con la verdad llegara el fin - arwen elys dayton

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Ser un Seeker es un honor, unamisión, un destino. Quin Kincaid seha pasado la vida entrenando paraserlo y lo ha conseguido. Estanoche hará su juramento, y sufamilia y su chico estarán orgullososde ella.Su futuro parece perfecto, perojusto después de la ceremonia,todo cambia. Ser una Seeker no eslo que creía. Su familia no es lo quecreía. Ni siquiera su chico es quienella creía, y ahora es demasiadotarde para echarse atrás.Junto con otros compañeros, Quin

deberá luchar por una misióndistinta a la que se le haencomendado: encontrar la luz enun mundo sumido en las sombras.

Arwen Elys Dayton

Con la verdadllegará el fin

Seeker - 1

ePub r1.0Titivillus 15.11.15

Título original: SeekerArwen Elys Dayton, 2015Traducción: Sergio LledóMapas interiores: Jeffrey L. WardFotografía de cubierta: Charles DayDiseño de cubierta: Bose Collins

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

A Finn, Emer e Imogen,los tres terremotos que he

traído al mundo

Ya deberíais estarconvencidos de quenuestro universo podríacontener otrasdimensiones espacialesagazapadas; sin duda,mientras continúensiendo losuficientementepequeñas, no habránada que las descarte.

BRIAN GREENE,

The Elegant Universe

PRIMERA PARTE

ESCOCIA

1

Quin

«No estaría mal salir viva de esta»,pensó Quin. Se agachó hacia la derecha,mientras la espada de su adversariopasaba silbando a su izquierda, a puntode rebanarle un brazo. Ella tenía supropia arma en la mano, recogida en la

forma de un látigo. Lo abrió de ungolpetazo y se convirtió en una largaespada. «Sería una pena que me abrierala cabeza ahora que estoy a punto deconseguirlo». El gigantón con el queluchaba parecía encantado con la ideade matarla.

Le daba el sol en la cara, pero se lacubrió con el arma por instinto y detuvoel mandoble de su oponente antes de quele partiera la cabeza en dos. La fuerzadel golpe sobre su espada, como unárbol que le caía encima, hizo que letemblaran las piernas.

—Ya te tengo, ¿sí o no? —bramó suadversario.

Quin no conocía a ningún hombre

que pudiera hacerle sombra a AlistairMacBain. Ahí estaba, de pie ante ella,con su pelo rojo resplandeciendo comoel halo de un demonio escocés entre lospolvorientos rayos de sol que entrabanpor el tragaluz. Era también su tío, peroeso carecía de importancia en esemomento. Quin se escabulló hacia atrás.El enorme brazo de Alistair blandía sudescomunal arma como si fuera la batutade un director de orquesta. «Quierematarme de verdad», pensó.

Barrió la habitación con la mirada.John y Shinobu, sentados en el suelo delgranero, la miraban aferrados a susespadas látigo como si les fuera la vidaen ello, pero ninguno de los dos podía

ayudarla. Ese era su combate.—No sirven de mucho, ¿verdad? —

comentó su tío.Quin se apoyó sobre una rodilla y

vio como Alistair, con un golpe demuñeca, cambiaba la forma alargada yesbelta de su enorme espada látigo porun grueso y amenazante espadón, el armafavorita de los escoceses para asestar elgolpe de gracia. El oscuro material delque estaba hecha se derritió como sifuera aceite y luego se solidificó. Quinse preguntó a cuántos de sus ancestroshabrían hecho picadillo con espadascomo esa.

«Estoy pensando y eso provocará miruina», se dijo.

Un Seeker no piensa cuando lucha. Ya menos que Quin dejara de dar vueltasa la cabeza, Alistair esparciría sus sesossobre la limpia paja que había en elsuelo del granero. «Y encima, acabo debarrerlo —pensó. Y luego—: ¡Por Diossanto, Quin, para ya!».

En cuanto apretó el puño con fuerzase centró. De repente se hizo la calma.

El espadón de Alistair pendía sobresu cabeza. La miró desde arriba,blandiendo la espada con ambas manos,los pies ligeramente separados, unodetrás del otro. Quin apreció unminúsculo temblor en su piernaizquierda, como si perdiera por un brevemomento el equilibrio. Con eso bastaba.

Era vulnerable.En el preciso instante en que la

espada de Alistair habría tenido queatravesarle la frente, Quin se agachó, sedeslizó hacia él y giró la muñeca paratransmutar su espada látigo, que sederritió sobre sí misma, convirtiéndosedurante un segundo en un líquido negroaceitoso para después tomar la formasólida de una gruesa daga.

El espadón de su tío erró el golpe eimpactó tras ella pesadamente sobre elsuelo del granero. Quin se abalanzósobre Alistair y le clavó la daga en lapantorrilla izquierda.

—¡Ah! —gritó el gigantón—. ¡Mehas pillado!

—Te he pillado, tío. ¿Sí o no?Quin esbozó una sonrisa de

satisfacción.En lugar de separar la carne del

hueso, su espada látigo se hizo líquida altocar el cuerpo de Alistair, ya que lasarmas de ambos estaban configuradas enmodo de entrenamiento y no podíandañar realmente a su adversario. Pero sihubiera sido un combate real, y así lohabía sentido ella, Alistair habríaquedado impedido.

—¡Punto! —gritó desde el otro ladode la sala el padre de Quin, BriacKincaid, marcando el final del combate.

Quin oyó los vítores de John yShinobu. Apartó el arma de la pierna de

su tío y esta retornó a su forma de daga.La espada de Alistair había quedadoincrustada un par de centímetros en lacompacta superficie del granero. Giró lamuñeca y transmutó la espada látigo, quese retorció y salió del suelo para volvera formar una espiral sobre su mano.

El combate había tenido lugar en lapista central del inmenso granero deentrenamiento, cuyos viejos muros sealzaban alrededor del suelo de tierra,cubierto de paja. Pasaba luz natural através de las cuatro grandes claraboyasdel tejado de piedra y la brisa entrabapor las puertas abiertas del granero, quedejaban ver un extenso prado.

Cuando su padre, el instructor

principal, saltó al centro de la pista,Quin se percató de que el combate conAlistair había sido solo uncalentamiento. La espada látigo queBriac blandía en la mano derecha era unjuguete comparada con el arma quellevaba colgada sobre el pecho. Lallamaban el «perturbador». Forjada enun metal iridiscente, parecía el cañón deun arma enorme, como un mortero. Quinclavó la vista en el arma, observandocomo destellaba el metal a medida quesu padre se movía hacia la luz.

Miró a Shinobu y a John, queparecieron entender lo que pensaba:«Preparaos. No tengo ni idea de lo quepasará a partir de ahora».

—Ha llegado el momento —advirtiósu tío Alistair a los tres aprendices—.Ya tenéis la edad. Alguno —añadiómirando a John— es incluso mayor de loque debería.

John tenía dieciséis años, uno másque Quin y Shinobu. Según la cronologíahabitual ya tendría que haber prestado sujuramento, pero él había comenzado aentrenarse más tarde, a los doce, entanto que Quin y Shinobu se iniciaron ala edad de ocho años. Esto le suponíauna fuente constante de frustración y, alescuchar el comentario de Alistair, sesonrojó, lo cual tuvo un efecto evidentesobre su pálida piel. John, un chicoguapo de rasgos finos, ojos azules y pelo

castaño con tímidos reflejos dorados,era fuerte y rápido. Quin estabaenamorada de él desde hacía un tiempo.John le dirigió una mirada interrogativa:«¿Estás bien?». Quin asintió.

—Hoy tenéis que haceros valer —continuó Alistair—. ¿Sois Seekers? ¿Osois unos pequeños trozos de boñiga decaballo que tendremos que barrer delsuelo?

Shinobu alzó la mano y Quinsospechaba que diría: «Pues resulta quesoy un trozo de boñiga de caballo,señor…».

—No estamos de broma, hijo —repuso Alistair, interrumpiendo el chistede Shinobu antes de que pudiera

empezar.Shinobu, hijo del gigante pelirrojo

que había intentado decapitarla, era suprimo. Su madre era japonesa y en surostro confluía lo mejor de Oriente yOccidente en una mezcla cercana a laperfección. Tenía el pelo lacio y decolor rojo oscuro, y un cuerpomusculoso que superaba ya la mediajaponesa habitual. Bajó la vista al sueloa modo de disculpa por haberse tomadoese momento a la ligera.

—Para Quin y para ti puede que seael último combate de prácticas —explicó Alistair a Shinobu—. Y tú, John,tienes la oportunidad de demostrar queeste es tu sitio. ¿Entendido?

Todos asintieron. Sin embargo, losojos de John estaban fijos en elperturbador que Briac llevaba atado altorso. Quin sabía lo que estabapensando: «Es injusto». Y tenía razón.John era el mejor guerrero de los tres…,salvo cuando había un perturbador enjuego.

—¿Te preocupa esto, John? —preguntó Briac golpeando la extrañaarma que llevaba en el pecho—. ¿Tedesconcentra? Ni siquiera lo heconectado todavía. ¿Qué pasará cuandolo haga?

John tuvo la sensatez de noresponder.

—Poned vuestras armas en modo de

combate real —les ordenó Alistair.Quin miró el mango de su espada

látigo. En el extremo de la empuñadurahabía una ranura minúscula. Se llevó lamano a un bolsillo cosido en el viejocuero de su bota derecha y sacó unpequeño objeto parecido a un cilindroaplastado que estaba hecho del mismooscuro material aceitoso que la espada.Lo introdujo en la ranura de laempuñadura y ajustó automáticamentelos pequeños diales del artilugio.Cuando el último de esos discos estuvoen su lugar, la espada látigo emitió unadelicada vibración y Quin notó ladiferencia instantáneamente, como si elarma se preparara para realizar su

verdadero cometido.Tocó la punta con la mano izquierda

y observó cómo se derretía diluyéndosepor su piel. No podía dañar su propiocuerpo, ni siquiera en estado «real».Pero no mostraría piedad en la carne decualquier otro.

Se le aceleró el pulso al ver comoAlistair y su padre ponían sus espadaslátigo en modo real. Un combate deverdad no era tarea fácil. Pero si teníaéxito estaría a unos minutos de laaprobación de Briac, de unirse a susancestros en las nobles actividades delos Seekers. Había oído las historiasque Alistair contaba sobre Seekers queusaban sus artes para hacer un mundo

mejor desde su más tierna infancia. Ydesde que tenía ocho años se habíaentrenado para desarrollar esas artes. Sipasaba la prueba, se convertiría al fin enuno de ellos.

John y Shinobu habían terminado deajustar sus espadas látigo y el graneroestaba impregnado de una nueva energía,unas ganas terribles de que empezaratodo. Quin cruzó una mirada con Johnque decía: «Podemos hacerlo». Johnasintió sutilmente. «Prepárate, John —pensó—. Haremos esto los dos juntos ypermaneceremos unidos…».

Un sonido estridente atravesó elgranero, tan penetrante que Quin sepreguntó por un momento si solo lo oía

ella. No tuvo más que mirar a John parapercatarse de lo contrario. Elperturbador, esa especie de cañónextraño que llevaba su padre, habíaentrado en acción. La base le cubríatodo el pecho y tenía que llevar unascintas enganchadas a la espalda y loshombros para asegurarlo. El cañón teníaun diámetro de treinta centímetros, pero,en lugar de un solo agujero, habíacientos de pequeños orificios en elmetal iridiscente. Esas aberturas estabancolocadas al azar y tenían diferentestamaños, lo que en cierto modo le dabaun aspecto más terrorífico. Cuando elperturbador estuvo funcionando a plenorendimiento el estridente aullido que

emitía el arma se transformó en unchasquido eléctrico.

Shinobu sacudía la cabeza como siquisiera sacarse ese sonido de losoídos.

—¿No es un poco peligroso usar esejuguetito en un combate tan numeroso?—preguntó el chico.

—Si perdéis el combate es muyprobable que salgáis heridos —repusoAlistair—, o incluso… perturbados.Hoy todo vale. Pensadlo bien.

No era la primera vez que losaprendices veían el perturbador enacción; incluso habían aprendido aesquivarlo en sesiones de tiroindividuales, pero nunca habían

practicado con él en un combate real. Lafunción del perturbador era inspirarmiedo, y estaba consiguiéndolo.«Nuestro propósito es noble —repetíaQuin para sí—. No tendré miedo.Nuestro propósito es noble. No tendrémiedo…».

Alistair enganchó a su espada unobjeto que sacó de un abrevadero al otrolado del granero. Se trataba de unpesado disco metálico de unos doscentímetros de ancho cubierto con unagruesa lona y embadurnado de brea. Lolanzó al aire.

Mientras el disco de hierro se alzabapor encima de su cabeza, Alistairencendió una cerilla. Después, el aro

cayó sobre él y volvió a ensartarlo conla espada látigo. Los tres aprendicesobservaron como le prendía fuego.Alistair hizo girar el disco sobre suespada con un brillo maligno en lamirada.

—Cinco minutos —advirtió mirandoel reloj que había en la pared—. Que nose extiendan las llamas, manteneos asalvo y que el disco esté en vuestraposesión al final.

Los aprendices echaron un vistazopor el granero. Había balas de pajacontra las paredes, paja suelta sobre elsuelo, pies de madera que sosteníanequipos de combate, cuerdas deescalada colgando del techo. Por no

hablar del granero en sí, cuyos muros depiedra se sostenían gracias a vigas demadera y travesaños. En breve, estaríanlanzándose ese disco en llamas en unasala llena de leña.

—¡Que no haya llamas! —musitóShinobu—. Tendremos suerte si no ardeel edificio entero.

—Podemos hacerlo —susurraronQuin y John al mismo tiempo.

Intercambiaron una rápida sonrisa yQuin sintió como John pegaba su cálidoy fuerte brazo al de ella.

Alistair lanzó el disco hacia lostravesaños.

—¡Demostrad lo que valéis! —bramó Briac, sacando su propia espada

látigo.Tras esto, Alistair y él se lanzaron

hacia los aprendices con sus armas enalto.

—¡Voy por él! —gritó Shinobu,apartándose de la trayectoria de Alistairpara correr al centro del granero, dondeel disco caía dando vueltas hacia elsuelo cubierto de paja.

Quin advirtió que Briac ibadirectamente a por John. Transmutó laforma de su espada látigo por la de unacimitarra y cortó el aire en un amplioarco con la intención de partirlo por lamitad. Observó como John sacaba suespada látigo para bloquearlo yenseguida lo tuvo encima.

—¡Lo tengo! —gritó Shinobu altiempo que ensartaba el disco con suespada látigo.

El objeto se deslizó hasta su mano yel fuego le quemó los dedos, así quetuvo que devolverlo a la punta de laespada.

Alistair arremetió contra Quin y ellase hizo a un lado, transmutando suespada en una de hoja más pequeña paragolpear a su espalda. Pero él yaesperaba ese movimiento y neutralizó elataque fácilmente.

—¡Demasiado lento, muchachita! —exclamó—. Has dudado al golpear. ¿Porqué? Un día tendrás el artefacto máspreciado de la historia de la humanidad

en tus manos, ¿o no? No puedes dudar.Cuando estés en el Allá, cuando saltes alintermedio, la duda será fatal.

Ese era el mantra de Alistair con elque llevaba años martilleándoles lacabeza.

John y Briac intercambiaban golpes.Briac parecía empeñado en matarlo encuanto se presentara la oportunidad.John mantenía el tipo; era un guerreroextraordinario cuando se concentraba.Pero Quin supo en cuanto lo miró queJohn luchaba con rabia y que elperturbador lo aterrorizaba. A vecespodías transformar la rabia y el miedoen energía útil. Pero en condicionesnormales cualquier tipo de emoción era

una desventaja. Te hacía dispersarte,gastar energía inútilmente.

De pronto, Quin se percató de queAlistair la había hecho retroceder hastaJohn para luchar contra ambos. Briacquedaba libre para enfrentarse aShinobu. El ronroneo del perturbador seintensificó hasta alcanzar un volumeninsoportable.

—¡Voy a soltar el disco! —gritóShinobu.

Justo entonces el perturbador quellevaba Briac sujeto al pecho disparó.Shinobu lanzó el aro hacia lostravesaños que había por encima de lascabezas de Quin y John mientras elcañón del perturbador liberaba miles de

furiosas chispas eléctricas. Las centellascorrían por el aire hacia Shinobu,zumbando como un enjambre de abejas.

Este se arrojó bajo la descarga yrodó por el suelo. Como no tenían unhumano al que alcanzar, las chispaschocaron contra la pared trasera delcobertizo en una explosión de luces delos colores del arcoíris.

—¡Lo tengo! —gritó Johnapartándose del combate con Alistairpara enganchar el disco con su espada.

Una gotita de brea se desprendió delaro de metal y cayó sobre una bala depaja, que se prendió al momento. Johnapagó las llamas con los pies mientrasel disco bajaba hasta su mano y se la

quemaba.—¡Shinobu! —gritó lanzándolo otra

vez hacia los travesaños.Saltó frente a Quin y la sustituyó

bajo la lluvia de golpes de Alistair,mientras Shinobu cogía el disco al otrolado de la sala.

Quin intentó descansar el brazo unmomento, pero Briac se acercaba con elperturbador. Las centellas seabalanzaban hacia ella entre chasquidosy zumbidos.

Si dejaba que esas chipas laalcanzaran jamás se libraría de ellas. Nola matarían, pero significarían su fin.«Un campo perturbador es peor que lamuerte». Quin dejó de pensar en eso.

Pronto sería una Seeker, unaexploradora de las sendas ocultas. Soloimportaba el combate; las consecuenciasno existían.

Saltó a un lado, agarró una cuerda deescalada y se balanceó hasta quedarfuera del alcance del perturbador. Laschispas pasaron de largo y danzaron portodo el muro que había detrás,dispersándose sin causar daños.

Se plantó en el suelo junto a supadre, que ya estaba girándose paraatacarla y transmutando su arma en unadiabólica espada de hoja fina. No le diotiempo a recuperar el equilibrio y elmetal se le introdujo en la camisa por elantebrazo, atravesándole la piel.

Su brazo empezó a sangrar y tal vezle doliera, pero no tenía tiempo parapensar en ello. El aullido histérico delperturbador volvía a entrar en acción.

Shinobu luchaba ahora contraAlistair. John tenía de nuevo el disco ensu poder y lo giraba alrededor de laespada para evitar quemarse la mano altiempo que saltaba sobre otra bala depaja para apagarla.

Briac se giró y disparó elperturbador una vez más, apuntando aJohn en esta ocasión.

—¡John! —gritó Quin.Este, al ver que las chispas se

dirigían hacia él, lanzó el disco sinmirar.

Quin esperaba que se tirase a unlado, pero John se había quedadoparalizado mirando las centellas,súbitamente perdido.

—¡John! —volvió a gritar.En el último momento, Shinobu

abandonó su combate con Alistair paralanzarse sobre él. Ambos aprendicescayeron a salvo de la trayectoria delperturbador. Las centellas golpearon elmuro contra el que John tenía apoyada lacabeza y desaparecieron entreresplandores.

Presa de la preocupación por John,Quin había olvidado el disco y el vorazanillo rebotaba en el suelo de paja,prendiendo fuego a su paso.

El perturbador volvía a aullar a lamáxima potencia. Quin observó la carade satisfacción de su padre al dirigirlode nuevo contra John.

Este se volvió, paralizado.Contemplaba las chispas que se dirigíanhacia él, hipnotizado por su espantosabelleza. Para siempre, así era elperturbador. Cuando las chispas tealcanzaban se apoderaban de tu mentepara no salir jamás de ella. Y Johnparecía aguardar su llegada.

Vio que Shinobu lo apartaba de unapatada, sacándolo de la trayectoria delperturbador por segunda vez.

John cayó al suelo y esta vezpermaneció allí.

Quin recuperó el disco en llamas ysaltó sobre el fuego que había dejado asu paso. Por primera vez en el combatesintió que la furia se apoderaba de ella.Su padre arremetía exclusivamentecontra John. Aquello no era justo.

Arrojó el disco a Shinobu, corrió alotro lado del granero y se lanzó contraBriac, que cayó al suelo con elperturbador. Las chispas salierondespedidas hacia el techo y rebotaronentre los travesaños, creando un dibujocaótico.

Quin se disponía a atravesar a supadre con todas sus fuerzas.

—¡Punto! —gritó Briac antes de quellegara a golpearlo.

Obedeció la orden instantáneamentey plegó su espada látigo.

Shinobu atrapó el disco llameantepor última vez. Quin miró el reloj,sorprendida de que solo hubieranpasado cinco minutos. Le había parecidouna eternidad. John se levantólentamente del suelo. Todos intentabanrecuperar el resuello.

Briac se puso en pie. Ambosinstructores compartieron unaevaluación silenciosa del combate.Alistair sonrió. Entonces Briac les diola espalda y se dirigió hacia la sala deequipamientos cojeando levemente.

—¡Quin y Shinobu, a medianoche!—gritó sin darse la vuelta—. Nos

veremos delante del monolito. Tendréisuna noche ajetreada. —Se detuvo a lapuerta del almacén—. John, hassuperado a los otros y a mí mismo enmuchas ocasiones, pero no he vistopruebas de esa destreza aquí. Nosveremos en la campiña a la hora de lacena. Tendremos una charla sincera.

Y con eso, cerró la puerta con fuerzatras de sí.

Quin y Shinobu se miraron. Quin yano estaba furiosa. En el fondo queríagritar de alegría. Nunca había luchadoasí. Esa noche prestaría su juramento. Alfin comenzaría la vida que había soñadodesde niña. Pero también compartía eldolor de John, que se había quedado

cabizbajo en el centro del granero.

2

John

John se alejó del granero deentrenamiento a medida que el soldesaparecía sobre el cielo de lahacienda escocesa. Quin y él se habíanmarchado por separado, como siemprehacían, pero sabía que ella estaría

esperándolo.Hacía mil años, en esos dominios

hubo un castillo que pertenecía a unarama lejana de la familia de Quin. Sehabía quedado en ruinas y sus torressemiderruidas se cernían sobre el anchorío que rodeaba las tierras. Mientrascaminaba, veía la punta más alta en ladistancia.

Actualmente la hacienda estabaformada por antiguos caseríos, lamayoría de ellos construidos a lo largode los siglos con piedras sacadas delpropio castillo. Las casas estabandiseminadas alrededor de un vastoprado al que llamaban «la campiña».Era primavera y la campiña rebosaba de

flores silvestres. Más allá del pradocomenzaban los bosques, una altaarboleda llena de robles y olmos quedaban sombra a las casas y se extendíanhasta sobrepasar los límites de lasruinas del castillo.

En uno de los extremos de lacampiña había establos. Algunosalbergaban animales, pero otros, comoel enorme granero de entrenamiento,servían a los aprendices para practicarsus habilidades como futuros Seekers.

John bordeó el bosque a través delas sombras y luego se sumergió en lasprofundidades de los árboles. Se leaceleró el pulso, pese al abatimiento quesentía por su clamoroso fracaso en las

prácticas. Cuando estaba en el bosquecon Quin, entraba en otro mundo, lejosde aquellos fragmentos de su vida quesolían eclipsar todo lo demás. Hacíadías que no estaba a solas con ella yreunirse con ella le parecía lo másimportante en ese momento.

Nunca elegía el mismo sitio paraesperarlo, pero no debía de andar muylejos. John se encontraba en la parte delbosque que más les gustaba, donde lascopas de los grandes árboles se tocaban,tapaban el sol y daban sombra y paz alsuelo del bosque. Al poco de estar allísintió que unas manos le rodeaban lacintura y una barbilla se apoyaba sobresu hombro.

—Hola —le susurró Quin al oído.—Hola —contestó él con una

sonrisa.—Mira lo que he encontrado…Lo cogió de la mano. Quin tenía el

pelo moreno, cortado a la altura de labarbilla y una bonita cara de piel clara ygrandes ojos negros. Esos ojos que lomiraron con picardía y lo invitaron aseguirla. Lo llevó hasta un lugar en elque la forma de los robles creaba unpequeño espacio oculto en el centro.Quin pasó a través de un hueco entre dosárboles y llevó a John de la mano.

Un momento después estaban juntosen la espesura.

—No es precisamente la habitación

más cara del hostal del pueblo… —murmuró ella.

—Es mejor —dijo él—. En unhostal no estaríamos tan juntitos.

En realidad no cabían los dos y Johnse veía obligado a pegarse a ella, algoque no le disgustaba en absoluto. Seagachó para besarla, pero Quin le pusoambas manos en las mejillas paradetenerlo.

—Estoy preocupada —susurró.John lo sabía. Sentía las vibraciones

que emanaba su cuerpo, como el calorque desprende el asfalto en verano.Tenía razones para estarlo, obviamente.Los conocimientos que ponían en susmanos eran antiguos y estaban

fuertemente protegidos. En el caso deJohn, solo la perfección en las tareasasignadas le haría ganarse el privilegiode aprenderlos. No era precisamenteuno de los favoritos de Briac yseguramente su reciente fracaso en elcombate fuera la excusa que este habíaestado buscando.

—Nunca había oído a mi padredecirte algo tan… definitivo… —susurró—. ¿Y si quiere echarte?

Tenía tantas ganas de encontrarsecon ella en el bosque que habíaolvidado su temor durante unos minutos,pero entonces volvió a sentirlo con todasu intensidad. Era el mejor guerrero delos tres y sin embargo había fracasado

en el combate. Había fallado en elmomento menos oportuno.

Dejó caer la cabeza sobre un tronco.Luchó durante un instante contra laimagen de una piedra enorme que tirabade él hacia el fondo del océano. «No, nopuedo fracasar. No fracasaré», pensó.

Toda su vida giraba en torno a laceremonia de juramento. Su nombre eraJohn Hart. Conseguiría recuperar lo quele pertenecía y no estaría a merced denadie nunca más. Había juradoconseguirlo y mantendría su promesa.

—Briac tiene que tomarse esto enserio —dijo a Quin, esforzándose porsonar convincente, tanto para ella comopara sí mismo. Tenía que superar su

desazón—. He estado… fatal en elcombate, ¿verdad? Tiene que serestricto. Es el protector de las sendasocultas y todo eso. Pero ha pasado añosentrenándome. Estoy a punto deconseguirlo. No estaría bien que meechara ahora.

—Claro que no estaría bien. Estaríafatal. Pero dice que…

—Tu padre es un hombre honesto,¿no? Hará lo que es debido. No mepreocupa. Y a ti tampoco deberíapreocuparte.

Quin asintió, pero sus ojos negroszozobraban en un mar de dudas. Nopodía culparla. Ni siquiera él creía loque había dicho sobre Briac. Sabía

perfectamente qué tipo de hombre era elpadre de Quin, pero se aferraba a laesperanza de que cumpliera su palabra.Cuando hizo esas promesas habíatestigos presentes. Si Briac no cumplíasu compromiso…

Intentó pensar en otra cosa. Su vidaen esas tierras junto a Quin había sidobuena, mucho mejor de lo que jamáshabría imaginado, y no quería que esocambiara.

Quin y John se habían hecho amigosel mismo día que se conocieron.Entonces eran unos críos —John solotenía doce años—, pero, aun así, loprimero que pensó fue en lo guapa queera.

Durante ese primer año, Shinobu yella iban frecuentemente a visitarlo a supropio caserío, pero disfrutaba máscuando estaba a solas con ella. A Quinle encantaban sus descripciones deLondres, y ardía en deseos de mostrarleel resto de la hacienda.

Cuando la madre de John aún vivía,le advirtió de que no bajara la guardiacon nadie y él había seguido su consejo.Pero disfrutaba escuchando historias dela familia de Quin, las leyendas de esastierras. Y a Quin parecía gustarle sucompañía, no porque tuviera dinero oporque su familia fuera importante, sinosimplemente porque le caía bien. Solopor ser quien era. Era la primera vez

que le pasaba algo parecido, peroincluso a sus doce años John se negaba aque eso lo enterneciera. Tal vez Quinsolo fingiera interesarse por él parasuperar sus defensas y aprender sussecretos. A pesar de eso, pasaba tiempocon ella. Mientras que con Shinobuhacía prácticas de combate, con Quindaba paseos.

Y un día a ella habían empezado asalirle… curvas. No se había percatadode lo que podían distraer esas curvas.Supo que aquello era un problemacuando a los catorce años, estabasentado en la clase de lengua y sedescubrió a sí mismo mirando cómo laesbelta cintura de Quin se redondeaba

hasta formar sus caderas. Tenían queleer neerlandés en voz alta, pero élestaba imaginando cómo su manoacariciaba el contorno de su cuerpo.Intentaba quitársela de la cabeza, seguirsiendo frío y calculador, como a sumadre le habría gustado, pero leresultaba imposible creer que la amistadde Quin fuera una farsa.

Después, cuando ella casi habíacumplido los quince, los emparejaron enun combate de prácticas especialmentecomplicado en el granero deentrenamiento. Alistair los hacía lucharjuntos una y otra vez, pidiéndolessiempre que combatieran hasta el límitede sus fuerzas.

—¡Vamos, John! ¡Pégale! —gritabaAlistair, al parecer pensando que Johndaba facilidades a Quin.

Tal vez sí estuviera poniéndoselofácil. Era invierno, ella tenía lasmejillas sonrosadas y sus ojos brillabancon el esfuerzo del combate mientrasdanzaba ágilmente con su espada.

Quin le pegó con fuerza y John cayóal suelo. Puede que se dejara, porque nole importaba caer. Se imaginaba en elsuelo con ella… Después, el combateacabó y ambos se quedaron recuperandoel resuello, mirándose desde el otroextremo de la zona de prácticas.

Cuando Alistair les dio permisopara marcharse, John salió aturdido del

granero, intentando alejarse de ella todolo posible. No era capaz de ver haciadónde se dirigía. Solo la veía a ella. Eldeseo de estar con Quin lo superaba.

Se detuvo detrás del edificio y seescondió tras los troncos de los yermosárboles caducos. Y se quedó allíapoyado contra la piedra, echando vahopor la boca.

No quería sentir lo que estabasintiendo. Su madre lo había prevenidocontra el amor en muchas ocasiones.«Cuando amas, expones tu pecho a unadaga», le había dicho hacía muchosaños. «Cuando amas con todo tu ser,clavas esa daga en tu corazón». El amorno entraba en sus planes. Pero ¿cómo

podía uno anticiparlo? No era solo subelleza lo que deseaba. Era toda ella: lachica que hablaba con él, la que semordía el labio cuando se concentrabaprofundamente, la que sonreía cuandocaminaban juntos por el bosque.

Apoyó la mejilla contra la fríapiedra del establo y sintió como se leaceleraba el corazón mientras intentabalibrarse de su imagen.

Entonces Quin apareció, a la vueltade la esquina del granero, a pocosmetros de él. Miraba al frente, hacia elbosque, también aturdida. Sus miradasse cruzaron y John se percató almomento de que había ido a suencuentro.

La cogió por la manga del abrigo yla atrajo hacia sí. Luego los brazos deella lo rodearon. A pesar de que ningunode los dos había besado a nadie conanterioridad, John se descubrió besandoa Quin. Era suave y cálida, y le devolvíasus besos.

—Me moría de ganas de quehicieras esto —susurró ella.

A él le habría gustado decir algoromántico y controlado como: «Erespreciosa», pero, en lugar de eso, le salióla pura verdad:

—Te necesito —le susurró al oído—. No quiero estar solo… Te quiero,Quin.

Y se besaron de nuevo.

Luego se oyeron unas fuertes pisadasque se acercaban y ramitas que separtían. Era Alistair. Habríanreconocido su forma de caminar encualquier parte.

Se separaron automáticamente y sealejaron el uno del otro. Quin lo miróuna última vez más antes de desaparecerenseguida por la otra esquina, sin dartiempo a que Alistair llegara a esa partedel granero.

Ese fue el comienzo de susencuentros furtivos en el bosque. Quinestaba bastante segura de que sus padresno lo aprobarían, así que mantenían sussentimientos en secreto. Pero al finalresultaba obvio que todos los habitantes

de la hacienda estaban al corriente delcambio en sus relaciones. Al cabo depoco tiempo notó que la mirada de Briacera más fría y que Shinobu se mostrabaun tanto irritado con él. John intentabajustificar sus sentimientos. Aunque fueraamor lo que sentía, ¿no podíaconvertirse en una ventaja? ¿No tendríaBriac que sentir más aprecio por élcuando supiera cuánto significaban eluno para el otro? ¿No era cierto que siconseguía convencer a Briac paracasarse con ella se crearía una alianza?Tener a Briac como aliado no seríaagradable, pero tal vez fuera un modo deque cumpliera su promesa, al menos porun tiempo.

John estaba convencido de que unsentimiento que lo hacía tan feliz nopodía ser malo. Le maravillaba lo bienque se sentía en ese momento abrazandoa Quin entre aquellos árboles. Cuandoestaban a solas imaginaba que ellapermanecería a su lado para siempre. Alfinal, Quin lo comprendería todo,incluso lo de su propio padre…

—No quiero que te preocupes —dijo obligándola a que lo mirara a losojos—. Seré un Seeker, igual que tú.Aunque tarde un poco más enconseguirlo. Así está escrito que sea,juntos los dos.

Quin pareció tranquilizarse un poco.Casi sonreía.

—Así ha de ser —coincidió—. Puesclaro que sí. —Su seguridad animó aJohn—. Mira —continuó—; tú eres másfuerte que Shinobu y mucho más que yo.Seguramente seas el más inteligente delos tres. Solo hay alguna cosilla que nohaces tan bien.

—Si te refieres al perturbador…—Sí, me refiero al perturbador. A

todos nos da miedo.—No era solo miedo —respondió

John, reviviendo el momento en sucabeza—. Estaba paralizado, Quin.Imaginaba esas centellas alrededor demi cuerpo…

—Basta. —Lo dijo con firmeza, yJohn sintió que la desazón volvía a

embargarlo. Tenía que centrarse,especialmente ese día—. No quieresacabar agonizando y luchando contra tupropia mente —añadió—. Pues claroque no. Pero tienes que ver elperturbador como si fuera cualquier otraarma. Nosotros utilizamos nuestrocontrol mental para evitarlo en combate.

—«Mi mente es un músculo que hade estar siempre alerta» —contestó Johncitando a Alistair, el instructor preferidode ambos—. Pero no estoy seguro deque eso me funcione cuando hay unperturbador de por medio.

—Intenta concentrarte en el altopropósito de nuestro entrenamiento —leaconsejó ella con un tono amable—, en

la suerte que tenemos de que esta seanuestra vocación. Convertirse en Seekeres más importante que nuestras vidas,más importante que los miedospersonales. —Su voz era apasionada,como siempre que hablaba de ese tema—. Formamos parte de algo…excepcional. A mí me asusta tanto comoa ti, pero combato mi miedo pensandoen eso. Ya sabes, no es solo por losperturbadores. Cuando visites el Allánecesitarás tener ese control mental. O,de lo contrario, jamás regresarás.

John se dio cuenta de que la mirabacon compasión. Era una chica con brilloen los ojos, nacida en la familia y sigloequivocados. Sí, formaban parte de algo

excepcional, algo más importante queellos mismos, pero él lo describiría conpalabras diferentes: «despiadado» y«mezquino», eso se ajustaba más a larealidad. Briac era ambas cosas. Johnsabía que esa noche ella visitaría el Alláy después, cuando prestara su juramento,traspasaría esa barrera. SeguramenteQuin no estaba al tanto de qué sucederíaentonces, pero John sí. Su madre almenos había sido sincera con él, alcontrario que el padre de Quin.

¿Cómo se sentiría cuandodescubriera la verdad, cuando supieraque la nobleza de los Seekers habíaexistido en otro tiempo pero que ese yano era el propósito de Briac y que sus

habilidades se usarían con unos finescompletamente diferentes?

John le preguntó con ternura:—¿Tú qué piensas que haréis esta

noche tras prestar juramento?—Briac ha dicho que sería una

operación para la que necesitaremostoda nuestra destreza. —Observó comose perdía su mirada—. Sea lo que sea,siento que cada una de las generacionesde mi familia de los últimos mil añosespera a que me reúna con ellos —añadió—. Llevo toda la vidaesforzándome para alcanzar esteobjetivo.

John también sentía esasgeneraciones a su espalda que esperaban

el día de su juramento. Lo habíaprometido. «Recupéralo y véngate porlo que nos han hecho. Nuestra casaresurgirá».

—¿Y qué pasa con el athame? —preguntó John en voz baja, pronunciandola palabra «A-dza-mey».

Quin se sorprendió, tal y como élesperaba, ya que John no tenía accesotodavía al conocimiento secreto quehabían recibido Quin y Shinobu. Sequedó mirando como lo tanteaba,preguntándose dónde habría aprendidoesa palabra.

—Si sabes eso ya estás a mediocamino de saberlo todo.

—Sé que de eso habla Briac cuando

dice «el artefacto más preciado de lahistoria de la humanidad». Y sé que esuna daga de piedra.

—Tan solo lo he visto, John. Un parde veces. Ni siquiera yo lo he usadotodavía.

—Hasta esta noche —apuntó él.—Hasta esta noche —coincidió

Quin, que sonrió, embargada de nuevopor la emoción del momento que estabaa punto de vivir.

Oyeron estruendosos gritos dealegría en la distancia. Quin se agachó yse asomó por el hueco entre los árbolespara echar un vistazo a la campiña. Lasvoces procedían de los caseronessituados al otro lado del prado. Shinobu

y su padre festejaban el éxito en laspruebas de combate. Alistair podía serbrusco y brutal sobre la pista deprácticas, pero cuando compartía eltiempo libre con su hijo mostraba sulado más entrañable.

John siempre había creído queShinobu estaba enamorado de Quin,pero eran primos lejanos, y a ella jamásse le habría ocurrido tener una relaciónamorosa con él.

—Están celebrándolo —susurróJohn—. Nosotros también deberíamoshacerlo.

—¿Y qué tenías en mente? —preguntó ella en voz baja.

John la atrajo hacia sí con

delicadeza y la besó. Esta vez Quin novolvió la cara.

Nunca habían querido pasar amayores.

Quin esperaba el momento oportuno.Todavía tenía que prestar su juramento yle quedaba al menos un año bajo latutela de sus padres hasta que laconsiderasen adulta. Pero John y ellasoñaban con acampar en el río, o conuna habitación en algún hostal, algúndía, cuando pudieran al fin entregarse eluno al otro.

Sin embargo, algo parecía habercambiado. Tal vez fuera su emoción porlo que sucedería esa noche, o el brilloque le daba el triunfo en el combate,

pero John sintió algo diferente en lamanera en que lo besaba. «Me ama —pensó—. Y yo la amo a ella. Quiero queestemos juntos, incluso cuando lo sepatodo».

Con el paso de los años el suelo delbosque se había cubierto con las hojascaídas de los árboles y John la recostósobre el suave lecho.

—Vamos a mi casa… —susurró.—¡Chist! —susurró ella llevándose

una mano a los labios—. Mira.Desde donde estaban tumbados

vieron una silueta que salía de lasprofundidades del bosque y se dirigíahacia ellos. John levantó a Quin y seocultaron tras las ramas. Observaron

cómo la figura se acercaba hasta hacersereconocible. Era la Joven Dread, quellevaba una ristra de conejos muertoscolgada a la espalda.

Por su cara, siempre habíanimaginado que tenía unos catorce años,pero por supuesto, con los Dreads eltema de la edad era delicado. La JovenDread había llegado a la hacienda hacíaunos meses, junto al otro, al quellamaban el Gran Dread, un hombrecorpulento con pinta de pocos amigosque parecía rondar los treinta.

Briac no había explicado muchosobre qué hacían allí esos Dreads, peroal parecer su misión era supervisar elritual del juramento. Briac, que no

mostraba deferencia prácticamente hacianadie, parecía extrañamente respetuosocon el Gran Dread. Los aprendiceshabían decidido que un Dread era comoun juez del adiestramiento Seeker, conuna historia detrás que solo podíanimaginar, ya que sus instructores nodaban más pistas.

Si la Joven Dread tenía realmentecatorce años, era pequeña para su edad.Su cuerpo era tan delgado que parecíamalnutrido, pero sus músculos decíanjusto lo contrario. Eran como delicadoscables de acero que sujetaban supequeño cuerpo. Tenía el pelo de uncolor marrón corriente, pero eraabundante y le llegaba casi hasta la

cintura. Parecía que no se lo hubieracortado nunca y que rara vez se hubierapeinado, como si recibiera todos losconsejos de belleza del Gran Dread, queobviamente no tenía ni idea de cómoeducar a una chica.

Caminó hacia ellos con ese extrañoandar que compartían ambos Dreads.Sus movimientos parecían lentos, casiseñoriales, como una bailarinainterpretando la parte más triste o seriade la obra. Y entonces, de improviso, semovió a una velocidad completamentediferente. Mientras la observaban, seoyó un pájaro cantando desde el prado yla cabeza de la Joven Dread empezó adar vueltas de aquí para allá, tan rápido

que casi no podían seguir elmovimiento. Cuando identificó laprocedencia del ruido continuó sucamino, inalterable y grácil como unaescultura de mármol resucitada.

—Fíjate en esto —susurró Quin tanbajo que, a pesar que sus cabezas casise tocaban, John apenas pudo oírla.Sacó el cuchillo de su cinturón sin hacerruido. Esperó hasta que la Dreadhubiera llegado a una parte soleada quecegara momentáneamente losmovimientos desde las sombras.Entonces Quin armó el brazo y arrojó elcuchillo hacia la Joven Dread tan fuertecomo pudo.

El cuchillo dibujó una curva perfecta

entre las sombras dirigiéndose justo alpunto hacia el que caminaba la Dread,de modo que entraría de lleno en sutrayectoria y atravesaría su cabeza porun lado.

Pero eso no fue lo que sucedió.La Joven Dread continuó con su

avance inalterable hasta que el armaestuvo prácticamente sobre ella.Entonces todo su cuerpo se activóexplosivamente. Su brazo derecho saliópropulsado y agarró el cuchillo en elaire. Se dio la vuelta tan rápido que casipareció hacerse borrosa ante el oscurofondo del bosque y devolvió el cuchillohacia ellos como una nube de tormentaque descarga un rayo. Lo impulsó con tal

velocidad que se oyó cómo rasgaba elaire. Tanto John como Quin seagacharon.

El cuchillo dibujó una parábolaperfecta desde donde estaba la Dread,rodeó el conjunto de árboles y se hundióhasta la empuñadura a pocos centímetrosde la parte del tronco donde Quintodavía tenía apoyada la mano. Lavibración del impacto recorrió todo elárbol y llegó a los pies de John.

—¡Buen disparo! —gritó Quinsaludando a la chica—. A ver si meenseñas a hacerlo algún día.

Los ojos de la Dread se desplazaronlentamente hasta su escondite, como siincluso desde esa distancia pudiera

examinarlos minuciosamente. John yQuin percibieron algo en sus ojos quelos incomodó y se separaroninstintivamente, como si su intimidad noresistiera esa feroz mirada. La JovenDread parecía a punto de decir algo,pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

Se oyó un nuevo ruido en el bosque.Quin, John y la Dread alzaron la vista yvieron un aeromóvil que desprendía unagrave vibración y rodeaba las tierraspara aterrizar en la campiña. Resultabatan extraño ver un aeromóvil en lahacienda que incluso la propia Dreadpermaneció observando el vehículo unossegundos antes de dar media vuelta yseguir con su paso firme.

John y Quin se apresuraron hasta loslímites del prado y vieron a un individuoque salía del vehículo y se dirigía haciael caserón de Briac, al otro lado de lacampiña. John corrió entre los árboleslo más deprisa que pudo para ver alhombre de cerca.

Quin llegó a su altura.—¿Qué pasa?El visitante se volvió un instante

para echar un vistazo a la hacienda. Johnse detuvo. ¿Eran imaginaciones suyas ola cara de ese hombre le sonaba dealgo? Lo cierto es que cuando llevabamuchos meses en la hacienda, lejos deLondres y de las multitudes, todas lascaras nuevas le resultaban familiares.

—No lo sé —le respondió—.¿Crees que podrás enterarte de quién es?

—Estoy segura de que si esimportante Briac nos lo dirá.

—Yo no —repuso él en voz baja.Miró a Quin y añadió con picardía—:Pero si te da miedo escuchar aescondidas…

—¿Miedo? —Lo empujó, indignada,y a John le agradó ver que estudiaba alvisitante con más interés—. Hummm…—susurró—. Si averiguo algointeresante te buscaré. —Besó a Johnlevemente en los labios—. Sé que Briachará lo correcto contigo esta noche. Tedirá cosas duras, pero no te expulsarádel entrenamiento. Por supuesto que no.

Dicho esto, corrió por delante de él,hacia los caseríos. John empezó aprepararse para su enfrentamiento conBriac. Siguió a Quin con la mirada yobservó como agitaba su pelo moreno ysu grácil cuerpo. A diferencia de lamajestuosa gracia de la Joven Dread,Quin estaba llena de vida.

3

Quin

Quin se volvió para mirar a Johnmientras se alejaba corriendo delbosque a través de las altas hierbas dela campiña. Permanecía al pie delprado, donde lo había dejado, a lasombra de un gran olmo. Aunque la

seguía con la mirada, sus ojos parecíanencerrarse en sí mismos, como sipensara en cualquier cosa menos en ella.

Quin siempre había pensado queJohn tenía una mirada profunda. Cuandoestaban juntos sus ojos resplandecían deamor y alegría, pero otras veces sus ojosse veían desamparados y hambrientos,como si buscaran algo lejano y fuera desu alcance.

Sus ojos fueron lo primero que laatrajo de él. John tenía solo doce añoscuando llegó a la hacienda, pero Briacle hizo quedarse en un caserón separadoen el bosque, completamente solo. Quiny Shinobu lo visitaban a menudo,intrigados por tener a otro niño en la

hacienda, especialmente uno tancosmopolita, que había vivido enLondres y había estado en tantos otrossitios.

Al principio John parecía recelar dela compañía, y esa mirada suya losahuyentaba. Hablaba muy poco de temaspersonales, pero Quin acabó decidiendoque el tormento de sus ojos azules no erarabia ni miedo a que lo traicionaran,como había pensado al principio, sinosimplemente soledad. Empezaron apasar más tiempo juntos y esa mirada sefue transformando lentamente en algoque recordaba a la felicidad.

Mientras caminaba por la campiñatodavía sentía el peso de sus labios en la

boca, sus brazos rodeándole la cintura.Se volvió para mirarlo furtivamenteantes de llegar al caserón, pero ya sehabía ido.

Momentos después trepó a unaventana que había en la pared trasera dela casa de sus padres. Entró a gatas en ladespensa, que comunicaba con el salón,y oyó al visitante del aeromóvil en plenaconversación con Briac.

—Podría haber una desaparición —decía su padre—. En tal caso, labúsqueda se prolongaríaindefinidamente. Eso tiene sus pros y suscontras.

Sin hacer ruido, Quin apoyó la orejaen la estrecha puerta de la despensa, lo

cual le permitía oír mejor y atisbar unapequeña parte de la sala a través de unarendija entre la puerta y el marco.

Su padre estaba sentado en el viejosillón de cuero, situado bajo una seriede antiguas ballestas que colgaban deltecho y junto a un arcón decorado congrabados de carneros (el símbolo de lafamilia) que estaba lleno de cuchillos.Hablaba con el visitante, un hombre deunos veintitantos años que se calentabalas manos al vivo fuego de la chimenea.

La ropa que llevaba el tipo parecíacara, aunque Quin era consciente de supoca objetividad para juzgar estilos devestir. Prácticamente no había salido dela hacienda en sus quince años de vida.

—También podríamos cortar todo deraíz sin dejar rastro —continuó Briacpasándose una mano por sus cabellososcuros que también había heredadoQuin. Su padre todavía no tenía una solacana. A punto de cumplir los cuarenta,era igual de esbelto y fuerte que dejoven, aunque en realidad a ella siemprele había parecido un ente todopoderosoe intemporal, como el cielo o la tierra—. Depende de lo que necesite —decíaal visitante—. Nosotros creamos unacircunstancia que sirva a sus objetivos.¿Sabe usted qué necesita?

Briac hacía cuanto podía porparecer amigable y educado con elvisitante, lo cual le resultaba inquietante

a Quin. Estaba acostumbrada a que elrostro y las palabras de su padre fueranseveros. A menudo tenía miedo de él.Aceptaba sus formas como algonecesario para el entrenamiento: lapreparaba para una vida que sería dura,pero esa dureza estaba al servicio de unbien superior. Un Seeker estabadestinado a formar parte de los pocoselegidos que accedían al mundointermedio y podían cambiar las cosas.

El visitante comenzó a responder ala pregunta de Briac en voz tan baja queQuin no distinguía las palabras. Parecíaemocionado, pero daba la impresión deno atreverse a hablar en voz alta. Quinpegó más la oreja a la puerta de la

despensa.Briac alzó una mano.—Un momento, si no le importa —

dijo—. Preferiría continuar nuestradiscusión fuera.

El joven asintió y ambos selevantaron para salir. Cuando elvisitante se dio la vuelta, Briac atravesóla habitación en tres zancadas y le dio unbuen empujón a la puerta de la despensa,golpeando la cabeza de Quin, que quedódespatarrada en el suelo.

Se levantó lentamente y saliótambaleándose de la alacena hacia lacocina, frotándose la cabeza. Oyó cómose abría y cerraba la puerta principal delcaserón y vio a través de una ventana

cómo Briac y el visitante caminabanhacia el prado. Al parecer, su padrequería intimidad.

—Quin, ¿qué hacías ahí?Fiona Kincaid, su madre, estaba

sentada a la mesa de la cocina con unajarra ante ella. Cuando le llegó el tufo aalcohol supo que su madre estababebiendo esa fuerte sidra a la que sehabía aficionado en los últimos años. Elguiso que cocinaba al fuego para la cenay el pan que había en el horno inundabanel caserón con deliciosos olores. Losaromas de la cocina eran la base de suinfancia, junto al perfume de las altashierbas que cubrían la campiña y lafértil tierra bajo los árboles del bosque.

El olorcillo a alcohol que había en elaire era lo único que rompía elrepentino acceso de alegría que habíasentido. John lo conseguiría. Shinobu yella también. Así estaba escrito. La vidacon John sería como siempre habíaimaginado.

—¿Estabas escuchando aescondidas? —preguntó su madre.

—Creí que hablaban de lo de estanoche —explicó Quin, dejándose caeren un asiento frente a Fiona yabrazándose las rodillas.

Su madre llevaba sus oscuroscabellos rojos recogidos en una trenza yla miraba con rostro impasible.

Incluso sin sonreír, su cara era

hermosa. Todos lo decían. Se habíaquedado mirando por la ventana cómose alejaban Briac y el visitante. Luegovolvió a su jarra de sidra y se puso másseria.

—¿Qué has oído? —preguntó sumadre.

—Nada —respondió Quin. Entoncesle sobrevino un terrible pensamiento—.No iréis a casarme, ¿no?

Esta ocurrencia cogió a Fiona porsorpresa y sus labios esbozaron unatímida sonrisa.

—¿Por qué íbamos a casarte? ¿Te haparecido guapo el chico?

—No, no sé. No estoy muyacostumbrada a… —balbuceó

interrumpiéndose a media frase porvergüenza.

—Pues claro que no vamos a casarte—contestó su madre con una amablesonrisa.

—No digas «Pues claro que no» —repuso ella—. ¿No fue eso lo que tepasó a ti? —En realidad su madre nuncase lo dijo expresamente, pero esa era laimpresión que daba la descripción queFiona hacía de su cortejo y matrimoniocon Briac Kincaid. Nunca hablaba deamor, sino más bien de que sus padres«la habían juntado».

—Bueno, pues no vamos a casarte…con él —espetó Fiona para provocarla.

—Yo sé que antes se hacía —

continuó Quin—. Proteger ladescendencia. Mantener el control.

La verdad es que entendía laimportancia de los matrimonios deconveniencia. Casarse con alguien enquien su padre confiara ayudaría amantener sus conocimientos y armasbajo el control directo de Briac.Siempre le habían dicho que Briac yAlistair eran los últimos Seekers, yShinobu y ella tenían que seguir latradición sin romper el linaje. Y Johntambién, por supuesto, pero su linaje yaestaba perdido, porque su familiaprácticamente había desaparecido. Enteoría, a Quin le encantaría casarse conquien sus padres quisieran, pero en

realidad tenía grandes esperanzas en queesa elección coincidiera con la suya.

Su madre dio un largo sorbo de lajarra y negó con la cabeza.

—No vamos a casarte con nadie,Quin. Aunque a tu padre le gustaría.Creo que ya hemos planificado bastantetu vida. Deberías casarte con quien túquisieras.

Quin miró hacia el prado por el queacababa de pasear junto a John, y volvióa embargarla un sentimiento defelicidad. Decidió arriesgarse. Faltabansolo unas horas para que prestara sujuramento. Pronto la verían como a unapersona adulta.

—Mamá, tú sabes ya a quién he

elegido, ¿verdad?Su madre siguió la trayectoria de su

mirada, pero allí solo había hierba yárboles.

Fiona preguntó lentamente:—¿Y es él?—¿El qué?—¿Es John Hart tu pareja?Quin notó como sus mejillas

enrojecían.—¡Mamá!—Creo que habéis estado viéndoos

a escondidas desde hace tiempo.¿Habéis hecho…?

—¡No! —La conversación habíadado un giro brusco y dramático—. Unmomento, ¿qué estás preguntando?

—¿Os habéis besado?—Ah…, sí. —A pesar de la

vergüenza que sentía, Quin se descubriósonriendo—. Sí, eso sí lo hemos hecho.

—Y… —insinuó Fiona.—¿Y qué? —Quin estaba pensando

en la forma en que John la habíatumbado sobre el suelo y en cómoclavaba esos ojos solitarios en ella…Se miró las manos y dijo—: Nos hemosbesado. Bastantes veces. ¿No lo sabesya, mamá? Antes sabías esas cosas sintener que preguntármelo.

—A veces sí, pero esta vez no.¿Estás segura de que no habéis hechonada más?

—No soy tonta, mamá. Briac ya la

tiene bastante tomada con él. No quieroque vaya persiguiendo a John por ahícon una escopeta.

Fiona sonrió sinceramente alescuchar sus palabras y su rostro seiluminó como pocas veces lo hacía.Durante un instante, Quin apreció labelleza de su madre en todo suesplendor, como un cálido sol deprimavera apareciendo tras unas nubesde tormenta.

—Mamá —dijo Quin decidiendoque ya, puestos a pasar vergüenza, podíatirar más del hilo—, ¿tú crees que apapá le importará?

—¿Que le importará qué?—Que me case con John.

Quin contuvo la respiración encuanto pronunció esta frase, preocupadapor la reacción de su madre. Pero ¿porqué no hablar de matrimonio? John erala pareja perfecta. Pertenecía a unafamilia tan antigua como la suya, ¿no? Yél también quería sacar provecho de suadiestramiento para hacer el bien almundo. Podrían vivir los dos juntos enla hacienda, o tal vez irse a algún sitiomás exótico, pero en cualquier casotrabajarían juntos, lucharían juntos,ayudarían al mundo juntos. «Temednos,tiranos y malhechores…». Y, porsupuesto, lo amaba con locura. Seguroque sus padres se percataban de sussentimientos.

Quin siguió con la mirada a sumadre, esperando su respuesta mientrasella se levantaba para supervisar elestofado. A Quin le habría gustado saberqué misterios encontraba ahí dentro. Alfin y al cabo, era estofado. Podíascocinarlo durante días si querías.

Fiona, dándole la espalda, preguntó:—¿Te ha pedido que te cases con él?—Bueno, todavía no. Pero creo que

los dos lo pensamos.—Eres muy joven —dijo Fiona con

cariño—. Nunca lo habría imaginado.Todavía me sorprende un poco quehayas escogido a John.

Quin no estaba segura de a qué serefería su madre con eso. ¿A quién iba a

escoger, a un extraño al que aún nohabía conocido? ¿Un hombre mayor quesu padre eligiera por ella? Pero, detodas formas, se apresuró a añadir:

—No me refiero a hacerlo ahora.Algún día. ¿Crees que a papá leimportará?

Fiona se volvió hacia ella,secándose las manos en el delantal yevitando mirarla a los ojos.

—Creo que tu padre pondrá muchosreparos, sí. Y todavía tienen que pasarmuchas cosas hasta que estés preparadapara casarte.

—Eso no responde a mi pregunta.—Pero, Quin —continuó Fiona,

ignorando a su hija, como si tuviera que

soltar las palabras antes de que sedesvanecieran—, no importa lo que élpiense. Es tu vida.

Quin, ligeramente sorprendida,observó atentamente la expresión de sumadre, que parecía un poco alterada. Alfin y al cabo, Briac era… Briac. Suabsoluta autoridad formaba parte de esaextraña y privilegiada vida que le habíatocado.

—Ma…—Tu vida es tuya —repitió Fiona,

casi con urgencia, sentándose al lado.Miró por la ventana y luego volvió lavista hacia ella—. Si tú… si tú quisierasreunirte con John ahora mismo… siquisieras irte ahora mismo de la

hacienda con él… y llevar un tipo devida diferente, lo comprendería. —Leresultó tan raro que dijera esas palabrasque pensó que su madre tenía que estarmás borracha de lo que parecía—. Noestoy borracha, Quin.

—¡Yo no he dicho eso! Pero…Ahora que lo dices, sí que huelo algo entu jarra.

—No estoy borracha —repitióFiona.

—Yo no he dicho que lo estés.—Sí lo has dicho.No tenía sentido discutir acerca de

si había dicho esas palabras o no, asíque no se molestó en hacerlo.

—Esta noche prestaré mi juramento,

mamá. ¿No te lo ha dicho Briac? Nopuedo abandonar la hacienda.

—Sí, me lo ha dicho. —Fiona apoyóuna mano sobre la de su hija y la apretócon firmeza—. Pero yo te digo esto:presta tu juramento solo si de verdadquieres hacerlo.

Quin se quedó sin palabras por unmomento. Al final, consiguió decir:

—¿Qué… qué he estado haciendoaquí toda mi vida, si no? Pues claro quequiero hacerlo. Ya sé la suerte quetengo.

—¿Estás segura?Quin sonrió a su madre como a un

niño que tiene un miedo irracional. Sumadre no llegó a prestar el juramento.

Fiona les enseñaba idiomas,matemáticas e historia, materias que noestaban ligadas directamente al mundode los Seekers. Aunque a su madre no legustaba hablar de ello, por loscomentarios que hacía Briac, Quinentendía que Fiona había completadotodo el entrenamiento, pero algo evitóque fuera nombrada Seeker. No todoslos aprendices lo conseguían y en ciertomodo esto había arruinado la vida de sumadre, tal vez fuera incluso la causa desu afición al alcohol. Pero Quin laquería y no quería ver a su madre tristeprecisamente ese día.

Tomó a Fiona de la mano con cariño.—No tengo ninguna duda —afirmó

—. Y haré que estés orgullosa de mí.Estoy destinada a alcanzar grandescotas.

Sus palabras no tuvieron el efectodeseado. Su madre la escrutó con lamirada durante un momento, condesesperación. Luego se quedócabizbaja y asintió para sí.

—Por supuesto que lo harás —dijointentando esbozar una sonrisa—. Y yote deseo toda la felicidad del mundo,cariño mío.

Fiona volvió a levantarse y a mirarel estofado. Se enjugó las lágrimas conrapidez, tanto que Quin pensó quehabían sido imaginaciones suyas. Cogióla copa de Fiona, olisqueó lo que

quedaba de sidra y la tiró por elfregadero para que su madre no bebieramás.

Quin oyó el sonido del aeromóvilque despegaba fuera, le dio un beso enla mejilla a su madre y corrió a la puertaprincipal. Desde allí vio cómo elvehículo ascendía sobre el prado enlentos círculos hasta desaparecer en elcielo. Se dirigía hacia el sur, a algúnsitio ajeno a su vida, tal vez aEdimburgo, o Londres, quizá más lejos,incluso. Tal vez también ella pudiera verpronto esos lugares. Una vez quevisitara el Allá podría ir a cualquierparte. Y entonces, el mundo se abriría asus pies y ella sería uno de los actores

de su inmenso escenario y cumpliría consu destino.

Quin se dirigió hacia el bosque conla idea de encontrarse de nuevo conJohn y decirle que no había podidoaveriguar nada sobre el visitante. Amedio camino de la campiña lo vio.John y Briac paseaban juntos. Su padretenía una mano apoyada sobre el hombrode su amigo, que miraba al suelo. Casisentía el peso de los pasos de John,como si su padre lo condujera alpatíbulo.

«Sé que mi padre hará lo correcto,John —pensó—. Te quedarás en lahacienda y terminarás tu adiestramiento.Todo saldrá bien».

Nunca volvería a pensar de esemodo.

4

John

Caminaba por la campiña junto a Briac,que apoyaba la mano en su hombro. Esole incomodaba. Era como tenerpendiendo sobre su cabeza un hacha deguerra, igual de duro e inmisericorde.Hasta ese momento habían paseado en

silencio, pero al final John no pudosoportarlo más.

—Me ha fallado el control mental —dijo—. No lo niego. Pero es solocuando tienes el perturbador…

Briac resopló, lo hizo callar ycaminó más de veinte pasos en silencio.John intentaba decidir si tenía querepetir lo que acababa de decir osorprenderlo con algo nuevo cuandosintió que Briac le apretaba el hombrocon fuerza. Unas tenazas de metalhabrían sido más agradables.

—Siempre has creído que teníasderecho a esto, John Hart —añadióBriac.

Su voz era suave, y eso lo intimidó.

No había nada en la naturaleza de Briacque fuera suave.

—Mi adiestramiento era…—No solo el adiestramiento —

interrumpió Briac con una voz másgrave incluso y los dedos de la manohundiéndose en su hombro—. Todo esto.—Hizo un leve gesto con la otra manoque pareció abarcar las ochocientashectáreas de la hacienda.

—Nunca he querido sus tierras,señor. —John mantuvo el control de suvoz, pero sintió que la rabia seconcentraba en la boca de su estómago.

Hacía todo lo posible porcomportarse de manera amistosa conBriac, pero no era fácil.

—¿En serio? —preguntó Briac—.Entonces ¿has hecho que mi hija seenamore de ti por razones puras ydesinteresadas?

—Tal vez simplemente me quiera —espetó John.

El amor de Quin era lo únicoabsolutamente cierto de su vida y Briacno tenía ningún derecho a arrebatárselo.

Briac hundía cada vez más los dedosen su cuello, pero John se negaba aapartarse. Con el padre de Quinresistirse solo servía para que el castigofuera peor y se alejara más de susobjetivos. «Cuando recupere lo que esmío, no estaré más a tu merced, Briac. YQuin tampoco».

—Quin no te pertenece, John.—A usted tampoco, señor.Briac soltó a John y lo empujó hacia

delante.—Todo me pertenece —le contestó

—. ¿Es que no te has dado cuentatodavía?

Estaban bordeando el bosque, por laparte de la campiña que daba al río. Elsol acababa de ponerse detrás de lascolinas dejando la hacienda enpenumbra. A la izquierda de John, entreel prado y el lejano río, había unaextensa franja de floresta. Y colindandocon el prado, estaban los caserones delos Dreads. Habían permanecido vacíosdurante todos sus años en la hacienda

hasta hacía unos meses, cuando habíanllegado la Joven y el Gran Dread. Eltercer caserón estaba igual de oscuroque siempre. John se preguntó si habríaun tercer Dread esperando en algunaparte.

La hacienda al completo estabamucho más deshabitada de lo que habíaestado en el pasado. Su propia madre lehabía contado que cuando era pequeñahubo varios aprendices entrenando enella. Y antes de su época los había apares y abarrotaban los caserones depiedra ocultos en lo más profundo de lamaleza, que ahora permanecían vacíos.La hacienda estaba poblada por tresaprendices, los padres de Quin, el padre

de Shinobu, algunos temporeros y, enese momento, los Dreads.

Los dos Dreads estaban sentadosalrededor del fuego de la pira que habíafuera de sus caserones. La Joven Dreadestaba vestida para la batalla, con suespada látigo, varios cuchillosdesplegados en el cinturón y el pelorecogido dentro de un casco de piel.Estaba afilando una larga daga con unesmeril a la luz del fuego, desplazandolas manos por la cuchilla con unaprecisión rítmica y constante. La luzanaranjada del fuego danzaba sobre sucara, proyectando oscuras sombrasalrededor de sus ojos. Al otro lado, elGran Dread ponía aceite en su propio

cuchillo mientras soltaba una letanía a lajoven con una voz tan fría y dura comola cuchilla que tenía en la mano. Cuandohacía una pausa, la Joven Dreadrespondía a la letanía.

Ninguno de los dos hombres semovió mientras los Dreads hablaban,pero estos los siguieron con la miradadurante unos momentos. John sintió unescalofrío recorriéndole la espalda.

Pasaron por delante del tercercaserón de los Dreads, vacío ysilencioso, y luego se alejaron de losbosques y atravesaron la pradera hacialos establos del ganado y los graneros.John se esforzaba por controlar susemociones, pero sintió un hormigueo de

nerviosismo. Sabía hacia dónde sedirigían. La mano de Briac se hundió denuevo en el cuello de John.

—Briac, prestaré mi juramento.Debo hacerlo.

—El deber no existe, John. Soloexiste el éxito o el fracaso. Y tú hasfracasado.

Esas cuatro palabras le sentaroncomo un golpe bajo. Hasta que oyó lapalabra «fracaso» había albergado laesperanza de que Briac sería justo, deque mantendría sus promesas yterminaría su adiestramiento.

—Soy el más fuerte de los tres —musitó—. Sabes que es cierto.

—Lo eres —coincidió Briac—.

Eres un guerrero fuerte. Pero también unguerrero distraído, emocional. Y ambascosas son mortales para un Seeker, parati y para tus compañeros.

Caminaron junto a los establos depiedra, donde John oyó el pifiar de loscaballos, cómodos en sus cuadras. Porun momento fugaz imaginó que Briac lohabía llevado allí para pedirle unanueva demostración de sus dotes dejinete. Pero no se detuvieron en losestablos.

Pasaron junto al establo del ganado,que emanaba un hedor especial,desagradable y también reconfortante asu manera. Briac continuó andandomientras empujaba a John por la espalda

con fuerza. Se dirigían a un edificio quetransmitía unas sensacionescompletamente diferentes.

Ante ellos se erguía el viejo granero.La mitad del techo estaba derruida, perola otra mitad del edificio continuabaintacta. Desde una ventana que había enlo más alto de la parte que seguía en pie,una débil luz se vislumbraba en lapenumbra, una luz teñida de color azulmetálico.

John se detuvo. La mano de Briacempujó su espalda con más fuerza. PeroJohn se mantuvo inmóvil.

—No quiero entrar ahí —espetó.—Vamos a entrar.—Ya lo he visto.

—Y lo verás de nuevo.—No.John odiaba el tono quejica que

adoptaba su voz, pero Briac sabíaperfectamente cómo hacer que sesintiera impotente. «Tienes que mantenerel control, en cualquier circunstancia».Su madre le había dicho esas palabras.Tenía que encontrar el modo derecuperar el control.

Briac retiró el brazo de la espaldade John y pasó delante.

—Puedes irte si quieres, pero nuncasabrás lo que tengo que decirte.

John se quedó allí inmóvil un minutomientras observaba a Briac, cada vezmás borroso en la creciente oscuridad.

Pasaba la mayor parte de sus días en lahacienda intentando olvidar lo que habíaen ese granero. Pero, tanto si lo evitabacomo si no, seguiría estando allí. Aunasí, sus pies no querían dar un pasoadelante. Todo su ser ansiaba dar mediavuelta y salir corriendo. Pero al final seapresuró y dio alcance a Briac cuandoeste abría la puerta del granero.

En su interior la luz de las estrellasse colaba por la mitad del tejado que sehabía derrumbado, proporcionándoles lasuficiente iluminación para seguir sucamino. De las lúgubres esquinasllegaban olores a paja rancia, malashierbas y roedores, unos olores querecordaba de la última vez que había

entrado a ese lugar.En el otro lado del granero habían

construido una sala moderna. Parecía unLego gigante metido dentro de otrojuguete más grande y antiguo. Lasparedes de esta sala eran de cementosuave y estaban cerradas por una enormepuerta de acero. Los dos hombresatravesaron el granero y John observóque Briac introducía una combinación enla cerradura. La puerta de acero seabrió.

Briac hizo señas a John para queentrara primero. Al traspasar el umbralle invadió un olor a hospital, mezcla dedesinfectante y carne en putrefacción. Ladébil luz azul que había visto desde

fuera procedía de un banco deequipamiento médico empotrado bajo laúnica ventana de la sala, en lo más altode la pared.

En el centro de la habitación yacíauna figura sobre una cama, casiimposible de distinguir a la tenue luz,salvo por un halo de centellas queflotaban alrededor de su cabeza y sutorso, y brillaban levemente condiferentes colores. John habría juradoque la primera vez que había entradoallí, hacía varios años, las chispas eranmás brillantes.

Cuando Briac encendió la luzprincipal su primer instinto fue cerrarlos ojos, pero se obligó a mirar. La

forma tumbada en la cama parecíainerte. La respiración asistida y lasmáquinas, no obstante, decían locontario: la forma esquelética que yacíaante él estaba viva, aunque solo fueratécnicamente.

A John se le hizo un nudo en lagarganta. La edad y el sexo de la figuraeran imposibles de discernir, y la carneparecía haberse arrugado por causasdiferentes al paso del tiempo. Su peloera gris y con calvas; gran parte de él sele había caído. Los huesos sobresalían através de la piel y aunque los músculosprácticamente habían desaparecido, lasarticulaciones habían quedado rígidas enposiciones incómodas. La cara era

especialmente esquelética, con la carnehundida y la mandíbula prominente. Pordebajo del cuello, una bata de hospitalvieja y sucia daba a la figura ciertasensación de intimidad.

Briac se quedó en silencio un rato,obligando a John a contemplar elcuerpo. Con el brillo de la luz era másdifícil distinguir las chispas, de modoque John sentía que los ojos le jugabanuna mala pasada, un efecto que le dabamareos y ganas de vomitar. Se recordó así mismo a los siete años, viendo unentramado de resplandores brillantescomo pequeñas explosiones eléctricasantes de cerrar los ojos con fuerza. «Hazque paguen por esto…».

—Esto es un Seeker que se encontrócon un campo perturbador —explicóBriac interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Te parece una visión agradable?

—No.—Este cuerpo lleva aquí años.—Ya me lo habías enseñado. Ya lo

sabes. Nos lo enseñaste a todos.John luchaba por controlar su voz.

Estaba claro que Briac disfrutabamostrándole a esa criatura torturada.

—Sí. Lo mantengo aquí para que lovean los aprendices. Un Seeker debesaber a qué se enfrentará antes de hacersu juramento.

A John le dio asco el tono prepotentede Briac.

—Si quieres que los aprendicessepan a lo que tienen que enfrentarsedeberías decirles lo que hacen losSeekers después de prestar el juramento—replicó.

Briac lo ignoró.—Quieres acceder al artefacto más

preciado de la humanidad sin habérteloganado. A pesar de que el resultadosería este —dijo señalando la figura enla cama—. Para ti o para aquellos queconfían en ti. Como Quin.

—Me lo he ganado —espetó John—.Puedo ganármelo. Simplemente hacescomo si no pudiera.

—Mantener esto vivo precisaenergía —musitó Briac dirigiendo de

nuevo la atención de John hacia la figurade la cama—. Al principio, cuando losmúsculos funcionaban, había tirones yconvulsiones, pero ya no. Solo quedanlas chispas, que se van apagando poco apoco. Aparte de los nutrientes, tengo quealimentar el cuerpo con una corrienteeléctrica. Si no, las chispas agotarían suvida en unos cuantos días.

Briac abrió uno de los párpados dela figura y se quedó mirando el ojoinerte, que había perdido el color que ensu día tuviera, y lo dejó cerrarse denuevo.

—Deja de alimentarlo —dijo John.Intentaba no mostrar emoción en su voz,pero percibía su tono de súplica—. Los

muertos deberían descansar en paz.—¿Te parece inhumano? —preguntó

Briac con fingida sorpresa—. Esto esuna importante herramienta deadiestramiento.

John contempló el cuerpo, las calvasdel pelo, la bata de hospital. Igual que lepasó años atrás, la primera vez que vioa esa horrible criatura, ansiaba levantaresa bata de hospital y buscar la pruebaque presentía encontrar allí.

Como si leyera su mente, Briac seinterpuso entre John y la cama. Se quedómirando sus viejas botas de cuero, conlas suelas reforzadas y las puntas deacero, tan fuera de lugar en eseordenado enclave médico. Eran las

botas de un hombre que hacía cosashorribles. John sintió otro acceso denáuseas.

Se obligó a levantar la cabeza paramirar al hombre mayor a los ojos.

—Es una pena que no murieras enlas prácticas de combate —susurróBriac con voz siniestra—. Habría sidoperfecto. Nadie habría podido culparme.

—Eres una bestia —le respondióJohn con calma—. ¿Qué pasará cuandoQuin averigüe lo que eres y lo queesperas de ella?

—¿Yo soy una bestia? —preguntóBriac sin alterar la voz—. ¿Y tú quéeres?, ¿un angelito?

—Hiciste una promesa. Había

testigos.—Tenía que entrenarte. Te he

entrenado lo mejor que he podido.Cumpliste los dieciséis el mes pasado.Un Seeker tiene que prestar juramento alos quince años.

—Llegué tarde. Era mayor que Quiny Shinobu…

—Ese no es mi problema.—Era un niño. Mi abuelo necesitó

tiempo para convencerse de que nocorría peligro viniendo…

—Has perdido tu oportunidad.John miró fijamente a Briac. Había

luchado durante años por ocultar suodio. En ese momento volvía a él con talintensidad que casi quedó paralizado.

Así no lo conseguiría. «Hay muchascosas que intentarán desviarte delcamino. Y el odio es una de ellas…».

El odio. Casi lo hacía temblar. Perohabló con toda la calma que pudo.

—Ese «preciado objeto» del quesiempre hablas, ¿de quién es, Briac? ¿Aquién pertenece? —Briac armó el brazopara abofetear a John en la cara, peroeste se agachó y se acercó más a él—.Tú deberías ayudarme —añadió—. Undía Quin y yo nos casaremos. Podríaspactar una tregua conmigo ahora,restablecer los lazos entre nuestrascasas, ganarte lo que tomasteinjustamente. Antes de que tenga que…

—Tú no tienes casa, John —

respondió Briac bruscamente,interrumpiéndole—. Yo mismo meencargué de que no la tuvieras. Estássolo y Quin nunca será tuya. El athameacaba en manos de la persona a la quepertenece, en este caso, yo. —Semiraron a los ojos—. Le dije a tu abueloque habías fracasado, para siempre. Seenfadó mucho. —Briac sintió unevidente placer al darle esa mala noticia—. Espera tu regreso a casa.

Un enorme océano de desesperanzase apoderó de John. Tenía que salir de élantes de que se lo tragara.

—Recoge tus cosas —espetó Briac—. Mañana te llevaré a la estación detren. Ahora vete.

Y John obedeció. Salió a tientas dela improvisada sala de hospital y delgranero en ruinas, se detuvo en la puerta,respiró profundamente el frío aire de lanoche, llenándose los pulmones como unatleta que se prepara para un esprint.

Y corrió.

5

Shinobu

El pueblo de Corrickmore estabatranquilo esa noche, salvo por unoscuantos pescadores que deambulabanpor el lugar, demasiado borrachos paramarcharse a sus casas y demasiadoruidosos para quedarse en el bar. Sus

voces reverberaban en las casas quedaban al mar cuyos residentes abrían asu vez las ventanas de golpe paragritarles que se callaran antes de quellamasen a la policía.

Shinobu y Alistair caminaban por elotro lado de la calle, en la misma orilla.Tenían el buche lleno de pastel decordero con cebolla del Friar’s Goat, elbar que había en la zona norte de laciudad, y compartían una enorme botellade cerveza que habría bastado paracuatro o cinco hombres normales y eracasi suficiente para saciar a Alistair.

—Tampoco hace falta que bebasmucho —advirtió Alistair viendo aShinobu empinar la botella—. Tenemos

toda la noche por delante. —Dio unapalmada en el hombro a su hijo, quederramó un trago grande de cervezasobre sus propios zapatos—. Bebe unpoquito más, hijo —dijo su padre,inclinando la botella sobre sus labios denuevo—. Y luego un poco más.

Shinobu negó con la cabeza ydevolvió la botella a su padre. No legustaba la cerveza y no le apetecía nadaque sus zapatos estuvieran máspegajosos todavía. Fue danzando hastasu padre como un boxeador en el ring yle soltó un puñetazo en el estómago. Erabastante parecido a pegarle al David deMiguel Ángel; Alistair le sacaba unpalmo y Shinobu corría más riesgo de

autolesionarse que de hacer daño a supadre. Alistair simplemente sonriómientras daba un largo trago a lacerveza.

—Dime qué haremos esta noche,papá.

Shinobu bailaba alrededor de supadre y soltaba el brazo en cuanto teníaoportunidad.

—No puedo.Se quedaron mirando a los

pescadores, que habían llegado a laesquina y se volvían más bulliciosos altiempo que el verso final de su cantinelade borrachos se hacía ininteligible.Entonces uno de ellos se marchó a casadando tumbos, con lo que dejó a los que

estaban discutiendo sobre el primerverso de una nueva canción.

—No parecen muy tristes, ¿verdad?—preguntó su padre pasándose la manopor su pelo rojo.

—¿Quiénes?, ¿los pescadores? —preguntó Shinobu—. Están borrachoscomo una cuba.

—¿Y nosotros no?—Yo no. Tengo trabajo que hacer

esta noche.—¿Te crees que no se puede trabajar

borracho? A veces estar borracho ayuda—dijo Alistair.

Shinobu le lanzó un puñetazo en laboca del estómago, jugando.

—¡Vamos, devuélveme el golpe! —

Alistair le dio un derechazo sin ganas yShinobu lo esquivó fácilmente—. ¡Tuhijo prestará juramento esta noche!Puedes hacerlo mejor.

—Los jóvenes borrachos no parecentristes —reflexionó Alistair mientras lelanzaba otro puño a Shinobu.

Shinobu dribló el golpe de su padrey miró a los tres pescadores quequedaban, uno de los cuales vomitabaruidosamente sobre una papelera.

—Tal vez no conozcan los secretosdel universo —continuó diciendoAlistair—. No forman parte de nuestroclub… especial. Pero lo pasan bien.

—Papá, uno de ellos se estálimpiando el vómito en la camisa del

otro.Le soltó un puñetazo en el hombro

que habría tumbado a un hombre máspequeño.

—¡Uf! —gruñó Alistair, asimilandoel golpe. Se quedaron observando a lospescadores con más atención y vieron aotro de ellos a punto de echar lastúrdigas en la misma acera—. Sí, puedeque sean un poco asquerosos —admitióAlistair. Cruzó la calle y se alejaron dela playa hasta una calle más pequeñacon ordenadas hileras de casas deladrillo—. Que sepas que esos capullosno son el mejor ejemplo —continuó supadre, intentando volver a dejar claro loque parecía querer dejar claro—. Pero

estas casas de aquí están llenas depersonas. De toda condición.

—Papá, ya he estado aquí antes y losabes.

—Sí, claro que lo sé —repuso supadre con una sonrisa. Le dio un levegolpecito en la nariz, como sicompartieran un secreto—. Más vecesde las que me has contado.

Corrickmore era la ciudad máscercana a la hacienda, a unos cincuentakilómetros. Y era cierto, Shinobu habíaido más veces de las que le habíacontado a su padre. En ese pueblo habíachicas. Y a ellas, Shinobu pronto lodescubrió, les gustaba mucho su aspecto(«como una estrella de cine asiática»),

cómo se movía («como un tigre») ycómo hablaba («¡todo un caballero!»).En realidad les gustaba todo lo queveían en él.

—En cualquier caso —continuóAlistair, y dio otro largo sorbo a lacerveza—, muchas de esas personas sonfelices. Incluso sin todas esas cosasespeciales que tú has aprendido.

Shinobu por fin dejó de bailaralrededor de su padre y se paró adescansar frente a él. Quiso pararloempujándole en el pecho. Era comointentar detener una locomotora yShinobu se vio arrastrado varios pasosantes de que su padre parara.

—¿Crees que sería más feliz sin lo

que he aprendido?Su padre bajó la vista hasta él y

luego desvió la mirada.—Yo no digo eso. No exactamente.

—Rodeó a Shinobu y siguió caminando.Esa parte el pueblo estaba en silencio,iluminado por varias farolas y el brilloocasional de una pantalla de televisiónen el interior de alguna casa—. Lo quedigo es que te he criado en la hacienda yte he llenado la cabeza con mis cosas.—A Alistair no se le daba muy bienhablar. Shinobu se daba cuenta de que lecostaba mucho escoger las palabrasadecuadas—. Es normal que quierashacer lo que te han enseñado, pero…puedes… Hay más opciones, hijo. ¿No

te lo he dicho nunca?—No necesito más opciones, papá.

Me encantan los combates, el controlque tengo de mi mente, todas las viejashistorias.

Le lanzó varios puñetazos en eltrasero para ratificar sus palabras.Alistair apenas se inmutó.

—Las cosas ya no son como en lasviejas historias —murmuró Alistair. Sequedó callado un momento, y luegoañadió—: A tu madre le gustaba caminarhasta el pueblo. ¿Te acuerdas? Legustaba ver el mundo de fuera.

—Claro que me acuerdo.Sorprendido por el cambio de tema,

Shinobu dejó de golpear a su padre y

alzó la vista para mirarlo bien. Pornorma, Alistair nunca hablaba de sumadre, Mariko. Había muerto en unaccidente de coche, siete años atrás. Losrecuerdos que Shinobu tenía de ella ibandesapareciendo, pero recordaba bienalgunas cosas, como caminar con ellapor el prado de la hacienda mientras leexplicaba el significado del honor.Recordaba su preciosa cara japonesa ysu pequeña estatura. Al lado de su padreparecía una muñeca. Pero, aun así,siempre pareció igual de fuerte que él.Salvo hacia el final, cuando enfermó,justo antes del accidente.

—Tu madre no quería que pasarastoda tu vida en la hacienda —prosiguió

Alistair.—Pero ya he pasado toda la vida en

la hacienda. He pasado toda la vidaentrenándome para visitar el Allá, papá.Toda la vida, y ahora estoy preparado.Esta noche entraremos juntos.

Alistair se detuvo. Inclinó la cabezapara mirar a Shinobu a los ojos.

—No es el Allá lo que tiene quepreocuparte —explicó con cariño—,sino adónde iremos después.

—Cuéntamelo.—No puedo. Ojalá pudiera, hijo,

pero no puedo.Alistair parecía sufrir. Se frotó la

cara con las manos. Habían paradodelante de una casa baja. Las cortinas

estaban echadas, pero se veían lassiluetas de una familia desplazándosepor su interior y se oía el ruidoprocedente de la cocina: el silbido deuna tetera, alguien gritando que lasgalletas estaban hechas.

—¿Reconoces este sitio, hijo?Shinobu observó la casa y sonrió.—Aquí vive una chica a la que

conozco. —Se volvió hacia su padre,sorprendido—. ¿Cómo lo sabías?

—Yo sé muchas cosas —respondióAlistair—. ¿Es tu novia?

Shinobu se percató de una figura quese movía en la habitación de arriba. Erala chica en cuestión, Alice. Podía ver sufrente cerca de la ventana.

—No estoy seguro —repusoencogiéndose de hombros—. Parece quele gusto. Me dejó que la besara.

—¿Te dejó? ¿Y te gustó?—Sí.Shinobu sonrió de nuevo. Como si

ambos no supieran que besar a una chicaera un acto placentero.

—Hijo, hazme el favor de observardetenidamente el pueblo. Mira bien lascasas, la gente, la vida que llevan. Unavez que prestes juramento y teconviertas en Seeker, nunca verás elmundo con los mismos ojos.

Shinobu echó un vistazo a sualrededor, divertido con la actitud de supadre —rara vez le había oído decir

tantas frases juntas—, pero tambiénconfundido.

—Papá, no sé a qué te refieres.Durante toda nuestra vida, Quin y yohemos…

—Lo sé. Y también sé lo que sientespor Quin.

Shinobu sintió como se ruborizaba yapartó la mirada. Podía hablartranquilamente sobre cualquier chica…menos ella.

—Es mi prima —murmuró.Se habían criado con la palabra

«primos» interponiéndose entre ellos,aunque en realidad su parentesco no eratan cercano. Alistair y Fiona eranprimos segundos, lo que convertía a

Quin y a Shinobu en primos terceros. Yen algún momento, muchas generacionesatrás, uno de sus ancestros se habíavuelto a casar, lo cual significaba que suparentesco era incluso menor de lo queparecía. Shinobu había estudiado esteparentesco hasta donde pudo sinlevantar las sospechas de su padre. Sinembargo, Quin siempre los habíallamado «tío» y «primo»respectivamente, con lo que solo podíaquererlo como a un miembro de lafamilia. Y aunque a ella él le parecía«bello» —le había oído usar esapalabra—, para Quin su belleza eracomo la de una pintura, algo que seadmira pero no se quiere tocar. A

Shinobu le parecía el peor de loscumplidos.

—Sí, es tu prima —añadió Alistairen voz baja—, y algo más. Habéisentrenado juntos desde que eraispequeños. Y no quieres apartarte deella. Pero… —Miró a la gente de lacasa a través de las cortinas— ahí hayuna chica a la que pareces gustarle.Quiero que sepas que, si quisieras,podrías quedarte aquí. Podrías quedarte,y yo me marcharía. Me lo tomaría mal.Briac se lo tomaría mal, pero ya loarreglaría con él. Tú eliges.

En los ojos de Alistair se dibujabala súplica. Shinobu no había visto nuncaesa expresión en el rostro de su padre.

Le incomodaba, era como si por unmomento dejara de pisar tierra firme.

—Papá, por favor, cuéntame por quédices eso.

—No puedo —respondió—. Heprestado juramento. —Tenía los ojosclavados en Shinobu, como si quisieraleer su mente—. Pero debes saber que,si escoges volver a la haciendaconmigo, tu vida será diferente. Podrásamar a una mujer como yo amo a tumadre —Shinobu se percató de queusaba el presente y no pudo evitarpreguntarse si estaría muy borracho—,pero ella nunca sabrá todo sobre ti.

