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Colección Narrativa, no. 5: Carlos A. Aguilera, Clausewitz y yo. Primera Edición: 2015. Edición Digital: 2015.

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CLAUSEWITZ Y YOCarlos A. Aguilera

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La Cleta CartoneraSan Andrés Cholula, Puebla

Colección Narrativa, no. 5

Clausewitz y yoCarlos A. AguileraPrimera edición: 2015

Se invita a la generación de obras derivadas y a la reproducción total o parcial de la obra siempreque no sea con uso comercial y se respete la autoría.

[email protected] lacletacartonera.org/

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A mi padre lo maté de un tiro en la frente. La bala, una de esas redondas que se usan para matar animales, le entró por el borde superior de la ceja derecha y le salió inmediatamente por detrás, llevándose con ella parte de su cabeza, su pelo, su sangre, sus venas..., e incrustándolo todo en la pared. Si dijera “estoy feliz“ o “finalmente di caza al estúpido marrano“, mentiría. Desde ese momento, el momento en que alcé mi doscañones y vi cómo la bala entraba y salía de su cabeza, he estado minuto a minuto preocupado, cabizbajo. Y no lo digo por arrepentimiento o angustia. No. Matar al propio padre o matar a la propia madre no tiene ninguna importancia: ninguna otra importancia que jurídica, tal y como se encargan de remacharnos abogados, jueces y cárcel. Una importancia legal. Y lo legal es lo que escapa a toda intuición, todo orden, toda idea…, así que prosigamos. A mi padre lo maté con una Remington vieja. Una Remington que tenía el visor gastado y marcas de óxido en uno de sus dos cañones, precisamente en ese que, a razón de un golpe, había quedado deforme cuando minutos después de robarlo quise colgarlo de nuevo en la pared y se cayó. Cosa que durante buen tiempo puso al borde de la cólera a mi padre -quien solía regresar a casa arrastrándose de sus rondas de slivovice con el ingeniero Néklas, pero curiosamente ese domingo había regresado más temprano de lo habitual- y desató durante años sermones tan largos sobre “lo que es mío y lo que es tuyo“ que aún, cinco décadas después, veo aquellas palabras y aquellos improperios filtrándose a través de la separación diminuta de sus dos diminutos colmillos y, siento miedo. A mi padre lo maté de un plomazo.

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Uno solo. Describir ahora ese momento sería medio confuso, ya que ese segundo, largo y jovial, en que mi padre se trasladó del bu-tacón al aire y del aire al suelo, haciendo una mueca de sorpresa bajo su pijama gris mediosucio nos haría caer casi en la comedia, si es que se puede catalogar de comedia ese rictus que de manera tan evidente se acuñó en su rostro y, el movimiento posterior de sus dos piernas sobre el suelo, así, como si de una mole en erupción se tratase. Movimiento que, de más está decirlo, se completó con varias manchitas insignificantes alrededor de su cuerpo y la exposición de su rostro, ese rostro redondo con ojitos redondos y nariz de piquito, varios minutos frente al mío, como si de pronto no estu-viera muerto, como si pudiera levantarse y volver a amenazarme. Recuerdo ahora que hace algunos años partí en dos una de sus cabezas de conejo. Una cabeza diminuta, blanca, ciega que mi padre había ca-zado alguna vez en Holanda y formaba parte de su colección: “Mi colección enana de conejos“ la llamaba. Ver a mi padre agacharse con cara de llanto a acariciar, abrazar, peinar ese pedazo de gato (los conejos no son más que ga-tos que comen hierba) como si se tratara de un ser humano y, sobre todo, a posteriori, su inconsecuente recriminación, mostrándome el puño cerrado y jurándome venganza, me llenaron de tal asco que aún en sueños vuelvo a ver su cara: hinchada, gris, pusilánime, inoportuna, llorosa, y me alegro de haberle incrustado un plomazo en la frente. Un plomazo chiquitico, sí, pero lo suficientemente bien di-rigido como para hacer saltar a aquel monstruo del butacón al suelo y del suelo a la mierda en fracciones de segundo.

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Mi padre y yo apenas discutíamos. Es decir, desde aquel “desencuentro“ con una de sus múl-tiples cabezas de conejo, entre mi padre y yo apenas existían palabras. Sólo interjecciones. Algo así como “hmmm…“ “ya…“ “ok…“ “¿eh?“, o palabras muy cortas. Pequeñitas. Palabras que en sí mismas venían a resumir no sólo la tensión que poco a poco había crecido entre nosotros, sino, una situación, un odio. Por ejemplo: mi padre llegaba, se sentaba, se quitaba los zapatos, estiraba sus piernas y me decía, ¿comemos? Eso era todo. Días enteros repitiendo la misma situación: mi padre encima del butacón, ese de florecitas rojas con felpa gastada y diciéndome, en lo que se daba violín en el pie, ¿comemos? Y a esta altura no voy a negar que muchas veces después de escuchar la pregunta tuve deseos de matarlo. De ver cómo la sangre le salía del cráneo y construía su propio perímetro, su propio camino bajo su insultante cabeza. El perímetro que el panzudo y coleccionador de conejos que era mi progenitor no tuvo nunca en vida. Mi padre era un asesino. Sí, como escuchan. Un asesino... No uno de gatillo y veneno, tal como son presentados todos en las películas. No. Mi padre no había matado a nadie y, creo, habría sido incapaz de matar a alguien por lo menos de facto. Era un asesino de lo que yo, después de mucha reflexión, sólo puedo catalogar como “lo intenso“. Un asesino de lo estético, lo vivo, lo diferente, lo intenso. Si yo le servía una bolita de arroz compacta al lado de los trozos de conejo (conejo al vino bianco o al ajillo, sus dos favori-tos), los cuales decoraba con hojitas de cilantro alrededor, no sólo para intensificar el sabor de la carne sino para que la carne se

