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WEIRD TALES DE LHORK NÚMERO 37 EL ESPÍRITU DEL LEÓN. RELATO DE JOSÉ FCO. SASTRE GARCÍA · LOS HABITANTES DEL POZO, RELATO DE ABRAHAM MERRIT · LA SOMBRA DEL BUITRE., RELATO DE ROBERT E. HOWARD ARTÍCULOS DE EUGENIO FRAILE LA OSSA,AUGUSTO URIBE, JOSÉ FCO. SASTRE GARCÍA, MANUEL BER- LANGA Y FCO. JAVIER HERNÁNDEZ

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Page 1: WEIRD TALES DE LHORK NÚMERO 37circulodelhork.esy.es/wt_de_lhork_37.pdf · Cortina, Oscar Mariscal Aranda, Eva Mª Sastre García, Daniel Alonso Rivero. Colaboradores en este número:

WEIRD TALES DE LHORK NÚMERO 37

El Espíritu dEl lEón. RELATO DE JOsé FcO. sAsTRE GARcíA · los HabitantEs dEl pozo, RELATO DE AbRAhAm mERRiT · la sombra dEl buitrE., RELATO DE RObERT E. hOwARD

ARTícULOs DE EUGEniO FRAiLE LA OssA, AUGUsTO URibE, JOsé FcO. sAsTRE GARcíA, mAnUEL bER-LAnGA y FcO. JAviER hERnánDEz

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1Weird Tales de Lhork

EDITORIAL

Henos aquí con un nuevo número más. Seguimos transitando la senda de los géneros fantásticos que otrora holla-

ron y nos abrieron los autores de la literatura más imaginativa.

Desde nuestra publicación, convertida ami-go lector en tu atalaya abierta a los Mundos de la Fantasía, es nuestro mayor deseo poder aportar el mejor material literario posible y ofrecer momentos únicos de entretenimiento y placer a los lectores.

En este número caminaremos por el oscu-ro corazón de las tinieblas con espíritu de león de la mano del mejor guía de mundos fantás-ticos.

Conoceremos atemorizados lo que se oculta tras una leyenda sangrienta y nos retrotraeremos hacia nuestra memoria racial más tenebrosa y olvidada en las brumas de tiempos pasados.

Nos asomaremos a profundos pozos de maldad y horror que ya eran viejos antes de que una vacilante Humanidad diera sus primeros pasos por la Tierra.

Seguiremos ahondando en la desconocida mente del creador de los Mi-tos de Chtulhu tras seres ocultos.

Navegaremos con bribones y ladrones en galeras de negras velas hacia un antiguo continente hundido en procelosos océanos y cabalgaremos tras la sangrienta sombra de un buitre en busca de un imperio de conquista cons-truido con espadas y fuego.

Y cuando hayamos de enfrentarnos a los mil y un peligros que acechan tras estas páginas nuestro puño será de hierro al igual que nuestro temple indomable.

He aquí pues, amigo lector, el horizonte que vislumbraras desde esta ata-laya.

¿Te atreverás a ir Más Allá?

Eugenio FraileEditor WT de Lhork

Edición de la revista y coordinación general de las actividades del Círculo de Lhork: Eugenio Fraile. Edi-ción y Maquetación: Mario Moreno Cortina. Soporte informático: «Weird Tales de Lhork Ediciones».

Redacción: Eugenio Fraile la Ossa, Fco. Javier Hernández Pérez, Carlos Saíz Cidoncha, Fco. José Sastre García, Fco. José de Pablo Muñoz, Francisco Arellano Selma, Mario Moreno Cortina, Oscar Mariscal Aranda, Eva Mª Sastre García, Daniel Alonso Rivero.

Colaboradores en este número: Augusto Uribe y Manuel Berlanga.

Diseño Logo Revista: David Fraile. Ilustración Logo Editorial: Nacho Merayo

Ilustración de cubierta: Ropart (Deviantart).Ilustración de contracubierta: Daarken (Deviantart).

Toda la correspondencia, pedidos, colabo-raciones y suscripciones, deben dirigirse a:

Eugenio Fraile La Ossa. E-mail: [email protected]

Web de la revista: circulodelhork.nixiweb.com

SUMARIO

Editorial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1El Corazón de la Tinieblas y su Oscuro reflejoen el Séptimo Arte . Eugenio Fraile La Ossa . . . . .2El Espíritu del León . José Fco. Sastre García . . . .10Las Novelas Fantásticas de Rider Haggard . Augusto Uribe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .26Leyenda Sangrienta . José Fco. Sastre García . . . .36Memoria Racial en Howard . Eugenio Fraile La Ossa . . . . . . . . . . . . . . . . . . .62Los Habitantes del Pozo . Abraham Merrit . . . . .71Howard Philipp Lovecraft . José Fco. Sastre García . . .79Los Ocultos . Eugenio Fraile La Ossa . . . . . . . . . 82Fafhrd y el Ratonero Gris . Regreso a Lankhmar . Manuel Berlanga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .83La Sombra del Buitre . Robert E. Howard . . . . . .86Puño de Hierro . El Arma Viviente . Fco. Javier Hernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107Novedades editoriales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

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2 Weird Tales de Lhork

Textos: Eugenio FraileImagen de cabecera: In The Jungle Mom

(www .layoutsparks .com)Imágenes: Archivo Weird Tales de Lhork

Eugenio Fraile La Ossa

“La barbarie es el estado natural de la humanidad [ . . .] La civilización, en cambio, es artificial, es un capricho de los tiempos . La barbarie ha de

triunfar siempre al final” .Robert E. Howard. “Más Allá del Río Negro”

1– La novela

E l Corazón de las Tinieblas”, escrita entre 1898 y 1899 por Joseph Conrad, no es una novela tan ambiciosa como las monumentales “Lord Jim” o “Nostromo”, pero es seguramente una de las más significativas y perfec-

tas de la vasta escritura de este autor. Es, como le gustaban a Conrad, un re-lato de marinero, contado con un ritmo oral «que apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas, a nuestros sentimientos de piedad y de belleza» (prefacio de El negro del Narcis-sus). Una historia con el color de la pintura y el sonido de la música, que recu-pera además la experiencia personal de un viaje al Congo que no iba a olvidar fácilmente (a Edward Garnett reconoció Conrad la impresión fundamental de esa aventura: «antes del Congo yo no era más que un simple animal»). En la desembocadura del Támesis, mientras cae el crepúsculo, Marlow cuenta a unos compañeros su viaje a África, en busca de Kurtz, agente comercial que está enviando a su compañía ingentes cantidades de marfil. El viaje de Marlow es una odisea: el barco en el que navegan es viejo, el río peligroso, acechado de nativos que atacan en los recodos, el calor insoportable... Marlow avanza obsesionado por Kurtz, del cual se va formando una imagen contradictoria y mitificada. Otros empleados le van describiendo los rasgos y atributos del agente: voz profunda y potentísima, elevada estatura, ojos fulminantes, mente lúcida y voluntad indomable que le permite recolectar más marfil que todos los demás agentes juntos... Por fin lo encontrará enfermo, en una choza cer-cada de cabezas humanas empaladas, adorado por tribus indígenas a las que subyuga con el terror. El extraordinario personaje que ha ido modelando la imaginación de Marlow se erige ahora en símbolo de la corrupción y la entrega a la barbarie ancestral, impulsado por un ansia ilimitada de poder y riqueza, enfrentado consigo mismo en la soledad y vencido por la influencia de lo salvaje: «La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía

El corazón dE las tiniEblas y su oscuro rEflEjo En El séptimo artE

(HEart of darknEss)

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idea. Al quedarse solo en la selva había mirado a su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y bruta-les instintos, recuerdos de pasiones monstruosas». Kurtz ha rendido su humanidad y se ha convertido en un depredador que somete a castigos brutales a los nativos rebeldes («no había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le antojara») y cuyo mundo solo conoce ya «el ho-rror» (palabras finales que pronunciará en su ago-nía). El universo que rodea a Kurtz es igualmente terrible y absurdo: indígenas y colonizadores per-tenecen al caos, a una máquina desquiciada por la degradación: «Veía la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los ra-yos del sol. Caminaban de un lado para otro con sus absurdos palos en la mano, como peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Un tinte de imbécil ra-pacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver». La novela puede leerse (lo es en parte) como alegato contra la coloniza-ción del Congo, pero su reflexión moral va más allá de una situación histórica concreta. Kurtz llega a África iluminado de ideales de progreso.

Redacta una guía para orientar el recto diseño del comercio y la tarea civilizadora: «Cada esta-ción de la compañía debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia co-sas mejores». Sin embargo la luz sucumbe ante las tinieblas: el hombre «civilizado» oculta bajo una frágil superficie bestiales instintos que salen a flote en contacto con ese mundo fuera del tiempo, su-mergido en la penumbra de la floresta primitiva. El viaje de Kurtz (que Marlow reproduce) es un viaje a los infiernos, un descenso por el río del olvido: «Remontar aquel río era como volver a los inicios

de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra. Una corriente vacía, un gran si-lencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto en la penumbra de las grandes exten-siones. Uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez cono-cidas. Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. A veces, por la noche, un redoble de tambores, detrás de la cortina vegetal, corría por el río. Tuve la sensación de haber pues-to el pie en algún tenebroso círculo del infierno». Marlow, uno de esos personajes de Conrad (como el arquetípico Lord Jim) que edifican su vida sobre la estricta dignidad y el deber y que forma parte de la raza de los hombres íntegros, consigue salir entero de este infierno, pero no sucede lo mis-mo con Kurtz. Pues la tiniebla no está solo en la selva hostil poblada de hipopótamos y cocodrilos. La fuente última de la oscuridad es otra, es «el mal escondido en las profundas tinieblas del cora-zón humano». Kurtz no ha sido capaz de mante-ner la fatigosa disciplina necesaria para conservar su conciencia moral, su entidad humana, y en su búsqueda de la luz ha llegado a un territorio en el que late sin cesar, como los tambores caníbales que baten en la selva, el verdadero corazón de las tinieblas, el oscuro corazón del hombre.

2– Películas de tinieblasLa novela de Conrad tuvo también posterior-

mente mucha influencia en diversos filmes que se impregnaron, en mayor o menor medida, en sus argumentos e interpretaciones artísticas de la os-curidad narrativa que la novela transmite.

CAMINO A LA JUNGLA(“The Spiral Road”.1962)Dirección: Robert MulliganIntérpretes: Rock Hudson, Burl Ives, Gena

Rowlands,

A pesar de su aparente formato como película exótica de aventuras, “Camino a la Jungla” (Ro-bert Mulligan, 1962) contiene interesantes apor-taciones sobre la lucha de la medicina contra las enfermedades infecciosas. Su título original, “The Spiral Road”, se corresponde con el de la nove-la homónima del escritor holandés Jan de Hartog que inspiró su guion y que a su vez destila claras influencias y paralelismos con la novela de Con-rad, especialmente en la relación amistad, respeto, admiración y cierta dosis de vanidad y soberbia que se profesan mutuamente los dos protagonis-tas principales en el film, el joven, brillante, altivo y soberbio Dr. Anton Drager (Rock Hudson) y el veterano, experto y testarudo médico, toda una autoridad en enfermedades tropicales, Dr. Brit Jensen (Burl Ives)

Pero además, un trasfondo metafísico y religio-so sirve para trabar la acción del film, planteando al espectador, en medio de los amenazantes tam-

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bores de la magia negra ocultos en las profundida-des de la jungal,, cuestiones tan espinosas como la existencia de Dios, la posibilidad de la redención mediante la fe, la brujería, la magia negra, el papel de la beneficencia y del altruismo en la sanidad o incluso la legitimidad de la eutanasia.

Y todo ello ambientado en los territorios comprendidos por las antiguas Indias Orienta-les Holandesas, el archipiélago formado en la ac-tualidad por Java, Sumatra, Borneo, Las Molucas, Irian Jaya (la superficie más occidental de Nueva Guinea) y Sulawesi (Islas Célebes). En la realidad, parece ser que esta película fue filmada en es-cenarios de Paramaribo (Surinam), en la antigua Guayana Holandesa.

Argumento

En 1936, arriba a Batavia, actual Yakarta (Indo-nesia), capital de la administración holandesa de aquello territorios ultramarinos, un grupo de mé-dicos dispuestos a trabajar en la Salud Nacional. Son recibidos por la plana mayor de la administra-ción sanitaria: el Dr. Kramer (Larry Gates), el Dr. Sordjano (Will Kuluva), el Dr. Martens (Robert F. Simon) y el Dr. Sander (Martin Brandt).

Dentro de los grupos de totok (recién llega-dos, novatos) está el espigado y altivo Dr. Anton Drager (Rock Hudson), portador del más laurea-do expediente. Drager no tiene ninguna intención de permanecer en Batavia, hastiado de las labo-res médicas habituales. Ambiciona triunfar como investigador en medicina tropical, y para ello consigue ser trasladado a la leprosería que diri-ge el heterodoxo Dr. Brit Jensen (Burl Ives) en la aldea de Manpuko (Islas Célebes). Drager desea conocer de primera mano los trabajos de Jensen,

supuestamente una autoridad mundial en la ma-teria. Tras ganarse la confianza de la Sra. Kramer (Neva Patterson), que intercede ante su propio recio esposo, Anton parte con un grupo expedi-cionario hacia Las Célebes. Por cierto, sin saberlo, transporta celosamente una misteriosa carga que él sospecha como medicinas, siendo en realidad ginebra destinada a calmar la impresionante sed de su futuro huésped.

La primera enfermedad infecciosa que obser-vamos en la película es una epidemia de peste que azota a Manpuko. Con la ayuda de dinamita, Drager y Jensen destruyen todas las casas infes-tadas por una plaga de ratas negras. Los roedo-res despavoridos se precipitan en una profunda zanja donde mueren ahogadas o abrasadas por el fuego.

La rivalidad entre Drager y Jansen comienza a fraguarse cuando el primero diagnostica de lepra al Sultán de Manpuko (el veterano Edgar Stheli) al descubrirle una lesión cutánea en el dorso de la mano. Jansen, amigo y enemigo íntimo del líder indígena durante los últimos 30 años, se muestra furioso e intrigado por la supuesta habilidad del médico bisoño.

Avanzando en la trama vamos contemplando como las obsesiones y ambiciones del Dr. Drager casi le llevan a perder la razón cuando, sólo, bo-rracho y en medio de la jungla, ha de enfrentarse a Burubi (Reggie Nalder) el malvado hechicero que lleva a cabo una terrible guerra de desgaste psicológico con todos aquellos que se atreven a desafiar su magia negra armados con la medicina occidental.

Gracias a al amor sin fisuras y la fe en Dios que Els (Gena Rowlands), la prometida y futura esposa del Dr. Drager, vuelca en su atormentado esposo, conseguirá la redención final del protagonista.

AGUIRRE, LA CÓLERA DE DIOS(“Aguirre, der Zorn Gottes”.1972)Dirección: Werner Herzog.Intérpretes: Klaus Kinski, Helena Rojo, Del

Negro, Ruy Guerra .

La película del director alemán Werner Her-zog, “Aguirre, la Cólera de Dios”, producida en el año 1972, fue interpretada por el actor alemán Klaus Kinski.

Dos son los atractivos principales de esta pelí-cula supuestamente narrada a través de los escri-tos del monje Gaspar de Carvajal. Por un lado los deseos de Werner Herzog de hacer una película épica de bajo presupuesto lo que le llevó prácti-camente a rodar un documental sometido a unas terribles dificultades y en donde muchas de las cosas que suceden irrumpen por improvisación.

Aun así y llevada por una onírica banda sonora es de agradecer la maravillosa fotografía, las impo-nentes montañas, el enfurecido rio…todo ello lle-ga a dar una idea muy cercana a la realidad vivida por los protagonistas.

De otro lado el gran atractivo del filme es el genial Klaus Kinski en la primera de sus cinco co-

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laboraciones con Herzog. El actor alemán se en-cuentra en estado de gracia puesto que la inter-pretación lunática y obsesiva de Aguirre se funde con su personalidad llegándose a mezclar ambas y surgiendo de todo ello un espléndido regalo al espectador.

Esta película tiene un excepcional comple-mento en el documental “My best friend” (Mi enemigo íntimo), editado recientemente en DVD (selección Oficial de Cannes) en donde Herzog en primera persona narra su tormentosa re-lación con Kinski basada en el odio y al mismo tiempo admiración que se tributaban ambos, completamente necesarios para la obtención de magníficas películas como “Nosferatu, Vampiro de la noche”, “Fitzcarraldo”, o esta “Aguirre,la cólera de Dios”.

Argumento

Siglo XVI. Los soldados españoles a las órde-nes del gran Don Gonzalo de Pizarro prosiguen su descubridora ruta por Sudamérica, entre ellos Don Lope de Aguirre (Klaus Kinski), quien perso-naliza la espada con la cual someten con dureza a los indígenas de aquellas tierras.

Llegados a un punto acuciados por los insec-tos, la jungla y el barro la expedición se encuen-tra exhausta. Es entonces cuando Pizarro decide mandar un grupo de exploración con los más valientes soldados, con el fin de obtener alimen-tos y hallar el ansiado Dorado, todo ello bajo el mando de Don Pedro de Ursúa. Aguirre, ávido de riquezas y gloria, no tardará en rebelarse y tomar el mando de la expedición llevando a ésta bajo su locura a un viaje por el Amazonas sin retorno, quedando a merced de indígenas, enfermedades y el hambre.

APOCALYPSE NOWTítulo originalApocalypse Now (Apocalypse Now Redux)Año:1979Director: Francis Ford CoppolaGuión: John Milius & Francis Ford Cop-

pola (Novela: Joseph Conrad)Interpretes:Martin Sheen, Marlon Brando, Robert

Duvall, Frederic Forrest, Laurence Fis-hburne, Sam Bottoms, Albert Hall, Dennis Hopper, G.D Spradlin, Christian Marquand, Harrison Ford, Aurore Clément, Cynthia Wood, Colleen Camp, Damien Leake, Herb Rice, James Keane, Scott Glenn

Productora:United Artists (Omni Zoetrope Produc-

tion)

“Yo quería una misión y por mis peca-dos me dieron una”

“Apocalypse Now” es una película bélica di-rigida y producida por Francis Ford Coppola en 1979. El guion, como puede suponerse, está basa-do en toda su conceptualidad y trama en la novela “El Corazón de las Tinieblas” (Heart of Darkness), de Joseph Conrad. Si la novela de Conrad está ambientada en el África de finales del siglo XIX, en la versión de Coppola la acción se traslada a la Guerra de Vietnam.

La película ganó dos Oscar, a la mejor foto-grafía y al mejor sonido, y obtuvo seis candidatu-ras, al mejor director, a la mejor película, al mejor actor de reparto (Robert Duvall), al mejor guion adaptado, a la mejor dirección artística y al mejor montaje. También fue merecedora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de ese año.

En 2001, Coppola presentó, también en el Fes-tival de Cannes, un nuevo montaje de la película, ampliada hasta las tres horas y media de duración, con el nombre de Apocalypse Now Redux. Si la primera película se convirtió en una película de culto, la versión de 2001 logró no defraudar a la crítica ni a los antiguos admiradores.

Argumento

El capitán Willard (Martin Sheen) es envia-do a Vietnam a un lugar de la jungla donde de-berá localizar y matar al Coronel Kurtz (Marlon Brando), un ex boina verde que ha organizado su propio ejército y se deja adorar por los nativos. A medida que se adentra en la jungla en su via-je por el río, Willard, similar a un viaje iniciático donde descubrirá los demonios de su propio yo en medio del Caos y la Muerte de la jungla, se ve afectado fuertemente por los poderes de la naturaleza, por diversos conflictos bélicos, y por las infecciones y enfermedades. Sus compañeros se encuentran bajo el efecto de las drogas o sus propios miedos. Poco a poco Willard se convier-te en un hombre similar a aquel que tiene que matar.

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6 Weird Tales de Lhork

A lo largo de la historia tanto los escenarios como la acción se van volviendo cada vez menos realistas, y adquieren una complicada simbología con referencias a la obra de T. S. Eliot y a mitos referidos en “La Rama Dorada”, de James Geor-ge Frazer. Tiene momentos memorables dentro de la historia del cine, como el inicio, en el que la imagen del capitán Willard, tendido sobre la cama y mirando el ventilador de techo, se une a la de los helicópteros sobrevolando la selva y bombar-deándola con napalm, mientras la canción de The Doors, “The End”, sirve como nexo de unión y da significado a las imágenes. Memorable es también la escena en que los helicópteros del 9º Batallón de la 1ª División de Caballería (Aerotransportada) bombardean el poblado vietnamita, todo ello am-bientado con la música de Wagner, la «Cabalgata de las Valquirias», tal cual hacían los audiovisuales de la Luftwaffe, para instrucción de los cadetes. Destaca también la escena en que Willard es lle-vado ante Kurtz para ser interrogado, donde se produce una combinación de luz y sombras que ocultan parcialmente el rostro del coronel, simbo-lizando el lado bueno y el lado oscuro del corazón humano. De hecho la película trata en su trasfon-do sobre los procesos mentales y morales que se producen en personas sometidas a condiciones adversas, y cómo estas condiciones afectan de ma-nera diferente a cada uno de los personajes que aparecen, en función de su personalidad, sus actos y su conciencia.

Rodaje

El rodaje de esta película en las Islas Filipi-nas se convirtió en un verdadero infierno. De hecho cuando F.Coppola la presentó en Can-nes comentó: «Ésta no es una película sobre la Guerra de Vietnam, esto es Vietnam». Se cuenta como anécdota, que el propio Martin Sheen estuvo a punto de morir de un ataque al corazón durante el rodaje de la misma, así como el hecho de que algunas de las imágenes de helicópteros bombardeando con napalm fueron en realidad los helicópteros prestados por el Ejército filipino para el rodaje, que hubo de volver rápidamente a bombardear posicio-nes de la guerrilla.

Finales alternativos

En el momento de realizarse el film había mu-chos rumores sobre “Apocalypse Now”. Coppola señaló que el final había sido escrito con preci-pitación. En este final Willard y Kurtz unen sus fuerzas y repelen un ataque aéreo complicado; en cualquier caso, a Coppola nunca le agradó por completo, ya que prefería un final que fuera espe-ranzador.

Cuando Coppola pensó el final de la pelícu-la, tenía dos opciones. Una consistía en Willard llevando a Lance de la mano entre todos los in-tegrantes de la base de Kurtz, tirando sus armas y terminando con unas imágenes de Willards en un bote, en superposición a la cara del ídolo de piedra y desvaneciéndose a negro. La otra opción mostraría un ataque aéreo y la base saltando es-pectacularmente en pedazos, dejando muertos a todos los integrantes de la base.

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7Weird Tales de Lhork

La presentación original del film en 70 mm fi-naliza con el bote de Willard, la estatua de piedra, y un fundido en negro sin títulos de créditos. Des-pués, no mostrar los créditos se convirtió en un problema y Coppola decidió mostrar los créditos superpuestos a las tomas de la base de Kurtz ex-plotando (parece ser que existen versiones analó-gicas en 16 mm para alquiler en manos de algunos coleccionistas); de cualquier manera, cuando Cop-pola se enteró de que la audiencia había interpre-tado que se trataba de un ataque aéreo ordena-do por Willard, eliminó el film de 35 mm y puso los créditos con fondo negro. En los comentarios del DVD, Coppola explica que las imágenes de las explosiones no se hicieron como parte de la his-toria; fueron realizadas como algo completamente separado del film. Fueron añadidas a los créditos porque él tenía grabado el proceso de la demoli-ción del plató de Filipinas (ya que no se le permi-tía construir nada fijo), imágenes que fueron filma-das con múltiples cámaras con diferentes películas y lentes para capturar las explosiones a diferentes velocidades.

El origen de estas interpretaciones erróneas son las versiones de los créditos finales. Algunas versiones para televisión mantuvieron las explo-siones finales, mientras que otras no lo hicieron.

Las versiones de 70 mm terminan con un fun-dido en negro, sin créditos, salvo el «Copyright 1979 Omni Zoetrope», justo al final. Esto da pie a la intención original de Coppola de que el film de tour (viaje) puede ser un juego en sí. Los créditos aparecían impresos en un programa y eran distri-buidos antes de la proyección en algunos cines (durante la proyección de Apocalypse Now Redux también se repitió este proceso en varias salas).

La primera versión en DVD fue hecha como la versión de 70 mm, es decir, sin los créditos del principio y del final, pero estaban por separado en el DVD. Los créditos de Apocalypse Now Redux fueron diferentes: se mostraron en un fondo ne-gro, pero con diferente ambientación musical por los Rhythm Devils.

“KING KONG”Título original: King KongAño: 2005Director: Peter JacksonInterpretes:Naomi Watts, Jack Black, Adrien Brody y

Andy Serkis (como King Kong Producción: Jan Blenkin, Carolynne Cunningham, Peter

Jackson, Fran Walsh Guion:Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson Adaptación del film clásico de 1933 “King

Kong” de Merian C. Cooper y Edgar Wallace.Que Peter Jackson se dejó atrapar de manera

consciente por la oscura mística de la novela de la novela de Conrad, “El Corazón de las Tinieblas”, es algo innegable y turbador.

De hecho, Peter Jackson se permitió hacer un guiño al escritor Joseph Conrad cuando el perso-naje de Jamie Bell, el joven marinero, toma de la biblioteca del barco un ejemplar de esta novela. Según Jackson la literatura de Conrad está muy unida al mar, al igual que este film, preparándonos para un nuevo viaje iniciático del ser humano a través de la Oscuridad más primitiva.

Nadie imaginaría que los faranduleros prota-gonistas del film, por el hecho de querer rodar una película, tuvieran que enfrentarse a los horro-res y demonios de su interior y los que les espe-raban en los dominios del gran simio. Se puede mirar este nuevo King Kong como una metáfora de lo que pasa cuando uno se atreve a enfrentar-se al misterio más antiguo y profundo, que repre-senta la salvaje y primigenia naturaleza de Kong y tener la osadía de querer dominarlo y atarlo con cadenas para exhibirlo por unos cuantos centavos como una atracción de feria barata. Jackson ha querido dar pistas explícitas sobre el cambio de orientación simbólica del film. Ya hemos comenta-do que uno de los marineros de la expedición lee el libro de Conrad, y es que, como en la novela, se trata de una ida hacia la esencia del Mal. El enfren-tamiento de los hombres con la Naturaleza, vista

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desde un punto de vista brutal y real, lejos de la simplificación más idealista saca lo peor que hay en ellos.

La Naturaleza es cruel, y Jackson se delei-ta mostrándola en toda su crudeza, como en el abismo de los insectos carnívoros. Pero son los hombres los que, lejos de la civilización, causan la locura homicida más extrema. El verdadero mal lo llevan en su interior los hombres con ellos aho-gados en su ambición, el egoísmo y la falta de res-peto hacia aquello que habita más allá de la frágil frontera de la civilización y la cordura.

Argumento

El argumento es muy similar al del clásico de 1933. Ann Darrow (Naomi Watts) es una actriz de vodevil que al quebrar su teatro queda sin trabajo, sufriendo las penurias y la pobreza en la Nueva York de la Gran depresión que al conocer por accidente a Carl Denham (Jack Black), un fraca-sado productor de cine quien desesperadamente necesitaba a una actriz para su nueva película y emprender un viaje en un viejo barco hacia tierras desconocidas llamado S.S. Venture. Ann solo acep-ta después de saber que el guionista principal del filme será Jack Driscoll (Adrien Brody), un escri-tor al que ella admiraba.

Ya en el barco, Denham logra engañar a Dris-coll el tiempo suficiente para que el barco zarpe y él no logre bajar. Por el camino, Denham le cuenta a Driscoll la verdad aunque no se lo revela a los tripulantes para no alarmarles, pero un chico que trabajaba en el barco llamado Jimmy les cuenta todo a la tripulación y estos se amotinan contra Denham por no avisarles y porque pensaban que sería un suicidio. Durante el viaje, Ann y Driscoll se conocen y se enamoran. Pero de repente, apa-rece un gigantesco muro delante del Venture, pese a que intentan esquivarlo, no pueden y acaban en-callando.

Ese momento es aprovechado por Denham para bajar a tierra junto a Driscoll, Ann y el resto de su equipo de filmación.

Al llegar a tierra, Denham se encuentra con una niña nativa de la isla, que al principio pare-ce tranquila, pero que después, está muy hostil y Denham no cesa de provocarla al querer obse-quiarle chocolate. De repente, los nativos comien-zan a atacar al equipo, y cuando están a punto de matar a Denham y a Driscoll, el capitán del barco y su tripulación aparecen ahí, asesinando a un na-tivo y ahuyentando a todos los otros. Todos deci-den regresar al barco y se disponen para marchar-se, pero Driscoll descubre que Ann no está en el barco y que ha sido apresada por los nativos. Así que varios tripulantes del Venture junto a Driscoll, Bruce Baxter (protagonista del filme de Denham) y el propio Denham se internan en la isla para res-catar a Ann, pero el capitán Englehorn les avisa de que sólo tienen 24 horas para regresar, dándoles a entender que si no regresan con Ann en 24 horas, se irán de la isla sin ellos.

Ann es ofrecida como sacrificio por los na-

tivos a un gorila de proporciones gigantescas al que llaman Kong (Andy Serkis), Ann logra esca-par de las garras de Kong pero es atacada por los monstruos prehistóricos que viven en la isla. Fi-nalmente, es atacada por tres vastatosaurus rex. Kong lucha y mata a ambos dinosaurios y resca-ta a Ann. Mientras tanto, Driscoll, Denham y los demás caminan por la isla buscando a Ann, pero por el camino, quedan atrapados en una estampi-da de Apatosaurus, en ella muere el camarógrafo de Denham pero la mayoría del grupo logra salir sano y salvo. Bruce Baxter, Preston (ayudante de Denham) y varios tripulantes regresan al barco.

Durante la persecución de Kong con Ann, Kong se topa con el grupo de Driscoll y Denham, Hayes, uno de los tripulantes del Venture se pone a sí mismo en peligro para acabar con el gorila, pero este advierte sus intenciones y lo arroja por un acantilado, luego voltea el tronco donde esta-ban y todos caen por el precipicio. Ya abajo, solo logran sobrevivir Driscoll, Denham (con la película y la cámara destruidos), Jimmy (aprendiz de Ha-yes), Lampy (el cocinero), y un par de tripulantes más. Pero son atacados por insectos y babosas gi-gantes, y Lampy y los otros dos tripulantes mue-ren. El resto del grupo es rescatado por el capitán

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9Weird Tales de Lhork

Englehorn, Bruce Baxter y los demás tripulantes que acaban con los insectos y rescatan a los su-pervivientes.

Driscoll insiste en ir a buscar a Ann pese a las protestas de Englehorn, Denham logra convencer a este de capturar a Kong y decide usar a Driscoll como cebo para el gorila. Driscoll logra encon-trar a Ann y la rescata de entre las garras de Kong pero son atacados por murciélagos gigantes, Kong se despierta y furioso, ataca a Driscoll. Este y Ann logran descender por el acantilado agarrados a la pata de uno de los murciélagos, logran llegar a un río y reunirse con Englehorn, Denham y los demás que están preparados para atrapar a Kong. Ann se percata de que tratan de capturar a Kong y trata de evitarlo pero Driscoll la retiene, cuando pare-cía que ya habían capturado a Kong, este se resiste y ataca a la tripulación del Venture, Denham final-mente logra dormirlo lanzándole una botella de cloroformo.

Ya de regreso en Nueva York, Denham se ha hecho muy famoso al atrapar a Kong y lo presenta con el cartel de “King Kong, la octava maravilla del mundo”. Kong es exhibido en Broadway ante los periodistas y gente que en masa ha acudido a ver al “monstruo”. Sin embargo, sus más allegados se avergüenzan de su actitud, Preston se avergüenza de ver como su amigo se ha vendido al dinero y la fama, mientras, Driscoll está observando una obra de teatro. Al verla, decide que llegó el momento de declararle su amor a Ann.

Mientras, Denham presenta a Kong en sociedad con toda una parafernalia que para Driscoll y Pres-ton es realmente vomitiva. Pero Kong se asusta ante los innumerables y fuertes flashes de los fotógrafos y rompe las cadenas con las que estaba atado des-atando el terror en el público que al instante huye despavorido al igual que los fotógrafos, Driscoll y los actores de la obra. En las calles de Broadway se des-ata un tremendo caos cuando King Kong logra esca-par del teatro a las calles para encontrar a Ann, pero sobre todo persiguiendo a Driscoll. Mientras desata el caos por las calles, Kong busca desesperadamente a Ann hasta que da con ella finalmente. Kong y Ann comienzan a pasear por las nevadas calles de Nueva York hasta que las fuerzas de seguridad comienzan a atacar a Kong, este comienza a subir por el Empi-re State para escapar de los soldados, Driscoll logra entrar al edificio. Allí arriba, Kong y Ann observan la magnífica vista hasta que son atacados por biplanos que comienzan a ametrallar a Kong que pone a sal-vo a Ann y Kong logra destruir uno de los biplanos, pero, viendo a Ann, cae agotado y baleado desde el punto más alto del gran edificio al suelo, muriendo. Driscoll logra llegar al punto más alto donde declara su amor a Ann. En el suelo periodistas y soldados se acercan al cadáver de Kong y un periodista dice “los aviones han acabado con él”, pero Denham le replica “No fueron los aviones. Fue bella quien mató a la bestia” y después de decir esto, se retira de ahí, lleno de remordimiento y de culpa por todo lo que ha hecho.

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10 Weird Tales de Lhork

Texto: José Francisco Sastre GarcíaImagen cabecera: Morguefile

El Espíritu dEl lEón

José Francisco Sastre García

Tras rescatar a Livia de los terribles acontecimientos acaecidos en el Valle de las Mujeres Perdidas1, Conan adquiere un enorme ascendiente

como Jefe Guerrero de los belicosos bamulas, la tribu más temida de las sabanas kushitas… .

I

La luna iluminaba con su pálida luz la reunión en medio de la aldea, un conjunto de chozas de barro, madera y hojas, rodeados por la impe-netrable selva de Kush2… El sonido de los animales salvajes quedaba

apagado por las voces guturales de los enormes guerreros de ébano que conformaban la tribu más peligrosa de aquella región, los temidos bamulas, que habían sometido a otros clanes como los bakalahs o los jihijis…

Los negros músculos brillaban con el sudor, las manos apretaban con fir-meza lanzas y machetes, mientras el hombre que presidía toda aquella asam-blea, que parecía surgida del más profundo de los infiernos, diablos sombríos en torno a la hoguera, hablaba acerca de los planes que tenía para ellos.

1 (1): El “Valle de las Mujeres Perdidas” (titulado originalmente en inglés “The Vale of Lost Wo-men”) es un relato de la serie de aventuras del personaje de Espada y Brujería Conan el Cim-merio. Fue escrito en 1933 por Robert E. Howard pero no fue publicado en vida del autor, fallecido en 1936, sino que fue publicado por primera vez en la revista The Magazine of Horror en la primavera de 1967. Está situado en la mítica Era Hyboria y cuenta el rescate de una cautiva mujer ofiria de la tribu Bakalah. La historia comienza con Livia, una mujer suave y civilizada, como una prisionera de la tribu de la selva Bakalah, que han capturado y matado a su hermano. Conan pronto aparece como el líder de los Bamulas, una tribu rival, que trata de pactar una tregua con sus rivales. Pensando que Conan puede sentir alguna piedad por ella y ayudarla, Livia le pide su ayuda. Cuando Conan se resiste a su propuesta, Livia se ofrece a sí misma como recompensa sexual para rescatarla. Manteniendo parte del trato, Conan y sus guerreros matan a los Bakalah y su jefe brutalmente después de participar con ellos en una fiesta que dura toda la noche. Pero, cuando Livia ve a Conan empapado en sangre que venía hacia la cabaña, pensando que quería reclamar su recom-pensa, ella rompe su acuerdo y huye hacia el interior de la selva llegando a un extraño valle con hermosas flores, habitadas por extrañas mujeres de piel marrón con inclinaciones lésbicas. Livia se entusiasma por la belleza misteriosa de las mujeres y aturdida por el olor de las flores aluci-nógenas que no notará que, será sacrificada por un demonio. Conan, que había seguido el rastro de la esquiva mujer, tendrá que intervenir para ayudarla y luchar contra el demonio. Conan la regaña por haber huido, diciendo que él nunca tuvo la intención de obligarla a tener relaciones sexuales, ya que en su rudo Código de Honor aquella acción hubiera sido como violarla deján-dola en libertad. (Nota del Editor).2 Aunque Kush es, entre los reinos semicivilizados de las tierras negras al sur de Estigia, en la costa del Océano Occidental, con capital en Meroe, el más sobresaliente, loa hybóreos suelen mezclar el concepto con el de los negros que viven en las regiones selváticas del sur, denomi-nando kushitas de forma genérica a todos los negros. (Nota del Autor).

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11Weird Tales de Lhork

En aquellos rostros había expresiones de ado-ración, de admiración… y también de odio, de sed de sangre, dirigidas hacia su Jefe Guerrero, su rey.

Y no era para menos: entre los bamulas, la úni-ca ley es la de la muerte, la del combate: nacen probando la sangre, aprendiendo a luchar desde su más tierna edad, convirtiéndose en los más fe-roces guerreros de la selva y la sabana, dispues-tos en todo momento a cualquier expedición que pueda reportarles muerte y saqueo… Su rey ha-bía de ser como ellos, tan sólo su ferocidad podía y debía superarlos, y ante todo… Ante todo había de pertenecer a la tribu por raza, no por derecho de conquista: se le respetaba por su fuerza, por la leyenda de Amra, el León, que llevaba tras sí, por el ascendiente que había conseguido entre unos asesinos a los que había conseguido doblegar a base de luchas e intrigas…

Porque su rey no era bamula, ni siquiera ne-gro: Amra el León era un hombre blanco, un gi-gante entre los negros, de alrededor de un metro noventa, corpulento, con una constitución más fibrosa de lo que aparentaba, que le confería un aura como de lobo gris, tenaz, duro como el ace-ro… Su melena, negra como el ala de un cuervo, enmarcaba un rostro sombrío, surcado de finas cicatrices que demostraban las continuas luchas por las que había debido pasar a lo largo de su existencia, en el que brillaban unos volcánicos ojos azules.

Era Amra, el León, y era Conan de Cimmeria, el corsario que había navegado junto a Bêlit, la Reina de la Costa Negra, en el Tigresa, hasta la in-fortunada caída de la mujer que había marcado su vida en manos de una espantosa criatura escapada de los más lejanos eones…

Tras aquellos luctuosos sucesos había par-tido hacia el interior, abandonando a los cor-sarios negros, dirigiéndose hacia el norte, hasta tropezar con la tribu… Sus hazañas entre aque-llos belicosos colosos de ébano lo convirtieron en un personaje admirado, que acabó por alcan-zar el cargo de Jefe Guerrero, poco menos que rey, tras asesinar a su predecesor en un salvaje combate.

Durante una expedición de castigo a la tribu bakalah, encontró a la única superviviente de una expedición hybórea, Livia, a la que el lascivo rey bamula había permitido sobrevivir a los crueles y sanguinarios rituales a los que sometieron a los infortunados blancos… La liberó no sólo de los guerreros de ébano, sino también de una extraña raza que vivía en un valle cercano; durante aquella aventura había acabado con el rey y el brujo de la tribu, lo que le supuso conseguir un mayor ascen-diente sobre las tribus negras, convirtiéndose en poco menos que un rey entre ellos…

–Mañana, con el alba, partiremos hacia el terri-torio de caza jihiji y capturaremos esclavos y pie-zas para alimentarnos –estaba explicando en aquel momento, bajo la atenta escucha de sus hombres–. Gwnbadi me ha avisado que habrá una partida de caza disponible para nosotros…

–¿Cuándo sembraremos el terror en sus al-deas? –reclamó venenosamente Bawuatu–. ¿Cuán-do haremos llorar a sus viudas y saquearemos sus riquezas?

–Eso llegará pronto, Bawuatu –aseguró Conan, observando recelosamente al gigantesco negro que ostentaba un alto cargo en su jerarquía; sabía que no podía confiar demasiado en él, aunque lo necesitaba para tener controlados a los guerre-ros…

–Damballah y Ajujo han acudido a mí –inter-vino Zwundu, el hechicero de la tribu, saltando al centro de la reunión como un ágil gato a pesar de su avanzada edad–. La Gran Serpiente se refocila en la gloria bamula, y Ajujo está igualmente com-placido; el destino de nuestros poderosos gue-rreros es convertirse en los señores de la selva, en los amos indiscutidos de la sabana, y para ello han de hacerles sacrificios, han de entregar vidas y sangre a nuestros antiguos dioses…

“Más también me han advertido que para que se cumpla ese destino, las sagradas tradiciones y costumbres bamulas han de mantenerse, la pure-za de la tribu ha de ser la que rija todas nuestras acciones…

–Cuidado, viejo, con lo que hablas –le advirtió el cimmerio con el ceño fruncido–; igual que te alcé al puesto de hechicero, puedo desbancarte…

–El Jefe Guerrero de los bamulas ha hablado –prosiguió imperturbable el brujo–. Amra el León es poderoso, vive la guerra y la muerte como un auténtico bamula, por eso es nuestro Jefe.

–Y seguiré siéndolo hasta convertiros en un imperio –gruñó el bárbaro–, hasta conseguir que los bamulas se conviertan en el pueblo kushita más poderoso de todos, hasta que su mandato abarque desde el Océano Occidental hasta el más lejano Oriente, desde el Sur de la sombría Esti-gia, hasta las selvas más impenetrables del Sur del continente, sembrando el terror en los corazones de Meroe, de los estigios, de los hyborios…

“Os daré tanta sangre y muerte que os harta-réis…

–¡Nunca! ¡Jamás!El rugido ensordecedor de la tribu sonó en los

oídos de Conan como música celestial.

«Era Amra, el León, y era Conan de Cimmeria,

el corsario que había navegado junto a Bêlit, la Reina de la Costa Negra,

en el Tigresa, hasta la infortunada caída de la

mujer que había marcado su vida»

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12 Weird Tales de Lhork

–¡Los bamula jamás nos cansaremos de derra-mar sangre ni de escuchar los lamentos de las viu-das de nuestros enemigos!

Sin embargo, no todo eran aclamaciones para el cimmerio: había un pequeño grupo de guerre-ros de ébano, cruzados de brazos, que no jaleaban el nombre de Amra, sino que permanecían silen-ciosos, observándolo con gesto torvo.

–Subuto –llamó el blanco al que parecía el jefe de aquella cuadrilla–, no veo que estés contento con los planes que tengo para vosotros. ¿Acaso no te place derramar la sangre de tus enemigos?

–Soy bamula, y ésa es mi herencia –gruñó el alu-dido, golpeándose el pecho–. Reiré y cantaré sobre los cadáveres de mis víctimas, violaré a sus viudas y a sus hijas, pero en estos momentos, hay una cues-tión que no se ha planteado y debería hacerse.

–¿Y es…–Zwundu tiene razón al invocar a las tradicio-

nes de la tribu –señaló el negro con fiereza–. Una de ellas es que todo blanco ha de ser sacrificado en el altar de Ajujo, y otra que ningún cara pálida tiene derecho alguno a gobernar a los bamula, por muy Amra que sea.

–¿Me estás desafiando, Subuto? –demandó Conan, repentinamente alerta, con la voz tan gé-lida como el viento invernal, resonando en medio del súbito silencio que se había creado en torno a ellos–. ¿Acaso pretendes ser tú el Jefe Guerrero de los bamulas?

–¿Por qué no? –admitió el gigantesco guerre-ro con orgullo–. ¿Acaso Subuto no es el guerrero más fuerte, el más hábil, el más feroz de la tribu? ¿Acaso Subuto no ha matado a un león con sus propias manos?

–Sí, lo has hecho –aceptó el cimmerio, entre-cerrando los ojos y poniéndose en pie–. Pero eso no te convierte en Amra. Muy bien, acepto tu de-safío, veamos de qué eres capaz ante el Jefe Gue-rrero de los bamulas.

Recogió su espada y se plantó junto a la ho-guera, esperando al hombre, tras echar una ojeada de malevolencia hacia el brujo, que lo contempla-ba todo con una terrible sonrisa sardónica.

Subuto tendió sus manos y un par de guerre-ros pusieron en sus palmas una lanza y las correas de su escudo de piel de rinoceronte, que lo cubría casi por entero.

–Así que voy a tener que demostrar de nue-vo por qué soy el Jefe Guerrero de los bamulas –gruñó el bárbaro, aprestándose para el combate–. Reza a Ajujo, porque vas a reunirte con él.

–¡No eres digno de mencionar a nuestro sa-grado dios! –exclamó el guerrero de ébano, lan-zándose a un repentino ataque dirigido hacia el estómago de Conan, que éste desvió con facilidad para lanzarse a su vez contra su enemigo, en busca de un final rápido para el combate.

Sin embargo, no iba a ser tan fácil: se enfren-taba a un bamula, a un guerrero experimentado y curtido en mil y una carnicerías, ante el que huían todos los indígenas de la región…

Y, sin embargo, contaba precisamente con aquello: el hecho de que prácticamente nunca re-

cibían oposición de aquellos a quienes saqueaban, hacía que fuesen demasiado confiados, demasiado orgullosos y abandonados de su propia seguridad, creídos como estaban de que nadie podía oponér-seles…

Su espada cantó sobre el escudo y la lanza, golpeando aquí y allá, arrancando pequeñas astillas de la dura madera y del bastidor que conformaba el esqueleto del escudo… El arma de Subuto no conseguía penetrar su defensa, lo que desconcer-taba al hombre, que aunque sabía de las proezas guerreras de Amra jamás había combatido con na-die como él.

La hoja de Conan pasó muy cerca del cráneo de su oponente, que hubo de agacharse detrás del escudo para evitar que lo golpeara en la sien, con-traatacando como un salvaje felino, con un lanzazo que hubiera atravesado el costado del hybóreo si éste no hubiera esperado precisamente aquel mo-vimiento y lo hubiera esquivado como una formi-dable pantera.

Durante unos largos minutos ambos conten-dientes patearon el arenoso suelo de un lado a otro, gruñendo como fieras, golpeándose sin pie-dad, imágenes de un mundo primitivo, una esta-tua broncínea contra otra de ébano, acero contra acero…

Hasta que el cimmerio consiguió engañar a Subuto: su finta lo provocó para que apartara el escudo hacia la izquierda, dejando el cuerpo al descubierto, momento que aprovechó para lan-zarse hacia adelante, pasando entre escudo y lan-za, que comenzaba a adelantarse, para propinar un formidable empujón con el hombro al guerrero, que cayó de espaldas con un resoplido de sorpre-sa; antes de que acertara a saber qué estaba ocu-rriendo, el bárbaro se alzaba sobre él, cual furioso titán, y abatía su espada sobre el musculoso pecho, atravesándole el corazón de una brutal estocada.

Arrancó la hoja del cadáver y la alzó sobre su cabeza, brillando a la luz de la luna, la sangre des-lizando por el frío metal y goteando sobre su po-deroso brazo.

–¿Alguien más quiere ostentar el cargo de Jefe Guerrero de los bamulas? –bramó furiosamente.

«Conan lo sabía perfectamente: aquél era

un pueblo indómito, al que estaba intentando convertir

en el germen de un imperio, mas en sus pechos

ardía una inextinguible sed de matanza, de

destrucción»

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13Weird Tales de Lhork

Su mirada giró en círculo a su alrededor, en busca de negros dispuestos a tal hazaña, mas nin-guno de ellos osó adelantarse: el respeto hacia Amra iba creciendo cada vez más, a despecho de quienes querían deshacerse de él por ser blanco en un mundo de pieles de ébano…

Conan sonrió con ferocidad: no era la primera vez que intentaban matarlo, los bamulas eran ex-tremadamente celosos de sus tradiciones y, al mis-mo tiempo, con un código del honor atípico entre las tribus kushitas: tan sólo uno había intentado acabar con él mientras dormía al lado de Livia, y lo había pagado con su vida cuando los dedos del cimmerio se habían cerrado como dogales en tor-no a su cuello.

–¿Seguiréis cuestionando a Amra como Jefe Guerrero? –volvió a demandar.

–¡No! –brotaron las voces, mientras las lanzas se alzaban en signo de aclamación–. ¡No! ¡Amra! ¡Amra!

Los amigos de Subuto se acercaron en silencio y recogieron el cuerpo de su compañero, dirigien-do siniestras miradas al cara pálida que volvía a coger ascendiente sobre los belicosos bamula.

Conan lo sabía perfectamente: aquél era un pueblo indómito, al que estaba intentando con-vertir en el germen de un imperio, mas en sus pechos ardía una inextinguible sed de matanza, de destrucción, que prácticamente imposibilitaba cualquier acercamiento… Era como intentar con-vertir a un lobo en una oveja, más tarde o más temprano los colmillos encontrarían carne…

Se inclinó para recoger un odre de cuero del que pegó un largo trago: suspiró tras limpiarse los labios con el dorso de la mano.

–¡Por Crom, que el licor de banana kushita golpea más fuerte que la coz de un elefante! –bra-mó jubiloso–. ¡Vamos, festejad, perros negros, hi-jos de Derketo, pues mañana volveréis a sentir la sangre de vuestros enemigos en vuestras manos!

Estuvo unos minutos con ellos, bebiendo, can-tando, incluso danzando sus bárbaros rituales, pero procurando no levantar demasiado el odre: sabía que no podía confiarse, que con aquellas bestiales gentes había de permanecer alerta en todo momento…

Por fin, se apartó de los guerreros y se dirigió hacia su choza, apartó la tela basta que ejercía las veces de puerta y penetró en ella: Livia lo espera-ba ansiosa.

–¿Qué ha sucedido, Conan? –demandó asusta-da.

–Nada que no debiera suceder –aseguró él, in-tentando tranquilizarla–. Un subjefe me ha desafia-do, y he tenido que acabar con él…

–¿Va a ser siempre así? –se lamentó la mujer–. Cada vez que sales por esa puerta, tiemblo de te-mor ante el futuro: tiemblo cada vez que oigo el paso de los pies desnudos, sigilosos… Si te suce-diera algo, ¿qué sería de mí? ¿Y si alguno de esos salvajes negros decidiera violarme mientras no estás?

Conan contempló a la muchacha con interés, casi con ternura: hija de Ofir, de cuerpo flexible

y formas generosas, la había convertido en reina de aquel implacable pueblo, a lo que ella se había prestado de buen grado, agradecida al cimmerio por haberle salvado la vida en el extraño valle en el que cayó, por el trato agradable que le había dado, aplastando las cabezas de quienes intenta-ban acercarse a ella para zaherirla o humillarla… A su manera, aquel bárbaro no dejaba de ser un hombre de honor, que no la había tocado hasta que ella había aceptado que no lo haría mientras ella no quisiera…

–Conan, ¿cuánto tiempo más voy a tener que aguantar aquí? –inquirió con pena.

–Ya te he dicho que ninguna partida de caza hybórea se aventura por estos territorios –le ad-virtió el cimmerio con una hosca sonrisa–. Tendría que alejarme mucho para encontrar una, y mien-tras tanto, como tú dices, ¿qué sería de ti? Los ba-mulas olvidan fácilmente las reglas impuestas por un extranjero, hay que estar recordándolas conti-nuamente, mantenerte firme… Tú no eres así, no aguantarías este ritmo frenético si no estuviera yo a tu lado para parar a esos hombres y esas mu-jeres que nos desprecian por el color de nuestra piel…

“Tienes que hacerte fuerte, te prometo que te sacaré de aquí en cuanto tenga una ocasión; o eso, o te convertiré en la Emperatriz de Kush, con mi-llares de sanguinarios bamulas dispuestos a cum-plir el más nimio de tus deseos…

–¡Pero yo no quiero ese tipo de vida! –se que-jó Livia.

–Entonces, ten paciencia: todo se andará…

IIEl amanecer tiñó de tonos rosados el exube-

rante follaje que rodeaba la dormida aldea, ilumi-nando los centenares de cuerpos de ébano que yacían por todas partes en un letargo provocado por el cansancio y el ardiente licor de banana des-tilado en las tierras del sur de Kush… Estruen-dosos ronquidos, resoplidos, inundaban el calmo lugar, acompañando a la habitual algarabía de las criaturas selváticas…

En su choza, el cimmerio abrió los ojos y se sentó en el catre, desperezándose como un gran felino; su mirada se volvió hacia la forma dormida de su compañera, que parecía estar aun disfrutan-do de un merecido descanso tras las actividades nocturnas a que se habían dedicado…

Se ciñó el taparrabos y el cinturón del que col-gaba su inseparable espada, disponiéndose a salir para comenzar la mañana con un buen combate…

–Conan…Giró la cabeza: la mujer estaba despierta, con-

templándolo con ojos temerosos, anhelantes.–¿Qué pasa, Livia? –demandó.–No me dejes sola, por favor.–Tengo que hacerlo –le advirtió él con severi-

dad–. Debo conducir a mis negros a la batalla, o se volverán contra mí.

–Pero yo no puedo quedarme sola –se quejó ella lastimeramente–. Si vieras como me miran to-

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14 Weird Tales de Lhork

dos aquí… El desprecio, el odio que puedo con-templar en sus rostros me haría caer fulminada si apuñalara como un cuchillo… Conan, temo cada vez que te vas, cada vez que me quedo aquí, sola, esperando, rezando a Mitra para que regreses a mi lado para protegerme de estas bestias insaciables…

–Sabes que te protegeré hasta que encuentre una expedición en la que dejarte –le aseguró el bárbaro con tranquilidad–. Si alguien aquí se atre-ve a ponerte una mano encima, se la cortaré a la altura del cuello…

–Pero el daño estará hecho…–¡Vamos, mujer, no seas tan quejumbrosa!

–barbotó Conan en un estallido de furia–. Sa-bes que te protegeré, que no tienes nada que temer: mientras sea el Jefe Guerrero de los bamulas, estás completamente a salvo de cual-quiera de estos salvajes…

“Pero son demasiado bestiales, demasiado san-guinarios, como para controlarlos si no les das lo que quieren, así que hay que hacer batidas para conseguir esclavos, botín, matanzas en las que puedan refocilarse…

Iba a apartar la tela, cuando la oyó de nuevo.–Conan…–¿Qué quieres ahora? –se exasperó el cimme-

rio.–Anoche, en sueños, después de acostarnos

juntos, hablaste de una mujer, Bêlit…–¿Qué pasa con ella? –gruñó el bárbaro.–¿Quién es? ¿Otra de tus amantes?El rostro de Conan cambió con inusitada rapi-

dez: su estoicismo habitual se resquebrajaba, y en su lugar una expresión de pena, de anhelos per-didos, aparecía a los sorprendidos ojos de Livia, desvaneciéndose con tanta rapidez como había surgido.

–Bêlit fue la mejor mujer que he conocido ja-más –aseguró con ferocidad, regresando junto al catre y agachándose junto a la mujer, que se echó hacia atrás asustada–. Su nombre en shemita que-ría decir Diosa, y eso es lo que era para los cor-sarios negros a los que gobernaba con mano de hierro, y para mí.

“Navegué con ella en su Tigresa, ganándome el apelativo de Amra, el León… La Diosa y su León, eso éramos, sembrando de terror las costas del Oceano Occidental… Los días eran sangrientos, pletóricos de batallas y muerte, de botines arran-cados a los estigios, a los kushitas, a los zingarios y messantios que osaban aventurarse por estos mares en busca de comercio… Y las noches… Las noches eran para nosotros, la locura del deseo, la pasión y el amor…

“Hasta que tropezamos con unas malditas rui-nas en la orilla del Zarkheba… La tripulación fue masacrada, y Bêlit, mi Diosa… estrangulada con un collar que había conseguido en un escondite de la ciudad perdida, por un grotesco ser medio humano medio antropoide, con grandes alas oscu-ras…. Tomé cumplida venganza, y después di a mi amada el funeral que se merecía…

“Jamás he conocido a nadie como ella, y no sé si alguna vez volveré a encontrar alguien así. Pero

sí sé una cosa: por Crom, que esta vida es dema-siado corta y que hay que apurarla hasta las heces, la memoria de Bêlit irá conmigo por muchas mu-jeres que conozca…

No dio tiempo a Livia a contestarle: irguiéndo-se de nuevo, se dio la vuelta y salió con un quedo rezongo.

La mujer se quedó sola, observando la choza vacía, meditando las palabras del hombre que du-rante aquellos días había estado a su lado, prote-giéndola de aquellos belicosos negros… No pudo evitar un escalofrío de temor al pensar en lo que podrían hacerle mientras él estaba fuera…

Unos momentos después, la tela de la cabaña se apartaba y entraba una bamula con un cuenco de frutas en sus manos; alta y de formas genero-sas, sinuosas, en su rostro agraciado mostraba una expresión de desprecio tan evidente que hizo que Livia se encogiera instintivamente…

–Toma –le escupió la recién llegada, dejando el cuenco a sus pies.

–¿Por qué… –la voz de la muchacha se ahoga-ba ante las palabras que pugnaban por salir de su boca, el orgullo le impelía a rebelarse, mas la acti-tud desafiante de la negra, le impedía hablar con claridad. Había conseguido aprender algo de la lengua de aquellas gentes, lo justo para entender algunas frases, pero la actitud… Eso no necesitaba traducción alguna–. ¿Por qué me tratáis así? Nada os he hecho para que me odiéis de esta manera…

Por toda respuesta, la mujer de ébano le de-dicó una rabiosa mirada que la paralizó por com-pleto.

–Eres pálida, con eso nos basta –la increpó con rudeza–. Blanca y blanda, incapaz de luchar por lo que deseas…

“No eres más que una esclava más a la que sacrificar en nuestros altares, estarías sirviendo a Damballah si no fuera porque nuestro Jefe Gue-rrero, Amra, te protege celosamente…

“No eres más que una sanguijuela, una sangui-juela que se adhiere al León y absorbe su fuerza para mantenerse viva… Si no fuera por ti, perra de piel pálida, Amra habría tomado por esposa a una auténtica bamula, a una mujer que le habría dado noches de desenfreno como tú jamás po-drías imaginar, una ascendencia aún mayor sobre los guerreros, e hijos a los que entregar su poder cuando le llegara su hora.

“Tu influencia, cachorrilla, lo vuelve más blan-do, le arrebata parte de su furia sangrienta, se en-ternece ante ti, se vuelve descuidado… Y eso los bamulas lo percibimos, podemos oler al débil mu-cho antes de verlo, le damos caza con una fruición innata en nosotros…

“Si realmente fuera digno de ser nuestro Jefe Guerrero, ya habría bebido tu sangre en una copa tallada con tu cráneo…

Livia se sentía aterrada ante las venenosas pa-labras de aquella mujer, cuyos ojos la apuñalaban más eficazmente que cualquier acero penetrando sus tiernas carnes…

Con una seca carcajada de burla, la negra salió de la choza, dejando a una temblorosa mujer acu-

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15Weird Tales de Lhork

rrucada en un rincón, gimiendo, a punto de echar-se a llorar…

La partida de caza avanzó en el más absoluto silencio por los recónditos senderos de la selva, que sólo los avezados guerreros que vivían en aquellas regiones eran capaces de reconocer y se-guir.

Al cabo de una hora se encontraron ante un gran claro, cerca del cual se detuvieron para estu-diar la escena que en él se desarrollaba.

Observaron el pequeño grupo de cazadores jihijis que se movían perezosamente de un lado a otro, alrededor de una hoguera, aparentemente recién levantados de su sueño nocturno…

Conan miró a sus bamulas y levantó las ma-nos en silencio: ocho guerreros, para enfrentarse a una docena de los más salvajes asesinos de todo Kush… Si no tenían cuidado, aquello no sería una captura de esclavos, sino auténtica carnicería, una masacre que no reportaría beneficio alguno a los vencedores…

Antes de que el cimmerio pudiera dar las ór-denes oportunas para capturar vivos a aquellos negros, éstos se envalentonaron al comprobar que no tenían rival y saltaron de la maleza entre brutales aullidos de triunfo, enarbolando sus ar-mas y lanzándose alegremente sobre sus despre-venidas víctimas, que apenas tuvieron tiempo para tomar sus lanzas y aprestarse al combate.

Con un suspiro de fastidio, el bárbaro los si-guió a la batalla: ¡por Crom, que se hacía condena-damente difícil manejar a aquellas gentes que sólo pensaban en matar y saquear…

Un jihiji cayó atravesado antes de poder reac-cionar, y otro recibió un terrible machetazo en la cabeza que le levantó buena parte del cuero cabe-lludo… Los demás, con los semblantes torcidos en expresiones fatalistas, se enfrentaron a su des-tino lo más bravamente que pudieron…

El claro se llenó con el estrépito del comba-te, los alaridos victoriosos de los atacantes, los gemidos de agonía de sus víctimas, el entrecho-car sordo de las armas… Hasta que un nuevo elemento entró en escena inesperadamente: un numeroso grupo de guerreros de ébano, por su aspecto jihijis, saltó del lado contrario al que ha-bían llegado los hombres de Conan, para incor-porarse a la lucha; por un momento los bamulas se quedaron quietos, sorprendidos ante aquella inesperada irrupción, lo que costó a un par de ellos caer abatidos; sin embargo, se rehicieron rá-pidamente y se dedicaron a lo que mejor sabían: luchar y matar…

–¡Una trampa! –gruñó el cimmerio, mientras derribaba a uno de sus enemigos de un violen-to espadazo en el costado–. ¡Era una condenada trampa!

En aquel lugar parecían haberse congregado alrededor de treinta guerreros dispuestos a aca-bar con sus enemigos naturales, mas olvidaban un detalle que para ellos era fundamental: no se enfrentaban a una tribu cualquiera, sino a la más peligrosa de todo Kush, a la más combativa… Los

gigantes negros que comandaba el bárbaro no da-ban ni pedían cuartel, cada vez que sus armas se agitaban caía un enemigo… El mismo Conan se sentía eufórico en aquella situación, repartiendo tajos y estocadas a diestro y siniestro, derribando jihijis como si no fueran más que muñecos en un entrenamiento…

Al cabo de unos minutos, la marea de la bata-lla se decantaba inexorablemente del lado de los bamulas: de sus enemigos no quedaban más que una docena en pie, observando aterrados a aque-llos demonios oscuros que parecían invulnerables a sus armas, a cualquier intento de matarlos… Habían creído que si conseguían abatir a su Jefe Guerrero se desanimarían y serían presa fácil, mas descubrieron que en la trampa había caído un fe-roz león, y que estaba destrozando a los lobos sin piedad…

Varios de aquellos valientes guerreros huyeron saltando entre la espesura, entre gritos y alaridos de horror, elevando plegarias a sus negros dioses, confiando en que no serían perseguidos… En el claro sólo quedaron media docena de negros vi-vos, junto con el cimmerio y siete de sus segui-dores.

–Buena caza, bamulas –alabó el hybóreo cuan-do todo acabó–. ¡Sangre y víctimas para los bamu-las! ¡Damballah y Ajujo estarán satisfechos con la ofrenda que acabáis de hacerles!

Los gigantes de ébano, en su imponente es-tampa, elevaron sus armas al cielo y comenzaron a clamar triunfalmente, alzando sus voces en acla-mación de sus dioses y de Amra, el León que los había guiado a aquella victoria…

No tardaron en ponerse en camino hacia su aldea, llevando entre ellos a los prisioneros jihijis, que contemplaban con supersticioso terror a sus formidables captores… Comprobar que ni siquie-ra una hueste era capaz de acabar con un peque-ño grupo de aquellos orgullosos guerreros había sido para ellos como encontrarse frente a su dios, una experiencia brutal, aterradora…

Repentinamente, los negros de la vanguardia se detuvieron, alertas ante lo que preveían un pe-ligro: Conan se detuvo junto a ellos, husmeando

«“No eres más que una esclava más a la que

sacrificar en nuestros altares, estarías sirviendo a Damballah si no fuera

porque nuestro Jefe Guerrero, Amra, te protege

celosamente…»

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16 Weird Tales de Lhork

el aire, mirando a su alrededor… Sabía que había algo acechándolos…

Un estentóreo rugido brotó de una feroz garganta: un inmenso león, de recia musculatura y pelaje dorado, saltó delante de ellos al camino, observándolos con un salvajismo innato en sus amarillentos ojos… Por un momento, los bamulas se quedaron inmóviles, en silencio, los puños apre-tando con fuerza sus armas, dispuestos a combatir con aquella tremenda bestia…

El cimmerio avanzó un par de pasos para con-templar al magnífico depredador desde más cer-ca: la sangre que lo empapaba hacía que el felino arrugase el hocico, oliscando en busca de lo que parecía una presa fácil… Un bajo ronroneo, más letal que cualquier rugido, brotó del pecho del león, que se giró para situarse frente a su preten-dida presa.

Con cautela, el bárbaro desenvainó su espada, preparado para un combate que sabía iba a ser di-fícil: el tamaño de la bestia era descomunal, jamás habían visto una criatura como aquélla…

Conan lanzó un súbito rugido, alzando su es-pada en un gesto dramático, lo que provocó que el felino dejase escapar un leve respingo de sor-presa: ¿qué clase de ser era aquél que osaba pro-testar de aquella manera frente a él, el mayor de-predador de las sabanas kushitas? Alzó de nuevo la inmensa cabeza y volvió a olisquear el aire… La sangre llamaba su atención, le incitaba a atacar, mas aquella demostración… No había de ser una presa común…

Saltó antes de que los negros reaccionaran: Conan lo esperaba tranquilo, no en vano había conocido las tierras negras mientras viajaba con Bêlit, por lo que su espada, sujeta con ambas ma-nos, trazó un amplio arco que impactó de lleno contra el costado del cráneo de la bestia.

Hubo un ensordecedor rugido de furia y do-lor, mientras la enorme mole caía sobre él en un terrorífico de colmillos y garras, dispuesta a des-garrar la carne del insolente que se atrevía a desa-fiarlo… Mas la bronceada figura no se hallaba ya en aquel lugar, sino varios pasos atrás, moviéndose con una increíble celeridad, aunque sin evitar por completo un temible zarpazo que le cruzó su-perficialmente el pecho, dejándole sanguinolentas marcas…

El cimnerio no esperó a que el felino se recu-perara: en el preciso momento en que se apoyaba en el suelo, había saltado sobre él, cual salvaje ji-nete, aferrándose al lomo con las piernas y gol-peando con su arma en busca de una herida más seria…

Mientras tanto, los bamulas habían conseguido recuperarse de la sorpresa: guerreros natos como eran, se lanzaron al combate entre gritos de san-gre y muerte, alanceando al león sin piedad, arran-cándole bramidos de dolor cada vez que las hojas penetraban profundamente… El animal se revol-vió rabiosamente, alcanzando a uno de sus atacan-tes con un zarpazo en la cabeza que la destrozó completamente; otro recibió un nuevo zarpazo en el brazo que lo arrojó al suelo entre alaridos…

Sin embargo, ante aquella partida de caza no tenía nada que hacer: los hombres de ébano, acos-tumbrados al salvajismo más primitivo, no cejaron en sus esfuerzos, mientras Conan, aun férreamen-te afirmado sobre el lomo del animal, lo acuchi-llaba una y otra vez hasta que la enorme vitalidad del león comenzó a decrecer, a tambalearse, hasta caer de costado… La espada del bárbaro se aba-tió una última vez sobre la cabeza del felino, y éste restó por fin inmóvil…

–¡Guerreros! –exclamó, agitando sobre su ca-beza el goteante acero–. ¡Bamulas! ¡Buena caza!

“A pesar de la trampa, a pesar de esta bes-tia, los bamulas son los más feroces guerreros de todo Kush, y así seguirá siendo mientras a su ca-beza haya un Jefe Guerrero que los guíe de victo-ria en victoria, que los insufle con su fuerza.

Los negros hincharon sus pechos orgullosa-mente ante aquellas palabras.

–Y ahora –ordenó el cimmerio–, llevamos a la aldea media docena de esclavos jihijis y un magnífi-co león con cuya piel, garras y colmillos adornarnos. Mbuso, ayúdame a recoger al león; Kwoti, Jwaji, vigi-lad a los prisioneros; y tú, Mluba, ayuda a Hlobani…

IIICuando regresaron a la aldea, fueron recibidos

entre grandes gritos de alegría: a pesar de haber perdido a varios guerreros, entre los bamulas no se les lloraba, sino que se cantaba en su honor, caídos en el olor de la matanza, un noble sacrificio ante su oscuro dios Ajujo…

Tras depositar los restos del felino junto a la gran hoguera que marcaba lo que podía llamarse la gran plaza del poblado, Conan se dirigió hacia su choza; al apartar la tela de la entrada, vio que Livia no estaba, las ropas con que se había arropado du-rante la noche revueltas…

–¿Dónde está la mujer blanca? –rugió furiosa-mente tras apartar la tela de un empujón y aso-marse al exterior–. ¿Dónde está la mujer que se encuentra bajo mi protección?

–Decidió marchar –le respondió con insolen-cia una de las mujeres que se había agachado junto

«El ser, de una estatura gigantesca, tal que

empequeñecía al propio cimmerio, observaba todo sin moverse ni un ápice,

con unos ojos ambarinos, vacíos de expresión»

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17Weird Tales de Lhork

al cadáver del león–. No podía soportar nuestro modo de vida, así que decidió marcharse…

–¡Mientes! –exclamó el bárbaro, mirando a su alrededor con una expresión asesina en sus ojos–. ¡Livia jamás se iría sola!

–Es cierto, miente.La cascada voz del brujo hizo que el cimmerio

se volviera raudo y lo observara ferozmente.–Habla, Zwundu –le conminó con rudeza–.

¿Qué pasa con Livia, dónde está?–Está donde ha de estar, ni más ni menos –

aseguró el hechicero agitando sus manos nervio-samente–. Es una mujer blanca, y por tanto presa para los rituales de Damballah y Ajujo, que en su ansia de sangre y almas, reclaman a esa piel blanca para ellos…

–¡Condenado viejo, he de verte ardiendo en los pozos más profundos de Arallu por esto! –ex-clamó el bárbaro, desenvainando su arma con un ominoso silbido.

