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GORDEXOLAKO UDALA AYUNTAMIENTO DE GORDEXOLA XXIX. IPUIN LEHIAKETA Gordexola Harana Saria XXIX. CONCURSO DE CUENTOS Gordexola Harana Saria

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GORDEXOLAKO UDALAAYUNTAMIENTO DE GORDEXOLA

XXIX. IPUIN LEHIAKETAGordexola Harana Saria

XXIX. CONCURSO DE CUENTOSGordexola Harana Saria

© Gordexolako Udala / Ayuntamiento de Gordexola (2017)Epaimahaikideak / Miembros del Jurado: Antton Irusta eta Alaine AgirreEditorea / Edita: Gordexolako Udala / Ayuntamiento de Gordexola

Lehiaketa honek Bizkaiko Foru Aldundiaren diru-laguntza jaso duEste certamen ha sido subvencionado por la Diputación Foral de Bizkaia.

XXIX. Ipuin Lehiaketa GORDEXOLA HARANA SARIA

XXIX Concurso de CuentosPREMIO VALLE DE GORDEXOLA

SARITUTAKO IPUINAK CUENTOS PREMIADOS

A KATEGORIA (HERRIKOA) (10 ETA 12 uRTE bITARTEKOAK) CATEGORIA A (LOCAL) (DE 10 A 12 AñOs)

Hutsik / Desierto

A´ KATEGORIA (EusKAL HERRIKOA) (10 ETA 12 uRTE bITARTEKOAK)CATEGORIA A´ (EusKAL HERRIA) (DE 10 A 12 AñOs)Ipuina / Cuento: El hogar de los aparatos eléctricos

Irabazlea / Ganadora: Nahia Aldama Llamosas

b KATEGORIA (HERRIKOA) (13 ETA 15 uRTE bITARTEKOAK)CATEGORIA b (LOCAL) (DE 13 A 15 AñOs)

Hutsik / Desierto

b´ KATEGORIA (EusKAL HERRIKOA) (13 ETA 15 uRTE bITARTEKOAK)CATEGORIA b´ (EusKAL HERRIA (DE 13 A 15 AñOs)

Ipuina / Cuento: Revelación Irabazlea / Ganadora: Ainhoa Sagasti Martinez de Tobillas

C KATEGORIA (16 ETA 30 uRTE bITARTEKOAK)CATEGORIA C (DE 16 A 30 AñOs)

1. sARIA / 1er PREMIOIpuina / Cuento: Última parada

Irabazlea / Ganador: Adrian Arceo Frías

sARIA / 2º PREMIOIpuina / Cuento: Iluntasunaren argi printzakIrabazlea / Ganadora: Itxaso Albisu Urkizu

3. sARIA / 3er PREMIOIpuina / Cuento: Geranioen iraultza

Irabazlea / Ganadora: Amaia Telleria Mujika

D KATEGORIA (30 uRTETIK GORAKOAK)CATEGORIA D (DE 30 AñOs En ADELAnTE)

1. sARIA / 1er PREMIOIpuina / Cuento: El tiempo distinto

Irabazlea / Ganadora: Juana Cortés Amunarriz

2. sARIA / 2º PREMIOIpuina / Cuento: El abrazo de los recuerdosIrabazlea / Ganador: Javier Diez Carmona

3. sARIA / 3er PREMIOIpuina / Cuento: Hiletaria

Irabazlea / Ganador: Jose Mª Perez Perez

XXIX. IPuIn LEHIAKETAKO

PARTEHARTzAILEEI ETA ARGITALPEn HAu AHALbIDETu

DuTEn GuzTIEI EsKAInIA

DEDICAMOs EsTA PubLICACIón

A TODAs LAs PERsOnAs PARTICIPAnTEs

En EL XXIX. COnCuRsO DE CuEnTOs

y A quIEnEs HAn COLAbORADO En su REALIzACIón

EL HOGAR DE LOS APARATOS ELÉCTRICOS

Había una vez un hogar con muchos aparatos eléctricos en el que vivía una familia de cuatro personas, el padre, la madre y sus dos hijos.

En realidad, al principio empezó siendo un hogar con lo justo, la televisión, la nevera, la cocina…Pero al comprobar que todo era más rápido y que tenían que trabajar menos, poco a poco fueron comprando más y más aparatos eléctricos, y así vieron que sobraban muchas cosas que no utilizaban y entonces tiraron sus cepillos de dientes manuales, el exprimidor manual, el batidor de salsas, etc. Vivían felices y con todas las comodidades que se pueden tener. Tuvieron que poner más enchufes en casa porque había veces que no les llegaba con los que tenían ¡Menudo lío de cables había en esa casa! La pobre lavadora se pasaba el día trabajando, ni siquiera esperaban a que estuviese llena, cada vez que alguno necesitaba lavar algo ¡Hala! A la lavadora y punto, y así con todo lo demás. Pero de repente una mañana los aparatos eléctricos dejaron de funcionar y en ese hogar se formó un buen lío porque no tenían ni para lavarse los dientes, no sabían ni por dónde empezar a organizarse y se pasaron el día discutiendo los unos con los otros.

Por la noche el padre fue a sentarse en el sofá y como no había televisión miró a un lado y a otro, y entonces un poco escondidos detrás de la puerta vio los interruptores de la energía eléctrica y se quedó mirándoles ¡Mecachis! ¡Ese había sido el problema! Pero a nadie en esa familia se le ocurrió mirar los interruptores, hasta pensaron que podía haber sido un castigo por abusones de electricidad.

Solucionado el problema, volvieron a tener aparatos eléctricos pero también fueron a comprar cepillos de dientes manuales, exprimidor manual, etc. Porque tuvieron tiempo de pensar que no se debe de depender tanto de los aparatos eléctricos porque cuando faltan se forma un caos y lo más importante de todo, que no abusando de la electricidad cuidaban un poquitín del futuro de su planeta.

REVELACIÓN

Ekaitz cerró la maleta lo más rápido que sus manos se lo permitieron.El desastre con el que se había encontrado no podía haber sido peor: su libreta había

desaparecido.Agarró nervioso las llaves de su pequeño coche y, con más prisa que cabeza, comenzó a

conducir.Esa libreta había sido su más fiel compañera desde hacía demasiado tiempo como para

haberla perdido accidentalmente. Sin ella, su progreso habría quedado olvidado en alguna de la múltiples calles de la grisácea ciudad en la que vivía.

Todo empezó mucho tiempo atrás, el día en el que su hermano desapareció. Ekaitz no entendía ninguno de los sucesos que ocurrían a su alrededor, incluido que la policía cerrase el extraño caso de su familiar. Le parecía incomprensible que, mientras su hermano se arrastraba por la faz de la Tierra, ellos se dedicasen a beber café en sus respectivas oficinas. Es por eso que se decantó por intentar encontrarlo sin más ayuda que la que su inocente mente le aportaba. Desde aquel día, todos los cabos sueltos con los que se había topado los incluía en su libreta, convencido de que en un futuro próximo los ataría y daría con Alain.

Pero ahora su herramienta de investigación había desaparecido.La mente de Ekaitz estaba inundada por todos estos pensamientos mientras se dirigía

hacia la estación de tren de la que había salido anteriormente.¿Dónde podría haber olvidado la libreta?

Golpe.Ruido.Silencio.Diminutos cristales mezclados con gotas de sangre volaban en todas direcciones, al igual

que si la gravedad hubiera desaparecido del ambiente.Ekaitz no podía recordar cómo respirar; ¿había oxígeno siquiera?Lo único que veía era el negro del interior de sus párpados, llenos de los coloridos

puntitos de la nada.Su cuerpo entero parecía flotar en una atmósfera cubierta de pequeñas piedras que

deseaban frotar su piel hasta que escociese demasiado como para soportarla.La curiosidad del chico le obligó a abrir los ojos. Un techo blanco se cernía sobre él. Una enfermera apareció en su campo de visión, el cual estaba remitido

considerablemente debido a los muchos cables que lo conectaban a máquinas y los resultados de los golpes que había sufrido. La mujer le explicó a Ekaitz el terrible accidente de coche que le había ocurrido.

El joven no era capaz de procesar las palabras que salían por entre los labios carmesí de la enfermera. Repentinamente, recordó su libreta; la raíz de toda la desgracia.

Ekaitz trató con las pocas fuerzas que poseía levantarse, pero la mujer le empujó nuevamente hacia el colchón, que se adaptó rápidamente a su cuerpo, como si desease que el chico no saliese nunca del hospital en el que se encontraba.

Finalmente, el dolor y el cansancio pudieron con el ansia de encontrar su libreta, y Ekaitz quedó atrapado en las fauces de un profundo sueño.

Cuando volvió a la realidad, una alta y esbelta figura se encontraba posada al lado izquierdo de su cama de hospital. Ekaitz trató de expulsar de su mente la modorra e intentó limpiar su borrosa vista, pero cuando lo logró, la silueta había desaparecido.

El chico se incorporó, ignorando las punzadas de dolor que su cabeza le proporcionaba; al hacerlo, distinguió su preciada libreta posada sobre la aterciopelada butaca que había en la habitación.

No sin esfuerzo, Ekaitz se hizo con el pequeño cuaderno que tantos problemas le había causado, asegurándose de que realmente era el suyo.

Efectivamente, las anotaciones sobre el posible paradero de su hermano Alain afirmaba que era la libreta que buscaba. Lo que Ekaitz no entendía era cómo podía haber llegado hasta allí. Entonces recordó la figura que había desaparecido minutos atrás.

Sólo ésta podía haberla traído. Nadie más exceptuando la enfermera había entrado en su habitación.

Abrió la libreta por su última página, dispuesto a revisar sus últimos apuntes para despejar su mente del accidente que le había ocurrido.

Estación Seter23:07 pm

Éstas eran la sindicaciones que Ekaitz encontró en su cuaderno al abrirlo. Simples letras y números que revolucionaron sus pensamientos.

