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VIRIATO DÍAZ PÉREZ LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY VIRIATO DÍAZ PÉREZ por JOSÉ RODRÍGUEZ ALCALA

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VIRIATO DÍAZ PÉREZ

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL

PARAGUAY

VIRIATO DÍAZ PÉREZ por

JOSÉ RODRÍGUEZ ALCALA

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En esta época evocada, en 1905, es que arribó a la Asunción un espíritu de noble

alcurnia intelectual: VIRIATO DIAZ PEREZ. "Venía de España. Nacido en Madrid, en el

año 1875, educóse en la misma ciudad. Descendía de Nicolás Díaz Pérez, autor del

Diccionario Biográfico y Bibliográfico de Extremeños Ilustres. En la Universidad Central de

la capital española obtuvo el grado académico de doctor en filosofía y letras. Desempeñó

en Madrid el cargo de Cónsul General del Paraguay. Después, atraído por sus románticos

efluvios, vino a nuestro país. Vino para conocerlo y regresar; empero, le ocurrió lo que a

su egregio compatriota, Victorino Abente y Lago: no pudo ya desprenderse del embrujo de

la Asunción. Tal vez estaba esa suerte inscrita en su destino; quizás él mismo la buscó.

Lo cierto es que vinculóse al Paraguay por lazos de sangre y amistad, y, desde 1905,

Viriato Díaz Pérez es ciudadano de esta tierra por imperativo del afecto que supo

granjearse en el corazón de la sociedad paraguaya. Emparentado con Juan Silvano

Godoi, hizo de la Biblioteca Americana y del Museo que lleva el nombre de aquel ilustre

patricio, su refugio intelectual.

Con Rolando A. Godoi, su hermano por afinidad, sustituyó al gran romántico, que dijera

Manuel Domínguez, en la dirección de ese templo de la cultura nacional. Desde allí, en

algo parecido por su función literaria, dentro de la sociedad en que actuaba, al Paul

Groussac de las letras argentinas, ha irradiado conocimientos, con noble generosidad,

hacia todos los vientos de la República. Profesor ilustrado, Viriato Díaz Pérez enseña el

griego, la historia, la filosofía, con dominio de esas materias y con dedicación apostólica.

Ninguna actividad de superación mental desarrollada en el Paraguay desde 1905, ha

hallado ausente o indiferente a Viriato Díaz Pérez. Es que este castellano chapado a la

antigua, es un espíritu lleno de armonías, un cerebro nutrido de erudición, un alma pura

entregada totalmente al servicio de las artes y de las letras. El Colegio Nacional, la

Escuela Normal, la Facultad de Derecho de la Asunción, han contado con sus

enseñanzas. Teósofo y republicano, su mente sabe ahondar en los problemas de la vida y

de la muerte, de lo visible y de lo invisible, de lo fugitivo y de lo eterno.

Entre los trabajos de Díaz Pérez han de citarse La India, publicado en Madrid, en 1895;

Algunos datos sobre la Antigua Literatura Hinda, traducida en Austria, Praga, 1898:

Naturaleza y Evolución del lenguaje rítmico, tesis presentada en la Facultad de Filosofía y

Letras de la Universidad Central de Madrid, 1900; Sobre el Misticismo Musulmán –

Manuscritos árabes y aljamiados sobre ocultismo que existen en la Biblioteca Nacional –.

Supernaturalismo – Karma – Madrid-Sophia, 1903-1904; El término "Anitos", la raíz y sus

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significados, tesis presentada al Congreso orientalista, celebrado en Amsterdam e incluida

en sus memorias, publicadas en dicha ciudad en el año 1904; Sobre Edgar Poe – Ensayo

de una traducción literal de "El Cuervo", Madrid – Helios, 1904; A pie por la España

desconocida. A través de la Sierra de Francia. En el desierto y valle de las Batuecas,

Madrid, Barcelona, Burdeos, 1903-1904; inconcluso; Los Frailes de Filipinas, Madrid,

1904; El gran esteta inglés John Ruskin y "sus siete lámparas de la arquitectura",

Asunción, 1908, conferencia dada en el Instituto Paraguayo, de cuya Revista fue director

en su última etapa y colaborador asiduo. Civilidad y arte. Discurso de inauguración de la

Academia de Bellas Artes, Asunción, 1909; Documentos de 1534 a 1600 que se

conservan en el Archivo Nacional. Primer Ensayo de Indice, Asunción, 1909; Leyendo a

Veressaief (algunas palabras sobre la medicina ortodoxa actual). Biblioteca de la revista

"Natura", Montevideo, 1910; Santiago Rusiñol – Los antiguos impresionistas hispanos –,

El impresionismo actual. Trabajo leído en el Museo de Bellas Artes, Revista del Paraguay,

Asunción, 1913; Dogmatismo, Ciencia y Misterio – Conferencia dada en la Universidad de

la Asunción, Revista del Paraguay–, Asunción, 1913; Guido Boggiani y el canto

D’Annunzio en Isaudi – Estudio leído en el homenaje celebrado en el Museo de Bellas

Artes, en memoria del malogrado artista. Revista del Paraguay –, Asunción, 1915; El

sentimiento de la España moderna acerca del israelita – Conferencia leída en la Sociedad

Italiana –, Asunción, 1916; Polibiblión paraguayo: conjunto de indicaciones bibliográficas

sobre el Paraguay; relacionados con la Geografía y la Historia; las Ciencias y las Letras;

La Política y los Progresos del País; dispuestas y clasificadas por orden de materias.

Asunción, 1916. Son en total seis mil indicaciones bibliográficas. Este trabajo fue

presentado al Congreso de Bibliografía e Historia, reunido en Buenos Aires en 1916; José

María de Lara. – Noticia sobre un paraguayo desconocido. Conferencia dada en el Salón

de la Societá Italiana, Asunción, 1919; Sobre la anacrónica virtud de la modestia,

Asunción, 1926; Arte hispano-paraguayo misionero y guaranítico – Conferencia dada en

el templo de Yaguarón – Revista de la Escuela de Comercio, Asunción 1924; Coronario

de Guido Boggiani (Homenaje de la Revista del Paraguay). Asunción, 1926.

Traducciones. A. Besant, Algunos problemas de la vida, original inglés. Biblioteca

orientalista, Barcelona; M. Collins, Historia de una maga negra, original inglés. Biblioteca

orientalista, Barcelona, y numerosas colaboraciones y conferencias.

En 1930 publicó en la Asunción Las comunidades peninsulares en su relación con los

levantamientos "comuneros" americanos y en especial con la Revolución Comunera del

Paraguay. Se trata de conferencias que dio en el Instituto Paraguayo y presentadas, en

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conjunto, al Segundo Congreso de Historia Americana, celebrado en la Asunción en el

año 1926, de cuyo Comité organizador fue co-secretario con Juan Francisco Pérez

Acosta.

Pero, ¿qué piensan en España de este quijote venido al Paraguay? Nos lo dirá R.

Cansinos Assens, en las líneas que siguen:

"Hace algún tiempo, en un artículo publicado en La Voz a propósito de Rafael Barret, el

noble y malogrado escritor que ha dejado una obra de vigoroso acento social, ignorada en

nuestro país, citaba Luis Araquistain ocasionalmente a otro escritor del novecientos, que

desapareció mucho tiempo hace ya de nuestro horizonte – Viriato Díaz Pérez de la

Herrería –, y se preguntaba quién sería este colega, que él, de promoción más reciente no

había llegado a conocer. No requerido personalmente, y para que no pensara nadie que

yo me arrogaba el negociado de los escritores perdidos, me abstuve de contestar a la

interrogación. Per lo demás, si Araquistain hubiera consultado mi Nueva Literatura, esa

guía del modernismo, hubiera encontrado en ella esta ficha ilustrativa:

"... En El País, de Ricardo Fuente, y en El Motín de Nakens, que por entonces (1900),

se remoza con un nuevo furor iconoclasta para hacer la unión republicana. Allí, en aquella

pintoresca redacción, que guarda toda la traza precaria de los antiguos tiempos

revolucionarios, de la antigua bohemia conspiradora, y en la que se reúnen Viriato Díaz

Pérez, el grande y largo Viriato, vegetariano (ya) y teósofo cabalista, que dirige Sophia y

traduce a Madame Blavatsky (Don Viriato Díaz Pérez de la Herrería, hijo de D. Nicolás

Díaz Pérez, el erudito investigador de las antigüedades extremeñas); que desde 1907,

aproximadamente, reside en el Paraguay".

"Viriato Díaz Pérez, que al entusiasmo regional de su erudito padre debe ese nombre

heroico, era una figura familiar en los círculos literarios de comienzos del siglo, lo mismo

que Rafael Barret, cuya barba asiria, florida y pulcra, decoraba nuestros cenáculos, no

menos que su sonriente silencio. Viriato Díaz Pérez era el amigo discutidor y locuaz de

Villaespesa, de Machado, de Pedro González Blanco, de todos cuantos entonces eran

jóvenes y escribían. Yo veía al "grande y largo Viriato", que siempre vestía de negro, y

daba, como Unamuno, cierto aire de protestante a su indumentaria, en la redacción de El

Motín, las mañanas de los domingos, en aquellas como misas republicanas. Pero también

lo veía algún día entre semana cuando, con Paco Villaespesa y Pedro González Blanco,

en el tiempo de las acacias floridas, subía a su casa de la calle Marqués de Urquijo,

donde había un Budha dorado imperando sobre un bargueño, muchos libros viejos y una

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jovencita encantadora, Alicia, la hermana del escritor, toda espíritu y nervios y toda en flor

bajo el luto flamante del padre... Era primavera, y llevando con nosotros a Alicia, nos

encaminábamos a la Moncloa, que tenía entonces un aire más abandonado y romántico y

esa melancolía de que lo llenaron todos los repatriados. Acabábamos de perder las

Antillas y la juventud adoptaba ya ese gesto de desafío a los viejos que fue la esencia del

modernismo. A veces, en las solitarias alamedas de la Moncloa, nos cruzábamos con el

coche oficial de Sagarna, lento y sin ruido, como si pasease a un moribundo. Y Pedro

González Blanco alzaba su bastón y apuntaba hacia la ventanilla, haciendo retroceder a

aquel rostro pálido y fatigado. Fusilamiento simbólico de un régimen. Veía, finalmente, a

Viriato Díaz Pérez en casa de unos amigos comunes, los Molano – Manuel, Pepe y Mario

–, últimos vástagos de una prócer familia extremeña, y que por sus ideas y sus vidas,

igualmente originales, están reclamando una gran pluma que los lleve a la novela, como

la de Queiroz llevó a los Maia.

..."Viriato Díaz Pérez, teósofo, ocultista, poliglota, tenía una fama ya algo imponente de

sabio, y empezaba a sentir la asfixia de la España monárquica cuando se le abrió

impensadamente la amplitud de América. Un día vióse sorprendido con la visita de un

joven paraguayo – Herib Campos Cervera, político, escritor, hijo de un padre que cayó

fulminado por la violencia de las luchas políticas –, que le traía su admiración y el

recuerdo de un parentesco no lejano, indudablemente. Meses después, el paraguayo

tornaba a su país, casado con Alicia, toda espíritu y toda nervios. Y detrás de la nupcial

pareja, Viriato, incapaz de resistir la nostalgia, liquida su Budha y sus libros y emprende la

ruta de América, adonde, a su vez, le sigue todo el clan Molano. En Asunción del

Paraguay, se encuentran todos. Campos Cervera tiene un periódico de combate, que se

llama La Verdad. Por su parte, Viriato escribe artículos, da conferencias y llega a ser

nombrado director de la Biblioteca Nacional. Por aquellos tiempos Rafael Barret, que

como Beaumarchais, había hecho de su lance personal con un aristócrata, la razón de su

arte demagógico y vindicativo, ya había aparecido en el Paraguay animado de un ardor y

un dinamismo que no le habíamos conocido en España, y emprende allí la obra de

redención del obrero, vilmente esquilmado en los "yerbales". Viriato Díaz Pérez secunda

con su amistad al camarada, que sigue siendo el adonis de antes; pero de una escultura

carnal más afilada por la tuberculosis, que ha de malograr su obra y su vida. (Rafael

Barret ha muerto joven, dejando un hijo y un libro que no han cruzado el charco. España

tarda en enterarse.) Luis Araquistain que supo en América de la brava obra de Barret,

habló de ella en La Voz y refirió el lamentable episodio que le indujo a expatriarse,

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huyendo, asqueado, de un país donde imperaba una aristocracia achulada y la belleza

física en el hombre – motivo de culto en Atenas – era considerada un delito. (País que

siente un odio tradicional a las melenas de los poetas, que quiso rapar las de Noel y

acaba de querer rapar las del poeta catalán Ventura Gassol.) Araquistain conocía a

Barret; pero ignoraba a Díaz Pérez. A él va dedicada, tardíamente, esta ficha.

"Precisamente por estos días acaba de regresar del Paraguay, por décima vez quizás,

un amigo de aquellos tiempos, un superviviente del clan Molano, cuyos miembros –

excepto Mario, el hermano menor – se extinguieron todos de un modo prematuro y en un

caso trágico. (Algún día habrá que hablar de Manuel Molano, filósofo y hombre de mundo,

cuya silueta lorrainiana anda esparcida por más de una novela de comienzos del siglo –

Isaac Muñoz quiso fijarla en Voluptuosidad –, y de Mariano Carmena, señorito madrileño

que se reveló un gran periodista en el Paraguay, después de haber paseado aquí su

inutilidad – y su bondad – durante treinta años por todas las verbenas.) Pues bien; ese

viejo amigo, que se llama Carceller y que tiene una noble historia de colonizador en

América y de luchador laico en todas partes, ha venido de allá esta vez portador de una

carta y unos libros del "grande y largo Viriato". La carta es patética y tiene un aire epilogal

"Le diré, en cifra, como síntesis de veintisiete años de vida totalmente americana (mis

hijos hablan simultáneamente con nuestra lengua, el guaraní), esto: que es una cosa

formidable poner el océano entre los amigos y uno..."

"El amigo Carceller completa ese aire de epílogo con las nuevas que me da

verbalmente, mientras las horas nocturnas ruedan sobre nuestras cabezas destocadas.

Me escribe el doctor Viriato – en Asunción todos le llaman así –, padre de cuatro hijos y

una hija, viudo, pero siempre erguido y fuerte, escribiendo rodeado de libros raros y de

cuadros antiguos, en su "rancho" de Asunción, o cuidando su jardín, como Cándido, no

por un sentido filosófico, sino por hacerse candidato a la longevidad. (El doctor Viriato

lucha contra la vejez a golpe de almocafre, y así retarda el instante de visitar el

"devachan"... )

"– ¿Y Alicia?

"Mi amigo, que no es poeta, dice con sencillez, aunque con emoción:

"Murió, hace unos años, en Rosario de Santa Fe (y en la fe del Señor). Se había

divorciado de Herib Campos Cervera y entrado como misionera en el Adventismo. Mire

usted qué casualidad. Ella, española, fue a morir a América, y Herib, paraguayo, vino a

morir a España...

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"Destinos cruzados, que en vano quisieron unirse. Murió Alicia, la linda muchachita en

flor, cuyo recuerdo va enlazado en mí con aromas de acacias y versos juveniles, bajo la

sonrisa en paz de un Budha dorado...

"Amigo Carceller, estamos liquidando una época. Menos mal que nos quedan los

libros. "Scripta manent".

"Dos libros de Viriato Díaz Pérez acompañan a su carta, y con ellos viene también una

lista de sus obras, publicadas en su mayor parte en América, y que representan una

verdadera labor de polígrafo. En esa lista abundan los temas teosóficos – no hay que

olvidar que Díaz Pérez se anticipó a Roso de Luna en punto a introducir en España la

Doctrina Secreta, de Madame Blavatsky, llevando al mago extremeño la ventaja de

conocer el sánscrito y estar iniciado en las lenguas semíticas ("siempre tuve apego a mi

"kabbalah" y a mi "talmud", me recuerda en su carta). Pero también se encuentran en ese

repertorio de trabajos y esfuerzos, artículos que aluden a sondeos interesantes en la

historia de América – como "Las comunidades españolas en relación con los

levantamientos comuneros americanos, y en especial con la revolución comunera del

Paraguay" y otros que nos hablan de las puras inquietudes estéticas del escritor, como los

que son epónimos de estudios consagrados a grandes poetas finiseculares – José

Asunción Silva, Santiago Rusiñol, Gabriel D’Annunzio – El Director de la Biblioteca

Nacional del Paraguay se autoriza especialmente con un "Polibiblión paraguayo", cuya

sola enunciación ha de dar dentera a los bibliófilos españoles.

"Señalamos entre esta copiosa y variada producción una conferencia sobre "El

sentimiento de la España moderna acerca del israelita", que le habrá abierto allí mil

brazos sefardíes.

"Viriato Díaz Pérez ha hecho casi toda su obra en ese Paraguay que ha sido para él

una segunda patria. Pero ya antes de emprender la ruta argonáutica había publicado

trabajos interesantes, como A pie por la España desconocida, A través de la sierra de

Francia, En el desierto y valle de las Batuecas (Madrid, 1904), que le confiere derecho de

proclamarse descubridor de esa extraña región española. Viriato Díaz Pérez, espíritu

inquieto y diverso, lleno de ciencia y misticismo, llevando su título de doctor como un

capirote de brujo entre la corte de los poetas modernistas, largo como un puntero que se

hincó en el mapa de América, es una figura característica de nuestro complejo

novecientos."

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Fue denominada "La Colmena" una entidad de carácter literario fundada en la

Asunción, en el año 1907, por Viriato Díaz Pérez. Era la primera en su género de las que

se tiene noticia en el Paraguay. No existe acta de fundación ni estatutos escritos.

Sólo nos ha quedado una amable crónica evocadora de su existencia. Hela aquí:

"Viriato Díaz Pérez, el exquisito intelectual a cuyo nombre va unida toda una tradición

literaria, ha conseguido en el pequeño mundo de los que en Asunción nos dedicamos a

escribir, lo que muchos de nosotros habíamos intentado más de una vez sin resultado.

Recordamos que Marrero Marengo, el unánimemente querido poeta a quien nos une una

amistad fraternal, soñaba siempre con la fundación de un cenáculo formado por todos

cuantos merodeamos por el campo de las letras. No pasaba noche sin que él y nosotros,

paseando nuestra neurastenia, a la luz de la luna, por las calles solitarias de Asunción, no

lamentáramos de la imposibilidad de llevar a cabo aquel proyecto. En cierta ocasión,

después de mucho trabajar en la propagación de la idea, hubo de conseguir Ricardo ver

realizado su pequeño ideal. Y tenemos bien presente el contento con que se entregó el

poeta amigo a preparar reglamentos y programas para el cenáculo cuya existencia creía

tener asegurada. Pero como todos los anteriores, este nuevo esfuerzo, que al optimismo

de Marrero le pareció decisivo, fracasó también, y el anhelado centro literario continuó

siendo un proyecto de dos espíritus desalentados. Hará unos dos meses, nos

encontrábamos cierta noche sentados con Viriato Diaz Pérez a una mesa del Centro

Español, tomando honestamente café, cuando se nos acercó Juan Casabianca, el autor

de Ñandutíes Azules, que acababa de llegar de Areguá. Fue entonces cuando por primera

vez nos habló aquél de un proyecto de fundación de un centro literario, del que momentos

antes Casabianca había tratado con Rafael Barret. Precisamente, Díaz Pérez y nosotros

habíamos estado deplorando los distanciamientos que separan a quienes deberían estar

fraternalmente unidos, y recordando horas de inolvidables expansiones cerebrales cuya

evocación le ponía triste, Viriato nos hablaba del Ateneo y de los cenáculos literarios de

Madrid. No podía, pues, llegar en un momento más oportuno la proposición de

Casabianca. Inmediatamente la acogimos, y aun creo que para festejarla bebimos los tres

no recuerdo qué líquido espirituoso.

"Esa misma noche quedó formulada la nómina de los socios obligados del nuevo

centro. Díaz Pérez bautizó el cenáculo con el nombre de "La Colmena", y generosamente

tomó a su cargo la parte más difícil del cometido. A partir del día siguiente, Barret, Díaz

Pérez, O’Leary, Casabianca y nosotros nos dedicamos a una activa propaganda a favor

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de "La Colmena" y tres días después contábamos con la adhesión de todos los que

figuraban en la lista. Como siempre que de estas cosas de la mentalidad se trata, Manuel

Domínguez, Arsenio López Decoud, O’Leary y Modesto Guggiari fueron los que con más

entusiasmo acogieron la iniciativa y se convirtieron en sus propagandistas.

"El milagro lo había realizado Viriato Díaz Pérez, alrededor de cuyo talento lleno de

bondad nos sentíamos amigos y más que amigos, hermanos, después de olvidar por

completo los resentimientos que antes acaso hayan erizado de preocupaciones y recelos

a muchos de nosotros. Fue Díaz Pérez quien allanó las asperezas que antes habían

hecho imposible la constitución de algo semejante a "La Colmena", y a él se debe, pues,

el éxito de una iniciativa que sin el prestigio de su nombre no hubiéramos visto realizada

hasta el presente. Ojalá se quede entre nosotros este intelectual en quien está

representada la más alta cultura europea; pero aun cuando se marchara, la obra fundada

por él subsistirá porque su recuerdo le serviría de escudo contra las veleidades

disolventes. De la arena de nuestra incipiente intelectualidad, no se borrarán jamás las

huellas que va dejando el paso de este digno heredero de ilustres blasones literarios.

"Los estatutos de "La Colmena" no han sido ni serán escritos; pero no por eso dejan de

cumplirse con toda religiosidad. El artículo primero dispone que los miembros de la

asociación se reúnan a comer una vez cada mes, y el artículo segundo, que Viriato Díaz

Pérez nos recuerda a cada instante, establece terminantemente la supresión del aguijón y

la proscripción de los zánganos.

"En cumplimiento del artículo gastronómico – así llama Casabianca al primero de los

estatutos – en la noche del 17 de octubre nos reunimos en el hotel Continental los

miembros de "La Colmena". Antes de sentarnos a la mesa, Arsenio López Decoud nos

hizo observar que éramos trece comensales – ¡cifra fatal! – pero después de aguardar un

momento a Modesto Guggiari, sin atrevernos a tomar asiento, Díaz Pérez hizo constar

que si bien éramos trece podíamos considerarnos quince, porque Barret y Guggiari

estaban presentes en espíritu. La reflexión no consiguió convencer del todo a don

Arsenio, quien reclamaba a toda costa un comensal más; pero al fin nos sentamos todos y

se inició la comida.

"El espíritu de Salvador Rueda presidió la primera sesión de "La Colmena". Nuestra

primera digestión se la hemos dedicado al egregio poeta andaluz para quien todos

tuvimos palabras de admiración y de cariño. Durante la comida los comensales se

dividieron en dos grupos a los efectos de la conversación. Fulgencio R. Moreno, quien

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según su propia expresión estaba en la línea divisoria, afirmó que mientras en la izquierda

se hablaba de cosas amenas, intentando un derroche de espiritualidad, en la extrema

derecha, gravemente presidida por Domínguez, se discutían cuestiones trascendentales a

las que Juan Silvano Godoi, López Decoud y O’Leary aportaban seriamente su vasta

erudición. Entre tanto, Moreno seguía comiendo con un tesón digno de mejor causa, bajo

las miradas desdeñosas de Pane, O’Leary y Casabianca, los tres poetas oficiales de "La

Colmena", para quienes el comer era una ocupación indigna.

"En un momento en que la extrema derecha abrió un paréntesis a la discusión en que

estaba empeñada, Arsenio López Decoud propuso que en cada comida de "La Colmena"

se designara un cronista "ad hoc". Unanimidad. El mocionante presentó la candidatura de

Fulgencio R. Moreno que seguía comiendo con denuedo. Resistióse la víctima, y como el

proponente no se apeara de su moción, prodújose un serio altercado entre don Arsenio y

don Fulgencio. Para vengarse del desaire, López Decoud ha prometido leer en la próxima

reunión de "La Colmena" ciertos versos inéditos de Moreno en los que éste hace amargas

consideraciones sobre las crisis económicas porque pasaban sus bolsillos hace quince

años. Si don Arsenio cumple su promesa, ha de ocurrir algo grave en "La Colmena", pues

Moreno está dispuesto a escribir para el caso unos versos incendiarios. Díaz Pérez anda

ya inquieto por esta causa y se dispone a tomar las precauciones debidas.

"El doctor Domínguez intervino en el debate proponiendo la candidatura del autor de

este libro, y Moreno, como quien se prende a un clavo ardiendo, la apoyó con un

entusiasmo conmovedor. La apoyaron también Díaz Pérez y Brugada, mientras Pane y

nosotros reclamábamos que fuera el mismo autor del proyecto el designado para escribir

la crónica. Se citaron precedentes, se discutió, se alborotó un poco; pero don Arsenio se

mostró insensible a las exhortaciones de Ignacio Pane. O’Leary propuso entonces que la

designación fuera sometida al arbitraje de Juan Silvano Godoi, y éste falló

irrevocablemente condenándonos a escribir la crónica de la primera comida de "La

Colmena".

"Entre tanto había llegado el momento de beber el champagne, y las incitaciones para

discursar se cruzaban de parte a parte, Moreno que se mostró insubordinado durante toda

la comida, protestó enérgicamente. ¡Nada de latas! – se permitió decir – olvidando que

"La Colmena" es y tiene que ser forzosamente una latería en prosa y verso. Díaz Pérez se

puso de pie: iba a leer una carta de Salvador Rueda. Silencio sepulcral en la asamblea:

queríamos escuchar religiosamente la inspirada palabra del ilustre y querido poeta

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andaluz. Con voz magnífica, Díaz Pérez lee la hermosa epístola. Cada párrafo es acogido

con una salva de aplausos.

"Apagado el rumor de éstos, Domínguez tomó una copa para brindar por el egregio

poeta y por Díaz Pérez de quien dijo que servía de medio de comunicación entre los

intelectuales del Paraguay y los de España. Después de haber sido aceptado en medio de

grandes aplausos este brindis, el doctor Domínguez propuso otros en honor de Juan

Silvano Godoi de quien dijo que, anticipándose a las exhortaciones de Rueda, había

trabajado por construir una literatura nacional, consagrando su talento a la exaltación de

las grandes figuras históricas del Paraguay. "Obra suya es – dijo – la glorificación de

nuestros héroes de Curupayty."

"O’Leary leyó admirablemente un hermoso soneto que dedicó a Salvador Rueda;

Arsenio López Decoud brindó por la intelectualidad paraguaya; y accediendo a una

petición de los comensales, Casabianca recitó en francés unos hermosos versos que

tratan de su tema favorito: el amor. Aplausos, brindis y protestas de Moreno que declaró

solemnemente (esto lo dijo en tren de buen humor) haberse quedado sin entender ni jota.

Casabianca, siempre complaciente, contrajo el compromiso de traducir los preciosos

versos. Un momento más de conversación, un brindis tentador del doctor Domínguez para

el autor de esta crónica y se levantó la sesión. Creíamos que nada teníamos que hacer en

el lugar de la comida y ya nos disponíamos a tomar la retirada cuando Díaz Pérez y

O’Leary, el poeta O’Leary convertido en vulgar recolector de dinero, nos cierra el paso

exigiéndonos el pago de la cuenta respectiva. Ante la bolsa abierta y el aspecto

amenazador de O’Leary, nos despedimos de nuestros pesos y abandonamos en seguida

aquel salón donde tan gratos momentos habíamos pasado. Antes de separarnos se

convino en que la próxima comida sería dedicada a Arsemo López Decoud con motivo de

su viaje a Buenos Aires.

"Tal fue la primera comida dada por "La Colmena" en honor de Salvador Rueda.

Asistieron a ella los siguientes comensales que mencionamos en el orden de su

colocación arbitraria en torno de la bien adornada mesa: Manuel Domínguez, a su

derecha, Arsenio López Decoud, Juan E. O’Leary, Ramón V. Caballero, Cipriano Ibáñez,

Ignacio A. Pane, Juan Casabianca; a su izquierda, Juan Silvano Godoi, Silvano

Mosqueira, Fulgencio R. Moreno, el autor de estas páginas, Viriato Díaz Pérez y Ricardo

Brugada (h.).

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"A moción de O’Leary se resolvió enviar a Salvador Rueda la cartulina del menú con la

siguiente dedicatoria, escrita por el doctor Domínguez y firmada por todos los

comensales:

"A Salvador Rueda, el amante de la luz y del sonido".

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VIRIATO DÍAZ PÉREZ

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES HISPÁNICOS. DESARROLLO) PRIMERA PARTE «y el más humilde de los paraguayos sabe mas que muchos que corren plaza de advertidos. Se pregunta Vuestra Ilustrísima, quién los dirigió desde que yo salí, quién los ha enseñado. Fue el Derecho Natural que a todos enseña, aún sin maestra, a huir de lo que está contra él, como la servidumbre tiránica y la sevicia de un gobernador». (Fragmento de una carta de Antequera al Obispo Palos) «...Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced indios, para los trabajos de las minas y para trabajos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho...». (Petitorio formulado al Rey por la Junta Santa de los Comuneros de Avila) «...de la bandera de la Germanía, figuraban, por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de PAZ Y JUSTICIA que asimismo figuran en el escudo paraguayo». (De esta obra)

CAPITULO PRIMERO ESTADO CULTURAL DE ESPAÑA EN LOS DÍAS DE LAS COMUNIDADES

Vinculaciones de la Historia de España y la de Hispanoamérica.– Estado de la cultura ibérica en el período de gestación de las Comunidades.– La sorprendente civilización de esta época y la «España Negra» de la leyenda.– Esplendor de la Ciencia española:

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Astronomía: elementos propios y únicos, de investigación; la Casa de Contratación de Sevilla; los grandes matemáticos españoles de la época: Sánchez Ciruelo en la Sorbona; Núñez y el nonias.– La enseñanza: es obligatoria en España bajo sanción penal» en el siglo XV; implantación, por vez primera en Europa, de la enseñanza de defectuosos: Ponce de León inventa la de sordo-mudos. Las Academias.– La Imprenta y sus especiales privilegios en España.– El Ejército: el Gran Capitán y los orígenes de la ciencia militar moderna; la Guerra de Granada; el ejército español según Cantú.– El sentimiento de democracia y libertad en los días de las Comunidades.– La España de la tolerancia.– En la península «la libertad es lo antiguo y el despotismo lo moderno».– Remoto origen de las Cortes españolas.– El discutido juramento aragonés.– Palabras de las Siete Partidas.– En las Cortes está representado el pueblo en los días en que el siervo anglo-sajón llevaba al cuello las iniciales de su amo.– El menosprecio de las libertades hispanas por parte de los monarcas extranjeros como concausa de la decadencia española.– Las Cortes, el Municipio, y las Comunidades son instituciones de carácter ibérico.– El origen de las Comunidades.– Las Comunidades como pequeño organismo autónomo, foco de libertad administradora y representativa.– Comunidad equivalente a libertad.–

Si hay temas de investigación difícil dentro del campo de la historia hispana e

hispanoamericana, uno de ellos es el de las llamadas Comunidades peninsulares

estudiadas en extenso por diversas autoridades nacionales y extranjeras, pero siempre

aisladamente y no en sus relaciones con los movimientos Comuneros americanos.

Pensando, empero, que los horizontes históricos suelen variar de aspecto con el tiempo,

con el avance de la labor general, y aun nos atreveríamos a decir con las latitudes,

abordamos la recordación de este gran momento del pasado, lleno de significativas y

aprovechables enseñanzas para todos, hispanos e hispanoamericanos, que formamos en

último análisis y lirismo aparte, un solo grupo, vinculado a través de siglos, – como

actualmente sostienen ilustres pensadores – por una historia común.

Un ejemplo de ello nos lo proporcionará la evocación que sirve de materia al presente

trabajo, en el que al estudiar las Comunidades españolas encontraremos algo que podría

servir de antecedente para la mejor comprensión de interesantes hechos del pasado

americano, especialmente el paraguayo, ya que, como es sabido, cuenta éste entre sus

páginas la célebre Revolución de los Comuneros, complejo y extraño movimiento que hizo

sonar gloriosamente el nombre del Paraguay en todo el Continente y en Europa.

Previamente, y en honor a la mejor exposición de los hechos, exige nuestro trabajo

una rápida revisión del estado cultural de la época en que fueron gestándose estas

célebres Comunidades. Tanta sombra hemos proyectado unos y otros sobre nuestro ayer

étnico que ello se hace preciso si hemos de entendernos.

No era la época de que vamos a ocuparnos la de la España llamada «negra», con

tanta delectación y fantasía descrita por propios y extraños. La «España negra» apareció

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más tarde. Vino de fuera con el Despotismo y el Absolutismo, que eran extranjeros y

fueron injertados en Castilla a sangre y fuego; con la Inquisición, que era asimismo

extranjera, contraria al libérrimo espíritu de los reinos españoles, y también a sangre y

fuego aclimatada; con las guerras europeas de familia, que como deplorable legado,

aportaron las extranjeras dinastías... De nada de esto vamos a ocuparnos. Sólo

deseamos recordar que la España de las Comunidades no era aún la de la dolorosa y

trágica decadencia.

No era la Península, en aquellos tiempos, el país anticientífico que con relativa razón,

pero con más encono que razón, vino describiendo una crítica parcial: era el solar todavía

indiscutiblemente glorioso, emporio de cultura, donde en astronomía, por ejemplo,

mientras en el resto de Europa aun se utilizaban las viejas Tablas insuficientes, se

admitían de inmediato las teorías de Copérnico y Galileo; y es de recordar que éste,

recibía en los calabozos de la Inquisición italiana cartas españolas de aliento y consuelo

que más de una vez llevaron a su ánimo, es cosa sabida, la idea de trasladarse a Castilla

en busca de libertad... ¡Glorioso y grato recuerdo para el pueblo que había de pasar a la

historia como inquisitorial por antonomasia, el de este hecho honroso y significativo!

Contaba entonces España con medios propios y únicos para la investigación científica.

Uno de ellos, la Casa de contratación de Sevilla, ideada para satisfacer las nacientes

necesidades culturales de una época asombrosa, en que se complicaban los estudios,

con el resurgimiento por una parte de las viejas disciplinas soterradas en el medioevo; por

otra con el advenimiento de la ciencia nueva. Participaba este gran mecanismo cultural,

único en su tiempo, de establecimientos de enseñanza; de observatorio y taller de

instrumental científico, y oficina cartográfica; y de cuerpo consultivo en materias de

ciencias. Sabido es que los profesores de esta casa alcanzaron fama europea y fueron

gloria de su estirpe como lo fueron las Academias viejas y nobiliarias de la época. En

aquellos centros de investigación se registraron por vez primera los misterios de la

brújula, desconcertada al señalar latitudes nunca antes concebidas; en ellos se

consignaron los enigmas de la astronomía revolucionada; en ellos fue rehaciéndose la

geografía que España estaba destinada a completar por vez primera, en un momento

solemne de la Historia, con sus estupendos hallazgos; en ellos, fue ampliándose la

botánica, ciencia hasta entonces semi-oriental, transmitida, por la España arabizada, al

resto de Europa, como las sublimidades algebraicas de la matemática, los secretos de la

química, y las maravillas de la física naciente y de la historia natural. La singular posición

de España en el mundo de entonces le permitía realizar esta obra magna que pocas

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veces ha sido reconocida. Sin poder puntualizar nombres y hechos en este breve relato,

sin amplificar lo que la extensa bibliografía sobre la materia revela, que es asombroso,

podemos afirmar apoyados en indiscutible documentación, que a la España de que

hablamos, corresponde la gloria de haber amalgamado, en síntesis estupenda, el saber

heredado de Oriente y transmitido por la ciencia árabe, con el de la Europa renacentista,

añadiéndole el aporte insospechado en el mundo antiguo, de los descubrimientos

realizados mediante el hallazgo del Nuevo Mundo.