–No puedes hacer nada, Amra, la mujer pronto se reunirá con sus nuevos amos para servirlos en todos sus crueles caprichos –apostilló sardónica-mente el anciano.

A su alrededor se iban congregando los gue-rreros, interesados por la discusión entre sus jefes: sabían perfectamente que siempre había habido una feroz batalla por el poder entre los Jefes Gue-rreros y los brujos, era una cuestión que siempre los había entretenido: pragmáticos como eran, no les importaba quién ostentaba la vara mientras lo hiciera con fuerza y decisión, siempre y cuando se mantuviera fiel a las tradiciones del belicoso pue-blo bamula…

Las murmuraciones no tardaron en llegar a los oídos de Conan: apenas las distinguía, más por el tono podía adivinar que una parte de la tribu es-taba de su parte y la otra en su contra a causa de su piel… No podía adivinar cuál era la marea pre-dominante, por lo que debía coger al toro por los cuernos y acabar de una vez con aquella estúpida farsa de las costumbres.

Oyó que Zwundu comenzaba a murmurar unas palabras que supuso serían un conjuro… Se revolvió de inmediato contra él, tratando de en-sartarlo, más el hechicero era más ágil de lo que había supuesto y saltó hacia atrás, evitando la es-tocada y alzando la voz para que todos pudieran oír sus terribles palabras.

En los oídos del cimerio resonaba la palabra Amra una y otra vez… El León… Mas aparen-temente no estaban dirigidas a él, pues los ojos extraviados del brujo indicaban que había entrado en un trance místico, en el que en principio habría de ser una presa fácil…

Su arma se alzó de nuevo, dirigiéndose hacia su víctima en un brutal golpe lateral destinado a hacer saltar la cabeza de los hombros del anciano, pero tal cosa no llegó a ocurrir: algo pareció in-terponerse en su camino, deteniendo el acero tan fácilmente como si sólo se tratara de una ramita.

Atónito, el bárbaro dio unos pasos atrás, con-templando la borrosa figura que se delineaba fren-te a Zwundu, una silueta que lentamente se iba

haciendo más densa a medida que las palabras del brujo se alzaban y cumplían su función mágica de convocación…

Podían distinguirse unas enormes garras, unos brazos velludos, un enorme pecho peludo… Las patas estaban también provistas de poderosas zarpas, capaces de atravesarlo si lo alcanzaban de frente, y la cabeza… ¡Por Crom, Mitra e Ishtar! Sostenida sobre un grueso cuello, era la de un rugiente león, un rostro bestial, felino, de mirada inteligente, humana, con un hocico negro bajo el que se abría una descomunal boca repleta de afi-lados colmillos como cimitarras… Su cabellera, negra como la pez, ondeaba como a impulsos de un viento que Conan no percibia, como si sólo existiera alrededor de aquella criatura, que rugió pavorosamente en un alarde de desafío…

–Contempla al verdadero Amra, oh tú que te haces pasar por él –recitó el brujo, abriendo len-tamente los ojos–. Él es el espíritu del León, él es la encarnación de la fuerza, la majestad y el poder de la mayor de las criaturas de Kush…

“Puesto que en tu blasfemia y sacrilegio no tie-nes recato ni pudor alguno en suplantar a uno de los principales Hijos de Ajujo, Amra el Destructor, justo y adecuado es que sea él mismo quien casti-gue tu insolencia: entregarás tu alma a sus manos, tu sangre servirá para saciar su sed y la de los dio-ses, tu carne será su alimento, y así todos recono-cerán al mayor de los embusteros, a un piel pálida que se ha alzado con la jefatura de los bamulas a base de engaños y supercherías.

–¡Condenado viejo, debí haberte matado cuan-do tuve ocasión! –bramó Conan furiosamente.

El ser, de una estatura gigantesca, tal que em-pequeñecía al propio cimmerio, observaba todo sin moverse ni un ápice, con unos ojos ambarinos, vacíos de expresión, tras los que no se aprecia-ba otra cosa que la más lejana profundidad cós-mica… Giró lentamente sobre sí mismo, sin dar señal alguna de reconocimiento, de interés, hasta quedar de cara al brujo, al que pareció contemplar con absoluta indiferencia.

–¿Por qué he sido convocado? –tronó abrup-tamente, con una voz grave, rasposa, como el roce de piedras–. ¿Con qué derecho osa mortal alguno llamar a Amra el Destructor?

–Yo he formulado la invocación, poderoso Hijo de Ajujo, Señor de la Selva –le contestó Zwundu, momentáneamente acobardado por la imponen-te presencia–. Por los dioses oscuros de Kush, Damballah, Ajujo y Jhil, por el poder que me han otorgado, he decidido reclamar tu presencia en el mundo mortal para que cumplas con tu sagrada misión de castigar a los blasfemos que pretenden suplantar tu magna figura, tu poder, y arrogarse el derecho de los dioses…

“Te he llamado, Oh Amra el Destructor, para que te alimentes con la sangre y la carne de ese patético mortal de piel blanca –señaló al bárbaro, que se aprestó para el combate con gesto firme–, para que consumas su alma y la envíes a los po-zos más profundos de tus dominios, donde puedas castigarlo eternamente por su soberbia…

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–¿Y quién eres tú, vano mortal, para preten-der dar órdenes a Amra? –gruñó con ferocidad la criatura.

–Yo soy Zwundu, brujo de la poderosa tribu bamula –se presentó el hechicero orgullosamen-te, recuperada por fin su confianza–, y te ruego humildemente, oh poderoso Amra, que castigues a ese hombre que se hace llamar como tú, Amra, por su blasfemia…

La mirada del dios se volvió hacia Conan, que se encogió momentáneamente para de inmediato recuperarse y disponerse a la lucha, con su espada ante él.

–¿Qué tienes que decir al respecto, mortal? –demandó la poderosa deidad–. ¿Te haces llamar Amra por compararte conmigo?

–Yo soy Conan de Cimmeria –exclamó con fu-ria el bárbaro–, Jefe Guerrero de los bamulas, y mi apodo no me viene por otro motivo que no sea el del respeto que adquirí entre los corsarios negros de Bêlit: soy Amra, el León, sí, por aclamación de los kushitas, mas no hay en ello motivo alguno de burla contra ningún dios.

Durante unos instantes ambos se contempla-ron ferozmente, inmóviles como estatuas: una, im-ponente, de bronce, y la otra, dorada en todo su colosal esplendor.

–Puedo percibir en tu interior algo que re-conozco, algo que hacía mucho tiempo que no encontraba… –comenzó Amra el Destructor–. Una grandeza, un poder que emana de ti como un brillante rayo que eclipsa a todos aquellos que se mueven a tu alrededor… Sí, en tu alma hay algo del León, algo indómito, salvaje, que crece con el paso del tiempo, y que de no truncarse te con-vertirá en algo más que un mero mortal, en una leyenda entre los tuyos…

“Más has de demostrar que realmente eres digno de tomar y usar ese poder que surge de tu interior, que mereces representar en la tierra de los mortales a Amra el Destructor… No basta con que estos negros te aclamen, has de mostrar tu valía ante quien es realmente la encarnación de la Destrucción…

Antes de que Conan pudiera darse cuenta de lo que sucedía, el dios estaba junto a él, irguiéndo-se como una titánica torre, la diestra alzada en un ataque implacable… No lo había visto llegar, sólo sabía que se hallaba en un peligro mucho mayor del que había pensado…

Saltó hacia un lado sin pensar, mecánicamente, sintiendo cómo las garras azotaban el aire con un ominoso silbido en el lugar en el que se había ha-llado un momento antes; se giró como un gato y lanzó una estocada lateral, brutal, al muslo, buscan-do frenar la sobrenatural movilidad de su oponen-te… Su acero rozó lo que podría haber sido car-ne, sin llegar a cortar por completo al apartarse su enemigo para esquivarlo, dejando una leve línea más oscura que el pelaje.

Durante unos minutos el combate se convir-tió en una especie de juego de gato y ratón, en el que ambos contendientes alternaban sus papeles una y otra vez: cada vez que Amra intentaba atra-

par a su rival, éste esquivaba el tremendo golpe, oponiendo a su vez tajos y estocadas con las que pretendía herir al dios y obligarlo a mantenerse a la defensiva; mas aquélla era tarea difícil, pues la criatura se movía con una velocidad y agilidad pas-mosas, sobrenaturales, oponiendo a la espada del cimmerio una vitalidad y resistencia absolutamen-te imposibles de doblegar por mortal alguno…

El bárbaro comprendía la situación perfecta-mente: sabía que si la deidad se había hecho carne podía cortarla, más para ello tenía que alcanzarla, una cuestión que no era precisamente baladí; se estaba empleando a fondo, y lo único que había conseguido había sido perder algunos mechones de cabello y que en su pecho apareciera una fina línea carmesí, producto de uno de los formidables zarpazos que no había podido esquivar por com-pleto… Por el contrario, había alcanzado varias veces a Amra, pero no conseguía hacerlo sangrar, era como intentar derribar a espadazos una alta torre…

No, si deseaba poner fin a aquel combate de forma satisfactoria para él, no bastaba con el mero salvajismo, no bastaba con la mera fuerza, tenía que encontrar el punto débil; y, sin lugar a dudas, aquel punto había de estar en la enorme cabeza, pero no había manera sencilla de alcanzarla: se ha-llaba a más de un metro por encima de él, tenía que obligarlo a agacharse para poder golpear con eficacia…

No podía permitir que la pelea se alargase en demasía: su energía no era inagotable, y más tarde o más temprano empezaría a flaquear, por lo que comenzó a plantearse una nueva estrategia para doblegar a aquel furioso dios.

Sus golpes comenzaron a dirigirse fundamen-talmente hacia las piernas y muslos, en busca de un tajo afortunado que obligara a Amra a hincar la rodilla en el suelo, y ponerlo así a su altura, donde podría intentar un golpe más eficaz…

Era una táctica directa, aparentemente senci-lla de ejecutar a juzgar por la mole a la que se enfrentaba, pero realmente no lo era tanto: su enemigo saltaba como un felino, evitando la mayor parte de las estocadas, rugiendo de placer ante lo que parecía entender como una interesante pelea, lanzando continuos zarpazos que obligaban al bár-baro a apartarse una y otra vez, sin que ninguno de los dos contrincantes consiguiera imponerse por completo…

A no tardar, el pecho del cimmerio subía y bajaba notoriamente, jadeando a causa del ago-tamiento que le producía aquella feroz lucha, su-doroso… Uno de sus mandobles, dado con todas sus fuerzas, alcanzó a su rival en el muslo, arran-cándole el primer aullido de dolor que oía duran-te todo el combate; su rostro se contrajo en un gesto de satisfacción al ver que el titán dorado se inclinaba y doblaba la rodilla…

No iba a ser tan fácil: dispuesto a atacar de nuevo, esta vez a la cabeza que bajaba hacia él, apenas tuvo tiempo de ver cómo caía sobre él una enorme zarpa; saltó hacia delante, rodando por el lateral del voluminoso cuerpo, hasta situarse a la

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espalda de Amra, y se puso de nuevo en pie, gi-rándose con agilidad: en un momento entrevió la situación y, con una sonrisa brutal, salvaje, se lanzó a una carrera que lo llevó a saltar por encima del corpachón, apoyando su pie derecho en la espalda, dándose impulso para elevarse en el aire… Alzó su arma sobre su cabeza, sujetándola con ambas manos, dispuesto a golpear el cráneo del dios en la caída, poniendo en la estocada hasta el último gramo de fuerza que le quedaba…

Con el alarido de guerra de su tribu natal, cayó sobre la colosal testa; se oyó un tremendo chas-quido cuando el acero se enterró profundamente: el hocico de su enemigo se abrió en un agónico rugido, mientras se derrumbaba pesadamente…

Conan intentó arrancar la espada de su lugar, mas no le fue posible, se había quedado atascada, por lo que se conformó con saltar a un lado para apartarse del titán que se desplomaba aparente-mente herido de muerte.

–Mereces ser mi emisario en este mundo –ad-mitió sorpresivamente Amra–. Sí, Conan de Cim-meria, has demostrado un valor, un poder que están más allá de todo lo que conocen los mor-tales… Ya ni recordaba la última vez que vi entre vosotros a alguien con tu fuerza.

“Sí, los negros te han bautizado como Amra, y con razón: puedes ser Jefe Guerrero de los bamu-las, o lo que te propongas…

Mientras hablaba, su voz se iba apagando len-tamente, al tiempo que su cuerpo comenzaba a transparentarse, a desvanecerse como si no hu-biera existido jamás…

–Has derrotado mi cuerpo, más mi alma in-mortal sigue libre –se oyó en la lejanía, como un suave susurro–. Amra te saluda, Con…

Tan sólo quedó la espada de Conan, brillante, limpia, sin rastro alguno de sangre, que recogió de nuevo sin envainarla, pues sabía que aún tendría que combatir más aquel aciago día…

Zwundu contemplaba atónito el resultado del extenuante combate, jadeando también a causa de sus esfuerzos por mantener el vínculo del dios con la esfera terrenal…

–¿Cómo… ¿Cómo has podido hacer algo así? –exclamó por fin, lleno de rabia y odio–. ¿Cómo te has atrevido a mancillar a un dios con tu espa-da? Deberías haberte postrado ante Amra y supli-car su piedad…

–Yo no me pliego ante los dioses, sean blan-cos, negros o de ningún color –gruñó el cimme-rio con furia, alzando de nuevo su arma–. Mi dios, Crom, no me otorga ningún don, salvo la vida y la fuerza en el brazo de la espada; no me pide ado-ración, no se digna obsequiarme con ningún pre-sente, tan sólo me exige ser digno seguidor suyo en la batalla, inundando el campo con la sangre de mis enemigos, oyendo llorar a sus viudas y a sus hijos… Crom sólo pide ser un guerrero, ¿y tú me dices que rinda pleitesía a un dios que ni conocía hasta ahora, al que he sido capaz de alcanzar con mi acero? ¡Ja! Valiente chacal estás hecho, viejo, para intentar engañarme con seme-jante baladronada…

“Empieza a rezar a tu dios Ajujo, porque vas a reunirte con él antes de lo que piensas…

–¡Guerreros bamulas! –exclamó el brujo, escu-piendo las palabras con un incontenible veneno–. ¿Acaso vais a consentir que un hombre blanco se burle así de las sagradas tradiciones de nues-tro glorioso pueblo? ¿Consentiréis que un blanco sacrílego, desde su posición usurpada como Jefe Guerrero, se burle de nuestras más sagradas tra-diciones y ose siquiera mostrarse ante nosotros como igual a un dios como Amra el Destructor?

IVLa reacción de los gigantes de ébano no fue

todo lo entusiasta que Zwundu hubiera esperado: aunque se alzaban bastantes voces aceptando las palabras del hechicero, también se oían muchas abogando por el beneplácito que el propio dios había dado al bárbaro.

La tribu se había dividido irremisiblemente: los guerreros más veteranos se mantenían firmes en sus convicciones acerca de las tradiciones inmu-tables, mientras que los jóvenes comenzaban a apostar por aquel gigante de piel bronceada que había llegado hasta allí para hacer tambalearse bajo sus pies los cimientos de su pueblo... Preveían tiempos de gloria con él, y ansiaban seguirlo a la batalla contra los clanes enemigos, aumentar su territorio de caza, convertirse en la mayor de las fuerzas de las tierras negras al sur de Kush…

A no tardar, los cruces de palabras, las discu-siones entre ambos bandos fueron aumentando de tono, hasta desembocar en una batalla campal, en la que resonaban con fuerza los choques de las armas, las heridas mortales sobre la carne, los ala-ridos de agonía, dolor y muerte, los aullidos triun-fales, de guerra, de una tribu que sólo vivía para la sangre y la destrucción…

EL poblado se convirtió en un caos absoluto: por todas partes los negros se acuchillaban entre sí, y en aquél pandemónium se incorporaban inclu-so las mujeres bamulas, para las cuales el instinto salvaje estaba tan arraigado como en sus hombres, arañando, acuchillándose entre sí… Aquella noche,

«Sus golpes comenzaron a dirigirse fundamentalmente hacia las piernas y muslos,

en busca de un tajo afortunado que obligara a Amra a hincar la rodilla en el suelo, y ponerlo así a su

altura»

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20 Weird Tales de Lhork

sin duda, habría muchos lamentos por las muer-tes…

Algunos guerreros se abalanzaron sobre Conan, las miradas salvajes inyectadas en sangre, dispuestos a acabar con aquel insolente que había llegado a su aldea para acabar con su modo de vida…

Para el cimmerio, en aquel momento sólo ha-bía dos prioridades: Livia y el brujo. Se enfrentó a sus atacantes, acabando con uno de ellos de una estocada en el corazón que ni el escudo de piel consiguió frenar, mientras esquivaba como un enorme gato las acometidas de otros dos salva-jes… Desvió una lanza dirigida a su estómago, y lanzó un tajo lateral que su oponente esquivó a duras penas al agacharse, momento en que quedó expuesto a un brutal rodillazo que lo apartó del combate con el rostro ensangrentado.

El bamula restante dudó por un momento: fue fatal para él, pues el bárbaro tomó la iniciativa y lo ensartó sin piedad, atravesándolo de un lado a otro… Tras extraer la espada, se volvió raudo hacia el lugar donde se hallaba el brujo, para des-cubrir, sin demasiada sorpresa, que el pájaro había volado y ya no se hallaba allí: sospechaba dónde había ido, por lo que echó a correr hacia un extre-mo del poblado…

En su camino se le unieron un par de guerre-ros, que le sonrieron torvamente, mientras galo-paban tras él, apartando a todos los enemigos que surgían de entre las casas intentando frenarlos…

Una lanza voló hacia él, obligándolo a agachar-se; no miró hacia atrás cuando un gemido de ago-nía le indicó que había encontrado un blanco… Otro guerrero se interpuso ante él, mas en su im-pulso ni siquiera paró: desvió el astil de la lanza con un hábil golpe de su zurda, y golpeó salvaje-mente con su espada, convirtiendo el rostro de su rival en un amasijo de carne y sangre…

Llegaron ante una cabaña adornada con bár-baros ornamentos que indicaban que se trataba de la vivienda del brujo, un lugar sobre el que se susurraba en voz baja acerca de los horrores que Zwundu convocaba y de las pesadillas que podía enviar contra cualquier enemigo…

Frente a la cabaña, protegiéndola, se erguían como titanes dos gigantescos negros con lanzas y escudos de piel de rinoceronte, que se plantaron ante él, cerrándole el paso, con expresiones tor-vas, dispuestos a luchar; en el interior de la espan-tosa choza, la voz de Livia se alzaba en un aullido de terror que hería los tímpanos del cimmerio…

En los ojos de Conan ya sólo danzaba la locu-ra roja del combate, un velo escarlata que oculta-ba toda contención, el ansia devorador de la ven-ganza… No se detuvo a pensar, simplemente cayó sobre sus rivales como un tornado, apartándolos como si no fueran más que un par de postes, re-volviéndose entre ellos mientras su compañero de ébano se adelantaba para pelear con uno de ellos…

Aquéllos no eran guerreros comunes: estaban más curtidos, eran más feroces y endurecidos que la mayoría de los bamulas… El bárbaro no conse-guía romper la defensa del escudo, mientras que su rival le obligaba una y otra vez a retroceder apresuradamente bajo riesgo de acabar ensartado en la lanza…

Un gemido agónico le hizo mirar de reojo: el guerrero que lo había acompañado caía abatido por un lanzazo en el pecho; aquello lo dejaba al descubierto, con dos armas expertamente mane-jadas contra él…

Saltó hacia un lado, para intentar mantener a ambos frente a él y tenerlos controlados, mientras detenía o esquivaba las lanzadas que le tiraba su enemigo… Y en medio de aquel caos, los aullidos de Livia, que seguían elevándose en un paroxismo de terror ciego…

La locura se iba apoderando de él por mo-mentos: recordó la muerte de Bêlit, que no pudo evitar por llegar demasiado tarde, y se juró a sí mismo que aquello no volvería a ocurrir… Con un violento esfuerzo se arrojó sobre su opo-nente en el momento en que el otro intentaba intervenir en la refriega, arrojándolo al suelo, volviéndose contra el recién llegado y largándo-le una estocada baja que cortó la parte inferior del escudo al tiempo que alcanzaba a su rival en la pantorrilla, arrancándole un aullido de dolor, obligándolo a tambalearse, momento que apro-vechó para alzar su espada en un movimiento rapidísimo y cortar el cuello del guerrero, cuya cabeza voló limpiamente de sus hombros para caer más lejos…

El caído acababa de levantarse cuando Conan se volvió hacia él, con los ojos inyectados en san-gre, absorto ya en la locura homicida de la batalla: hubo un cruce de aceros rápido, uno, dos golpes, y al tercero, una finta que hizo que el escudo se cru-zase hacia el pecho, dejando el costado izquierdo al descubierto, por donde penetró profundamente la espada del cimerio.

Los ruidos de la batalla iban acercándose pau-latinamente hacia la cabaña del brujo, pero el bár-baro no los oía, perdido como estaba en sus san-guinarios pensamientos con respecto a Zwundu; sin dudarlo, apartó la tela de la cabaña y penetró en su interior.

«La cosa era una extraña mezcla de ser humano y simio, un ser hirsuto, de

pelaje tan negro que apenas resultaba visible en medio de la danzante oscuridad, achaparrado, de músculos

abultados»

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Aunque ya lo conocía de alguna ocasión ante-rior, no dejaba de chocarle el terrible contraste entre la luminosidad exterior y la tétrica oscuri-dad que reinaba allí, sólo paliada por una breve hoguera en el centro, cuyo humo salía por una abertura en el techo… A su alrededor, todo eran danzantes sombras, pobladas por criaturas sel-váticas disecadas, cuyos ojos vidriosos parecían acechar al visitante como esperando a que se despistara para caer sobre él como auténticos de-monios de Arallu.

Un cocodrilo inmenso colgaba del techo con las fauces abiertas, y en los toscos muebles se arracimaban cabezas de felinos, simios, hienas… Colgados de las paredes había otros trofeos igual de siniestros, colmillos de elefante, de león, zarpas de hienas, de panteras…

Mas lo peor de todo, lo que hizo que se le pu-sieran los pelos de punta, fue la criatura que se agazapaba inquieta, nerviosa, al fondo de la choza, atada a unas argollas que la retenían eficazmente, tratando de alcanzar el cuerpo desnudo de Livia, que yacía a sus pies, chillando frenéticamente, con el hechicero a su lado, recitando alguna maligna letanía para enviar el alma de la mujer a los más lejanos abismos de Damballah.

–Llegas tarde, Amra –gruñó triunfalmente Zwundu–, tu mujer pálida va a servir de alimento al Hijo de Jhil.

La cosa era una extraña mezcla de ser humano y simio, un ser hirsuto, de pelaje tan negro que apenas resultaba visible en medio de la danzante oscuridad, achaparrado, de músculos abultados que denotaban una fuerza descomunal… Sus miembros acababan en manos aparentemente hu-manas, pero enormes, y su rostro… Evocaba toda la salvaje concupiscencia de los antiguos dioses de la selva, el origen de toda la lujuria y lascivia que haría nacer a Ishtar y Lilitu más tarde, una obsce-nidad en la que se mostraba un ansia que conduci-ría posteriormente al más cruento asesinato de su víctima y, probablemente, a un hambre enfermiza, caníbal…

Como si de una señal se hubiera tratado, las palabras del brujo marcaron el momento en que las cadenas cayeron de las muñecas de la criatura, que se adelantó gruñendo con ferocidad hacia el cuerpo de Livia, una negra masa cerniéndose so-bre la blanca carne…

Conan saltó hacia la contrahecha figura, en busca de una estocada rápida, directa, que acabara con el engendro, pero éste alzó sus manos y lo recibió con un salvaje golpe que lo arrojó hacia atrás; rehaciéndose de inmediato, se lanzó de nue-vo al combate, esta vez con más cautela al com-probar la fuerza sobrehumana de la criatura…

Las zarpas de la cosa recorrían el cuerpo de la muchacha cuando el cimmerio cayó sobre ella como un huracán, con un tajo que pretendía sec-cionar limpiamente el cuello de su rival, mas éste, más ágil de lo que su constitución denotaba, lo es-quivó con facilidad y se adelantó para atrapar al bárbaro entre sus tremendos brazos, en un abra-zo destinado a partirle el espinazo.

En aquella situación, la espada de Conan era inútil, y los colmillos del ser se acercaban a su ros-tro, mientras se debatía para soltarse. La presión en su espalda era bestial, tan brutal que sintió que las costillas se resentían ante semejante embate…

–¡Por Crom, mujer! ¿Podrás dejar en algún momento de gritar? –bramó enfurecido al oír los interminables chillidos de Livia, mientras alzaba su zurda para atizar un salvaje puñetazo en el hocico de la bestia, que no pareció notarlo.

El siguiente golpe fue con la empuñadura de la espalda, y en el oído del engendro, que por un momento agitó su cabezota, confundido; era todo lo que el cimerio necesitaba para reaccionar.

Un nuevo golpe, y las poderosas manos lo sol-taron, dejándolo caer; en el momento en que tocó el suelo se lanzó hacia adelante, con la espada fir-memente sujeta, clavándola en el estómago de la cosa, que berreó ferozmente; no podía dejar que su enemigo se recuperase, por lo que a pesar del cansancio a causa del interminable combate en que se había visto envuelto desde que se enfrentó al espíritu de Amra, lanzó una y otra vez ataques, cortes, tajos, contra el peludo cuerpo, haciéndolo sangrar por infinidad de heridas, arrancándole ala-ridos de dolor y angustia…

Con una última estocada dirigida al corazón consiguió que su oponente se derrumbara, bo-queando como un pez fuera del agua…

Por un momento se dejó caer al suelo, al lado de Livia, jadeando a causa del esfuerzo…

–¡Conan! ¡El brujo! –gritó Livia, prácticamente en su oído.

Se giró instintivamente, interponiendo su ace-ro: un cuchillo se estrelló sobre él. Lo rechazó con facilidad y se alzó de nuevo, como un ángel ven-gador, enfrentándose a Zwundu, que retrocedió atemorizado.

–¿Qué clase de criatura eres para luchar de esta manera? –demandó en medio de un mortal nerviosismo–. ¿Cómo puedes enfrentarte a un dios, a un enviado de los dioses oscuros, a uno de sus hijos, y sobrevivir?

“No eres bamula, sólo un guerrero blanco incluso más pequeño que algunos de los que he-mos desollado, así que… ¿cómo es posible que en tu interior pueda anidar el espíritu de Amra, del León?

–Es muy fácil, viejo –contestó Conan con fiera sonrisa–. Porque yo soy Conan, ¡yo soy Amra, el León, nombrado así por los pueblos de las tierras negras y los corsarios de Bêlit!

Se adelantó para rematar su tarea y acabar de una maldita vez con el anciano, pero éste sacó un saquillo de entre sus escasas ropas y se lo arrojó a la cara; por un momento el cimmerio tosió, sor-prendido, mas reaccionó al momento, cuando vio una figura adelantándose hacia él: su espada volteó en un golpe lateral, alcanzó carne, brotó un agó-nico alarido de dolor… Y luego un golpe contra el suelo.

Cuando consiguió sacudirse los efectos del polvo, vio una masa informe arrebujada junto a una de las paredes de la choza: al acercarse com-

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probó que era Zwundu, muerto, con una tremen-da herida en su costado izquierdo, allí donde lo había alcanzado el acero del bárbaro…

–Dale recuerdos de mi parte a tus dioses, con-denado brujo –gruñó con ferocidad.

Se volvió hacia Livia y la liberó de sus ataduras; después, entre ambos rebuscaron entre las cosas del hechicero, hasta encontrar unas telas bastas con las que pudiera envolverse la mujer.

–Vamos, hay que salir de aquí –gruñó el gue-rrero.

–¿Qué sucede, Conan? –demandó ella, deján-dose arrastrar–. ¿Qué es todo ese estruendo?

–Eso es la distracción habitual de los bamulas, la sed de sangre –le contestó su compañero, apar-tando la tela–. Se han metido en una salvaje guerra entre ellos para decidir si quieren un Jefe Guerre-ro blanco o negro…

Al salir de la cabaña vieron un aterrador es-pectáculo: cientos de cuerpos sudorosos de éba-no luchaban entre sí en una brutal carnicería, acu-chillándose y alanceándose con un frenesí rayano en la locura… Los cadáveres y la sangre cubrían el suelo hasta donde alcanzaba la vista.

–Vámonos de este maldito lugar –señaló Conan, asqueado–. Salgamos de esta aldea.

–Pero tú eres su Jefe Guerrero…–Ya no –rechazó el cimmerio encogiéndose de

hombros–. Estoy harto de intentar convertir a es-tos carniceros en soldados organizados, en lucha-dores capaces de conquistar el mundo…

Se dirigieron hacia el norte, hacia la empaliza-da.

–Es imposible conseguir de ellos nada que no sea matar y morir –prosiguió el bárbaro, mientras alcanzaban su destino y alzaba a Livia para que se agarrara a la parte superior y la salvara–. Jamás se-rán un cuerpo organizado de guerreros mientras no superen ese ansia frenética de sangre.

“Podría hacer de ellos un pueblo capaz de conquistar un imperio, con la disciplina adecuada serían el ejército más temible que se haya visto jamás en el mundo hybóreo… Pero es imposible inculcarles tal disciplina.

Corrieron hacia la espesura de la selva; tras ellos, los gritos y el ruido de la batalla proseguían incansables, oían voces de que estaba escapando de ellos, por lo que intentó apresurar el paso.

–Los bamulas viven para el combate –comentó Conan–; viven para la lucha, la sangre… No son siquiera lobos, son mucho peores, viven por el mero placer de la muerte, para complacerse a sí mismos y a sus oscuros dioses… Lo suyo es una batalla eterna, sin final, sin sentido…

VPararon unos momentos a descansar junto a

unos árboles; no demasiado lejos, el estruendo de la batalla parecía haber finalizado, siendo sustitui-do por los aullidos de caza de los guerreros.

–¡Ja! –exclamó el cimmerio–. Se han cansado de guerrear entre ellos, y ahora buscan otra presa para desollarla en sus altares… Habrán encontra-

do los cadáveres de Zwundu y su mascota, y ha-brán llegado a la conclusión de que he ido dema-siado lejos…

Dejó escapar una alegre carcajada.–¿Cómo puedes estar tan tranquilo? –se la-

mentó la mujer–. Ahora nos perseguirán…–Y contigo a cuestas nos cazarán como a rato-

nes –admitió el bárbaro sin gesto alguno de pesar–. Por Crom, que voy a dar a esos condenados negros motivos para recordar mi paso por su aldea… Las mujeres van a tener que llorar a muchos muertos antes de que puedan acabar conmigo…

“Vamos, hacia el norte, espero poder encon-trar una caravana de blancos que te devuelva a la civilización.

–¿Y tú?–¿Yo? –se burló Conan, agitando la espada–. Yo

voy a hacer que esos bamulas recuerden a Amra, a su Jefe Guerrero, como un dios de la muerte…

Reemprendieron de nuevo el camino, con los gritos tras ellos acercándose lentamente: tal y como había pronosticado, con Livia no podía avan-zar demasiado rápido, las telas se enganchaban por todas partes, y tropezaba una y otra vez con las raíces de los árboles…

–¿Qué sucedió? –demandó Conan, cuando se detuvieron para descansar escondidos en el tron-co hueco de un árbol.

–Estaba en la cabaña, esperando tu regreso, cuando entraron Zwundu y un par de guerreros –explicó ella con gesto temeroso–. Apenas entendí su perorata, sólo reconocí su actitud rabiosa, de odio infame hacia mí; sus acompañantes me cogie-ron y me arrastraron fuera, entre voces, llamando la atención de la aldea, que se congregó a nuestro alrededor.

“Ignoro todo lo que pudo decir a los bamu-las, sólo sé que todos me escupían y me tiraban frutas podridas… Sólo entendía las alusiones a sus dioses, a Damballah, a Ajujo, a Amra… Hasta que, finalmente, me arrastraron hasta la choza del brujo y, tras desgarrar brutalmente mis ropas, me ataron donde me encontraste, para sacrificarme a esa cosa…

–No sé lo que era –admitió el cimmerio en-cogiéndose de hombros–, seguramente alguna criatura que ese hijo de Jhil encontró en las más oscuras profundidades de la selva…

Podían oír el sonido de sus perseguidores con total claridad.

–Tenemos que seguir… –advirtió severamente el bárbaro, poniéndose en pie.

–Estoy agotada… –se lamentó Livia.Por toda respuesta, Conan se la cargó a los

hombros y se irguió, comenzando a andar a un trote rápido que devoraba terreno con una facili-dad pasmosa… La mujer protestó al principio, no demasiado alto, pues no quería llamar la atención de los bamulas, llegó incluso a insultar a su por-teador, hasta que comprendió que sus palabras no iban a servir de nada y enmudeció, dejándose lle-var pacíficamente.

La distancia con los guerreros se mantuvo du-rante un buen rato, hasta que tras ellos comenza-

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ron a estallar aullidos de gozo y triunfo: al parecer, el rastro que dejaban tras ellos era tan claro que podrían seguirlo incluso de noche…

–Que todas las maldiciones se lleven a esos condenados perros de presa –gruñó con feroci-dad el cimmerio–, no se cansan nunca de perse-guir a sus víctimas… Nuestra única escapatoria está en llegar hasta territorios lo suficientemente alejados de su tribu para que decidan regresar con las manos vacías…

La selva a su alrededor vibraba llena de vida, los sonidos resonaban en sus oídos… Para Livia, no eran otra cosa que clarines que anunciaban su horrenda muerte a manos de aquellos diablos de ébano, o de cualquier alimaña con la que se tro-pezaran…

La espada del bárbaro se agitó durante un mo-mento por delante de él; al continuar andando, la mujer vio que dejaban atrás un gran lagarto parti-do por la mitad, retorciéndose en el suelo…

No podía evitar estremecerse con todo aquel pandemónium de chillidos, rugidos, berridos, susu-rros, aullidos… Entre las criaturas selváticas y sus perseguidores estaban consiguiendo deshacer sus nervios, arrancar poco a poco la cordura de su mente y guiarla hacia la locura… Cómo echaba de menos a su familia, a su hermano perdido en las torturas de los bamulas…

No cabía duda de que Conan conocía per-fectamente el terreno que pisaba: sus pasos eran apenas distinguibles, se movía con una ligereza y una agilidad impropias de alguien tan corpulento como él y con una carga sobre sus hombros… Podía sentir sus fuertes manos en sus nalgas, suje-tándola con firmeza para que no cayera…

Repentinamente fue arrojada al suelo sin con-templaciones; sorprendida, levantó la miraba hacia su acompañante, que se había detenido y se había vuelto hacia la dirección de la que procedían, con la espada en alto.

–Levántate y camina, Livia –le advirtió sin mi-rarla–. Están muy cerca, te cubriré todo el tiempo que pueda. Mantente en dirección norte, es la me-jor manera de salir de sus territorios de caza…

–Si no sé ni dónde está el norte… –se quejó ella amargamente.

–Mantente en la misma dirección que seguía-mos –insistió el cimmerio–. Si te quedas aquí, sólo puedo garantizarte cautiverio y torturas bestiales hasta tu muerte…

–Me quedo –advirtió la mujer con firmeza–. Prefiero eso a vagar sola por la selva, con la única compañía de las fieras…

El bárbaro asintió con un leve cabeceo: repen-tinamente, todo a su alrededor había adquirido un siniestro silencio, una ominosa tensión crecía en el ambiente, preludio de una explosión de salvajismo que no tardaría en llegar… Ni siquiera se oían ya los gritos de los negros, señal inequívoca que ace-chaban a sus presas dispuestos a caer sobre ellos de un momento a otro…

Algo salió volando, una lanza que Conan des-vió hacia un lado de un golpe de su espada; un instante después, el verdor de la selva estallaba en

una hormigueante masa de oscuro movimiento, cuando un par de guerreros de ébano, aullando como diablos huidos de los fosos más profundos de Arallu, saltaron sobre él enarbolando uno una lanza y otro un machete…

El cimmerio sabía que no eran más que los primeros, la avanzadilla del grueso de la partida, que no tardaría en llegar, así que tenía que acabar con aquella pelea lo más rápido posible y seguir huyendo…

Detuvo con su espada el golpe de la lanza, mientras sujetaba con su zurda la muñeca del ba-mula que intentaba atravesarlo con su hoja; en un remolineante giro que apenas tuvieron tiempo de distinguir sus enemigos, lo interpuso ante el arma del otro, que lo empaló limpiamente, con un gruñi-do de furia entre los labios.

Antes de que pudiera soltar su lanza, el bárba-ro estaba sobre él y abatía su espada sobre el crá-neo del desventurado rival, reventándolo en una lluvia de sangre y sesos…

–¡Vamos! –exclamó Conan, agarrando a Livia por la muñeca y tirando de ella furiosamente.

De nuevo, una carrera entre los árboles, es-quivando animales asustados que se cruzaban en su camino, recogiendo a la mujer que se rezagaba, imposibilitada para seguir el ritmo que le imprimía su acompañante… A no tardar, el pecho del cim-merio subía y bajaba como un fuelle, jadeante, sus pies sólo obedecían su férrea fuerza de voluntad, de forma mecánica… Avanzar lo más deprisa po-sible, olvidando el disimulo y la cautela… Si algún depredador se cruzaba en su camino, que tuviera buen cuidado de apartarse de su espada…

Y así sucedió: una gran serpiente se deslizó cerca de él, siseando con ferocidad al advertir la presencia del intruso, y recibiendo por toda res-puesta una salvaje estocada que la decapitó lim-piamente, sin que llegara a frenarse en su veloz carrera.

El bárbaro no tardó en comprender que con la carga de Livia no podría alcanzar a tiempo las lindes del territorio kushita: los bamulas eran sal-vajes en extremo, buenos corredores y rastreado-res que estaban tras su pista, acercándose veloz-

«Podría hacer de ellos un pueblo capaz de conquistar un imperio, con la disciplina adecuada serían el ejército más temible que se haya visto jamás en el mundo

hybóreo… Pero es imposible inculcarles tal

disciplina»

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24 Weird Tales de Lhork

–¿Ya ha pasado el peligro? –inquirió, observan-do su entorno con recelo.

–Sí, por fin podemos viajar tranquilos –contes-tó el cimmerio encogiéndose de hombros–. Me he hartado de estas tierras de sangre y misterio, de viejos dioses que reclaman sanguinarios sacrificios a negros aún más sanguinarios que ellos…

“Iremos hacia el norte, hacia Estigia y las tie-rras hybóreas, y tal vez por el camino encontre-mos una caravana…

Calló abruptamente, y se llevó la diestra a la frente, haciendo sombra sobre sus ojos: sí, en el horizonte acababan de aparecer unos puntos que tal vez fueran lo que estaba buscando…

–Vamos –indicó con sequedad.Ella lo siguió sin decir una palabra, sin quitarle

ojo de encima… Si bien al principio había llegado a odiar a aquel hombre, a temerlo por su alianza con los malditos negros que habían asesinado a su hermano, sus sentimientos habían cambiado y ahora sentía hacia él poco menos que una adora-ción rayana en la divinidad.

–¿Qué vamos a hacer, Conan? –preguntó.–He dicho que te mandaría a tu hogar, y eso es

lo que haré.–¿Y tú?–¿Yo? –se burló el bárbaro con una seca carca-

jada–. Yo voy a seguir mi camino, voy a disfrutar de la vida mientras me quede aliento.

–¿Y no podrías…–¿Irme contigo? No, Livia, eso no –advirtió con

severidad el cimerio–. Quizás en algún momento haya de sentar la cabeza y buscarme una mujer, pero ahora, al menos de momento, sólo preten-do disfrutar de lo que tengo –palmeó la funda de su arma–. Una espada, enemigos a los que matar, vino y cerveza que beber, mujeres de las que dis-frutar… Ésa es la vida que me espera.

La mujer calló, conocedora de los pensamien-tos que pasaban por la mente de su compañero: a su manera era tan indómito como aquellos demo-nios bamulas de los que habían escapado con tan poco margen, aunque fuera con ella el fuego de su interior no podría apagarlo ni con todo el agua del Océano Occidental, más tarde o más temprano

mente… Los alaridos de rabia que oyó tras él le indicaron que acababan de encontrar a sus com-pañeros muertos…

Repentinamente, se encontró en medio de la alta vegetación de la sabana: al parecer había de-bido ser más rápido de lo que pensaba, pues no creía haber estado tan cerca de la zona en la que esperaba ponerse a salvo.

Avanzó alrededor de treinta metros y se zam-bulló entre las hierbas, soltando a Livia e indicándole que se mantuviera en silencio: tal vez sus perseguido-res se diesen por satisfechos si al llegar a aquel punto no encontraban rastro alguno de sus presas.

No tardaron en oír las guturales voces bamu-las, órdenes e imprecaciones dadas en tono im-perioso, el movimiento de los negros guerreros por la linde de la selva, batiendo el terreno, sin que surgiera nada que no fueran pequeñas aves que volaban asustadas o criaturas que huían ve-lozmente ante el implacable avance de aquellos hombres…

Conan sonrió con gesto torvo: no tardaron las voces en disminuir hasta convertirse en meros su-surros, indicativos de la tenacidad que aquellos sal-vajes de ébano demostraban cuando andaban tras una víctima; había entendido algo acerca de espe-rar en silencio, lo que indicaba que sabían que se encontraba en aquel mar ondulante, y esperaban que se delatase con algún movimiento involunta-rio, por lo que indicó por señas a su compañera que procurase no moverse ni hablar: no debían agitar ni uno solo de aquellos espigados tallos…

El tiempo pasó interminablemente lento, eter-nizándose en cada segundo, haciendo que el ner-viosismo fuese haciendo mella en el ánimo de Li-via, que pugnaba por mantenerse quieta mientras sus músculos flexionados comenzaban a agarro-tarse, pidiéndole a gritos estirarlos…

No tenían ni idea del tiempo que transcurrió hasta que el cimerio creyó oír el sigiloso paso de los negros retirándose hacia su aldea: con un in-finito cuidado, procurando no agitar la hierba, se alzó levemente, mostrando una pequeña parte de su negra melena, que aparecía como un reluciente faro en medio de aquel mar dorado.

Sí, se habían retirado: no había ningún bamula a la vista. Aquellos perros se habían cansado de la cacería, y abandonaban a su presa…

Juró entre dientes: ¡malditos guerreros asesi-nos, eran demasiado salvajes, demasiado indiscipli-nados como para intentar imponer un orden en su instinto sanguinario! ¡Podría haber construido un imperio en aquel lugar, aquellos negros eran la materia perfecta para ello, pero habían resultado ser imposibles de malear: a duras penas había con-seguido convertirse en su Jefe Guerrero, y a duras penas se había mantenido en esa posición, lleván-dolos de victoria en victoria, de masacre en masa-cre, pero estaba claro que jamás admitirían que un blanco, por mucho que llevara el espíritu del león en su interior, los gobernara…

Tendió la mano a la mujer, que se alzó traba-josamente, frotándose con fuerza las piernas y los brazos.

«...no tardaron las voces en disminuir hasta

convertirse en meros susurros, indicativos de la tenacidad que

aquellos salvajes de ébano demostraban cuando

andaban tras una víctima»

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25Weird Tales de Lhork

oído algunos comentarios entre los kushitas que no le hacen demasiada justicia…

Se dio la vuelta y comenzó a apartarse de ellos.–¡Espera, Conan! –oyó a Livia–. ¡Ven con noso-

tros, al menos será más seguro para ti!–No, Livia, yo elijo mi camino –aseguró el cim-

merio con una alegre carcajada ante el vano inten-to de la mujer de mantenerlo entre sus brazos–. Ya habrá tiempo para sentar la cabeza.

–Llévate al menos algunas provisiones –le sugi-rió el jefe de la expedición, arrojándole un odre de agua y un pequeño saco con tasajo.

Conan cogió ambos objetos al vuelo y, con un gesto de agradecimiento, se alejó de ellos…

Apenas llevaba un día caminando por la saba-na, cuando percibió un suave movimiento entre las altas hierbas; al mirar en aquella dirección, pudo distinguir un lomo dorado, apenas visible entre la vegetación.

–Un león… –murmuró con disgusto.Sabía que donde había un león, siempre había

más: cazaban en manada, como los lobos, con una estrategia excelente que impedía que sus presas pudieran escapar de su cerco de garras y colmi-llos…

Mirando a su alrededor, vio sin demasiada sor-presa cómo se agitaban más puntos entre las altas hierbas… Eran demasiados para intentar afrontar-los: con uno solo podría haber tenido alguna posi-bilidad, pero dos o más… Y allí había alrededor de una docena…

Lo estaban rodeando, de eso no cabía la me-nor duda: la única dirección abierta era el norte, siempre el norte… Apresuró el paso y echó a correr, conocedor de sus feroces costumbres: no iban a apresurarse, sabían que su presa esta-ba asegurada; aquella criatura bípeda no era más rápida que ellos, les bastaba con que se cansara para caer sobre ella y devorarla con la mayor fa-cilidad…

Libre de la presencia de Livia, que lo hubie-ra lastrado y condenado irremisiblemente a una horrible muerte en manos de aquellos peligrosos carnívoros, comenzó a devorar kilómetro tras ki-lómetro, postergando lo que a todas luces era el final inevitable de su carrera: las profecías acerca de su futuro glorioso acababan allí, en el estómago de un león…

Pero él era Conan, Conan el cimmerio, Conan el bárbaro, y no iba a entregar su vida sin luchar ferozmente por ella: que aquellas bestias vinieran a por él, sabrían lo que es enfrentarse a un norte-ño con una espada afilada…

partiría de su lado para volver a vagabundear en pos de la aventura y el gozo de la libertad…

VITardaron alrededor de una hora en llegar has-

ta el lugar en que se movían las imprecisas figu-ras, que a medida que se reducía la distancia se mostraron como un grupo de blancos, de jinetes hybóreos, rodeando un carro con una gran jaula de barrotes de hierro.

En cuanto fueron avistados se produjo un leve tumulto: unos momentos después, los cazadores aprestaban sus arcos y espadas y se disponían para el combate, para detenerse, anonadados, al con-templar a la pareja que aparecía ante ellos como surgida de una extraña visión: un bárbaro norteño melenudo, moreno, que los observaba hoscamen-te, y una mujer más menuda, que se sujetaba a su brazo con una expresión de agotamiento tal que parecía a punto de derrumbarse.

–¡Pero, qué… –exclamó uno de los hombres–. ¿De dónde salís vosotros dos, por Mitra?

–Huimos de los territorios bamula –explicó Conan con sequedad–. Vamos hacia el norte, en busca de aires más saludables.

–¿Bamula? ¿Habéis estado entre los bamulas? –exclamó otro, con los ojos desorbitados–. ¿Y se-guís vivos?

–No somos fantasmas, desde luego –advirtió el cimmerio–. Y os advierto: estoy lo suficiente-mente furioso como para degollaros aquí y ahora si no dejáis de amenazarnos con vuestras malditas armas…

“Ésta es Livia, ofirea de nacimiento, pertene-ciente a la casa de Chelkus; seguramente su familia ofrecerá una cuantiosa recompensa a quien se la devuelva. La dejo a vuestro cuidado, la escoltaréis hasta su hogar y podréis cobrar ese premio.

–¿Y tú qué vas a hacer, bárbaro? –demandó el primero que había hablado, picado por la curiosi-dad–. Porque eres bárbaro, de eso no hay duda… ¿Aesir, vanir… cimmerio?

–Soy Conan el cimmerio –gruñó–. Yo voy a se-guir mi camino por mi cuenta, pasaré más desa-percibido que vosotros. ¿Cómo es que los estigios os han dejado pasar sin cobraros un fuerte peaje?

–Oh, no llegamos desde Estigia –contestó el segundo hombre–. Venimos en barco desde Mes-santia, desembarcamos en Meroe, y en cuanto co-bremos una buena pieza allí regresaremos.

–Kush… Meroe… –murmuró el bárbaro pen-sativamente–. Entre Estigia y Kush, casi sería mejor probar la elección de la reina Tananda, aunque he

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26 Weird Tales de Lhork

Texto: Augusto UribeImágenes: Archivo Weird Tales of Lhork

las novElas fantásticas dE ridEr Haggard

Augusto Uribe

Hace ya un tiempo escribí para esta misma revista un artículo dedi-cado al Ciclo mítico-épico de Rider Haggard, un artículo homenaje al nunca olvidado Emilio Serrra, que entiendo que resultó muy com-

pleto. Sin embargo, la novelística fantástica del autor no se agota en este ciclo y hoy traigo aquí una docena más de novelas suyas del género, las que recoge Bleiler en su monumental The Guide of the Supernatural Fiction, cuyas reseñas he tomado en principio como guía de las mías. Pocas están traducidas al cas-tellano, aunque casi todas en inglés en la Biblioteca Nacional y en la red.

Me ha parecido una consideración interesante la que hace José Agustín Mahieu en un apéndice a una de las novelas editadas por

Anaya. Los libros de Haggard han quedado para muchos como libros para niños, cuando fueron escritos para adultos –para chicos y grandes, al menos–, lo mismo que ocurre con títulos de Kipling, Stevenson y no digamos con las ácidas sátiras de Los viajes de Gulliver, de Swift, tan lejanas a la literatura infantil.

Comparto de un artículo de Francis Lacassin en Fiction que Haggard fue un precursor del realismo fantástico por su búsqueda de razas y civilizacio-nes perdidas y por su recuperación de los mitos fabulosos de la Humanidad ancestral, presentándolos en un contexto de realidad como posibles.

En la novelística de Haggard hay tres hallazgos, la creación del magnifico personaje del Gran cazador que es Allan Quatermnain –Las minas del rey Salomón–, la creación de la menos espléndida Diosa Blanca –Ella, Ayesha– y el tratamiento que da a los zulúes, semejante al que otro autor pudiera dar a los griegos clásicos . Los tres, aunque sea en menor medida, van a estar pre-sentes en casi todas sus novelas.

EL DESEO DEL MUNDO (1890). The World’s Desire está publicada por Paco Arellano en su colección La Biblioteca del Laberinto, en traducción y prólogo de Martín Lalanda, que recomiendo. Cuenta bien las peripecias del manuscrito de Haggard sobre la última aventura de Odiseo hasta la colabo-ración final con Andrew Lang. Revela Roger Green que cada uno de los coau-tores escribió diversas secciones de la novela, pero luego la reescribieron entera con Haggard como autor principal.

Narra lo que sucedió con Elena –la mujer que bien valía una guerra– tras la de Troya, uno de los temas favoritos de especulación en el mundo clásico, de modo que han sido varias las historias distintas que han llegado hasta

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nosotros. Cuando Ulises vuelve a su hogar en Íta-ca encuentra los edificios en ruinas y a sus seres queridos en cenizas sobre la pira, aparentemente golpeados con saña por una plaga. Sólo se ha sal-vado de la destrucción su gran arco negro.

En su desesperación se dirige al templo y cla-ma a los dioses. Le responde Afrodita, que le re-prende por haberla descuidado, pero le otorga su bendición. El Deseo del Mundo, la bella Elena, podrá ser suya, pero el ofrecimiento encierra una condición: si se rinde a los encantos de otra mujer, morirá. Y recibe un signo sobrenatural por el que podrá reconocer a Elena.

Los héroes de Haggard, sin el menor temor a los hombres ni a las fieras, aceptan sin resistencia que los designios de los dioses son inescrutables y sus decisiones inexorables, dioses a los que el autor introduce en la narración con toda la natu-ralidad de unos personajes más.

Más tarde Ulises es apresado por unos trafi-cantes de Sidón que pretenden entregarlo como esclavo al faraón de Egipto, mas Ulises se libra de sus captores y vuelve a ser un hombre libre, reves-tido con la armadura de oro de Paris. Sin embargo, no es consciente de ello, su apariencia coincide con una profecía que atañe a Meriamín, la reina de Egipto.

Casi inmediatamente cae en una red de intri-gas. La reina se enamora perdidamente de él e in-tenta acabar con la vida del faraón para desposar-se luego con el griego. Él, por su parte, descubre el paradero de Elena, a quien los egipcios llaman “La Otra Hator” y la veneran como a una diosa a causa de su belleza sobrenatural.

La reina, invocando la ayuda de una serpiente mágica, asume la apariencia de Elena y seduce a Ulises, que muere cuando es general de los ejér-citos del faraón, que hacían frente a una invasión de los Pueblos del Mar. Quien acaba con su vida es precisamente Telégono, el hijo que había tenido

con Circe. La eterna Elena lo conduce a su pira funeraria y después desaparece

Entre los elementos sobrenaturales aparecen las plagas bíblicas descritas en el Éxodo, visiones, profecías y la propia naturaleza de Elena, como encarnación de un símbolo, en un texto que pre-tende mostrar las ideas de Lang llevadas a la Odi-sea; la forma en que trata a Elena es un eco de su poema Elena de Troya . El resultado no fue del todo convincente para la crítica.

STELLA FREGELIUS (1903) es esencial-mente una novela de amor, que toma su nombre del de su heroína, aderezada con algunos elemen-tos de ciencia ficción –poco frecuentes en el au-tor– y otros sobrenaturales –que sí son frecuen-tes en él–.

Morris Monk es un inventor que intenta desa-rrollar una especie de radio o teléfono sin hilos al que llama aerófono . Este ingenio permitirá a los espí-ritus gemelos ponerse en contacto y mantener con-versaciones, aunque estén separados por una gran distancia, como en una telepatía inducida, sin necesi-dad de utilizar ningún otro medio material tangible.

Va a casarse con su hermosa prima Mary Porson por razones familiares y económicas y se anuncia su compromiso. Pero ella tiene que au-sentarse para acompañar al Continente a su pa-dre enfermo y, durante su ausencia, embarranca en las costas de la isla un navío del que Morris consigue rescatar a Stella Fregelius, la hija de un clérigo local.

Morris y Stella se enamoran el uno del otro y, con la ayuda de ella, él consigue perfeccionar su invento. La situación supone un verdadero es-cándalo en la pequeña comunidad del pueblo, que rompe el padre de Morris. Antes de separarse

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Morris y Stella hacen un voto solemne de matri-monio espiritual y poco después ella muere ase-sinada.

Morris se queda destrozado, mas Mary lo re-conforta y terminan por casarse. Mary compren-de lo que siente su esposo y su vida en común es feliz, incluso cuando él intenta comunicarse sin éxito con su amada muerta mediante el aerófono. Sin embargo, a veces hay una especie de comuni-cación entre ellos en el sueño, donde Morris ve a una Stella silenciosa y sonriente. Finalmente, Mo-rris cae en una profunda depresión que lo condu-ce a la muerte, quizá como un camino hacia Stella.

Es un triángulo familiar que ya comenté en la reseña de A Tale of Beginning, cuando Wi se em-barca hacia el Sur con su esposa Aaka y la nueva mujer que ha aparecido en su vida, Laleeba, de la que se ha enamorado, y una de las mujeres cae al mar y se ahoga. Ambas novelas traen a la memoria el matrimonio del autor con la rica heredera Loui-se y su amor por su secretaria Ida. Stella Fregelius es la más autobiográfica de esta serie de novelas.

Su protagonista es una mujer excepcional, noble e inteligente, mística y espiritual, la super-viviente de un pasado remoto, que no tiene nada de Ella. Hija de un clérigo, es consciente de la su-perioridad del Espíritu sobre las cosas de la natu-raleza, así como de su proximidad a lo Eterno.

Ahora bien, aún es más protagonista del libro Morris Monk, un filósofo soñador que se afana por conseguir su aerófono . Y un personaje secun-dario muy bien dibujado en la novela es el padre de Morris.

BENITA (1906) es otra historia a la que da nombre el de su protagonista. La acción de Benita, una novela africana (título americano El espíritu de

Bambatse), discurre hacia 1890 en lo que fue Ro-desia. Trescientos años antes, comerciantes por-tugueses que explotaban unas ricas minas de oro, fueron expulsados de sus campos auríferos por la expansión negra, huyendo hacia el Norte con una fortuna. Llegaron al templo–fortaleza de Bam-batse, en Zimbabue, donde hicieron su postrera parada antes de perecer. Los últimos en morir fueron una pareja, primero el hombre y después la mujer, Benita Ferreyra, a los que arrojaron al río Zambeze desde una elevada roca. Se dice en Bam-batse que su espíritu todavía vaga entre aquellas ruinas.

En un cuento posterior, narrará Haggard que el jefe que gobernaba cuando ocurrieron los he-chos, declaró que el lugar de la tragedia era terre-no sagrado y que, si alguien lo pisara, provocaría la desaparición de su tribu. Y por siglos no fue vio-lado.

Trescientos años después, Benita Clifford, con antecedentes de portugueses africanos, su padre y el malvado Jacob Meyer, que pretende ser su pa-reja cuando ella ama a otro, consiguen un permi-so para buscar el tesoro perdido a cambio de mil rifles, con su correspondiente munición, que los pacíficos bambatse necesitan para enfrentarse a la invasión de los matabele. Tras muchas aventuras y peligros, Benita logra encontrar el tesoro me-diante el mesmerismo, la teoría del magnetismo animal que estaba aceptada entonces.

Puesto en trance, un chico ciego, que sólo ha-bla inglés, repite en portugués las oraciones que rezaban aquellos comerciantes que iban a morir y canta incluso los himnos que entonaban. Des-cribe con detalle la muerte del hombre y la mujer precipitados al río, las particularidades del lugar en que está enterrado el gran tesoro y, finalmente, da cuenta de su situación exacta. De este modo los tres blancos y el niño negro llegan al sitio en que están escondidos los bultos que guardan el tesoro y, aprovechando la crecida del río, los sacan de allí, aunque sin poder llevarlos consigo. Algunas monedas de oro, entre ellas un ducado de Aloy-sius Mocenifo, dux de Venecia, se quedaron en el lugar del descubrimiento y dieron fe de la verdad del mismo.

Posteriormente el chico fue puesto de nuevo en trance y reveló el lugar en que ahora estaban los sacos, mas, antes de que los europeos pudie-ran llevárselos, fueron expulsados del territorio por los nativos supersticiosos, que temían que se llevaran al tiempo sus vidas.

Es una novela de aventuras al estilo Haggard. Benita Clifford es una mujer fuerte, nacida en África y criada en Inglaterra, que retorna al Conti-nente africano llamada por su padre para intentar encontrar el tesoro oculto. Durante el largo viaje se enamora de Robert y, cuando está a punto de aceptar su propuesta de matrimonio, el buque en que viajan choca contra una roca y ella pierde el sentido. Arriesgando su propia vida, Robert consi-gue salvarla.

La novela contiene razas extinguidas y civili-zaciones desaparecidas,, selvas, cavernas, bóvedas

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en las profundidades, profecías, maleficios y bru-jerías, todo al modo africano tan del gusto del au-tor. Y, sobre todo, ese mesmerismo que funciona a la manera de una posesión por parte de Benita Clifford del espíritu de Benita Ferreyra, junto con otras varias experiencias telepáticas, pues el chico es puesto en trance once veces.

LOS REYES FANTASMAS (1908), cuyo título original inglés fue The Ghosts Kings y el ame-ricano The Lady of the Heavens. Con el castellano fue editada en España por Marisal en 1941, en su publicación quincenal Aventuras, en una versión correcta cuyo autor no se indica, con cubierta e ilustraciones de López Rubio. Fue reeditada en 2006 por el equipo Sirius, en su colección Trans-versal, en traducción de José Miguel Pallarés, que completa la incompleta anterior.

No es casual que Haggard haya escogido el África negra como el escenario de muchas de

sus novelas. Al hecho mismo de su conocimien-to imborrable del país, que hacía más auténticas y creíbles sus narraciones de sucesos, personas y costumbres, se añadía la fascinación que sentía por el gran Continente. En su época, África era todavía un territorio desconocido cuyo exotismo hacía soñar a sus lectores. Los reyes fantasmas es amor, misterio, aventuras y peligros, los mejores ingredientes de las novelas de Haggard, junto con los poderes de la magia, que aquí alcanzan todo un climx con el maravilloso Pueblo Fantasma, tanto más sugestivo cuanto menos pensable.

Es ésta una novela de aventuras en África basa-da en parte en las teorías antropológicas británi-cas de la época. Se dice que Rudyard Kipling pudo colaborar en el argumento, aunque no se sabe

si realmente lo hizo y, en su caso, qué es lo que aportó.

Los Dove son unos misioneros ingleses que se establecen a la orilla de un río cuya otra orilla pertenece al imperio del sangriento rey zuú Din-gaan. El conflicto va a ser inevitable.

El argumento es a la vez previsible y complejo, abriendo constantemente nuevas líneas de acción. Rachel, la hija de los Dove, despierta la pasión del León, un pérfido británico renegado que vive como un nativo, en el peor de los sentidos, y va a hacer todo cuanto está en sus manos para con-seguirla.

Pero a ella la ha salvado de una crecida del río su compatriota Richard y ha establecido con él una relación, tan breve como profunda, que hace que los dos, aunque muy jóvenes, estén ya para siempre predestinados a unirse. Rachel permane-ce por años sin saber nada de Richard, ni siquiera si está vivo o muerto, mas lo lleva siempre consigo en su corazón.

Por su parte, los magos de Dingaan sostienen que Rachel es la Inkosazana, la Dama del Cielo, la encarnación de la diosa de tez blanca de los zulúes. A causa de una profecía sobre una guerra, Dingaan la emplaza a presentarse en su corte y Rachel acu-de para evitar males mayores, como serían los de la muerte de sus padres y de los nativos de la mi-sión. Los horrores del viaje y su permanencia en el kraal del rey resultan demasiado para ella, hasta el punto de que pierde la razón por un tiempo.

Los zulúes piensan que sólo la magia del Pue-blo Fantasma puede descifrar el enigma de la guerra profetizada y la envían al Norte para en-contrarse con ellos. Saben que el Pueblo Fantas-ma posee enormes poderes mágicos pero no son precisamente acogedores con los forasteros. Vi-ven en una relación mágica con su entorno, cada miembro de la tribu está ligado psíquicamente de por vida a un árbol, de manera que si el árbol cae, el hombre muere. Y también existe un árbol para el conjunto de la tribu.

Los poderes de la Inkosazana son asimismo extraordinarios, de modo que lo sobrenatural lo impregna todo. Ello hace que el autor pueda pre-sentar como realidad, contando con la complici-dad del lector, cosas que parecen realmente im-posibles.

El grupo dominante del Pueblo Fantasma pre-tende acabar con la vida de Rachel, mas otros se oponen a ello, entre los que figura una mujer mis-teriosa a la que tiempo atrás ha salvado la vida y se ha convertido en su mejor amiga. Estalla un terrible conflicto y, con l ayuda de la reina fallecida, Rachel consigue huir durante el tiempo suficiente para que llegue Richard a su rescate. Cae el ár-bol a que está ligada la aldea y el Pueblo Fantasma muere con él.

Novela de Diosa Blanca, entre el mito, la le-yenda y la magia, muy del estilo de Haggard, con personajes bien definidos y una trama más floja. Lo mejor del libro es la excelente descripción que hace de la vida de los pioneros en el veldt sudafri-cano.

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Como en todos los argumentos de Haggard, late en éste un atractivo poderoso, la odisea hu-mana a través de la aventura, el peligro y el miste-rio incesantes.

EL DIOS AMARILLO (1908). The yellow god, subtitulada Un ídolo de África, es quizá la novela de Haggard que funciona mejor, con algo de thriller de aventuras. Arrancando de una crisis financiera per-sonal en Inglaterra, se adentra luego en el África más profunda, donde se dan cautiverios sexuales y están presentes todos los materiales tradicionales del autor, ídolos letales, máscaras mágicas, terri-torios inexplorados habitados por razas perdidas de salvajes y una mujer inmortal que guarda celo-samente su pasado para terminar enamorándose perdidamente del héroe inglés. Dentro de un argu-mento bien llevado, el primer elemento fantástico son esos ídolos y fetiches que funcionan realmente.

Años antes, el tío de Alan Vernon, misionero en el Continente Negro, pasó algún tiempo en la tierra de Asiki, de la que salió apresuradamente, llevando consigo la máscara de oro de un ídolo llamado el Pequeño Bonsa y volviendo a Inglate-rra. Es posible que la máscara poseyera poderes sobrenaturales, pues parecía que podía provocar visiones horribles y hasta flotar en al aire y acer-carse a quien la contemplaba.

¿Es una simple estatuilla de oro adorada por unos crédulos indígenas o realmente la materialización de una divinidad sangrienta en lo más profundo de África? Lo va a averiguar el pro-tagonista de la novela.

En el país de donde había salido el Pequeño Bonsa se había quedado otro ídolo, su compañe-

ro el Gran Bonsa: ambos eran letales. Alan Ver-non, un joven retirado del ejército con el gra-do de mayor, que ha arruinado su carrera, una vez recuperado de las fiebres de la malaria que ha contraído en África, se enreda con unos em-presarios deshonestos a los que pretende utili-zar como último recurso para hacer la fortuna que precisa para salvar su posición económica y poder casarse con la bella Barbara Champers–Haswell. Decide tomar la máscara, volver a Asiki y tratar de averiguar el lugar donde se habría en-contrado tanto oro.

Alan tiene un sirviente negro, el cómico Jeek-kie, de cultura británica y religión cristiana, que no ha olvidado sus orígenes ni sus creencias supers-ticiosas. Cuida de que su amo no dé un paso en falso y lo hace siempre con un toque de humor. Hace que la novela llegue a parecer en ocasiones una parodia de las novelas clásicas de aventuras.

Ambos siguen un camino plagado de peligros, pero los nativos reconocen el ídolo, al que temen profundamente, y eso los mantiene a salvo. Ade-más, con la llegada de Little Bonsa sobreviene una serie de hechos inesperados. La Asika, la soberana del país, tan bella como viciosa, confiesa a Alan la pasión que siente por él y decide que ha de ser su marido, tan pronto como muera el que ahora tiene. Cuenta para ello con los inquietantes pode-res que le concede el Dios Amarillo, del que es la sacerdotisa.

Haggard presenta a la Asika como una autén-tica mujer fatal, hermosa, sensual, colérica e inde-ciblemente cruel y viciosa. De alguna manera se reencarna continuamente, tema caro al autor, y guarda memoria de sus vidas anteriores hasta al menos dos mil años atrás. Durante todo ese tiem-po ha tenido muchos maridos, de los que conser-va sus cuerpos momificados en una enorme co-lección macabra.

Alan y Jeekkie consiguen escapar tras ser he-ridos por el Big Bonsa, que es una monstruosidad inexplicable. Encuentran a Barbara en la selva y huyen los tres a Inglaterra con un cargamento de oro y joyas. Reaparecen los malvados empresarios, mas éstos no consiguen escapar y reciben un ho-rrible castigo a manos de la Asika.

LA ESTRELLA MATUTINA (1910). The Morning Star fue otra novela publicada en España tan tempranamente como en 1928, por Ediciones Mercurio, de Madrid, en traducción de Mario G. Sánchez, y reeditada por la famosa Revista Lite-raria Novelas y Cuentos, también de Madrid, que sólo publicaba reediciones, en 1955. Con el título de La hija de Amón la sacó Acmé, de Buenos Ai-res, en 1944, y después por dos veces Obelisco, de Barcelona, en 1986 y 1997.

Su acción tiene lugar en el Antiguo Egipto, en una época que no se especifica, aunque algunos de los acontecimientos que narra permiten suponer que fue poco después de la expulsión de los hic-sos, esto es, en el Imperio Nuevo hacia los siglos XV–XIV de la Era Antigua: son el país y el tiempo preferidos del autor cuando no ubica su novela en

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Cuando el faraón se recupera, comparte el trono con su hija y decide visitar las ciudades de su imperio, en las que no ha estado desde que fue-ra coronado cuarenta años antes. Al llegar a Men-fis, el príncipe Abi plantea abiertamente que ha de casarse con Tua y el faraón es asesinado.

Caen los 500 soldados de la guardia real, el úl-timo su capitán Mermes, y Asti y Neter–Tua con-siguen escapar del templo en que están refugiadas porque la princesa, ahora reina, deja en su lugar a su ka . El ka, el cuerpo espiritual, que era inmortal, podía vivir separado del cuerpo físico y hacerse pasar por él, máxime en este caso en que el ka de la reina posee algo de encarnación de Amón, el padre de todos los dioses.

Tua y Asti navegan río arriba, hacia Tebas, en un barco misterioso de oro y de plata que pue-de ser el barco en que Ra lleva las almas de los muertos. Lo conduce una tripulación de marine-ros enmascarados que no pronuncian ni una sola palabra durante el viaje, lo mismo que el capitán. Desembarcan y pasan por varios peligros hasta que encuentran a un mendigo que no resulta ser tal, sino Kefer, el escarabajo que es símbolo de la eternidad en Egipto.

Llegan a Tat, cuyo rey pretende hacer de Tua su esposa, de grado o por fuerza, mas Kefer hace que sus tropas sean derrotadas y él muerto. Allí los alcanza Ramsés, que devuelve a la reina a Egipto. Entre tanto, el ka de Tua le hace la vida insufrible a Abi, infligiéndole un terrible castigo.

Finalmente se encuentran los dos bandos, sor-prendiéndose el de Abi de ver a la reina en el otro, pues la hacía en el suyo. Kefer decreta su perdi-ción y es llamativo cómo afrontan la muerte sin protestas ni resistencia, convencidos de que es una sentencia inexorable.

La Estrella Matutina es una mujer muy a lo Ha-ggard, descrita con gran viveza, y toda la novela está impregnada del misticismo, la religión, las lu-chas por el poder y el misterio del antiguo Egipto, así como de las vidas de sus habitantes, más de los poderosos que de la gente común.