Al parecer, su condición física era lo suficientemente aceptable como para que le dieran el alta esa misma tarde, por lo que Ekaitz tendría tiempo suficiente como para ir en taxi al lugar propuesto en la libreta, ya que su coche había quedado seriamente dañado tras el accidente.

Mientras el taxi hacía su camino para llegar a la estación Seter, Ekaitz observaba las luces de las farolas corriendo en dirección contraria a la suya. Estaba claro que la incertidumbre podía llegar a ser peor que la migraña de su desordenada cabeza.

Tras pagar al taxista, el chico se adentró en la oscura y fría estación. Llevaba varios años abandonada. Cuando era joven solía jugar al escondite con su hermano en el interior, pero desde que desapareció, no volvió a acercarse a aquel sitio. Hasta ese día. Su instinto le decía que algo importante iba a ocurrir.

El tacto de su libreta lo acompañaba mientras bajaba las deterioradas escaleras. El aliento salía por entre sus labios, como si el alma quisiera escaparse de su cuerpo.

La misma masculina silueta que había permanecido a su lado en el hospital se encontraba ahora bajo el único punto donde la gélida luz se reflectaba.

El hombre tenía un cabello rubio y rizado que a Ekaitz se le hacía extrañamente familiar. Pero fue al ver la peca bajo su ojo derecho cuando realmente reconoció al individuo.

—Ekaitz— lo saludó su hermano con una voz mucho más grave y rasposa que lo que recordaba—, has crecido mucho.

El chico no podía hacer nada más que abrir sus magullados ojos de par en par.—Siento mucho lo que hice— comenzó a disculparse Alain—. Tú eras demasiado

pequeño como para entender lo que ocurrió, pero ahora lo entenderás: robé.El silencio se cernió sobre ellos.—Robé mucho —prosiguió el hombre, mostrando la expresión facial de más

remordimiento que Ekaitz nunca volvería a ver—. No podía dejar que crecieras con alguien como yo a tu lado, es por eso que me marché de casa.

—No—escupió Ekaitz. No podía ser así. Algo debió de ocurrirle. Él no era así.—Lo cierto es que solo te he traído a este lugar para explicártelo; quería que lo supieras

antes de lo que voy a hacer.Alain sacó una pistola. Un arma que con un solo movimiento podía acabar con la

ambición, la maldad y la codicia, pero también con la vida.PUM.Ekaitz dejó caer su libreta al suelo mientras contemplaba el cuerpo inerte de Alain.

ÚLTIMA PARADA

Eran las ocho y media de una tarde de invierno cuando un joven llamado Javier se sentó en uno de los cuatro bancos metálicos de la parada de metro. Después de acomodarse, acto seguido, su mirada se quedó fija en un cartel que promocionaba una bebida refrescante. El joven se sentía cansado; realmente agotado tras una extenuante jornada, en la cual, había invertido más horas de las saludablemente recomendadas. Hacía tres meses que se había mudado ya que, las oportunidades que le ofrecía esa nueva ciudad por dura, insolidaria y poca hospitalaria que fuese eran infinitamente superiores a las de su municipio natal. Sin embargo, aunque su afán por llegar a ser un buen periodista no había cesado, hasta ese día, Javier únicamente había conseguido un par de trabajos que no guardaban relación con su profesión pero que le permitían subsistir a duras penas.

Aquella tarde de jueves, una atmosfera rara rodeaba la parada de metro. Había menos gente de la habitual y la poca que se hallaba en el lugar, se encontraba de pie observando las pantallas de sus dispositivos móviles sin percatarse en nada que les rodeaba. Incluso, observó Javier, como alguno de aquellos seres había superado la línea amarilla que separaba la seguridad de la temeridad. La angosta pasarela donde esperaban los pasajeros se hallaba mal iluminada como si los tubos fluorescentes repartidos por toda ella no fuesen capaces de alumbrar aquel pequeño lugar; y es que muchos de ellos, no conseguían encenderse del todo, soltando cada poco tiempo pequeños fogonazos de luz. Y fue en uno de esos destellos, cercanos a la posición del joven, cuando Javier decidió girar su rostro hacia a la izquierda, donde se hallaba la entrada y salida de la parada. De pronto, observó como una mujer que parecía tener alrededor de unos veintiocho años se acercaba hacía él. Un escalofrío recorrió íntegramente su cuerpo al fijarse detenidamente en la joven. Su oscuro flequillo terminaba más abajo de las pestañas, no dejando percibir el color de sus ojos. Al contrario, hoy en día, Javier los recuerda con claridad, siendo el color del carbón el que impregnaba el iris de la mujer. Caminaba con la cabeza agachada y sus pasos se percibían débiles, tal vez, sus enormes botas que recogían más allá de sus tobillos eran las que impedían su avance haciendo que arrastrase ligeramente los pies; pero, lo más imponente era la blancura de su tez. Era un blanco que solamente se encuentra en personas gravemente enfermas, en aquellas, donde la sangre no parece recorrer los vasos sanguíneos, sino que, por el contrario, parecen fluir por las distintas cavidades trocitos de hielo casi desechos. Continuó acercándose hacía Javier hasta que finalmente, se sentó en la otra orilla del banco de metal en el que permanecía sentado el joven. Al posarse, la extraña chica juntó sus huesudas rodillas. De igual manera, Javier pudo observar parte de sus muslos, los cuales, no estaban ocultos por la falda de cuero negro que vestía. Sintiéndose incómodo y aún teniendo presente el escalofrío que había recorrido su cuerpo al observar por primera vez a aquella joven, decidió fijar la mirada en la pantalla que señalaba la llegada de los distintos metros. Tres minutos más tenía que esperar para poder escapar de esa situación y para poner fin a un día que se había alargado en exceso. De repente, un sonido que procedía de la otra orilla del banco ahuyentó sus pensamientos. Ese sonido provenía de aquella extraña joven y aunque Javier había escuchado el mensaje emitido por esos finos labios no pudo descifrar el código hasta escucharlo una segunda vez:

— No lo hagas —murmuró, la joven—.Javier se mantuvo en silencio; intentando creer que lo escuchado era única y

exclusivamente fruto de su imaginación. Sin embargo, de nuevo, las mismas palabras brotaron de la boca de que aquella extraña mujer.

—No lo hagas.—Disculpe, ¿ha dicho algo? —contestó Javier, girando su rostro mientras mostraba su

mejor media sonrisa a la joven cuya mirada no se despegaba del suelo—.—No lo hagas —masculló la mujer— no te subas al siguiente metro.—Y ¿Por qué no debería hacerlo? —preguntó el joven con cierta curiosidad—.— Si lo haces morirás —respondió sin titubear, mientras seguía contemplando la masa

de cemento que se encontraba debajo de sus pies—.Tras oír las últimas palabras de la joven, Javier no contestó. Sentía como el corazón

empezaba a bombear la sangre de su cuerpo con mucha más fuerza y sin mirar a la persona que se encontraba a su izquierda, se incorporó de manera súbita, dirigiéndose con rapidez hacía la marca amarilla que discurría por todo el andén. Justo cuando llegó hasta ella, Javier percibió como unas luces se asomaban de entre el túnel y el sonido de los frenos, ejerciendo presión sobre las ruedas, cada vez se escuchaba más cercano. Antes de que se detuviera del todo el metro, el joven no pudo contener la tentación de mirar una vez más hacía al banco. Giró la cabeza y su respiración se interrumpió durante un pequeño lapso de tiempo. La mujer que había vaticinado su muerte hacía escasos momentos, ya no se encontraba en el banco ni en ningún otro rincón de la estación. Fue un pequeño empujón de un hombre trajeado que descendía del vagón, el que hizo que volviera la cabeza. Se introdujo en el metro mediante amplias zancadas y una vez dentro, decidió no descansar en uno de los respaldos del vagón, sino que, agarró con fuerza una de las barras de color naranja que se encontraban cercana a las puertas. Javier se sentía sumamente alterado, sin embargo, no había dado importancia alguna a los pronósticos vertidos por aquella mujer. Incluso, el joven, le quitó relevancia a esa situación, convenciéndose así mismo de que el metro y sus alrededores eran un ecosistema proclive para conocer gente anómala; aunque en este caso, Javier tachó a la mujer de loca.

El metro avanzaba con seguridad entre los raíles deteniéndose en cada lugar como de costumbre. Esa situación hizo que, el nerviosismo inicial del joven fuese sosegándose hasta desaparecer. Una vez retomada la marcha después de la última parada realizada por el metro, Javier decidió ponerse a escuchar música. Ajustó los auriculares dentro de sus oídos y seleccionó una de sus canciones favoritas. Empezaban a sonar los primeros compases de la melodía cuando el cuerpo del chico salió despedido hacía el cristal que tenía en frente. El metro había entrado en una curva con demasiado nervio haciendo que, los vagones centrales descarrilaran, siguiéndoles los demás. Javier no tuvo tiempo a reaccionar: sintió como una descomunal fuerza le soltaba la mano de la barra en la que estaba sujeto; sintió como sus pies se alzaban del suelo y como las leyes de la gravedad se invertían para, iniciar un vuelo cuyo destino era el vidrio del vagón a punto de rescrebajarse por la brutalidad del impacto. Y cuando, la cabeza de Javier se encontraba próxima al cristal cerró los ojos de manera instintiva. Al abrirlos, ante él, se topaba un anuncio que incitaba al consumo de un conocido refresco. Javier se sentía aturdido, los augurios de la mujer se habían convertido en realidad << no puede ser, no puede ser cierto, debería estar muerto >>, pensó. Le temblaban las piernas, movía la cabeza en todos los sentidos,

cerciorándose de que todo y cada uno de los elementos existentes en ese lugar ya habían sido analizados anteriormente. Allí, se encontraban los hombres y mujeres pegados a las pantallas de sus móviles y de igual modo, el joven pudo percibir los destellos de los fluorescentes intentando desplegar toda su luminosidad, pero de la mujer, en cambio, no había rastro.

