isabel la católica por jorge salvador lara

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JORGE SALVADOR LARA

Semblanza Apasionada ISABEL LA CATOLICA

Comisión Nacional Permanente

de Conmemoraciones Cívicas Quito, 1995

SEMBLANZA APASIONADA DE ISABEL LA CATOLICA

©Jorge Salvador Lara ira edición. 1957. ©Comisión Nacional Permanente de Conmemoraciones Cívicas 2da edición, 2. ejemplares, Quito, 1995,

Carátula: Retrato de Isabel la Católica venerado en la Iglesia de Sto. Domingo, Quito Foto: Judy de Bustamante

Impresión: Artes gráficas Señal Impreseñal Cía. Ltda, Isla Seymour 391 Telefax 459 925/452 658

Printed in Ecuador

COMISION NACIONAL PERMANENTE DE CONMEMORACIONES CIVICAS

(CNPCC)

PRESIDENTE: Lic. don Alejandro Carrión Aguirre, Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Representante del Presidente Constitucional de la República.

VICEPRESIDENTE EJECUTIVO: Lic, don Byron Morejón, Ministro Director General de Relaciones Culturales de la Cancillería, Representante del Ministro de Relaciones Exteriores. VOCALES: Profesora Licenciada doña Teresa León de Noboa, Directora Nacional de Cultura, Representante del Ministro de Educación Nacional.

General de Brigada don Gonzalo Orellana, Director de los Museos Militares, Representante del Ministro de Defensa Nacional . Doctor don Pedro Barreiro, Secretario General de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y su representante. ASESORES: R.P. doctor don José María Vargas OP., Premio Nacional ‘Eugenio Espejo” 1984, Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Doctor don Jorge Salvador Lara, Ex-Ministro de Relaciones Exteriores, Director de la Academia Nacional de Historia. SECRETARIO: Licenciado Rafael Vintimilla Chiriboga, de la Dirección de Relaciones Culturales de la Cancillería.

PROLOGO

Con aquella dedicatoria que de sus “Claros Varones de Castilla” dirigió Pérez del Pulgar a la Reina Católica, podríamos comenzar este prólogo:”Muy excelente e muy poderosa Señora. Algunos historiadores escribieron bien por extenso las hazañas que los Claros Varones de su tierra hicieron, e les parecieron dignas de memoria. Otros escritores ovo que las sacaron de las Historias, e hicieron de ellas tratados aparte, e otros algunos, que con amor a su tierra, o como afición de personas, o por mostrar su elocuencia quisieron ordenar sus fechas ensalzándoles con buena pa-

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labra-. Así, en este trabajo admirable de Jorge Salvador Lara, en donde se analiza la egregia vida y hechos de Isabel, porque le pareció digna de memoria, e por afición de su persona y por amor a su tierra, que ya es suya como la excelsa figura: pues como bien afirma el autor la magnificencia de la Reina Católica, rebasando de Castilla se esparce en toda España y se derrama y se recrea con su amor en estas fraternas tierras del Nuevo Mundo, coronando su augusta obra misionera, que es alma de Hispanidad. Y, así, es más de aquí que de Castilla... Pero, aún, yo diría más en esta sarta de “porqués”, poniendo al soneto su estrambote: porque el autor ama la figura y la siente y la venera, y porque cree en ella. De esta forma y sentir su libro es un brazado de flores olorosas; un clamor polífono de mágica armonía. Y un estudio concienzudo y completo,

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también. El libro es alma y carne: vive.... Y palpito, canta y sueña, cuando al comenzar elogiando la figura de la Castellana Reina, dice “Su presencia llega en temprana edad a nuestra sensibilidad de estudiantes, y permanece, desde entonces en la memoria de todos, hispanoamericanos y españoles, señalando una recia figura de mujer, de señora y soberana, de santa si queréis, que reúne en sí atributos de universalidad como ninguna otra, no solamente porque puede servir de ejemplo a todas las generaciones femeninas de las anchas Españas, que hoy la aclaman como Madre, sino porque puede ser modelo acabado en las latitudes todas de un mundo que ella contribuyó a agrandar con admirable intuición”. Y en este párrafo, admirable y sentido, que he querido acotar como el mejor introito a su libro y co-

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mo el mejor motivo de mi elogio y mi emoción, ya estaría dicho todo. si, tan sólo, se tratara en este estudio, de hacer la alabanza generosa de esta gran Hispánica, en una oleada de poesía y sentimiento; apología o epitafio, magníficos, en un gesto espléndido y noble y grave. Pero hay más y mucho más en esta austera y pulida prosa, que un clásico envidiara. Hay un estudio hondo, acabado y perfecto de nuestro Isabel, de la genial mujer esforzada y militante, la toda bendición, toda consuelo, que por encima de sus terrenales y egregios atributos y de sus aciertos y triunfos inigualables, tuvo por alto designio y vocación, ser Madre de Mundos. Y hay, también, un estudio, sereno, apretado y justo de su reinado, del Reinado de los Reyes Católicos -“Tanto Monta.... ‘-, en el que España se incorpora a la Historia del Mundo y su concepto adquiere un valor de universalidad.

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Y hay en todo el largo de esta glosa de vida tan admirable, que resulto corta por su amenidad y por lo fácil de la exposición: cariño, entusiasmo incontenido e íntimo, calor fraterno nunca diluido en el comentalo; con plenitud de pensamiento. acierto de frase y serenidad de juicio. Leedlo y mis elogios se irán a vuestros labios de los míos sin trabajo. Y siguiendo la ruta esclarecida de sus páginas, vuestro sentimiento irá volando sobre el paisaje árido, pardo, castellano, esmaltado de Hispanidad. Porque este libro, este breviario, que enseña, elogia y une, puede ser manual de Hispanidad en donde nos vamos encontrando paso a paso, sobre el camino andado sin fatiga, de este pasado emotivo y glorioso, que tan espiritualmente nos hace meditar en el momento actual de la vida conjunta de nuestra colectividad de pueblos, y que tan sensiblemente nos enlaza con

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un futuro de esperanzas que habrán de proyectarse, en fin, sobre la meta de nuestro común destino. Yo agradezco a su autor esta honra que me hace al invitarme a prologar lo que no necesita prologarse; a lo más abrir la puerta para introduciros, entusiasmado, sobre estas páginas que son, por sí solas, el mejor elogio de su autor y el letrero que avisa de su enorme valía. Y para mí, español y Embajador de España, la máxima emoción de encontrarme con este canto hondo y sincero apoyado en la serenidad amorosa hacia esta gran figura de la Raza, nimbada de santidad, por Madre y misionera, a quien se reza. LUIS SOLER Y PUCHOL Embajador de España

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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Este trabajo de juventud de Jorge Salvador Lara apareció, por vez primera, en 1957. en la Editorial Minerva de Quito, aunque su origen se remonta a 1951, cuando leyó algunos fragmentos en una solemne sesión con la cual el Instituto Ecuatoriano de Cultura Hispánica celebró, bajo los auspicios del Grupo ‘Menéndez PeIayo, el V Centenario del nacimiento de la Reina Isabel la Católica. Aunque escrita hace cuatro décadas y media, cuando Jorge tenía tan solo veinticuatro años y había,

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recientemente, obtenido la Licenciatura en Ciencias Sociales, se nota el escritor que, si bien todavía en agraz, se perfilo con firmeza, como el caso de la aurora que pugna ingrávidamente por abrirse paso entre las brumas del amanecer y avanzar, almacenando luz, hasta el esplendor solar de medio día. ¡Es que el escritor nace y no se hace y la savia que lo produce y enriquece está, simplemente, allí!

Al hablar de Salvador Lara, bien podría hacer mías las palabras que el Reverendo Padre jesuita Miguel Sánchez Astudillo -uno de los humanistas de mayor linaje del Ecuador contemporáneo, lastimosamente fallecido cuando la Patria esperaba mucho más de su luminoso talento - dijo al estudiar el estilo y la prosa de Gonzalo Zaldumbide: E1 dominio formal y la riqueza de estilo de Zaldumbide son los mismos a los diecinueve años, que a los sesenta. Pocos son, en verdad, los casos de

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escritores que salen airosos de prueba tan exigente.

Pues bien, el Salvador Lara de hace cuarenta y cuatro años, es decir a la hora germinal de la siembra es, ‘mutatis mutandis, el mismo que, en su otoño de oro, está ahora en plena vendimia, en una cosecha que le ha traído grandes y merecidos lauros. Es, por lo demás, natural que escritor novel como era él entonces, en pleno goce del ímpetu juvenil, haya pulsado su lira con tan noble, exultante y sincera admiración hacia un personaje que, como la Gran Reina de Castilla, apasiono y enardece el ánimo de quienes, como Jorge, sienten y consienten el valor de lo sublime.

El libro que la Comisión Nacional Permanente de Conmemoraciones Cívicas se complace en presentar en segunda edición, tiene pues por cardinal móvil ensalzar la figura, humana e histórica, de Isabel la Ca-

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tólica. Al hablar del autor habría que analizarlo a través de tres prismas: el del historiador; el del hispanista y el del católico, por cuanto es dentro de ese vasto ámbito en donde ha trazado sus coordenadas que responden, creo yo, a lo que Goethe denominara ‘afinidades electivas’. Sin poner de lado otros rasgos que conforman su recia personalidad, es en el capital terreno de la Historia en donde Jorge Salvador Lara ha lucido sus mejores y más cultivados talentos. Su visión del pasado ha estado siempre ceñida a los hechos tal y como ocurrieron, sin que haya estado en su ánimo querer hacer baza al distorsionar, para beneficio de algo o de alguien, la verdad histórica. Por otro lado, su sincero amor a la llamada, con o sin razón. ‘Madre Patria’, se inscribe en el cutio a la Hispanidad, cuyo confalón tremolara, con apasionada gallardía, ese gran valor in-

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telectual que fue Remiro de Maeztu. En cuanto a su catolicismo, ejemplar y vertical, ha sido y es el sustento espiritual de su vida, en cuyo interior, como en el caso de los cristianos viejos, arde, vivificante y vivificadora, la llama votiva y abrazadora de la fe.

Hito, casi inicial, de Jorge en su engalanada travesía por los alados senderos del intelecto, Semblanza apasionada de Isabel la Catálica nos pone frente a una de las más grandes y consagradas figuras de la Historia, que luce y reluce su figura desde el lado que se la mire, adornada, como estuvo, de calidades y cualidades que contribuyeron a que su pueblo la elevara sobre el payés y que quemara, ante su augusta y venerada efigie, perfumados celemines de incienso.

Amplios y merecidos elogios alcanzó Salvador Lara en su obra primigenia. Miguel Sánchez Astudillo

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S.J., connotado polígrafo. entonces Secretario Perpetuo de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, se expresó de esta manera: “Qué magnífico sentido del ritmo y qué instinto para alternar la frase larga con la corta, el ímpetu ardoroso con la sabia sentencia”. Por su parte, César Dávila Andrade -una de las más altas expresiones poéticas de la Patria, que sucumbió, tempranamente, al íncubo del suicidio - dijo estas certeras palabras: “Jorge Salvador Lara escribe con los ojos dirigidos hacia lo alto. De sus manos se escapan llamaradas inéditas hacia los santuarios invisibles en un ansia ininterrumpida de belleza y de sentido religioso y humano.

El lugar de nacimiento de Isabel la Católica. “Madrigal de las Altas Torres” -palabras en las que se confunden la eufonía con el encanto seductor-, constituyó, por así decirlo, una suerte de presagio de lo que sería su vida. Por un lado, afecto y

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pensamiento delicados, como sugiere la composición poética del mismo nombre. Por otro, la visión de altura, de cima, de cumbre, desde donde otearía el mundo a su alrededor y al cual, sin saberlo, intuirlo o preverlo, estaría llamada a dar un verdadero y fundamental giro copernicano ’.

Si bien es verdad que la afición apasionada por alguien o por algo puede, en veces, obnubilar la mente, los términos que Salvador Lara usa para poner de relieve la personalidad de tan extraordinaria mujer responden, creo yo, a la verdad histórica y humana de lo que fue y significó la Gran Reina no tan solo para España sino para el mundo, el cual, sobre todo el católico, vio en ella la personificación de las más puras virtudes cristianas: amor y respeto al próximo; caridad a toda prueba; magnanimidad frente al vencido; profunda fe en los inmarcesibles valores del espíritu; modes-

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tia, sin llegar a la falsa humanidad: entrega total y absoluta a los inescrutables designios de la Divina Providencia: amor a su Patria; defensa de los indígenas americanos y de sus derechos como seres humanos, merecedores, por ello, de respeto y consideración. Tuvo, ciertamente, razón Pedro Mártir de Anglería -connotado intelectual italiano quien, en su elegante latín humanístico dio, antes que nadie, el entonces llamativo cognomento de ‘Orbe Novo’ al Continente al cual, al azar, llegó Colón- cuando, frente a la egregia personalidad de Isabel de Castilla, dijo estas palabras que, aunque proferidas a una enorme distancia espacio - temporal, llegan a nuestros oídos con el nostálgico sonido de los viejos doblones de oro: No sé que haya habido heroína en el mundo, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, que merezca ponerse en parangón con esta incomparable mujer.

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El camino, siempre en ascenso, de Isabel Primera de Castillo, tiene su auspicioso inicio en la boda con Fernando II de Aragón, acontecimiento al que seguirán la consolidación del trono, en 1479 y, con ella, la terminación de la crisis hispánico del Siglo XV.

Los éxitos alcanzados por Isabel fueron, en verdad, espectaculares. Su unión matrimonial con Fernando -a quien amó entrañablemente y a quien nunca trató de opacar no obstante su innegable poder y el gran ascendiente que tenía entre todos sus súbditos-, consolida la unidad peninsular, al conseguir, por primera vez, la vertebración del país, el cual, desde ese momento, se convirtió en un solo ente político, fuertemente cohesionando bajo la bicípite égida de los Reyes Católicos, cuyo sincero respeto del uno hacia el otro, así como el equitativo reparto de privilegios y responsabilidades en el desempeño de sus altí-

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simas funciones, llevaron al pueblo español a esculpir para la historia la frase, llena por cierto de picardía y buen humor: ‘Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando’.

