voces vivas de la constancia

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Textos del taller literario La Colmena de la Universidad Madero Puebla

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Taller “la Colmena”Alicia FloresCompiladora

Reynaldo CarballidoRevisión y asesoría editorial

Universidad madero

BenemériTa Universidad aUTónoma de PUeBla

Imprenta de J. M. Lara, 1844

Emblema que representa el sistema industrial de México inventado por Estevan de Antuñano.

Universidad maderoJob César Romero ReyesRectorDonaciano Alvarado HernándezVicerrectorMiguel Ángel del Valle DiegoCoordinador de InvestigaciónWilliam Javier Rugama GarcíaCoordinador de Difusión Cultural y Fomento Editorial

BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLAEnrique Agüera IbáñezRectorAlfonso Esparza OrtizSecretario GeneralFernando Santiesteban LlagunoVicerrector de Extensión y Difusión de la CulturaCarlos Contreras CruzDirector de Fomento Editorial

Arodi Suárez Fotografía de portada y de las páginas: 26, 35, 51 y 110

Typos. Servicios gráficos y editoriales Diana Espinoza Corrección de estilo Donovan Bravo Diseño editorial

Primera edición, diciembre de 2012ISBN: 978-607-7543-19-0© Universidad MaderoFomento EditorialCamino Real a Cholula, 4212Col. Exhacienda La Concepción BuenavistaPuebla, Pue.CP 72150

Impreso en MéxicoPrinted in Mexico

7 Prólogo

9 Movimiento constante María Alejandra Domínguez Sánchez

11 La Constancia Mexicana. Una idea hecha arquitectura Luis Felipe García Serrano

23 Frente a frente Martha M. Porras de Hidalgo

25 Naufragio terrestre Alicia Flores

27 Ánimas de La Constancia María Alejandra Domínguez Sánchez

37 Días de bautizo Alicia Flores

41 Una decisión acertada Reynaldo Carballido

47 Flor de algodón Alicia Flores

Índice

53 Sobre el río Martha M. Porras de Hidalgo

55 Cuando menos una gracia Alicia Flores

63 Un escribano de Puebla Martha M. Porras de Hidalgo

67 Manos danzantes Alicia Flores

75 Consideraciones sobre la fábrica textil La Constancia Mexicana Jesús Barbosa Ramírez

81 Reseña biográfica del coronel Estevan de Antuñano. Iniciador de la industria textil en Puebla Martha M. Porras de Hidalgo

93 Día guadalupano Martha M. Porras de Hidalgo

99 Un príncipe inconstante María Alejandra Domínguez Sánchez

111 Estevan y Constanza Alicia Flores

117 Violinista en el estrado Reynaldo Carballido

121 Índice de autores

125 Índice de fotografías

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PrólogoA LOS OBREROS:

El arte y la ciencia de construir depende del trabajo manual; incluso hoy,

vetustas, desfiguradas, renqueantes, las construcciones que forman las

ciudades mexicanas nos devuelven la fe en el genio de nuestra gente.

Pbro. Pablo de Arnaiz

Un cielo enmarcado por montañas, pinceladas de nubes tor-mentosas agrisando el paisaje, enorme la capital de Puebla. Llego a ella por la ruta de fábricas: La María, Covadonga,

La Constancia, Independencia, La Economía, Patriotismo… Entre las muchas factorías que ha habido en el transcurso de los años hay cambiantes texturas y colores: en la orilla de la ciudad, viviendas típicas de “la prole”: adobe, blocks, lámina de zinc, mampostería; a medida que nos adentramos en la traza urbana van surgiendo construcciones de interés social, algunos fraccionamientos moder-nos de empleados clase media y alta, salpicados de zonas residen-ciales con imponentes portones y jardines.

Empero, es en las orillas donde viven los descendientes de aquellos que hicieron todas las iglesias, todas las construcciones majestuosas, todo lo que permanece dignamente de pie: si de algo pueden estar satisfechos “los proles” es de que la mayoría de esos edificios construidos hace cientos de años por los obre-ros, los constructores manuales, ahora son tesoros del patrimonio cultural, concretizados en obras de arte: arquitectura, pintura, escultura; y en sus espacios se desarrolla la danza, el teatro, la

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música… estimulando a niños y jóvenes a aprender un oficio en-clavado en las Bellas Artes.

Toda construcción, todo objeto (líneas, colores y texturas), con el paso de los años simboliza una época y adquiere el valor de patrimonio cultural, ¿solamente por eso se conservan esas cons-trucciones “viejas”? No. La razón subyacente es que ahí está ma-terializado el esfuerzo de miles de obreros: la línea arquitectónica nos habla de la línea de albañiles que construyeron no el objeto en sí, sino lo que significa (sudor, sufrimiento, sangre). Al con-servar un inmueble se captura su energía; preservar un edificio “viejo” es una forma de rendir homenaje al esfuerzo de miles de héroes anónimos.

Y aunque el edificio no conserve su función original –porque las necesidades son otras en el uso del espacio– procura conser-varse la traza primigenia, y por eso antes de hacer los cambios se documentan las formas originales a través de planos, fotografías, crónicas, películas…

Uno de los objetivos de este taller es conservar las formas, re-cuperando su energía; esto lo permite la Literatura: reanima la atmósfera viva de aquellos tiempos, partiendo de algo real como es el edificio. La intención de rescatar hechos, pensamientos, ademanes, gestos, actitudes de aquellos primeros constructores, obreros y pobladores, es para hacerlos actuales: se reconstruye el pasado para hacerlo presente.

Reynaldo CarballidoPuebla, Pue., abril de 2011

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Movimiento constanteMa. Alejandra Domínguez Sánchez

Camino lajas abrasadas de la Constancia

conversando con Estevanen silencio,atrapada

en un prisma fabril.En el reloj sonámbulo

de la torreen el té inglés

de las cinco menos cuarto.Dulces notas

de orquesta infantilrejas

de colmena cuando surge la vozde mis adicciones y filias

en paseos de volcán con nubes de peluca

deshilo el pasadohilvano colchas

con retazos de amor,

amaso telares, libo poemas que no acabo

de escribir:soy libélulaluciérnaga

abejacolmenafábricataller…

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La Constancia Mexicana.Una idea hecha arquitectura

Luis Felipe García Serrano

Para hacer una breve descripción de un espacio lleno de energía (léase en sentido físico y metafísico) desde 1835, año en que se concreta la idea eminentemente social del

coronel Estevan de Antuñano, con la construcción de la fábrica textil La Constancia Mexicana, resulta indispensable abordar el tema desde una perspectiva más humana que técnica, más so-cial que estilística, en fin, simplemente arquitectónica, porque las obras de arquitectura han de ser “lugares”, es decir, espacios no sólo físicos, sino históricos y, por consiguiente, sociales, ya que el espacio geográfico por sí mismo no genera la cultura, la hacen las acciones entre los hombres. En el “lugar” arquitectónico todo queda poéticamente unido en el tiempo y en el espacio, en una trama llena de personajes que, en el caso de La Constancia Mexi-cana, prueba que la antigua fábrica textil fue, es y será mucho más que un centro de trabajo.

Para tener una idea de la composición arquitectónica del in-mueble, que no sea una fría descripción de aspectos y formas físicas, el corto recorrido abarcará comentarios sobre aspectos tangibles que son consecuencia de otros intangibles que los sus-tentan y que también serán considerados. Describir arquitectura no debería limitarse a hablar de la piel de los inmuebles, sino del espíritu que guardan las formas, los materiales, las estructuras, las técnicas y los estilos.

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El gran eje

El partido arquitectónico de la antigua fábrica tal como hoy se conoce, con poco más de cinco hectáreas de superficie, está arti-culado por un gran eje, trama o hilo conductor, que corre de sur a norte. Esta línea genera un recorrido ritual que se ha vivido cotidianamente por sus usuarios, tal como sucedió en la compo-sición urbana de los centros ceremoniales prehispánicos o en los templos virreinales en donde hay un punto de partida (inicio), otro de llegada (final) y un trayecto de preparación para algo.

El gran eje de La Constancia Mexicana articula cuatro áreas principales, de sur a norte: el caserío, los almacenes, las áreas de trabajo y el huerto. El enunciado “Unidad en la diversidad” describe bien la sencillez y complejidad de este conjunto arqui-tectónico influenciado por la industrialización inglesa, que crea un mundo en el que las personas nacen, crecen, se desarrollan y mueren en él, física o metafóricamente.

Así, el eje que articula el inmueble, perfectamente puede ser leído como metáfora de la vida: inicia y acaba, tiene etapas, sor-presas, pausas o distracciones, genera simetría, orden y equili-brio, es eminentemente racional y profundamente emocional. La fuerza de la razón como esencia del pensamiento positivista de la época industrial, se evidencia en perspectivas y remates vi-suales que se van presentando a lo largo del gran eje: el acceso principal, que tuvo una portada hoy desaparecida y que está sim-plemente flanqueado por las accesorias del caserío; la entrada al jardín de almacenes con trazos clasicistas, el pasillo enrejado que parece alejar al edificio-fachada rematado por un reloj, que a manera de telón teatral separa las áreas de trabajo y también esconde el vestigio de la primera fábrica levantada por Antuña-no, una portada con la cartela conmemorativa de su nacimiento; finalmente, ya dentro del bosque de columnas –solemne recinto en el que se encontraban los telares– se ubica la protagonista del canto operístico, la turbina principal de la fábrica, generadora de energía, de empleos, de materias primas… pero también respon-

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sable directa o indirecta de sordera en los trabajadores y, se dice, hasta de accidentes fatales.

Este eje se convierte en el conducto para el ingreso de las dos grandes fuerzas, opuestas y complementarias, que movieron al centro fabril: la humana, que entraba por la puerta principal al centro de la fachada sur del recinto, y la hidráulica, que entraba por la fachada norte, a través de canales, pasando por filtros y compuertas de hierro fundido, y que generó la energía para ac-tivar la producción fabril, la economía de miles de personas y el desarrollo del estado de Puebla.

El caserío

El extremo sur del recinto es más confortable por estar protegido de los vientos del norte provenientes de La Malinche, y la función de habitar se desarrolló en torno al primer patio, de enormes proporciones: un rectángulo de cuatro mil metros cuadrados aproximadamente, que refleja el gusto mexicano ancestral por el espacio abierto. Entramado riquísimo de relaciones humanas, ya que aquí vivían los trabajadores con sus familiares: esposas, hi-jos; quizá padres, madres, nietos, sobrinos, primos, cuñados… un sinfín de convergencias y divergencias se concentraron entre los muros de esta zona, en la que se demostró por muchos años que La Constancia Mexicana, más que una fábrica textil, ha sido una fábrica de ilusiones, talentos, familias, amistades, encuentros… sí, punto de encuentro de lo más humano; lo mejor y quizá también lo peor: pasiones, obsesiones, envidia, codicia.

Los muros del caserío, muchos de adobe y pocos de mampos-tería mixta, son reflejo de diferencias sociales: obreros comunes –los más– y trabajadores administrativos –los menos–. En el lado poniente de esta zona se conserva la crujía de viviendas más sen-cillas, que consistían de manera general en dos cuartos comuni-cados entre sí y con accesos independientes desde el corredor exterior, uno con fogón que funcionaba como estancia y el otro, que era el dormitorio familiar, con pisos de barro cocido. Sin con-

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siderar las múltiples modificaciones posteriores, este partido ar-quitectónico se repetía para varias familias que hacían uso de le-trinas comunitarias en un principio y de conjuntos sanitarios y de lavaderos posteriormente, que funcionaban con el agua desviada del acueducto que pasa a unos cuantos metros.

En todo el caserío, las modificaciones a las viviendas originales se fueron dando con el paso de generaciones y conforme las posi-bilidades económicas lo permitían, hasta llegar a hacer verdade-ramente confuso el partido arquitectónico inicial en la segunda mitad del siglo xx. Un baño más para los niños, ampliación de la cocina para la señora, pequeños patios llenos de trebejos in-servibles, improvisación de instalaciones eléctricas, hidráulicas y sanitarias fueron transformaciones comunes en la evolución de las casas obreras.

En las crujías interiores que dan directamente al patio vivían las familias medianeras, en casas con mejores condiciones de ilu-minación y ventilación, con patios de servicio y espacios diferen-ciados por función: sala, comedor, cocina, baño y dormitorios. Cabe destacar en estas viviendas el uso popular de pisos de pasta, con una extraordinaria cantidad de diseños y colores que hoy, rescatados, forman un catálogo de gran relevancia estética e in-cluso académica.

Todas las crujías en torno al patio presentan un bien logrado sistema estructural a base de arcos que forman marcos que dan mayor rigidez a los muros de adobe que hacen los cerramientos de los diferentes espacios, como si en términos constructivos actuales se hablara de un esqueleto de concreto armado (trabes, cadenas, castillos) y muros divisorios del llamado tablaroca. Los sistemas de techado fueron modificados paulatinamente en materiales y alturas. Cabe destacar la presencia de variedad de bóvedas cata-lanas de tabique apoyadas en vigas metálicas y en la esquina sur-poniente del caserío una cubierta, quizá la más antigua de esta zona, de viguería de madera colocada en forma de espiga, que ha sido restaurada. Mención especial merecen los vestigios de cana-

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les encontrados en la parte superior de los muros que formaron un sistema de conducción de agua para las viviendas.

La esquina norponiente del caserío se eleva topográficamente sobre el nivel de las crujías que rodean el patio, y así también superior era la condición social de los habitantes de esta sección. Los espacios son de mayores dimensiones y a diferencia de los baños comunitarios de las familias menos favorecidas económi-camente aquí no sólo son individuales por vivienda, sino que se tiene el lujo de contar con piezas de cerámica y cenefas ornamen-tales importadas y mobiliario de cocina de fabricación industrial, por ejemplo. Este caserío para empleados de confianza está des-plantado sobre parte de las ruinas del antiguo molino de Santo Domingo, antecedente pre-industrial de La Constancia. Uso para el que fue utilizada originalmente la fuerza hidráulica y la topo-grafía que existían en la zona. Las estructuras aquí encontradas son el vestigio más antiguo de todo el conjunto.

Seguramente muchas de las familias que aquí habitaron y que hasta la fecha han hecho de La Constancia Mexicana un micro-cosmos coinciden en las ideas que reza una estrofa del himno a Estevan de Antuñano:

“Hoy que truenan silbatos, telaresy la patria te nimba de luz

y grandiosos y humildes hogareste recuerdan con leal gratitud.”

La capilla

La excepción a la regla en el conjunto arquitectónico del caserío es la capilla, ubicada al centro del ala oriental del patio, dedicada al culto guadalupano, que data de 1895.

Se trata de un templo que anuncia su función con dos espada-ñas en su fachada. El interior de una sola nave con dos tribunas laterales bajo una estructura de esbeltas y ligeras columnas me-tálicas tiene elementos neogóticos que acentúan su carácter reli-

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gioso mediante la influencia del Romanticismo: arcos apuntados, vitrales laterales y rosetón arriba del retablo.

Desde la fundación de La Constancia, don Estevan de Antuña-no hizo bendecir el espacio de trabajo, pero él –que tan necesita-do estuvo de ayuda divina– no mandó construir un recinto ad hoc. Tuvieron que pasar dos dueños más para que el tercero –el señor Cottoulenc– mandara erigir la capilla en el primer patio, la cual fue inaugurada con toda solemnidad en una misa oficiada por el obispo de Puebla el 18 de noviembre de 1897.

A la distancia de ciento quince años, y mientras todo a su al-rededor era caos o decadencia (Revolución, obsolencia fabril, huelgas, abandono, saqueo “hormiga”, cierre, remodelación), la capilla se demostró fuerte y funcional: centro vivo de fieles que le dan mantenimiento y se encargan de llevar y traer a los párrocos a celebrar misa.

Bautizos, comuniones, presentaciones de tres y quince años, bodas: todos los sacramentos se administran y su feligresía asiste

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a misa domingos y fiestas de guardar. La noche del 31 de diciem-bre se llena el ala oriental del primer patio: conviven tres y hasta cuatro generaciones de ex trabajadores, familiares y población aledaña, recibiendo la gracia de Dios para el nuevo año en su ca-pilla de Guadalupe. Lugar de vida y muerte, vale la pena visitarlo –vivo– el 12 de diciembre.

El jardín

Es el espacio central del inmueble, entre el caserío (al sur) y la fábrica (al norte), lugar recogido, entre árboles, fuentes, rejas, andadores, bancas y jardineras de estilo neoindigenista de ela-borada manufactura con influencia prehispánica a base de la in-crustación de pequeñas piedras que forman dibujos geométricos a manera de grecas sobre pequeños taludes.

Desde el acceso principal al conjunto llama la atención el fon-do de árboles y palmeras que parecen cobijar la construcción. Destacan con la intensidad de marzo, un trío de jacarandas que en el jardín central reciben con su llamativo puntillismo púrpura al visitante, a la primavera, a la semana santa y a la nostalgia. Si el patio del caserío invita a la alegría por sus generosas dimensiones e intenso baño de luz, el jardín es un lugar melancólico, sombrea-do, fresco… que hasta la fecha reúne a los ex trabajadores de la fábrica, que desde aquí miran al pasado y también al futuro, y aunque éste por naturaleza se visualice más corto que el primero, siempre es un incentivo para seguir conviviendo.

Los lados sur, oriente y poniente del jardín se encuentran deli-mitados por los almacenes, largos espacios entre muros de mam-postería y bóvedas catalanas con alturas cercanas a los siete me-tros, testigos de la transformación industrial de la materia prima en textiles acabados; aquí se han guardado desde sencillas mantas y toallas en épocas recientes hasta elaborados diseños de jaquard que debieron ser muy solicitados en tiempos del cosmopolita fun-dador de la fábrica. Son espacios cerrados, fríos, propios para la presencia de elementos inanimados, con una sola puerta central

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de madera al frente de cada bodega, con ventilas de herrería en la parte superior. En algunos muros de la sección surponiente se han encontrado vestigios de construcciones anteriores: arcos, pla-tabandas y columnas contemporáneos al antiguo molino de San-to Domingo. Mención especial merecen los graffiti realizados en las paredes del largo almacén suroriente, que algunos hicieron sin pretensión artística pero sí con la intención histórica de dejar hue-lla, y lo lograron.

En el lado norte, un reloj que remata el cuerpo central de la fachada del edificio administrativo previo a la fábrica y un canal de agua anterior al edificio refuerzan el aspecto melancólico del jardín. Ni el tiempo ni el agua se detienen: fluyen, son movimien-to constante, pasan y no regresan, son vitales y también mortales en algunas circunstancias. El agua que pasa frente a este jardín, hoy saturada de contaminantes y maloliente, suma nostalgia al

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carácter de este paisaje por la añoranza de lo cristalina que fue: que si antes se bebía, que si se pescaba, en fin…

En el costado oriente de esta zona también se encuentran vías para el traslado de mercancías a través de pequeños furgones, grandes depósitos de combustible, potentes generadores eléctri-cos y el espacio para la fragua en la que se hacían refacciones con moldes de madera, para no esperar a que una pieza fabricada en Europa viajara semanas en barco para volver a echar a an-dar la maquinaria de la que dependían tantas familias, empleos, proyecto o intereses. Las necesidades y los problemas aquí gene-rados eran atendidos desde adentro con una pretensión de au-tosuficiencia, que bien se refleja en el introvertido espacio de los almacenes.

La fábrica

El corazón del conjunto está ubicado después del edificio de ofici-nas y vivienda del administrador, al que se accede por un zaguán decorado con pintura mural de motivos vegetales, con floreros y recuadros de influencia neoclásica. Al lado poniente se mira la estantería de madera del antiguo almacén de refacciones y al oriente varios espacios para oficinas, alguno aún conserva la pla-ca metálica anunciante de quien lo ocupaba: “Maestro de tejido”. En la planta alta de este edificio hay varios elementos que delatan la antigua presencia de una vivienda de buen nivel: escaleras de cantería, barandales de hierro, amplia cocina, pisos de duela de madera, cielos rasos, pintura decorativa con motivos neoclásicos o art decó, según la temporalidad, y baños con recubrimientos cerámicos y mobiliario, probablemente importados.

Al norte de este edificio está la fábrica propiamente dicha. El clímax de este recorrido llega cuando se cruza el umbral del acce-so al “gran salón de los telares”, que a manera de cuota de acceso pide a todo visitante por lo menos un segundo de silencio para después seguir mirando, admirando, recorriendo, indagando o imaginando. Ciento nueve esbeltas columnas fundidas en Ingla-terra, especialmente fabricadas para La Constancia Mexicana de

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Puebla o Peubla, como se lee en el fuste de algunas, soportan un entramado de marcos metálicos que forman tableros con bóvedas hechas con lámina acanalada de zinc, que sostienen el entresuelo, sobre el que se ubican grandes y pesadas máquinas denominadas “tróciles”, dispuestas en forma paralela entre sí a lo largo de la planta alta. Hoy a través de los tragaluces de este segundo nivel entran por igual la iluminación cenital, el agua y largas cabelleras descuidadas colgando al interior del espacio, que agonizan o re-verdecen según las estaciones.

Regresando a la planta baja, el piso enlajado impregnado por hidrocarburos emite un inconfundible olor fabril que visualmen-te se complementa con la presencia impactante de dos grandes turbinas y un impresionante túnel abovedado de desagüe. El re-sultado del olor y lo visto obliga a la reconstrucción mental de la fábrica en funcionamiento, animada por la fuerza del trabajo humano, con el acompañamiento del incesante ruido ensorde-cedor del movimiento de la maquinaria y de la fuerza hidráu-lica, sonidos que llegan a complementar una escena con el uso de la imaginación. Este oler, mirar, oír y sentir el “gran salón de los telares” es un acontecimiento que ha provocado, en torno a La Constancia Mexicana, leyendas, reacciones, historia y hasta encuentros paranormales. Pero en un ámbito más racional que emocional, es asombroso admirar la proeza que la fundición de metal logró para el desarrollo de la industria y la arquitectura. La estructura del siglo xix del “gran salón de los telares”, esbelta, ligera, funcional y prácticamente libre, es sin duda un icono de la modernidad en una Puebla de fuertes raíces virreinales.