Extraño puede parecer esto hoy a quienes hemos sido educados en el menosprecio

suicida del gran pasado de la estirpe; pero en realidad, estas palabras son exactas y aún

parcas.

Parece hoy forzado pero debemos recordarlo y repetirlo (tanto esto como otros

innumerables hechos que cierta crítica se obstina en ignorar y soterrar) que fue, por

ejemplo, en un lugar de La Coruña, donde en 1550 el español Rojete trabaja en la

construcción de uno de los primeros telescopios; que fueron españoles de aquella época

los que más se señalaron en la investigación matemática; que el famoso profesor Pedro

Sánchez Ciruelo (1450-1550), catedrático de matemáticas en la Sorbona escribe el primer

tratado de cálculo; y Pedro Núñez (1492-1567) inventa el nonius, instrumento de su

nombre, para medir las fracciones de la unidad longitudinal, que tres siglos de progreso

no ha podido superar; que el español Esquivel fue el verdadero propulsor de la

triangulación geodésica; que la geografía americana, en general, y la oriental de los

primeros tiempos, es obra marcadamente hispana, donde hay páginas como las del

madrileño Ruy González del Clavijo, descriptor de sus viajes por Oriente, en 1405.

Los maestros de primeras letras – y recordemos esto bien especialmente –, los

maestros, decimos, gozaban de privilegios especiales en aquella España tan poco

europeizada, en los días en que en Francia, por ejemplo, estaban considerados como

«domésticos municipales». Y – ¡quién, lo dijera! – en el país donde – después de varios

siglos de esplendorosas dinastías extranjeras – la ilustración había de caer tanto, en el

lejano siglo XV, la enseñanza, con enorme anticipo cronológico, era obligatoria bajo

sanción penal. Y fueron tales los progresos de la pedagogía española, que extendiendo

sus beneficios a los alienados y defectuosos, crea y propaga los primeros reformatorios y

manicomios y es un ilustre español, Pedro Ponce de León, quien recaba el honor de

haber ideado por vez primera en Europa, en 1584, la enseñanza de los sordomudos.

Sabido es, por lo demás, que en las Universidades extranjeras abundaban profesores

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españoles. Y, hecho curioso: las grandes Academias, cuyas tradiciones se pierden

posteriormente en la península (hasta el punto de que tienen que ser de nuevo

instauradas por los Borbones) por singular paradoja tuvieron su origen en España, que en

este sentido se anticipa en cierto modo a la misma Italia oficializando su Academia de

Farmacia en el año de 1441.

Asimismo, el sentimiento de Hogar y de Familia, viejo orgullo nuestro, era desde el

punto de vista del recato, de la honestidad y de la moralidad, superior al del resto de

Europa, de donde más tarde había de infiltrársenos la relajación de diversas cortes

fastuosas y corrompidas.

Es por entonces cuando florecen aquellas célebres escritoras españolas, como la

genial Luisa Sigea, alabada por Hemsio; o la Sabuco de Nantes, y otras, que en días de

tristísima servidumbre para la mujer, se anticipan en varios siglos al movimiento feminista,

desempeñando cargos, luchando en las lides del pensamiento, y regentando cátedras,

con asombro de Europa.

La Imprenta, que andando el tiempo había de verse amordazada por el cesarismo,

gozaba en la Península, en sus primeros tiempos, de libertad amplísima y alcanzaba

prestigios y privilegios, precisamente cuando en la Sorbona era tachada de «arte

peligroso» en una petición al rey, y el populacho parisién perseguía hasta la hoguera a los

impresores de una Biblia donde se empleó para los versículos la numeración arábiga.

Y con la Imprenta, las bibliotecas alcanzan un esplendor de todos conocido,

comenzando entonces el libro hispano a difundir por Europa los acentos del habla de

Castilla que empieza a adquirir flexibilidad y tiene hecha ya su cimentación en la

Celestina, en la insuperable rítmica de Jorge Manrique, en el Romancero, y en el

interesante y extraordinario Diálogo de las Lenguas, más tarde...

En arte, no obstante no haberse producido aún la maravillosa efloración del siglo de

oro con su genial Velázquez, nuncio de la pintura veintieval, ya se distingue España con

sus ingenios; ya triunfa con sus blancos esmaltes y mayólicas, de Mallorca transmitidos a

Italia; ya descuella por su orfebrería, forja, temple, adamasquinado, armería; ya por

industrias peculiarísimas, algunas de las cuales, como las de lanas y tinte, eran tan

genuinamente hispánicas que se habían hecho notar en la misma Roma.

Mucho se ha hablado del Ejército español, que en Italia y Flandes deja leyenda de

pujanza y heroísmo. Y bien, no formaban este ejército sino los restos del que produjera

España, en un batallar de siglos contra la morisma.

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En los días que preceden al levantamiento de las Comunidades, aún corrían de boca

en boca las hazañas del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba que unió a su fortuna como

general invencible, una tal genialidad estratégica, que a él hay que acudir para estudiar

los orígenes de las artes militares. Asimismo, con razón se ha dicho que la evolución del

arte militar como ciencia tiene lugar en la guerra de Granada, donde se pone en práctica,

por vez primera, en actuación conjunta y sistematizada, la acción perseverante del ejército

permanente, el empleo metódico de la artillería, y la utilización de la administración y

sanidad militares, ya organizadas. Dice a este propósito el meritísimo historiador

Picatoste: «Los asombrosos triunfos de Italia no fueron debidos al valor, sino a la

ilustración y superioridad de nuestro ejército, compuesto de caballeros y hombres

ilustrados, de poetas y de profesores, que no podían en manera alguna compararse a los

soldados mercenarios suizos, ni a los franceses, etc.». En cuanto a éstos, es Brantôme,

francés, quién al describir el ejército de aquella época, en el cual servía, dice, que

abundaban en él los galeotes con las espaldas marcadas. En el hispano, por lo contrario,

eran arcabuceros el duque de Pastrana o los hijos del duque del Alba, y Parma, y la

nobleza de la sangre y de las letras...

Y para que todo sea extraordinario ante nuestras actuales miradas humilladas por la

contemplación deprimente del llamado mal pasado, señalaremos en esta ocasión, con

orgullo legítimo y sano, que, en la España ibera y, valga la frase, repleta aún de sangre

aborigénica y de instituciones autóctonas, en esta Hispania no contaminada aún con los

odios de religión que vinieron de fuera, ni con los rencores de casta y jerarquía que

enconó el absolutismo, ni amedrentada todavía con el horror de la Inquisición, no existía

ni era concebible, ¡oh paradoja! aquel fanatismo religioso con el que para desdicha de la

península había de hacérsele después pasar a la Historia.

Desde antiguo les fuera dado a católicos y arrianos convivir en íbero suelo. Y los judíos

con su Pentateuco y los árabes con su Corán convivieran largos siglos con los cristianos,

en ciudades donde coexistían las iglesias, las sinagogas, y las mezquitas. En el Fuero

Real de Castilla, del año 1250, se dan razones para que «los judíos se mantengan en

nuestros sennorios... e puedan haber heredades... para sí... e para sus herederos». Este

era el sentimiento de Castilla en el siglo XIII acerca del Grupo religioso que más se había

de perseguir posteriormente en todo el mundo.

Pero en aquello que la España de las Comunidades alcanza excelsitud inimaginable,

es, sobre todo y ante todo, en el sentimiento de la Libertad y de la dignidad política.

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Acredita la Historia que nunca fue nueva la Libertad en España, donde, vencida a

veces pero nunca extinguida, supervivió desde los días de Viriato y la calumniada

civilización ibérica, hasta los del Cid y de las Comunidades.

Con más razón de lo que parece, y sin paradoja alguna, se ha dicho que, en España,

la libertad, es lo antiguo, popular y autóctono; y el despotismo, lo moderno, importado y

oficialista. Una vez más lo demostrará el recuerdo de lo que fueron las viejas Cortes.

Puede afirmarse documentalmente que no sólo el sistema parlamentario era conocido en

Castilla antes que en Inglaterra, sino que España tenía ya sus Cortes en una época en

que los anglosajones, según frase del estudioso J. S. Bazan, «estaban aún como los

iroqueses actuales, cubiertos de pieles, en las orillas del Támesis» (Las Instituciones

Federales en los EE. UU.) . Por extraño que hoy parezca el hecho, es incontestable que,

cuando entre los antecesores del libre pueblo inglés, creador del Habeas Corpus, los

siervos llevaban al cuello collares de hierro con la marca del dueño, en España este

mismo siervo poseía en cierto sentido su representación en las Cortes. Como los

Cabildos, como los Municipios, y las Comunidades, las Cortes son una página de honor.

No ha faltado quien ha querido mermar originalidad y autoctonismo a estas

representaciones nacionales: es el caso de siempre: son los cultivadores más o menos

interesados de la Leyenda Negra, ávidos de aminorar en lo posible el patrimonio moral e

intelectivo de España. Es inevitable, en esta ocasión autocitarnos y repetir algo que antes

de ahora sostuvimos sobre este tema.

Bastaría examinar a la luz de los estudios modernos la historia de las primitivas Cortes

castellanas para vislumbrar nuevos horizontes. Bastaría la simple lectura de la vieja

literatura de Las Siete Partidas, por ejemplo, para poner de manifiesto cuán profundas

raíces tuvieron ciertas ideas en el antiguo pueblo íbero. Ningún alma sincera podrá leer

hoy sin emoción, ni estudiar sin asombro, aquellas toscas palabras con las que don

Alfonso el Sabio habla de la libertad, del pueblo, del derecho... en pleno siglo XIII, cuando

la más espantosa barbarie azotaba a Europa. Ya en aquellos lejanos días del medioevo,

en que no existía siquiera idea de otro poder que el del monarca, las Cortes reales

castellanas, eran verdaderas asambleas políticas.

«Corte es llamado el lugar do el Rey et sus vasallos et sus Oficiales con él, que lo han

cotidianamente de consejar... et los omes del Reino que se llegan hí, o por honra del, o

por alcanzar derecho; o por facerlo, o por recabdar las otras cosas que han de ver con

él».

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«Otrosí es dicho Corte segun lenguaje de España, porque allí es la espada de la

justicia... (Part. 2ª Ley 27)».

Ideas que van muy en consonancia con las del famoso y discutido apóstrofe (no sin

base) que dícese dirigían los «ricoshombres» de Aragón al Rey en el acto de la jura: Nos,

que valemos tanto como vos e juntos más que vos, os hacemos nuestro Rey e Señor, con

tal que guardéis nuestros fueros e si non, non; palabras sobre las que existe una

bibliografía y que, aún discutibles en su relación, están virtualmente contenidas en el

Fuero Juzgo.

Desde la época visigoda, suena en nuestra historia política la expresión «Asambleas

de senyeres». En tiempos anteriores, los mismos Concilios hispanos fueron asambleas

civiles, verdaderos «estados generales» de la nación.

Más tarde, a medida que la reconquista dibuja los horizontes de su misión homérica, y

se entrevé la grandiosa obra del porvenir, señores, nobles y reyes, comprenden el papel

del pueblo en sus empresas de vida o muerte contra las huestes orientales y le conceden

una importancia de que careció en otras naciones. Cuando en toda Europa el pueblo vivía

bajo el azote del feudalismo, en España, lanzándose de un salto a través de los siglos,

penetra en las Cortes. Asiste a las de Toledo en 1135; y a las de Burgos en 1169 «acuden

ciudadanos» y todos los Ayuntamientos de Castilla.

Hay más: las Cortes de Castilla y León, se componían de «nobleza, clero y estado

llano» llamados los tres brazos del reino. Y sin la asistencia de uno de los tres elementos

no eran válidas. Las ciudades designaban sus representantes denominados

«procuradores» que tenían voz y voto.

La historia de las Cortes peninsulares seria la historia de la libertad.

Las Cortes de León de 1220, obtienen para el pueblo, mediante las Behetrias, el

derecho de cambiar de asiento, de trasladar sus bienes y el de inviolabilidad del domicilio.

Las de 1188, resuelven, «que sólo a las Cortes compete declarar !a paz y la guerra».

Las de 1282, en Cataluña, «obtienen la facultad de hacer e interpretar las leyes, no

pudiendo derogarlas ni el Rey».

Las de 1258, en Valladolid, limitan los gastos reales.

Las de 1314, en Zaragoza, suprimen el tormento.

Las de 1397, en Briviesca, igualan la nobleza y el clero ante el presupuesto.

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Las de 1388, en Palencia, nombran una comisión de diputados para fiscalizar las

cuentas públicas.

Las de 1390, en Guadalajara, rechazan un proyecto real sobre división de España en

dos reinos.

Y como la historia peninsular es una, acontece el mismo fenómeno en el pueblo

lusitano donde, previamente, los municipios se dirigen enérgicamente a la realeza. Y en

las Cortes de Lisboa, de 1372, se exige, entre otras cosas, «que el rey no haga guerra ni

acuñe moneda sin consentimiento de los tres estados».

¿A qué quedaría, en suma, reducida la conquista de los tiempos constitucionales si

examinásemos las libertades obtenidas y practicadas en las antiguas Cortes

peninsulares? ¿Qué se obtuvo en los tiempos de las Cortes de Cádiz que no fuese una

reconquista de lo que existía en los días de los Reyes Católicos? ¿Necesitaba España ir a

solicitar allende fronteras lo que ella poseyó antes que nadie? Al encontrarse sin reyes y

recurrir a congregarse en Cortes ¿necesitaba del ejemplo extranjero? ¿No sería más

lógico y menos apasionado sostener que no hizo otra cosa que volver a sus antiguas

tradiciones? La respuesta documentada a estas preguntas, no es de este lugar, ni por otra

parte después de los datos rápidamente recordados, sería necesaria...

¿Cómo entonces – se preguntará – vino la decadencia de 1808? A consecuencia del

absolutismo y cesarismo de los monarcas de la Casa de Austria, en primer término.

Cuando Carlos V se encuentra con que las Cortes le niegan dinero para sus guerras, le

reclaman la reducción del ejército, o la independencia del poder judicial, o la reducción de

letrados, días de fiestas y conventos, las disuelve violentamente. Mata las libertades

escritas, con la disolución de las Cortes, como mata las libertades vivientes en Villalar.

¡Qué obra la suya comparada con la de los monarcas castellanos!

Así se inicia la decadencia. No la que el vulgo pseudo erudito conoce, sino la

verdadera. Una original decadencia que, para mal de las teorías sociológicas, ¡coincide

con el apogeo de la grandeza histórica!

Decadencia moral, por debilitación del elemento autónomo, por aplastamiento de los

gérmenes libertarios, por menosprecio de las hidalgas ideas democráticas regionales, por

ultraje al antiguo derecho (a) regional; (b) municipal; (c) individual, genuinamente íbero.

Fue un momento fatal, deplorable, aquél en el cual la dinastía de los Austrias ¡ahoga en

sangre los sentimientos populares! De entonces en adelante, todo será posible. Desde el

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cadalso de los Comuneros, la sangre de las Comunidades inundando los campos

españoles, llevará con ella el terror y el absolutismo.

***

Pues bien: como con las Cortes, sucede con el Municipio, el Concejo, el Ayuntamiento.

Este Municipio que luego es Concejo, Comunidad, que también es la «Honrada»

congregación de la Mesta pastoril, (singularísima asamblea rústica que tiene algo de las

juntas arcaicas de los framontanos celtíberos) es netamente hispano. Aunque la palabra

es latina y Roma la propaga en lo antiguo; aun cuando Roma decreta oficialmente el

establecimiento del organismo en España, la institución en lo que tiene de esencial, desde

los días de Indibil y Mandonio hasta los del Alcalde de Zalamea, o los de Don Andrés

Torrejón, fue siempre íbera, como lo hace suponer la lectura de Estrabón, lo evidencian

estudios modernos y lo afirma la crítica nueva.

Roma no hizo sino dar nombre latino a una arcaica organización peninsular, de tan

profunda raigambre que nunca desapareció de ella, superviviendo y transformándose a

través de los siglos desde la nebulosa era prehistórica hasta nuestros días.

Y como ella, y con ella asimismo entretejida, transmutándose a través de diversos

aspectos políticos, podríamos estudiar el sentimiento de hermandad popular y autónoma

que sirvió de base a las congregaciones denominadas Comunidades.

Qué fueron éstas, en lo externo, es sabido de todos; y sólo ensayaremos concretar en

algunas palabras sus caracteres en los primeros tiempos.

Ante todo, conviene advertir, que las Comunidades no tuvieron su único momento en el

doloroso episodio de los Comuneros de Castilla. Éste fue la obra trágica de ellas. Nada de

común tuvieron, por otra parte con los modernos movimientos del comunismo o del

comunalismo como alguien por el nombre pudo imaginar.

El origen de las Comunidades de Castilla y Aragón, como tales, arranca de los

primeros siglos de la Reconquista española, cuando el pueblo peninsular, desde las

asperezas del Cantábrico, comienza a disputar palmo a palmo el suelo patrio al oriental

invasor. Alcanzan notoriedad en el siglo XII.

En esta época se denominaba Comunidad al régimen especial de un territorio cuyos

habitantes, mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una suerte de

hermandad dependiente en lo político de una ciudad libre importante, que, a su vez, no

dependía de otro señor fuera del mismo rey.

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Era entonces lícito a los Monarcas, donar un territorio, bien a un noble, bien a una

entidad religiosa, bien a una ciudad. Constituía lo primero, un feudalismo solariego; lo

segundo, un feudalismo monástico o abacial. Pero lo tercero, engendraba algo muy

diferente; originaba la Comunidad, que venía a ser una entidad popular y colectiva en la

que se confundían los pobladores en una igualdad de derechos y deberes, constituyendo

una especie de célula autónoma en la que convivían las energías todas del Municipio, del

Concejo, del cual dependían y al que tenían obligación de defender por igual, nobles y

pecheros, en caso de peligro y ofensa. En representación de este Concejo y en pos del

pendón popular, que era el de la ciudad, acudían las Comunidades a la guerra. Así se vio

durante la larga y cruenta epopeya de la Reconquista junto a las banderas de los

magnates, o las mesnadas de los belicosos obispos y abades, las enseñas de las

Comunidades, enarboladas, a la par que las de los nobles, contra el enemigo común.

Así se les vio adquirir prerrogativas, prestigios y fuerza en largos años de lealtad,

sacrificio y adhesión a la causa real, que era la de la liberación del territorio patrio, o bien

el castigo de la nobleza ambiciosa, desordenada o rebelde.

No falta (E. Martínez de Velasco: Comunidades, Germanías y Asonadas) quien

asegure que en su origen, las Cortes españolas teniendo por base más o menos remota

el Municipio, el Concejo, hallaron en las libertades locales recabadas por los fueros de

cada Comunidad, de cada ciudad libre, la vitalidad, la energía y conciencia de propia

fuerza, que les caracterizaron.

En estas Comunidades españolas, en el siglo XII, cuando toda Europa era feudal, los

honrados vecinos del Concejo se reunían cada tres años y elegían los cargos de

Regidores, ¡nada menos que por el hoy tan decantado sufragio popular!

Y en estas asambleas en las cuales había, pues, un Regidor (y hay que detenerse en

la estructura de esta palabra. «Regidor», el que rige) en estas asambleas concejiles de

las Comunidades, debatíanse desde los intereses de la administración local hasta las

cuestiones más o menos elevadas, incluso algunas que rozaban con el mismo poder real.

Porque, no otra cosa venían a ser las Comunidades que un pequeño estado popular

en cierto sentido autónomo, en aquellos tiempos de opresión realenga, y abacial –

descritos a lo vivo por Walter Scott, en Ivanhoe, por ejemplo –; ellas eran desde el punto

de vista de la libertad así como el oasis sedante en las llanuras del desierto.

Sí; fueron las Comunidades una extraordinaria creación democrática, gloriosa para

nuestros antepasados, tanto, que no se daban, que no eran posibles sino en condiciones

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especiales de libertad. Donde existía feudalismo no podía coexistir Comunidad. El noble o

el abad, hacían imposible esta hermandad o fraternia [1] del pueblo. Las ciudades

constituidas en Señorío, como Toro o Molina, carecían de Comunidad. Un poder excluía

al otro...

Esto fueron originalmente, en esquema, las primeras Comunidades españolas.

Qué desarrollo alcanzaron, cuáles fueron sus anhelos, cómo se planteó la guerra que

declararon al centralismo despótico y absolutista, cómo prende esta guerra en el

continente americano, serán temas que estudiaremos en los capítulos siguientes.

CAPITULO II ESTRUCTURA DE LA COMUNIDAD

La Comunidad en su relación con otras antiguas instituciones democráticas peninsulares.– Antecedentes remotos de ellas.– Palabras de Aparisi y de Bender, referentes al «pueblo» en España.– La Hermandad.– La Comunidad.– Las Cortes en los distintos reinos o estados peninsulares: Aragón; Cataluña; Navarra; Vizcaya.– El advenimiento del régimen absolutista y centralista hiere las véteras [2] tradiciones democráticas hispanas y engendra la Guerra de las Comunidades.

En el estudio de la Comunidades peninsulares, recordaremos ante todo que no hay

que confundir tal institución con otras más o menos entretejidas en la oscura organización

política del medioevo durante la complicada gestación evolutiva de los antiguos reinos

hispanos.

Las distinciones que antes de ahora indicamos, no son las únicas; y conviene insistir

sobre el punto, aunque no es fácil delimitar características netas, ya que dichas

instituciones populares vienen a tener algo en común, heredado acaso, como hoy

empieza a sospecharse, de antiquísimos organismos íberos.

El historiador Lafuente, que tan extensamente estudia la contienda de las

Comunidades, deja en la penumbra la estructura y organización de las mismas, y aún

emplea en alguna ocasión los términos Hermandad y Comunidad indistintamente, cuando

en realidad se trata de entidades diferentes. Martínez de Velazco, que estudia las

Comunidades castellanas y las Germanías de Valencia, se apresura a diferenciarlas y, a

la vez, a distinguir las antiguas Comunidades de lo que se denominó el levantamiento

Comunero contra Carlos V.

Ahora bien: diferentes son, en cierto modo tal vez, Comunidades, Germanías,

Hermandades, agrupaciones de Gremios y otras entidades; pero, si entre estos términos,

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como entre los de Concejo, Municipio, Ayuntamiento y otros, es conveniente y científico

en un estudio detallado, establecer las distinciones que los separan, en una visión de

conjunto, al examinar lo esencial de las instituciones, sólo en cierto sentido es posible

determinar un cuadro de diferencias. Antes por lo contrario; sin perjuicio de especificar en

lo imprescindible, nos atrevemos a sugerir previamente, que todas estas entidades

estuvieron hermanadas más o menos visiblemente por un sentimiento común de

agrupación popular, democrática, de núcleo colectivo más o menos autónomo, y revestido

de autoridad, privilegios y derechos, recabados de los distintos poderes, de la nobleza, de

los mismos monarcas.

Sugeriremos asimismo, que a nuestro modesto modo de ver, esta cierta ideal

semejanza que señalamos podría encontrar sus remotos, o mejor aún, atávicos orígenes,

en la propia naturaleza del antiguo elemento popular español, diverso social y

políticamente del de otros pueblos de Europa. En ninguna otra nación, en realidad,

alcanzó el siervo la independencia y prerrogativas que en España, porque en ninguna

parte fue tan absolutamente imprescindible su cooperación para la vida de la patria y de

los monarcas.

En la península, durante los siglos de la Reconquista, los reyes españoles necesitaban

más que esclavos de la gleba para utilizarles en su feudos, soldados abnegados,

aguerridos y leales, capaces de realizar la gesta romancesca de disputar, palmo a palmo,

el suelo patrio y la vida, al ajeno invasor. La Reconquista hizo en España libre al hombre

del terruño, y aún hizo nacer el hijodalgo en Castilla, el hombre de pariatge en Cataluña,

verdaderos ciudadanos que en el tenebroso siglo XI, ya se acercan a las puertas de las

Cortes reclamando representación para sus hermanos del estado llano. Y si la guerra de

siglos revela al siervo español su valía y le redime, asimismo engendra en él,

naturalmente, el sentimiento de las agrupaciones populares para reclamar y conseguir

mayores libertades y derechos. De aquí la importancia, transcendencia y fuerza de los

antiguos Municipios hispanos. De aquí aquel sentimiento de autónoma potestad, tan

típicamente español, que se descubre en toda institución más o menos popular ibérica, en

algunas de las cuales, el humilde labriego en tanto Alcalde no cede en sus derechos ni

frente al Rey.

Por eso dijo Aparisi (Obras, t. IV pag. 110): «El pueblo español fue el pueblo más Rey

que hubo; en tanto que en Inglaterra para ascender a cualquier dignidad, y hasta para

poder llevar la bandera de un Regimiento, era necesario ser noble, en España, los hijos

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de los pecheros llegaban a ser Generales, a ser Prelados, a ser Consejeros, a ser

Ministros».

Por eso dice Pedro José Pidal (el primer Marqués de Pidal en sus Adiciones al Fuero

Viejo de Castilla): «En España, primero que en ninguna otra nación, se desarrolló el

antiguo germen municipal; se erigieron los primeros concejos; se les dio asiento antes que

en los demás estados, en las Cortes o Asambleas nacionales; se desterró la esclavitud y

servidumbre solariega y se desarrolló aquella enérgica y poderosa clase media en que

rebosaban nuestras ciudades del siglo XV y que tanto contribuyó a extender por toda

España y los confines más dilatados y remotos del globo nuestra fe, nuestra habla y

nuestra civilización».

Con razón observa el erudito Juderías Bender (en su originalísima y notable obra

tantas veces citada La Leyenda Negra) que el principio dominante en la historia de

España es el de la intervención del pueblo en los negocios públicos.

Esta intervención, que toma mil aspectos a través de los tiempos y que se amolda y

adapta, para supervivir, a las exigencias y necesidades del ambiente, quiere entreverla

una escuela novísima, arrancando de la prehistoria misma española, en el clan de

aquellos pueblos que según Estrabón poseían anales de 6000 años, los framontanos o

pastores trashumantes, celtibéricos y lusos, que en interesante monografía, rarísima,

estudia el extremeño Paredes y Guillén. Esta intervención del pueblo, de que hay huellas

en España hasta en la prehistoria, la veremos en el Municipio de la dominación romana,

en la que se da nombre latino a organismos autónomos; la hallaremos en el Fuero, en la

Behetria; la encontraremos en las Hermandades, en las Merindades, en la curiosa

congregación de la Mesta...

Ciertamente, que no pertenecen todas estas afirmaciones a la historia oficial al uso,

pero trabajos modernos las autorizan como tesis de estudio en las avanzadas de la

investigación.

El cualquier caso, el hecho incuestionable es que, en las viejas Cortes según vimos,

interviene el estado llano, acudiendo ciudadanos, y representantes, de todos los

Ayuntamientos de Castilla a las de Burgos, en 1169; y obteniendo en las de León, en

1020, el derecho de cambiar de asiento transportando sus bienes, y la inviolabilidad del

domicilio, casi un siglo antes que el Rey Eduardo de Inglaterra convocara el Model

Parliament en 1295. El más antiguo allende Pirineos.

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Pues bien: independientemente de las garantías de las Cortes, magna representación

de las diversas fuerzas nacionales, y del Municipio, símbolo de las energías locales,

siempre el pueblo español gozó del beneficio de diversas agrupaciones democráticas

dotadas de mayor o menor autoridad y autonomía y que le eran característicos.

Fue una de ellas la Hermandad «rara institución peculiar a Castilla» según la llamó

Prescott.

Esta Hermandad o Santa Hermandad, como también se dijo, no fue primitivamente el

cuerpo ya transformado en policial en 1476 por los Reyes Católicos, o sea el de aquellos

maleantes cuadrilleros de que tan frecuente mención hace la literatura picaresca del

llamado Siglo del Oro. Estos cuadrilleros fueron la degeneración de la Hermandad en los

decadentes días de los siglos XVI y XVII.

En su origen, la Hermandad, tal como la descubre Prescott, era, una «confederación

de ciudades principales unidas entre sí en solemne liga y alianza para la defensa de sus

libertades, en los tiempos de anarquía civil».

«Sus actos eran dirigidos por diputados que se reunían en determinados períodos, y

que despachaban sus asuntos bajo un sello común. Daba leyes que hacían transmitir a

los nobles y aún al mismo soberano. Esta especie de justicia agreste, tan característica de

un estado turbulento, obtuvo repetidas veces la sanción de los legisladores; y, por más

formidable que semejante máquina popular pudiera parecer a los ojos del monarca, éste

hubo de fomentarla muchas veces ante el sentimiento de su propia impotencia y para

utilizarla frente al arrogante poder de los nobles contra los que iba dirigida

principalmente».

Se ve, por las descripciones existentes, que las Hermandades eran sociedades

populares en las que, los ciudadanos, amenazados en lo externo por los agarenos [3], y

en lo interno por los atropellos del clero y la nobleza, se ponían a cubierto de tantos

enemigos organizándose en defensa de sus libertades, y armándose, y combatiendo

hasta la muerte, a toque de campana, en asociaciones tan potentes que a veces

recibieron el nombre exagerado de Cortes Extraordinarias.

Si se recuerda la descripción primera que hicimos de las Comunidades se verá el por

qué de las confusiones originadas y se descubrirá el típico sello hispano que en cierto

modo unifica agrupaciones tan diferentes.

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Las Comunidades tienen, en verdad, un origen distinto, que habría que ir a buscar,

según Martínez de Velasco, en Castilla, hacia los días de Alfonso VI, el de la Jura de

Santa Gadea, el del Cid (1073-1109); y en Aragón, por los tiempos de Don Alfonso el

Batallador (1104-1134).

Suele decirse comúnmente que existían por entonces en Castilla cuatro clases de

Señoríos: el de realengo, en que los vecinos no dependían sino de la autoridad del rey; el

abadengo, que era la dependencia de una entidad religiosa; el solariego, en el que los

vecinos dependían de un señor; y el de behetria (bene-factoría) o privilegio, por el que los

pueblos podían elegir o abandonar a voluntad un señor o una jurisdicción.

Pero podríamos decir en esta ocasión que existió además otra especie de señorío de

origen popular: el de las Comunidades, nacidas de las alianzas del pueblo con los reyes,

para contrarrestar el poderío feudal, enemigo común.

Eran pues las Comunidades, según ya dijimos, el régimen especial de un territorio

cuyos habitantes mancomunados en obligaciones y derechos, formaban una especie de

agrupación, dependiendo en lo político de una ciudad libre, que, a su vez, no dependía de

otro Señor que del Rey. En esta entidad popular, verdaderamente democrática, nobles y

pecheros convivían asociados en una especie de igualdad de deberes y derechos, y al

amparo de los fueros y privilegios que todos por igual conquistaban para el Municipio,

cuyo pendón, era la bandera común. Insistiremos en que en estas Comunidades, ya en el

siglo XII, vale decir en pleno feudalismo, los vecinos elegían los cargos de Regidores por

sufragio popular y que en sus asambleas se trataban desde las cuestiones locales hasta

las relacionadas con el poder real.

Mediante esta mancomunidad popular de un territorio acogido a los fueros de una

ciudad, que venía a ser su capital, engendrábase no una especie de feudalismo, sino un

régimen de relativa autonomía local. Era la pequeña célula, dotada de vida, dentro de

organismos más complejos también vivientes. Era la pequeña libertad de la vida del

Concejo, como los Fueros regionales eran las grandes libertades de los reinos. Eran una

necesidad política dentro del autonomismo innato, estructural, del pueblo íbero.

Comparad esta entidad política, en sus esenciales tendencias, con las restantes de los

diversos reinos españoles, y, a pesar de sus diferencias, descubriréis un mismo

sentimiento de Libertad, de Autonomía, que es el que hizo, y hace, de España, una nación

de idiosincrasia regional y federativa como lo demuestra su historia y su geografía y como

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sostuvo con más genialidad que fortuna política, el sereno y grande maestro don

Francisco Pi y Margall de venerable memoria.

Tan netamente fue del terruño la institución de las Comunidades que éstas existieron

en larga y próspera vida en toda Castilla y Aragón; y, si admitimos su parentesco con

otras asociaciones, tales, por ejemplo, como las Germanías de Valencia, podría

hallárseles infiltradas en la vida general de la península.

Las más antiguas de Castilla eran las de Avila, Salamanca, Segovia y Soria. La de

Avila abrasaba 210 pueblos; la de Segovia 130 y sus limites llegaban hasta Alcobendas y

Fuencarral en Madrid; la de Soria constaba de 151 pueblos. En Toledo no existía apenas

Comunidad. En Madrid, sí. Lo que podría llevarnos a demostrar el espíritu aristocrático de

la imperial ciudad toledana, y, a la inversa, el democrático y siempre chispero de la alegre

Villa del Oso y el Madroño, sobre todo si recordamos la correlación que establecimos

entre «ciudades» y «comunidades».

Resumiendo:

No es ésta, ocasión para discutir las conveniencias o los inconvenientes de un régimen

histórico. Nuestra finalidad, por el momento, es otra. Lo que no podremos evitar es que

nos encontremos en el transcurso de la ligera reseña que iremos trazando, con que la

libertad fue característica de las antiguas instituciones peninsulares, y que España fue

próspera mientras el destino le permitió evolucionar en un ambiente que parecía ser el

suyo.

Este ambiente era el de las Comunidades; el de las libertades políticas garantizadas

por las Cortes; el de las franquicias de las ciudades y autonomías de los municipios...

Coexistían en aquella época reinos poderosos unidos en lo fundamental, autónomos

en lo accidental.

Gobernábase Aragón dentro de sus leyes. Sus Cortes no podían ser disueltas por el

rey. Los tribunales reales estaban sujetos a la suprema decisión del extraordinario y

curiosísimo magistrado llamado el Gran Justicia, dignidad sin equivalente en Europa y

acerca de la cual existe una extensa bibliografía jurídica. Todo aragonés que se creía

agraviado podía apelar a este magistrado supremo que poseía potestad para hacer

suspender cualquier sentencia si la estimaba contraria a los fueros del reino. El Gran

Justicia no era responsable de sus decisiones sino ante las Cortes; y ya sabemos lo que

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eran éstas si recordamos el célebre y discutido juramento terminado con el solemne: e si

non, non.

Cataluña gozaba asimismo de sus antiguas libertades. Se administraba con la

autonomía que aún hoy añora el desde entonces herido pueblo catalán.

Las Cortes catalanas, como las aragonesas y navarras, se diferenciaban de las de

Castilla en el punto esencial de que compartían con el monarca la potestad legislativa; es

decir que gozaban de las mismas facultades que las Asambleas modernas.

Navarra se gobernaba de acuerdo con sus Fueros que databan de 1090. Su Consejo

Real, era soberano y el rey no podía llevar a él sino un solo castellano.

En cuanto a las Provincias Vascas, que formaban el señorío de Vizcaya, sus

antiquísimos y famosos privilegios eran excepcionales. Todo vasco era noble de

nacimiento y no podía ser juzgado fuera de su provincia. Gozaban los Vascos de absoluta

libertad de comercio; el rey no podía establecer impuestos ni estancos en el Señorío; ni

construir casas fuertes sin consentimiento de los habitantes. Poseían éstos finalmente, el

curioso privilegio cuya fórmula era: «obedecer las órdenes del rey sin cumplirlas», cuando

eran contrarias a los Fueros.

Coexistían en suma en la España anterior a la dinastía llamada austríaca, gremios,

germanías, comunidades: autonomismos; todos ellos en armonía con el etnos, la historia,

la tradición, el habla, y las costumbres de la península, multiforme, varia, en su geografía

y en sus pueblos.

Todo ello había contribuido a hacer posible aquella España próspera y grande, a la que

el destino de las naciones confiara el hallazgo y la civilización de un mundo nuevo.

