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MÉTODO, FUENTE Y LENGUAJE JURÍDICO Michel Villey I. LA NATURALEZA DE LAS COSAS 1 El decano Marty, me ha encargado una introducción histórica al estudio de la naturaleza de las cosas en la historia de la filosofía del derecho, anterior al siglo XIX. Una introducción histórica puede tener su utilidad. No se ha dicho que toda la verdad esté incluida en los sistemas contemporáneos. Unos y otros somos –y sobre todo los otros– demasiado serviles de las doctrinas de moda. Arriesgamos dejarnos absorber demasiado por Heidegger, Husserl o Sartre cuando esos sistemas, en realidad, significan poco en el marco total de los sistemas posibles de pensamiento, cuando, en todo caso, sería prudente situarlos en el conjunto riquísimo que nos ofrece la historia de la filosofía. Pero apenas había aceptado presentaros esta introducción histórica, comprendí que asumía una tarea imposible o muy ardua, por lo que os diré: una teoría sistemática de la naturaleza de las cosas relativa al derecho, no pienso que exista con anterioridad a los siglos XIX y XX. A mi juicio, son ciertos pandectistas del siglo XIX (Dernburg-Vangerow) los que han puesto de relieve esta noción. Más recientemente –sobre todo después del fin de la segunda guerra mundial– la filosofía del derecho se ha apoderado de ella y así ha surgido una floración de estudios sobre la naturaleza de las cosas: Radbruch, Coing, Fechner, Welzel, Maihofer, Ballweg, Asquini, Baratta, Bobio, Morra, etc… Estudio que, en su mayor aparte, son solidarios de doctrinas filosóficas recientes y que no pueden comprenderse más que en ese marco, lo que nos conduce a nuestro coloquio de hoy. Y yo historiador, os confieso que no conozco esas doctrinas y que las vacaciones que acabo de pasar en un pueblo perdido de Normandía –con la idea de interesarme en la naturaleza de las cosas de una manera mucho menos abstracta– no eran momento propicio para esas lecturas. No obstante, lo poco que se, es suficiente para convencerme que la expresión naturaleza de las cosas, aplicada a la teoría de las fuentes del derecho, corre el riesgo de no expresar gran cosa a fuerza de significar, en el lenguaje de uno y de otros, cosas demasiado diferentes. Es un excelente tema de coloquio –en apariencia un excelente terreno de reencuentro– porque todos los que están aquí: positivistas (como son, si no me abuso en ello, los señores Bobbio o Eisenmann), existencialistas (como los señores Maihofer o Poulantzas, si ellos 1 Comunicación al Coloquio de Toulouse, Septiembre de 1964.

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Filosofía del derecho

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MÉTODO, FUENTE Y LENGUAJE JURÍDICO

Michel Villey

I. LA NATURALEZA DE LAS COSAS1

El decano Marty, me ha encargado una introducción histórica al estudio de la naturaleza de

las cosas en la historia de la filosofía del derecho, anterior al siglo XIX. Una introducción

histórica puede tener su utilidad. No se ha dicho que toda la verdad esté incluida en los

sistemas contemporáneos.

Unos y otros somos –y sobre todo los otros– demasiado serviles de las doctrinas de moda.

Arriesgamos dejarnos absorber demasiado por Heidegger, Husserl o Sartre cuando esos

sistemas, en realidad, significan poco en el marco total de los sistemas posibles de

pensamiento, cuando, en todo caso, sería prudente situarlos en el conjunto riquísimo que

nos ofrece la historia de la filosofía.

Pero apenas había aceptado presentaros esta introducción histórica, comprendí que asumía

una tarea imposible o muy ardua, por lo que os diré: una teoría sistemática de la naturaleza

de las cosas relativa al derecho, no pienso que exista con anterioridad a los siglos XIX y

XX. A mi juicio, son ciertos pandectistas del siglo XIX (Dernburg-Vangerow) los que han

puesto de relieve esta noción. Más recientemente –sobre todo después del fin de la segunda

guerra mundial– la filosofía del derecho se ha apoderado de ella y así ha surgido una

floración de estudios sobre la naturaleza de las cosas: Radbruch, Coing, Fechner, Welzel,

Maihofer, Ballweg, Asquini, Baratta, Bobio, Morra, etc… Estudio que, en su mayor aparte,

son solidarios de doctrinas filosóficas recientes y que no pueden comprenderse más que en

ese marco, lo que nos conduce a nuestro coloquio de hoy.

Y yo historiador, os confieso que no conozco esas doctrinas y que las vacaciones que acabo

de pasar en un pueblo perdido de Normandía –con la idea de interesarme en la naturaleza

de las cosas de una manera mucho menos abstracta– no eran momento propicio para esas

lecturas.

No obstante, lo poco que se, es suficiente para convencerme que la expresión naturaleza de

las cosas, aplicada a la teoría de las fuentes del derecho, corre el riesgo de no expresar gran

cosa a fuerza de significar, en el lenguaje de uno y de otros, cosas demasiado diferentes.

Es un excelente tema de coloquio –en apariencia un excelente terreno de reencuentro–

porque todos los que están aquí: positivistas (como son, si no me abuso en ello, los señores

Bobbio o Eisenmann), existencialistas (como los señores Maihofer o Poulantzas, si ellos

1 Comunicación al Coloquio de Toulouse, Septiembre de 1964.

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me perdonan esta etiqueta), fenomenólogos (como el señor Gardies), también

jusnaturalistas (como personalmente confieso serlo) y también para utilizar una distinción

de moda, juristas–filósofos –que prefieren no alejarse de la experiencia técnica del

derecho– y filósofos–juristas –que resisten mal al prestigio de las filosofías en boga–.

Todos –digo– estamos dispuestos a aceptar esta noción: naturaleza de las cosas; pero a

condición de entenderla mediante acepciones opuestas. Es, sin duda, sólo un falso

reencuentro, un falso acuerdo sobre el término y no sobre el fondo.

Es cierto que la propia expresión se ha prestado a ello, pues no existen términos más vagos

ni más ambiguos que esas dos palabras: naturaleza y cosas, las que en el transcurso de los

tiempos han recibido significados muy diversos.

No hay acuerdo sobre el contenido de la pretendida naturaleza de las cosas, y menos sobre

su función. Algunos están dispuestos a reconocer en ella una verdadera fuente de derechos,

al menos de tipo supletorio, capaz de hacer frente a las insuficiencias de la ley, de llenar sus

lagunas, de reemplazarla (tal es, sin duda, la posición del señor Batiffol y esa era la postura

de Gény o incluso la de Larenz). Otros, incluso llegan a reconocerle carácter principal (lo

que bien podría corresponder a las tendencias del señor Maihofer o del señor Poulantzas).

Pero otros, como los señores Bobbio y Morra, niegan a la naturaleza de las cosas la calidad

de verdadera fuente del derecho. Estos niegan que de la sola naturaleza de las cosas puedan

surgir normas; no consienten más que en atribuirle un papel puramente instrumental en la

interpretación de las leyes.

Entonces… sobre qué me habéis pedido que os haga la historia (o la prehistoria)?

Puede que exista, pese a todo, un común denominador entre esas teorías diversas. Puede

que la puesta en boga de esta expresión trasunte, en todos los casos, una tendencia en parte

común: una reacción contra los excesos del normativismo, del culto de los textos y de la

abstracción jurídica. Contra esta ola de legalismo que había invadido nuestro derecho, se

produce un movimiento de reflujo; tenemos el sentimiento de que se debe “volver a las

cosas”, a la observación de las cosas del mundo social e incluso físico, esperando con ello

sacar provecho para el arte jurídico. ¿Cómo, hasta qué grado y por cuáles razones teóricas?

No podemos decirlo. Pero, al menos existiría esta aspiración común.

Si puedo dar a la expresión naturaleza de las cosas este contenido amplio, si me atengo al

término, dejando de lado todas las definiciones diversas en que lo han encerrado nuestras

teorías recientes, entonces mi tarea de historiador se torna posible. Y, en efecto, en un

sentido vago e indeterminado, la apelación a la naturaleza de las cosas para justificar una

moral política, una solución jurídica, es un bien común, muy antiguo y fuertemente

admitido.

Si hubiera consultado el Littré, habría encontrado –ciertamente– un número considerable de

ejemplos. Para limitarme a ello –que no tiene su fuente en el Littré– nuestro Presidente de

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la República, que parece desconfiar de las viejas ideologías, usa de este tipo de argumentos

en todos sus discursos. Nosotros, franceses, lo hemos visto fundar sobre “la naturaleza de

las cosas” la conclusión de que Argelia debía permanecer asociada a la metrópoli y

también, un poco más tarde, que la naturaleza de las cosas imponía su independencia; o que

Europa no debía dejarse subordinar por América; o que la naturaleza de las cosas impedía

hacer Europa….

El término “naturaleza de las cosas” existe y se lo ha usado durante siglos, en occidente.

Savigny lo usa y también Montesquieu. Se lo encontrará en la obra de los autores de la

Escuela llamada del derecho natural moderno; en los escolásticos españoles del siglo XVI y

especialmente en Molina; en el derecho científico del medioevo; sustancialmente en

Aristóteles, “Last but non least”, es frecuente en el lenguaje de los juristas romanos de

donde las pandectistas lo han extraído.

¡Cuántas citas habría recopilado si hubieran examinado concienzudamente los

vocabularios! Todavía no habría salido de allí. Comienzo a descorazonarme por la

extensión de mi tema pues todos esos textos, relativos al término naturaleza de las cosas no

son, para nosotros, fáciles de interpretar puesto que no están acompañados todavía por una

teoría o una definición precisa. Por ejemplo, no sabríamos decir muy exactamente en qué

sentido el Gral. de Gaulle utiliza esta expresión, si él se refiere a las teorías del señor

Batiffol, del señor Welzel o del señor Maihofer. Del mismo modo, el sentido de los textos

romanos está lejos de ser obvio. No podremos ver claro allí en qué sentido se hace

referencia a los diversos significados de la palabra naturaleza que, a lo largo de los siglos,

han explicado diversas doctrinas filosóficas y que tanto el lenguaje vulgar como el de los

juristas han aceptado espontáneamente.

La historia de los sentidos de la palabra naturaleza; he allí un tema inmenso respecto del

cual me reconozco incapaz de ser completo.

Veo dos concepciones principales que me parecen susceptibles de iluminar mis citas de

textos jurídicos o de filosofía del derecho. La primera que llamaría moderna porque ha

reinado sobre todo partir del siglo XVI y permanece aun siendo dominante. Para esbozar la

segunda, que llamo clásica, deberemos remontarnos hasta las doctrinas de Aristóteles y de

Santo Tomás, lo que no impide –personalmente– optar por ellas.

A.- La naturaleza de las cosas moderna

Comencemos por las teorías que nos son más familiares, nacidas en el seno de la filosofía

moderna. A decir verdad, la filosofía que señalamos mediante esta etiqueta tiene raíces muy

anteriores al siglo XVI, pero no la considero predominante en el mundo de los juristas más

que con el éxito decisivo del nominalismo de los últimos tiempos medioevales y sobre todo

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con el cartesianismo. Filosofía cuyos rasgos esenciales –aunque todavía más acentuados–

los encuentro en Kant. Permaneceremos, en la mayor parte, bajo su influencia.

Presupuestos normativistas

¿Qué es lo que distingue, a mi juicio, esta filosofía llamada moderna, con relación a las

fuentes del derecho? La idea de que el derecho es, en lo esencial, un producto no de la

naturaleza sino del espíritu. Pienso que nosotros, modernos, vivimos en la era de la

exaltación del espíritu del hombre al que gustosamente se quiere colocar en el papel de

creador de todas las cosas. No se le puede atribuir la creación de la materia, o al menos eso

será difícil de hacer. Pero se ve en él la única fuente de todo sentido y de todo valor. De

cualquier manera se le atribuye el papel de productor del derecho. A la inversa del animal,

el hombre afirma la pretensión de ser por sí mismo el autor de sus sociedades y de su

derecho.

La fuente de toda norma jurídica estaría situada ya sea en su razón (los pretendidos

axiomas a priori de la razón práctica), ya sea en su voluntad, incluso en su voluntad

absolutamente arbitraria; el derecho encontrará entonces su fuente en el consentimiento de

los ciudadanos a través del contrato social.

Es de este modo, que se desemboca (los dos caminos llevan a lo mismo en lo que importa a

nuestro tema y esas dos doctrinas, desde mi punto de vista, las coloco en el mismo saco) en

el racionalismo jurídico (en el cual el “derecho natural” viene a ser, en realidad un derecho

racional) y por otra parte en el positivismo. En ambos casos, el derecho estará contenido

enteramente en las normas, sean normas pretendidamente racionales, sean normas surgidas

del consentimiento voluntario de los ciudadanos. Así, el derecho será definido como el

conjunto de normas surgidas de nuestro espíritu. Es ésta, la era del normativismo, en la cual

estamos todavía.

¿Cuál puede ser, en tal filosofía, el lugar de una naturaleza de las cosas considerada como

fuente del derecho? Estaría tentado de responder que ninguno. La tendencia del

normativismo moderno ha sido sobretodo expulsar del arte jurídico toda referencia a la

naturaleza. La lógica del positivismo, como también la del racionalismo conduce al jurista a

cerrar los ojos sobre las cosas, a vivir en el mundo cerrado de las normas. Viniendo a

Toulouse, viajaba con un médico eminente que se había ocupado algunas veces del derecho

y de las jurisdicciones de la Seguridad Social. Me decía “vuestro derecho no es más que la

sumisión a los textos, y textos generalmente absurdos. Vuestro derecho es la negación de la

humanidad y del buen sentido”. Habría podido agregar: de la naturaleza de las cosas.

El juicio de ese médico sólo pecaba por exageración. No podemos, en este aspecto, ignorar

el hecho; sabemos bien que los pretendidos axiomas racionales de Kant no han servido

jamás para sacar gran cosa en materia de soluciones jurídicas, como también sabemos el

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carácter ficticio y tramposo de las doctrinas del contrato social; dudamos que valga más no

transgredir ciertas “données” naturales. Pero ¿por qué en el seno mismo de esta filosofía de

las fuentes ha surgido una teoría de la naturaleza de las cosas? ¿Qué sentido y función le

han reconocido los autores modernos?

1.- Significación

¿Qué significa, ante todo, esa palabra naturaleza, en el lenguaje del mundo moderno?

Demandemos tal explicación a los filósofos de los tiempos modernos. Ellos nos proponen

ordinariamente, del siglo XV al siglo XVIII, una noción relativamente mustia,

voluntariamente restrictiva. La filosofía cartesiana opone la naturaleza al espíritu; de este

modo, tiende a vaciar la naturaleza de todo lo que es propiamente humano y espiritual; la

naturaleza es sobre todo materia. Nuestro lenguaje lleva la marca de esto: cuando

hablamos, todavía hoy, de “ciencias naturales”, o de ciencias de la naturaleza, no

entendemos que esas ciencias traten específicamente sobre el hombre o sobre los grupos

humanos sociales. Cuando hablamos de física (recordando que esa palabra

etimológicamente significa naturaleza) no entendemos por ciencia física más que el estudio

de la materia.

De allí que en esta “naturaleza” –tal como la tienden a concebir los filósofos de la edad

moderna– no existe otra consideración que sobre la materia. Esta materia no es inmóvil ni

vacía de todo orden. En la noción de la naturaleza, los modernos han incluido también un

mecanismo vinculante de los fenómenos materiales entre sí; lo que el señor Bastide llamaba

ayer “sistema de leyes”. Podemos precisar: un sistema de relaciones de antecedentes a

consiguiente, o de causalidad eficiente. Cómo la velocidad de los cuerpos se acelera, qué

cosas generan la eclosión de la planta…, leyes de causalidad, he aquí el objeto que estudian

las ciencias de la naturaleza. Pero no las causas llamadas antiguamente “formales”, ni

tampoco las “causas finales”; no estudian el sentido de la acción humana y tampoco los

valores. Con relación a la noción antigua y clásica de la naturaleza que siempre abordamos,

la naturaleza moderna aparece, como se ha dicho, desvalorizada, privada de su contenido

espiritual.

Por eso podemos comprender ahora, por qué el pensamiento jurídico moderno no asigna a

la naturaleza de las cosas más que un papel secundario en lo que hace al derecho.

2.- Función

Partiendo de una filosofía tal, no se puede atribuir a la naturaleza la función de fuente del

derecho. Es el espíritu del legislador quien ha elegido el sentido de la norma, la cual no

podría proceder de la observación de la naturaleza. Un Kant, opone radicalmente las

ciencias de los hechos (el conocimiento teórico o especulativo), al conocimiento de los

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valores. Kelsen está estrictamente ubicado en la línea moderna puesto que mantiene esta

ruptura entre las ciencias “de la naturaleza” y las ciencias normativas del derecho.

También, para no quedarnos en el vacío normativo kelseniano, en la utopía racionalista, o

en lo arbitrario del positivismo, algún jurista educado en los moldes de esta filosofía

moderna se encuentra constreñido a recurrir, como lo hemos dicho, al tema de la

“naturaleza de las cosas”. Pero ¿qué puede él exigirle?

En tal sistema de pensamiento, el papel de la “naturaleza de las cosas “no puede ser sino

subsidiario. Al jurista creador de la norma, la “naturaleza de las cosas” opondrá, al menos

ciertas condiciones, a su fantasía inventiva. Ejemplo: “el Parlamento inglés puede hacer

todo” –dice el positivismo– “salvo cambiar un hombre en mujer” –tiene la prudencia de

agregar– y he aquí la contribución hecha por las ciencias naturales, al menos las de ese

tiempo. Bentham remarcaba: “Acording to the nature of things, the law cannot grant a

benefit to any, without at the same time imposing a burthen to some one else”. Magnífica

observación por los factores del presupuesto de la República.

Dicho de otra manera, si somos libres de elegir los fines, la naturaleza de las cosas nos

indica los medios posibles. El hombre se enorgullecería de “luchar contra la naturaleza”, de

comandar a la naturaleza; pero queda advertido, como dice Francis Bacon –uno de los

apóstoles del espíritu moderno–, que no se comanda a la naturaleza más que obedeciendo a

sus leyes de causalidad eficiente: “Naturae non imperatur nisi parendo”. El mismo

Rousseau ha debido reconocer este límite de los medios posibles “quiero investigar –decía–

si en el orden civil puede haber alguna norma de administración legítima y segura que

considere a los hombres tal como ellos son y a las leyes como ellas pueden ser”. Está

excluido que un legislador poco sensato –incluso sólo medianamente sensato como es sobre

todo el caso de Rousseau– no tenga en cuenta lo posible que le indica la naturaleza de las

cosas, la resistencia de la naturaleza a sus deseos ideales.

3.- Aplicaciones

He aquí una primera concepción de la naturaleza de las cosas y del papel otorgado a ella en

la ciencia del derecho. Sería fácil ilustrar esto con un gran número de citas, no obstante he

de señalar dos grupos de ejemplos:

a) Habría ante todo una masa verdaderamente inconmensurable de textos en los que la

naturaleza de las cosas queda reducida, efectivamente, a un papel subsidiario.

Ya se daba el caso, de alguna manera, en los textos jurídicos romanos puesto que la idea

que llamamos “moderna” de la naturaleza existía ya –de alguna manera– en la filosofía

antigua si bien, examinando la mayoría de los juristas de la antigüedad, nos parece más

bien que su pensamiento es tributario de la filosofía adversa. Puede que existan algunos

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ejemplos (muchos menos que los que imaginan ciertos romanistas de hoy) que deben

interpretarse en aquel sentido: D. 50.17.188.1, quae rerum natura prohibentur nulla lege

confirmata sunt. Luego de la “Palingénesis”, ese texto parece tratar sobre el testamente,

pues según el uso romano, la voluntad del testador, en principio, tiene fuerza de ley.

Consecuentemente, toda cláusula imposible, contraria a la naturaleza de las cosas, sería de

ningún efecto. Era necesario poner este límite, también a las creaciones del hombre (cf.: D.

49.8.3.1. sobre la nulidad de la sentencia que la “naturaleza de las cosas” haría de

cumplimiento imposible).

De la misma manera, en las utopías elaboradas sobre el modelo de la República de Platón y

que surgen en el siglo XVI (con Moro y Campanella) se nota que la naturaleza de las cosas

ha gozado de un pequeño margen de vigencia frente a la voluntad arbitraria de los príncipes

absolutos. Por otra parte… tales modos de razonamiento ¿no se encuentran en todas las

épocas y en la pluma de casi todos los legisladores?

Pienso que esta idea, esta concepción minimizadora de la función de la naturaleza de las

cosas en la vida del derecho está muy cercana, así la encontramos en la obra de numerosos

filósofos del derecho de hoy –el caso de la obra del señor Bobbio o del señor Morra–. Está

tan sólidamente anclada en nuestros hábitos de pensamiento que no exige mayores

comentarios. Señalemos solamente que ella no opone a los temidos excesos del

normativismo moderno, más que una barrera muy frágil. Poca cosa es indicar al legislador

los medios posibles, pues muchas cosas son posibles. Hitler pudo, sin que aparentemente lo

prohibieran las leyes de la naturaleza de las cosas, enviar a todos los judíos al horno

crematorio. Y aun cuando parecidas medidas a largo plazo deberían conducir toda su

política al fracaso, su ley permanecía siendo válida; continuaba siendo derecho.

De poco vale asignar al estudio de la naturaleza de las cosas una función simplemente

técnica e instrumental; por mi parte estimo que debemos exigirle más.

b) También es cierto que otros pensadores, tributarios de la misma filosofía, han sido

conducidos a reconocerle un lugar mucho más importante.

Resulta que las ciencias de la naturaleza, entendidas en el sentido moderno, las ciencias de

la naturaleza causal, no han quedado confinadas exclusivamente al mundo de los cuerpos;

no se han limitado a investigar si se podía, técnicamente, transformar un hombre en mujer;

por el contrario han invadido rápidamente el universo humano y social. Si los cartesianos

han intentado reducir la “naturaleza” al mundo de las cosas infra-humanas, otros

pensadores modernos han superado este límite. Así nacen las “ciencias humanas”, tan

estimadas en nuestros días pero que comienzan a asomarse a la arena desde el siglo XVI.

Es suficiente recordar un nombre, el de Maquiavelo, para advertir esta labor: transportar la

ciencia de lo posible, la ciencia de los medios, sino directamente al campo del derecho, sí al

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ámbito de la política. Muestra que un principado no puede mantenerse más que usando de

tal o cual medio: argucias, mentiras, traición; así lo exige la naturaleza de las cosas.