No cabe duda que 1492 fue el año cenital para los Reyes Católicos y, de sobresaliente manera, para babel de Castilla. En efecto, luego de una lucho que duró una larga década, en que los bandos en pugna quedaron exangües, el 2 de Enero de dicho año se rendían las fuerzas moros ante el incontenible ariete blandido por los valerosos legionarios españoles. La Inquisición, si bien creada en Iberia por los Reyes Católicos en 1480,-Isabel nunca estuvo acorde con ella- fue definitivamente abolida por ellos en 1492. Posteriormente, se daría la expulsión de los judíos y, finalmente, el 12 de Octubre, con el decisivo y franco apoyo de la Gran Reino, Colón llegaba a América. Tengo para mí que Salvador Lara no incurre en di-

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tirambo alguno al llamarla “la Reina más gloriosa de la España de siempre” y al afirmar que Isabel la Católico fue la primero figura de la Edad Moderna y la última de la Edad Media”. Carlos V y Felipe II, -“Sacras, Cesáreas y Católicas Majestades” como eran, entonces, conocidos- nieto y bisnieto, respectivamente, de Fernando e Isabel, continuarían, a su manera, la gloriosa trayectoria de sus esclarecidos antecesores y el primero de ellos podrá acuñar la frase, más veraz que jactanciosa, de que en sus vastos dominios “no se ponía el sol”. Y es que el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, acaecido en el Siglo XV, coincidió con el glorioso reinado de los Reyes Católicos. El Renacimiento español se plasmó pues en ese sin igual período y contó, además, con figuras de primerísima categoría como fueron, entre otros, Antonio de Nebrija y el Cardinal Cisneros.

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El año 111 de nuestro a morcó un hilo de muy especial trascendencia histórica no únicamente para España, sino, en considerable medida, poro Europa. En efecto, en esa fecha Tarik lban Ziyad, Gobernador de Tanger, atravesó el Mediterráneo Occidental y blandiendo, a diestro y siniestro, las afiladas cimitarras, llegó al lugar que, en su honor, se denominó ‘Jebel- Tarik’, la actual Gibraltar. Hasta el verano de 713 toda la España de entonces, con excepción de Navarra y Asturias, había caído en poder de los árabes, como consecuencia de lo cual una parte importante de la Península Ibérica pasó a convertirse en el refulgente asiento del más extraordinario Califato.

Al caer Granada, el postrer bastión moro, en poder de los tercios comandados por Fernando e Isabel, el signo de la Media Luna, que había flameado por varias centurias en suelo ibérico, fue definitiva-

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mente arriado de los Alcázares musulmanes y, desde ese histórico momento, las almenas de los viejos Castillos lucirían, airosos y enhiestos, los pendones de Castilla. Los megáfonos del aire dejaron, desde entonces, de llevar la trémulo e isócrona voz del almuédano que, instalado en los vistosos y llamativos alminares, llamaba, cinco veces al día. a oración.

Cuando Abú Abdalá, el último de los Abencerrajes, generalmente conocido como Boabdil, hizo a Isabel la simbólica entrega de las llaves de Granada antes de emprender la definitiva retirada a sus antiguos aduares allende el vasto espacio que el Dante llamaría, con exagerado optimismo, el “Mar Latino”,!momento de tan sublime emoción que, únicamente, sus principales actores podrían expresarla en palabras!-, estaba reconociendo que la Reina había, tal vez, desempeñado el papel más preponderante en la

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agotadora lucha que, por espacio de una prolongada década, exigió, al máximo, el valor de los contrincantes y que el gesto hacia ella, por provenir de un mahometano, era un tácito, paladino e inaudito reconocimiento a la grandeza de la hermosa soberana que, montada a mujeriegas y soportando estoicamente los pesados arreos militares de entonces, -yelmo, coraza, peto, etc. -recibía el ansiado trofeo. ¡Aquella extraordinaria gesta, conocida como Reconquista’, que el mítico Don Pelayo iniciara en Covadonga allá por el Año del Señor de 718, llegaba, al cabo de casi ocho centurias, a su esplendoroso como ansiado final!

Al agradecer, con profunda y sentida emoción, a mi entrañable amigo Doctor Jorge Salvador Lara por haberme otorgado el singular honor de escribir el Prólogo a su Semblanza apasionada de Isabel la Católica -tengo para mí que, ni

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él ni su obra han menester de introducción alguna por cuanto su mora enunciación constituye. ‘ab initio’, signo de primacía-, me permito abrir el pórtico e invitaros a penetrar en el hermoso ambiente por él creado y recreado y a gozar de similar fruición como la que yo he sentido con la lectura del libro sobre la vida y la obra de un personaje histórico como Isabel de Castilla, quien, por antonomasia, ha sido y es universalmente conocida, respetada y admirada como ‘La Reina Católica’.

Quito, diciembre de 1995 Leonardo Arízaga Vega.

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A España, fuerte raíz. A Teresa Crespo Toral. A la amistad de: José Luis Castillo Puche. Ernesto La Orden, Carlos Robles Piquer. Alfredo Sánchez Bella e Ignacio de Urquijo. A Leonardo Arízaga Vega. Jaime Dousdebés, Renán Flores Jaramillo y Carlos Arturo Molina.

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CAPITULO 1 Breve Galería de

Mujeres Hispánicas

Buscáis un modelo de mujer para la Hispanidad? Procurad encontrar el arquetipo de la señora castellana, que reúna la fortaleza con la hermosura, la virtud con la energía. lo dulzura con la pasión y la perseverancia en el trabajo con la devota humildad. Lanzaos, para ello, por los campos apacibles, o convulsos, de la historia de nuestra estirpe y recorred con vuestras miradas escrutadoras cada una de sus páginas legendarias.

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Encontraréis nombres y hechos gloriosos. Desde la figuro prudente de Dono Berenguela. que unió Castilla con León, hasta la caridad ilimitada de una reina como Santa Isabel de Portugal. hija del aragonés Pedro III. Desde el amor hogareño y fiel de Doña Ximena, esposa del Campeador, hasta el sufrir callado y humilde de sus hijas, traidoramente abandonadas por los Infantes de Carrión. Desde la energía y talento de doña María de Molina, madre de Fernando “el Emplazado” y abuela del justiciero Alfonso Xl, en cuyas minorías regentó admirablemente España, hasta el místico arrebato de Santa Teresa de Jesús, “que hizo español el corazón de Cristo”. Encontraréis el amor total de doña Juana “la Loca”, que apasionada de su marido llegó al delirio. Y la figuro elevada del amor inalcanzable representado por la sin par Dulcinea del Toboso. EL heroísmo popular y vibrante de Agustina de Zaragoza y el

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sacrificio diario, callado y desconocido de todas las madres de España, ‘que no saben llorar”.

Pasad a recorrer la historia de América y hallaréis, asimismo, caracteres formidables de mujer. Rosa de Lima, con su evaporada santidad. Mañana de Jesús. nuestra quiteñísima azucena, con su oblación fragante y desangrada. La Malinche con su amor pagano, que le llevó a olvidar su raza indígena y convertirse en ‘Samaritana de los españoles”. Con su heroico amor cristiano la célebre Doña Ana de Ayala, mujer de Francisco de Orellana, a quien acompañó al verde suplicio de la selva amazónica. Con su reivindicadora poesía Sor Juana Inés de la Cruz, preguntando angustiosamente quién será más de acusar,

“aunque cualquiera mal haga.

la que peca por la paga, o el que paga por pecar”.

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Con su apasionada prosa Manuela Sáenz, que prefirió el fuego latino e impetuoso del Libertador a la meticulosa frialdad inglesa de su marido. Rosa Montúfar con su abnegación. Con su patriótico sacrificio Policarpa Salabarrieta. Modelos de mujer todas, una para cada tipo y para cada gusto. A cual más admirable. A cuál más femenina y española.

La mujer en la historia de la Hispanidad: qué tema para un estudio hondamente humano, por el que desfilarían las mejores figuras de mujeres en la vida del mundo! Sin embargo, tal estudio sería baldío e inútil si faltase el nombre maternal y glorioso de Isabel de Castilla, cuya presencia llega en temprana edad a nuestra sensibilidad de estudiantes, y permanece, desde entonces, en la memoria de todos, hispanoamericanos y españoles, señalando una recia figura de mujer, de señora y soberana, de santa si queréis,

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que reúne en sí atributos de universalidad como ninguna otra, no solamente porque puede servir de ejemplo a todas los generaciones femeninas de las anchas Españas. que hoy la aclaman como madre. sino porque puede ser modelo acabado en las latitudes todos de un mundo que ella contribuyó a agrandar con admirable intuición.

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CAPITULO II Donde se cuenta cómo se

encendió una luz en Madrigal

Nació Isabel en un pueblo insignificante de Castilla. Un pueblo con nombre de poema, símbolo de lo que llegaría ser la figura de aquella niña venida al mundo bajo sus techos: Madrigal de las Altas Torres (1). Altas torres almenadas, con agujas señalando el cielo, apuntando muy alto, subiendo agudas por escalas de aire, como llamando con voces finas al firma- (1) Hoy los historiadores han aportado documentos para probar que Isabel nació en Madrid, Pero, para los poetas. siempre será su cuna Madrigal de las Altas Torres!.

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mento, como desafiando con hirientes bordes a las nubes y recibiendo los mandobles del relámpago. Altas torres, sí, y un madrigal con ellas. Un madrigal perfumado, suave y musical, para cantar loores a la princesa recién nacida; para presagiar las enamoradas endechas que, díez y siete años más tarde, escucharía la princesa Isabel, tan solicitada de príncipes y poderosos; para atraer bendiciones y cánticos, ya para siempre a través de los siglos, a la Reina Católica, modelo de soberana, figura hermosa de mujer Hoy no existen ya las torres altas de la amurallada Madrigal. Apenas una plaza soleada y la iglesia humilde y castellana. Apenas los polvorientos senderos, en cuyos bordes se asientan las viejas casas, todas con su soportal y su balcón vetusto. Apenas lo que queda de aquel castillo pétreo que los reyes allí tenían, uno más entre los tantos de

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Castilla, tal vez el menos soberbio —sin almenas ni fosos ni atalayas, sin grandes proporciones— pero el de mayor renombre y lustre, porque en él nació la Reina más gloriosa de la España de siempre. 22 de Abril de 1.451. ¿Había estrellas en el cielo cuando llegó a la vida la princesa Isabel? ¿O vino cuando el sol brillaba sobre los amplios campos, resplandecientes tras el crudo invierno? iNo hace falta saberlo! Fue un jueves santo —se conmemoraba el misterio dulce del trigo— y reinaba en Castilla Juan II. La princesa, nacida al mundo con la primavera, era la hija mayor de su segundo matrimonio. Por Isabel de Portugal, la madre, llevaba antigua sangre lusitana. Por el Rey Juan, se hundía en las raíces de Castilla. Por ambos, descendía de las más soberbias figuras del Medioevo, que en ella unían sus viejas cualidades de valor, grandeza y jerarquía.

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¡Cuántas ideas debieron brillar en la mente del Rey con aquel nacimiento! iY cómo trataría en vano, siguiendo las costumbres de la época, de asociar el futuro de aquel capullo hermoso con el centellear de las estrellas, con la hazañera historia de sus mayores y con el porvenir incierto de aquel vivir que se encendía! El futuro estaba, sin embargo, únicamente en las manos de Dios. Madrigal de las Altas Torres, una de las poblaciones castellanas que el Rey concediera como arras a Isabel de Portugal, estaba en el corazón mismo de Castilla, casi equidistante de los centros más notables de la época. Y Castilla, dura y dilatada cuna de epopeyas y empresas gigantes, era el centro del baluarte ibérico, adentrado en el mar Extremo de Europa, España estaba hundida en los misterios del tenebroso océano. ¿No sería todo aquello augurio de una hazaña inigualada? ¿La princesa Isabel ha

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brío nacido en la mitad misma de la planicie ruda de Castilla, porque un futuro incomparable le aguardaba en la historia?. Juan II murió tres años después y, conforme a lo previsto, su primogénito, nacido del primer matrimonio, ascendió al trono de Costilla con el nombre de Enrique IV. La Reina viuda, apaciblemente, se refugió en su alcázar de la ciudad de Arévalo y poco a poco, dulce y resignadamente, fue perdiendo la razón y hundiéndose en mares de oscura melancolía. Le acompañaron en su soledad tan sólo sus dos pequeños hijos y un grupo escaso de cortesanos fieles. Isabel vió pasar su niñez encerrada en un mundo reducido, pero ansiando volar por el límite horizonte de la parda Castilla!. Los años transcurrieron, mas la niña no perdió las azules horas de la infancia. Aprendió las labores do

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mésticas, siendo una mujer más al cuidado de la casa. Vivió casi siempre en una angustiosa apretura económica, pero aprendió a sufrir con resignación, templar la voluntad y confiar en Dios. Al real hermano, durante muchos años, poco plugo preocuparse de la Reina viuda y de los dos infantes: los olvidó tranquilamente, porque no podía gastar sus minutos en nada que no fuera divertirse y gozar. Dura fue la niñez de Isabel. Por ello el Señor la premió con múltiple largueza. ‘Quiso Dios que se criase sin delicias —dice un cronista antiguo escuetamente— para formar una mujer robusta ”(2). He aquí cómo, una vez más, la Historia nos demuestra que del sufrimiento surgen los valores más altos, las virtudes más preciadas y las voluntades más enérgicas. Así como es difícil que un hombre opulento y (2) P, Enrique Flórez de Setién- Memorias de las Reinas Católicas de España. 1761 Edit M. Aguilar.-1945- Madrid.

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rico alcance la aureolada puerta del Palacio Celeste, así es por igual difícil que de la angustia de una infancia pobre, la austeridad de una vida sacrificada y humilde. el resignado dolor de un miseria familiar, no broten en desfile continuado los resplandores de las vidas heroicas que han señalado rutas nuevas en la escena del mundo. ¿Quién hablaba como Isabel el castellano heroico? ¿Quién como ella sabía escribirlo con delicada caligrafía sobre amarillas pieles? ¿Alguien conocía mejor la gramática, la historia, la filosofía de la época, que aquella tierna niña aprovechada y dócil con sus grandes maestros? ¿De quién podía afirmar- se que reuniera tanta afición por la poesía y la pintura? Y en el bordado policromo y paciente, ¿quién la superaba? Y en la virtud, ¿podía exigirse tanto una niña de sus años como a sí misma exigíase Isabel? Debió esta mujer magnífica su sin

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igual grandeza a los diligentes años de su infancia y juventud. “Parecía que la mano de Dios era con ella — anota un biógrafo suyo de hace dos siglos— porque era bien afortunada en las cosas que comenzaba, y esto le permitía Dios porque siempre, antes que comenzasen las cosas, las encomendaba a Dios con oración, ayuno y limosnas” (3). Fue esta una piadosa práctica que Isabel observó a lo largo de su fructuosa vida. Muy pronto corrió su nombre incomparable por la planicie dura de Castilla y se extendió su fama por las Cortes de Europa. Nada de raro tuvo que, con el transcurso del tiempo, la deseasen para esposa el Conde de Gloucester, hermano de Eduardo IV de Inglaterra; Carlos de Viana, primogénito del Rey de Aragón; el Duque de Guyena, hermano del monarca francés, o el mismo Alfonso V de la vecina Portugal. (3) P. Flórez de Setién.- Ob. Cit.

