjas blancas, circundaron por dos

veces el fuego de la casa de guardia con un reguero de harina y de granos de trigo. En seguida

John Smith fue conducido a la choza del rey. Powhatan vestía su manto de

pieles y aquellos que estaban alrededor de él tenían los cabellos adornados con plumas

de pájaro. Una mujer llevó al capitán agua para lavarle las manos y otra se las secó con

un manojo de plumas. Mientras tanto, dos gigantes rojos depositaron dos piedras planas

a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano, como señal de que John Smith iba a ser

acostado en esas piedras y que se le aplastaría la cabeza a mazazos.

Pocahontas tenía apenas doce años y sacaba tímidamente la cabeza por entre los

consejeros pintarrajeados. Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso su cabeza contra la

mejilla de éste. John Smith tenía veintinueve años. Tenía grandes bigotes enhiestos, la

barba en abanico y su rostro era aguileño. Se le dijo que el nombre de la muchachita del

rey, que le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero no era su verdadero nombre. El

rey Powhatan hizo las paces con John Smith y lo puso en libertad.

Un año más tarde el capitán Smith acampaba con su tropa en la selva fluvial. La noche

era densa; una lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente, Pocahontas tocó

el hombro del capitán. Había atravesado, sola, las espantosas tinieblas de los bosques.

Le susurró que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos cuando estuvieran

comiendo. Le suplicó que huyera si quería salvar su vida. El capitán Smith le ofreció

abalorios y cintas; pero ella lloró y respondió que no se atrevía. Y huyó, sola, por el

bosque.

Al año siguiente, el capitán Smith cayó en desgracia con los colonos y, en 1609, lo

embarcaron para Inglaterra. Allí compuso libros sobre Virginia, en los cuales explicaba

la situación de los colonos y contaba sus aventuras. Hacia 1612, un cierto capitán Argall,

que había ido a comerciar con los potomacs (que era el pueblo del rey Powhatan) raptó

por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró en un navío como rehén. El rey, su

padre, se indignó, pero no le fue devuelta. Así languideció prisionera hasta el día en que

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un gentilhombre de buena presencia, John Rolfe, se prendó de ella y la desposó. Fueron

casados en abril de 1613. Dicen que Pocahontas confesó su amor a uno de sus hermanos,

que fue a verla. Llegó a Inglaterra en el mes de junio de 1616, donde despertó, entre la

gente de la sociedad, gran curiosidad por visitarla. La buena reina Ana la acogió con

ternura y mandó que se grabara su retrato.

El capitán John Smith, que estaba a punto de partir otra vez para Virginia, fue a

rendirle pleitesía antes de embarcarse. No la había visto desde 1608. Ahora tenía

veintidós años. Cuando él entró, ella volvió la cabeza y ocultó el rostro, no respondió a

su marido ni a sus amigos y permaneció sola durante dos o tres horas. Después

preguntó por el capitán. Entonces alzó los ojos y le dijo:

–Usted le había prometido a Powhatan que todo lo suyo sería de él y él hizo lo mismo;

extranjero en su patria, lo llamaba padre; por ser yo extranjera en la suva, lo llamaré así.

El capitán Smith arguyó razones de protocolo, pues ella era hija de rey.

Ella continuó:

–Usted no tuvo miedo de ir al país de mi padre y lo asustó, a él y a toda su gente, pero

no a mí. ¿Tendrá miedo, acaso, de que aquí lo llame padre mío? Le diré padre mío y

usted me dirá hija mía, y yo seré para siempre de la misma patria que usted. Allá me

habían dicho que usted había muerto. . .

Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por

temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso

nombre de Pocahontas.

John Smith partió para Virginia y nunca más volvió a ver a Matoaka. Ella cayó

enferma en Gravesend, a comienzos del año siguiente, empalideció y murió. Aún no

tenía veintitrés años.

Su retrato está orlado por este exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissími

príncipis Powahatami imperatoris Virginie. La pobre Matoaka tenía un sombrero de

fieltro, alto, con dos guirnaldas de perlas; una gran gorguera de encaje tieso y llevaba un

abanico de pluma. Tenía el rostro afinado, los pómulos salientes y grandes ojos dulces.

LOS SEÑORES BURKE Y HARE

Asesinos

El señor William Burke ascendió de la condición más baja a una celebridad eterna.

Nació en Irlanda y comenzó como zapatero. Ejerció ese oficio durante muchos años en

Edimburgo, donde se hizo amigo del señor Hare, en quien ejerció una gran influencia.

No cabe duda de que, en la colaboración de los señores Burke y Hare, el poder de

inventiva y de síntesis haya pertenecido al señor Burke. Pero sus nombres perduran

inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron

juntos y fueron apresados juntos. El señor Hare no protestó nunca contra la popularidad

que favoreció muy particularmente a la persona del señor Burke. Un tan completo

desinterés no recibió su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al

procedimiento especial que dio celebridad a los dos colaboradores. El monosílabo burke

vivirá mucho tiempo todavía en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare se

haya desvanecido en el olvido que se abate injustamente sobre los trabajadores

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obscuros. El señor Burke parece haber puesto en su obra la fantasía maravillosa de la isla

verde donde había nacido. Su alma debió de estar empapada en los relatos del folklore.

Hay, en lo que hizo, como un remoto relente de las Mil y una noches. Semejante al califa

que deambulaba por los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras,

pues era curioso de relatos desconocidos y de personas extranjeras. Semejante al gran

esclavo negro armado con una pesada cimitarra, no encontró ninguna más digna

conclusión para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad

anglosajona consistió en que logró sacar el más grande provecho de las correrías de su

imaginación de celta. Cuando su gozo artístico había terminado ¿qué hacía el esclavo

negro, decidme, con aquellos a quienes les había cortado la cabeza? Con una barbarie muy

árabe, los descuartizaba para conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué provecho

sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.

