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Alianza Editorial materiales Juan Carlos Velasco Para leer a Habermas

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Alianza Editorial mat

eria

lesJuan Carlos Velasco

Para leer aHabermas

Juan Carlos Velasco

Para leer a Habermas

Alianza Editorial

A Javier Muguerza ya Carlos Thiebaut,con admiración y

gratitud

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemni-zaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o cientí-fica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

Edición electrónica, 2014www.alianzaeditorial.es

© Juan Carlos Velasco Arroyo, 2003© Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2014

Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 MadridISBN: 978-84-206-6906-9Edición en versión digital 2014

Índice

Prefacio....................................................................................................... 9

Siglas utilizadas ........................................................................................ 15

1. El entorno intelectual de la filosofía habermasiana: continui-dad y ruptura con la tradición crítica ............................................ 19

2. Acción comunicativa y teoría social ............................................. 291. Los presupuestos teóricos: la razón comunicativa .......................... 29

1.1 Crítica de la epistemología tradicional.................................... 291.2 Acción comunicativa y pragmática universal ......................... 321.3 Marco teórico-ideal y realidad concreta: la situación ideal

de habla ................................................................................... 412. La teoría de la sociedad: mundo de la vida y sistema..................... 47

3. El programa de fundamentación de la ética discursiva ............. 511. La diversidad de usos de la racionalidad práctica ........................... 512. Rasgos distintivos de la ética discursiva ......................................... 533. Límites de la ética habermasiana .................................................... 62

4. La teoría discursiva del derecho .................................................... 671. El carácter normativo de la teoría del derecho................................ 702. Entre facticidad y validez: la tensión estructural del derecho......... 75

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3. La complementariedad entre derecho y moral ................................ 774. Derecho y razón práctica: la legitimidad de los sistemas jurídicos.. 85

5. Estado de derecho y democracia. La política deliberativa........ 951. Posibilismo y militancia: la filosofía política habermasiana .......... 962. El declive del espacio público......................................................... 1003. La democracia deliberativa ............................................................. 1064. Desobediencia civil y sistema democrático .................................... 1145. La democracia ante los desafíos del presente ................................. 120

6. Identidad colectiva y patriotismo constitucional ........................ 1271. La relevancia ético-política de la identidad colectiva ..................... 1302. Patriotismo constitucional y quiebra de la continuidad histórica.... 1343. Patriotismo constitucional, pluralismo cultural y sociedades plu-

rinacionales ..................................................................................... 1384. La construcción de la identidad europea......................................... 1415. Discurso patriótico y republicanismo.............................................. 145

7. Acerca del impacto teórico de la obra de Habermas ................. 1491. Debates e intervenciones en controversias públicas........................ 1492. La recepción de su pensamiento en las distintas disciplinas........... 155

ANEXOS

III. Datos biográficos de Jürgen Habermas........................................ 1631. Breves notas sobre el contexto sociohistórico de la obra de Ha-

bermas ............................................................................................. 1632. Tabla cronológica. Vida y obra ....................................................... 166

III. Glosario básico.................................................................................. 169

III. Bibliografía ........................................................................................ 1751. Guía para una primera lectura ......................................................... 1752. Los escritos de Habermas. Bibliografía comentada........................ 1763. Bibliografía secundaria ................................................................... 185

3.1 Sobre la obra de Habermas ..................................................... 1853.2 Estudios sobre Habermas editados en castellano.................... 1863.3 Sobre la Escuela de Fráncfort ................................................. 1883.4 Otras obras aludidas a lo largo de este libro ........................... 188

4. Habermas en Internet ...................................................................... 189

Para leer a Habermas

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Prefacio

Jürgen Habermas pertenece a aquella corta nómina de filósofosvivos que son anunciados con la frase ya manida de no necesitanpresentación. Este hecho, para algunos envidiable, constituye, sinembargo, un arma de doble filo: si por un lado significa que lavoz y la opinión de nuestro autor se han dejado oír ampliamente,por otro indica que ha salido del completo desconocimiento, paraadentrarse en un resbaladizo y cenagoso terreno en el que puedeser absorbido por los tópicos, por las conversaciones de moda opor los discursos ideológicos dominantes. Sin duda, hay pocos fi-lósofos contemporáneos cuyo nombre resulte tan conocido y cu-yas ideas sean tan citadas de oídas como Habermas. Esto no im-plica, sin embargo, que abunden quienes hayan abordado su obrade una manera más o menos sistemática. Dada la variedad de inte-reses perseguidos por Habermas, no es de extrañar que sean mu-chos más numerosos quienes conocen con cierto detalle tan sólodeterminados aspectos de su trabajo, bien sea en calidad de soció-logo, filósofo moral, teórico del derecho, filósofo del lenguaje,epistemólogo, politólogo, crítico social, analista político o simple-mente como reputado polemista. Pero también resulta frecuenteencontrarse en ámbitos académicos con quienes simplemente han

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hecho de él el blanco favorito de sus críticas y sarcasmos sin ape-nas haberse molestado en conocer su polifacético pensamiento.

En su conjunto, la obra de Habermas quizás constituya el es-fuerzo más original y coherente tendente a la elaboración de unafilosofía a la altura del espíritu postmetafísico que de modo casiinexorable caracteriza nuestro tiempo. Dentro del panorama con-temporáneo, acaso la obra de John Rawls, y ello tan sólo en el ám-bito específico de la filosofía política, resulte comparable con elempeño habermasiano. Ciertas aportaciones de este filósofo ale-mán, tales como la teoría de la acción comunicativa o la ética dis-cursiva, marcan hitos fundamentales en la teoría social y en la re-habilitación de la filosofía práctica contemporánea. Términosdivulgados por él, como, por ejemplo, el de «consenso» o el de«patriotismo constitucional», forman hoy ya parte del lenguajepolítico común.

De alguna manera, Habermas aparece en el último tercio delsiglo XX como el más eximio representante en el ámbito filosófi-co de lo que, con Quentin Skinner (1988), se ha convenido en lla-mar el retorno a la gran teoría. Sus esfuerzos caben ser concebi-dos como un intento bastante logrado de elaboración de un tipode filosofía sistemática capaz de conseguir, en el estado actual deconocimiento, una reconciliación entre la sofisticación alcanzadapor las ciencias sociales y las ineludibles cuestiones prácticas dela vida social. De hecho, en su obra se combina de manera ma-gistral un impresionante abanico de filosofías y teorías sociológi-cas. Su curiosidad intelectual se ha posado sobre un amplio es-pectro de cuestiones que van desde los temas filosóficos mástradicionales y abstractos hasta, por ejemplo, el análisis de lacompleja política contemporánea en el ámbito de un mundo cadavez más interdependiente. No es de extrañar entonces que en tor-no a él se haya generado toda una prolífica industria cultural queno deja de hacer sentir su presencia en las editoriales y revistasdel ramo. Su obra sirve como catalizador de nuevas discusionessobre los temas básicos de la filosofía y de la teoría social. Enuna época de creciente dispersión y aislamiento de las disciplinasdel saber, ha logrado además fomentar un diálogo que traspasalos límites estrictos de las especialidades particulares.

La enorme y continuada productividad de Habermas, la varie-dad de sus intereses filosóficos y la intensidad de su compromiso

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ciudadano le han ido convirtiendo en un intelectual imprescindi-ble en la vida pública alemana, hasta el punto de que sus opinio-nes sobre asuntos de interés general levantan una enorme expec-tación. Como en el caso de John Dewey en los Estados Unidos dela primera mitad del siglo XX, como Benedetto Croce en Italiadurante el mismo periodo, como José Ortega y Gasset en la Espa-ña del primer tercio de siglo, como Jean-Paul Sartre en la Franciade después de la ocupación alemana, no existe apenas una cues-tión de relevancia pública en el escenario de la República Federalsobre la que Habermas no se haya expresado y tomado partido.Su influencia intelectual no se limita, sin embargo, a las fronterasalemanas, sino que las desborda hasta lograr una proyección in-ternacional sumamente destacada. Sus obras han sido traducidasa más de veinte idiomas y su presencia en los foros de debate devarios continentes ha sido constante. En particular, en España yen los países hispanoamericanos la recepción de su pensamien-to ha sido y sigue siendo muy amplia. Entre otros datos que po-drían aportarse al efecto cabe recordar que ha sido el único filó-sofo —ya sea nacional o extranjero— que ha intervenido en lasede parlamentaria española, al pronunciar en el otoño de 1984una conferencia sobre la crisis del Estado de bienestar en el Con-greso de los Diputados. Por otra parte, sus numerosísimas publi-caciones han sido vertidas al castellano —y a otras lenguas es-pañolas, en especial, al catalán— de una manera prácticamenteexhaustiva. Monografías y estudios sobre diversos aspectos de suobra han aparecido igualmente de manera ininterrumpida desdelos años setenta. En este sentido, la concesión en 2003 del presti-gioso Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales no es másque el reconocimiento público de la notable influencia que Ha-bermas ha ejercido en la vida intelectual y en la configuracióndel lenguaje político de la España democrática.

Los escritos habermasianos han ido adquiriendo una exten-sión tan monumental que, unida a su considerable complejidadconceptual y a su alto nivel de abstracción, dificulta enormemen-te el acceso a los legos en esta materia. En ocasiones, el discursohabermasiano avanza de manera tortuosa y fatigante, aunque sinllegar a los extremos de la jerigonza de Hegel o de la de su maes-tro Adorno. Habermas dispone de una sofisticada «caja de herra-mientas conceptuales» que, si bien le permite reconquistar de

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manera solvente un orden en el seno de nuestro mundo de ideas yasegurar la coherencia de un universo simbólico, requiere de unnotable esfuerzo y dedicación por parte del lector que se aproxi-ma a su producción teórica. Sin apenas piedad con el público,presupone conocimientos casi enciclopédicos. Por otro lado,nuestro autor hace uso de una amplia y variada bibliografía quele permite adentrarse con seguridad tanto en la tradición clásicade la filosofía como en los debates contemporáneos, no sólo filo-sóficos en sentido estricto, sino también en los propios de lasciencias sociales o incluso en las controversias políticas del mo-mento. Lejos de hacer un alarde de erudición por el simple placerde avasallar al lector, aunque de hecho a menudo lo consigue, tra-ta de justificar e iluminar sus propias tomas de posición con refe-rencias precisas a las obras de otros autores, dando así cabida amúltiples voces y lecturas. Por todo ello, parece aconsejable enun libro introductorio como el que el lector tiene en sus manosaportar algunos hilos conductores que permitan acceder a suobra. En la línea marcada por esta colección, el presente volumense propone modestamente aligerar algunas de las dificultadesapuntadas y de este modo facilitar el acercamiento a la espesaprosa habermasiana. Dada la imposibilidad material de dar cuentade toda la obra del autor francfortiano, necesariamente se ha deproceder de manera selectiva. Así las cosas, el foco de atenciónse ha dirigido principalmente hacia los aspectos ético, jurídico ypolítico de su pensamiento, aunque sin olvidar sus fundamentosteóricos, sin los cuales aquéllos resultarían incomprensibles.

A lo largo del presente libro se intentará mostrar hasta quépunto el pensamiento teórico de Habermas está animado por unfuerte aliento práctico, más concretamente práctico-político. Dehecho, la intencionalidad práctica de su pensamiento es tan desta-cada que el conjunto de su obra se entiende mucho mejor si se laconcibe, tal como él mismo insiste, como un intento de guiar conuna finalidad emancipatoria el camino de la praxis o, si se pre-fiere, de orientar la acción política en las sociedades contemporá-neas. Con todo, este marcado sesgo tan sólo se tornará explícitoen los capítulos cuarto, quinto y sexto. El primer capítulo versarásobre el contexto de formación de la filosofía habermasiana, po-niendo especial énfasis en los vínculos que mantiene con el pen-samiento crítico y emancipador. El segundo capítulo se dedica a

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explicitar los fundamentos comunicativos de la racionalidad hu-mana en la que se apoya la teoría discursiva defendida por el au-tor. En el tercero se analizan las consecuencias que se derivan dela concepción comunicativa de la racionalidad práctica a la horade articular una filosofía moral de carácter universalista. En lasección cuarta se hará manifiesta la necesidad de un derecho ela-borado en términos democráticos como requisito para implemen-tar los postulados morales en las sociedades complejas. El capítu-lo quinto se dedicará a examinar la estrecha vinculación queexiste entre el Estado de derecho y una concepción democráticade la política. En el capítulo sexto se tratará de examinar cómo laacción política democrática puede configurar una forma de iden-tidad colectiva de tipo inclusivo, apta para vertebrar el profundopluralismo social, axiológico y cultural de las sociedades moder-nas. Y por último, en la sección final, se establecerá un breve yprovisional balance de la influencia de la filosofía habermasianaen el pensamiento contemporáneo.

Ha de advertirse que la presentación de la filosofía haberma-siana que se hará aquí no se corresponde exactamente con losdistintos periodos que cabe distinguir en su formación. Se omiti-rán distintas fases de su evolución, así como gran parte de lasmúltiples discusiones que ha mantenido con sus detractores y crí-ticos. El propio desarrollo del pensamiento de Habermas no hasido del todo lineal y ha sufrido algunas fisuras y rectificaciones,comprensibles en una obra de gran aliento que se concibe a símisma en construcción permanente. En efecto, a lo largo de sutrayectoria ha emprendido diversas expediciones y rastreos, unalarga marcha que comprendería varias etapas: en sus primerosescritos elaboró una filosofía de la historia de carácter práctico,un intento que se plasmaría sobre todo en su libro Teoría ypraxis; luego se internó en la vía de los intereses rectores del co-nocimiento en su obra Conocimiento e interés; y, una vez quetomó conciencia de que este camino no resultaba del todo practi-cable, se propuso a lo largo de los años setenta y ochenta la in-gente tarea de construir una teoría de la racionalidad humana pormedio del análisis de las condiciones universales de la comunica-ción, un intento que daría como resultado su opus magnum, titu-lado La teoría de la acción comunicativa. Al disponer a partir deesta obra de un potente aparato conceptual, ha tratado de trasla-

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dar sistemáticamente sus resultados a otras esferas: primero alámbito ético, en Conciencia moral y acción comunicativa, y lue-go al mundo jurídico-político, en Facticidad y validez. A finalesde los años noventa volvió a tratar, en Verdad y justificación,cuestiones sustantivas de la teoría del conocimiento, revisandoespecialmente sus anteriores posiciones sobre la concepción de laverdad. La evolución del pensamiento habermasiano vendría así,pues, jalonada por las obras mencionadas, que actuarían a modode hitos emblemáticos a los que necesariamente el presente estu-dio se remitirá.

Agradecimientos

El presente trabajo no podría haberse llevado a cabo sin el apoyoy la ayuda de amigos, colegas y estudiantes, que me han propor-cionado datos, observaciones y matices de cuyo uso sólo yo soyresponsable. Son demasiados para nombrarlos aquí, pero sepanque a todos y a cada uno van mis agradecimientos. No obstante,no puedo dejar de agradecer aquí a Mirian Galante no sólo su de-sinteresada colaboración, sino también el haber alentado mi tra-bajo. Inestimable ha sido la ayuda prestada por mi viejo amigoJavier Sánchez en la revisión minuciosa del manuscrito. Varioscapítulos de este libro fueron objeto de presentación en semina-rios y conferencias, beneficiándose de debates y reflexiones delos concurrentes. En particular, el seminario monográfico queimpartí en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales(Madrid) durante el curso 2001-2002 me aportó el impulso finalque precisaba para confeccionar este estudio. Asimismo quierodejar también testimonio de mi agradecimiento al equipo de labiblioteca del Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid), sin cuyadiligencia difícilmente podría haberse escrito este libro. Final-mente, deseo resaltar que el generoso apoyo material proporcio-nado por la Fundación Alexander von Humboldt me ha permitidoculminar en varias bibliotecas alemanas la redacción de este ma-nuscrito.

Cáceres - Tubinga - Berlín, 2002.

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Siglas utilizadas

Para eludir la multiplicación de notas a pie de página, a lo largodel presente libro se ha adoptado un doble sistema de referenciasbibliográficas. Por regla general, las citas aparecen indicadas enel texto por un paréntesis que contiene el nombre del autor, añode edición y número de página. Por ejemplo: (Muguerza, 1990,223). Sólo en el caso de las citas de Habermas —numerosas, alser su obra el objeto central de este libro— se utiliza una variantedel sistema anterior. En lugar del autor y del año de publicación,se incluye tan sólo una abreviatura correspondiente al libro deHabermas al que se hace referencia, v.gr.: (CMAC, 127). La listade las abreviaturas empleadas se ofrece a continuación. Para latraducción de las citas de Habermas se han consultado las versio-nes castellanas disponibles, aunque en muchos casos se han in-troducido variaciones.

ACRST Acción comunicativa y razón sin transcendencia, Pai-dós, Barcelona, 2002.

AED Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid,2000.

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BEI «Nach dreißig Jahren: Bemerkungen zu Erkenntnisund Interesse», en Stefan Müller-Doohm (ed.): DasInteresse der Vernunft, Suhrkamp, Fráncfort, 2000,12-20.

CI Conocimiento e interés, Taurus, Madrid, 1982.CMAC Conciencia moral y acción comunicativa, Península,

Barcelona, 1985.CPN La constelación posnacional, Paidós, Madrid, 2000.CTI Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid,

1984.DFM El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Ma-

drid, 1989.DLP (con John Rawls): Debate sobre el liberalismo políti-

co, Paidós, Barcelona, 1999.ENTG «Entgegung», en A. Honneth y H. Joas (eds.) (1986):

Kommunikatives Handeln, Suhrkamp, Fráncfort,327-405.

EP Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1987.FFT Fragmentos filosófico-teológicos, Trotta, Madrid,

1999.FNH El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelo-

na, 2002.FV Facticidad y validez, Trotta, Madrid, 1998.HCOP Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili,

Barcelona, 1982.INP Identidades nacionales y postnacionales, Tecnos,

Madrid, 1989.IA Israel o Atenas, Trotta, Madrid, 2001.IO La inclusión del otro, Paidós, Barcelona, 1999.KK Kultur und Kritik, Suhrkamp, Fráncfort, 1973.KPS Kleine Politische Schriften I-IV, Suhrkamp, Fránc-

fort, 1981.LCS La lógica de las ciencias sociales, Tecnos, Madrid,

1988.MAEN Más allá del Estado nacional, Trotta, Madrid, 1997.NRI La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos,

Madrid, 1991.PLCT Problemas de legitimación en el capitalismo tardío,

Amorrortu, Buenos Aires, 1975.

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PFP Perfiles filosófico-políticos, Taurus, Madrid, 1985.PPM El pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid,

1990.RMH La reconstrucción del materialismo histórico, Tau-

rus, Madrid, 1981.TAC Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid,

1987.TAC:CEP Teoría de la acción comunicativa: complementos y

estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989.TGS (con Niklas Luhmann): Theorie de Gesellschaft oder

Sozialtechnologie, Suhrkamp, Fráncfort, 1971.TP Teoría y praxis, Tecnos, Madrid, 1987.TRDC «De la tolerancia religiosa a los derechos culturales»,

en Claves de razón práctica, nº 129 (2003), 4-12.TC Textos y contextos, Ariel, Barcelona, 1996.VJ Verdad y justificación, Trotta, Madrid, 2002.VZ Vergangenheit als Zukunft, Piper, Múnich, 1993.

Siglas utilizadas

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1. El entorno intelectual dela filosofía habermasiana:

continuidad y ruptura con la tradición crítica

Tengo un motivo intelectual fundamental: la re-conciliación de una modernidad que se halla des-contenta consigo misma, la idea, en realidad, de quees posible encontrar formas de convivencia en lasque se dé una relación satisfactoria entre autonomíay dependencia y ello sin prescindir de las diferen-ciaciones que han hecho posible la modernidad tan-to en el ámbito cultural como en el social y en eleconómico; la idea de que es posible una vida dignaen una comunidad que no plantea el carácter dudosode comunidades sustanciales vueltas hacia el pasado(Habermas, EP, 170-171).

Desde que iniciara su vida intelectual allá por la década de losaños cincuenta del pasado siglo, Habermas se ha dedicado connotable constancia al objetivo de «desarrollar la idea de una teoríade la sociedad con intención práctica» (TP, 13). Este propósitoconstituye el hilo conductor básico que permite seguir la evolu-ción y las múltiples ramificaciones de su pensamiento. Así, suambición confesa consiste en asentar sobre fundamentos sólidosdicha teoría y contribuir de este modo a la realización de las metasemancipatorias de la modernidad ilustrada. Este programa teóricoenlaza ciertamente no sólo con la herencia ilustrada, en general,sino también con la tradición intelectual del marxismo occidentaly, en particular, con la crítica ideológica desplegada por la deno-

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minada Escuela de Fráncfort. Una tradición llena de compromisosy enmiendas, pero nunca privada de la dignidad que le confiere elhaberse empeñado en hacer real aquel esclarecido sueño de que larazón ocupe un lugar en la historia humana, aunque sea —tras lalabor de desenmascaramiento efectuada por los llamados filósofosde la sospecha (entre otros, Marx, Nietzsche y Freud)— una razónsin pretensiones dogmáticas, que esté escrita con minúsculas y di-señada de manera no instrumental, sino práctico-moral; en defini-tiva, una razón que, como en el caso de Habermas, se hace pre-sente en los actos de comunicación no distorsionada.

Habermas recupera explícitamente el proyecto ilustrado con-cebido como un programa emancipatorio, esto es, como un pro-yecto centrado en la libertad y en la justicia. Y dado que emanci-parse —como ya señalara Kant— significa tener capacidad paradecidir por uno mismo, es decir, ser autónomo, el objetivo princi-pal de todo el proceso de ilustración no sería otro que crear lascondiciones para que el individuo pueda ejercer dicha capacidadefectivamente y sin cortapisa alguna. Si la autonomía personalmarca el norte del actuar moral, en el plano político el punto deorientación normativa sería el autogobierno, y el objetivo, la con-figuración de una sociedad libre de dominación. De este modo,el pensamiento habermasiano entronca de una manera conscientecon el aliento y el impulso emancipatorio que animaba a los maes-tros de la Escuela de Fráncfort. Habermas hace suyo aquello quese proclamaba en el artículo de Max Horkheimer de 1937 titula-do «Teoría tradicional y teoría crítica», un texto que bien podríavaler como manifiesto programático de la mencionada Escuela.En particular, de dicho programa nuestro autor haría suya la si-guiente declaración de principios: «Pese a su comprensión pro-funda de cada uno de los pasos y a la coincidencia de sus ele-mentos con las teorías tradicionales más avanzadas, la teoríacrítica no tiene de su parte otra instancia crítica que el interés,vinculado a ella misma, por la supresión de la injusticia social»(Horkheimer, 2000, 76-77). En definitiva, la llamada teoría crí-tica* francfortiana se concebía a sí misma no sólo como marco

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* Los asteriscos hacen referencia a los términos recogidos en el Glosario bá-sico (Anexo II).

teórico, sino también como aguijón crítico y motor utópico, tareastodas ellas con las que Habermas siempre se ha identificado. Alrespecto, resulta significativo que ya en su tesis doctoral —inédi-ta hasta el día de hoy y dedicada a las nociones de lo absoluto yla historia en la filosofía de Schelling (1954)— formulara la ideade que la injusticia histórica tan sólo puede ser erradicada me-diante una praxis que esté anclada ella misma en la libertad dedominación.

Desde sus primeras andaduras allá por los años veinte y trein-ta del siglo XX, la Escuela de Fráncfort mantuvo una vinculaciónheterodoxa con el marxismo clásico, un rasgo que incluso se agu-dizaría con el paso de los años. Sus integrantes, tal como ha ad-vertido Kolakowski (1983, vol. III, 331-332), tendían a conside-rar el marxismo no como una norma a la que había que mantenerfidelidad, sino como un punto de partida y una ayuda para el aná-lisis y la crítica de las relaciones sociales existentes y, en particu-lar, del entramado cultural. Además, el programa de la Escuelafue expresamente no partidista y nunca se identificó con ningúnmovimiento político en particular. Se abandonó no sólo la con-vicción marxista de que la humanización de la sociedad ha de es-tar impulsada por un sujeto colectivo, sino también la mitologíadel proletariado infalible. Sus diversos miembros se mostraronsiempre muy celosos de subrayar la independencia y la autono-mía de la teoría y se opusieron a su absorción por una «praxis»omnicomprensiva, aun cuando participaran también en la críticade la sociedad con intención de transformarla. En definitiva,«cuando consideramos el lugar de la Escuela de Fráncfort en laevolución del marxismo, hallamos que su mérito central fue suantidogmatismo filosófico y la defensa de la autonomía del razo-namiento teórico» (Kolakowski, 1983, vol. III, 380).

Dando algunos pasos más en la debilitación del componentemarxista que habían emprendido los primeros francfortianos, enla obra de Habermas se observan tan sólo unas tenues resonan-cias del vocabulario propio del materialismo histórico: «Las cate-gorías habermasianas de “trabajo” e “interacción” no serían, así,más que un mal remedo de los conceptos clásicos de fuerzas pro-ductivas y relaciones de producción; la lucha de clases conducen-te a la instauración de una sociedad sin explotación habría venidoa ser sustituida por la consumación de la “autorreflexión” de la

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especie humana sobre su propia historia, supuestamente capaz deconducirla al reino de la libertad; y el proletariado, como agentede la revolución, se vería finalmente reemplazado por la ilustra-ción de la “opinión pública”» (Muguerza, 1977, 149). No obstan-te, Habermas conserva el impulso emancipatorio —un auténticoethos— que recorre toda la obra de Marx como culminación deuna brillante tradición ilustrada: «desde el principio, mis intere-ses teóricos han estado constantemente determinados por aque-llos problemas filosóficos y socioteóricos que surgen del movi-miento intelectual que va de Kant a Marx» (EP, 183).

Una de las obras estelares de la llamada Escuela de Fráncfortes el libro conjunto de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer ti-tulado La dialéctica de la Ilustración. Su publicación en 1947marca un hito destacado en la ya centenaria tradición crítica pro-tagonizada por la razón occidental en torno a sus propias realiza-ciones, frustraciones, deficiencias y contradicciones. Esta refle-xión histórico-filosófica representa una acerada acusación contralos efectos patológicos del modelo occidental de racionalidad; esmás, se convirtió en una radical denuncia del peligro totalitarioque conlleva apelar dogmáticamente a lo racional. Los autores dedicha obra advirtieron de la existencia de una dialéctica ocultaque conduce a la razón, ofuscada en la persecución de condicio-nes de vida auténticamente humanas, a zozobrar «en una nuevaforma de barbarie» (Horkheimer y Adorno, 1994, 51). Si en unprincipio la ilustración tenía «por objetivo liberar a los hombresdel miedo y convertirlos en soberanos», hoy en día, sin embargo,«la tierra completamente ilustrada resplandece bajo el signo delas calamidades que triunfan por todas partes» (ibídem, 59).

Este amargo análisis reposa sobre una evidente base histórica:no en vano en esos aciagos años mediaron sucesos tan trágicoscomo las experiencias del estalinismo, del fascismo y de la se-gunda conflagración mundial, eventos que para muchos habíanconducido ad absurdum todo tipo de optimismo histórico acercadel progreso moral de la humanidad. La materialización del pro-yecto engendrado en el Siglo de las Luces —como erradicacióndel dogmatismo y la superstición con el objeto confeso de lograrla emancipación del ser humano— decepcionó las expectativaslevantadas. Su cara y su cruz parecen inseparables. La considera-ción unilateral de la razón como razón instrumental y el simul-

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táneo olvido de su dimensión moral —lo que deviene en una ex-traña compatibilidad entre una enorme perfección en los mediosy una tremenda confusión en los fines— estarían en el origen deuna conciencia desgraciada acerca del sentido de la modernidad.Los análisis de Horkheimer y Adorno señalaron la correlaciónque existe en las sociedades modernas entre el nivel de desarrollotécnico, el grado de concentración del poder y los medios dispo-nibles para la inculcación ideológica —el potencial manipuladorde la cultura de masas, en suma— como el mayor peligro para laconciencia crítica y, por ende, para la emancipación de los sereshumanos. Un análisis de inteligente lucidez que no permitía ha-cerse ilusiones ni dejaba lugar alguno para la utopía: la conclu-sión resultaba, finalmente, bastante desalentadora en términospolíticos, cuando no estéril.

Habermas, por su parte, ha levantado su voz contra el parali-zante pesimismo cultural que se desprende del mencionado diag-nóstico de Adorno y Horkheimer y cuyos ecos aún resuenan en eldenominado pensamiento «postmoderno» de los años ochenta.Como advierte en su libro titulado El discurso filosófico de lamodernidad, el impulso crítico de La dialéctica de la Ilustraciónes tan vigoroso que conduce a sus autores a despreciar las con-quistas de la modernidad política y cultural hasta el extremo deno ver por doquier más que alianza de razón y dominación, ca-yendo así en injustificadas simplificaciones (cfr. DFM, 135-162).Una condena absoluta de la razón en su totalidad, sin embargo,dista mucho de constituir el modo más reflexivo e idóneo de re-accionar ante las manifiestas patologías del mundo moderno.Condenar de plano cualesquiera de los usos de la razón constitu-ye un sinsentido, ya que la viabilidad de una crítica lógicamenteconsistente de los efectos no deseados de la modernización de-pende, a su vez, de los presupuestos racionales y normativos«que la modernidad puso a punto» (NRI, 155). En el modernoproceso de racionalización hay elementos positivos subyacentesque ciertamente pueden y deben ser salvados; es más, en muchosámbitos el proceso de ilustración ha sido realmente insuficientey, por tanto, tal como enfatiza Habermas, la modernidad es unproyecto inacabado y aún no superado (cfr. EP, 265-283).

No habría, por tanto, que apresurarse en dar por superado elproyecto ilustrado de la modernidad; más bien convendría reto-

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marlo tras haber englobado en él a todos los sucesivos «teoremasantiilustrados» que han tenido el mérito de señalar sus límites olos puntos negros que provoca su impacto en las estructuras so-ciales. Tras expurgar los desatinos y deslices de dicho proyecto,urge declarar su vigencia y llevar a su cumplimiento aquellos as-pectos emancipatorios que, tras ser anunciados, fueron abandona-dos o traicionados 1: «Mi opinión es que, en vez de dar por perdi-do lo moderno y su proyecto, debemos más bien aprender de susequivocaciones y de los errores de su exagerado proyecto de su-peración» (EP, 279). Dicho ahora de manera aún más nítida: «nohay más cura para las heridas de la Ilustración que la propia Ilus-tración radicalizada» (EP, 190). Habermas se toma, por tanto,muy en serio la necesidad de interpretar críticamente el legadoilustrado, pero, a diferencia de lo que pensaban Adorno y Hork-heimer, considera que el mundo no adolece de un exceso de ra-zón, sino más bien de un importante déficit en su aplicación. Lasdiversas patologías de la modernidad —todas sus manifiestasdistorsiones y contradicciones— no son imputables a la razón ensí misma; son, por el contrario, el resultado de su abandono o delpredominio de algunas dimensiones de la misma sobre aquellaotra que está animada por la intención comunicativa, tal como severá en el siguiente capítulo de este libro. De este modo, las con-vicciones fundamentales del programa teórico de la Escuela deFráncfort permanecen vivas en la obra de Habermas, pero conuna actitud distinta: ahora están vinculadas a un proyecto que envez de proceder de modo negativo, reconcentrado en una crítica

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1 La modernidad reivindicada una y otra vez por Habermas no es otra que laque corresponde al proyecto político de raigambre ilustrada configurado en parti-cular —aunque no sólo– por Rousseau, Kant, Hegel y Marx (sobre la genealogíaintelectual de Habermas, véase Muguerza, 1990, 272 y ss.). Esta tradición ilus-trada a la que Habermas se remite se encuentra comprometida con el ya más quecentenario combate que la razón sostiene contra las diversas formas de domina-ción e ignorancia: «El proyecto de la modernidad, formulado por los filósofos dela Ilustración del siglo XVIII, fue el esfuerzo por desarrollar las ciencias objetivasy los principios universales de la moral y el derecho, de acuerdo a su propio sen-tido intrínseco. Pero fue también, simultáneamente, un esfuerzo por liberar detoda forma esotérica los potenciales cognoscitivos alcanzados por la ciencia ypor la reflexión iusnaturalista, con la finalidad de utilizarlos para la praxis, es de-cir, para ordenar racionalmente las condiciones sociales de vida» (EP, 273).

derrotista y sin salidas, trata de reconstruir en positivo las poten-cialidades liberadoras de la razón.

Habermas, pues, tomó conciencia muy pronto de que la barba-rie experimentada por la humanidad durante la primera mitad delsiglo XX había puesto en evidencia la fragilidad de la moderniza-ción ilustrada de las sociedades desarrolladas, sobre todo en elámbito de lo político. La magnitud de tales desastres —Ausch-witz sería, por desgracia, tan sólo el más notorio emblema, perono la única referencia— reclamaba con urgencia repensar el pro-yecto democrático, un tema hasta entonces prácticamente ausenteen las grandes reflexiones filosóficas. Si para ello las grandestradiciones filosóficas continentales que pervivían tras la heca-tombe de la Segunda Guerra Mundial no ofrecían acomodo inter-pretativo alguno, sería preciso dotar a la razón y, en particular, ala filosofía, de un carácter no sólo profundamente práctico, sinoincluso emancipador.

Hay aún otros puntos de contacto entre la Escuela de Fráncforty la obra de Habermas. Uno de considerable importancia es el re-lativo al estatus teórico del saber filosófico. Como es bien conoci-do, Hegel, invirtiendo completamente la concepción tradicionalde los saberes filosóficos, señaló como tarea propia de la filosofíala de «aprehender su tiempo mediante conceptos». Este dicto he-geliano sigue vigente en el actual contexto postmetafísico, y de ahítan sólo cabe extraer una conclusión, a saber: la filosofía única-mente puede asumir su vocación de pensar el presente histórico acondición de establecer firmes lazos con los saberes positivos quetienen este mismo presente como objeto propio y consagrarse a suexploración empírica. La filosofía debería establecer en conse-cuencia una relación orgánica con las ciencias sociales. Pues bien,si a lo largo del siglo XX ha habido alguna corriente filosófica quehaya adoptado este programa de manera consciente y resuelta, ésaha sido sin duda la teoría crítica impulsada por Horkheimer y suscolaboradores del Instituto de Investigación Social, radicado enFráncfort a partir de los años veinte. Este heterogéneo grupo deintelectuales asumió como tarea propia integrar los resultados ob-tenidos por las diversas disciplinas que contribuyen directa o indi-rectamente a la comprensión del presente (la sociología, la cienciapolítica, la economía, la psicología o la crítica literaria). No obs-tante, en Horkheimer la apuesta por el trabajo conjunto entre filo-

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sofía y ciencias sociales y, en definitiva, por una concepción inter-disciplinar del saber todavía estaba lastrada por los aspectos máscontestables de la herencia de Marx, en la medida en que de algu-na manera seguía considerando su economía política el paradigmadel conocimiento crítico del presente; en Habermas, en cambio, di-cho modelo es sustituido por las aportaciones de la teoría socio-lógica contemporánea. No obstante, no todos los desarrollos deesta disciplina son igualmente válidos, y de ahí que busque devol-ver a las ciencias sociales «la experiencia olvidada de la reflexión»(CI, 9), esto es, hacer valer de nuevo frente al positivismo impe-rante el momento de la autorreflexión crítica.

Prosiguiendo el proyecto inicial de la teoría crítica, Habermasbusca alcanzar un concepto ampliado de razón que permita la su-peración de los diferentes y parciales modelos e instancias de ra-cionalidad que se han ido confrontando durante la modernidad.Ha perseguido este objetivo fundamental abriendo nuevos ámbi-tos de discusión en los que tradiciones intelectuales separadaspudieran relacionarse de manera productiva. Esto sirve tanto enrelación con las corrientes filosóficas tradicionales, como porejemplo la filosofía continental europea o la filosofía analíticaanglosajona, como con la teoría social contemporánea, sea éstade orientación comprensiva o funcionalista. Y también vale paraaquellas contraposiciones disciplinarias existentes, por ejemplo,entre la ética y la teoría del derecho o entre la filosofía social y lasociología.

Habermas está bien lejos de poder ser considerado un discípu-lo fiel de Adorno y Horkheimer, y menos aún un mero epígonode éstos. Si bien durante tres años fue asistente de la cátedra deAdorno (1956-1959), su relación con Horkheimer nunca fue tanbuena en el plano personal, sobre todo a raíz de las trabas acadé-micas que éste le puso para presentar su trabajo de habilitacióncomo profesor en la Universidad de Fráncfort (cfr. infra Anexo I.1).El viejo maestro consideraba que el marcado izquierdismo del quepresuntamente hacía gala Habermas por aquel entonces podíaconstituir un peligro para el futuro del Instituto (cfr. Wiggerhaus,1988, 616-617). Ciertamente Habermas no ha intentado jamás niconservar, ni transmitir, ni repetir el legado de la primera teoríacrítica como si fuera una escolástica muerta. Tempranamente seapartó del marco establecido por aquellos maestros y tomó ade-

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cuada nota de las alteraciones del debate existente en filosofía,sociología y ciencia política. Si se establece una comparación en-tre el pensamiento de Habermas con el de Horkheimer y Adorno,llama la atención la mayor relación que aquél mantiene con la fi-losofía académica, hasta el punto de que recoge prácticamentesin reservas el impulso sistemático que usualmente ha inspirado ala tradición filosófica germánica. Este rasgo incide en su formade redactar sus escritos, cuya lectura resulta complicada por sutendencia inmoderada a citar sin cesar el pensamiento y las publi-caciones de otros autores. Representaría, por así decirlo, el polocompletamente opuesto al gesto monológico, casi megalómano,de un Martin Heidegger que en sus notas a pie de página se refe-ría la mayoría de las veces a sus propios escritos.

Estableciendo ya un balance, aunque sea provisional, puedenseñalarse como puntos de continuidad entre el pensamiento deHabermas y la primera Escuela de Fráncfort los siguientes: enprimer lugar, la concepción de la teoría crítica orientada hacia laautoemancipación de los seres humanos; en segundo lugar, la co-mún consideración del carácter ambivalente del legado ilustradoy del proceso de racionalización impulsado por él; en tercer lu-gar, la crítica de los presupuestos epistemológicos de la sociolo-gía positivista; y, en último lugar, aunque no menos importanteque los anteriores, el común carácter interdisciplinar.

Entre los puntos de divergencia que señalarían una ruptura dela obra de Habermas con las orientaciones de la escuela francfor-tiana hay que destacar, en primer lugar, un asunto que podría ca-lificarse como cuestión de estilo: la propensión de Habermas aelaborar una «gran teoría social», un «metarrelato» (como diríaJean-François Lyotard), no casa bien con las críticas formuladaspor Adorno contra el pensamiento identitario que subyace a cual-quier sistema conceptual único. En segundo lugar, el intento defundamentar la racionalidad en el contexto intersubjetivo del len-guaje choca frontalmente con la concepción de racionalidad de-fendida por Adorno y Horkheimer basada aún en la filosofía dela conciencia. Sin embargo, la diferencia más notable sin duda esaquella que configura un rasgo distintivo del pensamiento de Ha-bermas: su carácter constructivo o, si se prefiere, positivo, con-trapuesto al nihilismo práctico de la dialéctica negativa formula-da por los dos maestros francfortianos. En este sentido, su

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empeño se dirige a demostrar cómo su noción de racionalidad co-municativa ya está implícita en las principales instituciones de lademocracia liberal, de tal manera que resulta factible realizar unacrítica inmanente de tales sociedades.

En suma, cabe señalar que existen indudables coincidenciasentre los pensadores de la primera Escuela de Fráncfort y Haber-mas, aunque sean tan sólo concomitancias parciales, pues si bienestán de acuerdo en algunos temas relevantes, divergen significa-tivamente en el tratamiento de otros igualmente capitales. En rea-lidad, el pensamiento de Habermas no se ha reducido nunca a lascoordenadas fijadas por la dialéctica hegeliano-marxista. Por elcontrario, en su obra se recogen los motivos fundamentales de almenos tres grandes teóricos que, para la teoría crítica, siemprehan desempeñado un papel central: el universalismo de la filoso-fía moral kantiana, el realismo de la teoría social hegeliana y elempirismo postmetafísico weberiano. En cualquier caso, la origi-nalidad de la aportación habermasiana está completamente fuerade toda duda. La asidua convivencia con los autores clásicos dela filosofía social, Weber y Mead de un modo destacado, perotambién Marx, Durkheim y su coétaneo Luhmann, la serena lec-tura de sus obras, antagónicas y complementarias, le han propor-cionado los instrumentos conceptuales necesarios para compren-der y enjuiciar desde una perspectiva propia y fundamentada laspermanentes tensiones entre democracia directa y democracia re-presentativa, la antítesis entre libertad individual y determinismosocial, los vínculos entre política y moral, la difícil armonía entreautoridad y libertad o los problemas del relativismo cultural, porponer ahora tan sólo unos cuantos ejemplos de las cuestionesabordadas por nuestro autor a la largo de su densa y voluminosaobra.

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2. Acción comunicativa y teoría social

1. Los presupuestos teóricos: la razón comunicativa

1.1 Crítica de la epistemología tradicional

De un modo que resulta poco habitual en el panorama filosóficocontemporáneo, en el pensamiento de Habermas se engarzanuna exigente preocupación epistemológica y un nítido compro-miso en favor de una sociedad libre de dominación. A esta fe-cunda simbiosis no le es ajena la convicción profundamente in-teriorizada por el autor de que en la praxis política no cabe elmero activismo, pues ello implicaría arriesgar saltos en el vacíosin conocer las posibles consecuencias. De ahí que ya en los pri-meros pasos de su producción intelectual pretendiera fundamen-tar la relación teoría-praxis en términos epistemológicos. De esatentativa resultó su libro Conocimiento e interés, publicado en1968. Con anterioridad, al tomar posesión de la cátedra de filo-sofía y sociología de la Universidad de Fráncfort en 1965, Ha-bermas había pronunciado, como es costumbre inveterada en laacademia alemana, una conferencia inaugural titulada precisa-mente «Conocimiento e interés» (cfr. CTI, 159-181). Analizar el

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tipo de conexión existente entre estas dos nociones iba a consti-tuir durante los siguientes años el meollo de su programa de in-vestigación. El contenido de esta conferencia enlaza críticamen-te con la distinción entre «teoría tradicional» y «teoría crítica»que había sido establecida en los albores de la Escuela de Fránc-fort en un famoso ensayo de Max Horkheimer (2000). En discre-pancia con las tesis marxistas ortodoxas, Horkheimer concedía alas categorías de conocimiento e interés una posición central.Apoyándose en tales categorías pretendía reconstruir y superarel hiato existente entre la esfera de la teoría y la de la praxis, demodo que ésta no quedara desconectada teóricamente y, por tan-to, condenada a la irracionalidad. Este mismo planteamiento dela cuestión será asumido con algunas matizaciones por el primerHabermas, para el cual «la convicción de que el criterio del cono-cimiento que una teoría nos proporciona no es el único que cuen-ta a la hora de encarar su consideración, sino que también cuentael interés social e históricamente condicionado que promovió suconstrucción» (Muguerza, 1977, 147). Habermas asume de estemodo también la ya clásica denuncia que Horkheimer hizo delpositivismo: al centrar en exclusiva su atención en la racionali-dad de los medios, la racionalidad de los fines es preterida hastael punto de que en última instancia acabaría siendo declaradaimposible.

En los años posteriores Habermas siguió profundizando enesta misma cuestión y en 1968 publicó Conocimiento e interés,que en 1973 completó con un extenso epílogo en donde contesta-ba detenidamente a las críticas que hasta entonces había recibido.Este libro en su conjunto gira en torno a la siguiente pregunta:¿Qué desarrollo ha tenido hasta hoy el problema que Kant abordócon precisión inigualable relativo a «cómo es posible en generalel conocimiento fiable»? En este sentido, Conocimiento e interéspuede entenderse como una historia del surgimiento del nuevopositivismo que ha dado por superada la posición de Kant. No envano uno de los propósitos explícitos de esta obra —y de granparte de los escritos habermasianos de los años sesenta y seten-ta— era la elaboración de una crítica integral del positivismo conel fin —muy ilustrado— de depurar a la razón de adherenciasque puedan limar su función crítica. El empeño lleva al autor areconstruir la teoría social de Hegel, destacar en Marx su unilate-

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ralización de categorías (o, dicho de otro modo, su positivismoencubierto), repasar las teorías de Comte, Peirce y Dilthey, reba-tir el psicologismo de Nietzsche y esbozar —en la tercera partedel libro— una alternativa, que no es otra que el psicoanálisis leí-do como metodología comunicativa (hasta el extremo de presen-tarlo como el paradigma de ciencia crítica que sirve a un proyec-to emancipador).

Frente a las concepciones presuntamente asépticas del conoci-miento, Habermas subraya que todos los procesos cognitivos sebasan y son conducidos por unos intereses que habitualmente sepasan por alto y no son reconocidos como tales. De este modocuestiona no sólo la ilusión de objetividad absoluta y desinteresa-da del conocimiento teórico, sino que pone en evidencia la fun-ción ideológica que desempeña todo pensamiento basado en unaconcepción tradicional. Trata asimismo de poner de manifiestoque el carácter interesado —o, mejor dicho, «inducido por intere-ses»— del conocimiento no tiene por qué hacer de éste la expre-sión de una actitud inexplicable o irracional. Desarrolla de estemodo la doctrina de los intereses rectores del conocimiento*,que, aunque luego fue abandonada por el autor, será objeto deuna amplia recepción, hasta el punto de poseer una vida propiaentre los cultivadores de la filosofía de la educación. Tres seríanbásicamente los intereses rectores del conocimiento: el interéstécnico, el práctico y el emancipatorio. Además nuestro autorpostula una triple correlación entre el interés técnico, el prácticoy el emancipatorio, por una parte, y las ciencias de la naturaleza,las ciencias de la cultura y las ciencias sociales: en el punto dearranque de las ciencias empíricas se encuentra un interés técni-co, en el de las ciencias histórico-hermenéuticas, un interés prác-tico, y en el de las ciencias orientadas por una intención crítica,un interés emancipatorio. Mediante los dos intereses señaladosen primer lugar se expresan las necesidades de reproducción ysocialización de la especie humana. Por su parte, el interés eman-cipatorio, motivado por la crítica a las relaciones sociales domi-nadas por el poder, está ligado a la autorreflexión y se remite allenguaje humano, cuya estructura está abocada a la consecuciónde un consenso general y libre de coacción. Aunque en esta obraHabermas aún no disponía del bagaje conceptual preciso para es-crutar la dimensión comunicativa del lenguaje, éste se convertirá

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para el autor en el auténtico filón teórico al que una y otra vezvolverá para fundamentar sus posiciones y argumentos.