Maquiavelo ha sido calificado como un pensador de la naturaleza de las cosas. Sin duda

que aparentemente él no concede a esta nueva ciencia política más que un papel puramente

técnico: si queremos conservar un principado, la naturaleza de las cosas nos impone hacer

esto; ella no nos da más que los medios; el fin, en principio, permanece siendo libre.

Lo cierto es que tan laxa utilización de la naturaleza de las cosas, corre el riesgo de llegar

demasiado lejos porque el príncipe no es libre de no querer conservar su principado y de

este modo, la supuesta libertad del fin, termina por no incidir decisivamente.

Tales son las normas de conducta que surgen del Príncipe de Maquiavelo, de esta ciencia

supuestamente neutra y conforme a los métodos modernos de las ciencias llamadas

naturales. De Maquiavelo surge forzosamente el maquiavelismo. Desarrollada de tal

manera, la pretendida ciencia de los medios nos dicta toda nuestra conducta.

Es sobre todo en esta perspectiva que se podría situar a Montesquieu.

Montesquieu es uno de los antiguos reconocedores de la naturaleza de las cosas. Hace

profesión de fe a favor de la naturaleza de las cosas: “No extraeré ninguno de mis

pensamientos de mis prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas”. Esto es lo que dice en

el Prefacio del Espíritu de las leyes. En el comienzo del capítulo I leemos: “Las leyes en la

significación más extendida, son las relaciones necesarias que derivan de la ‘naturaleza de

las cosas’, etc.” Este es casi el leimotiv del Espíritu de las leyes.

Cierto es que ese libro no es, en el sentido más estricto de la palabra, una obra de filosofía

del derecho; en lo que concierne al derecho, Montesquieu es un buen liberal, preocupado

sobre todo por la certidumbre de las soluciones jurídicas y por la seguridad de las

posesiones, razón por la que será mucho más legalista y positivista. La función del Juez,

para él, tiende a reducirse a la aplicación pura y simple de las leyes positivas. Por lo demás

–por más parlamentarista que fuera– se guardaba bien de tratar sobre la técnica del derecho.

Los salones sociales se interesaban más por la política y el arte de la legislación. Es en este

último aspecto –el arte de la legislación– donde él pone de relieve a la “naturaleza de las

cosas”.

¿Pero en qué sentido? Si bien oscilando y tomando diversas fuentes, Montesquieu quiso ser

moderno; un apasionado por la ciencia en sentido moderno, por las ciencias de la naturaleza

(de este modo él mismo se gloriaba de escribir, sobre física y astronomía, sobre la causa de

la transparencia de los cuerpos, sobre el peso, la causa del eco o el funcionamiento de las

glándulas renales). Conforme a la moda de aquél tiempo no habla de Aristóteles sino para

mofarse, si bien no deja de plagiarlo. Ved el juicio disvalioso que, en una distribución de

premios en la Academia de Bordeaux, realiza respecto de una memoria de línea aristotélica.

Sobre Santo Tomás, pienso que no ha tenido la menor noción.

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Pero en el libro El espíritu de las Leyes, la gran audacia de Montesquieu es precisamente

aplicar el método de las ciencias causales de la naturaleza al estudio de las legislaciones.

Piensa la vida política como un sistema mecánico de relaciones de fuerzas. Busca las

“relaciones” necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas, que impone causalmente

la naturaleza. Tal clima –el clima cálido de África– impone el régimen despótico y la

servidumbre. Tal otro clima –mezclado a otras condiciones geográficas o etnográficas–

conduce al régimen republicano.

Pero el régimen, en su momento, entraña las instituciones. En la monarquía, por ejemplo

existe necesidad de que se den cita tales o cuales leyes sucesorias, el derecho de

mayorazgo, las sustituciones, etc. De este modo, la naturaleza de las cosas impone en la

práctica la casi totalidad de las cosas.

¿Qué queda en ese marco para la libertad creadora del legislador? L XIX, cap. XVI: “es

necesario tener en cuenta que la ley no viole la naturaleza de las cosas”. El legislador no

puede hacer otra cosa –si quiere actuar eficazmente– que adaptarse a este orden. De este

modo, las ciencias causales absorben toda libertad, y ellas reaparecen en la superficie bajo

un nombre nuevo: una suerte de derecho natural, de derecho dictado por la naturaleza; en

verdad, mil veces más opresivo, irresistible y rígido en sus soluciones que el de Aristóteles.

Nos encontramos aquí con una concepción hipertrofiada sobre el papel de la naturaleza de

las cosas a la que nos conduce la filosofía de la naturaleza causal. De allí surgirá la

fisiocracia de Quesnay, de Mercier de la Riviére –que describen “el orden natural

implacable de las sociedades”–; en el siglo siguiente el sociologismo y eso que se llama el

“naturalismo moderno”, doctrinas que no han dejado de vivir y que tienen, entre nosotros,

representantes.

Extraño fenómeno y curioso castigo para el orgullo humano: el pensamiento moderno había

creído restituir al hombre el señorío de la producción del derecho, liberado del derecho

natural, no pedir a la naturaleza más que informaciones técnicas. Pero llegamos aquí y

observamos que la naturaleza olvidada se venga: expulsada del campo de la teoría de las

fuentes del derecho, como el demonio del Evangelio, vuelve siete veces más fuerte;

aceptada en principio a título de simple sierva, la naturaleza de las cosas se convierte en

señora del derecho.

Se había creído encerrarla en el papel de indicadora de medios; pero lo sabemos demasiado,

la distinción de fines y medios es problemática y el gran libro nuestro colega Jacques Ellul

nos ha mostrado que la “técnica” puede invadir toda la vida.

No es al espíritu humano a quien, al fin de cuentas, ha aprovechado la separación cartesiana

entre espíritu y naturaleza; conforme a los ejemplos que se acaban de ver, en la obra de

Montesquieu y más todavía en el sociologismo y el “naturalismo”, el pensamiento moderno

termina por ahogar al libertad del legislador bajo el determinismo natural.

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Por mi parte, estimo que la noción moderna de naturaleza desemboca en un doble

“impasse”. Pues, o bien el jurista exige demasiado poco a la naturaleza de las cosas (sólo

las informaciones técnicas) y ella no nos presta el servicio que esperábamos: asegurarnos

contra la utopía o la arbitrariedad normativistas. O, por el contrario, ella nos oprime.

Frente a esta falencia de las doctrinas nacidas de la filosofía moderna, existe alguna razón

para volver hacia otras concepciones posibles sobre la naturaleza de las cosas, vinculadas a

una idea sobre la naturaleza más antigua y más difícil de retomar, para nosotros.

B. La “naturaleza” de las cosas clásica2

Abordo, entonces, una segunda teoría sobre la naturaleza de las cosas, por mucho tiempo

clásica, pues creo que ella ha dominado el espíritu de la elite de juristas –al menos hasta el

siglo XIV– y que encuentra su explicación en el sistema filosófico de Aristóteles y de Santo

Tomás, dicho de otra manera: en el derecho natural clásico.

Tocamos aquí el problema –sobre el que se volverá, sin duda, en este coloquio– de las

relaciones del derecho natural con la naturaleza de las cosas.

A mi juicio, es en el seno de la filosofía clásica del derecho natural, donde se aclara la

noción de la naturaleza de las cosas en su aplicación al derecho. Es allí donde es menester

buscar su fuente, si no única al menos principal, y su forma más perfecta.

Postulados jusnaturalistas

Os parecerá paradojal porque hoy las teorías sobre la naturaleza de las cosas parecen

construirse en oposición al derecho natural. En la literatura presente, es habitual oponer las

dos ideas de derecho natural y de naturaleza de las cosas. Pero, de la lectura de la mayor

parte de esas obras contemporáneas, constato que esa oposición reposa sobre un

contrasentido; hay obstinación todavía, en confundir la filosofía auténtica del derecho

natural, que creo debemos llamar clásica porque es la más antigua y la que ha ejercido su

influencia por largo tiempo, con las versiones deformadas que nos han transmitido los

siglos XVII y XVIII, con las doctrinas modernas etiquetadas como derecho natural pero

que no son más que corrupciones de la doctrina originaria; aunque ellas, desgraciadamente,

hayan conocido tanta celebridad en la opinión europea que han terminado por borrar la

imagen del modelo auténtico.

Los señores Bobbio y Larenz insisten, primeramente, en concebir el derecho natural como

un derecho deducido de la razón, deducido de los “principios” de la razón humana y por

ello terminan por confundir el derecho natural y el derecho racional. Este contrasentido tan

2 Nota del traductor: la explicación de la concepción clásica que realiza el autor carece –en muchos puntos– del rigor que sería de desear. La explicación que realiza, por otra parte, se funda más bien en tesis aristotélicas directas y no consulta, muchas veces los diversos aportes realizados por Santo Tomás, para quien la perspectiva de consideración de lo real –entre ello lo social– no puede desvincularse de la revelación cristiana y en especial del hecho de la Creación de Dios, aspecto desconocido por la filosofía pagana –inclusive la aristotélica.

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extendido es explicable históricamente si se piensa en el pretendido derecho natural de

Kant y de su escuela, de Stammler o de Del Vecchio; incluso en el falso “derecho natural”

de la época racionalista, fundado sobre la naturaleza supuestamente racional del hombre.

Efectivamente, si el derecho natural fuera verdaderamente un derecho de la razón, la noción

de naturaleza de las cosas sería directamente contraria a él, pues el fin de las teorías sobre la

naturaleza de las cosas está en asegurarnos contra las ideologías que engendra el

racionalismo y restaurar en el campo del derecho, el método de observación de los hechos

sociales.

Pero tal cosa no es, evidentemente, el derecho natural auténtico, como lo indica claramente

su nombre. Un simple vistazo sobre el menor texto de Aristóteles o de Santo Tomás (en el

De Jure) es suficiente para asegurarlo.

El derecho, en el sistema de esos autores (o por lo menos el derecho natural) debe ser

sacado de la naturaleza, de la observación de la naturaleza y de ningún modo de la razón3.

Tampoco de la naturaleza del hombre considerado aisladamente, de una definición

abstracta de la esencia del individuo.

La consideración de la “naturaleza del hombre”, que ha conocido gran éxito en Europa

moderna a partir del Renacimiento y que es de origen estoico y ciceroniano representa una

ruptura grave con el pensamiento de Aristóteles. La doctrina del derecho natural antiguo,

clásica, auténtica, es que el derecho debe ser extraído de la observación de toda la

naturaleza y, diría, precisamente de la naturaleza de las cosas. Es en este sentido como

entienden el tema nuestros teóricos actuales de la naturaleza de las cosas: las cosas del

universo social, las instituciones sociales, las formas de estado o de ciudades, (Aristóteles

con su Liceo había estudiado las constituciones comparadas de una centena de ciudades o

imperios), los grupos sociales existentes, las relaciones de intereses, sociedades, contratos,

acciones. Las cosas en su diversidad: Aristóteles sabía perfectamente bien, antes que

Montesquieu, que el mismo régimen no convenía a Grecia y a los países orientales. Las

cosas en su movilidad: Aristóteles sabe que esas realidades sociales son obra humana,

histórica y que el hombre, al ser libre, no deja de crear situaciones nuevas.

Santo Tomás, al tratar sobre el derecho (en el De Justitia et Jure) no deja de advertir,

concluyendo como su maestro, que el conocimiento del derecho no puede ser objeto de una

ciencia inmutable, ni asunto de teóricos de gabinete, sino que ella surge día a día de la

3 Nota del traductor: Uno de esos aspectos en los que Villey, decíamos en la nota anterior, carece del rigor debido lo encontramos en esta afirmación: “El derecho… (en la concepción clásica) debe ser sacado de la naturaleza y de ningún modo de la razón”. Debemos entender rectamente lo que el autor quiere decir. No podría decirse que la razón nada tiene que ver con la determinación de lo justo; así el pasaje debe entenderse como una confirmación contra los postulados racionalistas que consideran al derecho como una creación de la razón humana. Como el propio autor lo señala en este trabajo, la razón descubre el orden natural o naturaleza de las cosas como fuente del derecho y de la ley. Este descubrir supone un acto de la razón y lo que descarta Villey es que la razón cree por sí y ante sí un orden arbitrario. El descubrir el orden natural –o naturaleza de las cosas– supone el ejercicio contemplativo y considerativo de la razón y excluye la pretensión fáustica de una mente humana factora y creadora de lo justo y del orden de la convivencia. Esa razón violadora de lo real es la que nada tiene que hacer en la filosofía clásica y es esa actitud racionalista a la que hace referencia –excluyéndola– el autor en el pasaje que comentamos.

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“prudencia” de los prácticos (o “jurisprudentes”) que siguen el curso móvil de las cosas

sociales.

Hay también un segundo contrasentido, no menos extendido hoy, sobre la expresión

derecho natural: un contrasentido sobre la palabra derecho. Actualmente estamos

acostumbrados –y es un efecto del triunfo del positivismo jurídico como así también del

racionalismo– a entender con la palabra derecho, un conjunto de normas expresas, como un

catálogo de normas. Lo pensamos al modo de un código. Si fuera necesario comprender de

este modo el término derecho en la expresión derecho natural, con toda seguridad éste sería

incompatible con el método hoy de moda y denominado de “la naturaleza de las cosas”. Las

normas de derecho natural serían constituidas de una vez para siempre, mientras que el

corazón del método de la naturaleza de las cosas parece estar en la adaptación a las

situaciones nuevas y cambiantes.

Leo en el artículo de Larenz –en Mélanges Kikish, pag. 287–: “El derecho natural, como es

entendido por la mayor parte de los juristas, significa un conjunto de normas o de reglas de

conducta, que son sacadas de la naturaleza del hombre… o inmediatamente de la razón…

orden sustraído a los movimientos de la historia, válido intemporalmente ‘eine dem

geschichtlichen Wandel enthobene, zeitlos gültige Ordnun’, lo que pretendemos extraer de

la naturaleza de las cosas es de una especie totalmente diferente…”.

Es indudable que en lenguaje de Aristóteles, lo mismo que en el léxico de Santo Tomás e

incluso en el de la mayor parte de los juristas hasta el siglo XVI, el término derecho

revestía un sentido totalmente diverso que el que tiene para los positivistas modernos.

Significaba esta noción sutil y adjetiva: lo justo, dikaion, el id quod justum est, como lo

dice el jurisconsulto Paulo y lo define Santo Tomás: no se trata de normas expresas,

puestas, hechas de una vez para siempre, sino un valor a perseguir incansablemente, la

solución justa que buscamos y que no sabemos de entrada. Esta solución es mutable y así

debe ser si ella es el resultado de la naturaleza de las cosas cambiantes.

Perdonadme haber puesto el acento en ello, pero pienso que de ordinario no existe

conciencia sobre estos aspectos. No existe ninguna filosofía más favorable a la noción de

naturaleza de las cosas y a su utilización en el ámbito del derecho, que el antiguo sistema

clásico del derecho natural. El se guarda bien de hacer del derecho una pura creación de

una razón pura; él sabe –como hoy el marxismo4– que antes de todos nuestros

conocimientos y como bases de nuestros conocimientos, existe el ser y los actos de los

hombres y su producto que son las cosas sociales. Sabe también que extraemos el derecho

de la observación de esas cosas.

4 Nota del traductor: Esta afirmación del autor es de lamentar no sea más explícita, por cuanto no vemos en la filosofía de Marx una intención ontológica o metafísica como pareciera desprenderse de lo dicho por Villey.

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La doctrina del derecho natural es exactamente una doctrina de la naturaleza de las cosas.

Es en los textos surgidos de esta antigua filosofía que he realizado la más amplia cosecha

de citas jurídicas sobre la naturaleza de las cosas o de expresiones casi similares.

Pero en qué sentido la expresión era entendida ¿Qué papel le reconocía en la vida del

derecho?

1- Significación

Hemos hecho referencia a una segunda concepción filosófica sobre la naturaleza de las

cosas; difícil porque ha dejado de sernos familiar y notablemente más amplia, al menos en

dos aspectos.

En primer lugar la naturaleza de los clásicos engloba, francamente y sin reserva, todo lo

que existe en nuestro mundo. Esto es, no sólo los objetos físicos, materiales (como la

“naturaleza” post-cartesiana), sino la integridad del hombre, espíritu y cuerpo, las

instituciones humanas y las instituciones sociales: la ciudad, los grupos familiares, los

grupos de intereses. Para Aristóteles, todas esas cosas están en la naturaleza. En cambio,

para los modernos adeptos del “contrato social”, la ciudad es artificial, sobreagregada a la

naturaleza por la invención del espíritu humano.

Todos saben que para Aristóteles, el hombre es “animal político”: las obras de los hombres

son tan naturales como lo son los enjambres de abejas y otras sociedades animales5.

Cuando los clásicos usan el término “naturaleza de las cosas”, debemos entender la palabra

“cosas” en el sentido más amplio. Es de la observación de los grupos sociales, tal como

existen en la naturaleza, que un Aristóteles pretende hacer una fuente del derecho.

Pero sobre todo, la naturaleza clásica es un objeto mucho más vasto y rico que la

consideración moderna, porque ella incluye otros aspectos que no son sólo las cosas

materiales y las relaciones de causalidad eficiente entre cosas materiales. Incluye en ella la

belleza, un sentido espiritual y como decíamos, los valores. Esta concepción no carece, sin

duda, de presupuestos religiosos: para Aristóteles la naturaleza era la obra de un espíritu

divino que ponía en ella un reflejo de su excelencia; a fortiori esta es la creencia

fundamental de un Santo Tomás6.

5 Nota del traductor: La afirmación del autor que “las obras políticas de los hombres son tan naturales como lo son los enjambres de abejas y otras sociedades animales” debe entenderse rectamente; es decir en el sentido que el hombre –al igual que otros animales– naturalmente vive junto a sus congéneres. No obstante, debe remarcarse que el modo de vivir juntos, es muy diverso en el caso de la sociedad humana y en los nucleamientos de animales. Y es diverso porque ese modo de vida social se hace en función de las dos notas que esencialmente distinguen al hombre de los demás animales: la inteligencia y la libertad. Animales y hombres, naturalmente viven con sus congéneres, pero los núcleos que se constituyen son de muy diversa especie. Aquéllos forman nucleamientos gregarios, fundados meramente en lo instintivo y sensible, los hombres forman comunidades conforme a su diferencia específica –inteligencia y libertad– fundadas en el descubrimiento del orden natural por medio de la razón, a las que pertenecen por vocación y decisión uniéndose a sus congéneres por medio de la amistad o concordia cívica, además de la justicia –modo de vivir en verdad con los demás, al decir de Pieper–. 6 Nota del traductor: Es la creencia fundamental de Santo Tomás, pero a partir de una noción mucho más clara. La que nace de la revelación cristiana que ve al universo mundo como obra de Dios Creador; como creación de la nada realizada por amor del Dios Personal.

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Después de todo, no es necesario ver más que el mundo a nuestro alrededor y –usando un

lenguaje fenomenológico– verlo con ojos “ingenuos”, para percibir las riquezas que él

encierra.

Aristóteles ve en la naturaleza (además de esas realidades primeras que son los seres

singulares), las formas, las esencias generales (como las de los seres vivos, del animal

humano) por medio de las que se pone de manifiesto el orden del mundo, que no es un

amasijo incoherente de individuos, sino más bien un conjunto ordenado. Más allá de los

movimientos efectivos de los seres, advierte que esos movimientos tienen un sentido a

partir de la naturaleza; es decir que existen también en la naturaleza, causas finales. Los

movimientos del grano del trigo miran a la eclosión de la planta y los movimientos

instintivos que efectúan las bestias no son explicables más que en función de los fines a los

cuales se ordenan: nutrición, autoconservación, perpetuación de la especie.

Existe, así, un principio de los actos de los hombres, que tienen un sentido y que se dirigen

naturalmente hacia un fin rico en valores. Ciertamente que el caso de los hombres es menos

simple que el de las plantas y el de los animales: el hombre tiene el privilegio insólito de ser

libre, es decir, libre de apartarse del plan de la naturaleza. Mientras que las plantas y las

bestias realizan efectivamente sus finalidades naturales –así generalmente en la flor abierta

nos está dado contemplar la forma perfecta de la planta– es necesario reconocer que los

hombres y los grupos humanos raramente realizan el plan de su naturaleza. Más bien, a

menudo, se alejan de él y hasta puede que incluso no se vinculen a él en absoluto. Tampoco

podríamos pretender un perfecto conocimiento de nuestras finalidades naturales.

Pero de entre las actividades que, de hecho, realizan los hombres, somos capaces de

discernir aquellas que tiene menor desviación respecto de la naturaleza y que conducen a

resultados más conformes a sus designios; especialmente a sistemas de organización social

más próximos a los que la naturaleza nos inclina a realizar. Tales ejemplos tienen para

nosotros valor de modelos, ellos son en sí mismos ricos en justicia, cargados de un

contenido normativo.

De tales realidades surge un derecho.

2.- Función

Nadie podría oponerse, partiendo de esta filosofía, a hacer de la naturaleza de las cosas una

verdadera fuente de derecho; la observación de la naturaleza nos informa sobre la conducta

que debemos seguir, sobre la manera que debemos constituir nuestras relaciones sociales.

Estamos en las antípodas de Kant, de la dicotomía moderna entre la ciencia natural sobre

los hechos y el conocimiento de los valores.

Aristóteles extrae de la naturaleza, de la observación de las cosas, un derecho, dikaion

phisikon. ¿Cómo lo hace?

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Observa (ya había observado en sus estudios preparatorios sobre las diversas constituciones

de imperios y ciudades antiguas) los grupos sociales naturales, del modo en que ellos

resultan evidentes en los actos históricos de los hombres. Obra de hombres pero

obedeciendo –más o menos– al plan de la naturaleza. De este modo, se esfuerza por

discernir aquellas instituciones que se revelan con una mayor conformidad a las finalidades

naturales y que nos servirán de modelos. Reconocía también el carácter antinatural de

grupos sociales abortados o mal constituidos, tal el caso de familias en las que la autoridad

paternal, del marido, del señor, era ejercida de manera excesiva o era demasiado débil.

Constatamos que esas familias, a la larga, deben arrepentirse; de este modo, si la autoridad

del padre no es demasiado fuerte, el resultado aparecerá muy pronto cuando los hijos llegar

a ser jóvenes poco recomendables. A esos casos podemos oponer familias mejor

constituidas mediante las cuales podemos captar el orden de la naturaleza; de ellas es que

recogemos el modelo para una mejor organización de las relaciones intrafamiliares.