Esa noche se suponía que iba a serde celebración, pero Shinobu se sentía

cada vez más incómodo bajo la miradaescrutadora de su padre. ¿Por qué nopodía el gigantón romper la tensiónreinante soltando un sonoro eructo uorinando en el portal de cualquier casa?Pero no había nada en el rostro de supadre que indicara que estuvieradivirtiéndose.

Shinobu supo que no se libraría deesa incomodidad hasta que tomara a supadre en serio. Se apartó de la casa paracolocarse en medio de la calle, de modoque pudiera ver mejor a Alice en lahabitación de arriba. Estaba inclinadasobre un escritorio, probablementehaciendo los deberes. Era una chicaguapa, amable, y se mostraba encantada

de que Shinobu le prestara atención. Ledijo que nunca había conocido a nadiecomo él, que ningún «tío bueno» habíaquerido hablar con ella.

Alistair tenía razón. El mundo estaballeno de personas, y puede que muchasde ellas fueran felices. Sin duda muchasde ellas eran chicas, y, si él quisiera, nole costaría mucho encontrar a la másdivertida, la más guapa, la más feliz, yconvencerla de que se enamorase de él.Pero ¿a qué le llevaría eso? Al vacío,pensó. Para él solo había una chica, lachica con la que se había criado. Tal vezella nunca lo amara del mismo modo,pero compartían una vida, un objetivo.Serían como los Seekers de la

antigüedad, y sus habilidades y buenasobras se convertirían en leyenda.«Temednos, tiranos…», como decían losantiguos Seekers. Shinobu y Quinprotegerían a la buena gente. Nuncapodría dar la espalda a ese honorablepropósito.

Se volvió y puso las manos sobrelos brazos de Alistair.

—Gracias, padre. He tomado midecisión. Quiero ir a casa.

Shinobu estaba seguro de que la luzde la tenue y parpadeante farola quetenían más cerca le estaba jugando unamala pasada, porque por un momentopareció que Alistair estaba a punto dellorar. Luego su rostro se aclaró y

asintió con gran seriedad, como siacabara de decidirse lo más importantedel mundo.

—Muy bien, hijo mío, volvamos acasa.

6

Quin

Quin siguió a su padre por el senderoque llevaba al bosque y, a pesar de quehabía sido un día cálido, sintió un fríointenso en el aire de la noche. Un débilhaz de luz de luna delineaba las oscurasramas que había sobre ellos y daba

forma al pequeño sendero del bosque,sirviéndoles de guía.

En el bosque los búhos estabandespiertos y salían de caza. A lo lejos,como siempre, Quin oía el rumor delrío, que formaba un recodo al llegar alas ruinas del castillo, lo rodeaba ybajaba al llano que había más allá desus pastos, para después continuar hastael lejano lago y el mar.

Sentía la tierra del bosque bajo suszapatos, suave y mullida. Sentía el soplodel aire nocturno en las manos y la cara.Pero había algo más. Sentía la haciendaal completo, todo el bosque, Escociaentera. Le parecía ser tan grande comotodas esas cosas. Había trabajado media

vida para llegar a esa noche. Todo loque había aprendido, todo eladiestramiento, la había conducido hastaallí. En breve, prestaría juramento,como tantas generaciones de su familiahabían hecho antes que ella.

Aunque su padre nunca respondía anada que tuviera que ver con lo queharía una vez prestado el juramento,tenía la cabeza atiborrada de viejashistorias. Alistair era genial contandocuentos de niños en las noches frías yoscuras. Cuántas veces Shinobu y ella sehabían sentado junto al fuego mientras éllos obsequiaba con leyendas de Seekersque habían destronado a reyes tiranos,Seekers que liberaban tierras

ancestrales de terribles criminales,Seekers que habían deshecho todo tipode ultrajes en Europa y otros lugares.Había crecido siendo consciente de queformaba parte de esa antigua tradición.

Más adelante vio llamas, unapequeña fogata en un claro en lasprofundidades del bosque. Podíaapreciar mejor la silueta de su padrecaminando delante de ella, sus anchoshombros se recortaban contra el brilloanaranjado del fuego.

Pronto salieron de la senda yllegaron a un espacio abierto. Habíalevantado un monolito en el centro delclaro, cubierto con líquenes y musgo.Esa piedra estaba ahí desde antes de que

se construyera el castillo en ruinas. Erade la época en que esa tierra pertenecíaa los druidas. Su padre decía que susancestros más lejanos habían sidodruidas. Su familia llevaba allí desdetiempos inmemoriales.

El fuego ardía vivamente frente almonolito. Shinobu y Alistair ya estabanallí, como también los dos Dreads. Quinya sabía que no cabía la posibilidad deque John estuviera con ellos esa noche.Aunque Briac continuara con suentrenamiento —algo que, obviamente,haría—, John tenía que aprender todavíamuchas cosas antes de prestarjuramento. A pesar de ello, su ausenciale partía el corazón. En el fondo había

esperado durante años que él dieratambién ese paso junto a Shinobu y ella.«No importa», se dijo. John acabarápronto su instrucción y nos seguirá.

Cuando Quin se acercó al grupo vioque todos iban vestidos como ella, consencillas prendas de ropa negra, un petode piel cubriendo el pecho y un casco,también de cuero. A pesar de su atuendosimilar, los Dreads daban la sensaciónde pertenecer a una épocacompletamente distinta. Sus ojos ensombra y expresiones impasibles lesconferían un aspecto fiero y temible antela fogata. Tal vez fueran jueces Seekersde alguna clase, pero parecían estarhechos de un material inhumano y

arcaico.Quin se colocó junto a Shinobu e

intercambiaron una mirada. Shinobutenía el pelo metido dentro del casco,como ella, y los ojos en penumbra, peroestaba segura de que hacía esfuerzos porno sonreír. Su cuerpo estabacompletamente erguido, como a punto delevitar. Ella también sentía una granemoción ante el próximoacontecimiento. Se saludaron levementecon la cabeza y sin necesidad depalabras supo que ambos pensaban lomismo: «Llegó la hora de la verdad».

Quin se preguntaba qué tendrían quehacer. ¿Cuál sería el equivalentemoderno de esas grandes hazañas de las

que habían oído hablar cuando eranpequeños? Obviamente empezarían conactos heroicos pequeños, menores.¿Acaso el mundo no estaba lleno deinjusticias? Seguro que podríancontribuir con una innumerable cantidadde pequeños gestos valerosos.

La Joven Dread atizó el fuego consus majestuosos movimientos,reagrupando las ascuas y añadiendo másleña sobre ellas. Entonces cogió unalarga vara de hierro y puso la puntaentre las brasas. Quin exhaló el airelentamente. Ese trozo de metalrepresentaría el culmen de la ceremoniade esa noche. Alargó el brazo y tiró dela manga de Shinobu en un gesto de

camaradería. Este respondióapretándole la mano. Tras esto ambos sequedaron contemplando la vara de metalen el fuego y las olas de calor queascendían por encima de él.

—Demos comienzo a la ceremonia—intervino Briac sin alzar la voz, perocon tono autoritario.

Los dos Dreads se apartaron delfuego y miraron a los presentes. Shinobuy Quin se volvieron hacia sus padres.

Alistair tenía a su lado un gran arcónde madera abierto que habíatransportado hasta el claro. Empezó asacar las armas y les arrojó a los chicossus correspondientes espadas látigo.Hasta entonces habían permanecido

guardadas en el establo deentrenamientos, pero a partir de estemomento las guardarían ellos mismos.También les entregó cuchillos y dagas, yluego cogió algunos para él mismo.

Alistair volteó un compartimento delinterior del arcón y mostró más armas.Sacó varias y las dejó sobre la tierra delbosque. Quin vio a la luz de la hogueraque eran armas modernas.

«¿Pistolas?». Miró a Shinobu, queestaba tan sorprendido como ella.Obviamente habían entrenado conpistolas. Habían utilizado prácticamentecualquier tipo de armas. Pero esas noeran las armas propias de los Seekers.

Observó como Briac escogía dos

pistolas y las guardaba en unascartucheras que llevaba tan bienescondidas bajo los pliegues de la ropay el peto que Quin no las había visto.Alistair hizo lo mismo. Después, Briacseñaló a los aprendices.

—¿Escogeréis otras armas?—¿Las necesitaremos, señor? —

preguntó Shinobu, adelantándose a ella.—Probablemente no —respondió

Briac—. Vosotros elegís.Quin se adelantó lentamente y

escogió una pistola y cartucherapequeñas, que se colocó en el trasero.Shinobu no cogió ninguna.

Alistair cerró el arcón y se levantópara ponerse frente a ellos como Briac.

—Esta noche nos sentimos honradospor esta doble presencia —intervinoBriac formalmente señalando a losDreads. Hablaba como si hubieraaprendido de memoria esas palabras—.Están aquí para ser testigos del últimoestadio de vuestro entrenamiento. Estanoche observarán las formalidadesfinales y velarán vuestro juramento, sitenéis éxito.

Quin examinó de nuevo a losDreads. Ya estaban armados, aunque nollevaban pistolas. La mano derecha de laJoven Dread descansaba junto a suespada látigo, y la izquierda, junto a sularga daga. Con el pelo recogido,parecía mucho más joven que Quin y

resultaba turbador verla tan impasible,como una niña a la que hubieran robadosus emociones naturales. El Gran Dreadtenía una expresión muy diferente,intensa y expectante. Permanecía taninalterable que Quin tuvo la impresiónde que siempre había tenido ese aspecto,como si sus facciones hubieran sidocinceladas al principio de los tiempos.

—Nuestros respetados visitantesestán armados —continuó Briac—, perono participarán en las próximas accionessalvo que se vean obligados por lascircunstancias. Permitid que probemosnuestra valía asegurándonos de que esono suceda. ¿Estamos de acuerdo?

—De acuerdo, señor —

respondieron Shinobu y Quin al unísono,aunque esta última no tenía ni idea de aqué estaban accediendo.

—Es hora de embozarnos en lascapas —les comunicó Briac.

Esas eran las palabras rituales. Apesar de su confusión acerca de lasarmas, Quin volvió a sentir ese pálpito.

Briac y Alistair se ajustaron lascapas a los hombros. Después sevolvieron hacia los aprendices ehicieron lo propio con ellos. Quin notóel peso del espeso paño que la envolvía.«Por fin comenzará mi vida», pensó.

Tras esto, con unos gestos suaves ycalculados, Briac sacó un objeto delinterior de su capa. Todos los ojos se

volvieron hacia él.Se trataba de una larga daga de

piedra blanquecina.Quin se descubrió aguantando la

respiración. La daga medía unos treintacentímetros y era bastante roma, así queobviamente no estaba hecha para cortar.Tenía una empuñadura cilíndrica,formada por varios discos de piedrasuperpuestos, unos diales que, comoQuin sabía, podían accionarseindependientemente. Cuando el fuego sereflejó sobre la daga pareció avivarse yperder algo de color, creando una pálidaluz alrededor de la hoja.

Recibía el nombre de athame, era laherramienta del Seeker. John había

bromeado con la descripción de Briac(«el artefacto más preciado de lahumanidad»), pero la antigua daga quetenían ante sí no era cosa de risa.

Quin había visto el athame dos vecesanteriormente, ambas con Shinobu,cuando las prácticas de combate habíansalido especialmente bien, pero nuncahabían podido observarlodetenidamente. Su entrenamiento con ladaga de piedra estaba a punto decomenzar. En toda la historia de lahumanidad solo habían podido utilizarlalos Seekers que hubieran prestadojuramento. En eso residía su poder.

—El athame —recitó Briac—. Elexplorador de caminos ocultos.

Entonces, casi por sorpresa, sacóotro objeto de su capa. Este no era unadaga, aunque resultaba bastanteparecido. Estaba hecho de la mismapiedra clara y era un poco más largo queel athame, con un sencillo mango en unextremo y una hoja plana y romaligeramente curvada.

Quin y Shinobu se miraronsorprendidos el uno al otro. No habíanvisto ni oído hablar de ese objeto antes.Briac lo había mantenido en secreto, unúltimo misterio antes de quepronunciaran sus juramentos.

—El reanimador —entonó Briac—.Compañero del athame, al cual da vidaal tocarlo. —Lo sostuvo en alto un

momento para que lo admiraran. Luegopreguntó—: ¿Están vuestras armaspreparadas?

Shinobu, Quin y Alistaircomprobaron sus armas por última vez yrespondieron al unísono:

—¡Preparadas!Los Dreads no se movieron ni

respondieron. Simplemente observaban.Briac volvió a ocultar el reanimadorbajo su capa. Después ajustó los dialesque conformaban la empuñadura delathame. Cada disco tenía varias caras ycada una de ellas representaba unsímbolo. Briac los combinaba de unamanera específica.

—¡No penséis! ¡No dudéis! —

ordenó Alistair—. ¡La duda es elenemigo del Seeker!

«¡No dudaré! ¡No dudaré!», se decíaQuin. Miró a Shinobu y supo que estabarepitiéndose las mismas palabras.

—¡Preparaos para recitar vuestroscánticos! —gritó Alistair.

Briac sostuvo el athame y elreanimador sobre su cabeza, y los hizoentrechocar. En el momento del impactoel athame emitió una vibración grave ypenetrante que se expandió a sualrededor y resonó en toda la explanada.La daga de piedra cobraba vida.

Briac movió el athame en direccióna la vibración. Al hacerlo, dibujó unenorme círculo en el aire ante ellos, que

pronto se convirtió en una puertacircular, un susurrante agujero en la teladel mundo, una abertura hacia la negruradel más allá.

«Una anomalía», pensó Quin,sorprendida de ver que era igual a comosu padre la había descrito. El portal quehabía dibujado los transportaría hasta elAllá.

El borde del círculo estaba formadopor bucles blanquinegros que se movíanen espiral, los contornos irregulares deun mundo seccionado por lasvibraciones del athame. Luego esoscontornos se apretaron y formaron unaslíneas sólidas que enmarcaban la puertay parecían vibrar con la energía que

fluía hacia su interior, hacia la negruradel más allá.

Quin comenzó su canto, igual queShinobu, que seguía junto a ella:

Conocerse a uno mismo,conocer el hogar,una imagen clarade adónde quiero regresar,del lugar al que iré.Y la velocidad de los caminos

intermedioshará que vuelva a casa a salvo.

Uno a uno, los Seekers y los Dreadsatravesaron la anomalía. Quin fue la

última en saltar sobre la abertura yentrar en la oscuridad del otro lado. Unavez que estuvo dentro, se volvió. Laanomalía susurraba detrás de ella y elsusurro empezó a perder su ritmo. Aúnpodía ver el bosque y la hoguera através del círculo. Luego, lentamente,los bucles blancos y negros seensancharon, temblaron al juntarse unoscon otros y el agujero desapareció.Estaban en la oscuridad.

«Soy una Seeker de la oscuridad ylos caminos ocultos intermedios —pensó—. Temednos, malhechores…».

Comenzó a sentir como algo tirabade ella, como si su control mental serelajara, como si el tiempo cambiara, se

hiciera más largo, se ralentizara. Lainvadió una sensación de eternidad,como las frías aguas de un lago. Podíaimaginar como se dejaba ir en esasaguas…

Se obligó a comenzar su cántico denuevo:

Conocerse a uno mismo,conocer el hogar,una imagen clara,de adónde quiero regresar,del lugar al que iré.Y la velocidad de los caminos

intermedios,hará que vuelva a casa a salvo.

El cántico la hizo volver en sí. Sunombre era Quin. Vivía en el Ahora.

Se encontraban en el Allá y el únicosonido era el de las respiraciones de suscompañeros. A excepción del propioathame, que brillaba levemente, pocomás se veía. Apenas podía distinguir lasmanos de su padre sobre él, cambiandolos diales de la empuñadura para crearun nuevo conjunto de símbolos. Ydespués oyó que el athame y elreanimador chocaban el uno contra elotro. Las vibraciones de la daga volvíana envolverlo todo.

Observó como el athame realizabaun corte circular en la oscuridad ysesgaba el camino desde la posición que

ocupaban, desde el no-espacio, el no-lugar, el no-tiempo, el intramundo, elAllá, para volver al universo real.

Ante ellos apareció una nuevaanomalía, una órbita rodeada por esosparpadeantes bucles blanquinegros, peroesa vez la energía del corte parecía fluirhacia el exterior, de la oscuridad haciael mundo. A través del agujero se veíauna gran extensión de césped queatravesaba jardines y llegaba a unaenorme mansión en la lejanía. La casaestaba en silencio. Estaban en mitad dela noche.

Atravesaron la anomalía y pisaron elcésped. Quin miró hacia atrás y vio queel portal perdía su consistencia y se

desplomaba sobre sí mismo, al tiempoque los bordes se unían en un rumordiscordante y desaparecían. Se giró yvio a Shinobu observándolo tambiénjunto a ella.

Quin se volvió hacia la mansión. Noestaba segura de lo que habíaimaginado, pero no era eso. «¿Quéesperaba?», se preguntó. En realidad suidea era perseguir a algún criminal en suprimer encargo, o salvar a alguna mujera la que estaban pegando y violando, oproteger a un niño en medio de unaguerra civil de un país del tercer mundo.Empezar con gestas pequeñas, peroimportantes. Suponía que esperaba quela arrojaran al caos y no a esa

tranquilidad. Y tal vez esperaba llegar aalgún lugar pobre y no a una haciendapreciosa.

Miró una vez más hacia la tranquilacasa en la distancia. Tal vez fueran adetener alguna terrible injusticia cuandoalcanzaran esa casa grande y pacíficabajo la luz de la luna. Tal vez esa casaocultara algo horrible.

La mirada de Shinobu se cruzó conla suya. También él parecía inseguro.

Ambos estaban dudando.—Estamos pensando —susurró—. Y

eso hará que fracasemos.—No lo haremos —susurró él en

respuesta—. Hay muchas clases depersonas malas, ¿verdad? Temednos,

malhechores.—Temednos, malhechores —repitió

Quin, asintiendo para convencerse.«Nuestro objetivo es loable —se

dijo—. No tendré miedo».Briac y Alistair se dirigían

silenciosamente hacia la mansión, conlos Dreads siguiendo de cerca suspasos. Shinobu y ella siguieron a suspadres, corriendo a gatas como tantasotras veces habían hecho en eladiestramiento.

«¡No dudaré!», se dijo Quindescubriéndose con la espada látigo yaen la mano.

7

Quin

Quin estaba postrada a gatas junto alfuego, mirando al suelo y conteniendolas arcadas. A su lado, de rodillas,Shinobu intentaba recuperar el aliento.

Volvían a estar en la explanada, peroera imposible calcular cuánto tiempo

había pasado. ¿Hacía una hora quehabían salido de la hacienda? ¿Un día?¿Un año? Cualquier cosa parecíaposible.

Shinobu se derrumbó y dio de brucescontra el polvo y las hojas secas.

Las ascuas del fuego seguían rojas,así que no podía haber pasado más deuna hora. La Joven Dread añadía másmadera para reavivar la lumbre.

Quin no podía recuperar el resuello.Se miró el brazo. Vio que tenía sangredesde el codo hasta los dedos, reseca yconvertida en una pasta pegajosa, perono veía ninguna herida. Recordó que lahabían herido en las prácticas decombate. Pero había sido en el otro

brazo. Esa sangre no era suya.Shinobu, con la cara aún pegada al

suelo, inspiraba largas bocanadas deaire como quien se está ahogando, perotras una rápida inspección vio que éltampoco parecía herido.

Entonces Quin advirtió un mechónde cabello rubio en la sangre que teníapegada al brazo. Sintió arcadas denuevo. Se frotó la piel con unas cuantashierbas secas para intentar desprendersede esos pelos. Antes tenía una pistola,pero había desaparecido.

Briac la empujó con el pie y la tiróal suelo.

—Parad —dijo con voz irritada—.Los dos.

Shinobu intentaba calmar sudesesperada respiración. Se habíaquitado el casco. Tenía los rojoscabellos apelmazados sobre la frente yel rostro lívido a pesar de la cálida luzdel fuego.

Alistair se encontraba junto a ellos,pero no miraba a Shinobu ni a Quin, sinohacia las brasas.

Briac se volvió hacia los dosDreads, que se colocaron de nuevo alotro lado de las llamas, en su posiciónformal. Parecían igual de tranquilos yenteros que antes de que salieran de lahacienda. De hecho, si Quin no loshubiera visto recorrer los terrenos deaquella mansión con sus andares

gráciles y conscientes, si no se hubierapercatado de su presencia silenciosa enaquella gran habitación de la casa en laque resonaban los gritos, habría creídoque los Dreads no se habían movido deallí. La Joven Dread seguía con el rostroimpasible, como si tuviera la cabeza encualquier otra parte, muy lejos de lososcuros bosques.

—¿Se han cumplido los mínimos?—les preguntó Briac.

El Gran Dread dio un paso al frente.—Los mínimos han sido cumplidos.

Sus habilidades, tanto físicas comomentales, son suficientes para usar elathame.

Su voz sonaba rara. Ponía un extraño

énfasis en cada una de las sílabas, comosi no hablara su lengua materna, como siel propio hecho de hablar fuera algoinusual en él.

—Trae el hierro candente.La Joven Dread se puso unos

gruesos guantes de cuero y sacó la largavara de metal del fuego. El extremo, quehabía estado entre las brasas todo esetiempo, tenía la forma de un athame.

Briac levantó a Shinobu para que searrodillara ante el fuego.

—Shinobu MacBain, te invito apronunciar tu juramento ycomprometerte como Seeker.

Shinobu tenía una expresión al mirara los ojos de Briac que Quin jamás

había visto antes en su perfecto rostro:odio.

Después, Briac se dirigió hacia Quiny la hizo arrodillarse junto a Shinobu.

—Quin Kincaid, te invito apronunciar tu juramento ycomprometerte como Seeker.

Miró fijamente a su padre y observóesos rasgos tan parecidos a los suyos: elpelo y los ojos negros, la piel clara.Pero ellos dos eran completamentediferentes. Sentía el mismo odio quehabía visto en la mirada de Shinobu. Supadre la había engañado durante todosesos años. La vida con la que soñabaera pura ilusión.

—Pronunciad vuestro juramento —

ordenó Briac.Ninguno de los dos habló. El olor de

la sangre pegada al brazo le provocónuevas arcadas y acabó echando losrestos de la cena.

Briac la abofeteó.—Pronunciad vuestro juramento.No dijeron palabra.Briac hizo un gesto afirmativo a los

Dreads. El Gran Dread apareció detrásde Shinobu y le puso un cuchillo en lagarganta. La Joven Dread fue a porQuin, que sintió la hoja en su cuello.Quin miró de reojo a Alistair, que sehabía retirado más allá de la explanaday miraba hacia otra parte.

—Pronunciad vuestros juramentos

—ordenó Briac de nuevo.La Joven Dread apretó el cuchillo

contra la piel de Quin. Sintió que el filode la hoja se hundía en su cuello altragar saliva. «He sido una ingenua —sedijo Quin mientras brotaban lágrimas desus ojos—, pero he hecho todas esascosas con mis propias manos». Laexpresión de su padre decía que estabadispuesto a matarla si fuera preciso.Tras haber visitado el Allá, la únicaopción era tomar los votos o morir.

Podía negarse, permitir que eseengendro de catorce años con forma dechica la matara. ¿Estaba dispuesta aacabar con todo, a no saber nunca másde su madre, a no volver a ver a John?

El cuchillo atravesaba su piel. Lasangre manaba de su cuello.

—¡Pronunciad vuestros juramentos!Estaba adiestrada para obedecer las

órdenes de Briac. Comenzó a pronunciarel juramento. En cuanto comenzóShinobu se unió a ella y lo pronunciaronjuntos, como siempre habían imaginado.

Todo cuanto soylo dedico a los sagrados secretos

de mi arte,de los cuales no hablaréa quien no haya tomado los votos.Ni el miedo ni el amor ni siquiera

la muerte,quebrantarán mi lealtad en los

caminos ocultos intermediosque vienen oscuramente a mi

encuentro.Escrutaré el sendero correcto hasta

el fin de los días.

Briac sostuvo en alto el athame depiedra. Quin advirtió que tenía un zorrodiminuto grabado en la empuñadura, undetalle delicado en ese momento debarbarie. El emblema de su familia eraun carnero, el de la de Shinobu unáguila, ¿por qué llevaba grabadoentonces un zorro en ese athame?Entonces Briac empujó sus cabezashacia la hoja roma de la daga de piedray los obligó a besar su fría superficie.

Quin siempre había sabido que supadre era duro, pero estaba segura de

que sus propósitos eran nobles. En esemomento comprendió que no habíanobleza alguna en aquello y que tal veznunca la había habido. Briac no solo eraduro, sino simplemente inhumano.

Los Dreads los tenían bien sujetos.Quin notó como las pequeñas y fuertesmanos de la Joven Dread tiraban de subrazo izquierdo mientras lo sostenían.Luego Briac pegó el hierro candente a sumuñeca izquierda y grabó la marca delathame en su piel. Quin profirió un gritode dolor al sentir el metal caliente.Estaba marcada de por vida comoSeeker.

Antes creía que portar ese emblemasería motivo de orgullo, pero había

pasado a significar algo completamentediferente.

Estaba condenada.

8

John

John emergió de entre los árboles ysalió de la penumbra del bosque,encontrándose con el sol del atardecer.El pequeño establo de piedra estaba unpoco más arriba, al borde deldesfiladero. Allí el murmullo del río se

convertía en un grave rugido y a medidaque se acercaba al cobertizo veía a lolejos el agua, que erosionaba la base delbarranco en su curso hacia las tierrasbajas al este y al sur de la hacienda.

Es posible que ese establo fuera ensu día una avanzada del castillo, unpuesto de vigilancia. Pero mientras queel castillo había quedado en ruinas, elviejo granero continuaba en pie y sutecho de pizarra parecía tan pesado ysólido como las piedras de sus muros.

Tras la conversación de la tardeanterior con Briac, John estabademasiado enfadado para ver a nadie yquería pasar la noche solo. Había ido asu caserón para recoger sus pocas

pertenencias. Briac lo llevaría a laestación de tren esa misma noche y Johnabandonaría la hacienda hasta queencontrara la forma de regresar a ella.

Esperaba que Quin fuera a verlo esamañana, tras lo que sospechaba quehabría sucedido la noche anterior antesdel juramento. Había pasado todo el díaimaginando que irrumpía en su caserónindignada con la falta de honradez de supadre, furiosa al saber que, además deeso, también había expulsado a John.Pero Quin no había aparecido. ¿Estaríadispuesta a seguir los pasos de Briac?¿La habría perdido? Resultaba tandoloroso pensarlo que había dado unpuñetazo a la pared para atenuar la

sensación de desesperanza.Al final, no pudo tolerar su ausencia

durante más tiempo y fue a buscarla. Noestaba en ninguno de los caseríos niestablos de los alrededores de lacampiña, así que ese pequeño puestosobre el desfiladero era su últimaalternativa.

—¿Quin? —gritó al llegar alcobertizo y ver la puerta abierta.

No hubo respuesta.Entró en el establo. Los cubiles, que

en otro tiempo se habían usado paraguardar animales, se pudrían tirados enel suelo. El espacio estaba másiluminado de lo que esperaba. A cadaextremo de la estructura, en el techo,

había grandes aberturas circulares amodo de ventanas sin cristales. El solentraba por el oeste arrojando suamarilla luz sobre los travesaños y eldormitorio improvisado del desván.

Allí fue donde la encontró, en esepequeño espacio con una tarima demadera empotrada en la pared. En elsuelo descansaba una bala de paja nuevaque seguramente había subido la propiaQuin. Estaba deshecha, esparcida por latarima como base para una sencillacama. Vio una lamparilla en el suelo,apagada, con una caja de cerillas allado. Resultaba obvio que teníaintención de pasar la noche allí a solas.

Quin estaba sentada en la

plataforma, abrazándose las rodillas ymirando fijamente un viejo televisorportátil. No volvió la cabeza cuandoJohn trepó hasta la tarima.

Ver a Quin mirando la televisión enese establo perdido era algo tan raro quepor un instante John se quedó sinpalabras. Y cuando se decidió a abrir laboca se detuvo, porque algo llamó suatención en las noticias que Quin estabaviendo en el viejo receptor. Se habíadesatado una lucha de poderes en unaimportante compañía francesa, una deesas enormes organizaciones quecontrolaban de todo un poco enprácticamente cualquier parte delmundo, algo parecido al imperio

industrial controlado por su propioabuelo. Según la crónica, el jefe de lacompañía francesa había desaparecidojunto a su familia. Algunas fuentesespeculaban sobre ciertos problemasrepentinos de salud. Otros temían quehubieran sido víctimas de un crimenviolento, pues se habían encontradorestos de sangre en sus dominios. Encualquier caso, tanto él como su esposae hijos estaban en paraderodesconocido, y esa inesperada ausenciadejaba el negocio expuesto a un granpeligro de absorción por parte de otracompañía.

John habría jurado que el nombredel empresario francés le sonaba de

algo. Nunca le habían interesado mucholas charlas de negocios de su abuelo. Suinfancia siempre estuvo rodeada de eseruido de fondo que él se esforzaba porignorar. Su madre consideraba que talestrabajos no estaban a su altura. Pero, aunasí, había oído hablar de negocios a supadre durante años. ¿De qué le resultabafamiliar ese nombre?

—¿Quin?Sin mirarlo, su amiga estiró el brazo

y apagó el televisor.John se sentó junto a ella en la

tarima. Le echó el pelo hacia atrás, labesó bajo el lóbulo de la oreja y vio quellevaba un vendaje en el cuello. Quin nose inmutó. Simplemente se quedó

mirando por la ventana.—¿Pronunciaste el juramento? —

Por un momento John se preguntó si suextraño comportamiento se debía a quehabía fracasado. Pero Quin, sin decirpalabra, le tendió su muñeca izquierdavendada—. ¿Puedo verlo?

Quin lo miró fugazmente y volvió aapartar la vista. Su fina piel blancaestaba más pálida de lo habitual, sin elrubor normal de sus mejillas. Susbonitos ojos negros parecían carbonessobre la nieve. Se encogió de hombros.

John le remangó el vendaje. Allí,terriblemente hinchada, estaba la formade la daga, grabada a fuego en su piel.

—Lo hiciste —dijo.

—Sí —confirmó ella, sin mostraremoción alguna—. Hice todo lo que mepidió.

John esperaba que estuvieraenfadada. Pero era peor que eso; estabaconmocionada. Al parecer, la operaciónque Briac les había encargado habíasido especialmente cruel. Se preguntóqué habría hecho él en su situación.¿Habría sido capaz de seguir adelante?«Haz lo que tengas que hacer», insistíasu madre. «Lo haré —se dijo a sí mismoen ese momento—. Aunque sea duro».

—No fue como tú pensabas quesería… —murmuró con ternura.

Se trataba de una afirmación, no deuna pregunta.

Quin apartó el brazo y lo pegó a sucuerpo.

—No —admitió.Entonces Quin escrutó con

detenimiento el rostro de John, como siintentara recordar cómo se habíanconocido. Alzó una mano y le acaricióla mejilla.

—¿Y tú qué? —preguntó al fin—.¿Qué te dijo Briac cuando os visteisayer?

—Me ha echado.—Eso es absurdo. Tiene que

terminar el adiestramiento.Dijo esas palabras automáticamente,

pero parecían vacías de significado paraella. Esas frases pertenecían a una obra

en la que había actuado años atrás.—Sí, absurdo. Porque tu padre es un

hombre honrado, ¿no? —Se miraron alos ojos y finalmente compartieron laverdad acerca de Briac. Quin seesforzaba sin éxito por no llorar. Seechó a los brazos de John, que la apretófuertemente contra sí—. Ha pasado todala vida haciéndote creer una cosamientras te preparaba para otra —susurró en voz baja—. Ahora ya losabes.

Quin temblaba contra su pecho altiempo que lloraba a lágrima viva.

—¿Quieres decir que sabes lo quehicimos? —susurró mientras lloraba—.¿Cómo puedes saberlo?

—No sé exactamente lo que pasóanoche —respondió John—. Pero sí sé aqué se dedican los Seekers y qué haceBriac. No hace falta más que ver elestado en que te encuentras.

La separó un poco de sí, lo justopara poder mirarla a los ojos. Pero ellaapartaba la vista.

—¿Cómo sabes tú lo que hacerealmente un Seeker? —preguntó Quin.

—Mi… madre —contestó aregañadientes.

—Tu madre —susurró—. Nuncahablas de ella. Catherine.

—Sí.A John le resultaba extraño hablarle

de su madre, a sabiendas de que esta

jamás habría aprobado su relación conQuin. «Cuando amas, abres tu corazón auna daga». Escuchar el nombre de sumadre en boca de Quin le hacía sentirseincómodo; era como si dejara aldescubierto sus vergüenzas.

Quin, como si presintiera lo que élpensaba, dijo:

—Mi madre pronunció su nombrevarias veces, pero tampoco le gustabahablar de ella. ¿Tu madre te contó…cosas concretas sobre la actividad delos Seekers?

John tenía un nudo en la garganta. Sumadre había hecho mucho más quecontarle lo que hacían los Seekers. Se lohabía puesto delante de los ojos,

involuntariamente.—Me contó… algunas cosas —

respondió esforzándose por mantener eltono de voz—. ¿Quieres explicarme loque hicisteis anoche?

—No —repuso ella de inmediato.Luego, con más tranquilidad, añadió—:No quiero hablar nunca más de eso. —Se limpió la mejilla bruscamente con lapalma de la mano—. ¿Siempre fue así?¿Durante todos estos cientos y miles deaños?

—No lo sé, pero así es como actúaBriac. Tu padre tendría que habérteloadvertido.

—¿Por qué? —preguntó con vozentrecortada.

—¿Por qué tendría que habérteloadvertido?

—No, ¿por qué estás aquí si losabías, John? ¿Por qué te quedaste aquí?

—Yo, yo no quiero hacer… lo quefuera que os pidiera hacer —dijo entretitubeos—. Pero es un derecho que mepertenece por nacimiento, Quin. Igualque te pertenece a ti. Tengo que tomarlos votos. Tengo que convertirme enSeeker y conseguir un athame. Las cosastienen que volver a su cauce…

—¿Conseguir un athame? —lointerrumpió, demudando el rostro casicon pena—. ¿Acaso crees que mi padrequerrá prestarte el suyo? ¿Acaso creesque le quitará los ojos de encima?

—Quin, hay dos athames en estastierras. Y uno de ellos no debería estaraquí. ¿También ha estado ocultándoteesta información? Uno es de la familiade Alistair, pero el otro…

—No importa, no importa —dijo,sin dejarle acabar ni escucharlorealmente—, porque me voy. Por lamañana me iré.

Hablaba en voz baja, pero conpasión, más para sí que para John, comosi hablar del athame lo eclipsara todosalvo sus ganas de marcharse.

—Quiero que te marches de aquí,pero conmigo —dijo él—. Quiero quehuyamos juntos. Pero… todavía no. —Le puso una mano debajo de la barbilla

para que lo mirara—. Quin, tienes quequedarte y dejar a tu padre que te enseñeel resto. Todo lo que hay que saber delathame. Para que podamoscomprenderlo.

Quin soltó una extraña risa sofocada.—No pienso usarlo nunca jamás.—Lo usarás —dijo él con ternura—.

Hemos nacido para eso.—No —repuso ella, apartando los

ojos de él a su pesar—. No piensovolver a hacer nada que tenga que vercon eso.

John vaciló. Estaba a punto depedirle algo que a él mismo le costaríahorrores hacer. Pero había cosas másimportantes en juego.

—Quin, por favor, escúchame…¿No puedes… evitar la peor parte yseguir aprendiendo a usar el athame?

—¿Evitar la peor parte? —repitióella alzando la voz—. ¡Con Briac esimposible hacer eso!

—Pero si te quedas, si aprendes unpoco más…, tengo un plan.

A Quin le costaba muchoconcentrarse en él.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.—¿Sabías que ahora, después de

tomar los votos, están obligados acontártelo todo?

—¿A contarme qué?—Todo lo que saben, todo lo que les

hayan enseñado. Una vez que pronuncias

el juramento solo tienes que preguntar.—¿En serio?Había un ápice de interés en su voz.—Mi madre me lo explicó.De hecho, fue una de las últimas

cosas que le dijo, mientras su sangre sederramaba por el suelo como si laherida no importara y él hacía todo loposible por hacerla callar. «Tiene quecontarte todo lo que quieras saber —dijo—. Pero antes tienes que pronunciartu juramento».

—Ayer habría encontrado esofascinante —murmuró bajando la vistahasta la paja sobre la que estaba sentada—. Pero hoy… no quiero saber nadamás. Y, John…, tú tampoco quieres

saberlo. Créeme.John volvía a sentirse desesperado.—¡Todavía nos quedan muchas

cosas que saber! —respondió convehemencia, elevando la voz a pesar desus esfuerzos. Le sacó la espada látigodel cinto y la sostuvo entre ambos—.¿Ves tu espada látigo? Alistair dice quetodas las espadas látigo del mundofueron creadas hace mil años. ¿Cómo?Ninguna fábrica de armas modernapodría construir una hoy en día. Lo sé,mi abuelo es propietario de una de ellas.

Quin cogió la espada látigo y volvióa meterla en la funda.

—Sabemos cosas que nadie mássabe —dijo sin verdadero interés.

—Pero ¿cómo hemos llegado asaberlas? ¿Y cuántos de nosotros lassaben?

—¿A qué te refieres? —le preguntóQuin—. Ya no quedan más Seekers.

Eso es lo que Briac y Alistair leshabían contado muchas veces. Ellos eranlos últimos Seekers y la mayor parte desus conocimientos y su historia sehabían perdido. John estaba convencidode que esa era la explicación queconvenía a Briac para evitar laspreguntas difíciles de los aprendices. Y,como Quin siempre había admirado a supadre, nunca lo puso en duda.

—Entonces ¿por qué nos preocupantanto los perturbadores? —preguntó

John.Quin seguía con la mirada perdida.—Porque los perturbadores son las

armas más peligrosas que tienen losSeekers y fueron creadas para inspirarterror.

Simplemente repetía como un lorolas palabras de Briac.

—Acabas de decir que no hay másSeekers —hizo notar John gentilmente—. ¿Cómo vamos a enfrentarnos aalguien que tenga un perturbador sisomos los únicos Seekers que quedan?

—Algún intruso podría apoderarsede uno —respondió Quin lentamente,como si fuera la primera vez que se loplanteaba.

—Es posible —concedió él—. Perono es la explicación más lógica,¿verdad?

Los ojos de Quin volvieron aconcentrarse en él poco a poco.

—¿Tú crees que habrá más comonosotros? ¿Otros Seekers?

—¡Tiene que haber más, Quin! Y yono soy el primero que hace estaspreguntas. Había un… —Se interrumpió.Quería contárselo, pero no podíaatreverse a mencionar el libro. Eso eraun secreto entre su madre y él. Tomó lasmanos de Quin entre las suyas—. Hayuna historia. Te preguntas si siempre hasido todo así. ¿Por qué no nos hacontado Briac nuestra historia?

—No la sabemos. Muchosconocimientos se han perdido.

—¿Es eso cierto? Ahora puedespreguntárselo. Tienes que quedarte aquíy aprender lo que puedas. Dentro deunos meses ya no necesitarás a Briac.Podrás abandonar esta hacienda yenseñármelo. Ahora eres una Seeker.Tienes tanto derecho a nombrarmeSeeker como cualquier otro. Estaremosjuntos. Dentro de unos mesesvolveremos a estar juntos.

Quin lo escuchaba, pensativa.Entrelazó sus dedos con los de John.

—¿Qué haríamos entonces? —preguntó—. Cuando te haya enseñado ypronuncies tu juramento.

—Nos quedaríamos con uno de losathames. Y podríamos… Decidiríamosqué queremos hacer. Juntos.

—¿Como qué?—Podríamos… decidir qué

procedimiento seguir —respondió John,intentando escoger las palabrasadecuadas, las palabras que pudieranconvencerla. Al final, se lo contaríatodo, ella lo entendería y lo ayudaría—.Yo tengo…

—Tú lo tienes todo. ¿Acaso no es tuabuelo uno de los hombres más ricos deInglaterra? ¿Para qué quieres el athame?¿Para qué quieres que me quede aquí yque haga todo lo que Briac me pida?

—No lo tengo todo, Quin —replicó

John con frustración—. Mi familia… lafamilia de mi madre, hace tiempo que nolo tenemos todo. Y mi abuelo… Lasituación es… complicada.

Esa palabra no bastaba para definirla relación con su abuelo, pero no se leocurría nada mejor por el momento.

—¿Me contarás qué le pasó a tumadre, John?

Ya se lo había preguntado antes,cuando eran mucho más pequeños, y élse había negado a explicárselo. PeroQuin presentía que la respuesta era muyimportante y que estaba relacionada conel hecho de hacerse Seeker y con lasvidas de ambos.

John se esforzó por respirar

lentamente, con calma.—La mataron —repuso—. Antes de

que yo llegara a conocerla realmente. Lamataron ante mis propios ojos. O casi.

—Oh. —A Quin se le demudó lacara—. Lo siento, John. Lo sientomucho.

Volvió a rodearlo con sus brazos y élla apretó contra sí, sintiendo su calidez.Estaba evitando darle detalles de lamuerte de su madre. Los detalles eranesenciales en ese caso, pero no estabapreparado para contarlos todavía.

—Cuando apartan de tu lado aalguien a quien quieres te das cuenta delo que es importante —susurró—. Noquieres que haya nadie con el poder de

decidir quién vive y quién muere. Así nose puede estar seguro.

—No —aceptó ella apretándosecontra su mejilla—. Así no se puedeestar seguro.

—¿Y si fuéramos nosotros quienesdecidiéramos, Quin? —susurró—. Loharíamos mejor. Tomaríamos lasdecisiones correctas. Decisionesbuenas. Al final podríamos… podríamostomar el tipo de decisiones que losSeekers debieron haber tomado siempre.Haríamos que las cosas volvieran a sulugar.

Quin lo besó tiernamente en lamejilla. Luego se retiró y lo miró a losojos.

—¿Tomaríamos las decisionescorrectas, John? No estoy tan segura.

—Pues claro que lo haríamos. Nosomos como Briac.

—Pero lo que dices es… es lomismo que diría Briac, ¿no te dascuenta?

—No es lo que diría Briac…—Si me quedo, si te enseño —dijo

interrumpiéndolo—, seremos igualesque él, aunque empecemos con buenasintenciones. John —añadió con vozdesconsolada—, yo creo que ya soycomo él. Lo noto, y ahora ya esdemasiado tarde.

—Quin…Quin apartó la vista y miró por la

ventana, hacia el río. Parecía asaltarlauna nueva idea y se volvió hacia él conun tono cada vez más apremiante.

—Podríamos estar juntos…, si nosmarchamos ahora mismo. Medesprendería de mi espada látigo, detodo. Olvidaríamos lo que hemosaprendido aquí. Podríamos bajar por elrío y marcharnos. Ahora mismo. ¿Nosería eso lo mejor?

Se miraron fijamente durante un buenrato. John se imaginó aceptando. Podíavivir con Quin. Sus vidas seríansencillas, y seguramente felices. Perohabía dado su palabra hacía tiempo decumplir su promesa.

—Quin…, necesito esto…, lo que

tenemos aquí en la hacienda. No puedoabandonarlo. Aunque Briac me echeencontraré la forma de volver.

Sus palabras quedaron en el airehasta que Quin susurró:

—¿Aunque yo no pueda formarparte?

Obligarse a asentir fue una de lascosas más difíciles que había hecho ensu vida.

—Sí —respondió—. Aunque nopuedas formar parte. Yo sí formo parte.Lo siento.

Quin se quedó en silencio, hasta queal fin dijo:

—Cuando me vaya mañana, nuncaregresaré.

No había esperanza alguna en su vozy John se percató de que no podríaconvencerla, esa vez no. Encontraríaotra forma de conseguir lo que buscabay esperaba que para entonces ellaestuviera lejos y a salvo. Tal vez fueramejor así.

Repasó frenéticamente todas lasposibilidades en su cabeza.

Sentía un cosquilleo en el estómago,un presagio de los peligros que correría.Veía ante sí las implicaciones de unasacciones que cambiarían su vida parasiempre.

Se levantó y fue hasta la ventana delestablo. Puso las manos en el alféizarpara no perder el equilibrio. Un

momento después, Quin se levantó de lacama y lo abrazó. Sentir su calor era unalivio.

Se volvió y sus labios seencontraron y ambos se fundieron en unmelancólico abrazo mientras el sol seocultaba.

«¿Será esta la última vez que labese?», se preguntó.

9

John

La nave pendía sobre Londres acincuenta pisos de altura, flotando consus silenciosos motores entre los altosedificios del distrito financiero. Suforma era un cruce entre zepelín ytransatlántico. Era enorme y su

resplandeciente cubierta metálicacegaba desde el exterior por momentos,sobre todo al mediodía. Era conocidacon el nombre de Traveler.

A bordo de ella, John recorrió unode los pasillos superiores y llamó a lapuerta del despacho de su abuelo.Intentaba evitar su encuentro con GavinHart desde que había regresado a lanave la noche anterior. John nunca sabíaqué cabía esperar de su abuelo alregresar después de un tiempo.

Gavin abrió personalmente la puertae hizo entrar a John, no sin antes mirar aambos lados del pasillo para asegurarsede que nadie los hubiera visto.

—John, me alegro de verte.

Cerró la puerta y volvió a mirarrápidamente atrás, como si pudierahaber alguien emboscado en lahabitación, justo a su espalda. Despuésle puso las manos sobre los hombros yapretó, lo cual para el viejo significabadar un abrazo. El esfuerzo parecióagotarlo. Se puso a toser y a carraspearpara intentar aclararse la garganta.

—Me alegro de verte, abuelo. ¿Estásenfadado conmigo?

—Siéntate, siéntate —dijo en vozbaja el viejo, esforzándose por dejar detoser.

Le acercó una silla a su escritorioantiguo y luego se dejó caer sobre lasuya, en el lado opuesto. Detrás de

Gavin había unos grandes ventanales através de los cuales John veía losrascacielos de Londres deslizándose.Los edificios más altos eran comoespigas de trigo metálicas que se mecíansuavemente a merced de las corrientesde aire.

«Dejaremos que piense que elTraveler es suyo, John, pero fueconstruido para ti». Eso le había dichosu madre cuando era un crío. Lo habíapuesto encima de un taburete alto paraque sus idénticos ojos azules estuvierana la misma altura. «Los Seekers nopueden abordar el Traveler por mediodel athame. Te he proporcionado unacasa que es justamente lo que necesitas

para mantenerte a salvo. Y también unafamilia con un nombre, que supone otrotipo de protección».

Gavin tenía ochenta y cuatro años.Tenía el pelo corto y cano. Llevaba untraje hecho a medida, como siempre,pero se había aflojado el nudo de lacorbata y su chaqueta estaba arrugada,como si hubiera dormido con la ropapuesta. Se le veía nervioso y no parabade darse tirones de las solapas entre susataques de tos. John advirtió la suciedadde sus manos, algo insólito en él.

—Pues claro que no estoy enfadadocontigo, John. Pero las cosas van mal.

—¿Le pediste a Briac que metrajera?

Gavin pareció sorprendido. Sosteníaen las manos una cara pluma a la que leponía y quitaba el capuchón connerviosismo.

—Yo… no. Obviamente, siempre hequerido que vuelvas. Solo nos tenemosel uno al otro, ¿verdad? Pero no, BriacKincaid dejó claro que tenías que volveraquí. Ya, ya, ya. Para siempre, parasiempre, para siempre.

A esto le siguió una risita queenseguida se transformó en otro ataquede tos.

Gavin no se concentraba en lo quedecía y tosía demasiado. Siempre habíasido proclive a los tics y a extrañosmanierismos físicos, algo cuyo origen

John adivinaba. Pero ese día se le veíapeor de lo habitual y le entró un ataquede pánico. ¿Habría empeorado la saluddel viejo?

—Y ellos lo saben —dijo su abueloinclinándose sobre la mesa y hablandocasi en un susurro, como si temiera quealguien pudiera escucharlos.

—¿Qué quieres decir con «ellos»?—preguntó John.

—Mi sobrino Edward y su hijo —explicó. Volvió a toser, un ruidocavernoso muy desagradable—. Sabenque has tenido que regresar y que no lohas conseguido.

—¿Cómo podían saber ellos lo quehacía en la hacienda? —preguntó John

alzando la voz sin poder remediarlo—.Ni siquiera tú lo sabes, abuelo.

—Bueno, yo… Eso no lo sé, esverdad. Tu madre y tú nunca mecontasteis mucho. Pero sé que estássiguiendo sus pasos, y yo… he tenidoque explicárselo a Edward.

Gavin estaba poniéndose rojo y Johnse dio cuenta de que aguantaba larespiración haciendo grandes esfuerzospor no toser. Volvió a mirar atrás, comosi en los dos últimos minutostranscurridos hubiera podido colarsealguien en la habitación sin que nadie lohubiera visto.

—¿Has tenido que explicárselo aEdward? —dijo John preguntándose si

esa conversación trataba sobre algo realo simplemente formaba parte de lasparanoias de Gavin, que ya eran bastantefuertes en el pasado y parecían alcanzarnuevas cotas—. ¿Por qué tenías quecontárselo a tu sobrino?

—Está desafiando el organigrama dela familia, John. ¿No te he contado eso?Porque, como bien sabes, tu padre y tumadre nunca se casaron.

Gavin había nombrado heredero aJohn cuando este nació. En aquellaépoca su familia poseía un nombreprestigioso con una larga historia enInglaterra, pero no mucho dinero, asíque a nadie le importó que el título deheredero recayera en un hijo ilegítimo.

Pero después de que Catherine, la madrede John, hubiera ayudado a Gavin aamasar una gran fortuna, y entre los doshubieran construido el Traveler, quedominaba los cielos de Londres, lascosas habían cambiado y algunosmiembros de la familia habíanempezado a discutir sus decisiones,especialmente su elección del heredero.

De hecho, Gavin había mencionadoesa lucha varias veces a John, pero esteestaba tan inmerso en su adiestramientoen la hacienda, tan seguro de queconseguiría convertirse en Seeker, quehabía ignorado los detalles.

—Pero los has llevado a juicio, ¿no?—preguntó John, intentando mostrar

paciencia con un tema que le resultabacansino—. ¿No dijiste eso hace unosaños?

—Sí, sí, sí. Los he llevado a juicio.Siempre luchando. Pero me temo que,finalmente, pueda estar perdiendo labatalla.

Le costó trabajo pronunciar esaspalabras y le sobrevino un violentoataque de tos seca. John se levantó de unsalto, pasó al otro lado del escritoriopara darle un golpe en la espalda yapretó el botón para llamar a unaasistenta.

Una vez que estaba más cerca sepercató de que las pupilas de su abueloestaban más dilatadas de lo debido.

John, repentinamente preocupado,perdió el hilo de sus pensamientos. ¿Y sifuera cierto que las cosas iban tan mal?

Entró una asistenta con una bandejacon té. Era Maggie, una mujer quesiempre había aparentado setenta años,pero que debía de rondar ya los noventa.Había cuidado de John desde que era unbebé, tal vez antes, desde su nacimiento.John se tranquilizó al verla servir el tépara Gavin con sus elegantes modalesde otra época. En caso de que su abuelose estuviera muriendo, ella se lo habríacontado.

Gavin cogió el té con gratitud ysorbió de él mientras se levantaba y sedirigía hacia el ventanal. Seguía

tosiendo, pero a medida que sorbía labebida caliente y seguía con la miradalos edificios del exterior sus espasmosse apaciguaron.

Maggie jugueteaba con la teteradetrás de John, que permanecía de piejunto a la silla de su abuelo. Este ledirigió una mirada y dijo sin pronunciarlas palabras una voz alta:

—¿Qué le pasa?Ella se acercó a su oído y habló tan

bajo que John apenas distinguió lo quedijo. Pero llevaban años comunicándosede esa forma, así que estaba bastanteacostumbrado a sus murmullos.

—La dosis es cada vez menosefectiva —dijo con su tono bajo de

costumbre—. Cada vez le pongo más.Yo creo que acabará recuperándose,pero por ahora se le va la cabeza. Puedeque esté un poco loco. Ten cuidado conlo que dices.

John asintió, con los ojos clavadosen su abuelo.

Maggie salió de la habitación altiempo que Gavin se daba la vuelta.Caminó lentamente hacia su escritorio yse sentó, todavía bebiendo el té. Johnvolvió a la silla que ocupaba frente a él.

—¿Estás mejor, abuelo?Gavin asintió y luego se aclaró la

garganta con cuidado. Tras un momento,volvió la cabeza de nuevo y luego miróa su nieto.

—En caso de que nuestras empresasestén en peligro, mi sobrino tendríaciertos derechos respecto a lasdecisiones que se toman —dijo en vozbaja, como si estuvieran conspirando—.Así es como la ley gobierna a familiascomo esta. Y me temo que nuestrasempresas están, de hecho, en peligro. Lehe dicho a Edward que tengo toda, toda,toda la fe en que eres el mejor herederoque puede salir de nuestra familia. Quepondrás las cosas otra vez en su sitio.Lo harás. En el lugar que lescorresponde. Y le he dicho que estabasrecibiendo una educación privada enEscocia.

—Suena razonable. ¿Cómo puede

quejarse de eso?—Lo que pasa es que… hemos

sufrido algunos contratiempos el últimoaño. Contratiempos económicos degrandes dimensiones. Y eso hace que eltiempo vaya en nuestra contra. Uncontratiempo que pone el tiempo ennuestra contra.

Sonrió para sí, como si fuera unextraordinario juego de palabras.

—Eres un hombre de negociosmalísimo, abuelo.

John no lo dijo con crueldad.Simplemente constataba un hecho. Sumadre y él lo sabían desde hacía años.Gavin no era un hombre de negocios,pero quería a John y eso a ella le

parecía más importante que cualquierotra cosa. Catherine siempre habíapensado que ella y el athame, que lefacilitaba el acceso a cualquier personay prácticamente a cualquier sitio,podrían reparar los errores del abuelo.Y tal vez habría podido hacerlo, dehaber permanecido con vida.

—¿«Un hombre de negociosmalísimo»? —preguntó su abuelo,ofendido—. ¿Te parece justo decir quesoy «malísimo», John? Puede que no seatan bueno como todos creían. Se suponíaque tu padre se encargaría de cuidar delos negocios. Con la ayuda de tu madre.

Ese era el plan, según teníaentendido John. Unir en matrimonio el

nombre de su padre, su prestigiofamiliar y las habilidades de su madre,para crear una alianza imbatible depoder y riqueza. John nunca entendió porqué eran tan importantes la posición y eldinero, pero su madre había insistido enque lo eran, que servían para protegerlo,igual que el Traveler.

Gavin se había quedado triste ypensativo, como siempre que semencionaba a los difuntos padres deJohn. Él no había llegado a conocer a supadre, Archie, ya que murió antes de quenaciera, pero Gavin siempre le decíaque se parecían mucho. Y el abueloparecía echar de menos también aCatherine, como si la considerara su

propia hija.—Tienen que ver algo que salga

bien, John. Esperaba ansiosamente a queacabaras… en la hacienda. Para que meayudaras, como hacía tu madre.Esperaba que pudiéramos planear algo.Restaurar nuestra fortuna.

Gavin siempre se había mostradoreacio a que John se educara con Briac.Intentó mantenerle lejos de la hacienda yseguro en el Traveler. Pero cuando lafortuna empezó a desvanecerse, accedióa regañadientes a que se marchara, a quesiguiera los pasos de su madre.

Gavin se había interrumpido paraaflojarse más la corbata, como si seahogara, aunque luego continuó:

—John, cuando Briac llamó hacedos semanas para decirme que teníasque irte…

—¿Hace dos semanas? Abuelo,Briac me dijo que había fracasado hacesolo dos noches. ¿No lo ves? Nuncatuvo la intención de cumplir suobligación conmigo, con nosotros. Nopensaba permitir que tuviera éxito. Teníaplaneado mi fracaso de antemano.

—Por favor, John, deja que termine.—Gavin tamborileó con los dedos sobreel escritorio y frunció los labios, alparecer intentando elegir las mejorespalabras de una lista de opcionesigualmente desagradables—. Si nopuedo aumentar nuestra fortuna, y

rápido, tú no serás mi heredero y yo noestaré al cargo. Me quitarán el Traveler,se lo llevarán todo. Así que hice unacosa que sé que no te gustará, algo quedije que nunca… —Se detuvo y luego seapresuró a seguir—: Tenemos uncompetidor francés, un grupo deempresas grande, y yo…

Llamaron suavemente y la puerta deldespacho se abrió. Un joven entró, cruzóla habitación y se puso a hablar a Gavinal oído. John se sobresaltó al darsecuenta de que había visto antes a esehombre. De hecho, tan solo unos díasantes. Había llegado a la hacienda en unaeromóvil y estuvo hablando con Briacen privado.

John recordó inmediatamente a Quinsentada en el desván del establo, viendolas noticias sobre ese empresariofrancés y su familia, que habíandesaparecido, o más bien muerto.Comprendió enseguida lo que su abuelohabía hecho. La rabia ascendía por susentrañas desgarrándolo por dentro en suesfuerzo por permanecer en silenciohasta que el hombre saliera de lahabitación.

Cuando lo hizo, John se levantó dela silla y se inclinó sobre el escritorio,mirando fijamente a Gavin. Notabacomo su cara enrojecía hasta arderle.Gavin parecía avergonzado y se encogióen su asiento, evitando la mirada de su

nieto.—Abuelo, tú… ¿hiciste que Briac

atacara a esa familia francesa? Despuésde que Briac te contara lo mío, ¿tú vas ylo contratas? ¿Le pagaste para quehiciera lo que él hace? ¿Para que selibrara de ellos?

—Estaba desesperado, John. Nopodía contar contigo ni con tu madrepara que lo hicierais por mí. ¡Estamosacorralados! Ahora podremos adquirirfácilmente esas empresas. Nuestrafortuna…

—¡No me importa el dinero! —gritóJohn golpeando la mesa con los puños—. ¡No me importan los negocios!Catherine te advirtió de que nunca

usaras a otros. Especialmente a Briac.Briac es… ¿No lo entiendes? Esto le damás razones para no querer adiestrarme,para impedir que lo consiga. ¿Para quéhacerlo cuando tú acudes a él? Estásdejando que controle nuestras vidas otravez…

—A mí sí me importa el dinero, John—repuso Gavin levantándose. Noelevaba el volumen para no volver atoser, pero su voz tenía la intensidad deun grito. John se dio cuenta de que porprimera vez su abuelo se mostraba fuerteen la conversación, pero tambiénparecía un perturbado. Gavin le dio otrosorbo al té y agarró el asa con tantafuerza que la taza tembló—. A mí sí me

importa el dinero. Eso fue lo queprometí cuando elegí a tu madre para mihijo. Cuando Catherine murió creí quepodría hacer que todo funcionara. Nopuedo. No lo he conseguido. ¡Lo siento!—Bebió un poco más de té, pero le dioun acceso de tos y derramó el líquidosobre el escritorio. Miró a John con losojos desorbitados mientras limpiaba elescritorio frenéticamente con la mangade la camisa—. ¡No conseguiránecharme! La nave, el dinero, este es milegado, John. Mío y tuyo. ¡Pero si tepeleas conmigo, si me desprecias, no meresponsabilizo de mis actos!

Con los ojos abiertos como platos yel té derramándosele por la barbilla,

parecía completamente ido.John no podía verlo así. Bajó la

vista y sus ojos repararon en el armarioque había detrás del escritorio de suabuelo. Las puertas estaban abiertas ydentro se veían varias cajas abiertas ypilas desordenadas de ropa y objetosmecánicos. Parecían completamentefuera de lugar en el despacho de Gavin,que siempre tenía una aparienciaprofesional y estaba pulcramenteordenado.

John, atraído por la curiosidad, mirólos objetos que se entreveían por laspuertas. Había una caja de herramientasen el estante de abajo, de esas queusaban los mecánicos para reparar los

coches de antes, con llaves manchadasde aceite y un pequeño soldador. Inclusohabía piezas de coche reales —uncambio de marchas clásico, un cacharrograsiento del interior de un motor degasolina—. Junto a esto había pilas decamisetas y chaquetas que parecíanpertenecer a un adolescente.

John lo comprendió entonces. Eranlas cosas de Archie. Pertenecían a supadre, el hijo de Gavin. A Archie legustaban los coches. Era una de laspocas cosas que su abuelo le habíacontado de él. Años atrás su abuelo lehabía hablado de esa afición con orgulloy él estaba contento por saber algo deArchie, pero en realidad reparar coches

viejos era algo tan ajeno a su propiavida que lo había puesto triste, como sisu padre y él no tuvieran nada que ver.

Gavin había empaquetado yguardado las cosas de su hijo hacíaaños, diciendo que de lo contrario nohabría podido seguir adelante tras elinmenso dolor que le causó la muerte deArchie. Y, sin embargo, ahí estaba,revolcándose en el recuerdo de su hijo,muerto tanto tiempo atrás.

Al fijarse mejor, John advirtiómanchas de grasa en el traje de Gavin yrestos de aceite en las uñas y las manos.Había estado hurgando entre las cosasde Archie, quién sabe si no se habríapasado horas sentado allí solo con esos

objetos, perdido en el pasado. Era algotan impropio de Gavin que John sepreguntaba si no se le habría ido lacabeza demasiado.

A John no le importaba la fortunafamiliar. Pero en realidad necesitaba losrecursos y hombres de su abuelo paraconseguir el athame. A pesar de que elestado de Gavin no le permitía tener unaconversación racional ni serresponsable de ningún negocio, suabuelo seguía estando al mando.

«Cuando recupere el athame, podréapartarme de todo esto, ¿no?», sepreguntaba John. Pero… «Los Seekersno pueden usar el athame para subir alTraveler», había dicho su madre. La

nave era valiosa. El Traveler todavíapodía protegerlo. Y su madre lo habíaconstruido a base de mucho esfuerzo. Laidea de que otros se apoderasen de él loponía furioso.

Se inclinó sobre la mesa y le limpióel té de la barbilla con cuidado. El viejoseguía de pie, pero se había quedadomirando el escritorio. Pasó una manopor encima como si no comprendieracómo podía estar mojado. A John le diopena. Tal vez Gavin acabararecuperándose pronto, como había dichoMaggie, pero aunque no lo hiciera,aunque se volviera loco para siempre,John no se veía capaz de abandonarlo,sabiendo que la culpable de su locura

era Catherine.John, exhausto, volvió a sentarse.—¿Quieres restaurar tu fortuna? —

preguntó al fin—. Dame unas semanas yrecuperaré todo lo que robaron a mimadre. Y procuraré ayudarte.

Gavin pareció volver en sí. Seagachó hasta sentarse, mirando fijamentea su nieto. Y luego dijo:

—¿Unas semanas?—Unas semanas, abuelo. Tengo que

planearlo y conseguir a los hombresadecuados. Tendrás que proporcionarmehombres.

—John, están vigilando todos mismovimientos, esperando para saltarme ala yugular. Y demostrar que soy, que

soy… un incompetente. No sé si podréproporcionarte…

—¡Abuelo! No puedes darte porvencido. Sigues estando al mando. Siconsigo lo que busco podrás olvidartedel resto de la familia. No importarán.Podremos hacer lo que queramos.

—Sí, sí, de acuerdo. Veré lo quepuedo hacer —dijo mirando de nuevopor la habitación en busca de espíasocultos. El viejo vio que las puertas delarmario estaban abiertas y que se veíanlas cosas de Archie. Se giró paracerrarlas, mirando a John de reojo concara de sentirse culpable, y se volvió denuevo—. No grites, John —murmuró—.Por favor. Hace que me dé vueltas la

cabeza.John se relajó al ver a su abuelo

sentado al escritorio con los hombroscaídos.

—Todo irá bien, abuelo —le dijocon ternura—. Yo arreglaré las cosas.

John salió del despacho de Gavin haciala proa del Traveler y subió por laescalera. Su apartamento, en la últimaplanta de la nave, lo recibió con unassobrecogedoras vistas de Londres. Porentonces era muy pequeño, pero todavíarecordaba la época en que construyeronel Traveler, cuando Catherine y elathame que le pertenecía por derecho

propio ayudaron a Gavin a crear elimperio familiar.

John cruzó la habitación principal.Regresaba cada año de la hacienda paravisitar a su abuelo cuando llegaban lasvacaciones, pero su residencia habíapermanecido prácticamente intactamientras duró su entrenamiento enEscocia. Todo estaba tal como lo habíadejado. Desde la cocina, que dominabala trayectoria del Traveler, se veía elTámesis. Distinguió a lo lejos la puntadel edificio donde vio por última vez asu madre. Permaneció un ratomirándolo, pensando en el apartamentosecreto que había descubierto y en elque se coló aquella noche, sin saber las

consecuencias que acarrearía eseinocente acto de desobediencia.Observó como el edificio pasaba pordebajo de él hasta que la nave hizo unocho y comenzó a volver por dondevenía.

John se apartó de la ventana y sedirigió hacia la última habitación, sudormitorio. Separó una parte dellaminado de madera de la pared yapareció su armario, al fondo del cualhabía una amplia caja fuerte empotradaen el casco de la nave. Estaba seguro deque los sirvientes, los trabajadores, eincluso el propio Gavin habían miradoesa caja fuerte en algún momento y sehabían preguntado qué guardaba en su

interior. Su abuelo decía que no sentíacuriosidad por los métodos deCatherine, que no tenía interés enconocer sus secretos, pero Johnapostaba a que el viejo había contratadoa expertos cerrajeros para intentarabrirla y descubrir qué había dentro conla esperanza de encontrar un talismánmágico que devolviera las cosas alpunto en que estaban cuando ella vivía.Su madre, sin embargo, había diseñadoesa caja fuerte junto al propio arquitectodel Traveler y habrían tenido quedestrozar la nave para poder abrirla.

John introdujo una combinación ypuso los ojos ante el escáner. Lasgruesas puertas de metal se abrieron.

Solo había un objeto dentro, la últimacosa que conservaba de su madre.Descansando entre las paredesacolchadas de la caja fuerte había unperturbador.

John sintió una fuerte repulsión alver el arma, pero la cogió de todosmodos y la sacó con esfuerzo. Laestructura de metal iridiscente,prácticamente maciza y con el añadidode su grueso arnés de cuero, pesabatanto como parecía. Se lo llevó a lacama y lo puso sobre su regazo. Tocar elperturbador le ponía de los nervios y lerevolvía un poco el estómago, pero apesar de ello se obligó a revisar todassus partes. Vida o muerte, cordura o

locura, reposaban en sus manos.«Haz todo lo que tengas que hacer»,

había dicho su madre. Briac siempreestuvo en su contra, Quin no pensabaayudarlo por el momento y Gavin apenasmantenía la cordura. Solo él podíamantener su promesa. Seguramentetendría que hacer cosas desagradables,pero haría lo que fuera necesario, de lamejor forma que pudiera.

¿Qué pensaría Quin si pudieraverlo? Quin. Se la imaginó sentada a sulado y fantaseó con que se inclinabapara besarla.

«Habrá muchas cosas que intentaránalejarte del camino. El odio es una deellas, y el amor, otra».

Se obligó a concentrarse. Elperturbador había sido creado parainspirar terror. Si cumplía con sucometido no tendría que llegar a usarlo.Y Quin se encontraría ya lejos de lahacienda, como ella misma le habíadicho.

10

Maud

Era alrededor de medianoche, la lunatodavía no había salido y estaba sola enla casi completa oscuridad del bosque.Se desplazaba con paso sigiloso, talcomo había aprendido de pequeña. Yano sabía caminar de otro modo. La

habían alargado tantas veces que sucuerpo solo podía transportarla tal ycomo ella percibía el fluir del tiempo:suave, continuo, rítmico.

Los niños de la hacienda la llamabanla Joven Dread. Ese, por supuesto, noera su nombre. Tenía un nombre real,aunque ya nadie lo usaba. Pero ellapodía recordarlo si quería.

Consideraba niños a los tresaprendices —dos de ellos ya habíansido nombrados Seekers—, aunque enciertos aspectos eran mayores que ella,lo cual era un misterio difícil deresolver.

«Maud». Su nombre afloró a sumemoria. Afloró a su conciencia como

un tesoro que emerge del fondo delocéano. «Me llamo Maud».

Oía que llamaban a su compañero elGran Dread, aunque de hecho era elDread Mediano y su querido maestro, elViejo Dread. Esos jóvenes Seekers noconocían todavía todo lo quenecesitaban saber acerca de los Dreads.

Llevaba sobre los hombros unciervo que había abatido con una flecha.Cada vez pesaba más, pero el peso pocoimportaba. Hacía lo que tuviera quehacer, sin pensar en las molestias.

El ojo normal no habría tenidosuficiente luz para orientarse en elbosque. Pero a la Joven Dread lebastaba con el mínimo brillo de una

estrella. Tal vez se debiera también aesos continuos estiramientos, o quizáfueran las enseñanzas del viejo maestro,pero sus ojos se adaptaban al rango deluz que precisaran. Era posible quehubieran aprendido a tomarse el tiemponecesario para recoger la luz del entornohasta tener la suficiente para llevar acabo el trabajo encomendado.

Oyó un ruido a lo lejos. Se detuvo amedio paso para escuchar, con el pielevitando a centímetros del suelo. Oía ellejano canto del río, las aves nocturnasque cazaban entre los árboles, inclusolos insectos que se desplazaban por elsuelo a sus pies. Pero ese ruido sonabadiferente. Provenía del sur, la parte más

salvaje de la hacienda. Prestó atención ylo oyó de nuevo. Sonaba a problemas.

Aceleró sus movimientos y cambióde posición instantáneamente. Soltó elciervo que llevaba sobre los hombros deinmediato y, antes de que tocara el sueloboscoso, ya corría a toda velocidadentre los árboles, hacia el sur de lahacienda, en dirección al olmo giganteque había al borde de la explanada. Sucuerpo se movía con tal rapidez queapenas notaba el contacto con el suelo.Llegó al olmo enseguida y saltó a susramas más bajas. Escaló el tronco hastala copa como si fuera un jaguar y sequedó allí escondida entre las hojas,mirando hacia el sur, de donde procedía

el ruido.Se veían caballos, seis

concretamente, con sus jinetes a lomos.Repasó toda la hacienda desde su puntoestratégico. Nadie podía ver aún a esoshombres montados a caballo. Habíanelegido el camino perfecto para entraren esas tierras sin ser advertidos.

Lanzó la vista en esa dirección comole había enseñado el viejo maestro,enviándola a través de la distancia hastaalcanzarlos. Enseguida pudoobservarlos como si estuviera de piefrente a ellos. Llevaban armas ymáscaras de gas, pero había uno que, apesar de llevar el rostro cubierto, leresultaba familiar.

Tenían un perturbador. El hombreque le resultaba familiar se lo ajustaba aotro en el cuerpo mediante unas correas.

La Dread lanzó esta vez su oídohacia allí y las palabras le llegaroncomo si estuviera entre ellos.

—Esto pesa un montón —se quejó elhombre mientras le ajustaban elperturbador a la espalda.

—Recuerda, solo sirve para darmiedo —advirtió aquel al que habíareconocido. Hablaba con un tono gravecompletamente antinatural. Sonaba comoun demonio, no como una persona, unavoz que siseaba y carraspeaba—. Nodispares a menos que yo lo ordene. ¿Hasentendido? Hay personas inocentes ahí.

Yo solo quiero la daga de piedra.El hombre asintió con un gruñido y

sus dedos exploraron los mandos delperturbador. Los otros revisaban lasarmas mientras los caballos no dejabande moverse de un lado a otro.

La hacienda estaba siendo atacada.Lanzaría sus pensamientos. Se

comunicaría mentalmente con el DreadMediano, su compañero. Era el modomás rápido de prevenirle para que éldecidiera si quería alertar a losresidentes de la hacienda. Se arrojóhacia él mentalmente, enviando suspensamientos a través de la distanciahasta su pequeña casa de piedra. Estabaallí; podía sentirlo. Pero ante el mínimo

roce su mente tuvo que retirarse. Con elviejo maestro se comunicaba fácilmentede ese modo. Con el Mediano eradiferente. Se caían tan mal que lospensamientos languidecían antes depoder enviarlos.

Tendría que contárselo en persona.Sabía que le pegaría, como siempre quehablaba sin que él le preguntara. Pero nocreía que le diera una paliza cuandoescuchara lo que tenía que contarle.

La Joven Dread bajó por el árbolsaltando de rama en rama hasta que pisóla suave tierra del bosque y echó acorrer.

11

Shinobu

Shinobu había colocado tres monigotesen el suelo del granero dondeentrenaban. Era pasada la medianoche ytenía todo el recinto para él. Sedesplazaba de una figura a la otra con lagracia de un bailarín y cuando pasaba

entre ellas las golpeaba con fuerza. Esanoche no llevaba armas, solo se valía desus puños.

El muñeco más grande, al queprestaba especial atención, eraaproximadamente del tamaño de supadre. Un puñetazo por cada día del mesanterior. Aporreó el tosco fantoche porel centro hasta que consiguió derribarlo.Se puso a pegarle al siguiente. Este seacercaba más al tamaño de Briac y no leresultó complicado imaginar su cara enel lienzo mientras le daba una buenatunda. Y el tercero, el más pequeño,¿quién era? ¿Tal vez Quin? Se moría depena al atacarlo. Se centró en la cara,pegándole cada vez con más fuerza.

Cuanto más despiadado fuera, antesacabaría ese combate. Estaba liberandoa ese muñeco de su tormento. Le lanzóun gancho y lo derribó.

—Nada era como habíamos pensado—susurró al pequeño pelele que yacíaen el suelo—. Me quedé solo por ti.

Shinobu permaneció un momento ensilencio, se levantó y prestó atenciónmientras un hilo de sangre de uno de susnudillos caía al suelo. Oyó un rugidolejano. Como una tormenta. O tal vez…¿fuego? En cuanto se dirigió hacia laspuertas del granero, oyó unos gritos queatravesaron la campiña.

12

Quin

—Estás asqueroso. ¿Sabes qué? —preguntó a su caballo quitándole elbocado—, es difícil saber si eres uncaballo o un cerdo.

Quin estaba en el establo cepillandoa Yellen, el enorme caballo alazán que

le había regalado su madre al cumplirlos diez años de edad. El corcel lemordisqueaba la mano juguetonamentemientras ella le rascaba el lomo. Detrásde Yellen, al fondo de la caballeriza,había una bala de paja fresca. Quin sepreguntó si podría pasar allí la noche.De pequeña había dormido allí muchasveces hecha un ovillo junto a su enormecaballo. En ese momento le atraía más laidea de dormir allí que en casa.

Brotaron varias lágrimas de susmejillas que cayeron al suelo de lacaballeriza. Se las enjugó torpementecon el dorso de la mano. Durante el mesanterior le había sucedidofrecuentemente: lágrimas que salían de

la nada. Una nueva lágrima se deslizópor su rostro, pero la ignoró. Estabacansada de su propia debilidad.

—¡Vuélvete! —ordenó al caballo.Yellen torció las orejas y se quedómirándola sin entender nada. Movió lacabeza y se puso del otro costado—. Yano sabes inglés, ¿verdad, pedazo devago?

Cuando hablaba con su caballoconservaba su buen talante. Con laspersonas lo había perdido. Ese año nohabía pasado mucho tiempo con Yellen.Había dedicado toda su atención a John.Pero este se había marchado. Tambiénella tendría que haberse ido, pero seguíaallí. Y su caballo era el único ser

conocido que no le recordaba cosas queprefería olvidar.

—Tranquilo —dijo apaciguándoloal ver que pateaba el suelo—. O no tequitaré el barro.

Aunque se había prometido a símisma que se marcharía, acabóquedándose en la hacienda. La nocheque John se despidió de ella durmió solaen aquel desván del establo junto alacantilado. El sol que entraba por laventana oriental la despertó por lamañana.

Estuvo tumbada unos minutos,sintiendo la calidez sobre sus ojoscerrados. Permaneció inmóvil mientrasel sol se elevaba lentamente, hasta que

la luz se derramó sobre sus manos ypiernas. Al cabo de un rato el calor delos rayos le hizo notar la marca delathame que llevaba en la muñecaizquierda. Sintió la pulsión a pesar dellevarlo vendado.

«Sigue ahí. Siempre estará ahí,recordándome lo que he hecho con mispropias manos».

Entonces pensó que aunque semarchara eso no cambiaría las cosas.Jamás olvidaría el tipo de persona queera y cada vez que un extraño la mirarase preguntaría si también él lo sabría. Ysi se marchaba ¿qué pasaría con Fiona yShinobu? Se quedarían sin ella,abandonados a su propia suerte con

Briac.De modo que decidió quedarse.Después de aquella primera noche,

Briac los había llevado a cinco misionesmás. Ya lo entendía todo: la fortuna quemantenía la hacienda, el sustento de sufamilia. Y ya sabía que no había nadavirtuoso en ello.

Cada vez que volvían de una nuevamisión, la idea de irse le parecía máslejana. La habían educado paraobedecer a Briac a pies juntillas. Eradifícil romper ese hábito. Y cuanto máslo ayudaba, cuantas más misionescumplía, más se parecía a él y menosmerecía escapar. John decía que ellahabía nacido para usar el athame. Quin

se preguntaba si también habría nacidopara ser como Briac.

Observaba cómo movía el cepillopor la grupa del caballo y tuvo lasensación de que había perdido laconexión con sus brazos y piernas, deque su cuerpo no le pertenecía. Susnuevas cicatrices estaban sanando. Teníala brecha del antebrazo que le habíahecho su padre durante el últimocombate de prácticas, el pequeño corteen el cuello del cuchillo de la JovenDread y la marca de la muñecaizquierda. Las ampollas del hierrocandente habían desaparecido y ya solose veía la forma del athame, que seguíaenrojecida y sensible. Las cicatrices

también le parecían ajenas, como si lasviera en otra persona.

Se interrumpió sin ser consciente deello y se quedó mirándose la manoderecha, enganchada a la correa delcepillo de cerdas. Movió el meñiquepara asegurarse de que la mano seguíaobedeciéndola en ciertos momentos.

—John… —pronunció en voz alta, yluego se detuvo, avergonzada.

Se imaginaba frecuentemente con él,rodeada por sus cálidos brazos mientrasdescansaba la cabeza sobre su pecho.Cuando volvía a la realidad se quedabafría, preguntándose si como él no estabacon ella se apreciaría la soledad en susojos. Aun así, se alegraba de que no

estuviera allí. John seguía queriendoconvertirse en Seeker, a pesar de susadvertencias. Al marcharse, se habíasalvado a sí mismo de cometer un graveerror.

Yellen volvió a patear el suelo ytorció las orejas.

—Tranquilo —murmuró.El caballo volvió a hacerlo y

empezó a tirar de la rienda. Quin oyóque los otros caballos de las cuadrastambién piafaban y relinchaban.

Entonces percibió el olor.Humo.Se quedó quieta y prestó atención.

Oía gritos en la lejanía y algo más;reconoció un tumulto grave que llevaba

escuchando desde hacía rato. Quin salióde la caballeriza de Yellen y se dirigió ala puerta del establo. Al abrirla sintióuna ola de calor y se encontró ante unmuro de fuego. Tardó un momento encomprender lo que veía. Los árbolescercanos al establo estaban ardiendo, o,mejor dicho, estaban siendo devoradospor las llamas.

Se oían gritos en la campiña y sedistinguían siluetas en la distancia:varios caballos al galope montados porsus jinetes. La hacienda estaba siendoatacada.

Quin cerró la puerta y se apoyócontra ella un momento mientrasvaloraba la situación. El fuego estaba a

pocos metros de la estructura de maderadel establo. Los caballos piafaban,relinchaban y algunos incluso pateabanlas caballerizas.

Quin le pasó la mano por el hocico aYellen para calmarlo, le colocó lasbridas y le puso rápidamente una mantay una montura.

Miró a través de las puertas traserasy solo vio oscuridad. Ni los hombres niel fuego habían alcanzado ese lado delestablo, así que abrió por atrás y sacó alos caballos de las cuadras. El humo eracada vez más denso y estaban a punto desufrir un ataque de pánico, pero Quinondeó una cuerda por uno de sus flancosy los atrajo hacia la salida. Cuando

salieron al aire libre de la noche sequedaron rondando junto a ella,demasiado asustados para alejarse delestablo.

Quin vio algo brillante que surcabael cielo a unos veinte metros de ella.Justo al coger las riendas de Yellen, unode los olmos que había junto a losestablos del ganado se prendió fuego. Enlas ramas de su copa vio una antorcha ytambién distinguió a la persona que lahabía lanzado, una silueta emboscadacon una máscara y ropa negra que sealejaba a caballo a través de lacampiña.

Como hacía semanas que no llovía,el árbol crepitó y comenzó a arder

ferozmente, aterrorizando a los caballos.Uno de ellos se sobresaltó y arremetiócontra los demás. Esto provocó quetodos los animales, incluido Yellen, sedirigieran hacia el bosque y Quin se vioenvuelta en una marea ecuestre. Cayó alsuelo, pero alguien la recogió.

—¡Quin!—¡Shinobu!Llevaba ceniza en el pelo y la cara

tiznada.—Vamos —ordenó—. ¡Tenemos que

llegar al bosque!Corrieron a través de la nube de

humo hasta que alcanzaron los árboles.Una vez allí se ocultaron tras unas ramasy se pusieron a toser.

—Hay una casa en llamas —informóShinobu—. Creo que es la tuya. Lo hevisto desde la campiña.

Shinobu, como ella, llevaba suespada látigo a la cintura. A la espalda,una vieja ballesta que parecía a punto dehacerse pedazos y un carcaj con saetas.Había arramblado con el escaso arsenaldel granero de entrenamiento.

—¿Quién nos ataca?Al formular la pregunta pensó en

hordas de víctimas sombrías queacudían a la hacienda para vengarse deellos. Pero obviamente la respuesta noera ningún misterio. En cuanto pronunciólas palabras supo quién les atacaba. Sele revolvió el estómago. «Aunque me

eche, encontraré la forma de volver»,había dicho John. Quin se percató deque en parte estaba esperando suregreso. Pero no así. ¿De verdad estabaincendiando la hacienda?

—Desde el otro lado veremos mejor—dijo Shinobu sin mirarla a los ojos.

—¿Y mi madre?—No la he visto.Quin volvió a salir corriendo, pero

Shinobu la agarró del brazo.—Espera —ordenó—. Espera, ¿qué

queremos hacer?—Encontrar a mi madre y luego a

nuestros padres.—¿Para qué?—¿Cómo que para qué?

—Estoy de acuerdo en buscar aFiona, pero ¿para qué queremosencontrar a Briac y a Alistair? —preguntó.

—¡Nos están atacando! Son mejoresguerreros que nosotros.

—No nos están atacando. Los estánatacando a ellos. —Se quedó mirándoselos pies, toda una vida de lealtad leimpedía pronunciar su pensamiento envoz alta. Al fin, la miró fijamente a losojos y dijo—: Nunca hemos hablado deello, Quin, pero ¿por qué quedarnosdespués de lo que nos han obligado ahacer?

Quin luchó por un instante contra elinstinto reflejo de seguir a su padre.

Pero Shinobu tenía razón. Pronunciabalas palabras que ella misma habríatenido que decir. Proponía que hicieranjuntos algo que ella tendría que haberhecho un mes atrás. Puede que lahacienda estuviera en llamas, pero eseya no era su hogar.

—Podríamos encontrar a Fiona ylargarnos —dijo lentamente.

—Con suerte, Briac y Alistairpensarán que nos han matado —respondió Shinobu—. Esta es nuestraoportunidad. La oportunidad perfecta.No volveremos a tenerla.

Quin asintió.—Está bien. Encontremos a mi

madre.

Corrieron hasta que rodearon lacampiña y se acercaron a las casas.

Allí se detuvieron y se acuclillarontras un árbol caído. Su propia casaestaba ardiendo. Detrás de ella, máslejos, se veía la de Shinobu, también enllamas. Y también los otros caserones,los que se internaban en el bosque y nose usaban desde hacía décadas. Todoardía.

—¿La ves? —preguntó Quin.—No… Sí. ¡Allí está!Fiona estaba en medio de la

campiña, camino de los pastizales quehabía detrás del ganado. Su hermosorostro estaba contraído en una mueca deterror y el pelo se le había prendido

fuego, sus cabellos rojos estabancoronados con un halo de llamas rojasque la perseguían en su huida. ¿Por quécorría hacia la campiña en lugar derefugiarse en el bosque? Se le encogióel corazón al ver que su madre setambaleaba. Estaba borracha.

Quin empezó a correr hacia ella,pero Shinobu la detuvo, poniéndole unamano en el hombro.

—¡Ellos también la han visto! —susurró.

Tenía razón. Tres de los jinetesgalopaban tras Fiona.

—Mira —dijo Shinobu.Entonces distinguieron

perfectamente al primero de ellos.

Llevaba una máscara, pero lo habríanreconocido en cualquier parte.

Era John. Quin sabía que sería él,pero no esperaba verlo allí incendiandola hacienda oculto tras una máscara. Yademás se dirigía directamente haciaFiona.

—Es a Briac a quien odia —seapresuró a decir Quin—. Siempre lo haodiado. No le hará daño a mi madre. Séque no lo hará. ¿Lo ayudamos, Shinobu?Él solo quiere…

Se quedó muda al ver que los tresjinetes alcanzaban a Fiona. Dos de ellosla agarraron y la arrojaron brutalmentesobre la montura. Oyó como su madrelos maldecía por toda la campiña.

Quin estaba de pie. Shinobu la cogiódel brazo y tiró de ella de nuevo.

—¿Qué haces?Fiona gritó en la distancia. Uno de

los hombres la abofeteó y le ataron lasmanos.

—Tengo… tengo que hablar con él.—¡No! —susurró Shinobu

agarrándola fuertemente del brazo—.Nos está atacando. Está quemando lahacienda. Podría hacer cualquier cosa,¿no lo ves? Hacerle daño a tu madre, ati. ¡Ese no es tu novio! ¡Es otra persona!Si queremos salir de aquí con Fionanecesitamos mejores armas.