Pero este mismo destino, quien sabría por qué severo designio, quiso dejar

amenazada dicha grandeza mediante un hecho que había de ser fatal al porvenir de la

raza: el advenimiento de un régimen que había de destruir las antiguas libertades

nacionales, injertando extraños brotes de una flora exótica en el roble autóctono y

arruinado del bosque secular.

Me refiero, al advenimiento de la Casa de Austria, con su genial y tan genial como fatal

Emperador, el omnipotente e invicto César y Majestad, Carlos V, en cuyas manos

veremos desvanecerse todo un mundo de ideales y de conquistas democráticas, a costa

de tan generosos sacrificios obtenidas, dando lugar a la contienda cruenta que se llamó

Guerra de las Comunidades.

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CAPITULO III EL CONFLICTO ENTRE LA LIBERTAD Y EL AUTOCRATlSMO

El democratismo en las páginas de Las Partidas y en las del Fuero Juzgo.– La libertad religiosa en la España anterior a los Austrias.– La Pragmática de Arévalo, de 1443, documento único en la historia del siglo XV.– La sorprendente tolerancia religiosa hispana de la época.– La Intolerancia, como la Inquisición y el Absolutismo, penetran en España desde el extranjero venciendo enormes resistencias internas.– Carlos V y el extranjerismo. Una contemplación inusual del grande y fatal Emperador.– La dinastía austriaca.– Carlos V aunque representativo de la casa Austria-Borgoña, no es un austríaco sino un francés.– El afrancesamiento hispano debido a la casa de Borgoña, según Antón del Olmet.– Incompatibilidad de las tradiciones liberales peninsulares y el autocratismo de Carlos V.– Incomprensión del pueblo español por parte del Emperador.– Torpeza de los primeros actos de éste.– Aristocracia y favoritismo.– La protesta castellana.– El burgalés doctor Juan Zumel, símbolo del descontento.– En Burgos se repite el Juramento del Cid.

Hemos entrevisto resplandores de libertad, gestada en las viejas asambleas populares

de Castilla y León, iluminando las tinieblas del siglo XII. Hemos oído hablar de fueros y

derechos y comprobado la entereza y tenacidad con que los recabaron, el pueblo y las

distintas instituciones organizadas frente al señor feudal, omnipotente e inaccesible en

otras naciones. Y hemos especialmente señalado, – literatura y lirismo aparte – cómo

dicho sentimiento de sana y honesta libertad venía entretejido fuertemente y bien de

antiguo en el alma íbera trasuntándose en sus costumbres, leyes e instituciones.

Le hemos encontrado en las pergaminosas páginas de Las Partidas, como pudimos

hallarle en los vetustos folios del Fuero Juzgo visigodo, el código venerando, donde el

curioso de nuestros días podría descubrir entre la torpeza y balbuceo de la ruda y tosca

fabla [4] romanceada, antiquísima, anticipaciones de un democratismo desconcertante.

«La Ley govierna la cibdad – dicen aquellos remotos legisladores de los Concilios de

Toledo – e gobierna a omne en toda su vida, e así es dada a los barones cuemo a las

mugieres; e a los grandes cuemo a los pequennos; e así a los sabios cuemo a los non

sabios; e así a los fijodalgo cuemo a los villanos e que es dada sobre todas las otras

cosas por la salud del principe e del pueblo, e reluce cuemo el sol en defendiendo a

todos» (Ley 3; t, 2; lib. I).

Y dicen también, (en la Ley 2, t. 1º «fecha en no octavo concello de Toledo», vale decir

en el año 653) estas palabras estupendas:

«Faciendo derecho el rey, debe aver nomme de rey: et faciendo torto, pierde nomme

de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: rey serás, si fecieres derecho, et si non

fecieres derecho, non serás rey...».

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¡Y hay quienes se obstinan en dudar – autenticidad aparte – hasta de la posibilidad del

famoso y discutido juramento aragonés, existiendo antecedentes como los de estas

indubitables palabras!

Pero aun hemos visto más; a saber: cómo hasta la misma libertad religiosa que algún

día llegaría poco menos que a extinguirse en la Península – cuando los Felipes hicieron

de ella la ciudadela del catolicismo contra la heterodoxia – cómo hasta la misma

tolerancia, aún hacia los credos exóticos y entonces aborrecibles de los grupos orientales

perseguidos, tuvo en España su honroso momento de gloriosa realidad del que hay tan

interesantes vestigios en las leyes, en las costumbres, en la literatura. Existe, por ejemplo,

aunque casi nunca sea mencionada, la célebre Pragmática dada en Arévalo, en 1443, por

Don Juan II de Castilla. «Es un documento único en la historia del siglo XV», según dice

Nido y Segalerva (y nosotros diríamos único en la historia antigua) en el cual el rey

castellano toma bajo su guarda «como cosa suya e de la sua cámara – tales son sus

palabras – el amparo del pueblo judío».

¡Qué distancia entre los sentimientos hispanos de esta famosa Pragmática, y los

romanistas y ultrapirenaicos [5], que ya desde los Reyes Católicos, se infiltran en el

ambiente nacional, hasta adueñarse de él, transformarle y hacerle propicio a la

persecución, la intolerancia y el Santo Oficio!

Pues bien, y una vez más quede ello consignado: merced a aquella antigua tolerancia,

y al calor de aquella prístina libertad, defendidas con energía y tesón por reyes y súbditos,

fue creándose, aun entre los obstáculos gigantescos de la Reconquista, la grandeza

hispana y hasta fue posible que se destacasen los reinos españoles entre los demás de

su tiempo.

Sin macular, sin menoscabar en nada su piadoso y sincero cristianismo, supieron los

antiguos reyes hispanos convivir humanamente con propios y extraños. Y supieron algo

mas, que posteriormente vino a ser cosa inconcebible: ser hospitalarios con aquellos

sabios emigrados de Oriente que en sus libros de ciencia importaban los secretos,

ignorados en Europa, de las viejas civilizaciones índica y egipcia, caldea y helénica, árabe

y hebrea, haciendo de Sevilla, Toledo y Córdoba, emporios sorprendentes de cultura, y de

España puerta por donde penetra el saber oriental en Europa.

Venían entonces a las hispanas Academias, célebres en la cristiandad, los estudiosos

de otras naciones y de ellas salían hombres que, como Silvestre II, el Pontífice, habían

sido educados en España por moros y judíos, los cuales podían ser españoles en una

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patria aun tolerante, amplia y común. (Nido y Segalerva. La libertad Religiosa, Madrid,

1906).

Era entonces proverbial la hispana tolerancia, de la que – entre otras autoridades –

hablan extensa y calurosamente Renan y Michelet, en varias de sus obras (El porvenir de

la Ciencia, Averrores y el Averrorismo, La Bruja), cómo eran proverbiales sus libertades;

porque ¡oh ironía de los tiempos! todavía el Santo Oficio, no había penetrado en tierra

española, ni aún se había encendido en ella el odio a los judíos, ni a la «herejía», odio,

que – observemos y registremos el hecho curioso y significativo –, se introduce en la

península, infiltrándose por Aragón, con el rey Don Fernando, y transmitido desde el

Mediodía de Francia, donde ya se había ensañado con los Albigenses y otros creyentes

desgraciados.

Vino, pues, de afuera a Castilla, el virus de la intolerancia, como el mal del

absolutismo, como las tendencias antidemocráticas, contra las cuales se levanta en

movimiento de protesta nacional la cruenta guerra de las Comunidades. Y penetró no sin

resistencia este mal del despotismo anti-íbero, transmitido por la extranjería y por el

romanismo primero por una debilidad lamentable que constituye la única sombra del

reinado de los Reyes Católicos y, finalmente, por designio del destino que, al extinguir la

vida y la razón de los que habían de ser nuestros gobernantes, hace posible el

advenimiento de monarcas extraños a nuestro suelo, tradiciones y anhelos históricos.

Del primero y más grande de ellos, el Emperador Carlos Quinto, vamos a ocuparnos

en esta ocasión, sino extensamente, tampoco al modo usual – permítasenos decirlo, ya

veremos en razón de qué –; hay un aspecto de su personalidad que es para nosotros de

imprescindible necesidad estudiar, si hemos de pretender explicarnos algunas

características del momento histórico que venimos investigando.

En cuanto a la originalidad a que aludimos, claro está, que no será nuestra, sino de la

escuela, por así decirlo en que vamos a apoyarnos. Maestro inimitable, en ella es el

brillante escritor don Fernando Antón de Almet, Marques de Dos Fuentes, en cuya obra

Proceso de los Orígenes de la Decadencia española, vamos por un momento a

inspirarnos.

De los hechos que sostiene el culto investigador Antón de Olmet – con más bríos y

también con más arte y modernidad que otros émulos suyos – podría deducirse y

afirmarse que un torpe e intempestivo extranjerismo vino siempre en España a

interrumpir, a desviar, el curso natural de la verdadera historia nativa; extranjerismo que

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más de una vez reaparece en nuestro pasado, ya en los días de Alfonso VI con la

introducción del Rito Romano que altera la estructura íbera de la Iglesia española e inicia

instantáneamente las persecuciones religiosas; ya en el reinado mismo de Isabel y

Fernando, a quienes acusa Olmet de haber contribuido a introducir en España el

absolutismo, (con el Santo Oficio, el Monarquismo absorbente y la expulsión de los

judíos), y el espíritu romanista y cesáreo.

Claro está, que aun hubiera sido excusable en homenaje a indiscutibles virtudes y

elevados anhelos que todos conocemos, el atenuado autoritarismo de estos reyes

españoles; o, de los que en lo sucesivo hubieran podido ir armonizando – al modo

hispano – las tradicionales libertades y la especial organización de los estados españoles,

con las nacientes tendencias de aquella época en Europa, encaminadas, como es sabido,

hacia el monarquismo absoluto, hacia la constitución de grandes imperios, el primero y

más extenso de los cuales había de ser el del mismo Carlos V.

Pero, es curioso y digno de ser mencionado, el hecho de que, España tuviera la

desdicha de ver contrariados sus más íntimos y arraigados anhelos históricos y étnicos

por mano extraña que en holocausto a intereses nebulosos y ventajas no pocas veces

quiméricas y más bien de índole externa, que fundamental e íntima, vinieron a deshacer

de golpe y sin compensación positiva la penosa y sabia labor de la raza a través de los

siglos, desviándola de sus ideales y torciendo el curso claro y natural de la Historia.

Sería de una vulgaridad imperdonable, y de un simplismo unilateral, anacrónico en

nuestros días de historia y critica con pretensiones cienticistas, el incurrir en la defensa de

figuras históricas, o en ataques a personalidades excelsas, por lo demás definitivamente

consagradas por el inapelable tribunal de los siglos. Grande y genial fue Carlos V. Su

figura en la historia universal es única: no cabe acerca de ella ni el líbelo ni el panegírico;

pudiera decirse acerca de este genuino héroe carlilano que la grandeza de su gesta

integral le colocó más allá de la censura y de la loa, pues fue la de un verdadero hombre

representativo y simbólico. Los hechos de sus días son grandiosos cuando no decisivos;

las hazañas de sus súbditos, estupendas, fantásticas, rayanas en lo maravilloso de los

libros de Caballería; las que el César acomete y gloriosamente remata, brillantes y

transcendentes... Grande este monarca, en suma, en su vida hazañosa, que supera en lo

rutilante mismo, la de un clásico Imperator pagano, lo es también en su muerte en el retiro

monacal del caserío extremeño de Yuste, donde el que fuera Majestad Cesárea quiere

contemplar sus funerales en vida, y se desprende, no ya de todo poder terreno sino de

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esta vida misma, con la grandeza alegórica de una parábola cristiana, evocando en los

espíritus a través de los siglos, la meditación, como una página de Kempis...

Pero, en realidad, por encima de todo, por sobre la grandeza histórica y estética de

este Emperador, padre de Felipe II, está, desde el relativo pero también respetable punto

de vista hispano, el hecho incuestionable de que, para España, su misma grandeza fue

fatal.

Ha dicho, con razón, el erudito historiador y crítico, Picatoste, en su Estudio sobre la

grandeza y decadencia de España en el Siglo XVII (Parte II) que: «En los hechos

históricos como en los físicos, hay que tener en cuenta el impulso primitivo, y, la velocidad

adquirida. Una pequeña variación de la aguja lanza un tren por un nuevo camino,

precipitándolo tal vez un pequeño impulso: una pendiente llega a ser, al final, una fuerza

enorme. Carlos V fue el primer impulso: su política fue la aguja que varió la dirección de

nuestra patria, equivocadamente».

Nada más cierto. En realidad y desde un punto de vista elevado no fueron malos ni

mediocres gobernantes los Austrias. Grandes fueron Carlos V y Felipe II; Felipe III y

Felipe IV fueron reyes caballerescos, cultos, artistas, laboriosos, y no exentos de

bondad... Pero aquella desviación inicial de que hablamos, les fue conduciendo por

rumbos, peligrosos por lo menos, y desde luego contrarios a los que se diría la historia

tenía reservados al pueblo español.

Y como pequeñas causas engendran grandes efectos, ocurre pensar en esta ocasión,

si no podría incluirse entre estas pequeñas concausas que habían de producir los tristes

efectos de nuestra decadencia, la violenta aniquilación de las Comunidades; la separación

del pueblo español de la causa, sagrada otrora para él, de las empresas nacionales y de

los negocios públicos; su alejamiento – forzoso en un monarquismo absoluto – de los

ideales que dejan entonces de ser populares para devenir políticos y de Estado, y pierden

así, en lo sucesivo, para el pueblo de las Cortes y de los Fueros – enemigo del

gubernamentismo rígido y teocrático – aquel interés que le prestó otrora la coparticipación

democrática en las empresas y luchas de sus reyes.

Carlos V, a manos del cual vamos a ver cómo caen aniquiladas las Comunidades y

con ellas las antiguas libertades españolas, aun con todo su genio, hay que atreverse a

decirlo, no era, no podía ser el hombre que reclamaba en aquella hora grandiosa y

solemne – henchida de anhelos gestados desde el misterio del pasado –, el pueblo

español, que nada tenía que resolver en Europa, y al que, por lo contrario, el destino le

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emplazaba frente al Africa, que le había invadido ( ¡Testamento de Isabel la Católica! ) y

le colocaba entre las manos el dilatado imperio del mundo Americano...

Carlos V era un monarca obsesionado con la idea del predominio en Europa: la idea

más opuesta a las del testamento de Isabel la Católica; y a ella lo sacrificó todo. Dice a

este propósito Weis (España desde el reinaldo de Felipe II. Madrid, 1843): que consumió

su vida persiguiendo la quimera de la monarquía universal; y es cierto.

En realidad todos sabemos que, en vez de hacer único y verdadero centro de su

sistema imperialista, España, que por el Atlántico comunicaba con América, por el

Mediterráneo con Africa, y por los Pirineos con Europa, gobernó, pudiera decirse, con los

ojos puestos en Flandes, verdadero eje de su política. Ésta le obliga a trasladarse de los

Países Bajos a España, de España a Italia, de Italia a Francia, de Francia a Alemania,

reuniendo asambleas, presentando batallas cercenando, si era preciso, libertades en toda

la Europa, una gran parte de la cual dependía de sus órdenes.

Y esta obsesión del predominio en Europa, que viene a la península, evidente es, con

la casa de Austria-Borgoña, y que había de contribuir tan poderosamente a la ruina de

España, es a la vez concausa que influye necesariamente en el descuido, ya que no en el

atraso, de nuestra obra civilizadora en América; porque los problemas del Nuevo Mundo

para los monarcas extranjeros en España, fueron por lo general y en cierto sentido, cosa

secundaria.

Hechas estas aclaraciones en conjunto, veamos ahora, finalmente, los antecedentes

necesarios para comprender cuál fue y cuál tenía que ser, en España, la actitud del primer

Austria-Borgoña, y cómo esta actitud tenía que provocar el levantamiento Comunero y la

ruina de las Comunidades, señalándose ya bien visiblemente en el polarismo de la

Historia de España, aquella desviación inicial que tan lamentables resultados había de

producir en el porvenir patrio.

Carlos I de España y V Emperador de Alemania, hijo de Doña Juana llamada la Loca y

de Felipe el Hermoso, y, por tanto, nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de

Austria y María de Borgoña, no era español, sino nacido en Gante (1500) y allí criado sin

jamás haber puesto los pies en España donde su abuelo Don Fernando, en carta célebre,

se lamentaba de no haberle nunca visto.

Se le denominó a este monarca, de Austria, a causa de su ascendencia paterna, pero

en realidad, estudiando sus orígenes se ve que bien poco habría en Don Carlos que

justificase el apellido. Antón de Olmet, le denomina en virtud de esto, Borgoña,

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apoyándose en razones indiscutibles. Felipe el Hermoso padre de Carlos V, ya había sido

criado en los estados de Doña María de Borgoña, su madre, sin apenas conocer a su

padre el Emperador Maximiliano. Era su idioma el francés; francesa su guardia y

franceses el oficio y etiqueta de su Casa, dicha de Borgoña, así como era borgoñona la

orden del Vellocino, llamado «Toison» en Francia. Como en casi todas las casas reales,

se dio en esta de Borgoña una tónica histórica: la tendencia al predominio y a la

intervención, a la ambición y al despotismo.

Esta Casa, que no obstante denominarse de Austria, es francesa por su espíritu y

tendencia, por su habla y tradiciónes, es la que en realidad se sentará en el trono de los

Alfonsos y de los Fernandos, en España. La influencia de ella lejos de germanizar, por así

decirlo y como podría suponerse a la península, la afrancesa. Como el idioma de la Casa

de Borgoña es el francés, con él – dice Antón de Olmet –, en párrafos que extracto y

sobre los que ruego especial atención –, vendrán a España ya desde Felipe el Hermoso,

«todos esos barbarismos o por mejor decir galicismos cuyos orígenes se desconocen hoy,

hasta el extremo de que algunos de ellos son empleados por alarde de estilismo. De

entonces provienen el bureo, que es el bureau; como el chapeo, (que es el chapeau),

manteo (manteau) y el meson. De aquí el Sumiller de Corps, el Contralor y el Grefier. De

aquí el cadete, como el fruitier, el busier el potaier, el furrier, el guarda manguier, y en fin,

el castiller y el acroi... De aquí el gentilhombre, por camarero, de aquí la Guardia de

Corps, llamada borgoñona, para ingresar en la cual se exigía ser borgoñón, siendo

forzoso hablar la lengua walona, con cuyo cuerpo fueron reemplazados los Continuos, así

llamados por su servicio permanente, al lado siempre de la persona del Rey.

«El francés pasa a ser en cierto modo lengua oficial de los monarcas de España. No

solamente es la lengua de la guardia personal, Guardia de Corps, sino que en francés se

escriben, y esto aun perdura, los nombramientos oficiales de Caballeros de la Orden del

Vellocino, esto es, de la Toison. En francés son redactados los decretos que se dirigen al

gobierno de Flandes...».

«De esta manera será la cruz de Borgoña, esto es, las aspas de San Andrés, la que

lleven, en lugar de los castillos y las barras, las banderas del Ejército español de mar y

tierra, como será el Vellocino de Borgoña «la Toison d’or» la que colgará del cuello de los

monarcas de España, desde entonces, preteriendo y humillando la Orden gloriosa de

Santiago de la Espada, creada, en memoria del Apóstol nacional, a cuyo grito heroico e

invencible reconquistaron los españoles la patria íbera, en ocho siglos de cruzada».

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«En vano el pueblo español se quejará a Carlos I, que prefiere apellidarse V, de

mantener y acrecentar en nuestra patria esa Casa de Borgoña, fastuosa y costosísima,

sobreponiéndola a la Casa de Castilla».

«El espíritu francés de la llamarla Casa de Austria... se impondrá a todo y saltará por

todo. Franceses, llamados aquí flamencos, son los Lannoy, son los Croy, de Carlos V, son

los señores de Chievres... Esta turba asoladora será la Corte que traerá Carlos I, cuando

venga como a país conquistado a recoger la herencia del Rey Católico. El Rey de España

no habla el español... El espíritu del nuevo soberano no está en España, ni lo estará

jamás. Su abuelo Maximiliano ha muerto, y él ha sido elegido: todo su afán está en

marchar a coronarse. En vano es que las Comunidades castellanas le supliquen que no

se ausente de sus reinos. El «Imperator», el «César», el «Augusto» y «Rey de Romanos»

no conoce más leyes ni más fuente de derecho que el capricho, según los cánones del

Derecho Romano»

«Las relaciones entre el Rey y las Cortes quedan rotas, violados todos los preceptos

que regulaban la función legislativa de Castilla. El rey de España sale para Alemania.

Carlos I no será más que Carlos V».

«Pero no será por eso un alemán; Carlos I no será sino un francés antifrancés... La

Casa de Borgoña, esto es Carlos I, que continúa atribuyéndose el Ducado... vuelve en el

César a rivalizar audaz, pretendiendo con el Ducado la intervención en los negocios

franceses».

«De esta manera, Francia entrará en nosotros. El despotismo francés será

implantado».

«A la protesta de las Comunidades, al alzamiento de Castilla pisoteada, al grito

unánime de las libertades patrias, responderá el César declarándoles la guerra, ahogando

en sangre el movimiento, estrangulándolo, decapitando a Padilla, a Bravo y a Maldonado,

ejecutando a aquel obispo rebelde, último representante del clero íbero, de la Iglesia

nacional, de los Prelados feudales españoles, no los de Corte, sino los de Diócesis, que

cabalgaban al frente de sus tropas, sembrando el pánico en las huestes agarenas,

peleando por su Patria».

«Es que la Casa de Borgoña, conoce ya cómo se hacen estas cosas; tiene ya hecha la

mano a estas andanzas. Ella ya sabe cómo se huellan los Fueros, y lo que vale la ley ante

la fuerza; ha practicado durante dos centurias, la humillación de todos los privilegios, y

sabe cómo Brujas y Amberes y Bruselas, ciudades libres, Repúblicas insignes, han

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inclinado sus potentes cervices y han soportado el dogal del tirano. Y así hará Carlos de

Borgoña en España».

«Cuando las Cortes de Castilla, las más rebeldes, las únicas audaces contra los

desafueros del déspota francés se opongan a la prevaricación de los Ministros

extranjeros, a las impúdicas depredaciones de los Chievres; y alcen su voz arrogante los

Grandes y los Prelados (haciendo causa común con la nación y triunfando entre éstos la

Iglesia Nacional sobre el influjo del clero romanista) ambos serán, los Prelados y los

Grandes, arrojados para siempre de las Cortes, violando así, como dijo Jovellanos, el

precepto más antiguo de la Constitución nacional...».

* * *

Ahora bien; ¿cuándo y cómo se produce el inevitable conflicto que había de degenerar

en la sangrienta Guerra de las Comunidades y Germanías? Teniendo presente lo que

entre líneas revela el cuadro que acabamos de trazar, y siguiendo a de Olmet, puede

decirse que el conflicto se plantea desde los primeros momentos de la llegada de Carlos a

España y en la forma que era de esperar dada la incompatibilidad absoluta entre el modo

de ser y regímenes políticos hispanos y del nuevo gobernante.

El gran hispanista irlandés Martin Hume (Historia del pueblo Español) estudiando esta

época ve en Carlos V, el flamenco, el extranjero, que ignora no sólo el español, idioma de

sus súbditos, y las leyes del suelo que va a gobernar, sino hasta el carácter, cualidades y

virtudes de sus habitantes. «No cabe duda – dice – que Carlos vino a España, en un

principio, con una idea muy falsa del país y del pueblo, a quien le habían inducido a mirar

como una nación de semisalvajes, que podía ser gobernada mejor por flamencos... ».

Nada tan exacto como estas palabras. No había sido el primero, ni había de ser el

último gran mandatario absoluto que se equivocase ante nuestro extraño pueblo. Como

Carlos V, siglos más tarde, otro genial e invicto emperador, el gran Napoleón, había de

fracasar por la misma incomprensión y el mismo prejuicio.

Nacido, criado y educado, Carlos V, en Flandes, joven inexperto, rodeado de una corte

orgullosa y fastuosa, y en poder del noble Guillermo de Croy, señor de Chievres, su ayo,

que despreciaba las letras y detestaba a España (contra la que peleó en Italia al servicio

de reyes franceses) no era de esperar de su parte otra cosa que las torpezas que

acompañaron sus primeros actos de gobierno en España, que fueron enormes.

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No bien noticioso de la muerte del Rey Católico, su abuelo, se hace proclamar en

Bruselas y contra toda norma en España, Rey de Castilla y Aragón, y obrando como tal se

dirige al Rey de Francia, Francisco I, al que denomina «Padre y Señor» contrariando

espinosísimas cláusulas de documentos españoles. Por otra parte, sin moverse de

Flandes, y dilatando indefinidamente su ida a España ya comienza a disponer en unión

del ambicioso ayo Guillermo de Croy, de los cargos y destinos de Castilla, como si tratase

de privado patrimonio... Un año tarda en venir a España, entrando en Valladolid el 18 de

noviembre de 1517, y a los 18 años de edad, rodeado de una numerosa corte de

consejeros y palaciegos flamencos, orgullosos e insolentes.

Aquel joven monarca, que como tal se presentaba y titulaba, no sabía que para ser

admitido en su regia autoridad en España, necesitaba el imprescindible reconocimiento

formal y solemne de las Cortes, y el juramento aquel – uno de aquellos juramentos íberos

– que se acostumbraba a prestar al iniciar cada reinado. Procuraron – aunque sin

conseguirlo – los nobles flamencos, esquivar la antigua y venerada costumbre que para

ellos no era sino vana «formalidad embarazosa e impertinente» según gráfica frase de

Lafuente. Por fin, en enero de 1518, se celebraba una sesión preparatoria en el Convento

de San Pablo de Valladolid (que aun hoy existe) a la que concurrieron los Procuradores y

diversos representantes del Reino. Grande fue la sorpresa y más grande la indignación

que produjo entre estos representantes, encontrarse tan augusta Asamblea invadida por

el funcionarismo flamenco.

Carlos V, en efecto, había continuado repartiendo prebendas entre sus amigos de

Flandes y así resultaban monstruosidades tales como la de venir a ser sucesor del gran

Jiménez de Cisneros en la dignidad de Arzobispo de Toledo, primado de las Españas, el

joven de veintitrés años Guillermo de Croy, sobrino de Chievres; otro flamenco, Sauvage,

el más odiado de la comitiva, Canciller mayor de Castilla; y así los demás agregados a la

camarilla extranjera.

Fue entonces cuando surgió la figura netamente castellana, más aún, típicamente

burgalesa de aquel famoso Doctor Juan Zumel, símbolo y voz del general descontento.

Era Zumel, diputado por Burgos «hombre enérgico, vigoroso y firme» y no vaciló en

exponer claramente la queja contra la intromisión de aquellos ambiciosos en la nacional

asamblea, a la que agraviaban. Las amenazas – incluso la muerte – que de los poderosos

flamencos partieron, fueran bastantes a disminuir los bríos de cualquier espíritu que no

fuese el de Juan Zumel. Este respondió afirmándose con entereza en sus palabras. Los

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demás procuradores hicieron causa común con él y decidióse formular una petición al

Rey. Los consejeros de éste se manifestaron sorprendidos de que se presentaran

peticiones antes de tener conocimiento de lo que el Rey pensaba ordenar. A ello contestó

Zumel estas palabras:

Bueno será, que S. A. esté advertido de lo que el reino quiere y desea, para que

haciéndolo y observándolo, se eviten contiendas y alteraciones.

Aquellas enérgicas palabras eran la voz de Castilla, voz que, de haber sido escuchada,

quién sabe si no hubiese cambiado el destino de España. Para Carlos V no aparecieron

sino como la presión de una insólita y punible osadía...

Por fin se celebró la sesión regia, el 3 de febrero de 1518. En ella, Carlos de Austria-

Borgoña juró explícita y terminantemente guardar y mantener los fueros, usos y libertades

de Castilla; los mismos y las mismas, que ¡oh vergüenza e ignominia! habían de ser

aniquiladas por sus propias manos de déspota y perjuro...

Y he aquí un hecho asombroso, algo inesperado, que aparece un incidente de

romance y que fue empero una realidad.

En aquel juramento había de producirse un verdadero caso de avatar – valga la

palabra –, de revivencia, de atavismo, o mejor de ancestrismo misterioso y simbólico.

¿Recordáis cuando en la misma legendaria ciudad de Burgos don Rodrigo Díaz de

Vivar, el Cid, tomara su triple juramento al Rey, en Santa Gadea?

Bien. En esta misma sede de la vieja Castilla, solar de España, otro burgalés se

levanta en igual ocasión, como en aquella ceremonia solemne, y ante Carlos V, como

Rodrigo Díaz, ante Alfonso VI, con la grandeza de una figura de leyenda manifiesta que,

se esquivan algunas cláusulas. Este burgalés, es el diputado don Juan Zumel, que insiste

en que jure el monarca todo, en términos explícitos:

A ello contesta el rey «un tanto demudado»: Esto juro.

Observad que estamos ante el segundo juramento de un monarca y que este monarca

es Carlos V. Pues bien: esta frase no llega aún a aquietar a los procuradores castellanos

que la califican de ambigua, y sólo es aceptada, teniendo en cuenta que el nuevo rey no

puede expresarse en castellano.

En la entereza de los hombres que así procedían hay quienes no han visto grandeza, y

sus anhelos hay quien los reputara secundarios. Así se escribe la historia.

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CAPITULO IV LOS COMUNEROS Y CARLOS V

Las grandes figuras guerreras y los pueblos.– La política del Imperio y España.– Las razones de Estado y las de la Libertad.– Clarividencia de los Comuneros.– Lo que representa la derrota de éstos según el hispanista Hume.– Las peticiones de los representantes castellanos exteriorizan una vez más el sentimiento democrático peninsular.– Reclaman contra los procedimientos de la Inquisición; el abuso de las Bulas; la cesión de bienes al clero y la provisión de cargos desde Roma.

Débil atención concedida por el Rey a los asuntos españoles.– Nuevas dificultades de Carlos V en Aragón.– Descontento general.– La lucha para obtener subsidios.– Sumas ingentes extraídas de España.– Carlos es proclamado emperador de Alemania.– Nuevas arbitrariedades.– Menosprecio hacia los emisarios de Toledo y Salamanca.– Cortes galaicas.– Carlos parte para Alemania.– Indignación popular.– El ideal Comunero según las peticiones de la Junta Santa de Avila.– Un programa de liberalismo: puntos de vista sobre economía nacional, garantías ciudadanas, moralidad política, libertad de creencias, humanidad para con los indios, autonomía nacional en lo religioso, igualdad de derechos, etc.

Ante los hechos extraordinarios que llenan de gloria el transcendente reinado del

Emperador Carlos V, sus admiradores experimentan el natural deslumbramiento que en el

impresionable espíritu humano producen esas figuras esplendorosas, que imprimen sobre

los pueblos huella potente, dominándoles o transformándoles.

Y acontece, que dicha explicable admiración se presta en ocasiones a disculpar y aún

a justificar los momentáneos eclipses de lucidez y las desviaciones accidentales, en

homenaje a la grandeza del esfuerzo integral realizado. No por otra razón, historiadores

de nota, tratan por ejemplo como en un plano secundario y penumbroso, del nefasto

influjo que ejerció sobre España la dirección desorbitada, errónea y peligrosa, que a pesar

de la oposición por parte del pueblo, imprimió la política europeísta, de Carlos V, adversa

totalmente al antiguo espíritu patrio.

Por elevados que fueran los anhelos internacionales del César y por brillantes que

pudieran aparecer sus empresas de superdominio en el viejo mundo, no fue cosa

secundaria como algunos creen, ni excusable frente a razón alguna, el aniquilamiento del

antiguo y glorioso régimen tradicional español. No lo fue para la Europa misma, donde

pudo cooperar o influir en los acontecimientos generales más beneficiosamente una

España a la antigua usanza, que la sometida al régimen de los Felipes. No lo fue, sobre

todo, para la nación española hasta entonces grande y respetada pero no aborrecida, y

que en breve desviada de su verdadera ruta, comenzó a decaer. Y no lo fue tampoco –

según veremos en los últimos capítulos – para el naciente mundo americano que, hallado

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y poblado mediante el esfuerzo y, aunque se afirme lo contrario, el idealismo hispano,

debiera haber sido ante todo y sobre todo el sagrado primordial objetivo de la labor

civilizadora española, en el aporte general humano.

Por otra parte, ante ninguna razón de las llamadas de estado – tenebrosas y ominosas

no pocas veces – ni ante ninguna conveniencia de momento, puede ser jamás secundaria

cosa alguna que contraríe los fecundales beneficios de una sana libertad, o que engendre

la violencia y el dolor, o que afecte la libre evolución de un pueblo, sino, por lo contrario,

cosa esencial y principalísima. Entenebrecer los claros y nobles sentimientos de

autónoma y libre existencia de una nación es siempre peligroso; entorpecerlos es dañino;

pretender extirparlos es fatal. Ellos son fuente de vitalidad para el total organismo. Así,

antes que primar sobre Italia o Francia, o sobre los Países Bajos o Alemania; antes que

hacer predominar en Europa un dogmatismo religioso sobre otro, o una política frente a su

contraria, la nación española necesitaba para el desarrollo ulterior de sus grandes ideales

y el acertado cumplimiento de su misión de pueblo transmisor de cultura, el pleno goce de

sus propias íntimas libertades, de su autonomía espiritual ideal y política, conquistada a

costa de tan nobles y sostenidos esfuerzos a través de los tiempos.

Y pocas veces más claramente que en los días de la protesta comunera, se

transparentó en la vox populi, la extraña y divina intuición que tan a menudo se menciona.

A modo de interesante presentimiento, y con la fuerza de un verdadero fenómeno de

conciencia de las cosas, algo y aún mucho de esto entrevieron y adivinaron aquellos

hombres que desde sus agrupaciones populares, sus Comunidades y sus Germanías,

lanzaron la voz de alerta primero, formularon con clarividencia sus reclamaciones y

burlados por último se armaron contra el amenazante despotismo que había de

aniquilarles para su desgracia y la de su patria.

Ya vimos en el acto de la jura de Carlos V en las Cortes, cómo la voz del diputado

Zumel se levanta en la solemne asamblea exigiendo por dos veces al monarca el

juramento de que serían respetadas las véteras libertades patrias. Es que se sabía lo que

ellas habían costado y lo que representaban para el porvenir y se dudaba de que ellas no

hubiesen de ser violadas. Es que se había visto con sorpresa y disgusto la prisa y

precipitación del joven mandatario por declararse rey sin contar con la voluntad de sus

súbditos y sin detenerse ante la consideración de que aún vivía la recluida reina madre

Doña Juana, aquejada de dudosa dolencia, que aún hoy es un misterio. Que una turba de

rapaces y ambiciosos flamencos se repartían, como en tierra conquistada, los dineros y

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dignidades de la nación, hollándolo todo: respetos, tradiciones y normas. Es en suma, que

se veía amenazado por doquier, el viejo y sabio equilibrio hasta entonces existente en

España, entre el poderío de la realeza y los derechos de las ciudades y los ciudadanos.

Y se temía, en suma, con razón, la catástrofe que representaría el atropello de las

antiguas instituciones, de los viejos fueros y libertades tan heroica y noblemente

recabados; el retroceso que ello implicaría, que representaría mucho más desde el punto

de vista patrio y de la verdadera vida íntima nacional, que un predominio nebuloso y un

imperialismo brillante pero aleatorio sobre los demás pueblos de la tierra.

Los que al historiar el período de Carlos V, no han querido o no han sabido ver en el

movimiento de las Comunidades otra cosa que un levantamiento local de relativa

transcendencia, tal vez puedan conocer la historia del resto de Europa, pero están

incapacitados por su ceguedad para comprender la de España.