Del mismo modo, en lo que concierne a las ciudades, de su observación se extraerá el

derecho “político”, es decir el derecho en sentido estricto. Pero lamentablemente no puedo

exponer aquí el método del derecho natural.

Subrayaría simplemente, una vez más, que en ese sistema de pensamiento, la naturaleza de

las cosas constituye la fuente fundamental del derecho. Sin duda que los clásicos hacen un

lugar –y un lugar considerable– al lado del derecho natural por los juristas, al derecho

positivo emanado de la potestad legislativa; pero el propio derecho positivo se funda en la

naturaleza de las cosas puesto que la naturaleza quiere las ciudades y encarga a los

dirigentes de las mismas llenar nuestras incertidumbres mediante los límites que ellos

determinen y en el cuadro de cada grupo, a través del dictado de normas precisas.

Es lo mismo, puesto que la existencia de un derecho positivo arbitrario en el marco de cada

ciudad, reposa también sobre la naturaleza de las cosas.

Creo que ninguna doctrina mide más exactamente la función de la naturaleza de las cosas

que esta filosofía clásica.

La filosofía moderna con respecto a la naturaleza de las cosas, se hacía o bien demasiado

flaca o bien excesiva; demasiado estrecha, en la obra de aquellos que la confinan a un papel

puramente técnico y quieren que la norma jurídica sea esencialmente un producto de la

razón o de la voluntad. Excesiva cuando, por reacción, el “naturalismo” moderno, el

sociologismo (ya en la obra de Montesquieu) se libra al determinismo de la causalidad

eficiente y se estructura el orden jurídico sobre los hechos, cualquiera que ellos sean.

Por el contrario, la filosofía de Aristóteles y de Santo Tomás, extrayendo de la naturaleza la

sustancia del derecho, deja al espíritu humano la carga de reconocer y de controlar cuáles

son las instituciones históricamente realizadas conforme a los fines naturales y por ello nos

pueden servir de modelos. Entre la concepción “minimizadora” y la que llamaríamos

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“maximizadora” respecto de la función de la naturaleza de las cosas, la doctrina clásica nos

aporta –como se podía esperar de ella– una posición de justo medio.

3. Aplicaciones

Puesto que me habéis solicitado intervenir en este coloquio sobre todo como historiador del

derecho, dejadme agregar que esta doctrina de la naturaleza de las cosas considerada como

fuente del derecho ha sido recibida durante siglos en el mundo de los juristas y puesta en

práctica. Retomo mi lista de citas:

a) Hay muchas que he tomado del derecho romano. Hemos dicho que los Pandectistas se

han inspirado en ellas. Esos textos romanos son entendidos de ordinario por los romanistas

según nuestras categorías modernas. Un célebre libro: La concezione naturalística del

diritto e degli istituti giuridice romani, del italiano Maschi, los ha presentado bajo el signo

del “naturalismo” actual. Creo que la mayor parte se comprenden mejor a partir de la

filosofía clásica aristotélica. Las fuentes del derecho romano clásico no son

verdaderamente inteligibles más que a partir del esquema clásico del derecho natural.

El derecho romano, al menos el clásico, es –se sabe– sobre todo, un producto doctrinal,

jurisprudencial, y los jurisprudentes nos dicen (¿en nombre de qué se puede recusar su

confesión expresa?) de su adhesión al método del derecho natural. La jurisprudencia, dice

Ulpiano, es ante todo el estudio de las cosas –rerum notitia–. Gaius funda toda su

exposición sobre el estudio de las res (personas, bienes, acciones).

Tampoco nos sorprendemos al advertir que sean frecuentes las referencias que hacen

respecto de la naturaleza de las cosas. No se trata de encontrar mencionada en cada página

del Digesto de manera expresa la fórmula natura rei. ¿Qué necesidad existe en una sistema

tal, de invocarla literalmente cuando la doctrina del derecho natural exige, en sí misma, el

recurso perpetuo a la observación de las cosas? Más bien esas fórmulas, familiares a todo

romanista, sacan a relucir el argumento a favor de una solución jurídica sobre la natura

contractus, societatis, servitutium, legati, actionis, etc.

Esto nada tiene que ver con los actuales temas de ejercicios escolares, de infeliz memoria,

sobre la “naturaleza jurídica” de los contratos o de la sociedad. Los “contratos” o las

“sociedades”, no constituían para los romanos –como nos sucede a nosotros, hijos del

nominalismo de abstracciones puras– construcciones artificiales del espíritu humano; sino

cosas, hechos sociales, relaciones de negocios, en las que se busca el derecho que los

regule.

b) Bien, extraigamos uno de esos textos que nos ha conservado el Digesto, a fin de mostrar

el mismo método sobrevivido o revivido en el medioevo. D.9.2.52.2 del jurisconsulto

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Alfenus: se trataba de una causa complicada nacida de un accidente de tránsito, dos carros

que chocan subiendo hacia el Capitolio. Frente a ello Alfenus opina que la solución jurídica

está dada en la causa misma. Respondi in causa jus esse positum. Puede que no sea más

que una invitación a examinar profundamente los hechos del litigio, pero los juristas del

medioevo, buenos conocedores del asunto, dieron al texto una interpretación más amplia.

Así Blado, extrae el célebre adagio que el derecho surge del hecho. Ex facto jus oritur.

Creo que ello significa que la solución jurídica es extraída en definitiva de la observación

de las cosas y de la naturaleza de las cosas.

Puesto que vosotros me interrogáis en tanto que historiador, pienso que este método

jurídico aristotélico ha conocido vastos períodos de aplicación conciente, sobre todo en los

siglos decisivos de la formación de nuestro derecho europeo. El vivirá largo tiempo todavía

entre los juristas cultos, que no dejaron de defenderlo contra los asaltos repetidos de la

incultura, de la rutina de los técnicos legalistas, y contra las influencias nacidas de la

filosofía contraria.

c) Mi último ejemplo será tomado de la escolástica española del siglo XVI que, como

sabéis, hizo esfuerzos en los tiempos de mayor presión de la filosofía moderna –con más o

menos éxito–, para mantener la tradición de Aristóteles y de Santo Tomás. Elijo

especialmente a Molina, que se inspira en esos dos autores. En su De jure et justitia (como

también en su comentario a Aristóteles) el jesuita Molina subraya en numerosas

oportunidades la función de la naturaleza de las cosas. Usa expresamente el término natura

rei porque el asunto no va más en el “derecho natural” de ese tiempo y porque desde

entonces esta precisión es indispensable para marcar la oposición a las tesis subjetivistas,

racionalistas y positivistas vigentes en el ambiente. Es de la naturaleza del objeto que nace

la obligación jurídica –obligatio oritur a natura objecti–. He aquí un texto que, en este

breve esbozo histórico, me era necesario recordaros por no ser demasiado incompleto.

En verdad, no creo que ese teólogo español haya sabido conservar el secreto del auténtico

método jurídico del derecho natural. El no tiene ya sentido de la ontología ni de Santo

Tomás ni de Aristóteles, de su concepción del ser en tensión y en movimiento; ni su

atención por las cosas tal como ellas existen concretamente, en su diversidad presente y en

su incesante movilidad. Molina es esencialista. Es en unas esencias inmóviles, con

definiciones de las cosas realizadas de una vez para siempre el modo como entiende que

debe considerarse el derecho. No puede dejar de ofrecer sacrificios al racionalismo. Es el

antepasado del falso derecho natural estático de la escuela moderna de Grocio y sus

sucesores.

La fórmula que acabamos de leer es un último signo vacilante de una filosofía que durante

largo tiempo había sido honrada y practicada por los juristas y que merecía probadamente

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esta aceptación. Respecto de ella, me pregunto si no es la más juiciosa concepción sobre la

naturaleza de las cosas.

Terminemos nuestra introducción histórica sabiendo que no hemos llegado más que al

umbral del tema de nuestro coloquio, del cual no he tocado, a decir verdad, más que la

prehistoria, puesto que teorías propuestas debidamente, definiciones explícitas sobre la

naturaleza de las cosas aplicadas al arte jurídico, no existen con anterioridad al siglo XIV.

Por ello es que creo que las dos tendencias fundamentales que he llamado moderna y

clásica, y las que intenté describir históricamente, se perpetúan todavía en nuestros días

bajo apariencias nuevas.

Con seguridad, sobre todo, en el caso de la concepción moderna. Hemos recibido nuestra

formación filosófica bajo el signo de Descartes y de Kant más que bajo la impronta de

Aristóteles y de Santo Tomás. Nuestras estructuras intelectuales son todavía “modernas”.

La concepción positivista de la naturaleza de las cosas está muy representada en este

coloquio. La mayor parte de nosotros no está dispuesto a concebir bajo la idea de naturaleza

más que un sistema de relaciones causalidad eficiente. En consecuencia, sin intentar pedir a

la naturaleza de las cosas más que servicios técnicos subsidiarios. He intentado demostrar

las debilidades de esta posición.

Pero, ¿no cabe advertir también en el pensamiento contemporáneo, e incluso desde el siglo

XIX, algunos indicios de un retorno a la filosofía “clásica”? Movimiento indeciso y tímido

que no osa contrariar de frente al positivismo jurídico y que busca sólo conciliar posturas

contrapuestas. Esta ha sido la postura de Gény al no querer atribuir al derecho natural o a la

“naturaleza de las cosas” más que un papel “supletorio” en el caso de ausencia de

soluciones legales, ante el silencio de las fuentes positivas. Movimiento que teme decir su

nombre; la etiqueta del derecho natural ha venido a ser sospechosa.

Es cierto en que sentido etimológico, derecho sacado de la naturaleza de las cosas, hoy se

encuentra acuñado. Ya en tiempos de Montesquieu, ello evocaba otra cosa muy distinta

pues los modernos lo usurparon, o bien al servicio de su racionalismo o bien para designar

los “derechos del hombre”, tan caros a su individualismo. Es necesario que le restituyamos

su auténtico sentido.

Los juristas no tienen esa audacia, temen exponerse a las burlas del cientificismo ambiente.

Prefieren resguardarse bajo el estandarte menos comprometedor y más amplio de la

“naturaleza de las cosas”.

No quisiera dejarme llevar por asimilaciones prematuras. Pero creo que en muchos casos la

tendencia actual de la expresión “naturaleza de las cosas” no hace sino ocultar un retorno

tímido y larvado al antiguo derecho natural. Windscheid tenía razón, desde su punto de

vista positivista, al denunciar lo que acontecía a ese título.

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Podría decirse también que nos hemos dejado penetrar por la visión cuestionable que nos ha

legado el siglo XIX en materia de historia de la filosofía: figurarnos que ella es progreso y

evolución cuando ella sería, sobre todo, repetición perpetua, a través de los siglos, bajo

formas y con lenguajes incesantemente renovados, del mismo combate; el eterno combate

de Sócrates y Calicles. Sócrates ha perdido algunas batallas, pero no ha perdido la guerra.

El derecho natural no está muerto. Cuando los señores Maihofer o Poulantzas7 –y les ruego

a ellos que me excusen– edifican sus teorías sobre la naturaleza de las cosas, sin duda lo

más seductor de ellas me parecer ser un retorno al derecho natural de Aristóteles. Este ya

enseñaba que el derecho no es creación pura del intelecto humano sino que el intelecto

humano lo toma en la vida social histórica, en el producto de los actos humanos (porque

esos actos humanos, según el autor mentado, revelarían el orden de la naturaleza). Por otra

parte, los inspiradores del señor Poulantzas, Hegel y el propio Marx, mucho debían a

Aristóteles.

¿No será acaso, que estos autores recientes se encuentran tironeados entre la herencia

persistente del nominalismo moderno y la nostalgia del retorno al realismo de los clásicos?

¿O verdaderamente a lo que ellos tienden, merced a los métodos originales de la dialéctica,

de la intuición fenomenológica, a su nuevo sentido de la existencia, es a la síntesis entre los

sistemas “clásicos” y “modernos” sobre la naturaleza de las cosas?

Espero, con curiosidad, ver si ellos lo hacen mejor que Aristóteles.

7 Conf.: Michel Villey, “Phénoménologie et existentialo-marxisme á la Faculté de droit de París”. En Archives de Philosophie du droit, 1965, pág. 176.

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II. EL MÉTODO DEL DERECHO NATURAL

Cuestiones de lógica jurídica en la historia de la filosofía del derecho8

Me faltan, para merecer el honor de participar en los trabajos del Centro belga de Lógica,

las cualidades de lógico y de practicante del derecho. No soy más que un historiador del

derecho, más precisamente –aunque la palabra filosofía sea de aquellas que se temen

asumir– un historiador de la filosofía del derecho. No llego a las costas de la lógica jurídica

(pero me es necesario abordarla) más que tangencialmente. De allí que mi propósito no

pueda ser otro que señalar los puntos de contacto, de relaciones de interdependencia entre

estas dos disciplinas distintas.

Desde el momento que se trata de definir qué es la lógica jurídica, es decir qué parte de la

lógica o qué especie de lógica es aplicable al derecho, ¿cómo no entenderse primeramente

respecto del sentido de la palabra “derecho”? Arduo problema sobre el cual,

lamentablemente existen respuestas muy diversas. En la obra de nuestros eminentes

especialistas de lógica jurídica se encuentran autores que postulan –como cosa clara en sí y

evidente– una definición del derecho en realidad discutible; esta es la base de su

construcción y a partir de allí nos presentan una imagen de la lógica del derecho, a mi juicio

demasiado estrecha e inadecuada. Puede que ellos llegaran a conclusiones diferentes si

aceptaran replantearse sus postulados de filosofía jurídica.

Carecemos de tiempo para explorar el inmenso dominio de la historia de las definiciones de

la palabra “derecho”. Me limitaré a oponer dos definiciones: una que llamaría moderna y

otra que llamaría clásica; entiendo por este última la que fue cultivada en Grecia, en el

derecho romano clásico y en el derecho culto del medioevo.

Nos preguntaremos qué nociones sobre el método jurídico y la lógica del derecho

corresponden a esas dos maneras opuestas de concebir el derecho. Me disculparéis de

haceros internar –lo cual no está de moda– en las lejanas tierras del pasado.

Época moderna

Primeramente la época moderna. Según el uso de los historiadores, designaría con ese

término la época comprendida aproximadamente, entre el fin de la Edad Media y la

Revolución Francesa. No nuestra época; nuestro siglo no pertenece ya a los tiempos

modernos; lo que tiene de original el pensamiento contemporáneo ha sido, sobre todo,

realizado en reacción contra la filosofía “moderna”. No obstante, somos los herederos de la

filosofía moderna; ella está aun próxima a nosotros y constituye, todavía, el fondo (sin duda

sobre todo entre los juristas) de nuestra educación primera; de nuestros lugares comunes y

8 El texto reproduce, en parte, la exposición que hemos hecho en el Coloquio de filosofía del derecho de Toulouse (septiembre de 1966); hemos seguido la trama de la misma en una conferencia realizada en Bruselas en el Centro Nacional de Investigaciones de lógica, en diciembre de 1966.

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de nuestras rutinas. De tal manera dependemos de ella, que comprender sus principales

temas, nos es relativamente fácil.

Mas no tendremos necesidad de detenernos en ella largamente. La trato sólo para que me

sirva de término de comparación.

1. Definición del Derecho

Lo que me parece caracterizar el pensamiento jurídico moderno (no puedo considerar el

detalle y me limito a erigir rápidamente una especie de tipo ideal) es considerar el derecho

como un producto del espíritu y del espíritu exclusivamente humano. El derecho estaría

formado por normas, mediante las cuales el espíritu humano ordena los hechos de la

naturaleza. Detrás de esta manera de concebir la esencia y las fuentes del derecho, está el

dualismo esencial de la filosofía moderna, que separa, como dos mundos distintos, con

Descartes, el mundo del espíritu y el de los cuerpos extensos; con Kant el ser y el fenómeno

y también el ser y el deber ser. El derecho, de este modo, es la norma engendrada por el

espíritu humano que prescribe a la naturaleza la manera cómo ella debería ser (sin duda

porque aceptan sin reservas este presupuesto, es que muchos de nuestros teóricos trata a la

lógica jurídica como perteneciente a un tipo de lógica llamada “deóntica” o “normativa”,

calificación sin duda cuestionable).

Esta filosofía del derecho incluye variantes innumerables, en la diversidad de las cuales no

habremos de entrar; así para Savigny y su escuela pandectista, la norma de derecho es

menos el producto del espíritu del hombre individual que del espíritu colectivo de los

pueblos.

Sobre todo, se tiene el hábito de distinguir en el interior de esta filosofía moderna, dos

direcciones principales:

a) Unos, hacen de la norma de derecho el producto de la razón humana. Es, en la

época que nos ocupa, la tendencia racionalista, de la escuela llamada del derecho

natural; la de Grocio, por ejemplo. Grocio, pretende edificar su sistema de normas

jurídicas a partir de algunos principios racionales de moralidad: no robar, mantener

las promesas, reparar los daños causados. Paralelamente, Kant se ha esforzado por

construir su derecho natural sobre algunos axiomas racionales de la razón pura

práctica.

b) La segunda escuela atribuye el carácter de fuentes de las normas jurídicas, a la

voluntad humana. Tendencia de Hobbes y de sus discípulos, a los cuales se reserva,

a menudo, la etiqueta de positivistas. Es la voluntad arbitraria del legislador,

investido del mandato por el contrato social, el elemento constitutivo del derecho

De cualquier modo, poco importa a nuestro propósito que el derecho provenga

prevalentemente de la razón o de la voluntad, o de una mezcla de una y otra. De todas

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22

maneras, es el producto del espíritu humano y reside en las normas puestas y concebidas

por el espíritu del hombre. De esta manera, el derecho es definido como un conjunto de

normas; eso es lo que tradicionalmente se continúa enseñando en la Facultad, desde el

primer curso de derecho civil.

2.- Método jurídico

De allí se sigue, en el mundo jurídico moderno, un cierto método de invención de

soluciones jurídicas, al igual que de presentación del derecho. Normalmente, toda solución

debería encontrarse por inferencia, a partir de normas que residen en el pensamiento del

hombre –originadas ya sea en su razón o en su voluntad–. Al menos, la solución jurídica no

puede ser fundada como tal, ni su validez demostrada, si no se la vincula deductivamente a

una norma jurídica dada; y la propia norma jurídica no puede obtener otro fundamento

válido si no es en función de su vinculación con un principio abstracto. En todo caso, este

es el ideal que perseguirá la ciencia del derecho.

En los diversos niveles donde se ejerce el trabajo del jurista (en sentido amplio)

constatamos que las grandes obras de la doctrina jurídica de la época moderna propiamente

dicha, han cultivado efectivamente este método deductivo. Si se trata de la elaboración de

cuerpos de normas jurídicas, es la edad de sistemas tales como los de Grocio, de Pufendorf,

de Domat.

Tengo al tratado de Grocio como la primer gran tentativa de un sistema de derecho

axiomático; todas las normas están allí fundadas deductivamente sobre un principio,

reducidas a un primer principio racional de moralidad; o por lo menos vemos a Grocio

esforzarse para lograrlo (los “sistemas” del Siglo XVI, de Connan, de Bodin, de Althusius,

que son sobre todo tentativas de clasificación de casos o de nociones jurídicas, surgen de un

ideal científico muy diferente).

Si se trata de la aplicación del derecho en el plano judicial, entonces, la doctrina moderna

invita a realizar la sentencia deductivamente de la norma de derecho, sea codificada en las

grandes obras de doctrina, sea puesta en los textos de las leyes por la voluntad más o menos

arbitraria del legislador. Tal es, al fin de cuentas, la forma que revisten los tratados de

derecho. Y no podría ser de otra manera, desde el momento que hemos postulado que el

derecho era el conjunto de normas creadas por el espíritu humano, o lo que analíticamente

se extrae de esas normas mediante la interpretación.

3.- Noción de lógica jurídica

Y llego a las consecuencias, relativas a la idea que los modernos pueden hacerse de la

lógica jurídica. Esta concepción de la lógica, especialmente practicada en el ámbito del

derecho coincide, por otra parte, con la que –a mi juicio– ha prevalecido al comienzo de la

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época moderna (la del triunfo de las matemáticas y del auge de las ciencias exactas)

respecto de la lógica en general.

Espero no confundirme demasiado al afirmar que la ciencia lógica, en el mundo moderno,

está estructurada sobre todo, sobre la ciencia y la puesta en práctica del razonamiento

deductivo.

¿No se nos enseña, todavía, que la lógica –en el sentido más estricto– es el estudio de las

inferencias que nos permiten pasar, con el mayor rigor posible, de una proposición a otra?

El resto, el análisis de los conceptos o de la estructura de los juicios, parece tener un papel

auxiliar y estar ordenados a este fin. Al comienzo de la época moderna, la lógica es ante

todo el estudio del silogismo, procedente de los Analíticos de Aristóteles, legados por la

escolástica medieval, sobre todo la escolástica decadente de los siglos XIV y XV. Es cierto

que Descartes ha olvidado la lógica formal, por lo que (no sin graves consecuencias, como

siempre lo hemos constatado), como muchos de sus contemporáneos, arroja el descrédito

sobre el estudio del razonamiento silogístico; pero el razonamiento matemático –que el

quiere usar no sólo en el estudio de los números y de las formas, sino en la ciencia

universal y hasta en la metafísica– el razonamiento al modo de Euclides, es para él como un

sustituto de la antigua lógica formal. Se trata siempre de un modelo de razonamiento

deductivo.

¿Qué instrumento sería más adecuado para las necesidades del arte jurídico? El derecho, tal

como se acaba de definir, tal como lo conciben los modernos, es el paraíso de la lógica,

concebida como arte de la deducción. De ningún modo nos sorprendemos si los tratados de

metodología jurídica que poseemos a partir del siglo XVII, nos presentan esta especie de

lógica del derecho. Así Grocio en su prefacio, o Domat, cuyas Lois Civiles prefiguran el

Código de Napoleón y que trata al derecho romano, refundiéndolo en las formas de la

lógica de Port-Royal, inspirada ampliamente por las Regulae de Descartes. El siglo XVII ha

conocido, sobre todo en Alemania, una clase de matematicos-juristas, cuya ambición fue

reconstruir el conjunto de la ciencia del derecho sobre el modelo de las matemáticas. A esa

corriente pertenece Weigel, maestro a la vez de Leibniz y de Puffendorf. El mejor ejemplo

lo encontramos, sin duda en la obra de Leibniz. Leibniz, y no lo ignora, estuvo toda su vida

ocupado del derecho. No quisiera daros una caricatura demasiado simplista de las ideas de

Leibniz sobre el derecho. Su inteligencia era inmensamente rica como para que no hubiera

tomado conciencia también del carácter problemático de muchas soluciones jurídicas y

reconocido la importancia de la dialéctica en los razonamientos de los juristas; lo que él

llama la “polémica”. Pero en el Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae de

1617, y en sus innumerables trabajos posteriores relativos al derecho (que acaban de editar,

por una parte Gastón Grua y por otra parte una reciente recopilación de Ascarelli), lo vemos

esforzarse por reducir la ciencia jurídica a un sistema axiomático; por “demostrar” el

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derecho a partir de definiciones, de axiomas, de una serie de teoremas; de ponerlo en

fórmulas matemáticas. Es a Leibniz a quien remonta la célebre comparación entre los

juristas romanos (que él llamaba “personas fungibles”) y el matemático Euclides.

