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Page 1: Contra Sandino en la Montaña - Manolo Cuadra
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MANOLO CUADRA

CONTRA SANDINOEN LA MONTAÑA

Managua, D. N. 1942

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© Manolo Cuadra© De esta Edición: Banco Central de Nicaragua 2011

Diseño y Diagramación: Inty Pereira A.

Ilustración de Portada: Sandino en la montaña Armando Morales (1929)

Reproducción fi el del original impreso Managua, Nicaragua

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CONTRA SANDINO EN LA MONTAÑA, libro de cuentos deManolo Cuadra, realiza hoy el pensamiento original de la revistaNuevos Horizontes de convertirse en Empresa Editorial de librosnacionales.

De entre los que han llegado al papel las incidencias de laúltima guerra nicaragüense, acaso ninguno es tan califi cadocomo Manolo Cuadra, el inquieto escritor que militó en las fi lasdel Ejército, en la dramática lucha de seis años que éste sostuvocontra Sandino y sus hombres. El supo de la emboscada en lajungla bravía y húmeda; pudo apreciar los métodos de uno y otrocombatiente, escapó al peligro en más de una ocasión y, en lasperipecias del asedio, unas veces obligado por los hombres y otrapor los elementos, tuvo que correrse el cinturón de «hasta el ojaldel hambre», según la expresión realista de Remarque.

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Estos cuentos de campaña no hacen la historia de laintervención americana. Resultaría tendencioso. Tampocoinforman sobre la estrategia de ninguno de los dos bandos; perosí, arrojan luz, a grandes rasgos, sobre esa lucha librada a menudoen forma individual o de reducidas y mortifi cantes patrullas;pugna de represalias y sangrientas tretas exclusivas de la guerrade guerrillas. Su gráfi ca pudiera estar representada por un ampliocírculo en cuyo trazo exterior uno huye y otro persigue. Pero tantasincidencias se cruzan por este maratón y tan original estrategiaregula las operaciones, que en un momento dado el fugitivo puedevolverse perseguidor y el cazador resultar cazado. El heroísmo, lacobardía, son aquí rasgos puramente individuales. Es bueno saberque fuera del asalto a Ocotal no se efectuaron ataques en grande.Los informes que hablaban de centenares de muertos tantos deuna como de otra parte, fueron siempre inexactos. Un joven ofi cialyanqui, con vocación para la crítica castrense, califi caba el juegoen esta forma: «Tácticamente esto es como una lucha de policíascontra ladrones.» Conviene reproducir la observación porqueella explica la técnica, del autor de la «baja individual», que seadvierte en la totalidad de sus cuentos.

Siendo soldado, el poeta que hay en Manolo Cuadra noabandona al hombre, al ser humano que en medio del peligro amay recuerda. Con clara sensibilidad de artista, Manolo Cuadra lograaliar en forma satisfactoria el drama con el romance, la selva conla ciudad y las lagrimas del amor con la sangre de la escaramuza.

Un poema, que a instancias nuestras accedió el autor adejarlo incorporado al volumen, prologa líricamente la prosa.Sirve, también, para fi jar suposición espiritual que de otra maneraresultaría contradictoria.

Por las páginas de CONTRA SANDINO EN LAMONTAÑA, pasa al galope sobre su mulita de guerra,invisible, apasionado y testarudo, el perfi l del jefe insurgentey, como la contraluz, se recorta en bermellón la silueta del

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teniente norteamericano, civilizado y fi lantrópico. Estos son losprotagonistas que se adivinan a través de los rápidos capítulosde esa reciproca cacería humana que el autor titula CONTRASANDINO EN LA MONTAÑA. Detrás de ellos, enriqueciendo eltrasfondo histórico, la masa de anónimos combatientes: héroes obandidos. Es la guerra. La guerra…

En volúmen infi nitamente mayor, Europa reedita hoyidentica carnicería y el mundo a la zaga, estimulando el apetitodel Dios terrible. Dichosamente, Nicaragua no entra todavía.

Aprovechar esta tregua para cultivar el signo del espírituen el esfuerzo del libro, es lo que pretende la Editorial NUEVOSHORIZONTES. Quizás mañana fuera demasiado tarde.

Editorial NUEVOS HORIZONTES

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SOLO EN LA COMPAÑIA

En las montañas más altas de de Quilalí de las Segovias,y en las zonas mortales de estas tierras heroicas,entre diecisiete camaradas estrechamente unidos por la aventura,yo, Manolo Cuadra,raso numero 4395iba solo.

Hablan los compañeros de las coplas canallassurgidas en la hora como una fl or de alivio:Cantinas, copas rotas, meretrices…

Yo voy como un tornillo fuera de mecanismodiciendo a sotto voce mis estupendas misas,la tragedia de esta raza aborígen,su pasado lleno de plumas y caciques,el futuro elevado de su destino insigne.

Hoy por hoy voy de caza contra el indio furtivoextranjero en sus propias selvas americanas,el que sembró cereales de esperanzay cosechó vientos de pasión ciudadana.El que enterró la estevaen el abono de su campiña rica

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y vió truncarse el tallo de oro de la espigacuando dijo su augurio la boca de la Esfi nge.

Y mañana?

Soplarán de los puntos cardinalesvahos vigorizantes de enviones proletarios,algo que no sospechan las democracias:Espíritu de Rusia, cultura escandinava.Pues, en la misma gleba donde la bota hercúleatornó la arcilla estéril,han de surgir, violentos,los estandartes nuevos!

Otra vez:Cantinas, copas rotas, meretrices….(Pero no me tienta la mochila,menos la inútil precisión de mi rifl e)

En las montanas más altas de Quilalí de las Segoviasy en las zonas mortales de estas tierras heroicas,entre diecisiete compañeros estrechamenteunidos por la aventura,yo, Manolo Cuadra,indio hijo de indios,de pies electrizados por un amor de glebay ojos en los que asoma el orto de un sol nuevorepito que ibasolo.

Manolo Cuadra

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IN NOMINE DElA mis ex – compañeros en el Ejército:

bajo banderas.

Con las dos manos,

M. C.

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DENUNCIA la luz los contornos del bote, en el que se levantan a compás los remos silenciosos, envueltos hasta lamitad en fundas de bramante.

Phillips habla en voz baja. Su compañero arrástrase a fi nde observar:

–¡Son ellos!

Se apelmaza contra la arena. El otro hace lo mismo.

Continúa acercándose al bote, pero tan lentamente, quedesespera a los dos hombres, Al fi n atraca. El ruido que hacela quilla al hincarse en la arena arranca al silencio una nota dealarma. Voces. Un ligero chapoteo.

– ¡Arriba las manos!

El triángulo de luz de un refl ector irrumpe sobre losmarineros y entre el rumor de la lucha elévase la voz de Hays:

–! Al cuartel, pronto!

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La patrulla toma un sendero estrechísimo que despierta enuna línea blanca y sucia cuando cae sobre él, el chorro luminosode los focos.

Senderito inverosímil, encaramándose, a medida que seavanza, sobre el dorso de una elevación montañosa. Marchando deuno en fondo, deteniéndose constantemente para no despeñarse,el grupo, más que una patrulla armada en guerra, pareciera unatroupeé de alambristas en exhibición fantástica ante la noche.

Tupe la maleza por ambos lados y cubre el cielo sobrela cabeza de la expedición. A las bifurcaciones sobrevienendescensos demasiado rápidos: aun una dilatada planura, todavíael paso de la quebrada y, hasta entonces, la pendiente fácilmenteperceptible.

Aparecen, de choque, media docena de luces pequeñas,semi-rojas, tristitas y desveladas.

–Quilalí, –apunta Hays.

Los soldados respiran satisfechos, uniformemente, comono lo harían mejor en su clase de gimnasia respiratoria.

Ante el índice del farol que raya la obscuridad, las tinieblasvuelven grupas atropelladamente Hays ordena:

–¡Vengan los prisioneros!

Una sombra adelanta, seguida de otra que llena el trayectocon un chirriar de hierros. Al penetrar en la cámara de las torturas,la luz le da encima. Esa sombra es un hombre. Delgado, de estaturamediana. Los ojos pequeños sumamente brillantes, parecen tizonesprontos a darle fuego a los matorrales de las cejas; pero su piel,pálida por la ausencia de glóbulos, tiene una diáfana transparenciapalúdica.

Se ha quitado el empalmado y lo voltea entre las manos,como si con el contacto de esa prenda tan familiar quisieraconvencerse de que no está siendo víctima de una pesadilla. Mira

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a su alrededor caras desconocidas, que, por una paradoja, le son ala vez perfectamente conocidas: son caras enemigas.

Contesta a las preguntas de Hays cuyo español es tanortodoxo como su slang neoyorkino. Es la misma, la mismadeclaración que constituye un motivo central en la vida ysentimientos de cada habitante de esta región:

Enmontañó el mismo día que su rancho fuera quemado porlos airoplanos. Con el hijo mayor, ese mismo que han traído conél, logró escabullirse ende que voló su champa. Hubiera queridotambién arrastrarse a Pedrito; pero el pobre ya estaba boquiando,con los menudos deshechos.

Su mujer, por lo que le decían los ispiones, debía estar enla reconcentración.

Ha terminado. Su voz lleva a horcajadas, en premeditadasolidaridad, la historia de todos sus compañeros dispersados máso menos así.

Hays adelanta, acercándose:

–!Sabe esto? Yo saber que usté las hace.

Es un tarro enorme, de cerca de tres libras, que no llegó aexplotar. El otro, lanzado con mucha seguridad, fue el que decidióel contacto a favor de los rebeldes en la emboscada de la nocheanterior.

¡Pobre el segundo teniente Livingston, tan joven, tangentleman!

Hays dedica un recuerdo conmovido a su gallardocompañero de la marina, caído el primero en el momento trágicode aquella encrucijada obscura. Recuerda la confusión despuésde la sorpresa, los rostros lívidos de los marinos que, sin poderlocalizar a los asaltantes, se asesinaban entre sí.

El prisionero calla. Aquel objeto le ha traído a la mente elempleo que, acompañado de su hijo, daba al tiempo en los talleres

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improvisados de «El Cinchado». Días enteros guareciéndosebajo las champas, ocupados en llenar de pólvora, púas y otrosdesperdicios metálicos, los potes de conservas que los gringos,admirables gastrónomos, consumían en sus expediciones. Lamecha esta quemada hasta la mitad. Una pulgada más y habríatocado el fulminante. Qué lástima!

Dice al fi n:

–No sé qué es eso. Yo no sé nada.

–¡Empiecen!, –ruge Hays.

Pero hace una nueva tentativa de cohecho:

–Dice, hombre; dice…

El hombre niega, impasible. Los puños del yanki cruzan, yel hombre se abate como un corcho.

–¡Empiecen!, –repite.

El prisionero incorpórase bajo sus patadas, sonámbulo.Dos cuerdas metálicas salen del generador, pasan por la llavedel transmisor de radio y terminan en los pulgares de sus manos,fuertemente incrustadas.

Dos hombres han ensamblado las manivelas en el eje quemueve aquel artefacto. La corriente se multiplica a medida queel engranaje gira impulsando por las manivelas. Phillips aparecepor la puerta trasera y vuelca una cuba de agua bajo los desnudospies de la víctima, que se vuelve, sorprendido de algo que nocomprende. Hays ríe:

–¡Oh, Phillips! ¡Delicioso! Fantástico!.

El paciente inicia un movimiento de abajo para arriba,retorciéndose como un hombre que se despereza. Un gemido deimposibles interpretaciones fonéticas, amorfo, inarticulado, salede su pecho y queda, doblado por el eco, revoloteando en el cuarto.

En voz alta, Phillips va marcando el recorrido de la aguja

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que indica un ascenso en el voltímetro:

–Hundred.. two hundred –sixty.. three hundred– ten…

Los operadores continúan volteando las manivelas.

–Three hundred eighty, –canta Phillips.

El torturado no resiste más. Disparado por fuerzairresistible, choca contra una pared en envión violentísimo, rebotay cae ruidosamente. Los extremos metálicos se han zafado delos pulgares. Adviértense sobre estos, el rastro sangriento de latortura.

Hays está sobre él, conectándolo nuevamente a la cuerda.Las manivelas, que han sido paradas mientras dura esta operación,giran otra vez. La víctima salta desde el suelo lo mismo que pelotade goma. Intenta apoyarse en la pared; pero resbala y cae. Susmanos críspanse, una sobre otra, en gesto de sufrimiento infi nito.El extremo de ambos alambres, no protegidos por la capa aislante,forma circuito con este movimiento imprevisto. Pronto una llamalenguetea, achicharrándole la piel de las manos en pirotecniasmacabras, como si fuera un ilusionista estupendo.

El olor atosigante del pellejo quemado llena la pieza.

Un entusiasmo satánico ha coloreado el rostro de Phillips.Hays solo sonríe.

Sobre el piso, estropajo de carne, sudor y sufrimiento, elhombre gime con un gemir cortado, como sólo pudiera hacerlo unniño a quien le faltara el calor de la madre.

Phillips espía, temeroso de perder un solo detalle delespectáculo, el rostro odiado.

–Povrecito, povrecito… Llevarlo a la enfermería.

Un minuto después lo fusilaban.

¡El otro!

Por un refi namiento de crueldad han hecho que el otro,

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el hijo del hombre a quien acaban de suministrar un calmantedefi nitivo, presenciara la tortura desde una pieza contigua.Impotente para socorrer al padre, sacudido bajo la acción de aquelchunche infernal, el otro ha cerrado los ojos. Las detonacionesoídas ha poco le tranquilizan. Su padre ha dejado de sufrir. Elsabe. ¿Quién no sabe lo que signifi ca conducír a un prisionero alhospital?

Al entrar, dijérase guiado por una rara voluntad de sufrir,de tal manera se planta ante el instrumento y aun ofrece ambasmanos a los operadores. El bozo, apenas perceptible, deja suponerel arranque de la adolescencia. La vida semi-salvaje que llevabaha dado a sus músculos, con el constante ejercicio de fugas ypersecuciones, una hinchazón prematura. Bajo el pantalón, quedebe tener meses y meses de uso, márcanse perfectamente losaltos relieves de la virilidad.

–Y usté, muchacho, usté tampoco sabe esto?

El jefe tiene la bomba entre sus manos: la pone bajounos ojos asustados; la choca fuertemente contra unos labios,hasta hacerlos sangrar. De momento, Phillips falla y alienta unaesperanza:

–¿Sabe? Diga…

Ninguna contestación. La víctima permanece lejana, talvezsumergida en la evocación de su libertad perdida.

Phillips esboza una señal. Las manivelas comienzan susfatídicas vueltas. Bajo los alambres corre el voltaje que desembocaen los pulgares, mordiendo el resto del cuerpo. Sudor copioso. Elcuerpo se encabrita, gira, recójese sobre sí, adoptando las posesmas excéntricas. Es algo infi nitamente parecido a los visajes de uncontorsionista. Las manos muévanse rápidamente en movimientode martilleo, con velocidad que no decrece. Hays compara esascontorsiones con las del pugilista que golpea un punshing-ball. Ygrita, alegre:

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–¡Mira, Phillips, mira!

Y Phillips mira, pero otra cosa, con el rostro alargado deespanto. Los pulgares del preso se han unido. La llamita siniestradespliega su cabellera quemante sobre unas manos que van aposarse en la mecha del tarro infernal. Toda la sangre se agolpa enel corazón miedoso de Phillips. Quiere huir…

Es inútil. La explosión se produce.

Sobre la viga del techo un fragmento humano se balanceagraciosamente. Es una pierna.

¿Habrá pertenecido a Phillips? ¿A Hays?

¡Quién sabe! Pero es, evidentemente, una pierna.

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PORQUE le vibraba el cuerpo de alegría; porque tenía menudo físico y peso exiguo y porque era en fi n el soldadomás dañino de la compañía, le habíamos puesto un remoquete:Ratoncito. Ratón más tarde y después, respondiendo a ese espíritude brevedad que es la característica del soldado en campaña, Rat.,telegráfi camente. Como supiésemos que su apellido era Pérez,comprendimos que el sobrenombre le venía, de perlas, exacto,como sus mismos zapatos. Y no tanto, porque el día de pedidosen el almacén de la 14ª Compañía, presentábase invariablementeel Ratoncito:

Camisa 17

Zapatos 40

Sombrero 57

Rat, – Rugía el encargado de Abastos, examinándolo depies a cabeza, Ud. con zapatos cuarenta?

–Pero señor, si yo los quiero para mi cliente.