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Mas en ninguno de ellos pensó jamás la hermosa princesa. Ella guardaba su purísima mano para aquel a quien de veras rindiese su corazón ardiente. Y, como siempre. con devota oración, no dejaba de implorar al Dueño de las Alturas y del Mundo, que enviase a su vida apasionada un amor encendido, un amor luminoso como el sol que ilumina la castellana estepa.

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CAPITULO III Ilusiones y angustias de ira

niña enamorada

Arrimada al alféizar de la ventana, en aquel castillo roquero, o asomada tras las altas almenas de la maciza fortaleza, con sus diecisiete años risueñamente prendidos a la vida, la dulce niña medita enamorada. Sus ojos azules se tienden ilusionados por el paisaje, o recorren de una en una las altas nubes. ¿Quién podría afirmar si en esos ojos se refleja el cielo, o si el cielo es reflejo de esos ojos? Vivísimos, ju

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guetones hasta sonreír con sólo las pupilas, hacen contraste espléndido con el blanco cutis cuya suavidad envidiarían las rosas de Castilla. Y enmarcando el semblante, suelto al viento el trigal del cabello, diñase una mies madura surgida al borde de la hermosa frente. Muy rojos los labios que dejan entrever los dientecillos menudos y blanquísimos cuando la boca permite nacer la sonrisa musical y agradable. Clara y dulce la voz, se deleita en conversar con el viento, o en saludar a las aves que se acercan, con vuelo estremecido, para escuchar sus cantos. El mentón ligeramente pronunciado, da una gracia especial a todo el rostro, y los hoyuelos aparecen alegres cuando la niña ríe jubilosa. Sobre el cuello marfileño lucen los encajes de un vestido riquísimo. La escena parece arrancada del lienzo de un pintor maestro! Miradla allí soñar. ¿En quién? ¿En qué? Con deliciosa ternura se

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halla esperando la hora azul de la ilusión. Tal vez lance miradas hacia el tiempo ya ido. Recordará, entonces. cómo el Rey Enrique, cuando nadie menos lo pensaba, la sacó junto con el pequeño príncipe Alfonso del Castillo de Aróvalo, donde vivían oscuramente con su madre. Recordará con repugnancia la disoluta vida del monarca impotente. El teje y maneje de las intrigas palaciegas. La corrupción cortesana, en medio de la cual logró conservar el blanco tesoro de su castidad —como una isla de virtud— con la ayuda del cielo. Recorrá, en fin, todos los chismes que corrían teniendo como centro y ocasión la figura descomunal del taciturno Rey, su hermano. Había casado Enrique con Blanca de Navarra, su prima hermana, en 1437. Doce años llevó de vida conyugal, y en ellos, como decían

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audazmente los budones castellanos, el tiempo transcurrió quedando la princesa Blanca intacta tal cual naciera. Enrique no tuvo descendencia y el matrimonio fue disuelto en 1449. Pero seis años más tarde, ya sentado en el trono de Castilla por la muerte de su padre, volvió a casar con la bellísima Juana de Portugal, que también conoció las amarguras de la soledad del lecho, hasta el nacimiento de una niña, ocho años después del matrimonio, a la que puso su mismo nombre. ¿Había recobrado Enrique su poder generador’?, ¿era el padre de la princesita’?, preguntábanse asombrados los labios castellanos. Las fiestas fueron espléndidas para celebrar el nacimiento. Pero la Corte y el pueblo de Castilla bautizaron a la niña con el mote de “Beltraneja”, con el que ha pasado a la historia, aludiendo al bizarro don Beltrán de la Cueva, de quien se decía

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que era su padre. Algo debió haber de verdad, pues Enrique se negó a confirmar, aun en la hora de la muerte, su discutida paternidad. No la negó tampoco, pero había mucha tela en qué cortar si se tiene en cuenta que la bella Reina Juana fue madre de dos niños más, nacidos de adulterio. Todas estas tristes historias debía recordar la princesa Isabel, pues ella las conoció demasiado de cerca. Amadrinó a la princesa Juana y vivió en la Corte. Fue testigo de la lucha sangrienta entablada contra el Rey, con motivo de la posible sucesión de “la Beltraneja”. y, vio como el Arzobispo Carrillo y el voluble y mezquino Marqués de Villena proclamaban soberano de Castilla a su amado hermano Alfonso. Conoció las mil intrigas y traiciones de Villena, unas veces a favor y otras en contra de Enrique, siempre negociando infamemente con amigos y enemigos para sacar tajada. Oyó

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hablar sobre la derrota de los rebeldes que apoyaban a su hermano. Sufrió con la controversia y, urgentemente llamada a la villa de Cardenosa, donde el Rey había caído gravemente enfermo, sólo pudo llegar cuando ya había muerto, amortajándole con sus propias manos amorosas y rezando mucho por él con la misma ardiente fe de siempre, pero esta vez con mayor devoción 1 más angustia y muchas lágrimas en los azules ojos. Allí mismo habíase negado a aceptar que la aclamaran soberana de Castilla, en noble rasgo de lealtad hacia Enrique a quien su padre el Rey Juan II había dejado la corona. Tan firme actitud nunca podrá dejarse de admirar!. Ahora, miradla meditar largamente en su futuro. Lleva ya mucho tiempo eludiendo compromisos matrimoniales, con habilidad y prudencia, fiada sólo en Dios, sin que nadie la proteja. Su madre, la Reina

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viuda, recluida en Arévalo, navego delirante por mares de melancolía. Muerto está su hermano Alfonso. cuyo recuerdo no se aparta de su mente, quien con precoz energía la defendió una ocasión, increpando a la Reina y las cortesanas, cuando quisieron hacerla intervenir en las licencias de la Corte. Y en cuanto al Rey Enrique, sólo se acuerda de ella para negociar alianzas y situaciones, ofreciéndola como esposa, ahora al Rey de Portugal, ayer a un príncipe inglés, mañana a un noble de Francia. Todos se preocupan de su matrimonio, pero nadie consulta su corazón!. ¿Cuales son los sentimientos de Isabel? Miradla estremecida: pensando está en el inicuo Marqués de Villena, de quien se dice que negocia casarla, aprovechando del ascendiente de que goza con el débil monarca: la ha ofrecido ya a

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Carlos de Viana heredero de la Casa de Aragón, pero su afán secreto es desposarla con su propio hermano, gran maestre de la Orden de Alcántara, hombre de pésima reputación, de innobles antecedentes y moral rastrera. ¡Pero nadie echará cadenas a su libertad! Vedla irguiéndose altiva, la mirada fija en Dios, la energía dispuesta a dar combate. Ya la princesa no era solamente la hija del difunto Juan II. Ahora, a ése añadía otro título: el de heredera del Trono de Castilla. ¿No la reconoció portal Enrique IV al firmar el compromiso de los Toros de Guisando? ¿No selló la paz con los rebeldes que disputaron sus derechos reales proclamando a Alfonso? ¿Acoso ha olvidado su ofrecimiento de dejar, a su muerte, la regia corona de Castilla en las sienes purísimas de su hermana Isabel?.

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No, ella no es una niña dispuesta a entregar su cariño al primer ambicioso que consiguiese arteramente la aprobación del Rey Enrique. Isabel es una mujer resuelta a defender sus derechos de heredera y a guardar el santuario impoluto de su ardiente corazón!. ¿Que Pedro Girón, hermano de Villena, venía a pasos largos a casarse con ella? Vedla postrada a los pies del Santísimo, tres días con sus noches, implorando la protección del cielo, Y vedla, enseguida, dando gracias a Dios por la muerte del infame pretendiente, ocurrida de improviso apenas iniciada la marcha en que pensaba hacerla suya. ¿Que Alfonso V de Portugal la quiere para esposa? Miradla dando hábiles rodeos, o prolongando la resolución del asunto, a pretexto de que haría falta la dispensa de Roma por el parentesco cercano

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Que la vinculaba al vehemente monarca. Y vedla ahora, con toda la frescura inmaculada de sus 18 años, los ojos tendidos hacia el Oriente, el corazón palpitante, erguida la alta figura, esperando una noticia que no llega. ¿En quién piensa la princesa Isabel? Lo sabe el pueblo de Castilla, lo sabe el pueblo de Aragón. Lo repite el viento y lo cuentan las nubes. ¿Lo sabéis vosotros? Piensa en un mozo apuesto, que ha cautivado su espíritu. Florescencia nueva de una vieja estirpe. Heredero de un cetro real. Dueño de un carácter maravilloso. Enérgico y valiente como él solo.

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CAPITULO IV Vuelo del Amor

Decía un cronista castellano que Fernando de Aragón era home de mediana estatura, bien proporcionado en sus miembros, en las facciones de su rostro bien compuesto, los ojos rientes, los cabellos prietos e llanos, e hombre bien complisionado. Tenía la fabla igual, ni presurosa ni mucho espaciosa” (4). Y otro añadía: “En este príncipe la alegría del corazón en el rostro la marcaba” (5). No es, pues, necesario hacer hincapié en sus méritos, pero es preciso decir que (4) Fernando del Pulgar; citado por F. J. Sánchez Can-tón Los retratos de los Reyes de España- Barcelona.- 1948. (5) Crónica lncompleta. Autor anónimo.- Citado por id. id.

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Isabel de Castilla se enamoré perdidamente de él con sólo las noticias que le dieron y apenas vio un retrato en miniatura. Hijo de Doña Juana Enríquez, esposa de Juan II de Aragón. estaba vinculado a la nobleza de Castilla a través de su madre. Y. asimismo, había llegado a ser heredero del trono aragonés después de muchos incidentes. La historia del noviazgo de Isabel y Fernando es larga de contar. El compromiso matrimonial se sellé en secreto, mientras los corazones de los príncipes latían apasionadamente, separados por leguas de distancia. Sus amores fueron verdadero romance. Reunieron los caracteres todos de un idilio de cuentos. Enrique IV se opuso. Se opuso, también, buena parte de la nobleza castellana. Pero las dos vidas se llamaban y al fin terminaron por unirse. ¿Quién puede detener el encendido vuelo del amor? Disfrazado de mercader, y caminando so

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lamente por las noches, atravesó Fernando, en jornadas largas, el vasto territorio dominado por Enrique IV. hasta llegar a Valladolid, donde le aguardaba con ardiente ilusión la princesa de sus sueños. De nada valieron las amenazas del Rey Enrique, las tropas enviadas para arrestar a Isabel, ni los espías de Villena ni los requerimientos persistentes de Alfonso de Portugal. El pueblo estaba con la princesa. Estaban con ella el Arzobispo Carrillo y varios nobles de altura. Y estaba, sobre todo, el poder femenino de su corazón que amaba con vehemencia. Nadie pudo detener la feliz consumación de aquel romance, y fueron para siempre “marido e mujer”. La princesa heredera de Costilla y el sucesor del trono de Aragón casáronse en Valladolid el 19 de Octubre de 1469. Tenía ella 18 años y él apenas 17. Desde entonces han pasado unidos al recuerdo de la posteridad.

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“Con sólo ver al príncipe, conoció en su real aspecto el tesoro de prendas que le engrandecían”. recuerda de Isabel un viejo biógrafo (6). Y es verdad. Amó Isabel a Fernando los días todos de su vida. Enamorada de él, vivió pendiente de sus deseos, sus menores caprichos, su varonil palabra. Le dio íntegro su corazón castellano y de tal manera se unificó a él que “los dos cuerpos no tenían más que un sólo espíritu”. (7). Anheló vivir a todo instante al lado de su marido, para cuidarle, mimarle como a niño, hacerle saber lo mucho que le amaba. Con frecuencia tuvieron que separarse, obligados por el curso de los acontecimientos. De tales ocasiones, las congojas mortales de la Reina y la angustiosa zozobra del Rey. No podían hallarse separados, Se amaban entrañablemente. Se necesitaban. Se requerían. Cuando la lucha contra los moros de Gra

(6) R Flórez de Satién, ob, cit. (7) Id.id.

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nada los mantuvo alejados por largas temporadas, la Reina no perdería oportunidad para hacer visitas a su marido en el mismo campamento, darle ánimos, encenderle en bríos, Y, el Rey, de igual modo, en medio del azar de la pelea, se daba maña para ver a su mujer, dondequiera estuviese. Vivían el uno pendiente del otro. Y si no podan encontrarse, entonces era el ir y venir de los mensajes con los apasionados recados de la Reina, con los saludos amorosos del Rey. Consérvase, de una de aquellas separaciones forzosas, una carta de Fernando en la que se ve el hondo cariño que por la Reina sintió. Decidme, al escuchar los párrafos que vais a leer, si no es éste el lenguaje de un amor de verdad, la voz ardiente, vigorosa, plena de pasión de un hombre que ama: Mi señora —decía—: Ahora se ve claramente quien de nosotros ama más. Juzgando por lo que habéis

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ordenado se me escriba, veo que podéis ser feliz, mientras yo no puedo conciliar el sueño, porque vienen mensajeros y mensajeros, y no me traen letra de vos”... “iBien!”— continuaba—. Un día volveréis a nuestro antiguo afecto. Si no, yo moriría y vos seríais la culpable. Escribidme y hacedme saber cómo estáis... .Escribidme. No olvidéis darme noticias de la princesa. Por el amor de Dios recuérdala, lo mismo que a su padre, quien besa vuestras manos y es vuestro siervo. El Rey”. (8). Fernando, sin embargo, no siempre fue fiel en el amor y tuvo, de vez en cuando, faltas y deslices. Hubiera dado cien mil veces la ‘vida por su esposa, hubiera hecho lo imposible por evitarle disgustos, pero más de una ocasión hizo llorar de rabia y celos a la enamorada señora. “Como quiera que amaba mucho a la (8) William Thomas Walsh.- Isabel la Cruzada, Colección Austral.- Edit Espasa Calpe Argentina. SA- Buenos Aires.

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Reina, dicen los cronistas, dábase a otras mujeres” (9). Hizo conocer a su esposa el tormento negro y roedor de los celos, pero esforzóse en sede fiel. No sólo se halla en mí esta pasión —habría de decir después su hija doña Juana, que enloqueció por obra de los celos—. No sólo se halla en mí esta pasión. mas la Reina, mi Señora, a quien Dios dé gloria, fue asimismo celosa, mas el tiempo saneó a Su Alteza, como placerá a Dios que hará a mi” (10). Por eso anheló siempre Isabel que su marido estuviese junto a ella. Intuyéndolo, el día de su matrimonio le hizo jurar que fijaría en Castilla su residencia y que no la abandonaría por nada sin su consentimiento. Ordenó que cuando se la nombrase se nombrase también a Fernando. “La unión de sus majestades hacía que sonasen ambos en las empresas”, dicen las crónicas (11). 9.- Fernando del Pulgar, citado por Sánchez Cantón. 10 F. J. Sánchez Cantón, ob. cit. 11,- P Flórez de Satién, ob. cit.