Pero, ¿verdaderamente la ciencia del derecho puede imitar el modelo de Euclides? De

cualquier manera, históricamente no se podría lograr peor contrasentido respecto del

método efectivamente seguido por los juristas de Roma.

No todos los teóricos del derecho de la Europa moderna, participaron de la pretensión de la

Escuela del derecho natural, de construir un sistema deductivo de normas. Los positivistas,

han abandonado el lastre y ven facilitada la tarea de considerar a las normas del derecho

como un producto de la voluntad arbitraria del legislador. Si las normas de derecho se

encadenan en un conjunto sistemático, es exclusivamente por su “forma” y por su régimen

de producción (como todavía lo dice Kelsen), no ya en razón de su contenido. Pero se

retomará el ideal de la deducción en el derecho en la etapa de aplicación de las leyes a las

situaciones concretas, en el pasaje de la norma de derecho a la sentencia judicial. De este

modo sucede en la obra de Hobbes, en su Dialogue entre un philosophe e un étudiant dans

le droit commun anglais (ed. Ascarelli), más tarde en la obra de Bentham (Los límites de la

jurisprudencia). Supongo que también la de Berriat-Saint Prix…

El silogismo se encuentra tomado como modelo preferente en el razonamiento matemático.

La obra del juez es un silogismo: el caso concreto está “subsumido” bajo la “mayor” que se

expresa en la norma. De esta manera se llega a la conclusión. Ciertamente que hay alguna

dificultad en ese sistema conceptual para hacer entrar el caso concreto en el marco

preconstituido por la norma jurídica; pero sobre ello gustosamente se coloca un velo

púdico. Al fin de cuentas es necesario llegar a demostrar que la sentencia es deducida

analíticamente de la norma, de otro modo ella no sería una solución jurídica; la lógica debe

asumir esta lógica de la deducción que ocupa perfectamente su lugar en el mundo del

derecho, puesto que el derecho es una producción, una construcción del espíritu humano.

Tal parece haber sido el ideal de los teóricos. (No digo de los mejores juristas. Nuestros

excelentes magistrados del antiguo Régimen tenían, seguramente, una concepción más

realista, tomada de fuentes más antiguas. Los redactores de nuestro Código Civil realizaron

un amplio retroceso, al cultivar la lógica de Leibniz, Hobbes o Grocio…)

Pero no hay tiempo para insistir sobre una filosofía del derecho tan común y fácil de

considerar por nosotros, incluso aunque para muchos de nosotros ella ha perdido su

prestigio. Sería muy gustosa de que ahora le hiciéramos compañía.

Pero no quiero eliminarla sin tomar nota, como historiador, de que ella ha cumplido mal sus

promesas. Es necesario no ser engañado por las apariencias lógicas de las construcciones

sistemáticas de la doctrina jurídica moderna. Por ejemplo Grocio se da aires de haber

deducido su sistema de derecho. Pero usando cuántas ficciones, cuántas peticiones de

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principios y postulados arbitrarios, cuántos paralogismos, lo que se observa en cada página

de su tratado. Recomendaría gustosamente el Derecho de la guerra y de la paz a la

agnación de los lógicos, como un terreno de observación de la patología del razonamiento.

Es un excelente ejemplo cacológico. Del mismo modo sucede con Domat, Pufendorf. Wolf

y también con los intérpretes judiciales de la ley positiva.

Los juristas moderno observaban las exigencias de la lógica cuando era posible y llevaba a

conclusiones aceptables; pero cuanto no era más oportuno, entonces, secretamente, sin

avisar, afectando incluso permanecer dentro del campo de la lógica, ellos la tiraban por la

borda. Han hecho, de este modo, innumerables infidelidades a las normas auténticas de la

deducción. ¿Es que del artículo 1382, que dispone que soy responsable del daño causado

por mi culpa, se puede deducir legítimamente la solución de nuestros tribunales en el caso

de que un peatón, por su culpa, se deja aplastar por mi coche y pese a ello soy declarado

responsable? Es verdaderamente admirable la lógica de nuestros magistrados, su aptitud

para unir, con una maestría consumada, viejos artículos del Código Civil a soluciones de

jurisprudencia que dicen exactamente lo contrario.

El maridaje contraído entre el derecho y la lógica deductiva no fue una unión modelo.

En verdad, la actitud de indiferencia que había manifestado Descartes y muchos de sus

discípulos respecto de la lógica formal, podría explicar que esta ficción de una ciencia del

derecho deductiva haya podido mantenerse tan largo tiempo (como se mantenía la ficción

de una filosofía deductiva). ¿Pero cuándo los juristas se han preocupado de tomar la lógica

en serio? Los resultados correrían el riesgo de ser catastróficos. Si mantenemos el principio

de que el derecho es lo que se deduce de la norma, vale más en muchos casos que la

deducción sea incorrecta.

Esto es lo que, al fin de cuentas, han proclamado muchos autores del siglo XIX; un Ihering

comenzaba la lucha contra la “lógica jurídica”, la que había llevado la ciencia al extremo

del derecho pandectista: la “jurisprudencia de conceptos”. Más tarde es lo que sucede con

un Ehrlich o un Isay. Así se llega a ese sinceramiento, a la crisis de fe del jurista en el valor

de la lógica, en ese proceso verbal estéril.

En la obra de muchos filósofos del derecho, lo cierto es que no queda nada de pretensiones

logizantes propiamente dichas, al modo de los tiempos modernos. En oposición a la escuela

moderna del derecho natural, ellos abandonan la producción de las normas de derecho al

capricho de los poderes de hecho, a la fuerza, al “curso de la historia”.

Cayendo en un rechazo de las doctrinas legislativas del siglo XVIII o de la Escuela de la

Exégesis, muchos vienen a recomendar el “intuitivismo” judicial, el “derecho libre”, la

independencia respecto de la ley o de la lógica… Entonces, constituir una ciencia del

derecho, se convierte en un sueño imposible (Kirchmann, Isay)

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Finalmente, los altos propósitos de los filósofos del derecho moderno, respecto del

deductivismo jurídico, han tenido el bello resultado de hacer caer la teoría jurídica en el

vicio contrario, un creciente irracionalismo…

Derecho y lógica se casan mal. Esa debe ser, por otra parte, la opinión de la mayor parte de

los lógicos que me parecen profesar una estima muy limitada por la pretendida “ciencia”

del derecho y la sedicente rigurosidad de los razonamientos jurídicos. En cuanto a los

juristas, poniendo los pies en el plato, diremos que una buena parte de ellos está lleno de

una profunda desconfianza hacia los lógicos.

Yo no puedo –no siendo por otra parte totalmente jurista– participar de esta hostilidad.

Pero, sin duda, ¿no evitaríamos esta caída en el irracionalismo si aceptáramos revisar y

poner a prueba nuestra concepción de la lógica jurídica, pero ante todo nuestra idea del

derecho?

Época clásica

Quisiera, ahora, ensayar llevaros a un sistema de pensamiento más extraño y menos

accesible: el que llamo clásico y que habría –en grandes líneas– dominado la mentalidad de

los juristas, en Grecia, en la Roma clásica y en el Medioevo culto, cuya cultura fue

inspirada por la tradición greco-romana. No se ha dicho que todavía hoy, no subsistan

vestigios de esta concepción clásica del derecho.

1.- Definición del Derecho

¿Cuál era la noción del derecho ordinariamente profesada en la teoría de los clásicos? El

derecho es lo justo: dikaion (término griego que traducimos por derecho), id quod justum

est, según el Digesto, I.I.5., que repetirán los glosadores e incluso Santo Tomás, estudiando,

en su momento, los sentidos de la palabra jus (IIa-IIae. 57.I, ad.1), retoma parecidamente la

fórmula. Es decir: la solución justa, la buena solución jurídica que debe ser buscada para

cada caso, que debe ser exactamente adaptada a cada situación litigiosa. Esos antiguos

sistemas jurídicos son casuistas. El derecho no es identificado con las normas abstractas y

generales, surgidas del cerebro del legislador o de algún otro espíritu humano; sino la

solución concreta encontrada en cada caso9.

Esto no quiere decir que no existan normas. No es propio de una vida jurídica un poco

evolucionada existir sin normas. Pero la relación de las normas con el derecho es

interpretada de otra manera. En Grecia y en la Roma clásica habían incluso “leyes

positivas” (entendemos por tales, las puestas por el Estado y que obtienen toda su sustancia

de la voluntad del Estado), pero en verdad tan poco numerosas que para simplificar, en este

9 Cf.: Nuestro artículo “Une definiton du droit” – Capítulo II de Seize Essais… (del cual hay traducción espñola en edición privada publicada por el Centro de Estudiantes de Derecho de la Universidad Católica Argentina). Además nuestras Leçons… “Abrégé du droit natural classique”, pág. 116 y sigas. (del cual hay traducción española editada por la Universidad de Córdoba)

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esbozo histórico, podríamos hacer abstracción de ellas; pero existían sobre todo normas

doctrinales, producidas por los jurisconsultos; ellas proliferan en Roma y en el derecho

culto del Medioevo. Ellas tienen un papel indispensable en el sistema de la filosofía clásica

del derecho natural, pues, dice esta doctrina, la “naturaleza” nos provee con profusión de

modelos10, nacidos espontáneamente, de justas relaciones jurídicas, de buenos ejemplos de

regímenes políticos, profesionales, familiares o de sanas relaciones contractuales; modelos

que nos deben servir de guía y de los que es necesario que tomemos nota expresándolos en

normas. Pero estas normas no son el derecho, pues ante todo ellas son falibles; cada uno de

los autores no tienen, sobre la justicia de los modelos sociales naturales, más que visiones

parciales; más que opiniones particulares, aparentemente contradictorias, las que nos será

necesario confrontar. Para aplicarse a los nuevos casos concretos y para responder

exactamente a las condiciones de cada especie, cada solución debe adaptarse a la

“naturaleza de la cosa”, a la naturaleza de cada caso.

Pero no quisiera comentar una vez más, esta filosofía.

2.- Método del Derecho

A ese sistema, corresponde evidentemente otro método, otra forma de discurso, otra especie

de “ciencia del derecho” que la que se practica hoy. El método de los juristas romanos

comienza a ser bien estudiado, por ejemplo por el señor Max Kaser, y el de los juristas

cultos de la Edad Media por el señor Chevrier.

Era un método refinado. El señor Le Bras me decía un día que después de haber juzgado,

hace largo tiempo, el método de Graciano (un jurista del siglo XII) como rudimentario y

descaminado, había llegado finalmente a la conclusión contraria: que Graciano razonaba

mucho mejor que los juristas de hoy.

Recordad que se razonaba mucho en el derecho culto de la Edad Media o en el derecho

romano clásico. Nunca ha existido más abundancia de razonamiento que entre los juristas

romanos –cuando se disputaba entre las tesis de Juliano o de Africano, de los Proculeyanos

y de los Sabineanos– si no ha sido en las escuelas de glosadores de la Edad Media, del siglo

XII al XVI. Las cuestiones de derecho daban lugar a disputas interminables y

rigurosamente conducidas. Nada puede estar más alejado que esto, del “intuitivismo”, del

llamado al “sentimiento” del derecho, del irracionalismo de un Ehrlich o de un Isay.

Diría, incluso, que esos juristas razonaban a partir de normas, pues (se acaba de decir)

existían normas de derecho en ese sistema; si bien no muchas leyes positivas, al menos

normas doctrinales y, éstas sí, abundantes. El Digesto, que no representa más que una parte

reducida de la literatura de los jurisconsultos romanos, ha sido una mina, de tal manera rica,

10 Cf.: “La nature des choses dans l’historie de la philosophie du droit”, cap. III de Seize essais… (del cual hay traducción española y se reproduce como capítulo I de esta publicación)

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que los autores del Código han tomado de allí la mayor parte de sus normas. A él se

agregan en la Edad Media, una multitud de máximas, de aforismos.

Todo ello llena las enormes obras de los juristas cultos. ¿Pero con qué modo de

razonamiento se pasa de las normas a la sentencia?

Veamos, ante todo, lo que no era el método de esos juristas. No podía tratarse, para ellos,

de un trabajo de pura deducción del derecho a partir de la norma (tampoco se trataba de

perseguir el ideal de una ciencia del derecho donde de golpe el derecho se convertiría en

algo deductivo).

Dos obstáculos grandes se oponían a eso:

a) Ante todo, para que se extraiga el derecho mediante un proceso de deducción pura, las

normas jurídicas eran, precisamente, demasiado numerosas y lo que es peor,

contradictorias. La ilusión, cara a Leibniz, de que las normas del derecho romano hubieran

formado un todo homogéneo ha sido, en el presente abandonada por los romanistas. Los

texto de los juristas romanos, las opiniones de Sabino, Juliano, Ulpiano, Paulo y Papiniano,

parecen haber constituido un tejido de contradicciones. Justiniano, afectado de tendencias

positivistas ha borrado algunas; no obstante, subsisten innumerables casos a lo largo del

Digesto.

Los juristas de la Edad Media, se preocupaban en recopilar las discordancias entre los

textos en sus perpetuas antinomias: “dissensiones dominum – discordantia canonum”. Si

suponemos la práctica de la exégesis literal de los textos, se lograrían conclusiones muy

contradictorias. Las normas de derecho no forman esa “unidad del orden jurídico” con lo

cual sueña todavía un Kelsen; ellas son sobre todo un canasto de cangrejos que se devoran

entre sí. O, para emplear el lenguaje de Lamartine, de mujeres sabias que no se entienden

sino que “se trituran”. Además, procediendo solamente (en el caso más común) de una

autoridad doctrinal, ellas son de un valor muy desigual.

Entonces, ¿de cuál de esas normas ellos pretendían deducir el derecho? Una sirve para la

causa de tal litigante y otra a la de su adversario. El oficio del juez y del jurista que

aconseja al juez debía consistir, ante todo, en elegir entre esas dos normas, aquella de

donde se sacaría el derecho. Y ese trabajo capital no puede efectuarse por vía de deducción.

Pero no es suficiente.

b) Hay una segunda razón que excluye la posibilidad de que la solución sea derivada de una

inferencia deductiva; puede ser que alguna de las normas que usen los juristas en el curso

de su investigación no sea de las que permiten inferir la solución plenamente adaptada al

caso litigioso. Las normas han sido construidas por obra de jurisconsultos, trabajando sobre

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precedentes, sobre casos más o menos vecinos, no sobre principios de razón pura, a partir

de una ley racional que se supone conocida “ab initio”; pero cada uno de esos precedentes

no es exactamente idéntico al caso que tenemos que juzgar.

Nosotros hemos definido el derecho como la solución concreta, apropiada al caso concreto,

a la naturaleza de la causa. Esta solución no puede ser sacada exclusivamente de la norma

prevista para causas diferentes; es necesario finalmente que se convoque otra fuente.

Sin duda que la sentencia, para ser justa, idealmente, debería apoyarse en una norma; pero

la desgracia es que no tenemos esta norma preestablecida; la descubrimos al mismo tiempo

que descubrimos la sentencia. Si en alguna parte, esta norma se encuentra preconstituida –

de entrada– lo sería en la ley eterna (así lo enseñan los escolásticos), de la cual no tenemos

el secreto (al menos yo no tengo el honor de conocer la lógica de Dios).

Nos es necesario, decía Santo Tomás, buscar incansablemente el orden de la ley eterna en

el reflejo que nos ofrece de ella, la naturaleza de las cosas cambiantes.

El arsenal de normas formuladas, de las que disponemos en los Códigos, no nos son

suficientes de ningún modo. Es un célebre adagio romano, puesto de manifiesto al

comienzo del último libro del Digesto, el que proclama expresamente: Jus non a regula

sumatur (D.L.17.1). Significa muy claramente la condenación de un método

exclusivamente o principalmente deductivo.

¿Entonces, cuál será el método? ¿Cuál será el procedimiento racional por medio del cual

los juristas se encaminan a la solución jurídica? No puedo esbozar aquí más que un croquis

muy rudimentario:

a) Ante todo señalando que ese trabajo de investigación del derecho no tiene, en modo

alguno, un carácter monódico (observación preliminar).

Quiero decir que el jurista no trabaja solo, como el matemático o el sabio de gabinete, o el

lógico moderno. La búsqueda del derecho se hace entre muchos. Es una obra polifónica. En

efecto, sobre la escena jurídica en la que se obtiene la solución de derecho, están

necesariamente presentes los abogados de las dos partes, y también necesariamente el

representante de la sociedad, los terceros que tienen, casi siempre, algún interés en el

proceso, luego el juez que resuelve. La luz surgirá de un torneo entre los litigantes

contrarios. El lugar de la invención del derecho era, en otras épocas, la controversia.

b) En esta controversia, se ejercían operaciones variadas. Evidentemente que allí se usaba

la deducción, pues es verdad que el hombre deduce del mismo modo que respira. Sí, cada

abogado aportaba los textos que le parecían servir al interés de su parte y de esos textos

deducía las conclusiones. Sólo que el abogado no es el único en la elaboración del derecho;

tampoco es el que lo hace en definitiva. Es sobre todo el juez, o su consejero, a los que les

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incumbe presidir la confrontación general de las diferentes normas alegadas; allí se operaba

la discusión de la autoridad de cada norma, según la competencia de su autor, y de su

relevancia para el caso, para el tipo de proceso en cuestión, para la especie particular.

¿Cuál es el fin? Elegir entre las diferentes normas. Mediante una continua referencia al caso

que se tiene para resolver, en el arsenal contradictorio de las normas aportadas al proceso,

buscar las más susceptibles de ayudar a encontrar la solución. Este trabajo nada tiene de

deductivo.

c) Pero, en definitiva, la solución no será extraída analíticamente y mediante un proceso

deductivo, de ninguna norma preexistente. Porque las normas preexistentes –de las que se

disponía en el curso del debate– se relacionaban todas a soluciones concretas de casos, la

aplicación de ellas a la especie concreta sólo podría hacerse en mínima medida, dada la

peculiaridad de cada cuestión. Ellas no convenían al caso en cuestión de manera absoluta.

De este modo, al término de nuestro trabajo, el juez tirará por la borda, del mismo modo

que nos desembarazamos de un vestido que ha dejado de servir, no la lógica pero sí –puede

ser– el andamiaje de las normas. Las normas han servido de trampolín para aproximarse

mediante tanteos a la solución definitiva; de trampolines más que de premisas11. Tal es su

función principal según esta filosofía. Porque la solución nace no de la norma, sino de otra

cosa: de la naturaleza del caso.

Entonces, si este es el proceso normal de invención del derecho, no es de la esencia del

derecho el ser rigurosamente conforme a una norma preestablecida. Por ello, se comprende

que la “ciencia del derecho” difícilmente pueda perseguir una forma axiomática. De hecho,

los “sistemas de derecho” de la Antigüedad, de la Edad Media e incluso del siglo XVI

revisten una estructura totalmente diversa de los sistemas de la época moderna; son

clasificaciones de casos, de tipos de negocios o de cuestiones y no sistemas deductivos de

normas12. Tal el Digesto o las Institutas de Gayo.

Suponer, incluso, que se pueda reunir en cuerpos de doctrina, bajo principios generales, las

soluciones y las normas ya obtenidas, no significa necesariamente hacerse ilusión sobre la

trascendencia de ese trabajo, puesto que el mismo es exterior al arte jurídico. De este modo

hacían los romanos con sus tratados didácticos de derecho. Esos sistemas deductivos de

normas, esos tratados teóricos abstractos, esos falsos catecismos adecuados a la enseñanza

elemental, no merecían el nombre de derecho puesto que cada solución nueva puede

escapar a su encuadre. Si se confundiera el derecho con la ficción teórica edificada por los

profesores, el derecho perdería su esencia; su alma, que es proceder sin cesar por otra

camino que la deducción. En esos períodos de alta cultura que son Roma y la Edad Media,

11 Se trata aquí de normas llamadas doctrinales, expresión del “derecho natural”, no de determinaciones de detalle propios del “derecho positivo”, que son de interpretación estricta y que dejamos de lado aquí en homenaje a la brevedad. 12 Cf.: nuestro “Cours d’historie de philosophie du droit”, cap. IV, pág. 529 y sigs.

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la verdadera ciencia del derecho es decididamente una estructura menos simplista que en

los tiempos modernos.

3.- Noción de lógica jurídica

Así llego al último punto: ese complejo de operaciones muy diversas a las puramente

deductivas que están ubicadas –antiguamente– en el corazón del trabajo del juez, y del

jurista que era su consejero, ¿no tenían una lógica que exija ser estudiada?

Avanzo aquí con prudencia, sabiendo muy bien que me alejo de nuestros hábitos actuales.

Si es una lógica lo que acabo sumariamente de analizar no puede tratarse de una lógica en

el sentido riguroso de la palabra. Vosotros me diréis que es solamente un método el que se

acaba de describir; no el desarrollo analítico de lo que “ab-initio” está implicado en una

proposición dada, sino un arte de conducir ordenadamente una investigación activa y

también que, a diferencia del método de Descartes o de la dialéctica de Hegel, es una

investigación colectiva.

Ello es cierto –como lo dice el señor Perelman–; no se trata aquí de una “lógica de lo

necesario”. En su conjunto, los razonamientos de la controversia jurídica no son de tipo

forzoso. No hay premisas que sean más que verosímiles (las normas exclusivamente

doctrinarias y que solo tienen valor de opinión de una autoridad discutible), pero también

están las propias inferencias que se hacen a partir de esas normas, para llegar a la solución.