No obstante, con el transcurso de los años Habermas se hadistanciado notoriamente del proyecto de la teoría de la sociedadcomo teoría del conocimiento que él mismo postulaba en Co-nocimiento e interés (cfr. BEI). Está convencido de que la ra-cionalidad crítica tiene que abandonar la perspectiva estricta-mente epistemológica y metodológica: «Sigo considerando quelos fundamentos de la argumentación que allí se exponía son tanválidos como siempre. Pero ya no creo que la teoría del conoci-miento sea una via regia» para el análisis de los fundamentos dela teoría de la sociedad (EP, 184). En el prólogo de 1982 a La ló-gica de las ciencias sociales (LCS) incluso señala que su concep-ción de la acción comunicativa no ha de ser entendida como unintento de proseguir con otros medios el proyecto teórico desa-rrollado en Conocimiento e interés. En su obra de mayor alientosistemático, la Teoría de la acción comunicativa, rompe, demodo consecuente, con el primado de la teoría del conocimientoy considera las presuposiciones de la acción orientada hacia elentendimiento independientemente de las presuposiciones tras-cendentales del conocimiento (cfr. VJ, 14-15).

1.2 Acción comunicativa y pragmática universal

Tras estimar que el esfuerzo realizado en Conocimiento e interésno había conseguido los objetivos propuestos, pues las categoríasmonológicas de la filosofía de la conciencia que por entoncesaún manejaba no permitían fundamentar de manera adecuada suspropuestas morales y políticas, Habermas encontró en la nociónde acción comunicativa la forma de rescatar lo salvable de la ra-zón práctica. Mediante la consideración del componente comuni-cativo de la razón logra una profunda revisión conceptual de lateoría crítica capaz de evitar algunos de sus atolladeros más co-munes, tales como el esteticismo de Adorno o el recurso final ala trascendencia de Horkheimer. En este sentido, Habermas hasabido «traducir», como ha señalado Albrecht Wellmer (1988,89), «el proyecto de una teoría crítica de la sociedad desde elmarco conceptual de la filosofía de la conciencia, adaptada a un

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modelo de sujeto-objeto de cognición y acción, al marco concep-tual de una teoría del lenguaje y la acción comunicativa». Estecambio de paradigma le permitió, además, sustituir de maneraalgo heterodoxa las categorías marxistas de trabajo y alienaciónpor la tensión entre los supuestos comunicativos del mundo de lavida y los imperativos funcionales de autorregulación propios delsistema social.

El marco teórico de la concepción de la racionalidad prácticadiseñada por Habermas es deudor de múltiples tradiciones y dis-ciplinas que, a pesar de su procedencia enormemente dispar, elautor sabe encajar como si fueran piezas de un único rompecabe-zas. Si bien es cierto que la influencia de los teóricos clásicos dela acción social (É. Durkheim, M. Weber, G. H. Mead o T. Par-sons) resulta decisiva, su pensamiento se tornaría del todo incom-prensible sin el «giro lingüístico» de la filosofía contemporáneay, para precisar algo más, sin el «giro pragmático» dado por la fi-losofía del lenguaje a partir del segundo Wittgenstein y, en espe-cial, sin la teoría de los actos de habla* preconizada por Austin ysistematizada por Searle. Con estos mimbres, el concepto tradi-cional de racionalidad práctica es reacuñado por Habermas comorazón comunicativa, como razón ya inscrita en el propio procesocotidiano de la comunicación lingüística.

La lingüística tradicional concebía el lenguaje a partir de lafunción denotativa o informativa. Sin embargo, aparte de losenunciados referenciales, existen otros tipos de enunciados o,adoptando la terminología de Wittgenstein, existen otros «juegosde lenguaje», con diferentes reglas y maneras de situar al emisor,el receptor y el referente (o tema de la comunicación lingüística).Éste es precisamente el punto de partida del que arranca la teoríade los actos de habla: la observación de que el empleo del lengua-je tiene por función no tanto describir los estados de cosas (enun-ciados «constativos» o representativos) como cumplir por sí mis-mo una acción: es el caso, en particular, de las frases que expresanvolición, promesa, autorización, etc. (enunciados «performati-vos»). Ni verdaderas ni falsas, estas frases pueden ir o no seguidasde un efecto en función de cómo las interpretan los que las emi-ten y a quién van destinadas. A partir de esta observación es posi-ble establecer la estructura básica de todo acto de habla: en élcabe diferenciar —al menos, implícitamente— entre un compo-

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nente ilocucionario y otro proposicional. El primero de los cualesfija el «modo» en que ha de entenderse el segundo, ya que amboscomponentes pueden variar independientemente (el contenidoproposicional puede ser afirmado, preguntado, prometido, rogado,etc.). Si además tenemos en cuenta los efectos provocados por laemisión de un acto de habla, pueden distinguirse —con Austin—tres elementos diferentes:

— el acto locucionario: el acto de decir algo. Con los actoslocucionarios el hablante expresa estados de cosas;

— el acto ilocucionario: el acto que llevamos a cabo al deciralgo, esto es, la acción que un hablante realiza al deciralgo (por ejemplo, ordenar, preguntar, prometer o emitirun juicio). Depende de la fuerza convencional que se leasocie. Fija el modo en que se emplea una oración, asícomo el sentido de la acción misma: «hacer diciendoalgo»;

— el acto perlocucionario: efecto o consecuencia del actoilocucionario: el acto que llevamos a cabo porque decimosalgo, esto es, el efecto provocado en el mundo al deciralgo (por ejemplo, tranquilizar o atemorizar a alguien). Esel efecto que el hablante busca provocar sobre su oyente:«causar algo mediante lo que se hace diciendo algo».

En particular, la doble estructura de los actos de habla —pro-posicional y performativa— introduce a los interlocutores en elnivel de la intersubjetividad, en el que hablan entre sí, y en el delos objetos sobre los que se entienden. Dicho de otro modo, ladoble estructura del habla se manifiesta en su dimensión interac-tiva y en su dimensión cognitiva, es decir, tanto en el «entendi-miento entre los interlocutores» como en el «acuerdo sobre lacosa» (entendida ésta como experiencias y estados de cosas). Alrespecto, el punto subrayado por Habermas es que los componen-tes esenciales del acto de habla son el locucionario y el ilocucio-nario y, en particular, la distinción existente entre «decir algo» y«hacer algo al decir algo»; los efectos perlocucionarios (y las co-rrespondientes intenciones) son externos al acto de habla encuanto tal; sus intenciones en realidad pueden ser deliberadamen-te ocultadas por el hablante a sus interlocutores. Esto implica, se-

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gún Habermas, que el uso instrumental o estratégico del lenguajeresulta extrínseco a la naturaleza del lenguaje como tal.

Las condiciones que hacen posible utilizar el lenguaje no sonmetafísicas*, sino meramente pragmáticas, esto es, inmanentes ala praxis comunicativa. Por ello, y aunque nuestro autor no eludeel problema de la verdad, cuestión central a lo largo de la historiade la filosofía, no habla tanto de «condiciones de verdad» comode «condiciones de aceptabilidad»: un enunciado no es verdaderoporque corresponda a un determinado estado de cosas ni simple-mente porque resulte coherente con otros enunciados; lo es por-que a lo largo del proceso comunicativo sería aceptado como jus-tificado bajo determinadas condiciones ideales (cfr. VJ, 275-277).Entre estas condiciones se incluye el respeto de ciertos procedi-mientos y reglas de juego: exclusión de toda coacción dentro delproceso argumentativo, reparto equitativo de derechos y deberesde la argumentación, transparencia en la exposición de razones,etc. En este sentido, una regla de juego elemental consistiría enaportar todo tipo de razones hasta que se hagan valer como lasmejores de acuerdo con el conocimiento disponible en un momen-to determinado: es preciso, por tanto, disponer de «razones justifi-catorias» que avalen nuestra pretensión de verdad, una «verdad»que, a pesar de que «apunte más allá de todas las evidencias po-tencialmente disponibles» (tal como sostendrían los realistas), nopuede ser entendida en la práctica discursiva cotidiana sino como«aseverabilidad justificada» mediante razones (VJ, 276).

La verdad no es, sin embargo, la única pretensión de validez*que formulan los hablantes. Si se observa la estructura interna dela práctica lingüística, se percibe cómo todos los hablantes cuandoquieren comunicarse dan por válidas —de manera más o menosexplícita y consciente— diversas suposiciones asociadas a suspropios enunciados. Estas pretensiones no son más que idealiza-ciones inmanentes al uso del lenguaje en general que pueden sercuestionadas a lo largo de la comunicación y son, por tanto, sus-ceptibles de crítica. En los actos comunicativos concretos esasidealizaciones se mantienen en constante tensión con las realiza-ciones fácticas de los hablantes, una tensión que se plasma encontinuas demandas de explicaciones y de razones, esto es, enexigencias de racionalidad de unos hablantes frente a los otros quesólo pueden ser resueltas de modo argumentativo. De ahí que sea

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la propia estructura proposicional (o predicativa) que caracterizaal lenguaje humano la que obliga a quien lo emplea a deliberar, adar razones. Como acertadamente señala Ernst Tugendhat, autorcon el que Habermas mantiene coincidencias fundamentales (cfr.Velasco, 2000, 65-68), «los seres humanos, debido a su lenguaje,poseen la capacidad de deliberar, y todo el que delibera preguntapor razones» (Tugendhat, 2002, 143). Esta identificación de la ac-ción comunicativa como el lugar de la razón ofrece una vía enprincipio adecuada para salvar o, al menos, afrontar con rigor elproblema de la colisión entre los diferentes discursos normativosque cohabitan en el escenario filosófico y en la propia esfera pú-blica. Con el análisis de las pretensiones de validez se hace paten-te, pues, una de las tesis habermasianas más características: laafirmación de que el concepto de racionalidad presupone la exis-tencia de la comunicación lingüística o, dicho de otro modo, la ra-zón es de por sí ya razón comunicativa.

Veamos ahora, con mayor detalle, el alcance teórico que Haber-mas otorga a las denominadas pretensiones de validez. Nuestroautor sostiene que cuando los sujetos hablan siempre presuponen,aunque habitualmente sea tan sólo de manera implícita, cuatropretensiones de validez (cfr. RMH, 307). Al emitir una oración,un hablante que oriente su acción al entendimiento, es decir, queesté dispuesto a entenderse con sus interlocutores, ha de plantearnecesariamente con su emisión algunas apelaciones implícitas.Dicho de otro modo, los usuarios del lenguaje profieren actos dehabla para los que reclaman las siguientes pretensiones de validez:

— comprensibilidad o inteligibilidad, esto es, la pretensiónde estarse expresando comprensiblemente, es decir, que laoración empleada está bien formada conforme a las reglasgramaticales —tanto semánticas como sintácticas— aluso;

— veracidad o autenticidad, a saber, la pretensión de estardándose a entender, esto es, proyectando la propia subjeti-vidad, y que, por tanto, la intención manifiesta del hablan-te se expresa de la misma forma en que es exteriorizada;

— verdad proposicional, es decir, la pretensión de estar dan-do a entender algo existente con la aspiración de represen-tar objetivamente los hechos,

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— y, finalmente, corrección o rectitud normativa, esto es, lapretensión de que el contenido del acto lingüístico se ajus-ta a un determinado contexto normativo reconocido so-cialmente como válido.

En tanto que pragmáticos universales del lenguaje, las men-cionadas pretensiones de validez se encuentran enquistadas en lasestructuras del habla discursiva; se suponen siempre vigentes encualquier acto lingüístico y su no satisfacción puede ser reivindi-cada por los participantes en la interacción comunicativa. Encualquier caso, al receptor (o receptores) de la comunicación lecompete comprobarlas y al emisor justificarlas si el receptor laspone en cuestión. No obstante, las características propias de cadauna de estas pretensiones de validez distan de ser uniformes: sólola pretensión de inteligibilidad es inmanente al propio lenguajeen su calidad de condición de la comunicación, ya que implicatanto la gramaticalidad de las oraciones como la consistencia delos enunciados. Las otras tres presuponen la posición del hablan-te en relación con un estado de cosas extralingüístico y, al mismotiempo, una relación entre los enunciados y los distintos domi-nios del mundo. Quien realiza un acto de habla está haciendo asus interlocutores una oferta de entendimiento sobre algo que seda en su propia subjetividad, en el mundo objetivo o en el mundosocial. La estructura del lenguaje visualiza, por tanto, las diversasregiones de la realidad. Las tres funciones básicas del lenguaje(la expresiva o emotiva, la cognitiva o referencial y la apelativa odirectiva) y las correspondientes pretensiones de validez estable-cen respectivamente una referencia con el mundo subjetivo o na-turaleza interna o personalidad (el propio mundo, el mundo delas vivencias privadas), el mundo objetivo o naturaleza externa(el mundo de los objetos y de los hechos, que conforman la tota-lidad de las cosas existentes) y el mundo intersubjetivo o social(la totalidad de las relaciones interpersonales, un mundo reguladopor normas). Las correspondencias existentes entre las diversasformas de acción, funciones del lenguaje, pretensiones de validezy las referencias a los diferentes «mundos» pueden ser represen-tadas mediante el siguiente cuadro sinóptico, en el que tambiénse hace visible la posición especial que ocupa la acción comuni-cativa en el pensamiento de Habermas:

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Forma Función Pretensión Referenciade acción del lenguaje de validez extralingüística

acción cognitiva o verdad mundoteleológica representativa proposicional objetivo

acción apelativa o corrección o mundo social onormativa directiva rectitud normativa intersubjetivo

acción expresiva o veracidad o mundodramatúrgica emotiva sinceridad subjetivo

acción todas las entendimiento referenciacomunicativa funciones reflexiva a los

del lenguaje tres «mundos»

Además de las diferencias existentes entre las diversas preten-siones de validez que acaban de ser mencionadas, subsisten otrasque deben tenerse igualmente en cuenta. La pretensión de com-prensibilidad posee un estatus especial en la medida en que tieneque ser presupuesta en toda comunicación lingüística para quepuedan tener sentido las otras dimensiones. En las restantes pre-tensiones también se advierten importantes peculiaridades: mien-tras que la veracidad o autenticidad únicamente puede ser mos-trada o desmentida por vía fáctica, la verdad y la correcciónnormativa son pretensiones de validez que sólo pueden ser sol-ventadas por vía discursiva. Esto es, cuando alguna de ellas dosresulta cuestionada es preciso pasar al discurso 1 (o, mejor dicho,a la discusión reflexiva o «habla argumentativa», esto es, a «laforma de reflexión de la acción comunicativa»), pues sólo adop-tando una actitud reflexiva e hipotética podemos examinar las ra-zones que le asisten al interlocutor. El mantenimiento de estas dos

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1 «Por “discurso racional” entiendo toda tentativa de entendimiento acerca depretensiones de validez que se hayan vuelto problemáticas, en la medida en que esatentativa tenga lugar bajo condiciones de comunicación que dentro de un ámbito pú-blico constituido y estructurado por deberes ilocucionarios posibiliten el libre proce-samiento de temas y contribuciones, de informaciones y razones» (FV, 172-173).

pretensiones de validez depende de su dilucidación discursiva y,por tanto, no pueden sustraerse a la fuerza de la argumentación.De esta manera se torna patente la existencia de una cierta simili-tud de fondo entre los discursos teóricos y los discursos prácticosque tratan de dilucidar respectivamente la verdad y la correcciónnormativa. No obstante, es preciso advertir que aunque la verdady la rectitud normativa pueden ser entendidas de manera aná-loga, en rigor no cabe asimilarlas sin más (cfr. VJ, 299) 2.

Con todo, el proyecto inicial de Habermas no se dirigía propia-mente a una tematización del lenguaje en cuanto tal, sino a la ela-boración de una teoría de la acción social. Entiende que la formaprimaria de interacción social es aquella en la que la acción vienecoordinada por un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Aeste tipo de acción es a lo que Habermas llama «acción comunica-tiva». Pero dado que una teoría de la acción comunicativa presu-pone indudablemente una determinada concepción del lenguaje,Habermas finalmente acabó explicitándola: la denominada teoríade la pragmática universal. En este sentido, su intención expresaes defender la tesis de que el uso del lenguaje orientado al enten-dimiento es el uso «original» del mismo. Alcanzar un acuerdo oentendimiento entre las partes que participan en el proceso comu-nicativo es el telos inherente al lenguaje humano. Los otros usosposibles del lenguaje humano, como son, por ejemplo, el instru-mental o el estratégico, serían en realidad parasitarios del usoorientado hacia el entendimiento. Al servirse del lenguaje, el indi-viduo participa necesariamente de la perspectiva social y sale así«de la lógica egocéntrica» (PPM, 85). La comunicación lingüísti-

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2 En Verdad y justificación Habermas se ha retractado de su teoría procedi-mental y discursiva de la verdad y ha adoptado una estrategia realista (un concep-to no epistémico de verdad, aunque concebido en términos pragmatistas). Al pro-ceder de este modo, el autor se ve obligado a justificar por qué siguemanteniendo un concepto epistémico de corrección normativa (o, mejor dicho,de la pretensión de rectitud normativa que acompaña a nuestros juicios prácti-cos). La explicación la encuentra en el hecho de que «el concepto “correcciónnormativa” se agota en la aseverabilidad racional bajo condiciones ideales; le fal-ta aquella connotación ontológica que tiene la referencia a objetos de los cualespodemos afirmar hechos» (VJ, 54). Dado que la supuesta analogía entre verdad ycorrección normativa repercute directamente en el marcado carácter cognitivista*de la ética discursiva, se volverá sobre ella en el capítulo tercero.

ca sólo tiene sentido y razón de ser en cuanto orientada al entendi-miento con el otro, lo cual hace que quien se comunica no puedasustraerse «a las condiciones de racionalidad inmanentes a la ac-ción comunicativa» (TAC I, 506). Por tanto, toda acción lingüísti-ca es idealmente una acción orientada al entendimiento, y quienactúa en sociedad y, por tanto, necesariamente se comunica nopuede sustraerse a los presupuestos de dicha comunicación, al«carácter inexcusable de aquellos presupuestos universales quecondicionan siempre nuestra práctica comunicativa cotidiana yque no podemos elegir» (CMAC, 154). Es más, sólo mediante ellenguaje es posible la actuación conjunta entre sujetos diversos.

La noción de «entendimiento» empleada con profusión porHabermas adolece, no obstante, de una notable anfibología, talcomo ha observado, entre otros, Javier Muguerza (1990, 288).Tanto en alemán (Verständigung) como en su correspondienteversión castellana, el término «entendimiento» sugiere dos cosasbien diferentes: por un lado, la idea de haber comprendido lo di-cho y, por otro, la de estar de acuerdo con lo dicho. En esta anfi-bología se encontraría uno de los puntos más problemáticos deledificio teórico habermasiano. Pues, si bien es cierto que la com-prensión o el entendimiento de lo dicho es un requisito necesariopara lograr un acuerdo sobre ello, lo contrario no es nada eviden-te. El vínculo entre ambos elementos no es tan fuerte como nues-tro autor piensa. El intento de fundamentar esta hipótesis es loque le obliga a remitir toda su teoría de la comunicación a unateoría del lenguaje en general. Con todo, es preciso tener en cuen-ta que Habermas es bien consciente de que el entendimiento —entanto que telos inherente al lenguaje en su uso comunicativo—representa tan sólo un fin que puede ser alcanzado o no. Por esolas condiciones constitutivas del entendimiento posible son sim-plemente constituyentes, pero no son condiciones «trascendenta-les» en sentido estricto. En definitiva, siempre podemos actuartambién de otro modo distinto del comunicativo y además la inevi-tabilidad de las presuposiciones idealizantes no implica tambiénsu cumplimiento fáctico (cfr. ENTG, 346). Al perfilar de estemodo su pragmática universal, Habermas se distingue expresa-mente de la pragmática trascendental propuesta por K. O. Apel.

A modo de recopilación, y tal como expone Habermas al ini-cio del artículo titulado «¿Qué significa pragmática universal?»

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(1976, publicado en TAC:CEP, 299-368), las tareas que competena una pragmática universal, así como los supuestos fundamentalesen los que ésta se apoya, pueden resumirse mediante las siguien-tes tesis: su cometido básico es identificar y reconstruir las con-diciones universales del entendimiento posible; el lenguaje en elnivel sociocultural de la evolución es el medio específico del en-tendimiento (o, dicho de otro modo, el lenguaje es el principalinstrumento de coordinación de la acción humana, hasta el puntode que ni siquiera podríamos concebir el sentido de la acción so-cial sin recurrir a la idea de lenguaje); las condiciones del enten-dimiento posible coinciden, por tanto, con los presupuestos uni-versales de la acción comunicativa; la acción comunicativa, esdecir, el tipo de acción orientada al entendimiento, es fundamen-tal en la medida en que las otras formas de acción social puedenconsiderarse derivaciones o perversiones de ella (por ejemplo, lasque pertenecen al modelo de acción estratégica: la negociación,la imposición, etc.).

1.3 Marco teórico-ideal y realidad concreta: la situación ideal de habla

Como se acaba de señalar, Habermas entiende que el mejormodo de conocer los rasgos propios de la racionalidad comunica-tiva es estudiando el lenguaje humano y, más concretamente,analizando nuestras prácticas comunicativas cotidianas. Al haceresto cree que también podríamos resolver la cuestión clave relati-va a cómo distinguir una comunicación auténtica, que apunta alentendimiento entre los participantes, de aquella otra que se en-cuentra distorsionada o manipulada. Todo uso comunicativo dellenguaje presupone la aceptación de algunas reglas o condicionesmínimas y, por ende, de una situación hipotética que, de algunamanera, está ya anticipada y, a la vez, es constitutiva de todo dis-curso. A esta construcción contrafáctica es a lo que Habermasdenomina situación ideal de habla*. Este mecanismo sirve comomedida o rasero para enjuiciar las cuestiones que reclaman parasí una presunción de racionalidad y, en consecuencia, la calidadracional de los acuerdos logrados: «La anticipación de una situa-ción ideal de habla es lo que garantiza que podamos asociar a un

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consenso alcanzado fácticamente la pretensión de ser un consensoracional. Al propio tiempo, esa anticipación es una instancia críti-ca que nos permite poner en cuestión todo consenso fácticamentealcanzado y proceder a comprobar si puede considerarse indica-dor suficiente de un entendimiento real» (TAC:CEP, 105). Se tratade un constructo teórico que, como la «posición originaria» dise-ñada por John Rawls, sirve para asegurar la imparcialidad en lasinteracciones comunicativas. Se caracteriza por las siguientes con-diciones: publicidad de las deliberaciones, reparto simétrico de losderechos de comunicación y no dominación excepto la ejercidapor la «coacción sin coacciones» del mejor argumento. Represen-taría el ejemplo sumo de una comunicación no distorsionada:

Llamo ideal a una situación de habla en que las comunicaciones no sólo novienen impedidas por influjos externos contingentes, sino tampoco por lascoacciones que se siguen de la propia estructura de la comunicación. La si-tuación ideal de habla excluye las distorsiones sistemáticas de la comunica-ción. Y la estructura de la comunicación deja de generar coacciones sólo sipara todo participante en el discurso está dada una distribución simétrica delas oportunidades de elegir y ejecutar actos de habla (TAC:CEP, 153).

Desde una perspectiva genealógica, la noción de situaciónideal de habla formulada por Habermas está estrechamente em-parentada con la de una comunidad de discurso universal deG. H. Mead, y se remonta, como ésta, a la de una comunidad ili-mitada de los investigadores perfilada por Charles S. Peirce,quien tendía a considerar el desacuerdo como una anomalía en eluso de la razón y se mostraba convencido de que si todos fuéra-mos capaces por igual de argumentar racionalmente, todos aca-baríamos a la larga por compartir una común opinión final (cfr.ACRST, 42-47). Y, como Apel se ha cuidado mucho de poner derelieve, ésta sería algo así como el equivalente funcional de aque-lla conciencia trascendental kantiana de la que dependía, en últi-ma instancia, la objetividad del conocimiento humano (cfr. Apel,1985, vol. II, 157-177). En cualquier caso, lo que está fuera detoda duda es que, pese a que las posiciones de Peirce y Habermasno resultan intercambiables, hay mucho de Peirce en la idea ha-bermasiana de que también el discurso práctico tiene por objeti-vo, gracias a la actuación en su interior del principio discursivo

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de universalización, la obtención de un consenso racional en tor-no a un interés general, hecho exigido por los presupuestos nece-sarios del propio discurso (cfr. Muguerza, 1997, 85-86).

De todos modos, lo cierto es que la noción de presuposiciónidealizante ocupa un lugar destacado en la construcción de la teo-ría de la acción comunicativa. En su ensayo Acción comunicati-va y razón sin transcendencia (ACRST), Habermas explica y de-sarrolla este concepto reinterpretándolo a la luz de su análisispragmático-formal, esto es, como una variante de las «ideas»kantianas exenta de su sentido trascendental primigenio. En di-cho texto se presenta de manera detallada una explicación ge-nealógica de los vínculos que unen el planteamiento kantiano conlas cuatro presuposiciones pragmáticas inevitables en la accióncomunicativa. El autor pone especial énfasis en que la «inevita-bilidad» de estas presuposiciones en la acción comunicativa hade «entenderse más bien en el sentido de Wittgenstein que en el deKant, es decir, no en el sentido trascendental de las condicionesuniversales y necesarias de la experiencia posible», sino en elsentido gramatical de un sistema de lenguaje y un mundo de lavida en el que nos hemos socializado y que, en cualquier caso,«para nosotros» es insuperable (ACRST, 18-19).

No obstante, y pese a las mencionadas precisiones, con fre-cuencia se señala el marcado carácter contrafáctico que caracteri-za a la teoría habermasiana en general y a la noción de la situa-ción ideal de habla en particular. Se le reprocha a Habermas queen ella no se refleje el modo habitual y cotidiano en que se llevana cabo los flujos comunicativos reales. Obviamente esto no resul-ta desconocido para el autor, pero al perfilar esta noción centralde su teoría discursiva lo que pretende es resaltar la evidencianormativa de que cualquier diálogo y, en general, cualquier rela-ción comunicativa dirigida al entendimiento han de tener un ca-rácter no sólo tendencial, sino estructuralmente igualitario o si-métrico. Dicho de modo negativo, en situaciones de opresión ydependencia no puede darse un diálogo, ni tampoco cuando loque priman son las relaciones jerárquicas o las cadenas de man-do. Los acuerdos obtenidos en tales condiciones tienen —en tér-minos normativos— una validez nula.

La noción de situación ideal de habla vale, pues, como bare-mo o, si se prefiere utilizar términos kantianos, como principio

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regulativo, pero no debe ser pensada como un proyecto concretoque ha de ser realizado en la historia.

Respondiendo a las persistentes críticas de las que ha sido ob-jeto, nuestro autor advierte de que, si se parte de su propia con-cepción de la teoría discursiva, no resultan lícitos los intentos deconcretar en una forma de vida determinada o en una comunidadpolítica los presupuestos de una situación ideal de habla. Consti-tuiría un grave malentendido esencialista concebirlo de estemodo. No se trata de ninguna utopía concreta, sino de una fic-ción metodológica o un experimento conceptual (cfr. FV, 400-402). Al respecto, la siguiente interpretación parece muy ajustaday, sobre todo, esclarecedora:

Si consideramos el concepto, muy discutido, de la «situación ideal de habla»como un conjunto de criterios (metanormas) que le permiten a uno distinguirentre normas legítimas e ilegítimas, podemos evitar la confusión causada porinterpretaciones que identifican las reglas formales de la expresión o discur-so argumentativo como una utopía concreta. La «situación ideal de habla» serefiere sólo a las reglas que tendrán que seguir los participantes si quieren unacuerdo motivado únicamente por la fuerza del mejor argumento. Si no sesatisfacen estas condiciones —por ejemplo, si los actores en un debate notienen oportunidades iguales para hablar o para poner en duda los supuestos;si están sujetos a la fuerza y a la manipulación—, entonces los participantesno están tomando todos los demás argumentos seriamente como argumentosy, por lo tanto, no están participando en realidad en la expresión argumentati-va (Cohen y Arato, 2000, 398).

Las condiciones idealizantes bajo las que debería transcurrirla argumentación racional no han de entenderse ya, al menos traslas posteriores rectificaciones del autor (cfr. NRI, 188-192), enlos términos demasiado concretos que la formulación de la situa-ción ideal de habla en algún momento pudiera haber sugerido. Enefecto, algunos la entienden como un reflejo anticipado de unaforma de vida alcanzable en el tiempo histórico 3. No parece, sin

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3 Entre los numerosos autores que han creído advertir resonancias utópicasen la noción de situación ideal de habla, véase, por ejemplo, Victoria Camps(1983, 51-57), quien la tilda de formalista y la rechaza como expresión de unirrealizable «sueño de la razón pura».

embargo, muy deseable una forma de vida que de concretarsesignificaría el fin de toda forma de comunicación humana, puesen la práctica no habría «diferencia» de la que disentir. En estesentido, uno de los críticos internos del círculo habermasiano,Albrecht Wellmer (1996, 180), ha advertido de que su realizaciónrepresentaría «la muerte de la comunicación» e, incluso, de lahistoria humana 4. Aunque es cierto que Habermas nunca preten-dió concebirla como algo más que presuposiciones necesarias dela comunicación, ha optado por rebajar explícitamente su inicialgrado de idealización e insistir en que si realmente se desea argu-mentar y discutir, han de cumplirse con aproximación suficientelas siguientes condiciones: «que a) se escuchen todas las vocesrelevantes, b) puedan hacerse valer los mejores de todos los argu-mentos disponibles habida cuenta del estado presente de nuestrosaber y c) sólo la coerción sin coerciones que ejercen los buenosargumentos determine las posturas de afirmación o negación delos participantes» (NRI, 189).

La teoría discursiva elaborada por Habermas ha renunciado aformular proyectos alternativos globales o utopías. Frente a losdiscursos que prometen la emancipación de la humanidad, unosen este mismo mundo histórico y otros en el más allá, la razóncomunicativa no puede ofrecer de manera satisfactoria ni reden-ción ni consuelo. Debe abstenerse responsablemente de realizarformulaciones absolutas; tan sólo, si acaso, puede emitir la pro-mesa, nunca garantizada, de reconciliación política y social me-diante el uso público de la razón, mediante el ejercicio de losderechos de participación en el ámbito de la esfera pública*(Öffentlichkeit). La razón comunicativa —y, en consecuencia,también la teoría discursiva— adopta en los tiempos postmetafí-sicos en los que vivimos una marcada perspectiva finita, inma-nente y secularizada, además de mantener un perfil profunda-mente modesto y parco en sus expectativas. En definitiva, dicha

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4 En un sentido similar, aunque desde una perspectiva más propia de la teoríapolítica, Claude Mouffe (1999, 20) critica la idea de comunicación no distor-sionada y, por ende, la noción de comunidad ideal de habla como negación delconflicto político y de la democracia pluralista. El conflicto e incluso el antago-nismo político han de ser comprendidos como elementos constitutivos del mode-lo democrático.

razón comunicativa ha renunciado a entenderse como razón abso-luta y, más aún, a intentar imponer dogmáticamente su propiaconcepción ideal del proceso comunicativo. Habermas es suma-mente consciente de que «ninguna sociedad compleja, incluso enlas condiciones más favorables, podrá responder nunca al modelode “asociación” comunicativa pura. Por lo demás, éste sólo puedetener (cosa que no debemos olvidar) el sentido de una ficciónmetodológica cuyo fin es sacar a la luz los inevitables momentosde inercia anejos a la complejidad social, es decir, el reverso de laasociación comunicativa, un reverso que, bajo la sombra de lospresupuestos idealizadores implicados en la acción comunicativa,permanece ampliamente oculto a los participantes mismos» (FV,405). Forzando algo los términos, dicho modelo de asociacióncomunicativa pura, la situación ideal de habla, podría entendersea lo más como un discurso utópico negativo.

En la situación ideal de habla se postulan circunstancias so-ciales no dadas en el transcurso de la historia humana, por lo me-nos hasta la fecha, tales como una relación de perfecta simetríaentre todos los actores sociales. Con todo, de la noción situaciónideal de habla, clave en el pensamiento habermasiano, resultacriticable no tanto su carácter excesivamente irreal, sino que des-canse en un perfil extremadamente empobrecido de los sujetosindividuales. El problema básico de dicha noción no es que pro-mueva una utopía irreal, sino que ésta, como dirían los comunita-ristas, carezca de personas, esto es, de sujetos con los requeridosatributos humanos. De hecho, en la teoría discursiva no se tema-tiza adecuadamente las diferencias existentes entre los diversossujetos morales, tanto en el nivel cognitivo como en el volitivo 5.

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5 Hasta sus últimos escritos sobre bioética (FNH), Habermas había evitado laantropología en cuanto disciplina filosófica autónoma. Ciertamente rechaza laidea de que el hombre posea una esencia o naturaleza y, por el contrario, subrayasu historicidad constitutiva. No obstante, esto no implica que no quepa encontrarelementos antropológicos a lo largo de sus escritos. Aunque algo diluido, su pen-sameinto al respecto cabría resumirlo de la siguiente manera: «El ser humano de-sarrolla su identidad tan sólo en el seno de una comunidad y mediante un proce-so de socialización que tiene lugar mediante la comunicación. Una importanteconsecuencia de esto es que todo estorbo o distorsión de la comunicación equiva-le a una amenaza a la identidad del individuo» (Pinzani, 2000, 9). Como genuinorasgo distintivo del ser humano no contempla más el concepto marxista de ser

2. La teoría de la sociedad: mundo de la vida y sistema

En lugar de una antropología, Habermas propone una sociología.Para que la acción comunicativa pueda tener lugar de manera sa-tisfactoria es necesario que los participantes en el proceso comu-nicativo —los interlocutores— compartan un mismo trasfondode experiencias y vivencias «prerreflexivas» a partir del cual sedote de sentido a todo cuanto se dice. Esto es precisamente loque Habermas denomina el mundo de la vida*. Mediante esteconcepto, que nuestro autor adopta de la tradición fenomenológi-ca iniciada por Edmund Husserl, se hace referencia al entorno in-mediato del agente individual, un entorno simbólico y culturalconfigurado por aquella capa profunda de evidencias, certezas yrealidades que habitualmente no son puestas en cuestión. Graciasa este horizonte común de comprensión, los sujetos pueden ac-tuar de modo comunicativo. Cada vez que se discute un tema, losinterlocutores se apoyan en un suelo en principio inamovible depresupuestos no problematizados. Incluso el desacuerdo tendríalugar sobre un trasfondo de acuerdos tácitos: sobre un saber in-mediatamente familiar que damos por sentado sin hacernos cues-tión de ello y que, por ello, representa la base cognitiva de lapráctica comunicativa cotidiana. Este acervo de saber compartidoconstituye una realidad de la que difícilmente uno puede sustraer-se, pues «en tanto que seres históricos y sociales, nos encontra-mos ya siempre en un mundo de la vida estructurado lingüística-mente» (FNH, 22). Habermas nos ofrece así una interpretaciónpragmática del mundo de la vida: los presupuestos que confor-man este ámbito son, antes que nada, las propias reglas de los

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genérico, sino la capacidad de comunicación lingüística: un rasgo procedente dela antropología filosófica del siglo XX, especialmente de Ernst Cassirer y Hel-mut Plesser. En cualquier caso, del hecho de que Habermas no haya desarrolladouna antropología de manera sistemática no cabe deducir que su pensameinto nosea profundamente humanista. De hecho, como ha subrayado Vilar (1999, 173):«El programa filosófico habermasiano se halla estrechamente vinculado a aquelhumanismo moderno que no se empecina en la idea de autoafirmación, un huma-nismo que, en palabras del propio Habermas [PPM, 187], “hace tiempo que en-contró su expresión en las ideas de vida autoconsciente, de autorrealización au-téntica y de autonomía”».

juegos de lenguaje y determinados enunciados con los que «todoel mundo» está de acuerdo (y que valen, en consecuencia, tam-bién como reglas).

Al mundo de la vida Habermas contrapone el llamado siste-ma*, un término proveniente de la metabiología y de la cibernéti-ca que fue puesto en circulación en el ámbito sociológico porobra de Niklas Luhmann. El entramado social en su conjunto seentendería como un sistema que tiende al equilibrio autorregula-tivo por medio de la especificación funcional de los diferentessubsistemas. En el dominio sistema las acciones de los diversosagentes se organizan formalmente y se coordinan mutuamentemediante el entrelazamiento funcional de consecuencias no in-tencionales. La acción de cada individuo es determinada por cál-culos interesados, maximizadores de la utilidad. El sistema es unámbito social constituido por una serie de mecanismos anónimosdotados de una lógica propia que, en las sociedades avanzadas,han cristalizado en dos subsistemas sociales diferenciados regi-dos por reglas estratégicas y medios materiales o técnicos: el sub-sistema administrativo-estatal y el subsistema económico. El apa-rato burocrático estatal y la economía capitalista han desarrolladouna autonomía sistémica y, en sus respectivos dominios, el podery el dinero se han convertido en importantes medios anónimos deintegración situados por encima de las cabezas de los participan-tes. Por su parte, el subsistema cultural trataría a duras penas deregular la tensión intrasistémica. En fin, esferas de acción y ám-bitos de sociabilidad exentos de contenido normativo cuya con-sistencia no depende directamente de las «orientaciones de ac-ción» de los implicados en ellos.

De este modo Habermas construye una teoría sociológica endos niveles: si se combinan la perspectiva externa del observadory la perspectiva interna del participante, las sociedades puedenconcebirse a la vez como mundo de la vida y como sistema. Si enel mundo de la vida son las acciones comunicativas las que per-miten la producción y reproducción de valores, normas e institu-ciones, los medios propios del sistema son recursos de caráctermonológico, con un marcado componente técnico-funcional. Elmundo de la vida, el mundo de la cotidianeidad, no sólo goza enprincipio de autonomía frente a la ciencia y a la técnica, sino queposee valores y normas racionales específicas que no pueden di-

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luirse sin más en las normas de la racionalidad científica. En tér-minos más clásicos, también cabría referirse a estos dos dominiosde la vida social como el «reino de la libertad» y el «reino de lanecesidad». No obstante, el contraste entre los dos tipos de con-textos de acción no debe interpretarse como una diferencia abso-luta, sino más bien como una diferencia de grado. Las accionesintegradas en el sistema presuponen cierta consensualidad y refe-rencia a normas; y las acciones integradas socialmente tambiénimplican ciertos cálculos estratégicos. Pero además de una dife-rencia de grado, es ante todo una diferencia de perspectiva meto-dológica: la perspectiva del mundo de la vida es la propia delparticipante y, en este sentido, es hermenéutica e internalista,mientras que la perspectiva del sistema es la del observador y,por tanto, objetivadora y externalista.

La distinción entre la dimensión comunicativa y la dimensióntécnico-funcional de los fenómenos sociales, entre mundo de lavida y sistema, es el principal gozne sobre el que pivota toda lateoría crítica de la sociedad formulada por Habermas. Ambas di-mensiones se necesitan y complementan. Y no se puede explicarla sociedad actual sin reconocer su existencia. Lo específico de laevolución social que se puso en marcha con el advenimiento dela modernidad es la progresiva diferenciación entre estos dos pla-nos, que conduce, por una parte, a la desintegración social y, porotra, a una ulterior intromisión del uno en el otro. Esto se debe,entre otras razones, a que entre estos dos ámbitos, lejos de man-tener una relación estática, se dan constantes influencias recípro-cas. No obstante, en las sociedades complejas el sistema resultaser con mucha diferencia el elemento más expansivo, hasta elpunto de que cabe observar una constante dinámica interventoradel sistema en el ámbito específico del mundo de la vida. A estefenómeno es a lo que Habermas denominará la colonización delmundo de la vida por parte de los imperativos sistémicos. En estafórmula se recapitula el principal diagnóstico que Habermas esta-blece de las patologías que minan las sociedades modernas.Cumple funciones críticas análogas a lo que en la tradición mar-xista, sobre todo a partir de G. Lukács, se denominaba cosifica-ción o reificación* (cfr. Lamo de Espinosa, 1981). Los funda-mentos comunicativos del mundo de la vida se ven socavados porla intervención de la ciencia y la técnica, el mercado y el capital,

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el derecho y la burocracia. Dicha colonización resulta especial-mente preocupante cuando los recursos propios del sistema, talescomo el dinero o el poder, se introducen en el mundo de la vidahasta el punto de que estos medios no verbales acaban sustitu-yendo la comunicación entre los sujetos. De este modo, las rela-ciones humanas se monetarizan y las decisiones se burocratizan.Desde el mercado se determinan preferencias y valoraciones queen principio deberían ser acordadas comunicativamente, mientrasque elementos clave de la vida política —como la formación dela opinión pública, así como la toma de decisiones fundamenta-les— se resuelven mediante técnicas burocráticas despersonaliza-das. Dicho de otra manera, en las sociedades postradicionales, losprocesos introducidos por el sistema —dinero, poder, organiza-ción burocrática— han acabado encadenando estrechamente a losindividuos a sus funciones, restringiendo drásticamente las áreasde autonomía personal y colectiva. Domina así una racionalidadinstrumental que sólo contempla los medios necesarios para laconsecución de los fines no justificables racionalmente. Desdeeste punto de vista, la teoría habermasiana constituye un intentode robustecer los agónicos mundos de la vida por medio de la ac-ción comunicativa, que teje incesantemente el deshilachado teji-do simbólico de la sociedad.

Para concluir con este capítulo dedicado a la teoría de la accióncomunicativa, una última reflexión. Tal como ha advertido CristinaLafont (1993, 133), Habermas descubre en el uso del lenguaje co-municativo «una racionalidad específica que le permite llevar acabo dos tareas fundamentales (de las que la Teoría Crítica, en suopinión, había quedado deudora): por una parte, superar el estre-cho concepto de “racionalidad instrumental” —dominante tanto enteoría de la ciencia como en teoría de la sociedad—; y, por otra,dar una respuesta convincente a la cuestión central de toda teoríade la sociedad, a saber, la de cómo es posible el orden social». Me-diante la pragmática formal del lenguaje Habermas ha logrado for-mular una concepción consistente de la acción comunicativa y unateoría de la racionalidad que constituyen los fundamentos de unateoría social crítica. Como se expondrá en los siguientes capítulos,con dicho instrumental conceptual nuestro autor ha abierto el ca-mino para una concepción de la moral (3), del derecho (4) y de lademocracia (5) en términos de una teoría del discurso.

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3. El programa defundamentación

de la ética discursiva

1. La diversidad de usos de la racionalidad práctica

La búsqueda de fundamentos racionales sobre los que asentar lamoral, sin duda una ancestral y respetable tarea filosófica, volvióa ser afrontada con renovado ímpetu en la segunda mitad del si-glo XX. Si ya desde el siglo XIX las corrientes irracionalistas y elpensamiento positivista pretendieron ubicar a la ética normativa—tanto el proponer normas como el juzgar conductas— en elámbito de lo inexpresable o de lo indecible, confinándola así alsilencio, los filósofos morales contemporáneos han vuelto a con-templar seriamente la posibilidad de ofrecer una cobertura racio-nal que fundamente las concepciones morales imperantes en lassociedades democráticas. Las diversas tentativas de hallar unabase firme para mantenerse en pie en medio de las acometidasdel escepticismo y del relativismo moral han sido emprendidasen gran medida por pensadores inspirados de una u otra maneraen la filosofía práctica de Kant: Hare, Rawls, Tugendhat, Höffe oApel serían algunos de los nombres propios más destacados de loque ha dado de sí esta nueva vuelta al autor de la Crítica de la ra-zón práctica y a su empeño de fundamentar racionalmente la mo-

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ral pública. Otro rasgo común de esa rehabilitación del pensa-miento ético consiste en la remisión al lenguaje como primer ob-jeto de reflexión: prácticamente todos los empeños —y muchosde ellos representan contribuciones sumamente innovadoras—parten del supuesto de que la propiedad más singular del ser hu-mano es el lenguaje y de que debe ser ese medio esencial de lacomunicación y del pensamiento —no la razón abstracta— la rea-lidad fundante de la ética. También Habermas, con sus propiosmatices, se encuentra en esta nómina de neokantianos y filósofosdel lenguaje moral.

«¿Qué debo hacer?» era la pregunta clave que para Kant defi-nía el espacio propio de los problemas prácticos del ser humano.Según argumenta Habermas en un ensayo sumamente esclarece-dor en lo que atañe a su propia concepción de la filosofía práctica(«Del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica», enAED, 109-126), esta decisiva cuestión admite diferentes trata-mientos dependiendo del ámbito en el que el individuo ha de ac-tuar. Así, en el terreno de lo pragmático se buscarán preceptos deacción adecuados de carácter técnico o estratégico; en el campoético —en el que los sujetos individuales dilucidan el modo delograr una vida buena y feliz— se perseguirán consejos o reco-mendaciones; y en el ámbito moral, se andará detrás de juicios ydecisiones justos en el sentido de igualmente buenos para todos.En cualquiera de estos casos, la razón práctica será aquella facul-tad especializada en fundamentar los correspondientes imperati-vos hipotéticos o categóricos. Estos tres tipos de discursos y for-mas de acción tienen además sus propias lógicas: el discursopragmático opera con relaciones medio-fin; el discurso ético ver-sa sobre la identidad individual y colectiva; el discurso moralobedece a la lógica de la universalización.

El concepto de racionalidad práctica desarrollado por Haber-mas hace referencia, pues, a tres dimensiones que pueden ser ní-tidamente diferenciadas: la moral, la ética y la pragmática. La di-mensión moral se ocupa de la resolución equitativa e imparcialde los conflictos interpersonales, de modo que lo prescrito puedaaspirar a un reconocimiento universal. En su dimensión ética, laracionalidad práctica se preocupa por la interpretación de los va-lores culturales y de identidades; su fuerza prescriptiva está con-dicionada, por ende, por una evaluación contextual. Finalmente,

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el uso pragmático de la racionalidad práctica se dirige a la satis-facción instrumental de fines y habitualmente está marcada porla negociación y el compromiso, siendo aquí la eficacia su prin-cipio rector. En el uso ético de la razón se procede de modo mo-nológico, esto es, la reflexión tiene lugar en el plano de lo intra-subjetivo, permaneciendo siempre en las lindes de la concienciaindividual. En el uso pragmático, el momento de la decisión últi-ma —no el de la formación de la opinión— también queda re-servado a la esfera individual. Por el contrario, el uso moral de larazón requiere situarse en el plano de la intersubjetividad y pro-ceder de un modo dialógico.

En el pensamiento filosófico-práctico de nuestro autor, la dis-tinción entre ética y moral cobra una especial relevancia. La éticaresponde al punto de vista de lo que es bueno en «interés deuno», sea este «uno» una primera persona del singular (yo) o delplural (nosotros); por su parte, la reflexión moral se atiene alpunto de vista de lo que es bueno «para todos» (cfr. FNH, 14).Conviene observar, pues, que, de conformidad con la peculiarterminología habermasiana, los campos semánticos de la ética yde la moral no son coincidentes: mientras que la ética se ocupade cuestiones relativas a la vida buena y está «especializada enlas formas de la autocomprensión existencial» (FNH, 13), la mo-ral trataría de elucidar las cuestiones relativas a lo justo. Tambiénresulta divergente el alcance de sus respectivas pretensiones devalidez: mientras que la fuerza prescriptiva de la ética dependedel contexto social (del ethos de una determinada comunidad), lamoral aspiraría a un reconocimiento universal de sus prescripcio-nes. Ahora bien, y éste es un punto fundamental, teniendo encuenta la tipología que se acaba de esbozar, la llamada ética dis-cursiva se va a concentrar exclusivamente en las denominadascuestiones morales*.