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Y añaden enseguida que ‘su unión no permite a veces discernir el triunfo de cada uno”(12). ‘Mi señora y mi Reina”, decía cariñosamente don Fernando cada vez que se refería a su mujer. ‘El Rey, mi Señor, llamábalo apasionadamente Doña Isabel. El matrimonio fue fértil, pues tuvieron cinco hijos: Isabel, Juan, Juana, Maña y Catalina. Todos fueron criados y educados por la Reina, y no se alcanza a comprender cómo pudo esta mujer admirable atender sus deberes de madre, esposa y soberana, con tanta perseverante sabiduría y prudencia. No daba ella un paso sin conocimiento del Rey. Y Fernando, aun en aquellos asuntos de estrategia que sólo a él competían, acudía respetuoso y confiado a consultar a su esposa, a cuya intuición se entregaba ciegamente. No pocos de sus triun 12 id.

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fos guerreros son debidos a los sagaces consejos de lo Reina. El pensamiento de ella le acompañé siempre en la lucha, y cuando sen- tío el desaliento golpeando a los puertas de su voluntad, al punto marchaba Fernando a tomar fortaleza en los radiantes ojos de la mujer que amaba. Sus oraciones le protegían siempre. Su voz melodiosa, sus palabras de amor, su recuerdo encendido le persiguieron sin descanso, y él no se dio a la fuga sino que, amorosamente, aceptó aquel apasionado seguimiento que tanto agradecía. Aun nosotros, cinco siglos después, somos testigos del ardiente exclusivismo de la Reina, confidentes asombrados de aquella unión entrañable que en ellos perduró. Buscad los retratos que de los Reyes existen: juntos les veréis, orando al pie de la Virgen, en la tabla hispano-flamenca que en el Museo del Prado se conserva. Juntos en el me-

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dallón pétreo de la fachada de la Universidad salmantina. Juntos en el maravilloso retablo de la Cartuja de Miraflores. Juntos en la Capilla Real de Granada y juntos en el sepulcro alabastrino. Buscad las crónicas de la época: allí Bernáldez, nombrándoles siempre juntos. Allí el autor anónimo de la ‘Crónica Incompleta, retratándoles el uno al par del otro. Allí Pérez del Pulgar, el cronista oficial, relatando la obra formidable de los célebres monarcas. Unidas veréis sus iniciales, entrelazadas en piedra, en todas las construcciones que ellos levantaron. Unidos encontraréis sus símbolos -yugo y flecha vinculados- en todos los documentos oficiales. Juntos veréis sus rostros, frente a frente, como unidos en estrecho beso, en todas las monedas de la época. Y allí tenéis, sobre todo, el recuerdo y la gloria, probando que triunfó la pasión de aquella hermosa Reina enamorada.

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Magnífico ejemplo de lo que puede el cariño de una mujer. Ya nadie podrá separar esos nombres que los siglos han tenido que conservar unidos. Con admirable porfía, Isabel de Castilla nos tiene dada una apasionada y recia enseñanza de amor.

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CAPITULO V Panorama de España al tiempo

de la Coronación de Isabel

Nada diremos del resentimiento del Rey Enrique al enterarse del matrimonio de Isabel y Fernando. Desconoció en la princesa su calidad de heredera del Trono de Castilla, y se propuso darle guerra, con el apoyo del Rey de Francia, a cuyo hermano prometiera la Beltraneja. Mas, cuando todo se hallaba dispuesto, murió el Duque de Guyena, se terminó la alianza castellano-francesa y empezaron de nuevo a pasar los años.

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Isabel había tenido su primera niña el 1 de Octubre de 1.470. Cuántos años más tarde, reconciliado con su hermana, murió Enrique IV, “el impotente, negándose a declarar si Doña Juana la Beltraneja era o no hija suya. Al siguiente día de la muerte del Rey, el 3 de Diciembre de N74, Isabel fue proclamada Reina de Castilla en la ciudad de Segovia. Los gritos alborozados de la multitud respaldaron la clara figura de aquella hermosa mujer de 23 años. Fernando de Aragón estaba ausente, pero no tardó en volver. Su disgusto con la Reina, por no haber esperado su regreso para efectuar la coronación, fue pronto solucionado por la sagacidad de su amante esposo. Fernando comprendió, entonces, que él no podía mandar sin freno en Castilla. Recordó su promesa de respetar sus leyes y fueros y se propuso ayudar a Isabel, a quien correspondía el derecho del trono, con toda ab

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negación y empeño. Cinco años más tarde, en 1479, moría también Juan de Aragón y Fernando ceñía su corona, realizándose, así, la unificación de la Península. Desde entonces, ya sin recelos ni temores, los monarcas católicos gobernaron sus reinos con indisoluble unidad. Bajo sus nombres, seguidos de cien títulos, proclamaban los pregoneros la iniciación de las grandes empresas, coreados estrepitosamente por las muchedumbres, mientras el viento llevaba por toda España el clamor de las trompetas y la alegría de saberse gobernados con justicia y afán. Siete siglos duraba ya la reconquista de Iberia. Los moros, que entraron con la ayuda secreta de los judíos establecidos en Hispania, lograron dominar toda la península, pero poco a poco tuvieron que retirarse hacia el Sur, vencidos por los Cruzados, después de sangrientos combates legendarios. La guerra

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santa, que iniciara en Covadonga Don Pelayo, estaba a punto de terminarse al cabo de 700 años de fecundar con sangre la libertad de aquellas tierras semicautivas. Al subir al trono los Reyes Católicos, solamente quedaba —como cuña estratégica en el Sur— un recio parapeto del Islam: Granada! El peligro, sin embargo, no había disminuido sino que se acrecentaba por momentos, pues el imperio otomano empezaba a crecer e invadía Europa por Oriente, mientras las fuerzas de la Cristiandad, debilitadas y fraccionadas por gérmenes de disolución, eran incapaces de contener la furia musulmana. Castilla y Aragón no podían vivir tranquilos mientras Granada tuviese, en el Sur cálido y fértil, su poder vigilante y pudiese servir de fácil puerta a una nueva invasión mahometana. La guerra contra los moros fue compromiso fundamental del matrimonio de Isabel y Fernando. A

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prepararlo tenían que consagrar sus esfuerzos. Pero los inconvenientes eran muchos. España estaba atestada de judíos. Se decía que miles de conversos continuaban en secreto asistiendo o las sinagogas. Los hebreos, que ayudaron a los moros a entrar en lo Península, ¿no serían un peligro incontrolable cuando estallase la guerra?. Por otra parte la unidad estaba resquebrajada. Los nobles se habían alzado con el poder durante los reinados anteriores y, si no se rebelaban abiertamente contra la monarquía, al menos desconocían su dominio y lo eludían. La economía estaba por los suelos. La moral, después de mucho tiempo de tolerancia con el mal, yacía postrado. La justicia era burlada. Los bandoleros campeaban libremente. Portugal era un enemigo poderoso. que disputaba su trono a Isabel. Francia era de temer por sus ambiciones permanentes y la disputa que sostenía con

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Fernando sobre el Rosellón y la Cerdaña. Las relaciones con el resto de Europa tampoco podían dejar de preocupar a los jóvenes monarcas, tanto más cuanto que Fernando ceñía, por la muerte de su padre, no sólo la corona de Aragón sino, también, la de Sicilia, y extendía su soberanía a las Baleares y Córcega. La tarea de los Reyes se presentaba inmensa. Había que con-solidar el derecho de Isabel a la corona de Castilla. Se debían celebrar pactos con Francia o detenerla. Enseguida, era preciso fortalecer el poderío de la monarquía y reducir el predominio exagerado de la nobleza, Y por si esto fuera poco, era necesario reprimir los abusos del judaísmo, dando solución al problema de los conversos. Levantar el nivel de vida del pueblo, hambriento y descontento. Con férrea mano administrar justicia. Elevar la cultura, descuidada tal vez desde la época

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gloriosa del Rey Sabio. Dictar nuevas leyes. Acrecentar el tesoro real. Preparar los ejércitos, equiparlos adecuadamente, disciplinar las tropas, moralizar la población, fortalecer la ética y, sólo entonces, con el respaldo de una nación unida y fuerte, pensar en la guerra con los infieles. Empresa inmensa. Empresa sobrehumana, a cuyo solo pensamiento Isabel temblaba angustiada. pidiendo a Dios fuerzas para poder sobrellevar eficazmente el pesado Gobierno de Castilla, para realizar todos sus empeños. Fernando no desconocía la magnitud de la tarea y estaba, también, dispuesto a llevarla a cabo, no solamente por convicción sino porque sabia que con ello agradaba a la Reina, a quien tanto amaba, a pesar de momentáneas infidelidades. Además, político de extraordinaria inteligencia como era, se daba clara cuenta del poder que

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lograría España una vez unificados todos sus reinos, asegurada la paz y conquistado el Reino moro de Granada. La obra de los soberanos empezó inmediatamente, con inusitada actividad. Ambos conocían que era necesaria la perseverancia. Ambos se encomendaban a Dios. Ambos estaban dispuestos a poner todas sus fuerzas al servicio de aquel ideal. Ambos estaban decididos a vencer. Se empezó a conocer, de verdad, de cuánto eran capaces los jóvenes monarcas cuando Alfonso V de Portugal, no bien Isabel había sido proclamada Reina de Castilla, reclamó la corona para Juana la Beltraneja, desposándose con ella y pretendiendo sostener por las armas sus discutibles derechos. Unidos con absoluta identidad de afán y pasión empezaron, entonces, los católicos

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reyes, la inmenso obra de estructurar la defensa de un Reino amenazado, vigorizarlo y hacerlo surgir.

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CAPTULO VI El primer triunfo de Fernando

e Isabel

Mientras Fernando hacía frente al Portugués, jugando con el tiempo y procurando halagarlo con retiradas y avances al parecer sin objeto, Isabel galopaba desalada por todas las ciudades de Castilla. Mirad su figura hermosa, más reluciente que nunca en su acerada armadura, pregonar ardientemente la resistencia. Oíd su voz llamando a las armas a todos los varones del Reino, dirigiéndose fogosa al corazón de sus súbditos. Ella encendía a los ti-

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bios, sacudía a los indolentes, fortalecía a los entusiastas. Ella, en persona, organizaba los escuadrones. Ella daba las voces de mando, nombraba los capitanes y repartía las banderas. “No se sabe si era más la prontitud en acometer que la constancia en acabar”, dice un autor antiguo, recordando tan esforzada tarea (13). Y comparando esa época con los tiempos pasados de flojo pacifismo, un historiador moderno exclama con asombro: “Como tras vísperas tan turbias, amaneció el DIA luminoso de los Reyes Católicos, no se explica más que por bendición de Dios sobre las tierras y las gentes de España” (14). Cuando estuvieron listas las huestes aguerridas que había de dirigir el real esposo, sólo entonces pudo Isabel ver cuanto había logrado y el gran cansancio que la sobrecogía. Pero aún no se creyó con derecho 13) R Flórez do Setién, Ob, cit. (14) F. J. Sánchéz Cantón. Ob. cit.

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al reposo. Mientras su marido hacía conocer sus dotes de guerrero y su talento excepcional de estratego. la Reina estaba con los ojos prendidos al Crucifijo, la oración a flor de labios invocando al Señor de los Ejércitos: Tú, Señor —decía ardientemente—, Tú que conoces el secreto de los corazones, sabes de mí, que no por vía injusta, no por cautela ni tiranía, mas creyendo que verdaderamente por derecho me pertenecen estos Reinos del Rey mi padre, he procurado de los haber, porque aquello que los Reyes mis progenitores ganaron con tanto derramamiento de sangre no venga en generación ajena. A tí, Señor, en cuyas manos es el derecho de los Reynos, suplico humildemente, que oigas agora la oración de tu sierva e muestres la verdad, e manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas; porque si no tengo justicia no haya lugar de pecar por ignorancia, e si la tengo, me

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des seso y esfuerzo para la alcanzar con el ayuda de tu brazo, porque con tu gracia pueda haber paz en estos Reynos. que tantos males e destrucciones fasta aquí por esta causa han padecido (15). Las batallas fueron cruentas. Alfonso y obtuvo ayuda de no pocos señores castellanos, pero junto con el Rey don Fernando estaba la presencia imponente del Cardenal Mendoza. Figura arrancada del Medioevo batallador y cristianísimo, él en persona se adentró en el fragor de los más recios combates. El rivalizó en la pelea con el mismo soberano de Castilla. El, por fin, en la célebre batalla de Toro, que duró un día entero, arrancó la bandera portuguesa de manos enemigas y contribuyó en forma espléndida al triunfo castellano. Derrotado Alfonso de Portugal, Isabel sintió segura su real corona, comprendió más que nunca que su destino le impul-

(15 William Thomas, Walsh. Ob. cit

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saba a continuar la grande obra de sus antepasados, y, agradecida por la protección de Dios, recorrió descalza las calles de Tordesillas, en nutrida procesión, hasta llegar a los escalones del altar, en el Monasterio de San Pablo. Allí, rostro en tierra, rindió su corazón a Dios y escuchó el estruendo de las voces, entonando estremecidas la oración de gratitud: ‘A tí, oh Dios, alabamos; a tI, Señor, venera la tierra toda”. Si Fernando fue dueño de la guerra, fue Isabel la Señora de la paz. ¡Cómo celebraría a su marido, después del gran triunfo, la enamorada mujer!. Fernando, dice un cronista, ‘era grand cabalgador de la brida y de la gineta y grande echador de lanza....” (16). Guerrero por naturaleza, se cubrió de gloria en la batalla de Toro, y en el ardor ensangrentado del combate vislumbró la (16) Crónica Incompleta. autor anónimo. Citado Sánchez Cantón.

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difícil empresa que sería conquistar los bastiones de la Alhambra. Pero al estaría sin faltar. Y estaría también Isabel para ayudado con su consejo, estimularle con solo una mirada de sus ojos, premiarle tras el rudo esfuerzo y lanzarle como ariete incontenible a romper las murallas de Granada. Allí estaría, sobre todo, el Dios de los Ejércitos, para vencer a las escuadras fanáticas que izaban estandarte musulmán.