Quin se quedó inmóvil, asimilandolo que Shinobu decía.

—Sí… tienes razón.Le costó mucho esfuerzo apartarse

de él. John estaba… irreconocible enese momento. ¿Iba también contra ella osolo contra Briac? ¿Sería capaz dehacerles daño?

Observó a Fiona, que seguíaforcejeando con los hombres en lacampiña. Parecían dispuestos a herirla yQuin había tomado la determinación desacar a su madre viva de la hacienda.

—¿Sabes dónde guardan las armas?—preguntó Shinobu—. ¿Están en vuestracasa?

—¿No estaban en el granero deentrenamiento?

Shinobu negó con la cabeza.

—Vamos. Buscaremos en ambascasas.

La cogió de la mano y corrieronjuntos hacia los caserones en llamas,ocultándose entre los árboles. Pasaronla cabaña en la que vivía John. Tambiénle habían prendido fuego. Los mueblesde su interior ardían y el humo salía porla puerta. Tampoco había por quéquemarlo todo. Aquello era un acto depuro odio.

Llegaron al pie del bosque ycruzaron corriendo un espacio abiertoque llevaba hacia el caserón de Quin,pero este apenas podía llamarse así.Para cuando llegaron a él estaba siendodevorado por las llamas.

13

Maud

La Joven Dread y el Dread Medianoestaban lejos de la zona de las casas ylos establos. Se encontraban en la cimade una pequeña colina situada en elinterior del bosque, con las espaldasapoyadas contra los troncos de los

árboles y envueltos en sus capas,prácticamente invisibles. Desde esaposición privilegiada veían cómo ardíantodos los edificios sin excepción, salvolas cabañas de los Dreads.

Tenía dormida la mejilla en la que elMediano le había propinado unpuñetazo. Había llegado a su casa trasuna frenética carrera, pero antes de quepudiera abrir la boca para explicarleque estaban siendo atacados se encontrócon su puño en la cara. En cualquiercaso, había procedido a explicarse. Encuestión de segundos, siguiendo lasórdenes del Dread Mediano, habíanreunido todas las armas y se habíaninternado en el bosque.

Una mujer gritaba en la campiña. Setrataba de la pelirroja. Fiona, ese era sunombre. La Joven Dread vio que doshombres le apagaban el fuego de lacabeza a golpes y la montaban en uno desus caballos. Maud lanzó su vista yoídos, y observó atentamente cómo unode ellos pegaba a Fiona y el otro, eljoven al que reconocía a pesar de lamáscara y el desagradable sonidometálico de su transformada voz, leataba las manos.

—¡No le peguéis! —gritó el de lavoz extraña—. ¡No quiero hacerle daño!—Y después, a Fiona—: Por favor, porfavor, no te resistas. Solo necesito aBriac.

—Me gustaría ayudarles —dijo laJoven Dread. Sus palabras salieron a unritmo acompasado, apaciguador, enconsonancia con sus movimientos alcaminar. Su voz no mostraba emociónalguna, aunque la sintiera—. Varios deellos han sido nombrados Seekers.

El Mediano armó el brazo y le soltóuna bofetada en la otra mejilla. Maud yasabía que lo haría. En su alteradosentido del tiempo había visto su brazoavanzar hacia ella como una tormenta enla lejanía. Podría haberse apartado, perono tenía sentido. Si no aceptaba subofetada entonces, encontraría otraocasión para pegarle, y más fuerte.

Deseaba ayudar a los habitantes de

la hacienda, especialmente si podíahacerse sin herir al aprendiz de lamáscara. Pero, en realidad, esa no era sutarea. Los Seekers marcados debíantener su propia autonomía. El trabajo delos Dreads era observar, supervisar lasjuras de los nuevos Seekers y actuarsolo en determinadas circunstancias. Loque sucedía en ese momento, la disputapor el control de un athame entre dosfamilias que tenían iguales derechossobre él, no era parte de su trabajo.Incluso el viejo maestro y el Medianoestarían de acuerdo en eso. Su misiónera únicamente proteger el athame de losDreads, que estaba a salvo en la capa desu compañero, junto a la mano que

acababa de golpearla.Interferir no era parte de su

cometido. Pero ya lo habían hecho en elpasado. Un pensamiento afloró a lasuperficie lentamente: «Una mujer depelo castaño, un niño que se oculta bajoel suelo…». Se supone que no debíaninterferir, pero aun así lo habían hecho.«Y ahora mira lo que pasa». En lacampiña, el joven aprendiz dabaórdenes a los otros. «El niño se haconvertido en hombre y ahora esehombre está furioso…».

14

Quin

A través de la ventana de su casaincendiada, Quin veía las llamas queconsumían la mesa de la cocinaelevándose desde las juntas del suelo demadera. Las paredes de la salita, con susviejos expositores con armas, estaban

ardiendo completamente, igual que lasvigas de madera del techo. La casadesprendía tanto calor que apenas podíaacercarse a ella. Aunque ocultara armasen su interior estarían completamenteinservibles.

Shinobu había ido por su cuenta abuscar en su propia casa, así que Quininspeccionaba los alrededores delcaserío sola. A poca distancia había uncobertizo de piedra que no habíanalcanzado las llamas. Aun así, cuandocogió el viejo candado y marcó lacombinación, le llegaron ráfagas decalor. Quin abrió la puerta y vio lasarmas.

Ya llevaba la espada látigo a la

cintura, pero cogió su capa y varioscuchillos. Palpó con cuidado lasparedes del cobertizo en busca de algúncompartimento secreto donde Briacpudiera guardar más armas. Habría sidomuy propio de su padre que le ocultaracosas, pero no encontró nada.

En ese momento se oyó un fuerteestruendo, como un disparo de escopeta,que se elevó sobre el rugido de lasllamas. Quin se apartó del cobertizo atiempo de ver cómo se derrumbaba eltecho del caserío. La enorme cruceta quelo sujetaba se había partido y caían alinterior inmensos trozos de pizarra.

Una vez que se hubo hundido eltejado, la chimenea cayó por un costado.

Quin saltó hacia atrás al ver que toda lacolumna de ladrillos se estrellaba contrael cobertizo, aplastándolo como si fuerade papel. Se alejó de allí tambaleándoseentre una lluvia de piedras ardiendo.

Pero cuando cayeron todos losladrillos descubrió que había unasuperficie lisa, dura y pintada bajo lasruinas del cobertizo. Se puso de rodillasy la desenterró. Había algo de metal. Elviento arreció contra la casa incendiaday Quin se tapó la cara para protegersede la nueva ráfaga de calor. Despuéssacó puñados de tierra y piedras hastaque descubrió una cámara de cementobajo el suelo.

La cámara no tenía ningún sistema

de apertura evidente. Seguramenteestaba diseñada para que se abriera solomediante el tacto de Briac. Para guardararmas no era necesaria tanta seguridad.Solo había un objeto en la hacienda losuficientemente preciado para ese tipode escondrijo.

La temperatura se hacíainsoportable. Sacó la espada látigo y diovarios golpes de muñeca,transmutándola en una gruesa daga queacababa en punta de aguja. Despuésarremetió con la afilada punta contra elborde de la cámara, donde debían deestar los goznes de la puerta. La espadadejó una muesca ridícula antes de salirdespedida.

Volvió a colocar la punta de la dagasobre la muesca. Si eras capaz dedominar los sutiles movimientosnecesarios podías manipular laestructura molecular de la espada látigo.Quin despejó su mente y se concentró,ignorando las olas de calor queamenazaban con prenderle fuego al pelo.Se afanó en hacer una serie demovimientos imperceptibles con lamuñeca y ordenó a su espada queestrechara la punta y ahondara más.

El viento cambió de dirección y lellevó un golpe de humo. Cerró los ojos yvolvió a mover la muñeca hasta vercomo la punta se hundía más y reducíasu tamaño para poder atravesar el metal.

Sintió que la espada se deslizabacasi imperceptiblemente por lasuperficie de la cámara. Volvió amanipularla, reduciendo los bordes paraque se afilaran tanto como la punta. Alhacerlo, la espada comenzó a deslizarsehacia abajo, cortando de forma firme ycontinua. Había atravesado el metal.Arrastró el arma por la ranuralentamente, cortándolo todo a su paso.Bajo sus manos sintió como se partía ungozne y luego el otro. La puerta se soltóde golpe. Consiguió levantarla a duraspenas con su espada látigo y la apartó aun lado.

Ahí estaban el athame y elencendedor, esperando a que los

recogiera y usara un Seeker, su amo.Quin sabía que si de verdad querían

abandonar la hacienda con Shinobu nodeberían llevarse el athame. Podríadejárselo a su padre, que lo utilizaríacomo siempre había hecho. O… podíadárselo a John, que tan desesperadoestaba por tenerlo.

Se protegió la cara del calor eintentó localizarlo entre la nube dehumo, pero estaba rodeada deoscuridad.

Volvió a la cámara. Podía entregarleel athame a John y pedirle que liberase asu madre. Y también podía dárselo,apaciguarlo y marcharse con él a lomosde su caballo. Así estarían juntos. Su

ira, su ataque, solo era resultado delinjusto trato de Briac.

Sin embargo, recordó las palabrasque le había dicho aquella noche en elestablo junto al desfiladero. «¿Y sifuéramos nosotros quienesdecidiéramos, Quin? —había susurradoJohn—. Lo haríamos mejor. Tomaríamoslas decisiones correctas. Buenasdecisiones». Era muy fácil decir quecuando tuvieras el poder tomarías lasdecisiones correctas, pero John nocomprendía qué significaba tener elpoder en tus manos para decidir sobre lavida y la muerte.

Además, si conseguía el athame,necesitaría que ella le enseñara a usarlo.

Tendría que ayudarlo a dar los primerospasos hacia el Allá y más lejos aún. Seconvertiría en su guía.

—Lo siento —susurró mientrascogía la daga de piedra y el reanimadorde la cámara y los guardaba bajo sucapa—. No seré yo quien te convierta enBriac.

Pero había algo más dentro de lacaja de metal: un libro con una tapa depiel y una tira de cuero a su alrededor.La cubierta estaba gastada y brillaba,como si muchas manos la hubierantocado con delicadeza a lo largo deinnumerables años. Lo hojeó y vio quese trataba de una especie de diario. Lamayor parte estaba escrito con una

ordenada letra femenina, si bien podíaapreciarse la impronta de numerosasmanos en él. Las primeras páginas eranel ejemplo del tipo de letra apretada quehabía estado en boga años atrás. Y habíaotras páginas escritas con hermosasletras góticas, solo empañadas por lasgotas de tinta que habían caído de lapluma. También había hojas sueltas deun pergamino suave y fino —papelvitela, creía recordar, según laslecciones de historia de su madre—.Esas hojas sueltas estabanlaboriosamente decoradas, dobladas conesmero y metidas entre el resto de laspáginas.

Durante ese rápido vistazo advirtió

decenas de ilustraciones pintadas amano, muchas de las cualesrepresentaban toscas formas animales.Hubo una que le llamó particularmentela atención, un diagrama dibujado en unade las esquinas superiores de unapágina: tres óvalos entrelazados.Parecía el dibujo de un átomosimplificado.

En ese preciso momento se oyó ungrito a lo lejos. Quin introdujo el librocon cuidado en uno de los bolsillos desu capa y se alejó corriendo de la casahasta alcanzar los árboles.

Shinobu había ido a casa de su padreen busca de la reserva de armas. Sinembargo, cuando Quin llegó allí se la

encontró también en llamas,desmoronándose. Shinobu no estaba. Alsur de la campiña se oyó el sonidoestruendoso que se produce cuando algogrande y pesado cae al suelo. Quin sevolvió, pero el humo le impedíalocalizar la procedencia del sonido. Noobstante, sí podía distinguir su propiacasa, y allí descubrió a su padre. Salíade entre los árboles y se dirigía hacia suincendiada casa, agachándose para queno lo vieran.

Al ver que su padre llevaba ropa decalle normal, Quin se percató de quehabía salido de la hacienda en uno desus frecuentes viajes, esos viajes porencargo que Shinobu y ella tendrían que

llevar a cabo. No conocía a través dequé medios secretos contactaban con élpara comunicarle esos encargos, peroestaba claro que su padre habíaestablecido un método hacía tiempo paraque lo encontrara el tipo de genteadecuado.

Briac se detuvo a cierta distanciadel caserón y miró al sur de la campiña.El viento cambiante había disipado elhumo por un momento. Briac, y tambiénQuin desde su privilegiada situación enla casa de Shinobu, vieron al grupo dejinetes de John reunidos junto al taller.Resultaba difícil distinguir los detallesdesde esa distancia, pero uno de loscaballos llevaba a dos personas, una de

ellas con una larga melena roja. Supadre observó brevemente a los jinetesy luego continuó hacia su caserío sinvolver a dirigir la mirada hacia sumadre. «Ni siquiera le importa»,advirtió Quin.

Briac buscaría el athame y elreanimador al llegar a la casa, y paraentonces Quin esperaba estar muy lejoscuando se percatara de que habíandesaparecido.

Shinobu y ella habían acordado quesi se separaban seguirían a Fiona. Quincomenzó a desplazarse en esa direcciónal tiempo que el humo lo enturbiaba todode nuevo y la ocultaba bajo su manto.

15

John

La puerta del taller, tirada por cuerdasque iban atadas a los caballos, cedió yse abrió. En su interior, John y sushombres encontraron a Alistair MacBainpertrechado con unos auriculares en losoídos sobre un banco de trabajo,

concentrado en un pequeño artilugiomecánico. El aparato desprendía unaprofunda vibración que llegaba muchomás allá del taller. Incluso John la podíasentir en sus propios pulmones.

En cuanto la puerta se derribó, elgigantón se puso en pie de un salto y sevolvió para enfrentarse a los seishombres. Los ojos de Alistairencontraron rápidamente al hombre delperturbador y luego se fijaron en queFiona estaba retenida en el último de loscaballos. Se dirigió hacia John mientrasse quitaba los auriculares.

—¿Necesitas unas máscara parapelear conmigo? —preguntó—. ¿Qué seha hecho de tu honradez?

—Lo mismo podría preguntarte yo—repuso John con la voz demoníaca quereproducía la cajita que llevaba sujeta alcuello.

—¿Ni siquiera puedes usar tu propiavoz?

John sabía que todos loreconocerían, pero no fue capaz deentrar en la hacienda sin disfrazarse.Estaba allí para tomar lo que lepertenecía. Sabía que para conseguirlotendría que aterrorizar a los habitantesde la hacienda y resultaba más fácilenfrentarse a ellos con una máscara,asustarlos y darles órdenes.

Además, la máscara era liberadora.Había mantenido bajo estricto control su

odio hacia Briac, pero en ese momento,oculto tras la máscara, podía sacarlo ala superficie. Le había prendido fuego asu propia cabaña, en las profundidadesdel bosque. Briac lo había mantenidoallí durante años, como un animalabandonado al que se permite quedarseal borde del campamento, lo suficientecerca para ver la fogata, pero sin sentirsu calor. Daba miedo lo bien quesentaba dejar aflorar el odio, ver cómoardían los cimientos.

Sus hombres habían prendido fuegoal resto de las casas sin que él pudieraimpedirlo y descubrió que era liberadorverlas arder, destruir por completo elhogar de Briac. Al fin y al cabo solo

eran casas. Sus hombres se habíanasegurado de que estuvieran vacíasantes de incendiarlas. Aunque a John nole preocupaba la idea de herir a Briac,las otras personas de la hacienda eran uncaso aparte. Quería mantenerlos a salvo.

Fue un alivio no encontrar a Quinpor ninguna parte. Seguramente se habíamarchado, como le había dicho queharía la última vez que se vieron. Estabaen algún lugar lejano y a salvo.

Sentado a lomos de su caballo desdeel exterior del taller sus ojos advirtieronel aparato en la mesa que había detrásde Alistair. Parecían unas pinzas depresión, pero no estaban hechas demetal, sino del mismo material aceitoso

que las espadas látigo. Fuertementeaprisionado entre ellas había un athame.

John nunca tuvo permiso para entraren el taller, por lo que no había vistoantes ese artilugio. Miró de nuevo losauriculares, que colgaban del cuello deAlistair, y se dio cuenta de que lavibración procedía del propio athame yno de las pinzas. Alistair estabahaciendo algo con la daga, tal vezafinándola, y los auriculares servíanpara protegerle los oídos.

—¿De quién es ese athame? —preguntó John con su voz distorsionada.

—Pues resulta que es mío —respondió Alistair. Y luego, con másdelicadeza—: ¿Acaso creías que era el

de ella?John bajó del caballo y entró en el

taller, haciendo un gesto afirmativo alhombre del perturbador. El hombre pasóla mano por uno de los laterales delarma y esta se puso en funcionamiento,emitiendo un pitido agudo.

—Con cuidado —advirtió Alistairal hombre—. Ese juguetito es peligroso.Apuesto a que no te ha contado cuánto.

John estudió el interior del athame.En la empuñadura había un diminutograbado de un águila, el símbolo de lafamilia de Alistair y Shinobu. No era elgrabado que esperaba encontrar, peromejor un athame cualquiera que ninguno.

—Ya te he dicho que es mío —

repitió Alistair.John estudió las pinzas. Eran más

complicadas de lo que parecían a simplevista. La daga de piedra estabafuertemente sujeta por puntos diferentes.Y había una especie de cuchillasuspendida sobre la superficie delathame que John suponía que pelaríadiminutas cantidades de piedra paraafinar a la perfección la vibración delathame. Aunque con un mal uso esacuchilla podía causar graves daños.John extendió la mano hacia una de laspalancas, pero se detuvo. No queríaarriesgarse a estropear el athame.

—¿Cómo se saca? —preguntómanteniendo el tono de voz, lo cual

hacía que sus palabras sonaran como ungruñido.

—Eso no puedo contártelo —lerespondió el gigantón, con los ojos fijosen el perturbador.

Era difícil que Alistair, quien habíaintentado ayudar a su madre en unmomento, le cayera mal. Pero John serecordó que ese hombretón había sidoun fiel aliado de Briac Kincaid duranteaños. John no pensaba marcharse de allísin un athame. Si Alistair lo ayudabatodo sería más sencillo y nadieresultaría herido. Lentamente,manteniendo la mano firme, con supistola apuntó a la cabeza de Alistair.

—Sí puedes contármelo. Yo sé que

puedes.—De acuerdo, me has pillado.

Puedo. Pero no quiero.—Esto no tiene por qué ser difícil

—dijo John con su voz carrasposa ysiseante.

—Me temo que lo es —contestóAlistair. John asintió sutilmente. Elperturbador dejó escapar un aullido másagudo, preparándose para disparar—.¿Crees que podré contártelo mejorcuando esté en un campo perturbador,chaval?

—Muy bien. —John vaciló, ya queno podía asegurar que sus hombresseguirían sus órdenes y no matarían anadie sin que él diera instrucciones

directas de hacerlo. Luego hizo señas alque sujetaba a Fiona por detrás en elcaballo.

John hizo lo posible por no vercomo el hombre le pinchaba el cuellocon el cuchillo y Fiona emitía un gritoahogado. Mantuvo la mirada sobreAlistair.

—Saca la daga del aparato —ordenó con voz firme.

—No puedo hacerlo —respondióAlistair—. Mis sentimientos noimportan, el athame es más valioso quecualquier vida.

No obstante, sus ojos expresabantodo lo contrario. Su mirada a Fiona lodelataba.

John se preparó mentalmente yvolvió a hacerle señas al hombre. Estecomenzó a practicar un corte superficialen el cuello de Fiona, que forcejeabafrenéticamente, mientras la sangre sederramaba por su fina y blanca piel.

«Solo es un poco de sangre. No seráun corte profundo —se dijo John—. ¡Nole hagas un corte profundo, por favor!».Tragó saliva, con la mirada fija enAlistair, que miraba al suelo para no vercómo seguían cortándole el cuello aFiona. Al final, el gigantón cedió. Estiróel brazo y comenzó a aflojar laspalancas de las pinzas de presión quesujetaban la daga. El hombre delcuchillo detuvo sus movimientos.

—Con calma —dijo John a Alistair.Las manos de Alistair se

desplazaban lentamente por lasmúltiples palancas del aparato. Amedida que el artilugio se soltaba, elpropio athame comenzó a moverse.Cuando John ya esperaba que la dagacayera sobre la mesa, Alistair sujetó lapalanca más larga suavemente conambas manos. Entonces la giró porcompleto, hizo fuerza con sus enormesbrazos, tiró de ella con un movimientobrutal y repentino y la cuchilla delaparato penetró en la dagaprofundamente.

De improviso, el athame comenzó aemitir terribles vibraciones. Todos

podían sentirlas en los dientes, en loshuesos. Era como un metal que sedesgarrara, como si machacaran uncristal. Los músculos de John setensaron, los puños se le cerraron y laspiernas comenzaron a agarrotársele.

Al otro lado del taller, el hombre delperturbador experimentaba ese mismoagarrotamiento de los músculos justocuando su caballo, igualmente afectado,se tambaleó hacia atrás. La manoderecha del hombre, involuntariamente,se aferró al perturbador y el arma sedisparó.

A John le rechinaban los dientesincontroladamente. Vio las chispas delperturbador que se dirigían hacia él,

pero apenas podía mover las piernas. Searrojó al suelo con mucho esfuerzo ycayó como un saco de patatas.

Las chispas le pasaron por encima eimpactaron sobre Alistair.

La vibración del athame se detuvoen seco, como si una fuerza invisible lasofocara.

Se produjo un gran silencio y todosrecuperaron poco a poco la movilidadde los músculos. Entonces, Alistaircomenzó a gritar y a golpearse en lacabeza.

John se levantó como pudo y cogióel aparato que sostenía el athame. Se diocuenta de por qué se había detenido lavibración. La cuchilla del aparato se

había clavado profundamente en laempuñadura de la daga y habíadestrozado la hoja. Había trozos depiedra todavía incrustados en las pinzas.Otros se habían dispersado por el bancode trabajo, junto a un puñado de polvograsiento. El mismo color de la piedrahabía cambiado para convertirse en algogris, sin brillo. Cualquier energía queestuviera alojada en ese antiguoartilugio había desaparecido.

Alistair fue dando tumbos hasta lapuerta del granero. Sus rojos cabellosestaban de punta y chispas multicoloresdanzaban alrededor de su cabeza y sushombros. No podía andar en línea recta,sino que daba vueltas continuamente

sobre sí mismo, lanzaba puñetazos alaire y luego volvía a tambalearse haciala puerta. Fiona llorabadesconsoladamente mientras loobservaba y los hombres de John lomiraban en silencio, asombrados.

El propio John sintió náuseas al vera Alistair atravesar la puerta dandotumbos rodeado de aquellos destellosmulticolores. Esa sensación estabamezclada con un arrepentimiento tanfuerte que le causaba dolor físico:«¡Alistair no!».

Fue corriendo hasta su caballo y semontó de un salto. Se acercó al hombredel perturbador y le dio una bofetada.Sabía que el estado en que se encontraba

Alistair no era culpa de ese hombre,pero no podía detener su ira, contraBriac, por ponerlo en esa posición, ycontra sí mismo, por perder el controlde la situación.

—¿Cómo has podido? —gritó Johncon su voz distorsionada—. Era un buenhombre y tú lo has destruido. —Se llevólas manos a la cabeza durante unmomento y luego ordenó—: ¡Encontrada Briac!

La detonación del rollo de explosivosde John se llevó la mitad de la pared,pero la decrépita silueta no se movió, niun leve parpadeo. La posición de la

figura que estaba sobre la camilla y lastenues centellas que danzaban sobre sucabeza permanecían exactamente igualque las había dejado el mes anterior.

John se adentró entre el polvo y elhumo, y cruzó la sala. Sus ojossupervisaron los aparatos médicos quehabía en la pared trasera y luego sesentó al borde de la camilla.

Nunca había estado a solas con esacriatura. Siempre lo había hecho enpresencia de Briac y con una grantensión. Entonces, con cuidado, susdedos encontraron el borde del viejocamisón de hospital que tapaba a lafigura y remangaron su decrépita piernaizquierda. En la parte superior del muslo

había una cicatriz arrugada del largo deuna mano humana. Parecía una herida deespada o cuchillo cosida con totalnegligencia.

John sabía que encontraría esacicatriz, pero aun así quedó sobrecogidoal palparla. Briac había estado ahí conél en dos ocasiones, disfrutandosádicamente mientras obligaba a John amirar a esa figura torturada y putrefactamientras este último se obligaba a fingirque no tenía ni idea de quién se trataba.

Volvió a poner el camisón en sulugar. Aunque no podía soportar la ideade tocar el cuerpo se obligó a sí mismoa colocarle una mano sobre los huesudoshombros. Observó sus ojos hundidos, la

nariz decrépita, la mandíbulaprominente. No quedaba nada de lo queen su día fue una cara.

Sacó un cuchillo y lo colocó sobreel pecho de la criatura. Se dijo quebastaría con un solo empujón fuerte paraintroducir la hoja en el corazón y acabarcon esa situación. Sostuvo el cuchillo enalto durante un minuto entero, intentandohacerlo, pero no podía. Al fin, dejó caerla mano y se quedó allí sentado duranteun largo rato, sin saber cómo actuar acontinuación. Lentamente, como si nopudiera soportar su propio peso, lacabeza se le fue hacia delante hastaquedar apoyada sobre el colchón junto ala figura. Cerró los ojos y presionó su

frente contra la vieja sábana. Laslágrimas comenzaron a brotarquedamente, pero pronto salieron aborbotones. Era un sollozo conconvulsiones, como el llanto de un niñopequeño que descubre que su mundo seestá desmoronando.

Después se levantó de la camatodavía llorando y cortó a ciegas todoslos cables de los tubos intravenosos.Una a una fue apagando todas lamáquinas de la sala.

Cuando todo el equipo médicoquedó en silencio se volvió para mirarel cuerpo que yacía sobre la cama,esperando ver algún cambio. Pero novio ninguno. La figura estaba

completamente inmóvil y las chispasseguían danzando alrededor de su torso.

Se percató de que podían pasarhoras, o incluso días, antes de que lafigura muriera y desaparecieran lascentellas. Seguro que tras todo esetiempo su fin sería indoloro.

Se quedó parado ante el agujero dela pared y se aflojó la caja de distorsiónque llevaba al cuello para que su voz nosonara demoníaca:

—Pronto habré recuperado lo quenos pertenece por derecho —dijo en vozbaja, sintiendo ajena su voz natural—.Haré que paguen por lo que te han hechoy devolveré las cosas a su debido lugar.—Hizo una pausa, mirando el cuerpo

por última vez—. Adiós, madre.John se ajustó la caja de nuevo al

cuello y volvió a adentrarse en la noche.

16

Shinobu

Shinobu agarró a su padre por susenormes hombros, intentandotranquilizarlo. Alistair le lanzó unpuñetazo. Su hijo lo esquivó y seencontró las grandes manos del gigantónalrededor del cuello. Pero el cerebro de

Alistair volvió a retorcerse antes depoder hacerle daño. Soltó a Shinobu ycayó de rodillas, golpeándose la cabezacontra el suelo.

—Papá, ¿me reconoces?Le alzó la cabeza de modo que

pudieran mirarse a los ojos. Habíasalido la luna, que iluminaba el suelodel bosque. Su padre se quedó quietopor un breve instante, con los ojos comoplatos, sin expresión y con cortes en lascejas de darse cabezazos contra elsuelo. Luego se abalanzó sobre él.Intentó agarrarlo del cuello otra vez y learañó la piel con las uñas. De repente sedetuvo entre gruñidos y comenzó agolpearse las piernas.

«El campo distorsiona tuspensamientos. Imaginas algo, pero elcampo perturbador lo cambia y te lodevuelve transformado». Shinoburecordaba las propias palabras deAlistair. Había estado machacándolescon los peligros de los perturbadoresdurante años. «Tu mente se hará un nudopor dentro, se partirá, colapsará.Querrás quitarte la vida, pero ¿cómo?Ni siquiera ese pensamiento podráscontrolarlo…».

El humo se expandía prácticamentepor toda la hacienda, dificultando lavisión y la respiración. Shinobu habíarevisado su casa en busca del baúl delas armas, pero lo único que encontró

fue una columna de fuego allí dondeantes había estado su hogar. Había idomás lejos, a las cabañas de los Dreads,con la esperanza de que allí hubieraarmas. Los edificios no estaban enllamas, pero sí desiertos. Los Dreads sehabían marchado con todas suspertenencias.

Quin y él habían acordado seguir aFiona si se separaban, así que volvió arodear la campiña y se internó en elbosque para llegar al taller. A mediocamino, en una parte del bosque que elhumo todavía no había alcanzado,encontró a su padre, tambaleándoseentre los árboles, atrapado en unatelaraña de centellas de las que jamás

podría escapar.Shinobu se avergonzó al darse

cuenta de que Alistair no le daba pena.Si a su padre lo hubieran perturbadosolo unas semanas atrás, antes de suprimer encargo, Shinobu habría quedadodestrozado. Pero su corazón era yainsensible. Completamente insensible.Había permitido que tomara la decisiónequivocada. Sí, se lo había advertido,pero tan sutilmente que resultóimposible para Shinobu entenderlo.¿Cómo habría podido hacerlo?

No había hecho nada para impedirque fuera a su primera misión ypronunciara su juramento. Alistair sabíalo que significaba y había consentido

que sucediera. Y luego los habíaacompañado junto a Briac en másmisiones, sin decir una sola palabra.

—¿Por qué no lo evitaste? —gritóShinobu a Alistair—. Si me lo hubierasexplicado yo te habría escuchado…

A Alistair le rechinaban los dientes,como si librara una batalla en suinterior. Gritó y se las ingenió parasacarse un cuchillo del cinturón almismo tiempo. Acuchilló el aire con lahoja y se golpeó la cabeza con laempuñadura. Luego alzó el cuchillo yarremetió salvajemente contra Shinobu.Este detuvo el golpe y lo empujó.Alistair cayó al suelo, sin cejar en suintento de apuñalarlo. Se percató de que

lo hacía con la empuñadura y que queríaponérsela en la mano.

Shinobu cogió el cuchillo y su padrese alejó rodando, arañándose los dedoscon las raíces de los árboles. Luegointentó patear las piernas de su hijo.Shinobu dio un paso atrás y se apartó deél.

Su deber era liquidar a su padre.Eso era lo que se suponía que tenías quehacer cuando un camarada caía en uncampo perturbador, acabar con él. Elcampo era permanente y solo unmonstruo permitiría a alguien sufrir deese modo.

«Si soy un monstruo es por tu culpa—se dijo Shinobu—. Tú me animaste a

que lo hiciera».Guardó el cuchillo en su cinturón y

se marchó.

17

Quin

Quin seguía la voz de John a través delhumo, tan espeso a su alrededor que seveía obligada a arrastrarse por el sueloy taparse la nariz y la boca con la capa.Había seguido esa voz por toda lacampiña y al fin se acercaba a ella.

Obviamente, no se trataba de la vozreal de John, sino de ese sonidometálico y desagradable del que seservía, creyendo que podía aislarse delo que estaba haciendo. Esperaba queShinobu también oyera su chirridodistorsionado y estuviera por allí con unbuen arsenal preparado. No queríahacerle daño a John, pero las armasparecían imprescindibles para recuperara su madre.

—No tengo lo que buscas.Se trataba de una nueva voz, la de su

padre.—Sí lo tienes —repuso John—.

Cuando me lo devuelvas podrásrecuperar a tu mujer.

—¿Recuperar a mi mujer? —repitióBriac con un tono de burla en su réplica—. ¿Con eso quieres negociar?

Se levantó un poco de viento y Quinse descubrió inesperadamente en unazona despejada de humo. La luz de laluna, en lo más alto, le permitió ver queestaba de nuevo cerca de las ruinasahumadas de su propia casa, justo al piede la campiña. Distinguía perfectamentea su madre enfrente, montada a caballo,con un hombre tras ella. A pocos metrosJohn se encaraba con Briac en las altashierbas de la campiña, rodeados por uncírculo de jinetes.

Quin se agachó entre loschamuscados tallos de un metro de

altura que poco antes conformaban unapradera.

—Puedes matar a mi mujer solo unavez —le desafió Briac—. ¿Y luego qué?

«Eres una bestia», pensó Quinmirando a su padre.

—Eres una bestia —dijo la vozalterada de John, recogiendo lospensamientos de Quin.

—Sí, soy una bestia —coincidióBriac—. Pero no tengo el athame.

—Muy bien —repuso John.Quin observó como John sacaba una

pistola y disparaba a Briac en la pierna.Su padre gritó y quedó medioincorporado en el suelo, con la sangrebrotándole por el muslo a través de los

pantalones.—Ahí tienes una cicatriz apropiada

para ti —dijo John con su voz inhumana.Sabía que ver a su propio padre

sangrando tendría que molestarla, perono podía evitar sentir una gransatisfacción con su dolor. «Briac noshabría matado a cualquiera de nosotrossi hubiera tenido que hacerlo», pensó,admitiendo por fin la verdad.

Miró a John. La máscara ocultaba surostro, pero todo su cuerpo reflejaba suodio hacia Briac y la desesperación porconseguir el athame. «¿Estará tandesesperado como para herir a mimadre?», se preguntó. Sintió unanecesidad imperiosa de sacar el athame

de su capa y lanzárselo. Ese simple actopondría fin al ataque y haría feliz a Johnal mismo tiempo.

«¿Y luego qué?», se preguntó. «¿Y sidecidiéramos nosotros, Quin? —lehabía preguntado él en el establo—. Loharíamos mejor…».

—¿Dónde está el athame? —volvióa preguntar John a Briac, devolviendo aQuin al presente.

—¡No lo tengo! —gritó su padre,agarrándose la pierna herida—.¡Mátame, mátala, mata a quien quieras!Pero ¡sigo sin tenerlo!

Con todas las miradas puestas en supadre era el momento perfecto paraactuar. Quin se puso en cuclillas y se

dirigió hacia su madre agachada entre lahierba. Al acercarse vio un reguero rojoque manaba del cuello de Fiona. Teníauna herida grave y estaba todo cubiertode sangre. ¿Era John el culpable de eso?

Quin sacó un cuchillo de la fundaque llevaba a la cintura, pensando:«Espero que estés sobria, madre». Fionavolvió la cabeza y la miró directamente,como si lo hubiera oído. Al ver elcuchillo movió la cabeza levemente,dejando ver que lo había comprendido.Su caballo era el que estaba más alejadodel círculo que formaban los hombres yen ese momento pasaba desapercibido.

—Me han traicionado —dijo Briacfrenéticamente mientras John se

acercaba—. ¡No lo tengo, ya te lo hedicho!

John le disparó de nuevo, esa vez enel hombro. Briac cayó hacia atrás y lanueva herida sangró enseguida,empapando la camisa.

—No te preocupes —espetó Johncon su horrible voz—. Yo te lo coseré.Creo que tengo hilo y aguja en algunaparte.

Quin aprovechó el momento. Lanzósu cuchillo, consciente de que no era tanbuena como la Joven Dread, pero con laesperanza de que su talento bastara. Elcuchillo rasgó el aire humeante y seadentró en la garganta del hombre queagarraba a su madre. Este intentó

sacárselo, pero Fiona le giró la cabezaantes de que tuviera la oportunidad dehacerlo y la echó hacia atrás,clavándoselo hasta el fondo.

Quin corrió agachada hacia sumadre. Bajó del caballo tanto a Fionacomo a su captor, que se agarraba elcuello desesperadamente. Por losquejidos agonizantes, estaría muerto encuestión de pocos minutos. Quinrecuperó su cuchillo, cortó las cuerdasde las manos de su madre y corrieron denuevo hacia el humo.

Cuando pasaron las casas en llamasy estuvieron entre los árboles, Quin sedetuvo para examinar la herida que sumadre tenía en el cuello. Seguía

sangrando, pero el corte no era tanprofundo como para que supusiera unaamenaza inmediata. ¿Pretenderían John ysus hombres hacer una heridasuperficial? ¿O había sido cuestión desuerte?

—Tu padre… —susurró Fiona.—Nos vamos —repuso Quin con

firmeza, y aunque no lo pronunciara,quedaba claro que se refería a: «Nosvamos sin Briac»—. En cuantoencontremos a Shinobu.

Cogió a su madre de la mano ycorrieron hacia el interior del bosque,dirigiéndose a la parte occidental de lacampiña. Ese era el único sitio dondepodía estar Shinobu, a menos que se

hubiera marchado de la hacienda.—John es capaz de matar a tu padre

—espetó Fiona.Desde esa nueva posición volvían a

verlos. John se acercaba a Briac con uncuchillo en la mano. Quin se percató enese momento de que quería que lomatara. No le importaba si John erapeligroso o estaba ido. Solo quería queacabara con Briac. Eso la liberaría. Losliberaría a todos. Estaba a punto deresponder a su madre: «Te prometo quesi John no lo mata lo haré yo misma»,cuando una silueta grande que se movíaen las profundidades del bosque llamósu atención.

—¡Mira! —susurró—. ¡Ahí está

Yellen!

18

Maud

La Joven Dread y el Dread Medianoestaban apostados en las ramas de unroble enorme al pie del bosque,observando al aprendiz de la máscara.Tenía un cuchillo en la mano y seacercaba a Briac, que yacía herido

sobre la hierba de la campiña.—¡Tenéis que hacer algo! ¡Tenéis

que hacer algo! —empezó a gritar Briac.Aunque su compañero estaba

inmóvil como una piedra y respirabacon tal suavidad que apenas podíaapreciarse, Maud percibía la tensión quesentía el Mediano.

—¡Tenéis que ayudarme! —gritóBriac.

«Está hablando con nosotros —observó para sus adentros la JovenDread—. No. Está hablando con elMediano —se corrigió—. Estos dostienen secretos entre ellos».

Y el Mediano atendió a su ruego.Movió ligeramente la cabeza para

observarlo. Su cuerpo se puso entensión, listo para acelerar.

—Señor —dijo la Joven formandoesa palabra con enorme concentración—, como habéis dicho, solo estamosaquí en calidad de observadores.

Desde donde estaba pertrechado enel árbol, no podía pegarle y esa vez, nisiquiera pareció considerar esaposibilidad. Estaba concentradoúnicamente en Briac.

En la campiña, el aprendizenmascarado también se había dadocuenta de que Briac hablaba con losDreads.

Se levantó y gritó al viento:—Debéis…

Pero el resto de sus palabrasquedaron ensordecidas por el inhumanochillido de su falsa voz. Intentó gritar denuevo, pero sus palabras eran puroruido. El aparato que transformaba suvoz había dejado de funcionar.

—¡Si me apuñala no sé lo quepodría contarle! —gritó Briac—. O quépodría averiguar… El libro…

La Joven tenía los ojos puestos en elMediano. Estaba preparado paraacelerar sus movimientos, con los piesal borde de la rama. El Mediano teníamiedo de lo que Briac sabía o de lo quepodía revelar. «Y el libro». Maudrecordaba ese libro y también al niñobajo el suelo.

El aprendiz se quitó algo del cuelloy gritó con su propia voz.

—Debéis permanecer al margen.Tenéis vuestras reglas. ¡Él las rompióprimero!

La Joven lanzó su vista hacia Briac.Su pierna y hombro heridos sangrabanabundantemente y era evidente que lasfuerzas le iban abandonando. No cabíaduda de que si esperaban demasiadomoriría desangrado.

—Señor, tiene razón —convinoMaud—. Briac fue quien robó elathame…

El Mediano entró en acción. Laalcanzó desde el otro lado del tronco yla empujó de la rama, tirándola al suelo.

Estaba a poco más de tres metros ysuperó la caída con facilidad, pero lareprimenda del Mediano era evidente.Lo miró desde el suelo. Tenía unaballesta en las manos cargada con unasaeta.

—He tomado mi propia decisión —le dijo—. Y tú debes obedecerla.

—¡Ayudadme! —volvió a gritarBriac.

El Mediano soltó la saeta de suballesta y uno de los hombres de Johncayó de su caballo.

—Dispárales —ordenó el Medianoa Maud.

La Joven Dread se apresuró, con supropia ballesta ya en las manos y una

saeta dispuesta casi instantáneamente.Dejó el asta volar y observó comoimpactaba en el hombro de otro de loshombres de John, tal y como era suintención, tirándolo al suelo.

El aprendiz y los hombres restantes—solo quedaban dos— estabandesconcertados. El Mediano soltó otrasaeta al ver que uno de ellos intentabahuir al galope. Alcanzó al caballo y elhombre dio una voltereta.

El aprendiz ya solo disponía de unhombre. Ambos intentaron huir comopudieron, uno a pie y el otro, el quellevaba el perturbador, a caballo. LaJoven Dread apuntó al aprendiz con suflecha. Podía matarlo fácilmente. Solo

tenía que soltar la mano derecha. Pero,pese a lo que el Mediano dijera, esa noera su obligación. Antes le habíaimpedido que ayudara al resto de loshabitantes de la hacienda con la excusade no interferir. Por esa misma razón, nopodía obligarla a matar a John. Yahabían actuado demasiado. El chico, queya se había convertido en un hombre,que corría por su vida, no eracompetencia suya.

El Mediano había corrido a campoabierto y arrastraba a Briac hacia losárboles. Se reunió con él al pie delbosque, con la ballesta colgada a laespalda. El Mediano, todavía en modode velocidad extrema, soltó a Briac y se

revolvió contra ella. La Joven esquivósu puño, pero él tenía una daga en la otramano y ya se la había clavado en un ladodel abdomen.

Maud se retiró, sintió como salía lahoja del cuchillo de su cuerpo y se llevóla mano a la herida. La sangre se deslizóentre sus dedos.

La mano de la Joven salió despediday rajó el pecho del Mediano.

—No lo has matado —espetó este.Tenía la voz todavía acelerada, pero susmovimientos iban volviendo al ritmososegado de costumbre. Aunque lesangraba el pecho, ignoró la herida—.Tenías que haberlo matado.

La Joven Dread no contestó. Rasgó

un trozo de su capa para detener lahemorragia de sangre que brotaba de suabdomen. Luego se anudó otro trozo a lacintura para sujetar el primero confuerza. Notó como se debilitaba sucuerpo, pero el viejo maestro le habíaenseñado que la debilidad no importaba.Que a pesar de todo se seguía adelante.

—Véndale el brazo —ordenó elMediano.

Este se agachó para hacerle untorniquete por encima de la herida debala que tenía en la pierna derecha. LaJoven se arrodilló al otro lado y contuvola hemorragia del hombro.

Briac estaba prácticamente a puntode perder la conciencia cuando

terminaron. El Mediano se inclinó sobreél y le abrió un ojo.

—¿Dónde está el libro? —preguntó.La sangre de su pecho goteaba en la

camisa de Briac, pero él seguía sinprestar atención a la brecha.

—Está a salvo —musitó Briac—.Mientras lo esté yo.

—¿Dónde? —exigió saber elMediano.

—A salvo…Y tras decir eso, quedó inconsciente.

El Mediano lo zarandeó violentamente,pero Briac no despertó.

Mientras observaba esto, la JovenDread cayó al suelo. Lanzó su miradahasta su propia herida y vio que manaba

lentamente, en función de la velocidad ala que se conducía en ese momento. Sinembargo, cuando la apuñaló, la sangresalió a borbotones, al ritmo de susmovimientos de batalla. Vio un enormecharco que empapaba el suelo a sualrededor. La herida no importaba, perosi perdía la suficiente sangre su cuerposimplemente dejaría de funcionar.

El Mediano estaba de pie sobre ella,rompiendo una tira de su capa al tiempoque hundía un pie mezquinamente en suherida. La miraba de la misma forma enque tantas veces lo había visto mirar alos pequeños e indefensos animales:como si se regodeara con su dolor.Maud no podía moverse, pero tampoco

tenía intención de gritar.El Mediano sacó el athame de los

Dreads de un bolsillo de su capa. Eramás pequeño que los otros, de más bellafactura. La Joven, tirada en el suelo, vioel grabado en la base de la empuñadura:tres óvalos entrelazados. El Medianosacó el delicado reanimador de suescondrijo, una ranura en la base delmango. La vibración inundó su interiorcuando los hizo entrechocar.

El Mediano dibujó un círculo en elaire, cortó la tela del mundo y abrió unacompuerta hacia el Allá. Abrazó a Briacy se lo echó al hombro.

—Ahora ya puedes morir, si quieres—dijo a Maud.

Luego atravesó el umbral de laanomalía con Briac en brazos y penetróen la oscuridad que había tras ella.

La Joven Dread vio al Mediano através de la compuerta. Había soltado aBriac y estaba vendándose la heridasangrante del pecho con la tira que habíarasgado de su propia capa. La Joven seaferró al suelo y se arrastró hacia lacompuerta, cuyos contornos vibrabancon la energía que fluía hacia el interiordel «lugar». Pero su cuerpo no aceptabalas órdenes. Apenas se había desplazadounos centímetros cuando los bucles deluz y oscuridad comenzaron adesvanecerse, se confundieron unos conotros y se dispersaron. Poco después, la

anomalía había desaparecido,llevándose consigo al Dread Mediano.

Él había prometido no hacerle daño,pero el caos de la hacienda leproporcionaba la excusa perfecta.Cuando llegara el día de explicarle sumuerte al maestro, podría decir quehabía sido causada por el ataque deJohn.

Dejó descansar la cabeza sobre latierra. Sintió el frío suelo del bosquecontra su mejilla. Sus ojos se cerraron,lentamente.

19

Shinobu

Shinobu estaba casi al norte de lacampiña, siguiendo el sonido de la vozdistorsionada de John, cuando sus dedospalparon la inscripción de laempuñadura del cuchillo. Alzó el arma ala luz anaranjada de la casa incendiada

más cercana y descubrió una serie deletras y números en la empuñadura. Pasóunos momentos examinándola hasta queconsiguió distinguir las letras: «HKMMcB AMcB». Junto a estas habíancincelado delicadamente los números deun año cerca del extremo del mango.

Resiguió con un dedo las letras,como si no pudiera dar crédito a lo queveía.

HK MMcB AMcB

Y la fecha inscrita en el cuchillo erade seis años atrás.

«MMcB». «McB» era obviamente

MacBain, su apellido. Y «MMcB» solopodía ser Mariko MacBain. Su madre. Y«AMcB», ¿sería por Alistair? ¿Y«HK»…?

Su padre no había queridoapuñalarlo, sino entregarle el cuchillopor la empuñadura. Alistair, a pesar delos efectos del campo perturbador, habíaconseguido mantener el control de sumente para darle el cuchillo a su hijo.Con ese mensaje inscrito en él.

Su madre había muerto hacía sieteaños en un accidente de tráfico, pero esecuchillo tenía sus iniciales y las de supadre junto a una fecha más reciente.¿Sería posible que…?

«Oh, Dios», exclamó sin poder

contenerse.Había abandonado a su padre para

que muriera de la peor forma posible.Se había negado a ofrecerle esa mínimamuestra de compasión que se le daría acualquiera, incluso a un enemigo. Sehabía comportado como un niño mimadoen su propia cara. En ese momentorecordó pequeños fragmentos deconversaciones que había tenido cuandoera pequeño con su padre sobre lafamilia de su madre y lo comprendiótodo.

«Tu madre es japonesa, Shinobu,pero su familia vive en Hong Kongdesde hace mucho tiempo —le dijoAlistair en una ocasión que se quedaron

solos, mientras paseaban por la costa deCorrickmore—. A veces te imaginoallí».

Shinobu volvió a mirar lasinscripciones del cuchillo. La imaginóllevando el arma a alguna parte parahacerle el grabado. Imaginó a su padrerecibiendo el regalo secreto, guardandoel cuchillo consigo todos esos añoscomo prueba de que ella estaba a salvoy no los había olvidado. ¿Era esoposible?

Volvió corriendo por donde habíallegado, tapándose la boca para que nole entrara humo en los pulmones, pero elaire estaba más limpio en el bosque yentre los árboles podía desplazarse a

mayor velocidad.Encontró a Alistair en la falda de

una colina, tendido en el suelo. Shinobuse arrojó de rodillas junto a su padre yse esforzó por ver las centellas delcampo perturbador, pero había muypocas y desaparecían con rapidez,incluso a la tenue luz de la luna. Puso lasmanos sobre el cuerpo de su padre conel corazón encogido y le dio la vuelta.

El gigantón estaba completamenteinmóvil, con los ojos medio abiertos.Tenía severos cortes en la cara y unabrecha enorme que sangraba en un ladode la cabeza, donde el cráneo se veíaaplastado.

Shinobu le palpó el cuello, pero no

tenía pulso. Alistair estaba muerto. Lasúltimas chispas del perturbadordesaparecieron bajo su atenta mirada.

Normalmente, un hombre atrapadoen un campo perturbador no puedeconectar sus pensamientos durante eltiempo suficiente para poner punto finala la agonía. Pero la pequeña rocacubierta de sangre que había cerca de élcontaba otra historia. Después de lo queparecían muchos intentos, Alistair habíalogrado golpearse la cabeza consuficiente fuerza contra la roca paraacabar con su suplicio. Su padreconsiguió hacer por sí solo lo queShinobu se había negado a cumplir.

Se sentó sobre los talones,

embargado por un remordimientoinsoportable.

—Lo siento… —balbuceó—. Losiento mucho… ¿Es verdad que ellaestaba allí? ¿Todo este tiempo? Oh,Dios, no valgo nada…

Dejó caer la cabeza contra el pechode su padre, paralizadomomentáneamente por la vergüenza.

Las pisadas de caballo al otro ladode la colina recordaron a Shinobu que seencontraba en medio de una batalla yque su dolor tendría que esperar. Seapartó de Alistair y salió corriendo.

En la cima de la colina, ante labrillante luz de la luna que atravesaba unclaro entre los árboles, tuvo una visión

mucho más agradable. Un poco másabajo, al pie de la ladera, estaban Quiny Fiona, ambas montadas a lomos deYellen. Cuando Shinobu apareció en lacima de la colina, Quin alzó la vista y lehizo señas. Luego se llevó la mano a lacapa y sacó el athame. La luna se reflejósobre él y pareció resplandecersutilmente en su mano.

Shinobu sintió un ápice deesperanza. Podían huir de la haciendajuntos, en ese mismo momento. Bajó lacolina hacia ellas.

—¡Quin! ¡Quin! ¡Estáis aquí!Shinobu volvió la cabeza. Era John,

que la llamaba con su voz real, y sonabaconfundido. Iba a caballo, igual que el

hombre del perturbador, y acababan dellegar al pie de la colina.

John galopaba hacia Quin. Shinobucaptó el momento en que sus ojos vieronel athame.

—Lo tienes tú —exclamó—. ¡Lotienes, gracias a Dios!

Quin tiró de las riendas de Yellen yel caballo comenzó a recular. Parecíaindecisa.

—No pasa nada —la tranquilizóJohn—. Estás a salvo. El athame está asalvo. Nos hemos encontrado. Creía quete habías marchado.

Quin miró a Shinobu, que seguíaoculto entre los árboles a mitad de lasubida para que John no lo viera.

«Quin quiere escapar —pensó—.Pero quiere hacerlo sin hacerle daño aJohn». Shinobu, después de lo sucedidocon Alistair, no tenía tantos reparos.

—No puedo dártelo, John —leadvirtió Quin con voz trémula—. Esmejor que no lo tengas. Lo siento, peroes mejor que no lo tengas.

Su mirada se cruzó con la deShinobu de nuevo y este comprendió alinstante lo que pretendía hacer. Selibraría de John usando el athame.

Antes de que este pudiera acercarsemás, Quin tiró del bocado de Yellen, loespoleó con los talones y marchó con sumadre al galope.

—¡Quin, espera! ¡Escucha!

John espoleó al suyo para seguirlas.—¡Ya no te hace caso! —advirtió

Shinobu con cierto entusiasmo cruel.Tardó un instante en quitarse la ballestade la espalda, colocar una saeta ydejarla volar.

La saeta no dio a John, pero sí sehundió en su montura y atravesó la carnedel caballo, que reculó y emitió unalarido, cruzándose en la trayectoria delotro jinete. El hombre, desequilibradopor el peso del perturbador sujeto a supecho, se tambaleó en la montura yestuvo a punto de caer.

Shinobu aprovechó ese momentopara salir de entre los árboles y corrercolina abajo hacia ellos.

A medio camino vio que John sacabala saeta y recuperaba el control de sucaballo herido. Tras eso, cabalgó haciala campiña para atrapar a Quin.

Shinobu echó a correr de cabezahacia el segundo hombre, lo alcanzó y loderribó violentamente de su montura. Elhombre cayó al suelo y quedóprácticamente aplastado por el peso delperturbador. Shinobu le rompió laballesta en la cabeza, haciendo añicos lavieja arma.

—¡Esto es por Alistair! —gritó.Luego saltó sobre la montura y fue

en busca de John. Quin y Fiona iban pordelante, atravesando la campiña conYellen a toda velocidad. John fustigaba

al caballo con las riendas y el animaldejaba un reguero de sangre por uno desus blancos flancos.

Shinobu espoleó al equino y lofustigó hasta que llegó a la campiña atoda velocidad. El caballo dio unacelerón y alcanzó a John. Estabancabeza con cabeza. El viento se habíallevado el humo de la campiña y la lunabrillaba sorprendentemente en el cielo.

—¡Solo quiero lo que me pertenece!—gritó John, todavía enmascarado.

—¿Y Alistair qué?—¡No ha sido a propósito! ¡Por

supuesto que no!Shinobu estiró el brazo e intentó

hacerlo caer del caballo. Pero, en lugar

de desmontarlo, John tiró de élinesperadamente y le hizo perder elequilibrio. Shinobu le estampó una manoen el hombro para impedir la caída. Conla otra, intentó quitarle las riendas. Johnlas agarró con fuerza, su caballo giróbruscamente y arrastró a Shinobusacándolo de la silla. Este, con laspiernas colgando al liberarse de sucaballo, se enganchó al hombro de Johnférreamente y chocó contra él con todosu peso. Entrelazó una pierna con la deél para evitar la caída y se aferró condesesperación al arzón de la silla.

A pesar del traqueteo del caballobajo su peso, Shinobu notó que lasmanos de John buscaban su pistola.

Sentía ya su frío metal sobre el hombro.¡John iba a disparar! Shinobu tenía lamano sobre el arzón y rozaba lasriendas. Las enganchó con un dedo y tiróde ellas, haciendo girar la cabeza delcaballo.

El animal reculó, giró sobre símismo y, a punto de caer, los arrojó aambos al suelo y los hizo rodar por lapradera. La pistola se disparó sin herir anadie. Tras esto empezaron a golpearse,como en una pelea de bar. Salvo que elbrazo de John, el que sostenía el arma,estaba malherido. Se había hecho dañoen la caída. Volvió a disparar con lapistola descontroladamente y Shinobu lepropinó un puñetazo en la muñeca herida

y notó que se rompía. John profirió unalarido al tiempo que soltaba el arma.

A menos de cincuenta metros, elhombre del perturbador corría haciaellos por la pradera. Shinobu oyó elaullido del arma, dispuesta a disparar.Se levantó inmediatamente y corrióhacia Quin.

20

Quin

Quin tiró de Yellen para que sedetuviera, sintiendo un dolor punzanteque recorría su pecho hastaadormecerlo. De repente, le costabarespirar.

Shinobu corría hacia ella a pie. Alzó

el athame por encima de su cabeza ysacó el reanimador de su capa.

—¡Agárrate fuerte a mí, madre! —exclamó.

Veía como Fiona se abrazaba a sucintura, pero no sentía los brazos.

Shinobu solo había cubierto la mitadde la distancia que los separaba y Johnhabía vuelto a su caballo y empezaba aarrearlo. Estaba lesionado, pero su furiaera desesperada. Quin sabía que no teníamás que darle el athame para acabar contodo. Estaba implorando su ayuda. Perono podía hacerlo. Había herido a Fionae intentado disparar a Shinobu, dospersonas que jamás le habían hechodaño alguno. Y si era capaz de herirlos a

ellos en su intento por conseguir la dagade piedra, ¿qué no haría cuandoestuviera en su posesión?

—¡Agárrate, madre! —gritó, yespoleó a Yellen hacia Shinobu—.¡Deprisa, Shinobu!

Consiguió golpear el athame con elreanimador a pesar del cansancio querecorría sus músculos.

Sintió crecer la vibración de la dagade piedra bajo el ruido que hacía elcaballo de John galopando hacia ellos ysu propia respiración dificultosa. Teníamareos y los brazos parecían pesarlecientos de kilos, pero consiguió parar aYellen. Lo agarró por las crines, seinclinó hacia delante y usó el athame

para rasgar un inmenso círculo en el airepor delante de su caballo.

Shinobu casi había llegado. Tenía elpelo rojo manchado de ceniza y los ojosdesorbitados de correr a toda prisa.John lo seguía de cerca.

Los bucles de luz y oscuridadempezaban a unirse y formar ante ellosun portal circular, cuyos bordes bullíancon una energía que tiraba hacia suinterior, hacia la oscuridad.

—¡Quin, no! ¡Por favor, espera! —gritó John.

Apenas sentía su pecho y lainsensibilidad se extendía a los brazos.Notó una leve presión en la cinturacuando su madre se agarró con más

fuerza. Quin picó espuelas sobre Yelleny el caballo saltó hacia delante,describiendo un arco alto y perfecto,como si saltara por encima de una valla.Atravesaron la abertura limpiamente, altiempo que los bucles comenzaban asuavizarse y deshacerse con un sonidosiseante.

—¡Shinobu!Intentaba gritar, pero su voz salía

apagada. Shinobu estaba allí. Se arrojóa través de la anomalía que se cerrabatras ella. Los bucles blanquinegros eranya como un río entrecortado que lostransportaba a todos hacia la oscuridad.Quin volvió la cara a tiempo de ver aJohn, que se había quitado la máscara y

seguía galopando hacia ellos. Su rostrose descomponía al mirarla a través deese portal menguante, y curiosamente, enlugar de mirarla a la cara, tenía los ojosfijos en su pecho.

—Oh, Dios, no… Quin… —lo oyódecir.

Bajó la vista y vio una enormemancha roja que se extendíafunestamente por su camisa. La habíandisparado.

Tras esto la anomalía se autorregulóy los alejó del mundo de la haciendahasta que se sumieron en la oscuridad.

21

Quin

Quin cayó del caballo y aterrizó en elvacío.

Su madre estaba con ella, en algunaparte. Quin notaba como Fiona palpabaa ciegas, intentando encontrarla en laoscuridad.

—No te veo… No te veo…La voz de su madre sonaba extraña,

como un calco agudo y estirado de suvoz real.

Quin no sentía el pecho, pero sabíaque esa insensibilidad no duraríaeternamente y, cuando acabara,empezaría a agonizar.

Comenzaba a tener escalofríos y larespiración entrecortada.

—Me han disparado —susurró—.Tal vez sea mejor así…

—Calla, calla —dijo Fiona.Había una gran confusión de brazos

y piernas, como si hubieran entrado diezpersonas con ellos a través de laanomalía.

—John podría haberte matado…Todo ha salido mal…

—Calla, Quin. —La voz de Fionasonaba lejos, pero estaba segura de quela mano que tenía en su estómago erasuya—. ¿Qué ha salido mal? Estás aquíconmigo. Hemos escapado.

—He hecho cosas malas, mamá.Demasiadas. No puedo librarme deellas.

«Una imagen clara de mi hogar, yallá adonde iré…». Quin oía a Shinobuentonar el cántico temporal. Estaballegando.

Su propio sentido del tiempo estabacambiando.

—¿Cuánto tiempo…?

—¿Cuánto tiempo de qué?—¿… llevamos aquí?—No lo sé —respondió Fiona a lo

lejos.Quin notó una mano en el brazo

derecho y luego otra en el izquierdo.Incluso en la oscuridad supo que setrataba de Shinobu. Había ciertainteligencia y seguridad en la forma enque sus manos se desplazaron por susbrazos hasta alcanzar el athame y elreanimador. Empezaba a enfriarsemucho y él estaba caliente.

—No sé adónde ir —susurró.—Yo sí —respondió Shinobu.

Acercó su mano a ella—. ¿Podrásmantenerte despierta?

—No lo sé.—Inténtalo. Tienes que intentarlo.—Todo se ha fastidiado.—Sí —convino él.El tenue brillo del athame le

permitió ver como ajustaba los diales ypreparaba una nueva combinación decoordenadas.

Shinobu hizo entrechocar el athamecon el reanimador y Quin se vioenvuelta por la vibración. Se le cerraronlos ojos.

—Quin, no puedes dormirte, porfavor. —Notó que la movía—. Fiona,agárrala por los pies. ¡Fiona!

Quin se obligó a abrir los ojos, viola nueva anomalía y oyó su rumor. La

estaban llevando en brazos. Cuandovolvió a abrir los ojos, sintió el airefresco en la cara. Estaban en el exterior,en algún lugar al aire libre y la brillanteluz del sol le daba en la cara.

Estaba a punto de perder laconciencia. Oyó sirenas, voces en unalengua extranjera. Rostros asiáticos a sualrededor. Su pecho estaba inundado conun dolor caliente y rojo de unaintensidad sobrecogedora.

Cerró los ojos durante un buen rato.Tras esto, la imagen de una tranquilahabitación iluminada con velas y unhombrecillo de pelo cano con los ojosrasgados y un rostro brillante. El dolorempezaba a desaparecer. ¿Cuánto

tiempo llevaba allí? ¿Horas? ¿Días? Talvez no se encontraba allí en absoluto,sino en el Allá. Se oía hablar a símisma. Sus ojos no querían permanecerabiertos.

El hombrecillo estaba susurrandoalgo. Quin no estaba segura de entenderlo que le decía. Parecía que tuviera losoídos tapados con algodón. Pero, apesar de todo, se veía envuelta en unasensación de felicidad y luego volvió aperder la conciencia.

22

Shinobu

Shinobu esperó a la noche, cuando elBridge parecía más desierto. Habíarecorrido enrevesados pasillos yoscuras escaleras para llegar hasta allí.Al final había alcanzado las vigasexteriores y caminaba por el mismo

borde como un gimnasta sobre una barrade equilibrios.

Veía el puerto y los cientos de milesde luces que había a cada lado delBridge, más luces de las que jamáshabía visto en un solo lugar. El agua delmar brillaba junto a la costa y reflejabael resplandor de los edificios, tan altos yesbeltos que parecían monstruososjuncos que se balanceabandelicadamente en la noche. Pero allí,bajo el Bridge, el agua estaba oscura.

Tenía la imagen de su padre grabadaa fuego en la memoria: Alistair con losdientes apretados y el rostro retorcidode dolor, cubierto de sangre y arañazospor los cabezazos que se había dado

contra el suelo. Una y otra vez, sentíacomo Alistair le ponía la empuñaduradel cuchillo en la mano, intentandoayudarle en su último destello decordura. Y Shinobu no había hecho nadapor él.

Todo era culpa de John. El ataqueera culpa suya. Pero ¿quién podíaculparlo por odiar a Briac? ¿Podía élculpar a John por atacarlos? No. Élhabría hecho lo mismo de haber estadoen su lugar. También él había soñadocon arremeter contra Briac.

En cambio, Alistair era su propiopadre. Shinobu podría haber mostradoclemencia con él cuando más lonecesitaba y se había negado a hacerlo.

Y lo había hecho por decisión propia.Colocó una mano en una de las vigas

de acero que había sobre su cabeza y seapoyó en ella, asomándose a lasprofundas aguas que corrían bajo elpuente, llevadas por la marea. Sacó elreanimador, escondido entre su ropa, ylo arrojó a las profundidades lo máslejos que pudo. Después se desplazó porla estructura externa del Bridge,saltando de una viga a otra. Cuando lepareció haber llegado al mismo centrode la arcada del puente, sacó el athame.Lo lanzó a lo más alto del cielo nocturnodibujando una parábola y luego lo viodescender hasta que llegó al agua ydesapareció inmediatamente de la vista.

«Que el océano se los lleve y setrague el recuerdo de esas centellas. Quese lo trague todo…».

Volvió a la carretera central delBridge y se dirigió a casa del maestroTan. Tras subir unas escalerasexteriores, miró por la ventana de lasegunda planta. Quin yacía sobre unacamilla en una habitación iluminada porla luz de las velas, con el pechoenvuelto en un complejo vendaje yagujas de acupuntura con incienso dehierbas en las puntas colocadas por todoel cuerpo. En otra habitación que habíaun poco más allá vio a Fiona, quedormía en un sofá con el cuellovendado.

Quin había estado muerta por untiempo, estaba seguro. Cuando lallevaron al Bridge no respiraba, sehabía quedado fría. En ese momentotenía los ojos cerrados, pero susmejillas estaban sonrosadas. Mientras laobservaba, incluso le pareció quehablaba.

El maestro Tan estaba inclinadohacia la cabeza de Quin, diciéndole algoen voz baja. Shinobu empujó la ventanay deslizó el cristal unos centímetrosarriba para poder escucharlo.

—Pequeña, pequeña —decía elmaestro Tan con palabras que parecíansacadas de un sueño febril—, esto no esnecesario. —Alisó con una mano las

arrugas de preocupación que crispabanla frente de Quin—. Puedes olvidar siasí lo deseas… Puedes olvidarlo todo.—Quin movió la cabeza de un lado alotro—. Olvidar es… tan simple comodecidirlo, tan reconfortante comometerse en una cama caliente —murmuraba—. Pequeña, te has marchadoy has vuelto. La reinvención es elpresente que puedo ofrecerte. —Quinvolvió a fruncir el entrecejo—. Puedestomar esa decisión en un instante, oesperar toda una vida. Puedes olvidartede todo —susurró—. ¿Qué eliges?

Mientras Shinobu contemplaba lainquietud que surcaba su rostro, Quinmurmuró algo al maestro Tan y sus

facciones se relajaron. Al cabo de unbreve tiempo pareció caer en un sueñonatural.

¿Sería verdad eso? ¿Era posibleborrarlo todo de la pizarra y empezar aescribir de nuevo? Shinobu se presionóla cara con las palmas de las manos,intentando sacarse de la cabeza laimagen de su padre tirado en el suelodel bosque con la cabeza sangrando.

Allí estaba Quin, su prima. ¡Primalejana!, quiso siempre puntualizar.Debería permanecer a su lado. Tal vezcuando se recobrara sería capaz deverlo como él siempre la había visto aella. Después de la noche en que habíansido nombrados Seekers quiso llevarla

consigo, pero no lo hizo. Cada vez quela mirase, recordaría demasiadas cosasdesagradables. Y la verdad era que yano podía percibir en sí mismo a lapersona que le habría gustado que Quinviera. Había acompañado a Briac enesas misiones por decisión propia.Había abandonado a su padre. Ya no erael mismo de antes.

Se marcharía. Cuando Quin serecobrara allí con el maestro Tan, Fionay ella serían libres para desaparecer enel mundo, lejos, donde nadie, ni siquieraShinobu, pudiera encontrarlas nunca.

—Adiós, Quin.Susurró estas palabras y corrió

escaleras abajo.

Salió apresuradamente del Bridge yse adentró en la noche de esa nueva yextraña ciudad en la que su madre talvez todavía lo esperase y donde quizáfuera posible comenzar una nueva vida.

INTERLUDIO

OTROS TIEMPOS YLUGARES

23

John

John se había quedado dormido en lacama pequeña. Se despertó al oír elestruendo. Había alguien haciendomucho ruido en el salón. Un momentodespués se produjo otro estruendo,seguido de varios más, y luego oyó una

palabrota. Era la voz que esperabaescuchar. ¡Su madre había llegado acasa!

John sacó sus pequeñas piernas de lacama y corrió hasta la otra habitación.Allí estaba su madre, de pie en mediodel salón. Frente a ella había unacómoda tirada, con los cajones fuera ysu contenido esparcido por el suelo.

Se fijó en estos detalles solo depasada, porque había algo mucho másimportante que llamaba su atención:sangre. Sangre por todas partes. Por unmomento pensó que podía ser pintura,pero no lo parecía. Era más… real.Tenía los pantalones manchados dearriba abajo. Se había formado un

charco a sus pies y los papeles quehabían salido de los cajones estabansalpicados. Su pelo castaño, atado enuna cola, también estaba manchado derojo.

—¡Mamá! —gritó el niño,demasiado asustado para acercarse aella.

Catherine interrumpió un momentosu frenética búsqueda en los cajones.

—John…Estaba tan sorprendida de verlo que

tardó varios segundos en moverse. Sequedó mirándolo con el entrecejo y laboca fruncidos.

John centró su atención en el corteque veía en la parte superior de su

pierna izquierda. Tenía los pantalonesrotos y se había atado una tira de telaalrededor de la herida, pero seguíasangrando. Por todas partes.

—Cariño… —susurró su madre—.¿Qué haces aquí?

—E… encontré esta dirección.Estaba en un bolso que tenías en casa.

Fue hacia ella y luego se detuvo. Eraprobable que estuviera enfadada con él.

Su madre siguió con el ajetreo,buscando entre los papeles que habíaesparcidos por el suelo. Sus dedosapresaron un libro grueso con las tapasde cuero. Se quedó mirándolo, como siuna vez encontrado no supiera qué hacercon él.

—No tendrías que estar aquí —dijo,más a sí misma que a John.

Esas palabras le hicieron sentirsemal. Había ido al apartamento por supropia cuenta para darle una sorpresa.

A su madre le costaba un esfuerzotremendo respirar. Avanzó hacia éldando tumbos y se arrodilló paraponerse a su misma altura y mirarlo alos ojos. Cuando lo agarró por suspequeños hombros, el fuerte olormetálico de la sangre penetró en sunariz. Era aterrador.

—Deberías estar en el Traveler. Asalvo.

—Que… quería verte. Te fuiste hacemucho. Y estás herida.

No estaba seguro de que su madre loescuchara realmente. Había girado lacabeza para escuchar otra cosa, tal vez aotra persona. O puede que simplementeestuviera pensando en algo.

—Llegarán dentro de poco. ¿Cuántotardarán? ¿Lo conseguiremos?

John sabía, a pesar de tener solosiete años, que hablaba consigo misma yno esperaba respuesta. Su madre guardóel libro de cuero en la cintura de lospantalones de John y se levantó comopudo.

—Ven —dijo cogiéndolo de la mano—. No puedo llevarte a casa, pero sícerca. Encuentra a un policía. Dile elnombre de tu abuelo. Tienes que

mantener este libro a salvo. Maggiesabrá dónde hay que esconderlo.

—¿Qué quieres decir? —le preguntótirándole de la mano en un intento de quelo mirara a los ojos—. Tenemos que iral médico, ¿no?

Catherine se sacó algo de lachaqueta. Parecía una daga, pero estabahecha de piedra. Comenzó a girar losdiales de la empuñadura. Luego sedetuvo y entornó los ojos como si nopudiera ver bien la daga a pesar detenerla delante.

—¿Puedo hacer una cosa? —preguntó John.

Catherine miró la brecha que teníaen la pierna izquierda. Se había formado

otro charco a los pies de John. Fueentonces cuando él se percató de que nohabía sangre en la entrada delapartamento. El caos empezaba yacababa en el centro de la habitación.

Su madre perdió el equilibrio y cayócon todo su peso sobre una de susrodillas.

—No, no, no… —murmuró.Se apoyó en los hombros de John e

intentó levantarse, pero sus piernas yano obedecían. Se había quedado sinfuerzas. John no sabía cómo ayudarla yestaba al borde de un ataque de pánico.

—No puedo llevarte conmigo —susurró ella finalmente—. Podríaarriesgarme por mí, pero no puedo

correr el riesgo de abandonarte en elAllá.

Lágrimas calientes brotaban de losojos de John y caían al suelo, junto alcharco de sangre.

—Por favor, mamá. ¿No podemos ira ver a un médico? Ellos tienen vendajesy esas cosas. Pueden curarte la pierna.

Su madre había quedado postradasobre el parquet. Apenas parecía capazde mantener los ojos abiertos. Sedeslizó hasta él, le quitó el pelo de lacara con sus manos ensangrentadas y seacercó cuanto pudo.

—Solo tengo unos minutos.Averiguarán adónde tienen queseguirme. No tardarán mucho.

Se llevó las manos a la cabeza,esforzándose por pensar.

—Lleva el libro allí —le dijoseñalando un armario que había en lapared—. Mira en ese aparador.

John se sacó el libro de piel de lacintura del pantalón con manostemblorosas y atravesó la habitación. Alfondo del armario había una caja fuertecon la puerta de metal abierta.

—Ponlo dentro y ciérrala. El botónrojo la asegura. Él querrá encontrarlo…Así tendré algo con lo que negociar…

Su madre se desvanecía.John hizo lo que le pedía y metió el

libro en la caja fuerte. Volvió junto a sumadre. Apenas respiraba

entrecortadamente.—Necesito que hagas… exactamente

lo que te digo. Rápido. ¿Podrás?John asintió.—Buen chico. En ese banco… hay

una puerta. Yo no puedo tocarla o dejarérastros de sangre… Ve y ábrela.Espera… los zapatos. —Le miró loszapatos, que estaban milagrosamentelimpios de sangre—. Vale. Ve y ábrela.

John caminó hacia el largo bancoque había a un lado del salón y levantóel pesado panel que le servía de asiento.Había un espacio debajo con la formade un ataúd que contenía diversostrastos: cojines, herramientas, unamanta.

—¿Quieres que me meta ahí dentro?—preguntó John.

—Ahí no… Debajo. Hay otra puerta.Busca con la mano… una palanquitapequeña. Si la empujas se desliza.

John palpó el interior del asiento.Sus pequeños dedos localizaron lapalanca oculta. La empujó y el fondo delataúd se deslizó varios centímetroshacia la pared.

—Deja las cosas encima, si puedes—dijo.

Se metió dentro del banco y seapretujó para entrar por la puerta delfondo. Debajo de esta había otroespacio que bastaba para ocultar a unadulto.

—Ahora ciérrala —le apremióCatherine.

John empujó las almohadas y lasotras cosas a un lado para que noquedaran atrapadas en la puerta. Luegose agachó y cerró el panel que quedabaencima de él. Le preocupaba quedarse aoscuras, pero se dio cuenta de que podíaver. Había unas pequeñas ranuras en labase del banco y a través de ellas seveía el salón.

Su madre estaba tendida en el sueloa varios metros de distancia. Tenía losojos abiertos, sin expresión. Su pechosubía y bajaba. Al cabo de un momentocerró los ojos, sacó fuerzas de donde notenía y se apresuró a acercarse un poco

más a él. John veía su cara a través delas ranuras.

—Hay una palanca detrás de ti —explicó—. Sirve para cerrar el banco.

John se dio la vuelta y palpó lapared. Tocó una pieza de metal planacon los dedos y la presionó. El pesadoasiento se cerró de golpe y oyó ungolpetazo sobre su cabeza.

Catherine cogió la daga de piedradel suelo y la sostuvo en alto para queJohn la viera bien. Respiraba de maneraextraña, como si el aire no llegara aentrar bien en sus pulmones.

—Mamá, por favor, ¿por qué no vasal médico? —preguntó. A pesar de susesfuerzos por evitarlo, John lloraba de

nuevo—. Yo me quedaré aquí, si eso eslo que quieres.

—Necesito que me escuches conmucha atención. —Se interrumpió pararespirar—. ¿Ves esta daga?

—Sí, madre.—Se llama athame. Repítelo para

que lo recuerdes: «Adzami».—«Adzami», susurró John.—Esto te pertenece por derecho de

nacimiento, John. Ha pertenecido anuestra familia desde… cientos… puedeque miles…

Hizo una pausa, intentando respirar.Tardó un buen rato en proseguir.

—A lo mejor puedes contármelodespués de ir al médico —sugirió John.

Para entonces ya había mucha mássangre alrededor de Catherine quecuando se había metido en suescondrijo. John se acercó más a lasranuras de madera del banco y su pietropezó con algo. Estiró el brazo y sintióun metal frío y suave. Había una especiede casco en el suelo del refugio. Lo echóa un lado para poder acercarse almáximo a las rendijas.

—Somos una familia antigua. Noshan traicionado… Asesinado…robado… —Volvió a interrumpirse—.No hay tiempo, maldita sea… Maggietendrá que explicártelo. —Inclinó ladaga de piedra hacia él—. Nos larobaron, la perdimos durante un siglo…

Yo la recuperé. —Acercó más el athamehacia él—. ¿Ves esto? —dijo señalandola empuñadura.

Había un animal diminuto grabadoen la piedra.

—Un zorro —dijo John, reteniendola palabra en su garganta.

—Un zorro. Nuestro símbolo. Con elathame… nos da poder sobre la vida yla muerte. —Rio quedamente, lo queinterfirió en sus intentos por respirar—.Excepto ahora… Ahora significará mimuerte.

—Mamá, por favor…—Tú sí tendrás el poder de la vida y

la muerte, John. Tú decidirás. Ellos mehan… traicionado… Creen que somos…

pequeños y débiles, impotentes…,fáciles de matar… ¿Somos fáciles dematar, John?

—No —susurró.—No. El athame te permitirá…

decidir… Ahora se lo llevarán, pero túlo recuperarás.

—¿Cómo voy a…?—Les haré aceptar… un trato…

Briac. Briac Kincaid. Repite estenombre.

—Briac Kincaid —repitió en vozbaja.

—Estaba con otras personas hace unmomento, así que creo que habrá…testigos. Lo obligaré a prometer… quete eduque…, si tú se lo pides. Cuando

pronuncies tu juramento él tendrá quecontarte… todo lo que quieras saber.Todo, John. Pero antes tienes quepronunciar tu juramento. Y ser lobastante fuerte para poder recuperarlo.

—¿Qué es mi juramento?—Ya lo sabrás. El libro… Yo sé

más que ellos… Más que esos dos. —Estaba sonriendo—. Es tan valiosocomo la daga si se pone en las manosadecuadas. Ahora tendré que darle estelibro, pero tú tendrás que volver aencontrarlo, y también… Hemosescrito… Un millar de años… Estoy tancerca… —Se vio obligada a detenerse.John advirtió que, aunque su madrerespiraba, no parecía hacerle ningún

bien hablar. El charco de sangre se hacíacada vez más grande. Se preguntó cuántasangre podía contener un cuerpo. Alfinal, continuó—: Tu juramento y nuestroathame, el del zorro. Prométemelo…

—Lo prometo —dijo.—Repítelo, John.—Lo prometo. Mi juramento y

nuestro athame, el del zorro.Sus lágrimas brotaban ya libremente.

Las oía golpear la madera a sus pies.Catherine dejó caer el athame al

suelo. Su pecho se elevaba y bajaba conrapidez.

—No debes tener miedo a actuar…Tienes que estar dispuesto a matar…

—¿Qué quieres decir?

—Es necesario hacerlo… parasobrevivir… A veces por el dinero…como hice yo para conseguir elTraveler… Son muertesinsignificantes… Otras tendrán másimportancia… para que paguen por esto—dijo señalando hacia el enormecharco de sangre que se extendía a sualrededor—. Haz lo que tengas quehacer. Sin tener piedad de nadie, ¿meentiendes?

—Sí —dijo con la voz rota.—Nuestra casa resurgirá de nuevo, y

las otras caerán… tal como debiósuceder hace ya tiempo. —Cada vezhablaba más bajo. Hasta que su voz seconvirtió en un susurro—. Cierra los

ojos.—¿No puedes ir al hospital…?Una vibración, grave y penetrante,

sacudió la habitación. John la sintió enel estómago.

—Están llegando —advirtióCatherine, cerrando sus propios ojos—.No hagas ruido… veas lo que veas. Dilea Maggie lo que ha pasado. —Su voz sedesvaneció y a John le pareció que sehabía quedado dormida. Luego sereanimó—. Prométemelo. John. Ni unruido.

—Lo prometo —susurró.Catherine sonrió.John se enjugó las lágrimas con la

mano y advirtió la mancha roja que tenía

en la manga a la tenue luz que entrabapor las rendijas. Seguramente su madrehabía teñido su mejilla de sangre.

La vibración creció hasta que loenvolvió por completo. Despuésllegaron voces de la nada. A pesar deque la puerta principal no había sidoabierta, vio pies de diferentes personascaminando por el salón. La vibracióndisminuyó y le permitió oír las voces dedos hombres. Uno de ellos hablaba demanera extraña y espaciada, el otro conbrusquedad e impaciencia. No veía suscaras, pero uno de ellos se detuvo frentea Catherine y John se fijó en sus botas:gruesas, de piel vieja con suelas deseguridad y las puntas reforzadas con

hierro. John pensó que eran las botas deun asesino.

Las piernas y pies del segundohombre quedaban al otro lado de lahabitación, y apenas podía verlo. Perohabía otros zapatos cerca, mucho máspequeños, hechos con un cuero suave deotros tiempos. Parecían pertenecer a unachica, pero quienquiera que fuera supropietario no llegó a decir palabra,simplemente se arrodilló sobre el suelo,dándole la espalda a John, y comenzó avendar las heridas de su madre. Lapequeña figura volvió la cabeza en unaocasión y John vislumbró sus ojos bajoun casco de piel. Le preocupaba que lohubieran visto, así que apretó

fuertemente los párpados con laesperanza de volverse invisible. Nopudo evitar llorar. Se llevó un brazo a laboca para enmudecer el sonido.

Una voz de hombre preguntaba:—¿Dónde está?Su madre respondía. Su respiración

era jadeante, pero hablaba conamabilidad.

—Allí. Puedes forzar la caja fuerte ydestruirlo o hacerme una promesa…Ante estos testigos.

John oyó una nueva voz al otro ladode la habitación, procedente del suelo,que pertenecía a otro hombre.

—Yo seré tu testigo, Catherine —seofreció.

Sus palabras sonaban forzadas,como si el que hablaba sufriera un grandolor.

John se atrevió a abrir los ojosdurante un momento, con la esperanza dever quién había hablado. Vislumbró unafigura grande con el pelo rojo tirada enel suelo, que se sujetaba el pecho conlas manos como si estuviera gravementeherida. Entonces la silueta más pequeñase colocó justo delante de John. Era lachica de nuevo. Cerró los ojos confuerza y se pegó a la pared trasera de suescondite.

Su madre habló durante un rato, tanbajito que John no pudo distinguir laspalabras y luego se oyó un chirrido

agudo cada vez más fuerte y un estallido.Era un sonido horrible, así que se tapólos oídos con las manos. Al cabo de unrato, cuando abrió los ojos, vio luces decolores danzando alrededor de lahabitación. Luego volvió a cerrarlos yprocuró hacerse tan pequeño ysilencioso como pudo.

Pasaron muchas horas hasta quefinalmente salió del banco y de aquelapartamento vacío con el sueloensangrentado. Desde allí, aquel niño desiete años sin madre, y con una promesaque pesaba como una losa, recorrió lascalles de Londres de regreso alTraveler.

24

Maud

Estaban jugando a policías y ladrones. AMaud le tocaba salir corriendo de lacola de los niños en la plaza del puebloy ser perseguida por otro. Maud gritó ycorrió a través del barro. Al volver lavista vio que su perseguidor era el chico

alto que cojeaba, Michael. A pesar de sulesión en el pie, era muy rápido.Balanceaba las piernas con un estilo decorrer propio y, como las tenía muylargas, podía seguirla sin problemasmientras ella se zambullía en loscharcos y cruzaba los profundos surcosque dejaban los carros.

Los quince niños restantesempezaron a dispersarse por la plazadel pueblo y los callejones adyacentes, ysus perseguidores intentaban tocar alladrón al que perseguían y obtener unprisionero para su equipo.

Las piernas de Maud a la edad desiete años se movían tan rápido comopodían, pero en la parte baja de la plaza,

llena de barro y excrementos deanimales, aquello no bastaba. La faldade su vestido, que antes era de colormuy claro, estaba cubierta de porqueríay hojas que volaban por toda la ciudaden esa mañana de otoño.

Se atrevió a echar una ojeada atrás ydescubrió que el chico que cojeaba sehabía detenido. Había perdido un zapatoen el lodazal e intentaba volver a meterel pie dentro sin pisar el suelo. Maud seescondió en un callejón, corrió diezpasos y luego anduvo de lado por eldiminuto pasaje que llevaba hasta lataberna. Allí siguió avanzandolentamente con la espalda pegada a lapared.

Oyó que el chico llegaba al callejón.Intentó mantener los ojos cerrados,creyendo que eso la ayudaría a pasardesapercibida, pero cuando los pasos seacercaron no pudo resistir echar unvistazo. Michael pasó de largo por laentrada a su pequeño pasaje.

—Maudy, ¿dónde estás? —le oyógritar desde un poco más lejos—. Aquíya no vale. El patio de la cárcel seacaba aquí.

Maud sonrió y se adentró más en elcallejón trasero. Este la llevaría a otracalle y desde allí podría volver a labase sin que la cogieran, y sin salir delos límites del patio.

—¡Maudy! —gritó el chico de nuevo

—. ¡Eso no vale!Su voz sonaba más lejos. Había

continuado por el callejón principal ycuando ella saliera por la otra parteestaría demasiado lejos para podercogerla.

El olor de los animales impregnabasu olfato a medida que avanzaba por eloscuro y embarrado pasillo. A suizquierda el diminuto pasaje llevaba aun patio empedrado detrás de la posada,donde había varios caballos atados.Hacía semanas que no retiraban losexcrementos y el olor era penetrante.Maud pasó a hurtadillas por la entradaal recinto con la intención de colarse enel oscuro pasaje que había tras él, pero

algo llamó su atención.En la parte trasera de la posada

había una habitación que daba alcallejón. La persiana de la ventanaestaba medio abierta y oyó voces quediscutían en el interior.

—No creas que harás cambiar alViejo de opinión —decía una de lasvoces—. Ha habido otros Jóvenes antesque tú, pero yo sigo aquí.

Maud quedó intrigada. La voz de esehombre sonaba cruel, lo cual la asustó,pero también parecía extranjera y eso laatrajo. Hablaba su propia lengua, perolo hacía de un modo curioso.

—No puedes evitar que hable conmi propio maestro —repuso otra voz

mucho más joven—. Los dos hemospronunciado el mismo juramento.

—¡Juramento! —espetó el mayor,prácticamente escupiendo la palabra—.Alargado, así es como estoy. Desde hacemás años de los que se pueden ya contar.

«¿A qué se referirá con“alargado”?». ¿Es que era un hombrelargo y delgado? ¿Lo habrían puesto enel potro de tortura? La curiosidad pudocon Maud. Se acercó más. Poniéndosede puntillas podía ver a través de larendija que quedaba entre la persiana yel muro de piedra. La habitación estabaa oscuras, casi tanto como el callejón enel que ella se ocultaba, pero distinguíalas caras de ambos hombres. Aunque a

ninguno de ellos parecían haberloalargado.