Todo lo mueven la magia y los ka . Se dan otros materiales sobrenaturales que incluyen visiones, profecías, apariciones de muertos, bolas de cristal clarividentes y control de los elementos, en una novela que está bien estructurada, con una espe-cial vena de crueldad en la transformación de lo sobrenatural en la vida humana.

EL MAHATMA Y LA LIEBRE (1911). The Mahatma and the Hare se subtitula Una historia so-ñada y es un libro raro en la bibliografía del autor, una novela corta que es poco más que una fábula, de gran simplicidad, con reflexiones morales y filo-sóficas sobre la caza muy ajenas al pasado de caza-dor del autor y a sus narraciones de las aventuras del Big Hunter, Allan Quatermnain.

Parece ser que Haggard tomó la idea de este argumento de la lectura en un periódico de cómo una liebre se había lanzado al mar para huir de sus perseguidores, siendo seguida por los perros, que se lanzaron tras ella, la apresaron y la mataron Eso

el África negra. El Dr. Wallis Budge, un egiptólogo amigo suyo, leyó el manuscrito para corregir algún error que pudiera contener.

El argumento es de carácter fantástico, en el sentido de completamente sobrenatural. Cuan-do el príncipe Abi, de madre hicsa, discute con su hermanastro, el faraón reinante, un hombre bueno, aunque débil y sin descendencia, Kaku, el astrólo-go a su servicio, le profetiza que su destino será prosperar durante veinte años, al cabo de los cua-les su estrella será eclipsada por la estrella matuti-na. Jura lealtad al faraón y éste lo envía de Tebas a Menfis, como gobernador del territorio.

Tras muchas plegarias a los dioses, la reina Ahura tiene una hija inesperada, a la que llama Neter–Tua, Estrella Matutina, y muere feliz. La niña crece hasta convertirse en una mujer ambiciosa y decidida, que está enamorada de su compañero de juegos Ramsés, que nació el mismo día que ella: una vez la salvó en la jaula de un cocodrilo sagra-do, perdiendo un dedo, y han compartido mucha vida. Él es hijo de Asti, la mejor amiga y valedo-ra de Tua, poseedora de una poderosa magia, y de Mermes, capitán de la guardia del templo de Amón. Son los últimos descendientes de la famosa dinastía de los Ramsés, pero no tienen ambiciones imperiales y son leales al faraón.

Cush es un pequeño reino que no mucho antes fuera egipcio, aunque ahora es indepen-diente. El Gobierno ve con buenos ojos el casa-miento de su príncipe con la princesa Tua, mas muere en su visita a Tebas. Ante la consterna-ción del faraón, que cae gravemente enfermo, Ramsés es enviado a Cush con el cuerpo del muerto en una embajada de buena voluntad para impedir una guerra, mientras la princesa Tua toma las riendas del país.

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le hizo reflexionar sobre la crueldad de los de-portes sangrientos, viendo las cosas desde el otro punto de vista.

El narrador, a resultas de haber conocido a una poderosa figura espiritual llamada Jorsen, se convierte en Mahatma. En sus sueños nocturnos deambula por el Gran Camino Blanco, la vía que recorren las almas cuando muere el cuerpo. Ve cómo se le acerca una liebre con la que empieza a conversar, y el animal le cuenta un cuento sobre la barbarie humana que originó su muerte y la de toda su familia, desgarrados por los dientes de los sabuesos.

Durante los últimos momentos de la liebre, el dueño de los terrenos de caza sufre un infarto, muere y su espíritu sigue el Gran Camino Blanco. La liebre y él van debatiendo acerca de sus pape-les en la vida, sobre los que la liebre manifiesta su propia visión, y ambos terminan por apelar a las autoridades, las Voces, ante las que se justifica la liebre, reclamando los derechos de los animales. Y así concluye la novelita.

EVA LA ROJA (1911). Red Eve es una vez más el nombre de la protagonista de la novela. Se trata de una fantasía semihistórica ubicada en el siglo XIV en una Inglaterra brutal y heroica, des-pués en Venecia y Aviñón. Hugo de Cresi y Eva Clavering se enamoran perdidamente el uno del otro, mas la rivalidad entres sus familias se opo-ne a su enlace. Los Clavering son nobles y pobres, y los Cresi son comerciantes adinerados, aunque el padre de Hugo sostiene que descienden de un noble linaje.

El intratable sir Jonn Clavering no lo acepta y rehúsa conceder la mano de su hija a un mer-cader, la destina a un noble francés, el señor de Acour. Los enamorados preparan su fuga, que no pueden llevar a cabo cuando corre la sangre en un duelo mortal. Hugo y Acour se persiguen por los campos de batalla de Francia, durante la guerra de

los Cien Años que entonces se iniciaba, y después Hugo sigue a Acour hasta Venecia y Aviñón.

Encontramos en ella traiciones, amores, las guerras francoinglesas y la Muerte Negra, que unen a los cuatro protagonistas: Hugo de Cresi, Eva la Roja, Edmund Acour y Dick el Gris. Tras muchas peripecias, Acour droga a Eva, la del manto rojo, y se desposa con ella, aprovechán-dose de que la mantiene en un estado de semi-consciencia. Para recuperarla, Hugo cuenta con la ayuda de Dick el Gris, un raro personaje que viene a ser un arquero al estilo de Robin Hood, y de Murgh, la Peste. Y, al final, de vuelta al lugar en que empezó la acción, sobre las llanuras y los pantanos de Suffolk, se enfrentan definitivamen-te los rivales. El inglés mata al francés y recupe-ra a Eva.

La parte fantástica de la novela corresponde a la entrada en escena de Murgh, personificación de la Muerte Negra, que se revela con apariencia humana, posee terribles poderes sobrenaturales y pasa a convertirse en la figura principal de la ac-ción.

Es seguramente una de las mejores novelas de la última etapa de Haggard. Pese a que los perso-najes siguen siendo los estereotipos de costum-bre, su tendencia a no ser tan sentenciosos los hace menos incómodos. La narración, por su par-te, l es relativamente enérgica y la introducción de Murgh como símbolo es un hallazgo.

Y, por encima de todo, hay que destacar cómo Haggard introduce la mujer y la pasión que inspira en un género en que las convenciones reinantes la tenían reducida a un papel de simple pretexto para las aventuras de cazadores, exploradores y luchadores.

La novela se reeditó en varias ocasiones como Little Flower, aunque Bleiler, al que repito que sigo, reseña la primera edición, la que se hizo en Nueva York en 1911. Los norteamericanos sólo recono-

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cían los derechos de autor a una obra británica cuando ésta ya había sido editada y vendida en los Estados Unidos, por lo que era frecuente que los autores ingleses encargaran a una agencia literaria de dicho país que hiciera una edición de una o dos docenas de ejemplares, que vendían a un precio simbólico a sus propios empleados, para cumplir con la letra de la ley.

EL COLLAR DE WANDERER (1914). The Wanderer Necklace está también traducida al cas-tellano en dos ocasiones, en Lecturas para todos, suplemento de la revista Jeromín, Madrid, 1932, y en la revista quincenal de la Compañía Iberoame-ricana de Publicaciones, Barcelona, 1942.

La novela, de pretensiones históricas, recoge las memorias de una encarnación anterior del na-rrador, que cuenta su vida como Olaf Thorvald-son, un danés de finales del siglo VIII. La víspera

de contraer matrimonio con Iduma la Hermosa, penetra para complacerla en la tumba de Wan-derer, el Errante, un legendario jefe de aquel te-rritorio de hace cientos o miles de años. Allí se sueña a sí mismo como Wanderer, casado en el Sur con quien comparte el maravilloso collar de escarabajos que da título a la obra. Cuando fueron obligados a separarse, cada uno se llevó la mitad del collar.

Encuentra en la tumba a un hombre de físico igual al suyo, el collar y una espada roja, con los que sale. Entrega el collar a Iduma, que luego no se presenta a la boda, sino que prefiere a Steinar, el hermano de leche de Olaf, recogido y criado por su padre. Al morir el jefe, Steinar es su único he-redero vivo, recibiendo una fortuna y el dominio

de unas extensas tierras, lo que explica la decisión de Iduma..

Una ofensa así ha de lavarse con sangre y, tras una batalla naval animadamente descrita, Steinar es hecho prisionero y condenado al sacrifico en al altar de Odín. Olaf se enfrenta al dios para salvar-lo, clavando su espada en la estatua y decapitándo-la, mas no consigue su propósito y ha de marchar al Sur, como antes lo hiciera Wanderer.

Sin saber cómo ha llegado hasta allí, reaparece en la corte de Bizancio, donde la emperatriz Ire-ne, viuda de León IV y madre de Constantino VI, comparte el trono con su hijo. Son personajes his-tóricos, al igual que el futuro emperador Nicéforo.

Irene se encapricha del nórdico e intenta se-ducirlo. Es el capitán de su guardia, se hace cris-tiano –al menos se bautiza– y asciende a general. Entonces encuentra a Heliodora, la mujer con la que soñó en la tumba de Wanderer, y ambos re-cobran su pasado amor, se prometen y cada uno toma medio collar, que llevará haga el momento de su boda.

Los celos de la Augusta son tan grandes que ciega a Olaf y pretende matarllo, de modo que sólo su sirviente Martina consigue evitar que caiga al abismo en la Sala del Precipicio, mientras Heliodo-ra y su padre han de abandonar precipitadamente Bizancio. El Emperador envía a Olaf a la isla de Les-bos, atacada por los mahometanos, como general de sus ejércitos y gobernador de la isla. Alío mar-cha, siempre guiado por Martina, de piel oscura, a la que apodan “el perro moreno de Olaf”.

Como oí decir una vez a Alfredo Lara, Haggard nunca se ocupa de mediocres. Cuando sus héroes llegan a un país extranjero, a poco se convierten en generales del ejército o capitanes de la guardia real, a más de que la reina se interese por ellos. Son héroes que se presenta como esculpidos en mármol o bronce y resultan luego seres de carne y hueso, vulnerables a la fatiga, las desventuras y el destino, y capaces de perderse por la pasión de una mujer

Olaf se entera de que el padre de Heliodora, un príncipe descendiente de una dinastía de farao-nes, ha muerto en una batalla y ella es prisionera del el emir, que va a hacerla su esclava, mas logra matar a su guardián y escaparse. Entonces Olaf parte en su busca con un nombre falso y disfraza-do de músico.

Haggard aprovecha el viaje para recrearse en la descripción de algunas de las maravillas monu-mentales del país. En el Valle de los Reyes un luga-reño cuenta a Olaf que una noche, a la luz de la luna, vio fugazmente a un espíritu vestido con las antiguas ropas reales, que llevaba al cuello medio collar igual al que él luce.

Es Heliodora, con la que Olaf se casa, y regresa a Lesbos, donde nada ha cambiado y sigue siendo su gobernador. Viven felices por años, tienen hijos y envían regularmente tributos a Bizancio. Pero en la capital las cosas sí han cambiado. Irene, tras go-bernar un tiempo con su hijo, riñó con él, lo cegó y al final lo mató. Por cinco años fue la mujer más poderosa del mundo, hasta que una sublevación

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de nobles la expulsó del trono, en el que pusieron a Nicéforo, tío de Constantino.

Un día atraca en el puerto de Lesbos un navío, con una prisionera y una carta del Emperador, que ordena a Olaf que ciegue y luego mata a la prisio-nera, que es Irene. Olaf rechaza la orden y es recla-mado a Bizancio. Finge obedece y apresta dos gran-des barcos, que parten con todos los hombres del Norte hacia Dinamarca. Olaf tiene la visión de Una Iduma vieja y fea, que no se ha casado y a la que la maldición de la sangre ha apartado del trato de las gentes. Y aquí termina la historia del narrador.

El collar de Wanderer es una novela hija del in-terés del autor por el Norte de África. Y Olaf, en suma, no viene a ser sino un correcto caballero de la época victoriana, transportado a un debilitado siglo VIII.

CUANDO EL MUNDO SE ESTREME-CIÓ (1919). When the World Shock, Being an Ac-count of the Great Adventure of Bastin, Bickley and Arbuthnot es una novela semialegórica de aventa-ras en un escenario más exótico que nunca y de ciencia ficción, la más cientificticia de Haggard. La editó primero en España Mateu, de Barcelona, en 1965, en su popular colección Juvenil Cadete, y después la citada Obelisco en 1988.

Tras una larga y digresiva sección introducto-ria, los tres amigos, Arbuthnot, Bickley –la ciencia– y Bastin –la religión–, dos de los cuales acaban de perder a sus esposas, emprenden un largo viaje a los mares australes. Un naufragio los arroja a una isla salvaje de la Polinesia, habitada por caníbales. Bastin irrita a los nativos por su fanatismo y los blancos han de refugiarse en una zona tabú, el vol-cán apagado del centro de la isla.

Encuentran allí los vestigios de una extraordi-naria civilización ancestral, entre ellos unas estatuas maravillosas –prototipos de las de la isla de Pascua– y máquinas voladoras arruinadas. Después cono-cerán que fue la potencia hegemónica del mundo, ejerciendo una verdadera tiranía sobre otras civi-lizaciones menos desarrolladas. En una cripta es-condida hallan a dos miembros de la antigua raza perdida, puestos en animación suspendida.

Arbuthnot y su amigos reviven a los durmien-tes y se enteran de que son Oro, rey y sumo sa-cerdote de aquella tribu, e Yva, su hija, que han dormido durante 250.000 años. En diversas reen-carnaciones, de forma intermitente, Yva había sido esposa de Arbuthnot.

Oro –el orgullo–, que es fanático y megalóma-no, posee grandes poderes a la vez científicos y paranormales, como son el dominio del clima y de la configuración de los continentes. Cuando cono-ce que los pueblos de la Tierra siguen siendo pe-cadores, como lo fueran en el pasado, se propone volver a hacer uso de sus poderes sobre la natu-raleza y así destruir a una gran parte de la Huma-nidad. Suya había sido la responsabilidad de haber acabado con la civilización de su isla y otras más.

Los cinco descienden hacia el centro de la Tierra, donde hallan el gigantesco giroscopio que mantiene en equilibrio al planeta. Oro está decidi-

do a poner en marcha sus planes de destrucción masivas, mas Yva –el amor– se sacrifica a sí misma para salvar al mundo.

La narración viene a representar el enfrenta-miento entre dos mundos en conflicto, los de Oro y Arbuthnot, que éste lleva a los terrenos del espí-ritu. Es una idea brillante, aunque Haggard la estira demasiado. Como bien señala Rodríguez Yagüe, , Arbuthnot es un avatar del propio Haggard, abo-gado, escritor de éxito, viajero con inquietudes es-pirituales e interés por las antiguas civilizaciones, que es un narrador que apenas cuenta nada de su vida anterior. Sus compañeros son protagonistas de naturaleza alegórica, casi estereotipos planos, lo que, unido a la sensiblería religiosa, lastra un tanto la historia.

El hijo del siglo tecnificado de la máquina de vapor, los caminos de hierro y el comercio, halla en África –en este caso más lejos aún– el espacio libre y salvaje que había desaparecido de las vejas ciudades europeas. En una sociedad encorsetada

por las costumbres victorianas, hace que sus hé-roes prefieran las viejas civilizaciones a la inglesa de entonces. Sin perder el orgullo del hombre blanco, siente simpatía y hasta admiración por cul-turas indígenas.

EL MISIONERO Y EL DOCTOR BRU-JO (1920). The Missionary and the Witch–Doctor es una novela cuya acción vuelve a desarrollarse en la Sudáfrica negra. El Reverendo Thomas Bull, por una vez un arrogante y agresivo egocéntrico inglés, acepta marchar a una misión en Sisa, un te-rritorio en el que serían obvias para cualquiera las

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dificultades que iban a encontrar su esposa y su joven hija Tabita.

Los nativos, una rama de la nación zulú, tienen sus lealtades divididas; unos –que incluyen al jefe– son leales al cristianismo que les ha sido predi-cado y otros –liderados por el mago Menzi– son leales a la religión ancestral. La antipática persona-lidad del reverendo acrecienta la hostilidad entre ambas facciones, a más de que la belleza de Tabita ha despertado el interés de Menzi.

El clérigo se mofa del mago, mas éste, segui-dor de Zikali, produce auténtica magia sobrena-tural, con visiones, premoniciones y control sobre las serpientes. mas el enfrentamiento entre ambos disminuye notablemente cuando Menzi salva a Ta-bita de la muerte tras ser mordida por un ser-piente venenosa.

La historia irritó a muchos lectores, incapaces de admitir que la medicina de un hechicero paga-no pudiera ser superior a la de un ministro de la Iglesia cristiana.

SMITH Y LOS FARAONES (1920). De las 58 obras de ficción que escribió Haggard, sólo dos son colecciones de historias, ésta una de ellas. Smith and the Pharaons and other tales se compone de novelas cortas y cuentos largos, seis historias en total, de las que cuatro están ambientadas en África. Haggard, lo digo una vez más, estaba ena-morado del misterio de este Continente, suges-tionado por un ayer perdido para siempre, pero que él pretendía recuperar.

Smith y los faraones –que va a aparecer próxi-mamente en la revista Delirio– es una novela bre-ve, divertida, a veces alegre y a siempre misteriosa. J.E. Smith, secretario en un banco, está fascinado por un busto egipcio que ha visto en el Museo , que representa a una mujer que le es desconocida. Cuando hereda una suma importante de dinero, inicia una excavación en el lugar en que se halló el busto, intentando encontrar algún dato sobre la mujer. Parece hallar una guía para localizar el sitio en que debe trabajar y, tras unos pocos años, descubre la tumba de la reina Ma–Mee, el original del busto

Las escasas reliquias con las que se topa las trata con verdadera reverencia y deposita la ma-yor parte de ellas en el Museo Egipcio. Una tarde pierde el sentido del tiempo y se queda encerrado en el Museo. Y esa es precisamente la noche en que una vez al año reviven las antiguas leyes de Egipto. Es interrogado y procesado, acusándose-le de que, técnicamente, ha profanado lugares de descanso eterno, aunque se le perdona y absuelve por intercesión de Ma–Mee. En es última escena, están presentes Cleopatra y Ramsés II.

Bárbara, la que regresó (Barbara who came back) es la otra novela corta, ésta de la vida rural. El hijo de Bárbara se ha convertido en un canalla violen-to, sin valores ni escrúpulos. La madre, que está en el ultramundo con su esposo y sus amigos, decide renacer en una niña de su propio hijo, con la es-peranza de redimirlo. Encierra cierto interés psi-cológico y es un relato de horror bien construido.

El cuento más interesante es Magepa el antí-lope, (Magepa the Buck), protagonizado por Alan Quatermain y perteneciente por tanto al ciclo mí-tico-épico de que traté en mi anterior artículo. El Gran Cazador narra el episodio de mayor valentía que haya contemplado nunca, un verdadero alar-de de bravura por parte del zulú llamado Buck y apodado el Antílope, que se sacrifica por su nieto.

Del cuento Sólo un sueño (Only a Dream) podría-mos decir que es otra historia de horror. La no-che anterior a su segunda boda el narrador sueñas con su anterior esposa difunta, que ya le había di-cho lo que esperaba de él si volvía a casarse. Ahora se le aparece su espíritu y le dice que, puesto que no puede vivir su vida con él, desea compartir su muerte, y revive el esqueleto de la fallecida. Al des-pertar, el narrador se pregunta si en esas condicio-nes podrá celebrar la boda prevista .

Los dos cuentos restantes son Las cortinas azu-les (The Blue Curtains) y La florecilla (Little Flower), de la que ya he aclarado que es el título alternati-vo de El misionero y el Doctor brujo .

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Texto: José Francisco Sastre GarcíaImagen cabecera: Christian Lorenz Scheurer

lEyEnda sangriEnta

José Francisco Sastre García

I

Toda su alma se estremecía ante la enormidad de lo que estaba a pun-to de afrontar: sus pasos lo encaminaban, con recelo y muchas dudas, hacia el lugar en que todo comenzó hacía tiempo, dispuesto a resol-

ver de una vez por todas las cuestiones que habían quedado pendientes un aciago día que no se borraba de su mente por mucho tiempo que pasara…

Cnak Muadha, el túmulo del rey Finnbheara, una colina de la que se decía construida por una raza extraña, más antigua aún que la suya sobre Parnays1, era su objetivo, un lugar perdido en el noroeste de Eirean Dan’Nan2, donde las leyendas se mezclaban con la realidad en una extraña fusión. Centro de habladurías de todo tipo, se decía que el pueblo que había habitado aquellos promontorios huecos había desaparecido hacía tiempo, aplastado y obligado a retroceder por las huestes militares del Imperio.

Los mitos hablaban de que eran gentes de aspecto similar a los atlantes, aunque algo más bajos y delicados, de rasgos pálidos y extraños usos y cos-tumbres que habían sembrado de desconcierto, temor y desconfianza los corazones de los seguidores de la Diosa que habían desembarcado allí pro-cedentes de Khemt.

Se habían encontrado, al parecer, con un pueblo belicoso, unas tropas aguerridas, salvajes, que habían plantado cara a los conquistadores palmo a palmo, metro a metro, hasta que habían sido obligados a refugiarse en sus guaridas subterráneas…

Con el tiempo, todos llegaron a pensar que todo aquello no eran más que supercherías, mitos, sobre todo cuando las madres se encargaron de amenazar a sus hijos con el terror del pueblo de las colinas, los sidhe, si no se portaban bien…

Y en el fondo él, Garnis dar Aonir, estaba tentado de creer que en verdad, después de tanto tiempo dominando aquellas islas, los restos de aquel pue-blo debían haber desaparecido, pues bien sabido era por todos que la oscuri-dad de las cavernas no podía mantener la vida indefinidamente…

Y, sin embargo… Sin embargo, los recientes acontecimientos le obligaban a reconsiderar aquella opción: de los sidhe se hablaba entre susurros, se contaban sus fantásticos poderes mágicos, que superaban con amplitud a los de cualquier

1 Parnays es el nombre que los atlantes dan a todo su mundo conocido.2 Eirean Dan’Nan: Isla de Dan’Nan, nombre que los atlantes dieron a Irlanda cuando desembar-caron en ella, consagrándola a la diosa.

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tiempo, una eternidad, esperando a ver aparecer en algún momento a Vilia, riéndose de él, de su preocupación, como si de una vulgar broma se hu-biera tratado… Por H’Ursk y Dan’Nan, que había algo diabólico en la forma en que había desapare-cido, que había intervenido algún tipo de hechice-ría…

No se daba por vencido: mientras no la recu-perara o al menos viera su cadáver, no cejaría en su búsqueda… Y todo pasaba por aquel túmulo, Cnak Muadha, según el nombre antiguo. Sus pen-samientos le llevaron a creer que tal vez en las an-tiguas leyendas acerca de los sidhe hubiera algo de verdad, y que todavía estuvieran acechando desde aquellos infernales montículos huecos… Mas no había sido capaz de encontrar la entrada de aquél.

¿De qué había servido que los colonizadores atlantes, bajo el mando de Nuad, Loug y Dhagad, hubieran conseguido reducir a los pobladores de la isla y confinarlos en algún remoto confín? ¿De qué había servido que, según las leyendas aplasta-ran a los monstruosos fhomoris, y después a los sidhe, si éstos últimos, tal vez, aún seguían practi-cando sus maldades?

Y luego estaban sus amigos, compadeciéndolo por su dolor, zahiriéndolo a veces con sus puyas en unos necios intentos por animarlo… Al final se había apartado de ellos, asqueado, tras aceptar la más estúpida de las apuestas que podía hacerse: cuando había hablado de la posibilidad de que los sidhe estuvieran tras la desaparición de su esposa, se habían reído de él y lo habían desafiado a que lo demostrase, presentando ante ellos al menos la cabeza de una de aquellas elusivas criaturas…

A consecuencia de aquellas necedades se en-contraba él ahora en aquel malhadado lugar, en un momento tan intempestivo como era la fase de la lechuza4, espada en mano, atisbando la oscuridad que se alzaba a su alrededor, levemente atenuada por la pálida luz que parecía emanar del Ojo de Dan’Nan en una noche en que el firmamento es-taba despejado de nubes.

Comoquiera que fuera, su intención era inexo-rable: tenía que averiguar qué le había sucedido a Vilia, y si ello era posible, recuperarla.

Se acercó en silencio a la colina; distinguía la mole en las tinieblas, una masa de apariencia sere-na, inmóvil, un promontorio como otro cualquie-ra… No… No era como otro cualquiera, exudaba algo, un aura… Como de contención, como de espera, daba la extraña sensación de ser un gran animal agazapado al acecho de sus víctimas, bus-cando el momento preciso para alzarse y cazar al incauto antes de que se diera cuenta de lo que sucedía…

Tal vez la noche le trajera lo que el día no mostrara, la respuesta a sus preguntas; la sensa-ción de vigilancia, de asechanza, era tan intensa que no pudo evitar un estremecimiento… El vello de su nuca se erizaba como en presencia de un enemigo…

4 En el cómputo de tiempo atlante, la fase de la lechuza se corresponde con la noche, unas tres horas entre el crepúsculo (fase del lagarto) y la medianoche (fase del murciélago).

hechicero atlante, de sus sorprendentes costumbres, como la de intercambiar niños en la cuna para que los humanos criaran a uno de sus vástagos, que con el tiempo habría de devenir una salvaje y temible criatura, imposible de dominar y que acabaría por regresar a su mundo de tinieblas…

Todo era misterio y amenaza en torno a los esquivos sidhe, a aquellas elusivas criaturas de la leyenda, que no se habían dejado ver, si es que al-guna vez habían existido, desde los tiempos anti-guos… Pero, si no habían existido, ¿por qué había costado tanto dominar la isla? ¿Qué sentido ten-dría mentir acerca de un pueblo inexistente?

No, seguramente había habido una realidad, un momento en que Eirean Dan’Nan había estado poblada por una cultura que no era la atlante, una cultura de la que no se tenía el más mínimo cono-cimiento porque los vencedores se habían encar-gado de borrar todo lo que habían podido, y había sido mucho… Apenas quedaban como recuerdos ancestrales los extraños círculos formados con piedras, de los que se decía que eran puntos de contacto con el mundo de los sidhe, y algunos que otros monumentos de los que no se tenía conoci-miento alguno de su origen.

Recordó el momento en que todo comenzó: el paseo que había dado con su esposa, Vilia dar Moeris, por aquella región, despreocupados am-bos de la mala fama que ostentaba, sobre todo bajo el pálido Ojo de Dan’Nan, que tornaba todo el paisaje en un lugar tétrico, de sombras danzan-tes, ominosas, en el que fácil resultaba entrever figuras apareciendo aquí y allá, e interpretarlas como criaturas acechantes que perseguían y cap-turaban a los incautos… Ellos habían preferido elegir un momento más prudente, la fase del gato3, en la que aún había luz suficiente para pasear y disfrutar de las verdes campiñas…

Se habían separado un instante, mientras él buscaba algo con que obsequiar a su amada, y des-pués… Ni un sonido, ni una risa o un gemido… Nada. Vilia se había desvanecido como si nunca hubiera existido, un elusivo fantasma que había proporcionado dichosos momentos a Garnis, y que lo abandonaba.

La había buscado, la había llamado en vano, se había devanado los sesos en busca de una expli-cación… Al principio pensaba que era una broma que ella le estaba gastando, y que no tardaría en sorprenderlo por detrás, con alguna de sus chan-zas habituales, pero no había sido el caso: no esta-ba por ninguna parte. Los caballos seguían atados donde los habían dejado, paciendo tranquilamen-te…

No volvió a verla: loco de dolor, se había de-dicado a registrar todos los alrededores de Cnak Muadha, obligando al gobernador de la población donde residían, Thauam, a ayudarle en la ingente tarea… Mas todo había sido en vano.

De aquello hacía apenas un año, mas tenía la sensación de que había transcurrido mucho más

3 En el cómputo de tiempo atlante, la fase del gato se corres-ponde aproximadamente con la tarde, unas tres horas entre el mediodía (fase del águila) y el crepúsculo (fase del lagarto).

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Y, sin embargo, nada percibía en aquel entorno que pudiera amenazarlo: el sonido de los insec-tos, junto con la leve brisa que susurraba entre las hierbas, eran los únicos ruidos que perturbaban la aparentemente idílica paz…

Se sentó en una roca, con la punta de la espada apoyada en el suelo, ante él, meditando acerca de qué era lo que iba a hacer. Todos sus instintos le decían que se alejara cuanto antes de aquel nefan-do lugar, que corriera lo más lejos posible, mas su honor, su anhelo por su esposa perdida, lo man-tenían atado al montículo con mayor eficacia que cualquier cadena. Si había de sufrir el mismo des-tino que ella, que llegara cuanto antes, al menos se reunirían en el Purasna…

Más que oírlo, lo sintió: una respiración ligera, profunda, no muy lejos de él; se mantuvo inmóvil, procurando no dar señales de que había recono-cido una presencia cerca de él, dispuesto a alzar su arma y acabar con lo que quiera que intentara atraparlo…

No podía oír nada de nada, ni el más mínimo paso, su acechador había de ser tan sigiloso como un ave nocturna… Incluso aquella respiración re-sultaba tan tenue que podría pasar por la brisa nocturna… Sin embargo, podía percibirla cada vez más cerca, a su espalda…

Levantándose de un salto, se giró como un rayo y blandió su hoja en un reluciente arco la-teral, destinado a destripar a quien lo amenazara, mas el tajo no encontró más que el vacío: a su espalda no había nadie, absolutamente nada…

Hubiera jurado… No, tenía que haber sido un engaño de sus ofuscados sentidos, perdido como estaba en sus ruinosos pensamientos sobre Vilia y su destino, sobre su propio sino… Se había enga-ñado a sí mismo…

Se volvió hacia la roca en la que había estado sentado… y parpadeó para estar seguro de lo que estaba viendo: en un lateral de la colina, una leve luminosidad ambarina parecía marcar un punto de acceso a las lóbregas profundidades de aquel tú-mulo maldito.

Se dirigió hacia aquel lugar, aprestando de nue-vo su espada, dispuesto a luchar por su vida si fuera necesario, hasta encontrarse ante una leve grieta, de la que se desprendía la luz, una tenue marca de lo que podría ser el borde de una puer-ta camuflada…

Tanteó alrededor de aquel borde, intentó in-troducir los dedos y tirar, pero le resultó impo-sible: si se trataba de una entrada, había de ser mágica, y él no era ducho en las artes de los he-chiceros, tan sólo en las del combate.

No supo qué ocurrió: en un fugaz momento tan rápido que no pudo reaccionar, unas fuertes manos lo agarraron por detrás y recibió un golpe en la cabeza que lo sumió en la más negra de las simas…

IICuando abrió los ojos, sintió que todo a su

alrededor giraba locamente, una vorágine que se

iba aquietando con lentitud, hasta dejarle por fin entrever el lugar donde se encontraba.

Jamás hubiera esperado nada semejante: desde luego no era su habitación, ni siquiera lugar alguno que él pudiera conocer en Thauam… El decorado era de un lujo exquisito a la vez que austero: el catre en el que había yacido era blando, cómodo, bastante más grande de lo habitual entre los at-lantes, cubierto con sederías tan suaves, tan leves, que se traslucían y permitían ver el suelo, como si en realidad flotara sobre él.

Cerca, un mueble de aspecto sorprendente, de madera oscura, con las patas diseñadas como si se tratara de zarpas y el cuerpo en formas on-dulantes, sostenía un cuenco con lo que parecían viandas y una jarra de lo que creyó era peltre, lle-na de un líquido rosáceo, similar a algunos vinos iropios…

No se atrevía a tomar nada de todo aquello, receloso de que pudiera estar envenenado; y, sin embargo, su sentido común le indicaba lo absur-do de aquel pensamiento: si hubieran pretendido matarlo, lo más sencillo habría sido hacerlo junto al túmulo, y no en aquel momento, con venenos… Recordó el golpe y se llevó la mano a la cabeza, donde percibió un buen chichón y algo pegajoso, casi con total seguridad sangre de una herida.

Miró a su alrededor: una silla diseñada al esti-lo del mueble, y las paredes cubiertas con delica-das pinturas que representaban a un pueblo que se dedicaba a las artes y la guerra, luchando con lo que a todas luces eran los atlantes durante los tiempos de la conquista.

Se fijó con más cuidado en aquellas imágenes: rostros pálidos, gentes muy similares a ellos mis-mos, envueltas en togas, capas, ropajes y atalajes bélicos de todo tipo, de un estilo muy distinto al suyo… Unas veces aparecían pintando, otras escu-chando música, otras tejiendo… Y en las batallas, haciendo uso de espadas y arcos de manufactura diferente a la atlante…

Sidhe… Todo aquello traía a su mente aque-lla palabra… Sidhe… El pueblo de las leyendas, el que había opuesto una fiera resistencia a los seguidores de Nuad cuando desembarcaron en

«Se fijó en las pisadas de la mujer que caminaba ante él: no hacía el más mínimo ruido, y aunque los veía apoyarse, igual que cualquiera, daban la sensación de deslizarse,»

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la isla, el que amenazaba la existencia misma de los atlantes en Eirean Dan’Nan, el de las leyendas abominables acerca de terribles rituales, de sacrifi-cios en la noche…

Su cabeza se llenó de imágenes, de pensamien-tos, que amenazaban con volverlo loco: nunca ha-bía creído en ellos, y ahora… Ahora se veía obli-gado a reconocer su existencia, mas se resistía a aceptar semejante prueba… Por fuerza había de ser una ilusión de sus sentidos, lo más probable era que se tratara de la habitación de algún ermi-taño que lo había encontrado y lo había recogido después de ser golpeado…

Recordó su espada, y se llevó la mano al cin-to: sí, la funda estaba allí, pero vacía. Si su arma se había quedado junto a Cnak Muadha, ¿cómo iba a defenderse de aquellas insidiosas criaturas?

Sintió una presencia tras él: se volvió veloz-mente, y el corazón se heló en su pecho al con-templar la aparición que se erguía ante él con ex-presión impasible.

Era una mujer, una mujer de estatura parecida a la suya y constitución tan delicada como la de una mariposa: sus tenues ropajes, de una sustan-cia similar a la seda, eran tan suaves, tan traslú-cidos, que podía ver su cuerpo a través de ellos, una figura armoniosa, proporcionada, de formas torneadas, sin la opulencia propia de los atlan-tes… Y aun así, más deseable que cualquiera de las mujeres que había conocido, incluida… No, no debía pensar así, su esposa era lo único para él, si estaba allí era por ella, aquellos pensamientos eran indignos…

La mujer permaneció inmóvil contemplándolo: sus ojos almendrados, de una tonalidad esmeral-dina, en un rostro tan pálido como el alabastro, lo contemplaban sin expresión alguna, los labios ce-rrados en una fina línea, el cabello largo y dorado cayendo por su espalda en largos bucles…

–¿Quién eres? –demandó, un tanto apresura-damente–. ¿Eres una sidhe?

Ella lo estudió sin decir una sola palabra, sin mostrar atisbo alguno de emoción… En aquel entorno, ante aquella espléndida imagen, su voz le había sonado como el croar de un sapo, se sentía como un lerdo intruso en el salón de un rey…

–¿No puedes entenderme? –pidió.Por toda respuesta, ella se apartó en un fluido

movimiento que le dio la sensación de flotar so-bre el suelo, y le señaló una puerta abierta. ¿Dón-de había estado antes, que no la había visto?

–Meirin dheat az acaph –pronunció ella, diri-giéndose hacia la salida sin dejar de mirarlo.

Parecía indicarle que lo siguiera, así que, te-niendo en cuenta que no tenía otra elección a no ser que pretendiera quedarse allí de por vida, ca-minó tras ella…

Se fijó en las pisadas de la mujer que caminaba ante él: no hacía el más mínimo ruido, y aunque los veía apoyarse, igual que cualquiera, daban la sen-sación de deslizarse, como si en realidad flotara sobre el suelo, sin mover apenas sus ropajes…

Avanzó a lo largo de un pasillo abovedado, de altos techos, donde en apariencia no había puerta

alguna, con hacheros en los que levitaban insólitas esferas, similares a las de vril que utilizaban los at-lantes, pero de un tono más rosado, que conferían una luminosidad especial a la galería…

Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, llegaron a unas puertas dobles, fabricadas en lo que parecía bronce, con incrustaciones y dibujos que representaban las glorias de aquel pueblo mis-terioso… Si bien se lamentaba de no tener su es-pada para defenderse, también la actitud de aque-lla misteriosa mujer le había subyugado y obligado a replantearse las ideas preconcebidas que asalta-ban con insistencia su mente: por su parte no ha-bía habido ningún gesto hostil ni desagradable, tan sólo una fría impasibilidad…

Con una facilidad que le pareció insultante, empujó las hojas y las abrió de par en par, cami-nando con aquella ligereza tan sorprendente, in-troduciéndolo en un mundo que le resultó a la vez fascinante y aterrador.

Se encontraban en lo que a todas luces era un salón de actos, una estancia amplia, enorme, con una ornamentación similar a la de su habitación, y un trono negro, de lo que parecía basalto, al fondo, adosado a la pared… A su alrededor, junto a las paredes, un grupo de unos veinte soldados, atavia-dos con increíbles armaduras brillantes, de aspec-to plateado, escamoso, lo contemplaron con gesto tan pétreo como el de la mujer, sujetando entre sus manos unas lanzas de largo astil rematado por una hoja de casi medio metro de longitud… En sus costados, las fundas de sus espadas mostraban el aspecto de las armas que había visto represen-tadas en las imágenes de su habitación…

Cuando llegaron junto al vacío trono, la mujer se giró hacia él y le indicó que permaneciera allí por gestos; después, con una leve inclinación de cabeza, un insólito gesto de respeto en medio de aquella sorprendente austeridad, se retiró en si-lencio, discretamente.

Observó el elaborado sitial: de alto respaldo, diseñado en un estilo desconocido, mostraba las ondas que había percibido en todo el arte que ha-bía visto hasta el momento, con grabados de espi-rales y símbolos místicos y mágicos que indicaban que podía poseer algún tipo de hechicería…

Su mirada fue bajando, observando todos los detalles, hasta llegar a la base, donde, para su sorpresa, estaba… ¡su espada! Sí, sin duda era su arma, reconocería la empuñadura entre miles.

Ahora tenía la posibilidad de proveerse de una hoja con la que defenderse, mas… ¿Por qué moti-vo estaba allí, al alcance de su mano? ¿Acaso que-rían que la tomara? ¿O era algún tipo de prueba?

Volvió a contemplar el escenario que lo ro-deaba: nadie cerca de él, un gesto de extraña confianza hacia un desconocido, tan sólo los gue-rreros, que lo observaban como halcones, ace-chando sus más mínimos movimientos, sus ros-tros impasibles… Una disciplina admirable, desde luego, su inmovilidad era absoluta, cualquiera hu-biera podido pensar que se trataba de meras es-tatuas, mas el movimiento de sus ojos le indicaba lo contrario.

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Decidió hacer caso de la mujer y permanecer allí donde lo había dejado.

No tuvo que esperar mucho tiempo antes de que surgiera una novedad: cerca del trono se produjo un ligero movimiento, y una puerta, há-bilmente camuflada, se abrió, dando paso a varias figuras.

Garnis vio cruzar el umbral a dos hombres y una mujer: los de delante iban vestidos de forma similar a la de la mujer, con ricas sederías semi-transparentes que no ocultaban nada a la vista, mientras que el tercero poseía todo el porte de un rey.

Un súbito ruido le sobresaltó: todos los solda-dos de la estancia habían golpeado con la contera de sus lanzas en el suelo y las habían inclinado ha-cia el interior del salón, en una especie de saludo militar al recién llegado…

Los dos recién llegados se posicionaron uno a cada lado del trono, gentes de edad indetermi-nada, probablemente consejeros del tercero, que debía ser el rey de aquel pueblo, que se sentó en el trono y se dedicó a estudiarlo durante unos lar-gos momentos.

Luego, su mirada bajó hacia la espada, que re-cogió y dio vueltas entre sus manos, observando la manufactura, sopesándola, haciendo algunos quiebros… Para, al final, tras levantar la mirada hacia Garnis, arrojarla con displicencia a sus pies.

El atlante se inclinó cauteloso, sin quitar la vis-ta del mayestático personaje, y recogió su arma; con el rabillo del ojo contempló a los guardias, que se movieron imperceptiblemente, apretando con más fuerza los astiles de sus armas.

Era una batalla que tenía perdida, y lo sabía: en aquellos momentos no le merecía la pena sacrifi-car su vida, debía averiguar si Vilia se encontraba entre aquellas gentes, saber qué era lo que había sucedido…

Se mantuvo inmóvil, la cabeza gacha, su espada con la punta baja, a la espera de lo que pudiera ocurrir… Por un momento tuvo la peregrina idea de saltar sobre su excelsa majestad, y utilizarlo como rehén para conseguir lo que deseaba, mas aquellos semblantes pétreos, duros, aquella sensa-ción de… poder, le hicieron sospechar que podía ser el peor de sus errores, un colosal desatino.

Con un suspiro de resignación envainó su arma: fue como una señal, la tensión pareció des-vanecerse, como si una pesada capa se hubiera desprendido de los hombros de todo el mundo. El monarca dejó entrever una leve sonrisa, tenue, sin concesiones…

–Reagha ut acaph fhand.El tono era interrogativo. Se trataba, sin lugar

a dudas, de una pregunta, pero que todos los dia-blos se llevaran a Garnis si sabía qué era lo que le preguntaba; se encogió de hombros, levantando las manos en gesto de ignorancia.

El alto personaje mostró los primeros signos de emoción que veía en aquellas gentes: impacien-cia, molestia… Sus ojos, negros como la pez, lo observaban con tal insistencia que parecían atra-vesarlo y leer hasta sus más nimios pensamientos.

Se volvió hacia sus dos acompañantes, y les di-rigió unas quedas palabras: el hombre se dirigió hacia la puerta por la que habían venido y la cruzó, regresando al cabo de unos instantes para situarse de nuevo al lado de su señor.

–No puedo entenderos, señor –aseguró Gar-nis, aventurando unas palabras que sabía no serían entendidas, esperando que al menos fueran acep-tadas–. ¿Sidhe? –inquirió, señalándolos, para des-pués señalarse a sí mismo–. Atlante.

Notó que sus interlocutores, por llamarlos de alguna manera pues su silencio se mantenía con una obstinación rayana en la testarudez, mostraban un leve estremecimiento al oír la primera palabra.

–A… Tlati –repitió con lentitud el soberano.Por toda respuesta, Garnis se inclinó ceremo-

niosamente ante él; consideró que era lo menos que debía hacer, pues hasta el momento no había habido ceremonia alguna, salvo el saludo de los soldados.

El monarca pareció complacido ante aquel gesto, aunque su semblante austero no varió en lo más mínimo.

Hizo un gesto a la mujer, que se adelantó hasta plantarse frente al hombre: era de su misma altura, de complexión ligera, etérea, aunque todo en ella parecía delatar a una persona mayor a pesar de la juventud de sus rasgos.

Los delicados dedos se posaron sobre la frente del atlante, que sintió cómo un ligero hormigueo comenzaba a recorrer todo su cuerpo, para luego deslizarse con una suavidad exquisita hacia sus la-bios, donde se detuvieron otro breve momento, mientras pronunciaba unas quedas palabras que no fue capaz de entender.

–Ahora podremos entendernos –comentó ella para sorpresa de Garnis, en voz baja, suave, musi-cal.

Retrocedió de nuevo hasta su posición junto al trono.

–Dinos cuál es tu nombre, y qué buscas en mis tierras –le ordenó el monarca.

–Yo soy Garnis dar Aonir, perteneciente al Imperio Atlante, nacido en Eirean Dan’Nan –se presentó el hombre–, y si acudo ante vuestra pre-sencia es porque he sido capturado por vuestras gentes…

–Veo la mentira en tus ojos –le advirtió con severidad el rey–. Buscas algo.

–Busco a mi esposa perdida –aseguró el noble con semblante serio–. Hace un año paseábamos por estas colinas, y desapareció… Aún mantengo la esperanza de recuperarla, mas no sé qué fue de ella, tal vez sufrió mi misma suerte…

El soberano se volvió hacia sus consejeros con gesto interrogante; éstos se encogieron de hom-bros, aparentemente desconocedores de lo que hablaba el atlante.

–¿Cuánto es un año para vosotros? –demandó el hombre al lado del trono.

–Un ciclo completo de tiempo de calor y de tiempo de frío –explicó Garnis–. No sé explicarlo mejor, pues creo probable que vosotros midáis el tiempo de una manera distinta.

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–Así es –aceptó la mujer–. Mas sí sabemos de ese tiempo que nos cuentas, pues aún mantene-mos lazos con el mundo del que procedes…

“En cualquier caso, tu esposa bien podría estar entre nosotros, mas para ello habríamos de infor-marnos con más exactitud.

El corazón del aristócrata saltó en su pecho ante aquellas palabras: la esperanza renacía de nuevo, su gozo crecía sobremanera…

–¿Eso quiere decir que periódicamente se-cuestráis a los nuestros? –inquirió con recelo.

–Así podría decirse –admitió el rey–; aunque también puede decirse que regresan a su hogar…

IIIPor un momento, Garnis permaneció en silen-

cio, asimilando las palabras del monarca.–Hay leyendas acerca de que intercambiáis ni-

ños en la cuna –advirtió, más para sí mismo que para los demás–. ¿A eso es a lo que os referís? ¿Con qué motivo hacéis tal cosa?

–¿No es evidente? –el rey dejó escapar una seca carcajada–. Los dejamos que crezcan entre los humanos, que los conozcan, sus costumbres, sus puntos fuertes, débiles, sus apetencias… Y cuando están preparados, descubren su origen y regresan a nosotros con esa información…

–¿Una invasión? –se escandalizó el hombre–. ¿La reconquista de las tierras que os pertenecie-ron en el pasado?

–No… –admitió el soberano, encogiéndose de hombros–. Aquí tenemos ahora un mundo que gobernamos sin interferencias ajenas, que disfru-tamos sin que nada ni nadie nos moleste, que cui-damos y protegemos… ¿Para qué habríamos de querer más tierras, aunque una vez fueron nues-tras?

“No… No es reconquista, es… vigilancia. Queremos asegurarnos de que jamás descubrís nuestros secretos, para que no podáis molestar-nos ni iniciar de nuevo una sangrienta guerra que a nadie beneficiaría…

“Por eso, los más osados de los vuestros, los que se atrevieron a intentar profanar nuestros

sagrados santuarios, aquellos que buscaron nues-tros accesos, fueron silenciados de las más diver-sas maneras: aunque en ocasiones recurrimos a la violencia y acabamos con sus vidas, en general los hacemos desaparecer, raptándolos y trayéndolos a nuestro mundo, del que no hay escapatoria si no se conoce la forma de abrir el portal.

–Es decir, que somos prisioneros –gruñó Gar-nis.

–Si prefieres pensar de esa manera, sí –aceptó el rey, encogiéndose de hombros–. En general sois libres para pasear por donde deseéis, no hay cor-tapisa alguna para disfrutar de nuestras delicias, la única regla que se os impone es no buscar pen-dencias de ningún tipo: el castigo es la ejecución sumaria.

La mano del atlante permanecía apoyada en el pomo de su espada, nerviosa, intranquila… Por una parte estaba la necesidad perentoria de luchar para intentar escapar, pero por otra… Si existía la más mínima posibilidad de que Vilia se encontrara entre aquellas extrañas gentes, debía agotarla an-tes de lanzarse a un inútil sacrificio.

–Aceptaré vuestra amable hospitalidad –admi-tió con severidad–; mas debo pediros la merced de que me confirméis si mi esposa se encuentra entre vosotros.

–¿Cuál es el nombre de vuestra esposa? –se interesó el monarca.

–Vilia, majestad, Vilia dar Moeris, hija de la no-bleza de Thauam –recitó el aristócrata de forma mecánica–. Os ruego encarecidamente que acce-dáis a mi petición, y seré el más fiel de vuestros súbditos.

–Conozco a los humanos –le advirtió el sobe-rano enarcando una ceja–. Sois raudos a la hora de ofrecer una promesa, y aún más raudos a la hora de romperla.

–Juro ante vos por la Diosa que mi honor está en juego –aseguró Garnis con vehemencia–. Si me devolvéis con bien a mi esposa, seré el más devoto de vuestros súbditos.

–¿Serías capaz de mantener tal juramento? –intervino la mujer, contemplándolo con ojos bri-llantes–. Te va la vida en ello…

–Mi vida dejó de tener valor desde el día en que mi esposa desapareció –aseguró el noble con brusquedad.

Durante unos momentos planeó sobre los presentes un tenso silencio, una incomodidad que hizo que el consejero del rey carraspeara para romper el hielo…

–Creo que podemos dar por terminada la au-diencia –sugirió el monarca por fin–. Ten por segu-ro que tu juramento será puesto a prueba, Garnis dar Aonir, de ello dependerá que conserves tu ca-beza.

“Puedes retirarte, nosotros hemos de debatir algunas cuestiones relativas al gobierno del pueblo que tú llamas sidhe.

“Y te lo advierto –aseguró frunciendo el ceño en gesto amenazador, señalando la espada que el atlante llevaba al costado–: se te ha devuelto tu arma porque en nuestro reino, igual que en todos

«El atlante se inclinó cauteloso, sin quitar la vista del mayestático

personaje, y recogió su arma; con el rabillo del ojo contempló a los

guardias, que se movieron imperceptiblemente»

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los mundos, hay criaturas peligrosas, así podrás defenderte; mas si la usas contra cualquiera de nuestro pueblo…

“Sabe, Garnis dar Aonir, que ya has sido puesto a prueba, y que de momento la has superado, mas la confianza en tal hecho no ha de cegarte: una y otra vez te verás en tesituras que exigirán de ti hasta el último gramo de honor, de lealtad, de sacrificio, de fuerza, que puedas tener… ¡Ay de ti si fallas en cualquiera de ellas!

–Lo tendré en cuenta, majestad…–Soy Dheardhil, hijo de Finnbheara, señor y

rey del Pueblo de las Colinas, de los Sidhe como os complace llamarnos –se presentó con solem-nidad–. Cualquier cosa que se le haga a uno de mis súbditos se me estará haciendo a mí, cualquier orden mía es ley inapelable.

“Ahora, puedes retirarte: se te asignará a al-guien que te acompañará para que no te pierdas.

“Y para tenerme estrechamente vigilado”, pensó el hombre con amargura.

Su mirada se encontró con la del consejero: por un momento creyó distinguir en aquellos im-pasibles ojos un destello de simpatía, de compa-sión, mas tal momento se desvaneció tan rápido que creyó que había sido fruto de su imaginación.

Se retiró con una ceremoniosa inclinación, sin dar la espalda al monarca, que lo observaba con gesto divertido…

Al salir por las puertas de bronce se encontró con la mujer que lo había guiado hasta allí, que pa-recía estar enfrascada en una vivaz conversación con un guardia. O se había agotado el conjuro que habían utilizado para hablar con él, o debía poseer alguna cualidad especial, pues los oía hablar en su lengua, rica en sonidos suaves, deslizantes, sin en-tender nada de nada…

La doncella giró la cabeza y lo vio; con un ges-to travieso, casi infantil, despidió al guardia y se di-rigió hacia Garnis.

–A lo que veo, la audiencia ha terminado –ob-servó ella con serenidad–. ¿Qué es lo que deseas hacer ahora, volver a tu habitación o conocer las maravillas del reino de los ungidos por los dio-ses?

Aunque sorprendido, el atlante reaccionó casi al momento: así pues, el conjuro impuesto sobre él sólo funcionaba cuando hablaban con él, no cuando escuchaba conversaciones entre ellos…

–¿A qué te refieres con eso de los ungidos de los dioses?

–Nosotros somos los Dahn Sidhe, el pueblo elegido –aseguró la sirvienta con firmeza–. Cuan-do los dioses crearon el mundo y decidieron lle-narlo de vida, lo poblaron con todo tipo de plan-tas y criaturas, mas para ellos no era suficiente, por lo que de su mente extrajeron una porción de sabiduría y la modelaron como arcilla, hasta dar-nos la vida: somos los primeros, los nacidos de los dioses, y seremos los últimos, pues nuestra natu-raleza es sobrevivir a cualquier debacle que pueda acaecer… Vosotros, los humanos de la superficie, habéis llegado mucho más tarde, procedéis del barro tosco, sucio, que los dioses tomaron para

crear más vida… No poseéis ni la belleza, ni la cul-tura, ni la sabiduría de los Dahn Sidhe…

–Mas vosotros secuestráis a los nuestros, co-metéis actos terribles entre nuestras gentes… –se defendió Garnis.

–¿Y quién tiene la culpa de ello? –se lamentó la sirvienta, echando a andar pasillo adelante–. No-sotros conocíamos la luz del día, del astro que os alienta a vosotros, hasta que llegasteis a nuestras tierras…

“Vivíamos felices, sin complicaciones con los que vosotros llamáis fhomoris, y a quiénes com-batisteis por considerarlos monstruos a causa de sus costumbres extrañas, distintas a las vuestras… –su ceño se frunció visiblemente, era la primera vez que el hombre observaba una mínima reac-ción–. Vosotros, los hijos de tierras lejanas, llegas-teis con vuestras ansias de conquista, y tomasteis posesión de Thir’Nam… Con vuestra escasa vida, luchasteis como feroces criaturas para adueñaros de algo que no era vuestro, exterminasteis a los fhomoris, y hubierais hecho lo mismo con noso-tros si no nos hubiéramos replegado a través de los accesos que nos trajeron a este mundo, nues-tro auténtico hogar…

“De nada nos valió nuestra magia, de nada nos valió nuestra arte guerrera, llegabais en oleadas cada vez mayores… Y luchabais también con ma-gia, con una espada que poseía el poder del astro del firmamento, con una lanza que aniquilaba a los nuestros por centenares, con un cuenco capaz de devolver la salud a los heridos y a veces la vida a los muertos…

“Y ahora, llegas tú para echarnos en cara que cuando tenemos ocasión buscamos la manera de devolveros una pequeña parte del dolor y el sufri-miento que hubimos de sufrir… No tienes ni idea de lo que es ver morir a nuestros hijos, a nues-tros amados, en una imparable orgía de sangre y destrucción organizada por unas criaturas como vosotros…

“Yo no llegué a conocer semejante debacle, pero los más viejos de nosotros aún recuerdan las tropelías que cometisteis… Procuran que el pasa-do no se olvide, para que no vuelva a repetirse…

«De nada nos valió nuestra magia, de nada nos valió nuestra arte guerrera,

llegabais en oleadas cada vez mayores… Y luchabais también con magia, con una espada que poseía el poder del astro del firmamento»

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Garnis permaneció en silencio, tragando saliva, meditabundo ante aquella diatriba que le estaba soltando la mujer… Él no había participado en aquella guerra, los tiempos eran tan lejanos que habían pasado varias generaciones desde enton-ces… Y, sin embargo, le había dado a entender que entre ellos, entre los Dahn Sidhe, aún quedaban vivos algunos que habían vivido la contienda…

Según las leyendas, Nuad, Lough y Dhagad se habían visto obligados a actuar de aquella manera ante las atrocidades cometidas sobre los atlantes por los pueblos autóctonos, que no deseaban la paz, sino esclavizar a los recién llegados… ¿Qué era lo que había de creer?

–¿Dices… ¿Dices que aún hay entre los tuyos quién vivió las guerras? –inquirió con un hilo de voz.

–Sí, pocos pero todavía quedan –le contestó ella con cierta sequedad–. Nuestras vidas son mu-cho más largas que las vuestras…

–Tal vez, si no os displace mi osadía, podría verlos, hablar con ellos, mientras busco a mi es-posa…

–Vuestro deseo será transmitido a los Dahn Sidhe –aceptó ella con aspereza–; mas no está en vuestra mano tal decisión, sino en la de ellos, que muy bien podrían negarse a aceptar conocer a al-guno de los humanos descendientes de quienes causaron la ruina del pueblo elegido…

–¿Eso es lo que significa Dahn Sidhe? –deman-dó Garnis–. ¿Pueblo elegido?

–No, somos el pueblo de Dahn, la diosa madre, la que alumbró nuestra existencia en el albor de los tiempos, la diosa del amor y la fertilidad, y tam-bién de la muerte y la destrucción…

–Dahn… Suena muy parecido a nuestra diosa Dan’Nan –señaló el atlante–, y también representa a la fertilidad, la tierra y las emociones… Aunque para nosotros, ese reverso oscuro está desdobla-do en su gemela N’Fthi…

–No hay reverso oscuro, no existe más que la dualidad –indicó la doncella, como si estuviera adoctrinando a un alumno espeso–. Toda criatu-ra viva posee en su interior dos tendencias que ha de equilibrar, la tendencia al orden, y al caos… Siempre ha de controlarse cuál es el rostro que ha de surgir, matizado siempre por la razón y el sentido común…

–Jamás había oído una filosofía como la que estás exponiendo –aseguró el hombre, admirado por la exposición que estaba escuchando de la-bios de quien a todas luces no era más que una mera sirvienta. Si una criada hablaba de aquella manera, ¿qué no le contarían los sabios?

Se descubrió contemplando a aquella criatura con una nueva mirada: los espléndidos, juveniles rasgos, la actitud entre molesta y razonada… Si no fuera por su mujer Vilia, tal vez podría plan-tearse tener una relación con aquella adorable mujer… Pero no, no debía siquiera plantearse se-mejantes ideas…

–No es ninguna filosofía, es la esencia misma de la existencia –aseguró ella con expresión fir-me–: sólo el equilibro da la perfección, la pureza…

Dentro de cada uno de nosotros pugnan el caos y el orden, y cuando uno se sobrepone en demasía al otro, se rompe la balanza, devorando al infortu-nado…

–Te ruego me disculpes si interrumpo tus dis-quisiciones –aventuró Garnis dubitativamente–, mas hay una pequeña cuestión que hemos dejado pasar por alto en nuestra ignorancia.

“Mi nombre es Garnis dar Aonir, noble atlan-te del pueblo de Thauam. ¿Quién es la mujer que me ha cuidado durante el tiempo que he yacido inconsciente y a la que debo agradecimiento por ello?

–Mi nombre es Shein Iadh, señor Garnis –le contestó ella con una queda sonrisa–. Soy donce-lla en la corte del Rey Dheardhil, Señor de todos los Dahn Sidhe, Rey del Pueblo de las Colinas, hijo de Finnbheara, el glorioso monarca bajo cuya égi-da conseguimos escapar al exterminio de nuestro pueblo a vuestras manos…

–Sí, ya sé quién es el rey, mas yo preguntaba por ti, hermosa Shein Iadh –le interrumpió el at-lante–. Es a ti a quien debo agradecimiento por tus cuidados, no a él…

La mujer frunció el ceño ante aquellas osadas palabras.

–Sólo he obedecido las órdenes de mi señor –aseguró con firmeza–. Tras tu captura, ordenó que alguien estuviese a los pies de tu lecho hasta que te recuperaras y pudieras ser conducido a su Pre-sencia para averiguar más cosas de ti y los tuyos…

–Aun así, deseo expresarte mi gratitud por ello –insistió Garnis–. ¿Cómo puedo recompensar tus desvelos?

–No tienes nada que recompensar –le advirtió con severidad ella–. Limítate a disfrutar de tu es-tancia en nuestro reino, porque aquí vivirás y aquí morirás… Quizás encuentres a tu esposa, quizás no, pero jamás abandonarás este lugar…

IV–¿Cuál es vuestra opinión, consejeros? –de-

mandó Dheardhil–. ¿Amh Ehrid?–Si me permitís mi opinión, majestad, diría que

en la mirada de ese humano puedo ver un atisbo de honor que hacía tiempo que no encontraba en nadie de esa raza –comentó el consejero–. Tal vez podamos confiar en él…

–¿Confiar en él? –bufó con desprecio la mujer–. ¿Confiar en un humano, después de cómo fuimos tratados por ellos? ¿Acaso has olvidado el sufrimien-to y el pesar que hubimos de sufrir a sus manos?

–No, eso es algo que jamás podré olvidar, Aian Mavh –le contestó el sidhe con gesto cansado tras el que se advertía una sombra de benevolencia–. Aún resuenan en mis oídos los lamentos de agonía de nuestro pobre pueblo, cayendo abatidos bajo las ensangrentadas espadas de los humanos, capi-taneados por esos dos salvajes, Nuad y Lough… Y precisamente porque lo recuerdo, no quiero que vuelva a suceder…

–Entonces, hemos de tomar medidas severas contra ese humano –advirtió la consejera desti-

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lando veneno en cada una de sus palabras–. Majes-tad, yo abogo por la ejecución antes de que pueda provocar algún problema que nos involucre a to-dos…

–Mi querida amiga, sigues siendo tan drástica como siempre –aceptó su compañero con una suave sonrisa–. Has permitido que los terribles recuerdos del pasado mancillen tu corazón y tu alma, y los conviertan en muñecos maleables para los demonios del odio y la venganza…

“Si hay algo que los Dahn Sidhe hemos de aprender, es que enfrentarnos a unos salvajes como los humanos sólo nos acarreará más dolor y muerte; en consecuencia, mi opinión es mante-nernos alejados de ellos y seguir con nuestra po-lítica de ocultación; por lo que respecta a éste, tal vez su sangre nos rejuvenezca y aporte un poco de frescura al momento de estancamiento que es-tamos viviendo…

–Hermosas palabras, que sólo conducirán a nuestra destrucción –insistió Aian Mavh–. ¿Acaso has olvidado la profecía?

–¿Cómo olvidarla, si nos la recuerdas una y otra vez? –se burló Amh Ehrid.

El rey se retrepó en su trono y se puso cómo-do: aquella discusión empezaba a volverse monó-tona, aburrida, a fuerza de repetir una y otra vez la misma cuestión…

–Llegará un tiempo en que los Dahn Sidhe ha-brán de renovar su sangre –recitó la mujer con una exquisita cadencia–, llegará un momento en que su final llegará, con el advenimiento de una nueva raza que los abocará a su desaparición.

“El destino está escrito, las estrellas se mueven inexorablemente hacia el punto en el que marca-rán el comienzo del fin de la dinastía de los Hijos de la Diosa, el comienzo de una nueva era en la que el Pueblo Elegido no tendrá cabida alguna y habrá de desaparecer y dar paso a una nueva es-tirpe, a los nuevos hijos de la Diosa, que gober-narán donde lo hacían los Dahn Sidhe, y llevarán al reino hacia una nueva etapa de gloria y esplen-dor…

“El conquistador desplazará al vencido, lo obli-gará a esconderse, a vivir entre las colinas, y se reunirá con los Dahn Sidhe… Y de esa reunión saldrá la simiente de la caída de los Elegidos…

–Sí, sí, conocemos la profecía –le interrumpió el monarca con un bostezo–. Los Dahn Sidhe cae-rán, pero ese momento aún no ha llegado, y tarda-rá en hacerlo.

–Esa profecía no tiene por qué ser necesa-riamente un anuncio de destrucción –aseguró el consejero–. Puede ser una renovación… Esa men-ción de que los vencidos nos encontrarán puede ser una señal que indique la desaparición no de nuestro pueblo, sino de la integración de ambas razas… Lo único que me inquieta es la naturaleza de esos vencidos…

–Sean quienes sean, nos destruirán –insistió Aian Mavh–. Por lo que me parece entender, habrá nuevos conquistadores en la isla, y los humanos serán aplastados y arrinconados… Si la profecía se refiere a que hemos de convivir con los huma-

nos en nuestras amadas colinas, entonces prefiero morir antes que ver llegar ese nefasto día…

–No te dejes llevar por tan negras ideas –le aconsejó su compañero con gesto amable–. Am-bos sabemos que eres tan fuerte como cualquier Sidhe, y más sabia que la mayoría… No, Aian, aún hemos de ver juntos algunos amaneceres más y disfrutar de nuestras amadas tierras…

–Sigo pensando que lo mejor que podemos hacer es deshacernos de ese humano…

–Así pues, mis consejeros, una vez más, están en desacuerdo –interrumpió el soberano con una carcajada–. ¿Cómo debo interpretarlo? La decisión queda en mis manos, como suele ser habitual…

Se levantó del trono con expresión orgullosa, desafiante, y paseó su mirada entre uno y otro an-tes de hablar de nuevo.

–Aian Mavh, ¿qué has percibido en el interior de ese humano? –demandó.

–Lo mismo que en los demás: un pozo de os-curidad en el que anidan las peores alimañas…

Amh Ehrid sonrió con expresión compasiva.–Yo he visto una entereza y una honestidad que

mi querida amiga no ha vislumbrado debido a su odio imperecedero hacia los humanos –aseguró.

–¿Y en cuánto a la mujer de la que habla, su esposa?

–Sí, lo creo –aceptó el consejero encogiéndo-se de hombros–. Los humanos son lo suficiente-mente locos e impulsivos como para lanzarse al albur de una empresa incierta si con ello pueden satisfacer sus deseos más íntimos…

“Haré algunas averiguaciones en el reino: si en verdad hay alguna humana llamada Vilia aquí, la en-contraré…

–¿Y qué harás? –se burló su amiga–. ¿Traerla para que se reúnan?

–Puede que sea una buena manera para ase-gurarnos su lealtad y que se preocupe demasiado por el bienestar de su amada como para ponerla en peligro por una fuga imposible…

La mujer dejó escapar un quedo bufido de in-dignación.

–Hacedlo así entonces –aceptó Dheardhil–. Buscad a esa humana, y entregadla a su marido; si eso no sirve para aquietar sus ansias de libertad, entonces nos desharemos de ellos sin más…

Garnis había salido de su habitación y en aque-llos momentos, tras encontrar las puertas que lo permitían escapar aunque sólo fuera por unos momentos de lo que a todas luces era el palacio de aquel reino de cuento, paseaba por las calles de una ciudad que parecía tan populosa como las grandes urbes atlantes y, al mismo tiempo, tan eté-rea como un sueño.

Al principio se había detenido por un momen-to a admirar la delicada y estilizada estructura del edificio desde el que el rey gobernaba a todos los Dahn Sidhe, una construcción blanca como la nie-ve, aparentemente en mármol o alabastro, aunque al tacto había resultado ser mucho más cálida, casi como si se tratara de piel o terciopelo… Pero en un edificio, tal cosa era imposible, impensable…

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Las ventanas, tan amplias que dejaban que la luz se derramase en el interior como si no existiera la noche, tenían formas ondulantes, unas líneas que a fuerza de encontrarlas por toas partes comenza-ban a serle muy familiares…

El resto de la población tenía una magnificencia similar: la mayoría de las casas eran de una planta, construidas en un material seguramente pétreo, aunque no daba sensación de tal; las que debían acoger a la casta más noble poseían dos plantas, y alguna incluso tres, con un esplendor, unas líneas majestuosas, espléndidas, que rivalizaban en belle-za con las del propio palacio, que apenas destaca-ba por encima de ellas…

Las avenidas eran amplias, bordeadas por pe-queños setos y árboles intercalados que propor-cionaban un poco de sombra y frutos a los vian-dantes, y todo daba tal sensación de serenidad, de pulcritud, de… paz, que por un momento creyó que se hallaba en el Purasna…

Mas luego, al mirar atrás, recordó que no era aquélla la situación que pensaba: siguiéndolo como una pertinaz sombra, un soldado de palacio se mantenía a una prudente distancia de él, obser-vándolo con ojos de halcón… Al parecer no le importaba lo más mínimo que el atlante supiera que estaba siendo ostensiblemente vigilado, con toda seguridad sus órdenes habrían sido no ocul-tarse para que Garnis tuviera conciencia clara de cuál era su posición en aquella tierra de aparente serenidad.

Los Dahn Sidhe que se cruzaban con él lo ob-servaban con una mezcla de curiosidad y hosti-lidad… Aquellos ojos rasgados, que parecían pe-netrar hasta los recovecos más profundos de su mente y su alma, le recordaban a los wigurs5, mas no eran lo mismo, parecían más extendidos hacia las sienes y más inclinados hacia la nariz…

Alguno pareció hacer un extraño gesto con su mano, como si pretendiera espantar algún bicho inexistente o tal vez apartar el mal olor que de-bían atribuirle como humano; la mayoría se limita-ban a apartar la mirada y proseguir con sus cosas, aunque unos pocos agitaron el puño en alto con expresión desaprobadora.

Así pues, era poco menos que un estrafalario personaje sujeto a un cuidadoso escrutinio, una fi-gura a estudiar por los sabios de un pueblo que al parecer había conseguido dominar las ansias de conquista, el deseo de poder que caracterizaba a los humanos… Si en verdad era cierto y real todo lo que estaba viendo y no una pantomima desti-nado a engañarlo por motivos que sólo los Dahn Sidhe conocerían, podría merecer la pena olvidar su pasado como atlante y comenzar a vivir el fu-turo como uno de ellos… Mas no era posible tan-ta perfección, debía haber alguna mácula en algún lugar, resultaba un panorama demasiado hermoso para ser auténtico…

5 Los wigurs son uno de los pueblos que conforman los Seis Reinos de la época de Atlantis: se asientan en las regiones más orientales del continente, y se separan en dos grupos: los nó-madas, que viven a caballo en las grandes estepas del centro, y los urbanos, que han creado ciudades a lo largo de la costa oriental, frente al archipiélago que domina el Imperio Lemurio.