Este espacio ha tenido ampliaciones y modificaciones. Creció junto con el aumento en la producción, y así generó una plan-ta más profunda y alejada de las entradas laterales de luz, por lo que se abrieron tragaluces en el techo, que en algunos casos conservan algunos vidrios con una malla metálica en su interior, hoy verdaderas piezas de arqueología industrial, antecedente de las actuales versiones de vidrios de seguridad. Siguiendo hacia el oriente, el espacio interior más luminoso de la fábrica es el pasillo

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adjunto al “gran salón de los telares”, en él conviven una turbina, una subestación eléctrica y un baño de sol matinal que enfatiza la complejidad de la maquinaria para generar energía; tableros, remaches, palancas, medidores y similares hacen un conjunto de atractiva estética industrial.

Siguiendo entre los espacios fabriles dedicados a los acabados de las manufacturas textiles, se llega a la zona que resguarda un par de calderas de vapor inglesas que sirvieron como refuerzo para generar energía, como parte de este grupo termoeléctrico destaca en el entorno de la fábrica una chimenea o chacuaco, que si bien no fue un elemento prioritario para generar fuerza motriz de la fábrica, sí es el signo urbano que delata la existencia del pe-queño mundo que ha sido La Constancia Mexicana.

El huerto

En la parte más alta del terreno, en el extremo norte del con-junto, la constante presencia de agua por escurrimientos y los canales de alimentación del sistema de turbinas generaron el lu-gar ideal para establecer un huerto, que servía de cobijo para el inmueble además de ser un lugar de recreación, travesura y, se dice, que hasta de algunos vicios o delitos en tiempos recientes.

Los desniveles topográficos, la vegetación y las obras de in-fraestructura hidráulica de tabique y metal crean un armónico conjunto moldeado por la naturaleza y el ingenio humano. Piezas remachadas de hierro forman tuberías, tinacos, compuertas, fil-tros y válvulas para el manejo y control del agua, que aquí, nunca mejor dicho, fue vida: para la industria, para las personas y para los árboles de follajes y frutos diversos que han nacido, crecido y cambiado a lo largo de los ciento setenta y siete primeros años de vida de la fábrica, que en este punto iniciaron, donde llegaba el agua. Final del recorrido, pero inicio físico del proceso industrial e inicio metafórico del proceso social que sigue vivo en La Cons-tancia Mexicana.

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Conclusión

Si alguno de los espacios, los usos, las condiciones geográficas e hidrológicas o las circunstancias históricas y sociales hasta ahora mencionados se retirara de esta obra polifónica, el orden de este micromundo se vería afectado de tal manera que el equilibrio de la trama y la relación entre sus personajes no existiría.

Naturaleza, industria y Hombre unidos en La Constancia Mexicana; juntos probaron esa genialidad de la poética aristo-télica “nada falta, nada sobra”, con una idea hecha lugar, hecha arquitectura y, ahora, hecha literatura.

¡Larga y plena vida a La Constancia!

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Frente a frenteMartha M. Porras de Hidalgo

Estoy de pie en esta entrada frente a la ex fábrica textil La Constancia, sobre esta vía oxidada del tren que conduce hasta el alma de la factoría.

Se abre a mi vista una construcción rectangular, semiderrui-da, color amarillo y ladrillo, descascarada; son viviendas que guardan memorias de la vida familiar obrera. Entre las vías y el cuadrángulo habitacional hay una gran extensión de tierra que en otros tiempos fueron verdes jardines con prados floridos: un viejo fresno todo tronco grueso y hojas verde oscuro, testigo vivo de aquellos tiempos. Del lado derecho, entre las derruidas viviendas, sobresale la pequeña capilla; sus formas son simples, eso sí, bien pintada en color mostaza, con remates de estuco en las paredes y dos blancas y pequeñas torres. Por dentro esta ca-pilla es un lugar vivo, donde los fieles se siguen reuniendo en la misa diaria a medio día.

Regreso al camino de piedra y lo recorro, despacio, observan-do colores e imaginando aquel tiempo ya muy lejano. Frente a mí, una reja de forja cerrada guarda las entrañas y el alma de la ex fábrica textil. Mis dedos palpan la aspereza oxidada y sus for-mas: rectas, circulares y espirales.

Abro la reja lentamente, se escucha el chirriar de la misma; avanzo siguiendo el camino central de piedra; otro cuadrángulo con puertas de madera gruesa cerradas, la construcción color amarillo semiderruida. A cada lado se levantan unos muros de

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piedra grisácea, de un metro más o menos, entre el cuadrángulo y el camino de piedra; en ellos se apoyan y van hacia arriba rejas en líneas rectas como para resguardar los prados que alguna vez fueron verdes.

En cada sector, en medio, se alza una fuente redonda en pie-dra, sin gota de agua. Me inunda un profundo perfume de ro-sas castellanas, el suave viento otoñal circula lleno de melancolía, hay árboles grandes, altos y señoriales, resistiendo con gracia los pasos del tiempo; en ellos anidan pájaros que cantan, alegrando este desolado lugar.

Escucho un nuevo sonido: es el río; el sonido del agua me in-vita a verlo: un foso como de castillo medieval por el que corre el agua, blancuzca de tanta contaminación. Llegan a mi olfato, violentamente, olores putrefactos y ácidos.

Camino sobre el puente y ahí está ese frontispicio de la fábri-ca textil La Constancia Mexicana, de estilo neoclásico: dos pisos al frente, al centro del edificio en lo alto remata un reloj con su tiempo detenido. A los lados se asoman simétricamente ventanas y balcones con el mismo hierro forjado lleno de óxido. Todo el edificio tiene vestigios de color amarillo.

Me detengo ante el gran portón de madera, grueso y pesado, cerrado, impertérrito, impenetrable. A través de un agujero en la nave principal, escucho e imagino, al unísono y en contratiempo, los telares hilando el algodón traído de los campos de Veracruz, transformado en mantas que serán distribuidas por el país; cada telar ocupa su propio espacio. Hasta este salón con pilares de fierro llegaba el tren que llevaría la preciada mercancía: por un momento la veo convertida en percales floridos.

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Naufragio terrestreAlicia Flores

Primer patio corazón, centro, eje, núcleo cuadrilátero cuadro, rectángulo, marco flancos costados, ijares, laterales restos residuos, remanentes, pedazos de muros paredes, construcciones, murallas amarillos opalinos, ocres, cetrinos habitaciones cuartos, moradas, viviendas despintadas borrosas, descoloridas, desdibujadas derruidas destrozadas, derrumbadas, ruinosas exhiben muestran, enseñan, descubren entrañas estructuras, sostenes, andamiajes de ladrillo adobe, piedra, teja sosteniendo albergando, sustentando, enmarcando ventanas fenestras, tamices, filtros pasto seco quemado, deshidratado, calcinado tocones amputados, mutilados, seccionados campanas timbres, cascabeles, cencerros, tañen redoblan, tocan, repiquetean vidrios rotos destrozados, astillados, quebrados un naufragio desastre, siniestro, pérdida terrestre

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El caserío

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Ánimas de La ConstanciaMa. Alejandra Domínguez Sánchez

I

Ignoro si me gusta vivir junto a ellos; los observo en silencio mientras duermen, sin que se percaten de mi presencia; los acompaño en la mesa, en las comidas a las tres, cuando se

reúnen y bendicen los alimentos tomados de la mano. No se me antoja su comida, no percibo los aromas, no tengo apetito. Estoy aquí vigilando, apreciando ese gesto tan simpático que hace Román, el más pequeño, de tan sólo ocho años, cuando le pone tortilla quemada a su cepillo de dientes. Es como si se concentrara en la tarea más importante del mundo. Román es un niño muy listo, vivaracho; le encantan las adivinanzas y acer-tijos. Luego sigue Sofía, la de once años: una niña fuerte, de carácter recio y decidido. Su madre la manda a torcerle el cuello a las gallinas; ella no repara en hacerlo. Vuelvo al gesto: sonríe con malicia cada vez que las despluma o les tuerce el cuello. Tiene madera de torturadora. Es algo con lo que los humanos venimos ya determinados: el carácter. Román es apacible, inte-resado en aprender los mecanismos de los relojes, el funciona-miento de las máquinas. Ella está hecha para destruir. Uno para construir, la otra para aniquilar. También están los padres: la mamá, Agustina, atareada desde que canta el gallo, metida en las cubetas, escobas, el metate, el petate, el nixtamal, las ollas, la mesa, el jabón de barra, la ceniza, el carbón, la estufa, los libros

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de los niños, la lejía, las verduras. Por eso no puedo verle el rostro. Cuando trato de descubrir si es guapa o fea, chimuela o joven, sólo puedo ver sus manos atareadas en cosas. No habla, no piensa. Cuando no la ven, llora mucho. A veces me pregunto qué pena carga ¡Cuánto me gustaría poder ver su cara! El papá es otra cosa. A pesar de que se pasa el día trabajando, tiene un carácter festivo heredado de su tierra. Costeño de nacimiento, vino a Puebla e ingresó a trabajar en La Constancia cuando se casó con ella. Bueno para el trabajo, sonriente y dicharachero. Por las noches duerme con el semblante apacible y orgulloso de un buen mecánico. Siempre anda batido de grasa y tiene enormes callos en las manos. El funcionamiento de las máqui-nas cardadoras e hiladoras le consumen casi todo el tiempo; el resto lo dedica a emborracharse, los sábados en una pulquería, donde deja buena propina a la mesera de prominentes pechos. Yo soy el único que no sale de esta vivienda, el que se queda y conoce hasta el último rincón de esta casa de cuatro cuartos: la terraza, la sala-comedor, las dos piezas donde duermen en una los papás y en otra los niños, una pequeña cocina, el baño con calentador de leña, patio trasero donde habitan las gallinas y ponen sus huevos, las paredes anchas de tabique, piedra y arga-masa, el techo de vigas con petatillo de ladrillo. Ahí arriba, en-tre vigas semipodridas, vive una colonia de alacranes que igual que los esposos fornican, ponen huevos, se reproducen. Piensan que están solos, pero alacranes, gallinas y yo también formamos parte de la familia. Yo soy el habitante más viejo de la vivienda número cuatro, primer patio de La Constancia Mexicana. En cada casa de esta colonia de obreros vive un fantasma. Estamos apresados, encadenados a este espacio. Como si viviéramos en celdas. He oído de los otros fantasmas por la misma familia. Ellos hablan de almas en pena y me imagino que son como yo, pero nunca los he visto. Mi mundo es limitado. No puedo decir que mi existencia sea triste ni desesperada; más bien, si existe el infierno, ese es el aburrimiento para mí. Largos días sin no-vedad, tan sólo esperando. A veces me pregunto qué espero, ¿a

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qué me conduce esta eternidad de horas en la vigilia? Ya no me acuerdo cuántos años he estado aquí o si vengo de otra parte. Ni siquiera quién soy.

II

Ayer domingo, después de la misa, mamá me pidió que fuera a la vivienda dos, con doña Casilda, a pedirle un poco de manteca para hacer chalupas. Aunque no está permitido tener animales, nosotros tenemos unas gallinas en el patio de atrás; doña Casilda tuvo un puerco que hizo engordar casi un año y luego lo mató el día de la Guadalupana. De aquel puerco sacó manteca que tiene en su alacena en un bote grande de lámina. Doña Casilda es espo-sa de don Juvencio, el jardinero. Don Juvencio está ya viejo. Sus labores en la fábrica son cuidar los jardines y vigilar. Don Juven-cio es malora con los niños. Si nos cacha en los jardines cortando flores, saca un fuete de caballo y pega duro en las palmas de las manos. Odia que nos acerquemos al río. Luego nos lleva de la oreja con nuestros papás y ahí nos dan otra fuetiza.

Mamá siempre me manda a la casa de don Juvencio a pedir cosas: tres metros de mecate para colgar la ropa, pinzas, martillo, escaleras de madera. Don Juvencio tiene su casa llena de herra-mientas que luego le regresamos. También me manda a pedir fiado a doña Casilda manteca, azúcar, café; luego se lo pagamos con dinero o con huevos de nuestras gallinas. A diferencia de don Juvencio que es gruñón, doña Casilda es una viejita buena. A ve-ces ya ni le cobra a mamá. Ayer me pasó a su casa mientras llena-ba el cazo con manteca y me sentó en la sala. Ahí hay un mueble que tienen de juguetero. Doña Casilda tiene muñequitas, gatos y perros de porcelana y macetas con flores. Yo estaba entretenido, jalando las hojitas, cuando de pronto vi a un niño alto. Me dio gusto. No sabía que tenían un niño en su casa. Se me hizo raro que trajera un trajecito de dril gris de beisbolista, como si estuvie-ra a punto de salir a jugar. Tenía un bat en una mano. Le pregun-té por la pelota; no me contestó. Se metió corriendo a la recámara

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y yo detrás de él. Cuando entré al cuarto, vi que el ropero estaba entreabierto; pensando que se había escondido ahí, abrí el rope-ro, pero sólo vi zapatos y la ropa de don Juvencio. Busqué deba-jo de la cama pero no había nada, excepto una araña grandota que me espantó. En eso, oí que doña Casilda me hablaba y salí debajo. Me preguntó qué buscaba en el cuarto y le dije que ha-bía corrido tras el niño. Me dijo que hace muchos años vivía ahí un niño, pero se fue para siempre. Cuando regresé a la casa, le conté a mamá lo que había pasado y se puso muy seria. Me dijo: “Si vuelves a verlo, pregúntale qué quiere, no debes tener miedo. Las ánimas se aparecen para pedirnos cosas o favores”.

III

He vivido toda mi vida en La Constancia Mexicana, desde chica, aunque no siempre en esta vivienda. Aquí me mudé recién ca-sada con Rubén, originario del Puerto de Veracruz. La verdad me casé sin quererlo. Yo tenía veintidós y sentía que se me estaba yendo el tren. Mi mamá me aconsejó que no lo pensara mucho, que esa sería la última oportunidad para formar una familia. El día de la boda mi marido trajo a su gente de Veracruz, todos muy morenos y de cabello rizado, como africanos. Él es moreno, pero no tanto. Tienen unas costumbres muy diferentes de las mías; por ejemplo, en el Año Viejo hacen un muñeco de trapo y lo po-nen en la puerta, además comen plátano macho para todo: con carne, frijoles, queso. Es muy diferente de la gente de acá. Rubén era un simple estibador que venía con los maquinistas. Entraba casi cada mes con el ferrocarril que traía algodón de Veracruz y se ponía a descargar; por supuesto, me echó el ojo. La verdad, yo no reparé en él. Dice que le gustó mi color, mi tez blanca y cabello claro. Mi papá es muy moreno, pero mamá tenía los ojos verdes. Yo salí a ella, con los ojos aguamiel. Aquí en La Constancia nunca me faltaron pretendientes. Desde que cumplí trece ya había tres o cuatro que me querían para novia. Para papá yo era la luz de sus ojos: muy cuidada, guardadita en mi casa. Los pelados de La

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Constancia no eran de mi agrado, a excepción de Felipe, hijo de Juvencio Castro. Desde que cumplí quince años se me declaró en la ventana, un día a las once de la noche cuando todos dormían. Felipe tenía los ojos oscuros, penetrantes, bigote pequeño y una sonrisa maravillosa; era alto y le gustaba cantar, tocar guitarra: solía hacerlo con los demás amigos en el gran roble que está junto a la verja que flanquea la entrada principal. Hasta mi casa se escu-chaban las canciones que me dedicaba. Por supuesto, no se atre-vía a llegar a mi casa porque papá era muy celoso. Fuimos novios por carta casi dos años y a lo mucho que llegamos fue a darnos besos en la ventana cuando todos dormían. Nunca nadie nos ca-chó y siempre era Danila, su hermana, quien llevaba los recados. Felipe tenía cuatro años más que yo. Cuando él cumplió veinte y yo deiciséis, decidió que La Constancia no era para él y se fue a los Estados Unidos a probar fortuna. Me acuerdo que la única vez que tocó a mi puerta a las cuatro de la tarde fue para despedirse y mamá lo hizo pasar a la sala. Vino a contarme que se iba y que lo esperara para casarme con él a su regreso. No me pareció mala idea que se fuera porque yo también deseaba salir de ahí. Me dijo que cuando se volviera rico en el otro lado regresaría por mí para llevarme a vivir a nuestra gran casa. Imaginé viviendo en un lu-gar hermoso, en un lago rodeado de árboles, y haciendo pasteles de manzana para nuestros hijos. Le deseé mucha suerte y le pedí que no dejara de escribirme. Felipe se fue a trabajar a una fábrica de armas de California. Me mandaba cartas donde me contaba lo mucho que extrañaba la comida, a sus papás y a mí. Las cartas llegaban cada tres meses. A cada misiva, la llama de mi amor y es-peranza se avivaba, aunque por las noches yo sentía que era como una vela que amenazaba con apagarse para dejarme en la oscuri-dad. Después de dos años de esperarlo, llegó una carta donde me avisaba que se cambiaría de trabajo y que lo mandarían a Illinois a otra fábrica de armas. Me decía que le faltaba poco para juntar todo el dinero de nuestra casa. No volvió a escribir. Mi mamá me veía tan triste que se espantó y fue a hablar con los papás de Feli-pe. Ellos tampoco sabían nada de su hijo. Todavía lo esperé otros

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cuatro años, en los cuales no perdí la esperanza de recibir una nueva carta. Mientras, me dediqué a bordar vestidos y ayudar a mamá en todo lo que necesitaba, viendo con profunda amargura cómo mis dos hermanas se casaron bien. Me había vuelto la “que-dada” de la familia. Un día, la señora Casilda vino a decirme que ya no lo esperara, que Felipe le había escrito para avisar que se había casado con una gringa. Yo habría preferido que me lo traje-ran cadáver antes que saber de tal engaño. Mi tristeza se convirtió en rabia. Rompí todas sus cartas y la foto que guardaba con tanta devoción. Al mes, conocí a Rubén. Cuando me pidió en matri-monio, le dije que sí. Mi marido nunca sospechó que, al conocer la traición de Felipe, me juré a mí misma que me casaría con el primer hombre que me lo pidiera. A veces recuerdo a Felipe y la tristeza no me deja en paz. Mientras cocino, lloro su ausencia. La verdad, nunca pude olvidarlo, pero lo odio. Odio todos los años de amargura por la espera y le pido a Dios todos los días que ja-más, nunca, vuelva a verme.

IV

Mamá siempre está triste. La veo cuando cocina los frijoles y los echa sobre la manteca. Le quedan muy ricos, pero es como si los hiciera con una gran pena. Cuando se pone a cocinar, canta unas canciones que ya hasta me sé de memoria y se pone a llorar. Ella cree que yo no la escucho, pero la observo sentada en la mesa del comedor. Ella no me cuenta nada, ni me pregunta tampoco. Ni siquiera se fija en si hago la tarea o si Román anda por ahí robán-dose los huevos para venderlos. Para ella, Román es un buen niño. Yo siento que lo quiere mucho, pero a mí no tanto. A veces, le hablo y no me contesta. Es como si viviéramos en penumbras. Ella me manda a hacer las tareas más pesadas: cargar agua, torcerle el cuello a las gallinas. Yo lo hago sin chistar y llevo el maíz al nixtamal para que estén las tortillas a tiempo porque ella no se da cuenta de las cosas y a veces papá se enoja. Ya hasta aprendí a planchar con plancha de carbón. No importa que me queme los dedos, pero es

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que a mamá hay que ayudarla. A veces no voy a la escuela y me quedo con ella y no pregunta por qué no voy. Se queda en silencio por horas. El otro día me mandó con doña Casilda por un kilo de harina, pero, como siempre, no me dio el dinero. Quiere que yo vaya con la señora Casilda a poner cara de lástima como si ella fuera de nuestra familia o tuviera obligación. Es lo que papá dice: que esos señores no tienen por qué regalarnos cosas. Ya se lo dije a mamá, que papá no quiere que andemos pidiendo fiado, pero no le importa. No se conforma con los frijoles, siempre quiere cosas mejores, como los molotes con queso que hizo el otro día. Además de todo, el lechero a veces se le queda viendo y le regala queso. Si papá se entera de que le regalan queso se va a enojar. El otro día salí de la cocina, pues le estaba ayudando a freír las tortillas cuan-do topé con el hombre: todos dicen que en La Constancia hay un fantasma en cada casa y yo no creía hasta que lo encontré frente a frente. Ahí lo vi, con su sombrero viejo y bigote ralo, su cara páli-da como la cera. Se me quedó viendo fijamente como espantado de que lo descubrí. Fue sólo un momento, pero me entró mucho coraje y no sé por qué. No tuve miedo, sino rabia de verlo ahí, de entrometido en nuestra casa. Cuando llegó papá, se lo conté. Le dije que un fantasma se apareció. Papá me dijo que rezara por las noches más padresnuestros y que me encomendara a la Virgen del Rayo y me regaló una estampita. Desde ese día se aparece casi a diario. Me vigila desde algún rincón, se aparece en el espejo del baño. Se lo dije también a mamá, pero ella hizo como que no me oía. Como papá me aconsejó, todos los días barro la casa y la rocío con agua bendita que traje de la capilla. Me dan ganas de decirle que se largue, que deje de molestarnos. Esta no es su casa. No sé qué busca, ni pienso preguntarle.