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A veces era el mismo Sargento de la Compañía quien teníaque vérselas con este enemigo, cuya táctica no estaba previstaen ningún manual de instrucción para guerrillas. Por cada ordenrestrictiva, el Rat se encaminaba gruñente hacia él.

Oiga, lo siento Rat. Son disposiciones del Mayor…

–De edad?

–A ese paso, raso Pérez, Ud. nunca llevara los galones.

–De agua!...

Y así, en las ceremoniosas ocasiones, interrumpía con suvoz de falsete, untada de rechinamientos exasperantes.

Pero una tarde de Febrero, después de la señal dereconcentración al cuartel, se dejó oír la voz del Sargento de laCompañía, que tanto alegra a los guardias del Area Norte:

–A formar. Creo que es día de pago…

La emboscada fue cinematográfi ca, espeluznante,inesperada. Dos tarros (1) de tremenda potencia explosiva, caídosa retaguardia de la hondonada como trágicos puntos de admiraciónque abrieran y cerraran el capítulo del asalto, nos indicaron laposición estratégica de nuestra patrulla. Maniobrando astutamentelos bandoleros nos habían lanzado en pos de uua salida absurda.Ahora quedaban detrás, cerrándonos el paso.

Fué entonces cuando oímos la voz de nuestro TenienteWilliam Emerson Hicks:

–Hey, Rat! Dónde va, loco?

Y efectivamente era una locura! Una locura heroica.Términos que logramos armonizar más tarde en el pequeñohospital del Destacamento.

El último segundo de su vida lo recogimos cuando, terciadasobre el pecho la canana de bombas de mano, saltaba ágilmentepor sobre las quebraduras, cerrando contra los asaltantes.

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Y otra vez le gritamos con cariñosa preocupación:

–Volvéte, hijueputa!.... Te pesa!

Al Rat le gustaban los valses; pero de seguro que ningunavoz en el mundo le había parecido tan triste como esa última quehirió sus oídos.

De los bordes de la hondonada cayó una nueva bombasemejante a una mayúscula de muerte y en la espesa montañateñida ya de noche, lanzó su ladrido fúnebre el hociquito virulentoy luminoso de las ametralladoras.

El fuego, contra todos nuestros cálculos, huía poco a pocohacia las alturas. Los hombres de Pedrón gastaban prematuramentesus balas, mientras los guardias seguíamos bordando un cañamazode acero en trabajoso pero seguro empuje hacia la salida.

Pobre el Rat… ¡Pobrecito!

Lo encontramos al pie de los ocotes que culminaban engesto triste la elevación de la cúspide.

Cayó en la propia línea enemiga. Un tarro le había destapadoel vientre y y el machete del bandolero retocó la obra mutilandolos órganos genésicos en un obscuro instinto de revancha.

Sinembargo, no pudo el estertor de la muerte corromperen su rostro aquella huella pristina de niñez que a duras penas seadhería a la adolescencia. Le habían despojado de todo su equipo:cinturón, krag, sombrero, zapatos.

Empero, una llama jubilosa albeada en la cara de WilliamEmerson Hicks.

–No llevaron las bombas, dijo Efectivamente, la cananacontinuaba, terciada sobre los hombros, tal como poco antes,al iniciar su arriesgo. Las manos del pequeño héroe, abiertas encruz sobre la hierba húmeda, aparecían recubiertas de una capa desangre coagulada.

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Pero la realidad tomaba su desquite y una nueva llama deluz sorda, ahumada, chamuscó el cutis pálido del teniente Hicks.Porque inclinado, vió; vió algo que le molestaba, que le golpeabaen los ojos: la canana estaba vacía. Las granadas habían sidoextraídas de sus alveolos de baqueta, sobre la que se advertía lacrispatura sangrienta de manos desesperadas. Pero, cómo era quelos bandoleros no habían utilizado contra nosotros esas bombas alobligarnos a regresar por la hondonada?

Amagaba esa pregunta la imaginación de la pequeñapatrulla triste.

Después de repetidos casos de profanación en los cadáveresde algunos de nuestros camaradas que caían en las emboscadas, elComandante del Area Norte, había emitido una orden por la cualse prevenía de que ningún guardia, mientras ello fuese posible,debía ser enterrado fuera de un puesto militar. Así, cuando se tratóde improvisar una camilla para conducir al muchacho, levantóseun coro de voces ofrecidas:

–Yo.

–Yo.

–Yo.

Emprendimos el regreso al puesto 39–Z, donde el médicode la Estación habló con nuestro Comandante. Quería suturar laenorme abertura del vientre, unir los tejidos despedazados por elhierro, lavar las heridas con la caricia acida de los antisépticos.Poner en evidencia fi nalmente, ese sentimiento de conmiseracióntardía que se tiene por los soldados en todas las partes del mundo.Empezamos a desnudarlo a fi n de que resultara un trabajo aconciencia.

Y fué, a propósito de los movimientos que le imprimíamosen la operación, que del vientre salió un rumor que nos dejóestupefactos. Ruido de cosas solidas que chocan. Hicks ordenóansioso:

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–Paren, paren!

Una tercera llama le coloreaba la cara. Fué talvez unresplandor profético. Nos apartó del cuerpo del Rat, y con manosviolentas, impulsadas quien sabe por que volición misteriosa, lasintrodujo en la cavidad abdominal, de donde extrajo, uno a uno,cuatro objetos ovalados, negruzcos, sanguinolentos.

Ratoncito, Raton, Rat…

El más superfi cial, el más intranscendente del Area,Francisco Pérez, raso 2964, rubricaba un hecho común en elhistorial heroico de la Guardia.

El había extraído de su canana las bombas y ocultándolasdentro de sus propias desgarradas entrañas; él había salvado lapatrulla de un bombardeo fatal.

Por eso su tranquila sonrisa de héroe en su rostro de niño;por eso sus brazos en crucifi jo sobre el leño redentor de la tierra,sus ensangrentadas manos heroicas. . .

Hicks acercó las peligrosas frutas a la luz amarilla delquinqué.

Las bombas, las bombas! Explicó con un rugido deadmiración. Y entonces comprendimos.

(I) En el argot que llegó a usarse durante la guerra contra Sandino,las bombas de lanzamiento individual así llamadas, eran fabricadas de tarrosde conserva henchidos con pedazos de hierro recogidos en los mineralesabandonados, piedrecillas fi nas de las márgenes del Coco y otros ripios más omenos lacerantes. Hechas a espaldas de la técnica balística, su efi cacia resultabaimprobable. Las coronaban con mechas de hilas engrasadas y su arrojamientocorrespondía a hombres que para prender la dicha mecha fumaban puros deJalapa casi constantemente. Resultaban prácticamente inofensivas en los díasde lluvia y, con agradable frecuencia, estallaban en el aire. Sin hacer daño,como luces chinas en un día de fi esta. – N. del A.

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Hay que quitarle una cana al año viejo, pensó.

Clavado en la pared, sobre el aparato de Radio de laEstación mostraba un calendario su volúmen agonizante.

El lo había visto durante muchos meses, enfl aquecer día adía en un agotamiento parecido al de los organismos leprosos, hojapor hoja, talvez como esos árboles desposeídos por el vendabal.

Y tocábale ahora amputarle una nueva partícula de su ser,para hacer cumplir esa ley de renovación que gravita hace siglos,pero siglos, sobre los hombres y las cosas.

Estuvo meditando acerca de la posibilidad de detener eltiempo en su carrera y, como consecuencia inmediata, anular lasensación espacial.

Bah, y para qué? De un tirón arrancó la hoja y leyó:

22 de Diciembre, San Honorato, mártir, etc.

Más abajo, un refrán de lógica callejera

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Trazaban una bisectriz las manecillas en la esfera del reloj,cuando se puso en pie. Era la hora en que debía de comunicarse consus colegas, los de las otras Estaciones esparcidas a lo largo de lasmontañas azuladas. Y su trasmisor malo! Si él pudiera comunicarse.Si ellos pudieran saber las angustias de la guarnición ante el cercode guerra que la ahogaba; el decaimiento físico provocado por laescasez del rancho. Anduvo por la habitación abrújulo, a pasoslentos. Tuvo un rasgo de humorismo triste. Acercóse al generadorinútil y después de una sonrisa que pretendía ser un desquite contrala adversidad, le dijo:

–Lázaro, sal fuera! Te pido un minuto de energía; unimpulso generoso; una vibración sufi ciente que me permita dar elaviso. Y por qué no?

Posó sus manos con mimo, como si tratara de acariciar a unanovia, sobre la epidermis fría de la bestia metálica. Hacía días queaquel artefacto no funcionaba. Una parálisis imprevista le habíasobrecogido, precisamente momentos antes de que los sitiadoresse presentaran. Desde entonces, a la hora indicada, se resignaba asentarse con los receptores clavados sobre el oído escuchando conrabia impotente, cómo le llamaban las otras Estaciones. Y él sinpoder contestar! Sin poder informar, a la Estación Comandante,allá a cuarenta leguas, el inminente peligro en que se encontraban.

Hasta él llegaron, encaramados unos sobre otros, los gritosde los heridos que llenaban el hospital.

En las ondas, apareció Ocotal, llamándolo vertiginosamente,furiosamente:

M. U. F.

Esto signifi caba: ¿Está usted en la red? Si usted me oyeenvíe cinco guiones largos.

Hizo lo que pedían. Su mano presioné cinco veces la chapadel manipulador. Quedó a la espera.

Entonces la onda prosiguió:

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Del: Comandante de Ocotal

Al: Comandante de Quilalí

El Mayor Alberto M. Baca, Comandante del Area, deseaa Ud. y a todos los miembros de su guarnición felices pascuas ypróspero año nuevo. 08322.

Qué ironía! Escaseaba la provisión; el número dedefensores reducíase considerablemente; comenzaba a faltarel agua y he ahí, que salía del vacío, como una risita sarcástica,aquella onda transmitiéndole deseos por unas «felices pascuas».

Distrájose buscando la voz de los barcos en el mar.

Un resorte egoísta, que nunca mas antes le había parecidoprobable detentar, comenzaba a estirarse dentro de él. Y por quéno? Era su expresión favorita.

Posiblemente algún navío se debatiría a esas mismashoras entre montañas de agua; se precipitaría en los abismos paraemerger bamboleante entre momotombos de saladas espumas.

Cerró los ojos mientras hacía correr la aguja condensadora,relamiéndose en una delectación morbosa de sus sentidos, a lasola idea de atrapar, en quién sabe qué remoto punto del Universo,una señal desesperada de socorro; un SOS escalofriante.

Experimentaba esa miserable necesidad que empuja alindividuo a convencerse de que el sufrimiento y la muerte estánrepartidos por igual en toda la extensión del globo.

Los nidos receptores poblábanse de comunicacionescomerciales; agencias noticiosas que los grandes diarios esperaban,para volverlas pan de curiosidad en el laboratorio de sus linotipos.

Percibió las señales de Mendoza, en Managua, pidiendo asu colega de Tegucigalpa, noticias sobre la revolución.

Y un barco… Ah! Porqué milagro de su voluntadproyectada a través del espacio?

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Copió agitadamente:

Jorge Boyat, Buenos Aires

Llegaré para Navidad. Te llevo felices pascuas y besos.–María.

La felicidad por todos lados! Hasta el mar, traidor eterno,descansaba de su misión devoradora y se volvía un remanso dequietud y de paz, permitiendo a una María que tendría miradaclara y piel morena, enviar mensajes amorosos desde la llanura deesmeraldas licuadas.

Un precipitado repique de campana le arrancó desu asiento. Vió por la ventana a varios guardias que pasabaempujando un mortero de trinchera mientras que una patrulla decontra ataque corría hacia las alambradas de la caballeriza conla bayoneta calada. Una granizada de plomo hizo volar parte deltechado. En el ala de asalto la fusilería trepidaba con inusitadaviolencia. Cogió su fusil y deslizóse por la puerta de la ofi cinaarrastrándose como una araña hasta llegar a su puesto de defensa.Disparaba sin voluntad, seguro de que solo conseguirían retardarla aventura fi nal. El Krag le salió de las manos impulsado por ungolpe que explotó en la recámara. Entonces se tendió a lo largo,protegido por el adobado. Esperaba de un momento a otro ver alos sitiadores dentro del reducto, ensañándose contra los últimos,rematando a los heridos.

Así pasaron 40 minutos hasta que vió a los hombres de laCruz Roja, moviéndose con los camilleros. El empuje había sidorechazado. Sintió una gran decepción: Conque todavía no?

Durmió una noche calenturienta, interrumpida por el gritode alarma que lanzaban los imaginarias en un doloroso alerta de laraza contra la raza.

Al amanecer casi no podía tenerse en pie. Advirtiéronleque durante la noche el resto de la provisión se había agotado.Recibió la nueva con indiferencia espartana; pero cuando sus

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ojos tropezaron con el generador, su mirada se tiñó de odio y loacribilló con una salutación infamante.

A la hora de la rutina tomó los receptores. Sorprendióunas chacotas alusivas a él, entre los operadores de Jalapa ySanta María. Atribuían el silencio de su Estación a sus afi cionesdemasiado «húmedas».

Sintióse conmovido. En el otro extremo de las ondas doscompañeros le recordaban. Interrumpió el diálogo la EstaciónComandante. Le llamaban a él:

Está Ud. en la red? Si Ud. me oye envíe cinco guioneslargos.

Sin que su voluntad se diera cuenta, obedeció alrequerimiento. La onda prosiguió:

Del: Comandante del Area.

A: Todas las Estaciones.

Informe circular: No obstante la crisis económica, lospreparativos de Navidad en Managua, se llevan a cabo conextraordinario esplendor. Los escaparates están llenos dejuguetes. 09123.

De pronto se acordó. Se acordó de un lejano veinticuatroen que él había paseado por el comercio capitalino en compañíade Clarita Guevara, un episodio romántico y amable de su vida.

Su nariz exhumó el olor característico a hojalata barnizadaque despiden los juguetes desde las vidrieras. El había propuestoun par de botellas «Whisky High Quality», pero Clarita se estabamirando con muchos melindres sus medias de seda adulterada y élno había querido ser grosero.

Los mostradores exornábanse con millares de baratijas,muñecas, arlequines, caballos enjaezados a la manera romana,recubiertas las arneses de pedrería cegante, o automóviles«juniors» para los niños burgueses con farolas móviles y llantas

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de caucho comprimido. En el ambiente surgía fuerte la evocacióndecembrina. Su imaginación, con esa ligereza que suelen prestarlos estados de contraste, le llevó a la mañana del veinticinco,cuando las calles se primaverizan enguirnaldadas de niños, quesobresaltan el reposo de las abuelitas madrugadoras con las notasde aquellas cornetas a franjas que son el orgullo de la jugueteríaalemana. Sutilizando, echó también de menos esa impresión anuevo que todo adquiere en Navidad, como si la fecha tuviera lapropiedad espiritual de lavar los rostros y los ánimos.

Emanaciones sublimadas del hospital le retrocedieron a larealidad.

Sus ojos recogieron las visiones evocadas que huyeronhacia adentro, a perderse en las grutas cerebrales, a dormir en lashornacinas que tienen los recuerdos. La fi gura gentil de Claritafué desdibujándose con Refi namientos morosos, perezosa y sinruido, semejante a una paloma que recorta el horizonte con elsigno melancólico de sus alas en cruz.

Releyó el fi nal del mensaje: Los escaparates están llenosde juguetes.

Estaba colérico. Qué le importaba a él, que los escaparatesestuvieran llenos o vacíos? Se había sentado entonces paraenterarse de eso, de que en Managua los escaparates....?

Puso breque a sus nervios.

Tenía que establecer responsabilidades. Por qué causas sehabía enterado de semejante simpleza? Claro! Por sus receptorescon la complicidad de los bulbos y del condensador!

Laminándose lo mismo que una vípera, pasó por entre susmolares acoplados una blasfemia tremenda.

Al retirarse vió el calendario. Encontrábale marcadasimilitud con su situación. Representaba en cierta manera un relojhecho expresamente para respirar a su compás y señalarle unafecha determinada.

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Tiró de la hoja:

23 de Diciembre.

Escrito en caracteres góticos el santo del día y al pie, estasentencia:

Vivir es estar enfermo mucho tiempo.Cada día morimos un poquito. –Séneca

Morir, morir! Los cabellos se le pararon. Por un residuode amor propio se lo alisó con la palma de la mano. Pretendíadistraerse. Quién era ese que se permitía formular enunciacionestan absolutas?

