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Adames Mayorga, Enoch. La crisis de las ciencias sociales y los retos de la pobreza y la marginalidad. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 5-14. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/mayorga.rtf www.clacso.org RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected] MUNDO MULTIPOLAR LA CRISIS DE LAS CIENCIAS SOCIALES Y LOS RETOS DE LA POBREZA Y LA MARGINALIDAD Enoch Adames Mayorga* *Sociólogo, miembro del comité editorial de la revista Tareas y profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Panamá. Introducción Estudiar tópicos como pobreza y marginalidad inscritos ya en una tradición investigativa de las ciencias sociales, no siempre da cuenta del carácter histórico de dichos tópicos como tampoco de las transformaciones que al interior de las ciencias sociales se han producido en torno a sus objetos de estudio. Este breve ensayo pretende fijar algunos ejes analíticos, tendientes a relevar de manera crítica la actual situación de las ciencias sociales frente a movimientos y procesos de una realidad que no se agota en sí misma. El saber social: Algunos antecedentes Como se sabe, las ciencias sociales surgen y se desarrollan en América Latina, siendo parte de los proyectos de modernización social y política que se definen a partir de os procesos de consolidación de los estados nacionales. Estas ciencias sociales producían, al igual que hoy, un conjunto de representaciones científicamente avaladas sobre el modo en que “operaba” la sociedad, como también sobre los “mecanismos” mediante los cuales podían corregirse o superarse las distorsiones del modelo existente (Castro-Gómez). Las problemáticas que se inscribieron en el registro temático de estas ciencias sociales latinoamericanas dan cuenta del nivel de intervención que se les pedían y de su nivel de contribución al proyecto de modernización de dichas sociedades, como eran los estudios e investigaciones sobre: - Capacidades de dominio y control del Estado - Mecanismos de legitimación político institucional - Identidades culturales y solidaridades nacionales - Representación política y valores ciudadanos - Competencias locales e inserción internacional Y de manera más reciente, en el registro de la teoría de la dependencia, los temas de las clases sociales y su relación con la dominación y la explotación hicieron su alcance a los problemas de la marginalidad, intentando, como lo dijo F. H. Cardoso en su ocasión, “una perspectiva de análisis teórico-metodológico que tiende a transformar

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Adames Mayorga, Enoch. La crisis de las ciencias sociales y los retos de la pobreza y la marginalidad. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 5-14. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/mayorga.rtf

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RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

MUNDO

MULTIPOLAR

LA CRISIS DE LAS CIENCIAS SOCIALES Y LOS

RETOS DE LA POBREZA Y LA MARGINALIDAD

Enoch Adames Mayorga*

*Sociólogo, miembro del comité editorial de la revista Tareas y profesor del

Departamento de Sociología de la Universidad de Panamá.

Introducción Estudiar tópicos como pobreza y marginalidad inscritos ya en una tradición

investigativa de las ciencias sociales, no siempre da cuenta del carácter histórico de

dichos tópicos como tampoco de las transformaciones que al interior de las ciencias

sociales se han producido en torno a sus objetos de estudio. Este breve ensayo

pretende fijar algunos ejes analíticos, tendientes a relevar de manera crítica la actual

situación de las ciencias sociales frente a movimientos y procesos de una realidad que no se agota en sí misma.

El saber social: Algunos antecedentes

Como se sabe, las ciencias sociales surgen y se desarrollan en América Latina,

siendo parte de los proyectos de modernización social y política que se definen a partir de os procesos de consolidación de los estados nacionales. Estas ciencias sociales

producían, al igual que hoy, un conjunto de representaciones científicamente avaladas

sobre el modo en que “operaba” la sociedad, como también sobre los “mecanismos”

mediante los cuales podían corregirse o superarse las distorsiones del modelo

existente (Castro-Gómez).

Las problemáticas que se inscribieron en el registro temático de estas ciencias sociales latinoamericanas dan cuenta del nivel de intervención que se les pedían y de

su nivel de contribución al proyecto de modernización de dichas sociedades, como

eran los estudios e investigaciones sobre:

- Capacidades de dominio y control del Estado - Mecanismos de legitimación político institucional

- Identidades culturales y solidaridades nacionales

- Representación política y valores ciudadanos

- Competencias locales e inserción internacional

Y de manera más reciente, en el registro de la teoría de la dependencia, los temas de las clases sociales y su relación con la dominación y la explotación hicieron su

alcance a los problemas de la marginalidad, intentando, como lo dijo F. H. Cardoso en

su ocasión, “una perspectiva de análisis teórico-metodológico que tiende a transformar

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el tema de la marginalidad de una simple proposición ideológica en un problema de

conocimiento”. (Cardoso: 182)

Esta descripción temática extremadamente esquemática – que no reconstruye el

movimiento del conocimiento en la articulación analítica de temas, problemas, autores

y estructuras sociales – pretende mostrar la contribución del conocimiento

especializado a los procesos de producción material y simbólica comprometiendo las ciencias sociales como dispositivo de saber/poder. El papel que el conocimiento

producido por parte de las ciencias sociales, ya sea en la consolidación de los estados

nacionales, en los procesos posteriores de modernización de la sociedad

latinoamericana, o en el registro teórico de un pensamiento crítico, es co-constitutivo de lo que Foucault denomina “régimen de verdad”, que le es propio al episteme de una

época, dándole sustancialidad a las estructuras de poder tanto políticas como acadé-micas que surgieron desde los distintos modelos de desarrollo económico-social

agotados o realizados históricamente.

Al respecto vale la pena señalar una directriz teórico-metodológica central al

pensamiento de Foucault que manifiesta que “cada sociedad tiene su régimen de

verdad, su „política general‟ de la verdad: es decir, los tipos de discurso que acoge y

hace funcionar como verdaderos o falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los procedimientos que están valorizados para la obtención de la verdad; el

estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero” (Foucault:

143).

En contribución a lo anterior, debemos recordar que la institucionalización de las

ciencias sociales en América Latina es un fenómeno reciente que no data de más de 50 años, proceso de institucionalización que se refiere a las estructuras académicas y de

poder que regulan y legitiman en América Latina la producción de los llamados

discursos científicos, que expresan desarrollos desiguales, y que a su vez que se ins-

criben en distintas tradiciones teóricas e intelectuales, todos marcados por una

episteme epocal, aún hoy.

Wallerstein ha mostrado de manera prolija cómo las ciencias sociales desde su matriz eurocéntrica, se convirtieron en un instrumento esencial para ese proyecto de

organización y control de la vida humana que hemos denominado “modernidad”. Es

un lugar común reconocer que el sistema de clasificación y sus estructuras de

conocimiento de las ciencias sociales, no se limitan solamente a la elaboración de

sistemas abstractos de naturaleza axiomática que llamamos ciencias, sino que definen

políticas y con ello intervienen en la realidad, preservando o modificando comportamientos y procesos. Sin embargo, es este aparato conceptual de naturaleza

eurocéntrica con el que nacen las ciencias sociales, el que resulta hoy particularmente

inadecuado para entender, no solamente una sociedad global, sino también local que se caracteriza por la plurisignificación de las percepciones y la multiculturalidad de las

regiones y territorios.

Como lo ha planteado Giddens, son tres los obstáculos que impiden, desde las ciencias sociales y desde la sociología en particular, un análisis satisfactorio de las instituciones modernas. El primero de ellos, de naturaleza metodológica, hace re-

ferencia a un diagnóstico institucional de la modernidad, centrado en un monismo

explicativo, llámese capital, capitalismo o industrialización; el segundo, de naturaleza ontológica, asume el concepto de sociedad como espacio-tiempo cohesionado y

homogéneo; y el tercero, de naturaleza epistemológica, hace referencia a la relación o

al vínculo entre el conocimiento sociológico existente y los procesos de la modernidad, esto es a la concepción de ciencia o conocimiento.

Pobreza y marginalidad. Procesos y tendencia

Un rasgo esencial del actual modelo de crecimiento-desarrollo es la informalización

de la economía. Estas incluyen actividades del trabajo reproductivo, esto es, producción de bienes y servicios de las economías domésticas, ya sea para el

autoconsumo o para el intercambio a través de diversas y sencillas fórmulas de

trueque entre distintas unidades familiares. En la tradición teórica, la unidad de

análisis la constituye la economía doméstica, ya sea con relación al consumo o ya sea

con relación a la producción. Está de más insistir en la caracterización de su

naturaleza no capitalista, y su incapacidad de acumulación que la coloca, como se le

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conoce convencionalmente, como economía mercantil simple. La tradición marxista

usualmente ve a la economía doméstica como un lugar de reproducción de la fuerza

de trabajo y de reserva de dicha mano de obra en la oferta de trabajo asalariado.

Recordemos que en el registro de la teoría de la dependencia, diversos autores

asumían que a partir del funcionamiento de un mercado de trabajo dependiente dado

por la naturaleza de la sociedad, éste generaría una producción obrera tan excesiva “para las necesidades medias de la explotación del capital” que sobrepasaría la propia

lógica de la existencia de un ejército de reserva, creando una población redundante.

Sin embargo, subyace como matriz básica el trabajo formal desde el cual se valoran

determinadas actividades, entre ellas los análisis de desocupación.

Sin embargo, en la actualidad se observa, quizás ahora con más claridad analítica, la existencia de un sector de altísimos salarios inserto en segmentos de actividades

globalizadas o transnacionalizadas internacionalmente competitivas, orientadas hacia

la exportación, que coexiste junto a sectores de muy baja productividad, intensivos en

trabajo, de pequeña escala, de bajo coste laborales que desempeñarían un papel

funcional en la reproducción del trabajo, de amplio sectores de la población

abandonados a tareas de automantención, inscritas en estrategias de sobrevivencia cuyo impacto social puede ser valorado en una nueva modalidad de reestructuración

económica y de recomposición del tejido y espacio social.

La economía informal hoy, sumergida en condiciones de pobreza y marginalidad,

ciertamente podría considerarse como una de las tendencias principales del

desenvolvimiento económico-social de este siglo XXI; pero también interesa destacar como tendencia sus implicaciones en términos de la cohesión social e integración

territorial de nuestros países, donde los factores de fuerza hacen de los asentamientos

una unidad estratégica en el análisis. Puede reconocerse como un rasgo estilizado del

actual modelo de crecimiento-desarrollo un patrón de desigualdades y marginali-

zación, que no solamente reproduce tendencias ya existentes sino que se inscribe en

un proceso de amplificación y profundización de desequilibrios sociales y espaciales, heredados del anterior modelo de crecimiento y desarrollo fundado en la industrializa-

ción sustitutiva. La globalización en proceso, entonces, exhibe rasgos acusados, como

son la disparidad y la desigualdad entre naciones, regiones, sectores de actividad y

agentes económico-sociales.

A diferencia de una antigua premisa teórico-metodológica sobre el movimiento social que postulaba el desarrollo desigual y combinado de los fenómenos sociales o de

sus factores de base y que asumía como ley las disparidades entre los procesos

sociales, como también y en relación con lo anterior, una segunda ley que permitía

explicar los saltos cualitativos en la evolución social. El actual movimiento social en

un registro teórico distinto, estaría mostrando a la desigualdad no solamente como un

rasgo histórico-estructural, sino que éste se redefine hoy en el marco de procesos que tienden a la exclusión social y a la desestructuración espacial como rasgo inherente al

actual modelo. Solo al paso mencionaremos que desde las instituciones y las políticas

públicas se ha argumentado o fundamentado el hecho de que las diversas medidas

compensatorias destinadas a reducir las asimetrías sociales y las disparidades

distributivas como producto de desigualdades en ingresos y oportunidades, tienen

como causa principal las “fallas” de la economía de mercado, episteme también domi-nante en las actuales orientaciones académicas y políticas.

Como se ha consignado en distintos estudios, el actual modelo de desarrollo

reproduce y profundiza desigualdades inscritas en el desarrollo histórico de nuestras

sociedades latinoamericanas, creando compensaciones sociales de actores tanto

rurales como urbanos que recurren a variadas estrategias donde la más extrema es la migración interna o internacional. Estos factores explican parcialmente también, un

espacio rural donde el crecimiento demográfico se acompaña de un proceso de

dispersión territorial de asentamientos (CEPAL). Se trata, como es obvio, de un

proceso de fragmentación física y territorial pero también de desestructuración de

redes sociales de intercambio de bienes simbólicos-culturales de naturaleza solidaria.

Los factores de fuerza que la originan, como se sabe, están en la concentración de la propiedad; presión demográfica sobre la tierra; falta de oportunidades; y ausencia de

infraestructura y servicios.

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La CEPAL ha señalado el proceso destructivo que se construye a partir de un

círculo vicioso que arranca del empobrecimiento y la crisis permanente de los espacios

rurales que provocan la dispersión de asentamientos, pero esta dispersión a su vez

profundiza el empobrecimiento y su situación de crisis, teniendo como rasgo negativo

la incomunicación, el aislamiento, la insatisfacción de las necesidades básicas y la au-

sencia de servicios esenciales. Sin embargo, este proceso anteriormente descrito se superpone a otro que es el de la urbanización de la economía y de los asentamientos,

constituyéndose en el principal mecanismo de reordenamiento territorial en el

transcurso de medio siglo en la región.

Como se ha descrito en otra parte, un componente importante de los procesos

regionales de redistribución espacial de la población en los últimos decenios -urbanización de la economía y de los asentamientos- es parcialmente el resultante de

un proceso a su vez inducido por el deterioro de las condiciones de vida de las zonas y

regiones deprimidas que son fundamentalmente rurales. Este proceso de urbanización

conlleva también luchas sociales de diversas naturalezas.

La acción popular urbana La migración y los procesos recientes de urbanización de la economía y de

relaciones sociales traen nuevas modalidades de estrategias de sobrevivencia como

parte del proceso de incorporación de pobladores desplazados a los centros urbanos y

definen una tendencia importante en su urbanización y en su economía, como

también diversas formas de luchas y movimientos sociales. Quizás aquí lo nuevo en el análisis es la unidad entre lo material y lo simbólico. Para Bordieu, son las “con-

diciones objetivas” las que determinan las prácticas sociales, pero también estas

condiciones establecen los límites de la experiencia que distintos actores pueden tener

de sus propias prácticas y las condiciones que las definen. Este es la directriz metodológica que le da fundamento al concepto de habitus, entendido como “sistema

de las disposiciones socialmente constituidas que en cuanto estructuras estructuradas y estructurantes, son el principio generador y unificador del conjunto

de las prácticas y de las ideologías características de un grupo de agentes” (Bourdieu:

22). El habitus es entonces, el conjunto de esquemas generativos a partir de los cuales

los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Un rasgo esencial del habitus es su

historicidad, ya que se configura a lo largo de la historia de los distintos sujetos y

supone consecuentemente la interiorización de la estructura social. La apertura que produce el concepto de habitus de Bourdieu con respecto a cierta episteme dominante,

es que el habitus nos permite explicar que las prácticas de los sujetos no pueden

comprenderse únicamente en referencia a una determinada posición dentro de una

estructura social. Como elemento adicional, las prácticas de los agentes sociales tam-

poco pueden ser explicadas solamente a partir de una situación presente, ya que el concepto habitus reintroduce la dimensión histórica como parte del análisis de la

acción social de los actores.

En el caso de las luchas y movimientos sociales tanto rurales como urbanos, la llamada condición objetiva de los actores no es un mero reflejo mecánico que traduce

sin más una necesidad o una deficiencia, sino que es producto de una lectura

histórica que el colectivo hace desde sus expectativas culturales. Estas sin duda, no

solamente aluden en cuanto a representación de la realidad a una determinada modalidad de reproducción o sobrevivencia material, sino que también se inscriben en

una tradición de elementos simbólicos-culturales que le permiten al colectivo

reproducirse como tal. Por eso la necesidad o el déficit, en la lectura de los sectores

populares, no es “realismo” en el sentido de reflejo mecánico de la realidad sino que es

una construcción según representaciones históricamente dadas.

En términos operativos, existe un conjunto de mediaciones que a manera de instancias y procesos vinculan los hechos sociales con la acción social organizada.

Entre ellos sin duda la vida cotidiana, el entramado de relaciones de sociabilidad, las

tradiciones organizativas, los relevos intergeneracionales y las distintas y diferentes

experiencias de relaciones establecidas con otros actores, especialmente con el Estado,

todas ellas permeadas por “pautas de significados”.

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El episteme dominante ha definido la marginalidad y la pobreza como parte de un

escenario que funciona como contenedor de modos de producción o de diversas

articulaciones organizativas e institucionales que no garantizan de manera suficiente

el flujo de capitales, mercancías y personas; episteme que fundamenta, a su vez,

concepciones y políticas de racionalidad en la asignación eficiente de recursos y

factores. Sin embargo, esta racionalidad técnica o analítica ha oscurecido lo que los espacios sociales y los territorios tienen: un entramado de significados y de relaciones

simbólicas que constituyen una apropiación simbólico-expresiva del espacio por parte

de los actores y sujetos que en ella conviven.

Los desplazamientos de población que reflejan, sin duda, una situación estructural, deben ser vistos también como una desacumulación de un conjunto de

símbolos, representaciones, modelos, actitudes y valores inherentes a una vida social perdida. La desestructuración social producto de estos desplazamientos poblacionales,

no solamente es una pérdida de sentido y de representaciones simbólicas, es también

una pérdida de inversión en la vida de las colectividades.

Consideraciones finales

En relación con lo planteado proponemos algunas posibles interrogantes que pueden abrir el problema de la crisis de las ciencias sociales con relación a la cuestión

de la pobreza y la marginalidad.

¿Es posible una teoría crítica que sea receptiva al legado de la teoría

social clásica pero que supere los obstáculos metodológicos, ontológicos y

epistemológicos al que hace alusión Giddens? ¿Cómo puede operar en términos institucionales la propuesta de Wallerstein

de abrir las ciencias sociales como una necesidad para superar la especialización

disciplinaria producto de la tradición eurocéntrica?

¿Frente a un modelo de crecimiento y desarrollo centrado en transferencias

tecnológicas y en la ampliación de las escalas de producción por medio de las

exportaciones, cómo problematizar los lugares de emergencia de situaciones de pobreza y de marginalidad teniendo a los espacios y territorios y sus articulaciones

con actores y movimientos como elementos analíticos?

¿Cómo asumir un nuevo saber social que históricamente no ha atendido el

marco biofísico en que necesariamente se inscribe lo social y que constituye

temáticamente uno de los factores de fuerza que contribuyen a la desestructuración social, como es el deterioro medio ambiental?

¿Qué directivas epistémicas son necesarias asumir para que se articulen de

manera creativa enfoques y abordajes metodológicos que den cuenta de la

plurisignificación de las percepciones en su especificidad histórica como también de la

multiculturalidad de las expresiones locales y territoriales?

Bibliografía

- Adames Mayorga, Enoch, “Repensar las ciencias sociales: Una perspectiva de los sistemas-mundo”, en Tareas N°112, Panamá, 2002.

- Adames Mayorga, Enoch, “Del saber ambiental a la ecología política: Problemas y perspectivas”, en Tareas

N°114, Panamá, 2003. - Bourdieu, Pierre, Campo de poder y campo intelectual, Folios Ediciones, Argentina, 1983. - Brunet, Ignasi y Belzunegui, Ángel, Estrategias de empleo y multinacionales. Tecnología, competitividad y

recursos humanos. Editorial Icaria, Barcelona, 1999.

- Cardoso, Fernando Enrique, “Participación y marginalidad: Notas para una discusión teórica", en: Estado y sociedad en América Latina, Nueva Visión, Buenos Aires, 1972.

- Castro-Gómez, Santiago, “Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la „Invención del Otro‟”, en: Edgardo Lander (compilador) La colonialidad del saber: Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO, Buenos Aires, 1993.

- CEPA, Tendencias y manifestaciones territoriales del nuevo estilo de desarrollo en la región norte de América Latina, versión prelimina, octubre 2003.

- Foucault, Michel, Un diálogo sobre el poder, Alianza Materiales, Madrid, 1994. - Giddens, Anthony, Consecuencias de la modernidad, Alianza Universidad, España, 1995.

- Martín-Barbero, Jesús (Editor), Cultura y región, Universidad Nacional de Colombia, Colombia, 2000. - Wallerstein, Immanuel, "El eurocentrismo y sus avatares: Los dilemas de las ciencias sociales". En: New Left Review N°0 – Pensamiento Crítico contra la Dominación. Ediciones AKAL, S.A. Madrid, 2000.

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Torrado, Susana. Ajuste y cohesión social. Argentina: el medelo para no seguir. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 15-24. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/torrado.rtf

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Ajuste y cohesión social

ARGENTINA: EL MODELO

PARA NO SEGUIR

Susana Torrado*

* Socióloga argentina, se desempeña en la cátedra de Demografía Social,

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

1. Introducción

Estas reflexiones buscan responder a la pregunta ¿qué nos pasó a los argentinos?

desde la perspectiva del bienestar social.

Para ello adoptaremos una perspectiva histórica mostrando las conexiones que

existen entre los modelos de acumulación económica, la reproducción de la población

-en especial de la fuerza de trabajo (FT)- y los modos de intervención del Estado. Voy a distinguir los siguientes modelos cuyas características, por razones de

espacio, daré por conocidas: agroexportador (1870-1930); industrializadores [justicia-

lista (1945-1955) y desarrollista (1958-1972); aperturista (1976-2002). Trataré en

cada momento de situar la Argentina -país periférico- respecto a los países centrales,

principalmente Europa.

2. Marco conceptual

En la reproducción de la FT intervienen diversos mecanismos, de los cuales aquí sólo voy a retener dos: a) los utilizados para sufragar el costo de la reproducción; b) los

que aseguran el disciplinamiento social que es soporte de la acumulación y la

reproducción. La reproducción de la FT tiene tres componentes: la reconstitución

cotidiana de la capacidad de trabajo (pagada con el salario directo); el mantenimiento

del trabajador en inactividad (enfermedad, vejez); su reemplazo generacional (estos dos últimos pagados con el salario indirecto).

3. Modelo agroexportador

3.1 Países centrales

En Europa, el proceso de industrialización iniciado a fines del siglo XVIII indujo un gran pauperismo urbano. En la visión de las elites dominantes, este pauperismo se

definía no sólo por carencias materiales sino también por carencias „morales‟. El

peligro no residía tanto en la amenaza contra la seguridad pública, cuanto en la desocialización del proletariado industrial respecto a la sociedad emergente. Esta

situación planteó varios interrogantes: ¿Cómo integrar disciplinadamente las masas desafiliadas de su antigua condición? ¿Qué hacer frente al desamparo de los trabajadores y frente a otros síntomas concomitantes de disociación social (nacimientos

ilegítimos, niños abandonados, infanticidios, vagabundeo, masas hambrientas,

mortalidad galopante)?

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La respuesta fue la delegación de las acciones pertinentes en instituciones

filantrópicas financiadas total o parcialmente por el Estado: su objetivo era organizar

los servicios colectivos y difundir las técnicas de bienestar y de gestión social

indispensables para la reproducción. Estas medidas estaban encaminadas a establecer un poder tutelar sobre los pobres, que asegurara funciones de beneficencia

sin la intervención del Estado. Porque la idea-fuerza de las elites liberales era evitar que el socorro social se constituyera en una cuestión de derecho, ya que admitir el

derecho a la asistencia (más tarde, el derecho al trabajo) suponía abolir la propiedad

privada. Tutela y Patronato fueron entonces las ideas rectoras de un plan de gobernabilidad

de las clases inferiores; una forma de reestructurar el mundo del trabajo a través de

un sistema de obligaciones morales; una respuesta a la vez política y no estatal a la cuestión social. En suma, una política social sin Estado.

3.2 Argentina (1870-1930) En la Argentina agroexportadora, la masiva llegada de inmigrantes -la mayor parte

de los cuales procedía de zonas rurales-, así como su prioritaria radicación en las

grandes urbes de la región pampeana, se tradujo en una situación que, sino en sus

causas, sí en sus manifestaciones, es asimilable a aquella experiencia europea. El liberalismo entonces gobernante se encontró frente a una doble amenaza: a) el

aumento del pauperismo urbano, que reclamaba del Estado una mayor asistencia so

pena de poner en peligro la propia reproducción poblacional; b) la visibilidad de las

desigualdades sociales, que podía impedir organizar en forma disciplinada la inserción

social y laboral de las nuevas clases populares. Como en Europa, ambas amenazas se

resumían en una sola cuestión: ¿cómo asegurar la reproducción y el disciplinamiento social -base de la integración social- desligando al Estado de cualquier

responsabilidad?

En nuestro país se desarrollaron tres vertientes del movimiento filantrópico: el asistencialismo moralizador (focalizado en la virtud del ahorro); la intervención médico-

higienista (control de la salud); el patronato o tutela de la infancia (reglamentación de

la patria potestad). Surgió, entonces, una multitud de asociaciones -públicas y

privadas, confesionales y no-confesionales- cuyo objetivo explícito o implícito fue el de encuadrar a las mujeres y los niños (es decir, a las familias) de los sectores populares

urbanos en rígidas pautas de conducta compatibles con la necesidad de crear los

individuos aptos para el trabajo subordinado y para la aceptación del orden normativo

vigente que requería la sociedad argentina.

Por entonces, en la ciudad de Buenos Aires se clasificaba a los pobres en dos categorías: a) los pobres de solemnidad, cuya condición debía comprobarse mediante un certificado policial que les

otorgaba el derecho a la caridad institucional; b) los pobres de segunda categoría, que no estaban

registrados y, por lo tanto, no eran reconocidos como candidatos a la asistencia social. La acción

filantrópica se centró en la primera categoría.

Esta política fue exitosa visto que, al finalizar la etapa agroexportadora, se habían alcanzado en el

país casi todas las metas perseguidas: arraigar, uniformar e integrar la enorme y heterogénea masa de los

recién llegados, afianzando al mismo tiempo -con excepción de las prácticas limitativas del número de

hijos-, el ideal de familia cristiana enraizado en las capas medias capitalinas anteriores al aluvión

extranjero.

4. El Estado de bienestar (EB)

4.1 Países centrales

Ahora bien, en Europa, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, el avance de la industrialización

generalizó la relación salarial. Paralelamente, el desarrollo de las organizaciones obreras y de los partidos

clasistas, el sufragio universal que concedía ciudadanía política a la clase obrera, la necesidad de

preservar un nivel de paz social compatible con la acumulación, llevaron a que las clases dominantes

aceptaran una redefinición de la cuestión social, que implicó una redefinición del papel del Estado.

Si bien continuaron recusando el derecho al trabajo, abandonaron progresivamente la filantropía

como guía de la asistencia social, dando lugar a un debate en torno al siguiente interrogante: ¿cómo

proteger al ciudadano y a su familia sin socializar los derechos? O sea ¿cómo implicar al Estado en la

cuestión social?

La respuesta pasó por la reformulación del vínculo social en la sociedad moderna: ésta ya no se

piensa como la suma de individuos aislados, sino como un conjunto de ciudadanos desiguales pero

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interdependientes que se prestan ayuda recíproca. Por lo tanto, una sociedad democrática puede legítima-

mente no ser igualitaria, siempre y cuando los menos pudientes queden libres de tutelas. De aquí a que se

aceptara que el Estado podía cumplir una función reguladora de los intereses de las distintas clases

sociales sólo había un paso. Este se dio cuando se convino que las retenciones obligatorias y la

redistribución de bienes no representan atenta-dos contra la propiedad privada, sino pagos que cada

ciudadano otorga en derecho por los servicios que recibe del resto. Surgió así la idea de justicia social: el

Estado podía y debía intervenir para que, a pesar de las desigualdades, se lograra una mínima cohesión

social. Estaban dadas las condiciones para que se instalara la noción de seguridad social obligatoria.

Lo más importante del seguro obligatorio es que supuso el advenimiento de un nuevo tipo de propiedad, no ya patrimonial

sino basada en una prerrogativa transferible inherente a la condición de asalariado. El salario dejó de ser la retribución calculada

con exactitud para asegurar la reproducción cotidiana del trabajador y su familia. Pasó a incluir también partes sustanciales del

salario indirecto: previsión contra los accidentes, la enfermedad, la vejez, la muerte; derecho a educarse, a consumir, a gozar del

ocio. Este hecho tuvo consecuencias trascendentales para los sectores populares, cuyas familias, si no eran beneficiadas por la

transferencia patrimonial, eran protegidas por la transferencia de derechos en las situaciones de incertidumbre. El seguro

obligatorio fungió así como el mecanismo disciplinador por excelencia de la sociedad salarial y del EB.

4.2 Argentina (1945-1972)

En Argentina, el desarrollo del EB emerge en la década de 1940, cuando la industrialización

sustitutiva generalizó la relación salarial en forma semejante a los países centrales. Los modelos

justicialista y desarrollista tuvieron varios rasgos comunes en lo que concierne a la forma de sufragar el

costo de la FT y a los mecanismos de disciplinamiento social, pero también algunas diferencias.

Durante el justicialismo, la intervención del Estado aseguró a los trabajadores niveles de ingreso

(salario directo e indirecto) que tendieron a cubrir una porción cada vez mayor de los tres componentes

del costo de reproducción de la FT, al tiempo que se instauraban mecanismos que hacían recaer acrecen-

tadamente dicho costo sobre el sector empresarial. Por el contrario, durante el desarrollismo, si bien la

legislación amplió la cobertura de la seguridad social, emerge por primera vez el fenómeno de la

precarización salarial, es decir, la virtual exclusión de un segmento de la FT de los beneficios del salario

indirecto, vía el aumento del cuentapropismo de clase obrera, paralelo a la regresión en la distribución del

ingreso.

Aquí también el seguro obligatorio constituyó el principal mecanismo disciplinador, si bien su

instauración estuvo marcada por la especifidad política argentina, con el efecto de crear permanentes

tensiones entre particularismo y universalismo.

El EB se asentó aquí sobre un "círculo virtuoso" sostenido por dos pilares fundamentales: a) un alto

nivel de empleo (incluso asalariado), b) una amplia posibilidad de financiar un gasto público creciente.

Pero, ni el seguro de desempleo ni las políticas activas de empleo formaron parte por entonces de las

políticas sociales. Durante la primera mitad de la década de 1970, cuando el déficit fiscal y la tasa de

inflación treparon a niveles inéditos, esa organización del EB entró en crisis.

5. El Estado subsidiario (ES)

5.1 Países centrales

En estas sociedades, desde mediados de la década de 1970, con el agotamiento del modelo

industrializador y el cambio hacia la globalización, la competitividad internacional y las nuevas formas

tecnológico-económicas, se inicia un proceso de flexibilización del trabajo y de las protecciones cuyos

efectos se van adicionando en un "círculo vicioso". La principal tendencia de este proceso es la

degradación de la condición salarial y, consecuentemente, de todos aquellos atributos que garantizaban el

acceso a las prestaciones sociales. Se replantea así la cuestión social en términos de un ascenso de la vul-

nerabilidad social y de un neopauperismo que se creían exorcizados. A estos hechos se agregan los

efectos económicos del envejecimiento demográfico que dificultan considerablemente el sostenimiento de

las transferencias que son pilares de la seguridad social.

Esta nueva situación lleva al replanteo de una nueva cuestión social cuyas consecuencias no están

aún dirimidas, especialmente en lo que dice relación con una intervención del Estado que debe operarse

después que las sociedades han experimentado el EB. Sólo hay que recordar la firme acción sindical y

política que, en Europa, ha frenado esta tendencia a la flexibilización, para aquilatar la dificultad de la

tarea.

5.2 Argentina (1976-2002)

Desde 1976, se asiste también en nuestro país al desmantelamiento del EB y a su reemplazo por

el ES, concepción inherente a las estrategias aperturistas y de ajuste ahora dominantes. La subsidiariedad

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connota una visión residual de las políticas públicas: al Estado sólo le corresponde actuar allí donde el

mercado no llega o donde no hay mercado.

La sustitución de un régimen por otro se hizo a un ritmo vertiginoso, no conocido antes aquí ni en

otras latitudes y sin ninguna concesión respecto al costo social que implicaba la transición. Emerge así

abruptamente un inusitado volumen de desocupados, subocupados, asalariados precarios, "en negro",

"ocultos", cuentapropistas marginales: los "excluidos" o "desafiliados" primero de la ciudadanía social y

pronto de la ciudadanía política. Además, se produce un profundo deterioro en los salarios y en los

haberes jubilatorios; se asiste a la desalarización de vastos sectores de clase obrera y de clase media; se

produce una virtual confiscación de las prestaciones sociales preexistentes.

Para los "incluidos", el salario directo se situó en su piso mínimo (ingreso indispensable para la

reconstitución cotidiana de la capacidad de trabajo); las prestaciones sociales relativas al reemplazo

generacional (educación, asignaciones familiares) agudizaron su deterioro; las relacionadas con el mante-

nimiento en inactividad (servicios de salud, haberes jubilatorios) tendieron en la práctica a eliminarse, ya

sea vía el arancelamiento y/o la depreciación monetaria hasta 1991, ya sea vía el congelamiento del gasto

en esos rubros después de implantado el régimen de convertibilidad cambiaria en ese año.

Por otra parte, el financiamiento de la parte del costo de la reproducción que sí se paga al trabajador,

fue transferido de más en más, sea a los propios asalariados, sea a los asalariados precarios, sea a los

marginales, sea en fin a la creciente masa de desocupados. En todos estos casos, a través de la anulación

de los aportes patronales a la seguridad social y/o su traslación a los precios, y a través de la agudización

de la tributación indirecta. Así, la transferencia de ingresos hacia los más ricos fue descomunal.

La contrapartida previsible de estos hechos fue un aumento sin precedentes de la incidencia, la

intensidad y la heterogeneidad de la pobreza. Hoy por hoy, el nivel de la pobreza (mayor al

50 por ciento) no sólo es muy superior al que teníamos hacia 1974 (alrededor del 7 por ciento), sino que también excede el promedio urbano de los países latinoamericanos

en 1970. La composición social de la pobreza es más heterogénea, ya que las

carencias recaen ahora sobre un espectro más amplio de estratos sociales. Existe

ahora un estrato de pobreza extrema (indigentes) que ha agravado notoriamente su

volumen y la intensidad de su infraconsumo. En suma, un contexto de empobre-cimiento absoluto que ahora involucra no sólo a sectores obreros estables y a sectores

marginales, sino también a las capas medias que hasta hace poco experimentaban

sólo empobrecimiento relativo.

En el límite, este proceso de confiscación de los derechos sociales culmina con la

confiscación de los ahorros a la clase media (corralito bancario), destruyendo uno de

los ejes constitutivos de nuestra integración social. Sin trabajo, sin seguridad social y sin ahorros, clase obrera y clase media deben ahora adaptarse a la antigua expresión estigmatizante de “vivir al

día”.

Naturalmente, esta dinámica social conllevó la necesidad de asegurar el

disciplinamiento de esa nueva masa de población careciente o vulnerable, ya sea

mediante políticas de asistencia social, ya sea por medio de la represión directa. En el plano asistencial, el paradigma aperturista se estructuró sobre dos ideas-fuerza: la

focalización y los grupos vulnerables, lo que significa que el Estado sólo ayuda a los

carecientes, con fondos obtenidos a través de tributos impuestos sin importar la

condición del contribuyente. Dicho de otro modo, la cuestión de la equidad es un

problema exclusivo de la asignación del gasto (políticas focalizadas en los más pobres). En el plano de la represión, la misma fue feroz y desembozada durante la

dictadura militar, y planeó como una amenaza permanente durante los gobiernos democráticos.