Había una serpiente en aquel paraíso, de ello no había duda, mas por el momento prefería no tropezar con ella: su prioridad era encontrar a Vi-lia, si aún era ello posible, y después ya vería cuál había de ser el camino a trazar…

En una de las edificaciones de dos plantas vio un cartel que representaba lo que parecía una mezcla monstruosa de dientes largos koushí y águila, una magnífica criatura en actitud rampante, de sedoso pelaje dorado… En arco por encima de su poderosa cabeza de ave, un letrero mostraba las palabras “shown efharain”… Supuso que aque-llo estaría indicando una taberna o una posada, por lo que decidió entrar y contemplar el interior de uno de aquellos locales…

Todas las conversaciones se acallaron al mo-mento de trasponer el umbral, todos los ojos se volvieron hacia él en actitud inquisitiva, recelosa; la sala estaba llena de sidhe que habían estado be-biendo y charlando alegremente, y que ahora lo contemplaban en actitud ceñuda…

Por un momento Garnis se sintió acobardado, dispuesto a retroceder y regresar a la calle, an-tes que exponerse al escrutinio de aquellas gentes que no parecían tener el más mínimo aprecio ha-cia los humanos: habían aprendido demasiado bien el carácter belicoso que se gastaban…

Pero, ¿qué estaba pensando? Él era un atlante, hijo del más poderoso imperio de todo Parnays, por encima incluso de los odiados lemurios, ¿por qué habría de temer a unas gentes que ya habían sido arrinconadas por lo suyos en tiempos remo-tos? Sin duda alguna, se bastaba el solo para dar una lección a aquellos petimetres que se permi-tían el lujo de juzgarlo y despreciarlo…

Avanzó con firmeza hacia el interior de la sala, pasando entre mesas, sin mirar a su alrededor, los ojos fijos con obstinación en el mesonero que lo esperaba con expresión calma.

–Bienhallados seáis todos –saludó cuando se apoyó en la pulida madera–. ¿Qué clase de bebidas y comidas servís aquí?

Por un momento pudo sentir el asombro que había despertado entre los Dahn Sidhe con sus osadas palabras, sin asomo alguno de temor;

«Al parecer no le importaba lo más mínimo

que el atlante supiera que estaba siendo

ostensiblemente vigilado, con toda seguridad sus órdenes habrían sido no

ocultarse»

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Los murmullos se alzaron con mayor fuerza, los puños se crisparon sobre las empuñaduras de sus armas…

–Para aquél que haya dicho tal necedad, le diré que no deseo entrar en disputa con los Dahn Si-dhe, que ni siquiera mencionaré su existencia en Eirean Dan’Nan…

–Yo lo he dicho –se levantó orgullosamente uno de los hombres–. Y lo mantengo ante vos, un perro humano como los que nos abocaron al de-sastre en los antiguos tiempos del buen rey Fin-nbheara.

–¿Cómo puedo demostraros que no pretendo mal alguno al pueblo del montículo? –se defendió Garnis–. Puedo ofreceros mi juramento más sa-grado, el juramento por la diosa Dan’Nan, para aseguraros que los Dahn Sidhe no peligrarán por mi causa.

–Demasiado bien conocemos el valor de las promesas humanas –saltó su interlocutor, con las palabras cargadas de venenosa hostilidad–. Sois una lacra para cualquiera de los mundos en que viváis, una enfermedad que habría que extirpar de raíz, mala hierba que agostar…

“No podéis demostrar que no sois como los demás, así que os aconsejo que os marchéis por dónde habéis venido, o afrontaréis las iras de un guerrero sidhe.

–Si vuestro lenguaje es el de la violencia, en-tonces sólo me dais dos opciones –aseveró el at-lante–: la primera, inconcebible, sería permitiros insultarme de esta manera y marcharme como un perro rastrero y cobarde; y la segunda, demostra-ros que mi honor está por encima de fútiles ren-cillas.

–Un humano hablando de honor… –se bur-ló el sidhe–. Ésta sí que es buena, muchachos, un sapo croando acerca del honor…

La carcajada en la taberna fue general, tan hi-riente como un cuchillo oxidado retorciéndose en la carne…

–Temo, guerrero sidhe, que he de exigiros que os retractéis de vuestras necias palabras –advirtió el hombre, apoyando la mano en la empuñadura de su espada–. Si he de demostraros la valentía

después, oyó cómo comenzaba a extenderse un quedo rumor a sus espaldas, un murmullo que fue creciendo con lentitud, en el que podía percibirse con claridad el enfado que alentaba a aquellas gen-tes a aplastar su insolencia…

–¿Cómo es que conocéis nuestra lengua, hu-mano?

La última palabra del tabernero salió de sus la-bios como un insulto, cuanto más doloroso por el cruel desprecio que destilaba.

–No ha sido por voluntad propia –aseguró Garnis quedamente–, mas ya que he adquirido tal don gracias a los consejeros de vuestro rey Dheardhil, justo es que lo utilice para poder mo-verme entre vosotros y disfrutar de vuestra com-pañía de la forma más adecuada…

“Decidme, posadero, ¿qué tipo de alimentos servís aquí? ¿Podría probar alguno de ellos?

–Aquí no tenemos nada que pueda interesar a un humano –de nuevo el tono peyorativo–. Lo mejor que podéis hacer es salir de este lugar an-tes de tener un desafortunado accidente, pues imagino que ni siquiera dispondréis de moneda del reino para pagar vuestra consumición.

–He acudido a vos con buenas formas, procu-rando ser educado, evitando cualquier discusión o polémica, y vos me ofrecéis escarnio y humillación –advirtió el atlante, tratando de mantener la cal-ma–. Creo que no os costaría nada ser agradable, y si deseáis que me vaya de vuestro local, pedír-melo de forma educada y cortés.

–Nada me obliga a ser educado, amable o agra-dable con un sucio humano –gruñó el posadero–. Mas, si queréis evitar pendencias, no seré yo quien las busque: os ruego que abandonéis mi local por vuestro propio pie, pues de lo contrario no podré garantizaros que no lo hagáis ahogado en vuestra propia sangre…

–¿Os habéis dado cuenta de que me hallo bajo la protección real? –sugirió Garnis, señalando ha-cia atrás, al silencioso guardia que se mantenía in-móvil junto al umbral de la puerta.

–¡Ja! –exclamó su interlocutor–. Si os sucede algo, no moverá un dedo para ayudaros: tan sólo es un vigilante, para asegurarse de que no creáis litigio alguno. Si provocáis un altercado, será el pri-mero en deteneros y entregaros a la justicia real, y si no, esperará a ver el resultado de tal suceso antes de acudir al rey, con o sin vos…

Por la Diosa, podía creer la afirmación del ta-bernero: no era una sociedad proclive a aceptar cambio alguno, la hostilidad aumentaba por mo-mentos, podía incluso oír el tenue siseo de una hoja deslizándose lentamente fuera de su vaina…

Se volvió hacia los presentes con calma fingida, y los observó con suma atención: aquellos sem-blantes severos, fieros en algunos casos, parecían ávidos vrakals deseosos de su sangre…

–No busco pendencia alguna –anunció en voz alta, para que todos lo oyeran–. Sólo deseo encon-trar a mi esposa, y partir ambos de este pacífico reino…

–¡Y traer a un ejército humano! –se oyó gritar a alguien.

«Por la Diosa, podía creer la afirmación del tabernero: no era una sociedad proclive a

aceptar cambio alguno, la hostilidad aumentaba por

momentos,»

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47Weird Tales de Lhork

ban con gestos ceñudos y expresiones entre seve-ras y divertidas…

La celeridad de aquellas criaturas era increíble: ¿cómo podía competir con ellas? Toda su fuerza no le serviría de nada, y su habilidad… Nunca ha-bía sido un espadachín excepcional, sus técnicas le permitían defenderse razonablemente bien ante enemigos más vulgares que aquél al que se enfren-taba…

Estaba claro: tenía que tomar la iniciativa. Te-nía que impedir a toda costa que aquel sujeto tan engreído pudiera emplear aquella agilidad tan pas-mosa contra él, mantenerlo ocupado, a la defensi-va… Casi sin pensarlo se lanzó hacia adelante, en una finta que pretendía engañar a su rival y dejarlo desprotegido, expuesto a un golpe definitivo…

Descubrió con pasmo que sólo golpeaba el aire: ¿dónde estaba su enemigo? Oyó una carcaja-da tras él, comenzó a volverse con la mayor rapi-dez posible, mas apenas tuvo tiempo de nada: sin-tió una brutal patada en el trasero que lo arrojó de bruces al suelo, entre el regocijo y las carcaja-das de los espectadores, que comenzaban a jalear lo que pensó era el nombre de su humillador, algo así como Elehan…

–Los Dahn Sidhe hemos sido bendecidos por la diosa, somos sus elegidos –aseguró el sidhe des-de atrás–; nada ni nadie puede tocarnos si noso-tros no lo deseamos…

El atlante se puso trabajosamente en pie: se sentía tan vejado que la ira contraía su rostro en gesto feroz.

–Tú, maldito chacal rastrero, petimetre sin san-gre, engendro de babosa… –gruñó, sin poder con-tenerse–… Pomposo engreído, arrogante hijo de una cabra, no eres capaz de luchar frente a frente, sólo sabes golpear por la espalda, como los ladro-nes y los asesinos…

El ceño de su oponente se frunció levemente ante aquella batería de insultos; por un momento pareció que iba a responder, mas al final consiguió contenerse.

Sus movimientos eran gráciles como los de un danzante elaborando unos delicados pasos de bai-le, algo que resultaba tan sencillo en apariencia que no debía suponer esfuerzo alguno… Se plantó ante él en un momento, agitando su espada de un lado a otro, apuntando en todo momento al hombre, que intentaba alcanzarlo sin conseguirlo: todos sus tajos y estocadas eran vanos, alcanzaban el aire o eran fre-nados por la blanca hoja, que resonaba ante el entre-chocar como si se tratara de una sutil campana…

El sidhe pasó casi de inmediato al contraata-que: sus movimientos llevaban la punta de su arma una y otra vez hasta el cuello, el pecho o el abdo-men de su contrincante, sin que éste pudiera ha-cer nada por impedirlo: si esquivaba, el filo parecía seguirlo como una ágil serpiente, y si intentaba de-tenerlo o desviarlo, de alguna manera veía cómo en el último instante la espada se desviaba de su trayectoria para penetrar sus defensas por el hue-co más insospechado.

–¿No os cansáis de esta pantomima? –se burló el llamado Elehan–. ¿No debería vuestro honor impul-

de un humano, estoy dispuesto a ello, mas lo haré ante vos, y sólo ante vos: comprenderéis que toda una taberna contra mí no sería justo ni leal…

–Yo sólo me basto para daros una lección de modales, patán.

–Entonces, lo haréis fuera –intervino el meso-nero–. No quiero pendencias en mi local, luego los destrozos…

–No debéis penar por ello, buen Ermahd –le contestó el guerrero–, estas cuitas las resolvere-mos en la calle, y así todo el mundo podrá ver el auténtico jaez de un humano…

Riéndose, se dirigió hacia la puerta seguido por los presentes; al pasar junto al silencioso guardia, entre ambos hubo un leve intercambio de mur-mullos, que hizo que Garnis dudara a la hora de afrontar aquel desafío…

VCuando salió al exterior, su oponente lo esta-

ba esperando con una amplia sonrisa despectiva en sus labios; los rasgados ojos lo contemplaban con una diversión sarcástica que le hicieron re-considerar lo que había pensado al principio de la impasibilidad de los Dahn Sidhe: aquella expresión era más elocuente que cualquier palabra, cualquier insulto que pudiera lanzarle…

Desenvainó su espada y se dispuso para el com-bate: la alzó ante él en el tradicional saludo de ar-mas atlante, para bajarla a continuación hasta media altura, sujetándola con ambas manos frente a sí.

El guerrero desenfundó a su vez su arma: para sorpresa de Garnis, el brillo de la hoja no era el propio del hierro con el que estaban fabricados los filos de su mundo, sino un tono azulado, pla-teado, como si en lugar de metal hubiese estado fabricada de una sustancia cristalina… Por un momento no pudo apartar sus ojos de aquella es-pléndida visión, de una espada que le hubiera en-cantado tener, no ya para combatir con ella, como para disponerla como trofeo en las paredes de su casa…

–¿Os gusta Cearandil? –se chanceó su rival–. Veo que lo ignoráis todo sobre las armas sidhe, permitidme que os ilustre…

Se movió con una rapidez que su oponente hubiera considerado imposible: antes de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, lo tenía en-cima, con una estocada dirigida a su cuello, que no vio venir; sus ojos se cerraron en un reflejo auto-mático, esperando el frío beso del metal… Mas, al no notar tal contacto durante unos momentos, volvió a abrirlos con cautela, para descubrir la hoja detenida a escasos centímetros de su carne.

–Son tan ligeras que no limitan ningún movi-miento –comentó el sidhe con una carcajada.

Se retiró presto, sin dar tiempo a Garnis a re-hacerse para intentar contraatacar.

El hombre miró a su alrededor desconcertado: ¿de dónde había salido tanta gente? Antes de dar-se cuenta de nada, ambos habían sido rodeados por un espeso círculo de habitantes de la ciudad, una enorme cantidad de personas que lo observa-

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saros a declararos vencido ante vuestra manifiesta impotencia frente a mi superior esgrima? ¿Acaso no sois capaz de reconocer a vuestros mejores?

Otro de aquellos insólitos movimientos, y Cea-randil cayó sobre la muñeca derecha de Garnis de plano: con un ahogado gemido de dolor se vio obligado a soltar su arma, mientras una delgada línea roja comenzaba a brotar del lugar en el que había golpeado el borde del arma…

–También he de deciros que el filo de nuestras hojas es tal que pueden cortar cualquier cosa que nos propongamos –señaló el sidhe–; nada puede oponerse a la furia de los Dahn Sidhe…

–No hablabas así cuando los ejércitos de At-lantis, bajo el mando de Nuad y Lough, os obli-garon a retiraros –amenazó con ferocidad el hu-mano; tal vez si conseguía molestarlo lo suficiente como para que perdiera la concentración…

El resultado de sus palabras fue justamente el efecto contrario al que había pretendido: desar-mado como estaba, sólo podía contar con su agi-lidad para esquivar las estocadas durante un tiem-po muy limitado… Mas ni siquiera tuvo ocasión de tal: antes de poder reaccionar, el filo sidhe se apoyaba con una letal suavidad en su garganta.

–Sucio perro traidor, chacal sin madre, asque-roso humano salido de los pantanos más viscosos –gruñó su rival–, ¿cómo osas recordarnos la indig-nidad que supuso tener que ceder nuestro sagra-do territorio, nuestras tradiciones, todo, ante tus malditos ascendientes?

“¿Acaso piensas que los tuyos se portaron como honorables caballeros? Deberías conocer los anales de la historia de los Dahn Sidhe, donde se relatan todas las afrentas, todos los desmanes, todas las ve-jaciones y humillaciones que hubo de sufrir nuestro pueblo antes de verse obligado a defender su terri-torio con las armas, cuando ya la Isla Sagrada se en-contraba repleta de humanos sudorosos, sangrantes, vociferantes, ansiosos de cortar cualquier garganta que pudieran encontrar, incluso las de sus propios compañeros en mezquinas rencillas personales…

“No hay promesas, no hay juramentos, no hay sangre suficiente que pueda lavar todo lo que los tuyos nos hicieron pasar antes de obligarnos a cruzar los portales y recluirnos en este mundo que, aunque paradísico, no es realmente nuestro, sino las verdes tierras de la Isla Sagrada…

El veneno que destilaban aquellas palabras hizo que Garnis tragara saliva, comprendiendo la locura sal-vaje que debió ser la conquista de Eirean Dan’Nan… Mas Elehan mostraba ante él, con una vehemencia y una elocuencia que hacían parecer verídicas sus pa-labras, un panorama que no era el que las crónicas atlantes narraban acerca de aquel lugar de ensueño…

¿Quién tenía razón? Cierto era que la historia la escriben los vencedores, mas los vencidos tam-bién contienen su versión, y suele ser la de desdi-chadas víctimas de malvados opresores… ¿Dónde se encontraba la realidad?

Sólo había una manera de averiguar en qué punto se encontraba la auténtica historia de las guerras entre los atlantes y los Dahn Sidhe… Con una premeditada lentitud alzó su zurda y sujetó

la hoja de Cearandil; casi al instante sintió un sua-ve corte, no demasiado doloroso, y la palma de la mano, junto las yemas de los dedos, comenzó a sangrar, mientras con un esfuerzo de voluntad apartaba el filo de su cuello, en el que también no-taba un ligerísimo reguero húmedo…

–Sí, tu espada puede cortar cualquier cosa –admitió con pesar–, puedo verlo.

Le obligó a bajar el arma. Después, la soltó y alzó su mano, mostrando la limpia herida.

–Al igual que tu lengua, sidhe –admitió muy a su pesar–; me has zaherido sin motivo, cuando mi voluntad no era la de buscar pendencia alguna, sino llegar aquí en paz, en busca de mi esposa per-dida, tal vez raptada por los tuyos…

–Sólo eres un vil humano que ha entrado sin permiso en un reino que ha sido vedado para los de tu miserable especie –le advirtió Elehan, con-templando el carmesí líquido que goteaba con len-titud sobre el suelo–. Mas he de admitir al menos tu valor al sujetar con las manos desnudas la hoja de una espada sidhe…

“¿Aceptas que el duelo ha terminado?–Sí, lo acepto –Garnis miró con fijeza a los

ojos de su interlocutor, que pareció sorprenderse ante aquella actitud–. Reconozco que el estilo de combate sidhe es harto eficaz, y que he sido am-pliamente superado por tu maestría.

Su oponente parpadeó un instante, clavando sus rasgados ojos, de un castaño intenso, en el rostro del humano. Por fin, al cabo de unos ins-tantes, apartó la mirada y buscó la espada caída del atlante, para recogerla y tendérsela a su dueño.

–Busca a tu esposa y procura no meterte en líos –advirtió con el ceño fruncido–. De forma ge-neral, los Dahn Sidhe no somos tan condescen-dientes, lo normal es que hubieras sido degollado sin contemplaciones, mas… hay algo en ti, en tu semblante, en tus palabras, que parece mostrar una franqueza poco habitual entre los tuyos.

“Por esta vez has salido bien librado, pero si te encuentras involucrado en otra pendencia, tal vez no tengas tanta suerte. Humano, márchate de nuestro reino cuanto antes…

–No me es posible tal cosa –aventuró Garnis encogiéndose de hombros–. No sé cómo fui in-troducido aquí, fui atrapado y noqueado antes de darme cuenta de lo que sucedía, no tengo modo de abandonar vuestro reino, si no es con vuestro propio intermedio…

–Entonces, reza a tus dioses, porque tu estan-cia será aquí muy corta –le aseguró el sidhe con gesto serio–. Si tu esposa está viva, es posible que ni siquiera llegues a verla.

Aunque no entendía las palabras de la gente que murmuraba a su alrededor, el tono oscuro, ominoso, le indicaba claramente que estaban dis-gustados por el resultado de la pelea. Pensó que Elehan tenía razón, un humano no pintaba nada en una tierra como aquélla, en la que nadie quería sa-ber nada de los suyos…

Sus disquisiciones fueron cortadas de raíz por una mano en su hombro; al girarse vio los impasi-bles ojos del guardia que lo escoltaba.

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–Se acabó el paseo –le advirtió–. Debéis volver a vuestros aposentos en palacio.

Garnis asintió con un quedo gesto de cabeza: el combate con aquel guerrero le había demos-trado que prácticamente no tenía opción alguna en un enfrentamiento con un sidhe, no digamos si había de enfrentarse a las iras de todo un pue-blo… Suspiró con resignación y se dejó guiar por el sombrío escolta…

VINo tardaron en regresar al opulento edificio

que se constituía en sede de la realeza de aquellas gentes; nada más entrar se dirigió a sus aposentos, mas la voz del guardia lo detuvo.

–¿No pensáis acudir a disponer de vuestra co-lación? –demandó.

¿Colación? ¿A qué se refería… ¡Por los dio-ses, había estado tan perdido en sus pensamientos y en los sucesos de la ciudad, que había olvidado por completo que el tiempo pasaba! Empezaba a darse cuenta de que su estómago rugía vacío, en demanda de algo de alimento… Al parecer se había saltado incluso el refrigerio matutino, a no ser que tal cosa no existiera entre los Dahn Sidhe, que parecían de costumbres tan frugales como los pájaros…

–Os ruego me disculpéis, buen hombre –pidió al soldado–, mas tenéis razón, no he comido nada en todo este tiempo y debería hacerlo para no desfallecer; ¿podríais indicarme dónde he de acu-dir para tomar esa colación de la que me habéis hablado?

El escolta lo miró por unos momentos con desprecio; después, sin una sola palabra, le dedicó un gesto para que le siguiera y lo guió por el pasi-llo adelante hasta una sala común en la que podía contemplar una larga serie de mesas en las que ya estaban sentados un buen grupo de sidhe, hablan-do entre ellos y comiendo…

Su aparición hizo que se detuvieran todas las conversaciones: las miradas se volvieron hacia él hostiles, casi feroces, durante unos momentos, para después, de forma ostensible, apartar los ojos

y proseguir con sus cosas bajando la voz: era evi-dente que hablaban del sucio humano que había aparecido en su pulcro y pacífico pueblo…

Se sentó en una mesa, solo, sin saber qué debía hacer: no había a la vista nadie a quien solicitar la comida, tan sólo unas puertas dobles de made-ra… Supuso que al otro lado se hallarían las coci-nas, y que tal vez hubiera de acudir allí a solicitar las viandas, por lo que se levantó con vacilación y se dirigió hacia ellas.

Podía sentir, a su paso, todo el odio ances-tral con que aquellas gentes le obsequiaban por el simple hecho de ser humano. No había sido él quien había participado en las antiguas guerras, no entendía que tal rabia, tal ofuscación, pudiera man-tenerse durante tanto tiempo…

Pero claro, había podido comprobar que los Dahn Sidhe tenían una vida mucho más longeva que la de los humanos: aún quedaban vivos algu-nos de los que habían participado en las guerras, así que era lógico que ellos alentaran el odio…

Empujó las puertas, que se abrieron a una es-tancia más pequeña, en la que un par de sirvientes preparaban marmitas y ollas con las viandas…

Los dos sidhe giraron sus cabezas para obser-varlo; sus expresiones cambiaron de inmediato, frunciendo el ceño.

–¿Qué quieres, humano? –le preguntó uno de ellos.

–Acudo a solicitaros un cuenco de comida y una jarra de bebida –contestó Garnis.

–Aquí no…La mano del otro se posó en el brazo del que

iba a soltar la diatriba, meneando la cabeza.–Por el momento, es invitado del Señor

Dheardhil –advirtió–. Humano, espera un momen-to y serás servido.

Unos instantes después, el atlante salía de las cocinas con una bandeja de forma ondulada, so-bre la que oscilaban un cuenco de porcelana y una jarra de peltre. Volvió a sentarse en la mesa, solo, consciente de las miradas que le dedicaban los demás comensales, bien de reojo, bien con total descaro, y de las conversaciones en voz baja que lo tenían como centro de atención…

El estofado era de carne, sin duda alguna, mas era una carne que jamás había probado: áspera como la caza, podría haber pasado por cerdo sal-vaje, si no fuera por un cierto regusto a… algo que no reconocía.

La bebida, por el contrario, tenía un sabor sua-ve, ligeramente dulce, que le atraía sobremanera; con un toque refrescante, entraba con tal facili-dad que temió que se le subiera a la cabeza como cuando se excedía con el vino…

Terminó el refrigerio en silencio, sumido en sus pensamientos, que bailaban entre el recuer-do de su esposa y los acontecimientos que había estado viviendo desde que había llegado a aquel extraño mundo…

Miró a su alrededor: algunos sidhe se levanta-ban y llevaban sus bandejas a la cocina, volviendo con las manos vacías, y salían del comedor… Así pues, la norma era recoger, no dejarlo para que

«¿cómo osas recordarnos la indignidad que supuso tener que ceder nuestro

sagrado territorio, nuestras tradiciones,

todo, ante tus malditos ascendientes?»

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otros se encargaran de ello. Se levantó y tomó la fuente, para regresar a las cocinas…

Las miradas de los sirvientes eran lo suficien-temente elocuentes.

–No me digas que los humanos tenéis moda-les –se burló uno de ellos.

–Aprendemos de los lugares por los que pa-samos –se defendió Garnis sin demasiadas ganas de hablar.

–Por supuesto, para luego poder conquistar el territorio con mayor facilidad –se mofó el otro sidhe.

El atlante prefirió no contestar: demasiado mortificado se sentía ya como para entablar una trifulca dialéctica con aquellas gentes, que podía desembocar en un nuevo combate… Elehan ya le había advertido, y él mismo lo había comprobado: no era rival para los Dahn Sidhe.

Bajó la cabeza con pesar y salió de las cocinas, cruzando todo el comedor, para alcanzar el pasillo que lo conduciría a sus aposentos.

Una suave mano se apoyó en su brazo.–¿Cómo os encontráis, maese Garnis?Se giró para encontrarse con Shein Iadh, la

doncella que lo había asistido durante su incons-ciencia.

–Ah, sois vos, muchacha… –saludó con gesto cansado–. ¿O tal vez deba deciros mujer? Todos mostráis unos rasgos tan tersos, tan juveniles, que no sé si estoy tratando con niños o con ancia-nos…

Ella sonrió con gesto de coquetería.–¿Sois con las mujeres de vuestro mundo tan

galante como conmigo? –indagó.–Sólo con aquéllas que merecen un adecuado

respeto –contestó él con una evasiva–. En mi tie-rra, las mujeres pueden optar a cualquier puesto que deseen en igualdad con los hombres, pueden ser soldados, gobernantes, o sencillas esposas que cuiden de sus hijos… Nadie osa poner cortapisas a tal estado de cosas, son libres para elegir, y pasan por las mismas pruebas que nosotros.

“De esa manera, adolecen del mismo proble-ma que nosotros: las hay honestas, leales, fieles… y también manipuladoras, conspiradoras, dispues-tas a medrar al precio que sea…

–Aquí no encontraréis nada de eso –le aseguró Shein con una amable sonrisa–. En la tierra de los Dahn Sidhe, nadie conspira, nadie asciende a costa de otros, todo se hace de acuerdo a los principios de honestidad, valía y méritos adquiridos…

–Puede que sea cierto, mas me cuesta creer que pueda ser tan perfecto –dudó Garnis–. ¿No hay disensiones, nadie que pueda plantear quejas con respecto a un cargo electo?

–¡Oh, no, señor! Todo el mundo acepta lo que nuestro Señor Dheardhil decreta…

La sirvienta miró a su alrededor; un sidhe salía del comedor y se cruzaba con ellos, contemplán-dolos con expresión recelosa.

–Mas temo que éste no sea lugar para hablar –advirtió ella con gesto serio–. Vamos a vuestros aposentos, y tal vez podáis aliviar algo de la pesada carga que adivino en vuestro apenado semblante.

Por un momento, el hombre la miró con rece-lo, para al final sonreír con afecto.

–Gracias, Shein, me hará bien hablar. Guíame, pues aún no conozco muy bien el laberinto de pa-sillos del palacio.

–Oh, no es difícil, señor –se burló la criada pí-caramente–, en realidad sólo parece complicado, en un par de días os acostumbraréis a la distribu-ción del palacio…

Con una ligera risa cristalina le dio la espalda y comenzó a andar con aquel paso tan característi-co de los sidhe, deslizante, etéreo…

Apenas tardaron unos momentos en presen-tarse ante una pared lisa, ante la que Shein se li-mitó a apoyar la palma de la mano; el asombrado Garnis observó cómo, sin ruido alguno, se difumi-naba el blanco pétreo y tomaba forma la hoja de una puerta de madera.

–¿Cómo hacéis eso? –demandó maravillado–. Me había dado cuenta de que en los pasillos no hay puerta alguna… ¿Cómo podéis saber dónde están las puertas y mostrarlas?

–Es la magia de los Dahn Sidhe –explicó ella, cruzando el umbral e indicándole que lo hiciera a su vez–; nuestra naturaleza, como pueblo ele-gido de la diosa Dahn, participa de su magia, es algo consustancial a nosotros… Cualquier cosa que hacemos, que pensamos, está imbuida de esa fuerza, del espíritu de la diosa; podríamos usarla para castigar con mayor dureza a los humanos por los desmanes cometidos contra nosotros, pero… Nuestro buen rey Finnbheara decidió antes de morir que no merecía la pena sacrificar nuestro poder en tan mezquina venganza, y su hijo ha man-tenido la misma política: sí, de vez en cuando algún humano sufre nuestras iras, mas no es lo más ha-bitual…

–¿En qué sentido sufre vuestras iras? ¿Lo eje-cutáis?

–Normalmente así es, cuando las gentes de nuestro Señor capturan a un habitante de vuestro mundo primero es interrogado, y después ejecuta-do sin más; sin embargo –bajó la voz, como si es-perara que alguien pudiera estar escuchando–, hay constancia de que grupos sidhe han secuestrado a

«Para mí era la belleza encarnada hasta que

me he encontrado con los Dahn Sidhe, con un pueblo en el que la hermosura es algo

absolutamente natural…»

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humanos y los han hecho padecer torturas que no se aplican en nuestras tierras bajo ningún concep-to… El rey está preocupado por esos súbditos, que parecen estar actuando al margen de su potestad, mas no puede determinar quiénes son ni cuál es su intención al no respetar las órdenes reales…

“Mas no debéis tener esas cuitas –comentó con una suave sonrisa–, vos habéis sido aceptado, al menos temporalmente, por su majestad, y por tanto estáis bajo su égida, libre de pesares y ase-chanzas.

“Adivino grande vuestro pesar, supongo que por la pérdida de vuestra amada esposa… Si lo deseáis, puedo escucharos y daros consejo, tal vez os sintierais mejor si extrajerais de vuestro corazón todo ese veneno que os corroe poco a poco…

Por unos momentos, Garnis la miró a los ojos, a unas rasgadas profundidades verdes en las que corría el riesgo de perderse… Agitó la cabeza con violencia, tratando de sacudir aquella tentación…

–Me tentáis, Shein –admitió con franqueza–, me tentáis con vuestra presencia, con vuestras palabras… Mas yo me debo a mi esposa, a Vilia, debo averiguar qué ha sido de ella antes de… An-tes de…

La muchacha le sonrió con amabilidad.–Admiro vuestra lealtad –aseguró, sentándose

en la única silla de la habitación–. Amáis por enci-ma de todo a vuestra esposa, a pesar de que… –se rió quedamente–. De que os sentís atraído por mi humilde persona.

“Sabed, maese Garnis, que yo no soy, ni mucho menos, una mujer hermosa según los cánones sid-he –advirtió con una candorosa picardía que sor-prendió al hombre–; llevo en mi sangre algo de hu-mana, un detalle que muchos no me perdonan…

–¿Humana?–Sí, señor… –ella dejó escapar un profundo

suspiro–. En los tiempos de la guerra, mi abuela fue violada por uno de vuestros soldados… El re-sultado fue mi madre, una mujer a la que su pro-pio pueblo apartó como una apestada a causa de su origen; mas uno de ellos se apiadó, mi padre, y de su unión nací yo, Shein Iadh… Aunque hija de padres sidhe, mi ascendencia no se olvida, y de vez en cuando se me recuerda…

–Así pues, el odio se transmite incluso a quien no tiene culpa… –murmuró Garnis.

–Así es, señor –admitió ella–. Yo misma os odié cuando os trajeron y me encargaron velaros, si en aquel momento hubiera dispuesto de un arma os hubiera cortado el cuello sin el más mínimo re-paro…

“Mas cuando despertasteis y os comportasteis con una educación y una cortesía que no espera-ba propios de un humano…

“Pero estoy divagando acerca de cosas que no os interesan, y no os pregunto acerca de vuestra esposa, de vuestro pesar…

–Al contrario, Shein, todo lo que me has con-tado me interesa sobremanera –aceptó alegre-mente el atlante–, es una manera de aprender a conoceros y respetaros…

–Me alegro de oír esas palabras –admitió ella con una sonrisa–, y sobre todo me alegro de per-cibir en ellas un asomo de verdad…

“Mas habladme de vuestra esposa… ¿cómo era?–Vilia era… comparada con vosotros, los sid-

he, era como la noche ante el día –explicó Garnis con vehemencia–: sus cabellos oscuros oliendo a azahar, sus rasgos suaves, aterciopelados, sus her-mosos ojos grandes y negros, los deseables labios que besé una y mil veces antes de perderla… Las formas turgentes de su cuerpo que recorrí en tantas ocasiones…

“Para mí era la belleza encarnada hasta que me he encontrado con los Dahn Sidhe, con un pue-blo en el que la hermosura es algo absolutamente natural… Si vos, Shein, no sois hermosa para los sidhe, entonces prefiero no conocer a las autén-ticas mujeres de vuestro pueblo, pues mi entendi-miento se nublaría y olvidaría por completo a mi mujer…

–Vuestros galanteos me halagan, maese Garnis –aceptó la criada con una argentina risa–; tal pare-ce que deseéis olvidar a vuestra amada en prove-cho de alguna de nosotras…

–¡Jamás! –exclamó el hombre–. Si debo renun-ciar a veros de nuevo para no perder el recuerdo de mi Vilia, así lo haré…

–Por desgracia para vos, tal cosa no va a suce-der –le advirtió con repentina severidad la mujer–. Su majestad me ha asignado para que sea vuestra guía y tutora en palacio, y deberéis soportar mi presencia todo el tiempo que sea necesario…

–Entonces, ruego a H’Ursk y Dan’Nan que me ayuden a encontrar a mi mujer cuanto antes –se lamentó el humano–, o tal vez acabe por olvidarla por completo en favor vuestro…

Ella dejó escapar una risita cantarina, complaci-da y divertida ante el carácter del atlante.

–Para que tal cosa no ocurra, os ruego que me habléis de vuestra esposa… Vilia –sugirió zalame-ra–, así la tendréis en vuestra mente más fresca y su recuerdo no os abandonará tan fácilmente.

Así, pasaron buena parte del tiempo hablando de los momentos que Garnis había pasado con su mujer, mientras la luz del día iba deslizándose con lentitud, como un suave río dorado, dando paso a las sombras de una noche cálida, iluminada por un Ojo de Dan’Nan algo más grande que el de su mundo, envuelto en un halo amarillento que le daba un resplandor increíble…

–Lamento tener que interrumpir estos mo-mentos, mas debo dejaros –se disculpó ella, levan-tándose de la silla y dirigiéndose hacia la puerta–. Mis deberes me reclaman, no puedo atenderos a vos de forma exclusiva –le sonrió con amabili-dad–; mas sabed que podéis acudir a mí si en algún momento tenéis alguna cuestión que resolver con respecto a nuestros usos y costumbres, o a cual-quier cosa que podáis necesitar…

“Acostaos, maese Garnis, descansad, pues ma-ñana tal vez recibáis noticias…

La vio retirarse en el más absoluto silencio, disfrutando del maravilloso cuerpo que se entre-veía bajo las traslúcidas ropas…

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bilidad de reencontrarse con su esposa hizo que cualquier precaución, cualquier recelo, desapare-cieran y se abandonara en manos de aquel desco-nocido…

Se cruzó con Shein Iadh, que lo miró con sor-presa; iba a decir algo, pero Garnis no le dio tiem-po, pasó como una exhalación junto a ella…

Salió del edificio siguiendo al sidhe, que impri-mía un paso rápido, urgente; apenas podía seguir aquel ritmo, era como intentar perseguir un fan-tasma, desaparecía entre el resto de los habitantes y volvía a aparecer como algo etéreo, evanescen-te… Le veía volver la cabeza hacia él, con gesto de disgusto.

Su periplo los llevó hacia lo que debía ser la muralla que rodeaba la ciudad, una construcción de unos diez metros de alto, de piedra blanca, bri-llante, rematada con almenas redondeadas; no tar-dó en divisar, al frente, una poterna en medio de aquella alba pared defensiva.

Sus recelos comenzaron a aflorar de forma in-sistente: ¿por qué no era conducido al salón del Trono, donde se reunían los consejeros y el rey para los asuntos de interés? ¿Por qué Aian Mavh le citaba fuera de la ciudad?

–¡Espera! –gruñó antes de cruzar la hoja de madera.

Su guía se volvió hacia él con gesto molesto.–¿Estás seguro de que éste es el camino? –de-

mandó–. ¿Por qué no he sido convocado a una re-unión ante el Señor Dheardhil?

–Ignoro las motivaciones de mis señores, hu-mano –contestó el sidhe con gesto ladino–. Mis órdenes son guiaros para encontraros con la con-sejera…

–Pero ella estará en estos momentos junto a su majestad –protestó el atlante.

–No, en estos momentos ha dispuesto de un tiempo de asueto por sus propios motivos.

Un tiempo de asueto… ¿Podría ser posible que… No, no quería creerlo, no podía imaginar que la consejera de su majestad anduviera buscan-do nada con un humano, y menos tras sus veneno-sas palabras del día anterior…

El criado desapareció al otro lado de la puerta; por un momento Garnis se detuvo, vacilante, poco dispuesto a cruzar aquel umbral que le alejaba de la relativa seguridad que poseía en la ciudad… Fuera, no sabía con qué podía encontrarse…

–Vamos, no os demoréis –insistió el sidhe–, mi señora no es de las que aceptan de buena gana las demoras…

Finalmente, el hombre se decidió y avanzó con paso firme: si detrás de toda aquella premura se encontraba el tan anhelado encuentro con su es-posa, no le importaba lo más mínimo verse en-vuelto en una trampa…

Al otro lado de la poterna vislumbró lo que parecía un espeso bosque de robles, un auténtico muro de verdor de apariencia salvaje, hacia el que lo guiaba el sidhe.

Se internaron entre los árboles, sorteando ma-torrales y arbustos, avanzando por lo que pare-cía una antiquísima trocha apenas usada, dejando

Se tumbó en el cómodo catre y se quedó allí, boca arriba, pensando en Vilia… ¿Seguiría viva tras un largo año de pérdida? Se sorprendió al ver que la imagen de Shein surgía repentina, fugaz, en su mente, y trató de apartarla furiosamente. ¡No! ¡No podía permitirse aquello, sería una traición a su esposa si aún estuviese viva! ¡No debía pensar en aquella criada y, sin embargo, la figura, su suave voz, regresaba una y otra vez con insistencia… En su enfebrecido cerebro, poco a poco, ambas co-menzaban a fundirse, a convertirse en una sola…

Poco a poco fue deslizándose hacia el sueño, un descanso que no lo alcanzó por completo, en-vuelto en horribles pesadillas de figuras oscuras que acechaban a su esposa, que lo acechaban a él, a Shein, que buscaban su perdición…

VIILa mañana lo encontró exhausto: tenía la sen-

sación de no haber pegado ojo, de haber comba-tido a lo largo de toda la noche contra innumera-bles enemigos… Se levantó del lecho y se acercó a una jofaina llena de agua fresca, donde se aseó; después, se ajustó las ropas y pensó qué era lo que iba a hacer.

Si no lo llamaban del Salón del Trono, casi pre-fería quedarse en la habitación a enfrentarse a la actitud de aquellas gentes: él era orgulloso como el que más, pero aquello… Aquello excedía los límites del orgullo, rozaba la irracionalidad… No podía dar un paso sin sentir, casi físicamente, el odio que le guardaban los Dahn Sidhe…

Se sentó en el catre, meditando acerca de sus posibilidades. Advirtió un leve movimiento, y un quedo carraspeo que le hizo levantar la mirada y ver a un sidhe en el umbral de la puerta recién abierta. ¿Es que acaso no se respetaba la priva-cidad, no se hacía notar la llegada antes de abrir la puerta? A juzgar por la falta de pudor que se gastaba aquella gente, al vestir ropa tan traslúcida como para que se transparentara todo el cuerpo, no debía importarles lo más mínimo que los pu-dieran pillar en momentos inadecuados…

–¿Sí? –demandó, con algo de aspereza.–Señor, se solicita vuestra presencia en una re-

unión –explicó el hombre–. Os ruego me sigáis…–¿No hacéis un refrigerio matutino? –sugirió

Garnis con cara de pocos amigos–. Comer algo para comenzar la mañana…

–Señor, mi señora, la consejera Aian Mavh, me pide que os lleve a su encuentro lo más rápida-mente posible.

¡Aian Mavh, la consejera del rey! ¿Podría ser posible que hubiera encontrado a su querida Vilia? El corazón le dio un vuelco en el pecho. Deseando que aquel pensamiento fuera el correcto, se levan-tó de un salto.

–Adelante, guíame –pidió, con la ansiedad au-mentando en su estremecido corazón.

El sirviente se dio la vuelta sin decir una sola palabra y se dirigió pasillo adelante, hacia el exte-rior del palacio; por un momento el atlante dudó a la hora de aquella insólita premura, mas la posi-

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–¿Qué es lo que quieres de mí? –se irritó el humano–. ¿Sabe tu rey de esta traición?

–Nuestro buen rey Dheardhil sabe lo que debe saber, lo demás no ha de aumentar sus zo-zobras y titubeos –aseguró ella con tono cínico–. Se ocupa del gobierno de los Dahn Sidhe con una sabiduría que jamás podrá equipararse a la de su padre, Finnbheara, aunque por el momento lo está haciendo bastante bien…

“Un viejo proverbio reza que lo que uno no sepa no podrá hacerle daño… Al menos no de forma directa –la risa seca, mordaz, de la mujer sonó terrible–. Mientras nuestro buen monarca no sepa de Nhefhi, no se preocupará ni intentará tomar medidas al respecto…

–Pero, ¿qué o quién es Nhefhi? –demandó Garnis.

–Es una pregunta que no tiene respuesta… al menos de momento –las palabras, al igual que la sonrisa con la que la acompañó, fueron de lo más enigmáticas–. Deberías conformarte con sa-ber que tu vida, que está consagrada a tu amada esposa, pronto dejará de pertenecerte para servir a la Diosa.

–¿Nhefhi es una diosa?–Es La Diosa –aseguró la consejera con voz te-

rrible–. Dahn sólo es una pálida sombra a su lado, no tiene poder alguno con el que rivalizar ante la Dueña y Señora de los destinos de los sidhe…

“Esos pobres siervos que siguen fiel, estúpi-damente, a nuestro querido rey, no tienen ni idea de a quién están sirviendo en realidad… Todo su odio, toda su rabia contra los humanos, no pro-viene de una débil diosa como la que adoran, que predica la paz y el amor, sino de Nhefhi, la Oscuri-dad del Alma, la Destructora.

“Pero basta de huera cháchara: no estás aquí para discutir de teología ni para escuchar mis lec-ciones, sino para asistir a una ceremonia de la que saldrás renovado… Sígueme y conocerás la verdad.

–No, no lo haré –aseguró el atlante con fir-meza, alzando su espada–. No sé qué es lo que te propones, pero no me parece que haya de ser nada bueno… Déjame marchar, y ambos olvidare-mos que esto ha sucedido.

atrás la comodidad de las calles de la ciudad… Por un momento Garnis creyó haber retrocedido en el tiempo al momento en que las plantas eran las únicas dueñas del planeta, en que todo era madera y verdor, hasta el último palmo de la superficie del mundo se hallaba ocupada por los gigantes vege-tales…

Tras un largo tiempo que al atlante se le hizo eterno, ambos desembocaron en lo que parecía un claro en el interior del bosque, tapizado por una densa capa de hierba que les llegaba hasta los tobillos; en el centro de aquel calvero, una cabaña de tosco aspecto parecía ser su destino.

Su guía empujó la puerta, que se abrió con un ominoso chirrido, y se apartó con una exagerada zalema para dar paso al humano, que lo miró con recelo creciente antes de trasponer el umbral.

Las ventanas abiertas daban al interior una gran cantidad de luz, aunque no la suficiente como para mostrar todos los detalles: era un lugar des-vencijado, abandonado desde hacía tiempo, con una capa de polvo y mugre tan densa que hacía imposible pensar que nadie pudiera haber pasado por allí en muchísimo tiempo.

Todas las alarmas comenzaron a dispararse en la mente de Garnis, que comenzó a retroceder con el puño cerrado en torno a su arma; sin em-bargo, sintió un violento empujón que lo arrojó al interior y, a continuación, el siniestro sonido de la puerta al cerrarse.

Se puso en pie de un salto y desenvainó su es-pada; nada ni nadie parecía amenazarlo.

–¿Qué demonios pretendes, condenado sidhe? –demandó, golpeando la hoja de madera–. ¡Déja-me salir de aquí!

–Os dije que mi señora os estaba esperando –le contestó su interlocutor desde el otro lado de la puerta–, no os mentí: no tardaréis demasiado en verla…

–¡Maldito chacal! –exclamó el hombre.Lanzó su arma en una brutal estocada contra

la madera: la fuerza del golpe hizo que el filo la atravesara y saliera por el otro lado, arrancando un respingo de terror al sirviente.

Se volvió hacia las ventanas: parecían lo sufi-cientemente amplias como para poder pasar a tra-vés de ellas, por lo que se acercó a una y trató de saltar a su través.

El impacto fue sumamente doloroso: era como chocar de cabeza contra un muro de piedra. Salió rebotado hacia atrás, cayendo de espaldas, con el cráneo latiéndole con un lacerante dolor.

–No te esfuerces, es una barrera mágica que impide tanto entrar como salir.

Conocía a la perfección aquella voz: trató de concentrar la mirada en quien había hablado, hasta que por fin las estrellas que danzaban ante sus ojos fueron disminuyendo para mostrar la figura de Aian Mavh, envuelta en un austero vestido negro, opaco, de aspecto talar, cubierto con símbolos rúnicos y as-trológicos… Era lo primero que veía en aquel tono, que le confería un carácter lúgubre, siniestro…

–Bienvenido a los dominios de Nhefhi –le salu-dó con burlona ceremonia.

«Tras un largo tiempo que al atlante se le hizo eterno, ambos desembocaron en lo que parecía un claro

en el interior del bosque, tapizado por una densa

capa de hierba»

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–¿Olvidar? Al contrario, querido jovencito, ja-más olvidarás este momento –aseguró la sidhe con una cruel carcajada–. ¿Crees acaso que ese pedazo de frío metal me asusta? Tienes mucho que aprender…

Alzó su mano y pronunció una palabra: al mo-mento, Garnis se sintió empujado en una súbita explosión de violencia, aplastado contra la pared, con el arma a punto de caer de su mano.

–¿Ves con qué facilidad podemos manejar los sidhe a los torpes humanos como tú? –se burló ella, con una ominosa expresión que hizo que el hombre se estremeciera involuntariamente–. Bah, en vista de que no vas a participar por las buenas, habré de hacerte participar de otra manera.

“Lástima, pues estás a punto de reencontrarte con tu querida esposa…

–¡Vilia! –exclamó el atlante, frunciendo el ceño–. Si le has hecho algún daño, te juro por la Diosa que…

–No te molestes en jurar, sucio humano –gruñó Aian Mavh–. Demasiado tiempo habéis mancillado la superficie del mundo con vuestra apestosa pre-sencia, demasiado tiempo habéis castigado la tierra con vuestros fútiles caprichos, como si sólo fuera un juguete que podéis manipular y romper a vues-tro antojo… Ha llegado la hora de que conozcáis a quién habéis ofendido de manera ostentosa, quien os hará pagar vuestras ofensas y osadías…

“Nos arrebatasteis lo que era nuestro, simple-mente por vuestra ansia de poseer, por vuestra vana ambición… Eso habréis de pagarlo. Nuestro amado monarca se conforma con castigar a algu-no de los vuestros de vez en cuando, mas la solu-ción es clara y directa: el poder de Nhefhi libera-do, su puño golpeando allá donde encuentre a los de tu especie… Ésa es la solución, el exterminio más absoluto, más completo…

Su voz se había alzado poco a poco, hasta al-canzar el tono de una demente.

–¡Basta! –exclamó, rebajando de nuevo el vo-lumen de su voz–. Ahora conocerás de primera mano el destino que os espera a todos vosotros…

De nuevo, pronunció unas palabras: muy a su pesar, Garnis se vio impelido a avanzar hacia ella,

con la espada baja, incapaz de alzarla por mucho que intentara flexionar los músculos de su bra-zo… Como bien le había advertido la consejera, no era más que un muñeco en sus manos.

Ante sus ojos, la mujer hizo un pase mágico y en el suelo de la cabaña se abrió una trampilla, ilu-minada desde abajo con un espectral resplandor verdoso–rojizo.

–Sígueme, esclavo.

VIIIAian Mavh comenzó a descender con calma

las estrechas escaleras que nacían en la trampilla y descendían hasta unas ignotas profundidades, se-guida por la figura del humano, que no podía re-sistirse al influjo maléfico que la consejera ejercía sobre él de forma inapelable e inexorable.

La bajada no fue demasiado larga; a medida que se acercaban a su final, el resplandor iba aumentando, hasta devenir en un fulgor tan brillante que le obliga-ba a entrecerrar los ojos para poder proseguir.

No hacía falta antorcha alguna, había suficiente luz para distinguir un lúgubre pasadizo largo, liso, que se perdía en la lejanía… Caminaron por él du-rante un buen rato, con la sensación de que jamás llegarían al final, hasta que, por fin, acabaron frente a una puerta de madera con goznes de bronce y ornamentos de oro y plata que representaban fi-guras de extraño aspecto…

La sidhe empujó las hojas, que se abrieron con suavidad, mostrando al otro lado del umbral una espaciosa sala que parecía el sancta sanctórum de un templo: ornada con figuras aparentemente sacadas de la mitología sidhe, al fondo podía dis-tinguirse a duras penas una enorme figura negra, que Garnis comenzó a percibir con más claridad a medida que se acercaban, rodeados por alrededor de una cincuentena de sidhe.

Era sin duda una silueta terrible: una inmensa criatura negra, de más de cuatro metros de altura, de aspecto humanoide, envuelta en ropajes escar-lata, entre los que asomaban seis desnudos brazos que empuñaban sendas espadas… La cabeza era la de un gran felino, un rugiente dientes largos de ojos que brillaban como rubíes…

–Inclínate ante Nhefhi, Diosa de la Creación y la Destrucción –le ordenó Aian Mavh.

Garnis no pudo evitar cumplir la orden, atra-pado como estaba: su cuerpo se inclinó, ajeno a su voluntad, en una ceremoniosa zalema.

Entre él y la monstruosidad de ébano que pa-recía presidir la amplia estancia se alzaba un altar, empequeñecido por el tamaño de la efigie, y sobre él un cuerpo yaciente, inmóvil… El hombre inten-tó saltar hacia adelante, tratando de alcanzar a la morena mujer que contemplaba de nuevo tras un eterno año de pérdida, mas el lazo de la hechice-ría de la consejera lo retuvo con fuerza.

–No, humano, aún no es el momento –oyó que la mujer le susurraba con un tono tan ominoso que le arrancó un escalofrío–. Te reunirás con ella, sí, mas será bajo el cuchillo del Sumo Sacerdote de Nhefhi.

«Era sin duda una silueta terrible: una inmensa criatura

negra, de más de cuatro metros de altura, de aspecto

humanoide, envuelta en ropajes escarlata, entre los

que asomaban seis desnudos brazos que empuñaban

sendas espadas…»

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Fue entonces cuando reparó en la casi invisi-ble silueta que se erguía inmóvil, como una negra estatua, junto al altar; había pasado desapercibida porque sus vestiduras eran igual de oscuras que la gran mole que había tras él, con una capucha que le cubría el rostro… De aquella silueta emanaba una terrible malevolencia, una perversidad que pa-recía trascender el tiempo y proceder de los más lejanos eones, de la creación del mundo…

–Contempla al hierofante –prosiguió la voz de Aian Mavh–, a la Némesis de los pusilánimes ado-radores de Dahn, a quien entregará vuestras almas y cuerpos a la Diosa.

Aquellas palabras sirvieron de revulsivo a Gar-nis, que trató de liberarse, aunque sin éxito; sus piernas temblaron por el esfuerzo, doblándose, mientras la punta de la espada tocaba el suelo… Y en ese preciso momento, un estremecimiento recorrió su cuerpo, una sensación de libertad que había anhelado. ¿Acaso la consejera lo había libe-rado de su cautiverio para verlo abalanzarse sobre su esposa y poder burlarse aún más?

No le importaba: con un rugido de rabia dio un salto hacia adelante, hasta el altar, y se abalanzó sobre la inmóvil figura femenina que yacía con los ojos cerrados. ¡Por los Dioses, aún estaba viva, su cuerpo subía y bajaba rítmicamente!

Detrás de él oyó un respingo de incredulidad; al girarse, vio que la sidhe lo contemplaba con ex-presión de extrañeza, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

–¿Te has liberado? –demandó con tono peren-torio–. ¿Cómo has pudo sacudirte mi influjo?

–Lo desconozco –admitió el atlante–; y aun-que lo supiera tampoco te lo diría, ahora tengo un ascendiente sobre ti, vieja arpía, y eso tal vez me sirva para darte tu merecido.

Podía sentir todo el odio atávico, toda la ra-bia ancestral de los presentes, concentrada sobre él, golpeándolo como un salvaje puño, intentando doblegarlo… Las piernas se le doblaban de nuevo, incapaces de sostenerlo, la debilidad se adueñaba de él…

Y la punta de la espada volvió a rozar el suelo. Las fuerzas parecieron regresar a sus brazos, se sintió pletórico, dispuesto a luchar para proteger a Vilia… Cayó en la cuenta del siniestro personaje que había tras él, y se dio la vuelta como un felino, enarbolando el arma, en un tajo lateral destinado a partir en dos a su antagonista…

No hubo ningún sonido por parte del sacer-dote, que saltó hacia atrás en un elegante gesto, evitando el tremendo golpe.

Garnis sabía que aquel combate estaba perdi-do: su duelo con Elehan le había demostrado que un solo sidhe podía ponerle en muy serios apuros, así que todos aquellos juntos, que habían desen-vainado sus armas y se aprestaban para salar so-bre él como famélicos lobos…

–¡Vilia! –exclamó, tratando de despertarla.La mujer se removió bajo su voz, inquieta…

Lenta, muy lentamente, abrió los ojos para fijarlos en el hombre que se inclinaba sobre ella ansioso, vehemente.

–¡Garnis! –susurró, casi sin fuerzas.–¿Puedes levantarte?–Apenas… Estoy muy débil… Drogada…El hombre miró a su alrededor con furia sal-

vaje: el hierofante había desaparecido, y los sidhe se acercaban a él con expresiones asesinas en sus juveniles y hermosos rostros… Vendería cara su vida, de eso estaba seguro…

Aian Mavh detuvo con un imperioso gesto al grupo, observando con burlona fijeza a su rival.

–¿Qué es lo que tienes para poder liberarte del poder de los sidhe? –demandó con ferocidad–. ¿Quién eres, que todo mi poder no te doblega?

–Vieja bruja, ése es un secreto que me llevaré a la tumba –aseguró Garnis–. Es una sorpresa que te reservo, lo único que vas a recibir de mí es la hoja de mi espada en tus entrañas.

Por toda respuesta, la mujer alzó de nuevo la mano, pronunciando una vez más una palabra de poder: y, por tercera vez, el hombre cayó ante el influjo de la magia, incapaz de reaccionar.

–Alza tu espada y córtale el cuello a tu querida esposa.

–J… Jamás…–Hazlo. Te lo ordena tu dueña.Sin poder evitarlo, el atlante vio cómo su mano

se elevaba, su cuerpo se giraba, y se erguía sobre la yaciente como un ángel vengador, los ojos ate-rrados de ella fijos en él…

–No… –murmuró, tratando de evitar lo que parecía inevitable.

Sujetó la empuñadura con ambas manos; sentía el dolor de la herida del día anterior en la palma izquierda, pero no podía evitar apretar con fuerza para mantener el agarre… La hoja se alzaba por encima de su cabeza…

–¿Qué abominación es ésta?La voz pareció romper el momento: todas las

cabezas se volvieron hacia la entrada de la estan-cia, en cuyo umbral se erguía, desafiante, una figura femenina, con un cuchillo goteante en su diestra.

–Vaya, pero si es la cuarterona –se burló Aian Mavh, olvidando aparentemente a Garnis, que sintió cómo el hechizo desaparecía–. ¿Qué haces aquí, criada? ¿Quién te ha invitado?

“Ah, claro, ya puedo verlo… Tu sangre humana es más fuerte que la sidhe, y te ha enamorado de este necio patán de tu especie… ¿Quieres com-partir su destino? Nada podría hacernos más feli-ces a los auténticos sidhe, a los puros de sangre, a los verdaderos elegidos de los dioses…

“Puedo suponer que has seguido a tu hombre hasta aquí… ¿Y te has deshecho de Bhaen? Ad-mirable… Mejor así, pues yo lo hubiera castigado por esta imperdonable demostración de inutilidad.

“Bien, hermanos, esta furcia hija de humanos desea conocer el filo de vuestros aceros; mos-trádselo, yo haré que el atlante…

No pudo seguir hablando: de su boca escapó un aullido desgarrador, mientras su cuerpo se ar-queaba hacia adelante, y una goteante hoja de hie-rro aparecía en su pecho…

–Con las perras traicioneras como tú no hay honor posible –gruñó Garnis, empujándola de una

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patada para liberar su espada–. En cuanto a todos vosotros, os lo advierto: si alguien se acerca a nin-guno de nosotros tres, se enfrentará a mi furia… Shien, acércate y ayuda a mi esposa a levantarse.

Obediente, la sidhe avanzó, vigilando con aten-ción a los presentes, que le dedicaron funestas miradas de rabia y murmullos en los que podía distinguir los insultos… “Perra”, “Traidora”, “Fur-cia humana”…

Al parecer, la consejera había sido el princi-pal poder mágico en el grupo, porque ninguno de aquellos personajes intentó hechizo alguno.

–¡Chacales! ¡Cobardes! ¿Permitiremos que los humanos gobiernen sobre nuestros destinos?

El sacerdote había vuelto a aparecer: se hallaba junto al altar, tras las figuras de las dos mujeres, con el cuchillo en alto…

Shien reaccionó con una celeridad pasmo-sa, sobrehumana: soltando a la desfallecida Vilia, que se tambaleó y se desplomó, giró en un fluido movimiento que ningún ojo fue capaz de seguir, y hundió su cuchillo en el pecho del amenazador sujeto, que dejó escapar un gemido de agonía mientras la capucha caía hacia atrás y revelaba sus rasgos, pálidos, de ojos rasgados, como los de to-dos los de su raza, aunque con un destello rojizo, malévolo… Cayó hacia atrás, retorciéndose entre violentas convulsiones, los últimos estertores de un moribundo…

–Mi propio padre… –gimió la sirviente, incli-nándose sobre él–. ¿Por qué?

Mas su progenitor ya no podía responderla: los ojos vidriosos mostraban ya la oscuridad de la muerte, su alma había partido muy lejos, a los dominios de su dueña Nhefhi.

–¡Shien! –exclamó Garnis con alarma, al ver que los sidhe avanzaban sobre él–. ¡Por los dioses, ya habrá tiempo para lamentarse! ¡Ahora necesi-to que recojas a mi esposa y os pongáis ambas a salvo!

–¿A salvo? –murmuró la doncella, mirando a su alrededor con expresión ausente–. A salvo, ¿de qué? La condena se abate sobre los Dahn Sidhe si siguen a esta abominación.

Abandonando tras sí a la caída Vilia, tras reco-ger el cuchillo ceremonial de las yertas manos del sumo sacerdote del culto, se situó al lado del at-lante con expresión decidida.

–Que la muerte sea la dueña –murmuró–. Que la sangre tiña de carmesí esta estancia, para com-placer por última vez a la Diosa de la Oscuridad y la Venganza.

El hombre le dirigió una mirada de sorpresa: ¿de qué demonios hablaba? Su expresión fatalista parecía indicar una resignación, una asunción de un cruel destino que él no podía aceptar…

–Reacciona, Shein –le advirtió–. Éstos no son los tuyos. Los tuyos están ahí afuera, en la ciudad, los adoradores de Dahn… Lucha y vive por ellos.

–¿Igual que lo harían ellos por mí? –gimió ella quedamente–. No, humano, no… Éste es el final de una vida plagada de desprecios y humillaciones por tener ascendencia humana.

No esperó a que los seguidores de Nhefhi los

rodearan: para sorpresa del atlante, saltó hacia adelante con un aullido escalofriante, más pareci-do al gemido del viento en medio de una galerna que a una voz humana, blandiendo un cuchillo en cada mano…

El humano apenas tuvo tiempo de reaccionar: la siguió lanzando estocadas y tajos por doquier, tratando de detener y esquivar los golpes que les eran dirigidos tanto a él como a ella, que parecía haberse abandonado a una especie de frenesí sal-vaje… Ella, que parecía la encarnación de la dulzu-ra, habíase transformado en una furia vengadora que dejaba un rastro sangriento allí por donde pasaban sus armas… Era como si Nhefhi, la Des-tructora, hubiera desbancado a la suave Dahn, sus-tituyéndola y tomando el cuerpo de la gentil don-cella para convertirla en aquella furia vengadora…

La sangre saltaba por doquier: Garnis apenas era rival para aquellas gentes tan ágiles y rápidas, limitándose a mantenerse a la defensiva, colocan-do de vez en cuando algún golpe afortunado que conseguía apartar a algún enemigo de la lucha, mientras su compañera, aparentemente enloque-cida por el salvajismo más primitivo, cortaba, sa-jaba, con una ferocidad increíble; a su alrededor yacían un par de cuerpos, uno con la mano corta-da a la altura de la muñeca, y otro en un enorme charco de sangre que brotaba de su pecho…

Los lobos se cerraron de inmediato en torno a ellos dos; sin embargo, lo que parecía una locu-ra sangrienta, un destino fatal para el humano y la sidhe, pareció dar un vuelco cuando un numeroso grupo de soldados irrumpió en la estancia entre imprecaciones y gritos de sombro y consterna-ción, con el propio Dheardhil al frente.

–¿Qué es esto? –demandó con furia, al obser-var al numeroso grupo enzarzado en violenta ba-talla–. ¿Por qué estáis todos aquí, en el santuario de Nhefhi?

El estrépito del combate se había parado por ensalmo cuando los adoradores de la Diosa Os-cura comprobaron la identidad de los recién llega-dos; a su alrededor, cuatro cadáveres atestiguaban la ferocidad con que se habían defendido Garnis y Shein; y un poco más lejos, los bultos de otros dos, uno de ellos junto a la ominosa estatua…

–¡He hecho una pregunta! –se enfureció el monarca–. ¿Qué significa esta abominación?

Por toda respuesta, uno de los Dahn Sidhe se lanzó hacia adelante, con un horrísono grito de muerte; al parecer, conocedor del castigo que le esperaba, había decidido morir en combate, de forma gloriosa, antes que ser ignominiosamente ejecutado.

Como si de una señal se tratara, todo el gru-po de seguidores de Nhefhi se enzarzaron en una nueva pelea, esta vez con los soldados reales, a la que se unieron sin reparos Garnis y Shein.

No fue en realidad un combate, sino una car-nicería: los guardias del monarca estaban avezados en la lucha, entrenaban a diario, por lo que los re-negados caían ante ellos como el cereal en la hora de la cosecha… Y en verdad, aquello pareció más una terrible cosecha de muerte…

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57Weird Tales de Lhork

Cuando todo acabó, los inquisitivos ojos de Dheardhil se posaron en Shein, una mirada inte-rrogativa.

–Señor –comenzó la criada, adelantándose ha-cia él con una ceremoniosa inclinación, las tenues ropas rasgadas y ensangrentadas–, debéis saber que estos sidhe han estado actuando a vuestras espaldas, adorando a la Señora de la Destruc-ción…

Su gesto hizo que se tambaleara y, finalmente, cayera al suelo; Garnis se adelantó en un momen-to hacia ella, tratando de levantarla, hasta que se dio cuenta de que no toda la sangre que la em-papaba era de sus enemigos: sus dedos palparon una fea herida en el pecho, muy cerca del corazón, de la que manaba su fluido vital en un incesante borboteo.

–Shein… –murmuró–. Te has arriesgado por mí…

–Maese Garnis, he hecho lo que debía hacer –murmuró la joven, tras una queda tos; sobre ellos, el sombrío rey contemplaba la escena sin mover un músculo–. Se me ordenó cuidaros… y ser… vuest… vuestra g…

–Cumpliste demasiado bien con tu cometido, Shein –aceptó el atlante, cerrándole los ojos con suavidad–. Demasiado bien, pagaste un precio que no deberías haber pagado.

Una sombra se acercó a él; al volver la cabeza vio a su esposa, que lo observaba con curiosidad, como si recelara de aquella escena.

–Vilia…Depositó con dulzura el cuerpo en el suelo,

que un par de soldados recogieron tras una seca orden de su soberano, y se irguió para encararse con su mujer.

–Vilia, por fin…Ella observó alternativamente a su marido y al

cadáver que se alejaba con una ceremonia inusual.–Viniste a buscarme… –murmuró con una

mezcla de suavidad y frialdad–; y al llegar, encon-traste a quien te ayudara…

El hombre captó de inmediato el tono de re-proche que subyacía tras aquellas palabras.

–No, Vilia, siempre estuviste en mi mente, Shein sólo me ayudó a sobrellevar el dolor de tu pérdida…

–¿Y cuál fue la naturaleza de esa ayuda?–No la que piensas, desde luego –se defendió

Garnis–. Me apoyó en mis momentos más bajos, mas no hubo entre ella y yo más que palabras, sin asomo alguno de nada más…

Durante unos momentos la mujer le observó con suspicacia, hasta que intervino el rey con un quedo carraspeo.

–El humano dice verdad, señora –comentó–. Acudió buscándoos, y en su camino puse a una criada y a un guardia para que una lo guiara hasta que resolviéramos qué hacer con él, y para que el otro lo vigilara de cerca, asegurándose de que no se metía en ningún lío serio antes de poder sacar-le toda la información que fuera menester…

“Ignoro qué razones impulsaron a la pequeña Shein a seguiros, mas lo que sí es cierto es que el

guardia dio aviso inmediato de que habíais salido corriendo del palacio en dirección desconocida, siguiendo a uno de los sirvientes de Aian Mavh; monté de inmediato un grupo de fieles soldados, y nos pusimos en marcha, al parecer no lo sufi-cientemente a tiempo como para salvar a mi leal servidora de un cruel destino…

“Venid, hemos de hablar, pues los aconteci-mientos han de ser evaluados y replanteadas sus consecuencias. Regresemos al palacio, y tras asea-ros, acudid al salón del Trono…

IX–La amabas, ¿verdad?La amarga pregunta hirió a Garnis más que

todos los golpes que había recibido durante todo aquel tiempo. Se hallaban en los aposentos del hombre, que se mantenía en pie, con la cabe-za baja y gesto contrito. Las señales del reciente combate aún eran visibles en su cuerpo, cortes varios que le hacían estremecerse de dolor de vez en cuando…

–No… Sí… No lo sé… –intentó defenderse, mas no se le ocurría que decir en su descargo, tan sólo el remolino que se agitaba en su mente–. Vilia, he estado un año entero buscándote, tratando de encontrarte… Mi esperanza se tambaleaba, y más cuando fui apresado por los Dahn Sidhe; pensé que tal vez te había sucedido lo mismo, y soñé con que tal vez siguieras viva… Mas al llegar aquí y descubrir el recibimiento y el trato que dan a los humanos, mi desesperación alcanzó su culmen: ¿cómo podía soñar con que hubieran respetado tu vida, si yo la salvé a duras penas? Aun así, solicité a su majestad el rey Dheardhil que te buscara, que me dijera que seguías viva, y que podría reunirme contigo…

“Shein… Esa criada me apoyó en esos terri-bles momentos, ¿cómo no había de estarle agra-decido? No puedo pretender que no pensara en ella como algo más, pues era hermosa, pero… Tú eres mi esposa, Vilia, mi mujer, y mis pensamientos, mi corazón, están y estarán siempre contigo…

La atlante lo miró con expresión inescrutable, tratando de dilucidar hasta qué punto podía estar

«Abandonando tras sí a la caída Vilia, tras recoger el cuchillo ceremonial de

las yertas manos del sumo sacerdote del culto, se

situó al lado del atlante con expresión decidida»

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58 Weird Tales de Lhork

parecer ni se preocupaban de la desnudez de los demás, había de ser algo completamente natural.

Cuando hubieron terminado se vistieron con sus ropas, que habían sido cuidadosamente arre-gladas, y habían regresado a sus habitaciones, a la espera de ser convocados por el soberano de aquella tierra de ensueño…

Y aquel momento había llegado: con una sonri-sa de paz entre ambos, sujetos de la mano, salieron de la alcoba tras el sirviente, que los guió hasta el Salón del Trono, donde los esperaba Dheardhil con su único consejero, Amh Ehrid.

–¿Y bien? –demandó el soberano cuando ellos se acercaron y se inclinaron con ceremonia ante él–. ¿Tenéis algo que decirme ante de que dicte sentencia?

–Majestad, no os entiendo –comenzó Garnis–, nada hemos hecho para ofenderos, ¿qué sentencia podríais dictar contra nosotros?

–Vayamos por partes –señaló el rey, alzando una delicada mano con el puño cerrado–. Soy Dheardhil, monarca de los Dahn Sidhe, y mi pala-bra es ley, absoluta e incuestionable.

“En primer lugar –levantó el índice–, está la cuestión de vuestra estirpe: sois humanos, y por tanto no sois bienvenidos aquí: nuestras razas se tienen un odio ancestral inextinguible, y con razón.

“En segundo lugar –su dedo corazón apare-ció como por ensalmo–, la única manera en que podéis llegar aquí es a través de los portales que nosotros creamos y, por tanto, no invitados, sino atrapados como bestias, para sufrir el castigo por los desmanes de vuestros antepasados.

“En tercer lugar –alzó el fino anular–, debe-mos contemplar el hecho de que como hecho sin precedentes hemos descubierto que el execrable culto a Nhefhi, la Diosa de la Destrucción, seguía practicándose en secreto, y que una de sus ma-yores acólitas era mi propia consejera, Aian Mavh.

“En cuarto lugar –su meñique se irguió orgu-lloso–, tenemos el hecho de que uno de mis no-bles, Dhearan, se encaprichó de una humana, y la pidió para sí.

“En quinto lugar –extendió el pulgar, mostran-do la palma completamente abierta–, se manifiesta

contándole la verdad; el rostro tenso, amargado, del hombre, hizo más por él que todas las palabras que hubiera podido pronunciar…

–También yo llegué a desesperar –admitió ella por fin, con un profundo suspiro–. Sí, me raptaron hace tiempo, y hubiera sufrido sus iras si el propio rey no hubiera intervenido para ordenar que mi castigo fuese ser esclava de los sidhe.