Había conocido a un tal Séneca Somoza, peluquerointelectual de la Ciudad de Masaya, donde todos los peluquerosse creen intelectuales y aún con capacidad para comentar párrafosoleaginosos de la Bessant y Krisnaj. A la verdad no lo creía contanta garra. La frase era medular y cobraba carácter permanente.

A ver! Llamó en revista a sus conocimientos arrancadosmás o menos de publicaciones como «El Gráfi co» y «CineMundial».

Eureka! Ese era Séneca Einstein, el jovencito que habíacruzado enteramente sólo el océano Adriático, desde Siam a VilaLumiére piloteando el «Le Sprit Du Baudelaire».

Sobre la mesa tenía un número que revelaba algo delasunto. No valía la pena constatarlo. Comenzaba a delirar.

Abrió la ventana que deba a la campiña. Toda la frescuracampestre entó en perfumado alboroto por aquel rectángulo claro.Grupo de hombres movíanse en la planicie, sin prisa, llevandosobre los hombros sacos henchidos de arena. Columnitas de humoralo levantaban su morrión elástico hacia arriba, desbaratándoseen perezosa gimnasia. Ah, los sitiadores estaban cocinando. Hastasu nariz se izó un perfume mortifi cante a carne asada lo queprovocó la evaporación de su sentido común. Amargóle el paladar

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una biliosa. Botó los ojos al azar. Entre dos arbustos, y mirandoun poco hacia la izquierda, fl ameaba la gloriosa bandera liberal.Pronto advirtió que se equivocaba. No era bandera. Los sitiadoreshabían destazado una res y colgado la carnazón ensangrentada enespera del rancho.

El recuerdo de su dieta forzada le hizo chasquear la lenguacon elocuencia gástrica. Su espejito de campaña colgado en lapared lateral, le devolvió aquella mueca con una fi delidad que lehizo recordar la fama del Estudio de Céspedes y Cepeda.

Lo escupió, en desquite de la burla. La saliva pastosa,amarillenta, resbaló con blandura por la superfi cie pulida refl ejandouna imagen manchada por su propio ultraje inútil. Exasperado,lo pulverizó de un puñetazo. Su rostro voló también en pedazoscentelleantes y minúsculos. Vió con horror como desaparecían susojos ante sus propios ojos.

Sin cara, sin cara! estertoró, como en una pesadilla. Ygustó todo el horror de ser un hombre sin cara.

A propósito: Qué cocinaban los sitiadores, vaca o toro?

Porque él se acordaba de una Ley del Ministerio deAgricultura prohibiendo el destace de un género determinado.

Vaca, monologó, infl uido por sus lecturas feministas.

El macho que había en él, volvió por sus fueros y pujójadeante: Toro.

Las dos tesis se mixtaron en un pacto transcendental: Esun animal neutro, se dijo.

Y se frotó las manos muy contento de sus estupendasespeculaciones sobre el género.

Cerró la ventana. No llegó a penetrar en la dualidad queencerraba aquel movimiento. Era como si abstrayéndose a losrefl ectores del mundo exterior, se diera a representar su propiatragedia, entre bastidores, sin más auditorio que la soledad.

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Bamboleante, traspuso los umbrales de la armería. Unsentimiento barajado de deber y servilismo lo llevaba junto altrasmisor.

Del trasfondo de sus ojos febriles, de la sima de los iris,emergía una luz nueva, una pequeñita pero segurísima llama deesperanza, casi de fe:

Talvez… Talvez… Y por qué no?

Esta última frase tenía gran poder sobre sus decisiones. Larepetía en el deseo de alentarse. Y por qué no?

Efectivamente él creía. La copiosa literatura que conocíasobre Búfalo Bill, llena de portentosas y verídicas hazañas, condesenlaces espectaculares y favorables, le ayudaba ahora paratransitar los caminos casi olvidados de la esperanza. En cinco díasde sitio, no era posible que las demás Estaciones que formabanla vértebra toral del Area, no hubieran sido informadas por algúnmedio, y que a esas horas no corrieran ya en su auxilio.

Rendíase a la evidencia de sus mismos argumentos.

A su tiempo tomaría otra vez los receptores.

Quería tener la íntima satisfacción de oír el mensaje en queles participarían la llegada del resfuerzo.

Y qué júbilo el del viejo y valiente Comandante! Quéaliento para los pobres soldados… los silenciosos héroes!

Con manos sudorosas abrió el arco de los audífonos quecayeron como losas sobre sus oídos. Solo esperó unos minutos.

M A 4 d e M E 7–P.

Su cuerpo se hizo un dinamo. La Estación Comandante leurgía diciéndole que se preparara para recibir:

Del: Comandante de Ocotal Al: Comandante de Quilalí

En la boleta de enganche del operador de radio están consignadas

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dos faltas por ebriedad con abandono del servicio. Ahora por tercera vez hadesatendido su ofi cina durante cuatro días ante la inexplicable indiferencia deUd. Vecinos de las Cruces reportan haber oído violento fuego de máquinas ybombas en esa dirección. Por culpa de ese operador vicioso este Comando nopudo tomar las debidas disposiciones. Ud. le hará tomar puesto en la primerapatrulla que venga a Ocotal, para responder cargos que le formulará unaCorte Marcial. 10123.

La quiebra de la ilusión postrera acabó por remacharlo enun franco delirio. Tuvo vergüenza de sí mismo. Asco. El preso! Elen la próxima patrulla camino de Ocotal! Qué encanto!

Se le desgranó una risita nerviosa que al caer en el pisobrincaba burlonamente.

El había visto muchas cosas en su vida. Así, no comprendíapor qué una, la más vulgar, la más irritante de todas se le pegabaahora al recuerdo: era cuando la cocinera de su casa, después delavados todos los utensilios, acumulaba el agua en un balde paraarrojarla.

El se sentía como eso…

Ni siquiera le venía la idea de que mejor podría ser uncomo plato roto. Porque, –y le era dura reconocerlo–, nunca habíavisto un plato roto.

Tan interesantes refl exiones quedaron interrumpidas. Setendió en el suelo en estado de adinamia absoluta.

Allí estuvo echado durante varias horas. Recordaba, comoentre neblinas, haber oído nuevamente disparos; soldados quecorrían de la armería a la cuadra y del hospital a su propia ofi cina.Alguien, al intentar arrastrarlo, se había llevado repentinamentelas manos a la cabeza cayendo convulsivamente delante suyo.Pesadilla? Nó. Allí, efectivamente, estaba Concho García,Sargento del 2° Batallón, con la boca abierta y un tramo de lenguacolgándole, Concho García! Le decían La Cieguita, porque teníalos ojos pequeñitos, pequeñitos.

Las paredes del estómago se le unieron en contracción tan

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brutal que le obligó a pegar un quejido largo. Allí tomaron asientolos remeros de la muerte. Vomitó algo espeso.

Una oleada de agonía dió al rostro el primer toque de sumaquillaje fúnebre.

Plegó los labios que ya empezaban a adquirir una dejadezsospechosa y cerró los ojos para no verse.

Una reacción espantosa de sus nervios en crisis le forzó amantenerlos abiertos, fi jos sobre una telaraña.

De pronto antojábasele que era una falta de seriedad morirviendo una telaraña. Pero estaba en el trance supremo; comprendióque debía portarse humilde, resignarse.

Y se resignó a morir viendo una telaraña.

Una bala desperdigada sacó la telaraña de su campo devisión.

No había duda, los acontecimientos lo vencían. Intentósonreírse con fi na sonrisa de desdén olímpico.

Pero entonces se dió cuenta de que ya sus labios noobedecían al comando de su voluntad. Y una lágrima de amargurahonda, de resentimiento supremo le colmó la pupila izquierda sinllegar a deslizarse.

Diantre, lo que le ardía! Hacía apenas unos segundos nohabía podido mover los labios. Ahora aquella lágrima proclamabala resurrección de su control nervioso, la revancha de su voluntadderrotada. Y disponía reírse con el pensamiento…

Pero su memoria con nitidez diabólica le recordó unalección sobré el fenómeno de los actos refl ejos, que aprendierahacía quince años, en una escuela mixta, donde las Romeritos, enGranada.

El lacrimal seguíale ardiendo.

No quiso huir a la ventaja que podía sacar del mal, y ofreció

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ese pequeño sufrimiento a Santa Santa Teresita, su santa devota.

Entró por los intersticios de la ventana una brisita malignaque le bañó la córnea con delicioso frescor.

Intentó rezar el Padre Nuestro. Las frases de «la plegariade todos» entretegiéronse con las de una canción obscena que elhabía aprendido en mancebías de Corinto.

Horrorizado, cerró el swich de su cerebro.

Puso su vida a la deriva.

Y se lo suspendió el diablo.

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AGRUPADOS a lo largo de la cuesta, los pinos. La trocha, queindicaba por algunas peculiaridades haber

sido practicada a toda prisa, se sacudía en corcovos sensibles,verdaderos estados de ánimo topográfi cos. Era igual a todas esastrochas segovianas que en ciclo heroico, abrieron un capítuloespecial en los días de la invasión.

Talvez cuando hacía mas fuerte sol; cuando la selvapresentaba grandes lunares de claridad en sus intestinos, y lapatrulla, por lo tanto, se abandonaba a la confi anza, era entoncescuando sonaba un disparo. Como un puñetazo inesperado quegolpeara el mentón de cristal del silencio. Generalmente era unsolo disparo y he ahí que un marino caía venadeado. Después,venía el concierto atronador de la infantería yanki con la vozimperiosa de las armas modernas. Las bombas estallaban aambos lados de la emboscada, desenterrando de raíz los arbustos;las ametralladoras de trípode, las automáticas portátiles enviabangranizadas incandescentes sobre los planos sospechosos,levantando cortinajes de polvo, llevándose las ramas de los árboles

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pequeños como si fueran miembros humanos. Luego, el silencioque se erigía en único testigo a la fuerza impotente: Dónde estabanlos bandidos?

Esta era la trocha que llevaba la patrulla. Sesenta marinoscolorados, hermosos y buenazos (verdad, Pedrito?). Aunqueapenas sargento, Felipón era ya como un ofi cial de choque de estos«Devil´s Dogs». Campeón de box de las fuerzas acantonadasen Nicaragua. Veintidós años. Corpulento. Tenía el ceño triste.Su puño cerrado semejaba, por el volumen, al de una bomba demano; pero era todavía más mortífero. Su nombre cristiano eraFelipe Truesdale. Felipón, su nombre de guerra. (Lo recuerdas,Pedrito?)

Al vadear la quebrada, el Jefe dió unas órdenes breves. Lapatrulla se dividió en tres guerrillas, afanándose sobre la cuesta.El primer grupo perdióse en la espesura, los otros coronaron lacima. Esperaron, confundiendo sus trajes kaki entre los tacotalesresecados por la reciedumbre de julio. Caía el sol a plomo, comoun deseo. Empinándose, una manga de humo apareció a la vistade los emboscados, a la distancia de una voz en el silencio. Ahíestaba la casa de Benavides, el Coronel.

Los marinos tenían los ojos fi jos en el sargento. Acostadocomo estaba, Felipón levantó la mano, abierta la palma, y luegola dejó caer a la altura de un codo, imprimiéndole un movimientovivo, de lanzadera o de émbolo, en sentido horizontal:

–Barran, ordenó.

Las guerrillas cruzaron sus fuegos sobre el mísero ranchopajizo. Una granada de rifl e logró dar en el blanco y la champase desvirtuó como una almohada. Pero no hubo réplica. Sólounos cuadrúpedos aparecieron con escandaloso trepidar decascos, estrellándose inesperadamente contra la primera líneade rifl es. Los marinos se divertían con esta clase de enemigos,blanqueándolos en plena carrera.

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Manteniendo siempre cierto volumen de fuego, noobstante la aparente ausencia de enemigos, el rancho pudo seralcanzado. Allí adentro, sobre el húmedo piso de barro, estabauna mujer, revolviéndose en los estertores de la agonía. Felipónla contemplaba, revólver en mano. Se inclinó sobre ella, resueltoa arrancar de la garganta hipeante, el paradero de Benavides, elCoronel. Se lo preguntó con vos áspera, ansiosa. Ella lo miróferozmente con sus pequeños ojos de chocolate, en los cuales lallama vital era como una hipoteca ya vencida. Hablaba arrastrandoel acento, desfi gurando los giros, interceptada la frase correcta porlagunas inentilegibles. Por Dios! Qué estaba diciendo? Ah, queno se le escapara esa revelación fi nal! Pegó sus orejas a los labiosrelajados, ya casi estáticos. Oyó entonces la revelación suprema:

–Hijuep . . .

Calmó su garra que se crispaba sobre el revólver y la dejóagonizar.

Afuera, los marinos, empezaban su obra de reconstrucción.Los animales de cría, –la única propiedad propia del hombrenativo– seguían la suerte de su ama bajo el rifl e de los marinos.Habían prendido fuego a la parte posterior del gallinero y elespectáculo prometía… Las aves eglógicas irrumpieron enconmovedor alboroto por el claro de la puerta de escape queadrede permanecía abierta. Ocho, quince, todas, eleváronse confuerte impulso de alas para huir a la absorción de las llamas.

Truesdale, se había apostado a quince varas de la puerta,con el revólver listo. Las blancas aves caían a tierra tocadas en suvuelo por la bala del tirador infalible. Allí quedaban con las alasabiertas, semejante a copos de nieves.

Hasta que acabó.

Pero cuando la champa vecina comenzó también a arder,Felipón se dio cuenta de que no todo había terminado allí. Pedrito,el pedrito que nunca falta en un rancho aborígen, andaba trayendo

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agua cuando los descargues. Llegaba al punto fi nal del combate…Felipón lo vió cuando ya la patrulla victoriosa se alejaba y éldetrás de ella, relamiendo sus ojillos porcinos en aquellos ranchosincendiados que eran una imagen del otro incendio que ellos hanalimentado en nuestras psicologías. En aquella contemplaciónsus soldados se habían alejado un centenar de metros y entoncesél corrió a darles alcances… Pero se sentía pesado. Por qué norespondían sus piernas con la ligereza de siempre como cuando éltrotaba en los campos de entrenamiento? Una fuerza misteriosaque él adivinaba de los ranchos quemados, se prendía detrás de él,siguiéndole como un hilo elástico en su carrera. Hasta oyó unavoz interior que le llamaba por su nombre:

–Felipón, volvéte!

Habría acaso, dejado el revólver? Instintivamente llevó susmanos a la cintura. Allí estaba. Pero nó; su espíritu no fallaba nunca.Sería el pedrito? Volvió hasta él. Al verlo, renació su barbarie devencedor. Pedrito estaba sobre las pavesas, achicharrándose casicon el calor del fuego. Sus ojos miraban asombrados porque lavida se los abría por primera vez a la realidad, en una demostraciónde la injusticia humana. Miserablemente vestido, tembloroso demalaria o de miedo.

¡Ah, eso le faltaba a Felipón: el pedrito! Le habló:

–Y vos, sos gente o mono?

–Sí, señor, soy gente.

–Oh, vos posible mono!

Alzó el revolver: ¡pam! ¡pam!

Y el pedrito inclino la cabeza destrozada sobre las cenizas ardientesy allí quedó dormido para siempre. Triste epílogo….

Pero esperad, es otro:

Dinamitando peces en el río Coco, Felipe Truesdale fuésorprendido por la explosión prematura de una bomba que, además

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de dañarle partes nobles del cuerpo, desprendió completamentedel mismo, su brazo derecho, que tanta signifi cación cobrara enlas massacres de las Segovias.

Se me refi rió esto, cuando yo cercana la paz, –Febrerode 1933,– hacíamos la patrulla de despedida en las legendariasmárgenes del gran río nicaragüense.

–Aquí, me señaló Zamora, compañero de línea, fué elbombazo. Felipón quedó desangrándose contra aquella peña,silencioso, triste.

Y añadió pateando sobre un pequeño túmulo de piedra:

–Aquí fué donde vino a parar su brazo. Aquí lo sepultamos.Que la tierra le sea según merecimientos.

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ISIDRO LARIOS,espectadores, en un incidente de las

maniobras. Pasó otra escuadra y otra más. Luego, aquellosmuchachos de la Academia, parapetados a 100 yardas delobjetivo, se detuvieron brusca pero limpiamente, en forma clásica,arrojándose a tierra, según se los había enseñado Burwell, directorde la Escuela.

¡Qué suave se caía así!

