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L L á á g g r r i i m ma a s s d d e e a a m mo o r r ( ( W W a a l l t t z z o of f H H e e a a r r t t s s ) ) En cuanto Gisela llegó a Viena, sintió que le aguardaba algo trascendental y maravilloso, Durante una emocionante aventura en los bosques de Viena, conoció al hombre de sus sueños, sólo para descubrir después que, como era hija de un violinista, sin importar cuán famoso, nunca la considerarían adecuada como esposa del jefe de una orgullosa y noble familia. La ciudad mágica del vals, donde Strauss era rey sin corona, traería a Gisela lágrimas y sonrisas a su corazón, antes que el beso del príncipe creara una canción de amor que haría eco una y otra vez, dentro de sus corazones,

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En cuanto Gisela llegó a Viena, sintió que le aguardaba algo trascendental y

maravilloso, Durante una emocionante aventura en los bosques de Viena, conoció al hombre

de sus sueños, sólo para descubrir después que, como era hija de un violinista, sin importar cuán famoso, nunca la considerarían adecuada como esposa del jefe de una orgullosa y noble familia.

La ciudad mágica del vals, donde Strauss era rey sin corona, traería a Gisela lágrimas y sonrisas a su corazón, antes que el beso del príncipe creara una canción de amor que haría eco una y otra vez, dentro de sus corazones,

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--GGISELA, me siento muy cansado. —Entonces, debes ir a acostarte, papá. —Esa es mi intención. —Estoy segura de que dormirás muy bien aquí en el bosque. La voluminosa propietaria de la posada que entró en la habitación en ese momento con

una jarra de humeante café, escuchó lo que ella decía. —No lo despertarán, señor Ferraris. Elegí una habitación al fondo donde le será imposible

oír ningún ruido, por escandalosos que sean los parroquianos. —Siempre ha sido usted muy bondadosa, señora Bubna —contestó Paul Ferraris. La mujer le sonrió con afecto mientras colocaba el café sobre la mesa. —Jamás olvidaré cuando lo vi por primera vez, recuerdo que era un joven delgado que

estaba recién llegado a la universidad y tenía miedo de lo que pudiera sucederle. Pero cuando lo escuché tocar... ¡adiviné de inmediato que era un genio!

—Usted fue la única en reconocerlo en aquel tiempo. —Jamás me equivoco —dijo la señora Bubna señalándolo con el índice—. ¡Nunca, nunca! Y

con usted no había riesgo de cometer un error. Gisela sabía que su padre se sentía feliz por el hecho de que le dijeran eso en su amada

Austria, ya que había estudiado en la Universidad de Viena. Durante el trayecto no habían hablado de otra cosa que no fuera de la gente que había sido

amable con él en su juventud, y de las esperanzas que tenía de que aún vivieran. Llegaron a Viena temprano por la tarde después de un largo y cansado viaje en tren que les

pareció que jamás terminaría. Abordaron un carruaje en la ciudad para que los condujera a la posada situada en los

bosques de Viena donde Paul Ferraris dijo que le darían la bienvenida a pesar de que hubiera estado ausente durante veinticinco años.

Gisela temió que el lugar estuviera cerrado o que hubiera cambiado de propietario porque sabía que su padre se desilusionaría.

Sin embargo, después de titubear unos segundos, en cuanto él dijo su nombre, la señora Bubna le extendió los brazos y exclamó:

— ¡Si es mi pequeño Paul, el inglés que tenía miedo a Viena, pero que tocaba el violín como un ángel! ¡Bienvenido, bienvenido!

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Después de eso, todo fue recuerdos, brindis y noticias de gente que para Gisela sólo significaban nombres.

Se sentía muy contenta de que su padre se mostrara feliz y con mejor aspecto del que había tenido desde la muerte de su madre.

Durante casi dos años, habían ido de un lugar a otro, sin establecerse en ninguno y cuando empezaban a quedarse sin dinero, su padre dijo:

—Iremos a Viena. Siempre tuve la intención de volver, pero nunca lo hice porque tu madre prefería vivir en Francia.

Durante los años anteriores, la madre de Gisela era quien se ocupaba de todo. Su marido tocaba música celestial, pero no parecía consciente de que los que dependían de él, tenían que comer.

Solía tocar para su esposa e hija con tanto gusto y con tanta brillantez que parecía estar actuando en un teatro ante un gran público.

Paul Ferraris había sido aclamado en París y debido a que su mujer manejaba y arreglaba los contratos, ganó mucho dinero hasta que se declaró la guerra franco—prusiana y cuando los alemanes empezaron a invadir Francia, todos los que tenían los suficientes medios, salieron a la mayor brevedad posible.

Poco después, la madre de Gisela murió trágicamente a consecuencia de una súbita enfermedad y junto con su hija, Paul Ferraris permaneció una temporada al sur de Francia.

Pero no se quedaron mucho tiempo y de allí viajaron a través de Italia hasta Grecia y por fin, Paul Ferraris sintió nostalgia por Austria, en especial por Viena.

Gisela, que trataba de ocupar el lugar de su madre, le preguntó si creía que pudieran conseguir que diera un concierto o que lo contrataran en alguno de los mejores teatros.

—Me recordarán, de eso no hay duda. Todo lo que tenemos que hacer es ponernos en contacto con mis amigos.

Pero cuando ella le pidió que se los nombrara, se mostró bastante elusivo y eso la preocupó, aunque estaba segura de que su fama lo había precedido y que Johann Strauss, cuya música se escuchaba en todas partes, lo recibiría como a un colega.

Por lo menos la señora Bubna lo recordaba y Gisela estaba decidida a hablar con ella a solas en cuanto se le presentara la oportunidad.

—Parece que le va bien —comentó su padre—. El lugar es más grande de lo que yo recuerdo.

— ¿Más grande? ¡El doble de tamaño, señor mío! Está de moda. Tarde o temprano, todo mundo viene a beber mis vinos y a disfrutar de mi cocina.

—Si su comida es tan deliciosa como la que cenamos hoy, no me sorprende —respondió Paul Ferraris—. Ya le había comentado a mi hija lo sabroso que cocina.

—Pronto engordaré si permanecemos aquí mucho tiempo —intervino Gisela. — ¿Cree que subirá tanto de peso como yo? —preguntó la señora Buba—. Aunque no es

probable. Nunca logré que su padre engordara, a pesar de que tenía un apetito insaciable.

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Su padre continuaba muy delgado, pensó Gisela y eso lo hacía verse muy elegante con ropa de etiqueta cuando se presentaba en el escenario y colocaba su precioso violín Stradivarius bajo la barbilla.

Con frecuencia pensó que tal vez las damas del público se emocionaban tanto con él como con su música, ya que no apartaban los ojos del apuesto rostro y la cabellera oscura, que apenas ahora empezaba a encanecer en las sienes.

—Me encelo de la atención que recibes de tantas mujeres hermosas —observó su madre en cierta ocasión.

—No tienes por qué, mi amor —respondió él —. La única mujer hermosa en mi vida eres tú.

A diferencia de la mayoría de los músicos, toda la felicidad de su padre se concentraba en su hogar.

Muy rara vez salía a cenar después de una actuación, lo cual sus conocidos no podían comprender.

Prefería regresar a cenar a solas con su esposa y más tarde, cuando ya tuvo edad para acompañarlos, con su hija Gisela.

Cuando su madre murió, Gisela comprendió que su padre se sentiría perdido, desdichado y aturdido.

Ver a alguien hundido en la desesperación era atemorizante, pero amaba tanto a su padre que pensó que tanto por él como por la memoria de su madre, debía sacarlo de la depresión y el único camino era la música.

"Las cosas mejorarán ahora que está en Viena", se dijo mientras lo veía charlar animado con la señora Bubna.

Pero a la vez notaba que estaba muy cansado. Así que en cuanto lo vio terminar de beber su café, le indicó:

—Sube a descansar, papá y mañana podrás dormir hasta la hora que quieras ya que no tendremos que apresurarnos para tomar trenes o acudir a alguna cita.

—Me parece muy sensato —opinó la señora Bubna —, y usted también, señorita, debe descansar. Buenas noches y que Dios los acompañe.

Salió de la habitación y Gisela sonrió a su padre. — ¡Es maravillosa! Ahora entiendo por qué deseabas verla de nuevo. —Debe tener más de sesenta años y, sin embargo, habla con el entusiasmo de una jovencita

y es muy activa. Ambos se rieron. —Mañana, cuando estemos descansados —agregó él—, te mostraré Viena. Siento como si

hubiera regresado al hogar. Gisela sabía que en realidad era su hogar de adopción, pero no lo comentó, ya que a su

padre le disgustaba que le recordaran que era de ascendencia inglesa.

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Los recuerdos que tenía de Inglaterra no eran gratos debido a que su padre, además de ser muy estricto, se había casado en segundas nupcias con una mujer que no quería a Paul.

Sus abuelos maternos eran austriacos y Paul fue a pasar unas vacaciones con ellos. Cuando se enteraron de los sufrimientos que padecía en su hogar, lo retuvieron en Viena a su lado.

Lo enviaron a la universidad y cuando descubrieron que tenía gran talento para la música y en especial para el violín, él adoptó su apellido.

— ¿Cómo esperar que alguien te tome en serio como músico si eres inglés? —le preguntó su abuela—. Con el apellido Ferraris te escucharán con respeto y ése es el primer paso para ganar la batalla por el reconocimiento.

Como era un joven inteligente, Paul comprendió que tenía razón y además, de todas maneras, detestaba Inglaterra pues recordaba lo que había padecido después de la muerte de su madre.

En poco tiempo se sintió parte integral de la familia de su abuela, aunque algunas veces, Gisela detectaba en él características inglesas que su padre no tenía idea que poseía.

Y fue su madre quien insistió en que ella estudiara con ahínco el inglés, así como otros idiomas.

—Eres tres cuartas partes inglesa, mi amor —le dijo—, y sería tonto negarlo. Siempre he creído que nuestras raíces están en los países a los que pertenecemos y un día, tal vez vayas a Inglaterra y descubras que es el lugar que te atrae más que cualquier otro para vivir.

—Lo dudo, mamá, pero si amas Inglaterra, yo también la amaré. Sin embargo, por la forma en que habla papá de Austria, la imagino emocionante y romántica.

—Tu padre olvida que también tiene sangre húngara por parte de su bisabuela. Así que, en suma, es mestizo, ¡aunque jamás lo admitirá!

Ambas se rieron, sin embargo, Gisela se emocionaba con el solo hecho de escuchar relatos sobre Inglaterra, Austria, Hungría y porque había vivido allí, también con anécdotas de Francia.

Le resultaba fácil hablar con fluidez los idiomas de los cuatro países. Poder entenderse con la señora Bubna le hizo agradecer las horas que pasara con diferentes

institutrices en lugar de salir a jugar o a cabalgar, como era su deseo cuando la ponían a estudiar.

"Mañana escucharé el idioma austriaco en las calles, las tiendas y, por supuesto en el teatro", pensó, "también lo oiré en las canciones".

Se dio cuenta de que eso era lo que añoraba desde que llegaran a los bosques de Viena. Su padre le había contado que con frecuencia los estudiantes o los soldados se ponían a

cantar y todo el mundo se unía al coro que hacía eco entre los árboles. Como si adivinara sus pensamientos, su padre le dijo: —En cuanto yo me retire, debes hacer lo mismo, Gisela. —Pero es muy temprano, papá.

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—Ahora todo está tranquilo, pero más tarde, cuando llegue la gente a cenar, la señora Bubna no tendrá tiempo para cuidarte.

Gisela lo miró, sorprendida. — ¿Temes que el ambiente se ponga desagradable? —No, no exactamente, sé que aquí sólo vienen a divertirse. Pero eres muy linda y cada día

te pareces más a tu madre. A los dieciocho años ya no puedes quedarte sola, sin dama de compañía como cuando niña.

—Esto sí que es novedad, papá. Nunca me habías hablado así antes. —El año pasado vivimos con mucha tranquilidad. No hemos ido a ninguna ciudad alegre

o adonde las mujeres bellas atraen las miradas masculinas como imanes. — No te preocupes por mí, papá. Me sé cuidar sola. Mañana hablaremos de eso, no esta

noche. Notó que a su padre se le cerraban los ojos por la fatiga y que bostezó al levantarse. —Buenas noches, cariño. Eres tan sensata como tu madre. Como dices, mañana

hablaremos. Salió de la salita privada donde la señora Bubna les había servido la cena. Al frente de la posada había un restaurante con muchas mesas en el exterior, colocadas a la

sombra de los árboles, donde a Gisela le hubiera gustado cenar para observar a los demás comensales.

Pero la señora Bubna insistió en que cenaran temprano para que pudiera atenderlos personalmente y como ambos tenían mucho apetito, accedieron de inmediato.

Gisela tomó el ligero chal que hacía juego con su vestido y que llevó consigo en caso de que salieran a pasear por los bosques después de la cena.

En lugar de ponérselo sobre los hombros, lo colgó de un brazo y al mirar hacia la ventana pensó que, a pesar de lo que su padre dijera, era demasiado temprano para irse a la cama.

Anhelaba conocer los bosques de Viena de los que tanto escuchara hablar y leyera. Estaba segura de que eran los más románticos del mundo y lo que había visto camino a la

posada había confirmado esa impresión. Casi sin pensarlo, salió de la habitación y en lugar de subir por la escalera, cruzó una

puerta que conducía al jardín posterior del edificio. Era un pequeño lugar lleno de flores que perfumaban el ambiente. Después se convertía en

parte del bosque y los árboles estaban tan cerca que parecían rodear la posada. Como era tan hermoso y la noche todavía no caía, Gisela continuó su camino y poco

después, mientras se adentraba en el espeso follaje vio cuando las luces de Viena empezaron a encenderse.

No había suficiente luz para distinguir nada, excepto la gran aguja de la catedral y el Danubio, que brillaba como si fuera de plata, incluso en el crepúsculo que era el preludio de la oscuridad.

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Las luces de la ciudad parecían luceros y Gisela pensó que cuando pudiera ver a través del follaje la salida de las estrellas en el firmamento, sería como ver resplandecer diamantes sobre el más suave de los terciopelos.

Se emocionó y sintió corno si flotara en lugar de caminar. Sus pies se movían ligeros como si bailaran al ritmo de alguna música celestial tocada por

las hojas y las flores que percibía por su aroma, aunque no las podía ver. A su izquierda apareció un pequeño claro y contempló ensimismada la cuenca del

Danubio a sus pies. Sabía que en algún lugar, escondida en la penumbra, se encontraban la isla Gansehaufel y

el Castillo de Korneuburg, los cuales conocería al día siguiente. Su padre le prometió también llevarla a conocer el palacio barroco de Schómbrunn,

flanqueado por Karlskirche. Había tanto que ver, tanto que escuchar, que casi parecía un crimen pensar en dormir. Poco a poco fueron apareciendo más luces, hasta que la ciudad se iluminó con ellas y sintió

que se estaba perdiendo de algo vital y emocionante que la estaba aguardando. Tal vez, se dijo, esperaba que Viena le brindara lo que siempre había anhelado, aunque no

estaba segura de lo que era. Sólo sabía que debido a que su padre hablaba de Viena con tanta frecuencia, esta ciudad

había adquirido un significado casi místico, algo que no podía expresar con palabras sino con música.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que escuchaba música, no como la que su padre tocaba, sino voces masculinas que cantaban.

Reconoció la tonada porque cuando cruzaron la frontera hacia Austria, escucharon que la cantaban, la silbaban o la tarareaban tanto en el tren como en cada estación donde se detuvieron y también en las posadas donde se alojaron.

Era un vals popular que Gisela no tardó en darse cuenta de que cambiaba de letra de acuerdo con las necesidades de quien la cantara.

Ahora, escuchó el cántico con claridad: "Busco el amor. ¿En dónde se esconde ella? Busco el amor. ¿En dónde puede estar ella?

¡Baile, cabalgue, cante o beba, no se me escapará!" Tuvo la sensación, aunque no estaba segura, de que era la letra que los estudiantes habían

compuesto mientras los escuchaba repetir el estribillo: "¡No se me escapará!" Lo acompañaban con gritos que literalmente hacían estremecer las hojas de los árboles a su

alrededor. Las voces se acercaban por la vereda en la que ella se encontraba y de pronto se percató de

su situación. Tenía la impresión de que a los estudiantes les parecería divertido encontrar a una joven

sola caminando por el bosque.

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Estaba segura que no le harían daño, pero podría ocurrírseles besarla y tal vez obligarla a acompañarlos adonde se dirigían.

De pronto, invadida por el pánico, Gisela se preguntó si debía correr de regreso a la posada.

Pero al volverse y mirar por donde viniera, notó que estaba muy oscuro y temió caerse si corría.

Lo peor era que su vestido blanco sin duda atraería la atención de ellos. Miró a su alrededor y descubrió un seto que evidentemente lo usaban las parejas que deseaban intimidad.

En su interior había un asiento de madera y los arbustos y enredaderas lo protegían tanto de los elementos como de miradas indiscretas.

Con rapidez, porque las voces se oían cada vez más cerca, Gisela se deslizó al interior del seto, ocultándose detrás de la banca de madera en la esquina más lejana.

Escuchó con atención y le pareció que las voces sonaban demasiado alegres, como de quienes han estado bebiendo.

Asustada, Gisela se estremeció cuando las voces se aproximaron y la letra pareció enviarle un mensaje personal:

"¡No se me escapará!" "¿Y si me descubren?" pensó. Frenética, deseó haber obedecido a su padre retirándose a

dormir. Por supuesto que no debía estar sola en el bosque a esa hora de la noche, pero todo era tan

hermoso, como la imagen de sus propios sueños. Pero esto era la realidad y los jóvenes eran iguales en todo el mundo. Cuando se percató de que los cantantes habían llegado al seto y que podían descubrirla por

el blanco de su vestido que resaltaba en la oscuridad, un hombre apareció en la entrada. El corazón de Gisela palpitó acelerado por el temor. Entonces se dio cuenta de que él no

miraba al interior sino que estaba parado de espaldas a ella. No podía verlo con claridad, pero era alto porque su cabeza quedaba al nivel del seto y

mientras permaneciera ahí, sería imposible que cuando los estudiantes pasaran vieran hacia adentro y la descubrieran.

Después del primer momento de temor por su aparición, sintió gratitud hacia él. Ahora las voces eran ensordecedoras y repetían el estribillo y acompañándolo de gritos de júbilo y risas.

El hombre permaneció parado en la entrada del seto mientras ellos cruzaban frente a él y el último de los cantores le dijo:

— ¡Ven y únete a nosotros! La noche es joven y el vino de la posada de Bubna muy bueno. —Lo haré más tarde —respondió el hombre. Pronto las voces fueron disminuyendo hasta que se convirtieron en un murmullo. El hombre no se movió. Gisela no se atrevía casi ni a respirar. Todavía temblaba, aunque

ya no estaba tan asustada. Entonces, el hombre preguntó:

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— ¿Se encuentra bien? Nunca imaginó que supiera que estaba allí y se sobresaltó antes de contestar con voz muy

débil. —Gracias... por pararse donde está... temía... que me vieran. —Supuse que por eso se ocultaba. Fue sensato hacerlo, aunque no lo fue salir a los bosques

sola por la noche. —Lo sé... pero era tan... hermoso... que parecía casi... un pecado... irme a dormir. Tuvo la sensación de que el hombre sonreía, pero no podía verle el rostro porque la noche

había cerrado, así que en medio de la oscuridad sólo era un bulto oscuro. — ¿Quién es usted y qué hace aquí? —preguntó el hombre. —Me hospedo en la posada con mi padre. Llegamos hoy. — Imagino que es su primera visita a Viena. — ¿Por qué lo dice? —Nadie qué conoce la ciudad o a los vieneses vendría aquí sola. Gisela suspiró. —Fui... muy... tonta. —Mucho y no debe hacerlo de nuevo. Su tono de genuino interés la sorprendió y él debió percibir su curiosidad porque le indicó: —Venga y siéntese. Creo que será mejor esperar a que esos jóvenes bulliciosos se instalen

antes que la acompañe de regreso. —Es usted... muy amable. No estaba segura de lo que debía hacer. Tenía la sensación de que no debía hablar con un

desconocido, pero la alternativa que le quedaba era alejarse sola y le daba demasiado miedo hacerlo.

Se sentó y él hizo lo mismo a su lado. Por lo profundo de su voz se dio cuenta de que era un adulto y por la forma en que se

movía, que era ágil y atlético. Pero era imposible estar segura de nada más y dijo nerviosa. —Debo volver... tan pronto como... considere que es... prudente. —Estará segura conmigo. Lo miró, pero como no podía ver nada en la oscuridad, volvió la vista hacia las luces de la

ciudad que incluso desde allí podían admirarse. —Creo que debemos presentarnos. ¿Cómo se llama? —Gisela. —Un nombre muy bonito y sospecho que usted lo es también. Gisela no pudo evitar sonreír. —Como no puede verme, aunque fuera muy fea, no tendría que admitirlo. —Estoy seguro que es hermosa. Gisela se rió. — ¿Cómo puede estar seguro?

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—Porque su voz es musical y su figura perfecta. Ella se sonrojó y se alegró de que él no lo notara por la oscuridad. —Es sólo... una suposición... que no puede probar. —Por el contrario. La vi de pie y delineada contra el firmamento mientras caminaba entre

los árboles y pensé que debía ser una de las ninfas que todos sabemos viven en estos bosques. — ¡Cómo me gustaría verlas! —exclamó Gisela involuntariamente. El hombre a su lado se rió. —Yo tuve la fortuna de verlas. Se hizo un breve silencio, hasta que Gisela se atrevió a decir: —Yo ya le dije mi nombre, ¿cuál es el suyo? —Sólo su nombre de pila —le corrigió él—, el mío es Miklós. —Yo soy Gisela Ferraris. — ¿Familiar del músico? — ¿Ha oído hablar de papá? — ¿Así que es hija de Paul Ferraris, el violinista? —Sí. —Lo escuché tocar la última vez que estuve en París, hace cuatro o cinco años y jamás

olvidaré lo magnífico que es. Gisela lanzó una exclamación ahogada de entusiasmo. —Me alegra tanto. Debe decírselo a él, lo complacerá mucho. —Siempre he deseado volver a escucharlo. — ¿Cuál es su apellido? —preguntó Gisela, algo turbada. —Soy Miklós Toldi. —No es un apellido austriaco. —No, soy húngaro. — ¡Qué emocionante! — ¿Por qué? —Siempre deseé conocer a un húngaro. Yo llevo sangre húngara en las venas y siempre me

ha parecido una raza muy romántica. Más que los vieneses, que para papá son la gente más romántica del mundo.

—Tal vez su padre tenga razón. Todos venimos a Viena para charlar, soñar y cantarle al amor.

—Como los estudiantes —observó Gisela, sonriente. —Los estudiantes son bastante ruidosos, con frecuencia molestos e imprevisibles en su

comportamiento, por eso fue muy sensato de su parte ocultarse cuando los escuchó aproximarse.

Gisela sintió de nuevo el temor que la había poseído cuando sintió que los cantores se acercaban adonde se ocultaba.

—Gracias... por... salvarme.

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—Ya le dije que debe ser más cuidadosa en el futuro; cuando vea a su padre le recomendaré que la cuide mejor.

Gisela lanzó una exclamación de protesta. — ¡No lo haga, por favor! Se preocupará mucho, además... lo desobedecí hoy... por eso

estoy aquí. —Por mi parte, me alegra que lo hiciera. Al menos nos conocimos; no le diré ningún

comentario sobre esto a su padre. Sin embargo, le diré que tiene una hija con una voz tan melodiosa que supera cualquier sonido que pueda producir con su violín.

Gisela se rió. —Papá no se sentirá complacido. Al igual que para todos los grandes músicos, para él la

música es... sagrada. —Tiene razón. Su padre es un gran músico y mientras yo esté en Viena, aprovecharé la

oportunidad de escucharlo de nuevo. ¿En dónde se presentará? —Apenas llegamos hoy y aunque papá debe dar un concierto... no sé... cómo... arreglarlo. — ¿Quiere decir que usted hace los arreglos para sus presentaciones? —Desde que mamá murió. El no sabe nada acerca de esas cosas y como viajamos tanto el

año pasado porque se sentía muy desdichado, no ha conseguido un representante como lo tenía cuando vivíamos en París.

—Comprendo. Pero estoy seguro que si acude a ver al gerente del Teatro de la Corte, estará encantado de ayudarla.

—Gracias. Era lo que necesitaba saber. Papá desconoce todo lo relacionado con ese tipo de cosas y sería muy feliz si tuviera oportunidad de tocar en uno de esos pequeños jardines de baile de los que tanto me ha hablado, así como también ante un público elegante en un teatro.

Hizo una pausa antes de añadir con una sonrisa. —Por desgracia, no le pagarían tan bien. — ¿Están necesitados de dinero? —Tuvimos que salir de Francia a toda prisa después de que los alemanes derrotaron a los

franceses en la batalla de Sedan. Desde entonces hemos recorrido diferentes partes de Europa y viajar siempre cuesta.

—Veo que es muy práctica, señorita y el tipo de hija que su padre necesita. —Intento serlo, pero papá no me escucha como lo hacía con mamá. —Es lógico. La gente, en especial los hombres, esperan que sus hijos obedezcan, no que

den órdenes. —Es verdad, no obstante, por lo general logro convencerlo de que haga lo que deseo. —Todas las mujeres están llenas de triquiñuelas para salirse con la suya —respondió

Miklós, casi con amargura. Como se sintió criticada, .Gisela se puso de pie. —Ya no se escucha ruido y creo que es prudente que regrese. Miklós Toldi también se puso de pie.

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—La acompañaré. —No hay necesidad. —No puede estar segura. Los estudiantes podrían regresar por este mismo camino. Por la forma en que ella se volvió hacia esa dirección, Miklós comprendió que su

advertencia la había puesto nerviosa y agregó: —A menos que conozca el camino, no es fácil llegar a la posada, incluso a la luz del día.

Deme la mano, yo la guiaré. Gisela titubeó un momento, entonces pensó que sería una tontería rehusarse a esa sugerencia tan sensata.