6. ¿Qué nos pasó?

La Argentina del ajuste perdió algunos preciosos atributos: una amplia clase media

que ayudaba a metabolizar el conflicto social; vastos sectores obreros con inserción

laboral estable y niveles de vida modestos pero dignos; altísimos flujos de movilidad social ascendente que permitían transitar la vida en términos de un proyecto; niveles

de cohesión social superiores a los de muchos países periféricos e incluso a los de al-

gunos países centrales. Pérdidas que, hoy por hoy, parecen irreversibles. Argentina se ha constituido así en un paradigma de cómo no debe establecerse un orden

neoconservador, incluso entre los defensores de esta opción. A la luz de estos hechos, creo que la pregunta pertinente no es ¿qué nos pasó?:

nos pasaron cosas similares al resto del mundo. La pregunta debería ser ¿porqué lo

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que nos pasa reviste aquí rasgos tanto más fundamentalistas que en el resto del

mundo?

Pienso en tres razones (que no deben ser las únicas): a) en Argentina no se tuvo en

cuenta que la instalación de un Estado subsidiario se hacía después de haber experi-

mentado durante décadas el EB. Así, la retracción pública en materia de bienestar

procedió a la restauración de las ideas decimonónicas sobre la beneficencia, postulando que el Estado sólo debe asegurar la existencia de servicios sociales pobres

destinados a los pobres (los antiguos pobres de solemnidad): los despojados tenían

con qué comparar; b) una de las razones de este proceder podría encontrase en la

idiosincrasia de la clase empresarial argentina (negativa a asumir el riesgo empresario;

postulado de la máxima ganancia en el menor tiempo); c) otra razón indudable es la idiosincracia de nuestra dirigencia política, constituida irremediablemente con base en

prácticas corporativas y clientelistas. Ninguna de estas visiones incorpora la idea de Nación. En todo caso, si algo

debemos aprender de este último cuarto de siglo es que, en las sociedades modernas,

no hay Nación sin cohesión social; que la cohesión social tiene un costo económico

que no pueden financiar los más débiles; que la acción del Estado es irrenunciable para alcanzar niveles mínimos de cohesión.

Bibliografía - Bourdieu, Pierre (1998 ), La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid (Primera

edición, 1988). - Castel, Robert (1997), La metamorfósis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Ed. Paidós, Buenos

Aires. - Foucault, Michel (1976), Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Ediciones Siglo XXI, México.

- Lo Vuolo, Rubén y Barbeito, Alberto (1998a), La nueva oscuridad de la política social. Del Estado populista al neoconservador, Miño y Dávila Editores-CIEPP, Buenos Aires.

- Rosanvallon, Pierre (1995), La nueva cuestión social. Repensar el Estado providencia, Edicione Manantial,

Buenos Aires. - Torrado, Susana (2003), Historia de la familia en la Argentina moderna (1870-2000), Ediciones de la Flor,

Buenos Aires. - Torrado, Susana (1994): Estructura social de la Argentina: 1945-1983, Ediciones de la Flor, (segunda ed.),

Buenos Aires.

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Dieterich, Heinz. Entre topos y gallinas, revisitado. La bancarrota de la izquierda y sus intelectuales. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 25-34. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/diet.rtf

www.clacso.org

RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

ENTRE TOPOS Y

GALLINAS, REVISITADO

La bancarrota de la “izquierda”

y sus intelectuales*

Heinz Dieterich**

*Durante mi estancia en la Feria Internacional del Libro, en La Habana, varios intelectuales internacionales y cubanos saludaron este análisis y propusieron su ampliación. Esta es la versión revisada. **Periodista.

Si George Orwell volviera a escribir su sátira Rebelión en la granja (Animal Farm),

sobre el régimen stalinista, pero usando como tópico la situación de la izquierda con-

temporánea y sus intelectuales, diagnosticaría probablemente que los especimenes

dominantes no son los cerdos y los perros, sino los topos y las gallinas, apoyados por

los camaleones.

De hecho, una extraña moda intelectual se ha apoderado de una gran parte de la clase pensante global y de los líderes de “izquierda”, que los hace columpiarse con

alegre frivolidad entre posiciones de un crudo empirismo decimonónico y las falacias

del posmodernismo reciente, enriquecidas con añejas fórmulas anarquoides y poses de

un falso escepticismo agnóstico.

La esencia de esa moda es la supuesta imposibilidad de discernir una alternativa

sistémica a la barbarie del capitalismo actual. Inviable el presente, indescifrable la sociedad postcapitalista del futuro, los foros públicos de intelectuales, líderes políticos

y sindicales a nivel nacional, regional y mundiales, se convierten en el equivalente

funcional del Muro de las Lamentaciones, que sirve como caja de resonancia a los

cantos lúgubres o triviales de los protagonistas estelares.

La incapacidad de hablar congruentemente del futuro social y organizar a las masas en torno a él es, en la ideología de estos protagonistas, una propiedad de la

realidad contemporánea. La ceguera de los, por otra parte, siempre visionarios in-

telectuales de izquierda y centroizquierda, no es, por lo tanto, atribuible a los sujetos, circunstancia que cierra el paso a un posible mea culpa. Se quisiera ser un buen intelectual an-

ticapitalista, pero la mala, por compleja, realidad no lo permite.

El deseo subjetivo de transformación —resultante del hecho de que nadie con ética puede ser cómplice de la barbarie actual— no se empareja con el paradigma

postcapitalista, porque la pobre epistemología científica no da para tanto. La esfinge

se ha quedado sin respuestas, salvo, se entiende, de las de la dramaturgia y coreografía dominante. Nada en esta performance escenificada se acerca a la

honestidad del Edipo. Todo es pose de los bufones teatrales.

A la pregunta sobre las características que tendría la alternativa al neoliberalismo que la docta ignorancia supuestamente está buscando sin encontrarla, la respuesta

es: “No lo tenemos claro. Nosotros supimos resistir al neoliberalismo, pero no somos capaces, hasta ahora, de saber cómo se sale de este modelo. Sabemos lo que no queremos.” La modestia del pluralis

maiestatis feudal, la regia sustitución del yo por el nosotros, viene al caso. Lo que los intelectuales no

saben, nadie lo sabe.

Plantear que la única alternativa al caos neoliberal es el socialismo del siglo XXI,

son “ampulosidades grandilocuentes”, dijo otro protagonista de la Granja Global en

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uno de los Foros de Porto Alegre, el cual recalcó que no es “un foro para un retorno al

pasado... No puedo decir cuál es la opción viable y creo que ni aquí ni en Davos lo

sabemos”, pero es “demasiado pronto para formar un programa único de acción”.

El movimiento altermundista es un arma que debe ser “afilado” contra el nuevo

imperialismo, se afirmó en el Foro Social Mundial de Mumbai. Sin embargo, en la

horizontalidad del evento no se concretizó la necesaria configuración paradigmática antisistémica, sino todo quedó parcializado en propuestas keynesianas, posibles

protestas contra corporaciones particulares beneficiadas por la invasión a Irak, la

secularidad de la esfera pública, la opresión de la mujer, la dignidad multicultural, la

preservación ecológica y el regreso al socialismo del pasado, entre otros.

Es obvio que todos esos tópicos son importantes, pero es igualmente evidente que su dispersión hará imposible las soluciones globales y los cambios cualitativos del

sistema, que son necesarios para mejorar sustancialmente la calidad de vida de las

mayorías.

Desde la India a Brasil, Rusia y Alemania, la situación es semejante. El más

talentoso crítico anticapitalista de la República Federal de Alemania, Robert Kurz, después de examinar a lo largo de ochocientas páginas el sistema en su obra, El libro negro del capitalismo. Canto fúnebre a la economía de mercado, llega a la conclusión de

que es probable que no vaya a haber un “nuevo movimiento de emancipación social”.

La opción de praxis crítica quedará, entonces, relegada a una “cultura de la denegación” (Verweigerung) y la conversión del ciudadano crítico en “emigrante

dentro de su propio país”, es decir, una emigración del sujeto hacia su interior. Como ultima ratio de la rebelión, el filósofo despliega una bandera del romanticismo

libertario alemán del siglo XVIII (sic): “las ideas son libres, aunque sea lo único libre

que queda”.

La perspectiva del más agudo analista antisistémico alemán es el regreso a la

perspectiva de la Escuela de Frankfurt, en su fase de resignación ante la férrea y, al

parecer, indestructible fuerza y brutalidad de la civilización del capital, en los años sesenta, tal como la expresan Theodor W. Adorno en su Dialéctica Negativa y Herbert

Marcuse en El hombre unidimensional. Ante la pronosticada y absolutamente

antidialéctica conclusión de la invencibilidad del sistema, sólo queda el recurso del demócrata alemán ante el totalitarismo burgués: “la emigración interna”, la

denegación y el sabotaje individual.

El actual dilema de la izquierda y sus intelectuales resulta, en términos generales,

de tres elementos. El primer factor es una falta de conocimiento de la epistemología y

metodología científica. La gran mayoría de los intelectuales renombrados y muchos cuadros dirigentes recibieron su formación intelectual en las ciencias sociales,

abogacía, periodismo, filosofía, filología o literatura que, sin excepción, favorecen el

pensamiento ensayístico en detrimento del rigor analítico del protocolo científico y

que, además, se destacan, por lo general, de una organización monodisciplinaria

decimonónica y la desligación completa de las ciencias de la naturaleza.

A ese iliteratismo epistemológico-metodológico se une una posición de clase privilegiada que se concretiza en una situación social concreta muy diferente a la de

las bases sociales. Ese obrerismo aristocrático, ya analizado por Friedrich Engels, y

las prebendas de los intelectuales, generan en la mayoría de los casos, la tendencia de priorizar el mantenimiento del status quo, sobre la promoción decidida de un proyecto

histórico antisistémico, que invariablemente será sancionado por el sistema y que

hace imposible la coexistencia pacífica con los amos del capital. El tercer factor del dilema es la estructura oligopólica del mercado de las ideas y de

las innovaciones teóricas, sobre todo en el segmento de la crítica moderada

(centroizquierda), pero también, en su segmento marginal anticapitalista. Ese mercado

está dominado por unos cuantos grandes periódicos, portales de internet, editoriales,

programas de televisión, partidos políticos, foros públicos, Estados progresistas, movi-mientos sociales e intelectuales orgánicos colectivos e individuales que operan el mercado con la lógica de los Chief Executive Officers (CEO) de las corporaciones

transnacionales, protegiendo su cuota de mercado mediante cárteles, métodos de

competencia desleal y el abuso del poder.

Dentro de las relaciones de producción de este mercado de la superestructura

ideológica y de la economía política de los liderazgos de las aristocracias intelectuales

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y obreras, no importa el signo político de “izquierda” o “derecha” que antecede a las

relaciones mercantiles: los mecanismos del mercado oligopólico son los mismos y la

lucha por la cuota de poder conquistada y los privilegios de vida que se derivan de

ella, es brutal y excluyente. En ese sentido, el fordismo y el stalinismo son hermanos

gemelos de la relación mercantil.

Iliteratísmo científico, economía política del liderazgo partidista, sindical, intelectual y de grupos de presión, así como la estructura oligopólica de la esfera de

circulación (mercado) de las ideas producen, por una parte, la pose del agnosticismo

mencionada arriba y, por otra, las falsas disyuntivas de transformación del sistema.

Un ejemplo de esos falsos dilemas de liberación ha sido expresado recientemente

de la siguiente manera. “La izquierda ganaría más si emprendiera un estudio paciente de las complejas y contradictorias realidades de las luchas nacionales y de clase, en

vez de embarcarse en grandiosas profecías globales de largo plazo, desvinculadas de

los movimientos populares”.

La contraposición del conocimiento empírico de la realidad de lucha a los grandes

paradigmas de interpretación, representa un enfoque que corresponde a los niveles de

conocimiento epistemológico del siglo XVII, no del XXI. Tomarlo en serio, nos condenaría a navegar entre la Escila del empirismo precientífico y la Caribdis del

postmodernismo frívolo.

La proposición es sin mérito, por dos razones. Desde hace algún tiempo sabemos ya

que las inferencias inductivas o la generalización de las inducciones no pueden

aprehender la lógica de los sistemas dinámicos complejos, como son la sociedad global, los bloques regionales de poder y los Estados nacionales. Es por eso, que la

idea de elaborar la solución nacional, regional o global al problema capitalista, al estilo de las matriuskas rusas, es apriori equivocada y que el consejo metodológico

respectivo de Newton resulta inadecuada.

El segundo polo de la supuesta contradicción, la prescripción de no caer en

“grandiosas profecías globales de largo plazo”, nos regresa bruscamente a la ideología de los “metarrelatos” y de las “grandes narrativas” del posmodernismo burgués que,

por falta de sustancia, no merece mayor consideración discursiva.

La alternativa real para el cambio no se encuentra ni en el empirismo populista de

los topos —que pretenden que la oreja que registre el pulso del pueblo, entregará las

terapias de curación— ni en la especulación utópica. Esa confusión entre el dato

empírico y la teoría es penosa. Galileo ya la resolvió de manera clásica en su famosa carta a Kepler, diciendo que “ut quod mente tenebam indubium, ipso etiam sensu comprehenderem”, (solo) lo que la mente tenía configurada (la hipótesis), fue

aprehendido por los sentidos.

El arte de la ciencia no consiste en acumular datos aunque esa sea una

precondición importante. El arte de la ciencia consiste en la integración pertinente de esos datos, muchas veces preexistentes, en un paradigma teórico configurante -mente concipio en el lenguaje de Galileo- tal como sucedió en los casos de Newton y Einstein.

Por lo tanto, la alternativa real entre empirismo crudo e ideología postmodernista

se encuentra en el procesamiento teórico de la información empírica de los procesos

sociales, recabada en contacto directo con las luchas de la gente y sus movimientos de

base, dentro del paradigma científico universal del socialismo del siglo XXI, y

adecuado regional y nacionalmente en los programas de transición para América Latina, Europa-Norteamérica, Asia y Africa, y los programas nacionales respectivos;

todo esto en un diálogo constante de aprendizaje mutuo entre ambos sujetos de

transformación.

Si se recorre la cortina de humo de la coquetería agnóstica y de las falacias

metodológicas de los líderes e intelectuales de izquierda, la tarea anticapitalista —que

supuestamente no se puede abordar aún— pierde todas sus pretendidas incógnitas y se evidencia con absoluta claridad.

Ser revolucionario siempre ha significado cumplir con tres requisitos: a) tener un

nuevo proyecto histórico (NPH) que demuestre la posibilidad objetiva de sustituir las

instituciones del régimen establecido con una institucionalidad cualitativamente

diferente; b) tener un programa de transición que lleve progresivamente a la negación

del régimen establecido y, c) tener una praxis congruente con ese nuevo proyecto his-

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tórico revolucionario, es decir, actuar en conformidad con el NPH en lo teórico,

práctico y ético.

Dado que toda persona con sentido común entiende que la institucionalidad de la

civilización capitalista se sustenta en tres subsistemas básicos —la economía nacional

de mercado, la democracia formal-plutocrática y el Estado de clase— toda persona

con sentido común entiende también, que ser revolucionario en el año 2004, en cuanto a su primer requisito, significa tener o estar elaborando un proyecto histórico

de sustitución de esa institucionalidad trifacética burguesa, por la de la democracia

participativa postcapitalista.

Esa nueva institucionalidad postcapitalista tampoco es un enigma, pese a lo que los oráculos intelectuales del establishment de “izquierda” pretenden hacerle creer a la

gente y, particularmente, a la juventud. La Gestalt de la nueva institucionalidad, es

decir, sus contenidos y formas, han sido identificados ya de manera científica. Se trata

de la economía de equivalencias, basada en el valor; de la democracia plebiscitaria-representativa universal y del Estado como ente que “manda obedeciendo” a la volonté genérale (voluntad de todos).

Si la tarea actual de todo individuo anticapitalista es, por lo tanto, absolutamente

clara, ¿por qué “la izquierda” y sus intelectuales no la encaran? ¿Por qué no convierten la realidad capitalista en objeto de transformación antisistémica, en lugar

de mantenerla como muro de lamentaciones? ¿Por qué repiten en foro tras foro la

misma letanía sobre la maldad del neoliberalismo y se contentan con sus ritualizadas

propuestas terapéuticas inspiradas en Keynes, Tobin y Stiglitz, tal como sucedió una

vez más en el “VI Encuentro Internacional sobre Globalización y Problemas de

Desarrollo”, realizado recientemente en La Habana? Alrededor de mil cuatrocientos economistas y académicos de cincuenta países se

reunieron durante cinco días, en el Palacio de Convencionespara discutir, con unos

premios nóbel reaccionarios, los mecanismos y la inmoralidad del neoliberalismo: un

gigantesco despilfarro de tiempo, justificable sólo como acontecimiento diplomático o

turístico. Considerando siete horas de actividades diarias, los 1.469 participantes gastaron

un total de 51.000 horas/hombre en un ejercicio académico, sin mayor importancia

para el avance del proyecto anticapitalista de las mayorías o la formación del Bloque

Regional de Poder desarrollista entre Argentina, Brasil, Cuba y Venezuela, que es la

única estrategia económica inmediata viable para nuestros pueblos.

Desde hace ochenta y cuatro años, cuando el frustrado delegado británico John Maynard Keynes redactó la obra The Economic Consequences of Peace -en la cual

critica las consecuencias económicas del Tratado de Versailles y su insistencia en las

reparaciones que, junto con otras deficiencias, harían imposible la rehabilitación

económica de Europa- conocemos la crítica socialdemócrata al efecto destructivo de

la ortodoxia monetarista imperial y al capital financiero.

¿Qué sentido tiene seguir discutiendo estos tópicos de manera socialdemócrata con sus criminales de cuello blanco, como el Premio Nóbel de Economía 2000, James

Heckman? en lugar de concentrar los recursos intelectuales, digamos, en el espíritu de

Lenin, en la pregunta decisiva: ¿Cómo acumularemos las fuerzas necesarias para

neutralizar el poder expoliador del capital financiero en la Patria Grande, a través de la

integración económica, política, cultural y militar del Bloque Regional de Poder (BRP)? ¿No hubiera sido infinitamente mejor invertir el total de cincuenta y un mil horas/hombre en el debate y trabajo sobre una matriz de desarrollo sostenible del

BRP? Por ejemplo: ¿cómo crear una línea aérea latinoamericana que compre gran

parte de su parque a Embraer, para fomentar ese polo de desarrollo de alta tecnología

criolla?; ¿cómo reactivar la industria naviera latinoamericana para que las gigantescas

exportaciones de materia prima beneficien al BRP y reducir el enorme déficit en este sector servicios?

¿Cómo crear una transnacional bio-farmacéutica basada en la biotecnología cubana

y en las industrias farmacéuticas de Brasil y Argentina? ¿Cómo integrar el sector

energético de Venezuela, Brasil, Argentina y Bolivia en una gran empresa competitiva

a nivel mundial? ¿Cómo integrar el polo de desarrollo computacional cubano con los

de otros países del bloque?; ¿cómo reaccionar en bloque ante las medidas de confiscación por el no-pago de la deuda externa de uno de los miembros del bloque?

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En fin, hay un sinnúmero de aspectos y problemas económicos concretos y

apremiantes que tienen que resolverse para que el BRP, prefigurado por Brasil,

Argentina y Venezuela, y la pronta asociación de Cuba, pueda avanzar y que pueden

avanzarse mucho en 51.000 mil horas de trabajo y que quedaron desatendidos, por

debatir con los neoliberales.

Pero, eso sí, se logró hacer feliz a un premio Nóbel. “Un premio Nóbel es como una vaca sagrada”, nos informa la publicación digital de la Asociación Nacional de Economistas y Contadores de Cuba (ANEC), en su edición online, reproducida en

Rebelión, el 24 de febrero de 2004. “Pero si expone con sinceridad sus criterios ante

un variopinto auditorio, y luego desata un debate de altas temperaturas y hasta

despierta cuestionamientos, es quizás más feliz. Al menos algo así debe haber sentido

el profesor estadounidense James Heckman, cuando respondió a las preguntas de varios participantes en el Encuentro de Globalización. Y agradeció la pimienta que él

mismo estimuló.”

Y en otra parte del mismo texto se afirma: “Y fue precisamente la plural discusión

con un premio Nóbel lo que hizo muy productiva la jornada del martes. A fin de

cuentas, Heckman confesó que la había disfrutado sobremanera. Y se sonrió.” Misión

cumplida. A los economistas no se les puede pedir que conozcan la onceava tesis sobre

Feuerbach. Pero, ¿no sería conveniente que esos intelectuales y los organizadores del

evento aplicasen algunas categorías de su disciplina a su propia praxis? Que el

tiempo es un recurso no-renovable; que existen costos de oportunidad; que hay

actividades productivas e improductivas; que los recursos deben optimizarse y que lo que hacen es, económicamente hablando, consumo suntuoso, no producción:

producción teórica que requiere la transformación social.

Volviendo a la dimensión epistemológica y al predicamento de los topos. El caso de los topos es

muy claro. Muchas veces su anticapitalismo es genuino, pero su falta de formación científica los

convierte en predicadores de un arma sin filo. Hay otro grupo de personas subjetivamente honestas

que sufren una variante de la ceguera de los topos, al haberse quedado estancados en la teoría del conocimiento objetivo decimonónico.

La solución al problema de la “filosofía de la praxis” del siglo XXI es, para ellos, el estudio de las obras completas de Marx/Engels, Lenin, Rosa Luxemburg y,

eventualmente, Leon Trotsky. Esa pretensión sería comparable a una estrategia de

investigación en la física y biología contemporánea, que abandonara a Einstein para

regresar a Newton, y a Crick y Watson, para retornar a Darwin, a fin de resolver los problemas de la actualidad.

Einstein no es posible sin Newton, como Marx no es posible sin Hegel. La

disyunción es artificial y equivocada. La respuesta está en la conyunción, en Newton y

Einstein, entendiéndose la funcionalidad y validez, al igual que las limitaciones de

ambas teorías para sus respectivas esferas de investigación de la realidad natural y social.

Las gallinas, a su vez, son los especimenes más despreciables en la Granja de los

Animales. Fingen dificultades objetivas que no existen, para encubrir sus intereses

reales y mantener su discurso pseudoradical y pseudosocialista, adecuado a las

necesidades de los dueños de la Granja Global.

Existe una tercera especie que son los camaleones. Mimetizan las expresiones que nacen en la lucha popular para sustituir su propia incapacidad de innovación teórica

con conceptos que se convierten en su práctica poco ética en pseudosoluciones o

meras consignas vacías para los problemas de la lucha global.

En este sentido, son presentados “los caracoles” zapatistas ante auditorios

internacionales, que desconocen el alcance real de esas instituciones, como posibles instrumentos de lucha globales. O clonan el lenguaje zapatista, hablando, por e-

jemplo, de la creación de la “red de redes”, como si esta noción fuera una aportación

real a la teoría de la transformación anticapitalista de la actualidad y no una simple

frase bonita.

Es tiempo que los demás habitantes de la Granja vuelvan a pensar en la rebelión.

El primer paso consiste en recorrer el velo con el cual las gallinas, los topos y los camaleones confunden los caminos que llevan hacia los perros y cerdos que dominan

a la granja. El segundo reside en la destrucción de la fortaleza que han levantado.

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Y el tercero y definitivo radica en la construcción de la nueva sociedad en la cual el

lema de las bestias dominantes: “Todos los animales son iguales. Algunos son más

iguales que otros”, no será más que la memoria de un terrible pasado.

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Castillero Calvo, Alfredo. Cultura material en el Panamá hispano: metodología y hallazgos. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 35-62. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/casti.rtf

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RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

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HISTORIA Y SOCIEDAD

CULTURA MATERIAL EN

EL PANAMA HISPANO:

METODOLOGIA Y HALLAZGOS*

Alfredo Castillero Calvo**

*Conferencia magistral dictada en la inauguración académica del VI Congreso

Centroamericano de Historia, el 23 de julio de 2002.

**Profesor investigador del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Panamá.

Los historiadores somos como los geólogos, los arqueólogos o los paleontólogos.

Todos tratamos de repoblar el pasado. Cada uno, con distintas herramientas, va a la

conquista de un mundo que ha desaparecido y del que apenas quedan evidencias. Sin

embargo, las pocas evidencias que quedan están allí, a la espera de que las encontremos. Por mucho tiempo han permanecido mudas, pero nos esperan para que

las hagamos hablar, para que las leamos e interpretemos.

Nos acercamos a un pasado lejano, a menudo sin saber qué podemos esperar. Son

diferentes nuestros métodos y las preguntas que nos hacemos, los materiales con que

trabajamos. Pero ninguna disciplina tiene el monopolio, y ninguna posee todas las respuestas. De hecho, entre nosotros los hisoriadores tenemos formas muy distintas

de asomarnos al pasado, nos interesan aspectos diferentes y usamos metodologías

muy diversas.

Hace varios años empecé a interesarme por la cultura material. Primero, cuando me preguntaba por el interior de las casas al escribir La vivienda colonial en Panamá

en 1994, luego, cuando preparaba un proyecto museográfico para la Casa Góngora en 1999; también el mismo año, cuando trabajaba en la historia de las

telecomunicaciones para el Museo del Canal y en varios capítulos del libro titulado Cultura material, economía y sociedad, que patrocinó el Patronato de Panamá Viejo.

No debiera sorprender que para un historiador desde hace muchos años

interesado en cosas materiales como la historia económica, surgiese tan tardíamente

el interés por los objetos y los artefactos. Pero es que los historiadores sabíamos muy poco de las cosas que rodeaban a nuestros antepasados del período colonial. Aún para

el siglo XIX y buena parte del XX, nuestra indigencia es alarmante. Bajo tierra se ha

encontrado muy poco. Hasta ahora hemos tenido tan escasas evidencias e indicios de

los objetos y artefactos que una vez existieron en Panamá, que parecieran muy

limitadas las posibilidades de llegar a conocer cuáles eran, qué funciones tenían,

quiénes los hacían, cuán bellos o utilitarios eran. Reconstruir el universo material que poblaba la vida cotidiana me parecía un reto

insuperable. Sin embargo, no era muy diferente al desafío que había enfrentado

cuando trataba de reconstruir la vivienda arquetípica de la élite, de la que tampoco

quedaban evidencias físicas. El ir al encuentro de respuestas para descubrir cómo

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eran esas viviendas, fue para mí una de las experiencias intelectuales más

fascinantes. Ahora tenemos una buena idea de cómo eran, al menos en sus rasgos

básicos. Es más, siguiendo el patrón que había logrado descubrir, recién pude

identificar otra casa en Panamá la Vieja de la que sólo quedan las paredes pero que

reproduce con fidelidad el modelo canónico.

Mis fuentes fueron básicamente de naturaleza documental. Unas eran inventarios de casas destruidas por los fuegos o la guerra, otras eran textos descriptivos y otras

procedían de la cartografía urbana. Ya había llegado a mis conclusiones cuando surgió

la prueba final, es decir, los restos arquitectónicos que confirmaban las evidencias

textuales: la Casa Alarcón, la Casa Rodríguez, la Casa Góngora.

El reto siguiente consistía en descubrir cómo era el interior de las casas, cómo las adornaban, qué cosas usaban los vecinos para bregar en su vida cotidiana, dónde

dormían, cómo se vestían. Encontré nuevamente que las fuentes documentales podían

ser de enorme utilidad. Los inventarios de testamentos y dotes matrimoniales, de

embargos y remates, ofrecían abundante información. Eso me permitió identificar

cierto número de objetos, aunque también me planteaba algunas dudas y nuevos

problemas. Además, permanecía la incertidumbre sobre otras cosas que probablemente también existieron pero que no mencionaban los documentos. Pero ya era un paso.

Debido a los devastadores incendios que sufrieron Panamá la Vieja y la nueva,

nuestras dos únicas ciudades realmente importantes durante el período colonial, han

quedado muy pocos objetos materiales. Ambas quedaron casi totalmente destruidas

más de una vez. Panamá la Vieja por el ataque de Morgan en 1671 y la nueva Panamá, en 1737. A esto se agregan otros incendios devastadores como los de 1756 y

1781 y varios igualmente desastrosos en el siglo XIX; el clima extremadamente

húmedo, los insectos, la ausencia de una tradición conservacionista y finalmente las

modas, que casi siempre aconsejan desechar lo antiguo para sustituirlo por lo

moderno. Somos un pueblo con escasa memoria y poco amigo de guardar cosas viejas.

Todo esto nos coloca en una posición desventajosa, porque el estudio de los objetos es esencial para la comprensión de la cultura, ya que los objetos son el

vehículo mediante el cual la cultura se materializa y se hace tangible. Podemos

estudiarlos desde diferentes ángulos: como símbolos, como imágenes, como

indicadores o como referentes de la cultura; por su belleza o como creaciones

artísticas, por su fin utilitario o por su valor simbólico. Pueden interesarnos por sí mismos, o como evidencia para respaldar nuestros argumentos históricos.

También pueden interesarnos como signos o como pistas. El objeto como indicio

constituye en sí mismo un relato, produciendo un encadenamiento de imágenes y

evocando si tuaciones que lo hacen trascender a su mera condición de cosa. Pueden

existir diferentes significados inherentes a un objeto. Pero desde cualquier ángulo que

lo enfoquemos, su estudio nos ayudará a ampliar nuestras posibilidades para interpretar y comprender el pasado.

Y es que la comprensión del objeto como expresión de una cultura, permite

convertir la anécdota en historia densa. De hecho, una adecuada y comprehensiva

interpretación de los objetos, descubriendo lo que significaban para la gente que los

hacía y usaba, puede revelarnos no sólo las preferencias estéticas de una época, sino también el conjunto de creencias y percepciones de sus dueños, más allá del objeto en

sí mismo o de su carácter puramente material.

Su importancia como fuente para la comprensión del pasado se evidencia sobre

todo si analizamos el objeto dentro de su contexto socio-cultural. Por qué aparece

donde fue hallado, cómo llegó allí y de dónde, de qué forma está hecho y con qué

materiales, para qué se usa, con qué frecuencia se le encuentra, qué valor monetario se le asigna, y quiénes lo poseen son indicios que interrelacionados contextualmente

nos permiten conocer su significado más allá del hecho de que sean consignados en

los textos y enriquece nuestra comprensión de la historia social subyacente a ellos.

Este análisis contextual podrá sugerirnos nuevas reflexiones sobre la estructura y la

organización de la sociedad en la cual esos mismos objetos son producidos o consumidos, ayudará a comprender mejor los hábitos cotidianos de sus usuarios, y

arrojará luz sobre sus valores estéticos, intelectuales y sociales y sobre el conjunto de

sus creencias colectivas.

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El escenario ideal para el estudio de la cultura material es el de una nutrida

colección de objetos a la vez que una abundante documentación escrita. Pero esto no

siempre sucede, sobre todo cuando se trata de sociedades que existieron hace mucho

tiempo. Para muchas culturas desaparecidas, los arqueólogos e historiadores sólo

cuentan con objetos y no tienen documentos en qué apoyarse. Su materia prima no

son las fuentes de archivo sino los artefactos que se han conservado. La cultura material es su fuente primordial. Pero también sucede lo contrario y nos enfrentamos

a la situación de que no se encuentran objetos o estos son demasiado pocos, sin

embargo podemos servirnos de los textos y nuestro principal recurso son las fuentes

documentales. Así como cada caso debe apoyarse en fuentes de diferente índole,

también cada caso requiere otro tratamiento, una metodología diferente y el estudioso debe formularse preguntas probablemente muy distintas.

La segunda situación mencionada, la de estudiar la cultura material sin objetos

pero con textos, es la que me encontré en mis estudios sobre el Panamá hispano. En

mi exposición destacaré los problemas específicos que enfrenta el historiador de la

cultura material cuando sus principales evidencias son textuales y explicaré los

conceptos y la metodología que me guiaron en la elaboración de mi trabajo. Mi primer contacto con la cultura material del período hispano había sido los

muebles y el menaje de las casas, ya que en los inventarios de testamentos, dotes y

embargos aparecían con bastante frecuencia. No me sorprendía, dado que se trata de

expresiones altamente representativas de la cultura material española. Pero, además,

esperaba que tarde o temprano mis fuentes arrojasen alguna luz sobre muchos otros aspectos de la cultura material, ya que España, como país colonizador que era, debía

haber implantado en sus colonias cuanto pudo de su herencia material, como lo hizo

con las demás manifestaciones de su cultura. Otra de mis expectativas consistía en

que siendo Panamá una ciudad primada y centro de una ruta de intercambios tan

importante para el imperio español, debía encontrarse en las casas de sus vecinos, en

las oficinas y dependencias de sus funcionarios, en los cuarteles militares, o en los coros y las sacristías de las iglesias, un mobiliario y un menaje igual o parecido al

peninsular. Por la misma razón esperaba que en Panamá se reflejasen los nuevos

gustos, técnicas y lenguajes ornamentales que España fue adoptando en los siglos

coloniales. Es decir, que esperaba encontrar en Panamá evidencias de los artefactos y

diversos objetos de la cultura material que se han encontrado en las demás colonias americanas.

Era la típica búsqueda de la aguja en el pajar porque sobre el tema apenas si se

sabía nada. No se han conservado grabados o pinturas que ilustren el mobiliario y

decorado doméstico; ningún mueble del período colonial ha sobrevivido al paso de los

siglos, salvo tal vez algún sillón frailero del siglo XVIII. Nada queda de los coches y

calesas, de las bibliotecas, de los espejos, de los cuadros, de la porcelana, del vestuario o de casi cualquier otra cosa que formaba parte de la cultura material. El

estudio del mueble, del menaje y en general de la cultura material en el Panamá

colonial enfrenta, entonces, serias dificultades.

Cuatro son a mi juicio los referentes que deben orientar nuestra discusión. En primer lugar, las

fuentes documentales, que podríamos separar en dos grandes grupos. Uno de ellos lo constituyen los inventarios de embargos, dotes, testamentos, remates y otros documentos de ese tenor desde el siglo

XVI.