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“viera“, mi padre lo revolcaba todo y se lo comía como un cerdo. Esto para no hablar que muchas veces tiró al suelo algunos de los platos de la vajilla de Sèvres que la familia había heredado para sencillamente comer en un “coso“ redondo, de aluminio; un “coso“ que no había sido labrado, decorado, curado..., y que más que para personas estaba hecho para animales en un establo. Lo mismo con todos nuestros objetos. Cuando el alcohol lo dominaba, y para esto bastaban sólo un par de copas de cualquier Borgoña ramplón, empezaba a gritar “Así le agarro yo el culo a Catalina la rusa“ y a bailotear por toda la casa, cargándose todo lo que encontraba a su paso y terminan-do siempre en el piso, como un mastodonte. Y de más está decir lo molesta que resultaba la caída de este más que infame mastodonte. Con él no sólo se desencajaban las sillas, las mesas, los esquineros de cualquier estante, sino que hasta literalmente las paredes se rajaban, se hundían ante el estruendo que aquel estúpido hacía cuando sus cientocincuenta kilos golpeaban el suelo y después de intentar pararse dos o tres veces volvía a caer. Mi padre era un déspota. Tal como oyen. Un déspota. Le gustaba repetir la palabra Clausewitz delante de la hermana de mi madre, casada desde hacía mucho tiempo con un judío, y perorar sobre la maravillosa tesis, así decía, de la raza superior. Tesis que según él ya estaba enunciada en Clausewitz, en la reelaboración del mito de Fausto que para él De la guerra había desarrollado y, en la exclusión que había que hacer de los judíos de toda civilidad, ya que -le espetaba con ojos llenos de sangre a la hermana de mi madre en su cara- sólo habían venido al mundo a traer muerte.

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Y gritaba: Clausewitz es el no-adversario, tirando pasitos de baile y riéndose delante de ella en lo que mi madre echaba a llorar consolada por su hermana, a quien al parecer afectaban menos las palabras del monstruo paterno. ¡Clausewitz es la plusrazón…! Sin él, volvía a gritar triunfalmente mi padre después del bailoteo por toda la casa, hoy seríamos nada, y repetía: Clausewitz Clausewitz Clausewitz…, hasta terminar en el piso. Mi padre era un viejo. Un viejo al que el alcohol, como ya he dicho, hacía resal-tar su brutalidad y que más de una vez le dijo a mi madre, antes de que esta muriese: “lo importante no eres tú sino tus órganos. Quiero que cuando mueras -le decía- me dejen comerme todos tus órganos“. Y como generalmente decía esto a la hora de comida, mas-ticaba aún de manera más grosera algún pedacito de cartílago para que el horror se hiciese más evidente, para que la pobre temblara y se echara a llorar en ese butacón cuadrado y de florecitas rojas que ahora él usa y donde a partir de un momento, uno de nuestros muchos momentos horribles, me prohibió sentarme. Aquí, dijo refiriéndose al cabrón butacón, sólo yo y Clause-witz. ¿Entendido?, dejando asomar su colmillo negro y diminuto. Clausewitz y yo… Y como Clausewitz era nadie. O mejor, era sólo el nombre que él daba a su despotismo, entonces él, sólo él, únicamente él…, tal como el estúpido gordo gritaba cada vez que me veía cerca del butacón y, tal como sabía mi madre cuando encontraba en su bata -su bata cada vez más estrechita de dentista- las distintas cápsulas de anestesia que mi padre mezclaba siempre con vino para, según propio testimonio, conciliar el sueño.

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Y agregaba: Nada como la epinefrina para olvidarme de tu cara, acercando de manera violenta su dedo índice a mi madre… ¡Nada como la anestesia! ¿No era acaso la anestesia el refugio último, el huequito pedagógico de esos que sobrevivían invadiendo la vida privada de todo el mundo y gritándole al otro cómo debe ser y qué debe hacer si desea triunfar alguna vez en este mundo? Mi padre era un asco. Sí, como escuchan. Un asco. Ein schmutziges Schwein, como resoplaba mi madre, bajito. Sus clientes asistían cada mañana a verlo, algunos con la cara inflamada o bajo una neuralgia casi urgente, y mi padre además de demorarse en atenderlos, dejaba siempre la puerta de su consulta abierta, para que, según él, el dolor no se estancara en los cuerpos, para que no formara remolinos en su consultorio, para que se compartiera, troceara, ventilara, y fuese colgado en medio del salón de espera mientras todos pudieran olisquearlo, tal y como un carnicero hace con un pedazo de vaca. Y decía, el dolor-carne, con una sonrisita brutal en medio de su estúpida cara. El dolor-lengua. ¿No hay acaso una separación alarmante entre el dolor-carne (dolor-lengua) y ese otro chiquitico, nervioso, desparramado que ya no asusta a nadie y se soporta día tras día en lo que uno conversa o coge el tren hacia el trabajo y que si nosotros quisiéramos po-dríamos hacer desaparecer con una simple pastillita? Para mi padre el máximo de disfrute se concentraba en ese dolor. El único dolor real, según él. Por eso siempre barrenaba esas muelas que él describía como “exquisitas“ y “potentes“

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intentando abrir un hueco lo más amplio posible, un hueco que de-jara el nervio al aire, que lo hiciera mover de manera eléctrica para que de alguna manera este pudiera ser acariciado y compul-sado en el mismo momento en que la saliva se torna fría e intenta introducirse en el orificio previamente hecho. ¿No constituye ese orificio, de manera geométrica además, la prueba real del espacio donde deben confluir dolor y placer, angustia y estremecimiento, hasta que los dos definitivamente se convierten en uno? Mi padre asentiría ahora mismo moviendo su cabeza arriba y abajo en lo que excava aún más profundo el “hueco“ de algunos de sus pacientes. El hueco cura, repetía, y giraba el barreno hasta ver a sus pacientes desmayarse… ¡Salva! ¡El hueco salva!, gritaba. Y al decir esta última palabra siempre hacía chocar su lengua contra sus labios, en lo que los pacientes: pálidos, tiesos, adoloridos le reclamaban un minuto más, un poquito más de aire. ¿Ganaba algo con toda esta tortura mi padre? ¿Ganaba algo al ver cómo ese desfile de rostros se iba des-encajando en lo que el barreno hacía lo suyo y pinchaba lentamente el nervio hasta convertirlo en una especie de animal enloquecido que no se calmaría hasta devorar las fuerzas e incluso buenas cos-tumbres de sus pacientes? La respuesta de mi padre era una vez más Clausewitz. Clausewitz el antijudío. Clausewitz el politólogo. Clausewitz el antidolor. Clausewitz el prusiano.