Extendió el brazo y sintió los dedos de él cerrarse sobre su mano. Eran cálidos, fuertes, y brindaban una sensación de seguridad. Iniciaron la marcha por la vereda que ella tomara desde la posada. Se dio cuenta de que él tenía razón al decir que era difícil de encontrar. Como daban la espalda a las luces de la ciudad, se movían en la densa oscuridad del

bosque. Los árboles eran de follaje tan espeso, que no se veían las estrellas, además, esa noche no

había luna. Aunque él la llevaba de la mano, Gisela tropezó y él, para que se apoyara, la apretó con

más firmeza. Ella se alegró de que la acompañara. Caminaron en silencio hasta que al fin vieron frente a ellos las luces de la posada. — ¡Ya estoy a salvo! —exclamó Gisela cuando se aproximaron al pequeño jardín. Todavía bajo los árboles, Miklós se detuvo y como aún la llevaba de la mano, se vio

obligada a detenerse también. —La traje de regreso a salvo, Gisela. Le sorprendió que la llamara por su nombre de pila, pero no dijo nada y él continuó: —Dudo que nos reunamos de nuevo porque recordé que debo salir de Viena mañana. — ¿Se irá sin ver a papá? Dijo que deseaba escucharlo. —Y así es, pero debo irme por razones personales. —Lo lamentó, papá se habría sentido muy complacido de charlar con usted acerca de

París. —Tal vez en otra ocasión. Pero quiero que sepa que antes de partir hablaré con el gerente

del Teatro de la Corte y le diré que usted y su padre lo visitarán mañana. —Es usted muy amable. —Sucede que lo conozco y me encargaré de que los ayude. — ¡Gracias, gracias! Eso nos facilitará mucho todo. Es usted tan bondadoso, tuve suerte de

encontrarlo y de que me salvara. —En el futuro, cuídese. En otra ocasión no estaré presente y puede llevarse un susto. Hizo una pausa y agregó: —Prométame que no correrá ningún riesgo.

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Habló en un tono muy serio y ella levantó el rostro en un intento por ver cómo era, a pesar de la oscuridad.

Sólo pudo notar que era más alto que ella y como las luces de la posada no iluminaban los árboles, era sólo una voz en las sombras.

—Prométamelo —insistió Miklós. — Lo prometo. —Recordaré su voz, tal como recuerdo la música de su padre. —Sabe lo agradecida que le estoy —dijo ella en un impulso —, y desearía poder darle las

gracias de una forma más...adecuada. —Es sencillo. Gisela lo miró con curiosidad sin entender lo que le quería decir. De pronto y con gran ternura, como si temiera asustarla, con uno de sus brazos la rodeó y

con la otra mano la tomó de la barbilla para levantarle el rostro. Ella estaba demasiado sorprendida para moverse y cuando iba a intentarlo, era ya

demasiado tarde. Los labios de él se posaron sobre los suyos y recibió el primer beso de su vida. Sabía que debía resistirse y que debería sentirse indignada, pero los brazos de Miklós Toldi

la ciñeron a él, su boca la mantuvo cautiva y le fue imposible moverse, ni siquiera pensar. Sólo sabía que los labios de él parecieron tomarla prisionera, y que algo cálido y

maravilloso, como una ola marina, se agitó en su interior y ascendió a través de su pecho a su garganta, hasta que llegó a sus labios.

Era tan bello como la música que escuchara entre los árboles, como las luces de la ciudad que parecían estrellas, el río plateado y la fragancia de las flores del jardín.

Era algo que ella había soñado, imaginado, y sin embargo, jamás lo había encontrado, pero esto era lo que esperaba de Viena y ahora era suyo.

Los brazos de él la apretaron y sus labios se tornaron un poco más exigentes, pero a la vez, tan tiernos que ella no experimentó temor.

Unicamente sintió que dejaba de existir y que ya no era ella misma, sino parte de él. La besó hasta que sus pies ya no tocaban el suelo, porque sentía como si ambos volaran

hacia el cielo y se convirtieran en parte de las estrellas. Entonces, cuando a Gisela le parecía que era imposible sentir tal embeleso sin desmayarse,

él levantó la cabeza. —Adiós —dijo con voz ronca y muy diferente a lo que sonara antes. Ella deseó suplicarle que no se fuera, pero le resultaba imposible hablar y cuando al fin

pudo hacerlo, ya se había marchado. En un momento estaba allí, en la oscuridad con ella en sus brazos y al siguiente, se

desvaneció entre los árboles y ella se quedó sola. Cuando Gisela volvió a la realidad, le pareció que todo había sido un sueño.

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¿Era cierto que se hubiera internado en los bosques de Viena y la asustaron los estudiantes? ¿O que la hubiera salvado un hombre cuyo rostro nunca vio y a quien, de hecho de forma reprensible y casi escandalizante, había permitido que la besara? Pero fue algo que, de alguna manera, fue lo correcto o tal vez la palabra más apropiada fuera... inevitable.

Eso era lo que ella esperaba de Viena y lo que había encontrado. De pronto se dio cuenta de que él se había ido, que le había dicho adiós y que nunca

volvería a verlo. No que ella de hecho lo hubiera visto, pero por alguna razón extraña, había respondido a

su voz y al contacto de su piel. Todavía podía sentir los dedos de él oprimiendo sus manos mientras la conducía con

seguridad en la oscuridad del bosque. Su corazón palpitó y su cuerpo se estremeció por el éxtasis que él despertó en ella con sus

labios y pensó que le iba a ser imposible volver a sentirse como cuando la mantuvo cautiva. Un éxtasis que no pudo explicarse surgió en su interior haciéndola sentirse parte de él. Pero se había marchado y ella sólo conservó el recuerdo del tono de su voz en el aire

cuando decía "adiós". Debido a que le pareció tan irreal, algo que no podia haber sucedido, se volvió y casi a

ciegas y con lentitud, cruzó el jardín y entró en la posada. Mientras caminaba por el pasillo en dirección a la escalera, escuchó las voces y las risas

provenientes del restaurante y de las mesas situadas bajo los árboles. Temió encontrarse con alguien, por lo que se apresuró escaleras arriba. Cuando llegó a la puerta de su habitación, escuchó a lo lejos las voces procedentes del

jardín cantando el estribillo:

"Busco el amor. ¿En dónde se esconde ella? Busco el amor... ¿En dónde puede estar ella?"

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DDESDE el palco donde se encontraba sentada Gisela escuchó el ensayo, satisfecha. Se había sentido un tanto temerosa cuando ella y su padre se dirigieron a la ciudad para

visitar al gerente del Teatro de la Corte. Era evidente que no podía decirle a su padre que Miklós Toldi se entrevistaría con el

gerente, porque de ninguna manera iba a poder explicarle cómo lo había conocido. Además, estaba segura de que no podía hablar del hombre que la había besado, sin

ruborizarse. Después de que permaneció despierta esa primera noche experimentando aún las

maravillosas sensaciones y el éxtasis que él le provocara con sus labios, le fue imposible sentir arrepentimiento.

No obstante, a partir del día siguiente, se sintió avergonzada y escandalizada de sí misma. ¿Cómo pudo comportarse de esa manera tan ligera y reprobable? Sabía bien que su madre se habría horrorizado ante la idea de que la besara un hombre con

quien no estuviera comprometida en matrimonio. Pero que la besara un desconocido a quien ni siquiera le había visto el rostro, le parecía tan

increíble, que no dejaba de repetirse a sí misma que no había sucedido en realidad, que todo había sido producto de su imaginación.

Sin embargo, cuando trataba de convencerse de que era un sueño, sentía los brazos de Miklós a su alrededor y los labios de él sobre los suyos.

Escuchaba de nuevo la música que parecía provenir de las hojas de los árboles y la sensación de que ella y Miklós se elevaban hacia las estrellas y volvía a experimentar el éxtasis maravilloso que la hacía estremecer.

Cuando desayunó con su padre bajo los árboles en el exterior de la posada, se reprendió diciéndose que debía poner los pies sobre la tierra y dedicarse a él.

Todavía se le veía cansado, aunque se mostraba entusiasta ante la idea de mostrarle Viena y de reunirse con algunos amigos.

— Visitaré a Johannes Brahms — le comentó —. La señora Bubna me facilitó su dirección. — Creo que deberíamos visitar primero a los gerentes de los teatros donde haya la

posibilidad de que des un concierto o de que te integres a uno de sus espectáculos. — Todos querrán contratarme —respondió apresuradamente. Por supuesto, Gisela comprendió que, en el fondo, temía no ser tan bien recibido como

esperaba.

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Gracias a Miklós Toldi, cuando llegaron al Teatro de la Corte los condujeron en seguida y con mucha ceremonia hasta la oficina del gerente.

Este era un hombre de edad, obeso y calvo, que al verlos, se levantó de su escritorio visiblemente complacido.

— ¡Señor Ferraris! ¡Apenas puedo creer que sea usted! ¡Bienvenido a la ciudad de la música!

— ¿Se enteró del éxito que tuve en París? —preguntó Paúl Ferraris. — Por supuesto y ahora lo necesitamos entre nosotros. Desde ese momento todo marchó de maravilla y a los dos días, Paul Ferraris ensayaba para

un espectáculo que se estrenaría a fines de la semana. —Lo necesitamos con desesperación — le indicó el productor—. Tenemos un gran

barítono, Ferdinand Jaeger y un solo de violín será un contraste espléndido, con el cual completaremos el programa.

Paul Ferraris estaba emocionado. — ¡Habían oído hablar de mí, me conocían, te lo dije! — Por supuesto, papá. La música es internacional y no creo que Viena no haya estado en

contacto con París y Bruselas durante todos estos años. Sentada ahora al fondo del palco, para que no la pudieran ver, dijo una oración de gracias

al ver tan feliz a su padre. Por la forma en que Paul entró en el escenario, ella comprendió que tocaría magistralmente

y que olvidaría la frustración del año anterior, cuando con frecuencia se sentía tan desdichado que le era imposible tocar bien.

Paul Ferraris siempre había sido muy cuidadoso de que su hija no se relacionara con la gente de teatro porque, aunque él no lo decía, con frecuencia tenían una forma de vida reprobable.

En vida de su madre, Gisela se quedaba en casa o escuchaba a su padre sentada en un palco o en una butaca en el teatro, pero jamás entraba detrás del escenario.

Y ahora, a Paul Ferraris le preocupaba no saber qué hacer con ella. No podía ordenar que permaneciera sola en el hotel donde se hospedaban, tampoco le

agradaba la idea de que se sentara en las butacas, con el director y los productores, lo cual significaría propiciar que se relacionara con ellos, algo que él consideraba indeseable.

— Todos son ejecutantes como tú — discutió Gisela —, y deseo conocerlos. — Tu madre no lo aprobaría —respondió con firmeza su padre— . Pero déjalo de mi

cuenta, haré los arreglos que considere pertinentes. Gisela no deseaba discutir con él. Sin embargo, sabía que si no estaba presente, no podría cuidarlo para que tomara sus

alimentos a tiempo, que por lo general olvidaba cuando se encontraba con viejos amigos y no regresaba al hotel a buena hora para descansar.

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La charla de su padre con el gerente tuvo como resultado que la condujeran a un palco privado del fondo donde la encerraron, pensó Gisela con irónica sonrisa, como si fuera un animal salvaje.

No se quejó y fascinada, admiró el teatro que era bellísimo, aunque se enteró de que construirían uno nuevo en su lugar, ya que éste no tenía el cupo suficiente para ser el Teatro Imperial de la capital.

También deseaba conocer el Teatro de la Opera, pero por el momento no había tiempo para pasear, puesto que su padre insistía en aprovechar cada instante posible del día para ensayar.

—Estoy fuera de práctica y si voy a presentarme ante el público más exigente del mundo, debo trabajar día y noche, para mantener mi reputación.

— ¡Tocas precioso, papá! Gisela, sin embargo, entendía su nerviosismo porque los vieneses no hablaban de otra cosa

que no fuera la música y casi todos ellos cuando no tocaban un instrumento, cantaban. Mientras escuchaba la orquesta pensó que su padre tenía razón al decir que la música en

Viena alcanzaba una perfección que no se encontraba en ningún otro lado. Al finalizar la orquesta, se escuchó una voz tras bambalinas que anunciaba: — ¡Paul Ferraris! Su padre hizo acto de presencia en el escenario. Incluso con la ropa ordinaria que usaba para los ensayos, se veía más apuesto y

distinguido que los demás hombres que se encontraban en el teatro. El podía sentirse austriaco, pero ese aire autoritario que poseía, sin duda se debía a su

sangre inglesa. —Los ingleses siempre son conscientes de su importancia —le había dicho su madre en

una ocasión—, y como en la actualidad ocupan un lugar sobresaliente en el mundo, me siento muy orgullosa, a pesar de lo que diga tu padre, de que seamos ingleses.

— ¡Pero no vayas a decírselo! —le advirtió a Gisela. Ambas se rieron al saber con qué fervor Paul Ferraris intentaba probar que era del todo

austriaco en pensamiento, palabra y obra. En ese momento estaba de pie escudriñando el teatro, como si estuviera lleno de gente

esperando y conteniendo la respiración para escuchar lo que iba a interpretar. Entonces levantó su amado Stradivarius y Gisela pensó orgullosa que nadie tenía un padre

más maravilloso. El director de la orquesta levantó la batuta y la exquisita melodía de uno de los conciertos

de Mozart invadió el ambiente. Era tan hermosa que Gisela se sintió transportada a los bosques de Viena, donde las luces

de la ciudad titilaban a lo lejos, las estrellas brillaban en el cielo y la música provenía, no del escenario, sino de los árboles.

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Le fue imposible apartar de su mente la idea de que Miklós estaba a su lado y que el roce de su mano le brindaba una sensación de seguridad.

¡Luego la abrazaba y sus labios se unían! Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no fue sino hasta que escuchó que su padre

terminaba la primera pieza de su programa y hacía una pausa antes de iniciar la siguiente, que regresó de su mundo de fantasía y se dio cuenta de que no estaba sola en el palco.

Alguien se encontraba sentado a su lado, pensó que se trataba del gerente y se volvió segura de que escucharía un elogio a la ejecución de su padre. Pero para su asombro, era un hombre que jamás había visto.

Mientras lo miraba supo, sin necesidad de ninguna explicación, quién era. —Es usted tal como lo suponía —dijo él. Su voz era profunda y familiar y había resonado en los oídos de ella desde que hablaran en

la oscuridad. — ¿Por qué... está... aquí? Pensé... dijo... que se iría. —Lo intenté y quiero hablarle de ello. ¿Cuándo puedo verla a solas? Ella lo miró perpleja, antes de responder. —Sé que tengo... que agradecerle haber recomendado a papá con el gerente... se mostró...

muy amable. —No hay razón para que no lo fuera. Sin embargo, una presentación inesperada no

siempre tiene los resultados deseados. —Le estoy... muy agradecida. —Es muy generosa con sus agradecimientos. Gisela se sonrojó al recordar cuando trató de darle las gracias y él la besó. — ¡Es usted preciosa! Y se ve aún más hermosa cuando se ruboriza. —Por favor... —suplicó Gisela —, me hace... sentir... turbada. —Y eso es tan hermoso como su voz. Conteste mi pregunta, porque si no le ha dicho a su

padre que nos conocemos, le resultará extraño que estemos aquí sentados charlando. Gisela se sobresaltó y se inclinó un poco más hacia atrás del palco, donde la ocultaban los

cortinajes de terciopelo rojo que colgaban a cada lado. —Por favor... que no lo... vea. —Entonces respóndame. Nerviosa, miró hacia el escenario. Su padre tocaba una de sus piezas favoritas de Schubert. — ¡Es imposible! —susurró—. Papá no me pierde de vista excepto cuando toca y aún así,

no me deja sola en el hotel. —Tengo que verla —dijo Miklós con tono de urgencia—, y dice que me está agradecida. —Creo que... me... está chantajeando —protestó Gisela. —Sólo porque estoy desesperado por hablar con usted. Lanzó un suspiro y agregó:

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—Salí de Viena, como le dije, pero cuando ya estaba a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad, regresé.

— ¿Para... verme? — ¿Cómo dejar inconclusa una sinfonía o un concierto tan bellos e inspiradores que sería

un crimen contra la naturaleza no conocer el final? Hizo una pausa. —Esa no es la palabra que deseo decir, pero sé que comprende lo que intento dar a

entender. —No... puedo... entrevistarme... con usted... Gisela se detuvo de pronto. — ¿Qué sucede? —Algo que había... olvidado... pero de cualquier... manera... sería... incorrecto. —No si nos concierne, así que dígame qué fue lo que recordó. —Cuando veníamos hacia acá, papá me dijo que después de la función de esta noche

cenará con Johann Strauss. Está muy emocionado por ello, me dijo que yo no estaba invitada y que primero me llevará de regreso al hotel.

Sin necesidad de verlo, sabía que Miklós Toldi sonreía. —Supongo que su padre cree, como tanta gente, que las melodías de Strauss complacen a

los aristócratas, pero corrompen a la juventud. — ¡No, no, claro que no! ¿Cómo podría pensar esa tontería cuando la música del señor

Strauss es tan hermosa? —Hermosa y romántica para usted y para mí y no necesito decirle cuánto deseo bailar un

vals con usted. Aunque los austriacos conservadores dicen que el vals es alocado, apasionado y que "desata al diablo".

Gisela se rió porque le pareció ridículo. —Siempre hay gente que desaprueba todo lo que es nuevo y moderno, pero antes de la

guerra, todo París bailaba los valses de Strauss y los consideraban el complemento perfecto a los bellos vestidos y espléndidas joyas de la Emperatriz Eugenia.

—Es usted demasiado joven para haber bailado el vals en París. —Es cierto, pero mamá solía contarme acerca de los bailes y cuando me llevaba al teatro a

escuchar tocar a papá, podía ver a los emperadores sentados en el palco real y todo el público parecía surgido de un cuento de hadas.

—Me alegra que fuera demasiado joven para bailar el vals en París, pero ahora tiene edad suficiente para bailarlo conmigo en Viena.

Por un momento, la sensación de lo maravilloso que sería la invadió, pero en seguida reaccionó y contestó:

—Sabe que es... imposible... papá jamás... lo permitiría. —Eso lo discutiremos después. Esta noche deseo hablar con usted en algún lugar tranquilo

donde nadie nos vea.

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— ¡No puedo... hacer... tal... cosa! —Por favor —le rogó él —, recuerde que yo la ayudé una vez y puedo hacerlo de nuevo. Y

también que viajé una gran distancia sólo para verla. —Estoy segura... que tenía... otras razones —se defendió Gisela. —No, sólo usted —aseguró él con voz muy suave. Ella intentó decirle que lo que él sugería era incorrecto y que no era posible que engañara a

su padre y se comportara de una forma que sólo aumentaría el malestar que sentía por lo que sucediera aquella noche en los bosques de Viena.

Entonces, al mirarlo para decirle las frases que temblaban en sus labios, éstas parecieron desvanecerse y sólo pudo pensar en la expresión de sus ojos y en lo apuesto que era.

Llevaba la cabellera oscura cepillada hacia atrás, sus bien delineadas facciones eran muy diferentes a las de cualquier hombre que ella conociera con anterioridad, y sus ojos oscuros que brillaban de forma extraña y atractiva a la vez, le inspiraban confianza.

Sabía que con cualquier otro hombre ella se habría atemorizado ante la sugerencia que le hacia Miklós Toldi.

Sin embargo, al igual que cuando la guió por la oscuridad, ahora sabía que podía confiar en él.

— ¿Vendrá? Ella apenas lo escuchó decir las palabras, no obstante, las sintió como un beso en sus labios. —Ha sido... tan bondadoso... que me es... difícil... negarme. —Sólo busca excusas ante sí misma. Sabe que la verdad es que desea hablar conmigo tanto

como yo con usted. No podemos escapar el uno del otro, Gisela. Extendió la mano, tomó una de las de ella y se la llevó a los labios. Ella sintió la boca cálida sobre su piel, en seguida él salió del palco mientras Paul Ferraris

tocaba las últimas notas.

DDe regreso esa noche del teatro al hotel, Gisela no pensaba en otra cosa más que en lo que le esperaba. Regresaron temprano al Hotel Sacher, donde se hospedaban, para que su padre durmiera una siesta.

Gisela se encargó, mientras tanto, de ordenar que les enviaran algo de comer antes de regresar al teatro.

Después de ponerse de acuerdo con el cocinero, quien le aseguró que se esforzaría por complacer a tan famoso músico, subió a su habitación.

El hotel era fascinante, pero ella se había preocupado cuando su padre insistió en que se hospedaran allí.

— ¿Podemos darnos el lujo, papá? —No hay otro lugar donde me gustaría hospedarme en Viena —afirmó su padre. No quiso arruinar su felicidad sugiriendo que se hospedaran en una pensión económica.

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El hotel estaba ubicado detrás del Teatro de la Opera y Gisela se impresionó mucho con los óleos, esculturas y objetos de arte que lo adornaban dando la impresión de ser más una mansión privada que un hotel.

A su llegada, los recibieron con la exquisita cortesía característica de los vieneses. Durante el tiempo que vivió en otros países, ella sólo había visto que ese trato lo recibían

exclusivamente personalidades o la aristocracia. Eso agregaba encanto a la ciudad de la que ella había visto todavía muy poco y anhelaba

conocer más. —En cuanto terminen los ensayos, cariño —le había dicho su padre—, y sólo tenga que ir

al teatro por las noches, empezaré a mostrarte todos los lugares que amo y que para mí son los más bellos y, por supuesto, románticos.

Sonrió, como si sospechara que eso era lo que ella deseaba y Gisela se preguntó, sintiéndose culpable, qué diría su padre si supiera que ya el romance se había iniciado de una forma muy diferente y cuando menos lo esperaba.

Por suerte, el ensayo terminó temprano. Ella tenía prisa porque acabara, también sabía que su padre estaba ansioso por asistir a su reunión con Johann Strauss.

Por eso, nerviosa, y a la vez emocionada, sintió que las horas transcurrían con lentitud, hasta que por fin el productor indicó:

—Es suficiente por hoy. Todos estuvieron magníficos, pero aún tenemos mucho qué hacer, así que mañana los espero a las diez en punto y les suplico que sean puntuales o me arrojaré al Danubio.

Todos se rieron. Gisela esperó en el palco hasta que su padre llegó a buscarla. La mayoría salió por la puerta posterior, pero Paul arregló que el vehículo que los

conduciría al hotel esperara frente a la puerta principal. Era un coche muy curioso que Gisela nunca había visto antes. Era como dos grandes carriolas para niños unidas por el frente y tiradas por dos caballos, y

en el centro se juntaban las capuchas. Lo abordaron y se sentaron uno frente al otro. Los caballos iniciaron la marcha a través de

las iluminadas calles llenas de gente que evidentemente no se irían a casa hasta horas después.

—El concierto va muy bien —comentó satisfecho Paul Ferraris. — Tocaste mejor que nunca, papá —dijo con sinceridad Gisela. —Empiezo a recuperar mi espíritu. Como sabes, Viena me inspira, como lo ha hecho con

muchos músicos en el pasado y siento que su espíritu todavía está con nosotros, que nos estimulan, aplauden y, por supuesto, critican.

Gisela se rió. —Eso debe ser muy inquietante. Detesto pensar que Gluck o Haydn dijeran que lo podías

hacer mejor o que Mozart y Beethoven desearan que interpretaras su música de una forma diferente.

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—Pero, por otro lado, podrían pensar que la he mejorado. —Ahora te muestras vanidoso, papá, y se debe a todos los halagos que has recibido. — ¡Y disfruto cada uno de ellos! Se le veía tan feliz que Gisela pensó agradecida que, al fin, empezaba a reponerse de la

pérdida de su esposa. Los caballos se detuvieron frente al Hotel Sacher y Paul se inclinó para besar a su hija en la

mejilla. —Buenas noches, cariño, lamento que no puedas acompañarme. Un día, tal vez, te permita

conocer a Johann Strauss, pero por el momento, prefiero que pierdas el corazón por su música y no por él.

—Buenas noches, papá —se despidió ya en la acera. Mientras el carruaje se alejaba, entró en el hotel. Había decidido que subiría a su habitación a esperar que le avisaran que alguien la

buscaba. El comportamiento correcto era disculparse y despedirlo, pero bien sabía que, por el

contrario, saldría a cenar con Miklós no sólo porque le estaba agradecida, sino también porque algo en él le resultaba irresistible.

Cuando llegaba a la escalera, se le acercó el portero para indicarle: —Perdone, señorita, pero un caballero la espera. Ella se sobresaltó y miró a su alrededor. —Sígame, por favor. La condujo hacia la puerta de una salita que ella no conocía. Era pequeña y sólo había una persona. Sintió que el corazón le daba un vuelco cuando lo

vio. Era alto, como adivinó la primera vez que viera su silueta recortada contra el firmamento

cuando se encontraba en la entrada del seto donde ella se ocultaba. Haberlo visto en el palco del teatro no había sido lo mismo que ahora, de espaldas a la

chimenea y con ropa de etiqueta. Tenía un aire magnífico y ella sintió que su vestido, aunque bonito, no estaba a la altura de

la elegancia de él. Como si leyera sus pensamientos Miklós dijo: —Le confesé que pensaba que era preciosa cuando la vi en la penumbra del palco, pero

ahora veo que me quedé corto. Gisela bajó los ojos y se sonrojó. Y mientras se acercaba a él, lo escuchó agregar: —Ahora estoy seguro de que es una ninfa de los bosques de Viena, como lo pensé la

primera vez. A ella le fue imposible pensar qué responder. Y después de un momento, Miklós continuó: —Para que su padre no se entere de que salió del hotel, hice arreglos para que usemos una

puerta diferente. —Gracias.

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Cruzaron un pasillo lateral que daba a una puerta de salida a una calle diferente a la de la entrada principal...

Al salir, Gisela vio que los esperaba un impresionante carruaje tirado por dos caballos, con conductor y palafrenero quien sostenía la puerta abierta para que abordaran.