De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinazarde. Según parece, el poder de

invención del señor Burke fue particularmente excitado por la presencia de su amigo. La

ilusión de sus sueños les permitió valerse de un altillo para alojar allí pomposas

visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa de altos muy

poblada de Edimburgo. Un canapé, una gran caja y algunos enseres de tocador sin

duda, componían casi todo el mobiliario. En una mesita, una botella de whisky con tres

vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera sino a una persona a la vez, nunca la

misma. Su procedimiento consistía en invitar a un transeúnte desconocido, a la caída de

la noche. Deambulaba por las calles para examinar los rostros que despertaban su

curiosidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la amabilidad de que

hubiera podido hacer gala Harún-al-Raschid. El extraño trepaba los seis pisos hasta el

altillo del señor Hare. Se le cedía el canapé; se le daba a beber whisky de Escocia. El

señor Burke le preguntaba cuáles eran los incidentes más sorprendentes de su

existencia. Era un insaciable oyente el señor Burke. El relato era interrumpido siempre

por el señor Hare, antes que despuntara el día. La forma de interrupción del señor Hare

era invariablemente la misma y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor

Hare acostumbraba ir detrás del canapé y aplicar sus dos manos en la boca del narrador.

En el mismo momento, el señor Burke iba a sentarse en el pecho de éste. Los dos, en esa

posición, imaginaban, inmóviles, el fin de la historia, que no oían nunca. De esta

manera, los señores Burke y Hare acabaron una gran cantidad de historias, de las cuales

el mundo no conocerá nada.

Cuando el cuento se detenía definitivamente, junto con el aliento del narrador, los

señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus

alhajas, contaban su dinero, leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecieron de

interés. Después metían el cuerpo en la gran caja del señor Hare para que se enfriara. Y

era entonces cuando el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver estuviese fresco, pero no tibio, para poder utilizar hasta

el último residuo del placer de la aventura.

En esos primeros años del siglo, los médicos estudiaban anatomía con pasión, pero,

debido a los principios de la religión, experimentaban muchas dificultades para

conseguir sujetos para disecar. El señor Burke, como buen espíritu esclarecido, se había

dado cuenta de esta laguna de la ciencia. No se sabe cómo se vinculó con un venerable y

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sabio profesional, el doctor Knox, que enseñaba en la facultad de Edimburgo. Bien

puede ser que el señor Burke hubiese seguido cursos públicos, aunque por su

imaginación debió inclinarse más bien hacia los gustos artísticos. Se sabe con certeza que

prometió al doctor Knox ayudarlo tanto como le fuera posible. Por su parte, el doctor

Knox se comprometió a pagarle por sus esfuerzos. Había una tarifa decreciente según se

tratara de cuerpos de jóvenes o cuerpos de ancianos. Estos últimos interesaban poco al

doctor Knox. De la misma manera opinaba el señor Burke, debido a que, generalmente,

éstos tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas

por su saber en anatomía. Los señores Burke y Hare disfrutaron la vida como diletantes.

Corresponde, sin duda, ubicar en esta época el período clásico de sus existencias.

Porque el genio omnipotente del señor Burke pronto lo arrastró más allá de las

normas y reglas de una tragedia en la cual había siempre un relato y un confidente. El señor

Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia

una especie de romanticismo. El decorado del altillo del señor Hare ya no le

bastaba, e inventó el procedimiento nocturno en la niebla. Los numerosos imitadores del

señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la verdadera

tradición del maestro.

La fecunda imaginación del señor Burke se había cansado de los relatos eternamente

parecidos de la experiencia humana. El resultado no había respondido nunca a su

esperanza. Y acabó por interesarse tan sólo por el aspecto real, siempre variado para él,

de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores dejó de

importarle. Los tomó al azar. El accesorio único del teatro del señor Burke fue una

máscara de tela embebida en pez. El señor Burke salía las noches de bruma con su

máscara en la mano. Lo acompañaba el señor Hare. El señor Burke esperaba al primer

pasante, caminaba delante de él y después, volviéndose, le aplicaba la máscara de pez

en la cara, repentinamente y sólidamente. En seguida los señores Burke y Hare se

apoderaban, cada uno por su lado de los brazos del actor. La máscara de tela empapada

en pez deparaba la simplificación genial de sofocar los gritos y la respiración al mismo

tiempo. Además, era trágico. La bruma esfumaba los gestos del actor. Algunos parecían

representar a un borracho. Cuando la escena terminaba, los señores Burke y Hare

tomaban un cab y desvalijaban al personaje; el señor Hare se encargaba de la ropa y el

señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a lo del doctor Knox.

Y aquí, disintiendo con todos los biógrafos, abandonaré a los señores Burke y Hare en

medio de su aureola de gloria. ¿Por qué destruir un tan hermoso efecto artístico llevándolo

lánguidamente hasta el final de su carrera, revelando sus flaquezas y sus decepciones? No hay

que verlos de otra manera como no sea con su máscara en la mano deambulando en las noches

de niebla. Porque el final de sus vidas fue vulgar y parecido a muchos otros. Parece que uno de

ellos fue colgado y que el doctor Knox tuvo que dejar la facultad de Edimburgo. El señor Burke

no dejó otras obras.

10

Jorge Luis Borges (1899-1986)

La historia universal de la infamia (1935)

Prólogo a la primera edición

Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a

1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los

primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego.

Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de

continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese

propósito visual rige también el cuento "Hombre de la Esquina Rosada".) No son, no

tratan de ser, psicológicos.

En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre

ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún

más tenebrosos y singulares que los buenos autores. Nadie me negará que las piezas

atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste valen notoriamente menos

que las de su esposa y amigos.

Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más

civil, más intelectual.

J.L.B.

Buenos Aires, 27 de mayo de 1935.

Prólogo a la edición de 1954

Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus

posibilidades y que linda con su propia caricatura. En vano quiso remedar Andrew

Lang, hacia mil ochocientos ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su

parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco (Baroco) es el nombre de

uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la

arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo

arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard

Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es

involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John

Donne.

Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas

hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez. invocar la sentencia quod

scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el

irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo

en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos

ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre de

la Esquina Rosada— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco

Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.

En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he intercalado algunas

palabras cultas: vísceras, conversiones, etc. Lo hice, porque el compadre aspira a la

finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres

son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica.

Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad.

Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro.

Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los

tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes;

11

por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado,

pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los

lectores.

En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.

J.L.B.

El asesino desinteresado Bill Harrigan

La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las

tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata,

tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores,

tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra

imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros

pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia,

como una magia.

El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los

veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar

mejicanos".

EL ESTADO LARVAL

Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un

conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés,

pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que

conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también

era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp

Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las

noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo

de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la

ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro

encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.

A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba

sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba.