V

Jugar béisbol con la palomilla y mi hermano Felipe era el mejor pasatiempo. Siempre quise mucho a mi hermano, además de que mi mamá me lo encargaba. Recuerdo la vez que le eché la pelota a

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Felipe y no la pudo atrapar; la bola traspasó la reja, el gran jardín al que papá nos prohibía entrar y fue a dar al río. Sin pensar, fui tras de ella, pasé las palmeras, las rejas del jardín y entré como un rayo por el pasillo central. Se me hizo fácil echarme al río. Ya estaba atardeciendo; a pesar de que por ahí había algunos obre-ros, nadie pudo detenerme. Me aventé a las aguas caudalosas de las que papá nos había advertido tantas veces que nos alejáramos. Pensé que sería fácil nadar, pero la corriente alta me arrastró va-rios metros y me fue a aventar adelante, mientras el agua entraba por mi boca, asfixiándome. Entre papá y otros encontraron mi cuerpo en el cárcamo. Me partió el alma ver a papá tan desespe-rado, tan triste, igual que a mamá. Desde entonces, la necesidad de que me perdonen, me persigue. El velorio fue horrible, todas las mujeres de La Constancia me lloraron como si se les hubiera muerto un hijo. Ahí me di cuenta de que a todos les era simpático y me apreciaban mucho. El tiempo trajo la boda de mi herma-na Danila, la partida de mi hermano Felipe, que se convirtió en hombre. Se fue enamorado, al otro lado, buscando hacer dine-ro para casarse con la joven más bonita de La Constancia. Para mis papás, su partida fue otro golpe del que no se recuperaron nunca. Me da pena verlos cada día sin hablarse, como si fueran culpables de la soledad en la que viven. Mamá, a solas, primero lloraba horas frente a mi retrato, pero luego cuando Felipe se fue, le lloraba a él. Me acuerdo cuando recibía sus cartas de Esta-dos Unidos, qué contenta se ponía. Un día llegó una carta de un amigo que lo había visto en un camino: lo mataron después de una juerga para quitarle el dinero ahorrado. Mis papás acorda-ron no decirle a nadie de la muerte de Felipe, tal vez no podían soportar otra pérdida, quizá les daba pena volverse padres viudos otra vez. Inventaron una boda y que era muy feliz. Incluso, mi padre se fue en tren para conocer el cementerio donde lo ente-rraron y pidió licencia en la fábrica dos semanas. Por eso, casi no hablan con nadie. Los únicos que les caen bien son los hijos de Agustina, quien pudo ser esposa de mi hermano. Me consta que les regalan cosas siempre; si piden un kilo de manteca, mamá les

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da dos; si vienen por un kilo de harina, lo mismo. El otro día el niño, Román se llama, me vio por un instante. Nunca me había pasado. Durante todo este tiempo nadie había reparado en mí. Me correteó y corrí a esconderme en el ropero. El otro día oí a mamá quejarse del estómago. No le dice a nadie, pero está muy enferma. Yo estoy esperando el día que pueda volver a verme y olvide sus sufrimientos. Yo creo que ese día podré volver a ver a Felipe también; a veces me preguntó dónde está. Pienso que los fantasmas permanecemos unidos a quien más nos amó.

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La capilla

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Días de bautizoAlicia Flores

Para Emma Santillana Sánchez de la Vega

Recorremos parte de la avenida Esteban de Antuñano, bor-deando una barda amarillenta, desconchada, doblamos a nuestra derecha y por la puerta principal de la fachada

entramos a una amplísima explanada que en sus tiempos fungió como plaza principal de la villa fabril. Caminando hacia el ala orien-te, pasamos el caserío abandonado: mi suegra recuerda que en su infancia –hace cincuenta años– esto desbordaba vida: el césped era verde intenso bordeado de árboles frondosos, casi centenarios...

—Mire usted: ahí, en la segunda casa, al lado de la capilla, nació César. El silbato de entrada sonó a las 6:15, justo cuando escuché su primer llanto, y la comadrona dijo: “¡es un varón!”… El ad-ministrador Manuel Gil y su yerno pasaban semanalmente para comprobar que todo estuviera limpio y bien pintado, pero si pedía-mos cambiar el color se negaba: “Don Estevan de Antuñano sólo pintaba de amarillo porque es el color de las abejas”, y de verdad aquí parecía enjambre… Entonces las señoras, para distinguirnos, tratábamos de que nuestro patio del frente fuera el más bonito: yo tenía jaulas de carrizo con canarios, jilgueros y gorriones que nos despertaban antes del silbato; sembraba orégano, hierbabuena y epazote para la comida; mis ventanas tenían cortinas de cretona de las que hacían en la fábrica, yo las remataba con orillita de gancho; colgaba macetas de barro con flores de muchos colores. El jardine-ro del segundo patio al pasar nos regalaba plantas o camotitos… sólo que nunca sabíamos si iban a dar dalias o alcatraces.

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—¿No podían escogerlos ustedes?—No, nadie pasaba la reja del jardín, y menos el puente para ir

a los talleres; sólo los obreros de turno, y, claro, los administradores que vivían arriba, frente al salón de telares.

Llegamos al atrio de la capilla. Entre un aroma penetrante de nardos y jazmines, seguimos platicando mientras esperamos al sa-cerdote.

—¿Y a ellos no les molestaba tener más cerca el ruido de la fá-brica?

—Yo creo que no, uno se acostumbra… Los sábados hombres y mujeres nos íbamos a los baños de ahí, por donde pasa la carretera federal a Tlaxcala, teníamos mucho vapor de la caldera: veía usted a toda la familia desfilar con cubetitas de jabón, estropajo, piedra pómez y hasta paquetes de sal gruesa…

—¿Sal? ¿Para qué?—Para tallarse; salía uno brilloso y coloradito, coloradito, en-

vueltos en toallas afelpadas de dos metros que hacía la fábrica; de ahí me ponía a planchar la ropa para la misa del domingo: siempre había un bautizo, una boda, una comunión, o a veces fiesta en el “El Sindicato”, que era nuestro salón social… ¡ay!, aquellos bailes del 16 de septiembre, o la fiesta del 12 de diciembre, ¡viera qué comilonas!, nunca, ni en las ferias he probado mole más rico; lo servían con tamalitos de frijol.

—¿Eran las únicas veces que se reunían?—No, también en los juegos de beis; entonces nos íbamos al cam-

po de ahí enfrente, donde nacía el ameyalito. La Constancia fue campeona en la Liga de Fábricas varias veces, eso que los otros con-trataban jugadores profesionales, pero aquí siempre se jugó buena pelota. Los uniformes quedaban negros: había que lavarlos con lejía… con seis hombres, cuatro mujeres y ampayer decían en casa que podíamos organizar un juego.

—Bueno, doña Emita… ¿y cómo le hizo para atender a tantos hijos?

—Pues yo creo que la santísima Virgen de Guadalupe bajaba para ayudarme con el quehacer.

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Abro la boca para preguntarle si me está gastando una broma, pero al observar su rostro iluminado de fe y determinación la cie-rro: a veces olvido que ella es otra columna de hierro que sostiene la capilla. Nos interrumpe el tan-tan de la campanilla, el sonido despierta al bebé, el grupo que nos rodea aplaude y escuchamos salutaciones admirativas:

—¡Qué lindo nene con su ropón!Yo le retiro su capelo de seda para que puedan observarlo me-

jor; el padre viene hacia nosotras, pero el sol nos pega de lleno y descubro en la frente de mi hijo una fina redecilla de sudor, la enjugo con la toallita que su abuela cortó, dobladilló y bordó en re-tazos de felpa de algodón para su hijo mayor, está bordada con una pila bautismal; el bebé gorjea agradeciendo el delicado contacto.

El suavísimo paño trae una etiqueta casi invisible: Fábrica La Constancia, Pue. El bordado aún está legible: MADS mi bautizo 23-III-1955. Agregué con marcador: JADF 23-IV-1990.

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Una decisión acertadaReynaldo Carballido

Primer patio de la explanada en la fábrica: por doquier hay cascotes, lajas levantadas, muros derruidos, tocones de ár-bol desgajados, el pasillo entre el público es el camino a la

capilla que está al fondo del escenario, hay una valla formada por tablas y unidas por listones amarillos. Entra un hombre con el ceño muy fruncido, fuma y nervioso camina; entran dos señores y una señora.

señor 1: Pequeño y delgado. Buenas noches. ¿Es usted el arqui-tecto René Sierra Brito, el residente de obra?

rené: Sintiédose jefe. Sí, ¿quiénes son ustedes?enriqUe: Somos de la legión de la Virgen de Guadalupe, en-

cargados de las fiestas de la capilla del 12 de diciembre. Yo soy Enrique Reyes, el comisionado para atender la capilla.

rené: Despectivo. Ah, ustedes son los guadalupanos.enriqUe: Mire usted, todos los años en esta noche, para cele-

brar a la patroncita, adornamos especialmente la iglesia para que a las siete, que son las mañanitas, esté recién arreglada, luego hay misa de diez, hay gente de los ex trabajadores de la fábrica que nunca falta. Todos cooperan, hay algunos que vienen de Estados Unidos a la misa, y si no, mandan sus dolaritos para flores y velas, estandartes y un lugar especial, al lado del altar, para los niños que visten de inditos… en fin… todos trabajamos.

rené: Y lo podrán seguir haciendo el próximo año, se les res-petó ese derecho.

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enriqUe: Sacando un papel. Es que ya nos lo autorizaron, hoy en la tarde. Le entrega el papel.

rené: Alterado. ¡Qué! ¡Carajos! Viendo el papel. ¡Estos funciona-rios del inah que nunca visitan las obras!, pero eso sí, mandan más líos, como si no tuviera ya suficientes. Devuelve el papel. En fin, ¿ya que?, hagan su fiestecita, nomás porque es una orden de muy arriba.

señora: Sonriendo. Sí, de muy arriba, desde el cielo. enriqUe: Lo venimos a ver porque ahora no dejan pasar la

camioneta que trae las flores, cirios, candelabros y los adornos.rené: Prepotente. Ah, eso sí no, ningún vehículo puede cruzar

la zona delimitada; una camioneta de carga, que entre flores, can-delabros y cirios pesa media tonelada. Dándose importancia. Acaba-mos de sustituir el piso por lajas de piedra de Santo Tomás y no soporta el peso de un vehículo así de pesado.

enriqUe: Lo sabemos, pero ya le expliqué… hay gente que viene de todos lados a la misa y si no ven a la patroncita bien arre-glada como otros años, pues se van a decepcionar.

rené: Ordenando. Ya dije: no entra ningún vehículo.señor 2: Después de un largo silencio. Mire: sólo queremos que

nos dé permiso de que se abra la avenida Esteban de Antuñano, la camioneta se estacionará enfrente, y de ahí acarrearemos las cosas.

rené: Breve silencio, sorprendido. ¡Qué! Pero… de la entrada para acá son como ochocientos metros, ¿cómo la piensan trans-portar?

enriqUe: Pues como lo hacían nuestros antepasados: a lomos. Si ellos podían, nosotros también.

rené: Mirando el resto de la comitiva. ¿Y ustedes van a cargar? señora: ¡Mi hijo!, no vea nuestras canas, ¡claro que podemos!

Nuestros hijos y nietos nos echarán la mano.rené: Sorprendido ante la señora. Oiga: ¿y qué pasa si sufren un

accidente… una torcedura o algo así?enriqUe: Aquí cercas tenemos una clínica, todos estamos ase-

gurados… usted sólo diga que sí.

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rené: Pensativo, luego con un tono más accesible. Esto lo tengo que hablar con mi jefe inmediato de la constructora, digo, si más arriba ya lo aprobaron, pues a lo mejor… eso sí, si él dice que no, el vehículo no pasa.

enriqUe: Cómo usted diga, arquitecto.rené: Marca el celular, nadie le contesta y lo cierra. En el cielo se ve

que sube una luz pirotécnica, se queda observando la figura que la luz dibuja, simulando la Virgen de Guadalupe. Vuelve a marcar. Bueno… ¿inge? Sí, rapidito, están aquí los guadalupanos y quieren pasar con una camioneta, y usted sabe que apenas ayer pusieron la laja que se trajo de Tepeaca, trabajamos mucho para cubrir un área tan grande, no sobró ni una para reponer algún desperfecto… Se queda escuchando. Sí, claro, soy el residente… Sigue escuchando. Sí… y responsable de esta área… sí… Escucha. Está bien… yo de-cido… ya no se preocupe, inge, yo lo resuelvo. Cierra el teléfono. Sube otra luz que dibuja la imagen de la virgen. Silencio… se queda observando.

señor 2: En la otra colonia ya empezaron los festejos. Silencio. El arquitecto voltea y observa los rostros ansiosos de los presentes.

rené: Se queda pensativo, pero con actitud más accesible. Ve hacia el cielo. Tienen que prometerme que respetarán el paso por la valla en fila india…

anCiana: Entre el público, muy contenta y entusiasmada. ¡Sí, lo prometemos! La virgencita te lo tomará en cuenta, hijo.

Otra anciana: Emocionada. Me llamo Soco y tengo ochenta y tres años, a mi edad ya estamos más cerca del cielo y puedo pedir una recomendación para que te quedes a su lado.

rené: Pues que sea para algo bueno. Viendo hacia el público, contagiado por el entusiasmo. Pose de político. Voy a ponerles velado-ras para que las alumbren. Tengan en cuenta que todo correrá bajo mi responsabilidad, el jefe me dejó solo. Se hace porque yo lo decido. Y algo más: para acortar la distancia de carga, dejaré que entre la camioneta hasta la puerta de acceso… Un caluroso aplauso del público lo interrumpe. Desde ahí con una valla pueden acarrear las cosas, entonces, ¡ya!, pónganse a trabajar.

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El público forma una valla humana y de mano en mano pasan mazos de flores, floreros, candelabros, cirios, una escalera, listones, trípodes, hie-dras y palmas, rosetones de flores y escabeles. Otros han prendido las velas. El arquitecto con lámpara en mano camina con actitud de mantener el control, luego sale del escenario. El público sigue trabajando. Tras un rato, el arquitecto entra, se queda observando y luego se pone ayudar. Se ve cansado: rostro ojeroso y barbudo. La capilla se va transformando. A lo lejos se escucha música tradicional mexicana, va surgiendo la opalina claridad del amanecer… Suena su celular, contesta.

rené: ¿Bueno? Sí… todo muy bien… los dejé hacer y si le digo lo que hicieron no lo creería. Gracias, inge, por dejarme decidir, en esta obra es lo mejor que he hecho. Pausa. Escucha. Espere, ya sé, para que me crea y vea que no es chanza, ahorita le mando una foto, cierro y espere. Preparando el celular, camina hacia la altar, toma la foto y la envía; simultáneamente aparece al fondo del escenario la imagen:

En el frontispicio de la capilla hay un medallón en forma de corazón con rosas blancas orladas de rojo, del cual penden guías de hiedra. En el camino de acceso al altar, una alfombra roja está cercada de trípodes que sustentan floreros plateados desbordan-tes de claveles, crisantemos, rosas blancas y rojas, con palmas ver-des, que embalsaman el pequeño recinto; candelabros de cinco brazos sostienen cirios marfileños con llamitas parpadeantes; en el barandal de los pasillos laterales se repiten los mismos motivos. El altar mayor, que protagoniza una imagen de la Virgen de dos metros, está totalmente tapizada de flores hasta el techo, bajo de ella una alfombra de pétalos blancos y rojos con hojas de lau-rel artísticamente dispuestas donde se lee: “Bendícenos, madre nuestra”; dos estandartes laterales flameando desde la bóveda de madera taraceada anuncian al orbe: ¡Viva la virgen de Guadalu-pe! ¡Viva México!

Con la opalina claridad del amanecer, el arquitecto se ve como si hubie-ra caminado mucho. Los dos señores y la señora están afinando detalles; por la luz de un reflector se ven cómo santos radiantes. René se acerca a la virgen y se hinca. Empieza a rezar. Otro reflector cae sobre él, que se ha

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transfigurado en la figura de Juan Diego, iluminándose. Los rasgueos de una guitarra y un coro de voces infantiles ensayando impregnan el aire:

“Estas son las mañanitas…”

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El jardín y los almacenes

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Flor de algodónAlicia Flores

Llegué un día de verano a la Estación Nueva, en una paca junto con varios millares de hermanas embarcadas a más de quinientos cincuenta kilómetros de aquí, en las riberas

del río Jamapa de mi natal estado de Veracruz. El tren entregaba semanalmente cargas de veinte toneladas distribuidas en pacas de veinticinco kilos. Como es natural, conteníamos aún impu-rezas, como semillas, cardos y fibras, resultado de la recolección a mano, por eso después de estar una semana en los almacenes, fuimos colocadas en la máquina desmotadora; con peines pare-cidos a púas y una apisonadora sacó la basura y nos entregó con-vertidas en material limpio y uniformemente prensado, y luego nos embarcaron en un pequeño armón de ferrocarril para pasar a hilaturas, el verdadero corazón de la fábrica.

Confieso que al llegar a ese sitio neurálgico donde se lleva a cabo el proceso me arredré: es una nave de dos niveles, sostenida con columnas de fierro y una bóveda sobre viguetas de riel lami-nada en arcos; sobre el piso de laja gris y bajo la luminosidad de tragaluces y lámparas, destacan las grises máquinas cuyas móviles piezas nos aguardan como mandíbulas de animales antidiluvia-nos para transformarnos: cardadoras, urdidoras, husos, guía-hi-los, lizaroles, peines, batanes, tróciles y lanzaderas. Arrojadas a las cardas empiezan por devanarnos y elongarnos en un grueso e interminable pabilo, que a su vez es sometido a pacientes estira-mientos y torsiones para hacerlo resistente y sucesivamente más

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fino, siendo finalmente enrollados en coneras. Enfiladas en los tróciles, los conos empiezan a alimentar la máquina urdidora, a la cual se enlazan cierto número de hilos predeterminados en una lanzadera longitudinal o de pie designada urdimbre, cruzada in-cesantemente por otra transversal llamada trama, este proceso es vigilado cercanamente por aprendices, oficiales y maestros en la zona llamada de pepenado, repaso y atado. Llama la atención la habilidad de los maestros que mantienen los husos hilando las hebras de algodón cada vez más finas en gigantescos carretes; si se rompe alguna, rápidamente la unen para que el huso continúe devanando, si hay algún machucón” (ruptura de más de cinco hi-los) automáticamente se para el proceso, para buscar literalmente “el hilo de la madeja” y anudarlos uno por uno. Un oficial puede mantener funcionando simultáneamente ocho cardas.

En una fábrica textil tan completa, nosotras no tenemos nin-gún motivo para estar extramuros. Saliendo de las máquinas teje-doras, pasamos a formar parte de la tela más demandada: manta de algodón “cruda”; diariamente se producen de cuatro mil a cuatro mil quinientos metros de este género.

Pero aquí acabó nuestro viaje. Mis hermanas y yo, entretejidas en una manta de óptima calidad, quedamos listas para las tinas de blanqueado: nuestro tono marfileño característico de los campos de Veracruz, junto a una textura más gruesa de lo habitual, tenía que recibir diversos baños químicos para blanquear y suavizar el género, y la fábrica había discontinuado este proceso. Cuando La Constancia se fundó distaba cinco kilómetros de la ciudad de Puebla, pero ahora la mancha suburbana la había envuelto, y su único desazolve era el río Atoyac: pesaba sobre ella una demanda de contaminación.

Gran parte de la producción se devuelve a los proveedores como pago en especie, el género vulgarmente llamado “cabeza de indio”, Atoyac o manta cruda, es usado por diversas etnias en los lugares más lejanos de nuestro país en su atavío tradicional: el traje típico totonaca, el huipil de San Cristóbal o las crinolinas de la tehuana, para terminar como pañales para niños (después

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de tres lavadas y dos asoleadas, adoptamos una blancura deslum-brante), pero nuestro destino más habitual son las haciendas de maíz, azucareras, trigueras y cafetaleras, ya que el ochenta por ciento de la producción se destina a sacos contenedores, un des-tino poco atractivo. Etiquetadas como mercancía de segunda y nuevamente destinadas a yacer en los almacenes, ostentamos precio: “Un peso el metro”.

Yo formo parte de la última pieza, la que se quedó al fondo del almacén. Poco a poco el moho nos invadió, por la humedad algunas partes quedaron inservibles. Tres años después, fuimos sacadas al exterior en un saldo de retazos; los cincuenta metros remanentes de tela en buen estado se remataron en diez pesos.

Y ahí sucedió el milagro: nos compró una mujer llamada Tita Loredo, dedicada a diseñar trajes de novia en un elegante esta-blecimiento. Ella personalmente lavó la tela, conservando su tono marfileño y planchándola con cuidado; hizo trazos, la cortó y bos-quejó sobre ocho piezas (vestido, cauda y tiara) sencillos dibujos para que las bordadoras los realzaran con chaquiras cristalinas y lentejuelas nacaradas. Estas operarias acostumbradas a los rasos, satines, gasas y tules que normalmente se utilizan en trajes de novia, preguntan si el forro también irá bordado. La señora les explica:

—Es para una novia que es alérgica a las telas sintéticas.—Entonces, ¿el algodón no produce alergias?—Pero… ¿no sabes que la finura del algodón permite a los

cirujanos introducir en el cuerpo del paciente compresas que no les causan reacción? Y también se utiliza en los campos quirúrgi-cos, en las piyamas de los doctores, pues no produce electricidad estática; en ropa de bebé se utiliza exclusivamente esa fibra vege-tal por sus cualidades antialérgicas. Y nuestros ancestros prehis-pánicos, desde las altas montañas del Norte a las zonas tórridas olmecas, la utilizan por sus propiedades térmicas.

La bordadora no replicó, y nosotras nos sentimos muy orgullo-sas. Pero lo mejor vino después: tan hermoso y elogiado resultó el vestido, que la diseñadora solicitó a la novia mostrarlo en su

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colección primavera-verano, a lo que ella accedió halagada. Así que nosotras cerramos el desfile y recibimos una ovación estruen-dosa. Lo calificaron de “regio, original, vanguardista”. Cuando entrevistaron a la modelo, declaró:

—Los vestidos de novia a veces son pesados y calurosos, pero en éste me sentí muy cómoda y fresca.

Luego entrevistaron a Tita Loredo, tras manifestar que acaba de regresar de Europa y que allá las fibras naturales son el último grito de la moda, un diseñador inglés interviene en el diálogo.

—Ahora que lo menciona: el vestido es tipo renacentista, y el bordado bello, pero no tan original: parece el escudo de la casa Estuardo… ¿son flores de lis?

—No, flores de algodón.

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El río y el puente

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Sobre el ríoMartha M. Porras de Hidalgo

Emoción, libertad, lejos de la ciudad río corriendo voz sonora árboles frondosos, fresnos centenarios álamos plateados hojas en movimiento bicolor redondez. Alegría de vivir.