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CAPITULO VII Diálogo de flemas

y soluciones

Consolidada la Corona de Castilla, dedicáronse los Reyes a una actividad febril. Isabel y Fernando han dejado una muestra de lo que pueden las voluntades al servicio de un alto ideal. —,Que la justicia no llega a los campos, y andan libres los salteadores por todos los caminos?. —Pues se recrea la Santa Hermandad, haciéndola instrumento eficaz contra el bandidaje, organizándola adecuadamente, alen-

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tándola a iniciar y proseguir una campaña formidable contra ladrones y bandoleros. —,Que los tribunales están corrompidos y la ley sólo es ley para pobres y plebeyos?. —Allí tenéis a los Reyes Católicos - Isabel en unas villas, Fernando en otras- juzgando personalmente a los facinerosos, horas y horas seguidas, sin cansarse, sin dejarse doblegar por los intereses de las clases altas, sin dar su brazo a torcer, cumpliendo férreamente aquella ley que decía: “Rey serás si facieres derecho, et si non facieres, non serás Rey” (17). —,Que los crímenes habían quedado largo tiempo impunes? —Vedlos castigando cuanto debía ser sancionado, limpiando de forajidos las ciudades y los campos de sus Reinos, buscándolos en sus (17) Fuero Juzgo.

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mismos madrigueras, barriéndolos de la haz de sus dominios. O reduciéndolos a buen vivir. —,Qué se sublevan los terratenientes, se levantan caudillos de la anarquía, se discute la autoridad del Rey?. —Miradlos recorrer ágilmente, a lomo de cabalgadura, de un extremo a otro las comarcas de Castilla, llamando al orden a los amotinados, desafiando con sólo su presencia la furia de la rebeldía y castigándola. Al Isabel, en Segovia, sola y sin ayuda, relampagueante la mirada azul, indignada la voz, enfrentándose con el populacho enardecido, moviéndolo al arrepentimiento, castigando a los azuzadores, observando con señorío como se bajan las armas levantadas, sin tener ella tras de sí un solo mosquete, una sola espada que pudiera ayudarle. Su figura bastaba para someter a los malvados,

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para dominar la indisciplina de sus súbditos. —,Que los nobles desconocen el poder de la Corona, se niegan a acatar sus órdenes, levantan fratricidas armas en feroces pugnas?. —Vedla, jinete en corcel brioso, de norte a sur recorriendo la Península, decidida y veloz, enérgica e indomable, Doblega el feudalismo y sus reductos, lo somete, lo endereza al servicio de tareas altivas, lo pacifica, lo une. Hizo la paz entre Guzmanes y Ponces, entre Cifuentes y Fuensalidas, entre el Conde de Cabra y el señor de Montilla. Pedt4o al Marqués de Villena, dominó a cuantos querían seguir imponiendo condiciones al Poder real, obteniendo privilegios injustos y medrando con la anarquía. —,Que las órdenes militares no sirven a la Corona, y en cada elección de Maestre se encienden en

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guerras sangrientas, con desmedro de Castilla?. —Ahí tenéis a Isabel poniendo la paz, utilizando los recursos de su inteligencia privilegiada, buscando modos de acabar con las pugnas inútiles hasta encontrar la solución con el nombramiento de su esposo para el Maestrazgo de las Ordenes de Alcántara, Calatrava y Santiago. —,Que la economía marchaba por los suelos? —Allí los Reyes regulando los impuestos, recaudando de los señores el pago de lo debido, exigiendo a cuantos podían dar más, reclamando a los que negaban su justo aporte, enderezando la marcha del Tesoro público acabando con las corruptelas. —,Que la cultura no avanzaba, la enseñanza no era suficiente, el arte y la ciencia estaban estancados?

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—Al los Reyes facultando la introducción de la imprenta, multiplicándola por todas partes, fomentando su uso, atizando el afán de saber. Ved a la Reina, amante de la música, propugnándola por todos los medios, haciendo concursos, organizando coros. Mirad, bajo su protección, los primeros pintores renacentistas. Sabedia dando ejemplo a todos, siempre la primera, aprendiendo latín, leyendo e induciendo a la lectura, escuchando las canciones de los poetas, recitando ella misma los romances, patrocinando toda manifestación de cultura, difundiendo los avances de las ciencias. En fin, ya mediado su reinado, vedla estableciendo universidades, fundando centros de enseñanza, regando ansias de saber sin fatigarse. — ¡Estaba en peligro la fe! Había miles de judíos falsamente conversos que denostaban la Religión. Unos eran ocasión de escándalo;

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otros, motivo de relajo en las costumbres. ¿Todos, tal vez, quintacolumnistas del Estado nuevo?. —Miradla, entonces, aunque con repugnancia, consiguiendo ella misma el permiso papal para establecer la Inquisición. Vedla sosteniendo sus tribunales, insistiendo en la mejor administración de justicio, aconsejando piedad cuando era menester, exigiendo rigor cuando éste era indispensable. Vedla, con prudencia y energía, extender la obra inquisidora por todos los lugares de Castilla, preocupada del arrepentimiento de los herejes, el freno de la apostasía, la propagación del fervor evangélico. Mucho se ha hablado y se ha dicho sobre la Inquisición y sus ministros, en especial sobre Tomás de Torquemada. Fue, tal vez, un mal necesario. Para juzgar la institución y criticar a sus ministros habría, de todos modos, que enderezar el crite

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rio no según los moldes de nuestro siglo sino según la mentalidad de aquella época. Y aun así, todavía sería discutible qué es menos condenable: si las chekas soviéticas, los campos nazis de concentración y los Tribunales de Núrernberg, o las sentencias de la Inquisición, formuladas después de largos procesos que, al decir de modernos historiadores, eran documentadísimos y justificados casi en su totalidad, y en los cuales siempre se daba lugar primero a la piedad y depués al rigor (18). —¡Pero Castilla, en fin, no podía estar segura mientras no protegiera sus espaldas! —Pues ved a los Reyes Católicos negociando, con los príncipes cristianos que eran sus vecinos, sendos tratados de paz. Francia, primero, (18) Ver la muy documentado obra del gran historiador, norteamericano William Thomas Walsh, Personajes de la inquisición, Edit. Esposa Calpe. Madrid 1948: y el libro del académico y poeta mexicano Alfonso Junco, inquisidor sobre la inquisición Editorial Jus, Mexico 1949.

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Portugal, después. Así pudieron fortalecerse sin temor ante el creciente peligro moro. —¡Las pestes diezmaban la población! —Sabed, entonces, que Isabel dispone los remedios necesarios, se afano en el aislamiento de las zonas infectadas, busca asilo a los enfermos e instalo los primeros hospitales bien dotados. A ella se debe la formación de brigadas sanitarias en las campañas de guerra, el establecimiento de hospitales de emergencia y la organización de una verdadera Cruz Roja militar, según ahora la denominaríamos. Y cuando visita los hospitales en el frente de Granada, ella atiende en persona a los heridos, les consuela con palabras dulces, les envuelve en ternísimas miradas. Y si los problemas del Estado se complican, enredóndose de tal suerte que el poder humano ame

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naza flaquear, entonces observad a los Reyes Católicos. Entonces, más que nunca, aprended de la Reina de Castilla. Postrada ante el tabernáculo, en oración recogida, inmóvil, casi extática, la veréis pidiendo humildemente al Altísimo que allane las dificultades, mueva los corazones, dé energía a sus espíritus confundidos y gracias innumerables para sobrellevar la cruz pesada del Trono. Cuando lleguen los triunfos de su ejército, la veréis, asimismo, encabezando solemnes procesiones, organizando fervorosos Te Deum, dando ejemplo de amorosa gratitud. ‘y’ en las horas difíciles, acudiendo descalza a rezar en los templos, usando cilicios, haciendo ayunos continuados. Vivía siempre en oración, siempre teniendo en su mente la presencia del Señor, confiando en su Misericordia, abandonándose a Su Bondad. —,Hay aún algo más que aprender ?.

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—Sí, lo hay. En medio del trabajo febril, de tan abrumadora actividad, mirad a los Reyes llevando su apacible vida de hogar. A Isabel arreglando la ropa de su esposo. Al Rey embelesado en la contemplación de su mujer. A ambos preocupados en la educación y porvenir de sus hijos. Miradles, felices, en la hora recogida y familiar. Difícilmente podrá darse ejemplo tal de empuje, multiplicidad, energía y eficacia. Los Reyes Católicos recibieron una España fraccionada y dejaron una España poderosa. unida, levantada al primer lugar entre las potencias europeas, victoriosa, aguerrida, admirable. “El valor de estos príncipes, la prudencia, la constancia y el celo de religión y justicia —dice el Padre Flórez de Setién, antiguo biógrafo de las Reinas Castellanas— condujo al Trono a una tal altura, firmeza y majestad, que sólo servía el abandono

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para realzar el mérito de lo conseguido” (19). Y así era, en verdad, porque los Reyes Católicos establecieron un arquetipo tan espléndido de soberanos, que difícilmente habrá visto la humanidad quienes puedan comparárseles. (19) FIórez de Setién. Ob. Cid,

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CAPITULO VIII La Guerra de Granada

Queréis una historia de aventuras legendarias? Tomad una relación de la guerra que Isabel y Fernando sostuvieron contra los moros de Granada. Allí vibraréis con el estruendo de los combates. Al leerla encontraréis el pavoroso brillo de alfanjes y cimitarras Veréis el desangrarse heroico de los ejércitos en lucha. Escucharéis el imponente ¡Santiago, y cierra España”!, que inmortalizó Castilla en su lucha de siglos. Conoceréis, por fin, en escenario de ma-

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ravilla y ensueño, la alegría de saber el desenlace magnífico. Diez años duró la lucha, iniciada en 1.481, cuando aún no se cumplian siete del reinado de Isabel, ni habían pasado dos meses desde que Fernando ciñera la corona de Aragón. La cristiandad no estaba preparada para la guerra, y ya Muley Abul Hassan, el rey moro de Granada, mandó a decir con desafiante grito a los monarcas de España, que habían muerto los reyes granadinos que pagaban tributos a Castilla. “Nuestras Casas de Moneda —dio su altanera voz- ya no labran sino alfanjes y hierros de hacer lanzas” (20). Y una noche, cuando la frontera yacía aún desprevenida, la ciudad de Zahara oyó el galope sorpresivo de la audacia moruna. Allí empezó el precipitado afanarse de los Reyes Católicos. Tomó de (20) Manuel Rodríguez Codolá.- Historia de España,- Edit, M. Segul, Barcelona,

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nuevo Isabel a recorrer campos y ciudades, vestida de armadura reluciente. Con bríos agigantados en la suave voz, con voluntad incansable y enérgica, tomó a lanzar proclamas de fuego ardiente que enardecían los corazones de sus súbditos. Tomó a llamar a las armas y volvió a pregonar la guerra esta vez guerra santa. Y de nuevo empuñó Don Fernando la tremolante espada, calzó acerados hierros y se lanzó al combate impostergable. La amenaza infiel unió a la nobleza castellana, sometida por fin al imperio de sus Reyes. El grito de guerra de los moros templó el corazón de los Cruzados y demolió las divergencias anteriores, los motivos de pugna, las antiguas querellas. Pronto el Marqués de Cádiz vengó la derrota de Zahara y, en proeza asombrosa, doblegó las fortalezas de la Alhama, a las puertas mismas de la Granada ideal.

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Entonces fueron de ver la rabia. el coraje, la angustia y la desesperación de los servidores de la Media Luna. Paseábase el Rey Moro por la ciudad de Granada, desde la Puerta de Elvira hasta la de Vivarrambla. Ay de mi Alhama! Cartas le fueron venidas que Alhama era ganada; las cartas echó en el suelo y al mensajero matara. ¡Ay de mi Alhama!” (21). Así reza el romancero inmortal, relatando la zozobra del Rey Moro al saber la noticia de la hazaña cristiana. Reuniendo a su pueblo al toque de trompetas y añafiles de plata, les da la desgarradora nueva con entrecortadas voces: ‘Habéis de saber, amigos, una nueva desdichada, (21) Romancero Español y Morisco.- Editorial GLEM.- Buenos Aires. 1943.

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que cristianos de braveza ya nos han ganado Alhama. Nada importó el asedio consiguiente, nada el agobiador martirio de la sed y el hambre. Al desafio de Muley Hassan, que se apoderó de un reducto castellano, Rodrigo Ponce de León, Marqués de Cádiz, aceptó el reto tomando por asalto un baluarte moruno. Y se inició la guerra. Quedaron desatados los nudos que sostenían ti paz. Empezó a reinar el peligro inminente, el grito de guerra brutal y espeluznante, los alaridos estremecidos de la muerte, el brillo de los alfanjes curvilineos al chocar con los derechos aceros castellanos. Imposible detenerse a narrar los cien mil incidentes de la guerra. Imposible describir los sufrimientos continuos, las amenazas, los triunfos, las derrotas, los asedios, las escalofriantes victorias, los repentinos desastres que a lo largo de diez

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años se sucedieron en vertiginoso alud. Y las mazmorras de los cautivos, y los harenes de los sultanes. Los lamentos de las cristianas tomadas en botín. Los juramentos de los luchadores. Los gritos de los heridos. Las asombrosas jornadas de heroísmo. Los mil lances de hidalguía 1 caballerosidad y presencia de ánimo. Las diarias escaramuzas. El permanente jugarse la vida. Los asaltos cristianos a los reductos moros. Las incursiones de los musulmanes. El choque de las avanzadillas. La estrategia de los ejércitos. Las victorias de unos y otros. Las sorpresas y emboscadas. Las hazañas de leyenda. En fin, el transcurso mismo de la larga guerra. Imposibles son de narrar todas las escenas de increíble audacia, de impresionante interés en que abunda la guerra de Granada. Allí estuvieron reunidos, en el campo cristiano, secundando al Rey Fernando, capitanes de la tallo

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del impetuoso Marqués de Cádiz, del Duque de Medina Sidonia, del Alcaide de los Donceles. del aguerrido Gonzalo Fernández de Córdova, futuro Gran Capitán, y el audaz Hernando del Pulgar, que en arriesgada incursión puso el nombre sagrado de María en la Mezquita Mayor de Granada. AW está, en fin, el Cardenal Mendoza. ya viejo pero siempre luchador indomable. Allí toda la nobleza de Castilla y León, de Aragón y Valencia, rivalizando en valor. sobrepujándose heroicamente. con actividad sobrehumana, con maravillosa tenacidad. Y mirad el bando moro. Se han dado cita Zegríes y Abencerrajes. En la fila primera de la lucha hallaréis a Muley Hassan, implacable y feroz, a Abdallah el Zagal, formidable caudillo y peleador insigne. Todos los capitanes de la morería están allí, la flor y nata de sus ejércitos, lo mejor de su raza y de su empuje. No faltan ni Hamet el Zegrí, ni

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el veterano Mohamet ben Hacen, ni el joven e infortunado Boabdil. Arabes de pura cepa: valientes, zahories, implacables. Hombres dignos de admiración porque, pese a la pugna religiosa, entonces y ahora supieron castellanos y árabes comprender la mutua altivez con recíproca gallardía. Por eso, cuantos al leer las historias de aquella época nos ponemos del lado de Castilla, ahora, cuando los árabes son agredidos por los imperialismos, del lado de aquellos estamos sin dudar, que no en vano convivieron con nuestros mayores siete siglos en España. Mas volviendo a nuestra historia comprobemos que Fernando es el amo de la guerra. Observad a sus huestes castellanas actuar bajo su mando, atacando con denuedo en todas partes. Impugnando las fortalezas exteriores del Islam y doblegando la interior fortaleza de Granada. ¿Para qué se han hecho

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las ambiciones sino para que los caudillos de genio jueguen con ellas y las hagan instrumento a su servicio? Por eso el Rey Católico estimula a su gente, que se afana en encender antorchas de heroísmo. Por eso, también, impulso cautamente las riñas intestinas entre los jefes moros. Miradle haciendo que Boabdil pelee con Muley y que Abdalah se enfrente a Boabdil. Y contemplad el triste espectáculo de las luchas a muerte entre Zegries y Abencerrajes, mientras Costilla ronda las puertas de Granada, ¡Y ale- graos!, porque así como Mahoma se apoderó de España, valiéndose de la división de sus caudillos, así mismo será expulsado, transcurridos casi ocho siglos de guerra inacabable, vencido por la propia desunión, fraccionados sus hombres en feroces pugnas, mientras la Cristiandad batía una a una las recias plazas fuertes.