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Clausewitz el traductor de Hegel. Clausewitz el tirano. Y lo explicaba así: para entender a Clausewitz no hay que comprarse ningún libro. (Pausa.) Para entender a Clausewitz sólo hay que venir a mi consulta y ver el dolor, ahí -señalando la lámpara encima del sillón sacamuelas-, balanceándose de un lugar a otro, riéndose, diciéndoles en la cara a mis pacientes que sin dolor nunca van a poder saber lo que es verdad en su vida, lo que es verdad y lo que es mentira. Por eso (pausa) desenredar el dolor y dejarlo que se mueva por todas partes se hace tan im-portante. (Pausa.) Sin eso solo tendrán una vida vacía, (pausa), inútil. Una vida que ni siquiera les servirá para morder un buen pedazo de pan. ¿No son acaso las dentaduras postizas los objetos más hermosos que hay en vida? -decía sin sorna el monstruo de mi padre. ¿Tener en la mano una dentadura postiza y mirarla de cerca: diente uno diente dos diente tres…, continuaba parlando, no constituye un momento único en la formación de cualquier ser humano; el momento en que un pedazo de tu cuerpo se exterioriza y muestra como el dedo invisible que direcciona todo? Mi padre era atroz. Implacable y amargamente atroz. Uno de sus grandes orgullos era contar cómo le había mostra-do el verdadero dolor a Filipo, el cerrajero. Cómo había hecho que el dolor se depositase encima de él y lo agarrara por el cuello has-ta que no se desmayara por lo menos veinte veces. Cómo después de haberle barrenado bien una de sus muelas le había injertado -creo este fue el verbo- una pimienta negra en la muela, una de esas bolitas que se usan en todas las casas para cocinar, y se la selló por varios días.

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Ver a Filipo, quien vivía muy cerca de nuestra casa, atravesar casi a rastras la calle, soportar latigazos que ni siquiera un animal habría aguantado, soltar pus por la boca, constituyó uno de los grandes entretenimientos de mi padre durante esa semana. El dolor es lo único que te va a salvar, le decía, palmeán-dole la espalda y sonriendo. Ya verás, Filipo, confía… Y todo, según él, para mostrarle que en esta vida no hay nada pequeñito, que hay que estar preparado constantemente para la guerra, como escribía aquel grande de Clausewitz en su citado libro… Quien no entienda esto, le soltaba mi padre a Filipo, ya perdió, y se pasaba el índice por el cuello como si un cuchillo imaginario lo estuviera tronchando. Quien no entienda esto, ya está muerto, y repetía el gesto. El día que conocí a mi mujer, graznaba mi padre, le dije, o me dejas abrirte un hueco en la muela o nunca llegaremos a nada. Un hueco es la prueba real de tu amor hacia mí, y sonreía, la prue-ba de tu amorcito. Si no dejas que ese hueco te duela, insistía, si no dejas que se clave en medio de tu cabeza y desde allí encauce todos tus movimientos, es porque no estás dispuesta a nada en esta vida. Y quien no está dispuesto a nada en esta vida, Filipo, continuaba con paso firme mi padre, no podrá llegar nunca a entenderse conmigo. Si no hay sacrificio, no hay nada, Filipo. Y se pasaba de nuevo el dedo por el cuello… Si no hay sacrificio, ni siquiera sale sangre de aquí. Y se señalaba un puntico encima del gaznate… ¿No es precisamente esa filosofía, ese blablablá sobre dolor y placer, lo que hacía que mi padre se perdiese por ahí con

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Néklas a cazar conejos y después les achicara la cabeza hasta convertirlos en una cosa desfigurada, extraña, roedora que al final más que a un animal a lo único que iban a parecerse era a una cagarruta blanca? La gran pasión de mi padre eran los conejos. Una pasión desmedida, irracional, gorda como su propio cuerpo. Cualquier cosa que se hiciera contra esa cabrona colección podía activar una ira tan grande en él que mejor ni pensarlo. Más de una vez mi madre acabó como Filipo, retorciéndose de do-lor, solo por no haber tenido suficiente tino al quitar el polvo de la colección o haber dejado romper alguna de esas cabezas contra el suelo. Cosa a su vez difícil de evitar, ya que los conejos después de haber sido reducidos, eran tan pequeños, que cualquiera en su sano juicio los habría dejado aplastarse contra el piso solo al sentir, aunque fuera de manera breve, el asco que en el fondo esas bolitas producían. Asco que empezaba con el agua caliente (una buena cabeza de conejo debe hervir, para achicarse, aproximadamente diez minutos) y después con todo el proceso de conservación, el cosido en los ex-tremos de la boca, el secado, la incrustación en la madera, etc. Y lo más seguro es que ustedes no tengan idea de a qué huele una cabeza de conejo cuando hierve… No, nadie que no haya asistido a esas “pruebas de dolor contra el enemigo“, así las llamaba mi padre, puede tener idea de a qué huele una cabeza de conejo cuando hierve; el olor a moco y a sangre y a orina que inundaba toda la casa cuando aquellas cabezas: enanas, mierdiformes, ojotiesas, las cuales a posteriori serían pintadas de blanco para que adquirieran ese color leche