Tuvo la sensación de que no era un carruaje de alquiler y como si de nuevo adivinara sus pensamientos, él le explicó:

—Para saciar su curiosidad, le diré que pedí el carruaje prestado para esta noche. —Es muy cómodo —comentó Gisela con voz muy baja, mientras se reclinaba en los

acojinados respaldos. —Me alegro que así lo sienta, porque la llevaré a las afueras de Viena. — ¿Adónde? —A un lugar que estoy seguro conoce por referencia, pero que no ha tenido oportunidad

de visitar, su nombre es Grinzig. —Papá me ha hablado de ese lugar, es donde se encuentran los jardines danzantes. — ¡Exacto! Y quiero ser el primero en llevarla allí. —Será... muy... emocionante. —Y para mí también. Los caballos corrían a todo galope y como a Gisela le costaba trabajo pensar qué decir con

Miklós sentado a su lado, permanecieron en silencio. Las luces de calles y ventanas por las que cruzaban parecían iluminar el interior del

carruaje por momentos, después desaparecían y eso se repetía una y otra vez: luz y oscuridad, luz y oscuridad...

Eso en sí emocionó a Gisela, que como era consciente de que hacía algo indebido, se sentía diferente, como si no fuera ella misma.

Durante toda su vida había observado un comportamiento intachable porque nunca deseó nada más que obedecer a sus padres y como los amaba y ellos la amaban, jamás pensó en hacer nada diferente.

Ahora, de una manera extraña, un hombre a quien sólo había visto dos veces, volteaba su mundo al revés y no estaba segura de cómo se sentía al respecto, todo lo que sabía era que estaba emocionada.

Se alejaron primero de las casas, después salieron de la ciudad y ascendieron una pequeña colina donde ella sabía que si hubiera suficiente luz, podría ver los famosos viñedos de los que tanto le hablara su padre.

Le había contado que se bebía mucho vino blanco en las tabernas en cuanto se iniciaba la estación.

—Cada taberna, cuando tiene listo su propio vino, cuelga una guirnalda en una pértiga para que todos sepan que el vino está listo.

Los caballos se detuvieron en una calle muy tranquila y a ella le pareció extraño. Pero Miklós la ayudó a descender, abrió la puerta de una casa y entraron en un jardín.

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Al fondo había una taberna decorada con murales multicolores y jardineras en las ventanas pletóricas de flores.

En el jardín había mesas largas y pequeñas y alrededor, privados cubiertos de parras. El propietario, que evidentemente conocía a Miklós, se inclinó ante él y exclamó con visible

satisfacción, que era un honor contar de nuevo con su presencia. Los condujo a un privado que se encontraba en un tranquilo rincón del jardín apartado de

los demás asistentes. Adentro, había una mesa y dos sillas acojinadas, colocadas una junto a la otra, bastante

cerca, no a ambos lados de la mesa. —Papá me describía con frecuencia estas tabernas —comentó Gisela—, y por eso anhelaba

conocerlas. —Aquí, puede beber el vino blanco de Grinzing y le juro que la comida es deliciosa. Gisela estaba segura de que así fue, aunque después no recordó qué habían comido. Se debía a que sólo escuchaba la profunda voz de Miklós y estaban sentados tan cerca uno

del otro, que casi podía sentir que las vibraciones que emanaban de él la tocaban. —Ahora podemos hablar y puedo mirarla, Gisela, aunque todavía temo que se desvanezca

entre los árboles y me deje solo. —No lo haré, ¡y fue usted el que se desvaneció! En un momento estaba allí y al siguiente...

se había ido. — ¿Y qué sintió? Era imposible encontrar las palabras adecuadas para responderle, por lo que dijo: —No... creo que debamos hablar de eso. —Pero deseo saberlo — insistió él—. Quiero que me diga lo que pensó después que la besé,

y sé que era la primera vez que la besaban. — ¿Cómo... pudo... saberlo? El sonrió. —Sus labios eran dulces e inocentes. Al observar que el color encendía sus mejillas, agregó, tuteándola: —Mi amor, había olvidado que eres adorable cuando te sonrojas. Además eres

encantadora y admirablemente juvenil. Su tono de voz hizo sentir a Gisela que su corazón se agitaba dentro de su pecho. Y se sintió aliviada cuando se acercó el camarero para servirles el vino. Pero apenas tuvo tiempo de recuperar la respiración cuando volvieron a encontrarse a

solas. Miklós levantó su copa. — ¡Por mi ninfa de los bosques de Viena de quien no pude escapar! Gisela lo miró intrigada. — ¿Por qué querías escapar? —a ella también le resultó natural tutearlo.

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Por la expresión de su rostro se dio cuenta de que había hecho una pregunta importante, aunque no tenía idea por qué lo era.

—Es algo que debo explicarte, pero no ahora. Más tarde. La noche es joven aún. Hablaron de sí mismos, de música y de los lugares que Gisela había visitado con su padre. —Me gustaría poder decir que estuve en tu país. —Me alegra que no lo hicieras. — ¿Por qué? —Porque no podría mostrártelo yo mismo. Me dijiste que corre por tus venas un poco de

sangre húngara, ¿por qué? —La bisabuela de mi padre era húngara. — ¿Cómo se apellidaba? —Rákóczi. —Los Rákóczi son una familia muy importante y respetada en Hungría. —Me alegro. Papá dice que los reflejos rojizos de mi cabello los heredé de ella. Miklós observó su cabellera. Era de un dorado oscuro con destellos rojizos y con rizos que a Gísela se le dificultaba

mantener en orden. Su cabellera parecía tener vida propia y por mucho que la cepillara y peinara, siempre se

soltaban algunos rizos sobre sus mejillas. —Al igual que todo en ti, tu cabello es bello y único. —Me alegra... no ser... muy común. Aunque me han dicho que en Viena sobran las mujeres

bellas. —Es verdad, pero te juro que tú resaltarías junto a todas ellas y me hubiera gustado ver

que lo hicieras. Eso indicaba que no estaría allí para verlo, así que Gisela preguntó: — ¿Te... irás... de nuevo? —No debí volver. Su tono fue tan cortante que lo miró sorprendida y un momento después, él añadió: — Oh, mi amor, si piensas que te comportas mal, no es nada comparado con lo que yo

hago. Traté de hacer lo correcto. Intenté alejarme, pero tuve que regresar para descubrir si eras real y que no había sido un sueño el éxtasis que sentí cuando toqué tus labios.

Como era lo que ella misma había pensado, Gisela sintió que su corazón daba un vuelco y juntó las manos para controlar el temblor que amenazaba invadirla.

— ¿Por... qué... es incorrecto... lo que haces? Se hizo un largo silencio, tan largo que Gisela sintió que su corazón palpitaba con tal

fuerza que parecía querer salírsele del pecho. Miklós no respondió y de pronto, el cuarteto de cuerdas de la taberna, que se encontraba al

fondo del jardín, empezó a tocar un vals de Strauss.

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Había una terraza afuera de la posada donde los músicos, un primer y segundo violín, una guitarra y un acordeón, se encontraban sentados a un lado de ella. En cuanto iniciaron el vals, unas cuantas parejas empezaron a bailar.

Gisela los miró, pero estaba demasiado interesada en lo que Miklós le decía para prestar atención.

De pronto, inesperadamente, él se puso de pie, extendió la mano y la ayudó a levantarse. —Este es tu primer vals en Viena y estaba destinado a que lo bailaras conmigo. El sonrió y ella oprimió su mano. —Espero... bailar... bien. —No temo que me defraudes. Se dirigieron hacia la terraza. La mayoría de la gente comía y bebía, por lo que había suficiente espacio para que Miklós

y Gisela se deslizaran con libertad a los acordes del vals que les alegraba el corazón y la mente, como el vino que habían bebido.

Giraron alrededor del salón y Gisela sintió con intensidad la fuerza de su brazo alrededor de la cintura, y de su cercanía. Cuando él bajó la cabeza, pudo ver sus labios y recordó que la había mantenido cautiva y el éxtasis que le provocaran. De pronto, mientras más bien parecían volar que bailar, comprendió que estaba enamorada de Miklós.

Era un amor mezclado con la excitación de la noche, con el valor de haberse atrevido a salir sola con él, y con la emoción que el baile le despertaba.

Miklós era el hombre más atractivo que jamás había conocido. Pero también era mucho más.

Había nacido un vínculo entre ellos desde el momento en que él la protegiera en los bosques, el cual se había fortalecido hasta que se convirtió en parte del latido de su corazón y del aire que ella respiraba.

Mientras sus fuertes brazos la oprimían y ellos giraban con rapidez al ritmo del vals, comprendió que lo que sentía era amor.

El amor que siempre soñó que llegaría a ella, pero que nunca imaginó que sentiría hacia un hombre que surgiera de la oscuridad y que le provocaba la atemorizante sensación de que en cualquier momento desaparecería por segunda vez.

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CCREO que debemos irnos. Le costó trabajo decirlo. La velada pareció volar como si tuviera alas, pero Gisela sabía que

ya era tarde y se preguntó lo que sucedería si su padre la buscaba y descubría que no estaba en su habitación.

Era poco probable, pero aunque cada momento con Miklós fue glorioso, se sentía culpable y le remordía un poco la conciencia.

—Tienes razón, sin embargo, siento un gran dolor al pensar que debemos separarnos. Se hizo el silencio y Gisela esperó a que él preguntara cuándo se reunirían otra vez. Como no lo hizo, lo miró inquisitiva. —Sé lo que piensas —dijo al fin entristecido —, pero debo alejarme como antes lo hice,

pero en esta ocasión, no debo regresar. —Pero, ¿por qué? El la miró y a ella le pareció que en sus ojos había una expresión de dolor. La velada había sido tan encantadora que no podía creer que fuera verdad, sino un sueño

romántico que tuviera. —Hay tantas cosas que debo decirte, en cambio sólo puedo repetirte que eres muy bella y

que desde el primer momento en que te vi, comprendí que serías en mi vida lo que hasta ahora me había faltado, aunque no estaba seguro de lo que era.

— ¿Cómo... pudiste... saberlo? El sonrió al contestar. —Creo que ambos sabemos que nos atraemos. Lo supe en cuanto te vi, estuve seguro de

ello cuando hablé contigo y cuando besé tus labios. Me di cuenta que había encontrado a la mujer ideal que siempre estuvo oculta en un altar dentro de mi corazón.

Gisela lo miró, sus palabras la estremecieron y sintió que la luz del sol los envolvía. Inesperadamente; Miklós se puso de pie sobresaltándola. Habló con severidad

destruyendo el encanto de la velada. —¡Vamos! Es hora de que te lleve de regreso. Con los ojos muy abiertos por la sorpresa y a la vez lastimada por la forma de que le

hablara, Gisela también se puso de pie. Cuando se dirigían hacia la salida, después de que Miklós dejara sobre la mesa una gran

suma de dinero, la orquesta empezó a tocar una melodía que los dos reconocieron. Era la canción que los reuniera, la que advirtió a Gisela el peligro que corría y del que

Miklós la salvara.

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Y como si él también recordara lo que significaba para ambos, se volvió para mirarla y en ese momento, una voz femenina, suave y clara, empezó a cantar la estrofa original que los estudiantes habían parodiado.

Busco el amor, ¿en dónde se esconde?

Busco el amor, ¿en dónde puede estar?

Miklós extendió la mano y en cuanto Gisela le ofreció la suya, la condujo a través del jardín una vez más, hacia la terraza.

Bailaron escuchando en silencio la letra de la canción:

Desde el infinito, el arco iris susurra un secreto:

Descansa, seguro de que el amor te encontrará, debes saber que está muy cerca. Busco el amor, ¿está tras de ti? Busco el amor. ¡Oh... aquí está!

Cuando escuchó la última frase, Gisela levantó la vista fijándola en los ojos de Miklós quien, mientras la hacía girar, dijo con suavidad:

—Creo, adorada mía, que ninguno de los dos podemos negar que hemos encontrado el amor.

No sólo sus cuerpos estaban muy juntos, sino también su mente y su corazón. No volvieron a pronunciar palabra.

Cuando terminó el vals, se dirigieron en silencio hacia donde los esperaba el carruaje. Miklós ordenó que corrieran la capucha para que el coche quedara descubierto y en cuanto

el palafrenero les colocó una ligera manta sobre las rodillas, Miklós se deslizó más cerca de Gisela y tomó una de sus manos entre la suya.

Hicieron el recorrido hacia la ciudad bajo un manto de estrellas que cubría el cielo con una brillantez deslumbradora.

Cuando se encontraban muy cerca del hotel, Gisela preguntó con voz baja y débil: — ¿En... verdad... te irás? —Debo hacerlo. — ¿Por qué... por qué si fui tan... feliz contigo... esta noche? —Eso hace que mi comportamiento haya sido peor y en cierto modo, incorrecto. Gisela se puso rígida. — ¿Incorrecto? —repitió. Después, con voz un tanto atemorizada, preguntó:

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— ¿Eres... casado? Miklós negó con la cabeza. —No. — ¿Entonces... por qué... es incorrecto... que nos veamos? —Es algo que debo decirte, pero no ahora. No toleraría hacerte daño y te juro, Gisela, que

ésta ha sido la velada más perfecta de toda mi vida. —Y también... lo fue... para mí. — ¿Oh, mi amor, por qué no podemos disfrutar de miles de noches juntos en las que

seríamos felices, más felices incluso que hoy? Su voz denotaba desesperación y mientras ella lo miraba intrigada y esperaba que se

explicara, los caballos se detuvieron en la parte posterior del hotel. Al abrirse la portezuela del carruaje, Miklós ordenó a su sirviente: —Ve a la entrada principal y pide que envíen a alguien para que abra esta puerta. En cuanto el hombre se apartó para obedecer, Gisela dijo exaltada. — ¡Debo verte de nuevo! ¡No puedes dejarme así... sin saber por qué es incorrecto lo

nuestro! — ¿Cuándo podemos vernos de nuevo? —Es difícil saber cuándo papá no estará conmigo. — ¿Si ensaya mañana irás con él al teatro? —Sí... estaré sola en el palco. — Me reuniré allí contigo. —Por favor, procura que él no te vea. Sería muy difícil explicarle cómo nos conocimos. —Lo haré. Y sé que detestas tener que fingir, como yo, cuando lo que deseo es gritar al

mundo que te amo. No hubo oportunidad de decir más. Abrieron la puerta del hotel y Miklós la ayudó a

descender y mientras la acompañaba, le dijo con voz muy suave y tierna: —Duerme bien, mi adorable ninfa. Sólo piensa en que todavía bailas el vals en mis brazos.

Mañana te veré de nuevo. Le besó la mano y Gisela sintió que su amor por él se intensificaba mientras entraba en el

hotel y él regresaba al carruaje. Una vez en su habitación, se contempló en el espejo y le pareció ver el rostro de una

desconocida. Sus ojos brillaban intensamente, sus labios estaban entreabiertos y sus mejillas encendidas. Se dio cuenta de que la belleza y éxtasis de esa noche se reflejaban en su rostro. — ¡Lo amo, lo amo! —le dijo a su imagen en el espejo. Entonces, como una nube que

oscureciera al sol, recordó sus palabras. "Es incorrecto". ¿Por qué? ¿Qué le ocultaba?

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Pero como él le dijera, pensó que todavía bailaba en sus brazos e hizo a un lado las interrogantes de su mente y se acostó a pensar en él y en la felicidad que juntos habían encontrado.

PPaul Ferraris amaneció malhumorado. Gisela sabía bien que se debía a que la noche anterior se había desvelado y sin duda bebió

más vino de la cuenta. Por lo general, un vaso de más de vino de lo que acostumbraba beber, le provocaba jaqueca

al día siguiente y se mostraba irritable con todo el mundo. — ¡Detesto los ensayos de último día! Si salen bien, algo saldrá mal la noche de la función

y si resultan mal, todos se deprimen y aseguran que será un fracaso total. —Es imposible, papá, tienes mucho talento y sé que recibirás una calurosa ovación. —Lo dudo. Gisela se dio cuenta de que buscaba que lo elogiara para recobrar la confianza, así que no

dejó de alabarlo hasta que él empezó a hablar sobre la noche anterior. Ella se sorprendió al enterarse de que no había cenado con Strauss, sino con un compositor más importante, Johannes Brahms.

Toda la prensa y el público vienés lo adoraban. —Háblame del señor Brahms, papá. ¿Podré conocerlo? —Tal vez, pero le agrada mezclarse con los ricos, los aristócratas y los famosos. Dudo que

se interese en una jovencita. Anoche fue mi anfitrión sólo porque Johann Strauss recibió la visita insperada de un amigo.

— ¿De qué charlaron? —De él y de música —contestó Paul Ferraris, ya un poco más animado —. Se jactó de que

es el único personaje en la ciudad que se levanta tan temprano como el Emperador Francisco José. Abandona la cama a las cinco de la mañana y organiza su programa del día con la autoridad de un emperador.

Gisela se rió y su padre continuó. —Me dice que lo primero que hace es preparar café con grano especial que le envía un

admirador de Marsella. Después realiza su caminata matinal y luego se pone a trabajar. — ¿Todavía compone? —Por supuesto. La mayor parte de su trabajo la realiza durante el verano. —Tal parece que fuera un oficinista ordinario. —Y lo es. Todavía habla con un marcado acento alemán del norte y en un tono

sorprendentemente alto. De nuevo ambos se rieron y Gisela se percató de que su padre había visto el aspecto

cómico del carácter de Brahms y que no se postraba ante él de hinojos, como aparentemente lo hacía el resto de Viena.

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Salieron hacia el teatro a las once de la mañana. Gisela pidió que les prepararan una canasta con el almuerzo, que juntos tomarían en el palco.

Sabía que el resto de los ejecutantes almorzaban juntos para discutir qué mejoras podían hacerse para la función.

Pero como su padre no aprobaba que ella los conociera, solían almorzar solos. — ¿No considerarán que eres un presumido, papá? —No me importa lo que piensen. No permitiré que te asocies con gente que no te trataría

de la forma en que tu madre habría deseado. Suspiró y agregó: —Cuando tenga suficiente dinero, tendrás una dama de compañía que te llevará a pasear,

pero por el momento, yo tengo que cuidarte. El descanso para el almuerzo duró menos de una hora, lo que era extraño para los

vieneses, a quienes agradaba comer y beber tranquilos y disfrutar el café con calma. Paul Ferraris comió poco y debido a que pidió que no les pusieran vino en la canasta,

bebieron agua, pero el gerente les llevó dos tazas de café de su oficina. —Es usted muy amable, señor —dijo Paul Ferraris agradeciendo la atención. —Estoy encantado de tenerlo en el teatro —respondió el gerente—. Esta noche asistirán

todos los críticos y el propio señor Strauss solicitó un palco. Será un problema conseguírselo a última hora.

— ¿No ha olvidado que mi hija necesitará uno? —Por supuesto que no y me preguntaba, señor, si sería tan gentil de compartirlo con una

dama inglesa que dice que se sentirá desolada si no lo escucha tocar. — ¿Una dama inglesa? —preguntó interesada Gisela. —Dice que usted la conoce, señor Ferraris, desde hace muchos años y que tal vez recuerde

quién es, por el apellido Hillington. Gisela observó que su padre fruncía el ceño, como para concentrarse. Después exclamó: — ¡Por supuesto, Alice Hillington, una amiga de mi esposa! — ¿La recuerda? ¿Entonces, no sería mucha molestia pedirle que la reciba? Me dijo que su

título actual es Lady Milford. — ¿Quién es, papá y en verdad la recuerdas? —Hace varios años, cuando vivíamos en París, fue a visitar a tu madre. Tú debes haber

tenido cinco o seis años. El gerente no esperó respuesta y salió en busca de la dama. Al poco rato regresó con ella al

palco, Gisela notó en seguida que era muy bella y que iba elegantemente ataviada. Lady Milford y Paul Ferraris se miraron y por un momento nadie habló. Luego, con esa sonrisa que todas las mujeres encontraban cautivadora, él extendió la mano. —No ha cambiado nada, Alice. Lady Milford se rió, con un sonido musical y bajo.

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—Desearía que fuera verdad. Estoy encantada de verlo de nuevo, me emocioné mucho cuando leí su nombre en el programa que está fuera del teatro.

Paul Ferraris le besó la mano y cuando ella se volvió intrigada hacia Gisela, él le explicó: —Como puede ver, Gisela ha crecido desde la última vez que la vio. — ¡Después de doce años, no me sorprende! ¡Cómo te pareces a tu madre! ¿Está aquí con

ustedes? —Mamá... murió hace dos años. — ¡Oh, cuánto lo lamento! Disculpen que haya hecho la pregunta, pero lo ignoraba. —La echamos mucho de menos —intervino Paul Ferraris. — ¿Y cómo no hacerlo si era tan adorable? No creo que exista una persona en el mundo a

quien no le agradara. La forma en que Lady Milford se expresó, hizo que las lágrimas asomaran a los ojos de

Gisela quien se dio cuenta de que su padre también se había conmovido. —Le traeré una taza de café a la señora —indicó el gerente, como si considerara que eso era

el bálsamo para curar los sufrimientos. Lady Milford y Paul Ferraris charlaron durante unos minutos antes que ella se volviera

hacia Gisela para decir: —Te agradecería mucho si me permites compartir tu palco esta noche, me dijo el gerente

que estarás sola. —Será un honor —accedió Gisela. Al mismo tiempo, la aterrorizó la idea de que Lady Milford deseara quedarse ahora, lo cual

haría imposible su entrevista con Miklós, que era lo que más deseaba en el mundo. Pero se alegró cuando su padre se puso de pie para regresar al escenario y Lady Milford

indicó: —Debo hacer algunas cosas esta tarde, me reuniré con ustedes un poco antes que se inicie

la función. — ¿En dónde se hospeda? —.preguntó Paul Ferraris. —En el Hotel Sacher, llegué esta mañana. —Eso facilita mucho las cosas, porque también nosotros estamos alojados allí, así que

podríamos venirnos juntos. Abrió la puerta del palco y ella le sonrió a Gisela. —Nos divertiremos mucho juntas, Gisela, ha sido un placer verte de nuevo y ver lo linda

que te has puesto. En cuanto se fueron, Gisela pensó que tal vez Lady Milford alegraría un poco a su padre

ayudándolo a que superara un poco el dolor que sentía por la muerte de su esposa. En el pasado, con frecuencia se relacionaba con bellas mujeres y su madre jamás se mostró

celosa. — ¿No te importa, mamá, que las señoras le digan a papá tantos halagos y que en

ocasiones parezcan olvidar que estás presente?

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Su madre se había reído. — Sentiría muchos celos si pensara que a tu padre le interesan más que yo. Como todos los

hombres famosos, disfruta de su público, pero aunque le agrada escuchar sus cumplidos, yo puedo ofrecerle algo más importante.

— ¿Qué cosa, mamá? —La comodidad y seguridad de la vida hogareña y un amor que sería igual aunque fuera

un don nadie y hasta un fracasado. La voz conmovida de su madre indicó a Gisela que decía una verdad que surgía del fondo

de su corazón. — Cuando te enamores, Gisela, descubrirás que no importa cuán importante, exitoso o

distinguido sea el hombre a quien le entregues tu corazón. Lo que importa es que se convierta en parte de ti.

A Gisela le pareció admirable de parte de su madre que no se dejara impresionar por el éxito que su padre tenía en París y comprendía cuánto significaba ella para él.

Después de su muerte, fue como una nave sin timón, inseguro de sí mismo y de lo que debía hacer, desolado y desesperado al grado de que en ocasiones le atemorizaba.

Mientras deambulaban por países desconocidos, sin quedarse en ningún lado más que unos cuantos días, Gisela pensó que su padre era como un hombre que buscaba algo perdido, sin lo cual ya no era un ser completo como antes lo fuera.

Pero tal vez ahora, en Viena, con músicos famosos como Brahms con quienes podía hablar el mismo lenguaje y alguien bondadosa y amable como Lady Milford, encontraría la paz y un poco de su felicidad pérdida.

En cuanto el ensayo se inició y su padre apareció en el escenario, Gisela escuchó que se abría la puerta del palco y su corazón dio un vuelco.

Miklós se sentó detrás de ella, donde era imposible verlo, ni desde las butacas ni desde el escenario.

— ¿Me has echado de menos? —le preguntó. No era la pregunta que ella esperaba y respondió con una sonrisa: —He... pensado... en ti. — ¿Y crees que yo pude pensar en otra cosa? Debo verte esta noche. Intenté irme esta

mañana, pero me fue imposible sin decirte por qué debo hacerlo. — ¿Cómo pudiste pensar en algo tan terrible como desaparecer sin decirme la razón? — ¿En verdad te interesa? —Sabes... que sí. El suspiró profundo y ella no pudo comprender por qué lo que le decía parecía afectarlo

tanto. Mientras la exquisita música del violín de Paul Ferraris invadía el teatro, él insistió: — ¿Cómo podemos vernos? ¡Tengo que hablar contigo!

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— Supongo que papá me llevará al hotel después de la función y que él asistirá a alguna de las muchas fiestas que se ofrecen, aunque no me dijo nada al respecto y no tuve oportunidad de preguntárselo esta mañana, y no podré hacerlo hasta que regrese al hotel a descansar después de que termine el ensayo.