En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de

un sótano y lo saqueaban.

Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No

desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de

que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.

GO WEST!

Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!»

a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo,

la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los

ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el

hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa

y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire

despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía

apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un

continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos

ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill

Harrigan, huyendo de una celda rectangular.

12

DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO

La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes

discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso

desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el

precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa,

pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de

pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y

ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro,

acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol

pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un

águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas

eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill

Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de

aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo

anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices,

odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe

hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un

mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y

en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos

hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le

susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de

Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de

hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán;

después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto

lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice (1). "Pues yo soy Bill Harrigan, de

New York." El borracho sigue cantando, insignificante.

Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones,

hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone

grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja

de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta.

Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —

ostentosamente.

MUERTES PORQUE SÍ

De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y

murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a

hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la

manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de

Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando.

Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el

odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron

(malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el

otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de

hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.

Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días

y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del

gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa

frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he

ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando

13

hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que

debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos

años practicó ese lujo: el coraje.

La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle

principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las

lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el

revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó

en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el

herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria.

Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto.

Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.

Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la

vidriera del mejor almacén.

Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo

tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.

(1) Is that so?, he drawled.

Hombre de la Esquina Rosada (fragmento)

A Enrique Amorim

A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no

eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de

Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es

noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho

y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida

esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban

más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don

Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al

quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las

chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de

ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la

Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera

condicion de Rosendo.

Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas

coloradas […].

[…]. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una

lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces,

Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al

sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no

quedaba ni un rastrito de sangre.

Índice de las fuentes

El atroz redentor Lazarus Morell.

• Life on the Mississippi, by Mark Twain. New York, 1883.

• Mark Twain's America, by Bernard Devoto. Boston, 1932.

El impostor inverosímil Tom Castro.

• The Encyclopaedia Britannica. Eleventh Edition. Cambridge, 1911.

La viuda Ching, pirata.

14

• The History of Piracy, by Philip Gosse, London, 1932.

El proveedor de iniquidades Monk Eastman.

• The Gangs of New York, by Herbert Asbury. New York, 1927.

El asesino desinteresado Bill Harrigan.

• A Century of Gunmen, by Frederick Watson. London, 1931.

• The Saga of Billy the Kid, by Walter Noble Burns. New York, 1925.

El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké.

• Tales of Old Japan, by A. B. Mitford. London, 1912.

El tintorero enmascarado Hákim de Merv.

• A History of Persia, by Sir Percy Sykes. London, 1915.

• Die Vernichtung der Rose. Nach dem arabischen Urtext uebertragen von

Alexander Schulz. Leipzig, 1927.

Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978)

La sinagoga de los iconoclastas (1972)

Introducción (Ed. Anagrama)

J. Rodolfo Wilcock nos presenta una

singular galería de retratos: las

vidas imaginarias de treinta y seis

personajes, teóricos, utopistas,

sabios, inventores, todos ellos

abnegados héroes del absurdo.

Seres que, apoyándose en las

sólidas bases de la ciencia o de

alguna disciplina presentada como

rigurosa, o, por lo menos

impulsados por una ineludible

intuición, llevan sus consecuencias

hasta el final y se encaminan

tranquilamente y, tal vez, con

argumentos convincentes hacia la

demencia… a menudo, se dice,

limítrofe con el genio. Estas vidas

monstruosas, que la historia intenta

en vano, por pudor, olvidar, son

rescatadas por un enciclopedista

que registra inexorablemente,

Plutarco de lo incongruente,

impasible como Buster Keaton, sus

más memorables peculiaridades.

Saltando a través de disciplinas,

épocas y continentes, encontramos

entre otros a: Juan Valdés y Prom,

filipino, famoso por sus

extraordinarias facultades

telepáticas y por la crisis de

glosolalia que provocó en los ilustres

personajes reunidos en un congreso

en la Sorbona; por lo demás, «se

parecía demasiado a un santo como

para no asociarle inconscientemente

a la idea de burdel». Aaron

Rosenblum, quien preconizaba, en

1940, el retorno a la época

elisabethiana, mediante la abolición

de toda novedad aparecida en el

mundo desde 1580; confiaba en el

apoyo de Hitler, ya que ambos

perseguían el mismo objetivo: la

felicidad del género humano. Yves

de Lalande, primer productor de

novelas a escala realmente

industrial. Sócrates Scholfield,

inventor de un artilugio que

demostraba la existencia de Dios.

Llorenç Riber, catalán, aclamado

director de teatro, quien, entre otras

conspicuas performances, realizó en

15

Oxford un montaje de las

Investigaciones filosóficas de

Wittgenstein. Etc., etc.

La sinagoga de los iconoclastas

evoca los retratos imaginarios de

Marcel Schwob y los libros

inventados de Borges, pero la

profusión de los temas, el ingenio

siempre renovado de Wilcock, y su

inagotable arsenal de humor, casi

siempre homicida, acaban por

conducir a un resultado a menudo

escalofriante. Estos «iconoclastas»

cada uno de los cuales resquebraja

un tanto la imagen que nos hacemos

del universo nos proponen un

contrauniverso al cual podemos

oponer bien pocas certidumbres. Ya

que, y éste es uno de los méritos

principales de este libro de locura

maravillosa casi todas estas teorías

son plausibles, o en todo caso poco

menos que aquellas que se

ponderan gravemente en las

cátedras universitarias.

AARON ROSENBLUM

Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a

matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle,

electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan. Reconforta pensar

que, incluso sin plan, los hombres están y siempre estarán dispuestos a matar, torturar, incinerar,

exiliar, esterilizar, descuartizar, bombardear, etcétera.

Aaron Rosenblum, nacido en Danzig, crecido en Birmingham, también había decidido

hacer feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos: publicó un libro sobre

el tema, pero el libro permaneció largo tiempo ignorado y no tuvo muchos seguidores. De

haberlos tenido, tal vez no existiría ahora ni una sola patata en Europa, ni un farol en las calles,

ni una pluma de metal, ni un piano.

La idea de Aaron Rosenblum era extremadamente sencilla; él no fue el primero en

concebirla, pero sí el primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. Sobre el papel,

únicamente, porque la humanidad no siempre desea hacer lo que debe hacer para ser feliz, o

para lograrlo prefiere elegir sus propios caminos, que en cualquier caso, al igual que los mejores

planes globales, también suponen matanzas, torturas, cárceles, exilios, descuartizamientos,

guerras. Cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía

hacerla famosa, Back to Happiness or on to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el

infierno) apareció en 1940, precisamente cuando el mundo pensante estaba mayoritariamente

entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, de reforma social, de reforma total.

Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la

historia mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente

definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la

sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre

otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en aquel

período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en el lejano

Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia protestante

anglicana.

16

Así que el plan de Back to Happiness era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir

el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las

carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el vota, el gas, los

papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la

industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los

pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos: las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica,

la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la

enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el

café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.

Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los

ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio

militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del

nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el

uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la

persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el

escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como

medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros

de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control

de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las

construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la

alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en

los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas

adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.

Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y

ordenada realización de dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la

colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo

Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más

comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto

que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán

se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la

supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por ejemplo,

o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales.

Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía

alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió

que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar

firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del

pasado en general. Sin embargo, tres meses después de la publicación del libro, el autor fue

reclutado por el Servicio Civil de la Guerra como vigilante de un almacén de nula importancia

en la zona más deshabitada de la costa de Yorhshire. No disponía ni de un teléfono: su utopía

corría el peligro de hundirse en la arena. Sin embargo, en la arena se hundió él, de manera

insólita: mientras paseaba por la playa recogiendo almejas y otros artículos propios del siglo

XVI para el desayuno, en el curso de un ataque aéreo realizado evidentemente a título de

ejercicio, desapareció lacerado en un agujero y sus fragmentos fueron inmediatamente

recubiertos por el mar. Ya se ha hablado de la vocación mortífera de los utopistas; hasta la

17

bomba que le destruyó respondía a una utopía, no tan dispar a la suya, si bien aparentemente

más violenta.

En su esencia, el plan de Rosenblum se basaba en el enrarecimiento progresivo del

presente. Partiendo no de Birmingham, que era demasiado negra y habría necesitado al menos

un siglo de limpieza, sino de un pequeño centro periférico como Pensance, en Cornualles, se

trataba simplemente de delimitar una zona —tal vez adquiriéndola con los fondos de la

Sixteenth Century Society, aún por fundar— para proceder después a la exclusión en el área de

saneamiento, con minucioso valor, de todo y cualquier objeto o costumbre o forma o música o

vocablo que se remontara a los siglos incriminados, o sea XVII, XVIII, XIX y XX. La lista

bastante completa de los objetos, conceptos, manifestaciones y fenómenos a eliminar llena

cuatro capítulos del libro de Rosenblum. Al mismo tiempo, la sociedad e institución

patrocinadora, es decir la Sixteenth Century Society, procedería a insertar todo lo que ya se ha

mencionado —bandidos, velas, espadas, burros de carga, y así sucesivamente durante otros

cuatro capítulos del libro—, lo que debería bastar para convertir a la colonia naciente en un

paraíso, o en algo muy semejante a un paraíso. La gente de Londres acudiría en tropel para

sumergirse en el siglo XVI; la suciedad consiguiente comenzaría inmediatamente a operar una

primera selección natural, necesaria como mínimo para devolver la población a los niveles de

1580. Con las aportaciones de los visitantes y de los nuevos inscritos, la Sixteenth Century

Society se encontraría capacitada, por consiguiente, para ampliar poco a poco su campo de

acción, extendiéndose hasta Londres.

Limpiar Londres de cuatro siglos de construcciones y manufacturados de hierro era un

problema que había que resolver aparte, convocando tal vez un concurso de proyectos abierto

a todos los jóvenes amantes del pasado. Pero algo en este sentido parecía tener ya en la mente

el otro utopista, el del otro lado del Canal de la Mancha; en la duda, Rosenblum optaba por el

cerco: es posible que un mero cinturón del siglo XVI en torno a la capital bastara para conseguir

que todo se derrumbara.

El plan avanzaba después rápidamente hasta cubrir toda Inglaterra y, desde Inglaterra,

Europa. En realidad, los dos utopistas tendían por diferentes caminos hacia la misma meta:

asegurar la felicidad del género humano. Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el

descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo

disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al

Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la población

actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número de millones

de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas propuestas

prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.

18

Roberto Bolaño (1953-2003)

La literatura nazi en América (1996)

Epígrafe:

Cuando el río es lento y se cuenta

con una buena bicicleta o caballo sí es

posible bañarse dos (y hasta tres, de

acuerdo con las necesidades higiénicas de

cada quien) veces en el mismo río. AUGUSTO MONTERROSO

LUZ MENDILUCE THOMPSON Berlín, 1928-Buenos Aires, 1976

Luz Mendiluce fue una niña preciosa y rozagante, una adolescente gorda y

pensativa y una mujer alcohólica y desdichada. Aparte de eso fue, de todos los escritores de

su familia, la que tuvo más talento.

La famosa foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su

vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa junto a

varios retratos de pintores argentinos en donde aparecía ella, niña o adolescente,

generalmente en compañía de su madre. Pese al prestigio de alguno de sus cuadros no es

descartable que en caso de incendio Luz Mendiluce hubiera puesto a salvo de las llamas,

antes que cualquier otra cosa, incluidos algunos cuadernos con textos inéditos, la fotografía.

Solía dar versiones distintas a quienes visitaban su casa y se interesaban por el

origen de tan singular instantánea. A veces decía que se trataba de una huérfana, sin más, y

que la foto había sido tomada en una visita a un orfanato, de las tantas que hacen los

políticos para ganar votantes y publicidad. Otras veces explicaba que se trataba de una

sobrina de Hitler, una niña heroica y desgraciada que había muerto a los diecisiete años

mientras combatía en el Berlín asediado por las hordas comunistas. Y a veces reconocía sin

ambages que se trataba de ella, que Hitler la había acunado y que aún, en sueños, podía

sentir sus brazos fuertes y el aliento cálido por encima de su cabeza, y que probablemente

aquél había sido uno de los mejores momentos de su vida. Tal vez no le faltara razón.

Poetisa precoz, a los dieciséis años publica su primera colección de versos. A los

dieciocho tiene en su haber tres libros editados, vive prácticamente sola y decide casarse

con el joven poeta argentino Julio César Lacouture. El matrimonio cuenta con el

beneplácito de la familia pese a los inconvenientes que a primera vista ofrece el novio.

