bolero 4 o vol eleanor cielo

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Bolero

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Eleanor Cielo

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Fecha de registro: 03—abr—2013

Licencia: Creative Commons Reconocimiento—NoComercial—

SinObraDerivada 3.0

Autora: Eleanor Cielo

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Eleanor Cielo

BoleroCuarto Volumen

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Eleanor Cielo

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En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad.

Antonio Machado

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Capítulo VII

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arío permaneció junto a la puerta, inmóvil. Su ca-beza le daba vueltas. Multitud de pensamientos se agolpaban en su mente y numerosas imágenes, mu-

chas del pasado, se proyectaban de forma desordenada. Reaccionó y se dirigió al salón, donde aguardaba su madre.

La noche se había instalado en el cielo. En el salón, el sonido del gran reloj rompía el silencio que ahora habitaba en el loft. El adulto se acercó a la anciana y la atendió para, finalmente, acomodarla en su habitación. Se sentó junto a ella y tomó su mano. Mientras hablaba, su mirada se enredaba en el infinito.

—Ojalá todo salga bien. He esperado mucho tiempo este juicio

para ajustar la cuenta pendiente que tengo con el pasado. Tú lo sabes tan bien como yo. Fuiste testigo de lo que viví —hizo una larga pausa. — Que descanses, mamá —y la besó en la frente.

A la mañana siguiente despertó renovado. Salió de la alcoba y dis-

puso todo para la llegada de Raquel. Gabriel le había comentado que vendría una de sus compañeras para cubrirlo ese día, ya que no es-taba contemplado que asistiera hoy y Darío necesitaba con urgencia asistir al juzgado.

Pronto llamaron a la puerta. Acechó por la mirilla y distinguió a

una joven que miraba incómoda hacia los lados. —Buenos días. Vengo en sustitución de Gabriel. Me llamo Nekane.

Tanto gusto. —Buenos días. Pase por aquí.

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Darío dejó a la muchacha en la habitación de su madre y se dirigió

a la sala privada de estudio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y, en un acto reflejo, se cubrió con una pequeña manta que había sobre el sofá. Arropado por la calidez del tejido y la trascendencia de aquel día, pronto comenzó a recordar de nuevo.

Varios años antes.

— ¿Sí? Adelante, por favor. —Disculpe, Profesora Sandra. Finalmente ha llegado nuestro

nuevo profesor de piano, el Señor Darío Lorenz. —Tanto gusto, Señor Lorenz. —El honor es mío, Señorita… —No se preocupe, puede dirigirse a mí como Sandra —sonrió. —

Por cierto, su apellido es… —Sí, mi padre era austriaco. — ¡Claro! Austria y el piano. ¡Qué binomio más delicioso! Sea us-

ted bienvenido a nuestro conservatorio. Estoy segura de que disfru-tará del centro. Lamentablemente, hemos permanecido varios meses sin profesorado de piano suficiente a pesar de que el conjunto que tenemos en esta disciplina no es tan extenso como años atrás. Ima-gino que el Señor Director ya le habrá enseñado las instalaciones y comentado las características del lugar. Tenga, aquí tiene su horario y las fichas de sus alumnos. Como puede apreciar, la gran mayoría son chicos que rozan la veintena.

— ¿No hay chicas? —Nuestra política establece la división por sexos. Creemos que da

mejores resultados. Usted ya sabe, a esa edad… Y nuestro centro

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tiene un prestigio y tradición que muchas familias importantes nece-sitan para sus vástagos. Nosotros proporcionamos ese servicio.

—Comprendo. —Su perfil realmente nos impresionó. Es usted el tipo de profesio-

nal que buscamos. Si necesita algo o tiene alguna duda, acuda a mí. —Gracias. Es usted muy amable. —Como el curso está avanzado, tenga en cuenta que los horarios

serán más intensos. Ello lo hemos compensado asignándole sólo un grupo, el más próximo a terminar la especialidad; por lo que son jó-venes realmente excepcionales que requerirán de su experiencia y ta-lento para lograrlo. Confiamos en que así sea. Mañana comienzan sus clases.