2. Rasgos distintivos de la ética discursiva

La ética discursiva está construida a partir de las coordenadas yestrategias conceptuales y normativas aportadas por la teoría dela acción comunicativa, de cuya validez en gran medida perma-nece deudora. De ahí que se proponga como primer objetivo ex-

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plicar «el punto de vista moral basado en los presupuestos comu-nicativos generales de la argumentación» (AED, 127). Desarro-llada casi a la par por Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel, re-presenta un modelo teórico concebido específicamente parafundamentar la validez de nuestros enunciados y juicios morales.Tan sólo de modo derivado, entiende que la reflexión moral tienecomo objeto también la resolución de conflictos de acción a tra-vés de medios comunicativos orientados a la consecución deacuerdos. Esta extensión argumentativa de la acción comunicati-va aporta la clave de la moralidad racional al proporcionar unprocedimiento intersubjetivo para la generación de normas mora-les válidas y evaluación de las ya dadas. De esta manera se satis-face un presupuesto central del programa de fundamentación dela razón práctica concebido por Habermas, a saber: desechar todasuerte de a priori metafísicos, de modo tal que tanto el punto departida como el de llegada sean inmanentes a la praxis humana.De manera consecuente, la ética discursiva concibe la tarea defundamentación como algo dependiente de los discursos realesentre seres humanos. La pretensión que acompaña a los enuncia-dos morales de ser universalmente reconocidos como válidos hade ser comprobada en las argumentaciones e interpretacionesfácticas. De ahí que el principio básico de dicho programa defundamentación lo constituya el denominado principio discursivode universalización, conforme al cual «sólo son válidas aquellasnormas a las que todos los posibles afectados puedan prestar suasentimiento como participantes en discursos racionales» (FV,172; véase también CMAC, 86).

El principio discursivo presupone y exige relaciones simétricasde reconocimiento entre los diversos participantes y, en tanto quedefine la forma en que se fundamentan imparcialmente las nor-mas intersubjetivas de acción, constituye el criterio central de eva-luación moral, esto es, el «punto de vista moral». Pese a las obviassemejanzas que el principio discursivo mantiene con las distintasfórmulas del imperativo categórico kantiano, el énfasis se despla-za significativamente «de aquello que cada uno por separado pue-de querer que se convierta en norma universal hacia aquello quetodos de común acuerdo deseen reconocer como una norma uni-versal» (CMAC, 88, nota 42). Con todo, la ética discursiva se ca-racteriza por su marcada impronta universalista, siguiendo así de

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cerca los pasos de Kant. Según una interpretación ya clásica, launiversalidad es una mera condición formal que han de poseer to-dos los enunciados normativos que pretenden ser reconocidoscomo válidos. Una norma en cuestión sólo resulta aceptable si suforma lógica procede conforme a una regla mínima que reza así:todos los casos que son como «a» deben ser tratados del mismomodo que «a». Se exige únicamente que se proceda según una re-gla, pero no se dice nada sobre el contenido de esa regla. Por suparte, la ética discursiva, aunque asume ciertamente el postuladode la universalización de las normas como regla de argumentaciónineludible, considera que esta interpretación sólo aporta una con-dición necesaria pero no suficiente para su aceptación. Un enun-ciado normativo válido no sólo debe respetar esa regla mínima,sino que debe contar con la aquiescencia efectiva de todos losafectados: «De conformidad con la ética discursiva, una normaúnicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las perso-nas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo en cuanto par-ticipantes de un discurso práctico (o pueden ponerse de acuerdo)en que dicha norma es válida» (CMAC, 86).

a) Principio discursivo y consenso

El postulado ético discursivo transforma de tal modo el principiode universalización que exige la consecución efectiva de unacuerdo consensuado en torno a los intereses generalizables (o, sise prefiere, sobre las necesidades compartidas en un proceso co-municativo abierto) que constituyen el contenido de esas normasprácticas. Los acuerdos no pueden ser meramente anticipados;por ello mismo, la idea de un consentimiento previo o implícitoes criticada por Habermas como expresión de una mentalidadmonológica, que haría superfluos los discursos públicos al presu-poner una precomprensión trascendental (o cuasitrascendental)del objeto de discusión (cfr. AED, 22-23). La búsqueda del con-senso se impone. Sin embargo, el consenso anhelado por Haber-mas no es, como a veces se presenta de manera caricaturesca, unpariente cercano de la unanimidad, sino un proceso de ajuste en-tre mentes e intereses discrepantes e incluso contrapuestos. Aun-que el objetivo de la acción comunicativa es la consecución del

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consenso, no es cierto que la teoría habermasiana no deje espaciopara el disenso fecundo y creador. Por el contrario, Habermas se-ñala que, «cuanto más discurso, tanta más contradicción y dife-rencia. Cuanto más abstracto el acuerdo, tanto más plurales losdisensos con que podemos vivir sin violencia» (PPM, 181). Encualquier caso, el consenso es el objetivo, pero la discusión es elcamino 1. Además, la racionalidad del consenso es compatiblecon su carácter falible: que el consenso sea el término final de lasdiscusiones acerca de las pretensiones de validez que han sidocuestionadas no quiere decir que tras cada discurso se desembo-que en una verdad ya para siempre incontestable, si de pretensio-nes de verdad se trataba, o en un definitivo criterio material dejusticia, si eran pretensiones de rectitud el objeto de la discusión.Lo que se quiere decir es que en cada momento no hay más víaracional para dirimir una disputa argumentativa que el acuerdoexento de coacción, esto es, que el seguimiento del procedimien-to marcado por las reglas del argumentar; esto no significa, sinembargo, que ese procedimiento nos vaya a conducir a certezasdefinitivas (cfr. ENTG, 352).

La noción de consenso como idea regulativa se ha llegado aidentificar como un rasgo característico del pensamiento haber-masiano. Todo el proceso argumentativo de los discursos estaríaorganizado bajo su égida, como telos dador de sentido último.Pero existe otra interpretación del consenso al que Habermas pa-rece más próximo: como una noción crítica que ha de mantenerseen todo momento. Según ese mismo carácter regulativo, la acep-tabilidad de los acuerdos depende de la afirmación o del rechazologrado no coactivamente de cada participante: «el consenso ra-

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1 Aquí se pondría también de manifiesto el talante postmetafísico de Haber-mas, tal como McCarthy (1993a) se ha cuidado de advertir. No es que haya re-nunciado, al modo de Rorty, al empleo no irónico de las ideas de la razón, sinoque toma por injustificadas todas aquellas tentativas de especificarlas que preten-dan presentarse como logros finalizados, definitivos y completos. Habermas«nos recuerda que las pretensiones universales de validez sólo pueden ser redimi-das provisionalmente, que las justificaciones —no lógicas— que bastan paraconvencer a una audiencia bajo determinadas circustancias no bastarán para con-vencer a todas las audiencias en todas las circustancias, y por tanto, que “conven-cer a una audiencia universal” nunca puede ser más que una orientación paraprocesos discursivos esencialmente abiertos» (McCarthy, 1993a, 78).

cional como principio regulativo [...] ya confiere a todo aquel im-plicado el derecho a denegar el consentimiento a menos que, yhasta que no, sea convencido» (McCarthy, 1993a, 79). Este énfa-sis en el momento negativo del consenso no es baladí si se quiereevitar lecturas homogeneizadoras de talante totalitario.

En conformidad con la aplicación del principio discursivo, que-darán excluidas como ilegítimas aquellas normas que no logran laaceptación de los afectados o destinatarios: el principio discursivoactúa, pues, como un test que expresa la moralidad de las normasy, por ende, como un criterio de aceptabilidad de éstas. Dichopostulado discursivo resulta también adecuado para discriminarlos «discursos prácticos» de algo que no es más que una corrup-ción de éstos, a saber: las «negociaciones». Aunque en todo casosean preferibles a la violencia declarada, en ellas no se hacen va-ler necesariamente argumentos válidos, sino tan sólo «propuestasventajosas», cuando no «amenazas de perjuicios». La nítida dis-tinción establecida por Carl Schmitt entre discusión (o, en la ter-minología habermasiana, discurso*) y negociación conserva aúntodo su valor. «La discusión —afirma Schmitt— significa un in-tercambio de opiniones; está determinada por el objetivo de con-vencer al adversario, con argumentos racionales, de lo verdaderoy lo correcto, o bien dejarse convencer por lo verdadero y lo co-rrecto» (Schmitt, 1990, 8). En abierta y completa contraposiciónse encuentra el concepto de negociación, «cuyo objetivo no esencontrar lo racionalmente verdadero, sino el cálculo de interesesy las oportunidades de obtener una ganancia haciendo valer lospropios intereses según las posibilidades» (ibídem, 8). Schmittconcluye dicha distinción señalando que «la publicidad es, eneste tipo de negociaciones, tan improcedente como resulta razo-nable en una discusión auténtica» (ibídem, 9). Este tipo de nego-ciaciones puede guiarse por la búsqueda de un consenso entre laspartes a costa de terceros o bien de un consenso obtenido por me-dio del chantaje. En ambos casos se esgrimen argumentos enexclusiva referencia al interés de los participantes y no al delos demás posibles afectados. Si, como afirma Habermas, el dis-curso práctico consiste en un «aclararse sobre un interés común»(CMAC, 83), esta actividad nunca tendrá más sentido ni podrárecabar más urgencia que cuando se presentan intereses divergen-tes y aun contradictorios. El interés común estriba, entonces, en

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un arreglo «justo» o «equitativo» entre los diferentes intereses;un arreglo que no puede consistir en un simple trueque o transac-ción de ventajas, sino en la formación de un juicio común. A suvez, para alcanzar un juicio común es preciso proceder a la pon-deración discursiva de los diversos intereses particulares en liza.

b) Ética discursiva y pluralismo

Como ya se ha indicado anteriormente, la ética discursiva no ver-sa sobre la totalidad de las cuestiones prácticas, sino únicamentesobre aquellas que resultan accesibles a una discusión racional y auna posterior fundamentación. La complejidad moral, social ycultural de las sociedades en las que moramos constituye un he-cho irrebasable para cualquier discurso racional sobre cuestionesprácticas, pues conforma la «condición humana moderna», quede manera irremisible está despojada de toda reminiscencia me-tafísica*. Dejando al lado la cuestión histórico-empírica relativaa si en algún momento una sociedad con cierto grado de comple-jidad ha constituido una unidad axiológicamente homogénea, locierto es que nuestras sociedades no lo son, pues en ellas concu-rren manifiestamente diferentes concepciones alternativas delbien. En este contexto, las diversas concepciones acerca del sen-tido de una vida buena «pierden su carácter evidente cuando lasfricciones entre diversas formas culturales de vida —ya sea en uncontexto internacional o en el interior de un Estado— conducen aconflictos necesitados de regulación» (VJ, 291). Y dado quenuestra condición postmetafísica nos veta la posibilidad de refu-giarnos en seguridades absolutas y de adherirnos a fundamentosincontrovertibles —las grandes religiones y los grandes relatosideológicos han perdido su carácter universalmente vinculante ygran parte de su credibilidad pública—, la filosofía moral ya nopuede propugnar una determinada concepción ética en particular,sino exclusivamente normas de carácter universalista que dejenun amplio margen de decisión y actuación a los individuos. Deahí que lo suyo será, entonces, poner en práctica una suerte de«abstención fundamentada» sobre las cuestiones estrictamenteéticas (cfr. FNH, 11-28). Cuando las concepciones heredadas dela justicia son puestas en tela de juicio, la propia noción de jus-

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ticia se va convirtiendo en una noción cada vez más reflexiva yprocedimental encaminada a asegurar la imparcialidad. Esta sali-da se pone de manifiesto en los debates multiculturales, en loscuales «se produce un impulso renovado de reflexión y de abs-tracción que hace aparecer también las implicaciones universalis-tas de la justicia» (VJ, 292).

La ética discursiva se muestra así profundamente recelosaante la posibilidad de lograr en el mundo moderno una noción debien con la que todo individuo pueda y deba concordar. Entiendeque el bien es, en gran medida, una cuestión subjetiva y privadaque no debe formar parte de una moral normativa de alcance in-tersubjetivo. En otras palabras, al tener en cuenta el horizonteplural de modelos de vida y ante el ancho campo de los diversose irreductibles códigos de conducta personal que de hecho sepostulan en las sociedades modernas (el politeísmo de losvalores, como diría Max Weber), la ética racional ha de realizarla operación abstractiva de relegar las cuestiones evaluativas refe-ridas a la vida buena (que atañen de manera constitutiva a lo másíntimo de la personalidad de cada individuo) y limitarse a lascuestiones normativas relativas a lo justo o a lo equitativo, estoes, a la estructura básica del orden social. Las disputas en torno aeste último ámbito son el único tipo de conflictos que en princi-pio pueden ser resueltos por referencia a intereses generalizables,siempre tras su previa identificación discursiva por parte de losafectados (y nunca por la intuición ontológica privativa de algu-nos individuos supuestamente esclarecidos). Esta restricción ine-ludible representa una de las principales razones por las que lasteorías morales contemporáneas de carácter racional se presentanesencialmente como teorías de la justicia:

La construcción del punto de vista moral corre a la par con una diferenciadentro del punto de vista práctico: las cuestiones morales, que se pueden de-cidir de modo fundamentalmente racional bajo el aspecto de la capacidad deuniversalidad de los intereses o de la justicia, se diferencian ahora de las cues-tiones evaluativas que se representan en su aspecto más general como cues-tiones de la vida buena (o de la realización de la persona) y que solamenteson racionalmente discutibles dentro del horizonte sin problemas de una for-ma de vida históricamente concreta o de un estilo de vida individual(CMAC, 134).

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La distinción entre ambos tipos de cuestiones se establece envirtud del postulado de universalidad, que «funciona comoun cuchillo que hace un corte entre “lo bueno” y “lo justo”»(CMAC, 129). Cualquier criterio de validez normativa basado enuna determinada concepción sustantiva de lo bueno impediría yade entrada, sea cual fuese, poder defender su pretensión de validezuniversal. En las complejas sociedades de la modernidad, no cabeesperar que ninguna forma de vida determinada ni ninguna con-cepción particular de lo bueno pueda encontrar una aceptación ge-neralizada. En consecuencia, la filosofía moral ha de abstenersede prescribir ideales concretos de vida, pues éstos siempre depen-den de tradiciones particulares y de sistemas sustantivos de valo-ración. Y éste es precisamente el modo en que opera la ética dis-cursiva: coloca las cuestiones de la justicia dentro del ámbito moraly las cuestiones de la vida buena en el ámbito ético; en el ámbitomoral mantiene una postura de marcado carácter universalista,mientras que en el ámbito ético sostiene un amplio pluralismo.

c) El cognitivismo de la ética discursiva

La estrategia teórica que hace suya la ética discursiva al derivarel punto de vista moral de los presupuestos comunicativos de laracionalidad tiene sentido si previamente se da por sentado quelas normas morales pueden ser justificadas y que, por tanto, lascuestiones morales son cuestiones cognitivas y pueden ser trata-das de un modo similar a las pretensiones de verdad. Este sesgocognitivista* de la ética discursiva resulta en gran parte deudorde la previa equiparación que Habermas establece entre los dis-cursos teóricos y los discursos prácticos (que ya fue advertida enel capítulo segundo, § 1.2). Frente a los planteamientos no cog-nitivistas que pretenden reconducir el contenido de los juiciosprácticos —y, en particular, de los enunciados morales— a lossentimientos, las disposiciones o las meras decisiones de los indi-viduos, nuestro autor mantiene que también las cuestiones prácti-cas pueden decidirse por medio de argumentos racionales. El ca-rácter eminentemente lingüístico-argumentativo de la teoríahabermasiana de la verdad (una concepción alejada de la clásicateoría de la verdad como correspondencia, en la que cada propo-

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sición representa un estado de cosas y sólo cabe designarla comoverdadera si existe el estado de cosas que dice representar, con-fundiendo de este modo objetividad y verdad) permite sostenerrazonablemente alguna suerte de analogía —obviando las dife-rencias de los respectivos objetos en cuestión— entre la nociónde verdad y la idea de rectitud normativa. En favor de la analogíaentre ambos tipos de discursos se encontraría la constatación deque tanto la corrección de los juicios prácticos como la verdad delos enunciados descriptivos se determinan, en principio, del mis-mo modo: por medio de la argumentación (cfr. McCarthy, 1987,360). Dado que no disponemos de un acceso fenomenológico di-recto a las condiciones de verdad empírica ni a las condicionesde la legitimidad de las normas prácticas, en ambos casos se re-quiere la mediación de razones articuladas discursivamente. Tan-to los enunciados óntico-descriptivos como los enunciados deón-tico-normativos se han de hacer valer en un mismo plano: en elde la defensa discursiva de las pretensiones de validez (cfr. VJ,273-274). La corrección o rectitud de las normas habría que en-tenderla de manera epistémica como «aceptabilidad idealmentejustificada» (VJ, 298), poniéndose así de relieve el «rasgo cogni-tivista de la ética del discurso» (VJ, 55).

Justificar o legitimar principios y normas morales no es me-ramente establecer una relación de consistencia lógica entreciertos enunciados y ciertas premisas dadas. La justificación deuna concepción moral descansa en la capacidad para suscitarconsenso entre personas racionales mediante argumentos. Un ar-gumento práctico no es una simple cadena deductiva de enuncia-dos. Argumentar en un discurso práctico no consiste tampoco endemostrar los efectos y consecuencias que se pueden derivar dedeterminadas premisas, sino sobre todo en ofrecer buenas razo-nes que puedan provocar el asentimiento de todos los posiblesconcernidos. La justificación de principios y normas moralesmoviliza, pues, una concepción dialógico-comunicativa de la ra-zón práctica: «La validez de una norma consiste en su potencia-lidad para ser reconocida, lo cual tiene que demostrarse discursi-vamente; una norma válida merece reconocimiento porque, y enla medida en que, sea aceptada —es decir, reconocida como vá-lida— también bajo condiciones de justificación (aproximativa-mente) ideales» (VJ, 53).

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En la ética discursiva se detecta así una notable fijación en elmomento intersubjetivo de la justificación de las normas —unefecto provocado, sin duda, por la obsesión epistémica que im-pulsa al pensamiento habermasiano—, así como un correlativoolvido del momento intrasubjetivo inherente a toda ética. Si elmodelo de validez normativa que Habermas (e igualmente Apel)emplea es un modelo de validación epistémica, es decir, centradoen las condiciones del conocimiento válido, se entiende perfecta-mente que se acentúe el paralelismo entre lo que buscamos racio-nalmente en el uso teórico de la razón (la verdad) y lo que soste-nemos en el ámbito de lo práctico (la rectitud o la correcciónnormativa).

3. Límites de la ética habermasiana

Un debate racional, abierto y público, como el que propone laética discursiva, sólo puede entrar a valorar con solvencia la equi-dad y la neutralidad de las reglas encaminadas a articular la con-vivencia entre los diferentes intereses y visiones del mundo. Porello, la ética discursiva podría ser considerada una modalidad dela ética universalista de la justicia, esto es, una ética del razona-miento normativo abstracto basado en principios y especializadaen cuestiones que afectan a la ordenación del bien común. La dis-tinción entre «lo justo» (entendido en un sentido deontológico) y«lo bueno» (en un sentido axiológico) como dos objetos de refle-xión separados, así como la posible prioridad de lo primero sobrelo segundo (en el sentido de que «lo justo» limita qué preceptospueden considerarse pertenecientes a un comportamiento virtuo-so y que, en consecuencia, las concepciones de «lo bueno» que-den constreñidas por las nociones de «lo justo»), son cuestionesque provocan fuertes disputas en la filosofía práctica contempo-ránea. En particular, los filósofos comunitaristas tanto neoaristo-télicos como neohegelianos, que tanto abundaron entre finales delos años setenta y principios de los noventa de la centuria pasada,han criticado con severidad el proyecto de la moral kantiana y,por ende, la ética discursiva: denuncian no sólo la elevada dosisde formalismo, el olvido de la raigambre o pertenencia comunita-ria, el artificioso yo sin atributo y el marcado componente cogni-

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tivista, sino sobre todo la mencionada separación entre lo justo ylo bueno. Entre los numerosos críticos de las opciones liberalesbásicas —coincidentes con las expresadas por Kant y sus múlti-ples epígonos y herederos—, Charles Taylor quizás sea uno delos acerados y mejor pertrechados argumentativamente. En parti-cular, este filósofo canadiense juzga del todo irrealizable la dife-renciación entre las cuestiones relativas a la justicia y las relativasa la vida buena. La razón que aduce al respecto es que todo crite-rio formal o procesal de justicia que tenga alguna validez está yade su parte insertado en una determinada concepción de la vidabuena, en cuyo seno cobra pleno sentido (Taylor, 1986, 35-72).En definitiva, a la ética discursiva se le podría acusar de incurriren los mismos defectos que ya señalara Hegel en la moral kantia-na: en particular, los del formalismo y el universalismo abstracto.

Por otro lado, plantearse la cuestión de la fundamentación deenunciados normativos no ha de implicar tanto la adopción de unpunto de vista dogmático y cerrado como la pretensión de enca-rar el problema del relativismo de los valores y principios. Loque realmente supondría un dogmatismo injustificable sería «ex-cluir a priori la posibilidad de una teoría moral racional». El retoestriba en defender «una teoría moral no científica pero sí com-patible con las exigencias que el pensamiento moderno imponeen cuestión de fundamentación» (cfr. TAC I, 303). La ética dis-cursiva, en su afán de superar simultáneamente tanto el dogmatis-mo implícito en los intentos de lograr una fundamentación últimacomo el relativismo normativo (en sí mismo contradictorio), ope-ra limitando de un modo sumamente restrictivo la esfera moral alámbito exclusivo de las cuestiones concernientes a la justicia.Con idéntica finalidad, la teoría discursiva tiene que admitir ladistinción entre el momento de la validez de las normas y el mo-mento de la decisión de los actores y separar, por consiguiente,los problemas de fundamentación de los problemas de aplicación.La ética, entendida como reflexión discursiva, se reservaría la la-bor de aportar razones para aceptar o rechazar los juicios prácti-cos y las normas de acción: «El discurso práctico es un procedi-miento no para la producción de normas justas, sino para lacomprobación de la validez de normas postuladas hipotéticamen-te» (CMAC, 143). Rehusaría, en cambio, la tarea de generar mo-tivos subjetivos o personales que determinen la decisión por una

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determinada opción. Entiende que son precisamente las cuestio-nes relativas a la validez, y no las referentes a la motivación sub-jetiva para actuar conforme a determinadas reglas, las que des-bordan el espacio de acción propio de cada individuo: sólo esposible determinar la validez de una norma en un ámbito de in-tercambio lingüísticamente mediado entre diferentes sujetos. Deesta especialización de la tarea asignada a la ética discursiva pro-viene el carácter procedimentalista, formalista, cognitivista, deon-tológico y universalista (cfr. AED, 15-18; Forst, 1994, 271-273).En su descargo es justo señalar que estos rasgos son compartidostambién por gran parte de la filosofía práctica predominante des-de finales de los años sesenta hasta primeros de los ochenta delsiglo XX, justo hasta el advenimiento de los diversos comunitaris-mos (Sandel, MacIntyre, Taylor, Walzer). Aquella filosofía prác-tica rehabilitada se había logrado imponer frente a los usos me-taéticos propugnados por la filosofía analítica. No estaba, sinembargo, directamente interesada por los contenidos de las pro-puestas morales, sino por los procedimientos a través de los cua-les las normas de acción pueden encontrar fuerza legitimante. Lalegitimación de la moral y del derecho no procedería entonces delos contenidos de las normas morales o jurídicas, sino del proce-dimiento por el que han sido obtenidas: la racionalidad del pro-cedimiento ha de garantizar la validez de los resultados que seobtienen con él. Se trataba, en definitiva, de asegurar simultánea-mente la coexistencia de variadas formas de vida y la posibilidadde lograr acuerdos sobre intereses generalizables.

El marcado sesgo cognitivista que caracteriza a la filosofíamoral habermasiana puede llegar a constituir un grave déficitpara ésta, tal como ha observado atinadamente Gerard Vilar(1999, 179): «El impulso originario de la ética discursiva era deorigen epistemológico: lo que en principio se trataba de aclararera el “carácter veritativo de las cuestiones prácticas”, defenderuna ética cognitivista con el acento puesto en el adjetivo “cogniti-vista”. Con ello, sin embargo, parece que se pierde un momentoesencial del pathos de la filosofía kantiana y de la ética modernaen general: el individuo que se autolegisla». No hay autonomíamoral si no existe un cierto margen de incertidumbre en la elec-ción. Si esto es así, no estaría del todo fuera de lugar caracterizara la ética discursiva como una «moral carente de alma», en la

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medida en que en Habermas resulta patente la tendencia a con-vertir la moral en derecho y, en definitiva, a judicializar los asun-tos morales. El discurso moral parece acabar convirtiéndose,como se verá en el próximo capítulo, en una forma de discursojurídico.

El punto de vista moral aporta, según la ética discursiva, elcriterio último de la aceptabilidad de las normas y consistiría bá-sicamente en el punto de vista de la imparcialidad. De este modo,actuar moralmente implicaría, consecuentemente, actuar segúnprincipios que se generan en último término desde una perspecti-va presuntamente imparcial. Sin embargo, la pretensión o el prin-cipio de imparcialidad tiene un ámbito de aplicación que sobre-pasa ampliamente la esfera moral. Lejos de ser privativo de lasnormas morales, también sería aplicable a las normas jurídicas,cuya pretensión de justicia conlleva una exigencia semejante. Dehecho, «la idea de imparcialidad en la legislación y en la aplica-ción de las leyes viene a constituir la estructura de una razónpráctica que configura la moral, el derecho y el Estado moder-nos. Heredera de la moral religiosa, el derecho sagrado, la volun-tad divina en su carácter intocable, es la imparcialidad la nociónclave del mundo práctico moderno» (Cortina, 1992, 18). En estesentido, la idea de Estado de derecho puede verse como una insti-tucionalización de la neutralidad de la esfera pública frente a lasconcepciones divergentes y alternativas del bien. O, tomandoprestados términos propios de John Rawls, representaría la insti-tucionalización de la justicia entendida como imparcialidad.

No obstante, el principio discursivo de universalización, querige en los discursos de fundamentación, no agota el sentido nor-mativo de imparcialidad de un juicio justo; es más, se revelaprácticamente estéril a la hora de indicar qué se debe hacer enuna situación concreta. De ahí la necesidad de completar el al-cance de la ética discursiva. Como ha puesto de manifiesto unode los más cercanos colaboradores de Habermas, Klaus Günther(1988), los procesos de aplicación de normas constituyen tam-bién una tarea propia de la racionalidad práctica. Para garantizarla corrección de un juicio singular hay que introducir un princi-pio distinto. El papel que se le atribuye al principio de universali-zación en los discursos de fundamentación lo ha de asumir en losdiscursos de aplicación un «principio de adecuación», entendido

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como una forma racional de transitar de la teoría a la acción. Tansólo ambos principios tomados conjuntamente permiten que lapretensión de racionalidad resulte operativa en el tratamiento delas cuestiones prácticas. En abstracto, tan sólo «pueden tenerseen cuenta las consecuencias y los efectos secundarios propios deaquellos casos típicos que podemos prever en el preciso momen-to de la fundamentación. Pero al aparecer más adelante constela-ciones imprevistas de situaciones de conflictos, surge tambiénuna nueva necesidad de interpretación que debe ser satisfechadesde la perspectiva distinta del discurso de aplicación. En elproceso de aplicación se elige en cada caso la norma más adecua-da de entre todo el conjunto de normas que son simplemente can-didatas para ese determinado caso» (AED, 270-271). De esta ma-nera, en los discursos de aplicación se pondría de manifiestoaquel «universalismo sensible al contexto» que caracteriza la es-trategia intelectual habermasiana (cfr. McCarthy, 1997, 41).

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4. La teoría discursiva del derecho

En la tradición marxista era moneda corriente la crítica indiscri-minada al derecho, su descalificación global como mera instan-cia de control social y, en definitiva, como simple instrumento alservicio de la clase dominante. Los primeros maestros de la Es-cuela de Fráncfort apenas se distanciaron un ápice de dicha acti-tud, como se muestra emblemáticamente en este aserto de Ador-no (1985, 306-307): «El derecho es el fenómeno arquetípico deuna racionalidad irracional. Él es el que hace del principio formalde equivalencia la norma, camuflaje de la desigualdad de lo igualpara que no se vean las diferencias». Únicamente los excepciona-les trabajos sobre cuestiones jurídicas elaborados por Franz Neu-mann y Otto Kirchheimer —que han sido bien estudiados porColom (1992)— se libran de ese taxativo juicio. Ambos centra-ron su atención en el papel del Estado y las instituciones jurídicascomo instrumentos de dominación. Sin embargo, no deja de re-sultar significativo que estos dos autores mantuvieran una rela-ción prácticamente marginal con respecto al círculo interno de laescuela francfortiana. En los textos canónicos de este grupo inte-lectual el derecho no ocupa un lugar relevante. Este descuido,que en ocasiones llegaba a rayar en el desprecio, sólo puede ex-

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plicarse en virtud del utopismo anarquizante que en cierta medi-da caracterizaba a dicha teoría en sus orígenes. Sin duda, resulta-ba bastante sorprendente, casi escandaloso, que una teoría críticade la sociedad no prestase la atención merecida al análisis de lasinstituciones jurídicas propias del mundo moderno. Apenas sirvede excusa para ello reparar en la situación de aislamiento mutuoen la que la teoría política y la teoría del derecho han estado a lolargo de casi todo el siglo XX.

Habermas no se hizo partícipe en ningún momento de la pos-tura de sus maestros con referencia al derecho. Ya en uno de susprimeros escritos, en «Derecho natural y Revolución» de 1962,fue más allá y criticó el intento de Marx de reducir la filosofíadel derecho hegeliana a una filosofía materialista de la historia(TP, 113 y ss.). Mantenía, por el contrario, que la «infravalora-ción de las tradiciones del Estado democrático de derecho» cons-tituye uno de los puntos débiles más destacados de la teoría críti-ca elaborada por la generación que le precedió (EP, 141). Inscritotambién en esa tradición crítico-emancipatoria, aunque de unaforma bien peculiar, Habermas se ha propuesto poner remedio aesa patente deficiencia, pues considera que el estudio del derechoha de ocupar un lugar destacado en cualquier planteamiento seriode la filosofía práctica. De ahí que su aproximación al tema delderecho no le aparte en absoluto de su proyecto global de filoso-fía social, tal como se evidenciará a lo largo de este capítulo.

La publicación de Facticidad y validez fue saludada en me-dios académicos como la ruptura de un silencio que había duradodécadas: por fin, la teoría crítica se había adentrado en el terrenode la filosofía del derecho y del Estado; por fin, aparecía dis-puesta a poner pie en el duro suelo de la realidad, en vez de criti-carla desde la torre de marfil de la teoría. Incluso se señaló quese había operado una «conversión de la teoría crítica» (cfr. Höffe,1993). En cualquier caso, el intento habermasiano de elaboraruna teoría del derecho posee de entrada la indudable virtud decubrir un crónico déficit temático del que incompresiblementeadolecía la teoría crítica de los primeros autores francfortianos.Este significativo déficit se debía, además de a las razones arribaapuntadas, a una razón de principios: la teoría crítica manteníauna visión negativa del fenómeno de la dominación política. Parapoder desarrollar una teoría del derecho y del Estado democráti-

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co era precisa una cierta empatía o, dicho en otros términos, serequería no sólo una concepción de la dominación social que nofuera primariamente negativa, sino una valoración del Estado de-mocrático como una forma de Estado que se aproximara al idealde una dominación justa. En Facticidad y validez Habermas sa-tisface ampliamente estos dos requisitos, superando así el men-cionado déficit temático sin por ello abjurar del interés emanci-patorio.

Hasta que en 1992 apareciera Facticidad y validez, la éticadiscursiva constituía el principal rendimiento teórico generadopor la aplicación del paradigma comunicativo desarrollado porHabermas a las cuestiones propias de la filosofía práctica. Su efi-cacia estaba, pues, limitada a la formación de la voluntad indivi-dual. No cabía hablar propiamente de una teoría habermasianadel derecho, pues ésta tan sólo se encontraba sugerida de manerafragmentaria y carecía de una elaboración sistemática. Sin em-bargo, no resultaba nada difícil rastrear a lo largo de las distintasetapas evolutivas del pensamiento de Habermas una atención cre-ciente por el significado de los problemas de legitimación nosólo en clave político-moral, sino también específicamente jurí-dica. Por otro lado, un asunto que el autor había estudiado deteni-damente a finales de los años setenta y principios de los ochentaera el fenómeno de la juridificación, entendido como una mani-festación sintomática del más amplio proceso de colonización delmundo de la vida por parte de los imperativos funcionales delsistema. Al profundizar en ello, no puede por menos que denun-ciar que, tras ese intento de implementar racionalidad en las rela-ciones humanas y reducir la complejidad social, se esconde unaextensión tan imparable de la dominación legal-racional que con-lleva efectos netamente cosificadores y deshumanizantes. Porotro lado, sus tomas de posición sobre temas tales como el senti-do de la desobediencia civil, el hobbesianismo alemán, la rela-ción entre derecho y moral, la soberanía popular o el derecho deciudadanía se venían sucediendo desde los años ochenta a tal rit-mo que permitían pensar que se estaba operando un giro jurídicoen la teoría habermasiana de la sociedad. Un giro provocado, endefinitiva, por el descubrimiento del derecho como un factor de-cisivo de modernización. Es posible que este cambio obedezcatambién a otros motivos de mayor calado, aunque vinculados al

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que se acaba de mencionar. Así, con cierta frecuencia Habermasse pregunta de una manera más o menos explícita si, en lo tocan-te a las necesidades de integración social, el sistema jurídicopuede compensar los espacios dejados vacantes por las religionesen las plurales y complejas sociedades de nuestros días. Según supropia percepción, desde el siglo XVIII el discurso social de lamodernidad jamás ha dejado de girar en torno a un único tema:cómo pensar tras el desencantamiento del mundo en un «equiva-lente del poder unificador de la religión» (Habermas, DFM,172). Sea como fuere, para Habermas es un dato inapelable queen el mundo moderno los fundamentos de la cultura se han secu-larizado, de tal modo que la fe en la legitimidad del orden socialde dominación «ya no puede contar con las certezas colectivasproporcionadas antaño por la religión y la metafísica» y, por tan-to, «en algún sentido habrá de poder apoyarse en la racionalidaddel derecho» (FV, 555). Si esto fuera así, la entrega por parte deHabermas a las seducciones jurídicas podría entenderse, tal comoha observado agudamente Fernando Vallespín (1995, 55), como «elrecurso a un valor refugio en un momento en el que soplan malosvientos para el mundo de la vida».

1. El carácter normativo de la teoría del derecho

Aunque algunos trabajos previos de Habermas sean decisivos enel proceso de gestación de Facticidad y validez, este libro de ro-busta estructura interna es bastante más que una recopilaciónunitaria de los opúsculos sobre temas jurídicos que había ido pu-blicando en los últimos tiempos. En él se recapitulan en grandestrazos los resultados alcanzados en su opus magnum, La teoríade la acción comunicativa, pero ahora con la vista puesta encómo especificar más nítidamente las condiciones para la aplica-ción de esas conclusiones en las sociedades modernas: es ahídonde adquieren sentido los análisis de los fundamentos de lainstitución jurídica y de la política democrática de carácter parti-cipativo y deliberativo. Además, esta obra cubre una necesidadde orden intrasistémico: la articulación de una teoría discursivadel derecho y del Estado (como se enuncia en el subtítulo del li-bro) que cierre finalmente el triángulo de la racionalidad práctica

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configurado por la ética, el derecho y la política. Se elabora asíuna teoría del derecho que, asociada con la ética discursiva, cul-minaría en una teoría normativa de la democracia. El derechovendría a desempeñar el papel de categoría mediadora entre lafacticidad de la política y de la economía y la pretensión de vali-dez normativa de la moral. Mediante este nuevo enfoque Haber-mas superaría aquella visión hasta cierto punto descalificadoradel derecho moderno que había hecho suya en La teoría de laacción comunicativa: al derecho le adjudica en este nuevo análi-sis la importante función de bisagra entre un mundo de la vidaintegrado simbólica y normativamente y una esfera sistémica re-gida por el poder y el dinero (cfr. FV, 119-120). La mediación insti-tucional, de la que el sistema jurídico representa el instrumento mástípico, resulta insoslayable para garantizar el mantenimiento y re-producción de los procesos comunicativos y para velar por la in-tegración normativa de la sociedad. Habermas entiende ahora elderecho como una institución de estructura reflexiva sometida ala lógica del discurso. De este modo, el derecho cobra autonomíacomo discurso práctico institucionalizado, aunque ello no signi-fica que no esté sometido a las demandas de justificación implí-citas en todo discurso de naturaleza práctica.

La reflexión habermasiana sobre el derecho se inscribe todaella dentro de dos pautas o coordenadas teóricas alejadas de cual-quier planteamiento iusnaturalista: por un lado, el autor parte delcarácter positivo fundamental del derecho moderno, en el sentidode que el sistema jurídico está basado en decisiones explícitas deun agente soberano (individual o colectivo) que pueden ser cam-biadas o refutadas por nuevas decisiones; por otro lado, el dere-cho moderno se enmarca en un contexto cultural concebido bajoel fenómeno del pluralismo de valores y de visiones del mundo y,por tanto, del consiguiente rechazo de la posibilidad de un ordenaxiológico totalizador, unificado y coherente compartido por to-dos los miembros de la sociedad. No obstante, y en contra de loque podría indicar el seguimiento de estas pautas, la teoría haber-masiana del derecho no puede caracterizarse ni como descriptivani como analítica y mucho menos como meramente sistematiza-dora, sino, por el contrario, como nítidamente normativa. Esterasgo resulta claramente perceptible en el destacado interés tantopor la dimensión de legitimidad interna del derecho como por la

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aportación de legitimidad al conjunto del sistema político delcual forma parte articulada. Así sostiene, por de pronto, que lascondiciones que otorgan legitimidad a un orden coactivo son lasmismas que caracterizan a un orden democrático: «La dimensiónnormativa de su validez sigue ligando al derecho en conjunto aun reconocimiento no coactivamente intersubjetivo de quienesquedan sujetos al sistema jurídico» (NRI, 91). El problema de lavalidez del derecho es la primera cuestión que atrae la atenciónde Habermas al considerar el mundo jurídico, y resulta evidenteque la pregunta por la validez es, en sí misma, el planteamientode un problema normativo.

Es preciso señalar, no obstante, que la noción de validez jurí-dica, como tantos otros conceptos, no es más que una formaabreviada de referirse a un cúmulo de problemas diversos. Si setiene en cuenta que el propio concepto de derecho incluye treselementos (legalidad conforme al ordenamiento, eficacia social ycorrección material), el uso de la noción de validez en el derechoposee, según un reputado discípulo de Habermas, Robert Alexy(1994, 87-89), tres acepciones bien diferenciadas: 1º) el conceptojurídico de validez, que hace referencia a la juridicidad de lasnormas (que, dicho brevemente, significa que han sido dictadasconforme a lo previsto por el propio ordenamiento y que, por tan-to, pertenecen a él); 2º) el concepto sociológico de validez, quepuede concebirse como eficacia social de las normas o grado deaceptación y seguimiento de éstas; y 3º) el concepto ético de va-lidez, es decir, la justificación moral de las normas entendidacomo rectitud material o corrección de sus contenidos. Las dosprimeras acepciones del concepto de validez en el derecho son,en un sentido lato, tratamientos descriptivos de la cuestión querequieren ser comprobados empíricamente en cada caso. Sóloen su último sentido la noción de validez implica propiamenteuna cuestión prescriptiva, sujeta a argumentación práctica: «Sila designación del concepto de validez incluye la justificabili-dad o fuerza obligatoria moral de las normas o del sistema jurí-dico de los que se predica validez, el concepto se convierte enuna noción normativa» (Nino, 1983, 134). Esto es precisamentelo que hace Habermas: reserva el uso del término «validez» asu sentido ideal-normativo, distinguiéndolo tanto de la vigenciao aceptación de facto —eso tan sólo sería la validez empírica o

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facticidad de una norma— como de la corrección de iure o vali-dez formal.

Tras la anterior puntualización resulta aún más evidente elcarácter eminentemente normativo de la teoría habermasiana delderecho. Es cierto que no todas las teorías jurídicas en circula-ción ofrecen una comprensión normativista del fenómeno jurídi-co tan marcada como la de Habermas (piénsese, por ejemplo, enla teoría funcional-sistémica del derecho elaborada por su sem-piterno antagonista Niklas Luhmann, que explícitamente se pro-pone evitar cualquier implicación de carácter normativo al des-vincular el estudio del derecho de toda consideración ética omoral 1), pero no existe una razón suficiente para rechazar laidoneidad de tal punto de vista, tanto más si se considera que elderecho es ante todo un sistema de normas sociales que incor-pora una pretensión de corrección de un modo más o menos ex-plícito. No obstante, cuando se afirma que la teoría discursivadel derecho es una «teoría normativa» no se alude tan sólo a laobviedad de que su objeto consiste en normas, sino que se hacereferencia también a otros dos sentidos, a saber: a que su puntode vista es normativo (la perspectiva adoptada no es el punto devista externo en relación con las normas) y a que cumple unafunción que podría llamarse prescriptiva, puesto que no se limi-ta a describir o sistematizar las normas vigentes, sino que propo-ne o sugiere criterios para la resolución de problemas referentes ala legitimación del derecho. Esta afirmación no debe dar pie, sinembargo, a sostener que el discurso que Habermas entabla sobreel derecho (o sobre la política, valga el caso) sea un discurso mo-ralista o moralizante. Aunque ciertamente es de índole normativa,no puede ni siquiera inscribirse como un discurso moral. Tratade atender al ethos concreto encarnado en las instituciones polí-tico-jurídicas y, si bien la teoría discursiva se niega a dar por

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1 Cfr. Luhmann, 1993b, 31 y ss. Con cierto énfasis, Luhmann sostiene que«la ética no es apropiada para fundamentar la validez de las normas jurídicas»(ibídem, 137), pues el derecho es un sistema cerrado y autosuficiente. La posi-ción teórica de Luhmann se podría calificar como una consciente y explícita abs-tinencia normativa; representa una reacción contra los voluntarismos sin capaci-dad explicativa. En Luhmann se da un claro afán de elaborar no una teoríanormativa, sino una teoría cognitiva adecuada que permita describir la peculiari-dad de las sociedades modernas.

buena la superación de la moralidad en la eticidad y su mera di-solución histórica en el derecho y el Estado, no por ello contem-pla el derecho como una institución puramente instrumental ofuncional (cfr. AED, 109). De ahí que el propósito de cohonestarlos aspectos institucionales del derecho con planteamientos nor-mativistas sea algo totalmente asumido por Habermas y consti-tuya el auténtico hilo conductor de su concepción de la filosofíapráctica (cfr. FV, 68-69).

La teoría discursiva del derecho se propone ampliar las pers-pectivas necesarias para afrontar con una intencionalidad prácticalas cuestiones relevantes de la teoría del derecho y del Estado. Eneste sentido, todo análisis del derecho que no desee incurrir enla mera retórica ni en un puro diletantismo tiene que abordar lacuestión clave de cuáles son las vías, mediaciones e institucionesque se precisan para poner en práctica los principios e ideales crí-tico-normativos de factura ilustrada. Habermas se ha hecho cargode ello y así, al hallar una proximidad inesperada entre sus pro-pios puntos de vista y la teoría de la justicia política elaboradapor Otfried Höffe (1987) a partir de presupuestos kantianos yrawlsianos, ha subrayado la necesidad de desmarcarse simultánea-mente tanto de las «teorías de las instituciones exentas de ética»como de las «teorías del discurso exentas de institución» (cfr.NRI, 104-105). Para ello habría que «postular foros y procedi-mientos que puedan prestar a la asunción universalista de pers-pectivas ejecutadas in foro interno [...] la sólida forma de unapráctica intersubjetiva» (ibídem, 95). Como se verá en el capítulosiguiente, Habermas considera que el ideal del Estado democráti-co de derecho puede encarnar esas aspiraciones, ya que de algunamanera no resulta difícil entender su articulación interna comouna variante del discurso moral.

En virtud de los rasgos que han sido apuntados, la teoría dis-cursiva del derecho presenta algunas significativas debilidades,entre las que caben destacar tres: en primer lugar, no se ofreceuna definición completa del concepto de derecho; en segundo lu-gar, no se distingue nítidamente entre derecho y moral, pues elderecho es contemplado como un mero complemento de la mo-ral; y, en último lugar, las perspectivas normativa y funcionalistaque asume la teoría discursiva a la hora de analizar el derecho amenudo aparecen entremezcladas.

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2. Entre facticidad y validez: la tensión estructural del derecho

Habermas se propone analizar tanto el papel que desempeña el de-recho en las sociedades contemporáneas como las expectativas quedespierta entre quienes están sujetos a él. Las sociedades comple-jas articulan la coordinación de las distintas acciones individualesen el nivel normativo con la ayuda de distintos medios, aunque bienes cierto que los instrumentos jurídicos son los que actualmentealcanzan mayor protagonismo. Estos instrumentos no se manifies-tan siempre como medios técnicos axiológicamente neutrales y, dehecho, su cuestionamiento moral no es una práctica habitual. Sinembargo, el problema de la legitimidad resulta insoslayable cuandose examinan con cierto detenimiento las fuentes últimas de cual-quier sistema jurídico y, en momentos históricos concretos, suresolución se torna una necesidad práctica apremiante.

En el seno de cualquier sistema de derecho puede observarseuna tensión estructural motivada por el hecho de que simultánea-mente sus normas se impongan de modo coercitivo, en cuantonormas legales, y se presenten como válidas, en la medida en quese presupone la legitimidad de dicha legalidad. Dicho ahora entérminos kantianos, el derecho incorpora al mismo tiempo leyescoactivas y leyes de libertad. La contraposición entre facticidad(el que existan o puedan existir ciertas normas que pueden serimpuestas) y validez (el que puedan o no resultar aceptables) ca-recería, sin embargo, de sentido si no estuviera precedida por unadistinción elemental: por un lado, el nivel de la acción referido alas prácticas e instituciones concretas y materiales en donde sedesarrolla la vida social; y, por otro, el nivel del discurso o la ar-ticulación de un momento reflexivo que valora y contrasta esasprácticas e instituciones. Esta distinción es la que se encuentra enla base de la teoría de la acción comunicativa y del discurso prác-tico elaborada por Habermas. Sobre este distanciamiento críticocon respecto a la acción que expresa la idea de discurso pivotaprecisamente toda su teoría jurídica, que, como ya ha quedado di-cho, se concibe como teoría discursiva del derecho.

La teoría discursiva del derecho reemplaza, tal como ha obser-vado Luhmann (1993a, 41-42), la distinción —usual en las teo-rías más convencionales sobre el derecho— entre hechos y nor-

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mas por el par conceptual facticidad y validez, esto es, por unacontraposición en ningún caso más sencilla ni elemental que lausual. Luhmann reprocha además a Habermas que se limite a ca-racterizar esta innovación y señale exclusivamente la unidad deuna relación binaria, algo que no le parece que sea más que unafórmula de compromiso para salir del paso. En cualquier caso,Habermas no se centra, sin embargo, en la distinción entre lo fác-tico y lo normativo, entre los enunciados de hecho y los enuncia-dos de deber ser, sino en la tensión interna del propio sistema ju-rídico en cuanto sistema normativo.