Lacouture es joven, elegante, culto, de una singular belleza varonil, pero no tiene un peso y

como poeta es una mediocridad. El viaje de novios lo realizan a Estados Unidos y México,

en cuya capital Luz Mendiluce ofrece un recital de poesía. Allí mismo comienzan los

problemas. Lacouture tiene celos de su mujer. Se venga poniéndole cuernos. Una noche, en

Acapulco, Luz sale a buscarlo. Lacouture está en casa del novelista Pedro de Medina. La

casa, en la que durante el día se ha celebrado una barbacoa en honor de la poetisa argentina,

por la noche se ha transformado en un burdel en honor de su cónyuge. Luz encuentra a

Lacouture en compañía de dos putas. Al principio conserva la serenidad. Bebe un par de

tequilas en la biblioteca junto a Pedro de Medina y el poeta realista socialista Augusto

Zamora, quienes intentan calmarla. Hablan de Baudelaire, de Mallarmé, de Claudel y de la

poesía soviética, de Paul Valery y de Sor Juana Inés de la Cruz. La mención de Sor Juana

es la gota que colma el vaso y Luz explota. Coge lo primero que encuentra a mano y vuelve

al dormitorio en busca de su marido. Lacouture, en alto grado de intoxicación etílica, está

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atareado en el proceso de vestirse. Las putas, en paños menores, lo observan desde un

rincón del cuarto. Luz no lo puede resistir y estrella sobre la cabeza de su marido una figura

de bronce que representa a Palas Atenea. Lacouture, con una fuerte conmoción cerebral,

tiene que ser internado en un hospital durante quince días. Vuelven juntos a la Argentina

pero al cabo de cuatro meses se separan.

El fracaso matrimonial sume a Luz en la desesperación. Se dedica a la bebida, a

frecuentar antros y a tener aventuras con los personajes de peor catadura de Buenos Aires.

De esa fecha data su famoso poema Con Hitler fui feliz, texto incomprendido tanto por la

derecha como por la izquierda. Su madre intenta enviarla a Europa, pero Luz se niega. Por

entonces pesa más de noventa kilos (apenas mide 1, 58) y acostumbra a beber una botella

de whisky al día.

En 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin y de Dylan Thomas, publica el

poemario Tangos de Buenos Aires, en donde, además de una versión corregida y aumentada

de Con Hitler fui feliz, se incluyen algunos de sus mejores poemas: Stalin, una fábula

caótica que transcurre entre botellas de vodka y alaridos incomprensibles, Autorretrato,

posiblemente uno de los poemas más crueles que se hayan escrito en la Argentina en la

década de los cincuenta, pródiga en poemas de este tipo, Luz Mendiluce y el Amor, en la

línea del anterior pero con algunas dosis de ironía y de humor negro que lo hacen más

respirable, y Apocalipsis a los cincuenta años, una promesa de suicidio llegada a esa edad

que quienes la conocen tachan de optimista: con el ritmo de vida que lleva, Luz Mendiluce

es una firme candidata a morir antes de los treinta.

Poco a poco va nucleándose a su alrededor una camarilla de escritores demasiado

heterodoxos para el gusto de su madre o demasiado radicales para el gusto de su hermano.

Para los nazis y los resentidos, para los alcoholizados y los marginados sexual o

económicamente Letras Criollas se convierte en punto de referencia obligado y Luz

Mendiluce en la gran mamá de todos y en la papisa de una nueva poesía argentina que la

sociedad de las letras, asustada, intentará aplastar.

En 1958 Luz vuelve a enamorarse. Esta vez el elegido es un pintor de veinticinco

años, rubio, de ojos azules y de una estupidez desarmante. La relación dura hasta 1960,

fecha en la que el pintor se marcha a París con una beca que Luz, por intermediación de su

hermano Juan, le ha conseguido. El nuevo desengaño sirve de motor para la gestación de

otro de sus grandes poemas, La Pintura Argentina, en donde repasa su relación no siempre

armoniosa con pintores argentinos, desde la perspectiva de compradora de arte, de esposa,

de modelo infantil y de modelo adulta.

En 1961, y tras conseguir la anulación de su primer matrimonio, contrae nupcias

con el poeta Mauricio Cáceres, colaborador de Letras Criollas y cultor de una poesía que él

mismo denomina «neogauchesca». Escarmentada, esta vez Luz está decidida a ser una

mujer ejemplar: deja Letras Criollas en manos de su marido (lo que le acarreará no pocos

problemas con Juan Mendiluce, que acusa a Cáceres de ladrón), abandona la práctica de la

escritura y se dedica en cuerpo y alma a ser una buena esposa. Con Cáceres al frente de la

revista pronto los nazis, los resentidos y los problemáticos pasan, en masa, a ser

«neogauchescos». A Cáceres el éxito se le sube a la cabeza. Por un momento llega a creer

que ya no necesita a Luz ni a la familia Mendiluce. Ataca, cuando lo cree conveniente, a

Juan y a Edelmira. Incluso se da el lujo de despreciar a su mujer. No tardan en aparecer

nuevas musas, jóvenes poetisas rendidas ante la viril propuesta «neogauchesca» que logran

atraer la atención de Cáceres. Hasta que de pronto Luz, aparentemente ajena e ignorante de

los negocios de su marido, vuelve a explotar. El incidente es profusamente recogido por la

crónica de sucesos de Buenos Aires. Cáceres y un redactor de Letras Criollas acaban en el

hospital con heridas de bala que en el caso del redactor no revestirán mayor interés pero

que mantendrán a Cáceres internado durante mes y medio. La suerte de Luz no será mucho

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mejor. Tras disparar contra su marido y contra el amigo de su marido se encierra en el baño

y se traga todas las pastillas del botiquín. Esta vez el viaje a Europa es ineludible.

En 1964, y tras pasar por varios sanatorios, Luz vuelve a sorprender a los pocos

pero fíeles lectores: aparece el poemario Como un huracán, diez poemas, ciento veinte

páginas, prólogo de Susy D'Amato (que apenas si entiende una línea de la poesía de Luz,

pero que es de las pocas amigas que le quedan), publicado por una editorial feminista de

México que no tarda en arrepentirse amargamente por apostar por una «conocida militante

de ultraderecha», de la cual desconocían su filiación verdadera, aunque los versos de Luz

están exentos de alusiones políticas, tal vez alguna metáfora («en mi corazón soy la última

nazi») desafortunada, siempre en el plano íntimo. El libro es reeditado un año después en

Argentina y consigue algunas críticas favorables.

