castro arrasco, dante - parte de combate (---) ok

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Parte de Combate (libro) Dante Castro Arrasco http://www.angelfire.com/dc/combate/index.html ---oOo--- ... soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo es ni sólido ni durable... ______________________________ Revisión: Jul. 2012, empachumu enjoy it !!! ;o) ______________________________ keywords= historias, cuentos, relatos, cultura, literatura, narrativa, cuento, prosa, ficcion, terror, suspenso

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Parte de Combate (libro) Dante Castro Arrasco http://www.angelfire.com/dc/combate/index.html ---oOo--- ... soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo es ni sólido ni durable... ______________________________ Revisión: Jul. 2012, empachumu enjoy it !!! ;o) ______________________________ keywords= historias, cuentos, relatos, cultura, literatura, narrativa, cuento, prosa, ficcion, terror, suspenso

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<!--- Start of Note and / or Warning ---> Todo empezó cuando al empezar a leer el contenido del sitio web, estaba interesado en terminarlo, pero debía continuar con mis de- beres temporalmente suspendidos. Me tome varios minutos mas en bajar cada una de las paginas web para leerlas después, es mis ratos libres. Mi mejor amiga y compa- ñera, o sea "my girlfriend", me dio la idea de ordenarlos en un solo archivo de texto, y de esta manera leerlo de corrido. Una vez terminada la lectura, en mi equipo portátil HPC, le mencio- ne el grato momento que había pasado. Me solicito le compartiera el archivo resultante. Al finalizar su lectura, me dijo algo similar a lo que primeramente le había mencionado. Y con la finalidad de compartir el gusto de la lectura del indicado ar- chivo con los demás integrantes de la comunidad, he "subido" este documento, en un principio como TXT, pero para mejorar la calidad de vista del mismo, lo he generado como PDF. En este texto digital se ha puesto el mejor empeño en ofrecer al lector una información completa y precisa... Por tal motivo se ha respetado, en lo mejor posible, el sentido y el estilo ortográfico utilizado por el autor, respetando la grafía de los textos obtenidos de Internet ---de sitios públicos o traducciones propias de fans--- incluidos los "posibles" errores ortográficos... Solo para uso personal, con fines didácticos, educativos y/o similares. Sin ánimo de lucro. Cualquier otra utilización de este texto digital para otros fines que no sean los expuestos anteriormente es de entera responsabilidad de la persona que los realiza. No se asume ninguna responsabilidad derivada de su mala utilización, ni tampoco de cualquier violación de patentes ni otros derechos de terceras partes que pudiera ocurrir. Prohibida su venta y / o comercialización. Copyright © 2012. All rights reserved. Todos los derechos reserva- dos a su(s) respectivo(s) ---Autor(es) y / o Editor(es)--- Titular(es) del Copyright. <!--- End of Note and / or Warning --->

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---oOo--- PARTE DE COMBATE (libro) Dante Castro Arrasco Versión digital del libro editado en 1991. • La violencia política en los andes peruanos • Narrativa popular selvática • Confirmación y vigencia de la generación 80' en nuestra literatura Cuentos que conforman este libro:

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1.- El tiempo del dolor 2.- Shushupe 3.- Parte de combate 4.- Cuentero de monte adentro 5.- Angel de la isla 6.- Pishtaco * Recepción del libro * Algo sobre el autor * Lea y difunda CIBERAYLLU ---oOo--- "PARTE DE COMBATE": LIBRO INTERESANTE (escribe Nancy Bellido) Olor a pólvora, a miedo y a heroísmo tienen los cuentos de "Parte de Combate", el último libro del escritor y periodista Dante Castro Arrasco. Sobre todo el relato que da título al libro y otro titulado "Angel de la isla" ---inspirado en la masacre del Frontón--- pueden ser considerados obras maestras que reflejan la convulsión social que vive actualmente el país. La prosa de Castro, sencilla y directa pero no desprovista de belleza, nos pone en el centro de la contienda que enfrenta a las fuerzas militares y subversivas. En otros casos recrea mitos y leyendas inyectándoles nueva frescura e interés. "Parte de Combate" es un libro apasionante, sumamente actual, que debe ser

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leído por quienes desean conocer desde adentro el conflicto, sin exponer sus vidas. (En: "Por amor al arte", revista GENTE, Lima, 15 de agosto de 1991) Email: [email protected] ---oOo--- ------------------------------------------------------------------------------------ 1. ÑAKAY PACHA (El tiempo del dolor) ------------------------------------------------------------------------------------ "El cielo se iba mudo hacia la sierra los árboles contaban los cadáveres los árboles se fatigaron de contar." (Antonio Hernández Pérez)

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Hoy por fin lo conocí cuando le dimos su barrida al caserío de Santiago en la madrugada. A la luz de las antorchas lo vi a Marcial y era tal como me contaba el Ciriaco Reynoso: alto, no muy blanco, de pelo largo como el arcángel que pisa la cabeza del dragón en los cuadros de las iglesias. Algo más vería de él, cosas que trato de olvidar pero que tenía razón en hacerlas, cosas por las que no tengo el derecho de juzgarlo y ya las quiero borrar de mis recuerdos. Al fin y al cabo, todos matamos esa noche y desde entonces supimos que ya nada sería igual que antes, porque el tiempo del dolor había empezado. Por boca de un compañero que vivía en Santiago, nos enteramos de la clave de los cabezas negras: tres toques de silbato se responden con dos y ya se puede pasar por el abra de la cordillera sin ser atacados por los ronderos de Defensa Civil. Otro pelotón de compañeros se vistió de árboles, con ramas por todos lados, para poder deslizarse en la oscuridad y un tercer pelotón se disfrazó con pieles de llama para confundirse entre los rebaños de los santiaguinos. "A estos jarjachas les damos con todo ahora", dijo Marcial, y era que Santiago se había pasado al lado del enemigo robando los animales del resto de comunidades y quemando las cosechas de los caseríos que no constituyen Defensa Civil. Por eso íbamos bien emponchados, ocultando las armas para agarrarlos por sorpresa. Dimos tres pitadas fuertes y nos respondieron con dos. Esperamos un rato no muy largo y dimos dos pitadas que nos devolvieron con tres. Entonces un rondero apareció en el camino con su lanza y agitando el sombrero en alto. "Atracó el muy cojudo", dijo el Ciriaco Reynoso, abriendo ladino los brazos para recibirlo. Mas apenas lo tuvo cerca, le metió el cuchillo hasta el otro lado de las entrañas y feo sonó el suspiro del sorprendido. Inmediatamente Eriberto Quispe se puso el poncho del difunto y caminamos con el resto de compañeros hacia Santiago. Los nuestros gritaban como fieras lanzándose al ataque y los santiaguinos sorprendidos en pleno sueño tardaron un rato todavía en responder a las sombras que los amenazaban. Salieron a chocar fierros con nuestra gente como los ciegos cuando se pierden, pero a pesar de la desventaja sus hombres se ubicaron en los riscos de las laderas y desde allí lanzaban piedras con huaracas hacia los atacantes de Airabamba. Marcial, con el grupo de armados, se había rezagado observando de lejos el choque entre las dos comunidades. Cada vez caían más piedras desde las sombras altas de los cerros y los airabambinos comenzamos a retroceder. Tratábamos de abrirnos paso a lanzazos y cuchilladas entre los recios de Santiago, pero las piedras seguían cayendo como el granizo rompiéndoles la cabeza a nuestros mejores hombres y los contrarios resistían a pie firme, devolviendo los golpes y cubriéndose bien de las estocadas. ---¡Disparen carajo!... ---gritó Ciriaco Reynoso al grupo de Marcial, que se había quedado rezagado mirando la bronca. Pero ellos, a regular distancia, seguían

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observando cómo los nuestros perdían terreno y algunos ya comenzaban a correr con la frente chorreando sangre. ---¡Disparen cojudos! ---volvió a gritar el Ciriaco, esta vez con la sangre tibiecita corriéndose por el cuello hasta la espalda. Los airabambinos se replegaban perseguidos a punta de lanza por los yanahumas de Santiago, cuando en la oscuridad refulgieron los disparos del grupo de Marcial. No disparaban hacia los santiaguinos que defendían su plaza, sino que las metralletas apuntaban hacia los cerros donde estaban apostados los que nos corrían a pedradas. Y era que no todos tenemos la misma sesera, pues. El camarada había estado contando cuántas hondas y huaracas tenían los cabezas negras y cuando las tuvo a todas ubicadas, mandó al tercer pelotón que abriera fuego en distintas direcciones que él daba. Como la cancha tostada sonaban las metralletas botando fuego por el cañón y los hondazos empezaban a disminuir poco a poco, hasta que ya no nos caía ninguna piedra desde lo alto. ---¡Jajaillas! ---gritó jubiloso Eriberto Quispe, levantando su machete y todos lo seguimos aprovechando que la lluvia de piedras había amainado hasta desaparecer, lanzándonos sobre los malditos de Santiago para exterminarlos. Para toda mi vida me acordaré cómo el Alejo Velasco me rogaba para que no le quitara su malvada existencia. "Perdóname, Demetrio, y les devolveremos todo con tal que nos dejen vivir". Pero ya estaba amargo, cansado por haberlo correteado al Alejo hasta la acequia pegada al cerro y allí nomás le arrié con la guadaña en el pescuezo. Me acordé entonces de todos sus abusos, de mis últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le quitara a mi mujer el muy desgraciado. Cuando nos juntábamos ya para cantar, vi lo que me arrepiento de haber visto, eso que cargo como recuerdo ingrato del escarmiento que les dimos a esos jarjachas, hijos del pedo. El mismo Marcial con ojos de fuego, ángel convertido en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así no fueran cabezas negras. Su gente miraba con respeto lo que hacía el camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió otra metraca para que continuara barriendo a los que faltaban. Pena me daba un borrachito que había conocido antes. Marcial lo iba a matar y él lloraba por su vida miserable. ---Ama wañuchiwaychischu, taitallico... (no me mates, papacito) ---decía suplicando, pero le metió un balazo en el estómago y el borrachito cayó con las manos juntas sobre su panza, abriendo la boca de dolor. ---Imaynatan munanki ch'ayllanatataq munasunki (tal como trates igual te tratarán) ---le respondió Marcial al moribundo antes de darle el tiro de gracia.

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---Atatau bendito... ---dije en voz alta sin fijarme y me salió al paso Adelaida amenazando con su arma. ---¿Qué pasa, compañero?... Vaya con su pelotón, compañerito. Caminé entonces hacia donde se encontraban los airabambinos curándose las heridas y cargando los cadáveres de los vecinos que habían muerto en el encuentro. Sólo perdimos seis compañeros en el enfrentamiento, dos con tiro de escopeta y cuatro con huaraca o con lanza. Todos los techos de paja ardieron como si fueran bosta de vaca. Cuando nos retirábamos arreando el ganado de los derrotados, veíamos de lejos arder lo que había sido Santiago; sus mujeres lloraban harto a los muertos llamándolos por sus nombres y las guaguas también lloraban en medio de la confusión. Hasta ahora sueño las caras de los difuntos devolviéndonos todo lo que nos robaban para entregárselo a los uniformados. * * * De tanto que le insistí a Eriberto Quispe para que me contara por qué tenía tanto rencor el camarada Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan triste que me duele recordar. Junto con Ciriaco Reynoso somos los más instruidos de esta comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca esa mañana calentándonos con la pequeña fogata que prendí y lamentando la desgracia del compañero de armas. "¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si teniéndolo todo en la vida y vienes a ayudar a estos miserables, terminan dándote una patada en el culo?" Me preguntó Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino. "El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto como lo conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá para instruir a estos indios de Santiago. Vino antes de la guerra, cuando todo estaba tranquilo, y llegó con su compañera caminando por ese sendero de herradura que sube por atrás." ---¿Por Piquichaki? ---preguntó Ciriaco Reynoso. "Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco conocieron a su compañera que le decíamos Rosa. Bonita era la china, blanconcita y con cara inteligente. Ellos tuvieron la mala suerte de llegar en plena celebración de la fiesta de San Isidro Labrador. Ustedes

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sí conocen cómo es la fiesta por estos pagos: se come, se baila, se toma mucho aguardiente casi hasta morir." ---Jor, jor, jor ---enseña los dientes Ciriaco recordando las fiestas. Los tiene incompletos y los que aún se sostienen en pie están negros de caries. "Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores salieron tumbando a Marcial, dejándolo inconsciente. A Rosa también le habían hecho beber pero sólo estaba mareadita la pobre. Marcial, borracho hasta su mano, no pudo darse cuenta de lo que hacían con su china." ---¿Y qué hicieron, vecino? ---pregunté temiendo lo peor. Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no las cosas que pasaron en la fiesta. Bajó la mirada hacia las brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos con más valor. "Cosas feas pasaron, compañero. Cosas que dan pena y vergüenza contarlas, porque somos de la misma provincia de estos jarjachas que hemos matado. A Rosa se la montaron cerca de veinte indios borrachos y luego, cuando se dieron cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la comunidad." ---Atatau, caracho... ---susurró Ciriaco Reynoso espantado. "Así es, paisano. No le dieron cuartel a la pobre. Cuando despertó Marcial, su mujer había sido forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza. Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no volvieran por ahí. Los de Airabamba teníamos que castigar a los yanahumas por todo lo que les robaron a nuestras familias, por el ganadito que se llevaron para entregárselo a los cachacos y por los abusos que les han hecho a otras comunidades vecinas. Pero lo de Marcial es cosa justa." ---¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? ---me atreví a preguntar. ---Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta. Ahora nuestro comandante trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que es una buena mujer. Ojalá tenga mejor suerte que la anterior... ---dijo Eriberto Quispe cerrando la historia. Los últimos palos secos de la fogata se iban apagando. * * *

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Ya habíamos caminado seis días perdiéndonos de las patrullas que nos buscaban por lo que hicimos contra Santiago. Pasábamos por otros caseríos de amigos y los encontrábamos con tanto miedo que se negaban a darnos comida para que no los mataran luego los cachacos. Nos cerraban la puerta en las narices y hasta nos insultaban aquellos que antes aplaudían nuestra presencia. Evaristo Porras mató a un comerciante que venía de las montañas de San Francisco cortando camino por la cordillera. Primero lo tomaron prisionero y cuando revisaron su alforja le encontraron un kilo de droga. Entonces Evaristo le rebanó las orejas al infeliz y luego de verlo sufrir, le hundió el cuchillo varias veces en el pecho. "Esa gente para qué sirve", dijo. Al noveno día de camino, con hambre y sin cartuchos, nos vimos de frente con los de la Marina. Era muy lejos para que nos alcanzaran y disparaban por gusto sabiendo que a esa distancia no nos hacían ningún muerto. No sabíamos que terminando la bajada de Huamanmarca, al décimo día de babear de hambre, nos batirían a su regalado gusto causándonos tantas bajas. Braulio Vílchez, danzante de tijeras muy querido en Airabamba, quedó destrozado a balazos sobre los cactos de la quebrada. Ni reconocerlo se podía de lo feo que le dieron. Evaristo Porras ni siquiera se dio cuenta de que lo habían matado: se quedó quietecito con un balazo en la frente y los ojos en blanco. La tierra recibió su sangre que caía por goterones. A Custodio Contreras lo tomaron prisionero cuando trataba de huir arrastrando la pierna herida. Le encontraron los petardos que cargaba en la alforja; le amarraron su dinamita al estómago y así arrodillado en medio de la pampa, lo volaron como escarmiento para que lo viéramos los que estábamos escondidos en los roquedales. Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los sinchis no eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran éstos. No me moví de entre las piedras donde estaba escondido y los vi pasar a ellos patrullando el camino. Eran altos, con el rostro pintado de negro, más fuertes que otros cachacos que habíamos conocido y bien armados. Gritaban lisuras insultándonos para que saliéramos. Pateaban a nuestros muertos con odio y hasta podría jurar por la Virgen de Sillapata que escuché a alguien hablar como argentino. (Lo sé porque he conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por eso reconoci ese dejo raro). Después de dos días de verlos dar vueltas por la cordillera azul de Huamanmarca, decidí moverme. Había sido piedra durante todo ese tiempo, olvidando el hambre por el miedo que todavía insistía en paralizarme. Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el sol y le arranqué su cabeza viva aún para masticarla. Eriberto Quispe me reconoció a lo lejos y nos juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre las piedras y hasta debajo de la tierra. "Creo que estamos muertos", me dijo todo pálido y ojeroso. Caminamos solamente, sin hablar nada ni miramos,

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buscando siquiera un sitio en la tierra para sentarnos. Pronto comprobaríamos que ese sitio no existía, que no habían caminos ni lugar a donde ir. * * * Los de Parcorán nos regalaron víveres no porque estuvieran con nosotros, sino porque les causábamos lástima de tan sólo vernos. Nos rogaban que nos fuéramos. Un día más allá de Parcorán encontramos el camino hacia las crestas de Airabamba, donde estaban muchos de los nuestros. Allí nos unimos con la gente armada de Marcial, vi su rostro de arcángel que pisa la cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra. Su quechua estaba mejor que antes. La primera noche en Airabamba soñé con los muertos que nos hicieron en la bajada de Huamanmarca. Braulio Vílchez vino hacia mí saltando en el aire con sus tijeras que cortaban el viento, ocultando el rostro destrozado por las balas. Evaristo Porras sonreía con su balazo en la frente y me enseñaba las orejas cortadas al pichicatero de San Francisco. Los muertos más jóvenes de quienes ni siquiera conocí sus nombres sonreían tendidos en el piso, riéndose de las patadas que les daban los cachacos. Pendejos, pues... Si ya no podían sentir nada. Cinco días duró el descanso en Airabamba y luego caminaríamos de noche siempre, bajo las órdenes de Marcial. Dejé por fin de ser "base" y me incorporaron al partido. Me bautizaron con otro nombre y ahora me llaman "Celso", aunque los vecinos viejos de la comunidad siempre se les antoja llamarme Demetrio. Ya no cargo con el rejón, sino que me dieron una escopeta vieja para cazar perdices. Ahora íbamos a Vizcachero, según nos dijeron, para atacar el puesto de la Guardia Civil. Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les avisamos a los guardias que íbamos a atacarlos y que si se iban antes que llegáramos, podían salvar el pellejo. Y los muy sabidos escaparon dejándonos las armas para que no los siguiéramos. Eriberto Quispe me dijo que Marcial había conversado el asunto con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas más bajamos para la Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y abigeos que colaboraban con el Ejército. * * *