Javier se incorporó de su asiento. Sentía una fuerte presión en su pecho, como si sus pulmones por más que se dilataran no fuesen capaces de recabar todo el oxígeno para su cuerpo. Un único deseo se agolpaba en su mente; la necesidad de salir cuanto antes de ese laberinto de túneles y pasillos subterráneos en los que se encontraba. De este modo, mientras el sonido del metro acercándose retumbaba en las paredes de hormigón, el muchacho echó a correr buscando una salida. Mediante movimientos no del todo coordinados, presa del miedo, Javier se abría paso entre los distintos pasadizos. Una vez dejado atrás la parada donde habían tenido lugar la extraña revelación, recorrió un largo pasillo decorado mediante pequeños azulejos blancos pegados a las paredes. A ambos lados de la gran recta, se encontraban aperturas, las cuales permitían alcanzar otros destinos. Casi al final del pasillo fue cuando Javier se introdujo en una de aquellas grietas. Dio a parar a un pasadizo más corto y estrecho que el anterior, cuyo suelo se inclinaba levemente, lo que inspiraba al joven periodista ánimo y fuerza dado que, cada paso, cada metro recorrido le garantizaba estar más cerca de dejar el subsuelo; por el contrario, la soledad con la que había traspasado aquellos pasadizos y el frío seco agazapado en todos y cada uno de los rincones generaban en él, un miedo racional, una sospecha, un temor a volver a encontrarse con aquella siniestra joven. Cuando traspasó aquel pequeño pasillo, dio a parar con unas puertas de cristal cuya finalidad era regular la entrada y salida de pasajeros. Javier, una vez delante de ellas, introdujo una temblorosa mano dentro del bolsillo de su pantalón, de donde sacó un billete de metro. Tras insertar el pequeño trozo de papel revestido por una fina capa de plástico en una de las máquinas que se hallaban de pie junto a las puertas de cristal, éstas se abrieron. Después de cruzarlas, frente a sus ojos, una gran rampa que superaba los cincuenta metros se alzaba ante él. En los laterales de aquella pendiente se encontraban unas escaleras automáticas; mientras que, en el centro, uno conjunto de escaleras de piedra se alzaban hasta la salida a la calle. Javier se abalanzó sobre las escaleras que tenía en frente, olvidándose de las laterales. Ya había escalado más de la mitad de las empinadas escaleras y algunas gotas de sudor se hacinaban en su frente, cuando levantó la mirada del suelo. De pronto estaba frente a frente con ella. El joven retrocedió, dejó caerse un par de escalones mientras aquella mujer de aspecto enfermizo seguía con su mirada agachada.

—¿Quién eres? —preguntó Javier mediante un grito ahogado en terror—.—¿Aún no lo sabes? —contestó la mujer de manera burlona mostrado una siniestra pero

perfecta sonrisa—. Soy la Muerte.—Y... ¿por qué no estoy muerto? —replicó el joven sin saber muy bien que decir—.— Si fuera por mí ya estarías conmigo —dijo la mujer mientras seguía fija su mirada

en el suelo—. Sin embargo, yo únicamente me dedico a ejecutar las órdenes que me dan. No sé qué planes se tienen para ti; pero algo debes de saber mi querido Javier, eres importante, eres mucho más importante de lo que tú te consideras porque hace mucho...mucho tiempo que a nadie se le concedía una segunda oportunidad.

— Esto no puede ser cierto, esto es una pesadilla —intentaba convencerse el joven con sus ojos a punto de desbordarse de sus órbitas—.

— No seas ingenuo —respondió la Muerte con voz sumisa—. Todo lo que te ha

ocurrido hasta hoy es real. Tal vez, lo habitual es que nadie de vosotros me percibáis; aunque yo siempre os acompaño. Estoy con vosotros desde que dais el primer llanto, pero la mayoría de las personas, en cambio, solo me sentís cuando vuestros días empiezan a contarse con los dedos de una mano. Siempre me habéis intrigado —proseguía la mujer mientras alzaba su rostro—, durante gran tiempo de vuestras vidas os creéis inmortales y eso os hace convertiros en seres egoístas, en auténticos avaros: os pisoteáis mutuamente con la única intención de acumular riqueza, poder y reconocimientos; marchitáis vuestro cuerpo con el uso de drogas y alcohol; no devolvéis el cariño que la gente de vuestro alrededor os procesa y cuando aquellas personas os abandonan las anheláis; os guardias el amor; creáis guerras; os separáis de vuestro congéneres enarbolando banderas, creando nacionalidades, construyendo muros porque tenéis miedo a que todo lo conseguido en este mundo os sea robado, por el contrario, no sois capaces de entender que todo lo que amasáis es tan fugaz como vuestras vidas. Mañana Javier te intentarás convencer de que todo esto que ha ocurrido, efectivamente, fue fruto de una terrible pesadilla. Le achacarás la alucinación a alguna substancia vertida en el par de copas que te tomaste con tus compañeros al finalizar el trabajo y continuarás tu existencia como si nada hubiera pasado; pero presta atención, tu vida ya ha cambiado.

Tan pronto como dijo estas últimas palabras aquel ser se evaporó. La gélida atmosfera que se percibía por todos los túneles desapareció y algunas personas empezaron a surgir, entrando y saliendo de la boca del metro. Javier seguía paralizado, intentando saber cómo debía afrontar aquella situación vivida. La única respuesta que obtuvo fue la misma que ya había tenido cuando despertó del accidente de metro, correr. El joven subió las escaleras que le faltaba y finalmente, salió al exterior. Cuando por fin consiguió pisar las baldosas de la calle fue el único instante en el que se detuvo. Cerró los ojos y tomó una gran bocanada de aire fresco y acto seguido reanudó la marcha hasta llegar a su hogar.

A la mañana siguiente Javier no fue a trabajar.

GERANIOEN IRAULTZA

Pikutara, dena. Roberto Intza eta Juanmari eliza ondoko kurban. Eskuak galtza bakeroetako poltsikoetan sartu nituen, barru-barruraino eta indiferentzia aurpegiaz gerturatu nintzen haiengana.

—Gabon.—Lurrun hari batek ihes egin zidan hatsarekin. Robertok betaurreko txikien bestaldetik begiratu zidan, gorrituta zeukan sudur punta.

—Eh, kontu, Guardia Zibilak zebiltzak hor.Ezpainak estutu nituen, hartu zuen susmoren bat, nonbait. Buruaz baiezkoa egin nien,

eskerrak emanez. Aurrera jarraitu nuen itzulingurua emanez, ezin nintzen zuzenean elizara joan. Gandua zegoen, baina bi silueta beltz bereizten nituen kalean beheraka eta bidea gurutzatu beharko nukeen elizara joateko. Aurrera egin nuen, neska—lagunaren etxera zihoan mutil gaztea nintzen.

—Buena’ noche’.—Azentu andaluziar garbia zeukan hitz egin zuen siluetak. Figura berdeak ziren, ez beltzak.

—Buenas noches.—erantzun nien lasaitasuna erakutsi nahian. Errekarteko lorategitik igarotzean, Guardia Zibilak atzean utzita, geranio gorriari lore pare bat kendu nizkion, Gemmari emateko. Nire begiek lorategiko izkinei errepaso azkar bat eman zieten, zerbaiten bila bezala. Gemma ez zen nire neska-laguna, artean... Baina Guardia Zibilek ez zuten jakin beharrik. Kasik imajina nezakeen bibotedunaren konplizitate begirada, lorea lapurtzen ikusten ninduen bitartean.

Aurrera jarraitu nuen Pilar-Enearaino, atzera begiratu eta siluetarik ikusten ez zela egiaztatu arte. Ezkerreruntz sartu nintzen, geranioak eskuetan ongi helduta eta etxe-arteko babesean seguru sentitu nintzen. Beheraka-beheraka egin nuen etxeen arteko zirrikituetatik pasaz. Elizako atzeko atarira heldu nintzen. Ez zen inor ageri, itxuran. Itzalean sartu nintzen.

—Ikusi haute?—Beltzak besoa ukitu zidan.—Bai, baina kalean jende gehiago zebilek, ez ditek ezer sumatuko.—Beltza, Aldasoro,

Javi eta Martin. Patxi falta zen.—Patxi?—Ez zakiat, orain etorriko duk. —Hasi egingo gaituk.

§

Erlojuari begiratu nion, hamabi minutu falta ziren liburutegia ixteko. Pertsianak jaisten hasi nintzen, normalean jendea mugitzen hasten baitzen hori ikusita.

Poliki-poliki hutsik gelditu zen gela. Ia hutsik.—Dena prest?— Liburutegiko mahaiaren goiko tiradera zabaldu nuen eta liburu bat

atera. El País Vasco, Pío Paroja. Burua altxatu nuenerako alboan ziren Aldasoro, Beltza, Javi eta Patxi egurrezko aulki tolesgarriak hartuta.

—Telak ekarri dizkiat.— Javik larruzko poltsatik hiru tela eta guraizeak atera zituen.—Maite eta Gemmak ekarri ditiztek Segurako jostunarenetik.

Mahai gainean ipini zituen zabal. Patxik guraizeak hartu eta mozten hasi zen, diagonalean luze.

—Aldasoro, hik metalezko pieza egiterik edukiko al duk?—galdetu zion begirada telatik altxatu gabe.

—Bai, tailerrean ari nauk. Ia prest zagok.——Kontuz ibili hadi, behintzat, ez hazala inork ikusi.—beste guraize batzuk atera nituen

neure motxilatik eta mozten hasi nintzen ni ere.—Ekarri.—Beltza ematen genizkion oihalkiak beren tokietan jartzen hasi zen eta Javik

albaindu egiten zuen. Puntua gertuago emanda josi beharko zen ondoren. —Azkenean nola sartu behar gaituk? Giltza erabilita zailtasun handiak kenduko genizkiake gainetik...

—Garbi esan nian nire aitaren giltza ez diagula erabiliko. —guraizeak utzi eta hatz erakuslea luzatu nuen, esan nahi nuenaren garrantzia uler zezaten.— Herriko zenbat pertsonek zeukatek elizako giltza? Organistaren haritik tiratzen segituan hasiko dituk. Ez diat aita honetan sartuko.