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que tanto asco da, eran extraídas del latón calcinado de la cocina y colocadas en fila india encima del hule de la mesa… Aunque esto no era lo peor. Lo peor era ver todas aquellas cabezas atornilladas a la pared como si de un ejército fantasma se tratase. Conejos que parecían ratas, con los dientes enfilados hacia ti y que no para-ban de observarte en lo que tú intentabas concentrarte en las noticias del día o cortarte las uñas, poniendo especial cuidado en no llevarte la carne. Conejos que te harían saber -a cada hora, a cada minuto- que no habría tranquilidad, relax, calma, ocio, sosiego…, hasta que no lograras matar eso que el canalla de tu padre llamaba el ani-mal-Clausewitz. Es decir, “el único animal listo para sobrevivir en el futuro“. Hasta que no lograras abrirle un huequito minúsculo en la frente. ¿No era acaso la guerra un cuerpo a cuerpo entre conejo y conejo (Clausewitz contra Clausewitz gritaba mi padre); una ten-sión entre dos bandos disecados de la misma manera, agrupados de la misma manera, agresivos de la misma manera, apestosos de la misma manera…? La colección de mi padre era extensa. Extensa como toda la casa, el salón, los dos dormitorios, la cocina… Extensa como toda la maldad que mi progenitor podía producir. Cuando deseaba ofender a mi madre le decía: Hoy tienes la misma cara que uno de mis conejos, y empezaba a saltar por toda la casa con las dos manos delante del pecho haciendo wi, wi, wi… hasta que se tiraba en el butacón muerto de risa. O le decía, ¿conoces la anécdota de Clausewitz y la liebre? Y se largaba a contarla por

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enésima vez hasta que mi madre terminaba sentada en una de las mecedoras de la casa llorando y su hermana, quien solía aparecer en estos momentos, la consolaba. Mi padre era un maníaco. Sí, un jodido maníaco. Su obsesión por el número nueve rayaba en la locura y, solía nombrar a cada uno de estos conejos según su número favorito. De ahí que las mil cabezas de conejos que había por toda la casa se llamasen de alguna manera Nueve o Noventainueve o Nuevecoman-ueve y dialogara con ellas repitiendo este número constantemente, como si cada conejo más que una cosa mierdosa y chiquitica fuese la multiplicación de muchos conejos, muchas cabezas que se acoplaban y desacoplaban sin tener que activar algún resorte. Y lo mismo con sus pacientes... Como tenía mala memoria, evidentemente años de epinefri-na habían destruido su lóbulo temporal, solía trastocar el nombre de estos hasta convertirlos en una suerte de personaje único. Pacientes que siempre iba a nombrar de la misma manera (“Usted es el Nueve, no se olvide, Usted es el Nueve…“) o a llamar de un modo tan raro que aunque estuviera diciendo, por ejemplo, Sra. Grubnerová…, lo que todos iban a escuchar en medio de aquel salón lleno de sillas y olor a empastes era Sra. Nueverová, u otra cosa. Pero nunca el verdadero nombre de la víctima, nunca su nombre perfectamente pronunciado y sin alguna tendencia a inclinarse hacia el número nefasto. Número con el que evidentemente soñaba, ya que cada vez que se quedaba noqueado por el alcohol solía largar bajito: “Nueve, sí, Nueve, enfréntate a él, córtale la cabeza“ o “Nueve, a partir de ahora no serás Nueve, no, serás Menosnueve“ o cosas por el estilo.

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Pero todo enfocado en el cabrón número. Todo, bajo el aura nefasta de los conejos, la agresión, la disciplina y, por decirlo así, la anulación de las matemáticas. ¿No se oponía a toda racionalidad y toda lógica mi padre con su delirium numérico? ¿No era este delirium una de esas múltiples guerras que él nos había lanzado en la cara a mi madre y a mí para desquiciarnos por completo incluso en el único momento que a la noche teníamos libre: el momento en que después del alcohol se quedaba con la boca abierta y sus muelas enchapadas en oro groseramente dormido? Recuerdo que cuando mi madre lo veía roncar encima del butacón decía: “se acaba de morir el puerco“. Y lo decía siempre así, bajo tono satisfecho, como si el siguiente paso fuera coger un cuchillo y trocear a aquel monstruo allí mismo, separando grasa, carne y hocico del lomo para los steaks: “la mejor carne para la mejor comida“, subrayaba mi madre, tranquila. Y me preguntaba: ¿Te imaginas lo felices que seríamos sin él?, haciendo un gesto en su dirección. ¿Te imaginas? Y lo cierto es que es difícil imaginar algo así cuando existe alguien alrededor de uno con un plan de destrucción tan bien articulado que su sola no-presencia (sus ronquidos encima del butacón sólo pueden ser considerados no-presencias) puede convertirse en el único momento vivo de las personas que convi-ven junto a él. El único momento en que el dolor en el hígado a mi madre le remitía y, el único momento en que yo podía agarrar una escopeta y disparar. Primero contra un muñeco al que había apodado Clausewitz. Un conejo blanco de virutas de cartón que había encontrado en un anticuario. Y después, contra una foto de