“En el fondo no son tan malos, Garnis –se acercó a él y le tendió las manos–. A su manera han sufrido tanto o más que nosotros, los creo cuando dicen que fuimos unos salvajes al decla-rarles la guerra para apoderarnos de su isla, a pe-sar de que habían abogado por la paz entre los pueblos… He visto a humanos ser ejecutados sin miramientos, simplemente por el odio que nos tienen, pero a las mujeres humanas… –se estre-meció presa de un súbito terror–. A las mujeres nos tienen para hacer todos los trabajos que ellos no quieren, y para su propio divertimento, como animales de monta.

“Yo tuve suerte: después de dos o tres de esas humillantes experiencias, uno de esos sidhe deci-dió que mi destino no tenía por qué ser aquél, y reclamó ante su alteza mi posesión; él se lo conce-dió, encantado de librarse de un problema, así que desde entonces me he sentido más libre… Aun-que haya tenido que plegarme a los deseos de mi señor, me ha ofrecido una y otra vez la posibilidad de negarme, hasta que al final se cansó de esperar que fuera a corresponderle… A su manera tam-bién él debía amarme…

“Y ayer… ayer llegó a la casa de mi señor un sirviente que me reclamó en nombre del rey: Dhea-ran no pudo negarse, hubo de cederme. Fui condu-cida a una carreta cerrada, y después guiada al lugar en el que me encontraste, sometida a un hechizo de sueño, atada al altar bajo esa espantosa efigie…

Ambos se fundieron en un largo abrazo.–Lo siento, Vilia –se disculpó Garnis–. Dudé, fui

débil…–No tuviste elección, igual que yo –aceptó su

esposa, con el rostro enterrado en el pecho de él–. Sobran las palabras de disculpa, ahora hemos de recuperar el tiempo perdido…

Sus palabras fueron interrumpidas por un que-do carraspeo: al girarse, vieron en el umbral de la abierta puerta a un criado que los observaba con gesto impasible.

–Mi señor Dheardhil pregunta si los humanos están ya disponibles para acudir a una audiencia ante él –declamó pomposamente.

Tras regresar del santuario de Nhefhi habían sido llevados a un aposento en cuyo centro ya-cía un estanque de forma oblonga, lleno de agua burbujeante, cálido y benéfico, donde habían per-manecido un par de secciones disfrutando y lim-piándose, sin pronunciar una sola palabra, tan sólo con miradas de recelo y sospecha por parte de Vi-lia, con unos servidores ayudándolos a asearse… Al parecer, entre los Dahn Sidhe no existía pudor alguno, pues no había distinción de ningún tipo en aquellos lugares… Los criados, desnudos, se dedi-caban a limpiar los cuerpos de los humanos, y al

«A su manera han sufrido tanto o más que nosotros,

los creo cuando dicen que fuimos unos salvajes al declararles la guerra para apoderarnos de su

isla, a pesar de que habían abogado por la paz entre

los pueblos…»

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sangre de mi sangre, Shein Iadh, de la estirpe de la realeza de los Dahn Sidhe.

Por un momento, los dos atlantes se queda-ron de piedra, asombrados ante la revelación… ¿Aquella doncella había sido la hija del rey, la prin-cesa de los sidhe?

–Majestad, yo no sabía… –comenzó Garnis a disculparse con torpeza, incapaz de encontrar las palabras–. No tenía ni idea… Nunca le habría per-mitido embarcarse en la refriega si hubiera sabi-do…

–No tenías por qué saberlo, humano –le in-terrumpió el monarca con suavidad, el semblante pesaroso aún–. Yo le encargué que te cuidara, pero que no te dijera quién era… Deseaba saber, an-tes de dictar sentencia de muerte contra ti, cuáles eran tus intenciones, tus auténticas intenciones, y me las mostraste claramente.

“Así, el dolor es doble, pues yo fui quien la puso en peligro, y yo quien la condenó a muerte en el santuario de Nhefhi. Tendrá las exequias que se merece, y con ella se marchará el corazón de su afligido padre…

“Por lo que respecta a vosotros dos –su voz se endureció de forma repentina, sobresaltándolos–, en vista de todas las circunstancias que rodean vuestra presencia en nuestras tierras, decreto que a partir de este momento sois libres para vivir en el reino de los Dahn Sidhe, dónde os plazca y cómo os plazca…

–Nos gustaría poder volver a ver a nuestros compatriotas humanos –sugirió el hombre con es-peranza.

–Para desgracia tanto vuestra como nuestra, tal cosa no es posible –le advirtió con severidad el soberano–. No deseamos tener contacto con los humanos, preferimos seguir con nuestra tran-quila vida tal y como la llevamos, sin la necesidad de tener que luchar por cada palmo de tierra con vosotros…

“No podemos permitir que regreséis, para ha-blar de nosotros a los vuestros, para estimular la posibilidad de que localicen los portales e iniciar una guerra de conquista que no serviría para otra más que provocar otro fútil e innecesario derra-mamiento de sangre…

“No, permaneceréis aquí, entre los Dahn Si-dhe, y formaréis vuestra propia familia si así lo deseáis… Nuestra recompensa y agradecimiento por habernos permitido descubrir el nido de la serpiente en nuestra propia tierra será que sigáis vivos, y bajo la protección real: a partir de este momento nadie tendrá derecho a haceros el me-nor daño, si así fuere incurrirá en la ira real y será castigado con la mayor severidad; de la misma ma-nera, deberéis evitar pendencias o discusiones. No deseo tomar medidas drásticas contra vosotros ni contra los míos, así que ordeno que este edicto sea anunciado públicamente por todo el reino.

–Majestad, nos estáis considerando prisione-ros…

–No, no sois prisioneros… –aseguró Dheard-hil con un tono de voz más suave–. Si así fuera, languideceríais en una sucia mazmorra hasta el fin

el hecho de que una de mis sirvientas más fieles se mostró atraída por un humano…

“Por algún extraño giro del destino que ni si-quiera los mismos Dahn Sidhe hemos sido capa-ces de entender, han tenido que ser unos huma-nos, nuestros más odiados enemigos, quienes nos mostraran lo que hemos olvidado hace demasia-do tiempo: el valor de la esperanza, del deseo, del amor incluso… Nada nos pueden enseñar sobre honor o lealtad, mas sí sobre coraje y valor, sobre cómo, a pesar de ser enemigos irreconciliables, una sidhe y un humano han luchado juntos por una cusa común, que ha sido la liberación de un inocente de un culto fanático, y su exterminio.

“Hay muchas cosas que pesan contra vosotros, humanos, y pocas que apoyan una sentencia favo-rable a perdonar vuestra vida, mas éstas pocas son de suficiente peso como para tenerlas en cuenta y dictar una sentencia que jamás se ha oído en estos salones desde las antiguas guerras.

–Señor, ¿acaso no sabréis ser magnánimo con vuestros enemigos cuando éstos se han inclinado ante vos? –inquirió Garnis, procurando mantener un tono de voz neutro, con la ira hirviéndole en el pecho a causa de las hirientes palabras.

–¡Silencio, humano desvergonzado! –exclamó Amh Ehrid–. Nuestro excelso soberano está ha-blando, va a pronunciar sentencia, no oses siquiera interrumpir sus palabras.

La mano de Dheardhil se agitó indolente para acallar a su consejero, que parecía dispuesto a se-guir con la diatriba, aunque aquel ademán le hizo callar al momento.

–He escuchado a mi consejero –prosiguió im-perturbable–, he meditado cuidadosamente cuál es la decisión que debo tomar en este insólito asunto, y debo decir que aunque toda la herencia de mi raza me impele a tomar una decisión drás-tica, el sentido común y la lógica me guían en la dirección opuesta.

“He comprendido por fin que proseguir con este absurdo odio es estéril, no conduce a ningu-na parte. Raptar a humanos para infligirles crue-les torturas, ¿de qué sirve, si no son ellos quienes desataron las guerras contra nosotros?

“He comprendido que los humanos, en su vida más corta que la nuestra, muestran rasgos dignos de respeto, que se hace necesario cultivar para que tal vez, en un lejano futuro, cuando las renci-llas entre nuestras razas hayan sido olvidadas, po-damos volver a caminar juntos por la superficie de nuestra añorada Thir’Nam…

“Garnis dar Aonir, humano, atlante, hijo de la raza de la diosa Dan’Nan, nos has prestado un va-lioso servicio al actuar como cebo en la conjura que los servidores de Nhefhi llevaban a cabo, tú y tu esposa Vilia, de forma inconsciente e involun-taria… Gracias a vosotros, hemos erradicado ese culto de degeneración y destrucción, y también, gracias a vosotros… –su rostro se quebró por un momento, mostrando una emoción de pesar que jamás le habían visto–. Gracias a vosotros yo he perdido no sólo a una de mis más leales servido-ras, sino también a mi propia hija, carne de carne y

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de vuestros días… Tenéis la libertad para recorrer nuestro reino, aprovechadla para disfrutar de to-das las maravillas que os ofrecemos.

–Alteza –intervino Amh Ehrid–, debo recorda-ros la profecía…

–Ah, sí, la profecía…El semblante del monarca se nubló durante

unos momentos, mientras se pasaba la mano por el lampiño mentón.

–La profecía… –murmuró–. Creo que empie-zo a entender el sentido de esas funestas palabras, que tanto obsesionaban a Aian Mavh…

“Los humanos tenéis una vida muy corta en comparación con nosotros, así que intentáis vi-virla lo más rápida y fructífera posible, sin daros cuenta del gran plan que el destino tiene trazado para todos…

“Nosotros, los Dahn Sidhe, en nuestra longe-vidad, alcanzamos a atisbar un poco más de ese tablero de juego en el que nos movemos, piezas que se agitan de un lado a otro sin saber cuál es su función…

“La profecía… –suspiró pesadamente–. Creo que se refiere a un futuro en el que los huma-nos de Thir’Nam serán derrotados por una nueva invasión de la isla, los hijos de la Diosa Dan’Nan se verán arrinconados, igual que nosotros nos vi-mos en los antiguos tiempos, y se verán obligados a replegarse a algún lugar donde no puedan ser perseguidos, pues serán vistos por sus conquista-dores como criaturas fabulosas, divinas, con gran poder… No tendrán más remedio que refugiarse entre los Dahn Sidhe, y aquí es donde entráis vo-sotros, atlantes.

“Vuestra actitud habrá de convencer a mi pue-blo de que los humanos no sois tan desalmados, tan salvajes, para que cuando llegue el momento estén dispuestos a aceptar a los restos de vuestra orgullosa raza, y juntos formemos la simiente de un nuevo pueblo, que crecerá en sabiduría y po-der… Los Hijos de la Diosa Dan’Nan se unirán a los de la Diosa Dahn, en una alegoría de las simili-tudes que en verdad hay entre nosotros, y forma-rán una nueva raza.

–No, no somos tan distintos –admitió Garnis con una leve sonrisa–. En el fondo, todos busca-mos la paz, la tranquilidad y la felicidad junto a los nuestros, junto a aquellos a quienes amamos –tomó de la mano a su esposa, que la apretó con fuerza–. Este mundo es lo suficientemente grande y hermoso como para que podamos compartirlo todos, sin necesidad de buscar rencillas ni ansias de poder, olvidando los viejos agravios, los viejos odios…

–Eso es lo que quería oír –aceptó Dheardhil con una sonrisa amistosa–. Garnis, Vilia, sed bien-venidos a nuestro reino, a Thir’Nam Ogh, el Nue-vo Thir’Nam, la Tierra de la Eternidad, de donde jamás seremos arrojados… No volveremos a pa-sar la penuria de la guerra y el exilio, los Dahn Sidhe vivirán o morirán aquí, pero nunca volverán a retirarse…

“Ése es el destino que todos tenemos traza-do, aprender que de la unión nace la semilla de lo

nuevo, de la frescura; puesto que en nuestra sa-biduría somos tan necios que no vemos algo tan evidente, los dioses se encargan de recordárnos-lo enviándonos plagas como las de las invasiones, que deberían hacernos ver que sólo unidos pode-mos rechazarlas…

“En los viejos tiempos, si los fhomoris y los Dahn Sidhe nos hubiéramos unido y hubiéramos presentado un frente común, es bastante probable que hubiéramos conseguido mantener en nuestro poder nuestra añorada isla, mas ambos pueblos pecamos de soberbia, de orgullo, y creímos que podríamos vencer por nuestra cuenta… Los salva-jes fhomoris fueron arrasados prontamente, pues su cultura, su armamento, no podían oponerse a vuestro incontenible avance, y nosotros… Resis-timos el tiempo suficiente como para comprobar que por más oleadas que rechazáramos, siempre llegaban más, dispuestas a arrasar Thir’Nam si era necesario con tal de adueñarse de ella…

Su rostro se quebró en una máscara de feroci-dad al pensar en las historias que había oído a su padre, Finnbheara, y los mayores del reino.

–Debió ser algo terrible… –señaló, más para sí mismo que para los presentes–. Ante la brutali-dad que desplegaban los humanos en su afán por aplastarnos, nosotros debimos volvernos igual de sanguinarios que ellos…

“En nuestros anales figuran las batallas que libramos: la mayoría fueron derrotas, costosas y dolorosas, dejando en el campo a muchos de los nuestros abandonados a los carroñeros y a los abominables cuidados de los humanos… Aque-llas visiones nos convirtieron en criaturas de la noche, en guerreros de la Diosa Nhefhi, que nos movíamos bajo su Ojo vigilante, en silencio, gol-peando allá donde encontrábamos humanos… Granjas arrasadas e incendiadas, soldados degolla-dos mientras dormían, incluso en la vieja Thauam entró un contingente de sidhe que convirtieron la noche del pueblo en un clamor de sangre y destrucción, en un pandemónium de alaridos de agonía, de lamentos por los muertos… Cuando salieron de la población, amparados en las som-bras cual fantasmas, dejaron tras sí tal rastro de

«Vuestra actitud habrá de convencer a mi pueblo de que los humanos no sois

tan desalmados, tan salvajes, para que cuando llegue el

momento estén dispuestos a aceptar a los restos de vuestra orgullosa raza»

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desolación que, regocijados en la obscena victoria conseguida, dimos en llamarla la Noche de la Re-tribución.

–La Noche de Sangre… Así figura en las le-yendas de los humanos –comentó Vilia, asustada ante la enormidad de las palabras del monarca–. ¿Cómo pudisteis hacer algo así?

–¿Cómo pudieron los vuestros arrasar nues-tras ciudades y masacrar a violar a los nuestros en una interminable orgía escarlata? –demandó a su vez el soberano.

–Ninguno de los dos bandos tiene defensa al-guna ante semejantes villanías –intervino Garnis, para evitar que pudiera originarse una discusión innecesaria–. No podemos disculpar a uno ni a otro, mas hemos de aprender de semejante desa-tino para evitar que vuelva a suceder.

“En nuestras leyendas, los líderes de la con-quista de Eirean Dan’Nan, Nuad, Lough y Dhagad, son contemplados como héroes por la gran haza-ña. En el calor de la batalla, y durante los primeros

momentos posteriores a ésta, los soldados sue-len comportarse como auténticos orates, con el fuego de la rapiña brillando en sus enloquecidos ojos… Es probable que no pudieran evitar lo que ocurrió en vuestras ciudades, igual que es bastan-te posible que el rey Finnbheara sólo tuviera co-nocimiento de algunas de vuestras… hazañas tras producirse.

–Sabias palabras, humano –admitió el monar-ca, asintiendo con la cabeza–. Así pues, desde este momento, Garnis dar Aorni y Vilia dar Moeris, sois aceptados como ciudadanos de nuestro rei-no, Thir’Nam Ogh. Podéis marchar en paz, que las bendiciones de los Dahn Sidhe caigan sobre voso-tros y os recompensen con una grata vida y des-cendencia.

–Así será, majestad –aceptó el atlante, inclinán-dose ceremoniosamente al tiempo que lo hacía su esposa–. Agradecemos vuestra generosidad, aun-que lamentamos no poder volver a ver a nuestros hermanos de raza…

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Texto: Eugenio Fraile La OssaImágenes: Archivo “Weird-Tales de Lhork”

la mEmoria racialy El mito dEl puEblo pEQuEÑo

En robErt E. HoWard

Eugenio Fraile La Ossa

Robert E. Howard, era un apasionado de la historia, las leyendas, el fol-clore y los mitos que a lo largo de los siglos impregnaron la cultura de los diferentes pueblos, razas y naciones que conformaron el mapa del

Viejo Continente europeo. A ello ayudaba su convencimiento personal y sus ascendientes de origen gaélico. Complementando todo ese extenso y auto didacta bagaje cultural fantástico, se añadían las historias fronterizas de la co-lonización del Medio Oeste y Sudoeste norteamericano y su propio folclore local de misterio y costumbres indias que tanto gustaban a Howard. No es de extrañar por lo tanto, que en la fértil imaginación de un joven escritor toda aquella fascinante mezcolanza de ideas se tradujera en una serie de re-latos con un sello propio y un estilo de desarrollo argumental muy definido y novedoso.

Destacan, por encima de otros argumentos y perso-najes que aparecerían en la obra futura de Howard, dos series temáticas indepen-dientes, aunque frecuente-mente relacionados entre sí, debido a los hechos narrados en las historias que los con-forman: La Memoria Racial y El Pueblo Pequeño .

En el Ciclo de Memo-ria racial los protagonistas de las historias, que viven en épocas modernas, recuerdan, casi siempre por alguna causa violenta o peligro que les ace-cha, sus vidas pasadas como guerreros de origen céltico o nórdico que se enfrentan a horrores sin nombre (casi siempre miembros del Pue-blo Pequeño o sus degene-rados descendiente, de ahí la

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interrelación de ambos ciclos) saldando así deudas de valor contraídas en el alborear de los tiempos y que aún arrastraban hasta su presente.

Las historias de Memoria Racial tienen un claro antecedente en la obra de otro escritor norteamericano, aventurero y pionero, como fue Jack London. Especialmente dos novelas que a buen seguro influyeron notablemente en Howard, “El Vagabundo de las Estrellas” y “An-tes de Adán”. Uno de los primeros relatos de Howard, “Lanza y Colmillo” ( publicado en el nº 19 de la revista fantástica española “ Lhork”) de-nota influencia directa en la novela de London, aunque no puede ser catalogado propiamente dicho como un relato de Memoria Racial, sien-do más bien un juvenil intento de una posterior y más definida Fantasía Heroica.

El grupo más importante de historias repre-sentativas de la Memoria Racial se agrupan en las que tienen como protagonista a James Allison en el siguiente orden orientativo de publicación.

CICLO DE MEMORIA RACIAL

1-“Marchers of Valhalla” (“Caminantes de Val-halla”)

*(En el volumen“The Thunder-Rider”, libro publicado por Donald M. Grant en 1972. Edición Norteamericana.)

*(“Les Guerriers de Valhalla” en le Pacte Noir, NEO nº 2. París 1984. Edición francesa.)

*(“Los Caminantes de Valhalla”, en el volumen “El Valle del Gusano”, Ediciones Martínez Roca. Colección Fantasy nº 9. Barcelona 1986. Edición Española).

* (“Marchers of Valhalla”. Berkley Books. Edi-ción norteamericana.)

* (En el volumen “Eons of the Night”. Edición norteamericana. 1998).

El nombre del héroe protagonista de “The Mar-chers of Valhalla”, que era originalmente Niord y que Howard utilizó posteriormente para James Allison en su reencarnación en “The Valley of the Worm” fue cambiado por Glenn Lord por el de Hialmar .

2-“The Valley of the Worm” (“El Valle del Gusano”)

*Publicado en la revista norteamericana “Weird-Tales”, en su número de febrero de 1934 . Por esta historia, Howard recibió 80 dólares .

*(“La Vallée du Ver”, en Le Pacte Noir, NEO nº 2. París 1984. Edición francesa.)

*(“El Valle del Gusano”, en el volumen “La Ciu-dad Muerta”, Mateu Editor. Barcelona 1984. Edi-ción española.)

*(“El Valle del Gusano”en el volumen del mis-mo título. Ediciones Martínez Roca. Colección Fantasy nº 9. Barcelona 1986. Edición española.)

*(En el volumen “Wolfshead”. Lancer. Bantam 1996.Edición norteamericana.)

*(En el volumen “Trails in the Darkness”. Baen Books” 1996. Edición norteamericana)

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*(En el volumen “Cthulhu”. Baen Books. 1998. Edición norteamericana.)

*(En el volumen “Los Gusanos de la Tierra”. Ediciones Valdemar. Colección Gótica nº 38. Ma-drid 2001. Edición española.)

3-“The Garden of Fear” (“El Jardín del Miedo”)

*Publicado en la revista norteamericana “Weird-Tales” en su número de julio/agosto de 1934.

* (“El Jardín del Miedo”, en el volumen “El Valle del Gusano”. Ediciones Martínez Roca. Colección Fantasy nº 9. Barcelona 1986. Edición española)

*(“El Jardín del Miedo”, publicado en el volu-men “El Reino de las Sombras”. Ediciones Obelis-co-Fantástica. Barcelona 1987. Edición española.)

*(En “Pigeons From Hell”.Zebra; Ace. 1998.Edición norteamericana)

*(En “The Dark Man”. Arkham, Lancer. 1998. Edición norteamericana.)

*(En “Eons of the Night”. Baen Books. 1998. Edición norteamericana.)

*(En el volumen “Los Gusanos de la Tierra”. Ediciones Valdemar. Colección Gótica nº 38. Ma-drid 2001. Edición española.)

Tras este primer bloque de historias, Howard escribió otro grupo de historias que tenían como protagonista a un personaje similar al de James Allison, aunque modificando ligeramente el nom-bre o apellido del héroe. Aquellas que él no ter-minó, o simplemente ideas que bosquejó para de-sarrollar posteriormente, fueron retomadas por otros escritores, con mayor o menor acierto.

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4-“The Tower of the Time” (“La Torre del Tiempo”)

A finales de los años veinte, casi al mismo tiempo que escribía “Valley of the Worm” ( “El Valle del Gusano”) y “The Garden of Fear” (“El Jardín del Miedo”), Robert E. Howard comenzó las primeras páginas de este relato. Lo dejo de lado, tras escribir dos tercios del mismo (unas 2.200 palabras) bajo el título provisional de “Akram the Mysterious” y fue Lin Carter, con el permiso del albacea testamentario de Howard, Glenn Lord, quién lo continuo y terminó con el título definiti-vo de “The Tower of the Time”, publicándose en la revista “Fantastic Stories” en Junio de 1975.

5-“The Cairn of the Headland (“El Tú-mulo del Promontorio”) .

*Relato publicado en la revista “Strange Tales” . Enero de 1933 . Su protagonista es James O´Brien .

*Relato incluido en “El Valle del Gusano” . Ediciones Martínez Roca . Colección Fasntasy nº 9 . Año 1986 .

En este relato encontramos una versión paralela a la que Howard narró en “The Grey God Passes” (“El

Dios Gris Pasa”) .James O´Brien visita los lugares de la antigua batalla de Clontarf y encuentra un gran túmulo sobre el cual girará toda la acción del relato enfocada bajo el punto de vista de la Memoria Racial .

6-“The Guardian of the Idol” (“El Guardián del Idolo”)

*Relato inacabado de 700 palabras que Gerald W. Page completó basándose en una sinopsis que el mismo Howard dejó escrita. Fue incluido en la selección “Weird-Tales 3” de la Zebra Books en 1981. El título fue idea de Glenn Lord.

7-“Brachen the Kelt”. (“Brachen el Celta”)

*Fragmento inacabado, publicado por Sean Ri-chards en la revista “The Barbarian Swordsmen” .(Star)

8. “Long, long, ago...” (“Hace tiempo, mucho tiempo...”)

* Fragmento inacabado publicado en la revista

“Fantasy Crossroads” en su número doble 10/11 .* Traducido al español por Javier Martín Lalanda,

fue publicado en el fanzine “Berserkr” nº 2 . (Editor Manuel Berlanga . Málaga 1985)

9-“Genseric’s Fifth-Born Son”/ “Ghor, Kin-Slayer” (“El Quinto Hijo de Genserico”)

*Fragmento inacabado con un doble título sin definir por Howard, que iba a ser escrito a la manera de colaboraciones literarias en forma de” Round-Robins” y que fue continuado en la revis-

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encontrar en la edición de junio del año 1985 de “Fantasy Book” .

CICLO DE EL PUEBLO PEQUEÑO

Como ya queda dicho, Robert E. Howard se sentía fascinado por la historia, ya que en su men-te, las primeras eras del hombre debían de haber sido tiempos oscuros y llenos de fuerza, a la par que cuna de horrores y acechanzas terribles para una incipiente humanidad, donde sólo el valor, la fuerza y la determinación podían lograr que un guerrero pudiera sobrevivir.

En este contexto histórico, Howard sentía una especial predilección por un pueblo, los Pictos y creo un personaje, Bran Mak Morn, rey de los Pic-tos de Caledonia (la actual Escocia), para que sir-viera de hilo conductor de las historias que bullían en su mente.

Según la “Enciclopedia Británica, Tomo IX “(Ar-queológica), los Pictos fueron un antiguo pueblo pre-celta, de Escocia y de las Islas Británicas segu-ramente. Debían su nombre del latín Picti, ya que se pintaban el cuerpo de vivos colores, es especial con un tinte azul extraído de la raíz del brezo, por lo cual también fueron llamados por las Legiones de Roma como el Pueblo del Brezo. Eran, junto con los escotos, los fieros vecinos de la Bretaña Romana durante el Bajo Imperio romano. Forma-ron siete reinos unificados por Agnus Mac Fergus, que dominó casi toda Escocia en el siglo VIII. Pro-gresivamente, los pictos fueron asimilados a la cul-tura celta por los escotos y a mediados del siglo XI el rey Kenneth se convirtió en su soberano.

Esto es lo que nos cuenta la historia consta-tada por los investigadores y estudiosos, pero Howard fue mucho más allá y recreo, en torno a una base histórica creíble, toda una trama de ho-

ta “Fantasy Crossroads” nº 15 en marzo de 1977, dividido en capítulos por los siguientes escrito-res: Karl Edward Wagner, Joseph Payne Brennan, Richard L. Tierney, Michael Moorcock, Charles R. Saunders, Andrew J. Offutt, Manly Wade Wellman, Darrel Schweitzer, A.E. van Vogt, Briam Lumley, Frank Belknap Long, Adrian Cole, Ramsey Camp-bell y H. Warner Munn.

Aunque los capítulos de Cole, Campbell y Munn no llegaron a publicarse nunca. Y tampoco fue incluido en el listado de títulos de Howard hasta que el investigador norteamericano Joe Ma-rek lo dio a conocer como material “howardiano” a partir del año 1997.

10-“Black Eons” (“Eones Negros”)

*Relato completado por Robert M . Price en base a un fragmento sin título (“Untitled Fragment”), in-cluido en “The Howard Collector” (Ace) . Con esta historia se completa y concluye la serie de James Allison, con intenciones evidentes de intentar cerrar el ciclo de memoria racial en lo concerniente a este personaje creado por Howard . Este relato se puede

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tiempo, a la Edad de Bronce, cuando el narrador recuerda una encarnación suya como un guerrero celta de nombre Aryara y su enemistad contra los Hijos de la Noche. Durante los tiempos de Aryara, Gran Bretaña estaba habitada por tres tribus cel-tas: el pueblo de la Espada, clan al cual pertenecía Aryara, el pueblo Lobo y el pueblo del río. Como era costumbre entre clanes, guerreaban entre sí y con los oscuros y fieros pictos que le precedieron en la isla. Pero tanto los celtas como los Hijos del Brezo mantenían una feroz y amarga disputa con el Pequeño Pueblo.

El Pequeño Pueblo estaba compuesto por en-tonces por individuos pequeños y robustos, con cabezas anchas y demasiado grandes para sus di-minutos cuerpos. Tenían caras anchas y cuadradas, con nariz plana, odiosos ojos oblicuos, un pequeño agujero como boca y orejas puntiagudas. Su len-guaje era sibilante y reptiliano.

Originalmente, Gran Bretaña fue el territorio exclusivo del Pueblo Pequeño. Tiempo después llegaron los Pictos y expulsaron a los “enanos” a los bosques, en madrigueras como ratas. Morando allí, Los Hijos sólo se atreven entonces de noche, para emboscar a cazadores y robar niños que jue-gan fuera de los perímetros tribales.

Una de las comunidades del Pueblo Peque-ño, situada en un claro del bosque, está descrita como un acumulamiento de moradas de barro, con puertas bajas, hundidas en el suelo. Debajo de la tierra, hay corredores que conectan las cabañas entre sí y conducen a sitios fuera de la aldea, por lo cual, la comunidad es como un hormiguero o un sistema de agujeros de serpientes, sobre la cual flota una apestosidad vil.

Howard hace hincapié en dejar bien claro que los Hijos son de origen humano y Aryara admi-te que son “humanos...de algún tipo”, aunque se refiera a ellos más a menudo como “gusanos” y “reptiles”. Un personaje de la parte moderna del relato les atribuye un origen mongoloide

El Pueblo Pequeño de los tiempos de Aryara no está completamente degenerado como en la otras historias del ciclo. Viven por lo menos par-cialmente sobre el suelo y llevan pieles de anima-les (aunque se dice que van” crudamente vesti-dos”), y usan pequeños arcos y flechas y también cuchillos, porras y lanzas de tipo muy primitivo.

2-“People of the Dark” (“El Pueblo de la Os-

curidad”)

*Relato publicado originalmente en la revista “Strange Tales” . Junio 1932

*Relato incluido en el volumen “Los Gusanos de la Tierra” . Ediciones Valdemar, Colección Gótica nº 38 . Madrid 2001 . Edición española .

En este relato, siguiente en la cronología, se hace patente la decadencia definitiva del Pueblo Pequeño . De nuevo, la historia se sitúa en el siglo XX y luego salta hacia atrás, a la Edad del Bronce . El protagonista es John O´Brien, un norteamericano y su alter-ego en el pasado, Conan de los Saqueadores, un pirata galo

rror y repugnancia enfrentando al pueblo picto en particular y al resto de las razas de la humanidad en general a un enemigo hediondo y deleznable conocido como el Pueblo de la Noche o el Pueblo Pequeño.

¿Quiénes eran estas abominables criaturas “howardianas”?

Según las leyendas célticas, este término se aplicaba a unos seres pequeños, semi humanos – que la cultura popular británica y el folclore ir-landés identificaba con los duendes – los cuales habitaban en las eras antiguas en cuevas subterrá-neas y practicaban una especie de magia de carác-ter benevolente en consonancia con la Naturaleza que les rodeaba y a la cual consideraban como su deidad “Madre” .

Extrapoladas estas creencias a un oscuro mar-co de Espada y Brujería, Howard les dio un giro interesante. Postuló que, en los tiempos prehis-tóricos había existido una raza de gente pequeña. Eran de “ . . . una raza aborigen, achaparrada, tan baja en la escala de la evolución que apenas si podían con-siderarse humanos y que habitaban las islas Británicas antes del advenimiento de las razas de los hombres propiamente dichas .”

El Pueblo Pequeño huyó a sus refugios subte-rráneos cuando llegaron los primeros hombres a la Gran Bretaña. La memoria de las razas jóvenes los transformó en cuentos e historias de duendes, enanos y brujas. Y mientras los hombres se olvi-daban de los hechos verdaderos, el Pueblo Peque-ño sobrevivió bajo la profunda y húmeda tierra, compartiendo su aire con los gusanos y alimañas y desarrollando un terrible e implacable odio hacia el pueblo de la superficie que le había empujado hasta su degradación.

En la concepción y posterior desarrollo de estas ideas en los relatos de Howard, influyó sin lugar a dudas la obra de otro gran escritor, Arthur Machen , que fue quien se inspiró primero en el mito del Pueblo Pequeño.

Las cinco historias de Howard que conforman el ciclo del Pueblo Pequeño son las siguientes:

-“Los Hijos de la Noche”-“Pueblo de la Oscuridad”-“Los Gusanos de la Tierra”-“El Pequeño Pueblo” (también traducido su título

como “La Gente Pequeña»)-“El Secreto del Valle Perdido”

1-“Children of the Night”(“Los Hijos de la Noche”)

*Relato publicado originalmente en la revista “Weird-Tales” de abril/mayo de 1931 . Su protagonista es John O´Donell . Esta historia ganó el Segundo pre-mio O´Henry Memorial del año 1931 .

*Relato incluido en el volumen ”El Valle del Gusa-no” . Ediciones Martínez Roca . Colección Fantasy nº 9 . Barcelona 1986 . Edición española .

El argumento de la historia se sitúa en los pri-meros tiempos de esta raza. El relato comienza en la época moderna y da un salto hacia atrás en el

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de hace unos tres mil años . Nota: Debido a que este “Conan” es un guerrero bárbaro que jura por el dios Crom, Roy Thomas y Alex Nino transformaron la his-toria en cómic para la revista “Relatos Salvajes”, mo-dificándola para Conan de Cimeria . En esa versión al cómic, Conan se encuentra con una banda del Pueblo Pequeño en el Era Hyboria, tras el saqueo del puesto fronterizo aquilonio de Veranium .

El Pueblo Pequeño, en el momento de Conan de los Saqueadores, se había retirado totalmente al sub-suelo, viviendo en barrancos ocultos y corredores por debajo de las Islas Británicas . Su fortaleza es La Ca-verna de los Hijos o Cueva del Dragón en la costa oeste de Gran Bretaña . Respecto a este dato podemos aventurar que Howard utilizó el término derivado del relato de terror “Dagón”, escrito por su amigo escritor y corresponsal epistolar Howard Philips Lovecraft .

Aparentemente, el Pueblo Pequeño poseía en tiempos pasado un alto grado de habilidad en la cons-trucción e ingeniería en el trazado de sus corredores subterráneos, túneles y cámaras, provista de escalones “demasiado pequeños para pies normales”, asom-brando a los ingenieros modernos .

Se hace referencia también al “misterioso graba-do” de las paredes del túnel especulando que los Hijos de la Noche poseen un lenguaje escrito y la habilidad de grabar sus caracteres en la piedra . S e especula

que la cuevas de Gran Bretaña han servido de “for-talezas” desde tiempo inmemorial al Pueblo Pequeño . Posiblemente, entonces, los Hijos eran por lo menos una raza semi-subterránea ya antes de la invasión de los pictos y los celtas . Físicamente, el Pueblo Pequeño ha cambiado en modos que reflejan su forma de vida subterránea . Así, son capaces de ver en la oscuridad, su piel es “ escamosa, amarilla y moteada, como la piel de una serpiente . Llevan pieles de serpiente auténticas en torno a las caderas como vestido . Ya no usan arcos, que han cambiado por cuchillos, mazas y porras más efectivas en el cerrado confín de sus cavernas .

Los estudiosos en la religión y creencias del Pueblo Pequeño mencionan como único símbolo de adoración de esta raza un objeto críptico de color negro, cuya superficie tiene grabados misteriosos jeroglíficos cono-cido como La Piedra Negra y que estaba en Stonehen-ge . Después pasó a La Caverna de los Hijos, encima de un montón de cráneos humanos y ante cuyo altar pétreo se sacrifican los celtas “capturados de noche” por los idólatras de la Piedra Negra

Como es evidente, hay una feroz lucha y enemis-tad racial entre los Hijos y los pueblos de la superficie . Conan de los Saqueadores recuerda que los relatos del Pueblo Pequeño han cruzado el mar de Irlanda “para resonar horriblemente en los oídos de los galos” .

3-“Worms of the Earth” (“Gusanos de la Tierra”)

*Relato publicado originalmente en la revista

“Weird-Tales” . Noviembre 1932 *Reeditado en “Keep on the Light” . Christine

Campbell Thomson . Ed . Selwyn&Blount . Ltd . Londres 1933 .

*Reeditado en La revista “Weitd-Tales” . Octubre 1939

*Incluido en el volumen “Skull-Face and Oth-ers”. Arkham House. 1946

*Incluido en “Famous Fantastic Mysteries”. Ju-nio 1953

*Incluido en “Magazine of Horror”. Julio 1968*Incluido en el volumen “Bran Mak Morn” (

Dell Publications.1969)*Incluido en el volumen “Worm of the Earth”

(Zebra Books. 1974)*Incluido en el volumen “Gusanos de la Tie-

rra”. Ediciones Martínez Roca. Colección Fantasy nº 14. Barcelona 1987. Edición española.

En el tercer relato de la serie, la distancia entre los Hijos y el mundo de los hombres se ha ensanchado aún más . Un viejo hechicero en la historia dice que “ . . . hace mucho tiempo el Pueblo Pequeño cortó los lazos que le ataban al mundo que conocemos” .

“Gusanos de la Tierra” transcurre hace 200 años A . de C . Su protagonista es el rey picto Bran Mak Morn, que busca la nefasta ayuda de los Hi-jos de la Noche para destruir la fortaleza romana conocida como la Torre de Trajano y vengarse del gobernador romano de Eboracum, Titus Sulla . Para este fín, Bran Mak Morn hace un terrible pacto con Los Hijos de la Noche a través de la mediación de la bruja semi humana Atla, que es un híbrido de las

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dos razas . El rey picto roba la Piedra Negra, que ya no está en la Caverna de los Hijos, sino en el Túmu-lo del Dragón, una colina en los pantanos del norte de Gran Bretaña .

Nota: Extrañamente, la Piedra Negra reaparece en la Caverna de los Hijos en la parte moderna de “El Pueblo de la Oscuridad” y podemos deducir que debió ser devuelta allí después de ser recuperada por Bran Mak Morn y su posterior entrega a los Hijos de la Noche por el picto como pago por el pacto que habían hecho .

El Pueblo Pequeño se ha hecho más parecido a las serpientes, desarrollando “cabezas anchas y extraña-mente aplanadas”, con “labios de péndulo, curvados y colmillos puntiagudos” .

En el Túmulo de Dragón hay túneles donde “los escalones han cesado y la piedra es viscosa al tacto, como si fuesen cubiles de serpientes” . Aunque los Hi-jos se han retirado tanto de la existencia normal que “rehuyen la luz de la luna”, aún salen a la superficie a veces por la noche, para “secuestrar mujeres ex-traviadas en los pantanos” . Como ya queda dicho, la bruja Atla es el resultado de estos blasfemos cruces que dan lugar a seres de apariencia humana pero con dientes puntiagudos, piel moteada, ojos rasgados, lenguaje sibilante y movimientos serpentinos . Según Atla, cuanto más ha retrocedido el Pueblo Pequeño de la línea evolutiva del hombre, “más han crecido sus poderes en otros terribles aspectos” . Ahora, las cuevas de los Hijos están más cerca de la superfi-cie, pero sólo son “puertas para las salas más gran-des que hay debajo” . Bran Mak Morn sospecha que Gran Bretaña es “una colmena” con la red de túneles y cavernas de los Hijos .

4 – “The Little People” (“El Pueblo Pe-queño”, también traducido como “La Gen-te Pequeña”)

*Relato incluido en la revista norteamerica-na “Coven” nº 13. Enero 1970 y publicado en la revista española “Weird-Tales de Lhork” con tra-ducción de Fermín Moreno.

En esta historia, mil ochocientos años desde los tiempos de Bran Mak Morn al siglo XX, los Hi-jos de la Noche aparecen muy semejantes a como fueron en tiempos del rey picto. Un grupo de es-tos seres ataca a una joven pareja de hermanos de vacaciones en Escocia y son salvados por la espec-tral aparición de un druida fantasmagórico.

Prácticamente, el Pueblo Pequeño debería ha-ber desaparecido ya por aquella época en Gran Bretaña y los atacantes que aparecen en el relato “El Pueblo Pequeño” tendrían que haber sido una tribu aislada que habría conseguido sobrevivir de algún modo hasta el año 200 A. De C.

5 – “The Valley of the Lost” (“El Valle de los Perdidos”)

*Relato publicado originalmente en la revista “Ma-

gazine of Horror” . Summer 1966 .*Relato incluido en la revista “Starling Mistery Sto-

ries” en su número de primavera de 1967 con el título “The Secret of the Lost Valley” .

Relato incluido en el volumen “La Risa Negra”. Narraciones Géminis de Terror nº 13. Barcelona 1968. Edición española.

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*Relato incluido en el volumen “The Gods of Bal-Sagoth”. (Ace Books. 1979). Edición nortea-mericana.

*”Le Vallée Perdue”, en el libro “Le Tertre Mau-dit”, NEO nº 154. París 1985. Edición francesa.

“El Secreto del Valle Perdido” no forma parte es-trictamente del ciclo del Pueblo Pequeño en el entorno geográfico y de leyendas de las Islas Británicas, sino que el escenario es el Sudoeste americano y los bár-baros son los indios precolombinos .

Se trata de una raza de “enanos, con cabezas pa-recidas a las de las serpientes y que son conocidos como el Pueblo Viejo . Mucho tiempo atrás vivieron en la superficie y se retiraron bajo tierra después de ser derrotados por los indios tras una larga lucha . Al adap-tarse a la existencia subterránea, el Pueblo Viejo ha olvidado su lenguaje escrito y han perdido el poder de la palabra .

Pero a diferencia de sus ”primos” europeos , han ganado otras facultades no compartidas por el Pueblo Pequeño: telepatía mental y la habilidad de transferir sus espíritus a los cuerpos de los muertos, reanimando a los cadáveres .

El Pueblo Viejo tiene su propia versión de la Pie-dra Negra . Es una imagen cristalina del Terrible Sin Nombre, “la serpiente brillante . . .que es más vieja que el mundo” .

Y relacionados indirectamente con el ciclo del Pueblo Pequeño encontramos dos relatos en la se-

rie de Cormac Mac Art, otro de los personajes de Howard, cuyos títulos son “Tigers of the Sea” (“Tigres del Mar”, terminado por Ricchard L . Tierney, y publicado en la revista española “Weird-Tales de Lhork” nº 13 . Especial Darkover ) y “The Night of the Wolf” (“La Noche del Lobo”, publicado en la revista española “Weird-Tales de Lhork” nº 15 . Especial Detectives de los Oculto y Sobrenatural .)

Como reflexión final, podemos suponer que en las historias del ciclo del Pueblo Pequeño, Howard quiso poner de manifiesto la huella in-deleble que el mito de la caída de Adán y Eva en el Paraíso (padres de la raza humana según el concepto bíblico de la Creación) ante una ser-piente (personificación de los Hijos de la No-che) dejó en la memoria de los hombres y que el extrapoló a la lucha feroz y a menudo olvi-dada por las jóvenes razas (encarnadas por los celtas, pictos, indios, etc ) contra la repulsión atávica de unos seres a los que Bran Mak Morn llamó con desprecio, mientras sentía como le escupían un odio siseante cargado de veneno desde la oscuridad de las profundidades , “gusa-nos de la tierra”.

Y tened siempre presente, Hijos de la Espa-da, que “ . . . en profundas cavernas y rincones maldi-tos de la tierra, se alzan aún, esperando su oportu-nidad, con odio primigenio en los ojos, los Hijos de la Noche” .

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Texto: Abraham MerritTítulo original: The People of the Pit

Traducción: Z . ÁlvarezEdición electrónica diaspar . Málaga junio de 1999

Imagen cabecera: bikelove-scotland .blogspot .com .es

los HabitantEs dEl pozo

Abraham Merritt

“Los Habitantes del Pozo” (The People of the Pit) es un relato de terror del escritor norteamericano Abraham Merritt, en el año 1916, y fue publicado en Argosy una de las más célebres y antiguas revistas pulp de literatura fantástica.

Hacia nuestro norte, un dardo de luz se alzaba hasta casi llegar el cenit. Surgía por detrás de la áspera montaña hacia la que nos había-mos estado dirigiendo durante todo el día. El dardo atravesaba una

columna de niebla azul cuyos costados estaban tan bien delimitados como la lluvia que cae de los bordes de una nube tormentosa. Era como el haz de un proyector que atravesase una nube azul, y no creaba sombras.

Mientras subía a lo alto recortaba con aristas duras y fijas las cinco cimas, y vimos que la montaña, en su conjunto, estaba modelada en forma de mano. Y, mientras la luz los silueteaba, los gigantescos picos que eran los dedos parecían extenderse, y la tremenda masa que formaba la palma empujar. Era como si se moviese para rechazar algo. El haz brillante permaneció así durante unos mo-mentos, luego se dispersó en una multitud de pequeños globos luminosos que se movían de uno a otro lado y caían suavemente. Parecían estar buscando algo.

El bosque se había quedado muy silencioso. Cada uno de los ruidos que antes lo llenaban contenía la respiración. Noté como los perros se apretaban contra mis piernas. También ellos estaban silenciosos, pero cada uno de los músculos de sus cuerpos temblaba; tenían el pelo de los lomos erizado, y sus ojos, clavados fijamente en las chispas fosforescentes que caían, estaban cubiertos por una fina película de terror.

Me volví hacia Starr Anderson. Estaba mirando al Norte, por donde, una vez más, había aparecido el rayo de luz, subiendo a lo alto.

–¡La montaña con forma de mano! –hablé sin mover los labios. Mi gargan-ta estaba tan seca como sí Lao T’zai la hubiera llenado con su polvo de terror.

–Es la montaña que hemos estado buscando –me contestó en el mismo tono.

–Pero... ¿qué es esa luz? Seguro que no es la aurora boreal –dije. –¿Quién ha oído hablar de una aurora boreal en esta época del año? Había expresado el pensamiento que yo tenía en mente. –Algo me hace pensar que ahí arriba están persiguiendo a alguien –prosi-

guió –. Esas luces están buscando... llevan a cabo alguna terrible persecución... es bueno que estemos fuera de su alcance.

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72 Weird Tales de Lhork

–La montaña parece moverse cada vez que ese haz se alza –comenté–. ¿Qué es lo que trata de mantener alejado, Starr? Me hace recordar la mano de nubes heladas que Shan Nadour colocó frente a la Puerta de los Ogros para mantenerlos en las madrigueras que les había excavado Eblis.

Alzó una mano, mientras escuchaba algo. De lo alto, desde el Norte, llegó un susurro.

No era el roce de la aurora boreal, ese sonido, crujiente y quebradizo, que parece hecho por los fantasmas de los vientos que soplaron durante la Creación mientras corren por entre las hojas que dieron cobijo a Lilith. No, este susurro contenía una orden. Era autoritario. Nos llamaba para que fuéramos hacia donde brillaba la luz. ¡Nos... atraía!

Había en él una nota de inexorable insistencia. Aferraba mi corazón con un millar de minúsculos dedos con uñas de miedo, y me llenaba de una tremenda ansia por correr hasta fundirme en la luz. Era algo similar a lo que debió sentir Ulises cuando se debatía contra el mástil para tratar de obedecer al canto de cristal de las sirenas.

El susurro se hizo más fuerte. –¿Qué demonios les pasa a los perros? –gritó

salvajemente Starr Anderson–. ¡Míralos! Los perros esquimales, aullando lastimeramente,

estaban corriendo hacia la luz. Los vimos desapare-cer entre los árboles. Hasta nosotros llegó un ge-mido lleno de tristeza. Luego esto también murió, y solo dejó tras de sí el insistente murmullo en lo alto.

El claro en el que acampamos miraba directa-mente al Norte. Supongo que habíamos llegado al primer gran meandro del río Kuskokwim, a unos quinientos kilómetros en dirección al Yukon. Lo que era seguro es que nos hallábamos en una par-te inexplorada de los bosques. Habíamos partido de Dawson al iniciarse la primavera, siguiendo una pista bastante convincente que prometía llevarnos a una montaña perdida entre cuyos cinco picos –al menos eso nos había asegurado aquel hechice-ro de la tribu Athabascana– el oro corre como el agua por entre una mano extendida.

No conseguimos que ningún indio acepta-se venir con nosotros. Decían que la tierra de la Montaña con forma de Mano estaba maldita.

Habíamos visto la montaña por primera vez la noche anterior, con su recortada cima dibujada sobre un resplandor pulsante. Y ahora, iluminados por la luz que nos había guiado, veíamos que real-mente era el lugar que andábamos buscando.

Anderson se puso rígido. Por entre el susu-rro se dejaba oír un curioso sonido apagado y un roce. Sonaba como si un oso pequeño se estuvie-ra acercando a nosotros.

Eché una brazada de leña al fuego y, mientras la llama se alzaba, vi como algo aparecía entre los matorrales. Caminaba a cuatro patas, pero no pa-recía ser un oso. De repente, una imagen se for-mó en mi mente: era como un niño subiendo unas escaleras a gatas. Las extremidades delanteras se alzaban en un movimiento grotescamente infantil. Era grotesco, pero también era... horrible. Se acer-có. Tomamos nuestras armas... y las dejamos caer. ¡Súbitamente, supimos que aquella cosa que gatea-ba era un hombre!

Era un hombre. Se acercó al fuego con aquel mismo apagado forcejeo. Se detuvo.

–A salvo –susurró el hombre, con una voz que era un eco del susurro que se oía por sobre nuestras cabezas–. Estoy bastante a salvo aquí. No pueden salir del azul ¿saben? No pueden cogerle a uno... a menos que uno les responda...

–Está loco –dijo Anderson; y luego, con suavi-dad, dirigiéndose a aquella piltrafa de lo que había sido un hombre:

–Tiene razón... nadie le persigue. –No les respondan –repitió el hombre–. Me

refiero a las luces. –Las luces –grité, olvidándome hasta de mi

compasión–. ¿ Qué son esas luces? –¡Los habitantes del pozo! –murmuró. Luego

se desplomó sobre un costado. Corrimos a atenderle. Anderson se arrodilló a

su lado. –¡Dios mío! –gritó– ¡Mira esto, Frank! Señaló a las manos del desconocido. Las muñe-

cas estaban cubiertas por jirones desgarrados de su gruesa camisa. Sus manos... ¡solo eran unos mu-ñones! Los dedos se habían pegado a las palmas, y la carne se había desgastado hasta que el hueso sobresalía. ¡Parecían las patas de un diminuto ele-fante! Mis ojos recorrieron su cuerpo. Alrededor de su cintura llevaba una pesada banda de metal dorado de la que colgaba una anilla y una docena de eslabones de una brillante cadena blanca.

–¿Quién puede ser? ¿De dónde vendrá? –pre-guntó Anderson–. Mira, está profundamente dor-mido... y, aún en sueños, sus brazos tratan de es-calar y sus piernas se alzan una tras la otra. Y sus rodillas... ¿Cómo, en el nombre de Dios, ha podido moverse sobre ellas?

Era como él decía. Hasta en el profundo sueño en que había caído el desconocido, sus brazos y piernas continuaban alzándose en un deliberado y aterrador movimiento de escalada. Era como si tuvieran vida propia... realizaban sus movimientos con independencia del cuerpo inerte. Eran unos movimientos de semáforo. Si ustedes han ido en alguna ocasión en la cola de un tren y mirado

«Sus manos... ¡solo eran unos muñones! Los dedos

se habían pegado a las palmas, y la carne se había desgastado hasta que el

hueso sobresalía»

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73Weird Tales de Lhork

–Entonces, ¿han abandonado la persecución? –preguntó al fin.

–¿Quién le perseguía? –preguntó Anderson. Y, una vez más, nos contestó: –¡Los habitantes del pozo! Nos quedamos mirándole y de nuevo, débil-

mente, sentí aquel deseo enloquecedor que había parecido acompañar a las luces.

–Los habitantes del pozo –repitió–. Unas cosas que algún dios malvado creó antes del Diluvio y que, en alguna forma, escaparon a la venganza del Dios del Bien. ¡Me estaban llamando! –añadió sim-plemente.

Anderson y yo cruzamos las miradas, con el mismo pensamiento en nuestras mentes.

–No –intervino el hombre, adivinando cual era –, no estoy loco. Denme algo de beber. Pronto moriré. ¿Me llevarán tan al Sur como puedan antes de que esto suceda? Y después, ¿elevarán una pira y me quemarán en ella? Quiero quedar en una for-ma en la que ninguna infernal vileza que intenten pueda arrastrar a mi cuerpo de vuelta hasta ellos. Estoy seguro que lo harán cuando les haya habla-do de ellos –finalizó, cuando vio que dudábamos.

Bebió el coñac y el agua que le llevamos a los labios.

–Tengo los brazos y las piernas muertos –co-mentó–, tan muertos como yo mismo lo estaré pronto. Bueno, cumplieron bien con su misión. Ahora les diré lo que hay allá arriba, detrás de aquella mano: ¡Un infierno!

«Escuchen. Mi nombre es Stanton...– Sinclair Stanton, de la promoción de 1900 en Yale. Explo-rador. Salí de Dawson el año pasado para buscar cinco picos que formaban una mano en una tie-rra embrujada y por entre los cuales corría el oro puro. ¿Es lo mismo que ustedes andan buscando? Ya me lo pensé. A finales del pasado otoño, mi compañero se puso enfermo, y lo mandé de vuel-ta con unos indios. Poco después, los que seguían conmigo averiguaron lo que perseguía. Huyeron, abandonándome. Decidí proseguir. Me construí un refugio, lo llené de provisiones y me dispuse a pa-sar el invierno. No me fue muy mal... recordarán que fue un invierno poco riguroso. Al llegar la pri-mavera, empecé de nuevo la búsqueda. Hace unas dos semanas divisé los cinco picos. Pero no desde este lado, sino del otro. Denme algo más de coñac.

»Había dado una vuelta demasiado grande –prosiguió–. Había llegado demasiado al Norte: tuve que regresar. Desde este lado no ven más que bosques hasta la base de la mano. Por el otro lado...»

Estuvo callado un momento. –Allí también hay bosques, pero no llegan muy

lejos. ¡No! Salí de ellos. Ante mí se extendía, por muchos kilómetros, una llanura. Se veía tan rota y gastada como el desierto que rodea las ruinas de Babilonia. En su extremo más lejano se alzaban los picos. Entre ellos y el lugar en que me halla-ba se alzaba, muy a lo lejos, lo que parecía ser un farallón de rocas de poca altura. Y entonces... me encontré con el sendero.

–¡El sendero! –gritó asombrado Anderson.

como suben y bajan los brazos de los semáforos sabrán a lo que me refiero.

De pronto, el susurro en lo alto cesó. El cho-rro de luz cayó y no volvió a alzarse. El hombre que gateaba se quedó quieto. A nuestro alrededor comenzó a aparecer un suave resplandor: la corta noche del verano de Alaska había terminado. An-derson se frotó los ojos y volvió hacia mi un ros-tro trasnochado.

–¡Chico! –exclamó–. Parece que hayas estado enfermo.

–¡Pues si te vieras tu mismo, Starr! –repliqué– ¡Ha sido algo realmente horroroso! ¿Qué sacas en claro de todo ello?

–Estoy creyendo que la única respuesta la tie-ne ese individuo –me contestó, señalando a la figu-ra que yacía, completamente inmóvil, bajo las man-tas con que la habíamos arropado –. Sea lo que fuese eso... lo perseguía a él. Esas luces no eran una aurora boreal, Frank. Eran como la abertura a algún infierno del que nunca nos hablaron los predicadores.

–Ya no seguiremos adelante hoy –dije–. No lo despertaría ni por todo el oro que corre por en-tre los dedos de los cinco picos... ni por todos los demonios que puedan estar persiguiéndolo.

El hombre yacía en un sueño tan profundo como la laguna Estigia. Le lavamos y vendamos los muñones que antes habían sido sus manos. Sus brazos y piernas estaban tan rígidos que más pa-recían muletas. No se movió mientras hacíamos esto. Yacía tal como se había desplomado, con los brazos algo alzados y las rodillas dobladas.

Comencé a limar la banda que rodeaba la cin-tura del durmiente. Era de oro, pero de un oro dis-tinto a todo otro oro que yo jamás hubiera visto. El oro puro es blando. Este también lo era... pero tenía una vida sucia y viscosa que le era propia.

Embotaba la lima y hubiera podido jurar que se retorcía como un ser vivo cuando lo cortaba. Lo hendí, lo doblé arrancándolo del cuerpo, y lo lancé a lo lejos. Era... ¡repugnante!

Durante todo el día, el hombre durmió. Lle-gó la obscuridad, y seguía durmiendo. Pero aquella noche no hubo ninguna columna de luz azulada detrás de los picos, ni escudriñantes globos lu-minosos, ni susurros. Parecía que aquella horrible maldición se hubiera retirado... aunque no muy le-jos. Tanto a Anderson como a mí nos parecía que la amenaza estaba allí, tal vez oculta, pero acechan-te.

Ya era mediodía de la jornada siguiente cuando el hombre se despertó. Di un salto cuando oí so-nar su placentera pero insegura voz.

–¿Cuánto tiempo he dormido? –preguntó. Sus pálidos ojos azules se poblaron de ansiedad mien-tras yo lo contemplaba.

–Una noche... y casi dos días –le respondí. –¿Hubo luces allá arriba la pasada noche? –se-

ñaló con la cabeza, ansiosamente, hacia el Norte – ¿ Se oyeron susurros?

–Ninguna de las dos cosas –le contesté. Su cabeza cayó hacia atrás y se quedó mirando

al cielo.

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74 Weird Tales de Lhork

–El sendero –afirmó el hombre–. Un buen sen-dero, liso, que se dirigía recto hacia la montaña. Oh, seguro que era un sendero... y se veía gastado como si por él hubieran pasado millones de pies durante millares de años. A cada uno de sus la-dos se veía arena y montones de piedras. Al cabo de un tiempo comencé a fijarme en esas piedras. Estaban talladas, y la forma de los montones me hizo venir la idea de que, tal vez, hacía un centenar de millares de años, hubieran sido casas. Parecían así de antiguas. Notaba que eran obra del hombre, y al mismo tiempo las veía de una inmemorable antigüedad.

»Los picos se fueron acercando. Los montones de ruinas se hicieron más frecuentes. Algo inex-plicablemente desolador planeaba sobre ellas, algo siniestro; algo que me llegaba desde las mismas y golpeaba mi corazón como si fuera el paso de unos fantasmas tan viejos que solo podían ser fan-tasmas de fantasmas. Seguí adelante.

»Vi entonces que lo que había tomado por unas colinas bajas situadas al pie de los picos era en realidad un amontonamiento más grande de ruinas. La Montaña de la Mano estaba, en realidad, mucho más lejos. El sendero pasaba por entre esas ruinas, enmarcado por dos rocas altas que se alzaban como un arco. – El hombre hizo una pau-sa. Sus manos comenzaron a golpear rítmicamente de nuevo. En su frente se formaron pequeñas go-titas de sudor sangriento. Tras unos momentos, se quedó tranquilo de nuevo. Sonrió.

–Formaban una entrada. –continuó–. Llegué hasta ella. La atravesé. Me tiré al suelo, aferrándo-me a la tierra con pánico y asombro, pues me ha-llaba en una amplia plataforma de piedra. Ante mí se extendía... ¡el vacío! Imagínense el Gran Cañón del Colorado, pero tres veces más ancho, más o menos circular y con el fondo hundido. Así ten-drán una idea de lo que yo estaba contemplando.

«Era como mirar hacia abajo, por el borde de un mundo hendido, allí a la infinidad en donde ruedan los planetas. En el extremo más alejado se alzaban los cinco picos. Se veían como una gigan-tesca mano irguiéndose hacia el cielo en un signo de advertencia. La boca del abismo se apartaba en curva a ambos lados de donde yo estaba.

»Podía ver hasta unos trescientos metros más abajo. Entonces comenzaba una espesa niebla azul que cortaba la visión. Era como el azul que se acumula en las altas colinas al atardecer. Pero el pozo... ¡era aterrador! Aterrador como el Golfo de Ranalak de los maories, que se alza entre los vivos y los muertos y que tan solo un alma recién salida del cuerpo puede cruzar de un salto... aun-que ya no le queden fuerzas para volverlo a saltar hacia atrás.

»Me arrastré, alejándome del borde, y me puse en pie, débil y estremeciéndome. Mi mano descan-saba sobre una de las rocas de la entrada. Había en ella una talla. En un bajorrelieve profundo se veía la silueta heroica de un hombre. Estaba vuelto de espaldas y tenía los brazos extendidos sobre la cabeza, llevando entre ellos algo que parecía el disco del sol, del que irradiaban líneas de luz.

En el disco estaban grabados unos símbolos que me recordaban el antiguo lenguaje chino. Pero no era chino. ¡No! Habían sido realizados por manos convertidas en polvo eones antes de que los chi-nos se agitasen en el seno del tiempo.

»Miré a la roca opuesta. Tenía una figura simi-lar. Ambas llevaban un extraño sombrero aguzado. En cuanto a las rocas, eran triangulares, y las ta-llas se encontraban en los lados más próximos al pozo. El gesto de los hombres parecía ser el de estar echando hacia atrás algo, el de estar impi-diendo el paso. Miré las figuras de más cerca. Tras las manos extendidas y el disco, me parecía entre-ver una multitud de figuras informes y, claramente, una hueste de globos.

»Los resegui vagamente con los dedos. Y, al pronto, me sentí inexplicablemente descompues-to. Me había venido la impresión, no puedo decir que lo viese, la impresión de que eran enormes babosas puestas en pie. Sus henchidos cuerpos parecían disolverse, luego aparecer a la vista, y di-solverse de nuevo... excepto por los globos que formaban sus cabezas y que siempre permanecían visibles. Eran... inenarrablemente repugnantes. Ata-cado por una inexplicable y avasalladora náusea, me recosté contra el pilar y, entonces... ¡Vi la esca-lera que descendía al pozo!

–¿Una escalera? –coreamos. –Una escalera –repitió el hombre con la pa-

ciencia de antes–. No parecía tallada en la roca, sino más bien construida sobre ella. Cada escalón tendría aproximadamente siete metros de largo y dos de ancho. Surgían de la plataforma y desapare-cían en la niebla azul.

–Una escalera –dijo incrédulo Anderson– construida en la pared de un precipicio y que lleva hacia las profundidades de un pozo sin fondo...

–No es sin fondo –interrumpió el hombre–. Hay un fondo. Sí. Yo lo alcancé –prosiguió desma-yadamente–. Bajando las escaleras... bajando las escaleras.

Pareció aferrar su mente, que se le escapaba. –Sí –continuó con más firmeza–. Descendí por

la escalera, pero no aquel día. Acampé junto a la entrada. Al amanecer llené mi mochila de comida, mis dos cantimploras con agua de una fuente que brota cerca de las ruinas, atravesé los monolitos tallados y crucé el borde del pozo.

«Los escalones bajan a lo largo de las paredes del pozo con un declive de unos cuarenta gra-dos. Mientras bajaba, los estudié. Estaban tallados en una roca verdosa bastante diferente al grani-to porfírico que formaban las paredes del pozo. Al principio pensé que sus constructores habrían aprovechado un estrato que sobresaliese, tallando la colosal escalinata en él, pero la regularidad del ángulo con que descendía me hizo dudar de esta teoría.

»Después de haber bajado tal vez un kilóme-tro, me hallé en un descansillo. Desde él, las es-caleras formaban un ángulo en V y descendían de nuevo, aferrándose al despeñadero con el mismo ángulo que las anteriores. Después de haber ha-llado tres de esos ángulos, me di cuenta de que la

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75Weird Tales de Lhork

escalera caía recta hacia abajo, fuera cual fuese su destino, en una sucesión de ángulos. Ningún es-trato podía ser tan regular. ¡No, la escalera había sido erigida totalmente a mano! Pero, ¿por quién? ¿Y para qué? La respuesta está en esas ruinas que rodean el borde del pozo... aunque no creo que jamás sea hallada.

»Hacia el mediodía ya había perdido de vista el borde del abismo. Por encima de mi, por debajo de mi> no había sino la niebla azul. No sentía ma-reos, ni miedo, tan solo una tremenda curiosidad. ¿Qué era lo que iba a descubrir? ¿Alguna antigua y maravillosa civilización que había florecido cuan-do los polos eran jardines tropicales? ¿Un nuevo mundo? ¿La clave de los misterios del Hombre mismo? No hallaría nada viviente, de eso estaba seguro... todo era demasiado antiguo para que quedase nada con vida. Y, sin embargo, sabía que una obra tan maravillosa debía de llevar a un lugar igualmente maravilloso. ¿Cómo sería? Continué.

»A intervalos regulares había cruzado las bocas de unas pequeñas cavernas. Debían de haber unos tres mil escalones y luego una entrada, otros tres mil escalones y otra entrada... así continuamente. Avanzada ya la tarde, me detuve frente a uno de esos huecos. Supongo que habría bajado entonces a unos cinco kilómetros de la superficie, aunque, debido a los ángulos, habría caminado unos quince kilómetros. Examiné la entrada. A cada uno de sus lados estaban talladas las mismas figuras que en la entrada del borde del pozo, pero esta vez se halla-ban de frente, con los brazos extendidos con sus discos, como reteniendo algo que viniese del pozo mismo. Sus rostros estaban cubiertos con velos y no se veían figuras repugnantes tras ellos.

»Me introduje en la caverna. Se extendía unos veinte metros, como una madriguera. Estaba seca y perfectamente iluminada. Podía ver, fuera, la nie-bla azul alzándose como una columna. Noté una extraordinaria sensación de seguridad, aunque anteriormente no había experimentado, conscien-temente, miedo alguno. Notaba que las figuras de la entrada eran guardianes, pero... ¿contra qué me guardaban? Me sentía tan seguro que hasta perdí la curiosidad sobre este punto.

»La niebla azul se hizo más espesa y algo lumi-nescente. Supuse que allá arriba seria la hora del crepúsculo. Comí y bebí algo y me eché a dormir. Cuando me desperté, el azul se había aclarado de nuevo, e imaginé que arriba habría despuntado el alba. Continué. Me olvidé del golfo que bostezaba a mi costado. No sentía fatiga alguna y casi no no-taba el hambre ni la sed, aunque había comido y bebido bien poco. Esa noche la pasé en otra de las cavernas y, al amanecer, descendí de nuevo.

»Fue cuando ya terminaba aquel día cuando vi la ciudad por primera vez...

Se quedó silencioso durante un rato. –La ciudad –dijo al fin– ¡La ciudad del pozo!

No una ciudad como las que ustedes han visto ha-bitualmente... ni como la haya visto ningún otro hombre que haya podido vivir para contarlo. Creo que el pozo debe de tener la forma de una botella: la abertura que se encuentra frente a los cinco pi-cos es el cuello de la misma. Pero no sé lo amplia que es su base... puede que tenga millares de kiló-metros. Y tampoco conozco lo que pueda haber más allá de la ciudad.

»Allá abajo, entre lo azul, se habían empezado a ver ligeros destellos de luz. Luego contemplé las copas de los... árboles, pues supongo que eso es lo que eran. Aunque no eran como nuestros árboles, estos eran repugnantes, reptiloides. Se erguían so-bre altos troncos delgados y sus copas nidos de gruesos tentáculos con feas hojuelas parecidas a cabezas estrechas... cabezas de serpientes.

»Los árboles eran rojos, de un brillante rojo airado. Aquí y allá comencé a entrever manchas de amarillo intenso. Sabía que eran agua porque po-día ver cosas surgiendo en su superficie, o al me-nos podía ver los chapoteos y salpicones, aunque nunca logré ver lo que los producía.

»Justamente debajo mío se hallaba la ciudad. Kilómetro tras kilómetro de cilindros apretujados que yacían sobre sus costados, apilados en pirá-mides de tres, de cinco o de docenas de ellos. Es difícil lograrles explicar a ustedes cómo se veía la ciudad. Miren, imagínense que tienen cañerías de una cierta longitud y que colocan tres sobre sus costados y sobre esas colocan otras dos, y sobre estas otra; o supongan que toman como base cin-co y sobre esas colocan cuatro y luego tres, dos y una. ¿Lo imaginan? Así es como se veía.

»Y estaban rematadas por torres, minaretes, ensanchamientos, voladizos y monstruosidades retorcidas. Brillaban como si estuviesen recubier-tas con pálidas llamas rosas. A su costado se alza-ban los árboles rojos como si fueran las cabezas de hidras guardando manadas de gigantescos gu-sanos enjoyados.

»Unos metros más abajo de donde me hallaba, la escalera llegaba a un titánico arco, irreal como el puente que sobrevuela el Infierno y lleva a Asgard. Se curvaba por encima de la cumbre del montón más alto de cilindros tallados y desaparecía en él. Era anonadador... era demoniaco...

El hombre se detuvo. Sus ojos se pusieron en blanco. Tembló, y de nuevo sus brazos y piernas comenzaron aquel horrible movimiento de arras-

«Los picos se fueron acercando. Los montones

de ruinas se hicieron más frecuentes. Algo inexplicablemente

desolador planeaba sobre ellas, algo siniestro»

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76 Weird Tales de Lhork

tre. De sus labios surgió un susurro que era un eco del murmullo que habíamos oído en lo alto la noche en que llegó hasta nosotros. Puse mi mano sobre sus ojos. Se calmó.

–¡Execrables cosas! –dijo– ¡Los habitantes del pozo! ¿He susurrado? Si... ¡pero ya no pueden co-germe ahora... ya no!

Al cabo de un tiempo continuó, tan tranquilo como antes:

–Crucé aquel arco. Me introduje por el techo de aquel... edificio. La oscuridad azul me cegó por un momento, y noté cómo los escalones se curvaban en una espiral. Bajé girando y me hallé en lo alto de... no sé como decírselo. Tendré que llamarle habita-ción. No tenemos imágenes para reflejar lo que hay en el pozo. A unos treinta metros por debajo mío se hallaba el suelo. Las paredes bajaban, apartándose de donde yo me hallaba en una serie de medias lunas crecientes. El lugar era colosal... y estaba iluminado por una curiosa luz roja moteada. Era como la luz del interior de un ópalo punteado de oro y verde.

»Las escaleras en espiral seguían por debajo. Llegué hasta el último escalón. A lo lejos, frente a mí, se alzaba un altar sostenido por altas colum-nas. Sus pilares estaban tallados en monstruosas volutas, cual si fuesen pulpos locos con un millar invisible que se hallaba sobre el altar, y me arrastré por el suelo, al lado de los pilares. Imagínense la escena: solo en aquel lugar extrañamente ilumi-nado y con el horror arcaico acechando encima mío... una Cosa monstruosa, una Cosa inimagina-ble... una Cosa invisible que emanaba terror...