— ¿Crees que lo hará? —Siempre insiste en hacerlo y a menos que algo salga mal, nos iremos de aquí en cuanto

termine de tocar. —No debe encontrarme aquí. ¿Cómo me avisarás sobre sus planes? —Puedo dejarte una nota con el portero del hotel. — ¡Por supuesto! Y adoraré recibir una nota tuya, Gisela. Será algo que atesoraré siempre,

cuando ya no podamos vernos más. Ella sintió que su ánimo se desplomaba. ¿Por qué hablaba así? ¿Por qué decía cosas que abatían la alegría que ella sentía a su lado,

esa dicha tan intensa y tan diferente a cuanto había sentido antes con nadie? Deseó retenerlo con las manos y no permitirle escapar. —Déjame la nota y yo te enviaré otra para indicarte lo que debes hacer. —Por favor, ten cuidado. Si papá la descubre, se molestará mucho y eso lo afectará para la

función. —No te preocupes. Dame tu mano. Ella lo hizo y él se la besó. — ¡Te amo, Gisela! Es una agonía dejarte, porque me parecerá un siglo hasta que vuelva a

verte. Oh, mi amor, no me falles. ¡Tengo que verte! Su voz denotaba tal urgencia y desesperación, que Gisela apretó sus dedos entre los de él. —No... comprendo. —Lo sé y me detesto por hacerte sufrir, cuando lo que deseo es poner a tus pies el sol, la

luna y las estrellas. Le besó la mano de nuevo y antes que ella pudiera decir nada, se fue. En ese momento su padre abandonó el escenario y ella se percató de que no había

escuchado ni una nota de lo que tocara. Regresaron juntos al hotel y durante el trayecto, su padre habló sobre los problemas que

había tras bambalinas, con tantos ejecutantes importantes y pocos camarinos. —Ya es tiempo de que construyan un teatro nuevo, sin embargo, parece que pasarán años

antes que eso se convierta en realidad y para entonces, la mitad de nosotros estaremos muertos.

—Tú no estarás entre ellos, papá, aún eres muy joven. —Desearía que fuera verdad. Preguntaré a Alice Milford si cree que he cambiado mucho

desde que nos vimos en París. Sonrió al decirlo y Gisela se dio cuenta de que le agradaba la idea de reunirse de nuevo con

Alice Milford. — ¿Qué haremos esta noche después de la función, papá?

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—Me han invitado a docenas de fiestas importantes, pero creo que debo llevarte a cenar a algún lugar tranquilo donde nadie nos moleste.

— ¡Oh, no, papá! ¡Debes asistir por lo menos a alguna... debes hacerlo! Pensarán que es extraño que no celebres lo que sin duda será un éxito. ¡No querrás que te tachen de ser antisocial! Nunca lo fuiste.

—No, es verdad. Con tu madre asistí a muchas fiestas y las disfrutábamos. Hizo una pausa, era evidente que reflexionaba. Luego dijo: —Tu madre era mi esposa, pero tú eres mi hija y me pone nervioso que te veas mezclada

con gente indeseable, en especial, hombres. —Estoy segura que estaría a salvo a tu lado, papá. —Uno nunca sabe y preferiría no presentarte con desconocidos hasta que tengamos un

poco más de tiempo en Viena y yo pueda elegir a quienes deseo que conozcas. —Lo comprendo, papá. —Bien, entonces te llevaré al hotel como anoche y si no me siento muy cansado, tal vez

acepte ir a alguna fiesta que no sea de las que duran hasta el amanecer. No debo olvidar que mañana también tengo función.

—Tienes toda la razón. El corazón de Gisela cantaba porque ahora le podría enviar el mensaje a Miklós diciéndole

lo que quería saber. En cuanto su padre se encerró en su dormitorio, se apresuró a escribir una nota en la que

decía que estaría libre después del concierto. Por timidez, no puso ninguna introducción ni la firmó con su nombre. Bajó al vestíbulo y entregó al portero el sobre dirigido al "Señor Miklós Toldi". —El vendrá a recogerla —explicó y subió en seguida a toda prisa a su habitación. Se recostó, pero le fue imposible conciliar el sueño porque no podía apartar de su mente la

voz de Miklós diciéndole que la amaba y la calidez de sus labios besándole la mano. "Deseo que vuelva a besarme en la boca", pensó y se ruborizó.

Pero era verdad. Deseaba sentir los labios de Miklós en los suyos y que la transportara a otra dimensión como aquella noche en la oscuridad de los bosques.

"¡Lo amo, lo amo!", se dijo. Entonces se dio cuenta de lo extraordinario que era que lo amara con todo su corazón y sin

embargo, supiera tan poco de él. Era húngaro, se llamaba Miklós Toldi y por alguna razón que todavía no le decía, intentaba

abandonarla, aunque la amaba. "Dios mío, por favor, haz que se quede", rezó. Sabía lo que deseaba, aunque no se atrevía a decirlo. Por supuesto que quería que Miklós le pidiera que se casara con él. Lo amaba y no podía

pensar en nada más glorioso que convertirse en su esposa. Lo difícil sería separarse de su padre, de hecho le resultaba imposible dejarlo solo.

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Tal vez existiría alguna manera para que todos estuvieran juntos, aunque no tenía idea cómo podría lograrlo.

Pero no tenía objeto hacer planes, ni siquiera pensarlo, ya que Miklós había puesto en claro que no podía quedarse a su lado, que no había futuro para ellos.

Todo su ser sufría con una agonía que le producía un intenso dolor físico. "¡Lo amo, lo amo! ¿Cómo puede dejarme y llevarse con él mi corazón?" Sintió deseos de llorar y las lágrimas ya asomaban a sus ojos, cuando escuchó que

llamaban a la puerta. Se controló y acudió a abrir. Un mensajero esperaba semioculto detrás de un gran ramo de flores. —Para usted, señorita. —¿Está seguro? —Sí, señorita. Mientras el mensajero colocaba las flores en la habitación, Gisela pensó que era una gran

indiscreción por parte de Miklós enviarle tan espléndida canasta de orquídeas. Debía costar una fortuna y tendría problemas explicándole a su padre su procedencia. "Tal vez pueda ocultarla", pensó. Mientras tanto, se apresuró a buscar la nota que, como esperaba, estaba atada al asa de la

canasta. Se dio cuenta de que el sobre iba dirigido sólo a: "Habitación 23", que era la suya. Emocionada, leyó la nota manuscrita con letra precisa y elegante: Con mis mejores deseos para un gran violinista a quien escucharé esta noche con la mayor

admiración y a quien, después, espero aplaudir y festejar. Gisela leyó la nota varias veces. El mensaje era muy claro, Miklós había sido muy

inteligente al redactarlo de tal forma que sólo ella comprendiera su significado. La esperaba, era todo lo que importaba. Suspiró de felicidad y de nuevo le fue imposible apartar de su mente la pregunta que se

repetía una y otra vez. "¿Por qué es incorrecto?" El público, con sus ovaciones, no dejaba que Paul Ferraris se retirara y Gisela supuso que

tocaría para complacer a la audiencia una melodía de La Flauta Mágica que siempre fuera la favorita de su madre.

Sintió que las lágrimas humedecían sus ojos al recordar cuánto le gustaba a ella. Cuando terminó, se percató de que Lady Milford también estaba a punto de llorar. —Es tan conmovedora y tu padre la toca de forma tan hermosa —comentó con voz

entrecortada: Y mientras Paul Ferraris abandonaba el escenario y el aplauso empezaba a disminuir, dijo: —Estoy decidida, querida Gisela, a levantarle el ánimo a tu padre. Veo en sus ojos cuánto

añora a tu madre, pero debe regresar a la vida social que tanto disfrutó antes. Gisela presintió el peligro, mientras Lady Milford agregaba:

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— ¿Qué harán después de la función? Estoy segura de que lo habrán invitado a docenas de fiestas y me gustaría organizar una para él y, por supuesto, para ti también.

Gisela contuvo el aliento y sin pensar, exclamó impulsivamente. — ¡Por favor, esta noche nol Me encantaría asistir a una fiesta con papá... es usted muy

amable... pero esta noche no. Lady Milford la miró intrigada. —Hablas como si tuvieras una razón muy personal para no desear que se alteren tus

planes, si es que tienes alguno. Gisela desvió la vista. —Es verdad, pero... por favor no me haga... ninguna pregunta. Todo está... arreglado. —Comprendo y, Gisela, si deseas mi ayuda en cualquier aspecto, no dudes en pedírmela.

Quise mucho a tu madre, supongo que sabes que crecimos juntas en Inglaterra. Sólo hasta que se casó con tu padre perdimos contacto, y ahora deseo ayudar a su hija.

—Si en verdad desea hacerlo, no le mencione a papá ninguna fiesta esta noche, déjelo que me lleve de regreso al hotel como es su intención.

—Por supuesto que haré lo que deseas. Al ver la alegría de Gisela ante su respuesta, Lady Milford agregó: —Cuídate, pequeña. Viena no es una ciudad donde deba andar sola una jovencita. —Lo comprendo, pero por favor, deje esta noche las cosas como... están. —Ya te prometí que lo haría, y si tu padre me pregunta, que no lo creo probable, le diré

que tengo un compromiso. —¡Gracias... muchas gracias! Le pareció que Lady Milford la miraba extrañada, pero no le importó. Lo único que deseaba era ver a Miklós y sentía que nada ni nadie debía impedir que se

reunieran, tal vez por última vez. Su padre había visto las flores y le encantó pensar que las había enviado un admirador

desconocido. —Son un obsequio muy costoso. ¿Crees que sean de un hombre o de una mujer? — ¡De una mujer, por supuesto, papá! —Habría pensado que eran de Alice Milford si no me hubiera enviado ya una fina bufanda

de seda blanca. —¡Qué amable de su parte! —No imagino quién pueda ser este admirador desconocido. Tengo aquí tan poco tiempo

que no creo que nadie se acuerde de mí. —Tienes admiradores en todo el mundo, papá. Olvidas que te han pedido no menos de

tres veces que vayas a Inglaterra y siempre has rehusado. —Los ingleses no saben apreciar la música. — ¿Cómo lo sabes si nunca has tocado para ellos.

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—Esta noche escucharás el aplauso que ruge del corazón y del alma de los vieneses. ¡Ese es el sonido que deseo escuchar!

Ya se había olvidado de las flores cuando descendían por la escalera. Esa noche significaba mucho para él y Gisela rezó porque todo saliera bien.

DDurante el trayecto de regreso del teatro, su padre estaba radiante de entusiasmo, y Gisela se dijo que por suerte había impedido que las cosas resultaran mal para ella.

¿Qué hubiera sucedido si Lady Milford no le hubiera mencionado que deseaba ofrecer una fiesta para su padre y se lo hubiera preguntado a él de forma directa?

Sabía que fue una indiscreción y tal vez un error permitir que Lady Milford se enterara de que tenía un secreto, pero, ¿qué otra cosa podía haber dicho?

Sólo mantenía la esperanza de que le fuera leal y no considerara su deber informarle a su padre sobre su comportamiento.

Todavía la agobiaba la inquietud cuando los caballos se detuvieron frente al hotel y su padre se despidió de ella con un beso.

—No regresaré tarde, querida, Johann Strauss insistió mucho en que me reúna con él. —Me gustaría conocerlo un día, papá. —Lo pensaré. Ahora que ya estoy establecido, me ocuparé de que te diviertas. Bailarás el

vals, querida, tal vez mañana o la noche siguiente. Aunque no conozcas a Strauss, al menos bailarás al mágico ritmo de su música.

— ¡Será encantador, papá! Gisela lo besó y descendió del carruaje. Se apresuró a entrar por la puerta del hotel, pensando que nada que le ofrecieran sería tan

emocionante, maravilloso o irresistible como pensar que Miklós la esperaba en la puerta lateral.

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MMIENTRAS viajaba al lado de Miklós, Gisela sabía adónde la llevaba. Pero a la vez, no le importaba dónde fuera, con tal de que estuvieran juntos. El solo hecho de que tomara su mano le brindaba seguridad y sabía que si dejaba su vida

en sus manos, nunca tendría que preocuparse por nada. En su mente persistía la aterradora sensación de que aunque él todavía no había dicho

nada, era la última vez que lo vería y que el término de la velada significaría el adiós. Todas las preguntas que la asediaban, podían resumirse en una sola: ¿por qué? Mas como no deseaba arruinar la felicidad de estar junto a él y escuchar su voz, se obligó a

hablar con tranquilidad, aun cuando algo en su interior la impulsaba a gritarle, casi con pánico, que no podía perderlo.

—Me alegra muchísimo el gran éxito que tuvo tu padre. —¿Estuviste allí? —Sí, te adiviné a través de mis binoculares, estabas muy bella. —Me hubiera gustado saberlo. —Habría sido un error. Sabía que deseabas escuchar a tu padre y, como sabes, los vieneses

le han entregado sus corazones. Era verdad. No fueron sólo los aplausos que parecieron estremecer el teatro o los ramos de

flores que le entregaron en el escenario, sino la expresión en los ojos de los demás ejecutantes cuando él hizo su reverencia de agradecimiento al final, con la cual indicaban que lo aceptaban no sólo como a uno de ellos, sino también como a uno de los mejores.

Sabía que nada complacería más a su padre que ser aceptado en la ciudad de la música por otros músicos y que gran parte de su depresión y desdicha se desvanecería una vez que se le abrieran las puertas de un nuevo mundo.

Ella deseaba poder sentir lo mismo. En cambio, sentía que se le cerraban las puertas de la felicidad que Miklós abriera

brevemente, una felicidad que tenía la aterradora perspectiva de que nunca más en toda su vida recuperaría.

A la luz de las lámparas del carruaje, vio árboles a ambos lados del camino y se dio cuenta que ascendían la colina rumbo a los bosques de Viena.

Lanzó una mirada inquisitiva a Miklós y no necesitó formular la pregunta. —Nos conocimos en los bosques y te llevo allí esta noche para despedirnos. Gisela apretó los dedos sobre los de él porque en el momento no encontraba palabras para

decirle lo mucho que la lastimaba, sólo exhaló un suspiro que fue como un sollozo.

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Como si comprendiera sus sentimientos, Miklós se llevó su mano a los labios y besó sus dedos, uno a uno.

Guardaron silencio hasta que los caballos se detuvieron afuera de lo que Gisela supuso sería otra taberna.

Esta era muy diferente a donde bailaran la noche anterior. Se encontraban en un lugar tan alto que toda la cuenca del Danubio se extendía a sus pies.

No había jardín, sino una balaustrada de piedra desde la cual se gozaba de un panorama más hermoso todavía que el que Gisela viera desde los bosques, cerca de la posada de la señora Bubna.

Las luces de la ciudad resplandecían, el Danubio era plateado y la luna nueva brillaba en el firmamento y su luz se extendía a las estrellas.

Era tan hermoso que cuando se sentaron a la mesa junto a la balaustrada, por un momento ella miró el paisaje, en lugar de ver a Miklós.

Lo escuchó ordenar el vino y la cena. Y cuando quedaron a solas, ya que no había otros comensales cerca de ellos, puso la mano sobre la de ella diciendo:

— ¡Mírame, Gisela! Ella se volvió hacia él, y la luz de la luna y las estrellas iluminaba su cabello, y la luz

proveniente de las ventanas de la taberna, brilló en sus ojos y en sus mejillas. — ¡Te amo! —exclamó Miklós—. Suceda lo que suceda y sin importar lo que tengamos que

hacer, deseo que recuerdes que te amo como jamás creí llegar a amar a ninguna mujer. La sinceridad de sus palabras la conmovió y ella, con voz tan baja que apenas se podía

escuchar, susurró: —Por favor... no me... dejes. —Tengo que hacerlo, mi preciosa, pero antes que te diga por qué, deseo que cenes y bebas

algo. Ya has tenido hoy una experiencia emocionante. —Y muy feliz. —Deseo que seas feliz —dijo él con vehemencia—. Todo lo que te rodee y esté cerca de ti

debe ser no sólo bello, sino lleno de alegría de la vida. Suspiró. —Eso es lo que significan los bosques de Viena —agregó—, la alegría de vivir que es algo

que los húngaros entienden mejor que cualquier ciudadano de otra nación del mundo. —Háblame de tu país. Se obligó a sí misma a decirlo porque en cierto modo era un tema impersonal y sabía por

instinto que Miklós sufría. Y si él deseaba que ella fuera feliz, no podía tolerar pensar que a él lo lastimara o hiriera lo que tenía que decirle.

— ¿Cómo explicar la tierra que amo? Excepto que para mí, como para mucha otra gente, está encantada.

—Es lo que yo siempre sentí cuando leí acerca de ella.

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—Hay algo intangible y elusivo en la atmósfera de mi país, que es como tú, mi preciosa. Tal vez por tu sangre húngara.

—Temo que sea muy poca. Una tatarabuela es una parienta muy lejana. —Pero era una Rákóczl y supongo que sabes que Ferdinand Rákóczl es una de las grandes

figuras románticas de la historia húngara. — ¡No lo sabía! —exclamó Gisela. —Murió en 1735, después de que se libró una encarnizada batalla contra los Habsburgo,

tras la cual fue elegido líder del país. Pero lo traicionaron y cuando mataron a uno de sus brillantes generales, se exilió en Turquía, donde murió.

— ¡Qué tristeza! Me hubiera gustado que la historia tuviera un final feliz. —Jamás lo olvidarán. Todos los historiadores mencionan su dignidad y sentido

humanitario durante las batallas y el exilio. Estoy convencido de que habría sido un gran rey. Gisela lo miró y suspiró. —Cuentas la historia de manera tan conmovedora, que siento que significa mucho para ti. —Mi país significa mucho para mí —fue la respuesta. Mientras cenaban, Gisela sólo

pensaba en lo que Miklós tenía que decirle. Esa noche no había orquesta, como música de fondo, un piano tocaba con tanta suavidad

que las notas parecían mezclarse con la brisa que mecía los árboles y se convertía en parte de la magia de las estrellas en lo alto y el panorama que se extendía a sus pies.

—Cada vez que te veo —le dijo Miklós—, estás más bella que la vez anterior y sé que me será imposible ver el rostro de otra mujer, porque el tuyo estará siempre presente en mi corazón.

Hablaba con una tristeza tan infinita que Gisela sintió como si una mano fría oprimiera su corazón y aunque no se había movido, le pareció que él empezaba a alejarse poco a poco y que en cualquier momento se encontraría sola, mientras él se desvanecía.

Cuando consideró que debía decirle la verdad, hizo a un lado la taza de café y murmuró: —Dijiste que me... amas... y sé que te amo... y que me será... imposible amar... a nadie más. Estaba turbada, por lo que habló con voz muy baja. Se miraron y él tomó su mano entre las

suyas. —Escucha, mi adorada, no debes decir eso, ni siquiera pensarlo. Tienes que olvidarme y

como sé que eres inteligente, no dudo que lo harás. Gisela negó con fa cabeza. —Lo que siento no tiene nada que ver con mi cerebro, excepto que te... admiro y adoro

escucharte... charlar y... que me digas cosas. Mi amor proviene de mi corazón y de mi... alma. Es tuyo y nunca puede... entregarse a nadie más.

Notó el dolor en la mirada de Miklós mientras le decía: —Te juro, Gisela, que no era mi intención que esto sucediera. —Pero sucedió. Y nada que digamos o hagamos lo puede evitar. Abruptamente, él retiró las manos de la suya.

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—Si te toco, me resultará más doloroso expresar lo que tengo que decir. Dirigió una mirada perdida hacia el panorama y Gisela esperó hasta que empezó a hablar. —Mi nombre verdadero es Miklós Esterházy. — ¡Pero dijiste que era Miklós Toldi! —Lo sé, pero si conocieras un poco más la literatura húngara, mi amor, sabrías que era el

nombre de un personaje ficticio de un romance escrito en mil quinientos setenta y cuatro. — ¿Por qué no me dijiste la verdad?... —empezó a decir Gisela. Entonces se detuvo y

exclamó—. ¡Esterházy! Papá los ha mencionado. Son una familia muy importante. —Muy importante —repitió Miklós sonriendo entristecido—, tal vez la más importante de

toda Hungría. Al menos, así me gusta pensarlo. — ¿Y tú perteneces a ella? —Soy el cabeza de familia, el príncipe reinante. Gisela lo miró mientras él proseguía. —Mi padre murió el año pasado y yo, como hijo único, heredé el título. Suspiró profundo, como si le fuera difícil continuar. —Somos una familia muy grande; la sucesión ha pasado durante muchos años de padre a

hijo, y yo me propuse hacer lo mejor, como lo hizo mi padre, por la familia y por mi país, por el que innumerables Esterházy han luchado y sacrificado su vida.

Gisela guardó silencio concretándose a mirarlo con los ojos desorbitados. —Comprenderás que una de las cosas que se le exige al príncipe reinante es que asegure la

sucesión. Por eso vine a Viena. Durante años, mis familiares y mi padre me rogaron que eligiera esposa, pero siempre pensé que había tiempo suficiente y disfrutaba de mi libertad, ya que aunque hubo muchas mujeres encantadoras en mi vida, no las amaba de la forma en que deseaba amar a la mujer que llevara mi apellido.

Gisela tuvo una vaga idea de lo que iba a decirle y rezó en su interior para poder comportarse con dignidad, a pesar de lo terrible que fuera el golpe que recibiera.

—Debido a la fuerte presión, vine a Viena a hospedarme con una de mis tías que está casada con un miembro de la familia real. Me informó que tenía en mente a varias jóvenes que consideraba adecuadas no sólo para que se convirtieran en mi esposa, sino en la Princesa de la Casa de Esterházy.

Miklós contuvo el aliento antes de proseguir. —La noche que llegué a su casa, que está situada en los bosques de Viena, salí a caminar

después de la cena. Su voz se hizo más profunda. —Ya sabes lo que sucedió. Me encontré con una ninfa y por primera vez en mi vida, ¡me enamoré!

— ¿Cómo... pudo... suceder? —preguntó Gisela. —Si alguien me lo hubiera dicho, no lo habría creído. Como sabes, al igual que yo, Gisela,

que antes que nos tocáramos, se estableció una atracción entre nosotros y cuando te besé, comprendí que había encontrado lo que había buscado toda mi vida.

—Fue maravilloso... para mí —dijo Gisela —, pero tú has besado a muchas mujeres antes.

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—Te juro ante Dios que el beso que nos dimos fue tan diferente que no lo puedo explicar. Fue como si nos hubiéramos reunido a través del tiempo y nos perteneciéramos por toda la eternidad.

—Yo también lo sentí así —susurró Gisela. —Oh, preciosa mía, mi amor, fue algo tan intenso para mí que pareció estar escrito en el

cielo con letras de fuego, que había encontrado el amor; un amor diferente, el amor que es parte de Dios.

Gisela se conmovió al escuchar sus palabras y sintió que las lágrimas humedecían sus ojos. De pronto, Miklós dijo con voz áspera: — ¡No te pongas así... no puedo soportarlo! Traté de alejarme, de dejarte antes de hacerte

daño, pero este amor era demasiado fuerte, tanto para mí como para ti. Miró a Gisela y ella pensó que en su rostro se le habían marcado líneas que lo hacían

parecer mucho más viejo. Con gran lentitud, como si cada palabra la pronunciara con agonía, añadió: —¡Te amo! ¡Eres parte de mí y parte de mi vida hasta que muera... pero no puedo pedirte

que te cases conmigo! Era lo que esperaba escuchar, pensó Gisela, y ahora que él lo había dicho, era como si le hubiera dado una puñalada en el corazón.

No se movió, pero su rigidez era tan intensa que le pareció haber gritado. Sólo lo miró y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. —¡Oh, no, Dios mío! Miklós se cubrió el rostro con las manos para no verla sufrir. —Por favor. .. Miklós... mi amor... no sufras. Sólo quisiera que me... explicaras... por qué a

pesar de que me amas, no puedes casarte conmigo. Por un momento pensó que no le respondería. Por fin, él retiró las manos de su rostro y

ella notó que el sufrimiento oscurecía sus ojos. —Trataré de explicártelo, mi preciosa, aunque es difícil poner en palabras cosas que le han

inculcado a uno hasta los huesos y se han convertido en parte de la sangre que corre por las venas y el aire que se respira.

—Trataré... de comprender. —Las grandes familias húngaras, y en especial la de los Esterházy, son muy orgullosas y

tan delicadas que rara vez se relacionan con gente que no es de su mismo rango. Supongo que al resto del mundo le parecerá que vivimos con un lujo exótico y que llevamos una existencia divertida, alegre y muy extravagante.

Después de una breve pausa, prosiguió diciendo: —Las mujeres de nuestra familia se visten en París y los hombres con los mejores sastres

de Savile Row en Londres. Se rió con amargura. —Suena todo tan ridículo cuando lo digo, pero trato de que comprendas que, como

familia, vivimos en un mundo en el que nos aprovechamos de todo lo mejor que ofrece el

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exterior. A la vez, no permitimos que ningún intruso traspase el umbral de nuestras puertas. ¿Crees tú que durante las noches no he rezado por poder mostrarte mis posesiones? Sé que apreciarías la belleza de mi palacio de verano en la pequeña aldea de Fertód.

Gisela contuvo el aliento, pero no lo interrumpió. —Sé que te encantarían los pabellones, los invernaderos y los templos ornamentales del

parque rococó francés, así como el Teatro de la Opera y el de marionetas que mi abuelo integró al palacio.

Gisela lanzó un suspiro ahogado mientras Miklós continuaba. —Tal vez lo que más te gustaría sería el salón de música, que es tan grande que tiene las

dimensiones de una casa ordinaria y es el ambiente perfecto para los grandes músicos que han tocado o dirigido la orquesta que todo Príncipe de Esterházy patrocina.

— ¡Tienen su propia orquesta! —exclamó Gisela. —Los Esterházy siempre han sido muy cultos y todos mis antepasados han tenido a su

servicio en el palacio a pintores, a algún renombrado viajero que haga relatos sobre otros países, un bufón y, por supuesto, un músico.

El énfasis que puso en la última palabra hizo que Gisela comprendiera que tenía un significado especial.

—Los directores de la orquesta de palacio —continuó Miklós—, han incluido a Haydn, Pleyel y Hummel, por lo que comprenderás que ha sido una familia que durante siglos ha apreciado la música.

—Siempre oí decir que a los húngaros les gusta mucho la música —comentó Gisela. —Así es y supongo que también sabes que la música húngara en sí pertenece a los gitanos. Ella asintió con la cabeza y él prosiguió: —Por generaciones, los gitanos han gobernado el alma de mi gente con su música. Tienen

una magia para tocar que es diferente a la música que se oye en otros países. —Siempre he anhelado escucharlos tocar y verlos bailar —dijo Gisela. —Quisiera que conocieras las csárdás. Es una música popular que se originó en el Siglo

XVIII y contiene toda la belleza, la locura, la fiera pasión y profunda tristeza de los gitanos. Su voz se elevó y se hizo más profunda conforme hablaba, y con un tono de intensa

desdicha, agregó: —Eso es lo que siento por ti. — ¿Por qué, por qué? —preguntó Gisela —. Todavía no comprendo. —Es una agonía para mí decirlo, pero porque te respeto tanto como te venero, es justo que

sepas la verdad. Para mi familia, la música proviene sólo de los gitanos o de quienes emplean y a quienes pagan sus servicios.