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mi padre. Una donde aún aparecía joven, es decir, menos gordo, en su clínica de dentista, con una pinza sacamuelas en una mano y la papada llena de talco, jubilosa, triunfal y porosa, en el mismo centro de la foto, como si ya en ese momento supiera que el dinero que había recibido de su padre para levantar su primera clíni-ca nunca iba a ser devuelto, ni siquiera cuando aquel, desde su sillón de ruedas, se lo había rogado hablándole de “la operación que me va a salvar la vida“. Lo siento, pero Clausewitz me ha enseñado a decir no, respondió mi padre, y con gesto aniñado volvió a acomodarle un mechón blanco que le colgaba sobre la frente… Me ha enseñado a decir no, no y no, respondió. Y se le caía la carcajada. ¿Era sencillamente mi padre una bestia, labestia, para nombrarlo con la misma palabra con que criminalística clasifica a los sujetos impresentables? Pienso que no. Pienso que mucha de su crueldad era el resultado de una educación deficiente, donde devenir severo era casi ley y, de su profesión, esa vocación espantosa de dentista, de hombre que se dedica a manosear muelas y encías hasta que la saliva de otros se ha convertido en una bolita espesa, no resbalosa, pequeña, con cierta consistencia de grumo, la cual nunca se irá del todo por mucho que uno intente arrancársela de los dedos. Profesión que al final va a ir tapiando a las perso-nas contra el dolor, haciéndolas insensibles, rudas, poco felices, sordas; y donde la concentración sobre uno mismo, sobre “el nervio propio“, tendrá que volverse tan grande que cualquier monstruo-sidad será observada como vacío, un rajón que no merece siquiera el más mínimo comentario.

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Cosa que pude comprobar alguna vez al preguntarle si no había escuchado cómo determinado paciente le decía (imploraba) que parara, que no continuara, que le diera un minuto y siempre me dijo que no, que no se había dado cuenta, que no había escuchado. ¿De verdad que pidió stop?, replicaba sorprendido y, meneaba la cabeza como si le pesara a ambos lados. ¿De verdad…? Y se quedaba en blanco, hasta que se iba arrastrando los pies y murmurándole algo a su colección de conejos. Sí, de verdad… Pero el criminal que representaba mi padre nunca iba a escuchar a alguien que no fuese él mismo. Alguien que no fueran él y sus conejos y su Clausewitz y su muy particular sentido de la familia, el cual pasaba por torturar a mi madre hablándole siem-pre de su muerte, de lo bien que seguro ya sabrían sus órganos, de lo tremendamente añejos que estarían en alcohol, de la salsa que complementarían unos riñones así… y por torturar a su hermana (es decir, a la hermana de mi madre), hablando en voz alta cual-quier estupidez sobre el militar prusiano u otra cosa ofensiva. Una vez incluso al verla sentada en el sofá de la casa empezó a desgañitar, en dirección a sus conejos, cómo lo más her-moso que había visto en su vida era a tres polacos ahorcados (el marido de la hermana de mi madre procedía de Katowice) a los que el sol les hacía brillar las muelas de una manera “antes no vista“, como si todo el esplendor de la muerte, “ese esplendor que sólo es posible observar en los días de mucha luz“, se les hubiera concentrado ahí, en la boca, en el hilo de saliva que se extendía hasta el suelo, en la dentadura… Y por supuesto, contaba todo esto de manera ofensiva, mi-rando de reojo hacia el sofá y dramatizando su narración con

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sonidos guturales, risas fuera de lugar, gestos, etc., como si más que narrar algo lo que quisiera fuese mostrarlo, hacerlo tan visi-ble que por supuesto la hermana de mi madre terminara llorando y marchándose a toda carrera de la casa y, mi madre, desconsolada, nerviosa, empinándose la primera botella de brandy que encontrara a su paso, para así poder volver de nuevo a la calma. “Calma“ que ella intentaría anestesiar durante años con alcohol, hasta destruir su hígado por completo; mientras yo, víctima sustituta digamos, intentaba hacer realidad mi sueño de quemar por completo la colección del cabrón monstruo, esa de conejos enanos y dientes afilados, o de activar mi fantasía de dar-le un tiro en el culo por cada minuto en que nos destrozó la vida, cada segundo incluso. ¿No eran al final su colección y su gordura exactamente lo mismo: el sinónimo de lo que había torcido nuestro mundo hasta convertirlo en uno de esos huecos que él con especial ensañamiento abría a cada uno de sus pacientes hasta verlos desmayarse encima de ese sillón con tapas verdes que usaba como lugar de martirio? Mi padre era un torturador, como queda más que claro. Un torturador gordo. Su cuerpo, con los años, se había ido ensanchando tanto que ya hasta caminar se le había convertido en un problema. No por la respiración o el peso -hay personas con más volumen que se mueven con más ligereza-, sino, por el roce de sus muslos, por el fru frú. Y así era con todo… Como siempre se negaba a lo evidente, y en este caso lo evidente era hacer reposo por lo menos un tiempo, terminaba sufriendo él y haciendo sufrir a todo el mundo, incluso hasta a

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los conejos. Más de una vez vi cómo volvía a meter una de aquellas cabezas enanas en agua caliente para que se redujeran un poquito más, para que terminaran pareciéndose definitivamente a lo que él siempre soñó, convertir el Ser-conejo en Ser-rata. O mejor, la cabeza conejo en cabeza rata, ya que Ser, lo que se dice Ser, estos pobres animalitos no tendrían nunca. Y lo mismo con mi madre. La sentaba a la fuerza en ese butacón donde él se quedaba dormido con el libro de Clausewitz en la mano y le decía: con-céntrate. Así, como una orden. Concéntrate… Y empezaba a manosearle la cabeza. Pensar que lo hacía para aliviarla o darle masaje sería una ingenuidad. Mi padre ni siquiera se daba fricciones a sí mismo… Lo hacía, porque, según él, a través de los huesos y nervios del cráneo es posible saber cuál es el sentimiento diario que pre-domina en una persona, su “rutina de odio“. Y descubrir el odio o el rechazo que él generaba (descubrirlo de manera palpable quiero decir) en mi madre, era una de las cosas que más lo entretenían. A veces, después de haberle encajado los dedos en la cabeza y haber-los pasado durante media hora por todas partes sencillamente se paraba frente a ella y le decía: ohhhhh…, agitando una de sus manos nudosas de dentista delante de su cara. Ohhhhh… ¡Hoy tienes el asco a mil! Y se reía, saltando de nuevo por toda la casa haciendo wi, wi, wi…, hasta que se enclaustraba de nuevo en su butacón y se quedaba dormido. El día que mi madre murió (fue encontrada en su cama aún con la ropa de la noche anterior), insistió lo indecible para que le realizaran la autopsia. Decía a los médicos: ella siempre ha