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En esta guerra de Granada se pusieron de manifiesto el valor y el talento de Fernando, la tenacidad y energía de Isabel. En esta guerra se vio más que nunca la irrompible unidad de estos monarcas, vinculados por el ideal, por el amor, por el combate. ¿Cuántos triunfos de Fernando se debieron por entero a los consejos de Isabel? ¿Cuántos victoriosos esfuerzos tuvieron origen en la intuición de la Reina, y nacieron de su presencia misma en las horas difíciles?. Los moros llegaron a tener un indefinible temor a la presencia de Isabel en los campamentos castellanos. Aparecíase Isabel en ellos y, al día siguiente, era invencible el brío de sus soldados. Rondaba Isabel por el frente de lucha, visitaba los hogares en donde el asedio alargaba el combate, y allí mismo, al poco tiempo, la resistencia mora se derrumbaba, las plazas sitiadas caían sin remedio.

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¿Y qué decir del ama delirante que las tropos tenían por su Reina? Después de una jornada duro y sangrienta. o a mitad de un encuentro sostenido, o en las horas monótonas de tregua, aparecía Isabel, majestuosa y serena, en medio de los suyos. El sabía el nombre de sus oficiales, ella preguntaba por sus familias a los soldados, ella consolaba a los abatidos, impulsaba a los fijos, fortalecía a todos. Ella se preocupaba de los heridos, les hacía trasladar a retaguardia, instalaba hospitales de emergencia, atendía las urgencias imperiosas de sus huestes magníficas. Si se extendía por los campamentos una ola derrotista, allí estaba la Reina en su blanco corcel, pasando revista a las tropas. Y milagrosamente, con sólo ver azules sus pupilas, se erguían los cuerpos exánimes, se levantaban los decaídos ánimos, se enardecían los corazones.

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Si las posiciones de combate eran las mismas, si las plazas no caían, silos moros no se derrotaban, allí aparecía la Reina Isabel, presentábase a sus soldados, arengábales con energía, con optimismo, con fe, impulsábales a la victoria, estimulábales al combate. Y, en seguida, sus tropas se lanzaban como nuevas -alud humano y mortífero- entre las fuerzas moras, repartiendo mandobles a diestra y siniestra, gritando frenéticas voces de guerra, haciendo huir a la Media Luna, plantando su estandarte en los baluartes árabes. Ella estaba para alentar al Ejército, consolar al soldado sufrido, premiar al oficial valiente, aconsejar a Fernando, implorar protección del cielo. Ella sola, sí, Isabel de Castilla, mujer sin igual, constituía el alma de la Cruzada, el motor del empuje, el dique seguro contra la derrota, el impulso, el entusiasmo, la energía, la

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nota delicada, el signo de la esperanza. Y el modelo de la fe. Vedla allí, después de un incendio del campamento cristiano, haciendo trozar, delante de la sitiada Granada, los planos de un campamento nuevo, con dos calles en cruz, desde el cual sus tropas pudiesen lanzarse al ataque final, desde donde su esposo supiese planear los últimos golpes, y lograse ella misma contemplar el triunfo. Así se edificó Santa Fe. Vedla alentando a sus tropas en el postrer asalto. Con brillante armadura pasa revista a los batallones aguerridos. En ese momento tiembla alborozado su corazón porque sabe que se acerca la rendición del Islam. Ya está todo el Reino de Granada en sus manos. Ya solamente falta la brillante ciudad, la capital dorada de los moros, la meta de sus afanes, el señuelo de su ideal ¡Cómo rezaría una vez más al

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Dios de los Ejércitos! Cómo le daría gracias por haber ayudado a sus tropas en toda ocasión, a través de los diez largos años de combate. Cómo se desplegaría en esta hora crucial de la victoria su corazón femenino, enamorada más que nunca de su marido, el guerrero mejor. Agradecida más que nunca de sus vasallos, los soldados más valientes. Compadecida, más que nunca, de los heridos, de los muertos por cuyas almas reza, de las madres que han quedado esperando a los hijos, de las esposas que sueñan en sus maridos, de las doncellas que suspiran por sus novios. Y vedlos a todos, ahora, arriesgando su vida en el último combate de la guerra. Así se triunfó en Granada. Los estandartes cristianos se izaron en el minarete más alto de la Alhambra. Boabdil aceptó su derrota y al dejar la ciudad lloró como un niño que pierde su mayor ilusión. Así volvió a reinar la Cruz sobre las tierras todas

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de España, al cabo de siete siglos de reconquista heroica. Isabel y Fernando pudieron ver cumplida su empresa más ansiada, la razón de sus vidas, la meta de su ambición. Desde entonces conoció Granada el amor castellano. Se entregó, con todos sus tesoros labrados a maravilla”, dio sus frutos y olores, brindó hospedaje cálido a sus hermanos de la península, hizo el obsequio de su paisaje, su jardín, su hermosura. Y no escuchó más el suave requerimiento cristiano: ‘Si tú quisieras, Granada, contigo me casaría”, porque desde aquel 2 de Enero glorioso de 1492 la hizo suya ardientemente el vigor de la armas de Castilla.

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CAPTULO IX El descubrimiento del

mundo de las maravillas

Os voy cansando, pero tened paciencia. Porque la esplendorosa figura de Isabel bien merece de vosotros unos minutos más de atención, aunque mi palabra no tenga el brillo y la pasión que esta mujer reclama. Escuchadme aún unos minutos. Porque en este punto llega la hora emocionada del milagro, la del premio increíble. No había sido falsa la luminosa corazonada de la Reina Isabel al confiar en aquel hombre misterioso

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—mitad científico, mitad visionado iluso—que con tanta insistencia y convicción alcanzara el apoyo real. No había sido inútil la espera abrumadora a que sometieron la impaciencia de éste pensando que tal vez un día podrían aprovechar sus ofrecimientos locos. Merecían gratitud aquellos hombres de fe que le recomendaron a los Reyes. desde el Padre Marchena, antiguo confesor de Isabel, hasta Luis de Santángel. tesorero real. Y chasqueados debieron quedar cuantos apostrofaron al navegante intrépido, y se burlaron de su ciencia e hicieron mofa de sus presentimientos ysu esperanza. ¿Qué conmoción tan grande sacude Europa ? ¿ Por qué las voces de admiración se levantan de todas partes? ¿A qué se deben las acaloradas discusiones? Apoyado por la Reina de Castilla, un marino genovés ha cruzado el Mar Atlante, llegando por occidente a los domi-

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nios misteriosos de Catay y Cipango. Ha descubierto islas maravillosas. ha vencido con tres carabelas frágiles el poder tenebroso de los mares, y ha regresado trayendo muestras indiscutibles de fabulosas comarcas. Un escritor norteamericano dice: ‘cuando España halló de pronto las nuevas tierras más allá del mar, este hecho causó un despertar de la especie humana como jamás se vió antes, ni después se ha visto igual” (22). Apenas había pasado un año desde el triunfo de Granada cuando los Reyes Católicos recibían entusiasmados en Barcelona al audaz Cristóbal Colón. Todo cuanto él prometiera lo veían cumplido. Había tierras magníficas al otro lado del mar. Había imperios de ensueño. Había riquezas sin fin. Ç22) Charles F. Lummis, Los Exploradores Españoles de siglo XVI.- Edit. Espasa Calpe Argentina, Colección Austral. Buenos Aires. 1945.

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Va está el navegante en presencia de los monarcas, ya es distinguido con honores que él no soñó, ya se le reconoce Almirante de Castilla y Virrey de las Indias lejanas. Ved- le allí, presentando a los ojos atónitos de la Corte, junto con las frutas y la especería, junto con las aves de vistosas plumas, junto con las flores exóticas y las perfumadas maderas nunca vistas, aquellos indios semidesnudos y altivos, cuerpos de prieto bronce, doradas joyas al cuello, tatuajes coloridos en la piel, hablando un dialecto extraño, mirando con grandes ojos aquella escena absurda para ellos. ¿Cómo no agradecer a Colón? Isabel le colmó de atenciones y su esposo don Fernando no vaciló en salir con él a la vista de Barcelona entera. Le sentó a su mesa el Cardenal Mendoza. Con delirante júbilo el pueblo le aclamaba. Era llamado de todas partes. Alborozada,

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Europa repetía el relato de su imponderable hazaña. Y ¿cómo desaprovechar la feliz ocasión? Mirad la magnitud de la segunda expedición: 17 navíos, cientos de hombres entusiastas, sacerdotes celosos de convertir paganos y propagar la fe. Toda suerte de vituallas necesarias. Y el optimismo de España, y la curiosidad de las naciones, y la sed de aventuras y el ideal evangelizador. Así siguieron, desde entonces, en sucesión sin término, las travesías y las expediciones, los descubrimientos asombrosos, la epopeya de la conquista y la leyenda de El Dorado. El mundo, al fin, hubo de reconocer que ‘la exploración de las Américas por los españoles fue la más grande, la más larga, y la más maravillosa serie de valientes proezas que registra la historia, como dice admirado Charles Lummis. (23). (23) Lunrr4s, Ob. cit.

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La hazaña es demasiado conocida para hacer hincapié en ella. Colón conoció el vestuario brillante de la gloria. Su nombre, desde entonces, va unido a la fecha magnífica y repleta de aquel día de Octubre. año 1492 de nuestra era. No importa que estas tierras, sus Indias, descubiertas por su audacia, recibieran bautismo en nombre extraño. No importa la injusticia permanente de llamarlas América. Y no importa, tampoco, su solitaria muerte, que llegó a su tranquilo desengaño en un día cualquiera, mientras reía la vida al mes de mayo, allí en Valladolid. Su Reina y protectora ya había muerto. Habían venido a la vida en el mismo año, pero ella se marchó dos años antes. Adelantado fue de los acéanos. La empresa de llegar hasta las Indias, empresa fue muy suya. Pero también fue gloria de aquella soberana que fió en su victoria, que vis-

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lumbró lo real de sus ensueños, la aureolo de certeza de sus fábulas. Colón murió en Castilla porque fue un almirante castellano y fue triunfo de España su proeza. Los monarcas católicos lanzaron a la fama su figura, y él levantó sus nombres, extendiendo los límites del mundo. No sospechaba aún aquel Colón agónico la extensión ignorada que tenían sus Indias. No pensaba siquiera que abría a la existencia la esplendorosa aunque agónica realidad que hoy miramos nosotros. Cambió el destino de la humanidad, cerró una edad de la historia, encontró el fulgurante sendero por el cual, a través de los siglos, se han forjado las jóvenes nacionalidades que son hoy la reserva del convulso universo. Fueron la intuición de una mujer genial y la tenacidad de un hombre atormentado por ansias infinitas

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-enviado de Dios, profeta último- quienes de tal manera transformaron los rumbos de la historia. Si Colón no hubiese existido y si hubiese faltado la Reina Isabel, quién sabe cuánto tiempo habría demorado el descubrimiento y en qué estado de civilización, o barbarie, se encontrarían estas tierras que habitamos. Todos los hombres desconfiaban —dice en una carta el Almirante de la Mar Océania—. Todos los hombres desconfiaban, pero a la Reina, mi Señora, Dios concedió el espíritu de comprensión y gran valor (24). A ambos, pues, a la mujer fuerte y al vidente audaz, tendrá que conceder la humanidad, por habernos dado en patrimonio esta mitad del mundo, las páginas más hermosas y agradecidas de la historia. Ambos quisieron poner el descubrimiento al servicio de la fe; Colón, (24) William Thomas Walsh. Isabel la Cruzada.

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para el rescate del cautivo Sepulcro del Señor; Isabel, para el rescate de las almas cautivas de los iridios. El quería llegara Jerusalén. Ella quería llegar a realidades más valiosas y bellas: al corazón de una raza. Porque la Reina. sin necesidad de conocer los debates y sentencias de los teólogos que tratarían luego el asunto, miraba en cada indígena, desde el primer momento, un alma a quien salvar, un vasallo a quien servir y un hombre a quien respetar. Por eso su afán evangelizador fue siempre tan notable. Por eso amadrinó, allí mismo en Barcelona, en cuanto llegó Colón de su viaje inicial, a los primeros indios que él llevara y que. por insinuación de ella, recibieron bautismo. Por eso envió a los primeros misioneros. Y se convirtió en amante madre de la raza broncínea.

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Aquella que ordenaba al Almirante, al despedirle en su segundo viaje, que procure e trabaje atraer a los moradores de las dichas islas e tierra firme a que se conviertan a nuestra Santa Fe Católica” (25). Aquella que mandaba a todos los expedicionarios que traten muy bien e amorosamente a los dichos indios, sin que les fagan enojo alguno, procurando que tengan los unos con los otros mucha conversación e familiaridad”. Aquélla misma suplicaba en su testamento, doce años más tarde, que pongan sus sucesores mucha diligencia e non consientan nin den lugar que los indios vecinos e moradores de las dichas Indias e Tierra Firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, más manden que sean bien e justamente tratados e si algún agravio han (25) Vicente D, Sierra. E1 Sentido Misional de la Conquista de América. Publicaciones del Consejo de la Hispandad- Madrid. 1944.

