marcel schwob (1867-1905) las vidas imaginarias (1896)
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3305-RB-U 2019
Spis treści Marcel Schwob (1867-1905) ................................................................................................................... 1
Jorge Luis Borges (1899-1986) ............................................................................................................. 10
Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) ...................................................................................................... 14
Roberto Bolaño (1953-2003) ................................................................................................................. 18
Marcel Schwob (1867-1905)
Las vidas imaginarias (1896)
Prólogo del autor
La ciencia de la historia nos sume en la incertidumbre acerca de los individuos. No
nos los muestra sino en los momentos que empalmaron con las acciones generales. Nos
dice que Napoleón estaba enfermo el día de Waterloo, que hay que atribuir la excesiva
actividad intelectual de Newton a la absoluta continencia propia de su temperamento,
que Alejandro estaba ebrio cuando mató a Klitos y que la fístula de Luis XIV pudo ser la
causa de algunas de sus resoluciones. Pascal especula con la nariz de Cleopatra –si
hubiese sido más corta– o con una arenilla en la uretra de Cromwell. Todos esos hechos
individuales no tienen valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque
hubieran podido cambiar su ilación.
Son causas reales o posibles. Hay que dejarlas para los científicos.
El arte es lo contrario de las ideas generales, describe sólo lo individual, no desea sino
lo único. No clasifica, desclasifica.
En tanto como a nosotros atañe, nuestras ideas generales pueden ser similares a las
que rigen en el planeta Marte y tres líneas que se cortan forman un triángulo en todos
los puntos del universo. Pero mírese una hoja de árbol, sus nervaduras caprichosas, sus
tintes que varían con la sombra y el sol, la protuberancia que ha levantado en ella la
caída de una gota de lluvia, la picadura que le dejó un insecto, el rastro plateado del
pequeño caracol, el primer dorado mortal que le imprimió el otoño; búsquese una hoja
exactamente igual en todos los grandes bosques de la tierra; lanzo el desafío. No hay
ciencia del tegumento de un foliolo, de los filamentos de una célula, de la curvatura de
una vena, de la manía de una costumbre, de los arranques de un carácter. Que un
hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más arriba que otro, la articulación del brazo
nudosa; que haya acostumbrado comer pechuga de pollo a una hora determinada, que
haya preferido el Malvoisie al Chateau-Margaux, eso es lo que no tiene paralelo en el
mundo. Lo mismo que Sócrates, Tales hubiera podido decir NOO-IEFAYTON*, pero no
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se habría frotado la pierna de la misma manera, en la prisión, antes de beber la cicuta.
Las ideas de los grandes hombres son patrimonio común de la humanidad; lo único que
cada uno de ellos poseyó realmente fueron sus rarezas. El libro que describiera a un
hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte similar a una estampa japonesa
en la cual se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga vista una vez a una hora
particular del día.
Las historias callan estas cosas. En la árida colección de materiales que suministran los
testimonios no hay muchos resquicios singulares e inimitables. LOS biógrafos, los
antiguos sobre todo, son avaros. Como casi todo lo que estimaban era la vida pública o
la gramática, lo que nos transmitieron de los grandes hombres fueron sus discursos y los
títulos de sus libros. Fue Aristófanes mismo quien nos dio la alegría de saber que era
calvo y si la nariz chata de Sócrates no hubiese sido objeto de comparaciones literarias, si
su costumbre de andar descalzo no hubiese sido parte de su sistema filosófico de
desprecio por el cuerpo, no habríamos conservado de él sino sus interrogatorios sobre
moral. Los comadreos de Suetonio son sólo polémicas llenas de rencor. El buen genio de
Plutarco a veces hizo de él un artista; pero no supo comprender la esencia de su arte, puesto que
imaginó "paralelas" ¡como si dos hombres descritos exactamente con todos sus detalles
pudiesen parecerse! No queda más que consultar a Ateneo, a Aulio Gelio, a los Escoliastas y a
Diógenes Laercio, quien creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía.
El sentimiento de lo individual se ha desarrollado más en los tiempos modernos. La
obra de Boswell sería perfecta si no hubiese creído necesario citar la correspondencia de
Johnson y hacer digresiones sobre sus libros. Las vidas de las personas eminentes de
Aubrey son más satisfactorias. Aubrey tuvo, sin duda, instinto de biógrafo. ¡Es
lamentable que el estilo de este excelente anticuario no esté a la altura de su concepción!
Su libro hubiese sido la recreación eterna de los espíritus avisados. Aubrey nunca
experimentó la necesidad de establecer una relación entre los detalles individuales y las
ideas generales. Le bastaba con que otros hubiesen señalado para la celebridad a los
hombres por los cuales se interesaba. Casi nunca se sabe si habla de un matemático, de
un hombre de Estado, de un poeta o de un relojero, pero cada uno de ellos tiene su rasgo
único, que lo diferencia para siempre entre todos los hombres.
El pintor Hokusaí esperaba alcanzar el ideal de su arte cuándo tuviera ciento diez
años. En ese momento, decía, todo punto, toda línea trazados por su pincel cobrarían
vida. Por vida entiéndase individualidad. No hay nada más parecido entre sí que los
puntos y las líneas; la geometría se fundamenta en ese postulado. El arte perfecto de
Hokusaí exigía que nada fuera más diferente. Asimismo, el ideal del biógrafo sería
diferenciar al infinito el aspecto de dos filósofos que hubiesen inventado poco más o
menos la misma metafísica. Es por esto que Aubrey, que se consagra únicamente a los
hombres, no alcanza la perfección, pues no ha sabido consumar la milagrosa transformación
que Hokusaí esperaba de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no había llegado a la edad
de ciento diez años. Es muy estimable, no obstante, y se daba cuenta del alcance de su libro.
"Recuerdo –dice en su prefacio a Anthony Wood– una frase del general Lambert: "that the best
of men are but men at the best" de lo cual se encontrarán muchos ejemplos en esta ardua y
precipitada colección. Por ello estos arcanos no deberán ser expuestos a la luz sino dentro de
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unos treinta años. Conviene, efectivamente, que el autor y los personajes (como los nísperos)
estén podridos antes".
Se podría descubrir en los predecesores de Aubrey algunos rudimentos de su arte. Así
Diógenes Laercio nos informa que Aristóteles llevaba en el estómago una bolsa de cuero
llena de aceite caliente y que en su casa se encontró, después de su muerte, una gran
cantidad de vasijas de tierra. No sabremos nunca lo que Aristóteles hacía con todo ese
cacharrerío. Y el misterio es tan agradable como las conjeturas en las cuales Roswell nos
deja sumidos acerca del uso que Johnson hacía de las cáscaras de naranja secas que
acostumbraba guardar en sus bolsillos. En esto Diógenes Laercio se alza casi a lo
sublime del inimitable Boswell. Pero estos son placeres raros. Aubrey, en cambio, nos
los ofrece en cada línea. "Milton –nos dice– pronunciaba la letra R muy dura". Spencer
"era un hombre pequeño, llevaba los cabellos cortos, una pequeña gorguera y pequeños
puños de encaje". Barclay vivía en Inglaterra allá por la época tempore R. Jacobi. Era
entonces un hombre viejo, de barba blanca y llevaba un sombrero con plumas, lo que
escandalizaba a algunas personas serias". A Erasmo "no le gustaba el pescado, no
obstante haber nacido en una ciudad pesquera". En cuanto a Bacon "ninguno de sus
servidores osaba presentarse ante él sin botas de cuero de España, pues olía inmediatamente el
olor a cuero de becerro, que le era desagradable". El doctor Fuller "tenía la cabeza tan metida
en su trabajo que, mientras se paseaba y meditaba antes de cenar, comía un pan de dos centavos
sin darse cuenta". Acerca de Sir William Davenant hace esta observación: "Yo estaba en su
entierro; tenía un féretro de nogal. Sir John Denham aseguró que era el más hermoso féretro
que hubiese visto nunca". A propósito de Ben Jonson escribe: "Oí decir al señor Lacy, el actor,
que tenía la costumbre de usar una capa parecida a una capa de cochero, con aberturas debajo
de las axilas". Esto fue lo que lo impresionó de William Pryne: "Su manera de trabajar era esa.