Para ésta, con la derrota de los Comuneros, según afirma el gran hispanista Martín

Mume «queda muerta por más de 290 años la esperanza de un gobierno

representativo».– ¡Y esto es algo grave en la historia de un pueblo! Tanto, que al pueblo

hispano, este algo, a manera de un mal que corroe y no mata, fue sumiéndole en la

decadencia de todos conocida.

No había empero de llevarse a cabo fácilmente la tarea de cercenar ten nobles y

antiguos derechos.

Las sostenidas pretensiones de los llamados Comuneros, y la trágica defensa de ellas,

nos lo demostrará, como nos lo evidenciará la nobleza esencial de los designios y la

justicia de la causa de estos Comuneros el examen de las quejas que formularan, más

significativas en su desnuda sencillez que si hubieran sido ataviadas con la elocuencia de

doctos comentaristas. Apartándonos por un momento de críticos e historiadores podemos

saber qué eran realmente estos Comuneros y cuáles fueron sus anhelos, porque

poseemos sus exposiciones al monarca. Por ellas nos es dado comprender, sin

interpolaciones de criterios extraños, cómo pensaban acerca de la cosa pública aquellos

luchadores. Por estas sorprendentes peticiones se nos revelará, de una parte, cuáles eran

los abusos contra los que se protestaba; y de otra hasta dónde se elevaban en aquellos

obscuros ciudadanos la capacidad ideológica y moral y la comprensión transcendente de

las cosas.

Tales peticiones nos revelarán asimismo, una vez más, la existencia de una tradición

liberal ibérica que se exterioriza siempre que le es posible, y que late lo mismo en las

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toscas frases del Fuero Juzgo, o Las Partidas, que en los acuerdos de las diversas

instituciones hispanas, más o menos populares, y que irán superviviendo hasta los días

epopéyicos de las mismas Cortes de Cádiz...

Antes de que se redactaran las peticiones de que vamos a ocuparnos ya habían

formulado otras los procuradores o representantes de las ciudades en las Cortes de

ValladoIid que jurara Carlos V.

En ellas se solicitaba en primer término, que la ilustre madre del monarca firmase

todas las provisiones juntamente con el Rey, y en primer lugar, como propietaria que era

de la corona, y exigiéndose, según sus propias frases de los representantes, que «fuese

tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos». Y como es lógico

suponer que no se pide lo que se posee, hay que admitir que si los representantes tal

dijeron fue necesario. No insistiremos sobre el punto, que revela oscuras facetas en la

brillante personalidad del joven rey.

Otras significativas reclamaciones, de entre las ochenta y ocho que se le dirigieron al

monarca, sí exigirán, por nuestra parte, alguna atención. Eran éstas principalmente:

«...4ª.– Que confirmara el Rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de

Castilla, y jurara no consentir que se estableciesen nuevos tributos;

6ª.– Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos;

8ª.– Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real; – Que mandase

conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guardia de su real

persona;

16ª.– Que no permitiese sacar de estos reinos, oro, plata ni moneda, ni diese cédulas

para ello;

39ª.– Que mandara proveer de manera que en el Oficio de la Santa Inquisición hiciese

justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los Obispos fuesen los

jueces conforme a la justicia;

42ª.– Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de

los que había;

48ª.– Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese

personalmente audiencia, a lo menos dos días por semana;

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49ª.– Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciere estorsión, sino que se

dejara a cada uno en libertad de tomarlas;

53ª.– Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio,

hospital, ni cofradía, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en

breve tiempo todo sería suyo;

57ª.– Que los Obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a

proveerse por el Rey, «como patrón y presentero de ellos» y no quedasen en Roma;

60ª.– Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la Corona de Castilla, para

lo cual le ofrecían sus personas y haciendas...».

* * *

De este articulado se desprenden conclusiones honrosísimas para aquellos viriles

representantes que en breve habían de convertirse en airados Comuneros.

Por lo pronto amparaban los derechos de una mujer: la propia madre del rey.

Querían conservar su régimen tradicional, prefiriéndolo como resguardador de

derechos nacionales.

Se oponían a las dilapidaciones del tesoro.

Exigían, nada menos, que el Tribunal de la Inquisición hiciese justicia no a la manera

tenebrosa que le era peculiar, sino de acuerdo con los cánones y el derecho común; y se

oponían a que la autoridad inquisitorial romanista primase sobre la nacional de los

Obispos.

En verdad que estas palabras y este criterio vendrán a resultar sorprendentes para los

numerosos escritores más o menos hispanófobos que nunca han querido ver en España

otra cosa que el país del Santo Oficio. Pero fueron, sin embargo, palabras y criterio

netamente hispanos; es más: de la antigua y gloriosa iglesia española, la iglesia ibérica de

los Concilios y de la Reconquista, liberal y patriota, suplantada por la romanista, y por la

espeluznante Inquisición, contraria al espíritu peninsular.

Pretendían también aquellos representantes amparar cierta libertad de creencias,

protegiendo al ciudadano contra las bulas abusivas. Y atajábanle el camino a la Iglesia en

su tendencia poco evangélica de acumular bienes, afirmando que si se le permitiera –

observad la expresión castellana y cruda – «en breve tiempo todo sería suyo». No

olvidemos, cuando oigamos hablar de la España «frailuna» que estas palabras fueron

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posibles en unas Cortes del año 1518, en la nación que había de pasar a la historia con la

triste característica de ser el «antro monacal» de Felipe II, y de Carlos el Hechizado.

Querían asimismo aquellos procuradores del año 1518, que las dignidades

eclesiásticas fuesen provistas por el Rey, volviendo así por los derechos de la iglesia

nacional.

Solicitaban, finalmente, que el regio mandatario concediese audiencia personal a la

usanza hispana; y, que conserve el reino de Navarra, para la cual le ofrecían sus vidas y

haciendas... Y es de observar que los mismos que con tanto trabajo acordarán después

subsidios al Rey, para sus contiendas europeas, y que hasta los negarán en ocasiones,

ofrecen cuando es preciso su propio peculio, y su vida, para el logro de una empresa que

estiman nacional.

Fueron algunas de estas medidas aceptadas, por lo menos aparentemente, por parte

del Rey. Y cabe hoy creer, que de haberlas puesto en práctica consagrándose

primordialmente al gobierno de los reinos peninsulares inspirándose en el célebre

testamento de la Reina Isabel y los prudentes consejos de Cisneros, hubiera salvado a

España, fundamentando el natural Imperio Ibérico, y no el artificioso europeo, y acaso

hubiera encauzado más beneficiosamente el curso de la Historia. No estaba en su genio

el hacerlo.

Su obsedante preocupación de dominio en Europa, en perjuicio evidente de España y

del Nuevo Mundo, le desvió de tan magnífico destino que sacrificó – como suele

acontecer entre los héroes de su temperamento – al estruendo de una gloria estéril y a los

sinsabores de una ambición superhumana insaciable.

Así, pues, celebradas las Cortes castellanas, necesitó el monarca presentarse aun

ante los aragoneses para el reconocimiento por parte de ellos. Y también, – no lo

olvidemos – para recabar subsidios. Pero, solamente después de vencer nuevas

resistencias los obtuvo. También allí le fue preciso jurar como en Castilla, que respetaría y

guardaría los fueros y privilegios del reino.

De Aragón pasó a Cataluña donde la oposición fue aun más violenta, negándose los

catalanes a reconocerle en tanto viviese Doña Juana, la madre. Aceptado, al fin, aunque

«de mala gana» según dice Lafuente, de allá hubiera regresado dispuesto a inaugurar

verdaderamente su gobierno, ya reconocido en los diversos estados, si un acontecimiento

que a él le pareciera fausto, aunque para los españoles, en realidad fue funesto, no

hubiese venido a reagravar todavía la ya penosa marcha de los sucesos.

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Y fue, que estando el Rey en Barcelona, se recibió la noticia, sensacional en Europa,

del fallecimiento de Maximiliano de Austria, Rey de Romanos, Emperador de Alemania y

abuelo del Rey.

Por este fallecimiento podía la corona imperial de Alemania pasar a poder de Carlos

que resultaría así el Primero de este nombre en España y el Quinto en Alemania.

Vencidas grandes y complicadas intrigas y poderosas rivalidades – entre ellas la de

Francisco I, de Francia, que tan perjudicial había de ser posteriormente a España – fue,

en efecto, Carlos reconocido Emperador.

Indudablemente había en tan extraordinario acontecimiento motivos más que

suficientes para hacer perder la fría y reposada visión de las cosas.

Pocas veces habría de presentarse caso semejante en la historia. Y comprensible es,

el influjo que el excepcional evento ejerció en nuestro gobernante. Quien no debiera haber

sido otra cosa que Rey de las Españas comenzó de inmediato y sin contar con la opinión

de sus súbditos peninsulares, a denominarse Majestad. Era ya el Emperador: la «Sacra,

Católica, Cesárea, Majestad» que había de guerrear más tarde hasta con el Papa.

Ni los estados españoles, ni los dilatados y fabulosos dominios del Nuevo Mundo, le

interesarán en lo sucesivo gran cosa, a no ser – ¡oh fuerza prosaica del oro! – para

obtener urgentes recursos que recabará en Castilla, Aragón y Cataluña y que destinará

inmediatamente a sus negociaciones en Europa, engendrando en España desconfianzas,

que no se extinguirán. Así – observa acertadamente el hispanista Hume – durante el resto

de su vida, la tribulación principal del Emperador será obtener dinero de España... Sabe

ya bien, ésta, que sus doblones serán arrojados por mano del César al lago sin fondo de

las inacabables contiendas europeas...

Y es curioso observar, cómo mediante una de esas paradojas que suele brindar el

azar, cuando el Rey Carlos era solemnemente reconocido como sucesor de Maximiliano

en el legendario solio que le proporcionaba preeminencia sobre los demás príncipes de la

cristiandad, los Estados de España le aceptaban trabajosamente, previos sendos

juramentos, escatimándole su auxilio las Cortes...

Es que el estado de cosas engendrado en España no podía ser más deplorable a

consecuencia de las numerosas torpezas cometidas desde los primeros momentos.

Reinaba el descontento por doquier. Los favorecidos flamencos eran insaciables,

habiendo acaparado las dignidades y el dinero. En corto espacio de tiempo, dos millones

y quinientos cuentos de maravedies de oro – suma entonces fabulosa – habían sido

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extraídos de la península. Los célebres doblones de los Reyes Católicos llamados de «a

dos» – por tener dos caras emigraban de España. Por entonces, se origina la irónica

coplilla con que se saludaba la posesión de aquellas monedas acuñadas con el oro más

puro de Europa y que decía:

Salveos Dios ducado de a dos, que rnonsieur de Xevres non topó con vos...

Pues bien; en tan difíciles momentos Carlos V colma la medida anunciando que

necesitaba partir para Alemania, reclamando nuevas sumas para los gastos de su

coronación y comunicando que reuniría Cortes en Santiago de Galicia, lugar desusado y

excéntrico.

Es por estos momentos cuando estalla la sangrienta revolución de las Germanías, que

estudiaremos a su tiempo, y cuando fermenta la agitación de las Comunidades. Tanta es

la anormalidad, que estando el Rey en Valladolid, el Ayuntamiento le pide ante la general

efervescencia, desista de su viaje a Alemania. Por toda respuesta, el Rey acelera

obstinadamente su salida sin querer escuchar a los emisarios de ciudades tan

importantes como Toledo y Salamanca. Les hace decir dará audiencia en Tordesillas,

pueblo a seis leguas de la Capital.

Entonces se produce un motín en ésta, que es sofocado con tremendos castigos. Todo

ello al inaugurar un reinado, y contra las quejas de un pueblo que lo que pedía era no le

abandonase su soberano.

¡Qué palabras podrían describir, entre otras anormalidades del momento, la de la

humillante peregrinación de los tenaces emisarios castellanos que desoídos por el Rey y

malamente recibidos ante el maléfico favorito Chievres, el de los doblones, no desisten de

su comisión y atraviesan España, jadeando hasta Santiago! ¡Vientos de orgullo y

absolutismo comienzan a marchitar a la sazón las viejas tradiciones señoriales ibéricas!

Las Cortes en Santiago (Marzo de 1520) trasladadas por temores de la camarilla a La

Coruña (25 Abril), terminan sin otros resultados que la obtención de los consabidos

nuevos subsidios. Y clausurada la asamblea, el Rey embárcase para Alemania.

Y es, entonces, cuando estalla el general alzamiento, la lucha cruenta que en la

Historia de España se denomina Guerra de las Comunidades.

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Los partidarios, héroes y mártires de este movimiento, denominados Comuneros,

serán los esforzados defensores beneméritos de los derechos populares, que las

Comunidades fueran gestando siglo tras siglo. Estos Comuneros, voz del Municipio, del

Concejo, escribirán una página de gloria, que aun ocultada por unos, oscurecida por

otros, y en parte, ignorada por muchos, siempre representará un título de honor en la

historia de la democracia universal, a la vez que una mancha en el blasón de los Austrias-

Borgoña, creadores en España del despotismo organizado.

Y ahora ya, antes de describir el aspecto dramático de la lucha y el desesperado

esfuerzo que en pro de nobilísimos ideales se realizara, interrumpiendo por un momento

el orden cronológico de los hechos, examinemos el ideario social, moral, y político de

estos luchadores. Y para deducir cual fuera éste, consultemos las propias palabras de

ellos, para lo cual ningún documento será más revelador que las peticiones formuladas

por la Junta Santa, de Avila. Eran las principales, éstas.

«Que el rey volviera pronto al Reino para residir en él como sus antecesores, y que

procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado;

Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera,

ni para los Oficios de la Real Casa, ni la guarda de su persona, ni para la defensa de los

Reinos;

Que se suprimieran los gastos excesivos y no se diera a los grandes los empleos de

hacienda ni el patrimonio Real;

Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de La Coruña contra el tenor de los

poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias;

Que a las Cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad; uno por el clero, otro

por la nobleza, y otro por la Comunidad o estado llano;

Que los procuradores que fuesen enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas

estuvieran, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir

merced de sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fuesen en estos reinos, de

cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de

muerte y perdimiento de bienes.

Y deseando recalcar bien el espíritu de esta petición; añadíasele la explicación que

sigue: ...Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir

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merced alguna, entenderán mejor lo que fuese servicio de Dios, de su Rey, y el bien

público...

Que no se sacara de estos Reinos oro ni plata labrada ni por labrar;

Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y que tan mal le habían

aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo y que tomara a naturales del

Reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo;

Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros experimentados, y no en los

recién salidos de los estudios;

Que a los contadores y oficiales de las Ordenes y Maestrazgos se tomara también

residencia para saber cómo habían usado de sus empleos y para castigarlos si lo

mereciesen;

Que no consintiera predicar Bulas de Cruzada ni composición, sino con causa

verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes y que los párrocos y sus tenientes

amonesten, pero no obliguen a tomarlas;

Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced,

indios, para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las

que hubiesen hecho;

Que se revocaran igualmente cualquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos,

jurisdicciones, minas, hidalguías, etc., que se hubiesen dado desde la muerte de la reina

Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y

servicios;

Que no se vendieran los empleos y dignidades;

Que se despidiera a los Oficiales de la Real Casa y Hacienda que hubieran abusado

de sus empleos, enriqueciendo con ellos más de lo justo, con daño de la República o del

Patrimonio.

Que todos los obispados, y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos

Reinos, hombres de virtud y ciencia, teólogos y juristas, y que residan en la diócesis. »

Que anulara la provisión del Arzobispado de Toledo; hecha en un extranjero sin ciencia

ni edad;

Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas

reinales, como cualquiera otros vecinos.

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Que tuviera cumplido efecto todo lo acordado al Reino en las Cortes de Valladolid y La

Coruña.

Que se procediera contra Alonso de Fonseca, el Licenciado Ronquillo... y los demás

que habían destruido y quemado la villa de Medina.

Que aprobara lo que las Comunidades hacían para el remedio y la reparación de los

abusos...».

* * *

A la simple exposición de las anteriores peticiones se comprenderá que no debieron

ser redactadas sin que verdaderas exigencias del alterado ambiente, les diese carácter de

necesidad nacional; y que no pudieron ser concebidas al mero impulso de un vulgar

interés utilitarista de obtener ventajas. Se observará por lo contrario, en cierto modo, en

ellas algún contorno de lo que hoy se denominaría un programa político; programa, por

desgracia, de una política que se deseaba ver realizada, ya que les estaba vedado el

implantarla a quienes la proponían. Venía a ser el articulado un tanto inconexo de un plan

de gobierno que se desea, en el cual, sin la literatura por lo general mendaz, de los

documentos de la política de oficio, se reclamaban clara y rústicamente, pero también

clarividente, medidas, reformas, y leyes convenientísimas, relacionadas con la

administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y

canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad

de derechos entre las clases sociales, etc., etc.

Y justo es reconocer que en estas peticiones, formuladas por los Comuneros en

momentos de pasión y de lucha, predominó un espíritu de cordura y de serenidad tal, y un

criterio tan humanitario, que distingue honrosamente al célebre documento, entre otros

más o menos parecidos, ya que no son precisamente característicos en los días de

reclamaciones populares, gratos a la demagogia, ni el comedimiento ni la cordura.

Se protestaba en este documento de los gastos excesivos; exigíase se estableciese la

responsabilidad a los funcionarios de cualquier categoría; se proponía no confiar las

magistraturas sino a personas experimentadas y respetables.

Pedían los Comuneros en punto a sus libertades políticas la persistencia, en las

Cortes, de los tres clásicos representantes: del Clero, la Nobleza y la Comunidad o estado

llano. Y exigían para los representantes la prohibición de recibir mercedes por su oficio,

deseando que éste fuere libre en lo posible «en servicio... del bien público».

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Proponían por otra parte una suerte de igualdad social reclamando «que los señores

pecharan y contribuyan... como cualesquiera vecinos».

Con humanitarismo superior a la época, e inspirándose en el antiguo criterio hispano

exteriorizado tan gallardamente por los Reyes Católicos, extendían sus manos

compasivas hacia los indios del Nuevo Mundo, súbditos del Rey al igual de ellos y tan

hombres libres como ellos, y reclamaban en beneficio de tan lejanos hermanos, el que no

pudiesen ser utilizados en las minas entregados como esclavos...

¡Qué interesante problema evocan estas nobles y avanzadas palabras, este

«abolicionismo» tan espontáneo, de la España de los Comuneros! ¡Qué duda aporta a la

vieja y apasionada controversia que dejó para siempre establecida como verdad

inconcusa, la ferocidad y crueldad españolas para con el aborigen!

Precisamente, de la España de esta época salieron los más discutidos conquistadores;

y mal se compadece lo de que en Castilla, reclamasen piedad para con los indios y en

América no la conociesen, hasta el punto de proceder como fieras, según afirmó el

lamentable y fanático Las Casas...

CAPITULO V EL MOVIMIENTO COMUNERO

Grandeza del movimiento Comunero en su aspecto ideal e interno.– La indiferencia de los tratadistas.– Los abusos y el abandono de Carlos V provocan desórdenes.– Toledo y Segovia.– El «individualismo» íbero y la «unidad nacional> en los días de las Comunidades, como en los de la Independencia.– El pueblo y la plebe.

Cunde la revolución: Zamora, Madrid, Avila.– Ferocidad aristócrata en Cuenca.– Burgos.– El ingenuo sentimiento monárquico español.– El tristemente célebre Alcalde Ronquillo.– Segovia pide auxilio.– El epopéyico episodio de Medina del Campo.– Incendio y ruina de Medina.– Dos cartas impresionantes.– La lealtad Comunera y el antiguo espíritu íbero.

Se agrava el encono popular.– Qué fue la «Junta Santa», de Avila.– Declara caduca a la Regencia.– El momento brillante de la Revolución.– La ingenuidad y nobleza de los Comuneros fue su pérdida.– Carlos V y los emisarios de la «Junta Santa».– Las órdenes cesáreas, – Los «Grandes» de España abandonan a los pequeños.

Tornamos a los hechos extraordinarios y dramáticos que ejercieron tanto influjo sobre

el destino íbero. Registrará después de ellos tal marasmo la historia hispana, que precisa

dejar esclarecido – a modo de saludosa despedida a la grandeza pretérita – todo lo

levantado del espíritu de las instituciones por las que se luchara, lo liberal del mancomún

en que ellas se produjeron, lo amplio del ambiente ideológico en que se gestó la cruzada

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comunera, de la cual el aspecto episódico y externo, ha sido mejor comprendido,

generalmente, que el contenido ideal al que venimos concediendo preferente atención.

Produce sorpresa, en efecto, constatar cómo a investigadores de renombre les pasó

poco menos que inadvertido este momento de la historia hispana, hasta el punto de que

Guizot, por ejemplo, al estudiar en su Civilización en Europa, las comunas en la Edad

Media, apenas si cita las Comunidades que, como todo lo español fueron terra incógnita

para los tratadistas extranjeros, no especializados. Ya recordamos cuanto daño nos

infirieron, empero con sus juicios afectados de ignorancia censurable.

Lamentábase el gran Plutarco – según recuerda en cierta ocasión la extraordinaria

escritora Blavatsky – de que los geógrafos de la época al trazar sobre sus mapas

infantiles las líneas de los países que no conocían, acompañabanlas de notas en las que

generalmente estos países resultaban poblados de monstruos o de hombres salvajes...

Algo parecido a esto que aconteció con la geografía primitiva ha venido produciéndose,

dentro de los estudios históricos peninsulares hasta casi nuestros días. Sólo así se

explica la ignorancia que subsiste aun respecto a aquellos momentos en que nuestros

antepasados llenaban con abnegación páginas tan honrosas como ésta en que venimos

inspirándonos.

Sólo habiendo sido poco menos que ignoradas aquellas estupendas «Peticiones» –

por ejemplo – que formula la Junta Santa de Avila, articulado liberal reformista y atrevido

que presenta el pueblo español frente al absolutismo, ensayo glorioso en los anales del

liberalismo universal, noble anhelo de autonomía opuesto al retardatario centralismo; o,

habiéndose perdido nuestra gesta en el caos de mistificaciones que vino a ser el haber

histórico español, se explica, decimos, que no haya sido ella por lo menos reconocida, ya

que no cantada como debiera, por los que loaron los ensayos liberadores de los pueblos.

Son empero bien dignas de recordación las primeras luchas del pueblo español ante la

visión inminente de la ruina de sus tradiciones.

Se recordará el descontento que siguió a aquellas Cortes excéntricamente celebradas

por Carlos V en La Coruña, antes de partir a coronarse Emperador, descuidando los

intereses positivos del Reino español, a cambio de los quiméricos del Imperio Alemán,

con su forzosa secuela de guerras europeas, sepultura de la grandeza española.

El disgusto de castellanos, galaicos, aragoneses, catalanes y valencianos era

justificado. Consideróse aquel abandono como mal presagio. No era la primera vez que

un Rey de España postergaba los primordiales intereses del Estado a causa de

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vinculaciones con una corona extranjera, que – ¡coincidencia curiosa! – era esta misma

de Alemania. Ya el gran Alfonso el Sabio – tan ilustre realmente por su inmensa cultura

como desdichado en sus empresas políticas – acarreó profundos perjuicios a la causa

patria con sus pretensiones al trono alemán.

Pedían pues, los súbditos españoles, que no se abandonara el reino.

No fueron atendidos.

Partió el Monarca dejando, según frase del prelado Sandoval, «a la triste España,

cargada de duelos y desventuras». El país quedaba en manos de Adriano de Utrech,

aquel débil regente extranjero que luego fuera Pontífice, y que no tuvo otra preocupación

en su gobierno sino impedir la entrada en España de los libros de Lutero. Quedaban las

arcas nacionales saqueadas; esquilmado el tesoro por el propio monarca, que no reunió

Cortes ni recorrió la nación sino para extraer caudales; y además herido el sentimiento

nacional por los favoritos extranjeros que no deseaban ya sino abandonar cuanto antes

las playas españolas cargados de botín.

Navegaba Don Carlos hacia las costas de Flandes con sus caros flamencos, cuando

estalló en Castilla el incendio de cuyas primeras chispas llegaron vislumbres al mismo

Rey, en La Coruña, como le llegaron también ecos de las Germanías, estando en

Barcelona.

La primera ciudad que se levantó contra los desafueros reinantes fue Toledo, el

legendario emporio de cultura hispana, la ciudad señorial y sabia que con la famosa

Córdoba dio justo renombre en la cristiandad a la ciencia española. Era por el momento

Toledo la ciudad más ofendida, pues lo fuera en las personas de sus emisarios, que

rechazados en Valladolid, peregrinaron media España, hasta La Coruña, implorando

inútilmente la audiencia real.

Eran regidores, populares en la ciudad, el después célebre Juan de Padilla, y

Hernando Dávalos. Con motivo de una procesión celebrada en rogativa – se dijo – de que

la Providencia iluminara al obcecado monarca, éste hizo comunicar a dichos regidores

que compareciesen inmediatamente en Santiago. Y ya salían ambos del terruño cuando

el pueblo se opuso, tomándoles bajo su custodia y poniendo en armas siete mil

hombres...

Se habla frecuentemente de lo que algunos han denominado el feroz individualismo

español, que separa los hombres, aísla las regiones y antagoniza las ciudades.

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Probablemente este individualismo es cierto; tal vez, por lo contrario, no lo sea tanto,

según también se dice; pero lo que resulta indudable es que en determinados momentos

este individualismo desaparece. ¿Recordáis cómo las aisladas regiones españolas de los

días de Napoleón, después de la tragedia del 2 de Mayo, van levantándose por doquier

sin previo acuerdo, espontáneamente, como si mediara secreta consigna – que sin

embargo no existió – hasta transformar la nación de un confín al otro en formidable

organismo de protesta? Pues este mismo curioso fenómeno se produce entre los

hombres de las Comunidades, lo que podría demostrar a nuestro juicio que entraban en

juego sentimientos profundamente nacionales.

Así, al levantamiento de Toledo siguió, el de Segovia la ciudad del bello alcázar

doresco, para nosotros; el importante centro fabril castellano de entonces. Y en ella, ya el

pueblo comenzó a macular la causa con torpes represalias ahorcando a dos pobres

corchetes y victimando al procurador Tordesillas, que fue arrastrado y colgado sin que

bastara a contener la ira de las turbas la presencia de un hermano de la víctima,

franciscano austero, que con la Sagrada Forma en la mano imploró inútilmente la

salvación del perseguido...

No será ésta la última vez que la plebe ensombrezca la causa de la Comunidad. Es

acaso uno de los castigos más graves que lleva en sí el delito del despotismo: el de

engendrar esas repelentes represalias que suelen acompañar a las reacciones de la

plebe, la que como todos sabemos, no es el pueblo. Este es justiciero, aquélla es vil y no

representa sino la virulencia que efervesce en las alteraciones populares, como el

despotismo y la tiranía no son a su vez sino una morbosidad que por desgracia, suele

producirse frecuentemente en el ejercicio del poder...

La agitación en marcha plegóse a la causa, juntamente con la ciudad de Toro, la

famosa Zamora, tantas veces cantada en las rimas de los viejos romances. Y con ello

comienzan a sonar los nombres novelescos del levantisco Obispo de Acuña, prelado y

capitán, y el del sanguinario imperialista Alcalde Ronquillo que había de llegar a ser

después símbolo del golilla despótico, opuesto al noble Crespo, el héroe calderoniano, el

alcalde de Zalamea.

Dando nota interesante plegóse también Madrid, donde Juan Zapata erigido en Justicia

supremo, puso cerco al Alcázar «famoso» como diría Moratin; le tomó, y gobernó la

ciudad en régimen netamente comunero...

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Extendióse el pronunciamiento de las Comunidades por Guadalajara, Alcalá, Soria,

Avila y Cuenca. Y si hay que convenir con quienes sostienen que no siempre fue

espontánea la causa del pueblo, fue quedando, sin embargo, triunfante por doquier.

En el transcurso de esta propagación no ocultaremos que hubo de registrarse más de

un exceso por parte de las turbas; pero también se entremezclaron más de una vez las

represalias.

Cuenca, por ejemplo (que durante la guerra carlista había de alcanzar tan triste

renombre, cual si fuera lugar predestinado a ello), fue teatro de horrores en el período de

las Comunidades. Allí fue donde la esposa del aristócrata Carrillo, dio la nota vergonzosa

de simular amistad con los cabecillas comuneros, invitarles a comer y a pernoctar, y

después asesinarles exponiendo los cuerpos en los ventanales de su palacio,

demostrando así, que el salvajismo no siempre es patrimonio de las clases inferiores.

Citamos estos casos porque ellos revelan el estado de encono que ya por doquier

dominaba los ánimos.

Aunque tardíamente, sublevóse también Burgos, cabeza y solar de Castilla, y terruño

del Cid.

La prisión de dos artesanos por el corregidor, sublevó allí al pueblo que allanó y arrasó

las viviendas de varias autoridades imperialistas. Y nos apresuraremos a consignar la

nota honrosa, en medio de tan deplorables desmanes, que nunca éstos fueron agravados

con el pillaje; a la inversa de lo que solía acontecer con las tropas imperiales, en las que

junto al elemento español, existían numerosos mercenarios extranjeros habituados al

botín y al saqueo, usuales entonces fuera de España. Dice Lafuente a este propósito:

«Vengábanse los revoltosos en demolerles (a las autoridades) las casas, quemando antes

las alhajas y muebles, en lo que demostraban más ira y encono que deseo de pillaje y de

enriquecerse con lo ajeno, cosa extraña en tales desbordamientos y más mezclándose en

ellos gente plebeya y pobre».

La razón de semejante estado de cosas estaba en que el pueblo, herido por el

menosprecio real y traicionado ahora en sus anhelos, por su malos representantes,

entreveía lo difícil de la cruzada reivindicadora [6]. Su causa, en lo que tenía de justo, era

compartida empero por no pocos nobles, elementos religiosos y diversos organismos

políticos; porque este pueblo que atropellaba las malas autoridades no era sin embargo,

como no había de serlo nunca a través de la Historia, enemigo del Rey, al que sólo pedía

libertad y justicia. Su grito era el de Libertad, y el de «¡abajo los malos ministros!» que

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apenas nacido por así decirlo, tórnase por la fuerza de las circunstancias grito de rebeldía,

y que – dando la razón a quienes entonces le proferían – vendría a ser con el tiempo algo

así como cosa típica y propia de España. Monárquico por sentimiento y gloriosa tradición,

el pueblo español será víctima a partir de esta época de una política que le vence pero

que él no acepta. Desde los días tan brillantes de Carlos V hasta los deplorables de

Fernando VII e Isabel II «la de los tristes destinos», este pueblo protestará y clamará

incesantemente contra el favoritismo de los Chevres y de los Adrianos innumerables, que

en ininterrumpida sucesión se interpondrán entre él y el monarca, ¡entronizándose para

siempre en la política!

Y, he aquí cómo las antiguas instituciones de vida democrática que eran las

Comunidades, nexo otrora entre el Rey y el pueblo, vienen a transformarse en núcleos de

protesta y de ellas surge con timbre de guerra el nombre de Comunero, que no es el

representante de las clásicas Hermandades, de las agrupaciones nacidas al calor de los

viejos municipios, sino el reivindicador airado de los derechos populares, de los fueros

comunales, de la vida autónoma, de las antiguas instituciones amenazadas...

Hubiera sido aun tiempo de evitar males mayores si en el Regente y sus consejeros no

hubiese primado el régimen del rigor, con el que quisieron reprimir el estado general de

protesta. Pero al regresar de la sede vallisoletana terminadas las Cortes de La Coruña,

nombraron para el sometimiento de Segovia, al inexorable y odiado alcalde Rodrigo

Ronquillo, cuyo nombre era ya una provocación, y que, ora manejando la vara, ora la

lanza, no hizo sino aumentar el encono, declarando rebelde a la ciudad, ahorcando a

cuanto infeliz hallaba en los caminos, talando campos y pregonando odios.

Segovia nombra entonces capitán de la Comunidad al después heroico mártir Juan

Bravo, y pide auxilio a las demás poblaciones castellanas.

De ellas, acuden Toledo con Juan de Padilla al frente de dos mil trescientos hombres;

y Madrid con Juan Zapata caudillo de cuatrocientos comuneros; que dispersan las fuerzas

imperiales.

Ante el peligro de Segovia, solidarízanse con ella ciudades como Salamanca, en la que

se pronuncia Pedro Maldonado, el digno compañero de Bravo y Padilla; o bien León; y

propágase el alzamiento por el sur hasta Murcia.

Es en estos momentos cuando se inicia el aspecto epopéyico de la lucha con el

episodio de Medina del Campo.

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Era esta gloriosa población, cuya grandeza pasada aún revelan al viajero los restos

imponentes de sus murallas y la mole majestuosa del evocador Castillo de la Mota, el

emporio comercial más notable de Castilla y uno de los más importantes de la época, con

sus ferias famosas y sus enormes depósitos de mercaderías nacionales y exóticas. Unía

a su importancia comercial, grande y singular nombradía tradicional ya que en el célebre

castillo de la Mota había fallecido la Reina Católica y habitado su hija la desventurada

Doña Juana, y en él estuvo preso el malvado César Borgia, modelo de Maquiavelo para

su Príncipe siniestro.

Poseía esta ciudad fuerte artillería, y el Regente la reclamó para utilizarla contra

Segovia, enviando a incautarse de ella al general Alfonso de Fonseca y al sanguinario

Ronquillo. Pero los habitantes de Medina anunciaron que no entregarían sus cañones

para emplearlos contra sus hermanos de Segovia. Y se fortificaron, dispuestos a la

resistencia.

Las tropas de Fonseca atacaron la ciudad, en tanto los moradores se juramentaban

dispuestos a perecer, antes de permitir saliese un cañón de la plaza. Los soldados

imperiales irritados ante la tenaz resistencia deciden – ya sabemos lo que es una guerra

civil – incendiar la ciudad. Y lanzan sobre los edificios alcancías de alquitrán y fuego hasta

que las llamas se apoderan de la población.

«Y los medineses – dice Lafuente describiendo el suceso – como otros saguntinos (g),

vieron impávidos arder sus moradas, devorar las llamas sus riquezas, perecer sus

haciendas y sus hijos, antes que rendirse al incendiario Fonseca y al feroz Ronquillo, que

al fin se vieron precisados a retirarse con afrenta, sin otro fruto que la rapiña de la

soldadesca y el baldón de haber sido rechazados después de haber destruido la ciudad

más opulenta de Castilla».

«Como otros saguntinos» dice la frase; y a fe que no pudo ser más gráfica y evocadora

de tan estoica abnegación. Exactamente como aquellos íberos primitivos que por lealtad

hacia su aliada Roma se arrojaron en la hoguera iliádica de Sagunto [7], éstos sus

descendientes de Medina del Campo, por lealtad también – que es virtud fundamental de

la estirpe – por adhesión a otra ciudad amiga, ven arder sus tesoros y haciendas. He aquí,

una vez más uno de esos casos típicos de sacrificio y resistencia a lo numantino [8], a lo

zaragozano [9], que suele ofrecer la historia hispana como supervivencia del

aborigenismo arcaico, que tantas veces hemos citado.

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Y no nos parece inoportuno recordar en esta ocasión, hasta qué punto ni aún

tratándose de memorables instantes de sacrificio, fueron generosos en sus juicios acerca

de la historia peninsular, sus enconados enemigos. Lo que se llamara virtud o heroísmo

respecto de otros pueblos fue no pocas veces considerado ferocidad tratándose de lo

ibérico. ¡Osadía le pareció a los secuaces de Carlos V la digna altivez española!

Salvajismo fue la defensa de la existencia nacional para los cómplices de Napoleón.

Simples salteadores fueron para los romanos los compañeros de Viriato y bárbaros

extraños, cuya moral choca a funcionarios como Galba y produce sorpresa a Estrabón.