Del punto que ellos iban a atacar, defendido por sietehombres y alguna arma automática, empezaron a asomar botonesde humo y detonaciones bastantes ahogadas, indicio reveladorde que de la otra parte se defendían. Pero las balas falsas nollegaban, ni con mucho, a los primeros cadetes de la avanzadilla.

–Más adelante, calculó el comandante.

Doce kakis emergieron de entre la yerba. Avanzaron, eldedo en el disparador, partiendo el viento con las proas de sushombros izquierdos y la cabeza embistiente, como invulnerable

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bajo el metal de los cascos imaginarios.

Ya oían mas claramente los disparos; los fogonazos les eranperfectamente visibles. El número tres de la primera escuadra dióun salto y quedó fi jo, boca abajo. Una bala falsa lo había tocadoen el hombro. Pero nadie vió. La carga iba demasiado bien parareparar en esos detalles. Sólo cuando el hombre de observaciónde la patrulla hizo una profunda inclinación sobre sus rodillas, loscadetes comprendieron. Estaban en «la tierra de nadie» o, comolo observara al otro día Isidro Larios muy fi losófi camente, en «latierra de todos».

–¡A tierra!

La voz del ofi cial era imperiosa. Todos se dispersaron.Una bandera roja, con extraños símbolos de muerte, aparecía anteellos.

La táctica a seguir, en este caso, no era una novedadni constituía algo difícil. Lo que tenían que hacer, por ambosbandos, era anotar el número de bajas y pasar el reporte a susComandantes.

Isidro Larios, al intentar un avance a gatas, sintió ungolpecito en la columna. El taco respingó sobre su cuerpo; peroél se hizo el desentendido y continuó marrulleramente ganandoterreno, porque a él no le agradaba eso de morir de mentira,haciendo perder la prueba a sus camaradas, seguramente. Brennan,su ofi cial, pasaba en esos precisos momentos, doblado, y quedóante él.

–El del lanzabombas está muerto a cuarenta pasos de aquí.Cójalo Ud. y hágase una de las suyas, –le gritó.

Larios viró su cuerpo. Si él lograba su cometido y susdisparos hacían blanco, ganaría enseguida alguna citación. Loscuarenta pasos se le hicieron kilómetros. ¡No! Estaba seguro queBrennan no había calculado bien. Hasta entonces deslizábaseprotegido por una leve hinchazón del terreño y ahora había llegado

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el momento crítico en su avance.

De la otra parte le llegó una granizada.

Imposible continuar así. Tuvo que perder su línea recta,optando por trazar una dilatada curva. «Más larga, Isidrito, peromás segura». Pasó al lado de Uriza, el cadete de la última escuadra,que estaba tendido boca arriba, con un tiro en el abdómen. Urizale guiñó el ojo.

Por segunda vez jugó la marrulla de preguntar a unmuerto, dónde estaba el lanzabombas. Se empujó rápidamente,sesgándose un poco. Allí estaba. Cogió el arma. La botella estabapuesta, y la granada debidamente colocada en el depósito. Prontoel paquetito negro se elevó en el espacio, describiendo una lindaparábola.

Tuvo un rictus ácido, cuando el impacto se desplomó cercade algunos compañeros de asalto.

–Barajo, –pensó, avergonzándose.

–¡Magnifi co, Larios!

El muerto se burlaba del lanzabombas.

Puso otro envoltorio, ganoso de desquite. La bala falsa fuédespedida a varios grados más de inclinación y Larios pudo verque la había dejado a pocos pasos del reducto enemigo. Enseguidaelevóse una denotación, bastante sorda. El objetivo envolvióse enuna noche de humo espeso.

La tercera granada debió de producir su efecto, porque alaclarar el radio de la trinchera, el cadete vió que el trapo rojo sehabía ido al suelo.

Todavía lanzó con el arma dos veces más.

Brennnan, el comandante, gritó:

–¡armar bayonetas!

Ellos obedecieron con precisión admirable.

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–Right now, go on!

De la trinchera resistían muy pobremente. Sólo el gaznatede una pistola espectoraba cansadamente. ¡Bravo! Era la lujosacuarenticinco del teniente Boswell. El heroico ofi cial queríamorir.

Y así fué cómo Isidro Larios ganó muchos puntos en unferoz asalto con balas de cartón.

Los relatos que en los círculos de la Academia Militarcorrían sobre las terribles pruebas sufridas en el Area Norte, el rigorde las patrullas y el peligro de sus escabrosidades encantadas, nocomprometieron el ánimo de Isidro Larios con el temor. Mentira!Los alistados exageraban con fantaseo puramente tropical,porque comprendían que así tomaban un anticipado desquite desuperioridad sobre los futuros ofi ciales. Pero ahora que estabanen Quilalí, eje de las operaciones peligrosas, a pocas leguasquizá de un campamento desconocido, el cadete chocaba contrala impresión penosa de la realidad. El capitán Biebush habíaleshecho conocer, la misma noche de su arribo, el siguiente mensaje:

«65 Jinotega

Estaciones del Quinto Distrito. Area Norte.Tres ofi ciales y ocho alistados fueron emboscados y muertos hoy en

el punto 332 463 por hombres de Quintero, en número de ciento cincuenta.Saque inmediatamente patrulla combinada de guardias y cadetes, para queéstos tengan la oportunidad de batirse, procediendo a interceptar posiblesconexiones con campamento General Sandino. Garantice, en lo posible, lavida de los cadetes. 16418».

Muy confusamente, Isidro Larios pudo darse cuenta de loque estaba pasando; muy confusamente porque en el cataclismode la sorpresa, apenas si pensó en que él estaba allí para pelear,controlado por la voluntad del ofi cial, como un títere trágico.

A la verdad, aquello duró pocos segundos, tan pocos, queen ese tiempo habían interceptado ya al cuerpo principal de laavanzadilla, compuesta totalmente de alistados. Necesariamente,

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los cadetes tendrían que batirse aislados, –ya se batían– en tantoque los guardias del segundo teniente Joseph Limpton, no lograranrestablecer contacto. Y era eso difícil, porque entre los hombresde Limpton y los muchachos de la Academia se interponía, consabia tenacidad, la cuña mortífera de una ametralladora enemiga.

Los cadetes quedaron pronto tendidos a lo largo delsendero. Cerca, en el recodo próximo, la avanzadilla respondíavivamente al fuego. A los futuros ofi ciales se les ofrecía un huesoduro que roer. Inútilmente, Brennan intentó una contra emboscada.Al replegarse le faltaban dos hombres. Otro estaba con la rótuladeshecha y pedía agua. El Comandante se arriesgó hasta él,chorreándole la cantimplora.

–Beba, amigo,– le dijo.

Olvidaba si jerarquía. El peligro, la tragedia cercana lovolvían fraterno.

Limpton, por medio de un hábil truco, logró mandar a unode sus hombres a unirse con los cadetes. Tenía la certeza de que adoscientas varas de los hombres de Brennan estaba emboscada laBrowning de los rebeldes. Urgía la acción del lanzabombas sobreaquel punto, única providencia que permitiría la compactación delas dos tropas.

El Capitán recorrió a rastras la pequeña línea de cadetes.Isidro Larios lo vió detenerse junto a él.

–A trescientas varas de aquí, gritó rectifi cando el cálculode Limpton,– está la máquina. Haga por donde desmontarla.Vaya. Ocúltese detrás de aquella eminencia.

Los día de maniobra en la Academia, cuando él sorteabaun peligro nada más que teórico, pasaron nostálgicamente, –comolas pompitas de jabón que elevara el niño, – Por los ojos delcadete. Pero sus veinticinco años audaces pusieron un tapial sobreel pasado. Siguió al hombre de enlace copiándolo en todos susesguinces, con los que sabía librar el bulto en atrincheramientos

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increíbles. De la otra parte les tiraron al cruzar un limpio. Fueronsegundos arriesgados. Comprendió el cadete que había pasado aun decímetro de la muerte. ¿Llegarían ilesos? Todavía había quetantear otro trecho al descubierto. El otro dejó de arrastrarse ycorrió tan velozmente como pudo, doblándose hacia adelante hastaponer horizontal la parte superior de su cuerpo. En condicionesnormales, tal distancia apenas sería digna de consideración. Peroen las presentes, la dimensión del tiempo adquiría dilatamientosabsurdos en ese pequeño espacio, donde la metralla entonabaletanías mortales.

–A la una… A las dos… A las… ¡tres!, –gritó él mismo,como para tonifi carse.

De un salto cayó al limpio. Zumbaron las balas. ¿Cuántotiempo duraba aquella carrera? Isidro Larios constató por primeravez en su vida, el fenómeno de le paradoja: veía las yerbas, ladiferencias, el paisaje todo, pasar a sus fl ancos, en dirección inversaa la suya; pero la verdad era que él no captaba ese movimiento deavance. Le parecía estar marcando pasos sobre el mismo terreno.Cierta técnica cinematográfi ca permite ver a un hombre en laintensidad de su carrera, ejecutando un footing que, por vicios deperspectiva, pareciera verifi carse en un solo punto, mientras loque huye delante de él es el resto del paisaje. Habia notado esouna sola vez, cuando en varietes de la M. G. M. se registraron loseventos del gran Nurmi.

Lo embarazaba mucho el arma. El alistado casi llegaba alextremo seguro. Isidro comprendió que estaban a salvo.

–¡ Ah, bruto!

¿Por qué se detenía ese pobre guardia? Si quería esperarlo,era eso una imprudencia. Le dió alcance y de un violentoencontronazo en el cuerpo lo empujó hasta la maleza. Estabansalvados.

–Venga, ahora somos nosotros.

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González giró, pero para caer en brazos del cadete. De lafrente le bajaba un torrente rojo. El académico rompió su paquetede ayuda y vendó la herida. Regó un poco de agua para hacercompresa y puso el resto sobre los labios resecos.

–Gracias, cadete.

El guardia volteó los ojos y espiró estertorosamente.

Desde el punto indicado por Brennan, era posible, enefecto, aunque no fácil, silenciar la ametralladora. Lo másinteresante era no dejarse descubrir; pero, al mismo tiempo, elexceso de prudencia podria restar efi ciencia a los disparos. Saltóa esa conclusión después de haber puesto tres granadas. Tuvoque seguir más. ¡Ahora si! Desde su posición veía largamentea la vanguardia, disparando tranquilamente, apostada traslos repliegues, y a la línea beligerante de los sandinistas que,arrancando en un semicirculo desde los muchachos de Limpton,se dilataba, bastante nutrida, hasta cerrar su extremo detrás delos cadetes. En el centro, la Browning imprecando seguía coninsolencia.

Fijó la culata de su máquina contra la tierra y apretó elgatillo. El paquete se revolvió en infi nidad de volteretas. Siguióla parábola bajo el sol luminoso de la mañana de agosto.

El tiempo que la granada tardó en volver a tierra, Isidro loconsideró sufi ciente para ganar dos cursos de sus interrumpidosestudios de derecho.

Sucedió a la explosión un terrible griterío. Cuando lahumareda hubo desaparecido, el cadete inspeccionó febrilmente.Tornó a llenar la botella. Esta vez la bomba se llevó a dos hombresde la dotación y hasta la ametralladora sufrió un vuelco, quedandocon el trípode hacia arriba, como un bicho maligno.

–Ahora, arriba guardias!, –tronó Limpton.

El choque, sinembargo, aunque animoso, hubo deretroceder ante el número.

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Cuando también Brennan regresó de un intento pordespegar la cuña, miró con dolor a sus cadetes. ¡Aquellaametralladora invunerable que golpeaba incesante! Aquellostarros cuyas explosiones empezaban a demoler la tierra cercana!¿Huir? ¡Jamás! No había alumbrado aun el sol que viera fl aquearel valiente corazón de los guardias…

–Habrá que juntarnos, cadetes… –ordenó aprovechandoun momento de relativa calma.

Como puestos de acuerdo, ya los hombres de Limptoniniciaban por cuarta vez un supremo esfuerzo de junción. Laametralladora tuvo que ocultarse bajo el fuego cruzado de ambasguerrillas.

–Esto es el fi n, Edward Limpton, –anunció Brennanestrechando, al encontrarse, la mano de otro ofi cial.

–Tenemos tres horas de fuego –contestó su compañero–y si los muchachos no ceden, podremos todavía esperar loscorsarios.

–Miró ansiosamente el cielo iluminado del trópico. Asievadía, con una suposición agradable, la fúnebre observación desu camarada. Pero cuando estuvo solo, –porque ya Brennan sealejaba –expresó, para sí solo, su verdadera opinión:

–A lo menos, moriremos juntos.

El ofi cial se mordió fuertemente los labios. No resistíala sed y cuando, elevando su vozarrón, había gritando pidiendoagua a uno de los cadetes, una voz que venía de la otra parte habíacontestado, burlona:

–Conque, ¿ya tiene sed, mi capitán? Un momento.

Un bulto negro, cilíndrico, voló por el aire en su dirección.Adoptó bruscamente la prona y cuando esperaba sentir en sucuerpo los estragos de la metralla, advirtió que el objeto se rompíacontra las piedras y le bañaba con un líquido nauseabundo de

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indudables procedencias renales.

Un coro de carcajadas subrayó la oportunidad del ultraje.

–¡Fuego, cadetes! –golpeó su garganta sibilante.

Del otro lado, la misma voz remedó la órden, aunqueaumentada con un apéndice depresivo:

–Fuego, cadetes. ¡Uyuyuy… niños!

La ametralladora, oculta, recomenzó su musiquitadetestable. Isidro conoció la embestida del minuto supremo.Alistados y cadetes, unidos estrechamente en la gran aventura,armaban tranquilamente bayonetas.

Isidro Larios, comandando una escuadra, trotó antelos espectadores en un incidente de las maniobras. Luegolos muchachos de la Academia, parapetados a cien varas delobjetivo…

Así comenzó la historia, que termina, desgraciadamente,de otra manera:

Él se inclinó dolorosamente pugnando por seguir de pies,hacia el suelo. Algunos pasaron sobre él, maltratándolo, sinfi jarse.

–Uno, –contó, viendo caer a Fuentes, el número 16 de suclase. Dos, –siguió mentalmente. Tres.

Y así hasta quince.

–¡Viva la Gu…ardi…a!, –intentó gritar.

La visión de una imagen que se inclinaba sobre él, con unaguirnalda verde en una mano y el índice de la otra sobre los labiossonrientes, le detuvo el empuje.

Dobló los párpados, comprensivo.

Y se durmió en el silencio de los héroes.

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A Luis Arce, que por su cojera no pudoacompañarme en mi vida peligrosa.

M. C.

EL hombre de los ojos azules lo vió desde las nubes. Aunquela neblina era espesa y aumentaba parcialmente,

apelotonándose abajo, sus pequeños ojos rapaces iban perforandolos vapores, ansiosos con la vecindad de la presa.

Destacabase diafanamente, a la breve presencia del solsegoviano, el avión invasor del tipo corsario, plenas de resplandorlas niqueladas alas. Describía largos círculos, ora remontándoseimprevistamente, ora abandonándose a la ley de gravedad, comobuscando el instante en que su pieza dejara atrás los últimosarbustos tras de los que se ocultaba. Entonces haría ladrar susametralladoras… y one greasser less.

Pero antes que el hombre de los ojos azules lo pillaradesde las nubes, el hombre de los cabellos lacios había localizadotambién a su enemigo. Conocía, por aquel bugido, la pronta,acaso demasiado pronta aparición de un cobarde pajarraco

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yanki. El terreno desarrollábase en una planura inmutable, enla que apenas una mancha de arbustos que escasamente cubríauna milla, accidentaba el futuro teatro de la caza. Aquel peligro,aquella concurrencia de circunstancias desfavorables no alteró elceño del hombre que portaba un mal rifl e; antes por el contrario,pareció que su sonrisa astuta de aborigen iluminaba el radio de supersonalidad, aclarando la mañana.

El era el hombre de enlace entre el Cuartel General rebeldey la Sexta Columna Expedicionaria que operaba hacia el sur, allídonde los ríos arrastran oro y en las llanuras chontaleñas pastanlos tranquilos rebaños. Portaba instrucciones del mando y poreso estaba temiendo una novedad en este tercer día de su jornadacuando precisamente le faltaba otro tanto para alcanzar su destino.Sí. Su destino. El destino de su causa, amenazante unas veces,amenazaba las mas en cuatro años de porfi ada, de sobre humana,de heróica resistencia.

Tomó alientos detrás del último árbol que le ofrecía lasuerte. Delante, huía hasta el horizonte la superfi cie pelada delllano.