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recibido, lo remedien e provean” (26) No debiera ser necesario hacer la defensa de la obra civilizadora y misionera de España. Ella, por sí sola, resplandece en el idioma que hablamos, la fe que recibimos, la estirpe en que nacemos y el estandarte ideal que tremolamos. Los historiadores serios, además, cada día acrecientan el prestigio de la verdad y, sin necesidad de que españoles e hispanoamericanos supliquemos revisiones a las mentiras que la desvirtuan, son voces de otro origen y otros suelos las que pregonan cuanto hizo España de bien en su tarea heroica de tres siglos. “El asombroso cuidado material de España por las almas y los cuerpos de los salvajes que por tanto tiempo disputaron su entrada en el nuevo mundo empezó temprano y nunca disminuyó”, dice Lummis, va

(26) Sierra. Ob. Cit.

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liente norteamericano enderezador del criterio histórico. Y él mismo concluye: Ahora y entonces hubo errores individuales, pero el gran principio de cordura y humanidad señala en conjunto el amplio camino de España, un camino que atrae la admiración de todo hombre varonil” (27). (27) Charles Lummis. Ob. Cit,

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CAPITULO X La imponderable actividad

de una Reina ejemplar

Voy a llegar al fin. La imponderable vida de Isabel, que tanto apasiona a sus biógrafos y que tanto debe enorgullecemos a cuantos le aclamamos en cada efemérides, está por terminar. Se apagará su vida, pero empezará su fama a crecer más y más con el tiempo. Dura aún más brillante que ayer Perdurará siempre. Poco después de la toma de Granada, saliendo un día el Rey Fernando de administrar justicia en

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la Ciudad Condal, fue asaltado por un loco furioso que intentó asesinarle. La herida fue atroz. Imaginad el dolor intenso de la Reina, siempre enamorada de su marido, preocupada de su salud, tierna y cariñosa. Allí estuvo permanente-mente. al cuidado del enfermo. Vigilante día y noche. Sin desprender de él sus ojos angustiados. “No puedo decir ni explicar lo que sufrí”, confesará ella misma en una carta. Y temblará con sólo recordarlo. “Fue tan grande nuestro placer al vede —escribe cuando Fernando estuvo bien— como lo fuera nuestra tristeza antes. Ya hemos vuelto a la vida!” (28). Pero fue ése el preludio de su gran sufrir. Sin embargo, todavía despliega su actividad intensa por algunos años. No solamente cuida de las expediciones a las Indias, dispone que se inicie, prosiga y acelere la obra de evangelización, y (28) Walsh, Isabel la Cruzada

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mantiene su confianza en el Descubridor, coda vez menos comprendido y más calumniado, sino que, también, tomo o pechos la dirección de aquello dura tarea de expulsar de la Península a los judíos, cuya situación se tornaba de día en día más y más insostenible. No pocos de ellos manejaban las redes de lo usuro, todos constituían nación aparte en la mitad del Reino, hacían sorda resistencia a la unificación de España, y algunos se mofaban del Cristianismo, hostilizaban a los católicos creyentes, desorientaban el criterio, confundían las conciencias, y actuaban en formo manifiestamente contraria a la política de los Reyes Católicos apareciendo como quintacolumnistas en el enfrentamiento con los moros. Ellos, sobre todo, según se decía de continuo, cometían horrendos sacrilegios cuya sola mención espeluznaba. desde profanar la adorable Eucaristía, hasta reproducir el

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martirio del Gólgota, crucificando a niños robados al azar Tal era la voz popular en España y tal el furor que contra los judíos se levantaba. Las masacres fueron pavorosas, a pesar de las represalias tanto por parte de los Monarcas Católicos, que detestaban estas muestras de violencia y odio, como por parte de los mismos judíos. Para solucionar tan gran problema, con el consejo del Cardenal Cisneros —otro grandioso constructor de España— los Monarcas Católicos se vieron obligados a expulsar a Israel de sus dominios. Triste suerte la de esta raza, haber sido en veinte siglos víctima permanente de escarnio, persecución y exterminio. Isabel. sin embargo, en ningún momento tomó la drástica resolución impulsada por odio religioso o racial: se vió obligada a ello por el semillero de discordia que la permanencia de los judíos significaba en España, y, sobre to-

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do, como soberana cuidadosa de la unidad de sus reinos, porque no podía permitir una manifestación tan abierta de hostilidad a su politica de cohesión nacional, económica y religiosa. ‘,Qué Estado podría soportar la pertinaz labor de zapa de adversarios introducidos entre sus propios súbditos?”, se preguntan, comentando el hecho. no pocos pensadores modernos. Ved ahora a Isabel preocupada del porvenir de su hijos. Los vá casando de uno en uno, procurando al mismo tiempo, establecer por este medio alianzas en beneficio de España. Así se logró aislar a Francia, la enemiga potencial de siempre, celebrando magníficos enlaces. Doña Isabel, la primogénita, casó primero con Alfonso de Portugal, y, después, a la muerte de este, con su cuñado, que heredará el trono. El príncipe Don Juan casó con Margarita, hija del Emperador germánico, cuyo hijo Felipe el Hermoso se

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vinculó también a los Reyes Católicos al contraer matrimonio con la Princesa doña Juana. María se desposó con Manuel de Portugal, y Catalina, con Enrique VIII de Inglaterra. En esta forma, ingleses. portugueses y alemanes formaron con España un cerco que oprimía al monarca francés. Fernando consiguió la devolución del Rosellón y la Cerdaña. Intervino después, gloriosamente, por medio de Gonzalo Fernández de Córdova, en la política italiana, que España llegó a dominar. El Papa se mostró siempre favorable a los Reyes de Castilla y Aragón. Nápoles cayó en poder del Gran Capitán, en célebres campañas que hicieron de él uno de los más altos genios militares de la historia. Francia fue derrotada en toda la línea. España era ya un Estado unificado. Tenía la categoría de primera potencia. Rica, poderosa, aguerri-

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da, ella imponía el criterio, dominaba en las guerras y ajustaba la paz. El poderío de los Monarcas era absoluto. Su obra, inmensa. La economía, fortalecida por el descubrimiento de las Indias, servía a los valores superiores de la cultura y la fe. ¡Las universidades se multiplicaban! llegaban de Italia los maestros del Renacimiento y las artes españolas iniciaban su apogeo. Isabel era mecenas de los artistas, daba ejemplo en el estudio, organizaba coros musicales y patrocinaba la literatura. Ella misma escribía muy bien. Refiriéndose a sus cartas, William T. Walsh, su biógrafo norteamericano, dice que había en ellas una frescura de epítetos y una tendencia a las metáforas y a los símiles: en resumen, mucho del encanto, del poder y de la personalidad de una mujer de genio’ (29). Ella misma se preocupaba de la justicia, propugnaba las recopilaciones de fueros (29) Walsh., Ob, cit,

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y leyes, orientaba reformas y sugería procedimientos. Ella, también, en todo instante, aconsejaba a su marido en la política exterior, le contenía en los impulsos guerreros. le alentaba en los momentos de desánimo, ponía a su servicio su gran sagacidad femenina y su prudencia de gobernante. Nunca se vió mujer de más eficiente labor, actividad tan múltiple e intensidad en el trabajo. Atendió a todos los negocios del gobierno, fue ejemplo de esposas y modelo de madres. ¿Quién sino ella cuidaba el ropero de su marido, aguja en mano, amorosamente? ¿Quién sino ella educaba a sus hijos con maternal abnegación? ¿Quién sino ella fue la dueña de su hogar? Vedla en los momentos de descanso, después de las fatigosas jornadas del gobierno, bordando pacienciosa, tejiendo sin parar, cosiendo sin cansarse. Y, además, pintaba cuando podía, cantaba para distraerse, leía para

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ilustrarse. En fin, trabajaba en toda ocasión. Su religiosidad era sin límites. Oraba antes de empezar toda tarea. Asistía a la Santa Misa con fervor extraordinario. Ayunaba para hacer violencia a la misericordia de Dios. Protegía a la Iglesia, cuidaba del culto divino, atendía a los religiosos, hasta se preocupaba del Santo Sepulcro, bordando colgaduras para que fuesen llevadas a Jerusalén. Sus vasallos la creían una santa y, en realidad, aun en este aspecto fue una mujer extraordinaria y anduvo siempre dirigida por sacerdotes excelsos, como el Padre Talavera, o el Cardenal Jiménez de Cisneros. Alguna vez, en nuestra quiteñísima Capilla del Rosario, esplendoroso relicario de antiguo cuño, ¿habéis visto un retrato pequeñito, en uno los altares laterales? Cubierta por una toca azulada, que graciosamente pone bordes de señorío a

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su rostro, veréis una mujer hermosa. Os llamará la atención sorprender, aun a pesar de la mortecina luz del santuario, el brillo de unos ojos profundamente azules que os miran con imperio. Es Isabel de Castilla y tiene una inquieta aureola, etérea y difusa, en torno a su faz. Quien no lo sepa, creería que es alguna imagen del santoral cristiano. Porque la gracia de nuestros pintores de Quito supo recoger la tradición de la virtud de la Reina Católica, y representó a Isabel como santa. Porque fue, en verdad, una mujer admirable y quiera Dios que algún día podamos invocar su nombre y tenerla como excelsa abogada de la Hispanidad junto al sublime trono del Señor.

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CAPITULO XI Donde se habla de la belleza, el sufrimiento y la muerte de

la más grande Reina de España.

Ved, ahora, a la Reina magnífica, frisando con los cincuenta años. Marchito se encuentra su rostro, que todos los biógrafos y cronistas coinciden en ponderar como extremadamente hermoso. “Los ojos azules, el mirar gracioso e honesto”, de que hablaba Fernando del Pulgar, han perdido el brillo de la juventud para adquirir la majestad de la madurez (30). ‘La cabellera larga e rubia, de la más do- (30) Cita do Sánchez Cantón, Ob. cit.

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rada color que para los cabellos mejor parecer se demande”, que enamoradamente describía el autor de la “Crónica Incompleta”, dejan también adivinar los años, aunque mantienen su áureo resplandor (31). “Las manos extraordinariamente gentiles”, empiezan a flaquear. Lo único que queda igual, por la majestad rotunda en los graciosos movimientos, por la austera presencia de ánimo, es, junto con su alma insigne, su figura magnífica: “todo el su cuerpo y persona más airoso y bien dispuesto y de alta y bien comparada figura”, como la retrataron sus contemporáneos. (32). Todavía, sin embargo, demostró el poder de su fortaleza, el temple de su pulso y la cooperación amante y efectiva con su esposo Fernando. Había éste resuelto dominar de una vez por todas a Navarra, el úni

(31) Sánchez Cantón, Ob. cit. (32)Crónica incompleta. anónimo. Ob. cit. por Sánchez Cantón

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co pedazo español que faltaba por unir a su corona, y se vió enzarzado en una guerra áspera y violenta con la vecina Francia que se oponía a sus deseos de unidad. Y he aquí cómo, levantándose casi del lecho donde yacía, la Reina Isabel está otra vez a caballo, recorriendo los amplísimos campos de su España. Toda entera vestida de armadura, firme la voz en las proclamas públicas, llamando a las armas a sus vasallos fieles, alentando al combate, desplegando su heroica actividad, realizando asombrosa tarea. Otra vez su figura inflama el valor de los soldados. Otra vez enardece el patriotismo. Otra vez los escuadrones surgen, se adiestran, se fortalecen y multiplican bajo la influencia de su voluntad. Y otra vez, también, su amado esposo asciende al alto imperio de la gloria, vuelve a Navarra a levantar los pendones del triunfo y queda así completa la integridad de la Penín

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sula y restablecida la unidad hispánico. Ya sólo falta Lusitania, pero su fusión bajo un cetro único, sólo a Felipe II. su biznieto, había de corresponder años más tarde. Fue entonces cuando, con aceradas agujas de dolor, la Reina padeció el embate del sufrimiento. Intempestivamente murió el príncipe Juan, el único hijo varón de los Reyes Católicos. Bernáldez, el cronista de su reinado, exclama estremecido: “Este fue el primer cuchillo de dolor que atravesó su corazón. El segundo fue —continúa—la muerte de Doña Isabel, su primera hija, Reyna de Portugal; el tercero cuchillo de dolor fue la muerte de Don Miguel su nieto, que en él se consolaba, y desde entonces vivió sin placer la ínclita y muy virtuosa y muy ilustre Reina Doña Isabel, en Castilla, y se acortó su vida y su salud’ (33). “Entre todas las virtudes de la Reina (33) Andrés Bernáldez.- Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel. Edit, M, Aguilar. Madrid. 1946.

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Católica —concluye Antonio Ballesteros, moderno historiador español— la más excelsa fue la sensibilidad; si Isabel poseía una gran inteligencia, tenía sobre todo un gran corazón. Esta exquisita sensibilidad guió a su entendimiento en las más generosas empresas y ella también acabó con su naturaleza en la hora de las penas y las desgracias familiares” (34). La separación final de la princesa Catalina que marchó a Inglaterra. la muerte del príncipe Arturo, su yerno, y la angustiada vida que su hija llevó en aquella isla lejana. La locura de Juana enamorada del mujeriego Felipe el Hermoso y víctima de los celos más crueles. La falta definitiva de sus consejeros fieles, el Cardenal Mendoza y Fray Tomás de Torquemada. Las noticias que le llegaban desde la Indias sobre los errores y la desgraciada suerte del (34) Antonio Ballesteros Barreta.- “Síntesis de la Historia de España.- Salvat Editores, S.A.- Barcelona 1945.

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infeliz Colón incomprendido. Todo ello, todo, contribuyó a abatir el ánimo de la Reina y acelerar su muerte. tos últimos siete años de su vida -dice Walsh- fueron años de enfermedad, ansiedad, oración y mortificación”. (35). Si el 12 de Octubre fue el descubrimiento de las Indias por su audaz navegante, en 12 de Octubre había de hacer su testamento. Las gentes de toda Europa querían saber como seguía esta Reina maravillosa que desde su lecho de enferma gobernaba el Mundo”, pero ya no recibiría sino la noticia de su santa muerte ocurrida el 26 de Noviembre de 1.504. Había vivido cincuenta y tres incomparables años. Su época “puede calificarse de la más próspera y gloriosa y la más netamente española de toda la historia de España”. (36). (35) Walsh, Ob. cit. (36) Id

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Nació en el centro de Castilla, en Madrigal de las Altas Torres. Murió a sólo 24 kilómetros de este lugar. también en el corazón de su Reino: en Medina del Campo. Las tierras que la vieron, hermosa y ágil. jugar en su niñez, fueron también testigos de sus últimos días. Siempre en Castilla. siempre por Castilla, soñando en ella y al servicio de ella transcurrieron los años de Isabel. Tres grandes amores tuvo en su vida: su esposo, su Peino y su Dios. Ellos se reflejan también en su testamento. Dispone cuanto sea necesario para que el gobierno de sus Estados se realice en forma conveniente Dicta las fórmulas adecuadas para el mantenimiento de la unidad. Aconseja, previene, propone. En verdad, no hay documento más digno de ser conocido que éste, en el que se manifiesta su voluntad postrimera.