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No les gustó a los uniformados lo que hicimos en Vizcachero y mucho menos los muertos que les dejamos en la Esmeralda. Entre los ajusticiados hubo uno que era del servicio de inteligencia ---¿así le dicen?--- y lo que más me sorprendió que era chuto como todos, cholo como yo, feo como yo, igualito a los demás. Solo Marcial pudo reconocerlo al verle las manos sin huella de trabajo y por esa chispa de inteligencia que llevan en los ojos los instruidos. Le hicimos juicio popular delante del pueblo y la gente no le perdonó al maldito supaypaguagua ese. Yo mismo lo ejecuté con el machete y eso fue lo que menos les gustó a los cachacos. Y sería bien importante a pesar de ser cholo como uno, porque después de cinco días los marinos nos cerraron el paso con helicópteros en Razuhuillca y por el callejón de Huayllay nos buscaban también muchas patrullas de sinchis. Marcial y los que decidían con él prefirieron enfrentar a los sinchis que a los marinos. ---Los sinchis son borrachos, pichicateros, no aguantan mucho la altura... ---nos dijeron. Entonces emprendimos confiados el camino a Quebrada Huachanga para bajar por ahí hacia otras bases que podían ocultarnos en los alrededores de Luricocha. Mi coca se acabó en poco tiempo y empecé a comer yuyos que arrancaba con las manos de cualquier saliente. Y el encuentro con el enemigo otra vez nos agarró hambrientos y cansados. Lo peor: no había mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta disparaban por gusto. Por eso en Quisoruco nos despedazaron con ráfagas y granadas. Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se dedicaron a chumbearnos a cada uno por separado. Vi morir a varios de los nuevos reclutados de la Esmeralda, maq'titos que aún no habían cumplido quince años, que no podían cubrirse porque las balas venían desde lo alto. Marcial nos condujo a los de Airabamba por una quebradita muy angosta que bajaba hacia el otro lado de la cordillera. Eramos unos cuantos que resbalábamos asustados sobre las piedras, sin saber hacia donde. Nos ocultamos al extremo de la quebrada, en un lugar seco donde podíamos esperar a que pasara el tiempo y los sinchis se olvidaran de nuestras cabezas. Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin hablar, mirando entre los árboles secos una parvada de palomas serranas que iba y venía de banda a banda, sin advertir la presencia de ninguno. Descansaban un rato en cualquiera de las laderas y luego seguían volando de una banda a la otra, como si se tratara de un juego entre ellas. El corazón me saltaba en el pecho y el estómago quería aflojárseme de miedo, pero tan sólo de ver su juego inocente me tranquilicé un poco. Así, cubiertos por esos árboles tan secos que el viento los hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas sin terciar palabra, esperando que las balas dejaran de sonar al otro lado.

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Ciriaco Reynoso empezó a susurrar una canción mirando a las palomas serranas cruzar el cielo por momentos. "... Sonkuy ujupin uywakurqani urpichata lulupayaspa, qhawapayaspa, tukuy sonqoywan... Mana uywanaqa, raphran hunt'asqa phaqarikapun... purullantaña saqerparispa, sonqoy ujupi..." (En las entrañas de mí corazón cuidé una tortolita ¡Con qué ternura! ¡Con qué cuidado! ¡Con todo amor! Y la ingrata, crecidas sus alas, se fue volando dejándome sus plumas dentro de mi corazón) Más tarde los cachacos se dejaron sentir con sus pasos torpes, botas gruesas que desprendían piedras al bajar por la pendiente. "No nos han visto, hay que dejar que se vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas cosas de la casualidad. Me convertí en piedra nuevamente y los otros trataron de volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña. Engañamos a los sinchis que pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando sus armas como si pesaran un millón de arrobas. Pero no logramos engañar a las palomas que trataron de refugiarse en el risco cubierto de malezas y espinares, donde estábamos escondidos. Vinieron espantadas por la columna de uniformados que bajaba tan torpemente, pero se encontraron con que otro grupo de hombres estaba invadiendo su lugar y terciaron el vuelo así, de repente, sorprendidas por nuestra presencia. Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron los sinchis y comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección. Las balas hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo que cegaba los ojos. Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de carrizo . Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como siempre, cuidando las balas para no desperdiciarlas. Disparaba también Eriberto Quispe con la metralleta que consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar perdices y que parecía no alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías Uripe les lanzó un petardo prendido con la huaraca y los hizo retroceder. Pobre Matías, las chinas de Airabamba llorarán su muerte en plena flor de juventud: no bien lanzó el petardo recibió más de veinte plomos en el cuerpo. Cogí su huaraca de lana y prendí un petardo para frenar su avance, así como lo hizo mi sobrino, y, ¡Jajaillas!, claro que lo conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda. Pero ya no sentía nada y mi cuerpo se fue adormeciendo como si el sueño me agarrara de pronto, y ya no pude alcanzar la escopeta perdiguera que se quedó allí calentándose al sol. Las fuerzas se me escurrieron por los brazos y las piernas como muñeco de carnavalito que quiere

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pararse y no puede. Todo era oscuro y más negro se volvió el cielo hasta que ya no vi nada. * * * ---Los que mueren así de repente vienen para acá, Demetrio ---sentí que me decía sonriendo Eriberto Quispe. ---Yo no estoy muerto, vecino... ---le respondí y él se burló. ---No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este lado de la quebrada también está Matías Uripe, tu sobrino. ---Así es Demetrio... ---me dice Matías, y yo retiro mi hombro para que no me ponga su mano manchada de sangre fresca. Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros mirando cómo se agota la batalla en lo profundo de la hondonada. Los sinchis le meten bala a los últimos espinares que se secan donde se unen las dos laderas. Alguien les responde desde allí, calculando sus tiros para no agotar la munición. ---Ese es Marcial... ---me dice con desgano Ciriaco. Otra metralleta se siente tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran. ---Esa es Adelaida ---señaló con el índice ensangrentado Matías Uripe. Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones y parece que tuvieran muchas balas porque no se les acaban nunca. Han avanzado bastante cerca de ellos. Ahora sí disparan con rabia contra la herida de rocas y espinos, y dos uniformados se lanzan hacia adentro del monte. Salen con Marcial y Adelaida, los dos con las manos sobre la nuca, empujándolos, pateándolos y sacándoles la madre. ---Ya se jodieron ---murmura Eriberto Quispe. ---Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por qué no la mató a la hembra, carajo? ---dice Ciriaco acongojado. Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de otro, pero aún así me dolió ver lo que hacían estos malvados. La desnudan a Adelaida y se colocan de uno en fondo, por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que otros sujetan a

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Marcial para que vea cómo se aprovechan de su mujer. El último la mata, como es su costumbre. Vendría después el martirio de nuestro comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría llorado de ver cómo lo retaceaban a cuchillo. ---¡Taitallay! ¡Taitallayco!... ¿Manacho pacha quicharicuspa sonccompe milpunca llapa sua nácacc maldicionta? (¡Padre mío! ¡Padre nuestro!... ¿No se abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones y carniceros malditos?) ---dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo llorar como si estuviera vivo. La tierra madre recibió la sangre de ambos y se fundió con ella, como lo hace con aquellos a los que la muerte les ha costado mucho dolor. ---Quisiera abrazarlo al comandante... ---me oigo decir. Ciriaco y Eriberto, vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza. ---Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos entregaron a la muerte, míralas cómo bandean la quebrada, Demetrio. Así, muertos como estamos, seremos como ellas... No sufriremos más. Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando en el viento de invierno. mailto: [email protected] ---oOo---

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------------------------------------------------------------------------------------ 2. SHUSHUPE ------------------------------------------------------------------------------------ La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento. Los colonos andinos en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar es muy difícil que se imagine una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento también forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992. SHUSHUPE Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos también resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino. El machete había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.

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Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón, hacia el tambo donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio de las seis. ---Míralo al Crisóstomo, óe... ---comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en gesto burlón. ---Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué habrá hecho con la herramienta? ---habló Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca. Algunos del grupo creían adivinar de qué se trataba. "Lo mismo de siempre", murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban la cabeza, sonreían. El hombre que se veía pequeño a lo lejos se acercaba sudoroso calmando el trote, tratando de aparentar serenidad frente al grupo. ---¿Otra vez, cho...? ---Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender ---se rindió al fin avergonzado por las risas de los compañeros de faena. ---¿On' tá tu machete? Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de nuevo. ---dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada. La lluvia había empezado a mojar las quebradas cubiertas de selva y los cafetales de los colonos. Los jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y luego retornar cada uno a sus pagos. ---¿Cómo así, pues, te dejas sorprender? ---le preguntó Pancha, la mujer de Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre el olor de la leña y la ceniza. Los goterones implacables arrancaban a las calaminas un sonido estremecedor y parejo, comparable con la creciente súbita del río. Pancha sacó yucas humeantes de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de mano en mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos bajo la cocina de leña. Sirvió café en anchas tazas de plástico y volvió a reír. ---Maricones son los hombres ---dijo sonriéndole a Crisóstomo--- Pensar que el otro domingo maté una faninga con la escoba nomás. ---El michi la habrá matado ---le respondió la voz de Sebastián con los carrillos llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo. Manuel tampoco quiso reír.

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---La faninga no es culebra peligrosa, pues. A ver, quisiera verte con la que lo asusta a Crisóstomo ---dijo a su mujer---. Esas cosas no son pa' andarse burlando. Nadies tiene miedo porque quiere. En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban retirándose con las plásticas recogidas y las herramientas al hombro. Crisóstomo se quedaba a dormir como siempre, junto a la cocina de la cabaña, mientras Manuel y Pancha subían al altillo para pasar la noche. El río bramaba furioso arrastrando rocas en medio de la crecida. ---Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... ---dijo Manuel antes de subir al altillo con su mujer--- ... Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del rocotal un saco de maduros. De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega. Llévale ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar. Lo miró con lástima antes de subir. Crisóstomo, herido en su amor propio, quedaba allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el perfume de las cenizas. Se revolvería toda la noche tratando de dormir, escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros que avisan el paso de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en sueños de pesadilla la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo. El día despertó con amago de diluvio. Las cumbres selváticas se hallaban cubiertas por la densa neblina mañanera y el río había dejado de crecer, manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres. Crisóstomo cargaba un saco de rocotos suspendido mediante la vincha que rodeaba su frente. Había pasado por el puente de metal a la otra banda de río y cogió la subida que conducía a la cabaña de Alfredo Vega. El viento se llevaba los nubarrones negros hacia los cafetales de Tambo Real, donde seguramente iba a llover. ---Me traes rocoto como pa' un ejército ---le dijo Vega viéndolo llegar, mientras desgranaba el maíz en posición de cuclillas. Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que nunca conoció mujer. Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de argamasa y piedra que sostenían la vivienda. ---Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo mandan los Olorte. ---Ven pa' que me ayudes a desgranar. Así la muerte no te agarra ocioso.

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Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña para usarlo como asiento. Con manos expertas empezó a desgranar las mazorcas sobre los sacos vacíos que don Alfredo Vega había tendido en el piso. ---Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz. Mejor que el cura en su confesionario... Debería desgranar maíz y así termina confesándonos a toditos los de por acá. ---¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? ---contestó Crisóstomo con la mirada en las manos que iban dejando desnudas las corontas. ---¿Mejor por qué no me cuentas tu pena, Crisos? Así en un ratito acabamos con todo este fruto de Dios y me entero de tus tristezas. Vamos a ver quién gana... Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca me vas contando de ese demonio que azota tu alma. ---De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo. Confesó Crisóstomo sonrojado ante la mirada inquisidora del dueño de casa. El rostro del viejo se arrugó en una sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo observaron con lástima. Cuatro manos competían desgranando. ---¿No te digo que el maíz es mejor para confesarse? Seguro que el animalito ese te persigue adonde vas. No te deja trabajar porque te espantas al verlo. La sangre se te enfría y el corazón quiere salirse de tu pecho... No sabes qué hacer, a pesar que tienes el machete en la mano. Nada te libra de sus ojos. ¿No es así, Crisos? ---Parece usted adivino. Capaz ya le han contado. ---Soy algo más que adivino, mi amigo. No necesito del chisme para enterarme de cómo son estas cosas. Pero dejémonos de hablar de uno. Terminas estito nomás pa' que luego me acompañes al monte, aprovechando que todavía es temprano. El hombre joven abría camino entre las ramas y lianas que cicatrizaban una trocha olvidada en medio del bosque. El hombre maduro pisaba sobre sus pasos con la escopeta calzada entre sus manos venosas y ambos subían la quebrada surcada por manantiales cubiertos de vegetación. Se agachaban, resbalaban, volvían a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para recuperar el camino. Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se le veía. Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.

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---Ese es mi Coronel. Por su ladrido sé lo que ha visto... Está acosando al rucupe en su guarida. Pensará que hemos salido a cazar el pobre. Ojalá no se deje hacer daño, como l'otra vez. ---¿Y qué le hicieron al Coronel? ---preguntó Crisóstomo con la respiración agitada. ---El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al perro. Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino. El pobrecito Chino murió cuando el sajino le clavó los colmillos en la panza. El perro quería cortarle la huida al sajino, pero por mi vejez llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi pichicito lindo. ---No se acuerde de cosas tristes, don... ---dijo Crisóstomo sin dejar de machetear. ---Qué me haría sin mis perros. Ellos conocen los senderos del animal. Por ahí mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro. Si es venado o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y allá, jalando y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala. ---¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo? ---preguntó por fin deteniéndose y tratando de recobrar la respiración. ---Por curioso y flojo no debería contestarte... Más arriba, donde la selva se junta con las nubes, hay una meseta de piedras solamente. Una pampa de piedras con otra vegetación, donde se refugia el oso y el tigrillo. A veces he encontrado boa por ahí durmiendo. Seguro serás el segundo hombre que llega a ese lugar, después de mí. El sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay árboles gigantescos cubiertos de lianas y de orquídeas como nunca habrás visto en tu vida. Pero sigamos subiendo para aprovechar el día. Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el sol en el claro de una cascada que descendía de altos roquedales. El ruido del agua amortiguaba sus pasos sobre las piedras cubiertas de musgo. Los hombres sudorosos se miraron con satisfacción. ---En esas peñas asoma el tigrillo por una vez. Luego ya no lo verás jamás, porque sabe que el hombre mata de lejos. Vega silbó fuerte en varias direcciones. Del follaje intrincado y sacudiendo las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con los lomos cubiertos de humedad. Con las lenguas afuera y respirando agitadamente, contemplaban a su amo. Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los canes obedientes corrieran por la trocha recién abierta.

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---Ahora sí mi amigo... Desde aquí andaremos solos ---sonrió mirando la cara de incertidumbre de Crisóstomo. Vega se puso la escopeta a la bandolera y frotándose las manos miró hacia la parte superior de la cordillera selvática: la parte más empinada y áspera del camino que aún les faltaba recorrer. Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa, así como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los roquedales. Los hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la ascensión. Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los obstáculos naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas oportunidades. Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo que había detrás de aquella cadena de montañas donde los colonos sacaban algunas cuadras al monte, no era ninguna pendiente inclinada como podía suponerse desde abajo. Ante sus ojos se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras crestas de cordillera, igualmente cubiertas de espesura. Don Alfredo Vega miró regocijado la sorpresa que causaba el descubrimiento al colono. ---¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá? ---preguntó el viejo. ---Más de tres horas. ---Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que la lluvia nos coja por confiados. Descendieron agarrándose de lianas secas los pocos metros que habían de diferencia para alcanzar la llanura selvática. El terreno era seco, pedregoso. Las piedras se deshacían con sólo tocarlas y la vegetación, compuesta por árboles diferentes a los que anteriormente conociera, no permitía ver el sol sino por tenues haces de luz. El follaje no era tan intrincado como en las tierras más húmedas y por eso el machete fue de escasa utilidad para avanzar entre los claros. El novato caminaba por sendas naturales entre troncos fabulosos rodeados de lianas y de neblina, absorto contemplando las orquídeas que se cultivaban solas en los troncos podridos por la lluvia. Con los brazos acribillados de picaduras separaba las lianas colgantes y seguía avanzando sin percatarse que su acompañante se había rezagado. Vega, desde un rincón del bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo mientras encendía un cigarro de tabaco fuerte. Entonces empezó a silbar tenuemente, casi sin arrancarle sonidos a su dentadura incompleta, en diferentes tonos acompasados. Absorbía el humo del tabaco y lo botaba inmediatamente con energía. Siguió silbando, cambiando paulatinamente de ritmo, acelerando el compás para luego disminuirlo y convertirlo en un susurro monótono. De pronto oyó el grito desgarrador del compañero. Sonrió.