Aunque la voz de Miklós era clara, tenía un tono de intolerable dolor. — ¿Quieres... decir?... —Quiero decir, mi adorable ninfa, que mi familia no te aceptará porque eres hija de un

músico. Admiro a tu padre. Es un gran violinista y sé que después de esta noche ocupará un

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sitio junto a Haydn, Beethoven y Johannes Brahms. Pero yo no podría tolerar que recibieras desprecios y hasta que te marginaran, como sucedería si te convirtiera en mi esposa.

Gisela comprendió el dolor tan grande que debió sentir al decirle esto, sin embargo, pareció que de pronto se interpusiera una barrera entre los dos, imposible de franquear.

Miklós dio un violento puñetazo sobre la mesa. —Me he preguntado, una y otra vez, qué puedo hacer —dijo desesperado—, y no

encuentro la respuesta. Gisela estaba como entumecida. Había lágrimas en sus ojos, sin embargo, ya no se sentía capaz de sentir dolor, le parecía

haber incursionado en una pesadilla tan horrible que no podía ser real. —No sé qué hacer. Parece no haber solución, ningún final feliz, mi amor, como lo habrías

querido. Extendió las manos en un gesto muy elocuente al añadir: —Si me caso contigo, sé que como eres sensible y vulnerable, sufrirás mucho y no podré

hacer nada para impedirlo. Si te abandono, me sentencio a mí mismo y tal vez a ti también, a un infierno de oscuridad y desdicha porque juntos hemos conocido la gloria.

—Es... verdad... —susurró Gisela —. Estar. . contigo... ha sido... entrar al... cielo. —Intenté alejarme cuando comprendí que esto sucedería, pero el amor fue demasiado

fuerte y no pude dejarte. —¿Y... ahora? —Voy a hacer lo que debí haber hecho esa primera noche después de besarte en los

bosques. Suspiró profundo. —Como sabes, partí, pero a mitad del camino me dije que era un tonto, que no podías ser

tan maravillosa como me pareciste y regresé, y me cautivaste, y estoy apresado para el resto de la eternidad.

— ¿En verdad me amas? —Si te amara menos, me casaría contigo, ¡y al diablo con las consecuencias! Es porque te

amo, porque eres todo lo que es perfecto, todo cuanto un hombre puede pedir y desear en una mujer, que no podría vivir sabiendo que eres desdichada.

—Pero, ¿cómo podré ser feliz sin ti? —Eres muy joven. Olvidarás. —Tú lo harás? —Es diferente. —En realidad, no. Sé que soy ignorante respecto a los hombres y supongo que... nada

mundana, pero el amor que siento por ti es tan abrumador y perfecto en todos sentidos que sé que cualquier sacrificio que tuviera que hacer, no me importaría.

—Es lo que ahora piensas y es porque no eres mundana, mi amor, que no tienes idea de la crueldad que las mujeres pueden ejercer unas contra otras. Y los hombres también, de manera

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más sutil pero que al acumularse, causa cicatrices que jamás se borran de la mente o del corazón.

—Comprendo lo que dices y supongo que debo reconocer que tienes razón. — ¡La razón no me favorece! —protestó Miklós con furia—. ¡Te amo y te deseo! Tu belleza

estará conmigo por el resto de mi vida. La miró y añadió con ternura: —Jamás olvidaré que estuvimos juntos, que te abracé y que te besé. Ambos podríamos

olvidar el mundo que nos rodea, pero yo tengo responsabilidades con mi pueblo, con mi familia y con la gente que está a mi servicio. ¿Cómo podría servirlos y protegerte?

—Sería imposible. Supongo que como hija de un músico no me permitirían... cumplir con los deberes que se esperan de tu esposa.

—Es verdad. Nada hay más agresivo, más despiadado ni cruel que una familia que se une contra alguien.

—Hablas como si hubiera sucedido antes. —Los húngaros somos gente apasionada. Cuando amamos lo hacemos con todo el

corazón. Cuando odiamos, es una emoción tortuosa y algunas veces, salvaje. De pronto extendió las manos hacia ella. —Oh, mi amor, veo que intentas comprender y te amo por ello. No sabes el sufrimiento

que me ocasiona no poder encontrar una solución a este dilema. Gisela colocó sus manos sobre las de él, que con reverencia se las llevó a los labios, una

primero y después la otra, antes de decir: —Ven. Quiero que caminemos por entre los árboles y finjamos al menos un rato que eres

en realidad la ninfa que creí cuando te vi por primera vez, cuando yo era sólo un hombre atrapado y esclavizado a tu belleza y no existía el mañana.

Mientras hablaba, condujo a Gisela por la terraza y salieron rumbo a los bosques por una vereda bordeada de árboles por un lado y por el otro, de rocas que formaban una pendiente que se extendía hasta el valle.

Caminaron un buen trecho en silencio hasta que se detuvieron en un claro donde había una glorieta de setos hecha para enamorados.

Gisela recordó el primer momento en que lo viera, cuando temblorosa de miedo se ocultaba de los estudiantes y él se había parado frente a la entrada del seto para que resultara imposible que ellos la descubrieran al pasar.

Desde el primer momento, ella pensó que él era diferente y que podía tenerle confianza. Cuando charlaron, había percibido las vibraciones que parecieron unirlos de una manera

que no pudo entender, y que, sin embargo, era muy evidente. Pensaba en lo mucho que significaba él para ella y que de momento él no se daba cuenta de

la grandeza de su amor y de que una vez que partiera, ella quedaría sola e indefensa. De pronto, él la abrazó.

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La ciñó con ternura y al levantar su rostro hacia él que la miraba a la luz de la luna, comprendió que grababa su rostro en la memoria para nunca olvidarla.

— ¡Te... amo! —susurró. — ¡Y yo a ti! Siento un dolor que me hace pedazos y, a la vez, un éxtasis glorioso que me

hace sentir que dejamos de ser humanos para convertirnos en dioses. Por un momento, ninguno de los dos pudo moverse, pero como si no pudiera evitar su

condición humana, Miklós la besó. Gisela comprendió que era lo que anhelaba desde aquella primera noche en que la

mantuviera cautiva y conociera un éxtasis que estaba más allá de lo que jamás imaginara o pensara posible.

Una vez más sintió que una ola se agitaba en su pecho y que ahora se movía con rapidez, como un relámpago, haciéndola experimentar una mezcla de dolor y de alegría.

Supo que Miklós sentía lo mismo mientras sus brazos la apretaban y sus labios se volvían más exigentes y apasionados. También se encendió un fuego, que pareció surgir de él para encender en ella una leve llama en respuesta.

Era algo tan bello, tan perfecto, que de nuevo formó parte de la música que la brisa tocaba en los árboles.

Era la canción de amor que sólo ellos podían escuchar y que resonaba dentro de sus corazones, que frenéticos, latían uno contra el otro.

A Gisela le pareció como si Miklós la transportara a otro mundo, dejando atrás sus problemas y dificultades y la elevara al cielo donde ella se fundía con la luna y las estrellas.

La brillantez de las estrellas la envolvió hasta que se sintió resplandecer con una luz que provenía del amor que sentía por él.

La tensión la rindió por fin, y con un murmullo inarticulado, ocultó el rostro en el cuello de él.

Sintió sus labios acariciando su cabello, pero no habló y Gisela comprendió que sentía lo mismo que ella, que le resultaba difícil volver a la realidad.

Miklós comprendió que no había nada más que decir, nada más que pudieran añadir a un momento de embeleso tan intenso y tan sagrado.

Apartó los brazos de Gisela, la tomó de la mano y la condujo por la vereda que los llevó de regreso a donde el carruaje los esperaba.

Gisela subió y en cuanto el palafrenero cerró la puerta, Miklós la abrazó y la mantuvo muy cerca de él.

Ella comprendió que la sinfonía de amor había llegado a su fin y que ninguno de los dos podía hacer nada más que aceptarlo.

Muy juntos, viajaron de regreso a Viena. Pasaron construcciones y lámparas de la calle que por segundos iluminaban el interior del

carruaje. Finalmente se detuvieron frente a la puerta lateral del hotel.

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Sin esperar que se lo ordenaran, el palafrenero se apresuró a decirle al portero que abriera la puerta lateral.

Fue hasta entonces cuando Gisela, a su pesar, se apartó de los brazos se Miklós. La luz de la calle alumbraba sus rostros y Gisela se dio cuenta de que Miklós sufría

intensamente. Se abrió la portezuela y descendieron. Gisela se volvió hacia él. Miklós no la miraba, tenía la vista fija en las manos de ella, y lo oyó decir con suavidad: —Adiós, mi amor, mi único amor. Después, rozó su mano con los labios y mientras él regresaba al carruaje y ella entraba al

hotel, Gisela supo que era el final. El final del amor. Hasta que llegó a su habitación, el aturdimiento que le había impedido llorar o hablar

mientras regresaban de los bosques, se desvaneció y Gisela se arrojó sobre la cama. Permaneció boca arriba, sufría de una forma que pocas semanas antes habría considerado

imposible. Sintió una desdicha desesperada cuando su madre murió y pensó que jamás volvería a

sentir ese dolor, y ahora descubría que esto era mucho peor. Gisela creía que a pesar de que estuviera en otro mundo, su madre estaba siempre cerca,

sin embargo, Miklós todavía habitaba este mundo, pero no había cercanía, sólo una separación, no nada más de distancia, sino de ambiente y de intereses.

Entendía muy bien lo que él quería decir respecto a que su familia no la aceptaría por ser hija de un músico.

Siempre se había percatado de que los aristócratas, hasta en Francia, consideraban a los músicos como artistas en un escalón un poco más alto que el resto de los plebeyos.

Johann Strauss, el rey del vals, aclamado en todos lados, no sólo en París, donde enloquecían por él, fue tan bien recibido en Londres que incluso la Reina Victoria acudió al teatro a escucharlo y después le concedió una audiencia.

En Boston, dirigió un coro de veinte mil voces para celebrar el Centenario de la república de los Estados Unidos.

En Bosnia, los campesinos le imitaban el bigote, en todos los continentes se bailaba su música y encabezaba una revolución musical que conquistaba todo el planeta.

Aún así, en París no era más que un burgués y en Viena, el Emperador Francisco José no lo recibía.

Su padre era diferente porque era inglés y un caballero, pero eso no contaba para los húngaros, que lo considerarían al nivel de los gitanos y de los directores de orquesta a quienes pagaban por tocar en su gran salón de música, y jamás lo invitarían a cenar con ellos.

En ese momento le pareció quo se hundía en un infierno especial, donde era insignificante e indigna de caminar junto a quienes consideraban que su sangre era superior a la de ella.

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Como siempre se había considerado igual a toda la gente, ahora no sólo sufría la tortura de perder a Miklós, sino también el dolor de saber que la familia de él no la consideraría adecuada para convertirse en su esposa.

Comprendía con exactitud el porqué él no quería exponerla al desprecio de sus familiares, que la considerarían inferior sólo porque su padre era músico.

¿Cómo podrían ser felices con una vida así? Sabía que eso arruinaría el amor que se tenían al punto de que siempre sospecharía que

Miklós se avergonzaba de ella y poco a poco, perderían lo glorioso que ahora sentían y quizá hasta llegaran a detestarse.

Cada fibra de su ser clamaba por él y sabía que había dicho la verdad al afirmar que ningún otro hombre significaría nada para ella, porque lo amaba con el corazón, la mente y el alma. ¡Pero no era suficiente!

Gisela permaneció largo rato en la cama y cuando al fin, se levantó para desvestirse, le pareció que había perdido toda su juventud y que se había convertido en una anciana. Se miró al espejo y le pareció increíble que su rostro no hubiera cambiado. De acuerdo con el dolor que sentía, debía mostrar profundas arrugas y tal vez hasta convertirse en una máscara grotesca y deformada por el sufrimiento.

Sin embargo, sus ojos, se veían más grandes que nunca por las lágrimas no derramadas, sus mejillas estaban muy pálidas y parecía haberse extinguido una luz en su interior que la convertía eh un fantasma de lo que fuera horas antes.

Sabía que sí sufría, Miklós también y porque lo amaba con una pasión que la hacía pedazos, le envió sus pensamientos, como si tuvieran alas.

Estaban tan identificados, que se sentía segura de que él sabría que pensaba en él y que lo amaba.

"¡Oh, Miklós, te quiero!", gritó en su corazón. Abrió las cortinas y miró al exterior, donde por encima de los techos de las casas, vio

elevarse las agujas de la Catedral. Apuntaban hacia Dios, y a Gisela le pareció que Dios la había desamparado y le había

permitido echarle un vistazo al cielo, para después cerrarlo y dejarla desolada en una oscuridad que la rodearía durante el resto de su vida.

Fue entonces que rezó por poder olvidar y que su tortura interior cesara. Aunque siempre amaría a Miklós, resultaría intolerable sufrir con la intensidad con la que

sufría en ese momento. Y estaba firmemente convencida de que el amor que se tenían era mayor que el tiempo y el

espacio. Ella lo amaría siempre, aunque él la olvidara y aun cuando el mundo que conocían terminara.

El amor era más grande que todo, era omnipotente, poderoso, indestructible. El amor era Miklós y sin él, ella nunca volvería a ser una persona completa, sólo una mujer

vacía, sin corazón.

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Fue entonces cuando empezó a derramar amargas lágrimas que corrían por sus mejillas, hasta que la presa se rompió y se convirtieron en un torrente.

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CCaappííttuulloo 55

--EESTA noche, después de la función —dijo Paul Ferraris a Gisela—te llevaré a bailar los valses de Strauss.

Hablaba con entusiasmo y su tono revelaba que consideraba que le hacía a Gisela un regalo de gran valor.

Ella sabía que debía responder también con entusiasmo, así que con un esfuerzo casi sobrehumano, se obligó a decir:

— ¡Será... encantador, papá! Sabes lo mucho que lo deseo. —Has sido muy buena y paciente, cariño. Comprendo que debe haber sido muy frustrante

para ti estar en Viena y no bailar ni escuchar esas melodías que Strauss ha convertido casi en himnos nacionales.

Se rió y agregó: —Pero ahora recibirás tu recompensa. Ya ocupé mi lugar entre los grandes músicos de

Viena, que fue por lo que trabajé toda mi vida. —Lo sé, papá y es lo que mamá habría deseado. Paul Ferraris observó a su alrededor en su salita privada. Desde su éxito la noche del

estreno, el señor Sacher había insistido en que se mudaran de las habitaciones individuales que ocupaban, a una suite más grande y lujosa.

La salita, adornada con espejos, óleos y cortinajes de terciopelo rojo, estaba repleta de flores que enviaron sus admiradores.

Había pequeños ramos de flores silvestres cortadas por niños, grandes ramos, canastas y jarrones enviados por grupos musicales, orquestas, coros y los más prominentes ciudadanos de Viena.

El reconocimiento a su genio, del que Paul Ferraris careciera desde que salieran de París, ahora retornaba a él multiplicado y a pesar de su sufrimiento personal, Gisela se alegraba porque sabía lo mucho que eso significaba para su padre.

Ahora que él le ofrecía salir esa noche a bailar, deseaba rehusarse, tenía la sensación de que bailar el vals sin Miklós la haría sentir muy desdichada.

Sin embargo, al levantarse y vestirse después de una noche sin dormir, se dijo que la vida debía continuar, que su padre la necesitaba y su deber era dedicarse a él.

Comprendía con toda claridad lo que él había sentido a la muerte de su madre. Estaban tan unidos y su amor fue tan perfecto, que Gisela se percató de que era el amor

que ella deseó encontrar para sí misma con el hombre que eligiera su corazón. ¡Lo había encontrado... y lo había perdido!

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Su madre sabía que cualquier sacrificio que tuviera que hacer al casarse con un músico valía la pena, porque con Paul poseía lo más valioso del mundo... ¡el amor!

Nunca existió la menor posibilidad de que hubiera otra persona en su vida y su matrimonio era lo que Gisela había imaginado tener y por el que rezaba lograr.

Ahora estaba sola y sabía que era una soledad que aumentaría conforme envejeciera, ya que nadie podría jamás llenar el lugar que Miklós ocupara en su corazón.

"¡Miklós, Miklós!", deseaba gritar porque creía que donde quiera que estuviera, él la escucharía y sabría cuánto lo necesitaba.

Lo imaginaba de regreso a su palacio, a su familia, a sus grandes propiedades, cuyo manejo y administración, llenarían sus días y tal vez sólo durante las noches pensaría en ella.

Pero era un hombre y tarde o temprano, las mujeres que lo entretuvieron en el pasado, lo ayudarían a olvidar y eventualmente, ella sería sólo un pálido fantasma que él tal vez recordaría cuando escuchara un vals.

El solo pensamiento hacía que asomaran lágrimas a sus ojos y con indignación se dijo que debía tener más orgullo y más dignidad.

Sintió que su padre se había desilusionado debido al poco entusiasmo que le demostró y se apresuró a decir:

—Me pondré mi vestido más bonito, papá y no será necesario que regresemos al hotel. Nos iremos directamente del teatro adonde quieres llevarme.

—Eso es una sorpresa —sonrió Paul Ferraris —. Ahora te diré algo más que también te sorprenderá. Johann Strauss me pidió que colabore con él en una nueva idea.

—Johann Strauss, papá! ¡Es fantástico! —Sabía que te sorprendería. Dice que me necesita porque desea que su música se exprese

en el teatro. El próximo año producirá una opereta en la que desea que yo aparezca y antes de eso, desea seguir el ejemplo de su padre, que incluía conciertos en sus programas.

—Me parece una carrera un poco extraña para ti, papá—opinó Gisela con cautela. —Lo voy a pensar y no me precipitaré. Sin embargo, Strauss me pagará el doble o lo triple

de lo que gano ahora y, como sabes, Gisela, el dinero es importante. —No hay duda de que es un punto que debemos tomar en cuenta, papá. —Pienso que es mi oportunidad de asegurar no sólo mi futuro, sino también el tuyo.

Aunque creas que no me ocupo de lo económico, sabía que estábamos a punto de acabarnos hasta el último centavo cuando llegamos aquí. Eso no debe volver a suceder. Debemos ahorrar, Gisela, cuando menos la mitad de lo que gano. Así, si algo me sucede, al menos no te quedarás en la miseria.

Gisela lanzó una exclamación de horror. — ¡Papá, no hables así! Tienes muchos años por delante...y no puedo... perderte. Dijo las últimas palabras con un profundo dolor. Había perdido a Miklós y si ahora perdía a su padre, su vida terminaría. Como si necesitara reconfortarse, lo abrazó.

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—Haré lo que quieras, papá, pero cuídate porque te quiero mucho y eres... todo lo que... tengo.

Paul Ferraris la besó en la frente. —Yo también te quiero, cariño y por eso debo pensar en tu futuro, aunque como eres tan

hermosa, estoy seguro que tarde o temprano te casarás. Gisela negó con la cabeza. —No papá. No deseo casarme. Quiero estar contigo y cuidarte, como lo habría hecho

mamá si viviera. Vio que una infinita tristeza empañaba la mirada de su padre cuando dijo: —Si estuviera aquí, se sentiría muy orgullosa de mi éxito. Aunque eso no provocaría

ninguna diferencia entre lo que sentíamos el uno por el otro. En los buenos o malos tiempos, estábamos juntos y cuando dos personas se aman, es lo único que importa.

—Sí, papá, tienes razón, es lo único que importa —murmuró la joven casi en un sollozo.

SSola en el palco, Gisela se sintió conmovida no sólo por la música que su padre tocaba, sino por el recuerdo de Miklós sentado junto a ella en las sombras para planear sus entrevistas.

Había visto que Lady Milford estaba en el teatro con unos amigos con los que iba a ir a cenar.

Se veía muy atractiva con un vestido de seda color ostión y diamantes en el cabello. Aunque era mayor que las dos mujeres sentadas a su lado en el palco, se veía tan

distinguida y tan inglesa, que Gisela pensó que resaltaba, aunque no pretendía ser tan bella como algunas de las damas vienesas.

"Debo hablar con ella acerca de Inglaterra", pensó Gisela. "Tal vez algún día logre convencer a papá para que toque en Londres, como debe hacer".

La actuación de su padre fue aclamada una vez más con una calurosa ovación. Los diarios de Viena declaraban que era uno de los más grandes violinistas que existían y

gran parte del público acudió al teatro sólo para escucharlo. Arrojaban flores al escenario y Gisela sabía que tendría docenas de invitaciones a fiestas

después de la función. Más tarde, cuando el espectáculo terminó, se dirigió al palco y entró por ella, Gisela pensó

que, con excepción de Miklós, su padre era un acompañante muy apuesto y elegante. Al verlo con su traje de etiqueta y una capa forrada de satén rojo sobre los hombros, con su

brillante sombrero de copa y su bastón con empuñadura de oro, comprendió por qué las mujeres que pasaban a su lado miraban a su padre con expresión anhelante en los ojos.

Pero Paul Ferraris sólo tenía ojos para su hija. —Lamento que cuatro veces el público haya pedido que volviera a tocar y por eso me haya

demorado. —Creo que el público deseaba que tocaras aún más.

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—Es lo que el gerente quería, pero soy de la opinión que es mejor que el público se quede con deseos de oír más, y eso aplica tanto a una sola persona, como a toda una multitud.

Por el tono de su voz, Gisela se dio cuenta de que estaba de buen humor, y era cuando disfrutaba de todo.

Bajaron por la escalera y cruzaron el vestíbulo de mármol para dirigirse al carruaje, donde recibieron muchas aclamaciones.

Provenían tanto del público que salía del teatro como de la gente pobre de Viena que siempre acudía por las noches a las puertas de los teatros para admirar a la gente importante.

Paul Ferraris agradeció las ovaciones, mientras el carruaje iniciaba la marcha y Gisela comentó con una sonrisa:

—Se supone que Johann Strauss es el rey de la música en Viena, papá, pero pronto sentirá celos de ti.

—Lo dudo y no aspiro a componer el tipo de música con la cual Strauss ha convencido a todo el mundo que la baile.

El carruaje no los llevó lejos y descendieron frente a una puerta iluminada, sobre la cual se leía el mágico nombre de JOHANN STRAUSS, rodeado de focos.

Por primera vez en el día, la sonrisa de Gisela fue espontánea mientras su padre la conducía al interior de un gran salón de baile.

Estaba muy adornado, había una terraza que ocupaba todo el fondo y donde se encontraba la orquesta.

En el centro estaba la pista donde ya bailaba la gente y a los lados, había mesas ocupadas por la élite vienesa.

Las mujeres lucían vestidos hermosos, la mayoría usaba tiaras e iba muy enjoyada. Le sorprendió mucho que tuvieran los rostros maquillados. Con gran ceremonia, los

condujeron hasta una mesa donde podían observar la orquesta y la gente que bailaba. Después de ordenar una deliciosa cena y vino, su padre se puso de pie para decir. —Ahora, querida, bailarás tu primer vals en la ciudad de la música y dirigido nada menos

que por el propio rey del vals. Al hablar, dirigió la mirada hacia la galería de los músicos y Gisela hizo lo mismo, entonces

vio a Johann Strauss por primera vez. Su primera impresión fue de que era joven y bien parecido, con espesa cabellera oscura

peinada con raya en medio, tupidos bigotes y patillas que crecían hasta unirse bajo la barbilla. Al observarlo mejor, se dio cuenta de que era mayor de lo que parecía a primera vista, pero

estaba segura de que poseía un encanto peculiar, al que debía su reputación de "rompecorazones".

Ya en la pista, su padre rodeó a Gisela con un brazo por la cintura y ella pensó que no sería su primero, sino su segundo vals en Viena.

Sintió una intensa nostalgia por Miklós que pareció paralizarla por un instante. Entonces la animación de la música se apoderó de ella.

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Strauss tocaba "El Danubio Azul", aclamado como su más brillante composición. La historia del vals era tan romántica como el propio Strauss. Se inspiró para ponerle el nombre, en una frase de un poeta de moda, pero cuando lo

estrenó, apenas recibió una débil aclamación y quedó olvidado. No fue sino hasta dieciséis años después cuando lo tocó en París para Napoleón III y para

la Emperatriz Eugenia, que lo ovacionaron y tuvo un éxito que eclipsó todo lo que había alcanzado hasta entonces.

De la primera edición se vendieron un millón de copias de la partitura en todo el mundo. y Gisela sabía que había sido la pieza fuerte del concierto que Strauss presentara en el Covent Garden ante la Reina Victoria.

Al compás de la melodía sintió que sus pies perdían contacto con el suelo y que flotaba en el aire, aunque era muy consciente de que la rodeaban los brazos de su padre y no los de Miklós.

Mientras valseaban su tercera pieza, sintió como si la música expresara su amor y se preguntó si Miklós, donde se encontrara, sentiría lo mismo.

Regresaron a su mesa y Gisela, porque sabía que eso complacería a su padre, dijo: — ¡Gracias, papá, fue maravilloso! Siempre recordaré la primera vez que bailé "El Danubio

Azul". —Debes decírselo al propio Strauss. Si no lo conoces esta noche, sin duda lo harás cuando

yo trabaje con él. Titubeante, Gisela preguntó: —No será en un lugar así, ¿verdad, papá? —No, claro que no. Yo sólo tocaría en un teatro. En ese momento se escucharon fuertes carcajadas al otro extremo de la pista de baile y

Gisela vio que acababa de llegar un grupo de oficiales uniformados. Por la forma en que hablaban, casi a gritos y por sus risas escandalosas, supuso que ya

estaban algo bebidos. Su padre siguió la dirección de su mirada y exclamó: — ¡Alemanes! Siempre logran hacer más ruido que nadie. Y comprobaron que era verdad a medida que pasaban las horas. Mientras Gisela y su padre cenaban, el lugar se había llenado a toda su capacidad y había

gente de pie que esperaba que alguien se retirara temprano y desocupara alguna mesa. La música era tan alegre y hermosa que Gisela se dijo que valía la pena esperar para

escucharla. Los oficiales alemanes no cesaban de hacer brindis tras brindis y se reían tan,

estrepitosamente que a veces llegaban a opacar el sonido de la orquesta. Gisela pensó que era típico del buen humor de los vieneses que no lo resintieran y que, en

cierta forma, su exuberancia aumentaba las risas y charlas de los demás comensales.