El segundo gran grupo documental procede de los manifiestos de embarque. Para

Panamá, son muy detallados y abundantes los embarques procedentes de las flotas de

galeones que viajaban desde Sevilla para la celebración de las ferias, y que se conservan en el fondo

de Contratación del Archivo de Indias. Otro grupo documental lo constituye el ramo de almojarifazgos de las Cajas Reales

panameñas, que para muchos años contienen detallada información de la mercancía

que llegaba a Portobelo o Panamá desde Europa o distintas partes de América, o la

que salía del Istmo para diversos destinos. El Archivo de Indias está ahíto de registros

fiscales de este tenor. Los embargos, dotes, testamentos e inventarios de bienes personales, nos

informan sobre el tipo de mueble, los materiales usados, su propietario y su valor

estimado. A veces indican su función, que no siempre es obvia. Si se trata de un

mueble de calidad así se advierte, con señalamientos sobre sus aspectos decorativos

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más destacados. A esta información se le puede sacar mucho provecho. Por una parte,

nos revela la tipología del mobiliario, o su frecuencia, o la ocupación del propietario o

su categoría social. A veces nos indica los cambios de la moda y la aparición temprana

o tardía de algún modelo importado. Tiene la ventaja de que nos sitúa en un ambiente

personal o familiar concreto, ofreciéndonos una visión del decorado interior de casas

específicas. Las fuentes sobre el movimiento mercantil son más impersonales y genéricas, pero

constituyen un complemento indispensable. Ambos tipos de fuentes se enriquecen

mutuamente, mejorando nuestra comprensión sobre el mobiliario.

El segundo aspecto a mi juicio fundamental lo constituye el análisis contextual del período en el

que hace presencia un objeto dado, tomando en cuenta sobre todo la coyuntura económica y el comercio con el extranjero. Paso a explicarme.

Durante los siglos XVI a XVIII, el mueble español se caracterizó por su conser-

vadurismo y robustez. Por generaciones apenas si sufrió cambios hasta que, en la

segunda mitad del siglo XVIII, empezó a sentirse en España el efecto de influencias

externas (sobre todo de Italia y Francia), aunque el impacto prácticamente quedó

limitado a la corte madrileña y a las casas aristocráticas. En Panamá, como era de esperarse, predominó el canon español. Sin embargo, su

condición de zona de paso, de economía de servicios y sus constantes contactos con el

comercio portugués hasta 1640 (vía la trata de esclavos sobre todo) y luego con el

holandés, el francés y el inglés, debió exponer a los criollos panameños a numerosos

productos extranjeros y a una estética distinta a la española. A partir de 1664, se inició un proceso de apertura hacia el comercio con Holanda,

Francia e Inglaterra, gracias a los asientos esclavistas. Primero fue la compañía

genovesa de Grillo y Lomelín, que abrió agencia en Panamá la Vieja, y durante diez

años se convirtió en la principal importadora de esclavos del continente, introduciendo

además de esclavos, muchos productos no españoles. Gracias a este asiento, Panamá

empezó a vincularse con las colonias británicas de Barbados y Jamaica, y con la holandesa de Curazao, islas donde los genoveses adquirían la mayoría de los esclavos.

Luego, salvo breves interrupciones, la trata negrera estuvo bajo dominio holandés

hasta fin de siglo. Entre 1701 y 1713, el monopolio negrero pasó a manos del Asiento

francés de la Real Compañía de Guinea. Durante este período, Francia aprovechó la

crisis comercial creada durante la guerra de Sucesión, para inundar toda América con sus manufacturas. Finalmente, el monopolio esclavista recayó en el asiento inglés de

la South Sea Company entre 1714 y 1739. Desde entonces Jamaica se convierte en

un factor decisivo del comercio regional panameño.

Como resultado de estas variables coyunturas comerciales, ya en los inventarios

del siglo XVII se encuentran referencias a muebles y artefactos no españoles. Primero

se mencionan muebles y objetos de origen alemán y portugués; desde el último tercio del siglo XVII ya aparecen muebles y artículos de Holanda y Francia y desde principios

del siglo XVIII comienzan a inventariarse de manera creciente muebles y artefactos

ingleses.

Además de las influencias europeas y debido a los frecuentes contactos con los

países vecinos, a Panamá se importaban por encargo especial, muebles del reino de Quito, Perú y Cartagena. (De la misma manera que se encargaban pinturas, tallas de

madera y obras de platería a artistas de prestigio de Quito, Guatemala o Lima). No

debe sorprender que nuestros antepasados tuviesen muebles tan recargadamente

barrocos como los que se usaban en todo el virreinato peruano, con sus múltiples

espejitos y complicadas volutas doradas.

Los historiadores de mueble y en general de la cultura material, debieran insistir más en aspectos como los que vengo señalando, en lugar de constreñirse a la historia

del mueble “nacional”, es decir, que debieran interesarse más por los mercados y las

rutas de intercambio, ya que junto con las demás mercancías, también viajaban los

muebles.

Este enfoque abre perspectivas insospechadas para el estudio del mueble, no sólo de Panamá sino de todo el continente. Amplía el panorama, pero a la vez lo complica,

porque plantea, por un lado, la necesidad de conocer virtualmente toda la historia del

mueble occidental contemporáneo ya que, verosímilmente, casi cualquier modelo pudo

haber llegado a Panamá. Además, porque impone al estudioso la necesidad de

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estudiar las corrientes comerciales de cada coyuntura económica, con la mirada

atenta a las procedencias y destinos de los productos o la capacidad adquisitiva de los

mercados. Baste pensar en las abundantes referencias a espejos en los inventarios

panameños, siendo que el espejo era un producto tan caro, delicado y riesgoso de

transportar y cuya tecnología fue tan apreciada en Europa que se consideraba un

“secreto de Estado”. Dio origen a famosas intrigas internacionales, con asesinatos y actos de espionaje industrial, mayormente entre Francia y Venecia. Pero así y todo nos

encontramos con espejos de todos los tamaños, desde chicos y medianos a grandes y

“de cuerpo”. Si ese fue el caso de los espejos entonces casi cualquier tipo de mueble

europeo de calidad pudo haber cruzado el Atlántico con destino a las casas de los

criollos panameños. Para reforzar el planteamiento anterior está la prueba adicional de la mayólica,

sobre todo la de alta calidad. En Panamá la Vieja y la nueva Panamá, la Dra. Robira

ha podido identificar mayólica de varios países de la Europa, así como de México. Para

fines del XVI ha encontrado fragmentos de cerámica china. El 58 por ciento de lo

encontrado en Panamá la Vieja antes del incendio de 1644, lo ha considerado como de

origen europeo, mayormente de Sevilla, aunque ella sospecha que parte de esos restos sea no español. Esta proporción se reduce a cerca del 20 por ciento entre 1640 y el

ataque de Morgan en 1671, lo que ella imputa al aumento de la producción de los

hornos locales.

Sin embargo, ya en el siglo XVIII, la introducción de mayólica esmaltada al estaño

de Francia, con figuras de lambrequines, así como de Inglaterra, es cada vez más frecuente, y para la década de 1780 se han encontrado piezas de origen mexicano.

Verosímilmente la cerámica basta y barata de uso popular, se producía localmente.

Pero la cerámica de mayólica fina era importada de afuera y no siempre de España. A

fines del siglo XVIII los arqueólogos vuelven a encontrar piezas de la China,

transportadas a Panamá vía México.

Aunque, debido a la naturaleza perecedera de la mayoría de los objetos del período colonial, salvo la mayólica, la porcelana, los metales y otros objetos hechos con

materiales resistentes, es mucho mayor la información procedente de evidencias

textuales que lo encontrado hasta ahora bajo tierra. Es inevitable que así sea. Resulta

más fácil que un hallazgo arqueológico confirme lo que sabemos por los documentos,

que descubrir un objeto que nunca haya sido descrito o inventariado en los textos. Como sostiene Peter Burke “la historia de la cultura material, [...] se basa menos en el

estudio de los artefactos mismos que en fuentes literarias”.

En efecto, aunque las evidencias textuales son escasas, estas no faltan, mientras

que son demasiado pocos los objetos que han llegado hasta nosotros, de manera que

para el estudio de la cultura material del Panamá colonial, nuestro principal apoyo lo

constituyen las fuentes literarias. Nada, por supuesto, reemplaza la emoción de encontrarse cara a cara, con un objeto que sólo se conoce por los textos. Todavía

recuerdo vívidamente la emoción que me produjo encontrarme en una exhibición en Washington con una barra de plata del naufragio de La Atocha que, como se sabe,

había salido de Portobelo. Las miles de barras de plata registradas en el almojarifazgo

de esos años las había contado una por una (esas cosas que uno hacía cuando era

joven y tenía todo el tiempo del mundo), hasta llegar a la conclusión de que su peso medio era de unas 80 libras. Pero nunca había visto una ni tenía idea de su aspecto,

hasta que me la encontré en esa exhibición con la forma y tamaño de un pan de molde

semi aplastado. La cédula de la urna donde estaba expuesta decía, por supuesto, que

pesaba 80 libras. Sentí en ese momento una emoción infantil, como si nadie en el

mundo tuviese más derecho a tocarla y levantarla que yo, aquel que una vez había descubierto lo que pesaba estudiando los registros documentales. Por desgracia estas

cosas no suceden muy a menudo y lo más frecuente es que tengamos que

conformarnos con lo que encontramos en los textos.

Señalaré algunas evidencias literarias para ilustrar este punto. En los embarques

para las ferias abundan referencias, junto a ricos retablos de los tallistas sevillanos

más famosos, a pinturas e imágenes de bulto del santoral cristiano, y a loza de Talavera de la Reina. En 1571, según los vecinos, la loza de uso local más corriente

era la “blanca de Castilla”; aunque ya para entonces eran comunes los “jarritos

pequeños”, los platos, las escudillas y los “lebrillos para servicio de casa” de Perú.

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Poco después, en 1577, la mayoría de las “ollas de barro” procedía de Nicaragua y

Nicoya. Pero también llegaba mucha de Perú. En octubre de 1575, llegó de Callao un

navío con 8 docenas de loza vidriada, 350 jarritos colorados, muchas ollas vidriadas

grandes y pequeñas, tinajas y cántaros grandes.

La loza vidriada, como se ve, ya se introducía en Panamá desde el último cuarto

del siglo XVI. Su uso continuó en los siglos siguientes. En los manifiestos de embarque de Cartagena de principios del siglo XVIII consta que en sus tejares se

producía “loza vidriada” y “loza ordinaria” que se exportaba a Veracruz, Maracaibo,

Portobelo. También se exportaba loza de la cercana Tolú, a Portobelo. Tan frecuente

debió ser esta exportación a Portobelo, que cuando en 1704 se embargó la tienda de

Juan Lozano, se encontraron “cien docenas de loza de Cartagena vidriada, que se compone de lebrillos y piezas grandes y chicas. En esa ocasión también fue

embargado el teniente general de Portobelo, en cuya casa se encontró “una vajilla

esmaltada de azul y blanco que parece cobre” y, además, quince pocillos de China

pintados de colores, blancos, labrados y encalados. Estos “pocillos” eran piezas de

porcelana. Para entonces encontramos numerosos textos con referencias a la

introducción clandestina de ropa de China, y con la ropa podía venir también la porcelana y casi cualquier otra cosa.

El pueblo llano, por su parte, siguió usando loza importada de otras partes de

América. A sólo Portobelo llegaban 200 docenas de loza en 1777, y 399 docenas en

1781, todo procedente de Puebla. También en 1781 se importaron dos docenas de loza

de Jalapa. En 1782, llegaban 159 docenas de loza de La Habana. A juzgar por todos estos datos, los arqueólogos deben estar preparados para

encontrar bajo tierra loza de casi cualquier parte de la cuenca caribeña, desde

Curazao y Cartagena a La Habana y Jalapa, e incluso la famosa mayólica de Puebla.

En Panamá ocurría otro tanto. En 1776 llegaba abundante loza de Pisco, Callao y

Paita. Y para todo el país, llegaba de España loza de Sevilla, además de copas de

cristal, vasos, saleros, tazas, tacitas, y platitos. En varios embarques de 1788 procedentes de Paita y otros puertos peruanos, llegaban a Panamá tacitas y platitos de

loza. De Jamaica llegaron ese año 5 barriles de loza. Probablemente el comercio de

estos productos ya venía realizándose desde el siglo anterior.

Siendo más abundante la documentación del siglo XVIII, es a partir de este siglo

cuando las evidencias resultan más claras. Sin embargo, muchos hallazgos correspondientes a la nueva Panamá durante el siglo XVIII bien pudieran aplicarse a

la cultura material de Panamá la Vieja. Me atrevo a sugerirlo por el conservadurismo

que identifica a la cultura material, por lo general muy resistente al cambio, sobre

todo en sociedades como la colonial panameña, ya que muchas de las manifestaciones

de la cultura material que encontramos en Panamá la Vieja debieron seguirse

aplicando prácticamente sin cambios en el siglo XVIII y en muchos aspectos aún más allá. Una clara evidencia lo constituye la pervivencia de los patrones arquitectónicos

de la vivienda, cuyo modelo o arquetipo encontramos ya definido para fines del siglo

XVI y continúa sin mayores cambios en pleno siglo XVIII. Otra evidencia son los

estrados de las mujeres, que siguen usándose todavía en el siglo XIX, conservando el

concepto, la función y con mínimos cambios en el mobiliario. Lo mismo sucede con los oratorios.

De esa manera, analizar la información que tenemos para el siglo XVIII nos

permitirá estudiar en retrospectiva, es decir “leyendo hacia atrás”, el mobiliario y la

cultura material del siglo anterior.

Pero volvamos a la discusión central. Un tercer aspecto de nuestra discusión hace

referencia a la función del mobiliario para el conocimiento de la vida en el interior de las casas. Los muebles y los ambientes domésticos obviamente tenían una gran

influencia en la textura de la vida cotidiana, de ahí que su conocimiento pudiera

aclararnos la función de las habitaciones, un tema que plantea muchas lagunas aun

para el ambiente doméstico de las ciudades europeas.

Queda todavía un cuarto factor que debe considerarse. Me refiero a la identificación del mobiliario y el menaje o de cualquier otra expresión de la cultura

material. La sola mención de una tipología ebanística resulta en sí misma reveladora,

ya que nos indica la presencia de modelos ornamentales, estilísticos y aun técnicos, y

este solo dato compensa la ausencia de una descripción más detallada. Cuando un

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inventario menciona una cama, se entiende que no se trata de una cuja o de un catre,

sino de un mueble importante, sobre todo si procede de una dote o un testamento, y

además su alto valor es indicado en la tasación que la acompaña. No eran iguales un

escritorio, un bufete y una papelera, aunque tenían funciones similares.

En 1634 la dote de doña Isabel Franco de Lara, rica vecina de Panamá la Vieja,

incluía dos baúles “de vaqueta de Moscovia y un escritorio de Alemania”. Se trata de muebles importados y el escritorio sin duda de lujo y muy caro, no sólo por el hecho

de que se trae de Europa sino por lo que se sabe de estos muebles, joyas exquisitas de

la ebanística y verdaderas piezas arquitectónicas en miniatura. En el embargo a

Joseph de la Rañeta se hace inventario de “dos escritorios pequeños, cada uno con

tres cajoncillos y atados y cada uno embutidos de carey y cuero”, lo que sugiere fábrica de marquetería o taraceado. Se sabe que una “papelera”, un “contador” o

“contadorcillo” podían ser en realidad bargueños o arquimesas. Si se nos dice que el

escritorio era “de dos cuerpos”, se trata casi seguramente de un bargueño o de una

arquimesa. Si se registra como escritorio “de Alemania”, debe entenderse que era un

mueble taracedado por dentro y por fuera, de fina marquetería y fábrica cara. Cuando

se mencionan sillas doradas, probablemente eran de las que se importaban del Perú como las que embargaron al maestro platero Dionisio Clemente de la Balza.

Ya vimos que la loza se distingue entre ordinaria y vidriada, así como por su

procedencia, y según cuál el lugar así sus características. Lo mismo puede decirse de

las referencias a la “china”. La presencia de espejos, cuando estos eran medianos o

grandes, es en sí misma indicadora de un mercado exigente, no carente de refinamientos y, por supuesto, con una clientela capaz de gastar en lujos. La mención

a un canapé, una poltrona, o una cómoda, evidencian de inmediato la aparición de nuevas modas. Lo que nos permite además fechar con un post quem la introducción

de estas innovaciones.

La materia prima para este tipo de análisis son los manifiestos de embarque y los

inventarios generales, las dotes, los testamentos, los embargos y remates. Pero se trata de fuentes documentales distintas, y por su propia naturaleza, los objetos

inventariados en cada uno de ellos, aun teniendo la misma nomenclatura, pueden

tener distinto significado.

Dado su carácter, las dotes sólo incluyen un listado escogido de bienes, es decir,

aquellos que se pactaban en la concertación del matrimonio. Pero el mismo hecho de

constituir bienes escogidos, es prueba de que se encontraban entre los más cotizados. En las dotes se evidencia que la fortuna de las élites está constituida sobre todo por

joyas “diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas engastadas en oro o en plata”, vajillas,

cubertería, candeleros, palanganas, jarros y otros objetos de plata, aunque también se

incluyen casas, hatos de ganado, esclavos y barcos. Otro bien que ocupa un papel

destacado en las dotes es la ropa y el cortinaje, entonces uno de los bienes más costosos, sobre todo cuando se hacían con telas finas importadas. Finalmente,

también tiene importancia el mobiliario consistente, por lo general, en cajas, baúles,

cajones, bufetes, escritorios, pinturas, camas, sillas, taburetes, lo que evidencia que el

mueble también se consideraba una posesión valiosa.

Los embargos, por su parte, pueden incluir la totalidad de los bienes del afectado,

confiriendo a esta documentación un valor excepcional. Por lo demás, en los expedientes de embargos se encuentran declaraciones de testigos con pormenorizados

detalles sobre algunos objetos del inventario, su significación, su valor o su uso, sobre

todo cuando se trata de cosas notables o costosas.

Por su parte, en los inventarios generales, resultado de una visita audiencial o una

visita diocesana, suele inventariarse todo lo que tenía algún valor, como los muebles y artefactos de las Casas Reales, sus tribunales, su capilla, el Cabildo y las cárceles, o

los Libros de Fábricas de las iglesias con detalladas descripciones de los ornamentos

litúrgicos.

Así pues, cada tipo de inventario ofrece indicios distintos sobre la naturaleza de los

objetos mencionados. De esa manera, cada objeto inventariado debe interpretarse

dentro de su contexto documental. Porque no es lo mismo una cama inventariada en la dote de una mujer de la élite, que la cama registrada en un embargo cualquiera.

Ambas son identificadas con el mismo nombre, pero sus valores inherentes no son

iguales. De hecho, para las camas y otros muebles de las dotes se acostumbraba

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indicar su valor y, dado que constituían un legado, solían ser objetos nuevos o

costosos. Según cuál sea la naturaleza de la fuente documental, cada objeto puede

revelarnos, por lo tanto, sus cualidades estéticas, el aprecio que se les confería

económica, simbólica o socialmente, más allá de su sola mención, o de su función

meramente utilitaria. En los embargos, no obstante, hay que poner especial atención a

las deposiciones de testigos porque suelen aportar detalles valiosos sobre los objetos. Mencionaré algunos ejemplos de inventarios típicos. En el litigio que ocasionó la

herencia de doña Beatriz de Valdés en favor de su nieto Fernando de Silva, se

inventariaron en 1607, una bihuela, una cama de ruán con cuatro lienzos, una so-

bremesa de guadamecí, cuatro sábanas de ruán, una cama dorada grande, una

imagen del Nacimiento, un cuadro de “las doce tribus” de Israel, una delantera de cama, varias cajas para guardar cosas diversas, dos cucharas de plata y una

“alquitara” o alambique. Lo demás eran piezas de vestir, plata, una adarga, “un

aderezo de mula de terciopelo negro con sus flecos de plata y toda la clavazón de

plata”, un libro y otros artículos misceláneos. Se trata de un repertorio que veremos

repetirse en lo sucesivo con pocas variantes. El mobiliario y los libros escasean, en

cambio, raras veces faltan sino por excepción, “láminas” y pinturas. Tal vez lo más interesante aquí son las camas, un mueble de lujo con dosel y cortinas, que sólo

aparece en las posesiones de los ricos.

Es en algunos embargos -como dije- donde descubrimos los repertorios más completos de

artefactos, pinturas, platería, muebles, ropa y demás objetos que se encontraban en el interior de las

casas típicas de la élite. Este es el caso del que se hizo contra el contador de Real Hacienda Juan Pérez de Lezcano, cuando fue encarcelado por rehusarse a pagar a los soldados que marchaban contra el

pirata Spielberguen en 1615.

Lo primero que se registra en el inventario es su “cama dorada con sus cortinas y

demás aderezos de damasco y terciopelo carmesí”. Una “colgadura de guadamecíes”

completaba el ajuar de la lujosa cama. Para las tareas propias de su oficio, Lezcano

tenía “tres bufetes” y un exquisito “escritorio de Alemania” nuevo. Para recibir a sus

visitas, tenía “doce sillas para sentarse”.

En las habitaciones de su mujer se encontraba “un tocador de ébano y marfil”. A

juzgar por sus nobles materiales, se trataba de un mueble fino y costoso. En el rincón femenino destinado al estrado, se encontraban “seis cojines de terciopelo carmesí y

una arquimesa”. Esta “arquimesa” probablemente era un escritorio del tipo bargueño.

Sorprende la cantidad de cuadros y pinturas que adornaban las paredes de su

casa. Tenía un “mapa grande”, y 36 cuadros al óleo, incluyendo un juego completo con

los doce apóstoles. Treinta y seis cuadros al óleo constituyen una cifra impresionante para la época, pero aún tenía más.

Su menaje de platería era muy diverso: “veintitrés platillos de plata”, “un tajador

de plata”, es decir, un plato trinchero para cortar comida; “dos candeleros con sus

candilejas de plata”, y “una salvadora de plata”.

Como era típico en una casa de la élite colonial, los objetos de tema religioso

virtualmente lo invadían todo. En algún lugar destacado, aparte del oratorio, había “un Cristo mediano en su cruz de ébano y una cruz grande, guarnecido en plata

sobredorada”, y además, “una lámina de la Virgen”. Lo más revelador es el contenido

del oratorio, ese espacio reservado al retiro espiritual y a la oración, tan común en las

casas coloniales y aun en las del siglo XIX. El oratorio contenía lo siguiente:

1. “Un tabernáculo dorado con tres imágenes de alabastro y encima un Cristo de

hasta tres palmos”

2. “Siete cuadros grandes y doce pequeños, todos al óleo que todos estaban en el

oratorio”

3. “Otro Cristo pequeño y un Niño Jesús”

4. “Dos sillas de mujer, la una con la cubierta de fieltro y tachuelas de oro y otra con cubierta de cañamazo”

Se trataba, como se ve, de un oratorio ricamente aderezado. Para esos mismos

años debían existir numerosos oratorios en Panamá, incluso muchos portátiles, pues se sabe que los feligreses de la élite acostumbran a llevarlos a sus mismas camas,

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donde rezaban sin levantarse. Eran pequeños muebles en forma de retablillos, con sus

puertas pintadas con imágenes devocionales, y en su interior, con tallas religiosas.

En el inventario de Lezcano, el total de cuadros al óleo y láminas grandes y

pequeñas, incluyendo los del oratorio, suma la impresionante cantidad de 57. De

hecho, muchos más de los que tenía en su casa el hidalgo madrileño Lope de Vega.

Solo los ministros del Consejo de Castilla adornaban sus viviendas con una cantidad semejante de cuadros. Eran tantos los cuadros de Lezcano, que o bien debían cubrir

virtualmente todas las paredes de la casa, o se trataba de una vivienda espaciosa y,

por tanto, cara. Tal plétora de pinturas y láminas evidencia los gustos y las modas

decorativas de las viviendas de la élite.

La ropa de Lezcano se guardaba en cajas y baúles. En un baúl se encontraba “la ropa blanca usada” y “una docena de camisas”. La ropa de vestir encontrada en una

caja de cinco palmos, nos ilustra sobre la indumentaria de uso en la época:

1. “Una saya de sorvión (sic) morado con pasamanos de oro”

2. “Una saya de tafetán con mango [?] pardo con su ropa”

3. “Otra saya e ropa de chamalote negro” 4. “Otra saya e ropa de tafetán llano negro”

5. “Tres jubones de tafetán de México, los dos negros y uno pardo”

6. “Otra saya de raso azul con pasamanos de seda”

7. “Una saya de damasco carmesí con pasamanillos de oro”

8. “Otra saya y ropa de sorvión (sic) morado”

Los jubones eran una especie de chaquetín de hombre o de mujer, de medio

cuerpo arriba, ceñido y ajustado, con faldillas cortas. La saya consistía en una falda

larga de mujer, con pliegues, que va desde la cintura a los pies. Las diversas clases de

telas que se mencionan, como el damasco, el raso, el tafetán y el chamalote, evidencian que se trataba de ropa de verdadero lujo.

Lezcano tenía “dos arcabuces y un broquel”, “dos espadas y un machete”. En el

entresuelo de su casa había un cuarto pequeño que servía de “despensa”, donde se

encontraron “algunas cosas de comer de poco valor [...]”. En la parte baja había “dos

bodegas”, encontrándose en una sólo leña y en la otra “botijas vacías”. Otra gran joya mueblística de la casa era el “escritorio de Alemania”, que Lezcano

había comprado en la feria de Portobelo. En su interior se encontraron monedas,

guantes de color, espejuelos, rosarios de azabache, medias de seda, relojitos de sol,

balas de arcabuz, hilo de múrice, campanillas de metal, moldes de cuello de plata,

estuches de faltriquera, una naveta con lacre, papel de escribir y “un legajo de cartas

misivas a la cuartilla”. Era un mueble con muchos cajones. En 1628, fue embargado el fiscal Juan de Alvarado y Bracamonte, pero se le en-

contraron pocas cosas, entre ellas “un chino y tres o cuatro chinas paridas”. Estos

chinos eran libres y fueron los primeros que llegaron a Panamá. También tenía varios

esclavos para el servicio doméstico. Varios sastres describieron los vestidos que le

habían confeccionado al fiscal y su mujer, doña María de Ávila. Un sastre le hizo “cuatro vestidos sin la ropa interior, los dos de ellos de tela”. Uno era azul, otro verde,

y otros dos de lujoso chamalote. Otro sastre le hizo un vestido “de chamalote de

aguas, espolino de seda”, de color “anaranjado y verde”. El tejido espolinado era un

género de tela de seda que se fabricaba con flores esparcidas y en cierta manera

sobretejidas, como el brocado de oro. Tomó ese nombre de la lanzadera de los telares

llamada espolín. Este y el de chamalote eran trajes de gran lujo. El fiscal tenía en su ajuar dos garnachas nuevas y una vieja. La garnacha era el

traje que distinguía y otorgaba dignidad a los altos funcionarios como los miembros de

la Real Audiencia. Era una vestidura talar con mangas y una vuelta, que desde los

hombros caía a las espaldas. Otros bienes incluían “una silla de vaqueta de Moscovia”.

En ella el chino y un esclavo cargaban a doña María cuando iba de visitas o a la igle-sia. También el fiscal era dueño de un tercio del coche que compartía con otros dos

oidores de la Audiencia.

Doña María tenía un estrado para atender a sus amigas y otras visitas, es decir,

un espacio doméstico reservado exclusivamente para ella. Estaba equipado con un

bufetillo, varios “cojines de terciopelo”, “taburetillos y sillas con clavos dorados” y una

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“esterilla de junco” que hacía de alfombra. Es decir, como un típico estrado español.

En la intimidad de su casa, un testigo había observado a doña María “en un habitillo

de tela verde y algunos otros vestidos ordinarios de casa”, revelándonos de esa manera

la ropa que se usaba a diario y cuando no era necesario aparentar. Es decir, vistiendo

modestamente, con ropa ligera, como no podía ser de otra manera en el tórrido y

húmedo trópico panameño. El mismo testigo declara que doña María le sirvió una chicha en “un jarro y una conserva con dos o tres platillos de plata pequeños”. Las

únicas joyas que le había visto usar a doña María eran unos “brazaletes de perlas de

poco valor”.

En su cuarto de trabajo, el fiscal tenía “algunas sillas, un bufete y una biblioteca”.

Todo sugiere que, a diferencia del contador Lezcano, el fiscal era apenas medianamente acomodado y le debía plata a varios vecinos. De hecho, según el rico

mercader Pedro de Alarcón, Bracamonte llegó a Panamá “tan pobre y necesitado que

no trajo ningún arreo de su casa”, teniendo que “comprarle cuatro cojines y una

alfombrilla chica para llevar a doña María su mujer a la iglesia”. Esto evidencia que,

según las costumbres de la época, no había bancas en la iglesia y que las mujeres se

sentaban en el piso, sobre una alfombra y apoyadas en cojines, como lo hacían en el estrado. Según Alarcón, se acostumbraba entre las vecinas prestarse trajes y joyas.

Dice Alarcón que con ocasión de varios festejos, doña María le pidió prestados

“apretadores de perlas y botones de oro y otras joyas”. Agrega que, aunque había visto

“bien aderezada” a doña María, “no sabe si era suyo o no lo que se pone”. Otro testigo

afirma que la “María de diamante” que usaba la mujer del fiscal no era propia, sino de doña María Cortés de la Serna, quien se la había prestado. Esta “María” debía ser la piedra más brillante y grande del collar,

derivando su nombre de la vela blanca llamada precisamente María, que se colocaba en la parte central y más alta de los tenebrarios.

Como puede apreciarse por los anteriores inventarios, son muy diversos y

detallados los aspectos que puede revelarnos un embargo. Nos hablan con elocuencia

de las cosas que ocupaban el espacio físico donde se desenvolvía la élite, su función, el

aprecio que se les dispensaba, su valor simbólico, y de qué manera esos mismos objetos influían en la creación de los ambientes domésticos, en los hábitos cotidianos

y en la mentalidad de sus usuarios. Las señas particulares de ciertos objetos dejan a

veces pocas dudas sobre sus características. La sociedad que creaba esas cosas era a

su vez influida por ellas, en una simbiosis de mutuos intercambios donde se nos

revela el verdadero significado de la cultura material. En aquella época el mueble más conspicuo y costoso era la cama. Ya mencioné las

de Fernando de Silva y de Pérez de Lezcano. Juan de León tenía en 1637 una “cama dorada

con cortinas de tafetán doble”. La cama “dorada” con pan de oro, era típica de la élite. En 1704, la de

Pedro Peñaredonda era de tipo portugués con columnas y balaústres torneados y estaba adoselada

con cortinas de chamelote listado. La del mercader Leguía tenía toldo de tafetán y un dosel

con la cruz de Jerusalén. En la feria de 1586, se descargaron dos camas de guadamecíes dorados a un

costo unitario de 40 ducados, lo que equivalía a casi dos semanas de trabajo de un

maestro de obra. En el mismo barco llegaban también varias “cama de tafetán y

cuadros”, de 25 ducados cada una, también una suma muy alta.

Lo cierto es que no hay otro mueble tan recargado de lujo como la cama, y ninguno se le compara en valor. Las camas eran tan valiosas que formaban parte de

las dotes, como la “cama de cocobolo de dos cabeceras” evaluada en 30 pesos que

Agustín Franco le dio a su hija menor. Pero ninguna tan ostentosa como la que recibió

en dote doña Juana de Salazar en 1635: era una “cama entera vestida de damasco

carmesí, sobrecama y sobremesa con cenefas de brocado” evaluada en la

impresionante cifra de 900 pesos. Al lado de los toscos bufetes, sillas, cajas y escritorios, la cama debía contrastar

por su extravagante suntuosidad y deslumbrar al espectador no acostumbrado a estas

exhibiciones ostentosas. Esta sensible diferencia se explica esencialmente por los

doseles, cortinajes y colgaduras, ya que todos eran confeccionados con telas finas y

caras importadas de Europa. Los hombres de la élite solían desplazarse por las calles de la ciudad a pie o a

caballo. Pero también se transportaban en sillas de mano, coches y calesas. Las sillas

de mano eran una solución práctica para transportar a las damas, sin ser vistas,

cuando iban de visita o a la iglesia. El recato femenino era parte de las costumbres de

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la época y, de esa manera, se evitaban rumores. Pero también se usaban sillas de

mano para ocultar a algún prisionero de postín, como sucedió cuando el capitán

Meneses condujo preso a Lezcano en 1615. También cuando se transportó a una joven

para desposarla con su novio moribundo en 1644. En ambos casos se quería evitar

que el vulgo les reconociera.

Algunas sillas de mano tenían ventanas con vidrieros. Otras tenían cortinas o visillos para resguardar la identidad del pasajero. Estas sillas de mano eran

transportadas sobre los hombros de criados o de esclavos.

Los coches y calesas eran carruajes más lujosos y caros. Eran tirados por mulas y

conducidos por esclavos. El coche era tirado por dos o más mulas, pero las calesas

sólo necesitaban una. No se sabe si estos vehículos eran hechos en el propio país o se importaban, aunque el coche del gobernador Carvajal fue obra del maestro mayor de

carruajes de la ciudad.

Algunas calesas exhibían ciertos lujos y detalles decorativos. La del oidor Medina

tenía cortinas de damasco y almohadas. La de Antonio de Echeverz, que ya era vieja,

costaba con su mula 800 pesos, una suma muy alta. La del obispo Llamas tenía

“tableros de madera pintada al óleo azul con flores de oro sobre el dicho campo, con sus cortinas de lienzo pintadas de dicho color azul y flores de oro con advertencia que

dos pilarillos de ella están muy maltratados”. Con tales lujos y exquisiteces, se

comprende que era un medio de transporte reservado a los ricos y a los personajes de

postín.

Los coches eran tal vez más usados por las mujeres que por los hombres, como lo sugiere un episodio de 1625 referente a las fiestas que realizaba la familia Almonte.

También los coches eran usados por las mujeres “para pasear”. El paseo preferido en

Panamá la Vieja era la Calle de la Carrera, bordeando la playa. La élite panameña

compartía con la española una gran pasión por estos medios de transporte, de manera

que los coches, las sillas de mano y las calesas debían contarse por docenas.

Como hasta hace pocos años no se sabía casi nada del período colonial, y la documentación manejada por los historiadores era tan escasa, se tenía una imagen de

vacío cultural, de una sociedad inmóvil donde no pasaba nada, salvo cuando venía el

pirata, y a la que sólo muy de cuando en cuando llegaba alguna pintura “sevillana de

tercera”, según la opinión de un historiador del arte local. Pero hemos visto que en

fechas tan tempranas como 1615 ya había vecinos con más de medio centenar de pinturas, una cantidad que actualmente sólo encontramos en casas de ricos

coleccionistas.

En solo cinco años, entre 1782 y 1787, se importaron 348 lienzos al óleo, además

de una gran cantidad de nacimientos, manos, rostros y cabezas para la imaginería

religiosa, lo que da una idea de la magnitud del consumo panameño de obras de arte.

Era una verdadera invasión imaginera y pictórica. Pero, como nada de esto se sabía, los diletantes de la historiografía han creado la mitología de un mundo sin arte ni

cosas, es decir un mundo semi-vacío y donde la cultura material era muy pobre y

carente de interés.

Otra prueba es la producción en los talleres de los plateros. La Dra. Angeles

Ramos ha demostrado que en Panamá la Vieja existían hasta siete talleres de platería a principios del siglo XVII y más de ocho en la nueva Panamá. Casi toda la joyería

local era factura de estos talleres. Para la catedral un platero local hizo una custodia

de plata sobredorada de más de una vara de alto tachonada de perlas, esmeraldas y

rubíes. El excepcional pelícano de plata de Natá lleva la firma de un platero local. Lo

mismo sucedía con la pintura. El inquietante cuadro del purgatorio que encargó el

hermano de la Madre de Dios se hizo en Panamá. Para las fiestas los retratos de los reyes y los decorados de las plazas mayores eran obra de pintores locales. El de

Fernando VI fue calificado de “obra prima”. Cada día se va poblando nuestro pasado

cultural con nuevas y más abundantes evidencias de este tipo.