En 1967 Luz vuelve a instalarse, ya definitivamente, en Buenos Aires. Un aura de

misterio la envuelve. En París, Jules Albert Ramis ha traducido y publicado prácticamente

toda su poesía. La acompaña un joven poeta español, Pedro Barbero, que hace las veces de

secretario y al que ella llama Pedrito. El tal Pedrito, al contrario que sus esposos y amantes

argentinos es servicial, atento (aunque acaso un poco tosco) y por encima de todo leal. Luz

retoma la dirección de Letras Criollas y se pone al frente de una nueva editorial, El Águila

Herida. Una cohorte de seguidores no tarda en rodearla y celebrarle todas sus ocurrencias.

Pesa cien kilos. Lleva el pelo hasta la cintura y se lava poco. Viste ropas viejas, cuando no

harapos.

Su vida sentimental se ha atemperado. Es decir, Luz Mendiluce ya no sufre. Tiene

amantes, bebe en exceso y a veces abusa de la cocaína, pero su equilibrio espiritual se

mantiene incólume. Es dura. Sus reseñas literarias son temidas y esperadas con fruición por

aquellos a quienes su ingenio y sus dardos envenenados no tocan. Mantiene agrios y

polémicos debates con algunos poetas argentinos (todos hombres, todos famosos) a quienes

satiriza cruelmente por homosexuales (Luz está públicamente en contra de la

homosexualidad aunque en privado abunden los amigos de esta tendencia), por recién

llegados o por comunistas. Una buena parte de las escritoras argentinas, abiertamente o no,

la admiran, la leen.

La pelea con su hermano Juan por el control de Letras Criollas (la revista en la que

tanto ha puesto y que tantos sinsabores le ha costado) alcanza proporciones épicas. Pierde y

se lleva consigo a los jóvenes. Vive en un gran piso en Buenos Aires y en una finca del

Paraná que ha convertido en una comuna de artistas en donde reina sin oposición. Allí,

junto al río, los artistas conversan, duermen la siesta, beben, pintan, ajenos a los cruentos

sucesos políticos que comienzan a desarrollarse vertiginosamente en el exterior.

Pero nadie está a salvo. Una tarde aparece en la finca Claudia Saldaña. Es joven, es

poeta, es hermosa, acompaña a una amiga. Luz la ve y queda prendada de inmediato. Hace

que se la presenten y no escatima atenciones con ella. Claudia Saldaña pasa una tarde y una

noche en la finca y a la mañana siguiente vuelve para Rosario, en donde vive. Luz le ha

leído sus poemas, le ha mostrado sus libros traducidos al francés, le ha enseñado la foto de

su primera infancia en donde aparece con Hitler, la ha animado a escribir, le ha rogado que

le deje leer sus poesías (Claudia Saldaña ha dicho que apenas está empezando, que es

demasiado mala), le ha regalado una pequeña talla de madera que la otra ponderaba y ha

intentado, finalmente, emborracharla, enfermarla para que no se marchara pero Claudia

Saldaña se ha marchado.

Al cabo de dos días (que pasa como sonámbula) Luz descubre que está enamorada.

Se siente como una niña. Consigue el teléfono de Claudia en Rosario y la llama. Apenas ha

bebido, apenas puede contener su emoción. Le pide una cita. Claudia se la da. Se verán en

Rosario al cabo de tres días. Luz no se contiene, desea verla esa misma noche, a más tardar

al día siguiente. Claudia alude compromisos inexcusables. Lo que no puede ser no puede

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ser y además es imposible. Luz acepta las condiciones, resignada y feliz. Esa noche llora y

baila y bebe hasta desmayarse. Es, sin duda, la primera vez que siente algo así por una

persona. El amor verdadero, le confiesa a Pedrito, que a todo asiente.

La cita en Rosario no es tan maravillosa como Luz se imagina. Claudia le expone

con claridad y franqueza los impedimentos para una futura y más estrecha relación entre

ambas: ella no es lesbiana, la diferencia de edades es sustancial (se llevan más de

veinticinco años) y finalmente sus ideas políticas son contrapuestas cuando no claramente

antagónicas. «Somos enemigas a muerte», le dice Claudia con tristeza. A Luz esta última

afirmación parece interesarle. (Ser lesbiana o no, cuando el amor es verdadero le parece

intrascendente. Y la edad es una ilusión. ) Pero ser enemigas a muerte despierta su

curiosidad. ¿Por qué? Porque yo soy trotskista y tú eres una facha de mierda, dice Claudia.

Luz encaja el insulto y se ríe. ¿Y eso es insalvable?, pregunta muriéndose de amor. Es

insalvable, dice Claudia. ¿Y la poesía?, pregunta Luz. La poesía poca cosa tiene que hacer

en Argentina en estos días, dice Claudia. Tal vez tengas razón, reconoce Luz a punto de

echarse a llorar, pero tal vez te equivoques. La despedida es triste. Luz tiene un Alfa

Romeo deportivo de color azul cielo. Le cuesta hacer entrar en el coche su rotunda

anatomía, pero, animosa, lo intenta con una sonrisa en la cara. Claudia la observa sin

moverse desde la puerta de la cafetería en donde han estado. Luz acelera y la imagen de

Claudia no se mueve del espejo retrovisor.

Cualquier otra en su posición se hubiera rendido, pero Luz no es cualquiera. Una

actividad creadora torrencial se apodera de ella. Antes, cuando sufría amores o desamores

su pluma se secaba durante mucho tiempo. Ahora escribe como una loca, presintiendo tal

vez la fatalidad del destino. Cada noche telefonea a Claudia, hablan, discuten, se leen

poemas (los de Claudia son francamente malos pero Luz se cuida mucho de decírselo).

Cada noche insiste, ruega por un nuevo encuentro. Hace propuestas fantasiosas: marcharse

juntas de Argentina, huir a Brasil, a París. Sus planes provocan la hilaridad de la joven

poeta, una hilaridad desprovista de crueldad, acaso una hilaridad teñida de tristeza.