Beltzak amore eman zuen, buruaz baietz eginez.—Hi! Koloreak alderantziz jartzen ari haiz!— Aldasorok guztion begiradak toki berera

eraman zituen.—Ez al dituk ba horrela?— Patxi aulkitik altxatu zen tela eskuetan hartzeko.

—Berdea eta txuria ez dituk horrela.— besoak zabalik begiratzen zion Aldasorok lagunari.

—Ikusi, hemen zagok.— 36. orrialdean ireki nuen liburua. El País Vasco. Hortxe zegoen Baionako kale baten argazkian, libre eta zentsurarik gabe, ikurrina.

§

Ahalik eta hots gutxiena eginda zabaldu nuen leihoa. Isiltasuna. Kalean ez zen erreka hotsa besterik entzuten. Kontu handiz atera nuen gorputza leihotik eta oinak teilen gainean ipini nituen, toki estrategikoetan. Leihoa bildu eta salto egiteko unea zela ikusi nuen. Uste baino altuago zegoen, goitik ikusita. Teilatu izkinaraino arrastaka joan eta belarretara salto egin nuen.

Leihoetako oholak itxita zeuden, eskerrak udazkenari. Gurasoak esna, baina ezertaz ohartu gabe egongo ziren barruan.

Baratzeko ateari bultza egin nion, poliki, baina kirrinka egin zuen. Ate madarikatua! Pausoa bizkortu nuen Kale Nagusira heldu arte, ez nuen etxekoek ni horretan harrapatzerik nahi.

Pikutara, dena. Roberto Intza eta Juanmari eliza ondoko kurban. Eskuak galtza bakeroetako poltsikoetan sartu nituen, barru-barruraino eta indiferentzia aurpegiaz gerturatu nintzen haiengana.

—Gabon.—Lurrun hari batek ihes egin zidan hatsarekin. Robertok betaurreko txikien bestaldetik begiratu zidan, gorrituta zeukan sudur punta.

§

—Hasi egingo gaituk.Javik berokia erantzi zuen eta besoa harekin estalita, sakristiako leihoa hautsi zuen.

Aldasororengana jaitsi zuen begirada, taldeko txikiena zen.—Hire txanda, Aldasoro. —Pauso bizkorrean eta zigarroa eskuetan zuela Patxi zetorrela

ikusi nuen.—Egon. Patxi dator.—eskuaz hurbiltzeko keinua egin nion eta zigarroa oinaz itzali

zuen.

—Kontuz, pikoletoak zebiltzak eta.—azaldu zuen ahapeka. Bizkarrean zapladatxo bat emanda agurtu ninduen. —Hartu al dituzue poltsak Errekartetik?

—Dena prest.—Martinek bi poltsak erakutsi zizkigun eta lurrean utzi zituen. Ondoren, aterpetik irten eta elizaren izkinako zutabean jezarri zen, zelatan. Beltzak eta Javik eskuak batu zituzten eta Aldasorok gainean ipini zuen oina. Besoak sakristiako leihoan jarrita inpultsua hartu eta barrura sartu zen.

—Uste baino errazagoa duk hau.—bota zigun sakristia barrutik.—Joxe, nun zagok giltza?

Bezperan joana nintzen elizara, ezkontza bat zeukan aitak hurrengo zapatuan eta partituren liburua etxean utzita joan zen entsegura.

—Atearen gaineko habean.Giltzak lurrera erortzean ateratako soinua entzun genuen. Ingurura begiratu nuen,

inguruan inor ez zegoela ziurtatu nahian.—Hemen zagok.—Aldasorok atea zabaldu zigun presaz, sakristiara sartzeko. Martin

korrika txikian gerturatu zen, alde bietara begiratuz.—Itxi egingo diagu, badaezpada ere.—Beltzak atea poliki—poliki itxi zuen guztiok

sartutakoan eta giltzari buelta bat eman zion.—Hemen geratuko nauk ni, bada ezpada ere.Sakristia ilun zegoen eta ez genuen argirik piztu nahi. Leihoetatik sartzen zen farolen

argiaz ikusten genuenaz baliatuta, elizara igaro ginen. Gauez, debekaturiko zerbait egiten ari ginela jakinda eta ilunpetan, hotzikara sentitu nuen bizkarrezurra zeharkatzen.

—Itxaron egin behar diagu, jendea dabil oraindik eta arrisku handia duk.—Plumiferoaren mahuka atzera eraman nuen, eskumuturreko erlojua ikusteko.

—Bai, hobe. Plana errepasatuko diagu?—Urduri zegoen Martin ere.

—Bale. Patxi, prismatikoak prest?—Plastikozko poltsatik atera zituen eta lepotik zintzilikatu. Patrikan gorde zuen poltsa gero, aztarnarik ez uzteko.

—Kanpandorrera igoko naiz inor dabilen ikusteko.Harekin abiatu ginen guztiak, elizako bi banku ilaren arteko korridoretik. Harrizko

zoruan ematen genituen pausoak entzun zitezkeen, isiltasunean. Martin zurezko eskaileren azpian geratu zen, Beltzaren abisuren bat bazen, entzun ahal izateko. Besteak igo egin ginen eta bobedaren gainaldera heldu ginenean Patxik goraka jarraitu zuen.

—Kontuz ibili behar dugu hemen, laurehun bat urte izango dira inork zoru hau zapaltzen ez duela.—Egurrezko habearen gainean zutitu nintzen, sendoa zirudien. Aldasoro atzetik zetorren, burdinezko pieza poltsa beroki barruan ezkutatuta eta lekua utzi nion. Javi ere habearen gainean pausatu zen eta oinak non jartzen genituen tentuz ikusita, harrizko paretaraino heldu ginen, zeinetan erromaniko estiloko leihatilatxo bat ageri zen. Jertsea altxatu nuen eta ezkutuan neraman ikurrina atera. Ederra atera zitzaigun azkenean. Aldasorori eman nion satisfazioz eta honek burnizko piezan kiribildu zuen.

Hantxe egon ginen zain, pixka batean, Patxik etxeetako argi guztiak nola itzaltzen ziren ikusten zuen bitartean. Erromaniko-gotiko estiloko eliza izanda, jende gutxik erreparatzen zion kanpandorrearen goialdean ageri zen leiho txiki diskretuari.

—Txiit.—abisua. Patxik hasi gintezkeela adierazi zuen. Aldasorok metalezko pieza eman zidan eta leiho txikitik atera nuen, ahalik eta kanpoen, besoa irmo luzatuz. Kiribildutako ikurrina zabaldu egin zen pisuaz eta leihoaren alde bietan pausatu nituen burdinezko piezaren oinak. Javik ordurako prest zeukan zementua eman zuen leihoa itxi eta metala finko gera zedin.

—Asko igartzen duk masaren kolore ezberdina.—hazten hasi berri zitzaion bizarra igurtzi zuen pentsakor. Lurreko hautsa eskuetan hartu nuen eta paretara bota nuen, disimulatzeko. Aldasorok algara bat bota zuen.

—Ona, hi!—Txalo jo zuen irrikaz eta hiruok hautsa botatzen jarraitu genuen.

§

—Bihar arte.—elkarrekin sekretu itzel bat gordetzen duten pertsonen konplizitateaz begiratu nien lagunei. Irribarre egin genuen eta zehar begirada bat bota genion elizan haizearekin dantzan ageri zen telazko ikurrinari. Azken 39 urteetan herrian ikusi zen lehen ikurrinari. Gozoak jarriko ziren zenbait eguna argitzean.

Kalean behera jarraitu nuen, ezer gertatu ez balitz bezala. Azken finean, neska-lagunari geranioak eramatera zihoan mutil gaztea besterik ez nintzen. Geranioak non galdu nituen, ordea, neroni ere ez nintzen gogoratzen.

ILUNTASUNAREN ARGI PRINTZAK

Berri honek dudarik gabe eguna poztu digu eta ezin gara ospatu gabe geratu. Urte eta erdi generamatzan haurdun gelditzeko saiakerak egiten, baina beti sortzen zen konplikazioren bat eta uste baina zailagoa ari zen izaten asuntoa. Baina gaur gertatu da. Iritsi da eguna. Medikutik atera naizela pasa dira ordu batzuk, oraindik sinetsi ezinik nagoen arren. Etxera joan eta Anderri kontatuko diot ginekologoak esandakoa, badakit ni bezain beste poztuko dela bera. Hain baita berea nahiz nirea.

Gauean afaltzera joatekotan gelditu gara, ospakizun gisa. Orain ordea, oso nekatuta sentitzen naiz, beraz kuluxka bat botatzea erabaki dut erlaxatzen lagunduko didala baitakit eta. Askotan, hainbeste gura duzun momentu bat iristen denean zer egin ondo jakin gabe geratzen zara. Mila galdera eta beldur datorzkit. Buruari bueltak eman eta eman ari naiz. Nire betazalen pisuak baina, irabazi egin du. Loaren goxotasunean murgiltzen ari naizela nabari dut.

Afaltzera bidean goaz aprezio handia diogun hondartza ondoko jatetxe txiki, polit eta goxo batera. Ez da gure etxetik oso urrun geratzen baina kotxez joateko ohitura dugu. Nahi gabe ere zein alferrak garen erakusten duen beste detaile txiki bat, besterik ez. Denborak aurrera, mahaian eseri gara. Konturatu ere egin gabe, ardo botila osoa edaten ari gara bien artean, baina gidatu beharra dagoenez hemendik aurrera ura edatea erabaki dugu. Oso gau iluna da, hotza egiten du eta zirimiria gelditu gabe ari da etorri garenetik. Hala ere, ez dago gure momentu honetako poztasuna itzaliko duenik.