También abundan referencias a una actividad literaria e intelectual sorprendente

para una capital que no rebasaba los 6,000 habitantes en el siglo XVII y que apenas superó los 7,000 en el siglo siguiente. La antología poética que se produjo a la muerte

del presidente Enrique Enríquez en 1638 revela la existencia de nada menos que doce

poetas locales, y algunos nada malos. Aquí se escribieron varios tratados de

jurisprudencia como los del oidor Carrasco del Saz y del oidor Larrinaga Salazar,

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obras que sirvieron de guía para la fundación de ciudades, como la de Bernardo de Vargas Machuca, y poemas épicos tan extraordinarios como las Alteraciones de El Dariel, de Juan Francisco de Páramo y Cepeda.

Pero también el pueblo llano participaba de manifestaciones culturales como el teatro. Cada vez que se encontraban pretextos

para celebraciones y festejos colectivos (la preñez de la reina, el nacimiento de un príncipe, la entronización de un nuevo monarca, la

fiesta de la Concepción, un sonado triunfo militar o el arribo de la flota a Portobelo), se echaba mano de una obra teatral. Para las fiestas del Corpus se acostumbraba representar autos sacramentales. Y es que el teatro y las comedias eran la

gran fuente de diversión de la época. El presidente Vega Bazán patrocinó varias comedias en 1645.

Las comedias se escenificaban en los conventos e iglesias de la ciudad. Las comedias en honor a la

Concepción, estaban a cargo de los soldados de infantería. A veces las representaciones eran

realizadas por negros y mulatos libres, montando ellos mismos la obra y a su propia costa. Sólo ac-

tuaban los hombres y se hacían representaciones para hombres y mujeres de manera separada. Otra sorpresa son las bibliotecas de los vecinos. En una treintena de inventarios

han aparecido bibliotecas de 20, 50 y 100 o más libros. La del Dr. Amusco en el siglo

XVI contiene numerosos tratados de medicina y farmacia. Las de los oidores y

abogados, registran tratados de jurisprudencia y obras de autores clásicos, desde

Aristóteles y Cicerón a Vegecio. En algunos inventarios se encuentran obras literarias

como las de Calderón de la Barca. En las bibliotecas de clero se consignan libros de oraciones, textos hagiográficos y tratados de oratoria y retórica. Para ejercer su oficio,

los cuatro oidores y el fiscal, la media docena de abogados locales y la extensa tropa

de funcionarios de la frondosa burocracia local, necesitaban bibliotecas propias con

obras de derecho civil y canónico. Los remates de bibliotecas fueron comunes,

evidenciando el interés que existía por los libros. Estos libros nos revelan cuáles eran los intereses intelectuales de los vecinos, de

qué recursos teóricos y de conocimiento disponían estos para construir sus

creencias, o su idea del mundo y para realizar sus tareas profesionales, o qué

literatura leían para entretenerse. Así nos enteramos, por ejemplo, de que a principios del siglo XVII los libros de historia más consultados eran el Compendio historial de

Esteban de Garibay, y las Décadas de Antonio de Herrera, lo que sugiere que estas

obras debieron influir de manera decisiva en la formación del canon historiográfico de

la colonia.

No quisiera concluir mi exposición sin referirme a dos aspectos a mi juicio

esenciales para la comprensión del universo material de aquella época. Uno de ellos

son los espejos, cuya temprana presencia constituye una de la pruebas más

reveladoras sobre las ventajas de nuestra posición geográfica para acceder a productos novedosos del extranjero.

Encontramos tempranas referencias a espejos llamados “de indios” en 1575, y a

espejos introducidos en las flotas de galeones, como en la de 1586. Pero los primeros

debían ser de metal, manuales y de pequeño tamaño, y los segundos probablemente

de figura semiesférica o abombados, no superiores a un pequeño plato, ya que

todavía en esa época no se dominaba la técnica del azogado para los espejos planos y de mayor tamaño. La producción de espejos planos y grandes no logra perfeccionarse

hasta mediados del siglo XVII y fue entonces cuando el espejo empezó a invadir el

interior de las casas en Europa, poniéndose de moda el colgarlos como adorno en las

paredes al lado de las pinturas, generalmente muy alto y con marcos dorados en

forma de cornucopia. Estos espejos planos empiezan a llegar a Panamá desde fines del siglo XVII, pero

es desde principios del siglo XVIII cuando aparecen con frecuencia en los inventarios.

A esto pudo haber contribuido la presencia de barcos franceses que aprovecharon la

alianza entre Francia y España durante la guerra de Sucesión (1700-1713) para llenar

el vacío comercial que este conflicto había creado en las colonias españolas. Siendo

Francia la gran potencia europea que acababa de despegar con la producción de espejos, era de esperarse que en ese comercio no faltara esta exótica novedad.

Una temprana mención a espejos de gran tamaño la encontramos en dos

embargos de 1723. En el embargo de Juan Alvarez, se inventarió “un espejo grande

con marco de cocobolo”. Al próspero mulato Juan de Berroa, se le embargaron dos

espejos de 24 pulgadas con guarnición dorada. Ambos espejos seguían la moda de enmarcado de entonces, es decir, o bien marco de maderas finas o dorados.

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Dada la complejidad de la producción de los vidrios y espejos, esta era una

actividad que solían reservarse privativamente los Estados. De Venecia la tecnología

del azogado pasó a Francia que empieza a dominar la producción y el mercado a partir

de 1666, y de allí se extendió al resto de Europa. Los de Venecia se reembarcaban

desde Marsella para España y probablemente de allí tomaban rumbo a América. Pero

en España no surgió la primera fábrica estatal de espejos y cristales hasta mediados del siglo XVIII, cuando se fundó con tecnología alemana la de La Granja, en las sierras

cercanas a Madrid. De esa manera, cualquier espejo inventariado en Panamá antes de esa fecha

debía tener otro origen, más probablemente francés si entre 1700 y 1710, o inglés, si después de

1714.

Para fines del siglo XVII, en Francia sólo se habían producido tres espejos de entre 80 y 84 pulgadas de largo, pero generalmente no excedían de 40 a 60 pulgadas. Hacia

1770 los modelos de espejos más comunes medían 12 pulgadas; sin embargo, el

mulato panameño Juan de Berroa tenía dos espejos de 24 pulgadas, el doble de los

que se consideraban medianos en Europa. Un espejo grande se consideraba superior a

24 pulgadas; en cuyo caso en esa categoría debemos situar tanto el de Alvarez como

los de Berroa. Hasta 1715, conforme a 500 inventarios, sólo un 10 por ciento de la población parisina tenía espejos superiores a las 20 pulgadas, como los de Alvarez y

de Berroa.

Pero es que en Europa Occidental desde mediados del siglo XVII y a lo largo del

XVIII, hubo un verdadero furor por los espejos, que se convierten en la gran novedad

decorativa. Durante el siglo XVIII se puso de moda en Europa decorar las paredes de las casas con espejos de diversos tamaños, que acaban desplazando a los tapices y los

cuadros (de la misma manera que la porcelana desplaza poco a poco las vajillas de

plata, y por supuesto también las de loza, y las cómodas reemplazan a los arcones y

baúles).

Creo que el mismo fenómeno se experimentó en Panamá, como lo evidencia la

cantidad de espejos de mediano y gran tamaño que ya importaba el mercader Juan de Miguelesterona para 1750. También es muy significativo el caso de Pablo de Laguna,

un maestro herrero portobeleño, que tenía en 1776 cuatro espejos con marcos

dorados, “dos grandes y dos pequeños”. Tratándose de un humilde herrero mulato, en

una ciudad de segunda, esta posesión sugiere que para el siglo XVIII casi cualquier

familia de mediano pasar podía tener varios espejos (como en París) y que la moda de decorar las paredes con espejos (en sustitución de las pinturas) ya empezaba a

imponerse en Panamá.

El siguiente aspecto que quería tratar y ya para concluir, son los estrados. Se trata

de un espacio exclusivamente femenino, donde las mujeres se sentaban sobre una

tarima cubierta por alfombras, tapetes, petates y cojines. En este espacio doméstico

típicamente femenino, las mujeres se reunían para tejer, conversar y recibir a las amigas o las visitas masculinas, aunque éstas permanecían sentadas en sillas

separadas del estrado. Los estrados también tenían bufetillos que servían como

tocadores de mujeres o de simple elemento decorativo.

El estrado se popularizó temprano en Panamá. Gracias al carácter portátil de su

ligero mobiliario, consistente en alfombras y cojines, ya para fines del siglo XVI, las mujeres de la élite hacían que sus esclavos transportasen su estrado a la propia

catedral, a la que iban en sus sillas de mano. Como resultado de algunas protestas, en

1592 la Corona ordenó que no volviesen a hacerlo y que se les diese “la paz en la

patena como a sus maridos”, lo que indica que hasta la ostia la recibían en los

estrados. La afición al estrado estaba tan sumamente arraigada que ni a la iglesia

podían ir sin ellos. La mejor descripción del estrado es del marino francés Frezier. Dice que “las

mujeres permanecían en sus casas sentadas todo el día sobre almohadones, a lo largo

de la pared, con las piernas cruzadas sobre un estrado cubierto con una alfombra a la

turca”. Dice que así pasaban días enteros casi sin cambiar de postura, ni siquiera

para comer. Por eso eran tan gordas y caminaban con pesada lentitud, sin la gracia de las francesas, que eran más flacas.

Como la gastronomía heredada de España era a base de frituras, y las mujeres de

la élite apenas se levantaban de los estrados o de las camas, donde se hacían llevar

hasta los oratorios portátiles, y cuando salían a la calle eran transportadas en sus

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sillas de mano o sus calesas, solo resta concluir que la estética rubeniana debía ser el

canon.

Cuando se visita Panamá la Vieja, y se contemplan sus ruinas, queda uno con la

impresión de un mundo vacío, donde ya no queda nada, salvo las paredes de los

edificios de piedra. Pero Panamá la Vieja fue una ciudad vibrante, con todas las características de una capital primada, con su Audiencia, sus presidentes, sus

obispos, y una élite acostumbrada a lujos y refinamientos. Los hombres de esa élite

viajaban con frecuencia al extranjero, y no pocos enviaron a sus hijos a estudiar en

universidades americanas o españolas. Era gente que se vestía a la europea con las

telas más lujosas, y sus mujeres se adornaban con joyas exquisitas, donde resaltaban las perlas de gran tamaño y delicado oriente pescadas en el Golfo. En sus casas

habían recreado un ambiente doméstico con muebles costosos, y las mujeres pasaban

sus horas holgazaneando en los estrados como sus primas peninsulares.

Era una sociedad estratificada con especialistas en diversas actividades con

talleres de plateros, sastres, carpinteros, herreros, cereros, zapateros, guadamecieros

y carruajes; donde nunca faltaba un número plural de médicos y abogados y que se preciaba de tener varias decenas de eclesiásticos seculares. En ella existían dos

ermitas, una catedral, un convento-hospital, seis conventos de varones y uno de mon-

jas, con más de cien regulares. Era una ciudad comercialmente muy activa, donde

había tiendas de telas y mercancías caras y más de 40 pulperías con su escoba

colgada en la puerta como señal de identidad. Por las calles empedradas de canto rodado, palpitaba un hervidero de actividades y nuestros antepasados coloniales se

encontraban rodeados por cosas, por muchos objetos, producto de una frondosa

cultura material.

Pero si esta visión es radicalmente distinta a la que teníamos, es porque hemos

empezado a rescatar del anonimato a los objetos, buscando identificar en los textos

aquellos artefactos y cosas tangibles que impregnaban la vida cotidiana de nuestros antepasados. También porque hemos empezado a comprender el significado de los

objetos al analizarlos en sus múltiples contextos, estudiándolos como lo hacemos con

los testimonios escritos. Los leemos mejor y ellos nos hablan en un lenguaje más

inteligible. De simple cosa, devienen en relatos, convirtiendo la anécdota en historia

que explica. Hemos empezado a aprender de los objetos. Y al hacerlo, descubrimos cómo ellos vivificaban la cotidianidad de la gente que los había creado, disfrutado y

desechado.

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Araúz, Celestino Andrés. Estudio historiográfico sobre las interpretaciones en torno a la separación de Panamá de Colombia en 1903. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 63-96. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/arauz.rtf

www.clacso.org

RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

ESTUDIO HISTORIOGRAFICO SOBRE LAS

INTERPRETACIONES

EN TORNO A LA SEPARACION DE PANAMA

DE

COLOMBIA EN 1903

Celestino Andrés Araúz*

Papeles de Población, nueva época, año 9, N°38, octubre-diciembre de 2003. Publicación

trimestral del Centro de Investigación y Estudios Avanzados de la Población de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM).

*Historiador, profesor del Departamento de Historia de la Facultad

de Humanidades de la Universidad de Panamá.

Las especiales características del surgimiento de la República de Panamá el 3 de

noviembre de 1903, es decir su separación definitiva de Colombia en la que estuvieron

presentes diversos intereses, hicieron que rápidamente aparecieran dos posiciones

contrapuestas respecto a este controversial suceso. En particular se cuestiona, por

parte de Colombia y otros países de América Latina principalmente, la participación

del Gobierno de EEUU en el movimiento separatista, en virtud de su manifiesta intención de construir, controlar y defender un canal interoceánico por el istmo de

Panamá tal como se estableció en el Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre

de 1903, de conformidad con los intereses económicos, estratégico-militares y

geopolíticos de la Nación del Norte que a la sazón iniciaba su carrera imperialista bajo

las directrices del presidente Theodore Roosevelt, el secretario de Estado John Hay y otras figuras prominentes que esgrimían la política del big stick estadounidense.

La leyenda blanca o versión favorable

a la actuación de los próceres

La denominada “leyenda blanca” o versión dorada sobre el 3 de noviembre de

1903, está representada inicialmente por los escritos de los principales partícipes del

suceso, los llamados próceres, quienes plantean que, para llevar adelante la secesión, arriesgaron sus vidas, sus fortunas y su posición social a fin de librar al Istmo del

yugo colombiano. Aunque algunos de ellos mencionan la participación del gobierno de

Estados Unidos, en realidad se concentran en su actuación personal. Se destacan,

entre otros, José Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero, Tomás Arias y Nicanor A.

de Obarrio de filiación conservadora, sin que nos olvidemos del general Esteban Huertas y algunos liberales como Federico Boyd, Carlos Constantino Arosemena y

Guillermo Andreve. Es de rigor señalar que estas versiones deben ser complementadas

con otros documentos de la época para determinar su exactitud.

Importa recordar que José Agustín Arango Remón, que nació en la ciudad de

Panamá el 29 de febrero de 1841 y falleció en 1909, se dedicó a actividades

comerciales y era abogado de profesión. Laboró como “agente especial” en la

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Compañía del Ferrocarril de Panamá, empresa estadounidense cuyos funcionarios

principales tuvieron una activa participación en los contactos iniciales que los conjurados dirigidos

por Arango establecieron en EEUU, particularmente con el abogado de esta empresa y asesor legal de

la nueva Compañía del Canal francés, William Nelson Cromwell, así como también durante los

acontecimientos que se desarrollaron el 3 de noviembre de 1903 y en los días inmediatamente poste-

riores. En marzo de ese año, Arango fue elegido senador por el Departamento de Panamá

ante el Congreso Nacional, pero como él mismo confiesa en su escrito titulado: “Datos

para la historia de la Independencia del Istmo proclamada el 3 de noviembre de 1903”,

rehusó asistir “porque tenía completa convicción de que el Tratado Herrán-Hay para la

apertura del Canal, sería rechazado y entonces no veía, si no un medio, nuestra separación de Colombia para salvar al Istmo”.

Fue así como, en junio de 1903, Arango comenzó a reunirse informalmente con

miembros de su familia, particularmente con sus hijos Ricardo, Manuel, Belisario y

José Agustín, y con su yerno Samuel Lewis, Raúl Orillac y Ernesto T. Lefevre. También

formó parte de este círculo de conspiradores que militaban en el partido conservador,

el liberal Carlos Constantino Arosemena y posteriormente cuando el 12 de agosto el Congreso colombiano rechazó el Tratado, Arango encabezó una “Junta separatista o

patriótica” a la que ingresaron otros partidarios del conservatismo como Tomás y

Ricardo Arias, Manuel Espinosa Batista, Nicanor Arturo de Obarrio y el liberal

Federico Boyd.

Según la versión de Arango, una de las primeras medidas de los conjurados fue ponerse en contacto con el agente de fletes de la Compañía del Ferrocarril de Panamá

J. R. Beers, a quien aquél le expuso que el motivo de la entrevista “era manifestarle la

practicabilidad de llevar a cabo la separación del Istmo, quedando así Panamá en

aptitud de celebrar con el gobierno americano un tratado análogo al rechazado por el

Congreso colombiano para la apertura del Canal”. Agrega que le aseguró a Beers que

podrían contar “con el apoyo unánime del país” y que él (Arango) se pondría al frente del movimiento separatista, “junto con otros hombres de prestigio, sin el menor temor

de fracaso, pero que para asegurar no el éxito del movimiento que era evidente, sino la

estabilidad de nuestra independencia, se hacía preciso que un hombre de las

condiciones de él que contaba con buenas conexiones en su patria, emprendiera viaje

a los Estados Unidos para pulsar con su habitual prudencia y discreción, la opinión allí relativamente al apoyo que pudiéramos esperar después de hecho el movimiento y

proclamada la independencia”.

En otras palabras, Beers debía valerse “de personas de alta posición e influencia”

para asegurarse de que el gobierno estadounidense “no prestaría auxilio alguno a

Colombia para reincorporar el Istmo a esa república; y que, por el contrario,

pudiéramos contar con la decidida protección de los Estados Unidos, en el sentido de reconocer nuestra independencia una vez persuadido aquel Gobierno de que era un

movimiento unánime de los pueblos del Istmo”.

No está de más advertir que los críticos de estas versiones subjetivas de los

partícipes del movimiento secesionista, afirman que fue William Nelson Cromwell el

que tomó la iniciativa de separar al Istmo para que el gobierno presidido por Theodore Roosevelt negociara directamente con los panameños el Tratado del Canal. Para ello

Cromwell dio instrucciones a Beers y a otros altos funcionarios de la empresa del

ferrocarril establecida en Panamá a fin de que fomentaran las ideas separatistas entre

los istmeños.

Como quiera que fuese, al decir de Arango, Beers cumplió la “delicada misión” que

se le encomendó en EEUU y retornó a Panamá provisto de claves e instrucciones de las personas que coadyuvarían a los planes secesionistas entre quienes estaba

Cromwell. Pero Arango prefirió omitir los nombres del influyente abogado neoyorquino

y se limitó a mencionarlo como “la respetable persona que abrió el camino a las

esperanzas de los conspiradores”.

También en su relato, Arango da detalles sobre cómo se fue ampliando la Junta separatista al incorporar al movimiento a otros figuras relevantes del partido liberal en

el Istmo, particularmente a Carlos A. Mendoza, Eusebio A. Morales, al General

Domingo Díaz y su hermano Pedro A. Díaz, entre otros. Indica, asimismo, como se

logró el apoyo del General Esteban Huertas. Se ocupa, igualmente del viaje que

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efectuó Manuel Amador Guerrero a EEUU a finales de agosto de 1903 a ultimar los

detalles del movimiento secesionista con Cromwell, quien le retiró su apoyo cuando el

ministro de Colombia en Washington Tomás Herrán, enterado del complot separatista,

le imputó “cierta responsabilidad en los acontecimientos que se cumplieran, lo cual de

tal modo influyó desfavorablemente en el ánimo del respetable caballero con quien

nuestro representante se entendía que lo eludió desde entonces en diferentes ocasiones y se operó en su conducta un cambio notable, penosamente observado por

Amador Guerrero”.

Describe como éste, a través del banquero judío Joshua Lindo, se puso en comunicación con

Philippe Bunau Varilla con quien, al decir de Arango, “después de varias entrevistas acordaron el plan

que debían adoptar y que daría por resultado la satisfacción de nuestro anhelo…”. No obstante, se abstiene de mencionar las condiciones exigidas por Bunau Varilla para apoyar a los conspiradores, es

decir su nombramiento como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la nueva

República con capacidad para negociar y firmar un nuevo tratado del Canal y los 100,000 dólares

que ofreció para los gastos que ocasionaría el movimiento separatista, particularmente para sobornar

al comandante y a los oficiales del batallón Colombia.

Mientras tanto, Arango continuó con los planes separatistas en el Istmo, agasajó al capitán Beers, para lo cual invitó “a varios amigos que no estaban al corriente de la

misión que aquel caballero llevó a Estados Unidos, pero todos simpatizaban con

cualquier plan que favoreciera la independencia del Istmo”. Entre éstos mencionó a H.

G. Prescott, superintendente de la Compañía del Ferrocarril “quien sí conocía nuestro

proyecto y fue poderoso auxiliar para su realización”. También Arango contó con el respaldo del superintendente general de la empresa, coronel J. R. Shaler de quien

asegura: “De mucho nos sirvió su simpatía para el movimiento separatista, pues

fueron muy valiosos sus servicios”, como fue dilatar la entrega de carbón a los buques de guerra colombianos Padilla y Bogotá que se dirigían a Buenaventura a transportar

tropas al Istmo y, asimismo, dispuso que sólo los generales Juan B. Tovar, Ramón

Amaya y otros oficiales que arribaron a Colón para sofocar cualquier intentona y reemplazar a Esteban Huertas, fuesen trasladados en el ferrocarril a la ciudad de

Panamá donde éste último ordenó su arresto el 3 de noviembre, dando así inicio a la

secesión.

A continuación, Arango se ocupa de los acontecimientos de ese día, del 4 cuando,

según sus propias palabras, mediante cabildo abierto celebrado en el parque Catedral

“se procedió a regularizar tan trascendental acontecimiento proclamando en forma regular nuestra separación…” y muy por encima del 5, en Colón, que no relata porque

considera que podían hacerlo con más propiedad otras personas que conocieran en

todos sus detalles ese acontecimiento. Advierte que al hacer público su escrito, era su

propósito “abrir el camino para que otros de mis compañeros en la pasada labor, o

aquellos que más tarde también tomaron parte en los sucesos que se cumplieron con anterioridad al glorioso 3 de noviembre de 1903, suministren detalles que haya

omitido, o reseñen circunstancias que hayan pasado inadvertidas, contribuyendo ellos

así a facilitar la tarea del historiador”.

El apologético escrito de Arango está fechado el 28 de noviembre de 1905, pero es

preciso recordar que quince días después de la secesión definitiva, es decir el 18 de

noviembre de 1903, Ramón Maximiliano Valdés que no participó en la misma, pero sí su padre Ramón Valdés López, a quien Arango le encomendó divulgar la noticia de la separación en el interior del país, dio a conocer el escrito: La independencia del Istmo de Panamá, sus antecedentes, sus causas y su justificación.

Ramón Maximiliano Valdés nació en la ciudad de Penonomé, el 13 de octubre de

1867 y murió en la ciudad de Panamá el 3 de junio de 1918, cuando ocupaba el cargo

de presidente de la República. Abogado de profesión, durante el período de unión a Colombia fue alcalde de Colón, representante al Congreso y Secretario de Educación.

Desde muy temprano se dedicó a escribir y publicó dos periódicos: “El Estímulo” y “La

Palabra”. Miembro importante del Partido Liberal, durante la administración

presidencial de José Domingo de Obaldía, se desempeñó como secretario de Gobierno. Entre sus obras, cabe destacar la Geografía del Istmo de Panamá (1898) y el escrito

que ahora nos ocupa que también se publicó en inglés y francés. Para justificar la secesión de noviembre de 1903, Valdés se remonta a los

movimientos separatistas de 1830 y 1840, al establecimiento del Estado Federal en

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1855 y a la circular de José de Obaldía del 4 de junio de 1860 en la que afirmó que

para asegurar su bienestar, al Istmo no le quedaba otro camino que emanciparse para

siempre de la Confederación Granadina. Recordó el pronunciamiento de los notables

de Veraguas en el que “los pueblos se ocuparon con ardor en preparar el movimiento

que había de dar al Istmo vida autónoma bajo el protectorado de los Estados Unidos

de Norteamérica, de Francia y de Inglaterra, que encontraron justificado el intento”. No obstante, indica que “no faltaron panameños tan discretos como optimistas que

confiando en la visión y la cordura de los conductores de la República, apagaron el

ardor de los rebeldes con el frío de los consejos”.

Valdés también reprodujo el texto del convenio de Colón, suscrito el 6 de

septiembre de 1861 entre el comisionado del gobierno de los Estados Unidos de Nueva Granada, Manuel Murillo Toro con el gobernador de Panamá, Santiago de la Guardia,

mediante el cual el Estado Soberano de Panamá se incorporaba a aquella entidad bajo

ciertas condiciones, entre éstas que el territorio del Istmo, sus habitantes y gobierno

serían reconocidos como perfectamente neutrales en las guerras civiles o de rebelión

que surgieran en el resto de los Estados Unidos de la Nueva Granada, en los mismos

términos que el artículo 35 del Tratado Mallarino-Bidlack celebrado entre la Nueva Granada y los Estados Unidos del Norte.

Tras insertar otros documentos acerca de la difícil situación política del Istmo en

los años del Estado Federal donde los golpes de cuartel estuvieron a la orden del día,

Valdés asevera que de 1863 a 1885, “el espíritu separatista del Istmo no tuvo

revelaciones ostensibles”. Critica fuertemente a la Regeneración encabezada por Rafael Núñez, la Constitución de 1886 y la ley 41 del 6 de noviembre de 1892 mediante la

cual el Departamento de Panamá quedó comprendido en la legislación general de la

República. Se refiere, asimismo, al fracaso del Canal francés y al rechazo del Tratado

Herrán-Hay por el Congreso colombiano “que, contra toda juiciosa expectativa,

desconociendo los inmensos beneficios que el tratado reportaría a la República, sin

miramientos a los grandes intereses de los Estados Unidos de Norte América y de Francia, inspirado por un orgullo miope y una arcaica noción de patriotismo, pronuncia un veto, indignado y enfático, que fue un desafío insensato a la civilización

y al progreso del orbe”.

Al decir de Valdés: “Esta negativa repercutió en los ámbitos del territorio ístmico

como el anuncio pavoroso de inminente cataclismo”, máxime cuando se sabía que la

ruta de Nicaragua contaba en EEUU “con osados y ardientes partidarios” a quienes la actitud del Congreso colombiano les allanaba el camino. También, con la decisión

del cuerpo de legisladores, “apareció cercana la elección de Presidente de la República,

se oyeron voces siniestras, precursoras de una nueva contienda armada,” recordando

la guerra de los Mil Días.

Por ello, según Valdés: “la hora había sonado. El pueblo del Istmo, después de padecer una agonía de ochenta años, recibía de sus amos la sentencia de muerte”.

Renació “el ansia de libertad, largo tiempo contenida y silenciosa...”.

Más adelante, Valdés le sale al paso a los detractores del movimiento separatista

en los siguientes términos: “la suspicacia y la maldad acusarán acaso a los Estados

Unidos del Norte de haber promovido la insurrección en el Istmo; pero semejante

cargo, inexacto y vil, no alcanzará a manchar la gloria inmaculada de esta hora blanca, de esta hora santa en que las naciones del mundo saludan con alborozo el

advenimiento de la nueva República y alaban el pavoroso valor cívico de sus

fundadores”. De allí que asevera que: “semejante acto y el modo como se ha cumplido,

excluyen toda idea de intervención extraña”.

Ocho años después del movimiento secesionista, es decir el 3 de noviembre de 1911, Federico Boyd dio a conocer sus puntos de vista sobre el suceso en un artículo

que tituló: “Exposición histórica acerca de los motivos que causaron la separación de

Panamá de la República de Colombia en 1903”. Boyd nació en Panamá en 1851 y

murió en Nueva York en 1924. Tenía 52 años cuando se convirtió en uno de los

próceres panameños que encabezó la secesión y fue miembro de la Junta Provisional

de Gobierno que dirigió los destinos de la nueva República entre el 4 de noviembre de 1903 y el 20 de febrero de 1904. Al momento de la separación, era un próspero

hombre de negocios que incluso fungía como cónsul de Ecuador y Holanda y militaba

en el partido liberal.

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En su “Exposición histórica”, Boyd comienza resaltando la importancia que para el

Istmo de Panamá representaba la construcción del canal interoceánico, y su gestión,

junto con “un grupo de panameños notables” en Cartagena y Bogotá ante el

presidente Rafael Núñez y el Congreso colombiano, para obtener prórroga a favor de la

Compañía Universal del Canal Interoceánico presidida por Ferdinand de Lesseps.

Igualmente recuerda como “los panameños hicieron repetidas gestiones ante las naciones europeas (particularmente Inglaterra) a fin de conseguir que alguna de ellas,

separadamente, o todas ellas en conjunto tomaran a su cargo las existencias de la

referida empresa y llevaran a cabo el canal”.

Al fracasar estas diligencias, al decir de Boyd, “los panameños volvieron sus

miradas a la Gran República del Norte en la esperanza de lograr con ella el éxito a que aspiraban, y establecieron con este objeto constante propaganda en los periódicos

locales y en los extranjeros”. Esta tarea era difícil de realizar porque “las simpatías del

pueblo americano habían estado siempre del lado del canal por Nicaragua...”. Pero la

guerra entre EEUU y España en 1898 puso en evidencia la necesidad de construir el

canal interoceánico, y si bien el gobierno de Theodore Roosevelt celebró negociaciones

con Colombia para la concertación del Tratado Herrán-Hay, éste no prosperó por la actitud del Congreso en Bogotá.

Según Boyd, “... la pasión lo dominaba allí todo, pues acababa de pasar la

devastadora guerra civil de tres años y sólo se preocupaban los colombianos de los

provechos que en esa negociación querían obtener de Estados Unidos para los Estados

del centro, así como habían alcanzado cuantiosos beneficios por el contrato y prórrogas de la Compañía francesa”.

Así las cosas, afirma Boyd que: “El estado de desesperación para los panameños

llegaba a su colmo, viendo que se alejaba tal vez para siempre el único medio que

tenían de salir del estado de vergonzoso atraso, de miseria y desgracia en que se

encontraban sus pueblos sin poder subir a la altura que la naturaleza le tenía

señalado a su privilegiado territorio por su posición topográfica, y viendo que ya el Gobierno como el pueblo americanos, enojados por el brusco rechazo del tratado

Herrán-Hay, se preparaban para adoptar la vía de Nicaragua, puesto que el Gobierno y

habitantes de esa república sí les brindaban toda clase de facilidades y se afanaban

por atraerlos, un puñado de esos panameños: Amador Guerrero, José Agustín

Arango, Ricardo y Tomás Arias, Manuel Espinosa B., C. C. Arosemena, Nicanor A. de Obarrio y yo, resolvimos arriesgarlo todo: vidas, familia, fortuna y posición social en

bien de nuestros conciudadanos y nos lanzamos a la dificilísima obra de separar a

Panamá de Colombia, si el Tratado Herrán-Hay era finalmente rechazado por el

Congreso de Bogotá”.

Seguidamente Boyd detalla cómo se llevó a cabo el plan separatista, pero en

ninguna parte de su exposición menciona la participación de los funcionarios estadounidenses de la Compañía del Ferrocarril de Panamá ni a William Nelson

Cromwell. Al referirse a la misión de Amador Guerrero en EEUU, a su fracaso inicial y

a su entrevista con Philippe Bunau Varilla, se limita a decir que: “Este señor simpatizó

en el acto con nuestra justa causa y se brindó a ayudar allí en la ardua tarea, reanimó

al doctor Amador Guerrero y ofreció trabajar por medio de un alto personaje en Washington hasta obtener las simpatías que buscábamos”.

Según Boyd, los panameños por sí mismos “con mucho sigilo y secreto”, llevaron a

cabo la separación el 3 de noviembre de 1903, que tenían previsto efectuar el día 4,

pero tuvieron que adelantar ante “la llegada a Colón de un cuerpo militar de 400

hombres que venía a reemplazar el que estaba a la plaza”. En sus palabras: “Pocas

horas antes de que estallara el movimiento y que redujéramos a prisión a los jefes de las tropas recién llegadas, jefes colombianos que se habían adelantado a venir de

Colón, corrió como por electricidad la noticia por toda la población y todos los

habitantes sin distinción de partidos ni de razas y prescindiendo de anteriores

divisiones políticas, todos como un solo hombre, con una sola voluntad y dominados

por un solo sentimiento, acudieron a los cuarteles a prestar sus servicios a tan santa y noble causa. Hasta los extranjeros residentes en la ciudad todos, todos nos

brindaron su ayuda y simpatía”.

Asevera que tan pronto como se organizó el gobierno de facto, se dirigieron notas oficiales al

Superintendente de la Compañía de Ferrocarril de Panamá “participándole el movimiento que

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acababa de tener lugar y comunicándole que desde en momento asumíamos las obligaciones y

derechos contenidos en el contrato celebrado entre Colombia y la Compañía y que estábamos

dispuestos a darle las garantías y protección que en virtud de ese contrato requirieran para el libre

tránsito”.

En su opinión, la presencia de naves estadounidenses en Colón, el mismo día que

ocurrió el movimiento secesionista, era para darle “estricto cumplimiento al tratado celebrado con Colombia en 1846”, es decir, para proteger el tránsito por el Istmo e

impedir que, en los puertos terminales y en la vía intermarina, se efectuaran combates

sangrientos que paralizaran dicho tránsito. Esa misión no era nueva pues había sido

desempeñada repetidas veces por buques estadounidenses durante el período de

unión a Colombia. Por eso: “No era pues, nada extraño ni nuevo que el Gobierno americano cumpliera en esa fecha igual misión advirtiéndoselo así a los presuntos

combatientes”.

En otra parte de su escrito, Boyd indica en mayúsculas cerradas que la

independencia la llevaron a cabo los panameños: “UNICAMENTE CON SUS PROPIOS

RECURSOS, CON SUS PROPIOS ELEMENTOS, SIN AYUDA MATERIAL DE

EXTRAÑOS, YA FUESE PECUNIARIA O DE OTRA CLASE, IDEADA Y PREPARADA EXCLUSIVAMENTE POR SUS HIJOS CON TRES O CUATRO MESES DE

ANTICIPACIÓN, CON ADMIRABLE RESERVA, PRECISIÓN Y CORDURA”.