—Estuviste con una mujer —dijo eljoven—. Te vi. En la habitación dearriba.

El joven también hablaba raro. Notenía acento de extranjero, pero su vozera muy pausada, como si lo tuvierapensado todo de antemano y las palabrassalieran de su boca a un ritmo continuo.

—A nadie le importa lo que vieras—repuso el mayor.

—Nos apartamos de la humanidadpara no enturbiar nuestro juicio. Esodice nuestro juramento. El Viejo tendránoticias de esto.

El más joven hizo ademán de salir al

patio de los establos, pero el mayor seinterpuso en su camino y le cerró elpaso. Aunque hablaban despacio, susmovimientos eran tan rápidos que Maudno sabía cómo habían cruzado lahabitación tan pronto. Tuvo que deslizarlos pies un poquito para no perderlos devista. Un nudo de la madera se habíadesprendido de la persiana y solo teníaque desplazarse a su izquierda paraverlos a través del agujero dentado.

—El Viejo no tendrá noticias denada —dijo el mayor, poniendo un brazosobre la puerta que debía de dar al patiode los establos.

—Déjame pasar —le advirtió eljoven.

—Pasarás cuando yo te lo permita.El mayor tenía algo brillante en la

mano que no estaba allí un momentoantes. Maud creyó que sería un cuchillo,pero ¿de dónde había salido? Se percatóde que el más joven también tenía unpuñal en la mano. Las armas habíanaparecido como por arte de magia.

—¿Qué pasó con el Joven anterior amí? —preguntó el pequeño, oponiendosu cuchillo al del hombre mayor—. Fuecosa tuya.

—Ah, ¿sí? —respondió el otro—.Tú no estabas presente. El Viejotampoco estaba. ¿Quién sabe?

Los cuchillos entraron en acción.Desde la posición de Maud fue como

ver una maraña de brazos y el brillo delas hojas de sus puñales parpadeandouna y otra vez. Uno de los cuchillospareció desaparecer en el interior delpecho del más joven.

Tras eso el chico cayó al suelo. Elmayor le puso una mano en la espaldapara evitar que hiciera mucho ruido alcaer.

Una vez en el suelo el joven susurró:—Lo he puesto por escrito. Todo.Habló en voz tan baja que Maud

tardó un momento en comprender lo quehabía dicho.

El hombre mayor lo zarandeórudamente por la camisa.

—¿Qué has puesto por escrito? —

preguntó.—Muchas cosas de ti —respondió

el chico en voz incluso más baja—.Otros sabrán de qué pasta estás hecho…

El mayor lo zarandeó con másfuerza.

—¿Dónde?El chico esbozó una sonrisa, pero ya

no pronunció más palabras. Se habíaquedado mirando fijamente al mayor, yMaud comprendió que el chico habíadejado de respirar.

Maud quedó sobrecogida. Habíavisto a varios muertos en su corta vida.A veces, durante el invierno, lospedigüeños morían de frío en la plazadel pueblo o por los caminos. Pero era

la primera vez que presenciaba cómomoría un hombre. Maud se percató deque había hecho demasiado ruido y seagachó tan rápido como pudo paraocultar su cabeza.

Apenas hubo pasado un instante y yatenía al hombre allí, justo encima deella. Había cruzado la habitación en unabrir y cerrar de ojos y estaba de pieante la persiana. Maud podía oírlorespirar.

Los postigos se abrieron. Maudcerró los ojos en un intento de hacerseinvisible y pegó todo su cuerpo a lapared, como si pudiera meterse dentrode la piedra. Había un ancho alféizarbajo los postigos. Lo notaba ahí, sobre

su cabeza. ¿Sería lo suficientementeancho para ocultarla a su vista? Maud noestaba segura de ello. Notaba el barrohúmedo de su falda y sus brazos, quehacían de ella poco más que una manchaborrosa en ese callejón apenasalumbrado. Tal vez no pudiera verla.

De improviso, el hombre se apartóde la ventana. Maud no esperó a vercuál sería su próximo movimiento. Sepuso en pie de golpe y pasó por aquelladiminuta calleja, tan estrecha que seveía obligada a caminar de lado. En sucarrera tiró varios cubos con comidapara los cerdos que había tras la tiendadel carnicero, desatando a su paso unatremenda barahúnda de ruidos metálicos

y gritos de animales. Maud saliócorriendo, aterrorizada de que lapersiguiera aquel hombre, arañándoselos brazos con las paredes.

Al fin consiguió llegar a una callemás ancha y llena de gente. El caminoestaba tan embarrado que los pies se lehundieron hasta los tobillos, pero no leimportó. Giró al llegar al fondo y sintióalivio al ver que la plaza del puebloestaba igual de llena que antes. Seperdió entre la muchedumbre quedeambulaba ante la carnicería y tirabade carros que llevaban a los puestos delmercado.

Al pasar por delante de la posadauna mano la agarró del hombro. Al

girarse, descubrió, muerta de miedo, alhombre al que había visto en lahabitación de atrás. Llevaba puesta unalarga capa, pero su cara era la misma.

—Tú —espetó el hombre. Maud sequedó paralizada. Esperaba queapareciera un cuchillo en sus manos deun momento a otro—. Tráeme agua.Quiero lavarme.

Aquel hombre la había confundidocon una de las sirvientas de la posada.No iba a apuñalarla. Se desembarazó deél y corrió a través de la plaza.

Momentos después otra mano volvióa agarrarla. Maud cerró el puño y lolanzó contra su agresor. Su puñetazoalcanzó a Michael, el cojo, en plena

cara. El chico cayó de espaldas en uncharco lleno de barro.

—Te he cogido limpiamente, Maudy.¡Eres mi prisionera! —exclamó mientrasse revolvía en el barro e intentabaponerse en pie.

—Está bien —accedió ella, contentade ver a su amigo—. Soy tu prisionera.

Lo agarró de la mano y lo ayudó alevantarse.

Caminaron juntos hasta el otroextremo de la plaza, donde la mayoríade los niños se preparaban para jugarotra ronda de policías y ladrones. Elchico cojo la llevó triunfalmente junto alos demás. Estaba tan contento de volvercon una prisionera que no le importaba

el puñetazo en la cara.Semanas más tarde, cuando ya casi

había olvidado lo sucedido en laposada, los hombres y los cuchillos, suspadres la hicieron salir de casa para darla bienvenida a una visita honorable.Esa mañana la habían bañado en unabañera con agua caliente y llevaba unbonito vestido bastante incómodo en elque su madre y la sirvienta la habíanembutido con gran dificultad. Incluso lehabían hecho trenzas con cintas en elpelo.

El padre de Maud era primo delseñor de esas tierras, el barón, y sufamilia vivía en una casa de piedragrande en lo alto de la colina desde la

que se avistaba el pueblo. Aunque Maudsolía escaparse para jugar con lospueblerinos, sabía perfectamente que noera uno de ellos. Maud, por ejemplo,sabía leer, algo que la mayoría de losniños del pueblo jamás llegarían ahacer.

Tenía la sensación de que,precisamente por su educación, semarchaba entonces bajo la tutela de esevisitante. Era el año de nuestro Señor de1472 y entonces era bastante comúninstruir a los hijos fuera. Su hermanomayor se había ido a recibir sueducación con los monjes y su otrohermano era escudero de su primo elbarón, que vivía en el castillo que se

veía a lo lejos en la colina, tras el anchorío.

Normalmente, las chicas eranenviadas a servir a grandes damas enparajes lejanos, pero estaba claro que elvisitante no era representante de ningunagran casa. Llevaba una simple túnica,como un monje, atada a la cintura.Encima, una larga capa que parecíacontener numerosos bolsillos interiores,todos llenos de objetos cuyos extrañoscontornos se apreciaban a través delpaño. Y era viejo. Maud, con siete años,no discernía muy bien cuánto y tampocole preocupaba mucho. Para ella erasuficiente saber que tenía el pelo largosurcado de canas y una barba que le

llegaba hasta el pecho.El padre de Maud no era afectuoso

con nadie y todos en la casa, incluidaella, lo temían. Sin embargo, trataba alviejo vestido con una simple túnicacomo si fuera de la realeza. Llamó a lossirvientes para que llevaran vino ycomida, le ofreció una cama, y luegomás vino.

El viejo respondió a todos losofrecimientos con cortesía, pero soloaceptó tomar una sencilla comida.Cuando los presentaron, toda su atenciónse centró en Maud. Ella decidió que loque más le gustaba de él eran sus ojos.Captaron su esencia con solo mirarla.No veían solo la ropa, los zapatos y el

pelo, que, al fin y al cabo, eran cosa desu madre, sino que veían algo en suinterior. Tenía el rostro muy serio, perosonreía con la mirada.

Al principio, Maud se negó amarcharse con él y quedó asombrada yagradecida al ver la vergüenza quepasaba su padre. El viejo visitante nodiscutió con ella. En lugar de eso, unaflor apareció inesperadamente en sumano. Ella no vio cómo había llegado asu mano, pero ahí la tenía, como por artede magia, y se la regalaba.

Maud quedó trastocada durante uninstante, pero solo duró un instante. Laflor olía bien y el hombre se la pusodetrás de la oreja. Antes de que se diera

cuenta ya estaba bajando por el caminocon sus pertenencias en un hatillo que élmismo llevaba colgado al hombro.Cuando se dio la vuelta vio a sus padresen lo alto del camino, observando supartida. Normalmente su padre siempreestaba enfadado con Maud por sucomportamiento y por primera vez lepareció que estaba orgulloso de ella.

—Volveréis a ver a vuestros padres—dijo el hombre al darse cuenta de quemiraba atrás—. Os lo prometo. Losveréis muchas veces durante lospróximos años.

Hablaba de un modo extraño. Suspalabras parecían salmos o poemas, y aMaud algunas le sonaban raras, como si

hubiera aprendido a decirlas de maneradiferente a ella. Al principio esto lahabía incomodado pero ya empezaba aacostumbrarse.

—¿Cuándo volveré a verlos? —preguntó.

—Pronto —prometió él—. Y pasadoun tiempo, si no os gusta vivir conmigo,podréis volver con ellos. Así que, comoveis, no hay nada que temer.

—¿Cómo habéis hecho aparecer esaflor?

—La tenía en el bolsillo.—No os he visto sacarla del

bolsillo. Al principio no estaba envuestra mano y luego ha aparecido.

—Ah. Veo que sois muy

observadora. Eso me gusta —dijo él conun brillo en sus afectuosos ojos—.Puedo moverme con rapidez cuandoquiero.

—Pero ¡si no os habéis movido enabsoluto!

—Me he movido. Muy rápido. Y lomismo haréis vos, cuando yo os enseñea hacerlo.

Maud sonrió al oír eso. Cuando loconoció entendió que su intención eradarle una educación. Sospechaba quesería mucho más interesante que la quehabían planeado para ella sus padres,que ponían especial énfasis en la costuray los instrumentos musicales.

Caminaron durante un rato en lo que

Maud sintió como un silencio muyagradable.

—Espero que me guste vivir con vos—dijo al cabo de un rato.

Sin embargo, cuando conoció a sucompañero de viaje, esas buenassensaciones se desvanecieron. Casihabía conseguido olvidar lo del hombrey la taberna. Y en ese momento lo tenía asu lado. Acababan de presentárselocomo acompañante y profesor. Loscrueles ojos de aquel hombre se posaronen ella. Tras eso hizo un gestoafirmativo al viejo, pero no le dirigió niuna palabra de bienvenida.

Por un momento fue presa delpánico. ¿La reconocería de cuando había

ignorado su orden de llevarle aguafrente a la posada? ¿La reconocería delcallejón? Pero, aunque la hubiera visto,entonces estaba muy sucia, vestía ropasviejas, y no creía que ese hombrereconociera a los niños individualmente.Probablemente para él todos los niñoseran iguales.

—Tendremos que cuidar muy biende esta Joven —dijo el viejo al otro consu voz inalterable.

El otro se echó una bolsa al hombroy emitió un gruñido por toda respuesta, yasí continuaron su camino.

Maud cogió de la mano al viejo y leconsoló sentir que se la apretaba confuerza. Tenía entendido que antes eran

tres. El viejo, el mediano y el joven alque había visto en la posada. Habíanpasado a llamarla a ella «la Joven». Erala sustituta de ese chico, que a su vezhabía sustituido a otro.

No se atrevió a mirar al Medianodurante todo el camino. Si era cierto loque había dicho en la posada, hubovarios jóvenes antes que ella y todoshabían acabado muertos. Se le ocurrió laidea de huir, regresar a casa, pero esopodría hacerle sospechar y animarlo aperseguirla. Además, no queríasepararse del viejo.

Este, tal vez presintiendo su cambiode humor, se acercó a ella y comenzó ahablarle de nuevo.

—Ahora, pequeña, si vais aquedaros con nosotros, habéis de saberque nos apartamos de la humanidad.¿Por qué? —Se golpeó un lado de lacabeza—. Para no enturbiar nuestrojuicio. Temednos, tiranos y malhechores.

Esas mismas palabras había dicho eljoven en la posada. Maud miró de reojoal otro, pero este no daba muestras deestar escuchando su conversación.

—Al principio —comenzó el viejocon una sonrisa en los labios—, estabael rumor del universo…

25

John

—¡No estoy llorando! —protestó John,hundiendo aún más la cara entre lamontaña de ropa.

—Vamos, John, sal de ahí —dijoMaggie con delicadeza al otro lado de lapuerta del armario.

—No estoy llorando —repitiósintiendo cómo la bufanda azul de sumadre absorbía sus lágrimas.

La puerta del armario resonó antelos intentos de Maggie de entrar. Seagarró a las pertenencias de Catherine,que lo rodeaban en la oscuridad. Habíaconseguido cerrar la puerta haciendocuña por debajo con una bufanda de sumadre, pero Maggie estaba consiguiendoabrirla y empezaba a entrar luz.

Se tapó la cara con la tela. Oyó queella empujaba la puerta y pronto susmanos lo cogieron por debajo de losbrazos y lo alzaron. Cuando abrió losojos John se encontró con su arrugadacara, mientras ella se arrodillaba frente

a él dentro del armario de su madre.—No estoy llorando —susurró otra

vez, a pesar de que notaba la humedadde sus mejillas.

—¿Qué es todo esto? —le preguntó,echando una ojeada a la pila de cosasque había amontonadas en el suelo—.¿Son las pertenencias de tu madre?

Había bufandas, sombreros,fotografías y cosas pequeñas que antesestaban colocadas en las estanterías.Eran los objetos que más le recordabana Catherine.

—Estaban metiéndolas en cajas.¡Querían llevárselas!

—John…—El abuelo me ha dicho que no

podía seguir viendo tanto sus cosas. Yohe chillado y le he saltado encima de unpie. Le he dicho que se fuera al infierno.

Maggie lo cogió de los hombros conmás firmeza. Sus dulces ojos ya no lomiraban con tanta dulzura.

—Tu abuelo te quiere, niño —dijo.—No me quiere.—John, sabes que te quiere. —Lo

zarandeó un poco para asegurarse deque prestaba atención—. No quiereverte triste durante tanto tiempo. Hapasado un año. Está preocupado por ti.

—Quiere hacerla desaparecer.—No. Le preocupa que quieras ser

como ella. No quiere perderte también ati.

—Pero ¡yo seré como ella, yaya!—John, no puedes llamarme así.

Aquí no, no si quieres que sigamosjuntos. Te lo conté para que supieras quetienes más familia. Pero nuestros lazosde sangre son secretos.

—Lo siento. No lo diré más.—No soy tu abuela realmente.—Eres la abuela de mamá.—Soy más vieja que eso, niño. Ven.Lo cogió de la mano y lo sacó del

armario. John dejó que lo sentara sobrela antigua manta escocesa bordada quetenía encima de la pequeña cama en suhabitación de sirvienta del Traveler, queestaba situada en la cubierta de abajo,donde el motor rugía constantemente.

Había varias imágenes de castillosenmarcadas en las paredes. Algunaseran fotografías; otras, bellos dibujos acarboncillo. Maggie caminó hasta laprimera y la descolgó. Era unafotografía en blanco y negro de unafortaleza con torres redondas bajas y unmuro parcialmente en ruinas.

—¿Dónde está ese castillo, Maggie?—preguntó.

—Pues resulta que está en Francia.Pero para mí ese castillo solo es unrecordatorio de lo que hay detrás. —Sesentó en la cama con él y dio la vuelta almarco. Quitó la tapa con cuidado.Ocultas entre un trapo y la propiaimagen había un montoncito de

fotografías. Las manos de Maggietemblaron ligeramente cuando las sacó ylas colocó del revés encima de la cama—. Eres más joven de lo que a mí megustaría para esto, John. No te loenseñaría ahora si no fuera tan necesarioque lo supieras. —Comenzó a darles lavuelta a las fotografías una a una sobrela manta escocesa—. De los primerosaños no tenemos fotografías, pero lasque conservamos cuentan lo suficientede nuestra historia.

Al principio, John no entendía esasimágenes en blanco y negro. Le parecíancompletamente caóticas. Pero luegotodas ellas cobraron sentido en sucabeza a la vez. Eran retratos de la

muerte. Personas muertas enhabitaciones destrozadas. No era lamuerte que salía por la televisión. Eramucho peor, mucho más funesta.

En las fotografías se veía a unhombre, una mujer y cuatro niños conropas que parecían tener más de un siglode antigüedad. Tenían cortes. Les habíanpracticado un gran número de incisionesprofundas y meticulosas.

El hombre y la mujer parecíanpegados a la pared con pegamento, conla cabeza caída hacia delante. CuandoJohn miró de cerca vio los largoscuchillos que sobresalían de sushombros, unos cuchillos que les habíanhincado hasta traspasar la carne y la

pared que había tras ellos.En las fotografías no se veía nada

rojo —ni de ningún otro color—, perohabía algo en la calidad de ese blanco ynegro que permitía imaginar el colorcarmesí intenso de esa sangre quemanaba de sus heridas hasta caer alsuelo. Los cuatros niños no estabanensartados a la pared, sino que yacían enposiciones agónicas, con la roparasgada por los cortes y enrojecida consu propia sangre. El más pequeño nodebía de tener ni cinco años. Estabatirado boca abajo junto a sus hermanas yla sangre alrededor de su cabezaformaba un oscuro halo.

En un trozo limpio de la camisa

blanca del más pequeño había algodibujado con un dedo mojado en sangre.Era la figura de un animal.

—¿Quiénes son? —preguntó John.Maggie cogió una fotografía en la

que se veía detalladamente al máspequeño.

—El pequeño sobrevivió —explicó—. Lo encontramos… El fotógrafodescubrió que todavía respiraba. Era unmilagro, aunque quedó inválido para elresto de su vida. Este era tutataratatarabuelo, John.

John no podía apartar la vista delniño, más pequeño incluso que élmismo, tirado en el suelo junto a la faldade su hermana.

—¿Esto es un oso?—Sí. Es el símbolo de la casa del

hombre que los asesinó —respondió.—Nosotros somos el zorro —

susurró John.—Sí, somos el zorro.Había más fotografías ocultas en

otros marcos. Maggie las cogió una auna y le hizo mirarlas. Las imágeneseran un museo del horror que avanzabaen el tiempo hasta que las fotografíasque vio fueron en color. Eran tíoslejanos, bisabuelos, primos de todas lasclases. La mayoría salían jóvenes en lasfotografías, muertos de formas terribles:apuñalados, disparados, estrangulados,ahogados. En muchas de ellas había un

animal dibujado con sangre en una delas víctimas.

Los rostros empezaban a hacerseborrosos, pero al final llegó a una jovena la que John reconoció. Sus ojos azulesestaban aterrados y se agarraba con lasmanos una herida abierta en elestómago.

—¿Es… es mi madre? —preguntó.—No, hijo, pero se parecen mucho,

¿verdad? Era la hermana mayor de tumadre, Anna.

A pesar de la brecha que tenía en lamejilla, la chica era hermosa y separecía tanto a Catherine que a John lecostaba mucho creer que no fuera ella.

—Lo grabó —añadió Maggie en voz

baja—. Tengo la película. Quiero que laveas.

Maggie sacó una fina pantalla devídeo oculta en uno de los marcos y lapuso sobre el regazo de John. Dio ungolpecito a la pantalla y apareció unaimagen. Seguramente estaba grabada conun móvil desde el suelo, medioescondido bajo una cama, pero laimagen era lo suficientemente clara.

John no quería verla, pero fueincapaz de volver la cabeza. Vio a lahermana de su madre, arrastrándose porel suelo mientras un joven de pelomoreno se interponía entre ella y lacámara. Las palabras del hombre seperdían entre los gritos de la chica, pero

sus acciones no dejaban lugar a dudas.Practicaba lentos y horribles cortessobre ella de espaldas a la cámara. Enuna ocasión miraba a su derecha,hablaba excitadamente con una personaen otra parte de la habitación y algunasde sus palabras eran audibles: «… noescuché… está furioso…».

Al final la chica se quedó ensilencio. Cuando el hombre se apartóJohn vio lo que le estaba haciendo. Lahabía desangrado a través de la incisiónpracticada en el vientre. Y habíadibujado una forma en la camisa con supropia sangre: un carnero.

John apartó la vista, sobrepasado,pero había más. Las últimas fotografías

eran de una habitación que conocía. Setrataba del salón de su madre, tal y comolo había visto por última vez. El enormecharco de sangre se extendía por elsuelo, formando una mancha dondehabía estado su cuerpo. Eso ya lo habíavisto cuando escapó de esa habitación.Pero no había visto la forma animaldibujada en la esquina del charco desangre reseca: un carnero.

La oscuridad empezó a cernirse entorno a él y le entraron náuseas. Sequedó acurrucado en la cama de Maggiehecho un ovillo, hasta que al cabo de unrato ella lo sacudió por el hombro.

—Incorpórate, John —dijo.Su voz era amable, pero firme, y

John hizo lo que le ordenaba. Maggie searrodilló para ponerse a su altura.Siempre le había parecido una señoramuy mayor, pero en ese momento no sela veía ni vieja ni joven, sinosimplemente embargada por la emoción.

—Han intentado reducirnos a lanada, John. Solo estarán contentoscuando hayamos desaparecido.

—¿Quiénes? —preguntó.—Las otras casas. Nosotros somos

el centro y el origen de los Seekers.Quieren hacernos desaparecer. Hanintentado aplastarnos durante cientos deaños.

—A mí también me matarán,¿verdad? —preguntó, con los ojos

inundados de lágrimas.—Seguro que lo intentan en cuanto

tengan oportunidad.John se puso a llorar.—Llora todo lo que quieras —

repuso Maggie—. Pero las lágrimas sonun paso hacia la muerte. Tu madreescogió otro camino. ¿Comprendes sucamino?

John miró las fotos extendidas sobrela cama y luego miró a Maggie. Asintió.

—Pronunciar mi juramento —respondió—. Recuperar el athame yhacerles pagar por lo que nos han hecho.Encontrar su libro, porque ellos se lollevaron cuando…

—Sí —accedió Maggie—. Todo

eso. Pero ¿por qué? —John la miró, sinsaber qué contestar—. Algún día, con elathame y el libro, John, destruirás lascasas que nos han hecho daño. Ypondrás las cosas en su sitio. Seráscomo éramos al principio: poderosos,pero buenos.

Se quedó sentado en la cama ensilencio durante un rato, pensando enaquel hombre de pelo moreno que habíaasesinado a la hermana de su madre. Noera la primera vez que lo veía. Ya habíavisto sus botas en el salón de Catherine,antes de que esas luces de colores y elhorrible aullido agudo acabaran tambiéncon ella.

—Tienes ocho años, John. Eres

demasiado joven, pero eso esirremediable. Elegir el camino de tumadre significa que tendrás que crecermuy rápido. Tienes que estar dispuestoa…

—Hacer lo que tenga que hacer —finalizó él—. Incluso matar. Lo sé.

—Es fácil decirlo. Pero habrámuchas cosas que intenten apartarte delcamino. El odio es una de ellas y elamor es otra. Los dos están en todaspartes y ambos son peligrosos.

—Parece que todo sea peligroso.Maggie sonrió.—Para ti sí.—Ya he elegido, Maggie —le dijo

—. Se lo prometí a mi madre. —Asintió

hacia las fotografías—. Y a todos ellos.Su voz le sonó diferente, como si

hubiera envejecido en los últimosminutos.

—Muy bien, John. Ahora tienes queescuchar lo que te diré de tu abuelo. —Lo cogió de la mano y lo obligó amirarla—. Él quería a tu madre; lanecesitaba. Ahora ella no está, y tupadre, tampoco. Tú eres todo lo quetiene. Es un hombre débil y quieremantenerte a salvo.

—Prometí que empezaría mientrenamiento…

—Lo harás. Convenceremos aGavin. Por ahora, déjale disfrutarteniéndote cerca. Su posición, esta casa,

te protegerán mientras seas pequeño. Sitraje a tu madre a esta familia fue poruna razón. —Señaló las fotografías quehabía encima de la cama y luego lesujetó la cabeza con ambas manos y lajuntó con la suya—. John, tu abuelo creeque es fuerte, pero no lo es. Así que nolo molestaremos con nuestros planessecretos. ¿Lo entiendes? Haremosnuestros planes en privado.

John asintió con seriedad. Loentendía.

—Nuestros planes son secretos —dijo.

—Mientras tanto, le pediré quetraiga instructores al Traveler para quete enseñen a luchar. ¿Quieres que

hagamos eso?John asintió de nuevo. Se le iban los

ojos hacia las imágenes de muerte queyacían sobre la manta escocesa. Seríabueno aprender a defenderse.

Maggie volvió a inclinarse hacia ély susurró:

—Y hay otro secreto más. Túquieres a tu abuelo y tu abuelo te quierea ti. Pero si eso cambiara algún día,tenemos una forma de controlarlo…

—El chico quiere disculparse con usted,señor.

John estaba ante la puerta de lasdependencias de su abuelo, sosteniendo

una gran caja con las pertenencias de sumadre en las manos. Maggie estabadetrás de él. Cuando Gavin sonrió y sehizo a un lado para dejarle pasar, Johnnotó que ella le apretaba el hombro.

—Siento haberte dicho esapalabrota, abuelo —susurró—.Comprendo que no puedo estar mirandolas cosas de mi madre todo el tiempo.

—No pasa nada, John —repusoGavin, sentándose en el pequeño sofáque había junto a la chimenea. John sesentó junto a él y dejó a sus pies la cajacon las pertenencias de Catherine. Gavinle puso una mano a su nieto en la cabezay se aclaró la garganta como solía hacer,con ese sonido carrasposo—. Tu madre

me ha dado mucho, John. Yo quiero quela recuerdes. —Su abuelo lo miraba concariño—. Pero cuando te quedas todo eldía mirando sus cosas me preocupo. Túno… tú no tienes que hacer lo que hacíaella. Esas cosas peligrosas. Ellarestauró nuestra fortuna. Ya está hecho.Podemos sobrevivir sin arriesgarnos aperderte.

John alzó la vista hacia el viejo yasintió, como si estuviera de acuerdo.

—Lo entiendo —susurró.Gavin lo atrajo hacia sí y se

quedaron sentados un rato mirando elfuego tranquilamente. Pero los ojos delchaval no tardaron en desviarse hacia lacaja abierta que descansaba en el suelo.

Encima de todo se veía una foto de sumadre y él. En la imagen estabansentados en el suelo de la habitación deCatherine en el Traveler y ella lorodeaba con sus brazos. Sus ojos lomiraban desde la fotografía, y John tuvoque reprimir las ganas de llorar.

Se levantó del sofá y empujó la cajahacia su abuelo.

—Quédate con esto, abuelo, porfavor.

Gavin miró dentro de la caja, cogióla fotografía y examinó las otraspertenencias de Catherine.

—Deberías quedártelas, John. Sonpocas cosas.

—No —susurró el niño—. Tienes

razón. No debería mirarlas tanto. Noquiero estar triste y enfadado todo eltiempo.

—¿No te gustaría guardar lafotografía al menos? —le preguntó.

—Quizá cuando sea mayor. Ahora lallevo aquí dentro —respondióllevándose una mano al pecho—. Comotú llevas a mi padre.

—Sí, como yo llevo a tu padre —murmuró Gavin.

Él no tenía fotografías de su hijoArchie a la vista. Archie, que habíamuerto antes de poder casarse conCatherine, antes de que naciera John.Gavin decía que le costaba mucho llevaruna vida normal cuando veía fotos de su

hijo. John lo entendía. También él teníaque seguir adelante con su vida, unavida llena de peligros que requeriríatoda su atención.

Gavin cerró la caja y guardó la fotode Catherine. Pero John sentía que ellaseguía estando con él, que su hermanamayor también estaba con él, que todosaquellos que habían sido torturados yasesinados seguían estando con él. Losllevaba a todos en su interior.

26

Quin

«Al principio estaba el rumor deluniverso».

Shinobu y Quin se habían sentadocon las piernas cruzadas en el suelo delgranero de entrenamiento. Alistair, trasarrastrar hasta allí la vieja pizarra, se

plantó delante de ella, con todo elaspecto de profesor que podía tener uncorpulento guerrero escocés. Habíaempezado bien, poniéndose unas gafasbajo el pelo rojo y despeinado. Sinembargo, también llevaba una ajustadacamiseta de entrenamiento sin mangasque dejaba a la vista sus enormesbrazos. Se había puesto unos pantalonesde profesor que usaba de vez en cuando.Se había esmerado en planchar la rayaque recorría ambas perneras, pero elefecto quedaba neutralizado por elhecho de que Alistair iba descalzo.

El gigantón repitió:—Al principio estaba el rumor del

universo. —Miró a sus pupilos—. ¿Qué

significa esto?Shinobu levantó la mano.—¿Sí, muchacho?—La vibración de todas las cosas

—respondió Shinobu.Quin alzó el brazo.—¿Sí, muchacha?—Toda la materia del universo vibra

—dijo Quin—. Átomos, electrones,incluso las partículas más pequeñas.

—Correcto. Bien los dos.Alistair separó sus inmensos brazos

del pecho, cogió un trozo de tiza ycomenzó a dibujar un átomo. Hizodemasiada fuerza y rompió la tiza dosveces antes de terminar el dibujo. Quinsonrió.

—No te rías de mí, niña —leadvirtió de buen talante—. Harás queme sienta mal, ¿no te parece? Bueno.¿Qué es un rumor, sino una vibración?Cuando algo vibra necesita al menos dosdimensiones, ¿verdad? Al menos dearriba abajo y de lado a lado. ¿Estáis deacuerdo?

Quin y Shinobu asintieron,impresionados por la cantidad depalabras que pronunciaba Alistair, quenormalmente decía las mínimas. Tal vezesa lección fuera tan emocionante paraél como para ellos, de ahí sus esfuerzospor parecer académico. Se volvió ydibujó una onda de vibración en dosdimensiones.

Quin sorprendió a Shinobumirándola. Habían cumplido ambos loscatorce el mes anterior y, aunquellevaban años practicando combates,Briac no les había dado permiso paracomenzar la instrucción en particularcon Alistair hasta entonces. Esosignificaba que creía que conseguiríantomar los votos. Briac los veía losuficientemente buenos para ser Seekers.Quin, emocionada por ellos dos, sonrióa Shinobu.

Alistair se aclaró la garganta.—Hijo, si ni siquiera puedes

concentrarte en la lección, a lo mejordeberías decírselo, ¿no?

—¿El qué, señor? —preguntó

Shinobu, sorprendido.Apartó la vista de Quin rápidamente.Ella se quedó mirándolo y vio que

se sonrojaba y parecía encogerse.Supuso que el padre de Shinobu lo habíacogido soñando despierto con una de lasmuchas chicas que conocía enCorrickmore. Eso explicaría la miradainexpresiva que le había dedicado losúltimos minutos; su cabeza estaba enotra parte. Era tan guapo que no lesorprendía que hubiera tantas chicasdetrás de él. Quin levantó la mano paradarle tiempo a recobrarse.

—¿Cómo lee usted la mente, señor?¿Y por qué yo no puedo?

—¿Cómo leo la mente? No lo hago

en absoluto —contestó Alistair—. Mihijo lleva escrito claramente en la caralo que está pensando. No hace faltaleerle la mente. —Se quitó las gafas ylimpió la montura cuidadosamente conel borde de la camiseta imperioponiendo cara de académico—. ¿Porqué no puedes tú leer la mente? Larespuesta es que tal vez sí puedashacerlo.

—La verdad es que no, señor.—Tal vez puedas, chica, pero no

sabemos si llegarás a hacerlo. Puedeque ocurra de repente, en cualquiermomento antes de que seas mayor,cuando entrenes la mente como hacemosahora. —Volvió a ponerse las gafas y

Quin se percató de que no llevabalentes, solo eran para aparentar—.Cuando seas adulta, sabrás si puedeshacerlo o no. Yo no puedo. Tu madre,Fiona, se dio cuenta de repente de quepodía cuando era niña. De la noche a lamañana podía leer la mente como sifuera un libro. Pero creo que ya no tanto.

—Todavía lo hace, señor —aportóQuin—. Sobre todo cuando pienso cosasque no quiero que sepa.

—Ah, por supuesto. Ahora, si lasmejillas de mi hijo han dejado dearderle, podemos continuar con lalección. Decidme, ¿puede algo vibrar entres dimensiones? —Amboscoincidieron rápidamente en afirmar que

así era—. ¿Y en cuatro?Shinobu alzó la mano.—Ah, muchacho, esta sin duda te la

sabes. ¿Cuál es la cuarta dimensión?—El tiempo, señor —respondió.Esto obviamente lo habían estudiado

antes, pero todavía no tenían claro suimportancia.

—Correcto. Una piruleta para elmaestro MacBain después de clase. Quepodrá compartir, si así lo desea. —Aldecirlo, miró a Quin con picardía yShinobu volvió a sentirse incómodo.Alistair continuó. Dibujó en la pizarraun cubo en tres dimensiones y loatravesó con una larga flecha—. Eltiempo. Toda vibración sucede a través

del tiempo. Pero el universo tiene algomuy extraño…

—¿Más extraño que un hombre conuna camiseta imperio y pantalones devestir, señor? —preguntó Shinobu.

Quin dejó de sonreír. Desde lamuerte de la madre de Shinobu, Alistairhabía tenido que ejercer de padre ymadre para él, de modo que le dejabahacer bastante el tonto. Pero nunca sesabía si se lo permitiría en el transcursode una clase.

Por suerte, Alistair sonrió y suspiróprofundamente.

—¿Es que no tienes ningún respeto?Es mi camiseta imperio de losdomingos, ¿no? Atentos, por favor. Hay

algo extraño en el universo. Lasvibraciones de los átomos, de loselectrones y de partículas más pequeñasincluso no cuentan exactamente. Lespasa algo raro, ¿verdad? Hasta queentendemos que vibran en otrasdimensiones que no vemos en nuestroentorno. —El corazón de Quin seaceleraba de la emoción. Alistair iba adecirles algo importante. Podíapresentirlo—. Tenemos las tresdimensiones que vemos y la quesentimos: el tiempo. Pero hay más.Escondidas entre las vibraciones máspequeñas del universo, hay otrasdimensiones. Estas se deslizan a travésde nuestras propias dimensiones como

hilos móviles conectados entre sí. —Sevolvió hacia la pizarra y dibujó algoparecido a hilos entrecruzados queformaban un trozo de tela—. Sí, y eltiempo se mueve de esta forma, ¿loveis? —Señaló la larga flecha recta quehabía dibujado antes—. Pero ¿entonces?—Se encogió de hombros—. Tal vez eltiempo no sea tan sencillo. ¿Y sipudiéramos desplegar esas dimensionesocultas? ¿Y si pudiéramos abrirlas ymeternos dentro de ellas? ¿Quésensaciones tendríamos? ¿Adónde nosllevarían?

Ambos estudiantes se quedaron ensilencio un momento, mirando a Alistairy su sencillo dibujo.

Al final, Quin preguntó:—¿Podemos hacer eso realmente,

señor?Alistair soltó la tiza y, sonriendo,

cruzó sus enormes brazos sobre elpecho.

—Eso es todo por hoy.

SEGUNDA PARTE

HONG KONG

Dieciocho meses después

27

Puerto de Victoria

El diminuto sumergible se desplazabapor las profundidades del puerto,fotografiándolo todo. Se movía enzigzag, lo que le permitía cubrir poco apoco toda la superficie del fondo. Todaslas mañanas emergía a la superficie para

recargar sus baterías al sol y transmitirlas fotografías a la costa. Despuésvolvía a sumergirse y continuabarecorriendo el fondo marino.

En tierra firme esas fotografías eranrevisadas por unos ordenadores que lascotejaban con las demandas de losclientes y determinaban si ahí abajohabía algo interesante. En un puerto tanantiguo como el Victoria y en una ciudadtan grande como Hong Kong, siemprehabía algo interesante bajo el agua.

Aquel día, cuando el sumergiblesalió a la superficie cabeceando sobrela estela de un barco enorme, transmitió,entre cientos de imágenes, una fotografíade un estilizado objeto de piedra

enterrado prácticamente por completo enla arena. A simple vista no significabanada, pero se veía lo suficiente para queun ordenador lo relacionara con unaextraña petición que alguien había hechodesde el otro extremo del mundo.

28

Quin

El agua descendía a gran profundidadbajo sus pies y estaba muy fría. Cercadel fondo, donde nunca penetraba el sol,se volvía completamente negra. Habíaalgo depositado allí que se movía. Quinsentía como emergía desde la oscuridad

de las heladas simas abisales y ascendíapoco a poco. A medida que ascendía semovía a mayor velocidad, hacia aguascada vez más claras. En brevesmomentos saldría a la superficie.Después continuaría su ascenso,atravesaría las vigas del Bridge,remontaría sus distintos niveles uno auno hasta llegar a la habitación donde seencontraba y la rodearía por completo.Ya estaba allí, envolviéndola yarrastrándola hacia el océano, dondeacabaría ahogándose.

—¡Nos vamos!Quin se despertó.Estaba tumbada en una cama, cerca

de una pequeña ventana redonda. Sus

ojos se pasearon por la habitación sinpoder reconocer nada. En una de lasparedes había un cartel del cuerpohumano en el que se mostraban lospuntos de acupuntura y los reflejosmusculares. Junto a él, un calendario conun dibujo de un dragón chino. Veía unarmario abierto con ropa oscura lisacolgada. Al lado de este, un esqueletode medicina con una cinta en la cabeza yuna bata azul puesta y sobre élfotografías de personas que le resultabantotalmente desconocidas.

Al mirar hacia arriba vio que eltecho era bajo. Había un mapa en él quecubría prácticamente toda la superficie.Mostraba, al estilo de los viejos

grabados, una ciudad muy poblada quecubría toda una isla y se extendía através de la península cercana. Setrataba del mapa de la ciudad de HongKong. Su nombre estaba escrito en elcentro con letras historiadas.

Sobre el mapa, entre el barrio deKowloon, en la zona peninsular, y la islade Hong Kong se distinguía un granpuente. «Ahí es donde estoy», recordó.Estaba allí, en su habitación, en la casaque compartía con su madre, en elTransit Bridge, que era un mundo en símismo y conectaba Kowloon con la islade Hong Kong, en la ciudad delcontinente asiático del mismo nombre.Ese era su hogar en ese momento. Tal

vez siempre lo había sido.Estiró el cuello para mirar por la

ventana. A través de ella se veían losaltos edificios que había al otro delPuerto de Victoria y debajo sus grisesaguas, que huían arrastradas por lamarea. Observar la corriente la dejó unpoco mareada. Al parecer era por lamañana.

—Estabas gritando algo.Su madre la miraba desde el umbral

de la habitación. Fiona llevaba unvestido de seda brillante, con su pelorojo recogido en un elaborado peinadoque enmarcaba su piel de porcelana ysus ojos azules. Se quedó dudando sientrar o no, resplandeciente de belleza.

Al cabo de un rato, se sentó en la camacautelosamente junto a su hija, como sitemiera que esta fuera a morderla. Quinadvirtió que los movimientos de sumadre eran seguros y gráciles, lo quesignificaba que aún no había empezado abeber.

—¿Estás bien? —preguntó Fiona—.Decías que querías irte, o algo parecido.—Quin cerró los ojos, sintiendo aún elmareo. La sensación del sueño seguíaafectándola, esa cosa que subía sinparar…—. ¿Te encuentras bien? —repitió. Fiona le tocó la frente con sumano, fría. El sueño se desvaneció y sele pasaron los mareos. Recuperó laconciencia de sí misma y abrió los ojos

—. Eso es —dijo sonriendo.Quin quería que su madre le quitara

la mano de la frente. ¿Cuándo se habríalavado las manos por última vez? Todosesos hombres con los que Fionaalternaba, las drogas que tomaba en lostugurios, todo lo que su madre tocabaestaba concentrado en esa mano,partículas de otras personas y lugaresque entonces manoseaban a Quin. Solode pensarlo, le entraban ganas devomitar.

Se volvió hacia el lado de la ventanay dio la espalda a Fiona, haciendo quela mano resbalara de su frente.

—No te voy a pegar nada, Quin —dijo Fiona con calma.

—Yo no he dicho eso.—No hace falta que lo digas. —Su

madre se levantó y volvió al umbral—.Tengo una entrevista. Volveré a la horade comer. Si te apetece podríamoscomer juntas.

Al ver que Quin no respondía, Fionase volvió y salió de la habitación.

«Ahora lo llaman “entrevistas”»,pensó Quin.

—¡Son entrevistas! —gritó su madredesde la escalera—. Como las decualquier otra mujer de negocios.

Instantes después sonaron lascampanitas de la puerta principal,indicando que Fiona había salido de lacasa.

Quin cerró los ojos y se tapó lacabeza con la manta. Se quedó asívarios minutos, pero no pudo volver adormirse. De todas formas, tampocoestaba segura de querer seguirdurmiendo. Tal vez ese sueño continuarapersiguiéndola.

Notaba el lugar donde la habíatocado su madre. Ahí estaban esasdiminutas partículas en su piel. Aunqueno se vieran, Quin podía sentirlas.

Tiró las mantas al suelo y fue albaño, donde pasó varios minutoslavándose la cara y las manos, evitandomirarse el brazo izquierdo, comosiempre hacía. Cuando consiguió por finsentirse limpia, se puso una camiseta de

manga larga. Se la remangó un poco porlas muñecas y se miró en el espejo.

—Quin —dijo, como quien practicasu propio nombre.

Su pelo moreno era largo ya y se laveía más pálida que nunca, ya quepasaba casi todo el tiempo entre lassombras del Transit Bridge. Sus ojosnegros parecían de alguien mayor dedieciséis años, pensó.

Le quitó la cinta del pelo alesqueleto que había en un rincón de suhabitación y se la anudó a la cabeza. Lequitó también la bata y se la puso. Labata y la cinta en el pelo eran sudistintivo como sanadora. A susdieciséis años, era joven para ejercer

esa profesión, y obviamente todavía erauna aprendiz. Pasó la vista por lasfotografías que había colgadas en lapared. Las reconocía. Eran sus pacientesHabía hecho algo bueno por cada uno deellos. Había tenido mucha suerte alrecibir ese puesto. En su modesta forma,hacía un bien al mundo.

Acercó su frente al huesudo cráneodel esqueleto y le dijo:

—Hoy ayudaré a alguien. Si tengosuerte ayudaré a muchos. Si tengo muchasuerte, ayudaré a…

Llamaron a la puerta de abajo einterrumpieron su ritual matutino.

Antes de llegar a la mitad de lasescaleras, ya estaban llamando otra vez,

con mayor insistencia.—¡Voy! —gritó en chino.—¡Emergencia! —exclamó la voz

también en chino desde el otro lado.Era una de las pocas palabras que

Quin identificaba perfectamente. Abrióla puerta y encontró a una mujer asiáticade unos cuarenta años que llevaba unniño en brazos.

—¡Emergencia! —gritó la voz denuevo, esta vez en inglés al ver su rostrooccidental.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Quinal tiempo que le quitaba al niño de losbrazos y lo llevaba a la trastienda.

Una vez allí, tumbó al niño en lacamilla que había entre las altas

estanterías con hierbas chinas y lasagujas de acupuntura que todavía estabaaprendiendo a usar.

—Ha sido algún tipo de droga —explicó la mujer. Su acento eraprácticamente imposible de detectar,casi como si el inglés fuera su lenguanativa. Estaba aterrorizada, perohablaba claramente, no era de esaspersonas que pierden el control confacilidad—. Su hermano mayor… habrádejado algo en un cajón. Akio lo haencontrado y se lo ha tragado. No sé loque era. Tal vez Shiva, puede que opioincluso…

La Shiva era una de las drogas quecorrían por todos los antros que había en

los bajos fondos del Bridge.—¿Sabes que solo soy una aprendiz?

Deberíamos llamar a mi profesor, elmaestro Tan.

—Vengo de allí —repuso la mujer—. El maestro Tan estará fuera estamañana. Su madre me ha indicado cómollegar.

Quin podía imaginarseperfectamente a la anciana y diminutamadre del maestro Tan enviándole a esamujer. Vivían apenas a tres casas dedistancia, pero eso no significaba quefuera el mejor sitio para llevar al chico.La mujer se había quedado mirando aQuin, como si buscara algo oculto enella.

—Por favor…Quin ya estaba examinando el

cuerpo inanimado del niño, los ojos, susuñas, el color de la piel, todos loslugares en los que el maestro Tan lehabía enseñado a reconocer los indicios.Resultaba raro, el niño tenía la mismacara de su madre, pero su pelo era de untono rojizo. Tal vez no fuera la primeravez que veía algo parecido, quién sabía.Le insertó rápidamente tres agujas: unaen la cabeza, otra en la muñeca y otra enel tobillo.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desdeque ha ingerido la droga?

—Media hora, más o menos —respondió la mujer.

—Lo mejor sería que lo lleváramosal hospital… —comenzó a decir Quin.

—¿Quin?—¿Sí?La mujer asintió para sí.—Quin, el maestro Tan confía en ti.

Su madre lo dijo. Así que yo confío enti, Quin.

Resultaba extraño el modo en que lamujer repetía su nombre, exactamente dela misma forma que lo había hecho ellaunos minutos antes en el cuarto de baño.La mujer tomó a Quin por los hombros.

—Por favor. Es demasiado tardepara ir a otro sitio. Ayúdalo.

Quin asintió. Se concentró,predisponiéndose a entrar en un estado

de observación intensa. El maestro Tandijo que tenía ese don especial. Decíaque la mayoría de los sanadoresempleaban toda la vida en alcanzar loque ella conseguía de manera natural. Elmaestro Tan, uno de los grandessanadores del Transit Bridge, reconociósu potencial y la acogió como aprendiz.

De pie ante el niño, Quin calmó larespiración de este. Su mente se aisló detodo salvo del cuerpo que habíatumbado delante de ella. Suspercepciones comenzaron a cambiar. Alcabo de un momento podía ver cosasque permanecían ocultas al ojocorriente. Observó las brillantes líneasde color cobrizo que fluían alrededor

del cuerpo del niño, su campo eléctrico.Todos los cuerpos estaban cubiertos porcampos como ese, que podían sermedidos con el instrumental específico.Pero ver el campo como lo hacía Quinera algo excepcional, una prueba de suintensa concentración mental. Lasbrillantes líneas del chico se veíaninterrumpidas por oscuros parchesirregulares que pendían sobre losórganos afectados por la toxina.

—Tiene que expulsar el veneno —sentenció Quin. Había ayudado almaestro Tan en decenas de casossimilares (en el Bridge siempre habíaproblemas con las drogas), pero nuncahabía tratado a un paciente tan joven—.

¿Has podido provocarle el vómito?—No. Lo he intentado…No quedaba mucho tiempo. El

pequeño empezaba a entrar en estado deshock. Quin se concentró más en suvisión. Ya veía su propio campo deenergía, líneas brillantes que se movíanpor sus brazos arriba y abajo, y elpequeño torbellino descolorido quegiraba sobre la vieja herida del pecho.Se concentró y sintió la energía bajandopor sus manos como un río eléctrico. Almaestro Tan le impresionaba suhabilidad para controlar su mente, peroa ella le resultaba fácil, como si hubieraentrenado toda la vida para ello. Tal vezfuera cierto. Su existencia anterior al

Transit Bridge estaba completamenteborrada de su memoria, así que era librede imaginarlo así si quería. Le gustabapensar que había sido entrenada desdesu nacimiento para concentrarse en suspensamientos y ayudar a la gente de esaforma.

Pasó los dedos por las sombras quese cernían sobre los órganos del niño ydejó que sus energías se fusionaran. Lasoscuras nubes se desplazaron yparecieron disiparse por un momento. Elniño gimió.

—¿Qué pasa? —preguntó la madre.Quin no contestó. Dirigió su energía

a los músculos de su estómago. Elcuerpo del niño se convulsionó.

Lo puso de costado con delicadeza ycogió un cubo. El niño se estremeció denuevo. Y enseguida se puso a vomitar,contrayendo todo el cuerpo paraexpulsar el contenido del estómago.

Quin vio que las nubes negras setransformaban y empezaban adesvanecerse. Al niño se le abrieron losojos de repente. Quin le tomó el pulsoen diferentes sitios y empezó a relajarse.Se pondría bien.

—Akio, Akio —susurró la madre,inclinándose sobre él.

El niño farfulló algo en respuesta.Por un momento, mientras la visión

de Quin volvía a la normalidad, la carade la mujer y el pelo rojizo del niño le

resultaron muy familiares. Casi podíaimaginarlos en un prado con los rayosdel sol alzándose sobre la alta hierba…

—Quin.Al mirar vio que la madre estaba

arrodillada en el suelo delante de ella.Akio se había incorporado en la camilla,con aspecto de estar débil, pero muyrecuperado. El tiempo había pasado sinque Quin lo advirtiera. Se dio cuenta deque había permanecido con los ojoscerrados y la cabeza apoyada en unamano. Estaba sentada en una de lassillas, con un vaso lleno de agua en lamano.

—Por un momento he pensado que tehabíamos perdido —dijo la mujer.

—Lo siento —contestó ella—.Me… había perdido.

—¿Qué edad tienes? —preguntó lamujer.

Había algo extraño en su tono, comosi lo preguntara para confirmar algo queya sabía.

—Dieciséis años —respondió.Durante un tiempo, mientras se

recuperaba de la herida del pecho, tuvoproblemas para recordar su propia edad,pero se lo recordaba a sí mismafrecuentemente. Entonces tenía quinceaños y en ese momento estaba a punto decumplir los diecisiete.

—Dieciséis. —La mujer parecióhacer algún tipo de cálculo mental, tal

vez se preguntara cuánto tiempo llevabacomo aprendiz—. Lo llevas muy bien.¿Tienes amigos aquí?

—¿Amigos? La verdad es que no.Quin estaba un poco confusa por el

cariz personal de su pregunta, perotambién un poco disgustada con supropia respuesta. ¿Por qué le resultabaextraña la idea de tener amigos?

Se levantó y dio a la mujer el vasode agua que estaba sosteniendo.

—Dale de beber esto y luego tresmás a lo largo de la mañana. Necesitoprepararle una infusión. ¿Puedes pasartedentro de unas horas?

Quin se lavó las manos pulcramentede nuevo mientras el niño se bebía el

vaso de agua. La mujer le había tocadolos hombros un par de veces, peroestaba segura de que no había tenidocontacto con su piel. No podíapermitirse preocuparse por las bacteriasque hubiera en la tela, aunquesospechara que estaban ahí. Si pensabaen eso se pasaría todo el día lavando laropa.

Cuando terminó de lavarse en elfregadero volvió a ponerse los largosguantes hasta donde pudieran cubrirla.El izquierdo cubría una mancha que ledesagradaba. No le gustaba verla.

La mujer no tardó en salir con suhijo en brazos.

—Gracias, Quin.

La mujer repitió su nombre de esaforma extraña y cuidadosa, como sidisfrutara con su sonido.

Cuando la puerta se cerró Quinpermaneció quieta durante unos minutos.

«He salvado la vida a un niño. Le hesalvado la vida a un niño». Tal vez esamujer le permitiera sacarle una foto alniño para colgarla en la pared.

Sintió un tironcillo en las comisurasde los labios y se sorprendió. Su bocahabía perdido la costumbre de sonreír.

29

Shinobu

Shinobu estaba sudando. A pesar de lofría que estaba el agua, sentía las gotasque caían de su frente hasta el interiorde las gafas de buceo. Parpadeó paraquitarse el sudor y se ajustó lalamparilla a la cabeza mientras

continuaba su descenso. Su amigo Brianbuceaba junto a él. Ambos llevabanpesadas herramientas de salvamento enlos cinturones de sus trajes de buzo. Laenorme panza de Brian, que descendíahacia aguas cada vez más oscuras, lehacía parecer una lubina gigante. «Y yosoy como una barracuda», pensóShinobu. Había adelgazado tanto duranteel último año que incluso a través delgrueso traje de neopreno se le marcabanlas costillas.

Acababan de entrar en la Fosa, uncorte profundo en el fondo del Puerto deVictoria por donde pasaban lascorrientes oceánicas y enterraban todaclase de desechos procedentes del

puerto. A medida que pasaban por lasaltas paredes de la Fosa, el agua era másoscura y helada. Las sombras se movíanincesantemente a la luz de suslamparillas y Shinobu tenía queparpadear a menudo para desprendersedel sudor de los ojos.

—¡Brian! —gritó—. Aquí hayfantasmas.

No articulaba las palabras enrealidad, ya que tenía la boca tapada conel regulador de oxígeno, pero emitió unacorriente de sonido distorsionadaacompañada de un montón de burbujas.Brian lo ignoró, como solía hacercuando Shinobu intentaba mantenerconversaciones bajo el agua.

El sudor le estaba haciendo la vidaimposible. Se quitó las gafas de buceo yse aclaró la cara con el agua. Tras estoaspiró del tubo y nadó para alcanzar aBrian.

Un grupo de verdaderas lubinasnadaban pegadas a la pared de la fosamarina, mostrando sus aterradorassiluetas. Shinobu había tomado barritasde Shiva por la mañana, quemando einhalando el humo de la droga en elcuchitril que compartía con Brian en elpiso superior de una sala de cine en losbarrios bajos de los alrededores deKowloon. La Shiva tenía el poder detransformar la percepción, así que noera buena idea tomarla antes de un día

de trabajo físico, especialmente cuandose trataba de algo tan complicado comoel buceo, pero a Shinobu le costabahorrores disfrutar si no estaba muerto demiedo.

Cogió a Brian por el hombro.«¡Esas sombras me persiguen!»,

gritó, emitiendo una nueva avalancha deburbujas.

Brian se sacó la pizarrilla quellevaba en la cintura y escribió pordetrás de ella con su rotulador especial:CÁLLATE.

«¡Cállate tú!», replicó Shinobu,exhalando una gran cantidad de burbujasy tragando accidentalmente agua.

La expulsó con un golpe de tos.

Entonces rio, asustado y entusiasmado.Bucear era lo más alejado a su vidaanterior que podía encontrar, inclusomás que arrojarse desde puentes yedificios, que era lo que había estadohaciendo durante sus primeros seismeses en Hong Kong.

Se acercaban al fondo de la fosamarina. El fondo estaba cubierto conaltas masas de sedimentos, queocultaban todo tipo de tesoros. En unaciudad del tamaño de Hong Kong, conun puerto donde fondeaban barcos desdehacía cientos de años, podíanencontrarse un sinfín de cosas. Una vez,Shinobu y Brian, con la ayuda de unsoplete submarino, habían rescatado del

extremo sur de la Fosa un Rolls-Royceentero, pieza por pieza. En otra ocasiónhabían usado explosivos para romper elcasco de acero de un viejo barco demercancías japonés y recuperar uncargamento de armas de la SegundaGuerra Mundial.

Brian seguía el sistema denavegación de un aparato que llevabaajustado al brazo. Cuando barrieron lazona con sus lamparitas, las sombrasvolvieron a enloquecer. Shinobu habríajurado que había otros buzosmerodeando por allí que se ocultaban encuanto él giraba la cabeza.

Cogió la pizarrilla de Brian yescribió: NOS ESTÁN VIGILANDO.

Brian la apartó de un manotazo. Pordebajo de ellos, la corriente conteníafragmentos de utensilios de cocina y unavieja televisión con una anguila ocultaen el interior de la pantalla rota.

Shinobu cogió la pizarrilla de nuevoy pasó las páginas impermeables delsujetapapeles para ver la hoja de ruta.Había dejado que Brian se encargara delpapeleo previo a la inmersión, sin nisiquiera molestarse en revisar lo queestaban buscando. En la mitad superiorde la imagen había un objeto que leshabían pedido que encontraran,fotografiado por un sumergible quevadeaba las profundidades del océano.Estaba parcialmente enterrado y

resultaba difícil de distinguir en la foto.Junto a esta había un dibujo quemostraba el aspecto del objeto en sutotalidad. Era una especie de daga, cuyaempuñadura estaba hecha de variosanillos de piedra separados uno sobreotro con símbolos grabados en cada unode ellos.

A Shinobu le entró un ataque depánico. Con los sentidos alterados porefecto de la Shiva, tuvo la impresión deque una mano helada lo agarraba por losintestinos y se los estrujaba. Los habíanmandado a buscar el athame que élmismo había arrojado desde el TransitBridge hacía un año y medio.

—¡No podemos hacer esto! —gritó a

Brian.Igual que le había sucedido antes,

solo emitió burbujas, y Brian ni siquierase volvió, así que Shinobu lo agarró delhombro.

—¡Para! Tenemos que regresar.Estaba tan nervioso que volvió a

perder la cabeza y tragó un montón deagua por la boquilla. Mientras laescupía, Brian continuó buscando entrelos objetos apilados, haciendocompletamente caso omiso de él. Paracuando pudo respirar con normalidad,este ya le hacía señas con un gestotriunfal en el rostro y el athame en lamano izquierda.

Shinobu nadó hasta él,

desplazándose tan rápido como pudo, yle hizo soltar la daga de un manotazo.Esta giró sobre sí misma y se hundió enel fondo de la Fosa.

Brian fue a recuperarlainmediatamente, pero Shinobu lo agarrópor el tobillo y tiró de él. Brian Kwonera grandote y amigable, difícil deenfadar, pero en ese momento estabacabreado. Lanzó una patada a Shinobu,que la esquivó y volvió a tirar de él,alejándolo más del athame, que se habíaincrustado en la arena a unos tres metrosde profundidad más abajo.

Brian empujó a Shinobu. Este loagarró del brazo sin soltarlo, pero suamigo se revolvió y lo alcanzó en el

pecho con su enorme mano, sacándole lamanguera de la máscara. Una nube deburbujas salió de ella y desperdició suoxígeno en el agua. Mientras Shinobuagitaba los brazos para detener la salidade burbujas, Brian se sumergió hacia elfondo.

La amenaza de muerte obligó aShinobu a controlar el pánico. Se calmó,y en lugar de seguir a Brian, se llevótranquilamente la mano a la espalda paracerrar la válvula maestra de la botellade oxígeno. Las burbujas dejaron desalir.

Tardó un poco en acoplar de nuevola manguera a la boquilla. Cuando porfin consiguió ponerse el oxígeno y

respirar a grandes bocanadas, vio queBrian nadaba hacia él con el athamemetido bajo el cinturón. Su corpulentoamigo se detuvo frente a él y sacó elsujetapapeles. En la orden del día, bajola fotografía del athame, estaba escritala cifra estratosférica que pagaban porrecuperarlo. Brian la señaló con el dedorepetidas veces: les darían el triple delo acostumbrado si devolvían la daga depiedra a la costa en perfectascondiciones. Tras esto, Brian se volvióy nadó hacia la superficie. «El lubinagana —se dijo—. Jamás podré hacerlerechazar tal cantidad de dinero».

Shinobu se quedó flotando en elmismo sitio durante un instante. Las

barritas de Shiva estaban perdiendo suefecto y empezaba a dolerle la cabeza.Siguió la estela de Brian lentamente,mirando a los lados de tanto en tanto,esperando pillar a alguno de esos buzossueltos que desaparecían de su vista.

Fue en uno de esos movimientoscuando lo vio. Estaba prácticamenteenterrado en un montón de arena, junto auna taza de váter rota. Solo sobresalía lapunta de su hoja plana. Shinobu nadóhasta allí y sacó el reanimador delsedimento.

El artilugio de piedra estabaexactamente igual que cuando lo habíaarrojado hacía un año y medio, su viajeal fondo del Puerto de Victoria y su

posterior travesía por el lecho marinohasta la Fosa no le habían causadoningún deterioro.

Miró a Brian, que nadaba a grandistancia por encima de su cabeza. Alparecer, nadie buscaba el reanimador. Yel athame sin él no servía para nada. Loagarró fuerte con ambas manos y levantóla rodilla con intención de partirlo endos. Pero se detuvo a mitad demovimiento. Muchos meses atrás habíasido capaz de tirarlo, pero destruirlo eraalgo completamente diferente. Pensó enenterrarlo bajo el fango, pero se diocuenta de que tampoco podía hacer eso.Tenía en sus manos uno de los artefactosmás preciados de la humanidad, como su

padre siempre le había dicho.«Mi padre…». No quería pensar en

él. Pero, a pesar de ello, no podíasobreponerse a la sensación de queAlistair no habría querido que sedeshiciera del reanimador.

—¡Maldita sea! —gritó, provocandouna nube de burbujas.

Ese objeto había sido usado para…cosas en las que no quería pensar. Peroesas cosas no ocurrían por culpa delreanimador en sentido estricto. Shinobupermaneció sumergido en el agua unmomento, sosteniendo la barra en susmanos y murmurando burbujasblasfemas entre dientes. Al final acabómetiéndolo en la bolsa que llevaba a la

cintura.Alcanzó a Brian y se quedaron

desafiándose mutuamente mientrasejecutaban la parada de descompresiónantes de recorrer lo que les faltaba parallegar a la superficie. Tras un par deminutos fulminándolo con la mirada,Brian escribió: ¿A QUÉ HA VENIDO ESO?

Shinobu cogió la pizarrilla yescribió: PERDONA, LUBINA. LA HECAGADO.

Su amigo grandullón pareció aceptarlas disculpas y para cuando subían porla orilla del área de rescate esbozabauna sonrisa, pensando en cómo gastaríanel dinero.

—¿Más barritas de Shiva? —

preguntó a Shinobu, dándole un empujóncariñoso.

—No, o no dormiré en la vida.—¿Desde cuándo duermes?—Ahí tengo que darte la razón.Hablaban en esa mezcla de inglés y

chino que tan de moda estaba entre losjóvenes hongkoneses. A Shinobu esto leiba bastante bien. Obviamente, él no erachino, sino japonés, y todo lo que sabíade la lengua china lo había aprendidodurante el último año y medio.

Salieron del agua en una zonallamada Kwun Tong, que daba alsudoeste del puerto. Desde esa posición,Shinobu veía como la enorme y altamole del Transit Bridge surcaba el agua

con su cubierta diseñada a modo deentramado de velas de barcos orientalesy occidentales. Y tras el puente, al otrolado del puerto, se divisaban losesbeltos rascacielos del distrito Centralante la bruma de media tarde.

Shinobu miró el athame, que seguíaremetido bajo el cinturón de Brian, y nopudo evitar preguntarse cuándo sería laentrega y quién había hecho el encargo.

Su pregunta obtuvo respuesta almomento. Dos hombres caminaban haciaellos en el área de rescate, entre lasmontañas de aparatos electrónicos,piezas de coche y partes de barcosantiguos que habían sido reclamados. Elprimero era el capataz, un filipino bajito

que, a pesar de gritarles constantemente,nunca se enfadaba, con tal de querecuperaran del fondo del puerto aquelloque les pedía. El otro, un joven blanco,caminaba entre el fango sin preocuparseen absoluto de sus pantalones y zapatos.

Se trataba de John. Por supuesto.Seguramente se habría pasado el últimoaño y medio preguntando a compañíasde rescate submarino de todo el mundo.El athame lo había llevado directamentea Hong Kong y, sin darse cuenta, ante laspropias narices de Shinobu.

En el fondo sabía que tenía quematar a John. Debería correr orillaarriba y acabar con él en ese mismomomento, sin dudarlo un segundo. Eso

sería lo más honorable. Pero sabía deantemano que no podría hacerlo. Alistairhabía acabado así por culpa de John.Era culpa suya y, sin embargo, no solosuya. También era en gran parte culpa deBriac, e incluso del propio Alistair. Supadre y su tío habían elegido hacerciertas cosas… en las que Shinobu ya nose atrevía a pensar siquiera.

Pero había otras que solo eran culpade John, por ejemplo la herida de Quin,y lo obsesionada que estaba con él. Peroaun así… Quin ya no eraresponsabilidad suya. Les había dichoadiós a ella y a todos sus recuerdos deEscocia, incluido su padre. Lo querealmente necesitaba en ese momento

era algo que lo ayudara a olvidarlo todo.—Entonces ¿qué hacemos? —

preguntó Brian, frustrado por el silenciode Shinobu—. ¿Vamos a uno de losgaritos de opio nuevos?

—Sí, claro —accedió Shinobu conaire ausente.

Llevaba puesto todavía el equipo debuzo y su pelo rojo de antaño estabarapado y teñido de amarillo y negro, alestilo de un leopardo. Llevabapendientes en la nariz y en una ceja, yestaba más alto y delgado que nunca. Apesar de ello, John y él se habían criadojuntos y en un perímetro de treintametros estaría a la distancia suficientepara reconocerlo.

—Bueno, ¿a cuál de ellos? —preguntó Brian—. Me han dicho que hayuno en la cuarta planta del TransitBridge. Es como un fumadero de opio dela China imperial que…

Shinobu armó el brazo y aporreó aBrian en la cara a media frase. Supesado cuerpo cayó al suelo del golpe yShinobu se abalanzó sobre él y empezó adarle una somanta de puñetazos en lacabeza. Como esperaba, Brian lo cogiópor el cuello y se revolvió para dejarloa él en la tierra mojada. En lugar devolver a pegarle en la cara, Shinobucogió el apestoso barro a manos llenas yse embadurnó la cara y el pelo.

—¿A qué ha venido eso? —gritó

Brian—. ¡No tenemos que ir al del opio!¡Puedes elegir el que tú quieras!

Brian estaba estrangulándolo yShinobu dejó de embarrarse paraintentar apartar de su cuello las enormessalchichas que Brian tenía por dedos. Eljefe corría hacia ellos, pidiendo ayuda agritos a sus trabajadores. Un momentodespués, Brian tenía diez brazos tirandode él para separarlo de Shinobu.

Uno de los hombres ayudó aShinobu, que se sentó en el suelo,tosiendo e intentando recobrar elaliento, completamente cubierto debarro. Desde allí vio a John recorrer ladistancia que los separaba, preocupadopor los daños que hubiera podido

ocasionar la pelea. El capatazexaminaba el athame minuciosamente,reprochándole a Brian que lo hubierancubierto de barro.

—De todas formas, estaba en elfondo del océano, jefe —espetó él.

El capataz limpió el athame y se loentregó a John, que estaba justo delantede Shinobu. John lo cogió casi conveneración, lo alzó y examinó la piedraa la luz del sol. Estaba indemne,perfecto. Pasó el pulgar por la base dela empuñadura, donde, como Shinobusabía, había un pequeño y delicadograbado de un zorro. El rostro de Johnmostraba una mezcla de esperanza yalivio que casi resultaba dolorosa de

ver. Después se guardó el athame en elinterior de la chaqueta y volvió tras suspasos por la enfangada subida sindirigirle la mirada a Shinobu.

Shinobu se limpió la frente de barromientras observaba al capataz contandoel dinero que les tocaba y dándoselo aBrian. Shinobu volvía a sudar a mares yempezó a tener una sed enorme.

—Ven, deja que te ayude —dijoBrian ofreciéndole una mano, y tiró deél.

En cuanto estuvo de pie le lanzó undirecto a la mandíbula y volvió aarrojarlo al barro. Shinobu miró a Briandesde el suelo y escupió un trago delodo.

—¿A qué viene eso?—¿Qué coño te pasa, Barracuda? —

murmuró Brian.—¡Es que tenía una lubina enorme

encima!Se echaron a reír. No tenía ninguna

importancia. Habían acabado de trabajarpor ese día y los antros de drogadicciónestaban aguardándoles.

Se limpiaron con el agua sucia quesalía de la manguera del patio del áreade rescate y se pusieron ropa de calle.Lo cual, en el lenguaje de Shinobu yBrian, quería decir tejanos apretados ychaquetas de cuero, camisetas rajadasque aguantaban con imperdibles ymuñequeras de pinchos tan afilados que

resultaba increíble que no se sacaran losojos el uno al otro. A Shinobu le gustaballevar la más ancha en la muñecaizquierda, donde cubría una viejacicatriz que prefería no ver.

Había adelgazado tanto que lospantalones no eran tan ajustados comoantes, de modo que pudo meterse elreanimador por una de las perneras yempujar la punta de su hoja roma hastael interior de la bota izquierda.

Vio que su madre le había dejado unmensaje telefónico durante la inmersión.Le pedía que se pusiera en contacto conella urgentemente. Debía de serimportante, porque no lo había hechonunca. Su madre, que no estaba muerta,

sino más viva que nunca, y con quien sehabía reunido hacía apenas un año ymedio, empezaba ya a hartarse de él. Yno podía echárselo en cara.

Se dispuso a llamarla, pero entoncesllegó Brian golpeando la puerta de losvestuarios para que se diera prisa.Volvió a meterse el teléfono en elbolsillo y se olvidó del asunto. Brian yél salieron juntos del área de rescatesubmarino y marcharon a la ciudad. Elreanimador rebotaba contra su piernamientras caminaba.

30

Quin

Quin estaba en la trastienda de suconsultorio, ordenando después de habermezclado unas hierbas para el pequeñoasiático pelirrojo, cuando sonaron lascampanillas que había encima de lapuerta, alertando de la entrada de

alguien en la sala de espera.—¿Mamá? —exclamó.Por primera vez en mucho tiempo,

tenía, ganas de ver a Fiona para contarlecómo había salvado al niño. Al llegar ala sala principal descubrió que no eraFiona, sino un joven.

Tenía más o menos su edad y eramuy guapo, de piel blanca y con el pelocastaño claro. Permanecía de pie deespaldas a la puerta y la miraba como siesperase que le salvara la vida.

Sus manos temblaron sin motivoaparente y tiró un bote de hierbas, quecayó al suelo, derramando todo elcontenido.

—Quin —susurró en voz baja—,

¿eres realmente tú?Ella tenía miedo de que su voz

sonara diferente, retorcida, aterradoraincluso, pero no era así. Sonaba de lomás natural y le resultaba muy, pero quemuy familiar.

El chico la observaba atentamente,como si tuviera miedo de que hicieraalgo peligroso o extraño. La siguió conla mirada mientras recogía el tarro dehierbas. Ella misma se sentía capaz dehacer algo impredecible. Pero ¿el qué?

Se tomó su tiempo para recoger elbote del suelo y colocarlocuidadosamente en el mostrador. Deimproviso sus movimientos se habíanvuelto torpes, como si sus músculos

hubieran dejado de funcionarcorrectamente en su presencia.

—Quin —repitió.Conocía su voz. La conocía

perfectamente. Y también a él. Porsupuesto que lo conocía. De algún modohabía sido importante en su vida.

—¿No me reconoces? —preguntó él.Dio un paso hacia ella.—Claro. —Lo dijo automáticamente

y se descubrió retrocediendo hasta elquicio de la puerta que había detrás deella. Resultaba reconfortante sentir lasolidez de la pared. Lo conocía. Podíaimaginarse caminando hacia él yreposando la cabeza contra su pecho.Pero su mente le decía que existía una

buena razón para no recordarlo—. Claroque te conozco.

El joven dio otro paso hacia ella,como si no pudiera contenerse.

—¿Cómo me llamo? —preguntó.Quin se mordió el labio. Tenía su

nombre en la punta de la lengua. Era unnombre común y, sin embargo, no podíareproducirlo. Formaba parte de esa zonagris de su mente, ese lugar donde elresto de la gente creía que residían losrecuerdos. Ese espacio gris era supropio Puerto de Victoria, donde sehabían hundido los primeros quinceaños de su vida.

El joven se acercó más. Esa formade moverse… Lo había visto en un

establo, en el campo, muy lejos de allí.Veía un río en la distancia. Las imágeneseran como las manchas que se quedan enel secante de tinta tras retirar el papel.Más que verlas, podía percibirlas.

Estaba justo delante de ella, quepermanecía pegada a la pared. Olía ajabón y al aire salado del océano.

—¿Cómo me llamo, Quin?—John —susurró.Sintió un mareo sobrecogedor. Le

flaquearon las piernas y empezó adeslizarse por la pared hasta el suelo.John la cogió. Quin se incorporó y sealejó de él, entrando en la trastienda.

No recordaba nada, pero el vacíoresultaba agotador. Apenas podía

caminar. Se tambaleaba. Tiró otro botede hierbas, y oyó como se desparramabapor el suelo. No debería estar con él.

—Estaba muy preocupado —prosiguió—. Creí que… desde aquellanoche…

—No.Alzó la mano instintivamente para

interrumpir sus inquietantes palabras.Ahí estaba la cara de John. Lo habíavisto mirándola a través de un agujero,mientras su pecho se adormecía porcompleto…

—Gracias a Dios, estás bien.Suspiró y la siguió en su tambaleo

hasta la camilla.Quin tiró varios botes más de una

estantería en su intento por mantenerseen pie. La vieja herida del pechoempezó a dolerle. Estabaderrumbándose literalmente; sus piernasla habían abandonado.

En lugar de caer al suelo, los fuertesbrazos de John la alzaron. No laincomodó en absoluto. Y, a pesar detodo, ese chico era peligroso. No sabíapor qué, pero lo era. Tanto como ella. Yjuntos serían doblemente peligrosos.

—Te tengo —susurró—. Te tengo.John subía con ella en brazos a su

habitación y tuvo la sensación de estaren la cubierta de un barco que sebamboleaba. No le importaba que latocara; no le preocupaba dónde habían

estado sus manos antes. Dejó que susojos se cerraran. Poco después llegabana su habitación y él la posabadulcemente sobre la cama.

El mareo iba a peor. Ya le habíapasado antes, en sus primeros meses enHong Kong. «Es tu pasado, que intentaimponerse a tu presente —le habíaexplicado el maestro Tan pacientemente—. Si quieres, puedes olvidarlo todo.Solo tienes que esperar a que pase elmomento».

—Estoy aquí —susurró él—.Contigo. Te he echado de menos. Dios,lo siento tanto…

¿Por qué tenía que ser peligrosoestar con él? No tenía sentido. Podía

dormir porque él estaba allí para velarsus sueños. Todo volvía a estar bien,porque John estaba con ella.

—Yo también te he echado de menos—murmuró, cogiéndolo de la mano altiempo que perdía la conciencia.

31

Shinobu

Shinobu echó un vistazo al objeto quetenía en la mano a través de la bruma dehumo del opio. Estaba vibrando. Luchópor enfocar la vista y acabódescubriendo que se trataba de su móvil.¿Quién podía estar llamándolo? Era

mediodía. La pandilla con la que Brian yél salían no se despertaba hasta despuésdel anochecer.

Exhaló otra nube de humo de la pipade opio que tenía apoyada en el brazo.Era su séptima pipa y estaba alcanzandoese estado de perfección en el que sentíaun equilibrio entre su cuerpo y el cielo:sin preocupaciones, sin problemas, singente.

Pero el teléfono seguía vibrando.Llevaba horas vibrando, aunque eso eraen el tiempo del opio. En tiempo realprobablemente fueran solo unossegundos.

—Calla, por favor —le susurró.Pero el teléfono no lo escuchó.

Shinobu dejó la pipa torpemente enla bandeja y se esforzó por apoyarsesobre un codo, irritado. Se frotó los ojosy miró el móvil.

—Es mi madre.Empujó a Brian Kwon, que estaba

acurrucado junto a él en la tarima, con lapipa pegada a la cara. Este gruñó amodo de respuesta y musitó:

—Mamá Barracuda.El teléfono había dejado de vibrar y

sonó un pitido que indicaba que tenía unmensaje. Su madre nunca lo llamaba.Recordó algo vagamente. ¿No lo habíallamado antes ese mismo día? Dosllamadas de su madre en un día eranalgo excepcional. Era más probable que

te cayera un meteorito encima mientrashacías rescate submarino. La última vezque había visto a su madre se lo habíaencontrado inconsciente en la cocina,rodeado de barritas de Shiva, con suhermano pequeño desfallecido en elsuelo del pasillo, intoxicado con elhumo. Mariko le había tirado una ollaenorme y le había gritado que nunca enla vida volviera a entrar en su casa.Aquello sucedió meses atrás y desdeentonces no había tenido noticias suyas.

Había vuelto a recostarse sin darsecuenta. Se llevó la pipa a los labios y ledio una profunda calada.

Paseó la vista por la habitación. Erala primera vez que visitaba ese

establecimiento, con sus finas sedasdecorativas y tarimas de madera talladacon detalles de platería. Había infinidadde fumaderos más baratos en el TransitBridge. Normalmente iba a los máseconómicos, los de las plantasinferiores, tugurios en los que tesentabas sobre una montaña de espumade polietileno para embalar atestada dedecenas de fanáticos del opio. PeroBrian estaba ansioso por gastarse lapaga extra de su día de rescatesubmarino. En ese otro había unasatractivas camareras que te cambiabanla carga de la pipa y servían bebidas.Shinobu advirtió que llevaban filtros enla nariz para evitar la adicción al humo.

«Humo —pensó saliendo de suplacentero equilibrio—. Humo y fuego.Tendría que haberte matado, John, peroodiaba más a Briac y a Alistair…». Allíestaba su padre, con un halo de centellasalrededor de su roja melena. A Shinobule parecía estar viendo esos cabellos decolor rojo intenso, como si estuvieran alotro lado de esa misma habitación.

Poco a poco se dio cuenta de queesa cabellera roja estaba realmente alotro lado de la habitación. Aunque sumente seguía flotando, sus ojos volvíana enfocar paulatinamente y se descubriómirando a una mujer que estabarecostada en una tarima en la parteopuesta del fumadero de opio.

Tenía menos de cuarenta años y supelo era exactamente del mismo colorque el de su padre. Era hermosa, tantocomo su tía Fiona le había parecido ensu momento. Esa mujer llevaba unvestido de seda al estilo chino. Estabacon un hombre de negocios europeomayor que reposaba la cabeza en suregazo mientras ella le sostenía la pipaen los labios. Tenía un pañuelo amarilloenrollado al cuello, algo que Shinobureconocía como el distintivo de lasmujeres de compañía. Esa profesión eralegal en el Bridge. Aquel hombre debíade ser un cliente que pagaba por sucompañía mientras él disfrutaba en losantros de drogadicción. La mujer le

hablaba en voz baja. Llevaba un discretofiltro sobre el labio.

—Lubina, esa tía es igualita queFiona —murmuró.

—¿Quién? —respondió la vozadormilada de Brian.

—Esa mujer.Intentó señalarla, pero no resultaba

fácil mover las manos mientras levitabapor encima de ellas a tanta altura.Exhaló humo en dirección a la mujer,pero obviamente Brian estaba tumbadodetrás de él y no podía verlo.

—¿Quién es Fiona? —murmuró este.—Está ahí —repuso Shinobu

tosiendo.Justo en ese momento ella alzó la

vista como si lo hubiera oído, algoaltamente improbable a esa distancia.Sus ojos barrieron la habitación, sedetuvieron en el rostro de Shinobu ypasaron de largo.

Era realmente Fiona. No alguien quese parecía a ella, sino ella en persona.

Shinobu sintió un molesto retortijónen el estómago. La sensación de flotar loabandonó. No acababa de creer lo queveían sus ojos.

—Sí que es ella —susurró alargandoel brazo para zarandear a Brian por elhombro—. ¡Está ahí mismo!

—Cállate, Barracuda, por favor —murmuró Brian al tiempo que leapartaba la mano—. Cierra el pico.

Ciérralo como… ¡como algo que noabre el pico!

El pánico se iba apoderandolentamente de él. Hacía un año y medioque no veía a nadie de su vida anterior.Y en un mismo día se encontraba conJohn y con Fiona.

—¿Por qué hoy? —preguntóShinobu.

—Como una tortuga —murmuróBrian—. Las tortugas son silenciosas.Pórtate como una tortuga, Barracuda.

Shinobu se concentró, con laesperanza de abrirse paso a través delas ilusiones del opio. Si Fiona era unamujer de compañía, eso significaba quevivía en el Bridge. Es cierto que él

mismo había dejado allí a Fiona y aQuin aquella noche, tantos meses atrás,al cuidado del maestro Tan. PeroShinobu jamás habría imaginado quepermanecerían en ese lugar. Llegar a serresidente del Bridge no era tarea fácil.Se necesitaban unas cualidades muyprecisas. Al observar a Fiona al otroextremo de la sala, con su exótico rostrooccidental, su extraño color de pelo y sumás extraña belleza, se percató de quetal vez ella poseyera dichas cualidades.

Había dado por sentado que semarcharían de Hong Kong en cuantoQuin se recuperara, que encontraríanalgún lugar recóndito en el mundo paravivir. Y, sin embargo, ahí estaba Fiona.

—Vete de aquí —susurró él.Fiona alzó la vista de nuevo desde el

otro extremo de la sala y revisó las otrastarimas con la mirada. Shinobu ocultó sucara tras el brazo.

—Vete tú —gruñó Brian—. Ycuando llegues a donde sea, hazme elfavor de callarte.

Shinobu esperó a que Fiona volvieraa concentrarse en el hombre que serecostaba sobre su regazo paradescubrirse el rostro. Se agarró al bordede la tarima para ponerse en pie y apunto estuvo de aplastar a un camareroque pasaba en ese momento. Elhombrecillo hizo señas a otrosmiembros del personal y entre todos

consiguieron enderezar a Shinobu. A susdieciséis años medía casi un metronoventa y fueron necesarios treshombres para evitar que cayera al suelo.

—Señor, ¿no quiere usted volver atumbarse?

—No —dijo apartándolos con elbrazo, a punto de desplomarse esta vezsobre Brian. Se apoyó contra la pared.Dio un toque a su amigo en la pierna conla rodilla—. Bri, venga. Nos vamos.

—Chis, Barracuda —respondió—.Tortuga. Boca cerrada.

—¡Yo me voy de aquí! —exclamózarandeándolo.

—Conviértete en sopa de tortuga —gruñó Brian. Uno de sus sebosos brazos

se movió para abofetearlo, pero Shinobulo esquivó, apoyándose de nuevo en lapared para recuperar el equilibrio.

—Pues ahí te quedas.Salió a trompicones del bar, no sin

antes arrojar un montón de billetes alcamarero que lo siguió hasta la puerta.

—Señor, el Transit Bridge tienenormas estrictas respecto a laintoxicación en público. Se arriesga aque anulen su pase de visitante.

Era cierto. Shinobu se detuvo ycogió una de las máscaras de oxígenoque colgaban del techo a la salida delbar. Permaneció unos minutos aspirandode ella, apoyado contra la pared. Eldesconocido contenido de la máscara

despejó su cabeza inmediatamente.Todavía sentía un ligero mareo del opio,pero había recobrado el control de losbrazos y las piernas.

—Gracias —respondió, y procurócaminar normalmente con la mayordignidad posible al encuentro de lasmultitudes acaudaladas que lo esperabantras el pasillo.

Ese nivel del Bridge concentraba losclubes nocturnos y antros dedrogadicción más caros. Su ropa sucia ypelo teñido de leopardo llamabandemasiado la atención. Se abrió pasohasta los aerotransportadores y entoncesse acordó del teléfono.

Lo sacó del bolsillo y descubrió que

ya veía con claridad suficiente para leerel mensaje de su madre. Los últimosrestos de su colocón de opiodesaparecieron al ver su contenido.Akio había estado muy enfermo. Habíaencontrado algo en la habitación deShinobu y estaba a punto de morir.Intentó recordar qué podría haberdejado allí, pero podía ser cualquiercosa. En el último año y medio, lasdrogas se habían convertido en suscompañeras de viaje y bien podría haberdejado infinidad de ellas en casa de sumadre. El estómago se le revolvió,sacudido por una mezcla de culpa yterror.

Notó un fuerte empujón y al alzar la

vista vio a Brian, que había salidotambaleándose del bar tras él.

—¿Y ahora qué? —le preguntó suamigo—. ¿Otro bar? ¿O comida?

—Espera. —Leyó el siguientemensaje de su madre y sintió un granalivio. Akio estaba bien. Tardó unosinstantes en recobrar el aliento—. Tengoque recoger una cosa.

—¿Comida?—No, Lubina.—¿Cerveza? Podemos beber como

los peces, Barracuda.—Primero tengo que ir a casa.Esas palabras parecieron confundir

a Brian.—¿A qué casa?

Llevaban durmiendo un mes enaquella habitación encima del teatro,acurrucados entre las ratas y lascucarachas, lo cual confirmaba aShinobu al fin y al cabo que ya no estabaen la campiña escocesa.

—A casa de mi madre —contestóShinobu.

Shinobu entró en unaerotransportador antes de que Briantuviera oportunidad de preguntarle máscosas. Apareció en los bajos del Bridge.Estaban en penumbra, como siempre, ala sombra de la cubierta superior, quedejaba entrar muy poca luz natural.Había multitudes de visitantesvespertinos que vagaban por el paseo

delante de restaurantes que servían todotipo de comida asiática.

Al cabo de un momento, Brian saliódando bandazos del aerotransportador yambos se unieron al trasiego de peatonesdel Bridge. Encima de los restauranteshabía apartamentos, la mayoría de elloscon luces en su interior en los que seapreciaban siluetas moviéndose de aquípara allá. Intercalados entre losrestaurantes estaban los dispensarios desanadores, acupuntores, herbolarios ypracticantes, con más habilidadesexóticas de las que Shinobu era capaz dedescribir.

—Está allí —dijo Shinobu al fin,mirando la dirección que su madre le

había enviado y cruzando la calle.—Esa no es la casa de tu madre.—Cállate, Lubina. Si te portas bien

te invito a una cerveza cuando acabe.No ocurrió exactamente así. Shinobu

estaba a punto de tener su tercer extrañoencuentro del día.