Kotxea hartu eta etxeranzko bidea hartu dugu. Alkoholaren efektua sentitzen dut asko edan ez dugun arren, baina ez nago zurrutera ohituta eta normala da. Nire ondora begiratu, eta Ander, ni baina okerrago dagoelakoan, ezer ez esatea erabaki dut. Irratian, Benito Lertxundi ari da kantu-kantari. Loretxoa. Lore bat, eta ume bat. Bizitza berri bat. Irribarrea nire ezpainez jabetu dela konturatu naiz. Zein handia den subkonszientearen indarra.

Bidean aurrea eginez eta etxera iristeko oso gutxi falta zaigula, aitzinean dugun semaforoa gorrian jarri eta ez dit gelditzeko denborarik eman. Konturatzerako, aurrez-aurre datorren kotxea gurengandik gertuegi dago eta jada ez dago kolpea ekiditeko aukerarik.

Kolpea uste baina gogorragoa izan da. Gorputza mugitu ezin dudala senti dezaket. Harri bat izango banintz bezala. Begi bat ireki eta nire ondora begiratu nahi dut Ander ondo dagoela ziurtatzeko. Ez zait hain erraza egiten ari baina. Lepoaren kontrola nik izango ez banu bezala dirudi. Kotxearen aurreko kristala puskatuta dagoela nabari dezaket eta argi indartsuak ikus ditzaket kanpoan nahiz eta lausotu xamar ikusi. Sabelean mina nabaritzen dut, min handia. Kristalen bat tripa zeharkatzen ari zaidan inpresioa. Momentu honetan beldurrak min guztiak kendu dizkit. Zer egin dudan galdera behin eta berriz datorkit burura. Burua kontziente mantentzea baina, zaila egiten zaidala ari naiz ohartarazten. Urrutira sirena hotsak entzun ditzaket baina pixkanaka—pixkanaka indarra galtzen joan da soinu burrunbatsua.

—Ez dakit ospitaleraino iritsiko ote den, oso itxura txarra du.Entzuna dut jaiotza dela inork noizbait pasa dezakeen traumarik okerrena. Goxo,

babestu eta guri-guri egotetik kanpoko mundu ezegonkor honetara ateratzea. Zelako pausua. Zelako aldaketa. Hasieran ez entzun, ez ikusi, ez nabaritu, ez usaindu eta batez ere, ez gogoratu.

Urteak betetzen joaten garen arte bizitakoaz ez gogoratzeko magia. Jaiotzetik aurrerako lehenengo urte motz eta dena polita den garaietako oroitzapen bat bera ere ez izatearen pena. Nostalgia. Bat-batean norbait zarenaren irudipena eta norbait hori aurrera eramateko beharra sentitzeko karga. Irri, negar, oihu, beldur, zoriontsu izatearen sentsazioak bizitzeko aukera. Bizitza modu batekoa edo bestekoa izateko erabakiak hartzeko erantzukizuna. Gauzak ez pentsatzearen ondorioak jaso eta gauzei milaka buelta ematea. Sentitu eta esaten ez diren gauzak barruan gordetzeko ahalmena. Bizitza.

—Joaten ari zaiguk.Bizitzako azken arnasa ematera zoazenean, bizipen guztiak aurretik pasatzen omen

zaizkizu. Hala nola, bizitza bera a zer nolako kontraesana. Ahal dugun guztia izan eta egitera iritsi, edozer gertatuta ere, ezereza bihurtuko garela jakinda. Hiltzen garenean galtzen ditugun azkenak hala eta guztiz ere, zentzumenak omen dira. Hitz egiten badigute, entzuten omen dugu. Pailakatzen baikaituzte, sumatzen omen dugu. Azken esaldi hauetan esana ordea, inork esan badu ere ezin bere osotasunean egia den jakin. Hil dena oraindik behintzat ezin izan delako gure kontraesanez betetako mundu honetara itzuli.

Lo kuluxkatik esnatu nau Anderrek masailean eman didan muxu goxoak, afaltzera joateko prest dagoela gehituz “Goazen maitea berandu egingo zaigu eta”. Ezer ulertu baino lehen, gaurkoan oinez joango ginela esan diot, harridura aurpegiarekin begiratu didan arren baiezkoa erantzun du.

EL ABRAZO DE LOS RECUERDOS

Entre las recias paredes del caserío, el silencio era espeso, tangible y acogedor. Era un silencio de años hechos piedra, sudor como argamasa y sufrimiento convertido en esperanza. Un silencio cálido que envolvía a la anciana Bixenta con el mismo abrazo que el fuego bajo del hogar o el aroma de cocidos viejos: el abrazo de los recuerdos.

La noche caía teñida en ocre y púrpura, incierta como siempre. Desde la ventana de la cocina, el perfil de la Sierra Salvada se recortaba sobre el lienzo de un sol en retirada. Bixenta suspiró y, a duras penas, consiguió sobreponerse a la pereza de cada atardecer. Una sonrisa curvó su rostro, arado de años y surcos mientras, ayudada por el bastón, trataba de incorporarse. Pereza. ¿Qué palabra era esa?

Un portazo, rumor de voces aceleradas, pasos diminutos ascendiendo las escaleras. Desde que reformó la planta superior para transformar la vivienda en un agroturismo de dos habitaciones, esos ruidos esquivos y esporádicos, huella intangible de excursionistas de fin de semana, eran el único sonido que rasgaba la monotonía de su vida. Años atrás, las hijas partieron camino de la ciudad, los horarios fijos y los minúsculos apartamentos colgados sobre avenidas de cuatro carriles. Sus visitas se espaciaron por obligaciones impuestas o auto impuestas de las que jamás lograban sustraerse, o debido a razones farragosas que jamás logró entender. Ahora, mientras el crepúsculo se asentaba en el valle, su única compañía era el eco de la pelota con que dos niños desconocidos bombardeaban las paredes del piso superior. Fatigada, regresó a la mecedora y se recostó contra el respaldo. Hacía tiempo que la soledad dejó de intimidarla. De hecho, pensó mientras intentaba mecerse al compás de su respiración, era la única reacia a abandonarla.

Un golpe le arrancó del sopor que la envolvía. Los niños bajaban saltando la escalera, seguidos de las voces admonitorias de sus padres. Después, el chasquido de la puerta al cerrarse, el cadencioso ronroneo de un motor y, otra vez, el silencio. Los turistas, un matrimonio de Madrid y sus dos hijos, salían a cenar. Irían a Arcos, Respaldiza o, quizá, Artziniega. A los pequeños les encantaba la villa, sus callejas empedradas, el aroma a leña y medievo nacido de sus torreones nobiliarios. Dejó escapar un suspiro, se acomodó en la silla y cerró los ojos. Artziniega era demasiado grande para ella. Y había mucho que hacer en el caserío para perder el tiempo paseando.

Siempre había algo que hacer. Siempre había un animal a punto de parir, un huerto que atender, un intermediario a quien halagar sin dejarse intimidar, una plaga, una pedriza o una helada para dar al traste con unos esfuerzos siempre insuficientes. Siempre había un motivo para doblar la espalda, endurecer las palmas pétreas de las manos, arrastrar el alma y la esperanza como aval único a una supervivencia disfrazada de vida cotidiana.

Oscurecida por el humo de los fogones, por el trascurrir lento de los años, la fotografía presidía la cocina desde la frágil atalaya de una estantería de barniz cuarteado. Llevaba allí más de medio siglo, testigo de sus peleas con hortalizas demasiado raquíticas, de sus esfuerzos por hacer comestible la carne vieja de las gallinas que dejaban de poner, de su impotencia de madre sola y primeriza, de sus miedos y su rabia. Y de las interminables horas perdidas frente a la

ventana, la mirada fija en la serpiente parda de la carretera. Testigo de una vida transcurrida a caballo entre cuadra, huerta y cocina. Bixenta le dedicó una mirada velada por una pátina salada de recuerdos. Fue un mes antes de su partida. Ernesto contempla el objetivo con el gesto del hombre orgulloso de su prole. A su lado, Bixenta apoya una mano en la prominente barriga de su embarazo y con la otra sujeta a María, que aún no sabe caminar. Un mes antes de su partida. Una familia completa, pobre y feliz. No necesitaban más, pensó la anciana, como tantas y tantas veces en el último medio siglo. Solo un hombro donde apoyarse cuando el cansancio les derrotara, una caricia antes de acostarse, dos brazos más para herrar la mula o segar los campos y una palabra amable a la hora de la comida.

Llovía, como casi siempre. Llovía, y la niebla se abrazaba a los montes como una enamorada celosa de los primeros rayos del sol. Llovía, y Ernesto salió con un pequeño zurrón a la espalda, la txapela ladeada sobre la cabeza, el paso firme y optimista. Ella le vio marchar con la pequeña aferrada de sus faldas, el rostro crispado y las lágrimas distorsionando una imagen impresa para siempre en su memoria.

Nunca regresó. Sus promesas de una vida mejor, sus sueños cimentados en las grandes casonas de Gordexola, en el incontestable triunfo cubano de los Arechabala, se diluyeron en el vacío de su ausencia. La quimera del bienestar dejó pasó a la lucha cotidiana por ofrecer a sus hijas algo semejante a una vida. El caserío, sus paredes raídas y sus techos bajos, sus prados escarchados y su corral alfombrado de excrementos fueron, desde entonces, la única certeza. La soledad se cerró sobre el silencio de los campos, y la esperanza comenzó a languidecer como una polilla en una botella.

Los párpados le pesaban. Le pesaban las manos, deformes de artrosis y edad. El frío del hogar vacío traspasaba la tela de la blusa. Se arrebujó en el chal y cerró los ojos. Descansaría, aunque solo fuera unos minutos, antes de subir a encender el fuego del piso superior. Solo unos minutos.

Le despertó la sensación imposible de estar siendo observada. Una sensación imposible, pero real. Tan real como los fantasmas que poblaban las esquinas, como los recuerdos indelebles de su cerebro. Y cuando abrió los ojos, lo vio. Serio, como siempre. La txapela ladeada sobre las cejas pobladas, los labios delgados intentando esbozar una sonrisa apenas perfilada. En sus ojos brillaba la alegría, y su rostro, tan joven como la mañana en que lo vio partir, delataba una ansiedad mal contenida.