Se ponía un largo gorro puntiagudo que le caía por lo menos dos o tres pulgadas sobre los ojos
y que le servía como pantalla para proteger sus ojos de la luz y cada tres horas más o menos, su
criado debía llevarle un pan y un jarro de cerveza para que se refocilara su ánimo; de
modo que trabajaba, bebía y masticaba su pan y esto lo entretenía hasta la noche,
cuando tomaba una buena cena". Hobbes "se puso muy calvo en su vejez; no obstante,
en su casa, tenía la costumbre de trabajar con la cabeza descubierta y decía que nunca
sentía frío pero que lo que más le fastidiaba era el tratar de impedir que las moscas
fueran a posarse en su calvicie". No nos dice nada del Océano, de John Harrington, pero
nos cuenta que el autor, "AD 1660, fue enviado prisionero a la Torre, donde se lo
encerró y después a Portsey Castle. Su estancia en esas prisiones (dado que era un
gentilhombre de mucho espíritu y cabeza caliente) fue la causa procatártica de su delirio
o de su locura, que no fue furiosa; conversaba de manera bastante razonable y era de
trato muy placentero; pero lo asaltó la fantasía de que su sudor se convertía en moscas y
a veces en abejas ad celera sobrius e hizo construir una versátil casilla de tablas en el
jardín del señor Hart (en frente de St. James's Parle) para hacer un experimento. La
volvía hacia el sol y se sentaba enfrente; después hacía que le llevaran sus colas de zorro
para espantar y aniquilar a todas las moscas y abejas que allí se encontraran; en seguida
cerraba todo.
Ahora bien; este experimento lo hacía sólo en época de calor, de manera que algunas
moscas se ocultaban en las hendiduras y en los pliegues de las cortinas Al cabo de un
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cuarto de hora, más o menos, el calor hacía salir de su agujero a una mosca o dos, o más.
Entonces exclamaba: ¿No ven claramente que salen de mí?"
He aquí todo lo que nos dice de Meriton. "Su verdadero nombre era Head. El señor
Bovey lo conocía bien. Nació en. . . Era librero en Little Britain. Había vivido con los
gitanos. Tenía el aspecto de un pillo con sus ojos picaros. Podía revestir no importa qué
forma. Quebró dos o tres veces. Fue librero por fin, o cerca de su fin. Se ganaba la vida
con sus borroneos. Le pagaban 20 chelines la hoja. Escribió unos cuantos libros: The
English Rogue, The Art of Wheadling, etcétera. Ahogóse camino de Plymouth en alta
mar hacia 1676, a la edad de 50 años, más o menos.
Se ha de citar por fin su biografía de Descartes:
Meur. RENATUS DESCARTES
"Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathematicus et Philosophus, matus
Turonum, pridie Calendas Apriles 1596. Denatus Holmiae, Calendis Februari, 1650
(Encuentro esta inscripción al pie de su retrato por C. V. Dalen). Cómo pasó su tiempo
en su juventud y con qué método llegó a ser tan sabio, él mismo lo cuenta al mundo en
su tratado intitulado De la Méthode. La Sociedad de Jesús se jacta de que en la orden
haya recaído el honor de educarlo. Vivió algunos años en Egmont (cerca de La Haya) en
donde dató varios de sus libros. Era un hombre demasiado sensato como para cargar con una
mujer; pero, dado que era hombre, tenía los deseos y apetitos de un hombre.
Por eso mantenía a una hermosa mujer de buena condición a la que amaba y con la cual
tuvo algunos hijos (creo que dos o tres). Sería muy sorprendente que, salidos de los
riñones de un tal padre, no hubiesen recibido una buena educación. Era tan
eminentemente sabio que todos los sabios lo visitaban y muchos de ellos le rogaban que
les mostrara sus. . . de instrumentos (en esa época la ciencia matemática estaba
fuertemente ligada al conocimiento de los instrumentos y, tal como lo decía el Sr. H. S., a
la práctica de los trucos). Entonces sacaba un pequeño cajón de debajo de la mesa y les
mostraba un compás que tenía uno de sus brazos roto; y después, como regla, usaba una
hoja de papel doblada en dos". Está claro que Aubrey tuvo perfecta conciencia de su
trabajo. No se crea que desconociera el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de
Hobbes. No era eso lo que le interesaba. Nos dice muy claramente que Descartes mismo
expuso su método al mundo. No ignora que Harvey descubrió la circulación de la
sangre, pero prefiere anotar que ese gran hombre pasaba sus insomnios paseándose en
camisa, que tenía mala letra y que los más célebres médicos de Londres no hubieran
dado ni cinco centavos por una de sus recetas. Está seguro de habernos instruido acerca
de Francis Bacon cuando nos explica que tenía ojos vivaces y delicados color de
almendra y parecidos a los de una víbora. Pero no es tan grande artista como Holbein.
No sabe fijar por la eternidad a un individuo por sus rasgos especiales en un fondo de
semejanza con el ideal. Le da vida a un ojo, a la nariz, a la pierna, a la mueca de sus
modelos, pero no sabe animar el rostro. El viejo Hokusaí veía bien que había que llegar a
hacer individual lo que hay de más general. Aubrey no tuvo la misma penetración. Si el
libro de Boswell cupiera en diez páginas, sería la obra de arte esperada. El sentido
común del doctor Johnson está compuesto por los lugares comunes más vulgares; y
expresado con la violencia extravagante que Boswell supo pintar, tiene una calidad
única en este mundo. Sólo que ese pesado catálogo se parece a los mismos diccionarios
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del doctor; de él podría inferirse una Scientia Johnsoniana, con un índice. Boswell no
tuvo el coraje estético de escoger.
El arte del biógrafo consiste justamente en la elección. No tiene que preocuparse por
ser veraz; debe crear sumido en un caos de rasgos humanos. Leibnitz dijo que para
hacer el mundo Dios eligió el mejor de entre los posibles. El biógrafo, como una
divinidad inferior, sabe elegir de entre los posibles humanos, aquel que es único. No
debe equivocarse acerca del arte así como Dios no se equivocó acerca de la bondad. Es
necesario que el instinto de los dos sea infalible. Pacientes demiurgos han acumulado
para el biógrafo ideas, movimientos de fisonomía, acontecimientos, Su obra se encuentra
en las crónicas, las memorias, las correspondencias y los escolios. De esta grosera
aglomeración el biógrafo entresaca lo necesario para componer una forma que no se
parezca a ninguna otra. No es de utilidad que sea parecida a aquella que fue creada
otrora por un dios superior, con tal que sea única, como toda nueva creación.
Los biógrafos, por desgracia, han creído, generalmente, que eran historiadores y así nos
han privado de retratos admirables. Supusieron que sólo la vida de los grandes hombres podía
interesarnos. El arte es ajeno a esas consideraciones. Para un pintor el retrato de un hombre
desconocido por Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre
de Erasmo que ese cuadro es imitable. El arte de un biógrafo radicaría en atribuirle tanto valor
a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakespeare. Es un bajo instinto lo que nos hace
notar con placer el acortamiento del esternomastoideo en el busto de Alejandro o la mecha en
la frente en el retrato de Napoleón. La sonrisa de Mona Lisa, de la cual no sabemos nada (tal
vez sea un rostro de hombre) es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusaí lleva a más
profundas meditaciones. Si se tratase de cultivar el arte en el cual descollaron Boswell y Aubrey
no habría, sin ninguna duda, que describir minuciosamente al más grande hombre de su tiempo,
o anotar la característica de los más célebres del pasado, sino contar con el mismo esmero las
existencias únicas de los hombres, así hayan sido divinos, mediocres o criminales.
POCAHONTAS
Princesa
Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho
como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas
de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras,
entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y
que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un
servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la
floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para
distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en
la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas,
saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba,
desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.
En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres
arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac
y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y
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llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable
pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del
gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien
en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por
las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el
tráfico con los indígenas.
Al principio fueron recibidos con gran ceremonia. Un sacerdote salvaje tocó ante ellos
una flauta de caña; alrededor de sus cabellos anudados llevaba una corona de pelos de
gamo teñida de rojo y abierta como una rosa. Su cuerpo estaba pintado de carmesí, su
rostro de azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata nativa. Así, con la faz
impasible, se sentó en una estera y fumó una pipa de tabaco.
Después otros se alinearon en columnas de a cuatro, pintados de negro y de rojo y de
blanco y algunos por mitades, cantando y bailando delante de su ídolo Oki, hecho con
pieles de serpientes rellenas de musgo y adornadas con cadenas de cobre.
Pero pocos días después, cuando el capitán Smith exploraba el río en una canoa, fue
de pronto asaltado y maniatado. Lo llevaron en medio de terribles alaridos a una casa
larga donde lo custodiaron cuarenta salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de
rojo y sus rostros negros cruzados por dos grandes franjas blancas, circundaron por dos
veces el fuego de la casa de guardia con un reguero de harina y de granos de trigo. En seguida
John Smith fue conducido a la choza del rey. Powhatan vestía su manto de
pieles y aquellos que estaban alrededor de él tenían los cabellos adornados con plumas
de pájaro. Una mujer llevó al capitán agua para lavarle las manos y otra se las secó con
un manojo de plumas. Mientras tanto, dos gigantes rojos depositaron dos piedras planas
a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano, como señal de que John Smith iba a ser
acostado en esas piedras y que se le aplastaría la cabeza a mazazos.