»AI cabo de algún tiempo recuperé el control de mí mismo. Entonces vi, al costado de uno de los pilares, un cuenco amarillo lleno con un líquido blanco y espeso. Lo bebí. No me importaba si era venenoso; pero mientras lo estaba tragando noté un sabor agradable, y al acabarlo me volvieron ins-tantáneamente las fuerzas. Veía a las claras que no me iban a matar de hambre. Fueran lo que fuesen aquellos habitantes del pozo, sabían bien cuales eran las necesidades humanas.

»Y otra vez comenzó a espesarse el rojizo brillo moteado. Y de nuevo se alzó allá afuera el zumbido, y por el círculo que era la puerta entró un torrente de globos. Se fueron colocando en hileras hasta llenar totalmente el templo. Su mur-mullo creció hasta transformarse en un canto, un susurrante canto cadencioso que se alzaba y caía, mientras los globos se alzaban y caían al mismo ritmo, se alzaban y caían.

»Las luces fueron y vinieron toda la noche, y toda la noche sonaron los cantos mientras ellas se alzaban y caían. Al final, me noté como un soli-tario átomo de conocimiento en aquel océano de susurros, un átomo que se alzaba y caía con los globos de luz.

»¡Les aseguro que hasta mi corazón latía a ese mismo ritmo! Pero por fin se aclaró el brillo rojo, y las luces salieron; murieron los murmullos. De nuevo estaba solo, y supe que, en mi mundo, se había iniciado un nuevo día.

»Dormí. Cuando me desperté, hallé junto al pilar otro cuenco del líquido blanquecino. Volví a

estudiar la cadena que me ataba al altar. Comencé a frotar dos de los eslabones entre sí. Lo hice du-rante horas. Cuando comenzó a espesarse el rojo, se veía una muesca desgastada en los eslabones. Comencé a sentir una cierta esperanza. Existía una posibilidad de escapar.

»Con el espesamiento regresaron las luces. Durante toda aquella noche sonó el canto susu-rrado, y los globos se alzaron y cayeron. El can-to se apoderó de mí. Pulsó a través de mi cuerpo hasta que cada músculo y cada nervio vibraban con él. Se comenzaron a agitar mis labios. Palpi-taban como los de un hombre tratando de gritar en medio de una pesadilla. Y por último, también ellos estuvieron murmurando... susurrando el in-fernal canto de los habitantes del pozo. Mi cuerpo se inclinaba al unísono con las luces.

»Me había identificado, ¡Dios me perdone!, en el sonido y el movimiento, con aquellas cosas in-nombrables, mientras mi alma retrocedía, enferma de horror, pero impotente. Y, en tanto susurraba... ¡los vi!

»Vi las cosas que había bajo las luces: Grandes cuerpos transparentes parecidos a los de caraco-les sin caparazón, de los que crecían docenas de agitados tentáculos; con pequeñas bocas redondas y bostezantes colocadas bajo los luminosos glo-bos visores. ¡Eran como los espectros de babo-sas inconcebiblemente monstruosas! Y, mientras las contemplaba, aún susurrando e inclinándome, llegó el alba y se dirigieron hacia la entrada, atra-vesándola. No caminaban ni se arrastraban... ¡flo-taban! Flotaron, y se fueron.

»No dormí, sino que trabajé durante todo el día en frotar mi cadena. Para cuando se espesó el rojo, ya había desgastado un sexto de su espesor. Y toda la noche, bajo el maleficio, susurré y me incliné con los habitantes del pozo, uniéndome a su canto, a aquella cosa que acechaba encima mío.

»De nuevo, por dos veces, se espesó el rojo y el canto se apoderó de mí. Y finalmente, en la ma-ñana del quinto día, rompí los eslabones desgasta-dos. ¡Estaba libre! Corrí hacia la escalera, pasando con los ojos cerrados al lado del horror invisible que se hallaba más allá del borde del altar, y llegan-

«Vi las cosas que había bajo las luces: Grandes cuerpos

transparentes parecidos a los de caracoles sin caparazón, de los que crecían docenas de agitados tentáculos; con pequeñas bocas redondas y bostezantes colocadas bajo

los luminosos globos visores»

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77Weird Tales de Lhork

do hasta el puente. Lo crucé, y Comencé a subir por la escalera de la pared del pozo.

»¿Pueden imaginarse lo que representa subir por el borde de un mundo hendido... con el in-fierno a la espalda? Bueno... a mi espalda quedaba algo peor aún que el infierno, y el terror corría conmigo.

»Para cuando me di cuenta de que ya no podía subir más, hacia ya tiempo que la ciudad del pozo había desaparecido entre la niebla azul. Mi cora-zón batía en mis oídos como un martillo pilón. Me desplomé ante una de las pequeñas cavernas, notando que allí lograría, al fin, refugio. Me metí hasta lo más profundo y esperé a que la neblina se hiciese más densa. Esto ocurrió casi al momento, y de muy abajo me llegó un vasto e irritado mur-mullo. Apretándome contra el fondo de la caverna, vi como un rápido haz de luz se elevaba entre la niebla azul, desapareciendo en pedazos poco des-pués; y mientras se apagaba y descomponía, vi mi-radas de los globos que constituyen los ojos de los habitantes del pozo cayendo hacia lo más pro-fundo del abismo. De nuevo, una y otra vez, la luz pulsó, y los globos se alzaron con ella para caer luego.

»¡Me estaban persiguiendo! Sabían que debía encontrarme todavía en alguna parte de la escale-ra o, si es que me ocultaba allá abajo, que tendría que usarla en algún momento para escapar. El su-surro se hizo más fuerte, más insistente.

»A través mío comenzó a latir un deseo ate-rrador por unirme al murmullo, tal como lo había hecho en el templo. Algo me dijo que, silo hacia, las figuras esculpidas ya no podrían guardarme; que saldría y bajaría para regresar al templo del que ya no escaparía nunca. Me mordí los labios hasta hacerme sangre para acallarlos, y durante toda aquella noche el haz de luz surgió desde el abismo, los globos planearon, y el susurró sonó... mientras yo rezaba al poder de las cavernas y a las figuras esculpidas que todavía tenían la virtud de poder guardarlas.

Hizo una pausa, se estaban agotando sus ener-gías.

Luego, casi inaudiblemente, prosiguió: –Me pregunté cuál habría sido el pueblo que

las habría tallado, por qué habrían edificado su ciu-dad alrededor del borde, y para qué habrían cons-truido aquella escalera en el pozo. ¿Qué habrían sido para las cosas que vivían en el fondo, y qué uso habrían hecho de ellas para tener que vivir junto a aquel lugar? Estaba seguro de que tras de todo aquello se escondía un propósito. En otra forma, no se hubiera llevado a cabo un trabajo tan asombroso como era la erección de aquella es-calera. Pero, ¿cuál era ese propósito? Y, ¿por qué aquellos que habían vivido sobre el abismo habían fenecido hacía eones, mientras que los que habita-ban en su interior seguían aún con vida?

Nos miró. –No pude hallar respuesta. Me pregunto si lo

sabré después de muerto, aunque lo dudo. »Mientras me interrogaba sobre todo ello, lle-

gó la aurora y, con ella, se hizo el silencio. Bebí el

líquido que restaba en mi cantimplora, me arrastré fuera de la caverna y comencé a subir otra vez. Aquella tarde cedieron mis piernas. Rompí mi ca-misa y me hice unas almohadillas protectoras para las rodillas y unas envolturas para las manos. Ga-teé hacia arriba. Gateé subiendo y subiendo. Y una vez más me introduje en una de las cavernas y es-peré que se espesase el azul, que surgiese de él el haz de luz? y que empezase el murmullo.

»Pero había ahora una nueva tonalidad en el susurro. Ya no me amenazaba. Me llamaba y me tentaba. Me... atraía.

»El terror se apoderó de mí. Me había invadido un tremendo deseo por abandonar la caverna y salir a donde se movían las luces, por dejar que me hicieran lo que deseasen, que me llevasen don-de quisieran. El deseo se hizo más insistente. Ga-naba fuerza con cada nuevo impulso del haz lumi-noso, hasta que al fin todo yo vibraba con el deseo de obedecerlo, tal y como había vibrado con el canto en el templo.

»Mi cuerpo era un péndulo. Se alzaba el haz, y yo me inclinaba hacia él. Tan solo mi alma perma-necía inconmovible, manteniéndome sujeto con-tra el suelo de la caverna, y colocando una mano sobre mis labios para acallarlos. Y toda la noche luché con mi cuerpo y con mis labios contra el hechizo de los habitantes del pozo.

»Llegó la mañana. Otra vez me arrastré fuera de la caverna y me enfrenté con la escalera. No podía ponerme en pie. Mis manos estaban desga-rradas y ensangrentadas, mis rodillas me produ-cían un dolor agónico. Me obligué a subir, milíme-tro a milímetro.

«Al rato dejé de notar mis manos, y el dolor abandonó mis rodillas. Se entumecieron. Paso a paso, mi fuerza de voluntad llevó a mi cuerpo hacia arriba sobre mis muertos miembros. Y en diversas ocasiones caía en la inconsciencia... para volver en mí al cabo de un tiempo y darme cuenta de que, a pesar de ello, había seguido subiendo sin pausa.

»Y luego... tan solo una pesadilla de gatear a lo largo de inmensas extensiones de escalones... recuerdos del abyecto terror mientras me aga-zapaba en las cavernas, mientras millares de luces pulsaban en el exterior, y los susurros me llama-ban y tentaban... memorias de una ocasión en que me desperté para hallar que mi cuerpo es-taba obedeciendo a la llamada y que ya me había llevado a medio camino por entre los guardianes de los portales, al tiempo que millares de globos luminosos flotaban en la niebla azul contemplán-dome. Visiones de amargas luchas contra el sueño y, siempre, una subida... arriba, arriba, a lo largo de infinitas distancias de escalones que me llevaban de un perdido Abbadon hasta el paraíso del cielo azul y el ancho mundo.

»Al fin tuve conciencia de que sobre mí se al-zaba el cielo abierto, y ante mí el borde del pozo. Recuerdo haber pasado entre las grandes rocas que forman el portal y de haberme alejado de ellas. Soñé que gigantescos hombres que llevaban extrañas coronas aguzadas y los rostros velados me empujaban hacia adelante, y adelante y adelan-

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te, al tiempo que retenían los pulsantes globos de luz que buscaban atraerme de vuelta a un golfo en el que los planetas nadan entre las ramas de árbo-les rojos coronados de serpientes.

»Y más tarde un largo, largo sueño... solo Dios sabe cuán largo, en la hendidura de unas rocas; un despertar para ver, a lo lejos, hacia el Norte, el haz elevándose y cayendo, a las luces todavía buscando y al susurro, muy por encima mío, llamando... con el convencimiento de que ya no podía atraerme.

»De nuevo gatear sobre brazos y piernas muertos que se movían... que se movían como la nave del Antiguo Marino... sin que yo lo ordenase. Y, entonces, su fuego, y esta seguridad.

El hombre nos sonrió por un momento, y lue-go cayó profundamente dormido.

Aquella misma tarde levantamos el campo y, llevándonos al hombre, iniciamos la marcha hacia el Sur. Lo llevamos durante tres días, en los que siguió durmiendo. Y, al tercer día, sin despertarse, murió. Hicimos una gran pira con ramas y que-mamos su cadáver, como nos había pedido. Des-parramamos sus cenizas, mezcladas con las de la madera que le habla consumido, por el bosque.

Se necesitaría una poderosa magia para desen-marañar esas cenizas y llevarlas, en una nube, ha-cia el pozo maldito. No creo que ni sus habitantes tengan un tal encantamiento. No.

Pero Anderson y yo no volvimos a los cinco pi-cos para comprobarlo. Y, si el oro corre por entre las cinco cimas de la Montaña de la Mano como el agua por entre una mano extendida, bueno... por lo que a nosotros se refiere, puede seguir así.

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Texto: José Fco . Sastre GarcíaImagen cabecera: www .meh .ro/tag/octopus

Imágenes: Joan Arocas y Archivo WT de Lhork

HoWard pHilips lovEcraft

José Francisco Sastre García

Howard Philips Lovecraft, el genio de Providence, el maestro del ho-rror cósmico, creador de una aterradora cosmogonía ajena a todo lo conocido sobre la Tierra… Poseído por ancestrales criaturas que,

ignoradas por el común de los mortales, acechan desde más allá de los inson-dables abismos de la locura y el caos…

¿Cómo pudo surgir de una mente racional, lógica, la aberración inme-morial, perversa, que componen los Mitos de Cthulhu? Porque el ambiente claustrofóbico que se genera en estas historias, repleto de terribles criaturas que acechan desde lo más profundo del océano, o de la tierra, o desde el espacio exterior, es un heraldo de impotencia, de locura, que envuelve a los protagonistas y los arrastra a un mundo de pesadillas sin fin, de caos y deso-lación casi imposibles de evitar…

Si analizamos la obra original de Lovecraft, comprobaremos que, aunque puede ser interpretada tal y como lo hizo Derleth, mediante el eterno con-flicto entre el bien y el mal, acudir a una explicación tan simplista no resulta suficiente, ya que el autor lo define claramente en sus obras: aunque es un mal primigenio desde nuestro punto de vista, es una mentalidad, una idea, que está más allá de cualquier pensamiento humano. Para nosotros es el mal encarnado, el terror más absoluto, una perspectiva que no comparten estas criaturas que ni siquiera están hechas de nuestra misma sustancia, cuyos pensamientos son tan ajenos a los terrestres que ni siquiera podemos llegar a entenderlos… No se justifica la naturaleza de los Hijos de Azathoth, simplemente se entiende como algo ajeno que nos combate y a lo que debemos combatir, sin más…

El resumen de esta cosmogonía es simple: en los remotos tiempos en los que el hombre aún no existía como tal, a nuestro planeta arribó una horda de criaturas que lucharon contra otras afincadas en Betelgeuse y perdieron: la mayoría fueron encerradas en diversos lugares del planeta y del espacio exterior, aunque unas pocas consiguieron huir; de esta situación se derivó un tiempo de horror y muerte, pues los Grandes Primigenios y las razas que los secundaban se extendían cual plaga, generando a su vez razas subhumanas con los primeros remedos de humanidad… Desde sus escondites y reduc-tos, lanzaban a sus acólitos en busca del caos y la muerte que eran su modo de vida… El más notorio de ellos fue Cthulhu, que fundó una inmensa ciudad, R’lyeh, que se hundió cerca de la isla de Pohnpei…

Toda la parafernalia que se ha generado en torno a los mitos de Cthul-hu en realidad procede no tanto de de Lovecraft, que puso un importante

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volumen, del Círculo que lo rodeaba surgieron otros ejemplares igualmente execrables, terri-bles, como Cultes del Ghoules del conde D’Erlette (August Derleth), Libro de Eibon (Clark Ashton Smith), De Vermis Misteriis de Ludvig Prinn (Ro-bert Bloch), Unaussprechlichen Kulten de Von Juntz (Robert E. Howard)…

Los protagonistas se ven abocados a un des-tino inexorable: pueden luchar, pueden oponerse a los temibles Primigenios, pero sólo la interven-ción de profundos conocedores de los misterios y secretos de la antigüedad es capaz de frenar el avance del Caos Absoluto: el destino de quien se enfrenta a ellos sin la fuerza suficiente, suele ser la locura, la muerte e incluso algo peor… Si bien en la obra de Lovecraft el destino de los protago-nistas suele ser oscuro y terrible, deja entrever un elemento que aprovecharán sus seguidores para crear el talismán protector por excelencia: la es-trella de cinco puntas de esteatita verde con el símbolo de los Arquetípicos en su centro, una co-lumna en llamas…

Hay una clara diferenciación entre los escritos del Lovecraft inicial y posterior: cuando comienza está netamente influenciado por Lord Dunsany, de quien extrae ideas y recursos para escribir cosas como La Poesía y los Dioses, Los Gatos de Ulthar, Celephais, La Búsqueda de Iranon, La Maldición que Cayó sobre Sarnath, el Ciclo de Aventuras Oníricas de Randolph Carter… Son relatos imbuidos de una cierta lírica y un ambiente irreal, procedente del mundo de los sueños, en el que se entremez-clan los mundos placenteros, serenos, incluso bu-cólicos a veces, con las aventuras y las pesadillas. El resto de sus historias, salvo alguna excepción, puede encuadrarse perfectamente dentro del gran bloque de los Mitos de Cthulhu propiamente di-

germen, sino de su más acérrimo acólito, August Derleth, y de los seguidores de su Círculo: Do-nald Wandrei, Frank Belnap Long, Robert Bloch, Robert Erwin Howard (aunque no lo parezca, así es), Henry Kuttner… Y autores que, con poste-rioridad, se asomaron al universo lovecraftiano y lo asumieron como propio, como Ramsey Camp-bell o Brian Lumley, por citar tan sólo un par de ellos…

Así, si nos atenemos escrupulosamente a la obra original del escritor de Providence, tenemos que pensar en lo siguiente:

Los únicos Primigenios que menciona expre-samente son:

• Cthulhu, que yace dormido en las profundi-dades marinas, en su ciudad de Rl’Yeh, cerca de Pohnpei.

• Nyarlatothep, el Caos Reptante, que vigila desde la escondida Kadath, en la temible Me-seta de Leng.

• Yog Sothoth, el Uno en Todo y el Todo en Uno, que vaga libre por los confines del Cos-mos más recóndito, uno de los pocos que escapó a la prisión a la que fueron condena-dos por los Dioses Arquetípicos, junto con el ya mencionado Caos Reptante.

• Azathoth, el Dios Babeante, que yace ahe-rrojado en el centro del Universo, compla-cido en su propia locura, disfrutando de la cacofónica, caótica música, que crea a su al-rededor y que fomenta la insania en aquel condenado que la escucha.

• Dagon, el dios marino, pariente cercano de Cthulhu.

• Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Mil Cabritos, yaciente en el subsuelo terrestre, presta a liberar a su progenie contra la con-fiada humanidad.

• Hastur el Inefable, encerrado en el negro lago de Hali, junto a Carcosa, en Celaeno, de las Híadas.

• Nuadens, el único nombre que da del gru-po de dioses que define como Arquetípicos, enfrentados a los Primigenios por una gue-rra no aclarada a pesar de la estructuración posterior de Derleth. Sencillamente, Se en-frentaron y vencieron los Arquetípicos, que encerraron a casi todos sus enemigos en diversos lugares del espacio y de la Tierra…

Su recreación de un pasado y un presente en-vueltos en las nieblas de la locura, el caos y la destrucción pasa por la presentación de criatu-ras de todo tipo, extraídas algunas del folklore de diversas culturas (ghouls, profundos) y otras de su propia imaginación (Dholes, Shantaks, Ali-mañas Descarnadas…), junto con la creación del libro Maldito por excelencia, el Libro Prohibido que nadie debería conocer para evitar perder la razón o provocar el regreso de los Grandes An-tiguos: el Necronomicon, el Libro de los Nombres Muertos, escrito por el demente Abdul Alhazred en tiempos remotos… Como añadido a este

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Para quien quiera conocer la obra de Lovecra-ft, puede encontrarla prácticamente íntegra en la editorial Alianza, en los siguientes títulos:

Los Mitos de CthulhuViajes el Otro MundoEl Caso de Charles Dexter WardEl Horror de DunwichEn la CriptaLos que Vigilan desde el TiempoEn las Montañas de la LocuraDagon y otros cuentos MacabrosEn la Cripta y otros Relatos

Además, otras obras del autor y sus colabora-ciones pueden encontrarse en la editorial Edaf (El Museo de los Horrores, La Noche del Océano), en la editorial BUC Caralt (Horror en el Museo, Muerte con Alas), las sucesivas reediciones que se han ido haciendo de dicho material… Y si os apasiona el mundo de los Mitos, aunque no proce-da de Lovecraft, podéis encontrar títulos en gran cantidad…

cho. A esta época pertenecen sus historias más celebradas, entre las que se encuentran La Llama-da de Cthulhu, El Horror de Dunwich, La Sombra so-bre Innsmouth, En las Montañas de La Locura o El Caso de Charles Dexter Ward, por citar sólo algunos títulos…

Tuvo una temporada en la que se convirtió en corrector y colaborador de otros autores, a los que imprimió su sello particular; de esta época surgen historias como El Horror de Martin’s Beach, Muerte Con Alas, La Cabellera de Berenice, El Verdugo Eléctrico, El Museo de los Horrores,… Relatos me-nores, pero también con una gran carga de calidad y fuerza. Entre los autores de esa etapa podemos citar a Hazel Zeald, Zealia Bishop, Adolphe de Castro, Elizabeth Berkeley, Robert H. Barlow, So-nia Green…

A su muerte, August Derleth se hizo cargo de los Mitos y los reconvirtió a su antojo, convirtién-dolos en un trasunto del enfrentamiento entre los Dioses Originales y los rebeldes que deciden combatirlos, derivando la idea original en buenas aventuras de corte terrorífico, pero sin el mor-diente, sin la chispa que había caracterizado la os-cura obra del genio de Providence.

La tentación de escribir sobre los mitos ha sido siempre muy fuerte: así, tenemos inconta-bles seguidores de la obra, como James Wade (Los Profundos), Colin Wilson (El Regreso de los Lloigor), Ramsey Campbell (Edición Fría), Brian Lumley (La Ciudad Hermana), etc. De resultas de esta amal-gama de autores contemporáneos y posterio-res, al panteón de Cthulhu original de Lovecraft se unirán entidades como Cthugha el Señor del Fuego (encerrado en Fomalhaut), Chaugnar Faugn, Nyogtha, Shudde M’ell, Ghatanothoa (en una isla en el Pacífico), Y’Golonac, Ithaqua (en los helados desiertos árticos)…

Toda esta pléyade de monstruos recibió una especie de jerarquía por parte de Derleth, que aprovechó las ideas de Lovecraft para crear su propio corpus. Así, El líder de la rebelión era Azathoth, y sus lugartenientes los Señores de los Elementos y el Tiempo: Cthulhu (Agua), Cthugha (Fuego), Tsathoggua (Tierra), Ithaqua (Aire), Hastur (Espacio exterior) y Yog Sothoth (Tiempo y Espacio)… Todos ellos procedían de un único origen, una criatura lovecraftiana de nebulosa naturaleza conocida como Ubbo Sathla, el Primero…

El universo lovecraftiano es mórbido, inquie-tante, envuelto en las sombras de la eternidad y la malevolencia… El mar, igual que las profundidades terrestres, es fuente de terrores sin nombre, de horrores que nos acechan desde el origen de los tiempos, esperando su momento para caer sobre la confiada humanidad y reducirla a meros escla-vos sin mente que complazcan todos sus caóticos y sangrientos caprichos… Leer a Lovecraft es tro-pezar con las más terribles de tus pesadillas, con anormalidades fungosas, de naturaleza totalmente extraterrena, contra las que no hay apenas salva-ción posible, tan sólo detener a sus sirvientes para que no puedan liberarlas…

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Texto: Eugenio Fraile La OssaImagen: http://fantasyartdesign .com/

los ocultos

Eugenio Fraile La Ossa

“En profundas cavernas y negros agujeros,acechan aún,cual horda de viscosos reptiles,los Hijos de la Noche.

Su pestilencia se extiende, como una bruma maldita,en pútridos pantanos.

La negra lechuza ha emprendido su vuelo,y poderosa en el estrellado cielo,se alza la luna.

El Viento susurra entre las hojas de la floresta,llevando en su seno los cantos olvidados de una raza muerta.

Y en lo profundo de la sima, se alzan aún,esperando su oportunidad,los ocultos Hijos de la Noche.”

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Texto: Manuel BerlangaImágenes: manuelberlanga .es

fafHrd y El ratonEro grisrEgrEso a lankHmar

Manuel Berlanga

Artículo extraído del Blog de su autor: http://manuelberlanga.es/2014/02/02/fafhrd-y-el-ratonero-gris-regreso-a-lankhmar/

(Posted on 2 febrero 2014)

Ediciones Gigamesh edita de nuevo en España el Ciclo de Lankhmar, las aventuras de Fafhrd y El Ratonero Gris, de Fritz Lieber, una de las más grandes creaciones de Fantasía Heroica; o de Espada y Bru-

jería, si utilizamos el término que acuñó el propio Leiber para describir el género (o subgénero), y es utilizado desde entonces, indistinta-mente. A mí, personalmente, me permite saldar otra de las grandes deudas de este blog desde sus inicios, pues llevaba mucho tiempo queriendo dedicarle un mereci-do espacio al autor y los personajes.

Porque, si hay que elegir un triunvirato de personajes, ciclos o sagas, que definan de forma absoluta la Fantasía Heroica clásica del siglo XX(no in-cluyo el XXI, donde Canción de Hielo y Fuego, de G.R.R. Martin en-traría por méritos propios), estos serían sin discusión -para mí, pero ima-gino que también para muchos- Conan, de  Robert E. Howard(1932) en primer lugar, y Elric, de Michael Moorckoc (1961) y Fafhrd y el Rato-nero Gris, de Fritz Leiber (1939) a continuación. Todos ellos han influido -en mayor o menor medida, eso sí podemos discutirlo- en el desarrollo de

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historias, enfoques o situaciones y patrones de los héroes imaginados más tarde. Pero si los dos primeros autores concibieron otros ciclos de per-sonajes  (¿menores…? dejémoslo en menos influyen-tes) enmarcados como fantasy, Leiber (que, como todos, se prodigó en otros géneros) únicamente aportó al género fantástico estos dos compañe-ros y amigos que se encuentran en  Lakhmar  y recorren Nehwon (“No cuando”, en inglés, leído al revés)… Pero una aportación nada insignificante:

Uno de los motivos (si no el primero) es-grimidos por  Leiber  para crear los personajes (junto a su compañero de instituto Harry Otto Fisher), fue disponer de  un par de héroes fan-tásticos menos individualistas,  más cercanos a hombres reales, que Conan el bárbaro o Tar-zán  (¡qué pensaría de alguien como  Elric de Melniboné…!  nacido más tarde), pero no pue-de sustraerse a cierta inspiración estereotipada. Asi,  Fafhrd (léase “Faferd”) es un bárbaro del norte que impone por su estatura (2`10 mts.), esbelto, cabellos largos de tonos rojizos (des-pués barba), y empuña un gran espadón al que llama “Bastón Gris“; mientras el Ratonero  es pequeño, de cuerpo infantil, astuto y guapo, ex-celente espadachín con un estoque fino y largo (realmente, una espada ropera de origen español, por lo indicado más adelante) al que llama “Escal-pelo” (“Garra de Gato” el puñal), y viste entero de gris, con ropas de fino corte. Sin embargo, poco antes de conocerse y ser marcados por la civili-zada  Lankhmar, el norteño era un romántico empedernido, que aprendía a entonar con voz atiplada como el trovador que pretendía ser; y su amigo no era Ratonero, sino Ratón, y aprendiz de mago… y alejado de ese cierto matiz de cinismo que aparenta. Juntos forman una pareja entraña-ble en las conversaciones y una fuerza imparable en acción, cuya simple visión embozados en una calleja oscura de la ciudad todos querrían evitar.

Son personajes que aportan frescura a la ac-ción. Pícaros y aventureros, expertos dominado-res de las artes necesarias para sobrevivir en un mundo de acción y necesidades, que desafían las reglas de convivencia de toda ciudad civilizada en un mundo imaginario situado entre la edad del hierro y el medievo. Jóvenes e inmaduros al inicio,

inexpertos en “lo civilizado” y sus relaciones, en sus estados de ánimo frente a los reveses en la vida, Leiber los lleva a evolucionar con el tiempo hasta alcanzar una madurez y personalidad signi-ficativas.

Lo más curioso es que sus aventuras prime-ras fueron independientes, tenidas en solitario y no como pareja, aunque a la par. Sólo después, con el paso de los años, en los ’60, con el éxito y recopilación editorial,Leiber  decide enlazar-las, y crea nuevos episodios de unión, o retoca los textos iniciales para hacerlos confluir en una cronología conjunta que, desde entonces, mar-ca los destinos de ambos y nos ha sido trasla-da. Por eso, una lectura secuencial de la serie puede resultar extraña, con altibajos en el estilo e intensidad de la narración; fruto -en ocasio-nes- de la gran distancia temporal que separa la concepción inicial de relatos contiguos (20 o más años, a veces), y podría hacer que más de un lector se sienta poco identificado con algún episodio, geniales algunos, más flojo el siguiente o anterior, por neófito o crepuscular… Recuer-do haber tenido esa sensación hace casi treinta años, cuando -ya devoto deHoward y Conan- accedí a ellos en la edición Fantasy, de Martínez Roca (con la misma “mano que mece la cuna” de-trás); comparé, y elegí; me decanté por el cimme-rio y el tejano, maestro precursor de laFantasía Heroica  clásica. Desde entonces, Leiber ocu-pa el tercer puesto en mi  ranking  particular, tras Moorcock. Los tres son reconocidos como los padres de la Fantasía Heroica  (o de  Es-pada y Brujería).

Este comentario, no obstante, no desmerece, sino ensalza, la obra deLeiber, maestro también de la  Ciencia Ficción  (El Gran Tiempo  ),  y el  Terror(Nuestra Señora de las Tinieblas), in-novador de historias, creador genial de sueños y personajes inolvidables, ganador de todos los pre-mios importantes (Hugo, Nébula, British, World Fantasy, Locus…). Hijo de actores y actor él mis-mo (el malvado inquisidor de El Halcón del Mar, de Errol Flynn, 1940), varios de sus relatos o no-velas tuvieron adaptación a la gran pantalla: Weird Woman (1940), Esposa Hechicera(Night of de Eagle, 1962, en España, Arde, Bruja, Arde), The Girl with the Hungry Eyes (1995).

Con Fafhrd y el Ratonero Gris se decanta por la aventura sin complicaciones; historias des-enfadadas repletas de fina ironía, menos oscuras que otras, por mucho que en ellas ronde la trage-dia o abunden monstruos y magia negra; tramas ligeras, menos complicadas que la de otros per-sonajes atormentados, aun cuando sea trágico el inicio de sus correrías:

Aventura llana y entretenimiento, al esti-lo pulp de la época, válidos para un juego de rol. No en vano, las aventuras fueronpensadas sobre un complejo juego de guerra ambientado en Ne-hwon, que después simplificaron en Lankhmar, para TSR, en 1976, que se convirtió en uno de los más llamativos e influyentes de la plataforma Dun-geons and Dragons.

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Junto a los caracteres principales, y sus pro-tectores (¿?) mágicos, Ningauble de los 7 ojos, y  Sheelba del Rostro sin Ojos, la principal aportación de  Leiber, a mi entender, es la pro-pia ciudad de Lankhmar, convertida en sí mis-ma en personaje indiscutible de la serie. Descrita como decadente y sórdida a partes iguales, cu-bierta permanentemente de niebla que impide ver las estrellas (“la Ciudad de los ciento cuarenta mil humos”), posee un entramado laberíntico de calles sinuosas con sugerentes nombres, donde pulula lo más granado de la baja sociedad: callejón Fosco, de los Huesos (bulevard de la Inmundicia), Callejón de la Muerte o  los Asesinatos, Avenida de los Ateos, Calle de los Dioses, de la Peste, Calle Barata, donde se en-cuentra el Gremio de los Ladrones, la Plaza de las Delicias Oscuras…

Según el propio  Leiber, está inspirada en la  Sevilla del S.XVI  que describe  Cervantes. En esa época, la ciudad era el puerto de España por donde entraba el oro de las Indias a rauda-les; pero la riqueza no llegaba al pueblo, sino a la clase dirigente, cuyo lujo y ostentación atraía a una multitud de personas que terminó conver-tida en los pícaros, pedigüeños y ladrones que recoge Cervantes en sus Novelas Ejemplares. Una de ellas, Rinconete y Cortadillo, retrata la vida de dos personajes jóvenes, pícaros y la-dronzuelos, que son también una posible base de nuestros protagonistas: Pedro del Rincón  y Diego

Cortado  llegan a Sevilla, donde desvalijan el dine-ro de muchos en base a su astucia y habilidad con las cartas; captados por la banda de Monipo-dio (una especie de “gremio de ladrones”), vivirán aventuras y desventuras entre ladrones y alguaci-les corruptos, matones, chulos y prostitutas, has-ta que, cansados de aquella vida, deciden regene-rarse. Los paralelismos con el encantador relato Aciago encuentro en Lankhmar (ganador de los premios  Hugo  y Nebula) son más que re-conocibles. En la ciudad existe una clase dirigen-te, un Gobernador y una nobleza ostentosa que apenas aparece en las historias, porque su ver-dadera estructura la conforman los Gremios, que dictan sus propias leyes y organizan la vida y comportamiento de sus habitantes: Gremio de Ladrones (con un rey a la cabeza), de Asesinos (incluido en la Hermandad de mismo nombre), Gremio de Mendigos, de Prostitutas, de Comer-ciantes de Granos, de los Brujos…

La edición del Primer Libro de Lankhmar, de Gigamesh, es impecable, siguiendo la este-la de las Obras maestras de la fantasía  de Orion/Millennium, en 2001; aunque personalmente me agrada más el formato de libros separados de Fantasy; pero son otros tiempos. Dispone de una nueva traducción, de Jesús Gómez, más agradable y amena que la anterior, y una excelente portada doble del admirado  Corominas, que permite su visión al completo al unir ambos libros. Sin res-tar méritos, hubiese preferido algo más de color en los personajes, que quedan algo difusos entre las sombras, en beneficio de un colorido general impactante; pero es una opinión personal. El di-seño de conjunto es inmejorable, pues incluye el lomo de ambos tomos unidos, con las siluetas de los protagonistas espalda contra espalda, como en el primer encuentro en Lankhmar que da inicio a su relación (la composición no puede reflejar la diferencia de tamaño entre ambos). El precio, aun-que elevado en inicio (30 €), no es caro, tenien-do en cuenta que incluye los 4 primeros libros de la serie, que por separad, hubiesen tenido un coste muy superior. Sólo echo en falta algo que considero imprescindible en este tipo de obras y hubiese supuesto la guinda de la edición, aña-diendo algo más de valor a quienes ya poseen las novelas en su formato anterior: un mapa de Ne-hwon, o mejor, Lhankmar, como el incluido arri-ba, extraído de los libros de juegos de rol, tan ofi-ciales como las novelas.

En cualquier caso, un libro altamente reco-mendable.

Para los interesados en localizar las diver-sas aventuras de los personajes, incluyo un mapa de  Nehwhon, realizado por  Patrick Maslen. Se puede encontrar con desarrollo sucesivo inte-ractivo, hasta alcanzar, por ejemplo, detalle de los distritos de  Lankhmar, en la página del autor, pulsando sobre la imagen. Un trabajo muy intere-sante:

Mapa de Lankhmar (Runequest)

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Texto: Robert E. HowardImagen cabecera: Restos de las murallas

de Constantinopla (Wikipedia).

La sombra deL buitre(the shadow of the VuLture)

Robert E. Howard

Han sido esos perros convenientemente vestidos y cebados?–Sí, Protector de los Creyentes.–Pues que los traigan y que se arrastren ante la presencia.

Y fue de aquel modo como los embajadores, pálidos tras los muchos meses de prisión, fueron conducidos ante el trono de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía, y el monarca más poderoso en un tiempo de monarcas poderosos. Bajo el gran domo púrpura de la sala real brillaba el trono ante el que temblaba el mundo entero... revestido de oro y con perlas incrustadas. La fortuna en gemas de un emperador adornaba el palio de seda del que colgaba una red de perlas brillantes rematada con un festón de esmeraldas. Aquellas joyas formaban como un halo de gloria por encima de la cabeza de Solimán. Sin embargo, el esplendor del trono palidecía ante la presencia de la centelleante silueta que en él se sentaba, ataviada de pedrerías y con un tur-bante cuajado de diamantes y rematado con una pluma de garza. Sus nueve visires se encontraban cerca del trono, en actitud humilde. Los soldados de la guardia imperial se alineaban ante el estrado... Solaks con armadura, plumas negras, blancas y escarlatas ondeando por encima de los dorados cascos.

Los embajadores de Austria se quedaron visiblemente impresionados... tanto más cuando habían tenido nueve largos meses para reflexionar en el siniestro Castillo de las Siete Torres que dominaba el Mármara. El jefe de los embajadores se tragaba la cólera y disimulaba el rencor que sentía bajo una máscara de sumisión... una extraña capa reposaba en los hombres de Ha-bordansky, general de Fernando, archiduque de Austria. Su cabeza, de duras facciones, parecía una incongruencia entre aquellos ropajes de seda brillante –un presente del despreciable sultán– que parecían más un disfraz, estirando el cuello mientras le llevaban ante el trono unos robustos jenízaros que le sujetaban firmemente por los brazos. Así se presentaban ante el sultán los enviados de los países extranjeros desde aquel lejano día en Kossova en que Milosh Kabilovitch, caballero de la mutilada Serbia, matase a Murad el Con-quistador con una daga oculta entre sus vestimentas.

El Gran Turco miró a Habordansky con poca consideración. Solimán era un hombre alto y delgado, de nariz fina y aguileña, de boca delgada y recta, cuya dureza apenas era ablandada por el colgante mostacho. La única seme-janza con la debilidad residía en el cuello delgado y notablemente largo, pero aquella aparente debilidad era desmentida por las duras líneas de su cuerpo delgado y por el brillo de sus ojos negros.

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séquito del general... o, más exactamente, a uno de los hombres. Aquel hombre era mucho más alto que cualquier otro que hubiera en la sala. Robusto. Llevaba desgarbadamente los ropajes turcos con que le habían disfrazado. El sultán hizo un gesto y le llevaron ante él, sólidamente sujeto por los soldados.

Solimán le consideró largamente. El traje tur-co y el voluminoso khalat no conseguían ocultar las duras marcas de su cuerpo firme y musculoso. Sus cabellos rojizos estaban cortados casi al rape; el rubio bigote caído enmarcaba un mentón deci-dido. Los ojos azules parecían extrañamente vela-dos; era como si aquel hombre se hubiera dormi-do en pie, con los ojos abiertos.

–¿Hablas turco? –preguntó el sultán.Solimán le hacía a aquel hombre el sorpren-

dente honor de dirigirse directamente a él. A pe-sar de toda la pompa de la corte otomana, el sul-tán aún conservaba algo de la naturalidad de sus ancestros tártaros.

–Sí, Su Majestad –respondió el franco.–¿Quién eres?–Me llamo Gottfried von Kaimbach.Solimán frunció el ceño. Inconscientemente,

sus dedos llegaron hasta su hombro donde, bajo la túnica de seda, pudo notar los labios de una vieja herida.

–Nunca olvido una cara. He visto la tuya antes de ahora... en circunstancias tales que se ha graba-do en mi memoria. Sin embargo, no consigo recor-dar cuáles fueron aquellas circunstancias.

–Estuve en Rodas –respondió el germano.–Hubo muchos hombres en Rodas –respondió

secamente Solimán.–En efecto –admitió von Kaimbach tranquila-

mente–. De L’Isle- Adam estuvo allí.Solimán se tensó y sus ojos brillaron al oír el

nombre del Gran Maestre de los Caballeros de San Juan, cuya encarnizada defensa de la ciudad de Rodas le había costado al turco sesenta mil hom-bres. Decidió, no obstante, que aquel franco no parecía lo bastante sutil como para que su obser-vación implicase alguna pérfida burla. Despidió a los embajadores con un gesto de la mano.

Había en él algo más que un rescoldo de san-gre tártara... un justo título, pues era tanto hijo de Selim el Cruel como de Hafsza Khatun, princesa de Crimea. Nacido para la púrpura, heredero de la mayor potencia militar del mundo, llevando el casco de la autoridad y envuelto en el manto del orgullo, no reconocía en nadie que estuviera por debajo de los dioses a su par.

Bajo su mirada de águila, el viejo Habordansky agachó la cabeza para disimular la rabia feroz que le brillaba en la mirada. Nueve meses antes, el ge-neral había llegado a Estambul como representan-te de su señor, el archiduque, con propuestas de tregua y para poder disponer libremente de la co-rona de hierro de Hungría, arrancada de la cabe-za del rey Luis, muerto en el sangrante campo de batalla de Mohacs, donde los ejércitos victoriosos del Gran Turco le habían abierto el camino que le conduciría directamente hacia Europa.

Otro embajador le había precedido... Jerónimo Lasczjy, conde palatino de Polonia. Habordansky, con la brusquedad de su raza, había reclamado la corona de Hungría para su señor, provocando con ello las iras de Solimán. Lasczky había pedido de rodillas la misma corona, como un mendicante, para entregársela a sus compatriotas en Mohács.

Lasczky había sido cubierto de honores, de oro y promesas de protección. A cambio, había te-nido que dar tales prendas que atemorizaban su alma de ladrón... vendiendo a los súbditos de su alianza para que fuesen convertidos en esclavos... abriendo la ruta al sultán a través de los territo-rios sometidos hasta conducirle al mismísimo co-razón de la Cristiandad.

Todo aquello había llegado a oídos de Ha-bordansky, que espumeó de rabia en la prisión a que le había enviado la feroz cólera del sultán. En aquellos momentos. Solimán miraba con desdén al viejo y fiel general. Prescindió de la formalidad ha-bitual de dirigirse a él por mediación de su Gran visir. Un turco de sangre real nunca habría reco-nocido que hablaba alguna de las lenguas francas, pero Habordansky entendía el turco. Las observa-ciones del sultán fueron breves y sin preámbulos.

–Informa a tu amo que ya estoy listo para vi-sitar sus tierras, y que si no quiere encontrarse conmigo ni en Mohács ni en Pest, yo mismo iré a buscarle a las murallas de Viena.

Habordansky se inclinó, sin responder, temien-do que su cólera explotase. Ante un gesto des-pectivo de la mano imperial, un oficial de la corte avanzó y le entregó al general una pequeña bolsa dorada con doscientos ducados. Cada miembro de su escolta, esperando pacientemente al otro lado de la sala, vigilados por las lanzas de los jení-zaros, fue recompensado del mismo modo.

Habordansky murmuró una frase de agrade-cimiento; sus manos nudosas se crispaban en el regalo con un inútil furor. El sultán sonrió ligera-mente, plenamente consciente de que el embaja-dor le habría tirado de buena gana las monedas a la cara... si se hubiera atrevido. Levantó la mano a modo de despedida, pero se detuvo súbitamente al dirigir la mirada a los hombres que formaban el

«Los embajadores de Austria se quedaron

visiblemente impresionados... tanto

más cuando habían tenido nueve largos meses para reflexionar en el siniestro Castillo de las Siete Torres que dominaba el Mármara»

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88 Weird Tales de Lhork

Empujados por los guardias, se alejaron de la Presencia, reculando, y el incidente concluyó. Los francos dejarían Estambul celosamente guardados y conducidos hasta la más próxima frontera del Imperio. La advertencia del turco no tardaría en llegar hasta el archiduque y, haciendo buen caso de ella, los ejércitos de la Puerta Sublime se pon-drían en marcha.

Los oficiales de Solimán sabían que el Gran Turco no se contentaría con poner a Zapoiya, aquel patán, en el conquistado trono de Hungría. Las ambiciones de Solimán abarcaban toda Euro-pa... todo aquel Frankistán testarudo que, durante siglos, no había hecho otra cosa que enviar hacia Oriente hordas que cantaban y saqueaban. Los pueblos de Oriente, de naturaleza inconstante y fantasiosa, habían parecido varias veces maduros para la conquista musulmana, y si bien nunca ha-bían logrado la victoria, tampoco habían sido con-quistados.

El mismo día en que los embajadores austría-cos dejaron Estambul, Solimán, meditando sobre su trono, levantó la cabeza de finas facciones y le hizo a su Gran visir un gesto con la mano. El visir se acercó confiado. El Gran visir siempre estaba seguro de la aprobación de su señor. ¿Acaso no era su compañero en la bebida y amigo de la infan-cia del sultán?

Ibrahim sólo tenía un rival que le disputara el favor de su amo... la joven rusa de cabellos rojizos, Khurrem la Alegre, la misma que toda Europa co-nocía como Roxelana. Los mercaderes de esclavos la habían arrebatado de casa de su padre, en Roga-tino, y había conseguido convertirse en la favorita del serrallo del sultán.

–Acabo de acordarme de dónde he visto a ese infiel–•dijoSolimán–.¿Teacuerdasdelaprimeracarga de los Jinetes en Mohács?

Ibrahim tembló ligeramente ante aquella men-ción.

–Oh, Protector de los Creyentes, ¿cómo po-dría olvidar el día en que un infiel vertió la divina sangre de mi amo?

–Pues recordarás que treinta y dos caballeros, los paladines de los nazarenos, cargaron impetuo-samente contra nosotros, aceptando cada uno de ellos el tener que dar su vida para acabar con mi noble persona. ¡Por Alá, cargaron como hombres que fueran a su boda! Sus potentes destreros y sus largas lanzas derribaban y atravesaban a cuan-tos querían frenarles; sus armaduras desbarataban el más fino acero. Pero cayeron cuando retumba-ron los fusiles de pedernal. Sólo quedaron tres a caballo... el caballero Marczali y dos compañeros de armas. Aquellos paladines segaron a mis solaks como si fueran trigo maduro... pero Marczali y uno de sus compañeros cayeron... casi a mis plantas.

Solimán siguió hablando.–Pero aún quedaba un jinete. El casco de vi-

sera se había caído de sobre su rostro y la sangre chorreaba por todas las junturas de su armadu-ra. Lanzó su caballo recto hacia mí, haciendo girar la espada con las dos manos. ¡Juro por la barba del Profeta que la muerte estuvo tan cerca de mí

que pude sentir en la nuca el ardiente aliento de Azrael! Su espada centelleó como un rayo y se abatió sobre mi casco... el golpe medio me aturdió y empecé a sangrar por la nariz... Pero desvió el golpe y la espada me hendió la coraza en el hom-bro y me hizo esta herida que hoy todavía, cuando llegan las lluvias, me sigue molestando. Los jeníza-ros que le rodeaban por todos lados cortaron los corvejones de su caballo y cayó a tierra al tiempo que el animal. Los solaks que habían sobrevivido me apartaron de la batalla. Entonces apareció el ejército húngaro. No pude ver lo que le ocurrió a aquel caballero. Pero hoy he podido volver a verle.

Ibrahim se sobresaltó y dejó escapar una ex-clamación de incredulidad.

–No, no puedo equivocarme... reconocí sus ojos azules. Cómo lo hizo, lo ignoro, pero sé que ese germano, Gottfried von Kaimbach, es el mis-mo caballero que me hirió en Mohács.

–Pero, Defensor de la Fe –protestó Ibrahim–, las cabezas de todos aquellos caballeros fueron empaladas ante tu real tienda.

–Y las conté y nada dije entonces para evitar que los hombres pensasen que debía hacer caer sobre ti mi cólera –respondió Solimán–. Había solamente treinta y una cabezas. La mayoría esta-ban tan mutiladas que apenas podía ver sus rasgos. Pero, de un modo u otro, ese infiel que fue capaz de herirme escapó de la matanza. Me gustan los hombres valientes, pero mi sangre no es lo sufi-cientemente vulgar como para un infiel pueda ver-terla con toda impunidad para que la laman los perros. Ocúpate de ello.

Ibrahim se inclinó respetuosamente y se retiró. Atravesó largos corredores y entró en una habita-ción embaldosada de azul; las ventanas, de arcadas de oro, daban a espaciosas galerías ensombreci-das por plataneros y cipreses, refrescadas por el borboteo del agua en fuentes de argentino sonido. Dio una orden y no tardó en reunirse con él Yaruk Khan, un tártaro de Crimea, una silueta impasible de ojos oblicuos, con una armadura de cuero laca-do y bronce pulido.

–Yaruk –dijo el visir–, ¿ha visto tu mirada vela-da por el koumis al germano, a ese hombre alto al

«El Gran Visir meditaba sombríamente, sentado en los cojines de seda, cuando la sombra de dos alas de

buitre se extendió sobre el suelo de mármol»

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89Weird Tales de Lhork

servicio del emir Habordansky... aquel cuya cabe-llera era tan roja como las crines de un león.

–Hablas de ese, noyon, al que llaman Gombuk.–El mismo. Lleva contigo un chambul de tus

perros y alcanza a los francos. Vuelve con ese hombre y serás ampliamente recompensado. Las personas de los embajadores son sagradas, así que este asunto no es oficial –comentó cínicamente.

–¡Oír es obedecer!Con un saludo tan profundo como el que hu-

biera concedido al mismísimo sultán, Yaruk Khan salió de la sala reculando, dejando en soledad al segundo personaje del Imperio.

Volvió unos días más tarde, manchado de ba-rro y agotado por la larga cabalgada, pero sin la presa. Ibrahim lanzó sobre él una amenazante mi-rada. El tártaro se postró ante los cojines de seda en los que se sentaba el Gran visir, en la sala azul de ventanas con arcadas de oro.

–Gran Khan, no dejes que tu cólera se abata sobre tu esclavo. ¡No ha sido culpa mía, te lo juro por las barbas del Profeta!

–Siéntate sobre los cuartos traseros y cuén-tame tu historia –ordenó Ibrahim con deferencia.

–Esto es lo que pasó, señor –empezó Yaruk Khan–. Partí al galope. Los francos y su escolta me llevaban una considerable ventaja, pues habían via-jado durante toda la noche sin detenerse. Sin em-bargo, conseguí alcanzarles al día siguiente, a me-diodía. ¡Más Gombuk ya no se encontraba entre ellos! Cuando me informé sobre él, el paladín Ha-bordansky, por toda respuesta, profirió una serie de juramentos tan sonoros como el estallido de un cañón. Les pregunté a algunos de los miembros de la escolta que hablaban el mismo lenguaje que esos infieles y supe cuánto había pasado. Sólo me gustaría que mi señor recordase que no hago más que repetir las palabras de los spahis de la escolta, que son hombres sin honor y que mienten como...

–Un tártaro –concluyó Ibrahim. Yaruk Khan re-cibió el cumplido con una amplia sonrisa parecida a la mueca de un perro; luego, prosiguió.

–Mira lo que me dijeron. Al alba, Gombuk separó su caballo de los demás y el emir Habor-dansky le preguntó la razón. Gombuk se echó a reír como hacen los francos – ¡ja, ja, ja!– y le con-testó: “¡Ha sido muy ventajoso servirte! He podi-do descansar durante nueve meses en una prisión turca y Solimán me ha dado un salvoconducto hasta la frontera. ¡Ya no tengo por qué acompa-ñarte!”. “Perro”, le contestó el emir. “Una guerra está a punto de empezar y el archiduque nece-sitará tu espada”. “¡Qué el Diablo se lleve al ar-chiduque!”, le respondió Gombuk. “Si Zapoiya es un perro por no haber intervenido en Mohács y haber permitido con ello que nos despedazaran, a nosotros y a nuestros aliados, Fernando no lo es menos. Cuando estaba sin blanca, puse mi espada a su servicio. Ahora que tengo doscientos duca-dos y estas ropas que puedo venderle a cualquier judío por un buen montón de monedas de plata, que el Diablo me lleve si vuelvo a desenvainar la espada por alguien mientras me quede un ducado. Pienso ir a la más próxima taberna cristiana; ¡tú y

el archiduque podéis iros al mismísimo Infierno!”. El emir le maldijo y le imprecó. Gombuk se alejó riendo –¡ja, ja, ja!– y cantando una canción sobre una cucaracha llamada...

–¡Basta!Los rasgos de Ibrahim estaban tan negros

como su rabia. Se tiró violentamente de la barba pensando que aquella alusión a Mohács confirma-ba las sospechas de Solimán. Aquel asunto de las treinta y una cabezas –cuando debían haber sido treinta y dos– era algo que ningún sultán turco olvidaría jamás. Personajes de alta alcurnia habían perdido el puesto... y la cabeza, por cuestiones más insignificantes. El modo que había tenido Soli-mán de comportarse demostraba su casi increíble indulgencia y consideración hacia su Gran visir; pero Ibrahim, pese a su vanidad, era un hombre perspicaz y no deseaba que ninguna sombra, ni la más ligera, se interpusiera entre él y su soberano.

–¿No podías seguir su pista, perro? –preguntó.–Por Alá –juró inquieto el tártaro– que iba a la

velocidad del viento. Franqueó la frontera lleván-dome varias horas de ventaja. Le seguí tanto como me atreví...

–Basta de excusas –le interrumpió Ibrahim–. Busca a Mikhal Agio y dile que venga.

El tártaro se fue dando las gracias. Ibrahim no solía ser tan tolerante cuando un hombre fracasa-ba en la misión encomendada.

El Gran Visir meditaba sombríamente, sentado en los cojines de seda, cuando la sombra de dos alas de buitre se extendió sobre el suelo de már-mol. La delgada silueta de aquel a quien había en-viado a buscar se inclinó ante él. El personaje cuyo solo nombre hacía temblar de horror a toda Asia occidental hablaba con voz dulzona y se movía con la ligereza de un gato; pero el mal absoluto de su alma se transparentaba en cada una de sus si-niestras facciones y hacía brillar sus ojos oblicuos y estrechos.

Era el líder de los akinji, jinetes crueles cuyas incursiones repartían el terror y la desolación por todas las regiones situadas más allá de las fronte-ras del Gran Turco. Llevaba la coraza y el casco recubiertos de gemas; las grandes alas de buitre habían sido fijadas a las hombreras de su cota de malla dorada. Aquellas alas se desplegaban al vien-to cuando lanzaba al galope su caballo; las sombras de la muerte y la destrucción se agazapaban bajo sus plumas. Era la punta de la cimitarra de Solimán, el más ilustre asesino de una nación de asesinos, quien se hallaba en presencia del Gran visir.

–No tardarás en preceder a los ejércitos de nuestro señor por las tierras de los infieles –le anunció Ibrahim– Recibirás la misma orden de siempre: golpear y no perdonar a nadie. Devasta-rás los campos y los viñedos de los cafaros, in-cendiarás sus aldeas, asaetearás a sus hombres y prenderás a sus mujeres. Las tierras que haya ante nuestros ejércitos victoriosos chillarán de dolor bajo tu talón de acero.

–Son noticias muy agradables de oír. Favorito de Alá– respondió Mikhal Oglu con su voz suave y delicada.

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90 Weird Tales de Lhork

–Sin embargo, hay una orden dentro de otra orden – prosiguió Ibrahim, mirando fijamente al akinji–. ¿Conoces al germano von Kaimbach?

–Sí... Gombuk, como le llaman los tártaros.–En efecto... Mi orden es la siguiente: sean

cuantos sean los que combatan o huyan, vivan o mueran... ese hombre no debe vivir. Búscale y des-enmascárale, esté donde esté, aunque tu búsqueda te lleve a las orillas del Rin. Cuando me traigas su cabeza, tu recompensa será tres veces tu peso en oro.

–Oír es obedecer, señor. Dicen que se trata del hijo errante de una noble familia germana rechaza-do por los suyos. Su pérdida sólo será lamentada por el vino y las mujeres. Hay quien afirma que fue en otros tiempos Caballero de San Juan antes de tener que dejar la Orden por sus borracheras y...

–Procura no subestimarle –cortó Ibrahim con tono severo–. Puede que sea un borracho, pero no se puede despreciar a un hombre que luchó al lado de Marczali. ¡No lo olvides!

–No habrá madriguera en la que pueda ocul-tarse para escapar de mí. Favorito de Alá –declaró Mikhal Oglu–. No habrá noche lo bastante oscura, ni bosque lo bastante espeso como para ocultarle. Si no te traigo su cabeza, que él te envíe la mía.

–¡Basta! –dijo Ibrahim con una sonrisa, tirán-dose de la barba de contento–. Puedes retirarte.

La siniestra silueta de alas de buitre salió de la sala azul con paso ligero y silencioso. Ibrahim no tenía la menor duda de que acababa de dar los primeros pasos de una lucha encarnizada que se desarrollaría durante años y en países lejanos... una guerra feroz y cruel cuyos negros torbellinos cubrirían los tronos, los reinos y a las mujeres de roja cabellera más bellas que las llamas del Infier-no.

* * *

En una pequeña choza de techo de caña, en una aldea situada en las proximidades del Danubio, sonoros ronquidos se elevaban del camastro de paja en que yacía una forma envuelta en una capa hecha jirones. Era el paladín Gottfried von Kaim-bach que dormía el sueño de la inocencia y del ale . El jubón de terciopelo, los bombachos de seda, el khalat y las botas de ante, regalos del desdeñoso sultán, no se veían por ninguna parte. El paladín llevaba un justillo de cuero ajado y una herrum-brosa cota de malla. Unas manos le sacudieron y le sacaron del sueño. Juró en tono somnoliento.

–¡Despiértate, señor! ¡Oh, despiértate buen caballero... puerco... perro! ¿Vas a levantarte de una maldita vez?

–Échame de beber, tabernero –murmuró el hombre todavía sumido en el sueño–. ¿Qué... quién...? ¡Ojalá y te muerdan los perros, Ivga! No me queda ni un solo aspro... ni una moneda. Se buena chica y déjame dormir.

La joven empezó a sacudirle y a moverle por los hombros.

–¡Oh, qué zafio! ¡De pie, te digo! ¡Y coge la pica! ¡Se está preparando algo!

–Ivga –musitó Gottfried apartándola–. Llévale al judío mi casco. Te pagará lo suficiente para que podamos emborracharnos de nuevo.

–¡Imbécil! –gritó la joven, desesperada–. ¡No es dinero lo que quiero! ¡Todo el Este está en lla-mas y nadie sabe la razón!

–¿Ha dejado de llover? –preguntó von Kaim-bach, prestando, finalmente, cierto interés a lo que pasaba a su alrededor.

–Dejó de llover hace horas. Todavía puedes oír como gotea el chamizo. Toma la espada y sal a la calle. Todos los hombres de la aldea están borra-chos perdidos, gracias a tus últimas monedas de plata, y las mujeres no saben ni qué pensar ni qué decir. ¡Ah!

Aquella exclamación salió de sus labios al tiempo que un extraño brillo aparecía súbitamen-te, reluciendo a través de las fisuras de las pare-des de la cabaña. El germano se puso en pie con un movimiento incierto, se ajustó rápidamente el cinto con que sujetaba la gran espada y se caló el abollado casco. Siguió a Ivga a la calle. Era una joven delgada. Descalza, llevaba por todo vestido un corto traje parecido a una túnica, cuyos largos desgarrones dejaban ver una buena extensión de carne blanca y reluciente.

La aldea parecía muerta e inanimada. No ha-bía luz en ninguna parte. El agua caía gota a gota de los alerones de caña de los tejados. Los char-cos embarrados dispersos por la calle espejea-ban sombríamente. El viento suspiraba y gemía de forma extraña a través de las ramas negras y húmedas por la lluvia de los árboles que rodea-ban la aldehuela, como una tenebrosa muralla. Al sudeste, alzándose hacia un cielo plomizo, una luz púrpura y macilenta rasgaba las nubes frías y hú-medas. Lloriqueando, Ivga se refugió en los brazos del germano.

–Voy a decirte lo que es eso, Ivga –le dijo a la joven observando fijamente el rojizo brillo del cielo–. Son los demonios de Solimán. Han atrave-sado el rio y están incendiando las ciudades. Ya he visto antes esos reflejos en el cielo. De hecho, es-peraba que todo esto hubiera pasado antes, pero esas satánicas lluvias que nos han anegado durante semanas deben haberles hecho retrasar el ataque. Sí, son los akinji, y no se detendrán a este lado de Viena. Escucha, vas a ir aprisa y sin hacer ruido hasta el establo que hay detrás de la cabaña y me traes mi semental gris. Vamos a deslizamos como ratas a través de esos demonios. Mi caballo podrá llevarnos a los dos sin esfuerzo.

–¡Pero los demás habitantes de la aldea...! –so-llozó Ivga retorciéndose las manos.

–¡Bueno –dijo von Kaimbach–, que Dios les conceda el descanso a sus almas! Los hombres se bebieron mi ale de buena gana y las mujeres fue-ron bastante cariñosas... pero, por los cuernos de Satanás, ¡ese matalón gris no puede llevar a lomos toda una aldea!

–¡Vete tú si quieres! – replicó la joven–. ¡Yo me quedo para morir con los míos!

–Los turcos no te matarán –la hizo ver el ger-mano–. Te venderán a algún viejo mercader de Es-

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tambul, gordo y grasiento, que no hará otra cosa que pegarte. Yo no pienso quedarme aquí para que me corten la garganta, y tú...

Un grito horrible de la joven le hizo interrum-pir el discurso. Se volvió vivamente y vio el más abyecto terror en los ojos desorbitados de Ivga. En el mismo momento, una choza, al otro lado de la aldea, se derrumbó presa de las llamas; las cañas húmedas ardían lentamente. Un concierto de gri-tos y aullidos feroces siguió a la exclamación de la joven. A la luz de las llamas había siluetas que bailaban y gesticulaban salvajemente. Gottfried es-crutó las sombras y vio formas que escalaban y cubrían la pequeña muralla de lodo que la ebrie-dad y la negligencia de los aldeanos habían dejado desamparada.

–¡Maldición! –gruñó–. Esos condenados ya es-tán aquí. Se han acercado a la ciudad amparados por las sombras... ¡Deprisa, sígueme!

Agarró la blanca muñeca de la joven para arras-trarla tras él. La joven gritaba y se debatía, inten-tando soltarse, arañándole como un gato salvaje, loca de miedo. En aquel preciso instante, el muro de adobe se derrumbó muy cerca de ellos. Cedió al recibir el impacto de una veintena de caballos; sus jinetes se lanzaron al galope por las callejas de la condenada aldea. Sus siluetas se recortaban nítidamente sobre el creciente resplandor del in-cendio. Las cabañas ardían por doquier; los gritos se alzaban mientras los invasores sacaban de las casas a las mujeres y a los hombres para rebanar-les el cuello. Gottfried vio las delgadas siluetas de los jinetes, el brillo de las llamas reflejándose en las corazas; vio las alas de buitre en los hombros del que iba el primero. Reconoció a Mikhal Oglu y vio cómo se alzaba en la silla y se lo señalaba a sus hombres con el dedo.

–¡Matadle, perros! –aulló el akinji. Su voz ya no era suave, sino estridente como el chirrido de un sable al ser desenvainado–. ¡Es Gombuk! ¡Qui-nientos aspros al hombre que me traiga su cabeza!

Lanzando un juramento, von Kaimbach se lan-zó hacia las sombras de la cabaña más próxima, arrastrando con él a la joven que no dejaba de gritar de miedo. En el momento en que saltaba, es-

cuchó el chasquido seco de la cuerda de un arco. Ivga soltó un ronco lamento y se derrumbó floja-mente a los pies del germano. A la macilenta luz del incendio, vio el extremo emplumado de una flecha que aún temblaba por debajo del corazón de la joven. Con un sordo lamento, se volvió para enfrentarse a sus asaltantes, como un oso feroz rodeado de cazadores y dispuesto a librar un úl-timo combate. Permaneció en la misma postura durante unos instantes, con las piernas separa-das, aspecto feroz, agarrando la inmensa espada con ambas manos. Luego, como un oso que evi-ta combatir con los cazadores, dio media vuelta y huyó, rodeando la cabaña. Las flechas silbaban a su alrededor; algunas rebotaron en las mallas de su cota. No hubo disparos. La cabalgada a través del bosque rezumante de lluvia había mojado las cazoletas de pólvora de los akinji.

Von Kaimbach rodeó la casucha, atento a los fe-roces aullidos que se oían tras él. Alcanzó la cuadra donde se hallaba su semental gris. Justo cuando llega-ba a la puerta, alguien gruñó como una pantera des-de las sombras y se abrió paso hacia él ferozmente. Detuvo el golpe alzando la espada y contraatacó con toda la fuerza de sus poderosos hombros. La larga espada se abatió y rebotó sobre el pulido casco del akinji para atravesar las mallas del jubón. Cortó el brazo del hombre a la altura del hombro.

El musulmán se derrumbó con un gemido y el germano saltó por encima de la forma postrada sobre el suelo. El semental gris, loco de terror y excitación, relinchó estridentemente y se encabri-tó al tiempo que su dueño le saltaba a los lomos. No tenía tiempo de ensillar y embridar al animal. Gottfried clavó las espuelas en los estremecidos flancos del potente animal. Franqueó la puerta con la velocidad del rayo, derribando hombres a izquierda y derecha como si fueran simples bolos. El germano lanzó al caballo al galope hacia espacio abierto, iluminado por las llamas del incendio, en-tre las cabañas ardientes. El semental pisoteó los cuerpos que se encogían en el suelo, agitando a su jinete de la cabeza a los pies mientras franqueaba rápidamente los pantanos de agua enlodada.

Los akinji corrieron hacia el caballero fugitivo, disparando flechas y aullando como lobos. Los que iban montados se lanzaron tras él y los que aún estaban a pie echaron a correr hacia la mura-lla donde dejaron sus monturas.

Las flechas silbaban alrededor de la cabe-za de Gottfried mientras guiaba a su corcel ha-cia el muro del oeste, que aún se alzaba en pie... y que era la única vía de escape que le quedaba. Era correr un riesgo inmenso, pues el terreno era resbaladizo y traidor y el caballo nunca había in-tentado un salto como aquel. Gottfried retuvo el aliento al sentir que el gran cuerpo que había bajo él tomaba impulso y se tensaba en plena carrera afrontando un salto casi imposible. Luego, con una torsión inconcebible de sus poderosos tendones, el semental saltó y franqueó el obstáculo con una escasa pulgada de margen.

Los perseguidores lanzaron aullidos de sorpre-sa y rabia y tiraron de las riendas de sus corceles.

«El viento suspiraba y gemía de forma extraña a través de las ramas negras y húmedas por la lluvia de los árboles que rodeaban la aldehuela, como una

tenebrosa muralla»

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92 Weird Tales de Lhork

Aquellos hombres eran jinetes excelentes; pero no se atrevieron a intentar un salto tan peligroso. Perdieron un tiempo precioso buscando puertas o brechas en el muro de tierra. Cuando al fin sa-lieron de la aldea, el bosque sombrío y susurrante, húmedo y chorreante de agua, se había tragado a su presa.

Mikhal Oglu juraba como un demonio. Con-fiando el mando de sus akinji a su lugartenien-te, Othman, y tras dar instrucciones de matar a todos los habitantes de la aldea, partió en busca del fugitivo, siguiendo su pista por los enlodados senderos del bosque a la luz de antorchas. Estaba decidido a atrapar a aquel hombre aunque la caza le llevase ante los muros de Viena.

Pero tal no era la voluntad de Alá y Mikhal Oglu no atrapó al germano en el bosque sombrío y rezumante de agua. Gottfried von Kaimbach co-nocía la región mejor que sus perseguidores; a pe-sar de su ardor, no tardaron estos en perder su pista en las tinieblas.

El alba encontró a Gottfried avanzando por un país devastado y golpeado por el terror. Las llamas de un mundo ardiente iluminaban el horizonte, desde el este hasta el sur. La llanura estaba cuajada de fugitivos, titubeantes bajo el pesado fardo de sus irrisorias pertenencias, empujando ante ellos un ganado mugiente y atemorizado, como si fue-ran gente huyendo del fin del mundo. Las torren-ciales lluvias que habían dado una falsa promesa de seguridad no eran capaces ya de retener el inexorable avance de los ejércitos del Gran Turco.

Con un cuarto de millón de hombres, el sultán destruía las marcas orientales de la Cristiandad. Mientras Gottfried había estado de parranda en las tabernas de las ciudades aisladas, emborra-chándose con el dinero regalado por el sultán, Pest y Buda habían caído. Los soldados germanos que defendían la última de aquellas ciudades ha-bían sido masacrados por los jenízaros, pese a la promesa de Solimán de perdonarles... Solimán, al que los hombres llamaban el Generoso.

Mientras Fernando, los nobles y los arzobispos se querellaban en la Dieta de Espira, sólo los ele-mentos parecían luchar en favor de la Cristiandad.

La lluvia caía a mares; los turcos avanzaban penosamente pero con obstinación, pese a los ríos desembocados que transformaban llanuras y bosques en pantanos llenos de barro. Se ahoga-ban en las aguas de los tumultuosos ríos salidos de su cauce y perdían enormes cantidades de mu-niciones, vituallas y equipo cuando se hundían sus barcos, se derrumbaban los puentes y sus carros se atascaban. Pero, sin embargo, no dejaban de avanzar, empujados por la implacable voluntad de Solimán. En aquellos momentos, en aquel mes de setiembre de 1529, pisoteando los escombros de Hungría, los turcos se abalanzaban sobre Europa mientras los akinji –los Devastadores– asolaban el país, como un viento furioso que precediera a la tormenta.

Todo aquello lo supo Gottfried en parte gra-cias a los fugitivos mientras guiaba su extenuado caballo hacia la ciudad, el único refugio posible

para aquellos millares de seres agotados. Tras él, el cielo se teñía de rojo por las llamas; el viento llevaba débilmente hasta sus oídos los gritos de los desgraciados que eran masacrados por los akinji. A veces, incluso podía ver las masas negras y hormigueantes de los crueles jinetes. Las alas del buitre se extendían horriblemente sobre aquella región mutilada; su sombra recubría Europa en-tera. El Destructor surgía de nuevo del Oriente misterioso de sombras azuladas, como sus herma-nos lo habían hecho antes que él... Atila... Subotai...Bayazid...Mohammed el Conquistador. Sin embar-go, nunca antes una tormenta como aquella había amenazado Europa.

Ante las desplegadas alas del buitre, el cami-no se cubría de fugitivos gimientes. A sus espaldas, roja y silenciosa, se extendía una ruta sembrada de cuerpos mutilados que ya no podían gemir. Los asesinos se encontraban a menos de media hora de camino cuando Gottfried von Kaimbach, a lo-mos de su extenuado corcel, franqueó las puertas de Viena. Desde hacía varias horas, todos los que se amontonaban en las murallas estaban oyendo los lamentos que el viento llevaba hasta ellos lúgu-bremente. Ya podían ver a lo lejos cómo el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas mientras los jinetes al galope se lanzaban desde las colinas has-ta la llanura que rodeaba la ciudad. Vieron que las espadas resplandecían como guadañas entre trigo maduro.