—Hola, maitia.Hasta la voz era la misma. Ruda, seca, buscando camuflar la vergüenza en una

hosquedad falsa.—Estás empapado.Ernesto asintió sin palabras. El agua resbalaba por sus ropas, goteaba desde el extremo

del abrigo, anegaba los cabellos enmarañados y caía al suelo dibujando un charco oscuro donde nada se reflejaba.

—El barco se hundió. Las palabras brotaban despacio, con la dificultad de lustros de silencio, con la parquedad

de entonces, del domingo en que se atrevió a proponerle matrimonio a la puerta de la iglesia.—Por eso no volviste.

—Volví. Siempre estuve contigo. Pero tú no me veías. Dio un paso adelante y, con la misma timidez de entonces, extendió una mano.

Bixenta la tomó entre las suyas y se incorporó sin esfuerzo, sin dolor de huesos ni quejidos de articulaciones. Con una sonrisa, permitió que la envolviera en un abrazo cincuenta años pospuesto, cerró los ojos, y se abandonó a la sima de sus besos.

Cuando, dos horas más tarde, regresaron los turistas, encontraron a la vieja Bixenta muerta en la mecedora, los brazos cruzados sobre el pecho, algo semejante a la felicidad en el rostro marmóreo. En el centro de la cocina, frente al cuerpo de la anciana, había un charco. Y en el aire flotaba un aroma extraño de salitre, mar abierto, sueños y reencuentros.

EL TIEMPO DISTINTO

El papel parece una pista de nieve virgen, hermosa, sobre la cual aparecen palabras escritas con precipitación, palabras que hacen pensar en las huellas de las gaviotas en la orilla. Es muy tarde, y en la televisión muda una mujer bien peinada, calzada con unos zapatos de tacón, pasa un aspirador sobre una alfombra mullida. Miro la televisión y fumo lentamente dejando que el salón se llene de humo. Aspirador escoba, leo. No necesita bolsa, recogido de cable automático, diversos accesorios. Antes cien, ahora sólo sesenta y nueve euros, gastos de envío incluidos. La mujer parece lista para ir a una fiesta, pero quizás la verdadera fiesta consiste en estar ahí, en tener esa casa –y todo lo que conlleva, marido, hijos, un perro quizás, plantas y varios mandos que permanecerán ordenados sobre la mesita de cristal-, y sobre todo en poseer ese aspirador. Por eso la mujer está tan feliz y se mueve con gracia sobre esos espectaculares tacones que aplastan la alfombra dejando su huella momentáneamente. De repente empiezo a llorar, llena de rabia hacia esa mujer que guarda el aspirador en un armarito. Me veo reflejada en la ventana. Me veo hermosa, a pesar del cansancio del día, de las ojeras, con este pijama heredado de Iván, a pesar del pelo despeinado. Pero él no está aquí para verme, para recoger mi pelo y secarme la nariz con un pañuelo de papel. No está para decirme que me equivoco, que una vez más me equivoco. Porque Iván me quiere. Me quiere, escribo y al hacerlo respiro profundamente, recreándome en esa sensación de consuelo, de paz.

No llegas, amor, y yo me ahogo en esta habitación, en esta casa, en esta ciudad. escribo. Deseo correr, irme de aquí. Deseo conducir hasta otra ciudad, deteniéndome en las gasolineras que hay en las autovías para comprar donuts y Coca-Cola. Para comprar chicles de menta, más cigarrillos, alguna revista, como si fuera a hacer un viaje. Pero no puedo alejarme de ti. No hay placer en esa huida, sólo rencor. Y mucha lástima. Y muchas ganas de regresar, incluso ahora que todavía no me he ido. No puedo hacerlo, porque si tú volvieras... Y si tuvieras una explicación creíble. Incluso increíble. Dónde están mi orgullo y mi autoestima…, escribo.

En la pantalla un hombre musculoso, con un corte de pelo estilo años ochenta, ha sustituido a la mujer de los tacones. Tiene el torso desnudo y lleva unos graciosos pantalones deportivos con los que hace flexiones sobre un banco de gimnasia. Banco de musculación Luxury Inversion, leo. Antes cuatrocientos cuarenta y cinco, ahora sólo ciento cincuenta y nueve euros. El hombre hace las flexiones con facilidad, manteniendo su sonrisa –tiene unos dientes falsos, que hacen pensar en implantes o algo artificial-. Tiene cierto parecido con Michael Knight, el protagonista del coche fantástico, aquella serie antigua de televisión. Móntate en mi coche, nena, y vayamos a dar un paseo, parece decirme Knight. Déjame, Michael, yo no soy como él, escribo. Y Knight, con un gesto de sentida contrariedad –pudo haber algo grande entre nosotros, querida, pero nuestros destinos son otros-, se monta en su coche y se aleja. Knight se va, con su coche, con sus flexiones, con su pelo ondulado gracias a una buena dosis de laca, Yo no soy como él, repito, y siento un escalofrío. Pero no es fácil vivir así, envenenada, continúo escribiendo.

El tiempo transcurre lentamente. El tiempo de la noche es un tiempo distinto, ya lo dicen los enfermos terminales, los condenados del corredor de la muerte, los deprimidos, los hombres lobo. Durante la noche las pesadillas son muy reales, los problemas se magnifican,

los pájaros de los malos augurios sobrevuelan todas las casas. El tiempo pasa y cada segundo es una patada en mi estómago, una patada sádica, tic, terrible, tac. Dolorosa, tic. Cruel, tac. Y me retuerzo. ¿Dónde estás?, escribo. ¿Realmente me has abandonado?

Durante unos minutos alguien vende cafeteras, máquinas para masajear las piernas, y unos cajones de tela en los que guardar los trapos de cocina o los calcetines o cualquier cosa pequeña que no pese mucho. Y miro la pantalla sin ver realmente nada. Sin apreciar las ventajas de esos productos que consumen los insomnes y los desquiciados. Hasta que un hombre enseña un producto nuevo que atrapa mi atención. Ese engendro de metal es una barbacoa portátil. Una barbacoa de balcón. Y siento deseos de reír, pero no puedo. Hay algo patético en esa barbacoa que cuelga de la barandilla como si fuera un macetero, y sobre la cual el vendedor, tan contento, hace unas costillas. Pero no tiene gracia, ni siquiera me parece ya patético, sino triste. Tristísimo. Y también me da pena ese hombre, que tiene aspecto de tener hijos, por lo menos dos. Y me lo imagino despidiéndose de ellos por la mañana, adiós chicos, papá se va a trabajar. Y luego allí, grabando, con esa mierda de barbacoa ridícula, barbacoa para la gente que no tiene jardín, pero sueña con un jardín. Gente dispuesta a comerse sus chuletas, a pesar de molestar a las terrazas vecinas. O quizás, me digo, debería admirar a la gente que pelea por sus sueños, aunque sean unos sueños de mierda. A esos pequeños héroes que convierten una terraza de tres metros cuadrados en un lugar digno de una minibarbacoa, y comen allí, de pie, con sus platos de plástico, y sus servilletas, y sus dedos mugrientos, sus chorizos, sus salchichas. Se le acabaron las excusas para invitar a sus amigos este verano, dice la publicidad.

Sueños. Sueños grandes y pequeños. ¿Qué es el amor sino un sueño?, escribo. Es un anhelo, algo que se escapa, está pero ya no está. Se ha ido o se está yendo, a cada momento. Quedan los recuerdos, y las fotografías, y otras huellas de momentos felices, o aparentemente felices porque ya nadie recuerda casi nada, y sólo quedan esas sonrisas delante de la cámara. Que al menos parezca que mereció la pena, es la consigna general. Y así, cuando nos volvamos a ver, tan jóvenes, un poco feos con esa ropa pasada de moda, con esas gafas tan horribles, pensaremos que todo fue mejor de lo que fue. Porque luego vino la vida, la vida de verdad. Y el amor mutó y se transformó en esa sensación de no estar solo, de compartir al menos hipotecas y recibos. De compartir el espacio y la rutina de bajar y subir cosas del trastero, de organizar carpetas en las que se guardan la póliza del seguro y la de asistencia médica privada. De hacer una vida en común. Por eso son tan importantes, ahora lo entiendo, el aspirador o la barbacoa, o cualquier elemento que apuntale esa vida, las vidas de los insomnes. Mi vida que es la vida con Iván, porque entre toda esta confusión, en medio de todo mi dolor, ésa es la única certeza.

Porque amo a Iván. Le necesito y no soporto la idea de perderle, como lo estoy perdiendo esta larga noche. La primera noche que él no ha vuelto a casa. ¿Dónde estás Iván? Paseo por el pasillo descalza, me dejo las uñas arañando las paredes. Está con ella. Lo sé, aunque él lo niegue una y otra vez, y disimule, y finja. Todavía no he descubierto quién es. ¿La conoceré? Pienso en las mujeres de los amigos con los que salimos de vez en cuando. Pienso en cada una de ellas y las veo desnudas, en posturas obscenas, abriendo muchos las piernas, diciendo palabras soeces a media voz. Quizás es alguien a quien Iván conoció en el trabajo -¿Cuántos años tendrá? ¿Cómo será? ¿Será muy guapa? ¿Más guapa que yo?-. Por primera vez se ha atrevido a quedarse en su casa. Dormirá con ella. No ha resistido la tenacidad de sus abrazos y se ha dejado embaucar por el deseo que no se agota, por el placer que ella le reclama. Y una vez dado el primer paso, sólo queda seguir el camino.

Las lágrimas me corren por las mejillas y me agarro desesperada a los quicios de las puertas. Gaspar, el gato siamés, se asoma al pasillo. Se ha despertado y me mira con aire curioso. Camina con gracia, me acaricia los tobillos como si quisiera consolarme. Me dejo caer de rodillas y abrazo al animal. Se ha ido, le digo. Los ojos de Gaspar me miran incrédulos. Ya te había dicho que un día sucedería. Maúlla. Maldito gato. ¿Acaso no me cree? Está con ella -le susurro-. Nos ha dejado solos, digo rompiendo en sollozos.