De pronto el campo, la comuna de artistas del Paraná, se torna asfixiante para Luz,

que decide volver a Buenos Aires. Allí intenta retomar su vida social, frecuentar amigos, ir

al cine o al teatro. Pero no puede. Tampoco tiene valor para visitar a Claudia en Rosario sin

su permiso. Escribe entonces uno de los poemas más extraños de la literatura argentina,

Hija mía, 750 versos plenos de amor, de arrepentimiento, de ironía. Y telefonea a Claudia

cada noche.

No es ilícito pensar que al cabo de tantas conversaciones surgiera entre ambas una

amistad sincera y correspondida.

En septiembre de 1976, henchida de amor, Luz coge el Alfa Romeo y sale

literalmente volando para Rosario. Quiere decirle a Claudia que ella está dispuesta a

cambiar, que de hecho ya está cambiando. Al llegar a casa de Claudia encuentra a los

padres de ésta sumidos en la desesperación. Un grupo de desconocidos ha secuestrado a la

joven poeta. Luz remueve cielo y tierra, recurre a sus amistades, a las amistades de su

madre, de su hermano mayor y de Juan, sin resultado. Los amigos de Claudia dicen que la

tienen los militares. Luz se niega a creer nada y espera. Al cabo de dos meses aparece su

cadáver en un basurero de la zona norte de la ciudad. Al día siguiente Luz regresa a Buenos

Aires en su Alfa Romeo. A mitad de camino se estrella contra una gasolinera. La explosión

es considerable.

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SILVIO SALVÁTICO Buenos Aires, 1901-Buenos Aires, 1994

Entre sus propuestas juveniles se cuenta la reinstauración de la Inquisición, los

castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los

paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el

exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el

recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío, la emigración masiva procedente

de los países escandinavos para aclarar progresivamente la epidermis nacional oscurecida

después de años de promiscuidad hispano-indígena, la concesión de becas literarias a

perpetuidad, la exención impositiva a los artistas, la creación de la mayor fuerza aérea de

Sudamérica, la colonización de la Antártida, la edificación de nuevas ciudades en la

Patagonia.

Fue jugador de fútbol y futurista.

De 1920 a 1929 escribió y publicó más de doce poemarios, algunos de los cuales

obtuvieron premios municipales y provinciales, y frecuentó los salones literarios y las

cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado por un matrimonio desastroso y por una prole

numerosa, trabajó como gacetillero y corrector en varios periódicos de la capital y

frecuentó los tugurios y el arte de la novela que siempre le fue esquivo; publicó tres:

Campos de Honor (1936), que trata de desafíos y de duelos semiclandestinos en un Buenos

Aires espectral, La Dama Francesa (1949), un relato de prostitutas generosas, cantantes de

tango y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962), curiosa premonición del psico-killer

cinematográfico de los setenta y ochenta.

Murió en el asilo de ancianos de Villa Luro, con una maleta repleta de viejos libros

y manuscritos inéditos por toda posesión.

Sus libros nunca se reeditaron. Sus inéditos probablemente fueron arrojados a la

basura o al fuego por los celadores del asilo.

WlLLY SCHÜRHOLZ Colonia Renacer, Chile, 1956-Kampala, Uganda, 2029

A cuarenta kilómetros de Temuco está la Colonia Renacer. Aparentemente es uno

más de los tantos latifundios de la zona. Una mirada atenta, sin embargo, puede captar

algunas diferencias sustanciales. Para empezar en la Colonia Renacer funciona una escuela,

una clínica, un taller mecánico y un sistema económico autárquico que le permite vivir de

espaldas a lo que los chilenos, tal vez en un exceso de optimismo, llaman «realidad

chilena» o «realidad» a secas. La Colonia Renacer es una empresa rentable. Su presencia es

inquietante: sus fiestas las celebran en secreto, ellos solos, sin invitar a los lugareños, sean

pobres o ricos. Sus muertos los enterraban en su propio cementerio. Finalmente, otro

motivo diferenciador, acaso el más nimio pero también el que primero llamaba la atención

de quienes se asomaban a sus lindes o de los escasos visitantes, era la procedencia de sus

pobladores: todos, sin excepción, eran alemanes.

Se trabajaba comunalmente y de sol a sol. No contrataban campesinos, no

subarrendaban parcelas. Superficialmente hubieran podido pasar por una de las muchas

sectas protestantes alemanas que emigraron a América huyendo de la intolerancia y del

servicio militar. Pero no eran una secta religiosa y su llegada a Chile coincidió con el fin de

la Segunda Guerra Mundial.

Cada cierto tiempo sus actividades o la bruma que encubría sus actividades eran

noticia en los periódicos nacionales. Se hablaba de orgías paganas, de esclavos sexuales y

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ajusticiamientos secretos. Testigos presenciales no del todo fiables juraban que en el patio

principal no se alzaba la bandera chilena sino la enseña roja con el círculo blanco y la cruz

gamada negra. También se decía que allí habían estado ocultos Eichman, Bormann,

Mengele. En realidad el único criminal de guerra que pasó unos años en la Colonia

(dedicado en cuerpo y alma a la horticultura) fue Walther Rauss, al que luego se quiso

vincular con algunas prácticas de tortura durante los primeros años del régimen de

Pinochet. La verdad es que Rauss murió de un ataque al corazón mientras veía por la tele el

partido de fútbol que enfrentó a las dos Alemanias durante el Mundial de 1974 en la

República Federal.

Se decía, también, que la endogamia practicada en el interior de la Colonia producía

niños deformes e imbéciles. Los lugareños hablaban de familias albinas que conducían

tractores durante la noche y algunas fotos probablemente trucadas de revistas de la época

mostraban al asombrado lector chileno a gente más bien pálida y seria entregada sin

descanso al trabajo agrícola.

Después del golpe de Estado de 1973 la Colonia dejó de ser noticia.

Willy Schürholz, el menor de cinco hermanos, no aprendió a hablar correctamente

el español hasta los diez años. Hasta esa edad su mundo fue el vasto mundo que encerraban

los cercados de alambre de espino de la Colonia. Una infancia regida por una férrea

disciplina familiar, las labores del campo y unos profesores singulares en donde se aunaban

a partes iguales el milenarismo nacionalsocialista y la fe en la ciencia, forjaron un carácter

retraído, obstinado, con una extraña seguridad en sí mismo.