Tiene éste un párrafo (en el Libro III de su Geografía) que delata una falla frecuente en el

espíritu y en el corazón humano, cuando vencedores hablan de vencidos...

Refiriéndose a los cántabros (astures y vascos: de lo más noble que existe en la

progenie terrícola) dice estas palabras: «... un hecho muestra bien hasta dónde llegan

estos bárbaros en su exaltación feroz: cuéntase que los prisioneros de esta nación,

clavados y supliciados en las cruces, entonan sus cantos de guerra». Y añade

reflexivamente: «Hechos como éstos revelan con certeza algo de salvaje en las

costumbres. Para compensar, sigue diciendo, vamos a presentar otros que, sin alcanzar

aún el carácter de la civilización, no son empero propios de fieras...». Y menciona el

hecho de que los íberos solían llevar habitualmente consigo un veneno que mataba sin

dolor, como último recurso «ante los males inesperados»; y además que, ningún pueblo

como ellos, (observad bien esta frase, que, por así decirlo, se le escapa a Estrabón).

dedicaba mayor adhesión a sus amigos y superiores, hasta el punto de sacrificar la vida

por ellos... A Estrabón, como se ve, le sorprendía la lealtad de los bárbaros íberos. Y

habiéndoles declarado salteadores la civilizada Roma y clavándoles en cruces, por

centenares, en las montañas y encrucijadas hispanas, le extrañaba a Estrabón que

aquellos mártires llevasen consigo a la guerra un veneno «para los males inesperados».

Aplicamos algo que se desprende de estas ideas que nos evoca el episodio de

Medina, a quienes no han sabido o querido comprender su grandeza, entre ellos, propios

y extraños expositores.

A nuestro parecer hay en el drama de Medina del Campo rasgos que rayan ea lo

shakesperiano si no prefiriésemos acordarnos del sin igual caballero, el gran Hidalgo...

Y tenemos la suerte, los hombres actuales, de que aún existan interesantes

testimonios que pueden revelarnos como era el temple moral de los personajes que

intervinieron en aquellos sucesos y que justifican las evocaciones que acabamos de

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hacer. Son estos testimonios las cartas que los Comuneros de una y otra ciudad se

enviaron después de la catástrofe.

Estas cartas impresionantes, que podrían figurar en una antología y que tienen acentos

de una entereza senequiana, en medio de su sencillez, revelan una vez más, la verdad

clásica del si vis me flere... pues resultan hoy un verdadero fragmento literario de la grave

y noble habla castellana, cuando no fueron sino la expresión natural de un sincero y

acendrado dolor. Vamos a leerlas.

Dicen así, comenzando por la de los medineses:

«Después que no hemos visto vuestras letras, ni vosotros, señores, habéis visto las

nuestras, han pasado por esta desdichada villa, tantas y tan grandes cosas, que no

sabemos por do comenzar a contarlas. Porque aunque gracias a Nuestro Señor, tuvimos

corazón para sufrirlas, no tenemos lengua para decirlas. Muchas cosas desastradas

leemos haber acontecido en tierras extrañas, muchas hemos visto en nuestras tierras

propias, pero cosa como la que aquí ha acontecido a la desdichada Medina, ni los

pasados ni los presentes la vieron acontecer en toda España...».

Aquí refieren los medineses los atropellos de Fonseca y el go..lla [borroso] y continúan

de este modo:

«... Por cierto, señores, el hierro de nuestros enemigos, en un mismo punto hería en

nuestras carnes y por otra parte el fuego quemaba nuestras haciendas. Y sobre todo,

veíamos delante nuestros ojos que los soldados despojaban a nuestras mujeres e hijos».

Y en seguida añaden estas frases que son elocuente evocación de ese algo innegable

que forma el sedimento hidalgo del alma castellana:

«Y de todo esto no teníamos tanta pena como de pensar que con nuestra artillería

querían ir a destruir a la ciudad de Segovia; porque de corazones valerosos es, los

muchos trabajos propios tenerlos en poco, y, los pocos agenos tenerlos en mucho... »

«No os maravilléis, señores, de lo que os decimos, pero maravillaos de lo que os

dejamos de decir. Ya tenemos nuestros cuerpos fatigados de las armas, las casas de

todos quemadas, las haciendas todas robadas, los hijos y las mujeres sin tener do

abrigarlos, nuestros templos de Dios hechos polvo, y sobre todo, tenemos nuestros

corazones tan turbados, que pensamos tornarnos locos... »

«El daño que en la triste Medina ha hecho el fuego, conviene a saber: el oro, la plata, y

los brocados, las sedas, las joyas, las perlas, las tapicerías y riquezas que han quemado,

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no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo

pueda pensar, ni seso que lo pueda tasar, ni ojos que sin lágrimas lo puedan mirar... no

menos daño hicieron estos tiranos en quemar a la desdichada Medina, que hicieron los

griegos en incendiar la poderosa Troya... »

«Entre las cosas que quemaron estos tiranos fue el monasterio del Señor San

Francisco, en el que ardió toda la sacristía, infinito tesoro, y ahora los frailes moran en la

huerta, y salvaron el Santísimo Sacramento, cabe la noria, en el hueco de un olmo...».

Y terminan, después de enumerar otras desventuras, despidiéndose de sus hermanos

de causa, los segovianos, con estas palabras:

«Nuestro señor guarde sus muy magníficas personas. De la desdichada Medina, a 22

de Agosto, año de mil quinientos y veinte».

El sentimiento de noble indignación, con que fueron recibidas las tristes nuevas que

esta carta transmitía a los habitantes de Segovia, está admirablemente reflejado en la

contestación que a ella dieron.

Podría suponerse que las frases delicadas de la sentida epístola medinense, no

habrían de encontrar términos adecuados para la correspondiente respuesta. Los hallaron

empero. Como todas las grandes épocas de un pueblo, fue aquélla, rica en nobles

emulaciones, como muy especialmente tendremos ocasión de comprobarlo en los

capítulos posteriores, referentes a la tragedia castellana.

Hombres y ciudades rivalizaron en sentimientos y en palabras que rememoran en

ocasiones las que nos ha transmitido la historia clásica al narrar los actos de sus héroes.

Ved qué respondieron los segovianos, a sus hermanos de la incendiada Medina, y

aquilatad la gallarda y decidida actitud de compañerismo reflejada en las frases siguientes

que se diría arrancadas del Romancero si no constase fueron escritas en aquellos

momentos:

«Nuestro Señor – dicen – nos sea testigo, que si quemaron de esa villa las casas, a

nosotros abrasaron las entrañas, y, que quisiéramos más perder las nuestras vidas, que

no se perdieran tantas vuestras haciendas. Pero tened, señores, por cierto que, pues

Medina se perdió por Segovia, o de Segovia no quedará memoria o Segovia vengará la

injuria a Medina.

Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recibido,

muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y a la ley

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de cristianos juramos y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno

de vosotros ponemos las haciendas e aventuraremos las vidas, y lo que menos es que

todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia

cortándoles para hacer sus casas... Porque no puede ser cosa más justa que, pues

Medina fue ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, Segovia dé sus pinares

con que se repare Medina».

La ruina de esta población conmovió a las ciudades hasta entonces indiferentes,

incluso Valladolid, sede de la Regencia, donde la agitación pública inquietó tanto a

Fonseca y a su cómplice, que se vieron forzados a huir, no parando hasta Flandes, donde

notificaron a Carlos V el estado de Reino.

La revolución que ya alcanza a Extremadura y Andalucía comienza ahora a

organizarse. Las ciudades, por iniciativa de Toledo, alma del movimiento, acuerdan

nombrar representantes y congregarse en un punto céntrico, siendo designado como tal la

ciudad de Avila.

Acuden entonces a este centro, Comuneros representantes de todas las clases

sociales: nobles, religiosos, profesores, artesanos, entre éstos un lencero de Madrid, un

frenero vallisoletano y un pelaire o cardador, de la misma Avila, constituyéndose una

asamblea con el nombre de Junta Santa, que venía a ser el Directorio, como hoy

diríamos, del movimiento revolucionario. Fue designado Presidente de ella el caballero

toledano Pedro Laso de la Vega, aquel regidor que rechazaron los flamencos en las

Cortes de Santiago; y nombrado caudillo de las tropas Juan de Padilla.

Curioso es observar el hecho de que al calificativo de «Santa» de la Junta abulense, se

uniesen otras particularidades también de vago tinte religioso cual si sus componentes –

que nada tenían sin embargo de clericales – se sintiesen hermanados en un ideal de

cruzados. Sobre que ya se reunían en la monástica Avila, en una carta que suele citarse,

llegaron a manifestar que «siete eran los pecados que padecía España» entre ellos falta

de paz, agravios, desafueros, impuestos y tiranía; a los cuales la Junta Santa, tendría que

oponer correspondientes virtudes... Esto era el aspecto rústico, si se me permite la

palabra, de la cuestión. Mas el primer acto de esta Junta Santa fue uno de anticipación

cronológica; fue una decisión insólita entonces, y semejante a otra que tanta nombradía

había de proporcionar a revolucionarios posteriores; o sea la de declarar caduca la

jurisdicción del Regente Adriano y del Concejo Real, y constituirse en autoridad superior.

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Y para oponer una personalidad real a otra, volvieron los ojos a la enferma reina Doña

Juana, que hacía quince años vivía recluida en Tordesillas, acudiendo a ella Bravo y

Padilla; y fue caso extraño el de que la noble anciana, ante tan estupendo acontecimiento

recobrase parte de su débil razón y con ella un rescoldo de energías, que,

desgraciadamente, no fueron duraderas.

Este fue el momento brillante de la revolución Comunera. No había de durar mucho,

por desgracia. La misma nobleza de la tonalidad general de los designios llevaba en

germen la pérdida de la causa.

Eran arrojados, eran heroicos los Comuneros y representaban una causa justa que,

además, era la nacional; pero carecían de esa cualidad que – aun reñida generalmente

con la moral –, es necesaria para ciertos triunfos: carecían de habilidad política.

Dueños del poder no quisieron adentrarse definitivamente en las arbitrariedades del

mando. Quisieron proceder ordenada y legítimamente en el ejercicio de sus

determinaciones. Su ideal elevado querían que fuese también legal. Redactaron y

enviaron en consonancia con su ingenua buena fe las famosas 118 Peticiones de su

Representación ante el Monarca, en las que, como se recordará, se hablaba de libertad,

de mejoras populares, de garantías ciudadanas, de responsabilidades administrativas, de

tolerancia y de autonomía religiosa, y de economía nacional, todo ello con criterio

avanzadísimo para la época.

Quisieron, en suma, aquellos hijos de las Comunidades, reformar el reino, aliviar la

suerte de los humildes, reafirmar sus liberales tradiciones...

Mas en vez de proceder como poder superior que en realidad eran, quisieron contar

con el Rey-Emperador, sin concebir hasta donde era capaz de llegar éste en su natural

despotismo.

Y sucedió algo que era inconcebible para la mentalidad española. Y fue, que cuando el

primer emisario de aquellos inexpertos hidalgos, hijos de la acaso tosca pero caballeresca

España se presenta en Flandes ante Carlos V, con la misión de la Junta Santa, la Sacra y

Cesárea Majestad de Carlos V se apodera de este enviado, le prende y le encierra en la

fortaleza de Worms. Los otros emisarios no llegaron ya.

Y como ante el absolutismo de Carlos V, aquella entereza hispana no era sino

delictuosa osadía antimayestática, decidió castigarla mediante toda su fuerza y astucia.

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Fulminó órdenes terminantes tendentes ante todo a impedir «se menoscabara un

átomo de autoridad real». Y buscó para ello el apoyo de la nobleza a la que había

protegido, asociando a la Regencia del flamenco Adriano, los nobles españoles, el

Almirante Don Fadrique Enríquez, y el Contestable Don Iñigo de Velasco. Y dictó la

disolución de la Junta Santa y la regresión al estado de cosas anterior a ésta...

Todo dependía en aquellos momentos de la Nobleza. En manos de ella estaba no ya la

suerte de las pretensiones Comuneras sino realmente el destino de España.

La nobleza empero no hizo en tan memorable ocasión gran honor al conocido lema de

«nobleza obliga». En vez de amparar al débil se plegó al poderoso. Los Nájera, los

Benavente, los Lemos, los Infantado, los Oñate, en suma, los «Grandes» de España,

fueron en aquella ocasión «pequeños». Y en vez de abrazar la causa de los desvalidos y

acaso salvar la vieja patria, enderezando las extraviadas corrientes por su natural cauce

ibérico, permitieron que el turbión del absolutismo extranjero devastase los campos,

llevándose entre las ensangrentada aguas, las tradiciones, el esplendor y las energías

populares.

Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid.

La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre Naturaleza y evolución del lenguaje rítmico.

Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: Revista del Paraguay, Revista del Instituto Paraguayo, Revista del Ateneo Paraguayo, Alcor, etc., etc. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc.

El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un

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segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías...

Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.

1] fraternia: No hallamos este término en el Diccionario Larousse Ilustrado ni en el Diccionario Enciclopédico Espasa Calpe. Madrid : Espasa Calpe, 1993. Se trataría de un neologismo o "personalismo" de fraternidad.

2] véteras: No fue hallada. Ibídem. Ibid. veteranas. 3] agarenos: moros, de "agar", personaje bíblico, esclava egipcia, segunda esposa de

Abraham y madre de Ismael, el cual originó la raza árabe (ismaelitas). 4] fabla: Imitación del lenguaje antiguo. 5] ultrapirenaicos: Pirenaicos: adj. Relativo a los Pirineos. Allende los Pirineos. 6] reivindicadora: Ibídem nota 1]. reivindicatoria. 7] Sagunto: Célebre por su heroica resistencia a Aníbal que se apoderó de ella después

de un terrible sitio en 219 a. de J.C. 8] Numancia: Ciudad de la antigua España cerca de Soria, destruida por Escipión

Emiliano después de un sitio memorable en 133 a. de J.C. Sus habitantes prefirieron perecer en las llamas antes que rendirse.

9] Zaragoza: Ciudad de España capital de la provincia del mismo nombre. En 1808 y 1809 resistió heroicamente el sitio de las tropas francesas.

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SEGUNDA PARTE

CAPITULO PRIMERO (VI) (1)LAS GERMANÍAS DE VALENCIA

Indiferencia de Carlos ante la gesta grandiosa de sus súbditos.– Lamentable estado del pueblo valenciano.– Los célebres y característicos Gremios.– Qué eran las Germanías.– Agermanados y Comuneros.– Diferencias con la Jaquería francesa, o el semicomunismo alemán de los partidarios de Münser.– La Junta de los Trece.– Ingenuo misticismo inicial.– Desórdenes y batallas.– El apóstol Juan Lorenzo.– El caudillo hugesco Vicente Peris.– Un solo rebelde sitiado por un ejército.– El enigmático apóstol «El Encubierto».

Antes de esbozar el cuadro final del histórico drama que fueron las Comunidades y su

lejana repercusión las revoluciones Comuneras americanas, interrumpimos aun la

evocación de los acontecimientos castellanos, para no dejar como aislado e inconexo uno

de los momentos más interesantes del período que estudiamos: el de la revolución de las

Germanías de Valencia.

Menos analizado este movimiento que el castellano, aparece erróneamente ante

ciertos investigadores como incidental dentro de la lucha peninsular. El encono y violencia

que revistió la Germanía, ocasionó que no pocos tratadistas se detuvieran sobre ella lo

menos posible; que otros la juzgasen severa o sumariamente; y que algunos, más

radicales, suprimieran este capítulo de los anales de la historia hispana.

Parécenos, sin embargo, que el ideal en este punto debiera ser estudiar

sincrónicamente el movimiento de Comuneros y Agermanados, ya que así se produjo. La

revolución de la Germanía no fue un hecho aislado, ni totalmente distinto, como se ha

dicho, de la Comunera. Anterior a ésta y de más larga duración que ella, se inicia en 1519

y termina en 1522 inquietando durante unos tres años a un enemigo común: el régimen

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centralizador. La cruzada de las Comunidades comienza si se quiere en la protesta de

Toledo en 1520 y tiene su fin en Villalar en 1521.

Ahora bien: ¿qué fue aquella sostenida contienda? ¿Qué representó? ¿Cuáles fueron

los ideales en pro de los que se entablara?

¿Fue una de tantas luchas entre nobles y plebeyos? ¿Fue una simple insurrección a

modo de la Jaquería francesa? ¿Qué papel desempeñaron en ella las agrupaciones

gremiales? ¿Fue una reivindicación extremista? ¿Hubo semejanza entre ella y las

rebeliones campesinas alemanas de 1525 a las que precedió? ¿Fue, en suma la

Germanía, una forma levantina, por así decirlo, de la protesta peninsular general?

A estas preguntas que no todas armonizan entre sí, pero que no son caprichosas, pues

surgen ante aspectos parciales de aquel acontecimiento, procuraremos responder en

alguna forma en esta rápida revisión de hechos.

Se produjo el movimiento de las Germanías en momentos memorables según

sabemos. Se recordará que después de aquellas Cortes de Valladolid en que dos veces

jurara Carlos I respecto a las libertades de Castilla pasó éste a prestar la respectiva

promesa ante Aragón y Cataluña, permaneciendo un año en la gran ciudad condal. Y los

acontecimientos que se precipitaron en torno al Monarca en tan corto espacio de tiempo

fueron tales y tantos, que su sola producción, teatral si se nos permite la palabra, hubiera

bastado a revelar a cualquier espíritu no obsesionado, que su destino le hermanaba con

el de una grande nación, llamada a magnas empresas.

Es cierto que, estando el Rey en Barcelona le llegó la importante noticia del

fallecimiento de Maximiliano de Austria, deceso que le daba derecho al imperio alemán.

Pero ¿qué representaba este hecho ante otros netamente hispanos que también

cristalizaban en torno suyo en aquellos momentos? Allí, en la ciudad condal recibía el Rey

Carlos la noticia similar, podría decirse, a las que narraban los libros de caballería – de

que el argonáutico Hernán Cortés acababa de descubrir un fabuloso estado: el enorme

imperio azteca de México; allí también recibía la nueva trascendente de que Magallanes

realizaba la odiseica empresa de atravesar, por vez primera, el estrecho de su nombre;

allí asimismo, se le comunicaba que iba a completarse con nuevos horizontes la secular

cruzada del pueblo español contra la Media Luna, pues que el Rey de Túnez acudía a

presentar homenaje al de España solicitando auxilio contra el corsario Barbarroja; hasta

allí llegábale al monarca, el eco de los triunfos de Hugo de Moncada contra los

berberiscos... Y, como ante los príncipes de leyenda, un día, arribaba hasta él, desde

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Oriente, la embajada suntuaria y exótica del Gran Turco, para arreglar los negocios de

Tierra Santa...

¡Eran los hechos y las cosas de la España aún grande, que alentaban a su alrededor

con sus hombres capaces de la proeza gigantesca!

Mas entre estos hechos de esplendor y de gloria, también llegaban lamentos. Eran por

ejemplo las quejas del reino valenciano mezcladas a los anuncios de las Germanías...

No creemos incurrir en apasionamiento si afirmamos que Carlos de Austria estaba

incapacitado para escuchar estas voces del pueblo que le rodeaba al que jamás había de

llegar a comprender. Todo fue, como antes de ahora vimos, postergado ante el señuelo

de la corona imperial. Veamos, si la situación del pueblo valenciano era como para dejarle

abandonado en aquellos momentos.

Importante es, ante todo, recordar la circunstancia no tan divulgada como debiera, de

que en Valencia, como en Cataluña, con un elevado espíritu de democratismo que hoy

nos parecería excesivo, los nobles de alta categoría, los poderosos, estaban excluidos de

los cargos municipales que en vano intentaron usufructuar. Estaba reservado a los

hombres de Carlos I alterar ordenanza tan sabia. Fue, pues, el nuevo Rey quien, contra

leyes y fueros del Reino, concedió a los nobles derecho a formar parte del Concejo de la

ciudad y a desempeñar funciones en el Municipio. No nos parece insignificante este

detalle aunque no le hallemos consignado generalmente.

Este menosprecio de las tradiciones del Reino puso en alarma a los hijos del Común,

que enviaron emisarios al Rey. Tenemos por tanto, que en uno de sus motivos de queja,

casi nunca recordado, las Germanías, como las Comunidades, lamentaban el atropello de

las leyes y usanzas regionales.

El hecho es, que por ésta y otras circunstancias, intolerables dentro de las generales

tradiciones peninsulares, en el reino de Valencia, hallábanse entonces las clases

humildes maltratadas por la nobleza, que en sus abusos llegaban a los límites de la

tiranía.

Pesaban sobre el pueblo tales desdichas que éste, como en el medioevo, llegó a

creerse amenazado por fatídico milenio. Lluvias e inundaciones que duraron cuarenta

días, hundimientos, y hasta presagios extraños, vinieron además a castigar la comarca,

en la que fermentaba por doquier la rebelión y la protesta. La aristocracia relajada se

excedía en sus escándalos, haciendo ostentación de contubernio y amistad con moras y

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moros, enemigos seculares y temibles de España. Llegó a tanto el menosprecio de los

poderosos hacia los humildes, que durante una epidemia que sobrevino a los demás

desastres, las autoridades, y las clases privilegiadas, huyendo de la peste, abandonaron

la ciudad dejándola desamparada.

Los irritados menestrales decidieron entonces tomar las armas, haciendo correr la voz

de que los piratas argelinos amenazaban las costas. Desde 1503 en que, efectivamente

los moros corsarios de Argel saquearon la ciudad de Cullera llevándose cautivos a varios

moradores, poseían los del Común valenciano autorización para armarse, elegir jefes y

defenderse, ya que, según acertada expresión de Sandoval, «el Común se daba a las

armas y los caballeros a los deleites».

Y aconteció que hallándose el pueblo armado y dueño de la ciudad, un fraile en

prédica imprudente, desde el púlpito de la catedral, achacó las aflicciones del país a la

cólera divina, irritada por el vicio y la impiedad dominantes. Las turbas que no deseaban

sino un pretexto para su vindicta, echáronse a la calle buscando culpables, y como se

señalase a cierto artesano tonsurado afecto a un vicio nefando, cayeron sobre él –

incendiando antes el palacio del Nuncio donde se guarecía – y arrastraron a la víctima a

la hoguera, con la vesania propia de estos ciegos arrebatos.

Afortunadamente, al atropello de la plebe siguió el levantamiento menos desordenado

del pueblo, que comenzó a organizarse, constituyéndose en autoridad. Era en 1519.

En estos momentos es cuando intervienen las instituciones gremiales.

Poseían aún éstas, como nos lo enseña la historia, especial importancia social. Y ya

derivadas de las corporaciones romanas, ya de las guildas germánicas, tales cofradías o

masonerías de obreros consagrados a un mismo arte u oficio, habían adquirido singular

representación en España, donde algunas conservaban como hereditario patrimonio los

tradicionales secretos de los artífices orientales.

Todas aquellas curiosas relaciones entre «aprendices» y «maestros», el discipulado,

las «pruebas», las ordenanzas, y la cooperación de las corporaciones extranjeras –

conservadas y perpetuadas después algunas de ellas en el simbolismo masónico –

existían en la Península asimismo, beneficiando a la artesanía y a la potente industria

nacional. La antigua Iberia que ya fuera célebre en Roma por sus trabajos en lanas y

tintes, tejidos y espartería, espadas y cueros, continuaba su tradición, reforzada por el

contacto con la cultura arábiga. Justa nombradía alcanzaron en Europa, sus obreros del

hierro y del acero, sus gremios de forjadores, así como sus artífices de la madera. Las

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espadas de Toledo y las tallas religiosas y mobiliarias desde el artesanado y el retablo,

hasta el bargueño, eran famosas. Y agremiados eran los artífices que idearon en

Mallorca, los trabajos aun hoy denominados de mayólica por su origen. Y también los

sederos y terciopeleros, y los orfebres, y, sobre todo los incrustadores al modo de

Damasco, únicos en Europa, creadores de la industria que actualmente se dice de joyas

de Eibar y Toledo.

Pues bien: al frente del pueblo valenciano vino a figurar un hombre de aquellos

gremios: Juan Lorenzo, anciano pelaire o cardador, prudente, instruido y prestigioso que

supo encauzar la desordenada agitación de la plebe.

Él fue quien propuso la creación de un Directorio o Junta de Trece personas, a cargo

de las cuales, según propias palabras del organizador, debía quedar «la dirección del

Bien Común y particular y la administración de justicia con igualdad» debiendo ser

exclusivamente estos Trece representantes, artesanos, labradores y mecánicos, y sólo

elegibles por un año. Conferíasele a este Directorio el carácter de una Junta de defensa

contra los moros, del pueblo contra los nobles, y de gobierno para la ciudad.

¿Qué más podría exigirse en el año 1521, de aquellos modestos hijos del Común

dueños del poder por deserción de las clases dirigentes?

Surge entonces entre ellos lo que se llamó Germanía, expresión significativa,

simbólica, formada del término germa, que en lemosin y catalán significa hermano, por

donde Germanía, venía a significar lo mismo que Hermandad. Se trataba pues de una a

modo de resonancia de las Hermandades de otros reinos, y ya se recordará las

conexiones que entre los conceptos de Hermandades y Comunidades, indicamos antes

de ahora.

Denominóse a los componentes de esta Hermandad, agermanados, o sea

hermanados, y ellos como los comuneros, eran también unos hijos de la Comunidad que

se organizaban ante el peligro, como los de otras regiones. Era en esta de Valencia, más

visible la influencia de los gremios por ser más populares en ella.

Había en la Germanía, representantes de estas corporaciones, estando estatuido que

primasen los pelaires o cardadores, velluteros o terciopeleros y los tejedores y labradores,

que eran los más importantes en la región.

No sería justo, por tanto, confundir el movimiento de los agermanados, que antes de

desmoralizarse procuró mantenerse dentro de una relativa organización, con los saqueos

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de las desordenadas hordas del campo, o con la llamada Jaquería francesa, o los asaltos

de las turbas embravecidas, según una vez se ha sostenido.

Sabemos por ejemplo, que la Reforma de Lutero, habiendo ejercido inesperada

influencia sobre los campesinos alemanes, entre los que se prostituyó haciéndose

política, produjo, después de las Germanías, en 1525, aquellas interesantes rebeliones,

semicomunistas, acaso no bien estudiadas ni comprendidas, pero en las que desde luego

se vio a la masa campesina transformarse en horda de fanáticos, cegada por las

predicaciones utópicas del reformador Münser...

Conocido es asimismo el carácter de la Jaquería francesa, de la que el nombre se ha

generalizado. Fue ésta la desesperada insurrección de los aldeanos franceses vejados y

torturados cruelmente por los señores feudales. Estos, que denominaban al pueblo

«Jacques Bonhomme», con cínica irrisión, y trataban a los humildes como a parias, vieron

en 1348, levantarse en masa al campesino harto de su infortunio, y transformarse en el

monstruo de las vindictas populares. Tres mil humillados se lanzaron en aquella ocasión

armados con la tea, la hoz y el hacha, sobre los castillos, de los que incendiaron más de

trescientos masacrando y aún quemando a sus defensores, violando a las mujeres y

saqueando cuanto hallaron a mano.

La Germanía no fue esto; a pesar de la ferocidad que en ocasiones caracterizó a la

lucha. Bastaría a demostrarlo, el hecho de que estando el Rey en Barcelona, la Germanía

le envió representantes con sus reclamaciones; como lo habían hecho los nobles

alarmados...

Desgraciadamente, el Rey, en vez de acudir a Valencia, partió de Barcelona y

atravesando Castilla se dirigió a Santiago a reunir las Cortes que antes de ahora

mencionamos, y de allí a Alemania, hiriendo al reino valenciano con el menosprecio de

sus fueros que no quiso acatar. Así como no había de atender a las peticiones de las

Comunidades, no se inquietó de las Germanías, contrario como era por sistema a los

regímenes regionales peninsulares.

En esta ocasión, al menos, autorizó que los gremios continuasen agermanados en

defensa de la ciudad, convocó Cortes, aunque presididas por el Regente Adriano. No era

esto suficiente para calmar los ánimos. Ni los nobles estaban satisfechos, pues que se

toleraba la Germanía, ni lo estaba el pueblo, que veía organizarse a los poderosos en

contra de su causa. Unos y otros enviaron al Rey sus emisarios. Pero éste ya en La

Coruña, y a punto de abandonar España, se limitó a dictar órdenes igualmente ambiguas

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para ambas facciones. De una parte, por ejemplo, nombraba Virrey con plenos poderes al

Conde de Mélito (Don Diego Hurtado de Mendoza); por otra, daba alientos a la Junta de

los Trece.

En este estado de cosas, los agermanados organizaron un desfile de fuerzas al que

concurrieron ocho mil hombres con cuarenta banderas. Y es detalle sobre el que

deseamos llamar la atención el que, como lema de la bandera de la Germanía, figurasen,

por curiosísima coincidencia, las bellas y típicas palabras de «Paz y justicia» que

asimismo figuran en el escudo paraguayo. Pues aunque el historiador Fernández Herrero,

afirma que el lema de los agermanados era: «Paz y Justicia y Germanía», ellos en su

contestación de Játiva, dicen textualmente que, «Paz y Justicia» era el lema de su

bandera.

***

La lucha, inevitable ya, se produjo, no bien tomó posesión el Virrey, cuando el

elemento popular quiso recabar el nombramiento de sus representantes. Los Trece, que

resultaron electos, eran los que patrocinaba el pueblo, pero fueron rechazados por el

Virrey. Días después la condena de un artesano a quien no se le concediera defensa,

contraviniendo una vez más los fueros del Reino, proporcionó la ocasión esperada.

Guillén Soralla el elemento más popular de la Junta, y que, en unión de Juan Lorenzo, era

el alma de la Germanía, se puso a la cabeza de tres mil entusiastas, rescató la víctima y

con astucia de caudillo hizo creer que había perecido, a cuya noticia el pueblo se exaltó

en tal forma que el Virrey huyó, abandonando la ciudad.

Y he aquí a Valencia de nuevo sin Gobierno y en poder de la Junta de los Trece, que

adquiere ahora el carácter de un Directorio revolucionario extremista, con tonalidades que

podríamos considerar como anticipo del moderno sovietismo. Una de sus primeras

disposiciones fue, por ejemplo, la de que no se ahorcase en lo sucesivo a ningún plebeyo

sin que fuese a la vez condenado a igual pena un noble, asimismo delincuente. Por lo

que, recordando el hecho, exclama el hispanista Hume «La Junta dictó multitud de

disposiciones inspiradas en un democratismo imposible». Y añade:

«Pero debe advertirse que hoy mismo el antagonismo en las clases sociales es más

acentuado en el reino de Valencia y en Barcelona que en otras partes de España; allí es

donde tuvo más fuerza la insurrección cantonal de 1879».

Y aun tiene esta frase intuitiva; «Graves disturbios futuros es probable que encuentren

su foco en esa parte de España, y su raíz, en el descontento social».

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Todos hemos visto en efecto que los disturbios futuros de que hablara Hume, son

actuales, y que, en verdad, como el gran historiador vaticinó, tienen su raíz en el

descontento social, por lo visto, tan antiguo como irremediable en el levante hispano.

Como el Comunerismo se propagara en Castilla, la Germanía fue extendiéndose en

Valencia. Las ciudades se declaraban agermanadas constituyendo sus Juntas de Trece

como en la capital.

Desgraciadamente, como suele acontecer en los movimientos revolucionarios cuando

empiezan a intervenir en ellos las turbas, pronto las demasías de éstas fueron imposibles

de refrenar por la autoridad popular. Aquellos varones que con cierto ribete de

religiosidad, como el que también señalamos al tratar de la Junta Santa, de Avila, habían

elegido este número trece, en recuerdo de los discípulos del Redentor estimando su obra

como un apostolado, vieron manchada su causa con excesos propios de fanáticos. En

Játiva, por ejemplo, la multitud atropelló y vejó a los sacerdotes deshaciendo una solemne

procesión religiosa. En Valencia, un imprudente que amenazó a la Germanía, fue

arrastrado; y defendido por un sacerdote que le amparara con su estola y ostentaba en

defensa de ambos la Sacra Forma, fue arrollado y ensangrentado éste, en tanto se

victimaba al infeliz protegido. Esta escena que no pudo impedir el anciano Juan Lorenzo,

iniciador de la Germanía, que la presenciara, afectó tanto al apóstol popular que le

ocasionó en pocas horas la muerte. «Nunca – dicen que exclamó – para esto se inventó

la Germanía», Juan Lorenzo fue un bello espécimen del tipo, por desgracia frecuente, del

propiciador idealista de los anhelos populares que ve su obra noblemente concebida,

deformarse en las manos inexpertas y torpes de la masa, que ajan lo que tocan, y cuyos

actos hacen recordar las palabras del gran sacrificado cristiano: «Perdonadles Señor, que

no saben lo que hacen»

Figura que pasó de !a historia a la literatura, ella inspiró el «Juan Lorenzo» de García

Gutiérrez, de menos fama, pero de más valor estético que el popular Trovador.

* * *

Hay, sin embargo, que reconocer que no se mostraron en las emergencias de esta

época, menos irreverentes y torpes los elementos de la nobleza. Como en otras

revoluciones posteriores, disminuida la autoridad de los primeros dirigentes, ya no se trató

sólo de una defensa del común o del pueblo oprimido, sino de la vindicta característica de

los días de autoritarismo popular.

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Y así se vio, que los agermanados, anticipándose al sovietismo, comenzaron por

declarar a los nobles fuera de la ley, y terminaron por suprimir los impuestos, desconocer

otra autoridad que la popular y dictar irreflexivamente, medidas «de un democratismo

imposible». Comenzaron por confiar los cargos públicos a los mejores hijos de la

Germanía y terminaron en lo arbitrario. Si el tejedor Sorolla, fue gobernador de Paterna, y

caudillo el carpintero Estellés, y el dulcero Juan Caro, general, en virtud de excepcionales

méritos, no se encontraban en el mismo caso otros representantes de la Germanía.

No es de extrañar que fueran, por tanto vencidos en la lucha. De las variadas

peripecias de ésta – detalladas en diversas obras de todos conocidas – no hemos de

ocuparnos en este esquema, deteniéndonos tan sólo – en homenaje a lo extraordinario de

sus hechos – en dos figuras que llenan de leyenda estos momentos turbulentos. Una de

ellas es la de Vicente Peris, héroe que de haber actuado en otra contienda, ocuparía

merecido lugar en la historia.

* * *

Muerto el apostólico Juan Lorenzo; vencidos otros jefes de la Germanía como el

caudillo Estellés en Oropesa; y Jaime Ros con sus siete mil hombres en la batalla de

Almenara – en la que quedaron dos mil hombres en el campo – surge la figura de Peris, el

audaz artesano que de simple terciopelero o vellutero había de pasar, como Viriato, a

caudillo famoso, terror de los partidarios de la nobleza.

Advertimos, que en demérito de ésta, buena parte de sus secuaces eran los moros,

detestados, enemigos tradicionales del reino. Por donde resulta que la clase elevada,

estaba defendida en aquella emergencia, por adversarios más o menos velados de

España, en tanto que el elemento hispano estaba del lado de la Germanía. Sirva ello de

explicación al encono de aquellas parcialidades. Este fue tal, que cuesta hoy trabajo

comprender cómo se pudieron librar batallas como la de Orihuela en la que figuraron siete

mil agermanados contra equivalentes fuerzas contrarias, quedando sobre el campo el

fatal día 20 de agosto de 1521 cuatro mil caídos, sobre cuyos cuerpos, que llenaron una

acequia, pudo pasar la caballería vencedora... (Esta página que pertenece a los anales

del sentimiento liberal español, debiera ser recordada alguna vez por quienes no ven en

España otra cosa que el pueblo de las caenas).