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Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta el lugar desde donde había partido el grito. La selva se tornó silenciosa y ni los pájaros más pequeños se movieron de sus ramas. Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con la mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El machete yacía a un costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de shushupes, con su piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La más grande se erguía en posición de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos venenosos desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra volcánica. El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado frente a las víboras. ---No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno, quietecito nomás... Ni pestañees. Desde aquella distancia de diez metros, sobre el claro natural de la meseta, Vega empezó de nuevo a susurrar algo en lengua yanesha. Crisóstomo trataba de reprimir el temblor de sus rodillas juntas, en posición de firmes. Vega silbaba y fumaba llenando la selva de humo amargo. Subió de pronto el tono de los cánticos guerreros y ante los ojos aterrorizados de Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de una en una, menos la más grande que conservaba alerta su postura de ataque. ---Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina toda la operación. No se me vaya a escapar la más treja... Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y larga que crecía con otras entre el manto de rocas pulverizadas. Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente. La vara flexible cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo. El segundo golpe fue del todo inútil. El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de tiempo, abrió de largo a la shushupe muerta y llamó al muchacho. No quiso acercarse presa aún del miedo. ---¿No ves que ya está muerta, hom...? ¡Hasta muerta le tienes miedo a la culebra! ¡Ven de una vez pa' curarte! Con cautela y luego con rapidez caminó Crisóstomo hacia donde estaba el viejo acuclillado. La serpiente, abierta de par en par, enseñaba sus entrañas. Dentro de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas espesas. ---La hemos agarrado antes que se echara a dormir una siesta larga. Todavía la hubiéramos salvado a la ardilla, si llegábamos antes. Vega le extendió algo sanguinolento, de forma alargada, al joven.

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---Es su corazón todavía vivito... Trágatelo, hom... Este es el fin de tus temores. Desde ahora la shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin molestarte... ---le extendió el corazón. Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y sanguinolento, con una mucosa amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por el paladar de Crisóstomo. Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido por el escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo. Pero hubo decisión de no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del viejo Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último esfuerzo para sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimeantes, deglutió el órgano del ponzoñoso animal. ---Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás de este viejo para siempre, cada vez que la veas a la shushupe huir de tu presencia. Sácate la camisa y déjala por ahí cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato. Sino puede perseguimos buscando venganza. El trueno les recordó que debían volver a casa. Los páucares chismosos anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres regresaban por donde vinieron. Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde quedaba abierto el cuerpo de la víbora. Pero ya no estaba allí el animal despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba tendido un cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla hasta el pubis, exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el claro del bosque. Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de él. Era sólo un pobre infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo. mailto: [email protected] ---oOo---

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------------------------------------------------------------------------------------ 3. PARTE DE COMBATE ------------------------------------------------------------------------------------ A nadie le gustaba hacer el patrullaje con el teniente Soria. Todos maldecían la hora en que ese hombre alto, casi blanco y de porte atlético llegó a la guarnición. El primer día nos cayó muy bien por lo mismo que era criollo, tomador de pelo, cunda, pero ese primer día nos hizo rampar por los surcos resecos de lo que fuera alguna vez un maizal minado. No sabíamos si habían sondeado bien el campo, nadie estaba seguro de encontrarse con una vieja mina bajo el pecho, pero Soria nos pateó y gramputeó a su regalado gusto, amenazando con matar al cobarde que desobedeciera la orden. No respetaba a los reclutas de origen serrano y siempre hablaba que podían ser infiltrados y traidores. A esos los trataba peor y les encargaba los trabajos más sucios. ---¡Y si me la requintan, ya saben que la mía fue más puta que las de todos ustedes!... ¡Yo sí soy un hijo de puta! ---gritaba cuando nos veía murmurar antes de emprender algo desagradable. Entonces muchos reían celebrando la descabellada ocurrencia. Su porte viril vestido de verde se acercaba a alguien a la hora de los ejercicios y bajo el bigote enseñaba los dientes en diabólica sonrisa. ---¿Estás cansado? ---preguntaba gritando para que todos escuchen. ---¡No, señor! ---respondía el comando con la sangre en la cara, al borde de flaquear e irse contra el piso. ---¡Muy bien, tigre! ¡Para ti solito: veinte planchas más por no estar cansado! Y acuérdate de mi viejita... Siempre fue más puta que la tuya. El comando aludido completaba las veinte, casi al borde del colapso, ante la mirada sarcástica de Soria.

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---¿Estás cansado, tigre? ---volvía a preguntarle, colocando el pie sobre la espalda sudada del recluta para aumentarle el esfuerzo. ---¡Sí, señor! ---¿Cómo dijo? ---¡Que estoy cansado, señor! ---¿Así que cansado, no?... ¡Cachoso, carajo! ¡Veinte más por estar cansado!... ¡El comando nunca se cansa! ---y le arriaba un fuetazo sonoro en las nalgas, volviendo a colocar el botín sobre la espalda del soldado para dificultar la culminación del ejercicio. Eso era poco. El patrullaje lo hacíamos bajo sus órdenes por toda la cadena de montañas que rodea la guarnición de Luricocha, con la consigna de no llevar prisioneros. No importaba la altura. La cosa era subir hasta donde encontrábamos pastores de puna, chutos de piel oscura que huían con sus ralos rebaños de llamas. Si Soria notaba algo sospechoso, ordenaba la captura de cualquier caminante que atravesara la cordillera. Aprendimos que los capturados jamás salían vivos de manos del teniente. Es diferente cuando se entrena con perros, pero él me enseñó realmente a matar, a regocijarme con la tibieza de la sangre fresca, a gritar como las fieras con el hocico embarrado en sangre. Casi nadie sabe quién le enseñó a él. Sólo unos pocos sabemos que no aprendió la crueldad en la escuela de comandos, que nació de su corazón los primeros seis meses en Huanta, destacado en la ciudad donde lo tenía todo sin sufrir la soledad que hoy arrastra. De todo lo criollo y cunda que fue, le quedó poco. Se volvió triste y malgeniado: maldito. No payaseaba con los subalternos ni se burlaba de los defectos físicos como antes. Sólo pensaba en matar, en acabar con el enemigo así tuviera que aniquilar a toda la población de la vecindad. Cada patrullaje era una orgía de sangre en la cual nos comprometía a todos. Cuando me contaron que le habían sacado los huevos, no me dio pena, tampoco risa. Eso era peor que estar muerto, pensé. Todo comenzó con aquel mocoso que le llevaron temblando de miedo a su oficina de la guarnición. Era uno de tantos huérfanos que van quedando a lo largo de la guerra sucia, desperdigados por las chacras y los cañaverales de las quebradas. No preguntó su origen y decidió adoptarlo para que le tuviera el café listo y las botas limpias. Lo bautizó con el nombre de "Manuel" y rápido cobró gran cariño por el cholito. Pasaron los meses y nunca perdía la ocasión de llevarlo al cine único que funcionaba en la ciudad. Hablaba de enviarlo a Lima cuando acabara todo... ¡Cojudo!... Cuando acabara, dijo, como si esto fuera acabar. Una tarde en que leía periódicos pasados tendido en el catre de campaña, sintió golpes irreverentes en la puerta de su despacho. Abrochó la camisa y calzándose la

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pistola en la cintura, abrió la puerta. Los hombres de chompas negras traían a Manuel con la nariz rota y sus lagrimones se mezclaban con las gotas de sangre nasal. Gritó lisuras y quiso pelear, pero los enchompados lo inmovilizaron rápidamente, quitándole el arma de reglamento. Junto con Manuel, fue llevado en condición de prisionero a la cuadra donde se reunían los oficiales de Inteligencia. Le llamábamos "La Caldera" al tétrico recinto al cual un civil podía entrar, pero nunca salir. ---Inteligencia ha detectado a un terruco infiltrado en la guarnición. Dijo el que estaba al mando de los hombres sin uniforme. ---¿Y qué tenemos que ver? ---preguntó Soria todo insolente ---Las órdenes por escrito que se reparten a los oficiales, cambios de rutas, contraseñas... ¿Dónde las guarda usted? Recordó su archivador, la gaveta del escritorio, un folder de vinílico también y al final del recorrido, el tacho donde arrojaba los papeles arrugados. ---¿Y quién bota los papeles a la basura? ---preguntó otra voz. Con los ojos húmedos observó al chiquillo silencioso y solícito que venía criando desde algunos meses. Protestó, perdió el temple que caracterizaba su presencia. Incrédulo enfrentó al mayor de Inteligencia. ---Esto es un asco. Un complot contra mi persona... Tengo espada de honor, hoja limpia de servicios. ---Usted es un traidor. Por su culpa han muerto varios de los nuestros. Por su negligencia...---frío y desafiante lo observaba el mayor. Todos los gestos de Soria y sus reacciones más simples eran examinados por los otros. ---Soy inocente. ¿Cómo quieren que lo demuestre? ---La única forma en que puede salvar la vida, es demostrando que no se deja utilizar sentimentalmente por los comunistas. Todos los datos de desplazamientos de tropas, patrullajes y otros, fueron extraídos de su oficina. Usted, por tanto, es un traidor. ---¿Qué quiere que haga? ¿Qué es lo que quieren de mí? ---se desespera. ---Mátelo.

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---¿A una criatura? ---volteó a mirarlo con lástima, allí solo, entre tanta gente grande y con las manos diminutas sujetándose el pantalón. ---Es el enemigo y esto es una guerra: no hay compasión. Eso que tanto le enseñan a uno: "No hay compasión". Corremos siempre gritando consignas todas las mañanas: "¡Con el comunista!... ¡No hay compasión!"... "¡Con el guerrillero!... ¡No hay compasión!" Nos enjugamos la cara en sangre de perro degollado, de chancho y hasta de prisionero gritando fuerte: "¡No hay compasión!" Y eso le ordenaban a Soria ahora. El hombre maduro, vestido de civil, sonrió retador mirándolo a los ojos bajo la poca luz de la tétrica habitación. Los muros de adobe que guardaban los gritos de tantos hombres y mujeres torturados parecían querer aplastarlo. Pero no eran los muros solamente los que le daban esa sensación de asfixia, sino también los encapuchados que examinaban cuidadosamente sus reacciones. ---Que lo haga otro... ¡Yo no!... No me obliguen. Yo no, por favor. El niño lloraba no tanto por la proximidad de la muerte, sino por las torturas que le infligieron para saber de sus contactos con el exterior. La orden de Inteligencia fue determinante, y Soria tuvo que cumplir como le habían enseñado a hacer con los perros: con el cuchillo de comandos. Los hombres de chompas y pasamontañas negras presenciaron la escena como mudos testigos de la integridad probada del teniente. En las semanas posteriores, ya cuando obraba como un autómata al borde del alcoholismo, pidió su traslado a la guarnición de Luricocha, adonde nadie quiere venir. Quería acción. Quería matar por matar, sin sentir ese remordimiento habitual en todo ser humano y por eso todos sus patrullajes eran sangrientos. Inculcó en los nuestros el racismo y empezó a trasladar a los subalternos de origen andino. Nos hizo sentir diferentes al resto y si por mala suerte tenía a un serrano bajo su mando, lo maltrataba y vejaba hasta que el pobre pedía su traslado o desertaba. Por eso, cuando perdió los huevos algunos celebraron el acontecimiento con sarcasmo y satisfacción. Nunca olvidaré esa tarde en que los perdió, cuando llegamos a cercar al camarada Dionisio allá por Huachanga, en una casita de campesinos. Se defendió como un hombre, solo contra nuestra patrulla; por eso algunos reclutitas se descubrieron para saludar lo que quedaba del cadáver. Con razón era la cabeza de los terrucos por esos rumbos. Los de Inteligencia nos habían dateado sobre los pasos de la columna del tal Dionisio y hasta allí lo seguimos, pensando que estaría acompañado de sus guerrilleros. Nada de eso vimos. Cuando bajamos hacia el final del desfiladero divisamos el humo que salía de la casita de adobes y, más abajo, lo reconocimos a él acarreando agua de un puquial cercano. Soria mandó rodear el sitio una vez que estuvo seguro que el emboscado se hallaba solo y sin protección. Los primeros

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disparos los haría el teniente, para luego gritarle a todo pulmón que se entregara sin problemas. Ese cuento ya lo conocíamos: luego le daría rienda suelta a sus maldades contra el prisionero desarmado. ---¡Ríndase carajo, o lo matamos! ---gritó. Como no hubo respuesta, el teniente mandó acribillar la casita y nosotros obedecimos. Era un abuso. Las balas de FAL casi destruyen la precaria construcción levantando una barrera de polvo rojizo. Una vez que cesó el fuego, alguien nos responde desde las sombras de la tarde con tiro nutrido de arma corta. ---¡Qué cholo para cojudo! A lo más tiene dos pistolas o varias cacerinas para una. Está papaya el asunto ---dijo Soria sonriendo bajo el bigote, como si disfrutara de lo desigual de la batalla. Esperó a que aparentemente se le acabaran las balas y tomándolo como un duelo personal, nos dijo que no avanzáramos porque él se encargaría del terruco. "Es mío el cholo. ¡Nadie se meta!", dijo. Grandísimo cojudo: allí recién se dio cuenta que el camarada Dionisio tenía más balas. Cuando Soria cayó herido en el muslo y en el brazo, nosotros abrimos fuego obligando al único enemigo a ocultarse. Reapareció a los pocos segundos quemando su último peine de balas, en un intento de impedir que avanzáramos. Ante el fuego de los FAL, la casita se despedazaba como si estuviera hecha de galletas. Entonces el camarada Dionisio optó por morir como hombre, por eso lo admiro. Salió de frente hacia nosotros gritando y abrazando algo contra su pecho, mientras que con la otra mano no cesaba de disparar sus últimos cartuchos. Lo barrimos de una sola ráfaga en las piernas y el vientre. Cayó muerto. Hasta ahora me parece verlo a Soria cojear todo valentón, machazo y amargo porque un hombre solo le había presentado pelea a toda su patrulla. Avanzaba rengueando hacia el cadáver para escupirlo y vejarlo como hacía otras veces. ---¡Terrorista de mierda! ¡Serrano asqueroso! ---gritaba el teniente con los ojos desorbitados, arrastrando la pierna bañada en sangre y con una mano tratando de contener la hemorragia del brazo herido. Recién se daba cuenta el testarudo que, mientras perdía tiempo combatiendo contra un solo hombre, la colunma entera había escapado por el otro lado de la montaña. Con la pierna sana dio un puntapié al cadáver para voltearlo. Fue suficiente para que ambos volaran en pedazos por los aires. El camarada Dionisio tenía bajo su pecho una granada sin espoleta, esperando el momento preciso para lanzarla hacia nosotros. No le dimos tiempo y lo habíamos matado antes que la lanzara. Por eso digo

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yo que el tal Dionisio siguió luchando después de muerto, destrozando al oficial que pagó caro el querer ofender el cuerpo de un valiente. El día que vayas de licencia a Ayacucho, búscalo en el hospital al loco Soria para que veas cómo paga sus culpas, porque gracias a un helicóptero llegó hasta allí con vida. Míralo sin piernas y sin huevos, pregúntale qué se siente estar así. Si lo ves llorar, es porque seguramente recuerda a tanta gente que hizo sufrir. Ahora déjame dormir que mañana me toca patrullaje. mailto: [email protected] ---oOo--- ------------------------------------------------------------------------------------ 4. CUENTERO DE MONTE ADENTRO ------------------------------------------------------------------------------------ Catalino era quien contaba cosas interesantes allá por Puerto Bermúdez. Le decíamos Catasho de cariño y nadie podía asegurar si tenía treintaicinco o cuarenta años. Eso si, era solterón empedernido y gran aficionado a los burdeles y al trago.

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Buen matero para buscar los mejores palos en el monte, los de madera más fina y de mejor estampa. Luego de cumplir la faena nos reuniamos a fumar un mapacho mirando la puesta de sol sobre la llanura amazónica, escuchándolo contar con ese dominio de palabra nacido en él. Nadie le interrumpía y después del cuento todo era silencio y cavilaciones de los escuchas ante la mirada satisfecha de Catasho. Bajo de estatura, de mucha fibra muscular, perfil aguileño y sublimes entradas de calvicie, movía siempre las manos ásperas al son del acontecimiento narrado. Las copas de los árboles sostenían ya el peso de la noche y el sol se despedía en fulgores fugaces sobre el río eterno, pero Catalino seguía contando entre las sombras. ---Una de otorongos, pues Catalino ---insistía Génesis para que arrancara y él hasta se hacía de rogar. ---No se metan con el tigre ---decía Mashico desde su mejor posición de descanso--- ... Cuéntate mejor una de mujeres. Catasho entonces conmovido por los ruegos, se tiraba la gorra hacia atrás y frotándose los brazos acribillados de ronchas, iniciaba su relato. "Resulta que esa noche iba yo por el lado donde vive la Carmela Reyes, anden ustedes a saber para qué, y veo que su marido se había quedado en la casa. Vi su sombra y cambié de rumbo, disimulado, como quien se equivoca de camino, tratando que no se dé cuenta el muy cornudo. Pero algo habría visto porque salió en medio de la oscuridad con la escopeta, gritando a todos los rincones de su chacra: ---¡Quién anda ahí! ... ¡Quién anda ahí! ---gritaba listo para disparar a lo primero que se moviera. Miedo siempre hay cuando uno sabe que está en falta, así que agachadito me fui gateando por la punta de yuca que han plantáo junto al río. Esas dos terneras finas que son su adoración de Carmela Reyes se inquietaron en el potrero. Las dos lloraban en el corral; nerviosas estaban. Y el cornudo seguía buscando entre los plantones de yuca con la escopeta lista para enfriar a lo primero que se moviera. Yo que me escapaba encogido como el quirquincho, me encuentro frente a frente con alguien en la oscuridad. Escondido también estaba, huyendo quién sabe si del marido celoso y con miedo igual que yo. Los dos nos quedamos quietecitos, mirándonos como compañeros de desgracia, respirando fuerte. Así pasamos un rato. Rato largo se hacía, hasta que el viento se llevó las nubes más allá y la luna nos echó un poco de luz encima. Vi sus ojos de demonio mirándome de frente y creí por un momento que estaba ante el diablo. Sentí su aliento fétido en mi cara y me hice la señal de la cruz tratando de rezar el credo que no recordaba. En eso sonó un cartuchazo a mis espaldas y la perdigonada me pasó con las justas por encima de la cabeza. Cerré los ojos dándome por muerto. Y ahí mismito saltó rugiendo hacia el monte un otorongo bien cebao, que era lo que me estaba marcando de cerca en medio del yucal. ---¡Era un tigre, Carmela! ---gritó el cornudo a su mujer, que también había salido a ver por qué lloraban tanto las terneras..."