Encontró el dispensario que estababuscando, un pequeño y limpioescaparate con un apartamento encima.Metió la mano en el receptáculo demetal que había en la entrada y sacó unagran bolsa de plástico que llevabaescrito el nombre de Akio.

Cuando se marchaba, metiéndose labolsa debajo de la chaqueta, la puertadel dispensario se abrió de repente.

Antes de que pudiera darse la vueltapara mirar, recibió el empujón de unafigura que salía como alma que lleva eldiablo.

32

Quin

Se oyeron gritos en la otra habitación.Quin percibía perfectamente los ruidosde pelea desde el cuarto de los niños. Elpequeño la miraba con los ojosaterrorizados.

—¿Qué pasa? —le preguntó el niño

en francés bajando la voz.Ceceaba, como suele pasarles a

muchos críos.—Nada —contestó ella también en

francés—. No pasa nada. Ven conmigo.El niño estaba paralizado de miedo.—Ven conmigo —repitió de manera

más brusca.No había tiempo que perder.Lo destapó y lo cogió de las manos.Se oyó un grito más alto en la otra

habitación. Podía ser de mujer, pero nose distinguía bien.

El niño se puso a llorar.—No pasa nada —le tranquilizó ella

—. Te sacaré de aquí.El niño no quería irse con ella, pero

tampoco sabía cómo negarse. Lo agarróde la mano y lo llevó hasta la puerta.Desde allí veía a los otros niños, en lahabitación más grande, al fondo de lasala. Nadie miraba hacia ellos en esemomento. Envolvió al niño con su capa.Lo estrechó contra sí, corrió por elpasillo y luego bajó las escaleras.Instantes después ya habían salido por lapuerta lateral.

Lo cogió en brazos mientras corríapor el césped.

—¿Adónde vamos? —preguntó elniño.

—Lejos de aquí —le susurró al oído—. Te pondré a salvo.

Mientras corría con el niño en

brazos, Quin se percató de que estabasoñando. Aquello no era real; no era asícomo había sucedido. Pero al menos ensueños tomaba la decisión adecuada, laque tendría que haber tomado, y sintióque una felicidad inmensa la embargaba.No era así como había sucedidorealmente, pero sentaba tan bien sernoble y valiente, aunque fuera en sueños.

33

John

John observaba cómo dormía Quinapoyado contra la puerta cerrada de suhabitación. En ese momento sonreía decara a la almohada, como si tuviera unsueño delicioso. «¿Estará soñandoconmigo como yo soñaba con ella?», se

preguntó.Pero muchos de los sueños que

había tenido con ella no habían sidoagradables. La última vez que la habíavisto, ella estaba al otro lado de eseextraño portal y la sangre manaba de supecho. Una bala perdida de su propiapistola había estado a punto de matarla,y ese recuerdo era como un cuchillo dehielo que se clavaba en sus entrañas.«¿Cómo pude permitir que sucedieraaquello?».

Momentos antes, cuando habíallegado a su consultorio en el piso deabajo, esperaba que ella se pusiera agritar, que pidiera socorro o lo atacara,cualquier acto parecido habría estado

justificado. En lugar de eso, aunqueparecía recordar su cara, al principio nisiquiera se acordaba de su nombre. Dealgún modo, Quin había conseguidoempezar una nueva vida. ¿Era posibleque hubiera olvidado lo sucedidoaquella noche en la hacienda? Y de serasí, ¿significaría que estaba perdonado?¿Tendría otra oportunidad con ella?

—¿Cómo has conseguido olvidar?—le preguntó en voz baja, volviendo ala cama.

Quin se movió en sueños, pero nodespertó. John le abrió el cuello de lacamisa con cuidado y se la bajó. Noquería mirar, pero se sentía obligado porel remordimiento. Junto a su hombro

izquierdo vio la cicatriz por donde habíasalido la bala. Era una marca arrugadaque seguía enrojecida. Supuso que debíade dolerle de vez en cuando. Uncentímetro más cerca del corazón yprobablemente habría muerto.

—Creía que te había matado —susurró reviviendo una vez más elhorror de aquel momento—. Creía queestabas muerta. —Se tumbó junto a ellay cerró los ojos. Su olor le trajo vívidosrecuerdos de su última tarde entre losárboles—. No quiero estar solo en esto.Te necesito conmigo.

—Te necesito —murmuró ella,todavía dormida y con la sonrisa delsueño pegada a los labios. John sintió el

tacto de sus manos en la cara, se inclinóhacia ella y la rozó apenas con loslabios. Quin lo atrajo más hacia sí y lorodeó con los brazos—. ¿Por qué nuncahicimos…? —comenzó a decir,empezando a despertar.

—Yo quería —susurró John.Quin apoyó la cabeza en el hueco de

su cuello.—John —pronunció contra su piel,

como si fuera una palabra extranjera queacabara de aprender—. John.

Él la abrazó y dejó que sus cuerposse tocaran.

«Habrá muchas cosas que intentenapartarte del camino. El odio es una deellas, y el amor, otra…». Quería

decirles a su madre y a Maggie que secallaran. ¿Es que no podía estar un día,una semana o un mes en paz? ¿No podíaquedarse con Quin durante un tiempo?Pero aquella promesa brillaba como unabrasa ardiente en el centro de su corazóny siempre tenía sus palabras en mente.

Necesitaba la ayuda de Quin. Y nisiquiera tenía tiempo de prepararla paralo que tenía que pedirle. Había rastrosde Fiona por toda la casa. Quin no vivíaallí sola y su madre regresaría encualquier momento. John habíaincendiado la hacienda y disparado a suhija. Estaba completamente seguro deque Fiona no lo recibiría con flores.

De hecho, incluso era posible que

Fiona tuviera la mente despejada,hubiera sentido algo extraño y sedirigiera hacía allí para comprobarcómo iba todo. Tenía que convencer aQuin ya.

—Quin…, ¿me ayudarás? —murmuró—. Necesito que me ayudes.

Quin tenía los labios posados en sumejilla.

—Pues claro que te ayudaré —murmuró—. Lo que quieras.

Seguramente estaba todavía mediodormida, pero John se permitió albergaresperanzas.

Se incorporó y se puso de lado,dejándole ver claramente lo que habíaen la silla junto a la puerta de su

habitación: el athame.El hechizo se rompió al instante.Quin se apartó de él y se sentó en el

suelo contra la pared, abrazándose lasrodillas.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Quéhace aquí?

—Quin —susurró con delicadeza—,ya sabes qué es. Puede que te cueste unpoco recordarlo, como cuando me hasvisto abajo. Pero sabes lo que es.

—No lo sé.—Por favor, no tengas miedo.

Estamos solos aquí…Quin se puso de pie sin previo aviso

y salió disparada hacia la puerta. Johnse precipitó para adelantarla y le cerró

el paso.—Déjame salir —gritó—. ¡Déjame

salir de aquí!Quin lo empujó, pero él no se

movió. Estaba apoyado contra la puertapara que no pudiera abrirla.

—Simplemente está ahí —quisotranquilizarla—. Ni siquiera lo estamostocando. No pasa nada, Quin. Por favor.

Pero Quin era presa de un ataque depánico.

—¡Apártate de en medio, John! —Ygritó con más fuerza—: ¡Mamá! ¡Fiona!

—No tienes que tocar la daga. Nisiquiera tienes que mirarla. Solonecesito que me enseñes a usarla.

Quin no escuchaba. Se lanzó contra

él y le dio un puñetazo.—¡Déjame salir de la habitación!

¡Mamá! ¡Mamá! —Y entonces susrodillas cedieron, como habían hecho enel piso de abajo, y cayó al suelo—. Esano soy yo —susurró—. Ya no. Yo hagocosas buenas…

John se arrodilló.—No intento hacerte daño. Quiero

estar contigo. Solo…—Me estoy mareando… me estoy

mareando… —murmuró—. Déjamesalir, por favor.

Realmente tenía cara de estar apunto de vomitar.

La levantó con cuidado y la sacó dela habitación. Cuando la llevó al baño,

Quin se tiró al suelo junto al váter,llevándose las manos al estómago. Noobstante, lejos del athame se calmó unpoco. John se acuclilló junto a ella,intentando que lo mirase a los ojos.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. No quiero sentir lo que sientocuando estás conmigo.

—Te quedaste en la hacienda. Sabescómo usar el athame…

—¡No hables de eso! —susurró.—Tengo que hacerlo. Briac no está.

Alistair… —Al recordar a Alistair sequedó en silencio un momento,sintiéndose culpable. «Fue un accidente—se recordó—. Y podría habermeayudado. Podría haber hecho lo

correcto». Apartó esos pensamientos desu mente y se concentró en Quin—. Túeres la única —dijo—. ¿O Shinobu…?¿Está él aquí? ¿Está contigo? —Nohabía pensado mucho en él, pero larepentina idea de que continuara conella le hizo sentir un ataque de celos.

—No sé de qué estás hablando —suspiró.

Tal vez también hubiera olvidado aShinobu. Eso era bueno.

—Enséñame a llegar al Allá —lainstó—. Enséñame. Y luego me iré, si eslo que quieres.

—Ya no soy la persona de antes —contestó Quin—. Ya no hago esas cosas.

—Enséñame y ya no… no tendrás

que verme nunca más.—John…—Mi abuelo ya no podrá ayudarme

mucho más tiempo. Casi no puedeayudarse ni a sí mismo —dijo condesesperación—. Lo prometí, Quin. Lohe recuperado. Por favor, enséñame…

—¡Para! —Se tapaba los oídos conlas manos y daba cabezazos adelante yatrás en el suelo—. ¡No recuerdo esascosas! No las recuerdo. Las heolvidado.

La agarró de los hombros condelicadeza.

—¿No te das cuentas de que todopuede arreglarse? —susurró—. Estamosaquí, nosotros solos. Juntos podemos

superar todas las cosas malas que hanpasado. Empezar a decidir lo que esjusto por nosotros mismos.

—Para, por favor…—Te quiero. —Le quitó las manos

de las orejas—. ¿Quieres ayudarme, porfavor? —Estaba arrodillado ante ella,cogiéndole las manos. Quin tenía la carade un animal salvaje acorralado en elbosque—. Venga… —añadió en vozbaja—. ¿No sería bonito queestuviéramos juntos? Como siemprehemos imaginado. Enséñame cómofunciona el athame.

Sus ojos se movían frenéticamente.Dio un cabezazo de improviso y chocócontra la frente de John, que quedó

aturdido por el dolor.Quin se levantó dando tumbos, se

apoyó en el marco de la puerta delcuarto de baño y escapó corriendoescaleras abajo.

—¡Quin!John se había levantado. Cogió el

athame y corrió tras ella.Pero Quin ya había alcanzado la

puerta. La abrió de golpe y salió. Johnllegó a tiempo para verla abrirse paso através de la multitud de viandantes,chocar contra uno de ellos y caer debruces al suelo del Bridge.

Todavía sentía sus labios, pero nohabía sido capaz de retenerla. Volvía afracasar en su intento por convencerla y

ella lo abandonaba.Vio como se quitaba de encima al

transeúnte y salía corriendo traslevantarse. Se escapaba, pero Johnhabía dejado de ver a Quin y el Bridge.Ya solo veía la figura desplomada de unniño de cinco años, junto a sus hermanasmuertas. Veía una decena de cuerpos,ahogados, clavados contra las paredes.Veía a una mujer joven muy parecida asu madre, gritando mientras Briac ladesangraba hasta la muerte. Había hechouna promesa a todos ellos.

¿Habría otros Seekers que pudieranenseñarle los secretos del athame? Johncreía que sí, tenían que estar en algunaparte. Pero a Quin la tenía allí mismo,

en ese preciso momento. Necesitaba queella lo ayudara, aunque tuviera queobligarla. Y él creía que en el fondo ellaquería ayudarlo. ¿Acabaríacomprendiéndolo y perdonándolo?

John se obligó a concentrarse en elBridge. Hizo gestos a los hombres queaguardaban fuera de la casa, unoshombres que esperaba con todas susfuerzas no tener que utilizar, a pesar deque él mismo los había traído. Salieronde sus escondites y se reunieron con élpara seguir el rastro de Quin entre lamuchedumbre.

34

Maud

La mente de la Joven Dread nodivagaba, sino que se desplazaba en unadirección cuando necesitaba hacerlo yluego en otra. Podía quedarse pensandoen una sola cosa indefinidamente hastaque fuera necesario. El pensamiento que

había centrado su atención durante unlargo período de tiempo era este: «Voy amatar al Dread Mediano».

A veces se imaginaba matándolo enun combate a espada, otras con veneno,y otras apuñalándolo mientras dormía.No se trataba de soñar despierta; estabaplaneándolo. Por el momento, noobstante, era un plan sin acción. ElMediano estaba lejos, tal vez entrenandotodavía a su sustituto.

Había dado de comer a las vacas ylas estaba ordeñando. Solo quedabandos, pero la ayudaban a sobrevivir.Cuando llenó el cubo de leche, cruzó lacampiña para transportarlo del establoal taller. Era uno de los pocos edificios,

junto al establo del ganado, que no habíasido incendiado en el ataque.

Las maderas calcinadas y montonesde piedra chamuscada se extendían portoda la campiña, reemplazando loscálidos caseríos que en su día poblaronel lugar. También habían ardido hilerasenteras de árboles al pie del bosque. Lascabañas de los Dreads habíanpermanecido intactas, pero quedarse allíhabría sido como compartir un espacioíntimo con el Dread Mediano, así quehabía decidido vivir en el taller.

Su caminar majestuoso era perfectopara transportar la leche, y el líquidoapenas se movía del cubo. Sentía unleve dolor en el costado, donde el

Mediano la había acuchillado, pero eldolor no significaba nada. Lo únicomolesto era la falta de entrenamiento.Llevaba un año y medio allí sola,envejeciendo.

«La vida sin entrenamiento es comotirar agua sobre arena». Estas palabrasrecorrían su mente como un cánticomientras caminaba. «No pertenezco aningún tiempo. No pertenezco a ningúnlugar. No pertenezco a nadie».

Aquella noche en el bosque, cuandoel Mediano la abandonó y le ordenó quemuriera, estuvo a punto de obedecer. Lavida se le escapaba a través de la heriday empapaba la tierra del bosque. Susojos se habían cerrado y se preguntó qué

le pasaba a alguien como ella cuandomoría. ¿Acabaría todo de golpe o seríacomo cuando te alargaban y quedabassuspendida en un momento eterno que seestiraba a través del tiempo?

Esa noche, mientras deambulaba porlas fronteras de la muerte, sintió comodetenía el tiempo y se percató de que elviejo maestro la había preparadoincluso para aquello. Llevó su cuerpoprácticamente a un punto muerto, perono acabó de hacerlo. Su corazón siguiólatiendo, una o dos veces por minuto; elaire seguía llegando gradualmente a suspulmones. Dejó de morir y permanecióallí tumbada en un estado próximo a lamuerte.

Así pasó toda la noche, y a lamañana siguiente, cuando salió el sol,seguía con vida. En algún momento deldía aparecieron los granjeros de lahacienda, que la encontraron entre losárboles en su búsqueda desupervivientes. La creyeron muerta hastaque movió una mano para agarrar a unode los hombres por el tobillo. Actoseguido, oyó sus gritos de sorpresa ytras esto la levantaron del suelo y se lallevaron consigo.

Permaneció al menos un mes en unextraño y alto edificio lleno de médicos,donde hicieron cosas raras con susangre, su piel y sus huesos. El primeridioma que había aprendido fue el

antiguo dialecto que usaba cuando erapequeña. Después aprendió el inglés ensus múltiples formas, que cambiaban alo largo de las generaciones, pero leresultaba difícil entender esas nuevaspalabras que usaban los hombres ymujeres que pasaban ante su cama y lapinchaban con instrumentos de metal.

Cuando se recuperó volvió a lahacienda, con una larga cicatriz roja enel costado, valiéndose por sí misma.Podía cazar y tenía las vacas.Sobrevivir no le preocupaba, pero estarsola sí. No es que se sintiera sola. Lasoledad era agradable después de pasartantos años en compañía del Mediano.Era el hecho de no tener a nadie que la

adiestrara y nadie con quien poderpracticar. Incluso el Mediano, por másdesagradable que fuera, cumplía con susobligaciones a veces y le trasladaba losconocimientos de los Dreads.

—¿Tu propio mentor te ha hechoesto? —preguntó el aprendiz cuandoregresó a la hacienda.

Se había quedado mirándole lacicatriz, que se veía debajo de lacamisa, y esa atención la inquietaba. Setrataba del mismo aprendiz que habíaatacado la hacienda oculto tras unamáscara; no estaba muy claro qué lugarocupaba entre los Seekers.

Había aparecido allí unos mesesdespués de que la Joven Dread

regresara a la hacienda. Una tarde quellegaba a casa con faisanes para la cenalo encontró allí, sentado en el tallerentre sus armas. John. Así se llamaba. Yestaba allí, entre sus propias cosas.

—¿Estás sola? —preguntó.Ella siguió con su rutina sin

contestarle, preparando el fuego paracocinar y desplumando el ave. El chicola ayudó sin hablar demasiado. La JovenDread se dio cuenta de que se manteníaen guardia con él, pero también quesentía fascinación por él. Lo había vistoa otras edades, pero en ese momento lotenía allí, tal vez a su misma edad. ¿Quéle habría sucedido durante aquellos añosde intervalo, después de aquella noche,

cuando había descubierto sus pequeñosojos bajo el suelo?

Su fascinación se veía intensificadapor el hecho de no haber pasadoprácticamente nada de tiempo conalguien de su propia edad. Cierto, suedad no era fácil de precisar, pero segúnel cálculo habitual, contando su estanciaen el mundo ordinario, tendría unosquince años en ese momento.

Una vez que estuvieron sentados eluno junto al otro comiéndose el faisán,acabaron hablando.

—El athame que Briac Kincaidusaba se lo robaron a mi familia —explicó—. Ya lo sabías, ¿verdad?

Ella respondió con su habitual

parsimonia.—Nuestras leyes dicen que un

athame ha de permanecer con su familia.Pero las familias de Seekers hanacabado mezclándose, aprendiz.Nosotros los Dreads creemos quecuando el athame está en el seno de unamisma familia acaba quedándose conaquel a quien le pertenece.

—Y así será —convino—. Acabaráen mi poder. —Maud no comentó nadaal respecto—. Cuando lo recupere —continuó— necesitaré adiestramientopara usarlo adecuadamente. ¿No creesque lo más justo sería que me ayudaras?

Maud se quedó en silencio duranteun rato, con un pensamiento rondándole

la cabeza. Finalmente dijo:—Ese no es mi deber.Fue entonces cuando advirtió la

cicatriz. Ella intentó taparla con el brazoal ver que la miraba, pero erademasiado tarde. Le preguntó cómo sehabía hecho la herida y ella se lo contó.No sabía muy bien por qué se lo habíacontado, a no ser por esa extrañaobligación que sentía hacia él, cuyoorigen se remontaba a aquella noche deaños atrás.

—Si tu propio compañero teabandonó a tu suerte para que murieras,ya no tienes obligaciones con él, ¿no teparece? —preguntó—. Pero si crees quele debes lealtad, ¿no podrías enseñarme

a usar el athame y volver con él cuandoyo haya aprendido, si es que quieresregresar con él?

—Si es que quiero —repitió,intentando comprender el significado deesas palabras.

—O podrías quedarte conmigo —lesugirió—. Ser tu propia maestra.

Maud sacó la mano con rapidez, leagarró el brazo izquierdo y lo giró conlos dedos como tenazas. Inspeccionó sumuñeca, completamente lisa, sin elathame grabado a fuego.

—No llevas la marca. No eres unSeeker —espetó ella.

—Briac cometió una injusticiaconmigo. —Seguramente vio algo en su

mirada, porque añadió en voz baja—:Tú presenciaste parte de esa injusticia,¿no es cierto? —Se quedó mirando lasuave y vieja piel de sus botas—.Siempre me he preguntado quién era lapersona más pequeña. Hasta que un díame di cuenta de que lo sabía. Eras tú.

No respondió, pero se acordaba deJohn cuando era niño, acurrucado en suescondrijo bajo el suelo, cerrandofuertemente los ojos, como si esopudiera detener las horribles cosas queveía. Aquella vez fueron demasiadolejos; se extralimitaron en sus deberes.¿Podía hacerse algo para repararaquello?

—No me dejó acabar el

adiestramiento —continuó John—, perotú sí puedes.

La miraba de esa forma en que mirala gente corriente, como si ella pudierareconocer lo que él sentía y comprenderlo que le parecía importantesimplemente mirándolo a los ojos.

Pero Maud no podía simpatizar conlos sentimientos de John. Ella era laJoven Dread. Había pasado siglosllevando una vida de quinceañera y susdeberes no tenían nada que ver con losde él. Ella y los otros Dreads seturnaban para alargarse en el tiempo ydespertaban para supervisar losjuramentos de los nuevos Seekers,permaneciendo apartados del resto de la

humanidad para tomar decisiones justas.Ese aprendiz era tan nuevo como unabrizna de hierba fresca. No era posibleque él lo comprendiera.

«Y, sin embargo… —replicó sumente—, sin embargo, muchasdecisiones no fueron justas. La justiciase ha convertido en algo difuso ymientras yo dormía se cometieronmuchas infamias».

Se apartó de John y permaneció depie contemplando el fuego. Al final, elaprendiz acabó marchándose.

Maud se quedó pensando en una solacosa durante mucho tiempo: «¿Quésoy?».

En ese momento estaba

completamente sola en la hacienda yentraba en el taller con su cubo lleno deleche. Ya no pensaba en cómo podríamatar al Dread Mediano y en su lugarreflexionaba sobre lo que había dichoJohn. Esa noche, mientras cenabafrugalmente, el pensamiento que lerondaba en la cabeza era: «Me preguntosi John regresará. ¿Qué haría yo en talcaso?».

35

Quin

Quin chocó contra el transeúnte contanta fuerza que ambos cayeron al suelo.Pero no se detuvo, siguió moviéndose,rodando por el suelo y liándose entre laspiernas de otros peatones. John estabaen la puerta de su casa, a solo unos

metros, y la daga de piedra seencontraba en algún lugar de la casa quehabía a sus espaldas. Había abandonadola daga y la mayor parte de susrecuerdos en el pasado y juró quepermanecerían allí.

Quin se apoyó sobre las rodillas,pero se dio cuenta de que no podíalevantarse. La cabeza le daba vueltaspor el impacto contra la frente de Johnhacía un momento y tardó un poco enpercatarse de que en realidad el chicoasiático al que había derribado estabasujetándola.

—¡Eh! —exclamó agarrándola conmás fuerza—. ¿Qué haces?

Quin advirtió que solo podía

llamársele «chico» en caso de que esapalabra significara «adolescentelarguirucho de aspecto aterrador».Intentó librarse de él, pero lo único queconsiguió fue acercarlo más a ella. Se lehabía subido una de las mangas de lacamisa en la caída y los afiladospinchos metálicos de la muñequera delchico le estaban lastimando la manoizquierda. Empezó a sangrar y cuando eldolor la llevó a dirigir la mirada a lamuñeca vio junto a ella la del chico, consu gruesa pulsera, y debajo de esta, en lacara interna del antebrazo, una cicatrizcon forma de daga impresa en la carne.Quin sintió náuseas al descubrir quetenía una marca idéntica en su propia

muñeca, justo en ese lugar que siempreintentaba ignorar.

Al final dejó de forcejear y miró elrostro del chico. Tenía el pelo teñido alestilo leopardo y pendientes en la narizy en una ceja. Pero ninguno de esosdetalles superficiales importaba. Esechico…

Ese chico también la miraba a ella.—Quin… —Suspiró y le soltó las

manos.Esta vio a John de reojo en la puerta

de su casa. Y más hombres cerca de él,entre las sombras. Se deshizo del chicoasiático, cuyo nombre no conocíarealmente, y se levantó, recolocándosela manga de la camisa. Se puso

rápidamente en movimiento y se llevólas manos a la cintura de manerainstintiva, como si esperase encontrarallí algún arma. «Prohibida la entradade armas en el Bridge —se recordó—.Ya lo sabes». Entonces ¿por qué tenía lasensación de que a su brazo le faltabaalgo?

Quin miró atrás y vio como John yaquellos hombres se desplazaban através de la multitud. Los minutossiguientes estuvieron marcados por laconfusión. Una horda de turistasoccidentales colapsaba el tráfico delpaseo. Quin se abrió paso entre elloscon la sensación de que John cada vezestaba más cerca. Y luego cayó dentro

de un aerotransportador, en unasecuencia tan rápida que casi antes deentrar en el ascensor ya estaba en unaplanta inferior con música a granvolumen y más gente si cabía. De vez encuando avistaba a sus perseguidores, alos que había dejado un poco más atrás.

Otro aerotransportador, descensohacia los antros de drogadicciónbaratos, con sus aterradores enjambresde visitantes a la entrada. Girabasiempre a la derecha, sin darse cuentade que sus perseguidores la empujabandeliberadamente en esa dirección hastaque fue demasiado tarde.

Corrió frenéticamente hasta otroaerotransportador que bajaba, este más

pequeño y abierto solo a residentes delBridge. Salió a un pasaje desierto y seencontró con un hombre que ibacorriendo hacia ella desde la escalera.Quin huyó hacia la izquierda, la únicadirección que podía tomar, y bajó por unpasillo ancho y oscuro.

Esa parte del Bridge nunca la habíavisto. Estaba desierta. Sus únicoshabitantes eran las gigantescas piezas demaquinaria que invadían el espacio convibraciones rítmicas y silbidos devapor. Las pisadas de aquel hombre seaproximaban cada vez más a ella y elruido de sus zapatos se mezclaba con elritmo de las máquinas. Acabaríaatrapándola, su pasado no la dejaría

escapar y todo sucedía con demasiadafacilidad. Ni siquiera había gritado parapedir auxilio.

Quin cerró los ojos sin darse cuenta.A pesar de estar corriendo para salvarsu vida, se perdió durante un momento,o, mejor dicho, varios momentos.Cuando se obligó a abrir los ojos, seencontró al final del pasillo, entreenormes aparatos de aire acondicionadoque desprendían calor y efluvios deaceite de motor. Ya no corría. Se dio lavuelta lentamente y se descubriórodeada de hombres. Estaba acorralada.

Había cinco, varios de ellosjóvenes, pero todos mayores y máscorpulentos que ella. Reconoció al que

tenía más cerca, había visto esa cara conbarba de tres días durante lapersecución.

Tenía la espalda pegada a uno deesos gigantescos aparatos de aireacondicionado. Los hombres larodeaban en semicírculo. Varios de ellosllevaban cuchillos a la cintura, a pesarde que los detectores que había a laentrada del Bridge supuestamente debíancaptar cualquier artefacto peligrosoantes de su entrada en el Transit Bridge.Sintió que su cuerpo se preparaba parael combate, como si su instinto seapoderase de ella.

El de la perilla le arrojó algo. Ellalo cogió en un acto reflejo. A pesar de la

tenue luz, en cuanto lo tocó supo queestaba sosteniendo la daga de piedra. Latiró como si estuviera ardiendo. Elhombre la recogió antes de que cayera alsuelo y volvió a ponérsela en la mano.

—No la vuelvas a tirar, por favor —intervino Barbitas.

Quin sintió la frialdad de la piedracuando sus dedos apresaron laempuñadura.

—Confirma que me entiendes —dijo.

Quin asintió.—Muy bien. Nos harás una

demostración —ordenó.—¿Una demostración? —preguntó.

El hombre señaló la daga—. ¿Una

demostración de qué? No sé cómohacerlo. ¿Sabe… sabe John lo que estáishaciendo?

A pesar de que resultaba obvio queesos hombres trabajaban para John, unaparte de ella le decía que si podía soltarla daga y encontrarlo todo iría bien.John estaba desesperado, lo había vistoen sus ojos, pero no quería hacerledaño. Él la amaba.

Los hombres se separaron un pocopara que viera lo que había detrás. Allíestaba John, acuclillado contra la pared.La miraba fijamente, con ojostorturados.

—John…Dio un paso hacia él, pero los

hombres la retuvieron.—Por favor, Quin —suplicó—.

Necesito que lo hagas. Necesito que meayudes. No te niegues.

Quin sacudía la cabeza.—No puedo… No sé cómo

hacerlo…—Puedes recordarlo, igual que me

has recordado a mí. —Su tono erasuplicante—. Puedes enseñarme. Solotienes que hacerlo.

Empezó a ponerse histérica.—¡Por favor, John! Yo ya no soy esa

persona.—Quin, necesito que lo hagas.—¡No puedo! —gritó, consciente

del tono enajenado de su voz pero sin

poder controlarla—. Simplemente, nopuedo.

John se obligó a desviar la vista.Miró al suelo e hizo un leve gestoafirmativo. Luego hundió la cabeza entrelas manos mientras sus hombrescerraban el semicírculo ocultándolo desu vista. Quin volvió a sentir mareos.

—Haz una demostración —ordenóBarbitas.

—¡No puedo! —gritó ella.El hombre le propinó un puñetazo.

Quin lo esquivó automáticamente. Subrazo se incrustó en el metal del aparatoacondicionado que había tras ella,provocando un estruendo. Barbitas rugióde dolor y otro hombre la agarró por la

espalda y le inmovilizó los brazos.Barbitas la golpeó con el otro brazo.

Quin no podía liberarse y esa vez elpuño impactó en su estómago,haciéndola doblarse de dolor. No podíarespirar. El puñetazo la había dejado sinaire. «El pasado puede permanecer en elpasado». El maestro Tan se lo habíaprometido. No tenía por qué recordar.

El hombre que tenía detrás de ella lasoltó y Quin cayó al suelo. Sintió otrocalambrazo en la vieja herida delhombro y un pálpito en la frente, dondehabía impactado con la cabeza de John.Y el suelo estaba en contacto con supiel. Suciedad, gérmenes, todo en uno.El pánico se fue apoderando de ella.

—Solo soy una sanadora —consiguió decir—. ¿Por qué…?

—Muéstranoslo —insistió elhombre.

Se quedó mirándolo con la dagatodavía en la mano. Le sobrevino unpensamiento: «¡Falta algo!».

—No puedo —repusoentrecortadamente.

Oyó un ruido muy agudo por encimadel zumbido de las máquinas que losrodeaban. El quinto hombre, que habíapermanecido de pie detrás del resto, seadelantó. Llevaba enganchado al pechoun objeto grande y feo que parecía unpequeño cañón. Estaba hecho de unmetal iridiscente que centelleaba

levemente, incluso a la tenue luzambiental. El agudo aullido que salía deél aumentó y un chasquido eléctricoenvolvió la boca del cañón.

—No queréis usar eso —advirtióQuin.

Las palabras salieron de ella en unacto reflejo. Se había prometido a símisma que jamás volvería a sostener esadaga de piedra. También se habíaprometido, estaba segura de ello, quenunca volvería a poner los ojos en elarma que colgaba del pecho de esehombre. Sintió como incrementaba supavor. «Centellas de colores…».

Quin, en el suelo de cemento, aferróla daga entre sus dedos. «Podría usar

esto para salir de aquí. Si tuviera… situviera…».

El hombre pasó una mano por unlado del arma y el murmullo seintensificó. Había decenas de agujeritosen la boca del artefacto. Vio un destellode electricidad en los dedos del hombrecuando estos se acercaron al gatillo.

—Os lo mostraré —susurró—. Os lomostraré.

Dos hombres la ayudaron alevantarse y el resto se apartó. John seacercó para escuchar. Tenía la caratiznada, herida, como si sus hombres lehubieran pegado a él en vez de a ella.

—Estos discos —dijo, tocando losanillos con símbolos grabados que había

en la empuñadura. Había seis anillos,con un conjunto de símbolos diferentealrededor de cada uno de ellos—. Hayque girarlos. Los discos son… son tuscoordenadas. —Hablaba sin planearlo.Era como una secuencia de comandosque solo existían en su subconsciente. Elmiedo a la muerte («A la muerte no, aalgo mucho peor», corrigió su mente)hacía que la explicación aflorase a lasuperficie—. Primero así —alineó unacombinación de símbolos en los discos,sabiendo de algún modo que erancorrectos—, lo que os transportará alAllá.

—¿Qué quiere decir eso de Allá? —preguntó el que estaba más cerca.

—Silencio —ordenó John. Susmiradas se cruzaron y Quin vio queestaba avergonzado, pero había algomás: parecía inmensamente agradecido.Volvía a ser como un ahogado al queacaban de arrojar un chaleco salvavidas—. Dejad que termine. Ese símbolo entodos los discos, para ir al Allá.Continúa, Quin, por favor.

Miró la daga y los discos, pero suexplicación se había desvanecido.Aunque todos los ojos estaban puestosen ella, esperando a que continuara, paraenseñarles más le faltaba otra cosa.«Necesito algo en la otra mano —pensó—. John no quiere hacerme daño. Se veclaro que no quiere. Podría ayudarlo».

Se quedó paralizada un momento con ladaga en la mano. «Si lo ayudo, metransformaré en lo mismo que era antes.Y John, se convertirá en…».

«¡Estoy pensando! —se reprendió así misma—. Y eso me hará fracasar». Seobligó a aclarar su mente y enseguidasupo qué camino seguir. Todavía eralibre para elegir lo que quisiera.

—Giro los discos —prosiguióagarrando la daga con más fuerza— yluego la cojo con ambas manos y lalevanto por encima de la cabeza. —Johnla observaba extasiado—. Hago uncírculo, así…

Arremetió con la daga hacia abajocon todas sus fuerzas, justo a la altura

del cuello de Barbitas. Sus brazos sealzaron para protegerse demasiadotarde. La base de la empuñaduraimpactó directamente en su cuello.

Quin movió las manosinstintivamente hacia la cintura delhombre y le arrebató el cuchillo con lamano derecha. Pateó su cuerpo y loarrojó sobre los otros. Uno de ellosesquivó el cuerpo inerte de Barbitas eintentó agarrarla del brazo. Quin alzócon rapidez el brazo y le rajó la gargantacon el cuchillo del otro.

Se produjo un aullido agudo ylacerante en los oídos y salieron chispasdel arma que el quinto hombre llevabaamarrada al pecho.

«¡Perturbador!», gritó su mente.Se arrojó al suelo y se puso a gatas.

Alguien la estaba agarrando, intentandoque se pusiera en pie. Sintió que un pesocaía sobre ella y luego salía rodando.Un hombre golpeaba violentamente elsuelo con las manos y las piernasmientras centellas eléctricas de todoslos colores danzaban alrededor de sucabeza y hombros.

John les gritaba que no le hicierandaño. Otro de los hombres la sujetó y lalevantó a pulso. Quin lanzó unacuchillada al aire, pero le agarraron elbrazo. Dio una patada atrás y lasoltaron. Alguien estaba arrodilladodetrás de ella y le empujaba la cara

contra el suelo. Volvió a sentir mareos.Arremetió con el cuchillo de nuevo sinmirar y notó que atravesaba un zapato.Oyó un grito, pero seguía sin podermoverse.

De alguna forma, el combatecontinuaba sin que ella formara parte deél. Había un intercambio de golpes. Elhombre que la sujetaba en el suelo lepuso un trapo en la cara. Se sintióembriagada por un olor, una mezcla demedicina y gasolina. Aguantó larespiración y forcejeó, luchando contralos mareos. Le habían quitado elcuchillo de la mano. Intentaba apartar alhombre. Estaba desesperada por tomaruna bocanada de aire. Comenzó a

inhalar. Fuera lo que fuese lo que habíaen ese trapo estaba penetrando en suspulmones.

Tras esto le quitaron el peso deencima. Estaba de pie y alguien laagarraba por la cintura. Quin sacudió lacabeza y respiró hondo.

—¡Vamos! —susurró la persona quela agarraba.

Era el chico del pelo teñido deleopardo, que salió corriendo y tiró deella. Al principio le costó que suspiernas obedecieran, pero enseguidaestaba corriendo junto a él. Mientras seapresuraban por el oscuro pasillo, haciauna zona más iluminada, los ruidoscontinuaban a su espalda.

—¿Con quién están peleando?—Con mi amigo Brian.

Probablemente ahora lo esténpersiguiendo. Pero es más rápido de loque parece y conoce el Bridge muchomejor que ellos.

Tiró de su mano hasta dejar atrás losaerotransportadores y llegar al pasilloque se extendía a lo largo del otro ladodel Bridge.

—Estaban a punto de…, ya sabes,centellas… —murmuró Quin mientras élla empujaba a la derecha hacia unpequeño callejón.

Se adentraron por un espaciodemasiado estrecho para desplazarse tanrápido. Giraron a la izquierda de nuevo

y luego se internaron en una pequeñaabertura que había entre un enormetanque de gasolina y una pared decemento. El chico tiró de ella para quese detuviera y pasó él primero. En labase del muro se veía una parte de colornegro más oscura que parecía unaespecie de entrada.

—Aquí —ordenó el chico, queseguía sin alzar la voz—. Esta galeríabaja. Dentro hay una escalerilla. Cógetea ella después de mí.

El chico se agachó y desapareció enel interior del túnel. Quin lo siguió,palpando para guiarse en la oscuridadhasta tocar la escalerilla metálica.Cuando comenzó a descender los

peldaños, apenas vislumbraba su siluetamoviéndose rápidamente por debajo deella. Procuró seguir su ritmo. En unmomento dado vio luz a través de unresquicio en los peldaños, una grieta enla pared por la cual se veía el agua.Estaban recorriendo el interior delarmazón del Bridge.

La escalerilla se desviaba a laderecha y la izquierda varias veces y,tras recorrer un largo trecho, Quin violuz natural bajo ella. Estaban saliendo alos bajos del Bridge.

—Con cuidado —avisó el chico—.Este último tramo es traicionero.

Bajo sus pies, el chico alcanzó elfinal de la escalerilla de la galería, se

agarró a algo y se elevó hasta quedarfuera de la vista. Quin continuó bajandopeldaños y encontró una salida en elrevestimiento de la galería que se abríaal aire libre. Se asomó por ella y lo viomontado en una estructura de vigasmetálicas. Él le tendió una mano y lasubió. Estaban juntos entre las vigas,con el Puerto de Victoria bajo ellos aunos cincuenta metros y la mole delTransit Bridge por encima.

La condujo por una estrecha traviesade hierro. Él caminaba por delante deella y Quin se distrajo de la caída quehabía debajo estudiando su vestimenta.Iba vestido como un miembro de una deesas bandas que compraban drogas

legalmente en el Bridge para luegovenderlas ilegalmente en las calles de laciudad exterior.

—¿Cómo has conocido este lugar?—le preguntó.

—Salto desde algunos sitios —respondió sin volver la vista—, losescalo por dentro y a veces tambiénnado por debajo de ellos. Tengo unmontón de escondites en Hong Kong.

La condujo a través de las vigashasta un sitio en el que había unasláminas de plástico extendidas sobretraviesas que formaban una especie denido de pájaro donde uno podía sentarsecómodamente.

—¿Puede encontrarnos alguien aquí?

—preguntó Quin—. Me refiero a algunapersona con la que… trabajes.

Después de escapar de esa banda nole quedaban muchas ganas de tener unencuentro con ninguna otra.

—A nadie le gusta venir aquí —respondió él—. Tienen miedo de caer ymatarse o algo así. —Se quedó mirandolas aguas del puerto a sus pies. Un pasoen falso y cualquiera de los dos podíaprecipitarse al vacío. Sonrió—.Personalmente, me parece relajante.

Quin se subió al nido de plástico yse dio cuenta de que tenía las manosensangrentadas y el cuerpo lleno demugre. Ya que llevaba unos minutos asalvo sentía la presencia de microbios

en la piel.—Necesito lavarme —susurró para

sí—. Necesito lavarme.Respiró hondo. No podía permitirse

un nuevo ataque de pánico.El chico la observaba, pasándose la

mano por el pelo corto y extraño quellevaba. Quin advirtió que tenía losnudillos rotos por varias partes.

—Estás diferente, ¿no? —lepreguntó.

—Siento mucho tener quepreguntártelo —le contestó ella—, pero¿puedes decirme tu nombre?

36

Shinobu

—¿Lo dices en serio? —preguntóShinobu.

Quin acababa de preguntarle sunombre. Él se había echado a reír, perono parecía que ella estuvierabromeando.

—Estoy segura de que lo sé —respondió rápidamente, mirándose lasmanos, impregnadas de sangre espesa ypegajosa—. Antes lo sabía. Lorecordaré si me das unos minutos. Esque… me cuesta pensar con toda estasuciedad encima. En serio, necesitolavarme las manos.

Shinobu miró a su alrededor entrelas vigas desnudas, como si hubierapodido dejarse por allí en alguna parteun barreño y una buena pastilla dejabón, y se encogió de hombros. Esaansiedad con la que Quin hablaba leparecía falsa. Nunca había sido unaparanoica.

—¿Tengo sangre en la cara? —

preguntó, sonando más desesperada aún—. Me parece sentir sangre en la cara.¿La tengo cerca de la boca? ¿Ves algo?

—¡Basta, Quin! —Enojado, la tomóde los hombros y observó como sus ojosvolvían a enfocar. Tenía, de hecho, unmontón de sangre en la cara, pero lepareció más sensato ocultárselo—. ¿Esque no me conoces? Soy Shinobu.

—Shinobu. —Pronunció su nombrecomo si fuera la respuesta a un acertijoque estaba volviéndola loca y tambiéncomo si le pareciera un nombre muyextraño para una persona—. He oído esenombre antes. Él dijo tu nombre cuandoestaba en mi casa.

—¿Él?

—John —susurró.—Claro, por supuesto —contestó él

advirtiendo esa profunda molestia quesentía siempre que ella le hablaba de él.

Al parecer, a John sí lo recordabaperfectamente.

Había vuelto a obsesionarse con susmanos.

—¿No tienes agua, Shinobu? Aunquesolo sea un poco.

—¡Olvídate de las manos!Shinobu dejó escapar un suspiro de

fastidio. ¿Acababa de salvarla de unviolento secuestro y solo le preocupabano estar limpia? Tenían problemasmucho más apremiantes, como porejemplo la presencia de John en Hong

Kong con un séquito de hombresarmados y la aparición del athame.

—¿De quién crees que es estasangre? —le preguntó ella—. ¿No serámía? A lo mejor estoy sangrando.

Shinobu sintió una repentinapunzada, preocupado por que lahubieran herido sin que él se percatara.La examinó con mayor atención queantes.

—No pareces herida —dijo al cabode un momento, aliviado, aunquetambién decepcionado, pues solo unaherida explicaría su comportamiento—.Al menos no de gravedad.

—No creo que lo esté, salvo dondeme ha alcanzado él —respondió ella,

más para sí que para él, como siestuviera avanzando a través de unabruma mental. Se parecía mucho a lachica a la que él conocía, pero hablabacomo si estuviera loca—. Al parecer, hecogido un cuchillo —susurró— que leha rebanado el cuello a uno de esoshombres.

—El cuchillo le ha rebanado elcuello a uno, ¿eh? Qué cuchillo mástraicionero. Eso explicaría lo de lasangre por todos lados.

—Es que… esta mañana le hesalvado la vida a un niño. Habríamuerto. Pero yo lo he curado. —Nopodía apartar la vista de la porquería desus manos mientras hablaba—. Aunque

no estoy segura de que cuente si… si hematado a otra persona.

Esas últimas palabras las pronuncióen voz muy baja.

—Si los vas contando, creo que hasmatado a dos de los que había allí —dijo—. El primero al que has golpeadono respiraba muy bien cuando nos hemosido.

—¡Yo no quería matarlos! Tú mecrees, ¿verdad? El cuchillo estabasimplemente… Allí.

Miraba a Shinobu con los ojosdesorbitados.

A Shinobu le molestaba que noquisiera admitir que había luchado ellasola con esos cinco hombres antes de

que él llegara. Y resultaba inquietantever cómo lo miraba, sin llegar areconocer realmente quién era. Sintió laurgente necesidad de abofetearla paraque espabilara, pero a juzgar por loscardenales que aparecían en su cara,John y sus hombres ya lo habían hechorepetidas veces.

—Tú no eres así de remilgada, Quin.—Tú no sabes cómo soy —contestó

ella con suficiencia.Shinobu rio con desdén.—Tienes razón. Tal vez no lo sepa.Quin se quedó callada unos instantes

y luego levantó la vista de sus manos.—Lo siento. Gracias por salvarme,

Shinobu.

Pronunció su nombre con muchocuidado.

Shinobu se encogió de hombros,desistiendo de tener una conversacióncon ella.

—De nada. Tengo mucho tiempolibre.

—¿Ese nombre es japonés? ¿Eresjaponés?

No daba la impresión de queintentara recordarlo, sino más bien eracomo un intento de conversar poreducación.

—Si no te acuerdas de quién soy notiene sentido que te lo explique.

Lo dijo bruscamente, en un intentode ocultar lo triste que se sentía.

—Yo a ti te conozco… —dijo, comoal fin si vislumbrara los contornos dealgo familiar a través de la bruma—.Igual que conozco a John.

—Obviamente a John lo recuerdasantes que a mí —murmuró.

—Solo es porque a él lo he vistoantes. ¿Cómo me ha encontrado? ¿Noestaba… escondida, o algo parecido?Yo creo que estaba escondida.

—Te ha encontrado a través delathame. Una vez localizado este,seguramente haya ordenado que tebuscaran. Y no estabas lejos.

—«Athame» —repitió, como sifuera una palabra que había oído ensueños—. John también lo ha llamado

así.—Probablemente porque su nombre

es ese.Metió la mano en su chaqueta de

cuero y sacó el athame. Allí estaba, denuevo en su poder. Había regueros desangre en la daga de piedra, pero apartede eso parecía intacta. Lo colocó sobrelas láminas de plástico junto a Quin, quese apartó inmediatamente.

—¿Por qué lo has cogido? —preguntó con un chillido que rayaba enel pánico—. Yo no lo quiero.

—Yo tampoco lo quiero. Pero nopodía dejárselo a John.

No respondió, dando a entenderprobablemente con su silencio que

estaba de acuerdo con él. Bueno, eso yaera algo.

—Tal vez deberíamos arrojarlo alfondo del mar —se apresuró a sugerir,como si quisiera probar cómo sonaba laidea.

—No eres la primera persona quepiensa eso. Toma.

Puso la daga en sus manos y le hizoseñas para que lo lanzara dentro delpuerto. Quin se levantó del nido yrecorrió una viga hasta que el aguaapareció claramente a sus pies. Shinobula vio armar el brazo y prepararse paralanzar el athame. Pero no lo hizo. Enlugar de eso, se quedó allí como unaestatua con el brazo en alto, mirando

fijamente el Puerto de Victoria.Al cabo de un rato bajó el brazo.

Miró la daga con atención, como siinspeccionara un objeto completamenteajeno a ella. Shinobu observó como susdedos acariciaban el zorro grabado en labase de la empuñadura. Al final volvió ala plataforma de plástico y soltó elathame.

—No puedo tirarlo.—¿Por qué no? —preguntó, aunque

ya sabía la respuesta.—Una vez que lo tengo en la

mano… simplemente no puedo —respondió.

Pareció marearse momentáneamente,pero se le pasó.

—¿Se lo devuelvo a John? —sugirióShinobu ocultando su sonrisa.

Intentaba irritarla.—No. —Quin desvió la mirada—.

No debería tenerlo. No saldría bien.Aquello se quedaba tan corto que

Shinobu rio y tenía la esperanza de queQuin también lo hiciera. Pero no lo hizo.Era como si hubiera perdido todo loagradable que había en ella y quedarasolo su seriedad e indiferencia. Shinobupermaneció un momento en silencio yluego le preguntó:

—Entonces ¿qué quieres quehagamos?

—¿Por qué ha venido John?—Quin, ya sabes por qué ha venido

—contestó él, frustrado—. Piensa.—Quiere aprender a usar el athame

—respondió en voz baja, contemplandola daga—. Pero yo no recuerdo cómo seusa. —Shinobu no hizo ningúncomentario—. A lo mejor podríarecordarlo. —Se quedó callada duranteun instante, pensando en todo lo quehabía hecho durante ese año y medio.Shinobu se preguntó si estaríanaflorando a la superficie los recuerdosenterrados—. Si no quiero hacerlotendría que marcharme, ¿no? —preguntófinalmente—. Ahora sabe dónde estoy.No dejará de buscarme, a mí y al…Athame. A lo mejor podría ser sanadoraen el Tíbet o en cualquier parte donde él

no pueda encontrarme. —Y luego, casien un susurro, añadió—: No sé si mimadre querrá venir conmigo. No me heportado muy bien con ella.

Shinobu suspiró mientras se sentabajunto a ella sobre el plástico. El efectode las drogas se le había pasadocompletamente. Tenía una nueva y muydesagradable sensación cerniéndose enel horizonte. Cogió el athame y losostuvo delante de ella.

—Ese plan solo tiene un fallo —explicó—. Yo mismo arrojé esto alfondo del puerto, este enorme puerto delque salen y entran cientos de miles debarcos y en cuyas aguas acabandepositándose montones de basura. Y

aquí está, de nuevo en mi mano, un año ymedio después. Es cierto que yo mismolo he rescatado, pero no era miintención. —Dejó caer el athame sobresu regazo y recorrió la hoja con elpulgar—. También me prometí a mímismo que jamás volvería a verte y aquíestás conmigo, sentada bajo el Bridge.

—¿No querías volver a verme? —preguntó, pensando todavía en ladirección equivocada y con voz de estardolida por esa idea.

—Tú tampoco querías volver averme a mí —apuntó él.

—¿Cómo sabes eso?Sus ojos negros escrutaron su rostro

como si quisiera saber realmente la

respuesta.—Has olvidado mi nombre, Quin.—Lo he olvidado todo, no a ti en

particular.—Esta mañana has tenido un

paciente —dijo intentando adoptar otraestrategia—. El que has salvado. ¿Quiénera?

—Un niño. Sobredosis. Haencontrado drogas de su hermano mayory se las ha tomado.

Shinobu sintió el peso de lavergüenza mientras se señalaba elpecho.

—¿Japonés, pelirrojo?Inclinó la cabeza para que lo viera y

observó como Quin asentía,

percatándose de que las raíces de supelo eran rojas bajo el teñido deleopardo.

—Eres pelirrojo —observó.Por un momento pareció menos

indiferente, más presente, como si elcolor de su pelo fuera un pequeñodetalle al que poder agarrarse.

—Sí, soy pelirrojo, prima Quin. Elnombre de ese niño es Akio.

—¿Eres su hermano?Shinobu sacó un paquete grande del

bolsillo de su chaqueta y se lo mostró.Era la bolsa de hierbas que Quin mismahabía llenado hacía pocas horas, con elnombre de Akio escrito con su propialetra.

—De alguna forma, por más lejosque el destino nos arroje, siempreacabamos todos volviendo a ti.

Se quedó pensando en eso durante unrato mientras se limpiaba el dorso de lasmanos en los pantalones.

—A lo mejor es a ti a quien vuelventodos —sugirió ella.

Shinobu negó con la cabeza.—Tú me has olvidado. John no sabe

que estoy aquí. Mi madre hace como queno existo. Soy un fantasma, Quin. Si aJohn se le ocurriera venir a por mí,me… me convertiría en un fantasma deverdad. Solo necesito una excusa. —Leponía de los nervios la forma en que sefrotaba las manos, así que se las cogió

para que permaneciera quieta—. Perotú… tú parece que estarás atada a Johnde por vida, a menos que… a menos quete libres de él.

—¿Qué quieres decir con «a menosque te libres de él»? —preguntó Quin,comprendiendo perfectamente a lo quese refería.

—No te hagas la ofendida —respondió—. Está obligándote a haceralgo que no quieres. —Luego Shinobu sequedó mirando sus sucios pantalones.Estaba bordeando una región de susrecuerdos que se había prohibido visitara sí mismo—. Puedes librarte de él,Quin. O darle lo que quiere.Normalmente siempre se lo has dado.

Shinobu notaba el resentimiento conel que hablaba. Pero era la verdad, ellasiempre se había decantado por John. Nisiquiera en ese momento daba la cara,como si quisiera pasar más tiempo conél para poder decidir si era realmentepeligroso.

Quin negaba con la cabeza.—Yo no puedo «librarme» de nadie.

Soy una sanadora. Yo no hago daño a lagente —intervino alzando la voz.

—Sí, claro. Y resulta que te hasmanchado las manos de sangre porcasualidad. Y que el cuchillo ha rajado aalguien también casualmente. Tú no hastenido nada que ver.

—¡No ha sido queriendo! Ni

siquiera estás seguro de que hayanmuerto.

—A lo mejor a ese tipo vuelve acrecerle el cuello. A veces pasa.

Quin le giró la cara otra vez.Cualquier conexión momentánea quehubiera sentido había desaparecido.Estaba volviéndose loca.

—Tú no me conoces.Tenía razón. Ya no la conocía. En

Hong Kong se había transformado enotra persona. Quin no quería realmenteque él la ayudara y había dejado de serresponsabilidad suya. Cuando estabacon ella recordaba demasiadas cosasdesagradables.

Quin dijo para sí:

—Me gusta mi vida aquí. ¿Por quéha tenido que pasar esto?

Shinobu se oyó prorrumpir en unafea carcajada.

—Ninguno de nosotros puederecuperar nuestras vidas, Quin. Puedosacarte del Bridge. Y tengo algo para ti,si lo quieres. Después podemosmarcharnos cada uno por su lado.

Quin asintió, mirando el agua através de las vigas, que se tornaba grisoscuro al tiempo que la tarde sedesvanecía.

Con Quin callada y distraída,Shinobu podía mirarla sin que se dieracuenta. Se apreciaban algunos restos dela otra Quin, la de año y medio atrás.

Había incluso algo de la Quin anterior aeso. Sus ojos negros miraban fijamenteel puerto y una ligera brisa agitaba suscabellos morenos contra su cara. Casipodía imaginar cuando eran mucho máspequeños y se escabullían entre las altashierbas al pie de la campiña…

Se obligó a interrumpirse.—El sol no tardará en ponerse.

Cuando sea de noche, podremosmarcharnos.

37

John

—¡No podemos apagar las centellas! —exclamó John—. Así no funciona esto.

Por fin Fletcher había dejado dehacer aspavientos con los brazos. Estabatumbado en el suelo de cemento, con susquejidos y contracciones musculares

como única señal de vida. Las centellasgiraban alrededor de su rostro,dibujando una trayectoria mareante quedaba dolor de cabeza al propio John. Leentraban ganas de vomitar. La historia serepetía: otro hombre perturbado.

Además, se había visto obligado ahacerle daño a Quin. Ver cómo Gauge lagolpeaba fue peor que si le pegaran a élmismo. Pero había faltado muy pocopara que le ayudara; estaba a punto dehacerlo.

—Entonces ¿qué hacemos? ¿Sacarlodel Bridge tal como está?

Era Paddon quien preguntaba.—No, si queremos salir por donde

hemos entrado —respondió John.

Se pasó una mano por la ceja y sedio cuenta de que sangraba y tenía lafrente hinchada. Le habían dado un buengolpe en la cabeza durante la pelea.

Paddon fue a ver cómo seencontraba el otro, Brethome, al queQuin había acuchillado.

—Brethome está muerto —informósin más.

—¿Y Gauge? —preguntó John.Se trataba del hombre de la perilla,

el que lideraba el ataque.—Sobrevivirá —respondió Paddon

—. Le ha destrozado la garganta, perorespira con normalidad.

Habían perdido a un tercer hombre.El que había disparado el perturbador

yacía cerca de ellos. Aquel asiáticolarguirucho que había salido de la nadale había roto el cuello. Dos muertos, unhombre perturbado, un herido.

—¿Quiénes eran los otros? —preguntó Paddon.

—No lo sé.El asiático alto y el otro, el

grandullón, parecían vulgares criminalesde esos que merodeaban por los nivelesinferiores del Bridge. Paddon habíacorrido tras el grandullón cuando Johnrecibió el mazazo en la cabeza, pero loperdió en los entresijos del Bridge. Porlo que respectaba a John, Quinsimplemente se había escabullido de larefriega con el athame. ¿Por qué, si ni

siquiera quería tocarlo? Después de unaño y medio de búsqueda, la daga habíaestado en su poder durante unas horas yya había desaparecido.

—Hemos sufrido bajas. No seráfácil explicar estas muertes a mi abuelo.

—Lo veo difícil —coincidióPaddon, que había guardado elperturbador en una mochila.

—¿Hasta cuándo trabaja nuestroguarda?

Habían sobornado a un agente deaduanas a la entrada del Bridge. Teníanque marcharse antes de que esteabandonara su puesto o los interrogaríansobre cómo habían entrado. Y sidescubrían las armas…

—Veinte minutos y no más. —Paddon miró su reloj. Luego examinó lasangre que John tenía en la frente—. Hayque hacer limpieza y luego volver pordonde hemos venido, por separado. —Asintió para sí, calculando el tiempoque necesitaban—. Tenemos que irnosya, John.

—¿Gauge puede caminar?Paddon se inclinó sobre el herido,

que seguía con las manos en el cuello,intentando aliviar la presión causada porel golpe que Quin le había asestado conla daga de piedra. El hombre intentóasentir.

—Sí, puede caminar —dijo Paddon—. Pero tendremos que… encargarnos

del resto.—Sí —concedió John, y se odió al

momento por decirlo.Se inclinó hacia Fletcher, que

sollozaba rodeado por las centellas delperturbador. Las muecas que contraíansu rostro daban una muestra de la agoníaque sufría por dentro. «Prepárate paramatar». Nunca resultaba fácil, aunque sumadre habría calificado esa como unamuerte menor. John se consoló pensandoque en ese caso matar era un acto decompasión.

Echó mano de su cuchillo.

38

Quin

Quin estaba en el cuarto de los niños,escuchando el ruido que hacían losdemás al otro lado del pasillo. Tenía ados críos consigo, un chico y una chica.Era posible que fueran gemelos, pero nolo sabía a ciencia cierta. Estaban los dos

juntos en una esquina, contra una paredempapelada con flores que a la luz de laluna parecían oscuras manchas rojas.

«Estoy soñando».Era un pensamiento lejano,

procedente del lugar más recóndito desu mente. «Siempre sueño con esanoche. A veces hay solo uno, pero elnúmero verdadero es dos. Había dosniños».

—Tengo miedo —decía la chica enfrancés.

Su larga cabellera rubia,despeinada, le caía sobre los hombros.

—Yo también —respondió elhermano.

Estaban aterrados y hablaban entre

sí, pero también con Quin, como siesperasen a que hiciera algo.

«Esperan que los ayude».Se oyó un grito en la otra habitación.

No sabía si era de hombre o de mujer,imposible saberlo.

—¿Es mamá? —preguntó la niñaabriendo los ojos de par en par.

—Pues claro que no —contestó Quinen francés, intentando tranquilizarlos, apesar de que ella misma sentía un miedoque le atravesaba el pecho—. Venid,voy a sacaros de aquí. Dadme la mano.—No querían. «Si al menos hubieraconseguido calmarlos», pensó en esaparte alejada de su conciencia—.Vamos, cogedme de la mano —repitió.

No lo hicieron, pero ella los agarróy los llevó hasta la puerta. Ocultó aambos bajo su capa, salió del cuarto delos niños y cruzó el pasillo.

Al llegar al descansillo de laseñorial escalinata vio a alguien abajo,junto al portón de entrada. Tiró de ellosy los escondió tras la barandilla. El niñosollozaba de miedo contra sus piernas,atragantándose con las lágrimas.

—Chist, chist —susurró—. Tenéisque permanecer en silencio. ¡Por favor!

La niña lloraba desconsoladamentesin hacer ruido.

—Eso es —le indicó Quin.Echó un vistazo entre los balaustres

y vio que la figura de la puerta se

detenía para mirar hacia el segundopiso. ¿Los habría oído? Quin se volvió,apoyó la espalda contra un poste másancho y rezó por que no la viera. Unabota pisó fuerte sobre el primer escalóny luego otra. ¡Los había oído! El hombresubía las escaleras. Cogió a los niños dela mano, dispuesta a correr por elpasillo del primer piso.

Después oyó ruidos en unahabitación del piso inferior. Las pisadasdel hombre retrocedían. Bajó la vista ylo vio alejarse de la escalera. Su largacapa ondeaba entre sus piernas mientrasse dirigía hacia otra parte de la casa. Noera un simple hombre, claro está. EraBriac.

«Briac —pensó en esa región delcerebro consciente de que estaba en unsueño—. Se llama así, pero yo tambiénlo llamo de otra forma».

En cuanto desapareció de su vista,Quin bajó corriendo por la escalinatacon los niños agarrados de la mano. Laniña tropezó en el último escalón y tiróun florero que había en una mesitaapoyada contra la pared.

Quin no esperó a que el objetocayera al suelo. Cogió a los dos niños apulso y corrió hacia la puerta deentrada.

Oyó que el florero se hacía añicos yluego esas fuertes pisadas que seacercaban. Iba a por ellos.

—¡Quin! —gritó Briac—. ¡Quin!«¿Y si no me hubiera detenido? —se

preguntó en esa región de su cerebro queno estaba soñando—. ¿Y si hubieraseguido adelante? Puedo seguiradelante…».

Salió al aire de la noche. Los niñospesaban demasiado para seguirllevándolos en brazos, pero vio aYellen. Su caballo estaba mirándola,como por arte de magia, pateando elsuelo impacientemente. «Yellen nuncaestuvo allí —informó su cerebro—.Pero ¿y si hubiera estado?».

El ruido furioso de las botas seacercaba cada vez más. Los niñosseguían llorando, pero notaban su

urgencia y colaboraban. Quin los subió ala grupa de Yellen con nerviosismo yluego montó en la silla entre ambos.

Las pisadas de Brian eranatronadoras. Se hallaba justo detrás delportón.

—¡Agárrate fuerte! —ordenó alniño, que iba sentado detrás.

Este la rodeó con los brazos.Una sombra en el vestíbulo, una voz

furiosa, la llamaba por su nombre. No sedetuvo a mirar atrás. Hundió los talonesen los ijares de Yellen y el caballoemprendió la marcha por el camino degravilla, atravesando el enorme jardíniluminado por la luna.

«¡Quin! ¡Tienes que hacerlo! ¡No hay

otra alternativa! Ahora».«Es mi sueño —pensó—. Puedo

ignorarlo. Puedo arreglar esto». Losniños seguían agarrados, el vientoagitaba sus cabellos y Yellen lostransportaba a los tres lejos de allí. Quinapenas sentía las lágrimas que corríanpor sus mejillas.

39

Quin

—Te… te… te… has quedado dormida,Quin.

Alguien la zarandeaba. Poco a poco,Quin fue despertándose y descubrió quetenía la cara mojada y pegada a unalámina de plástico duro. Se incorporó en

el asiento con fatiga. Había llorado ensueños.

—Oh, Dios.Tenía sangre seca impregnada en las

manos y las lágrimas la habíanhumedecido. El plástico estaba cubiertode manchas rojizas. Necesitaba lavarsedesesperadamente y le dolían todos loshuesos.

El sol había declinado y continuabansobre las vigas que conformaban laestructura inferior del Bridge. Yapensaba con más claridad, como si laslágrimas hubieran despejado losnubarrones de su mente.

—Te… te… te… tenemos que ir…irnos, ¿de acuerdo? Llevas un ra… rato

dormida.Shinobu. El pelirrojo Shinobu con

sus cabellos teñidos. Estaba sentado alborde del plástico, tiritando sin parar.Refrescaba un poco a causa del viento,pero llevaba una gruesa chaqueta decuero y no tendría por qué tener frío.

—Oh, Di… Dios, qué mala caratienes —dijo mientras ella seincorporaba.

—Pues anda que tú…Quin ejerció de sanadora y lo

examinó a la débil luz. Tenía profundasojeras y estaba muy delgado, demasiado.Temblaba tanto que sus manosrepiqueteaban contra el plástico.

—¿Cómo saldremos de aquí? —

preguntó Quin.—Nadando —contestó él con una

sonrisa.Empezaban a castañetearle los

dientes.Quin rio y luego se dio cuenta de que

hablaba en serio.—Bajamos por… por la pilastra y

nadamos un po… poco. Está cerca.—Tienes el mono —advirtió Quin al

tiempo que lo decía. Lo observó con ojoclínico y preguntó—: ¿Opio?

—Cu… cualquiera sabe —respondió sonriendo tímidamente—.Shi… Shiva, opio, cualquier cosa.Rescatarte esta ta… tarde no entraba enmis pla… planes. Pensaba pasar el día

colocado.—Túmbate. —Le gustaba oír el tono

firme de su propia voz. En cuantodecidía encargarse de otra persona nisiquiera se preocupaba por la sangre desus manos—. Bajar cien metros conestos temblores no es una gran idea quedigamos.

—Pro… probablemente no —coincidió.

Se tumbó delante de ella, que searrodilló a su lado. En cuanto seconcentró su visión fue cambiandopaulatinamente. Era como desenfocar lamirada hasta que aparecían aspectosocultos. Veía las líneas de energía decolor dorado que fluían alrededor del

cuerpo de Shinobu. En una persona sanaesas líneas formaban un patrón regular,de una simetría prácticamente hermosa.Sin embargo, el campo de Shinobuestaba plagado de manchas oscuras queinterrumpían su trazado.

Se abstrajo de todo y se concentróen el flujo de energía que descendía porsus propios brazos. Separó bien losdedos y le posó las manos sobre elcuerpo. Entonces imaginó que su energíaera un río que discurría a través de lasyemas de sus dedos hacia las manchasnegras que planeaban por encima de losórganos de Shinobu. Su río de energíalimpiaría esas zonas oscuras.

Para ver la energía de tal forma se

necesitaba un tipo de concentraciónespecial, como un músculo que siemprepermanecía ligeramente en tensión.Trabajó en silencio durante un buen ratohasta que las manchas comenzaron adisolverse y Shinobu dejó de temblar.

Cuando terminó él se quedómirándola desde el suelo y la luz delcrepúsculo le permitió separar lapersona de la ropa, el pelo y lospendientes. Al fin, vio una cara quereconocía. «Pues claro —pensó—.Shinobu. Mi precioso primo».

Cuando se fijó en que le sobresalíanlas costillas a través de la camiseta, laropa sucia que llevaba y su fuerteadicción sintió una enorme tristeza.

«Antes no eras así —pensó—. Esto esnuevo».

—Te pega —susurró él.Shinobu alzó una mano para tocarle

la mejilla. Estaba tan sucio como ella,probablemente más, pero no se apartóde él.

—¿El qué?—Usar tu mente para cosas buenas.Se quedó mirándola fijamente, como

si quisiera que se acercara más. Antesparecía enfadado, como si no pudierasoportar su presencia, pero por algunaextraña razón ya no estaba furioso.

—No quiero causarte másproblemas —musitó ella acercando másla cabeza—. Cuando me saques del

Bridge te librarás de mí. Te lo prometo.—Llevo mucho tiempo intentando

librarme de ti —repuso él sin mirarla—.Pero sigues apareciendo.

Le molestó escucharlo, pero teníarazón. Había hecho que John y su pasadovolvieran a entrar en su vida. Shinobuera un drogadicto que apenas podíacuidar de sí mismo. Por más quesignificaran antes el uno para el otro, élya no estaba obligado a protegerla.Tenía que solucionar sus problemas porsí misma.

Unos minutos después caminaron porlas vigas hasta llegar a una enormepilastra vertical. Shinobu descendió porunos peldaños de metal incrustados en el

revestimiento de cemento y Quin losiguió de cerca. Había anochecido, perola luna los iluminaba y descendieronhacia su reflejo, que flotaba en el agua.Las brillantes luces de los barcos sedesplazaban por el puerto en todas lasdirecciones, pero la zona que había pordebajo de ellos se veía tranquila ydespejada.

Cuando se aproximaron al aguaShinobu señaló un rectángulo queflotaba en la superficie, a medio caminoentre la pilastra en la que estaban y supareja, a unos cincuenta metros dedistancia. Ese rectángulo era la cubiertade una especie de galería que sesumergía por debajo del puerto.

—¿Estás seguro? —preguntó.No le convencía nada recorrer esa

distancia en aguas tan oscuras.—Es una galería de mantenimiento

para el metro y los túneles que van a laisla. El puerto está plagado de ellos.Brian y yo contamos más de cincuenta yparamos porque nos estábamosquedando sin aire. Podemos usarlospara llegar a Kowloon por debajo delagua.

—¿Sé nadar? —preguntó, conscientede lo raro que sonaba.

Pero la verdad es que no lorecordaba.

—¡Ja! —Sonrió—. ¡Habrá quedescubrirlo!

Dicho esto, Shinobu saltó al aguadesde su peldaño. Un momento despuésemergió y la esperó.

Quin saltó antes de que pudieraarrepentirse. Sintió un frío sobrecogedoral contacto con el agua del puerto; luegosalió a la superficie y descubrió queefectivamente sabía nadar. Se dirigieronjuntos hacia la galería, con la lunarielando sobre el agua varias brazas pordelante de ellos.

Al fin pudo limpiarse. Jamás le habíasentado mejor una ducha. Se frotó la piely el pelo infinidad de veces, hasta quedesapareció cualquier resto de sangre y

suciedad. Se hallaba en una caseta depiscina instalada en la esquina másalejada de un enorme jardín. Cuando seaseguró de estar completamente limpia,pasó al cálido suelo del vestuario y sepuso una bata. Miró la ropa que llevabaantes, amontonada a la puerta de laducha. Nunca volvería a ponerseninguna de esas prendas. Las metió en uncubo de basura y volvió a lavarse lasmanos.

Shinobu había desaparecido en elinterior del edificio principal. Quinsalió silenciosamente de la caseta yatravesó el jardín hasta quedar bajo unade las ventanas de la planta inferior. Noera una casa grande, pero sí preciosa, y

situada en el mejor barrio que hubieravisto nunca en Hong Kong. Habíanllegado allí tras una hora de caminatapor los oscuros túneles que recorrían elpuerto, las increíblemente abarrotadascalles nocturnas de Kowloon y,finalmente, en el asiento trasero de untaxi cuyo conductor miraba con recelo asus sucios y mojados pasajeros por elretrovisor.

Vio por la ventana a Shinobu, quesalía de un gran vestidor con una bolsaaferrada al pecho y se detuvo junto a unapequeña cama que había pegada a lapared. Allí dormía Akio, el niño al quehabía visto esa mañana en suconsultorio. Shinobu se inclinó hacia la

silueta acurrucada de su hermano y lesusurró algo al oído durante un buenrato. Tras esto, besó la frente del niñouna y otra vez. Cuando Shinobu selevantó, Quin se ocultó bajo la ventanapara que no supiera que habíapresenciado ese momento de intimidad.

—Toma —dijo cuando salió—. Ahítienes ropa. Es mía, así que te quedarámuy grande, pero la dejé en casa de mimadre y eso significa que estará limpia.

Quin volvió al vestuario paraponerse unos tejanos viejos de Shinobuy un jersey. Enrolló las mangas, quecolgaban de sus manos, y remetió losbajos de los pantalones dentro de sushúmedas botas.

Cuando regresó encontró a Shinobucerca de la piscina, sentado en el céspedcon el athame a un lado. Junto a él habíaotra arma, una que parecía un látigo conla empuñadura de una espada. Vio quese remangaba la pierna derecha de losvaqueros mientras ella se acercaba.Tenía una barra de piedra pegada a lapantorrilla, con la punta escondida en elinterior de la bota. La sacó con cuidadoy la colocó junto a los otros objetos.

Quin se sentó con él en el césped yseñaló el arma enrollada.

—¿Un látigo?—Una espada látigo.—Espada látigo —repitió.Parecía obvio, una vez que él lo

había dicho.—La guardé para ti —le explicó

Shinobu—. Cuando te hirieron. Deberíasrecuperarla.

—¿Es mía?—Es tuya. ¿De verdad no te

acuerdas?—Parece como si debiera. Pero en

realidad no, al menos todavía.Inspeccionó la espada látigo sin

tocarla.Shinobu se quedó pensativo un

momento, mirándose las gastadas botas.Al cabo de un rato dijo:

—Cuando te llevamos al maestroTan estabas prácticamente muerta. Yocreo que en realidad lo estuviste,

durante un par de minutos, hasta que élte hizo revivir. —Quin no lo recordaba.Pero su mente iba experimentando uncambio sutil. Ciertas cosas que antesyacían en las profundidades del océanose acercaban un poco a la superficie—.El maestro Tan no sabía si podríaresucitarte —continuó Shinobu con unligero temblor en la voz—. Dijo que noquerías vivir.

Por algún motivo eso sí lorecordaba.

—¿Cómo sabía eso?—Es el maestro Tan. —Shinobu se

dio unos golpecitos en la cabeza—.Sabe cosas… y siempre queintentábamos ayudarte tú nos apartabas.

Luego te vi tumbada en su camilla. Yoestaba seguro de que nos habías dejado.Pero cuando el maestro Tan te dijo quepodías tener una nueva vida si querías,que podías olvidar tu vida anterior,volviste a respirar. —Shinobu apartó lavista—. Nosotros somos Seekers, Quin,y hacemos cosas extrañas. Pero elmaestro Tan te hechizó.

—¿Por qué usas esa palabra? —preguntó Quin en voz baja.

—¿Qué palabra? ¿«Hechizo»?—No. «Seekers».La miró como si dudara de la

honestidad de su pregunta, pero cuandovio que hablaba en serio dijo:

—Porque eso es lo que somos, Quin.

Se quitó la gruesa pulsera depinchos de la muñeca izquierda. Luegoalargó el brazo y remangó el jersey deQuin. Puso una muñeca junto a la otra yrecorrió las cicatrices idénticas conforma de daga. Quin se obligó aexaminar la figura grabada a fuego en subrazo. No era una mancha, comosiempre se decía. Era algocompletamente diferente: estabamarcada.

—Una Seeker —susurró, intentandocomprobar lo que sentía.

No le gustó en absoluto.—Supongo que eso no es lo que

somos —dijo Shinobu en voz más baja—, sino lo que éramos. Lo que

esperábamos ser.Apartó la vista y se quedó mirando

la hierba. Una luz se reflejó en su cara yQuin se dio cuenta de que por su mejillaresbalaba una lágrima. Le parecióantinatural. Era como ver llorar a unanimal salvaje.

Shinobu se enjugó la lágrima con lamanga de la chaqueta y se ensució aúnmás la cara. Quin apartó la vista,avergonzada.

—Mi madre estuvo aquí todo eltiempo. Todos estos años —dijo tanbajito que tal vez hablara solo para sí.Quin lo relacionó todo. La mujer quehabía aparecido esa mañana en suconsultorio… La conocía de antes, de

mucho tiempo atrás… en Escocia. Sintióla embestida de una emoción en la quese mezclaban la tristeza y el miedo.Empezaba a recordar…—. Mi madreestaba muerta —continuó Shinobu—.Eso es lo que yo creía. Lo que me dijoél. Pero no era cierto. Estaba aquí, conmi hermano. Cuando supo que estabaembarazada, mi padre y ella idearon unplan para que escapara. Mis ancestrostenían tierras aquí. Mi padre vivió sin sumujer durante siete años para que mimadre y Akio fueran libres. Él no podíacontármelo ni avisarme, porque Briac…Pero siempre intentó que nosotrostambién nos liberásemos y volviéramosa ser una familia.

—Liberaros de Briac —susurróQuin.

Briac, su padre. Lo había visto ensueños. «Me prometí que lo mataría —pensó—. Para que Fiona y yo fuéramoslibres».

—Dejé a mi padre allí, muriéndose.—La voz de Shinobu sonaba vacía. Quinquiso cogerlo de la mano, pero él seapartó inmediatamente—. Cualquier díame olvidaré de comer, de revisar labotella de oxígeno o fumaré demasiadaspipas en el bar. Yo no soy un Seeker. Nocreo siquiera que siga siendo unapersona. Soy un fantasma que espera lamuerte.

Se quedaron allí sentados guardando

un silencio sobrecogedor. Al final, Quindijo:

—Yo siento lo mismo. Solo que a lomejor soy un fantasma que espera lavida.

Cogió la espada látigo con cuidado.La empuñadura se ajustabaperfectamente a su mano derecha. Dejóque su muñeca se moviera sola, sinpermitirse pensar. El látigo se desplegócon un chasquido y Shinobu se apartó deQuin, que transmutó la espada látigo encinco formas diferentes sucesivamente.Luego agarró la hoja y observó como sederretía sus dedos. Alzó la vista y miróa Shinobu.

—Me conoce —dijo.

—Pues claro que te conoce.Transmutó la espada látigo en otras

formas diferentes: una cimitarra, unflorete y un montante. Luego volvió acoger la hoja, dejando que corrieran porsu mano oscuros regueros de aceite.

—Yo nunca fui una Seeker —murmuró Quin—. Era una marioneta. —Shinobu no contestó. Empezaba a tiritarde nuevo y ella confiaba en que fuerapor el frío—. Fui la marioneta de mipadre. —No estaba segura de que fueraun recuerdo que volvía a ella, pero dealgún modo sabía que era cierto—.Siempre fui su marioneta. Y ahora la deJohn…

Quin transmutó la espada látigo en la

forma de una daga y la clavó en elcésped.

Superó sus reticencias y cogió elathame para estudiar los símbolos delpuño. Después se lo deslizó por una delas trabillas del cinturón.

Alzó aquella barra de piedra planaque Shinobu llevaba escondida en unade las perneras del pantalón.

—El reanimador —dijo Shinobu.—Reanimador —repitió ella.Deslizó el bastón por otra trabilla y

las dos armas de piedra colgaron de suspantalones prestados como si fueranrevólveres. Se manchó la mano de tierraal sacar la espada látigo del césped,pero se negó a limpiársela. Llevaba más

de un año encerrada en su casa delBridge, asustada hasta de su propiasombra. Ese día había salvado a un niñoy matado a un hombre, tal vez a dos. Esasuciedad probablemente podía esperar.

Se levantó.—No quiero seguir siendo una

marioneta.Enganchó la espada látigo a la

cintura del pantalón y tras esto sacó elathame y el reanimador de sus trabillas.Observó como sus propios dedosdelineaban los símbolos inscritos en losdiscos del athame. El corazón comenzóa latirle con fuerza de repente. Estabaaterrorizada, pero al mismo tiempo sesentía bien. Como si al fin, tras más de

un año dormida, volviera a la vida.—Enséñame —le pidió.Shinobu se levantó y se acercó a

ella. Estudió los símbolos que Quinhabía alineado y asintió.

—Sí, así llegarás al Allá. Y tambiénnecesitas las coordenadas del lugar alque irás después de visitar el Allá.

—¿Qué tengo que decir? Vuelve aenseñármelo.

Shinobu se colocó detrás y pegó susbrazos a los de ella, colocando elathame y el reanimador en una posiciónen la que pudieran entrechocar. Cuandosus cuerpos se tocaron dejó de temblar.Quin se percató de que era mucho másalto que antes y de que, a pesar de haber

adelgazado mucho, seguía siendo muyfuerte, como un muro a su espalda en elque podía apoyarse.

—Al principio estaba el rumor deluniverso —susurró Shinobu a su oído.

Al escuchar esa frase fue como si seabriera un grifo en su mente. Laspalabras empezaron a brotar de la bocade Quin y las dos pronunciaron alunísono: «El athame encuentra elcamino, rasgando la trémula tela paratrasladarnos al Allá».

—Ahora el cántico —susurró—.Recita conmigo: «Conocerse a unomismo, conocer el hogar, una imagenclara de…».

—… Adónde quiero regresar —

continuó Quin—, del lugar al que iré…—¿Adónde irás? —preguntó

Shinobu.Sentía su cuerpo cálido y firme a su

espalda, pero ella misma habíaempezado a temblar.

—¿Tú dónde crees?

40

John

John se quedó parado a la entrada deldespacho, sorprendido al ver a suabuelo en ese estado. Gavin, una formaimprecisa ante los inmensos ventanalesde la habitación, estaba derrumbadosobre su antiguo escritorio con

temblores en la espalda. Tosía, perotambién parecía estar llorando. Lahabitación olía a quemado por todaspartes.

—¿Abuelo?Gavin apartó la cara de las manos

con un movimiento repentino. Johnretrocedió un paso involuntariamente alver la cara de su abuelo. Tenía los ojosraros, diferentes uno del otro; la pupiladel derecho doblaba en tamaño a la delizquierdo y ambos estaban inyectados ensangre.

—¡Cierra esa puerta! —exclamóGavin, ahogándose por culpa de losataques de tos—. ¡No quiero que mevean así!

John miró a ambos lados del pasilloantes de cerrar la puerta. Coincidía consu abuelo en que nadie debería verlo enese estado.

El viejo volvió a toser, pero una vezque había cerrado la puerta, Johnadvertía algo más en la habitaciónaparte de esos ataques: un silbido.

—¿Dónde esta Maggie? —preguntóJohn, dirigiéndose a toda prisa hasta elminibar que había en una de las paredespara servirle un vaso de agua yllevárselo—. ¿Qué es ese ruido? —Suabuelo cogió el vaso desesperadamentecon la mano izquierda y se lo tragó enlargos sorbos, poniéndose perdida lachaqueta—. ¿Dónde está Maggie? —

volvió a preguntar.El silbido era ya más potente, como

si saliera aire de una tubería. El ruidoprocedía de algo cercano, pero lahabitación se encontraba en la penumbrade los primeros albores del amanecer yJohn miró alrededor del escritorio sinencontrar nada.

—Dejaste morir a tres de mishombres en Asia, John, y eso me llevaráa la ruina.

Gavin eructó y empezó a toser denuevo. Había acabado con el agua, unaparte se la había bebido y el resto lahabía derramado.

John cogió el vaso y fue a rellenarlo.—Abuelo, ¿dónde está Maggie? No

la he encontrado en la nave.—¿Dónde está Maggie? —repitió

Gavin tras él con un tono que rozaba lahisteria—. ¿Dónde está Maggie, mepreguntas? La he despedido. Quierensacarme de aquí, quitarme lo que es mío.¡Maggie también!

Tras decir esto gritó de dolor.John se volvió y vio una brillante

llama azul en la mano derecha de Gavin.—¿Qué estás haciendo? —gritó

John, corriendo hacia el escritorio.Su abuelo dirigió la llama que tenía

en la mano derecha hacia la manga delbrazo izquierdo antes de que pudierallegar hasta él.

Era un soplete. Diminuto, una simple

bombonita de mano de cuya boca salíaun tubo, pero su pequeña llama era de unazul intenso y emitía un potente ruido.Gavin la mantenía oculta bajo elescritorio. John se percatóinmediatamente de que era la misma quehabía visto en el armario del despachohacía un año y medio, uno de los objetosque pertenecieron a su padre, Archie. Suabuelo había pasado de tomarles cariñoa esos trastos a lacerarse con ellos.Volvía a oler a quemado, un olor fuerte yacre.

—¡Basta!Cogió a Gavin por la muñeca

derecha, pero su abuelo le retorció elbrazo en un arrebato de fuerza

enajenado, lo apartó y se levantó delescritorio. Un vez más proyectó la llamahacia su brazo y gritó de dolor cuandoesta penetró a través de la chaqueta.

John se abalanzó sobre él paradetenerlo, pero Gavin agitó el soplete ytuvo que agacharse al notar la llamaradaen la cara. Entonces vio la cantidad dequemaduras que tenía en la manga de lachaqueta. Bajo ella se veía la carne,rosada y abrasada. ¿Cuánto tiempollevaría haciendo eso?

—Abuelo, ¿qué haces? ¡Estásquemándote a ti mismo!

—No… No hago eso… —Volvió atoser—. Intento concentrarme. Archieutilizaba esto cuando trabajaba con sus

coches. Lo hacía con mucha atención…Si soy capaz de concentrarme…encontraré una salida.

Gavin bizqueó con el ojo derecho,completamente independiente delizquierdo. Seguía amenazándolo con elsoplete.

—Mi padre no se quemaba apropósito con el soplete —repuso John—. ¡Estás completamente… fuera decontrol, abuelo! ¿Cuánto hace que se fueMaggie?

—La despedí en cuanto te fuiste aAsia, John. Catherine me lo dijo…quieren matarnos. Todos ellos.

Cada vez más paranoico, Gavinhabía despedido a Maggie, pero al

hacerlo se había condenado a sí mismo.Estaba perdiendo la cabeza porcompleto. John se abalanzó sobre él,pero el viejo retrocedió, dio máspotencia a la llama y se protegiódibujando un amplio arco a sualrededor.

—Abuelo, si Maggie no está,necesitamos que vuelva. —Intentóagarrarlo de nuevo, pero Gavin semantenía a distancia—. No puedes vivirsin…

—Mataste a mis hombres, John…—No los maté yo. Te lo prometo. —

Trató de acercarse, pero el viejo lelanzó otra llamarada a la cara—. Hubouna pelea…

—Ahora seguro que me sacarán deaquí… —comenzó Gavin, y luego sedobló, sorprendido por otro ataque detos.

John aprovechó ese momento dedebilidad para reducirlo. El abuelolevantó los brazos, luchando por apartara su nieto. Era mucho más débil que él,pero la desesperación le daba fuerzas ytampoco quería hacerle daño. Gavinoponía cuanta resistencia podía,hincando los dedos de la mano izquierdaen la carne de John y sacudiendo elsoplete enérgicamente con la derecha.John sintió repentinamente un dolorabrasador en el antebrazo. La llama delsoplete le estaba quemando la piel.

Gritó y empujó atrás al abuelo contodas sus fuerzas. El viejo cayó y elsoplete rodó por su pecho, quemándoloantes de chocar estrepitosamente contrael suelo. John se lanzó a por él, lo apagóy lo alejó hasta el otro lado de lahabitación de una patada. Al darse lavuelta se encontró a Gavin estirado en elsuelo, reducido, débil y malherido.

Su abuelo alzó la vista, aterrorizado.Su ojo derecho recuperó lentamente lacoordinación con el izquierdo. Laspupilas seguían siendo de diferentetamaño, pero en ese momento mirabafijamente a John con ambos ojos.

—¿Tú también? ¿Tú también tepones en mi contra, John?

John se arrodilló ante él y lo cogiópor los hombros.

—No estoy en tu contra. ¡Estás fuerade ti! —Obligó a Gavin a mirarlo y ledijo aquellas palabras que había estadoevitando decir durante años—: Te… tehemos envenenado, abuelo. ¿Estásescuchando? Es el veneno el que te hacepensar así.