Este procedimiento, aunque racional, nace enteramente en el ámbito de lo probable. La

controversia judicial del derecho romano o medioeval no tenía otra ambición que llegar a

un acuerdo, el más amplio posible, entre opiniones; miraba a convencer, si no al litigante

vencido, sí al mayor número posible de los participantes en el proceso, a los sabios

presentes en la audiencia, a los terceros que aceptaban prestar seguidamente su fuerza para

el cumplimiento de la sentencia.

También, este acuerdo racional, estaba signado por un esfuerzo de aproximación a la

verdad.

No se trata ya de lógica pura, y que puede llamarse formal. La ruta discursiva que lleva de

las normas de derecho a la sentencia, no se desarrolla enteramente en las “formas puras” del

pensamiento; no se trata, en manera alguna, de un monólogo del esprítu girando sobre sí

mismo, navegación de altura perdida en un océano de conceptos, sino cabotaje en el que

periódicamente se vuelve sobre la tierra firme de las cosas. Se trata entonces de un vaivén

permanente entre los conceptos y el caso.

En la filosofía clásica, aristotélico-tomista, el mundo del pensamiento no estaba separado

de las cosas, como ha sucedido a partir de Descartes y de Kant. Sin duda, la lógica de ese

tiempo era menos ideal que la nosotros concebimos hoy.

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Pero hablamos como historiadores. En nombre de la historia señalamos la existencia de una

noción sobre la esencia de la lógica, más amplia que la actual, y que merecer ser defendida.

Es cierto que la palabra lógica, que ha significado sentidos muy diversos, aparece

posteriormente a Aristóteles. Pero, por mucho tiempo, se tuvo a la lógica como contenida,

por excelencia, en la obra de Aristóteles. Pero si los modernos han retenido de la lógica de

Aristóteles principalmente la teoría del razonamiento silogístico contenido en los

Analíticos, ella guardaba también otras cosas. El silogismo no es más que el instrumento de

demostración de la ciencia en estado perfecto, que actúa en posesión de principios seguros

e instrumento también de la exposición didáctica.

No obstante, Aristóteles señalaba que existen sectores inmensos de la obra intelectual

humana en los que no era posible usar este método perfecto, tales como el descubrimiento

de principios en el seno mismo de la ciencia y, por otra parte, el universo de la vida

práctica. A diferencia de la mayor parte de nuestros actuales filósofos del derecho moderno,

Aristóteles tenía experiencia, no sólo de las matemáticas, de la física, de la biología, sino

también de ese tipo de investigaciones ordenadas a la vida práctica y, más indispensable

todavía, las que se realizaban en el Agora o la Boulé o en el Tribunal de los Heliastas, y

también de las controversias judiciales. Sabía que a estos ámbitos, estaban adaptados otros

procedimientos más modestos, los que proporcionaban sólo el grado de verdad que de ellos

era posible esperar. Como el sabio de la Biblia, invitaba a no saber con exceso en estos

dominios.

De este modo, a quienes nos interesa la lógica del derecho, les aconsejaría estudiar más que

nuestra lógica formal, las obras didácticas de Aristóteles –que siempre han sido colocadas

como partes de su Organon, de su enseñanza de la lógica– y que sin dudas ha sido las más

cultivadas en Europa hasta el siglo XIII. Aunque sobre todo ricas en ejemplos de

controversias relativas a cuestiones filosóficas, los Tópicos respiran un método próximo al

método controversial usado entre los juristas; allí se aprende a discutir las tesis con relación

a un caso. Tal proximidad ha sido captada por Cicerón desde el momento que tradujo los

Tópicos para el uso de los jurisconsultos13.

Luego los innumerables tratados de la antigüedad greco-romana, del Bajo Imperio, de la

Edad Media que versan sobre la Retórica (comenzando por la Retórica de Aristóteles, tan

rica en ejemplos judiciales). Pero esta Retórica antigua, en la que se han nutrido durante

largo tiempo los jurisconsultos, no imaginemos que fuera una técnica utilitaria de persuadir

sobre cualquier cosa, una erística, una sofística. Ella poseía el arte, ¡cuánto más digno y

fructuoso!, de la controversia que lleva a las verdades probables; sabiendo distinguir las

cuestiones, los “lugares comunes” de la sana discusión; rica en tantas otras útiles recetas,

ella conducía a la buena solución jurídica. 13 Sin duda también el tratado de la interpretación.

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Para terminar, en la Edad Media, los juristas debemos honrar los tratados sobre el método

escolástico: Juan de Salisbury, Abelardo, etc… Nuestro colega, el señor Giuliani, autor de

estudios cautivantes sobre la lógica jurídica controversial14, ha demostrado que el método

escolástico estaba modelado sobre el procedimiento judicial y que en el siglo XIII existía

plena conciencia de este parentesco. En una quaestio quodlibeta de tiempos de Santo

Tomás están presentes los mismos pasos que en el procedimiento judicial: las mismas

alegaciones de textos que se defienden o refutan; mismo arte de pesar las autoridades, de

plantear los problemas, de referirse a una cuestión temporal precisa, la misma estructura de

la controversia. Y el maestro concluye como lo hace el juez, de manera solamente

probable…

Es allí a donde hay que ir a inquirir, a buscar la verdadera lógica del derecho. Pero no se si

muchos juristas del siglo XX han leído los libros de von Wright o de Lukasiewicz; un cierto

número ha leído a Goblot; pero dudo que en esto les sea útil. Un buen número de juristas de

la Edad Media había pasado por la escuela de dialéctica; y ello parece haberles servido.

Me detengo porque, sin duda, estoy a punto de perderme en el pasado, ¿en un pasado que

nada tiene que ver con lo de hoy?

Este método, a la sombra del cual acabamos de estar, ¿vale la pena que sea profundizado?

Está fuera del campo de la lógica tal como la concebimos actualmente. Hago perder el

tiempo de los especialistas de la lógica jurídica que tienen, seguramente, apuro por retornar

a su cálculo de proposiciones deónticas.

Como la significación de las palabras es en parte convencional, es posible que esté

equivocado y que este análisis del arte del derecho, de los discursos del derecho que tan

ricamente habían elaborado los lógicos de otros tiempos, no tenga nada que ver con la

lógica de hoy.

Sólo diré que sería una lástima. Una lástima si la ciencia de la lógica (etimológicamente la

ciencia del discurso humano) debiera en lo futuro olvidar el tipo de discursos esenciales al

derecho y ocuparse exclusivamente de razonamientos matemáticos y científicos más o

menos artificialmente transplantados al terreno del derecho.

¿Cuál es mi conclusión de historiador? Que la lógica jurídica de otros tiempos tenía sus

ventajas. Así son los historiadores; su vocación es ir a contracorriente; mantenerse contra

viento y marea y pese al culto del progreso y de la grandeza del siglo XX, pues no todo está

perimido en el pensamiento de nuestros antepasados y es inteligente buscar allí nuestra

inspiración.

Agregaría algunas palabras sobre nuestra situación actual. No es cierto que se haya alejado

demasiado de ella. Otro postulado del historiador es la máxima del Eclesiastés de que “no 14 La controversia, 1966.

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hay nada nuevo bajo el sol”. (También es cierto que “todo cambia”, pero esos dos axiomas

contrarios no pueden ser verdaderos.)

Hoy, sin duda que estamos lejos del régimen de producción del derecho que reinaba en la

Roma clásica. Lejos, sobre todo, porque la ecuación que tenemos, hija de los pensadores

modernos, nos ha condicionado a creer que el derecho es efectivamente el producto del

espíritu del legislador; creemos que está en los códigos y disposiciones complementarias;

que sólo es posible captar ese producto espiritual en la malla de las deducciones puras. Es

necesario confesar que esta creencia no carece de un cierto fundamento: el mundo moderno

ha sacrificado tanto a la necesidad de seguridad, de previsibilidad del derecho, ha

desconfiado tanto de la arbitrariedad personal del juez que la parte del derecho positivo (es

decir, nacido de la voluntad del legislador y que por naturaleza no se presta más que a la

aplicación deductiva) es incomparablemente más grande que en tiempos de Gayo o de

Graciano.

No obstante, no puede aceptarse que todo, en nuestro derecho, es positivo, ni que el juez

deduce su sentencia automáticamente del Código. Seguramente el juez se esfuerza por

realizar una sentencia conforme a las normas convenidas de antemano, en tanto las cosas lo

permitan; él quisiera persuadirse incluso que ella no es más que una aplicación estricta de la

norma y llegado al último acto de la instancia coloca a la sentencia bajo la forma silogística

como si todo surgiera de la norma. Pero no debemos engañarnos con esta forma

sobreagregada. Sabemos muy bien que el trabajo efectivo del juez consiste, hoy como ayer,

en buscar la solución de derecho por vía de la dialéctica; en elegir en el conjunto de las

normas legales alegadas por las partes litigantes, normas que no son concordantes y que no

constituyen de ningún modo un “orden jurídico” homogéneo; en buscarla, si es necesario

más allá de la norma legal; en forjar nuevas normas, al dictar una sentencia adecuada al

caso concreto siempre nuevo. Las cosas han cambiado menos que nuestra forma de ver las

cosas.

En esas condiciones, si existe en la producción del derecho siempre esta parte viva e

imprevisible, es ilusorio edificar una ciencia del derecho axiomático. Si algún profesor

construye un sistema coherente de normas, cuadro de un orden jurídico, puede que se lo

deba admirar por haber realizado una obra maestra de lógica formal, pero es grande el

riesgo de que nos lleve lejos de la realidad del derecho. No podemos axiomatizar más que

sectores abstractos del derecho, despojos de sistemas truncos que deben estar prontos a ser

efímeros, a hundirse en cada momento que se presente una especie nueva. El derecho, que

ensaya ser una ciencia, no puede jamás aspirar al estado de una ciencia estable y rigurosa.

Y los sistemas no son el derecho, no son más que un anexo del derecho; la verdadera

solución se les escapa porque la verdadera fuente del derecho está más allá de las normas

expresas. Está en la naturaleza.

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35

¡He aquí lo que es necesario entender todavía en pleno siglo XX! No hay nada nuevo bajo

el sol. Y la mejor garantía contra la arbitrariedad del juez, contra los excesos del

“intuitivismo”; está mucho más que en la ficción de un régimen deductivo del derecho, en

un sólido y consciente procedimiento de la controversia y que el corazón de la lógica del

derecho sea el estudio de la dialéctica. ¿Después de todo quién me lo ha hecho

comprender? Una escuela contemporánea, el Centro de Estudios Lógicos de Bruselas.

La doctrina clásica del derecho no está muerta sino en trance de revivir. A los trabajos

contemporáneos como los del señor Perelman o los del señor Paul Foriers, a los que es

necesario añadir los de los lógicos anglo-sajones, como es el caso del señor Toulmin15, creo

que los historiadores deben agregar, tomando conciencia de ellos, las útiles lecciones que

encierra, en lo que hace a la lógica del derecho, el pensamiento jurídico antiguo, tesoro

olvidado que importa redescubrir.

15 Cf.: Hasso Jaeger: “La logique de la preuve judiciare et la philosophie du jeugement”. Arch. de Phil. du droit, 1966, pág. 59.

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36

III. SOBRE LA DIALÉCTICA COMO ARTE DEL DIÁLOGO

Nos ocuparemos del diálogo y del papel que tiene el diálogo en la enseñanza jurídica16. Ese

término esta de moda. En mayo de 1968, en nuestro país, muchos se acordaban de colocar

al “curso magistral” en el patíbulo, recordando el hastío que produce, su quiebra… Desde

entonces, puede decirse que el disgusto por los monólogos profesorales no se ha atenuado

demasiado entre nuestros estudiantes.

Todo se fundaba sobre el diálogo. Las investigaciones “inter-subjetivas”, “intercambios”,

“encuentros”, “concertaciones” están a la orden del día; y los “coloquios” proliferan, por lo

que no tengo sino que alegrarme de la circunstancia.

No obstante, no parece de ningún modo que los diálogos interminables de mayo 1968

hayan mantenido sus promesas; ni muchos otros que desde entonces se instalaron en

nuestras facultades, en la radio y en las Iglesias. Vemos que nuestros coloquios y nuestros

symposia nos desilusionan; no son a menudo, más que mosaicos, series deshilvanadas de

monólogos. Habiendo hecho la experiencia en nuestro seminario parisino de filosofía

jurídica, se advierte que se logra mal la reunión de muchos oradores sobre el mismo

problema.

El diálogo es un género difícil. No creo que ningún progreso puede esperarse seriamente en

el conocimiento y en la “comunicación” como consecuencia de esos diálogos llamados

“informales”, donde se nutren nuestros psicólogos. El diálogo necesita un arte. Ha existido

un arte del diálogo, antaño floreciente, hoy perdido. Tomando esa palabra en su sentido

primero, etimológico, lo llamaremos dialéctica. Y estimamos que una de las tareas del

mundo académico presente podría ser el redescubrimiento de este arte de la dialéctica.

Los juristas deben interesarse en ello, puesto que el diálogo es precisamente, como lo ha

demostrado la escuela de Bruselas, el corazón de su método. Es una condición esencial para

la invención de la sentencia, proceder de una “controversia”. La confección de la ley, por su

parte, implica una deliberación. Los docentes serían torpes al no tener esto en cuenta. La

enseñanza no parece poder reducirse al dictado de un sistema dogmático totalmente hecho;

ella comporta un lado clínico, en el que el estudiante de derecho se ejercita respecto de los

actos de su oficio futuro, lo que significa buscar soluciones judiciales o legislativas, por

medio de una discusión bien conducida.

Los renovadores del método jurídico de la controversia, Perelman, Viehweg, Giuliani, están

interesados, sobre todo, por la retórica, el arte de la argumentación. Pero dudamos que la

retórica, arte del abogado, convenga a las necesidades de los jurisconsultos; que los medios

16 Trabajo presentado en el Coloquio de Perusa (Octubre de 1975)

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37

de la retórica sean verdaderamente aptos para procurar la invención17 de soluciones de

derecho18. Frente a ello, el método de la dialéctica, calificado por Aristóteles de universal y

también practicado exitosamente por los filósofos, sirve para la formación de la

jurisprudencia romana.

Para nuestros propósitos, es ella que nos interesa primeramente.

Este arte que nos será útil, no es menester que sea inventado por nosotros. Nos basta

retomarlo por vía de la investigación histórica. En otros tiempos gozó de un sitio de

privilegio, en épocas de culturas orales, cuando el libro no presidía los estudios sino más

bien la palabra, el diálogo. En las escuelas filosóficas griegas y latinas, en los estudios

teológicos del medioevo, todos sabían de qué manera el diálogo era cultivado. Creo que

también, aunque reglado de un modo un poco diferente, entre los jurisconsultos antiguos y

del medioevo19. Entonces existía un arte dialéctico cuya teoría estaba explicitada; que no se

tomaba el trabajo de ser aprehendido.

La primera fuente es Aristóteles. Fue el hombre de la dialéctica, practicándola en todas sus

obras, incluso en su Metafísica, como lo ha puesto de manifiestos el señor Aubenque, pero

sobre todo en la Ética y en la Política. Esas obras diversas están repletas de interrogantes,

de discusiones, de refutaciones, resistiéndose a encerrar en un solo espíritu el diálogo de

múltiples interlocutores.

Fue el teórico de la dialéctica. En textos sumamente dispersos describe sus principales

rasgos. Enseña, entre otras cosas, que esta dialéctica constituía, como la retórica, un método

universal; o por lo menos utilizable en cuanto estudiamos las cosas verdaderas y concretas,

con lo que ellas importa de mutables, de contingentes (así se encuentran en su aplicación

respecto de la esfera del derecho). Que ella tiene por base y por punto de partida no –como

la ciencia– axiomas o definiciones ciertas, sino opiniones verosímiles, múltiples y

contradictorias; que se su papel es confrontarlas. Pues el hombre es animal social; “es con”

otros; no puede conocer en sí mismo. Partiendo de opiniones inciertas, la dialéctica no

puede esperar (lo que sin duda conviene mejor a nuestra condición humana) más que un

conocimiento incierto; ella parte de lo probable (las opiniones) y sus conclusiones

comportando una cierta parte de arbitrariedad, permanecen en la esfera de lo probable. A

menos que sea practicada por placer o por ejercicio, ella sirve de instrumento de

investigación: juego leal del cual es menester excluir a los sofistas y discutidores; reservado

17 Nota del traductor: Al utilizar esta palabra, Villey la usa en sentido etimológico y estricto, como “invento”, vale decir derivado de “in-venire”: llegar dentro de. Este uso de “inventio” –de alguna manera desvirtuado por el uso común preñado de cientificismo moderno, en el sentido de invento– explica muy claramente que el conocer es “venir-dentro-de”, lo que se conoce; llegar a penetrar la cosa que se estudia. Así pues, con este sentido de “inventio” debe leerse en este trabajo la palabra invención. 18 Nuestro trabajo presentado al Congreso de Bruselas (A.R.S.P. 1972) y A.P.D. 1972, pág. 71 y sigs. 19 Critique de la pensée juridique moderne (Dalloz, 1976), cap. 4; traducción española publicada en el capítulo próximo de este volumen.

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a una elite de hombres elegidos por su amor a la verdad. Aristóteles no cesa de oponer la

dialéctica a la erística, a la sofística e incluso a la pura retórica.

Pero estas pocas notas son insuficientes para dar una imagen completa de lo que fue la

dialéctica. Salvo ignorancia de nuestra parte, los textos que nos han llegado de Aristóteles

sobre la dialéctica (no tan numerosos como dispersos y algunas veces contradictorios –

Aristóteles es demasiado dialéctico para no contradecirse constantemente) nos dejan

todavía en camino de lograr nuestro propósito; y los principales, los Tópicos, seguidos de

las Refutaciones sofísticas, podrían inducirnos a error. Aristóteles no se ha tomado allí el

trabajo de explicitar lo que para nosotros constituye el interés mayor del antiguo método del

diálogo que se suponía en la Antigüedad: el aspecto social y colectivo de ese medio de

conocimiento. Los Tópicos no tienen, de ningún modo, por objeto caracterizar el conjunto

de la operación de diálogo; está hecho por Aristóteles, sobre todo, ubicándose desde el

punto de vista de cada una de las partes, analizando su técnica de argumentación, los

razonamientos que se usan, los lugares a los que se recurre según los tipos de problemas,

los modos de la refutación, el silogismo dialéctico…

Esta puede ser una de las razones por la que el término dialéctica está cargado de tantos

equívocos. Se sabe que, perdidos sus lazos con el diálogo, ha venido a designar entre los

estoicos el arte del razonamiento riguroso; que se ha revestido en la Edad Media de

significados diversos (cf.: la obra de Gerhard Otte); deviene palabra peyorativa en la obra

de Kant; y retomada por Heguel y Marx sirve para calificar unos sistemas que no tienen

nada de controversiales ni de problemáticos… El sentido de la palabra está alterado y es un

gran daño. Nuestra investigación tendrá por fin reunir algunos pedazos, ahora dispersos, de

la antigua técnica del diálogo.

Y sobre todo, más que atacar esa foresta embrollada que es la obra de Aristóteles, nos

proponemos inquirir en la escolástica. El arte griego y romano del diálogo parece haberse

perpetuado en las escuelas de la Edad Media. Y la escolástica ha conocido una muy larga

historia, más allá incluso, del medioevo.

Hay dos momentos de esta historia y es posible observar allí a la dialéctica en su apogeo y

en su degradación. He de intentar la comparación por cuanto espero dilucidar una de las

condiciones esenciales para su ejercicio.

Observaciones sobre el uso de la dialéctica en la “Suma Teológica” de Santo Tomás de

Aquino

En la Suma Teológica, os querría mostrar un modelo de trabajo conducido según el método

dialéctico. No se si el lector juzgará a esta proposición como banal o paradojal. Depende si

su conocimiento de la doctrina de Santo Tomás se debe a la intermediación de Tratados

sedicentes tomistas de la escolástica moderna, o ha leído directamente la obra.

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Para quien ha frecuentado un poco el texto de la Summa, no cabe la menor duda que ella es

dialéctica. Por lo demás, Santo Tomás lo explica desde el comienzo del libro. Si bien su

propósito fue construir y enseñar a los principiantes la “ciencia” de la teología, usará de la

“argumentación”, de “disputas” donde se “niega” o se “concede” los principios del

adversario (Ia, 1, art. 8- Utrum haec doctrina sit argumentativa). Sabemos también que

Santo Tomás estaba impregnado de Aristóteles y especialmente de los Tópicos. En ese

entretejido de discusiones de las que se compone la Summa, se reencuentra constantemente

la influencia del método de la controversia tomado de Aristóteles. Para citar un caso entre

mil, cuando trata el sentido de la palabra jus (II-IIae. 57, 1 ad. 1), queriendo mostrar que la

palabra jus recibe acepciones diversas y que es necesario desconfiar de esta homonimia,

recurre a un ejemplo: el de la pluralidad de sentidos de la palabra medicina, que era –sobre

el punto metódico– el ejemplo favorito de Aristóteles…

Pero como la Summa no es de ningún modo una cosa conocida por el gran público

contemporáneo, explicaremos nuestro propósito:

1º) La Summa pertenece el género dialéctico como la mayor parte de las obras de Santo

Tomás y por ello, nos propone una serie de “quaestiones”. En ello incluso, es bien

“escolástico”, solidario de la tradición de la enseñanza medioeval. Del mismo modo en

teología, que en derecho, que en otros ámbitos, el uso de las escuelas medioevales es, antes

de haberse construido las colecciones de los textos antiguos, el de poner de manifiesto sus

contradicciones y el de emplearse en resolver esas contradicciones aparentes, como hace

por ejemplo Graciano a lo largo de su Decreto. Los maestros procedían primeramente a la

lectura, tomaban conocimiento de los textos en oportunidad de la cual ya se ponían de

manifiesto las oposiciones (dissensiones dominorum), pero coronaban su enseñanza

mediante ejerecicio dialécticos: disputationes-quaestiones. Abelardo en su Sic et Non,

desde mitdad del siglo XII, era maestro de este método

La obra de Santo Tomás repercute en esos trabajos escolares. Sus quaestiones disputatae o

los quodlibetae podrían no ser, en ciertos casos, más que la recensión, el canabá de

discusiones que podrían haber tenido lugar, efectivamente, entre estudiantes de su escuela.

En la Suma Teológica, Santo Tomás concentra en sí mismo toda la discusión, asumiendo él

solo todos los papeles, reinventando, ordenando, como Aristóteles en sus Éticas, su

Política, su Metafísica. No lo vemos por ello, menos atareado en sus controversias

dialécticas.