Pocahontas tenía apenas doce años y sacaba tímidamente la cabeza por entre los
consejeros pintarrajeados. Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso su cabeza contra la
mejilla de éste. John Smith tenía veintinueve años. Tenía grandes bigotes enhiestos, la
barba en abanico y su rostro era aguileño. Se le dijo que el nombre de la muchachita del
rey, que le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero no era su verdadero nombre. El
rey Powhatan hizo las paces con John Smith y lo puso en libertad.
Un año más tarde el capitán Smith acampaba con su tropa en la selva fluvial. La noche
era densa; una lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente, Pocahontas tocó
el hombro del capitán. Había atravesado, sola, las espantosas tinieblas de los bosques.
Le susurró que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos cuando estuvieran
comiendo. Le suplicó que huyera si quería salvar su vida. El capitán Smith le ofreció
abalorios y cintas; pero ella lloró y respondió que no se atrevía. Y huyó, sola, por el
bosque.
Al año siguiente, el capitán Smith cayó en desgracia con los colonos y, en 1609, lo
embarcaron para Inglaterra. Allí compuso libros sobre Virginia, en los cuales explicaba
la situación de los colonos y contaba sus aventuras. Hacia 1612, un cierto capitán Argall,
que había ido a comerciar con los potomacs (que era el pueblo del rey Powhatan) raptó
por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró en un navío como rehén. El rey, su
padre, se indignó, pero no le fue devuelta. Así languideció prisionera hasta el día en que
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un gentilhombre de buena presencia, John Rolfe, se prendó de ella y la desposó. Fueron
casados en abril de 1613. Dicen que Pocahontas confesó su amor a uno de sus hermanos,
que fue a verla. Llegó a Inglaterra en el mes de junio de 1616, donde despertó, entre la
gente de la sociedad, gran curiosidad por visitarla. La buena reina Ana la acogió con
ternura y mandó que se grabara su retrato.
El capitán John Smith, que estaba a punto de partir otra vez para Virginia, fue a
rendirle pleitesía antes de embarcarse. No la había visto desde 1608. Ahora tenía
veintidós años. Cuando él entró, ella volvió la cabeza y ocultó el rostro, no respondió a
su marido ni a sus amigos y permaneció sola durante dos o tres horas. Después
preguntó por el capitán. Entonces alzó los ojos y le dijo:
–Usted le había prometido a Powhatan que todo lo suyo sería de él y él hizo lo mismo;
extranjero en su patria, lo llamaba padre; por ser yo extranjera en la suva, lo llamaré así.
El capitán Smith arguyó razones de protocolo, pues ella era hija de rey.
Ella continuó:
–Usted no tuvo miedo de ir al país de mi padre y lo asustó, a él y a toda su gente, pero
no a mí. ¿Tendrá miedo, acaso, de que aquí lo llame padre mío? Le diré padre mío y
usted me dirá hija mía, y yo seré para siempre de la misma patria que usted. Allá me
habían dicho que usted había muerto. . .
Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por
temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso
nombre de Pocahontas.
John Smith partió para Virginia y nunca más volvió a ver a Matoaka. Ella cayó
enferma en Gravesend, a comienzos del año siguiente, empalideció y murió. Aún no
tenía veintitrés años.
Su retrato está orlado por este exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissími
príncipis Powahatami imperatoris Virginie. La pobre Matoaka tenía un sombrero de
fieltro, alto, con dos guirnaldas de perlas; una gran gorguera de encaje tieso y llevaba un
abanico de pluma. Tenía el rostro afinado, los pómulos salientes y grandes ojos dulces.
LOS SEÑORES BURKE Y HARE
Asesinos
El señor William Burke ascendió de la condición más baja a una celebridad eterna.
Nació en Irlanda y comenzó como zapatero. Ejerció ese oficio durante muchos años en
Edimburgo, donde se hizo amigo del señor Hare, en quien ejerció una gran influencia.
No cabe duda de que, en la colaboración de los señores Burke y Hare, el poder de
inventiva y de síntesis haya pertenecido al señor Burke. Pero sus nombres perduran
inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron
juntos y fueron apresados juntos. El señor Hare no protestó nunca contra la popularidad
que favoreció muy particularmente a la persona del señor Burke. Un tan completo
desinterés no recibió su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al
procedimiento especial que dio celebridad a los dos colaboradores. El monosílabo burke
vivirá mucho tiempo todavía en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare se
haya desvanecido en el olvido que se abate injustamente sobre los trabajadores
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obscuros. El señor Burke parece haber puesto en su obra la fantasía maravillosa de la isla
verde donde había nacido. Su alma debió de estar empapada en los relatos del folklore.
Hay, en lo que hizo, como un remoto relente de las Mil y una noches. Semejante al califa
que deambulaba por los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras,
pues era curioso de relatos desconocidos y de personas extranjeras. Semejante al gran
esclavo negro armado con una pesada cimitarra, no encontró ninguna más digna
conclusión para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad
anglosajona consistió en que logró sacar el más grande provecho de las correrías de su
imaginación de celta. Cuando su gozo artístico había terminado ¿qué hacía el esclavo
negro, decidme, con aquellos a quienes les había cortado la cabeza? Con una barbarie muy
árabe, los descuartizaba para conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué provecho
sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.
De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinazarde. Según parece, el poder de
invención del señor Burke fue particularmente excitado por la presencia de su amigo. La
ilusión de sus sueños les permitió valerse de un altillo para alojar allí pomposas
visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa de altos muy
poblada de Edimburgo. Un canapé, una gran caja y algunos enseres de tocador sin
duda, componían casi todo el mobiliario. En una mesita, una botella de whisky con tres
vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera sino a una persona a la vez, nunca la
misma. Su procedimiento consistía en invitar a un transeúnte desconocido, a la caída de
la noche. Deambulaba por las calles para examinar los rostros que despertaban su
curiosidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la amabilidad de que
hubiera podido hacer gala Harún-al-Raschid. El extraño trepaba los seis pisos hasta el
altillo del señor Hare. Se le cedía el canapé; se le daba a beber whisky de Escocia. El
señor Burke le preguntaba cuáles eran los incidentes más sorprendentes de su
existencia. Era un insaciable oyente el señor Burke. El relato era interrumpido siempre
por el señor Hare, antes que despuntara el día. La forma de interrupción del señor Hare
era invariablemente la misma y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor
Hare acostumbraba ir detrás del canapé y aplicar sus dos manos en la boca del narrador.
En el mismo momento, el señor Burke iba a sentarse en el pecho de éste. Los dos, en esa
posición, imaginaban, inmóviles, el fin de la historia, que no oían nunca. De esta
manera, los señores Burke y Hare acabaron una gran cantidad de historias, de las cuales
el mundo no conocerá nada.
Cuando el cuento se detenía definitivamente, junto con el aliento del narrador, los
señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus
alhajas, contaban su dinero, leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecieron de
interés. Después metían el cuerpo en la gran caja del señor Hare para que se enfriara. Y
era entonces cuando el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.
Era importante que el cadáver estuviese fresco, pero no tibio, para poder utilizar hasta
el último residuo del placer de la aventura.
En esos primeros años del siglo, los médicos estudiaban anatomía con pasión, pero,
debido a los principios de la religión, experimentaban muchas dificultades para
conseguir sujetos para disecar. El señor Burke, como buen espíritu esclarecido, se había
dado cuenta de esta laguna de la ciencia. No se sabe cómo se vinculó con un venerable y
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sabio profesional, el doctor Knox, que enseñaba en la facultad de Edimburgo. Bien
puede ser que el señor Burke hubiese seguido cursos públicos, aunque por su
imaginación debió inclinarse más bien hacia los gustos artísticos. Se sabe con certeza que
prometió al doctor Knox ayudarlo tanto como le fuera posible. Por su parte, el doctor
Knox se comprometió a pagarle por sus esfuerzos. Había una tarifa decreciente según se
tratara de cuerpos de jóvenes o cuerpos de ancianos. Estos últimos interesaban poco al
doctor Knox. De la misma manera opinaba el señor Burke, debido a que, generalmente,
éstos tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas
por su saber en anatomía. Los señores Burke y Hare disfrutaron la vida como diletantes.
Corresponde, sin duda, ubicar en esta época el período clásico de sus existencias.
Porque el genio omnipotente del señor Burke pronto lo arrastró más allá de las
normas y reglas de una tragedia en la cual había siempre un relato y un confidente. El señor
Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia
una especie de romanticismo. El decorado del altillo del señor Hare ya no le
bastaba, e inventó el procedimiento nocturno en la niebla. Los numerosos imitadores del
señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la verdadera
tradición del maestro.