Gavin se apartó de John con cara deloco, pero pareció entender el sentidode sus palabras. Su rostro empezaba acalmarse.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Quéquieres decir?

Las primeras luces del amanecertodavía no habían arrancado la

habitación de la penumbra, pero Johnvio con claridad la marca roja en subrazo, que empezaba a hincharsepreocupantemente. Le dolía toda laextremidad, desde la muñeca hasta elhombro. Cogió a su abuelo por el brazoizquierdo y observó las quemaduras quelo recorrían de arriba abajo. Erangraves, igual que las que tenía en elpecho. Tendría que llamar a un médicopara que los viera a ambos.

Se dejó caer en el suelo junto aGavin.

—La tos. Ese es uno de lossíntomas, espasmos en la tráquea. Losespasmos musculares y los tics. Laspupilas dilatadas. El desequilibrio

mental. Todo es culpa del veneno.—¿Me has envenenado? —susurró

Gavin, desolado—. ¿Veneno, veneno?¿Veneno real?

—Mi madre —contestó John.Respiró lenta y profundamente, y apretólos dientes para soportar el doloragónico que ascendía por su brazo alritmo de su corazón en oscuras oleadas.Se lo pegó más al cuerpo—. Catherinete envenenó, hace muchos años.

Sintió una vibración en la cadera.John sacó el móvil con el brazo bueno ymiró la imagen que aparecía en lapantalla. Por un momento olvidó supropio dolor y sintió renovadasesperanzas. Había contactado con él.

Pensaba que ella no lo haría, pero sí, lohabía hecho. Si lograba que Gavinmantuviera la cordura suficiente paraprestarle ayuda una vez más podríaconseguirlo.

—Catherine me envenenó —repitióGavin en voz baja mirando al suelo.Parecía desconsolado. El ojo derechovolvía a bailarle—. ¿Por qué querríahacerlo?

—Fue antes de que te conocierabien, antes de que os hicierais amigos.Quería… quería tener un medio decontrolarte, por si te convertías en unaamenaza.

—Con todo lo que ella me dio.Jamás, yo nunca habría…

—Fue un error, abuelo. Un terribleerror. Ese veneno lleva años corroyendotu mente. No debería haberlo hecho.Ella… ella creía que nunca podríaconfiar en nadie. La confianza no era sumejor cualidad.

—Jamás me habría puesto en sucontra —volvió a decir, mirando lasquemaduras que tenía en el brazo comosi acabara de empezar a sentirlas en esemomento—. Entonces… ¿estoymuriéndome?

—No lo sé. El veneno se queda en tucuerpo permanentemente. —Johnintentaba hablarle con delicadeza. Serecolocó el brazo intentando encontraruna posición que doliera menos—.

Llevas tomando el antídoto desde muchoantes de que ella muriera. Maggie eraquien te lo proporcionaba. Pero ya nofunciona como antes. No sé por qué. Nolo has tomado desde que despediste aMaggie.

Gavin apartó la vista de susquemaduras para mirarlo. John esperabaque se pusiera furioso, pero en lugar deeso las facciones del viejo mostrabanalivio.

—¿No estoy loco? —preguntó suabuelo—. ¿No estoy perdiendo lacabeza?

—Has estado quemándote apropósito con un soplete, abuelo —dijoJohn—. Es posible que estés loco. Pero

no es culpa tuya. Lo siento.Resultaba extraño que fuera él quien

se disculpara con Gavin, cuando esteacababa de desfigurarlo, pero se sentíaculpable irremediablemente al ver alviejo en ese estado de crisis nerviosa.

La paranoia volvió a reflejarse en surostro. Se le desorbitaron los ojos,recorriendo todos los rincones de lahabitación, y susurró:

—Vienen a buscarme. Quierenlibrarse de mí.

—¡No! —exclamó John con firmeza,cogiendo a su abuelo por el brazo bueno—. No hay nadie aquí en este momento,abuelo. El Traveler sigue siendo tuyo.—Lo tomó por la barbilla y giró su cara

para que lo mirase—. Y estuve muycerca. Lo tenía en las manos.

John miró su teléfono, que estaba enel suelo junto a él. Luego volvió a mirarlos enloquecidos ojos de su abuelo.Rompió en una fea carcajada sin querer.Su madre quería que Gavin le ofrecieraprotección y estabilidad, pero su abuelole proporcionaba justo lo contrario. Erauna carga más sobre sus hombros.

—Maggie volverá aquí y te ayudará—dijo John—. Ya sé adónde tengo queir. Y esta vez lo recuperaré.

41

Quin

El tiempo se alargaba. Quin oía supropia respiración en la oscuridad,cómo cada inspiración y exhalación seestiraban hasta que parecían tardarminutos en completarse. La eternidad larodeaba por todas partes, como el agua

del río que discurría junto a la hacienda.En su cabeza flotaban fragmentos

inconexos de su juramento: «… loscaminos ocultos intermedios, acuden ami encuentro entre las penumbras…».

Había perdido el hilo del cánticotemporal. Conocía las palabras. Lastenía en la punta de la lengua. Estabanahí mismo, justo ahí, donde siemprehabían estado…

Sus pulmones se fueron llenandolentamente con su respiración.

«¿Para qué respirar?», se preguntó.Era más sencillo quedar en suspensodespués de exhalar y dejarse llevar porla oscuridad.

«¡Voy a morir aquí!», pensó de

repente. Ser consciente de ello bastópara acelerarla de nuevo. Exhaló elaliento más rápido y luego volvió ainspirar.

«Conocerse a uno mismo».Empezaba a recordar las frases del

cántico.«Conocer el hogar».Se obligó a pronunciar las palabras

en voz alta.«Una imagen clara de adónde quiero

regresar, del lugar al que iré, y lavelocidad de los caminos intermediosharán que vuelva a casa a salvo».

Se encontraba en el Ahora. Aunqueese no-lugar careciera de tiempo, ellahabía llevado su propio tiempo consigo.

«Mi mente se aclarará», se dijo. Y lohizo. Sintió una gratitud inmensa ycomprendió que su trabajo comosanadora mantenía en forma lamusculatura de su mente.

Tenía el athame y el reanimador ensus manos. El athame resplandecíalevemente, lo suficiente para poderdistinguir su forma.

Volvió a recitar el cántico:«Conocerse a uno mismo, conocer elhogar, una imagen clara de adóndequiero regresar, del lugar al que iré…».

Quin sabía adónde tenía que ir. Girólos discos de la empuñadura alresplandor sutil de la daga de piedra,palpando las formas de los símbolos.

Esas coordenadas eran las primeras quesu padre le había hecho memorizar yestaban grabadas en su subconsciente.

«… y la velocidad de los caminosintermedios harán que vuelva a casa asalvo…».

Alzó el athame y lo dirigió hacia elreanimador. A medio camino chocó conalgo. Quin palpó ante sí y tocó una tela.Lana, como la que usaban cuando ellaera niña, gruesa y de la que pica. Hundiólos dedos en ella y encontró algodebajo, un cuerpo humano tal vez.

Acercó el athame e intentóvislumbrar lo que tocaba a su tenue luz.Por el tamaño y la posición estabaprácticamente segura de que se trataba

de una forma humana, inmóvil como unapiedra. No distinguía los detalles, perose trataba de alguien mucho más alto queella. Siguió palpando y se quedódesconcertada. Había demasiadasextremidades y parecían fuera delugar…

¿Cuánto tiempo llevaba allí junto aesa figura? ¿Cuántas veces habíarespirado? ¿Diez? ¿Cien veces? Eraimposible contarlas, sobre todo cuandosus pulmones funcionaban de manera tangradual.

«Conocerse a uno mismo». Laspalabras acudían a ella con pereza, apaso de tortuga. «Conocer el hogar…».

Tenía que salir o permanecería allí

para siempre. Se apartó de esa mudafigura e hizo entrechocar el athame y elreanimador. Cuando sintió vibrar todosu cuerpo dibujó una nueva anomalía,extendiendo el arco todo lo que pudo.

Los bucles de luz y oscuridad sesepararon unos de otros hastatransformarse en un sólido contornofrente a ella, creando un portal queemitía zumbidos. Su energía brotabadesde la oscuridad hacia fuera, hacia elmundo exterior. Detrás se veía un cielonocturno y arboledas, un bosque lleno deárboles.

«Una imagen clara de adónde quieroregresar, del lugar al que iré…», recitó.

Se volvió y retrocedió varios pasos,

moviéndose a tientas tras la extrañafigura. Apoyó las manos en ella y laempujó con todas sus fuerzas. Erapesada y difícil de mover, pero tenía lasolidez del hielo, así que podíaempujarla como si se tratara de unaestatua. Fue arrastrándola hacia elagujero que separaba la nada del mundogolpe a golpe. Al fin, tras un últimoempujón, la figura congelada llegó al piedel portal, cuyos palpitantes bordesayudaron a hacerla pasar, giró sobre símisma y cayó al suelo del bosque. Quinsaltó tras ella.

Cuando sus pies tocaron el suelopermaneció inmóvil unos instantes.Estaba en una explanada rodeada de

espesos bosques por todas partes. Aleste empezaba a clarear. Casi habíaamanecido en ese lugar. Su corazón y surespiración volvían a acelerarse,devolviéndola a la normalidad.

A la luz de la luna se veía mejor lafigura que había llevado desde el Allá.No se trataba de un hombre, sino de tres,encapuchados y vestidos con capas,unidos unos a otros, el primero cogido alos brazos del segundo, y este agarradoa los hombros del tercero. Yacían en elsuelo en las mismas posiciones en quelos había encontrado, solo que con laspiernas mirando incómodamente hacia elcielo.

La primera figura era un viejo al que

no conocía de nada. Al segundo sí loconocía. Aunque no localizaba ningúnrecuerdo en particular, recordó sunombre inmediatamente: el Gran Dread.Esto activó otro recuerdo, una imagen delos dos Dreads, uno de ellos mucho máspequeño. «Una chica —dijo su cerebro—. Sí, la recuerdo».

El tercer hombre era Briac Kincaid.Quin había hecho regresar a su padre

a la hacienda.

42

Shinobu

Shinobu seguía sentado junto a lapiscina, mirando fijamente el lugar porel que Quin había desaparecido trasatravesar la anomalía. Su presenciaresultaba dolorosa a causa de losrecuerdos que le hacía revivir. Pero

todavía notaba las partes de su cuerpoque habían estado en contacto con el deella, como si sus sentidos las resaltaran.¿Habría sentido lo mismo que él cuandola rodeó con sus brazos para ayudarlacon el athame? ¿O seguía siendosimplemente ese primo lejano, hermosocomo un cuadro que uno admira pero nopuede tocar? No. Al menos entoncesestaba tan sucio que no podíaconsiderarlo hermoso.

Se sobresaltó al sentir una manosobre los hombros. Su madre, MarikoMacBain, estaba acuclillada en elcésped detrás de él, vestida con una bataceñida para protegerse del leve frescornocturno.

Esperaba que se pusiera furiosa alverlo, pero no lo hizo. No obstante, lomiraba con cautela, como si temiera queShinobu pudiera pegarle. Eso loavergonzó.

—Has venido —susurró en voz baja—. ¿Esa era Quin?

—¿Lo has visto? —se apresuró apreguntar. Le incomodaba que hubierapodido presenciar cómo Quinatravesaba la anomalía. Su madre habíaconseguido olvidar la vida que llevabaen la hacienda y no quería recordársela.

—¿El qué? —preguntó su madre.—¿La has visto irse?—No. He oído su voz cerca de la

casa hace tan solo unos minutos. —Se

acercó más a él, pero sin llegar a tocarlo—. Ha sido ella quien ha salvado a tuhermano esta mañana. No me conocía,pero yo la habría reconocido encualquier parte. Se ha puesto muy guapa,¿verdad?

Shinobu sacó la bolsa con lashierbas. El grueso plástico había evitadoque se mojaran.

—La medicina que me pediste —dijo Shinobu—. Perdona por lo que leha pasado a Akio, madre.

Sintió el peso de su mirada.—Pedir perdón no repara los daños,

Shinobu. Tu hermano ha estado a puntode morir esta mañana.

Seguía sin parecer enfadada,

simplemente exhausta. Aquello era peor,incluso.

—Revisaré toda la habitación paraasegurarme de que no hay nada más…

—Ya me he encargado yo de eso,obviamente.

—Tenía intención de dejar lashierbas sin que me vieras. Por favor,madre, disculpa mi presencia continuadaaquí. Debo marcharme.

Siempre se comportaba de modomás japonés en presencia de Mariko. Depequeño había recibido clases sobre losmodales y el honor. Esas clases habíansignificado mucho para él entonces,cuando creía que se dedicaría en cuerpoy alma al honor.

—Será mejor que te vayas, antes deque me ponga furiosa. De haberteencontrado aquí esta mañana te habríamatado.

—Lo siento, madre.Se puso en pie.—Cuéntame, ¿cómo llegó Quin a

Hong Kong? —preguntó antes de quepudiera irse.

—Igual que llegué yo —contestó,hundiendo los puños en los bolsillospara detener los temblores.

Se dirigió hacia la verja del jardín.—¿Al mismo tiempo?Mariko se había levantado para

alcanzarlo. Era una enana encomparación con Shinobu, apenas

superaba el metro cincuenta. Aquelrostro tan japonés lo miraba desde abajocon ojos penetrantes.

—Sí —respondió—. Llegamos almismo tiempo.

—Nunca me lo habías contado.Creía que habías escapado tú solo.

—No importa. En realidad nuncaestuvimos juntos.

—¿Estás ayudándola?—No… Sí —se corrigió. Se quedó

mirándose las botas, todavía húmedas ysucias—. Solo con una cosa, nada más.

—Ya cuando erais pequeños sabíaque había algo entre vosotros dos. A tupadre siempre le gustó, pobre niña.

—Me voy —dijo dándose la vuelta.

—Estás pensando en tu padre —añadió ella a su espalda—. Está bien.Yo también lo hago, todo el tiempo. Estoes lo que él quería, que estuvierasconmigo y con Akio.

—Lo sé, madre. Es lo que él quería.—Por favor, Shinobu. Tú puedes…

puedes cambiar. Y volver con nosotros.Mariko intentaba hablar con firmeza,

pero él advertía su tono de súplica.Cuando se reunió con su madre

intentó contarle lo que había pasado conAlistair aquella noche en la hacienda,pero no fue capaz de pronunciar laspalabras. Mariko presintió que intentabahacer una confesión y le hizo saber queno era necesario. Dijo que su pasado

estaba perdonado y que no necesitabavolver a hablar de él.

Al principio ese perdón le habíasentado de maravilla. Le costócomprender que perdonarse a sí mismosería una historia completamentediferente. Solo los antros dedrogadicción le habían ofrecido esamisericordia. Las drogas lo alejaban desu familia y casi acaban con su hermanopequeño, pero los bares del Bridge eranlos únicos sitios en los que encontrabaconsuelo. Le resultaba inconcebibledejarlo.

—No estoy pensando en mi padre —mintió caminando hacia la verja sinmirar atrás—. Estoy pensando en un

fantasma.

Brian Kwon no era un fantasma, pero lefaltaba poco para serlo. Tras dos horasde búsqueda, Shinobu lo habíaencontrado acurrucado en el sucio suelotras un enorme contenedor de basura, ados manzanas de distancia del hospitalQueen Elizabeth, del cual al parecerhabía huido, llevándose consigo las víasy un montón de vendajes a medio poner.

—He tenido que irme —explicóBrian—. Han empezado a hacermepreguntas.

Llevaba uno de los ojos vendados ytenía un corte en el hombro que le

habían limpiado, pero no habían podidoponerle todos los puntos. Tenía lacamiseta llena de sangre y el cuello y lacara cubiertos de cardenales.

—Estás horrible —dijo Shinobu.—Tendrías que ver cómo ha

quedado el otro —consiguió responderBrian.

Brian había llevado al último de loshombres de John a una persecuciónlaberíntica por el interior del Bridgemientras Shinobu huía con Quin.Shinobu examinó el pecho de su amigo yvio más moretones con mal aspecto.

—No es para tanto —le restóimportancia Brian—. Lo peor es esto.—Se señaló un enorme y oscuro

cardenal que comenzaba en la frente ycontinuaba por la cara hasta llegar alpecho—. He chocado contra un tubo deventilación mientras los llevaba hasta elpasillo aquel que da al este. En cuantose han dado cuenta de que tu novia noestaba conmigo han dejado deperseguirme. Me han dado un par dechupitos para el dolor, me refiero a losdel hospital, no a los tíos esos delBridge.

—Estás hecho todo un saco deboxeo, Lubina —dijo Shinobu al tiempoque levantaba a su corpulento amigo delsuelo—. Pero no es mi novia.

—Lo que tú digas, Barracuda.Siempre me meto en peleas navajeras

por culpa de chicas que solo son buenasamigas.

—Es mi prima, prima tercera.Bueno, prima tercera a medias.

Cuando intentó ponerlo en pie, Brianse quejó amargamente.

—¿Qué parentesco se tiene con unprimo tercero?

—Pues… prácticamente nada,Lubina, es una especie de parientelejano que te trata como si fueras de lafamilia.

—Ah. Pues es una pena.Shinobu intentó que se mantuviera en

una posición erguida y Brian hizo unasmuecas que, al parecer, no se debíantanto a su propio dolor como a las pocas

posibilidades que tenía su amigo conQuin. Trató de caminar con pasovacilante y se derrumbó sobre Shinobucomo un árbol talado. Shinobu gruñóbajo su peso, pero pudo maniobrar conél hasta llevarlo a horcajadas.

Cómo consiguió meter a su amigo enun autobús y luego transportarlo todo elcamino hasta el Bridge es algo quenunca supo con certeza.

Era medianoche cuando llegaron alextremo del Transit Bridge que mirabahacia Kowloon y esa cubierta que ledaba forma de velero desaparecía entrela bruma que recorría el puerto.

—¿A quién debo remitir vuestrapetición de entrada? —preguntó el

guardia del paso fronterizo.El hombre formuló la pregunta como

si le pareciera de lo más normal que unsucio miembro de una banda llegara aaltas horas de la noche llevando a otroigualmente sucio, pero más grandeincluso, visiblemente herido.

—Al maestro Tan —respondióShinobu. El hombre se inclinó hacia élpara hacerle una foto que enviaría a laresidencia del maestro Tan, que tendríaque dar su consentimiento. Shinobusonrió seductoramente a la cámara, conBrian todavía quejándose a su espalda—. Seguro que se acuerda de mí.

43

Maud

Siglos atrás, la hacienda escocesa eramás salvaje y agreste, y sin embargoestaba más poblada. La vida giraba entorno al castillo, situado en un altopromontorio sobre el río. Pero ese díaen particular no se apreciaba ningún

movimiento ni ruido en la fortaleza depiedra desde el exterior. Sus residentesno se dejaban ver en presencia de losDreads, permanecían en su interior y,cuando tenían que hacer recados, salíanpor las puertas traseras.

Aquella fresca tarde de verano laJoven Dread hacía piruetas en la arenadel patio de armas del castillo. Estabaapoyada sobre el pie izquierdo einterceptaba con los brazos y el piederecho los objetos que le lanzaba elDread Mediano.

—¡Atrapa! ¡Intercepta! ¡Intercepta!¡Atrapa! —gritaba el Mediano mientrasle arrojaba grandes piedras y cuchillosafilados.

La Joven cogió un cuchillo y lodevolvió, detuvo tres piedras con lapierna y luego cogió una tercera con lamano izquierda.

—Más rápido —exclamó.La pierna izquierda le dolía desde el

dedo gordo hasta la cadera, pero esopoco importaba. En los entrenamientosde los Dreads siempre había algunaparte del cuerpo que dolía. Trasladó esainformación a los músculos parahacerlos trabajar con mayor rapidez. Susbrazos habrían parecido una imagenborrosa a cualquier persona ajena a losDreads, en caso de que alguien sehubiera atrevido a mirarlos.

El Mediano lanzó una serie de

cuchillos con una precisión letal, todosellos dirigidos a partes vulnerables desu cuerpo.

—¡Atrapa, atrapa, atrapa! —gritó.Cada vez que apresaba uno, se lo

devolvía con la misma maestría que él.El Dread Mediano estaba tan cómodoque tenía tiempo de sobra para encontrarotros objetos desagradables que lanzarentre cuchillo y cuchillo. Lo siguientefue un trozo de cadena y una herradura.

—¡Intercepta! —gritó—. ¡Másrápido!

El maestro se acercaba a ellos.Aunque el bombardeo de misilesocupaba prácticamente toda su atención,una pequeña parte de su cerebro

observaba como se acercaba el ViejoDread. Advirtió que se desplazaba máslentamente incluso que el día anterior.Llevaba más de una semana observandocomo ralentizaba sus movimientos hastalo imposible. Se detuvo en lasinmediaciones y alzó lentamente unamano, dando por terminada la sesión deentrenamiento. El Dread Mediano dejóde lanzar cuchillos y piedras paravolver a colocarlos alrededor de sucuerpo o en el suelo. La Joven Dreaddeshizo la pirueta para caminar hacia sumaestro. Mientras lo hacía, una últimapiedra salió despedida de las manos delMediano hacia su cabeza con gran fuerzay la mala intención de cogerla

desprevenida. Maud alzó el brazo en elúltimo segundo para volver a dejarla enel suelo.

—Demos un paseo —dijo el ViejoDread.

Hablaba tan despacio y en voz tanbaja que apenas podía entenderlo. Teníalos ojos medio entornados.

El Mediano, al quedarse solo, sacósu espada látigo y se alejó de ellosrodeando el desierto patio de armas. LaJoven y el Viejo Dread cruzaronpausadamente las puertas principalesdel castillo y se dirigieron hacia losbosques.

—Lo que tengo que decir no osgustará —comenzó—. Ha llegado el

momento de que descanse.—Ya nos hemos alargado infinidad

de veces, maestro —dijo—. ¿Es que vosno descansáis?

—Sí. Pero nunca lo suficiente. Eldescanso al que me refiero será máslargo. Vos y yo hemos hecho pequeñossaltos juntos, un decenio, dos décadas,un decalustro. Ahora debo permaneceren la oscuridad durante mucho mástiempo.

—¿No queréis sentaros, maestro?Cerca de ellos había una gran piedra

perfecta para sentarse y se desplazabana tal lentitud que parecía inútil seguiradelante.

El maestro negó con la cabeza. Un

hombre normal habría tardado unsegundo en hacerlo. Su maestro empleómedio minuto.

—Necesito todas mis fuerzas paramantenerme en pie y caminar. Si mesiento, adiós. No descansaré hasta quellegue al Allá.

La Joven Dread giró la cabeza paramirar tras las puertas del castillo, dondeel Mediano practicaba con su espadalátigo, haciéndola girar con tal rapidezque parecía una mortífera nube negra. Sisu maestro acababa marchándoserealmente tendría que estar a solas conel Mediano durante años.

—¿Cuánto tiempo? —preguntóMaud.

—Es difícil de precisar. Cien años.Tal vez doscientos.

—¡Doscientos años!—Tal vez incluso más, pequeña.Era un número escalofriante.Cuando la Joven Dread demostró sus

dotes como estudiante y se despidió desu familia, pasaron un año en laoscuridad de «aquel lugar» y al regresarel mundo había envejecido un año sinque ella lo hiciera en absoluto. Pasó elsiguiente año entrenando. Despuésregresaron durante dos años más a eselugar oscuro. Y así sucesivamente,combinando su adiestramiento con esoque los Dreads llamaban «alargarse» o«descansar», y que en realidad

significaba abandonar los límites delespacio y el tiempo. El salto máximohabía sido de cincuenta años, lo cualsignificaba que desde que su maestro sela llevó del hogar familiar habíatranscurrido un total de cien años, y sinembargo ella seguía teniendo doce.Estaban aproximadamente en el año1570.

—No es tanto como pueda parecer.Cuando progreséis un poco más envuestro entrenamiento es posible quehagáis un salto de esa misma cantidad deaños.

—¿Cómo voy a progresar si os vais?El Viejo Dread se detuvo y le puso

las manos sobre los hombros.

—El Mediano tiene cualidadesvaliosas. Podéis aprender mucho de él.

La Joven Dread no comentó nada alrespecto. Esperaba que su silenciohablara por sí solo del mal carácter delMediano, su crueldad, e incluso decosas que el maestro no había vistonunca, como el joven de la posada, elanterior Joven Dread, ese chico al quehabía acuchillado por criticar sucomportamiento.

Al maestro apenas se le veían losojos tras los párpados, pero sentía comola observaba atentamente.

—Sois fuerte —dijo, como si leyerasus pensamientos—. Podéis defenderossola.

—¿Eso creéis? —dudó Maud.El anterior Joven Dread, ese chico

de la posada, era mayor que ella y nohabía podido protegerse a sí mismo. ¿Otal vez había algo más en los ojos de esechico, un deseo de liberarse? ¿Estaba elchico dispuesto a morir con tal deescapar del Mediano?

Se produjo un largo silencio.Observó el movimiento del pecho de sumaestro, que subía y bajaba comorompen las olas en una amplia playa.Finalmente, volvió a hablar.

—Para eso os he entrenado, niña.Sois la Joven porque vuestra edad esmenor. Pero sois una Dread, tanto comoel Mediano o como yo mismo. Vos

decidís lo que es justo, como cualquierotro Dread debe hacer. El Mediano dapor hecho que habéis de estar vivacuando yo despierte. De lo contrario, mepondré furioso.

Maud nunca había visto a su maestrofurioso, así que no podía juzgar si elMediano le tendría miedo. Su maestroera un anciano. Aunque había vistoretazos de sus habilidades aquí y allá,estaba cansado desde el primer día. ElMediano seguía tratando al Viejo condeferencia, pero la Joven Dread sepreguntaba cuánto tiempo duraría eserespeto.

—Puedo imaginarme lo que estáspensando, pequeña —dijo—. Cuando

haya descansado seré un hombre muydiferente. Tendría que haberlo hechohace muchos años. Este retraso se hadebido a… vuestra llegada.—«Originada por la prematura muertedel anterior Joven Dread», pensó Maud—. Ya me he demorado demasiado.

—¿Cómo despertaréis después dedoscientos años, maestro?

Los labios del viejo esbozaron unaleve sonrisa.

—Eso es un secreto que aprenderéisa su debido momento. Tendré muchascosas que enseñaros cuando hayadescansado. Todo. Ya lo entenderéis.

El Viejo Dread tendió el brazo paraapoyarse en su hombro y se sentó

pesadamente en el suelo.—Ahora llamad al Mediano,

pequeña. Él es quien tiene el athame. Noperdáis tiempo. Mi descanso no puedeesperar.

Tenía los ojos cerrados casi porcompleto. Sus hombros empezaban acaer, como si se envolvieran sobre símimos. La Joven Dread miró hacia elcastillo y salió corriendo.

44

Quin

Quin examinó el cuerpo de su padre antelos últimos resplandores de la luna.

—Estás vivo.Sus palabras cayeron como piedras

en un lago, creando ondas que llegaron alos lugares más recónditos de su mente.

Recordó de inmediato la última vezque lo había visto. Estaba tendido en lacampiña, seguramente no muy lejos dedonde se encontraban en ese precisomomento, y una mueca de odiodesfiguraba su rostro.

Entonces, al alba, sus frías manos seaferraban con fuerza a la capa del GranDread. Ninguno de los tres hombresrespiraba. No mostraban indicios devida, pero su piel seguía sonrosada,saludable y sensible al tacto. Esoscuerpos no habían sido congeladosmediante el frío, sino mediante eltiempo. Se preguntó cómo habría dadocon ellos durante su visita al Allá.¿Cuáles serían las dimensiones de ese

no-lugar?Quin libraba una batalla en su mente.

Hacía un rato insistía a Shinobu en queera una sanadora y no quería hacer dañoa nadie. Pero atendía a la llamada deuna necesidad completamente diferente.

Arrancó los dedos de Briacbruscamente de la capa del Dread, loapartó del resto y lo tumbó de espaldas.Sus brazos y piernas permanecieron enesa extraña posición mientras lo movía.

Una vez girado su cuerpo de modoque quedara mirando al cielo, sacó laespada látigo. Dejó que su mano semoviera por sí sola (sus músculosconocían esos movimientos mejor que supropia mente) y transmutó la espada

látigo en la forma de una larga daga quealzó sobre el pecho de Briac.

«Dije que si John no te mataba loharía yo misma», susurró.

Ese recuerdo había aflorado porcompleto y con él salían a la luz otros.

Los ojos de Briac miraban desoslayo y tenía la boca entreabierta,como si se hubiera quedado congelado amedia frase. Alzó más el brazo con laintención de asestarle una estocadamortal. Pero su brazo quedó suspendidodurante un buen rato.

«¡Oh, Dios!», musitó, incapaz deejecutar el movimiento. Le resultabaimposible hacerlo viéndolo ahí tendido,indefenso. Se frotó la cara con las

manos. Dejarlo vivo significaría…«¿Qué significaría? —se preguntó

—. Volver —obtuvo como respuesta—.Volver a hacer cosas como las de antes».No estaba segura de qué habría hechoexactamente con Briac, pero una siluetaenorme y oscura aparecía en lo másprofundo de su mente como un giganteamenazante al que no tenía ganas demolestar. «Me temo que si sigue vivovolveré a obedecerle, como siempre hehecho». Pero, a pesar de ello, eraincapaz de matarlo.

Empezaba a hacerse de día. Quinintentó calcular cuánto tiempo habríapasado en el Allá. Era imposiblecalcularlo de manera objetiva. Su

memoria le decía que igual podía haberpasado en ese vacío tanto cinco minutoscomo varios días. Cuando salió de HongKong era casi medianoche. Tenían sietehoras de diferencia horaria con Escocia,de modo que las once de la noche allíserían las cuatro de la tarde en lahacienda. Pero estaba amaneciendo yeso solo podía significar que su breveviaje al Allá había durado al menosquince horas, aunque tal vez hubieraperdido un día y medio. O más, quiénsabía.

La luz del día desveló una manchaoscura en la pernera izquierda delpantalón de Briac. Cuando Quin tocó sumuslo algo húmedo y oscuro salió

sangre de él. Tenía más en la camisa, ala altura del hombro derecho. Le habíandisparado hacía un año y medio, eso lorecordaba. Muchos de sus recuerdospermanecían ocultos, pero ese lopercibía nítidamente. John le habíadisparado dos veces. «Ahí tienes unacicatriz apropiada para ti», había dichoJohn. «¿Qué querría decir con eso?», sepreguntó.

Durante todos los meses que Briacpasó perdido en el Allá su sangre nisiquiera se había secado. Simplementehabía dejado de fluir, del mismo modoque los cuerpos no respiraban y suscorazones no latían.

Examinó a los otros dos con más

atención. El más viejo, cuyo rostroestaba oculto tras una gruesa capucha yuna larga barba gris, no parecía estarherido. El otro, al que llamaban el GranDread, lucía un corte en el pecho quehabían vendado torpemente con un trozoextraído de su propia capa. Esa heridatambién estaba fresca.

Quin se preguntó si su padre y elGran Dread habrían quedado atrapadosen el Allá por culpa de esas heridas.Parecía probable que los hubierandistraído de sus cánticos temporales yquedaran allí perdidos.

Se puso en pie y por primera vez fueconsciente del lugar exacto en el que seencontraba. Cuando traspasó la

anomalía llegó a un claro en el bosque.A su izquierda había un monolito y alfondo del camino se veía la campiña enla distancia. «Aquí es donde empezótodo. Justo aquí», pensó. Miró unaúltima vez a su padre y bajó por elsendero.

Al llegar a la extensa pradera Quinvio las montañas de escombroscalcinados en que habían quedadoreducidos los caserones, pero noapreciaba señales de vida en lahacienda por el momento.

Empezaba a recuperar la memoria yrecordó más imágenes de aquella noche:Quin escondida junto a su casa enllamas, arrojando un cuchillo a un

hombre que agarraba a su madre. Alrecordarlo sintió un temblor en el brazoderecho y se miró ambas manos,presintiendo la multitud de habilidadesque ocultaban.

Pasó por delante de una estructuradonde antes debía haber un gran portón.El interior estaba a oscuras, pero noparecía haber sufrido daños. Recordó sunombre: «el taller». Y más allá estaba elgranero de entrenamiento, que no habíasalido tan bien parado. Del tejado soloquedaba un recuerdo dentado en una delas esquinas. Sus muros estabancubiertos de vetas negras y el interiorhabía quedado reducido a unconglomerado de piedras.

Cuando atravesó la entrada de aqueledificio calcinado le pareció más frío yoscuro. Se distinguían las formas de lospercheros para las armas en las paredes,todas ellas achicharradas o destrozadas.Al fondo había una sala de almacenajeen ruinas. En esa habitación Quin soloencontró un objeto de interés, unpequeño arcón de metal, prácticamenteenterrado bajo las piedras y el mortero.

Se acordó de otra cosa: el padre deShinobu en ese claro del bosque,abriendo un baúl lleno de armas. Quinlevantó la tapa, pero no encontró armasen su interior, sino un revoltillo depistoleras y fundas. Casi sin pensarlo, seató un cinturón de un material plástico

negro a la cintura y colgó la espadalátigo de uno de sus automáticos. Sepuso a practicar cómo desenfundarla sindarse cuenta.

En el fondo del baúl descubrió unasfinas fundas diseñadas para llevarlasbajo la ropa, pegadas a la piel. Lascolocó en el interior de la cintura de supantalón. Los vaqueros que llevaba erantan grandes que el athame y elreanimador cupieron fácilmente bajo lospantalones. No sabía qué esperabaencontrar en la hacienda, pero decidióque sería mejor no llevar esos artilugiosde piedra a la vista de cualquiera.

La pista central de prácticas delgranero estaba llena de escombros, pero

había un camino bastante despejado enmedio, como si alguien hubiera estadoallí después del incendio. Sacó laespada látigo de su nueva cartuchera,cerró los ojos y dejó que su cuerpotomara el control.

Mientras no intentara pensar, susmúsculos sabrían lo que tenían quehacer. Sus manos transmutaron la espadalátigo en forma de montante y corrió porel centro del cobertizo dando estocadascon el arma, en una rutina que le parecíatan natural como caminar.

Cuando terminó se quedó paradajunto a la entrada, moviendo los brazosen círculo para librarse de las agujetasque ya empezaba a tener. Estaba en muy

baja forma y le dolía la vieja herida delhombro.

Ya se veía mejor y se percató de unmovimiento en la distancia. Una siluetaatravesaba la campiña. La figura seacercó y antes de que estuviera a ladistancia suficiente para distinguir susfacciones, Quin se fijó en su manera demoverse: lenta, suave y majestuosa,como si bailara. Después vio su largopelo de color castaño claro. Recordó sunombre inmediatamente: la Joven Dread.

La chica se encaminaba hacia eltaller y Quin fue a su encuentro. Cuandola Dread salió del prado y caminó entrelos árboles que lo rodeaban, Quin sintióel extraño impulso de sacar un cuchillo

y arrojárselo. Su cerebro le proporcionóuna imagen muy clara de la JovenDread: sus delgados y fibrososmúsculos entrando en acción paraatrapar el cuchillo en el aire yarrojárselo de nuevo a Quin.

No cabía duda de que la Dread lahabía visto desde mucho antes, pero nodio muestras de ello hasta que Quinestuvo prácticamente enfrente. No habíacambiado su trayectoria ni la direcciónde su mirada.

—Hola —se atrevió a decir Quincuando la Dread se detuvo cerca de ella.

La Dread llevaba un cervatillo a laespalda que sangraba por el cuello,donde había sido alcanzado por su

flecha.No respondió, sino que saludó lenta

y solemnemente con la cabeza, pasó conaire elegante junto a ella y continuó sucamino hacia el taller. Dejó el ciervo enel suelo y se dirigió hacia una estanteríaque había al fondo, donde Quin laperdió de vista entre las sombras.

—¿Puedo pasar? —preguntó Quintras esperar unos instantes a que ella lainvitara.

La Joven Dread se volvió haciaQuin, derribó algún objeto de laestantería y su mano salió como un rayopara cogerlo antes de que cayera alsuelo. A Quin le sorprendió verla actuarcon torpeza, porque sus movimientos

eran tan precisos que los erroresparecían fuera de lugar. La Joven colocóel objeto de nuevo en la estantería y segiró para mirar a Quin.

—Puedes pasar —respondió.La voz de la Joven Dread era como

la de una adolescente, si bien el tonoque empleaba no se correspondía enabsoluto. Pronunciaba las palabraslentamente y con claridad. Una vez queempezaba a hablar parecían imparables,como un hilo de agua que acabaatravesando el granito.

Quin entró en el taller casi contimidez. La Dread era una chica menuda,pero atravesar su espacio era comoentrar en la guarida de un gato salvaje.

Quin miró a su alrededor con prudenciay advirtió que había hecho una fogatajunto al hueco de la entrada, con grandespiedras dispuestas en círculo y unmontón de cenizas de hoguerasanteriores.

Junto a esta había una zona en la quela Dread descuartizaba los animales quecomía. Había varias pieles secándoseencima de una madera para cortar yQuin se percató de que también estabavestida con un chaleco de piel de ciervohecho a mano.

En un rincón había paja y unasmantas dobladas encima, trastosrecuperados de la hacienda colocadosen estanterías y una repisa con cuchillos

y espadas que parecían sacados delgranero de entrenamiento.

La Joven Dread se hizo un moño consu largo y enmarañado pelo y se dispusoa arreglar el ciervo.

—¿Has estado aquí todo estetiempo? —preguntó Quin.

La Dread no se molestó enresponder, ni tan siquiera detuvo sutarea un instante. Continuódespellejando el ciervo conmovimientos expertos y delicados, comoharía una princesa vikinga, segúnimaginaba Quin. En cualquier caso, larespuesta a su pregunta era obvia. LaDread no era el tipo de persona quehace excursiones en autobús por los

alrededores o visita Glasgow para ir alteatro.

Quin se acercó a la Dread,extendiendo la muñeca izquierda ymostrando claramente la cicatriz conforma de athame sobre su pálida piel.

—Como ves, he sido nombradaSeeker.

La Dread miró su muñeca de reojo ysiguió con el ciervo. Su voz mostró unaleve sorpresa al hablar.

—No necesitas mostrarme la marca.Fui yo quien te la hizo.

—Cierto —repuso Quin,recordándolo en ese mismo instante ysintiéndose por ello como una estúpida—. Tú me hiciste esta marca. En el

bosque. Supervisaste mi juramento.—Así fue —convino la Joven

Dread.—Tienes que contestar a todo lo que

te pregunte, ¿no es cierto?Recordaba que alguien le había

dicho eso. John. Él se lo había contadoen el establo sobre el desfiladero.

—No —le contestó la chica—. Esaes una cortesía entre Seekers. OtroSeeker tiene que responder a tuspreguntas. Tu padre, por ejemplo.Nosotros los Dreads tenemos nuestropropio conocimiento.

—Ah.No estaba segura de haberlo sabido

alguna vez. Presentía que no. Los

Seekers y los Dreads con dos campos deconocimiento separados. ¿Quésignificaba eso exactamente?

La Dread se quedó en silenciodurante un rato mientras destripaba elciervo.

Finalmente dijo:—Puedes formular una pregunta. Por

ventura podría contestarla.Quin pensó qué debía preguntarle.

¿Qué quería saber? La respuesta eraclara: todo. Si no quería seguir siendouna marioneta, tendría que aprendercuanto pudiera. Pero una cosa porencima de todo.

—¿El athame del zorro es el únicoque queda?

La Dread giró la cabeza para mirarlaa los ojos. Resultaba incómodo, como siun tigre le retara con la mirada, peroQuin resistió las ganas de retrocederpara ponerse a salvo.

—¿Tienes el athame en tu poder? —preguntó la Joven Dread. Quin norespondió—. ¿Quién es tu maestro,joven Seeker?

—Yo no… no tengo maestro. —Lodijo con más confianza de la que sentía,pero hablaba completamente en serio—.Ahora soy mi propia maestra.

Tal vez fueran imaginaciones suyas,pero a la Joven Dread pareció gustarleoír eso.

—No —respondió la Dread—, el

athame que porta el zorro no es el único.El ciervo estaba destripado y la

Dread estaba cuarteando la carne paracocinarla.

—¿Cuántos hay? —insistió Quin.—No puedo responder a ello,

porque no lo sé. —Permaneció ensilencio de nuevo mientras cogía leña deuna pila de madera cortada y empezabaa hacer el fuego—. He visto tres enestos últimos años —continuó la Dreadcuando avivó el fuego—. Uno de ellosfue destruido en este lugar. Estabamarcado con un águila.

Otro recuerdo: el águila era elsímbolo de la familia de Shinobu. Ellostenían un athame y había sido destruido.

El fuego pronto empezó a crepitar ysu calor le hizo darse cuenta del frío quesentía desde que había llegado a lahacienda. La Dread sacó una parrilla demetal que colocó encima de las llamas ypuso trozos de venado sobre ella.

—¿Quién tiene el otro? —preguntóQuin.

—El otro es el athame de losDreads.

—El athame de los Dreads —repitióella en voz baja. Por supuesto, eranormal que los Dreads tuvieran uno—.El símbolo de mi familia es el carnero.¿Por qué nuestro athame no lleva esedibujo?

Se produjo un largo silencio antes de

que la Dread contestara:—No soy yo quien ha de responder a

esa pregunta.La voz de la chica no invitaba a la

discusión. Quin intentó otra estrategia.—Has dicho tres athames «en estos

últimos años». ¿Había más?—Ya he contestado una pregunta —

repuso la chica, dando así laconversación por terminada. Y se quedócompletamente inmóvil, contemplandoel fuego.

Quin permaneció también en silencioy pronto quedó subyugada por el aromadel venado. Unos minutos más tarde lachica sacó la carne de la parrilla y lasdos comieron. Y comieron. Quin no

recordaba cuándo fue la última vez quehabía comido y tragó su porción contanta ansia que se quemó el paladar. Lagrasa del animal corría por sus dedos yhabría dado la vida por un poco de aguay jabón, pero eso no detuvo suvoracidad. Se limpió las aceitosasmanos en sus propios vaqueros ydescubrió que no le importaba tantocomo esperaba.

Finalmente, saciada y grasienta,estudió el rostro de la Joven Dread y seaventuró a hacer una nueva pregunta.

—¿Tuvimos un propósito noblealguna vez? De pequeña yo creía en…esas historias de los Seekers queayudaban al mundo: «¡Temednos,

malhechores!», «¡Temednos, tiranos!»…¿Fue siempre una mentira?

La Dread permaneció en silenciodurante un rato, tanto que Quin creyó quehabía decidido no responder. Noobstante, al final la chica empezó ahablar.

—Nosotros los Dreads existimospara asegurar que se cumplan las tresleyes. ¿Conoces las tres leyes?

Quin vaciló, esperando por siafloraba algún recuerdo, pero nosucedió.

—Creo que no.—Joven Seeker, estas son nuestras

leyes sagradas. Tu padre tendría quehabértelas enseñado antes que ninguna

otra cosa.—Hay muchas cosas que Briac

tendría que haber hecho y no hizo —respondió Quin en voz baja.

—Así es —coincidió la Dread—.Los cánones dicen que las tres leyestendrían que haber sido recitadas antesde que pronunciarais vuestro juramento,pero Briac Kincaid las omitió y elDread Mediano no se opuso a ello. Muybien. La verdad es que no ha sido elprimero en omitirlas. —Hizo una pausa,como si le turbaran sus propias palabras—. Las leyes son simples —continuó—,pero su incumplimiento se castiga con lamuerte. Primera ley: un Seeker no puedeapropiarse el athame de otra familia.

Segunda ley: un Seeker no puede matar aotro Seeker, salvo en defensa propia.Tercera ley: un Seeker no puede hacerdaño a la especie humana.

—Pero nosotros… —empezó adecir Quin.

—Habéis transgredido al menos unade estas tres leyes, ¿verdad? Tal vez enmuchas ocasiones —dijo la Dread.Después continuó, midiendo suspalabras con el cuidado que tendría unmercader medieval que cuenta monedasde oro sobre un mostrador—: Nosiempre fue así. Hubo un tiempo en quenuestras leyes eran sagradas. Pero a lolargo de los años fueron apareciendosombras y las aguas claras acabaron

enturbiándose. —Quin veía el fuegoreflejado en los ojos de la chica. Estabaperdida en el pasado—. Las familias secasaban entre ellas. ¿Cómo podemos losDreads saber quién es el propietariolegítimo de un athame? Puede que hayamuchos que reclamen su propiedad. UnSeeker mata a otro, pero tiene pruebasde que este significaba un peligro opodía convertirse en uno. ¿Cómo hemosde juzgar esto los Dreads? ¿Fue endefensa propia o asesinato? Y en cuantoa la especie humana, es muy fácil alegarque al herir a uno estás salvando amuchos otros. Eso es lo que todos losSeekers aseguran cuando dañan a laespecie humana: «Lo hice por un bien

mayor. Era necesario, lo juro».—Entonces ¿quién decide? —

preguntó Quin quedamente—. ¿Quiéndecide si se han violado las leyes?

—Cuando mi maestro estádescansando, como lleva haciendodurante mucho tiempo, es el DreadMediano quien decide —continuó laJoven—. El Mediano decide con uncriterio nada fiable. No elige entre loque es bueno o malo, sino a quién quierefavorecer, la persona que él desea quetenga el poder. Últimamente hafavorecido a tu padre. Y anteriormente aotros como él.

—Entonces… vuestras leyes nosirven para nada —dijo Quin.

—En las manos de mi maestro esasleyes tienen gran valor. Él puede mirar aun Seeker y ver en su interior. Yo hepresenciado cómo lo hace. Pero enmanos del Dread Mediano no tienenninguno. Eso es cierto. Según su criteriodestruimos a los Seekers y a sus familiaso les permitimos vivir. Por eso se nosconoce como «Dreads». —Se produjootro silencio, pero la Joven acabóhablando de nuevo—: Tú preguntas:¿fue siempre una mentira? Yo he vistoambas cosas. Ha habido Seekersauténticos. Hombres y mujereshonorables. Durante siglos lucharoncontra hombres crueles e injustos yayudaron a los buenos. Las historias que

te contaron de niña son ciertas. —Quinsintió una pequeña alegría, pero sabíaque la Dread no había acabado decontarlo todo—. Pero ha habido otrosque usaron su athame con el único fin dehacerse ricos o poderosos. Cometieronactos vergonzantes. Y todo por el simplehecho de buscar un beneficio personalen ello.

—Como Briac —susurró Quin.—Y como muchos otros antes que él.

Aunque tal vez él sea el peor de todos.Permanecieron en silencio hasta que

la Joven Dread se limpió las manos enun trapo y alzó los ojos con la miradacompletamente perdida. Cuando volvióa hablar el tema parecía incomodarla.

—Tú amabas al otro aprendiz.Quin se sintió avergonzada. Hacía

muy poco que había dejado a Johnsubirla en brazos a su habitación en elBridge. Lo había rodeado con sus brazosy acercado a sí.

—Sí —susurró.—¿Todavía lo amas? —preguntó la

Dread.Le habría encantado decir que no. Al

fin y al cabo, John había estado tumbadoen la cama con ella, la había besado yluego se había quedado mirando cómoesos hombres le pegaban. Pero en parteentendía su desesperación. Al final negócon la cabeza y dijo:

—No sé qué siento por él. —La

Dread apartó la vista y Quin creyó verconfusión en su rostro. Era una emociónque no encajaba bien en una persona tandueña de sí misma—. ¿Por quépreguntas por él? ¿Lo conoces, aparte decuando entrenábamos en la hacienda?

—No lo conozco —respondió laJoven Dread con firmeza—. Pero hemoshablado. Y me pregunto… me preguntoqué clase de persona es.

Quin tiró una ramita al fuego,intentando hacerse una idea de cómoresponder a esa pregunta.

—Cuando estoy con él —dijo alcabo de un rato— siento que me ama. Loveo en sus ojos. —Hizo una pausa,observando como el fuego consumía la

rama—. Pero ahora sé que quiere elathame más de lo que me quiere a mí,más que a nada en el mundo. —Calló denuevo y luego añadió en voz baja y seria—: Vino a por nosotros aquella noche,aquí en la hacienda, para vengarse. ¿Quéharía si tuviera un athame en su poder?Nada bueno. ¿Cómo podría hacer algobueno?

La Dread tenía la vista clavada en elfuego de nuevo. Era imposible saber loque pensaba, pero Quin notaba supreocupación.

Entonces, lentamente, la Dread dijo:—Lo he visto.Había algo en la manera de decirlo

que no cuadraba.

—¿Quieres decir hace poco?La chica asintió.Quin notó una sensación de vértigo,

como si hubiera entrado sin querer en unaerotransportador y hubiera bajado dospisos de golpe.

—¿Dónde? ¿Aquí?La Dread no respondió.Quin ya estaba de pie. Se imaginó

huyendo de la chica. ¿Estaba ayudando aJohn? ¿Cuándo habían hablado?¿Significaba eso que volvería aperseguirla?

La Joven Dread continuó sentadajunto al fuego, mirándose las manos.Quin echó un vistazo a su alrededor y lepareció que había algo que no casaba

con aquel lugar. Dejó que sus ojosvagaran lentamente por todas lasparedes. Había algo en la estantería dela pared del fondo. Allí. Un cableeléctrico.

Resultaba sorprendente que en lahacienda hubiera electricidad, aunque eltaller estaba prácticamente intacto, asíque tal vez no fuera tan raro. Lo mássorprendente era que la Joven Dreadposeyera algo que necesitaraelectricidad. ¿Con qué objeto podíatener ella algo así?

Quin caminó hacia el cable,advirtiendo que la Dread volvía lacabeza pero no se levantaba de su sitiojunto al fuego. Lo siguió desde la

estantería hasta un montón de trapos.Metió las manos debajo de los trapos ysacó…

Un teléfono móvil.La pantalla estaba iluminada y se

veían unas palabras que decían:MENSAJE ENVIADO. Indicaba que sehabía enviado hacía una hora, cuandoQuin había entrado al taller. Aparte deeso, Quin miró la fecha. Había perdidoprácticamente dos días visitando elAllá.

La Dread la observaba desde el otrolado de la habitación. No hizo ningúngesto, pero Quin creyó detectarvergüenza en sus facciones.

—¿Te dio John este teléfono? ¿Le

has dicho que estoy aquí? —No eratanto una pregunta como una afirmación—. Estabas entreteniéndome. —LaDread asintió lentamente, como un juezque confirma la sentencia de muerte—.¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? Nisiquiera ha sido nombrado Seeker.

Quin intentaba calcular dónde estabaJohn hacía una hora y cuánto tiempotardaría en llegar a la hacienda desdeese hipotético lugar.

—Se produjo una injusticia —respondió la Joven Dread como si esoexplicara sus actos.

—¿Y esto no es injusto? —preguntóQuin—. Fui nombrada Seeker. Soloquería tiempo para recordar, para

decidir qué hacer.—Yo… yo quería… —empezó a

decir la Dread—. Quería arreglaralgunas cosas que hicimos antes. Mimaestro sabría cómo poner las cosas enorden. Él habría parado a Briac. Peroyo… no sé qué hacer.

—Briac —repitió Quin, recordandoque su padre seguía tendido en un clarodel bosque—. Cierto. Me encargaré deeso ahora. Antes de que sean dos los queme persigan. —Se dirigió a la salida deltaller, pero a los pocos pasos hizo unanueva conexión. Aunque estabaenfadada, le costaba mucho enojarse conla Joven Dread. Ella misma no sabíamuy bien si ayudar a John o no—. Tu

maestro —dijo volviéndose paramirarla—. Descríbemelo. —La JovenDread comenzó a hacerlo, pero antes deque formulara la segunda frase Quinhabía salido corriendo del taller,gritando a su espalda—: ¡Ven conmigo!

Cuando aparecieron a la vista lostres cuerpos, el sol estaba ya en lo altodel cielo. Seguían en el claro, junto almonolito, con los brazos y las piernas enposiciones extrañas. Pero Quin supoinmediatamente que algo habíacambiado. Las extremidades de su padreparecían haberse asentado, como si susmúsculos estuvieran ablandándose.

Y los cuerpos respiraban. Suspechos se expandían y contraían tan

gradualmente que prácticamenteresultaba imposible detectar elmovimiento, pero existía, y suapariencia no era ya la de las estatuas,sino la de los seres vivos. Aparte deeso, había otra cosa que también semovía: brotaba sangre de sus heridas.

La Joven Dread exclamó de sorpresaal ver al viejo de la barba. Ese hombreera el que se movía menos, tal vezporque había pasado más tiempo en elAllá. Enseguida se colocó a su lado y lecogió la cabeza con mucho cuidado. Lachica acercó el oído a su boca paracomprobar si respiraba. Le habló en vozbaja en una lengua que sonaba parecidoal inglés. Luego le zarandeó el pecho y

volvió a hablarle con más firmeza.Quin sacó la espada látigo, se

arrodilló junto a Briac y levantó elbrazo. Era hora de cumplir loprometido. Si Briac despertaba lerecordaría cosas que ella quería olvidar,la obligaría a hacer cosas que no queríahacer y no se sentía capaz de hacerlefrente. Tenía que acabar con aquello ya.

Briac parpadeó.Fue un movimiento lento. Ambos

párpados fueron bajando casiimperceptiblemente hasta que secerraron y luego repitieron el gestohacia arriba. Los ojos se movierondespacio, muy lentamente, hasta que sequedó mirándola directamente.

«¡Ahora! —se dijo Quin—. ¡Ahora onunca!».

Hundió la espada en él. Los brazosmedio paralizados de Briac sereanimaron en un acto reflejo. Rechazóla espada látigo con la mano derecha yla agarró del cuello con la izquierda.Luego volvió a quedarse completamenteinmóvil, con las manos congeladas ensus nuevas posiciones. El peligro lohabía hecho regresar a la dimensióntemporal de Quin, pero solo durante uninstante. Ella le apartó los brazos yvolvió a alzar la espada.

—¡Quin! —Volvió la cabeza al oírsu nombre. John estaba al pie del clarocon dos de sus hombres dispersos por

los alrededores. Uno de ellos estaba enel Bridge. Los tres la apuntabandirectamente con sus pistolas—. Quin,por favor —le suplicó John—. Porfavor, suelta la espada.

45

John

—Esta vez has traído pistolas —comentó Quin mientras John se acercaba—. Debes temerme.

—Bueno, en el Bridge los cuchillosno te impresionaron —dijo él,intentando quitar hierro a la situación.

No le gustaba tener que amenazarlacon pistolas.

Se había levantado y estabacompletamente quieta, con los brazosalzados y la espada látigo en el suelo asus pies. Observó que dirigía su miradahacia los hombres que había llevadoconsigo. Se la veía mucho más alertaque días atrás en el Bridge. Y máspeligrosa.

Le dolía todo el brazo por laquemadura del soplete, aparatosamentevendada bajo la camisa. Le servía comorecordatorio de que esa vez tenía queconseguirlo. Su abuelo estaba perdiendola cabeza y era muy probable quetambién perdiera su imperio. No podría

seguir ayudando a John mucho mástiempo.

—Parece que no puedes separarte demí —susurró Quin cuando John llegójunto a ella.

Lo dijo con un tono hiriente, perosus palabras seguían siendo cercanas yJohn no pudo evitar pensar que laayudaría. Solo por esa vez.

—No quiero separarme de ti —respondió—. Quiero que estemos juntos.

La Joven Dread estaba junto a ellos,acuclillada junto a un viejo que yacía enel suelo en una posición incómoda.Había dos hombres más, que parecíanhaber quedado congelados en medio deuna actividad extenuante. Ambos

llevaban capuchas que ensombrecían susrostros pero respiraban, aunque muylentamente. El viejo, sin embargo,estaba inmóvil como una roca. La JovenDread le hablaba en una lengua quepodría haber sido inglés, pero en unaforma tan antigua que John no entendíanada.

Quin llevaba unos enormes vaquerosque se aguantaban gracias a un cinturóny John pudo meter la mano fácilmentepor la cintura del pantalón para buscarel athame una vez que guardó la pistolaen el bolsillo. Le costaba horrores nopensar en el tacto de su piel, perointentó olvidarse de ello. Tenía queconcentrarse. Cuando sus dedos tocaron

un objeto duro de piedra que llevabaapoyado en el hueco de la cadera, se leaceleró el pulso. Quin se volvió y loshombres de John la apuntaron con laspistolas a modo de advertencia.

—No lo cojas, John —dijo con ojossuplicantes—. No lo cojas.

Le agarró la mano e intentó apartarladel objeto que llevaba dentro de lospantalones.

—Podrías ponérmelo más fácil.Cambiar de opinión. Decidir ayudarme.

—Te prometo que estoy ayudándote—repuso ella—. Todo empeorarácuando tengas el athame. Créeme.

—No, Quin. Todo mejorará. Al fin.¿Por qué no era capaz de

entenderlo? Cuando Quin le cogió lamano fantaseó con la idea de llevárselaa los labios. Si ella lo ayudara, podríabesarla con libertad… En lugar de eso,tiró del objeto y lo sacó de suspantalones.

La piedra gris del athameconservaba aún el calor de su cuerpo.John se dejó llevar por la emoción desostener la daga en sus manos y seapartó de Quin para examinarla. Estaaprovechó para colocarse detrás de élcon dos rápidas zancadas y se apartó dela trayectoria de las balas, utilizando aJohn como escudo humano. Antes de quepudiera girarse ya había cogido suespada látigo y corría hacia los árboles.

—¡Maldita sea, Quin! ¡No me hagasesto otra vez!

Se frotó el rostro con las manos,indeciso. Después hizo una señal a sushombres para que la siguieran, lo cualhicieron al momento. Le habría gustadoir él mismo, pero no estaba seguro depoder sobrellevarlo. Antes de llegar a lahacienda había ordenado a sus hombresque atraparan a Quin aunque tuvieranque dispararle en una pierna y él nuncahabría sido capaz de hacerlopersonalmente.

Su mirada recayó entonces en elobjeto que tenía en la mano y se percatóde su error. No era el athame, sino algodiferente. Su empuñadura, unida a una

hoja curva y plana, roma como uncuchillo de mantequilla, le daba laforma de una espada corta. Se parecía alathame, ciertamente, pero no lo era. ¿Unseñuelo? Y de ser así, ¿por qué no darlela apariencia idéntica al objetoverdadero? Además, estaba hecho de lamisma piedra que el athame, estabaseguro de ello. Entonces, ¿qué eraaquello que tenía en las manos?

—Maestro, maestro —decía laJoven Dread cerca de él, hablándole alviejo en voz baja y continua, como uncántico.

John se aproximó a los otros doshombres paralizados para verlos bien.Observó que uno de ellos era un Dread,

ese al que en la hacienda llamaban elGran Dread. El rostro del tercer hombrepermanecía oculto tras la capucha, peroJohn lo miró directamente desde arriba ydescubrió que se trataba de BriacKincaid.

Sintió un odio instantáneo yabrumador. Inmediatamente vino a sumente el recuerdo del viejo cobertizo, lafigura consumida de su madre en lacama de hospital y cómo se burlaba deél porque no era lo suficiente bueno paraprestar su juramento y nunca lo sería.Briac los había tratado a su madre y a ély como si fueran insignificantes, débilesy fáciles de aniquilar. Pero eso se habíaacabado. La casa de John resurgiría y

había llegado la hora de acabar conBriac Kincaid.

Dejó en el suelo la extraña espadade piedra de Quin y acarició la pistolaque tenía en el bolsillo. Pero en lugar desacarla, se llevó la mano a la espadalátigo. Le había parecido apropiadorecuperarla para regresar a la hacienda.La desenvainó con un movimientodiestro.

Briac tenía los brazos paralizadossobre la cara, como si quisiera repelerel golpe. John se arrodilló junto a él ylos apartó, pero volvieron lentamente asu posición anterior y sus ojos seposaron en él. Estaba despertando.

Se oyeron gritos en el bosque

seguidos de un disparo. John alzó lavista y fue presa del pánico. Sushombres eran excelentes tiradores, perosiempre podía producirse un error. «Porfavor, no le hagáis daño…». Intentómirar en la dirección de la que procedíael disparo, pero desde donde estaba noveía más que los árboles. Tendría queconfiar en que sus hombres cumplieranlas órdenes.

Intentó centrarse en lo que sucedíaen la explanada y vio que el Gran Dreadmovía los brazos y las piernas. Lo hacíade manera torpe y descoordinada, comosi tuviera espasmos seguidos de unosmovimientos lentos e imperceptibles.También él estaba despertando.

Se fijó en un objeto que sobresalíadel bolsillo interior de su capa. El colory la forma… John se olvidócompletamente de Briac y del disparo, yse arrodilló junto al Gran Dread parameterle la mano en el bolsillo y rodearcon los dedos esa empuñadura de piedrafría.

Era otro athame. Al sacarlo de lacapa del Dread palpó sus diales. Tuvotiempo de observarlo brevemente a laluz del día en la explanada… Yentonces, de repente, todo se movió a sualrededor.

La Joven Dread alzó la cabeza y sequedó mirando como sostenía el athame.Estaba dispuesta a ignorarlo por

completo hasta que tocó la daga depiedra.

Briac, a su espalda, rodaba por elsuelo lentamente para quedar fuera de sualcance. Al mismo tiempo, el GranDread se había puesto de rodillas con unmovimiento ágil y lo miraba cara a cara.Quedó inmovilizado de nuevo con lamisma rapidez, pero tenía en su mano laespada látigo, que casi tocaba el pechode John y vibraba, tras habersetransmutado en un arma sólida.

Tanto el Dread como Briacpermanecían completamente inmóvilesde nuevo y John pensó queprobablemente tardarían algo más enpoder volver a moverse. La Joven

Dread seguía aferrada a la ropa delviejo, con su torso apoyado en el regazo,pero John presentía que estabapreparándose para abalanzarse sobre él.Su única posibilidad era correr, sinprevio aviso.

John se puso de pie inmediatamentey corrió hacia el bosque con el reciénhallado athame en la mano izquierda y laespada látigo en la derecha.

Durante un buen rato corrió sin más,sin atreverse a mirar atrás. Luego, enuna parte del bosque donde había menosárboles, alcanzó a sus hombres.

—¿Quin? —preguntó con inquietud—. ¿La habéis…?

Gauge negó con la cabeza.

—Solo ha sido un disparo paraintimidarla.

Su hombre señaló el tronco de unárbol a unos treinta metros de distancia.John lo comprendió. Quin estabaacorralada. El terror se disipó.

Echó un vistazo al bosque que habíatras él. No parecía que lo siguieran.Volvió a mirar al árbol donde seescondía Quin. Independientemente delathame que tuviera, necesitaría quealguien le enseñara a usarlo. Y él queríaque esa persona fuera Quin. La habríaelegido a ella aunque jamás hubieraoído hablar del athame ni de losSeekers. «No me dejes en la estacada,por favor», le imploró.

Paddon, el otro hombre de John,estaba rodeando el terreno para cerrarleel paso por el lado opuesto. Señaló ellugar donde se encontraba Quin y antesde que pudiera decir nada el puño de uncuchillo apareció en su nuca como poracto de magia. Paddon escupió unreguero de sangre y cayó de bruces.

John se giró y vio a la Joven Dreaddesplazándose entre los árboles conzancadas largas y continuas. Tenía uncuchillo en la mano preparado paralanzarlo.

Se oyó ruido de hojas tras el gruesotronco del árbol. Quin no esperaría a verquién era el siguiente objetivo de laJoven Dread. Huyó de ellos hacia el

interior del bosque, en dirección alestablo del desfiladero.

John corrió tras ella. Oía cómo laJoven Dread lo seguía, pero todavía nolo había matado. Decidió tomar esocomo una señal esperanzadora.

46

Quin

A Quin estaban a punto de abandonarlelas piernas. Había corrido más en losúltimos dos días que en todo el añoanterior y sus músculos no parecíandispuestos a aguantar mucho más.Además, apenas le quedaba bosque por

recorrer. Cada vez había menos árbolesy ya se veía el azul del cielo entre susramas.

La Joven Dread había matado a unode los hombres de John, pero el otrocontinuaba persiguiéndola cuando Quinse giró por última vez para mirar atrás.Y, obviamente, John no andaba muylejos.

Ver a ese hombre caer de rodillascon el cuchillo atravesándole el cuellono le había afectado tanto como debería.«¿Tan acostumbrada estoy a la muerte?»,se preguntó, sabiendo la respuesta almomento: «Sí, estoy más queacostumbrada a la muerte». Seguíanexistiendo zonas grises en su memoria,

pero cada vez menos.Poco después salió a cielo abierto.

El borde del barranco estaba a unos cienmetros, y por debajo, el río. Oía elrumor del agua desde allí. Cerca deldesfiladero había un viejo establo depiedra y a su izquierda otro sendero quevolvía al bosque. Lo recordóclaramente: ese camino la llevaría alcastillo en ruinas.

Vaciló. Si tomaba esa senda iríantras ella y, para seguir corriendo, antesnecesitaba descansar. ¿Cuál era el plan?John tenía el reanimador. Sin él, suathame no servía para nada. Tenía quequitárselo. La otra alternativa eraentregarle el athame, enseñarle a usarlo

y dejar de correr de una vez por todas.Se descubrió caminando hacia el

establo.—Quin, para.Era la voz de John. Miró atrás sin

detenerse y lo vio al pie del bosque,solo. Volvió la vista hacia los árboles,buscando al hombre que le quedaba.

—Tal vez la Joven Dread hayamatado a los dos —dijo Quin al llegar ala entrada del establo.

Ya estaba cerca del barranco. Elotro extremo del establo se encontrabasobre el mismo borde, y el agua sonabacon más fuerza.

—Quin, para ya. Venga.Había sacado la pistola del bolsillo

y estaba amartillándola. No llevaba elreanimador en la mano. Seguramente lollevaría escondido en el interior de suropa.

—¿En serio vas a dispararme? —preguntó—. No me lo creo.

Se internó en las sombras delestablo, sin darle tiempo a responder.Olía justo como esperaba, a tierramojada y a paja vieja. Atravesó suhúmedo interior hasta la escalerilla quehabía al otro lado y subió al desvánrápidamente. Desde allí veía lasenormes ventanas circulares que habíabajo el tejado, desde las que se veían elfondo del desfiladero, el río y laslejanas colinas que había tras él.

—Me habría gustado que meayudaras aquel día —dijo John, gritandodesde la puerta—. Cuando estuvimos eneste mismo establo. —Quin permanecíaen silencio—. ¿Cuál es el símbolo de tufamilia?

—El carnero —respondió.—En la empuñadura de ese athame

hay un zorro, el símbolo de mi familia.—Al ver que no respondía, añadió—:Tú ni siquiera lo quieres, Quin. ¿Por quéno me dejas tenerlo?

Era cierto, ella no lo quería. Queríaolvidarse del athame y de todo lo queconllevaba. Y se había dejado utilizar.Entonces ¿qué?

Atisbó por el borde del desván y lo

vio debajo. Llevaba la pistola en lamano, pero con el brazo extendido,como si se avergonzara de ello.

—Voy a subir —dijo agarrándose ala escalerilla.

Quin se preparó tras haber ideado unsencillo plan. Respiró profundamente yexhaló.

John subió por la escalera y entró enel desván inmediatamente. En lugar deapartarse, como él habría esperado,Quin fue hacia él y lo agarró.Retrocedió, le puso la zancadilla y se lelanzó encima, empujándolo por el bordede la tarima. John se salvó agarrándosea una viga, pero su pistola cayó al suelodel granero con un chasquido metálico.

Se quedó un momento con laspiernas colgando del borde y luchandopor volver a subir al entarimado. Quinextendió el brazo y palpó por su espaldaen busca del reanimador. No estaba allí.Tocó algo que llevaba en el interior dela chaqueta, un objeto sólido, peromucho más pequeño. ¿Les habría dadoel reanimador a sus hombres? ¿Lohabría dejado en el bosque?

Se zafó de él. Había un tablón largoy estrecho que conectaba un extremo deldesván con una serie de vigas que habíaal otro lado, bajo la segunda ventana.Estaba a mitad de camino cuando oyó lavoz de John.

—No quiero obligarte, Quin —dijo.

Al mirar atrás vio que había recuperadoel equilibrio y la seguía por el tablón—.¿No sería mucho mejor que pudiéramoshacerlo juntos? Quiero que decidasquedarte conmigo.

—Y lo que quiero yo, ¿qué? —preguntó ella mientras gateaba por lasvigas hacia la segunda ventana—.Quiero que seas el mismo John de antes.El que quería hacer cosas honorables yayudar a la gente.

—Soy el mismo, Quin.John se deslizaba hacia ella por la

tabla.Trepó al alféizar de la ventana, que

era una simple abertura, sin cristal.Desde allí sacó un brazo, se agarró a la

viga maestra que había debajo del alerodel tejado y salió del establo.

Miró a la derecha, esperando ver lasramas de un olmo al que Shinobu y ellase habían encaramado decenas de vecesde pequeños. Su idea era bajar por eltronco y llegar al bosque antes de queJohn recuperase la pistola y la siguiera.

Pero el olmo no estaba allí.Seguramente se había producido unatormenta durante el último año y medio,porque el árbol había caído, llevándoseun buen trozo de tierra consigo. Se leencogió el estómago al darse cuenta deque bajo la ventana del establo habíauna caída libre hacia los restos deltronco y directo al precipicio. Una

corriente de aire frío ascendía desde elbarranco, y sus pies pendían en el vacío.

Balanceó las piernas frenéticamentepara alcanzar el travesaño de arriba y alhacerlo vio el establo desde una nuevaperspectiva. Junto a la ventana había ungrabado que hasta el momento habíapermanecido oculto por el olmo: tresóvalos entrelazados cinceladosprofundamente sobre la piedra,formando un simple dibujo de… Lo queparecía un átomo.

No tuvo tiempo de estudiarlo. Johntrepaba por las vigas a escasos metrosde la ventana y ella estaba colgando porencima de un barranco. Puso todo suempeño en subir al tejado.

Se abrió camino hasta el otro lado através de tejas de pizarra rotas y cuandomiró por el borde se dio cuenta de queestaba demasiado alto para saltar.Podría descolgarse poco a poco ydejarse caer al suelo, pero no teníatiempo. John estaba ya subiendo altejado de pizarra tras ella. Uno de loslados estaba demasiado alto para saltary al otro había una caída al río pasandopor el barranco.

Se volvió para enfrentarse a él. Laidea de luchar contra John, sin haberentrenado durante un año y medio, erade risa. A pesar de ello desenvainó laespada látigo y la transmutó.Seguramente pensar en Shinobu hizo que

eligiera una catana, la espada samuráijaponesa. Al ondearla por encima sucabeza sintió como si Shinobu estuvieradetrás de ella animándola. No estabadispuesta a ser una marioneta de nadie.

—Estás en baja forma, y yo, no —advirtió John desde el otro lado deltejado, con la espada látigo todavíaenrollada—. No creo que puedasganarme, Quin —añadió, casi concariño.

—Eres una buena persona, John. Apesar de lo que has hecho hasta elmomento. Si te doy el athame dejarás deserlo, y yo también.

—El athame no nos hace malaspersonas. Solo nos da libertad para

elegir. Nada más.Quin negó con la cabeza y agarró la

espada látigo con más firmeza.—¿En serio? Tú piensa en lo que

has llegado a hacer solo por tenerla.¡Nos disparaste a Shinobu y a mí, lerajaste el cuello a mi madre! ¡La rajaste,John!

—¡Intenté no haceros daño a ningunopor todos los medios! ¿Cómo no erescapaz de verlo, Quin? ¿Y por qué solo tepreocupas por lo que he hecho yo? —Estaba cambiándole la cara. Quin veíacómo intentaba controlar su rabia, perono podía—. ¿Qué pasa con tu padre? —preguntó con inquina mientras seacercaba con cautela hacia ella por el

tejado—. ¿Qué hizo él para conseguir elathame? ¿Qué hicieron los demás?

La espada látigo de John estaba yaen su mano y parecía tener vida propia.

Quin sabía que todavía no era dueñade su mente por completo. Pero intuíaque sus palabras tenían un doble sentido.Presentía que estaba hablando sobrealgo que ella desconocía. Estaba a puntode contarle cosas que ella no queríasaber.

—De eso se trata —respondió ella,comprobando dónde pisaba ypreparándose—. No quiero que seascomo Briac, independientemente de loque él haya hecho.

—Yo no soy un torturador —gritó

John, escupiendo las palabras como siescaparan a su control—. ¡Yo no soy unabestia! —añadió blandiendo la espadalátigo y golpeándola con ella, movidopor la furia—. ¡Yo no soy como Briac!

Los músculos de Quin reaccionaronautomáticamente y se contrajeron. Puedeque no practicara desde hacía un año,pero su cuerpo sí tenía memoria. Detuvoel golpe con su espada látigo y ambos setambalearon por el tejado inclinado.

—No eres como Briac —coincidióella, corrigiéndose—. Y espero quesigas así.

—¿Esperas que siga así? —Suspalabras parecían enfadarlo más—. Tegusta verme impotente, ¿es eso? ¡Que

Briac me machaque! Con mi madreasesinada y todos los demás también. ¡Ynuestra casa en la ruina! —Le dio otromandoble y Quin volvió a interceptarlo.No sabía de qué estaba hablando. ¿Quéle había pasado a la madre de John?¿Qué había hecho Briac?—. Llevansiglos decidiendo el destino de mifamilia. Siglos. Pero nuestra casaresurgirá. ¿Lo entiendes? Ha llegado lahora.

—¿Quieres una casa de asesinos,John?

—¿Eres tú una asesina, Quin? —Enese momento Quin advirtió algo dereojo. La Joven Dread estaba al pie delbosque y se acercaba al establo, pero

Quin no se atrevió a volverse. John lagolpeó con más fuerza. Consiguiórepeler el golpe a duras penas y alhacerlo se dio cuenta de que Johnprefería usar el brazo izquierdo—.Estabas a punto de asesinar a Briac —dijo—. Te he visto.

Su espada ejecutó otro mazazo sobrela de Quin. Le dolía el hombroizquierdo, el de la vieja herida.

—¿Vas a ayudarme? —gritó Quin ala Dread, que se acercabasilenciosamente.

—Tú me juzgas, Quin. Pero ¿qué hayde lo que tú has hecho? —preguntó él.

Continuó asestándole golpes,haciéndola retroceder.

¿Cómo sabía John lo que habíahecho? ¿Cómo podía saberlo, si nisiquiera ella lo sabía, si no queríasaberlo? Estaba empujándola al bordedel tejado. Y en su cabeza también laempujaba a otro tipo de abismo, el queseparaba a la Quin de entonces de la dehacía un año y medio.

Avanzó dos pasos más y laarrinconó. Ya no tenía adónde ir.

—¡Por favor! —gritó Quin a laDread.

La chica estaba debajo de ellos,inmóvil.

John alzó la espada, pero no lagolpeó.

—Dime, Quin. ¿Qué hicisteis tu

padre y tú?De repente supo la respuesta. El

último telón gris de su mente se levantóy vio con claridad aquellos sucesos quecon tanto empeño quería olvidar.

Acusaba a John de querer hacercosas que ella misma ya había hecho.Cosas que había hecho con sus propiasmanos. El peso de sus acciones recayósobre ella con una fuerza prácticamentefísica y sintió que le flaqueaban laspiernas. Pues claro que lo habíaolvidado. Claro que había empezado unanueva vida. La ignorancia eramaravillosa.

—Los matamos —susurró, dejandolas palabras suspendidas en el aire.

Golpeó a John sin fuerza, intentandoalejarse del borde—. Si Briac es unabestia, yo también lo soy.

—¿A quiénes matasteis? —preguntó,retrocediendo un paso para darleespacio.

—A muchas personas, John, muchasveces. —Una vez que lo habría admitidono podía detener el torrente de palabras.Decirlo en voz alta era un alivio. Al fin—. Aquellos niños… Intenté huir. Él meretuvo. Dijo que tenía que hacerlo.Como si no fuera suficiente. Los padres,la nodriza… No había escapatoria… —Quin veía a Briac tal y como lo vioaquella noche, en el descansillo de lasescaleras de la mansión. Los niños se

ocultaban tras ella—. Les dije que noles pasaría nada y volví a llevarlos conBriac.

—Él te obligó —dijo John con vozmás dulce, como si hubiera clemenciapara lo que había hecho. Como si loentendiera y no la culpara—. No lohiciste por gusto. Esas muertes no teconvierten en una asesina.

—¡Los niños creían que los estabaayudando, John! Sueño con ellos. Intentéllevármelos de allí, pero Briac mecogió. Me quitó la pistola de una patadacuando vio que flaqueaba. Y entoncesél… —No pudo pronunciar laspalabras. Briac se llevó a esos niños ehizo lo mismo que se hacía con todos en

esas misiones de madrugada. Aunqueella no hubiera… acabado el trabajo conlos niños personalmente, sí habíaacuchillado y matado a muchos otroscon su propia espada látigo. En lossiguientes encargos no había niños y esole procuraba tanto alivio que… no habíanecesitado que la presionaran tanto parahacer lo que su padre le pedía. «Yaestoy condenada —pensó—. ¿Quéimporta eso ahora?»—. Yo quería seruna Seeker…

—Quin, no eres la primera Seekerque mata para sobrevivir. ¿De dóndecrees que procede el dinero de miabuelo? ¿De dónde salen vuestrastierras?

—¡Eso mismo dijo Briac!—Pero ¡Briac no hizo eso! —gritó

John—. Matar por dinero, restaurar tufortuna, eso es sobrevivir. Todas lascasas tienen que hacerlo de vez encuando. Mi madre lo hizo cuando notuvo más remedio. Elegía encargos quele parecían soportables, mataba… lomás justamente que podía, a gente que lomerecía. Pero tus padres y los otrosmataban a cualquiera. Y también anosotros. ¿Comprendes? Familiasenteras de Seekers. Niños, madres,padres. Han intentado reducir mi casa ala nada por celos. Es por eso… ¿Noentiendes que tengo que arreglarlo?

Ya no se golpeaban. Ambos habían

dejado caer las espadas a un lado yrecuperaban el resuello. Quin no sabíanada de la historia que John parecíaconocer. Briac no la había compartidocon ella.

—Entonces… ¿matar no importa? —preguntó, y notó la incredulidad en supropia voz—. ¿Siempre que elijas a unavíctima aceptable? ¿O siempre quemates por venganza? ¿No importa si lasespadas no se vuelven en tu contra?

—Yo… yo no elegí esta vida, Quin.Decidieron por mí. Tomaré las mejoresdecisiones que pueda. Intentaré serjusto. Pero he prometido…

—John, ¿estás escuchando lo quedices? ¿Crees que puedes matar a

personas sin que eso te afecte? ¿Creesque si eliges a alguien que merezcamorir no pasa nada? Las cosas nofuncionan así.

—Sé que nuestras vidas son duras…—Yo quería hacer algo bueno —dijo

sin dejarle terminar. Estaba exhausta—.De pequeña era muy sencillo.

—Y puedes hacer algo bueno. Elathame nos permite decidir: adónde ir,lo que queremos hacer. Es bueno.

John tenía el sol detrás, por lo quequedaba ensombrecido, pero porprimera vez Quin lo veía claramente.Ella había entrenado con su padre con laesperanza de hacer algo honorable consu vida. Eso era todo lo que quería,

aunque su esperanza fuera vana. Johncreía que quería lo mismo que ella, unpropósito noble, justicia, pero yaconocía el camino que había tomadoBriac y estaba dispuesto a seguirlo. Eracomo una espada que se doblaba en elmomento de la forja. Su hoja siempreestaría doblada, como lo estaba elcorazón de John por la vida y muerte deuna madre de la que nunca había queridohablar. En ese momento todavía era elJohn al que ella había conocido, pero silo ayudaba no tardaría en cambiar.

—No —respondió ella, negando conla cabeza—. No es bueno.

Quin usó toda la fuerza que lequedaba para golpearle de repente con

la espada látigo en el brazo herido. Locogió por sorpresa y no opusoresistencia en su brazo izquierdo parainterceptar bien el golpe. Aprovechó laventaja para agarrar la catana por ambosextremos y empujarlo con ella. Johnperdió el equilibrio un momento y Quin,instintivamente, le puso la zancadilla ylo derribó. John resbaló por el tejadohasta el borde, arrancando una enormelámina de pizarra a su paso. Para cuandoconsiguió agarrarse y detener su caídatenía ya medio cuerpo colgando porencima del barranco.

Quin fue a ayudarlo, preocupada porque pudiera caer, pero vio que estabaperfectamente agarrado al tejado y que

conseguía volver a subir.—¡Quin!Se volvió a tiempo para ver un

objeto surcar el aire. Era el reanimadorque John le había quitado. La JovenDread se lo lanzaba. Solo después decogerlo se percató de que había dicho sunombre en voz alta. Lo había gritadodirectamente dentro de su cabeza, y ellalo había oído.

Se sacó el athame de los pantalones.Reconoció todos los símbolos de laempuñadura y ajustó rápidamente losdiales.

John se deslizaba a una zona mássegura del tejado, evitando eldesfiladero. En unos segundos volvería

a ponerse en pie.Golpeó el athame con el reanimador

y una vibración invadió todo su ser.Corrió hasta el borde, justo sobre elbarranco, y miró hacia el fondo, dondeestaba el río. La daga practicó unaabertura que quedó suspendida en el airedebajo de ella. El tejido blanco y negrode sus bordes palpitaba y se hacíasólido bajo su atenta mirada.

John estaba ya subiéndose a la partealta del tejado cuando Quin saltó desdeel otro lado del edificio. Su estómago seencogió al flotar en el vacío y la fríabrisa que ascendía por el desfiladeroagitaba sus cabellos. Al fondo veía elrápido discurrir del río pegado a las

inclinadas aristas de la roca. Su cuerpole decía que acababa de dar un salto quela llevaría a la muerte. Pero estabacayendo al interior de la anomalía y unmomento después cruzó su umbral y lacaída se detuvo.

Volvió la vista. La abertura quehabía practicado en el espacio se alzabapor encima de su cabeza y a través deella se veía el tejado del establorecortado contra el cielo. Al borde deese tejado estaba John, completamentedesolado. Vio que retrocedía variospasos y se preparaba para saltar, pero elcírculo empezaba ya a disolverse y loshilos volvían a unirse. John se detuvo alllegar al borde, al tiempo que el portal

se cerraba sobre la figura de Quin y lasumía en la oscuridad.

47

John

Era demasiado tarde para saltar. Laabertura que quedó suspendida en el airebajo el tejado del establo sedesmoronaba. John observó como susbordes se deformaban. Sus largos dedosblanquinegros se expandían hacia el

centro como hilos de un trapodeshilachado y vibraban de energía alvolver a unirse. Momentos después, elagujero había desaparecido.

Quin volvía a abandonarlo, igual queesa noche en la hacienda, cuando habíaatravesado otro oscuro portal a lomosde Yellen. Aquella vez volvió la vistaatrás, pero era Shinobu a quien buscaba.Tal vez Quin nunca se decidiera por él.Se quedó mirando el río al fondo delbarranco, con el pecho encogido al serconsciente de ello.

Repasó mentalmente lo último quehabía hecho Quin antes de saltar. Habíagolpeado el athame con esa otra espada.Resultaba obvio que era el compañero

del athame, tan importante como elprimero para viajar al Allá. ¿Por qué sumadre nunca le había mencionado esesegundo objeto? La respuesta erasencilla: «Estaba desangrándose enmedio del salón. No había tiempo paradetalles».

John se apartó del borde del tejado yvio a la Joven Dread abajo.

—La has ayudado. Creía que meayudarías a mí. —La chica seguíamirando el agujero por donde habíaescapado Quin, pero se volvió hacia él.No dijo palabra—. ¿Dónde está lajusticia de los Dreads? —preguntó,enfurecido de nuevo—. Podrías habermematado en el bosque y no lo hiciste.

Sabes que tengo razón y has permitidoque se lleve el athame que me pertenecepor derecho. ¿Por qué?

La Joven Dread mostró ciertavacilación en la mirada, pero seguía sincontestar. Lo miraba fijamente, como sidecidiera cuál sería su próximomovimiento.

John sacó de su escondrijo en elinterior de la chaqueta el athame quehabía sustraído de la capa del GranDread. Esa daga era diferente a la queQuin había cogido. Para empezar eramás pequeña, tal vez midiera unostreinta centímetros, y tenía un aspectodelicado en comparación con la otra.¿No había algo diferente también en sus

diales? Parecían más numerosos, eranfinos y encajaban perfectamente entre sí.Y en la propia base de la daga, en lugarde haber un animal grabado, había tresóvalos entrelazados.

John giró los discos uno a uno yacarició el contorno de los símbolosgrabados en sus caras. Posiblementecada uno de ellos correspondiera a unlugar, o a una posibilidad, y alcombinarlos las posibilidades seríanprácticamente infinitas.

El crujido de unas ramas rotas losacó de su ensoñación. Dos siluetascaminaban entre los árboles y acababande aparecer en la explanada. La primeraera el Gran Dread. Se movía a grandes y

torpes zancadas, interrumpiéndose alejecutar y finalizar cada movimiento,como si las articulaciones de su cuerpopudieran dejar de funcionar en cualquiermomento.

La segunda silueta correspondía alviejo, que según supuso John debía deser un tercer Dread, el Viejo Dread.Bajo su mirada, el hombre dio un pasomuy despacio, un movimiento quesucedía con una lentitud pasmosa, y aeste le siguieron varios pasos tanrápidos que por momentos superaba alotro Dread. Luego el proceso se repetíay volvía a retrasarse mientras daba otropaso lento.

Aquellos dos hombres juntos daban

la impresión de una proyección de cinea velocidad inconstante. Sin embargo,una vez que se alejaron de los árboles yvieron a John en el tejado caminaronambos a una nueva velocidadprácticamente cegadora que los trasladóde inmediato justo debajo del establo.

—¡No os acerquéis más! —gritóJohn mostrando el athame—. O loromperé.

El Viejo Dread estaba más cerca ylo examinaba con ojos que parecíanatravesarlo y mirar directamente a lasnubes que tenía detrás.

Se produjo un largo silencio hastaque el hombre encontró su voz. Entonceslas palabras salieron de él en un flujo

constante, como un cántico.—Eso no sería bueno para nadie.—Sobre todo para vosotros —

repuso John—. Retroceded, por favor.Los Dreads no se movieron.Fue la Joven Dread quien habló

entonces.—No es fácil destruir un athame.—Es de piedra, ¿verdad? —Miró a

su alrededor y se acercó al borde deltejado que daba al río—. Incluso lapiedra puede romperse si se tira losuficientemente lejos.