La validez de una norma jurídica expresa, según el plantea-miento propio de la teoría discursiva, una voluntad compartidaque se remite a un interés general discernible discursivamente,algo que no es predicable de toda norma fácticamente implanta-da. Una teoría meramente descriptiva del derecho puede mostrarla jerarquía normativa, las incoherencias o las lagunas de un sis-tema jurídico, pero tiene que pagar el precio de no poder distin-guir en rigor la vigencia de la validez de las normas, es decir, nopuede determinar aquellas normas que si bien rigen de facto,pues están vigentes, no son válidas en sentido estricto. La teoríadiscursiva del derecho no comparte este planteamiento, pero tam-poco resulta tan reduccionista como para identificar la pretensiónde validez normativa del derecho —su legitimidad— con la pre-tensión de validez moral. Dado que en el derecho confluyen fac-tores de distinta índole, su legitimidad «se apoya en un más an-cho espectro de aspectos de validez que la validez deontológicade las normas morales de acción» (NRI, 177). Con todo, no re-sulta difícil extraer de los escritos de Habermas una doctrina dela validez jurídica que proporcione criterios normativos con losque poder distinguir el derecho válido y merecedor de obedienciade aquel otro que representa tan sólo el mero ejercicio de la fuer-za sin ningún respaldo moral ni racional. En el centro de dichateoría se encontraría la tesis de que un sistema jurídico es tantomás válido cuanto mejor logre institucionalizar las condicionesprocedimentales del discurso práctico, ya que «su legitimidad sedebe al contenido moral implícito de las cualidades formales delderecho» (FV, 555). No obstante, ese contenido ha de ser recono-cido de modo intersubjetivo y explícito, ya que «la dimensiónnormativa de su validez sigue ligando al derecho en su conjunto a

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un reconocimiento no coactivamente intersubjetivo de quienesquedan sujetos al sistema jurídico» (NRI, 91).

Habermas entiende que la tensión entre facticidad y validezrevela la doble faz del sistema jurídico: el derecho se presenta,por un lado, como un mecanismo encargado de velar por la efec-tividad de la aplicación y seguimiento de las normas mediante laamenaza y la ejecución de sanciones y, por otro, se ofrece comoel medio adecuado para plasmar las exigencias de legitimacióndel sistema social y servir como mecanismo de integración so-cial. Esta tensión del derecho puede describirse también de estaotra manera: el derecho se caracteriza por la combinación de lospostulados de positivación y de fundamentación (cfr. TAC II, 447y 517). El postulado de positivación se aplica a las normas con-cretas del ordenamiento jurídico vigente en un momento dado,que en caso de duda tienen que mostrar su legalidad, esto es, suformación de acuerdo con procedimientos correctos. Los filóso-fos del derecho de obediencia positivista coinciden en que lo queconfiere validez jurídica a la ley o a la sentencia no es su corres-pondencia con algún principio moral, sino su recepción en el de-recho positivo a través de un acto de producción normativa reco-nocido por el propio derecho, es decir, conciben el derecho comoun sistema cerrado y autosuficiente que se otorga su propia vali-dez. El postulado de fundamentación, por el contrario, es externoal propio derecho (o, dicho de otro modo, es extrasistémico) y nose aplica, en principio, a cada norma concreta, sino al ordena-miento jurídico en su conjunto, a las bases del sistema jurídico,que como tal debe mostrar su legitimidad, es decir, que cuentacon buenas razones internas para recabar un reconocimiento ge-neralizado. La positivación del derecho moderno permite despla-zar la ineludible problemática de su fundamentación duranteunos largos tramos, pero en modo alguno supone su eliminación,pues «el derecho positivo también ha de ser legítimo» (FV, 94).

3. La complementariedad entre derecho y moral

Habermas concibe el principio discursivo como criterio válidopara el conjunto de cuestiones prácticas, tanto en la esfera moralcomo en la jurídica (cfr. FV, 172). Dicho principio presenta, no

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obstante, ciertas peculiaridades en cada uno de estos ámbitos.Ese principio común se especifica así en el principio moral y enel principio democrático. En el primer caso, resulta de la consi-deración por igual de los intereses de todos los individuos yadopta la forma de un principio de universalización, desempe-ñando el papel de una regla de argumentación que opera dentrode la estructura interna de una determinada praxis comunicativa.Por su lado, el principio democrático opera con «aquellas normasde acción que se presentan en forma de derecho y que puedenjustificarse con ayuda de razones pragmáticas, ético-políticas ymorales» (FV, 173). El carácter coercitivo propio de la forma ju-rídica hace que mandatos meramente morales o decisiones políti-cas alcancen una enorme fuerza operativa. La forma jurídica nose fundamenta ni en términos normativos ni en términos episté-micos, sino desde una perspectiva funcional, es decir, desde unacompresión sociológica de sus efectos empíricos: la forma jurí-dica hace que predicados normativos válidos en términos discur-sivos (que han logrado pasar el filtro que impone el llamadoprincipio discursivo) se conviertan en órdenes fácticamente vin-culantes. La forma jurídica hace que el derecho se erija en «co-rrea de trasmisión» que vehicula las opiniones que han obtenidoreconocimiento en los espacios públicos informales y las traduceen decisiones políticas vinculantes hasta el punto de constituirpor sí mismas motivos suficientes para proceder a la acción co-lectiva. La forma jurídica obtiene esta fuerza operativa de la abs-tracción del componente interno de la acción: ni la voluntad delos destinatarios ni los motivos que éstos poseen para actuar con-forme a la norma impuesta resultan relevantes para el derecho(cfr. FV, 177).

A pesar de las diferencias reseñadas, Habermas no desvinculacompletamente moral y derecho. Ambos se inscriben en el terre-no de la razón práctica, sin supeditaciones ontológicas ni reduc-cionismos positivistas. Estas dos esferas normativas comparten elámbito de la acción humana racional. Nuestro autor defiende latesis de la complementariedad entre derecho y moral convencidode que ni uno ni otra poseen ningún tipo de primacía epistemoló-gica o normativa, pues ambos beben de fuentes comunes. De ahíque propugne «que desaparezca la dicotomía entre moral internay derecho externo, que se relativice la oposición entre los campos

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regulados por la moral y los regulados por el derecho, y que lavalidez de todas las normas dependa de la formación discursivade la voluntad de los interesados potenciales» (PLCT, 108). Eneste sentido, la estrategia teórica desplegada por Habermas se hadirigido no tanto a señalar las diferencias entre las normas jurídi-cas y las morales —cosa que da por presupuesto de antemano—como a plantearse de qué modo se relacionan ambos universosnormativos en una sociedad moderna con una configuraciónpostmetafísica y postconvencional. Dando por sentada esta dis-tinción básica, se corre, empero, el riesgo nada remoto de sobre-pasarla implícitamente. Pero antes de presentar las objeciones aeste modo de proceder es conveniente conocer el modo de confi-guración de ese estrecho vínculo entre el derecho y la moral quepropugna el autor, así como las razones y las consecuencias deeste planteamiento.

En principio, Habermas se mostraría claramente partidario dediferenciar analíticamente entre normas jurídicas y morales,siempre y cuando se afirmara simultáneamente que no es posibleuna tajante separación práctica entre ambos sistemas normativos.Estaría, por tanto, de acuerdo con que «la validez social de unanorma jurídica es bajo el punto de vista moral un hecho entreotros», tal como afirma Wellmer (1994, 117), pero a condiciónde que se añada a continuación que se trata de un hecho de cuyomantenimiento no circunstancial hay que rendir cuentas. De ahíque la negativa a aceptar la autonomía total del sistema jurídicosea un elemento crucial que distancia la reflexión habermasianasobre el derecho no sólo del positivismo jurídico clásico, sinotambién del redivivo, por ejemplo, en la sociología jurídica deNiklas Luhmann. Pese a que el derecho sea un instrumento de unpoder a su vez jurídicamente estructurado, no constituye un siste-ma cerrado sobre sí mismo que pueda controlar sus propias con-diciones de legitimidad.

La estrecha conexión entre derecho y moral se pone también demanifiesto en la evolución histórica de ambos sistemas normati-vos, cuyo desarrollo muestra un ritmo plenamente acompasado.Resultan bastante iluminadoras al respecto las claras homologíasexistentes en las estructuras de conciencia correspondientes a susrespectivas evoluciones históricas. Klaus Eder (1980), un teóricosocial que compagina ideas weberianas con otras propias de la

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psicología moral evolutiva, ha puesto de manifiesto el marcadoparalelismo perceptible en el desarrollo de ambas dimensionesnormativas. Como se muestra en el esquema elaborado por Eder—que se reproduce en el cuadro adjunto—, las homologías pue-den observarse tanto en el seno de las llamadas sociedades arcai-cas, ya que ni en la ética mágica ni en el derecho revelado apare-ce la idea de norma objetiva (sino la revelación carismática dereglas y preceptos), como en las sociedades tradicionales, en lascuales se da simultáneamente la ética de la ley y el derecho tradi-cional. Por su parte, en el caso de las sociedades modernas, laséticas de la intención y de la responsabilidad y el derecho formal—la norma es estatuida y dada, y por tanto elaborable y revisa-ble— surgen en el mismo marco temporal y geográfico.

Etapas de la evolución del derecho y la moral(Habermas, TAC II, 247)

Niveles de Categorías relativas Tiposconciencia al lado cognitivo Éticas demoral de la interacción derecho

Preconven- Expectativas Ética Derechocional particularistas mágica revelado

de comportamiento

Convencional Normas Ética Derechode la ley tradicional

Postconven- Principios Ética de la Derechocional intención y formal

ética de laresponsabilidad

Las evoluciones respectivas de la moral y del derecho puedendescribirse retrospectivamente como procesos de aprendizaje co-lectivo que entraña un cierto incremento de racionalidad (cfr.CMAC, 130). Así sucede, por ejemplo, con un importante evento

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en la historia del derecho: la sistematización de los preceptos ju-rídicos realizada mediante la codificación y con la ayuda de ladogmática parece tener «como condición previa el paso a unaetapa postradicional de una conciencia moral, etapa que resultaposible merced a la racionalización ética de las imágenes delmundo» (TAC I, 333). En todo caso, el desarrollo de las estructu-ras normativas del individuo y el desarrollo de las institucionessociales no pueden andar por separado, sino unidos en una rela-ción de mutua dependencia. No sólo el aprendizaje moral, sinotambién el surgimiento de ideas morales, tales como el conceptode autonomía o el principio de universalización, tienen un subs-trato social e institucional: «El universalismo moral surgió de he-cho por obra de Rousseau y Kant, en el contexto de una sociedadque ofrece rasgos concordes con el mismo» (AED, 29). Haber-mas va aún más allá y sostiene, con Eder, que si bien el derecho yla moral evolucionan a lo largo de la historia de manera acompa-sada, los paralelismos se acentúan en la Edad Moderna, pues esentonces cuando junto a la interiorización de la moral se produceuna complementaria metamorfosis del derecho en un poder im-puesto desde fuera, basado en la autoridad del Estado y respalda-do por las sanciones del aparato estatal. Las estrechas relacionesentre el derecho postmetafísico y la moral de principios resultanpatentes si se considera que «desde el punto de vista de la lógicaevolutiva, la forma del derecho moderno se puede entender comouna incorporación de estructuras de conciencia postconvencio-nal» (RMH, 238). Será, empero, la integración de principios uni-versalistas propios de esta última etapa lo que forzará el estable-cimiento de una estricta diferenciación entre derecho y moral. Ladisociación se efectúa —de acuerdo con los términos de resonan-cia kantiana que Habermas emplea— entre una esfera jurídica sincontenido moral y reducida a exterioridad (forum externum) yuna esfera moral desinstitucionalizada y reducida a interioridad(forum internum): «En la etapa en que la conciencia moral se rigepor principios, la moral queda desinstitucionalizada hasta el pun-to de que sólo puede quedar anclada ya en el sistema de la perso-nalidad en calidad de control interno del comportamiento. En esamisma medida, el derecho se transforma en un poder externo,impuesto desde fuera, hasta el punto de que el derecho moderno,sancionado por el Estado, se convierte en una institución desco-

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nectada de los motivos éticos de aquellos para quienes rige el sis-tema jurídico, y necesitada sólo de una obediencia abstracta alsistema de normas» (TAC II, 246).

Desde sus lecciones sobre «Derecho y moral», pronunciadasen los años ochenta (cfr. FV, 535-587), Habermas defiende explí-citamente la tesis de la existencia de una interconexión entre mo-ral, derecho y política, compatible, sin embargo, con una diferen-ciación interna. Visto desde una perspectiva histórica, entre lamoral postconvencional, el derecho formal y el Estado democrá-tico se establece una estrecha vinculación, que puede constatarse—especialmente en el periodo de formación del moderno dere-cho positivo— con sólo observar el singular entrecruzamientoexistente, que no confusión, entre un derecho exteriorizado entérminos convencionales y una moral interiorizada (cfr. FV, 559-562). La autonomización del derecho operada en los albores de lamodernidad con la ayuda del iusnaturalismo racionalista —quepermitió la introducción de diferenciaciones en el antes compac-to bloque de moral, derecho y política— no implica, en principio,un completo divorcio entre estas diferentes dimensiones del mun-do práctico, pues, en definitiva, el derecho devenido positivo noprescinde en rigor de sus internas relaciones con ninguna deaquellas instancias. No puede hablarse ni de una contraposiciónradical «entre los campos regulados por la moral y los camposregulados por el derecho» (PLCT, 109) ni de que éstos sean ám-bitos indistinguibles (AED, 31, nota 21). La relación existenteentre derecho y moral puede definirse, desde la perspectiva ha-bermasiana, como un entrelazamiento complementario. No hay,por tanto, ningún atisbo de subordinación jerárquica del derechorespecto de la moral, sino una común participación en la razónpráctica. Ambos sistemas normativos desarrollan juicios y argu-mentos prácticos a partir de ese tronco común configurado por elprincipio discursivo. En vez de una relación de supeditación, seestablece una relación de complementariedad que no debe aso-ciarse con tesis iusnaturalistas, entre otros motivos porque «lamoral ya no flota sobre el derecho (como todavía sugiere la cons-trucción del derecho natural racional) como un conjunto suprapo-sitivo de normas. Emigra al interior del derecho, pero sin agotar-se en derecho positivo» (FV, 559). No puede ocultarse, sinembargo, que los términos empleados por Habermas poseen un

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alto grado de vaguedad, hasta el punto de que, al permanecer enel terreno de las metáforas, no llegan a precisar cuáles son las re-laciones que se postulan entre derecho y moral.

Las esferas moral y jurídica, más concretamente, el derechoformal y la moral postconvencional, no sólo se encuentran entre-lazadas en las sociedades modernas, sino que precisan ademáscomplementarse mutuamente para poder cubrir el espacio libredejado por la disolución de la eticidad tradicional en la vida coti-diana (cfr. NRI, 175). Habermas aporta una explicación funcionala la necesidad de complementación de la moral por medio del de-recho (AED, 204-205) y una explicación normativa a la necesi-dad de complementar el derecho por medio de la moral. El pri-mer tipo de explicación se da en el terreno de la aplicaciónpráctica, y el segundo, en el momento de la justificación de unanorma o determinación de su validez. Desde el lado funcionalserá preciso introducir procedimientos institucionales que com-pensen las limitaciones del discurso moral, mientras que por ellado normativo, en atención a los imperativos de una cultura uni-versalista, se exige que la validez de todas las normas dependa dela formación discursiva de la voluntad de todos los posibles inte-resados (cfr. PLCT, 109). El déficit normativo afecta, pues, al de-recho; y, por su parte, el déficit funcional constituye un problemapropio de la moral. Esto no impide, sin embargo, que la comple-mentación de la moral por un derecho coercitivo pueda justificar-se también en términos morales (cfr. FV, 557-558). De hecho,para la justificación del sistema político-jurídico se suele apelar aunos principios que, apenas se escarbe algo en su naturaleza, re-velan una estructura moral, tal como es perceptible en no pocosde los que han sido incorporados a los textos constitucionalesmodernos. Un análisis de este asunto requeriría adentrarse en lacuestión de la legitimidad del derecho estatal, problema que serátratado en la próxima sección de este mismo capítulo.

El derecho y la moral cumplen en la sociedad cometidos simi-lares, dado que comparten, mediante una peculiar división deltrabajo, funciones de regulación consensual de conflictos de ac-ción y tareas de integración social. De manera también pareja,ambos sistemas normativos entran en acción únicamente cuandola fuerza vinculante de las instituciones sociales de primer orden—los mecanismos de coordinación y la solidaridad del mundo de

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la vida— se ha mostrado inoperante: «La moral y el derecho tie-nen la función de encauzar de tal suerte los conflictos abiertosque no sufra quebranto el fundamento de la acción orientada alentendimiento, y con ello la integración social del mundo de lavida. Garantizan un ulterior nivel de consenso, al que se puederecurrir cuando el mecanismo del entendimiento ha fracasado enel ámbito de la regulación normativa de la comunicación coti-diana, cuando, en consecuencia, la coordinación de las accionesprevista para el caso normal no se produce y se torna actual la al-ternativa de un enfrentamiento violento» (TAC II, 245). No obs-tante, la semejanza de cometidos tan sólo es parcial: el derecho, adiferencia de la moral, no es exclusivamente un instrumento parala regulación de conflictos interpersonales de acción, sino tam-bién un medio de organización del poder político.

La moral posee ciertos rasgos específicos que imposibilitan suplena autonomía funcional como sistema normativo. De hecho, elderecho moderno cumple de una manera mucho más satisfactoriaalgunos cometidos que la mera moral ejecuta con enormes difi-cultades. De ahí que, en el momento de la aplicación, la moral ra-cional tenga que remitirse al derecho positivo. Al sistema moralse le puede imputar al menos tres deficiencias básicas: indetermi-nación cognitiva, incertidumbre motivacional y problemas de exi-gibilidad. 1º) La moral racional proporciona a los individuos unamplio margen de indeterminación cognitiva, pues obliga a en-frentarse con arduos problemas de fundamentación y aplicaciónde normas. La formulación del derecho positivo exonera al indi-viduo en gran medida de la carga que la moral racional le imponeen lo que se refiere a la formación de su propio juicio moral. 2º)El modo imperativo con que se presenta el derecho, su caráctercoactivo incluso, desbarata en principio las dudas que el indivi-duo tenga para actuar conforme a lo prescrito. 3º) El individuocuenta con el supuesto de que las normas válidas van a ser segui-das por todos y cada uno, espera un cumplimiento generalizadode las normas, pues, dado el carácter coactivo del derecho, éstese impone fácticamente. Al asumir esta última consideración, lateoría discursiva se colocaría al margen de los presupuestos de lamoral kantiana, dado que, en lugar de apelar a la noción del de-ber como móvil de la acción, sitúa en el centro mismo de la mo-ralidad consideraciones estratégicas.

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Quizás la diferencia más decisiva que pueda observarse entreel derecho y la moral sea que ésta, por razones estructurales, nun-ca exonera a los individuos de la tarea de fundamentar las nor-mas y principios que guían su conducta, mientras que aquél libe-ra a los destinatarios de las normas de la ardua y problemáticatarea de elaborarlas y fundamentarlas (y a veces incluso de apli-carlas), transfiriendo dicha labor a los correspondientes órganosestatales especializados (cfr. AED, 31, nota 21). Con todo, los pro-blemas prácticos más acuciantes del derecho —si bien no los mássustantivos— son aquellos que se refieren al momento de su apli-cación, que han de solventarse en los órganos jurisdiccionales, ya la elaboración normativa, asunto este más propio de las asam-bleas legislativas de carácter político, en donde se siguen igual-mente procedimientos regulados jurídicamente.

4. Derecho y razón práctica: la legitimidad de los sistemas jurídicos

Como ya se ha indicado en otros lugares de este libro, Habermastrata reiteradamente de identificar las posibilidades empíricamen-te existentes de implantar estructuras de racionalidad en formasde vida concretas. En Facticidad y validez se formula una pre-gunta muy representativa de esos empeños: «¿En qué sentido po-dría plasmarse algo así como la razón comunicativa en hechossociales?» (FV, 71). Al respecto, no se le pasa inadvertido a nues-tro autor que desde la época de la Ilustración para acá es percep-tible una progresiva toma de conciencia colectiva de que «somosnosotros los que hemos de decidir, a la luz de principios contro-vertibles, las normas que han de regular nuestra convivencia»(NRI, 126). En esto consistiría el núcleo de la convicción demo-crática. En las democracias contemporáneas se fenomeniza el dis-curso práctico, esto es, de alguna manera se hace tangible enaquellas instituciones que están propulsadas por las exigenciascomunicativas de la racionalidad práctica: «Esta razón comunica-tiva fue la que se hizo valer en los movimientos burgueses deemancipación, en las luchas por la soberanía popular y los dere-chos fundamentales. Se sedimentó en las instituciones del Estadodemocrático de derecho y en las instituciones de la opinión públi-

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ca burguesa» (NRI, 122). Cabría decir entonces que la razón, yno sólo en su variante instrumental, se hace patente en la historiay en el Estado. De hecho, Habermas, en abierta contraposición almarxismo presuntamente más ortodoxo, considera que el Estadodemocrático de derecho (y, consiguientemente, el principio de laseparación de poderes y la garantía de los derechos y libertades)es merecedor de una valoración inequívocamente positiva:

Soy de la opinión de que puede demostrarse que los rasgos del sistema jurí-dico y constitucional burgués y el conjunto de sus instituciones políticasmuestran una concepción del pensamiento y de la interpretación práctico-moral muy superiores en comparación con las categorías morales implícitasen las instituciones jurídicas y políticas de las sociedades tradicionales. [...]Superiores en su capacidad para responder a cuestiones práctico-morales.Cuando se interpreta correctamente a Marx puede verse que en las institucio-nes del Estado burgués están incorporadas ideas que pertenecen a una tradi-ción que merece la pena preservar en una sociedad socialista (EP, 145-146).

La simbiosis entre derecho moderno y moral postconvencio-nal —que ya fue señalada en la anterior sección de este mismocapítulo— encuentra su plasmación en el Estado democrático dederecho. El sistema jurídico propio de esta forma de organizaciónpolítica podría presentarse como la institucionalización de unamoral pública de cuño universalista. Esta relación entre derecho ymoral responde a razones pragmáticas en la medida en que la im-plementación de cualquier concepción ética requiere un marcoinstitucional sólido; entre otros motivos, porque para que los su-jetos puedan desarrollar plenamente su capacidad moral se preci-sa un entorno socializador adecuado que facilite el aprendizaje einteriorización de los principios normativos generales. Pero, porotra parte, no es fácil imaginar cómo justificar instituciones pú-blicas de carácter coactivo, como el derecho, sin contar con unospresupuestos éticos compartidos. No se trata ya sólo de un proble-ma de eficacia o de racionalidad instrumental, sino de un pro-blema relativo a razones de naturaleza política:

El sistema jurídico precisa en conjunto de un anclaje en instituciones básicascapaces de legitimarlo. En el Estado constitucional burgués éstas son, prin-cipalmente, los derechos fundamentales y el principio de soberanía popular;

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en ellas se encarnan estructuras postconvencionales de la conciencia moral.Son ellas las que, junto con los fundamentos prácticos morales del derechocivil y penal, constituyen los puentes entre una esfera jurídica amoralizada yreducida a exterioridad, por un lado, y una moral desinstitucionalizada y re-ducida a interioridad, por el otro (TAC II, 252).

El afán por identificar esas instituciones básicas procede, porlo tanto, de la necesidad de resolver la inveterada cuestión de lalegitimidad del orden jurídico-político. De hecho, uno de los pro-blemas que recorre toda la filosofía política contemporánea es lacuestión de la legitimidad política, esto es, la cuestión referente aqué es lo que finalmente justifica el poder coercitivo del Estadosobre la colectividad y sus miembros. O, dicho en otros términos,cómo construir un grado de consenso tan mayoritario que asegurela obediencia al derecho, sin que sea preciso, salvo en casos o si-tuaciones marginales, recurrir a la fuerza. También para nuestroautor esta cuestión representa un foco de atención relevante yconstante. Si bien ya en sus primeros escritos muestra una espe-cial atracción por ella, no la llega a abordar con detenimientohasta que a principios de los años setenta publicara su libro Pro-blemas de legitimación en el capitalismo tardío (PLCT). Entrelas aportaciones posteriores destaca un iluminador trabajo recogi-do en La reconstrucción del materialismo histórico, en dondesistematiza su punto de vista sobre la problemática en cuestión:«Problemas de legitimación en el Estado Moderno» (RMH, 243-272). Más tarde, ya en la década de los ochenta, confeccionó unimportante artículo titulado «¿Cómo es posible la legitimidad porvía de la legalidad?», recogido como anexo en Facticidad y vali-dez (FV, 535-562). Y, por último, en la parte sistemática de estamonografía volvió a examinar este asunto de una manera igual-mente pormenorizada.

El concepto de legitimidad constituye, en cualquier caso, unanoción política provista de connotaciones morales. En nuestrovocabulario público, se predica el término legitimidad de los go-biernos, de los sistemas políticos y, en general, de cualquiermodo de dominación. Legítimas —o ilegítimas— serían por an-tonomasia las leyes como expresión del poder establecido. Y, eneste sentido, el debate de la legitimidad es una parte del problemade la justificación racional de los enunciados normativos. Pero se

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revela como una necesidad perentoria, sobre todo en aquellos sis-temas sociales que se basan en una coordinación de las accionesmediante el reconocimiento de normas comunes. En ese contextose plantea el problema de saber en qué se asientan esas normasbásicas de convivencia y con qué criterio podemos juzgarlas. Poreso, preguntar por la legitimidad de un orden político es exami-nar las condiciones que permiten considerar aceptable su marcoinstitucional y normativo, de tal modo que dicha consideraciónsirva para fundamentar la obligación de respetarlo. Cuando deuna acción o de un programa político se predica con cierto acuer-do social su condición ilegítima, se están dando argumentos paraque los sujetos se consideren libres de cualquier obligación polí-tica y no vinculados a quien o quienes detentan un poder injusto:«convengamos, pues —afirma solemnemente Rousseau casi alinicio de su Contrato social—, que la fuerza no constituye dere-cho, y que no se está obligado a obedecer más que a los podereslegítimos». La eficacia en el ejercicio del poder no se evalúa a lalarga por la capacidad de obligar coactivamente a cumplir la ley,sino por la competencia demostrada para hacerse respetar hastael extremo de ser obedecido espontáneamente. Las autoridadespúblicas precisan, en definitiva, revestirse no sólo de poder fácti-co (potestas), sino también de autoridad moral (auctoritas).

Prácticamente toda la discusión contemporánea sobre la cues-tión de la legitimidad se inscribe, de modo casi insoslayable, enla tradición sociológica que arranca de Max Weber. La pretensiónde legitimidad es, según la concepción weberiana, tan constituti-va de la noción de Estado como la aspiración a disfrutar del mo-nopolio de la violencia; de ahí que en su famosa tipología de lasformas de legitimación parta de la constatación —históricamentecomprobable— de que toda formación social tiende a desarrollaruna serie de justificaciones legitimatorias que den razón de la do-minación ejercida (cfr. Weber, 1988, 84-85). En la forma webe-riana de dominación «legal-racional», que es la que correspondea nuestras actuales formaciones sociales, el poder está sujeto a le-yes y regulado según procedimientos formales. La creencia en lalegitimidad de un poder racional se reduce a la creencia en la le-galidad. La legalidad de un ordenamiento normativo se refiereúnicamente a la corrección formal de los procedimientos de crea-ción y aplicación del derecho: basta con invocar el orden legal de

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acuerdo con el cual se adoptó una decisión (cfr. PLCT, 120). Ha-bermas, en cambio, considera que la relación entre derecho y po-der ha de concebirse de una manera más bidireccional: «el derechono sólo legitima el poder político, sino que el poder puede servir-se del derecho como medio de organización» (FV, 210). El dere-cho impone disciplina al poder político sometiendo su ejercicio areglas (esto es, haciendo valer, en definitiva, el imperio de la ley)y, al mismo tiempo, también lo legitima; por su parte, el poderpolítico instrumentaliza al derecho para sus propios objetivos.Este doble nexo resulta evidente si se consideran sus respectivasfunciones: el poder tiene como cometido propio la realización defines colectivos y, como función en relación con el derecho, lo-grar para éste su institucionalización estatal (poniendo su aparatocoactivo al servicio del cumplimiento de las decisiones judicia-les); por su parte, el derecho persigue la estabilización de las ex-pectativas de conducta y, con respecto al poder, su cometido esservir como medio de organización del dominio político (cfr. ibí-dem, 200-218). Si el poder político, en sentido amplio, es el he-cho fundante básico del ordenamiento jurídico, éste a su vez re-presenta un instrumento técnico puesto en manos del poder,seguramente el instrumento más explícito y directo no sólo parasu desempeño, sino también para su justificación.

Tal es la intensidad de estas interconexiones que cabe decirque la justicia del derecho se hace coextensiva con la legitimidaddel poder o, dicho de otro modo, las condiciones de aceptabilidaddel derecho y del dominio político se remiten mutuamente (cfr.FV, 365). Sería, entonces, preferible hablar de la legitimidad delos sistemas jurídico-políticos como un todo. El sistema jurídicoes parte de un orden político con el que se iría a pique si este últi-mo no pudiese reclamar legitimidad para sí. Dado que el proble-ma de la legitimidad encierra entonces consideraciones práctico-morales más amplias que las derivadas de su simple equiparacióncon el problema de la legalidad vigente, Habermas concede unaenorme relevancia a dicha cuestión, hasta el extremo de que sucontinuo replanteamiento constituye uno de los hilos que recorretoda su teoría del derecho y del Estado.

La identificación de la legitimidad con la legalidad, tal comoWeber la describe, se corresponde ciertamente con el tipo predo-minante de legitimidad en las sociedades modernas, en donde la

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pretensión habitual no suele ir más allá de exigir que el poder seaejercido bajo formas legales. También la teoría legal de tipo deci-sionista, elaborada en su día por Carl Schmitt (que fundaba y jus-tificaba la legitimidad de un marco normativo exclusivamente ensu legalidad) y renovada en la actualidad por el más cualificadorepresentante de la teoría de sistema, Niklas Luhmann, asumeesta tesis de que en el Estado moderno las decisiones generadaslegalmente se aceptan sin buscar motivos ni razones morales. Laaceptación rutinaria de los resultados obtenidos por vía procedi-mental sería la condición necesaria y suficiente para asignar legi-timidad a un sistema jurídico-político. Frente a esa concepciónramplonamente positivista, Habermas presenta su propia versiónde la legitimidad:

Legitimidad significa que la pretensión que acompaña a un orden político deser reconocido como correcto y justo no está desprovista de buenos argumen-tos; un orden legítimo merece el reconocimiento. Legitimidad significa el he-cho del merecimiento de reconocimiento por parte de un orden político. Loque con esta definición se destaca es que la legitimidad constituye una preten-sión de validez discutible de cuyo reconocimiento (cuanto menos) fáctico de-pende (también) la estabilidad de un orden de dominación (RMH, 243-244).

Del concepto habermasiano de legitimidad se pueden destacartres rasgos característicos: en primer lugar, que su ámbito de apli-cación es el orden político; en segundo lugar, que la legitimidadde ese orden político consiste en el hecho del merecimiento dereconocimiento; y, finalmente, que de dicho reconocimiento de-pende la estabilidad de un orden de dominación. En el relativodistanciamiento que estas notas presentan con respecto del enfo-que weberiano tradicional se percibe de alguna manera la in-fluencia que sobre Habermas ejerce la obra de Hannah Arendt.Según esta notable pensadora, la esencia del poder no estriba enla instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fi-nes, sino fundamentalmente en la formación de una voluntad co-mún generada en una comunicación orientada al entendimiento.Así, aquello que Weber denominaba «poder» (Macht), esto es, laposibilidad de imponer en cada caso la propia voluntad en elcomportamiento de los demás, para Arendt sería sólo «fuerza»(Gewalt). El poder no es el uso legítimo de la fuerza, sino la ca-

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pacidad de ponerse de acuerdo en una comunicación sin coaccio-nes sobre una acción en común, esto es, la capacidad humanapara actuar concertadamente. El poder sólo persiste mientras loshombres actúan en común.

Habermas reprocha a quienes sustentan la tesis de la legiti-midad como procedimiento, en especial a Carl Schmitt y NiklasLuhmann, que hagan uso de una noción descriptiva sumamenteestrecha, esto es, que entiendan por legitimidad la mera obser-vancia de reglas procedimentales y que, en consecuencia, no con-sideren preciso ir más allá de las condiciones formales de justifi-cación de las normas jurídicas. En realidad, «la legalidad procuralegitimidad si y sólo si pueden aducirse razones en el sentido deque determinados procedimientos formales, en ciertas condicio-nes institucionales dadas, satisfacen condiciones de justicia mate-riales» (PLCT, 122). Esta puntualización tiene el mérito de abrirla puerta a otras propuestas alternativas distintas de la posiciónrepresentada por el positivismo jurídico. Puede así apelarse alprincipio democrático y, en especial, al principio de decisión pormayoría como criterio de legitimación. También cabe invocar elrespeto de ciertos derechos básicos de los individuos como factorque posibilita que el ejercicio del poder o el cumplimiento de unanorma sea obedecido espontáneamente. En particular, la estrate-gia seguida por Habermas combina estas dos vías: el ejercicio dela soberanía popular con la defensa de los derechos humanos.Una opinión muy coherente, en definitiva, con su defensa de laracionalidad práctica:

Contra Weber, Habermas puede demostrar que este surgimiento de mora-lidad universal y concepciones legales universales, que han llevado a unaconcepción específicamente moderna de democracia y de los derechos hu-manos, representa un tipo de proceso de racionalización que tiene que distin-guirse categorialmente de la racionalización en el sentido de racionalizaciónformal y burocrática (Wellmer, 1988, 89).

Una larga tradición demoliberal respalda la idea de que el am-plio consenso necesario para el mantenimiento del sistema socialde dominación se obtiene, en principio, por medio de la garantíade los contenidos universalistas incorporados en los derechos hu-manos y que, en definitiva, el poder político que fomenta su pro-

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tección recibe como recompensa legitimidad. Esto hace extraor-dinariamente difícil encontrar hoy a alguna instancia de poder(personalidad política, partido o gobierno) que abiertamente sereconozca contraria a los derechos humanos genéricamente con-siderados. Pese a que la contribución de los movimientos socialesfue y sigue siendo el factor más decisivo en la expansión y rein-terpretación de los derechos, la práctica generalidad de los regí-menes y grupos políticos usa de algún modo los derechos huma-nos para transmitir propuestas de todo tipo. La instrumentalizaciónde los derechos humanos resulta evidente: igual pueden ser em-pleados como una noción al servicio de las clases dominantes,dada la casi asegurada pacífica asunción de la clase dominada,que utilizados como armas simbólicas en las reivindicaciones delos humillados y ofendidos. Esta constatación no es óbice, sinembargo, para que la comprensión de los derechos desde la teoríadel discurso desista del doble objetivo de aclarar la conexión en-tre derechos humanos y soberanía popular y de disolver la para-doja del origen de la legitimidad a partir de la legalidad.

El reiterado empleo de conceptos normativos como razoneslegitimatorias del orden jurídico-político —en especial, la invo-cación del principio de soberanía popular y la proclamación delos derechos humanos— representa un claro indicio de que no haremitido en los sistemas constitucionales la exigencia de funda-mentación. Es más, en los sistemas jurídicos modernos se ha de-sarrollado una rama completa especializada en las tareas de legi-timación: el derecho político. Sólo cuando el derecho satisfacetanto el principio de positivación como el de fundamentación sepuede afirmar que se encuentra racionalmente asentado. La vali-dez del derecho se basa, pues, tanto en la legalidad —principiode positivación— como en la legitimidad —principio de funda-mentación— (cfr. NRI, 177). El carácter obligatorio del derechopositivo no radica sólo en las propiedades formales que lo carac-terizan, sino en la incorporación de propiedades morales. El prin-cipio de fundamentación se atiene a razones de índole moral y, enparticular, resulta esencial la asunción de un punto de vista gene-ral y desinteresado, al que suele denominarse precisamente puntode vista moral, desde el cual puedan enjuiciarse con imparciali-dad las diversas cuestiones prácticas. Desde esta perspectiva re-sulta posible examinar la compatibilidad de nuestras máximas

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con las de los demás sujetos (cfr. AED, 115-117). Este punto devista reflexivo, que se encuentra ejemplarmente representado porel procedimiento discursivo, es precisamente el que disuelve lafusión (o, quizás, confusión) entre validez normativa, validez for-mal y vigencia social. El sistema jurídico vigente (del que se pre-sume validez formal en el sentido positivista) debe superar elexamen de la imparcialidad para considerarse válido tambiénnormativamente. Si esto resulta cierto, entonces la tajante separa-ción entre derecho y moral no es tal, pues la autonomización delderecho sólo es tangible en el nivel de las normas concretas, lascuales una por una quizás no requieran fundamentación, pero noen referencia al derecho en su conjunto, que debe acreditar cohe-rencia con una moral postradicional y postmetafísica. Cabe re-cordar que la conciencia moral postconvencional se caracterizaprecisamente por una actitud reflexiva ante las condiciones deposibilidad de la validez normativa.

Con lo expresado en esta última sección se pone de manifies-to una de las convicciones más reiteradas de la teoría discursivadel derecho: la incrustación de los derechos humanos en el senomismo de los ordenamientos constitucionales democráticos, asícomo el reconocimiento explícito de la soberanía popular comofuente última de la legitimidad del sistema jurídico-político, im-plican de facto la positivación de destacados requisitos práctico-comunicativos que ya fueron postulados por el pensamientoemancipatorio de la Ilustración. Es más, cuando estos requisitosnormativos efectivamente se cumplen, entonces el derecho mo-derno puede ser considerado la inscripción institucional del con-senso democrático.

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5. Estado de derecho ydemocracia. La política

deliberativa

Una de las ideas comunes más criticadas por Habermas a lo largode Facticidad y validez es aquella tendencia a considerar el Esta-do de derecho y la democracia como dos objetos completamentedistintos y, dando un paso más, como dos construcciones teóricasindependientes que no mantienen vínculos necesarios entre sí. Ladivisión académica entre la teoría del derecho, por un lado, y lasociología y la ciencia política, por el otro, contribuyen sin dudaa conceder cierta plausibilidad a tal presuposición. De algunamanera, la minuciosa y elaborada argumentación desplegada endicho voluminoso libro estaría encaminada a defender la tesiscontraria: desde una perspectiva normativa, no hay Estado de de-recho sin democracia ni democracia sin Estado de derecho (cfr.IO, 247-258). En el trasfondo de esta tesis se encontraría el con-vencimiento de que las modernas democracias —construidassobre el principio de la soberanía popular y la garantía de los de-rechos humanos— no son otra cosa que el resultado de la inter-vención activa de la sociedad sobre sí misma a través de mediosjurídicos. Estas ideas y presupuestos se encuentran presentes,como se verá a continuación, tanto en el actuar como en el pensarpolítico de Habermas.

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1. Posibilismo y militancia: la filosofía políticahabermasiana

Cabe concebir el conjunto del pensamiento habermasiano —talcomo se señaló ya en el primer capítulo de este libro— como uningente intento de guiar el camino de la praxis o, si se prefiere,de orientar la acción política en las sociedades contemporáneas.Esta actitud militante quizás pueda sorprender a quienes aúnmantengan de Habermas la imagen de un típico profesor univer-sitario encerrado en su torre de cristal, aislado con sus libros ypapeles de todo lo que sucede en este mundanal ruido. Puede in-cluso chocar a aquellos que tengan una somera idea del desarro-llo de su trayectoria vital. Es cierto que, si bien sus intereses polí-ticos resultan bastante notorios, tan sólo se le conoce una brevefase de intervención directa en la arena política, y fue con ocasiónde los acontecimientos estudiantiles del 68. Mostró entonces unacierta afinidad ideológica con los planteamientos de los estudian-tes que participaban en las revueltas de Fráncfort y tomó parteactivamente en las largas y masivas asambleas que por entoncestenían lugar. En este contexto, se enfrentó a los grupos más radi-cales, a los que tildó con dureza de fascistas de izquierda, en vir-tud del proceso de dogmatización ideológica del que adolecierony que incluía elementos autoritarios y estalinistas. De hecho, estosgrupos luego dieron lugar a la emergencia de asociaciones terro-ristas como la denominada Rote Armee Fraktion (RAF).

Sus intervenciones de carácter político en los medios de comu-nicación han sido, sin embargo, constantes, incluso antes de queiniciara su vida académica. Un dato acaso menos conocido de subiografía es el hecho de que su primera actividad para ganarse lavida fueron colaboraciones como periodista autónomo (freelance)publicadas en diversas cabeceras alemanas de los años cincuenta.Desde entonces no ha dudado en exponer su punto de vista sobretodas aquellas disputas que alcanzaran alguna trascendencia pú-blica. Asimismo ha participado como invitado en numerosos forosorganizados por partidos políticos —especialmente por el SPD,aunque no sólo—, por sindicatos o por asociaciones ciudadanas.Con espíritu deportivo, considera que verse envuelto en duras po-lémicas va de suyo con el oficio, ya que forma parte de la funcióncrítica de la filosofía, o, utilizando la terminología kantiana, del

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«uso público de la razón», llamar la atención sobre las tendenciasimplícitas y los peligros de ciertas formas de pensar, con el objetode poner en guardia a la ciudadanía frente a los riesgos que puedeabrigar una determinada posición teórica.

En todo caso, Habermas es consciente de que, a diferencia delpolítico profesional que desempeña un puesto en la gestión del díaa día, el intelectual disfruta de esa clase especial de libertad queconsiste en no tener que dar una respuesta inmediata, en tenertiempo para poder reflexionar y escuchar con más atención lasopiniones de los demás. Este lujo posee también su reverso: laresponsabilidad ética de tener que contribuir a la formación de lavoluntad común y, por tanto, de emitir públicamente sobre losasuntos de interés ciudadano una opinión razonada que no siem-pre puede resultar complaciente con los poderes constituidos.Esta responsabilidad de producir y distribuir recursos cognitivosy reflexivos no le otorga, sin embargo, el derecho de presentarsea sí mismo como orientador de los destinos de la sociedad en ca-lidad de «consejero de príncipes» o de «ideólogo de la protesta».

Precisamente por asumir plenamente y con toda seriedad estamisión del intelectual, la obra de Habermas es no sólo la obra deun filósofo, de un sociólogo o de un teórico de la modernidad,sino la obra de alguien que, en un país en el que una y otra vez sedeja sentir la negra sombra de la contrailustración y de la regre-sión a planteamientos etnocéntricos, siempre ha defendido públicay firmemente posiciones ilustradas, convirtiéndose en el más cua-lificado portavoz de la «izquierda intelectual alemana». Durantelas últimas tres décadas ha representado en Alemania una cons-tante referencia para la configuración de una sólida mentalidad re-publicana, convirtiéndose en el paladín de numerosas causas.

A pesar de sus innegables vínculos con el pensamiento de iz-quierda, visibles en el afán de iluminar desde la reflexión teóricala acción política de los movimientos sociales, Habermas no seconsidera el albacea intelectual de ningún legado, ni político niteórico. Su obra adopta nítidos perfiles propios, en nada reduci-bles a los de la condición de epígono. En todo momento ha de-mostrado una extraordinaria habilidad para metabolizar de unmodo coherente con su propio marco teórico y conceptual cuan-tos sistemas, retazos culturales y propuestas foráneas de interésse le han cruzado en el camino. Mas su singularidad quizás dima-

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ne de una actitud global de carácter preteórico, que cabría califi-car como el «rasgo afirmativo» de su pensamiento: a diferenciade sus maestros, con excepción hecha de Marcuse, no se detienenunca en el momento negativo de la crítica, sino que adopta unaestrategia intelectual que posibilita el planteamiento no volunta-rista de propuestas constructivas. Desde su perspectiva, la teoríasocial debe proceder a identificar, en las estructuras normativasde las sociedades (y, en particular, en las prácticas políticas), par-tículas y fragmentos ya encarnados de una «razón existente»,para luego poder reconstruirlos reflexivamente con el objeto deque resulte factible remitirse a ellos como potencial emancipador.Encontrar tales asideros resulta crucial dado que hoy sólo cabeconcebir el inconcluso proyecto normativo de la modernidad,como subraya una y otra vez nuestro filósofo, como un proyectopostmetafísico y secularizado, desprovisto además de cualesquie-ra garantías que una concepción metahistórica pudiera aportar.Esta convicción imprime a su planteamiento teórico-práctico unseñalado sesgo posibilista y revela asimismo la certeza de que lassoluciones sub specie aeternitatis no resultan acordes con la con-dición humana y que, por tanto, hay que actuar en el marco de lahistoria humana, sin aplazar nada para el final de los tiempos.Este rasgo distintivo se manifiesta en dos aspectos básicos de suteoría social: tanto a la hora de establecer un adecuado diagnósti-co de las patologías sociales de la modernidad como en el mo-mento de ofrecer una terapia oportuna —aunque no una pana-cea— mediante la propuesta democrática de un ámbito social decomunicación y discusión libre de coacciones.

Habermas se ha despojado en gran medida del componenteutópico-mesiánico del marxismo clásico y del ingrediente profé-tico-apocalíptico de la vieja escuela francfortiana. Por el contra-rio, su actitud resulta bien diferente, tal como ha resaltado AgnesHeller (1984, 286): «Ya no le grita al mundo que todos sus es-fuerzos están condenados al fracaso, sino que lo contempla conlos valores que le son inherentes, unos valores que, aun distorsio-nados, implican todavía la posibilidad de progreso». Se trata,pues, de un racionalista convicto, mas no exaltado, que muestrasin recato un marcado sesgo posibilista: «La razón sigue siendola facultad de entendimiento universal posible; en condicional,pues. Pero no sólo eso, la razón también existe ya en la historia,

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en los logros de los movimientos sociales; por ejemplo, en lasinstituciones y principios del Estado constitucional democrático»(NRI, 120). De ahí que Habermas haya intentado a lo largo de suobra poner de relieve los potenciales emancipatorios y comunica-tivos inscritos en la propia evolución cultural y social de la mo-dernidad: «Lo que simplemente muchos críticos han pasado poralto es el hegelianismo de izquierdas de Habermas. Habermas noestá tratando de demostrar conceptualmente que lo que es racio-nal es (o será) real ni que lo que es real es (o será) racional, sinode identificar las posibilidades empíricamente existentes de en-carnar estructuras de racionalidad en formas de vida concretas»(McCarthy, 1987, 464, nota 12).

Si bien Habermas no desconoce las dificultades intrínsecasque conlleva todo intento de tender puentes entre la teoría y lapraxis, no por ello renuncia al diseño de una acción política que seajuste a los criterios de racionalidad y de autonomía democrática.En concreto, su objetivo no sería otro que el de elaborar un marcoteórico que pudiera servir de orientación para el establecimientode un modelo político demócrata-radical. En virtud de este empe-ño en contribuir de un modo realista a la consolidación teórica deun proyecto sociopolítico, el pensamiento habermasiano en suconjunto puede caracterizarse como una filosofía crítica positivay como una filosofía de la responsabilidad (cfr. Heller, 1984,286). Su formación sociológica y, en especial, su sensibilidad parapercibir la contraposición entre ideal y realidad han contribuidoasimismo a enriquecer con una perspectiva más amplia que la es-trictamente filosófica el originario interés práctico de su teoría.