Vuelvo al salón, me siento en el sofá y el gato descansa en mi regazo. Gaspar tiene ocho años, lo encontramos en la calle abandonado, entonces no pesaba más de trescientos gramos y entraba en el hueco de las manos. Me gustaría saber qué opina el gato de lo que está sucediendo, él que lo ha visto todo, él que nos conoce tan bien. Pero el gato dormita tranquilo. Este gato tonto no sabe lo que es el amor, ni el desamor, ni la sensación de que una corriente te arrastre al desagüe general de la vida. Te tragará ese agujero y luego no habrá otra que dejarse arrastrar por las cloacas, como el soldadito de plomo, desesperado, alejándose de su bailarina.

Pronto amanecerá y sé lo que eso significa. Apago la televisión en la que anuncian un calientapiés, una bolsa donde meterlos para que no se enfríen. La apago asqueada, aunque quizás tenga que comprarme un engendro así pronto. Un calientacorazones. Porque la casa estará fría. Y mi cama aún más fría. Y mis pies helados. E Iván se llevará sus cosas, todas de una vez, o quizás poco a poco. Y la casa estará revuelta, llena de cajas de cartón que intentarán mantener cierto orden. Primero los libros, la ropa, los zapatos, el despertador con radio. Y siento tanta tristeza que decido que no veré lo que va a suceder. No tengo fuerza. La poca fuerza que me queda es la que me hace apretar el cuello del animal, que se revuelve volviendo de su apacible sueño. El gato que me araña en su lucha por la vida. Pero no dudo. Ni Gaspar no yo nos merecemos esa otra vida a la que Iván nos ha relegado.

El cuerpo del gato cae sobre la alfombra. Ha llegado mi turno. Me dirijo hacia la ventana; en el exterior la oscuridad se va tiñendo de jirones de leche. Y entonces, justo cuando estoy abriendo la ventana, cuando siento ya en los dedos el frescor del tirador de aluminio, escucho el sonido de la llave que gira en la cerradura, el quejido de la puerta al abrirse. Asombrada cruzo el salón y me asomo al pasillo donde me encuentro con Iván que arrastra tras de sí un trolley. Lleva la chaqueta doblada en el brazo.

¿Qué haces levantada? -pregunta Iván, con aire cansado. Tengo la boca seca. ¿Qué te ocurre?, pregunta de nuevo. ¿Habías olvidado que estaba de viaje? ¿De viaje? Intento ordenar mi pensamiento. Recordar. A veces me cuesta tanto recordar algunas cosas. ¿Te has tomado las pastillas, Rebeca? La tensión ha desaparecido. Me he desinflado como el globo a punto de estallar que, redimido, se transforma en una piel de plástico pegajosa. Camino junto a él hacia la habitación, como si fuera su sombra. Él observa el pastillero que hay en la cómoda. ¿Seguro que te las has tomado? Tienes mala cara. Cojo la chaqueta arrugada y la cuelgo en una percha mientras él se desnuda. A través del espejo del armario veo cómo Iván deja la ropa sobre la silla y se tumba en la cama en calzoncillos, sin fuerzas para ponerse el pijama. Estoy muerto, dice con un hilo de voz-. No he pegado ojo durante el vuelo. Me acuesto a su lado, me acerco a él, lo abrazo.

¿Y Gaspar?, pregunta, sintiendo ya las dentelladas del sueño. ¡Qué raro que no haya venido a verme! No le contesto. Apoyo la cabeza en su espalda y respiro profundamente. El mundo se ordena. El mundo gira al ritmo de la respiración de Iván, al ritmo de su corazón. El mundo es un lugar habitable, hermoso, iluminado por el sol. Pienso en el aspirador, en la

barbacoa portátil, en el calientapiés y sonrío. Estoy a punto incluso de reírme, pero no lo hago para no molestar a Iván. ¡Un calientapiés! Me parece todo tan gracioso. Tan divertido. Pero tengo que descansar, como descansa Iván que ya se ha dormido.

Duermo en paz mientras amanece sobre la ciudad y los primeros autobuses abandonan las cocheras y los servicios de emergencia del hospital se preparan para el cambio de turno. Y sueño que el tiempo se detiene. Los relojes no avanzan, los coches permanecen quietos en las autopistas, los aviones suspendidos del cielo. Una niña levita a varios centímetros sobre el suelo, mientras otras dos niñas, con sus gestos congelados como estatuas, impulsan una cuerda que forma una onda siniestra dibujada contra el horizonte. El tiempo se ha detenido y eso quiere decir que no existe el mañana. Y tampoco el ayer, ese tiempo de miedo y angustia. Tan sólo existe el ahora, el momento en que mis dedos permanecen apoyados en la piel de Iván. Diez pequeñas huellas. Diez puntos de unión. Y dormida sonrío, sintiendo el bienestar que me produce la respiración profunda de Iván. El calor de mi hombre en mi cama.

HILETARIA

Egun hartan gozatu nuen gutxitan bezala. Aspaldi ez nintzen antzokira joaten, eta benetan ikusgarria begitandu zitzaidan. Antzezlan moderno horietako bat izan zen, airea hartu arte nahiko aldrebesa, baina amaierarako zoragarria iruditu barik atsegin eta gozamen handiz utzi ninduena. Hori dela eta, handik aurrera antzerki gehiago ikusi behar nuela deliberatu nuen. Eta egia esan, denbora guzti honetan denetarik ikusi dut. Antzezlan klasikoak, esperimentalak, surrealistak… Eta guztietatik zerbait atera dut, batzuetan museora joan eta ezer esaten ez dizun koadro baten aurrean zaudenean bezala geratzen nintzen arren. Eta kasu horietan ere horixe ateratzen nuen garbi bederen.

Gaztetan ere joaten nintzen antzerkira, Josunerekin. Garai polita izan zen hura. Hainbat urtez egon ginen ezkongai, eta ezkondu ere egin ginen. Baina gauzak ez ziren joan berak espero bezala. Egia esan, ez dakit zergatik ezkondu ginen. Ez genuen uste bezain ondo elkar ezagutzen. Berak seme—alabak izan nahi zituen. Halakorik, ordea, ez zen nire planetan sartzen; eta hala, hainbat luzapen eman ostean, inoiz heltzen ez zen erabakia itxaroteaz gogaituta nire bizitzatik alde egin zuen. Geroago berriro ezkondu eta seme—alabak izan zituela entzun nuen. Inoiz ez diot maitatzeari utzi, eta benetan poztu nintzen bere amatasuna asebete zuela jakitean. Neuk ere jarraitu nuen nire bizitzarekin. Lanean zentratu nintzen, eta hurrengo urteetan beste ezeri erreparatu barik horri ekin nion buru—belarri, jubilatu nintzen arte. Une hori heldu zenean, ordea, egunak amaiezinak egiten hasi zitzaizkidan, eta hor konturatu nintzen bakarrik nengoela. Gurasoak aspaldi joan ziren. Antzinako lagunek beren bizitzak, beren familiak zituzten. Bestetik, neuk ere ez nuen neure burua jubilatu—etxeetan antolatzen diren ekitaldietan ikusten. Horregatik, egun batean asmo finkorik gabe etxean internet arakatzen ari nintzela, hiriak daukan kultur agendarekin topo egin nuenean, miretsita geratu nintzen antzezlan eskaintza oparoarekin. Eta berriro lotu nintzaion antzinako zaletasun hari.

Halako batean, antzokian nengoela, deia bat jaso nuen. Martinen ama zendu zen. Hileta hurrengo egunean izango zen 19:30etan. Inoiz ez ditut hiletak atsegin, baina Martin betiko laguna zen, eta aspaldi ez ikusi arren, horrelako egoeretan egon behar da, jakina. Elizaren atarira heldu nintzenean, betiko lagunak aurkitu nituen. Aspaldi elkar ikusten ez genuenez, bikotekideaz, seme—alabez, bilobez aritu ziren denbora osoan. Neuk, jakina, horretaz ez neukan ezer kontatzeko; eta egia esateko, ez nintzen egoera hartan batere gozo sentitzen. Horregatik, meza hasi zenean arinduta sentitu nintzen. Guztiei primeran zihoakien. Guztiek zituzten seme-alabak lanpostu onetan. Eta bilobei buruz zer esan! Horiek etxe guztietako pizgarriak ziren. Hantxe bitxi bakarra neu nintzen. Dena den, ez naiz inozoa. Eta badakit lagunek esandako guztia ez zela zirudien bezain polita. Guztien egoera ez zen suziriak botatzeko modukoa, ezta gutxiago ere. Baina tira, ni ez naiz nor besteen bizipenak edo sentimenduak zalantzan jarri edo kritikatzeko.

Kontua da apeza Martinen amaren bizitzari errepasoa egiten hasi zitzaionean, egundoko tristura sartu zitzaidala. Normalean nire sentimenduak nahiko ondo ezkutatzen dituen pertsona naiz, baina egun hartan inoiz ez bezalako estualdi bortitz batek hartu ninduen. Eta han, nire berokian bilduta, malkoak isurtzen hasi nintzen. Negar egiteko gogoari eutsi nahi izan nion arren, ezinezkoa izan zitzaidan. Hasieran, beste edonori gerta dakiokeen bezala, negar-zotin isila

izan zen, baina pixkanaka areagotuz joan zitzaidan, harik eta era kontrolaezinean nire begietatik malko errekak isuri ziren arte. Nire ezkerrean eserita neukan lagun baten emazteak, Susana izenekoak, nire saminez ohartuta, bere eskua nirearen gainean jarri eta estutu egin zuen. Nire gibelean eserita neukan beste lagun baten eskua ere sumatu nuen sorbaldan. Eta bakea emateko unean Susanaren musuek eta eskuman nuen lagunaren besarkadak zinez kontsolatu egin ninduten. Meza bukatu zenean, artean lasaitu barik, nire doluminak ematera Martinengana hurbiltzean, berriro ere estura hura azaleratu zitzaidan eta ozta-ozta besarkatu nuen laguna negar-malkotan urtu baino lehen.