Después de ocuparse de lo relacionado con el reconocimiento de la nueva

República por parte de EEUU y otras naciones del continente americano y de Europa,

Boyd alude a la reacción en Bogotá con motivo del movimiento secesionista. También explica “el derecho muy legítimo y las poderosísimas razones que tuvieron los

istmeños para -aunque con pena- separarse de la sociedad de los otros departamentos

que componen la República de Colombia”. En este sentido, recuerda la independencia

de Panamá de España en 1821, los movimientos separatistas de 1830 y 1840, los

efectos negativos de las guerras civiles, la poca representación política del Istmo en el

Congreso, los limitados recursos que quedaban de las rentas para beneficiar a Panamá, donde con los fondos nacionales no se construyó ninguna obra material im-

portante. Es más, las cuantiosas sumas que pagaban la compañía del Ferrocarril y

del Canal francés por sus privilegios pasaban directamente a las arcas nacionales “y

sólo las migajas del festín se dedicaban a los panameños o su territorio”.

Por ello pude decir que: “Al efectuarse la separación en 1903”, 82 años después, todo estaba lo mismo que en tiempo del coloniaje...”. También compara los evidentes

progresos logrados en los ocho años de vida republicana con el atraso que imperaba

durante el período de la unión a Colombia.

Concluye su “Exposición” afirmando que no se debía achacar a extraños o culpar a

EEUU o a Theodore Roosevelt de lo ocurrido en Panamá, porque la principal

responsable de la secesión era únicamente Colombia, pues en vez de atender “las legítimas aspiraciones que humilde y constantemente manifestaban los panameños,

los trataba como a miserables colonos del siglo XVIII”.

Con el título de “Documentos históricos. Memorias sobre la emancipación de

Panamá”, Manuel Amador Guerrero escribió su versión inconclusa, poco años después

del movimiento separatista en 1903. Nació en Turbaco el 30 de junio de 1833 y falleció en la ciudad de Panamá en 1909. Estudió medicina en la Universidad de Cartagena y

emigró al Istmo en 1855, poco después de obtener su título. En Panamá se casó con

María de la Ossa y de esta manera se vinculó con el patriciado local. Trabajó para la

Compañía del Ferrocarril y ocupó diversos cargos públicos, entre éstos representante

de la provincia de Veraguas ante el Congreso colombiano, primer designado y

presidente del Estado Soberano de Panamá. En 1903 formó parte de la junta revolucionaria y viajó a EEUU en agosto para ultimar detalles sobre la secesión con

William Nelson Cromwell. En diciembre de ese año, fue elegido representante a la

Asamblea Nacional Constituyente y el 20 de febrero del año siguiente fue nombrado

primer Presidente de la República, cargo que desempeñó hasta octubre de 1908.

En la primera parte de sus memorias, Amador Guerrero relata como José Agustín Arango lo puso en conocimiento del complot secesionista y que el capitán J. R. Beers

iba a partir hacia EEUU con licencia con el encargo de hablar sobre el movimiento

separatista que se tramaba con los “amigos de Nueva York”, cuya misión duraría sólo

unas pocas semanas. Describe su viaje a EEUU a finales de agosto de 1903, provisto

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de claves para comunicarse con los otros conspiradores en Panamá, su primera

entrevista con William Nelson Cromwell a quien le entregó una carta de Arango.

Señala que el abogado neoyorquino ofreció ayudar cuando el Tratado Herrán-Hay

fuese “absolutamente negado”, pese a que él (Amador Guerrero) intentó vanamente

convencerlo de que no abrigara esperanza alguna en este sentido.

Después de las dos primeras entrevistas satisfactorias con Cromwell, notó que “se excusaba de tratar el asunto” y sólo por insistencia suya lo recibió. Según Amador: “le

manifesté que veía con pena que él había cambiado de rumbo y que por consiguiente

yo haría igual cosa. Me despedí de él y no tuve noticias suyas sino algunas semanas

después del 3 de noviembre en Nueva York”. Afirma que atemorizado por las amenazas del

ministro de Colombia Tomás Herrán, Cromwell tomó rumbo a Europa. Mientras esperaba los resultados de una carta que escribió al secretario de Estado

John Hay, por intermedio del banquero judío Joshua J. Lindo, Amador se puso en

comunicación con Philippe Bunau Varilla a quien encontró en su primera conferencia

“tan animado” que le dio un memorándum de lo que en Panamá se necesitaba para

proclamar y sostener la independencia. Dos días después en otra entrevista, el

ingeniero francés le hizo saber a Amador que no había conseguido “los recursos pecuniarios” solicitados por éste, pero que “sí tenía recursos ofrecidos que aseguraban

el éxito del asunto una vez que hubiésemos dado el golpe en Colón y Panamá”.

Sostiene que se opuso enérgicamente a que el movimiento separatista se limitara a la

zona de tránsito y que después “de otros tres días de conferencia todo quedó arreglado

a mi satisfacción y yo avisé a mis más amigos anunciándoles mi próximo viaje y dándoles las seguridades completas del triunfo de nuestro proyecto”.

Amador no entra en detalles sobre la cantidad de dinero que le pidió a Bunau

Varilla, pero sabemos que fueron 6 millones de dólares que al francés le pareció una

suma exorbitante y le ofreció en cambio 100,000 dólares para los gastos que

ocasionara el movimiento independentista, así como obtener el respaldo del gobierno

estadounidense. Tampoco menciona las condiciones exigidas por Bunau Varilla para apoyar la conspiración, esto es que se le nombrara enviado extraordinario y ministro

plenipotenciario de la nueva República con facultad para negociar y firmar el Tratado

del Canal con el gobierno de EEUU. Pasa por alto, asimismo, que el ingeniero francés

redactó una proclama de independencia, confeccionó una bandera para la joven

República y propuso que el movimiento secesionista tendría que llevarse a efecto a más tardar el 3 de noviembre de 1903.

En cambio, Amador Guerrero se limita a decir: “Listo todo para mi partida para

Panamá el 20 de octubre tuve una larga discusión con B. V. sobre cierta condición que

él quería exigirme y concluyó con que no tocáramos el punto sino más tarde”. Es

decir, el nombramiento como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario. Y

añade: “llegué a Colón y a Panamá el 27 de octubre y mis amigos muy satisfechos me dieron cita para explicarles el plan. Verificada la cita cundió la desconfianza entre

ellos, con raras excepciones, pues creían que yo les mostraría algún tratado secreto

con un soberano y que nada nos quedaba que hacer sino fundar nuestra república”.

No dice que a los otros conspiradores no les gustó en absoluto la idea de Bunau

Varilla de independizar inicialmente a las ciudades de Panamá y Colón con la zona de tránsito, y que rechazaron, asimismo, la proclama de independencia y la bandera

hechas por el ingeniero francés. Dudaron, también, de las promesas de éste de lograr

el apoyo del gobierno estadounidense.

Por su parte, Tomás Arias, otro de los integrantes del patriciado que participó en la

secesión de Panamá de Colombia, dio su versión años después del suceso en: “Motivos

que determinaron mi intervención en el movimiento separatista de 1903”. Nació el 29 de diciembre de 1856 y murió en 1932. Hombre de sólida fortuna y de profundas

convicciones conservadoras, durante el período colombiano ocupó diferentes cargos en

el gobierno. Fue diputado a la Asamblea de Panamá, recaudador fiscal, administrador

de Hacienda y secretario de Gobierno del Departamento, en varias ocasiones se

desempeñó como senador por Panamá ante el Congreso colombiano. Fue uno de los integrantes de la Junta Revolucionaria y miembro de la Junta Provisional de Gobierno

del 4 de noviembre de 1903 al 23 de febrero del año siguiente. Ejerció diversos cargos

públicos durante las tres primeras décadas de la República.

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En su escrito, Arias menciona los puestos prominentes que ocupó en las

postrimerías de la unión a Colombia, al punto que él mismo indica que “era yo quizás

el panameño más y mejor relacionado en toda la República”. Advierte que, quizás por

eso, los conjurados, que eran todos amigos suyos, ninguno lo puso al tanto de la

conspiración pues pensaron que no los apoyaría. No obstante, Manuel Amador

Guerrero si le habló del plan separatista con el que no estuvo de acuerdo al principio porque pensó que los enemigos políticos, es decir los liberales, resultarían

beneficiados.

Al decir de Arias: “Mucho pensé el asunto por las graves consecuencias que traería

consigo al llevarse a efecto, pero considerando yo que el movimiento tenía el apoyo de

todos mis amigos personales, que él contaba con el consentimiento casi unánime del pueblo panameño; que el elemento extranjero radicado aquí simpatizaba con él; la

mala voluntad contra el Gobierno surgía por todas partes, extremada con el rechazo

por parte de Colombia del Tratado Herrán-Hay; que era muy probable un movimiento

armado encabezado por los enemigos del Gobierno quizás con el apoyo de un elemento

extraño, y por estas razones era preferible que los conservadores tomáramos la

iniciativa para evitar que lo hicieran nuestros enemigos políticos; y por último, que si el movimiento fracasaba yo sufriría tanto como ellos sin haber tomado parte en él,

como si hubiera sido uno de los conjurados, decidí aceptar la invitación que me hizo el

doctor Amador y tomé parte activa en todo lo relacionado con su desarrollo y desde

ese día asumí toda la responsabilidad que el delicado asunto requería, asistiendo a

todas las reuniones que celebraban y prestando todo el contingente de mi entusiasmo muy decidido para conseguir el éxito”.

Sin entrar en pormenores sobre la conspiración ni el papel desempeñado en el mo-

vimiento separatista por Philippe Bunau Varilla y el gobierno de EEUU, Arias expresa:

“muchos fueron los días que pasamos los conjurados en conferencias y confidencias,

dedicados exclusivamente a desarrollar el plan que nos habíamos propuesto, y

meditando las consecuencias que podía traer consigo el fracaso para todos los que estábamos comprometidos. Por fin, el movimiento separatista se llevó a efecto,

mediante los esfuerzos de todos los que en él intervinieron, Panamá entró en el rol de

las naciones autónomas”.

Detalles que se circunscriben a lo ocurrido el día de la secesión, brindan a

mediados de la tercera década del siglo XX, el liberal Carlos Constantino Arosemena (1869-1946) y el conservador Nicanor Arturo de Obarrio (1873-1941) en el escrito

titulado: “Datos históricos acerca de algunos de los movimientos iniciales de la

independencia, relatados por los próceres Carlos Constantino Arosemena y Nicanor

Arturo de Obarrio”, presentado por Octavio Méndez Pereira.

En 1921 se conoció públicamente la versión del general Esteban Huertas sobre lo

acontecido el 3 de noviembre de 1903 y los días inmediatamente posteriores hasta la desintegración del ejército al año siguiente. En efecto, en aquella fecha, su hijo Esteban Huertas Ponce, publicó: Recuerdos históricos del general Esteban Huertas,

obra que no tuvo gran divulgación pues, al parecer al gobierno de Panamá la mandó

recoger, según afirma el historiador colombiano Eduardo Lemaitre. Posteriormente, en 1959, salió a la luz otra edición con el título: Memorias y bosquejo biográfico del general Esteban Huertas. Prócer de la gesta del 3 de noviembre de 1903.

Cabe recordar que Esteban Huertas nació en Umbita, Departamento de Boyacá, en 1876 y falleció en Panamá en 1945. A finales de 1902, fue nombrado comandante del

batallón Colombia de guarnición en Panamá. El 3 de noviembre, Huertas cumplió un

papel destacado al tomar prisioneros a los generales Juan B. Tovar y Ramón Amaya,

que vinieron de Colombia a sustituirlo en el mando, lo cual, sin duda, fue la acción

decisiva para el triunfo del movimiento separatista. Hasta finales de 1904, cuando fue eliminado el ejército de la República de Panamá, el general Huertas fue su

comandante. Recibió reconocimientos y generosas compensaciones por parte del

gobierno presidido por Manuel Amador Guerrero por su apoyo a la secesión. En

noviembre de 1904, se trasladó a su finca en “Quebrada Caballero” cerca de

Aguadulce y Pocrí, y se alejó de las actividades políticas, después de su fallido intento

de golpe de Estado contra Amador Guerrero, en connivencia con algunos liberales. Los puntos de vista de Esteban Huertas difieren en algunos aspectos con la

versión dada por los otros protagonistas de la secesión de Panamá en 1903, en

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particular de Manuel Amador Guerrero, si bien todos callan lo referente a los sobornos

que recibió el propio general y otros oficiales colombianos para darle su respaldo a los

conspiradores. No está de más señalar que, en Colombia, a Huertas se le considera

como un “traidor”. En los Recuerdos históricos, se relatan algunos antecedentes de la secesión en los

que participó Huertas y su papel decisivo en el movimiento separatista e intercala los diálogos que sostuvo con Manuel Amador Guerrero cuando en los momentos críticos

éste fue a pedirle su apoyo al complot, por segunda vez, el 2 de noviembre: “No

vacile, General en ayudarnos”, dice que le suplicó Amador Guerrero y como el militar

le contestó que lo dejase pensar, aquél le agregó: “Si nos acompaña, el movimiento

tendrá lugar el 28 de noviembre. Habrá disfraces y (…) muchas diversiones, y

podremos llevar a efecto nuestros deseos. Siempre contamos con usted”. En la segunda edición, el hijo del general pone en boca de éste las siguientes palabras: “Yo

presentía que tarde a temprano el Istmo de Panamá tenía que buscar su

independencia de Colombia. Habían sucedido hechos de tanta trascendencia que

mantenían sumamente descontentos y heridos a los panameños (...). Además, el

Gobierno Central, que quedaba muy distante, no se preocupaba ni por la salud de los panameños ni por el progreso material y cultural del Istmo de Panamá, que

continuamente sufría los estragos, la destrucción y la muerte que les causaban tanto

las epidemias como las guerras civiles”.

Añade que: “Estaba seguro de que el pueblo panameño pelearía por su

independencia y que yo tendría que intervenir y ser actor en esos hechos, ya que mis

relaciones sociales en Panamá adonde había llegado muy joven, donde había formado mi hogar y donde tenía un hijo, me colocaban en una situación delicada que habría de

resolver con valor y decisión al lado de quienes tenían la razón, el derecho y la

justicia”.

Aunque no se lo decía a nadie, pensaba que no debían los panameños “buscar

para su independencia el apoyo de otra nación ni de otro pueblo. Y lo pensaba así, porque tenía la seguridad de que después de realizada, los auxiliares o cobradores le

cobrarían intereses muy altos a la nueva República que tendría que pagar a través de

muchísimas generaciones”.

Pese a que la “leyenda blanca” o “dorada”, de exaltación a los principales

protagonistas de la secesión de noviembre de 1903, recibió por varias décadas el

respaldo incondicional de la historiografía nacional y enfrentó a los detractores del movimiento separatista, esta situación empezó a cambiar en los años treinta. A la

sazón, intelectuales de la clase media que militan en partidos de izquierda como

Diógenes de la Rosa, cuestionaron los planteamientos esgrimidos tanto por los

defensores de la denominada “leyenda blanca” como por los detractores del

movimiento separatista. Esta actitud se incrementó especialmente a raíz de los trágicos sucesos del 9, 10 y 11 de enero de 1964, cuando el ejército estadounidense

reprimió a estudiantes y otros sectores del pueblo panameño que pretendían enarbolar

la enseña patria en la entonces denominada Zona del Canal con el resultado de 21

muertos y más de cuatrocientos heridos, motivo por el cual Panamá rompió relaciones

diplomáticas con EEUU el 9 de enero que solo se reanudaron el 3 de abril. Se culpó

no sólo a Philippe Bunau-Varilla, sino también a los próceres por el nefasto Tratado del Canal del 18 de noviembre de 1903.

En marzo de 1969, enfurecidos manifestantes derribaron los bustos de José

Agustín Arango y Tomás Arias, y pintaron de rojo otras esculturas erigidas en honor a

los próceres de 1903 en la Plaza de la Independencia. A mediados de agosto del

mismo año, la Academia Panameña de la Historia emitió una resolución de desagravio a éstos reprobando “por innoble el hecho bochornoso” y exaltando “por patriota y

digna de reconocimiento nacional la actuación de los fundadores de la República”.

La “leyenda negra” o las críticas adversas

al surgimiento de la República de Panamá

Esta corriente de opinión sostiene que el movimiento separatista de Panamá del 3 de noviembre de 1903 y el surgimiento de la nueva República, se deben

primordialmente a la intervención directa de EEUU a fin de celebrar un nuevo tratado

del canal para construir, controlar y defender la ruta interoceánica en forma exclusiva.

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Asimismo, exalta las actividades solapadas de William Nelson Cromwell y Philippe

Bunau Varilla en el complot que culminaría en la secesión definitiva. En resumen,

para esta posición, la República de Panamá es una creación del imperialismo yanqui,

máxime cuando en el artículo I del Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre de

ese mismo año, EEUU asumió el compromiso de garantizar y mantener la

independencia de la República de Panamá, y en el VII se le facultó para intervenir en las ciudades de Panamá y Colón y sus áreas adyacentes a fin de mantener el orden

público.

Sustentaron estos puntos de vista, inicialmente algunos panameños que no

estaban de acuerdo con la secesión como Belisario Porras, Juan Bautista Pérez y Soto,

y Oscar Terán. También coadyuvaron a la difusión de la denominada “Leyenda Negra” sobre la secesión de Panamá en 1903, los discursos, cartas y otros escritos de Philippe

Bunau Varilla, los cuales exaltan su participación en los hechos que llevaron al surgimiento de la nueva República, sobre todo en su obra: Panamá. La creación - La

destrucción - La resurrección, publicada originalmente en francés en 1913 y al año

siguiente traducida al inglés.

Belisario Porras no sólo se opuso al Tratado Herrán-Hay, al que consideró como

una “venta del Istmo”, sino también a la secesión de Panamá del 3 de noviembre de 1903. Nació en Los Santos en 1856 y murió el 28 de agosto de 1942 en la ciudad de

Panamá. En 1881 obtuvo el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas en

Colombia. De regreso a Panamá trabajó como abogado de la Compañía Universal del

Canal Interoceánico, ocupó varios cargos judiciales durante la vigencia del Estado

soberano y desde muy joven se vinculó al Partido Liberal. También practicó el periodismo y entre 1899 y 1902 participó activamente en la guerra de los Mil Días.

Tras incorporarse a la vida pública en Panamá a raíz de la secesión que no aceptó en

un principio, desempeñó varios cargos en el municipio y como Ministro en

Washington, hasta ocupar la Presidencia de la República en tres ocasiones (1912-

1916; 1918-1920; 1920-1924).

En una carta sin destinatario, fechada en San Salvador, en abril de 1904, Porras explica las razones que lo llevaron a no aceptar el movimiento separatista. Indica que

no había sido nunca partidario “de las Repúblicas pequeñas” y que el movimiento de

secesión de Panamá para formar una República independiente de la de Colombia, era

en su opinión “un hecho artificial contrario a los principios que garantizarían la

estabilidad del nuevo Estado”. También señala su temor de que el partido conservador respaldado por EEUU intentara perpetuarse en el poder y las dificultades de la

convivencia entre los latinos y los sajones, al tiempo que rechaza los métodos

utilizados para lograr la separación. Tampoco se muestra de acuerdo con la cesión de

la soberanía nacional sobre una franja de territorio y, además, no cree que la

construcción del canal constituya la panacea para todos los problemas económicos del

Istmo. Finaliza dejando constancia de “mi inconformidad y mi reprobación en cuanto a la secesión y en cuanto al protectorado americano”.

Sin duda, uno de los más furibundos críticos de la secesión de Panamá el 3 de

noviembre de 1903, es Juan Bautista Pérez y Soto que nació en Panamá el 29 de junio

de 1855 y falleció en Roma el 30 de agosto de 1926, cuando era el representante

diplomático de Colombia. Abogado de profesión, fue secretario de la legación de Colombia en Ecuador y representante al Congreso por Colón en 1888 y 1892, como

senador por Panamá se opuso vehementemente a la ratificación del Tratado Herrán-

Hay y nunca aceptó la separación de 1903 y renegó de su tierra natal.

Más aun, fue quien impulsó y encabezó la sociedad denominada: “La integridad

colombiana”, cuyo propósito fue reconquistar por la vía militar el territorio

desmembrado, y denunciar como se urdió la trama separatista y la actitud posterior de algunos gobernantes de Colombia ante EEUU por la pérdida de Panamá. Escribió varias obras sobre este tema, a saber: INRI ¡Desgraciada Colombia el día en que cayera en manos de Reyes!, La Habana (1905); Panamá derrotero. Trabajo oficioso que como particular hizo el ex-presidente de la Comisión Investigadora, para presentarlo a los honorables representantes elegidos por la Cámara para el estudio de este proceso.

Bogotá, (1912); Panamá lo que se iba quedando en el tintero. Connivencias I, II y III.

Bogotá, (1912).

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En INRI, Pérez y Soto transcribe una carta que le dirigió al presidente de Colombia

José Manuel Marroquín, el 2 de septiembre de 1903, en la que se oponía al

nombramiento de José Domingo de Obaldía como gobernador del departamento de

Panamá, porque consideraba que era un paso peligroso, pues con tal medida “está

perdido el Istmo para Colombia”.

El polémico libro de Pérez y Soto, no sólo ataca a los gestores del movimiento separatista de Panamá, sino al general Rafael Reyes que según él, ni durante los

debates sobre el Tratado Herran-Hay, “ni en la sacudida que experimentó Colombia

con el golpe de Panamá, ni en sus gestiones en Washington como jefe de esta misión,

se ha preocupado por la integridad del territorio, por los asuntos de jurisdicción y

garantías de nuestra independencia, ni por los fueros de soberanía; ni, en fin, por nada de

eso que se ha dado en llamar decoro y honor nacional, mientras que toda su conducta ha sido pedir y más pedir dinero, mendigar en últimas cualquier cosa de indemnización para darnos por

satisfechos de la afrenta irrogada...”. Y en otra parte afirma: “Dígalo la disipación tenebrosa de

Panamá, búsquese al verdadero agente de la civilización novísima, y adoren al dios que obra el

milagro, el dólar”. En Panamá lo que se iba quedando en el tintero. III Connivencias, asevera, “la

falsedad mortal para nosotros era el hacer el reclamo, tan neciamente hecho, por las estipulaciones del Tratado de 1846, en la contingencia de que el Gobierno colombiano fuera enteramente incapaz de reprimir el movimiento de secesión allí. No tiene nombre

semejante dislate. En el Istmo no había propiamente enemigos con quienes combatir,

ni aún después del 3 de noviembre; quitárase la fuerza armada extraña y el respeto al

Gobierno americano, y ya se vería ese Gobierno independiente desaparecer como el

humo, por reacción de los mismos o de la mayor parte de los que se habían prestado a la comedia del separatismo. No se explica como funcionario alguno colombiano ha

podido aceptar esa contingencia de nuestra incapacidad para someter a los

sublevados del Istmo con nuestros exclusivos recursos”.

Tan virulenta como la prosa de Pérez y Soto, es la de Oscar Terán, que nació en

Panamá el 22 de julio de 1860 y murió en 1936. Abogado, escritor e historiador, fue uno de los fundadores del “Ateneo de Panamá” en 1906. Fue miembro de la Cámara

de representante de Colombia. Criticó duramente el Tratado Herrán-Hay y se opuso al

movimiento separatista. Nunca renunció a la ciudadanía colombiana y de regreso a

Panamá no aceptó ningún cargo en el gobierno y se dedicó al ejercicio de la abogacía y al periodismo. Publicó en Panamá, en su propia imprenta la revista Motivos Colombianos. Entre sus obras se destacan Escritos y discursos y su polémico libro:

Del Tratado Herrán-Hay al Tratado Hay-Bunau Varilla. Panamá. Historia crítica del atraco yanqui mal llamado en Colombia la pérdida de Panamá y en Panamá nuestra independencia de Colombia, que inicialmente apareció en dos tomos en 1935 y 1936.

Cuatro décadas después, en 1976, lo publicó Carlos Valencia Editores.

En el prefacio de este libro, indica: “Historiase aquí, en efecto, un caso de

expansión geográfica y política de los Estados Unidos anglosajones llevada a cabo

dentro del patrimonio territorial de una nación hispano-americana comparativamente inerme y sin otra fuerza ni defensa que los del derecho; y ello por los medios más

ilícitos, inmorales y reprobados que puedan imaginarse. El cohecho, el engaño, la

perfidia, la fe púnica, la instigación al prevaricato, a la traición, en una palabra, todas

las formas posibles del maquiavelismo clásico quedaron allí ejemplarizadas y como

patentadas bajo el rótulo de Yanquilandia…”. Por ende, Terán, mediante una vasta documentación que maneja muy hábilmente

pero de manera parcializada, le resta importancia a los movimientos separatistas de

Panamá en el siglo XIX a los que califica como simples “pronunciamientos” y

desconoce la existencia del Estado Federal de Panamá (1855-1885). Exalta, en

cambio, la intervención estadounidense en el Istmo durante la guerra de los Mil Días

(1899-1902), aunque advierte que el Tratado Mallarino-Bidlack de 1846 no le facultaba para ello. Resalta, asimismo, el significado del Tratado del Wisconsin “que

puso fin a la contienda en Panamá con el objetivo de allanar el camino a Estados

Unidos para la construcción de un canal interoceánico”.

Destaca la “extorsión y trata” de la Compañía del Ferrocarril que vendió sus

acciones a la Compañía Universal del Canal de Panamá por el triple del valor original y

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explica como, al liquidarse esta última, la nueva compañía francesa del canal obtuvo prórrogas del

gobierno colombiano de manera irregular.

Terán critica el proceso de negociaciones y el contenido del Tratado Herrán-Hay,

particularmente por las maniobras de la Nueva Compañía del Canal y su abogado

William Nelson Cromwell al que considera como una ficha del imperialismo

norteamericano y que de alguna manera movió los hilos para la designaciones de José Domingo de Obaldía como gobernador del Istmo y el general Esteban Huertas como

comandante del batallón Colombia en este departamento. Señala que el rechazo del

mencionado Tratado fue la causa fundamental del movimiento separatista de Panamá

para concertar con EEUU otro documento similar, como lo fue la Convención del

Canal Istmico o Tratado Hay-Bunau Varilla del 18 de noviembre de 1903. Según Terán, el verdadero artífice de la sucesión de Panamá fue William Nelson

Cromwell, pues Philippe Bunau Varilla era un simple “mandadero” de aquél.

Denuncia que a los conspiradores panameños, a los que llama “reptiles”, sólo los

movió el interés personal, que corrió mucho dinero en sobornos y que particularmente

Amador Guerrero se convirtió en un hombre rico. En definitiva, lo que ocurrió el 3 de

noviembre de 1903 fue que Colombia se convirtió en víctima de un despojo o atraco por parte de EEUU que apoyó a la nueva República en lo que él califica como un acto

de guerra.

Abonan la leyenda negra, los escritos de Philippe Bunau Varilla y las declaraciones

de Theodore Roosevelt. El primero, en un discurso que pronunció, como ministro

plenipotenciario de la República de Panamá en el Club Quill de Nueva York, el 15 de noviembre de 1903, afirmó: “…. Puedo atestiguar mejor que nadie que los Estados

Unidos no han fomentado la revolución en el Istmo de Panamá, pero cuando la

revolución que todo el mundo preveía estalló, su línea de conducta ya estaba trazada.

La República consistía al principio propiamente hablando del territorio que se extiende

desde Panamá hasta Colón siguiendo las líneas del ferrocarril y del Canal (…). Tan

pronto como la República obtuvo el control de toda la línea tenía derecho a la protección de los Estados Unidos”. De lo contrario, el tratado de 1846 había sido por primera vez desatendido voluntaria y engañosamente”. Incluso en su obra: Panamá. La creación – La destrucción – La resurrección, (1913) el ingeniero francés asevera que

él fue el artífice principal de la nueva República de Panamá y de la elaboración del

Tratado del 18 de noviembre de 1903. “Adaptado de tal modo a las exigencias

americanas que no pudiera ser objeto de la menor crítica de parte del senado”. Por su parte, Roosevelt en el conocido discurso que pronunció el 23 de marzo de 1911 en

la Universidad de Berkeley, en California, dijo entre otras cosas: “Afortunadamente, la

crisis vino en un momento en que yo podía actuar sin impedimento. Por lo tanto, me

tomé el Istmo, comencé el Canal y luego no dejé que el Congreso discutiera sobre él, si

no sobre mi”

Estas jactanciosas declaraciones de Roosevelt impulsaron a la Cámara de Representantes, a instancias del diputado Henry T. Rayne, a designar una comisión

para que investigara los hechos acaecidos el 3 de noviembre de 1903. Pero como bien

observa Eduardo Lemaitre, esta investigación tenía un claro carácter político, dirigida

contra la candidatura presidencial de Roosevelt. De allí que la voluminosa obra resaltante titulada Story of Panamá, “hay que manejarla con sumo cuidado y no dar

por cierto cuanto allí afirma”, en tanto que el historiador estadounidense Gerstle Mack en su bien documentada obra: La tierra dividida, sostiene que dicho informe “añadió

muy poco valor a lo que era del conocimiento publico”. No obstante, cabe recordar que muchos de los documentos de Story of Panamá fueron utilizados como testimonios

fehacientes por Oscar Terán y hoy día se siguen esgrimiendo. Lo mismo ocurre con el libro de Earl Harding: The Untold Story of Panamá (1959)

un periodista del diario The World de Nueva York que, por instrucciones de Joseph

Pulitzer, viajó a Washington, Panamá, Bogotá y París junto con Henry Hall para re-coger testimonios que demostraran la participación de Theodore Roosevelt en el

movimiento separatista en contubernio con un grupo de financistas de Nueva York

encabezados por William Nelson Cromwell e integrado, además, por John P. Morgan,

Charles P. Taft, hermano del exsecretario de Guerra William H. Taft, Douglas

Robinson, cuñado de Roosevelt e incluso Philippe Bunau-Varilla, los cuales

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especularon con las acciones de la Nueva Compañía del Canal francés vendiéndolas al

gobierno de EEUU por 40 millones de dólares. Esta es la tesis central del reciente libro de Ovidio Díaz Espino: El país creado por

Wall Street. La Historia no contada de Panamá que incurre en muchos errores y

omisiones históricas como son, entre otros, el afirmar que el Tratado Mallarino-

Bidlack de 1846 se hizo para construir el ferrocarril en Panamá y desconocer el papel desempeñado por Carlos Martínez Silva en las negociaciones para el Tratado del Canal entre Colombia y EEUU en 1901, y particularmente su conocido: Memorándum sobre la cuestión del canal Istmico, del 25 de junio de ese año, en el que predijo que si este

pacto contractual no prosperaba, Panamá, donde siempre existía un germen de des-

contento, se iba a separar de Colombia con el apoyo de la Nación del Norte.

Ciertamente es muy nutrida la bibliografía que atribuye al gobierno de Theodore

Roosevelt la “creación” de la República de Panamá y cuestiona la actuación de los cabecillas del movimiento secesionista del 3 de noviembre de 1903 y la rápida

aprobación que le dieron al Tratado Hay-Bunau Varilla. Basta mencionar al libro de Ernesto Castillero Pimentel: Panamá y los Estados Unidos, cuya primera edición es de

1953. Critica a los que denomina “panegiristas del 3 de noviembre y de sus actores”.

Indica que, “como consecuencia de lo anterior, o sea, de la creación y aceptación

irresponsable de una situación lamentable y desventajosa, la República de Panamá, así fundada, iba a ser objeto, como lo ha sido en efecto, de las más duras críticas y del

escarnio internacional y su pueblo, el más incomprendido de América, iba a ser

mediatizado, humillado y explotado, inocente víctima propiciatoria del bochornoso

maridaje efectuado ese día entre nuestra torpe e ignorantona oligarquía citadina y los

intereses imperialistas de París y Washington”. De allí que no duda en afirmar que la verdadera fecha de la independencia de Panamá es el 28 de noviembre de 1821.

Ejemplos sobresalientes de la interpretación negativa sobre el movimiento

separatista de 1903 en la bibliografía extranjera son, entre muchas otras, las obras de Pierre Chaunu: Historia de la América Latina (1964), quien sostiene que: “la

protección del canal sirvió como pretexto de intervención. La pequeña República fue

creada en 1903 por las necesidades de tal causa, luego de una revuelta contra Colombia, hábilmente maquinada”. Similares puntos de vista expone Jacques Lambert en su: América Latina. Estructuras sociales e instituciones políticas (1964). En su

opinión, Panamá “es un Estado artificial creado en 1903 a expensas de Colombia, con

el único objeto de facilitar a los Estados Unidos la concesión del Canal que el Senado

colombiano le había negado…”. Por su parte, el historiador estadounidense Hubert Herring, en su conocida obra: Evolución histórica de América Latina desde los comienzos hasta la actualidad, (1972), afirma: “La República de Panamá es una

anomalía entre las naciones. Independiente y soberana con la plena panoplia de un

gobierno libre, Panamá esta dominada política y económicamente por el Canal bajo el

control americano. Por más sinceramente que los Estados Unidos puedan garantizar

sus dignidades y privilegios a este diminuto Estado, subsiste el hecho de que Panamá

sólo existe por el Canal. El resultado es un Estado indefinido, distinto de cualquier

otro del mundo”. Silvia Nuñez García y Guillermo Zermeño Padilla, compiladores de la obra en diez

volúmenes titulada: EUA. Documentos de su historia política, en el tomo III (Instituto

Mora, México, D.F. (1988), se refieren a la “Invención de Panamá y la construcción del

Canal” e indican: “los Estados Unidos explotaron (…) el sentimiento separatista de

parte de la población del Istmo e inventaron la insurrección panameña apoyando su

proceso de independencia (3 de noviembre de 1903). Apresuradamente, los norteamericanos impusieron al nuevo gobierno de Panamá un tratado que concedía „a

perpetuidad‟ una faja del territorio panameño a los Estados Unidos (18 de noviembre

de 1903) por el cual la soberanía del nuevo país quedó permanentemente en

entredicho. Curiosamente, sin explicación aparente, los Estados Unidos dieron un

pago a Colombia, en 1921, de 25 millones de dólares”. (En realidad fue para que Colombia reconociera a la República Panamá en virtud del Tratado Urrutia-Thompson

de 1914).

Por estas mismas fechas, es decir en 1964, el escritor argentino Gregorio Selser, publicó su libro: El rapto de Panamá. De cómo los Estados Unidos se apropiaron del Canal y pocos años después, en 1971, él periodista e historiador colombiano Eduardo

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Lemaitre en su polémica obra: Panamá y su separación de Colombia, si bien vierte

duras críticas contra los cabecillas de ésta y “la actitud rampante” del gobierno de

EEUU, advierte al mismo tiempo, “pero la verdad histórica es que ni aquellos ni éste se

habían atrevido a ponerse en movimiento si la ferocidad de las luchas políticas no

hubiesen enceguecido a los colombianos de todos los partidos, hasta el punto de

ofrecerles en bandeja de plata lo que ellos apenas consideraban como remota posibilidad”.

La posición ecléctica o el equilibrio

entre las interpretaciones extremas

A cien años del movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903, sería iluso

negar u olvidar el papel decisivo que el intervencionismo de EEUU desempeñó en el surgimiento de la República de Panamá, así como también desconocer el cabildeo tras

bastidores de William Nelson Cromwell y Philippe Bunau Varilla. No obstante,

tampoco se debe olvidar otros factores que coadyuvaron significativamente a la

secesión y que suelen pasarse por alto, sobre todo por los detractores del suceso

novembrino. En otras palabras, es preciso tomar en cuenta no sólo los elementos coyunturales: el centralismo colombiano, los intereses de la Nueva Compañía del

Canal francés y los objetivos del imperialismo estadounidense, sino también causas

estructurales, por ejemplo, las diferencias históricas y geográficas entre Panamá y

Colombia, al igual que el permanente anhelo autonomista y separatista de un grupo

de notables panameños desde inicios del siglo XIX para sacarle provecho a la

privilegiada posición geográfica del Istmo con la construcción de una ruta interoceánica.