Vaciló un segundo, –la fracción infi nitamente reducida deun segundo, –porque el pájaro venía ya sobre él, envolviéndoloen el ronco fragor de su hélices. Ilusión o nó, sintióse empujadohacia atrás, hacia adelante, entre la tormenta de aire batido por lasaspas.

La ametralladora le envió un multiplicado saludo de balas,a cuyos golpes las ramas del arbusto que lo protegía se deshojaroncomo bajo la agresión del granizo.

Otros impactos se incrustaban el vástago.

Una nueva garúa de uvas mortíferas, mejor dirigida quela anterior, cayó entre sus pies salpicándolo de plomo. Comoparásita, se abrazó al tronco salvador.

El hombre de los ojos azules precipitó su máquina en una

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tercera tentativa asesina. El tren de aterrizaje casi llegó a rozarla magra copa del árbol; pero entonces el hombre del destinoinseguro saltó y echó a correr… hacia el horizonte.

Proyectábase aquella mañana, bien que con diferentesprotagonistas, la eterna escena del ratón y del gato.

Durante tres veces, en el curso de la emocionante caza, elhombre del destino amenazado logró burlar la mirada del hombrede los ojos azules, protegido por el acolchonamiento de la niebla.Sinembargo, esta tregua tenía un sentido de ironía porque, o losvapores se arralaban, o era el mismo fugitivo quien se obligaba aevacuarlos en su consigna de correr para vivir.

En dos ocasiones ensayó su viejo rifl e fusilando al azaral mastín del aire, que amagaba sobre su cabeza desplazadovertiginosamente. Solo cuando el hombre de arriba se percatóde que para terminar con éxito era preciso despilfarrar menosmuniciones, el hombre de abajo mudó también de táctica. Asífué que dejó de correr aplicando a su ruta un paso casi natural,deteniéndose bruscamente para tomar descanso cuando el pájaro,incapaz de pararse en seco como lo haría una bestia, lo adelantabaen centenares de yardas.

El hombre de los ojos azules sabía tener paciencia. Laresistencia física está fi jada dentro de límites admirables, peroinviolables; sometido a la camisa de fuerza del cansancio. Peroaquel maratón tardaba mas de lo previsto. Comprendía, al cabo,que el combustible del tanque sufría merma en aquella persecuciónendiablada y tenaz. Cuatro horas de espiar sobre el cielo brumoso,metiéndose entre las nubes, poniéndose en vertical sobre los ríosde arenosas riberas y, al fi nal, aquel diablo de hombre que no sedejaba pillar, le tenían confundido. El deseo rabioso de terminar,de humillar con la muerte a aquel fugitivo que lo burlaba,descomponía su cerebro. A punto estuvo de descender sobre elllano y disputarse el paso a plomo limpio con el hombre de la pielcetrina.

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Estaba dispuesto. En otra ocasión había practicado unforzoso aterrizaje casi en las propias calles de Quilalí en mediode las balas sandinistas que procuraban cazarlo y solo se habíasalvado por la acción decidida de los marinos que vigilaban elcaserío desde la fortaleza. Por el contrario, ahora resultaría cosafácil. El llano de Jalapa, verde y muelle, lo invitaba como unlecho. Para dominar el conjunto del panorama levantó su máquinaa regular altura.

–Hurra, hurra!

A primera vista, creíase víctima de una fi nta óptica. Allálejos, pero bastante lejos, una manchita negra, talvez un aveengañosa, remontaba la bruma, acercándose. Sus ojos entoncesse posaron jubilosamente en su reloj pulsera.

Solo podía ser Gadner, en su corsario perseguidor!Cheer up!

El sargento Gadner era, en efecto. Lo identifi có por elnúmero, un refulgente 83 dibujado sobre las alas, cuando el reciénllegado voló sobre su avión y después cuando el telégrafo debandera le indicó que llegaba a relevarlo en su misión de vigilancia.

Probablemente, el sargento Gadner del Cuerpo de Aviadores,no había caído en la cuenta del porqué de las extrañas cabriolasde su compañero de armas. Esto preocupaba la atención delhombre que ocupaba el asiento de mando dentro del mastín delaire. Así fué que, para darle un guía, tuvo que picar nuevamentecontra la pequeña silueta que se alejaba. Su aparato quedó aun ala expectativa esperando el resultado de la señal, parecía un delfi nindolente entre el grosor de las nubes, en las que se hundía comoen una mar gris.

All right! Gadner ya levantaba su aparato, caracoleando.Bravo! Ahora picaba como un aerolito. No había ninguna duda.El mastin del aire quedaba sobre la huella…

Cuando el hombre que había tenido que correr para vivir

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notó la presencia un nuevo enemigo, resumió su situación así:Uno, mas uno: dos. Luego, –en aquellos momentos el primeravión se perdía en la lejanía, –rectifi có su posición en una simplefórmula de sustracción: Dos, menos uno, uno.

Fué en este momento cuando interrumpió su correr, ajenoaparentemente al hombre de los ojos azules y a su avión. Estabarecordando. La sospecha de que aquello pudo habérsele pasadopor alto, le llenaba de incisiva inquietud. El sitio en que seencontraba no le era completamente desconocido. Identifi cábasepoco a poco con la nueva naturaleza, en la que iba desapareciendopaulatinamente la grama para dar lugar a una superfi cie pedregosaque se insinuaba sin cambios bruscos. El punto de referenciaaparecía a menos de un kilómetro. Se trataba de un gran manónde niebla, un pedazo de niebla densa y algodonada, notablementediferente al resto del paisaje. Algo parecido al manto deimpenetrable bruma que cubre las marismas.

Solo, –en más de una ocasión había oído decirlo a suscamaradas, –que bajo la neblina, en lugar de la superfi cie parejalevantaba su pétrea joroba una protuberancia formidable, resultadoquizá de alguna deyección geológica prehistórica.

Habíase ocultado allí Sandino, después de su retirada delCHIPOTE. En el mapa de guerra rebelde, conocíase ese puntocon el nombre de EL BRULOTE.

Hola! El hombre de los ojos azules estaba perplejo. Nocomprendía porqué el fugitivo torcía bruscamente, sin razónaparente. Se quería hacer matar? Ese hombre estaba loco!

En el intervalo de tres minutos, dos veces el hombre de losojos azules pasó su máquina por encima del hombre que corría;pero, aviador consumado, evitó siempre quedar de espalda a suenemigo, merced a un sencillo looping de loop. El hombre de lasmontañas sintió la muerte muy de cerca, en las balas que le silbabansobre los oídos y marcaban la trayectoria del avión con las balas

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que se enterraban en la superfi cie. Alzó los puños y amenazó alenemigo. Fué entonces cuando el piloto lanzó su máquina contrael escurridizo enemigo que se atrevía a amenazarle. Una balacerteramente dirigida, rompió un aparato en la cabina de mando.El resultado era claro. El hombre se le iba. Ya estaba dentro laatmósfera pesada que rodeaba EL BRULOTE…

Son of beach! Hizo descender su aparato con mareanteceleridad y enardecido, deseoso de venganza, entró como untorbellino detrás del otro, casi al ras del suelo, guiándose comopor instinto entre la bruma.

Un crugido, seguramente un grito. La visión de una moleinmensa que se arrodillaba en tierra y el eco de la catástrofeanegando el horizonte.

Sencillamente, el hombre que había tenido que correr paramatar, recuperó la promisora ruta abandonada. Atrás quedaba labestia rota, dolorosa y trepidante, sobre cuyas heridas la nieblasobaba ya sus algodones cariñosos.

Hechos como este informan seis años de la epopeyasegoviana, gala de la literatura heroica. Fué una dulce mañana delmes de Octubre, en las llanuras de Jalapa…

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ESTO era cada jueves de la semana, cuando el avión dejaba caer la correspondencia sobre el reducto del destacamento.Para Harry Livermore, Betty Rutledge, aun con estar tan lejos,seguía siendo la compañera de sus horas grises. Y cómo no!Sólo el exceso de producción, al que pronto debía seguir un parofebril conjuntamente con un invierno rigurosísimo, empujaronsu resolución por los caminos de la aventura. Y a fé que la talaventura resultaba peligrosa.

Todavía recordaba a Betty en la estación, siguiendo el trenlleno de bultos kaky, con sus ojos bonitos. Al despedirse, ella lehabía besado el mentón, dejándoselo embadurnado con su billet

From:

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barato. Harry habría querido llevar ese amoroso estigma por todala vida, si no hubiera sido que ahí no más, Billy Harding se lohabía quitado de una manotada en contestación a una protestasuya cuando Billy, camorrista y cínico, dijo un comentario pesadosobre la muchacha.

Cuando Harry la perdió de vista, –vestida toda de blanco,ella bien pronto llegó a ser en la lejanía como un pañuelo –sintióalgo extraño en su corazón, y comprendiendo que era un llantoseco, sin lágrimas, sacó la cabeza por la ventanilla para que elhumo de la máquina estimulara sus funciones lacrimales.

¿Cuánto tiempo hacía de eso? Setenta años, evidentemente.A ver!... Como que Betty llevaba la cuenta:

«Queridísimo Harry:Estoy contenta con una gran noticia: parece que toda la fl ota del Atlánticovendrá frente a San Francisco para efectuar las maniobras anuales de lamarina. Pero no es ésto todo: Por aquí se asegura que la defensa del puertoestará a cargo del ejército y que al efecto, los soldados del 5º. regimiento quehayan prestado servicio de dos años en esa «isla», serán llamados, pues aquíse les considera muy útiles dado el entrenamiento que tienen contra «esossalvajes». Pero no es eso todo: el Secretario de Marina hace saber que losalistados que en Nicaragua se distingan en acciones de guerra contra esosantropófagos, gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestrasbases, aunque, como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás loposible por volver. Y aunque seguramente ya tú lo sabes, yo quiero contártelo: Sharkey le ganó a Schemeling, Gary Cooper se rompió una piernafi lmando «Hombres de Acero», y yo te amo estrechamente. –BETTY.»

¿Volver? Rió él amargamente con risa de sulfato.Cualquiera pensaría en ello en semejante situación. El caso eraque de las siete patrullas de reconocimiento, enviadas para afl ojarel cerco, sólo dos habían regresado milagrosamente escapadas, yeso, con una noticia por demás desconsoladora: los ríos salidos demadre dentro de una dilatada circunvalación hacían impracticablecualquier intento de éxodo hacia el sur. Y esta situación durabacasi un mes. Verdad era que los aviones llenaban parte de sucometido suministrando dos veces por semana algunos víveres y

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correspondencia; pero esto solamente conseguía arreciar aún máslas nostalgias por el lejano hogar. La otra parte de la empresahacíase más que difícil para los aviadores. Venía a ser comoimposible librar la fortaleza de un enemigo que a la hora oportunapodía concentrarse con velocidad increíble; pero que a tiempode sufrir el ametrallamiento aéreo, sabía pulverizarse entre layerba, contra los bosques, más allá de los ribazos. Dos avionescorsarios habían quedado fuera de combate: el primero, al intentarun aterrizaje de acuerdo con los sitiados y protegidos por unabatería de lanzabombas. Al otro lo habían bajado del aire comouna gaviota. Desde el torreón donde montaba guardia, el marinopodía distinguir lo que antes fuera un instrumento de rapidez ygracia, convertido en un laberinto de hierros retorcidos.

¿Volver? Otra vez el marino se tornó melancólico.Recordó la casita blanca de Illinois y al viejo Livermore atareadoen su huerto de manzanos. A Betty frente al micrófono de unacasa anunciadora… y hasta a Billy Harding.

La escalera del segundo piso crugió. Fué levantada latrampa y entró Leverton, armado hasta los dientes.

–Vengo a sacarte, Harry, –anunció cansadamente.

–Reportes? –inquirió él, ansioso.

–El otro barbotó una injuria y lo miró con ferocidad.

–¡Imbécil! En balde tomaste parte en la alarma, anoche. Sí,y qué? Pues que hasta ahora observamos el resultado. La cuerda delmástil ha sido rota a tiros. Estamos sin radio. ¡Incomunicados..!Y que Welles siga creyendo que estos greassers tiran mal. Elmismo, para sostener su dicho ante el Comandante, subió estamañana; pero tuvo que bajar con un codo deshecho. Y si tú quieresprobar, habla con el Comandante.

…«en acciones de guerra contra esos antropófagosgozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestrasbases; aunque como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé

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que harás lo posible por volver».

Ahora, el fragmento invitador de la carta de Bettycolaboraba con el ansia suprema de su vida: ¡volver!...

Ingresaría a Hornsville en tren de las 10 am., y se apostaríafrente a la estación anunciadora, para esperarla cuando ella salieraa tomar una sopa de espárragos al restaurant.

–Oh, Betty, Betty! ¡Aquí estoy!

Y ella se precipitaría entre sus brazos, allí, frente a lostranseuntes asombrados y le diría:

–Sí, Harry. Ya sabía que vendrías.

Y otra vez lo habría de besar en el mentón, como el día dela despedida.

–Oí decir, –comentó Harry Livermore ante el sargentode guardia de ese día, –que dos de las ametralladoras estuvieronanoche paradas por falta de agua.

–Y si han de seguir. Ya sabes que estamos incomunicados.Por lo tanto, hoy que necesitamos de agua, los pilotos bajaránsardinas; mañana papel de inodoro; pasado… Vas a ver, muchacho;pasado mañana, cruces y fl ores.

–No ha de ocurrir eso, –afi rmó él con seguridad. Y agregóvon voz decidida: Reporte al Comandante que esta noche bajaréal río; es decir, que tendremos agua para «ellas».

Declinaba el sol. Declinaba también, sobre el mástil, labandera de los Estados Unidos con los honores de ordenanza,y a Harry no le conmovió aquella concurrencia de caídas, quepudieron hacerle presentir la de su propio cuerpo junto a las aguasromanceras del río.

Esperó media hora a que oscureciera. Le dieron recipientesde goma que cabían perfectamente en los bolsillos. La vuelta ya

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sería otra cosa: cinco galones. El Comandante le tendió la mano:

–Adiós Harry, –le ordenó: no se arriesgue Ud. mucho yvuelva pronto.

Pero, antes, él quiso ver a Billy Harding. Le sucedía lo que a dosviajeros de un mismo tren: un incidente cualquiera de la charlaprovoca la discrepancia momentáneamente; pero al término delviaje ambos han simpatizado y se despiden.

Para Harry, la estación terminal de la vía llegaba, y abrazóa Billy.

A medida que se enterraba en la semioscuridad sentíael imperio instintivo de encogerse, de reducir su humanidad almínimum de la expresión geométrica. El, que venía con lanostalgia de las colosales iluminaciones yankis, buscaba el regazosuave de las sombras.

Crugieron algunas zarzas. Estuvo agazapado dos minutos.El veía ansiosamente la fosforecencia lívida de su reloj pulsera.Dentro de una hora, la luna bañaría todo el agro. Se le estrujabanlos riñones terriblemente. El rumor del follaje, estremecido por labrisa nocturna, le reveló la proximidad del bosque. Detrás cantabael río. Bajo la arboleada, la visión era más difícil.

Hizo un avance rápido, pero silencioso. No obstante, lasarenas crujían. Reinició el arrastre; pero una voz le dejó clavadoen su sitio. Una voz que barrenaba en las sombras.

–¿Quién vive?

La hoja de su cuchillo cazador salió suavemente. Suautomática permanecería enfundada para cuando llegara elinstante de jugarse el todo por el todo. A un yanky, y a un marinoespecialmente, le choca recurrir al arma blanca. Harry encontrabamucha diferencia entre suprimir a un hombre de una cuchillada yaniquilarlo de un balazo. El cuchillo, en efecto, hace de alambreconductor entre la vida que triunfa y la otra que se extingue. El

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contraste debía ser repugnante.

Las manecillas del reloj, como mazos descomunales,empezaron un furioso golpear sobre la placa de resonancias delsilencio. Hacía eco el corazón, con ronco redoble de tambor.

–!Callad, malditos! rabió él.

«No se arriesgue Ud. mucho» –habíale dicho elComandante. Sin embargo, el dulce requerimiento de Betty lesonaba irresistible: «…yo sé que harás lo posible por volver».

Y votó con Betty.

Continuó deslizándose con infi nitas precauciones. Depronto, del otro lado de la sombra, emergió una forma. Sintió quese le venía encima…

El brincó. Sus manos de luchador agarraroninstintivamente una garganta que al pronto cedió bajo el choque.Harry era fuerte como un marrano; pero el adversario se le escurríacon aglutinamientos invertebrados. Rodaron sobre la hierba,hundiéndose en la corriente, contra las piedras. Los gritos sordosdel otro confundíanse con el rumor del agua.