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Cuando menos una graciaAlicia Flores

Alas seis en punto suena el despertador, Anselmo Farías despierta, puede que sea el único residente de Las Fuen-tes que se levanta a esa hora; él conserva esa saludable

costumbre, herencia de su pasado obrero. Esa elegante zona re-sidencial está separada apenas dos kilómetros del sitio donde na-ció, pero tardó treinta y cinco años en recorrerlos.

Vino al mundo en la fábrica La Constancia, donde su padre fue tejedor en el departamento de telares. Se incorporó a una familia que con él sumó ocho miembros, habitantes de una de las viviendas existentes en el primer patio del complejo arqui-tectónico. Bautizado y confirmado en su capilla de Guadalupe, al cumplir siete años se incorporó a la escuelita situada dentro de aquella villa fabril, en cuyos tres recintos se repartían los seis grupos de primaria. El primero del lado izquierdo comprendía alumnos de primero y segundo, y a ese asistió en su primer día de clases. Al siguiente la maestra lo sentó hasta adelante, y al ter-minar las clases habló con su madre.

Para doña Anunciación fue un severo golpe enterarse por una joven educadora que el niño tenía una deficiencia auditiva. Du-rante un lustro le había propinado pescozones y nalgadas por “descuidado, perezoso y desobediente”. Ante el azoro maternal, la maestra aconsejó:

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—Llévelo con el doctor antes de que pierda más el oído. Debe-ría vivir en otro lado: a lo mejor lo perjudica el constante ruido de las máquinas.

—Pero maestra… si aquí tiene su trabajo mi marido… además, mis otros hijos no tienen ningún problema.

—Y en el grupo de cincuenta niños que tengo, tampoco; tal vez Anselmo padezca una debilidad especial.

—Pues el niño nació aquí en la casa, bien sanito.—Para poder seguir en el grupo debe ir al doctor. El médico familiar del imss lo envió al especialista. Después de

muchos estudios concluyeron que su deficiencia era congénita y de grado leve (es decir, escuchaba bien ruidos y voces fuertes, un sesenta por ciento de lo normal, cuando no había otros ruidos y nada a nivel de susurros o sonidos bajos). El especialista le pres-cribió un aparato para aumentar su audición.

—Mire, señora, este aparato colóqueselo del lado izquierdo donde está más disminuido; y cuando no esté en clases, póngale unos tapones para no dañarse.

Doña Nuncia comentó perpleja:—Con razón no lo despierta el silbato de la fábrica ni la gritería

de sus hermanos: hay que levantarlo. —Tráigamelo cada dos meses. A propósito, no estaría mal que

aprendiera el lenguaje de señas. —Entonces ¿Anselmo es sordo, doctor?—¡Claro que no, señora!, si lo fuese no hubiera aprendido a

hablar, pero leer los labios le ayudará mucho. Y nunca diga la palabra “sordo” delante de él.

—Pero si ni me oye… –la perspectiva de peregrinar cada trein-ta días hizo a doña Nuncia preguntar– ¿No se le puede operar o algo?

—No, es muy pequeño, su lesión es menor; si hace lo que le indico se desempeñará bien en clase y llevará una vida normal.

¡Vida normal!, pues sí. Sus compañeros inmediatamente lo apodaron el “Marcianito”, y su juego favorito era simular que hablaban para reírse de su rostro angustiado cuando él revisaba

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el aparato. Pero no en balde Anselmo era el menor y más terco de seis hermanos: enzarzándose en violentas peleas se dio a res-petar, además de aprender a leer los labios; pero aunque su paso a segundo año fue con muy buenas calificaciones, lo mandaron al turno de la tarde donde “había menos niños y la maestra podía atenderlo mejor”. No le dio importancia: no tenía amigos.

Confinado por su limitación, aquella fábrica fue el taller donde agudizaría los demás sentidos para compensar aquel que tenía menguado. A cambio de inaudibles rumores le brindaba imáge-nes, aromas, sensaciones y sabores reforzados. Leía en los casi-lleros de entrada las grandes letras: “Cardado, tejeduría, telares, engomados”, los colores de camiones que pasaban rápidamente por la carretera a Tlaxcala y distinguía en penumbras la silueta paterna regresando a casa. Le gustaba palpar paños de diferentes texturas –toallas, sábanas, jergas, tela de punto, cretonas–, reta-zos de la fábrica que su madre dobladillaba para agenciarse unos centavos extra. Compensaba el hedor nocturno de tabaco rancio y aguardiente barato de su padre con la cocina de doña Nuncia: poblana de pura cepa y educada en un convento, guisaba místi-cos platillos de los cuales Anselmito tenía siempre las primicias. Eso y leer le bastaba. Mientras sus compañeros jugaban beisbol, nadaban en el ameyal de enfrente y se ponían espejitos en los zapatos para espiar bajo la falda a las niñas, las irreverencias de Anselmo consistían en traspasar el jardín y pararse en el puente sobre el río que dividía el área habitacional de las viviendas de los administradores y telares (estaba prohibido hacerlo), mas des-pués de una lluvia veraniega era un excelente sitio para aspirar el aroma de eucaliptos, naranjos y duraznos que el aire acarreaba del huerto trasero, o el estimulante del departamento de engo-mados. En ese sitio juró ampliar sus horizontes y llegar muy lejos fuera de ese lugar.

Cada cierto tiempo el oído parecía seguir disminuyendo: era tiempo de nueva consulta, nuevo examen, nueva receta, nuevo aparato. Doña Anunciación protestaba diciendo:

—¿Otro?, ¡pero es carísimo! ¿No podrá aguantar unos meses?

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—Señora, el niño crece, los conductos se alargan, si no se le adapta el sensor se atrasará en la escuela.

Así que regresaba cada vez con un aparato más grande y las burlas se redoblaban.

Al llegar a los doce años, no distinguía una voz masculina de una femenina si hablaban en murmullos, pero sí el olor de las chi-cas; los varones –al igual que Anselmo– a pesar del baño diario, cepillado de dientes y uso de desodorante, exhalaban emanacio-nes soterradas; pero en ellas aquel aroma salobre se mezclaba con profundas notas agridulces, dejando al adolescente abrumado y trémulo.

El 12 de diciembre era el día de la fiesta patronal en La Cons-tancia: venían personas de pueblos aledaños para celebrarla, y todo el conglomerado femenino que convivía en ese primer patio, más las esposas de los empleados de confianza del segundo –áreas delimitadas por el escalafón laboral–, olvidaban diferencias socia-les y preparaban juntas platillos poblanos de lujo. Ese año a doña Nuncia le tocó preparar el mole y, a sugerencia de Anselmo, le agregó amaranto, piñones y, para finalizar, un vaso de vino tinto; el éxito fue tan clamoroso que ella comentó:

—Tienes gracia para cocinar. Oigo que en Francia los que tie-nen buen olfato prueban los vinos o los quesos, o hacen perfumes ¡y ganan muy bien!

—Mamá…—Lo que yo digo es: si no recitas porque te falla la memoria, ni

eres como Beethoven que componía cosas bonitas aunque estaba sordo... bueno, no eres sordo –se apresuró a corregir–, pero a como vas… pues cuando menos tienes una gracia.

Intervino su padre, que había llegado intempestivamente.—¿Y para qué sirve?, ¡sólo los maricas son cocineros!Anselmo apagó el pesado aparato: no quería oír otra discusión.Mas a los diecisiete años hubo pequeños milagros, creció, adel-

gazó, se le adaptó un aparato intrauditivo, y se juzgó en el espejo: no era feo, incluso podía pasar por atractivo. Pudo salir al mundo sin el perpetuo temor de hacer el ridículo.

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Luchaba para mantener el más alto promedio en su grupo, esperanzado en conseguir una beca de los dueños de la fábrica. Pero por esa época La Constancia fue cedida a los obreros como liquidación por incosteable.

Prolongación de la agonía de un condenado a muerte: poco a poco se silenciaron los telares, la productividad se redujo a nú-meros rojos, el inmueble se fue deteriorando y en 2001 el gobier-no expropió los terrenos, liquidando a los sindicalizados. Para muchos (entre ellos Anselmo) fue por mala administración, para otros el Tratado de Libre Comercio: los tejidos asiáticos, inarru-gables, coloridos y mucho más baratos, sustituyeron al algodón. Sea lo que fuere, lo único que quedó en pie y en servicio fue la capilla.

A los dieciocho años, Anselmo dejó el hogar paterno (vivían en una casita en los mismos terrenos alrededor de la fábrica); ante su manifiesto talento, Turismo le otorgó una beca como somme-lier. Después de estudiar en Coahuila, tuvo que pasar su entre-namiento en Baja California y a su regreso tuvo un vertiginoso ascenso, en sólo tres meses, de parrillero a chef-manager de un hotel de cinco estrellas en Puebla. Curiosamente sus talentos fue-ron consecuencia de las dos cosas que más lo mortificaron en su infancia: el olfato, de su discapacidad auditiva, y el gusto, de su exigente padre.

No lo frecuenta: a la muerte de su madre se cortó el delgado hilo que lo unía al clan; no tienen nada que decirse. En una entre-vista, a la pregunta “¿de donde es originario?, tras una reflexión de tres segundos, contesta:

—Mis raíces son poblanas, pero me eduqué en el extranjero.Recordando la última Navidad pasada en familia, cae en cuen-

ta de que fue en 1991, cuando el cierre definitivo de la fábrica. No soporta ver al tirano de antaño convertido en un encogido y solitario anciano cuyo único estímulo es acudir los miércoles a la explanada frente a la capilla, a “juntas” de un corro de contem-poráneos que se dedican a recordar tiempos idos mientras cir-

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culan clandestinamente cervezas; 24 y 31 de diciembre son días muy ajetreados en hotelería.

Ni siquiera habían pasado dos años cuando su empresa le dio la gerencia de un lujoso restaurante en el lugar que antiguamente fue sede del sindicato, tomó iniciativa para verlo, a pesar de que le financiaron una casa cercana al negocio en el fraccionamiento Las Fuentes (antaño llamada “El carril”, pues por ahí pasaba una vía que se internaba en la factoría). Para Anselmo, el número de llaves que maneja da idea de su ascensión: casa con jardín, dos carros, cava, bodega, caja fuerte, despacho, salón de billar.

Empero, la llave de la felicidad se le confirió ese fin de semana: fue operado con rayo láser y recuperó el oído. ¡Podía escuchar el celular sin prender el altavoz!, ¡podía sentarse en los últimos asientos de un cine!, ¡podía percibir los íntimos susurros de su pa-reja!, ¡podía quitarse aquel pesado aparato!, disfrutaba hasta de escuchar el agudo timbre del despertador. Estaba ansioso: quería regresar cuanto antes a trabajar. ¿Qué día era hoy?, martes; lo esperaban hasta el viernes. Les daría una sorpresa.

Pero el viernes, en lugar de estar en su despacho, se encon-traba en el consultorio de un prominente psiquiatra como nuevo paciente. Derivado por un neurólogo, la nota de interconsulta decía crípticamente: “Anosmia psicosomática”.

Creyó haber superado la etapa de doctores, y aquella actitud, entre inquisitiva y seria (como en los peores tiempos de su niñez), lo hizo lanzarse ansioso:

—Doctor, soy Anselmo Farías y vengo de parte del doctor Cervantes. Él dijo que usted me explicaría el diagnóstico.

—Mucho gusto. Bien, creo que lo esencial ya se lo ha comu-nicado: le hizo todos los estudios de laboratorio e imagen en el Departamento de Neurología y demuestran que en su sistema motor y sensitivo no hay ninguna lesión: goza de perfecta salud.

—Entonces, ¿por qué perdí súbitamente el olfato? —No percibe los olores porque sus receptores se bloquearon,

no porque estén dañados. Probablemente su yo interior quiera

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retornar al lugar de su infancia en que no manejaba sus sentidos completos…

—Pero, ¡por Dios!, no quiero regresar a tal sitio.—Por lo general los pacientes manifiestan ceguera, parálisis,

sordera o mudez en orden de frecuencia, pero en usted, señor Farías, el alter ego le da prioridad al olfato.

—¿Cuál es el pronóstico?—Incierto: debe someterse a psicoanálisis semanalmente, des-

pués de tres meses podré decirle algo menos subjetivo.—¿Y mientras tanto?—Supongo que permanecerá sin olfato.—¡No puede ser!, mi olfato es… es…—Lo sé: indispensable para su profesión, me comentó eso el

doctor Cervantes.—¡No es sólo eso, doctor!, también para mi vida. Yo adoro co-

mer y ¿qué es la comida sin olfato?: algo líquido o sólido, caliente o frío, salado o simple, pero sin sabor.

—Me dicen que la cirugía lo dejó en el rango normal de audi-ción, ¿no compensa su actual situación?: podría tomar una rama administrativa.

—No, porque hay otra cosa…—Adelante, dígamelo.–Mi vida sexual: cuando pierdo el olfato –como en un resfrío–

me vuelvo impotente.El doctor lo escudriñó.—Si usted tiene problemas de esa índole, refuerza la teoría de

que su enfermedad es puramente psicológica. Pueden necesitarse hasta dos sesiones a la semana para llegar al fondo del problema.

—No tengo ese tiempo, doctor. Mi empresa acaba de abrir el negocio.

—Solamente usted puede jerarquizar sus prioridades.—No lo sé: estoy tan confundido… necesito tiempo para pen-

sarlo.

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—Piénselo entonces… ¡Ah!, suele haber problemas con mis ci-tas: que lo anoten lunes para apartar su lugar, si decide no venir, haga favor de cancelar temprano.

Pero el lunes no asistió. Cuando el doctor Merino le preguntó a su recepcionista si el señor Farías había cancelado, le enseñó esta nota en la sección roja del diario.

Funcionario hotelero muerto en un incendio

El sábado al anochecer se registró una conflagración en el lujoso fraccionamiento Las Fuentes del lado sur de la ciudad. El empre-sario y sommelier Anselmo Farías (su verdadero nombre), quien se desempeñaba hasta ayer como gerente de sucursal de una com-pañía europea, fue encontrado muerto dentro del exclusivo in-mueble. Al parecer el fuego se originó en la chimenea de dicha casa-habitación de lujo. El certificado oficial reporta: “Muerte por sofocación”.

Una llamada anónima fue el motivo de comparecencia al sitio del siniestro del H. Cuerpo de Bomberos, sin embargo, perdieron un tiempo precioso al no proporcionar exactamente el domicilio. De-rribando el portón del inmueble –cerrado con llave– encontraron el cuerpo del funcionario próximo a ella; tenía en sus manos un manojo de llaves y en el bolsillo de su bata un celular, el cual fun-cionaba. Nadie se explica por qué el sommelier no llamó de nuevo.

Nota. Aunque el señor Farías siempre se dijo “de raíces poblanas”, en las primeras investigaciones se supo que su nacimiento tuvo verificativo en el complejo habitacional frente al restaurante que dirigía, (la ex fábrica La Constancia). Al reconocer el cuerpo, su padre señaló que su acta de bautizo se conserva en el libro de la capilla que aún funciona en el interior para servicio de la colonia Luz Obrera.

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Un escribano de PueblaMartha M. Porras de Hidalgo

Casa campirana de don Estevan de Antuñano, ubicada al otro lado del río perteneciente a San Francisco. Son las 19:00 horas del 23 de febrero de 1831.

El portón está abierto. Comienzan a llegar en sus carruajes, poblanos de alta sociedad. Higinio, fiel trabajador del dueño de la casa, los invita a pasar a una sala; atraviesan un jardín muy bien cuidado con flores, destacando el lila de la jacaranda, que empieza a florecer.

—Pase, don José María.—Muchas gracias, mi buen Higinio, ¿cómo está su familia?—Muy bien, con el favor de Dios.Entran a la amplia sala amueblada estilo hacienda con toscos

sillones de madera, cojines verdes, al fondo una chimenea en-cendida, ya que es invierno y hace frío en el boscoso lugar; una lámpara de hierro forjado cuelga en el centro. Llega María, la cocinera, regordeta, de brazos rollizos y abundantes caderas, que se disimulan o quizás aumenten su volumen con los pliegues de su falda de manta; en la cabeza dos trenzas enrolladas con listo-nes amarillos, mujer de facciones graciosas, con su eterna sonrisa puesta y amables modales; lleva una charola con deliciosos boca-dillos y jamones en pequeños trozos.

—Buenas noches tenga sus mercedes.—Buenas noches, María. Le contestan a coro.Don Estevan entra a la sala y saluda a los presentes.

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—Don Nepomuceno, qué gusto verlo. Don Manuel, pase por favor. Don Cristóbal, haga el favor de sentarse.

Cada uno de los presentes toma su lugar, y don Estevan dice:—Señores amigos míos: como todos ustedes saben, ya lo he-

mos platicado, en los artesanos de nuestro país tenemos una gran fuerza de trabajo; la bella artesanía de cada nación es el alma de los pueblos; en este caso de nuestro país amado. Amigos míos, el fin de esta asociación es impulsar a los artistas y artesanos a la elaboración de estas piezas para que sean distribuidas y lleguen a ser exportadas, con el fin de darnos a conocer en otras latitudes, además de obtener el mejoramiento de la vida de estos artesanos.

—Quiero que aprecien, amigos míos, este tablero de ajedrez en ónix, de Tecali; verdaderamente es una joya.

—¡Qué hermoso, don Manuel! —Yo he traído estos floreros de barro y demás recipientes, son

de aquí del barrio de La Luz.—Muy bien, don Cristobal.Entra Higinio:—Don Estevan, el señor notario ha llegado.—Buenas noches, señores.—Por favor, don Uriel, pase usted por acá, le he dispuesto este

secreter para levantar el acta. ¿Está cómodo?—Desde luego, don Estevan.Don Uriel Hidalgo, notario y personaje respetable de la socie-

dad poblana, por su rectitud y edad; su traje gris, de mediana estatura y complexión, pelo gris ondulado, ojos verdes, tez more-na, nariz regular, sonrisa afable y bondadosa, se sienta en la silla destinada para él, frente al secreter y dice:

—Buenas noches tengan ustedes, caballeros. Como todos uste-des saben, acudo a la rogatio, porque el notario solamente acudirá cuando sea llamado y procedo a levantar el acta constitutiva de la Asociación de Arte y Cultura de la ciudad:

En esta ciudad de Puebla el 2 de febrero del año 1831, siendo las 21:00 horas en la casa de campo, al otro lado del río de San Fran-cisco, propiedad del coronel don Estevan de Antuñano. Ante mí, el

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infraescrito escribano de número, Uriel F. Hidalgo León, reunidos los interesados en formar una Asociación para fomentar la cultura y las artes, para el mejoramiento de la vida de los artesanos, con donativos otorgados por: el Honorable Ayuntamiento, el Congreso Eclesiástico y los siguientes accionistas: don José María Berruecos, tesorero del Estado, don Nepomuceno Reyes, don Manuel Fer-nández, don Cristóbal Ramírez, don José Antonio Cardoso, don Francisco Olaguíbel, don Joaquín O’Farril, licenciado José Agustín Vallejo, don Patricio Furlong y don Estevan de Antuñano. Todos ellos mayores de edad, avecindados en la ciudad de Puebla y cató-licos. Éste último fungirá como tesorero de dicha asociación. Don Estevan en su carácter altruista donará las utilidades de mil pesos a las casas de beneficencia abajo señaladas. Debido a que esta casa está situada fuera de la ciudad, y el lugar es despoblado, se deter-mina que el depósito de los fondos de esta Asociación se guarden en un cofre en la catedral. El objetivo de dicha asociación será:

1. Patrocinar a los artesanos del barro, talavera, ónix, herrería, vidrio soplado y demás artesanos.

2. Organizar talleres para el correcto aprendizaje y desempeño.3. Una vez al año se efectuarán exposiciones, con el fin de vender

sus artesanías. Que conlleve tener una vida digna para los ar-tesanos.

Así queda constituida la Asociación para la Cultura y las Artes. Así lo dijeron y firmaron a quienes, doy fe, conozco, siendo testigos don José Rodríguez, Estanislao y José Pérez, vecinos de esta ciu-dad de Puebla. Doy fe, ante mí, Uriel F. Hidalgo León, escribano público de esta ciudad de Puebla de los Ángeles.

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Manos danzantesAlicia Flores

Mi nacionalización se retrasaba. Sabiendo que el coronel De Antuñano conocía al ministro de Relaciones Exterio-res, don José Joaquín Pesado, una radiante mañana de

marzo de 1844 lo abordé en cuanto lo vi esperando su carruaje en el portal.

—Usted sabe, don Estevan, que llevo en el país ocho años, con mi socio y paisano Felipe. Hace un año llegó Thadeo, con lo que la relojería adquirió un prestigio y expansión que se debe a la dedicación de mi hermano pequeño, es habilísimo con las manos y se ha dedicado al taller en cuerpo y alma: tengo que arrancarlo de sus labores para comer o dormir.

—Me da mucho gusto que se haya adaptado tan bien.—Quiero hacer un largo viaje por todo el país. Lo he pospues-

to por el trabajo y porque tengo que dejar a un apoderado legal.—¿Y tu socio el señor Japy? ¿Algún problema con él?—Problemas graves no: es muy bueno para las relaciones pú-

blicas, aunque en el aspecto financiero hay que vigilarlo por ser poco administrado; pero ignora todos los problemas técnicos del negocio.

—Entonces pienso que el más indicado es tu hermano.—Yo también lo pienso, y no por razones de consanguinidad.

Pero he procurado enseñarle a Thadeo español, y aún no sé quién es peor: si el alumno o el maestro. Mi hermano no aprende

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nada y usted sabe que para ser primer oficial de operarios hay que sustentar un examen ante el gremio.

—Tu compañero Felipe es políglota, ¿no puede darle algunas clases?

—Me apena decirle que como maestro tampoco es fiable: le gustan demasiado las fiestas y los desvelos; –lo medité unos segun-dos y me decidí– sí, voy a nombrar apoderado a Thadeo, pero… ¿qué me aconseja usted respecto a su problema lingüístico?

—Consigue un profesional para tu hermano y que dedique cuatro horas diarias a las clases, podrá pasar airosamente en seis meses. La prueba es oral y yo soy presidente ad honorem de todos los exámenes que sustentan los comerciantes y artesanos de la ciudad.