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Hubo silencio mientras Catasho nos recorría con su mirada de loco orgulloso por ver cuánta atracción tenía su historia. Algunos reíamos contentos de haber escuchado algo nuevo, porque Catalino nunca repetía sus relatos. Otros movían la cabeza incrédulos de que el cuentero escapara tan fácilmente del otorongo. ---Cuéntate otra de mujeres, pues Catasho. ---Experto es el Catasho en mujeres ---decían. Mientras los murciélagos enormes revoloteaban entre las ramas desnudas del mango, Catasho mataba los mosquitos que acribillaban su cuello, preparándose a contar otra historia. A nadie le importaba la noche. "Ustedes saben cómo son las hijas del viejo Casimiro. Guapas ellas, blanconas, buena carne pa' los leones. Y el Casimiro que las cuida como si fueran vírgenes las muy pu... rísimas, sin saber que a sus espaldas ellas viven bien su vida, como todos nosotros. Yo en ese tiempo andaba detrás de Zenaida, la gorda. Buenamoza era la gorda. Y cuando me iba a Pucallpa, jamás olvidaba traerle un cortecito de tela bonita para que se haga esas falditas que le quedan tan bien. Detrás de la Zenalda iba yo, embobao, como si me hubiera pusangueao con sus caderas la muy bandida. Entonces fue que una noche me dio cabida pa' que la buscara en su casa, aprovechando que don Casimiro se había ido a una fiesta de tumbamonte. Tenía que ir por el patio, cuando todos dormían y entrar al baño para encontrarnos. Y así me fui por detrás de la casa agüeitando cómo estaba el ambiente. Y a que no adivinan a quién lo encuentro..." ---Seguro que a don Casimiro ---comentó el Mashico desganado, creyendo que la historia terminaba. El narrador lo miró fijamente con ojos de rapiña, haciendo una pausa para humedecer los labios. Luego prosiguió sin importarle el comentario. "Me encuentro cara a cara con el brujo Félix Huarcaya. Ahí mismito estaba el brujo fumando su cachimba de tabaco fuerte. ---Eso que vas a hacer, Catalino, muy mal te va a salir ---me dijo. Pero yo, caballo viejo, caballo terco, no quise hacerle caso. Viendo mi terquedad, mi falta de seso, el Félix Huarcaya dijo que me iba a demostrar cómo se hacían las cosas. ---Hoy voy a acostarme con la Priscila y ella ni cuenta va a darse ---dijo por la segunda hija de don Casimiro y yo no le creí. Sin decir más, el Félix, todo flaco y arrugao, se convirtió en gato negro y saltó la cerca de palos pa' luego meterse por una de las ventanas. ---¡Carajo! ---dije yo asombrao, con miedo de verlo al brujo convertirse en gato y entrar por la ventana del cuarto de Priscila. ¿Y qué creen que pasó?..." ---Seguro que después parió gatitos... ---se burló Génesis haciéndonos reir. Pero eso no le importó a Catalino. El siguió contando.

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"En eso salió la gorda pa'l patio y cruzando por lo oscuro se metió al baño con su papel higiénico en la mano. De sólo verla me olvidé del Félix y más fogoso me puse. Me aventé por encima de los palos pa'ir acercándome despacito al baño. Despacio para que nadie se despierte en la casa avanzaba yo hacia 'onde estaba la hembra esperándome. Y qué creen que pasó..." ---Cuenta nomás, Catalino ---dije tratando de abreviar la expectativa. "Veo salir al patio a don Casimiro, todo zampao, borracho hasta su mano, que se venía del tumbamonte lleno de serpentinas y talco por todos lados. Hablaba solo y con palabras fuertes maldecía su borrachera. Entonces me puse juntito a la sombra donde la luna no me delatara, pegado a la pared del baño. El viejo, como había encontrado la puerta del baño cerrada, se puso a mear justamente allí, apuntando a la pared 'onde yo estaba arrimao y muerto de miedo. En principio no me vio y siguió meando, mirando como zonzo al vacío, murmurando lisuras. Me mojó mis zapatos nuevos y parte del pantalón sin darse cuenta. Y meaba como si se hubiera tragado todo el río; no había cuando acabara. Yo... quietecito, en firmes, ni respiraba. Hasta que el viejo maldecido empieza a sacudírsela y levanta la vista encontrándose de pronto con mi cara. Nervioso le sonreí primero y le dije después casi sin voz: ---Güenas noches, don Casimiro--- ¡No sabia dónde meterme, óe! Y ahí estaba delante mío, todo gordo, con su respiración de fuelle, mirándome. Me cubrí los testes cuando me tiró la patada, pero el lapo que me mandó si tronó feo en mi cara. Salí corriendo, mientras el viejo gritaba: ---¡Ratero! ¡Ratero!--- Y a la salida de la carretera a que no adivinan a quién veo." Todos nos reíamos de la cara del cuentista y de los gestos que hacía para ilustrarnos mejor, pero igual callamos para seguir escuchando, como si el Catasho nos mandara silencio. Sólo los grillos y los sapos voladores se dejaron sentir. "Ahí mismito lo veo al gato negro saliendo de entre los palos de la cerca, sacudiéndose todo satisfecho después de haberse pachamanqueado a la hembra. ---¡Ya te jodiste, Félix maldecido!--- Le grité en medio de la oscuridad, agarrando piedras y plantando la carrera tras el gato. La primera le cayó en pleno tronco y con la segunda lo rematé en el cráneo al animalito pa' que el brujo no recobrara nunca su forma de cristiano y no se siga aprovechando así de las mujeres..." ---No seas pendejo, óe Catasho. El Félix está curando allá, por Súngaro. ---Yo también he sabido que anda curando por allá, por Palcazú ---dijeron. Pero el narrador no se amedrentó con las aclaraciones. Siguió adelante con la historia sin importarle.

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"Óiganme. ¿Y qué creen que había detrás mío cuando maté al gato? Ahí justito estaba el Félix Huarcaya cagándose de risa de mi furia, mirándome cómo descargaba la piedra una y otra vez sobre los sesos del gato. Y me sentí ridículo, avergonzao de lo que estaba haciendo. ---Catalino abusivo. ¿Qué te ha hecho el animalito ese pa' que lo mates así? ---me dijo. Y yo que nunca antes le tuve respeto a estas cosas de brujos, salí corriendo hacia la carretera para nunca más volver por ahí..." Con el cuerpo adolorido por la jornada, olvidándonos del hambre, de las heridas en las manos y de las picaduras a flor de piel, reíamos de las ocurrencias del hombre. El no quería que le creyeran, sino que el resto pasara un rato agradable siguiendo con expectativa el devenir de sus relatos. Lo importante era contar por contar y, cuando ya no tenía qué contar, inventaba algo como quien saca el naipe necesario debajo de la manga. Con las herramientas al hombro nos fuimos despidiendo, sin dejar de saborear los restos de la última historia. Génesis, Catalino y los Guzmán tomaban el camino del aguajal, mientras Mashico y yo nos retirábamos hacia la pequeña chacra que le ganamos al monte por la zona de carretera. Allí nos esperaba la casa sin paredes donde era posible reposar hasta el amanecer burlando, bajo los mosquiteros, el ataque implacable de los zancudos. ---Ese Catasho sí que sabe mentir ---me comentó el Mashico ya en camino. ---Algo de cierto habrá en lo que cuenta... ---respondí sin pensar. ---Pero ya es muy pendejo, óe. Puede recibir castigo por mentiroso. Así como él, había un jijuna en Cacazú que mentía y mentía sobre la Sachamama... Esa serpiente enorme, más grande que la Yacumama pero que anda en la tierra. Esa se traga a cualquier cristiano que se le cruza o animales grandes; primero los hipnotiza y luego se los traga. Este jodido decía que había visto a la Sachamama y que había burlado su mirada. Toda la gente sabe que es imposible escapar cuando te fija los ojos. Un monstruo es. Le crecen plantas encima y a veces los viajeros la confunden con un árbol tirao a medio camino. Y el ladino ese decía que hasta había dormido a su costado. ---¿Y qué le pasó? ---pregunté sin desviar la vista del oscuro sendero. ---Un día que lo dejaron solo bajándose un palo de mohena adentro del monte, vino la Sachamama y se lo tragó. Encontramos su zapato de jebe, su herramienta y el sombrerito que usaba el muy mentiroso. Seguimos caminando en silencio, pensativos y atentos a los obstáculos de la trocha que fugazmente alumbraban las luciérnagas. Sentíamos el silbido desconfiado de las serpientes pequeñas y el croar del sapo volador, el del Walo que es más grande

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y del Bochito ronco en medio de la maleza húmeda. Chirridos de grillos y chicharras cerraban la noche a los flancos del camino. El día había sido muy duro por haber transportado los troncos cortados al botadero. La corriente de agua que lubricaba la canaleta donde deslizábamos los enormes palos, se secó y tuvimos que desviar otro brazo de agua para que alimentara el botadero. Ahí se impusieron el ingenio y la pericia de Catalino. Daba órdenes como si fuera un ingeniero y nosotros obedecíamos sin gastar bromas. Los gemelos Guzmán tuvieron peor suerte al encontrarse con un panal de avispas en el árbol que cortaban, así que regresaron todos hinchados por las picaduras y calenturados por la fiebre. El cielo seguía ayudando: no había llovido durante la semana. Cuando caía el sol nos detuvimos como una patrulla de hormigas desconcertadas en medio de la vegetación. Casi por inercia o por costumbre, fuimos a sentarnos en el mismo lugar, al pie del mango donde fumábamos cotidianamente escuchando los relatos del Catasho. ---Cuéntate algo, cho... ---le dijo el Génesis. ---Cuéntate otra del tigre ---pedí yo. Mashico no dijo nada y los Guzmán sólo tenían atención para sus dolencias. Fue suficiente para que el cuentista se nutriera de los mejores vientos del bosque y su rostro cansado cobrara vitalidad. "Ustedes no han visto al otorongo cuando se ceba en la sangre de cualquier animalito que atrapa. Primero le rompe el pescuezo y chupa su sangre con los ojos cerrados, chinos de gusto, sin importarle el mundo una vez que está así. Creo que es como una droga para él. Cierra los ojos de placer y chupa la sangre del animal, ya sea vaca, chancho, chivo, venado, lo que sea. No le importa tanto la carne como la sangre tibiecita brotando de su yugular. Antes que vendiera mi terreno rozao ya en Palcazú, yo criaba chanchos para hacer manteca. Todos saben que el colono que quiere empezar bien, primero debe criar el chancho, porque es lo que más rápido rinde. Luego transportaba la manteca a lomo de bestia pa' negociarla en los caseríos donde me pagaban bien." ---¿Y el tigre, socio? ---preguntó Génesis. Catasho lo miró con ojos de cernícalo y siguió contando. "Era un invierno de lluvia cerrada en que me había quedao con un chancho nomás. Chancho grande era, como para padrillo; lo quería mucho yo. Por eso su chiquero lo tenía junto a la casa. Una noche, de madrugada casi, sentí el gemido de mi cuchi como si me lo hubieran ahorcao. ¡Huijj!... Y ya no volví a escuchar nada más. Raro, dije. Creí que el duende me estaba haciendo alguna mala jugada, pero dominando el miedo agarré el machete y bajé a ver qué pasaba. Escopeta ni tenía en ese entonces, si hasta había que prestarme pa' cazar. Salgo... y adivinen qué veo." ---El tigre ---respondió Génesis.

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"Ahí, pues, estaba el otorongo cebándose regocijáo en el cuello roto de mi cuchi. Dominado por la sangre que se la tomaba con un gustazo, se había olvidado que el chancho tenía su dueño. Casi echo a correr de miedo, porque el animal era el doble que mi peso. Temblando mis rodillas, despacito me acerqué rogándole al Divino que el tigre no saliera del encanto de la sangre... ¡Y ahí fue que le zampé el machete con todas las fuerzas de mi cuerpo!" ---¿Y así murió el tigre, Catalino? ---pregunté al cabo de algunos segundos de expectativa. El continuó. "De puro nervioso le seguí macheteando al bicho, ya por gusto si estaba muerto. Y así terminé malogrando esa piel tan linda que me la hubieran pagado bien. Pero, hay que ver... La oportunidad viene de Dios una sola vez en la vida." Los murciélagos aleteaban por momentos encima del grupo despertando hacia la profundidad de la noche selvática. Unas pocas luciérnagas flotaban sobre la cabeza del Catasho iluminando su perfil. Nos quedamos pensativos pitando los restos del mapacho y soportando el vaho caluroso que parecía brotar de la tierra. El trueno repentino nos sacó del mutismo ocioso en que nos habíamos perdido. Cada uno se iba incorporando, estirando los miembros entumecidos y sacudiéndose las cenizas de la ropa. ---Bueno, jóvenes... Por hoy se acabaron los cuentos y hay que darle descanso al esqueleto ---dijo Catalino incorporándose con las manos en la cintura adolorida. El Génesis tuvo que alcanzarlo porque ya se dirigía con paso rápido hacia los aguajales. Luego lo siguieron los Guzmán. ---Habla del otorongo como si fuese un gatito ---comentó disgustado Mashico a medio camino. ---Se tratará de uno de esos otorongos maltoncitos todavía. Seguro uno de esos mató a su chancho ---quise disculparlo. ---Has de saber, colorao, que todos los animales del monte tienen sus protectores, igual que cada vegetal tiene madre. Por eso ya no quiero decirle nada al Catasho sobre el tigre. Si él quiere acabar mal por andarse burlando del tigre, es cosa suya. Más bien no le exijan que cuente, no vaya a ser que por ustedes este hombre termine feo su existencia. Pero apréndete algo: aquí en el monte hasta las bestias merecen respeto. Si matas al fiero otorongo alguna vez, debes hablar de él con respeto, como de un valiente que te supo enfrentar. No discutimos más en esa noche de llovizna y zancudos.

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El viento soplaba lento, casi imperceptible, desde lo más profundo de la ciénaga arrastrando ese olor de fango y raíces muertas, pero no amanecía. No era precisamente un viento, sino cualquier vaho parsimonioso que trae la madrugada. Los pájaros no tenían ganas de armar el laberinto que acostumbraban hacer antes de los primeros resplandores. Mashico prendió la radio y así nos dimos cuenta que era domingo antes que terminara de calentarse el café en los tizones ardientes de la cocina. "Madrugada floja", dijo Mashico, sentado en su tarima mirando el vacío. Con las primeras luces vimos venir a lo lejos la figura de Génesis, con medio cuerpo desnudo y sorteando los accidentes de la trocha. Agitado, luciendo las picaduras recientes de zancudos, se nos acercó sollozando. ---¡El tigre se lo llevó a Catalino! ---gritó quebrándose la voz. ---Anda baboso... ¿Pa' eso has madrugao? ---se burló Mashico mirándolo de pies a cabeza como si fuera un mono gracioso. ---Yo mismo lo he visto. Han salido a buscarlo pa' ver si todavía está con vida... ¡Créanme!... ¡Por Dios, lo juro! ---Te voy a agarrar a palazos, mentiroso del diablo, pa' que aprendas a no inventar cojudeces. ¡Ya!... ¡Largo, largo! Mashico saltó fuera de la casa cogiendo un pedazo de chonta a modo de garrote, pero el Génesis sólo se hincó de rodillas suplicando. Ambos corrimos a levantarlo y nos dimos cuenta que sus lágrimas eran de verdad. ---Créanme, por Dios, hermanitos. ¡Allí está su sangre camino del monte!... ¡Créanme! ---lloraba. Nunca lo volvimos a ver al Catalino y ninguno puede recordar cuál era su apellido. Se lo llevó el otorongo antes de las primeras lluvias de enero y quedaron debiéndole varios jornales que jamás nadie se acercó a cobrar. Los madereros de Puerto Bermúdez ahora comentan sobre un hombre llamado Génesis, que cuenta cosas interesantes y que no se cansa de hablar en los bares acerca del otorongo y otras fieras vivientes del bosque que vienen para llevarse a los mentirosos. La gente suele dejarlo hablar. mailto: [email protected]

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---oOo--- ------------------------------------------------------------------------------------ 5. ANGEL DE LA ISLA ------------------------------------------------------------------------------------ Habían dejado de sonar los tiros de cañón y todo era una sola ruina de concreto y sangre mezclada con fango oliendo a pólvora. No se podía oir mucho porque los oídos ya casi no servían para nada y nos iban sacando a los pocos que quedábamos con vida, reducidos a menos que esas ruinas oliendo a muerte y dolor, pateándonos y jalándonos de los cabellos. Tampoco se podía ver mucho en medio de las lágrimas, pero supimos gritar a pesar de que los golpes llovían y supimos rabiar consignas mientras nos alineaban delante de la zanja. Era el final de todos y había que gritar más fuerte para que no duelan las balas. Había que corear lo que apenas escuchábamos nos mandaba Ricardo, hasta que de Ricardo no quedó sino un guiñapo bañado en sangre y luego seguían los otros y los otros cayendo en medio de la zanja. Nadie sabe si fue por la mala puntería de los marinos o porque eso lo hacían sin mucha convicción, pero algunos íbamos a la fosa tan solo heridos, cubiertos por los cuerpos de los que venían atrás y luego por los escombros que causó la primera de las últimas explosiones. El siguiente estampido únicamente lo sentimos los que aún sobrevivíamos con el tórax aplastado por el peso de los cadáveres, buscando un espacio para respirar, empujando aquí y allá. Fuerzas ya ni tenía, peor si estaba perdiendo sangre por las heridas. Luego vino el vértigo, la náusea que sacudía mi ser, la oscuridad ondulando alrededor y el aire escaso y maloliente. Las sensaciones iban