El sincero interés que Habermas muestra por la suerte prácticade los diversos proyectos políticos no le ha conducido, sin embar-go, a adoptar los usos ordenancistas típicos de la tradición del fi-lósofo-rey (que, como es sabido, posee un ilustre precedente enla República de Platón, cfr. Aramayo, 1997). De hecho, a JohnRalws —con el que comparte, no obstante, presupuestos políticosbásicos— le reprocha, no sin razón, que haya incurrido en unasuerte de paternalismo filosófico al entregar «a los ciudadanos yalisto el diseño completo de una sociedad bien ordenada» (DLP,172). Habermas considera que un exceso de ingeniería social porparte del teórico reduce ciertamente el margen de maniobra delos ciudadanos, que son quienes, a la postre, han de afrontar la

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resolución de los problemas sociales: «No es el filósofo, sino losciudadanos los que deben tener la última palabra» (DLP, 172). Lamisión del filósofo no es directamente constructiva, sino tan sólocrítico-normativa 1.

2. El declive del espacio público

Habermas no comparte, en absoluto, la poca estima que los pri-meros maestros francfortianos mostraban por la democracia libe-ral. Se ha esforzado, por el contrario, en demostrar que los princi-pios emancipadores de una sociedad basada en un libre acuerdoentre sus miembros ya están incorporados en las instituciones de-mocráticas existentes, aunque, eso sí, de un modo incompleto ydistorsionado, por lo que sólo cabe hacer una crítica inmanentede ellas (cfr. Wellmer, 1988, 89-90). De ahí que no resulte extra-ño que en el discurso habermasiano abunden las referencias a lasvirtudes de la democracia —entendida como ámbito y terreno deluso práctico de la razón— y a la necesidad de activar permanen-temente los espacios públicos de discusión. De hecho, tal comoha observado McCarthy (1992, 193), «desde los primeros escritosde Habermas sobre la esfera pública a sus más recientes trabajossobre el derecho, la política y la moralidad, siempre ha estadopreocupado por repensar los fundamentos de la teoría democráti-ca. Aunque se han producido cambios en su concepción acercade las instituciones y procesos políticos que considera apropia-dos, sus ideas normativas básicas se han mantenido en gran me-dida constantes».

El término democracia es enormemente multívoco y ha goza-do de acepciones sumamente diferentes a lo largo de la historia.

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1 Por otro lado, Habermas se alejaría también de la postura meramente prag-matista y contextualista sostenida con cierto ardor por Richard Rorty: «Una filo-sofía que sólo aclarase hermenéuticamente lo que existe sin más habría perdidosu fuerza crítica. La filosofía no sólo puede vincularse a convicciones fáctica-mente rodadas, también tiene que poderlas juzgar según el baremo de una con-cepción de la justicia razonable [...]. Tiene que evitar tanto el desdoblamientoacrítico de la realidad como la desviación hacia un papel paternalista. Ni puedeasumir plenamente las tradiciones existentes, ni trazar un diseño de contenidopara la sociedad bien ordenada» (DLP, 175-176).

Entre ese rico abanico de posibilidades disponibles, la noción dedemocracia adoptada por Habermas —que él mismo califica como«democracia radical»— habría que catalogarla más bien como unaversión fuerte de la misma. Tal como se verá con más detalle enel próximo apartado, el énfasis lo coloca en el refinamiento y ex-tensión del ideal participativo. Supone al mismo tiempo una de-nuncia de la reducción de la noble tarea de la política a la meralabor de suscitar o generar un apoyo no específico de las masas.Va, pues, mucho más allá de una mera formulación legalista decarácter formal de la vida política (eso que en un lenguaje algotrasnochado se despreciaba como «democracia burguesa»). Im-plica, más bien, una recuperación de la concepción clásica aso-ciada a las ideas de autodeterminación, igualdad política y parti-cipación en los procesos públicos de toma de resoluciones. Unaforma de vida caracterizada por la preeminencia del espacio pú-blico. Algo que, al menos en el plano de las ideas, se acerca bas-tante a aquello que auspiciaba Rousseau: el «gobierno de la co-munidad por la comunidad misma».

Aunque Habermas no emprende un estudio pormenorizado dela teoría democrática hasta la década de los años ochenta (justocuando comenzó los trabajos preparatorios que darían luego lugara Facticidad y validez), puede percibirse al respecto una línea decontinuidad a lo largo de toda su obra. Ya en su escrito de habili-tación como profesor universitario, el filósofo francfortiano tratóde reconstruir las mediaciones normativas presupuestas en el Es-tado de derecho, primeramente en su versión liberal y luego en sumodalidad de Estado social, para a continuación poder analizar laefectividad de las mismas. Como resultado de esa investigación,publicada en 1962 con el título en la versión original de Cambioestructural del espacio público (un libro que, sin embargo, ha sidotraducido al castellano con el equívoco título de Historia y críticade la opinión pública), el autor llegó entonces a la conclusión deque las mediaciones institucionales que deberían caracterizar alEstado de derecho liberal estaban ya en vías de descomposición,mientras que aquellas que podrían dar lugar al Estado social dederecho se encontraban aún en proceso de gestación. De los análi-sis de dicha obra se deduciría una consecuencia más bien pesimis-ta: las estructuras de comunicación de los espacios públicos estándominadas por los medios de comunicación de masas. Esa trans-

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formación de la esfera pública, a la que alude el título alemán ori-ginal, estriba básicamente en el abandono de las funciones críticasde la notoriedad pública en favor de las labores ostensiblementemanipulativas de los mass media: el espacio de discusión se hatrastocado en un espacio de circulación anónima de ideas domina-do por la obscenidad mediática. Se evolucionó, en definitiva, des-de un público discutidor de la cultura hacia un público meramenteconsumidor de ésta, desde un público políticamente activo haciaun público replegado en la privacidad. Insiste, no obstante, en elenorme potencial emancipatorio que encierra el principio de lapublicidad burguesa y en la necesidad de recuperarlo. Detrás deese principio ilustrado anida la convicción de que las institucionesy la actividad política, al afectar a los derechos de los ciudadanos,tienen que poder estar de acuerdo con una concepción racional delderecho y la moral y que, por tanto, deben estar sometidas a lasreglas de la publicidad.

En Historia y crítica de la opinión pública se pone de mani-fiesto la fascinación que siente el autor por los componentes co-municativos que entraña el ejercicio de la democracia liberal (acuyo análisis volverá de manera más pormenorizada en varios es-critos de la década de los noventa). De hecho, la categoría de «es-fera pública», clave de este libro seminal, desempeñará un papelfundamental en la posterior obra política y jurídica de Habermas.Nuestro autor dota a esta categoría de un considerable valor nor-mativo, hasta el punto de que el poder político sólo puede ser le-gitimado mediante discusiones públicas en el marco de prácticasdeliberativas libres y públicas. Es más, puntualiza que, con el ob-jeto de que el espacio público pueda desempeñar esta función re-gulativa, las discusiones y deliberaciones deben realizarse en unmarco social caracterizado por la no dominación y exento de vio-lencia 2. En tales condiciones, el uso público de la razón en el

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2 Habermas no concibe la «publicidad» o «esfera pública» como una institu-ción ni tampoco como una organización; en principio, dicho concepto no es másque una mera abstracción con la que referirse al conjunto de los diferentes forosen los que los ciudadanos aparecen como público. Sería una suerte de amplioentramado apto para la comunicación de contenidos y tomas de posición, en elque se filtran y se sintetizan los flujos de comunicación de tal modo que se con-densan como opiniones públicas engranadas por temas específicos (cfr. FV, 435-438). En una voz de un diccionario, publicado originariamente en 1964, nuestro

ámbito del Estado de derecho, esto es, el escrutinio público delos motivos y argumentos que sustentan tanto a las normas jurídi-cas como a las medidas ejecutivas emanadas por los gobiernos,obtiene tal fuerza crítica que invierte el famoso postulado absolu-tista que formulara Hobbes (Leviatán, cap. XXVI): auctoritasnon veritas facit legem. De modo mucho más acorde con el nue-vo espacio de discusión, dicho postulado habrá de reformularseen los términos ilustrados siguientes: veritas non auctoritas facitlegem (cfr. HCOP, 90). Se abrirá entonces una considerable bre-cha en los ámbitos supuestamente incuestionados, en los mono-polios interpretativos de las autoridades civiles y eclesiásticas,que quedarían profundamente problematizados.

Sin embargo, cuando la esfera pública pierde su pujanza críti-ca y se adocena, terminan por deshacerse los últimos vínculos,cada vez más frágiles, que nos unen con la Ilustración 3. Eso fue,por ejemplo, lo que sucedió palmariamente en los llamados paí-

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autor apunta la siguiente caracterización: «Bajo el concepto de publicidad se en-tiende un ámbito de nuestra vida social en el que se puede formar algo así comoopinión pública. El acceso está por principio abierto a todos los ciudadanos. Unaparte de la publicidad se conforma en cada conversación en la que las personasprivadas se reúnen en un público [...]. Los ciudadanos se comportan como un pú-blico si, sin coacción, esto es, con la plena garantía de poder reunirse libremente,pueden expresar y publicar libremente sus opiniones sobre asuntos que concier-nen al interés general» (KK, 61).

3 Tal como Habermas analiza detenidament en HCOP, la idea de «esfera pú-blica» no se hizo corriente hasta el siglo XVIII, y ello tan sólo en Europa, princi-palmente en el Reino Unido y Francia, y, con cierto retraso, también en Alema-nia. Desde el punto de vista político, define un espacio de discusión y de críticasustraído a la influencia del Estado (es decir, a la «esfera del poder público» ycrítico con respecto a los actos o fundamentos de éste). Desde el punto de vistasociológico, se diferencia tanto de la corte como del pueblo, que no tiene accesoalguno al debate crítico: por eso se la puede calificar de burguesa. De hecho, sur-gió al hilo de ciertas necesidades y aspiraciones de esta clase social emergente,por ejemplo, en lo referente a la información económica relevante. De este modose extendió el juicio crítico propio de un «uso público de la razón» (como a fina-les del XVIII teorizaría Kant), que busca cambiar, incluso controlar, el poder polí-tico ejercido por las autoridades estatales. La edad dorada del siglo XVIII no dura-ría mucho, pues las reglas de acción racional de la esfera pública se revelaronineficaces a la hora de acomodarse a las demandas de la clase trabajadora queemergió con la Revolución Industrial. Bajo la presión de la calle, los conflictosfueron abordados —y, en su caso, también resueltos— recurriendo más a laamenaza de la fuerza que a la discusión.

ses del socialismo real, en donde la implantación de regímenescomunistas supuso la estatalización de la vida pública y gran par-te de la privada. Por su parte, el capitalismo duro elimina de igualmodo la dimensión pública de la vida social, al privatizarla. Eneste sentido, lo más característico de nuestras sociedades es lacasi práctica desaparición de la esfera pública: ha quedado absor-bida, por un lado, por el Estado, hasta el punto de que lo públicotermina por confundirse con lo estatal, y, por otro, por lo privado,de tal modo que bajo este rótulo se incluye sin más todo aquelloque no encaja en la órbita público-estatal. El poder estatal —in-cluso en las sociedades democráticas— se muestra a menudomás interesado en escrutar el estado de la opinión pública pormedio de técnicas demoscópicas que en fomentar (o, al menos,permitir) su libre formación. En ese contexto, las elecciones pe-riódicas no significan más que un acto de aclamación en el mar-co de una esfera pública temporalmente organizada para el espec-táculo o la manipulación (cfr. HCOP, 237-247). El uso que se hadado a los modernos medios de comunicación de masas no ha su-puesto tampoco la construcción de un espacio adecuado para elejercicio del diálogo ciudadano 4.

Años después, en 1973, con Problemas de legitimación delcapitalismo tardío, Habermas se plantea explícitamente la vigen-cia efectiva de la democracia en las sociedades contemporáneas.Este libro es un excelente análisis de las estrategias defensivasempleadas por el moderno Estado capitalista, de la eficacia desus medios de integración y de las quiebras funcionales de ese ré-gimen capitalista de intervención estatal destinado a asegurar lacontinuidad del ciclo económico y a garantizar una cierta redis-tribución social de los recursos disponibles. Es en el desempeñode esta última función en donde el Estado se ve sobrecargado de

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4 El empeño habermasiano por el espacio público entronca casi directamentecon una de las constantes de la Escuela de Fráncfort. Como es sabido, el acentoen la dimensión crítica de la teoría que preconizaba el Instituto de InvestigaciónSocial condujo a sus miembros a mostrar una atención creciente a uno de los as-pectos más llamativos del mecanismo reproductivo de la vida social capitalista:su control de la conciencia de sus miembros a través de la llamada «industria cul-tural», que cada vez cuenta con más perfeccionadas técnicas. En particular, du-rante el periodo norteamericano, el Instituto prestó una notable dedicación a lacrítica de la «cultura de masas».

demandas sociales que no puede atender adecuadamente. A dife-rencia de lo que cabría esperar, la mera extensión de los procedi-mientos democráticos en la gestión del Estado no logra resolverlos problemas de legitimación que se plantean con esas demandasinsatisfechas, sino que más bien los agrava.

Los propios mecanismos de intervención estatal empleados enlas democracias representativas para paliar las crisis de legitimi-dad propenden a desactivar el ámbito de lo público y a fomentarla despolitización de la población. El individuo no adquiere enplenitud la condición de ciudadano participativo y toda su activi-dad política se reduce, en un remedo de democracia plebiscitaria,a la de simple elector pasivo, al que sólo le cabe aprobar o recha-zar en bloque los hechos consumados 5. No sólo se tiende a aho-gar o a desestimar toda voluntad política disidente (cfr. PLCT,54), sino a eliminar de la discusión pública las cuestiones prácti-cas decisivas. Toda la actividad estatal se restringe a meras tareastécnicas resolubles en términos administrativos (cfr. CTI, 80-86).Este ejercicio burocrático del poder desdeña la pujanza de la es-fera de la opinión pública política y busca tan sólo un espacio pú-blico demostrativo que proporcione el asentimiento de una pobla-ción mediatizada. Incluso las políticas de bienestar social tienencomo efecto —buscado o no— que los ciudadanos se conviertanen meros «clientes», de tal modo que la ausencia de una genuinaparticipación política se torna en algo aceptable.

Estos análisis sociopolíticos de Habermas no son sólo unadescripción de las instituciones y los procedimientos democráti-cos contemporáneos, sino que representan también una crítica-denuncia de su progresivo deterioro. No son, desde luego, obser-vaciones completamente novedosas, pues de alguna maneraenlazan con las críticas al parlamentarismo esgrimidas durante laprimera mitad del siglo XX. La constatación de la crisis de los

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5 O, como había apuntado ya Habermas en un texto anterior: «La elección yconfirmación de los gobernantes o de quienes pueden gobernar son por lo gene-ral actos plebiscitarios, y como a lo único que la votación se refiere es a quépersonas han de ocupar las posiciones en las que es ineludible decidir y no a laslíneas maestras a las que han de atenerse las decisiones mismas que han detomarse, la elección democrática se realiza aquí más bien en forma de aclamacio-nes que de discusiones públicas» (CTI, 139).

parlamentos como lugar de auténtico debate político y de la pre-ponderancia de las formas de legitimación plebiscitaria en las so-ciedades de masas es un lugar común en la sociología política,sobre todo gracias a la obra de Schumpeter. Autores políticamen-te tan heterogéneos como Max Weber, Carl Schmitt o HannahArendt participan también de estos análisis y constituyen, a suvez, fuentes de inspiración para Habermas.

3. La democracia deliberativa

La acción política presupone la posibilidad de decidir a través dela palabra sobre el bien común. Esta acepción del término «polí-tica», sólo válida en cuanto ideal aceptado, guarda una estrecharelación con la concepción de la política defendida por Haber-mas. En particular, con el modelo normativo de democracia quedesarrolló a principios de los años noventa y que incluye un pro-cedimiento ideal de deliberación y toma de decisiones: la llama-da política deliberativa (cfr. FV, cap. VII). Un modelo que res-ponde a un propósito no disimulado de extender el uso público dela palabra y, con ello, de la razón práctica a las cuestiones queafectan a la buena ordenación de la sociedad.

La concepción habermasiana de la democracia logra aunar lafundamentación de un discurso normativo derivado de las estruc-turas racionales de la comunicación con una reconstrucción his-tórica y sistemática de las formas institucionales sobre las que seha plasmado históricamente el proyecto democrático. En una pri-mera aproximación, la democracia sería, de acuerdo con los pre-supuestos de la teoría discursiva, aquel modelo político en el quela legitimidad de las normas jurídicas y de las decisiones públicasradicaría en haber sido adoptadas con la participación de todoslos potencialmente afectados por ellas. En este sentido, Haber-mas se muestra especialmente sensible a asumir las críticas pro-venientes de la tradición hegeliana acerca de las carencias institu-cionales del formalismo moral kantiano que él mismo adoptaparcialmente en su ética discursiva. Le afecta, en particular, laacusación de que el planteamiento de una teoría de la sociedadesencialmente normativa no se adecue a los dictados de la reali-dad política y, por ello, como él mismo reconoce, le preocupa

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«desmentir la objeción de que la teoría de la acción comunicativaes ciega frente a la realidad de las instituciones» (FV, 58). Admitesin reserva que, dada la brecha que se abre entre lo ideal y lo po-sible, no es factible una transición coherente desde la esfera delos principios generales hacia el ámbito del actuar político sin es-tablecer «mediaciones» que garanticen una fluida comunicación.Por suerte, cree encontrar en las instituciones constitucionales vi-gentes (la división de poderes dentro del aparato estatal, la vincu-lación de la actividad estatal al derecho y, en particular, los proce-dimientos electorales y legislativos) un reflejo, al menos parcial,de las exigencias normativas de su modelo político. Los valores ycontenidos ideales presentes en el mundo de la vida, en el len-guaje público cotidiano, en las instituciones y en los textos jurídi-cos (como, por ejemplo, las declaraciones de derechos) no cons-tituyen vanas pretensiones ni meras ficciones acomodaticias, sinoque inciden sobre la acción humana, exigiendo constantementeuna práctica adecuada que aligere la tensión entre hechos y valo-res. Dichas realizaciones y anclajes institucionales constituiríanentonces las mediaciones necesarias para poder transitar del nivelde su propia teoría a la realidad social sin caer en planteamientosde índole voluntarista: «El desarrollo y la consolidación de unapolítica deliberativa, la teoría del discurso los hace depender, node una ciudadanía colectivamente capaz de acción, sino de la ins-titucionalización de los correspondientes procedimientos y presu-puestos comunicativos, así como de la interacción de deliberacio-nes institucionalizadas con opiniones públicas desarrolladasinformalmente» (FV, 374). En este sentido, una intuición básicade la concepción deliberativa de la democracia es que, llegado elmomento de adoptar una decisión política, el seguimiento de laregla de la mayoría esté subordinado al previo cumplimiento delrequisito de una discusión colectiva capaz de ofrecer a todos losafectados la oportunidad de defender públicamente sus puntos devista y sus intereses mediante argumentos genuinos y negociacio-nes limpias. La deliberación en ningún caso debe confundirsecon la mera ratificación colectiva de posiciones ya cristalizadas.Si todas las preferencias y opiniones políticas han de someterse aun proceso de debate e ilustración mutua, esto implica que todoslos actores políticos deben estar abiertos a cambiar su posicióninicial si como resultado de la deliberación pública encontraran

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razones para hacerlo. Si esta actitud no está presente, la discusiónqueda como un mero trámite que hay que cumplir antes de proce-der a votar, esto es, de aplicar mecánicamente el poder de la ma-yoría. En la práctica política cotidiana resulta ciertamente difícilsometerse a los exigentes requisitos de la democracia deliberati-va, pero es ahí donde realmente se pone a prueba la calidad deuna democracia. Dicha calidad se mide en función de los «méto-dos y condiciones» del proceso de formación de la voluntad polí-tica, más exactamente, del «nivel discursivo del debate público»(FV, 381). De ahí que lo decisivo sea la mejora de los métodos ycondiciones del debate, de la discusión y de la persuasión.

En la vertiente más política del pensamiento habermasianoposee una gran relevancia la defensa del sistema democráticocomo mecanismo legitimatorio de las prácticas del poder; no setrata, sin embargo, de que nuestro autor abogue en favor de cual-quiera de las democracias hoy en día al uso, sino de una demo-cracia cualificada, de una democracia deliberativa que presenta ala opinión pública política activa —con sus prácticas argumenta-tivas— como la estancia donde se dilucida la legitimidad del sis-tema democrático, así como la de sus diversos procesos de tomade decisión. Habermas no mantiene, por tanto, un tono descripti-vo en su reflexión acerca de la democracia. Su acento en la po-tenciación del «nivel discursivo del debate público» implica dehecho un radical cuestionamiento del funcionamiento real de lademocracia de masas —reducida a un sistema de selección de lí-deres— que describieron autores como Weber o Schumpeter yque supuestamente encaja mejor en la sociedad contemporánea.Ciertos politólogos, tras constatar que de facto el reparto de lacapacidad de juicio político de los ciudadanos no es igualitario,consideran que una cierta apatía política, un cierto desinterés, re-sulta incluso conveniente en términos funcionales. Desde la pers-pectiva de un ethos republicano, como el que asume Habermas,esa posición no puede resultar más desoladora. Frente a esta con-cepción elitista de la democracia, la política deliberativa repre-senta un modelo de descentramiento del poder político (cfr. Sin-tomer, 1999). La estrategia seguida por Habermas no consiste,sin embargo, en fundamentar la democracia desde la mera razón,sino en redescribir sus prácticas y sus metas tal como se expresanteóricamente en los textos fundacionales de las comunidades po-

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líticas democráticas. De ahí que su tarea se limite a resaltar lospresupuestos de la deliberación democrática, esto es, las condi-ciones necesarias para que la discusión crítica y abierta de asun-tos de interés general se lleve a cabo en los distintos foros y cana-les de la esfera pública. No se trata de supuestos inventados en unlaboratorio de ingeniería social, sino de elementos fundamentalesdel modo en que las sociedades democráticas existentes se com-prenden normativamente a sí mismas.

Un régimen democrático puede caracterizarse como un siste-ma político que convierte la expresión de la voluntad popular ennormas vinculantes para todos los sujetos políticos y para todoslos poderes estatales. Por eso, una adecuada descripción del com-plejo proceso de elaboración de las normas jurídicas en un Esta-do democrático no puede alcanzarse con la mera consideraciónde los aspectos institucionales. Dicho proceso depende en granmedida de la variedad y riqueza de otros elementos no institucio-nalizados de la vida ciudadana, que sirven de cauce para el ejer-cicio de los derechos de participación. El principio de la sobera-nía popular —sobre el que se asienta el sistema democrático— seexpresa tanto dentro como fuera de los órganos institucionales derepresentación.

Si bien el principio de la soberanía democrática, en la medidaen que concibe a la ciudadanía como poder legislativo e inclusocomo poder constituyente, mantiene una estrecha relación con elmomento de creación de las normas jurídicas, su mera invoca-ción abstracta no explica suficientemente la génesis y la trans-formación del derecho, complejos fenómenos que tampoco que-dan aclarados desde la perspectiva del proceso legislativo en sudimensión estrictamente institucional. La democracia deliberati-va se nutre, en realidad, «de una interacción entre la formaciónde la voluntad formalmente articulada [...] y la formación infor-mal de la opinión» (FV, 386). Es más, la democracia vive de pre-supuestos que ni las instituciones estatales ni las normas jurídi-cas crean, sino que sólo canalizan. El parlamento, que encarna elpoder legislativo ordinario en cuanto órgano que representa lavoluntad popular en los sistemas constitucionales, es, desde elpunto de vista de su propia comprensión normativa, la caja deresonancia más reputada de lo que acontece en la esfera pública.Mas la génesis de la formación de la voluntad política se en-

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cuentra en los procesos no institucionalizados, en las tramas aso-ciativas multiformes (partidos políticos, sindicatos, iglesias, fo-ros de discusión, asociaciones de vecinos, organizaciones no gu-bernamentales, etc.) que conforman la sociedad civil. Es en esared de redes donde se formulan las necesidades, se elaboran laspropuestas políticas concretas y desde donde se controla la reali-zación efectiva de los principios y reglas constitucionales. Noobstante, en la práctica actual de las democracias, los partidospolíticos —con estructuras burocratizadas y férreamente contro-ladas por sus cúpulas dirigentes— han monopolizado estas fun-ciones, negando a la ciudadanía la oportunidad de definir laoferta electoral y el control del cumplimiento de los programas.Aquí estaría una de las mayores discrepancias entre la promesacontenida en las normas constitucionales y su plasmación con-creta.

Sin renunciar a los presupuestos de la tradición normativa dela democracia (Rousseau sería una de las principales referencias),Habermas concibe la reconstrucción del proyecto político demo-crático en y desde el horizonte irrebasable de la única democra-cia realmente existente: la democracia liberal. De hecho, su am-bición nada oculta sería armonizar el elemento democrático y elliberal de la modernidad política (cfr. FV, 374) 6. Aun más, de-fiende que la posibilidad de cada uno de ellos depende de su ínti-ma relación conceptual y normativa con el otro. Este intento deconciliación se hace igualmente visible en su concepción dualde la autonomía, una de las nociones clave de la filosofía jurídico-política de Habermas: por un lado, la autonomía pública —enten-dida como participación en la autorregulación colectiva de unasociedad— y, por el otro, la autonomía privada —un espacio delibre elección para la autorrealización personal. Ambas se con-ciben como dos principios normativos no defendibles por separa-do. Este intento de armonización puede observarse de manera

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6 En la modernidad ha habido, por supuesto, otros lenguajes políticos rele-vantes, pero desde el desmoronamiento del bloque soviético uno se presenta, sinduda, como hegemónico: el democrático-liberal (Francis Fukuyama dixit). Histó-ricamente, sin embargo, se trata de dos tradiciones bien diferenciadas: dicho deuna manera sumamente concisa, el liberalismo es, sobre todo, el lenguaje de losderechos, y su objetivo es la limitación del poder; por su lado, la meta de la con-cepción democrática de la política es la participación en el poder.

más gráfica en el esquema que se ofrece en la página siguiente,confeccionado a partir del artículo «Tres modelos de democracia»(IO, 231-246). El objetivo no sería otro que el de tomar concien-cia de que son los propios individuos quienes han de poder deter-minar las normas que regulen la convivencia social (cfr. NRI, 126).Trata así de encontrar un equilibrio entre la primacía de la auto-nomía privada y el predominio de la autonomía pública mediantela configuración de una «autonomía político-moral», y lo halla enel sistema de los derechos. Este sistema «exige la realización si-multánea y complementaria de la autonomía privada y de la auto-nomía pública o ciudadana, que, consideradas normativamente,son co-originales y se presuponen mutuamente porque la una per-manece incompleta sin la otra» (FV, 392). En este equilibrio se en-contraría el meollo de aquello que Habermas denomina la co-ori-ginalidad (o equiprimordialidad) de los derechos humanos y lasoberanía popular y que, a su vez, constituye el núcleo gordianode toda su teoría jurídico-política.

En relación con la concepción republicana del Estado conce-bido como una comunidad ética y con la concepción liberal delEstado concebido como guardián de la sociedad centrada en elsubsistema económico, la fórmula habermasiana puede ser consi-derada un tercer modelo democrático. Dicha fórmula se apoya enlas condiciones comunicativas bajo las cuales el proceso políti-co tiene para sí la presunción de producir resultados racionalesporque es llevado a cabo en toda su extensión de una manera de-liberativa. La concepción habermasiana asume, no obstante, ele-mentos tanto de la concepción liberal como de la concepción re-publicana, y los integra en el concepto de un procedimiento idealpara la deliberación y la toma de decisiones. Sin embargo, deeste modo, el buscado equilibrio entre las concepciones privada ypública de la autonomía resulta bastante inestable y el modelo deHabermas acaba escorándose hacia la pública al poner el acentoen la noción de autolegislación. El principio democrático —elprincipio discursivo bajo forma jurídica— se presentaría como laexpresión de la exigencia de autonomía: «La idea de autolegisla-ción del ciudadano exige que aquellos que están sometidos al de-recho como destinatarios suyos puedan a su vez entenderse comoautores del derecho» (FV, 186). Esta opción sería además coheren-te con la interpretación que nuestro autor hace de los textos polí-

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ticos de sus dos principales referencias ilustradas: «Kant y Rous-seau entienden la autonomía como la capacidad de ligar la propiavoluntad a leyes que pueden ser adoptadas por todos a partir de lacomprensión de lo que es bueno para todos» (VJ, 309).

En la concepción rousseauniana, la soberanía popular se pre-sentaba con una inmediatez tal que hacía de la articulación de lasmaquinarias institucionales una cuestión de importancia menor.Sin embargo, lo decisivo a efectos prácticos es saber cómo se ex-presa ordinariamente la voluntad de los ciudadanos, qué procedi-mientos se siguen para obtenerla. Por ello, Habermas quiere avan-zar en la elaboración de un procedimiento cognitivo que permitatransformar la «cruda» voluntad popular en una versión algo más«depurada». En ese contexto, el modelo de la política deliberativarepresentaría una posible traducción al ámbito político de la teoríade la acción comunicativa y, en gran medida, supone la realiza-ción del principio discursivo mediante instrumentos legales. Dedicho modelo se deriva un horizonte político de carácter reformis-ta que responde a la necesidad de ensanchar el marco formal de lademocracia representativa: se trataría tanto de profundizar en loselementos de participación ciudadana ya existentes mediante elfomento de una cultura política activa como de asegurar los conte-nidos materiales de carácter distributivo establecidos por el Estadode bienestar con el fin de neutralizar las indeseadas consecuenciasno igualitarias de la economía de mercado.

La política deliberativa consiste, en suma, en una modalidadde democracia participativa que vincula la resolución racional deconflictos políticos a prácticas argumentativas o discursivas en di-ferentes espacios públicos. Para su puesta en marcha resulta vitalla presencia de una esfera pública asentada sobre la sociedad civil.La esfera pública estaría configurada por aquellos espacios de es-pontaneidad social libres de interferencias estatales, así como delas regulaciones del mercado y de los poderosos medios de comu-nicación. En dichos espacios surgiría la opinión pública en su faseinformal, las organizaciones cívicas y, en general, todo aquelloque desde fuera influye, evalúa y critica la actividad política. Enúltima instancia, la efectividad de este modelo de democraciaque Habermas postula se hace recaer sobre procesos informales quepresuponen la existencia de una vigorosa cultura cívica. Ahí seencontraría también, sin duda, la mayor debilidad de la propuesta.

5. Estado de derecho y democracia. La política deliberativa

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La vigencia de la política deliberativa depende de la robustezque posea la sociedad civil, así como de su capacidad para llevara cabo la problematización y el procesamiento público de todoslos asuntos que afectan a la sociedad y a sus ciudadanos. La ener-gía procedente de los procesos comunicativos requiere de con-ducciones que eviten pérdidas y favorezcan una eficaz transmi-sión a todos los sectores sociales. Para ello se necesita que losciudadanos se responsabilicen de su propio destino en común yque reflexionen acerca de la sociedad y de sus condiciones, almargen de coacciones que puedan ser impuestas por parte de unpoder superior. Cabría plantear, no obstante, que si de veras exis-tiera una cultura participativa profundamente asentada, ¿para quéhabría necesidad del derecho y, en última instancia, del Estadoque Habermas preconiza en Facticidad y validez?

4. Desobediencia civil y sistema democrático

La cuestión de la obediencia al derecho, en general, y de la deso-bediencia civil, en particular, posee una indudable dimensión po-lítica, pues la solución propuesta siempre estará vinculada a ladoctrina que se mantenga respecto a los fundamentos de legitimi-dad del poder del que las normas emanan, sea éste individual ocolectivo, secular o teológico. Además, la resolución de estacuestión mantendrá una relación de dependencia con el trata-miento que se dé al uso de la violencia en las relaciones sociales.Aunque sólo fuera por estos dos motivos, una teoría crítica de lasociedad, como la propugnada por Habermas, no podía sustraersea la consideración de esta cuestión. Como se expondrá a conti-nuación, en su reflexión sobre el tema de la desobediencia civil,nuestro autor fijará su atención en las condiciones de su admisi-bilidad moral, aunque sin olvidarse de sus virtualidades en la pra-xis política.

Los dos únicos escritos habermasianos dedicados explícita-mente al tema de la desobediencia civil se remontan a la primeramitad de la década de los años ochenta (cfr. EP, 51-89). El tras-fondo de estos textos eran las grandes manifestaciones pacifistasdel otoño de 1983, las masivas protestas contra la instalación delos «euromisiles» que alimentaron un importante debate moral

Para leer a Habermas

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que dividió en dos a la opinión pública alemana. Los sujetos dedichas protestas, que incluían violaciones de múltiples normasadministrativas, pretendían justificar sus acciones como actos dedesobediencia civil. Las mencionadas intervenciones públicasde Habermas en el debate entonces en curso conectaban con suspropios intereses —manifestados ya con anterioridad— por re-plantear críticamente la fundamentación normativa de los siste-mas democráticos parlamentarios. Con posterioridad, en su obrasistemática sobre la teoría discursiva del derecho (FV), nuestroautor volvió sobre esta cuestión de una manera más concisa, perotambién más descontextualizada.

La reconstrucción de un espacio público orientado a la consi-deración racional de las cuestiones que conciernen al buen orde-namiento de la sociedad es, como se ha señalado anteriormente,el gran objetivo trazado por el proyecto social habermasiano.Esta concepción de la política como práctica comunicativa nopuede obviar, sin embargo, la presencia permanente de poder yviolencia en la interacción social: «En las instituciones políticas—y no solamente en ellas— hay engastada una violencia estruc-tural. La violencia estructural no se manifiesta como violencia,sino que más bien, sin hacerse notar, bloquea las comunicacionesen las que se forman y propagan las convicciones generadoras delegitimidad» (PFP, 221). Precisamente porque la acción «políti-ca» a menudo implica la negación de facto de la posibilidad dedecidir a través de la palabra sobre el bien común, el propio em-peño político para tornar viable el proyecto de recomposición dela esfera pública debe asumir sin complejos la ambigüedad natu-ral del poder. Una práctica social emancipadora no puede excluirde antemano el uso de una forma calculada de violencia simbóli-ca, incluso aunque represente una forma susceptible de llegar aser clasificada como mera violencia por los poderes establecidos.Aunque en las democracias pluralistas el reconocimiento de laigualdad formal incluye el derecho de todos a la palabra, esa fa-cultad no puede ejercerse de manera inmediata, ya que, como se-ñala Agnes Heller (1984, 295), «el sistema social es de domina-ción y la parte dominante no puede ser movida a escuchar unaargumentación o a aceptar algún tipo de reciprocidad, a menosque se le fuerce a prestar atención». Con todo, y pese a que Ha-bermas condenó sin tapujos la violencia juvenil de algunos movi-

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mientos estudiantiles de finales de los años sesenta, nunca dejóde reconocer explícitamente que una parte considerable de lasiniciativas estudiantiles estaban guiadas por la percepción de queexistía una abierta oposición entre los ideales universalistas de li-bertad y solidaridad, por una parte, y la pervivencia del conflictode clases y el decepcionante comportamiento de una política de-mocrática reducida a sus expresiones más formales, por otra.

Más allá de la pertinencia o no de la observación realizada porHeller en 1981 en un tono de reproche contra Habermas, el he-cho es que poco tiempo después éste abordó, en algunos de susensayos más combativos, la cuestión de la desobediencia civilcomo una herramienta legítima en el proceso de la formación de-mocrático-radical de la voluntad política. En su valoración, estaforma pacífica de disidencia representa un elemento normal ynecesario de la cultura democrática: un instrumento idóneo parala realización de los fines del Estado democrático de derecho ypara el aseguramiento de la eficacia de los principios y normasconstitucionales, un medio útil para lograr la maduración de laopinión pública y, en definitiva, para la participación política realde los ciudadanos.

El carácter normalizado e institucional de las relaciones polí-ticas con que funcionan realmente las democracias liberales con-lleva a menudo su burocratización, un fenómeno que alcanza a laestructura misma de los partidos políticos, sujetos privilegiadosde la representación política de los ciudadanos. De ahí que seanprecisamente los grupos y movimientos sociales relativamentemarginales, en el sentido de escasamente institucionalizados, losque mejor puedan ejercer la función de una opinión crítica queactúe como vigilante del desarrollo efectivo de los principios de-mocráticos. Los cambios de mentalidades más significativos anivel social son inspirados en un primer momento por tales mi-norías críticas, que actúan como catalizadores de tales procesos:«las innovaciones sociales son impulsadas con frecuencia porminorías marginales, aunque más adelante se generalicen a todala sociedad en un nivel institucional» (NRI, 185).

En una sociedad en donde la opinión se encuentra dirigida (y,con reiterada asiduidad, también manipulada) por los mass me-dia, la protesta de una conciencia disidente, organizada en movi-miento social, es un importante factor de movilización que puede

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culminar en la elaboración o en la reforma de una norma jurídica,así como en el cambio de línea de una cierta política gubernativa.En este sentido, para los diversos individuos o grupos que en undeterminado momento se encuentran en minoría, el ejercicio dela desobediencia civil representa una forma de expresar pacífica-mente sus desacuerdos con la opinión de la mayoría. En algunosregímenes políticos, por ejemplo en los de corte totalitario, losdisidentes no suelen disfrutar de muchas oportunidades para ma-nifestarse, por lo que ahí puede resultar más oportuno actuar deun modo más radical, no necesariamente respetuoso con las auto-ridades y sus disposiciones más o menos arbitrarias. Sin embar-go, son las sociedades democráticas las que aparecen como el es-cenario más habitual de este modo de disidencia: por mor de lasmencionadas razones tácticas, la mayor virtualidad práctica de ladesobediencia civil está precisamente allí donde el poder poseela forma de legitimación consagrada en la modernidad, la formademocrática de gobierno.

En el tratamiento de la cuestión de la desobediencia civil, Ha-bermas es, en gran medida, deudor de algunas teorías demolibe-rales norteamericanas, tal como reconoce explícitamente (cfr. EP,192-193). En esta cuestión, como en tantos otros asuntos, Haber-mas procede a incorporar en su propia trama conceptual una ideaque ya se encontraba suficientemente perfilada. De hecho, coin-cide con John Rawls, Ronald Dworkin o Peter Singer en concebirla desobediencia civil como la ejecución de actos contrarios a lalegalidad vigente, de carácter no violento, cometidos para influirdirectamente en la opinión pública —sobre la que se ejerce unapresión moral— y de esta manera lograr que se modifiquen cier-tas leyes o decisiones gubernativas. O dicho de otro modo, puedetipificarse como actos de desobediencia civil aquellas accionesdelictivas en las que el infractor de la norma prescinda de la vio-lencia, esté motivado por razones político-morales, no rechace elresto del ordenamiento jurídico y acepte las consecuencias pena-les de sus actos. El cumplimiento de estos requisitos normativosconvierte esta figura delictiva en una forma cualificada de disi-dencia política. En la medida en que quienes la ejercitan se aten-gan a dichos requisitos, la desobediencia civil se movería, segúnHabermas, en un incierto umbral situado entre la legalidad re-chazada y la legitimidad reivindicada. De estos rasgos definito-

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rios se derivaría como consecuencia práctica que un Estado de-mocrático no sólo debería considerar a quienes perpetran estosactos ciudadanos radicalmente diferentes a delincuentes comunes,sino que incluso debería proporcionarles un reconocimiento pú-blico, puesto que su actitud denota un radical compromiso cívico.

Con todo, y de una manera algo contradictoria, Habermasmantiene que una valoración positiva de esta forma de disidenciano tendría por qué ser incompatible con el mantenimiento de al-gún tipo de sanción, pues de lo contrario podría provocarse el in-deseado efecto de acabar normalizando —o desactivando— uncomportamiento excepcional. La justificación moral de la deso-bediencia descansa, en parte, precisamente en el carácter ilegalde la acción y en la consiguiente asunción de la sanción jurídicapor el que protesta y quiere dar a su gesto su pleno valor simbóli-co y moral. Además, el hecho de penalizar el ejercicio de la deso-bediencia civil contribuye incluso a apreciar en su justa medidael hito que su práctica masiva ha significado en la cultura políticay jurídica contemporánea. De entrada, supone una ruptura abiertacon la práctica habitual del abstencionismo político (que no se re-duce a su mera expresión electoral), esto es, con el desinterés delciudadano por los asuntos públicos: constituye, en definitiva, unamanera de participar activamente en la formación de una volun-tad política radicalmente democrática. Por ello mismo, el Estadoque castiga al desobediente civil no debe olvidar que con ellosanciona a alguien por luchar por los fundamentos de legitimidaddel propio Estado (cfr. EP, 86).

Habermas se cubre, como hemos visto, de ciertas cautelas a lahora de justificar la desobediencia civil, debido, sin duda, a lasfuertes críticas recibidas desde los círculos jurídicos alemanesmás conservadores. Insiste en que esta forma de discrepancia po-lítica requiere el respeto de una importante condición: nuncadebe ejercitarse fuera del ámbito constitucional. Habermas no de-fiende, por tanto, un uso revolucionario de la desobediencia civil,tal como se hizo en el seno de los movimientos estudiantiles delos años sesenta. Reconoce la legitimidad de su ejercicio si seemplea en forma de golpes calculados que no tengan más que uncarácter simbólico, con una manifiesta intención de apelar a lacapacidad de comprensión y al sentido de la justicia de la mayo-ría. En cualquier caso, la actualidad de la desobediencia civil no

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puede ser separada de la crisis de representatividad de los siste-mas democráticos. Su práctica debe ser entendida como una críti-ca de los procedimientos representativos tradicionales, pero pre-cisando que se trata de una crítica en clave democrática radical.En suma, en favor de la práctica de la desobediencia civil siem-pre puede argüirse como argumento de peso su adecuación alprincipio básico de cualquier Estado democrático, esto es, la par-ticipación de los ciudadanos en la toma de decisiones públicas.

En Facticidad y validez, el autor introduce algunos pequeñosmatices a su concepción de la desobediencia civil, aunque másbien con el objeto de reafirmarse en sus anteriores posiciones. Enprimer lugar, insiste en definir la desobediencia civil en términosconstitucionales: «Estos actos de violación pacífica y simbólicade normas se comprenden como expresión de la protesta contradecisiones vinculantes que según la concepción de los actoresson a pesar de su tramitación legal ilegítimas a la luz de los prin-cipios constitucionales vigentes» (FV, 464). En segundo lugar,considera que la estrategia de cobertura jurídica y política de ladesobediencia civil basada en la remisión al espíritu de los prin-cipios y valores reconocidos en el ordenamiento constitucional seve fortalecida si se adopta «una comprensión dinámica de laConstitución como un proyecto inconcluso» (FV, 465-466), estoes, una concepción no esencialista de la misma. «Desde estaperspectiva a largo plazo —continúa argumentando Habermas enese mismo texto—, se representa el Estado democrático de dere-cho no como una imagen acabada, sino como una empresa sus-ceptible (achacosa), irritable, sobre todo falible y necesitada derevisión.» La Constitución de un Estado democrático es una«obra abierta» con un carácter necesariamente falible y, por tan-to, revisable. No es un mero «documento histórico» muerto, sinoun proyecto de sociedad justa que señala el «horizonte de expec-tativas» de una comunidad política y que sus miembros mediantesus diferentes lecturas deben ir adaptando a los cambios sociales.Además de desempeñar el papel de destinatarios de las normasvigentes, los ciudadanos se conforman también como cualifica-dos intérpretes constitucionales. Dando un paso más allá, los de-sobedientes civiles podrían ser considerados una suerte de acti-vos colaboradores del sistema constitucional que actuarían en sudefensa una vez que normas legales, decisiones gubernamentales

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o dictámenes jurisdiccionales llegaran a cuestionar el sentido delos mandatos constitucionales.

5. La democracia ante los desafíos del presente

Con el transcurso de los años, el objetivo inicial de Habermas,dirigido a orientar teóricamente la acción política, ha ido mati-zándose; esto ha ocurrido tras tomar conciencia de que «una teo-ría de la sociedad únicamente puede encontrar su papel políticoen centrar la atención sobre la ambivalencia esencial de la situa-ción histórica mediante diagnósticos sensibles del tiempo presen-te» (ENTG, 391). Sus numerosos textos de temática política seintegran plenamente en este programa. En ellos se hace explícitala voluntad de pensar las coordenadas de nuestro tiempo y mos-trar la fecundidad y, por tanto, la relevancia de su concepción fi-losófica para la comprensión y ulterior resolución de las urgentescuestiones políticas de la actualidad. En su conjunto, estos traba-jos no pertenecen a aquellas frecuentes intervenciones escritasdel autor como intellectuel engagé en la discusión de los proble-mas concretos de la vida pública. Deben leerse, más bien, comoun detallado examen de las precondiciones sociales, culturales einstitucionales a las que está sometida la ejecución de discursosprácticos, así como de las barreras con que éstos tropiezan.

En este sentido, La inclusión del otro y La constelación pos-nacional son dos libros que responden al tipo de preocupacionesal que se hacía referencia en el párrafo anterior. Ambas recopila-ciones de artículos se inscriben de lleno en el periodo productivomarcado por el «giro jurídico» que el autor infundió a su pensa-miento social desde finales de los años ochenta y cuya plasma-ción más emblemática sería, sin duda, Facticidad y validez. A laluz de la teoría discursiva del derecho y del Estado desarrolladaen esta voluminosa obra, en esos dos libros nuestro autor fija suatención en los distintos ámbitos y problemas del mundo contem-poráneo, las principales tendencias de la época, que constituyenlos contextos histórico-culturales en donde han de aplicarse losprincipios democráticos de la política deliberativa. Entre los con-textos más condicionantes de cualquier programa práctico, Ha-bermas señala los siguientes: la progresiva integración de los

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mercados internacionales, la mundialización de los canales decomunicación, la creciente diversidad cultural de las sociedadescontemporáneas, el repunte de los sentimientos nacionalistas, elvaciamiento de la democracia o la toma de conciencia del carác-ter global de la protección de los derechos humanos.

Ante las nuevas condiciones tecnológicas, económicas y me-dioambientales, con considerables repercusiones en el terreno so-ciocultural, Habermas estima inapropiado pensar en la soluciónde los problemas actuales en el estrecho marco de los Estados na-cionales —un marco cuestionado desde dentro por la fuerza ex-plosiva del multiculturalismo y desde fuera por la presión pro-blemática de la globalización. Si asimismo se tiene en cuenta laobsolescencia de los grandes metarrelatos modernos (tal comopuso de manifiesto Jean-François Lyotard a principios de losaños ochenta, inaugurando así lo que se convino en llamar elpensamiento postmoderno), dar respuesta a los desafíos prácticosdel presente presupone replantear desde nuevas bases tanto el Es-tado como la política. Se trata, pues, de adecuar el pensamientopolítico al contexto de referencia de hoy —un mundo globalmen-te interconectado— sin perder de vista las demandas de reconoci-miento que de modo permanente formulan los individuos y losdiversos grupos sociales. Sin duda, a pesar de los grandes cam-bios sociales que se han ido sucediendo y del individualismo am-biente, no se ha aminorado ni un ápice la necesidad de disponerde un firme vínculo social. En este sentido, una de las paradojasde nuestra época estriba en que los fenómenos de la mundializa-ción de la economía, un hecho de indudable trascendencia, asícomo de la internacionalización de la política y de la esfera cul-tural, coinciden en el tiempo con un nuevo auge de los naciona-lismos y de una cierta sensibilidad religiosa (que en ocasionesdegenera en fundamentalismo) como formas de paliar los déficitsde integración comunitaria.