Harry logró ponerlo debajo, levantó el cuchillo y lo dejócaer; pero la hoja se partió al dar contra los guijarros. Entonces,apretó sus tenazas sobre el cuello del otro, que perdía fuerzasvisiblemente. Harry lo ahogaba, sumergiéndolo. El cuerpo seafl ojó al fi n, y fue rodando a merced de la corriente.

El marino llenó precipitadamente las bolsas y emprendióla retirada. Había perdido el bajadero y no era fácil orientarse;pero sin perder tiempo, siguió a su derecha el curso contrariodel río. Tocó tierra seca. Agarrado de unas raíces, se izó hastauna meseta. La fortaleza emergió en el horizonte, confusamente,metida en neblina, como un viejo castillo. Afi rmó las piernasy arrancó hacia allá. Inmediatamente cayó maniatado por unaslianas. Al reponerse, le gritaron casi a su lado:

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–¿Quién vive?

¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Unadetonación llenó la noche cuando él siguió corriendo. Algo húmedole bajaba por la espalda. ¿Estaría herido? Su carga disminuía ypensó que uno de los recipientes había sido agujereado. Detrásde él los perseguidores eran ya muchos, y una docena de rifl esladraba venenosamente. Sentíase mareado. Debía ser el hígado,que venía molestándole desde hacía algunos días. El cirujano lehabía prohibido los ejercicios violentos. El hígado, el hígado…

Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron,inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en maliciosos guiñosy todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston endiablado.Ya sólo tuvo una conciencia claudicante de su yo resbalándosetorpemente a través del tiempo. Manos expertas que investigabanel pecho adolorido, envueltos en sábanas blanquísimas. Olorincicivo de antisépticos, y mujeres que levitaban silenciosas,silenciosas. Qué más? Encima suyo, soles circulares y una amplialuz cegadora.

Después, los nombres de muchos lugares que apenas podíacomprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez sábanas blancas,hasta que, al fi n, después de miles y miles de horas todas parecidas,un nombre, un nombre adorado que era para él la clave de todoaquello: Illinois.

Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellosinstantes de la gran casa anunciadora, en Hornsville. A su lado,una compañera con cara de mecanografi sta.

–Ya no puedo con tanta carne, prefi ero mi sopa deespárragos, –exclamó la muchacha verdaderamente bonita.

Harry se lanzó sobre ella:

–¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy.

Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. Lahumanidad de Betty, montoncito de pasión y encanto, se estremecía

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entre los brazos brutales del soldado. Cuando al fi n pudo hablar,dijo ella:

–Gracias, Harry. Yo sabía que vendrías.

Y le besó, como antes, en el mentón.

Almorzaron espléndidamente y Harry pagó por los tres,aunque él sólo había probado, a los postres, dos besos rosados deBetty.

–Pediré permiso al jefe, –dijo ella al salir. A las tres volverécontigo, querido.

El quedó a la puerta, en espera de un coche de alquiler.Cuando lo obtuvo, dió al chofer la dirección de su casa. El chofer,observándolo preguntó:

–Muy bien. Ud. quiere ir a Arlington? ¿No es así?

–Está borracho, –refl exionó Harry

Arlignton era un cementerio, el panteón de los héroes, enWashington. Iba a inquirir el por qué de tan extraña equivocación;pero el hombre pálido se alejaba, guiando su carro negro.

Siguió a pie hasta su casa. En el camino se encontró conGeorge Atkins, camarada de escuela. Juntos habían jugado foot-ball en los equipos del barrio.

–George, le gritó alborozado Harry, como estás, viejito?

–George continuó su camino, aparentemente sin oír.

–Qué pasará? –se preguntó el marino. Entonces lo golpeó,sí, estaba seguro de ello, lo golpeó con el codo, cerca de losriñones.

George se volteó, –minúscula alegría de Harry–, parasaludar a una anciana que arrastraba en su carrito a un niño rubio.

Ah, se dijo Harry, profundamente compadecido, estámuerto!

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Y se llenó de un terror súbito.

Pasó las últimas casas de la ciudad y avistó la granja de supadre, blanca, envuelta en algodones de niebla.

Allí estaba el viejo Livermore, atareado en la poda de unosmanzanos. Y Harry hubiera querido abrazar al buen viejo; pero…ese sol!

Lo despertó el sol del trópico, que le arañaba agudamentela cara. La fortaleza quedaba todavía bastante lejos.

Tosió y sus labios destilaron sangre. Incorporóse con ungemido. Volvió a caer.

Unas nubes blancas deshacíanse en el azul, como un sueño.Vió a Betty con los ojos del alma, subiendo las escaleras de la casade anuncios de Hornsville, envuelta en la aurora de su vestiditorosado.

Bandadas de golondrinas pasaron chillando, hastaesfumarse en el horizonte norte.

Y él se quedó mirándolas, muy triste, sin resignarse, conojos moribundos.

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–––FRANCO, Luis!

–Firme!...

–León, Aurelio!

–Aquí!...

–Alvarado, Santos!

–Presente!...

–Cuadra, Manuel!

–Jaloó!...

–Leiva, Isidro!

. . . . . . . . . . . . . .

–Dónde está Leiva Isidro?

El Sargento García dió media vuelta, se perdió en laoscuridad y al poco rato vimos luz en el excusado. Isidro sepresentó con los pantalones en la mano.

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–Ud. encabeza la formación en días de pago: perotratándose de patrullas, ¡ésta!... dijo el Sargento, en un gestodemasiado crudo que consiste en pasar el pulgar de la mano porentre el índice y el dedo del corazón.

–Guardias –continuó –listos todos! De frente, en orden deguerrilla. Dirección…

–A los infi ernos –cantó una voz disfrazada en la punta.

Uno a uno fuimos resbalando por el lomo de la minúsculacolina que corona el cuartel de Quilalí, guardando la distanciareglamentaria de cinco pasos, orden que, en las patrullas decombate, viene a ser un nuevo elemento agregado al instinto deconservación. Nuestra imaginación y los mortíferos tarros quenos lanzan tan a menudo constituyen en la vida de guerrillas dosfactores nerviosos inseparables. Cuando debido a la oscuridadnos apelotamos en un solo sitio, recorrimos entonces a la medidadel rifl e, procedimiento que consiste en tirar del arma hacia atráspara que un extremo sirva de límite al avance del que nos sucede.Alguien pensará si no fuera mejor el hacernos verbalmente esaobservación.

Le concedo la palabra a tres mil muchachos que,diseminados en la República han pasado por el infi erno de lasSegovias. El peligro de hablar en las misiones nocturnas! Osacordais del Capitán Puller y de sus apocalípticos Devil’s Dogs?Apenas cuatro meses que el Capitán, un irlandés de cabellosverticales y cuadratura púgil, practicó una batida por las montañasdel Chipote y La Bujona.

No sé cómo llegó a nuestro conocimiento. Talvez por unacorriente de onda corta telepática. El caso es que procurábamosacentuar las precauciones, reducir el silencio a sus extremosinverosímiles, cuando alcanzamos la zona que comprendía loscampamentos nómadas de Rafael Reyes, reportado por nuestroServicio de Inteligencia, ante el Cuartel General, como el másfamoso tirador del Area. Treinta hombres invadimos durante

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quince días la terrífi ca mudez de la selva virgínea. Recuerden, noshabía repetido el Capitán, que en patrulla nadie habla… a no sercon la boca de los rifl es, añadía riendo. En caso de emergencia,esperar órdenes.

No había necesidad de oírlo. Hubiéramos querido tenerzapatos de sombra. Cuando debido a la oscuridad uno de nosotroscaía, el silencio en que entrábamos aumentaba las proporcionesdel ruido, y ya estábamos todos pegados a la tierra, fi jos los ojosen la mole de carbón de la noche. Y el oído, del que por algo seha dicho que es el órgano más burlón del organismo, aliándose alcorazón, corcel en miedo, nos daba la impresión de un estallar debombas simultáneas:

Bom… bom… bom…

A veces un simple objeto, una cerilla por el caso, bastapara determinar el tópico culminante en la vida de un hombre. APuller sus treinta años se le escaparon por el agujero de su silbato.Que contraste tan grande cuando al toque del silbato de Pullercorríamos apresuradamente sudorosos y enérgicos a formar enescuadras. La marcialidad teutónica de la fi la, el giro uniformea la voz de mando, daban al cuadro un sentido cabal de vida,en el análisis físico del vocablo. Y después, ese mismo silbato,como un puente tendido entre las actividades de las células y elanonadamiento de la materia que palpita y que siente. Fué así:

Corría la octava noche de la expedición y el terrenoen peligrosa pendiente oponía mil obstáculos a la marcha.Necesitábamos descanso. Esto lo comprendía Puller puesto quepor ello hizo lo que hizo: un movimiento para llevar el silbato asus labios y emitir un breve y apagado sonido que signifi caba:

Acostarse en sus puestos, descansen…

Rebotaba todavía el sonido en la montaña, cuandootro, pero seco y detonante se encaramó sobre el primero,venciéndolo, maniatándolo. Silencio. Ya estábamos en tierra

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como esparadrapos, machihembrando con nuestros cuerpos laspequeñas cavaduras naturales y buscando el gatillo de los fusilesen aquella tiniebla tan espesa que casi rechazaba las experienciasdel tacto. Así permanecimos durante algunos minutos bajo laamenaza de ojos feroces que perforaban la sombra. Silencio.Un silencio sobrecargado de responsabilidades que nos reteníanjuntos, casi oyéndonos la respiración los unos a los otros y noobstante lejanos, como separados por una pared de sombras y demiedo.

Hacía frío y el viento se desmenuzaba contra los ocotes.Puller debía estar como nosotros en posición castigada y de seguroque no quería exponerse por una insignifi cancia. Estábamosbien entrenados bajo su comando y a estas horas el gozaría loindecible con nuestra prudente inmovilidad. El miedo, vistofi siológicamente, es la secreción glandular de cierta cantidad deadrenalina; pero en aquellos momentos se traducía para nosotrosen una franca contracción del recto. Porque, qué hacía Puller, quéhacían los camaradas? El silencio afi rmaba la seguridad de unarepuesta: esperaban. Aclararía dentro de cuatro, o acaso dentrode tres horas. Y aclaró. Vencía el sol la resistencia pasiva de lamañana nebulosa. Revivíamos al ritmo de la claridad albeante quebajaba de lo alto, siguiendo los pases magnéticos de la mañanaque llegaba a levantarnos de aquel sopor de sombras y de pánico.Por fi n! Despojada de sus arneses luctuosos la selva recobraba laesencia de su ser, y botaba de los pinos la égloga de su poesía libre.Desperezábamonos tardamente, uno a uno, como si en realidadhubiéramos dormido, avergonzados por tantas horas de desveloinútil.

Alvarado, todavía encañonaba cuidosamente su armaautomática, abanicando los ásperos breñales del frente. –Quéhay? Desvió el Browning hacia un punto neutral. Nada! Nada!Un poco delante de los demás descubrimos a Puller durmiendo eninsólita posición. Gallarda fl ema británica la del Capitán!

–Capitán!

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Era el caporal que lo llamaba para reportarle no sé qué.

–Capitán!

Fue entonces a él sacudiéndole por las ropas. Volvió losojos espantados: Muerto! Está muerto!

Se había desprendido de sus manos el silbato. Aquelsilbato con el que nos había ordenado:

–Acostarse en sus puestos, descansen…

El que descansó fue él. Descansó para siempre, el pobrePuller. El rifl e de Reyes, rastreando en la oscuridad la sonorahuella imprudente, hizo blanco con exactitud impecable.

Debimos de confi rmar que el silencio del Capitán despuésdel disparo, no fue la obra de una resolución deliberada. Loshectogramos de plomo que le había hecho ingerir le huyeron el«chance» como para que le iluminara el segundo de una inspiraciónheroica. Talvez si hubiera tenido tiempo… pero no lo tuvo.

–Es que estos hombres ven el ruido, comentó el cabo.

Nos volvimos para mirar la selva con impresión de pánico.Pero ella seguía como agena al drama, verdeante y diáfana,recogiendo el piropo de sus veneros cristalinos.

Yo quisiera que Aurelio conociera este incidente de la vidamilitar. No puedo referírselo ahora que precisamente tenemosel silencio como la más delicada consigna. Me precede a unadistancia de cinco pasos, según deduzco por el brillo de su fusil.El ignora la forma en que mataron al Capitán y quizás por eso vasilvando, a sotto voce, la melodía de un disco que hacemos giraren el fonógrafo de la estación.

«Let me have my dreams, madame»…

Aurelio me ha contado muchas veces que en Granadafué vocal de la Liga Nacional de Tipógrafos, puesto que dejó al«engancharse». A estas horas debe seis pesos por concepto de

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cuotas. No podrá pagarlos todavía, pues su sueldo, de una docenade pesos, lo ha repartido en una asignación para su madre.

La viejita vendía vigorón en el fi eld de «Las Majulias»,me ha explicado. Pero hace meses que el Municipio celebró unmonopolio de ventas con el Empresario. Pobre madre! El leayudaría mientras viviera.

En los trechos en que se divide su relación, me ha gustadobordar el comentario de su vida: Un buen muchacho, sobrio,evidentemente un poco sentimentalote. Transcurriría en losdías de fi esta por las soleadas calles de la Sultana; perteneceríatambién a algún círculo de obreros de esos que invariablemente sellaman: «Esfuerzo», «Acción Obrera», «Renovación Social», etc;iría temprano a la cama, para volver, abierta la página de la nuevajornada, a orientar sus inquietudes dentro del área mediocre desus aspiraciones. Un día la necesidad le arrancó de la vida civil ysentó plaza en la Guardia bajo el número 3495.

«Let me have my dreams, madame»

Lo van a matar, lo van a matar!

Estos hombres ven el ruido. Y al recuerdo de la frase queparece denunciar un nuevo sentido de adaptación ganado por elhombre nativo, el cadáver de Puller baila ante mis ojos.

Me agacho, cojo una puñada de barro, aprieto la marchaa riesgo de dar un volquetazo y pongo en sus manos, lo que yohe cogido en las mías, sin una palabra. La chispa se produce,dichosamente. El debió de comprender esta treta elemental deocultamiento en las guerrillas, pues ya su rifl e deja de cabrillear enla noche.

He tirado buena parte del lastre que entorpecía la concienciade mis responsabilidades y no obstante continuó molesto, atacadopor una especie de dispepsia anímica:

«Let me have my dreams, madame»

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La melodía se elastiza y llega, hecha presentimientos, aagazapárseme en los bajos relieves del cráneo:

Permítame soñar, señora…

Millones de agujitas de hielo empiezan a caer de la altura.Vibramos de pies a cabeza sacudidos por un «shock» epiléptico.Garúa. No es siquiera un aguacero de esos que por su violenciapronto hacen reaccionar la temperatura animal. La naturaleza sienteplacer en introducirnos sus agujitas hipodérmicas, inoculándonosuna sustancia capaz de oxidar los músculos mejor lubricados.

Otra vez el mismo refl ejo delante de mí.

La leve garúa ha quitado el barro con que Aurelio sobó elpavón luminoso de su rifl e hasta volverlo invisible.

Voy a repetir la maniobra y me inclino, pero solo merevela el tacto una superfi cie pétrea. No importa. Tengo avisarel peligro que corre. Mis pies se aligeran siguiendo el ritmo delcorazón que marcha atropelladamente. Distingo a retaguardia elpaso desigual de Luis Franco que se ganó un escopetazo en «LasPuertas». Aurelio va adelante. Un paso más y lo toco…

Dos disparos casi simultáneos, abren la noche en un breveparpadeo de oro.

Aurelio León, vocal de la Liga Nacional de Tipógrafos enGranada, cae envuelto en el responso de su propio gemido:

«Let me have my dreams, madame»

Y su rifl e, que ha servido de blanco a los ojos felinos deRafael Reyes, al caer oculta sus refl ejos en el lodo inútilmente,tardíamente.