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desapareciendo como en una zambullida en lo oscuro, como en un abismo pestilente cada vez más hondo y extenso donde no podía llegar ni un aliento, ni una voz del mundo ruidoso. Estaba desvaneciéndome, pero no perdí totalmente la conciencia: la que me quedaba, me decía que no todo estaba perdido. Pasaron así minutos o tal vez horas. No era necesario contar el tiempo si eso no ayudaba. La desesperación me ganaba cada vez que los esfuerzos eran inútiles para liberar parte de mi cuerpo de los pedazos de roca y de los cadáveres que tenía encima. "¡Mística, carajo!", me decía a mi mismo. Seguía empujando sin saber qué valor tenía eso, si realmente valía la pena pelear para que arriba igual me fusilaran. Era como una lucha cuerpo a cuerpo contra todos los muertos dentro de la garganta de la tierra. Temblaba un poco y el brazo herido dolía en cada esfuerzo. El tumulto de cadáveres no cedía y sentí pánico de desmayanne en esos momentos. ¡Mística carajol", volvía a repetirme, pero el abismo insondable me iba ganando aún contra mi voluntad. Pronto comprendí que el que nunca se ha desmayado, poco sabe de esas cosas. Imposible calcular cuánto tiempo estuve desmayado. Seguían los muertos abrazándome con fuerza, presionando a mi alrededor. Estaba sepultado aún, vivo aún, revolcándome en el mismo infierno y asumiendo el destino a solas. "Hay que seguir peleando", me dije dispuesto a no abandonar la lucha por sobrevivir. De pronto empiezo a sentir que alguien se queja, llora. Tal vez sin querer lo he empujado haciéndole doler las heridas. ---Mis piernas, mis piernas... No las siento ---escucho que solloza. Por un instante recuerdo los cañonazos sobre el pabellón azul, los primeros muertos de las explosiones y, sobre todo, los gritos del camarada Mateo, allí tendido y sin piernas. Me espanto de solo recordar. ---¿Quién eres?... ¿Mateo? ---Eulogio... Eulogio ---repite como para que no lo pierda y voy tanteando hacia donde sale su voz. Hay cadáveres que pesan mucho, otros que se despedazan con sólo tocarlos, pero el barro y la sangre abundante que chorrea por todos lados, facilita que uno resbale entre peso y peso. No puedo llegar hasta donde Eulogio me habla. ---Hay que vivir, Eulogio. Mística, Eulogio ---digo sin muchas esperanzas de ser escuchado. ---No puedo más. ¿Quién hay?

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---Mario soy ---le respondo--- No aflojes Eulogio, tenemos que salir. Tengo de luchar con los obstáculos resbalando entre el barro de sangre y tierra, pero las fuerzas me abandonan por momentos. Descanso instantes solamente. No quiero desmayarme, no quiero morir así. ---Estamos vivos. Hay que seguir ---me oigo decir, a pesar que la rodilla de alguien me aplasta la cara. La empujo hacia un lado y continúo abriendo camino. ---Mística, Eulogio... ---¿Mario de dónde? ---Huancavelica es mi tierra. Hay que hablar, compañero. Si dejas de hablar, puedes desmayarte. ---Ni aire siento, huevón. ¿Qué te puedo hablar? ---solloza. Su voz se oye apagada, como si tuviera trapos encima de la boca. ---Hay muchos mártires, Eulogio. ¡No sucumbas! Habla del partido, de la guerra. Podía recordarlo a Eulogio cuando recién lo trajeron a la isla. Vino muy maltratado por la tortura y le habían descoyuntado los brazos cuando lo colgaron allá en Lima. El día que le tocó su primera visita, no podía cargar a su guagua por el dolor de los brazos. Quiero seguir hablando en medio de la sofocación, pero ni eso puedo porque un cuerpo me presiona el abdomen. Una cabeza choca contra mi cabeza, el dolor es insoportable. Alguien mueve los cadáveres del lado izquierdo. Justamente sobre la herida del brazo, siento un hincón sin misericordia y me hace gritar. ---¿Quién hay?... ¿Quién? ---susurra una tercera voz ---Mario soy... Presiona para otro lado hom... Me has hecho doler. ---Soy Rodrigo yo. ---¿Estás herido? ---Los brazos... Harta sangre me sale. ---¿Cómo presionas entonces? ---Con las piernas,compañero...

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Ha parado de presionar, pero nos sumimos en silencio como esperando sentir más voces allá abajo, o encima, aunque es difícil saber dónde es arriba y dónde es abajo. Después de largos minutos de silencio, me preocupa Eulogio porque ya ni lo siento quejarse. ---Eulogio... Eulogio ---susurro en su dirección. ---Mamacita... ¿Por qué tanta maldad? ---respondió delirante. Tenía un temblor constante en la voz, como el de los niños cuando contienen el llanto. Gritaba por momentos reclamando la imagen de la madre, como si no la pudiera retener y se le escapara. ---Este pobrecito nos va a delatar ---sentí que me decía con poco aire la voz de Rodrigo. ---Déjalo delirar. Igual nos van a dar vuelta ---le digo. Ya no volvimos a escucharlo a Eulogio. Su voz se perdió entre tantos cadáveres que se empezaban a hinchar. Por más que lo llamábamos por su nombre no nos respondía, hasta que nos cansamos y supimos por fin que él también se había cansado para siempre. ---Tengo miedo... Miedo, compañero. Aire me falta, fuerzas también. ---Levanta, Rodrigo. Levanta. No estamos muertos. Hay que pelearla para salir. Hay que seguir hablándonos. ---¿Qué te puedo hablar? ---dijo rompiendo a llorar. ---Pulseabas charango, Rodrigo. ¿Recuerdas? ---Ya ni manos tengo. ¿Para qué seguir? ---respondió con una voz angustiosa que pugnaba por no extinguirse. Sigo luchando para arrimar escombros, pedazos humanos, cuerpos que minuto a minuto, hora a hora, pesan más. El barro de sangre me ayuda a acomodarme entre muerto y muerto, pero a veces me encuentro con las paredes de la zanja y eso me desmoraliza. "¡Mística, carajo!" ---Mario... Mario... ¿Dónde estás compañero? ---Empújate con las piernas, Rodrigo. Resiste, tenemos que... Vamos a pelear... Hay que hacerles pagar por esto.

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---Quiero irme a mi casa ---llora de nuevo. ---Cuéntame eso. Cuéntame de tu casa, Rodrigo ---ahora sé que tengo que buscarlo en medio de la oscuridad sofocante, que no saldré sin él. ---Mi casa... mi casa... ---Sigue. Sigue contando ---mientras tanto iba arrimando y empujando cuanto podía en dirección de su voz. Otra vez me equivoco y mi ánimo se derrumba tan sólo de saber que he desperdiciado lo mejor de mis fuerzas tratando de empujar la pared de roca de la zanja. Encima se sienten pisadas de botas como galope de caballos. ---Cuenta Rodrigo, cuenta. ---Ya casi no puedo respirar... No vamos a ninguna parte. ---¡Hay que luchar, Rodrigo! ¡Levanta carajo! ---Me llamo Elmer... Elmer Juscamaita. ---Entonces ya no agotes tu aire, Elmer. Pasa la voz con el pie. Haz sonar algo para buscarte ---le dije cuando ya su voz se escuchaba apenas como un susurro sordo, como de moribundo. Luego ya no se sintió nada, sólo las ventosidades que botaban los cadáveres presionados unos con otros. ---Elmer... Rodrigo... ---lo llamé varias veces. Y esos minutos se hicieron horas, quizás ya eran días cuando supe lo que es llorar bajo tierra, entre la miasma de orines, excremento y sangre. Estaba solo. Los latidos del corazón que eran los latidos de las venas, de las sienes y de las ingles, y la herida del brazo izquierdo me recordaban a cada momento que estaba desgraciadamente vivo bajo el infierno y que mejor hubiera sido morir. ¡Levanta, Mario! ¡Levanta! ¡Piensa en el partido, en la guerra popular! Y recordé que eso era lo que gritaba el camarada Mateo cuando tratábamos de defender el pabellón a lanzazos, pedradas y cuchilladas, devolviéndoles las lacrimógenas, las vomitivas y hasta las granadas con los coladores de la cocina. Él ya sin piernas y desangrándose, seguía infundiéndonos valor entre lágrimas de moribundo. Y los marinos gritando como hienas cebándose en sangre humana, matando y matando, mientras que con nuestros cuerpos tratábamos de proteger a los rehenes. Y otra vez ahora el vértigo, la náusea y la caída irremediable en el vacío de sombras. Desperté sin poder precisar cuánto tiempo había transcurrido: no importaba el tiempo ya y estaba solamente pendiente de mi propia impaciencia, de mi propio dolor.

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Poco a poco iba recuperando movimientos desplazándome a lo largo de la pared de rocas con más facilidad, pero a los extremos encontraba nuevamente el final áspero donde las uñas y los dedos no servían como herramientas, donde no había más allá del cemento y la piedra. Más abajo el tacto me iba revelando pedazos de madera, quizás pedazos de puerta o catres destruidos. Un listón me sirvió para separar o destrozar más los cadáveres en el mismo camino de regreso. De pronto un ruido y otro y otro: ¡Crisc! ¡Crisc! ¡Crisc! Aguzando el oído supe de donde venía y con el listón separé obstáculos hasta allí. Bajo unas tablas ocultas por los cuerpos, alguien raspaba con las uñas. ---¿Quién?... ¿Quién?... ¡Habla carajo! ---grité. Me respondió el lamento de un perro que trataba de salvar su vida. Era "Negro", el perro del pabellón al que engreíamos todos. Con muchas dificultades lo libré de lo que le aprisionaba y me reconoció por fin lamiéndome el rostro acartonado de sangre seca. Él mismo empezó a deslizarse entre bultos informes buscando camino; y yo, a ciegas, lo seguí tanteando los crespones de su lomo. Con sus patitas iba empujando lo que podía y lloraba cuando no conseguía nada; entonces le ayudaba para que pudiera pasar. Fui siguiéndolo así, ayudándonos los dos, como reconociéndonos compañeros de desgracia, y encontramos otra zanja que comunicaba con la nuestra. ¡Era uno de nuestros túneles! Ya no íbamos separando muertos gelatinosos sino pedazos de pared, cartones y trozos de colchón que habían servido para bloquear uno de los conductos de fuga preparados antes del genocidio. Su naricita buscaba y sus uñas seguían escarbando hasta que se puso inquieto, como loquito en esa sola dirección. En un supremo esfuerzo le ayudé sacando con las piernas un enorme resto de concreto y argamasa hacia arriba y nos cayó tierra a los ojos, pero no la suficiente como para que no sintiera en el rostro el chorro de luz solar. Así, abrazando al "Negro" contra mi pecho, salí hacia la superficie tropezándome y llenándome hasta donde pude los pulmones de aire costero. Los uniformados corren hacia nosotros gritando lisuras y maldiciones; me arrancan al "Negro" de los brazos y me tienden a patadas en el piso. Uno de los infantes de marina hace sonar el cerrojo de su arma y por ese momento pienso que toda la lucha por sobrevivir ha sido en vano. Suena el tiro de fusil y cierro los ojos. Cuando los abro veo al "Negro" agonizando a mi lado, boqueando sangre, tratando de pararse y no pudiendo. Por último lo veo tendido de costado, levantando su orejita como despidiéndose. Ha muerto y las lágrimas empiezan de nuevo a correrme por el rostro. ---¡Llévenselo a las rocas y maten esa mierda de una vez! ---grita el oficial señalándome. Los infantes me conducen detrás de las rocas jalándome del brazo herido, pero hay discusión. No puedo entenderles. Llegando uno le dice a otro que se quite su

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casaca y su gorra. Que me ponga esas prendas, que es cosa de Dios el que me haya librado dos veces de la muerte. ---Si has sobrevivido al abaleamiento y a la explosión, es porque Dios lo ha querido... ---me dice el más alto con el rostro cubierto de betún. "¿Qué dice éste? ¿Acaso me quieren para torturarme?", pensé temblando. Regresamos trotando con el pelotón que se retiraba a las instalaciones de la isla. A media carrera trato de detenerrne para despedirme del "Negro", para darle el último adiós al que había sido mi compañero y salvador. Pero uno de los marinos otra vez me jala del brazo herido haciéndome doler. ---Puta que eres huevón, baboso de mierda... ¡Tanto muerto y tú llorando por un perro!... ¡Corre, corre, carajo! ¡A mi paso, Lázaro, a mi paso! Atrás quedaba la fosa, el cuerpo del "Negro" tendido de costado y el sol muriendo detrás suyo, más allá de los escombros sobre el mar. Callao, 1986 mailto: [email protected] ---oOo--- ------------------------------------------------------------------------------------ 6.

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PISHTACO ------------------------------------------------------------------------------------ Alguien le dijo a Mateo Ramos que el Pishtaco andaba rondando por las chacras de la otra banda y él se rió. "Ignorantes", dijo y carcajeándose se alejó para sus pagos. Fue la última vez que brindó aguardiente con los vivos: sólo encontraron su cabeza con el gesto de desamparo que origina el último estertor de la muerte. Venancio Paredes contaba que tuvo la peor sorpresa de sus borracheras cuando vio aquella bola con pelos sobre el cascajo irregular de la carretera. Al pie del tronco de un pijuayo quemado, el rostro del Mateo sacaba la lengua a medias con los ojos entrecerrados. Venancio encontró el valor suficiente para sobreponerse al susto y cogiéndola de una crencha, regresó a la tienda de Dimas para comunicar al resto de bebedores la última hazaña del Pishtaco. ---Pensar que el Mateo era un cholo trejo ---comentaba el indio Castro. ---Lo han agarrado borracho, pues. ¿Quién se va a defender así? ---No estaba tan tomado el cholo. No creyó lo que le contaron del Pishtaco y vela ahí su cabeza. ¿Onde andará su cuerpo ahora? ---decían. Ante la luz irregular del negocio de Dimas, los vecinos observaban el macabro hallazgo de quien hasta hacía una hora había osado marcharse solo a su casa. Nadie pudo conciliar el sueño esa noche. * * * La época de lluvias iba dejando los bosques de Tambochaque a duras penas. Cuando parecía que ya no iba a llover, los nubarrones regresaban con mayor osadía para quedarse horas sobre los pocos techos que habitaban la zona. No podían los colonos salir a trabajar y mucho menos procurarse alguna presa en el monte. Cristina Tarazona mirando la lluvia no conseguía olvidar la última conversación con Mateo,

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tampoco sus manos y su calor de hombre. "No hay Pishtacos, Cristina. Ese ha sido un cuento de los poderosos para quitarles su tierra a los pobres", le había dicho. Bajo el techo de calaminas recordaba la mujer a su marido mirando la lluvia implacable. Cuánto cambió en la ciudad. Vino con ideas raras y hasta quería formar una cooperativa de cafetaleros en Tambochaque. Cristina suspiraba recordando, mientras introducía palos secos en la cocina de leña. Pasarían así los primeros días de marzo con aguacero y el temido Píshtaco no hacía su aparición de costumbre. La gente se acostumbró a compartir la vigilia con el sueño. ---Menos mal que aún me queda frejol... ---comentaba el indio Castro--- Sino nadie le daría de comer a mis guaguas. ---Ayer cazamos un samaño, con perro nomás, pero nos hemos tirao nuestra mojada... Como pa' no salir de nuevo ---habló Venancio Paredes. Dimas sirvió copas de aguardiente. Las caras eran tristes, sin ánimo. La lluvia y el Pishtaco habían llegado juntos ese año, como dos desgracias acompañándose. ---Dicen que el Pishtaco es el alma de un español. Los españoles mataban muchos indios y por eso se fueron todos al infierno. Así que de vez en cuando el Patudo manda uno de ellos pa' que mate más peruanos. Los mata sin confesión y así se lleva su alma derechita pa'l infierno ---contaba el viejo Enrique Ataucusi. ---¿Y qué me dice de la manteca, don Enrique? ---preguntó Venancio Paredes antes de convidar mapachos a los presentes. ---Nos hace comer manteca de cristiano, porque ya no seremos los mismos después de haber comido lo de otro semejante. ¡Sabido es! Nos volveremos malos, el uno contra el otro. ¿Onde saben que dentro de poco estaremos dándonos vuelta entre los vecinos de esta banda del río? Blanco es el Pishtaco, rubia su barba del muy astuto: alto y trejo es. Pero Cristina Tarazona es quien más piensa sobre qué puede hacerse con el Pishtaco. En la soledad de su chacra cría a los hijos de sus dos matrimonios y les da de comer a las gallinas los últimos puñados de maíz que quedan en el silo. La lluvia impide ir a sacar más. "Piensa Cristicha, piensa", se repite mientras hace las tareas. De tres que tiene sólo uno es hijo de los amores con Mateo. Era el más pequeño, con la frente amplia del padre y la misma mirada de desconfianza. Lo mandaba a jugar lejos, en alguna charca de barro donde sus ojos no la alcanzaran y le trajesen recuerdos. A veces lo veía venir con el pelo lleno de mariposas de colores y la hacía suspirar. "Piensa Cristicha, piensa: ya te quitó el marido; después ¿qué te ha de quitar?".