John advirtió que el Gran Dreadtenía una herida en el pecho de la quemanaba sangre, pero el hombre laignoraba. Cuando alzó la vista para

mirarlo, el rostro del Gran Dreadparecía el de una estatua esculpida parailustrar el odio.

—Tal vez —intervino el ViejoDread—. Pero quizá no. Intentarlo seríauna tontería. El objeto que tienes en tusmanos es único en su especie.

John agitó el athame sobre el vacío.—No es único. Quin tiene otro.—No —respondió el Viejo Dread

—. Parecido, pero no igual. El que tútienes es especial.

Cuando John volvió a mirar la dagade piedra, descubrió una pieza separada,una larga y fina hoja de piedra. Suinteligente diseño, encajado a lo largode la hoja del propio athame, hacía que

a simple vista parecieran un únicoobjeto. Pero cuando presionó haciaabajo la pieza quedó suelta.

El Dread Mediano hizo unmovimiento y un cuchillo apareció en sumano. John comprendió que incluso enese estado, medio dormido y herido, esehombre podría matarlo fácilmente. Peroel Viejo Dread le hizo señas para que sedetuviera.

—¿Aprecias en algo tu vida? —preguntó la Joven Dread.

—¿Aprecias tú en algo mi vida? —replicó él—. Primero me ayudas y luegote vuelves contra mí. ¿No tienes permisopara pensar por ti misma?

—Si aprecias en algo tu vida —

prosiguió ella haciendo caso omiso desus palabras—, no usarás losinstrumentos que tienes en tus manos.Sin el entrenamiento necesario acabaráncontigo rápidamente, y al hacerlo, elathame y el reanimador se perderán enalgún lugar bajo el océano o en el fierocorazón de una montaña. Jamáspodremos recuperarlos.

John hizo entrechocar ligeramente elathame y el otro objeto —«reanimador»,según lo había llamado—,manteniéndolos ambos sobre elprecipicio. Inmediatamente se produjouna vibración. Notaba como corría através de sus pulmones y su corazón,alterando su respiración y su pulso.

También llegaba a sus oídos,distorsionando cualquier otro sonido.Separó el athame y el reanimador, yesperó a que la vibración cesara. Tardócasi un minuto completo de agonía enhacerlo. Y ese movimiento había sidoprovocado por un simple golpecito.¿Cómo sería cuando los golpeara unocontra otro de verdad?

La Joven Dread tenía razón. Aunquetuviera un athame en las manos no podíahacer nada sin entrenamiento.

Quin lo había rechazado. No queríaayudarlo y él no era capaz de obligarla.Y las personas que podían enseñarlo ausar las herramientas del Seeker erancontadas. Briac Kincaid era uno de

ellos, pero preferiría morir antes queayudar a John. La Joven Dread deberíaayudarlo, pero acababa de demostrarleque no lo haría. Por lo tanto, soloquedaba Quin. Todo acababa volviendoa ella.

Volvió a colocar el reanimador en lahoja del athame, deslizándolo por laranura hasta que oyó que encajaba en susitio. Luego sacó la espada látigo y latransmutó en su forma sólida.

—¿Vas a luchar contra los Dreads?—preguntó el Mediano rompiendofinalmente su silencio.

—¿Es que tengo otra alternativa? —respondió John.

El Viejo Dread hizo de nuevo un

ligero movimiento con la mano queparecía decir: «Deja que me encargueyo». Dirigió la vista a John.

—Devuélvenos nuestro athame y note haremos daño —ordenó el Viejo.

John confiaba casi totalmente en loque el Viejo Dread decía. Miró a laJoven Dread. Era imposible saber loque pensaba, pero presentía que seguiríaal Viejo. Luego volvió a dirigir lamirada al Mediano. En la cara de esehombre no veía más que su propiamuerte. Estaba completamente seguro deque ese Dread y otros como él eran losculpables de la erradicación de su casa.John cambió de opinión.

—Gracias por la amabilidad de tus

palabras —dijo.Tras decir eso, arrojó el athame al

acantilado tan fuerte como pudo. Ladaga dio vueltas sobre sí misma en elaire y luego cayó en picado hastadesaparecer de la vista.

Los brazos del Viejo Dread sealzaron, ordenando a los otros dos quesiguieran el rastro del athame. No habríahecho falta, porque la Joven y elMediano corrían ya hacia el barranco,buscando un sendero por el que llegar alrío.

El Viejo Dread volvió a mirarlo,pero no se acercó a él. John no esperó aver lo que sería capaz de hacer. Corrióhacia la parte del tejado más alejada del

acantilado. Desde allí se descolgó ysaltó al suelo. Era una gran distancia,pero aterrizó bien. Se levantó comopudo y corrió hacia el bosque sin miraratrás.

TERCERA PARTE

ALLÁ ADONDECONDUCENTODOS LOSCAMINOS

48

Shinobu

—No soy tu chico de los recados —repuso Shinobu abriéndose paso acodazos entre la multitud del paseoprincipal del Bridge. Varias personas sevolvieron para mirarlo—. ¿Tengo pintade estar hablando con vosotros? —

gruñó. Cuando estas siguieron sucamino, algunas asustadas y la mayoríairritadas, empezó a murmurar de nuevo—. Sigo en el Bridge y sigo haciéndotelos recados. Me prometiste que melibraría de ti. Y mírame.

De hecho, hablaba con Quin, aunqueen parte se daba cuenta de que ella noestaba allí realmente. No se habíamolestado en ponerse la mascarilla deoxígeno colgada a la salida del antro delopio y hacía eses peligrosamente entrelos transeúntes buscando la puerta de lacasa de Quin.

Cuando vio que la casa aparecíaborrosamente en su campo de visión,tambaleándose entre otros edificios

parecidos de la parte central del Bridge,se esforzó por recuperar la composturaal instante. Las autoridades del Bridgeno veían con buenos ojos a los visitantesembriagados que deambulaban por laszonas que no les correspondían.

—Siempre diste por sentado queestaría ahí —dijo a Quin. Prácticamentebalbuceaba, pero no creía que a ella leimportara mucho, dado que no estabapresente en la conversación—.Atendiendo a tus necesidades.«Encuentra a mi madre». «Sálvame lavida». «Dame una ducha». ¿Y misnecesidades qué?

Se detuvo abruptamente en la puertade Quin y descansó la cabeza sobre la

madera un momento, solo como ayudapara mantenerse erguido. Después llamósuavemente. «¿Cuáles son misnecesidades?», se preguntó. Al fin y alcabo, ella solo le había pedido queinformara a su madre de que seencontraba bien. Eso lo había hechovarios días atrás. Sin embargo,permanecía en casa de Quin.

La puerta en la que se apoyaba seabrió de golpe, sorprendiendo aShinobu, que no recordaba haberllamado. Atravesó el umbral y cayó enbrazos de Fiona, que tiraba de sucamiseta para intentar levantarlomientras él permanecía apoyado en elsuelo sobre una rodilla. Tampoco ella

parecía sostenerse muy bien en pie.—¿Y mis necesidades qué? —

preguntó.—¿Qué necesitas, Shinobu? —

preguntó Fiona. Tenía el peloenmarañado, colgando sobre la cara—.Cuéntame.

Fiona cerró la puerta tras Shinobu,le ayudó a cruzar la habitación y lo sentóen una silla del consultorio de Quin, apunto de perder el equilibrio ellamisma. La camilla, convertida en camade verdad, tenía sábanas y mantas, yBrian Kwon, que todavía estabarecuperándose de sus heridas, parecíaun ballenato tumbado sobre ella.

—¿Qué necesito? —se preguntó

Shinobu, intentando recordar cómohabía pasado de la entrada a estarsentado en la silla—. Necesito…

No estaba seguro. Era algorelacionado con Quin. Recordaba suscuerpos apretados el uno contra el otro ycomo la rodeó con sus brazos. Todavíanotaba la impronta que había dejado ensu piel.

—No necesitas más opio, eso seguro—comentó Fiona, arrastrando laspalabras—. Te has metido más quesuficiente.

Consiguió enfocar la vista con granesfuerzo y miró lo que había a sualrededor, en aquella habitacióndébilmente iluminada: las estanterías

con hierbas y la corpulenta figura deBrian, que lo observaba desde la cama.

—Dos pipas solo —repuso Shinobu.—Eso cuéntaselo a tu cuerpo.—Puede que fueran doce. Había un

dos, eso seguro. Tal vez fueran veinte oveintidós con dos. Doscientasveintidós…

—Vaya… —dijo Fiona.Fue a la cocina, intentando

arreglarse la coleta por el camino.Después se entretuvo haciendo té.

Brian se incorporó, apoyándose enun codo.

—Trátala bien —le advirtió—.Está… No está muy fina.

—Está borracha.

Habían pasado tres días desde lapelea en los niveles inferiores delBridge y el feo corte que Brian tenía enel hombro empezaba a curarse. Susmúltiples costillas rotas estabanfuertemente vendadas, de tal modo queparecía una salchicha china gigante.

—Perdona que no te haya traídonada, Lubina —dijo Shinobu, dando porsentado que Brian lo miraba condesaprobación por no haber llevadodrogas a casa—. Ya sabes que no tedejan sacar pipas del bar. Seguro que temueres por meterte algo.

—El maestro Tan me ha invitado asu casa a comer —intervino Brian—.Dice que hoy puedo empezar ya a

caminar más.—Pues si esperas que te dé opio vas

listo.Brian no rio.—No voy allí a tomar opio. Ya tengo

mi té.—Lo que tú digas, Lubina.Brian hizo una mueca y sacó las

piernas de la cama para sentarse en elborde. Bajó un pie al suelo con muchocuidado y luego el otro. Cuando colocótodo su peso en el suelo, la mueca dedolor empeoró. Pero al cabo de unmomento, en posición vertical, pareciósentirse mejor.

—Hoy no estoy tan mal —murmuró.Shinobu lo vio tambalearse por la

habitación hasta su ropa, que estabalimpia y doblada sobre una silla. Brianparecía tener tremendas dificultades enpasarse la camiseta sobre la cabeza. Esoimplicaba decir una sarta de tacos enchino.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó Shinobu.

—No, no quiero —respondió Brian—. Acabarás rompiéndome máscostillas.

—Sí, probablemente.Fiona volvió con el té y obligó a

Shinobu a que lo cogiera, derramandoparte de él por el borde. Brian consiguióponerse finalmente toda la ropa, zapatosincluidos, con la ayuda de Fiona, a pesar

de que solo parecía hacerle perder mástiempo. Una vez vestido, Brian colocóun pie detrás del otro con cautela y salióde la habitación.

—Ya que estás levantado, esta nochete llevaré a los bajos fondos —gritóShinobu detrás de él—. ¿Qué me dices?Fiona no puede tenernos aquí encerradospara siempre.

—¿A qué te refieres con«encerrados»? —exclamó Brian—. Nisiquiera quiere verte por aquí. Pero túsigues apareciendo.

—Entonces ¿vienes o no?—Yo ya paso del opio.—Está bien. De todos modos, estaba

pensando tomar Ivan3 esta noche.

Brian lo ignoró. Shinobu oyó lascampanillas cuando abrió la puerta de lacalle y cómo respiraba pesadamente yvolvía a maldecir antes de marcharse.

—El té. Ahora —ordenó Fiona,pegándoselo a la cara.

Shinobu le dio un sorbo y volvió aescupirlo dentro de la taza. Era uno deesos brebajes saludables que el maestroTan preparaba para Brian.

—¿Y tu té dónde está?Fiona lo fulminó con la mirada. Se

había recogido el pelo, pero parte de élseguía colgándole por un lado de lacara.

—Vas a beberte este té o saldrás deesta casa. Y con suerte te arrestarán

antes de salir del Bridge.—¿Solo hay té para los adictos al

opio? ¿Y para los alcohólicos no?Le parecía ridículo que le

sermoneara cuando no podía tenerse enpie de la borrachera.

—No tienes por qué llamarme eso—dijo esforzándose por hablar conclaridad—. Que beba un poco de vez encuando no es un asunto de laincumbencia de nadie. Tú te metes todotipo de mierda en el cuerpo.

—Es lo mismo —protestó él.—No lo es.—Tu veneno sale de una botella. El

mío de una pipa, de barritas o agujas.Esa es la única diferencia.

—No es lo mismo. —Estabaocupada haciendo la cama de Brian,pero las sábanas parecían resistirse a suempeño—. Tú no ves las cosas que veoyo. No tienes que escuchar cosas quepreferirías no escuchar, ¿verdad?

—Escucho cosas que preferiría noescuchar todo el tiempo —replicó—.Ven conmigo a visitar a mi madre yverás.

—¿Tu madre? —preguntó,confundida por un instante. Luego volvióa concentrarse en lo que estaba diciendo—: ¿Tienes tú una hija, Shinobu? ¿Unahija que ha ocultado su pasado pero queve cosas en sueños? ¿Qué pasaría sicuando ella viera esas cosas diera la

casualidad de que tú también puedesverlas? ¿Qué pasaría si supierasexactamente el tipo de cosas que hahecho, el tipo de cosas que yo le hepermitido hacer? —Shinobu se quedómirando como Fiona terminaba de hacerla cama. Seguían cayéndole mechonesde cabellos rojos en la cara, pero cadavez se la veía menos borracha—. Túsolo ves lo que hay por fuera —continuó—. Nunca has estado casado con BriacKincaid, ¿verdad? Si lo hubieras estadono querrías ver lo que hay en el interiorde su mente, te lo aseguro. Te tomaríasun par de copas para ver el mundo másbonito.

Shinobu no sabía qué contestarle.

Tal vez fuera una borracha, pero… ¿nointentaba ser una buena madre paraQuin? Seguía mareado, así que fueobediente y comenzó a beberse aquel térepulsivo.

Llamaron a la puertaimpacientemente. Fiona se arregló unpoco y fue a la otra habitación para verquién era. Momentos después, Shinobuoyó unas voces de oficiales quereclamaban acceder a la casa. Estabanbuscando a varios jóvenes que se habíanvisto envueltos en unos altercados en losbajos fondos del Bridge a principios dela semana.

Oyó que Fiona les preguntaba porqué habían escogido esa casa con voz

calmada y razonable, sin apenasarrastrar las palabras. Shinobu noesperó la respuesta. La idea de que losagentes del Bridge lo arrestaran le hizopresa del pánico. Las autoridades delBridge eran muy estrictas y, aunque nopudieran meterlo en la cárcel, sí podíanimpedirle el acceso a las drogasfácilmente, tal vez para siempre.

Se levantó inmediatamente y subiólas escaleras sin hacer ruido hasta lapuerta del balcón. No oyó lo que se dijodespués, porque cuando volvió a ver aFiona estaba encaramado a las vigas quehabía encima de su casa, mirando alpaseo del Bridge desde un oscuropuesto, inaccesible a cualquiera que no

fuera una rata de alcantarilla como él.Su corazón siguió latiendo de formafrenética durante un rato. Tenerprohibido el acceso al Bridge haría suvida muy desagradable.

Desde aquel punto estratégico en lasvigas, vio a Fiona salir de casa, todavíacon paso vacilante. Iba rodeada devarios hombres, dos de los cuales laagarraban de los brazos, casi como si laobligaran a ir con ellos. Un pensamientotomó forma en las profundidades de sumente mientras los veía desaparecer dela vista acuclillado en su escondrijo:«Qué raro».

Horas después, cuando la nebulosadel opio se desvaneció, advirtió varias

cosas. Primero, los hombres que sehabían llevado a Fiona no eran agentesdel Bridge, pues no llevaban uniforme.Segundo, John era uno de los quecaminaban junto a ella. Tercero, Shinobuse había quedado en casa de Fiona conla intención de protegerla (aunque noquisiera admitirlo), pero se había puestohasta arriba de drogas y a la más mínimaseñal de peligro salió huyendo, y nisiquiera es que peligrara su vida, sino elacceso directo a las drogas.

Estas tres cosas le dejaban algo muyclaro: él, Shinobu MacBain, antiguoSeeker y actual buzo de rescate escocés-japonés adicto al opio, podía decirse así mismo que era una buena persona,

pero en realidad era un serabsolutamente despreciable. Tomaba lasdecisiones incorrectas en el momentomenos oportuno y permitía que otrospagaran por ello: las víctimasasesinadas en sus misiones con Briac;Akio, que había estado a punto de morirpor su culpa; su padre, destrozado poresas centellas danzantes; y Fiona,capturada delante de sus narices.

49

Maud

Estaba amaneciendo. La Joven Dreadsintió el dolor en la mejilla, abofeteadapor el Mediano. Cayó de rodillas juntoal fuego que habían hecho en lasproximidades de las ruinas del castillo.Había decidido no bloquear el golpe.

—¿Por qué has ayudado a la chica?—preguntó el Mediano.

La empujó con el pie antes de quepudiera levantarse y volvió a tirarla alsuelo. La escrutaba como si fuera unarata a la que pretendiera empezar arebanar muy despacio.

—No hay por qué enfadarse —repuso su maestro.

Estaba al otro lado del fuego,atendiendo a Briac Kincaid, quepermanecía en estado agónico desde quehabía despertado por completo. El ViejoDread había extraído las balas de lasheridas, una operación quirúrgica queestuvo acompañada de innumerablesgritos. Emplastaba sus heridas con unas

hierbas que habían recogido en elbosque y las vendaba fuertemente a sucuerpo con tiras de ropa, mientras Briaccontinuaba quejándose y teniendoespasmos.

El Mediano y ella habíandescendido por el sendero inclinado quellevaba desde el establo del desfiladeroa la ribera del río. Desde allí, Maudhabía cruzado a nado hasta la otra orilla,donde el athame había caído sobre elsedimento sin sufrir daño alguno. En esemomento estaban junto al castillo enruinas, donde ella había entrenadocientos de veces en el transcurso decientos de años, mientras su estructurase había ido desmoronando lentamente y

era devorada por la hierba y la tierra.El Dread Mediano controló el tono

de su voz para preguntar de nuevo:—¿Por qué has ayudado a la chica?Maud se aupó hasta quedar

incorporada y se limpió la sangre de lacomisura de los labios.

—No es una chica —respondió laJoven Dread al Mediano—. Es unaSeeker, la última que poseyó el athamefamiliar, y estaba en peligro. ¿Por quéno iba a ayudarla?

Su maestro dijo amablemente:—Briac Kincaid es el miembro

mayor de la casa y considera que tienederechos sobre la daga.

—Nosotros creemos que el athame

acaba en manos de aquel a quienpertenece, ¿no es cierto? —espetó ella.

Briac consiguió sentarse con granesfuerzo y la miró a través del fuego.Sus duros ojos no mostraban más queodio.

—No —repuso él—. Tú hasinterferido al entregarle el reanimador.Has permitido que escapara con algoque me pertenece. —Luchaba pordominar su voz a través del dolor—.Los Dreads tendrán que recuperarlo ydevolvérmelo.

—¿No lo entiendes? —preguntó elMediano—. Has cometido un error. Portu culpa tendremos que recuperar elathame de Briac Kincaid y hacer

justicia.De nuevo el Dread Mediano acudía

en ayuda de Briac Kincaid y retorcía lasreglas para ajustarlas a sus propiasnecesidades. La Joven Dread volvió apreguntarse qué secretos compartíaBriac con el Mediano, qué poder teníasobre él. Ella conocía muchas de lasinjusticias cometidas por el Mediano,pero Briac seguramente sabía más.Apostaría a que habían sido cómplicesen la mayoría de ellas.

—¿Justicia? —se burló la Joven—.¿Qué significa esa palabra que ha usado,maestro?

El Viejo Dread la miró a través delfuego sin decir nada.

—¿Eres una Dread cuya justiciainspira terror en los Seekers o no? —preguntó el Mediano—. Has cometidoun error y debes repararlo.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Te atendrása la justicia?

Él le dio un zarpazo con su pesadamano, pero esta vez la Joven no quisorecibir el golpe. Se hizo a un lado,revolviéndose y apartándose de él. Uncuchillo apareció en su mano sinpensarlo, como por arte de magia. Subrazo salió disparado hacia el Medianoy chocó contra el cuchillo de este, quetambién había surgido de la nada. Lashojas de ambos brillaron a la luz de lahoguera.

—Basta —zanjó el Viejo Dread.La Joven y el Mediano se quedaron

paralizados, sin mover sus cuchillos nitampoco guardarlos.

—¿Soy una persona, maestro? —preguntó.

—La pregunta es innecesaria,pequeña —contestó.

—¿Soy una persona o una posesión?—quiso saber—. ¿Tengo voluntadpropia?

—La tienes —dijo su maestro.—Usted me dejó en manos del

Mediano y me dijo que lo obedeciera.—¿Es eso lo que te dije, pequeña?

—preguntó el Viejo con ternura.Maud embistió al Mediano con su

cuchillo. Este interceptó el golpe con elsuyo. Tras esto la apuñaló con la manoizquierda, en la que había aparecidootro puñal de repente. El Mediano sehabía vendado bien la herida que lecruzaba el pecho, pero seguía herido, yla Joven esperaba que esto le dieraventaja. Se tiró a un lado y se escabullóal tiempo que sacaba un segundocuchillo de una funda que llevaba a lacintura.

—El juramento de los Dreads:cumplir las tres leyes y mantenersealejado de la humanidad para poderjuzgar libremente —dijo Maud—.Maestro, ¿sabe lo que pasó con el JovenDread que me precedió?

El Mediano fue a por ella con ambasmanos. Maud interceptó sus armas.

El Viejo Dread no respondió.—¿Sabe lo que pasó con el Joven

Dread que me precedió? —repitió—. ¿Ycon la madre de John? ¿Le ha contadoeso el Mediano? Siempre que habla deljuramento se refiere al mío. ¿Y el suyo?

El Mediano no respondió. Elmaestro de la Joven Dread, sentado alotro lado del fuego, permanecía tambiénen silencio. La Joven Dread lo mirabaen silencio y se percató de que elmaestro sabía, o cuando menossospechaba, las cosas que el Medianohabía hecho en su ausencia. ¿Cómo noiba a saberlo? Si era capaz de leer la

mente de la Joven con la mismafacilidad con la que respiraba, tambiénvería en el interior de la mente delMediano.

Confiaba ciegamente en que sumaestro arreglaría por fin las cosas conel Mediano y encontrarlo en la haciendala había llenado de dicha. Pero, alparecer, sabía cómo era y no hacía nadapara remediarlo. Comprendióinstantáneamente que el Viejo, su buenmaestro, estaba atado al Mediano dealguna forma.

Pero ella no lo estaba.—Déjeme que lo mate.No hubo respuesta de su maestro. Y

en ese momento, su silencio habló por sí

solo. Si el Viejo Dread no les ordenabaque parasen no había nada que leimpidiera hacerlo. Podía quitarle la vidaal Mediano. Podía hacerle pagar portantas injusticias…

Su cuerpo entró en máximavelocidad de batalla. Sus cuchillos,estelas naranjas ante la hoguera,surcaron el aire. El Mediano respondiócon demasiada lentitud. Todavía no sehabía recuperado de su larga estancia enel Allá. Se abalanzó hacia él. Entoncesse percató de su error.

La había hecho moverse a un terrenodonde el suelo era irregular. Estabaperdiendo el equilibrio. Le arrebató elcuchillo de la mano con un rápido

movimiento y la golpeó en la sien con elmango, haciéndola caer al suelo.

Pisó la mano con la que Maudsujetaba el cuchillo sin darle tiempo arecuperarse y la inmovilizó en el suelo.Luego se inclinó hacia ella, se entretuvoen rajar la parte delantera de sucamiseta desde el cuello hasta elestómago y tiró el trozo de tela al suelo.Sus pequeños pechos quedaron aldescubierto. Quiso taparse con la manoderecha, pero también se la pisó.Permaneció de pie por encima de ella,mirando su desnudez con cara de asco.Después se inclinó para acercarse a sucara y pellizcó uno de sus pechosfuertemente. Al ver su expresión de

dolor sonrió.—Sigues sin ser una mujer —dijo

sin un ápice de emoción—. Eres unaniña pequeña. Si eres una Dread fueporque no encontramos nada mejor,porque tu maestro sabe que no merece lapena perder el tiempo matándote.

Se quedó mirándola durante variossegundos, dejándole claro que estaba asu merced. Tras esto se apartó de ella.

La Joven Dread se cubrió con lacapa, pero no se movió del frío suelo,permaneciendo allí inmóvil durante unbuen rato, indignada por la humillaciónsufrida.

Largo rato después, seguía sentadadonde el Mediano la había dejado, conla capa puesta para tapar los jirones enque había quedado su ropa. Sebalanceaba adelante y atrás, pero seinterrumpió al ser consciente de ello.Tenía que controlar su odio. Tenía quepermanecer inmóvil.

Briac estaba sumido en un sueñoprofundo y sus lamentos se habíantransformado en murmullos. El DreadMediano se había puesto la capa yestaba tumbado junto al fuego con losojos cerrados.

Maud tenía la mirada clavada sobre

el Mediano, observando como su pechose inflaba y desinflaba. En algún lugarde ese pecho había un corazón que latíay lo mantenía con vida. «Hasta que dejede hacerlo», pensó.

Pero su maestro no había hecho nadapor ayudarla a matar al Mediano. Talvez solo le hubiera permitido lucharcontra él para enseñarle una lección:que el Mediano siempre ganaría y teníaque obedecerle.

Unas manos gentiles le examinabanla sien y tocaban la oreja que elMediano había golpeado con laempuñadura de su cuchillo. La heridaestaba abierta, eso lo notaba.

—No está tan mal —añadió el Viejo

Dread tras explorarla a la luz de lafogata.

Un momento después se la frotó conuna cataplasma de hierbas y Maud sintióun fresco alivio.

—Déjame ver la otra —dijo—. Laherida que finge no haberte hecho.

La Joven se quitó la capa y permitióque examinara la cicatriz del abdomen,donde el Mediano la había acuchillado.El tejido era denso y fibroso bajo lapiel, pero las líneas de la herida estabandesapareciendo. La medicina de laépoca actual había obrado maravillas ensu carne y estaba curada casi porcompleto. El Viejo Dread acarició lafina cicatriz con sus dedos.

—Es un hombre cruel —dijo al fin.—Cierto. Y usted me dejó a su

cargo.—Me pertenece —repuso su

maestro—. Yo lo he creado. Lucha bien,sin motivos reales. Matainnecesariamente y con frecuencia. Ycomete errores, como viajar al Allá conuna herida tan grave como para distraersu atención. Podría haberse quedado enel intermedio para siempre. —La Jovense mantuvo impasible mientras pensabaen esa posibilidad. El maestro prosiguió—: Pero he prometido ciertas cosas…—Se interrumpió—. Siento que tengasque vivir en su presencia.

«Entonces, ¡déjeme que lo mate!»,

quería gritar. Sin embargo, lo que dijofue:

—¿Qué ha pasado con nuestro noblepropósito, maestro?

Era la misma pregunta que habíaformulado Quin, pero la Joven Dreadllevaba cientos de años haciéndosela.

El Viejo no respondió de inmediato.Sus pensamientos parecieron replegarsesobre sí mismos.

—El athame fue concebido parapermitir que una mente privilegiada, unamente habilidosa, atravesara lasfronteras de la vida humana —dijofinalmente con voz grave y solemne—.¿Por qué habría de restringirse unamente así a un solo lugar? Imagina las

cosas que conseguiría si pudieramoverse con libertad, actuar conlibertad. Un Seeker podría presentarseen cualquier lugar con la ayuda delathame: el interior de una fortalezacustodiada, las cámaras privadas de unrey, una gran universidad del otro confíndel mundo. Y así podría… colaborarcon el destino. Podría elegir el mejorcamino para la humanidad, ¿no escierto? Yo creía que, con la ayuda de laherramienta adecuada, esa menteprivilegiada cambiaría la historia. —Sevolvió hacia ella. Casi parecía suplicarcon la mirada—. Nosotros mismoshemos presenciado parte de esoscambios. Los Seekers han determinado

el curso de grandes batallas, handerrocado a tiranos…

—Pero también han hecho otrascosas, maestro.

El Viejo Dread observó elcampamento y los rescoldos del fuego.

—Cierto —aceptó—. Algunos hanusado el athame por avaricia, rencor yvenganza.

—Muchos.—Tenemos leyes.Era una especie de reproche, pero su

voz sonaba hueca, como si le hubieranextirpado la vida.

—Habla como… como si todoempezara con usted —observó—. Comosi fuera el origen del athame. ¿Es eso

cierto?La Joven giró ligeramente la cabeza

y vio que el Viejo Dread esbozabamedia sonrisa.

—El athame… La historia de suorigen te la contaré en el fututo,pequeña. Si yo soy el primero, tambiénsoy el último. Pero ¿qué parte de nuestrahistoria es el origen? ¿Cuál es el final?Entre el momento presente y el final, oel principio, tengo que pasar la mayorparte del tiempo dormido, alargándome,intentando permanecer con vida paraarreglar las cosas. Nuestros cuerpos nofueron diseñados para esto que losDreads les obligamos a hacer. Nuestrasvidas tienen estaciones. Cuando las

desafiamos no nos encontramos bien.Temo que necesitaría dormir durante milaños para adaptarme. Pero no tengotanto tiempo. Arreglaremos las cosasaquí y luego me alargaré otra vez.

Permanecieron un largo rato ensilencio, hasta que la Joven Dreadfinalmente se atrevió a preguntar:

—¿La suya era una menteprivilegiada, maestro?

El Viejo esbozó una auténticasonrisa.

—¿Y no me preguntas si continúasiendo una mente privilegiada, pequeña?¿Es porque ahora solo digo tonterías?Has de saber que en su día pensé que loera.

—¿Y ahora?—Ahora no importa. No son mentes

privilegiadas lo que necesitamos, sinocorazones puros. Los corazones puroseligen sabiamente.

—¿Cómo se encuentra un corazónpuro?

—Es cuestión de suerte, pequeña.Simple suerte. Contigo, he tenido mucha.

50

Shinobu

—¿Qué te hace creer que estaríadispuesto a darte algo así? —preguntó elmaestro Tan a Shinobu.

Se encontraba de pie ante una mesaen su dispensario, moliendo una plantaverde brillante en un mortero con los

movimientos seguros del experto y losojos libres para estudiar a suavergonzado visitante.

—Nuestras vidas son nuestra propiaelección —dijo Shinobu—. Eso le dijoa Quin.

—¿Cuándo he dicho yo eso?Comprobó la consistencia de la

planta con los dedos y luego continuótrabajando con la mano de mortero.

—Ya lo sabe.—Ah —repuso el maestro Tan tras

recordarlo—. Puede que entonces lodijera. Aquella noche pasaron muchascosas. Obviamente, ella eligió vivir.

El hombre era un anciano, con unasmanos nudosas que eran a un tiempo

fuertes y suaves, pero apenas teníaarrugas en la cara. Miraba a Shinobucon interés, como si examinara unahierba que acabaran de sacar a la ventaen el mercado de Kowloon.

—La habría dejado morir si ellahubiera querido. Le dio a elegir —insistió Shinobu tercamente—. Yo le oídecirlo.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Quesiempre dejo morir a la gente? —preguntó el viejo, como si le fascinara laidea—. ¿Por eso viene tanta gente averme a esta tienda? ¿Porque los llevodirectos al matadero?

—A usted le gusta ayudar a la gente,abuelo —respondió Shinobu con una

voz grave y sombría—. Deberíaayudarme y darme lo que le pido. Yohe…

Estaba a punto de decir: «Yo hedejado en la estacada a buenas personascuando más lo necesitaban y además soyun asesino». Pero no era capaz depronunciar esas palabras exactas.Murieron en su garganta antes de poderaflorar a la superficie, como le habíapasado con su madre cuando iba aadmitir lo que había pasado con Alistairy el campo perturbador.

No tenía intención de discutir con elviejo. Ya había decidido lo quenecesitaba hacer y estabaexperimentando una sensación de paz

ante la oscura certeza de su futuro.«Tendría que haberlo hecho hace unaño», pensó.

Se quedó mirándose los pies y probócon una nueva estrategia.

—Nadie me echará de menos,maestro Tan, salvo los propietarios delos antros de drogadicción, y tampocomucho. Siempre me dicen que me lave ycasi nunca lo hago.

—¿Qué tipo de drogas tomasnormalmente? —preguntó el maestro Tancon interés—. ¿Cuáles te gusta tomar?¿De qué tipo? ¿Opio? ¿Ivan3? ¿Québares de droga te echarán más demenos?

—¿Qué importa eso?

Sus preguntas perturbaban su buentalante. No quería hablar más.

—No hago este tipo de cosas todoslos días. Tengo que tener una razón paraayudarte. Explícame lo malo que hassido, por favor. ¿Qué tipo de drogas?

Shinobu suspiró y empezó su largalista. El maestro Tan lo anotó todopacientemente, sacudiendo la cabezatodo el tiempo y murmurandocomentarios como «Terrible, terrible.¿Cigarrillos también? Vaya, vaya.¿Vodka? En serio, jovencito…».

Al final, Shinobu tuvo la sensaciónde que estaban yéndose por las ramas.Se metió las manos en los bolsillos.

—Verá, yo… Mi padre… —se

interrumpió, y volvió a intentarlo—. Mimadre y mi hermano y Fiona. Yo…quiero protegerlos. Esto los protegerá.¿Puede ayudarme a hacer una sola cosasin fracasar en el intento?

—Dime, ¿suicidarte, solucionarátodo lo demás?

Shinobu se encogió de hombros.—Lo anterior no puedo

solucionarlo. Ya está hecho. Pero puedoimpedir que la gente confíe en mí y echea perder todo de nuevo. Porque seguroque lo hago. ¿Lo entiende?

El maestro Tan siguió estudiándoloen silencio durante un tiempo, como siestuviera valorando su decisión.

—Me temo que tienes buenas

razones para ello —dijo al fin—. Nointentaré detenerte.

Shinobu, que se había quedadomirándose los zapatos, estaba un tantodecepcionado por haberlo convencidotan rápido. Pero, al fin y al cabo, habíaido allí para eso.

El viejo soltó la mezcla en la queestaba trabajando y se dirigió a unenorme armario que se extendía por todala habitación hasta el techo abovedado.Era un mueble lleno de pequeñoscajones, más de un millar, etiquetadoscon caracteres chinos. El maestro Tanaccedía a ellos con una escalerilla conruedas que empujaba adelante y atrás amedida que subía y bajaba de ella,

llenando una gran bolsa de plástico.Cada vez que Shinobu pensaba que yahabría acabado, el maestro Tanrecordaba algo más y volvía a subir. Alcabo de casi media hora la bolsa estabacasi repleta. El sanador ibacanturreando para sí mientras añadía elúltimo ingredientes y bajaba de laescalerilla.

—Cualquiera diría que quierematarme de aburrimiento —murmuróShinobu.

Agradecía la ayuda del maestro Tan,pero le sacaba de quicio que estuvieratan contento. ¿Acaso era mucho pedirque el sanador estuviera un pocomolesto con aquella situación?

El maestro Tan pasó junto a Shinobu,tarareando aún tímidamente, y comenzóa preparar un té con el montón dehierbas.

—Preferiría que no te suicidaras —dijo a Shinobu, como quien habla deltiempo—. En realidad, a mí me daprácticamente igual. Pero lasautoridades del Transit Bridge meobligan a decir que preferiría que no tesuicidaras. No queda bien que lossanadores ayuden abiertamente a lagente a suicidarse. Supongo que loentenderás.

Shinobu asintió.No tardó en preparar el té y

servírselo en un termo grande.

—Tienes que bebértelo todo de unavez —explicó—, sin dejar pruebas quealguien pudiera encontrar. Te sugieroque vayas a algún sitio tranquilo yseguro, pero cerca de los servicios delimpieza municipales. ¿Un contenedor,tal vez? Así tu cadáver será fácil detransportar. Y hazlo pronto, los efectosde la infusión no duran mucho.

Shinobu le arrebató el termo de lasmanos y al cabo de un rato se abría pasoentre las vigas de acero del exterior delBridge con el recipiente aferrado alpecho. Estaba cerca del lado deKowloon y desde su posición veíabrillar las luces de la ciudad a través dela densa niebla que quedaba a su

derecha. Mientras caminaba por unaestrecha viga, alejándose del centro delBridge en dirección a los bordes de laestructura, empezó a ver el agua a suspies en la distancia. Aquella noche, bajola bruma, se veía negra como boca delobo.

«“Preferiría que no te suicidaras”decía mientras iba sacando hierbasvenenosas —pensó Shinobu—. Estabadeseando librarse de mí. Cuando unsanador te quiere ver muerto es que hastocado fondo».

El puerto no era tan profundo allícomo en el centro del Bridge. Pensó queera mejor tirarse en esa zona. Asíencontrarían su cuerpo rápidamente y su

madre no tendría que preguntarse qué lehabía pasado. Es cierto que si lo hacíaen un contenedor Mariko recibiría antesla noticia, pero saltando se aseguraba eltiro: mejor dos métodos de suicidiosimultáneos que uno. Además, preferíano morir en un contenedor, por más queal maestro Tan pareciera gustarle laidea.

Cuando Shinobu llegó al extremo dela viga, se sentó y dejó que sus piescolgaran del borde. Desenroscó concuidado el tapón del termo, olió el té ysintió arcadas. Tenía un olornauseabundo y estaba casi tan espesocomo la melaza. Era una pena que esofuera lo último que saboreara. Tendría

que haber comprado un cucurucho dehelado para después de beberlo. «Lapróxima vez que me mate habrá queplanearlo mejor. ¡Ja, ja, ja!», se dijopara sus adentros.

Miró a sus pies para asegurarse deque tenía el camino despejado hacia elagua. No le apetecía ir rebotando en laestructura de acero mientras caía. Laviga sobre la que estaba sentadosobresalía más que las otras: debajohabía cincuenta metros de caída alvacío. Perfecto.

Retrasar más el momento carecía desentido. Si dudaba, acabaría cambiandode idea y traicionando a alguien más,probablemente a Quin. Y se negaba en

redondo a hacer eso.«Ahora que te he encontrado me

costaría demasiado mantenerme alejadode ti».

Shinobu se tapó la nariz y bebió elcontenido del termo sin detenerse pararespirar.

El efecto fue inmediato. Sintió unosdolores de estómago tan repentinos eintensos que se dobló sobre sí mismo ytuvo que agarrarse al borde de la vigapara no caer.

Cuando pasó la primera ronda deretortijones gateó hasta ponerse en pie.Empezó a temblar. Violentamente. Sufriónuevas convulsiones en el estómago y nopudo permanecer erguido.

Se apoyó en otra viga paralevantarse y se quedó en calzoncillos.Después tiró el termo vacío y la ropa.Momentos después oyó como caían alagua en la distancia.

Temblaba, y los retortijones eran tanfuertes que tuvo que mover los pies casicentímetro a centímetro, con miedo aperder el equilibrio antes de estar listopara saltar. Al final consiguió llegar alextremo de la viga y que los dedos delos pies colgaran del borde. Inspiróhondo, preparado para el fin. Y saltó.

El estómago se le subió a lagarganta; la adrenalina corría por susvenas. ¡Estaba cayendo! ¡Iba a morir!

La caída era muy larga. Lo suficiente

para que pudiera observar el esqueletode acero del Brige volando sobre él. Losuficiente para observar como lasoscuras aguas ascendían rápidamentepara encontrarse con él a través de laniebla. Su intención era golpear lasuperficie dando un panzazo, con lo quehabría muerto instantáneamente. En lugarde eso, al caer en picado, su instintotomó el mando. De hecho, había saltadootras veces de un puente, por diversión.Entró en el agua intuitivamente en unaperfecta posición vertical, con los piespor delante, y atravesó la superficiecomo un saltador de acantilados que seexhibe ante los turistas.

Su plan alternativo era dar contra el

fondo con tanta fuerza que el impactoacabara con su vida.Desafortunadamente, se equivocórespecto a la altura del agua en esa partedel Bridge. Tal vez fuera menosprofundo que en el centro, pero cuandoacabó su inmersión no había tocado elfondo aún. Momentos después de saltar,Shinobu se descubrió vivo, lejos de lasuperficie, con las extremidadesintactas. El golpe de frío era paralizante,pero también sentía alivio en elestómago.

Su experiencia como buzo le decíaque en breve su cuerpo estaría obligadoa respirar, pero en ese momento, comohabía respirado antes del impacto, le

quedaba medio minuto de aire en lospulmones, tal vez más. Así que en lugarde salir a la superficie, buceó hacia lasprofundidades, nadando a ciegas haciael fondo.

Shinobu avanzó a brazadas potentesy continuas. Experimentó algo insólito,algo que iba más allá del terror y laadrenalina del salto. Su estómago seretorcía y sus músculos temblaban, peroempezaba a sentir una sensación máspoderosa. Su cuerpo estaba vibrando.

Era extraño usar esa palabra, peroparecía encajar. Siguió nadando hacia elfondo y sintió como si todas las célulasde su cuerpo vibraran por sí solas y seliberaran mediante este proceso de todo

tipo de cosas, algunas físicas, otras no.Primero, desapareció de su mente la

bruma de estupefacientes en la que habíaestado sumido durante el pasado año ymedio. A medida que sus brazos loimpulsaban a través de las oscuras aguasexperimentó una agudeza mental que nohabía sentido en años. Después, sucorazón rugió con una actividad furiosa,como un guerrillero que sale a dispararcon su ametralladora el día de AñoNuevo. Sus pulmones empezaban aquejarse, pero él continuó el descenso.

Finalmente, los recuerdoscomenzaron a aflorar.

Estaba en la hacienda, junto al establodel desfiladero. Había buscado a Quinpor todas partes y se dio cuenta de quesolo podía estar allí. La noche anteriorhabían realizado su primer encargocomo Seekers. Su nueva marca, elathame grabado a fuego en su muñeca,palpitaba bajo el vendaje. Llevabaveinticuatro horas sintiendo náuseas.

Encontraría a Quin y se la llevaríaconsigo. La convencería para abandonarla hacienda ese mismo día, sin másequipaje que la ropa que llevabanpuesta. Podían cruzar el río al pie delbarranco y abrirse paso por la otra

orilla hasta el pueblo más cercano.Era probable que Quin amara a John

todavía, pero Shinobu la haría entrar enrazón. John se marcharía. Briac se loquitaría de encima. El destino habíadecidido que Shinobu y ellapermanecieran juntos. Podrían olvidar lanoche anterior, olvidar la hacienda, ir aalguna parte donde no tuvieran que ver asus padres nunca más. Y algún día,cuando estuvieran a salvo, lejos yjuntos, ella lo miraría y lo vería demanera diferente. Entonces, él labesaría…

Le sorprendió oír voces al llegar alportón del establo. Se detuvo a escucharen el umbral. Quin estaba allí, y John,

con ella. Se le había adelantado.Shinobu se adentró en las sombras

del establo con sigilo. Estaban arriba, enel desván. Hablaban en voz baja, perosonaba como si discutieran. Shinobupensó que tal vez estuvieran rompiendo.Se deslizó a lo largo de la pared y alcabo de unos momentos vio a John, depie junto a la ventana redonda que habíapor encima de la alta tarima.

Esperaría en las sombras. Ellaacabaría diciéndole que se marchara y,cuando lo hiciera, Shinobu subiría por laescalera y la convencería. Seguía siendosu prima, pero no importaba. Podríanemprender una nueva vida los dosjuntos.

Pero John no se fue. Bajo su atentamirada, Quin se levantó y fue hacia él.En cuestión de segundos, John estababesándola y se fundían en un calurosoabrazo.

Shinobu estaba en la mansión, en suprimer encargo. Vio que Quin bajabapor la escalinata con los dos niños trasella. Supo de inmediato lo que queríahacer. Los habían obligado a matar a lospadres, pero Quin se negaba a ir másallá. Se llevaba a los niños, los ayudabaa escapar. Estaba desafiando a Briac.Esa idea le dio fuerzas.

Shinobu se volvió para buscar a su

padre. Podía robarle el athame y elreanimador para escapar con Quin. Unavez en su poder, salvarían a los niños ypodrían ir a donde quisieran.

Pero no encontró a su padre porninguna parte. Y cuando volvió aldescansillo de las escaleras vio a Quinsentada con la cabeza sobre las manos.Los niños habían desaparecido.

Shinobu estaba en la campiña haciendoprácticas de combate con John. Usabanespadas de metal antiguas y el ruidometálico de sus hojas resonaba entre losárboles. Shinobu tenía doce años, yJohn, trece.

Era mejor guerrero que él, pero pormuy poco. John había empezado apracticar antes de llegar a la hacienda.

John hizo una buena defensa ygolpeó a Shinobu con acierto. Esteconsiguió bloquearlo, pero su fuerzabastó para hacerle retroceder.

—Estás aprendiendo —dijo Shinobucon cierta arrogancia.

—Soy más fuerte que tú —contestóél.

—Pero yo soy más rápido.Golpeó la pierna de John con la

espada plana, haciéndole saltar atrás.—Te has criado aquí —observó

John—. Claro que eres más rápido.—Mi padre dice que la hacienda es

el mejor sitio para un Seeker. Hay algoen el aire, en el agua, en las rocas.

—Puede —repuso John—, pero micasa es más segura.

A esa edad John siempre buscaba elmodo de parecer más fuerte, mejor omás importante, cualquier cosa con talde contrarrestar el hecho de haberllegado cuatro años tarde a suadiestramiento.

Shinobu lo desarmó limpiamente ysu espada salió despedida hasta lahierba. Luego dejó caer la suya a unlado.

—¿Por qué dices que tu casa es mássegura? —preguntó Shinobu concuriosidad—. ¿Cómo es posible que

haya algo más seguro que la hacienda?Los ojos de John decían que había

cometido un error y no debía hablar deello, pero la tentación de fanfarronearera más grande.

—El Traveler lo construyeron paramí —dijo, buscando entre la hierba pararecuperar su espada—. Ningún Seekerpuede entrar en él. Así que siempreestaré a salvo de los Seekers. En vuestrahacienda cualquiera puede entrar.

—Pero si lo hacen tendrían queluchar contra mi padre —repusoShinobu llevándose una mano al pecho—. Y conmigo.

Entonces John encontró su espada yvolvieron a la lucha.

Shinobu era más joven. Se encontrabanuevamente en la campiña, sentado alpie del prado, oculto entre las hierbas,que medían más de un metro. Las abejasiban de flor en flor entre los altos tallosy el aire olía a madreselva. Era un díacálido de principios de verano. Quinestaba sentada junto a él con las piernascruzadas y llevaba el pelo moreno atadocon una cinta. Tenían nueve años.

Shinobu se inclinó hacia ella y labesó en la mejilla de improviso.

—¿Te dejan besarme? —preguntóella riendo.

—¿Por qué no? Nuestros padres son

familia, así que nosotros también, y yosiempre beso a mis familiares. Además,ya hemos empezado nuestroentrenamiento, así que prácticamentesomos mayores.

Quin pensó en ello y luego se inclinóél y le dio otro beso.

—Puaj —exclamó él—. Eso esasqueroso.

—No lo es.—Sí, sí que lo es.Volvió a besarla. Ambos estaban

comiendo pan con miel que habíanrobado de la cocina de Fiona, así que elbeso era un poco pegajoso.

Shinobu se recostó y se quedómirando el cielo recortado tras los altos

brotes de hierba.—Mi papá dice que siempre que

haya dos personas juntas todo sale bien.Mi mamá está muerta, pero seguimossiendo dos, mi padre y yo. Y nosotrossomos dos —añadió, cogiéndola de lamano—. Tú y yo, uno y dos, así que esperfecto.

Tras eso, Quin volvió a besarlo yesta vez sus labios se rozaron.

—¡Me has besado en la boca! —exclamó.

Se separaron y se pusieron a escupiral suelo como locos.

—¿Por qué les gusta esto a losmayores? —preguntó Quin.

—Son raros.

—¿Tú crees que cuando crezcamosseremos raros?

—Seguro —respondió él, y la besóde nuevo.

El brazo de Shinobu chocó con algomientras nadaba. Notó el fango y elsedimento entre los dedos. Habíaalcanzado el fondo. Llegaba al fondo delpuerto y al origen de lo que sentía porQuin.

Le ardían los pulmones. En brevesinstantes, su organismo lo obligaría atragar agua del mar y se ahogaría. Perosu cuerpo había dejado de temblar ytenía la cabeza despejada.

«¡Qué cabrón, eso no era veneno nide coña!», pensó.

A la edad de nueve años, tumbado enla campiña junto a Quin, todo iba bien.Era perfecto, en realidad. Desdeentonces, hasta el momento en que seencontraba, había cometido una largaserie de errores fatales.

«Si muero ahora no podré repararesos errores», se dijo.

Podía permitir que sus pulmones sellenaran de agua y el pasado quedaríacongelado tal y como estaba. Pero sivivía…

Shinobu tocó el fondo del puerto conambos pies y se propulsó hacia arribacon toda la fuerza de sus músculos.

Comenzó a ascender a través del agua,empujándose con los brazos y aleteandocon los pies. Sus pulmones estaban allímite de su tolerancia. Tendría queinspirar, aunque eso acabara matándolo.Su organismo quería inhalar cualquiercosa que tuviera a su disposición: aguamarina, sedimento, pececillos, pañalesviejos, lo que fuera. Tenía que respirar,tenía que respirar.

Y entonces lo hizo. Aspiró una fuertebocanada y descubrió que su cara habíairrumpido en la superficie y querespiraba el brumoso aire nocturno deHong Kong.

51

Maud

Dejaron a Briac Kincaid atado y con losojos vendados en lo que en su día fuerael patio de armas del castillo. Elmaestro de la Joven Dread volvió aemplastar las heridas de Briac conhierbas y le hizo masticar raíz de

valeriana, lo cual mitigaba un poco eldolor. Estaba tumbado medioinconsciente bajo un trozo de voladizodel muro del castillo, quejándose entredientes a la luz de la mañana.

A la Joven Briac le caía tan biencomo el Mediano, por lo que leresultaba difícil sentir pena por él. Aunasí, sintió cierto alivio cuandodescendieron a bastante profundidadentre los restos de la cripta del castillo,y sus gritos de dolor quedaronamortiguados por la tierra por encima desus cabezas.

La cripta, que conservaba losataúdes de sus parientes, los antiguosnobles escoceses a los que pertenecían

las tierras, estaba medio en ruinas. Lamayor parte del techo se habíaderrumbado junto al suelo del castillo,ocultando a la vista grandes porcionesdel espacio. Sin embargo, los Dreadshabían mantenido el camino limpio a lolargo de los siglos. Ella misma habíatrasladado rocas decenas de veces,aunque nunca descendió más allá de lacripta. Ese día lo haría.

El suelo de la cámara mortuoria seinclinaba hacia abajo hasta acabar en loque parecía un sólido muro de roca.Siguieron ese muro hasta el final por laderecha y allí los dedos del Medianopalparon una de las vetas naturales deesa pared irregular. Un momento

después su mano se coló por un canaloculto, un mango disimulado entre eldibujo de la roca. El Viejo ayudó a laJoven a colocar las manos en laposición correcta y entre los tresDreads, haciendo uso de toda suconsiderable fuerza, rotaron un enormebloque de piedra hacia arriba y loapartaron de la pared.

Tras ese bloque había unosescalones excavados en la piedra quedescendían hacia el interior de la tierra.Alumbrados con una antorcha, bajaronmucho más allá de la cripta, entre unosmuros que se iban estrechando cada vezmás.

Finalmente, los escalones dieron

paso a un espacio mayor donde acababala escalera. Recorrieron un largo túnelcuyo techo formaba una bóveda depiedra que quedaba justo sobre suscabezas. En el otro extremo había unapared. Camuflada entre las piedrasamontonadas del muro lateral y la suavesuperficie del muro del final, había unagrieta irregular con el tamaño justo paraque pasara un hombre.

La Joven Dread siguió a suscompañeros, se coló por el pequeñohueco y bajó por otras escaleras. Lasparedes de piedra y tierra eran másestrechas en esa parte, tanto que loshombres que caminaban delante teníanque ir de lado. Continuaron

descendiendo, rozando la tierra con suscuerpos. Aunque el aire era antiguo,estanco, y la antorcha lo llenaba todo dehumo, todavía era posible respirar.

Al fin, las escaleras giraban hastacasi completar un círculo. Tras losúltimos escalones salieron a un espaciotan grande que solo podía ser designadocon el nombre de caverna. Parecía unaformación natural, con un techo de rocade unos diez metros de altura y unasuperficie húmeda y resbaladiza a la luzde la antorcha. De la cámara centralsalía todo un entramado de túneles cuyaprofundidad y longitud resultabaninimaginables.

A medida que los Dreads avanzaban

por el interior de la cueva y la Jovenveía el enorme espacio por primera vez,advirtió un tramo de rocas que habíasido claramente excavado por la manodel hombre. La irregular superficienatural de la caverna se transformaba enuna pared suave. Los Dreads sedirigieron hacia ella y, al acercarse, laantorcha parpadeó sobre la piedra firmey reveló los grabados de su superficie.Se trataba de un conjunto de imágenestalladas a tal profundidad que seguiríandistinguiéndose durante miles de años.Es probable que llevaran allí mástiempo, incluso.

«Este lugar debe pertenecer a losDreads», pensó la Joven. Se preguntó

cuánto más le faltaba por aprender delconocimiento de los Dreads y entonces,de repente, pensó: «¿Desde cuándo vivemi maestro? Habla de cosas antiguascomo si hubieran sucedido ayer». ¿Seríaesa cueva obra suya?

Contó diez grabados en la pared, lamayoría representaciones de animales.Estaban dispuestos en círculo, la figuramás alta por encima de su cabeza y lamás baja cerca de sus pies. Bajo cadauno de ellos había un orificiorectangular del que habían extraído ungran trozo de piedra, y debajo de estos,cincelado concienzudamente en elinterior de la pared, se veía una grietacon forma de diamante.

La pared despedía inesperadasráfagas de luz al quedar iluminada por laantorcha. Pero no era simple piedra loque Maud observaba, sino algo muchomás preciado. La antorcha le daba unreflejo anaranjado, pero se dio cuenta deque la pared seguramente era de uncolor blanco grisáceo, y luminoso,como…

«Como un athame».Los grabados comenzaban a cobrar

sentido. Un caballo, un zorro, uncarnero, un jabalí, un ciervo, un águila,un oso y dos criaturas más fantásticas:un dragón y un gato salvaje con largoscolmillos. El último grabado, el queestaba en lo más alto del círculo, no

representaba un animal, sino tres óvalosentrelazados. Como una flor, tal vez,pero de formas más regulares.

La Joven Dread conocía esesímbolo. Estaba grabado en laempuñadura del athame de los Dreads,que en ese momento permanecía a salvoen el interior de uno de los bolsillos dela capa de su maestro.

—¿El símbolo? —preguntó sumaestro.

Llevaban tanto tiempo en silencioque su voz la sobresaltó. Resonaba hastalos lejanos extremos de la caverna.

—Un zorro —contestó.—¿Estás segura? —preguntó el

Mediano.

—Estoy segura. El otro, el que teníael águila, quedó destruido durante elataque. He tenido muchas oportunidadesde estudiarlo.

«Después de que me abandonaras ami propia suerte en la hacienda», pensósin añadirlo en voz alta.

Su maestro sacó el athame de losDreads y lo introdujo en la ranura conforma de diamante que había debajo dela imagen del zorro. El athame encajabaa la perfección en su interior y sedeslizó limpiamente hasta laempuñadura.

Los otros athames que había vistoeran más grandes que el de su maestro,de modo que no encajarían en las

ranuras que había debajo de las figuras.Esas diez ranuras, pues, estaban hechasúnicamente para ese athame enparticular, el de los Dreads.

El Viejo y el Mediano comenzaron aentonar un cántico. Mientras tanto, sumaestro sacó una varilla de metal de unode sus muchos bolsillos. Se trataba deun objeto que ella no había visto antes.No era la primera vez que se preguntabacuántos tesoros encontraría si vaciara lacapa de su maestro.

El Viejo Dread golpeó rítmicamentecon su varilla el muro de piedra, junto ala empuñadura del athame quesobresalía. Cuando el metal tocó lapiedra el propio muro comenzó a vibrar.

Siguió golpeando el muro al ritmode sus cánticos durante varios minutos,hasta que toda la cueva comenzó atemblar, como si la propia tierraempezara a verse sacudida. Cuando lavibración se hizo insoportable y laJoven estaba ya segura de que las rocasempezarían a desprenderse, el cánticoterminó. La caverna se tranquilizó y elrumor de la pared fue apagándose pocoa poco.

«¿Cuándo me enseñará todo esto? —se preguntó la Joven Dread—. Sisobrevivo, si soy una verdadera Dread,tendré que poseer ese conocimiento».

Su maestro volvió a meter la varillade metal en un bolsillo y luego sacó el

athame de la piedra.—Ahora, a esperar, pequeña —le

dijo.

52

Quin

Quin apareció de noche en una zona deparques situada detrás de CumbreVictoria, en Hong Kong. Habíamemorizado esas coordenadas hacíatiempo, cuando su padre le enseñó ausar el athame por primera vez. Esa

cumbre era, según le había explicado,una especie de autopista para losSeekers; la dirección era fácil derecordar y, aunque el punto de entradaera un lugar poco concurrido cerca deél, había multitudes en las que uno podíaperderse y ocultarse rápidamente.

Descendió la cumbre caminando porpendientes inclinadas y serpenteantes,pasó a través de altos edificios deapartamentos y bloques de oficinas,hasta que finalmente llegó a la costa.Desde allí caminó hacia el oeste endirección a la parte del Transit Bridgeque daba a la isla de Hong Kong. Viouna señal que marcaba la hora y lafecha, y descubrió que era jueves, cerca

de la medianoche. Había perdido dosdías más.

Al entrar en el puente, con sucubierta de velas que se izaban sobreella al son del aire nocturno, colocó lasmanos y la cara delante del escáner y,tras ser confirmada como residente, seadentró en la penumbra y se mezclóentre los transeúntes.

El Transit Bridge le resultaba menosfamiliar una vez que había recuperado lamemoria. Ya no lo sentía como su hogary tampoco le parecía tan seguro comoantes. No obstante, las luces de su casaestaban encendidas y su calidez lainvitaba a entrar. Se dio cuenta de quetenía muchas ganas de ver a su madre,

más que en todo el año anterior. Veía lascosas claras. Fiona era tan víctima deBriac Kincaid como ella y queríacompensarla por haberse mostrado tanfría con ella últimamente. Abrió lapuerta.

—¿Mamá? ¿Estás aquí? —Oyó aalguien en el consultorio y gritó a suespalda—: ¿Te dijo Shinobu que estababien? ¡Sube arriba conmigo!

No esperó la respuesta de Fiona.Tenía una imagen metida en la cabeza ytemía perderla: tres óvalos entrelazados.

Al llegar a la habitación apartó lasmantas dobladas y los guardapolvos quehabía en el suelo y registró el armario.Pero lo que buscaba no estaba allí.

—¿Mamá? —exclamó—. ¡Necesitoque me ayudes!

Se interrumpió un momento y seretrotrajo a aquellos extraños meses enlos que era nueva en el Bridge y en lacasa, cuando se recobraba de esa heridacasi letal del pecho. ¿Dónde la habíapuesto?

Se dirigió a la habitación de sumadre y abrió el arcón de madera quehabía a los pies de la cama. Estaba llenode vestidos de seda, horquillas para elpelo, zapatillas historiadas…, objetosque realzaban la belleza de Fiona comoacompañante para los hombres que ibana visitarla al Bridge. También había, ledolía en el alma verlo, un mínimo de

diez botellas de licor vacías.Y, en el fondo de todo, una cajita de

metal.«Aquí estás», susurró.Había pasado un año y medio

intentando olvidar esa caja y sucontenido. Le temblaron las manos alsacarla del arcón y ponerla en el suelo.

Cuando abrió la tapa y examinó losobjetos que había en su interior leentraron mareos. Eran las cosas quellevaba en los bolsillos de la capa el díaque llegó al Transit Bridge, unos objetosque no quería volver a ver y, sinembargo, tampoco podía librarse deellos. Se los había entregado a Fionapara que los guardara a los pocos días

de llegar y los olvidó completamente.Había un viejo cuchillo, afilado y

perfectamente equilibrado para poderlanzarlo. Al verlo, recordó a un hombrecayendo de un caballo al tiempo que sellevaba las manos a la garganta. Vio unmechón de pelo de las crines de Yellen.Se había quedado entre sus dedoscuando Shinobu la llevó a Hong Kongdesde el Allá. La caja también conteníaun pañuelo de seda manchado de sangreseca. Era un regalo de John, que se lohabía llevado tras uno de sus viajesanuales a Londres. Se lo había entregadobajo un árbol en el bosque y después lahabía besado… La sangre era suya. Élpropio John había disparado contra ella

la noche del ataque.Olvidó su cometido por momentos,

embriagada por los recuerdos. Cuandose le pasó, encontró lo que buscaba.Bajo los otros objetos había un gruesovolumen encuadernado en piel.

Sus cubiertas estaban desgastadastras haber pasado por muchas manos alo largo de los años, pero las oscurasmanchas de sangre reseca que había enel lomo parecían recientes. Quin sepreguntó si sería suya o pertenecería aotra persona que lo había tenido en susmanos antes que ella.

El libro se abrió prácticamente soloal tocarlo. En su interior había multitudde páginas que correspondían a un

diario, algunas escritas con letrafemenina, otras con la caligrafíaapretada y abigarrada de otros tiempos.Había notas pegadas al libro e inclusohojas sueltas, algunas de papel, perotambién de materiales más viejos ysuaves, pergamino y vitela, doblados eintroducidos meticulosamente entre laspáginas. Además de decenas de dibujos.

Hojeó las sencillas ilustraciones deanimales y los toscos paisajes dibujadosa tinta. Después, en la esquina superiorde una de las páginas, encontró el dibujoque recordaba: tres óvalos entrelazados.Estaba segura de que ese símbolo teníaalgo que ver con el origen de losSeekers. El texto que había debajo del

símbolo no estaba escrito en inglés, sinoen una lengua más antigua.

Briac había mantenido siempre elsilencio respecto a su historia. Tampocolos Dreads habían explicado muchocomo jueces que supervisaban eljuramento de los Seekers. Si Briacguardaba silencio era porque habíacosas que no quería que supiera. Esesímbolo probablemente era una de ellas.¿Cuánto le faltaba por aprender? Sesentía como si solo le hubieran mostradolas copas más altas de los árboles y lequedara todo un bosque por explorar.

Tras mirar el dibujo de los óvalosdurante un rato y delinear sus contornoscon los dedos se obligó a cerrar el libro.

Ese volumen de piel precisaba unestudio más profundo y detenido, peroprimero quería ver a su madre, contarletodo lo que había sucedido durante losúltimos días. Quin regresó mentalmentea Hong Kong y a la habitación que teníaa su alrededor.

—¡Mamá! ¡Fiona! —gritó.Cogió el libro, se levantó y al darse

la vuelta para salir de la habitaciónestuvo a punto de tropezar con las dosfiguras que había en la puerta.

Sorprendida, dio un paso atrás.Ninguna de ellas era su madre.

Una era el maestro Tan, pequeño ypulcro, con su bata de sanador. El otroera un adolescente asiático corpulento

con cardenales amarillentos. La emociónpor encontrar el libro se desvaneció. Alver sus caras adivinó al momento lo quehabía sucedido.

—¿Mi madre… ha desaparecido?El maestro Tan asintió con gesto

serio.—Sí, anoche.—¿Ha sido John? —preguntó.Ninguno de ellos parecía tener ni

idea de quién era John, pero Quinasentía para sí. Por supuesto que habíasido John. No pararía hasta queconsiguiera el athame. Fiona era unmedio de conseguirlo.

—Shinobu lamenta mucho losucedido —explicó el grandullón—. Sé

que se arrepiente por haber cometido laestupidez de salir corriendo. Sabe queincluso un idiota o un niño pequeñohabría mirado antes quién llamaba a lapuerta. Shinobu no es un niño pequeño,pero es posible que sea un idiota. Porcierto, yo soy Brian. Nos habíamosquedado los dos a dormir aquí.

—¿Shinobu aquí? ¿Con Fiona?Le había pedido que fuera a decirle

a su madre que se encontraba bien trasla pelea en el Bridge. Pero nada más queeso. Él parecía estar deseando salir desu vida.

—Sí. Vio como se llevaban a tumadre —explicó el chico—. Se suponeque estaba vigilándola.

—Ah, ¿sí?Brian se encogió de hombros.—Le parecía buena idea hacerlo. Y

lo habría sido… si no hubiera salidocorriendo.

—Ha ido a suicidarse paraarreglarlo —añadió el maestro Tanseriamente.

—¿A suicidarse? —Quin miróalternativamente a uno y a otro, en buscade una explicación mejor, o al menosque se preocuparan más. Al ver queambos callaban dijo—: Yo no se lopedí… ¿Está…? Es decir… ¿Estáisdiciéndome que ha muerto?

—Oh, no lo creo —contestó elmaestro Tan, negando con la cabeza—.

Me sorprendería mucho.—Poco probable —coincidió Brian.—De hecho —continuó con calma el

maestro Tan, sacando un viejo reloj debolsillo y mirándolo—, a menos quehaya hecho algo completamenteinesperado…

Se oyó un fuerte porrazo y el ruidodesenfrenado de las campanillas alabrirse la puerta de la calle. Quin losapartó a ambos de su camino y corrióescaleras abajo, seguida por ambos. Porun instante creyó que su madre habíaregresado. Pero no era Fiona.

En el umbral de la puerta estaba laaltísima y mojadísima figura de Shinobu,completamente desnudo a excepción de

unos calzoncillos decorados conpersonajes de dibujos animados. Élmismo parecía un personaje de cómic.Con esos fibrosos músculos resaltadospor la luz de las farolas que tenía a suespalda y chorreando, habría podido serun semidiós enviado a la Tierra por unpadre furioso. Su pelo corto estabahecho una plasta y tiritaba a más nopoder.

—Todavía llevas mis vaqueros —dijo Shinobu al ver a Quin parada casial final de las escaleras.

Por algún motivo esas palabrashicieron que se sonrojara.

Aparte de no llevar ropa, Shinobuestaba diferente de la última vez que lo

había visto. No miraba a los lados,apartaba la vista o la observaba desdeel interior de la capucha de su chaquetade cuero, ni contemplaba sus gastadoszapatos. La miraba a ella directamente,mostrando la intensidad que ellarecordaba en sus ojos negros. Era lamirada que ponía cuando luchabanjuntos, una mirada que advertía de sufuerza, de su lealtad, del peligro.

Si la hubiera mirado así días atrás,lo habría reconocido enseguida. Ledaban ganas de ir a su encuentro yabrazarlo, como si se reunieran denuevo por primera vez.

—Te prometo que recuperaremos aFiona. Tengo un plan. No te va a gustar.

Puede que sí. No, seguro que no. Estoycompletamente seguro de que no tegustará. —Sus palabras salían enrápidas y desordenadas ráfagas—. Peroservirá para un momento crítico, yestamos en ese punto, ya que no sabemosqué planea John. Al menos yo no. Yprobablemente tú tampoco.

—Hablas raro —advirtió Quin concautela.

Se sentía avergonzada por la urgentenecesidad que tenía de rodearlo con susbrazos. Dio un paso hacia él, pero no seatrevió a acercarse más.

—Él me ha dado algo —dijoacusando al maestro Tan con un dedo.

Quin se volvió hacia él.

—Completamente natural, te loaseguro —respondió el maestro Tan—.Pero efectivo. Te dije que fueras a unlugar seguro, Shinobu. ¿Te has tirado delBridge?

—Intentaba suicidarme, ¿recuerda?En cuanto salí a la superficie recuperéde golpe todo el razonamiento que nohabía tenido durante el último año ymedio. —Miró a los tres, que seguíanobservándolo con precaución—. ¿Puedealguien darme una toalla? No querríaisque me dejaran pasar por la puerta así.He tenido que trepar. Estoy helado.

El maestro Tan fue a buscarle latoalla y dijo mientras se iba:

—Te habría servido con meterte en

un contenedor.Shinobu alzó los ojos al cielo.—Usted y sus contenedores… —

Luego miró a Quin y Brian—. Mi planes…

—Supongo que esta vez me dejarásfuera, ¿no, Barracuda? —preguntó Brian—. Todavía me queda alguna costilla sinromper.

—No, qué va, Lubina. A ti te toca lamejor parte.

El espacio del sótano era estrecho yalargado. Estaba lleno de armarioshistoriados y baúles apiladosordenadamente a lo largo de las dos

paredes, dejando un pequeño pasillo enmedio. Allí abajo se percibía el espíritude Asia. Quin se había criado enEscocia con Shinobu y solo conocía suparte escocesa, pero ahí, bajo la casa desu madre, apreciaba su mitad japonesa.Había un reluciente colgador de maderaque contenía al menos diez catanas yespadas samuráis con grabados eincrustaciones de águilas, el símbolo dela familia. Los baúles de madera que seamontonaban alrededor de la habitaciónparecían antiguos, todos ellos decoradoscon escenas de la vida samurái, y losarmarios estaban repletos de dibujostradicionales japoneses de dragones ymonjes.

Shinobu se había tranquilizado unpoco, pero todavía se desplazaba aldoble de velocidad que el común de losmortales. Eso significaba que estabaocupado y no advertía cómoincomodaba a Quin. Se había puestoalgo de ropa, pero ella no dejaba derecordar el aspecto que tenía cuandoestaba a la puerta de su casa y eso quehabía dicho de que haría «todo» cuantopudiera para ayudarla…

Shinobu estaba al otro lado delsótano, abriendo una gran caja metálica.Al quitarle la tapa cayeron también loslaterales, dejando a la vista unaamalgama de correas, clips y tubos demetal. Sus manos se movieron

rápidamente entre aquella maraña,ordenando piezas y ensamblándolassimultáneamente. En unos minutos sucontenido comenzó a tomar forma.

—¿Qué es eso? —preguntó Quin.Parecía un arnés de caída libre con

cohetes a los lados, y en realidad eraprecisamente eso.

—Cuando llegué empecé a saltardesde lo alto de edificios. Es la bomba,en serio. Mi madre se moría de miedo yme metieron en la cárcel unas cuantasveces. Eso no fue tan divertido, peroconocí a un montón de genteinteresante… La cárcel es así. —Laspalabras le salían solas, pero seinterrumpió al ver cómo Quin miraba el

arnés—. Es completamente seguro —dijo. Y luego añadió—: No. Enrealidad, no es nada seguro. No sé muybien por qué he dicho eso. Pero no mehe matado. Obviamente, ¡estoy aquí!

—¿Cómo de altos eran esosedificios?

—Altos.—Tan altos como…No pudo terminar. Tenía el athame

escondido todavía en la funda quellevaba pegada a la pierna izquierda yestaba haciéndole cosquillas. Lo tocó através de los pantalones y descubrió quela piedra estaba vibrando muysuavemente. Al tocarla, la vibraciónaumentó y se coló a través de sus huesos

hasta llegarle a los dientes.—¿Qué? —preguntó Shinobu.—El athame está vibrando. —

Shinobu alargó el brazo y le metió lamano por la pernera en un intento detocarlo. Quin se descubrió echándosehacia atrás, sorprendida por esarepentina intimidad—. Ha… ha parado—explicó—. Qué raro. Algo lo hadesconectado.

—Hay una línea de metro cerca —sugirió Shinobu al tiempo que volvía amanipular el equipo de caída libre—.¿A lo mejor transmite las vibraciones? Aveces, cuando vengo aquí noto el metrobajo mis pies. Salvo cuando me hemetido varitas de Shiva, porque

entonces parece que todo vibre y no senota la diferencia. Pero tú no te hasmetido Shiva nunca, a lo mejor es poreso. —Shinobu sacó los cartuchos delos cohetes y los separó del resto.Cuando terminó, llevó el equipo al otrolado del sótano y lo colocó junto a lapuerta—. Ahora la ropa —indicó—.Afortunadamente, mi madre planeó estopor nosotros hace tiempo. —Abrió elarmario que había al lado de Quin ydesveló todo una colección dearmaduras, algunas de ellas antiguas,perfectas para un samurái, y otrascompletamente modernas—. Es la de mitataratataratatara… no recuerdo cuántostatarabuelos —explicó señalando la

armadura de samurái.Era una red de piezas de madera

lacada unidas mediante hermososgalones de seda.

—Es preciosa.—Todavía funciona… contra

espadas y cosas por el estilo.—Y el resto… ¿para qué? —

preguntó ella mirando varias piezas dedefensas de alta tecnología.

—Al principio mi madre creía queAlistair se reuniría pronto con ella y queBriac vendría a buscarlo. Creyó que talvez hubiera, ya sabes, una batallacampal. Compró cosas con esa idea enmente. Y es de ese tipo de personas quecompran tres cuando con una basta,

probablemente porque tiene un montónde dinero. —Fue pasando prendas yenseguida sacó varias que parecían de latalla de Quin—. Esto es como una cotade malla —dijo estudiando un traje decuerpo entero hecho con algo fino ybrillante mientras comprobaba lamedida por encima. Se lo dio para quelo sostuviera—. ¿Y tal vez estos? —preguntó pasándole un par de guantes ajuego. Luego cogió un chaleco antibalasy se lo entregó—. Adelante —le indicómientras reunía un equipo similar paraél—. Pruébatelo.

Quin vaciló. El espacio entre las dosparedes era muy reducido. No era capazde quitarse la ropa delante de él, sobre

todo después de haber visto su cuerpoimponente.

—Es que… supongo que me davergüenza —se excusó torpemente.

—Perdona. No estaba pensando.Obviamente me encantaría vertedesnuda. Llevo soñando con ello desdeque teníamos trece años. Puede queantes. Cuando empezaron a interesarmelas chicas desnudas. Quizá a los doce.Conseguí desnudar a un par de chicasdel pueblo, pero tú… —Se interrumpióde repente, sonrojándose hasta lasorejas. Se quedó mirándola un momentoen estado de shock. Luego abrió más lapuerta del armario, creando una especiede biombo entre ambos para ocultarse.

Se hizo un largo silencio. Al fin, desdeel otro lado de la puerta, dijo—: Losiento. Es el té. —Y luego, en voz másbaja, Quin lo oyó murmurar—:Increíble.

Quin sonrió. No se podía quitar dela cabeza la imagen de Shinobu sin ropaa la puerta de su casa. La idea de que élpensara en ella le llenó el estómago demariposas.

Empezó a desnudarse y oyó aShinobu al otro lado de la puertahaciendo lo mismo. Consiguió pasarseel brillante traje por las piernas hastallegar a la cintura, pero la parte dearriba estaba separada en varias piezasque parecían ir unidas unas a otras de

una manera que no conseguía descifrar.—¿Quin? ¿Estás bien? —preguntó al

cabo de un rato.—Intento averiguar cómo se pone

esto —dijo intentando por tercera vezunir las tiras de la parte de arriba.

—Espera, yo te ayudo.Cuando vio que ponía la mano en el

borde de la puerta para apartarla, Quinse apresuró a cubrirse. Al salir de detrásde la puerta Shinobu llevaba esa mismafina armadura que, igual que la de Quin,no había terminado de ponerse y dejabasu pecho al desnudo. Obviamentetodavía se sentía avergonzado yestudiaba su traje con gravedad sinatreverse a mirarla.

—Ah, esa parte sube y va cogida pordelante —explicó señalando una de lassolapas que colgaban a un lado—.¿Puedes alcanzar…?

Al intentarlo estuvo a punto desoltarse y dejarle el pecho al aire.

—Como que no —repuso intentandono parecer avergonzada mientras seesforzaba por taparse—. Se meescapa…

—Así…Le rodeó la espalda con las manos y

notó como enganchaba dos trozos detela. Después tiró del traje por detrás.Se le escapó un poco y su pecho rozóaccidentalmente el de ella.

—Perdón —murmuró Shinobu.

—No pasa nada.Quin se descubrió mirando al suelo

fijamente mientras él le ponía la piezade atrás por los hombros para sujetarlapor delante. Era difícil no notar lacalidez de sus manos. Pensó en lo fuerteque era, lo suficiente para levantarla ycogerla en brazos, si él quisiera…

Intentó no pensar en eso. Se esforzópor no mirarlo mientras él le metía losbrazos por las mangas, que cerró con unvelcro hasta que quedó ceñido. El trajeera como una fina ropa interior larga yajustada con un brillo metálico.

—Estos cierres te dan completamovilidad en los brazos, aunque estéapretada la armadura —explicó mientras

ella se echaba hacia atrás para dejarespacio entre ambos—. La he probadoun par de veces que me vi obligado a, yasabes, pelearme con alguien.

Quin probó a dar un par de ganchosy se sorprendió al ver lo flexible que erala armadura.

—¿Me ayudas con la mía? —preguntó Shinobu, sin dejar de apartar lamirada.

Averiguó la forma de uniradecuadamente el peto y el cuello de lacamiseta. Después fijó la parte de abajoa la cintura con el velcro. Para ello fuenecesario rodearlo con sus brazos unmomento y su corazón hizo caso omisode sus órdenes y empezó a latir más

rápido.—Va bien para defenderte de

cuchillos y cosas así —prosiguió—.Aunque si te apuñalan con fuerza noaguanta. Un golpe directo lo atravesaría.Pero sirve para que no te quemes. A noser que haga mucho, mucho calor.

Quin asintió. Le costabaconcentrarse en lo que decía. No sehabía fijado realmente en Shinobu desdeque eran niños, porque había focalizadotoda su atención en John. Pero en esemomento lo veía perfectamente.

Dejó caer las manos a los lados.Tenía que detener esa clase depensamientos. Seguramente era ciertoque solo había dicho eso por efecto de

las hierbas. Además, eran primos o algoparecido. ¿Qué eran, primos terceros?¿Hasta qué punto un primo tercero esfamilia? ¿Y no había vuelto a casarseuno de sus tatarabuelos lejanos?Recordaba haber averiguado eso, locual significaba que solo compartían lamitad de consanguinidad que se lespresuponía, ¿no? De repente, suparentesco parecía lejano…, peroShinobu siempre la había llamado«prima».

—Ahora toca cubrirlo —dijovolviéndose para mirarla.

Se ayudaron el uno al otro a ponersecamisetas normales sobre la armadura,evitando en todo momento mirarse a los

ojos. Quin se imaginó haciendo locontrario: quitándose las camisetas,quitándose la armadura,desprendiéndose de los años que habíapasado con John. Shinobu podía subirlaal piso de arriba en brazos…

Se volvió para que él no viera sucara y se puso unos pantalones. Shinobuse colocó unos calzones largos porencima de su fina protección. Y todoello iría bajo una armadura exterior máselaborada que se pondrían en algúnmomento, supuso.

Shinobu le puso un chaleco antibalasy se lo ajustó.

—¿Cómo te va? —preguntó.—Está bien.

Sus caras estaban prácticamente launa pegada a la otra. Se fijó en lasraíces de su pelo, que iban recuperandoese color rojo intenso que ellarecordaba. Se había quitado lospendientes de la cara y se le veía limpia,con sus perfectas facciones inmaculadas.Las manos de Quin habían llegado a supecho sin pedir permiso y habíanpermanecido allí, sintiendo los latidosde su corazón.

—Estás calentito —susurró Quin.Shinobu la miró de cerca con sus

ojos negros. Tenía las manos puestas ensu cintura. ¿Eran imaginaciones suyas oestaba acercándola poco a poco?

Quin no pudo evitarlo. Se acercó a

él y lo besó en…Oyeron un estruendo increíble a

pocos metros de ellos, detrás de lapuerta del sótano, y se separaron degolpe.

La puerta se abrió y Brian Kwonapareció sobre el último peldaño de laescalera que llevaba al jardín. Sosteníacon una mano el mango de un palé conruedas que se balanceaba al pie de losescalones. En él había decenas de latas,multitud de paquetes con objetos que separecían sospechosamente a fuegosartificiales y una gran cantidad deequipo de soldar que parecía haberpasado bastante tiempo bajo el agua. Elruido lo había producido una lata muy

grande y pesada que había salidorodando del palé, y había rebotado porlos escalones hasta estrellarse con lapuerta metálica del sótano.

—He arrasado con el desguace delpuerto, Barracuda —explicó Brianrezongando mientras devolvía la lata asu sitio—. Espero que no pienses volvera tu trabajo. He pasado también porvarios departamentos más.

Shinobu sonrió, dio una palmadita enlos hombros a Brian y se dispuso ainspeccionar los objetos que habíallevado. Quin lo siguió y se sonrojó alver que Brian la miraba socarronamente.

Una vez que Shinobu mostró susatisfacción con el botín, empezaron a

guardar todo el material cuidadosamenteen mochilas. Tras esto acabaron devestirse y Quin se colocó la capa deShinobu para poder ocultar el athame yel reanimador en sus bolsillos.

Ya preparados, Shinobu desaparecióen el interior de la casa. Brian y ella loesperaron fuera. Quin volvió a pensar enel libro de piel que había sacado delbaúl de la habitación de su madre.

—Brian, ¿no tendrás por casualidadun teléfono? —preguntó.

Al cabo de un rato vio a Shinobu através de una ventana cercana. Estaba enel vestíbulo de la casa de su madre,vestido con la armadura de samurái desu ancestro sobre el chaleco antibalas y

unas botas de motorista. Mientrasmiraba, su madre y Akio, el hermanopequeño, le dedicaron una reverenciaamplia y ceremoniosa, y Shinobu lescorrespondió inclinando la cabeza.

53

John

—¿Cómo está? —preguntó John,observando la imagen de su abuelo en elmonitor de seguridad.

Gavin estaba en la cama, dobladosobre el espinazo con un ataque de tos,con las quemaduras del pecho y el brazo

todavía vendadas.—Mejor que ayer, pero no tan bien

como estará mañana —respondióMaggie.

Aquella asistenta de pelo largo cano,que rondaba los noventa años de edad ytodavía mantenía la espalda recta, teníaen sus manos la vida de Gavin. John lahabía readmitido en el Traveler elmismo día que partió hacia la hacienda.Había vuelto a administrarleinmediatamente el antídoto a las dosismás elevadas posibles, pero el cuerpode Gavin tardaba mucho en responder.Era viejo y saltarse el medicamentodurante varias semanas había estado apunto de costarle la vida.

Con el abuelo estaba confinado en suhabitación, John tenía el control delTraveler. Era cierto que los parientes deGavin luchaban en los juzgados paracontrolar las propiedades de la familia,pero había exagerado respecto al riesgoinmediato que suponían. El veneno lehacía ver enemigos en todas partes.«Como si no tuviéramos ya suficientes»,pensó John.

—¿Quiere que le traiga algo debeber, señora Kincaid? —preguntóMaggie.

Fiona estaba sentada a una mesa enun rincón, con una mano esposada a unacadena sujeta a la pared. Le daba amplialibertad de movimientos, pero no cabía

duda de que estaba cautiva en la nave.—No, gracias —respondió Fiona sin

volver la vista de la ventana a través dela cual veía pasar Londres.

Ver ese grillete en su muñecaentristecía enormemente a John. «Tengoque encontrar la forma de conseguirlosin que Quin y ella vuelvan a sufrirdaños». Esas mismas palabras habíanpasado por su mente cientos de vecesdurante los últimos dos días, perodudaba de su habilidad para mantenerlasa salvo, dado que ninguna de las dosestaba dispuesta a ayudarlo.

Repasó los diferentes canales deseguridad en el monitor, echando unpequeño vistazo a las cámaras

exteriores del Traveler y a las calles deLondres que había debajo de él. Teníahombres repartidos por la zona denegocios de la ciudad y siguiendo la rutaque hacía el dirigible, a la espera de quellegara Quin. Iría a rescatar a su madre.Por supuesto que lo haría.

—¿Puedo hacer alguna otra cosapara que estés más cómoda? —preguntóJohn a Fiona cuando salió Maggie.

—Podrías quitarme las esposas ysoltarme —sugirió esta—. Eso haría queestuviera mucho más cómoda.

—Eso es lo único que no puedohacer todavía —respondió condelicadeza. Apagó el monitor y se sentócerca de ella—. Ahora simplemente

tenemos que esperar. No quiero queestés asustada ni cohibida. ¿Tieneshambre?

—Eres muy educado, para ser unsecuestrador.

—Intento recordar mis modales —dijo esperando sin éxito que sonriera.

—¿A diferencia de aquella noche enla hacienda? —le preguntó ella confrialdad.

—Sí, a diferencia de aquella noche—respondió quedamente, sintiendo elhorror que siempre le asaltaba alrecordar lo sucedido.

—No tengo hambre. Gracias, John.Sus ojos, al contrario de lo que ella

manifestaba, sí mostraban cierta

apetencia por algo. John lo reconocía desu época de aprendiz. Hacía un trabajoestupendo como profesora de idiomas ymatemáticas, pero al caer la tarde sumente se nublaba un poco.

John se dirigió a un armario quehabía en un lado de la habitación, sacóun decantador de cristal y sirvió unagenerosa medida de coñac en uno de lospesados vasos de su abuelo. Se sentó denuevo sin decir palabra y deslizó elvaso por la mesa. Fiona levantó el vasoy dio un largo trago sin mirarlo a losojos.

—Llevo compadeciéndote por estarcasada con Briac desde que tenía doceaños, Fiona —dijo, esperando que ella

entendiera que lo decía sinceramente. Larecordaba perfectamente de susprimeros días como aprendiz, aquelrostro hermoso y su mirada vacía. Elmodo en que se controlaba cuandoestaba en presencia de Briac, lasuavidad de su voz, que amenazaba conromperse. Quin y Shinobu nuncaparecieron percatarse, pero él loentendía. Él sabía lo que era vivir bajouna pesada sombra, tener a alguien cercaa quien no le importa en absoluto tuseguridad y que te desea el mal—. Briacte trataba igual que a mí. Somos másparecidos de lo que piensas.

—No nos parecemos en nada, John—susurró Fiona.

—No digas eso. Solo necesito unpoco de ayuda. Sigo creyendo que Quinlo entenderá y me ayudará.

—¿Por qué iba a hacerlo? En elestado en que se encuentra no puedeayudar a nadie.

—Vuelve a ser ella, Fiona. La hevisto. ¿Por qué no me ayudas aconvencerla?