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LLOVIA espesura de la derecha parecía incendiarse con brevesintermitencias y el insulto, arma formidable cuando se luchacuerpo a cuerpo, llegaba hasta los guardias que sostenían, en aqueldía de Enero, uno de sus más difíciles eventos militares. En fi laindia, única manera de evitar el rush del fuego cuando la fusileríabarre a la descubierta y el enemigo se torna invisible, los primerosguardias peleaban su terreno con tenacidad. Sus predecesores enla inevitable caída, habían escrito una levantada página de valory sangre fría, cuantas veces les tocara en suerte pasar por los arosestrechos de la emboscada. Una larga cortina de acero, desde donde se veía morir el solhasta la orilla del abismo, pasaba y repasaba su aliento cálido dehorno, mientras el triste crepúsculo segoviano caía lentamente delos ocotes, cubriendo con su párpado cárdeno la sierra extremecida.

Una bomba! Otra! Otra bomba! Las columnas de asaltosandinista iniciaron por segunda vez una sorpresa. Desde su fresco

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nido de parásitas, una luisita (1) tamborileó alegremente sobreellos. Algunos hombres, de rostros feroces y muy mal vestidos,se detuvieron y cayeron.

–Tres menos, anunció Chávez, a tiempo que recontabaavaramente sus municiones. Firmes, guardias, aquí están otravez!

El hociquito de la Lewis asomó, cauteloso, y el sargentoChávez manubrió la consabida pieza.

Obscurecía a diez grados por segundo. Obscurecerápidamente en el bosque y más cuando la muerte aletea en laspestañas. Las pestañas de Chávez y las de sus hombres estabanllenas yá de eso. Solamente que todavía quedaba alguna tela porcortar. El grueso de las patrullas al mando de los Tenientes Brenesy Matus se sostenía aún. Pero, con el último no se podía contar. Elamor a las armas lo había arrancado a las casas alegres de Managuay ahora el destino acababa de gritarle ¡hasta aquí!, metiendo unabala encendida en su corazón. Brenes hacía su debut en el fuego.Poco, como fuera su extremado valor infructuoso, podía aportaren esa oportunidad.

Al efecto, su sección era la más reciamente batida. Letocó exponerse al fuego cuando a marchas forzadas, se dirigía arellenar las brechas abiertas a la columna exploradora del sargentoChávez. Se ofreció audazmente al fuego durante algunos minutossolo para conseguir resultados harto escasos. El sendero serpeaba, cima arriba, con dos terriblesamenazas laterales: A la derecha, el fuego; a la izquierda, dospulgadas más allá de donde se arrastraban los guardias, el abismomareador y rugiente. En el extremo delantero, la luisita trabajabatodavía noblemente. A intervalos se advertía alguna ligera falla ensu perorata como en la del orador que, en lo más emocionante delspeech, un disparo de saliva se le enreda en la tráquea. –Esta luisita, comentó para si Pet Gómez, vaciando su (1) Lewis Machine Gun, Corrupción muy divulgada en el Ejército.

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sexta cartuchera, mejor luciría aquí, resguardando la carga.Debimos preparar algo más para garantizar ésto.

Nuevamente disparó. El enemigo estrechaba el nudocorredizo de su estrategia, encimando sus fuerzas centrales contrael tren de guerra. La sombra de los grandes árboles brocheaba denegro la tierra. La muerte era segura, a menos que optaran porrendirse. Pet oyó, un agitado tropel a sus espaldas. Un animalazonegro, con duras extremidades pasó magullándole las nalgas.Arrastrándose hacía la derecha, hacia el enemigo, invadió la zonabatida para darse cuenta de lo que pasaba. Todas las mulas queformaban parte de la división de Matuz, perdidos ya sus custodias,corrían, cuesta arriba, a entregarse en manos contrarias. A supropio lado, –lo notaba hasta ahora, –no habían más camaradas.Esas mulas conducían abundante dotación de parque que la patrullahabía de trasladar a uno de los más remotos puestos, a tres días deQuilalí, en el corazón de la montaña. Esa munición en poder delos sandinistas signifi caba la apertura de una peligrosa temporadade guerrillas; el despliegue de una ofensiva más vigorosa, la vidaen la manigua, persiguiendo al montañez invisible, por días, pormeses, por años… Y más compañeros muertos. Recordó, en unrelámpago, a Navas, el segoviano de la carota sonriente, a PabloRamos, degradado en Managua por violación de la 17, transferidoluego a las Segovias y muerto en una emboscada al día siguiente;al sargento Luis Estrada, con una pierna menos.

Eso no podía ser. No sería nunca. Volteó el fusil. Expusosus fl ancos, sin preocuparse gran cosa de los tiradores de la otralínea, y luchando contra las sombras que ponían negrumo en suvisión, hizo fuego. La acémila, sorprendida en su fuga, doblólas patas delanteras. Las cajas de munición la atrajeron haciasí, y desapareció en la hondonada entre una fanfarria de cajasdestrozadas. Otra mula pasó con el ruido peculiar de los animalesque cargan armas. Dos balazos. Y luego aquella masa gris queavanzaba perezosamente por el caminillo. Pet Gómez, reconocióinmediatamente, como todo guardia del norte que no quisiera pasar

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por recluta, al Tren. Así le decían. De manos de los rebeldes, elTren había pasado a las del capitán Hatfi eld quien la incorporó asu cuadra de mulas tejanas, en donde cobró fama como animal degran resistencia y un sobrenombre con todo y articulo: El Tren.

Pet lo conocía muy bien porque, además de ser él unveterano, lo habían dejado bajo su custodia desde el día anterior,como operador que él era de la T. S. H. que conducía el Tren.A Pedro Gómez no le constaba todavía haber matado adversarioalguno y hé ahí que ahora tocábale hacerlo con un aliado, con elanimal de más útil hoja de servicios en las caballerizas del área…

–En la merita frente, para que no sufra, se dijo.

El noble animal pasó, veterano de pies a cabeza, hendiendocon sus patas tranquilas las escarpaduras. Pet lo contempló porúltima vez, gigantesco, resignado y fi el, como una gran molede granito que se hubiera hecho sensible. Volvía la cabezainstintivamente, sobre la línea de su grupa, avizorando el peligro.Por la cuesta, ocultándose, bajaba media docena de hombres, atomar el botín. Habían visto al Tren abandonar su custodia muertoy ahora iban sobre él. Gritaban llenos de júbilo y entonces elsoldado no vaciló más. Le clavó una bala de oreja a oreja. Elpobre bruto movió la cabezota; sus patas se apoyaron todavíasobre el borde del precipicio y perdiendo la gravedad se precipitóal fi n en el vacío tremolando las patas.

–Una carga que ellos jamás tendrán, murmuró Pet,siguiendo el rumor de la caída.

Los asaltantes, como si lo hubieran oído, lo envolvieron enmallas de caliente plomo. Contestó decididamente, con rabia, sindarse cuenta de que ya el calibre le chamuscaba las manos. Unplomo le arrancó el sombrero. Otro le quemó con índice calientelas costillas. Lo cercaban. Pronto rodearían su terraplén. Laproximidad de la muerte le inyectó de pronto un ardiente deseo devivir. Un deseo que solo se experimenta en las penitenciarías y enlos hospitales. Vivir! El aire, la luz, el sol! El Club de Alistados

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en Ocotal, sus compañeros de la organización de (R), su torreón deQuilalí donde el había soñado y recordado tanto. Vivir! Tambiénle quedaría tiempo para volver a estos lugares, incorporados a losmuchachos de la «M» invencible. Y el triunfo, la venganza…

Hincó la cabeza contra el labio del abismo. Se empujóvivamente con los pies recordando una infantil acrobacia delcolegio, y pronto estuvo su cuerpo en vertical, oscilando entre laseguridad y la muerte. Se sintió resbalar sobre la misma inclinaciónsuave que había recorrido El Tren, sujeto a las alternativas de loprobable y lo improbable.

No debió de permanecer más de un minuto fuera deconocimiento, porque cuando volvió a hacerse cargo del comandode sus facultades, los hombres que habían quedado arriba lobuscaban, con la esperanza de cocerlo a balazos en la oscuridad.Los rifl es parpadeaban, buscándolo, al azar. Por fi n, gradualmente,la calma.

La terrible noche segoviana, como gigantesca carpa,aparecía prendida del cielo por las tachuelas de cuatro estrellasdiminutas.

Qué hacer? Pretender subir era absurdo. Tampocoparecía prudente. Seguir el curso de la cañada no conducía asolución alguna. Restaba esperar. Palabra de doble sentido cuyainterpretación mas bondadosa era la muerte lenta por hambre osed. De otra manera, el enemigo. El suplicio atroz, incrustado aun árbol, mientras al son de una bandurria se acercaba bailandoel Degollador! Existía la remota esperanza de que al día siguientelograran localizarlo los aviones de reconocimiento. Lograríanverlo? Podría desde aquella sima hacer señales? Le faltabanbombas de humo...

El frío, el frío! Empezó a temblar como un envenenado.Pasaron las horas, silenciosos carritos de hospital de ruedasde hule. Dónde estaría el teniente Brenes, Pierna Negra, CeraMascada, Pija de Hule? Dormían, mejor que él, en sus salvajes

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tumbas ignoradas!

Se acurrucó entre las patas del Tren buscando el regazo dela carne todavía caliente.

–«Servidores hasta en la muerte», murmuró, repitiendo lalevantada insignia de su regimiento. Obtuvo algún reposo entreaquella trinchera de carne que le libraba a medias de las oleadasfi losas del frío.

Soñó que estaba en su cuartel de Quilali, bajo frazadas, enun confortable catre de campaña. Soñó con una alegre hoguera,alrededor de la cual charlaban los guardias, calentando en lasllamas sus miembros entumidos; soñó con los almohadones delHospital Militar, con el trago de aguardiente fuerte de los bares deManagua.

Despertó nuevamente cuando el sol, al través del tupidoramaje, pulverizaba oro cordial sobre las hojas y los árboles. Ahoraque a la débil luz examinaba la trayectoria recorrida en su descenso,no le extrañaba mucho el verse vivo, así como que el equipo deseñales se hubiera conservado intacto. Habíase deslizado sobreun fuerte tejido de lianas debajo de las que existían andamiajesde bejucos resistentes y muelles. Un verdadero milagro! Sihubiera algo para llevarse a la boca… Dióse a buscar entre lasbestias muertas con la esperanza de llevar algo al estómago. Solomuniciones. Anduvo zigzagueando como un barco ebrio y anclódescorazonado cerca del Tren.

Y ahora, qué? interrogó, dándole amistosamente con elpié.

–Nada, no es así?–prosiguió como si hablara con uncompañero. Si al menos hubieras logrado conservar ileso el equipopodríamos… eso es, jugarle una broma al destino. Vamos a ver!

A golpes de yatagán abrió las cajas. Todo estaba ordenadodentro de los compartimientos. Los depósitos, guarnecidos conresistentes planchas metálicas y acolchonados por dentro con

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bramante, lograron neutralizar los golpes de la caída. No habíamás que proceder. Tubos, cuerdas, baterías secas. Cuestiónde minutos. Ya estaba entrenado en la instalación de radios decampaña. Tendió alambres sobre los árboles próximos. Hizoun pequeño agujero para el polo, la raíz del espacio en la tierra.Ahora una sonrisa; la sonrisa de un hombre que para salvar unadifi cultad no repara en los medios… bueno, en medios como losque iba a poner en práctica. Abrió las canillas. Un movimientolaborioso con ambas manos a la altura de la pelvis, y al conjuro deese pase de prestidigitación un hilillo de líquido anaranjado llenóel agujero.

Rió otra vez entre avergonzado y satisfecho. Le restaba iral aparato, cerrar los swichts para que el mundo, su mundo urgenteque eran las comunicaciones de la Guardia, se precipitara dentrode sus oídos. Esta proximidad transformó su panorama emotivo.Le invadió la sensación que estaba entre los suyos; de que prontoel toque de corneta sonaría, llamándolos al rancho de la mañana.Creía en la posibilidad de que ningún peligro lo rodeaba, hastatal punto el milagro de la onda lo reincorporaba a la vida derutina. Porque allí, vagando en el éter, estaban las estaciones delEjército enviando informes sobre el estado del tiempo y de laspatrullas en general. Entre aquella red invisible, que le ponía encontacto con alguna posibilidad de salvación, jugaba su esperanzacomo la misma onda. Cerró el swich. A través de la mica quetransparentaba el milagroso organismo, los bulbos parpadearonpara volver a apagarse. Luego de examinar en un instante lacausa del inicial fracaso, equilibró la manípula, fi jó fuertementealgunas conexiones y lanzó sus notas triunfales entre el conciertode las diversas estaciones:

–S O S. S O S, S O S.

Firmó: EVAN, que signifi caba: Estación Volante, AreaNorte.

Giró su dial de un lado a otro, de la misma manera que un

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médico investiga la anatomía de un enfermo, auscultando los másremotos escondrijos del éter.

–S O S, S O S, de EVAN.

Dos estaciones, como mastines de presa, cayeron sobre suenvío.

Había escuchado y le contestaban.

–Dónde está?, le preguntaron.

–Radio G. N., contestó él por la llave en Ocotal, Nicaragua.

El del manipulador que operaba en el otro extremo, seentretuvo en ejecutar una serie de puntos desacompasados, señalde que refl exionaba. Contestaron lacónicamente.

–O. K.

Media hora después, un equipo de la Estación de Control,en Ocotal, lanzó al aire su onda exploradora. No tardó en dar conla EVAN:

–Aquí, sargento Tenorio, en la M. E. 7.

–Aquí, cabo Gómez, en la EVAN.

–Bueno, se reconcentran?

–Ahora no es posible.

–Reciba entonces este mensaje:

«De Ocotal,

Al teniente Matus: EVAN.

Reconcéntrese a la mayor brevedad.

Reyes, comandante»

–El teniente, trasmitió Pet, no podrá leerlo yá.

–Muéstreselo en cuanto sea posible.

–Ni ahora ni nunca, –Pet enviaba con mucha tristeza, –ha

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muerto.

De llave a llave, el espacio quedó interferido por unacuchillada de asombro.

–Sargento, continuó él, jugando lúgubremente conel manipulador, anoche fuimos aniquilados, yo me salvé porcasualidad. Estoy sólo, me oye?, continuó desesperadamente.Sólo en un abismo sin poder decirle dónde.

Otra vez el silencio que sucede a las grandes tragedias. Enseguida la onda apareció.

–Bien, fratello,– la nota había perdido si tiesura de rutina,–voy a poner en movimiento al Cuartel General. No perdamos elcontacto. Regreso.

Minutos después, el sargento estaba de regreso, controlando suonda.

–Jaló, frat.

–Jaló!

–Trasmito unos mensajes para Quilalí y Wiwilí, ordenandoque salgan las patrullas en tu busca y con la orden expresa de noregresar sin ti. Creo que tendrás ánimo. Cuestión de días, dos otres, a lo sumo. Puedes aproximar una seña de tu fondeadero?

_Claro! Estábamos a tres horas de Las Vueltas, en el pasoCuyusá. Frente al sol que moría, en medio de aquel mágico juegode luces, eran…

–Sufi ciente, no te me pongas sentimental, que es malpresagio. Voy a trasmitir tus datos al Comandante del aeródromo.Aguárdame.

Aguardó un rato. Las impresiones del sargento le llegaronde pronto, por golpes, como en una demostración espírita:

–Alistan dos aviones para localizarte. Tienes algo quecomer?

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–Sí, las mulas muertas. Está El Tren…

–Bien, que no se diga nada malo de ti. Te acuerdascuando hacías de cuque, en Murra? En la cajilla de repuestosencontrarás un soplete. Corta un trozo de pierna al Tren ydéjate de sentimentalismos. Recuerda el lema de tu regimiento:SERVIDORES HASTA EN LA MUERTE. Se te ofrece algo?

Claro hombre, mándame unos mondadientes¡

Un rumor arriba. Un sordo ronquido bajaba de las nubes yse colaba a través del verde palio vegetal. Los aviones! En vanoPet intentó trepar por la bamboleante pendiente encaramándoseen los árboles vecinos. Qué pequeñito, qué insignifi cante queaparece un hombre en la selva! Las aves niqueladas volaban bajopara cumplir su misión de salvamento. Se orientaban al cálculo,tomando como base los datos que la Estación había enviado horasantes. Nunca hombre alguno había sentido más de cerca la fugade su esperanza… Los vió por un hueco, donde clareaba el cielosegoviano, teñido de una adorable palidez femenina. Los vióalejarse hacía el sur, sin una sola vacilación, mientras las hélicesresquebrajaban las nubes, arrancándoles miriadas de motasblanquísimas. Y, otra vez las horas; las lentas horas tropicalesdesarrollando su telar invisible. Pocos momentos más tarderestableció la comunicación.

–Jaló!

Hola, Frat!

–Qué hubo?