Desmoralizada la Germanía ante la derrota, anarquizada la capital valenciana, y

amenazada por el expulso Virrey con siete mil ochocientos hombres, capituló. Y hubiese

terminado la guerra a no mediar Peris.

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Éste buscó amparo en Alcira, donde se hizo fuerte contra el ejército del Virrey que

contaba con ocho mil hombres. Pero Alcira, sede momentánea de la Germanía, tuvo

también que rendirse...

Es, en tan desesperado momento, cuando el caudillo Vicente Peris realiza uno de esos

actos que en las novelas parecen antinaturales y en la realidad increíbles. Burlando la

vigilancia de las autoridades y con osadía, y heroísmo asombrosos, se introduce en la

propia Valencia, se instala en su misma casa y se entrevista con los agermanados que

juran perecer antes que abandonarle.

Mas a la simple noticia del arrojado acto de Peris, el Gobernador pone sobre las armas

cinco mil hombres y ordena la captura del caudillo.

«La suerte de la Germanía iba a decidirse – dice refiriéndose a esta ocasión, Lafuente

– pero tenía que ser aquél un día de horror para Valencia».

Tres cuerpos de ejército avanzaron por diversas calles hacia la de Gracia donde se

guarecía el heroico agermanado y sus amigos. ¡Sólo la pluma del gran Hugo podría

describir este insólito episodio del sitio de un hombre por un ejército de cinco mil! Tres

horas de combate fueron necesarias para arrasar aquellos lugares. Por fin la casa de

Peris fue incendiada. Por entre las llamas vióse escapar a la familia. ¡Él permaneció,

hasta que el fuego le abrasaba, irreductible como un héroe iliádico; hasta perecer poco

después entre el salvajismo de la soldadesca!

La impresión que causó la muerte de Peris hubiera sido suficiente a terminar la

campaña. Más aún tenía que producirse en la epopeya la súbita aparición del más

interesante personaje que pudiera imaginarse.

* * *

Se trataba de un hombre misterioso y extraño que impresionó a las gentes

presentándose como vengador de Peris el caudillo. Era un joven de veinticuatro años, de

rostro delgado y aguileño, ojos zarcos y cabello castaño, que apareció en la huerta

valenciana haciendo vida de ermitaño. Hablaba varias lenguas y con delicadeza la

castellana. Se expresaba en lenguaje enigmático, diciéndose enviado de Dios para

vengar la tiranía de los poderosos. Dijera también en cierta ocasión, que él era un nieto de

los Reyes Católicos, hijo del Príncipe Juan de Castilla... Pero en realidad cuando los

agermanados preguntábanle su nombre, este personaje respondía que se llamaba el

Hermano de todos...

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El pueblo comenzó a denominarle El Encubierto. Y nunca ha podido poner en claro la

historia, quien fue realmente este Encubierto en el que tal vez hubo más de iluminado que

de otra cosa. Lafuente le trata de embajador, otros de embaucador y de farsante. Pero lo

cierto es que las noticias a él referentes son proporcionadas por sus enemigos. Sobre ser

agermanado, fue encausado por la Inquisición, que entrevió herejía en sus prédicas; y los

datos que poseemos derivan del proceso inquisitorial por lo que nos parecen

sospechosos. Según este proceso, El Encubierto resultaría un farsante, judío, un

comerciante, pecaminoso en Orán, de donde fuera expulsado, etc.

Su figura pasó – como la de Juan Lorenzo – al teatro, merced al genio dramático del

mismo García Gutiérrez que hizo sobre ella su tragedia «El Encubierto de Valencia».

El hecho es, que él se plegó a la causa decaída de la Germanía a la que prestó

inesperada vitalidad, con su valor y condiciones de organizador. Supo este Encubierto,

imprimir dirección militar a la revolución expirante, cualidad extraña en una persona que, a

la vez, desde el púlpito, en Játiva, había dirigido la palabra a las gentes, enalteciendo la

humildad cristiana y predicando contra los que atesoraban riqueza engendrando la

miseria del pueblo... La popularidad del Encubierto favoreció en sus postrimerías los

anhelos de la Germanía, que no obstante estaba herida de muerte...

Perseguido el raro apóstol por el Virrey y la Inquisición, y puesta a precio su cabeza

murió asesinado...

Y nosotros, suprimiendo escenas y peripecias, damos con esta muerte por terminado

el drama de las Germanías; drama que representó la cantidad de catorce mil víctimas al

pueblo valenciano, y que tuvo una secuela en Mallorca, donde la Germanía repercutió

trascendentalmente, produciendo las Asonadas sangrientas estudiadas por Martínez de

Velasco.

Al terminar la rápida revisión de los hechos más significativos de esta complicada

lucha, nos parece estar autorizados a no admitir las parciales acusaciones formuladas por

el reaccionarismo contra la Germanía. Rebajando considerablemente la tonalidad de los

críticos liberalizantes nos parece más justo su veredicto.

CAPITULO II (VII) CONTINUACIÓN DEL MOVIMIENTO COMUNERO, HASTA VILLALAR

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(23 de abril de 1521)

Nobleza e ingenuidad de los luchadores del Comunerismo.– Justicia y nobleza de la Causa.– Errores, rencillas y rivalidades fatales.– Adversidades.– Intervienen las Merindades de Castilla y la Montaña.– La antigua entidad de la Merindad y su carácter íbero.

El prelado-caudillo Acuña.– Juan de Padilla; Juan Bravo; Francisco Maldonado.– El momento culminante de la contienda.– Torrelobatón.

La derrota de Villalar.– El 23 de abril de 1521 «día funesto a la libertad» cierra un ciclo de la historia.

Suplicio de los héroes y mártires Padilla, Bravo y Maldonado.– Un párrafo de Lafuente. Las célebres frases senequianas. Indicados los antecedentes imprescindibles para comprender el alcance del

movimiento que realizaron en la Península, en el primer tercio del siglo XVI, los

defensores de la causa tradicional; bosquejada la estructura de las instituciones populares

ibéricas opuestas en su sentido democrático, según vimos, al nuevo orden de cosas

impuesto; evidenciando el avanzado espíritu de sabio autonomismo y de libertad, del

régimen peninsular: expuestas en su tonalidad general las pretensiones históricas,

sociales, políticas y espirituales de los representantes del sentir hispano de la época

(revelado entre otros testimonios, en las Peticiones de la Junta Santa de Avila); y

comparadas las tendencias del comunerismo castellano con las de la germanía levantina;

nos resta al finalizar el ligero examen que venimos haciendo, indicar algunas de las

concausas que imposibilitaron el triunfo de los anhelos populares, y diseñar el desenlace

de este ensayo liberador, que fue la guerra de las Comunidades, no ajeno como veremos

a otros movimientos que a modo de inesperadas y lejanas repercusiones habían de

producirse en América, posteriormente.

* * *

Se recordará la despótica actitud asumida por el cesáreo Carlos ante las sabias y, en

último análisis, respetuosas peticiones, que le hicieran llegar a Flandes aquellos idealistas

castellanos, reformadores ingenuos y liberales que constituían la Junta Santa. La

respuesta fue, según se sabe, la prisión del emisario. Y, como complemento de este acto,

las rígidas disposiciones tendientes a impedir la merma en lo más mínimo, de la autoridad

absoluta; así como la astuta concesión de que, dos representantes de la nobleza

española compartirían la Regencia con el extranjero Adriano que gobernaba la península.

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Aquel repentino pacto del monarca con la nobleza patria, a la que hasta entonces

había preterido, era – bien lo comprendieron en el reino – anuncio de graves amenazas

para la causa popular. Desertando de ella numerosos nobles engendráronse peligrosos

antagonismos. Y ya veremos cómo, por desgracia, aunque era de esperar el triunfo de los

Comuneros ya que ellos poseían fuerzas suficientes, representaban la razón, tenían en su

apoyo la historia y tradición ibérica, y su victoria implicaría un desenvolvimiento natural de

los destinos nacionales, lo que aconteció, por la conflagración de diversas circunstancias

adversas, fue, empero, lo contrario: que los representantes de las viejas libertades

perecieron, triunfando el cesarismo absolutista.

Hecho tan lamentable ha sido explicado generalmente exagerando las torpezas

cometidas por los representantes populares, entre ellas la de haber carecido de una

dirección atinada; el no haber sabido aprovechar la victoria; el distanciamiento con la

nobleza motivado por las disposiciones extremistas; la debilidad de la Junta que

«habiendo podido ser ejecutora se limitó a ser suplicante»; la rivalidad entre los jefes

Comuneros; y las demasías cometidas, especialmente por las huestes del obispo-caudillo

Acuña...

Mas sí, en realidad, muchas de estas circunstancias existieron, lo que se olvida

generalmente, es que las más graves torpezas antes bien derivaron de la propia

ingenuidad, nobleza e hidalguía de aquellos caudillos y reformadores.

Por triste que el hecho pueda aparecer para la historia de los acontecimientos políticos,

lo evidente es que, en éstos, casi nunca logra triunfar la razón o la justicia si no están

suficientemente reforzadas con la astucia, la ductilidad, la osadía, el ventajismo...

Y ninguna de estas cualidades eran características de los Comuneros, que se limitaron

a pelear como héroes en defensa de las libertades conquistadas por sus mayores, y

creyendo que serían alguna vez atendidos en sus pretensiones. Éstas no podían ser más

justas. «Sobradamente ciertos eran – dice en afortunada revisión el historiador Lafuente –

los desafueros y agravios de que los castellanos se quejaban; asaltado habían visto su

reino, esquilmado y empobrecido por una turba de extranjeros, sedientos de oro y

codiciosos de mando, que les arrebataron voraces sus riquezas y sus empleos: el rey del

que esperaban la reparación, desoyó sus quejas, menospreció sus costumbres, holló sus

fueros y atropelló sus libertades; y al poco tiempo, los abandonó para ir a ceñir sus sienes

con una corona imperial en apartadas regiones, dejando a Castilla, a cambio de los

agasajos que había recibido, un exorbitante impuesto extraordinario, un gobernador

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extranjero y débil y unos procuradores corrompidos. Si alguna vez hay razón y justicia

para estos sacudimientos populares, tal vez ninguna resolución podía justificarse tanto

como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado, en demanda de la

reparación de las ofensas, todos los medios legales que la razón y el derecho natural y

divino, conceden a los oprimido contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y

menospreciados. El levantamiento no fue resultado de una conjuración clandestina, ni

plan hábil maliciosamente preparado... la explosión de la ira popular por mucho tiempo

provocada... y el movimiento fue tan espontáneo que se acercó a la simultaneidad... el

grito era el mismo en todas partes: castigos de los procuradores que se habían prestado

al soborno y habían sobrecargado al pueblo faltando a los poderes e instrucciones

recibidas de sus ciudades; que no gobernaran extranjeros; que cesara la extracción del

dinero para Flandes, que tenía agotado el tesoro y empobrecido el reino; que se

guardaran las leyes, costumbres, fueros y libertades de Castilla; que el rey otorgara y

cumpliera los capítulos presentados en las Cortes por las ciudades; que volvieran las

cosas al estado en que las dejó la reina Católica; y que el monarca residiera en el

reino...».

Ante la evidente justicia de tales reclamaciones, desoída, se recurrió a las armas.

Ciertamente que los desmanes y torpezas fueron inevitables; pero en ambas facciones

existieron. Y en cambio no descendieron los Comuneros al nivel de otros revolucionarios,

manchando su cruzada libertadora; no revistió ésta los caracteres de ferocidad

desplegados en posteriores luchas, en agitaciones de nuestros días, en el seno de

pueblos evolucionados...

Acaso intuitivamente entrevieron que libraban no ya la contienda de los viejos

derechos del hogar patrio, sino la más trascendente entre el poder democrático y

temperado, tradicional en la península, y el autoritarismo absolutista dominante en el resto

de Europa. Lo cierto es que revolucionarios pero no anárquicos y liberales aunque afectos

al rey, los hombres de la Junta Santa, constituidos en autoridad y poseedores de fuerza y

prestigio, no quisieron romper sus vínculos de lealtad con el monarca; y en vez de

ejecutar como soberanos – y ésta sí que fue torpeza – las reformas y reivindicaciones que

tan acertadamente concibieron, debilitaron su potenciabilidad en idealismos, consultas y

transacciones que nada obtuvieron de la autoridad imperial.

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Y en esta situación, se lanzaron a la lucha decidida pero tardía, de sus derechos,

cuando ya los imperialistas habían organizado sus elementos.

No habremos de seguir en su accidentada marcha esta guerra cruenta, entablada más

bien que entre dos facciones entre dos regímenes opuestos. Fue su momento culminante

el de 1520 a 1521, o sea el comprendido entre los torpes comienzos de Girón en Rioseco

y el desastre de Villalar. Los hechos que informan este período han sido descritos y

comentados detalladamente y sus resplandores de gloria y heroísmo sirvieron de tema al

narrador, al poeta y al artista.

Si alguna sombra encontramos en la cruzada es la de que sus hombres no supieran

sustraerse a la peligrosa flaqueza de las rivalidades.

Así, Pedro Laso de la Vega, Presidente de la Junta, celoso del prestigio de Juan de

Padilla, propició el nombramiento de Don Pedro de Girón primogénito de los Condes de

Ureña como jefe de las Comunidades, motivando el retiro del popular caudillo toledano.

En realidad, Girón, que era un noble desairado por el rey, se plegó por descontento a la

causa popular, a la que fue fatal.

No menos de diez y ocho mil hombres eran las fuerzas de los Comuneros, cuando

éstos, halagados por la adhesión del aristócrata Girón, se pusieron a sus órdenes

creyendo atraerse así a la nobleza.

Y, con tan considerable ejército, Girón no se animó a tomar la ciudad de Rioseco

donde se guarecían los magnates imperiales, que lograron reunir unos doce mil hombres,

sin ser hostilizados, excepto por el formidable Obispo Acuña; y que, mandado por el

Conde de Haro, llegaron a dar el golpe magno de apoderarse de Tordesillas, sede de la

Junta Santa y de la reina Doña Juana, de la cual se incautaron llevando el desconcierto a

las filas de la Comunidad... Fue este desastre obra del malhadado Girón – que huyó

hundido en el descrédito –, más que de los propios Comuneros.

Tamaña adversidad hubiera bastado a deshacer cualquier partido que no fuera el de

las Comunidades, pero como observa Martínez de la Rosa «eran castellanos los que le

sostenían y era la libertad lo que les alentaba». Y un fausto suceso vino además, por

entonces, a levantar los ánimos: Juan de Padilla se reincorporaba a la lucha acudiendo

con dos mil toledanos, si bien dando origen de nuevo al pecado de las rivalidades.

Renacieron éstas ante el prestigio de Padilla, aclamado por el pueblo como caudillo

supremo, frente al celoso jefe Laso de la Vega que comienza entonces a desviarse de sus

antiguos compañeros.

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¡Amarga enseñanza la de aquellas sordas emulaciones y rencillas en momentos tan

decisivos! Padilla retraído ante el encumbramiento de Girón... Laso ante el de Padilla...

Por suerte las fuerzas de éste, recibieron curioso e inesperado incremento con la

incorporación de las antiguas Merindades castellanas y vascas. Eran, como es sabido,

estas Merindades, antiquísimas instituciones establecidas en la alta Castilla y las

provincias vascas, en determinadas jurisdicciones o comarcas que aún en nuestros días

conservan este nombre. Venían a constituir un régimen especial de gobierno ejercido por

las autoridades denominadas Merinos, término derivado del antiguo Mayorino, especie de

Señor que representaba en aquellas comarca el lejano poder real y gozaba de popular y

tradicional prestigio. De origen oscuro como el de otros véteros organismos hispanos, una

vez más encuéntrase el investigador, ante esta entidad, que citan las Partidas y otras

compilaciones vetustas, frente a nuevas ramificaciones del secular y multiforme tronco de

las arcaicas instituciones regionales hispanas. Como las Hermandades, como la Mesta,

como las agrupaciones mismas de las Comunidades y como las Germanías levantinas,

las viejas Merindades altoburgalesas, eran algo típicamente íbero. De aquí que aun

siendo de origen y estructura nobiliaria, pudieran sentirse hermanadas en aquellos

momentos con las Comunidades, en una lucha en defensa de las antiguas libertades y

fueros amenazados.

Era el jefe de estas Merindades, el Conde de Salvatierra, que si bien operaba movido

por personales desavenencias con la corona, venía a resultar auxiliar poderoso.

Fue éste el momento brillante de la Guerra de las Comunidades. El singular prelado y

caudillo Acuña – aunque manchando su gloria de guerrero con los atropellos de sus

huestes – perseguía a los imperiales por tierras de Toledo; Salvatierra, combatíales en

tierras de Campos; y Padilla, dominaba la región vallisoletana.

Aprovechando tal estado de cosas, Padilla tomó algunas fortalezas y decidió

apoderarse de la histórica villa de Torrelobatón. No debemos olvidar este nombre que

simboliza una victoria, precursora de la ruina de los Comuneros.

A 16 de febrero de 1521, partía el noble Juan de Padilla, desde Valladolid, sede ahora

de la Comunidad y amparo de la Junta Santa, contra la amurallada y bien defendida villa

de Torrelobatón, distante de la capital unas leguas al oeste. Llevaba siete mil hombres de

infantería, quinientas lanzas, y artillería. Eran los Comuneros de Toledo, que con él

vinieran; eran los de Segovia, capitaneados por Juan Bravo; los de Madrid, a las órdenes

de Juan de Zapata; y los de Avila y Salamanca, mandados por Francisco Maldonado...

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Tres de estos hombres, que juntos se vieron en esta ocasión Padilla, Bravo y Maldonado,

estaban predestinados a verse juntos en Villalar y también sobre el cadalso...

Pero ahora triunfaron y con triunfo meritísimo. A los ocho días de asedio, los imperiales

eran vencidos y tomada la villa y castillo de Torrelobatón, hecho que si bien trascendente,

nadie hubiera podido prever que iba a resultar nada menos que culminante, en la marcha

de los acontecimientos. Evidentemente, venía a ser, aquél, el instante decisivo que el

destino suele presentar ante los hombres, y del cual pende la gloria o la catástrofe. Si a la

toma de Torrelobatón hubiese seguido inmediatamente la de Tordesillas, triunfa la

Comunidad; Carlos V no logra imponer su régimen retardatario, y el destino de España

hubiese cambiado totalmente. No sucedió así. Se interpuso una vez más la ingenua

hidalguía de los amigos de Padilla, en forma de dilación, de tregua. Se opuso una tregua

engañosa y fatal para la Comunidad, transacción fracasada, en la que medió Laso de la

Vega, traidor acaso y desertor mas tarde. Si se trataba de malograr el fruto de la victoria y

permitir organizarse a las fuerzas imperiales, logróse el objeto. Las inútiles negociaciones

entre la Junta Santa, que estaba en Valladolid, y el gobierno de los regentes que se

hallaba en Tordesillas, no sirvieron en realidad sino para preparar el golpe de Villalar.

Padilla, que permanecía inactivo, y «como encantado», al decir de algún historiador, en

Torrelobatón, o ignoraba el peligro que le amenazaba o esperaba refuerzos...

El hecho es que sólo salió de tal estado, cuando los imperiales unidos y organizados

se aproximaban.

Antes del alba del 23 de abril de 1521, «día funesto a la libertad española», según dice

Martínez de la Rosa, movilizaba sus tropas el caudillo toledano. Proponíase desviarse

hasta Toro en busca de elementos.

Y hacia la histórica ciudad marchaba el Comunero, al frente de ocho mil hombres de

infantería, quinientos jinetes y algunas piezas de la artillería de Medina, cuando los

imperiales, mandados por el Conde de Haro (seis mil peones y dos mil cuatrocientos

jinetes) alcanzáronle en Villalar, a unos quince kilómetros del pueblo abandonado por los

Comuneros, Torrelobatón.

* * *

Villalar es un pueblecito que no suele figurar en los mapas. Enclavado en terreno

arenoso, hay en él unas lomas o cuestas areniscas que se extienden hacia la parte

norte...

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Aquel día, 23 de abril, era lluvioso y sombrío.

Las tropas imperiales rodearon las lomas y hallaron a las fuerzas de Padilla algo

desordenadas por la lluvia que ahora les azotaba de frente. Emplazaron la artillería y

dispararon sobre la masa desordenándola. La artillería Comunera, pesada, atascábase en

los lodazales. La infantería hundíase en el fango. La lluvia azotaba los rostros. No se

obedecían las órdenes. Sobrevino el pánico. En un puentecillo llamado del Fierro finalizó

el desastre.

Éste, que exterminaba a los defensores de las Comunidades, cerraba a la vez un ciclo

de la historia española. Con él terminaba el período netamente hispano, ibérico,

aborigénico, del pueblo español: el pueblo de Viriato y de Pelayo; el del poema del Cid y

el Romancero; el de los Concilios y las Cortes; el de la Reconquista y las Tablas

Alfonsinas; el del Descubrimiento de América... A este pueblo de glorias inmarcesibles y

útiles a la humanidad, iba a suceder el de las guerras de Flandes, el de las contiendas

europeas estériles, el del monarquismo absoluto, el de predominio romano e inquisitorial;

el de la Casa de Austria-Borgoña que finaliza en Carlos el Hechizado; o el de los

Borbones, entre quienes el mérito de un Carlos III, no contrapesa la vesania de un

Fernando VII...

En la derrota de Villalar podría decirse que termina la antigua historia grande,

netamente ibérica. Si ésta hubiera de escribirse a la manera que lo hacía aquel curioso

personaje de los Episodios de Galdós, que narraba los hechos como debieran haberse

producido, y no como realmente acontecieron, se describirían los destinos del pueblo

español, encauzados por rutas venturosas de esplendor positivo, y no por la extraviada y

arbitraria que trazó el imperialismo europeizante, origen de nuestra decadencia...

* * *

La batalla de Villalar, en su aspecto externo y dramático, pertenece como todo lo

episódico de la guerra de la Comunidades, a la historia popular, a la literatura y al arte. No

es el aspecto que nos interesa en esta ocasión, aunque hay en él resplandores simbólicos

que revelan cual era el temple anímico de los hombres que España perdió en aquella

catástrofe. Difícilmente causa nacional alguna habrá sacrificado espíritus más nobles y

caballerosos, ni más altamente heroicos que los que el absolutismo inmoló en Villalar. Era

el grito comunero; ¡Santiago y libertad! era el imperialista ¡Santa María y Carlos! Los

populares invocaban la tradicional figura blanca del Apóstol que figurara en la

Reconquista; y la sagrada palabra por la que lucharan tan denodadamente sus mayores.

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¡Fueron desoídos!

Los últimos momentos de la tragedia, alcanzaron aquella grandeza característica del

extraño tronco castellano, pundonoroso, estoico y místico! Cuando Padilla exasperado

ante la derrota de sus huestes se lanza a la muerte con cinco jinetes de su ilustre casa,

pronuncia estas palabras espartanas:

No permita Dios – exclama – que digan en Toledo ni en Villalar, las mujeres, que truxe

sus hijos y esposos a la matanza, y que después me salvé huyendo.

No hallaron, empero, la muerte en el campo, ni él ni sus compañeros de mando, que

prisioneros y juzgados en la lúgubre noche del 23, expiaban al día siguiente en el cadalso

su amor a la libertad.

Estos nobles hijos de Castilla, que rivalizaron en valor en los campos de batalla,

superáronse en sublimidad moral ante el suplicio. Padilla escribió aquellas dos conocidas

cartas a la ciudad de Toledo una, y a doña María de Pacheco, su esposa, otra, que jamás

alma liberal y española podrá leer sin emoción. Epístolas célebres en la historia, y que

como las de los habitantes de Medina y Segovia, revelan en los espíritus de la época, una

profundidad moral y estética que raya en lo sublime bíblico, en el refinamiento de la lírica

más elevada.

Así fueron también las últimas palabras de aquellos varones que se diría inspiradas en

nuestro teatro calderoniano, cuando, por lo contrario, éste no hizo sino inspirarse – ya en

días de decadencia moral – en los recuerdos, sentimientos, hombres y cosas de antaño.

Son conocidísimas, pero siempre dignas de recordación, aquellas frases romancescas y

trágicas:

Camino del suplicio aquellos mártires oyen la voz siniestra del pregonero:

«Esta es la justicia – decía el lúgubre son – que manda hacer S. M. y los gobernadores

en su nombre, a estos caballeros: Mándales degollar por traidores...».

– Mientes tú, y aun, quien te lo mandó decir, – interrumpe dignamente el segoviano

Juan Bravo – traidores no, mas celosos del bien público y defensores de la libertad del

reino.

Pero a estas palabras solemnes y justas contesta con estoicismo senequiano, Juan de

Padilla:

– Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como

cristianos.

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Calló el capitán segoviano, y ya ante el tablado, adelántase al ejecutor y le dice viendo

que iba a perecer primero Padilla:

– A mi primero; porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla...

Y sucumbe; antes que Padilla, y que Maldonado...

Creemos que no ha sido todavía aquilatada psicológicamente toda la simbólica y

tocante sugerencia de estos postreros momentos de los sacrificados en Villalar, en las

que late algo que no ha sido aún estudiado...

Al terminar esta oscura evocación, que la nobilísima gesta nos ha venido inspirando,

no hemos de olvidar las reflexiones del gran historiador Lafuente, que acaso parecieron

atrevidas en su época, pero que son luminosas, justas y serenas, simplemente:

«Así acabaron – dice – los tres más bravos caudillos de las Comunidades. Su suplicio

fue también la muerte de las libertades de Castilla. La jornada de Villalar en el primer

tercio del siglo XVI, no fue de menos transcendencia para la suerte y porvenir del reino

castellano que la de Epila para el aragonés al mediar el siglo XIV. En ésta, quedó vencida

la confederación de las ciudades, como en aquélla quedó vencida la Unión; con la

diferencia, que allí, el vencedor en Epila, Pedro IV de Aragón, si bien rasgó con el puñal el

Privilegio de la Unión, fue bastante político y prudente para conservar y confirmar al reino

aragonés sus antiguos fueros y libertades. Aquí, un monarca que ni corrió los riesgos de

la guerra, ni se halló presente al triunfo de los realistas en Villalar, despojó, como

veremos, al pueblo castellano de todas sus franquicias que a costa de tanta sangre por

espacio de tantos siglos había conquistado. Por siglos enteros quedaron también

sepultadas en los campos y en la plaza de Villalar las libertades de Castilla, hasta que el

tiempo vino a resucitarlas y a hacer justicia a los campeones de las Comunidades».

Y más adelante (cuando el mismo Lafuente describe la revolución de las Germanías)

corona su estudio con este juicio basado en observaciones irrebatibles, y que

reproducimos en apoyo de la tesis general que hemos venido desenvolviendo:

«Así sucumbió – dice el distinguido historiador – casi a un tiempo y de un modo

igualmente trágico, la clase popular en Castilla y en Valencia, y en uno y otro reino quedó

victoriosa y pujante la clase nobiliaria. Diversas en su origen y en sus tendencias las dos

revoluciones, sobrábanles a los populares de ambos reinos motivos de queja, y aun de

irritación, a los unos por las injusticias y las tiranías con que los oprimían los nobles, a los

otros por la violación de sus fueros y franquicias que sufrían de parte de la corona. Para

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sacudir la opresión o reivindicar sus derechos acudieron unos y otros a medios violentos,

cometieron los excesos que acompañan a los sacudimientos populares, fueron en sus

pretensiones más allá de lo que consentía el espíritu de la época y de lo que les convenía

a ellos mismos; les sobró valor e intrepidez y les faltó dirección y tino; ambos movimientos

fueron mal conducidos, y, entre sus muchos errores, el mayor fue haber obrado

aisladamente y sin concierto los de Valencia y los de Castilla.

Aun así, estuvo Carlos de Gante en peligro de perder su corona de España, mientras

ceñía en sus sienes la del Imperio alemán. Pero una y otra revolución sucumbieron, y las

guerras de las Comunidades y de las Germanías dieron por resultado el

engrandecimiento de la autoridad real y la preponderancia de la nobleza».

* * *

Y ahora veremos, cómo, una vez más, se encargó de comprobar la historia, la verdad

– promulgada pero no respetada – de que puede exterminarse a los hombres, aunque

sean símbolo o mejor dicho vehículo de las ideas, pero no a éstas.

En los dos siguientes capítulos, con los que terminará esta exposición – consagrado

uno a los Comuneros americanos y otro a los Comuneros en el Paraguay – tendremos

ocasión de comprobar con nuevos testimonios el mencionado aserto.

CAPITULO III (VIII) VILLALAR EN LA HISTORIA DE LA LIBERTAD

Lo que representa Villalar en la historia de la libertad en España y América.– Aún, la incomprensión de Carlos V.– Villalar influye en el destino de los pueblos hispanoamericanos.

Centralismo, federalismo y autonomía en la Península.– Centralismo y autonomismo en América.

Paralelo del escritor Gelpi, referente a los conquistadores hispanos (de la «Reconquista» peninsular y de la gesta en el Nuevo Mundo).

El Ayuntamiento, el Común, el Municipio, proceden en América como en España. Santa (1590); Cuzco (1548); Quito (1592); México (1623); Asunción (1723); Santiago

de Chile (1794); Colombia (1780).– Paralelismo evidente entre «El Común» colombiano y el Comunerismo castellano.

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Examinado debidamente el espíritu le las Comunidades españolas, así corno el

desesperado esfuerzo realizado por sus partidarios para defender las antiguas libertades

frente a la prepotencia cesarista, mucho de lo que ha venido afirmándose sobre la jornada

de Villalar deja de ser retórico resultando trascendente y exacto, desde el punto de vista

hispano y aún nos atrevemos a sostener que desde el hispanoamericano mismo.

Creemos que la derrota de Villalar aparecerá siempre que se estudie la historia de las

ideas liberales ibéricas, más que como el triste epílogo de una enconada lucha entre dos

facciones, como símbolo de la inmolación ominosa de un gran sistema político; como

recuerdo de una época y una tradición gloriosas, y como evocación del lamentable

desenlace de una epopeya brillante aunque infortunada que separa en la Historia de

España, el ciclo netamente nacional y honroso del decadente de las dinastías extranjeras.

Los historiadores de Carlos V que exteriorizaron tanta tolerancia crítica hacia la página

negra de las Comunidades, o bien carecieron de elevación espiritual para comprender el

sentido del sacrificio español en aquellos momentos decisivos; o bien, retrógrados, no

quisieron comprenderlos; o acaso extraños al problema ideológico político español como

el gran Robertson, sólo supieron admirar al héroe brillante, al árbitro hazañoso de las

proezas sin precedentes, olvidando ante la magnitud del César las desdichas del pueblo

sacrificado.

Con el triunfo de las ideas de Carlos V, repitámoslo, con Hume, la esperanza de un

gobierno representativo se retrasa en la península doscientos noventa años y en cambio

se introduce el virus del «predominio universal» que engendra la animosidad de Francia,

Inglaterra, Holanda, Italia, Portugal, América... y con ello la decadencia.

Estaba, empero, así decretado en los inexorables designios supremos. Cuando el

Emperador vuelve a España en 16 de julio de 1522, a raíz del suplicio de los jefes

comuneros, ahogado ya el sentimiento nacional, que representaban las Comunidades y

debilitados en la lucha del pueblo y la aristocracia, Carlos de Austria puede imponerse

fácilmente. La aureola de sus triunfos allende fronteras le rodea de prestigio. No pocas

circunstancias han cambiado ahora favorablemente. Ya el rey de España conoce el

español; su funesto favorito De Croy ha muerto y el Cardenal Adriano, Regente que él

impusiera en España, es el Papa de la Cristiandad.

Algo también impresionará al monarca: la heroica resistencia del pueblo español, al

que procura ilusionar con tardías y débiles concesiones. Es así como en primero de

noviembre hace levantar en Valladolid excelso trono al aire libre y desde aquel solio

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proclama astutamente un perdón general, del que, no obstante, excluye trescientas

víctimas – que son posteriormente perseguidas con saña –. Pero en la teatral ceremonia,

tiene el monarca cuidado de no presentarse ante el pueblo con los impopulares distintivos

imperiales, sino tocado a la usanza de príncipe, llevando corona cerrada y manto de

terciopelo carmesí forrado de armiño, en vez de la corona abierta y el manto de púrpura y

oro imperiales. Empieza a comprender a costa del inmenso dolor de su pueblo, que no es

éste lo que él creyera inicialmente sugestionado por sus interesados favoritos. Es tarde,

sin embargo, para remediar los males realizados que extenderán inevitablemente sus

proyecciones a través de los siglos afectando corrosivamente los destinos nacionales.

Carlos de Gante, que no comprendió al inaugurar su reinado la grandiosidad de estos

destinos, desaparecerá de la tierra sin haberse dado cuenta de la inmensa

responsabilidad que contaría ante la historia, ignorándoles. La repetida anécdota de

Hernán Cortés es significativa en este sentido. Refiérese que viejo, pobre y desoído, el

vencedor de Otumba acercóse cierto día al coche del Emperador, quien no le reconoció...

¿Quién sois? – dicen que preguntó extrañado el monarca ante aquel anciano, que era

el héroe de «la Noche triste»...

– Soy señor – respondió éste– un hombre que os ganó más provincias que ciudades

os legaron vuestros antecesores...

Probablemente era necesaria al César esta lección de geografía y de senequismo por

parte del vencedor de los aztecas.

Ni Carlos, ni sus descendientes, absorbidos en sus nefastas guerras europeas de

religión y de familia, comprendieron la trascendencia de los ideales que tan

clarividentemente entreviera la Reina Católica. Menospreciando el sentir hispano,

desinteresaron el corazón de los pueblos peninsulares de las empresas patrias. Y éstas

desde aquella época dejan de ser nacionales para devenir monárquicas dentro del

régimen absoluto que transforman al pueblo de las Cortes y de la Reconquista en la

nación rígida y formalista y cristalizada de los Felipes.

No es pues retórico afirmar que Villalar influye en nuestros destinos y en América. Con

la derrota comunera desaparecen el autonomismo regional español y el americano. La

Comunidad, el Municipio, la Provincia, la Región, el Reino, todo lo individual, lo energético

y vital, es absorbido, aplastado, por abstracta y yerta administración palatina centralista

que restringe los múltiples focos de savia popular que deben su singular lozanía a la vieja

España de los Fueros, de los Concejos, de las Libertades. Transmitidas éstas con sus

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organismos al Nuevo Mundo cuando la Conquista, con hispanas energías e hispana

sangre, las veremos decaer también bajo la administración papelista de las Audiencias,

los Oidores, y los Golillas del Virreinato.

Y es este hecho en extremo sensible; porque el característico autonomismo hispano,

extendido y amplificado en América, hubiese sido glorioso para el renombre de Iberia.

Pero lo impidió el absolutismo, preparando con ello los enconos de la Independencia. En

ultimo análisis, lo que perseguían mediante su emancipación los pueblos

hispanoamericanos, era gobernarse autonómicamente; lo mismo que anhelaban a su vez

los reinos, las entidades, las instituciones peninsulares. Y como lo que impedía

precisamente el régimen de las dinastías foráneas, igualmente letal para España que para

América, era gobernarse, la protesta vino a ser inevitable tanto en los estados españoles

como en los lejanos de allende los mares.

En la Península, infortunadamente, el desastre de Villalar permitió el triunfo del

absolutismo, que se impuso, aunque sin lograr restringir definitivamente el fuego sacro de

las viejas libertades que, acá y allá, continuaron manifestándose más o menos

visiblemente, inextinguibles, reviviscentes, a través de los tiempos con esa persistencia

vital que poseen las células fundamentales y primigenias de un organismo.