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Paul Ferraris terminó su café y cuando la orquesta inició otro de los famosos valses de Strauss, dijo a Gisela.

—Ya me siento con fuerzas de nuevo y estoy seguro que tú querrás bailar otra vez. —Por supuesto, papá —sonrió Gisela—, esperaba que me invitaras. Iba a ponerse de pie, cuando se dio cuenta de que un hombre se detenía a su lado. Se golpeó los talones de las botas y con sorpresa, Gisela se percató de que se trataba de uno

de los oficiales alemanes. — ¿Podría tener el placer de bailar con usted esta pieza, señorita? —preguntó con voz

gutural. —Gracias señor —le contestó Gisela en perfecto alemán—, pero he prometido esta pieza a

mi padre. El oficial se rió de una forma nada agradable. Era joven, aunque de rostro duro y con ese aire arrogante tan característico de muchos

alemanes. Y su apariencia no resultaba favorecida, pensó Gisela, con las cicatrices que tenía en una

mejilla, que sabía que eran resultado de los duelos con espada por los que eran tan conocidos los alemanes.

— ¿Su padre? —preguntó despectivo—. Bailar con él sería desperdiciar su belleza y la elegancia de sus movimientos.

Su tono fue impertinente y Paul Ferraris dijo cortante, antes que Gisela pudiera hablar: — ¡Basta! Mi hija ya le ha dicho que bailará conmigo. — ¡Pero yo quiero que baile conmigo! ¡Vamos! Extendió la mano hacia Gisela, pero ella se negó. —No, señor, gracias. No deseo bailar con usted. — ¡Pero yo sí! —insistió el oficial. Era evidente que la bebida lo hacía más agresivo y aunque Gisela estaba sentada, tiró de

ella para que se pusiera de pie. — ¿Cómo se atreve a tocar a mi hija? —protestó Paul Ferraris indignado—. ¡Haga el favor

de volver a su mesa o pediré que lo echen de aquí! — ¿Que usted hará que me echen? —preguntó insolente el oficial. Sin soltar a Gisela, se enfrentó a Paul Ferraris con una actitud tan amenazadora que ella

lanzó un grito ahogado. —Ya le dije que dejara en paz a mi hija —la voz de Paul Ferraris resonó como un latigazo—

. Regrese a la caballeriza de donde salió y compórtese. El oficial soltó la mano de Gisela. — ¡Eso lo considero un insulto y exijo una satisfacción! —La única "satisfacción" que recibirá de mí es una reprimenda por su mal

comportamiento. Me pondré en contacto con su oficial de mando mañana y le informaré sobre este asunto.

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—No es usted más que un musiquillo. ¿Cómo se atreve a hablarme de esa forma? Exigí una satisfacción y por Dios que la obtendré, ¡y así le daré una lección que no olvidará jamás! Gisela, horrorizada, se percató de que la discusión entre su padre y el oficial había llamado la atención de gran parte de los presentes.

Se habían acercado y escuchaban y ahora se reunieron varios compañeros del oficial, todos tan desagradables y arrogantes como él mismo.

Gisela se puso de pie y se acercó a su padre. — Vámonos, papá, por favor —suplicó. — ¡No tan rápido! —exclamó el oficial—. Todavía no baila conmigo y tengo toda la

intención de que lo haga. Hablaba con tono feroz y antes que Gisela pudiera responder, su padre le dijo: —No quiero verte mezclada en esto. ¡Vámonos! —No antes de que se enfrente conmigo —intervino el oficial—. Le exigí una satisfacción y

no puede ser tan cobarde que se rehúse. Su tono despectivo denotaba que eso era lo que pensaba de Paul Ferraris. Mientras Gisela rezaba porque su padre no prestara atención e ignorara al alemán, lo

escuchó responder: —Si es lo que desea, estoy dispuesto. ¿En dónde sugiere que nos reunarnos? El alemán se rió. —Así que el musiquillo tiene carácter, después de todo —se mofó—. Le diré que no es

asunto de que nos reunamos en ningún lado. Me batiré aquí mismo con usted y después bailaré con su hija, como fue mi intención desde que la vi.

— ¡No, papá... no! —gritó Gisela. No obstante, se dio cuenta de que no la escuchaba y que tenía una expresión decidida y

firme. —Muy bien, me batiré con usted y si gano, se disculpará con mi hija y conmigo por su

pésimo comportamiento, que deshonra el uniforme que porta. — ¡Usted será quien se disculpe! — aseguró el alemán—. ¡Qué despejen la pista, pronto

tendré a este musiquillo a mis pies! —Por favor, señores, esto no debe suceder. No interrumpan el placer de la noche —

suplicaba el propietario, primero al oficial y después a Paul Ferraris, pero el alemán lo empujó para hacerlo a un lado.

Gisela, muda y horrorizada, vio que alguien colocaba en el centro de la pista un par de espadas de duelo que se encontraban dentro de un estuche.

El oficial alemán se quitó la túnica del uniforme. Paul Ferraris empezó a quitarse la chaqueta de su traje de etiqueta. —Por favor, papá... no lo hagas —suplicó Gisela con voz entrecortada—. No puedes...

batirte con él. Vámonos. ¿Qué importa que piense que eres un cobarde?

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—Importa mucho. ¡No permitiré que me insulte un joven impertinente que no sabe medirse al beber!

— ¡Puede herirte, papá! —Tal vez... pero debo batirme con él. —Papá... por favor. Era inútil, comprendió Gisela al verle el rostro. Recordó, aunque era un consuelo muy vago, que con frecuencia su padre comentaba que

cuando asistió a la universidad, practicaba la esgrima y le gustaba. De eso hacía muchos años y el alemán era joven. ¿Qué posibilidad a su favor tenía su padre

contra él? — ¡Esto no debe suceder, papá! ¡Bailaré con él! —exclamó frenética. — ¿Crees que voy a permitir que un patán como ése te toque? No debí traerte a un lugar

así, pero ya que estamos aquí, saldremos con dignidad. Gisela pensó desolada que tal vez saldrían de forma muy diferente, pero no tenía objeto

decirlo. Su padre, muy elegante, con su camisa de seda blanca y sus ajustados pantalones,

representaba menos edad de la que tenía y se dirigió sin prisa a la pista. Un hombre distinguido y de edad, sin duda alguien importante, parecía haber sido

invitado, tal vez por el propietario, como árbitro. Desde su mesa, donde permanecía de pie, Gisela lo vio hablar con su padre, antes que,

entre risas y burlas, se reuniera con ellos el alemán. Sin su elegante túnica parecía aún más desagradable que antes, y por su mirada y actitud

se notaba seguro de su victoria. Gisela deseó con desesperación correr y suplicar al árbitro que detuviera el duelo antes que

empezara. Se sentía dispuesta a hacer cualquier cosa para no ver a su padre humillado y tal vez hasta

herido. Pero sabía que si lo hacía, lastimaría su orgullo y que, por lo tanto, debía permanecer

quieta. Ahora todos observaban. La orquesta cesó de tocar y todo parecía un espectáculo

preparado para divertir al público. Gisela adivinó que no debía ser un suceso poco usual en un lugar así. Y mientras esperaba, por lo que sin duda sería un encuentro perdido, pensó que era

demasiado doloroso para soportarlo. Deseaba ocultarse hasta que terminara, o al menos cerrar los ojos, mas el orgullo la obligó a

conservar la cabeza en alto y permaneció de pie, sola, mientras la gente se alejaba y a Gisela no le importó si lo hacían por consideración o por crítica.

Se escuchaba una conversación incesante y pensó que tal vez se apostaba a quién ganaría y también adivinó que se le señalaba como el premio que se concedería al triunfador.

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Eso la hizo desear que la tierra se la tragara. No obstante, irguió aún más la cabeza y fijó la vista en su padre, que inspeccionaba la

espada y la probaba con varios golpes al aire, mientras su oponente hacía lo mismo. Un minuto después, escuchó al árbitro: —En esta contienda, caballeros, el primero que haga brotar sangre, gana. En ese momento

terminará el duelo y se reiniciará el baile. Colóquense en sus lugares y estén listos para empezar cuando yo dé la señal.

La mirada de Gisela estaba fija en el rostro de su padre, con la esperanza de que la mirara, pero él observaba a su contendiente, casi como si midiera más su carácter que su habilidad de espadachín.

Asustada, y desesperada por lo que podía suceder, rezó con fervor, pero a la vez, era un mensaje a Miklós pidiéndole ayuda.

Cuando oyó el primer sonido de los aceros al encontrarse, le pareció que resonaba no sólo en sus oídos sino en su corazón, entonces sintió que no estaba sola, que había alguien a su lado.

Sin volver la cabeza, supo quién era; porque su corazón dio un vuelco y sintió las vibraciones que provenían de Miklós hacia ella.

Sin pensarlo, sin siquiera volver hacia él los ojos, deslizó su mano en la de él y sintió cómo sus dedos apretaban los de ella.

Su padre se mostraba precavido, mientras que el alemán, actuaba agresivo. Parecía decidido a atemorizar a su oponente y abatirlo antes que tuviera tiempo de darle

batalla. Pero aunque Paul Ferraris no había practicado esgrima durante varios años, aún sabía

cómo defenderse. Interceptaba cada golpe del alemán y tal vez debido a lo que había bebido, el oficial no se

mostraba tan experto como era de esperarse o quizá porque deseaba lucirse frente a sus compañeros y ante el numeroso público, se mostraba cada vez más descabellado.

De pronto, Paul Ferraris pasó de la defensiva a la ofensiva y rompió la guardia de su oponente.

La punta de su espada rasgó la camisa del alemán un poco abajo del hombro y le rasguñó la piel.

El público, que hasta ese momento había permanecido en silencio, lanzó una exclamación y el árbitro levantó la mano.

— ¡El honor está satisfecho! —exclamó con voz muy alta para que todos lo escucharan. Paul Ferraris bajó la espada. En ese momento, el alemán lanzó un golpe que lo hirió en un brazo. Fue una falta notoria y todos lanzaron una exclamación que era a la vez de horror y de

desaprobación. — ¡Eso fue una grave falta, señor! —indicó, cortante el árbitro al alemán.

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Se volvió hacia Paul Ferraris, que había soltado la espada y se cubría con la mano izquierda el brazo herido.

—Es usted el ganador, señor Ferraris —prosiguió —, y lamento mucho que haya resultado herido de una manera que sólo puedo calificar por completo antideportiva.

Su tono era despectivo, entonces el alemán intervino. — ¡Tonterías! Rasgó mi camisa, pero no me sacó sangre. Soy el ganador y estoy dispuesto a reclamar mi premio. Mientras hablaba, Gisela había soltado la mano de Miklós para correr al lado de su padre. — ¡Estás herido, papá, te vendaré! —No es nada —aseguró Paul Ferraris—. Sólo un rasguño, nos iremos enseguida. — ¡No antes que yo baile con ella! —insistió el alemán. Se acercó a Gisela, a quien le pareció tan amenazante, que instintivamente se acercó más a

su padre. Antes que Paul Ferraris pudiera decir nada, Miklós ya estaba junto a ellos y dijo al alemán

con un claro tono despectivo. —Si está decidido a causar molestias, tendrá que enfrentarse conmigo. — ¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó el oficial—. Elijo a mis oponentes y no voy a

batirme con toda una orquesta de musiquillos. Su tono ofensivo provocó un profundo silencio en los presentes, que esperaban la

respuesta de Miklós. —Se batirá conmigo porque yo lo digo. Si necesita una razón, aquí la tiene. Se adelantó al hablar y con uno de los guantes blancos que llevaba en la mano, golpeó el

rostro del alemán. El oficial se sobresaltó y exclamó furioso: — ¿Cómo se atreve a golpearme, basura vienesa? ¡Debe saber que soy el Barón Otto von

Hótzendorf, y me encargaré de que se le castigue por su comportamiento con un aristócrata! De nuevo reinó el silencio en espera de la respuesta de Miklós, quien tranquilo respondió: —Puesto que se ha presentado, lo haré yo también. Soy el Príncipe Miklós Esterházy. Gisela escuchó exclamar a sus espaldas: — ¡El campeón de esgrima húngaro! Entonces, casi sin saber cómo sucedió, se encontró sentada junto con su padre en primera

fila junto a la pista, mientras que el resto de los presentes intentaban acercarse lo más que podían para ver el encuentro que iba a realizarse.

Miró a su padre y aunque estaba pálido y todavía se detenía el brazo herido, lo notó tranquilo.

Alguien le había colocado su capa sobre la espalda y tenía una copa de vino a su alcance en la mesa, por si la necesitaba.

— ¿Te sientes bien, papá? —preguntó Gisela. —Perfectamente y tengo toda la intención de ver esto —respondió Paul Ferraris.

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El árbitro inició el encuentro y como ahora el alemán sabía quién era Miklós se concentraba y no hacía más bromas, burlas ni sonrisas maliciosas, como lo hiciera antes.

Mientras los aceros se cruzaban, Gisela se dio cuenta de que veía a un espadachín maestro jugar con un novato inepto, tanto que humillaba al alemán mucho más que cualquier palabra lo hubiera podido ofender.

Como era tan experto, Miklós rasgó una y otra vez la camisa del alemán, pero sin infligirle ni el más mínimo rasguño, por lo que el árbitro no podía detener el duelo.

Y lo hacía casi como con ritmo musical y con la elegancia de un ballet, mientras el alemán intentaba en vano tocar a Miklós haciendo el ridículo.

Al fin Miklós decidió que ya era suficiente y realizó el difícil y efectivo movimiento que arrancó la espada de manos de su oponente, la cual voló por los aires.

En seguida, con la punta de su espada, apuntó al corazón del alemán, quien no pudo hacer nada más que permanecer inmóvil y humillado al máximo.

— ¡Ahora discúlpese! —ordenó Miklós —. Tanto con el señor Ferraris como con su hija, por su reprobable comportamiento.

— Me... disculpo —musitó el alemán. — ¡Más fuerte, deseo que todos lo escuchen! —exigió Miklós. — ¡Me disculpo! Miklós bajó su espada, y mientras se volvía para dar las gracias al árbitro, escuchó que

Gisela lanzaba un grito de horror. Concentrada en el duelo entre Miklós y el alemán, no fue sino hasta que terminó, que se

volvió hacia su padre. Y con una sensación de indescriptible horror, vio que estaba inconsciente y que en el piso

había una gran mancha carmesí.

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CCaappííttuulloo 66

DDESPUES de una noche sin dormir debido a su despedida con Gisela, Miklós se levantó por el mañana, decidido a partir hacia Hungría.

Sabía que esta vez no regresaría a medio camino. Era su amor por Gisela el que le indicaba que por doloroso que fuera, hacía lo correcto.

La salvaba de una infelicidad que no sólo habría arruinado su matrimonio, sino que la humillaría de una forma que él sabía que no podría tolerar.

Sentía gran afecto por sus familiares, la mayoría de los cuales tenían el carácter feliz y alegre propio de los húngaros.

Pero a la vez, debido a que su apellido los hacía en extremo orgullosos, sabía muy bien que lucharían con ferocidad contra todo aquel que ofendiera su muy particular código de conducta.

Que Gisela fuera una dama en toda la extensión de la palabra, no tendría nada que ver con el hecho de que su padre era un músico profesional que cobraba por sus servicios.

Había una gran cantidad de talento musical entre los Esterházy y a Miklós lo habían educado desde pequeño a apreciar la música y a considerarla parte de su vida.

Sin embargo, poseer talento era muy diferente a actuar por dinero para el público y sabía que sin importar qué argumentos usara y cuánto intentara convencer a los miembros de su familia que le tenían afecto, para que fueran generosos con Gisela, ella de todas maneras sufriría.

Paul Ferraris era un gran músico, como se diera cuenta Miklós cuando lo escuchó y no había duda de que los Esterházy estarían dispuestos a aceptarlo como húesped en su palacio e incluso, hasta como amigo.

Sin embargo, eso era muy diferente a considerar a su hija adecuada para ser su princesa reinante.

Desde que la conociera y la besara en los bosques, Miklós comprendió que era la mujer que había buscado toda su vida y la única que le brindaría la felicidad que siempre deseara.

No era sólo por su belleza y por su carácter, que él la admiraba y la reverenciaba, sino porque ambos vibraban al unísono de una manera que le indicaba que los atraía algo divino que jamás podría explicarse con palabras mundanas.

Era una unión espiritual y, desolado, comprendía que jamás volvería a encontrarla y la añoraría hasta el último día de su vida.

Bajó, a desayunar, decidido a avisar a su tía que partiría de inmediato. La Gran Duquesa desayunaba en la terraza que daba al jardín.

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Era un hermoso jardín que crecía en el centro del bosque y que Miklós habría disfrutado poder mostrárselo a Gisela.

Sabía que ella apreciaría el estilo rococó romántico de la casa, las estatuas del jardín y los pavos reales que deambulaban entre los setos floridos y los árboles, con lo cual, todo parecía más romántico de lo que ya era.

La Gran Duquesa había sido en su juventud, una de las Esterházy más bellas. Todavía era preciosa, con su cabellera blanca muy bien peinada y vestida con una

elegancia y un estilo que no habría estado fuera de lugar en la más elegante fiesta que se celebrara en el jardín de un palacio.

Al verlo, le sonrió, con lo cual pareció rejuvenecer veinte años y le extendió su blanca mano con la gracia de una bailarina.

—Buenos días, querido Miklós. Espero que hayas dormido bien y que disfrutaras de tu velada.

Hizo el último comentario con un guiño malicioso, ya que Miklós había evadido contestarle la noche anterior cuando le preguntó con quién iba a cenar.

El se sentó y rehusó los platillos que le ofrecieron los sirvientes y sólo aceptó una taza de café.

La Gran Duquesa notó las líneas bajo sus ojos y su aspecto depresivo, pero no lo mencionó. Se limitó a comentar:

—Esta mañana recibí noticias de tu tío. Está encantado de que nos visites, así que regresará lo más pronto posible del campo para verte.

Esa información hizo que Miklós guardara las palabras que estaba a punto de pronunciar. Sabía que era una gran concesión por parte del Gran Duque, que detestaba la capital

austriaca, dejar sus propiedades del campo y sus amados caballos, que eran lo que más le importaba en el mundo.

Se dijo que sería una agonía permanecer en Viena sin ver a Gisela, mas por el bien de ambos, así tendría que ser.

—Es muy amable el tío Ludwig, si bien detesto que se haya tomado tanta molestia. —El Gran Duque, al igual que yo, se da cuenta de que todo lo que concierne a tu

matrimonio es muy importante y que debemos ayudarte cuanto podamos. —No tengo ninguna prisa por casarme. —Pero debes hacerlo, querido muchacho, porque, tienes que comprender que debes tener

un hijo y si Dios lo quiere, más de uno, para asegurar la sucesión. Vio la expresión del rostro de Miklós y se rió antes de continuar. —Sé que has oído esto cientos de veces con anterioridad, pero tienes que ser práctico y

cumplir con tu deber con la familia, que no es tan desagradable como imaginas. Le dirigió una de sus encantadoras sonrisas y luego agregó: —He pensado dónde debes buscar esposa y antes que tu tío llegue, quiero decirte,

categórica y firmemente, que suceda lo que suceda, no debes casarte con una austriaca.

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Miklós arqueó una ceja extrañado y ella le explicó: —Todas las familias nobles siguen un estricto protocolo y la rigidez de los propios

Habsburgo y todos sabemos lo que la pobre Emperatriz ha sufrido por ello. Su voz se suavizó mientras continuaba: —Me da un profundo dolor la forma en que trata su horrible y vieja suegra a la

Emperatriz, así como toda la corte que le es fiel a la archiduquesa, que sigue su ejemplo y le hace la vida insoportable.

— ¿En verdad están así de mal las cosas? —Hasta peor y la propia Emperatriz me confesó que las únicas ocasiones en que es feliz es

cuando va a Hungría. Miklós sabía que era verdad. Había conocido a la Emperatriz Isabel, de quien se decía que

era la mujer más hermosa del mundo, cuando ella estaba en Budapest y supo que sólo los húngaros podrían brindarle la felicidad de que carecía desde que se casara.

Desde que se firmó el Tratado entre Austria y Hungría; pasaba tres partes del año en el país que amaba.

Y había sustituido a todos los miembros de la servidumbre que su suegra eligiera, por húngaros.

Aunque no deseaba hablar en ese momento sobre su boda, Miklós no sabía cómo evadir el tema, así que exclamó:

—¡Muy bien, austriacas no! —Y estarás de acuerdo con que francesas tampoco. Sólo Dios sabe qué será de ese pobre

país después de la invasión de los alemanes. La Gran Duquesa se rió antes de agregar: —Y, por supuesto, no querrás casarte con una alemana. Miklós pensó en el aburrimiento que sufriera en sus pocas y cortas visitas a pequeños

principados alemanes, donde todo aristócrata se comportaba Con la pomposidad, de un emperador, por poco importante que fuera su título.

Con una débil sonrisa, comentó: —Eso limita el campo de forma considerable. Así que creo, tía Katarina, que debo volver a

casa y buscar entre las húngaras. —Ya las conoces a todas y sabes bien que aunque todas lucharían como fieras por

convertirse en la Princesa Esterházy, sería un error elegir a alguien demasiado cercano, a menos, por supuesto que estés... enamorado.

Sus palabras tomaron a Miklós por sorpresa y se dio cuenta de que sin proponérselo había tocado un punto débil. Antes que él pudiera decir nada, ella añadió:

—Lo lamento, Miklós, no quise ser indiscreta. Y como si de pronto comprendiera lo que sucedía, extendió una mano para posarla sobre el

brazo de él. —Me doy cuenta de que eres desdichado —observó con voz muy suave.

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El no hizo ningún intento por negarlo y mientras retiraba su mano, ella agregó, para consolarlo:

—Hace muchos años me sentí como te sientes ahora, y todo lo que puedo decirte es que uno jamás olvida, aunque hay distracciones que ayudan a que pase el tiempo.

Había tanto dolor y, a la vez comprensión en su voz, que Miklós la miró sorprendido. De pronto recordó vagamente haber escuchado que cuando era muy joven, su tía se había

enamorado hasta la locura de un embajador extranjero de la corte del emperador. Había olvidado ese detalle y ahora comprendió por qué su tía, a pesar de sus edad,

siempre le había parecido la más comprensiva y humana de todos sus familiares. —Dices que uno jamás olvida —comentó con voz muy baja. — ¿Cómo hacerlo? Cuando en verdad se ama, es lo más cerca en la tierra que estamos del

cielo y aun cuando sólo vislumbramos brevemente su gloria, debemos estar siempre agradecidos por haber recibido algo tan maravilloso.

La voz de la Gran Duquesa lo conmovió. —Gracias, tía Katarina, por decirme que no estoy equivocado en lo que siento. —Por supuesto que no, pero la vida tiene que proseguir. Hizo una pausa y agregó can tono de voz diferente: —Prosigamos discutiendo el asunto sobre la nacionalidad de tu esposa. He pensado que la

Reina Victoria ha convertido Inglaterra en un país poderoso y según tengo entendido, las jóvenes inglesas son bastante atractivas.

No miraba a Miklós en ese momento, porque observaba un pavo real que desplegaba su hermosa cola, pero sintió que se sobresaltaba y le respondió con voz cortante y áspera:

—¡No, inglesa no! Se dio cuenta de que, de nuevo, había tocado un punto débil. Con suavidad, como para aminorar la herida que sin querer había hecho, dijo: —También están las danesas. Ya ves el éxito de la Princesa de Gales... Miklós se puso de pie, interrumpiéndola: —No puedo discutir eso ahora, tía Katarina, tal vez mañana, pero hoy no. Ella extendió la mano, él la tomó y se inclinó para besarla en la mejilla antes de agregar: —Sé que tratas de ayudarme, mas por el momento sufro las torturas de un condenado y

prefiero estar solo. Se alejó y ella lo miró entristecida. Era el sobrino a quien más quería y nunca lo había visto tan angustiado antes, ni tan

desdichado. Estaba segura de que era la primera vez que se enamoraba y sabía lo doloroso que era cuando el verdadero amor no se cristalizaba. "Me pregunto quién será", pensó con curiosidad y estaba segura de que debía ser una

criatura excepcional para haber capturado el corazón de un joven a quien las mujeres más bellas habían asediado desde que era muy joven.

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"Desearía poder ayudarlo", se dijo, pero sabía por experiencia, que de eso sólo el tiempo se encargaría.

DDebido a que Miklós no podía regresar a su casa, ya que debía esperar a su tío y tampoco quería ir a la ciudad por temor a que, a pesar de su entereza, no resistiera acudir a ver a Gisela, pasó el día siguiente cabalgando y caminando por los bosques.

El recuerdo de Gisela lo asediaba. De alguna manera la sentía cerca de él y su gran amor le daba el valor de soportar el dolor que lo torturaba.

El Gran Duque llegó avanzada la tarde del segundo día y trajo consigo a su hijo menor, un joven de veintidós años, que agradaba a Miklós.

Se llamaba Anton y en cuanto tuvo oportunidad de hablar con Miklós a solas, le dijo: — ¡No sabes cuánto gusto me dio cuando recibimos la carta de mamá donde avisaba de tu

llegada a Viena! Fue un pretexto excelente para regresar. —Eso me hace suponer que te aburres en el campo. — ¡Mucho! Papá me enseña a manejar la propiedad y si a él le divierte hablar desde el

desayuno hasta la hora de la cena de cosechas y viñedos, para mí hay temas mucho más atractivos.