Hoy y siempre será lo mismo. No sirven sino paradesesperarme. Los aviones estuvieron sobre mí, ensayandolooping, como para una revista. Después se marcharon, contentosdel paisaje. Crees que los condecorarán?

Pet intentaba bromear, para mantener a fl ote su amorpropio. Sus clases de ética militar dictadas por el Capitán de 14a

Compañía, empezaban, siempre con esta advertencia: Suceda lo

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que suceda, Ud., es un Guardia Nacional, un miembro del Ejército.

–Las patrullas ya han salido de sus cuarteles. Te encontraránaunque tengan que talar toda la selva.

–El hombre de la otra llave procuraba mantenerlo,estimulando su esperanza. Comprendía la terrible situación dePet.

–Los muchachos se preocupan por tí. Ahora están a milado conociendo tus impresiones. Cuando regreses, dicen quepedirán tu ascenso…

–A la horca?

–No frat, te lo mereces. Necesitas reponer alguna prendade vestir?

–No te preocupes, dijo él, aceptando la broma. Por ahorasolo deseo oírte más tarde, a las ocho. Procura tenerme algunasnuevas.

Comunicóse a la hora fi jada.

–Mañana volarán de nuevo, le avisó el operador. Reportanque creyeron localizarte en el vuelo anterior, pero que cuandobajaron para cerciorarse, los recibieron a tiros.

Algo como una varilla de hielo le midió el espinazo entoda su longitud. Si tiraban contra los aviones signifi caba que losmuchachos, pero los otros, andaban cerca y que posiblemente lobuscaban. Brotóle de los poros un sudor helado, de fi ebre.

También le acometió un pánico insufrible. Qué iba a decir?Denunciaría su situación con frases desesperadas? Su naturalezade soldado, hecha para las reacciones violentas en las emboscadas,logró sobrenadar:

–Oiga, frat! A qué día estamos?

–A viernes.

–O. K. Hasta mañana. Quiero asistir a la hora femenina

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que radia la J. A. B. B., en Barranquilla, Colombia. Buenasnoches.

Olga Kiralina, la contralto rusa que cantaba en Barranquilla,pasó por la pantalla de la noche la caricia de su voz de terciopelo:

Ay! Cuando en la soledadun hombre piensa y ama,mas le valieraquemarse en una llama.

El desayuno fué un triunfo. Carne simple, chamuscada ala presión con el soplete.

Toda la noche el cielo pasó desgajando cordiales racimosde agua, de manera que la sed le concedía aquel armisticio. El solle encontró con la caña de pescar los peces-notas de la atmósfera.El consabido:

–Jaló, frat!

–Buenos días!

–Los aviones ya se levantaron. Bordearán el Coco yrepetirán el raid punto por punto. Ahora sí que tendrás suerte.

–Al diablo con mi suerte, sargento! Van corridas cuarentay ocho horas. Daría tres meses de mi paga por estar con Uds., a lanoche, en el Casino de los Alistados.

–Eso ya vendrá Pet, habló el sargento desde el otroextremo.

–Deseas algo? Aquí tienes un radiograma.

A Pet Gómez, en la montaña.

Hijo, atentos a tu suerte. Que Dios te guarde.

Tu padre.

Su padre! Sollozó sobre el aparato, consciente de que nole vería más; de que ya nunca volvería a verle, con la pipa entre los

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dientes y los ojos fi jos en el horizonte,

Otra vez la estación interlocutora:

–Quieres algo?

–Nada! Espero dentro de poco a los aeroplanos y deseohacerme ver. Diantre!

Alegróle el sol que prendido en el oriente brillaba comouna gran gota de vino claro.

La M. E. 7. Dejóse oír con su mas fi rme nota. Losaludaba.

–Como en mi casa, contestó él, refi riéndose al «Comoestás». Pasé despierto parte de la noche; la otra, con los ojosabiertos. Nó, nada de miedo! Únicamente cierta aprehensioncita.

–Te digo que antes de dos horas te visitarán los aviones.Por otra parte, es seguro que hoy establezcan contacto con laspatrullas que marchan rompiendo la jungla.

Casi al mismo tiempo, ahogado por la espesura y la lejanía,retumbó un golpe. Otro después, más apagado, más distante,apagado acaso por el viento. Al otro lado del abismo, trabajaban!Le embargó el júbilo. Su liberación! El regreso a Ocotal. Elabrazo regocijado de sus compañeros del Ejército. Como fi nal,un permiso de treinta días a Managua. La Paz. El reposo ensu cuartito de ventanas verdes y los brazos morenos de ClaritaGuevara!

–Frat, sargento, gritó desde la llave. Este es mi último díade destierro. Ya vienen, los oigo trabajar. Por muchos que seanlos obstáculos, estarán aquí mañana!

Los golpes en efecto, recobraban su ritmo frenético einsistente.

–Informaremos a los pilotos, le repuso el del otro aparato.Búscame cuando el sol caiga de plano.

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Nuevamente, una duda espantosa le derritió la médula! Noserán los otros que se han propuesto cazarlo?

Los golpes siguieron retumbando monótonos, equívocos.Pero reanimóse cuando dos horas más tarde aparecieron los rápidosscouts del Ejército. Pasaron sobre su cabeza sin dar señales dehaberlo visto, tomando la dirección de donde parecían venir losgolpes. Una angustia fría, defi nitiva, aceleró el corazón de Pet.Los hombres misteriosos que trabajaban en la jungla se acallaron.Ya no le cabía duda. De nuevo los pilotos pasaron sobre sucabeza, efectuando círculos y picando donde creían conseguiralguna visión… y de nuevo se alejaron por las abiertas rutas delespacio, batiendo la mantequillera de nubes, en el silencio de lamañana, brillante y mágica.

Entonces los ruidos regresaron insistentes, despiadados.Eran como el tic tac de un reloj fantástico. Al medio día se abocóotra vez con la M. E. 7. Esta le esperaba desde hacía media hora.

–Volaron los aviones, informó Pet desesperado, pero sehicieron los locos y no me vieron. Es inútil, siguió trasmitiendocon sequedad. Que no sigan gastando gasolina y que me dejen enpaz. Es horrible ver cómo se mueven esos malditos, mientras yosigo aquí, enterrado vivo en esta tumba!

Los golpes, más audibles, se metieron en sus escuchadores.Los carpinteros remachaban los clavos de la caja.

Prosiguió: Desde el amanecer trabajan a golpes de machete.No son guardias, puesto que se ocultan de los aviones. Me van acazar como a una zorra, sargento!

Cualquiera respuesta hubiera sido embarazosa. La verdadque Pet exponía era fl agrante. El sargento buscó la tangente.

Trasmitió: Mensaje para Pet Gómez, en la montaña.

Por los diarios me doy cuenta de su situación. No olvidearreglarme antes los tres meses de arrendamiento. Cordialsimpatía. – (f) Nathaniel Levy

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–Asquerosísimo judío, gritó cerrando los puños, vete paraAlemania!

–Sargento, dijo, ya pasado aquel arrebato, necesito unfavor.

–Habla Pet, pide lo que quieras.

Adivinábase que el sargento estaba conmovido. Aquelofrecimiento sin reservas lo demostraba enseguida.

–Es algo fuera de rutina, –el estaba trasmitiendoangustiosamente. Es posible que me atienda la Central deManagua?

–Pues, claro…

–Y conversar allí… con alguien? A la derecha de dondetrasmite está mi catre. Lo ve? Descorra la toalla, en la cabecera.Bien. Un retrato. Ella es Clarita Guevara, de quien deseodespedirme. Si acceden, ella no vacilará en llegar. Deseo queesta súplica se la trasmitan directamente al General.

El General! Lo había visto una líquida vez cuando enocasión de haber estallado un depósito de pólvora, el Jefe delEjército había visitado a los heridos, en el Hospital Militar. Lohabía visto sentarse en el mismo catre del Sargento Canales,que mugía de dolor con un charnel en el glúteo. Los ácidos, elcorrosivo de los antisépticos, como que disolvían en aquella salalas divisorias jerárquicas. El viejo, así lo llaman los soldados aespaldas de los ofi ciales, por supuesto. Encerraba esta palabra,acaso irreverente, un sincero fondo de pleitesía fi lial.

–Crees que lograré, frat?

–Vamos a luchar, repórtate a las tres.

Esperó. Dominado por una dulce lasitud dobló la cabeza,y cerrando los ojos para que la evocación no se fugara por lasrendijas de los párpados, comenzó a bordar el primor de unrecuerdo:

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Reía Mayo. Abrían los parques sus bazares de rosas y en elbouquet de las vitrinas sonreían los últimos disparates de la moda,con esa fecundidad total con que se inauguran las primaveras delmundo. Pet había conocido a Clarita Guevara en el Café Chinode José Lí, el oriental que también sabía combinar el matiz de lasrosas y cultivaba en su parque, bajo túneles de hojas doradas, elmilagro de los rosales enanos.

Intimaron al amor de las bebidas que se ofrecían enminúsculas tacitas de bambú. Eran los buenos tiempos económicosde la pre infl ación. Delicioso pasado aquel, donde fl orecía elcenáculo de la bohemia del alba. Amalgama de poetas y pintorestodos olvidados del presente y urgidos de porvenir. Era Claritageneralmente quien iniciaba la cosa:

–Menta!

–Luis Arce: Whisky!

José Francisco: Gin!

Rim: Ron!

–Hé aquí una antología alcohólica, apuntaba Pet. Y luegoél:

–Aguardiente, José!

Llenábanse las mesitas de rosas de vidrio. El, mirandoa Clarita sorber la menta verde, experimentaba un deliciosomalestar. La quería verdaderamente. Bajo el casquito de sedanegra, su pelo dorado fulguraba a la luz de los farolillos del Japón.Pet le quemaba en silencio, como si fuera una estatuilla milagrosa,el incensario de sus cigarrillos. A Clarita le encantaba el modode sus galanterías ultraístas. En efecto, Pet le había escrito unmadrigal desconcertante:

Tus ojos, gotas de pus,Tus ojos de azul, azul!...

Por eso ella había querido apresurar los acontecimientos y

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poner, en la «i» de su vida, la tilde rosada que le faltaba.

Aquello llegó en breve. Doraba el sol la carne morena dela playa y sobre el lago, que tenía ojeras de horizonte, se fugabanraudas las velas. Acercó sus labios hasta el caracol transparente dela oreja de ella. Expresó sus sentimientos con las mismas palabrasque lo han heho generaciones que se pierden en la noche de lossiglos. Y se las dijo simplemente, por lo que el amor lleva en sí deángel y de bestia:

–Clarita, yo te quiero…

–Yo también, Pet. Y por qué no me lo habías dicho?

–Porque los anteojos me lo impedían. A través de losvidrios, el deseo como que se desgasta. Ahora, sin lente, me sientomás sincero.

Dieron el gran paso sin teatralidades. Fue en el propiocuarto de Pet. Elaboraba su fi na tela líquida la llovizna deNoviembre. De la tierra, repentinamente poseída por el chaparrón,se izaba un vibrante vapor genésico, delicado y brutal.

La perspectiva era oportuna:

Mirar desde la ventana, el agua corriente de las alcantarillasalejándose entre los recodos…

Abandonar su vida, a la deriva, obediente a las disciplinasdel porvenir, sin brújula por los caminos del mundo…

Contemplarse, ella misma, –barquichuelo de papel– tiradoaguas abajo, en un arrebato de egoísmo.

El amor… el amor!

Recordaba Pet, a su compañera de cuarto, a la adorablebebedora de menta del Café de José Lí, caminando a la vera de losjalacates, entre los lirios de los platanillos y sonriéndole desde elkiosko oscilante de su parasol fl orido.

Clarita, Clarita, suspiró con las manos extendidas.

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Una nota bien conocida por él, cantó en el nido de susescuchadores. Avanzaba en el espacio la vibración del pensamientode Clarita; la plegaria más íntima de su corazón doloroso.

–Aquí, Clarita Guevara. Se le conceden diez minutos.

El no quiso recargar el drama. Dijo su salutación en laforma más natural del mundo.

–Amor, cómo estás?

Pero había una lágrima en sus ojos hundidos y su trasmisiónera vacilante, mala.

–Sufro mucho, Pet. Anoche estuve con mi tía en la Grutade Santa Teresita. Rezamos por ti:

–Y el Café Chino?

Ella se lamentó al otro lado del espacio.

–Pet, por favor, cómo puedes suponerlo? Estaba en laOfi cina cuando me dí cuenta por los diarios. Los de la mañanaaseguran que te rescatarán como a los aviadores que cayeron. Mitía está que es un manojo de nervios; cree que tú estás rodeado desandinistas; pero el General le ha probado lo contrario, con unosmapas en la mano…

Dejóse oír, con claridad que lo hizo estremecer. El golperecio y cercano de machetes que abaten la selva. Pet palidecióradicalmente. Sentíase como un autopsiado, sin miembros, sincorazón. Hubiera dudado de que existía, a no ser que una de laschapas metálicas del aparato, refl ejaba su cetrino rostro, hirsuto ydesencajado.

–Si! Claro que me libertarán como a los aviadores quecayeron, contestó repitiendo idiotamente la esperanza de lamuchacha.

Ya no tenía control. Obedecía a las más absurdasreacciones.

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–Y vendrás enseguida?

–Pues claro. Me merezco un gran descanso!

–Ayer estuvo a verme Nathaniel, el de la casa… y mehabló algo sobre el rezago.

Voces. Voces ferozmente alegres, llenas de sangre,hediondas a excremento, saturadas de júbilo maligno llegaron hastasu tumba. Ah!, él juraba por los manes de sus antepasados queni los hombres que pronto lo tendrían en sus manos le inspirabanun asco tan acabado como ese Nathaniel, el perro semita. Llegabaa romperle el tiquet de tranquilidad que había adquirido para suviaje sin retorno.

Golpeó la llave en un último y salvaje alarde de ironía.

–Nathaniel? Que espere! Si vuelve, entrégale de mi armario«MI LUCHA», de Hitler. Será sufi ciente.

–Pet, que quieres que prepare a tu regreso?

El movió la cabeza. A sus espaldas las ramas se desgajaban.Una turba de pájaros salvajes huyó espantada. Lluvia decoleópteros polícromos abandonaron la corola de las orquídeas.Un cuervo augural cruzó los cielos. Los machetes desgarraban laentraña vegetal y el ruido le impedía oír.

–Cómprate un traje azul, igual al que llevabas aquellamañana en que el agua caía, y tú eras como un barquichuelo depapel.

–Qué dices?

–Dije algo; pero ya no digo nada, trasmitió Pet, quecobraba poco a poco la lucidez de la muerte.

Iban a despedirse. El poema al borde de la tumba secortaba con un punto fi nal. Los machetes trabajaban, frenéticos.Una lluvia de hojas doradas, hojas amarillas, hojas grises, aureolóla cabeza de Pedro.

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–Bravo, transmitió, aparentando alegría, ya los hombresestán aquí, cerca, muy cerca. Voy a prepararme, Clarita!

–Adiós, amor. Yo te espero…

La nota se retiró. El diapasón huyó por el brumoso cielosegoviano y el único hilo que lo ataba a él con la existencia,desapareció para no volver.

–Música en la soledad, pensó abriendo el switch.

Un boquete fue abierto a pocos metros, en lo más espesode la jungla. Como en una fantástica representación teatral, porel agujero dejó verse un rostro barbudo, iluminado por dos ojillosque se reían maligna, silenciosamente. El recién llegado levantósu rifl e y apuntó, cerrando una de sus pupilas de víbora.

Pet Gómez intuyó lo que pasaba. Sintió la mirada delenemigo que se le clavaba ardiente, viscosa, fría, en las espaldas.

Se acordó del cuartito de ventanas verdes, donde ella lehabía dado amor una mañana de lluvia…

El disparo que le perforó los pulmones no le arrancó unsolo movimiento. Pero sonreía.

Bajo la emoción que le ceñía el pecho, todo, hasta lamuerte, le parecía el principio de un ensueño muy dulce.

Quilalí, Nueva Segovia, 1933.

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I N D I C EPAGINA

Prólogo de la Editorial ......................................... 1

Prólogo Lírico ..................................................... 7

Torturados ........................................................... 13

Bombas ............................................................... 23

Las Pascuas de un Operador de Radio ................. 31

Pedrito ................................................................ 45

De la Academia a la Montaña .......................... 53

La Caza ............................................................... 65

De Quilalí a Illinois ............................................. 73

Un Ri e .............................................................. 85

Música en la Soledad .......................................... 95

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