—¡Gracias, señor Antuñano! ¿Cuál es la forma de conseguir un maestro alemán-español? ¿Hay alguna escuela de idiomas?

—Un método rápido y efectivo es hacer volantes y repartirlos en la plaza principal, el atrio de los templos, los mercados.

—Huuum… tendría que ir a la ciudad de México.—Si fuera poblano ya estaría ofendido: el hecho de que un

paisano tuyo haya inventado la imprenta, no quiere decir que tengan la exclusiva, aquí en Puebla hay tradición impresora des-de 1610… Mira, casualmente acabo de dibujar un escudo para la fábrica y lo llevo a imprimir con José Manuel Lara, ¿quieres acompañarme?

—¡Claro!, me hace usted un favor.Fuimos caminando al portal de Las Flores, donde el encargado

nos recibió cordialmente; me gustó el ambiente, amaba los libros desde mi paso por El Trianón y ahí se amontonaban papel, tinta, misales, librillos con estampas religiosas, tratados de teología, fi-losóficos, pensamiento ilustrado, diccionarios, literatura política y manuales militares que hojeé con entusiasmo, mientras escucha-ba la conversación.

—Señor Antuñano, acepto su encargo porque usted es mi cliente, pero ni uno más, pues tengo mucho trabajo pendiente.

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Seguidamente fuimos a la imprenta del señor Manuel Buen-Abad: en medio de un panorama similar, el impresor mencionó una cantidad onerosa. Hablé con don Estevan en un aparte.

—Dejémoslo, acabo de liquidar mi sociedad con don Sebas-tián, envié dinero para el pasaje de Thadeo y estoy ahorrando para un viaje, ando bajo de presupuesto.

—Haberlo dicho antes: cruzando el río San Francisco está el taller de Matías Perales, la impresión es de buena calidad y a pre-cio muy razonable.

Accedí ante tan buena voluntad. A los treinta minutos su ca-rruaje traqueteaba en las empedradas callejuelas del barrio de El Alto y nos dejó en un pequeño portal; algo me llamó la atención.

—¿Por qué no tiene anuncio como los otros?—Mi querido Martín, para obtener una cédula autorizada, el

impresor se registra ante la autoridad política y entrega una co-pia de todos sus trabajos a los censores, pagando los correspon-dientes derechos fiscales; tal cédula es heredable como bien patri-monial y muy cara. Este es un taller artesanal, no hacen grabados, sólo imprimen textos; viven de trabajitos como gacetas, folletos y volantes, pero la señora Adoración de Jesús Azuara tiene mucha experiencia.

—¿Una mujer impresora?—El impresor y encuadernador es Matías, su esposo. La parte

más difícil es redactar los textos y hacer las galeradas…—¿Qué es eso?—Se llama galera a una tabla larga de madera donde el cajista

deposita las líneas del texto, según van saliendo, hasta que se lle-nan y forman la galerada, entonces es cuando se imprime.

—¿Y eso lo hace el cajista? –don Estevan asintió–. ¿La señora hace todo eso?

—Sí, y es muy profesional. Pero no tienen registro para po-nerlo a pie de página: es la razón por la que no encontrarás un precio mejor en todo Puebla.

Penetramos el portalito que daba a un patio central, alrededor del cual había varias habitaciones y en el centro limoneros recién

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podados y un pequeño huerto familiar. Entramos en la habita-ción más próxima a la puerta, y ahí se encontraba un hombre cincuentón, cuyo amplio y recio tórax desbordaba sobre su mesa en que estaba empastando unos librillos. Se mostró contento de ver a don Estevan.

—¿Trae un encargo? Entren al taller, ahí está Chuy.—¿Está trabajando?, ¿no seremos inoportunos?—No, aún no imprimimos, pasen, por favor.Estancia penumbrosa, piso de lajas y techo en madera con vi-

gas. Se erguía sobre un ángulo, una máquina impresora de las activadas manualmente; su recia construcción en madera de no-gal soportaba una plancha de acero montada sobre un gigantesco tornillo del mismo material; tenía un gabinete superior integra-do, donde había cajas con tipos metálicos, pinzas e implemen-tos para su desempeño y una plancha lateral abatible en donde, sobre una galera, se inclinaba una figura femenina buscando la iluminación de esa única ventanita que se abría hacia el patio. Del rostro percibí una nariz aguileña sobre la que cabalgaban unos pesados lentes de marco metálico, un chongo de pelo canoso de-tenido por una redecilla de estambre, y del cuerpo unas manos circundadas por dos bocamangas de carnaza y un delantal del mismo material sobre un amplio y pesado vestido gris; aquellas manos de nudillos entintados calzaban unos curiosos guantes cu-yos sacos digitales estaban cortados de modo que los dedos pudie-ran actuar con libertad, y lo hacían: con fina motricidad parecían danzar escogiendo uno a uno, tipos metálicos de diferente tama-ño, acomodándolos de izquierda a derecha en la plantilla, subían y bajaban revisando las líneas: ya empotraban un punto aquí, una letra allá… Titubearon un momento y después buscaron en las cajas superiores, localizando un signo; dio varios golpes con el índice para empotrarla en su lugar y la sostuvo con precisión: una concertista poniendo énfasis en una nota… La observamos en silencio, ella no se percató de nuestra existencia.

Dándose por satisfecha, con el texto compuesto, tomó una muñeca para entintar, entonces descubrió a don Estevan, alzó los

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cristales sobre el marco de los lentes, se limpió las manos con es-topa y nos condujo a una esquina opuesta: tras un biombo había una simple mesa de pino donde se amontonaban papeles sujetos con una piedra de ónix. Para sentarnos al frente, el señor Antu-ñano y yo sorteamos por turnos enormes alacenas sin desbastar rebosantes de panfletos, volantes y gacetillas. Tras las presenta-ciones se inició la plática.

—Le traigo este exhorto del cual deseo un millar de ejempla-res –y le tendió un papel.

Ella escudriñó el texto e hizo un comentario:—¿Estevan no se escribe con b labial?—En mi caso no. Es posible que el escribano de Veracruz se

equivocara, pero no he querido rectificarlo porque me gusta así: es lo que me distingue de los demás…

—¡Vamos, señor Antuñano!, usted es una persona distinguida.—…y le traigo un nuevo cliente, el señor Martín Tristchler

–volviéndose a mí, dijo– explícale lo que quieres y ella se encar-gará de redactar el folleto.

—Pues… un maestro de alemán-español. Tengo un hermano que debe ponerse al frente del negocio, va a ser instructor de operarios.

—¿Un maestro de alemán? Casualmente hace poco vino un caballero germano, el cual buscaba alumnos para dar clases par-ticulares… debo tener por acá sus datos…

Rebuscó en una alacena y de aquel maremagnum de papeles extrajo certeramente uno que leyó con cantadito poblano:

El maestro Wilhelm Obenhoff, políglota oriundo de Berlín, ofrece lecciones particulares en español de alemán, francés e italiano y vicever-sa; también da clases de violín, todo esto a domicilio, a precios razonables.

Nota: si el alumno no posee violín, el maestro lo aportará con un leve cargo extra.

Nuevamente movía las manos y yo la observaba: sus ademanes, voz y vivacidad hablaban de una persona joven, pero ni por su

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rostro –que parecía el de un minero con manchas de carbón– ni por sus manos camuflajeadas con guantes ni por su indumentaria se le podía ubicar en edad. Escudriñé aquellos ojos ámbar que chisporroteaban en la penumbra, sobre su labio superior –tan acorazonado y lleno como redondeado era su inferior gemelo– se asentaban unas gotas de sudor semejando rocío sobre lozanas amapolas; bajo la prisión de su redecilla los abundantes rizos pla-teados se desbordaban… Renunciando a mi ímproba tarea suspi-ré, bebiendo aquellos peculiares aromas de tinta, aceite, petróleo y papel con un dejo de azahar… entonces preguntó con su pecu-liar acento:

—¿Qué le parece?, aquí está una dirección en Xonaca.—Un maestro tan erudito… ¿no será muy caro?Ella sonrió mostrando níveos y parejos dientes.—Si ha venido con nosotros no es tan caro, se lo puedo asegurar.Casi me sonrojé.—Gracias… pero quiero preguntarle algo.—Dígame…—Usted pudo haber tomado el encargo sin darme esta infor-

mación, ¿no está perjudicando su negocio?—No, sólo le hice un pequeño servicio. Cuando usted tenga

otro trabajo sé que recurrirá a nosotros.—Sí, Martín, Adoración y Matías no se arruinarán por no ha-

cer unos panfletos, entonces… ¿vamos a buscar al maese?—¿Me llevaría usted?—Claro que sí, Xonaca es un barrio muy próximo a éste.Don Estevan se despidió.—Señora Azuara, Martín pronto vendrá con otro trabajo, va a

participar que su negocio no solamente vende relojes, sino que tiene servicio de reparación y joyería.

También había sido idea de don Estevan que añadiera esa acti-vidad a mi negocio, asentí.

—Sí, prometo traerle… –la pesada figura del cónyuge llenó el umbral de la puertecita– …traerles un verdadero encargo.

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Nos despedimos y alcancé a oír la voz un poco cascada del im-presor.

—Chuy, apúrate que tengo hambre. Nos encaminamos a esa dirección del papelito; yo miraba a

través de la ventanilla del carruaje, pero no veía las calles sino aquellas manos danzantes restregándose con jabón para quitar las manchas y el olor a tinta, poniendo la mesa, exprimiendo li-mones para el agua, haciendo tortillas, calentando y sirviendo platillos que engullía en silencio Matías Perales.

Fragmento de la novela inédita El faro de Sierra Negra

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Consideraciones sobre la fábrica textil La Constancia Mexicana

Jesús Barbosa Ramírez

La historia mexicana después de consumada la Independen-cia es muy compleja, porque el aspecto político predomina en su explicación. Grupos, caudillos, planes, asonadas mi-

litares, formas de gobierno se suceden tan vertiginosamente en brevísimos intervalos que oscurecen la visión de lo acontecido en campos como el social o el económico.

El caso de la instalación de las fábricas es ejemplo de esas his-torias menos conocidas. La Constancia Mexicana es una de las primeras factorías con las que se inicia el esfuerzo de incorporar a México en el proceso general que la Historia nombra como revo-lución industrial, iniciada en Inglaterra hacia 1780. El presente artículo –sin ser una historia de La Constancia Mexicana– desta-ca algunos aspectos de su crónica particular en el proceso de la industrialización mexicana, articulados en torno a tres enfoques interesantes: la historia obrera, la historia empresarial y la histo-ria de la tecnología.

El caso inglés es referencia obligada para explicar las distintas etapas que vivió la revolución industrial. Ésta ha sido considerada el momento en el que el poder productivo de la humanidad se libera de las trabas que lo obstruyen; a partir de entonces grandes cantidades de bienes y servicios se elaboran para satisfacer las ne-cesidades de la sociedad, desde entonces las crisis de subsistencia son reemplazadas por las crisis de sobreproducción. Este poder se basa en distintas fuentes de energía: orgánicas como el agua, la

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madera; e inorgánicas como el carbón mineral. Por esa razón las fábricas se encuentran en las riberas de ríos o zonas boscosas. Sus primeros productos son los textiles de algodón, después el acero.

A fines del siglo xix su producción se diversifica gracias a la re-volución científica en transportes, electricidad y química. El capi-tal atraviesa por distintas formas de organización: el empresario individual, la empresa familiar y la sociedad anónima. El trabajo no es excepción: desde el artesanal hasta la especialización labo-ral en actividades concretas del proceso productivo de la indus-tria del algodón. De esta manera se crea una cultura empresarial y obrera. Muy reciente es el interés por la transformación tecno-lógica de la maquinaria que intervino en esta revolución indus-trial.1

La guerra de Independencia deja un país maltrecho, sobre todo en regiones que fueron teatros de guerra. La economía mexicana queda paralizada sin capitales, pues los españoles se los llevan consigo. Algunas regiones venían padeciendo crisis estruc-turales de desarticulación con el mercado interno colonial, como en el caso de la región Puebla-Tlaxcala, que desde mediados del siglo xviii fue desplazada por la región del Bajío en su produc-ción agrícola y textil.

Las fábricas transformaron el paisaje al convertirse en una nueva forma de poblamiento. Situadas en las riberas de los ríos para utilizarlos como fuente de energía, su edificación contempló construir caseríos anexos a una factoría; los obreros que no alcan-zaron vivienda en la fábrica construyeron sus habitaciones en los alrededores. La Constancia Mexicana fue edificada al poniente de la ciudad, donde estaba aquella hacienda de Santo Domin-go, jurisdicción del pueblo de San Jerónimo Caleras. Empezó a operar en enero de 1835 con ciento veinte operarios; en 1837

1 Santiago Rex Bliss (comp.), La revolución industrial: perspectivas actuales, México, Instituto Mora, (Cuadernos de Secuencia), 1997. E. A. Wrigley, Gentes, ciudades y riqueza. La transformación de la sociedad tradicional, (trad. Enrique Gavilán), Barcelona, Editorial Crítica, 1992. Eric Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, México, Quinto Sol.

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Antuñano señalaba que cuatrocientas familias se mantenían del trabajo en la fábrica,2 de tal manera que esa población en torno al núcleo fabril aumentó durante el transcurso de los años, esto fue proporcionando una característica específica al lugar y sus habitantes, algunos de ellos entre aquella tradición laboral rural y esa naciente cultura obrera. Sabemos que en La Constancia tra-bajaron familias completas –padre, madre, hijos– atraídas por la esperanza de una vida mejor en esa época difícil, pues además de la crisis política generada por una transición de primera repúbli-ca federal a república centralista, dos años antes de que entrara en operación la factoría, la ciudad estuvo amenazada por una epidemia de cólera morbus. Así, el alejamiento del núcleo urbano a la zona rural fue razón suficiente para atraer a la población a esa nueva fuente de empleo.

La revolución industrial significó disciplinar la fuerza laboral, el reloj fue el nuevo instrumento de control del tiempo que sus-tituyó al sol. Las antiguas jornadas regidas por el levante y ocaso del astro rey fueron remplazadas por turnos de dieciséis horas; esto es que, probablemente, los obreros entraban a las cinco de la mañana para salir a las nueve de la noche, con hora y media de comida y muy pocos tiempos muertos, pues la fábrica –según dice Estevan de Antuñano– “es un lugar donde nadie puede estar ocioso ni separarse de él, porque las máquinas para andar bien en sus operaciones progresivas, no permiten largas paradas ni distracciones”.3 Aún así, los administradores de las factorías tu-

2 Leticia Gamboa, “La constancia mexicana. De la fábrica, sus empresarios y sus conflictos laborales hasta los años de la posrevolución”, en Tzintzun, Revista de Estudios Históricos, núm. 39, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, enero-junio de 2004, p. 95.

3 Estevan de Antuñano, Ventajas políticas, civiles, fabriles y domésticas, que por dar ocupación también a las mujeres en las fábricas de maquinarias modernas que se están levantando en México deben recibirse, Puebla, Oficina del Hospital de San Pedro, 1837, p. 6, citado por Carlos Illanes, “La empresa industrial de Estevan de Antuñano (1831-1847)”, Secuencia, núm. 15, México, Instituto Mora, septiembre-diciembre de 1989, p. 34.

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vieron que establecer reglamentos reguladores de las actividades fabriles y sancionar las distracciones al interior de las mismas; en otras palabras: disciplinar a los trabajadores. Por otra parte, se desarrolló la especialización laboral dependiendo del departa-mento en que trabajaran los obreros. En 1835, en La Constancia sólo había maquinaria para hilar; ocho años después, en 1843, se incorporaron telares para tejer mantas. Antuñano no dejó nin-guna descripción del trabajo en La Constancia, pero siguiendo la descripción de Leticia Gamboa para el caso de las factorías de Metepec, podemos darnos una idea. El proceso de hilado consis-tía en abrir manualmente las pacas de algodón, descomprimirlo y mezclarlo. Enseguida se batía y se paralelizaban sus fibras. Des-pués el algodón se estiraba y retorcía para convertirlo en pabilo e hilo. En la sección de batientes había abridora, sacudidor y ba-tiente; le seguían cardas, pabiladoras o veloces.4 Esto nos da una idea de la división del trabajo entre los obreros.

Antuñano veía en la industrialización una posibilidad de sacar al país de la pobreza y el caos político. Una forma para evaluar su hipótesis era medir el impacto de la industrialización en los ni-veles económicos de los trabajadores. Dos historiadores ingleses han planteado que los mejores parámetros de análisis para cono-cer si mejoró o empeoró el nivel económico de los obreros son los niveles de consumo: vivienda, infancia, el paro, mortalidad y salud. Por los estudios realizados acerca de la industrialización, sabemos la gran cantidad de capital que demanda una industria textil, inversión que se hace a costa del trabajo. Por ejemplo, Ber-nardo García señala que en la fábrica Santa Rosa, en Necoxtla –hoy ciudad Mendoza– se sancionaba a los obreros por “pasear con los amigos”, “por torero” y “por toro”, “por jugar volados”, “por leer el periódico”, “por señas a las mujeres”, “por fumar en los telares”, “por canciones”, “por canillaso”, “por jugar en el

4 Leticia Gamboa, La urdimbre y la trama, historia social de los obreros textiles de Atlixco, 1899-1924, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2001, pp. 110-115.

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común (baño)”, “por escándalos en el salón”, “por silbar”, “por ensayo de pintor”, “por dormir debajo del telar”, “por hacer tari-ma” “por compadres”.5

La Constancia Mexicana también ha sido estudiada desde la perspectiva de sus propietarios. Estos fueron: Estevan de Antu-ñano, el más conocido, considerado como un apóstol de la in-dustrialización mexicana, que junto con Gumersindo Savignon poseyeron esa fábrica desde 1831, año en que empezaron a des-plantarla hasta 1854, en que pasó a manos de su acreedor, Pedro Berges de Zúñiga, que la rentó a otros empresarios para su ex-plotación. En 1895 la compró Antonio Couttolenc, y diez años después fue vendida a Francisco M. Conde. Una familia Conde la tuvo desde 1905 hasta 1924, año en que pasó a manos de la com-pañía La Constancia Mexicana.6 En 1934 fue adquirida por la familia Barbaroux y fue suya hasta 1960, año en que la cedió a los trabajadores. En 1991 fue cerrada definitivamente. Como pode-mos ver, siempre estuvo en manos de empresarios particulares; no vivió el proceso de transformación empresarial, como sucedió con otras fábricas, en las que sus propietarios pasaron de empre-sarios familiares a socios en comandita y después se convirtieron en sociedades anónimas.

Muy ligada a la historia empresarial está la tecnológica. En las fábricas se inició con maquinaria innovadora, pero difícil de ac-tualizar por las grandes inversiones de capital que esto implica. El avance de aquella tecnología rebasó siempre a los empresarios textiles, de tal forma que quebraron por no actualizar sus maqui-narias.

El factor humano trataba de cubrir estas deficiencias: se ha destacado el ingenio de los trabajadores mexicanos, sobresalien-do la creatividad de los ferrocarrileros, sin embargo, los obreros textiles no iban a la zaga. En el papel desarrollado por los tra-

5 Bernardo García Díaz, Un pueblo fabril del porfiriato: Santa Rosa, Veracruz, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 47.

6 Leticia Gamboa, “La Constancia Mexicana…”, pp. 96-100.

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bajadores en aquella sección de talleres, Bernardo García cita la creatividad de Gregorio Vázquez, que hacía moldes de madera para fundir en metal las piezas que se requerían. La Constancia cobija historias similares.7

Fue una fábrica longeva: ciento cincuenta y seis años. En su devenir vio la transformación de campesinos a obreros. No pode-mos explicar el grado en que se alteraron sus niveles de vida ni reconstruir datos indirectos que nos permitan evaluar el impacto de la industrialización en su bienestar. Lo que sabemos es que sus empresarios sufrieron los vaivenes del mercado nacional y mun-dial, mismos que finalmente los llevaron a la quiebra por carecer de comunicación científica para superar el atraso tecnológico de la industria textil.

7 Bernardo García Díaz, op. cit, pp. 42-43.

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Reseña biográfica del coronel Estevan de Antuñano.

Iniciador de la industria textil en PueblaMartha M. Porras de Hidalgo

Estevan de Antuñano nació en Veracruz el 26 de diciembre de 1792. Permaneció en el puerto hasta la edad de diez años. Sus padres lo embarcaron a España con el objetivo de que

estudiara al lado de su tío Miguel de Antuñano. Continuó sus estu-dios superiores en Inglaterra. A la edad de veinte años, regresó a Veracruz, en donde se dedicó al comercio, en sociedad con Andrés Vallarino. En 1816 se estableció en Puebla, haciéndose cargo de los negocios de don Antonio Pasalagua, su primo, y de don Loren-zo Carrera. Contrajo matrimonio en Jalapa con la señora Bárbara Ávalos y Varela, nieta de un acaudalado hacendado que poseía una gran cantidad de haciendas en el valle de Atlixco, estado de Puebla.

Como hijo de rico español, criollo, recibió esmerada educa-ción; no era común en aquellos tiempos que los jóvenes se educa-ran en el extranjero.

Vivió varios años en la casa número 1 de la primera calle de Mercaderes (actualmente 2 Norte) de la ciudad de Puebla, hoy conocida como Casa de los muñecos, También poseía una casa de campo en la primera sección del paseo de San Francisco. No se tienen mayores datos sobre su vida social. Murió a la edad de cincuenta y cinco años, el 7 de marzo de 1847. Antes de morir tuvo la satisfacción de ver que el estado de Puebla lo declarara: “Benemérito y fundador de la industria textil”.

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La obra industrial de don Estevan de Antuñano

La política comercial de la república mexicana giraba alrededor de los derechos de importación por su panorama sociocultural. Inglaterra, como primera potencia industrial en aquella épo-ca, hacía sus esfuerzos para obtener el mercado donde colocar principalmente sus manufacturas de algodón. Tenía necesidad de abrir mercados para su sobreproducción de hilados y tejidos, destruyendo con los productos en serie la industria artesanal ma-nual, y estaba sólidamente establecida en los países que reciente-mente habían conquistado su libertad política.