Sin duda, Pablo Arosemena fue el primero que expuso esta posición en su escrito: La secesión de Panamá y sus causas (1915). Nació en Panamá el 24 de septiembre de

1836 y falleció el 19 de agosto de 1920. Estudió en Bogotá donde recibió el título de

doctor en derecho. Desempeñó varios cargos públicos: representante a la Asamblea

Legislativa entre 1858 y 1885; senador de la República; secretario de Hacienda y Tesoro, del Interior y de Relaciones Exteriores, ministro en Ecuador, Bolivia, Perú y

Chile. En 1880 fue elegido tercer designado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos

de Colombia. También fue presidente del Estado soberano de Panamá. A raíz del

movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903 fue elegido Presidente de la

Convención Nacional Constituyente. Igualmente ocupó cargos diplomáticos en la nueva república y primer designado encargado del Poder Ejecutivo de 1910 a 1912.

Cuatro causas resalta Arosemena en su escrito sobre la secesión, a saber: 1) La

geografía, que vincula estrictamente con el afán autonomista y separatista de los

istmeños, resaltando las figuras de Tomás Herrera y Justo Arosemena; 2) La

Regeneración de Rafael Núñez que suprimió el Estado Federal, 3) La conducta militar

de los jefes militares de ambos partidos, con respecto al elemento istmeño en la guerra de los Mil Días” (1899-1902) y 4) El rechazo del Tratado-Herrán-Hay por parte del

Gobierno colombiano.

Diógenes de la Rosa que nació en Panamá en 1904 y murió en esta misma ciudad

en 1998, fue un combativo político militante del partido socialista y reputado

ensayista que se desempeñó como diputado en la Asamblea Nacional, asesor presidencial, diplomático y negociador de tratados con EEUU. En el discurso titulado

“El 3 de noviembre de 1903”, que pronuncia el 3 de noviembre de 1930, sostiene: “Dos

afirmaciones prejuzgan el concepto y la interpretación del movimiento de 1903. La

una, que denominaríamos colombiana, describe la secesión de Panamá como obra

exclusiva del oro saxoamericano (sic) que compró a todos los istmeños a la manera de un enorme lote de esclavos. Es la idea que domina y dirige el libro La feria del crimen

de Alexander S. Bacon. La otra, que diríamos panameña o patriótica, es la que

presenta ese hecho como resultado también exclusivo del sentimiento nacionalista del

pueblo panameño que en un instante de indignación se alzó, con raro unanimismo,

para forjar una corporeidad política propia y autónoma. Este es el concepto que

motiva los relatos y escritos que todos los años, en esta ocasión, leemos en numerosas

publicaciones. Es necesario decir que ambos criterios están descalificados por unilaterales y exagerados. La verdad histórica dice otra cosa”.

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De la Rosa cita las causas enunciadas por Pablo Arosemena y añade otra que,

según él, era la que alejaban “con temor y vergüenza insistentes todos los que escriben

sobre este tema”. En definitiva, señala que tres factores convergieron a producir la

secesión de Panamá: Uno, la geografía, otro, “los males, las dificultades, los tropiezos

que constituyeron la historia del Istmo durante sus adhesivas política a Colombia. El

último, la expansión del poder de los Estados Unidos hacia el sur y hacia el Pacífico”. Carlos Manuel Gasteazoro (1923-1989) destacado historiador panameño que tras

obtener el doctorado en la prestigiosa Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en

Lima, introdujo los modernos métodos de investigación histórica en nuestro país a

mediados del siglo pasado y publicó un plural número de artículos y libros, en su

ensayo: “El 3 de noviembre de 1903 y nosotros” (1952), después de examinar los diferentes puntos de vista sobre este suceso, expresa “:..podemos ver que en el

nacimiento de la República intervinieron dos grandes causas, unas que podríamos calificar como permanentes, y que son los fenómenos geográficos y los históricos, y

otras como causas inmediatas que son los hechos políticos, económicos, internaciona-

les y personales (...) unidos todos estos aspectos, valorándoles y dándoles actualidad,

es como mejor podemos comprender el hondo significado del 3 de noviembre de 1903”.

Y añade: “Teniendo esta amplia visión de todo el devenir panameño, veremos que en este momento (...) no es posible contemplarlo como el triunfo de unos cuantos

aventureros audaces. Es indudable que en nuestra separación algunos próceres

cometieron sus pecados, y pusieron de manifiesto sus vicios y defectos ¿Quién ha de

dudar que el Canal corrompió a mucha gente en Panamá y que el dólar tomó desde

1903 un sitio reverente en nuestra sociedad? Pero esto no es todo. Por debajo de todas estas manifestaciones reales hay algo más profundo, más hondo que el mismo

concepto del Estado y el provecho personal. Está la idea de la nacionalidad

panameña”.

Discípulos de Gasteazoro como Ricaurte Soler en “La independencia de Panamá de Colombia.

Sobre el problema nacional hispanoamericano” (1979); María Josefa de Meléndez: “La separación de

Panamá de Colombia” (1975); Armando Muñoz Pinzón: “Grandeza y desventura del 3 de noviembre de 1903” (1975); Rolando Hernández: 1903 en la historiografía de la República (Estudios, tendencias y valoración), (1977) y quien les habla, al igual que otros historiadores e intelectuales estudiosos del

pasado como Patricia Pizzurno, Alberto Osorio, Carlos A. Mendoza y Humberto Ricord han abordado

el tema desde distintos ángulos, mediante la posición ecléctica, tomando en consideración la historia

panameña del siglo XIX.

Por último, mención especial merece la historiografía estadounidense en torno al canal interoceánico, incluyendo por supuesto el apoyo del gobierno de Theodore

Roosevelt al movimiento separatista del 3 de noviembre de 1903 y el controversial

Tratado Hay-Bunau Varilla. Algunos historiadores como William D. McCain son

irónicos al valorar la secesión en estos términos: “En la noche del 3 de noviembre, el cañonero colombiano Bogotá hizo varios disparos sobre la ciudad de Panamá. Un

pacífico y cándido chino, Wong Kon Yee, nativo de Hong Sang, China, fue la única víctima de la guerra de independencia de Panamá. La explosión de una granada

extinguió su vida mientras cenaba tranquilamente en su casa, convirtiéndolo en el

único mártir de la libertad de los panameños. Los otros participantes del memorable

suceso tienen sus monumentos y sus panegíricos, pero Wong Kong Yee retorna al

polvo sin lamentaciones, en una tumba anónima, olvidado en los anales de los héroes de Panamá”. Por su parte, David McCullough, parafraseando al senador Shelby

McCullon, se refiere a “una revolución extraordinaria” en Panamá y asevera que la

nueva República surgió como un acto de precipitud del imperialismo norteamericano

encarnado en Theodore Roosevelt.

Más conciliadoras y objetivas resultan las obras de Gerstle Mack, Miles P. Duval

Jr., Michael Conniff y del historiador británico John Major, pues muestran los distintos intereses que convergieron en la secesión del 3 de noviembre, así como

también las causas permanentes o estructurales y las inmediatas o coyunturales

presentes en este acontecimiento que es como debemos analizarlo.

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www.clacso.org

RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

AMBIENTE HISTORIAS DE LA JUNGLA

Representaciones norteamericanas

del Panamá tropical*

Stephen Frenkel**

Latin American Research Review, vol. 39, N°1, 2004. Revista cuatrimestral de la Asociación de

Estudios Latinoamericanos (Latin American Studies Association, LASA), publicada por University of Texas Press, Austin, Texas, EEUU.

*Artículo aparecido en The Geographical Review, vol 86, num. 3,

julio de 1996. Traducción de Guillermo Castro H.

**Profesor de geografía en la Universidad de Washington, Seattle, Washington.

Presentación al lector de habla hispana

Guillermo Castro H.

El artículo “Historias de la jungla. Representaciones norteamericanas del Panamá tropical” aborda una dimensión poco explorada de la historia de las relaciones entre Panamá y EEUU: la del papel desempeñado por la experiencia norteamericana en Panamá –particularmente entre 1850 y 1950– en la formación de lo tropical como categoría de sentido común y de política en la cultura dominante en aquel país. Esa experiencia, además, puede ser remitida a la incorporación de esa visión de lo tropical a la cultura de la naturaleza de los sectores oligárquicos más estrechamente asociados a la presencia colonial norteamericana en Panamá, y a las formas de representación del país y sus habitantes correspondientes a sus intereses de dominación social y control político.

En un sentido más amplio, el artículo aporta valiosos elementos de referencia para el proceso, más amplio, de la construcción de la tropicalidad como categoría de conocimiento y análisis en la cultura Noratlántica -en cuanto “describir es dar orden al caos” y “el conocimiento sería, por lo tanto, la interpretación y, por ende, la apropiación del otro”*- y su incorporación a la cultura de la naturaleza a la sociedades latinoamericanas. Se trata de un tema que ya ha venido siendo abordado en la historia ambiental de la región, por autores como los colombianos Germán Palacio y Mauricio Nieto Olarte y que, sin duda, constituye ya uno de los campos más fecundos para el desarrollo futuro de esta disciplina en nuestra región.

Entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, en la medida en que la América Central tropical

quedaba bajo una creciente influencia de EEUU, estadistas, empresarios, misioneros y burócratas

norteamericanos empezaron a transformar la región para lograr sus propios fines.1 Construyeron

ferrocarriles, condujeron invasiones militares, establecieron plantaciones de bananos y de café, y

eventualmente cavaron un canal a través de Panamá. Sus relatos publicados y sus representaciones

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artísticas de América Central se apoyaron en otras ideas más generalizadas, arquetípicas, presentes en el

arte, la historia, la literatura y la fotografía de los trópicos alrededor del mundo, para formar un discurso

específico sobre los trópicos centroamericanos.2 Dos narrativas opuestas entre sí constituyeron este

discurso: unas positivas, acerca de paraísos edénicos, suelo fértil y belleza exótica; y otras negativas,

acerca de la laxitud moral, paisajes peligrosos, enfermedad, y la abundancia amenazadora de la jungla.

Estas diversas formas de ver a América Central se hicieron evidentes más allá de las meras

representaciones semánticas: ellas influyeron en las acciones y políticas de EEUU en los trópicos. Estas

narrativas contradictorias fueron utilizadas para legitimar la intervención y las acciones imperialistas en la

Zona del Canal de Panamá a principios del siglo XX.

El discurso sobre los trópicos

Las líneas de latitud han sido utilizadas durante largo tiempo para demarcar las regiones tropicales.

Aristóteles, por ejemplo, separó el mundo horizontalmente en zonas: frígida, templada y tórrida (tropical).

Hoy, los trópicos son representados como la región que se encuentra entre los 23 grados 30 minutos de

latitud Norte, y los 23 grados 30 minutos de latitud Sur – los trópicos de Cáncer y de Capricornio. En

forma alternativa, los trópicos han sido definidos utilizando isolíneas de temperatura y de precipitación.

Estas han variado de algún modo, desde la inclusión por Ellen Semple (1911) de áreas dentro de las

isoterma anual de 20 grados en promedio, hasta Isaiah Bowman (1937, 381), que utilizó una isoterma

promedio anual de 25 grados. Un libro de texto de geografía contemporáneo los ubica como las áreas

dentro de una isoterma media anual de 18 grados (Strahler y Starhler, 1996, 165).

El acuerdo sobre el carácter climático de la región –el calor y la humedad asociados con las

tierras bajas tropicales– es más general. De hecho, áreas de tierras altas como la meseta Central de Costa

Rica fueron excluidas del discurso tropical debido a que, como afirmó un viajero, son tan “frescas y

saludables como las llanuras costeras son de calientes e infestadas por la fiebre” (Putnam 1913, 10). Aun

así, la interpretación del calor y la humedad tropicales ha cambiado a lo largo de los últimos dos siglos.

En diversos momentos, los norteamericanos han imaginado las tierras bajas tropicales de América Central

como paraísos distantes o como costas de la fiebre (en el siglo XIX), como repúblicas bananeras (entre

principios y mediados del siglo XX), como sitios para revoluciones (en las décadas de 1970 y 1980), y

como lugares para eco excursiones románticas (en la década de 1990). En este artículo, utilizo la palabra

trópicos para referirme a las tierras bajas tropicales, y me ocupo exclusivamente de fines del siglo XIX y

principios del siglo XX.

En este contexto histórico y geográfico, el carácter de los climas tropicales fue expresado

frecuentemente en términos subjetivos, incluso cuando era planteado en un llamado marco de referencia

científico. Los libros de ciencia norteamericanos de comienzos de siglo incluían de manera típica una

clasificación de la flora, la fauna, las temperaturas y las enfermedades tropicales en América Central.

Tales descripciones, sin embargo, estaban mezcladas a menudo con opiniones del autor respecto al calor,

la enfermedad, la gente de piel oscura, las comidas calientes o muy condimentadas, frutas exóticas,

vegetación fecunda, y subdesarrollo económico. Por ejemplo, en su Manual de geografía comercial, de

1918, el geógrafo G. Chisholm describe las cantidades específicas de lluvia, la humedad y la temperatura

características de los trópicos, mientras se refiere al calor “excesivo” y a la humedad “irritante”. El

discurso “científico” sobre los trópicos estaba repleto de descripciones valorativas de este tipo.

Sin duda, la etiqueta de tropical ha sido utilizada para estereotipar y homogeneizar una amplia gama

de lugares, desde Singapur a Sierra Leona. Aun así, el discurso está muy influenciado por un conjunto

distintivo de identidades regionales. En el discurso occidental, pueden ser identificadas representaciones

tropicales arquetípicas para América Central, Africa Occidental y el Pacífico Sur. De todas ellas, quizás la

más conocida es la abrumadoramente positiva representación eurocéntrica del Pacífico Sur. Una imagen

reconocible fue construida hacia principios del siglo XX a partir de las edénicas visiones de género del

capitán James Cook, Louis – Antoine de Bougainville y Paul Gauguin. De hecho, estaba tan bien fijada

que cuando Alec Waugh llegó a Tahití en 1930, comentó con hastío: “[L]os Mares del Sur son

terriblemente vieuxjeu. Se ha escrito tanto de ellos, y se los ha pintado tanto. Mucho antes de llegar a

ellos, se sabe con precisión lo que se encontrará” (Waugh 1930, 20).

Por contraste, a partir de una bien ganada reputación de tener tasas de mortalidad extremadamente

altas, las representaciones de los trópicos del Africa Occidental invocaban temores de muerte y

enfermedad. “El lugar más mortífero de la Tierra”, era la forma en que los médicos británicos describían

la región a Mary Kingsley antes de su viaje de 1893 (Kingsley 1987, 12). En la medida en que el riesgo

epidemiológico se combinaba con el prejuicio racial, se advertía a quienes se dirigían al Africa Occidental

que se prepararan para “largas esperas solitarias, un calor enfermante, multitudes rebosantes de negros”

(Davis 1907, 8). Este discurso, por supuesto, alcanzó su cenit con El corazón de la oscuridad, de Joseph

Conrad (1910). Tales visiones aún son reproducidas en fuentes tan variadas como las narraciones

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periodísticas “de introducción general” a los horrores de la política en Africa Occidental y antologías de

ficción literaria sobre la “selva húmeda”, como Tales from the Jungle: A Rainforest Reader (Katz and

Chapin, 1995), que siguen incluyendo selecciones de rigor de Conrad y Kingsley.

Las representaciones de los trópicos americanos también desarrollaron un carácter reconocible.

Las ideas sobre los trópicos americanos eran más ambivalentes que las descripciones del Pacífico Sur o

de Africa Occidental. Como lo dice la geógrafa Susan Whites,

Desde sus primeros encuentros con América Latina, los europeos han expresado sentimientos ambiguos

respecto a la selva húmeda tropical. El señuelo de la riqueza fabulosa y la esperanza de encontrar El Dorado

han luchado con el espanto de seres míticos y enfermedades horribles en el infierno verde. Los relatos sobre

la selva tropical húmeda, fueran novelas, diarios de viaje o informes científicos, revelan al menos tanto

sobre sus autores como acerca de la selva. Cada escritor y escritora representa en cierta medida la visión del

mundo prevaleciente en su tiempo y su cultura, pero las percepciones de la selva húmeda también son filtradas mediante los

lentes de significado creados por las experiencias y creencias del individuo. (Place 1993, (1))

Buena parte de la percepción fuertemente positiva sobre los trópicos americanos ya estaba creada a

principios del siglo XIX. Una cantidad de comentaristas, incluyendo a Kathryn Manthorne (1989) y

Frederick B. Pike (1992) han sugerido que los norteamericanos interpolaron el carácter de la región a

partir de unas pocas fuentes, que incluían artículos de periódicos, reproducciones de artistas, y relatos de

viajeros ricamente ilustrados, como los Incidentes de viaje en América Central, Chiapas y Yucatán, de

John Lloyd Stephens (1841). Dado que la gente común y corriente de EEUU conocía poco de la región,

las visiones de América del Sur y América Central eran fácilmente mezcladas unas con otras. Fue de esta

manera como, con relativamente poca especificidad geográfica, “emergió en EEUU” una “conciencia

pictórica unificada de América Latina... en directa respuesta a una laguna de conocimiento. Su imagen

como una tierra de maravillas científicas, riquezas doradas e inocencia edénica podría ser preservada

únicamente en la medida en que la información adecuada y la experiencia directa permanecieran en un

mínimo” (Manthorne 1989, 60 – 61).

Para mediados del siglo XIX estaba disponible un conocimiento más detallado. América Central

empezó a adquirir un sentido más complejo (y geográficamente específico) para el público

norteamericano una vez que descripciones más cultivadas de viajeros se convirtieran en un lugar común

en periódicos populares (Millar 1989, 118). La serialización de trabajos de Stephens y de Alexander von

Humboldt, los relatos de exploradores más tardíos que buscaban las ruinas mayas, y las memorias

posteriores a 1849 de viajeros con rumbo a California que atravesaron el istmo de Panamá incrementaron

la información disponible acerca de la región. Artistas (y más tarde fotógrafos ambulantes) pintaron y

fotografiaron escenas en América Central. Estas imágenes visuales fueron reproducidas después y

mostradas al público general a través de EEUU. Fueran los grabados de pirámides cercanas a Mérida

hechos por Frederick Catherwood, o las pinturas de colibríes de Martin Jonson Heade. Estos trabajos

influyeron en la imagen visual de los trópicos.

Los escritores también mostraron un aspecto más realista de los viajes, haciendo asociaciones entre

América Central y enfermedades tropicales, especialmente la malaria y la fiebre amarilla. Panamá fue

vista como especialmente mortífera (y en realidad lo era), con tasas de mortalidad del orden de 60 por

1,000 durante la década de 1880 (Harrison 1978, 163). Si bien las enfermedades endémicas era un

problema significativo para los viajeros y para los residentes por igual, la sobre generalización regional mostró a todos los

lugares como peligrosos en virtud de su localización en América Central.

Algunas de estas imágenes fueron cuestionadas por libros acerca de empresas agrícolas escritos a

principios del siglo XX, especialmente aquellos que describían plantaciones de banano. Para ofrecer

apenas un ejemplo, en 1929 un escritor de orientación empresarial, si bien reconocía los aspectos

negativos de las plantaciones en los trópicos, hacía énfasis en la capacidad de los norteamericanos para

dominar y domar a la naturaleza: “Durante cuatro siglos y medio el hombre blanco ha luchado contra la

naturaleza y contra sus semejantes en la región ubicada entre Cáncer y Capricornio que forma los trópicos

americanos. Y hasta hace poco la naturaleza había vencido siempre. Apenas ahora es que el hombre está

ganando dominio en alguna medida” (Crowther 1929, v). De igual modo, el éxito de EEUU en la

excavación del Canal de Panamá demostró que, si los norteamericanos aplicaban “los principios de la

ciencia moderna en su vida económica y social” (Price 1935, 2), los peligros de los trópicos podrían ser

reducidos. El tema del “dominio del hombre sobre la naturaleza” influiría las visiones norteamericanas de

la región hasta bien entrado el siglo XX, a través de imágenes de las actividades de la United Fruit

Company o del Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos en América Central.

A fines del siglo XIX y principios del XX, Panamá dio a la región otro significado, específicamente

hegemónico y, por un tiempo, ejemplificó los trópicos centroamericanos para el público norteamericano.

Cuatro factores contribuyeron a esto: primero, en virtud de su ubicación – 9 [grados] de latitud Norte -,

Panamá era por definición la quintaesencia de lo tropical. Por tanto, era un modelo adecuado para la

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apariencia que debería tener un lugar tropical. Segundo, Panamá (y en menor medida Nicaragua)

intersectó continuamente con el desarrollo de EEUU, que intervino militarmente, firmaron tratados,

construyeron ferrocarriles y cavaron el canal. Además, inversionistas privados norteamericanos se

involucraron en esquemas que iban desde ferrocarriles hasta plantaciones. Estos episodios históricos

comunes significaron la mención regular del Istmo en los periódicos norteamericanos. En tercer lugar,

Panamá (y de nuevo, en menor medida, Nicaragua) fue la ruta para los viajeros norteamericanos en su

viaje hacia California, el Pacífico Noroeste e incluso América del Sur. Dado que estos pasajeros

frecuentemente relataban sus experiencias, el cuerpo de la literatura sobre Panamá creció.3 El

conocimiento regional aumentó tanto que una mujer inglesa que viajó por mar a Chile en 1853 pudo

escribir que “describir Panamá a los lectores norteamericanos sería como describir Nueva York o Boston,

o cualquier otra ciudad con la que estemos familiarizados” (Merwin 1966, 16). En cuarto lugar, los países

vecinos, especialmente los situados hacia el Norte, se vieron comparativamente opacados – la fuerte

imagen de Panamá los venció. La importancia de Panamá tras la construcción del canal es puesta en

evidencia en la memoria de un viajero de 1913:

Panamá es la llave de América Central... no sólo en un sentido geográfico; la construcción del Canal de Panamá está haciendo más de lo que ha sido hecho en cuatro siglos para despertar aquel territorio adormecido, y desatar sus ataduras políticas y económicas. En lo que concierne a los Estados Unidos, el Canal significa prácticamente el redescubrimiento de América Central; ha fijado la atención nacional hacia el sur”.(Putnam 1913, 1)

Imágenes norteamericanas de Panamá

Las vistas positivas de Panamá se relacionan por lo general con el viajar hacia los trópicos, mientras

las negativas suelen asociarse a la residencia en ellos. Hasta el advenimiento del transporte aéreo a larga

distancia hacia mediados del siglo XX, el viaje desde EEUU a Panamá se hacía casi siempre por buque,

proporcionando de esta manera una pausa geográfica y temporal entre las regiones templadas y las

tropicales. De hecho, este interludio era muy recomendado: “Los trópicos deben ser visitados por vía

marítima. Usted ingresa a ellos de manera gentil, casi imperceptible. Se ve más impresionado por la

creciente intensidad del azul del agua y el cielo, que por el creciente calor” (Bullard 1914, 1). Tales viajes

oceánicos estilizados constituían una forma de excitación: “Oh sí, siempre hay una emoción en eso – en

ese navegar hacia los países cálidos... [Lo] esclaviza a uno como una droga de la que uno desaprueba”

(Flandrau 1908, 10). Desde los puentes de un buque a vapor, la respuesta era abrumadoramente positiva:

Las ropas de lana y los cuellos duros han desaparecido, reemplazadas por vestimentas ligeras; pequeños

“affaires de coeur”, tentativos e indecisos hasta ahora, adoptan un cariz más serio. Al caer la tarde, los

cómodos rincones más ventajosos del puente del barco dan testimonio del rápido crecimiento del joven (o viejo)

sueño de amor; bajo las miradas de la luna encornada en cuarto creciente, el romance teje su mágica red, en esperanzadora anticipación

de siete días dedicados a comer lotos, siente noches tropicales que transcurrirán antes de que el encanto se vea roto por el contacto con el mundo de dolorosas realidades. (Bland 1920, 30)

En los primeros días de su llegada a Panamá, los escritores se admiraban de lo evidentemente

distinta y exótica naturaleza del lugar – un clima y un paisaje muy diferentes a los de la vida cotidiana en

lugares templados como Nueva York, Chicago o San Francisco. Un recién llegado comentaba: “Incluso a

esta hora temprana una suavidad adormecedora permea el aire – una quietud que puede ser sentida. ¿Era

posible que apenas estuviéramos a cuatro días de la nieve y la lluvia helada, las calles cubiertas de hielo y

los feroces vientos de Nueva York?” (Peixotto 1913, 6). El estado de asombro seguía presente cuando los

del Norte expresaban con placer: “bajo el sol del Sur... todo relumbra con una fiebre tropical” (Tomes

1855, 14). Los escritores se concentraban en lo que percibían como diferente y exótico – la vegetación

lujuriante, los brillantes colores tropicales, insectos y animales inusuales, y sonidos y aromas poco

familiares. Arthur Bullard, por ejemplo, describía “la nueva escala de valore de color que demanda el sol

de los trópicos” y la “intensa fragancia de la tierra del Sur” (1914, 2-3). Los norteamericanos también

asumían una fecundidad de la región, ilustrada en este verso:

De los rincones ocultos de la jungla llegan hermosas orquídeas cosechadas en la mañana; Y antes de que caiga el sol, adornan los portales de la Zona. (Core y McKeown 1939)

Los visitantes se maravillaban con la rapidez con que crecían las plantas, creando una verdadera

“inundación de vegetación tropical” (Tomes 1855, 78). Incluso un siglo más tarde, un autor observaba

que “el primo tropical del árbol que crece en Brooklyn probablemente se desarrollará entre dos y nueves

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veces más rápido en Panamá o en Honduras” (Wilson 1951, 5). Dadas estas premisas, la conclusión usual

era que la vida en el trópico era tan fácil como llegar hasta el árbol más cercano para buscar

alimento. Ellsworth Huntington expresaba este pensamiento cuando de manera algo

irónica opinaba que, en las regiones tropicales, “el nativo no tiene nada que hacer,

salvo echarse bajo los árboles y esperar que la fruta le caiga en la boca” (Huntington

1929, 281). Esto contrastaba con la percepción de una vida dura de invierno y trabajo en la zona templada.

Tales descripciones positivas fueron utilizadas a menudo para promover empresas

agrícolas. Dado que la tierra tropical estaba disponible para ser tomada por los

imperialistas de EEUU con un mínimo esfuerzo, éstos se presentaron con una

variedad de esquemas para promover plantaciones de caucho, café y banano. Apoyándose con fuerza en la idea de la fertilidad tropical, estos esquemas sugerían

que la decisión acerca de qué sembrar era tan sencilla como decidir cuál cultivo

alcanzaría el precio más alto en el mercado mundial (un planteamiento que sigue

haciéndose hoy [Slater 1995, 115]). Todo lo que un inversionista necesitaba era el

aporte de trabajo y tecnología. En dichas representaciones estaba implícito que la

población indígena había sido incapaz de proveer trabajo y tecnología adecuados, lo que a su vez explicaba la disponibilidad de la tierra (Adams 1914, 203).

Los inversionistas veían en el paisaje natural “inexplorado” el equivalente de la ganancia. Se podían hacer referencias a „la

asombrosa riqueza de los bosques del istmo‟ (Otis 1867, 90) o a la fertilidad del suelo. „Claven un paraguas en el suelo al caer la noche‟,

decía un comentarista, „y tendrán un árbol de paraguas en la mañana‟ (Putnam 1913, 89). Aun después de que se desarrollara una

clara conciencia de las limitaciones del suelo, la tierra seguía siendo mostrada como un recurso extraordinario, si bien temporal. Las ganancias de las plantaciones „justificarían ampliamente el agotamiento de la tierra‟ (Crowther 1929, 245).

Durante buena parte del siglo XIX, los trópicos americanos fueron representados

como un Jardín del Edén largamente perdido, con referencias a Arcadia, al paraíso, a

la Atlántida y al Elíseo que salpicaban el panorama literario (Manthorne 1989, 11). Si

bien la literatura norteamericana sobre Panamá carecía de tales narrativas edénicas,

enfatizaba la idea de “viaje al tiempo pasado” (McGrane 1989, 104). El viaje exótico típico a través del tiempo consistía en una incursión a la “jungla” y un encuentro

estilizado con los “nativos”. Adentrarse en la jungla, alejándose tácitamente de la

civilización, se lograba con frecuencia utilizando los medios más primitivos, lo que intensificaba el carácter exótico de la región. Los lectores de la National Geographic Magazine en 1922, por ejemplo, aprendieron que “sentarse en un verdadero cayuco,

fabricado de un árbol gigantesco de la selva tropical, con la forma bellamente desarrollada de un indígena enfrente de usted... es una experiencia única en la vida”

(Fairchild 1922, 141). En sus encuentros, los exploradores solían presentar a la gente

no blanca como los remanentes exóticos de otros, “intocados por el mundo exterior

como lo estaban sus ancestros cuando Balboa pasó por allí” (Halliburton 1929, 137).

A lo largo de la ruta, el viajero podría encontrarse con “una lánguida joven nativa

meciéndose en la hamaca” (Tomes 1855, 173), rodeada por una abundancia de “plátanos, bananos, mangos, melones, mameyes, piñas y naranjas amarillas,

fragantes con sus suaves olores, de desbordante madurez” (Tomes 1855, 174). Estas

narrativas condujeron a representaciones positivas, que se convirtieron en parte del

discurso público acerca del Panamá tropical.

Aun así, a pesar de estas expresiones positivas, a medida que los viajeros exploraban y trabajaban más a fondo en la región se fue haciendo cada vez más

común una narrativa negativa acerca de los trópicos de Panamá. Los trópicos de

Panamá fueron presentados a menudo como una región de peligro e incomodidad, de

serpientes, mosquitos maláricos y vegetación húmeda y lujuriante. Un poeta menor

que residió en Panamá durante veinte años advertía:

Más allá del río Chagres hay senderos que conducen a la muerte ¡A las brisas mortales de la fiebre, al aliento venenoso de la malaria! Más allá del follaje tropical, donde aguarda el cocodrilo, están las mansiones del diablo ¡Sus dominios originales! (Gilbert 1908, 14)

Un reciente tratado académico explica la coexistencia de narrativas positivas y

negativas acerca de los trópicos centroamericanos sugiriendo que “bajo la apariencia

de la belleza sensual y exótica se oculta la amenaza de destrucción súbita y horrenda.

Las más detestables y terribles criaturas se agazapan en la hermosa vegetación,

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enredadas en los arabescos de las lianas, o estaban disfrazadas en las flores” (Millar

1989, 120). Dado que muchos visitantes norteamericanos del siglo XIX llegaron a

Panamá con el propósito de atravesar rápidamente el país, pero se vieron demorados

por diversos obstáculos, no es de sorprender que la prosa púrpura de las escenas

románticas de la llegada fueran rápidamente suplantadas por reflexiones más

pesimistas acerca de las condiciones locales. Una descripción más oscura de Panamá se evidencia: “Selvas tan inextricablemente entretejidas de espesa vegetación que eran

impenetrables a la luz, que habían oscurecido el país en una noche perpetua durante

épocas completas, debían ser taladas. Murallas de jungla debían ser derribadas, y

pantanos traicioneros, en los que el hombre nunca antes se había aventurado, debían

ser transformados en superficies firmes como la roca” (Tomes 1855, 114). En general, mientras más largo era el contacto con Panamá, más negativa era la

impresión. Como lo señalara un viajero perceptivo, “Nuestra concepción poética del

lugar, excitada por una vista distante horas atrás, ahora empieza a desaparecer para

siempre con rapidez” (Scruggs 1910, 2). El calor, antes una agradable distracción

respecto al invierno, se tornaba opresivo.

El contacto prolongado con los trópicos podía terminar por afectar de manera negativa a todos, de una u otra forma. El determinismo ambiental, especialmente en

las obras populares de los geógrafos, reforzaba esta preocupación. Semple, por

ejemplo, alegaba que los trópicos inducían a la indolencia y a la auto complacencia al

relajar “la fibra mental y moral” (1911, 626). Otros, incluyendo a Huntington (1924) y

a Grenfel Price (1939) fortalecieron estos sentimientos con visitas a Panamá. Los panameños y norteamericanos que vivían en los trópicos era descritos como “personas

adustas, esqueletos vestidos de blanco y con las cabezas cubiertas por sombreros

Panamá, [que] nos contemplaban con asombro fantasmal a nosotros, seres animados,

frescos y gordos, provenientes de la tierra de los vivos”. (Tomes 1855, 43)

Es necesario, sin embargo, enfatizar la importancia de la relación entre las

representaciones de los trópicos y la idea científica social del determinismo ambiental. Las ideas norteamericanas acerca de América Central recibieron, sin duda, una fuerte

influencia de antiguas creencias sobre el determinismo ambiental (Frenkel 1992) y de

una cepa especialmente virulenta de determinismo que emergió a fines del siglo XIX

(Livingstone 1991). Los trópicos fueron considerados como un ambiente „que inhib[ía]e

la marcha hacia delante de la civilización‟ (Balut 1993, 69). Pero estos elementos de determinismo eran parte de un discurso más amplio sobre el fenómeno de la

tropicalidad, compuesto en gran medida de reacciones impresionistas al ambiente

natural – el suelo, la jungla, la luz, y el calor.

La mención de los trópicos también invocaba nociones de enfermedad. A partir de

las teorías miasmáticas de la enfermedad, se pensaba que el clima cálido y húmedo

era un terreno fértil para la enfermedad. “La acción alterna del sol y la lluvia sobre la espesa vegetación, saturada de humedad y de vaho en un constante calor de verano,

mantenía por necesidad un proceso perpetuo de descomposición y fermentación, que

engendra fiebres intermitentes, biliosas, congestivas y amarillas, y otros resultados

malignos de la exhalación miasmática impura” (Tomes 1855, 51). Dado que la fiebre

amarilla estaba asociada históricamente con Centro América, algunos llegaron a hablar de “la enfermiza neblina amarilla de Panamá” (Davis 1896, 197).

La enfermedad era, en efecto, un gran problema en el siglo XIX, pero hacia

principios del siglo XX el descubrimiento y comprensión del vector mosquito había

transformado la capacidad de los norteamericanos para controlar enfermedades

transmitidas por mosquitos. Esto dio lugar a un dramático descenso en la tasa de

mortalidad asociada a la enfermedad en la Zona del Canal, desde cerca del 40 por mil en 1906, al 8 por mil en 1909 (PCC 37 E 25 / 1916).4 En el curso de unos pocos años

fue posible visitar los trópicos y experimentar la “emoción del placer de estar cerca de

este lugar y sentirse seguro, a salvo del enemigo microscópico” (Fairchild 1922, 140).