La fecunda imaginación del señor Burke se había cansado de los relatos eternamente
parecidos de la experiencia humana. El resultado no había respondido nunca a su
esperanza. Y acabó por interesarse tan sólo por el aspecto real, siempre variado para él,
de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores dejó de
importarle. Los tomó al azar. El accesorio único del teatro del señor Burke fue una
máscara de tela embebida en pez. El señor Burke salía las noches de bruma con su
máscara en la mano. Lo acompañaba el señor Hare. El señor Burke esperaba al primer
pasante, caminaba delante de él y después, volviéndose, le aplicaba la máscara de pez
en la cara, repentinamente y sólidamente. En seguida los señores Burke y Hare se
apoderaban, cada uno por su lado de los brazos del actor. La máscara de tela empapada
en pez deparaba la simplificación genial de sofocar los gritos y la respiración al mismo
tiempo. Además, era trágico. La bruma esfumaba los gestos del actor. Algunos parecían
representar a un borracho. Cuando la escena terminaba, los señores Burke y Hare
tomaban un cab y desvalijaban al personaje; el señor Hare se encargaba de la ropa y el
señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a lo del doctor Knox.
Y aquí, disintiendo con todos los biógrafos, abandonaré a los señores Burke y Hare en
medio de su aureola de gloria. ¿Por qué destruir un tan hermoso efecto artístico llevándolo
lánguidamente hasta el final de su carrera, revelando sus flaquezas y sus decepciones? No hay
que verlos de otra manera como no sea con su máscara en la mano deambulando en las noches
de niebla. Porque el final de sus vidas fue vulgar y parecido a muchos otros. Parece que uno de
ellos fue colgado y que el doctor Knox tuvo que dejar la facultad de Edimburgo. El señor Burke
no dejó otras obras.
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Jorge Luis Borges (1899-1986)
La historia universal de la infamia (1935)
Prólogo a la primera edición
Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a
1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los
primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego.
Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de
continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese
propósito visual rige también el cuento "Hombre de la Esquina Rosada".) No son, no
tratan de ser, psicológicos.
En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre
ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún
más tenebrosos y singulares que los buenos autores. Nadie me negará que las piezas
atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste valen notoriamente menos
que las de su esposa y amigos.
Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más
civil, más intelectual.
J.L.B.
Buenos Aires, 27 de mayo de 1935.
Prólogo a la edición de 1954
Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus
posibilidades y que linda con su propia caricatura. En vano quiso remedar Andrew
Lang, hacia mil ochocientos ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su
parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco (Baroco) es el nombre de
uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la
arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo
arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard
Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es
involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John
Donne.
Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas
hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez. invocar la sentencia quod
scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el
irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo
en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos
ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre de
la Esquina Rosada— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco
Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.
En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he intercalado algunas
palabras cultas: vísceras, conversiones, etc. Lo hice, porque el compadre aspira a la
finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres
son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica.
Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad.
Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro.
Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los
tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes;
11
por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado,
pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los
lectores.
En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.
J.L.B.
El asesino desinteresado Bill Harrigan
La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las
tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata,
tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores,
tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra
imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros
pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia,
como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los
veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar
mejicanos".
EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un
conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés,
pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que
conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también
era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp
Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las
noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo
de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la
ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro
encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba
sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba.
En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de
un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No
desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de
que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
GO WEST!
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!»
a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo,
la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los
ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el
hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa
y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire
despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía
apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un
continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos
ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill
Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
12
DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes
discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso
desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el
precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa,
pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de
pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y
ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro,
acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol
pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un
águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas
eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill
Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de
aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo
anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices,
odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe
hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un
mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y
en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos
hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le
susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de
Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de
hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán;
después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto
lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice (1). "Pues yo soy Bill Harrigan, de
New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones,
hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone
grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja
de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta.
Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —
ostentosamente.
MUERTES PORQUE SÍ
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y
murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a
hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la
manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de
Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando.
Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el
odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron
(malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el
otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de
hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días
y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del
gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa
frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he
ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando
13
hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que
debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos
años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle
principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las
lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el
revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó
en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el
herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria.
Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto.
Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la
vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo
tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
(1) Is that so?, he drawled.
Hombre de la Esquina Rosada (fragmento)
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no
eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de
Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es
noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho
y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida
esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban
más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don
Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al
quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las
chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de
ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la
Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera
condicion de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas
coloradas […].
[…]. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una
lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces,
Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al
sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no
quedaba ni un rastrito de sangre.
Índice de las fuentes
El atroz redentor Lazarus Morell.
• Life on the Mississippi, by Mark Twain. New York, 1883.
• Mark Twain's America, by Bernard Devoto. Boston, 1932.
El impostor inverosímil Tom Castro.
• The Encyclopaedia Britannica. Eleventh Edition. Cambridge, 1911.
La viuda Ching, pirata.
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• The History of Piracy, by Philip Gosse, London, 1932.
El proveedor de iniquidades Monk Eastman.
• The Gangs of New York, by Herbert Asbury. New York, 1927.
El asesino desinteresado Bill Harrigan.
• A Century of Gunmen, by Frederick Watson. London, 1931.
• The Saga of Billy the Kid, by Walter Noble Burns. New York, 1925.
El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké.
• Tales of Old Japan, by A. B. Mitford. London, 1912.
El tintorero enmascarado Hákim de Merv.
• A History of Persia, by Sir Percy Sykes. London, 1915.
• Die Vernichtung der Rose. Nach dem arabischen Urtext uebertragen von
Alexander Schulz. Leipzig, 1927.
Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978)
La sinagoga de los iconoclastas (1972)
Introducción (Ed. Anagrama)
J. Rodolfo Wilcock nos presenta una
singular galería de retratos: las
vidas imaginarias de treinta y seis
personajes, teóricos, utopistas,
sabios, inventores, todos ellos
abnegados héroes del absurdo.
Seres que, apoyándose en las
sólidas bases de la ciencia o de
alguna disciplina presentada como
rigurosa, o, por lo menos
impulsados por una ineludible
intuición, llevan sus consecuencias
hasta el final y se encaminan
tranquilamente y, tal vez, con
argumentos convincentes hacia la
demencia… a menudo, se dice,
limítrofe con el genio. Estas vidas
monstruosas, que la historia intenta
en vano, por pudor, olvidar, son
rescatadas por un enciclopedista
que registra inexorablemente,
Plutarco de lo incongruente,
impasible como Buster Keaton, sus
más memorables peculiaridades.
Saltando a través de disciplinas,
épocas y continentes, encontramos
entre otros a: Juan Valdés y Prom,
filipino, famoso por sus
extraordinarias facultades
telepáticas y por la crisis de
glosolalia que provocó en los ilustres
personajes reunidos en un congreso
en la Sorbona; por lo demás, «se
parecía demasiado a un santo como
para no asociarle inconscientemente
a la idea de burdel». Aaron
Rosenblum, quien preconizaba, en
1940, el retorno a la época
elisabethiana, mediante la abolición
de toda novedad aparecida en el
mundo desde 1580; confiaba en el
apoyo de Hitler, ya que ambos
perseguían el mismo objetivo: la
felicidad del género humano. Yves
de Lalande, primer productor de
novelas a escala realmente
industrial. Sócrates Scholfield,
inventor de un artilugio que
demostraba la existencia de Dios.
Llorenç Riber, catalán, aclamado
director de teatro, quien, entre otras
conspicuas performances, realizó en
15
Oxford un montaje de las
Investigaciones filosóficas de
Wittgenstein. Etc., etc.
La sinagoga de los iconoclastas
evoca los retratos imaginarios de
Marcel Schwob y los libros
inventados de Borges, pero la
profusión de los temas, el ingenio
siempre renovado de Wilcock, y su
inagotable arsenal de humor, casi
siempre homicida, acaban por
conducir a un resultado a menudo
escalofriante. Estos «iconoclastas»
cada uno de los cuales resquebraja
un tanto la imagen que nos hacemos
del universo nos proponen un
contrauniverso al cual podemos
oponer bien pocas certidumbres. Ya
que, y éste es uno de los méritos
principales de este libro de locura
maravillosa casi todas estas teorías
son plausibles, o en todo caso poco
menos que aquellas que se
ponderan gravemente en las
cátedras universitarias.
AARON ROSENBLUM
Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a
matarle, torturarle, incinerarle, exiliarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotomizarle,
electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera: depende del plan. Reconforta pensar
que, incluso sin plan, los hombres están y siempre estarán dispuestos a matar, torturar, incinerar,
exiliar, esterilizar, descuartizar, bombardear, etcétera.
Aaron Rosenblum, nacido en Danzig, crecido en Birmingham, también había decidido
hacer feliz a la humanidad; los daños que provocó no fueron inmediatos: publicó un libro sobre
el tema, pero el libro permaneció largo tiempo ignorado y no tuvo muchos seguidores. De
haberlos tenido, tal vez no existiría ahora ni una sola patata en Europa, ni un farol en las calles,
ni una pluma de metal, ni un piano.