En América fue posible que los anhelos de libertad resultasen coronados con el triunfo

de la Emancipación, llamada Independencia, que no fue una ruptura con España, como in

illo tempore se pregonara, sino con el monarquismo absolutista, fardo oprimente que del

mismo modo pesaba sobre América que sobre la Península. De aquí, que la verdadera

fraternización hispanoamericana, sólo adquiriese caracteres positivos después de la

ruptura emancipadora. Ésta destruye los obstáculos políticos, deleznables y materiales,

las «cadenas» en la terminología de la época, pero crea, en cambio, los lazos espirituales

preparando el advenimiento de esa concepción honrosa para nuestra estirpe, concepción

futurista pero no imposible, de una vasta confederación de pueblos hermanados en un

ideal grandioso basado en la igualdad de tradiciones liberales.

Ahora bien: aunque la ruina de los campeones de Castilla, dificultaba la evolución de

las ideas liberales peninsulares, condenadas a no exteriorizarse durante largo espacio de

tiempo sino trabajosa y subrepticiante, es circunstancia que mucho honra a nuestros

antepasados la de que tan venerables tradiciones no desapareciesen, ni se corrompieran

en su lucha contra las adversidades y los siglos, y que, por lo contrario, aún pudiesen

cristalizar en manifestaciones tan gloriosas como las epopéyicas Cortes de Cádiz.

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Más aún; no lograron siglos enteros de monarquía absoluta extinguir los naturales e

imperecederos núcleos autonomistas de la Península. La historia moderna evidenció el

ingénito federalismo hispano que surgió no bien le fue posible, a la voz del apóstol Pi

Margall (evangelista de la independencia del individuo dentro del municipio, de éste

dentro de la provincia y de ésta dentro de la región, remontándose hasta el estado) en su

admirable sistema, superior a su época. Siglos enteros de centralismo no lograron

disolver en la gran entidad ibérica esos núcleos que fueron, son y serán irreductibles, y

que hermanados y a la vez separados, vemos resurgir hoy mismo, más añorosos que

nunca de personería, y más saudosos que nunca de autonomía. Ellos engendran hoy el

insoluble problema del regionalismo español, que no sólo afecta a los pueblos

catalaúnicos y a los vascos y galaicos, sino a las varias Castillas, Andalucía,

Extremadura, la Montaña, el viejo páramo Leonés, el archipiélago Canario...

Por no haber querido comprender esta idiosincrasia los reyes de las casas extranjeras,

tuvieron que ir creando a sangre y fuego el artificioso conglomerado que todos

conocemos, aquejado de desunión y descontento. Felipe II, tuvo que aplastar las

instituciones del antiguo reino de Aragón que ensayaba recuperar su libertad foral. Y

como la violencia produce violencia, medio siglo después, en 1640, no ya uno sino dos

estados peninsulares se alzan al grito de libertad: son Portugal y Cataluña; estados

hermanos nuestros, tan íberos como Castilla y de los cuales, uno, Portugal, había de

separársenos para siempre; y el otro, Cataluña, herido en lo más profundo de sus

sentimientos había de llegar en su desesperanza, a las extravasaciones que simbolizan

las estrofas sangrientas de Els Segadors... Éstas, como las del Gernikako arbolá, vasco,

hoy por desgracia verdaderos himnos de distanciamiento, hubieran sido inconcebibles

antes del régimen que triunfó en Villalar... Hubiérase respetado la natural estructura

política y espiritual de los pueblos íberos y estos ritmos amenazantes no habrían sido

posibles...

Y bien: conclusiones en cierto modo similares sugiere el examen del pasado

americano, que no es otra cosa, desde un punto de vista elevado y moderno, que el

pasado de la España de allende los mares. ¿Pertenece el estudio que hemos venido

realizando a la Historia de España exclusivamente? Según los manuales escolares, sí.

Según el concepto moderno de la Historia, no, pues que hombres, hechos e ideas, que

pertenecieren a la península o a América, se mutuinfluencian tan íntimamente, que la

génesis de determinados acontecimientos continentales es inexplicable si no se arranca

del solar originario y común. Así lo entiende la escuela novísima que tiene su más valiente

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maestro en el ilustre y cultísimo José León Suárez quien considera la historia española y

la americana como la de un solo, inmenso, pueblo enclavado en dos continentes y

separado por el océano.

Y porque esto es una realidad, se explica la repetición de los hechos, hombres e ideas

en ambos mundos. Así – como observara el benemérito español Gil Gelpi, en sus

Estudios sobre la América –, los españoles en el Nuevo Mundo procedieron en ocasiones

a impulsos de sentimientos idénticos a los de sus antecesores los guerreros de la

Reconquista íbera. Viéronse forzados a ser simultáneamente soldados, colonos, y

legisladores. Como en España, gobernantes y gobernados, soldados y jefes, unidos e

igualados por las comunes contingencias de la dura obra de la guerra, iban conquistando

palmo a palmo su nueva patria, que necesariamente tenían que fundamentar sobre la

libertad. Eran como aquellos castellanos de la lucha con los árabes que iban a la vez

rechazando a la morisma y recabando sus fueros y privilegios que los monarcas se veían

obligados a reconocer. Y señores después en sus municipios, cuando los demás pueblos

de Europa gemían en la gleba, creaban el tipo del alcalde íbero, que se las ha en

ocasiones con el mismo rey, al que a veces representa.

Con estos españoles, el Ayuntamiento, el Común, el Municipio, los organismos

populares de redención, pasan al Nuevo Mundo, donde la institución del Cabildo ha sido

reconocida por escritores extranjeros como un título de honor para la colonización

española. Y ¿por qué esto? Porque municipios y cabildo eran autónomos, eran una

creación de democratismo, de gobierno ejercido por el pueblo en representación de la

voluntad popular.

El de Salta, por ejemplo, a principios del siglo XVI, destituye a un Gobernador: el

Marqués de Haro. En el cabildo de Buenos Aires, en 1590, el Alcalde Ibarra se niega a

entregar su vara a la autoridad militar sin previa Cédula Real, porque estas instituciones

ejercitaban derechos que, aunque no codificados, eran respetados, apoyados por el

pueblo. Oponíanse como en Castilla, siempre que era preciso, a los avances del

absolutismo.

Algunos Ayuntamientos, como los de México y Lima, gozaban de los mismos

privilegios que el de Burgos, capital de Castilla, reino el más liberal democrático de

Europa en el medioevo. Las prerrogativas y fueros, por tanto, que dignificaban a aquellos

castellanos que llenan con su gesta el Romancero caballeresco y llaman la atención de la

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investigación moderna, pasan a América importadas con la acción energética y hazañosa

de sus descendientes, los desbrozadores de la selva indiana.

Y siendo para España las dilatadas comarcas ultramarinas, no factorías

comercialmente, ni colonias, como lo eran las posesiones de los demás pueblos de

Europa, sino pedazos apartados del mismo Reino español, concedíaseles el usufructo de

las mismas leyes hispanas; y eran en las nuevas patrias, ciudadanos dotados de

derechos tanto los blancos, como los hijos de blanco e india y los indios puros,

declarados, como es sabido, hombres libres, por las leyes de Castilla. Existía en

consecuencia más igualdad en la calumniada América Hispana que en la mayoría de las

naciones europeas de la época.

No por otra razón la historia virreinal está llena de alzamientos populares que tenían su

razón de ser en hechos estimados por los criollos como atentatorio a sus derechos y a los

privilegios de sus organismos de gobierno. De aquí que las palabras comuna, comunidad,

comunidad de indios (que también existían) y comunero, maticen, como en España, la

historia del continente desde la Florida hasta el Río de la Plata.

No es pues de extrañar, teniendo presentes esta circunstancias, que movimiento tan

impresionante como el de la Guerra de las Comunidades, hallase repercusiones aunque

lejanas y, a veces, deformadas en América. Muchos de los conquistadores pertenecían a

la época «comunera» española... Algunos fueron testigos, otros actuantes, en aquella

contienda. Es natural que trajesen viva a América la tradición de la protesta candente; los

recuerdos trágicos de la lucha; el eco de los anhelos sofocados en Villalar...

Tal vez cuando sea investigado este sugestivo aspecto del pasado, que apenas nos es

permitido en nuestro rápido boceto indicar, vengan a comprenderse mejor, determinadas

agitaciones de la historia americana, que acá y allá fueron reproduciéndose a manera de

lejanas inesperadas resonancias de la cruzada comunera española.

El hecho es que cuando más el burocratismo absolutista deja sentir su influencia en el

Continente, más visiblemente la protesta de carácter comunal se produce y cunde. Es que

el mal que aqueja a la patria originaria se extiende a través de sus apartados dominios. La

creación de las Audiencias, los impuestos, la venta de cargos públicos, y tantas otras

novedades monstruosas, del régimen centralista, provocan estas agitaciones que no

terminarán ya sino en la Emancipación, por donde resultarían tal vez prodómicos estos

movimientos comuneros, dignos de una investigación revisora que todavía no ha sido

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realizada. Para quienes la emprendan en lo futuro, señalaremos algunos jalones que

aparecen como esporádicos a causa del carácter esquemático de este ensayo.

En 1548 estalla en el Perú un formidable movimiento popular. El Consejo de Indias,

presidido por Felipe II (príncipe aún) acababa de dictar complejísimas disposiciones que si

por una parte parecían humanitarias pues suprimían las discutidas encomiendas, contra

las que existía toda una literatura adversa interesada y discutible, por otra resultaban

liberticidas puesto que atacaban los gobiernos populares. El Ayuntamiento de Cuzco

protestó. Sería imposible en unas líneas exponer los caracteres de aquella sublevación,

pero el hecho es que en ella del lado del Ayuntamiento estaban los defensores de los

fueros comunales, quienes organizaron un ejército que se denominó de la Libertad contra

otro llamado Realista. Sabido es que el célebre y en verdad notable clérigo La Gasca,

representante del poder real, sofocó esta rebelión en la batalla de Xaquixaguana, a la que

siguieron los inevitables suplicios.

Más tarde, en 1592, la ciudad de Quito, es también teatro de populares convulsiones.

Una cédula real ordenaba a la Audiencia que estableciera unas nuevas alcabalas del dos

por ciento sobre toda venta. Era uno de los tantos expedientes odiosos a que se veía

obligada a recurrir la exhausta Hacienda Real, agotada por las incesantes y absurdas

guerras de religión y de familia.

El Ayuntamiento de Quito se opuso, defendiendo los intereses municipales. El pueblo

le secundó acudiendo a las armas. Una vez más una ciudad de origen ibérico iba al

sacrificio en defensa de sus derechos comunales; una vez más, éstos eran sacrificados

con el consiguiente tributo de víctimas en holocausto al poder central.

En México, el sentimiento de la autoridad comunal, era tan poderoso, que una Junta de

carácter municipal congregada, en 1623, llega a deponer al Virrey, siendo tal disposición

acatada en la Metrópoli.

Un siglo después, en 1723, es conmovido el continente americano ante los

acontecimientos sorprendentes acaecidos en nuestra ciudad de Asunción, en la que

estalla la compleja rebelión conocida en la historia del Nuevo Mundo con el nombre de

Revolución de los Comuneros del Paraguay, que estudiaremos con el mayor detenimiento

posible dentro de los límites de este ensayo, en el próximo capítulo.

En 1794, el Cabildo de Santiago de Chile, libra también su batalla comunal. En esta

ocasión el levantamiento se produce contra el Tribunal Superior de Cuentas y su jefe don

Gregorio González Blanco, que elevará, apremiado por exigencias de la Real Hacienda,

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las contribuciones de almojarifazgo y alcabala. Como en las otras ocasiones

mencionadas, el Cabildo chileno defendía en ésta los intereses comunales, base de los

que algún día serían «nacionales», chilenos; y el pueblo hizo causa común con el cabildo.

Y es digna de ser tenida en cuenta esta circunstancia realmente significativa y

simbólica, de la constante, uniforme y espontánea armonía entre pueblo y cabildo, lo

mismo en México y Perú, que en Ecuador y Chile o que en Colombia y el Paraguay... Es

hecho que se presta a meditaciones el de que estos elementos populares, que en

ocasiones se denominaron ellos mismos Comuneros, amparasen decidida y

unánimemente a los Cabildos en América, como en España a la Comunidad; que

secundasen en suma indefectiblemente la causa capitular que era la local y había de ser

más tarde la «nacional», anticipándose a la actitud, que, andando el tiempo, habían de

asumir los revolucionarios de la Independencia.

Siendo así, y teniendo en cuenta el hecho poco conocido de que algunos agentes de

estos «comuneros»; los de Colombia, en 1784 estuvieron en Inglaterra gestionando el

apoyo de ésta, según ha sido afirmado (2) vendría a resultar que éstos, fueron en cierto

sentido unos precursores de la Revolución emancipadora dignos de estudio detenido que

no sabemos haya sido realizado. En España, alguien, describiendo las Germanías

valencianas, señaló conexiones entre ellas y el levantamiento republicano del 69.

Ahora bien: de cuantos movimientos se produjeran en América en el sentido que

venimos estudiando, el que por su índole de especial afinidad con los hispanos, más nos

interesa, es el denominado Revolución Comunera de la Nueva Granada, que con la lucha

del mismo nombre en el Paraguay, constituye interesante apoyo documental de la

doctrina e ideas que en este estudios hemos venido sosteniendo.

Era el año 1780, el mismo en que Tupac Amarú pretendió restaurar en el Perú el trono

de los Incas. Reinaba en España el ilustre y nobilísimo monarca Carlos III rodeado de

preclaros ministros, entre ellos el genial Conde de Aranda, que veían con dolor avecinarse

la inevitable catástrofe engendrada por la errónea política absolutista. Ellos mismos, en el

plano inclinado de un régimen absurdo, necesitaron crear el cargo de Visitador general de

Rentas de Nueva Granada, que recayó en don Juan G. de Piñérez. Este Visitador, como

era de temer, gravó la ya ingente masa de alcabalas, sisas, estancos, anatas, guías y

tornaguías que formaban la intrincada red tributaria del deplorable sistema. El pueblo de

lo que había de ser Colombia se levantó indignado.

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Se constituyó en colectividad de defensa, que tomó el nombre de El Común, congregó

representaciones de las ciudades, como otrora los partidarios del Común castellano, y

rompió con las autoridades reales. No nos es posible detenernos en las incidencias de la

lucha que vino a establecerse, y que ha sido descrita como una simple rebelión contra el

abuso de los impuestos. A nosotros nos interesa especialmente indicar algo que no

sabemos haya sido señalado hasta ahora, y es, el aspecto por el cual esta insurrección

revela curiosísimas vinculaciones no ya formularias sino ideológicas con el comunerismo

español.

Abarcó el movimiento la provincia del Socorro, propagándose a toda la parte norte del

Virreinato.

Aquellos revolucionarios de El Común, colombiano, como los comuneros castellanos,

destituyeron a los representantes de la autoridad real; redujeron los tributos y procedieron

con caballerosidad ya que dueños absolutos del poder no mancharon su causa con un

solo crimen. Como sus antecesores en Castilla manifestaron que no rompían con el Rey,

sino con sus malas autoridades. Llegaron a reunir diez y ocho mil adictos, al frente de los

cuales colocaron con la denominación de Generalísimo de los Comuneros a don Juan

Francisco Berbeo. Y tal pánico provocaron que las autoridades reales se vieron obligadas

a pactar haciéndose necesaria la presencia del prestigioso arzobispo que se personó ante

la ciudad de Zipaquirá (a ocho leguas de Bogotá) sitiada por las fuerzas de «El Común».

Allí se celebró el Convenio, que lleva el nombre de la ciudad, por el cual cedían los

Comuneros colombianos en su actitud, reconocidas sus pretensiones. Y el articulado de

éstas, es el que no puede menos de sugerirnos la hipótesis de que a sus redactores

habían llegado reminiscencias de aquellas famosas «Peticiones» que los comuneros

castellanos de la Junta Santa de Avila formularan ante el Emperador y que estudiamos en

anterior ocasión.

Estimulaban, en efecto, los comuneros colombianos la expulsión del Regente Piñérez,

como los castellanos la de los altos dignatarios flamencos que gobernaban en el reino.

Pedían la abolición del citado empleo como los castellanos la de otros cargos

onerosos.

Exigían la supresión de determinados tributos y la reducción de algunos, como los

hombres de la Junta Santa de Avila.

Pedían se suprimiera la obligatoriedad de la limosna de las Bulas de Cruzada;

exactamente como los comuneros castellanos. Asimismo pedían estos revolucionarios

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colombianos (y en estas palabras sí que ya nos parece estar escuchando como un eco

del articulado de la Junta Santa) que no se obligase a los indígenas a celebrar fiestas

contra su voluntad; que no hubiese jueces de residencia; y que los cargos se confiriesen a

los americanos... ¡Como los hombres de la Junta Santa pedían que los empleos se

confiasen a los españoles y no a los flamencos! Solicitaban finalmente, que los cargos

fuesen elegidos por el Común de los pueblos; y la amnistía general.

Triunfantes los Comuneros colombianos, como en cierto modo los castellanos,

terminaron su cruzada y engañados en su buena fe expiaron, como éstos, en el patíbulo

su anhelo de libertad.

Era el segundo ensayo comunero en América. El primero fue el del Paraguay, que

estudiaremos en breve. Y he aquí porqué decíamos que pueden inmolarse cruentamente

las vidas humanas, pero no las ideas, que renacen y transmigran de unas a otras

generaciones, y en tenaz metempsicosis, hasta hacerse cuerpo, sin que puedan

aniquilarlas los errores ni las tiranías humanas.

CAPÍTULO IV (IX) LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES)

La anécdota de los psicólogos del Congreso de Gottinga y la verdad histórica.– El estudio de la Revolución Comunera del Paraguay exige una revisión de numerosos problemas históricos que no ha sido hecha.– Los jesuitas en el Paraguay.– El caos bibliográfico y documental referente al tema.– La Encomienda y la Reducción.– El Paraguay, teatro de la Revolución.– La Asunción comunera, según Fariña Núñez.– La ciudad levantisca.– Asonadas de 1572, de 1645, de 1671.– Paralelismo con la historia peninsular según una frase sugestiva de Estrada.– La llamada «Jesuit Land» fue implacable con los jesuitas.– El comunerismo halla campo favorable en el Paraguay.– La revolución comunera de Colombia y la del Paraguay.– El movimiento de protesta del Paraguay es una de las páginas más interesantes de la historia hispanoamericana.– Los precursores del democratismo europeo, en el Paraguay del siglo XVIII.

Refiere el meritísimo escritor español Juderías Bender en su original obra La Leyenda

Negra un hecho extraño más de una vez citado, que nos parece oportuno recordar en la

ocasión presente. Es éste:

En un congreso de psicología que en cierta ocasión se reunió en la universitaria ciudad

de Gottinga, los congresales hicieron a costa de ellos mismos un peregrino experimento.

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Una fiesta popular celebrábase a corta distancia de donde se hallaba reunido el congreso.

Y sucedió, que repentinamente, se abrieron las puertas del severo recinto, y penetró en el

salón de sesiones, nada menos que un payaso, seguido de un negro que le amenazaba

con un revólver.

Y en medio de aquel cónclave de psicólogos, el payaso cayó en tierra y el negro le

disparó un tiro. Inmediatamente perseguidor y perseguido, ilesos, huyeron. Cuando el

docto concurso – nos dice el narrador – se repuso del asombro que tan anómala escena

le produjera, el Presidente rogó a los congresales que allí mismo redactasen algunos de

ellos una relación del insólito hecho para esclarecer lo acaecido si intervenía la justicia.

Cuarenta fueron los relatos. Pero de ellos, diez eran totalmente falsos; veinticuatro

contenían detalles completamente fantásticos; y sólo seis, estaban de acuerdo con la

realidad. Ocurrió esto, dice irónicamente Bender, en un congreso de psicólogos; y

aquellos profesores que tan descaradamente acababan de faltar a la verdad, eran

hombres honestos, consagrados al estudio, y que no tenían el menor interés en desfigurar

un suceso que acababan de presenciar. ¡«Hecho profundamente desconsolador para los

aficionados a la Historia»! – exclamaba – porque si esto acontecía entre personas cultas,

de absoluta buena fe «¡qué no habrá sucedido con los relatos de los grandes

acontecimientos históricos, de las grandes empresas, que transformaron el mundo, con

los retratos de insignes personajes, que han llegado hasta nosotros a través de los

documentos más diversos y de los libros más distintos por su tendencia, y por el carácter

de sus autores! !Cuántas no serán las falsedades que contengan, los errores de que se

hagan eco! Razones más que suficientes, hay, en efecto, para poner en tela de juicio las

afirmaciones de los historiadores que parecen más imparciales y sensatos. La historia es,

de todas las ciencias, la que más expuesta se halla a padecer el pernicioso influjo del

prejuicio religioso y político, y el historiador que debiera escribir imparcialmente,

despojándose de toda idea preconcebida y sin más propósito que el de descubrir la

verdad, se muestra casi siempre apasionado en sus juicios, parcial en la exposición de los

hechos, y hábil en omitir los detalles que destruyen su tesis y en acentuar los que

favorecen su finalidad».

Conociendo éste y otros peligros, hemos venido realizando, no obstante, la

investigación que ahora toca a su término, deseosos, ya que no de apoderarnos de la

verdad (cosa que vemos apenas fue posible en el Congreso de Gottinga, tratándose de

un acto presenciado por cuarenta testigos) deseosos, decimos, de facilitar la tarea de los

que algún día se animen a internarse mejor preparados que nosotros, en los arriscados

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senderos que hemos procurado recorrer, en pos de los inciertos indicios y las veladas

enseñanzas, que tan dificultosamente proporciona el pasado.

Complejo en su esencia el tema general de las Comunidades peninsulares, así como

el subsecuente de sus ramificaciones americanas, se diría que tal complejidad se

acentuara al concretarnos al aspecto especialísimo del movimiento comunero paraguayo

que apenas nos va a ser permitido reseñar.

Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período

durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso

realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no

suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico. No ya para

decidirse en pro o en contra de unas u otras personalidades, o en apoyo de éstas y otras

tendencias – actitud que puede ser más o menos cómoda, pero no siempre plausible en el

investigador – sino para exponer con relativa exactitud los acontecimientos – tan

deformados por numerosos historiadores, en su mayoría respetables – sería preciso

poner a contribución buena parte de la historia colonial del continente en sus más

intrincados aspectos.

Se relaciona íntimamente, por ejemplo, el estudio de esta Revolución Comunera con el

problema laberíntico y espinoso de las Misiones Jesuíticas del Paraguay. Y este

problema, cómodamente resuelto por la crítica simplista y sectarista de unos y otros

bandos, es, sin embargo, uno de los más complicados y difíciles de investigar, dentro del

pasado paraguayo, científicamente concebido. Con monótona unanimidad, que, lejos de

resultar convincente, nos aparece sospechosa, una extensa pléyade de escritores

nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, presenta – sabido es – a estas Misiones

como uno de los cargos más condenatorios y aun más siniestros de la Compañía de

Jesús, desde el punto de vista humano.

Conocemos por razón profesional algunos cientos de indicaciones bibliográficas

referentes a los jesuitas en el Paraguay. En su mayoría son adversas a la Compañía,

quien sabe si con razón. Y sin embargo, Voltaire, que no podría en forma alguna sernos

sospechoso, y que además demostró siempre especial interés hacia cuanto se

relacionara con los ignacianos, tiene estas extrañas palabras, en su Ensayo sobre las

costumbres: «La civilización en el Paraguay, alcanzada exclusivamente por los jesuitas,

puede considerarse, en cierto modo, como el triunfo de la humanidad». No atenuamos en

esta ocasión cargos, ni condenaciones, como tampoco acentuaremos defensas.

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Señalamos un ejemplo, que evidencia cuán aleatorios pueden ser los juicios en materia,

por lo visto, no suficientemente estudiada.

Meditando sobre ello se comprende que habría que laborar hondo, y sobre todo laborar

serenamente, antes de aceptar como incuestionable cuanto respecto a ese punto tan

esencial para el perfecto conocimiento del período histórico comunero amontonó una

crítica manifiestamente interesada o apriorística. Entremezclados más o menos

directamente los intereses de los jesuitas en el Paraguay con los de otros elementos que

intervinieron en la contienda comunera, recayó sobre algunos aspectos de ésta, la

desconcertante confusión nacida de la ingente masa de literatura tendenciosa de los

liberalistas, de los anónimos, de los sectarios, que tomaron parte en la lucha material

originaria y en la polémica subsiguiente. Muchas fuentes de información quedaron a

causa de ello contaminadas con el detritus de la parcialidad y aún del odio. Se recurrió a

la publicación, no ya anónima, sino apócrifa, a la aderezada como perteneciendo a un

partido ) contraria en el fondo al mismo; a la mixtificación documental y bibliográfica... Es

conocida, por ejemplo, la importancia que los historiadores contrarios a las Misiones,

conceden al célebre Memorial de Anglés y Gortari favorable al héroe comunero Antequera

y contrario al régimen misionero. Y, sin embargo, no es tan conocida la afirmación de los

defensores de las Misiones del Paraguay, en contra del conocido Memorial, al que

denominan pseudo Gortari, y del que afirman, fue aderezado o amañado por una mano

encomendera.

El antagonismo existente entre jesuitas por uno parte y franciscanos por otra; o,

también, entre los representantes del régimen misionero y los de las autoridades civiles,

fue base también, de abundante información apasionada. A ella habrá que añadir,

asimismo, la engendrada con motivo de los pleitos territoriales planteados entre las

naciones española y portuguesa, en el Río de la Plata, así como las novelescas

exposiciones y narraciones que, en diversos sentidos, enmarañaron los problemas

históricos de este agitado período del pasado hispanoamericano.

Establecido, durante los primeros tiempos de fa Conquista, el régimen de trabajo

denominado de las Encomiendas, que era el civil, el de los creadores de la ciudad y de la

familia coloniales, el de los desbrozadores de la selva, el de los «blanqueadores» de

razas, es sabido que tal sistema fue atacado más tarde (dando origen a la literatura más

tendenciosa, apasionada y cruel que existe contra España) por quienes, de buena fe, lo

tacharon de inhumano; y por los que interesados en favorecer la llamada «Conquista

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espiritual», propiciaron el régimen de la Reducción: el mecanismo de dominio y de trabajo

patrocinado por los misioneros, que al fin triunfaron.

La lucha que manifiesta o subterráneamente se entabló entre los defensores de la

Encomienda y los de la Reducción, produjo asimismo su correspondiente documentación

conexionada con los sucesos de los Comuneros. Y a ella habría aún que añadir, la

derivada de los inevitables conflictos entre las diversas instituciones político o

administrativas de la era virreinal; la de los antagonismos entre las naturales entidades de

la región o de la provincia (animadas de explicables anhelos de autonomía) y las

artificiosas de las jurisdicciones políticas; o, reduciendo el escenario: entre los inmediatos

y a veces vitales intereses locales, germinados al calor de la comunidad o el Cabildo, de

la Región, de la Provincia, y los lejanos intereses políticos – por desgracia no siempre

claros – de las Audiencias y los Virreyes.

De semejante caos informativo – en el que hemos visto naufragar a meritorios

historiadores – vamos a entresacar algunas indicaciones que nos permitan conocer,

siquiera esquemáticamente, los hechos salientes mediante los cuales la célebre

Revolución de los Comuneros del Paraguay, se eslabona en la luenga y honrosa serie de

ensayos libertadores realizados por la estirpe hispana antes de los días de la

Emancipación.

Por un curioso paralelismo con el pasado peninsular (en el que ya vimos de qué modo

España pasara a la historia como la nación absolutista y de los Felipes y no como el

pueblo de las libertades forales, de las Comunidades y de las Cortes) el Paraguay, que

algún día había de describirse como naturalmente dominado por Francia y los López, fue,

empero, en su era histórica antigua, altiva provincia, señalada más bien como levantisca,

como foco de inextinguibles agitaciones, como teatro de incesantes y extraordinarias

rebeldías, y aun cuna, como alguien afirmara, del liberalismo en América.

No es retórico lirismo el de la evocación que, de la legendaria sede asuncena, hiciera

el poeta, nuestro amigo y hermano espiritual, Eloy Fariña Núñez, en las páginas clásicas,

serenas de su virgiliano Canto Secular. En ella, no hizo el vate otra cosa que dar forma

imperecedera, en verbo de artista, a una verdad histórica. Y ved como surge ante el aeda

la visión de la antigua ciudad hispanoamericana: Dice el poeta:

¡Asunción, la muy noble y muy ilustre,

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la ciudad comunera de Las Indias,

madre de la segunda Buenos Aires,

y cuna de la libertad de América!

Prolongación americana un tiempo

de las villas forales de Castilla

en las que floreció la democracia,

de que se enorgullece nuestro siglo,

en pleno absolutismo de Fernandos...

En tus calles libróse la primera

batalla por la libertad; el grande

y trunco movimiento comunero

te tuvo por teatro; el verbo libre

de Mompó, anticipó la voz vibrante

del cálido Moreno; el sol de mayo

salió por Antequera.

¡Arrodillaos, opresores todos!

¡Compatriotas, entonad el himno!

Y aun añade después de una sentida estrofa dedicada a la libertad:

Sea execrada la memoria infame

de todos los tiranos y opresores,

y bendecida siempre la memoria

de los infortunados Comuneros.

Un bello monumento perpetúe

aquel soberbio y trágico episodio...

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Fue, en efecto, altiva, la antigua sede paraguaya, cuando no revolucionaria. Durante el

Virreinato, «las agitaciones del Paraguay – dice el Deán Funes – (Ensayo de la Historia

Civil del Paraguay, en Buenos Aires. 1816, T. Il) sólo cesaba lo que era necesario para

tomar aliento. Su teatro – añade – no podía estar vacío mucho tiempo de esos dramas

revolucionarios que lo habían ocupado tantas veces».

Y el Contralmirante español Miguel Lobo dice: (Historia General de las Colonias

Hispanoamericanas, Madrid, 1875, T. I). «Esta colonia vio con frecuencia interrumpida la

tranquilidad, presenciando más de una vez la prisión de sus Prelados, la destitución de

sus primeras autoridades y otros trastornos infalibles en república que – puede decirse –,

no tuvo por asiento el respeto a la justicia, y mucho menos a los encargados de

administrarla».

Así fue realmente. Ya, desde los primeros momentos de la conquista, se observa esta

característica. En los lejanos días de Felipe de Cáceres, en los albores de la indecisa vida

colonial, en 1572, ya Martín Suárez de Toledo, lánzase a las contadas calles de la

incipiente Asunción al grito de protesta.

Cuenta el caso, el glorioso cronista Ruy Díaz de Guzmán, ilustre hijo del pueblo

hispano-paraguayo y primer historiador del Río de la Plata:

«... Al tiempo – dice – que sacaban de la iglesia a Felipe de Cáceres para ponerle en

prisión, salió la plaza Martín Suárez de Toledo, rodeado de mucha gente armada, con una

vara de justicia en las manos apellidando libertad; y, juntando así muchos arcabuceros,

usurpó la real jurisdicción... Y al cabo de cuatro días, mandó juntar a cabildo para que le

recibiera por Capitán y Justicia Mayor de la provincia... con que usó el oficio de la real

justicia, proveyendo tenientes, despachando conductas y haciendo encomiendas y

mercedes...».

Hemos indicado antes de ahora el papel que correspondiera a los Cabildos en la

historia de lo diversos movimientos liberadores del Continente como centros de

autonomismo y como encarnación del sentimiento netamente ibérico, democrático, de los

distintos pueblos del Nuevo Mundo.

El cabildo asunceno – que ya veremos hasta qué punto llevó la exteriorización de

dichos sentimientos – se había señalado, como queda dicho, desde sus momentos

iniciales, en este sentido.

Entre otros hechos, dos, especialmente, nos lo recuerdan.

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En 1645, el Cabildo, contra los derechos del Virrey del Perú, de la Audiencia de

Charcas, elige coma gobernador, nada menos que al célebre levantisco Obispo Fray

Bernardino de Cárdenas, quien, en unión del pueblo y sin detenerse en detalles, expulsa

a los jesuitas promoviendo uno de los más ruidosos alborotos políticos que registra el

pasado rioplatense.

En 1671, siendo Gobernador del Paraguay don Felipe Rege Corvalán, como fuera

acusado de negligencia en el desempeño de sus funciones, el Cabildo acordó la

destitución del mandatario, que fue depuesto, apresado y remitido a la Audiencia de

Charcas, haciéndose la Comunidad cargo del mando político y militar de la Provincia, con

este motivo. La enumeración de casos similares sería interminable.

Las lucha, asimismo, del Cabildo contra la Compañía de Jesús no fueron menos

enérgicas, llegando a veces a la violencia, y en más de una ocasión, a la expulsión de la

Compañía, con asombro y sobresalto general de las autoridades virreinales a las que,

incesantemente, inquietaban las estupendas convulsiones de la Comuna asuncena.

Hemos hablado de paralelismo con la historia peninsular. Ved aún un ejemplo,

referente al punto que tratamos. Como España viene a ser, ante sus enemigos,

representación de la nación inquisitorial por antonomasia (aunque, repitámoslo siempre, ni

la Inquisición fue obra española ni en España entró sino violentamente) el Paraguay, del

cual el nombre tantas veces fue vinculado al de los jesuitas (hasta el punto de que el

escritor Koebel titula una obra In Jesuit Land) registra en su historia la más constante,

ruidosa y violenta lucha que pueblo alguno sostuvo contra la Compañía.

«En el Paraguay dice a este propósito el Deán Funes eran mirados estos religiosos

como enemigos». La aversión a ellos añade «crecía como crecen las plantas ponzoñosas

a la sombra de los árboles» (Ensayo etc., T. Il).

Ya veremos cómo se exterioriza esta aversión cuando la Comunidad ejerza el mando

supremo en el período de la Revolución Comunera.

El investigador argentino José Manuel Estrada, a quien debemos el interesante Ensayo

sobre la Revolución de los Comuneros del Paraguay (¡única obra existente sobre el tema,

dejando aparte la de Lozano!), ya observará en cierta ocasión este amor a su

autonomismo por parte de los antiguos hijos de la Colonia. «Los paraguayos eran, dice,

celosos de su derecho, y en repetidas ocasiones probaron que sabían buscar con energía

el ideal en que fundada o ilusoriamente cifraban la ventura común y resistir con vigor a

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todos los avances de las doctrinas, o de los poderes opuestos. Así se mantenía el nervio

popular... ( «Ensayo... » ) .

Y como estas afirmaciones contradirían en algún modo las conclusiones que

constituyen la tesis de la obra que a su debido tiempo estudiaremos, añade el culto

escritor:

«Mas o renunciamos a explicarnos el fenómeno extraordinario, que encierre su historia

(la historia del Paraguay), o convenimos en que la altivez y la actividad apasionada de los

partidos, se conservaban o se producían durante el coloniaje, merced al elemento

puramente español, que predominaba en las altas regiones y que estimulaba

perseverantemente el ánimo de la multitud».

El mismo Estrada, censurando ciertos aspectos de la Revolución Comunera, tiene en

otra ocasión esta frase sugerente a la que él mismo no concede el valor que realmente

posee:

«Pareciera – dice – que el corazón de Irala latiera en todos los pechos (paraguayos),

reproduciendo exagerado en el nuevo pueblo el orgullo de los Fueros vascongados».

He aquí, una pequeña alusión interesante: en el nuevo pueblo latiera el orgullo de los

fueros vascongados...! Esta verdad, empero, a Estrada, que no era federalista ni

partidario de las Comunas y de los antiguos fueros municipales hispanos ni

hispanoamericanos, nada le dice; porque nada dice en realidad a quien estudie

aisladamente el derecho de estos o aquellos fueros peninsulares, sin ver en el vasto y

típico sistema íbero, la expresión del tenaz sentimiento la libertad exteriorizada

sistemática y característicamente en la contienda secular del pueblo español, que halla su

culminación en el sacrificio heroico de la Guerra de las Comunidades y sus ramificaciones

en el Nuevo Mundo.