Ikustekoa zen nola saiatzen zen Martin ni kontsolatzen, aldrebes izan beharrean. Esan behar dut une hura aski lotsagarria izan zela niretzat, egoera hura ulertuko ez zuen jende ezagun asko bainuen inguruan; baina bestetik, izan nuen sentsazioa zoragarria izan zen. Ez nago ohituta kontaktu fisikora, edo ahaztuta daukat. Ez dakit nola esan. Baina egun hartan besteek izan zuten nirekiko jarrera abegikor eta bihozberak adoretu ninduen, ondo sentiarazi ninduen, inoiz ez bezala, eta etxera erretiratu nintzenean bestela sentitu nintzen, osoago, beteago.

Harrezkero, neure buruari zin egin nion lagunekiko harremana berritu eta sendotuko nuela. Gerora, denborak erakutsi dit gauzak ezin direla behartu, berez atera behar direla. Eta, jakina, egun denok daukagu bizitza era batean antolatuta, eta askotan, hasiera batean oso asmo onak baditugu ere, indarge edo gogo ezagatik, betidanik ezagutzen dugunari, alegia, egunerokotasunari eusten diogu, beste ezertarako zirrikiturik utzi barik. Horregatik, arrazoi batzuk eta beste tartean Martinen amaren hiletan neure egin nuen asmoa mamitzen hasi baino lehen zapuztu egin zitzaidanean, berriro azken bolada hartan nolabait asetzen ninduen zaletasunari, hau da, antzerkiari heldu nion tinkoago.

Egun batean Goetheren oilhua antzezlana ikusten ari nintzela —errealitatean ez da antzezlana, literatura eta bertsolaritza uztartzen dituen ikuskizuna baizik. Bertan, idazle batek narrazio zatiak irakurri ahala, bertsolariak irakurritakoaren inguruko bertsoak inprobisatu behar ditu—, bururatu zitzaidan Martinen amaren hiletan suertatu zitzaidana gai polita izango zela istorio bat idazteko nahiz bertsolariek bere trebezia erakusteko. Ikuskizunaren ostean, etxerantz nindoala, ideiari bueltaka nenbilkion San Nikolas elizaren inguruan jende multzo handia topo egin nuenean. Ostegun arratsaldea zen, 8:30ak. “Hileta baino ezin da izan!”, pentsatu nuen neure bostean. Bihozkada batek jota elizaren atarira hurbildu nintzen, ea hildakoa ezagutzen nuen. Ezaguna ez zela ikustean, hasperen luze bat bota, eta buelta erdia eman nuen handik alde egin nahian, baina beste zerbaitek bultzatuta ostera biratu eta elizan sartu nintzen. Ingurura begiratu nuen. Ez nuen inor ezagutzen. Hutsune nahikoa zegoen artean, eta elizaren erdialdetik aurrera eseri nintzen.

Apeza hizketan hasi zenean, aurreko hiletan izan nituen sentsazio berdinak pixkanaka azaleratu zitzaizkidan. Hasieran, lehenengo malkoak aurpegiratzeko ahalegin handia egin behar izan banuen ere, hortik aurrera, dena errazago suertatu zen, malkoei, negar-zotinek eta lantuek erraz jarraitu baitzieten. Berehala, alboan nuen andre batek besotik estu hartu ninduen, eta beste aldean nuen gizonak zapladatxo batzuk eman zizkidan bizkarrean. Mezaren amaieran alargunagana hurbildu nintzenean, nire bisaia ikustean bere besoen artean hartu, eta inork egin ez duen bezala kontsolatu ninduen. Egun horretan ere, Martinen amaren hiletan bezala, lasai joan nintzen etxera, asebeteta nire beharra.

Handik gutxira besteen afektibitatea, gupida, onespena behar nuela konturatu nintzen. Eta hori guztia besarkada bezalako keinu xume bezain esanguratsu batekin betetzen zela.

Horregatik, ondo sentitzeko besarkadak eta maitasun keinuak behar nituela jakitun, nire betiko zaletasunari beste bat gehitu nion. Hiletetara joatea.

Ez zen aurrez pentsatutako kontua izan. Beste egun batean, antzezlan bat ikustetik nentorrela, neure burua noraezean topatu nuen, harik eta nire urratsek beste eliza baten atariraino eraman ninduten arte. Eta hor jakin nuen besteak behar nituela, gainontzekoen kontaktua behar nuela bizirik sentitzeko. Horretaz konturatzea gogorra izan zen niretzat, hainbat urtetan bakarrik bizi izan ostean, inoren beharra ez nuelako uste sendoa bainuen. Uste hori, ordea, denborarekin berezko indarra galtzen joan zen, eta beldur ikaragarria hartu nion etxeari, bertara ailegatzean bakarrik egoteari.

Hala, batetik nire beldurrak eta bestetik hiletetara joateak ekartzen zizkidan onurak ikusita, nire jarduna profesionalizatu nuen. Egunero ez neukan antzerkiak ikustera joaterik. Nire diru-sarrerek ez dute horrenbesterako ematen, eta egunero ere antzezlanik ez da egoten. Hiletak, ordea, maiz izaten dira eta doan, gainera. Hortaz, egunkaria goizero erosten hasi nintzen. Eskelen atalean irekitzen nuen, eta hileta bat aukeratzen nuen. Arreta berezia jartzen nuen elizak aukeratzen. Ez nuen susmorik sortu nahi, eta horregatik astean zehar elizarik ez errepikatzeko deliberoa hartu nuen. Antzezpena ere profesionalizatu nuen, eta nire samina azaleratzeko orduan aldi oro nuen buruan antzerki-lanetan mila bider antzezleei ikusia niena. Hala, eskimalek elur mota guztiak ezagutzen dituzten bezala, nik malko eta lantu mota guztiak menperatzera heldu nintzen. Bai. Penaren, minaren, negarraren profesionala bihurtu nintzen. Elizaren uztarriaren menpe bizi ginen garaiko auhendariak edo hiletariak egun existituko balira, eta kontratatu ahal izango balira, ziur neu gutiziatuenetakoa izango nintzatekeela. Eta eskubide osoz, gainera, negarra menperatzea ez baita kontu samurra. Egia da, bestalde, negarra eragitea errazagoa dela barrea baino. Horixe esaten dute behintzat kontu hauetako adituek. Baina ez diot meriturik kenduko menperatzen eta perfekzionatzen denbora luze eman dudan abilezia honi.

Horrela, elizaz eliza ibiltzen hasi nintzen nire afektibitate beharra, nire hutsunea betetzen. Besarkadak, erruki hitzak dena ziren niretzat. Nire bakardadearen gaua estualdirik gabe pasatzen laguntzen zidaten. Baina azken bolada honetan nire baitan zerbait aldatzen hasi da. Azken hiletako batean suertatu zen. Beti bezala, egunkaria hartu nuen, eta eguneko albisteei birpasa azkarra eman ostean, eskelen orrialdera jo nuen. Ohi lez, hainbat aukera zeuden, eta haien artean inoiz egon ez nintzen eliza bateko hileta hautatu nuen. Eliza hiriaren beste muturrean zegoen, eta haraino hurbiltzeko metroz joatea erabaki nuen. Tenpluak ez zeukan ezer berezirik. Are gehiago, ezer esaten ez duten eliza moderno horietakoa zen, etxebizitza-eraikin baten behealdean txertatuta. Hasieran topatzea kostatu zitzaidan, baina berehala jende-meta batek adierazi zidan lekua. Sartu nintzenean, alarguna eta senideak aurreko eserlekuetan zeuden. Artean goiz zen, eta beraien atzean ez zegoen inor. Hala, nire saioa errealismo handiagoz jantzi nahian, aurrerantz jo nuen eta familiatik bi bankutara eseri nintzen. Eliza pixkanaka mukuru bete egin zen, eta hantxe mahairatu nuen nire trebezia guztia. Senideak ez ziren ezertaz konturatu, baina nire inguruan zegoen jendeak, familiakoa nintzela sinetsita, inoiz baino xera eta laztan gehiago eman zidan. Dena ohi bezala zihoan, alargunari doluminak ematera hurbildu nintzaion arte, egundoko ezustekoa hartu bainuen. Ilaratik atera eta handik ihes egiten ere saiatu nintzen, baina horren aurrean esertzean, ez nuen horretarako betarik izan, eta konturatu nintzenerako nire emazte ohiaren parean nengoen, Josuneren parean. Ikusi ninduenean, harridura aurpegiaz so egin zidan.

—Eskerrik asko etortzeagatik! –esan zidan, malkoen artean irribarre txiki bat ezpain-ertzean marrazten zitzaiola.

—Jakin nuenean… —gezurra esan nion, trakets besarkatzen nuela. Hura inoiz egin dudan antzezpen txarrena izan zen. Zeharo jokoz kanpo nengoen, are gehiago elizatik at itxaroteko eskatu zidanean. Baina nork esan behar zidan Josune topatuko nuela hileta hartan? Kanpoan ez genuen luze jo. Ez zen momentua, gainera. Bere bisita-txartela eman zidan. Deitzeko. Ondo legokeela egun batean geratzea, mintzatzea.

Eta orain, hementxe nago, etxean. Sukaldeko mahaian, egunkariko eskelen orria alde batean, eta Josuneren bisita-txartela bestean. Harrezkero, ez dut eliza bat ere zapaldu. Ez dakit. Josune topatu nuenetik, etengabeko ezbaian nago. Zer egin? Deitu ala ez deitu? Zertarako, ordea? Halere, nire baitan zerbaitek deitu behar diodala esaten dit, baina…

Dena dela, behar besteko adorea bildu bitartean, dagoeneko antzerkiaren beste teknika batzuk ikasten eta hobetzen hasi naiz. Beharrik! Nola sortu irribarrea.