Von Kaimbach entró en una ciudad en ebulli-ción. Los habitantes gritaban y se amontonaban alrededor del conde Nikolás Salm, el viejo guerre-ro de setenta años, quien estaba encargado de la guarnición de Viena, y de sus oficiales, Roggeden-drof, el conde Nikolás Zrinyi y Paúl Bakics.

Salm trabajaba movido por un ansia frenética, haciendo derribar las casas próximas a las mura-llas y utilizando sus materiales para consolidar los muros, antiguos y poco consistentes. En ningún lugar su espesor sobrepasaba los seis pies; nume-rosos paneles estaban rajados y amenazaban con derrumbarse. La empalizada exterior era tan frágil que la habían bautizado como Stadzaun... el seto de la ciudad.

«Aquellos demonios llegaban a millares.

Franquearon la cresta de las colinas para lanzar sus caballos a la bajada de las

pendientes y arrojarse contra la ciudad, en grupos

desordenados...»

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Sin embargo, bajo la frenética dirección del conde Salm, los galvanizados defensores habían edificado un nuevo muro, de veinte pies de alto, que llegaba desde la puerta de Stuben a la de Kar-nthner. Fosos, al lado de los antiguos, fueron exca-vados y nuevas murallas fueron construidas desde el puente levadizo hasta la Puerta de Salz. Las vigas fueron arrancadas de los tejados para disminuir los riesgos de un incendio y los adoquines levan-tados para aligerar el impacto de los cañonazos.

Los alrededores de la ciudad fueron desalojados. Habían sido incendiados para que no sirvieran de refugio a los asaltantes. Durante todos aquellos pre-parativos, incluso cuando los akinji llegaron al galope, hubo incendios declarándose por toda la ciudad, lo que añadió mayor confusión a la ya reinante.

¡Era como el infierno y el caos! En medio de aquel tumulto, cinco mil desafortunados civiles –viejos, mujeres y niños– fueron implacablemente rechazados por las puertas y dejados a su suerte. Sus gritos, cuando los akinji cayeron sobre ellos para hacerles pedazos, enloquecieron de terror a los que habíanse refugiado tras las murallas.

Aquellos demonios llegaban a millares. Fran-quearon la cresta de las colinas para lanzar sus caballos a la bajada de las pendientes y arrojarse contra la ciudad, en grupos desordenados, como buitres que se reunieran alrededor de un camello moribundo.

Menos de una hora después de la primera oleada de atacantes, no quedaba ni un solo cris-tiano vivo más allá de las murallas salvo aquellos que, sujetos con cuerdas atadas a los pomos de las sillas de los caballos, corrían como condenados para no caer y ser arrastrados hasta morir.

Los salvajes jinetes galoparon alrededor de las murallas, aullando y disparando flechas. Los hombres apostados en las torres reconocieron al terrible Mikhal Oglu gracias a las alas de la cora-za. Observaron que iba de un montón a otro de cadáveres, examinándolos con avidez. Tirando de las riendas de su caballo, miró interrogativamente hacia los Parapetos.

Mientras tanto, procedente del oeste, un gru-po de mercenarios germanos y españoles se había conseguido abrir camino a través de las filas de los despiadados akinji.

Entraron en la ciudad entre las aclamaciones de la multitud. Felipe Palgrave marchaba a su ca-beza.

Gottfried von Kaimbach, apoyándose en la espada, les observó al pasar. Portaban centellean-tes corazas y cascos con cimeras adornadas con plumas; largos mosquetes colgaban de sus hom-bros; pesadas espadas de dos manos se ceñían con correas a sus espaldas recubiertas de acero. Gottfried contrastaba con ellos vivamente, pues su cota de malla estaba oxidada, su equipo pasado de moda, cogido un poco por doquier, mal atavia-do... parecía ser alguna forma surgida del pasado, herrumbrosa y macilenta, que observase el avance de una nueva generación, más brillante. Sin embar-go, Felipe le reconoció y le saludó cuando la co-lumna pasó junto a él.

Von Kaimbach se dirigió hacia las murallas, donde los cañoneros tiraban con parsimonia con-tra los akinji, que mostraban cierta disposición para lanzarse al asalto de las murallas y lanzaban cuerdas con nudos corredizos hacia los morlo-nes del parapeto. Pero, mientras avanzaba hacia su destino, se enteró de que Salm estaba reclutando nobles y soldados para cavar fosas y emplearles en nuevos trabajos de parapetaje. Busco refugio en una taberna a cuyo tabernero, un valaquio pa-tizambo, obligó a fiarle. Empezó a beber y, al poco, estaba en un estado que nadie habría sido capaz de pedirle que ayudase a nada.

Cañonazos, detonaciones y gritos llegaban hasta sus oídos, pero les concedía poca atención. Sabía que los akinji, una vez acabada la masacre, seguirían su camino para asolar la región que se extendía más allá de la ciudad. Supo, por las con-versaciones de los clientes de la taberna, que Salm tenía veinte mil piqueros, dos mil jinetes y mil voluntarios –estos últimos, todos vieneses– que oponer a las armadas de Solimán, así como setenta piezas de artillería... cañones, bombardas y culebrinas.

Las noticias sobre los efectivos del Gran Turco helaban de terror todos los corazones... excepto el de von Kaimbach. A su modo, era un fatalista. Sin embargo, descubrió algo de su desaparecida con-ciencia en el ale; poco después, meditaba sobre las personas a quienes aquellos malditos vieneses ha-bían expulsado y condenado a una muerte atroz. Cuanto más bebía más melancólico estaba; lágri-mas de embriaguez goteaban de las puntas de su caído mostacho.

Con un movimiento incierto, finalmente, se levantó y agarró la larga espada con la confu-sa intención de retar a duelo al conde Salm por aquel asunto. Concluyó con unos mugidos con las inoportunas reclamaciones del valaquio y salió a la calle dando tumbos. Las torres y los campana-rios se agitaban vertiginosamente ante sus propios ojos; todo el mundo le empujaba y le echaba a un lado mientras corrían en todas direcciones. Feli-pe Palgrave surgió ante él con un chasquido de la armadura; las caras morenas y delicadas de sus españoles contrastaban sorprendentemente con los rasgos duros y rubicundos de los lansquenetes.

–¡Qué vergüenza, von Kaimbach! –dijo Felipe severamente–. Los turcos están a la puerta y tú ocultas la jeta dentro de un cubilete de ale .

–¿De qué jetas y de qué cubiletes de ale estás hablando? –preguntó Gottfried, titubeando y des-cribiendo un semicírculo errático al tiempo que intentaba desenvainar la espada–. ¡Qué el Diablo te lleve, Felipe! Te voy a abrir el cráneo por lo que acabas de decir...

Palgrave ya había desaparecido. Gottfried se encontró al fin sobre la Torre de Karnthner, aun-que no era capaz de recordar cómo había llega-do hasta allí. Lo que vio le despejó de forma in-mediata. Los turcos estaban efectivamente a las puertas de Viena. La llanura estaba recubierta de tiendas... treinta mil, afirmaban algunos, jurando que, desde lo más alto del orgulloso campanario

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de la catedral de San Esteban, un hombre no podía ver dónde acababa el campamento. Cuatrocientos navíos otomanos se balanceaban en las aguas del Danubio. Gottfried escuchó como los hombres maldecían a la flota austríaca, anclada e inmovili-zada pues sus marineros, que llevaban ya mucho tiempo sin recibir el sueldo, se habían negado a efectuar las maniobras de desatraque. También se enteró que Salm no había respondido a la oferta de rendición de Solimán.

En aquel momento, en parte para demostrar su poder y en parte para impresionar por el te-rror a los cafaros, el Gran Turco dio orden a su ejército de ponerse en marcha. Sus soldados avan-zaron en cerradas y ordenadas columnas desfilan-do ante los muros de la antigua ciudad antes de empezar con el asedio propiamente dicho. Aquel espectáculo bastaba para impresionar al más va-liente de los hombres. El sol, descendiendo len-tamente por el horizonte, hacía brillar los cascos pulidos, las guardas adornadas con joyas de los sa-bles, las puntas de las lanzas. Era como si un río de centelleante acero se desbordara lentamente, de un modo terrible, frente a las murallas de Viena.

Los akinji, que habitualmente formaban la van-guardia del ejército, habían seguido su camino. En su puesto cabalgaban los tártaros de Crimea, incli-nados en sus sillas de pomo puntiagudo y riendas estrechas. Sus cabezas de gnomo iban protegidas por cascos de hierro; sus cuerpos magros se re-vestían con corazas de bronce y petos de cuero lacado. Tras ellos avanzaban los azabs, la infantería irregular, kurdos y árabes en su mayor parte, for-mando un grupo abigarrado y salvaje. Luego, sus hermanos, los delis, los descerebrados, hombres feroces a lomos de poneys robustos, fantástica-mente adornados con pieles y plumas. Los jinetes llevaban bonetes y capas de piel de leopardo; los largos cabellos les caían desgreñados y grasientos sobre los hombros y, por encima de las barbas trenzadas, les brillaban unos ojos que mostraban la locura del fanatismo y del bhang .

Les seguía el grueso del ejército. Primero, los beys y los emires con sus propios hombres... jine-tes e infantes de los feudos de Asia Menor. Luego, los spahis, la caballería pesada, sobre magníficos sementales. Y, por último, la verdadera fuerza del imperio turco... la más terrible organización militar del mundo... los tan temidos y odiados jenízaros.

Los hombres les escupieron desde las murallas, movidos por negro furor, al reconocer en ellos a miembros de su propia raza. Pues los jenízaros no eran turcos. Salvo pocas excepciones –cuando sus padres turcos conseguían colar a sus hijos entre aquellas terribles legiones para ahorrarles la vida agotadora del campesinado–, aquellos hombres eran hijos de cristianos... griegos, serbios, húnga-ros... educados desde la infancia e instruidos en el arte militar para poder engrosar las huestes del Islam. Y los jenízaros no reconocían más que a un solo amo, el sultán, y un solo oficio... masacrar.

Sus imberbes facciones contrastaban vivamen-te con las de sus amos. Muchos tenían los ojos azules y cabellos rubios. Pero en la cara de todos

ellos se podía leer la implacable ferocidad de su tarea... aquella para la que habían sido educados. Bajo sus mantos de color azul oscuro brillaban las más finas cotas de malla; muchos de ellos llevaban cascos de hierro bajo sus curiosos sombreros al-tos y puntiagudos, de los que colgaba una pieza de tela, blanca y similar a la manga de un vestido, por la que pasaba una argolla de cobre. Largas plumas de aves del paraíso adornaban igualmente los cu-riosos tocados.

Además de las cimitarras, pistolas y dagas, cada jenízaro llevaba al hombro un mosquete. Los ofi-ciales llevaban al alcance de la mano un pequeño recipiente con brasas para encender las mechas. Recorriendo aquellas huestes rápidamente, los derviches iban y venían, vestidos solamente con kalpaks de piel de camello y extraños faldellines verdes con perlas de ébano, exhortando a los Cre-yentes. Músicos militares –un invento turco– avan-zaban al lado de las columnas entre el estallido de los timbales y la melopea de los laúdes. Por enci-ma de aquel océano que se enfurecía lentamente, flotaban y ondeaban las banderas... el estandarte púrpura de los spahis, la blanca bandera de los je-nízaros con un sable de oro de doble hoja, y los estandartes con colas de caballo de los grandes dignatarios... siete el sultán, seis el Gran Visir, tres el agha de los jenízaros. Solimán demostraba su potencia de aquella manera ante las consternadas miradas de los cafaros.

Pero la mirada de von Kaimbach se fijaba en otra cosa: en los grupos que penaban por poner a punto la artillería del sultán. Sacudió la cabeza con estupor.

–¡Medias culebrinas, falcones y falconetes! –gruñó–. ¿Dónde diablos está toda esa artillería de la que el sultán está tan orgulloso?-

–¡En el fondo de Danubio! – respondió un piquero húngaro con una mueca feroz, acompa-ñando la respuesta con un salivazo–. Wulf Hagen consiguió hundir esa parte de la flota del sultán. El resto de su artillería real se ha entrampado en las llanuras, dicen, a causa de las lluvias.

Una ligera sonrisa erizó los bigotes de Gott-fried.

–¿Qué promesa le ha hecho Solimán a Salm?–Qué desayunará en Viena pasado mañana... el

día veintinueve.Gottfried sacudió la cabeza lentamente.

* * *

El asedio comenzó entre el gruñido de los ca-ñones, el silbido de las flechas y las terribles salvas de los mosquetes. Los jenízaros cargaron contra las afueras en ruinas de la ciudad, donde inmensos pedazos de pared todavía en pie ofrecían un cier-to abrigo. Poco después del alba, avanzaron en or-den, cubiertos por tropas irregulares y precedidos por una andanada de flechas incendiarias.

En una de las torretas del muro amenazado, apoyado en la gran espada y retorciéndose el mostacho pensativamente, Gottfried von Kaim-bach observaba cómo se llevaban a un artillero de

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Transilvania; su cerebro rezumaba por un agujero en la sien. Un mosquete turco había hablado muy cerca de las murallas.

La artillería de campaña del sultán aullaba, como perros de roncos ladridos, haciendo volar fragmentos de piedra de los parapetos. Los jení-zaros avanzaban, ponían una rodilla en tierra, dis-paraban y recargaban mientras volvían a avanzar. Las balas golpeaban en los merlones y rebotaban, silbando rabiosas por encima de las cabezas de los defensores. Un proyectil se estrelló en la cota de malla de Gottfried, arrancándole un furioso gruñi-do. Volviéndose hacia el cañón cuyo servidor ha-bía sido muerto, tuvo ocasión de ver una silueta pintoresca e inesperada inclinada sobre la enorme culata. Era una joven vestida de un modo increíble. Pero von Kaimbach estaba acostumbrado a la ex-travagancia indumentaria de las jóvenes elegantes del reino de Francia. Era alta, magnífica y, aunque delgada, de una fortaleza enorme.

Por debajo de un casco de acero escapaban unos cabellos rebeldes que la caían sobre unos hombros anchos como una cascada de oro rojizo centelleando al sol. Altas botas de cuero cordobés le llegaban hasta la mitad del muslo y en ellas lle-vaba introducidos los anchos pantalones.

Llevaba una fina coraza anillada, de fabricación turca, metida por entre los pantalones. El delgado talle era ceñido por un ancho cinturón de seda verde en el que llevaba cruzadas dos pistolas y una daga y del que colgaba un largo sable de Hungría. Una capa escarlata colgaba indolentemente de sus hombros. Aquella sorpréndete silueta inclinada so-bre el cañón estaba apuntando –con gestos que indicaban algo más que una familiaridad pasajera– hacia un grupo de turcos, ocupados en maniobrar la cureña de un cañón, para ajustar el tiro.

–¡Eh, Sonya la Roja! –gritó un soldado agitando la Pica–. ¡Mándalos al infierno!

–¡Confía en mí, camarada! –replicó la joven aproximando la mecha inflamada al orificio de la culata–. Aunque habría preferido tener a Roxelana por blanco...

Una terrible detonación cubrió sus palabras; un torbellino de humo cegó a todos los que en-contraban en la torreta. El terrible retroceso del cañón, cargado hasta la misma boca, proyectó ha-cia atrás a su servidora. La joven cayó de espaldas, pero no tardó en levantarse, como un muelle, para precipitarse hacia los miradores de la muralla. Atisbo ávidamente a través de las nubes de humo. Cuando se disipó, reveló los restos sanguinolen-tos de los cañoneros turcos. La enorme bala, más grande que la cabeza de un hombre, se había es-trellado en el centro del grupo que maniobraba el falconete. Sus servidores yacían por el suelo, con el cráneo hecho papilla por el impacto o el cuer-po destrozado por los fragmentos de acero de su reventado cañón. Alegres exclamaciones se alza-ron desde los torreones. La joven llamada Sonya la Roja lanzó un aullido de sincera alegría y esbozó unos cuantos pasos de un baile cosaco.

Gottfried se acercó contemplando con una admiración sin disimulos el espléndido movimien-

to de los senos de la joven bajo la ligera cota de mallas, la curvatura de sus anchas caderas y sus miembros redondos. Tenía la misma postura que un hombre, orgullosamente plantada, con las pier-nas separadas y los pulgares metidos en el cintu-rón. Sin embargo, todo proclamaba en ella que se trataba de una mujer. Echóse a reír cuando le vio. Gottfried notó lleno de fascinación las luces que brillaban en sus ojos y el color que cambiaba de un momento a otro. La joven se echó hacia atrás las rebeldes mechas del cabello con una mano manchada de pólvora. A von Kaimbach le sorpren-dió ver el color claro y rosado de su piel allí don-de no estaba sucia.

–¿Por qué lamentaste no tener a Roxelana como blanco? –preguntó.

–¡Porque esa gata es mi hermana! –respondió Sonya. En aquel instante, un grito poderoso tronó por encima de las murallas. La joven se sobresal-tó, como una bestia salvaje, y sacó vivamente la espada como si se tratase de un largo relámpago de plata.

–¡Ese grito! –exclamó–. ¡Los jenízaros!Gottfried se precipitó hacia el parapeto. Tam-

bién él había escuchado antes el terrible aullido, capaz de helar la sangre, de los jenízaros lanzándo-se al ataque. Solimán estaba decidido a no perder el tiempo con aquella ciudad que le obstaculiza-da el avance hacia una Europa indefensa. Contaba con derrumbar los frágiles muros y apoderarse de Viena en el primer asalto. Los bashi-bazouki –las tropas irregulares– murieron como moscas cu-briendo el avance del grueso de la armada. Los jenízaros pasaron por encima de sus cadáveres y se lanzaron contra Viena. Subieron al asalto, bajo el disparo de los cañones y las salvas de los mosque-tes, franqueando los fosos con ayuda de escalas que usaban como puentes. Cayeron a cientos ante el fuego cruzado de los cañones vieneses. Pero lle-garon al pie de las murallas. Las pesadas balas de los cañones pasaban silbando por encima de sus cabezas para causar horribles pérdidas en la reta-guardia de sus fuerzas.

Los mercenarios españoles, armados con mos-quetes, apuntaban casi en vertical y cobraban un

«En aquel momento, en parte para demostrar su poder y en parte para

impresionar por el terror a los cafaros, el Gran Turco dio orden a su ejército de

ponerse en marcha»

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ba y atravesaba los cuerpos, haciendo correr so-bre las piedras una marea de sangre. El último tur-co que quedaba en la muralla lanzó un grito y paró un golpe frenéticamente cuando Sonya lanzóun terrible tajo hacia él. Soltando la cimitarra, las ma-nos del hombre se asieron desesperadamente a la hoja de la espada de Sonya, rezumante de sangre. Con un gemido, el hombre vaciló en el borde del parapeto; la sangre le salía a chorros de los dedos horriblemente desgajados.

–¡Idos al Infierno, tú y tu alma de perro! –dijo la joven riendo–. ¡Qué el Diablo te dé de comer!

Con un hábil giro y un movimiento brutal, li-beró la espada, cortando los dedos del desgracia-do. Con un sordo lamento, el musulmán cayó de espaldas hacia el vacío, con la cabeza por delante.

Los jenízaros retrocedían por doquier desor-denadamente. Las piezas de artillería que habían enmudecido mientras se luchaba en las murallas volvieron a dejar oír su canción. Los españoles, apostándose en las almenas, contestaron al fuego con sus largos mosquetes.

Gottfried se acercó a Sonya la Roja. Jurando en voz baja, la joven limpiaba su sable.

–¡Por Dios, muchacha –dijo von Kaimbach, tendiendo hacia ella una mano maciza–, si no hu-bieras acudido en mi ayuda, creo que esta noche habría cenado en el Infierno! Te agradezco que...

–¡Agradéceselo al Diablo! –replicó Sonya con un tono áspero, apartando la mano con un gol-pe seco–. Los turcos ya habían plantado pie en el muro. ¡Ni te imagines que arriesgué mi vida por salvar la tuya, compañero!

Luego, volviéndose con desprecio, moviendo turbulentamente los pliegues de la capa, se alejó con grandes zancadas y abandonó las murallas, respondiendo decidida y blasfemamente a las bro-mas de los soldados. Gottfried la vio alejarse, con la cara convulsa. Un lansquenete le dio una amiga-ble palmada en el hombro.

–¡Esa chica es un verdadero demonio! ¡Por los clavos de Cristo, es capaz de tirar debajo de la mesa al más empedernido bebedor y jura me-jor que un español! ¡No es lo que se podría lla-mar una verdadera mujercita de su casa! ¡Atacar...

inmenso tributo. Pero, al fin, las escalas fueron apoyadas en los muros. Los soldados, dominados por una locura sanguinaria, empezaron a trepar hacia las almenas cantando. Las flechas silbaron, atravesando a los defensores. Desde detrás, las piezas artilleras turcas retumbaban destruyendo tanto a aliados como a enemigos. Gottfried, pro-tegiéndose tras un merlón, fue derribado por un súbito y terrible impacto. Una bala había golpea-do directamente en la almena, matando de golpe a media docena de defensores.

Gottfried se levantó, medio aturdido, entre los cascotes y los cadáveres. Vio una marea humana que subía al asalto de las murallas, caras gesticu-lantes y exaltadas de ojos brillantes como de pe-rro rabioso, y sables tan centelleantes como los rayos del sol en un lago. Separando las piernas y plantando sólidamente los pies en el suelo, blandió la pesada espada y la abatió violentamente. Le so-bresalía la crispada mandíbula, tenía el bigote eri-zado por el furor. La hoja, de cinco pies de larga, hundió cascos de acero y cráneos, atravesó escu-dos y hombreras de hierro. Los hombres cayeron de las escalas, con los dedos inertes resbalando por los ensangrentados travesaños.

Pero, a ambos lados, penetraban por el aguje-ro. Un grito terrible anunció que los turcos habían llegado al muro. Pero ningún hombre se atrevió a abandonar su puesto para dirigirse hacia el lugar amenazado. Los sorprendidos defensores tenían la impresión de que Viena estaba rodeada por un centelleante y agitado océano rugiente que subía por momentos para anegar las condenadas mura-llas.

Retrocediendo para evitar ser rodeado, Gott-fried gruñía y golpeaba a derecha e izquierda. Sus ojos ya no estaban velados; ardían siniestramente, como carbunclos. A sus pies yacían tres jenízaros; su espada zumbada enfrentándose a un bosque de cimitarras. Un tajo resbaló sobre su bacinete, lle-nando su mirada de tinieblas llenas de fuego. Tam-baleándose, contraatacó y sintió que su espadón cortaba y rompía huesos. La sangre le resbalaba por la mano y tuvo que arrancar la hoja con un brutal movimiento de torsión. Un aullido seco re-tumbó y alguien corrió a su lado. Escuchó el chas-quido de las cotas de malla al recibir los impactos de un sable brillante, como un rayo de plata, que golpeaba ante él.

Era Sonya la Roja que acudía en su socorro. Luchaba tan feroz y peligrosamente como una pantera. Sus asaltos se sucedían tan rápidamente que la mirada no era capaz de seguirlos; su espa-da creaba rayos de fuego blanco y los hombres se derrumbaban como la mies segada por la guadaña del campesino. Lanzando un sordo rugido, Gott-fried se puso a su lado, cubierto de sangre y terri-ble, balanceando la espada. Ante aquel irresistible asalto, los musulmanes tuvieron que retroceder. Dudaron un instante, en el mismísimo borde del parapeto, y luego saltaron hacia las escalas y caye-ron aullando al vacío.

Un río de juramentos salía de los labios de Sonya. Reía salvajemente, mientras su sable canta-

«Pero, a ambos lados, penetraban por el agujero. Un grito terrible anunció

que los turcos habían llegado al muro. Pero

ningún hombre se atrevió a abandonar su puesto

para dirigirse hacia el lugar amenazado»

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níaca, despedía a sus carniceros, encargándoles la comisión de nuevos horrores.

Aquellos relatos, en vez de aterrorizar y para-lizar a los austríacos, les inflamaban, les galvanizaba y les llenaba de un furor demencial nacido de la desesperación. Las minas saltaban y abrían nuevas brechas y los musulmanes se volvían a lanzar al asalto. Pero todas las veces, los valerosos cristia-nos llegaban a las aberturas de los muros antes que ellos. Y, en la furiosa lucha cuerpo a cuerpo, ciegos, con la locura de las bestias salvajes, les ha-cían pagar en parte la deuda sangrienta que con ellos tenían los turcos.

Septiembre declinó lentamente y dio paso a octubre. Las hojas amarillearon en la Wiener Waid; los vientos empezaron a soplar portando los pri-meros fríos. Por la noche, los centinelas se estre-mecían de frío en lo alto de las murallas al sentir la mordedura del hielo. Pero las tiendas seguían ro-deando la ciudad y Solimán seguía instalado en su magnífico pabellón mirando fijamente el frágil obs-táculo que cerraba todos sus deseos imperiales. Nadie, a excepción de Ibrahim, se atrevía a hablar-le. Su humor era tan sombrío como las frías no-ches que descendían insidiosamente de las colinas. El viento que gemía en el exterior de su tienda era como un canto fúnebre para sus ambiciones de conquistador.

Ibrahim le observaba atentamente. Tras un asalto inútil que duró desde el amanecer hasta mediodía, llamó a los jenízaros y les ordenó reti-rarse a las casas en ruinas de las afueras de la ciu-dad para que descansasen. Luego, le encargó a un arquero que disparase una flecha hacia un barrio determinado de la ciudad donde, ciertas personas, esperaban, precisamente, aquel hecho.

Aquel día no hubo nuevos ataques. Las pie-zas de artillería que habían machacado la Puerta de Karnthner durante días fueron desplazadas y apuntadas al norte, para martillear sobre el Bur-go. Cuando un asalto parecía inminente en aquella parte del muro, la mayor parte de los defensores era enviada allí. Pero el ataque no tuvo lugar; sin embargo, los cañones, hora tras hora, seguían tro-nando. Fuese cual fuese la causa, los soldados die-ron gracias al cielo por aquella tregua. Titubeaban de fatiga, agotados por la falta de sueño y exaspe-rados por las numerosas heridas.

Llegó la noche. La plaza mayor, el mercado de Amhof, era un hervidero de soldados observados con envidia por los habitantes de la ciudad. Acaba-ban de descubrir una importante reserva de vino en las cuevas de un rico mercader judío. El judío esperaba haber triplicado sus beneficios cuando ya no quedase en la ciudad ni una gota de alco-hol. Pese a sus oficiales, hombres casi medio locos hacían rodar los barriles por la plaza y, luego, los taladraban. Salm renuncio a intervenir para evitar aquella borrachera general. La embriaguez es pre-ferible, musitó el viejo soldado. Por los menos, los hombres no caerían al suelo vencidos por el ago-tamiento. Pagó al judío con sus propios ducados. Los soldados bajaron de las murallas como hormi-gas para beber hasta la saciedad.

combatir... matar! ¡Eso es lo que más le gusta en el mundo!

–Pero, ¿quién es, en nombre del Diablo? –rugió von Kaimbach.

–Sonya la Roja de Rogatino... es cuanto sabe-mos. Anda y pelea como un hombre... Sólo Dios sabe por qué. Jura que es la hermana de Roxelana, la favorita del sultán. Si los tártaros que raptaron a Roxelana se hubieran llevado a Sonya en su lugar, ¡por San Pedro!, Solimán no podría haberse hecho con ella. ¡Déjala tranquila, compañero, es una gata salvaje! ¡Vamos a bebemos unas jarras de ale!

* * *

Convocados por el Gran visir, los jenízaros tu-vieron que explicar por qué razón el ataque, cuan-do el muro había sido alcanzado en un lugar, había fracasado. Juraron que habían tenido que enfren-tarse a un demonio que había tomado la forma de una mujer de cabellera roja ayudada por un gigan-te de coraza herrumbrosa.

Ibrahim pasó por alto la descripción de la mu-jer; pero la descripción del hombre despertó un recuerdo medio olvidado por su mente. Tras des-pedir a los soldados, mandó llamar al tártaro Yaruk Khan y le envío a buscar a Mikhal Oglu –que se hallaba en la región circundante– para que le pre-guntase por qué no había hecho llegar a la tienda real cierta cabeza.

Solimán no desayunó en Viena la mañana del día veintinueve. Se encontraba en las alturas de Semmering, ante su espléndido pabellón lleno de pináculos dorados, con su guardia personal forma-da por quinientos solaks, observando cómo sus piezas de artillería daban suaves picotazos contra los débiles muros. Veía que sus tropas irregulares perdían la vida como si fueran una riada que qui-siese llenar los fosos. Los zapadores excavaban la tierra como si fueran topos, colocando minas y contraminas cada vez más cerca de los bastiones.

En la ciudad, los asediados no tenían ni un ins-tante de reposo. Las murallas estaban siempre, día y noche, llenas de hombres. En cuevas, los vieneses vigilaban las ligeras vibraciones de unos guisantes co-locados sobre tambores para descubrir los trabajos de zapa de los turcos, que cavaban bajo sus muros para colocar las minas. Así enterados, colocaban sus contraminas en consecuencia. Los hombres no com-batían bajo tierra menos ferozmente que sobre ella.

Viena era una isla cristiana en un mar de infie-les. Noche tras noche, los habitantes contempla-ban el horizonte en llamas mientras los akinji sa-queaban y devastaban el martirizado país. De vez en cuando llegaban noticias del mundo exterior... siempre llevadas por esclavos fugitivos que se re-fugiaban en la ciudad. Y siempre era para informar-les de nuevas atrocidades. En la Alta Austria, no quedaba viva ni un tercio de la población; Mikhal Oglu se estaba excediendo. Y se decía que busca-ba a alguien en particular. Sus asesinos le llevaban las cabezas cortadas de los hombres para luego empalarlas ante su tienda. Miraba ávidamente los terribles restos y, luego, con desaprobación demo-

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98 Weird Tales de Lhork

A la luz de las antorchas y braseros, en medio de los gritos y canciones de los soldados total-mente borrachos –a las que, intermitente, un ca-ñón hacía de coro–, von Kalmbach hundió el casco en una barrica y lo sacó, lleno hasta el borde y go-teante. Hundiendo el bigote en el precioso líquido, se inmovilizó cuando sus ojos, ya enturbiados, por encima del borde del casco, se posaron en una si-lueta orgullosamente plantada al otro lado del to-nel. Una expresión de resentimiento se dibujó en su rostro. Sonya la Roja ya había hecho los hono-res a más de una barrica. Llevaba el casco ladeado por encima de los rebeldes cabellos, andaba aún más altiva que nunca y su mirada era más burlona que en otras ocasiones.

–¡Ja! –gritó despectivamente–. ¡Pero si es el matador de turcos que hunde la nariz en una jarra de vino, como es costumbre! ¡Qué el Diablo se lleve a todos los sedientos!

Dando prueba de muy buen juicio, hundió en el líquido púrpura un jarro con pedrerías incrus-tadas y lo vació de un trago. Gottfried se enva-ró con amargura. Ya había tenido con la joven una acalorada discusión; el desprecio de la joven le ha-bía herido en su amor propio.

–¿Por qué habría siquiera de mirarte, con la bolsa vacia y esa coraza herrumbrosa –se burló la joven el día anterior– cuando Paúl Bakics está loco por mí? ¡Déjame en paz, barril de cerveza, tonel de vino!

–¡Vete al Diablo! –replicó von Kaimbach–. Aunque tu hermana sea la amante del sultán, no tienes por qué mostrarte tan altanera...

Al oír aquellas palabras, a Sonya le había dado un terrible acceso de cólera. Se separaron, diri-giéndose recíprocas imprecaciones. En aquel mo-mento, y a juzgar por el brillo de sus ojos, Gott-fried se dio cuenta de que la joven tenía intención de hacerle la situación muchísimo más desagrada-ble.

–¡Imbécil! –gruñó von Kaimbach–. ¡Te voy a ahogar en este barril!

–¡Oh, no, tú te ahogarás primero, borracho! –gritó la joven, soltando una brutal carcajada–. ¡Qué lástima que no seas tan valiente ante los tur-cos como ante un barril de vino!

–¡Ojalá te devoren los perros del infierno, zo-rra! –rugió–. ¿Cómo voy a aplastarles el cráneo cuando ni siquiera atacan y les basta con disparar sus cañones? ¿Quieres que les tire la daga desde la muralla?

–Justo bajo la muralla, los hay a millares –re-plicó Sonya con la locura engendrada tanto por la bebida como por su fogosa naturaleza–. ¡Sólo hay que tener el estómago suficiente para ir a por ellos!

–¡Por Dios! –dijo el gigante, loco de rabia, sa-cando la espada–. ¡Ninguna joven estúpida me tra-ta de cobarde, borracho o no! ¡Voy a salir a bus-carles aunque tenga que ir solo!

Un fuerte clamor siguió a su bramido. La mul-titud, dominada por la bebida, estaba dispuesta a una acción tan insensata como aquella. Los tone-les casi vacíos fueron derribados cuando los sol-

dados desenvainaron las espadas torpemente y se dirigieron tambaleándose hacia las puertas de la ciudad.

Wulf Hagen se abrió paso entre ellos, repar-tiendo puñetazos a diestro y siniestro.

–¡Deteneos –rugió–, banda de borrachos! ¡Im-béciles! ¡No vais a salir en ese estado! ¡Parad...!

Le derribaron y le echaron a un lado violenta-mente para seguir avanzando como un torrente ciego y privado de razón.

* * *

El alba empezaba a apuntar por las colinas del este. Un tambor empezó a sonar en alguna parte del extrañamente silencioso campamento turco. A los centinelas otomanos se les desorbitaron los ojos y descargaron los mosquetes para alertar al campamento, aterrorizados por la horda de cris-tianos –unos ocho mil– que vomitaba el estrecho puente levadizo blandiendo las espadas y las jarras de ale . Mientras franqueaban los fosos, con los la-bios espumeantes, una formidable explosión do-minó el estrépito. Una sección del muro, muy cer-ca de la Puerta de Karnthner, pareció arrancarse y echar a volar por los aires. Un inmenso clamor se elevó del campamento turco; pero los atacantes no se detuvieron.

Se dirigieron impetuosamente hacia los subur-bios de la ciudad. Allí descubrieron a los jenízaros, no recién salidos de un pesado sueño, sino vesti-dos y armados, en pie, alineados ordenadamente antes de atacar. Sin dudarlo, se lanzaron contra las filas medio formadas de los turcos. Aunque muy inferiores en número, su furor debido a la embria-guez y su rapidez fueron irresistibles. Ante las ha-chas que se abatían locamente y aquellas espadas que desgarraban de un modo salvaje, los jenízaros, absortos, retrocedieron a la desbandada. Las afue-ras de la ciudad se convirtieron en un verdadero matadero. Los hombres, en lucha cuerpo a cuerpo, cortaban y tajaban, tropezando con los cadáveres mutilados y los miembros seccionados. Solimán e Ibrahim, desde la altura de Semmering, asistieron a la huida de los invencibles jenízaros que corrían sin control hacia las colinas.

En el interior de la ciudad, los defensores tra-bajaban frenéticamente para reparar la gran bre-cha que la misteriosa explosión había abierto en el muro. Salm daba gracias al cielo por aquella in-sensata salida. Sin aquellos borrachos, los jenízaros habrían penetrado por el boquete antes incluso de que el polvo se hubiera posado.

El campo turco era presa de la mayor de las confusiones. Solimán corrió hacia su caballo y gri-tó sus órdenes a los spahis, conduciendo la carga personalmente. Formaron los escuadrones y lue-go bajaron las colinas en perfecta formación. Los soldados cristianos, que seguían persiguiendo a sus enemigos en desbandada, fueron conscientes súbitamente del peligro que les amenazaba. Los jenízaros no dejaban de correr pero, desde los flancos, caía sobre ellos la caballería lo que les im-pediría cualquier vía de escape.

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99Weird Tales de Lhork

El miedo reemplazó a la temeridad debida a la embriaguez. Empezaron a replegarse. La retirada se convirtió en una carrera. Lanzando gritos de pánico, tiraron las armas y echaron a correr hacia el puente levadizo. Los turcos los siguieron hasta los fosos y, luego, intentaron perseguirlos por el puente levadizo hasta las puertas, que habían sido abiertas para recibir a los fugitivos. Sobre la expla-nada, Wulf Hagen y sus hombres se enfrentaron a los perseguidores y se batieron como demonios, impidiéndoles avanzar. La marea de fugitivos pasó a la altura de Wulf Hagen, corriendo hacia la segu-ridad. La caballería turca cayó sobre él como una roja oleada. El gigante recubierto de hierro fue de-vorado por un océano de lanzas.

Gottfried von Kaimbach no deseaba abando-nar el campo de batalla. Pero, pese a sus amargos juramentos, fue arrastrado por sus compañeros. Tropezó y cayó; sus camaradas, dominados por el pánico, le pisotearon en la carrera hacia el puente. Cuando dejó de sentir los pisotones, levantó la ca-beza y vio que se encontraba cerca del foso. Esta-ba rodeado por los turcos; todos sus compañeros habían huido. Levantándose corrió pesadamen-te hacia los fosos y se hundió en el agua, contra todo pronóstico, al tiempo que veía por encima del hombro cómo un musulmán se lanzaba tras él.

Volvió a la superficie, escupiendo y debatiéndo-se, y se dirigió hacia la orilla opuesta, pateando y levantando tanta espuma como un búfalo. El san-guinario musulmán iba tras él... un corsario de los Estados berberiscos, con tanta seguridad en el agua como en tierra firme. El empecinado germano no había soltado la espada y la coraza le retrasaba. Sin embargo, fue capaz de llegar a la orilla, a la que se agarró sin fuerzas e incapaz de defenderse. El cor-sario berberisco, como una tromba llegó sobre él, con una daga centelleando por encima del hombro desnudo. Pero alguien,a su lado, lanzó un sonoro ju-ramento. Una mano delicada apuntó una pistola ha-cia el rostro del hombre. El árabe empezó a aullar cuando el disparó sonó; la cabeza desapareció, con-vertida en un amasijo de rojos jirones. Otra mano, fina pero vigorosa, agarró al germano por la espalda de la coraza antes de que se hundiera en el lodo.

–¡Sube a la orilla, borracho! –chirrió una voz deformada por el esfuerzo–. No puedo levantar-te si no me ayudas un poco... ¡Debes pesar una tonelada!

Soplando, sofocado y debatiéndose en el agua, Gottfried consiguió salir del foso, medio por sí mismo, medio gracias a la ayuda recibida. Manifes-tó sus deseos de tumbarse boca abajo para echar toda el agua que se había tragado, pero su salva-dor le incitó a levantarse lo antes posible.

–Los turcos empiezan a cruzar el puente y nuestros compañeros nos van a cerrar la puerta en las narices... ¡date prisa, si no, estamos perdi-dos!

Cuando hubieron cruzado la puerta, Gottfried miró a su alrededor como si despertase de un sueño.

–¿Dónde está Wulf Hagen? Le he visto defen-der el puente hace unos instantes con mucho va-lor.

–Ha muerto. Yace rodeado de veinte cadáveres turcos –le respondió Sonya la Roja.

Gottfried se sentó sobre los escombros de un muro derribado. Impresionado, agotado y todavía atontado por los vapores del alcohol y el furor guerrero, hundió la cara en las enormes manos y empezó a sollozar. Sonya, con aire visiblemente disgustado, le dio una patada.

–En el nombre de Satanás, camarada, no te quedes ahí sentado como un colegial al que aca-ban de dar un azote. Tú y toda esa banda de bo-rrachos os habéis portado como un grupo de redomados imbéciles, pero ya es tarde para reme-diarlo. Ven, vamos a bebemos unas jarras de ale en la taberna valona.

–¿Por qué me sacaste del foso? –preguntó Gottfried.

–Porque un tipo como tú no es capaz de salir él solo de sus propios problemas. Me di cuenta hace ya tiempo que necesitabas a alguien expe-rimentado, como yo, para mantener viva tu vieja piel.

–¡Pero si creí que me despreciabas!–Bueno, ¿acaso una mujer no tiene derecho a

cambiar de opinión? –replicó Sonya secamente.Desde las murallas, los piqueros rechazaron

a los enfurecidos musulmanes y les expulsaron de la brecha medio reparada. En el pabellón real, Ibrahim le explicaba a su amo que el Diablo ha-bía inspirado, sin lugar a dudas, aquella salida de soldados borrachos en el momento preciso para arruinar los planes tan cuidadosamente prepara-dos por el Gran visir. Solimán, loco de rabia, se dirigió a su amigo con voz cortante por primera vez en su vida.

–No. Has fracasado. Acabemos con tus intri-gas. Allí donde la astucia se ha mostrado vana, la fuerza bruta prevalecerá. Envía un mensajero a los akinji; su presencia es necesaria para reemplazar a los que han caído. Ordena que los ejércitos ata-quen de nuevo.

Los asaltos precedentes no fueron nada com-parados con la tormenta que se abatió entonces sobre las tambaleantes murallas de Viena. Día y

«Las afueras de la ciudad se convirtieron en un

verdadero matadero. Los hombres, en lucha cuerpo

a cuerpo, cortaban y tajaban, tropezando con los cadáveres mutilados y los miembros seccionados»

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noche, los cañones tronaban y flameaban. Las bombas explotaban en los techos de las casas y en las calles. No había quien pudiera reemplazar a los que morían en las murallas. El espectro del ham-bre acechaba en las calles, el miedo a la traición se arrastraba por los callejones como si fuera una capa sombría.

Minuciosas investigaciones permitieron esta-blecer que la carga de explosivos que había des-truido en parte el muro de Karnthner no había sido producto de los zapadores turcos. Se había hecho estallar una considerable cantidad de pól-vora bajo el mismo muro, en una galería excavada desde una cueva cuya localización se ignoraba, en el interior de la ciudad. Uno o dos hombres, tra-bajando secretamente, habían bastado para colo-car la mina. Resultaba evidente que el bombardeo intensivo del Burgo estaba destinado únicamente a apartar la atención del muro de Karnthner para permitir a los traidores trabajar sin correr el ries-go de ser descubiertos.

El conde Salm y sus oficiales se enfrentaban a una tarea de Titanes. El viejo comandante, dando pruebas de una energía sobrehumana, subía a las murallas, exhortaba a los hombres desmoraliza-dos, acudía en socorro de los heridos, combatía al lado de los más simples soldados, mientras la Muerte golpeaba implacablemente.

Pero si la Muerte cenaba en las murallas, se ceba-ba en la llanura. Solimán conducía a sus hombres al asalto tan implacablemente como si estuviera frente a su peor enemigo. La peste estaba entre ellos pues la devastada llanura no producía nada que comer. Los vientos fríos descendían ululando de los Cárpatos y los soldados se aterían en sus atavíos orientales. Du-rante las noches heladas, las manos de los centinelas se congelaban y el frío les pegaba los dedos a los ca-ñones de los mosquetes. El suelo se volvió tan duro como el pedernal; los zapadores padecían lo indele-ble para poder cavar con las herramientas embota-das. La lluvia, mezclada con granizo, caía, apagando las velas, mojando la pólvora, transformando la llanura que rodeaba la ciudad en un agujero enlodado en el que el olor de los cadáveres en descomposición daba náuseas a los vivos.

Solimán temblaba, como si estuviera siendo dominado por la fiebre, mientras paseaba la mira-da por el campamento. Veía a sus guerreros ago-tados y huraños, arrastrándose por la llanura de barro. Parecían fantasmas bajo un lúgubre cielo de plomo. El hedor de los soldados muertos –que se podían contar por millares– llegaba hasta sus narices. En aquel preciso instante, el sultán tuvo la impresión de contemplar una llanura grisácea, recubierta de muertos, donde los cadáveres de cuerpos sin vida se dedicasen a alguna inútil tarea, desplazándose lentamente, animados solamente por la inexorable voluntad de su amo. Durante un momento, el tártaro –la herencia de sus antepa-sados– dominó al turco. Tembló de miedo. Luego, sus finas mandíbulas se crisparon. Los muros de Viena se tambaleaban vertiginosamente, dañados y agrietados en una veintena de lugares. ¿Por qué se mantenían aún?

–Llamad al asalto. ¡Treinta mil aspros al primer hombre que llegue a las murallas!

El Gran visir abrió los brazos en un gesto de impotencia.

–Nuestros soldados han perdido todo su valor. Ya no pueden seguir soportando las inclemencias de este país helado.

–¡Pues que les lleven a los pies de las murallas a latigazos! –replicó Solimán con un tono feroz–. Esa ciudad es la puerta que abre el Frankistán. Es el último obstáculo para mis sueños de imperio. Debemos apoderarnos de ella. ¡Sólo así tendre-mos libre el camino!

Los tambores empezaron a retumbar por todo el campamento. Los extenuados defensores de la Cristiandad se levantaron y empuñaron las armas, galvanizados, comprendiendo instintivamente que el momento del combate decisivo había sonado.

Los oficiales del sultán condujeron las huestes musulmanas hacia los rugientes mosquetes y las espadas dispuestas a golpear. Los látigos restalla-ban y los hombres aullaban y blasfemaban de un lado a otro de la línea de batalla. Exasperados, su-bieron al asalto de las murallas medio derruidas, cuajadas de inmensas brechas, pero, sin embargo, aún capaces de albergar a hombres resueltos. Car-ga tras carga, los turcos se abalanzaron contra la ciudad, cubrieron los fosos, se aplastaron contra las murallas medio caídas. Todas las veces retro-cedieron, abandonando tras ellos montones de muertos. La noche cayó, pero pasó inadvertida. En el seno de las tinieblas, iluminadas por los relám-pagos del cañón y el brillo de las antorchas, la ba-talla continuó. Impulsados por la terrible voluntad de Solimán, los atacantes lucharon durante toda la noche, sin obedecer la tradición musulmana.

El alba fue como la de Armaguedón. Ante los muros de Viena se extendía una alfombra de muertos vestidos con acero. Sus plumas ondeaban al viento. Y entre los cadáveres titubeaban los ata-cantes, con los ojos hundidos, para luchar cuerpo a cuerpo contra los tenaces defensores.

Las olas de acero golpeaban y se rompían y volvían a romper, hasta que los propios dioses de-bieron quedar estupefactos ante la tenacidad de

«Minuciosas investigaciones permitieron establecer que la carga de explosivos que había destruido en parte el muro de Karnthner no había sido producto de los

zapadores turcos»

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aquellos hombres, por su indiferencia ante los su-frimientos o la muerte. Era el Armaguedón de las razas... Asia contra Europa. Alrededor de las mu-rallas se agitaba un océano tumultuoso de rostros orientales... turcos, tártaros, kurdos, árabes, corsa-rios berberiscos... gruñendo, aullando, muriendo bajo las rugientes salvas de los mosquetes de los españoles, las picas de los austríacos, los golpes de los lansquenetes germanos que manejaban las espadas de doble hoja como si fueran guadañas. Pero los que defendían los muros no eran más va-lerosos que los que se lanzaban a su asalto, trope-zando en sus propios muertos.

Para Gottfried von Kaimbach la vida se ha-bía reducido a una sola cosa... subir y bajar la pesada espada. Defendiendo la amplia brecha cercana a la Torre de Karnthner, luchó hasta que el Tiempo perdió todo su significado. Durante largos siglos, rostros rabiosos surgieron ante él gesticulantes, caras de demonios; las cimitarras centelleaban ante su mirada, eternamente. No sentía las heridas, ni la fatiga extrema. Jadean-do en medio del sofocante polvo, cegado por el sudor y la sangre, le entregaba a la Muerte su rojo tributo, dándose apenas cuenta de que a su lado una forma esbelta como una pantera aba-tía el arma y golpeaba... al comienzo con risas, imprecaciones y cantos... luego, en medio de un opresivo silencio.

Su identidad como individuo desapareció en aquel cataclismo de acero. Por un momento, fue vagamente consciente de que el conde Salm, que luchaba cerca de él, era mortalmente alcanzado por una bomba que explotó en el parapeto. No se dio cuenta de que la noche se deslizase insi-diosamente sobre las colinas, ni descubrió hasta el final que la marea de atacantes dudaba, disminuía y luego se retiraba. Sólo se dio cuenta, de un modo confuso, de que Nikolás Zrinyi le apartaba de la brecha llena de cadáveres, diciéndole:

–En el nombre de Dios, camarada, vete a dor-mir un poco. Les hemos rechazado... al menos, por el momento.

Descubrió que avanzaba por una calle estre-cha y tortuosa, oscura y apartada. No tenía la me-nor idea de cómo había llegado hasta allí. Le pare-cía recordar vagamente una mano que se apoyaba en su hombro y que le sujetaba y guiaba. Sintió el peso de la armadura en los agotados hombros. No sabría decir si el ruido que llenaba sus oídos era el rugido del cañón o la sangre que le latía en las sienes. Tenía la impresión de que tenía que em-pezar a buscar a alguien... a alguien que le importa-ba mucho. Pero, en su espíritu, no había otra cosa que confusión. En alguna parte, en algún momento –parecía tan lejano–, un tajo le había golpeado en el casco. Mientras hacía un esfuerzo para reflexio-nar, le pareció sentir de nuevo el impacto de aquel terrible golpe y fue dominado por el vértigo. Se quitó vivamente el casco abollado y lo tiró a los adoquines de la calleja.

La mano volvió a tirarle del brazo. Insistente-mente, una voz le rogó:

–Vino, señor... ¡bebe, bebe!

Se dio cuenta vagamente de una delgada silue-ta, revestida con una negra coraza, que le tendía una copa. Con una exclamación áspera, la tomó y hundió la cara en el líquido, bebiéndolo como un hombre que se muere de sed. Algo explotó en su cerebro. La noche se llenó con un millón de relámpagos brillantes, como si un polvorín hubiese estallado en su cabeza. Luego llegaron las tinieblas y el olvido.

Recobró lentamente el sentido, consciente de una sed torturadora, un violento dolor de cabeza y un extremo cansancio que parecía paralizarle los miembros. Tenía los pies y las muñecas sólidamen-te atados; estaba amordazado. Torciendo la cabeza para mirar hacia los lados, vio que se encontraba en una pequeña habitación, desnuda y polvorienta, de la que partía una escalera de caracol hecha de piedra. Dedujo que se encontraba en la parte infe-rior de una torre.

Dos hombres se inclinaban sobre una mesa groseramente tallada, en la que habían colocado una fuliginosa candela. Los dos eran delgados y te-nían la nariz aquilina; llevaban trajes negros... asiáti-cos, sin lugar a dudas.

Gottfried estuvo atento a la conversación en voz baja que mantenían. Había aprendido nume-rosos idiomas a lo largo de sus correrías. Y pudo reconocer a los dos hombres... Tshoruk y su hijo, Rhupen, comerciantes armenios. Recordó que había visto a Tshoruk muy a menudo a lo largo de la semana anterior... de hecho, desde el día en que las bombardas de Solimán aparecieron en el campo de batalla. Evidentemente, el mercader se había pegado a él como una sombra por alguna desconocida razón. Tshoruk estaba leyendo lo que escrito en un pedazo de pergamino.

“Mi señor, aunque hiciera saltar el muro de Karnthner en un momento poco propicio, tengo, sin embargo, buenas noticias que darte . Mi hijo y yo hemos capturado al germano, a von Kaimbach . Mientras se alejaba de las murallas, agotado por los combates, le seguimos y luego le guiamos sutil-mente hacia la torre en ruinas, en el lugar que tú ya conoces . Le hemos hecho beber un vino droga-do y luego le hemos atado convenientemente . Que mi señor envíe al emir Mikhal Oglu hasta el muro que se alza cerca de la torre y le pondremos en tus manos . Vamos a atarle a la antigua ballesta y a tirarle por encima del muro como si fuera un tronco”.

El armenio tomó una flecha y empezó a enro-llar el pergamino alrededor del mástil. Lo ató con un delgado hilo de plata.

–Sube al techo y dispara la flecha hacia el man-telete, como de costumbre –le decía a su hijo Rhupen cuando este, interrumpiéndole, dijo:

–¡Escucha! –y ambos se detuvieron. Los ojos les brillaban como los de las bestias dañinas caídas en una trampa...temerosos, pero vengativos.

Gottfried consiguió hacer resbalar la mordaza con movimientos de la boca. Oyó una voz familiar que le llamaba desde el exterior.

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102 Weird Tales de Lhork

damente la herida en el cuero cabelludo. Rhupen estaba tendido en el suelo, vomitando y gimiente.

–Átales, compañero –ordenó Sonya la Roja; y Gottfried obedeció.

Los dos armenios se dejaron maniatar sin de-cir palabra. Parecían aterrorizados por la presen-cia de Sonya la Roja.

–Esta misiva está dirigida a Ibrahim, el Gran vi-sir –dijo bruscamente la joven–. ¿Por qué quiere la cabeza de Gottfried?

–Por una herida que le hizo al sultán, en Mo-hács –murmuró Tshoruk con inquietud.

–Y fuiste tú quien hizo saltar la mina bajo el muro de Karnthner –declaró Sonya la Roja con una sonrisa sin alegría–. Tú y tu infame retoño... ¡vosotros sois los traidores que buscábamos! ¡Sois peores que los perros!

Del cinturón sacó una pistola y la montó.–Cuando Zrinyi esté al corriente de todo esto

–siguió–, tu fin no será ni dulce ni rápido. Pero, pri-mero, viejo cerdo, voy a darme el gusto de volarle la tapa de los sesos a tu maldito hijo... ante tus propios ojos...

El viejo armenio emitió un estrangulado grito.–¡Dios de mis ancestros, piedad! ¡Mátame...

tortúrame... pero perdona a mi hijo!En aquel instante, un nuevo ruido desgarró el

anormal silencio... una gran algarada de campanas al vuelo.

–¿Qué es eso? –rugió Gottfried, llevándose la mano a la vacía guarda.

–¡Las campanas de San Esteban! –gritó Sonya la Roja–. ¡Proclamando nuestra victoria!

Se lanzó hacia la quebrada escalera. Gottfried la siguió hasta lo alto de los peligrosos escalones. Salieron a un techo medio derruido y con nume-rosos agujeros. En la parte más sólida había una antigua máquina de guerra que servía para lanzar piedras, una reliquia de los tiempos pasados. Era evidente que había sido reparada no hacía mu-cho.

La torre dominaba un ángulo de la muralla en el que no había vigilantes. Un panel de muro anti-guo, un foso y un declive natural del terreno ha-cían de aquel un lugar casi invulnerable.

Los espías habían podido intercambiar mensa-jes desde allí sin gran riesgo de ser descubiertos, y era fácil comprender por qué medio. En la parte baja de la pendiente, al alcance de un disparo de arco, se alzaba un enorme mantelete formado por pieles de toro armadas sobre una estructura de madera y que parecía abandonado al azar. Gott-fried entendió que las flechas con mensajes se dis-paraban hacia aquel mantelete.

Sin embargo, de momento, no le dio mayor im-portancia a todo aquel asunto. Toda su atención se concentraba en el campamento turco. En él, una creciente luminiscencia hacía palidecer las prime-ras luces del alba; por encima del demencial tañido de las campanas se alzaba el sonido del crepitar de las llamas, al que se mezclaban gritos del más absoluto terror.

–¡Los jenízaros están quemando vivos a sus prisioneros! –exclamó Sonya la Roja.

–¡Gottfried! ¿Dónde diablos estás? Von Kaim-bach lanzó un rugido de león.

–¡Eh, Sonya! ¡En nombre del Diablo! ¡Atenta...! Tshoruk gruñó como un lobo y le golpeó salvaje-mente en la cabeza con el pomo de una cimitarra. Casi de forma instantánea, la puerta se derrumbó y voló hecha pedazos. Como en sueños, Gottfried vio la silueta de Sonya la Roja recortándose en el marco de la puerta, empuñando una pistola. Tenía aspecto tenso y huraño; sus ojos ardían como car-bunclos. Había perdido el casco, y también la capa escarlata. Llevaba la coraza rota y llena de man-chas oscuras, las botas arañadas, los pantalones de seda desgarrados y cubiertos de sangre.

Tshoruk graznó y se lanzó sobre ella, blandien-do la cimitarra. Antes de que pudiera golpear, Son-ya la Roja aplastó el cañón de la vacía pistola con-tra el cráneo del armenio, que cayó como un buey. Desde el otro lado, Ruphen intentó acuchillarla con una daga turca de hoja curvada. Soltando la pistola, Sonya la Roja agarró al joven oriental por el antebrazo. Actuando como en un sueño, obligó irresistiblemente a su adversario a retroceder, con una mano en la muñeca y la otra en la garganta. Mientras le estrangulaba lentamente, golpeó la cabeza del joven armenio contra el muro varias veces... de forma implacable. Los ojos de Ruphen no tardaron en convulsionarse y su mirada se hizo vidriosa. Le soltó como si fuera un fardo y se el mercader se quedó tendido en el suelo cuan largo era, inmóvil.

–¡Vive Dios! –murmuró con voz áspera.Sonya la Roja titubeó unos instantes en el cen-

tro de la estancia, llevándose las manos a las sie-nes. Luego se acercó a Gottfried y, dejándose caer de rodillas, empezó a cortarle las ataduras. Sus gestos eran desmañados y el cuchillo cortó tanto las ataduras como la piel del germano.

–¿Cómo has podido encontrarme? –preguntó mientras se levantaba, todavía atontado.

Sonya la Roja se tambaleó hasta la mesa y se dejó caer sobre una de las sillas. Había un jarro de vino cerca de su codo. Lo tomó ávidamente y se lo bebió de un trago. Se limpió la boca con la man-ga del jubón y, acto seguido, consideró a Gottfried con aire de cansancio. Pero, sin embargo, no tardó mucho en recobrar su vigor.

–Te vi dejar las murallas y te seguí. Estaba tan agotada por la batalla que apenas me daba cuenta de lo que hacía. Vi cómo esos perros te cogían del brazo y te llevaban por las callejas desiertas. Lue-go, dejé de verte. Pero encontré tu casco, tirado en la calle. Empecé a llamarte. ¿Qué demonios sig-nifica todo esto?

Tomó la flecha abandonada sobre la mesa y se la desorbitó la mirada al ver el trozo de perga-mino atado al mástil. Evidentemente, era capaz de descifrar los caracteres turcos; sin embargo, tuvo que leer el mensaje media docena de veces an-tes de su mente atontada por la fatiga descubriera lo que significaba. Su mirada se dirigió inmediata-mente –y peligrosamente– hacia los hombres que había en el suelo. Tshoruk estaba recobrándose y medio se sentó, todavía atontado. Se palpó delica-

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103Weird Tales de Lhork

Tras bajar de la torre en ruinas, Sonya la Roja plantó un pie en una silla, luego, el mentón en el hueco de la mano, mirando fijamente los ojos de Tshoruk tamizados por el terror.

–¿Qué darías por poder salvar la vida? El ar-menio no respondió.

–¿Qué darías por salvar la vida de tu hijo?El armenio se sobresaltó como si le hubieran

picado.–Perdona a mi hijo, princesa –gimió–. Te paga-

ré... todo lo que quieras... haré cualquier cosa.Sonya la Roja pasó una pierna elegantemente

por encima de la silla y se sentó.–Quiero que le lleves un mensaje a un hombre.–¿Quién es ese hombre?–Mikahi Oglu.El mercader tembló y se pasó la lengua por los

labios.–Dime lo que debo hacer y serás obedecida

–susurró.–Perfecto. Vamos a soltarte y a darte un caba-

llo. Tu hijo se quedará con nosotros como rehén. Si fracasas en tu misión, le entregaré a los vieneses para que se distraigan un rato...

El viejo armenio volvió a estremecerse.–Pero, si cumples correctamente con tu misión, os

dejaremos libres a los dos y mi compañero y yo nos olvidaremos de vuestra traición. Quiero que te reúnas lo antes posible con Mikhal Oglu y le digas que...

* * *

La columna turca avanzaba por el fango lenta-mente, entre los torbellinos de nieve. Los caballos agachaban las cabezas bajo el impulso de las rá-fagas de viento helado. De un lado a otro de las diseminadas líneas, los camellos gritaban y gemían; los bueyes mugían tristemente. Los hombres res-balaban en el barro, doblando la espalda bajo el peso de sus armas y equipo. La noche caía, pero no se dio ninguna orden de detenerse. Durante toda la jornada, el ejército en retirada había sido hostigado por los audaces coraceros austríacos que caían sobre ellos como avispas, liberando a los cautivos ante sus propias narices.

–El amanecer del Juicio Final –murmuró Gott-fried horrorizado por el espectáculo que contem-plaba.

Desde la atalaya podía ver casi toda la llanura. Bajo un cielo plomizo, gris y frío, teñido por las primeras luces de un alba de color púrpura, la ex-planada estaba cuajada de cadáveres turcos hasta donde la vista podía alcanzar.

Y el ejército de supervivientes se dispersaba rápidamente. El gran pabellón de Solimán, en las alturas de Semmering, había desaparecido.

Las demás tiendas estaban siendo rápidamente desmontadas y plegadas. La cabeza de la larga co-lumna ya había desaparecido en la lejanía, avanzan-do hacia las colinas en aquella alba helada. La nieve empezó a caer en ligeros copos.

–Han lanzado su último asalto la noche pasada –le dijo Sonya la Roja a von Kaimbach–. Vi cómo los azotaban sus oficiales y cómo gritaban de mie-do ante nuestras espadas. Son seres de carne y hueso... estaban ya al límite de sus fuerzas.

La nieve siguió cayendo.Los jenízaros, locos de rabia, se vengaban en

sus prisioneros. Lanzaban a las llamas a hombres, mujeres y niños –vivos– ante la mirada sombría de su amo, el monarca al que llamaban el Magnífico, el Misericordioso. Y, durante la horrible matanza, las campanas de Viena no dejaron de sonar, como si sus gargantas de bronce fueran a estallar.

–¡Mira! –gritó Sonya la Roja agarrando a su compañero por el brazo–. ¡Los akinji forman la re-taguardia!

Incluso a aquella distancia, podían ver dos alas de buitre yendo y viniendo entre las oscuras ma-sas de soldados; la incierta luz se reflejaba sobre un casco cuajado de joyas. Las manos manchadas de pólvora de Sonya la Roja se crisparon; se hun-dieron sus uñas rotas y arruinadas en las palmas de sus manos. Escupió un juramento cosaco tan corrosivo como una gota de vitriolo.

–¡Ese bastardo que ha hecho de Austria un de-sierto, se va! ¡Las almas de todos aquellos a los que ha masacrado no parecen pesarle mucho en sus malditos hombros alados! ¡En cualquier caso, viejo amigo, no se lleva tu cabeza!

–Mientras él viva, nunca estará muy segura so-bre mis hombros –murmuró el gigantesco germano.

Los penetrantes ojos de Sonya la Roja se con-virtieron súbitamente en una delgada linea. Toman-do a Gottfried del brazo y arrastrándolo tras ella, bajó los peldaños de la deshecha escalera de cua-tro en cuatro. No vieron a Nikolás Zrinyi y a Paúl Bakics salir al galope por las puertas de la ciudad, seguidos por sus hombres vestidos con harapos, arriesgando la vida para ir a salvar a los prisione-ros. El estrépito del acero retumbaba a lo largo de toda la columna. Los akinji se retiraban lentamen-te, librando un feroz combate en la retaguardia. Desdeñaban el coraje impetuoso de sus atacantes basándose en su superioridad numérica. Seguro en medio de sus jinetes, Mikhal Oglu sonreía sardóni-camente. Solimán, que avanzaba en el centro de la columna principal, no sonreía. Su rostro parecía la máscara de la muerte.

«En la parte baja de la pendiente, al alcance de un disparo de arco, se alzaba

un enorme mantelete formado por pieles de

toro armadas sobre una estructura de madera y

que parecía abandonado al azar»

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104 Weird Tales de Lhork

Solimán avanzaba entre sus solaks con el ros-tro severo. Anhelaba poner entre él y los lugares que habían presenciado su primera derrota el ma-yor espacio posible, pues sólo así podría olvidar que en ellos se pudrían los cuerpos de treinta mil musulmanes que le recordaban que sus ambi-ciones se habían reducido a la nada. Era el señor de Asia occidental, pero nunca sería el dueño de Europa. Aquellas débiles y despreciadas murallas habían salvado al mundo occidental de la domi-nación musulmana, y Solimán lo sabía. Los truenos de la potencia otomana resonaban por todo el mundo, haciendo palidecer el esplendor de Persia y de la India mongola. Pero en Occidente, los bár-baros arios de rubios cabellos seguían invictos. No se había escrito que el Gran Turco pudiese reinar más allá del Danubio.

Solimán había visto que aquello se escribía con letras de fuego y sangre mientras estaba en las al-turas de Semmering y asistía a la desbandada de sus guerreros, que huyeron de las murallas pese a los latigazos crueles de sus oficiales. Para pre-servar su autoridad, había tenido que dar órdenes de levantar el campamento... y aquello le abrasó la lengua como si fuera hiél, pero sus soldados es-taban al límite y a punto de desertar. Avanzaba en silencio, rumiando sombríos pensamientos, sin di-rigirle siquiera la palabra a Ibrahim.

A su modo, Mikhal Oglu compartía el salvaje desconsuelo de su amo. Fue con feroz repugnancia como le dio la espalda al país que había devastado, como si él mismo fuese una pantera que, medio saciada, tiene que renunciar a una presa. Recor-daba con satisfacción las ruinas calcinadas de las aldeas, las calles llenas de cadáveres, los aullidos de los hombres al ser torturados... los gritos de las jóvenes que se retorcían en sus brazos de acero. Y recordaba con el mismo placer los estertores de aquellas mismas mujeres entregadas a las manos manchadas de sangre de sus asesinos.

Sin embargo, estaba decepcionado y atormen-tado por la idea de no haber cumplido con su mi-sión... el Gran visir estaba furioso y le había diri-gido hirientes palabras. Había perdido el favor de Ibrahim. Para un hombre menos importante, aque-

llo habría representado el hacha del verdugo. Para él, significaba que tendría que realizar alguna meri-toria tarea para, con ella, poder ganar nuevamente la confianza del visir. En aquel estado mental, era un hombre tan peligroso y temerario como una pantera herida.

La nieve caía con grandes copos, aumentando las penalidades de la retirada. Los hombres heri-dos caían en el lodo para no volver a levantarse, cubiertos rápidamente por un grueso y blanco su-dario. Mikhal Oglu avanzaba con las últimas filas de guerreros, escrutando las tinieblas. Desde hacía varias horas, ningún enemigo se había presentado ante ellos. Los victoriosos austríacos habían dado media vuelta y regresado a Viena.

Las columnas en retirada atravesaban lenta-mente una ciudad en ruinas. Las vigas calcinadas y los muros destruidos por las llamas formaban bajo la nieve un diseño oscuro. Se transmitió hasta la retaguardia la noticia de que el Sultán deseaba seguir avanzando y acampar en un valle situado a pocas leguas de distancia.

El rápido eco de unos cascos sobre la ruta que seguían hizo que los akinji aferraran firmemente las lanzas y lanzaran penetrantes miradas hacia las tinieblas, estrechando los párpados. Pero era el galope de un solo caballo y luego escucharon que una voz preguntaba por Mikhal Oglu. Con una orden brutal, el Buitre contuvo el tiro de una docena de arcos y contestó con voz tonante. Un gran semental gris surgió entre los remolinos de nieve; una silueta envuelta en un negro manto se inclinaba grotescamente sobre el lomo del caballo.

–¡Tshoruk! ¡Eres tú, perro armenio! ¡Por Alá que...!

El armenio condujo su caballo hasta Mikhal Oglu y le susurró algo al oído con aspecto alte-rado. El frío atravesaba las ropas más gruesas. El akinji notó que el armenio temblaba violentamen-te. Los dientes le castañeteaban y no era capaz más que de farfullar. Sin embargo, los ojos del tur-co empezaron a relampaguear cuando escuchó la totalidad del mensaje.

–Perro, ¿no me estarás contando una mentira?–¡Qué me queme en el Infierno si miento! –

Un violento temblor sacudió a Tshoruk al pensar que podría arder envuelto en su propio caftán–. Se ha caído del caballo al efectuar con los cora-ceros una incursión contra vuestra retaguardia. Está acostado, con una pierna rota, en una cabaña abandonada, a tres leguas de aquí... está solo con su amante, Sonya la Roja, y tres o cuatro lansque-netes. Están totalmente borrachos... se han bebido todo el vino que han encontrado en el campa-mento abandonado.

Mikhal Oglu giró el caballo, con una rápida de-cisión.

–¡Veinte hombres conmigo! –ladró–. Que los demás continúen con la columna principal. Voy a buscar una cabeza que vale su peso en oro. Os alcanzaré antes de que hayáis montado el campa-mento.

Othman retuvo el caballo de su amo por las riendas cubiertas de pedrerías.

«Sin embargo, estaba decepcionado y

atormentado por la idea de no haber cumplido con su misión... el Gran visir estaba furioso y le había

dirigido hirientes palabras»

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105Weird Tales de Lhork

–¿Has perdido la razón? Volver atrás cuando toda la región nos sigue los pasos...

Se tambaleó en la silla cuando Mikhal Oglu le golpeó en la boca con la fusta. El Buitre hizo girar a su caballo y se alejó al galope, seguido por los hombres a quienes había señalado. Como fantas-mas, desparecieron en las insanas tinieblas.

Othman les vio alejarse en la noche, indecisos. La nieve seguía cayendo, el viento gemía lúgubre-mente entre las desnudas ramas. No había más ruidos que los que producía la columna que ca-minaba lentamente a través de la ciudad en ruinas. Pronto, no hubo ni siquiera aquellos. Othman se sobresaltó. A lo lejos, procedentes del camino que acababan de seguir, llegaron los ladridos de cua-renta o cincuenta mosquetes disparando al mismo tiempo. En el extremo silencio que siguió a las de-tonaciones, Othman y sus guerreros se sintieron dominados por el pánico. Dando la vuelta frené-ticamente, huyeron de la ciudad en ruinas para unirse a la horda que se retiraba.