2º) Si es menester poner los punto sobre las i, lancemos una mirada sobre la estructura de

cada artículo de la Summa. El artículo pone ante todo su objeto bajo la forma interrogativa:

“¿Es que la doctrina teológica tiene carácter argumentativo? ¿Es que el derecho debe ser

definido como objeto de la justicia?” etc… etc… Lo propio del dialéctico, decían los

Tópicos de Aristóteles, es interrogar, en tanto que la ciencia expone y demuestra.

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Luego vienen (en número muy reducido en la Suma Teológica) los argumentos pro y

contra, escogidos en función de la relevancia del problema puesto y de la competencia de

los autores. Luego, después que un nuevo recurso al método de los Tópicos (distinciones

entre los diversos sentidos de una misma palabra según los contextos y las diversas

categorías a las cuales se refiere el pensamiento) ha conducido a Santo Tomás hacia la

solución, de nuevo son repetidos los argumentos, reinterpretados, justificados, puestos bajo

un esclarecimiento más rico y generalmente conciliados.

Los argumentos contradictorios son la materia de la quaestio y se extienden más de la

mitad del texto. Es respecto a esta parte, que ciertos editores del Siglo XVI (los

Salmanticenses) la han suprimido absurdamente y muchos de sus lectores modernos se

contentan con no leer de la Summa otra cosa que las “soluciones”. Pero eso es sacrificar lo

que hace al sentido y a la vida y, generalmente, confundirse respecto del fondo de la

doctrina.

3º) Pero si para terminar consideramos las soluciones, estaría errado si le atribuyéramos un

carácter de verdad definitiva, apodíctica. Decir que la Summa es “dialéctica” significa que

su discurso se ubica exclusivamente en el ámbito de lo probable.

La Summa tiene como punto de partida no tanto principios necesarios como opiniones

probables. Es cierto que no se procede de la misma manera en un trabajo teológico que en

una obra de filosofía: en teología se dispone de autoridades indiscutibles: ellas, precisa

Santo Tomás, son extraídas de la Sagrada Escritura canónica. Ellas son “necesarias”. Sin

duda, pero toma el trabajo de agregar allí que el objeto de la teología es interpretar,

comprender las verdades de la fe. Y para hacerlo, la teología recurre a los textos de los

doctores de la Iglesia cristiana e incluso de los filósofos paganos; tales son las bases

ordinarias de sus razonamientos. Su valor no es más que “probable”. Es de este modo que,

tratándose de las opiniones de los filósofos, o de todos esos textos que proceden de la razón

simplemente humana, Santo Tomás repite esta máxima, tomada de la obra de Boecio: que

la autoridad es el menos seguro y el más débil de los argumentos; “Locus ab auctoritate

infirmissimus” (q. 1 art. 8).

El teólogo se esforzará por conciliar esas opiniones habitualmente contradictorias y

asumidas por él como problemáticas. Por otra parte no resolverá, no pondrá término a la

disputa (es ella una de las leyes de la dialéctica) más que por “determinaciones” lo que

implica una parte de arbitrariedad. Hasta en su término –y las soluciones allí

comprendidas– la doctrina de la Summa conserva un carácter de incertidumbre

Que no se exagere su rigor. Los editores contemporáneos pretenden que en cada cuestión

Santo Tomás provea una respuesta absoluta, por sí o por no (marcada en las tablas de

materias de esas ediciones con la sigla A o N, afirmativa o negativa). Pero sería menester

que las soluciones de Santo Tomás hubieran sido puestas de esa manera. Es raro verlo

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descartar enteramente algún argumento, todo su esfuerzo es poner en su lugar dos tesis

contradictorias; muestra un camino hacia su síntesis, pero síntesis abierta, que deja lugar a

discusiones ulteriores, inacabada, como conviene a una solución dialéctica.

Puede que el lector juzgue que caemos en el apologismo. Pero ha estado muy en boga la

costumbre de atribuir a la doctrina de Santo Tomás un carácter dogmático y sistemático.

Sistemático fue, en un cierto sentido; es decir capaz de ordenar con una lógica maravillosa

(como en cada artículo a la serie de argumentos) la serie de sus quaestionis. El mismo ha

calificado su doctrina de ciencia (Ia. 1,2); no solamente porque ella se funda en la “ciencia

divina” en tanto que apoyada sobre textos revelados de la Sagrada Escritura, sino, en tanto

que interpretación humana de la Escritura Sagrada, por la sorprendente coherencia de sus

resultados.

¿La ciencia, no es opuesta a la dialéctica? Sin duda que no es menester forzar esta

oposición. La dialéctica que trabaja sobre lo individual, lo contingente, el mundo de lo

concreto, lleva a la ciencia de lo general. Las obras de Aristóteles proceden por vía de

discusión –su dialéctica– pero desembocan en una ciencia, al menos en una ciencia “que se

busca” y se sabe aún imperfecta, como lo muestra Aubenque en Metafísica.

Estaría errado también, quien atribuyera la oposición que Aristóteles hace en diversas

repeticiones entre dialéctica y didáctica. En absoluto, dice Aristóteles, sólo una ciencia

perfecta sería enseñable. Por lo tanto en la práctica no existe más ciencia que la enseñable.

Es en las obras de Aristóteles llamadas esotéricas (frutos de su enseñanza), acromáticas,

que se encuentra puesto en práctica el método de investigación dialéctico. Lo mismo puede

decirse de la Summa de Santo Tomás.

Creo posible aclarar las razones de este método mediante una última observación: el objeto

de la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, donde hemos creído reconocer un

modelo de aplicación del método dialéctico, es esencialmente teorético. Se sabe que Santo

Tomás participaba de la convicción de Aristóteles de que el modelo de la teorética (venida

a ser en su obra “contemplativa”) era superior en mérito y dignidad, a la “vida activa” (IIa,

IIae, q. 182). En todo caso Santo Tomás así lo sostiene. Todas esas cuestiones tienen un

carácter teórico: “Es que Dios existe? ¿Es que EL es bueno?”. Incluso en la Secunda, donde

trata de problemas de tipo práctico –lo que lo lleva a tocar de manera muy cercana la

ciencia del derecho– ordinariamente los aborda en una perspectiva teórica: “¿Qué es la

justicia?, ¿Qué es el derecho? ¿Es él, el objeto de la justicia? ¿Cómo definir el furtum? ¿La

usura es un pecado?”. Como sucede en la Ética de Aristóteles, la moral de Santo Tomás no

se expresa bajo la forma de mandatos imperativos, sino de verdades sobre qué son tal vicio,

tal virtud, tal valor, dichos en el modo indicativo. La teoría es el ámbito de la dialéctica;

fuera de la teoría es imposible ejercitar el verdadero arte del diálogo.

Más que de justificar ahora esta conclusión procederemos a la contra-prueba.

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Observaciones sobre el uso de la dialéctica en la escolástica española.

Examinaremos ahora, otro tramo de la historia de la escolástica. Frente al método de Santo

Tomás pondremos el de los grandes autores de la Segunda Escolástica, en la que los

principales fueron los españoles: los Vitoria, De Soto, Suárez, Molina, Vázquez, etc…. No

se ignora que ellos han jugado un papel capital en la formación de la cultura de la Europa

moderna. Si bien esos autores estuvieron expuestos a las frivolidades de los humanistas y

de los principales filósofos de la Europa moderna, tuvieron más éxito en las esferas

universitarias. Nuestro tipo de enseñanza, lleva todavía trazas de sus métodos.

Uno de los efectos de esta sorprendente situación fue una profunda ignorancia, incluso

entre los pretendidos “tomistas”, de Santo Tomás. En efecto, con relación a las doctrinas

del nominalismo, florecientes en el siglo XV, o por relación a las novedades de Descartes o

de Hobbes, la escolástica de los siglos XVI y XVII parece mantenerse fiel a la doctrina de

Santo Tomás. Y la opinión más común es que con aquélla se habría continuado ésta, en lo

esencia. También la mayor parte de los neo-tomistas, nutridos de Cayetano, Suárez y sus

epígonos, se creían dispensados de comprender la Summa.

Fue necesario rebatir ese prejuicio. He tenido la ocasión de estudiar las nociones del

derecho y de ley en la obra de los escolásticos españoles; me fue forzoso constatar que en

ese capítulo, esos autores no han conservado nada de la doctrina de Santo Tomás, sino que

más bien se alinean en pos de las ideas inventadas por Scotto y los occamistas, que son

directamente contrarios al pensamiento de Santo Tomás20.

No debemos ocuparnos aquí, más que de los métodos de enseñanza. Pero, en apariencia, se

reencuentran en la obra de los españoles, las mismas formas pedagógicas que en la Summa

de Santo Tomás: quaestiones-disputationes. Aun hoy, en España, en las pruebas de la

carrera docente, se mantienen feroces disputas. Parecería que ha sobrevivido el mismo

“método escolástico”, en “la Escuela” de los siglos XVI y XVII; que los universitarios

hubieran conservado el secreto del arte dialéctico. Pero creo que se puede probar que no se

trata más que de una apariencia de la dialéctica, de una dialéctica falsificada, que nos

enmascara la verdadera.

No será suficiente meditar algunos instantes sobre las críticas asestadas a la escolástica por

los humanistas, los Rabelais, Erasmo, Montaigne, luego por los grandes filósofos de la

época moderna: Bacon, Hobbes, Descartes o Pascal, etc… Se advertirá que esas críticas,

que nos parecen muy adecuadas contra los autores de la segunda escolástica, en ningún

modo parecen llevadas contra los maestros de la primera, tal el caso de Santo Tomás. Es

20 Cf.: nuestro artículo “La promotio de la loi et du droit subjectif dans la Seconde scolastique”, en Critique de la pensée juridique moderne, Dalloz, 1976. Traducción española en el tomo III de esta colección.

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que los métodos de enseñanza han cambiado completamente de espíritu entre el siglo XIII y

el siglo XVI.

El principal prejuicio de los filósofos modernos contra el método de la “Escuela” se refería

a su culto excesivo de las autoridades (al cual, los autores modernos sustituyen por el culto

de la razón, o de la experiencia científica). Un reproche así no podría ser dirigido contra

Santo Tomás; no es todavía en la obra de Santo Tomás (ni tampoco en las de Scotto,

Occam o Buridan) que el nombre de Aristóteles sea suficiente como para poner fin a la

discusión, como en el Enfermo imaginario. Salvo que se tratara de la palabra divina,

expresamente revelada en la Sagrada Escritura, tenemos la máxima de Santo Tomás: Locus

ab auctoritate infirmissimus. Las tesis de los antiguos no eran recibidas más que a título de

opiniones probables, puestas en examen, susceptibles de refutación; esta es la condición de

la dialéctica. En cambio, en la obra de nuestros españoles, la búsqueda de la verdad es

sustituida por la obediencia, y no solamente obediencia a la ley divina revelada –que no

importa que el teólogo reconozca como infalible–; a la autoridad de la Escritura, se agrega

la autoridad de sus intérpretes clericales, incluso en materia moral y filosófica, para la

desmesura y el orgullo de los teólogos; también se agrega la infalibilidad de Aristóteles,

intérprete de la ley natural, integrado en esta Tradición. Es en ese momento que vemos

convertir a opiniones discutibles de la Summa, a testimonios dignos de ser comprendidos

pero que se saben imperfectos, parciales, incompletos (el papel que juegan las autoridades),

convertir, digo, en oráculos infalibles. Es la muerte de la dialéctica.

Todo cede, de allí en más, bajo el peso de las autoridades, que gozan ahora del papel de

fuentes del conocimiento, de premisas de una ciencia demostrativa. El número se acrecienta

de manera significativa. Como lo habíamos subrayado, en la Suma Teológica, el número de

los argumentos textuales estaba estrechamente limitado por lo común, a cuatro o cinco. La

cosa discutida, la cuestión, importa más que las autoridades en un artículo de Santo Tomás.

Abramos, por el contrario, un tratado de Suárez; sobre cada cuestión, nos descerraja una

lista infinita de opiniones y no sólo de opiniones de Padres de la Iglesia o de los más

grandes filósofos griegos, sólo los antiguos, como en el siglo XIII; sino que no es necesario

soportar todavía las opiniones de los maestros, doctores influyentes de la Universidad,

incluso cuando ellos no aportan nada útil a la solución del problema. Serie interminable de

nombres de sabios pedantes21, con los que juega la imaginación de Rabelais. La calidad

importa poco, sólo cuenta el prestigio de los autores y la posición dominante que ocupan en

el mundo de los doctores. Dictadura de la Tradición, monopolizada por una casta de

universitarios.

21 Nota del traductor: En el original el autor dice “savants en us”, que a mi juicio puede ser traducido manteniendo el sentido peyorativo, como pedantes o sabihondos.

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Sin duda la segunda escolástica está sembrada de controversias. Las necesita todavía en ese

estadio, para aportar a la doctrina el máximo de fuerza y de impacto sobre el cuerpo social.

En efecto, para que la Tradición constituya una guía eficaz en moral y en derecho, era

menester aun que fuera homogénea. Pero homogénea es muy poco; las autoridades se

contradicen; será menester confrontarlas para hacer un block unitario. Pero… ese trabajo de

compilación y de conciliación de textos ¿lo deberíamos llamar diálogo?. Cada vez que

(sobre las cuestiones de teoría general del derecho) hemos consultado los textos de los

escolásticos españoles, no hemos encontrado nada de diálogo; hemos encontrado sí

compromisos, arreglos diplomáticos. Entre esas opiniones discordantes, es necesario

encontrar un término medio, resultante mecánico de fuerzas donde finalmente importa la

solución de las escuelas más influyentes, las más sólidamente incrustadas en las Facultades

católicas. De este modo, cuando Vitoria, de Soto, Suárez o Vázquez han tratado sobre la

naturaleza del derecho, han adoptado –en cuanto al fondo– las tesis nominalistas que

triunfaban en el público universitario. De Santo Tomás se toman las palabras; el sentido de

la doctrina está escamoteada, la síntesis no es nada más que verbal…22.

Se juzga aquí la influencia de la segunda escolástica sobre la cultura europea. Es cierto que

los mayores sabios y filósofos de los tiempos modernos han abandonado enteramente los

géneros literarios de la “Escuela”, la quaestio, la disputatio. Al comienzo de la época

moderna se entra en la edad de la imprenta, del fin de la cultura oral, social, colectiva. Edad

de sistemas, fundados ahora sobre axiomas llamados “racionales” o de pseudo leyes

científicas, esta vez perfectamente unitarias, aun cuando Hegel y Marx usurparan el nombre

de “dialéctica”. Cada uno construye solitariamente su propio sistema. Pero el mundo

universitario durante largo tiempo ha vivido bajo el imperio de los hábitos de la Escolástica

española; de este modo hemos conservado sus vicios principales. Todavía hoy, en nuestras

tesis, artículos científicos –y cursos magistrales– vemos la misma hipertrofia de la doctrina,

la misma propensión a encerrarse en un mundo de textos, de abstracciones, de conceptos

escolares; la misma acumulación pedante de referencias bibliográficas, de citas de

maestros. En el fondo, el mismo culto idolátrico a las autoridades, si bien con una ligera

diferencia, puesto que la autoridad de la Escritura y de Aristóteles está sustituida por la de

los pontífices, ante todo, de la pretendida razón; luego las de las ciencias físicas o

“humanas”. Tenemos nuevas iglesias –kantianas, positivistas, marxistas–, nuevas

tradiciones, pero delante de ellas tenemos el mismo tipo de servilismo. De este modo, entra

dentro del oficio universitario, el registrar la diversidad de las doctrinas, compilarlas –tarea

mecánica que demanda menos esfuerzo al cerebro que el que necesitaba Santo Tomás para

dilucidar una cuestión–. No se abstienen de confrontarlos, de elegir entre ellos, de litigar

por uno u otro, o de optar por un término medio; los sistemas concurren, se chocan, se 22 Cf.: artículo citado en la nota 20 que precede.

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desalojan mutuamente, se “sobrepasan”, se aufheben. Se entretocan. Eso no es el auténtico

diálogo.

A este esbozo de proceso de degradación de la dialéctica, agrego otra nota: el propósito de

los españoles difiere del de Santo Tomás. Santo Tomás es especulativo; busca comprender

el mundo, a la luz de la inteligencia natural y de la gracia divina. Su obra era, acabamos de

decirlo tomando la palabra en su sentido griego, esencialmente teórica. Nuestros españoles,

por el contrario son pragmáticos.

Es en general uno de los rasgos de la cultura de la Europa moderna, haber sacrificado la

vida teórica, sea a la causa de la virtud, sea a la de la utilidad. Ese pragmatismo, largamente

reclamado por la moral cristiana, explica la eclosión de la mayor parte de las ciencias

modernas orientadas hacia la utilización técnica, la fabricación de máquinas (que en la

lengua de Aristóteles corresponde a la póiesis). Bacon y Descartes han querido que la

ciencia nos procurara la “dominación de la naturaleza”. Mas tarde, Hobbes y Locke y la

escuela utilitarista, también.

En cuanto a los escolásticos españoles, su preocupación no iba demasiado, aun, a las

riquezas materiales, sino a la praxis. Fueron consejeros de los príncipes, funcionarios del

papado y de la monarquía católica, polemistas antiprotestantes y además defensores de una

ley moral, casuistas, directores de conciencia. Es bien sabido que esos autores, si han vuelto

a Santo Tomás y elegido la Summa como materia de sus comentarios, muy a menudo no

han retenido más que las partes prácticas: la Pars secunda que trataba precisamente la

moral y que versaba también sobre el derecho. La “Metafísica” sobre la cual, cierto es que

Suárez ha realizado sus célebres Disputaciones, parece ocupar en la obra, la misma función

que hoy para nuestros técnicos, las ciencias llamadas “fundamentales”; tiene un papel

auxiliar, está para servir de fundamento a una ortodoxia y a una legislación moral.

El fin es promover un orden religioso, político, moral; orden venido desde lo alto,

procedente de la ley divina. Si, contrariamente al voluntarismo y al literalismo luterano,

ellos estiman que esta moral no puede ser sacada exclusivamente de los textos de la

Sagrada Escritura, la quieren dada, contenida en la Tradición católica. Ella es lo que se trata

de imponer.

La verdadera dialéctica no era adecuada para este oficio.

Resultados:

He aquí a dónde nos lleva nuestra comparación: a nuestro juicio, la dialéctica auténtica no

puede funcionar más que sobre el terreno especulativo. La condición de la dialéctica es una

creencia en la existencia, y entre los interlocutores una común preocupación, por la

búsqueda de la verdad. Cuando tal es el caso, si vemos la verdad teórica (definida como la

adecuación de nuestro discurso a lo real) entonces el diálogo se impone. Pues de todas las

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cosas, cada uno de nosotros no elige más que un aspecto –no ve más que un “perfil” dirá

Husserl– no ve más que desde un punto de vista unilateral. Si, por lo tanto queremos

aproximarnos de un modo total a la cosa, tentar conocer la cosa en sí, su “quididad”, su

verdad, nos es necesario entrar en el juego social del diálogo. El instrumento de la verdad,

al menos si se trata de una verdad plena, es necesariamente el diálogo.

Sólo está en actitud de observar las normas del juego del diálogo el que, suspendiendo por

un tiempo sus actividades, acepta investigar, dudar, participar con sus compañeros de este

fin común: la verdad especulativa relativa a las cosas. Conciente que sus propias

“opiniones” no sabrían expresar más que una visión parcial del objeto, será capaz de

respetar también las opiniones de los otros, tomados como otros tantos testimonios sobre la

misma cosa, pero nacidos de otra experiencia, aptas –todas ellas– para completar la suya.

Se prestará lealmente a este entrechoque de las opiniones particulares como medio por el

cual se ha de elevar a una intuición superior.

Dicho de otra manera, sobre la escena de la verdadera dialéctica, es necesario la presencia

invisible, además de los interlocutores, de un tercer personaje que es la cosa que se busca

conocer. Es necesario que exista entre la cosa (la cuestión propuesta sobre la cosa) y los

diversos testimonios relativos a la cosa (es decir las autoridades) como un perpetuo vaivén.

Es la verdad la que dicta las normas del arte dialéctico; la que lo distingue de la erística; la

que sirve de árbitro entre los participantes, de freno a los sofismas y a las malas querellas.

Cuando, por el contrario, la acción lleva la delantera, cuando la Práctica se constituye en

reino autónomo, aislado de la especulación –cosa que no sucedía en la filosofía clásica–,

entonces el arte dialéctico ya no es más el terreno de entendimiento entre las opiniones

contrarias. El hombre activo se esfuerza por construir a título de instrumento, doctrinas

poderosas, homogéneas y al mismo tiempo de fácil demostración. También el ius-

naturalismo moderno no se contenta ya con determinaciones provisorias y de las que se

conoce la parte arbitraria; quiere certezas totales, absolutas, cuasi-científicas en el sentido

de Aristóteles. De este modo, estará forjado por premisas, reputadas ciertas, dictadas desde

lo alto, a priori, inverificables e indiscutibles; por “autoridades” infalibles a partir de las

cuales se desarrolla la lógica formal deductiva.

Tal fue el efecto de la idolatría de los modernos por la praxis: la pérdida de la dialéctica.

Cuando cada participante se rehúsa a poner en cuestión la causa por la cual activamente se

encuentra comprometido, a someterla al tribunal de la especulación, si hay controversia,

ella no es más que una lucha sin gracia donde triunfa (sino el más fuerte) el más hábil, el

más persuasivo. La controversia es retórica –en el menos noble de los sentidos– o incluso

erística pero que no surge del arte del diálogo, tal como Aristóteles lo había concebido y

Santo Tomás lo había practicado.

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Nuestro lector estimará, verosímilmente, que estas reflexiones no tienen nada que ver con

la enseñanza jurídica. Si, en efecto, llego a esta conclusión que el arte dialéctico no podría

ejercerse más que en la especulación pura… ¿para qué nos interesa?. Venimos de encontrar

en Santo Tomás un modelo de dialéctica, pero no está demasiado ocupado por el derecho.

Y Suárez nos ha parecido como un enterrador de la dialéctica: fue uno de los principales

maestros de Grocio y de Pufendorf, inspirador del pensamiento jurídico moderno….