Era ineludible la muerte de esa industria familiar, ante el em-puje de la industria inglesa, que ponía en el mercado artículos mejores en calidad y precio.

Una vez consumada la Independencia, México se encontraba ante el problema de su organización económica y política. Como gran potencia, dueña de un territorio inmenso lleno de riquezas naturales, pero también con grandes problemas cuya resolución se apoyaría en hombres de gran participación.

La primera fábrica de obraje en tejidos estuvo ubicada en la 10 Norte número 2000, cuya maquinaria era movida por el trabajo humano. Es decir, a base de sangre. Su segunda fábrica de vapor fue llamada La Educación de los Niños, y ya su labor cumbre fue La Constancia Mexicana y La Economía. Esta última con la ma-quinaria sobrante de La Constancia. Ambas en las márgenes del río Atoyac.

También fundó don Estevan de Antuñano una fábrica de vi-drio, al estilo de las de Europa, y ayudó a sus yernos a abrir la pri-mera fábrica de papel en el estado, en Apetlachica, jurisdicción de Cholula. En éstas, como en otras empresas, recibió gran ayuda del Banco de Avío, organismo que marcó a las actuales institu-ciones bancarias la ruta de las grandes operaciones financieras privadas. Simultáneamente trabajaba don Estevan de Antuñano formando la Asociación para la Cultura y las Artes en Puebla. También lo hacía en la construcción de la fábrica de hilados y

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tejidos La Constancia Mexicana. El nombre de la fábrica se debió a la constancia que tuvo, a pesar de todos los problemas, para echarla a andar.

Don Gumersindo Saviñón y don Estevan de Antuñano com-praron una finca de campo, invirtiendo una suma considerable de dinero. Emprendiendo la obra, ocurrieron a los auxilios que brindaba el Banco Nacional a todo mexicano que quisiera traba-jar en beneficio suyo y del pueblo.

Los préstamos requeridos les fueron otorgados bajo garantías legales. Compraron maquinaria textil. Después de seis meses el edificio de la fábrica se encontraba muy adelantado. Prometía es-tar concluido en breve tiempo, pero se suscitaron nuevas guerras civiles y los socios se separaron. Don Estevan continuó solo. De-bido a la inestabilidad económica del país, se suspendieron los créditos bancarios.

A fines de 1832, luego de que don Manuel Gómez Pedraza tomara posesión de la presidencia, le extendió la mano prestán-dole los auxilios que necesitaba. La maquinaria fue embarcada en Filadelfia el 15 de julio de 1833 y en agosto llegó a Veracruz. A don Pedro del Pozo y Troncoso le fue encomendado recibirla y remitirla a Puebla. Pero la remisión no llegó oportunamente, porque los encargados de su transporte no cumplieron con el compromiso. Llegó a Puebla al cabo de un año por el terrible burocratismo y apatía que se vivía. Parecía que a la maquinaria nada le faltaba, pero los operarios extranjeros no supieron ar-marla y no funcionaba a la perfección, algunas veces se atribuía a que la maquinaria estaba defectuosa y otras a que el algodón era de mala calidad.

Don Estevan mandó traer del vecino país del norte a once maestros de arte para que enseñaran a los obreros mexicanos las diferentes operaciones de la maquinaria y para armarla. El costo de estos once hombres era muy alto, ya que cobraban treinta pe-sos diarios. El cólera morbus fue otro factor negativo, pues murie-ron algunos de los trabajadores poblanos.

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Hasta estos momentos llevaba perdida la cantidad de ciento veinte mil pesos. Él mismo comentaba que si hubiera puesto ese dinero en el banco, en un giro conocido y seguro, recibiría por año la cantidad de veinticinco mil pesos. Pero opinaba que: “Todo se inmola en el altar del amor patrio”. Por fin, el 7 de enero de 1835 se comenzó a hilar en la fábrica. Muy pronto se pensó en aumentar los husos, y fue enviado el maquinista Calvin Symmes al vecino país a traer más maquinaria. La mayor parte de la ma-quinaria venía de Nueva York en la fragata Alfred, que zarpó el 6 de enero de 1837, y el día 16 naufragó cerca de Cayo Hueso. Symmes se volvió a Nueva York con la poca maquinaria que pudo salvarse, en el bergantín Argos, pero también naufragó el 10 de abril en las islas Chander. Volvió Symmes a Filadelfia por otra maquinaria que embarcó esta vez en el bergantín Delaware. Des-pués de tantos problemas, además de monetarios, burocráticos y eventuales, en 1839 trabaja la fábrica La Constancia Mexicana con 7,680 husos.

Uno de los tantos problemas que tuvo don Estevan de Antuña-no se debió a que, se decía, el algodón mexicano era de muy mala calidad, por lo que la maquinaria no respondía como tenía que hacerlo. Don Estevan, al contrario, opinaba que este algodón era de la mejor calidad, fuerte por su naturaleza y mayor la extensión de la hebra, ya que nuestro clima proporciona ventajas para esta planta.

Don Estevan afirma que la mayor parte de los extranjeros que mandó traer, después de haberlos mantenido durante tanto tiem-po, se separaron de él en el momento más crítico y cuando más le eran necesarios. Él se reserva la causa, ya que los motivos fueron políticos. También impulsó a los agricultores a sembrar el algo-dón, para consumirlo aquí mismo y no tener que importarlo.

Aunque seguía teniendo dificultades, ya se hilaban trescientas cincuenta libras de algodón diarias, mismas que se mandaban a los tejedores de la ciudad al mismo precio que el algodón.

A don Estevan de Antuñano le otorgaron el grado de coronel del Batallón de Industriales que él inició en la ciudad de Puebla.

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También fue honrado con el título de “Benemérito del Estado de Puebla”.

Además de su enorme labor en la industria textil, era gran lec-tor y escritor de temas relacionados con el desarrollo industrial y económico del país.

Formación humanística

Don Estevan de Antuñano debió de haber estudiado los escritos de Saint Simon (francés revolucionario que presuponía la supre-macía de la industria sobre todas las demás, dando la prepon-derancia a los artistas y artesanos), pues participaba mucho del estilo parabólico para la expresión de ideas en forma irónica e in-cisiva. La mayor parte de folletos de Saint-Simon llevan nombres sugestivos: El organizador, El catecismo de las industrias, El sistema industrial. Antuñano emplea ese método para propaganda indus-trial. Escribe gran cantidad de folletos que hace imprimir, sin que ninguno de ellos llegue a constituir un libro. Publica frecuente-mente hojas sueltas con títulos sugestivos como: El algodón, Plan para animar la industria, Insurrección industrial, Pensamientos para la regeneración industrial de México, etcétera.

Al iniciarse la industrialización en México que soñó don Este-van de Antuñano, como el supremo medio para curar la falta de economía nacional, el único instrumento de cambio en poder del pueblo era la moneda de cobre que el gobierno acuñaba y reacu-ñaba frecuentemente para darle salida a través de los presupues-tos de egresos. Dicha circulación era el índice más elocuente de la pobreza del país. Fue cuando llegaron grandes capitales extran-jeros, con maquinaria moderna para la explotación de las minas.

Don Estevan de Antuñano apoyó las ideas del barón de Hum-boldt sobre la explotación mineral: a pesar de la utilidad efectiva de la minería, hacía votos para que los mexicanos conociesen que

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las riquezas nominales son ilusorias. Antuñano afirmaba:1 es no-table que en este punto relativo a la dedicación de la minería que se nos inculca hay una contradicción. Por otra parte se insiste en que debemos aplicarnos a la minería, y por otro lado se alientan datos y consideracio-nes. Y se traen autoridades respetables para persuadir que la minería es un negocio de rendimientos inferiores a los de la industria agrícola y ma-nufacturera, más inciertos y menos provechosos al movimiento y bienestar de las poblaciones.

Estos mismos principios son los que habían sostenido la di-rección de la industria, de la cual don Estevan dijo en su repre-sentación del 29 de marzo de 1843: Si los productos de la minería deslumbran y en sí muy preciosos, no forman la principal riqueza de un país. Sino aquellos que den ocupación a mayor número de brazos y que la suerte de la nación no debe hacerse depender de las minas. Sobre que no hay cálculos fijos ni esperanzas ciertas. Comparando sus labores a los jue-gos de suerte. Otra opinión suya sobre la minería es: A los ojos de los economistas, la minería no es sino un ramo de la industria; la riqueza no es la plata ni el oro, sino los productos del trabajo. También afirmaba: La riqueza no es de los pueblos a quienes la naturaleza concedió las ricas vetas que producen los metales preciosos, sino de los que por su industria sabe utilizar estos y multiplicar sus valores por una activa circulación que hace vivir con abundancia a todas las manos por donde aquellos pasan. Don Estevan escribió: Si México hubiese podido organizarse econó-micamente, en el sentido de ser un país ampliamente exportador de sus recursos naturales o de los productos de su agricultura o de su industria, ciertamente se hubiese enriquecido.

Manifiesto sobre el algodón manufacturado y en greña

Don Estevan afirmaba que el algodón era el pan y la cobija de nues-tro pueblo. Dadas las condiciones climáticas del país, don Estevan

1 En cursivas aparecen las transcripciones de diversos textos publicados por don Estevan de Antuñano; en estos se respeta la redacción original con el objetivo de ser fiel al discurso del autor y su época.

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decía que la riqueza estaba ahí. Le llamó también al algodón la moneda natural. Para ejemplo, recordaba que a principios de si-glo, en 1800, Veracruz enviaba a Puebla tanto algodón que esta ciudad pagaba al puerto con los siguientes productos: trescientas tercias de bayeta (tela de lana floja y rala), doscientos cajones de sombreros, mil tercios de harina y seis u ocho cajones de jabón. Es decir, que toda la producción rural y fabril de Puebla se con-sumía en Veracruz para pagar el algodón que el puerto enviaba. Acerca de la producción y comercio, el intercambio de enseres es lo que fortalece al país, decía.

En el manifiesto que escribió proponía impedir la entrada en los puertos de la República mexicana de: mantas, jamanes, mal-pollanes y demás géneros gordos de algodón, ya que en el país todo esto se podría fabricar.

Pugnó enfáticamente en que no dictara el pago excesivo de derechos ya que se acentuaba el contrabando de mantas extran-jeras. Nos recuerda don Estevan: La prohibición es el medio más di-recto, más eficaz que se ha conocido en México para fomentar la industria patria y cortar el contrabando.

Don Estevan de Antuñano era muy afecto a escribir cartas. Así le escribió a don Carlos María Bustamante, exponiéndole puntos muy importantes sobre la reforma que el gobierno quería hacer a la Ley de Hacienda, y que el arancel marítimo bajara además de bajar el aduanal.

Proponía: 1. La prohibición de la entrada a todas las telas extranjeras.2. Permitir la entrada de la hilaza de algodón desde el número

21 para arriba, bajo ciertos derechos.3. Impedir la entrada del número 21 para abajo.4. Imponer un moderado e igual derecho en todos los departa-

mentos a las mantas del país.Antuñano venció dificultades haciendo grandes apologías del

algodón, en cuyo cultivo y transformación cifraba el porvenir en México. Tenía razón para asegurar tal cosa, puesto que México contaba con extensos plantíos en distintos estados de la República.

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La fábrica La Constancia Mexicana se convertía en refaccio-nadora de los llamados “obradores” en donde se tejían rebozos y mantas. No era posible que las fábricas que se establecieron en la época de Antuñano produjeran la diversidad de telas que ponían en el mercado las manufacturas extranjeras; y esto daba como resultado que no se pudiera prescindir de la importación sin contrabando.

Según se desprende de los escritos de esas épocas, en México, Puebla, Querétaro y otros centros de la industria manual se fa-bricaban ya algunas telas de seda, paño para trajes de caballero y rebozos de todas clases, muchos de ellos muy finos, que usaban casi todas las mujeres mexicanas.

El nombre de las fábricas –La Constancia Mexicana, La Eco-nomía, El Patriotismo y La Independencia– nos dan una idea del nacionalismo que reinaba. Nacionalismo que era efecto natural de tres siglos de luchas espirituales y económicas. Ya para 1844, la industria de hilados y tejidos de algodón establecida en el país tenía bastante importancia; no obstante, las grandes dificultades que había superado.

Publicaciones de don Estevan de Antuñano

Mis muy apreciables compatriotas y concordantes: Acompaño a este comu-nicado titulado: Embrión Político de Regeneración Social. En que se vierten materia de la primera importación para el progreso de la nación.

Mi gran objeto es, persuadir una y mil veces, que ningún Sistema de gobierno podrá hacer la felicidad de México, dándole la paz, abundancia y libertad nacional, sin la riqueza competente y que mediante a que ésta sólo se crea por las artes, la agricultura y el comercio.

Siempre insistiré en que no habrá paz en México, mientras no haya una industria ilustrada, honesta, generalizada y en progresión. Porque los hom-bres en lo animal, estamos sujetos a todas las necesidades naturales.

Lo mismo que los brutos, aquellos casi siempre en cosas extremas y ur-gentes, son superiores en poder a la razón a la voluntad, al honor y aún a la misma piedad.

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Porque el hombre y el bruto, mientras tienen hambre, propenden al desorden.

La política es una ciencia admirable para gobernar, pero la política está subordinada a la posibilidad física de cada individuo asociado y de todas en general. Porque primero es vivir que obedecer. La posibilidad física sólo se adquiere después de la satisfacción de las necesidades natu-rales, éstas sugieren al hombre medios para satisfacer los deseos de amor propio, es decir, conservarse y gozar generalmente hablando, concluyo: no habrá paz en México mientras no haya una industria ilustrada y honesta generalizada en progresión.

[…]

He aquí los tres manantiales de nuestros males políticos, estos tres rau-dales forman el impetuoso torrente que socaba y amenaza de ruinas el edificio social en México.

Cuando México se independizó quedó en “estado natural”. Como pue-blo inexperto, no conocía el origen de la mayoría de sus necesidades. Se avocó a la política, pero por sí sola, no era suficiente para formar la fe-licidad de los pueblos. Esta no es más que la ciencia de gobernar la parte moral de la sociedad, la política sirve para declarar, señalar, instruir y proteger los derechos del hombre en sociedad.

[…]

Respetables legisladores y ministros: Padres del pueblo mexicano: ¡Alúmbreos la sabiduría! ¡Fortalezcaos la pureza de nuestra conciencia! ¡Resuelvaos nuestro ardiente amor patrio…! ¡Haced justicia al pueblo! ¡Apagad el fuego que representado en la pobreza, ignorancia y revolución nos devora!... ¡Abrid para ello las fuentes de la riqueza pública y priva-da!... La prohibición absoluta de todos los artefactos gordos de algodón extranjero es la llave maestra… Hecho así nuestros deberes son cumpli-dos, nuestro respeto y prestigio imperturbables, nuestra gratitud debida y eterna…

Puebla, julio 30 de 1835.

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La fábrica

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Día guadalupanoMartha M. Porras de Hidalgo

Son las 5 a.m. del viernes 12 de diciembre. La vida comuni-taria en La Constancia Mexicana es una colmena: el día más importante del año. En vísperas, las mujeres de los obreros

empiezan a cocinar, muy limpias, con su pelo trenzado; ya tosta-ron kilos de chile pasilla en los comales de barro y al ritmo del metlapil, en amplios metates de piedra, van convirtiendo los com-ponentes del exquisito mole poblano en pasta: chocolate, caca-huate, ajonjolí, plátano, almendras, pasitas y demás ingredientes; los guajolotes, antiguamente llamado huexolotl, ya están desplu-mados y partidos en raciones, hirviendo en grandes cazuelas de barro. Ahora amanece en el patio principal y se ven por los rinco-nes muchos braceros, algunos con comales de barro llenos de jito-mates, chiles y tomates verdes para hacer las salsas en los molcaje-tes; otros con cazuelas hirvientes de arroz colorado con su buena rama de cilantro y chiles guajillos. Acaban de llegar del molino, cargando al hombro cubetas con masa para las tortillas. Algunos obreros traen marranos que engordaron desde enero para esta ocasión; son sacrificados ante la mirada atónita de los niños, algu-nos se tapan sus oídos, pues los chillidos de aquellos animales son desgarradores; después de ser destazados, van echando la carne en enormes peroles de cobre con la manteca muy caliente, y el cuero que será el crujiente chicharrón.

Otras mujeres con sus hombres empiezan a colocar largos ta-blones en este primer patio de la fábrica. Todas traen sus mante-

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les bordados de punto de cruz para esta ocasión, ponen los platos de loza y vasos de vidrio soplado de la fábrica del barrio de La Luz.

—¡Ya llegó el pulque! Se lo mandan a don Estevan del gobier-no de Tlaxcala, especialmente para él.

—Faltan los toritos y los cohetes de Huejotzingo. Dijeron que llegaban a las once. No hay que confiarnos, mejor váyanse, Bon-filio y Remigio, por ellos.

Don Estevan de Antuñano y su socio llegan temprano a super-visar todo. Este día no se oyen los ritmos de los telares, solamente hay algarabía, ambiente de fiesta, de fiesta patronal.

—Mira todo el movimiento, Ricardo, ¿no te da orgullo? Esta fábrica ya es un éxito.

—Desde luego, Estevan, nuestra gente está feliz preparando la fiesta del año.

—Gente buena y trabajadora, dispuesta y comprometida con su trabajo y con nosotros.

—Ricardo, voy por Bárbara y mis hijos, nos vemos aquí a las doce en la misa.

—Sí, Estevan, yo también voy por mi familia.Aquel ir y venir del gentío –mujeres, hombres, jóvenes y ni-

ños– se transforma poco a poco en quietud, se van yendo a sus casas que circundan el enorme patio, quedando poca gente su-pervisando las cazuelas con alimentos. En las casas se visten con sus mejores atuendos.

Son las 11:45 a.m. El coronel Estevan de Antuñano llega con su familia; su esposa con vestido de percal con flores discretas, del que elaboran en la fábrica, y sombrero de paja. Los obreros van saliendo de sus casas con camisas blancas de algodón y pantalones de dril. Las mujeres visten enaguas de diversos percales coloridos y blusas de blanco algodón; rematan sus largas trenzas con moños de colores. Los niños bien peinados, bañados y arreglados se van acercando a la familia de Antuñano:

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—Buenos días, don Estevan; señora doña Bárbara, buenos días.

—Buenos días. Mira, Bárbara, este es Juan González, cumpli-do trabajador, y su familia. Sabe reparar la maquinaria cuando se atora.

—Mucho gusto. Mi esposo me habla muy bien de todos uste-des, agradezco el apoyo que le dan.

—Al contrario, señora, estamos agradecidos con el patrón, es muy bueno con nosotros. Con su permiso vamos a traer a la vir-gen de Guadalupe.

—Vayan, vayan, aquí esperamos a saludar mientras sacan a la virgen.

Llega aquella banda de Analco con tambores, tambora, tepo-naxtle, cornetas y platillos; quince hombres vestidos con calzón de manta, sombreros de paja y huaraches.

—Buenos días tenga su merced, ya llegamos como cada año a venerar a nuestra patrona.

Son las 12:00 del día. Mucha gente está lista para empezar la pro-cesión. La virgen de Guadalupe sale en andas del nicho donde permanece todo el año: doce hombres la cargan en sus hombros. La procesión encabezada por el obispo Francisco Pablo Vázquez camina repartiendo bendiciones y agua bendita; atrás de la virgen se forma aquella banda y esa música llena de fuertes sonidos el ambiente; le sigue la familia del coronel Estevan de Antuñano, y luego su socio, amistades que invitaron de la alta sociedad pobla-na; atrás se van uniendo las familias de obreros. Atraviesan una reja forjada, pasan por la oficina principal donde se encuentra esa enorme caja fuerte, negra con dibujos coloridos en las orillas, donde se guarda y se cuida el salario que es sustento de tantas familias, y donde el administrador cada semana les raya. A coro cantan: ¡Oh María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y guiadme a la patria celestial!

El obispo va rezando, arroja agua bendita a todos los presentes, con la firme convicción de que el Señor premiará a don Estevan

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por esta enorme labor que da sustento a tantas familias. En ratos sigue aquella banda con toda la enjundia. Pasan por los jardines bien cuidados con rosas, palmeras y geranios. Llega la procesión a los grandes salones donde ordenadamente cada maquinaria ocupa su lugar, todas tienen entre sus agujas telas sin terminar e hilos de algodón; esta vez no se escucha el ruido sincronizado de los telares vivientes; el incienso y el olor a las ceras sustituyen al de la grasa de la maquinaria. El obispo bendice cada rincón, sa-len de aquel recinto y regresan a los prados; se escucha el sonido del río con su cauda, junto está un vagón del ferrocarril, al día siguiente tienen que terminar de cargarlo, pues se irá a Veracruz. Van de regreso al hogar de la virgen de Guadalupe, que es de-positada en su altar; se ha improvisado una pequeña capilla, con bancas en donde apretadamente caben sesenta personas; el recinto está colmado de azucenas blancas que perfuman el lugar. Para subir al altar hay ocho escalones semicirculares de cantera, en cada escalón hay cirios encendidos, de cada lado del altar hay grandes candelabros de plata con esbeltas velas blancas encendidas; a un lado la pila bautismal de cantera tallada que ha traído el obispo. Pasan los fieles a mojarse los dedos y a persig-narse, los obreros se han quitado sus sombreros de paja en señal de respeto, las mujeres se cubren la cabeza con sus rebozos, doña Bárbara y sus acompañantes de la sociedad poblana lucen velos de encaje traídos de ultramar.

Aquella banda afuera guarda silencio, el padre comienza la li-turgia: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Trans-curre la misa en forma respetuosa, el coro de niños canta, mucha gente pasa a comulgar. Termina la misa y, al salir, un estallido de luces y sonidos da inicio a su fiesta.

—Don Estevan e invitados, por aquí, háganos el favor. Los obreros les asignan los mejores lugares para la comilona,

debajo del fresno más grande para disfrutar de su sombra. Obre-ros y familias se sientan, otros comienzan a servir. Arroz rojo con mole y ajonjolí encima, platones rebosantes de carnitas, tortillas y salsas, también el chicharrón crujiente. Sirven pulque y agua de

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jamaica, tamarindo y limón. Los niños corren por todas partes, juegan pelota, los distraen los estruendos y luces en el cielo.