—¿Y crees que secuestrándome es lamejor manera de que nos pongamos detu parte? —preguntó con sarcasmo.

—He tenido que traerte aquí paraque ella me devuelva lo que mepertenece y me enseñe a usarlo. Quin tequiere. Traerá el athame pararecuperarte. Y entonces podréis

marcharos.—Crees que el athame te pertenece

—dijo Fiona pensativamente. Bebió denuevo del vaso, notando el duro peso dela cadena y la esposa en su muñeca—.No eres la primera persona que afirmaeso.

—No hables como Briac, por favor.Tú sabes que ese athame me pertenece.

—Eso depende de lo lejos quequieras remontarte.

—El athame ha pertenecido anuestra familia cientos de años, puedeque más. Tú deberías saberlo, Fiona.

—A lo largo de cientos de años unafamilia se convierte en un árbol enormey retorcido, John. Algunas de sus ramas

llegan tan lejos que es difícilreconocerlas. ¿Cómo puedes estarseguro de que te pertenece a ti?

Dejó el vaso vacío encima de lamesa. Por algún motivo la palabra«retorcido» le recordó a su madre,sangrando en el suelo de su apartamento,con las extremidades colocadas enposiciones imposibles alrededor de sucuerpo. Súbitamente, había perdido elcontrol de sus emociones.

—¿Es que no puede llegar elmomento en el que todo se reduzca a unsimple acto de justicia? —preguntó él,odiando la desazón que mostraba su voz—. ¿En el que se hace algo porque es«lo correcto»?

Se interrumpió. No tenía sentidoquejarse de injusticia ante una mujer quehabía estado casada con Briac Kincaid.Ella, igual que John, sabía perfectamenteque la vida no es justa. Solo uno mismopuede conseguir que lo sea.

Necesitó un momento para recuperarla compostura, luego cruzó la habitacióny le sirvió otro vaso de coñac. Despuéscambió de tema.

—¿Por qué decidisteis marcharos aHong Kong?

Le entregó el vaso a Fiona, que, unavez más, se lo llevó a los labios.

—Estábamos allí mientras Quin securaba. De la herida de bala.¿Recuerdas esa herida? —Lo miró a los

ojos un momento. Se había llevado unamano a la garganta, donde se veía lamarca, apenas apreciable, de su cicatriz.

«Era necesario —se dijo John alrecordar la herida de su cuello—. Peroaquella noche fui demasiado lejos.¿Estaré ahora haciendo lo mismo? ¿Esverdad eso que dijo Quin de que estoyvolviéndome como Briac?».

—Yo creía que estábamos de pasoen Hong Kong —añadió Fiona—, peroQuin tardó mucho tiempo en recuperarsey cuando lo hizo quiso quedarse allí.

John apartó la mirada.—Supongo que estarías contenta de

poder alejarte de Briac, sin importardónde estuvieras ni lo que acabaras

haciendo.Después de aquella noche terrible en

la hacienda, supuso un enorme consuelopara él saber que Fiona había escapadode las garras de Briac. Pero elinformante que le ayudó a localizar aQuin en el Bridge había visto a su madrecon el pañuelo amarillo de las mujeresde compañía anudado al cuello. Aquellole había parecido una broma del destinoparticularmente cruel.

Fiona volvió la vista hacia laventana. El Támesis había aparecidobajo ellos y un rayo de sol de tonosrojizos y dorados penetraba en elhorizonte a través de las nubes.

—Comprendo por qué lo odiabas,

John —intervino Fiona—. Yo antestambién lo hacía. Cogía las enseñanzasde los Seekers y las retorcía de unamanera mezquina. Pero era mi marido.Yo le debía lealtad.

—¿Por qué hablas en pasado? —preguntó John montando en cólera denuevo al pensar en Briac—. Sigoodiándolo, más que antes incluso, si esque eso es posible. Obligó a Quin a…—Entonces se dio cuenta: la última vezque Fiona vio a su marido fue aquellanoche en la hacienda y Briac estabaherido, tendido en la campiña—. Creesque Briac está muerto —murmuró—.Crees que lo maté.

Fiona se volvió hacia él de repente y

vio en su cara que estaba en lo cierto.—No estaba segura, pero daba por

hecho que…—Lo siento, Fiona. —No había

palabras que pudieran suavizar elmensaje—. Briac… No, no está muerto.Lo vi hace unos días en la hacienda.

Fiona dejó el vaso en la mesa yestuvo a punto de derramarlo de laimpresión. Se quedó mirándolo y unmiedo sutil pero profundo afeó susfacciones.

—¿Vas a…? ¿No pensarás…?—¿Entregarte a Briac? ¿Eso es lo

que te preguntas? ¿A cambio delathame?

Fiona asintió con gravedad.

—No. Ya lo intenté una vez,¿recuerdas? Briac no aceptaría nada acambio del athame, ni siquiera a suhermosa esposa. —Lo dijo con tantocariño como pudo—. Pero Briac no esquien lo tiene, sino Quin.

—En cualquier caso, ya no mequerría —murmuró sin escuchar el restode lo que había dicho—. Estoy segurade ello.

John lo comprendió todo. Fiona erauna mujer inteligente y hermosa. Trasmarcharse de la hacienda podría haberhecho un sinfín de cosas, pero habíaelegido ser mujer de compañía. Escogióuna profesión que la haría intocable aojos de Briac. Aunque pensaba que

probablemente estaría muerto, habíacreído necesario protegerse incluso dela posibilidad de que continuara vivo.Al degradarse a sí misma esperabaescapar de su poder, como todos habíanhecho.

—No —coincidió John—. Te haslibrado de él.

54

Maud

La Joven Dread no podía apartar lamirada del rostro de su maestro. Sehabía afeitado la barba y cortado elpelo, y el cambio era tan impactante queresultaba prácticamente imposible deasumir. Su maestro, que, por lo que ella

sospechaba, había convivido con losromanos en la antigua Britania, habíaconseguido de algún modo adoptar elaspecto de una persona que pertenecía aesa incómoda y superpoblada eramoderna en la que se encontraban.

Era cierto que se había cambiado deropa. En lugar del hábito de monje,llevaba pantalones, jersey y unoszapatos que parecían un castigoinsufrible. También ella había tenido queponerse zapatos y un vestido. Loszapatos eran terriblemente incómodos yel vestido no le sentaba nada bien a suesbelto cuerpo. Parecía una panteraembutida en un traje.

Pero el afeitado y la ropa no eran los

únicos cambios en su maestro. Habíaalgo diferente en la manera en que semovía. Incluso su voz era distinta.Cuando hablaba con la enfermera sudiscurso se adaptaba perfectamente alde ella. Usaba los mismos extrañostérminos médicos que la Joven Dreadhabía oído con frecuencia cuando habíaestado postrada en una cama de hospitalcomo aquella, recuperándose de lacuchillada del Dread Mediano. Se habíaalargado durante cientos de años y nodespertó hasta hacía pocos días, cuandoQuin lo sacó del Allá para hacerloentrar en la hacienda. ¿Dónde habíaaprendido a hablar de esa forma?

El Viejo Dread y la enfermera

hablaban sobre Briac Kincaid, que yacíaen la cama de un hospital con suturas yvendas en un brazo y una pierna. LaJoven entendía lo suficiente paracomprender que Briac se recuperaríaperfectamente con el tiempo. Losmédicos le habían puesto algo en lasheridas para que se curasen rápidamentepor dentro. Eso no le hacía gracia. Dadosu lamentable estado y sus quejas,albergaba la esperanza de que lasheridas fueran mortales.

El Mediano estaba de pie al otrolado de la habitación, de brazoscruzados, con la capa colgando por loshombros. Había permitido que lepusieran puntos en el corte del pecho,

pero no había cambiado su apariencia enabsoluto. Su rudeza y aspecto salvajecontrastaban con el orden que reinaba enel hospital.

La enfermera terminó de hablar conel Viejo Dread y abandonó la habitacióntras dedicarle unas breves palabras alpropio Briac y mirar con inquietud alMediano.

—Tú permanecerás aquí —dijo elViejo Dread a Briac, volviendo atransformarse en el maestro de siemprea medida que hablaba. De algún modo,pasaba imperceptiblemente del hombreantiguo al moderno, como un actor quese pone diferentes máscaras—.Volveremos a por ti cuando hayamos

concluido. Y entonces retomarás tu…El Viejo se interrumpió. Se llevó la

mano al bolsillo interior del abrigo,donde tenía el athame.

Al cabo de un momento la Joventambién sintió la vibración. Cada vezera más fuerte. En alguna parte delmundo, Quin Kincaid estaba usando elathame. Tras el ritual de la caverna, elathame del viejo Dread temblaba alunísono con la daga de Quin cuando estaentraba en acción.

El Mediano, que hasta ese momentoparecía parte del mobiliario delhospital, se puso en marcha, cruzó lahabitación y cerró la puerta tras de sí.

El Viejo sacó el athame del abrigo y

lo sostuvo ligeramente en las manos. Lavibración se hizo más intensa, hasta queinvadió toda la habitación y la puertacomenzó a temblar. A través de laventanilla que daba al pasillo, quetambién vibraba, la Joven vio como elpersonal médico se tapaba los oídos alsentir el temblor.

El Viejo sostenía delante de sí ladaga, que se balanceaba en sus manos.Un minuto después, la vibracióncomenzó a desvanecerse.

—Ha visitado el Allá —informó elmaestro de la Joven Dread.

La vibración a la que tenían queesperar era la segunda. Esa les diría enqué punto exacto de la Tierra estaría

Quin cuando golpeara el athame ysaliera del Allá para volver a emergeral mundo.

La Joven Dread sabía queprobablemente tardaría un tiempo enregresar al mundo real. Perderse en elAllá era uno de los principales riesgosde usar el athame. Incluso los Seekersveteranos podían perderse y flotar hastaquedar congelados en una inmovilidadabsoluta si no eran capaces de mantenerla concentración mental necesaria. LosSeekers usaban un cántico temporal paraalcanzar ese objetivo, pero a pesar deesa ayuda el athame era un método deviaje peligroso. Quin era unaprincipiante y el riesgo de perderse al

entrar en los caminos intermedios erabastante real, independientemente deltiempo que permaneciera allí.

Transcurrieron solo dos horas hastaque el athame volvió a ponerse enfuncionamiento, una duración que a laJoven Dread le parecióimpresionantemente breve para unaSeeker inexperta. Quin debía de tener ungran control sobre su mente.

Los Dreads habían permanecido enla habitación del hospital durante todo eltiempo. Ya era de noche. Las enfermerasentraban y salían, visiblementeasustadas por la mirada del Mediano.Los tres Dreads estaban de espaldas a lapuerta, sosteniendo el athame mientras

este empezaba a vibrar por segunda vez.La Joven, el Viejo y el Medianocolocaron sus dedos alrededor de losdiales.

El segundo temblor fue muchísimomás fuerte que el primero. Envolvió lahabitación de inmediato y al cabo de unmomento se oían los gritos de pánicoque suscitaba en el pasillo. El temblorde las paredes afectaba a los equiposmédicos de las habitaciones contiguas.Se oyó como se rompía un cristal en elpasillo.

En medio de ese terrible temblorhabía pequeñas e intensasreproducciones que afectaban solo a losdiscos del athame. El Viejo pronunció el

nombre de dos símbolos, indicando quehabía sentido que vibraban con másintensidad que los restantes. La Jovennombró otros dos y el Medianocompletó la combinación.

El temblor finalizó y resonó en susoídos durante un rato hasta desaparecerpor completo. El Viejo volvió a meterseel athame en el bolsillo del abrigo y trasesto cogió un bolígrafo y papel de lamesilla de noche que había junto a lacama de Briac. Cuando la Joven Dreadlo vio aplicar ese instrumento deescritura sobre el papel y escribirrápidamente los seis símbolos quehabían sido nombrados, tuvo lasensación de que volvía a convertirse en

un hombre moderno.Su maestro estudió la anotación y la

sostuvo en alto para que pudieran verla.Juntos, esos símbolos formaban unconjunto de coordenadas, el puntoexacto en el que acababa de salir Quin.

—Londres —dijo.—Va a visitar a John —contestó

Briac desde la cama. A pesar de quearrastraba las palabras, estabaincorporándose. Había algo, un brillo ensus ojos que a la Joven Dread no legustó nada. Briac no quería recuperar elathame sin más. Clamaba venganza.Briac se volvió hacia el Viejo Dread yle preguntó—: ¿Ya sabéis lo de la casade John?

55

Shinobu

—Hace más viento de lo que megustaría —señaló Shinobu—. Pero encuanto bajemos un poco estaremosprotegidos de estas ráfagas.

Era de noche y se hallaban subidos alo más alto de un edificio de ciento diez

plantas de Londres. Un viento racheadomovía la estructura de un lado al otro,como si estuvieran en la cubierta de unbarco. Y esa no era su únicapreocupación. A juzgar por las nubesque se veían a lo lejos, prontoempezaría a llover.

Estaban cerca del parapeto querodeaba la azotea. A sus espaldas,sobresaliendo peligrosamente, estaba lapirámide decorativa que coronaba elaltísimo edificio sobre el que seencontraban. Había solo una pequeñacornisa por la que andar entre lapirámide y el parapeto, y todo el equipoestaba colocado sobre ese estrechopasillo.

Después de que el athame de Quinlos transportara hasta Londres probaroncon los seis diales hasta conseguir crearuna anomalía que atravesara el interiordel edificio sobre el que se encontraban.Desde allí, gracias al equipo desoldadura y la fuerza bruta, habíantrepado hasta la azotea.

La ruta que hacía el Traveler através de Londres era muy conocida y noles costó obtener un mapa, tras unarápida búsqueda en la red. Desde suposición en el tejado, Shinobu veía laimpresionante aeronave completando lafigura de ocho al fondo, dispuesta adirigirse hacia ellos.

La forma en que la brisa revolvía el

pelo de Quin distraía a Shinobu. Y estano hacía más que intentar apartárselo dela cara mientras él le ajustaba el arnés,una tarea comprometida.

—¿Vas a quedarte ahí toqueteándoteel pelo o a prestar un poco de atención?—preguntó él, deteniéndose paraapretarse la correa de la barbilla en elcasco de samurái de su ancestro, que lequedaba muy apretado. De hecho, todala armadura le iba pequeña. Se la habíapuesto por orgullo familiar y con lasecreta esperanza de restaurar su propiohonor, pero su tataratataratatarabuelodebía de ser el enano de la familia—.¿O piensas dejar que me encargue delplan yo solo?

—¿Esto es un plan? —preguntó Quinelevando la voz por encima del viento.Se metió la mano en el bolsillo y sacóuna goma para recogerse el pelo—.¡Esto es tirarnos de un edificio!

—Eso no significa que no haya queprepararse. ¡Deja de tocarte el pelo!

—¡Estás haciéndolo otra vez! —replicó ella.

Quin miró atrás, donde Brianpreparaba el equipo tras el parapeto.

—¿El qué? ¿Intentar impedir que nosmatemos?

—Gritar.—¡No se oye nada aquí arriba!Brian le pasó una botella de plástico

llena de un líquido de color negro

terroso sin decir palabra.—¡Bebe! —ordenó Quin—. Y esta

vez más de un sorbo. Quiero que tebebas hasta la mitad de eso antes devolver a abrir la boca.

—¿Qué quieres, que te vomiteencima dentro de un par de minutos? Nocreo que eso nos vaya a facilitar elaterrizaje.

Pero Shinobu cogió la botella ycomenzó a beber. Era consciente deestar en pleno síndrome de abstinenciadel opio, la Shiva y seguramente un buennúmero de drogas más. El maestro Tanle había preparado una enorme remesade un té nuevo y más asqueroso aún queel anterior para ayudarle a pasar sin

drogas y Brian había puesto botellas entodas las mochilas que llevaban. Elsabor no mejoraba por beberlo demanera continuada, pero Shinobusuponía que sin él estaría hecho unovillo en cualquier parte, quejándose yretorciéndose por el suelo. Algo quequizá fuera mejor que lo que estaba apunto de hacer.

Quin esperó pacientemente mientrasél daba cuenta de la mitad de la botellay luego experimentaba unos minutos deretortijones y temblores, hasta que sumente empezó a despejarse.

—Lo siento —murmuró.La vista de Londres de noche era

preciosa desde donde estaban, pero

advirtió que Quin solo fijaba la miradaen las cosas que tenía más cerca. Brianpermanecía agachado tras el parapeto,evitando la vista totalmente. Por lealtada su juramento de Seekers, Quin yShinobu habían acordado no explicarle aBrian cómo llegarían a Londres y élparecía dispuesto a aceptar ese arreglo.Pero desde que le vendaron los ojos y lohicieron pasar con ellos a través de laanomalía en Hong Kong, el giganteasiático había permanecido más biencallado. Estaba cortando las mechas delos cohetes a medida y disponiéndoloscon cuidado junto a la lanzadera,hablando entre dientes. La mayoría desus palabras se las llevaba el viento,

pero de vez en cuando Shinobu oíapalabras como «brujería» y «locura».

—¿De verdad sabe algo sobrecohetes? —preguntó Quin señalando aBrian con la cabeza.

—Lo suficiente. Usamos explosivosfrecuentemente para grandesinmersiones de rescate.

—¿Y sobre fuegos artificiales? —replicó ella con escepticismo.

—Son parecidos.—¿Te das cuenta de que no estamos

debajo del agua?—Ah, ¿no? Entonces ¿no podremos

usar el bote salvavidas hinchable que hetraído?

Quin sonrió ante su ocurrencia y

Shinobu se alegró de que no siguieratomándola con él.

—Estoy nerviosa —admitió ella.—¿Un poco de té? —dijo él

ofreciéndole la botella.Quin sonrió de nuevo.—No, gracias.—Intenta pensar en cualquier otra

cosa, siempre que puedas.Sus ojos brillaron ante su repentino

pensamiento.—¿Qué pasó con mi caballo?—¿Tu caballo?—Yellen… Cuando… cuando

pasamos a Hong Kong.Shinobu negó con la cabeza, al

recordar como si fuera un sueño aquel

lío de brazos y piernas, montura yriendas que formaron al escapar al Allátras el ataque.

—Sinceramente, no lo sé —contestó—. Me preocupaba que estuvieras apunto de morir, que por cierto loestabas. No creo que Yellen pasara connosotros. Pero si lo hizo, seguramenteestará de mascota en el jardín trasero dealguien. Ya sabes cómo son las casas deCumbre Victoria.

Quin se quedó pensativa. EntoncesBrian empezó a pasarles los botes, quefueron enganchando en cualquierespacio libre que les quedara en lascorreas del arnés. En el cuerpo deShinobu no era fácil encontrar ningún

hueco. Ya llevaba la cuerda de escaladay una antorcha de plasma con su enormebombona de gas.

Cuando consiguieron colocarse elequipo completo, Shinobu probó amoverse y descubrió que todo rebotabaexageradamente. Parecía como si tuvieramartillos de carpintero colgando portodas partes. Por más perfecto que fuerael salto, el aterrizaje seríainevitablemente doloroso.

—¡Necesito mi sistema deorientación, Lubina! —gritó Shinobu.

Brian le pasó un cilindro que separecía bastante al despliegue de fuegosartificiales que estaba preparando. Se loacopló a la izquierda de la cadera. Tras

esto, Quin y él se pusieron los guantes.Shinobu subió con su pesado equipo

al borde del parapeto, donde se sentócon las piernas colgando hacia la azotea.Quin hizo lo propio, sin atreverse amirar abajo. Allí arriba hacía másviento, pero ahora era menos racheado.

El Traveler se aproximaba desde elsur a poco menos de un kilómetro dedistancia y las luces de la ciudad sereflejaban en su cubierta. Se pusieronlas gafas protectoras.

Cuando Shinobu había saltado delBridge en Hong Kong, recordó lo queJohn le había contado sobre el Traveler,que estaba hecho a prueba de Seekers.Se dio cuenta entonces de que la

aeronave debía de estar diseñada paraque no pudiera accederse a ella con unathame. Las coordenadas a las quepodían llegar con el athame de Quineran siempre posiciones estacionarias.La daga no podía llevarlos a un punto enmovimiento como el Traveler, cuyascoordenadas cambiaban a cadamomento. Así que había trazado un planpara llegar a él por un medio diferente.

—¿Estás preparada? —preguntó aQuin.

—Cuando decías que habías hechoesto antes, ¿no estarías mintiendo? —quiso saber ella.

Eso dependía de cómo se mirase.Shinobu había saltado de edificios altos

en Hong Kong muchas veces, pero nuncacon tanto equipamiento, con un clima tanadverso o con la intención de alcanzarun objetivo en movimiento. En cualquiercaso, no era momento para andarse consutilezas.

—Pues claro que lo he hecho antes.Montones de veces.

Se puso de lado sobre el parapeto,extremando la cautela. El alféizar medíamás de medio metro, pero Shinobu, contodo lo que transportaba, excedía suancho. Encontró el equilibrio. Entoncessubió a Quin de modo que quedaradelante de él, pero dándole la espalda,mirando el parapeto a lo largo, comohacía él. Brian reafirmó sus piernas

desde el suelo firme.Shinobu la vio echar un vistazo

abajo. El edificio descendía hasta elsuelo en vertical, una caída en picado deciento diez pisos. Quin miraba biendonde pisaba, arrastrando los pies atráshasta quedar a escasos centímetros deél. Shinobu enganchó su arnés por detrása la parte delantera del suyo con losmosquetones y la acercó hasta quequedaron perfectamente alineados.

—Oh, Dios —murmuró Quin.Quin había vuelto la vista y Shinobu

observó como barría con la mirada ladistancia que había desde su posición ala silueta del Traveler, que se acercaba.La nave estaba a menos de quinientos

metros y muchísimo más cerca del suelo.—No pasa nada —le susurró él al

oído.Brian estaba a sus pies tras el

parapeto, observando también laaproximación de la nave. Se echó lalanzadera al hombro y colocó en suinterior el primer cohete.

—Cuando me digas, Barracuda —dijo.

—¡No creo que pueda hacerlo! —susurró Quin.

Buscó la mano de Shinobu y lacogió. Él se la apretó con fuerza. Notóque ella temblaba. Tenía que admitir quelo que estaban haciendo era realmenteaterrador. Nada de lo que pudiera decir

cambiaría eso.—¿Quin? —le preguntó.—Sí.—¿Intentabas besarme cuando

estábamos en el sótano?Tenía la cabeza del otro lado, así

que solo veía parte de una mejilla y dela oreja izquierda, pero advirtió queambas se sonrosaban bastante y supoque había conseguido distraerla unmomento.

Shinobu saltó del edificio y tiró deella, sin avisarla ni darle más tiempopara preocuparse.

Y, en un horroroso momento en elque tenía el estómago en la boca,empezaron a caer, descendiendo en

picado a una velocidad que parecíaimposible, completamente fuera decontrol. Quin gritó. A Shinobu se lecontrajo el abdomen y sus intestinosparecía que estaban a punto de salir desu cuerpo.

Pero ya había saltado de otrosedificios anteriormente. Asumió laposición de caída libre y tiró de Quinpara que adoptara también la posturacorrecta. El Traveler estaba delante deellos. Lo veía con claridad. Viró haciaél. El viento azotaba sus rostros y lasráfagas abofeteaban sus mejillas.

—¡Abre el paracaídas! —gritó Quin.—¡Todavía no! —repuso.La visión periférica de Shinobu

registraba miles de ventanas, a medidaque la inmensa forma del Traveler seacercaba y pasaban ante ellos imágenesdifusas de rascacielos.

—¡Abre el paracaídas! —volvió agritar Quin.

Vieron pasar una mancha negra porla izquierda que se dirigía hacia elTraveler. Un momento después, unestallido rosado inundó su campo devisión y un gran estruendo resonó porencima de ellos. El primero de losfuegos artificiales acababa de explotardelante de la proa del Traveler.

—¡Abre el paracaídas!—¡Sé lo que hago! —gritó Shinobu,

maravillado ante su habilidad para sonar

seguro de sí mismo cuando lo que decíasolo era verdad a medias.

El suelo ascendía hacia ellos a todavelocidad. Estaban casi encima de lanave, rodeados por los reflejos rosadosde los fuegos de artificio y su irritantehumo.

—¡Shinobu! —gritó Quin.Y abrió el paracaídas.

56

Maud

Los tres Dreads observaban losmovimientos del Traveler a lo largo delas ajetreadas calles de Londres desdeun edificio más bajo. Briac Kincaidestaba con ellos. Había insistido en que,como propietario del athame, tenía

derecho a acompañarlos en su cruzadapor recuperarlo. Al parecer, BriacKincaid no confiaba en que ninguno delos Dreads cumpliera su promesa.

Caminaba por su propio pie graciasa lo que los médicos le habían dado ytambién a una gran cantidad de píldorasblancas que había tomado antes deefectuar el salto a Londres. En su fuerointerno, la Joven Dread estaba contentade que los acompañase. Aunque lapierna de Briac mejoraba por momentos,seguía estando gravemente herido. Enese estado había bastantes posibilidadesde que acabara muriendo.

La Joven estaba junto al Viejo,mirando la nave que flotaba en la

distancia desde debajo de su casco decuero. Se preguntaba qué tipo demáquina podía volar de esa forma. Sumaestro le había dicho hacía cientos deaños que el mundo sería diferente cadavez que despertara, pero latransformación que había visto en susúltimos regresos hacía que el restoparecieran triviales.

Los Dreads pasaban mucho tiempoen la hacienda o realizando elseguimiento de los primeros encargos delos Seekers. La última vez que habíavisitado Londres, cuatrocientos añosatrás, ya le había parecido grande. Enese momento debía de ser diez vecesmás grande, una gigantesca jungla de

metal y cristal que se extendía tan lejoscomo le permitían ver sus ojos.

El Viejo Dread había vuelto aponerse su hábito de monje, pero su caratodavía se veía rara sin la barba.Observaba los movimientos de la naveatentamente mientras ajustaba los dialesde su daga de piedra. Habían seguido elathame de Quin hasta Londres y, aunqueella se había desplazado del punto deentrada inicial, su destino final eraobvio.

De la posición que ocupabanactualmente los Dreads sobre aqueledificio tenían que pasar todavía a«aquel lugar», claro está, y desde allí sumaestro tenía que determinar con acierto

las coordenadas de la nave enmovimiento. Ningún otro athame podíatransportar a un Seeker a un punto que sedesplazara y ningún otro hombre, salvosu maestro, sería capaz de orientarsepara acceder a algo que viajara a talvelocidad. La Joven Dread entendía quela nave había sido creada para impedirque los Seekers con sus athamesordinarios pudieran atacarla. Pero quienfuera que había diseñado la nave nohabía contado con que los Dreads sípodrían acceder a ella, al menos sidisponían de ese athame en concreto y lahabilidad de su maestro para utilizarlo.

—Yo no la mataré —dijo Maud concalma.

Se había acercado más a él mientraslos otros dos se mantenían en ladistancia.

—No creo que vayas a matarla —coincidió el maestro.

—Sería injusto —susurró.—Como tú digas.—¿En serio vais a darle el athame a

Briac Kincaid?Tenía la vista clavada en la nave que

se veía en la distancia y no contestóinmediatamente. El Traveler seacercaba, planeando hacia ellos entrealtos edificios.

—Nuestra promesa es arreglar lascosas —dijo al cabo de un tiempo—. Sieso significa que el athame llegue a las

manos apropiadas, tendremos quehacerlo, ¿no?

—¿Quién decide cuáles son lasmanos apropiadas? —preguntó en vozbaja.

El maestro no respondiódirectamente, pero al cabo de una pausadijo:

—Se supone que los tres Dreads notienen que despertar todos a la vez. Paradecidir lo que es justo debería bastarcon uno solo… si tienen todos el debidoadiestramiento. Un athame es un objetopequeño. Para dárselo a alguien solo seprecisa una mano. ¿A quién perteneceráesa mano? —La Joven esperó ensilencio a que el Viejo respondiera a su

propia pregunta mientras veían como seacercaba el Traveler. Pero en lugar deeso dijo—: Ha llegado el momento.¿Estás preparada?

—Lo estoy.Tras esto, les dijo a Briac y al

Mediano que se acercaran, realizó unosúltimos ajustes en los diales y golpeó elathame con su fino reanimador. Amedida que la vibración los envolvía, laJoven Dread captó un movimientomucho más arriba, cerca de un edificiotan alto que apenas veía su cúspidedesde donde estaba. Arrojó su vista y laconcentró en dos siluetas que seprecipitaban por el cielo hacia esa navesuspendida en el aire. Las siluetas

correspondían a dos personas, unrevoltijo de armas y extremidades.

Entonces la noche quedó inundadapor explosiones de colores que lehicieron apartar la mirada de las siluetasque caían. La proa del Traveler se hizorosada y al cabo de un momento azul, yluego verde. Se vieron rodeados deestallidos intensos y atronadores. Alparecer, Quin llegaba a la nave entregrandes fanfarrias.

El Viejo Dread dibujó un portal. LaJoven apartó la vista de los destellosque inundaban el cielo y pasó tras él através de la vibrante entrada. Despuéspasó el Mediano y luego Briac, que tiróde su pierna herida para atravesar el

emergente umbral que separaba el aquídel Allá.

Los dedos de su maestro se posaronde nuevo sobre los discos del athameantes de que el portal se cerrara.Después volvió a hacer entrechocar elreanimador con la daga. Con la primeraanomalía todavía flotando tras ellos,dibujó una nueva puerta, que daba a unpasillo y un corte en el entarimado.Miraban el interior del Traveler a travésde un agujero entre dos plantas y nohabía suficiente espacio para entrar demanera segura.

El Viejo Dread volvió a manipularlos diales sin vacilación y realizó unpequeño ajuste. Golpeó el athame con el

reanimador por tercera vez, se giró unpoco y dibujó un nuevo portal. Este dabaal mismo pasillo, que entonces vierondirectamente frente a ellos. La Jovenexperimentó un momento de mareo almirar a través de ambas anomalías, cadauna de las cuales mostraba un ánguloligeramente diferente del mismoespacio.

Entre ambas aberturas reinaba elcaos. Las luces del interior del Travelerparpadeaban, había hombres gritando ysalían luces de colores del techo.

Los tres Dreads y Briac Kincaiddesenfundaron sus armas y pasaron a lanave a través del portal.

57

Quin

Shinobu tiró de la anilla y el paracaídassalió de su estuche, abriéndose tras ellosy pegando un fuerte tirón que ralentizó lacaída de golpe. En cuanto el paracaídasse desplegó, una ráfaga de viento loshizo ascender y los propulsó

violentamente hacia un lado.Estaban a punto de morir. Quin no

tenía ninguna duda de que morirían. Losfuegos artificiales explotaban a sualrededor y despedían brasas en todaslas direcciones. Sus pantalones estabanardiendo. Intentó apagar las llamasfrotándose una pierna con otra, pero unafumarada verde del combustible de uncohete empezaba a atravesar la tela.

El Traveler estaba justo debajo deellos. Aunque desde lejos parecíasilencioso, los enormes motores desuspensión hacían un ruido atronadorcuando estaba cerca. Shinobu maldecíay tiraba de los mandos del paracaídas,pero el viento seguía soplando y era

imposible maniobrar.Estalló otro cohete que desprendió

trazos dorados por todo el universoconocido y más allá. El ruido eraensordecedor. Shinobu imprecaba conmás vehemencia. Quin echó el cuellohacia atrás y vio que un reguero depavesas doradas había prendido fuego alos galones de encaje de su armadurasamurái. Y también había hecho unagujero en el paracaídas. El viento losalejaba del Traveler y Shinobu,obviamente, estaba perdiendo el control.

—¡Agárrate! —gritó—. ¡Apártate!Quin oyó el sonido de la ignición de

un cohete al tiempo que empezaban a darvueltas aceleradas. Había activado el

propulsor que llevaba en el costadoizquierdo y los impulsaba hacia la naveflotante a una velocidad endiablada.Quin estaba prácticamente boca abajo,hasta que Shinobu cogió el propulsorprotegido con el guante y consiguiódirigirlo por detrás de ambos.Enderezaron el rumbo y de repente laenorme masa en movimiento delTraveler apareció de nuevo bajo ellos.

—¡Agárrate! —volvió a gritarmientras salía despedido otro fuegoartificial.

Quin vio como arrojaba elpropulsor. Entonces Shinobu cortó lascuerdas y empezaron una caída libre sinparacaídas de reserva, sin la menor

posibilidad de recobrarlo si fallaban.Durante dos aterradores segundos

tuvo el corazón en vilo. Hasta queShinobu y ella se estrellaron contra lanave y empezaron a rodar. Lo que desdearriba parecía plano resultó ser unasuperficie inclinada. Quin se revolvíacon las manos y los pies intentandoagarrarse a algo, y los botes que llevabaenganchados al arnés rebotaban en sucuerpo como pequeños yunques.Resbalaron juntos muchos metros y Quinpensó que llegarían al borde y sedespeñarían por él. Pero, en lugar deeso, chocaron contra las aletas de losmotores de suspensión traseros.

Shinobu rápidamente se puso de

rodillas, colocó a Quin a su lado ydesenganchó los mosquetones que losmantenían unidos.

—¿Estás bien? —le preguntó, con elrostro conmocionado.

Seguía haciendo viento y Shinobuprácticamente gritaba.

Probó a mover las extremidades,percatándose de que las llamas sehabían apagado tras rodar por elfuselaje. A través de la ropa se veía labrillante protección que llevaba debajo.Había evitado que el fuego le abrasarala piel.

—No tengo nada roto —dijo,sorprendida de seguir poseyendocapacidad de habla—. ¿Y tú?

—Creo que me he meado encima.No estoy seguro.

Rieron al unísono durante uninstante, contentos por habersobrevivido de una pieza. Tras esto,Shinobu se puso manos a la obra.Localizó un pitón de escalada en uno desus bolsillos y lo clavó en el casco de lanave. Su punta de metal afilada atravesóla piel del Traveler y después se giróautomáticamente y penetró a másprofundidad, ofreciéndoles un asiderosólido. Se aseguraron a él con lascuerdas de escalada y los mosquetones,como Shinobu le había enseñado cuandopreparaban el material en Hong Kong.

Quin advirtió que su armadura

samurái seguía echando humo y lasascuas se encendían con el viento.Mientras él fijaba las cuerdas, ella legolpeó la armadura con el puño hastaque el fuego se extinguió.

—Gracias —dijo él.Desde esa posición veían casi todo

el techo inclinado del Traveler, hasta laproa. Detrás de ellos había cuatromotores tras los cuales la parte superiordel casco se inclinaba abruptamente.

Otro fuego de artificio estalló cercade la proa de la nave. Se agacharon y secubrieron la cabeza con los brazosmientras caía sobre ellos una cellisca dechispas azules. Quin quedó deslumbradamomentáneamente y esperaba que ese

resplandor cegara también las cámarasde seguridad del Traveler.

—¡Trae la antorcha! —gritó Shinobual viento, que se llevaba las chispasardientes.

Quin se desabrochó el voluminosoaparato de la antorcha de plasma de laespalda y se lo entregó. Shinobu avanzóa cuatro patas y arrastró el artefactoconsigo. Tras caminar unos diez metros,gritó:

—¡He encontrado una escotilla!Quin fue a su encuentro a gatas

mientras él encendía la llama azul delsoplete, se inclinaba sobre el casco ycomenzaba a cortar. Empezaban a caersobre la nave grandes goterones que

rebotaban en su cara y se convertían envapor al contacto con la llama. Cuandollegó hasta Shinobu, ya tenía cortada lamitad de una gruesa regata alrededor dela escotilla.

Había colocado otro pitón y Quin,que seguía de rodillas, se agarró a élpara asegurarse, se desabrochó el arnésy lo tiró al casco de la nave. Se ajustó laespada látigo debidamente a un lado yluego localizó los cuchillos que llevabaescondidos por el cuerpo.

Desplegó la capa de Shinobu, quehasta entonces estaba enrollada yreplegada a su espalda, se cubrió conella y miró en sus bolsillos. Tras sacarel athame y el reanimador, se los metió

bajo la cinturilla del pantalón y seaseguró de que los otros objetos seguíanocultos en el interior de la capa. Elathame no podía trasladarla a unobjetivo en movimiento como esa nave,pero valdría perfectamente parasacarlos de allí, si es que conseguíaevitar que se lo quitaran.

Tomó una larga sección del arnés, selo anudó al hombro fuertemente y colgóde ella varias latas.

—¡Hecho! —anunció Shinobu.Había abierto un camino a fuego

alrededor de la escotilla. Llovía conmás fuerza, lo cual significaba que losfuegos artificiales, todavía cegadores, lotenían más complicado para prenderles

fuego a ambos. La lluvia tambiénayudaba a que el resplandeciente corteque había hecho el soplete se enfriararápidamente. Al cabo de un momento,protegidos por los guantes, pudieronintroducir los dedos por la ranura. Lapuerta era pesada y no cedió fácilmente,pero, tras mucho maldecir por parte deShinobu y un gran esfuerzo de ambos,consiguieron levantarla y echarla a unlado.

Debajo había una escala quedescendía al interior de la nave. Lasluces de emergencia estabanparpadeando y Quin oyó voces presasdel pánico en su interior.

Su corazón volvió a acelerarse,

sintiendo una mezcla de miedo yemoción. «Soy capaz de hacerlo. Soycapaz de hacerlo». Se puso la máscaraantigás.

—¡Estoy lista! —gritó.Shinobu la agarró por los hombros y

la obligó a mirarlo.—¿Estás segura? —le preguntó.—¡Sí!La adrenalina corría por sus venas.Shinobu asintió y Quin se tumbó

sobre el casco y se impulsó hacia laabertura. Shinobu la cogió de la tira quellevaba alrededor del torso y la deslizóboca abajo a través del irregularagujero.

Quin se encontró mirando por un

estrecho pasillo. En el otro extremohabía hombres que corrían ajetreados deuna sala de control a otra mientras losfuegos artificiales seguían explotandoalrededor de la nave.

Todavía colgada de cabeza,desenganchó una de las latas que llevabaen la cinta alrededor del hombro. Tiróde la anilla y la lanzó por el pasillo endirección a la sala de control. La latarevoleó por el aire y luego rebotó por elsuelo del pasillo camino de la proa de lanave, desprendiendo nubes de gas a supaso.

58

John

Los pasillos estaban empezando ainundarse de gas, densas espirales dehumo vagaban por el aire. John aguantóla respiración, abandonó la atmósferasellada y limpia de la sala de control delpiso superior y se apresuró a recorrer el

pasillo invadido por el humo,abriéndose paso entre varios hombresque tosían arrodillados sobre el suelo.No podía detenerse para ayudarles o delo contrario él sucumbiría también.

Intentaba mantener la calma, que supulso no se acelerara para poder llegaral final del largo pasillo del piso dearriba sin respirar. Los veinte últimosmetros tuvo que hacerlos corriendo, conel pecho ardiendo, pero llegó hasta suapartamento, empujó la puerta paraentrar y la cerró inmediatamentedespués.

Respiró profundamente el airefresco que había en su interior ycomenzó a abrir armarios hasta que

encontró el kit de primeros auxilios. Lovació en el suelo, rebuscó entre sucontenido y sacó la máscara de gas.Después cogió el perturbador de la cajafuerte y se ajustó las correas al cuerpo.

Se vio en un espejo cuando ibacamino de la puerta y se paró frente a él.Su imagen inspiraba terror: la máscaradifuminaba sus facciones y elperturbador parecía un instrumento detortura medieval atado a su pecho.

«Tiene que asustar. Su objetivo esinspirar terror —se recordó a sí mismo—. Tengo a su madre. Tengo elperturbador. No importa lo que trame,puedo asustarla para que me escuche yconvencerla. Quin no saldrá herida».

Cuando había capturado a Fiona lohizo con la esperanza de que Quin fueraa Londres a negociar por su liberación.Dado que no podía usar el athame paraacceder al Traveler, confiaba en que sushombres y él la verían llegar de lejos,esa era la ventaja de vivir en unaaeronave. Pero obviamente se habíaequivocado. La mitad de sus hombresbuscaban a Quin por las calles deLondres. Pero ella tenía otros planes.

Observó a través de una de lasventanas del apartamento como losfuegos artificiales explotaban contra ellado estribor de la nave. Cada pocossegundos se producía una explosiónlumínica fuera que sobrecargaba la

visión de todas sus cámaras exteriores.Tuvo un momento de duda y se preguntó:«¿Seguro que solo viene Quin?». ¿Y sitambién lo perseguían los Dreads? Yahabían interferido con su familia antes,pero en ese momento no tenía nada queles perteneciera, ni el athame ni el libro,y ni siquiera era un verdadero Seeker.No, había planeado atraer a Quin aLondres para que rescatara a su madre yallí estaba.

Comprobó las juntas de su máscaraantigás y regresó al pasillo. El Travelerdescendía más y reinaba el caos.Algunos hombres se habían desmayado yyacían en el suelo. Se arrodilló junto ados de ellos y comprobó sus

pulsaciones. El pulso era constante; setrataba de un gas efectivo, pero novenenoso.

«Quin no es una asesina —pensó—.Yo tampoco. Juntos podríamos tomar lasdecisiones correctas. Nos libraríamossolo de quienes lo merecieran».

Se topó con un grupo de treshombres que todavía estabanconscientes y andaban a gatas hacia lasalida de incendios en busca de airefresco.

—Hay máscaras en la segundaplanta, al final del pasillo —indicómientras los ayudaba a levantarse—. Idallí y buscad armas. Pero ¡no disparéis amenos que yo dé la orden!

Los hombres se tambalearonescaleras abajo.

John pasó la mano por un lado delperturbador y lo puso en marcha. Suinquietante quejido eléctrico lo aislabadel ruido que había a su alrededor y loayudaba a concentrarse. Él tambiénllevaba sus propios fuegos de artificio.Si conseguía aterrarla para que loescuchara, pondría punto final a aquellalocura sin necesidad de librar uncombate.

59

Shinobu

A pesar de que el viento y la lluviaintentaban hacerlo caer, Shinobu seaferraba a la popa de la nave gracias ala cuerda que lo sujetaba. Su tarea erasumir al Traveler en la oscuridad yluego reunirse con Quin en el interior.

Había atravesado con el soplete lacapa exterior de uno de los motores dela nave. Justo por debajo delrevestimiento del Traveler había un líode válvulas, cables y tubos que entrabanen el propio motor y salían de este haciael cuerpo de la nave. Lo único que habíaolvidado era llevar una linterna, yresultaba difícil ver el interior de la cajaque rodeaba el motor, salvo durante losmomentos en que estallaban los fuegosartificiales, en los que todo brillabatanto que quedaba medio ciego.

Había encontrado esquemaseléctricos posibles para la famosaaeronave Traveler, pero entonces se diocuenta de que al compararlos con la

nave real aquellos diagramas no servíanpara nada. Tendría que confiar en suspropios conocimientos de cableadoeléctrico, que se reducían casiexclusivamente a cortar viejamaquinaria en sus inmersiones.

Entornó los ojos y halló unentramado de cables que siguió hastaencontrar un atado del grosor de unbrazo humano. Acercó la antorcha deplasma y los cortó todos con cuidado.Pero la antorcha no entendía desutilezas. No había traspasado loscables sin más, sino también todo lo quehabía debajo, unos treinta centímetros decables, válvulas y otros artilugiosmecánicos que parecían bastante

importantes.El motor que había detrás de él

comenzó a petardear inmediatamente y através de las ventanas que quedaban a suizquierda vio que el interior de la navequedaba a oscuras. Tras esto, el aparatodio una sacudida y comenzó a sonar unaalarma, tan alto que se oía claramentedesde fuera entre el viento y la lluvia.

Esperó y apagó la antorcha mientrascomprobaba sus armas para introducirseen la nave. Pero la alarma se desconectópoco después, volvió la luz y notó quelos motores se recuperaban. Obviamentetenía un sistema de seguridad auxiliar, yotro sistema de reserva para el deseguridad.

Se puso a buscar más cosas quecortar.

60

Maud

La Joven Dread tenía que respirar, porsupuesto. Pero podía pasar muchotiempo sin hacerlo cuando era necesario.Se abría paso junto a los otros a travésde los pasillos humeantes de la granaeronave, siguiendo el ruido de los que

todavía no habían desfallecido por elgas. La Joven, como los otros Dreads,había lanzado su mente hacia suspropios pulmones y corazón, instando asu cuerpo a que siguiera moviéndose yobligando a su sangre a continuarcirculando sin necesidad de que suspulmones inhalaran más aire.

No podía permanecer así toda lavida, pero sí diez minutos. En unaocasión había tenido que aguantar esetiempo bajo el agua mientras el DreadMediano empujaba su cabeza paraimpedir que saliera.

De repente la nave dio una sacudidahacia la izquierda y les hizo perder elequilibrio, al tiempo que las luces se

apagaban. Sonó un aullido muy agudo,tan alto que se preguntó si sus oídos loresistirían. Continuaron caminando,haciendo caso omiso del ruido.

Al cabo de un momento la nave seestabilizó y se encendieron unas lucesdiferentes. Estas eran más tenues ydejaban los pasillos en penumbra. Elaullido cesó.

Briac Kincaid no podía seguirles elritmo. Había mantenido la respiracióntodo lo que pudo y boqueaba a través dela capa, que llevaba fuertemente atada ala cara. Eso no filtraba el gascompletamente. Cayó de rodillas entreataques de tos junto a la Joven Dread yluego se dio de bruces contra el suelo.

El Viejo Dread se quedó mirando ensilencio a la Joven como diciendo:«Briac se ha derrumbado. ¿Os gustaríahacer algo al respecto?».

Antes de que pudiera formular unarespuesta, el Mediano corrió a travésdel pasillo que tenían ante ellos.Momentos después, regresó con unamáscara limpia, que seguramente lehabía arrebatado a otro hombre. Trasponérsela en la cara, el Mediano levantóa Briac y este empezó a inhalar airelimpio. Al final dejó de toser y pudocontinuar caminando con ellos.

«Esos dos guardan secretos entre sí—pensó Maud una vez más mientrasseguía avanzando—. Y protegen sus

vidas mutuamente». Sabía a lo que seenfrentaría en el futuro, pero habíapospuesto pensar en ello. Cuando sumaestro regresara al Allá para volver aalargarse durante cientos de años sequedaría sola con el Mediano y conBriac. Maud había atacado al Medianoabiertamente y expresado su deseo dematarlo. No había razones para creerque Briac o él querrían respetar su vida.

61

Shinobu

Shinobu había practicado variasincisiones más en el cableado delTraveler y la nave las aceptaba sinprotestar. Esperaba estar ya dentroayudando a Quin y había empezado acortar con más agresividad en busca de

una línea eléctrica que interrumpiera laalimentación interior al tiempo quesiguiera permitiendo volar a la nave.

La caja del motor estaba rodeadapor un grueso conjunto de cables conaislante. Los había evitado por miedo aque el motor sufriera daños, peroentonces inclinó el pitorro del sopletepara minimizar el impacto y fue a porellos.

«Por favor, que el motor no sufradaños, que el motor no sufra daños…»,imprecó en voz alta mientras el vientoarrastraba sus palabras.

La antorcha abrió un largo yprofundo tajo que dañó los cableseléctricos, traspasando el motor

instantáneamente. Durante un momentovio como la llama azul del soplete sehundía en lo más profundo del aparatode propulsión rodante; entonces empezóa desprender un aire como de altoshornos que creaba nubes de vaporbullendo entre la lluvia.

«¡Mierda!», gritó Shinobu tirándosea un lado para evitar la abrasadoraexplosión. Sus ojos se salvaron graciasa las gafas, pero notaba líneas de dolorintenso en las mejillas, donde el vaporle había quemado.

El motor emitió un ruido horrible, lanave se balanceó violentamente yShinobu salió disparado de suminúsculo habitáculo. Cayó hasta que la

cuerda asegurada al pitón lo detuvo degolpe en el vacío y mientras todo elinmenso volumen del Traveler parecíainclinarse sobre él. De repente, lo únicoque veía eran las calles de Londresmoviéndose vertiginosamente debajo deél.

Un nuevo dolor reptaba por supierna y descubrió que el pitorro delsoplete rebotaba alrededor de su tobilloy estaba quemándole las mallas desamurái, la ropa, el revestimientoprotector interior resistente al calor y supropia piel. Pateó la boquilla delsoplete entre gritos y luego intentócogerlo, pero ambos daban vueltas sinparar en el aire.

La nave se detuvo y se oyó el rugidode los otros motores que intentabanestabilizarla. Shinobu pateó la antorchaen llamas una y otra vez hasta que al finconsiguió apagarla. Se quedó colgandoun momento de un extremo de la cuerda,aliviado, y luego se apresuró a agarrarsede nuevo a la nave. La armadura de suancestro, a pesar de estar medioquemada por los fuegos artificiales,seguía quedándole tan apretada que nopodía extender los brazoscompletamente. Hundió los dedos en lassecciones chamuscadas de los galonesde seda, se arrancó la armadura y laarrojó a las calles de Londres, no sinantes pedir perdón mentalmente a su

madre.Palpó a la desesperada en busca de

algo a lo que asirse y consiguió volver acolocarse encima del casco. Pero antesde poder saborear el alivio de tener elpie sobre algo firme, otro de los motoresestalló, haciendo un ruido ensordecedor,y la nave se abalanzó hacia el suelo enpicado.

Shinobu salió despedido hacia losmotores de popa y se descubrió volandosobre el casco superior de la nave,directo a la popa, muy lejos de laescotilla que había atravesado alprincipio. La cuerda detuvo su caídaviolentamente y se estrelló contra elcristal que revestía la proa. Un momento

después, los motores se encendieron yfrenaron el descenso de la nave,mientras él se esforzaba por llenar suspulmones de aire tras el impacto.

Cuando volvió a poder respirar teníala cara pegada al cristal. No había luz enel interior, pero algo se movía. Centellasde todos los colores danzaban en laoscuridad. De repente, las chispas sedirigieron hacia él y revolotearon al otrolado del cristal a centímetros de su cara.Alguien había disparado un perturbador.Y lo más probable es que su objetivofuera Quin.

Shinobu intentó manipular laantorcha de plasma, pero el cristalresbalaba por la lluvia y sus pies

patinaban. Le ardían las mejillas y eltobillo, las costillas le dolían, perovolvió a encender el soplete sin apenasdarse cuenta.

62

Quin

Quin se abrió camino hacia la enormesala que tenía delante por un pasillooscuro y lleno de humo a causa de laslatas de gas que ella misma había tirado.Además, su máscara se había empañadopor dentro limitando más aún su visión.

Sentía las vibraciones irregulares de losmotores a través de los pies y por todoslados se oía una alarma ensordecedora.

Frente a ella, en la pared de laderecha, se erguía el portón quecomunicaba el pasillo con la salaprincipal; estaba abierto. Veía siluetasen el interior de ese enorme espacio,cuatro de ellas justo debajo de lacubierta de cristal de la proa. Había dosguardias con máscaras antigás y junto aellos una figura desplomada sobre unasilla. Quin entrevió unos cabellosrojizos: Fiona. Tenía a su madre aescasos metros.

John también estaba allí, asimismocon una máscara y un perturbador que

colgaba de su pecho dándole un aspectodantesco. ¿Sería capaz realmente de usarel perturbador contra su madre o contraella misma? Quin pensó en aquellanoche en la hacienda y un escalofrío lerecorrió el cuerpo. «Sí, podría. Estádesesperado».

Ninguno de los de la sala principalhabía visto todavía a Quin, que estabafuera, en el pasillo, con la espadapegada a la pared. Miró hacia el fondodel pasillo. ¿Dónde estaba Shinobu?¿Qué pasaba con los motores?

La alarma cesó, pero la vibraciónque llegaba a través del suelo era cadavez más chirriante. Entonces unainquietante y fuerte turbulencia sacudió

la nave entera y el Traveler cayó a popade repente.

Quin se fue al suelo y las lucesvolvieron a apagarse. Por un momento,la nave se inclinó y recuperó laestabilidad, después estalló uno de losmotores y se balanceó. El Travelercomenzó a descender inclinando la popahacia las calles de Londres que habíadebajo.

Quin salió rodando por el pasillo,pasando las compuertas de entrada a lasala principal. Entrevió las sillas, librosy mesas que se deslizaban hacia la proade la nave, con las cuatro siluetashumanas dando vueltas entre ellas. Unresplandor y después una nube de

centellas multicolores revolotearon porel aire. El perturbador de John se habíadisparado.

Quin se agarró al borde de lacompuerta, se elevó a pulso por elinclinado pasillo y trepó hasta el interiorde la sala principal. Advirtió con alivioque las centellas del perturbadorrodaban y se dispersaban por la cubiertade cristal superior. Si las centellasestaban perdidas en el techo es que nohabían alcanzado a nadie. De momento.

Los motores emitieron otro rugido altiempo que la nave se frenaba y deteníala caída libre hasta quedar planeandolentamente.

Alguien luchaba por levantarse en el

inclinado suelo. Quin volvió a ver loscabellos rojos. Era su madre y estabaconsciente, a pesar de que no llevabamáscara antigás y tosía violentamente.Quin se deslizó hacia ella mientrasFiona se arrastraba hacia la pared,agitando los brazos y las piernas, y supuño chocó contra algo. Los conductosde ventilación se abrieron y un rumorinvadió la sala. Un aire frío y húmedo secoló en el interior y dispersórápidamente el gas.

Quin aspiró una última bocanada deaire filtrado y se desprendió de laempañada máscara para mirar hacia laesquina inferior de la sala, más oscura.John y sus dos hombres estaban

atrapados entre el mobiliario que habíasido arrastrado a la proa, pero estabanconsiguiendo apartarlo. La luz danzarinade las centellas del perturbador seguíamoviéndose sobre el techo de cristal.Salvo que esas luces eran de un solocolor, que, de hecho, era el color de laantorcha de plasma de Shinobu.

Fiona seguía a gatas, inhalando elaire fresco. Quin también lo respiraba.Cogió a su madre y, juntas, seescabulleron a través de una avalanchade libros y treparon hacia la puerta.

A medio camino vieron que la salidaestaba bloqueada por cuatro figuras: losDreads y su padre. Permanecíanerguidos firmemente en el suelo

inclinado, respirando hondo y concalma. Los cuatro pares de ojos sedirigieron al athame y el bastón de luzque Quin llevaba en la cintura.

Arrastró a su madre hacia el otrolado, donde estaban las otrascompuertas, pero uno de los hombres deJohn ya se había posicionado allí paracerrarles el paso.

El propio John se había librado yade la montaña de objetos y trepaba porel suelo hacia ella, con las manosocupadas en buscar los controles delperturbador que llevaba en el pecho.Sabía que debía actuar enseguida, antesde que accionara el arma.

—¡John! —gritó.

Sacó el athame y el bastón de luz dela cintura y lo hizo rodar por el suelohacia él.

El Dread Mediano y la Joven segiraron inmediatamente y siguieron elcamino de la daga de piedra. Entoncesempezaron las detonaciones y las balasrebotaron en las paredes que había trasellos. Los hombres de John disparaban alos Dreads.

Briac, para su sorpresa, no siguió elathame, sino que comenzó a caminarhacia ella. Estaba herido, en la pierna yel hombro, pero tenía la espada látigo enla mano y parecía dispuesto a morir contal de poder castigarla. La atacó con laespada y Quin se agachó.

—Has demostrado que no vales paranada, niña —soltó con una voz tan bajacomo amenazante, igual que la sustanciaaceitosa de la espada látigo—. ¿Por quétuvo que darme una hija la borracha detu madre? No has sido más que unacarga con tu poco talento y tu poca fe.

Quin transmutó la espada látigo ybloqueó el siguiente golpe, perodescubrió que vacilaba. Los años deentrenamiento le habían enseñado aseguir a Briac sin dudarlo. En lugar deavanzar hacia él y atacarlo, dio un pasoatrás, hacia Fiona.

Entonces Briac se percató de lapresencia de su esposa y su furia, comoun foco, se desvió para concentrarse en

ella.—¡Tú, mujer! Tan cobarde como

siempre. Todo ese entrenamiento y fuistedemasiado cobarde para pronunciar tujuramento. ¿Tenías miedo de lo queveías en mi mente? Miedo de un poco desangre y de gritos. ¡Tendría que habermelibrado de las dos antes!

Quin vio que su madre miraba aBriac con los ojos desorbitados, incapazde moverse, con una expresión quedecía: «No me hagas daño. Por favor, nome hagas daño».

Y con eso fue suficiente.La cara que tenía su madre Quin la

había visto infinidad de veces depequeña y siempre había intentado

ignorarla, con la esperanza de que nofuera cierto. Pero ella siempre habíasabido en el fondo de su corazón que nohabía amor ni piedad en los ojos deBriac. Aunque no hubiera sido tansumisa como su madre, también habíapensado: «Creeré todo lo que digas,Briac, haré lo que tú digas, con tal deque no me hagas daño».

—¡Apártate, Quin! —ordenó élhaciendo señas para que se retirara y asípoder atacar a Fiona.

Incluso en ese momento asumía queella lo obedecería sin pensárselo.

Quin se quedó mirando a su padre,con la espada alzada, su rostro y todo suser llenos de maldad. Y el conjuro se

rompió.—¡Adelante! —le gritó—. ¡Intenta

matarnos!Y tras decir eso le asestó un duro

golpe con unos movimientos rápidos, deimproviso. Briac detuvo el ataque consu espada, pero retrocedió un paso,asombrado por lo que veía. Quin avanzóy le lanzó otro mandoble.

Esa vez Briac no lo dudó. Lanzó laparada y contraatacó. Pero Quin levantóla espada con virulencia y apartó la desu padre.

—Intentaste matarme en la hacienda—dijo amargamente mientras la atacabade nuevo. Detuvo el golpe con su propiaespada, cogiéndola por los dos

extremos, la empuñadura y la punta,viendo como la fuerza de su estacazodoblaba su arma hasta que casi tocabasu nariz—. ¿Qué tipo de hija mata a supadre? —preguntó mientras empujaba suespada, con la cara muy cerca—. ¿A quéclase de monstruo he criado?

El odio se condensó en el interior deQuin como una fuerte oleada. Miró a susojos negros, tan parecidos a los suyospor fuera pero tan diferentes en suinterior, y se preguntó: «¿Cómo he sidocapaz de seguir tus pasos?».

—Tú eres el monstruo —dijo—. Yya estoy harta de ti.

Giró los hombros y empujó lasmanos con fuerza, poniendo todo su

cuerpo en ese repentino movimiento. Laespada de Briac resbaló por un lado yluego perdió el equilibrio y se cayó alsuelo.

Dio un cabezazo contra el suelo quelo dejó aturdido, pero seguía dispuesto aatacarla de nuevo. Quin alzó la espadahasta lo más alto, preparada para dar laestocada y abrir la cabeza de su padreen dos.

Antes de que tuviera oportunidad deello, algo enorme se revolvió en el airey cayó desde el techo directamenteencima de Briac, haciéndolodesaparecer entre una maraña deextremidades. Alguien estaba sobre él,dándole una tunda de puñetazos

imparables, con una furia igual o mayorque la de Quin. Briac se retorcía yblasfemaba bajo la lluvia de sopapos yarañaba el suelo en su intento deescapar.

Entonces los puñetazos cesaron yBriac se arrastró por el suelo paraescapar del alcance de Quin tan rápidocomo podía.

Su agresor se dio la vueltaagarrándose una herida que le sangrabaen un costado.

Era Shinobu. Había entrado a travésdel techo. Miró a Quin con los ojosllenos de dolor, pero también de triunfo.

—¡Lo odio a muerte! —le susurró aloído.

63

Maud

El Dread Mediano y la Joven seacercaban a John y sus dos hombres porel suelo inclinado. Maud veía el athamey el bastón de luz varios metros pordetrás de John. Ambos objetos de piedrahabían ido a parar delante de un

escritorio vuelto del revés.Los hombres de John disparaban con

sus pistolas. Estaban a poca distancia ylos Dreads tendrían que haber sido unobjetivo fácil. Pero la Joven y elMediano habían ralentizado su sentidodel tiempo hasta un punto al que ellallegaba frecuentemente durante labatalla, cuando un latido tardaba unminuto, y respirar, una hora completa.Veía las balas al salir de los cañones delas armas y para cuando llegaban a ellasu cuerpo ya se había desviado de latrayectoria. Ellos mismos parecíanimágenes borrosas en movimiento parael resto de las personas que había en lahabitación.

El Mediano desenvainó la espadalátigo y empaló al primero de loshombres. La Joven había sacado tambiénla suya y se preparaba para encontrarsecon el segundo de ellos. Se giró hacia unlado para esquivar una bala que pasórozándole la cabeza y alzó la espada. Notardarían mucho en acabar.

Antes de atacar al hombre cruzó unamirada con su maestro, que estaba detrásde ellos, manteniéndose al margen deese combate. Al mirar al Viejo Dread alos ojos su mente se desplazó másrápido que ella incluso. Su cabeza sellenó de imágenes. La había entrenadodurante años, era como un padre paraella y le había enseñado todo sobre el

rumor del universo. El athame servíapara trasladar a una mente privilegiadamás allá de las fronteras, pero lasmentes privilegiadas no existían, sololos corazones puros. ¿Era ella unaposesión? Para entregar un athame solose necesitaba una mano. Solo senecesitaba una mente para decidir.¿Dónde estaba la justicia de los Dreads?

Entonces lo vio claro. Su maestro nopodía librarse del Dread Mediano. Larazón era un misterio, pero eso nocambiaba el hecho: su maestro estabaatado al Mediano. Hacía mucho tiempo,tal vez mil años, que esperaba la llegadade un Joven Dread que hiciera locorrecto.

Sin vacilar un momento más, retiróla espada del lacayo de John y la hundiódirectamente en la espalda del DreadMediano, como tantas veces habíaimaginado. Mientras este levantaba supropia espada para darle el golpe demuerte a John, ella atravesó su corazónlimpiamente.

El Mediano se tambaleó hacia atrásy se clavó la espada hasta el fondo y laJoven Dread lo cogió antes de quecayera al suelo. John la miró fijamentecon los ojos abiertos de par en par,mostrando en su rostro sorpresa ygratitud a partes iguales.

Su maestro estaba ya a su lado. Seacercó para hablarle al oído.

—Eso era lo justo —susurró.

64

John

John estaba viendo como llegaba elmomento de su propia muerte. LosDreads habían entrado a bordo delTraveler con Quin y, aunque no parecíaque estuvieran ayudándola, su presenciahabía destruido cualquier esperanza de

evitar el combate.El athame y el bastón de luz estaban

tirados en el suelo varios metros a suespalda y los Dreads derramarían lasangre necesaria para recuperarlos. Seprodujo un movimiento nebuloso y elDread Mediano apareció ante él con laespada en alto.

Entonces surgió algo alargado ydelgado del pecho de aquel hombre,empapado en sangre. Bajo su mirada,retrocedió otra vez al interior del torsodel Mediano y desapareció. El hombrecayó hacia atrás, en los brazos de laJoven Dread.

John y la Dread se quedaronmirándose por un brevísimo instante.

Ella lo había salvado; lo había ayudado.Tras eso la joven desapareció y se llevóel cuerpo del Mediano. John desvió lavista hacia el athame y descubrió queBriac Kincaid iba directo hacia él.Estaba cojeando y tenía la caraensangrentada, pero eso no parecía quefuera a detenerlo. En sus ojos brillaba laardiente luz de la venganza.

Oyó un disparo y sintió que suhombro se iba para atrás. Vio la pistolaen la mano izquierda de Briac. Estaba apunto de matarlo. Pero lo que John teníaen sus manos era algo mucho peor que lamuerte. Llevaba esperando ese momentodesde aquel día, tanto tiempo atrás,cuando había entrevisto el resplandor de

esa luz con los colores del arcoírisdesde su escondrijo en el suelo. Llevabaesperando ese momento desde aquel díaen el viejo granero en el que Briac seplantó ante esa figura decrépita de lacama de hospital y adiestró a susaprendices acerca de los peligros de losperturbadores.

El único guardia que le quedaba aJohn se abalanzó sobre Briac paradetenerlo al tiempo que su mano sedeslizaba por el borde del perturbador.Se produjo un aullido agudo y penetranteal tiempo que el perturbador lanzabamiles de centellas.

La habitación volvió a llenarse deluces multicolores, siseos y chasquidos

eléctricos. El entramado de centellasimpactó en los dos hombres, que sehabían enzarzado en una pelea.

Su hombre cayó de espaldas y segolpeó la cabeza, rodeada deresplandores eléctricos. Briac se fue alsuelo y escapó de la nube de centellas.Pero no se había librado completamentede ellas. Todavía giraban variasalrededor de su cabeza, unas tres ocuatro. El campo perturbador se habíadividido entre los dos, algo que John nisiquiera sabía que fuera posible. Briacrodaba por el suelo, espantando lasbrillantes luces como si fueran moscas.

John se puso a buscar frenéticamenteel athame y el bastón de luz.

«¡Quin me ha lanzado el athame! —pensó, viéndose inundado por un aliviotan profundo y una felicidad tan intensaque eran prácticamente sobrecogedores—. ¡Ha decidido dármelo a mí!».

Sostuvo ambos objetos entre lasmanos. Pero pasaba algo. No tenían eltacto que deberían. En lugar de estar encontacto con piedra fría su piel lo estabacon algo más suave, más cálido. Golpeóel athame contra una mesa vuelta delrevés y se hizo añicos en sus manos.

Era un simple truco. No le habíaarrojado la daga verdadera. No habíatomado la decisión de ayudarlo. Sequedó inmóvil por unos instantes y luegola desazón se apoderó de él, seguida de

la furia.Vio a Quin y a Fiona un poco más

arriba del inclinado suelo, arrodilladasante otra silueta. Al acercarse loreconoció: Shinobu MacBain.Súbitamente comprendió el rescate deQuin en el Bridge. Shinobu estuvo allí.Había estado ayudándola. Tal vez élhubiera usurpado su lugar mientrasestaban en Hong Kong. Quizá Quin y élllevaran juntos desde hacía un año ymedio. Imaginó como ella lo tocaba, lobesaba y lo ayudaba, todo lo que sehabía negado a hacer por John. Y solode pensarlo se puso furioso.

—¿Puedes moverte? —oyó quedecía Quin.

Shinobu se llevó la mano a uncostado y tenía una de las piernasdobladas en la dirección indebida.

—Claro —respondió—. Puedomoverme.

—Vamos a levantarte —le advirtióQuin—. Agárrate a mis brazos.

Antes de que Shinobu pudieraagarrarse a ella, John cogió la espadalátigo con ambas manos y le dio con laempuñadura en la sien tan fuerte comopudo.

Quin cayó al suelo, aturdida.Entonces se oyó un tremendo rugido

procedente de la parte trasera de lanave, seguido del sonido que hace unagran cantidad de metal al desprenderse.

El Traveler comenzó a caer enpicado.

65

Quin

La habitación giraba endiabladamente asu alrededor. Algo había impactado enla cabeza de Quin y le había golpeadotan fuerte que veía borroso. Todo ledaba vueltas, pero estaba segura de queno era solo por su visión. Fuera se veían

los rascacielos, que revoloteabanalrededor de la enorme cubierta decristal como las luces de un tiovivo.

Fiona, Shinobu y ella se deslizabanjuntos por el suelo y también habíaalguien más. Lo oía respirar cerca de sucara. Mientras todos resbalaban él seaferraba a ella y no la dejaba ir. Metiólas manos en el interior de su capa.

—No —rezongó.—¿Por qué no me has elegido a mí?

—le susurró él—. ¿Solo por una vez?Tenía que impedir que siguiera

registrándole los bolsillos. La cabeza lepalpitaba y sus brazos no respondían,pero soltó una mano. John la apartócomo si fuera una espiga de trigo.

—Ahí —le oyó decir—. Ahí lotienes.

Era John y parecía «contento». Lovio. Tenía el athame y el bastón de luzen las manos, los originales que ellahabía escondido.

—No, John…Él siguió registrando el interior de

su capa. Quin intentó apartarlo, pero nole quedaban fuerzas.

Estaba sacándole algo más de losbolsillos. Oyó que quedaba sobrecogidopor la sorpresa.

Quin giró la cabeza hacia él con granesfuerzo, sintiendo un enorme dolor decabeza, y centró su vista. John estabamirando un grueso volumen con las

tapas de piel y una tira de cuero que lomantenía cerrado. Quiso cogerlo y sequedó confundida al ver que su mano semovía en la otra dirección.

—No quieres quedarte eso —susurró.

Pero no parecían las palabrasadecuadas: por supuesto que quería.Observó como pasaba las páginas congran satisfacción. Intentó coger el librootra vez, pero ni siquiera estuvo cercade hacerlo.

«No pasa nada», se dijo.Incluso en ese estado de

aturdimiento en que se hallaba, Quinrecordó que no era una catástrofe queJohn se quedara el libro. Lo había

llevado para intercambiarlo en caso deque fuera necesario. Había una razónpor la cual podía dejar que se loquedara. De alguna forma, ella habíadado los pasos…

—¿Cómo has conseguido esto? —preguntó John.

Parecía un niño el día de Navidad.—Briac…Empezaron a resbalar de nuevo.

John se inclinó hacia ella para que vierasu cara claramente.

—Sí me has ayudado —susurró convoz amable y agradecida—. Gracias,Quin. Gracias.

La besó en la mejilla, un beso cálidoy suave. Y luego salió despedido,

resbalando por el suelo y alejándose deella.

La nave aullaba. El Travelercomenzó a balancearse por ambos lados.Tenía unas manos sobre el brazo.Alguien tiraba de ella. Se volvió.Shinobu estaba allí, intentandoacercarla. Su madre estaba tumbada enel suelo, atando un grueso trapo alprofundo corte que Shinobu se habíahecho en el costado.

Cuando Shinobu cayó a través deltecho, la espada látigo de Briac se lehabía clavado en mitad del pecho. Lafina capa de armadura bajo su ropaquemada desvió la punta, que se habíadeslizado por su torso hasta acabar

atravesando la protección por elcostado. Quin notó que algo húmedo ycálido le recorría la pierna. Shinobu sehabía librado de una muerte instantánea,pero su sangre seguía manando por elsuelo.

La nave se inclinaba entonces haciaarriba, como un animal herido queintenta volver a ponerse en pie. Losmotores rugían de un modo diferente.Shinobu agarró a Quin por la camiseta.

—Vamos a estrellarnos —susurró.—Agárrate a mí —dijo ella. Seguía

teniendo la cabeza como un bombo, peroya no estaba mareada y sus brazosvolvían a responder—. Te sacaré deaquí a rastras.

—He estrellado la nave —añadió—.Creo que estoy sangrando…

—No pasa nada. Agárrate a mí.La nave se inclinaba de forma cada

vez más abrupta a medida que algunosmotores dejaban de funcionarcompletamente y los que quedabanintentaban volver a poner la nave en elaire. Quin y Shinobu resbalaron hacia unlado hasta que la pared los detuvo. Lafuerza de gravedad los empujaba al unocontra el otro.

—Sigue hablándome —susurró Quinal ver que a Shinobu empezaban acerrársele los ojos.

—¿Ha cogido el athame?—Lo ha cogido. No importa…

—¿Estoy muriéndome?—No estás muriéndote.—Quin…—Es solo un poco de sangre, te lo

prometo. Aguanta.Lo agarró con más fuerza, como si

sus brazos pudieran protegerlo de esanave a la deriva. Sus mejillas estabanpegadas.

—Quin, solo somos primos terceros,ya sabes.

—Medio primos terceros —susurróella con los labios cerca de su oído—.Casi no somos familia en absoluto.

—¿Querías besarme… en el sótano?—Sí —suspiró—, locamente.Los edificios del exterior daban

tumbos alrededor de la cubierta decristal como si estuvieran borrachos. Lanave caía y ascendía al mismo tiempo.

Shinobu tiró de ella para que suscabezas estuvieran a la misma altura.Después la besó en los labios, lenta ytiernamente, como si no estuvieran en elsuelo de una nave que giraba sobre símisma a punto de estrellarse, como situvieran todo el tiempo del mundo.

—Te amo —susurró Quin.—Te amo —respondió él.Tras esto Shinobu se abalanzó sobre

ella. Los motores emitieron un aullidofinal, la popa de la nave ascendió y elTraveler se estrelló contra Hyde Park.

La cubierta de cristal se rompió en

mil telarañas y los enormes panelescomenzaron a caer. Shinobu la manteníapegada al suelo, protegiéndola. Quin vioa su madre en el rincón, a unos cuantosmetros, encorvada en un espacioprotegido por dos paredes. Quin intentósalir de debajo de Shinobu paraempujarlo hacia el rincón y ponerlo asalvo. Se oyó un estruendo al tiempo queun panel de cristal se derrumbaba sobreellos, aplastándola con el cuerpo deShinobu. Se quedó sin respiración.

Entonces el movimiento cesó. Perono el ruido. La nave seguíaacomodándose en el suelo y se oíansirenas por todas partes. Todas lasambulancias, coches de bomberos y

patrullas de policía que había encincuenta kilómetros a la redonda sehabían reunido en el lugar del accidente.

—Ven —dijo una voz mientras Quinluchaba por respirar.

La Joven Dread estaba levantando elpanel de cristal. Quin no se paró apreguntarse cómo era posible que unachica tan pequeña levantara un objetotan pesado. Salió de debajo de Shinobutan rápido como pudo, recobrando elaliento. La Joven Dread tenía un athameen las manos. Un profundo temblor losenvolvió mientras introducían con ayudade Fiona el cuerpo exánime de Shinobua través de un oscuro círculo en esaoscura sala, con la energía de sus bordes

tirando al interior hacia la más completade las negruras. Al cabo de un momentoya no estaban en la nave. Estaban en elAllá.

66

Quin

Aparecieron de nuevo en el mundo amedio kilómetro de distancia. Nadie lesprestó la menor atención. Todo serviviente que se encontrara cerca estabamirando la masa estrellada del Travelerrodeada por la vegetación de Hyde Park.

Fiona se tambaleaba de pie y acabópor sentarse. Quin y la Joven Dreadestaban arrodilladas junto a Shinobu,que estaba tumbado en la acera,inconsciente. Quin le vendó la heridacon una tira de lana de su capa. Teníaquemaduras en ambas mejillas, unapierna rota, también abrasada, y estabasegura de que se había roto algún huesomás. Pero respiraba y su pulso eraconstante.

Quin levantó la vista y vio el caosque formaban los vehículos deemergencia junto al lugar del accidente.Agarró a su madre por los hombros y laacercó más a Shinobu.

—Quédate con él —le ordenó—. No

permitas que se mueva.Su madre tardó un momento en

comprenderlo, pero al final asintió.—¡Vuelvo enseguida!Quin tenía un dolor de cabeza

horrible, pero se vio capaz de andar a lacarrera.

Se dirigió hacia el barullo que habíaen la distancia, buscando la ambulanciamás cercana. A medio camino advirtióque la Joven Dread corría junto a ella.Cuando llegaron donde estaba lamuchedumbre ambas detuvieron lamarcha, buscando a alguien que lasayudara.

—Mira —dijo la Joven Dread envoz baja, señalando algo entre el gentío.

En la distancia, junto a la nave, seveía como metían a un hombre en unaambulancia. Alto, fuerte y con aspectopeligroso, forcejeaba con el personalmédico que intentaba hacerlo entrar enel vehículo. Era Briac. Su padre habíasobrevivido.

La Joven Dread le puso una mano enel brazo y señaló en otra dirección. Quinsiguió la mirada de la chica hasta uncallejón que había a la izquierda, bajo elparque. La silueta de John Hart, apenasreconocible en la distancia, seescabullía en la oscuridad entre losedificios y desaparecía bajo su atentamirada.

—Aquí se separan nuestros caminos

—dijo suavemente la Joven Dread.Quin asintió.La chica sacó de su bolsillo el

athame de los Dreads y lo sostuvo en lasmanos.

—¿Dónde está tu maestro?—Durmiendo —respondió la chica

—. Hacía tiempo que le tocaba. —Lacapa de la Joven Dread parecíadiferente. Le caía demasiado grande ytambién estaba más deshilachada que laúltima vez que Quin la había visto. Losbolsillos interiores se veían atiborradosde objetos ocultos que antes noabultaban tanto.

Antes de que pudiera seguirpreguntándose por dichos cambios

oyeron sirenas detrás de ellas y al darsela vuelta vieron que varios vehículos deemergencia se dirigían hacia allí. Quinhizo señas con los brazos.

—Mi maestro dice que ahora soy laJoven, la Mediana y la Vieja —añadióla Dread bajando la mirada hacia elathame que sostenía en la mano—. O talvez no sea ninguna. El tiempo lo dirá.

Una ambulancia se detuvo junto aQuin al ver que tenía la mitad del cuerpomanchada con la sangre de Shinobu. Sedirigió hacia el vehículo, pero la Dreadla agarró del brazo.

—Esto te lo quedarás tú —indicó laJoven.

Quin observó como depositaba el

athame en sus manos. Al bajar la miradavio lo pequeño que era y los símbolosalineados en sus discos. Palpó el envésde la hoja con el pulgar, donde estaba elfino bastón de luz encajado en su sitio ala perfección. Ese athame era muchomás delicado, pero sentía que en ciertomodo era mucho más poderoso que elsuyo.

Advirtió el dibujo que tenía en laempuñadura. No se trataba de un animal.Eran tres óvalos entrelazados. Elgrabado de un átomo. A Quin se leaceleró el corazón.

—¿Por qué?—Esa es mi decisión —repuso la

Joven Dread—. No es un regalo para

toda la vida. Pero el poder de esteathame no me pertenece solo a mí. Tú lotendrás durante un tiempo. Tengo unadeuda que saldar y un problema con elotro athame que hay que solventar.

—John lo tiene.—Sí. John lo tiene —coincidió la

chica. Entonces le tendió la mano, comoharía cualquier persona de la actualidadque se presenta—. Tú eres Quin —dijo—. Yo soy Maud.

—Maud —repitió Quinestrechándole la mano. Le pegaba—.Encantada de conocerte y siento quetengamos que decirnos adiós.

—Adiós no —replicó Maud—.Pronto nos volveremos a ver. No te

quepa la menor duda.Hubo algo en la manera en que lo

dijo que no resultó del todo agradable,como si no fuera seguro que la próximavez que se encontraran estuvieran en elmismo bando. Entonces Maud, la JovenDread, esa chica de quince años que nose parecía en nada a ninguna chica dequince años, desapareció y se internóentre la muchedumbre en la direcciónpor la que John había salido corriendo.

Quin regresó con la ambulancia y elpersonal sanitario se arremolinó entorno a Shinobu. Cuando lo metieron enel vehículo Quin se sentó junto a él yFiona la acompañó. Lo cogiófuertemente de la mano. Estaba

inconsciente, pero sentía la calidez de sucuerpo y el ritmo constante de sucorazón.

Le había costado demasiado tiempodarse cuenta de que él era su otra mitad,como ella era la de él. Había sido asídesde que tenían nueve años. No estaríacompleta hasta que Shinobu estuvierafuera de peligro.

Mientras se alejaban del caos Quinsintió como su futuro se extendía en elhorizonte ante ella. A un lado tenía elathame; al otro, la espada látigo. En sumuñeca izquierda, una marca a fuegoque la identificaba.

Habló sin apartar la vista deShinobu.

—¿Qué soy, madre?La respuesta era obvia, pero Fiona

tardó un momento en responder, como silo que tenía que decir la incomodara.

—Eres lo que siempre estuvistedestinada a ser —respondiópausadamente—. Eres una Seeker.

—Sí —aceptó Quin.John se había llevado el libro de

piel. Pero Quin lo había estudiado denuevo antes de prepararse para el viajea Londres y conocía parte de sucontenido. Había una secuencia de diezimágenes entre las que estaban losdibujos de un zorro y un águila. El zorrocorrespondía al athame de John; eláguila, al de Shinobu, el que había sido

destruido. Y había un dibujo de tresóvalos entrelazados que correspondía alque llevaba en la cadera. Esosignificaba que quedaban siete símbolosmás. Si cada uno de ellos representabaun nuevo athame que pertenecía a unafamilia diferente…

Catherine y muchos otros habíanrecopilado conocimientos durante largotiempo y el libro era un rastro que losSeekers podían seguir… Pero ¿adóndellevaría?

Quin miró a través del cristal de laambulancia. Cuanto más se alejaban dela zona del accidente más tranquilasestaban las calles. La oscuridad de lanoche de Londres comenzaba a

envolverlos.—Soy una Seeker, lo mismo que

éramos desde el principio —pronunció—. ¿Qué es lo que busco? La verdad. Elprincipio y el final. Nuestro sabercomenzó en alguna parte, en algúnmomento. Y algún día se acabará.

Quin había sacado fotografías decada una de las páginas del libro de piely todos los pergaminos introducidosentre sus hojas antes de salir de HongKong. Esas fotografías estaban a buenrecaudo, una copia completa laesperaba. Y, además, tenía un athame,uno que nadie intentaría robarle, almenos de momento.

—Los Seekers existían mucho antes

de que vosotros nacierais y seguiránexistiendo mucho después de vuestramuerte —murmuró Fiona—. No está ennuestro poder decidirlo, Quin.

Su madre lo dijo de un modo queparecía un cántico o una oración que lehabían enseñado de pequeña. Quinimaginó generaciones enteras de Seekersdiciendo eso mismo, asegurándoles asus hijos y a los hijos de sus hijos quepodrían sobreponerse a cualquier cosa,que su poder sobre la vida y la muerteperduraría hasta el fin de los tiempos.Que tenían todo el derecho a matar acualquiera que ellos decidieran.

—No —repuso Quin entrelazandosus dedos con los de Shinobu—.

Tenemos elección. Pienso poner fin aesto, empezando con John.

Agradecimientos

Mi primer impulso es el de atribuirmetodo el mérito de este libro.

Estoy segura de que tú, como lector,no necesitas saber la cantidad de golpesen la mesa y tijeretazos que hubo en esasconversaciones en las que mi agente,

Jodi Reamer, me aleccionabaapasionadamente sobre cómo debía o nodebía comportarse «mi propiopersonaje» en una situacióndeterminada. Tenía ganas de decirle:«Mira, Jodi, no quiero decirte cómohacer tu trabajo… No, tacha lo último,eso es exactamente lo que quierodecirte. Yo he creado estos personajes.Yo soy como un dios en este universo.¡Un dios!». De hecho, no es que «tuvieraganas» de decirle eso, sino querealmente llegué a pronunciar esaspalabras o una versión algo menosbravucona.

Desgraciadamente, una empieza adarse cuenta de que puede ser la

creadora en el universo de su libro, perono la única que vive en él. Y una agenteque está dispuesta a meterse en tu mundohasta el punto de enfadarse contigocuando algo no parece encajar esimpagable. Una agente así es como lamejor amiga que has tenido desde elcolegio, la que te aleja de las drogas ose sienta contigo a hablar seriamentesobre lo mal que siempre te cortas elpelo. Mejora el mundo de tu libro y haceque seas una mejor creadora en esemundo. Así que…, bueno, ya sabes(ejem, ejem): gracias y tal, Jodi. Unavez pagué la cena, así queprobablemente estamos en paz.

Krista Marino, si lees esto (es una

broma; como mi editora, sé que «tienes»que leer esto), tú eres un tipo de criaturacompletamente diferente. Estoy bastantesegura de que estás de mi parte, pero ala chita callando eres una bruja. ¡Bruja!Hiciste como que te dejabas convencerpara que no se hicieran variascorrecciones, pero no sé cómo acabéhaciéndolas de todos modos. ¿Cómo loconseguiste? ¿Vudú? ¿Hipnosis? ¿O esque me diste tiempo para que mepercatara de que tu habilidad parasugerir correcciones es uno de tussutiles superpoderes? De acuerdo, no estan llamativo y sorprendente como volaro la telequinesis, pero sí igual depotente.

Te desplazaste discretamente por elinterior del universo de mi libro y tehiciste una casa amueblada allí antesincluso de que yo firmara con RandomHouse. Yo aparecí en el mundo deSeeker. Con la verdad llegará el finpara escribir una nueva versión y tú yaestabas allí dentro, mirando el reloj ygolpeando con el pie, como diciendo:«¿Dónde estabas? Llevo añosesperando».

Así que, bueno… gracias y tal.Esto cada vez se hace más fácil.Gracias, Barbara Marcus. Me

dejaste un mensaje precioso en elcontestador al principio de todo. Porfavor, no se lo digas a nadie, pero

guardé el mensaje en el teléfono y lo ibaescuchando de vez en cuando cuandotenías problemas con el libro.

Gracias, Beverly Horowitz, porenseñarme cómo funciona el negocio dela edición. Me encantó tu simpleexplicación de: «Todo lo que pasa conun libro es resultado de una decisión». Ya ese respecto, quiero dar las gracias atodos los talentosos profesionales deRandom House que han dado forma yvida a este libro:

Gracias a Alison Impey por darle aSeeker esa maravillosa portada, queparece brillar con vida propia. Mi mássincero agradecimiento a John Adamo,Kim Lauber, Stephanie O’Cain y

Dominique Cimina por averiguar cómohacer que Seeker llegue a un públicomás amplio. Y gracias a Judith Haut portodo tu apoyo y entusiasmo.

Gracias a mis hijos, a los cuales hededicado este libro, y que por lo cual nonecesitan una segunda mención, sobretodo cuando no paran de distraerme paraque no escriba. Pero me hacen tener lospies en el suelo y llenan mi vida deamor y aventura, algo muy importantecuando una trabaja con tramascomplicadas que a menudo sonviolentas.

Y también gracias a ti, Sky Dayton.Tal vez te nombre el último, pero quierodarte mi agradecimiento más profundo.

Sería demasiado personal nombrar lamultitud de formas que tienes dehacerme feliz. Afortunadamente, tú ya losabes.

ARWEN ELYS DAYTON (EE UU).Lleva escribiendo desde laadolescencia. Le encanta documentarsepara sus novelas, y esta parte de sutrabajo la ha llevado a viajar por elmundo y a explorar sitios como laspirámides de Egipto, las diferentes islasde Hong Kong y las ruinas de algunos

castillos de Escocia.

Una de sus pasiones es crear mundosnuevos y llenarlos de personajes queenamoran, frustran o inspiran.

Su novela de ciencia ficciónResurrection, publicada en 2012, hasido el libro para Kindle de cienciaficción más vendido en Estados Unidosy Gran Bretaña.