Con todo, como sostiene Habermas en el artículo inicial de Lainclusión del otro, a la hora de formular propuestas normativas,la «situación de partida» que debe tomarse en consideración demanera insoslayable es la emergencia en las sociedades contem-poráneas de un radical pluralismo cosmovisional y axiológico: elfact of pluralism —haciendo ahora uso de la expresión acuñadapor John Rawls— constituye el rasgo característico de la condi-

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ción moderna. A tal hecho no es ajena la pérdida de aquella ca-pacidad de integración social que antaño poseían las grandes re-ligiones. La secularización como fenómeno sociocultural implicala ruptura del monopolio de la interpretación. Esta reflexión nohace sino actualizar la conocida tesis weberiana del politeísmo delos valores, según la cual la modernidad se caracteriza no sólopor el abierto y radical conflicto entre las diversas esferas cultu-rales de valor, sino por la ausencia de una instancia capaz de diri-mir tal tipo de litigios. Sin duda, este cuadro —apenas trazado—se ha convertido en emblema de toda una época, la nuestra.

En los países occidentales es perceptible desde el siglo XVIII

un declive paulatino de la influencia social de lo sagrado. A par-tir de entonces el pensamiento político y social se lanzó a la bús-queda de un vínculo social —como lo llamaría Émile Durk-heim— que compensara ese vacío dejado por la religión (cfr.DFM, 172). Ante el evidente fracaso de todas las diversas tentati-vas por lograrlo, cualquier planteamiento político —y, con mayorrazón, si se erige desde una perspectiva democrática— no puedeeludir la existencia de una multiplicidad inconmensurable dedoctrinas religiosas, morales y filosóficas, esto es, de concepcio-nes del mundo y del bien, de formas de vida y de valores nosiempre conciliables. La falta de referentes unitarios de carácternormativo o de una «instancia superior» capaz de generar con-senso obliga a renunciar a cualquier intento de fundamentaciónmetafísica o última de la política y de los vínculos sociales. Deahí que una teoría democrática que pretenda garantizar la necesa-ria cohesión social deba presentarse de tal modo que pueda sercompartida por todos los ciudadanos, cualesquiera que sean lascreencias que profesen y los modos de vida que sigan. Eso nosignifica, empero, que los asuntos éticos —las cuestiones refe-rentes a la identidad personal y las concepciones del bien— y,sobre todo, los morales —relativos a las cuestiones de justicia so-cial— no deban ser objeto de discusión pública, sino tan sólo quelas condiciones y presupuestos de los procedimientos de delibe-ración y toma de decisión sobre tales cuestiones deben ser estric-tamente neutrales con respecto a las visiones particulares delmundo (al respecto, véase supra el capítulo tercero). Esta deman-da en pro de un marco neutral se vuelve necesaria en la medidaen que las diversas imágenes fundamentalistas del mundo —no

Para leer a Habermas

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sólo las de tipo religioso— se resisten a ser consideradas saberhipotético y conocimiento falible y no dejan lugar alguno para un«disenso razonable», tan necesario para la convivencia en una so-ciedad multicultural.

¿Cómo conciliar la universalidad de los principios sobre losque se asientan las constituciones de las sociedades democráticascon la diversidad de identidades y con las tendencias centrífugasde la globalización? Dicho de otro modo, ¿cómo integrar al otro,al diferente, en la comunidad republicana fundada sobre la afir-mación de la igualdad de derechos y el igual respeto de cada cualcuando la fuerza de las cosas conspira para disponer a unos con-tra los otros? Habermas considera que su planteamiento teóricoofrece un satisfactorio encaje a los problemas derivados del plu-ralismo de culturas y formas de vida, los conflictos étnicos y, engeneral, la integración de las diferencias (existentes entre los di-versos grupos sociales y personas). Estas cuestiones tan acucian-tes en las sociedades modernas pueden ser afrontadas desde lospresupuestos de la democracia deliberativa y radical. La integra-ción de los emigrantes con tradiciones culturales diferentes de lasde los miembros de la sociedad de acogida —una cuestión can-dente en la pudiente Europa occidental— implica derechos yobligaciones. Dicho de modo conciso: el derecho a mantener lapropia forma de vida cultural y la obligación de aceptar el marcopolítico de convivencia definido por los principios constituciona-les y los derechos humanos. Ni más ni menos. Como argumentóHabermas en sus intervenciones en el debate alemán sobre la re-forma del derecho de asilo a principios de los años noventa (cfr.IO, 94-97 y 213-219), esto requiere establecer una nítida distin-ción entre los elementos que configuran la cultura política y lasdiversas formas de vida que individuos libremente pueden abra-zar. Se trataría de evitar que la definición de la identidad colecti-va acabe funcionando como mecanismo de exclusión de lo dife-rente y se troque, como sucede con demasiada facilidad, en unavoluntad consciente de homogeneidad social que provoque lamarginalización interna de grupos sociales enteros. De ahí ema-naría su convicción de que para resolver dicho problema las ac-tuaciones políticas propias de una democracia deben dirigirse ha-cia la «inclusión del otro», de tal modo que, con independenciade la procedencia cultural de cada cual, las vías de acceso a la co-

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munidad política siempre permanezcan abiertas. Condición in-dispensable para ello es que las instituciones públicas estén des-provistas en el mayor grado posible de connotaciones moralesdensas y adopten los rasgos procedimentales del derecho moder-no que garanticen la neutralidad: «En un Estado constitucionaldemocrático, la mayoría tampoco puede prescribir a las minoríasla propia forma de vida cultural (en la medida en que diverja dela cultura política común del país) como pretendida cultura domi-nante» (FNH, 13). En todo caso, sólo a través de las institucionespropias de dicha forma de Estado resulta factible establecer deuna manera fiable relaciones de respeto mutuo entre sujetos condiferentes bagaje sociocultural.

Habermas no renuncia al establecimiento de una política basa-da en el principio de autonomía individual y articulada en térmi-nos de derechos. Ello no es óbice para realizar una reinterpreta-ción intersubjetiva tanto de los principios articuladores delconstitucionalismo liberal-democrático como de las necesidadesde reconocimiento expresadas por sujetos y grupos constituidosque permita acoger adecuadamente las demandas justas de quie-nes se sientan amenazados en la realización de su identidad.Cabe, por tanto, el reconocimiento de los particularismos, perodentro de un proyecto político en el que prime la opinión públicay la libre conformación de las voluntades de los ciudadanos y nomeras argumentaciones prepolíticas apoyadas en interpretacionesetnocéntricas (como hacen los comunitarismos de signos ontoló-gicos). De ahí que Habermas también abogue por formas inclusi-vas y postradicionales de identidad colectiva que faciliten que losindividuos muestren su lealtad con los principios de la propiaconstitución entendida como una conquista en el contexto de lahistoria de su país y, al mismo tiempo, conciban la libertad dela nación de manera universalista. Se trataría, en definitiva, de unacomprensión cosmopolita y abierta de la comunidad políticacomo una nación de ciudadanos. No es de extrañar, por otro lado,que nuestro autor apueste por una perspectiva cosmopolita, pueslo cierto es que la defensa de las fronteras nacionales casaría bas-tante mal con el principio universalista que preside la teoría dis-cursiva.

Habermas asegura que al Estado nacional —tal como tradi-cionalmente ha sido concebido— ya se le ha pasado su tiempo,

Para leer a Habermas

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pues ahora se muestra incapaz de afrontar los nuevos desafíoshistóricos. Se requiere, más bien, una perspectiva interestatalque promocione la emergencia de una auténtica comunidad jurí-dica internacional, retomando así la propuesta formulada porKant en su escrito acerca de La paz perpetua (cfr. IO, 147-188).Para hacerlo con solvencia es preciso recurrir al menos a un tipode integración política de carácter supranacional, como la em-prendida en Europa, aunque sin renunciar a metas más ambicio-sas. En sus últimos escritos políticos, Habermas defiende así unnuevo republicanismo con vocación mundial susceptible de con-jurar el doble escollo del nuevo despliegue nacionalista y de ladisolución del cuerpo político en el mercado mundial. Así, en ellargo ensayo que da título a su libro La constelación posnacio-nal, da una vuelta más de tuerca en su afán de que su pensa-miento obtenga un mayor grado de concreción política. Indagapor ello las alternativas políticas posibles frente a las prácticasneoliberales actualmente dominantes; su apuesta no pasa, sinembargo, por la retórica de una «tercera vía» que se situara entreel liberalismo economicista dominante y la socialdemocracia decorte clásico. Precisamente porque el proceso de globalizaciónconlleva la desregulación social de la economía, resulta aún másnecesaria la formación de instituciones capaces de actuar entérminos supranacionales para detener el desmantelamiento delEstado de bienestar y evitar una creciente segmentación de la so-ciedad que puede acabar por consolidar una infraclase totalmen-te marginal. En cualquier caso, considera que aún están por re-solver en clave democrática las consecuencias derivadas de lacreciente interdependencia de todos los pueblos. El problemamás acuciante de las relaciones internacionales no estriba en lamundialización de la economía, presentada a menudo como unafatalidad inevitable para evadir cuestiones cruciales del debateciudadano, sino en el hecho de que no vaya acompañada por lamundialización de la democracia. Mucho está en juego en dichoenvite, pues, como señala Habermas, «sólo podremos responderde manera razonable a los retos de la globalización si logramosdesarrollar nuevas formas de autoconducción democrática de lasociedad» (CP, 117).

Como ya se apuntó en el primer capítulo de este libro, el co-metido primordial de la filosofía consistía según Hegel en «cap-

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tar el espíritu de la época mediante el pensamiento». Esta actitudeminentemente moderna suponía una drástica ruptura con la con-cepción tradicional de la filosofía, embarcada en «ofrecer una re-presentación verdadera de la esencia del mundo, de los rasgosgenerales, necesarios y eternos de la realidad en sí» (CPN, 171).Además, este afán por establecer un «diagnóstico de la época»implicaba tomarse en serio la dimensión temporal e intramunda-na de la condición humana. En este mismo sentido, puede queHabermas no haya pretendido deliberadamente captar la mentali-dad política dominante, pero al haber sabido encontrar para ellauna forma conceptual adecuada ciertamente cumple en gradoeminente el cometido que Hegel reservaba al filósofo.

Para leer a Habermas

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6. Identidad colectiva ypatriotismo constitucional

El ambicioso proyecto habermasiano de elaborar una teoría de laracionalidad práctica, que, como se ha venido indicando, preten-de atender a los complejos procesos sociales de la modernidad,no se conceptualiza en los términos filosóficos tradicionales,sino en los de las diversas ciencias especializadas precisamenteen el análisis de tales procesos: la sociología, la teoría del dere-cho o la ciencia política, entre otras disciplinas. En particular,Habermas encuentra del mayor interés reconstruir las formas ju-rídicas específicas de las sociedades modernas, aunque a la pos-tre considera imprescindible remitirse al espacio de la acción po-lítica. Esta deriva política final no es en absoluto ajena, como seha señalado en los capítulos cuarto y quinto, a la compresión delos procesos públicos de formación y validación de normas comoun sistema de flujos comunicativos entre las distintas esferas nor-mativas de la vida social. Precisamente porque la esfera de lo pú-blico-político es ese fluido y dinámico ámbito determinante detodas las dimensiones —tanto fácticas como normativas— queconfiguran las diferentes formas de acción social, la dimensiónpolítica pasa a convertirse en el centro de atención de la accióncomunicativa. De manera sumamente coherente con esta percep-

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ción, Habermas se adentra en unos terrenos problemáticos —porestar socialmente sometidos a controversia— en los que se hacepatente la tensión entre, por un lado, la validez de las diversas po-siciones y propuestas y, por otro, su capacidad de regular efecti-vamente las acciones humanas y las instituciones sociales. Losanálisis y tomas de postura por parte del autor sobre temas talescomo la desobediencia civil, las políticas del reconocimiento, laspropuestas cosmopolitas para un nuevo orden global o el uso dela biotecnología darían muestra palpable de lo apuntado. Todasestas cuestiones adquieren una particular relevancia en la medidaen que en ellas las sociedades complejas están definiendo suidentidad normativa —su autocomprensión colectiva— y el des-tino de sus propios ciudadanos. Como se verá a continuación,esto vale también en lo relativo a la elucidación del sentido quehabría que dar al llamado «patriotismo constitucional», una no-ción que para algunos lectores quizás represente la primera refe-rencia conceptual asociada al nombre de Habermas.

Con frecuencia, el empleo público del término «patriotismoconstitucional» ha estado acompañado de una fuerte polémica.Incluso la pequeña historia de la recepción de esta noción ha sidoalgo azarosa, cuando no dispar. Cuando fue puesto en circulaciónen Alemania durante la década de los ochenta obtuvo una reso-nancia limitada básicamente al ámbito académico. Años después,a inicios del nuevo milenio, ha encontrado una sorprendente difu-sión en España, siendo mil veces repetido por personas profanasen cuestiones teóricas. El entusiasmo más rendido, el cauto rece-lo e incluso el más abierto rechazo han sido algunas de las reac-ciones que la utilización de dicha noción política ha ocasionado.El hecho mismo de que el uso de este concepto suscite abiertapolémica se encuentra ciertamente entre los efectos perseguidospor quienes lo concibieron y pusieron en circulación. Tanto paraDolf Sternberger, que lo acuñó, como para Habermas, a quien sedebe en gran parte su posterior difusión, el debate público resultaindisociable de la cultura política democrática, a la que uno yotro pretenden contribuir con sus respectivas obras.

El uso masivo de dicho término ha generado interpretacionessesgadas, que no logran palidecer su sugerente y atractivo poten-cial. No obstante, posee unas connotaciones particulares que espreciso advertir para evitar usos que no hagan justicia a su senti-

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do primigenio. Esto es lo que a veces acontece cuando, por ejem-plo, apenas se insiste en su carácter profundamente secularizado,propio de un pensamiento postmetafísico. O cuando, por el con-trario, se hace hincapié en su naturaleza abstracta y se niega deplano su posible capacidad para motivar el compromiso y la ac-ción de los ciudadanos. Con todo, quizás el mayor atropello quese puede acometer con este concepto sea ignorar la estrecha vin-culación que mantiene con la teoría política republicana. Puesbien, tan esencial resulta ese nexo con el republicanismo que nocabe entender cabalmente el patriotismo constitucional sin cono-cer y asumir los valores básicos de esta tradición política.

Con el fin de precisar el sentido que Habermas otorga a lanoción de patriotismo constitucional, será de gran utilidad deter-minar el contexto histórico-social para el que en su origen fueconcebido, así como aquellos otros a los que se extendió ulte-riormente. Hasta el momento nuestro autor ha hecho uso del tér-mino fundamentalmente en referencia a tres núcleos de cuestio-nes bien diferenciados, a cuya consideración se dedicarán lostres primeros apartados de éste capítulo: 1º) cómo dotar de unanueva identidad colectiva a una comunidad política que ha expe-rimentado una ruptura insalvable en la continuidad de su propiahistoria; 2º) cuáles pueden ser los rasgos identitarios comparti-dos por una sociedad marcada por un profundo pluralismo cultu-ral; y 3º) sobre qué bases comunes se podría asentar la identidadde una Unión Europea aún en proceso de construcción. Como seha indicado anteriormente, en estos tres diferentes ámbitos deaplicación del concepto se pone de manifiesto su trasfondo ideo-lógico, profundamente imbuido por la tradición filosófica y po-lítica del republicanismo, a cuyo somero análisis se dedicará laúltima sección de este capítulo.

Aunque como se ha señalado, la paternidad del concepto depatriotismo constitucional no sea imputable a Habermas, ni enpuridad represente uno de los conceptos clave de su pensamiento,dicha noción entronca con algunas de las preocupaciones máspersistentes en la obra habermasiana. Al intentar sistematizaraquí los diferentes usos que nuestro autor hace de este término,se nos ofrece simultáneamente la oportunidad de recapitular y re-visar varias cuestiones que han sido ya tratadas a lo largo de lostres últimos capítulos del presente volumen. Como se señaló en

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el capítulo tercero, la racionalidad práctica puede ser objeto, se-gún Habermas, de tres usos bien diferenciados: un uso moral, unuso ético y un uso pragmático. En particular, el uso ético de la ra-zón práctica se concentra en aquellas cuestiones relativas a la in-terpretación de los valores culturales, la elaboración de planespersonales de vida y, en definitiva, la construcción de la identi-dad. Si se trae esto ahora a colación es para poner de manifiestoque las cuestiones relativas a la identidad tienen un lugar impor-tante dentro de la filosofía práctica diseñada por Habermas, sien-do tratadas reiteradamente en sus escritos. La identidad, tanto ensu dimensión individual como colectiva, puede ser objeto de undiscurso ético, que, por su propia naturaleza, siempre tendrá quetener no una validación de tipo universal, como sucede en el casode los discursos morales, sino contextual. Podemos rastrear a lolargo de la obra de Habermas aquellos lugares donde se ha inte-resado por las cuestiones relacionadas con la identidad colectiva,primeramente en un sentido bastante abstracto y finalmente conun grado de concreción mucho mayor que desembocará en lapostulación del denominado patriotismo constitucional comoforma de identidad colectiva apta para sociedades complejas yplurales.

1. La relevancia ético-política de la identidadcolectiva

El término «identidad» se ha convertido en una de esas palabrasclave que articulan el peculiar engarce del pensamiento filosófi-co-antropológico con el discurso político. Si bien su análisis se-mántico no es el objetivo aquí propuesto, al menos parece nece-sario advertir que, como sucede con casi todos los términosfilosóficos aplicados a la retórica política, el de identidad poseeun confuso aire conceptual y un contenido muy poco preciso, dosnotas que se ven reforzadas en virtud de su polisémica y ubicuapresencia. No es, en ningún caso, un ejemplo de noción clara ydistinta, como exigiría una mente cartesiana.

Pese al uso nada infrecuente de un lenguaje cosificador paratratar estas cuestiones, la identidad personal no es un dato inmu-table y nunca se da de una vez por todas. Como advierte Haber-

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mas (cfr RMH, 86), no es algo que quepa asignarles directamentea los individuos. Debido en gran parte a los procesos de diferen-ciación social del mundo moderno, que obligan al desempeño dedistintos papeles —en la familia, en el círculo de amistades, en elvecindario, en el trabajo, en la vida asociativa, etc.—, los indivi-duos asumen múltiples pertenencias. Y no sólo desde una pers-pectiva sincrónica, pues a lo largo de la vida cada cual va relatan-do de manera diversa la idea que tiene de sí mismo, de quién es.En cualquier caso, el proceso de individualización tiene lugar,como insiste Habermas apoyándose en los trabajos de G. H. Mead(cfr. PPM, 188-239), a la par que el proceso de socialización delos sujetos. El ser humano, en cuanto animal político, es incapazde desarrollar todas sus potencialidades sin interactuar con otrossujetos. Esta dimensión social (o, si se prefiere, comunitaria) sepone de manifiesto, como nos enseñó Hegel, en el hecho de que«las identidades que no son reconocidas por aquellos con los quenuestras vidas y destinos están trabados son inherentemente ines-tables» (McCarthy, 1993b, 16). Forzando los extremos de esta te-sis, puede apuntarse de un modo más concreto la necesidad deque dicho reconocimiento se efectúe en un marco cultural esta-ble. Sin embargo, la construcción social de la identidad personalno coincide —ni tiene por qué— con la construcción igualmentesocial e intersubjetiva de la identidad colectiva: «Sería falso re-presentarse las identidades grupales como “identidades del yo”en gran formato; entre ambas no se da ninguna analogía, sino tansólo una relación de complementariedad» (INP, 100-101). Enconsecuencia, el derecho de los individuos a ser diferentes no hade confundirse, en principio, con la defensa de la identidad de losdistintos grupos humanos. Los individuos deciden —con mayoro menor margen— su propia adscripción cultural, que legítima-mente podrá adoptar, por ejemplo, la forma de un sincretismocultural, como de hecho sucede con frecuencia en las sociedadesmás abiertas, donde las identidades cobran un innegable tonomestizo. Los individuos no están necesariamente aferrados a undeterminado código cultural, sino que en unas circunstancias op-tan por uno y en otras por otro. De hecho, en las sociedades mo-dernas, profundamente polifónicas, un sujeto individual sólo conenorme dificultad es capaz de amoldarse a una única forma den-sa de identidad colectiva. Por ello, para poder abarcar la multipli-

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cidad de situaciones sociales, las identidades colectivas tienenque definirse mediante rasgos genéricos: «Las identidades mo-dernas han tenido que hacerse más abstractas conforme ha creci-do y se ha ensanchado la diversidad de roles y escenarios, nor-mas e instituciones, subculturas y grupos de referencia en quehan de actuar las gentes» (McCarthy, 1993b, 15-16).

Las entidades y comunidades políticas son construcciones so-ciales y, en cuanto tales, productos históricos: las comunidadesson entidades imaginadas, como ha señalado Benedict Anderson.No hay, en realidad, otras comunidades que las tramadas de mane-ra narrativa a partir de restos fragmentarios de un pasado común.La identidad colectiva, es decir, la idea que los miembros de ungrupo concreto o de una sociedad entera tienen sobre sí mismos,no se descubre ni es objeto de revelación, sino que se forja en co-mún sobre la base de un código cultural que necesariamente pre-supone la emergencia de instancias encargadas de su definición yadministración. En este sentido, el nacionalismo resulta un casoejemplar: los diversos movimientos nacionalistas —algunos conun enorme poder de convocatoria— se autoconciben en términosde homogeneidad cultural (ya sea étnica, lingüística, religiosa ocosmovisional) y en términos de crítica a las formas abstractas yneutrales del poder político de arbitraje de carácter supranacional.Con todo, la nación constituye para Habermas una «forma especí-ficamente moderna de identidad colectiva» (INP, 89), ya que, ade-más de responder a una herencia de raíz profana, exige una actitudconsciente que trasciende una supuesta comunidad natural de lasangre y de la tierra: «marca un primer paso en la apropiación re-flexiva de tradiciones de las que uno se considera miembro» (INP,101). Implica, por tanto, todo un arduo trabajo de elaboración teó-rica por parte de elites locales que permita filtrar historiográfica-mente símbolos culturales no exentos de fisuras. Coincidiendocon algunos resultados parciales de una serie de estudios sobre elnacionalismo publicados en las últimas décadas (sobre todo, apartir de las aportaciones de Hobsbawn y Ranger), aunque sinaceptar todos sus presupuestos teóricos, Habermas mantiene tam-bién que las naciones son comunidades socialmente construidasque se dotan de un simbolismo constitutivo que bebe no de he-chos dados de forma natural, sino de una tradición inventada (cfr.IO, 81-91).

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Antes de usar la fórmula «patriotismo constitucional», Haber-mas ya había abordado cuestiones relativas a la noción de identi-dad colectiva. El tratamiento más sistemático del asunto lo hizoen 1974 y respondía a un motivo de orden académico: el discursode aceptación del Premio Hegel. En tal ocasión afrontó la cues-tión que daba título a la disertación «¿Pueden las sociedadescomplejas desarrollar una identidad racional?» (cfr. RMH, 85-114). Su punto de partida era una constatación fáctica: la imposi-bilidad de seguir apoyándose en imágenes del mundo, relatos einterpretaciones que sean reconocidos unánimemente por losmiembros de una sociedad abierta. Habitamos en un mundo depertenencias múltiples, de dependencias dispersas y, por ende, deidentidades compartidas o compuestas: «Este problema de identi-dad se encuentra ínsito en todas las civilizaciones desarrolladas;sin embargo, sólo en la modernidad se torna consciente, pueshasta ese momento habían intervenido una serie de mecanismosde mediación» (RMH, 92), tales como el poder unificante de lareligión o la capacidad interpretativa de la filosofía. La identidadya no se percibe como algo dado de antemano, sino como unconjunto de rasgos descriptivos y evaluativos que se construyennarrativamente en los procesos de interacción social; por esomismo, cada vez tiene menos sentido pensar las organizacionesestatales como la expresión institucional acabada de una identi-dad colectiva perfectamente definida. Las complejas sociedadescontemporáneas, profundamente plurales en lo cultural, no dispo-nen, sin embargo, de mecanismos de identificación inmediata;tan sólo de manera crítica y selectiva podrán hacerse cargo del le-gado de las tradiciones compartidas y generar nuevos signosidentitarios mediante procesos públicos de comunicación en losque intervengan reflexivamente los ciudadanos. En cualquiercaso, Habermas insiste en la necesidad de que las nuevas formascolectivas de identidad conserven «estructuras del yo» de tipouniversalista, y de ahí que defienda finalmente la siguiente tesis:«Si en las sociedades complejas llegara a generarse una identidadcolectiva, la forma que adoptaría sería la de una identidad —ma-terialmente apenas prejuzgada, e independiente de organizacio-nes concretas— de una comunidad de personas que desarrollande modo discursivo y experimentan su saber valiéndose de pro-yecciones concurrentes de identidad, esto es: en rememoración

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crítica de la tradición o estimulados por la ciencia, la filosofía yel arte» (RMH, 114).

2. Patriotismo constitucional y quiebra de la continuidad histórica

Tras la hecatombe histórica que supuso el régimen nacional-socialista, Alemania requería no sólo nuevos principios consti-tucionales sobre los que erigir su vida política, sino que éstosecharan raíces profundas en una población humillada y decep-cionada. Y para que llegaran a enraizar había que contar previa-mente con experiencias positivas, que es lo que por fortuna aca-bó sucediendo: hasta el punto de que hoy prácticamente nadiepone en duda que la amplia aceptación social con la que cuentala constitución alemana de 1949 (la llamada Ley Fundamentalde Bonn) ha contribuido enormemente a la construcción de unanueva identidad colectiva en una sociedad tremendamente trau-matizada por la barbarie del III Reich. Además de desempeñar unimportante papel en la consolidación del sistema jurídico-político,ha inspirado una cultura política de profundo cuño democrático.A nadie le debería sorprender, por tanto, que los demócratas ale-manes celebren su constitución y sientan por ella una suerte deorgullo patriótico. A esto es a lo que se refería el jurista y politó-logo Dolf Sternberger cuando en un artículo periodístico publi-cado en mayo de 1979 —con ocasión del trigésimo aniversariode la Ley Fundamental— acuñó el término patriotismo constitu-cional (Sternberger, 1990, 13-16). Era ésta una fórmula sintéticapara referirse al hecho de que en esos treinta años se había idogenerando un proceso de identificación colectiva que resultabacompletamente novedoso en la historia alemana. La nueva na-ción de ciudadanos formada tras la derrota bélica —y, sobretodo, moral— ya no pudo encontrarse ni reconocerse en rasgoscomunes de tipo étnico-cultural, ni menos aún en el orgullo porsu pasado histórico, sino que tuvo que construirse sobre la pra-xis y el ejercicio de los derechos políticos de participación queel texto constitucional reconoce y garantiza. La noción de Stern-berger fue retomada por otros autores, entre ellos por el sociólo-

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go M. Rainer Lepsius, que pretendía no sólo contribuir pedagó-gicamente a la formación política de las nuevas generaciones dealemanes, sino aportar también una categoría descriptiva quediese cuenta del tipo de identidad colectiva que los alemanes oc-cidentales habían ido configurando.

Pocos años antes de que cayera el muro de Berlín tuvo lugar entierras germanas un debate académico conocido como la «dispu-ta de los historiadores», que obtuvo un enorme eco en los me-dios de comunicación. El punto de controversia no era otro que laautocomprensión de la República Federal de Alemania en rela-ción con el pasado autoritario del que fue resultado 1. Se tratabade dar una respuesta convincente a una cuestión que atormentabaprofundamente a los ciudadanos alemanes: la enorme dificultadque encontraban para sentirse reconciliados con su historia re-ciente, un escollo que se convierte en imposibilidad si previa-mente no se logra saldar cuentas con la propia tradición nacional.Es en este polémico entorno en el que Habermas empleó por pri-mera vez el término «patriotismo constitucional». Nuestro autordota a esta noción de una especial relevancia moral, al considerarque representa una forma adecuada de responder a una cuestiónde gran calado normativo, a saber: un ciudadano alemán que aúntiene hoy tras de sí la responsabilidad del holocausto del pueblojudío ¿puede sentirse orgulloso de su propia historia, es decir, deser alemán?

En los diferentes textos con los que Habermas interviene en lamencionada polémica (principalmente, cfr. INP, 83-109 y 111-121; NRI, 211-249) late un radical cuestionamiento de la identi-dad nacional como forma de identidad colectiva acorde con lasexigencias morales de autonomía y racionalidad. Habermas sepregunta si no sería posible un tipo de identidad colectiva que se

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1 Entre las inquietantes consideraciones que fueron esgrimidas en esta con-troversia en torno a la singularidad de las barbaries nazis destaca por su radicali-dad y capacidad de influencia la expresada por Ernst Nolte (1995). Este historia-dor alemán —discípulo de Heidegger— relativiza los crímenes nazis hastaconvertirlos en algo banal: el exterminio del pueblo judío perpetrado por el IIIReich fue «una reacción» y debe ser entendido como un capítulo más de la gue-rra civil mundial que liberalismo y comunismo libraron entre sí a lo largo del si-glo XX. La documentación relativa a la llamada «disputa de los historiadores»pueden encontrarse en Augstein et al. (1987).

inspirase en razones compatibles con el proyecto democrático y,en particular, con los derechos humanos. Su respuesta no consis-tió en la formulación de un nuevo modelo ideal ni de una nociónabstracta, sino en señalar los perfiles de una opción alternativa yaexistente. Se disponía de una serie de observaciones empíricasque —como habían constatado tanto Sternberger como Lep-sius— daban a entender un notable «debilitamiento del elementoparticularista en la figura de conciencia que representa el nacio-nalismo» (INP, 95). La deslegitimación histórica que experimen-tó el militante nacionalismo alemán —sobre el que se apoyaronel imperio guillermino y el régimen hitleriano— hizo patente laurgente necesidad de diferenciar nítidamente entre demos y eth-nos. Nunca más debería olvidarse que poner el sentimiento depertenencia a una «nación como comunidad étnico-cultural iden-tificada con un destino común» (ethnos) por encima de la lealtaddebida a la «nación de ciudadanos como titular de la soberaníapolítica» (demos) tiene como fatal consecuencia «una represión oasimilación coactiva de otras partes étnicas, culturales, religiosaso socioeconómicas de la población» (NRI, 310). Sería así el pro-pio desarrollo de la historia política alemana el que habría indu-cido un aprendizaje de carácter colectivo. Y aunque ciertamenteel ánimo colectivo se ha visto alterado en los últimos años tras laconmoción de la unificación alemana y la intensificación de laintegración europea, estas lecciones también tendrían que resultarvigentes, según Habermas, a la hora de seguir definiendo la iden-tidad política de los alemanes y el papel de la nueva Alemania enEuropa y en el mundo.

Habermas agrega además una nueva connotación al sentidoque Sternberger infundió a la noción de patriotismo constitucio-nal. Así, y siguiendo el esquema evolutivo de la conciencia moralelaborado por Lawrence Kohlberg, sostiene que representa unaforma «postconvencional» de identidad colectiva —y, por ende,de integración social— en la medida en que este tipo de patriotis-mo no está orientado por el seguimiento de la norma social impe-rante, sino que es el resultado de una elección de una concienciaautónoma regida por principios universalistas. Este rasgo se ponede manifiesto en tanto que dicho patriotismo se basa en una ad-hesión razonada —y no sólo emotiva— de los ciudadanos a losvalores de la libertad y en la lealtad política activa y consciente

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—y no meramente inducida— a las instituciones que encarnan elmensaje constitucional. Se trata, pues, de una identificación decarácter reflexivo no con contenidos particulares de una tradicióncultural determinada, sino con contenidos universales recogidospor el orden normativo sancionado por la constitución: los dere-chos humanos y los principios fundamentales del Estado demo-crático de derecho (cfr. INP, 94). El objeto de adhesión no seríaentonces el país que a uno le ha tocado en suerte, sino aquel quereúne los requisitos de civilidad exigidos por el constitucionalis-mo moderno; sólo de este modo cabe sentirse legítimamente or-gulloso de pertenecer a un país, al menos desde una perspectivademocrática.

Dado su destacado componente ilustrado y universalista, estetipo de patriotismo se contrapone al nacionalismo de base étnico-cultural. Frente a esta forma de identidad, en el patriotismo se in-tegran personalidad colectiva y soberanía popular y se reconcilianidentidad cultural y ley democrática. Representa, en definitiva,una forma integradora y pluralista de identidad política, en la me-dida en que las identificaciones básicas que mantienen los sujetoscon las formas de vida y las tradiciones culturales que les son pro-pias no se reprimen ni se anulan, sino que, por el contrario, «que-dan recubiertas por un patriotismo que se ha vuelto más abstractoy que no se refiere ya al todo concreto de una nación, sino a pro-cedimientos y a principios» formales (INP, 101). No obstante, losmotivos que concitan el sentimiento patriótico no resultan etéreosni, menos aún, inanes: «Para nosotros, ciudadanos de la RepúblicaFederal, el patriotismo de la Constitución significa, entre otras co-sas, el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascis-mo, establecer un Estado de derecho y anclar éste en una culturapolítica, que, pese a todo, es más o menos liberal» (NRI, 216). Setorna así evidente que, en cada situación histórica concreta, lasmotivaciones para adherirse al contenido universalista de dichosentimiento patriótico pueden ser muy diversas, pero a la postresiempre tendrán que estar vinculadas de algún modo a ciertas for-mas culturales de vida ya existentes y a las experiencias concretasde cada sociedad.

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3. Patriotismo constitucional, pluralismo cultural y sociedades plurinacionales

Los problemas que suscita el reconocimiento público de las dife-rencias culturales existentes en mayor o menor medida en todaslas sociedades modernas han ocupado un lugar destacado en laagenda política de numerosos gobiernos democráticos y han cen-trado gran parte de las reflexiones de la filosofía política de losúltimos años. Al intervenir en estos debates, Habermas ha tenidoque plantearse de nuevo la cuestión de cómo articular la identi-dad colectiva. En principio, nuestro autor sostiene que tambiénen el contexto teórico-práctico de las sociedades multiculturalesy plurinacionales mantienen su validez las ideas subyacentes a lanoción del patriotismo constitucional. Si bien al referirse al fenó-meno social del pluralismo cultural a menudo prescinde de la li-teralidad del término «patriotismo constitucional», Habermas rei-vindica la capacidad de una cultura política republicana paracohesionar una sociedad con formas de vida y tradiciones cultu-rales heterogéneas. Sus potencialidades se pondrían de manifies-to tanto a la hora de intentar articular democráticamente una so-ciedad multicultural como de crear un tipo de identidad colectivasupranacional o postnacional compatible con un pluralismo deidentidades nacionales. En este nuevo contexto social, el objetivopolítico que, según Habermas, habría que perseguir podría sinte-tizarse con la siguiente fórmula: lograr articular la unidad de lacultura política en la multiplicidad de subculturas y formas devida (cfr. IO, 94-97).

El patriotismo constitucional, al poner el acento en la adhe-sión a los fundamentos de un régimen político democrático, y notanto en la comunión con los sustratos prepolíticos de una comu-nidad étnico-nacional, se encontraría en condiciones de estrecharla cohesión entre los diversos grupos culturales y consolidar unacultura política de la tolerancia que posibilite la coexistencia in-tercultural (cfr. TRDC). Para ello, un requisito sería estableceruna nítida diferenciación entre la adscripción cultural de los dife-rentes ciudadanos y grupos y los principios políticos que han deser compartidos por todos, esto es, entre nación, como comuni-dad de origen étnico-cultural, que además puede ser múltipledentro de un mismo Estado, y la cultura política ciudadana —la

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lealtad a los principios e instituciones que instauran las condicio-nes de convivencia entre las diferentes formas de vida. Los ele-mentos axiológicos e institucionales que configuran la culturapolítica (incluidos, por supuesto, los principios constitucionalesbásicos y los derechos humanos) han de mantenerse separados delas diversas formas de vida que individuos libremente puedenabrazar. Habermas hará uso de esta estrategia a la hora de inter-venir, por ejemplo, en los debates que se sucedieron en Alemaniaa principios de los años noventa sobre el derecho de asilo, endonde mantuvo que el Estado de derecho sólo puede exigir de losextranjeros —ya sean inmigrantes o exilados— la aculturaciónpolítica, pero no uniformidad en la forma de vida (cfr. IO, 94-97y 213-219).

Cuando la identificación con estos principios responde a ex-periencias históricas, se generan entre los ciudadanos vínculos decohesión social y lazos cooperativos en torno a una cultura políti-ca común. Cabría objetar con cierta razón que los valores y prin-cipios políticos no aportan por sí mismos el necesario cementosocial y que el mero hecho de que un amplio conjunto de ciuda-danos los comparta no significa que tengan necesariamente vo-luntad de continuar unidos. Sin embargo, quienes abogan por elpatriotismo constitucional no colocan el énfasis en los principiosabstractos, sino en un componente cultural mucho más concreto:en la adhesión a aquellas instituciones, procedimientos y hábitosde deliberación compartidos que conforman una cultura políticavivida. En todo caso, la plausibilidad histórica y la viabilidad em-pírica de dicha tesis —no ya su legitimidad moral— quedarían dealguna manera avaladas por algunos casos de sobra conocidos:«Los ejemplos de sociedades multiculturales como Suiza y losEstados Unidos muestran que una cultura política en la que pue-dan echar raíces los principios constitucionales no tiene por quéapoyarse sobre un origen étnico, lingüístico y cultural. Una cultu-ra política liberal constituye sólo un denominador común de unpatriotismo constitucional que agudiza el sentido de la multipli-cidad y de la integridad de las distintas formas de vidas coexis-tentes en una sociedad multicultural» (FV, 628).

El patriotismo constitucional, como sucede también con laidentidad colectiva de tipo nacional, representa una forma decultura política que permite anclar el sistema de los derechos en

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el contexto histórico de una comunidad política determinada. Alrespecto, el empeño de Habermas se centra en mostrar, en pri-mer lugar, que es posible una «comunidad política articuladaen términos de Estado postnacional» y, en segundo lugar, queel mencionado patriotismo puede tener unas prestaciones simila-res a las de la conciencia nacional. En su favor, debe apuntarseque en cualquier caso no conlleva algunas de las nefastas conse-cuencias asociadas al sentimiento nacionalista no integrador, asaber: «La nación sólo ha sido fundamento de una identidad fir-me, no incompatible de antemano con fines racionales, en lamedida en que constituyó el elemento de unión para la imposi-ción del Estado democrático, de un programa universalista en suesencia [...]. Sin tales estructuras universalistas, la conciencianacionalista no puede evitar caer en un renovado particularismo»(RMH, 103). Un patriotismo cívico apoyado en una comprensiónrepublicana de la política no colisionará, sin embargo, «con lasreglas universalistas de convivencia de unas formas de vida plura-les que habrían de coexistir dotadas de unos mismos derechos»(NRI, 308).

Habermas reconoce que la nación es «una idea con fuerzacapaz de crear convicciones y de apelar al corazón y al alma»(IO, 89). La nación, ficción forjada a base de nociones históri-cas, éticas e incluso estéticas, es un constructo cultural que haposibilitado que el individuo moderno —ciudadano libre y au-tónomo— lograra entroncar con las instituciones formales delEstado de derecho y tomara conciencia de una nueva forma depertenencia compartida. Comparada con la enorme capacidadde movilización del nacionalismo, la noción de patriotismoconstitucional, en la medida en que pretende designar una for-ma de identidad colectiva, se enfrenta, sin duda, con la enormedificultad de compensar la menor carga emocional mediante unmayor esfuerzo de argumentación racional. Si resulta cierto quelas palabras y las razones tienen que ir acompañadas por laemoción para poder movilizar a los diversos agentes sociales,¿sobre qué bases cabe entonces desarrollar formas multicultura-les de integración social que reemplacen a las modalidades deintegración social centradas en la idea de nación? Entre las di-ferentes opciones posibles, una podría consistir en una suerte de«patriotismo sin nacionalismo» que recupere el lenguaje de las

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virtudes cívicas basadas en el amor a las instituciones políticasy al modo de vida que sustancia la libertad común de un país sinnecesidad de tener que reforzar su unidad y homogeneidad cul-tural, lingüística y étnica. Estos rasgos de la identidad colectivade una república —una «nación de ciudadanos»— permitiríanalcanzar el objetivo, difícilmente rechazable desde una mentali-dad democrática, de una inclusión sensible a las diferencias (cfr.IO, 123-126).

En concordancia con los postulados del pensamiento demo-crático, Habermas aboga por la configuración de una identidadcolectiva sobre la base de una participación política activa: «Lanación de ciudadanos encuentra su identidad, no en comunida-des étnico-culturales, sino en la práctica de los ciudadanos queejercen activamente sus derechos democráticos de participacióny de comunicación» (FV, 522). La cultura cívica democrática de-sactiva, al menos en parte, el potencial particularista excluyentede las distintas formas de vida, a las que sin embargo proporcio-na un marco adecuado para su desenvolvimiento pacífico. Porello, el Estado democrático debería exigir a sus ciudadanos y atodos aquellos que voluntariamente eligen vivir en él (esto es, alos emigrantes y exiliados) tan sólo la aculturación política, puesla preservación de la identidad colectiva de una sociedad demo-crática no requiere que todos los individuos compartan determi-nados hábitos y tradiciones culturales, aunque se dé el caso deque su implantación sea mayoritaria. Los conflictos intercultura-les no dejarán de producirse de la noche a la mañana, ni muchomenos, pero, en todo caso, no cabe negar de antemano a una for-ma de identidad colectiva más o menos abstracta como la pro-puesta por Habermas su capacidad para asegurar la integraciónsocial y convertir, en definitiva, la vida en común en una reali-dad entrañable y no sólo en una relación anónima con un enteadministrativo.

4. La construcción de la identidad europea

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX se multiplicaron,como es bien sabido, las organizaciones interestatales de carácterregional, de las que seguramente el prototipo más acabado sea la

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Unión Europea. Al reflexionar sobre esta realidad emergente,Habermas ha aportado una nueva dimensión a la noción acuñadapor Sternberger. Alberga, de algún modo, la tentación de extrapo-lar mutatis mutandis la experiencia constitucional alemana alcontexto de la construcción política europea y, en general, a otrosposibles modelos de integración supranacional (cfr. IO, 131-135).Encuentra incluso un cierto paralelismo entre el caso alemán y laincipiente formulación de la ciudadanía europea, tal como expu-so en 1990 en un artículo titulado «Ciudadanía e identidad nacio-nal» (FV, 619-643).

Teniendo como telón de fondo las implicaciones políticas yconstitucionales del proceso de elaboración de aquellos acuerdosque habrían de cambiar la estructura jurídica de la Unión Euro-pea (los Tratados de Maastricht y de Ámsterdam), a lo largo de ladécada de los noventa se suscitó a escala paneuropea un debatesobre la transformación de las relaciones interestatales. Ahí seventilaban cuestiones tan relevantes como las relativas a la refor-ma del sistema de instituciones (requerida por la anunciada am-pliación a nuevos miembros y que aún se encuentra pendiente) yel significado político del nuevo estatuto de ciudadanía de laUnión Europea. Habermas también intervino en estas discusionesde manera significativa, aportando su propia visión del problema,que básicamente se encuentra recogida en un artículo que lleva elsignificativo título de «¿Necesita Europa una Constitución?» (cfr.IO, 137-143). Su punto de partida se encontraba en el reconoci-miento de la precariedad de la cultura política europea y del im-portante déficit democrático detectable en el funcionamiento delas instituciones comunitarias. Si se analiza a fondo esta situación,no es difícil convenir en una causa común: a pesar de que ya secuenta con órganos de decisión supranacionales e incluso con ór-ganos de representación, la opinión pública europea es poco másque la suma de las diferentes opiniones públicas nacionales. Faltaun espacio público europeo que sirva de escenario común al ejer-cicio de los derechos de la ciudadanía y, en consecuencia, la no-ción misma de ciudadanía europea no está lejos de representaruna mera entelequia. Para que el proceso de construcción euro-pea sea plenamente democrático se requiere, según Habermas,elaborar una constitución, al menos en un horizonte a medio pla-zo, para así poder disponer de unos principios políticos bien

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asentados con los que el conjunto de la ciudadanía europea puedaidentificarse (cfr. IO, 137-143).

En este contexto polémico, Habermas procede a desmontar elprincipal argumento esgrimido por los denominados euroescépti-cos, a saber: que «mientras no exista un pueblo europeo que seasuficientemente “homogéneo” para configurar una voluntad de-mocrática no debería existir ninguna constitución europea» (IO,138). Frente a ello, nuestro autor alega que el presupuesto básicode una democracia no es un pueblo en el sentido de una unidadhomogénea definida en términos étnico-culturales, sino, másbien, una sociedad con voluntad de constituirse en unidad políti-ca. Los vínculos que unen a una nación de ciudadanos no son decarácter prepolítico; se conforman, por el contrario, en un ámbitocomún de discusión y deliberación. De ahí que afirme que nopuede existir una Europa unida si no se desarrolla una esfera pú-blica integrada en el horizonte de una cultura política común.Pero dado que este proceso es de naturaleza circular, «es de espe-rar que las instituciones políticas que se crearían mediante unaconstitución europea tengan un efecto inductor» que ponga enmarcha el proceso (IO, 143). En principio, toda vez que se cuentacon un trasfondo cultural común innegable, nada habla en contrade que, una vez que exista también voluntad política y se dispon-ga de un marco constitucional, pueda generarse «el contexto co-municativo, necesario en términos políticos, en una Europa quelleva largo tiempo integrándose económica, social y administrati-vamente» (IO, 143). De hecho, es relativamente frecuente quesean las propias estructuras e instituciones políticas las que gene-ren los vínculos de cohesión y solidaridad, y no al revés. Esto esprecisamente lo que, según Habermas, podría acabar ocurriendoen el caso de la Unión Europea.

No es fácil dar con relatos, historias o lugares de la memoriaque expresen la incipiente identidad común europea. Los docu-mentos disponibles, escritos con un frío lenguaje jurídico, cuandono con una aséptica jerga tecnocrática, se muestran incapaces decrear identificaciones fuertes comparables a las aportadas por lashistorias nacionales. La coexistencia de diversas culturas en elámbito de la Unión Europea —no sólo debido al concurso de di-ferentes culturas mayoritarias consolidadas y la presencia de múl-tiples culturas minoritarias «autóctonas», sino también por la

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emergencia de otras muchas formaciones culturales de implanta-ción reciente como consecuencia de los intensos procesos migra-torios registrados en las últimas décadas— y la consiguiente faltade una cultura común unitaria condicionan de antemano que laidentidad colectiva que se pueda forjar algún día haya de conte-ner necesariamente rasgos formales y abstractos.