* * *

La noche caía sobre Estambul, la antigua Cons-tantinopla, pero nadie lo percibió, pues el es-plendor que Solimán daba a la noche la hacía tan gloriosa como el día. En los jardines, que eran un derroche de flores y perfumes, los braseros cen-telleaban como millones de luciérnagas. Los fue-gos artificiales convertían la ciudad en un reino de magia en el que se alzaban los minaretes de quinientas mezquitas, como las torres de fuego en el seno de un espumeante océano de oro. Sobre las colinas de Asia, los tribeños observaban, con la boca abierta, preguntándose lo que sería aquel resplandor que palpitaba y atemorizaba al león, ha-ciendo palidecer hasta a las estrellas. Innumerables multitudes, todos ataviados con trajes de fiesta y gala, se apretujaban por las calles de Estambul. Las luces brillaban a millones en las gemas que ador-naban los turbantes y los khalats de rayas... sobre los negros ojos que centelleaban por encima de diáfanos velos... sobre los palanquines ricamente adornados que llevaban a hombros gigantescos esclavos de pieles de ébano.

Todo aquel esplendor emanaba del Hipódro-mo donde, en pomposos espectáculos, los jinetes de Turkistán y Tartaria se medían con los de Egipto y Arabia en carreras que dejaban sin aliento, don-de guerreros revestidos con brillantes armaduras se enfrentaban y derramaban la sangre sobre la arena, donde hombres armados con una simple espada se enfrentaban a bestias salvajes, leones y tigres de Bengala y gigantescos jabalíes de los bos-ques nórdicos. Contemplando aquellas escenas grandiosas, podría creerse que lo más fastuoso de la Roma Imperial había sido resucitado en un de-corado oriental.

En un trono de oro, plantado sobre dos colum-nas de lapislázuli. Solimán se sentaba indolente-mente, paseando la mirada por aquellos esplendo-res, como los emperadores romanos de purpúrea toga habían hecho antes que él. A su alrededor se

postraban sus visires y oficiales, los embajadores de las cortes extranjeras... Venecia, Persia, India, los kanatos de Tartaria. Todos estaban allí... incluso los venecianos... para felicitarle por su victoria sobre los austríacos. Porque aquella gran fiesta era para celebrar una victoria, como había sido anunciado en una proclama escrita de propia mano por el sultán. En ella decía que los austríacos se habían doblegado y pedido perdón de rodillas pero que, como los reinos de Germania estaban tan lejos del Imperio Otomano, “los Creyentes no veían ningún sentido en limpiar la fortaleza de Viena, purificarla, reconstruirla y embellecerla”. Por aquella razón, el sultán había aceptado la simple sumisión de los despreciables germanos y les había permitido que siguieran disfrutando de su miserable fortaleza .

Solimán cegaba los ojos del mundo con el brillo de sus riquezas y de su gloria, e intentaba convencerse a sí mismo de que realmente había conseguido cuanto anhelaba hacer. No había sido vencido en el campo de batalla; había puesto a una marioneta en el trono de Hungría; había devasta-do Austria; los mercados de Estambul y Asia eran un hervidero de esclavos cristianos. Había embal-samado su orgullo herido y olvidado deliberada-mente el hecho de que treinta mil de sus súbditos se pudrían ante las murallas de Viena y que sus sueños de conquistar Europa yacían en el suelo.

Tras el brillante trono, los trofeos de la gue-rra... estandartes de seda y terciopelo arrancados a los persas, a los árabes, a los mamelucos de Egip-to; tapicerías sin precio tejidas con hilo de oro. A sus pies se amontonaban los presentes y tributos de los príncipes aliados y vasallos. Túnicas de ter-ciopelo de Venecia, copas de oro con gemas in-crustadas procedentes de la corte del Gran Mon-gol, caftanes bordados con oro de Erzeroum, jades tallados de Catay, armaduras de plata de Persia con cimeras de crin de caballo, turbantes de Egip-to en los que habían sido engarzadas las gemas hábilmente, curvas espadas de acero templado de Damasco, mosquetones de plata labrada de Kabul, corazas y escudos de acero indio, pieles preciosas de Mongolia.

El trono estaba rodeado, de un lado a otro, por una larga hilera de jóvenes esclavos, atados con collarines de oro a una larga cadena de plata. Una hilera estaba formada por hombres, griegos y húngaros; la otra de mujeres. Sólo vestían cofias de plumas y adornos enjoyados, para resaltar su desnudez.

Eunucos de flotantes vestidos, con los ventru-dos cuerpos ceñidos por cordones de hilos de oro, se arrodillaban y ofrecían sorbetes en cálices de pedrería, refrescados con nieve llevada de las montañas de Asia Menor, a los huéspedes reales. Las antorchas bailaban y vacilaban al compás de los rugidos de la multitud. Los caballos pasaban al galope ante las tribunas, volaba la espuma de sus entreabiertas bocas. En el centro de la arena, cas-tillos de madera eran presa de las llamas cuando los jenízaros practicaban sus simulacros de bata-lla. Los oficiales iban y venían entre la multitud, que gritaba feliz, tirándola piezas de plata y cobre

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106 Weird Tales de Lhork

como si fueran gotas de una resplandeciente lluvia. Aquella noche, nadie tenía hambre ni sed en Es-tambul... salvo los miserables cafaros cautivos.

Los enviados extranjeros habían quedado im-presionados vivamente, estupefactos ante aquel océano de esplendor y el estallido de la magni-ficencia imperial. Alrededor de la inmensa arena, avanzaban pesadamente los elefantes, desapare-ciendo sus cuerpos bajo caparazones de cobre y oro; desde las torres adornadas con joyas plan-tadas en sus lomos, los músicos entonaban aires marciales y, junto al resonar de las trompetas, riva-lizaban con el clamor de la multitud y el rugido de los leones. Las gradas del Hipódromo estaban cu-biertas por un mar de rostros, todos vueltos hacia la silueta cubierta de pedrerías que se sentaba en el trono. Millares de gargantas gritaban y aclama-ban con frenesí.

Si había impresionado a los enviados de Vene-cia, Solimán sabía que impresionarla al mundo en-tero. En medio de aquella demostración de magni-ficencia, los hombres olvidarían que un puñado de atrevidos cafaros, protegidos tras una muralla en ruinas, le habían cerrado para siempre las puertas de un Imperio. Solimán aceptó una copa del vino prohibido por el Profeta y luego le dijo unas cuan-tas palabras al oído al Gran visir.

–Invitados de mi amo, el padischah, no olvida a los más humildes en este momento de gozos. A los oficiales que condujeron sus ejércitos con-tra los infieles, les ha hecho los más ricos regalos. Ha dado doscientos cuarenta mil ducados para que sean repartidos entre los simples soldados, y a cada jenízaro le ha entregado una suma de mil aspros.

En el seno del clamor que se alzó, un eunuco se arrodilló ante el Gran visir, presentándole un paquete de forma redondeada, cuidadosamente envuelto y cerrado. Un pedazo de pergamino do-blado iba unido a él con un sello de lacre rojo. Atrajo la atención del sultán.

–Bien, amigo mío, ¿que nos traes ahí? Ibrahim se inclinó respetuosamente.–Algo que ha traído el jinete del correo de

Andronópolis., León del Islam. Aparentemente, se

trata de un regalo enviado por esos perros aus-tríacos. Los Infieles, me ha parecido entender, lo entregaron a los guardias fronterizos para que lo trajeran a Estambul a toda prisa.

–Ábrelo –ordenó Solimán, intrigado.El eunuco se postró en tierra, y empezó a rom-

per los sellos que cerraban el paquete. Un esclavo letrado desplegó el pergamino que lo acompañaba y empezó a leer el contenido del mensaje, escrito con mano firme y claramente femenina:

“Al sultán Solimán y a su Gran visir, Ibrahim, así como a Roxelana, la gata: Nosotros, los abajo firmantes, enviamos este presente como testimo-nio de nuestro inconmensurable afecto y nuestra sincera atención .

Sonya de Rogatino . Gottfried von Kalmbach”

Solimán, que se había sobresaltado al oír el nombre de su favorita, con el furor ensombrecien-do y convulsionando bruscamente su rostro, emi-tió un grito estrangulado que fue repetido, como un eco, por Ibrahim.

El eunuco había arrancado los sellos del cofre, dejando ver lo que contenía. Un olor acre de hier-bas y especias conservadoras llenó el aire. El obje-to, cayendo de las manos del horrorizado eunuco, cayó sobre los montones de presentes hasta los pies de Solimán, contrastando terriblemente con las joyas, el oro y las piezas de terciopelo. El sul-tán lo miraba fijamente. En aquel instante, todo el esplendor de aquella fastuosa mentira se escapó de sus manos. Su gloria se transformó en burla y ceniza. Rojo de rabia, Ibrahim se arrancaba la bar-ba, jadeante y sofocado. A los pies del sultán, con las facciones fijas con un rictus de horror, yacía la cabeza cortada de Mikhal Oglu, el Buitre del Gran Turco.

«En medio de aquella demostración de

magnificencia, los hombres olvidarían que un puñado

de atrevidos cafaros, protegidos tras una muralla en ruinas, le habían cerrado para siempre las puertas de

un Imperio»

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107Weird Tales de Lhork

Texto: Fco . Javier HernándezImagen cabecera: autor

Imágenes: fuente

puÑo dE HiErro,“El arma viviEntE”

Fco. Javier Hernández

Introducción

La respuesta de la editorial Marvel Comics a la incipiente moda de las películas de artes marciales a principios de los años Setenta del pasado siglo, fue el personaje de Shang-Chi, el maestro de Kung-fu

hijo de Fu-Manchú (que apareció por primera vez en el número 15 de la colección:“Special Marvel Edition”, en el mes de diciembre de 1973), como ya sabemos por el artículo publicado anteriormente en el número 23 de “Weird Tales de Lhork”, pero esto pareció una corta respuesta dada la gran afición que existía por aquel tiempo a los héroes marciales.

Por ello la “Fabrica de Ideas” que es Marvel empezó a gestar nuevos personajes que cubrieran la demanda de héroes marciales que pedía el pú-blico. Shang-Chi era un fantástico personaje pero era sólo un humano con extraordinaria destreza en combate gracias a los conocimientos adquiridos mediante entrenamiento, y esto les pareció poco a los responsables de la editorial, ya que necesitaban algo más superheroico. La respuesta llegó con “Puño de Hierro”, un artista marcial que vestía un uniforme más en la lí-nea con los superhumanos y que además tenía un poder sobrenatural, como la mayoría de los superhéroes gestados dentro del Universo Marvel. Una ventaja más es que “Puño de Hierro”, por sus ca-racterísticas, quedó englobado perfectamente con el resto de personajes del citado Universo editorial.

“Puño de Hierro” (“Iron Fist”, en su original americano) fue creado en 1974 por Roy Thomas y Gil Kane, y edita-do por el escritor de cómics Christopher Priest, que cola-boraba con la compañía Marvel, siendo su primera aparición en el mercado en el número 15 de la colección: “Marvel Premiere”, en mayo de 1974.

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108 Weird Tales de Lhork

cuyos ricos padres son asesinados en su infancia y cuando alcanzan la edad adulta comienzan a entrenar y desarrollar trajes y artilugios gracias a su gran fortuna, impar-tiendo una justicia enmascarada en tanto que buscan al responsable de la muerte de sus progenitores.

Las aventuras de “Puño de Hierro” terminaron en el número 25 de la colección: “Marvel Premiere”, para seguir al mes siguiente con su propia colec-ción “Iron Fist”, dada la excelente aceptación del personaje, acompañada por las ventas.

Con su propia colección comenzó una exce-lente carrera dentro de los personajes Marvel, que le afianzó por siempre dentro de su imaginativo Universo, y que aún continúa. Los encargados de darle esta fama fueron un equipo creativo impre-sionante: el guionista Chris Claremont y el dibu-jante Jhon Byrne, el mismo dúo creativo que dio nueva vida a “La Imposible Patrulla X”, con Lobez-no, Tormenta, Rondador Nocturno, Coloso, Kitty Pride…, y los ya conocidos Profesor Charles Xa-vier, Cíclope y Jean Grey.

En esta época “Puño de Hierro” también apa-recería protagonizando algunas aventuras dentro de la colección en blanco y negro: “Dealy Hand of Kung Fu”, en donde las historias eran más adultas que en su propia colección. En estas coincidiría con otros héroes marciales de la colección: el ya mencionado “Shang-Chi” y “Los Hijos del Tigre” (los cuales tendrán su reportaje a parte en otro número de “Weird Tales de Lhork”), siendo el núme-ro más mítico: “Savage Fist of Kung Fu”, en donde todos ellos compartirían una aventura.

La calidad artística de la obra era y sigue sien-do indiscutible, pero cuando empezó a decaer la moda marcial las ventas también empezaron a de-caer, aunque Claremont y Byrne se las apañaron para mantener vivo al personaje en la cabecera de

En dicho número y los siguientes veíamos un núcleo argumental basado en varios precedentes, literarios y cinematográficos que más adelante ex-pondré.

El argumento básico es el siguiente: el que con el tiempo será llamado “Puño de Hierro” es un niño llamado Daniel Rand, hijo de Wendell Rand, el exilado heredero al trono de la ciudad extra-dimensional de K’un-Lun. Cuando Daniel tiene nueve años, acompaña a sus padres en un peligro-so viaje a través del Himalaya tibetano, en busca de la citada ciudad, que sólo aparece en esa zona cada diez años por un corto período de tiempo. La aventura acabará de forma trágica cuando su padre es víctima de la traición, cayendo desde las alturas, y su madre es devorada por una manada de lobos. Daniel es encontrado por los habitan-tes de K’un-Lun, siendo acogido por estos como miembro de la familia real, y entrenado durante diez años en las letales artes marciales enseñadas por el mayor maestro de guerreros de la ciudad. Con el tiempo, Daniel alcanzará el poder del Puño de Hierro y regresará a los Estados Unidos para acabar con el responsable de la muerte de sus pa-dres.

Como puede verse, en este simple argumento confluyen elementos literarios y cinematográficos tan dispares como son los siguientes:

• La ciudad de Shangri-La. Un lugar utópi-co y paradisíaco, un verdadero vergel en el centro del agreste Himalaya, famosa por la película de 1937, dirigida por Frank Capra: “Horizontes Perdidos” (“Lost Horizons”, en su original inglés), basada en la novela escri-ta por James Milton en 1933, que tuvo un remake en 1973, dirigida por Charles Jarrot.

• La localidad de Brigadoom, un pueblecito es-cocés que aparece un día cada cien años, fa-moso por la película: “Brigadoom”, el musical de la MGM de 1954, dirigida por Vicente Mi-nelli y protagonizada por los bailarines Gene Nelly y Cyd Charisse.

• La raza vegetal enemiga de los k’un-lunianos, los H’yltrhi, está basada en el humanoide vegetal extraterrestre que aparece en la pri-mera versión de la película de ciencia ficción de 1951: “The Thing from Another World”, lla-mada en España: “El enigma de otro mundo”, basada en la novela corta escrita por John W. Campbell Jr.: “Who Goes There?“, que es-tuvo dirigida por Christian Nyby y Howard Hawks, e inspiró al director Jhon Carpenter para hacer su propia versión de la historia en 1982, con el simple título de “The Thing” (“La Cosa”), que protagonizó Kurt Russell.

• Los míticos entrenamientos del legendario Templo Shaolín, famoso por cientos de pelí-culas que han mitificado tanto sus artes mar-ciales como sus entrenamientos.

• Leyendas tradicionales chinas, que aportan la mitología del mundo espiritual de K’un-Lun, con su reino del Más Allá.

• El origen de superhéroes como “Batman”,

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la colección: “Marvel Team-Up”. Posteriormente, vieron una solución para “Puño de Hierro” y la supervivencia del personaje, cruzando su camino con otro superhéroe de cortas ventas y mucho potencial: “Power Man”, logrando con esta asocia-ción una de las parejas de héroes más famosas del Universo Marvel, al crear el concepto de “Héroes de Alquiler”, que tuvo colección propia durante años: “Heroes for Hire”, comenzando por el comic-book de finales de 1978: “Power Man and Iron Fist” número 50 (ya que la numeración de la colección de “Power Man” se transformó en la conjunta de los dos amigos).

En los siguientes años “Puño de Hierro” ha aparecido en otras muchas colecciones Marvel, como por ejemplo en las series: “Rom”, “Namor”, “Ultimate Spiderman” o “The Avengers: Earth’s Mightiest Heroes”.

Incluso ha tenido su versión en dibujos anima-dos, como en el programa: “The Super Hero Squad Show”, y los videojuegos basados en el Universo Marvel no le han olvidado, ya que aparece como personaje jugable en el videojuego “Ultimate Mar-vel”, comercializado por Capcom 3.

“Puño de Hierro” es un personaje tan popular entre los aficionados que tiene gran cantidad de elementos de merchandising, incluyendo figuritas, incluso tiene su versión de Lego.

Historia de “Puño De Hierro”

La historia de “Puño de Hierro” es muy am-plia y compleja, ya que se ha ido gestando durante cuarenta años en sus propias colecciones y am-pliadas en otras colaterales, formando un com-plicado puzzle que entre aventuras y flashback construyen una historia rica en matices y, por otra parte, interesantísima.

Antecedentes

Érase una vez una ciudad mística llamada K’un-Lun, fundada hace un millón de años por una raza extraterrestre en un mundo situado en una dimensión distinta a la nuestra. Dicha ciudad fue gobernada desde sus inicios por los descendientes de los extraterrestres fundadores, los poderosos Reyes Dragón, los cuales adoran como si fuera un dios a un poderoso hechicero llamado el Maestro Khan. K’un-Lun se haya en un lugar lleno de es-carpadas montañas y angostos valles poblados por una extraña raza vegetal llamada los H’yltrhi, que se supone es la raza autóctona de este mundo ex-tradimensional, con los que los k’un-lunianos, cla-ramente humanos, están enfrentados.

La fabulosa K’un-Lun pertenece a un grupo de siete ciudades místicas, llamadas las Ciudades Ce-lestiales, que están ligadas místicamente a la Tierra mediante un nexo interdimensional que aparece entre sus mundos y el nuestro. Cada cierto tiem-po, una vez en cada generación, cuando las siete ciudades se alinean en un único plano, un cam-peón es elegido para representar a cada una de

estas ciudades enfrentándose al resto en una serie de combates, llamados en conjunto: el Torneo de las Ciudades Celestiales, con el fin de determinar con que frecuencia sus ciudades se enlazan místi-camente con la Tierra. En el momento de nuestra historia, K’un-Lun puede manifestarse cada diez de nuestros años mediante el citado nexo interdi-mensional, que aparece durante un corto espacio de tiempo cerca de las murallas de la ciudad de K’un-Lun, materializándose el otro extremo en un lugar indeterminado del Himalaya tibetano. Este hecho será muy importante en nuestra historia.

K’un-Lun es cuna de grandes guerreros, to-dos ellos expertos en artes marciales, tanto a mano vacía como con armas, y entre ellos, los más grandes guerreros son entrenados por el mayor experto de la ciudad: Lei Kung, apoda-do “El Tronador”. Los mejores alumnos de este grandísimo guerrero, previa selección y enfren-tamiento en combate, tienen la oportunidad de medir sus habilidades marciales con el dragón Shou-Lao “El Inmortal”, y los pocos que logran vencerlo son los campeones de K’un-Lun que pueden reclamar el poder místico del citado dragón; el enfrentarse a Shou-Lao sin haber ga-

nando dicho privilegio en combate ritual ante el gobernante de K’un-Lun supone la mayor de las traiciones. Ninguno de los pocos campeones que logran el poder indica a nadie como consigue hacerse con él, por lo que cada aspirante debe averiguarlo por su cuenta, ellos tan sólo saben que deben derrotar al inmortal dragón y después hundir sus manos en el brasero que contiene su corazón fundido, impregnándose de su poder místico, y ganándose el sobrenombre y título de “Puño de Hierro”, El Protector de K’un-Lun. El

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primer guerrero que consiguió dicho poder se llamaba Quan Yaozu.

La historia de Shou-Lao es digna de contar-se con un poco más de detenimiento. Shou-Lao “El Inmortal” es un dragón-serpiente (un dragón chino sin patas) que respira fuego y que milenios antes había atacado K’un-Lun, siendo derrotado por otro dragón llamado Chiantang, el cual le maldijo haciéndole inmortal con el fin de con-finarle en pocos metros y que tuviera una vida mísera y que sufriera por toda la eternidad; ya que los dragones ansían moverse con libertad, le arrancó místicamente el corazón de su cuerpo a través de un orificio con forma de serpiente alada, el cual colocó fundido en un ardiente bra-sero que colocó en una cueva a las afueras de la ciudad mística. Shao-Lao no puede separarse de la entrada de la cueva ya que su esencia vital proviene de su corazón fundido que irradia su poder vivificante al dragón-serpiente a través del orificio de su pecho.

Aquellos que adquieren el poder del Puño de Hierro, se distinguen del resto de guerreros de K’un-Lun por un ceñido uniforme verde que pa-rece una segunda piel y que deja al descubierto la mitad de los antebrazos y el pecho del que lo porta, llegando sus perneras a cubrir solo sus ge-melos. Dicho uniforme tiene unas solapas y cuello de color amarillo que son elevados hacia el cie-lo, complementándolo con unas ligeras zapatillas amarillas, un delgado y largo fajín amarillo anudado a su cintura y una mascará amarilla ajustada a la nuca mediante dos largas cintas del mismo color y un adorno negro alrededor de los agujeros de los ojos en forma parecida a los de Spiderman. Alguno de estos guerreros que conseguían el poder del Puño de Hierro visitaba la Tierra en ocasiones en

busca de aventuras, gracias al nexo interdimensio-nal que aparece entre su mundo y el nuestro.

A principios del siglo XX, el título y poder del Puño de Hierro fue reclamado por un humano llamado Orson Randall, cuyos padres habían visi-tado K’un-Lun semanas antes de su nacimiento, y que fue entrenado durante años como guerrero k’un-luniano. Orson participó en el Torneo de las Ciudades Celestiales representando a su ciudad mística. Tras haber matado a su primer rival, y as-queado por la violencia que estaba presenciando en el Torneo, decide abandonar la competición, por lo que cae en desgracia ante los gobernantes de K’un-Lun y es expulsado de la ciudad. Aprove-chando que el nexo interdimensional está opera-tivo, Orson escapa a la Tierra. En los años siguien-tes, tras afincarse en Estados Unidos, compartiría aventuras con un grupo de amigos llamados los “Confederados de lo Curioso”, al tiempo que contaría sus andanzas extradimensionales a otro amigo, el biógrafo Ernst Erskine.

Con el tiempo, Orson adoptaría a un joven llamado Wendell, el cual quedó fascinado por las historias de K’un-Lun y el poder del Puño de Hierro. A pesar de que Orson Randall intentó convencer a su hijo adoptivo de que el poder del Puño de Hierro lejos de ser una ventaja era una maldición, Wendell Randall iniciaría a su mayoría de edad la búsqueda del portal interdimensional que le permitiera acceder a la Ciudad Celestial de K’un-Lun.

Tras buscar por las partes más peligrosas del Himalaya, Wendell lograría encontrar el nexo y penetrar en el otro mundo, a tiempo de salvar la vida del entonces gobernante de la ciudad mística, Lord Tu-An, el Augusto Personaje de Jade, tras lo cual este adoptó a su salvador y lo convirtió en su hijo, transformando su apellido en uno mitad ame-ricano y mitad k’un-luniano: Rand-K’ai. Este hecho fue reprobado por el hijo legítimo de Tu-An, llama-do Nu-An, pero nada podía hacer pues las decisio-nes del gobernante de K’un-Lun son irrevocables.

Wendell Rand-K’ai no solo se convierte en el hijo mayor y por ello heredero de Lord Tu-An, sino que además se casaría con una mujer k’un-luniana llamada Shakari, de la cual Nu-An estaba enamorado, una nueva afrenda que no sería pasa-da por alto y que con el tiempo cobraría. Fruto de este amor nacería Miranda, de la cual más adelan-te haré una breve mención.

Wendell seria entrenado durante años por Lei Kung, “El Tronador”, en el difícil y eficaz arte marcial de K’un-Lun, haciéndose amigo del hijo de este: Davos. El problema entre ellos surgió por el hecho de que ambos ambicionaban el poder del Puño de Hierro, lo cual les llevó, tras diez años de entrenamiento, a enfrentarse por el honor de luchar contra Shou-Lao. Wendell ganó el combate, pero Davos no admitió la derrota e intentó re-clamar el poder del Puño de Hierro enfrentándo-se con el místico dragón-serpiente, pero fracasó siendo herido por él. Al ser descubierta su trai-ción, Davos fue expulsado de K’un-Lun por su padre, “El Tronador”, avergonzado de su fracaso

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y su comportamiento deshonroso, exilándole a la Tierra aprovechando que el portal interdimensio-nal estaba abierto, y perdiéndose su pista durante años.

Al mismo tiempo, Shakari es asesinada por es-birros del vengativo Nu-An. Cuando Wendell se entera, a pesar de haberse ganado el privilegio de enfrentarse con Shou-Lao, pierde el deseo de re-clamar el poder del Puño de Hierro, disculpa que aprovecha su hermano adoptivo para expulsarle de la ciudad mística acusándole de conducta des-honrosa, pues quería quedarse con el gobierno de la ciudad a la muerte de su padre. Tras abandonar K’un-Lun, Wendell se traslada a la Tierra cruzando el nexo, para decepción del Augusto Personaje de Jade.

Cuando Wendell Rand-K’ai regresa a la Tie-rra, hereda la fortuna de Orson Randall, su padre adoptivo en la Tierra, el cual sigue vivo aunque solitario y maltrecho. Gracias a esta fortuna inicia en Nueva York una exitosa carrera como hombre de negocios, asociándose con Harold Meachum y creando la empresa: Rand-Meachum Inc. Poco tiempo después se vuelve a enamorar, esta vez de una mujer llamada Heather Duncan, contrae matrimonio con ella, y fruto de este amor nace Daniel Thomas Rand-K’ai, un niño rubio de ojos azules, que con los años se convertiría en nuestro héroe.

Durante la ausencia de Wendell, Lord Tu-An fallece y, según las creencias k’un-lunianas, se con-vierte en gobernante de Feng-Tu, la Morada de los Espíritus de K’un-Lun. Por ello, su hijo Nu-An pasa a ocupar el trono de la ciudad mística, con el nom-bre de Yu-Ti, el nuevo Augusto Personaje de Jade, convirtiéndose en el líder de K’un-Lun, lo que él siempre había deseado y que tras sus maquinacio-nes, traiciones y engaños finalmente consiguió.

Daniel Rand, el “Puño De Hierro”.

Aunque Wendell es feliz en la ciudad de Nueva York, con su familia, Heather y Daniel, además de tener éxito en sus negocios y ser un rico empre-sario, tiene un gran vacío en su corazón: K’un-Lun, por lo que aprovechando que el portal dimensio-nal esta a punto de materializarse nuevamente, prepara el viaje para volver a la ciudad mística. Esta vez no iría sólo como la primera vez, sino que se acompañaría por su esposa, su hijo de nueve años, y su socio: Harold Meachum, que se empeñó en acompañarles con oscuras intenciones.

Mientras viajaban penosamente por las mon-tañas tibetanas de la cordillera del Himalaya, una avalancha empujó a los Rand-K’ai hacia un preci-picio, y aunque Daniel y su madre pudieron dete-ner su caída al caer en un estrecho risco, Wendell quedó colgando precariamente agarrado a una roca del borde sobre la que estaba firmemente asentado su socio. Wendell pidió ayuda desespe-radamente a Harold, pero este vio la oportunidad de quedarse con el control del exitoso negocio de los que ambos eran socios, por lo que lejos de ayudarle lo empujó al profundo vacío, con la segu-

ridad de su muerte.La historia de Wendell está repleta de hechos

repetidos con pocos años de diferencia: poco tiempo después de su llegada (a K’un-Lun y a la Tierra) se enamora y se casa (con Shakari en la ciudad mística, y con Heather en la Tierra), con las que prontamente tiene descendencia (una hija, Mi-randa, en K’un-Lun, y un hijo, Daniel, en la Tierra), es heredero de grandes fortunas (era el exilado heredero del trono de la ciudad extradimensio-nal, y heredó la fortuna de Orson Randall), tiene éxito en su carrera profesional (artes marciales en la ciudad celestial, y negocios empresariales en la Tierra), tiene dos implacables enemigos a los que cree amigos (Nu-An en K’un-Lun, y Harold Mea-chum en la Tierra), que anhelan algo que él tiene y en realidad no desea (el Trono de Jade, Nu-An, y su empresa, Harold), y que al final logran acabar con Wendell haciendo realidad sus sueños (Nu-An, al exilar al Wendell de K’un-Lun se aseguraba que a la muerte de su padre tendría expedito el camino al trono, y Meachum, al matarle se asegu-raba la totalidad de la exitosa empresa).

Harold Meachum se ofreció a ayudar a Heather y a Daniel para volver a la civilización, pero ellos se negaron, prefiriendo volver por sus medios, con la seguridad de que el ofrecimiento de Meachum era un engaño y que antes o después acabaría con ellos evitando que hubiera testigos de su execrable acto. Durante su periplo, vagando por las montañas, madre e hijo fueron cercados por una manada de lobos teniendo como única salida un puente colgante. Al comprender Heather que no les daría tiempo a cruzarlo antes de que los lobos cayeran sobre sus espaldas, decide sa-crificarse por su hijo, indicándole que atraviese el puente sin mirar atrás mientras que ella se lanza

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contra los lobos más cercanos, permitiendo que Daniel pudiera escapar mientras es devorada por las fieras, con lo que su espíritu asciende a Feng-Tu al encontrarse en las inmediaciones de K’un-Lun.

Daniel, tras cruzar el puente colgante, fue en-contrado por guerreros de K’un-L’un, que lo re-cogieron y llevaron ante Yu-Ti, el cual previamente había planeado el asesinato de los padres de Da-niel si estos hubieran llegado a la ciudad, de he-cho, Heather podría haber salvado la vida, pues los guerreros habrían podido acabar fácilmente con la manada de lobos al ir armados de ballestas y vigi-lar el paso del puente colgante, pero tenían orden de acabar con la vida del matrimonio si hubieran accedido a través del nexo interdimensional, cosa que es ocultada a Daniel, hasta muchos años des-pués.

En la audiencia que tiene Daniel con Yu-Ti, se le da la bienvenida y se le indica que es miembro de la familia real ya que su padre había sido en vida hijo adoptivo del anterior dirigente de K’un-Lun, por lo que el pequeño huérfano es sobrino adoptivo del actual dirigente de la ciudad mística. Yu-Ti envenena el oído y el alma de Daniel indi-cándole que él le dará las armas para vengarse del asesino de sus padres, instándole para aprender artes marciales durante diez años, tras los cuales estaría lo suficientemente preparado para cumplir su venganza; después sólo tendría que volver a cruzar el nexo interdimensional y acabar con Ha-rold en la Tierra; de esta forma Yu-Ti afianzaba su poder ante las gentes honradas de K’un-Lun, pues había ayudado a un huérfano, heredero al Trono de Jade para más señas, y se aseguraba de que Da-niel volviera a la Tierra, con lo que su estatus que-daba asegurado, pues no reclamaría el trono que por derecho le pertenecía.

Jurando vengar a sus padres, Daniel comienza a aprender artes marciales para la atenta guía de Lei-Kung “El Tronador”, el mejor entrenador de guerreros de K’un-Lun, que ya había entrenado a su padre y que cariñosamente le llama: “Joven Dragón”. El entrenamiento de Daniel no sólo le fortalece cuerpo y mente, sino que su maestro también le enseña los valores morales que años después le convertirían en el héroe que todos co-noceríamos a través de las páginas de los cómics. Su entrenamiento técnico es extenso, enseñándo-le técnicas de golpeo, agarres, presas, luxaciones, estrangulaciones, proyecciones, barridos…, dotan-do a su cuerpo de una extraordinaria resistencia y dureza, sobre todo en sus manos, mediante un entrenamiento sistemático, sostenido y concien-zudo de endurecimiento, consistente en golpear con los puños y las manos abiertas un recipiente conteniendo arena, grava y rocas ardiendo.

Su destreza y aptitud es tal que Daniel, con tan sólo dieciséis años, consigue vencer a cuatro enemigos expertos en artes marciales en el ri-tual llamado “Reto de Muchos”, lo que le permitía combatir contra un ser mecánico llamado Shu-Hu, al cual derrota gracias a la potencia de sus golpes y la resistencia de sus puños, debido al riguroso entrenamiento recibido de manos de Lei-Kung,

con lo que logra la preciada corona de Fu-Hsi, “la Reina de las Víboras”, una de las mayores re-compensas de K’un-Lun. Daniel es el orgulloso de su maestro, y de las gentes honradas de la ciudad mística, mientras Yu-Ti vigila desde lejos, temien-do la extraordinaria pericia marcial de su pseudo-sobrino.

Pero Daniel no sólo practica artes marciales, también tiene tiempo para hacer amigos, los más cercanos e íntimos son Miranda (desconociendo que es su medio hermana) y Conal D’hu-Tsien, el novio de ésta.

A la edad de diecinueve años, siendo poseedor de la corona de Fu-Hsi, Daniel solicita tener el ho-nor de enfrentarse a Shou-Lao para ganar el po-der del Puño de Hierro. A regañadientes Yu-Ti le da dicha oportunidad, por lo que es enviado a las afueras de la ciudad para combatir a la serpiente-dragón, con la esperanza de que esta le despeda-zara.

Cuando Daniel llega a la entrada de la cueva en la que habita el dragón-serpiente, se apresta a la batalla, al tiempo que el enorme animal surge rápidamente de la cueva. Tras largos minutos Da-niel comprende que la fuerza de sus golpes, por muy certeros y potentes que sean, no hacen me-lla en la correosa piel del Inmortal, por lo que, al comprender que la vida de Shou-Lao depende de la conexión con su corazón fundido, esquivando las mortales dentelladas de su enemigo, se lanzó contra su pecho y, agarrándose firmemente del escamoso cuerpo lo apretó contra su pecho para interrumpir el flujo de energía mística, lo que pro-vocó que se le quedara grabada en el pecho una terrible quemadura negra, la cicatriz con la ima-gen de la serpiente alada que era la oquedad en el pecho de la mística criatura. Tras acabar con su enemigo, Daniel entró en la cueva donde halló el recipiente con el corazón fundido. Allí, en el ar-diente brasero, metió repetidamente sus manos, impregnándose de su energía mística y ganándose el título de “Puño de Hierro”.

Sin que Daniel lo supiera, la muerte de Shou-Lao enfureció a Chiantang, el dragón que lo había encadenado místicamente a la cueva, por lo que intentó destruir K’un-Lun, cosa que evitó el Maes-tro Khan, el dios-hechicero de la ciudad mística, aprisionándole místicamente. Esto tendría tiempo después consecuencias funestas para Daniel, cuan-do a lo largo del tiempo tanto Chiantang como el Maestro Khan se quisieron vengar una y otra vez de Daniel, por separado o como aliados.

Poco tiempo después de conseguir el Puño de Hierro, ya con el uniforme verde y amarillo que demuestra su estatus, Daniel es atacado por un grupo de guerreros k’un-lunianos, celosos de este por haber conseguido el preciado don. Como se-ría deshonroso el usar el poder del Puño de Hie-rro contra sus compañeros Daniel lo estaba pa-sando mal, ya que estaba siendo superado por el elevado número de enemigos, pero cuando estaba a punto de sucumbir al ataque, dos nuevos guerre-ros se unieron al combate ayudando al casi venci-do Daniel. Cuando todo acabó se descubrió que

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sus aliados eran sus amigos Conal y Miranda, los cuales se habían metido en un grave problema, ya que una de las ancestrales leyes de K’un-Lun pro-hibía la enseñanza de sus letales artes marciales a las mujeres, y Conal, al enseñar a Miranda, había incurrido en el grave delito. Con el fin de escapar a su castigo la pareja de enamorados escapó de la ciudad, siendo capturados por los H’lythri, los an-cestrales enemigos de K’un-Lun, siendo dados por muertos, ya que estos solían usar a sus capturados como abono para sus retoños.

Sin amigos y con una venganza que ejecutar, Daniel rechaza quedarse en la ciudad mística, para alivio de Yu-Ti y, cuando el nexo interdimensional vuelve a abrirse entre K’un-Lun y el Himalaya, em-prende el viaje a los Estados Unidos para acabar con Harold Meachum.

El poder del “Puño de Hierro”

Aquí hablaré del “Puño de Hierro” contempo-ráneo, esto es, Daniel Thomas Rand-K’ai, aunque su capacidad y destreza son similares a las de los cientos de guerreros que han ostentado dicho tí-tulo y poder con anterioridad.

Aunque al hundir sus manos en el brasero que contenía el corazón fundido de Shao-Lao, Daniel fue infundido con la energía sobrehumana del dra-gón-serpiente y el poder del Puño de Hierro, él ya tenía una serie de habilidades y aptitudes prove-nientes de su extraordinario entrenamiento mar-cial bajo la experta guía de Lei-Kung.

Es un maestro en las artes marciales prac-ticadas en K’un-Lun, con unas cualidades físicas proporcionales a su talla y peso (1’85 metros y 87 kilos), pero incrementadas mediante un ex-

haustivo y continuado entrenamiento físico muy bien dirigido, por lo que puede decirse que es un fuerte y fibroso atleta con una fuerza, resistencia, velocidad, flexibilidad, equilibrio, coordinación, po-tencia, agilidad, dureza y reflejos muy por encima de la media humana, con una capacidad acrobática sin par. Aunque hay que reconocer que al adqui-rir el poder del “Puño de Hierro”, Daniel también consiguió un control absoluto sobre su cuerpo, mente, espíritu y poderes, como veremos a con-tinuación.

Daniel es capaz de convocar y enfocar su Chi, la energía interna que tienen todos los seres vivos y que con el entrenamiento apropiado pueden en-focar y canalizar todos los artistas marciales; en su caso su Chi está increíblemente incrementado con el poder que le otorgó el corazón de Shao-Lao, por lo que sus cualidades físicas naturales y sus habilidades físicas y marciales adquiridas mediante el constante entrenamiento, cuando se concentra, están en unos niveles extraordinarios, sobrehu-manos: su fuerza, resistencia, rapidez, agilidad…, reflejos y sentidos están tan incrementados, que Daniel se ha ganado con razón el sobrenombre de “El Arma Viviente”. Además, su adaptación al medio ambiente en situaciones extremas es ex-traordinaria.

Otro aspecto del poder otorgado por Shao-Lao a Daniel es el llamado “Puño de Hierro” (como puede deducirse por su nombre) que con-siste en la habilidad que tiene este de concentrar su Chi, todas las energías naturales y espirituales de su cuerpo, y enfocarlo hacia su mano cerrada en puño. Aunque esta técnica no incluye ningún tipo de transformación física, se manifiesta con un brillo sobrenatural alrededor del puño fácilmente visible desde el exterior, al tiempo que este ad-quiere una dureza superior al hierro, con el efecto colateral de ser invulnerable al dolor y con una resistencia tal que no puede recibir en ella daño alguno, por lo que puede propinar golpes tan so-brehumanamente potentes que pueden incluso deformar el acero. Sin embargo, el esfuerzo de convocar dicho poder deja a Daniel extenuado, esto es, agotado física y mentalmente, lo que le impide emplear ese poder constantemente, pues debe tener un periodo de descanso durante cier-to tiempo antes de volver a utilizarlo.

El don que le otorgó el corazón de Shao-Lao también incluye el poder absorber energía y cana-lizarla para aumentar su poder. Esta habilidad tam-bién incluye el poder enfocar su Chi aumentado para lograr la sanación y regeneración de tejidos lesionados o enfermos, tanto de si mismo, enfo-cándolo hacia su interior, como de otras personas, cuando lo enfoca hacia el exterior. En los cómic he-mos visto como se curaba de la radiación atómica que le trasmitió Radión, “El Hombre Atómico”, o como curaba el cáncer propio y de otro personaje.

Además, tiene la habilidad de fusionar telepá-ticamente su consciencia con la de otra persona por un corto período de tiempo, lo suficiente como para intercambiar conocimientos, recuer-dos y emociones.

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mistad de Joy Meachum, la hija del fallecido Ha-rold y de su tío Ward, hermano de su padre, quien continuará creyendo en la culpabilidad de nuestro héroe y que este, mediante artimañas legales, le había robado la empresa de su hermano. Con el tiempo Joy hace las paces con Daniel, quien en un acto de generosidad la permite seguir al mando del negocio de los padres de ambos.

La filosofía personal de Daniel, así como la educación en valores que le inculcó Lei-Kung, le llevó a ayudar a los débiles como héroe enmas-carado en la ciudad donde fijó su residencia en la Tierra: Nueva York. Dicha máscara, como ya sabe-mos, aunque le sirve para ocultar su identidad, no la lleva por esta razón, como pasa con el resto de héroes y villanos del universo Marvel, sino que es parte de su uniforme como guerrero supremo de K’un-Lun.

Durante esta época, Daniel Rand-K’ai se de-dicó a colaborar con la agencia de detectives de Colleen y Misty, enfrentándose a una amplia va-riedad de enemigos, por ejemplo: un grupo de adoradores de la diosa Kali, llamado el Culto de Kara-Kai, el Maestro Khan, La Brigada de Demo-lición, Chaka, Dientes de Sable… colaborando a veces con otros héroes de las artes marciales marvelianas, como Shang-Chi, Los Hijos del Tigre y el Tigre Blanco (que ya serán estudiados en otros artículos).

Además, se enfrentó con el exilado hijo de Lei-Kung, Davos, llamado “Serpiente de Acero”, quien quería arrebatarle el poder del “Puño de Hierro”. Davos había adoptado un uniforme parecido al re-servado a los campeones de K’un-Lun, que dejaba al descubierto en su pecho una cicatriz de forma delgada y serpenteante, la cual le daba su nombre de batalla. Él al enfrentarse años antes a Shou-Lao había descubierto, como lo hiciera Daniel años después, que la manera de acabar con el dragón-serpiente era taponando la abertura de su pecho que le unía místicamente a su corazón fundido, pero no tuvo la suficiente fuerza de voluntad para aguantar el dolor, y por ello sólo le quemó super-ficialmente, sin marcarle totalmente, como si había hecho con el pecho de Daniel, quien también tenía grabadas las alas que formaban parte de la silue-ta marcada en pecho de la enorme bestia. Tras un duro combate, Davos abrazó firmemente a Daniel, juntando pecho con pecho, cicatriz contra cicatriz, y a través de este enlace consiguió robarle su po-der. No le duró mucho la victoria a Davos, pues el enorme poder del Puño de Hierro no estaba hecho para él, ya que no sabía, ni podía intuir, que dicho poder debía estar constantemente manteni-do a raya por la voluntad del poseedor del poder, por lo que dicha energía causó la muerte de Da-vos, mientras era vencido en justo combate por Daniel, siendo recuperada por este.

Durante toda la historia de Daniel Rand-K’ai, muchos de sus oponentes han sido aquellos que desean arrebatarle el poder para ellos, pero todos ellos han sido derrotados por él, por “El Arma Vi-viente”.

A partir de ese momento los guionistas em-

El “Puño de Hierro” en Nueva York

Tras cierto tiempo, Daniel logra llegar a Nue-va York, lugar donde Meachum ha fijado su resi-dencia, en la cual, durante una laboriosa década había preparado elaboradas defensas contra un posible ataque del vengativo huérfano. El ex-socio de su padre había sobrevivido al viaje de vuelta a la civilización, pero cuando intentaba salir de las montañas del Tíbet había quedado inválido por la congelación de sus piernas. Cuando Daniel superó las defensas de la casa y llegó junto a su enemigo, viendo que éste esperaba la muerte como una li-beración se apiadó de él y le perdonó la vida, pues comprendió que la venganza no tenía nada de ho-norable. Sin embargo, momentos después Harold es asesinado por un misterioso ninja, el poderoso Ninja Fantasmal, al servicio del Maestro Khan, por lo que en un primer momento Daniel es acusado de asesinato.

Buscando limpiar su nombre, Daniel acude al despacho de detectives formado por Misty Knight, una ex-policía afro-americana que tiene un brazo biónico, y Colleen Wing su socia oriental. Fruto de sus investigaciones “Puño de Hierro” logra encon-trar al asesino, derrotándole y quedando libre de cargos. Con el tiempo Daniel no sólo logra una fuerte amistad con Colleen y su padre, el profesor Lee Wing, sino que se enamora de Misty, con la que conviviría durante años.

En esa época Daniel Rand-K’ai logra que las autoridades le den la razón judicialmente, por lo que, como heredero de Wendell, recupera la for-tuna familiar y el control de la millonaria empresa co-fundada por su padre, logrando con ello la ene-

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su parte por los servicios prestados, pues tenía di-nero de sobra gracias a la fortuna familiar.

“Puño de Hierro” y “Power Man” continua-ron su amistad y asociación, alcanzando cotas de auténtica fraternidad, hasta que aparentemente Daniel “murió”, extrañamente asesinado por su compañero Luke, algo que finalmente demostró ser mentira; en las páginas de la colección mar-veliana de “Namor”, “El Príncipe Submarino”, se dio la explicación de que “Puño de Hierro” había estado atrapado durante mucho tiempo por la vegetal raza de los H’yltrhi, y que estos habían “fabricado” un sosias que le suplía. Tras liberar-le y demostrar la inocencia de Luke Cage, am-bos amigos volvieron a trabajar juntos. Primero en Nueva York, y después, cuando la oficina de “Hero for Hire Inc” voló por los aires tras una ex-plosión, en Chicago (Illinois), ciudad a la que se trasladaron y refundaron su empresa, con la que operarían durante mucho tiempo, primero solos y después uniendo sus fuerzas y recursos con otros superhéroes, como el “Tigre Blanco”, el “Caballero Negro” y otros muchos. El éxito de la fórmula de “Heroes de Alquiler” fue tal que lle-gó un momento en el que la contratación de los servicios de las diferentes formaciones de héroes asociados llegó a ser a nivel mundial, realizando peligrosas misiones a escala global, unas veces cobrando unos honorarios testimoniales y ridí-culos, y otras directamente de forma totalmente

pezaron a hacer barrabasadas con el personaje, resucitando personajes (por ejemplo: Davos, e incluso el propio Daniel), recuperándolos de una forma u otra (por ejemplo los padres de Daniel), dotando al “Puño de Hierro” de absurdos poderes (por ejemplo: lanzar a distancia su Chi en forma de rayos de poder), destruyendo en nexo interdi-mensional para volverlo a instaurar de otra forma números después, fusionando la ciudad de K’un-Lun con ciertas ciudades de la Tierra (por ejem-plo: Tokio), aliándose Daniel repetidamente con Nu-An y siendo traicionado por este una y otra vez, haciendo un duplicado de Daniel que se creía el verdadero, como ya pasó en otra colección con el clon de Peter Parker (Spiderman), perdiendo y recuperando el poder otorgado por el corazón de Shao-Lao hasta la saciedad, etcétera, incluyendo el hecho absurdo de convertirse durante una tem-porada en otro personaje del Universo Marvel: Daredevil. Tan sólo se salvó un poco la época de “Los Héroes de Alquiler”.

“Héroes de alquiler”

Todo comienza cuando un enemigo de Misty Knight, llamado John Bushmaster, chantajea a un mercenario con superpoderes para que secuestre a la pareja sentimental de Daniel.

El mercenario al que me refiero se trataba de un enorme afroamericano llamado Luke Cage, “Power Man”, el cual tiempo atrás había sido obje-to de ciertos experimentos que querían reprodu-cir el suero del supersoldado que trasformó a Ste-ve Rogers en “El Capitán América”, y que operaba como guardaespaldas en casos justos, defendiendo a personas honradas, pero en este caso estaba obligado a hacer un acto ilícito pues Bushmaster había secuestrado a dos amigos suyos, Claire Tem-ple y Burstein Noé, los colaboradores más fieles de Luke Cage, obligándole a acatar sus órdenes.

Cuando “El Hombre Poder” estaba a punto de secuestrar a Misty, pues sus armas y su brazo biónico no era rivales para Luke, al rebotarle las balas en su acerada piel prácticamente invulnera-ble, llegó “Puño de Hierro” y, tras un encarnizado combate que les dejó agotados, comienzan a ha-blar aclarando los motivos por los que intentaba raptar a la bella detective. Tras ello, ambos héroes deciden asociarse para derrotar a Bushmaster y rescatar a los amigos de “Power Man”. Tras ha-cerlo y limpiar el nombre del Luke Cage, ambos deciden seguir juntos ayudando a aquellos que les necesitaban, formando la firma Héroes de Alquiler Inc. con sede en la ciudad de Nueva York.

A lo largo de los años, se fue afianzando la amistad entre ambos héroes, convirtiéndose en una de las parejas de héroes más famosas del Uni-verso Marvel. La empresa de “Héroes de Alquiler” (que tuvo colección propia) fue un éxito con la que ambos amigos, actuando como investigadores privados o guardaespaldas superheroicos, ayuda-ban a los débiles generalmente contra supervi-llanos, cobrando unos honorarios muy ajustados, pues Daniel habitualmente prescindía de cobrar

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altruista, ofreciendo sus servicios a causas justas y benéficas.

Años posteriores

Cuando Daniel se da de baja de la forma-ción de “Héroes de Alquiler”, empezó un periplo aventurero que le llevó a combatir, en solitario o como integrante de varias formaciones de héroes enmascarados (“Los Vengadores Secretos”, “Los Defensores”, “Los Defensores Secretos”…), con toda clase de personajes Marvel.

Durante la multisaga marveliana; “Civil War”, en la que los superhéroes se colocan en dos ban-dos diferenciados al firmarse por el Gobierno la Ley de Registro de Superhumanos, unos a favor y otros en contra, “Puño de Hierro” (haciéndo-se pasar por “Daredevil” mientras el verdadero estaba en la cárcel con su identidad secreta del abogado ciego Matt Murdock), se une a la rebe-lión liderada por el “Capitán América” en contra de revelar la identidad secreta de los héroes, opo-niéndose a la citada Ley y enfrentándose al grupo comandando por “Iron Man”, que si estaba a favor.

Tras la detención del “Capitán América”, y abandonando la identidad de “Daredevil” al ser reclamada por el verdadero héroe, Daniel se une a “Los Nuevos Vengadores”, un grupo clandesti-no, en contra del Registro de Superhumanos, que proporciona alojamiento seguro a aquellos que se oponen a dicha Ley, comandados por el “Doctor Extraño” y teniendo entre sus filas a su amigo “Power Man” entre otros héroes. Con el tiempo Daniel deja esta formación, indicándoles que si le necesitaran para cualquier misión acudiría a ayu-darles.

Tras ello, “Puño de Hierro” tiene una aventura épica en el Torneo de las Ciudades Celestiales re-presentando a K’un-Lun (mientras que un resuci-tado Davos representaba a otra de estas ciudades: K’un-Zi). En esta saga se ahonda en la historia de las “Armas Inmortales”, los campeones de las Ciu-dades Celestiales que las representan en combate en el citado Torneo. Tras el Torneo, Daniel se uni-ría a los representantes de las místicas ciudades, quienes, junto a Lei-Kung y la hija de Orson Ran-dall, que habían reclutado y entrenado a un gru-po de guerreras k’un-lunianas, lucharon contra las fuerzas del Yu-Ti Nu-An, quien se había unido a las fuerzas de Hidra (la malvada organización enemiga de S.H.I.E.L.D. -la organización de espías dirigida por Nick Furia-, “Iron Man” y tantos y tantos hé-roes marvelianos). Tras derrotarle, Lei-Kung que-daría como gobernante de K’un-Lun y la hija de Randall en su puesto, entrenando a los guerreros de K’un-Lun, abriendo otra era de prosperidad y paz para las Ciudades Celestiales.

Actualidad

En la actualidad es uno de los integrantes de “Los Nuevos Vengadores”, con un nuevo uniforme blanco enterizo hasta el cuello, con el fajín y cinta que sujeta la máscara, además de muñequeras que

llegan hasta la mitad del antebrazo y botas hasta la mitad de los gemelos en color oro, y con la ser-piente-dragón alada de su pecho bordada en oro sobre la pechera. Este uniforme fue conseguido en otra dimensión (como años antes había pasado en la saga “Secret Wars” con el uniforme negro de “Spiderman” que en realidad era el simbionte que después se convertiría en “Veneno”) a la que fue enviado por el “Doctor Extraño para enfrentarse al poderoso Agamotto, luchando además contra una legión de demonios originados en el Ojo de Agamotto, el amuleto de increíble poder propie-dad del “Doctor Extraño”.

“Puño De Hierro” ¿En el cine?

Durante años hubo el rumor de una versión cinematográfica del personaje que protagoniza-ría el actor y artista marcial campeón británico de Wu-shu: Ray Park, conocido por haber sido “Sapo” en la primera película de “X-Men”, miem-bro de la Hermandad de Mutantes Diabólicos di-rigida por “Magneto”, y “Darth Maul”, el Sith que mató a Qui-Gon Jinn antes de ser vencido por Obi-Wan Kenobi en el Espisodio I de “Star Wars”: “La amenaza fantasma”, pero todo se quedó en simples rumores y conjeturas.

Ahora tenemos buenas noticias, pues hace un año, el pasado día 7 de noviembre de 2013 se con-firmó por parte de Disney que Marvel está desa-rrollando una serie televisiva de “Puño de Hierro” (seguramente muy realista y siguiendo la trama y premisas principales del personaje), y que se tras-mitiría por el canal de pago Netflix. Además, tam-bién formaría parte de la fase 3 del Universo Ci-nematográfico de Marvel, estrenándose la versión fílmica en 2018.

Final

Si conocías personaje o te ha gustado el ar-tículo y te animas a conocerlo, tienes una gran oportunidad. En el mes de noviembre de 1974, Panini Comics saca al mercado: “Puño de Hierro In-tegral”, un tomo integral de casi 700 páginas (por tan sólo 39,95 euros), que se podrá leer por pri-mera vez en España y a todo color las primeras aventuras de “Puño de Hierro”, tanto en solitario como junto a “Power Man”.

Este volumen Omnigold contiene los siguientes comics-book (con numeración original americana) en orden correlativo:

“Marvel Premiere”, números del 15 al 25.“Iron Fist”, números del 1 al 15. “Marvel Team-Up”, números 31, 63 y 64. “Marvel Two-In-One”, número 25. “Power Man”, números 48 y 49. “Power Man & iron Fist”, números del 50 al 53.

En ella podrás disfrutar el núcleo de la historia que he contado anteriormente. Yo lo voy a adqui-rir ¿te lo vas a perder tu?

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117Weird Tales de Lhork

libros rEcomEndados y novEdadEs EditorialEs

Eugenio Fraile La Ossa

EN DEFENSA DEL IMPERIO

Autor: Davide MaffiGénero: HistoriaEditorial: Editorial ACTAS SL570 Págs.

HISPANIA – SPANIA. El nacimiento de EspañaAutor: Santiago Cantera Género: HistoriaEditorial: Editorial ACTAS SL563 Págs.

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118 Weird Tales de Lhork

LA PAX HISPÁNICA. Las batallas españolas durante la paz (1609-1638)

Autor: Eduardo Ruiz de Burgos MorenoEditorial: Edaf

“Pax hispánica” es el segundo volumen escrito por Eduardo Ruiz de Bur-gos Moreno de la serie «Atlas de batallas del Imperio español», donde nos describe las 119 acciones que los ejércitos hispánicos ejecutaron entre 1609 y 1618, año del comienzo de la llamada Guerra de los 30 Años. Son los se-gundos diez años del reinado de Felipe III, heredero de unos dominios ex-tensísimos que aún acrecieron más en su tiempo. Aunque en este decenio se continuó con la política pacifista global, al mismo tiempo, se soportaron conflictos regionales con las potencias europeas o asiáticas rivales o con los pueblos nativos sometidos. En la etapa de Felipe III, la monarquía hispánica siguió manteniéndose como la primera potencia militar y económica mundial. Ni el expansionismo holandés, británico o francés, ni el poderío otomano, persa o mogol, ni la multitud de poderes periféricos a su imperio lograron en aquel entonces ensombrecer su poderío global; para mantenerlo hubo que luchar: la paz en el imperio nunca fue total.

UN EXTRAÑO DESCUBRIMIENTO (A Strange Discovery).

Autor: Charles Romyn Dake Género: TerrorEditorial: Saco de Huesos.

La novela plantea un escenario que ya hemos visto en la obra clásica de Julio Verne: “La Esfinge de los Hielos” (Le sphinx des glaces); es decir, “Un Ex-traño Descubrimiento” es una secuela o continuación de la novela de Edgar Allan Poe: “La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket” (The Narra-tive of Arthur Gordon Pym of Nantucket), publicada en 1838.

Un extraño descubrimiento aborda la historia de aquella temeraria jorna-da en los hielos antárticos desde un ángulo diferente.

Un inglés acuartelado en Bellevue, Illinois, entra en contacto con un hom-bre llamado Dirk Peters, uno de los compañeros de Arthur Gordon Pym en la novela de Edgar Allan Poe. En su lecho de muerte, Dirk Peters relata los inquietantes sucesos tras el naufragio, retomándolos justo en el punto en donde Edgar Allan Poe abandonó la historia original.

Gracias al testimonio de Dirk Peters descubrimos el verdadero final del viaje de Arthur Gordon Pym, que incluye el hallazgo de una colosal ciudad prehistórica.

Tras abandonar la isla de Tsalal, Arthur Gordon Pym y Dirk Peters viajan a través de una cerrada cortina de niebla hacia el centro del Polo Sur, cuyo clima se torna más y más cálido a medida que avanzan. En cierta forma, la novela prefigura las teorías sobre la Tierra Hueca.

Los viajeros finalmente llegan a la ciudad de Hili-li, una ínsula rodeada por un anillo de tierra desconocido. Los habitantes de Hili-lites son blancos, y aseguran descender del antiguo naufragio de un barco romano que escapó del puerto de Ostia cuando los bárbaros invadieron Roma en el siglo IV d.C.

La población de Hili-li, calculan Arthur Gordon Pym y Dirk Peters, ronda los 200.000 habitantes, que son gobernados por un regente bajo el sino de los antiguos misterios romanos.

Aquella región antártica parece promover, entre otros prodigios, una lon-gevidad anormal. En Hili-li incluso sobreviven algunos ancianos que viajaron en aquella primera nave romana.

Arthur Gordon Pym y Peters son tratados con notable hospitalidad. De hecho, todos ven con buenos ojos el romance de Arthur Gordon Pym con la

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sobrina del gobernador, Lilima; aunque la relación se ve súbitamente truncada por la aparición de un amante posesivo, llamado Ahpilus; que a su vez gobier-na sobre un grupo de exiliados de Hili-li.

En este punto corremos el peligro de anticipar demasiado el final de la historia. Si bien Un extraño descubrimiento es una novela bastante difícil de hallar en español, existen algunas viejas ediciones que el lector interesado puede consultar.

LAS LEYENDAS DE ERODHAR

Autor: Cosmin Flavius StircescuÉride Ediciones

El protagonista de esta novela es Valiant, un joven justador que sufre de extrañas pesadillas, presencia actividades criminales de una secta oscura, se ve envuelto en una guerra civil y por si fuera poco el destino le encomendará salvar el mundo de Erodhar, habitado por elfos, enanos, orcos y demás cria-turas fantásticas.

EL PLANETA DEL PELIGRO Y EL PRÍNCIPE DEL PELIGRO

Autor: Otis Adelbert KlineEditorial: AntaresColección: Los Libros de Barsoom

Poco podía imaginar Robert Gordon, un aventurero hastiado de la mo-notonía, que al aceptar la extraña oferta del profesor Morgan, se vería trans-portado a otro planeta: un mundo plagado de peligros y prodigios, de prin-cesas hermosas y desafiantes, un planeta del peligro donde le aguardaría en reino, el amor y una vida de aventuras.

El presente volumen presenta “El Planeta del Peligro” y “El Príncipe del Peligro”, las dos primeras novelas del ciclo venusiano de Otis Adelbert Kline, así como uno de sus cuentos cortos. El resto de la saga ha aparecido en otro volumen de esta misma colección, “Bucaneros de Venus”. Con este volumen se cierra el clico de Venus de Kline, profusamente ilustrado con las portadas e interiores que el artista Robert A. Graef realizó para la serialización de estas novelas en la revista Argosy. Así como también las láminas e interiores en blanco y negro que el genial Roy G. Krenkel llevó a cabo para la edición de Ace de 1961.

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120 Weird Tales de Lhork

NOVEDADES “BIBLIOTECA DEL LABERINTO”

DELIRIO 13

Ursula K. Le Guin, Elia Barceló, Ramsey Campbell, Benjamin Rosenbaum, Lem Ryan, David Moody, Javier Martín Lalanda, Aitor Solar, John Benyon, José David Espasandín, José Miguel García de Fórmica, M. R James, Tatiana Martino, José Lión Dépêtre

Editorial: La Biblioteca del Laberinto

Índice: NARRATIVA Textos, y Las chicas salvajes, Ursula K. Le Guin Casi para siempre, David Moody El ansia de la niebla, Elia Barceló Más allá de las sombras, Lem Ryan Otras ciudades, Benjamin Rosenbaum La piedra en la isla y La locura que surgió de las catacumbas, Ramsey

Campbell Borracho como un búho y El juego del oso, M.R. James Artículo 45.1, Aitor Solar (premio Domingo Santos 2013) Remolinos de viento coloreado, José David Espasandín Las confesiones de Cayac-Hamuaca, José Lión Dépêtre

POESÍA Valhalla, Javier Martín Lalanda Hiroshima, John Benyon

ESTUDIO Bibliofilia del absurdo, Tatiana Martino John Wyndham en el cine, José Miguel García de Fórmica De los polos al centro de la Tierra, Javier Martín Lalanda

288 páginas | Rústica con solapas

EL HOMBRE QUE COMPRÓ LAS GAFAS DEL DIABLO

Autor: Antonio Arrarás

En esta novela se nos cuenta como un hombre, de forma fortuita, se hace con unas gafas que tienen la facultad de que quien las usa puede elegir lo que quiere soñar, eso sí, siguiendo unas instrucciones de obligado cumplimiento. El protagonista, con el uso de las mismas, se ve apresado entre sueños y realidad, y progresivamente su vida y la relación con su esposa se convierten en un infierno a causa de que el propietario de las gafas es el mismo Diablo.

Novela que compagina terror y fantasía y que entra de lleno en los vai-venes del pensamiento humano y en sus miserias, todo aderezado de mis-terio, intriga, horror, humor, sexo y situaciones espeluznantes. La amenidad del relato se basa en la combinación de diferentes modos narrativos; diarios, relaciones, notas, exposiciones dialogadas, siempre de la mano de los propios protagonistas, con un lenguaje claro y conciso. En resumen, el Diablo nos acecha, se trata de no caer en sus redes.

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121Weird Tales de Lhork

TRES MIL AÑOS ENTRE LOS MICROBIOSAutor: Mark Twain

A consecuencia de un error de manipulación, un mago transforma en mi-crobio al héroe de esta aventura, aunque lo que pretendía era transformarle en ave. Ese microbio —un vibrión del cólera— descubre maravillado y nos describe su nuevo planeta: el cuerpo de un vagabundo llamado Blitzowski, y a sus habitantes, los otros microbios, con sus creencias, sus dinastías, sus aristocracias, sus sociedades científicas, su clero, su pequeño pueblo. Las me-morias de este personaje cubren tres mil años de tiempo micróbico- apenas tres semanas de tiempo terrestre-, lo bastante para hacer fortuna explotan-do las formidables riquezas que se pueden encontrar en un diente de oro. Nuestro microbio es un personaje muy vanidoso, sentimental, egoísta, charla-tán y muy a menudo incoherente en su discurso —lo que le permite a Mark Twain introducir en su relato una ironía glacial, que podría ser voltairiana (se acuerda el lector del Micromegas), si no fuera porque es tan negra como la de Swift. Un relato lleno de un humor implacable que critica de manera objetiva e imparcial la vida de los microbios y, a partir de ese punto, de los hombres, cuyos errores reproducen.

Tres mil años entre os microbios pertenece al largo linaje de textos pesi-mistas y no estaría de más en una nueva antología del humor negro.

LA SAGA DE TELZEY AMBERDONAutor: James H. Schmitz

Telzey Amberdon, quizá el personaje más querido del escritor norteame-ricano James H. Schmitz, es una simpática y dinámica quinceañera pertene-ciente a un entorno temporal del lejano futuro, habitante de la Federación del Centro, uno de los escenarios estelares habituales del autor, un poderoso estado de etnia predominantemente humana cuyo dominio político ha sus-tituido al de la Tierra en las zonas centrales de la Galaxia, aun escasamente exploradas y en ocasiones habitat de razas desconocidas y criaturas dotadas de los más extraños poderes, además de estar rodeada por otras civilizacio-nes, alienígenas en su mayor parte, cuyas ideas sobre las relaciones de buena vecindad dejan en ocasiones bastante que desear. Nuestra heroína perte-nece a la alta sociedad federal, además de poseer un coeficiente intelectual francamente envidiable. Pero su verdadera suerte o desgracia comienza al descubrir que está dotada de una apreciable capacidad telepática. A partir de dicho instante, no resulta raro, sino más bien reiterativo, que justamente en los momentos que ella cree más tranquilos, detecte de pronto la presencia cercana de los más extravagantes y peligrosos engendros que uno se pueda imaginar, a quienes deberá hacer frente por sí sola, en general sin auxilio alguno por parte de su gobierno, del que de algunos de sus representantes y agencias no se puede decir que se porten de forma agradable para ella. La presente recopilación incluye todos los relatos referentes al personaje, hasta el momento desconocido para el lector español.

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TRILOGIA DE LA LUNA

Autor: Edgar Rice Burroughs

En 1923 apareció el primer volumen de la serie lunar. Como en el ciclo de Marte y en el de Venus, todo empieza en Barsoom. Gracias a John Carter los barsoomianos han establecido con la Tierra contactos por radio, el comienzo de un apasionante diálogo entre los dos planetas. A partir de ese momento, cada pueblo intentará enviar una astronave al mundo amigo. La de la Tierra, bautizada como Barsoom, alza el vuelo con una tripulación de cinco hombres en dirección a Marte el día de Navidad de 2025. Pero tendrá que pasar por la Luna, donde los astronautas descubrirán un universo donde se codean mara-villas y peligros. Así comienza una saga que no es solamente la de la grandeza y la decadencia de la civilización lunar, consecuencia de la guerra entre los pueblos de la Tierra y los de la Luna. Es también el ciclo de aventuras de un nuevo héroe en la gran tradición burroughsiana. O, más exactamente, de una dinastía de héroes, los Julián, que, a través de los siglos, va a escribir la Histo-ria de la Tierra y la de la Luna, al filo de sus enfrentamientos con una dinastía de bribones, los Orthis.

BLAS DE LEZO Y LA DEFENSA HEROICA DE CARTAGENA DE INDIAS

Autor: José Antonio Crespo-FrancésCategoría: HistoriaEditorial: Editorial ACTAS440 Págs.(Incluye DVD)

Este libro enmarca en el espacio y el tiempo la acción defensiva de Lezo, que se enfrentó a una aplastante fuerza superior, la mayor flota vista hasta el desembarco de Normandía, impidiendo la caída de Cartagena de Indias y con ello la posterior acción sobre el virreinato del Perú, dando finiquito a una compleja acción enemiga de carácter estratégico sobre el Atlántico, el Pacífico y los territorios españoles del Caribe. Blas de Lezo, cojo, manco, tuerto y sitiado por una fuerza diez veces superior a la suya, nos demostró que su espíritu indómito, la furia española, que tanto fascina a los ingleses, permanecía intacto.

Un espíritu fundado en Valores como el amor a su patria, España, y a su rey, la sencillez, la humildad, la paciencia, la perseverancia, el trabajo, el sacri-ficio y una vida de permanente acto de servicio a España. Una lección viva y permanente para cualquier español de cualquier época. Mientras España no dé el paso de reconocimiento a esta figura, y tantas otras, permanecerá como Blas de Lezo: manca, coja y tuerta, que es así como quieren dejarla los que desprecian a sus héroes ante el silencio de tantos. José Antonio Crespo-Francés, en su incesante labor por la recuperación de la memoria de nues-tros héroes olvidados.

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CINE DE AVENTURAS

Título de la Serie: EL BIBLIOTECARIO (The Librarian): Las Aventuras de Flynn

Carson

1. “En Busca de la Lanza Perdida”

Flynn Carson, un brillante estudiante atraído por la investigación arqueo-lógica, consigue trabajo en la biblioteca de Nueva York.

En los sótanos del edificio descubre almacenados algunos restos arqueo-lógicos. Su primera tarea consiste en buscar, con la ayuda de una joven ex-perta en artes marciales, las partes perdidas de la «Lanza del destino».

2. “Retorno a la Minas del Rey Salomón”

Flynn Carson es en apariencia un sencillo bibliotecario, pero esto tan sólo es una tapadera para su verdadera misión como protector de los grandes secretos de la humanidad, ya que su jefe le da el mapa original de las míticas minas del Rey Salomón. Deberá encontrarlas y destruir un libro que dota de poderes sobrenaturales a quien lo lee, y que puede poner en peligro el futu-ro de la humanidad.

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3. “La Maldición del Cáliz de Judas”

Tercera entrega de la serie de películas de aventuras protagonizada por Noah Wyle, «The Librarian».

Flynn Carson, el experto bibliotecario, viaja a los misteriosos pantanos de Nueva Orleans en busca del cáliz de Judas, una copa de plata que, según la leyenda, tenía el poder de devolver a la vida al mismísimo príncipe Drácula. En esta ocasión, el héroe, ayudado por una hermosa y enigmática mujer se enfrentará a una horda de vampiros.

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