La idea de Aaron Rosenblum era extremadamente sencilla; él no fue el primero en
concebirla, pero sí el primero en llevarla hasta sus últimas consecuencias. Sobre el papel,
únicamente, porque la humanidad no siempre desea hacer lo que debe hacer para ser feliz, o
para lograrlo prefiere elegir sus propios caminos, que en cualquier caso, al igual que los mejores
planes globales, también suponen matanzas, torturas, cárceles, exilios, descuartizamientos,
guerras. Cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía
hacerla famosa, Back to Happiness or on to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el
infierno) apareció en 1940, precisamente cuando el mundo pensante estaba mayoritariamente
entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, de reforma social, de reforma total.
Rosenblum había comenzado por preguntarse: ¿Cuál ha sido el período más feliz de la
historia mundial? Considerándose inglés, y como tal depositario de una tradición perfectamente
definida, decidió que el período más feliz de la historia había sido el reino de Isabel, bajo la
sabia conducción de Lord Burghley. Entre otras cosas, había producido a Shakespeare; entre
otras cosas, en aquel período Inglaterra había descubierto América; entre otras cosas, en aquel
período la Iglesia Católica había sido derrotada para siempre y obligada a refugiarse en el lejano
Mediterráneo. Rosenblum llevaba muchos años siendo miembro de la Alta Iglesia protestante
anglicana.
16
Así que el plan de Back to Happiness era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir
el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las
carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el vota, el gas, los
papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la
industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, Milton y Dickens, los
pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos: las anilinas, el guano, el celuloide, Bélgica,
la dinamita, los fines de semana, el siglo XVII, el siglo XVIII, el siglo XIX y el siglo XX, la
enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el
café. El tabaco podía permanecer, dado que Raleigh fumaba.
Viceversa había que reinstaurar: el manicomio para los deudores; la horca para los
ladrones; la esclavitud para los negros; la hoguera para las brujas; los diez años de servicio
militar obligatorio; la costumbre de abandonar a los recién nacidos en la calle el mismo día del
nacimiento; las antorchas y las velas; la costumbre de comer con sombrero y con cuchillo; el
uso de la espada, del espadín y del puñal; la caza con arco; el bandidaje en los bosques; la
persecución de los hebreos; el estudio del latín; la prohibición a las mujeres de pisar el
escenario; los ataques de los bucaneros a los galeones españoles; la utilización del caballo como
medio de transporte y del buey como fuerza motriz; la institución del mayorazgo; los caballeros
de Malta en Malta; la lógica escolástica; la peste, la viruela y el tifus como medios de control
de la población; el respeto a la nobleza; el barro y los lodazales en las calles del centro; las
construcciones de madera; la cría de cisnes en el Támesis y de halcones en los castillos; la
alquimia como pasatiempo; la astrología como ciencia; la institución del vasallaje; la ordalía en
los tribunales; el laúd en las casas y las trompas al aire libre; los torneos, las corazas
adamascadas y las cotas de mallas; en suma, el pasado.
Ahora bien, hasta para los ojos de Rosenblum resultaba obvio que la puesta a punto y
ordenada realización de dicha utopía, en 1940, exigiría tiempo y paciencia, además de la
colaboración entusiasta de la parte más influyente de la opinión pública. Es cierto que Adolfo
Hitler parecía dispuesto a facilitar al menos la obtención de algunos de los puntos más
comprometidos del proyecto, sobre todo los que se referían a las eliminaciones; pero, en tanto
que buen cristiano, Aaron Rosenblum no podía dejar de observar que el jefe de estado alemán
se estaba dejando arrastrar excesivamente por tareas a fin de cuentas secundarias, como la
supresión de los hebreos, en lugar de ocuparse seriamente de contener a los turcos, por ejemplo,
o de organizar torneos, o de difundir la sífilis, o de hacer miniar los misales.
Por otra parte, aunque estuviese tendiéndoles constantemente la mano, Hitler parecía
alimentar a escondidas una cierta hostilidad respecto a los ingleses. Rosenblum comprendió
que tenía que hacerlo todo por su cuenta; movilizar por su cuenta la opinión pública, solicitar
firmas y adhesiones de científicos, sociólogos, ecologistas, escritores, artistas, amantes del
pasado en general. Sin embargo, tres meses después de la publicación del libro, el autor fue
reclutado por el Servicio Civil de la Guerra como vigilante de un almacén de nula importancia
en la zona más deshabitada de la costa de Yorhshire. No disponía ni de un teléfono: su utopía
corría el peligro de hundirse en la arena. Sin embargo, en la arena se hundió él, de manera
insólita: mientras paseaba por la playa recogiendo almejas y otros artículos propios del siglo
XVI para el desayuno, en el curso de un ataque aéreo realizado evidentemente a título de
ejercicio, desapareció lacerado en un agujero y sus fragmentos fueron inmediatamente
recubiertos por el mar. Ya se ha hablado de la vocación mortífera de los utopistas; hasta la
17
bomba que le destruyó respondía a una utopía, no tan dispar a la suya, si bien aparentemente
más violenta.
En su esencia, el plan de Rosenblum se basaba en el enrarecimiento progresivo del
presente. Partiendo no de Birmingham, que era demasiado negra y habría necesitado al menos
un siglo de limpieza, sino de un pequeño centro periférico como Pensance, en Cornualles, se
trataba simplemente de delimitar una zona —tal vez adquiriéndola con los fondos de la
Sixteenth Century Society, aún por fundar— para proceder después a la exclusión en el área de
saneamiento, con minucioso valor, de todo y cualquier objeto o costumbre o forma o música o
vocablo que se remontara a los siglos incriminados, o sea XVII, XVIII, XIX y XX. La lista
bastante completa de los objetos, conceptos, manifestaciones y fenómenos a eliminar llena
cuatro capítulos del libro de Rosenblum. Al mismo tiempo, la sociedad e institución
patrocinadora, es decir la Sixteenth Century Society, procedería a insertar todo lo que ya se ha
mencionado —bandidos, velas, espadas, burros de carga, y así sucesivamente durante otros
cuatro capítulos del libro—, lo que debería bastar para convertir a la colonia naciente en un
paraíso, o en algo muy semejante a un paraíso. La gente de Londres acudiría en tropel para
sumergirse en el siglo XVI; la suciedad consiguiente comenzaría inmediatamente a operar una
primera selección natural, necesaria como mínimo para devolver la población a los niveles de
1580. Con las aportaciones de los visitantes y de los nuevos inscritos, la Sixteenth Century
Society se encontraría capacitada, por consiguiente, para ampliar poco a poco su campo de
acción, extendiéndose hasta Londres.
Limpiar Londres de cuatro siglos de construcciones y manufacturados de hierro era un
problema que había que resolver aparte, convocando tal vez un concurso de proyectos abierto
a todos los jóvenes amantes del pasado. Pero algo en este sentido parecía tener ya en la mente
el otro utopista, el del otro lado del Canal de la Mancha; en la duda, Rosenblum optaba por el
cerco: es posible que un mero cinturón del siglo XVI en torno a la capital bastara para conseguir
que todo se derrumbara.
El plan avanzaba después rápidamente hasta cubrir toda Inglaterra y, desde Inglaterra,
Europa. En realidad, los dos utopistas tendían por diferentes caminos hacia la misma meta:
asegurar la felicidad del género humano. Con el tiempo, la utopía de Hitler ha caído en el
descrédito que todos saben. La de Rosenblum, en cambio, reaparece periódicamente, bajo
disfraces diferentes: hay quien tiende hacia la Edad Media, quien al Imperio Romano, otros al
Estado Natural, y Grünblatt incluso es partidario del retorno al Mono. Si se resta de la población
actual del mundo la población presunta del período elegido, se conoce el número de millones
de personas, o de homínidos, condenados a desaparecer, según el plan. Estas propuestas
prosperan; el espíritu de Rosenblum sigue recorriendo Europa.
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Roberto Bolaño (1953-2003)
La literatura nazi en América (1996)
Epígrafe:
Cuando el río es lento y se cuenta
con una buena bicicleta o caballo sí es
posible bañarse dos (y hasta tres, de
acuerdo con las necesidades higiénicas de
cada quien) veces en el mismo río. AUGUSTO MONTERROSO
LUZ MENDILUCE THOMPSON Berlín, 1928-Buenos Aires, 1976
Luz Mendiluce fue una niña preciosa y rozagante, una adolescente gorda y
pensativa y una mujer alcohólica y desdichada. Aparte de eso fue, de todos los escritores de
su familia, la que tuvo más talento.