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sido una mujer sana (¡¡mentira!!), y ese infarto (fue lo que en un primer momento diagnosticaron), de pronto, está muy raro. Ella, volvió a decir, sólo tuvo alguna vez un dolorcillo aquí, en el costado. Ud. sabe doctor, en esta zona... y se señaló algún lugar abultado de su muy abultada barriga. Pero nunca hubo mujer más fuerte en este mundo, doctor -remató. Ni siquiera una gripe, doctor. Una coriza. Nada de nada…, e hizo el gesto de limpiarse las manos delante de la nariz aca-tarrada del médico. Ni siquiera una coriza. ¿Me entiende? Cosa que incluso hasta los médicos, que no conocían a mi madre y para quienes ella representaba un cuerpo más, sabían era falso. Nadie se muere así de pronto (bueno, algunos sí, pero es porque como decía Néklas, “se lo merecen“) y la autopsia final-mente reveló el tumor en el hígado que la estaba matando. Un tumor del tamaño de una de esas cabezas reducidas de mi padre. Una de esas cabezas estrambóticas y enanas que tanto apestan. Un tumor tamaño ojo de conejo. Lo tremendo es que mi padre quiso la autopsia no por amor a la verdad. No. Si hubiese sido así, uno por respeto sólo podría hacer silencio. Pero no. El monstruo quiso la autopsia (gracias a sus buenos contactos pudo estar presente) porque su última ven-ganza fue ver y oler el cuerpo de mi madre por dentro. El cuerpo de mi madre con venas, sangre, hígado, páncreas, vejiga, huesos. El cuerpo de mi madre calcinado por el alcohol y conver-tido en una suerte de animalito roñoso. Un animalito que vivió autodevorándose y huyendo de las maldades de su marido día a día.

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Tal como hace un tiempo le gritó la hermana de mi madre en su cara, después que este, desde su butacón tosco y con floreci-tas rojas, una tarde que ella entrabasalía de la casa con la ropa de su difunta hermana bajo el brazo, le espetara: Clausewitz es sabio. Clausewitz sabe quién debe vivir toda la vida y quién nace ya muerto. Quién no merece siquiera caminar por esta casa… ¿Podían entenderse estas palabras como un arrepentimien-to final? ¿El arrepentimiento final de un hombre que jamás sintió culpa por nadie y para disculparse ataca todo lo que se mueve a su alrededor, todo lo que lo coloca en el espacio-pasado? Mi padre tenía un problema evidente con el pasado. El pasado, lo anterior, lo ido… Un problema que se conectaba con su padre, su autorita-rismo; y con la relación que ambos a partir de cierto momento empezaron a tener. Al punto que mi padre aquel episodio con el dinero y la operación de su progenitor lo vivió como su victoria final. La victoria que le daba sentido a años y años de angustia, espera, trampas, inseguridades, agobios… A partir de aquel momento no quiso saber más de aquella persona y prohibió cualquier referencia sobre él. Las dos veces que por alguna razón lo escuché nombrarlo, su padre había pasado a ser sólo “ese viejo de mierda“. Sólo eso. Ese viejo de mierda. Lo demás, es decir, la infancia, el nexo filial, los buenos momentos habían desaparecido. Su padre era ahora sólo “ese viejo de mier-da“. Y eso es lo que uno dice precisamente de un enemigo: ese viejo de mierda… sin agregar otra cosa. Ese viejo de mierda. Y punto. Aún recuerdo cómo mi madre me decía “cállate“ cuando yo intentaba nombrar al padre de mi padre delante de este.

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Cállate…, y lo miraba de reojo, bajando la cabeza. Pero vayamos al grano. ¿Constituía el mundo paterno un agobio tan grande para nuestra familia como para esperar que se durmiera y darle caza de la misma manera que se hace con un animal salvaje, un animal al que fuera imposible ponérsele enfrente y hacerle sentir su propia fragilidad? ¿No habría sido mejor hacerle saber que en este mundo existían escopetas y balas y venganzas y plomos y un día po-dría ser linchado y morir echando coágulos de sangre como un puerco del que uno de pronto se defiende y ya no puede vivir sin partir en dos? Mi padre no entendía de amenazas. Ni de amenazas ni de insultos ni de golpes ni de nada. En ese sentido (bueno, en todos), era un obtuso. Si alguien por ejemplo venía gritándole que lo iba a de-nunciar por algún implante mal hecho o haber cobrado el doble de lo pactado en la consulta previa, mi padre no se amilanaba y empezaba a gritarle también. A insultarlo más fuerte inclu-so, deseándole todo lo peor posible en su vida y recordándole de manera injuriosa a su madre, a su padre, y hasta al hijo de este si venía al caso. Más de una vez mi padre zanjó un caso con un martillo en la mano, escupiendo al suelo y vociferándole en la cara a su víc-tima: ¡Eres tan puto como tu puto hijo! No, ¡eres más puto todavía! Y ustedes ni se imaginan cuántas veces escuché decir ese “eres más puto todavía“. No, no lo imaginan. Lo podía decir por cualquier cosa que lo incomodara y, en sus últimos años, cuando ya entre nosotros no existía diálogo,