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En la mañana Cristina salió desde temprano para dejar a sus tres criaturas con la comadre del frente. Cruzó la crecida balanceándose en el rudimentario asiento del huaro, mirando hacia abajo las aguas marrones y rugientes. Luego mandó jalar la polea para que el mayor de ellos recibiera el asiento y la siguieran a través del cable. ---Sólo tengo platanitos pa' que les dé, comadre. Ahí le dejo. ---dijo a su comadre Epifanía entregándole la talega y partió hacia la tienda de Dimas, a esperar cualquier transporte que la llevara al pueblo. Bajo el alero del local cerrado esperaría. Cuando la lluvia arreció, los animales de corral que Dimas dejaba sueltos se refugiaron a su lado, bajo el mismo techo protector, buscando el calor de su cuerpo. Pasarían así los minutos primero y las horas después, sin que la lluvia permitiera vislumbrar ningún vehículo y ella esperaría mirando a los animales abrigarse, pelear y hasta aparearse una y otra vez a su lado. Por fin el ruido de un motor la hizo incorporar espantando al chancho que se refugiaba en sus polleras y haciendo huir a las aves de corral. Era un camión cargado de viajeros que iban cubriéndose las cabezas y los hombros con plásticas de colores. ---¡Suba! ---la ayudaron a trepar por la parte trasera. Una vez acomodada entre tambaleos y empujones, en poco tiempo se enteró de las desgracias que trajo el temporal: no había pase por la carretera, la crecida se llevó el puente, el ómnibus de la empresa "Los Andes'' se había rodado. "Muchos muertos", decía una anciana asustada. Todos hablaban de las calamidades del tiempo y ella renunciaba a revelar la suya, como sabiendo de antemano que la gente se burlaba de esas cosas: "Pishtaco". ---Llegas a los años Cristina Tarazona. Malos vientos han de soplar. Dijo el curandero desde su habitual posición de cuclillas en la puerta de la casa. Parecía una raíz prieta y nudosa. ---Quiero consultar la soga, don Julio ---murmuró Cristina sin levantar la vista del suelo. ---Las nueve de la noche es buena hora. Si no has comido nada desde la mañana, puedes tomar. Contigo van a tomar dos personas más. Cristina se retiró hacía la casa de su madrina. La vieja preparaba juanes y tamales en la única habitación que poseía, para luego vender su mercadería a los noctámbulos pueblerinos. Allí haría tiempo ayudándola a amarrar las hojas de plátano que protegen el alimento. "Piensa Cristi, piensa: luego serán tus hijos", se repetía mientras ayudaba. Ni la madrina ni los gatos que la rondaban pudieron sacarla de su melancolía.

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---¿Qué pasa, Cristina?... ¿Se han enfermao los hijos? ---Nada madrina. Es la lluvia que me pone triste. La dueña salió con los bultos al mercado y ella se durmió junto al fuego, esperanzada en que las horas pasarían así más rápido. Cuando despertó, consultó el viejo reloj de pared: faltaba un cuarto de hora aún. Se puso la plástica sobre los hombros y salió hacia las últimas casas del pueblo. La lluvia arreciaba y su estómago se retorcía por el ayuno sostenido. ---Siéntate Cristina, llegas temprano. Eso es bueno... ---a la luz de la vela distinguió los brazos magros y venosos del curandero, como ramas secas del monte. Sentados en el entablado le acompañaban un joven y una señora de edad madura. ---Buenas noches ---saludó a los extraños y le respondieron con desgano, como si les avergonzara estar allí. ---La señora y el joven nos van a acompañar... El viejo sacó la botella de contenido espeso y en la otra mano traía una taza de plástico bastante usada donde ofrecería el bebedizo a los presentes. Sirvió primero para la señora rezando antes el líquido, silbando suavemente en la orilla. ---Tómeselo de un trago ---dijo. La mujer no pudo ocultar el asco luego de pasarlo. ---Ahora usted, joven ---extendió la taza hacia el muchacho después de rezar el contenido. El aludido se armó de valor, reprimió la repugnancia inicial y luego sonrió a los demás. ---Ahora tú, Cristina Tarazona. He cargado tu ayahuasca para que veas lo que quieres ver. Encontrarás si quieres encontrar. Cristina bebió apresurada sin demostrar el menor rechazo. El último en vaciar el pocillo fue el brujo. ---Vamos esperando tranquilos a que venga la mareación... Conversando esperamos y así nos conocemos mejor. El joven no sabe por qué amanece con ese desgano todos los días que ni puede trabajar; cree que es daño que le han hecho y si el ayahuasca quiere revelarle, hasta la solución podemos encontrar. La señora tiene sus problemas de salud y por más que ha ido al médico, no hay curación. En la mareación de repente descubrimos que se trata de algún exceso y nos podemos enterar dónde está la curación. El ayahuasca me dice la hierba, el material con que les debo curar a los enfermos... Pero tú, Cristina Tarazona, algo muy especial vienes a

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buscar. Con razón no me has querido decir tu preocupación: yo cantaré para que encuentres la respuesta. Sonreía entre los requiebros de luz. Nadie quiso comentar después de las explicaciones del brujo. Había un intercambio de miradas vacías y desconfiadas. Sólo se sentía el aguacero sobre las calaminas y el ladrido lejano de los perros. ---Ya está comenzando, parece ---dijo el muchacho rompiendo el silencio. ---Ya comienza ---agrega la señora. Don Julio apagó la vela y quedaron a oscuras sintiendo el temblor que sacudía las paredes de madera. * * * ---Ya no aparece el Pishtaco por acá, ¿no? ---preguntó Dimas a sus clientes habituales. ---Dicen que le han visto por Playapampa andando con escopeta y machete. A las seis lo ven, casi de noche ---comentó el Indio Castro. ---Como dice el Ataucusi: alto y con barba rubia ---agregó Venancio Paredes--- ... Dicen también que lo han visto irse pa' las chacras que ha rozáo Blitz, allá abajo. ---Raro más bien es que no lo haya matado a Blitz... Vive solo el viejo en su chacra, creo que tiene un hijo estudiando en Huánuco, nada más. ---Solo, acompañao... Igual lo pueden voltear a uno. ---Desde que le dieron vuelta al teniente-gobernador no hay quien reclame policía pa' estos lugares. No creen tampoco lo del Pishtaco allá en el pueblo. Se burlan si uno les cuenta. ---Peor, vecino. Dicen que nos estamos matando por los denuncios de tierras. "Así son estos serranos"... "¿Por qué no se quedan en la sierra?", dicen. Nadies cree lo del Pishtaco. Habrá que hacerse justicia uno mismo, mejor. ---Dios me perdone por lo que voy a decir... ---habló el indio Castro como iniciando una confesión--- ... Pero pa' mí, el único Pishtaco puede ser Blitz. ---No sirve hablar así, pues, vecino Castro. Es pecado hablar tan ligero.

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Dijo el dueño del negocio dejando de enrollar un cigarro de tabaco fuerte. ---¡Carajo! Me capo yo mismo si no es. ¿Acaso no es gringo? ¿Acaso no tiene buen tamaño? ---Pero no usa barba ---dijo Venancio Paredes colmándose un vaso de cerveza. Intercambiaron miradas dudosas. Un trueno remeció las montañas, a la vez que el resplandor de los relámpagos iluminaba la carretera. ---Puede ponerse postizo. Esas cosas hay. Por demás ha querido comprar las tierras que denunciamos. ¿A quién no le ha ofrecido plata? ---Verdad, ¿no?... Pero podemos estar juzgando de una persona respetable. Peligroso es hablar así, amigo Castro ---reiteró Dimas. ---Buenas noches ---tronó una voz ronca a espaldas de los parroquianos. El rostro del cantinero palideció a la luz del lamparín de querosene. Los ojos de los bebedores se posaron en el corpachón cubierto por plástica negra que escurría abundante agua y tragaron saliva frente a los cañones de la escopeta que traía entre las manos. Toda el agua del cielo se precipitaba sobre las calaminas de Tambochaque. * * * La señora ha vomitado muchas veces. El muchacho, en cambio, luce desparramado en el piso en la misma posición cómoda que adoptó al inicio de la mareación. Mientras tanto don Julio canta, susurra apenas tonos de voz acompasados, repitiéndolos hasta el cansancio. Se interrumpe de repente para hablar. ---Yo lo estoy viendo, Cristina Tarazona. Veo lo que tú ves. ---No quiero ver más ---le responde ella. ---Tienes que ver más: tienes que seguir viendo. Míralo cómo corre por los yucales para ir a matar a la gente. Va a matar el ganado también y luego se irá pa' la otra banda haciendo lo mismo. ¿Acaso lo reconoces? ---No... ---Míralo bien. Dime si lo reconoces.

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---No le he visto nunca. ---Es espectro, ser humano no es. Más dificil de derrotar son esos gramputas que nos manda el Mal. Y más trabajo, más peligroso todo lo que tenemos que hacer. Velo ahí cómo se recoge pa'l monte; ni siquiera separa las ramas ni abre trocha, porque pa' él no hay trochas que valgan. Espectro, espectro, espectro del mal vas a perecer... La señora se queja cogiéndose el vientre, como si le vinieran arcadas a pesar de que nada tiene que arrojar. Don Julio vuelve a sumirse en cantos susurrantes, incansable repitiendo lo mismo una y otra vez. La lluvia azota la vegetación, los techos y la tierra. * * * ---Dije buenas noches ---repitió con voz grave el recién llegado. ---Vecino Blitz, sí que nos ha dado un buen susto verlo así de repente. Perdónelos a estos chactosos que seguro le han confundido con el Pishtaco ---lo reconoció Dimas, tratando de solapar el miedo. Llevaba botas de jebe y una gorra modesta. Ingresó con pasos lentos sobre el entablado y descargó la escopeta sin dejar de mirar a los presentes. ---Todos estamos nerviosos con esos asesinatos. A cualquiera le cuelgan el nombrecito ese de Pishtaco. Bájate una botella de aguardiente para los respetables, a ver si les pasa el susto. ---¿Va a tomar con el pueblo, amigo Blitz? ---preguntó el indio Castro reponiéndose del espanto. ---Un solo trago quiero; es para espolear esta humedad que se pega a los huesos ---respondió quitándose la plástica negra de los hombros. ---Con todo respeto, vecino... Permítame la pregunta ---intervino Venancio Paredes--- ... ¿Quiere todavía comprar los terrenos de esta banda del río?

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---Quiero y puedo ---respondió escueto, mientras ofrecía aguardiente a los únicos parroquianos de esa hora. El perfume del licor se impregnó en las paredes del negocio. Brindaron juntos la primera copa. ---Con el mismo respeto, señor. Todos se preguntan aquí en Tambochaque: ¿para qué quiere un hombre solo, tanta tierra de uno y otro lado? ---habló el indio Castro sirviéndose nuevamente. Blitz rechazó la botella que le extendían y contempló por un momento al interpelador. ---Voy a aliviar tu curiosidad. Hay productos que se exportan a otros países: cochinilla, cacao, café. Para sacar provecho de eso, hay que sembrar buena cantidad de tierras. Por acá nadie lo hace. Cada uno siembra lo que quiere, lo que puede; nadie planifica y cuando viene el mal clima, todo se va a la mierda. Esa es nuestra desgracia, mucha ignorancia hay... Por eso andamos mal. Mientras circulaba por tercera vez la botella, los presentes algo mareados trataban de calibrar las palabras del viejo. Era uno de esos colonos extranjeros que llegaron primero y abrieron camino para que luego vinieran otros de la zona andina. ---Estos deben estar chupando desde temprano ---sonrió a Dimas. Pidió galletas de agua, pilas y cigarros. El tendero envolvió el pedido en papel periódico y recibió la paga correspondiente. ---Sólo usted me paga al contado, vecino. ---Será porque no chupo como estos indios ---dijo en voz baja---. Bueno, señores, ha sido un placer y me voy por mi rumbo. Ninguno de los beodos devolvió la cortesía. Lo vieron cargar nuevamente la escopeta con los dos cartuchos y colocarse la plástica en los hombros antes de salir hacia la oscuridad. Los perros miedosos y friolentos se arrellenaron entre los pies de los parroquianos, mientras la lluvia iba cediendo hasta convertirse en una garúa gruesa. ---Nos vamos también, Dimas. Me apuntas una de aguardiente pa'l camino. ---dijo Venancio Paredes con los efectos del alcohol y la mala noche reflejados en el rostro. También los labios del indio Castro se deformaban en una mueca grotesca. Mareados los dos salieron al camino y desaparecieron sorteando los charcos de barro de la carretera. Dimas resopló aliviado, procediendo a cerrar el local ante la mirada indiferente de los perros. Los vio apocados, cobardes y acostumbrados al ocio; los botó a gritos y lisuras antes de entornar la puerta rudimentaria. ---¡Carajo! ---maldijo en la penumbra buscando el machete que siempre colgaba tras la puerta. Salió caminando por el centro de la carretera sin importarle los

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charcos cubiertos de mariposas nocturnas. Siguió apresurado mientras sus ojos cansados buscaban entre las tinieblas alguna silueta humana. ---¡Rateros! ---gritó sin detenerse bajo las últimas gotas de una lluvia incipiente. Por fin vio la figura de alguien que, al parecer, no habiendo podido resistir la borrachera se había tendido en el camino. ---¡Ratero, carajo! ¿On' tá mi machete? ---quiso voltearlo de un puntapié pero el caído no reaccionó. Trató de tomarlo de las solapas, mas súbitamente lo soltó horrorizado. El hombre tenía el cráneo partido a machetazos. Más allá del cadáver halló el paquete de galletas, pilas y cigarros que hasta hacía menos de media hora él mismo le despachara. * * * ---¿Te acordarás Dimas, de lo que te dije? Una vez que comen sebo de cristiano se vuelven el uno contra el otro: no hay piedad para nadies. Decía el viejo Enrique Ataucusi al bodeguero. ---¿Y quién va a vender sebo de hombre, don Enrique? ---contestó sintiéndose acusado. ---¿Acaso sabes de dónde te traen la manteca? ¿Conoces al que vende manteca de chancho? ---preguntaba casi gritando el viejo--- ¿Quién te vende a ti pa' que tú vendas? ---No sirve hablar así, pues, don Enrique. Feo es acusar sin pruebas a la gente. Otros parroquianos ocasionales voltearon miradas hacia el tendero. Poco a poco se iban acercando al mostrador interesados por la discusión. ---Lo único que sé es que viene de Sogorno. La trae un hombrecito a lomo de bestia cada tres semanas, pero no le conozco. ---¿Cómo compras entonces a quien no conoces? ---preguntó irritado un borrachito de Pedregal. ---¿Desde cuándo viene ése a venderte manteca? ---preguntó otro bebedor.

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---Unos meses atrás nomás. ¿Qué tengo que ver quién me vende y quién no? ---Ahí está, pues, la vaina. Capaz nos hemos comido la manteca del Mateo Ramos, de Pascual Huamaní y de otros muertos ---agregó el anciano. Dimas sintió el peligro cerca suyo, tan cerca como las caras que vociferaban preguntas y se las respondían al mismo tiempo. Las voces fueron subiendo de tono y los puños crispados se alzaban amenazantes también. ---Es hora de retirarse, señores. Esto lo va a venir a solucionar la policía. ¡Largo, largo que nadie va a pagar! ... ¡Hagan el favor de desocupar el negocio! ... ¡Fuera! Golpeó el mostrador con un garrote de chonta que tenía a mano y salió a empujar a la gente fuera del precario local. Nadie opuso mayor resistencia por la oportunidad que se les ofrecía de no pagar y por la amenaza del palo que Dimas esgrimía con determinación. Sin embargo, le siguieron maldiciendo y algunos arrojaron piedras sobre las calaminas antes de irse. * * * ---¿Vio comadre?... Desde que mataron al gringo Blitz, ya no hay Pishtaco por acá. Seguro que él era el Pishtaco ---comentaba Epifania Rodríguez a Cristina. ---No ha sido Pishtaco, comadre. Otro es y estos bestias han matado a un inocente que a nadies hizo daño. Ahora verán más muertes en Tambochaque, como nunca han visto, y se darán cuenta del pecado que han cometido. Mientras conversaban, las comadres iban mirando por momentos el camino boscoso y escarpado que conduce a Pedregal. Por allí regresarían los guardias civiles que peinaban la zona en busca del asesino. Fue por denuncia de Dimas que vinieron los uniformados a Tambochaque, alentados más por la pachamanca que ofrecía el denunciante que por el hallazgo del último cadáver. A la altura de la tienda iban aglutinándose colonos que curiosamente observaban en dirección a Pedregal. Un caminante que cruzó el río hacia la bodega, comentaba que ya habían agarrado al Pishtaco. ---Al fin, carajo... ---dijo Dimas al recibir la noticia.