La famosa foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su
vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa junto a
varios retratos de pintores argentinos en donde aparecía ella, niña o adolescente,
generalmente en compañía de su madre. Pese al prestigio de alguno de sus cuadros no es
descartable que en caso de incendio Luz Mendiluce hubiera puesto a salvo de las llamas,
antes que cualquier otra cosa, incluidos algunos cuadernos con textos inéditos, la fotografía.
Solía dar versiones distintas a quienes visitaban su casa y se interesaban por el
origen de tan singular instantánea. A veces decía que se trataba de una huérfana, sin más, y
que la foto había sido tomada en una visita a un orfanato, de las tantas que hacen los
políticos para ganar votantes y publicidad. Otras veces explicaba que se trataba de una
sobrina de Hitler, una niña heroica y desgraciada que había muerto a los diecisiete años
mientras combatía en el Berlín asediado por las hordas comunistas. Y a veces reconocía sin
ambages que se trataba de ella, que Hitler la había acunado y que aún, en sueños, podía
sentir sus brazos fuertes y el aliento cálido por encima de su cabeza, y que probablemente
aquél había sido uno de los mejores momentos de su vida. Tal vez no le faltara razón.
Poetisa precoz, a los dieciséis años publica su primera colección de versos. A los
dieciocho tiene en su haber tres libros editados, vive prácticamente sola y decide casarse
con el joven poeta argentino Julio César Lacouture. El matrimonio cuenta con el
beneplácito de la familia pese a los inconvenientes que a primera vista ofrece el novio.
Lacouture es joven, elegante, culto, de una singular belleza varonil, pero no tiene un peso y
como poeta es una mediocridad. El viaje de novios lo realizan a Estados Unidos y México,
en cuya capital Luz Mendiluce ofrece un recital de poesía. Allí mismo comienzan los
problemas. Lacouture tiene celos de su mujer. Se venga poniéndole cuernos. Una noche, en
Acapulco, Luz sale a buscarlo. Lacouture está en casa del novelista Pedro de Medina. La
casa, en la que durante el día se ha celebrado una barbacoa en honor de la poetisa argentina,
por la noche se ha transformado en un burdel en honor de su cónyuge. Luz encuentra a
Lacouture en compañía de dos putas. Al principio conserva la serenidad. Bebe un par de
tequilas en la biblioteca junto a Pedro de Medina y el poeta realista socialista Augusto
Zamora, quienes intentan calmarla. Hablan de Baudelaire, de Mallarmé, de Claudel y de la
poesía soviética, de Paul Valery y de Sor Juana Inés de la Cruz. La mención de Sor Juana
es la gota que colma el vaso y Luz explota. Coge lo primero que encuentra a mano y vuelve
al dormitorio en busca de su marido. Lacouture, en alto grado de intoxicación etílica, está
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atareado en el proceso de vestirse. Las putas, en paños menores, lo observan desde un
rincón del cuarto. Luz no lo puede resistir y estrella sobre la cabeza de su marido una figura
de bronce que representa a Palas Atenea. Lacouture, con una fuerte conmoción cerebral,
tiene que ser internado en un hospital durante quince días. Vuelven juntos a la Argentina
pero al cabo de cuatro meses se separan.
El fracaso matrimonial sume a Luz en la desesperación. Se dedica a la bebida, a
frecuentar antros y a tener aventuras con los personajes de peor catadura de Buenos Aires.
De esa fecha data su famoso poema Con Hitler fui feliz, texto incomprendido tanto por la
derecha como por la izquierda. Su madre intenta enviarla a Europa, pero Luz se niega. Por
entonces pesa más de noventa kilos (apenas mide 1, 58) y acostumbra a beber una botella
de whisky al día.
En 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin y de Dylan Thomas, publica el
poemario Tangos de Buenos Aires, en donde, además de una versión corregida y aumentada
de Con Hitler fui feliz, se incluyen algunos de sus mejores poemas: Stalin, una fábula
caótica que transcurre entre botellas de vodka y alaridos incomprensibles, Autorretrato,
posiblemente uno de los poemas más crueles que se hayan escrito en la Argentina en la
década de los cincuenta, pródiga en poemas de este tipo, Luz Mendiluce y el Amor, en la
línea del anterior pero con algunas dosis de ironía y de humor negro que lo hacen más
respirable, y Apocalipsis a los cincuenta años, una promesa de suicidio llegada a esa edad
que quienes la conocen tachan de optimista: con el ritmo de vida que lleva, Luz Mendiluce
es una firme candidata a morir antes de los treinta.
Poco a poco va nucleándose a su alrededor una camarilla de escritores demasiado
heterodoxos para el gusto de su madre o demasiado radicales para el gusto de su hermano.
Para los nazis y los resentidos, para los alcoholizados y los marginados sexual o
económicamente Letras Criollas se convierte en punto de referencia obligado y Luz
Mendiluce en la gran mamá de todos y en la papisa de una nueva poesía argentina que la
sociedad de las letras, asustada, intentará aplastar.
En 1958 Luz vuelve a enamorarse. Esta vez el elegido es un pintor de veinticinco
años, rubio, de ojos azules y de una estupidez desarmante. La relación dura hasta 1960,
fecha en la que el pintor se marcha a París con una beca que Luz, por intermediación de su
hermano Juan, le ha conseguido. El nuevo desengaño sirve de motor para la gestación de
otro de sus grandes poemas, La Pintura Argentina, en donde repasa su relación no siempre
armoniosa con pintores argentinos, desde la perspectiva de compradora de arte, de esposa,
de modelo infantil y de modelo adulta.
En 1961, y tras conseguir la anulación de su primer matrimonio, contrae nupcias
con el poeta Mauricio Cáceres, colaborador de Letras Criollas y cultor de una poesía que él
mismo denomina «neogauchesca». Escarmentada, esta vez Luz está decidida a ser una
mujer ejemplar: deja Letras Criollas en manos de su marido (lo que le acarreará no pocos
problemas con Juan Mendiluce, que acusa a Cáceres de ladrón), abandona la práctica de la
escritura y se dedica en cuerpo y alma a ser una buena esposa. Con Cáceres al frente de la
revista pronto los nazis, los resentidos y los problemáticos pasan, en masa, a ser
«neogauchescos». A Cáceres el éxito se le sube a la cabeza. Por un momento llega a creer
que ya no necesita a Luz ni a la familia Mendiluce. Ataca, cuando lo cree conveniente, a
Juan y a Edelmira. Incluso se da el lujo de despreciar a su mujer. No tardan en aparecer
nuevas musas, jóvenes poetisas rendidas ante la viril propuesta «neogauchesca» que logran
atraer la atención de Cáceres. Hasta que de pronto Luz, aparentemente ajena e ignorante de
los negocios de su marido, vuelve a explotar. El incidente es profusamente recogido por la
crónica de sucesos de Buenos Aires. Cáceres y un redactor de Letras Criollas acaban en el
hospital con heridas de bala que en el caso del redactor no revestirán mayor interés pero
que mantendrán a Cáceres internado durante mes y medio. La suerte de Luz no será mucho
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mejor. Tras disparar contra su marido y contra el amigo de su marido se encierra en el baño
y se traga todas las pastillas del botiquín. Esta vez el viaje a Europa es ineludible.
En 1964, y tras pasar por varios sanatorios, Luz vuelve a sorprender a los pocos
pero fíeles lectores: aparece el poemario Como un huracán, diez poemas, ciento veinte
páginas, prólogo de Susy D'Amato (que apenas si entiende una línea de la poesía de Luz,
pero que es de las pocas amigas que le quedan), publicado por una editorial feminista de
México que no tarda en arrepentirse amargamente por apostar por una «conocida militante
de ultraderecha», de la cual desconocían su filiación verdadera, aunque los versos de Luz
están exentos de alusiones políticas, tal vez alguna metáfora («en mi corazón soy la última
nazi») desafortunada, siempre en el plano íntimo. El libro es reeditado un año después en
Argentina y consigue algunas críticas favorables.
En 1967 Luz vuelve a instalarse, ya definitivamente, en Buenos Aires. Un aura de
misterio la envuelve. En París, Jules Albert Ramis ha traducido y publicado prácticamente
toda su poesía. La acompaña un joven poeta español, Pedro Barbero, que hace las veces de
secretario y al que ella llama Pedrito. El tal Pedrito, al contrario que sus esposos y amantes
argentinos es servicial, atento (aunque acaso un poco tosco) y por encima de todo leal. Luz
retoma la dirección de Letras Criollas y se pone al frente de una nueva editorial, El Águila
Herida. Una cohorte de seguidores no tarda en rodearla y celebrarle todas sus ocurrencias.
Pesa cien kilos. Lleva el pelo hasta la cintura y se lava poco. Viste ropas viejas, cuando no
harapos.