En otras palabras, era posible vivir con seguridad en el Panamá antes letal. Sin

embargo, aun a pesar de que los informes médicos probaban que las tasas de enfermedad esta ban descendiendo en Panamá, no todos aceptaron la imagen de salud. Para algunos,

la simple idea de vivir en la proximidad de Panamá o de los panameños seguía siendo inaceptable. Sus

temores eran inculcados por una tasa algo más alta de enfermedad fuera de la Zona del Canal, lo que

significaba que el ambiente panameño podía seguir siendo visto como peligroso. En 1935, por ejemplo,

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entre las advertencias que proporcionaban los médicos se incluían la de que “los empleados de la Zona

del Canal deben necesariamente limitar sus actividades recreativas a la Zona del Canal debido al peligro

de malaria, disentería, etc.” (PCC 95 A 1/35).

La narrativa tropical negativa invocó igualmente la noción de jungla, una palabra

bien explorada en una cantidad de artículos deconstructivos recientes. Candace Slater

sintetiza bien sus matices: “La] jungla es un espacio enfáticamente no paradisíaco. Un laberinto a la vez figurativo y literal (de leyes de vivienda, por ejemplo), es también un

lugar de lucha sin cuartel por la vida („Hombre, hay una verdadera jungla allá afuera‟,

puede uno decir con gesto). Un lugar de enfermedades endémicas („fiebre de la jungla‟)

y de decadencia („podredumbre de la jungla‟), es el hogar de bestias y de personajes

desagradables como los vagabundos” (Slater 1995, 118). La jungla puede tener un significado botánico preciso, pero también, como lo muestra el recuente

anterior, abarca mucho de lo que era mítico o negativo acerca de los trópicos. La semántica de muchos

testimonios destilaba ideas negativas de la jungla a partir de la categoría más ambigua de trópicos. Si los

norteamericanos imperiales se sentían competentes para enfrentar al trópico, consideraban que la jungla

estaba fuera de control. Rara vez vivían en la jungla. En cambio, se deleitaban en los peligros de sus

breves incursiones a la jungla “primitiva” y escribían tétricos relatos sobre los mismos.

Se consideraba a la jungla como un hecho intemporal, „de antigüedad centenaria‟, que arrojaba una

„sombra perpetua‟ sobre la tierra hasta que „la civilización dispersaba la oscura nube de vegetación

impenetrable para el sol‟ (Tomes 1855, 50)5. Desde el punto de vista norteamericano, la jungla era la

antítesis de la evidente civilización de los limpios y prefabricados paisajes suburbanos de la Zona del

Canal. La jungla era algo que los residentes norteamericanos debían temer y evitar. Un sentimiento como

éste aun era evidente cuando, a pesar del paso de los años, un escritor al servicio de la National

Geographic Magazine describía su visita a la jungla de Panamá como “algo amedrentador, al encontrar de

súbito no viviendas y postes de luz y el ruido de la gente que habían formado el ambiente acostumbrado y

que uno podía entender, sino en toda dirección y todo lugar extraños, silentes troncos de árboles, todos

distintos entre sí” (Fairchild 1922, 131).

Respuestas al Canal de Panamá

Estas narrativas positivas y negativas del discurso tropical dieron lugar a variadas respuestas que,

como James S. Duncan (1993) ha planteado en términos más generales, sirvieron para reforzar acciones e

ideologías dominantes. Sin duda, las representaciones resultantes se acomodaron a los intereses de EEUU en

Panamá. En ningún otro lugar era esto tan evidente como en la Zona del Canal de Panamá.

Las narrativas positivas fueron utilizadas para alegar que la vida era buena en la región. Para 1912,

por ejemplo, las selvas estaban siendo reemplazadas por una cantidad de pequeños poblados. Estos

poblados –al menos aquellos en que vivían norteamericanos blancos –les recordaban a los visitantes los

nuevos desarrollos suburbanos en EEUU. Casas de revestimiento crema y gris, bordeadas por aceras

arboladas, estaban rodeadas de prados lujosamente manicurados. Descripciones de llegada en tono rosado

fueron utilizadas para atraer aún más residentes.

Si bien las narrativas positivas resultaron útiles para la empresa económica y reflejaron un modo de

vida para los norteamericanos en Panamá, nunca llegaron a dominar las impresiones de los trópicos

panameños de comienzos del siglo XX, por una cantidad de razones. Primero, a pesar de nociones

paradisíacas, los norteamericanos encontraron que estas imágenes no encajaban con las realidades de

vivir en el calor y la humedad. Segundo, las dificultades de la existencia tropical resultaron útiles para

justificar los altos salarios y los alojamientos lujosos en los asentamientos dirigidos por norteamericanos.

En la Zona del Canal, por ejemplo, los funcionarios norteamericanos legitimaron una asignación

sustancial para vivienda y un sobresueldo de 25 por ciento sobre la base de la “dificultad” aparente de la

vida en los trópicos para los “blancos”. Como resultado, fueron frecuentes los intentos de funcionarios del

Canal para menoscabar los aspectos positivos de Panamá. En 1921, en una carta a un integrante de un

Comité del Congreso, el secretario ejecutivo de la Panama Canal Company debió justificar vacaciones

ampliadas para los empleados. Intentó convencer al Congreso de que, a pesar de las deslumbrantes

descripciones de los turistas y de la observación de que la Zona había sido transformada de agujero

infecto en paraíso, vivir en Panamá era realmente difícil: “No se puede negar clima de calor y humedad

constante como el que tenemos aquí –nueve grados al norte del ecuador– es enervante, y en el curso de

los meses debilita la vitalidad de la gente de clima templado, y parece razonable que una vacación más

prolongada debe concederse a empleados que trabajan bajo tales circunstancias” (PCC 28 B 5/1921). Si

bien los burócratas norteamericanos admitían que Panamá podía ser agradable, enfatizaban que para

aquellos que realmente estaban bien informados, esto era un “encanto debido a la distancia” (PCC 33 A

11/1925) y que el placer disminuía con el tiempo.

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Los administradores del Canal utilizaron diversas narrativas tropicales negativas para justificar sus

políticas. Enfatizaron mucho lo relacionado con la laxitud mental y moral de la vida en los trópicos sobre

la cual tradicionalmente advirtieron los deterministas ambientales, y prepararon a los visitantes para una

serie de peligros climáticos (Livingstone 1991) Era necesario, por ejemplo, lidiar con el sol tropical. Las

Guías de Viaje advertían a los viajeros “tener a manos anteojos con lentes de color café o azul para

suavizar el resplandor a mitad del día, utilizar un sombrero de ala ancha, y llevar consigo un paraguas”

(Barrett 1913, 21). Las residencias oficiales de la Zona eran pintadas únicamente con determinados

colores – típicamente, verde, gris o blanco institucional – debido “al hecho bien establecido de que ciertos

colores adecuados a ciertas personas [esto es, a los norteamericanos] resultan absolutamente necesarios en

los hogares en los trópicos” (PCC 23 N 3/1930).

Uno de los usos más directos de las narrativas negativas – incluyendo nociones de determinismo

ambiental puede ser vinculado a la formación de la propia Zona del Canal. Cuando los norteamericanos

empezaron a concebir por primera vez el canal, mucho de lo que se convertiría en la Zona del Canal era

rural. Algunos individuos cultivaban la tierra, pero a los ojos de los norteamericanos las áreas

subdesarrolladas eran todas una sola gran jungla. Hacia la década de 1930, respondieron de tres maneras

al paisaje tropical: demarcaron lo que llamaron una zona saneada; mantuvieron esa zona saneada, y domesticaron (léase

domaron) el paisaje de la Zona del Canal.

La demarcación de una zona saneada implicó despoblar porciones de la Zona del

Canal. Invocando preocupaciones por la salud y por el control de los trabajadores,

funcionarios de sanidad expulsaron a todos los habitantes no oficiales y rurales de la

Zona. Salvo por unos 3,000 acres reservados como zona saneada, considerados

oficialmente como seguros para vivir, los funcionarios despoblaron la totalidad de las 450 millas cuadradas de la Zona del Canal. (Geographical Review 1918, 160). Dentro

de la aparente seguridad de la zona saneada, los planificadores sugirieron crear

pequeños poblados. Si bien la expresión zona saneada se sostenía en consideraciones

de salud, la etiqueta permaneció mucho tiempo después de que los esfuerzos de

saneamiento redujeran la incidencia de malaria y otras enfermedades.

Ostensiblemente, la expulsión forzosa de inmigrantes de las Indias Occidentales

(contratados como obreros para el Canal por los norteamericanos) y de panameños hizo descender las tasas de malaria. Como lo dijo un funcionario de sanidad en 1912,

la despoblación „removió de nuestro medio un enorme número de focos de infecciones

–malaria, parásitos intestinales y otras enfermedades– haciendo el problema del

saneamiento relativamente sencillo al focalizarlo en, y en torno a, los asentamientos

en los que la población vive y trabaja‟ (PCC 28 B 5/1912). Esta justificación médica pseudo científica tenía sobre todo un significado social, puesto que la

mayor parte de los peligros probados había desaparecido para el momento en que estas palabras fueron

escritas. Las condiciones de salud de la Zona del Canal eran prácticamente las mismas que las de EEUU

(PCC 37 E 25 / 1916). Aun así, las representaciones de paisajes tropicales inseguros y plagados de

enfermedades persistieron. Los zonians – norteamericanos de larga residencia en la Zona del Canal –

vivían mentalmente en una zona militar y culturalmente saneada.

Los memorandos del Canal de Panamá eran tajantes en lo relativo a separar la Zona del bosque

circundante, y la tierra clareada era preferida al bosque. En un típico memorando del Departamento de

Sanidad acerca de la malaria, se advertía a los trabajadores blancos “no salir de la Zona en los

atardeceres, no ir a nadar o a cabalgar fuera de las áreas restringidas después de oscurecer” (PCC 2 D

9/1920). Para los residentes, la vida en la Zona era “como un hombre en una fortaleza rodeada de

enemigos”. Estaba “bastante seguro [si permanecía] dentro de las murallas” (PCC 2 D 9/ 1920). El

imaginario de una fortaleza bajo asedio invocaba un sentimiento de peligro e incertidumbre que perduró

por generaciones. Las acciones y la labor de construcción de los norteamericanos en la Zona reforzaron

estos temores, ya se tratara de hospitales tecnológicamente superiores, la prohibición de nuevas viviendas

fuera de la zona saneada, o incluso el fin de los campamentos de Boy Scouts. Todavía en 1960, un

gobernador norteamericano de la Zona del Canal la describía como “rodeada aún por una de las regiones

más insalubres del mundo. [Sus] residentes deben estar continuamente en guardia contra la enfermedad

del exterior” (PCC 28 116/1960). La segregación respecto a un paisaje extraño de jungla implicaba

seguridad y significaba bastante más que estar a salvo de la enfermedad. Quería decir, además, estar a

salvo de culturas desconocidas, del clima y del acoso de los bosques amenazadores.

Una respuesta final a la representación de Panamá como una jungla fuera de control fue la

domesticación de las áreas saneadas, que condujo a un paisaje suburbanizado, familiar, en la Zona del

Canal. En la medida en que los norteamericanos eliminaban la jungla de las cercanías de sus casas,

impusieron un control ingenieril al mismo paisaje que retóricamente temían. Jardines formales, que

incluían muchas plantas nativas de la jungla circundante, permitieron a los norteamericanos crear un

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paisaje seguro y manicurado. La jungla se hizo “civilizada” dentro de la Zona del Canal: “Se ha buscado

un efecto de parque, con paisajes abiertos, para evitar la cercana confusión de la jungla a la que regresa la

vegetación nativa cuando se la deja librada a sí misma o es cultivada de manera indiscriminada” (PCC 28

3/1921). De este modo, los mismos elementos que epitomizaban la jungla fueron efectivamente

domesticados. Una vez ordenadas y arregladas de una manera controlada, las plantas de la jungla eran

redefinidas como seguras. Muchas casas “se convirtieron en verdaderos jardines de belleza –

representaciones en miniatura de la jungla... a través del celo y el gusto de sus amas”. (Bishop 1913, 311).

La jungla panameña y los trópicos imperiales

Las representaciones producidas por el discurso tropical sobre América Central definieron el

desarrollo y el paisaje de la Zona del Canal de Panamá. Estas imágenes de los trópicos como paraíso y

como paisaje peligroso a un mismo tiempo se convirtieron en la imagen de Panamá en el exterior. La

Zona del Canal fue, especialmente para quienes vivían allí, un lugar distante, antitético de muchas

maneras a la vida en EEUU. Cada aspecto cultural fue modificado por la palabra tropical, incluyendo

arquitectura, raza, alimentación, vestuario, color y, por supuesto, enfermedad. Si bien muy arraigadas en

experiencias concretas, las ideas relativas al ordenamiento de Panamá, con su peculiar combinación de

narrativas positivas y negativas, formó la base para una comprensión norteamericano del lugar, y justificó

el imperialismo de EEUU.

Al propio tiempo, es importante entender que concentrarse en las representaciones de los

norteamericanos en Panamá tiene sus limitaciones. Eso, por ejemplo, no proporciona evidencia de otras

voces. No muestra el paisaje tropical como fue experimentado por quienes no eran norteamericanos o,

incluso, por todos los norteamericanos de principios del siglo XX. Los panameños tienen una serie de

experiencias totalmente diferentes, que en su mayor parte no han sido narradas. Para todo intento y

propósito, las voces alternativas de Panamá y los panameños han sido silenciadas a través de todas estas

narrativas. Aun así, tales imágenes dieron forma al paisaje físico de la Zona del Canal.

Si bien he escrito acerca del pasado – hace ya más de un siglo – las imágenes de los trópicos no son

menos poderosas hoy en día. Su forma, sin embargo, es muy diferente. Resulta irónico, en verdad, que los

mismos lugares que los norteamericanos de principios de siglo vieron con tal ambivalencia sean con-

siderados hoy destinos ecoturísticos de primera – y que el atractivo de estos lugares sea la misma

tropicalidad que resultó negativa en el pasado. Tal como lo dice la primera pantalla del portal de Internet del Instituto

Panameño de Turismo,

Queridos amigos:

Panamá ofrece muchos atractivos que esperan para ser descubiertos: selvas tropicales vírgenes rebosantes

de animales exóticos y habitadas por tribus precolombinas; un millar de islas tropicales en dos océanos;

cientos de playas de arena blanca. (IPAT 1966)

Notas 1. A veces el término América Central incluye a Panamá, y a veces no. Aquí me refiero a Panamá como parte de América Central

porque su paisaje y su historia reciente encajan en el discurso centroamericano.

2. Los discursos pueden ser vistos selectivamente como conjuntos de preconceptos, prejuicios, mentalidades e ideas que ejercen fuerte influencia, estimulan y restringen la práctica social. De esta manera, los trópicos constituyen un discurso del paisaje, - un

estado mental vinculante, común a los integrantes de la sociedad dominante – que mental y geográficamente determina los

significados asignados a un conjunto de hechos y percepciones relativos al lugar. Al dar forma a los modos de representación de EEUU en Panamá, proporcionan a un tiempo racionalidad y validación para las acciones.

3.De hecho, durante este período la mayor parte de los libros de viaje sobre América del Sur, y muchos de los primeros relatos de la

llegada a Oregón y California, comenzaban con un capítulo sobre el Istmo, simplemente porque se encontraba en el camino hacia muchos destinos.

4.Documentos de la PCC [Panama Canal Company]. Las notaciones utilizadas aquí reflejan el sistema de archivo en uso desde los

inicios de la construcción hasta 1960. La fecha al final de cada una de estas referencias no solía formar parte del código oficial, pero se agrega aquí para comodidad del lector.

5.Irónicamente, la jungla de la parte central de Panamá estaba lejos de ser la entidad monolítica sugerida por la narrativa. De la

manera característica en muchos observadores de los llamados paisajes tradicionales, los visitantes asumían que, puesto que el Canal estaba rodeado por la jungla en 1900, siempre había existido jungla. Sin embargo, según Carl Sauer en The Early Spanish

Main, al ocurrir el primer contacto de los españoles con Panamá, la tierra estaba en su mayor parte cubierta de sabanas con

crecimientos de arbustos secundarios como resultado del uso intensivo del suelo por los indígenas (1966, 244).

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Press. - Merwin, [Mrs.] G.B. 1966. Three Years in Chile. Edited by C. Harvey Gardiner. Carbondale and Edwardsville: Southern Illinois University Press. - Miller, D.C., Dark Eden: The Swamp in 19th-Century American Culture, New York: Cambridge University

Press. - Otis,F.N., 1867, Illustrated History of the Panama Railroad; Together with a Traveler’s Guide and Business

Man’s Handbook for the Panama Railroad and Its Connections with Europe, the United States, the North and South Atlantic and Pacific Coasts, China, Australia and Japan, by Sail and Steam, New York: Harper and

Brothers. - PCC [Panama Canal Comission], Various dates, Documents at the National Arhives Record Center,

Greenbelt, Md. - Peixotto, E., 1913, Pacific Shores from Panama. New York: Charles Scribner‟s Sons. - Pike, F.B., 1992, United States and Latin America: Myths and Stereotypes of Civilization and Nature, Austin:

University of Texas Press. - Place, S.E., ed., 1993, Tropical Rainforests: Latin American Nature and Society in Transition, Washington,

Del.: Scholarly Resources. - Price, A.G., 1935, “White Settlement in the Panama Canal Zone”, Geographical Review 25 (1): 1–11. - Price, A.G., 1939, White Settlers in the Tropics, New York: American Geographical Society.

- Putnam, G.P., 1913, The Southland of North America: Rambles and Observations in Central America During the Year 1912, New York: G.P. Putnam‟s Sons. - Sauer, C.O., 1966, The Early Spanish Main, Berkeley and Los Angeles: University of California Press. - Scrugss, W.L., 1910, The Colombian and Venezuelan Republics, Boston: Little, Brown.

- Semple, E.C., 1911, Influences of the Geographic Environment, New York: Henry Holt. - Slater, C. 1995, “Amazonia as Edenic Narrative”, En Uncommon Ground: Toward Reinventing Nature, edited

by W. Cronon, 114 – 131, New York: W.W. Norton. - Stephens, J.L., 1969 [1841], Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan, New York: Dover

Publications. - Strahler, A., y A. Strahler. Modern Physical Geography, 4th ed. New York: John Wiley & Sons. - Tomes, R., 1855, Panama in 1855: An Account of the Panama Rail-Road, of the Cities of Panama and

Aspinwall, with Sketches of Life and Character on the Isthmus, New York: Harper & Brothers. - Waugh, A., 1930, Hot Countries, New York: Farrat & Rinehart.

- Wilson, C.M., 1951, The Tropics: World of Tomorrow, New York: Harper & Brothers.

Notas *Navarro-Swain, Tania, 2000: “Las representaciones mentales del descubrimiento de Brasil”, en Pease, Franklin y Moya P.,

Frank, director y co director: Historia general de América Latina, vol. II: El primer contacto y la formación de nuevas sociedades. Ediciones UNESCO / Editorial Trotta, Madrid, p. 191.

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Worster, Donald. Por qué necesitamos de la historia ambiental?. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 119-131. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/worster.rtf

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¿POR QUÉ NECESITAMOS DE

LA HISTORIA AMBIENTAL?

Donald Worster*

*Profesor en la Universidad de Kansas. Su obra más conocida, Nature’s Economy. A history of ecological ideas (1988), ha

sido traducida a todos los idiomas cultos de la Tierra – salvo el español -, y es considerada un libro clásico en el proceso de

formación de la historia ambiental como disciplina. Traducción de Guillermo Castro H.

Nunca prestes mucha atención a lo que está establecido como un dogma en el mundo académico. Esta es una lección que aprendía hace mucho tiempo durante mis

estudios de licenciatura, y que he tratado de recordar desde entonces. Piensa por ti

mismo. Préstale atención al mundo más allá de la universidad. Pregunta primero por

lo que está yendo mal en el mundo y necesita arreglo, antes que por lo que está de

moda en la academia. A menudo no son la misma cosa. Durante el último medio siglo ha sido evidente lo que peor va en el mundo de hoy:

no se trata del mero ciclo milenario de guerras y conflictos, construcción de imperios e

injusticia social, sino de la relación vital entre los humanos y el mundo natural. De

manera súbita e inesperada, nos encontramos en una ruta de colisión con los

sistemas vitales de los que depende nuestra existencia. Estamos destruyendo la

naturaleza a un ritmo feroz. Lo más serio del problema consiste en el inminente exterminio de quizás la mitad de las especies vegetales y animales, la mayor catástrofe

ecológica ocurrida en los últimos 60 millones de años. En las universidades, son pocas

las personas que prestan alguna atención a esta tormenta que se aproxima, y

prácticamente todos nuestros políticos, sean de izquierda o de derecha, permanecen

en la ignorancia o en la indiferencia. Sin duda alguna, los profesores no son los principales responsables de la

destrucción de la naturaleza. Sin embargo, al ignorar el mundo natural cuando

estudian el pasado, los historiadores estimulan a otros a ignorar el mundo natural en

el presente y en el futuro. Así, ofrecen poca ayuda para cualquiera que intente entender por qué ha estado ocurriendo esta destrucción, o por qué se ha acelerado con

el paso del tiempo. La idea de historia es un invento reciente en Occidente. Fue apenas en el siglo

XIX que el conocimiento del pasado se convirtió en parte necesaria del equipamiento

de una persona cultivada. Estar realmente educado vino a implicar tener un sentido

de la historia. Ese sentido histórico, por supuesto, estaba atado en sus comienzos a la

creencia en el progreso – progreso para los varones blancos europeos o

norteamericanos. Como en una historia de mendigo que se convierte en millonario, se aseguraba a esos varones que se encontraban en la senda correcta hacia el mañana,

que habían llegado muy lejos en virtud de su propia virtud y de su inteligencia.

El siglo XX ha sido muy duro con esa justificación del estudio de la historia. A

partir de la primera guerra mundial, la gente comenzó a poner en duda la idea de

progreso universal, y los historiadores empezaron a buscar alguna idea más atractiva para sustituirla. A lo largo del siglo pasado, la historia cambió su propósito moral, y

empezó a narrar el relato de los pueblos que alguna vez habían sido excluidos. Las

mujeres, las minorías étnicas, las sociedades que no eran occidentales empezaron

todas a reclamar una historia que les hablara sobre sí mismas. Cuando comparamos

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lo que alguna vez fue llamado historia en el siglo XIX con lo que la historia es hoy en

día, la diferencia es sorprendente. Sin embargo, ese cambio está prácticamente

culminado: la lucha de cada pueblo por escribir su propia historia e insertar su

pasado en las narrativas globales ya ha triunfado, si no en cada esquina al menos en

la corriente principal de la redacción de la historia. ¿Qué sigue ahora? La historia debe

reinventarse continuamente a sí misma si aspira a seguir siendo relevante. La crisis del ambiente será el problema más relevante del mundo a lo largo del

siglo XXI. A menos que los historiadores empiecen a prestarle más atención, pueden

tornarse irrelevantes, produciendo y leyéndose unos a otros ensayos y libros eruditos,

mientras el ciudadano común y los responsables de formular políticas se alejan en

otra dirección. Sin duda, los historiadores tienen otras responsabilidades distintas a la de correr detrás de cada problema que les llegue a la cabeza. Debe mantener en todo

momento la objetividad y ejercer el pensamiento crítico. Sin embargo, en algún lugar

de sus empeños, deben empezar a encarar la crisis ambiental y, en el proceso,

repensar de manera fundamental lo que entienden por historia.

Hay una pesada, densa tradición instalada en el camino. Los historiadores

nunca han creído que su labor incluía tomar en cuenta a la naturaleza, ni al lugar de la humanidad en la naturaleza. Aun historiadores de los oprimidos han tendido a

concentrarse exclusivamente en la especie humana, haciendo del “ser humano” una

ideología de exclusión y superioridad. Por tanto, ha sido necesario salirse de la

disciplina y escuchar lo que han venido diciendo los que no son historiadores, muchos

de ellos científicos de la naturaleza que pueden abrir nuestros ojos al hecho inescapable de la interdependencia entre lo humano y lo natural. De gran importancia

es el trabajo de Charles Darwin, quien demostró de manera concluyente hace casi un

siglo y medio atrás que toda la Tierra tiene una sola historia integrada. Una vez que

uno ha entendido realmente a Darwin, es imposible segregar los hechos humanos de

los hechos de los bosques, los insectos, los nematodos del suelo y las bacterias.

Otra voz liberadora es la del forestal norteamericano, biólogo de la vida silvestre y conservacionista Aldo Leopold, que murió en 1947, pero que ya había atisbado el

creciente desafío ambiental. Al examinar el estado de la Tierra, Leopold pensó como

un historiador, preguntando qué había existido antes y por qué y cuando había

cambiado. Dado que los cambios ambientales que observó eran sobre todo los que

habían sido ocasionados por los humanos, se convirtió en un proto – historiador ambiental. Sin embargo, su sentido del tiempo, enriquecido como estaba por la

biología evolucionaria, fue más profundo y más amplio de lo que incluso los

historiadores más ambientales han querido adoptar.

En 1935, Leopold viajó a Alemania a estudiar gestión forestal, en una jornada que le mostró más

del lado oscuro de la violencia humana de lo que había previsto. Una noche, en un cuarto de hotel en

Berlín, mientras las tropas de asalto nazis desfilaban por las calles, escribió una nota para sí mismo que me ha ayudado a redefinir lo que quiero decir por “asuntos humanos”.

Los dos grandes avances culturales del siglo pasado fueron la teoría darwiniana y el

desarrollo de la geología. Comparado con tales ideas, toda la gama de la invención química y mecánica palidece en un mero asunto de modos y maneras corrientes. Tan importante como el origen de las plantas, los animales y el suelo es el problema de cómo operan como una comunidad. Darwin careció del tiempo para descubrir algo más que los comienzos de una respuesta. Esa tarea ha recaído sobre la ciencia de la ecología, que está develando a diario una red de interdependencias tan intrincada como para asombrar al propio Darwin, si estuviera con nosotros. Una de las anomalías de la ecología moderna consiste en que es la creación de dos grupos, cada uno de los cuales parece estar apenas consciente de la existencia del otro. Uno estudia la comunidad humana casi como si fuera una entidad separada, y llama a sus descubrimientos sociología, economía e historia. El otro estudia la comunidad de las plantas y animales, [y] cómodamente relega los enredos de la política a las “artes liberales”. La inevitable fusión de estas dos líneas de pensamiento constituirá, quizás, el gran avance del presente siglo.1

Estas líneas, escritas hace más de sesenta años, pueden haber sido demasiado

optimistas en cuanto a la fusión venidera de la historia y la ecología – una fusión que

aún no ha ocurrido en una amplia escala. Aun así, las palabras de Leopold resultaron

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proféticas. Bajo el impulso de la crisis global, unos pocos historiadores empiezan

finalmente a acercarse a la ecología y otras ciencias naturales y a redefinir de manera

radical lo que entienden por asuntos humanos. Se asume toda la gama de

interacciones humanas, tanto intelectuales como materiales, con el mundo natural a

lo largo del tiempo. Este concepto se pregunta cómo las fuerzas naturales o

antropogénicas han cambiado el paisaje y cómo han afectado estos cambios a la vida humana. Se concentra en el poderío tecnológico que los humanos han acumulado y se

pregunta cómo ha afectado ese poder al mundo natural. La nueva historia ambiental

se ocupa también de cómo han percibido los humanos el mundo natural y cómo han

reflexionado acerca de su relación con ese mundo más que humano.

Esta nueva historia puede ser útil de múltiples maneras a los científicos de la naturaleza y a quienes formulan políticas. En primer lugar, necesitamos una

comprensión más plena del ascenso de la conservación y del ambientalismo en todo el

mundo. Los humanos han venido pensando acerca de su papel en la naturaleza por

decenas de miles de años y cada sociedad, pasada o contemporánea, tiene una rica

tradición de lo que podríamos llamar pensamiento conservacionista. La religión ha

venido coloreando o influyendo esa tradición desde hace mucho: tanto el islam, como el budismo y el protestantismo, por ejemplo, han dado forma a maneras en que las

personas se comportan con respecto al mundo natural. Como se lo han enseñado la

dura experiencia a todo aquel que ha intentado negociar un acuerdo internacional

sobre especies en peligro o sobre los bienes comunes de los océanos, la gente se aferra

a ideas conflictivas cuyas raíces se remontan a los orígenes mismos del complejo conjunto de religiones y visiones del mundo creadas por la especie humana.

La historia de los norteamericanos es más corta que la de muchos, pues se

remonta apenas a algo así como dos siglos. Sin embargo, han escrito también una

compleja tradición de pensamiento conservacionista, plena de reverencia, deleite,

conocimiento práctico y pasión moral. Esa tradición, además de los escritos de Aldo

Leopold, incluye los de Rachel Carson, George Perkins Marx, John Muir, Gifford Pinchot, Alice Hamilton y Henry David Thoreau. En su conjunto, estos escritores han

dado al mundo un importante cuerpo de ideas acerca del mundo natural, ideas que

ahora son objeto de estudio en lugares tan distantes como China, Africa, Rusia y

América Latina.

Al igual que cualquier otro grupo de pensadores, el de los conservacionistas requiere escrutinio crítico y análisis riguroso. Cuando la gran mayoría de los

norteamericanos le dicen a los encuestadores – como ocurre en otros países – que son

“ambientalistas”, ¿qué quiere decir eso? ¿Entienden de dónde proviene el

ambientalismo, o cuáles son las complejidades y contradicciones que incluye? ¿Están

al tanto de la maraña de significados de expresiones como “naturaleza” y “zonas

silvestres”? ¿Entienden por qué fueron creados nuestros parques nacionales a partir de 1872? ¿Están concientes de la forma en que anteriores generaciones pensaron

acerca de los suelos, los ríos o la vida silvestre? ¿Algunos de nosotros entiende acaso a

cabalidad cómo se vincularon en nuestro pensamiento la salud de los humanos y la

salud de la tierra, y cuándo ocurrió eso? ¿Entendemos de qué manera influyen

nuestras relaciones con el ambiente la raza, el género o las clases sociales? Si las personas estuvieran mejor informadas sobre la historia del ambientalismo, podrían

pensar y actuar a partir de una comprensión más fuerte y sutil, y mejor razonada.

El ambientalismo es demasiado importante como para dejárselo a las calles y a los

carteles de anuncios. Necesita ser sometido a la prueba del análisis en aulas de clase,

periódicos y libros. Necesita una historia y necesita historiadores. Mi más reciente

contribución personal a este proyecto fue una biografía del explorador y científico norteamericano del siglo XIX John Wesley Powell, llevada a cabo para entender su

papel en el ascenso de movimiento conservacionista en EEUU. Fue posteriormente, sin

embargo, que llegué a saber en realidad sobre las miles de organizaciones locales que

han venido tratando de crear una nueva conciencia de cuencas hidrológicas en todo el

mundo – exactamente aquello por lo que clamaba Powell hace más de cien años. Aquellos que buscan estimular esa nueva conciencia se beneficiarían mucho de la

lectura de los escritos de Powell y de la revisión cuidadosa de su concepto de

democracia de cuencas. Para ellos, podría resultar instructivo aprender por qué los

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norteamericanos de aquellos días rechazaron su pensamiento, y cómo han cambiado

desde entonces tanto las sociedades como las cuencas hidrológicas.

El rescate de esa tradición es, precisamente, lo que intenta hacer una parte de la

historia ambiental. Intenta entender a alguien como Rachel Carson en el contexto de

su tiempo, que va desde la Gran Depresión hasta la era de la bomba atómica. Los

historiadores han trazado sus conexiones con el feminismo de posguerra, la guerra fría y el consumo de masas. La lectura de su libro Silent Spring sigue siendo gra-

tificante, pero saber cómo llegó a ser escrito y bajo qué circunstancias y cómo reflejó

grandes debates que discurrían en el entorno de la autora le otorga a esa lectura una

riqueza mucho mayor. Podemos ver reflejada en su obra toda una cultura en proceso

de cambio, enfrentada a ideas de riesgo y beneficio, preguntándose qué es la vida y

por qué otras formas de vida podrían ser importantes para la sobrevivencia humana. Quizás tal escrutinio haga que algunos héroes del pasado luzcan un poco menos

heroicos, pero a fin de cuentas el hecho de situar sus vidas y sus ideas dentro de la

historia nos proporciona una perspectiva mucho mejor sobre los problemas de hoy.

Después de todo, las principales preocupaciones de Carson con respecto a la

presencia de pesticidas y disruptores endocrinos en el ambiente, se han tornado más urgentes que nunca.

Para dar forma a mejores ideas y políticas sobre el ambiente necesitamos tanto

pensadores como activistas. Necesitamos ideas, palabras e imágenes que sean ricas,

atrayentes, y estén probadas por el tiempo y por el razonamiento. No basta con las

consignas y la pasión. No basta con la capacidad técnica. Necesitamos pensar de

manera profunda sobre nuestro lugar en la naturaleza, y necesitamos llevar a cabo ese pensar con la ayuda de la historia y de las humanidades.

En segundo lugar, la historia ambiental puede contribuir al desarrollo de la

conciencia de sí en la ecología y en otras ciencias ambientales. Mi primer esfuerzo por escribir historia ambiental fue un libro titulado Nature’s Economy: A History of Ecological Ideas, publicado por primera vez en 1988 y ampliado en una nueva edición

en 1996. Nadie, en el momento de la primera edición, había escrito una historia general de la ciencia de la ecología. Desde entonces, algunos científicos se han

ocupado de esta tarea, aunque no suelen situar a su ciencia en el contexto de la

historia cultural e intelectual, como los historiadores ambientales piensan que han

intentado hacerlo. Sin embargo, una ciencia sin un sentido de la historia es una

ciencia sin conciencia de sus limitaciones.

En la reunión de 2003 de la Sociedad Norteamericana de Historiadores Ambientales, la contribución de la obra de William Cronon Changes in the Land: Indian, Colonists and the Ecology of New England, publicada en 1983, fue evaluada en

un encuentro interdisciplinario. Uno de los participantes, el ecólogo David Foster,

director de la Harvard Forest en Massachussets, ofreció un impactante ejemplo de la

necesidad de la historia ambiental por parte de los científicos. Debido en parte a la

lectura del libro de Cronon, señaló que los científicos han cambiado su manera de pensar acerca de la ecología forestal. Ahora están mucho más dispuestos que hace

veinte años a ver el papel de la mano de los humanos en la formación de los procesos

forestales a partir de la Era Glacial, a ver el bosque como un proceso histórico y aun

como un artefacto histórico. Los historiadores, en otras palabras, les han ayudado a

reconceptualizar su objeto de estudio, a concentrar su investigación, e incluso a orientar sus esfuerzos de restauración y conservación de los bosques.

De manera similar, los historiadores ambientales podrían ayudar a los científicos a

ver que sus modelos de la naturaleza –incluso sus modelos científicos de mayor

complejidad-, son de algún modo productos de la cultura en la que se desarrollan. Los

modelos científicos de la naturaleza tienen una historia que está indisolublemente

ligada a la historia de la sociedad humana. No podemos separar fácilmente nuestras ideas sobre la naturaleza en una división llamada ciencia y otra llamada literatura,

artes, religión o filosofía, porque ambas flotan juntas en un mismo flujo de ideas y

percepciones.