No era tal nuestro sentimiento; sólo decíamos que la dialéctica –que Aristóteles reputa en

general aplicable al estudio de lo real concreto– debe constituir por excelencia el método

del derecho. Cuestión de filosofía del derecho que no puedo abordar; nos sería necesario

mostrar aquí, que el arte del jurista, sin duda, desemboca en la acción (la ejecución de la

sentencia, hecho del policía y del oficial de justicia) y revela, como dice Santo Tomás “el

uso práctico del intelecto” (cf.: S. Teol. I-q. 79, art. 11) y también que su “métier” supone

un momento teórico; diría más, que él es esencialmente teórico. En efecto, la cuestión de

derecho, propuesta al juez y sobre la que discuten los jurisconsultos, no se refiere

directamente a lo que se debe hacer, sino sobre lo que es: si tal cosa es de tal litigante. El

objeto de la jurisprudencia es determinar la parte de cada uno. Para la filosofía clásica,

determinar la parte justa, la buena solución jurídica, no es de manera alguna la obra de una

elección subjetiva, aun cuando la operación comporte una parte de elementos arbitrarios; es

un trabajo de “conocimiento”. El derecho se busca, se descubre objetivamente; porque lo

justo, los valores, tiene una existencia en las cosas. Era el principio de la doctrina clásica

del derecho natural (cf.: nuestro artículo: De l’indicatif juridique)23.

Sobre las huellas del nominalismo, la escolástica del siglo XVI ha cambiado la naturaleza

del derecho. Hizo de él un sistema de normas de conducta, imperativas, confinadas en la

esfera de la práctica pura; al mismo tiempo instauró el dogma de la soberanía de la ley, sea

divina, sea racional; una dogmática totalmente autoritaria. De este modo ahogó el diálogo,

la búsqueda de lo justo en las cosas (cf.: Bible et philosophie romaine de Saint Thomas au

droit moderne A.P.D. 1973, pág. 27 y siguientes)24.

Se llega de inmediato a advertir que luego de la falencia del positivismo legalista, aparecen

nuevas tendencias que buscan reintroducir en el derecho la “libre investigación científica” y

se manifiesta entre los estudiantes la nostalgia del “diálogo”. El hecho es que nuestra época

aspira a liberarse de los sistemas, de los “órdenes normativos unitarios”, de la uniformidad

de tratados dogmáticos y cursos magistrales.

Pero retomar la dialéctica (puesto que este término, mucho más que retórica, o el de arte de

la argumentación, nos parece expresar el corazón del método jurídico) es un fin del que

estamos muy lejos. No podremos llegar allí, más que mediante una reforma profunda de la

23 Cf.: en Critique de la pensée juridique moderne (Dalloz, 1976), cap. 3; traducción española publicada en el capítulo V de este volumen. 24 Conf.: M. Villey: El derecho. Perspectiva griega, judía y cristiana. Tº III de esta colección, pág. 69 y sigs.

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teoría de las fuentes del derecho. Además, –lo que es lo más contrario a las directivas de

nuestros ministros y hombres de negocios– arrastrando el pragmatismo y el utilitarismo

modernos. Una profunda reforma mental sería necesaria: reinstaurar la especulación

teórica. Obra de largo aliento, a la cual no hemos aportado más que un buen principio de

contribución.

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IV. NUEVA RETÓRICA Y DERECHO NATURAL

Os agradezco, más que vuestra invitación, la posibilidad egoísta que me permite

aprovecharos para esclarecer mis ideas relativas a lo que se llama la Escuela de Bruselas y

respecto de la “Nueva Retórica” surgida de entre vosotros25. Es probablemente la suprema

torpeza de un conferenciante, entretener a su auditorio escuchando aquello que el auditorio

conoce mejor que él.

¿Qué podréis decir? ¿Qué no he comprendido? Acepto el riesgo.

Como no hay discusión sin un punto de acuerdo, comienzo por precisar que en el Centro de

Filosofía del Derecho de la Universidad de París, generalmente hemos recibido las tesis

llamadas de la Escuela de Bruselas. Mas, no todos. Nosotros no constituimos, más que

vosotros, un bloque monolítico, es el caso de mis amigos Kalinowski y J. L. Gardies. Pero

otra cosa ha sucedido en la mayor parte de nosotros, sobre todo los juristas o los

historiadores del derecho. Diría que hemos adherido con entusiasmo.

Con vosotros hemos salido liberados de ese mito que enseñaba que todo el derecho

provendría de la ley; de que otros argumentos no legales preceden la sentencia, incluso en

número indefinido. Participo absolutamente de vuestra convicción de que el corazón del

método jurídico –de la lógica jurídica en sentido amplio– es un arte de la controversia,

como dice nuestro amigo italiano Giuliani; ¿o de una “Nueva Retórica”? ¿O lo llamaremos

Dialéctica? En rigor de verdad había propuesto al Sr. Perelman, como título de esta

exposición, “Dialéctica y derecho natural”. El Sr. Perelman me ha aconsejado escribir:

Nueva Retórica. Es posible que reincida. Lo que sigue a continuación constituirá una

meditación sobre la dialéctica26, en el sentido antiguo del arte del diálogo; pero esta

diferencia terminológica no puede ser capital.

En fin, de una manera o de otra, me considero un partidario de las tesis venidas de Bruselas.

Creo seguiros en lo esencial.

De este modo, en lo que llevo leído de vosotros, algunos puntos me sacuden. Como

estamos formados en París, donde para la adscripción en derecho es menester hacer planes

en dos partes, he de reducir mis observaciones al número de dos.

1º) Me parece advertir en la doctrina del Sr. Perelman, una tendencia a confinar la función

de la Dialéctica o de la Nueva Retórica, al campo de la práctica. El Sr. Perelman, me

parece que instaura una oposición entre, por una parte, la teoría, el conocimiento teórico,

lugar de investigación de la verdad (aquí encontraría la posibilidad de aplicar los modelos

de la lógica formal de la Razón propiamente dicha) y por otra parte, el ámbito de la acción,

o lo que no constituye la verdad a obtener, sino otros valores como lo útil. Es aquí que

25 Conferencia en el Centro de Lógica Jurídica de Bruselas. Marzo de 1975. 26 Cf.: nuestro artículo “Redécouvrir l’art du dialogue”. Perusa. 1975 (Capítulo III de la presente obra).

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entrarían en escena la argumentación retórica o la dialéctica –factores de “decisiones

razonables” –.

Pueda que resuma mal, pero por mi parte, me resisto a aceptar esto.

2º) Segunda observación. Me encuentro perplejo ante lo que creo son las posiciones de la

Escuela de Bruselas –y la mayor parte de entre vosotros– respecto de la noción del Derecho

Natural. En rigor de verdad, creo sobre todo, que esta noción os es indiferente y que

simplemente la tratáis por preterición.

No es el caso de todos vosotros. Hay un artículo célebre del Sr. Rector Foriers sobre el

“derecho natural positivo” que reencontraré sobre mi camino. No tengo la impresión que

este artículo marque una adhesión al Derecho Natural. He aquí lo que encuentro al leer en

la obra del Sr. Perelman Droit, morale et philosophie, pág. 100: “Es un hecho,

contrariamente a las tesis positivistas, que en las decisiones judiciales se introducen

nociones que surgen de la moral: algunas de ellas han sido fundadas en el pasado sobre el

Derecho Natural: hoy, más modestamente, se las considera conforme a los principios

generales del derecho”.

Concluyo entendiendo que el Sr. Perelman relega al pasado esta expresión metafísica y que

hoy se la reemplaza ventajosamente por principios generales del derecho o creencias

morales existentes de hecho, y que se encuentran investidos de un papel en la retórica

judicial; ideologías existentes o “Derecho natural positivo”.

No son tales las ideas que me he hecho, ni del campo de la acción de la dialéctica, ni de las

fuentes del derecho. Por mi parte, me propongo desarrollar delante de vosotros las dos

siguientes proposiciones, por otra parte idénticas, a mi juicio:

1º) la dialéctica es esencialmente instrumento de la especulación teórica;

2º) la dialéctica es el instrumento del Derecho natural. Dejo para el fin, justificar la

oportunidad de estas reflexiones, las que desde ya me excuso que sean excesivamente

teóricas.

Sobre la “dialéctica”

Mi primera proposición os parecerá una paradoja porque el método dialéctico (en el sentido

antiguo de la palabra dialéctica) –tan desconocido luego de Descartes y que había sido

expulsado de la filosofía moderna, que luego comenzó a tomar presencia en otros terrenos

(en la “Théorie de l’Argumentation”)– el método dialéctico –digo– encuentra que es en el

campo del derecho donde lo habéis redescubierto, y el derecho parece resurgir en el ámbito

de la acción.

Para un historiador, por el contrario, parece una evidencia.

Perdonadme, esta conferencia versará ante todo, sobre la historia, si bien la historia no está

de moda en Francia. El Sr. Haby, nuestro ministro de educación, busca expulsarla de los

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liceos franceses. Pero se puede todavía esperar descubrir alguna cosa útil en un viaje por el

pasado, útil incluso para lo comprensión de la lógica jurídica.

Sabed que este método –llamado dialéctica o retórica– Aristóteles lo había presentado en

sus Tópicos y que es de la filosofía donde él extrae los principales ejemplos. Los filósofos

eran llamados de otra manera “dialécticos”. En este aspecto no creo contradecir de ninguna

manera al Sr. Perelman cuando señala que el “campo de la argumentación” se extiende a la

filosofía. Lejos de sostener una paradoja, pongo de manifiesto una verdad evidente. Sólo

que, puesto que la puerta está abierta, he de entrar allí.

Señalaría que es en el campo de la teoría donde echa sus raíces la dialéctica. Claro que no

entiendo por la palabra teoría esas construcciones artificiales de los sabios modernos que

nacen de la lógica formal y que impropiamente llaman teorías. Restituiremos a ese término

su vieja significación, clásica, pero de ninguna manera perimida, de esfuerzo de visión, de

conocimiento del mundo exterior. Esfuerzo para conocer ese mundo con verdad.

Nuevamente uso aquí de la palabra verdad, no en el sentido que ha tomado en el idealismo

moderno, concordancia de una proposición con otra proposición, sino concordancia de

nuestro espíritu o de nuestros discursos con las cosas; representación fiel, en el espíritu de

la realidad: adequatio intellectus ad rem.

Estoy en trance de hacer historia y me disculparéis de inspirarme en una filosofía realista.

Es sobre el terreno de esta investigación realista de la verdad que aparece la necesidad de la

invención del arte dialéctico. En efecto, si postulamos que el objeto que pretendemos ver,

que pretendemos conocer por medio de la teoría, es un mundo real, exterior a nuestra

conciencia, trascendente a nuestra conciencia, la tarea es mucho menos fácil que si se

tratara de comprender ideas.

Esta realidad exterior, estructurada e inteligible es un misterio inenarrable. No podría ser

cuestión llegar al fondo de manera exhaustiva. Para un filósofo realista, la verdad no puede

ser jamás otra cosa que un objeto de investigación, de aproximación más o menos

imperfecta. No es más que un polo inaccesible.

En efecto, la cosa real, no sabríamos percibirla más que en partes. Como decía Husserl, no

se verá de un cubo más que tres de sus lados que son seis; más que “perfiles”, más que

aspectos. Y aun el ejemplo de Husserl es insuficiente, un cubo es un objeto abstracto y

geométrico que puedo concebir exhaustivamente construyéndolo. La multitud de aspectos

es mucho más considerable e infinita si se trata de un objeto real. Y, por lo tanto, decía

siempre Husserl, es menester hacer un recorrido para aproximarse a la verdad de las cosas,

sin jamás poder abarcarla; en fin, es ésta la posición de un filósofo realista. De allí que sea

necesario confrontar esos puntos de vista diversos que se tienen sobre la cosa; diversos e

incluso inagotables. Jamás habremos visto el todo.

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Uno de los autores que me han ayudado –al menos así lo pienso– a comprender las razones

de la dialéctica (por el momento me permito una excursión muy alejada del ámbito

jurídico) es Proust. Marcel Proust, que fue el tipo de hombre especulativo –inepto para la

acción–, incapaz de acción. Recuerdo una conversación con un especialista sobre Proust;

los dos coincidimos en clasificarlo –lo que por otra parte es aventurado– entre los adeptos

al realismo. No pondría la mano en el fuego, pero Proust era sin duda un hombre ávido de

comprender, de buscar la verdad del mundo, de hacer incansablemente la recorrida en torno

de las cosas. Madame de Guermantes se le aparecía bajo diversos aspectos sucesivos: una

castellana medieval, descendiente de Genoveva de Brabante, una elegante mujer mundana,

espiritual, una esposa infiel, una loca. Describe todos los cambios del mar en Cabourg,

desesperando por hacerse de las cosas una idea única. Finalmente no lo logra si bien para

otros, el autor parece haber encontrado lo que llama la esencia de lo real.

Ese ejemplo es imperfecto. Porque Proust es un solitario, uno de esos escritores modernos

que trabajan solos, hombre del norte, de climas fríos; trabajan en una cámara tapizada de

corcho y no practican –como lo he leído en alguna parte de la obra del Sr. Perelman– más

que una suerte de discusión íntima. Para dar a la dialéctica todas sus dimensiones, es

menester transportarse a un tiempo en el que no existía la imprenta –tampoco lo que ella ha

engendrado: una cultura libresca–, emigrar a Grecia, en medio de un clima mediterráneo, en

los jardines de los filósofos, donde la investigación se hacía entre muchos –diálogo

verdadero, ejercicio del verdadero arte dialéctico–.

Desde esa perspectiva se perseguía no la coherencia lógica de las proposiciones, sino el

conocimiento de la estructura de la realidad, por ejemplo de lo que es el hombre, de lo que

es una ciudad, o la fortaleza o la prudencia. Ningún sabio se contentará con su experiencia

singular que es miserable, irrisoria; le es menester contar también con la experiencia de

otros que han visto otros aspectos de la cosa; lo han visto de otra manera; tener en cuenta su

testimonio y también los testimonios de autores pasados. El hombre es un animal social;

vive con otros y no puede sólo conocerse a sí mismo. Por lo tanto, confrontación de

opiniones, tal es la dialéctica, impuesta por la preocupación de la verdad.

Sabemos que este arte tiene sus condiciones. Está dado “ab initio” que toda discusión, por

naturaleza, es interminable; se pueden introducir sin cesar, nuevos argumentos, es decir

invocar, alegar, nuevos aspectos de la cosa (pues los aspectos de lo real son inabarcables).

Se impondrá poner un término artificialmente, marcar una pausa, detenerse, “concluir” (en

el sentido de terminar concludere epistolam). Es por ello que en la Escolástica del tiempo

de Santo Tomás hay, al término de la sesión de la disputatio, una determinatio del maestro,

especie de conclusión provisoria. Vosotros admitís que la dialéctica no se termina por una

conclusión lógica, sino solamente por una decisión que es en parte arbitraria, sin certeza

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apodíctica; para emplear el lenguaje del Sr. Perelman, debiéndonos contentar con una

decisión “razonable”. Estoy de acuerdo.

¿Pero no se deben también decidir cuestiones teóricas? No se decide más que en miras a la

acción, pero en miras al conocimiento de la acción. ¿Rusia Soviética es un país de libertad?

¿Se vive felizmente en China? He aquí cuestiones teóricas sobre las que se discute en los

café; sobre las cuales tengo una opinión pero que no se impone lógicamente y además que

no es científicamente verificable. Será necesario que decida.

¿Qué estamos en trance de hacer? De enzarzarnos en una discusión dialéctica sobre la

importancia de la dialéctica; para saber si las ciencias dicen todo, tienen la última palabra

en el juego del conocimiento. Cuestión que, me concederéis, es extremadamente teórica.

Cuestión de verdad teórica.

Puede que sobre este tema, nos digamos que no tenemos demasiada ilusión. Pero tratamos

sobre el modo dialéctico.

Es por ello que la lógica del Sr. Perelman ha suscitado mi entusiasmo, porque ella es el

régimen ordinario de la inteligencia en la búsqueda de la verdad. No hay más preocupación

que por el derecho –no acepto ser otra cosa que jurista (dudando incluso si puedo honrarme

con esa etiqueta)–. Es en todas las cuestiones disputadas, de manera casi universal, que esta

lógica constituye una liberación del cepo de la lógica formal, de los cepos de los fanatismos

y de la intolerancia, de la cerrazón de cada uno sobre su propio sistema, de los

sistematismos; representa la modestia de la inteligencia, la riqueza, la apertura de espíritu,

en la búsqueda de la verdad.

No sé si en lo que llevo dicho contradije al Sr. Perelman. Salvo sobre el sentido de ciertos

términos. ¿Pero será necesario recodar que Aristóteles (puesto que he tratado sobre los

orígenes de la dialéctica) y Platón mismo, antes que Aristóteles (en el Eutifrón), señala que

la dialéctica se ejerce en la búsqueda de los valores en miras a la acción, y las discusiones

que he tomado por ejemplo no tienen en miras la acción? Si he decidido que Rusia no es el

emporio de la libertad, ¿es que tengo necesidad de decidir antes de votar por el Sr.

Marchais27? No lo creo. Proust no está interesado por conocer lo que se esconde bajo el

nombre de Guermantes; nosotros franceses no estamos, por el momento, en un período

electoral.

Queda por decir, es cierto, que para tomar una decisión ante una cosa absolutamente

indispensable se torna tan necesario como posible que ella sea razonable, apoyada sobre la

dialéctica. Solamente que, en el pensamiento clásico –al cual estimo referirme–, no hay esta

separación que nos ha legado especialmente Kant, entre teoría y práctica. Por ejemplo

según Santo Tomás, no existe más que un solo intelecto del cual se puede hacer diversos

usos, sea para conocer, contemplar y detenerse allí, sea eventualmente para obrar. Pero la 27 Nota del traductor: Marchais ha sido dirigente del P.C.F. y candidato del frente de izquierdas, integrado además por el P.S.

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voluntad es conducida por la inteligencia. Dicho de otra manera, en el proceso que lleva a

la acción –según esta filosofía– habría un primer momento de conocimiento teórico: ¿Dios

existe? Buscamos por encima una pre-decisión teórica, y de este modo decidiré de

inmediato si debo adorarlo.

La Ética de Aristóteles, me parece ser esencialmente una obra teórica. Allí se describe lo

que es la amistad, y también lo que es el hombre envidioso, borracho, pusilánime. ¿Qué

significa esta expresión: hombre templado, corajudo, amigo verdadero? Problemas todavía

teóricos. Es para resolverlos que resulta necesario juntarnos con muchos, confrontar

diversos puntos de vista y decidir especulativamente. Sacad en seguida, si queréis,

consecuencias para vuestra conducta.

Pero es desde ese primer momento, momento teórico, momento del intelecto, no todavía de

la voluntad, momento de búsqueda, de tensión hacia la verdad –sobre los valores que

forman parte de la realidad– que se justifica el recurso a la dialéctica. No creo que en lo que

precede, me encuentre tan alejado de los problemas teóricos del derecho, como

probablemente vosotros pensáis reprocharme. Las observaciones que acabamos de hacer,

constituyen una introducción al conocimiento de lo que fue la idea clásica del Derecho

Natural.

Una presentación del Derecho natural

Regreso, entonces, al derecho –pese a que no tengo el honor de ser un práctico–, de allí que

regrese estrictamente a la filosofía del derecho, a la antigua filosofía del derecho

continuando con la historia de esta vieja filosofía olvidada del derecho natural, esta vieja

noción de derecho natural que me temo, os sea indiferente.

Comprendo que evitéis esta expresión lamentablemente equívoca. Sólo que si se superaran

los términos equívocos –aquellos que el Diccionario Lalande señala que son “palabras a

evitar” porque son polivalentes– no se diría más nada. No se osaría hablar más sobre la

naturaleza, no se hablaría más de justicia, ni de teoría, ni de verdad, ni de dialéctica, ni de

retórica; puede ser incluso que el verbo ser debiera ser eliminado del discurso por cuanto lo

que significa la palabra ser es extremadamente controvertido…

En lo atinente a la filosofía del derecho –creo, que con la instigación del Sr. Perelman– me

he impuesto una norma: desconfiar por principio de las doctrinas de los filósofos, que han

hablado de derecho sin conocer nada de ello. Son numerosos, la mayor parte: ni Kant ni

Hegel, ni Comte, ni Marx, ni Heidegger, ni Nietzsche –ni, por otra parte, la mayoría de los

teóricos– han tenido alguna experiencia del derecho. Lo que no les ha impedido ejercer una

amplia influencia sobre las teorías generales del derecho modernas y contemporáneas y

sobre nuestra actual enseñanza universitaria. Me guardaré por lo tanto de usar la expresión

Derecho Natural en el sentido que ese término ha tomado entre los moralistas modernos.

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Pero como juristas y teniendo en cuenta que los romanos han fundado el derecho, hablemos

de derecho romano. Ante todo, una comprobación: en Roma –y en seguida en Europa en la

medida que los juristas permanecen vinculados a la tradición romana– no se encuentra

ningún jurista que pusiera en duda la existencia, y al mismo tiempo la importancia, del

derecho natural. ¿Pero qué se quería decir con ello?

Hemos tenido oportunidad de presumir que ese vocablo, incluso en Roma, tenía acepciones

variadas. Dejo de lado las cuestiones terminológicas sobre las que me he ocupado en otros

sitios. Creo que para los fundadores de la ciencia romana del derecho civil –del jus civile–

esta filosofía del derecho implicaba al menos dos ideas: primeramente que el derecho es

una cosa –realidad en la naturaleza, objeto de investigación teórica–, y en segundo lugar,

consecuentemente, que el arte del derecho es dialéctico. Nosotros, que hemos sido

educados en la filosofía moderna, formados desde nuestra más joven edad en otra noción de

derecho, nutridos del dogma que el derecho consistiría en “normas de conducta” y no en

una realidad, hemos debido comprender mal. Retomemos esos dos puntos:

1º) El derecho en Roma, al menos en tanto que es natural, no es invención o construcción

artificial del espíritu humano. El derecho y la ley (hoy a menudo confundidos) pertenecían

a géneros totalmente distintos. En Roma, la palabra no era sinónimo de ley, como luego

llegó a ser por el contrario en la lengua de los teólogos y luego de los filósofos modernos.

En el Digesto, Lº I tenéis dos títulos distintos, título I: De justitia et jure (seguido del título

2: De origine juris) y título 3: De legibus. No hay ninguna definición formal que confunda

el jus y la lex.

¿Qué significaba por tanto la palabra jus? Es para nosotros sorprendente y difícil de digerir,

en estas definiciones clásicas, que el derecho sea ante todo presentado como una cosa, id

quod justum est, res justa, como para los griegos el dikaion, término neutro, es

evidentemente alguna cosa. O mejor, un conjunto de cosas; la palabra se pone a menudo en

plural. En el Digesto, título I, lo que se llama jura, son por ejemplo el matrimonio, las

condiciones sociales distintas, los límites de los campos, las servidumbres, la liberación de

las relaciones sociales inherentes al grupo político.