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Tiene presentes en todo momento a sus vasallos, tanto a los de la Península como a aquellos lejanos y cobrizos súbditos que habitan en las Indias distantes. Tiene presente continuamente su ideal religioso y se preocupa de su alma, su descanso eterno, su propia sepultura. Y la quiere humilde, sencilla, sin pompos, a ras de tierra. Y, sobre todo, presente tiene a su adorado esposo. Con su testamento escribe Isabel la última apasionada declaración de amor De su amor acrecen- todo por los años, tan exclusivista como en su juventud. “Suplico —dice— al Rey mi Señor se quiera servir de todas las dichas joyos e cosas o de las que más a Su Señoría agradaren, porque viéndolas pueda tener más continua memoria del singular amor que a su Señoría siempre tuve; y aun porque siempre se acuerde que ha de morir y que lo espero en el otro siglo y

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con esta memoria pueda más santa e justamente vivir. (37). Si el Rey, mi Señor, elegiere sepultura en otra cualquier iglesia o monasterio de cualquiera otra parte o lugar de estos mis reinos, que mi cuerpo sea al trasladado e sepultado junto al cuerpo de su Señoría, porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo, y en nuestras almas, espero, en la misericordia de Dios, tornar a que en el cielo lo tengan, o representen nuestros cuerpos en el suelo”. Así, haciéndole la cita última y confesándole ardorosamente su admirable pasión, se despidió la Reina de su Rey. También termina así esta historia de amor. (37) Walsh, Ob. cit. 139

CAPITULO XII Y FINAL Elogio de las Virtudes y Excelencias de Isabel de

América

Quién podrá cibtar las excelencias de esta Cristianísima Reyna?, se lamentaba, a la muerte de Isabel, su fiel cronista Bernáldez (38). y el preceptor del fallecido príncipe Juan, Pedro Mártir de Anglería, conocido por su sapiencia, exclamaba enzalzándola: No sé que haya habido heroína en el mundo, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, que merezca ponerse en parangón con esta incomparable (38) Bernáldez, Ob. Cir.

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mujer”. (39). ¡Ambos decían verdad!. Para esta Reina admirable, permanentemente segura de sí. enamorada siempre y siempre servidora de un destino eterno, con justicia compuso Eugenio D’Ors, no mucho tiempo ha, el siguiente epitafio puesto al pie de su semblanza: “Isabel, Reyna y Dueña de Casa, limpió, ordenó, barrió la tierra española, y cuando hubo dado término a tan gran tarea, se acodó a la ventana para contemplar los horizontes, allá del mar” (40). Os he cansado. Es cierto. Pero os ruego perdón benévolo en memoria de esta gloriosa señora, de esta bella figura de mujer que juntó en rotundo y admirable haz las virtudes más valiosas. (39) Citado por Rodríguez Codolá. (40) Eugenio D’Ors.- Epos de los destinos. El vivir de Goya. Los Reyes Católicos. Eugenio y su demonio. Madrid. Edit. Nacional.- 1943.

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La suyo es vida plena, ‘henchida vida, colmado corazón. Ella sí que es mujer. Ella sí que ha podido presentarse a las generaciones todas de la historia como la más altiva y asombrosa muestra de lo que debe ser el alma femenina, firme en la voluntad, fuerte en el sufrir, encendida en el querer. Esta SÍ que es ejemplo de mujeres, porque en ella se unieron la pasión con la energía. la fortaleza con la prudencia, la constancia con el empuje, la devoción con el júbilo y la humildad con el señorío. Ella supo de igual manera vestir coraza y yelmo sobre el delicado cuerpo, manejar la rueca sin cansarse. Lo mismo postrar su realeza ante el Santísimo, para orar con lágrimas en la suave voz, que dirigirse a las multitudes con acentos de entusiasmado imperio. En la misma forma amar apasionadamente a su marido que darse con ímpetu al cuidado de sus vasallos. Igualmente proteger servir

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y educar a los cinco hijos de sus entrañas fértiles que venerar el recuerdo de sus padres. a quienes hizo construir un sepulcro en la Cartuja de Miraflores. Lo mismo sufrir que mandar. Trabajar que combatir. Temer a Dios que alzar al viento el ideal de una heroica empresa humana. Fue mujer muy mujer, mitad santa y mitad guerrera. señora de su casa y soberana de sus dominios, vidente formidable de un imperio desconocido al otro lado de los mares que bañaban su tierra, hija fiel de Dios y madre amante de sus súbditos. No pensó ser la Reina de Castilla y llegó a gobernar toda España. No soñó poseer un imperio y su intuición le llevó a patrocinar la aventura que le había de entregar amplio mundo ignorado, lejano y misterioso. No dio su corazón más que a su hombre, al que amó con delirio, pero fue amada por millones de vasallos. No anheló pasar a la posteri-

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dad y hoy, quinientos años después de su venturoso nacimiento, recordamos su vida, en simultáneo coro, cientos de millones de hombres en todo el Universo. babel la Católica fue la primera figura de la Edad Moderna y la última de la Edad Media. Ella comprendió el desastre de la Cristiandad, atomizada ya y en peligro de desmoronarse, e inició, antes que nadie, la lucha por la unificación. Toda su vida transcurrió bajo el signo brioso de la unidad. Nadie, antes de ella, logró la cohesión nacional de un gran Estado: Isabel hizo de España la primera de las grandes naciones que caracterizan a los tiempos modernos. Nadie, antes de ella, logró vigorizar la vida política y económica de un pueblo: ella convirtió a España en la primera potencia del mundo, cuando las nacionalidades que llegaron a constituir las potencias europeas de estos últimos siglos estaban todavía fracio-

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donadas por las luchas feudales. Nadie, antes de ella, pudo enseñorearse de un imperio magnífico, recién descubierto: Isabel fue la primera soberana de los mundos nuevos. La Cristiandad, antes vigorosa y unida, se había dividido lamentablemente, permitiendo que el islamismo se apoderase de grandes retazos de la vieja Europa y que el Judaísmo minase su fortaleza: Isabel derrotó totalmente al Islam en la Península aguerrida, y arrojó lejos de su territorio la zapadora fuerza de Israel. Logró la unidad religiosa, política y económica de España. Puso un imperio al servicio de Dios y el poder absoluto de la monarquía al servicio de sus súbditos. Doblegó el despotismo de los señores feudales y encumbró la justicia, extendiéndola a todos sus vasallos, por plebeyos que fuesen. Vigorizó la economía, extendió horizontes del Mundo, defendió la Religión y proclamó, con su actividad, la sumisión de

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lo temporal a lo eterno. Por eso, a su nombre magnifico de Reina va unido, para siempre, el calificativo honroso que la personifica en la bis- toda: Isabel la Católica. Isabel Universal. Ecuménica. Unica. Pero hay en ella algo que merece especial mención: no es una figura solitaria, egoísta, autosuficiente. Su nombre no puede ir aislado, frío, solo. Porque fue una mujer muy mujer, amó mucho y entregó su vida y su pasión al amor de un hombre que fue su complemento y su ayuda, que reconoció sus ideales y junto con ella los sirvió. He aquí por qué, indisolublemente, junto al nombre de Isabel permanece el de Fernando y a ambos señala la historia con el nombre inigualado de Reyes Católicos. Sus vidas aparecieron juntas en el tiempo. Porque estaban destinadas a servir conjuntamente unos mismos destinos y a perdurar unidas en los anales de la fama. Si la Hispanidad celebra en

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1951 el y centenario del nacimiento de Isabel, en 1952 conmemoro el centenario quinto del nacimiento de Fernando. Y como no pueden ir separados sus nombres, al hablar este año de lo Reino se hablará del Rey, y al nombrar el próximo a éste se recordará necesariamente a aquélla. Por esto, como una fecha intermedia, cada 19 de octubre es una celebración que requiere una solemnidad que no podría darse en otras ocasiones, un aniversario más del matrimonio de los Reyes Católicos. ¡Qué maravillosa muestra de unidad indisoluble dieron estos gloriosos soberanos! Juntos los nombres en la vida, juntos los nombres en el recuerdo de la posteridad, juntas las figuras en todas las ocasiones: en el palacio, la iglesia. los grandes festejos populares y los combates sangrientos, las horas de alegría y las de congoja. cuando las Capitulaciones en Santa Fe y cuando el

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recibimiento a Colón, cuando la sentencia que lanzó a los judíos de España y cuando el ultimátum que rindió al Islam. Juntos en la vida y juntos también bajo el reposo de la muerte. Allí están, en efecto, en Granada, en su tumba monumental, bajo tierra las cenizas de los monarcas y a flor del mármol sus figuras yacentes y venerandas. Allí están en los Museos -¡no importa repetirlo!- las áureas monedas de aquellos tiempos, con sus figuras señalando la unidad de sus esfuerzos y el vigor de sus Reinos. Allí están, también, los obras de los pintores, escultores y arquitectos de la época, atestiguando a las generaciones el vínculo de ideal y de amor que les ligó. Junto al rey, la Reina. Junto a las flechas -F de Fernando el yugo - la Y griega de Isabel-. Junto al “Tanto Monta”, del uno, el “Monta Tanto”, del otro. Unidos en vida y eternidad. Reyes Católicos para siempre y ya, sin necesidad de

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nombrados, vinculados y enlazados por la Historia y el recuerdo. ¡La figura de la Reina Católica es nuestra, más que vuestra, españoles!, habremos de decir cuando se renueve plenamente nuestro diálogo con la España de hoy, que es la misma de siempre, aprisionada aún por los turbios escuadrones del mal que ella en todo instante derrotó. ¡La gran figura es nuestra! Porque Isabel de Castilla está en el alma de Hispanoamérica, porque es la raíz de nuestro ser, la clave de nuestra esencia, el comienzo de nuestra historia. Por ella tenemos latido en el corazón, esperanza en la fe, castellano sonido en la palabra, hidalguía en el carácter, quijotismo en el espíritu. Le debemos la vida, más, mucho más que el simple recuerdo emocionado y grato. Sólo tú, eso sí, España nuestra, podías darnos por madre tal mujer. Sólo tú, “Santa España, cuadrada

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en el extremo de Europa, concentración de la Fe y trinchera de la Virgen Madre, como Claudel dijera. ‘Inconmovible España. que rehusas ¡os términos medios jamás aceptados, golpe de hombro contra el hereje, paso a paso contenido y rechazado, exploradora de un firmamento doble, razonadora de la plegaria y de la sonda, profetiza de nuestra tierra, colonizadora de nuestro mundo, más acá de los mares”, (41) sólo tú podías darnos la gloriosa presencia perdurable, la femenina estampa de esta Reina Católica, Isabel de Casulla. Cruzada de la Cristianidad, artífice de la Unión, creadora del Hispanismo, vencedora del los moros, castizo ejemplo de mujer. (41) Paul Claudel. A los mártires españoles’. Traducción de Leopoldo Morechal. Editorial Gaudium, Buenos Aires, 1937

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INDICE

Prago: por el Ecxmo. Embajador de España Prólogo de la segunda edición 9

CAPITULO 1 Breve Galería de Mujeres Hispánicas .. . 27

CAPITULO 11 Donde se cuenta cómo se encendió una luz en Madrigal . . 33

CAPITULO 111 Ilusiones y angustias de una niña enamorada 43

CAPITULO IV El vuelo del amor 53

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CAPITULO V Panorama de España al tiempo de la coronación de Isabel . . . 65

CAPITULO VI El primer triunfo de Fernando e Isabel 75 CAPITULO VII Diálogo de problemas y soluciones 81 CAPITULO VIII La guerra de Granada 93 CAPITULO IX El descubrimiento del mundo de las maravillas 109 CAPITULO X La imponderable actividad de una Reina ejemplar 121 CAPITULO XI Donde se habla de la belleza, el sufrimiento y la muerte de la más grande Reina de España 131 CAPITULO XII Y FINAL Elogio de las virtudes y excelencias de Isabel de América 141

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COMISION NACIONAL PERMANENTE DE CONMEMORACIONES OVICAS (G1PCC)

PRESIDENTE Embajador Leonardo Arízaga Vega. VICEPRESIDENTE EJECUTIVO Embajador Patricio Palacios Cevallos, Director General de Relaciones Culturales dolo Conclilerla Ecuatoriana, MIEMBROS Coronel Fernando Urresta Burbano, Representante de1 Ministro de Defensa Nacional Doctora María Elena Moreira. Representante del Subsecretario de Cultura Licenciado Sergio Vélez, Secretario General de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. ASESORES

Doctor Jorge Salvador Lara. Director de la Academia Nacional de Historia Doctor Galo René Pérez. Director de la Academia Ecuatoriana de lo Lengua Economista Fabiola Cuvi, Directora del Instituto Ecuatoriano de Investigación y Capacitación de la Mujer (IECAIM). SECRETARIO Doctor Maño Chaves Chaves, Consejero del Servicio Exterior.

Colección “Efemérides” 1. DON PEDRO FRANCO DAVILA, a GRAN NATURAUSTA ECUATORIANO Homenaje o j II Centenario. Quito, 1987. 154 pp. 2. CONQUISTA DE MENORCA Poema Epico en 4 cantos, por José de Orozco. SI. 3. VARGAS TORRES EN LA POESIA Y EN LA PROSA Centenario de Luis Vargas Torres. jito. 1987. 140 pp. 4. LOS JESUITAS EN El. ECUADOR IV Centenario de lo llegada de los Jesuitas al Ecuador. Ojito. 1987. 178 pp. 5. LA MISION GEODESICA FRANCESA 250 aniversario de la Misión Geodésica Francesa. Quito, 1987. 244 pp. 6. GALO PLAZA, ECUATORIANO UNIVERSAL Homenaje en el Primer Aniversario de i muerte. Quito. 1988. 308 pp. 7. LOS DOMINICOS EN EL ECUADOR IV Centenario de la Provincia Dominicana en el Ecuador. Quito. 1988, 180 pp. 8. LA LAPIDA DE TARQUI 250 aniversario de la Misión Geodésica Francesa. Quito, 1988. 120 pp. 9. El. PALACIO DE LA EXPOSICION 1909 - 1989. Homenaje en la restauración del Ministerio de Defensa. Quito, 1989, 148 pp. 10. POESIA MODERNISTA DEL ECUADOR Centenadas de Arturo Borja. Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Medardo Angel Silva y Alfonso Moreno Mora. Quito. 1992, 214 pp.