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La gente allí congregada celebró la posible captura del azote de la región. De pronto los dedos señalaron en dirección hacia donde la trocha a Pedregal se confunde entre el cielo y la selva, y los campesinos sonrieron jubilosos ante la aparición de la patrulla con el detenido. A medida que iban bajando, los comentarios disminuían y se tornaban en frases de desaprobación. ---¡Qué es eso, caramba! ¡Qué injusticia! ---Lo han capturado al Místico. ¿Qué mal puede hacer ese hombre? ---Ese es inocente... Es israelita. ---A un santo lo han capturado... ---decían. El detenido marchaba escoltado por sus captores con las manos atadas a la espalda y reflejando fatiga en el rostro. Tenía el pelo largo suelto y la barba rala se prolongaba hasta el pecho. Todos le decían Místico, por sus costumbres de santo y el abundante conocimiento de la Biblia. Pertenecía a la secta de israelitas andinos que colonizaban algunas provincias de la selva alta. ---El Místico no mataría una mosca. Es un abuso... ---decían. Cuando los guardias estuvieron cerca con el detenido, la gente optó por guardar silencio ante la amenaza oscura de las metralletas. Dimas se acercó al oficial. ---Este hombre es inocente, jefe. A nadie haría daño. ¿No ve que es un israelita? ---¿Este serrano? Más de israelita tengo yo, cojudo. ¿No me pidieron que detenga a un barbudo? Bueno pues, éste es el único que usa barba por acá. ¡Estos cholos, carajol ¿Quién los entiende? ---respondió el oficial casi sin mirarlo. Hicieron subir al prisionero a la camioneta de patrullaje y partieron en dirección al pueblo. El Místico resignado recorrió a los tambochaquinos con una mirada lánguida a manera de despedida. ---Otro inocente que lo creen Pishtaco, comadre ---comentó Cristina. * * *

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Los animales aparecían muertos cada tres días en los corrales. Vacas, chanchos y caballos eran degollados en horas de sueño, sin que los dueños pudieran darse cuenta. La desconfianza iba minando amistades que se suponían inquebrantables y la gente prefería refugiarse en sus tierras antes que caminar hacia predios ajenos en busca del saludo o la conversación. Sólo los valientes o los tercos osaban andar por las trochas y bajar hacia la bodega de carretera para tomarse los tragos de siempre. ---¿Y por qué será que cada tres días hay estas desgracias? ---preguntaba Dimas atendiendo a los bebedores. ---Quién va a saber eso. Por más escopeta que tengas, por más cuidado que pongas, el Pishtaco te sale madrugandor ---respondió el Indio Castro subiendo el cierre de su casaca. Afuera el cielo nuevamente chispeaba. ---Lo que sorprende es que no le hace nada a la viuda del Mateo. Ni se le siente después de la muerte del marido. Hasta parece que se la ha tragado la tierra ---dijo Venancio Paredes. ---Y buenamoza todavía se conserva. Peligroso es que ande en esa soledad con los hijos. Ni perro tiene pa' que avise. ---¿Y para qué sirven al final los perros, amigo Castro? Vea nomás los costales de huesos que tengo acá. ¡Pa' comer nomás sirven! Si viene la viuda de Ramos, le regalo los tres. ---Mateo tenía escopeta. Andaba cazando siempre... ---recordó Venancio. ---Y de tanto cazar, se llevó tan buena chola. Caracho que si no anduviera casado yo... Ahoritita mismo me arrimaba por allá. ---¿Qué pasa, vecino Castro? ---sonrió Dimas--- ... Usted ya no está para esas cosas. El Pishtaco lo puede degollar por mostrenco. ---Buena hembra, carajo. Hasta buen terreno tiene ---dijo Venancio Paredes mirando hacia el otro lado del río, como si con la vista pudiera traspasar la cortina de gotas que nublaba el paisaje. Las gallinas que criaba Dimas se iban juntando debajo de las bancas, buscando el calor de las piernas de los parroquianos. Afuera arreciaba la lluvia. * * *

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El Místico había regresado a su chacra una semana antes que los chacareros de Pedregal encontraran su cabeza cubierta de hormigas. Vino acompañado de varios barbudos que traían sendas biblias bajo el brazo y que se habían preocupado de tramitar su libertad. Cuando la noticia de su muerte recorrió los caminos, los mismos hombres de cabellos largos y de barbas ralas regresaron por lo único que quedaba de él. Algunos curiosos bajaron hacia la tienda de Dimas para escuchar los cánticos religiosos y las plegarias que rezaban esos hombres tan extraños con los brazos en alto. Luego se retiraron por donde habían venido, llevándose en un costal la cabeza del que fue su hermano de secta. Otra persona recorría trochas con un costal en la mano. Los vecinos de Tambochaque y Pedregal contaban que Cristina Tarazona preguntaba a todos los que se cruzaban con ella por algunas plantas, y a sus hijos siempre se les veía en casa de su comadre Epifanía Rodríguez. ---Parece que ya no los quiere... ---decía la comadre a Dimas---. Se está volviendo rara la pobrecita desde la muerte del marido. ¿Qué le estará pasando, no? ---Tanta lluvia y tanto muerto, pues. La gente se vuelve loca ---respondía el tendero mirando las nubes negras que se desplazaban por encima de la vegetación. "Quema cuerno de vaca, ruda hembra, ishanga de acequia. Úntate con excremento de gente", le había dicho el brujo Julio allá en el pueblo después del ayahuasca. "Su lujuria es su perdición", le había advertido. Y Cristina Tarazona juntaba lo que podía, sin comentarle a nadie de esas cosas. Cuando le preguntaban mucho, ella se apartaba silenciosa y seguía su camino mirando la espesura como quien no quiere mirarla. ---Falta un varón pa' que la haga entrar en juicio... ---decía el indio Castro. Los chactosos celebraban la ocurrencia con bromas subidas de tono. "Ellos no saben, Cristicha. Sólo la mujer con su gracia puede agarrar al maldito para siempre". Se repetía a sí misma y continuaba errando por los caminos con el costal al hombro. * * * Un relámpago iluminó las quebradas boscosas, mientras Cristina introducía agachada algunos palos secos en la cocina de leña. Luego procedió a desnudarse para

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lavar su cuerpo untado de excremento, desanimada por la ineficacia de las recetas del brujo Julio. Había pasado muchos días haciendo cosas desagradables, descuidando la casa y los hijos, siguiendo los métodos mortificantes que el curandero le indicara para atraer y ultimar al Pishtaco, pero nada había sucedido. "Tonterías", se dijo mientras frotaba su piel con un trapo húmedo que de rato en rato volvía a remojar en el recipiente con agua. Los maderos ardientes fulguraban lanzando chispazos y reventando súbitamente. "Cosas de locos", pensó estremecida por el viento frío que se colaba entre las calaminas de latón. Cesaba el viento fugaz y volvía a tornarse cálida la habitación con el calor de la cocina. Mientras se enjuagaba los pies dentro de la batea, recordaba a sus hijos refugiados en casa de Epifanía Rodríguez, en la otra banda. Cuando quiso incorporarse, no pudo: sintió la punta del puñal en su espalda y supo que estaba perdida. ---Así quería encontrar a la tortolita... ---dijo alguien con voz ronca. No era el viento de la quebrada el que hacía estremecer a Cristina ahora. Un frío interior le recorría las vértebras hasta el cerebro y las rodillas se rehusaban a estar quietas. ---No me mates ---rogó enderezándose lentamente. La escopeta de Mateo descansaba inalcanzable en un rincón, como un recuerdo inútil. ---¿Cómo te voy a matar ahora que te veo así? ---dijo el hombre vestido de oscuro. Una mano rugosa le acariciaba la espalda, los senos, las nalgas. Afuera solamente la boca negra de la noche y el ruido de las ranas y alimañas que llamaban a la lluvia. * * * ---Usted va hacer cojudeces, amigo Castro. Mejor regrese donde su mujer, vaya a ver sus hijos... ---decía esa noche Dimas al indio Castro en plena borrachera. ---¿Me vas a decir lo que tengo que hacer? ¿Eres hombre o no eres hombre? Capaz a ti también te ha calentado la chola, so pendejo. ¡Quítenme las manos de encima, carajo! ---el Indio Castro forcejeaba con el bodeguero y con el viejo Ataucusi, al pie de la oroya que conducía hasta la otra banda del río.

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---Me está provocando soltarlo pa' que se rompa la crisma. ¿Quién va a cruzar de noche y zampado? ---dijo Enrique Ataucusi. ---Viejo alcahuete, huevón. ¿Tú no estás zampado? ¿Ah? Mejor di que no te atreves a cruzar. Vamos los tres a ver a quién le hace caso la Cristina Tarazona. Si yo sólo quiero decirle que me gusta y que si me deja voy a hacerme cargo de la viudita. ---Ya está hablando de borracho nomás. ¿Ve? ---Dimas lo vuelve a sujetar. ---¿Tú también no estás borracho, huevón? ¿Entonces con quién he chupao? A que no se atreven a pasar conmigo a l'otra banda! ... ¡Cabrones! ---Y ya me provocó ver cómo se mata. Así, viejo como estoy, tengo más güevas que tú, indio rosquete. ¡Vamos a pasar, carajo! ---¡Así me gusta que canten los gallos! ---el indio Castro tomó el último sorbo de aguardiente y reventó la botella contra las piedras del río. ---Por allá puede andar el Pishtaco. Por las puras se están arriesgando. Mejor regresamos a la tienda, yo mismo invito un trago a los valientes... ---Dimas hizo un último intento de disuadirles, pero el viejo Ataucusi ya había trepado en plena oscuridad al asiento estrecho del huaro. Con manos nerviosas tanteó el cable, decidido a pasar sobre la crecida. ---¡Pa' ese Pishtaco tengo este machete bien afilao! ---fue lo que se le escuchó decir, antes de que desapareciera impulsándose a través del cable de acero. El indio Castro lo siguió después de unos minutos y lo hizo cantando con voz destemplada un estribillo del huaino "Paloma blanca". Dimas, resignado a cuidarlos en la borrachera, también cruzó apenas devolvieron el asiento. Los tres hombres buscaron el camino a tientas una vez que estuvieron en la banda contraria. ---Esto no lo hago sano, amigo Castro ---comentó nervioso el tendero. ---Abril nos trae la seca, por fin... ---dijo Enrique Ataucusi mirando los nubarrones densos que ocultaban la luna por momentos. Las luciérnagas centelleaban intermitentes a los costados de la trocha. ---"A Pachachaca te voy a llevar / a Pachachaca te vov a llevar / a Jesús Sierra te voy a entregar" ---tarareaba el Indio Castro. ---¿Y qué le va a decir a la hembra? ¿Huaynito nomás le va a cantar? ---preguntó don Enrique burlón.

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---Yo te voy a enseñar, abuelo, lo que hacen los varones con las mujeres en mi tierra ---respondió Castro, tropezándose en mitad de la trocha. ---Satirusaiki, seguro... ---sugirió riéndose Dimas. ---¿Ve cómo sabe? ---le contestó el indio. Arriba del camino se veía la casa mal iluminada que Mateo Ramos construyó alguna vez sin pensar en la muerte. * * * El hombre vestido de oscuro la estaba violando por segunda vez, sujetándola con manos firmes para que permaneciera boca abajo. Humillación, impotencia y dolor en las entrañas la azotaban por dentro. Las brasas de la cocina se extinguían reventando suavemente. Desnuda sobre el piso, Cristina Tarazona esperaba solamente la puñalada con que la mataría el violador luego de complacerse. De pronto el hombre se detuvo incorporándose veloz, subiéndose la bragueta del pantalón haraposo. Recogió el puñal del suelo y se colocó al lado de la entrada. Su respiración estaba muy agitada. Cristina, indefensa, lloraba tiritando en un rincón. Quiso verle la cara al que la había forzado, pero la tenía cubierta por un pañuelo igualmente oscuro. El viento de la noche les trajo a sus oídos la canción que tarareaba el indio Castro y las voces de quienes le acompañaban. ---¡Pishtaco! ¡Pishtaco! ---gritó desesperada cuando consideró que estaban a pocos metros de la casa. El hombre se abalanzó sobre ella con el cuchillo en alto, pero luego cambió de dirección tratando de ganar la puerta. Tropezó en la oscuridad con el vientre prominente del Indio Castro y luego con la figura delgada de Dimas, quien consiguió sujetarle la muñeca. La sombra cayó al piso de fango y el machetazo certero del viejo Ataucusi le abrió el cráneo. Nadie sabe si fue por nerviosismo o por el odio acumulado en días de pánico, pero el viejo siguió macheteando el cuerpo en la penumbra. ---¡No puede ser, caracho! ---dijo el Indio al quitarle el pañuelo. ---Venancio... Venancio Paredes... ---murmuró con voz temblorosa el anciano. El machete también temblaba en su mano crispada sobre el mango. Dimas sujetaba en alto una antorcha improvisada con el último madero ardiente del fogón. Cristina había conseguido cubrirse con una manta y salió tambaleándose.

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Lloraba aún. mailto: [email protected] ---oOo--- ------------------------------------------------------------------------------------ RECEPCIÓN DE "PARTE DE COMBATE" ------------------------------------------------------------------------------------ Como habrá comprobado el lector, "Parte de Combate" no es un libro que pueda criticarse únicamente desde un punto de vista literario. Algunos pro-hombres de la literatura peruana se abstuvieron de dar opiniones y casi todos los medios de prensa evitaron reseñas. Estos últimos prefirieron recortar un párrafo de algún cuento inofensivo para cumplir con el autor. Otros distinguidos letrados infamaron el libro subrepticiamente haciendo pasar entre líneas su antisenderismo visceral revestido de crítica literaria. No puede, según ellos, existir una épica de Sendero Luminoso. Hay que mutilar los cuentos o hacer una lectura incompleta para descalificar este tipo de literatura: es el caso de Tomás G. Escajadillo. El prologuista Wáshington Delgado lo hace con mayor sutileza, previniendo al lector para que no caiga en manos de un supuesto entusiasmo pro-senderista. Ricardo Gonzáles Vigil, con mayor objetividad, los trata a estos cuentos como "ideológicamente discutibles". El hecho de que el autor ganase el Premio Casa de las Américas justamente con un libro similar, hizo que los críticos acervos pusieran barbas en remojo.

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------------------------------------------------------------------------------------ DISCUTIDO (Y DISCUTIBLE) PRÓLOGO DE WASHINGTON DELGADO ------------------------------------------------------------------------------------ Dante Castro Arrasco es uno de los escritores destacados y destacables de la última promoción de narradores peruanos. Nacido en el Callao, en 1959, ha terminado estudios de Derecho en la Universidad Católica y sigue los de Literatura en la Universidad de San Marcos. En 1986, la editorial "Lluvia" publicó su primer libro "Otorongo y otros cuentos", con una elogiosa presentación de Cronwell Jara. En 1987 obtuvo el segundo puesto en el Premio Cope con su cuento "Ñakay Pacha" que ahora aparece en este volúmen; en 1988 obtuvo una mención honrosa en el Concurso Inca Carcilaso de la Vega, convocado por la Casa de España y la embajada española, con su relato "Cuentero de monte adentro ", que también se publica ahora. Dante Castro colabora en diversos periódicos y revistas y aparece, a pesar de su juventud, en algunas antologías, como por ejemplo, en "Nueva crónica del cuento social peruano" de Roberto Reyes Tarazona. Aunque chalaco por nacimiento y por residencia, Dante Castro ambienta sus relatos en la Selva y en la región andina. Esto se explica porque vivió algún tiempo en la región oriental del Perú y evidentemente fue impactado por la riqueza paisajística y humana de la ceja de selva. Habría que agregar al respecto que los acontecimientos históricos de los últimos años en el Perú, con su carga de tragedia y violencia, han hecho de los Andes una zona particularmente atractiva para los narradores. Como jurado de varios concursos recientes soy testigo del predominio de los temas agrarios, folclóricos e históricos en la nueva narrativa peruana. Dante Castro está inmerso en esta corriente y destaca en ella por su brío narrativo, por su realismo implacable. Particularmente se debe resaltar el ritmo de su prosa que sostiene equilibradamente los relatos, a menudo crueles. En cuanto a sus temas y estructura narrativa, los relatos de Dante Castro son de dos tipos: unos se refieren a la violencia que azota a los Andes peruanos, otros están vinculados al folclor oriental. En sus relatos acerca de la violencia, el realismo de Dante Castro es implacable, sin concesiones; pero acaso le falta todavía la distancia literaria que purifique el relato, que le preste profundidad sicológica, que matice los hechos con hábiles contrapuntos y que los eleve imaginativamente, su garra de narrador es indudable, pero en este tipo de relatos necesita aún algo de pulimento.

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Más acabados artísticamente son los relatos selváticos, como "Shushupe" y "Cuentero de monte adentro", donde la sicología de los tipos regionales se contrapone hábilmente al paisaje y a la materia narrativa, con un sentido amable y punzante, a la par del humor narrativo. Con este segundo libro, Dante Castro confirma las dotes de narrador que había mostrado en su obra primigenio y da un firme paso hacia adelante en el ancho campo de la narración peruana. Lima, 2 de febrero de 1991 Washington Delgado ------------------------------------------------------------------------------------ RESPUESTA AL PRÓLOGO ------------------------------------------------------------------------------------ ------------------------------------------------------------------------------------ PARTE DE COMBATE (escribe: Max Dextre) ------------------------------------------------------------------------------------ "Parte de Combate" (ediciones Manguaré, 1991), es un libro apasionante. Se tiene que leer de un tirón. Sus seis cuentos guardan el nivel literario y la espectativa que capturan al lector desde la primera línea. Washington Delgado escribe en el prólogo: "... los relatos de Dante Castro son de dos tipos: unos se refieren a la violencia que azota a los Andes peruanos, otros están vinculados al folclor oriental. En sus relatos acerca de la violencia, el realismo de Dante Castro es implacable, sin concesiones; pero acaso le falta todavía la distancia literaria que purifique el relato, que le preste profundidad sicológica, que matice los hechos con hábiles contrapuntos y que los eleve imaginativamente; su garra de narrador es indudable, pero en este tipo de relatos necesita aún algo de pulimento.