* * *

No es pues de extrañar, dados estos antecedentes, que un movimiento como el de los

Comuneros españoles, que hemos visto repercutir más o menos remotamente en

América, encontrarse campo especialmente favorable en el Paraguay. Lo halló a su hora,

cuando los problemas de la Comunidad y del autonomismo regional, en pugna en una u

otra forma con las rigideces del centralismo, revelaron al pueblo su vinculación inmediata,

tradicional, y natural, con la entidad popular democrática y netamente hispana del

Cabildo, en oposición a la arbitraria de las jurisdicciones políticas absolutistas

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representadas en cierto modo por la Audiencia y el virreinalismo. Y nos hemos detenido

en estos antecedentes porque ellos explicarán, más tarde, como un credo que

aparentemente, viene de allende fronteras, produce tan rápidos y violentos efectos en el

ambiente paraguayo, descrito no pocas veces como una especie de mar muerto,

inmovilizado por el influjo de la Compañía de Jesús y la férula de las sucesivas

dictaduras.

***

La Revolución Comunera del Paraguay fue anterior a la de la Nueva Granada, e

indudablemente, podría verse en ella la primera agitación americana liberadora: como la

continuada de las Comunidades españolas fue anticipo de célebres luchas posteriores,

más afortunadas, ya que su sacrificio culminó en el triunfo de la libertad.

Acaeció el movimiento comunero colombiano en 1780. El del Paraguay, puede decirse

comienza en los días del Gobernador Don Diego de los Reyes Balmaseda, teniendo, a

nuestro parecer, su primer momento de exteriorización en el Cabildo abierto de 1723.

Fue de breve duración el movimiento de la Nueva Granada. Perduró a través de

luengo período de tiempo el del Paraguay, que, desde 1723, persiste en ininterrumpida

actividad, hasta la derrota de los Comuneros por Bruno Mauricio de Zabala en 1735;

enorme interregno si se medita que la lucha se inicia henchida de violencia, como no se

registran, acaso, otras en el pasado rioplatense. En este período, desde 1717, en que

toma posesión Reyes Balmaseda, hasta la derrota de 1735, desfilaron por el gobierno del

Paraguay quince mandatarios. Durante este período, hubo batallas en las calles y en los

campos, entre Comuneros y Virreinalistas; vienen de luengas tierras héroes y tribunos

populares que levantan en masa el país; se predica ruidosamente en las calles asuncenas

(que algún día, silenciosas, verían la figura claustral del Dictador Francia deslizarse

solitaria), se predica, decimos, la doctrina de la prioridad de El Común sobre toda otra

autoridad; el pueblo y el Cabildo gobernarán autónomamente; se creará, con asombro de

los tiempos, nada menos que una Junta Gubernativa, en pleno siglo XVIII, cuando aún no

se había producido la Revolución francesa. Y esta Junta Gubernativa elegirá un

Presidente de la Provincia del Paraguay; y aún hará algo más: expulsará violentamente a

los jesuitas anticipándose al temerario acto de Carlos III, que tanto sorprendió a Voltaire.

Y tales serán las proporciones que asumirá el movimiento, que, representantes del Virrey,

vendrán a sofocarlo. Y serán derrotados. Y todo resultará excepcional, anarquizante y

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extraordinario. Un obispo, como en tiempo de Fray Bernardino de Cárdenas, ejercerá

funciones de gobernador asumiendo el mando por decisión del pueblo.

Durante esta revolución, en suma, como dice Estrada, «van a levantarse a la mirada

del historiador partidarios fanáticos, vaciados en el molde de Clodio; tribunos

revolucionarios a manera de Dantón; políticos hábiles y víctimas ilustres dignas de vivir en

la memoria de las presentes y venideras generaciones de América».

Tal será la conflagración que conmoverá los cimientos del gigantesco edificio de la

Compañía de Jesús preparando su caída en los días de Carlos III, por donde el Paraguay

vendrá a vincularse a la gran historia universal.

Y perseguidos y expulsados los jesuitas, se verán obligados a tomar parte en la lucha.

Y entonces, como dice con gráfica frase el Dr. Cecilio Báez (¡en el único estudio

paraguayo que existe sobre los Comuneros, aparte del capítulo de Garay en su Historia!)

entonces, arderá Troya. Los jesuitas tocarán todos los resortes para imponerse. «El Papa,

el Rey, el Virrey, la Audiencia de Charcas, todas las potestades soberanas» entrarán en

juego hasta que la causa de la Comunidad, desmayada y agotada, en lucha contra

innúmeras adversidades, venga a ser ahogada en sangre, como lo fueran las

Comunidades castellanas, o las Germanías de Valencia, o El Común colombiano;

permitiendo el triunfo del absolutismo centralista, que en España se afianza luengo tiempo

y en América caduca en los días nemesiacos de la Emancipación.

CAPITULO V (X) LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (DESARROLLO)

El grito de «Libertad» en los primeros momentos de la vida asuncena.– Irala (1544); Martín Suárez de Toledo (1572); Antecedentes de la rebelión.– Don Diego de los Reyes Balmaseda.– Impopularidad.– El Informe de Anglés y Gortari y otros elementos de juicio.– Necesidad de una revisión crítica de hechos y de testimonios.

Don José de Antequera y Castro, arriba al Paraguay.– Diversos juicios emitidos sobre el Jefe Comunero.– El conflicto entre la autoridad virreinal y la comunal.– El Común asunceno se declara soberano.– Expulsión de los jesuitas en 1724.– Antequera, remitido a Lima.

El encuentro con Fernando de Mompós.– El extraño apóstol-tribuno, deviene el nuevo Jefe Comunero.– Comuneros y Contrabandos.– El Común, autoridad suprema del

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Paraguay. Una «Junta Gubernativa» y un «Presidente» en 1730.– José Luis Bareiro.– La primera traición.– Suplicio de Antequera.– Nueva expulsión de los jesuitas.

Se extingue la Revolución; que fue un eco trágico y significativo, honroso para la historia del Paraguay, de la enconada lucha por rechazar el absolutismo monárquico (centralista y foráneo), opuesto al antiguo régimen hispano de los Fueros, de las Autonomías regionales.

Indicamos en el anterior capítulo, algunos antecedentes que precedieron, en la

interesante historia hispano-paraguaya, al movimiento – que vamos a reseñar finalizando

este ensayo sobre el Comunerismo –, a la vez que señalábamos algunas de las

dificultades existentes para su estudio. Vimos también de qué manera desde los primeros

días de la Conquista, la naciente ciudad de la Asunción, fue teatro de turbulencias

promovidas más o menos casuísticamente al grito de Libertad, tan caro a aquello

inquietos conquistadores que acababan de abandonar la agitada patria hispana cuna de

las Comunidades.

Es curioso constatar que este grito peligroso, tantas veces antaño y hogaño

transformado en disfraz y señuelo de deplorables ambiciones, resuena ya en las

rudimentarias calles asuncenas apenas fundada la ciudad colonial. En 1544, a la voz de

«¡Libertad!» los partidarios de Martínez de Irala prenden al gran Álvar Núñez. No eran

dueños aún del suelo que pisaban aquellos osados argonautas y ardía ya en ellos, como

observa Zinny, el fuego de los antagonismos. Nosotros nos permitimos sugerir que si

algún día se ahondase en el estudio de estos antagonismos, se vería que ellos

arrancaban de las luchas castellanas, de las divergencias de los partidos y regímenes

peninsulares entonces en pugna.

Irala, el cofundador, el coiniciador del núcleo hispano paraguayo deponiendo a Álvar

Núñez, el Adelantado, el «enviado», podría resultar el primer insurgente de la historia

paraguaya, el cual aunque en forma poco simpática, ya representa en cierto modo, y de

ahí su grito de «Libertad», un precoz sentimiento de autoridad local, de vida autónoma en

el núcleo originario, que ensaya oponerse al mandatario del exterior. Podría representar el

vasco Irala, en el reducidísimo escenario, un aspecto del característico antagonismo íbero

entre las pequeñas entidades autónomas, del terruño, locales, y los representantes del

poder absoluto centralista, contrario a todo fuero.

Después de Irala, veremos a Martín Suárez de Toledo, lanzándose a su vez a las

calles al grito igualmente de «Libertad», cuando la caída de Felipe de Cáceres. Y los ecos

de estos gritos continuarán repitiéndose en la historia paraguaya, hasta los días de los

Comuneros en que alcanzarán culminante resonancia transponiendo clamorosos y

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amenazantes los limitados ámbitos de la región y llegando a inquietar las Audiencias y los

Virreyes lejanos.

Son antecedentes, éstos, dignos de ser tenidos en cuenta, puesto que ellos explicarán

cómo ideas que al parecer vinieron de fuera, importadas, según se ha sostenido

generalmente, por el revolucionario Antequera y el tribuno Mompó, prenden rápida y

violentamente en el ambiente hispano-paraguayo produciendo la conflagración

Comunera.

Procuraremos, ahora, bosquejar una rápida exposición de los hechos que motivaron y

constituyeron el luengo y complicado capítulo paraguayo en la gran epopeya de nuestros

antepasados, los grandes varones de la estirpe común extendida a uno y otro lado del

océano.

Sabido es que, en 1717, tomaba posesión del cargo de Alcalde Provincial de la

Asunción don Diego de los Reyes Balmaseda, contraviniendo una Ley de Indias que

prohibía proveer cargos en vecinos de la ciudad donde habían de ser desempeñados, ley

que por lo visto, no existía o no fue tenida en cuenta en los días del asunceno

Hernandarias, primer criollo que ejerció el mando en América.

Contravención aparte, Reyes no supo hacerse grato en el gobierno. No es posible –

advirtámoslo ya – detenernos a juzgar aquí a Reyes ni a los innumerables personajes que

irán interviniendo en los acontecimientos. Ya indicamos cuán contaminada de parcialismo

es la documentación a ellos referente. Reyes, según los partidarios de los Comuneros,

resultaría un gobernante arbitrario y odioso. Pero versiones opuestas le presentan como

una víctima de intrigas locales que terminaron por perderle. Asimismo, Antequera, héroe y

mártir de la jornada, fue pintado como un usurpador ambicioso y rapaz o ensalzado a la

altura de las figuras epopéyicas. Tal acontecerá con las demás personalidades de la

época.

No nos proponemos en esta ocasión hacer crítica sobre los complejos incidentes de

este período en el que intervinieron según la gráfica frase de un crítico, «todas las

potestades soberanas» con sus respectivos representantes. No podríamos, por lo demás

en esta sinopsis, juzgar hechos que en su mayoría permanecen aún en el proceloso mar

de la documentación no depurada. Evitaremos así en lo posible la actitud poco científica,

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de quienes conviniendo en que los testimonios existentes son contradictorios, no

vacilaron, empero, en juzgar, ya con acritud, ya con entusiasmo, los hechos. Consigna por

ejemplo, Estrada, en su Ensayo, que Charlevoix en su célebre Historia como enemigo de

los Comuneros, no armoniza en la narración de los acontecimientos con las versiones de

los partidarios de Antequera. Y que las cartas del Obispo Palos al Rey, y a Antequera, así

como las de éste; o, el citadísimo Informe de Anglés y Gortari, son piezas todas ellas

«que se contradicen terminantemente». Pudo haber añadido el erudito argentino a estas

piezas otras tantas de su género y la contradicción no hubiera desaparecido. Porque para

ello sería imprescindible, repetimos, un previo análisis crítico de la documentación

existente.

Sobre la base de estas previas advertencias, afirmamos que don Diego de los Reyes

no supo captarse la simpatía de sus gobernados. Prescindió del consejo de los principales

del país y, como observase la existencia de un núcleo de enemigos, persiguió a sus

representantes, entre ellos al Regidor General José de Avalos y Mendoza, personaje

prestigioso a quien antes había procurado atraerse sin resultado. Ya por entonces –

consignemos el hecho – apareció una Memoria anónima agraviante para Reyes. Esta

Memoria – primera de una deplorable serie que caracterizará a la época – fue atribuida a

Avalos o por lo menos a sus amigos, los magnates, habituados por tradición

encomendera, a obrar ex super et contra jus siempre que les convenía. Reyes, que

produce la impresión de los mandatarios bien intencionados pero impopulares, procuró

contener los avances de la animosidad creciente, pero no logró realizarlo.

Se vio obligado a perseguir duramente a los amigos y la familia de Avalos. De ésta,

Don Antonio Ruiz de Arellano, yerno del Regidor, huyó de la Asunción y se refugió en

Charcas. Las acusaciones llegadas a la Audiencia contra Reyes obligaron a que ésta

dictase dos autos. Por uno de ellos, en enero de 1720, el juez Don José de García

Miranda, residente en la Asunción, intimaba a Reyes en nombre de la Audiencia, a libertar

a sus perseguidos y le exigía la aclaración de los cargos formulados. A la intimación del

juez, Reyes, respondió haberse ya dirigido a Charcas; y persistió en su actitud.

Pero las acusaciones de tantos enemigos resultaban graves. Aparecía Reyes como

promotor de una guerra a los indios, contra disposiciones reales y en perjuicio de la

tranquilidad de la Provincia; se le acusaba de haber tomado militarmente los caminos para

impedir llegasen quejas a Charcas, interceptando la correspondencia; se le recordaba

estar incapacitado para el mando sin dispensa; etc. De aquí el otro auto, por el cual, se le

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ordenaba al Cabildo exigiera a Reyes la inmediata presentación de la dispensa de

naturaleza y que, en caso de no existir ésta, fuese depuesto.

Reyes desacató también al Cabildo arruinando su causa definitivamente. Con torpeza

suma transformó una lucha poco menos que personal en política, proporcionándole

caracteres transcendentes. Menospreciando al Cabildo hiere la representación

típicamente popular, que como el Municipio hispano, luchará por hacer respetar sus

fueros; y ya veremos como ese sentimiento característico de autoridad comunal hollada,

se complica, alimentando una revolución que no termina sino después de formidables

esfuerzos.

En esta ocasión, ante el desacato de Reyes, es cuando la Audiencia de Charcas,

resuelve enviar (20 de noviembre de 1721) un representante a la Asunción para que

informe sobre tan anómalo estado de cosas, y nombra, como tal Juez inquisidor, a Don

José de Antequera y Castro, que estaba llamado a ser el famoso Antequera, héroe de La

Revolución Comunera en el Paraguay, mártir de ella más tarde, expiando en el cadalso de

Lima su gesta enigmática y ruidosa.

Arribó Don José de Antequera y Castro a la Asunción el 23 de julio de 1721 (27, según

Garay, 15 de setiembre según Zinny) fecha memorable en los anales hispano-paraguayos

ya que marca el comienzo de un período de inauditas emergencias que no terminará

hasta 1735, catorce anos después.

Portaba el héroe un pliego cerrado, que debía abrirse en presencia del Cabildo. Eran

las instrucciones de la Audiencia para el caso de que resultase demostrada la culpabilidad

de Reyes. Según estas instrucciones, en el caso mencionado, Antequera debía asumir el

mando.

Reunido el Cabildo, Reyes resultó culpable siéndole probadas las acusaciones

mediante numerosos testigos (¡Honi soit qui mal q pense!). Y don José de Antequera

tomó, en consecuencia, posesión del mando (14 de setiembre 1721) iniciando el juicio

contra Reyes, al que dio su casa por cárcel y amplia libertad para su defensa. (Se dice

que ésta vino a formar un monstruoso conjunto de setenta y seis expedientes con unas

catorce mil páginas). Pero que temeroso el depuesto Gobernador de alguna violencia,

huyó a Buenos Aires. Mas aconteció que en esta ciudad, Reyes vino a encontrar nuevos

despachos por los que resultaba repuesto. Y que en virtud de ello tornó a su cargo.

Ésta es la versión de los hechos transmitida por los partidarios de Antequera. No así la

de los adversarios, quienes describen al Juez peruano, llegando a la ciudad cuando el

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Gobernador Reyes estaba recorriendo las Misiones y aprovechando tal ausencia para

preparar el proceso más capcioso de que existe memoria.

Nada podemos afirmar en esta ocasión, en uno u otro sentido. La figura de Antequera,

está pendiente, como otras de la historia hispanoamericana, de un estudio científico que

no ha sido hecho. Acerca de ella existen ditirambos o acusaciones, loas, libelos, pero falta

un estudio crítico. Y tan enigmática aparece su verdadera personalidad, que el

investigador Cortés llega al colmo de la confusión imaginable, al error que casi tiene algo

de simbólico, de creer que hubo dos Antequeras diferentes; el mártir de la libertad, al cual

ensalza; y «José Antequera y Castro» que el bueno de Cortés creyó otro personaje, ¡al

que describe como un usurpador ambicioso!

Y nos explicamos la confusión del biógrafo Cortés, pues parece inconcebible que sobre

una misma persona hayan podido emitirse juicios tan divergentes.

José de Antequera y Castro (Enriques y Castro, dice Zinny) era peruano, natural de

Lima y de noble estirpe. Había recibido exquisita educación. Poseía singular inteligencia

realzada por el estudio. Sus Cartas al Obispo Palos, y otros documentos que de él hemos

leído, son producto de un espíritu culto. Y no es de extrañar que por sus méritos fuese

nombrado ya Procurador fiscal, ya Protector de Indios en la Real Audiencia, ya Caballero

de la Orden de Alcántara y, finalmente, Juez pesquisidor en el Paraguay. Pero, según

frase de Estrada, admirador del Jefe Comunero, «solo un tizne» hallaríamos en él: «su

avaricia que corría parejas con su ambición». ¡Y fueron éstos los defectos más tolerables

que le conocieron adversarios e indiferentes!

Veamos nosotros su acción al frente de los destinos paraguayos, en lo que se

relaciona con nuestro ensayo. A las nuevas del regreso de Reyes, el Cabildo asunceno

decide contrarrestar los efectos de la reposición del impopular gobernante, suplicando al

Virrey contra ella, y a la vez ratifica solamente el reconocimiento de la autoridad de

Antequera.

Reyes – dícese – se detiene en Candelaria; allí es reconocido Gobernador y con

auxilio de los jesuitas forma un ejército de indios al frente del cual coloca a su hijo Don

Carlos, y avanza hasta Tobatí. Retírase después a Corrientes y allí permanece

embargando las mercaderías paraguayas, hasta que emisarios de Antequera se apoderan

violentamente de él, y le conducen a la ciudad donde lo encarcelan.

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Ante las protestas de Reyes y sus partidarios, el Virrey ordena a Baltasar García Ros,

Teniente Real en Buenos Aires, que acuda al Paraguay a reponer a Reyes e intimidar a

Antequera que se presente en Lima.

Es en este momento cuando el Cabildo asunceno acuerda solemnemente no acatar ni

a Reyes como Gobernador, ni a García Ros como enviado del Virrey; y ratificar una vez

más en el mando a Don José de Antequera. Y es, a nuestro parecer, éste el momento en

que reafirmándose el Cabildo en su soberanía, inicia realmente la Revolución.

* * *

La comunidad asuncena es, a partir de este hecho, árbitro de los destinos del país.

Así lo comprenden las autoridades reales que conminan al Gobernador de Buenos

Aires, Don Bruno Mauricio de Zabala, a que se dirija a Asunción. Delega éste en García

Ros que parte con dos mil hombres auxiliado por los jesuitas. Son todos los poderes

reales: el Virrey, el Gobernador, la Compañia, el Ejército, los que ahora amenazan al

Paraguay. Pero el Cabildo (julio, 1724) ha resuelto resistir; y más aún: reunido de nuevo

en 7 de agosto de 1724, decreta nada menos que la expulsión de los jesuitas en el

perentorio término de tres horas... Y lo que el monarca Carlos III había de hacer, no sin

sigilosos y arduos preparativos, el 31 de marzo de 1767 (con estupefacción de la

cristiandad y asombro de Voltaire), lo realiza instantáneamente el Cabildo Asunceno en

aquellos angustiosos momentos. «Puesta la tropa sobre las armas – dice el Deán Funes –

atravesaron la ciudad estos religiosos, de dos en dos, por entre una multitud que corrió a

ver el espectáculo».

Consumado aquel acto, Antequera marcha al encuentro del ejército invasor que

acampaba en el paso del Tebicuarí. La suerte le es favorable y merced a una estratagema

de guerrillero logra desbaratar las fuerzas de García Ros y derrota al ejército real,

regresando triunfante a la Asunción.

Mas, por desgracia para su causa, el nuevo Virrey del Perú, el enérgico Marqués de

Castelfuerte, ordena terminantemente a Zabala que se dirija personalmente al Paraguay,

prenda a Antequera y le remita a Lima. Y el Gobernador de Buenos Aires, al frente de un

ejército reforzado con seis mil guaraníes misioneros se dirige, en enero de 1725, contra

los revolucionarios.

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Ante esta amenaza, Antequera tiene que abandonar la ciudad para reclutar elementos,

dejando en ella como delegado a don Ramón de las Llanas. Zabala entra en la Asunción

(29 abril, 1725) liberta a Reyes y nombra Gobernador interino a don Martín de Barúa.

Y he aquí que, en la imposibilidad de resistir Antequera, se ve obligado a refugiarse en

Córdoba. El destino ahora le será adverso; ya no se volverá al Paraguay. Su obra será

continuada. Los vientos por él agitados engendrarán tempestades, pero él ya no las

presenciará.

Esperanzado en la Audiencia, se dirigirá a Charcas donde será preso y remitido a

Lima.

* * *

Nos encontraremos ahora ante un caso extraordinario y novelesco. Y es el de que, ya

en la cárcel de Lima, Antequera, fuertemente engrillado y su vida amenazada, por singular

ironía del destino, en los momentos en que su poderío humano decae, sus ideas en

cambio vienen a recibir inesperado nuevo impulso. Es que en la soledad de la prisión,

Antequera ha encontrado la amistad de un espíritu entusiasta y raro: el de Don Fernando

de Mompós, como él también privado de libertad. Este extraño Mompós, era un espíritu

vehemente y exaltado, animado por nobles impulsos de apostolado y proselitismo. Las

prédicas comuneras de Antequera, habían hecho nacer en su corazón la quijotesca

empresa de continuar la obra de Antequera en el Paraguay, luchando en él por la libertad.

Obsesionado por esta noble idea, no sabemos cómo, sale de su prisión, ni qué

instrucciones recibiera. Sólo sabemos que abandonando a Antequera, logra encaminarse

al Paraguay.

No poseemos datos sobre esta singular figura. El historiador Miguel Lobo confiesa que

le fue imposible conocer su origen. Estrada dice que era abogado de la Real Audiencia.

No sabemos, ciertamente, de dónde era. Alguien le hace panameño. Su apellido, escrito

Mompo, Mompó, y Mompox, debió ser Mompós, denominación geográfica colombiana y

española. El P. Lozano dice que «se intitulaba» Fernando Mompó de Zayas el enigmático

agitador, al cual llama «mal hombre» y «monstruo abortado en el suelo valenciano», en su

Historia de las Revoluciones del Paraguay, obra notable, tesoro de datos importantes,

aunque, como es comprensible, en ocasiones apasionada y parcial.

* * *

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Mompós era elocuente. En Asunción declaróse valientemente Comunero; es decir

comenzó a predicar públicamente la doctrina de que la autoridad de la Comunidad no

debía reconocer superior. Tribuno entusiasta, explicaba en las calles asuncenas, en 1729,

que la voluntad del Monarca y todos los poderes que de ella derivan estaban

subordinados a la del Común; que la autoridad de la Comunidad era permanente e

inalienable y que ella preexistía a todas las modificaciones de la Monarquía, viniendo a

ser forma y molde del Estado... Estas palabras, en opinión de Estrada, condensaban el

fondo de las doctrinas de Mompós. El paso de este tribuno por el Paraguay produjo una

honda conmoción política. Asunción quedó dividida en dos bandos:

El de los que se denominaban ellos mismos Comuneros y el partidario de las

autoridades reales, que fue denominado irónicamente Contrabandos.

Y la revolución latente estalló cuando el Gobernador Barúa, que había sabido hacerse

grato al Común fue sustituido en 1730 para nombrar a Don Ignacio Soroeta, pariente del

Virrey.

Los Comuneros declararon que no reconocían otra autoridad que la de Barúa y el

Cabildo intimó a Soroeta a salir inmediatamente de la Provincia. Soroeta partió y, como

Barúa se negase a continuar en el mando, el Común vino a quedar como autoridad

suprema del Paraguay.

La revolución comunera había triunfado. Dueños del mando, los Comuneros

depositaron la autoridad en una Junta Gubernativa. Recordemos que estamos en 1730;

que aún no se ha producido la Revolución Francesa. Y detengámonos un instante,

respetuosamente, ante aquellos nuestros antepasados comuneros, que aquí en el

Paraguay, como antes en las ciudades castellanas, constituían estas Juntas de Gobierno

que si no pudieron triunfar fue porque anticipándose a los tiempos advinieron a la historia

antes de la hora propicia.

Llega el momento en que esta Junta Gubernativa, con intuición democrática, elige un

Presidente y éste recibe el título de Presidente de la Provincia del Paraguay, siendo

designado para ejercerle don José Luis Bareiro. Por desgracia, éste – ¡amargo triste

presagio! – siendo el primer Presidente de la Primera Junta Gubernativa del Paraguay,

estaba destinado a traicionarla.

Bareiro, en quien acaba de depositar su confianza la representación popular, ¡traiciona,

en efecto, la causa de ésta! Tiende una celada a Mompós, le prende y le entrega a las

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autoridades argentinas. Más humanas éstas, dejan escapar al tribuno que huye al Brasil

donde se sume de nuevo en el misterio de donde surgiera...

El traidor Bareiro tuvo que luchar en las calles con las fuerzas que le depusieron.

Sucedióle en el mando Miguel de Garay y Ant. Ruiz de Arellano, que envía a Charcas

diputados para legalizar los procedimientos del Común. Desgraciadamente la Revolución

desmayaba, entrando ya en el deplorable período de la anarquía. En 1721 veremos a un

franciscano, Fray Juan de Arregui, ocupando el poder.

Es en estos momentos cuando el repudiado Gobernador Soroeta llega a Lima y

denuncia el estado del Paraguay. A sus palabras precipitan la condena de José de

Antequera. Éste, muere, como es sabido, camino del suplicio. Todos recordaréis el

lúgubre episodio. El pueblo limeño impresionado ante la figura legendaria del caudillo,

imploraba el perdón de la víctima. Ésta fue muerta de un balazo antes de llegar al

cadalso, en el que no obstante se consumó el feroz formulismo de la decapitación de un

cadáver. Cosas del tiempo fueron...

Con el peruano Antequera, perece ajusticiado el paraguayo Juan de Mena, Alguacil

Mayor, acusado como cómplice.

La indignación que estos trágicos hechos produjeron en el Paraguay ocasionó

sangrientas agitaciones. El pueblo se dirigió al Colegio Jesuítico que fue asaltado y

profanado, siendo masacrados algunos padres que inmolaran las turbas en represalia de

las víctimas limeñas. Y se produjo una nueva expulsión de la Compañía; era la tercera.

Del furor popular participaron las mujeres, entre las cuales, la hija del ajusticiado Juan

de Mena, de luto por su esposo, el comunero Ramón de las Llamas; cuando recibió la

impresionante nueva del suplicio de su padre, arrojó las negras vestiduras, presentándose

vestida de blanco en homenaje a los sacrificados por la Libertad.

Exhaustas ya las fuerzas populares, sin tribunos como Mompós, traicionadas por lo

Bareiros, y sin cabeza dirigente, fueron extinguiéndose lentamente, hasta que Zabala, en

1735, invade de nuevo el Paraguay con seis mil veteranos y vence en Tabapy a los restos

de las fuerzas comuneras. Tabapy es el Villalar de estas luchas comuneras paraguayas.

* * *

Salvando épocas y ambientes y examinando en conjunto los hechos, en Castilla las

Comunidades, en Valencia las Germanías, en Nueva Granada la Revolución Comunera,

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en el Paraguay la de los Comuneros Paraguayos, aparécennos como formas diversas de

una protesta similar formulada por un mismo pueblo herido por parecidos males.

La Revolución de los Comuneros Paraguayos fue, en cierto sentido, una protesta más,

un lejano eco trágico de la secular, cruenta lucha entablada entre el absolutismo

monárquico centralista y el antiguo régimen hispano de las autonomías locales; entre el

poder absorbente y cesáreo implantado a sangre y fuego – repitámoslo siempre, por

Carlos de Borgoña –, y el legendario autonomismo peninsular, ibérico; entre la voluntad

omnímoda del Imperator augustus extranjero y la de las véteras instituciones populares

hispanas, no resignadas a desaparecer, y que, si en el Nuevo Mundo revivieron mediante

la Emancipación, en la Madre Patria tal vez resurjan cuando suene la hora.

FIN

POSTFACIO

El presente ensayo histórico ha visto la luz pública por manera fortuita. No fue

concebido, ni escrito, para afrontar la publicidad en forma de libro. Los capítulos que lo

integran fueron otras tantas conferencias dadas en el Instituto Paraguayo en un a modo

de cursillo de Extensión Universitaria, que denominó la Casa – generosamente –

«Cátedra libre de Historia y Literatura Hispánicas). Tal circunstancia excusará ante el

lector avisado, el tono y otras particularidades de la exposición, amén de la ausencia de

aparato bibliográfico y documental, impuesta por la índole de las lecturas.

La fecha de éstas – mayo a octubre de 1921 – tiene importancia para el autor y aun

para la crítica sobre el tema, en el país, teatro famoso y ruidoso, otrora, de la

REVOLUCION COMUNERA, pero donde la bibliografía nacional no había registrado,

hasta el presente, una sola producción referente al extraordinario y sonado episodio. (Las

obras del jesuita español Lozano y del historiador argentino Estrada – únicas especiales

que existen – fueron publicadas en el extranjero y no se reimprimieron en el Paraguay).

No es de extrañar que – según reveló la prensa – alguna curiosidad despertaran, en su

momento, las anteriores conferencias, que, inéditas desde 1921 al presente, no habían

permanecido empero ni del todo ignoradas, ni olvidadas, debiéndose a ello, se nos dice,

el revival en el país de los estudios consagrados al interesante momento histórico que las

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inspiró. Presentadas en 1926 al «II Congreso de Historia Americana», celebrado en

Asunción, donde fueron premiadas, y publicado alguno de sus capítulos en la

interrumpida «Revista Paraguaya», existían para el público como esquema de teorías

expuestas por el autor en la cátedra – llamémosla así – del Instituto.

Un núcleo de generosos intelectuales ha creído útil, hoy, actualizar este ensayo,

honrándole con una publicidad inesperada. No hay en él hallazgos realizados por el autor,

quien tampoco hubiera podido superar notables trabajos de todos conocidos. En lo

externo, en lo episódico – anecdótico, que diría D'Ors –, y en los estudios aislados, la

historia de las Comunidades peninsulares, así como la del Comunerismo americano, han

sido extensa y aun concienzudamente estudiadas. Pero en su contenido ideológico,

espiritual, tal vez no. Y en su aspecto integral, comprensor de similares anhelos comunes

a una misma estirpe, nunca, que sepamos. Ni en la numerosa y notable bibliografía

existente en España sobre las Comunidades, ni en los meritísimos trabajos aparecidos en

América sobre las agitaciones comuneras, el autor no ha encontrado ni aun alusión a las

significativas e importantes conexiones ideológicas y políticas hermanadoras de los

ideales comuneros ibéricos y los americanos. Y estas conexiones trascendentes son las

que sorprende no hayan sido ante apreciadas, ya que iluminan con nueva luz algunos

puntos de la historia americana. Ellas son las que el autor cree le ha sido dado indicar y

estudiar – esquemáticamente – por vez primera. Si el hecho no es mencionable por la

insignificante gloriola que pudiera representar, debe serlo para subrayar su valor como

comprobante de la tesis – nacida en el Río de la Plata – de que en lo venidero, la Historia

de España, y la de América, no podrán ser estudiadas aisladamente, y mucho menos,

antagónicamente, sino como la de una misma grande estirpe, ubicada a uno y otro lado

del Atlántico.

V.D.P.

Asunción, 1, 1930.

BIBLIOGRAFÍA. NOTAS

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tomos con temas diversos: pensamientos filosóficos y morales, pensamientos

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religiosos, políticos, discursos parlamentarios, forenses, artículos varios y poesías. Aparisi fue jefe del Partido Tradicionalista; enviado español ante el Vaticano fue recibido por el Papa Pío IX en 1870. Falleció en Madrid en 1872. La opinión de Aparisi es altamente respetada y su voz tiene peso y autoridad en lo referente a la Historia de España).

AZARA, Félix de: Descripción e Historia del Paraguay y Río de la Plata. Madrid, 1847. AZARA, Félix de: Voyage dans l'Amérique Meridionale. París, Dentu Imprimeur, 1809, 4

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Bordas, (París-Bruxelles-Montréal) Volumen de 128 páginas, traducido al francés por Jean-Paul Duviols.

BENITEZ, Justo Pastor: Los Comuneros del Paraguay. (Comunicación al II Congreso de Historia Americana, Buenos Aires, 1952).

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CARDOZO, Efraím. Historiografía poraguaya, México, 1959. CARDOZO, Efraím: El Paraguay Colonial, Asunción, Ed. Niza, 1959. CARDOZO, Efraím: Breve Historia del Paraguay, Buenos Aires, Eudeba, 1965. DIAZ de GUZMAN, Ruy: La Argentina (Nombre utilizado en Paraguay: Anales del

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PRESCOTT, William Hickling: History of the Reign of Phillip the Second, King of Spain. 3 Vol. 1858. (Sobre PRESCOTT ha escrito S. E. Morrison un artículo consagratorio:

Page 121: VIRIATO DÍAZ PÉREZ Revolucion Comunera en el... · Asunción, 1908, conferencia dada en el Instituto Paraguayo, de cuya Revista fue director ... Primer Ensayo de Indice, Asunción,

«PRESCOTT, The American Thucydides en «The Atlantic Monthly» 200: 165-184, nov. 1957).

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TECHO, Nicolás del... (Originalmente Du Toiet) Historia de la Provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús. El texto latino fue vertido al español por Manuel Serrano y Sanz. Prólogo de Blas Garay. Madrid. A. de Uribe 1897, 5 Vol. («Biblioteca Paraguaya»).

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ZUBIZARRETA, Carlos: Historia de mi ciudad. Edit. «EMASA», Asunción, 1965.

ÍNDICE

Capítulo primero Las Germanías de Valencia Capítulo II Continuación del Movimiento Comunero basta Villalar (23 de abril de 1521) Capítulo III Villalar en la Historia de la Libertad Capítulo IV La Revolución Comunera del Paraguay (Antecedentes) Capítulo V La Revolución Comunera del Paraguay (Desarrollo) Postfacio Bibliografía. Notas

Este libro, cuarto de la serie destinada a reunir la obra de Viriato Díaz-Pérez, se acabó de imprimir en los talleres Mossen Alcover de Palma de Mallorca, España, el

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diez de noviembre de mil novecientos setenta y tres.

SOLAPA:

EL AUTOR

Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al

Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su

Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la

muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su

padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la

escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros

críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer

(Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid.

La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de

su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y

Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de

noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre Naturaleza y evolución del lenguaje rítmico.

Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió

gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas

selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y

sudamericanas: Revista del Paraguay, Revista del Instituto Paraguayo, Revista del

Ateneo Paraguayo, Alcor, etc., etc. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos

en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En

Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio

de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de

Derecho y Ciencias Sociales, etc.

El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de

la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un

segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso

salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías...

Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.

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NOTAS

1- Este y los demás ordinales que figuran entre paréntesis, encabezando los capítulos,

corresponden a los de la primera edición de esta obra, publicada en un solo volumen.

2- Kirpatrick «Los dominios de España en América – Historia del Mundo en la Edad

Moderna T. XXIlI pág. 352.