Mi tercer argumento consiste en que la historia ambiental puede ofrecernos un

conocimiento más profundo de nuestra cultura y nuestras instituciones económicas y

de las consecuencias de la mismas para la Tierra. Una de las ideas más difíciles de aprehender es la de que los problemas ambientales podrían tener causas económicas

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tan profundas como complicadas. Demasiadas personas, aun en la academia – incluso

economistas – no desean realmente hablar acerca de causas raigales, o entrar en una

discusión crítica de valores e instituciones económicas. No desean hablar acerca del

origen de los sistemas económicos, de los valores que alojan o que expresan, o de

cómo estos sistemas han cambiado las actitudes y los comportamientos. Se resisten a

asumir a la economía como parte de la cultura, del mismo modo que los ecólogos se resisten a hacerlo con respecto a la ecología. Se tiende a asumir con frecuencia que la

economía se ubica por completo más allá de la cultura, como una ciencia universal del

comportamiento humano que ejemplifica en todas partes los mismos motivos y

resultados, los mismos comportamientos, la misma lógica. Si tal cosa fuera cierta, si

la economía fuera tan natural y ordenada de antemano, no habría nada que enfrentar críticamente. Pero cuando naturalizamos a la economía de esta manera,

obscurecemos el hecho de que las economías humanas crecen a partir de períodos

distantes, y reflejan al propio tiempo condiciones ecológicas desaparecidas hace largo

tiempo.

De igual modo, cuando explicamos el cambio ambiental como si se debiera

simplemente a patrones demográficos, el crecimiento y dispersión de la población, el análisis de políticas pierde complejidad. Los historiadores coinciden en que la

fecundidad humana siempre ha tenido importancia. El problema está en saber cómo

ha alcanzado sus niveles modernos. La actual población del mundo, ¿puede ser una

consecuencia de la riqueza que los humanos han extraído de la naturaleza, o una

consecuencia de formas de pensar acerca de la naturaleza, o una consecuencia de formas de pensar acerca de los propósitos de la vida humana?

Durante el último siglo, la población humana creció por un factor de cuatro. La

economía mundial, sin embargo, creció por un factor de 14, el uso de energía por un

factor de 16, la producción industrial por un factor de 40.2 Cada una de estas tasas de

crecimiento fue significativa. Sin embargo, resulta en extremo difícil determinar con

precisión cuál de ellas es responsable por cuál cambio ambiental. ¿Cuál es, exactamente, la manera en que estas tasas de crecimiento se traducen en la pérdida

de biodiversidad, de agua pura, o de espacios abiertos? Aún no lo sabemos. Y, sin

embargo, no cabe duda de que cualquier conjunto de políticas ambientales debería

sustentarse en la búsqueda cuidadosa de respuestas para tales preguntas, respuestas

qué únicamente pueden ser encontradas mediante el seguimiento de patrones de cambio a lo largo del tiempo.

Necesitamos también que los historiadores nos digan de dónde proviene el

moderno imperativo del crecimiento económico. El crecimiento económico no

constituía una fuerza impulsora importante hace algunos centenares de años, cuando

no había profesionales o técnicos formados para hacer que el crecimiento ocurriera, ni

políticos que hicieran del crecimiento su plataforma. ¿Por qué lo hacemos hoy, a pesar de las consecuencias ambientales negativas que el crecimiento usualmente acarrea?

La idea de un crecimiento económico incesante fue un invento moderno, parte de la

revolución capitalista de los siglos XVIII y XIX, una revolución que culminó en el libro famoso de Adam Smith, La riqueza de las naciones, publicado en 1776.

Posteriormente, el crecimiento fue traspasado al principal adversario del capitalismo,

el comunismo, y de esta manera el crecimiento se convirtió en un valor dominante en todo el planeta. Entender esta historia de invención y difusión es necesario para

encarar el crecimiento y sus consecuencias contemporáneas.

Sobre todo, necesitamos revelar la historia ambiental del capitalismo, la cultura

económica más poderosa y exitosa de los tiempos modernos. Necesitamos saber más

acerca de lo que desplazó, de cómo cambió las actitudes de la gente respecto a la naturaleza, y cómo esto afectó a los recursos naturales, las comunidades biológicas, el

aire mismo que respiramos. Todos sabemos que el capitalismo ha intentado promover el interés personal como el ethos rector de la sociedad moderna. Le ha enseñado a las

personas a creer en la virtud de lo que Alan Greenspan, el jefe de la Reserva Federal

de Estados Unidos, ha llamado la “codicia racional”. Una tal transformación de

creencias requiere nada menos que una revolución moral. Apenas hemos empezado a descubrir que esa revolución moral asociada al capitalismo transformó la faz de la

Tierra. Cuando la historia ambiental del capitalismo, el comunismo y de otros

sistemas económicos sea mejor entendida, cuando estas historias hayan sido

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finalmente comparadas de manera justa y completa, tendremos fundamentos para la

labor de quienes formulan políticas mucho mejores que los que tenemos hoy.

Por último, la historia ambiental puede ofrecernos un conocimiento más profundo

de los lugares donde vivimos –que son los lugares en los que debemos encontrar

mejores maneras de vivir. A pesar del hecho de que hemos creado una economía

global con problemas ambientales globales, seguimos construyendo nuestras casas y nuestros asentamientos en sitios muy particulares. La molécula promedio de alimento

en Estados Unidos viaja actualmente más de mil millas desde el lugar en que es

producida hasta el lugar en que es consumida. A pesar de este cambio en la escala de

la producción y la distribución, aún necesitamos saber acerca del carácter distintivo

de los lugares. Toda esta charla actual sobre la globalización ¿no nos está llevando a una ignorancia mayor que nunca antes acerca de los lugares en que nos levantamos

en la mañana y nos acostamos en la noche?

Los historiadores han escrito muchas biografías de personajes famosos, pero

muchas menos biografías de lugares. Cualquier lugar incluye a la gente, pero es

mucho más que la gente que ha vivido allí: es un compuesto de la gente y ese otro

mundo, más que humano. Una breve lista de historias recientes de lugares norteamericanos podría incluir la de Whidby Island, Washington y el río Columbia, de

Richard White; la de la costa de California, de Arthur McEvoy; la de Concord,

Massachussets, de Brian Donahue; la de las Montañas Azules de Oregón, de Nancy

Langston; la de Gary, Indiana, de Andrew Hurley, y la de la región de Dismal Swamp,

Virginia, de Jack Kirby. Otras historias semejantes de lugar están apareciendo en Italia, Suecia y Africa. Todos estos historiadores están al tanto de que ningún lugar en

la historia moderna ha estado completamente aislado de fuerzas nacionales e

internacionales. Sin embargo, insisten en que cada lugar tiene una historia única que contar, en términos tanto ecológicos como humanos. Los lugares pueden resistir a las

fuerzas externas, y aun cuando sucumben no son nuca absorbidos por completo en alguna abstracción

global indiferenciada.

Empecé con algunas palabras acerca de por qué el estudio de la historia debe moverse con los

tiempos y establecer conexiones entre su investigación y la crisis global del ambiente. Cuando la historia

haya sido finalmente redefinida – no marginalmente o en sus bordes, como ocurre ahora, sino

fundamentalmente redefinida como el relato de las personas en interacción con el mundo natural –

habremos triunfado en la tarea de hacer a la historia profundamente relevante para el siglo XXI. Estamos

muy lejos de ese punto. Sin embargo, como lo he señalado, esa nueva historia está emergiendo y está

empezando a redefinir la disciplina.

El presidente norteamericano Harry Truman dijo una vez: “La mayor parte de los problemas que

debe enfrentar un Presidente tienen sus raíces en el pasado”. Truman, en feliz contraste con algunos de

sus sucesores, leyó mucha historia para prepararse para su trabajo. Sin embargo, no leyó, ni podía haber

leído en su tiempo, ninguna historia ambiental. El campo no existía entonces. Pero si estuviera en el cargo

hoy, podríamos darle una impresionante bibliografía, y decirle: señor Presidente, el destino de la

naturaleza, como el destino de las naciones y de la humanidad está en sus manos. Lea esta nueva historia,

empápese en sus perspectivas, y actúe entonces con sabiduría y compasión.

Notas

1. Citado en Meine, Curt: Aldo Leopold: His Life and Work (Madison: University of Wisconsin Press, 1988), 359 – 60.

2. McNeill, John: Something New Under the Sun: an Environmental History of the Twentieth – Century World (New York: W.W.

Norton, 2000), 360.

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Medrano, Justo. La capa de ozono, los daños a la salud y medidas de protección. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 131-138. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/medrano.rtf

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LA CAPA DE OZONO,

LOS DAÑOS A LA SALUD

Y MEDIDAS DE PROTECCIÓN

Justo Medrano*

*Vice-rector académico de la Universidad de Panamá.

Hace aproximadamente unos mil millones de años, la atmósfera de nuestro

planeta inició un proceso de cambio en la concentración de sus componentes, en gran

medida debido a la presencia de vida sobre su superficie. Esta vida, que todavía

podríamos llamar “primitiva”, fue liberando poco a poco y como producto del proceso

metabólico, el gas oxígeno que representa un factor vital para el desarrollo de los seres vivos más evolucionados.

Estas transformaciones en la atmósfera significaron un cambio radical, de una atmósfera

reductora (sin oxígeno) a una atmósfera oxidante (rica en oxígeno) que permitió lo que se ha

denominado “una explosión evolutiva” por la diversidad de especies que pudieron desarrollarse en

este nuevo ambiente atmosférico a partir sobre todo, de la era primaria o paleozoica.

Al elevarse la concentración de oxígeno, se cree que más o menos al uno por ciento de la concentración actual, se desarrollaron también nuevos procesos químicos en la

atmósfera. Uno de estos procesos, de gran significado para la vida, fue que el

oxígeno, presente en las capas más altas de la atmósfera, al absorber la radiación

ultravioleta de más alta frecuencia, produjera otro gas, el ozono.

El ozono se forma en la atmósfera terrestre cuando el oxígeno absorbe algunas

frecuencias de la radiación ultravioleta comprendidas entre los 200 y 280 nanómetros (10-9 m). Una vez absorbidas estas frecuencias, la molécula de oxígeno, constituida

por dos átomos de este elemento, se divide en dos átomos independientes de oxígeno

que se separan y reaccionan con otras moléculas de oxígeno presentes en el aire,

conduciendo a la formación del ozono. Este gas ozono, de color azul, se diferencia del

oxígeno porque sus moléculas están formadas por tres átomos del elemento oxígeno en vez de dos, como es el caso del oxígeno que respiramos (oxígeno = 0

2; ozono = 0

3).

Estas reacciones químicas, en donde se produce el ozono, se realizan en la

estratosfera entre los 25 y 30 km de altura, especialmente. Por esta razón, a este ozono se le conoce como ozono estratosférico y cerca del 70-80 por ciento del mismo se

concentra en la zona entre los 25-30 km de altura formando una capa de gas

denominada “capa de ozono”.

La capa de ozono cumple dos funciones conocidas hasta ahora. En primer lugar,

este gas también absorbe radiación ultravioleta, especialmente las frecuencias entre 280 y 315 nanómetros. Esta absorción de radiación ultravioleta, por parte del ozono,

conduce a su destrucción, generando un átomo de oxígeno libre y una molécula de

oxígeno. Esta reacción es el proceso inverso a su formación, de tal manera que la

concentración de ozono en la estratosfera depende de dos procesos: el que conduce a

su formación y el que conduce a su destrucción. Hasta la década de 1950 de este

siglo, existía una concentración de ozono alcanzada como producto del equilibrio entre el proceso de su formación y el de su destrucción. Estamos hablando de

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concentraciones de ozono del orden de las 10 ppmv (ppmv = partes por millón en

volumen). Las concentraciones actuales, tanto de oxígeno como de ozono, en la

atmósfera, se alcanzaron hace unos 500 millones de años.

La energía que el ozono adquiere, al absorber radiación ultravioleta, la pierde en

choques posteriores con moléculas o átomos de otros gases presentes en la

estratosfera, liberándola en forma de calor. Por esta razón, la temperatura de nuestra atmósfera que, en la capa más baja, la troposfera (donde habitamos), disminuye con la

altura, en niveles cercanos a la capa de ozono, en ella y un poco por encima de la

misma, aumenta rápidamente produciendo lo que se conoce como “inversión de

temperatura”, que se observa al pasar de la troposfera a la estratosfera.

La segunda función importante conocida para la capa de ozono, y de importancia vital para los seres vivos, es que este gas, como ya se ha dicho, absorbe la radiación

ultravioleta comprendida entre los 280-315 nanómetros, conocida como ultravioleta –

B o simplemente UV-B. Al ser absorbidas, estas frecuencias de la radiación ultravioleta no

llegan hasta la superficie de la tierra o llegan en proporciones muy bajas, es decir, el ozono actúa

como un filtro que impide el paso de dicha radiación. Si la radiación UV-B alcanzara la superficie de

la tierra y más concretamente, la biosfera, es decir, el lugar donde se desarrolla la vida en el planeta, la energía que poseen estas frecuencias del ultravioleta destruirían o alterarían las moléculas más im-

portantes que constituyen los seres vivos.

Las alteraciones podrían significar, por ejemplo, mutaciones en el código genético

del ácido desoxiribonucléico (ADN), que implicarían cambios dañinos en la

información genética (la mayoría de las mutaciones, estadísticamente, son dañinas) con las secuelas que ello produce en los seres vivos. En el caso de los seres humanos

los efectos más notorios serían: aumento en el índice de cáncer de la piel, aumento de

cataratas en los ojos y el debilitamiento del sistema inmunológico que nos protege

contra el ataque de diversas enfermedades infecciosas. Los animales y las plantas

también sufrirían alteraciones diversas e incluso, la posibilidad de desaparición del

Fitoplancton, altamente sensible a la radiación ultravioleta–B, con la consecuente desaparición de un importante eslabón de la cadena alimenticia de los mares, lo cual pondría en

peligro gran parte de la vida marina que representa casi el 20 por ciento de la fuente alimenticia de los

seres humanos.

A partir de la década de 1950 se observó, por parte de investigadores ingleses, una

disminución sustancial y sostenida a través de los años, de la concentración de ozono en la atmósfera del polo sur. Esta disminución alcanzó cerca del 50 por ciento hacia

inicios de la década de 1970, lo que condujo a investigaciones para determinar las

causas de la misma.

Al parecer, hasta este momento, se conocen tres factores que producen efectos

definidos y adversos sobre la capa de ozono. Ellos son: 1) los gases de escape de los

aviones a reacción, en la estratosfera; 2) las emisiones de los clorofluorocarburos (CFC) y otros halocarburos (compuestos de carbono con bromo por ejemplo); 3) el uso

de fertilizantes nitrogenados que al descomponerse producen óxidos de nitrógenos

gaseosos que asciende en la atmósfera y a nivel de la estratosfera se pueden convertir

en depósitos de cloro que luego destruye el ozono al ser liberado.

En 1974, Rowland y Molina informaron que los clorofluorocarburos se estaban acumulando en grandes cantidades en la atmósfera terrestre. Las investigaciones de

estos dos científicos pusieron en evidencia que el factor que mayor daño produce a la

capa de ozono, es la liberación en la atmósfera de los CFC.

Estas sustancias, los CFC, son compuestos artificiales, producto de las actividades

humanas y comenzaron a utilizarse después de su descubrimiento, a comienzos de la

década de 1930, por ser sustancias inertes que podían usarse como disolventes, como propelentes para aerosoles, como gases en refrigeración y en la fabricación de

plásticos de hule espuma entre otros usos.

Las investigaciones realizadas por los investigadores, ya señalados, por otros

grupos de investigadores e incluso por la NASA, han demostrado que cuando estas

sustancias, especialmente las que son gases, son liberadas en la atmósfera, ascienden hasta la estratosfera y al sobrepasar la capa de ozono, la radiación ultravioleta

proveniente del sol, fragmenta sus moléculas liberando átomos de cloro (radicales

libres cloro) los cuales reaccionan con el ozono, destruyéndolo. Se ha establecido que

los clorofluorocarburos pueden permanecer en la atmósfera entre 50 y 500 años,

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dependiendo de cuál de ellos se trate. Esto significa que una sustancia de éstas,

liberada en la atmósfera hoy, puede producir efectos en la capa de ozono durante los

próximos 100 años, al menos. Considérese que para fines de la década de 1980 se

emitía hacia la atmósfera casi un millón de toneladas de CFC.

El deterioro de la capa de ozono, por las consecuencias que puede tener sobre la

vida en el planeta a corto y mediano plazo, ha sido el problema ambiental que ha logrado reunir a gobiernos, científicos y a la comunidad internacional con mayor

rapidez para enfrentar su posible solución. Se han realizado reuniones internacionales

con el propósito de proteger la capa de ozono; entre ellas tenemos la Convención de

Viena, en 1985; el Protocolo de Montreal, en 1987, cuya pretensión era congelar la

producción de clorofluorocarburos y disminuir su producción durante la década de 1990, con intención de sustituir su uso por el de otras sustancias que no destruyeran

el ozono. Se han realizado reuniones posteriores a la de Montreal, en Londres y Tokio,

con el fin de reforzar los acuerdos iniciales puesto que, a pesar de las medidas ya

tomadas, ha continuado la destrucción de la capa de ozono.

Es importante señalar que si bien las investigaciones más importantes sobre la

destrucción del ozono se han realizado en el polo sur, los efectos de la disminución en la concentración de este gas son globales, al igual que las consecuencias que se

producen. En tal sentido, todo el planeta, incluidos nosotros, estamos expuestos a un

aumento en la intensidad de la radiación ultravioleta. Téngase en cuenta que por

cada 1 por ciento en la disminución del ozono, la intensidad de la radiación

ultravioleta aumenta en un 2 por ciento de acuerdo con las investigaciones realizadas. De acuerdo con mediciones realizadas a nivel mundial y en nuestro país, sobre la

intensidad de la radiación solar diaria y en especial sobre la radiación ultravioleta, se

ha determinado que el período del día comprendido entre las 10:00 am y las 3:00 pm

es el de mayor intensidad tanto de radiación solar total como de radiación ultravioleta.

De los efectos que la radiación ultravioleta produce sobre los seres humanos, quizá

el más importante sea el de cáncer de piel. Algunos tipos de cáncer de piel se han relacionado con la radiación solar por el hecho, entre otros, de que aparecen

especialmente en las partes del cuerpo que normalmente tenemos descubiertas (cara,

cuello, antebrazos y piernas).

Los tipos de cáncer más estrechamente relacionados con la radiación solar son: 1)

el carcinoma de células basales; este tipo de cáncer es frecuente en la cara y se caracteriza por ser invasivo y erosionar los tejidos adyacentes, aunque pocas veces

envía metástasis. Es necesaria la atención médica porque desatenderlo puede originar

pérdida de nariz, oreja o labio, si son los puntos donde se genera; 2) el carcinoma de

células escamosas; se trata de una proliferación maligna de la epidermis y es usual

que aparezca en la piel lesionada por el sol, aunque puede aparecer en otras zonas.

Tiene el aspecto de un tumor escamoso, engrosado y rugoso que puede ser asintomático o causar hemorragia. Estas lesiones pueden producir metástasis que

pueden ser fatales. 3) El tercer tipo de cáncer de piel relacionado con la radiación solar

es el melanoma maligno. Este tipo de cáncer puede aparecer en distintas zonas de la

piel; sin embargo, su relación con la radiación solar se ha establecido en razón de que

es más raro que aparezca en regiones de la piel menos expuestas al sol. Este cáncer también envía metástasis y se caracteriza porque aparece como manchas oscuras de

la piel, que pueden parecer lunares, que luego evolucionan. De los tres tipos de cáncer

mencionados, este es el que tiene la tasa más alta de mortalidad.

Es importante tomar en consideración que los efectos de la radiación ultravioleta

son acumulativos de tal forma que, en la medida que acumulemos horas de incidencia

de radiación solar sobre nuestra piel, aumentamos la probabilidad de que, además de las quemaduras que se pueden producir, se pueda generar alguno de los tipos de

cáncer señalados. Por otro lado, debe tenerse presente que los efectos de la radiación

solar sobre la piel, varían según el tipo de piel; las personas más blancas son más

propensas a sufrir los efectos señalados, aunque las personas de piel más oscuras no

están exentos de sufrir los efectos de la radiación ultravioleta, si bien están más protegidos por la mayor cantidad del pigmento melanina que poseen en su piel y que

es capaz de absorber la radiación ultravioleta y mitigar sus efectos, aunque no los

pueda eliminar totalmente.

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Hoy día, por el deterioro producido en la capa de ozono, todos los seres vivos, en

nuestro planeta, están expuestos a una mayor intensidad de la radiación solar y en

especial de la radiación ultravioleta proveniente del sol. Por ello es importante que

cada ciudadano, consciente de este serio problema para su propia salud, contribuya,

por un lado, a evitar que continúen los daños a la capa de ozono y por otro, a

protegerse a sí mismo, a sus familiares y a la comunidad entera. ¿Cómo contribuir a evitar los daños a la capa de ozono? En primer lugar, siendo nuestro país

signatario del Protocolo de Montreal, exigiendo a nuestros gobernantes acatar los acuerdos de este

protocolo con el fin de minimizar, en lo que a Panamá compete, las emisiones de clorofluorocarburos

que afecten la capa de ozono. En segundo lugar, solicitando que se retiren del mercado todos los

aerosoles que todavía utilizan clorofluorocarburos como propelente; es importante para ello que los fabricantes de estos productos declaren, en las etiquetas de los mismos, cuál es el gas que utilizan

como propelente. En todo caso, si existen productos en forma de aerosoles que usan CFC, no

comprarlos como forma de contribuir a la protección de la capa de ozono. En tercer lugar y mientras

no sea sustituido el gas que utilizan (hasta ahora un clorofluorocarburo), minimizando el uso de aires

acondicionados para evitar su rápido deterioro y la pérdida del gas refrigerante. Asimismo, dar el

adecuado mantenimiento a las neveras, refrigeradores, aires acondicionados de casa, de vehículo y de oficina.

Estas medidas minimizarían las emisiones de gases que afectan la capa de ozono;

sin embargo, frente al hecho concreto y real del deterioro que ya se ha causado y de

que estamos recibiendo una mayor intensidad de radiación ultravioleta, es importante

tomar algunas medidas individuales y colectivas para proteger nuestra salud:

1. Evitar exposiciones, al sol, mayores de 15-20 minutos al día; 2. Utilizar protectores solares (con indicación médica) para tomar los baños de sol. Es raro que

un protector solar proteja por más de dos horas y debe ser untado en la sombra.

3. Evitar que los niños, especialmente, cuando visitamos las playas, tomen baños de sol pro-

longados, aunque ello signifique tenerlos “tranquilos” pues debemos recordar que los efectos de la radiación ultravioleta son acumulativos y los niños y ancianos son, en general, más sensibles. Es importante indicar que la arena de la playa, como la nieve en los países fríos, refleja radiación solar incluida la radiación ultravioleta y aún estando en la sombra, el reflejo puede afectarnos.

4. Es importante evitar ejercicios prolongados bajo el sol directo, especialmente en el período entre las 10:00 am y las 3:00 pm del día; esto es válido para las visitas a las playas y bal-nearios.

5. Deben tomarse medidas de protección para todas las personas que tengan que trabajar ex-

puestas directamente al sol (trabajadores de la construcción y del campo, especialmente). 6. Se hace necesario el uso de ropa que cubra una mayor parte del cuerpo, especialmente,

cuello, brazos y piernas. 7. Es necesario, durante los días soleados, que las personas más expuestas al sol, utilicen el

paraguas como sombrilla para protegerse de la radiación ultravioleta. 8. Evitar el uso de lentes o anteojos oscuros que no garantizan la filtración de la radiación ul-

travioleta. Los lentes oscuros inducen la dilatación de la pupila del ojo y con ello penetra una mayor cantidad de radiación incluyendo la ultravioleta que afecta la retina y puede causar,

con el tiempo, la pérdida de la visión. La mayoría de los lentes oscuros sólo disminuyen el paso de la luz visible, no así el de la radiación ultravioleta que requiere de materiales especiales.

9. Se requiere un programa de educación permanente y de información a la comunidad sobre el estado de la capa de ozono y la intensidad de la radiación ultravioleta.

10. Es importante que las autoridades de salud, con la participación de las instituciones competentes, establezcan un sistema de monitoreo y control sobre las condiciones de la capa de ozono y la intensidad de la radiación ultravioleta.

Bibliografía

- Acosta, Martín, “Radiación ultravioleta (UV) en la piel”, Congreso Internacional Panamá en la Prevención del Cáncer, Hotel Continental, Panamá, marzo de 1994.

- Díaz Lezcano, Dorys Argelia, “Estudio bibliográfico sobre el ozono y los factores que afectan su concentración en la atmósfera, así como los daños producidos por su disminución en la estratosfera”.

Universidad de Panamá. Trabajo de Graduación, 1992. - Cellone, Mario C.F., Qué es la evolución biológica. Buenos Aires, 1967.

- Medrano, Justo, “Los daños a la capa de ozono”, Congreso Internacional Panamá en la Prevención del Cáncer, Hotel Continental, Panamá, marzo de 1994.

- Medrano, Justo, “La capa de ozono”, La Prensa, 27 de enero de 1992.

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- Pino, Alfonso, “Modelo empírico para estimar el nivel de la columna de ozono estratosférico a partir de

parámetros atmosféricos”, IV Reunión Técnica de la Comisión de Geofísica del IPGH (Tucumán, Argentina, septiembre de 1999).

- Pino, Alfonso, “Resultados preliminares del monitoreo de la radiación UVB y del ozono estratosférico en Panamá”, Tecnociencias, vol. 2, Panamá, julio de 1999.

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Castro H., Guillermo. Investigación, posgrado, y gestión del conocimiento. Algunos problemas y desafíos en el caso de Panamá. En libro: Revista Tareas, Nro. 117, mayo-agosto. CELA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Justo Arosemena, Panamá, R. de Panamá. 2004. pp. 139-143. Disponible en la World Wide Web: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/tar117/castro.rtf

www.clacso.org

RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO

http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

TAREAS SOBRE

LA MARCHA

INVESTIGACION, POSGRADO, Y GESTION DEL

CONOCIMIENTO

Algunos problemas y desafíos

en el caso de Panamá*

Guillermo Castro H.**

*Versión a posteriori de presentación hecha el 4 de marzo de 2004 en la I Conferencia de Investigación y

Posgrado, organizada por la Universidad de Panamá. **Sociólogo, miembro del comité directivo del CELA y del comité editorial de la revista Tareas.

A primera vista, el vínculo entre investigación y posgrado en la vida universitaria no puede

ser más evidente: ninguno de los dos puede existir sin el otro, ni puede la universidad existir sin ambos. Está en la esencia misma de la institución universitaria, en efecto, ser un centro de producción y difusión del conocimiento, y esa esencia la distingue de aquellas otras entidades que se dedican en lo fundamental a una u otra de esas actividades. Esto, sin embargo, no es

más una verdad abstracta, que sólo puede ser útil en la medida en que sea referida a procesos y circunstancias concretos. Para hacer esto, conviene empezar por recordar que el conocimiento es un producto del trabajo humano. Por lo mismo, y para el caso que nos interesa, cabe afirmar que la calidad de ese producto está íntimamente ligada a la de la organización y dirección de los procesos conducción de los procesos de trabajo que son necesarios para la producción, la difusión y la aplicación del conocimiento.

En las universidades, el núcleo fundamental de ese proceso de gestión se ubica por necesidad al nivel de los centros de investigación sobre los que recae la responsabilidad fundamental por la producción del conocimiento que la universidad difunde a través de sus

actividades de formación. En ese sentido, también, y en lo que a formación de posgrado se

refiere, debería ser evidente que ésta debe ser ofrecida desde los centros de investigación, y no desde las estructuras de formación diseñadas para la oferta de

pregrado.

Aquí cabe establecer, además, una diferencia al interior de la formación de

posgrado. Conviene distinguir, en efecto, la oferta encaminada a formar productores

de conocimiento, de aquella destinada a la actualización de los conocimientos de

quienes organizan otros procesos de producción – sea de bienes, sea de servicios – dentro y fuera de la universidad. La primera corresponde a lo que aquí se suele llamar

posgrados de investigación, y la segunda a los de profesionalización. Ambos son

imprescindibles, sin duda, pero sin duda también la salud del sistema universitario en

su conjunto depende fundamentalmente del primero.

En ambos casos, por otra parte, la solución curricular óptima será siempre aquella que haga de la investigación la experiencia fundamental de aprendizaje, construyendo

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el programa de formación a partir de un proyecto de investigación presentado por el

estudiante. En el nivel óptimo, ese proyecto debe ser el medio a través del cual el

estudiante se inserte en la actividad de investigación que ya estén realizando aquellos

a quienes acude en busca de ayuda para su propia formación. Y en lo mínimo, para el

caso de los posgrados de actualización, ese proyecto debe estar referido a permitirle al

estudiante una reflexión ordenada sobre su propia experiencia profesional. La importancia de esta reflexión, por otra parte, no puede ser subestimada. A fin de

cuentas – y sobre todo en el nivel de pregrado -, la universidad nos da las reglas

necesarias para identificar a tiempo, y mejor, las excepciones a esas reglas que la vida

impone sin cesar. En este sentido, el posgrado de actualización constituye un factor de

permanente estímulo a la actividad de investigación, y un medio de indudable valor para mantener y fortalecer las relaciones entre los centros de investigación y el

entorno local y global en el que operan.

Vistas así las cosas, no cabe duda de que la debilidad en la actividad de

investigación constituye la causa más importante de la debilidad en las actividades de

formación que ofrecen nuestras universidades. Por lo mismo, tendría que decirse, con

toda claridad, que el problema mayor que enfrenta el sistema universitario panameño radica en la necesidad de fortalecer su subsistema de producción de conocimiento. Y

este no es, por otra parte, ni un problema administrativo – aunque sin duda incluye

un importante componente de administración -, ni uno meramente financiero, aunque

sin duda también su solución requerirá de la asignación inteligente de los recursos

imprescindibles para hacer del subsistema de investigación y posgrado el motor principal de la transformación universitaria que nuestro país requiere.

El objetivo mayor que está planteado aquí, en efecto, es hacer de la investigación la

norma básica de la actividad académica en todas sus formas y en todos sus niveles.

Esto, a su vez, significa que ha llegado la hora de encarar la necesidad de trascender,

en el subsistema de investigación y posgrado, las fronteras disciplinarias que son

indispensables para organizar la actividad del subsistema de formación de pregrado. A eso se refiere, justamente, la idea de que el núcleo fundamental de la actividad de

posgrado sean los centros de investigación creados por las facultades, antes que los

departamentos que tienen a su cargo la organización de las l icenciaturas.

La producción de conocimiento, en efecto, es por necesidad interdisciplinaria al

punto en que tiende constantemente, además, a se incluso transdisciplinaria. Véase si no al pastor anglicano Charles Darwin, convertido en naturalista al impulso de una

vocación indomable, encontrando en la lectura del demógrafo – y también pastor -

Thomas Malthus la clave que necesitaba para avanzar hacia la explicación del origen

de las especies a través de la selección natural. O véase hoy al historiador Donald

Worster y al biólogo Edward Wilson buscando cada uno en el campo del otro las

herramientas indispensables para garantizar la pertinencia de sus respectivas disciplinas en el mundo contemporáneo. Y al mismo tiempo, la formación de pregrado

es por necesidad disciplinaria, al punto de que un Darwin redivivo carecería de las

características indispensables para dictar clases en una licenciatura por las mismas

razones por las que podría ser un distinguido integrante de un colectivo de

investigación y formación de posgrado. A lo anterior hay que agregar, por otra parte, la necesidad de encarar otro

problema, de orden técnico y cultural. Hacer de la investigación y el posgrado

herramientas para la renovación que requiere la universidad, exige aprender a

trabajar en red. En primer lugar, por supuesto, en redes intra e inter universitarias y

en un país con el enorme potencial de conectividad como Panamá, a punto de concluir

el primer quinquenio del siglo XXI, seguimos careciendo incluso de una red que vincule entre sí a nuestras principales universidades y centros de investigación

científica.

En segundo lugar, es necesario aprender a trabajar en red con el entorno de la

universidad. Esto significa, en lo más general, vincular entre sí el sistema de gestión

del conocimiento con el de gestión de la economía realmente existentes, en el mercado local como en el global. Pero en nuestro caso significa, además, vincular a la red

universitaria con las principales instituciones de investigación científica presentes en

el país, desde el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales hasta el Instituto

de Investigaciones Científicas Avanzadas y Servicios de Alta Tecnología, cuyo

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desarrollo ha transcurrido en gran medida al margen del sistema nacional de

educación superior.

Por último, esto implica hacer de cada universidad un nodo local de acceso a la red

global de producción y difusión del conocimiento y la innovación, entendiendo ese

acceso en dos vías, abriendo a otros – y para nosotros – las posibilidades inéditas que

ofrece a las actividades de investigación y posgrado una red de comunidades académicas que opera las 24 horas del día, siete días a la semana, en todas las

regiones del planeta. En esta tarea, el sistema universitario panameño cuenta con el

apoyo de nuevas organizaciones de gestión de la cultura y el conocimiento creadas por

nuestra sociedad civil, como la Fundación Ciudad del Saber, cuya función principal

consiste precisamente en ampliar las posibilidades de acceso a esa red global, y de interacción innovadora con el sector privado, tal como lo viene haciendo precisamente

en conjunto con la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la Universidad de

Panamá.

No quisiera concluir esta reflexión, en todo caso, sin una referencia al lugar de mi

propio campo en este proceso de transformación. Ese lugar no puede ser más

importante, pues únicamente las humanidades pueden ofrecer una verdadera perspectiva histórica, y un auténtico sentido de propósito, a la tarea que nos espera.

En efecto, preservar el vínculo de una sociedad con su lengua y con su pasado

equivale a proteger las relaciones de un ejército que avanza con la retaguardia de la

que depende para mantenerse en movimiento en una dirección bien definida.

El conocimiento, a fin de cuentas, no es tan valioso en sí mismo como en su capacidad para contribuir a la solución de los problemas que va encontrando – y aun

creando – nuestra especie en su desarrollo. Recordar eso, y hacer recordar además

que ese desarrollo solo es realmente humano cuando estimula el despliegue de las

cualidades que mejor nos distinguen como especie – la inteligencia, el lenguaje, la

capacidad de cooperación, la solidaridad -, y somete a control las características que

compartimos con otras especies – el miedo, la agresividad, el empeño en la supervivencia individual en medio del caos de la lucha por la vida – son tareas que

sólo las humanidades pueden cumplir. Ese es el lugar que nos corresponde, ésa la

tarea que sólo podremos llevar a cabo en diálogo con nuestros colegas de las ciencias

naturales, al servicio de la gestión del conocimiento que sólo la institución

universitaria puede llegar a ofrecer a su sociedad.