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Más acabados artísticamente son sus relatos selváticos, como "Shushupe" y "Cuentero de monte adentro", donde la sicología de los tipos regionales se contrapone hábilmente al paisaje y a la materia narrativa, con un sentido amable y punzante, a la par del humor narrativo..." Discrepamos con las palabras del prologuista, pensamos que no ha tenido tiempo para leer con acuciosidad el libro de Dante Castro. Al respecto, tenemos que decirlo alguna vez, Washington Delgado está acostumbrado a quedar mal con sus compromisos, son repetidas las oportunidades que acepta a concurrir a una presentación de libro y no cumple. Es una falta de respeto al público que no podemos silenciar. Si está mal de salud, entonces debe decirlo en el momento que es invitado. "Parte de Combate" no puede ser bien comprendido por un escritor que no le interesa el drama peruano contemporáneo. Es un libro para ser leído con coraje y sinceridad. Es fácil ocultar una opinión pidiendo profundidad sicológica y reclamando que "matice los hechos con hábiles contrapuntos". Hay circunstancias que no pueden ser matizadas, que el presentarlas ya revela una posición ideológica del autor. Por eso mi abrazo fraterno a Dante Castro, su libro es una prueba de su talento innegable. En: EL NACIONAL, Lima, martes 02 de julio de 1991. ------------------------------------------------------------------------------------ COMENTARIO DE CONTRACARÁTULA.- (por Winston Orrillo) ------------------------------------------------------------------------------------ Dante Castro me formuló un desafío: ¡y fui vencido! En efecto, me había dicho que leería sus textos "de un tirón"; y yo le dije que "tenía trabajos", "que por lo menos necesitaría de una semana..." Pero no: todo fue que comencé la degustación, cuando ya no pude apartar los ojos de esta prosa envolvente, de esta forma de narrar que te hace ser partícipe de sus acciones: que te hace combatir en la sierra, cortar madera en la selva, asistir a una sesión de ayahuasca, temerle a una sierpe amazónica, espectar un genocidio, ser testigo de una masacre y, sin embargo, salir indemne por la fuerza impertérrita del arte, gran salvador de la memoria colectiva, fiscal ante la historia, juez insobornable ante la comunidad internacional. Dante Castro integra esa joven generación de narradores que participa en la historia, que la asume como desafío. No es un simple veedor, sino que, como esa raíz histórica tan nuestra (Huamán Poma verbi gratia) es alguien que asume un

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compromiso, tal como nuestro Amauta José Carlos Mariátegui había escrito: "No soy un espectador indiferente al drama humano. Soy un hombre con una filiación y una fe..." Y con esa filiación y esa fe ---hombre de su tiempo--- escribe Dante Castro sobre temas que no pueden pasar al olvido, porque todos los días son parte del devenir doloroso del país que nos ha tocado padecer. Prosa tensa e intensa la de Dante Castro; prosa de compromisos y desafíos; prosa nuestra de cada día; prosa que es crónica dilacerada de los tiempos oscuros y, a la vez, de un país sin calco ni copia, de un Perú nuevo dentro del mundo nuevo, en el que soñamos, por y para el que escribimos; es decir, combatimos. Winston Orrillo ------------------------------------------------------------------------------------ "PARTE DE COMBATE": LIBRO INTERESANTE (escribe Nancy Bellido) ------------------------------------------------------------------------------------ Olor a pólvora, a miedo y a heroísmo tienen los cuentos de "Parte de Combate", el último libro del escritor y periodista Dante Castro Arrasco. Sobre todo el relato que da título al libro y otro titulado "Angel de la isla" ---inspirado en la masacre del Frontón--- pueden ser considerados obras maestras que reflejan la convulsión social que vive actualmente el país. La prosa de Castro, sencilla y directa pero no desprovista de belleza, nos pone en el centro de la contienda que enfrenta a las fuerzas militares y subversivas. En otros casos recrea mitos y leyendas inyectándoles nueva frescura e interés. "Parte de Combate" es un libro apasionante, sumamente actual, que debe ser leído por quienes desean conocer desde adentro el conflicto, sin exponer sus vidas. En: "Por amor al arte", revista GENTE, Lima, 15 de agosto de 1991.

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------------------------------------------------------------------------------------ DANTE CASTRO: Premio Casa de las Américas por: Ricardo González Vigil ------------------------------------------------------------------------------------ Cuando estábamos proyectando un comentario al valioso libro de cuentos Parte de Combate (Lima, Edc. Manguaré, 1991; 98 pp.) de Dante Castro Arrasco (Callao, 1959), llegó una excelente noticia que ha redoblado la necesidad de dicha nota. Un nuevo volumen de cuentos suyos, titulado Tierra de pishtacos, acaba de ganar el Primer Premio de Cuento del consagratorio concurso que organiza Casa de las Américas de Cuba. Recordemos que dicho galardón ha sido obtenido, en años anteriores, en rubros diversos, por peruanos de la talla de Alberto Flores Galindo, Antonio Cisneros, Hildebrando Pérez, Marcos Yauri Montero y Jorge Salazar. La verdad es que el Premio Casa de las Américas viene a hacer justicia a la maduración artística de Dante Castro, de la cual es prueba patente Parte de Combate. Luego de su primer volumen, Otorongo y otros cuentos (1986), suficiente para ilustrar el vigor y la intensidad de su pulso creador, pero todavía inseguro en eficacia verbal y flexibilidad del lenguaje narrativo, Dante Castro comenzó a trabajar con destreza la textura de sus relatos. No se dejaron esperar dos narraciones de calidad: "Ñakay Pacha", con la que recibió en 1987 el Segundo Premio del codiciado Copé de Cuento; y "Cuentero de monte adentro", con la que en 1988 se hizo acreedor de una mención honrosa en el concurso Inca Garcilaso de la Vega, convocado entonces por la Casa de España y la embajada española. Precisamente los dos cuentos citados, acompañados de cuatro narraciones más, conforman uno de los libros más interesantes haya publicado un cuentista dado a conocer en los años 80: Parte de Combate. Remontándonos a Otorongo y otros cuentos, podemos percibir que los relatos pares (segundo, cuarto y sexto) están ambientados en la selva, y que los impares suceden en la costa chalaca (el primero y el tercero) o en la sierra convulsionada por los enfrentamientos guerrilleros entre caceristas, iglesistas y pierolistas (el quinto), o por la subversión de los últimos años (el séptimo). Las creencias real-maravillosas y la tradición oral, debidamente aderezados por una recreación del humor y de los narradores del pueblo, campean en las páginas amazónicas. En cambio, los conflictos familiares y sentimentales, cargados de alienación psicológica y aliento sublevante contra los lazos opresivos a nivel personal, alimentan las páginas de marco chalaco; mientras que la dimensión política e ideológica, vista a una escala de relevancia para el conjunto de la sociedad peruana, constituye el meollo de las historias dedicadas a las luchas populares en los Andes.

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La organización de Parte de Combate torna más sistemática la alternancia empezada en Otorongo, porque ahora todos los relatos impares abordan la "guerra sucia" desencadenada por la vorágine subversiva y antisubversiva desde 1980, y que sigue enlutando de modo tan irracional y despiadado a nuestro pueblo; frente a ellos, los relatos pares prosiguen con la ambientación amazónica, el ingrediente real-maravilloso, el legado de la tradición oral y el espejo humorístico. Es decir, que ha desaparecido la parte destinada a la pugna familiar y sentimental. Ausencia subrayada por el hecho de que el único cuento de Parte de Combate que está situado en la costa chalaca (por ende, en el ambiente otrora de ruptura familiar y sentimental) se sumerge, de lleno, en la "guerra sucia" (la de los textos andinos), recreando su genocidio más pavoroso: la masacre de los penales. Resulta interesante observar que el cuento sobre la matanza en los penales es el último de los impares, ya que el último de los pares traza, de alguna manera, una variante significativa en los textos de ambientación selvática, en tanto la creencia en el pishtacos (antecedente del nuevo libro de Castro: Tierra de pishtacos) moviliza en cierto momento de la narración, alusiones a temas ideológicos y políticos de la explotación padecida durante siglos por las clases populares de nuestro país. Con lo cual, Parte de Combate concluye con cuentos que extienden la violencia política a las tierras de la Costa y de la Selva. Es sintomático que, mientras Otorongo enfatizaba en el título el material amazónico (concorde con el mayor número de textos pertenecientes a esa temática), ahora Parte de Combate coloca en el primer plano la demencial "guerra sucia" que venimos padeciendo. Y no sólo el común denominador de la violencia (contra fieras como el otorongo y la shushupe, contra familiares perversos con sus propios descendientes, y contra el orden socio-político injusto) une a las historias de Castro, sino el culto al coraje, la fascinación por los personajes que luchan contra la adversidad, en una especie de ética "heroica" que nos recuerda a Hemingway (autor que venera Castro, conforme afirma en el reportaje de Guillermo Denegri, en "El Suplemento" del diario Expreso, Lima, 16-II-1992), Horacio Quiroga, Ciro Alegría (autor familiarizado con la Sierra, la Selva y la Costa: óptica amplia que retoma Castro) y algunas narraciones de la peruana Generación del 50 (en especial Enrique Congrains, el Ribeyro de Tres historias sublevantes y varias creaciones de C. E. Zavaleta). Esa visión "heroica" de la existencia adquiere rasgos épicos en las piezas sobre la "guerra sucia", asumiendo un expresionismo casi intolerable en "Ángel de la Isla", en un auténtico alarde de atmósfera infernal, desde una perspectiva narrativa de difícil factura. Ideológicamente discutibles ("Ángel de la Isla" parece una variante del famoso poema de Alejandro Romualdo sobre el martirio de Túpac Amaru, diciéndonos que el protagonista se salva de la muerte, que no podrán matarlo), esos cuentos poseen consistencia artística, además de fuerza testimonial para encarar la deshumanización que conlleva el derramamiento contínuo de sangre: "él me enseñó realmente a matar,

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a regocijarme con la tibieza de la sangre fresca, a gritar como las fieras con el hocico empapado en sangre" (p.42). De todos modos, el logro artístico es mayor hasta ahora en los relatos amazónicos, conforme señala en el prólogo Washington Delgado, argumentando al respecto: "la sicología de los tipos regionales se contrapone hábilmente al paisaje y a la materia narrativa, con un sentido amable y punzante, a la par del humor narrativo" (p. 8). Eso tiene que ver con que Castro no se ha impuesto en ellos una tarea ideológica de denunciar tan a flor de piel, sino que se ha entregado a la trama con mayor sensibilidad, arraigando mejor en la sicología de sus personajes, beneficiándose, además, con las enseñanzas de los narradores populares de la Amazonia. en EL DOMINICAL, diario El Comercio, Lima, 23 de febrero de 1992. ------------------------------------------------------------------------------------ TOMÁS G. ESCAJADILLO DESPOTRICA CONTRA EL LIBRO ------------------------------------------------------------------------------------ (...) En Parte de combate los cuentos más logrados son los dos selváticos, en especial "Shushupe'. Tenemos que concordar con el juicio del prologuista del libro, Wáshington Delgado: En cuanto a sus temas y estructura narrativa, los relatos de Dante Castro son de dos tipos: unos que se refieren a la violencia que azota a los Andes peruanos, otros están vinculados al folclor oriental. En sus relatos acerca de la violencia, el realismo de Dante Castro es implacable, sin concesiones; pero acaso le falta todavía la distancia literaria que purifique el relato, que le preste profundidad sicológica, que matice los hechos con hábiles contrapuntos y que los eleve imaginativamente; su garra de narrador es indudable, pero en este tipo de relatos necesita aún algo de pulimento. Más acabados artísticamente son sus relatos selváticos, como "Shushupe" y "Cuentero de monte adentro", donde la sicología de los tipos regionales se contrapone hábilmente al paisaje y a la materia narrativa, con un sentido amable y punzante, a la par del humor narrativo. (p. 8).

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Tres son los relatos que abordan la violencia del fenómeno senderista: "Ñakay Pacha" (El tiempo del dolor), "Parte de combate" y "Angel de la isla'. En el primero ---tal como lo advirtiera Wáshington Delgado--- no se alcanza a perfilar el diseño psicológico de los personajes; el narrador es un senderista que busca encontrar sin conseguirlo un matiz heroico en el líder de su columna. Es un guerrillero muy joven pero no se aprovecha la anécdota en la configuración de un "cuento de aprendizaje". Finalmente tienen un enfrentamiento con los sanguinarios Infantes de Marina; casi todos mueren y estos muertos conversan ---un tanto obviamente a lo Rulfo--- entre sí: lo último que dice el narrador-protagonista es "Quisiera abrazarlo al comandante" (p. 25). En "Parte de combate' el narrador es, por el contrario, un sinchi, que subraya la brutalidad de su jefe, el teniente Soria, un personaje racista, además. La prosa es casi periodística; no se detiene ni en reflexiones, ni en contrapuntos, ni se deja contaminar por inflexiones poéticas (aunque sea de "poesía negra"). El único rasgo humano que tiene Soria es negarse a matar a un muchachito que tiene a su servicio, a quien oficiales de Inteligencia han sindicado como "infiltrado". Al final Soria obedece a los de Inteligencia y mata al muchacho; desde entonces su carácter se vuelve más irascible y su alcoholismo más pronunciado. Al final, por dárselas de "macho" frente a un combatiente vencido, quedó "sin piernas y sin huevos" (p. 48), (al patear al agonizante que tenía en sus manos una granada sin espoleta). "Angel de la isla" es el menos convincente de los tres relatos (además, resulta difícil asociar al cuento con su título). El material narrativo (una montaña de senderistas arrojados a una profunda zanja, con un narrador que milagrosamente no tiene mayores heridas y trata infructuosamente de contactarse con otros sobrevivientes que, poco a poco, ingresan a un silencio definitivo) resulta un reto demasiado fuerte para el narrador: un tema así requeriría sabiduría añeja. Tampoco nos convence el "impacto final": el sobreviviente no es fusilado y es incorporado a las filas de los militares. "Pishtaco" es un relato convencional, bien escrito, sobre un tema común de la tradición indigenista. El escenario es zona de "monte" donde conviven colonos a los que indistintamente se les llama "indios" o "cholos"; ameno, ágil, el relato no implica, sin embargo, una renovación en la "literatura sobre pishtacos". en: La narrativa indigenista peruana, Amaru Editores, Lima, 1994, p. 226-231.

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------------------------------------------------------------------------------------ Revista Casa de las Américas N° 187; abril-junio de 1992. DANTE CASTRO ARRASCO: Parte de Combate, Lima, Ediciones Manguaré, 1991. ------------------------------------------------------------------------------------ Este libro de relatos del joven narrador peruano recoge cuentos sobre la selva y la región andina. Con su realismo peculiar, D. C. sigue aquí cercano a sus temas más habituales: la violencia de los Andes peruanos y el folclor oriental. Cuentos como "Ñakay Pacha" y "Cuentero de monte adentro", dos de los cinco que componen este volumen ---el segundo de su autor--- han recibido menciones en concursos nacionales. De los textos de D. C. ha dicho el también el peruano Winston Orrillo que están escritos con "prosa tensa e intensa...; prosa de compromisos y desafíos". A D. C., destacado exponente de la última promoción de narradores peruanos, lo conocíamos por su participación en el Encuentro de jóvenes escritores de la América Latina convocado por Casa de las Américas en 1990. Al cierre de esta edición, nos alegró el anuncio de que había obtenido el premio Casa de las Américas con su libro de cuentos Tierra de pishtacos. ------------------------------------------------------------------------------------ PARTE DE COMBATE Dante Castro. Ediciones Manguaré. Lima, 1991. 98 pp. ------------------------------------------------------------------------------------ Con el libro: Tierra de pishtacos, este joven narrador chalaco acaba de obtener el consagratorio premio 'Casa de las Américas' de Cuba. En Parte de combate nos ofrece seis relatos: ñakay pacha (el tiempo del dolor); shushupe; parte de combate; cuentero de monte adentro; ángel de la isla; pishtaco; tres de los cuales abordan el difícil tema de la guerra sucia, producto de la acción subversiva que asola nuestro país; los otros tres se ambientan en la Amazonia, de la que Castro toma el ingrediente real-maravilloso y hace eco del legado de la tradición oral. A decir del crítico Ricardo Gonzales Vigil: "... el Premio Casa de las Américas viene a hacer justicia a la maduración artística de Dante Castro... las seis narraciones que integran Parte de combate conforman uno de los libros más interesantes que haya publicado un cuentista en los años 80 ..." .

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Martina Thorne, Socialismo y participación, Novedad bibliográfica, p.123. ------------------------------------------------------------------------------------ A manera de epílogo, señalamos el acta del jurado del Premio Casa de las Américas 1992, que es la mejor forma de responder a críticas subalternas fundadas en motivos extraliterarios: ------------------------------------------------------------------------------------ Cuento: Tierra de Pishtacos, de Dante Castro Arrasco (Perú) El jurado fundamenta su fallo en las siguientes consideraciones: a) La excelencia de la realización literaria y su variedad y riqueza. b) El tratamiento original de la compleja realidad peruana mostrada sin esquematismos. c) El carácter unitario de la obra en lo que atañe a formas, preocupaciones e indagación de realidades. Jurados: Graciela Mántaras Loedel (Uruguay); Alessandra Riccio (Italia); Luisa Valenzuela (Argentina), y Abilio Estévez (Cuba). ---oOo---

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------------------------------------------------------------------------------------ * Algo sobre el autor http://www.angelfire.com/ar2/dantecastro/index.html ------------------------------------------------------------------------------------ ------------------------------------------------------------------------------------ * Lea y difunda CIBERAYLLU http://www.ciberayllu.org ------------------------------------------------------------------------------------ ---oOo--- _ _eof