De modo muy similar a como procedió en lo tocante al marcomulticultural de las sociedades modernas, Habermas adapta elconcepto de marras al caso especial que representa la construc-ción europea. Consciente de que se carece de narraciones com-partidas que den cuenta de una identidad colectiva europea, afir-ma: «De estas diversas culturas nacionales podría diferenciarseen el futuro una cultura política común de alcance europeo. Po-dría producirse una diferenciación entre una cultura política co-mún y las tradiciones nacionales en arte, literatura, historiogra-fía, filosofía, etc., que se diversificaron desde los comienzos dela modernidad. [...]. Un patriotismo constitucional europeo, a di-ferencia de lo que ocurre con el americano, habría de surgir deinterpretaciones diversas (impregnadas por las distintas historiasnacionales) de unos mismos principios jurídicos universalistas»(FV, 635).

Si en 1990, como otros muchos observadores de la realidadeuropea, Habermas podía sostener con razón que «los espaciospúblicos nacionales siguen haciéndose sombra entre sí, ya queestán anclados en contextos donde las cuestiones políticas sólocobran significado desde el trasfondo de la respectiva historia na-cional» (FV, 635), hoy, tras pasar más de una década, hay que re-conocer que algunas variables se han modificado. Si bien no seha logrado configurar aún un espacio público europeo de discu-sión, puede detectarse ya que los debates públicos en el seno decada uno de los Estados están cada vez más definidos por asuntoscomunitarios, consecuencia directa de la percepción del influjocreciente de la política común sobre las diferentes políticas es-tatales. Cabe aducir también algún que otro signo alentador: elsometimiento a iguales normas jurídicas en el ámbito europeoconlleva que los ciudadanos se perciban inmersos en una mismadinámica jurídico-política. A ello ha contribuido significativa-mente la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comuni-dades Europeas. Quizás la existencia de un espacio jurídico euro-

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peo, la reciente implantación de una moneda única o la posesiónde un pasaporte común sean el inicio, aunque sólo sea de maneragerminal, de una nueva identidad ciudadana con perfiles propios.No obstante, y teniendo en cuenta el modo en que se ha ido for-jando históricamente la Unión Europea en torno a criterios eco-nomicistas, existe el riesgo nada remoto de que ésta acabe ple-gándose sobre sí misma, cerrando sus fronteras y provocando conello, por una parte, una involución de la calidad democrática de sucultura política y, por otra, la formación de una identidad de tiporegresivo aglutinada por la aversión a lo diferente.

5. Discurso patriótico y republicanismo

La idea del patriotismo constitucional, que equipara la noción depatria con la libertad que la constitución asegura, entronca connaturalidad con la tradición política del republicanismo. Desdelos tiempos de Cicerón y Tito Livio hasta la actualidad, con auto-res como Quentin Skinner, Maurizio Viroli o Philip Pettit, el re-publicanismo se ha articulado como un discurso político contra-rio a toda forma de tiranía y defensor del autogobierno de losciudadanos. El republicanismo se reconoce en el rechazo de ladominación y en la reivindicación de una idea robusta y positivade libertad. Para el sostenimiento de dicha libertad, tales autoresconsideran imprescindible el concurso de la virtud cívica, que asu vez requiere de ciertas precondiciones políticas: en particular,que las instituciones básicas de la sociedad queden bajo el plenocontrol de los ciudadanos. Consecuentemente, la tradición repu-blicana concede un valor intrínseco a la vida pública y a la parti-cipación política: el ciudadano ha de implicarse activamente enalgún nivel en el debate político y en la toma de decisiones, yaque ocuparse de la política es ocuparse de la res publica, esto es,de lo que atañe a todos. Democracia participativa y amor patriose implican mutuamente, pues, como sostenía Tocqueville (1989,vol. I, 233), el mejor modo de «interesar a los hombres en lasuerte de su patria es el de hacerles participar en su gobierno».¿Cómo si no se puede pedir lealtad a alguien sin permitirle parti-cipar con su propia voz? Por ello, para Tocqueville, como tam-bién para Rousseau, además de un lugar formado de memoria co-

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lectiva y de costumbres compartidas, la patria era sobre todo ellugar de participación de todos en la cosa pública, de la responsa-bilidad compartida. En definitiva, el patriotismo republicano noes otra cosa que el amor por una patria libre y por su forma devida (cfr. Viroli, 1997).

Es a esta tradición republicana a la que Dolf Sternberger ex-plícitamente se remite al disertar sobre el patriotismo constitucio-nal: «En los tiempos modernos, el sentimiento patriótico se en-cuentra vinculado con la conciencia republicana, con el sentidocívico que siente la dicha y el deber de poder configurar libre-mente la cosa pública» (Sternberger, 1990, 12). El sentido origi-nario de este concepto obedece, como ya se ha señalado, a uncontexto histórico configurado por el pasado nacionalsocialista,episodio que hasta nuestros días ha marcado la historia alemana.La invención de esta noción vendría así a incidir en un asunto po-lémico en el contexto alemán: el de la memoria y el olvido delreciente pasado histórico. No se trata ciertamente de ningunacuestión baladí, pues la memoria no es sino el componente tem-poral de toda identidad, ya sea en su dimensión personal o en lacolectiva. Así, en relación a la praxis política de quienes sirvie-ron al III Reich, Sternberger niega tajantemente que quepa adju-dicarle valor patriótico. Tampoco le concede ningún mérito pa-triótico a la impresionante exaltación nacionalista sobre la que seasentó tal régimen. Eso es así porque no puede existir sentido al-guno de patria en el despotismo (Sternberger, 1990, 21 y 35). Pa-tria y libertad resultan inseparables: «La patria —escribe Stern-berger (1990, 12)— es la república que nos construimos. Lapatria es la constitución a la que damos vida. La patria es la liber-tad, de la que tan sólo nos alegramos sinceramente si nosotrosmismos la fomentamos, la cuidamos y la protegemos».

Como sucede con Sternberger, también el uso que Habermashace del patriotismo constitucional es deudor de una concepciónrepublicana de la política. Como sostiene explícitamente Mauri-zio Viroli (1997, 214) al respecto, «el Verfassungspatriotismus deHabermas no rompe para nada con la tradición republicana; porcontra, supone una nueva versión de ésta». Según este mismo au-tor italiano (cfr. Viroli, 1997, 213-214), Habermas incurriría, sinembargo, en un grave error histórico al interpretar el republica-nismo como una tradición intelectual derivada de Aristóteles que

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considera la ciudadanía principalmente como la pertenencia auna determinada comunidad ética y cultural que se gobierna a símisma (cfr. FV, 626). En este caso, el patriotismo constitucional,que pretende poder ser operativo en sociedades altamente plura-listas (de hecho, se compromete con la inclusión de diferentesculturas dentro del armazón de la república), no podría inscribir-se en esta tradición. Este escollo se podría salvar, según el propioViroli, porque, en realidad, el republicanismo no bebe tanto deAristóteles como de fuentes romanas en donde no se plantearíadicho problema.

Si bien el pensamiento político de Habermas admite diversascalificaciones, quizás las de «demócrata radical» y la de «repu-blicano» sean las más ajustadas. El núcleo de sus propuestasprácticas y, en particular, su concepción de la política deliberati-va van dirigidas a facilitar una mayor participación de los ciuda-danos en los diversos procesos de toma de decisión, una intensi-ficación del espacio público y, sobre todo, una renovación delconstitucionalismo liberal en una clave más democrática (cfr. FV,cap. VII). En definitiva, y en la misma línea que la apuntada porotros autores que han contribuido al actual resurgimiento delpensamiento republicano, Habermas pone todo su empeño encombatir la creciente apatía política de las sociedades avanzadasy recuperar así el pulso de las democracias.

El tipo de patriotismo que propugna Habermas no alude a undeterminado texto constitucional, sino a los valores que contieney merced a los cuales los individuos se convierten en ciudadanoslibres e iguales ante la ley. La constitución consagra un espaciopolítico de libertad en el que, abandonando la condición de súb-ditos, los hombres se tornan en ciudadanos y protagonistas de lagestión y custodia de los asuntos públicos. El objeto que, deacuerdo con Sternberger (1990, 24), suscitaría «devoción patrió-tica» y lealtad política no es el documento jurídico en su literali-dad, sino el «orden democrático y liberal» que precisamente laconstitución funda y protege. De ahí que se presuponga no unaconcepción fosilizada de la constitución, sino una concepciónabierta de ella. De hecho, el modelo constitucional que Habermastiene en mente no es otro que el alemán, cuyo texto ha sido modi-ficado cuarenta y ocho veces en sus cincuenta años de vigencia,algunas de ellas con reformas de gran calado normativo. La de-

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fensa del patriotismo constitucional no tiene nada que ver, portanto, con intento alguno de congelar la Constitución como enti-dad inamovible. Por el contrario, quienes trabajan lealmente porla reforma constitucional, como sucede con los desobedientes ci-viles (véase supra el final de la sección 5.4.), se acreditan como«los auténticos patriotas constitucionales, esto es, como amigosde un proyecto constitucional concebido dinámicamente»(TRDC, 6). De modo similar a lo defendido por el republicanis-mo cívico, el patriotismo constitucional se apoya en una concep-ción activa, participativa y crítica de la ciudadanía.

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7. Acerca del impacto teóricode la obra de Habermas

1. Debates e intervenciones en controversias públicas

Conforme al modelo dialógico-comunicativo preconizado por supensamiento y al énfasis puesto en la necesidad de revitalizar laesfera pública, Habermas ha asumido con naturalidad el papel depolemista (véase epígrafe 5.1). Considerando que ésta es una desus obligaciones ineludibles como intelectual, no sólo ha entabla-do múltiples controversias con diversos y distinguidos filósofos yteóricos sociales contemporáneos, sino que ha intervenido en de-bates con considerable resonancia en la opinión pública. En justacorrespondencia, asume las abundantes y variopintas críticas quele son dirigidas e intenta replicar cumplidamente a sus conten-dientes y detractores. Dar noticias de cada una de esas disputasciertamente superaría con mucho los límites de este capítulo fi-nal, por lo que se hace necesario proceder a una crónica selectivade ellas y limitarse tan sólo a dar unas breves pinceladas. No obs-tante, ya en los capítulos precedentes se ha ido haciendo menciónde los diversos debates sostenidos por nuestro autor, tanto deaquellos que versan sobre cuestiones teóricas como de aquellosotros de carácter más abiertamente político-moral.

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a) Debates teóricos

A lo largo de los años sesenta Habermas mantuvo abierta unadisputa con Hans Georg Gadamer acerca del sentido que habríaque dar a la hermenéutica para posibilitar la actividad crítica yemancipatoria de la razón. Habermas reconoce a la hermenéuticaun papel crítico fundamental con respecto al positivismo moderno,pero rechaza su pretensión de cubrir en términos metodológicosel conjunto de las ciencias sociales (cfr. LCS, 277-306, y TAC I,186-190). Acusa a Gadamer de haberse quedado prendado por lafuerza legitimadora de la tradición y haberse olvidado de la fuerzacrítica de la reflexión. Apoyándose en el psicoanálisis y en la críti-ca de las ideologías, Habermas pone en cuestión la universalidady la objetividad del comprender hermenéutico: un consenso, aun-que venga avalado por la fuerza de la tradición, puede también serexpresión de una «falsa conciencia» (cfr. CI). La hermenéuticagadameriana debería ser así completada por una «metahermenéu-tica» que investigara las condiciones de posibilidad de una comu-nicación sistemáticamente distorsionada.

Otros dos debates de carácter eminentemente teórico hanacompañado a la concepción habermasiana de la acción comuni-cativa prácticamente desde su gestación: el relativo a la preten-sión de fundamentación última postulada por K. O. Apel y el sus-citado por los interrogantes planteados por la teoría de sistemasde Niklas Luhmann, con cuya propuesta de explicación de laconducta social la teoría discursiva entra en abierto conflicto.

No siempre es una tarea fácil determinar el punto central dedisenso entre dos posturas que comparten un horizonte teóricocomún. Contemplado desde la perspectiva de un observador ex-terno, las diferencias entre Habermas y Apel se presentan comouna cuestión meramente académica en la que se debate sobre ma-tices dentro de una obediencia escolástica común: el problemaestribaría en cómo interpretar los diversos resultados obtenidos apartir de idénticos presupuestos. Según Apel, que ha tematizadomás esta cuestión, no hay diferencia en cuanto a objetivos filosó-ficos, sino sólo en cuanto a las estrategias conceptuales y de ar-gumentación. Apel ha mostrado una especial preocupación por elestatuto de la filosofía primera; por el contrario, Habermas seempeña en elaborar una teoría crítica de la sociedad, con un mar-

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cado sesgo sociologizante. La divergencia más aireada entre am-bos autores pivotaría en torno a la posibilidad y alcance de lafundamentación última de la pragmática lingüística y si su acep-tación significa una recaída en la metafísica dogmática. Más alláde la disputa esencialmente nominalista sobre si la pragmática noempírica que ambos autores han elaborado debe denominarse,con Habermas, tan sólo universal o bien, con Apel, de modo másatrevido, trascendental, se esconde un proyecto común que buscaasegurar una fundamentación racional de las normas de acción(cfr. AED, 192-205; y el elogioso retrato de Apel trazado en FFT,77-87).

Los primeros debates entre Habermas y Luhmann se remon-tan a los primeros años setenta, con la publicación de los textosde un seminario-discusión impartido entre ambos (cfr. Habermasy Luhmann, TGS). Dada la disparidad radical existente entre elparadigma de la acción comunicativa y el esquema holista siste-ma/entorno, no es de extrañar que las polémicas hayan sido cons-tantes, aunque a veces recuerden a un diálogo entre sordos. Susrespectivos programas teóricos representan dos epistemologíassociológicas claramente enfrentadas, pero no completamente in-compatibles: por una parte, aquella que busca el ideal de la inte-gración normativa de la sociedad y que, sin renunciar al rigor yal método propio de las ciencias sociales, se autoinscribe en unideal emancipatorio de libertad; y, por otra, aquella que persigueconocer la esencia de la autorregulación del todo social, prescin-diendo en sus análisis de la autocomprensión de los actores indi-viduales y, por supuesto, de cualquier ideal anticipatorio de unavida mejor. Las diferencias entre ambos apenas se han aminora-do, y ello a pesar de que Habermas ha ido adoptando algunosanálisis y conceptos clave de Luhmann (cfr. «Excurso sobre Ni-klas Luhmann: apropiación de la herencia de la filosofía del suje-to en términos de teoría de sistemas», en DFM, 434-453).

Otra de las polémicas teóricas más sonadas en las que ha inter-venido Habermas es la que le enfrentó con los representantes delpostestructuralismo y de la denominada postmodernidad (cfr.DFM). En este sentido, una de las críticas fundamentales que harecibido proviene de Jean-François Lyotard, que discute la exis-tencia de universales pragmáticos en general. Con Jacques Derridamantiene una suerte de duelo interminable: mientras Habermas se

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esfuerza por construir los basamentos teóricos de una emancipa-ción siempre insuficiente, Derrida se deleita desmontando sistemá-ticamente tales intentos. Con Michael Foucault también polemizósobre cuál sería la forma más adecuada de leer las ambigüedadesdel discurso ilustrado (cfr. EP, 98-103). A diferencia de estos tresautores franceses, Habermas nunca ha frecuentado las sendas dela recepción radical de la obra de Nietzsche.

Más recientes son los debates mantenidos con Richard Rorty,Charles Taylor y John Rawls. En tales casos el punto de contro-versia se desplaza de las cuestiones propias de la filosofía teoréti-ca a las de la filosofía práctica. Frente a la teoría discursiva desesgo marcadamente universalista, Rorty contrapone su pragma-tismo etnocéntrico, una teoría filosófica libre de la ansiedad porla fundamentación que atenaza a Habermas y señalada con losrasgos de la frescura y la fina ironía. La fe habermasiana en unarazón universal también difiere del explícito «reconocimiento dela contingencia» de nuestro conocimiento que postula Rorty.Frente a la concepción comunitarista del reconocimiento de lasdiferencias culturales defendida por Charles Taylor (1994), Ha-bermas subraya el componente liberal-democrático de todo Esta-do de derecho. Con todo, Habermas considera a Taylor como uninterlocutor cualificado en los asuntos relacionados con el multi-culturalismo. Este reputado especialista en la filosofía hegelianaestima que el universalismo procedimental defendido tradicional-mente por el liberalismo se muestra ciego frente al fuerte dina-mismo de los diferentes contextos culturales, cuya relevancia sehace patente en la forja de la identidad individual y en la búsque-da de un sentido de la vida. Dado que, según Taylor, el liberalis-mo desconoce o desprecia el inmenso valor que puede represen-tar la pertenencia cultural, aboga por una nueva interpretaciónde él, de manera que el aparato estatal, lejos de mantenerse neu-tral frente a esa realidad, reconozca explícitamente dichos mar-cos culturales y señas identitarias e incluso los promocione ac-tivamente. Habermas se muestra de acuerdo con Taylor en quelos proyectos individuales de vida no se forman con independen-cia de los contextos culturales compartidos intersubjetivamente,pero mantiene que los individuos siempre tienen que tener elmargen suficiente para asumir libremente tales contextos (cfr. IO,191-198).

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Una relevancia especial cobra la relación de Habermas con elfilósofo norteamericano John Rawls. Aunque procedentes de ho-rizontes intelectuales dispares, entre ambos autores se dan talesconcordancias de fondo que sus diferencias se desarrollan en losestrechos límites de una disputa familiar cuyo tema de fondo noes otro que el alcance normativo del ideario liberal (cfr. DLP).Lejos, por tanto, de mantener una batalla frontal, la estrategia deconfrontación resulta de la disparidad de matices. Con la publica-ción de Facticidad y validez en 1992, dos decenios después de laaparición de La teoría de la justicia en 1971, la proximidad entrelos proyectos de Habermas y Rawls ha terminado por salir a laluz. Aunque con variantes importantes, tanto Rawls como Haber-mas comparten perspectivas teóricas similares: la común reivin-dicación de la filosofía práctica kantiana es una de las mayorescoincidencias, así como la común oposición hacia los presupues-tos utilitaristas. Les unen además objetivos políticos comunes,pues en ambos casos se trata, de alguna manera, de «una versiónpuesta al día de la socialdemocracia» (Vallespín, 1995, 48). Elcontraste entre sus respectivas propuestas políticas estribaría enel hecho de que mientras que Habermas pone el centro de grave-dad en el análisis de las condiciones de la formación legítima(democrática) de la voluntad política, Rawls focaliza su interésen la construcción de un orden político en el que la igualdad so-cio-económica tenga un peso predominante. En la conceptualiza-ción del pensamiento demoliberal, la confrontación con la filoso-fía de Ronald Dworkin será igualmente fructífera. Dworkin, quede alguna manera representa la vuelta al derecho natural frente alpositivismo jurídico propugnado por Hart, es percibido por Ha-bermas como muy próximo a sus propias preocupaciones, parti-cularmente por su esfuerzo por sobreponerse a la superficialidadfilosófica de Rawls y proponer una auténtica ética liberal comofuente del constitucionalismo.

b) Debates político-morales

Con frecuencia, la dinámica inherente a la teoría ha ido condu-ciendo la atención de Habermas hacia problemas y temas bastan-te alejados de las preocupaciones y urgencias del quehacer políti-

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co, una tendencia que se ha agudizado al ir aumentando progresi-vamente el grado de complejidad de su argumentación. Siendoconsciente de esta circunstancia, el autor ha pretendido compen-sar con muchos de sus escritos esa cierta anemia práctica que sederiva del elevado grado de generalidad y que, de modo casi ine-vitable, distingue las obras con un acusado aliento sistemático.Aunque resulta discutible que sus tentativas de aterrizaje en larealidad se encuentren siempre a la altura de las expectativas le-vantadas, sin embargo, no ha dejado nunca de pronunciarse pormedio de conferencias y ensayos o por vía periodística sobrecuestiones que afectan a la vida social y política de su propiopaís, de Europa o de la sociedad mundial. Como pocos filósofoscontemporáneos, Habermas ha sabido establecerse como un críti-co ilustrado. En sus múltiples escritos políticos (por lo general,comentarios, entrevistas y artículos ocasionales) suele hacer galade toda la deslumbrante brillantez expositiva y capacidad de pe-netración analítica que le caracteriza cuando aligera la trama con-ceptual de su argumentación y afronta desde sus propios presu-puestos teóricos determinados problemas políticos de actualidad.

Entre sus diversas tomas de partido sobre cuestiones de inte-rés público que sobrepasan los estrechos cauces de la academiacabe destacar sus reiteradas intervenciones en la «polémica delos historiadores» a lo largo de la segunda mitad de los añosochenta (cfr. Augstein et al., 1987). En este contexto alemán seenfrenta, en particular, al revisionismo de Ernst Nolte, quien, pre-tendiendo explicar el nacionalsocialismo por la necesidad decombatir el comunismo, sostiene que el exterminio de los judíosno constituye sino una «copia» de las purgas estalinistas y reduceAuschwitz a la dimensión de una mera innovación técnica (la«técnica» del gaseado) suscitada por el temor que los nazis ex-perimentaban de convertirse ellos mismos en las víctimas de unaagresión procedente del Este. Además de negar tales interpreta-ciones por absurdas, Habermas incide en que la cesura que inelu-diblemente impone el nazismo en la historia alemana ha de seraprovechada para reelaborar críticamente el pasado, echar unamirada selectivamente sobre él y construir una identidad colecti-va de manera reflexiva (cfr. INP). Por supuesto, su actividadcomo polemista no se reduce a estas intervenciones, sino que unay otra vez ha manifestado públicamente su opinión sobre aconte-

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cimientos históricos de especial relevancia, tales como, por ejem-plo, la instalación de los llamados «euromisiles» en territorio ale-mán a principios de los años ochenta, el papel de la desobedien-cia civil como medio de expresión democrática (cfr. EP, 49-89),los debates sobre la reunificación alemana (cfr. NRI, VZ, 45-73)y sobre la restricción del derecho de asilo (VZ, 159-186), el re-surgir de la xenofobia y del nacionalismo (cfr, INP, MAEN, IO yCPN), las intervenciones militares humanitarias o la construccióneuropea (cfr. IO y CPN). A partir de su amplio utillaje teórico, habuscado asimismo ofrecer respuestas a los desafíos morales ge-nerados por las nuevas tecnologías, en especial, por la llamadaingeniería genética (cfr. FNH).

Si es cierto que en los sistemas democráticos resulta central lacalidad de las discusiones públicas, no cabe duda de que a Haber-mas se le pueden discutir muchos de sus posicionamientos e in-terponerle múltiples objeciones, pero no se le puede acusar deque no haya contribuido a la que debería ser la tarea básica de lafilosofía práctica: aportar ideas y alentar el debate de nuestrotiempo. Como pocos otros, Habermas no sólo hace explícitas,sino que consigue articular en un sistema congruente las intuicio-nes morales y políticas básicas que configuran la autocompren-sión de las sociedades democráticas contemporáneas.

2. La recepción de su pensamiento en las distintasdisciplinas

La grandeza de un pensador puede medirse por la capacidad quetienen sus ideas para germinar en ámbitos y mentes alejados desus preocupaciones originales. Si esto es así, la obra de Haber-mas ha dado muestra de una enorme genialidad. Su producciónteórica ha conseguido interesar a filósofos, sociólogos, politólo-gos, juristas, lingüistas, historiadores, teóricos de la educación,científicos y hasta a teólogos. Sus propios escritos suponen unatransgresión de los límites tradicionales establecidos entre las di-versas disciplinas y hacen de mediadores de conocimientos quepor regla general se encuentran encerrados en compartimentosestancos. En el ámbito específico de la filosofía, su obra es ade-más una muestra palpable de que el diálogo entre la filosofía

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continental y la anglosajona, dos tradiciones teóricas habitual-mente con débiles lazos, no sólo es posible, sino que incluso pue-de resultar sumamente fructífero.

Como es sabido, la denominada Escuela de Fráncfort ha ejer-cido una influencia muy destacada en la «configuración espiri-tual» de la República Federal instaurada en Alemania tras la he-catombe provocada por el III Reich (cfr. Albrecht, 2000). Unaparcela importante de la filosofía y teoría social alemana poste-rior a la Segunda Guerra Mundial puede concebirse o bien comouna recepción y desarrollo del pensamiento de la teoría crítica obien como una discusión abierta de sus principales posiciones.La teoría crítica influyó no sólo en la reeducación democrática dela sociedad alemana de la postguerra, sino sobre todo en la peda-gogía crítica y antiautoritaria en la que se formaron las nuevasgeneraciones de docentes a partir de las años setenta. Las princi-pales obras de los miembros de la Escuela de Fráncfort fueron in-cluidas en el canon educativo de la República Federal. A lo largode las dos últimas décadas del siglo XX el papel público antañodesempeñado por Adorno y Horkheimer ha encontrado continui-dad de una manera cualificada en la figura de Habermas.

Nuestro autor mantiene además un estrecho contacto perso-nal e intelectual con las últimas generaciones de la teoría crítica—considerada ésta en un sentido amplio— asentadas tanto eneste lado del Atlántico como en el otro. Como es igualmente co-nocido, con el advenimiento del nazismo los miembros y cola-boradores del Instituto de Investigación Social se vieron obliga-dos a emprender el camino del exilio. Muchos de ellos recalaronen Estados Unidos para ya no regresar nunca más. Con algunosmatices, ése fue el caso, entre otros, de Herbert Marcuse, LeoLöwenthal, Otto Kirchheimer o Franz Neumann. De este modo,fue posible ir tejiendo una densa red de relaciones académicasentre Estados Unidos y Alemania: surgió así toda una serie de fi-lósofos y teóricos sociales que, entre otras cosas, participan delconocimiento de textos comunes y de orientaciones normativassimilares. En ese extenso entramado de relaciones, Habermas de-sempeña el papel de aglutinador en el que todos se reconocen.Richard Bernstein, Seyla Benhabib, Charles Larmore, Jean Co-hen, Andrew Arato o Thomas McCarthy serían algunos nombresdestacados en el lado estadounidense de la teoría crítica. Por la

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parte alemana, podría mencionarse a Albrecht Wellmer, AxelHonneth, Claus Offe, Günter Frankenberg o Rainer Forst, algu-nos de los cuales constituirían la denominada «tercera genera-ción» de la Escuela de Fráncfort (cfr. Joel Anderson, 2000). Sufrecuente presencia en los seminarios de prestigiosas universida-des norteamericanas, como Berkeley, Harvard y, sobre todo,Standford, no ha hecho sino acrecentar el número de sus lectoresy aumentar su reputación en tales latitudes. Con todo, el círculode su influencia no acaba ahí, pues Habermas posee además unindudable ascendiente intelectual sobre un número notable de fi-lósofos alemanes que no cabe incluir bajo la etiqueta de la teoríacrítica. No obstante, esta influencia ha sido cuestionada reciente-mente, en particular por un antiguo discípulo, Peter Sloterdijk(2000), que ha intentado establecer un polémico —y, en parte, in-justo— ajuste de cuentas con el estatus de sumo pontífice de lafilosofía alemana del que Habermas —ya sin rivales posibles trasla muerte de Gadamer— parecería disfrutar en solitario. Con esteautor el formato de la controversia ha sido algo especial, al con-vertirse de hecho en una ácida disputa por personas interpuestas(cfr. Assheuer, 2000).

La filosofía de Habermas ha encontrado también importanteeco en varios países europeos: en particular, resultan notables losestudios realizados por algunos autores franceses sobre su obra(cfr. Ferry, 1987; Sintomer, 1999; y Haber, 1999 y 2001). En lafilosofía en lengua española la atención prestada al pensamientohabermasiano ha sido, sin duda, sumamente destacada, tanto porel volumen y celeridad de las traducciones como sobre todo porla proliferación y calidad de los trabajos dedicados a su análisis ycrítica (cfr. infra anexo III, 3.2).

La recepción de la obra de Habermas posee una especial rele-vancia dentro de esa importante subdisciplina de la politologíacontemporánea que hoy representa la teoría de la democracia. Eneste terreno, especialmente reseñable ha sido la recepción de His-toria y crítica de la opinión pública, su primera monografía. Conella Habermas logró repolitizar el concepto de la esfera pública(Öffentlichkeit), y ello tuvo repercusiones directas en el movi-miento estudiantil alemán del 68, así como en las discusionessubsiguientes sobre la radicalización de las concepciones demo-cráticas. Incidió posteriormente en el redescubrimiento de la no-

7. Acerca del impacto teórico de la obra de Habermas

157

ción de sociedad civil a lo largo de los años ochenta y noventa,efecto que se vio reforzado por la traducción —algo tardía, en1991— de dicho libro al inglés. Un buen reflejo de esta influen-cia es la recopilación de textos hecha por Craig Calhoun (1992),así como el excelente libro de Jean Cohen y Andrew Arato sobrela sociedad civil y la teoría crítica (2000). El libro de Habermassobre la esfera pública pasa ya por ser un clásico contemporáneoy con el paso del tiempo se ha convertido en una especie de ma-nual en diversos ciclos de estudios (historia social y de las ideas,literatura, sociología, ciencia política y filosofía social).

Otra línea de pensamiento en la que ha influido la obra de Ha-bermas es el pensamiento feminista, sobre todo en su versiónmás crítica (al respecto, véase el libro colectivo editado por SeylaBenhabib y Drucilla Cornella, 1990). Ha propiciado en particularla formación de una teoría feminista ilustrada que permita la con-ciliación entre feminismo y universalismo. Autoras como las doscitadas, así como Iris Marion Young, Nancy Fraser y Carol Gilli-gan, se incluirían en esta vía. Las críticas feministas han optadopor sustituir el otro generalizado presupuesto en la relación dis-cursiva (con el objeto de seguir la máxima moral, de neta im-pronta cristiana y kantiana, de pensar desde el lugar del otro) porun otro concreto, esto es, un sujeto encarnado, situado y contex-tualizado. Así, Benhabib introduce un giro narrativo en la defini-ción y tematización de la identidad, entendida como una trama derelaciones y narraciones interpretadas. Una apuesta, pues, por losdiálogos reales y concretos que corrijan las situaciones de privi-legio interpretativo. Se reivindica, en definitiva, la narratividadfrente a los privilegios de la argumentación. También en lenguaespañola esta corriente ha tenido un desarrollo propio, del queda cumplida cuenta el libro de Mª José Guerra (1998). Toda unacorriente de pensamiento crítico que va más allá de los propiosplanteamientos habermasianos, pero que sin sus presuncionesteóricas no habría llegado a fructificar.

Igualmente notable resulta el influjo ejercido por la obra deHabermas en el ámbito de la teoría sociológica (cfr. Haber,1999). En gran medida se debe al hecho de que nuestro autor nosólo no ha dejado que se interrumpiera el diálogo entre las tradi-ciones filosóficas y sociológicas, sino que se ha confrontado unay otra vez a lo largo de las últimas cuatro décadas con los desa-

Para leer a Habermas

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rrollos de las ciencias sociales. Por su parte, la teoría de los inte-reses rectores del conocimiento desarrollada en Conocimiento einterés ha obtenido un sorprendente eco en las corrientes críticasde la filosofía de la educación.

También la recepción de su pensamiento en ambientes teo-lógicos ha sido considerable, quizás más por inesperada (cfr.Arens, 1989; y Mardones, 1998). De hecho, la atención que Ha-bermas presta a la religión o a las cuestiones que plantea el fenó-meno religioso es mucho menor que en sus predecesores de laEscuela de Francfort y, en especial, con respecto a Horkheimer,que en sus últimos escritos teorizó sobre la nostalgia de la tras-cendencia. Con todo, y aunque Habermas considera en gran par-te agotado el potencial semántico de la religión, cree que todavíaposee un potencial pragmático que puede ser explotado con in-tenciones emancipatorias. Habermas no desconoce el papel fun-damental desempeñado históricamente por las religiones. Esconsciente de que la ausencia de un discurso religioso que puedaser compartido socialmente es un vacío difícil de llenar. Es más,considera que desde el siglo XVIII el discurso social de la moder-nidad ha girado bajo distintos rótulos en torno a un único tema:pensar tras el desencantamiento del mundo en un «equivalentedel poder unificador de la religión» (DFM, 172). Por otro lado, lateoría discursiva habermasiana ha influido también en la variantelaica de la teología de la liberación, en la llamada «filosofía de laliberación» postulada principalmente por Enrique Dussel (2000).

Sin duda, aún es demasiado pronto para establecer un balancedefinitivo del significado y relevancia de la obra de Habermas.Entre otros motivos, porque su obra no es que tan sólo esté in-conclusa, sino que ella misma se concibe como un continuo afánde explicitación y fundamentación de sus presupuestos teóricos y,por tanto, lejos de presentarse como un pensamiento estático yacartonado, aparece como un perenne work in progress, siempreen constante revisión y superación. Habermas no ha cesado hastael momento de explorar las potencialidades de su propia concep-ción filosófica y social a la hora de tratar de entender los nuevoseventos y las nuevas realidades de nuestro mundo. Pese a la pro-visionalidad del juicio, no resulta demasiado atrevido pensar quecuando con el tiempo se asiente la recepción de los textos haber-masianos, entre éstos probablemente se seguirán leyendo con

7. Acerca del impacto teórico de la obra de Habermas

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provecho Historia y crítica de la opinión pública, diversas partesde su monumental Teoría de la acción comunicativa y, en el ám-bito específico de la filosofía jurídica y política, Facticidad y va-lidez. Todas ellas quedarán al menos como testimonio representa-tivo y coherente de la manera de entender la filosofía práctica yla teoría social en el último tercio del siglo XX.

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Anexos

III. Datos biográficosIII. Glosario básicoIII. Bibliografía

Anexo I Datos biográficos

1. Breves notas sobre el contexto sociohistórico de la obra de Habermas

Habermas pertenece a la generación de pensadores alemanes que inicia-ron o concluyeron sus estudios universitarios cuando se hacía patente lamagnitud de la catástrofe moral que el régimen nazi había provocado.En este grupo generacional se advierte una común voluntad de distan-ciamiento frente a aquellas tradiciones de pensamiento que habían con-tribuido a enceguecer la mente y la conciencia ante una hecatombe deenvergadura hasta entonces desconocida. Su viejo amigo y prácticamen-te coetáneo Karl-Otto Apel habla de una generación que ha experimenta-do en sus propias carnes la «destrucción de la autoconciencia moral»,hasta el punto de que llegó a calar en ellos la sensación de que era falsotodo lo que la propia tradición cultural les había legado.

Anonadado en su corta juventud por la trágica experiencia del nazis-mo, a cuyo final asistió con apenas quince años, Habermas vivió la capi-tulación del III Reich como una liberación que podría dar lugar a unaprofunda renovación moral-espiritual de la sociedad alemana. Aunqueciertamente pronto quedó decepcionado, se tomó muy en serio los idealesdemocráticos de la denominada reeducation que los aliados pretendieronllevar a cabo entre la población alemana. El pesado silencio existente enAlemania sobre el más inmediato pasado le resultaba insoportable, de tal

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modo que ya al inicio de sus estudios universitarios comenzó a barruntarla necesidad de pensar públicamente en los orígenes ideológicos y cultu-rales de ese drama.

Sin que Habermas tuviera por entonces la menor idea de ello, algunospensadores alemanes de la generación anterior estaban completamenteinmersos en reflexiones similares: Hannah Arendt, Karl Löwitz, Hans Jo-nas, Theodor W. Adorno o Max Horkheimer, entre otros. Debido tanto asu común pertenencia al pueblo judío como a sus afinidades políticas nodisimuladas, todos ellos tuvieron que pasar por la dura experiencia del exi-lio para poder sobrevivir físicamente. En particular, Adorno y Horkhei-mer, ya a comienzos de los años cuarenta, se dan cuenta de que la verda-dera dificultad para encontrar alternativa no radica tan sólo en el fracasode la revolución socialista, sino más bien en el descalabro de la misma ci-vilización y en el triunfo por doquier de la barbarie. Sin embargo, Haber-mas no logró conectar con estos autores hasta pasados unos años. Pues, porel contrario, prácticamente todos los profesores que tuvo durante el perio-do de formación universitaria eran académicos que se habían adaptado singrandes dificultades al régimen nacionalsocialista y que tras la derrotacontinuaron con su labor docente sin mayores contratiempos. Sus maes-tros más importantes en su tiempo de estudiante de filosofía fueron ErichRothacker, un teórico formado en la escuela de Dilthey, y Oskar Becker,un discípulo de Husserl perteneciente a la generación de Heidegger.

En 1954 Habermas empezó a contactar con el Instituto de Investiga-ción Social, que Theodor W. Adorno y Max Horkheimer habían refunda-do en Fráncfort en 1950. La acogida de estos dos maestros fue desigual:desde el principio fue altamente apreciado por Adorno, hasta el punto deque lo escogió como su asistente durante el periodo 1956-1959, y vistocon recelo por Horkheimer, que le encontraba demasiado escorado haciaposiciones izquierdistas. De hecho, el joven filósofo gustosamente ha-bría presentado su trabajo de habilitación en la Universidad de Fráncfort,pero, cuando ya tenía muy avanzada su investigación sobre la esfera pú-blica, «Horkheimer puso como condición —como un rey de un cuentode hadas que no quiere que su hija se emancipe— que Habermas tuvieraque realizar un estudio sobre Richter» (Wieggershaus, 1988, 616-617).En realidad, Horkheimer estaba tan deseoso de alejarlo de sí que paraconseguirlo le impuso condiciones draconianas para la habilitación. Ha-bermas, agobiado e incluso cansado de la soterrada pugna, acaba pordesplazarse a la Universidad de Marburgo, donde se habilita con Wollf-gang Abendroth, el «catedrático partisano», como le llamaba el propioHabermas por su comprometida actitud de resistencia militante durantela dictadura nacionalsocialista.

Desde bastante joven Habermas ha ejercido una notable actividad pu-blicística. Sus primeros artículos se remontan al inicio de la década de

Para leer a Habermas

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los cincuenta y versaban sobre temas sociológicos y filosóficos, inclu-yendo también recensiones de libros sobre estas mismas materias. Apa-recieron en publicaciones como Frankfurter Allgemeine Zeitung, Han-delsblatt, Frankfurter Heften y Merkur, esto es, órganos de expresiónque se dirigían a un público amplio. Durante algunos años halló su mo-dus vivendi como colaborador de varias revistas y periódicos. Pero másallá de encontrar en ello un medio para satisfacer sus necesidades mate-riales, Habermas entendió que como intelectual estaba obligado a teneruna presencia activa en la escena política y cultural. Nunca ha abandona-do esta actitud y, de hecho, como ningún otro filósofo alemán contem-poráneo, ha sabido situarse como un ilustrado crítico en la conciencia deuna opinión pública políticamente orientada.

Uno de sus primeros trabajos académicos fue la elaboración —en es-trecha colaboración con científicos sociales— de una investigación em-pírica sobre la conciencia política de los estudiantes, cuyos resultados sepublicaron en 1961 bajo el título Student und Politik. Durante los añossiguientes siguió pulsando la opinión de los movimientos estudiantilesque proliferaron y revolucionaron las estructuras autoritarias de la uni-versidad alemana. En Fráncfort, donde las ideas de Adorno, Marcuse oHorkheimer estaban en boca de la mayoría de los estudiantes, participóactivamente en numerosas asambleas, siendo famosas las controversiasque mantuvo con los estudiantes más radicalizados. A principios de losaños setenta abandonaría, sin embargo, la Universidad de Fráncfort, a laque no volvió hasta los años ochenta.

A partir de los años setenta comenzó a recibir reiteradas distincionesacadémicas del más alto nivel. Este reconocimiento de su labor le incitóaún más a salir de los estrechos muros universitarios, aunque sin decaernunca en su prolífica e innovadora tarea investigadora, para manifestarsu punto de vista en los debates ético-políticos de su tiempo. En virtudde esa amplia y constante actividad publicística, el gremio de los librerosalemanes le otorgó en octubre de 2001 el Premio de la Paz. En la exposi-ción de motivos que justificaba la entrega de esta renombrada distinciónse resaltaba que Habermas había sabido «acompañar crítica a la vez quecomprometidamente el camino de la República Federal de Alemania,proporcionando a más de una generación las claves para comprender elespíritu de la época». A estas palabras, que recopilan el sentido de todauna trayectoria intelectual, únicamente habría que añadir que la irradia-ción de su pensamiento ha logrado trascender con creces las fronteras desu propio país.

Anexo I. Datos biográficos

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2. Tabla cronológica. Vida y obra

1929 Nace en Düsseldorf el 18 de junio, aunque crece en Gum-mersbach, un pequeño pueblo vecino. Su padre era presi-dente de la Cámara de Comercio local y su abuelo fuepastor protestante.

1949 Termina los estudios de secundaria en Gummersbach einicia los estudios universitarios en Göttingen, Zúrich yBonn, cursando materias de filosofía, historia, psicología,economía y literatura alemana.

1952 Primera publicación: una colaboración ensayística en elFrankfurter Allgemeine Zeitung (19 de junio).

1953 Publica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung una crítica ala Introducción a la metafísica de Heidegger: su primertexto con resonancia. Emprende la lectura de la Dialécti-ca de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer.

1954 Se doctora en filosofía con una tesis sobre «El Absoluto yla historia. De las discrepancias en el pensamiento deSchelling» (que aún hoy en día se mantiene inédita), bajola dirección de Erich Rothacker y Oskar Becker (califica-ción: egregia).

1955 Se casa con Ute Wesselhoeft (del matrimonio nacen treshijos: Tilman, 1956; Rebbeka, 1959; y Judith, 1967).

1956 Ejerce de periodista libre y recibe una beca de la Deuts-che Forschungsgemeinschaft.

1956-1959 Ayudante de T. W. Adorno en la Universidad de Fránc-fort. Adorno le pone en contacto con la investigación so-cial empírica y de este modo le abre el camino hacia lateoría crítica de la sociedad.

1959-1961 Recibe una beca de la Deutsche Forschungsgemeinschaftpara culminar su trabajo de habilitación.

1961 Se habilita como profesor en la Universidad de Marburgocon Wolfgang Abendroth, tras presentar un escrito tituladoStrukturwandel der Öffentlichkeit (publicado en 1962; ver-sión española: Historia y crítica de la opinión pública).Privatdozendt en Marburgo. Lección inaugural: «La doc-trina clásica de la política en su relación con la filosofíasocial».

1964 Profesor de filosofía y sociología de la Universidad deFráncfort como sucesor de Max Horkheimer.

1965 Lección inaugural en Fráncfort: «Conocimiento e interés».1968 Publica Ciencia y técnica como ideología y Conocimiento

e interés.

Para leer a Habermas

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1971-1981 Director, junto con Carl-Friedrich Weizsäcker, del reciéncreado Instituto Max Planck en Starnberg dedicado a la«La investigación de las condiciones de vida del mundotécnico-científico».

1974 Premio Hegel de la ciudad de Stuttgart.1976 Premio Sigmund Freud de la Academia de la Lengua y la

Poesía de Darmstadt. Publica La reconstrucción del mate-rialismo histórico.

1980 Premio Adorno de la ciudad de Fráncfort.Doctor honoris causa por la New School for Social Re-search, Nueva York.

1981 Regresa a la Universidad de Fráncfort.Publica Teoría de la acción comunicativa, su obra cumbre.

1983 Publica Conciencia moral y acción comunicativa.Varias intervenciones públicas durante el otoño en el de-bate sobre la desobediencia civil.

1984 Conferencia en el Congreso de los Diputados de Madridsobre el tema «La crisis del Estado de bienestar y el ago-tamiento de las energías utópicas».

1986 (Hasta finales de 1987) «Polémica de los historiadores»:controversia sobre la singularidad del holocausto. Con sucrítica a las tesis de Ernst Nolte abre un largo debate en elque participan, entre otros, Michael Stürmer, Klaus Hil-debrand y Andreas Hillgruber.

1989 Doctor honoris causa por la Universidad de Hamburgo,Buenos Aires y Hebraica de Jerusalén.

1991 Doctor honoris causa por la Northwestern UniversityEvanston, Illinois.

1992 Publica Facticidad y validez, en la que propone una teoríanormativa del Estado de derecho.

1994 En junio deja el estatus de profesor en activo y se convierteen profesor emérito de la Universidad de Fráncfort. Tras-lada su residencia a Starnberg. Desde entonces mantieneuna intensa actividad como profesor invitado en variasuniversidades estadounidenses y como autor de nume-rosos artículos y libros.Doctor honoris causa por la Universidad de Tel Aviv.Foreign Member de la British Academy of Science, Ox-ford.

1995 Premio Karl Jaspers de la ciudad de Heidelberg.1996 Doctor honoris causa por la Facultad de Derecho de Bo-

lonia.Publica La inclusión del otro.

Anexo I. Datos biográficos

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1997 Doctor honoris causa por la Universidad de la Sorbona(París-St. Denis-Vicennes).

1999 Publica Verdad y justificación.Doctor honoris causa por la Universidad de Cambridge.Debate con Peter Sloterdijk sobre la tecnología genética yel futuro de la teoría crítica.

2001 Doctor honoris causa por la Universidad de Harvard.Premio de la Paz de los Libreros Alemanes. En la motiva-ción, los libreros afirman que Habermas «ha acompañadode manera comprometida y crítica la evolución de la Re-pública Federal Alemana».

2003 Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales.

Para leer a Habermas

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Acto de habla (speech act). Todo actode habla está constituido —al me-nos implícitamente— por un com-ponente ilocucionario y un conte-nido proposicional, de los cuales elprimero fija el modo en que ha deentenderse el segundo, ya que am-bos componentes pueden variar in-dependientemente (el contenidoproposicional puede ser afirmado,negado, cuestionado, prometido,rogado, etc.). La teoría de los actosde habla, elaborada a partir de lapragmática de Ludwig Wittgens-tein por John Austin y John Searle,constituye uno de los principalesresortes sobre los que se apoya laconcepción habermasiana de la ac-ción comunicativa.

Cognitivismo (Kognitivismus). Bajoeste nombre se entiende aquella po-

sición dentro de la filosofía moralque defiende el carácter veritativode las cuestiones prácticas. Deacuerdo con sus presupuestos, sepuede utilizar la racionalidad en unsentido fuerte —haciendo uso deciertas condiciones epistémicas dejustificación— para tratar las cues-tiones prácticas de la vida humana,hasta el punto de que cabría hablar—aunque sea tan sólo de modoanalógico— de la verdad o correc-ción de los juicios y enunciadosnormativos. Los diversos intentosde rehabilitación de la racionalidadpráctica a partir de los años setentade la centuria pasada se encuentranestrechamente vinculados a posicio-nes cognitivistas. En particular, laética discursiva propuesta por Ha-bermas y Apel constituiría un claroexponente de esta posición teórica.

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Anexo II Glosario básico

Cosificación o reificación (Verdingli-chung). Concepto típico de la in-terpretación que György Lukácshace de la obra de Karl Marx. Conél se designa una forma de aliena-ción consistente en la transforma-ción de propiedades, relaciones yacciones humanas en propiedades,relaciones y acciones de cosas quese independizan del hombre y ri-gen su vida. Es a la vez el procesoy el resultado de convertir a los se-res humanos en meros objetos,frente a la aspiración del espíritu aser sujeto. El hombre es capaz deolvidar que él mismo ha creado elmundo humano, hasta el punto deque la dialéctica entre hombre,productor, y sus productos pasainadvertida para la conciencia.