— ¿Como cuáles? —preguntó Miklós, aunque sabía la respuesta. — ¡Mujeres, por supuesto! ¿Ya fuiste al Teatro Volksoper? —En esta ocasión, no. — ¡Entonces debes ir! Están presentando una divertida opereta, ¡con las bailarinas más

encantadoras que he visto en mi vida! —Y, por supuesto, una en particular. — ¡Por supuesto! —repitió Anton con un guiño—. Esta noche la conocerás. Miklós iba a rehusarse, pero el joven le suplicó: —Tienes que venir conmigo. Si te niegas, mis padres no me permitirán ir solo y nos

moriremos de aburrimiento. —Yo he logrado sobrevivir hasta ahora. —Porque has estado a solas con mamá. Es muy divertida y comprensiva. Con papá es muy

diferente, no cesa de hablar, y algunas veces siento ganas de gritar. Era evidente, para Miklós que su primo se sentía reprimido y no era de sorprender. El tío Ludwig, como todos los Habsburgo, estaba convencido de que tanto las mujeres

como los niños eran seres inferiores y debía educárseles, pero no conversar con ellos: Como en realidad no le molestaba acompañarlo, asintió. —Haré lo que quieras, pero si es posible, regreso a casa mañana. —Entonces hay que aprovechar esta noche. Cenaremos con mis padres y en cuanto mi

padre empiece a cabecear, lo que siempre hace cuando termina, nos iremos al teatro.

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EEn el palco del Teatro Volksoper, Miklós intentó disfrutar del espectáculo, y apartar de su mente la idea de que en otro teatro, Gisela estaba sola en un palco.

Las bailarinas, como dijera Anton, eran criaturas encantadoras y sabían cómo coquetear y complacer a los jóvenes que las invitaban a cenar.

Con dificultad, pero con firmeza, Miklós se rehusó a elegir una joven para formar dos parejas y decidió que en cuanto terminaran de cenar, dejaría a Anton solo con su bonita acompañante.

Estaba seguro de que el día siguiente se las ingeniaría para que su tío no se enterara de que había regresado solo esa noche.

Sabía que le sería imposible permanecer en la ciudad sin ceder al impulso irresistible de acudir al Hotel Sacher y tratar de hablar con Gisela.

Cuando Anton sugirió que fueran a cenar donde tocaba Strauss, jamás cruzó por la mente de Miklós que Gisela pudiera estar allí.

Es más, ni siquiera miró a la concurrencia cuando llegó, se concentró a ordenar la cena y el vino, hasta que, con un vuelco del corazón, la descubrió bailando con su padre.

Fue tal el impacto, que por un momento sintió como si le hubieran propinado un golpe en la cabeza, y no pudo pensar con claridad.

Cuando regresaron a su mesa, ella se sentó de espaldas a él y conforme el lugar se llenaba, las posibilidades de que lo viera disminuían.

Era un placer amargo verla, que Miklós se preguntó si debía permanecer allí o marcharse. Por fin decidió que si se retiraba antes que les sirvieran la cena, se vería obligado a dar

alguna explicación. Mientras Anton y la bailarina coqueteaban, Miklós, con el corazón oprimido, observaba las

luces que se reflejaban en el dorado cabello de Gisela y adoraba la forma en que ella mantenía la cabeza erguida, como una flor en un delgado tallo.

Cuando se inició el altercado entre el oficial alemán y Paul Ferraris, al principio no comprendió lo que sucedía, hasta que, como si Gisela lo atrajera como un imán, se puso de pie y se acercó a ella.

Más tarde, Gisela pensaría que había sido el destino o quizá el poder de sus oraciones lo que hizo que Miklós acudiera a su lado cuando más lo necesitaba.

Fue él quien se hizo cargo de todo cuando ella se dio cuenta horrorizada de que su padre había sufrido un colapso y que la herida de su brazo era mucho más grave de lo que todos suponían.

Miklós lo condujo hasta el carruaje del Gran Duque y de allí al hotel. El también dio órdenes para que todos obedecieran al instante y casi de inmediato, llegó

un doctor. Fue Miklós quien indicó a los ayuda de cámara del hotel cómo desvestir al herido y

acostarlo sin causarle molestias ni dolor.

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El doctor atendió la herida y cuando salió del dormitorio hacia la salita, dijo con tono profesional.

—Su padre dormirá hasta mañana, señorita Ferraris, pero yo regresaré a primera hora y traeré conmigo a un cirujano que me gastaría que revisase su brazo.

— ¿Está muy mal herido? —preguntó temerosa Gisela. —No lo sé, pero el brazo derecho es tan importante para su padre, que no debemos correr

riesgos. No fue sino hasta que el doctor hizo una reverencia y se retiró, evidentemente

impresionado, no sólo por Paul Ferraris, sino también por la presencia de Miklós, que Gisela dijo asustada:

— ¿Qué querría decir... que le pasaría a papá... en el brazo? ¿No era sólo una... herida... en la piel?

—Esperemos que así sea, mi amor, pero el doctor tiene razón, no hay que correr riesgos. — ¡Tengo... miedo! Levantó la vista hacia él, que la rodeó con sus brazos. —Yo me encargaré de todo. Tu padre será atendido por los mejores cirujanos y estoy

seguro de que todo saldrá bien. — ¿Qué... será de nosotros... si no es... así? —No vale la pena pensarlo ahora. Lo que quiero que hagas, mi preciosa, es acostarte y

tratar de dormir. Ella exhaló un murmullo de protesta, pero él prosiguió: —Volveré mañana muy temprano, antes que lleguen los doctores y te prometo que dejaré

muy en claro que no se escatimará nada en el esfuerzo por sanar a tu padre lo más rápido posible.

Gisela apoyó la cabeza sobre su hombro con un suspiro que brotó de lo más profundo de su ser. Después preguntó:

— ¿Cómo... fue que estabas... allí... cuando te necesitaba... con tanta... desesperación? —Fue el destino quien me llevó a ese lugar. El mismo destino que nos dirige desde que nos

vimos en los bosques. —Si papá... no se hubiera... batido con ese horrible hombre, me habría obligado a bailar

con él. — ¡Olvídalo! El castigo que le impuse, como es alemán, será una cicatriz indeleble en su

autoestima para el resto de su vida. Indignado, Miklós añadió: — ¿Cómo se atrevió a insultarte? —Lo que me dijo no tiene importancia, pero lastimó a papá cuando lo llamó "musiquillo". —Por supuesto. Y ambos, a la vez, pensaron que era el tipo de comentario que su familia haría respecto a

Paul Ferraris si decidían casarse.

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Los brazos de Miklós apretaron a Gisela, la besó en la frente y después en la mejilla antes de decirle con gran ternura:

—Retírate a descansar, mi adorada. Deja el asunto de tu padre en mis manos. Te aseguro que por la mañana no verás las cosas tan mal como aparentan ser.

Gisela intentó, y logró dirigirle una breve y valiente sonrisa. — ¡Gracias, gracias! ¡Eres tan maravilloso y te... amo! —Yo también te amo — contestó Miklós con voz profunda. Le besó la mano y se fue.

AA la mañana siguiente, como lo prometiera, Miklós llegó cuando Gisela terminaba de vestirse.

Ella no había dormido durante toda la noche, se la pasó yendo y viniendo del dormitorio de su padre para ver si se le ofrecía algo.

Sin duda el doctor le había dado algo para dormir y aunque despertó y pidió algo de beber, estaba aturdido y cuando ella lo dejó solo para irse a vestir, mantuvo la esperanza de que Miklós no olvidara su promesa de llegar temprano.

No tenía por qué haberse preocupado. Cuando ella salió del dormitorio, la esperaba en la salita, pero no estaba solo, lo

acompañaba Lady Milford. Tan pronto como Gisela apareció, Lady Milford le extendió la mano diciendo: — ¡Criatura querida, debiste despertarme anoche! Apenas me enteré de lo sucedido esta

mañana por mi doncella y vine en seguida a ver si puedo ayudar en algo. —Es usted muy amable. —Como sabes, mi único deseo es servirles a ti y a tu padre. Lady Milford se volvió hacia

Miklós al añadir: —Me enteré de cómo sucedió y me parece que fue un incidente muy despreciable. Esos

oficiales alemanes son una amenaza donde quiera que se encuentren. —Es verdad —estuvo de acuerdo Miklós—, y después de su victoria sobre los franceses,

puede estar segura que ambicionarán conquistar el mundo. — ¡Espero estar muerta cuando eso suceda! —exclamó Lady Milford. Como si adivinara que Miklós y Gisela querían estar solos, regresó a su propia suite. Gisela se enteró de que Miklós había pedido que subieran el desayuno y aunque no tenía

hambre, él insistió en que al menos bebiera una taza de café. Cuando los doctores llegaron, estaba al lado de su padre, que se encontraba medio

despierto. Eran tres médicos, dos cirujanos y el doctor que lo atendiera la noche anterior. No había duda de que eran aptos, ya que por la conversación que tuvieron con Miklós,

Gisela supo que atendían a su tía, la Gran Duquesa, así como también a la Emperatriz. —Será mejor que nos espere aquí —le indicaron a Gisela. Al quedarse solos, Miklós la tomó de la mano y su calidez; fue un consuelo para ella.

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—Pasó la noche tan quieto —comentó ella, angustiada. —Estoy seguro de que se debió a algo que le administró e doctor. Era necesario que

estuviera tranquilo para evitar que la herida sangrara de nuevo. —Todo esto ocurrió porque papá trató de protegerme —Sí, lo sé. Fue un acto de lo más vergonzoso y admiro el valor de tu padre enfrentándose

al joven ebrio. —Estaba tan asustada. Sabía que solía practicar esgrima en la universidad... pero eso fue

hace muchos años. —No perdió su habilidad —sonrió Miklós. —Cuando retaste al alemán, escuché que alguien decía que eres el campeón de esgrima de

Hungría, ¿es verdad? — Sí, gané el título el año pasado. —Me sentí muy, muy orgullosa por la forma en que le diste una lección al alemán. — Sólo retó a tu padre porque pensó que no tendría posibilidad de defenderse. Estoy

seguro que no tenía idea de que un músico aceptaría el desafío, ¡y menos de un oficial! La expresión de Gisela reveló el horror que sintió cuando comprendió que su padre se

enfrentaría a un hombre tan joven. Le rodeó los hombros con un brazo, para reconfortarla, mientras decía:

—Ya todo pasó, mi amor, y en cuanto los doctores den su diagnóstico, iré al teatro a avisar que tu padre no podrá tocar esta noche, ni tal vez mañana. Pero estoy seguro de que será sólo cuestión de días.

—Sí... estoy... segura —afirmó Gisela, pero en su tono de voz se reflejaban sus dudas. Interrumpían su charla con lapsos de silencio, durante éstos, Gisela no se sentía inquieta

porque Miklós estaba con ella. De no haber sido así, con seguridad habría estado angustiada paseándose por la habitación

y preguntándose qué sucedía en el cuarto contiguo, Por fin se abrió la puerta y ella miró ansiosa, con una débil sonrisa en los labios. Sin embargo, el doctor se limitó a decir: — ¿Quiere venir un momento, Su Señoría? —Sí, por supuesto —accedió Miklós. Entró en el dormitorio y cerró la puerta y Gisela, impaciente, pensó que era normal que por

el hecho de ser mujer, se le excluyera. Eso no le sorprendía, porque estaba segura de que los doctores estaban muy

impresionados con Miklós, quien sin duda había dejado muy en claro que pagaría sus honorarios.

"Por supuesto, tendremos que reembolsárselo", pensó Gisela. A la vez temió que fueran muy altos los honorarios de los cirujanos y aunque su padre ya

había ganado un poco de dinero, no sería suficiente.

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"Se pondrá bien y trabajará con Johann Strauss", pensó. "Tiene razón al decir que si recibe el doble o triple de lo que gana ahora, podemos ahorrar y cubrir todos nuestros gastos durante un largo tiempo".

Miklós permaneció más de un cuarto de hora en el dormitorio de su padre y como su temor acrecentó, empezó a pasearse nerviosa por la salita.

Apenas se dio cuenta de que los camareros entraron a recoger las cosas del desayuno y de que los mensajeros llegaron con más flores de las que ya había y llenaban la habitación.

Por fin, cuando pensaba que se habían olvidado de ella, se abrió la puerta del dormitorio y salió Miklós.

Al verle el rostro, Gisela lanzó una exclamación ahogada. — ¿Qué sucede? ¿Qué tiene papá? ¿En dónde están los doctores? Miklós se acercó a ella y la rodeó con los brazos con mucha ternura. —Tendrás que ser muy valiente, mi amor. — ¿Qué pasa? ¿Papá... ha muerto? —No, por supuesto que no, pero me temo que su estado es más grave de lo que pensamos. — ¿En qué sentido? Tuvo la sensación de que Miklós no sabía cómo decírselo y gritó: — ¡Dime la verdad, debo saberla! —La verdad es que la punta de la espada tocó una vena y aunque los cirujanos harán lo

posible por evitarlo, el brazo de tu padre puede permanecer rígido y tal vez inmóvil durante largo tiempo.

— ¿Quieres decir que no podrá volver a tocar el violín? —Será posible con masajes y ejercicio, pero sólo después de varios meses, tal vez años. Gisela cerró los ojos ante la impactante noticia y Miklós la abrazó con mayor fuerza. —Sé que es duro para ti, pero tenías que saber la verdad. — ¡Pobre... pobre papá! ¿Cómo se sentirá ahora que no... pueda tocar? Sollozó convulsivamente y con voz apenas audible, agregó: — ¿Qué será... de nosotros? —De eso no tienes que preocuparte. Yo los cuidaré y en cuanto tu padre esté un poco

mejor, nos casaremos. Gisela levantó el rostro y lo miró, incrédula. — ¿Casarnos? —Anoche comprendí que nada es más importante que nuestro amor. Te protegeré y

cuidaré ahora y siempre. Gisela no pudo contestar y él apoyó su mejilla en la de ella, diciendo: —Será duro para ti en algunos aspectos, mi amor, pero estaremos juntos y nuncá, más te

insultarán como sucedió anoche, tampoco carecerás de protección porque siempre estaré a tu lado.

La ternura de su voz hizo que las lágrimas acudieran a los ojos de Gisela.

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—Siempre estaré orgullosa y agradecida de que seas tan maravilloso conmigo y de que pidas que me case contigo, pero porque te admiro y creo que eres el hombre más magnífico del mundo, jamás podría ser una molestia ni alguien que te avergonzara.

—Jamás lo serás. —Lo sería y al saber lo importante que eres, comprendo muy bien que no debes casarte con

alguien como yo. —Me casaré contigo —afirmó Miklós —, y lo tengo todo planeado. Entregaré el palacio a

mis familiares y tú y yo frecuentaremos ese lugar sólo en ocasiones muy formales, cuando se trate de una visita real, por ejemplo, tal vez, la de la Emperatriz Elizabeth.

La abrazó más fuerte mientras continuaba. —El resto del tiempo viviremos en un tranquilo y pequeño pabellón de caza que poseo en

uno de los extremos de la propiedad. No será muy lujoso, mi amor, pero seremos muy felices. —Pero tú abdicarás, y eso no lo puedo permitir. —Como tu marido, será lo que yo diga y quiera —sonrió Miklós—. ¡Y te quiero a ti, mi

adorada ninfa, como jamás he querido nada en toda la vida! Ella iba a protestar, pero los labios de él sellaron los suyos y el éxtasis del beso hizo que las

palabras se esfumaran. Fue un beso tierno, sin pasión. Entonces él dijo. —Regresa con tu padre, tengo ciertas cosas que arreglar. Regresaré dentro de una hora,

más o menos. Gisela lo miró, indecisa y él se llevó una de sus manos a los labios. —Deja todo a mi cargo, mi amor. No tienes problemas que afrontar. Eres mía y el destino

es más fuerte que todos los argumentos que tú o nadie pueda presentar. Se dirigió hacia la puerta de salida y Gisela lo obedeció y se dispuso a volver al lado de su

padre. A pesar de que se dijo a sí misma que lo que iba a hacer era equivocado e incorrecto, sintió

en su interior una intensa alegría.

MMiklós y Gisela terminaron de almorzar en la salita, mientras Lady Milford cuidaba a Paul Ferraris.

—Dijiste que no debía discutir contigo, Miklós, mi amor, pero quiero que lo pienses bien antes de hacer algo que pudiera molestar a tus familiares y deteriorar tu posición como cabeza de familia.

—Lo he pensado con todo cuidado y tú eres más importante para mí, preciosa, que un millón de familiares o todas mis posesiones.

Sonrió y agregó: —Los músicos, poetas, pintores y literatos han dicho que el amor lo vence todo, ¿y quiénes

somos nosotros para no estar de acuerdo?

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—Te amo tanto que se me dificulta pensar con claridad —dijo con sencillez Gisela—, y porque te amo, no puedo soportar pensar que pueda hacerte daño en ningún sentido.

Hizo una pausa y agregó: —Tengo algo que sugerirte. —¿Qué? —Porque sé que estaría mal que te casaras conmigo... tal vez papá y yo pudiéramos vivir

de forma muy modesta en Viena... o en el campo cerca de la frontera de Hungría hasta que él se reponga y pueda tocar de nuevo... tal vez podrías ir con frecuencia... a vernos.

El rubor tiñó sus mejillas y la forma en que tartamudeaba indicó a Miklós lo que trataba de insinuar.

Sabía lo que esa sugerencia significaba para ella, porque estaba contra todo en lo que creía, contra su pureza e inocencia, lo cual corroboró el amor que sentía por él.

Por un momento, Miklós se sintió abrumado por la grandeza del sacrificio que le ofrecía, entonces, con una mirada que Gisela nunca le había visto antes, contestó:

—Mírame, dulzura mía. Por un momento, debido a su turbación, a Gisela le resultó difícil hacerlo. Cuando parpadeó, el color huyó de su rostro y palideció, sus miradas se encontraron y los

labios de ella temblaron. La miró sólo un momento. Con voz profunda y un tanto entrecortada, le dijo: —Te venero, mi preciosa, por lo que me sugeriste. Eso me dice que tu amor es tan grande

como el mío y que nada en el mundo es más importante que lo que sentimos el uno por el otro.

Su voz la hizo vibrar. —Pero no deseo verte ocasional y subrepticiamente. Deseo tenerte conmigo, junto a mí y

ante el mundo. ¡Eres mía! ¡Mía para siempre y estoy dispuesto a proclamarlo, si es necesario, desde la cima de todas las montañas de Hungría!

Su voz revelaba tal sinceridad, que las lágrimas inundaron los ojos de Gisela y resbalaron por sus mejillas.

Eran lágrimas de felicidad por ese amor tan grande y milagroso. — ¡Te amo! —exclamó ella, con voz entrecortada. — ¡Como yo a ti! Extendió los brazos hacia ella, pero en ese momento tocaron a la puerta y después de una

corta pausa, Gisela indicó: — ¡Adelante! —Un caballero la busca, señorita —anunció un mensajero. — ¿Un... caballero? —repitió Gisela y miró a Miklós. Por su mente cruzó la idea de que, aunque parecía inconcebible, podía ser alguien tan

desagradable como el oficial alemán.

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Luego se dijo que lo más probable era que se tratara de alguien del teatro que preguntaría por la salud de su padre.

— ¿Cuál es el nombre del caballero? —preguntó Miklós. —Dice que viene de Inglaterra, Su Señoría. Preguntó por el señor Ferraris y cuando se le

informó que estaba enfermo, pidió hablar con la señorita. — ¿De Inglaterra? —repitió Gisela —. No imagino quién pueda ser. —Será mejor que lo averigüemos —sugirió Miklós indicándole al mensajero que hiciera

pasar al recién llegado. Se volvió hacia Gisela. —No te inquietes. El desconocido de Inglaterra puede traer buenas noticias. Gisela pensó que era muy probable. Como habían viajado sin cesar, no habían recibido la pequeña pensión que su abuelo

concediera a su padre desde que tenía diecisiete años, cuando decidió vivir en Austria con la familia de su madre.

El dinero no llegaba con regularidad y cuando lo recibían, su padre comentaba con desprecio que no era más que una limosna.

Ahora, Gisela pensó que les caería muy bien y como no habían recibido ni un centavo debido a la guerra de Francia y después por sus constantes viajes, debió acumularse.

Sintió que su ánimo se elevaba y cuando volvieron a llamar a la puerta, Miklós le sonrió y logró devolverle la sonrisa.

—El señor Shepherd —anunció el mensajero. Un hombre de mediana edad y espejuelos, entró. — ¿Es usted la hija del señor Paul Ferraris? —preguntó con un marcado acento inglés. —Si, pero mi padre, lo lamento, no se encuentra bien de salud. —Me enteré, sin embargo, es de suma importancia que hable con él. — ¿Por qué? —preguntó Gisela. —Represento a la firma de abogados que maneja los asuntos de la familia de su padre. Gisela se sintió segura entonces de que era dinero lo que hiciera que el señor Shepherd

acudiera a su padre y como pensó que eso lo alegraría, preguntó: — ¿Sería tan amable de esperar un momento? A toda prisa se dirigió al dormitorio de su padre. Paul Ferraris estaba sentado en la cama, apoyado en cojines y con el brazo vendado en un

cabestrillo. Ella, al entrar notó que su mano sana estaba sobre la de Lady Milford que se encontraba sentada junto a él.

Ambos la miraron con curiosidad. —Papá, hay un caballero que viene desde Inglaterra a verte. ¿Te sientes bien para recibirlo? — ¿Desde Inglaterra? ¿Quién puede ser? —El señor Shepherd, de la firma de abogados. —Creo que debe tener algo importante que decirme, para haber hecho un viaje tan largo. —Tal vez te trae dinero.

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— ¡En ese caso, lo recibiremos con los brazos abiertos! — ¿No será demasiado esfuerzo para ti? —preguntó Lady Milford, que ya lo tuteaba, con

voz suave. Paul Ferraris negó con la cabeza. —Es demasiada mi curiosidad para no recibirlo. Que pase, Gisela. Gisela regresó a la salita. —Mi padre lo recibirá, señor Shepherd, pero no debe cansarlo. Fue herido en un brazo y es

muy importante que repose lo más posible. —Lo comprendo, señorita Ferraris, lo que tengo que decirle no llevará mucho tiempo. Gisela se apartó a un lado para que él entrara primero y junto con Miklós, lo siguió al

interior de la habitación. El hombre, que llevaba una carpeta, hizo una leve reverencia al llegar junto a la cama. —Sé que viene desde Inglaterra a verme —indicó Paul Ferraris. —Primero fui a París, señor y mientras lo buscaba en vano, tuve la suerte de leer en un

diario el gran éxito que estaba obteniendo en Viena. — ¡En el diario! —exclamó Paul Ferraris—. Me alegra que se hayan acordado de mí. —Eran comentarios muy favorables, señor —dijo el señor Shepherd—, y la razón por la

que lo he estado buscando es para informarle que su abuelo ha muerto. Paul Ferraris lo miró asombrado. — ¿Mi abuelo? ¡Santo cielo! Pensaba que había fallecido hace muchos años. —Su Señoría gozaba de excelente salud, hasta su súbita muerte hace seis meses. — Mi abuelo, apenas lo recuerdo. —Creo que debe darse cuenta, señor, que ha heredado el título y es usted ahora el cuarto

Marqués de Charleton. Sus palabras cayeron como una bomba y por un momento todos lo miraron atónitos. Por fin, Paul Ferraris, con voz estrangulada, preguntó: — ¿Y... mi... padre? —Su Señoría falleció hace un año. Intentamos comunicarnos con usted, pero por desgracia

no había contacto con Francia porque la ciudad estaba ocupada. —Pero mi padre era el hijo menor —logró decir Paul Ferraris. —El tío de usted murió en una batalla en Egipto hace varios años, y fue entonces que su

padre se convirtió en heredero al título. Por razones que son difíciles de entender, no hizo ningún esfuerzo por ponerse en contacto con usted.

—No me sorprende —dijo con tono seco Paul Ferraris—. Nunca me perdonó que abandonara Inglaterra y prefiriera vivir con mi familia austriaca.

—Como comprenderá, señor, no podíamos actuar sin instrucciones. —No, claro que no. Se hizo de nuevo el silencio hasta que el señor Shepherd indicó:

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—Mis socios y yo esperamos, Su Señoría, que pueda ir a Inglaterra en cuanto le sea posible viajar. Comprenderá que hay muchos asuntos que requieren de su atención.

Hizo una pausa antes de agregar, con voz clara y firme para no dar lugar a dudas: —Además de las propiedades de la familia en Champshire, la Casa Charleton en Londres y

varias otras propiedades que adquirió su abuelo, existe una vasta fortuna en dinero. Se hizo un nuevo silencio y como si el señor Shepherd comprendiera la situación, añadió. —Como viajé durante toda la noche, desearía asearme y comer algo. Después, si se siente

lo suficientemente fuerte, podríamos revisar los documentos que traje conmigo y que le dirán mucho más de lo que yo puedo resumir en palabras.

—Sí, sí, por supuesto. Gisela pensó que la voz de su padre tenía ahora un nuevo tono de autoridad. Notó que había asumido ese aire de importancia que su madre le dijera a ella que era

tradicional en los ingleses. Apenas podía creer lo que había oído y como era tan insólito, tomó la mano de Miklós. El señor Shepherd se inclinó de nuevo con respeto, salió, y en cuanto cerró la puerta,

Miklós dijo al padre de Gisela. —Permítame ser el primero en felicitarlo, señor marqués. Y antes que el señor Shepherd lo

comprometa para que vaya a Inglaterra a inspeccionar sus propiedades, le rogaría que fuera primero a Hungría a la boda de su hija.

Por un momento, Gisela pensó que su padre se había quedado mudo. Entonces soltó la carcajada.

— ¡Este sí que es un día lleno de sorpresas! Y yo también haré mi contribución. Estaré encantado, Miklós, de entregar a Gisela el día de su boda, siempre y cuando me permitan asistir acompañado de mi esposa.

El nuevo Marqués de Charleton miró a Lady Milford al hablar y se llevó a los labios la mano de ella.

Gisela lanzó una exclamación de profunda alegría y con lágrimas en los ojos, corrió a abrazarlos.