Su vida sentimental se ha atemperado. Es decir, Luz Mendiluce ya no sufre. Tiene
amantes, bebe en exceso y a veces abusa de la cocaína, pero su equilibrio espiritual se
mantiene incólume. Es dura. Sus reseñas literarias son temidas y esperadas con fruición por
aquellos a quienes su ingenio y sus dardos envenenados no tocan. Mantiene agrios y
polémicos debates con algunos poetas argentinos (todos hombres, todos famosos) a quienes
satiriza cruelmente por homosexuales (Luz está públicamente en contra de la
homosexualidad aunque en privado abunden los amigos de esta tendencia), por recién
llegados o por comunistas. Una buena parte de las escritoras argentinas, abiertamente o no,
la admiran, la leen.
La pelea con su hermano Juan por el control de Letras Criollas (la revista en la que
tanto ha puesto y que tantos sinsabores le ha costado) alcanza proporciones épicas. Pierde y
se lleva consigo a los jóvenes. Vive en un gran piso en Buenos Aires y en una finca del
Paraná que ha convertido en una comuna de artistas en donde reina sin oposición. Allí,
junto al río, los artistas conversan, duermen la siesta, beben, pintan, ajenos a los cruentos
sucesos políticos que comienzan a desarrollarse vertiginosamente en el exterior.
Pero nadie está a salvo. Una tarde aparece en la finca Claudia Saldaña. Es joven, es
poeta, es hermosa, acompaña a una amiga. Luz la ve y queda prendada de inmediato. Hace
que se la presenten y no escatima atenciones con ella. Claudia Saldaña pasa una tarde y una
noche en la finca y a la mañana siguiente vuelve para Rosario, en donde vive. Luz le ha
leído sus poemas, le ha mostrado sus libros traducidos al francés, le ha enseñado la foto de
su primera infancia en donde aparece con Hitler, la ha animado a escribir, le ha rogado que
le deje leer sus poesías (Claudia Saldaña ha dicho que apenas está empezando, que es
demasiado mala), le ha regalado una pequeña talla de madera que la otra ponderaba y ha
intentado, finalmente, emborracharla, enfermarla para que no se marchara pero Claudia
Saldaña se ha marchado.
Al cabo de dos días (que pasa como sonámbula) Luz descubre que está enamorada.
Se siente como una niña. Consigue el teléfono de Claudia en Rosario y la llama. Apenas ha
bebido, apenas puede contener su emoción. Le pide una cita. Claudia se la da. Se verán en
Rosario al cabo de tres días. Luz no se contiene, desea verla esa misma noche, a más tardar
al día siguiente. Claudia alude compromisos inexcusables. Lo que no puede ser no puede
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ser y además es imposible. Luz acepta las condiciones, resignada y feliz. Esa noche llora y
baila y bebe hasta desmayarse. Es, sin duda, la primera vez que siente algo así por una
persona. El amor verdadero, le confiesa a Pedrito, que a todo asiente.
La cita en Rosario no es tan maravillosa como Luz se imagina. Claudia le expone
con claridad y franqueza los impedimentos para una futura y más estrecha relación entre
ambas: ella no es lesbiana, la diferencia de edades es sustancial (se llevan más de
veinticinco años) y finalmente sus ideas políticas son contrapuestas cuando no claramente
antagónicas. «Somos enemigas a muerte», le dice Claudia con tristeza. A Luz esta última
afirmación parece interesarle. (Ser lesbiana o no, cuando el amor es verdadero le parece
intrascendente. Y la edad es una ilusión. ) Pero ser enemigas a muerte despierta su
curiosidad. ¿Por qué? Porque yo soy trotskista y tú eres una facha de mierda, dice Claudia.
Luz encaja el insulto y se ríe. ¿Y eso es insalvable?, pregunta muriéndose de amor. Es
insalvable, dice Claudia. ¿Y la poesía?, pregunta Luz. La poesía poca cosa tiene que hacer
en Argentina en estos días, dice Claudia. Tal vez tengas razón, reconoce Luz a punto de
echarse a llorar, pero tal vez te equivoques. La despedida es triste. Luz tiene un Alfa
Romeo deportivo de color azul cielo. Le cuesta hacer entrar en el coche su rotunda
anatomía, pero, animosa, lo intenta con una sonrisa en la cara. Claudia la observa sin
moverse desde la puerta de la cafetería en donde han estado. Luz acelera y la imagen de
Claudia no se mueve del espejo retrovisor.
Cualquier otra en su posición se hubiera rendido, pero Luz no es cualquiera. Una
actividad creadora torrencial se apodera de ella. Antes, cuando sufría amores o desamores
su pluma se secaba durante mucho tiempo. Ahora escribe como una loca, presintiendo tal
vez la fatalidad del destino. Cada noche telefonea a Claudia, hablan, discuten, se leen
poemas (los de Claudia son francamente malos pero Luz se cuida mucho de decírselo).
Cada noche insiste, ruega por un nuevo encuentro. Hace propuestas fantasiosas: marcharse
juntas de Argentina, huir a Brasil, a París. Sus planes provocan la hilaridad de la joven
poeta, una hilaridad desprovista de crueldad, acaso una hilaridad teñida de tristeza.
De pronto el campo, la comuna de artistas del Paraná, se torna asfixiante para Luz,
que decide volver a Buenos Aires. Allí intenta retomar su vida social, frecuentar amigos, ir
al cine o al teatro. Pero no puede. Tampoco tiene valor para visitar a Claudia en Rosario sin
su permiso. Escribe entonces uno de los poemas más extraños de la literatura argentina,
Hija mía, 750 versos plenos de amor, de arrepentimiento, de ironía. Y telefonea a Claudia
cada noche.
No es ilícito pensar que al cabo de tantas conversaciones surgiera entre ambas una
amistad sincera y correspondida.
En septiembre de 1976, henchida de amor, Luz coge el Alfa Romeo y sale
literalmente volando para Rosario. Quiere decirle a Claudia que ella está dispuesta a
cambiar, que de hecho ya está cambiando. Al llegar a casa de Claudia encuentra a los
padres de ésta sumidos en la desesperación. Un grupo de desconocidos ha secuestrado a la
joven poeta. Luz remueve cielo y tierra, recurre a sus amistades, a las amistades de su
madre, de su hermano mayor y de Juan, sin resultado. Los amigos de Claudia dicen que la
tienen los militares. Luz se niega a creer nada y espera. Al cabo de dos meses aparece su
cadáver en un basurero de la zona norte de la ciudad. Al día siguiente Luz regresa a Buenos
Aires en su Alfa Romeo. A mitad de camino se estrella contra una gasolinera. La explosión
es considerable.
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SILVIO SALVÁTICO Buenos Aires, 1901-Buenos Aires, 1994
Entre sus propuestas juveniles se cuenta la reinstauración de la Inquisición, los
castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los
paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el
exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el
recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío, la emigración masiva procedente
de los países escandinavos para aclarar progresivamente la epidermis nacional oscurecida
después de años de promiscuidad hispano-indígena, la concesión de becas literarias a
perpetuidad, la exención impositiva a los artistas, la creación de la mayor fuerza aérea de
Sudamérica, la colonización de la Antártida, la edificación de nuevas ciudades en la
Patagonia.
Fue jugador de fútbol y futurista.
De 1920 a 1929 escribió y publicó más de doce poemarios, algunos de los cuales
obtuvieron premios municipales y provinciales, y frecuentó los salones literarios y las
cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado por un matrimonio desastroso y por una prole
numerosa, trabajó como gacetillero y corrector en varios periódicos de la capital y
frecuentó los tugurios y el arte de la novela que siempre le fue esquivo; publicó tres:
Campos de Honor (1936), que trata de desafíos y de duelos semiclandestinos en un Buenos
Aires espectral, La Dama Francesa (1949), un relato de prostitutas generosas, cantantes de
tango y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962), curiosa premonición del psico-killer
cinematográfico de los setenta y ochenta.
Murió en el asilo de ancianos de Villa Luro, con una maleta repleta de viejos libros
y manuscritos inéditos por toda posesión.
Sus libros nunca se reeditaron. Sus inéditos probablemente fueron arrojados a la
basura o al fuego por los celadores del asilo.
WlLLY SCHÜRHOLZ Colonia Renacer, Chile, 1956-Kampala, Uganda, 2029
A cuarenta kilómetros de Temuco está la Colonia Renacer. Aparentemente es uno
más de los tantos latifundios de la zona. Una mirada atenta, sin embargo, puede captar
algunas diferencias sustanciales. Para empezar en la Colonia Renacer funciona una escuela,
una clínica, un taller mecánico y un sistema económico autárquico que le permite vivir de
espaldas a lo que los chilenos, tal vez en un exceso de optimismo, llaman «realidad
chilena» o «realidad» a secas. La Colonia Renacer es una empresa rentable. Su presencia es
inquietante: sus fiestas las celebran en secreto, ellos solos, sin invitar a los lugareños, sean
pobres o ricos. Sus muertos los enterraban en su propio cementerio. Finalmente, otro
motivo diferenciador, acaso el más nimio pero también el que primero llamaba la atención
de quienes se asomaban a sus lindes o de los escasos visitantes, era la procedencia de sus
pobladores: todos, sin excepción, eran alemanes.