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esa frase junto a las supuestas citas de Clausewitz, se habían convertido en el centro de esa guerra oral que dirigía desde su butacón y de alguna manera llenaba toda la casa. Eres más puto, sí, Noventaynueve, eres más puto, más puto más puto... Al final, la única conclusión lógica era que todos los conejos eran unos putos. Unos putos y unos tarados, como mi padre, valga la redundancia. Su vida, a raíz de la gordura, se había consumido tanto que, lo que antes era espanto más cacería más risitas más comen-tarios, sobre caries y limpiezas bucales, ahora, con su reclusión -su incrustación- en el butacón de la sala frente a las cabezas de conejos, se había degradado en horror. El horror de alguien que ya casi no puede caminar. Más de una vez llegué a escuchar cómo pedía ayuda a gri-tos, por la ventanita del baño, al ingeniero Néklas (el ingeniero Néklas vivía exactamente una casa por delante de nosotros), al haber perdido ya toda su fuerza para incorporarse. Fuerza que lo hacía dar unos pasitos muy pequeños, como de pájaro, y lo tiraba fatigado en su butacón hasta la noche, hora en que se arrastraba hasta el sofá y quedaba dormido. ¿Reactivaba el sueño a mi padre? ¿Le reintegraba de nuevo la energía, la histeria, la maldad, la adrenalina, el sarcasmo? En parte sí… El sueño dotaba por desgracia a mi padre de una in-creíble fuerza oral. Fuerza que lo impulsaba a continuar con sus guerras interminables o a leer y explicar en voz alta, a los conejos, las conclusiones de Clausewitz. Esas donde muestra la diferencia entre política y político (“una diferencia más que

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mamífera“), o entre persuasión y guerra; diferencia que según mi padre lo había convertido en uno de los filósofos más impor-tantes de los últimos dos siglos. El más importante, gritaba. Grito que a su vez hacía circular en la casa una espanto-sa fuerza negativa. Una fuerza proporcional a los músculos que había perdido. Músculos que en verdad nunca se había encargado de afinar y ahora, cuando de alguna manera más los necesitaba, lo aban-donaban, lo dejaban, por decirlo de alguna manera, tirado “en medio de su propio excremento“, out. ¿No estaba destinado mi padre por genética a termi-nar sus días en un sillón de ruedas (su padre y su abuelo habían muerto así) y este fin, seamos sinceros, no habría sido la alegría de mi madre si el tumor en el hígado no se la hubiera llevado antes? Mi madre no sólo se habría alegrado sino que habría abierto dos botellas de brandy y celebrado y bailado y gritado en su cara... El principio del fin de mi padre era lo que ella esperaba desde hacía muchos años. El principio de SU fin. Mi padre, sobre todo desde que había dejado de caminar, se había vuelto más agresivo y eso le daba a su cara un matiz extraño, cerúleo. Su rostro, siempre redondo, siempre grasoso, siempre hin-chado, había abandonado con el tiempo su habitual rictus irónico para adquirir una suerte de “brillito de guerra“, un brillito que lo hacía observarme a mí y a los conejos como si en cual-quier momento pudiéramos matarlo, como si hubiera descubierto

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una conspiración y sólo aguardara el momento de doblegarla, tal y como recomienda el famoso militar prusiano. Y en esa paranoia es que se basaba todo su odio. En esa paranoia, y en la mala lectura que había hecho de Clausewitz. Por ejemplo, si después de haber limpiado la casa, yo me sentaba a observar si todo estaba en orden (reconozco que tengo cierta obsesión con las simetrías), mi padre escupía en voz alta: “Clausewitz nunca habría hecho esa cosa así. Clausewitz no vigi-laba un lugar. Clausewitz era el lugar“. O cualquier otra cosa. Pero siempre sin mencionar mi nombre, sin mirarme de frente para propiciar una respuesta, sin darme “espacio de réplica“. Y si por casualidad yo respondía (de la misma manera: al aire, en voz alta, de mala manera, con rabia), no me escuchaba, seguía hablando con sus conejos y recordándole a Nuevemenos-nueve la estrategia que debía aplicar a partir de mañana, cuando el enemigo durmiese y su ejército estuviese listo para la batalla, más fresco. Recuerdo que diez años después de la muerte de mi madre, mi padre empezó a gritar -a su manera y hacia los conejos-, “la casa hay que pintarla. Lo soñé. La casa hay que pintarla de negro. Mi querida mujer se me apareció ayer y me lo dijo. La casa, de negro…“ Y con esta idea, y estos gritos, continuó por años, hasta hacerla derivar en una suerte de victimismo. Victimismo que él enarbolaba siempre delante de Néklas, cada vez que este lo visitaba, y se resumía en cierta idea de la vida como asfixia: la asfixia de un hombre que había perdido sus mejores años junto a la deslealtad de su familia (“tú lo sabes, Néklas, mis mejores añitos“ y le mostraba al ingeniero cada uno

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de sus dedos, un dos tres, uno detrás del otro…) y en cierta pose de martirio, el martirio de no haber sido nunca comprendido (“ni un poquito así, Néklas“, y volvía a enseñarle un pedacito del índice. “Ni siquiera así“, clavando delante de su cara su regordete dedo... “¿Te das cuenta, queridísimo Néklas? ¡Ni siquiera así!“). Victimismo que mi padre confundía con su odio y me amar-garon la vida hasta aquel día en que la bala -una de esas redondas que se usan para matar animales-, le cruzó de lado a lado la cabeza, abriéndole un huequito minúsculo y a la vez exacto en el cerebelo y la frente, y la cual, como ustedes saben, lo dejó pudriéndose durante varias horas frente a su butacón, ese desde el cual parloteaba siempre con sus cabrones conejos y, frente al libro de Clausewitz; como si esa, en verdad, hubiera sido su posición de toda la vida. Su posición-cero. ¿Podría justificarse de manera estética la muerte de mi padre, ese momento en que la bala lo descuartizó y su cabeza: histérica, visceral, gruñona y fofa se hundió por primera vez en ese túnel que se les abre a todos los que de pronto reciben un balazo o, deciden, de motu propio, ajustar cuentas consigo mismos? Sin temor a equivocarme puedo decir sí. Mi padre no sólo cayó al suelo de manera muy estudiada, primero saltando por los aires y después haciendo rebotar su cuerpo varias veces contra el piso, hasta que quedó quieto; sino que la mancha, la mancha mayor digamos, que poco a poco la sangre le fue dibujando alrededor del cuerpo, se convirtió en una de las cosas más elaboradas que he visto en mi vida. Una mancha que en la misma medida que fue creciendo formó encima de la cabeza de mi padre una suerte de “globo“, como