En lo que sirven el café de olla y dulces poblanos: camotes, cocadas y merengues, sale un hombre con un torito de fuegos artificiales, improvisan un ruedo y llegan de los ranchos aledaños los galleros.

—¡Le apuesto al colorado!—¡Yo, al verde!El coronel, doña Bárbara y don Gumersindo conviven con las

familias de la fábrica textil: platican de sus criaturas, de lo pronto que se va la vida, que ya cumplieron diez, doce y quince años, que les dio sarampión, que ya tiene novio Lupita. Los une su religión y el trabajo honesto; dos columnas primordiales para sostener y consolidar el núcleo familiar.

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Un príncipe inconstanteMa. Alejandra Domínguez Sánchez

El día de mi boda fue exactamente el 15 de octubre de 1895, hace ya veinticinco años, ¿cómo voy a olvidarlo? Uno nunca olvida esas cosas. Siéntate y comparte conmigo el té de las

cinco, si te interesan los detalles. En Puebla casi nadie toma té ne-gro, pero a mí me quedó la costumbre por los quince años que viví en Londres. ¿Preguntas si me gustaba esa ciudad? En Londres llueve todo el año. La humedad te roe los huesos a pesar de las mantas de lana gruesa. El cielo siempre es gris y ese mismo color tiñe tus pensamientos, no te deja pensar en nada más, sino en un estado de ánimo monótono que se instala los trescientos sesenta y cinco días del año. En Europa aprendí lo que soy ahora. Allá me hice mujer. Cuando me fui era una niña. Nunca tuve amigas, a ex-cepción de Beth, el ama de llaves; con ella aprendí inglés, el mane-jo de una casa, a lustrar la plata, a cocinar pucheros y estofados, a poner una mesa, a seleccionar las copas indicadas para cada licor, a vestir a la moda europea, a bordar encajes de Brujas o deshilar, a callar en momentos precisos. Tal vez no creas que dominar el silencio sea una virtud, pero ella me mostró lo útil que puede ser. Cuando llegué preguntaba todo, pero ella me enseñó que debía ser discreta, sobre todo frente a las visitas que recibía mi esposo. Cada semana, la terraza se vestía de gala para recibir a aquellos hombres y damas de sociedad. ¿Preguntas si no se sorprendían? Yo creo que sí, al verme tan niña, tan recién cortada, como una flor que es arrancada de su campo nativo, y al saberme extranjera,

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por el acento que nunca perdí. Por eso no hablaba mucho; eran ellos los que debían interpretar el mundo y conquistarlo. Cuando terminábamos de comer, en la sobremesa, me apartaba al cuarto de costura para bordar con las señoras que nos visitaban. Beth siempre estaba conmigo, mediando mis respuestas, mirándome con sus ojos de reproche si decía algo incorrecto o reinterpre-tando mis oraciones. Los señores, al despedirse, deslizaban im-púdicamente sus ojos sobre mis formas, quizá envidiando a mi marido y dándole la razón por haber desposado a una mujer de ultramar tan morena y exótica. Tal vez mi juventud y sumisión los sorprendía. Algunos de ellos pretendieron convertirme en su amante, enviándome cartas o flores que Beth hábilmente hacía desaparecer antes de que llegaran a mis manos, ¿cómo lo supe entonces? Ella misma lo decía después, te digo que era mi amiga, se portaba como una madre y tomaba decisiones por mí, pero dando razones de lo que más convenía. Gracias a ella también, al morir mi marido, pude reclamar mi herencia. Fue ella quien me acompañó ante los jueces y consiguió un buen abogado. Ella era mi contacto con el exterior, ya que jamás salía de casa, a no ser los domingos a los teatros del West End, donde a mi esposo le gustaba exhibir lo que él llamaba: perla mexicana, mexican pearl. Tales obras me aburrían soberanamente, pues prácticamente no entendía el inglés en verso. Al parecer tuve una buena vida de casada, llena de lujos, buenos vinos, con una casa estilo victoriano en el centro de Londres, pero a veces lo que se ve en la superficie es como un lago terso: no refleja lo que hay en el fondo. Allá abajo, quitando las plumas de mis sombreros y las sedas de los vestidos, había un campo desierto, una vida sin ningún sentido. Extrañaba mi país, los sabores de la comida, el clima templado de Puebla. ¿Por qué no tuve hijos? Quizá yo no podía tenerlos. Además, yo estaba enamorada de otro al que jamás olvidé. Al principio fue un sueño inocente y perfecto, y al correr de los años se convirtió en la estrella inalcanzable. Beth me repetía siempre: uno no elige su destino, mucho menos siendo mujer, ¿quién era yo para desear felicidad? Mis momentos felices eran cada año, por Navidad. Pre-

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parar la cena, dorar el pavo, adornar el árbol y la casa para recibir a mi amor verdadero que viajaba desde Manchester con su mujer y sus dos hijos para disfrutar las fiestas. Me conformaba con esos días de luz en donde, a pesar del intenso frío y oscuridad de los días más cortos, la casa se iluminaba con su presencia; la luz entra-ba a raudales por el ventanal del salón cuando me sentaba a char-lar con él. Recuerdo el olor de las hornillas de carbón que servían para calentar el invierno y sus grandes ojos observándome. Ese hombre era el sobrino de mi esposo, se llamaba Walter Cadd. Por él me casé y dejé a mi familia, atravesando un océano. ¿No entien-des la historia? Me casé con el hombre equivocado, escucha hasta el final. ¿Quieres más té? Toma también galletas de mantequilla. Te voy a contar desde el principio.

El día de mi boda el vestido me apretaba el pecho y me difi-cultaba la respiración. Me hubiera gustado salir corriendo, pero no había forma: estaba en una cárcel llena de bancas de madera, en un pasillo largo que me conducía al altar y al que en pocos momentos se convertiría en mi esposo. Ahí estaba él con su cara de satisfacción. Mi confusión era total. ¿Cómo decirle a mis pa-dres que rompieran el compromiso? ¿Cómo gritar que me estaba ahogando si a mí no se me permitía hablar jamás en público? Me hinqué en el reclinatorio y observé los ocho escalones de piedra que conducían al santísimo. Arriba se encontraba el vitral azul y amarillo en forma de margarita. El olor dulzón de las azucenas mezclándose con el del incienso logró provocarme náuseas. Nun-ca me gustaron esos olores que se hacían tan presentes en los ve-lorios. Escuché la voz del padre iniciando la misa pero no le puse atención; preferí concentrarme en los recuerdos, en la mañana que conocí a mi amado. En el día que cambiaría mi vida.

Era un día como todos. Mi madre nos despertó a las cinco de la mañana con su acostumbrado sigilo. Le gustaba entrar despacito y prender el quinqué: una pequeña luz que anunciaba un nuevo día. Sus faldas de tafeta que rechinaban siempre al andar eran cla-ve para iniciar la rutina: la de Mariana, ir por leña para prender la estufa; la mía, atravesar el gran patio hasta el pozo y hacer cola

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para llenar los botes de lámina, regresar a casa para asear a los pericos, limpiar el patio trasero de nuestra vivienda, poner la ropa en lejía, todas ellas tareas repartidas desde siempre. Como ves, no siempre fui rica, éramos hijas de un obrero y bastante pobres. Mi madre nos hacía sólo dos vestidos cada año. Pero en ese entonces no me daba cuenta de que éramos desposeídos. Viví una infancia tranquila en La Constancia Mexicana.

Luego, alistarnos para ir a la escuela, tomar la pequeña pizarra y el gis en donde diario aprendería nuevas palabras, operaciones de aritmética. Siempre fui buena para los números y las letras. Me gustaba hacer oraciones y leer una y otra vez el único libro de lecturas que había en la casa, lleno de poemas y pensamientos.

Mamá estaba preparando el desayuno, me acuerdo: atole de masa, tacos de frijoles con longaniza. Papá llegó a esa hora del trabajo. A veces le tocaba quedarse más horas de lo acostumbrado o, como en ese día, permanecer despierto toda la noche arreglan-do los telares que se descomponían. Lo vi aproximarse a nuestra casa y subir los escalones: la camisa llena de grasa, la cara cubier-ta de hollín, con ese olor a fierro que siempre tenía su ropa. El cabello revuelto, el semblante fatigado. Me daba pena mi padre. Siempre trabajando y de mal humor. Se sentó a desayunar mien-tras nosotros nos despedíamos de él besándole la mano. ¿Sabes? Cuando regresé a Puebla después de enviudar, mis padres ya estaban muertos y enterrados en el panteón de La Piedad. Les mandé labrar una lápida de mármol a cada uno, con dos ángeles de pie, como se acostumbra en Londres. Si no tuvieron una vida de comodidades, al menos que su morada final tenga distinción. Yo siempre creí que al volver los encontraría vivos y podría ha-blar con mi madre de la confusión de mi casamiento, de lo mucho que la extrañé, de que mi marido nunca me permitió mandarles una carta, pero Dios no concede caprichos ni endereza joroba-dos, como siempre dices.

Atravesamos el patio cuadrangular, aquel que fue el único lugar de juegos y escondites durante tantos años. Una deslum-brante carroza negra con filos dorados entrando con elegancia

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de cisne se atravesó ante mi hermana y yo. Ese tipo de carruajes no eran comunes en La Constancia, fábrica textil en donde vivía-mos. Sí, esa que está por el camino viejo a Tlaxcala. Desde nues-tra ventana observábamos solamente al tren que entraba como un gusano gigante a cargar y descargar una vez por semana las inmensas pacas de algodón. El tren se hacía presente con su largo silbido y olor a carbón. Esta vez era distinto. Al escuchar el ruido de los cascos sobre las losas de piedra, se asomaron todos desde sus casas. Mariana y yo nos quedamos paralizadas ante la expec-tación, esperando a ver qué clase de personajes descenderían de tan singular transporte.

Cuando la portezuela se abrió, apareció una legión de caba-lleros extranjeros vestidos de levita, sombrero de copa, guantes blancos y bastones de plata. Me quedé como paralizada, con la boca abierta y admirando la elegancia de aquellos hombres. Nun-ca había visto personas así. Sobre todo me llamó la atención uno: era como un príncipe de cuento. Tenía mirada dulce y sonrisa amable, el cabello crespo y de tan rubio casi blanco; era alto y con inmensos ojos de un azul cielo que me dejaron atónita. Tenía bar-ba cerrada que lo volvía aún más distinto, hermoso, varonil. Me miró y dijo algo en su idioma que, por supuesto, en ese momento no comprendí. Acercó su mano tibia y blanca a mi mejilla y con el dorso, me hizo una caricia. Nunca nadie me había tocado con tanta ternura. Él se alejó siguiendo a los demás y mi hermana me dio un codazo para que saliera de aquel sueño y apretara el paso.

Pasé todo el día pensando en el príncipe. Yo no era más que una niña de catorce años y sin derecho a hacer preguntas; mi padre no nos permitía expresarnos, nuestra palabra era nada. Regresamos a casa y mi padre estaba comiendo. Apenas y nos saludó. Escuché que hablaba con mamá mientras ella echaba tor-tillas en el brasero. Le contó que el grupo de ingleses venían a vender nuevas máquinas a don Antonio Conde. Eran socios de Thomas Cadd and Company, la fábrica de husos, telares y carda-doras. Estarían en Puebla unas semanas, visitando también otras fábricas textiles. Para mí aquellas noticias fueron música del cielo.

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A partir de ese día, casi no podía dormir pensando en que se me aparecería aquel príncipe inglés en el patio cada mañana cuando lo atravesara para ir a la escuela. Me esmeraba en arre-glarme el cabello cepillándolo hasta volverlo una cascada libre. Además, robaba un poco de agua de colonia de azahar que mamá guardaba en el ropero. Pensaba que el carruaje volvería a hacer su aparición, pero no fue así. El príncipe no volvió a entrar en aquella hora. Sin embargo, un acontecimiento próximo nos vol-vió a unir: era la víspera de la fiesta de La Guadalupana. Para festejar a nuestra señora se preparaba una gran comida en La Constancia, se tendían tablones con manteles largos y se mataban decenas de marranos. Había pulque, cerveza, una misa a las doce y por la noche cohetes y mariachi. Mamá confeccionaba enaguas y vestido nuevos de percal y compraba listones de colores para adornarnos el pelo.

Llegó el gran día. Mamá, como todas las esposas de los obre-ros, se pasó horas cocinando la víspera. A ella le habían tocado los buñuelos con miel de piloncillo. Le estaba ayudando a revolcarlos en azúcar cuando sentí que alguien me observaba: los mismos ojos azules. Sonrió. Mi corazón se aceleró. Vino hasta mí, a decirme algo. Hablaba en inglés y yo contestaba en español. Mamá le ofre-ció buñuelos. Los demás caballeros llegaron hasta nuestra mesa para comer también en platos de loza, sentándose unos minutos y olvidándose de nosotras, se quedaron conversando ahí mientras degustaban el platillo. Cuando terminó, devolvió el plato con una caricia. Como mi madre se entretuvo en sus menesteres, dediqué toda la comida a observarlo a distancia.

Traspasé el enrejado que conduce a la fábrica, internándome por el pasillo que da al jardín, entré a los telares. De lejos lo se-guía en medio de la multitud. Lo perseguí por todos los espacios: en medio de las cardadoras y hasta las calderas que no paraban de exhalar vapor. Los hombres discutían sus asuntos. Cuando subió a las oficinas de los administradores, se detuvo en la esca-lera, advirtiendo mi presencia. Los demás se encerraron en una sala de juntas. Parada en el principio de la escalera, no supe qué

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hacer al verme descubierta. Estaba a punto de regresar cuando bajó hasta mí y me rodeó por la cintura, jalándome hacia él. Su lengua suave y deliciosa exploró mi boca. Fueron sólo unos ins-tantes, para luego soltarme y subir corriendo a la reunión donde lo esperaban.

Luego regresé a comer; mi hermana me andaba buscando para jugar con las demás niñas. Ahí me quedé con ellas, jugando lotería y comiendo en diferentes puestos. Lo vi alejarse como una estrella fugaz. Subirse al carruaje y desaparecer. Nos fuimos a dormir después de la quema de los toritos y fuegos artificiales. El patio quedó desolado, la fiesta se extinguió. Yo casi no pude dor-mir, repasando en mi mente una y otra vez el beso de la escalera.

Después de unos días, mi padre quiso hablar conmigo delante de mamá y mi hermana. Yo dejé el bordado para prestarle aten-ción. El estómago se me hacía nudo porque papá sólo hablaba con nosotros para regañarnos. Me anunció que uno de los ingle-ses estaba prendado de mí, me quería para esposa. Mi padre era un hombre de pocas palabras. La boda se celebraría en dos sema-nas porque ellos debían volver pronto a su país. Luego se quedó observándome como arrepentido de enviarme tan lejos. Después de un tiempo, ya casada, supe que papá recibió una buena dote por desposarme. Sólo de esa forma puedo entender que haya accedido tan fácilmente a mi matrimonio, sin investigar cuál sería mi paradero. Cuando supe que prácticamente me había vendido, empecé a llenarme de rencor, como una capa de polvo deposita-da en mi alma. Beth me explicó luego que es una práctica común en todas partes; a ella su padre le hizo lo mismo. Ahora pienso que lo he perdonado.

Mamá no dijo nada; se puso muy triste. Yo no sabía si gritar de alegría o llorar porque pronto me separaría de mi familia. Al caer la noche, cuando papá se había dormido, ella vino hasta mi cama a platicar conmigo.

—Maripaz, ¿estás dormida? –me dijo susurrando para no des-pertar a papá.

—No, madre, no puedo dormir.

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—Habla bajito.—Está bien.—¿Cómo te sientes? –me preguntó con cara de angustia.—Feliz pero a la vez triste.—Es normal, hija, así nos pasa a las mujeres cuando nos vamos

a casar –me lo dijo como para tranquilizarse a ella misma.—Mamá ¿tú querías a papá cuando te casaste?—No hubo boda, tu papá me robó cuando tenía tu edad. —¿Entonces no lo querías?—A esa edad no se sabe qué es querer, hija. Con el tiempo he

aprendido a aceptar su carácter disparejo. —Yo sí estoy enamorada.—Maripaz, no sabes lo que dices. No conocemos a ese señor ni

sus costumbres. Además, la tierra de ellos está a muchos días en barco –me dijo esto como para tratar de despejar lo que ella sabía que no estaba en sus manos.

—¿Mamá, me vas a extrañar?—Qué preguntas haces, tú eres mi más grande tesoro. Siem-

pre has sido una hija obediente, además de bonita. Saliste a mi madre: ella era como tú, aunque no la conociste: grandes ojos, cabello como la noche, labios delgados y su cuerpo esbelto y largo –cuando dijo esto se le llenaron los ojos de lágrimas.

—A mí me gustó ese señor, mamá, el color de sus ojos, su ama-bilidad, su elegancia.

—Tu padre dice que es un hombre rico. Tendrás los lujos que jamás soñaste. Le dije que no estoy de acuerdo, pero no me escu-chó. Para él, mi opinión no vale –me dijo con profundo rencor.

—¿Podré venir a visitarte?—No lo sé, hija, no perdamos la esperanza de volver a vernos

–me lo dijo con ese instinto de madre porque su corazón le decía que la separación era definitiva.

Las palabras de mamá no tocaron mi corazón, mi alboroto por el casamiento era demasiado grande como para reparar en los sentimientos de otros. Yo estaba obnubilada por la pasión que me despertó Walter. Los días que faltaban para la boda pasaron muy

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pronto. Mamá bordaba el vestido de novia: cauda, falda, velo. La recuerdo sobre la máquina de coser sin parar. Además del traje nupcial de algodón con aplicaciones de canutillo, confeccionó su propio vestido y el de mi hermana. Me gustaba sentarme a su lado a escuchar el rumor de la máquina, esa gran aguja que en-hebraba y hacía puntadas exactas. La recuerdo laboriosa y triste. Mientras cosía, daba algunas recomendaciones domésticas: bre-ves lecciones que debí haber apuntado en una libreta, pues las olvidé en su mayoría. Decía que el matrimonio podía convertirse en una tumba, lo recuerdo bien.

El día esperado se levantó muy temprano, la misa sería a me-dio día. Me ayudó a vestirme. Puso flores blancas en mi pelo y en un viejo veliz de cuero colocó la poca ropa que tenía, un rosario y los únicos zapatos de charol que tuvo durante años. Me dio su bendición. Luego, mi padre me condujo al pequeño atrio de la capilla. Ahí estaban los ingleses ya esperando, tan elegantes como siempre. Busqué entre todos a mi amado y lo vi sentado en una de las bancas, entre la gente. Del brazo de mi padre, fui entrega-da a uno de los ingleses más viejos en quien yo jamás había repa-rado. Pensé que era una especie de padrino. Se hincó en el lugar del novio, en un sitio que no le correspondía. Mi confusión era total pues yo esperaba casi toda la misa a que mi novio, mi amado, tomara su sitio. Cuando llegamos al momento de los anillos y el hombre viejo levantó mi velo y me besó en la frente con su aliento sucio, entendí cabalmente lo que estaba sucediendo.

Quise gritar que había un terrible error, pero mis gritos jamás salieron. Como ves, mi matrimonio fue un error desde el princi-pio. Yo debí haberme casado con Walter Cadd y no con su tío, un hombre viudo de cincuenta años. Pero Walter ya estaba casado. Todos esos quince años tuve la fortuna de tenerlo en mi mesa las fiestas de Navidad y a veces se quedaban en casa hasta el Año Nuevo. Nunca supe por qué, pero mi marido, Albert, me pedía que me sentara junto a su sobrino, quizá para resarcirme un poco lo que me había robado. Me volví la esposa perfecta aunque nadie sospechaba que cada año Walter y yo aprovechábamos las siestas

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de la tarde cuando todos dormían para reunirnos en la casa de té al fondo del jardín. Eran los momentos en que mi alma, después de extrañarlo tanto, volvía a mi cuerpo.

Cuando enviudé, después del funeral, Walter habló largamen-te conmigo en el despacho de su tío. Ya no tenía a quien rendirle cuentas, era una mujer libre. Durante un año entero, él y yo nos volvimos amantes y fue un escándalo para la sociedad que nos conocía, que dejó de verme como la mexican pearl y hablaba de mí, la “viuda alegre”. Walter me dijo que dejaría todo atrás con tal de estar conmigo, incluso dejó de ir a Manchester todo ese tiempo y hasta pidió el divorcio. Sin lugar a dudas fue la época más feliz de mi vida, en la que él se volvió como un dios al que sólo había que adorar. No nos importaba salir y pasear por Picadilly Circus o Hyde Park. Un día, visitando una exposición en Cristal Palace me pidió matrimonio. Se hincó ante mí con un precioso anillo de compromiso. Yo desee quedarme para siempre encerrada con él bajo esa cúpula de cristal para que ya ninguna desdicha me al-canzara. Entonces habló de la herencia ahí mismo, hincado, quiso persuadirme para hacer un testamento a su nombre y así com-partir el dinero para viajar a Egipto o Brasil. Recordé a mi padre, quien me vendió por una dote, y empecé a descubrir que el amor mostrado durante aquellos meses en realidad tenía una segunda intención. Al regresar a casa, le conté a Beth lo que había dicho. Ella, a raíz de la muerte de Albert, dejó de darme consejos; contó lo que se decía por la ciudad: Walter era tan bello como mujerie-go; tenía varios hijos naturales y estaba quebrado. En realidad, me veía como su salvación económica. Pude haberme casado con él, vengarme o cualquier otra cosa. Lo que sucedió fue que el dios se cayó del altar y quedó roto para siempre. Supe entonces lo siguiente: cuando la vida te debe algo, paga con el disfrute de un amor fugaz. Nada me ataba a Inglaterra, sólo Beth. Pero ella no quiso seguirme.