Dialéctica de la ilustración (Dialek-tik der Aufklärung). Con este tér-mino acuñado por Theodor W.Adorno y Max Horkheimer se ex-presa, de entrada, la conciencia dela densa complejidad de los proce-sos que dieron lugar a la moderni-dad y que están a punto de supe-rarla sin llevar consigo haciaadelante sus momentos de verdady emancipación. Significa queesos procesos y la situación a laque nos han conducido están mar-cados por una grave y fundamentalambigüedad: que pueden realizarel proyecto liberador de la Ilustra-ción y también liquidarlo, lo cualsucede siempre que se ignora u ol-vida aquella dialéctica.

Discurso (Diskurs). En esta peculiaractividad lingüística de carácter in-

tersubjetivo se convierten en temaexplícito las pretensiones de vali-dez que se han tornado problemáti-cas a lo largo de la comunicación,de tal modo que la investigaciónde su posible justificación consti-tuye el objetivo perseguido en co-mún. En realidad, las palabras cas-tellanas que mejor se correspondencon el término alemán Diskurssería «discusión» o «debate», que,tal como sostiene el diccionario dela RAE, implica una «controversiasobre una cosa entre dos o máspersonas».

Escuela de Fráncfort (FrankfurterSchule). Véase Teoría crítica.

Esfera pública o publicidad (Öffen-tlichkeit). Está configurada poraquellos espacios de espontaneidadsocial libres tanto de las interferen-cias estatales como de las regula-ciones del mercado y de los pode-rosos medios de comunicación. Enestos espacios de discusión y deli-beración se hace uso público de larazón; de ahí surge la opinión pú-blica en su fase informal, así comolas organizaciones cívicas y, en ge-neral, todo aquello que desde fueracuestiona, evalúa críticamente e in-fluye en la política. En términosnormativos, la publicidad puedeentenderse como aquel espacio deencuentro entre sujetos libres eiguales que argumentan y razonanen un proceso discursivo abiertodirigido al mutuo entendimiento.

Ética, cuestiones éticas (Ethik, ethi-sche Fragen). En la peculiar termi-

Para leer a Habermas

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nología de Habermas, con esta no-ción se alude a un conjunto decuestiones relativas a lo bueno, alas diversas concepciones de labuena vida y de la felicidad pre-sentes en una comunidad y que lossujetos asumen individualmentegenerando así formas diversas deautocomprensión. La ética se ocu-paría entonces de la interpretaciónde los valores culturales y de laconfiguración de las identidades.Sus propuestas estarían condicio-nadas a una evaluación contextual(dependiente del ethos de una de-terminada comunidad) y no aspi-rarían a ser consideradas válidasuniversalmente. Véase tambiénMoral.

Ética discursiva (Diskursethik). De-sarrollada casi a la par por JürgenHabermas y Karl-Otto Apel, re-presenta un modelo teórico dirigi-do a fundamentar la validez de losenunciados y juicios morales. Setrata de una extensión de la teoríade la acción comunicativa exclu-sivamente al ámbito moral y no alético (véanse Moral y Ética). Lapieza básica de su programa defundamentación lo constituye eldenominado principio discursivo,conforme al cual «sólo son váli-das aquellas normas a las que to-dos los posibles afectados pue-dan prestar su asentimiento comoparticipantes en discursos raciona-les» (FV, 172). Este principio pre-supone y exige relaciones simé-tricas de reconocimiento entre losparticipantes y, en tanto que defi-ne la forma en que han de funda-

mentarse y validarse imparcial-mente las normas intersubjetivasde acción, instaura el «punto devista moral».

Giro lingüístico (linguistic turn). De-signa un cambio de paradigma enel pensamiento filosófico aconte-cido a lo largo del siglo XX: el len-guaje pasa de su anterior estatus enel que era un objeto de estudio en-tre otros, al rango de referencia ine-ludible y básica desde la que seabordan todos los problemas filo-sóficos. Razón y lenguaje se iden-tifican, de tal manera que el len-guaje es el único medio racionaldisponible para conocer la reali-dad. Nuestra relación con el mun-do tiene un carácter simbólicamen-te mediado, en el que el lenguajedesempeña un papel fundamental.El lenguaje no es un medio de co-nocimiento, es la condición de po-sibilidad del conocimiento.

Intereses rectores del conocimiento(erkenntnisleitende Interesse). Esla noción básica de una de lasobras clave de Habermas, Conoci-miento e interés, en donde defien-de la imposibilidad de una concep-ción «pura» del conocimiento, estoes, desligada de profundos intere-ses antropológicos. En concreto,cada modalidad de conocimientoestá guiada por un tipo de interésespecífico: las ciencias empírico-analíticas por un interés técnico;las ciencias histórico-hermenéuti-cas, por un interés práctico; y lasciencias de orientación crítica, porun interés emancipatorio.

Anexo II. Glosario básico

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Metafísica (Metaphysik). Habermasemplea este concepto para aludir atodo aquello que quiere superar delpensamiento filosófico tradicional:en primer lugar, el intento de re-conducir todas las apariencias a unprincipio originario que haga lasveces de «fundamentación última»y, por supuesto, el pensamiento so-bre el ser y sus atributos, pero tam-bién la filosofía moderna de laconciencia desplegada desde Des-cartes que concibe el «yo pienso»como instancia última de certeza.En lugar de remitirse a la tradiciónmetafísica, Habermas opta por de-fender su concepción comunicativade la razón frente al tribunal cien-tífico de la filosofía del lenguajecontemporánea e instaurar así un«pensamiento postmetafísico».

Moral, cuestiones morales (Moral,moralische Fragen). En la peculiarterminología de Habermas, conesta noción se alude a un conjuntode cuestiones relativas a lo justo,esto es, a la buena ordenación delos bienes públicos en una socie-dad en interés y beneficio de todoslos ciudadanos. La moral se ocu-paría entonces de la resoluciónequitativa e imparcial de los con-flictos interpersonales. Aspira alreconocimiento universal de suspropuestas y prescripciones. Pre-cisamente de estas cuestiones seocupa la ética discursiva. Véasetambién Ética.

Mundo de la vida (Lebenswelt). Ha-bermas utiliza este concepto —pro-cedente de la tradición fenome-

nológica iniciada por EdmundHusserl— en el sentido de un tras-fondo de experiencias y vivencias«prerreflexivas» a partir del cual sepuede dotar de sentido a todo cuan-to se dice. Para que la acción co-municativa pueda tener lugar demanera satisfactoria es necesarioque los participantes en el procesocomunicativo compartan y den porsupuesto un mismo mundo de lavida. En este sentido, es el sustratoen el que la acción comunicativa seenraíza y el horizonte dentro delcual se desarrolla.

Política deliberativa (deliberative Po-litik). Se trata de una modalidad dedemocracia participativa consis-tente en vincular la resolución ra-cional de conflictos políticos aprácticas argumentativas o discur-sivas en diferentes espacios públi-cos. De alguna manera, es la insti-tucionalización de una teoría de laargumentación pública a través deun sistema de derechos que asegu-re a cualquier persona una partici-pación equitativa en el proceso le-gislativo.

Pretensiones de validez (Geltungs-ansprüche). Siempre que cualquierpersona habla con otras —que emi-te un acto de habla— presuponeimplícitamente unas determinadaspretensiones de validez, invariablesdesde el punto de vista transcultu-ral, a saber: inteligibilidad o com-prensibilidad, verdad, correcciónnormativa y sinceridad. En particu-lar, la defensa argumentativa de lapretensión de verdad y corrección

Para leer a Habermas

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normativa da lugar respectivamen-te al establecimiento de un discur-so teórico y de un discurso prác-tico.

Sistema (System). Este término fun-ciona en la obra de Habermascomo concepto contrapuesto al demundo de la vida. En la evoluciónde las sociedades, las formas deintegración sistémica van tomandodistancia paulatinamente de lasformas organizativas del mundo dela vida. Los sistemas se organizany delimitan a través de mecanis-mos autorregulados de coordina-ción de la acción: por ejemplo, elsubsistema económico se autorre-gularía mediante los mecanismosde formación de precios.

Situación ideal de habla (idealeSprechsituation). Es un constructoteórico diseñado para asegurar laimparcialidad en las interaccionescomunicativas. Se caracteriza porlas siguientes condiciones: publici-dad de las deliberaciones, repartosimétrico de los derechos de co-municación y proscripción de lasrelaciones de dominación exceptola ejercida por la «coacción sin co-acciones» del mejor argumento.Representaría el ejemplo sumo deuna comunicación no distorsiona-da. Vale como rasero, como idearegulativa, pero no ha de ser pen-sado como un proyecto que real-mente ha de ser puesto en práctica.

Teoría crítica (kritische Theorie). Fren-te a la «teoría tradicional», presen-

tada bien en forma de ontología obien de teoría del conocimiento, esel tipo de crítica social iniciado porlos «hegelianos de izquierda» (entreotros, Ludwig Feuerbach y KarlMarx). Esta forma de reflexión crí-tica adoptó una forma específicaen los años treinta y cuarenta del si-glo XX en el Instituto de Investiga-ción Social radicado en Fráncfort,cuyos integrantes fueron tambiénconocidos como la «Escuela deFráncfort». Entre los nombres másseñeros de este grupo de intelectua-les destacan los de Max Horkhei-mer, Theodor W. Adorno, HerbertMarcuse, Walter Benjamin o LeoLöwenthal. Jürgen Habermas se re-mite explícitamente a esta herenciateórica y de alguna manera repre-sentaría la figura más destacada dela segunda generación de la teoríacrítica.

Verdad (Wahrheit). En sentido haber-masiano, la verdad se define comoaceptabilidad de un enunciadobajo condiciones de una situaciónideal de habla. A partir del «girolingüístico» de la filosofía contem-poránea, la clásica y realista defi-nición de adecuación del intelectocon la cosa o el hecho ya no resul-ta admisible, pues también los he-chos tienen una apariencia lingüís-tica. En una de sus obras de suúltimo periodo, Verdad y justifica-ción, Habermas pretende, sin em-bargo, salvar parte del potencial dela concepción clásica de la verdadfrente a sus propias formulacionesanteriores.

Anexo II. Glosario básico

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Anexo III Bibliografía

1. Guía para una primera lectura

Habermas es sin duda no sólo uno de los filósofos contemporáneos con mayorproyección internacional, sino también uno de los más prolíficos. El ritmo de apa-rición de sus trabajos apenas deja respiro a sus lectores. Los de lengua castellanatampoco se quedan atrás, y para quienes se inician en su obra resulta convenientedisponer de alguna guía. Además, es preciso tener en cuenta que a pesar de suidea normativa de una razón comunicativa, Habermas no suele practicar un prin-cipio de comunicabilidad a la anglosajona, sino que es un buen ejemplo de la tra-dición alemana con sus fuertes tendencias a la oscuridad y al hermetismo. Parapoder leer a Habermas se requiere realizar un aprendizaje de su retorcida sintaxisy de su peculiar jerga. Esta breve guía de lectura se propone como objetivo servirde ayuda para quienes pretenden adentrarse en la oceánica bibliografía haberma-siana.

A continuación se detallan algunos textos breves —y relativamente claros—del propio Habermas, que podrían servir como vías de acceso a quienes deseanabordar por primera vez su obra:

— «La unidad de la razón en la multiplicidad de sus voces», en PPM, 155-187—útil para conocer el propósito filosófico genérico que mueve la totalidad dela obra habermasiana.

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— «Una vez más: sobre la relación entre teoría y praxis», en VJ, 307-320 —bri-llante exposición del modo habermasiano de entender la realización prácticade la filosofía en el mundo contemporáneo.

— «Del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica», en AED, 109-126—compendio de la concepción habermasiana de la racionalidad práctica.

— «La ética del discurso», en CMAC, 53-126 —la exposición mejor articula-da de la filosofía moral habermasiana; una versión sumamente condensada—en realidad, tan sólo un breve esbozo— de ella puede encontrase en AED,15-18.

— «Una consideración genealógica acerca del contendido cognitivo de la mo-ral», en IO, 29-78 —texto recomendado para quien pretenda seguir profundi-zando en la ética habermasiana.

— «Soberanía popular como procedimiento», en FV, 589-617 —exposición su-cinta del planteamiento jurídico-político del autor.

— «Epílogo a la cuarta edición», en FV, 645-662 —la mejor manera de comen-zar a leer su monografía sobre la filosofía del derecho y la política, Facticidady validez.

2. Los escritos de Habermas. Bibliografía comentada

Dentro de la amplia producción bibliográfica de Habermas, cabe distinguir tresgrupos de trabajos. En el primero se encontrarían las obras de carácter sistemáticoque recogen de una manera detallada y hasta prolija los fundamentos de sus apor-taciones a la filosofía y a la teoría social contemporánea. En este grupo habríaque mencionar, sin duda, Conocimiento e interés, La teoría de la acción comu-nicativa y Facticidad y validez. Se trata de monografías que fueron esbozadascomo una sola pieza. Un segundo grupo estaría compuesto por libros de carácterigualmente teórico, pero que carecen de pretensión de sistematicidad. El formatode estos libros sería, más bien, el de una recopilación de ensayos en donde seabordan desde la perspectiva del autor problemas teóricos bien delimitados. Ha-bría, finalmente, un tercer grupo de libros compuestos por artículos y alocucionesorales en actos cívicos y académicos. En ocasiones adoptan el sentido propio deanálisis de la actualidad política y en su génesis se encontraría el afán del autor deintervenir en las discusiones que se registran en el espacio público político sobrecuestiones puntuales muy concretas y habitualmente concernientes a su propiopaís, por ejemplo la denominada polémica de los historiadores —sobre la singu-laridad o no del holocausto—, las implicaciones relacionadas con «Heidegger y elnazismo» o el debate sobre la reunificación alemana. Se trataría de llevar a lapráctica aquel mismo afán que en el plano teórico postula como elemento básicode su concepción comunicativa de la política. Esta distinción no hace referencia,pues, a etapas de carácter cronológico; representa tan sólo los diferentes modosde manifestarse el pensamiento y la capacidad de análisis y crítica del autor y re-

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fleja sus amplios y variados intereses teóricos y prácticos. Para distinguir gráfica-mente estas tres categorías, tras el título de cada uno de los libros que a continua-ción se relacionan se han colocado las siguientes abreviaturas: M para las mono-grafías, R para las recopilaciones de artículos y conferencias y AP para lascolecciones de artículos que contienen análisis de la política contemporánea.

En la siguiente bibliografía comentada se consigna una amplia selección delas obras de Habermas. El orden de presentación es estrictamente cronológico,conforme a la fecha de las primeras ediciones en la versión alemana original. Enaquellos casos en los que el título ofrecido en primer lugar aparece en castellano,se trata de antologías pergeñadas en esta lengua a partir de textos de diferentesprocedencias.

1962 Strukturwandel der Öffentlichkeit, Luchterhand, Darmstadt / Neuwied(Historia y crítica de la opinión pública, trad. de Antoni Doménech,Gustavo Gili, Barcelona, 1982, 1994) MÉste es el primer libro sistemático del autor. En él se ofrece un rastreo his-tórico exhaustivo y sumamente sugerente de la génesis de la «esfera públi-ca» en la sociedad burguesa europea de los siglos XVIII y XIX y su posteriorevolución y deformación en el siglo XX bajo la égida de los medios de co-municación de masas. El objeto central de esta obra es mostrar cómo lainicial esfera de debate y discusión se va transformando y reestructurandocon fines puramente demostrativos y manipulativos, hasta el punto de quela ausencia de una genuina participación de los ciudadanos se torne nosólo deseable para quienes ejercen el poder político sino incluso aceptablepara los propios ciudadanos. La edición española de 1994 incluye un largoe interesante «Prefacio a la nueva edición alemana de 1990». Con el pasodel tiempo se ha convertido en una especie de manual en diversos ciclos deestudios (historia, literatura, sociología, ciencia política y filosofía).

1963 Theorie und Praxis, Suhrkamp, Fráncfort (Teoría y praxis, trad. deSalvador Mas y Carlos Moya, Tecnos, Madrid, 1988) RLa versión española está basada en la cuarta edición alemana de 1973, queincorpora un prólogo muy esclarecedor de la evolución del pensamiento deHabermas en los años decisivos de la revuelta estudiantil. La intencionali-dad del libro es propedéutica: estudios previos para una investigación sis-temática de la relación entre teoría y praxis en las ciencias sociales. Inclu-ye un ajuste de cuentas del joven Habermas con el marxismo, contenido enel importante apéndice «Reseña bibliográfica: la discusión filosófica entorno a Marx y el marxismo». A Marx le critica, en particular, que presen-tara la autoliberación del proletariado como una ilusión no fundamentada.La reducción de la universalidad de la liberación al interés de una únicaclase ha convertido al materialismo en una suerte de mitología.

Anexo III. Bibliografía

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1967 Zur Logik der Sozialwissenschaften, Suhrkamp, Fráncfort (La lógica delas ciencias sociales, trad. Manuel Jiménez, Tecnos, Madrid, 1988) RLa versión española está basada en la quinta edición alemana de 1982,considerablemente aumentada con respecto a las anteriores (en especialcon respecto a la primera, que básicamente consistía en un extenso infor-me bibliográfico sobre la cuestión que da título al volumen). En esta edi-ción se añaden a los iniciales textos sobre la polémica del positivismootros acerca de la pretensión de universalidad de la hermenéutica, NiklasLuhmann y la teoría del conocimiento de Nietzsche. Con el progresivo aban-dono de la teoría de los intereses del conocimiento y el concomitante desa-rrollo de la teoría de la comunicación el autor vaciló durante tiempo si aúntenía sentido publicar una nueva edición.

1968 Technik und Wissenschaft als «Ideologie», Suhrkamp, Fráncfort(Ciencia y técnica como ideología, trad. de Manuel Jiménez, Tecnos,Madrid, 1984) RRepresenta una respuesta a la tesis de Herbert Marcuse —a quien está de-dicado el libro— de que la fuerza originariamente liberadora de la tecnolo-gía ha conducido a la instrumentalización del ser humano. En lugar de lacategoría marxista de «trabajo», trasunto de una razón de corte instrumen-tal, Habermas propone la de «interacción» y busca en ella un nuevo poten-cial de ilustración contra la conciencia tecnocrática que ha invadido a lasmasas. Quizás sea el libro que más directamente entronque con las preocu-paciones más reiteradas de la Escuela de Fráncfort.

1968 Erkenntnis und Interesse, Suhrkamp, Fráncfort (Conocimiento e inte-rés, trad. de Manuel Jiménez, José F. Ivars y Luis Martín, Taurus, Ma-drid, 1982) MLa versión española está basada en la edición alemana de 1973, en la queel autor añade un importante epílogo. La enorme resonancia de esta obrasupuso para Habermas el definitivo espaldarazo internacional. Frente a lasconcepciones positivistas en teoría del conocimiento, el autor sostiene quelas normas que informan el conocimiento no son en principio indepen-dientes de las normas que regulan la acción; no es posible mantener unaconcepción del conocimiento desligada de los intereses humanos. Esto noimplica, sin embargo, relegar el saber práctico al terreno del decisionismoo del irracionalismo, sino situarlo en el plano de la teoría de la sociedad.Estos intereses pueden estar guiados por una razón autorreflexiva dirigidaa la emancipación humana, en cuyo caso el interés será al mismo tiempouna categoría explicativa y justificativa, pero pueden hallarse inspirados yresponder a otras motivaciones sociales o políticas menos plausibles. Será,en definitiva, la sociología del conocimiento la encargada de desvelar esosintereses que pueden avalar o deformar ideológicamente el saber.

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1971 Philosophisch-politische Profile, Suhrkamp, Fráncfort (Perfiles filosó-fico-políticos, trad. de Manuel Jiménez, Taurus, Madrid, 1984) RLa versión española está basada en la 3ª edición alemana aumentada de1981. La obra recoge estudios, comentarios o recuerdos de muy diversosautores alemanes que van desde Heidegger, Bloch, Wittgenstein o Jaspershasta Arendt, Benjamin, Scholem o Gadamer.

1973 Legitimationsprobleme im Spätkapitalismus, Suhrkamp, Fráncfort (Pro-blemas de legitimación del capitalismo tardío, trad. de José L. Etche-verry, Amorrortu, Buenos Aires, 1975) MEntre otras cosas, trata de averiguar si el capitalismo ha cambiado desdela época de Marx, en el sentido de haber dejado las crisis cíclicas como laforma habitual que acompaña al crecimiento económico. Tras constatarque la teoría marxiana de las crisis no resulta ya idónea en el capitalismotardío, se requiere encontrar nuevos teoremas que expliquen sus patolo-gías recurrentes. El autor se detiene especialmente en el análisis de lascrisis de legitimación y de motivación. La edición argentina que aquí seconsigna fue la primera traducción al castellano de un libro completo deHabermas.

1976 Zur Rekonstruktion des Historischen Materialismus, Suhrkamp, Fránc-fort (La reconstrucción del materialismo histórico, trad. de Jaime Ni-colás y Ramón García, Taurus, Madrid, 1981) REn esta obra se sostiene que el materialismo histórico es una teoría que enalgunos puntos necesita una profunda revisión crítica, pero su capacidadde estimulación dista mucho de estar agotada. El libro no se ocupa, sinembargo, tan sólo del tema que le da título, sino también de la identidadestructural existente entre el desarrollo de la personalidad y los cambiosproducidos en el nivel social.

1981 Theorie des kommunikativen Handelns, Suhrkamp, Fráncfort (Teoríade la acción comunicativa, trad. de Manuel Jiménez, Taurus, Madrid,1987, 2 vols.) MLas más de mil páginas de este libro constituyen la obra cumbre del autory, sin duda, también su escrito más complejo. Dicho de una manera suma-mente concisa, el hilo conductor que recorre todo el libro viene dado porla pretensión de lograr articular una teoría general de la racionalidad quepermita fundamentar a su vez una teoría crítica de la sociedad, de tal ma-nera que resulte factible mantener el impulso emancipatorio característicode la Escuela de Fráncfort. En este libro se expone una ambiciosa teoría dela sociedad moderna en la que el autor hace converger los métodos propiosde la filosofía teórica, la filosofía del lenguaje, la filosofía social e inclusolos de sociología empírica.

Anexo III. Bibliografía

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1983 Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln, Suhrkamp, Fráncfort(Conciencia moral y acción comunicativa, trad. de Ramón García, Pe-nínsula, Barcelona, 1985) REn virtud de su relevante aportación intelectual, este libro relativamentepequeño puede ser colocado en el mismo nivel que la Teoría de la accióncomunicativa. Puede ser considerado asimismo la introducción más con-densada, al igual que la más fácilmente legible, que el autor ha hecho de supropio pensamiento. En él se recogen los presupuestos y principios básicosde la ética discursiva.

1984 Vorstudien und Ergänzungen zur Theorie des kommunikativen Han-delns, Surhkamp, Fráncfort (Teoría de la acción comunicativa: com-plementos y estudios previos, trad. de Manuel Jiménez, Cátedra, Ma-drid, 1989) REste grueso volumen de recopilación de artículos resulta crucial para com-prender la evolución del pensamiento habermasiano entre Conocimiento einterés y Teoría de la acción comunicativa. Contiene tres artículos suma-mente sobresalientes: «Teorías de la verdad» (1972), «¿Qué es la pragmá-tica universal?» (1976) y «Aclaraciones al concepto de acción comunicati-va» (1982), texto con el que el autor responde a las primeras críticasdirigidas contra su Teoría de la acción comunicativa.

1985 Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Fráncfort (Eldiscurso filosófico de la modernidad, trad. de Manuel Jiménez, Tau-rus, Madrid, 1989) REn este libro se recogen doce lecciones dictadas durante el curso 1983-1984,tras reanudar el autor su actividad docente en la Universidad de Fráncfort.A lo largo de sus páginas el autor polemiza abiertamente con la críticapostestructuralista de la razón. Partiendo del concepto hegeliano de mo-dernidad, interpreta el pensamiento de Nietzsche como plataforma de lapostmodernidad. Heidegger, Foucault, Derrida, Lyotard, Bataille e inclusoHorkheimer y Adorno son presentados como aporéticos críticos de la ra-zón. En definitiva, en el discurso filosófico de la modernidad participandel mismo modo sus defensores que sus críticos postmodernos. En su con-junto, el libro constituye una firme defensa del proyecto ilustrado.

1988 Ensayos políticos, trad. Ramón García, Península, Barcelona APEsta edición española recopila varios ensayos procedentes de dos libros dela serie «Breves escritos políticos», publicados originalmente entre 1981 y1985. El trasfondo teórico de los temas aquí tratados es el reflejado en Eldiscurso filosófico de la modernidad. Los diversos trabajos recogidos es-tán vertebrados por una misma intención polémica: por una parte, la crítica

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del neoconservadurismo ínsito en las actuales sociedades democráticas y,por otra, la rehabilitación de la herencia moral y política de la Ilustración.

1988 Nachmetaphysisches Denken, Surhkamp, Fráncfort (El pensamientopostmetafísico, trad. de Manuel Jiménez, Taurus, Madrid, 1990) RProbablemente éste sea uno de los libros de Habermas con mayor conteni-do filosófico. El meollo argumental de la Teoría de la acción comunicati-va se cristaliza, se comprime y se precisa en este volumen recopilatoriodespués de años enteros de discusión y controversia.

1990 Die nachholende Revolution, Suhrkamp, Fráncfort (La necesidad derevisión de la izquierda, trad. de Manuel Jiménez, Tecnos, Madrid,1991) APEste volumen supone la séptima entrega de los «Breves escritos políticos»del autor. En el artículo que da título a la edición alemana, «La revoluciónrecuperadora y la necesidad de revisión de la izquierda», Habermas expo-ne sus pensamientos acerca de la bancarrota del socialismo real. Lo quequeda del marxismo no es más que la «autocrítica radical-reformista de lasociedad capitalista», tal como el autor la ejerce desde años en sus propiosanálisis y apreciaciones.

1991 Texte und Kontexte, Surhkamp, Fráncfort (Textos y contextos, trad. deManuel Jiménez, Ariel, Barcelona, 1996) REscritos sobre Peirce, Heidegger, Wittgenstein, Horkheimer, Simmel, Ale-xander Mitscherling y el desarrollo de las ciencias sociales y humanas enAlemania.

1991 Erläuterungen zur Diskursethik, Suhrkamp, Fráncfort (Aclaraciones ala ética del discurso, trad. de José Mardomingo, Trotta, Madrid, 2000) REn este libro el autor prosigue con las indagaciones emprendidas en Con-ciencia moral y acción comunicativa (1983). El trasfondo de la discusiónlo forman ante todo las objeciones contra conceptos universalistas de lamoral que, retomando argumentos de Aristóteles y Hegel, esgrime el con-textualismo contemporáneo. Más allá de las contraposiciones estériles en-tre un universalismo abstracto y un relativismo en sí mismo contradictorio,Habermas intenta defender la prioridad de lo justo sobre lo bueno. Peroeso no significa que las cuestiones éticas en sentido estricto tengan que seromitidas en los debates racionales.

1992 Faktizität und Geltung, Suhrkamp, Fráncfort (Facticidad y validez,trad. de Manuel Jiménez, Trotta, Madrid, 1998) MEs, sin duda alguna, la principal obra del autor sobre cuestiones de teoríajurídica y política. El núcleo del libro lo conforma el intento de ofrecer

Anexo III. Bibliografía

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una teoría normativa del Estado de derecho apoyada en las premisas bási-cas del principio discursivo concebido como criterio supremo de racionali-dad práctica. El objeto principal de este libro, obra no sólo de un filósofo,sino también de un teórico social, es la tensión entre dimensión normativay realidad social a la que alude su título. La edición española incluye elepílogo a la tercera edición alemana.

1993 Vergangenheit als Zukunft, Piper, Múnich-Zúrich. APRecopilación de entrevistas y artículos políticos sobre la reunificación ale-mana, el papel de Alemania en Europa y el debate sobre la reforma del de-recho constitucional de asilo político, entre otros temas de actualidad.

1995 Die Normalität einer Berliner Republik Surhkamp, Fráncfort (Másallá del Estado nacional, trad. de Manuel Jiménez, Trotta, Madrid,1997) APEn esta octava entrega de sus «Breves escritos políticos», Habermas reco-pila artículos y entrevistas en los que analiza las tendencias actuales de lapolítica alemana. Un lugar central ocupan las reflexiones en torno al con-cepto de Estado nacional en las coordenadas marcadas por la caída delmuro de Berlín y el final de la guerra fría.

1996 Die Einbeziehung des Anderen, Suhrkamp, Fráncfort (La inclusión delotro, trad. de Juan Carlos Velasco y Gerard Vilar, introd. de Juan Car-los Velasco, Paidós, Barcelona, 1999) RLos diferentes ensayos recogidos en este volumen —traducidos sólo enparte en la edición española— surgieron después de la publicación de Fac-ticidad y validez, de cuyos presupuestos dependen. Tienen en común ade-más el interés por la cuestión relativa a las consecuencias que en nuestrotiempo se siguen del contenido universalista de los principios republica-nos: cuáles son los efectos que se desprenden para las sociedades pluralis-tas en las que se intensifican las divergencias multiculturales, para los Es-tados nacionales que se unen en unidades supranacionales y para losciudadanos de una sociedad mundial que han sido insertados sin su con-sentimiento en una comunidad de riesgo.

1997 Vom sinnlichen Eindruck zum symbolischen Ausdruck, Surhkamp,Fráncfort (Fragmentos filosófico-teológicos, trad. de Juan Carlos Ve-lasco, Trotta, Madrid, 1999) RSe reúnen aquí diversos escritos sobre Cassirer, Jaspers, von Wright, Scho-lem, Metz, Theunissen y Kluge. El título original alemán, De la impresiónsensible a la expresión simbólica, aunque sugerente, no refleja realmenteel contenido del libro. Estos ensayos y discursos, como el propio autor

Para leer a Habermas

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afirma, pueden ser leídos como «fragmentos de una historia filosófica dela época».

1998 Die postnationale Konstellation, Surhkamp, Fráncfort (La constela-ción posnacional, trad. de Pere Fabra, Luis Díez y Daniel Gamper,Paidós, Barcelona, 2000) RDiversos artículos de filosofía política acerca de la conciencia nacional, eluso público de la historia, el fundamento de los derechos humanos y la au-tocomprensión de la modernidad se recopilan en este volumen junto contres breves textos sobre el debate acerca de la tecnología genética. Haber-mas se pregunta especialmente por las repercusiones que el proceso de laglobalización puede ejercer sobre el futuro de la democracia, por sus posi-bles consecuencias para la seguridad jurídica, la soberanía territorial delEstado nacional y la identidad colectiva.

1998 Jürgen Habermas y John Rawls: Debate sobre el liberalismo político,trad. de Gerard Vilar e introd. de Fernando Vallespín, Paidós, Barcelo-na REn esta edición española se recogen los textos del debate que Habermasmantuvo en la primera mitad de los años noventa con uno de los másgrandes filósofos políticos contemporáneos: John Rawls. Los dos textosde Habermas estaban previamente publicados en la edición alemana deLa inclusión del otro, pero no en la española. Aunque planteada la con-troversia como un «debate de familia», la crítica de Habermas al libera-lismo político preconizado por Rawls, así como la réplica de este últi-mo, sirven para sacar a la luz las muchas diferencias existentes entreambos.

1999 Wahrheit und Rechtfertigung, Suhrkamp, Fráncfort (Verdad y justifica-ción, trad. de Pere Fabra y Luis Díez, Trotta, Madrid, 2002) REste volumen es de nuevo una recopilación de trabajos de filosofía pura-mente teorética en los que se «retoman hilos que habían quedado inte-rrumpidos desde Conocimiento e interés». En ellos se aborda la cuestiónontológica del naturalismo y la cuestión epistemológica del realismo. Sepresta una particular atención a la naturaleza exacta de la conexión exis-tente entre condiciones discursivas y corrección moral postulada por la éti-ca del discurso. Se trataría de determinar cuál sería la interpretación co-rrecta de dicho tipo de ética. Tras haberse retractado de su teoría discursivade la verdad y haber adoptado una estrategia realista, el autor se ve obliga-do a justificar por qué no sigue esta misma estrategia a la hora de explicarla corrección moral o, mejor dicho, la pretensión de rectitud normativa queacompaña a nuestros juicios prácticos.

Anexo III. Bibliografía

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2001 Israel o Atenas, edición e introd. de Eduardo Mendieta, trad. de PereFabra, Manuel Jiménez y Juan Carlos Velasco, Trotta, Madrid REn esta antología —realizada con el beneplácito del autor— se recogen di-versos ensayos de las cuatro últimas décadas en los que Habermas alude ala cuestión de la religión, a veces de forma explícita, a veces implícita ytangencialmente. En ellos se pone en primer plano la contribución del au-tor a la hora de poder afrontar de manera lúcida los desafíos intelectualesdel presente provocados por las nuevas formas de oscurantismo, funda-mentalismo, misticismo anárquico e irracionalismo religioso, así como a lahora de valorar en su justa medida la aportación realizada por los discursosreligiosos.

2001 Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalenEugenik?, Suhrkamp, Fráncfort (El futuro de la naturaleza humana.¿Hacia una eugenesia liberal?, trad. de R. S. Carbó, Paidós, Barcelo-na, 2002) MEn esta breve monografía sobre cuestiones morales el autor se enfrenta ados cuestiones que, aunque diferenciadas, mantienen nexos teóricos en-tre sí. En primer lugar, se plantea si en un horizonte filosófico postmeta-físico cabe dar alguna respuesta a la cuestión relativa al significado de lanoción de «vida correcta» (o «vida buena»). En segundo lugar, entrandode frente en el debate sobre la ingeniería genética (más concretamente,sobre los problemas bioéticos derivados de determinadas opciones técni-cas respecto a la reproducción), se plantea cómo es posible un plantea-miento moral de la naturaleza humana y cuáles serían los límites moralesde la eugenesia. En el trasfondo de este segundo texto late el rechazo im-plícito a las polémicas tesis formuladas por Peter Sloterdijk sobre estamisma materia.

2001 Zeit der Ubergänge, Suhrkamp, Fráncfort APEn esta novena entrega de sus «Breves escritos políticos» se recopilan en-trevistas, intervenciones, conferencias y recensiones que dan cumplidacuenta de la actividad que entre 1999 y 2001 el autor ha ejercido como in-telectual comprometido. Entre otros temas, se incluyen reflexiones sobrelas intervenciones humanitarias, el futuro de la Unión Europea o sobre elgobierno político de la globalización.

2001 Kommunikatives Handeln und detranszendentralisierte Vernunft, Re-clam, Stuttgart (Acción comunicativa y razón sin transcendencia, trad.de Pere Fabra, Paidós, Barcelona, 2002) MEste breve volumen gira en torno a la noción de «presuposición idealizan-te». Este concepto, clave en el conjunto de la teoría de la acción comuni-cativa, es reinterpretado aquí a la luz de su análisis pragmático-formal

Para leer a Habermas

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como una versión de las «ideas» kantianas exenta, no obstante, de su senti-do trascendental. Se muestra además cómo la tradición analítica acaba lle-gando a unas descripciones normativas de la práctica lingüística muy simi-lares a las de la pragmática formal habermasiana.

3. Bibliografía secundaria

3.1 Sobre la obra de Habermas

Arens, Edmund (ed.) (1989): Habermas und die Theologie, Patmos, Düsseldorf.Baert, Patrick (2001): «La expansión de la razón. La teoría crítica de Habermas»,

en La teoría social en el siglo XX, Alianza, Madrid, 165-184.Benhabib, Seyla, y Cornella, Drucilla (eds.) (1990): Teoría feminista y teoría crí-

tica, Ed. Alfons el Magnànim, Valencia.Calhoun, Craig (ed.) (1992): Habermas and the Public Sphere, MIT Press, Cam-

bridge.Cohen, Jean L., y Arato, Andrew (2000): Sociedad civil y teoría política, FCE,

México.Ferry, Jean-Marc (1987): Habermas. L’éthique de la comunication, PUF, París.Giddens, Anthony (1988): «Jürgen Habermas», en Q. Skinner (comp.), El retorno

de la Gran Teoría en las ciencias humanas, Alianza, Madrid, 119-135.Giddens, Anthony, et al. (1988): Habermas y la modernidad, introd. de Richard J.

Bernstein, Cátedra, Madrid.Gripp, Helga (1984): Jürgen Habermas, Schöningh, Paderborn.Haber, Stéphane (1999): Habermas y la sociología, Nueva Visión, Buenos Aires.— (2001): Jürgen Habermas, une introduction, Pocket, París.Höffe, Otfried (1993): «Eine Konversion der kritischen Theorie?», en Rechtshis-

torisches Journal, nº 12, 70-88.Horster, Detlef (1991): Jürgen Habermas, Metzler, Stuttgart.— (1999): Jürgen Habermas zur Einführung, Junius, Hamburgo.Lessnoff, Michael H. (2001): «Jürgen Habermas: ética del discurso y democra-

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drid.— (1992): Ideales e ilusiones, Tecnos, Madrid.— (1993a): «La pragmática de la razón comunicativa», en Isegoría, nº 8, 65-84.— (1993b): Universalismo multicultural, BBV, Madrid.— (1997): «Unidad en la diferencia», en Isegoría, nº 16, 37-60.Pinzani, Alessandro (2000): Diskurs und Menschenrechte. Habermas‘ Theorie

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Anexo III. Bibliografía

185

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bermas y la modernidad (colectivo), Cátedra, Madrid.— (1994): Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona.— (1996): Finales de partida, Cátedra, Madrid.White, Stephen K. (ed.) (1995): The Cambridge Companion to Habermas, Cam-

bridge University Press, Cambridge.

3.2 Estudios sobre Habermas editados en castellano

Un capítulo aparte en la bibliografía secundaria lo conforman aquellas monogra-fías y estudios editados originariamente en España. La filosofía en lengua caste-llana no ha sido en absoluto ajena al progresivo interés que la obra de Habermasha venido despertando en el mundo entero desde la década de los sesenta del pa-sado siglo. En el ámbito español, en particular, desde los años setenta hasta prin-cipios del nuevo siglo se observa un continuo incremento tanto de las traduccio-nes de sus libros y artículos (en este apartado cabe destacar la ingente y meritorialabor desplegada por Manuel Jiménez Redondo) como de los trabajos dedicados aanalizar diversos aspectos de su obra. Con todo, es a partir de los años ochentacuando realmente se intensifica el interés por este autor. A continuación se recogeen una lista una selección —en nada exhaustiva— de algunas monografías y estu-dios que dan cuenta, aunque sea parcialmente, del volumen y la calidad que ha al-canzado la recepción del pensamiento de Habermas en España.

Boladeras, Margarita (1996): Comunicación, ética y política. Habermas y sus crí-ticos, Tecnos, Madrid.

Colom, Francisco (1992): Las caras del Leviatán, Anthropos, Barcelona.Cortina, Adela (1985): Crítica y utopía: la Escuela de Francfort, Cincel, Madrid.— (1989): «La ética discursiva», en V. Camps (ed.), Historia de la ética, Crítica,

Barcelona, vol. III, 532-576.Gabás, Raúl (1980): J. Habermas. Dominio técnico y comunidad lingüística,

Ariel, Barcelona.

Para leer a Habermas

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Gimbernat, José Antonio (ed.) (1997): La filosofía moral y política de Jürgen Ha-bermas, Biblioteca Nueva, Madrid.

Guerra Palmero, Mª José (1998): Mujer, identidad y reconocimiento. Habermas yla crítica feminista, Instituto Canario de la Mujer del Gobierno Canario.

Herrera, María (coord.) (1993): Jürgen Habermas, moralidad, ética y política,Alianza Editorial, México.

Innerarity, Daniel (1985): Praxis e intersubjetividad, EUNSA, Pamplona.Jiménez Redondo, Manuel (1999): El pensamiento ético de J. Habermas, Episte-

me, Valencia.Lafont, Cristina (1993): La razón como lenguaje, Visor, Madrid.Mardones, José María (1985): Razón comunicativa y teoría crítica, S. E. de la

Universidad del País Vasco, Bilbao.— (1998): El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión,

Anthropos, Barcelona.Muguerza, Javier (1977): «Teoría crítica y teoría práctica. A propósito de Jürgen

Habermas», en La razón sin esperanza, Taurus, Madrid, 141-173.— (1990): «Más allá del contrato social (Venturas y desventuras de la ética dis-

cursiva)», en Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid-Buenos Aires, 255-376.

— (1997): «De la conciencia al discurso: ¿un viaje de ida y vuelta», en J. A. Gim-bernat (ed.), La filosofía moral y política de Jürgen Habermas, BibliotecaNueva, Madrid, 63-110.

Requejo, Ferran (1991): Teoría crítica y Estado social, Anthropos, Barcelona.Serrano Gómez, Enrique (1994): Legitimación y racionalización, Anthropos, Bar-

celona.Torres Muro, Ignacio (2000): «Habermas jurista. Una lectura de “Facticidad y va-

lidez”», en Raúl Morodo y Pedro de Vega (dirs.), Estudios de Teoría del Esta-do y Derecho Constitucional, UNAM-S.P. Universidad Complutense, Madrid,511-543.

Ureña, Enrique M. (1978, 1998): La Teoría Crítica de la Sociedad de Habermas,Tecnos, Madrid.

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Velasco, Juan Carlos (1992): «Jürgen Habermas: heredero del legado ilustrado»,en J. Mª Ayuso e I. Reguera (eds.): Filosofía y Política, Univesidad de Extre-madura, Badajoz, 499-510.

— (2000): La teoría discursiva del derecho. Sistema jurídico y democracia enHabermas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid.

Vilar, Gerard (1999): La razón insatisfecha, Crítica, Barcelona.

Anexo III. Bibliografía

187

3.3 Sobre la Escuela de Fráncfort

Albrecht, Clemens, et al. (2000): Die intelektuelle Gründung der Bundesrepublik.Eine Wirkungsgeschichte der Frankfurter Schule, Campus, Fráncfort/NuevaYork.

Anderson, Joel (2000): «The “Third Generation” of the Frankfurt School», enIntellectual History Newsletter, nº 22.

Cortina, Adela (1985): Crítica y utopía: la Escuela de Francfort, Cincel, Madrid.Dubiel, Helmut (1993): Leo Löwenthal. Una conversación autobiográfica, Edi-

cions Alfons el Magnànim, Valencia.Geyer, Carl Friedrich (1985): Teoría Crítica, Alfa, Barcelona.Gómez, Carlos ( 1995): «La Escuela de Frankfurt: J. Habermas», en Fernando Va-

llespín (ed.): Historia de la Teoría Política, Alianza, Madrid, vol. 6, 218-258.Honneth, Axel, y Wellmer, Albrecht (eds.) (1986): Die Frankfurter Schule und

die Folgen, Walter de Gruyter, Berlín.Jay, Martin (1974): La imaginación dialéctica, Taurus, Madrid.Thiebaut, Carlos (1989): «La Escuela de Fráncfort», en V. Camps (ed.), Historia

de la ética, Crítica, Barcelona, vol. III, 441-480.Wieggershaus, Rolf (1988): Die Frankfurter Schule, DTV, Múnich.

3.4 Otras obras aludidas a lo largo de este libro

Adorno, Theodor W. (1985): Dialéctica negativa, Taurus, Madrid.Alexy, Robert (1994): El concepto y validez del derecho, Gedisa, Barcelona.Assheuer, Thomas (2000): «El proyecto Zaratrusta», en Revista de Occidente,

nº 228, 81-88.Apel, Karl-Otto (1985): La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid, 2 vols.—, et al. (eds.) (1991): Ética comunicativa y democracia, Crítica, Barcelona.Aramayo, Roberto R. (1997): La quimera del Rey Filósofo, Taurus, Madrid.Augstein, Rudolf, et al. (1987): «Historikerstreit». Die Dokumentation der Kon-

troverse um die Einzigartigkeit der nationalsozialistischen Judenvernichtung,Piper, Múnich.

Camps, Victoria (1983): La imaginación ética, Ariel, Barcelona.Cortina, Adela (1992): Ética sin moral, Tecnos, Madrid.Dussel, Enrique (2000): Ética de la liberación, Trotta, Madrid.Eder, Klaus (1980): Die Entstehung staatlich organisierter Gesellschaften, Suhr-

kamp, Fráncfort.Forst, Rainer (1994): Kontexte der Gerechtigkeit, Suhrkamp, Fráncfort.Günther, Klaus (1988): Der Sinn für die Angemessenheit, Surhkamp, Fráncfort.Heller, Agnes (1984): Crítica de la Ilustración, Península, Barcelona.Höffe, Otfried (1987): Politische Gerechtigkeit, Suhrkamp, Fráncfort.

Para leer a Habermas

188

Horkheimer, Max (2000): Teoría tradicional y teoría crítica, Paidós, Barcelona.—, Max, y Theodor W. Adorno (1994): Dialéctica de la Ilustración, Trotta,

Madrid.Kolakowski, Leszek (1983): Las principales corrientes del marxismo, Alianza,

Madrid, vol. III.Lamo de Espinosa, Emilio (1981): La teoría de la cosificación, Alianza, Madrid.Luhmann, Niklas (1993b): Das Recht der Gesellschaft, Suhrkamp, Fráncfort.Mouffe, Chantal (1999): El retorno a lo político, Paidós, Barcelona.Nino, Carlos S. (1983): Introducción al análisis del derecho, Ariel, Barcelona.Nolte, Ernst (1995): Después del comunismo, Ariel, Barcelona.Schmitt, Carl (1990): Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid.Skinner, Quentin (comp.) (1988): El retorno de la Gran Teoría en las ciencias hu-

manas, Alianza, Madrid.Sternberger, Dolf (1990): Verfassungspatriotismus. Schriften X, Insel, Fráncfort.Taylor, Charles (1994): El multiculturalismo y la política del «reconocimiento»,

México, FCE.Tocqueville, Alexis de (1989): La democracia en América, Aguilar, Madrid.Tugendhat, Ernst (2002): Problemas, Gedisa, Barcelona.Viroli, Maurizio (1997): Por amor a la patria, Acento, Madrid.Weber, Max (1988): El político y el científico, Alianza, Madrid.

4. Habermas en Internet

Como ya se ha señalado, los anteriores listados bibliográficos tan sólo represen-tan una pequeña selección de la considerable literatura a la que ha dado lugar laobra de Habermas. El lector podrá completar esta información accediendo a lasmúltiples páginas web dedicadas a nuestro autor. Para orientarse en Internet resul-ta conveniente acercarse en primer lugar a la magnífica página Habermas Online,cuya dirección es: http://www.habermasonline.org, en donde se encontrarán, cui-dadosamente ordenadas, informaciones muy valiosas para investigar y profundi-zar en su obra. De especial utilidad para sus lectores son los diversos repertoriosbibliográficos existentes. Entre éstos, sin duda el más completo es Mapping Ha-bermas. A bibliography of primary literature 1952-1995, compilado por Deme-trios Douramanis: http://perso.club-internet.fr/tintamar/philo/HABERMAS-BIB.PDF. Más actualizada, aunque menos completa, es la bibliografía realizadapor Thomas Gregersen, que incluye los trabajos publicados por Habermas desde1992 hasta junio de 2002: http://www.helsinki.fi/~ãmkauppi/habbib.htm. Otra pá-gina igualmente útil es la siguiente: www.msu.edu/user/robins11/habermas. Encastellano, el sitio http://www.geocities.com/tomaustin_cl/soc/Habermas/portal-habermas.html acoge un breve resumen de la obra de Habermas, así como enlacesa otras páginas en las que se analiza su teoría.

Anexo III. Bibliografía

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