Darío salió del despacho y buscó el aseo de profesores. No lo en-

contró porque el centro era totalmente nuevo para él, pero sí dio con el de los alumnos. Una vez dentro, decidió cambiarse la camisa y la corbata por algo mucho más cómodo. En ello estaba cuando del cu-bículo contiguo llegó parte de una conversación.

—Bésanos, aquí nadie nos ve. — ¿Y luego qué más vais a pedirme? Hubo un silencio, pero se oía una serie de respiraciones agitadas.

Darío quedó desconcertado y se detuvo. Prestó atención. — ¡Cómo me gustan esos labios! Pero quiero que me la chupes.

Correrme en tu boca. —Yo también quiero… Chúpamela como la otra vez. Me corro cada

vez que me acuerdo. —Sois insaciables, par de mariconas. Bajaos los pantalones y cui-

dado con gritar. No estamos en el salón de mi casa.

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El nuevo profesor de piano se mordió el labio. Al otro lado de la delgada pared imaginó a los tres muchachos semidesnudos, sus len-guas, sus sexos tensos y firmes rozándose, las manos recorriendo los cuerpos turgentes y adolescentes, obscenos. El semen recorriendo sus nalgas, sus bocas, sus dedos, la carne enrojecida y lubricada.

Darío sintió que sus genitales se agitaban bajo el pantalón. En si-

lencio, comenzó a masturbarse alentado por las imágenes que aquel trío lascivo había conseguido despertarle. No tardaron en llegar los espasmos de aquéllos, extasiados entre susurros.

— ¡Ah…! ¡Qué imagen más provocativa cuando haces eso con la

lengua y nuestra leche! — ¿Podemos ir a tu casa esta noche? Yo quiero repetir esto. —Pero os vais pronto que luego viene mi novia. ¡Ah! Y esta vez

traeros condones si queréis que os folle. A mí ya no me quedan. —A las ocho en tu casa. —Mira si hay alguien fuera, y salimos de aquí. — ¡Ahora! No hay nadie. Discreción, tíos. El adulto había salpicado la pared del cubículo donde permanecía,

extasiado. Había estado atento a la conversación de aquellos jóvenes hasta que desaparecieron minutos antes, abandonando el aseo. Lim-pió aquello y salió deprisa del lugar.

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Capítulo VIII

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éctor observó al nuevo grupo que tenía frente a sí. Parecía una selecta serie de hombres de negocios los que habían decidió almorzar hoy en el restau-

rante del hotel donde trabajaba. Uno de sus compañeros le había ad-vertido de dicha presencia el día que llegaron a recepción.

— ¿Los viste? —susurró discreto. — ¿A quién? —Al grupo de mafiosos. Santiago y yo estamos convencidos de

que son de la mafia rusa o del este… — ¡No digáis tonterías! —Resopló —Os pasáis la vida inventado

historias fantásticas en lugar de prestar más atención al servicio que realizáis cada día.

— ¿No nos crees? — ¿Tenéis pruebas? —inquirió incrédulo. —Santiago dice que uno de ellos le guiñó un ojo. —A Santiago todos le guiñan un ojo. Siempre sucede cuando nin-

guno de nosotros está presente… — ¿Nos nos crees? —Dejaos de tonterías y poneos a trabajar. Que luego yo soy el que

recibe los avisos del gerente. —Nos darás la razón. Ya verás. —Que sí, pesados… Ahora los tenía frente a él, acomodados en una distinguida mesa

donde se disponían a tomar el almuerzo. Los observó con discreción y pudo percatarse de que vestían con lujo: trajes de chaqueta de di-seño, magníficos relojes de pulsera, elegantes corbatas, lociones ca-rísimas. Pronto comenzó a rastrear indicios que demostraran que sus compañeros de sección estaban equivocados.

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—Buenas tardes. Soy Héctor y seré su camarero. Aquí tienen la

carta con el menú y aquí la de vinos. No duden en pedirme lo que necesiten, por favor.