Se trabajaba comunalmente y de sol a sol. No contrataban campesinos, no
subarrendaban parcelas. Superficialmente hubieran podido pasar por una de las muchas
sectas protestantes alemanas que emigraron a América huyendo de la intolerancia y del
servicio militar. Pero no eran una secta religiosa y su llegada a Chile coincidió con el fin de
la Segunda Guerra Mundial.
Cada cierto tiempo sus actividades o la bruma que encubría sus actividades eran
noticia en los periódicos nacionales. Se hablaba de orgías paganas, de esclavos sexuales y
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ajusticiamientos secretos. Testigos presenciales no del todo fiables juraban que en el patio
principal no se alzaba la bandera chilena sino la enseña roja con el círculo blanco y la cruz
gamada negra. También se decía que allí habían estado ocultos Eichman, Bormann,
Mengele. En realidad el único criminal de guerra que pasó unos años en la Colonia
(dedicado en cuerpo y alma a la horticultura) fue Walther Rauss, al que luego se quiso
vincular con algunas prácticas de tortura durante los primeros años del régimen de
Pinochet. La verdad es que Rauss murió de un ataque al corazón mientras veía por la tele el
partido de fútbol que enfrentó a las dos Alemanias durante el Mundial de 1974 en la
República Federal.
Se decía, también, que la endogamia practicada en el interior de la Colonia producía
niños deformes e imbéciles. Los lugareños hablaban de familias albinas que conducían
tractores durante la noche y algunas fotos probablemente trucadas de revistas de la época
mostraban al asombrado lector chileno a gente más bien pálida y seria entregada sin
descanso al trabajo agrícola.
Después del golpe de Estado de 1973 la Colonia dejó de ser noticia.
Willy Schürholz, el menor de cinco hermanos, no aprendió a hablar correctamente
el español hasta los diez años. Hasta esa edad su mundo fue el vasto mundo que encerraban
los cercados de alambre de espino de la Colonia. Una infancia regida por una férrea
disciplina familiar, las labores del campo y unos profesores singulares en donde se aunaban
a partes iguales el milenarismo nacionalsocialista y la fe en la ciencia, forjaron un carácter
retraído, obstinado, con una extraña seguridad en sí mismo.
Por un azar de la vida sus mayores lo destinaron a estudiar agronomía en Santiago y
allí no tardó en descubrir su verdadera vocación de poeta. Tenía todas las cartas para
fracasar estrepitosamente: ya desde sus primeras obras es dable ver un estilo, una línea
estética que seguirá con pocas variaciones hasta el día de su muerte. Schürholz es un poeta
experimental.
Sus primeros poemas son una mezcla de frases sueltas y de planos topográficos de
la Colonia Renacer. No llevan título. Son ininteligibles. No buscan ni la comprensión ni
mucho menos la complicidad del lector. Algún crítico ha querido ver en ellos una
semejanza con el mapa del tesoro de la infancia perdida. Algún otro sugirió malignamente
que se trataba de cartas de enterramientos clandestinos. Sus amigos, poetas vanguardistas y
por regla general opositores al régimen militar, lo apodan cariñosamente el Portulano hasta
que descubren que Schürholz profesa ideas diametralmente distintas de las suyas. Tardan
en descubrirlo. Schürholz es todo lo contrario de una persona locuaz.
Su vida en Santiago es de extrema pobreza y soledad. No tiene amigos, no se le
conocen novias, rehuye el trato con la gente, el poco dinero que gana como traductor de
alemán se le va en pagar el cuarto de la pensión y unas pocas comidas al mes. Se alimenta
de pan integral.
Su segunda serie de poemas, que exhibe en una sala de la Facultad de Letras de la
Universidad Católica, es una serie de planos enormes que tardan en ser descifrados, con
versos escritos con cuidadosa caligrafía de adolescente en donde se dan indicaciones
adicionales para su emplazamiento y uso. La obra es un galimatías. Según un profesor de
Literatura Italiana interesado en el tema, se trata de planos de los campos de concentración
de Terezin, Mauthausen, Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald y Dachau. El evento
poético dura cuatro días (iba a durar una semana) y pasa desapercibido para el gran público.
Entre los que lo han visto y comprendido la opinión está dividida: unos dicen que es una
crítica al régimen militar, otros, influidos por los antiguos vanguardistas amigos de
Schürholz, creen que se trata de una propuesta seria y criminal de reinstaurar en Chile los
desaparecidos campos. El escándalo, si bien reducidísimo, casi secreto, basta para conferir
a Schürholz el aura negra de poeta maldito que lo acompañará el resto de sus días.
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En la Revista de Pensamiento e Historia publican dos de sus textos y planos menos
comprometidos. En algunos círculos se le considera el único discípulo del enigmático y
desaparecido Ramírez Hoffman, aunque el joven de la Colonia Renacer carece de la
desmesura de aquél: su arte es sistemático, monotemático, concreto.
En 1980, apoyado por la Revista de Pensamiento e Historia, publica su primer libro.
Füchler, el director de la Revista, intenta escribir el prólogo. Schürholz se niega. El libro se
titula Geometría y presenta las innúmeras variantes de un cercado de alambre de espino
sobre un espacio vacío apenas pespunteado por versos sin hilación aparente. Las vistas
aéreas de las cercas son precisas y esbeltas. Los textos hablan —susurran— sobre el dolor
abstracto, sobre el sol, sobre el dolor de cabeza.
Los siguientes libros se titulan Geometría II, Geometría III, etc. En ellos insiste en
el mismo tema: planos de campos de concentración sobreimpuestos al plano de la Colonia
Renacer o al plano de una ciudad específica (Stutthof y Valparaíso, Maidanek y
Concepción) o instalados en un espacio bucólico y vacío. La parte puramente textual con
los años va adquiriendo consistencia y claridad. Las frases deshilvanadas se transforman en
fragmentos de conversaciones sobre el tiempo, sobre el paisaje, en trozos de piezas teatrales
en donde aparentemente nada ocurre salvo el paso de los años, su lento discurrir.
En 1985, su fama hasta entonces restringida a los vastos círculos pictórico-literarios
chilenos se ve catapultada, merced al apoyo de un grupo de empresarios chilenos y
norteamericanos, a las más altas cumbres de la popularidad. Apoyado en un equipo de
excavadoras rotura sobre el desierto de Atacama el plano del campo de concentración ideal:
una imbricada red que seguida a ras de desierto semeja una ominosa sucesión de líneas
rectas y que observada a vuelo de helicóptero o aeroplano se convierte en un juego grácil de
líneas curvas. La parte literaria queda consignada con las cinco vocales grabadas a golpe de
azada y azadón por el poeta en persona y esparcidas arbitrariamente sobre la costrosa
superficie del terreno. El evento no tarda en ser la sensación del verano cultural chileno.
La experiencia, con algunas variantes significativas, se repite en el desierto de
Arizona y en un trigal de Colorado. Sus promotores, entusiasmados, le ofrecen una avioneta
para realizar un campo de concentración en el cielo pero Schürholz se niega: sus campos
ideales deben observarse desde el cielo, pero sólo pueden ser dibujados en la tierra. Una
vez más la oportunidad de emular y superar a Ramírez Hoffman se ha perdido.
Pronto descubren que Schürholz no compite ni busca hacer carrera. En una
entrevista para una cadena de televisión de Nueva York queda como un tonto. Balbuceante,
afirma no saber ni una palabra de artes plásticas; confía en aprender a escribir algún día. Su
humildad, al principio atractiva, no tarda en hacerse repugnante.
En 1990, para sorpresa de sus seguidores, publica un libro de cuentos infantiles bajo
el inútil seudónimo de Gaspar Hauser. A los pocos días todos los críticos saben que Gaspar
Hauser es Willy Schürholz y los relatos infantiles son examinados con displicencia o
diseccionados sin compasión. En sus cuentos, Hauser-Schürholz idealiza una infancia
sospechosamente afásica, amnésica, obediente, silenciosa. Su meta parece ser la
invisibilidad. El libro, pese a las críticas, es un éxito de ventas. El personaje principal de
Schürholz, el niño sin nombre, se convierte en el nuevo Papelucho de la literatura infantil y
juvenil chilena.
Poco después, en medio de las protestas de algunos sectores de la izquierda, le es
ofrecido el cargo de agregado cultural en la embajada chilena en Angola, que Schürholz
acepta. En África encuentra lo que buscaba, el recipiente exacto de su alma. Nunca volverá
a Chile. Vivirá el resto de sus días trabajando como fotógrafo y como guía de turistas
alemanes.