Vendí la casa y cuando empaqué todo el menaje y embarqué de vuelta a México, supe que había disfrutado lo necesario. Tuve a Walter brevemente; fue como poder apresar el océano por unos

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instantes, luego la vida vuelve a ser indómita, se harta de nuestros deseos. ¿Ya te aburrí con mi plática? ¿Crees que hice mal en dejar-lo? Cuando nos despedimos, juró venir a México a vivir conmigo, pude haberlo arrastrado hacia acá. Dijo que cambiará su bandera y su patria por mí. ¿Piensas que esa relación tuvo algún sentido? Estoy vacía de nuevo. Al menos, tengo prestigio y esta gran casa que jamás soñaron tener mis padres. Ya ves cuántos pretendien-tes tengo aunque ninguno me satisfaga. Aún tengo la carne fuerte y necesidad de caricias. Nadie tendrá aquellos ojos tan profundos por los que perdí el camino. Nunca volveré a enamorarme de esa forma. ¿Crees que hice mal en dejarlo? Pude haberme casado de nuevo en otra boda de mentiras y él me habría quitado hasta el último centavo. ¿No te das cuenta que nunca me quiso? No, aho-ra no estoy sola, te tengo a ti. Mi nueva ama de llaves, Francisca. Haces bien en callar. No es bueno hablar de más, no contestes. El silencio es el arma más preciosa que tenemos las mujeres.

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El huerto

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Estevan y ConstanzaAlicia Flores

Hoy empezamos nuestra primaria en la escuelita Artículo 123 situada en el primer patio de la fábrica: Connie lleva un listón amarillo, yo uno azul para que nos distingan; mi

hermana y yo somos gemelas idénticas, nacidas el 7 de enero de 1954 en el área habitacional de la segunda sección de la fábrica La Constancia Mexicana dedicada a los directivos; el médico que atendió a mamá certificó el nacimiento de Connie a las doce del día y el mío veinte minutos más tarde; al entrar a este mundo en tan señalada fecha, nuestros nombres fueron Constancia y Guadalupe, y fuimos bautizadas en la capilla de la fábrica un mes después.

Mi padre es primo del señor Manuel Gil, administrador ge-neral de la fábrica y su mano derecha; todos los jueves recibe en el cruce que las vías forman frente a los almacenes las pacas de algodón que llegan en tren desde la estación La Unión, materia prima de la fábrica; su puesto es muy importante, pero además cómodo; nuestra amplia vivienda se sitúa arriba de los recintos destinados a almacén y tenemos una vista privilegiada: el jardín central de la fábrica, con sus caminillos de lajas, altas palmeras de Madagascar, encinas, profusión de arbustos florales y dos fuen-tes que albergan rumores y pájaros. Por los balcones al poniente se distingue la bóveda con vitrales de la capilla y al oriente el puente que desemboca en la fachada de la tercera sección con su medallón grabado (“Enero 7 de 1835, fecha de fundación de la fábrica”) presidiendo el área de telares; más allá se ve el perfil del

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huerto trasero, delineado por coposos árboles frutales que surten en agosto los principales ingredientes de los chiles en nogada: manzanos, duraznos, chabacanos, perales, ciruelos, granados, nogales, aguacates e higueras; un hilillo corresponde a su acequia custodiada por una verja y la casita del jardinero Pedro. Como un puente que conecta la tierra y el cielo, la silueta del acueducto parte del manantial del campo deportivo hasta perderse en lon-tananza.

Tenemos prohibido cruzar el puente que comunica nuestro bloque con la tercera sección: el río Atoyac corre abajo y en época de lluvias se vuelve peligroso; en dos ocasiones nos hizo salir de casa, pues su caudal subió y se desbordó del cauce. Alrededor de este núcleo giraron nuestros primeros años, y sólo traspasábamos sus límites los domingos para ir a misa a la capilla. Mas desde hoy concurriremos diariamente a esa escuela del primer patio de la fábrica: es cercana y nuestra maestra Edelmira, muy buena; además, así se demuestra la fraternidad existente entre patrones, funcionarios y obreros, que es muy importante para el señor Bar-baroux, el dueño, y para mi tío Manuel. La única diferencia con los demás niños es que un carpintero nos hizo un mesabanco de dos asientos con nuestras iniciales grabadas y tapa asegurada con armellas; y ahí vamos a primaria, de la mano de nuestra nana Va-leria, seguidas por un peón del almacén cargando el mueble. La directora nos recibió en aquella puerta del recinto.

Nuestro salón alberga alumnos de primero y segundo año. Co-nocimos a Esteban, un niño de segundo grado, con diez años y piel morena que tiene respuesta a todas las preguntas del maes-tro. Cada vez que alza la vista sobre el pupitre, veo de una esqui-na a la otra del salón sus ojos negros clavados en mi hermana; los demás nos confunden, él nunca.

Esteban también nació en la fábrica un 7 de marzo de 1951 en el número cinco del bloque de viviendas del lado oeste; el terreno es anfractuoso, en lo alto hay unos abetos, oyameles y piñoneros que bailan con el paso de vehículos pesados sobre la carretera federal a Tlaxcala; en la zona baja se yerguen siete viviendas para

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los trabajadores con sus respectivos sanitarios, lavaderos y –en el extremo contiguo a la caldera– los baños de vapor.

Seguimos viendo a Esteban de lejos y sin hablarnos en misa y días de fiesta generales. Después –cuando cumplimos nueve años– a papá le tocó dar “el grito” del 16 de septiembre en el pequeño proscenio del sindicato, nosotras muy ufanas estábamos junto a él, con sendos trajes de china poblana y trenzas con listones tri-colores; a mi madre le obsequiaron un ramo de flores y Esteban impulsivamente se adelantó a entregarle a Connie un ramillete pequeñito; todos rieron al ver que me quedé con las manos ex-tendidas esperando el mío; papá tomó una rosa de las guirnaldas colgantes y me la dio, diciendo: “Es para ti, Constancia”.

Cursábamos quinto año y Esteban sexto, cuando en junio la maestra nos llevó a sembrar un árbol al huerto; para mí que fue ese día que Esteban y Constancia se prometieron para siempre; a cada niño nos fue entregado un esqueje para plantar: Esteban recibió un durazno, Constancia un chabacano y yo un peral. En agosto fuimos a recoger fruta del huerto y entonces corroboramos que sus arbolillos enraizaron pero el mío estaba seco. Después él se marchó a una escuela secundaria de varones y al siguiente año nosotras a una exclusiva de monjas; solamente nos veíamos en misa o en las fiestas de convivencia general como el 7 de enero, el 20 de noviembre y el 12 de diciembre.

Por el tiempo en que cumplimos quince años, me enteré de que Esteban y mi hermana eran novios: se pasaban papelitos en misa para citarse a la hora de las clases vespertinas de música, amén de toda ocasión propicia. Nos cambiábamos los moños con lo que nadie sabía quién estaba realmente ausente. Cuando me confesé, el padre Olmedo me dijo:

—Guadalupe, solapar tales entrevistas te convierte también en pecadora: de penitencia rezarás dos rosarios diarios.

A mí se me hacía emocionante participar del secreto y me gus-taba rezar, así que cada semana cumplía la penitencia y reincidía sin remordimientos.

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Esteban entró a trabajar en la fábrica y Constancia y yo nos fuimos a la preparatoria del Liceo Femenino. Los tiempos eran difíciles, la época de bonanza de la posguerra había pasado; cada vez se escuchaban más quejas respecto a la escasez de materia prima para alimentar las cardadoras. Los embarques de Veracruz cesaron debido al fuerte adeudo que la fábrica tenía con provee-dores algodoneros. Las maquinarias eran obsoletas y aunque los obreros redoblaron esfuerzos y hacían parte de la tarea a mano, las máquinas urdidoras y tejedoras eran de 1856 y las más mo-dernas de 1911, de modo que no había labor manual que pudiera compensarlas.

En medio de tal agitación, los arbolillos dieron sus primeros frutos: el durazno: grandes, sonrosados, dulces, con semillas an-fractuosas; el chabacano: amarillentos, pequeños, agridulces y con semillas lisas; en el tronco de este último había unas iniciales gra-badas con una fecha dentro de un corazón: CG y EH. Constancia me confesó que veía a Esteban cada tercera noche, aprovechando que laboraba jornada nocturna; él le pedía a algún compañero que le vigilara la máquina “un ratito”, ella salía de casa cubierta con un chal oscuro, se bajaba por el balcón y se encontraban en el puente, en la acequia, a veces la vadeaban o se saltaban aquella verja del huerto… llevaban tiempo viéndose así. Yo envidié el arrojo de Connie cuando arrebolada me señaló: “aquí conocí mi felicidad como mujer” y aseguró que pronto Esteban se haría de base en la fábrica y podrían casarse.

Pero el destino reservó otra cosa: en 1972 la fábrica fue entre-gada por el señor Barbaroux como liquidación a una cooperativa de trabajadores, donde los obreros nuevos no tuvieron cabida. Esteban decidió emigrar a Estados Unidos para juntar dinero y regresar a casarse con Connie; así fue como se separaron.

Las vicisitudes de la fábrica continuaron y finalmente vino la liquidación de papá, luego la disgregación familiar: al año, a mi padre le dio un infarto y murió; yo daba clases en el colegio Amé-rica y llevé a mamá a vivir conmigo. La única que permaneció en la fábrica fue Constancia.

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Ambas teníamos dieciocho años de ser idénticas, aunque di-ferentes mentalmente, y ahora también trascendió a lo físico: Constancia contrajo matrimonio con un trabajador de la fábrica y tuvo un parto gemelar; su vivienda ahora se situaba en el primer bloque de la entrada. Yo me peinaba de rodete y vestía acorde a esa ideología de Esclavas del Espíritu Santo, una orden seglar que dentro de esa Iglesia se dedica a la docencia, mi vida entonces se desenvolvió practicando cotidianamente evangelización, castidad y obediencia.

Me consta que mi hermana sufrió mucho en ausencia de Este-ban: preguntaba dos veces al día en la oficina postal si no había carta para ella, luego se escondía para llorar en silencio; todos los lugares que se lo recordaban arrancaban de su pecho hondos suspiros de tristeza: la capilla, el puente, el sindicato, la huerta. La visita a esta última era una especie de peregrinación al lugar de sus encuentros amorosos, se quedaba horas al pie del durazno, repasando las letras grabadas en su corteza.

Una noche cayó una tempestad terrible y Connie se despertó angustiada, al otro día me instó a ir al huerto, vadeamos aquella crecida acequia y encontramos el durazno herido por un rayo y quemado hasta su raíz, Connie lloró mucho.

—Es una señal del cielo –dijo entre sollozos– ¡Esteban ha muer-to!, por eso no me escribe.

Dos años después Constancia tuvo gemelos, fueron bautizados en la capilla de Guadalupe y yo fui la madrina, se llamaron Cons-tanza con z y Estevan con v; a los demás les dijo que en homenaje al fundador de la fábrica, don Estevan de Antuñano: sólo yo sabía la verdad.

Pero un día de octubre, con las lluvias, Esteban volvió por Constancia, triunfante. Otra vez me enteré por ser cómplice: mi hermana había accedido a verlo esa noche en el huerto, cuan-do su esposo Adalberto trabajaba; sólo teníamos que “cambiar de moños”: ponerme un vestido de ella, soltarme el cabello y que-darme con los gemelos de nueve a once; su cónyuge salía a las doce.

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—Te juro, Guadalupe, que será la única vez. Tengo que hablar con él.

No tuve valor para negarme.Fue el principio de la tragedia: cuando Esteban y Constan-

cia se entrevistaron en el huerto, Adalberto –indudablemente alertado por alguien– los sorprendió y asesinó a Esteban; luego, Constancia, perseguida por su esposo, cayó a la creciente del río (¿accidente o acto deliberado?, nunca lo sabremos). Mi cuñado se suicidó en la cruz que forman las vías del tren dentro de la segunda sección.

Tres días después encontraron el cuerpo de Connie atorado en la garganta del cárcamo, donde confluye la corriente de las cuatro compuertas; se certificó: “Muerte accidental por inmer-sión”, sin mayores averiguaciones, tal vez pensaron que ya eran demasiadas desgracias para una sola familia.

Fui al huerto en 1991, cuando la fábrica cerró definitivamente. Está muy descuidado, han proliferado fresnos que ahogan a los árboles frutales; matorrales, hojarasca y maleza lo hacen intransi-table, pero el chabacano sigue en pie, reconocible por las iniciales ahondadas en su tronco. El anciano don Pedro –que aún ronda por ahí– me dijo:

—Parece que el rayo injertó el durazno en el chabacano: ahora da unos frutos sonrosados, muy dulces, con semillas roñosas…

Tal vez sea Esteban que así regresa a ti, Constancia.¡Ah!, tuve que volverme Connie. Mamá y yo criamos a Estevan

y Constanza: ellos entraron a preparatoria hoy.

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Violinista en el estradoReynaldo Carballido

Aquel gran patio de acceso conserva las majestuosas di-mensiones de los tiempos idos, a su alrededor paredes descascaradas y descoloridas, rejas maltratadas por el

tiempo, puertas desvencijadas, adoquinado incompleto, dan una textura roñosa que contrasta con el porcelana azul del cielo y el aterciopelado follaje del gran árbol central, al fondo una reja y tras ella un jardín con algo del donaire que alguna vez lució.

Sujetando un violín viejo, está un niño: sus rasgos faciales, huaraches y vestuario indican su origen indígena y campesino; sentado sobre los restos de un árbol troceado, mira con azoro la cercana avenida donde van y vienen transeúntes, oye ruidos de automóviles, un zanate en la punta del árbol, se mece sobre una ramita seca que se dobla, ese árbol está casi al centro del gran patio. El niño huele algo y no sabe qué es, tiene hambre y no se atreve a pedir, pasa la lengua por sus labios y siente su re-sequedad, de vez en vez se mesa los hirsutos cabellos; un perro callejero llega y se echa a sus pies, voltea a ver a su abuela, ma-dre de su madre: ella sentada sobre una piedra desprendida de alguna pared, se recarga en el tronco del árbol, pronto llegará la noche y no sabe a dónde ir, ya deben ser las cinco y todavía pega el sol, pero a la sombra se siente el frío poblano, varias personas entran y salen de aquella capilla; está afligida, pero al notar que su niño la mira, le sonríe. Entran y van al altar para

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encomendarse a su Virgen de Guadalupe, el altar está tapizado de flores blancas hasta el techo: este mes es de María. Hoy 7 de mayo, la abuela quiso darle al nieto como regalo conocer a su padre. El niño suspira embelesado: primera vez que sale del pueblo, primera vez en Puebla, primera vez que contempla algo tan hermoso...

El niño y la anciana vienen de Santa Ana Teloxtoc; su padre es un albañil que embarazó a su madre en el pueblo, mientras construían aquel museo comunitario. Hasta allá llegó la noticia: esta antigua fábrica La Constancia se convertiría en una escuela de música para niños; también le dijeron que el padre del niño estaba trabajando en esa reconstrucción: su abuela tomó la de-cisión de que conozca a su padre y lo acepten para aprender violín, viene con una recomendación del director del museo co-munitario de Santa Ana. Sujetando el vetusto instrumento, ob-sequio del director, el niño caminó de la mano de su abuela todo el día, muy entusiasmado por llegar a este lugar para conocer a su padre y tocarle una melodía. No lo encontraron. Pero jamás olvidó ese patio.

Esta imagen le llega observando el mismo árbol de aquellos años: él está de pie en el estrado construido ex profeso frente a la capilla en el extremo del patio: su fachada se decora con un rosetón de crisantemos blancos; a sus espaldas la orquesta sin-fónica juvenil “Constancia”, el edificio remozado recientemente luce en todo su esplendor con un lleno total de público vestido de gran gala: está a punto de empezar el evento.

Esta tarde toca como solista en el violín aquel niño popolu-ca de Santa Ana Teloxtoc, hoy es su cumpleaños cuarenta, con treinta de haberse iniciado en la música; ahora vive en Nueva York, y aunque acaba de realizar una gira por Europa, como agradecimiento a su antigua escuela aceptó dar un concierto con esta orquesta y con estas condiciones: que fuera en este pa-tio, en esta fecha y a las cinco de la tarde.

Mientras fluyen las notas del Concierto para violín en Re mayor, Opus 35 de Tchaikovski, como un fogonazo divisa a su abuela

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recargada en el tronco del árbol, afligida, pero sonriendo para animarlo; no puede evitar que unas lágrimas rueden. Como po-seído, el violín llora con él: las notas desgranan este recuerdo.

Poco a poco el sol declina, se van encendiendo las luces del escenario, el violinista y su música se difuminan en una cascada de luz.

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Índice de autores

Barbosa Ramírez, Jesús

Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Puebla y maestro en Historia Contemporánea por el Instituto de Inves-tigaciones Dr. José María Luis Mora. Hizo estudios de doctorado en el Instituto Simancas de la Universidad de Valladolid, Espa-ña. Actualmente es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras e integrante del cuerpo académico “Historia” de la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Autor de artículos sobre historia regional; coautor del libro La revolución mexicana en las regiones: problemas co-munes, variantes locales (Universidad Autónoma de Tlaxcala, 2012) Contacto: [email protected]

• Consideraciones sobre la fábrica textil La Constancia Mexicana Crónica histórica

Carballido Maldonado, Reynaldo

Miembro del Taller de Dramaturgia de Emilio Carballido en el Instituto Politécnico Nacional. Maestro en Lengua Española por la Normal Superior de México. Participó en el seminario “Análisis e interpretación del poema lírico” de Helena Beristáin en la Uni-versidad Nacional Autónoma de México.

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Obtuvo el Premio “Juan Ruiz de Alarcón” a la mejor obra de estreno nacional (México, df, 1980). Integrante del programa “Escritores con trayectoria” del estado de Veracruz, 1998 y 2008. Miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos (Conacul-ta, México, df, 1997-2003). Ha publicado en el Instituto Politécni-co Nacional, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Veracruzana, Editores Mexicanos Unidos, Instituto Veracruzano de Cultura. Participó en Jornadas Culturales en varias ciudades de Europa, en La Habana, Cuba y en San Francisco, California. Contacto: [email protected]

• Prólogo• Una decisión acertada Dramaturgia

• Violinista en el estrado Relato

Domínguez Sánchez, María Alejandra

Originaria del Distrito Federal, radica en Puebla. Becada por el Ministerio de Cultura español para dos estancias en Barcelona y Madrid, respectivamente. Dedicada al estudio, enseñanza y prác-tica de la Literatura. Maestra en Universidad Iberoamericana, Unarte, Umad. Ha escrito una novela sobre Barcelona, varios cuentos y ha publicado dos novelas en coautoría con Martha Po-rras: Carmen Serdán y Corazón arrebatado. Becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico 2012 con la novela Nietas de la Seda. Contacto: [email protected]

• Movimiento constante Poema

• Ánimas de La Constancia Relato

• Un príncipe inconstante Relato

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Flores Ramírez, Alicia

Doctora y escritora. Ha publicado: Lírica: Naufragio (2004); Las 1,001 emociones (2006); Atributos florales (Ueev, 2008). Participa en la antología: Versarias ondinas y bucaneras. Poesía de mujeres poe-tas del Golfo de México al Mar Negro para lectores furtivos (Instituto Veracruzano de la Cultura/Conaculta, 2010). En narrativa: Rau-dal de palabras (Memoria del viii Encuentro Nacional de Escrito-res, H. Ayuntamiento de Córdoba); Museo del Faro de Allende; Lu-ciérnaga nocturna (Ehécatl, 2008); Tierra y Agua (ambos en Tirant lo Blanc, 2009); Esperar lo inesperado (Unam, 2008); Cuentos del sótano I (Endora, 2009); Testimonio de una década (Unam, 2010); Los cuentos claros y el relato espeso (iveC, Centenario-Bicentenario, 2010); Cuentos del sótano iii (Endora, 2011); Una semana de gracia (en capítulos, periódico Presencia, 2008); Una retratista en la Corte de Enrique viii (Planeta, 2009); Lagunas mentales (BUaP, 2011). Contacto: [email protected]

• Naufragio terrestre Poema

• Días de bautizo Relato

• Flor de algodón Relato

• Cuando menos una gracia Cuento

• Manos danzantes Novela, fragmento

• Estevan y Constanza Cuento

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García Serrano, Luis Felipe

Arquitecto egresado de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. Estudios de doctorado en Proyectos Arquitec-tónicos en la Universidad Politécnica de Cataluña, Barcelona, Es-paña. Supervisor de obras y proyectos del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla.Proyectista y constructor en el área habitacional y comercial. Docente de la Universidad Iberoame-ricana de Puebla.Ponencias y publicaciones en México, España y Francia, relacionadas con la práctica arquitectónica. Contacto: [email protected]

• La Constancia Mexicana. Una idea hecha arquitectura Reseña arquitectónica

Porras de Hidalgo, Martha M.

Maestra de Educación Primaria, estudios del método Montessori. Profesora de literatura. Maestra en Literatura Mexicana de la Be-nemérita Universidad Autónoma de Puebla. Autora de los libros: Estevan de Antuñano; Puebla, biografía de una ciudad. Coordinado-ra y coautora de La literatura de la Revolución mexicana y Carmen Serdán. Ha participado en seis libros de la Asociación de Mujeres Periodistas del Estado de Puebla. Actualmente trabaja en dos no-velas sobre personajes poblanos. Contacto: [email protected]

• Frente a frente Reseña

• Sobre el río Poema

• Un escribano de Puebla Relato histórico

• Reseña biográfica del coronel Estevan de Antuñano. Iniciador de la industria textil en Puebla

Reseña biográfica• Día guadalupano Relato

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Índice de fotografías

Díaz Santillana, Miguel Ángel• Fotografía de página: 16

Domínguez Sánchez, María Alejandra• Fotografía de página: 80

García Serrano, Luis Felipe• Fotografías de páginas: 10, 18, 22, 39, 45, 52 y 119

Suárez, Arodi • Fotografía de portada y de las páginas: 26, 35, 51 y 110

Voces vivas de La Constanciase terminó de imprimir en diciembre de 2012

en los talleres de El Errante Editor, S.A. de C.V.Privada Emiliano Zapata 5947,

San Baltasar Campeche, Puebla, Pue.C.P. 72550

El tiraje consta de 1,000 ejemplares