—Gracias, Héctor. Es la primera vez que visitamos esta ciudad. Nos preguntamos si conoce algún lugar… ya sabe, interesante —se per-cató de que no tenía acento extranjero.

— ¿Interesante? —Sí, un local de relax para hombres de negocio. —Entiendo. Ahora mismo les traeré algunas tarjetas de visita que

podrán serles de utilidad. —Muchas gracias, Héctor. Anhelo encontrar en esos lugares a mu-

chachos tan apuestos y serviciales como usted —el hombre, de ojos azules, sonrió y le observó con actitud segura.

Aparentemente, el joven no se turbó y se dirigió a recepción para

acercar los pequeños folletos. Sin embargo, aquel individuo le resul-taba varonil y apuesto, enigmático. Por un momento se lo imaginó desnudo, masturbando a uno de sus iguales mientras era sodomizado por otro de ellos.

— ¿Disfrutaron los Señores del almuerzo? ¿Estuvo todo a su

gusto? —Perfecto. Realmente exquisito todo. Por favor, suba a la suite 8

una botella del mejor alcohol que tenga dentro una hora —se acercó y le introdujo un billete de alto valor en el bolsillo —Gracias, Héctor. Pregunte por Néstor de Lelis cuando lo suba.

El grupo estaba formado por seis hombres, la mayoría de ellos en-

trados en los cincuenta años a excepción del varón que había estado hablando con el joven, quien aparentaba rozar la cuarentena.

El muchacho finalizó el servicio en el comedor y, en la cocina, al-

morzó con sus dos compañeros.

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— ¿Son o no mafiosos como te dije? — ¿Otra vez con ésas? Los he tenido hoy en el restaurante y no

tenían acento ruso ni nada extraño. —Pues Carmen me ha dicho en recepción que un par de chicos de

compañía de La Casa de Aquiles va a venir al hotel, a la habitación de uno de ellos. Es un chisme muy goloso. Me debes una.

—No tenéis remedio, ¿eh? —Sí, sí. Lo que tú quieras; pero apuesto lo que quieras a que ya te

gustaría saber qué van a hacer esos tres ahí arriba. —Lo que hagan nuestros clientes no es de nuestra incumbencia.

Deberías saberlo a estas alturas. Éste es un hotel de lujo… —Héctor, yo te quiero mucho pero a veces eres demasiado profe-

sional y muy soso. Gabriel tiene el cielo ganado contigo, hijo. El joven se dirigió al bar del restaurante y tomó la botella de vino

más lujosa de la carta. Entró en el ascensor y caminó hasta la suite indicada. Llamó a la puerta. Esperó. Nada. Se impacientó. Llamó otra vez, con un poco más de intensidad. De repente, se abrió y apareció un muchacho más joven que él, bien parecido y con un perfume sen-sual y masculino.

—Buenas tardes, el Señor Néstor de Lelis, por favor… —Pase, estimado Héctor —el hombre surgió de detrás de la

puerta mientras hacía un gesto al más joven para que los dejara solos. Había sustituido su traje de chaqueta impecable por un refinado al-bornoz.

—No es necesario, Señor. Aquí tiene el vino, sin duda de las mejo-res cosechas del siglo pasado…

—Vamos, tómese una con nosotros. Los chicos y yo le estábamos esperando —y acto seguido abrió la puerta para que pudiera ser tes-tigo de cómo, al fondo, aquéllos dos comenzaron a besarse y a des-nudarse para observarlos, cómplices. El camarero se ruborizó.

—Debo volver a mi trabajo. Si me disculpa…

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—Como quiera. Pero no crea que me doy por vencido tan pronto. Buenas noches, —y se acercó para introducirle otro billete, esta vez de más valor que el anterior, y susurrarle a continuación— Héctor.

—Buenas noches y gracias por la propina, Señor de Lelis.

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Continuará…

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Muchas gracias por leer este cuarto volumen.

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Hasta pronto!~

Eleanor Cielo

03 /04/ 2013

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