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--YYA podemos irnos, mi amor —dijo Miklós con voz muy suave. Gisela, quien observaba a los gitanos fascinada por sus danzas, volvió el rostro hacia su

esposo y por un momento su corazón pareció detenerse. En seguida empezó a latir acelerado de nuevo cuando descubrió que él la miraba a los ojos. Jamás había imaginado que algo pudiera ser tan emocionante o de una belleza tan increíble

como lo fue su boda. Estaba tan fascinada por todo lo que la rodeaba que no tenía idea de su propia hermosura. Mientras recorría el pasillo de la capilla privada del palacio del brazo de su padre, Miklós,

que se volvió para mirarla, sintió que, realmente era una ninfa que provenía de un mundo místico apartado del planeta Tierra.

Antes que llegaran a Fertód, sucedieron muchas cosas que hicieron que Gisela sintiera que vivía un sueño.

Después de que el señor Shepherd anunciara a su padre su nuevo título, apenas tuvieron tiempo de captar el significado.

Incluso Lady Milford se había dado cuenta de que la posición de Paul Ferraris en Inglaterra y el resto del mundo sería muy diferente a la que había ocupado hasta entonces.

Como a pesar de sí mismo había añorado su antiguo hogar, Gisela se percató de que ahora, como marqués y cabeza de la familia que perdiera durante tantos años, encontraría una nueva felicidad.

Hasta ahora ella comprendió que en ciertos aspectos él había resentido la actitud de su padre o que por ser primogénito de un hijo menor, había sido muy pobre a pesar de que su abuelo, como Marqués de Charleton, era muy rico y su tío, como heredero, podía vivir en la abundancia.

Lady Milford le explicó a ella que era tradicional en Inglaterra que el hijo mayor, debido a que tenía que mantener la dignidad del título y de las grandes propiedades, tenía derecho a todo, mientras que los miembros más jóvenes de la familia, en ocasiones vivían rodeados de carencias y penurias

—Me parece muy injusto —afirmó Gisela, molesta. —Si no fuera así, poco a poco, las grandes propiedades se subdividirían en pequeñas

tenencias y los linajes ancestrales y sus fortunas, que son parte de la estructura inglesa, dejarían de existir —respondió Lady Milford.

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Como su padre siempre se había negado a hablar sobre su familia o de Inglaterra, hasta ahora Gisela se enteró de la importancia que había tenido Charleton para él cuando era pequeño.

—Deseo mostrarte la casa —dijo con tono casi extasiado a su hija—. Mi bisabuelo la reconstruyó y la redecoró y mi abuelo hizo lo mismo.

El brillo de sus ojos expresaba más que sus palabras. —Pero era la mansión familiar desde mucho antes y te darás cuenta de que cada habitación

es como un libro de historia, en la cual los Charleton han desempeñado un papel muy importante todo el tiempo.

Continuó hablando de los lagos, los bosques donde jugara de niño y de las caballerizas que en tiempos de su abuelo tenían caballos que a él sólo le permitían montar en ocasiones especiales.

Ahora todo eso sería suyo y cuanto más hablaba de ello, Gisela se daba cuenta de que su emoción crecía.

—Tendrás que ayudarme, querida —lo oyó decir a Alice Milford—, de lo contrario cometeré muchos errores, no sólo en lo referente a mis propiedades sino en lo que respecta al condado.

—Intuyes lo que es correcto —le dijo Lady Milford con suavidad—, y lo mismo se espera de ti en la Corte, donde de todas maneras encontrarás mucha gente dispuesta a aconsejarte lo que debes hacer.

Antes de regresar a Inglaterra, el señor Shepherd indicó: —Espero que Su Señoría pueda viajar pronto y debo añadir que Su Majestad preguntó

cuándo será posible que se haga cargo de sus deberes hereditarios. Por un momento surgió una expresión de profundo asombro en el rostro de su padre, que

Gisela vio fue reemplazada por una de satisfacción. Pensó que su padre, con el gusto que sentía por el teatro, disfrutaría mucho desempeñar su

papel en el Palacio de Buckingham y en el Castillo de Windsor. Por la forma ansiosa e interesada con que charlaba acerca de ello con Alice Milford, se dio

cuenta de que era muy consciente de su deber. En su opinión, ella sólo tenía que dar gracias a Dios todas las noches, de que la posición de

su padre también había venido a cambiar radicalmente su vida y la de Miklós. Se había angustiado cuando él afirmara que estaba decidido a casarse con ella y abdicar su

importante posición para lograrlo. En cambió, ahora era maravilloso e increíble que pudieran casarse sin que ella se sintiera culpable.

Como hija de un marqués, la familia de él la aceptaría y la carrera musical de su padre se consideraría como una excentricidad artística y no como profesión esencial para ganarse la vida.

Era extraño tener un nuevo apellido, y mientras su padre hablaba sobre su familia inglesa, ella se sentía con todo el derecho a usarlo.

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—Ahora eres Lady Gisela Carrington—Charleton, querida —le indicó su padre—, .y aunque los Carrington aportaron una inmensa fortuna a la familia a fines del Siglo XVIII, son los Charleton quienes se distinguieron en todas las guerras y ocuparon posiciones distinguidas en el gobierno a través de los siglos.

—Ya no necesito angustiarme y tratar de impedir que te cases conmigo porque arruines tu vida —dijo Gisela a Miklós.

—El no casarme contigo es lo que habría arruinado mi vida. A la vez, mi amor, reconozco que ahora todo será mucho más sencillo.

La tomó en sus brazos y agregó: —No me importaba quién fueras. Me di cuenta de que, a pesar de las consecuencias, no

podría vivir sin ti. La besó apasionado y exigente, como si todavía temiera perderla y volver a las torturas que

sufriera cuando intentó hacerlo. ¡Te amo! —exclamó al levantar la cabeza —. Tanto que no puedo pensar en nada más que

en que serás mi esposa y permaneceremos juntos, como lo decidiera el destino desde el momento en que te vi en los bosques.

—Un destino maravilloso —murmuró Gisela con voz muy suave. El la besó de nuevo. Tuvieron muchas cosas que hacer antes de poder casarse y fue Miklós quien arregló la

mayoría de ellas. Incluso él decidió que si el nuevo marqués iba a casarse, lo hiciera en una ceremonia

sencilla y casi secreta, ya que las multitudes y las inevitables entrevistas de la prensa podrían minar sus fuerzas.

Debido a su importancia, tanto como músico como marqués, el alcalde acudió a la salita privada de sus aposentos en el hotel Sacher para oficiar la boda civil.

Los doctores insistieron en que Paul se cuidara mucho y no hiciera nada agotador para evitar que la herida se abriera y sangrara de nuevo.

Por lo tanto, mientras el alcalde permanecía de pie, Alice y Paul se sentaron frente a él y se convirtieron en marido y mujer durante una sencilla ceremonia que duró sólo unos minutos.

Dos días después, cuando Paul se sentía más fuerte, se dirigieron a la iglesia de la Embajada de Inglaterra donde un capellán inglés los unió durante un tranquilo pero hermoso y conmovedor acto, del cual, los únicos testigos fueron Gisela y Miklós.

Después, Miklós partió rumbo a Hungría para organizar su propia boda. —Si no te reúnes pronto conmigo —le indicó a Gisela —, ¡vendré a raptarte! Cuando no te

tengo cerca, temo que puedas desvanecerte y tendría que recorrer los bosques noche tras noche, para buscarte.

—Iré tan rápido corno pueda, pero mi amor, debo comprarme ropa para no avergonzarte frente a tu elegante familia que se viste en París.

Ella repetía ahora lo que él mismo dijera y Miklós se rió.

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—Te adoraría hasta vestida con un saco o en harapos, si bien sé lo importante que es la ropa para las mujeres. Por lo tanto, te concedo una semana, ni un momento más.

Gisela lanzó una exclamación de protesta y trató de explicarle que no sería posible adquirir todo un ajuar en una semana.

Miklós la besó de nuevo y al igual que él, ella pensó que sería imposible esperar más para convertirse en un solo ser indivisible.

Por fortuna, su madrastra había estado antes en Viena y conocía los mejores talleres de costura.

— Adquirir un ajuar siempre es emocionante. Prometiendo pagar más y recompensando generosamente a las costureras, lograron que

trabajaran casi las veinticuatro horas del día. Gisela adquirió suficientes vestidos hermosos para partir a Hungría no en una semana, sino en menos tiempo.

Además, dejó ordenados muchos otros para que se los enviaran después. Cuando por fin estuvo lista para que partieran, eran tantos los baúles que llevaba, que su

padre le dijo en broma que sin duda en el futuro la conocerían como "la extravagante Princesa Esterházy".

Sin embargo, estaba encantado por la felicidad de ella y de la suya propia. Gisela estaba segura de que no había posibilidad de que alguien ocupara el lugar de su

madre en la vida de él, después de que habían compartido sufrimientos, risas y amor durante tantos años.

Pero como Alice Milford confesó que lo amaba desde la primera vez que lo vio muchos años antes, incluso antes que Gisela naciera, era la compañía adecuada que su padre necesitaba en ese momento.

Gisela se dio cuenta de las miradas amorosas que Alice le dirigía a su padre y estaba segura de que disfrutarían juntos la vida social que les esperaba en Inglaterra.

Cuando llegaron a Fertód y vio el palacio, se sintió abrumada, pero le divirtió que su padre, al recordarse dueño de Charleton, lo tomó con toda calma.

Cuando se detuvo frente a las grandes puertas decoradas que daban al patio frente al palacio rococó de amplísima escalinata adornada con urnas y estatuas, sintió miedo de lo que le esperaba.

Entonces la mano de Miklós y sus ojos oscuros que se perdían en los azules de ella, le dijeron que lo único que contaba era el amor que se tenían.

—Ahora puedo mostrarte mi palacio, como tanto anhelaba hacer. —Hubiera sido muy feliz contigo aunque fuera una cabaña —respondió Gisela con voz tan

suave que sólo él pudo escucharla. —Te adoro por decirlo, mi preciosa y mañana te haré sentir segura de que, ya sea estemos

en un palacio o en un refugio en la montaña, es inmaterial mientras nos amemos. Cuando Gisela vio la hermosura de las húngaras y en especial de las familiares de Miklós,

se preguntó con humildad cómo era posible que él la considerara bella.

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Pero sus ojos, sus labios y las vibraciones que se cruzaban entre ellos le dijeron que no era sólo una atracción física la que los unía, sino algo divino y sagrado.

Todo lo que había en el palacio parecía haber sido sacado de un cuento de hadas. Al día siguiente, cuando Gisela se vistió con su atuendo nupcial, ayudada por dos

doncellas que la trataban con respeto y no cesaban de exclamar lo bella que se veía, sintió que se convertía en parte de la magia de Hungría.

Era un día cálido, dorado por el sol y mientras ella admiraba por la ventana los jardines pletóricos de flores, apenas podía creer que no soñaba, o que había muerto y había llegado al paraíso.

Pero eso, se dijo sonriente, lo encontraría esa noche en brazos de Miklós. No tuvo necesidad de adquirir una diadema de azahares en Viena porque luciría en la

cabeza una tiara de diamantes que era como una corona, con ramilletes de flores que resplandecían como el propio sol.

El antiguo velo de encaje que le entregaron era tan fino que parecía una sutil telaraña y caía a sus espaldas hasta el suelo y, según la costumbre húngara, no le cubría el rostro.

Se veía no sólo joven y bella, sino tan espiritual que Miklós se sintió impulsado a arrodillarse frente a ella.

La ceremonia, que se realizó en la antigua capilla, a la que asistió la más distinguida nobleza húngara además de la propia familia Esterházy, fue muy conmovedora.

Gisela pensó en su padre cuando escuchó el coro y la música del órgano, pues sabía que era algo que a él le interesaría.

Cuando la boda terminó y los gitanos presentaron su espectáculo, por la expresión en sus ojos, adivinó que su padre deseaba unirse a ellos y tocar el violín.

En las csárdás, los gitanos golpeaban el arco contra las cuerdas de los violines para que las notas semejaran un galope con ritmo lento que parecía aumentar el tempo.

La exquisita melodía terminaba en un movimiento salvaje y Gisela comprendió por qué al bailarlo, quienes tomaban parte, se emocionaban con intensa alegría y pasión.

Las amplias faldas de las gitanas, los movimientos atléticos de los hombres de ojos oscuros y la música que parecía oprimir el corazón, eran la expresión misma del amor.

El amor que Gisela sabía que sentía por Miklós y que él le correspondía. Ahora que le había dicho que podían irse, le dio la mano y se estremeció cuando él se la

tomó. Sin llamar la atención del resto de los invitados que estaban atentos a la danza gitana,

Miklós la condujo del jardín hacia el interior de la casa y un momento después, se reunió con ellos el marqués.

—Tengo entendido que se van, querida —dijo. —Sí, papá, Miklós considera que ya podemos partir. —Comprendo que quieran estar solos. Pero vayan a Inglaterra en cuanto puedan. Deseo

mostrarles Charleton.

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La voz de su padre tenía un tono de orgullo que Gisela ya conocía y le rodeó el cuello con los brazos.

—Iremos en cuanto termine nuestra luna de miel, papá. Aunque deseo que sea larga, muy larga.

—Lo entiendo. Alice y yo tendremos la nuestra en Inglaterra. Será algo nuevo y emocionante para los dos, a pesar de que tenemos que trabajar.

—Disfrutarás de cada instante —afirmó Gisela mientras besaba a su padre. Después besó a su madrastra. —Cuide a papá. —Puedes estar segura de ello y te prometo que intentaré hacerlo feliz. Miklós se despidió de ellos y se retiraron por otra puerta del palacio donde los esperaba un

carruaje. Gisela no pudo contener su alegría al darse cuenta que era abierto y tiraban de él cuatro

magníficos caballos. Estaba adornado con flores, incluso, los corceles lucían guirnaldas de flores en el cuello. Era tan lindo que miró a Miklós con ojos brillantes. — ¿Cómo pudiste pensar en algo tan fantástico? —preguntó. —Intenté imaginar un marco digno de ti, mi adorada. En cuanto ascendieron al carruaje y como si el aire hubiera difundido el secreto de su

partida, los invitados salieron a despedirlos. Los gitanos tocaron una melodía de triunfante felicidad arrojándoles pétalos de rosas y

arroz, hasta que por fin iniciaron la marcha y dejaron atrás los gritos y exclamaciones de buenos deseos.

Algunos chiquillos corrieron tras el carruaje. Gisela se rió. —Nuestra tranquila partida no tuvo mucho éxito. Sin embargo, me encantó. —Pensé no interrumpir la fiesta y al menos evitamos tener que dar un beso a todos mis

familiares —indicó Miklós. Gisela se rió y él agregó: —Hay una sola persona a quien deseo besar y no te costará ningún trabajo adivinar quién

es. —0h, Miklós! ¿Es verdad que estamos casados? —Me encargaré de que te sientas segura de ello, mi amor, cuando lleguemos adonde nos

dirigimos. Mientras hablaba, la despojó de los guantes blancos y le beso los dedos, como hiciera antes. Mientras la sentía estremecer invadida por una extraña emoción, le dijo con suavidad: —Te emociono, mi bella esposa, pero esto no es ni la mitad de lo que será más tarde,

cuando estemos solos. Pero no estuvieron solos durante el recorrido hacia el lugar donde pasarían sus primeros

días de luna de miel, porque quienes habitaban en la propiedad Esterházy formaban una

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valla para vitorearlos, agitaban las manos en señal de saludo y arrojaban flores al carruaje y les brindaban serenatas.

Varias veces tuvieron que detenerse para recibir las felicitaciones del jefe de la aldea y para que Miklós bebiera una copa del vino especial de los viñedos locales.

Por fin, llegaron a la casa que Miklós había dicho a Gisela que poseía. Se utilizaba como residencia de verano cuando hacía demasiado calor en palacio o cuando

él u otros miembros de la familia deseaban una temporada tranquila o estar a solas. Cuando Gisela la vio, comprendió que era el tipo de casa en que, de ser posible, habría

preferido para vivir con Miklós. Era de piedra blanca, parecía un templo griego y estaba ubicada junto a un amplio lago.

Desde la casa hasta la orilla del agua, descendía un jardín de azaleas de todos colores. Era tan hermosa, que Gisela permaneció mirándola fascinada, hasta que Miklós sugirió que

como ya no había multitudes de espectadores que los esperaran, podía quitarse la tiara y el velo.

El dormitorio de Gisela estaba en la planta baja y tenía un ventanal que se abría al jardín. Pensó que sería fácil desde allí, llegar al lago y se preguntó si Miklós le permitiría nadar en

él. Tal vez no sería correcto para la Princesa Esterházy, pero con frecuencia, durante sus viajes

con su padre, había nadado en el mar y en lagos y le encantaba sentir el agua fría en el cuerpo.

Las doncellas la ayudaron a quitarse la tiara y el velo y a arreglarse el cabello. En el dormitorio había un gran lecho con cortinajes de seda azul pálido, y una gruesa

alfombra blanca muy suave, así como querubines pintados en el techo y cuadros en los muros.

Era una habitación hecha para el amor. "Será aquí donde estemos solos", pensó Gisela y se ruborizó. Había una salita contigua, tan elegante que era digna de considerarse un salón, donde

Miklós la esperaba. Gisela corrió hacia él, que la abrazó, pero por el momento no la besó. —No tuve oportunidad de decirte lo bella que eres. —Tengo... un poco de... miedo. — ¿Miedo? —De ser tan feliz... de estar aquí contigo... de que estemos casados... Oh, Miklós. . ¿y si

despierto y encuentro que me has abandonado... que estoy sola y nunca más te volveré a ver? —Estás despierta, mi amor y estamos juntos, así que aunque ambos soñemos, no importa. —Este es un lugar de ensueño, deseo contemplar las flores y el lago y si me lo permites...

nadar en él. —Te permitiré hacer lo que desees, siempre y cuando lo hagas conmigo y me ames.

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—Sabes que te amo, tanto que es como escuchar música que llena todo mi corazón y el universo entero,

Habló con tanta sinceridad y con un toque de pasión en la voz, que Miklós la acercó a él y la besó hasta que la habitación pareció dar vueltas a su alrededor y fue imposible pensar en nada más que en él, en sus brazos y en sus labios...

AA Gisela le pareció que sólo habían pasado unos minutos, aunque debió ser mucho más tiempo, cuando la servidumbre anunció que la cena estaba lista y se dirigieron a otra habitación que también daba al lago.

Estaba pintada de blanco, tenía nichos en los muros donde había estatuas y en la mesa y en todos lados, había grandes ramos de flores blancas.

Era tan hermosa que, de nuevo, Gisela sólo pudo demostrar su admiración con una ahogada exclamación.

Se sentaron a la mesa, y para su sorpresa, la servidumbre se retiró y fue Miklós quien la atendió y la besó antes de servir cada platillo.

Eran deliciosos, aunque ninguno de ellos tenía hambre y poco después se dedicaron a charlar, con las copas del famoso tokay en sus manos, con las que Miklós brindaba por su mutua felicidad.

Tenían mucho de qué hablar, discutir y planear, pero de alguna manera había momentos en que las palabras eran innecesarias y la mirada de los ojos de Miklós era más expresiva que cualquier cosa que dijera.

Gisela sabía también que él podía leerle el pensamiento y se daba cuenta de lo mucho que lo amaba.

Sin embargo, había algo que tenía que preguntarle: — ¿Estás seguro de que tu familia nos aceptó... a papá... y a mí? —Me preguntaba si me interrogarías al respecto, y te explicaré, luz de mi vida, que no

debes temer que te critiquen. Sonrió y en seguida continuó diciendo: —Mi familia será muy exclusiva en Hungría, pero también son cosmopolitas y la mayoría

de mis parientes han visitado Inglaterra alguna vez. Entre otras cosas, a mis primos les encanta ir a cazar a Inglaterra y en eso comparten el entusiasmo de la Emperatriz Elizabeth.

Gisela se rió y comentó: —Pero me hablabas de lo que opinan de papá. —Sí, por supuesto. Como conocen Inglaterra, saben lo importantes que son los aristócratas

ingleses. De hecho, algunos de ellos conocieron a tu abuelo, ya fuera en el Palacio de Buckingham o cuando visitaron a la Reina en Windsor.

Gisela lanzó un suspiro, como si se hubiera quitado un peso de encima. —Además —agregó Miklós sonriendo maliciosamente—. ¡Tu padre sí que representó muy

bien hoy su papel!

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Gisela se rió. —Yo pensé lo mismo y papá disfruta, aunque no lo reconozca, que le digan "Su Señoría" y

las reverencias que recibe ahora que es marqués. —El mundo es un lugar extraño, y aunque nosotros podamos reírnos de ello, mi preciosa,

también sabemos que es más fácil nadar con la corriente que contra ella. —Sin embargo, tú estabas dispuesto a desafiarla por mí. —Escalaría la montaña más alta o bajaría a las profundidades del mar para tenerte y

conservarte. Hoy, en la capilla, di gracias a Dios desde el fondo de mi corazón de que pudieras ser mi esposa sin tener que estar en guardia perpetua para evitar que te hicieran daño.

— ¡Oh, Miklós, mi amor, mi amor! ¿Cómo puedes ser tan maravilloso? Yo me dije que debía amarte lo suficiente para no permitir que te sacrificaras por mí, pero tenía la sensacion de que sería débil y no lo haría, porque no podía vivir en un mundo oscuro sin ti.

—Cuando ese patán te insultó me di cuenta de que eras mía y tenía que protegerte. Hizo una pausa y agregó: —Si ya antes te amaba con desesperación y locura, en ese momento desperté al hecho de

que el amor tenía responsabilidades, a la vez que alegría y éxtasis. Sonrió al continuar. —Es sencillo, Gisela, me convertí en hombre al no pensar sólo en mí y en ti. Es algo más

profundo, que ahora forma parte de mi amor, lo que no comprendo es cómo no me di cuenta de ello antes.

Gisela lo miró, pero guardó silencio y él prosiguió: —El amor es la esencia de la creación de la vida y Dios nos ha unido, Gisela, así que

tendremos hijos que nacerán del amor y seguirán en el mundo cuando nosotros hayamos partido de él.

Hablaba con tal seriedad que Gisela se conmovió mucho. Al mismo tiempo, comprendió lo que decía.

— Con frecuencia pensé —dijo con voz muy suave—, que cuando la gente se casa sin amor y tiene hijos, defraudan no sólo lo mejor y más grande de sí mismos, sino que sus hijos no son tan perfectos como debían ser.

—Es lo que ahora sé, de lo cual me percaté cuando estuve a punto de perderte. Extendió la mano al hablar y ella colocó la suya sobre la de él. Se miraron y ella

comprendió que estaban tan unidos que no tan sólo sus corazones se habían fundido, sino que sus almas también.

Se habían encontrado a través de la eternidad y en el futuro sus hijos, al nacer del amor, se lanzarían a la búsqueda de la perfección en el amor que ellos habían descubierto.

Miklós se llevó la mano de ella a los labios. —Ven, preciosa mía.

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Ella se preguntó adónde la llevaría y mientras cruzaban el vestíbulo, vio a través de una ventana que tenía las cortinas abiertas, que las estrellas resplandecían en el cielo y la luna se reflejaba en el lago.

Pensó que tal vez la llevaría al jardín, en cambio la condujo hacia un salón que para su sorpresa, no estaba iluminado.

La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas y notó que al igual que el comedor, la habitación estaba llena de flores.

Se percibía su fragancia y las flores adquirían tonalidades plateadas a la luz de la luna. Mientras miraba a su alrededor, surgieron de pronto las notas de un violín, no muy lejano,

ya que la melodía llenaba el ambiente. Mientras escuchaba, se dio cuenta de que tocaban la melodía con la que ella y Miklós se

conocieran: "Busco el amor". Sintió que él la rodeaba con sus brazos y empezaron a bailar. Como era una dicha estar cerca de él y la música era parte de su amor, Gisela sintió como si

flotaran y ya no fueran humanos, sino parte de la luz de la luna. Miklós le cantó en voz muy baja y con su mejilla junto a la de ella: — El amor ya encontré. Ella jamás se volverá a ocultar. Cautiva entre mis brazos la tengo

ya. y en lo alto del cielo, la luna al brillarme dice que vamos a disfrutar, de mucha felicidad. Sus labios se unieron a los de ella y así permanecieron mientras giraban y los violines

parecían ruiseñores que cantaban al cielo una canción de amor. A Gisela le pareció, que giraban con mayor rapidez, hasta que por fin Miklós la liberó del

beso para cantar: "Encontré el amor, sublime y encantador, mi corazón baila porque ahora eres para mí. Dejó de bailar y sin soltarla, le dijo: —Es verdad„ mi preciosa. Eres mía, para mí, ahora, esta noche y hasta que las estrellas

caigan del cielo. La emoción en su voz vibró hasta lo más profundo de su ser y Gisela murmuró: — ¡Te amo... Oh, Miklós... te amo! Ahora se oía "El Danubio Azul" y mientras los bellos acordes parecían llenar la noche y

esparcirse sobre el lago plateado, Miklós levantó a Gisela en sus brazos. —El vals del amor, mi preciosa, el vals que bailaremos juntos, ¡siempre! Mientras hablaba, la condujo del salón hacia el dormitorio y a la luz de dos velas, ella pudo

ver que los ojos de Miklós brillaban con un fuego intenso y comprendió cuánto la deseaba. La colocó de pie en el suelo, después la besó mientras le desabrochaba el vestido de novia y

ella sintió cuando éste se deslizó por sus hombros. Por un momento se sintió cohibida, pero comprendió que no había timidez en el amor, sólo

un éxtasis y un embeleso que los elevaba hacia las estrellas. Mientras las notas del vals se escuchaban con mayor intensidad. Gisela rodeó el cuello de

Miklós con sus brazos y él la ciñó hasta casi no dejarla respirar.

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La condujo hacia el lecho y un momento después, acostado a su lado, y con sus labios unidos, escucharon que los violines susurraban quedo, muy quedo:

Mi corazón baila ¡ahora eres mía!

FFIINN