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esos que se colocan en todos los cómics para poner las frases, y así se mantuvo hasta que la sangre devino un algo sólido, pastoso. Un algo que en verdad decía de manera muy clara lo que era mi padre o lo que había sido toda su vida, de qué estaban llenos todos sus comentarios, sus ironías, sus bailoteos, su fra-secitas, sus conejos, sus torturas, su guerra… De qué había llenado la casa y la clínica a la vez. Un algo que en principio no me dejó ver una de las cosas más perfectas que he visto en vida. Un algo que superaba en grandeza a ese otro algo perfecto que era la sangre de mi padre, así, alrededor de su cabeza, po-niendo de manera brillante punto final a ese monólogo cruel que habían sido sus últimos veinte años. Es decir, desde la autopsia de mi madre hasta el plomazo en la frente. Plomazo que, por cierto, ni rozó el libro de Clausewitz (el movimiento de mi padre hacia el piso fue tan limpio que todo lo que estaba a su lado quedó intacto, sin huella última de agonía o lucha), ya que este se encontraba en ese momento encima de uno de los brazos de la butaca, abierto, mientras mi padre -su cuerpo- descansaba precisamente en el otro extremo, junto a los conejos y la pared. Un algo que sólo podía ser observado, degustado, percibido con mucha paciencia; arqueando exageradamente la espalda hacia abajo, ya que se encontraba a seis o siete centímetros del piso, y de ser posible primero con una lupa y después -después de habernos extasiados con el tamaño, el grosor, el vacío que, en verdad, sólo podía lograr una cosa así- con la nariz, tal y como hacen ciertos perros cuando descubren el lugar donde se esconde un zorro. Algo que era muy pequeño y, debido a que la bala había atravesado primero de lado a lado la cabeza de mi padre y

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después, sólo centésimas después, la pared del fondo, había deja-do marcas como de humo en sus bordes. Marcas que sólo un objeto al límite de su velocidad puede dibujar en cualquier superficie o armazón de madera, aunque estas tengan un enchapado de metal tan grueso que resulte difícil siquiera imaginarlo. Y este algo era el huequito. El huequito que la bala o balín (en verdad, balín) había abierto en la pared de la casa. Un orificio perversamente redondo, depurado, sin desvíos. Un orificio desde el cual, si nos inclinamos lo suficiente, podremos ver la casa del ingeniero Néklas, esa casa con un bal-cón de madera al frente y dos ventanitas, tapando parte de la de nosotros. Balcón que, a propósito, tanta repulsión siempre le causó a mi padre: “Este quiere parecerse a un americano“, expectoraba, en referencia a su amigo. Un orificio que también olía de manera muy peculiar, tal y como huelen los libros viejos, los libros que concentran una mezcla de hongos y humedad en su estructura y, algunas perso-nas con cero idea de lo que son las primeras ediciones botan en cualquier esquina. ¿Podríamos pensar que era en verdad este el olor defini-tivo de las balas? ¿El olor-bala en sí? Supongo que no. La cabeza de mi padre, al que el mismo plomo también había atravesado, olía de otra manera. Más como a made-ra, a madera carcomida por bichos. Sin embargo, la verdadera madera, la de la pared, olía a ocio, a esos momentos en que uno se sienta con un libro y un brandy a observar cada una de sus páginas, a buscar las marcas que alguien dejó previamente en sus bordes, a pensar.

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Marcas que casi todos los libros de nuestra casa tenían, ya que la biblioteca la habíamos heredado mucho antes de que mi madre muriera, cuando la casa de sus padres, vacía ya desde hace años, fue comprada por una aseguradora y un par de forzudos demolieron. Acto del cual mi padre se burló hasta el infinito, echán-dole en cara a mi madre y a la hermana de esta lo “mal nacidas“ que eran y el “nulo respeto a la genealogía“ que tenían, y de lo cual me acordé cuando lo vi trasladarse gracias a mi bala y a mis años de práctica contra el Clausewitz de cartón hacia el piso, sin dar un salto previo o algo por el estilo, sino, como levantado por una fuerza mayor, una grúa. Demolición, pensé, y recordé todas sus burlas y odios y víctimas y agresiones. Esas agresiones que tiraban al muy cabrón a bailar horas y horas delante de nosotros hasta caer en el piso gritando cual-quier idiotez sobre los judíos o mi madre. Demolición…; y lo vi por primera vez tan inexpresivo que me alegré profundamente. El cerdo había muerto. Sí, no había dudas. Muerto. Del huequito aún le salía sangre y, ese huequito, más el huequito exacto, redondo, fotogénico, único de la pared, formaban una extraña simbiosis, una conexión difícil y seductora, tal como pensé después de darle una, dos, tres patadas en su cabeza y com-probar que no se movía. Una conexión, difícil y seductora… Ahora debo ir a comprar vino. Mucho. ¿No dicen que Clausewitz dijo que el hígado humano si se deja reposar en Borgoña sabe de manera intensa a conejo…?

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Mañana vienen los Néklas. (La señora Néklas, el señor Néklas, y el más pequeño de sus hijos, “el cojo“ Néklas, de profesión ortopédico.) ¡Veremos si de verdad han leído al extraordinario militar prusiano!

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Carlos A. Aguilera

Nació en La Habana en 1970 y huyó de La Habana en los noventa. Escribió poemas memorables aunque imposibles de memorizar, como “Mao“ o “Tipologías“, y después tres libros: Teoría del alma china (2006), Discurso de la madre muerta (2012) y El imperio Oblómov (2014).

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San Andrés Cholula, Pueblamarzo 2015

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