Por un azar de la vida sus mayores lo destinaron a estudiar agronomía en Santiago y

allí no tardó en descubrir su verdadera vocación de poeta. Tenía todas las cartas para

fracasar estrepitosamente: ya desde sus primeras obras es dable ver un estilo, una línea

estética que seguirá con pocas variaciones hasta el día de su muerte. Schürholz es un poeta

experimental.

Sus primeros poemas son una mezcla de frases sueltas y de planos topográficos de

la Colonia Renacer. No llevan título. Son ininteligibles. No buscan ni la comprensión ni

mucho menos la complicidad del lector. Algún crítico ha querido ver en ellos una

semejanza con el mapa del tesoro de la infancia perdida. Algún otro sugirió malignamente

que se trataba de cartas de enterramientos clandestinos. Sus amigos, poetas vanguardistas y

por regla general opositores al régimen militar, lo apodan cariñosamente el Portulano hasta

que descubren que Schürholz profesa ideas diametralmente distintas de las suyas. Tardan

en descubrirlo. Schürholz es todo lo contrario de una persona locuaz.

Su vida en Santiago es de extrema pobreza y soledad. No tiene amigos, no se le

conocen novias, rehuye el trato con la gente, el poco dinero que gana como traductor de

alemán se le va en pagar el cuarto de la pensión y unas pocas comidas al mes. Se alimenta

de pan integral.

Su segunda serie de poemas, que exhibe en una sala de la Facultad de Letras de la

Universidad Católica, es una serie de planos enormes que tardan en ser descifrados, con

versos escritos con cuidadosa caligrafía de adolescente en donde se dan indicaciones

adicionales para su emplazamiento y uso. La obra es un galimatías. Según un profesor de

Literatura Italiana interesado en el tema, se trata de planos de los campos de concentración

de Terezin, Mauthausen, Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald y Dachau. El evento

poético dura cuatro días (iba a durar una semana) y pasa desapercibido para el gran público.

Entre los que lo han visto y comprendido la opinión está dividida: unos dicen que es una

crítica al régimen militar, otros, influidos por los antiguos vanguardistas amigos de

Schürholz, creen que se trata de una propuesta seria y criminal de reinstaurar en Chile los

desaparecidos campos. El escándalo, si bien reducidísimo, casi secreto, basta para conferir

a Schürholz el aura negra de poeta maldito que lo acompañará el resto de sus días.

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En la Revista de Pensamiento e Historia publican dos de sus textos y planos menos

comprometidos. En algunos círculos se le considera el único discípulo del enigmático y

desaparecido Ramírez Hoffman, aunque el joven de la Colonia Renacer carece de la

desmesura de aquél: su arte es sistemático, monotemático, concreto.

En 1980, apoyado por la Revista de Pensamiento e Historia, publica su primer libro.

Füchler, el director de la Revista, intenta escribir el prólogo. Schürholz se niega. El libro se

titula Geometría y presenta las innúmeras variantes de un cercado de alambre de espino

sobre un espacio vacío apenas pespunteado por versos sin hilación aparente. Las vistas

aéreas de las cercas son precisas y esbeltas. Los textos hablan —susurran— sobre el dolor

abstracto, sobre el sol, sobre el dolor de cabeza.

Los siguientes libros se titulan Geometría II, Geometría III, etc. En ellos insiste en

el mismo tema: planos de campos de concentración sobreimpuestos al plano de la Colonia

Renacer o al plano de una ciudad específica (Stutthof y Valparaíso, Maidanek y

Concepción) o instalados en un espacio bucólico y vacío. La parte puramente textual con

los años va adquiriendo consistencia y claridad. Las frases deshilvanadas se transforman en

fragmentos de conversaciones sobre el tiempo, sobre el paisaje, en trozos de piezas teatrales

en donde aparentemente nada ocurre salvo el paso de los años, su lento discurrir.

En 1985, su fama hasta entonces restringida a los vastos círculos pictórico-literarios

chilenos se ve catapultada, merced al apoyo de un grupo de empresarios chilenos y

norteamericanos, a las más altas cumbres de la popularidad. Apoyado en un equipo de

excavadoras rotura sobre el desierto de Atacama el plano del campo de concentración ideal:

una imbricada red que seguida a ras de desierto semeja una ominosa sucesión de líneas

rectas y que observada a vuelo de helicóptero o aeroplano se convierte en un juego grácil de

líneas curvas. La parte literaria queda consignada con las cinco vocales grabadas a golpe de

azada y azadón por el poeta en persona y esparcidas arbitrariamente sobre la costrosa

superficie del terreno. El evento no tarda en ser la sensación del verano cultural chileno.

La experiencia, con algunas variantes significativas, se repite en el desierto de

Arizona y en un trigal de Colorado. Sus promotores, entusiasmados, le ofrecen una avioneta

para realizar un campo de concentración en el cielo pero Schürholz se niega: sus campos

ideales deben observarse desde el cielo, pero sólo pueden ser dibujados en la tierra. Una

vez más la oportunidad de emular y superar a Ramírez Hoffman se ha perdido.

Pronto descubren que Schürholz no compite ni busca hacer carrera. En una

entrevista para una cadena de televisión de Nueva York queda como un tonto. Balbuceante,

afirma no saber ni una palabra de artes plásticas; confía en aprender a escribir algún día. Su

humildad, al principio atractiva, no tarda en hacerse repugnante.

En 1990, para sorpresa de sus seguidores, publica un libro de cuentos infantiles bajo

el inútil seudónimo de Gaspar Hauser. A los pocos días todos los críticos saben que Gaspar

Hauser es Willy Schürholz y los relatos infantiles son examinados con displicencia o

diseccionados sin compasión. En sus cuentos, Hauser-Schürholz idealiza una infancia

sospechosamente afásica, amnésica, obediente, silenciosa. Su meta parece ser la

invisibilidad. El libro, pese a las críticas, es un éxito de ventas. El personaje principal de

Schürholz, el niño sin nombre, se convierte en el nuevo Papelucho de la literatura infantil y

juvenil chilena.

Poco después, en medio de las protestas de algunos sectores de la izquierda, le es

ofrecido el cargo de agregado cultural en la embajada chilena en Angola, que Schürholz

acepta. En África encuentra lo que buscaba, el recipiente exacto de su alma. Nunca volverá

a Chile. Vivirá el resto de sus días trabajando como fotógrafo y como guía de turistas

alemanes.