Todas esas cosas, que se llaman derecho tienen una existencia previa a las normas escritas

que las expresan. Un texto bien conocido del Digesto (50.17.1) nos dice que es del derecho

existente de donde se extrae la norma jurídica: Ex jure quod est regula fiat. Antes que se lo

exprese en leyes, es en el seno de la sociedad, e incluso luego de otro texto, en cada causa

particular; jus in causa positum est. Es, no en un modo verbal, o de proposiciones, y no en

un mundo de las ideas separadas, desencarnadas, platónicas, sino en lo real, en la

naturaleza. Es en ello que reside la causa de ser natural: Dikaion phisikon – Jus naturale…

Pero en ese momento, nos arriesgamos a malos entendidos y estamos obligados a hacer un

poco de historia de la filosofía. Es menester recordar que la palabra ser –en la filosofía

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antigua, al menos aristotélica– no es “unívoca”. Como lo dice a menudo Aristóteles, ser “es

tomado en diversos sentidos”. El “ser” que constituye el derecho no es siempre un ser “en

acto” –es decir plenamente realizado, hecho efectivo– como son los hechos que estudia la

ciencia moderna. Más a menudo él no está más “que en potencia”. Del mismo modo que

una flor no está siempre en su estado de florescencia, de realización perfecta, sino que se la

ve sucesivamente germinar, crecer, desarrollarse, morir; así también sucede con los

fenómenos de la ciudad. Así en Atenas, la constitución, la especie de orden social adaptado

a la situación del pueblo ateniense –sistema de relaciones entre los magistrados, el pueblo,

los ricos y los pobres– puede ser observado en diversos estadios. Pero se advierte muy

frecuentemente que esta justa constitución aunque no es arrasada, se la soslaya o bien

desaparece bajo los golpes de la demagogia, de la oligarquía, de la tiranía, o de la conquista

extranjera.

En Roma, las “buenas costumbres” –los “boni mores”– que alegan tan a menudo los

juristas, están lejos de ser siempre respetados. No están siempre “en acto”. Es un objeto

fluido y móvil. Ello no les impide tener un tipo de existencia natural.

Creo que ese punto es capital. No se sabría, sin este esfuerzo filosófico, que para los

romanos el derecho es ante todo objeto de conocimiento, de conocimiento “teórico”. Es una

cosa que se contempla, que se busca encontrar. El discurso jurídico romano no está hecho,

originariamente, por normas prescriptivas de acción, por conductas a realizar (obligatorias,

permisivas o prohibitivas) sino que se expresaba de ordinario en el indicativo. Ulpiano

escribía en el Digesto que la ciencia del derecho procede de un conocimiento de lo real

(notitia rerum, sobre la cual el jurista dice “lo justo o lo injusto” – D.I.I.10). Considerad, en

el procedimiento romano, la fórmula de la intentio. Recordaréis que la intentio, término

tomado de la retórica, define el problema del jurista, el punto sobre el cual versarán la

investigación y el discurso jurídico. Si paret rem Auli Agerii esse. El jurista está invitado a

investigar si la cosa es de tal o de cual: cuál es el reparto de las cosas, en el orden de la

ciudad romana.

A mi juicio, el mayor error de los deónticos –llamo tales a quienes creen posible aplicar al

arte jurídico la lógica formal deóntica– está en desconocer ese carácter específico del

discurso jurídico; él se realiza en el indicativo, un cierto tipo de indicativo. El primer

momento del arte jurídico es un conocimiento teórico. En el juego del intelecto práctico, del

intelecto en uso práctico es menester comenzar por conocer y por especular, antes de

sumergirse en la acción o en las normas imperativas. Momento de la investigación sobre

esta cosa, el derecho natural existente. Incluso esta filosofía estaría sumamente alejada de

nuestros hábitos.

2º) Llego de este modo al segundo punto. Un segundo rasgo de la antigua filosofía del

derecho natural, es que ella implicaba el recurso a la dialéctica. El método del derecho

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natural es, necesariamente, dialéctico. Ello se sigue, ante todo, del carácter teórico de la

disciplina jurídica. Pero puesto que se trata de fijar la cosa que el derecho es en la

naturaleza, o incluso en el seno de cada negocio –el jus in causa– este ser hecho de valor

encarnado en el mundo real, pero que no siempre está en acto, nunca inmediatamente

comprensible –este objeto social que supera las primeras visiones que adquiere cada

individuo– este jus impone ser analizado en torno, impone confrontar sus diversos aspectos,

los puntos de vista de unos y de otros, para elevarnos progresivamente a una intuición más

completa. No tengo necesidad de recordaros que el método de los juristas de Europa,

instruidos en la misma tradición, fue efectivamente controversial. Esto ha sido demostrado

por Giuliani y por otros y la mejor ilustración de las tesis de la Escuela de Bruselas está en

la historia del derecho; para comenzar en la historia de la jurisprudencia romana. Los

jurisconsultos han construido la ciencia jurídica romana procediendo por quaestiones,

disputationes; confrontación de opiniones de unos y de otros.

Toda la estructura del derecho romano me parece reposar sobre su procedimiento

dialéctico; allí comprendo el lugar que tienen finalmente las fuentes “positivas” (Gaius I,

2). Me explico: hemos notado que es de la esencia de toda discusión dialéctica concluir

mediante una decisión que importa una parte arbitraria. Puesto que la verdad total sobre la

cosa es inaccesible, jamás perfectamente agotable, que la discusión correría el riesgo de

prolongarse hasta el infinito, es menester cortar. Y en el campo del derecho esto se

impondrá, tanto más que todo el trabajo de los juristas debe desembocar en la acción. El

conocimiento está aquí en un uso práctico. Allí debe desembocar. También, por la misma

razón, siendo que la decisión debe ser eficaz, obedece a este otro rasgo específico: proceder

no de un “maestro” (como en las escuelas medioevales de teología) sino de una autoridad

pública. No hay derecho en sentido pleno de la palabra más que en una ciudad organizada,

provista de magistrados o de órganos provistos de poder de decisión. Esto es lo que

enseñaba Aristóteles y que habían comprendido perfectamente los fundadores de la ciencia

romana del jus civile: el derecho romano ha nacido como derecho sólo en la ciudad.

De esta manera nacen, como conclusión de las investigaciones dialécticas, en cada caso las

sentencias de los jueces; y porque es menester guiar a los jueces, equiparlos de normas

generales, están las “sentencias” de los jurisconsultos; o incluso las leyes propiamente

dichas, mucho más raras en derecho romano y que, discutidas en el Foro, surgían de un

procedimiento muy diferente; el conjunto del “derecho positivo” al cual jamás los autores

clásicos le han negado importancia. He aquí el punto que nos interesa precisamente: sin

pretensiones racionales (es decir deducidas lógicamente de principios a priori), esos textos

de derecho positivo no son totalmente arbitrarios. Son, como vosotros decís, “razonables”.

¿Pero por qué, de dónde viene su valor? De la controversia dialéctica que les precede y de

la cual ellos son la terminación. No es decir demasiado. Su valor de verdad se funda sobre

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lo que era el último acto y la desembocadura de una investigación teórica relativa al

derecho natural.

De manera diferente sucederá, cuando la filosofía moderna –y antes la teología– pierda el

sentido de esta unión de la teoría y de la práctica. Cuando se instituya el dualismo entre la

práctica y la teoría, entre el espíritu y la naturaleza, cuando la práctica constituya un mundo

aparte –mundo autónomo del Sollen separado del Sein– y crea poder encontrarse

dispensado de la búsqueda de la verdad.

El pragmatismo de los modernos excluye la investigación teórica; se desarrolla en el

servicio de fines, como la virtud, la exaltación de la libertad personal o la utilidad, la

riqueza; los fines que por otra parte rehúsa cuestionar. El hombre de acción huye de la

dialéctica. Moral y derecho han recusado sus antiguas fuentes naturales para venir a ser el

dictado de la Gracia o de la Revelación divina y por consecuencia de la Razón o de la

voluntad humanas.

Esas disciplinas vienen a fundarse sobre premisas apriorísticas. Es de esta manera que un

gran número de teólogos ha razonado sobre la moral y alguno –de entre ellos– también la

ha edificado. De este modo, del “No dañarás a otro” afectaron deducir que sería menester

poner en prisión a las mujeres que se causan abortos. Aunque sea tradicionalista y de

ninguna manera admirador del aborto, pienso que eso es explotar la ley divina revelada en

un sentido que no es el propio. “Escucha Israel” no implica que la Biblia pueda servir de

premisa de silogismos.

O bien, se dará como premisas de la norma de conducta moral, a la “ley natural” de San

Pablo –arbitrariamente puesta en fórmulas– que pronto vendrá a ser la Razón –los

pretendidos imperativos de la Razón pura, práctica, el imperativo categórico–. Y en el

campo del derecho, finalmente, se ha venido a deducir todo de las leyes del Estado,

fingiendo fundar su autoridad sobre el mito del contrato social.

Otras tantas ficciones: es claro que en esta filosofía práctica que nos conduce al legalismo,

al positivismo jurídico, se ha perdido la preocupación por la verdad. No se persiguen más

que otros valores –pragmáticos–. Para fundar las normas de conducta o las soluciones

judiciales, se recurre a la mentira –nos dirán con más indulgencia, al mito– a la que se

agregan deducciones sacadas de la lógica formal. En fin, todos esos vicios que no ha dejado

de denunciar el Sr. Perelman.

Para terminar, vuelvo a la Escuela de Bruselas. Habéis tenido la paciencia o la delicadeza

de escuchar mi discurso, pero no me hago ilusión: la idea de volver al derecho natural de

Aristóteles no os seduce.

No creo un deber hacer excepción para el caso el Sr. Foriers, al cual le debemos la defensa

y la ilustración de un nuevo tipo inesperado, sorprendente, de derecho natural, llamado

“derecho natural positivo”. El Sr. Foriers en su artículo mostraba perfectamente las

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insuficiencias del positivismo legalista; es de todos modos falso que la ley sea la única

fuente del derecho, como se nos enseñaba hasta no hace mucho, y como consecuencia de

las antiguas doctrinas del Contrato Social. Pero el hecho es que la solución judicial tiene

otras fuentes, y depende en particular del flujo de las opiniones latentes en cada momento

en el grupo, a partir de las cuales están forjados lo que comúnmente se llaman “principios

generales del derecho”. Uno de los méritos de vuestra escuela es haber puesto sobre el

tapete el pluralismo de las fuentes del derecho, o para decirlo mejor, los argumentos

utilizados en la discusión judicial. Pero como esas ideologías que constituían una ciencia

“positiva” no tienen nada de natural, ni en sí mismas son jurídicas, acepto el fondo de los

análisis del Sr. Foriers, pero no he comprendido aún por qué él le ha aplicado la etiqueta de

derecho natural.

Vosotros no sois jusnaturalistas. Por lo tanto, litigo por una causa imposible, incluso

desesperada –puesto que yo conozca, nunca se ha visto a un conferenciante hacer admitir a

su auditorio lo que el auditorio no tenía convencimiento anteriormente–. No obstante esos

propósitos que he tenido, que a vosotros –espíritus positivos– os han parecido inútilmente

especulativos, no hubieran sido acabados del todo sin relación con vuestros trabajos sobre

metodología jurídica. No creo que sea posible reformar la lógica del derecho sin que, al

mismo tiempo, se renueve toda la filosofía del derecho. Las dos cosas son solidarias: a cada

idea que se tiene del derecho y de sus fuentes responde una metodología. Cuando os

limitáis al estudio y a la descripción del razonamiento jurídico, tengo la impresión que

vuestra obra permanece incompleta, se detiene a mitad del camino.

POST-SCRIPTUM

Tal como lo acabo de esbozar, la doctrina del derecho natural podría a mi juicio aportar a la

Nueva Retórica, un fundamento filosófico, puede que también un complemento.

1. Fundamento filosófico

¿Por qué la lógica jurídica no es –vosotros lo habéis probado– lógica deóntica formal, sino

ante todo y sobre todo un arte de la controversia dialéctica? Es imposible fundar esta lógica

de la controversia sobre una definición del derecho.

Pero os es menester escoger entre dos sistemas de filosofía.

a) O bien quedamos vinculados al tipo de filosofía triunfante en la época moderna, al

dualismo de los modernos, que instituye una separación entre la naturaleza y el espíritu, el

Sein y el Sollen; tendremos el derecho por un producto del elemento espiritual, en “lucha

contra la naturaleza”, que impone su ley a la naturaleza. Noción idealista del derecho. Es de

este modo que sucesivamente lo han entendido la mayor parte de los teóricos de la Europa

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moderna y contemporánea; ellos han querido que el derecho proceda de la ley divina

revelada; enseguida de la Razón humana (en el jusnaturalismo moderno) o bien de la

Voluntad de los ciudadanos o del príncipe que los representa (en la escuela del contrato

social y el positivismo jurídico). Importa poco que hoy, otras escuelas vayan a buscar el

origen del derecho en la pretendida “voluntad colectiva” del grupo social o de las clases

dominantes. Siempre es la misma filosofía. El derecho permanece siendo una producción

artificial del pensamiento…

Entonces, debería seguirse que el derecho, obra del espíritu humano, tiende a modelarse

sobre las formas preferidas de la lógica humana. En la filosofía moderna, el derecho tiende

infaliblemente a la forma sistemática. Tiende a devenir sistema, “orden normativo”

homogéneo. Es su manera de “progresar”. Bien sé que no lo ha logrado todavía: ni las

grandes obras ordenadas al modo geométrico del jusnaturalismo moderno, ni los tratados de

dogmática del siglo XIX, ni las más recientes empresas del sociologismo tuvieron éxito. Lo

habéis demostrado. Ello no impide que el pensamiento jurídico moderno se continúe

esforzando hacia esta especie de ideal.

Esta es la razón por la cual, en las discusiones que os oponen a los partidarios de una lógica

jurídica formal, vuestro triunfo parecería no ser más que provisorio.

Hasta hoy, los hechos están a vuestro favor. ¿Pero será lo mismo mañana? Puede que

mañana algún inventor de una nueva teoría del derecho procure transformar el derecho en

sistema deductivo. Restaría cambiar las premisas, sustituir los principios de Hobbes, de

Pufendorf, de Locke, de Kelsen (donde la falla es manifiesta) por otros axiomas, por otras

fórmulas generales de la justicia, como por ejemplo en América lo ha ensayado el Sr.

Rawls. Es la tesis de Jean-Louis Gardies, si bien sus investigaciones están orientadas hacia

otras soluciones diversas de las del Sr. Rawls. De la misma manera –escribe– que Euclides

ha venido a hacer racional a las matemáticas, también nosotros estaríamos en el amanecer

del descubrimiento de los principios de un derecho racional. ¿Y si por un azar fuera así?

b) En la filosofía clásica del derecho natural, el derecho no es un mandato del hombre a la

naturaleza, construcción tanto más perfecta como que es racional, a fin de que se acreciente

el triunfo de la Razón sobre la naturaleza. Es una cosa de la naturaleza, un dato que se

impone al hombre, trascendiendo al espíritu del hombre, jamás perfectamente asible y que

siempre conservará su parte de misterio, objeto de una investigación. Y en cuanto

buscamos conocer esta realidad, no podríamos escapar a la obligación de adicionar, de

confrontar esas visiones diversas adquiridas ante todo a partir de puntos de vista diferentes.

Comprendemos entonces que es de la esencia del arte jurídico, el utilizar el instrumento de

la controversia; que existe un vínculo necesario entre la invención de la sentencia o de las

normas generales del derecho y la controversia jurídica. Está fundado filosóficamente el

lenguaje dialéctico del derecho.

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Pero como no estoy seguro que este primer punto de vista no os dejará escépticos –sin duda

vosotros juzgáis suficiente apoyar vuestra teoría sobre la descripción puramente científica

del estado de cosas contemporáneo– os agrego un segundo.

2. Complemento

Concierne a la naturaleza de la controversia jurídica. Hay diferentes maneras de analizarla,

razón por la que puede afectar diversas denominaciones.

a) En vuestra escuela, se la califica de Retórica. Nueva Retórica. Ya he dicho que esta

etiqueta no me satisface más que a medias. Creo encontrar allí un resabio de positivismo,

de positivismo científico. Pero me parece que tanto como el positivismo legalista, el

positivismo científico debe ser superado, hoy.

Como lo sabéis, estaba de moda en el siglo último, explicar la génesis del derecho de una

manera casi mecánica, como resultado de una lucha de fuerzas. Tal fue la tendencia de

Ihering cuando escribía La lucha por el derecho; de Marx, al pretender explicar la historia

del derecho por la lucha de clases, etc. Es cierto que esta descripción no carece de alguna

parte de verdad. Podría creérsela suficiente para explicar lo esencial de la vida internacional

donde es a menudo la guerra quien fija las fronteras de los Estados.

Vosotros no estáis en eso. Pienso que no os contentáis con este análisis simplista y un poco

cínico de los hechos. Habéis reconocido que lo propio del arte jurídico es por el contrario,

eliminar el uso e incluso la amenaza de la fuerza brutal. Las armas están excluidas del

pretorio. Más exactamente, las únicas armas posibles allí son los discursos, no importa

cuáles: todas las especies de argumentos no están allí admitidos, sino la retórica que está

canalizada por un conjunto de costumbres o de normas procesales. Luego de la enseñanza

del Sr. Perelman, el debate judicial debe tender a una solución que sea aceptable para todos;

por ser “razonable” (confieso que no encuentro a este término absolutamente claro).

No queda para vosotros (si he comprendido bien) más que afirmar que la decisión jurídica

resulta de una lucha de abogados, cada uno encarnizado por defender su propia causa, sus

valores propios. Y la victoria pertenecería al más persuasivo (si la retórica es el arte de

persuadir); a aquel de los dos oradores que logra apoyar su causa sobre los lugares comunes

más fuertes: leyes, precedentes jurisprudenciales; “principios generales del derecho”,

ideología del grupo social en vigencia. O cuando la fuerza de los argumentos de los dos

adversarios se balancean, el proceso podrá terminarse mediante un compromiso. Pero entre

las dos causas rivales, dos fines opuestos, no hay conciliación posible; sólo un intermedio,

un término medio, un compromiso –arreglo diplomático con el que se conformarán las dos

partes: como entre Egipto e Israel–.

Aquí todavía, todo parece depender de un sistema de fuerzas, de potencias efectivas de

argumentos, de ideologías existentes de hecho en el grupo, con las que juega el abogado.

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En esas condiciones me pregunto si no debemos renunciar a la justicia de la sentencia. Y si

el arte del abogado es alinearse sobre las opiniones dominantes en el grupo, como los

modos de opinión son excesivamente cambiantes, no llego a explicarme la relativa

estabilidad que caracteriza un gran número de soluciones y normas jurídicas.

b) Para calificar la controversia –judicial o legislativa– de donde nacen las soluciones

jurídicas he preferido utilizar la palabra dialéctica, si bien este término no está menos

cargado de equívoco. No ignoro que a través de la historia ha sido entendida en sentidos

extremadamente diversos, y a menudo –como deriva muy rápido hacia formas

degeneradas– peyorativas; tampoco ignoro que resulta ir contra los usos el asociarla al

método de los jurisconsultos. Nos es menester restituirle su primitiva significación.

Al menos la que le atribuía, en diversos lugares, Aristóteles. Según los análisis de los

Tópicos y de la Retórica de Aristóteles, el término parece designar una especie de cambio

de palabras, entrando en el género más amplio de la Retórica, de la cual él se esfuerza por

distinguirla. La dialéctica parece provenir de un nivel más alto de cultura, tiene sus

exigencias específicas y no debería intervenir más que en el diálogo de interlocutores

escogidos. En los Tópicos aquella disciplina nos es presentada, sobre todo, como

perteneciente a los filósofos que se liberaban de las preocupaciones pragmáticas de los

hombres de negocios y se dedicaban a buscar los principios de las ciencias. Pero Aristóteles

reconocía en el arte dialéctico una esfera de aplicación más amplia; así dice que puede

sernos útil en todos “los asuntos de la vida cotidiana”. Estoy persuadido que en Roma los

jurisconsultos, sin llamarla por su nombre, practicaron un arte que se parece a la dialéctica

de Aristóteles.

El jurisconsulto romano, creador del jus civile, es un personaje de una especie desconocida

en Grecia, intermediario entre el abogado y el filósofo. Su papel no es sólo servir a los

intereses de su cliente, él se llama también “sacerdote de la justicia”, investigador de una

“ciencia” o cuasi-ciencia “de lo justo y de lo injusto”. Da sus “sentencias” o las responsa,

sobre problemas jurídicos. Si fue el inventor del derecho no es porque ha utilizado la

retórica de Cicerón o de Quintiliano, sino una especie de dialéctica a la manera del filósofo

griego.

¿Cuáles eran las condiciones? Para que se instaure un verdadero debate dialéctico es

menester que exista entre los partícipes un polo de atracción común, una misma tensión que

los convoque: como en el juego de ajedrez los dos participantes, más allá de la victoria de

uno o del otro, buscan en común la belleza del juego. Haber hecho de la dialéctica una

fuerza de acción, de movimiento, es la falta de Hegel y de Marx; puesto que era

originariamente un útil de la inteligencia. Pero los fines prácticos separan, y de manera

irremediable y definitiva. Si persigo un cierto valor, la realización concreta, la

Verwiklichung de una cierta idea de justicia que me he dado de antemano, nada podría

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hacerme cambiar de opinión y coincidir con vosotros que servís una causa diferente; no

podríamos más que comprometernos, concluir en una paz provisoria, en función de las

conveniencias de un cierto reparto arbitrario entre nuestros intereses. Es inútil pretender

entenderse con un marxista que está embarcado en una praxis contraria a la vuestra.

El mundo moderno pragmatista, afiebrado de eficacia, ha desconocido esta evidencia: los

hombres de opiniones diferentes podrían unirse sin otra intención que sobrepasar la

divergencia de esas opiniones, es decir ubicarse sobre el terreno de la investigación de la

verdad teórica. Una conversión de actitud nos es requerida: que cada uno de nosotros,

poniendo de lado provisoriamente la prosecución de sus intereses, busque un conocimiento

desinteresado; cambiando la forma de la pregunta, interrogándonos sobre lo que es el bien o

lo justo, cuál es el justo reparto de nuestros respectivos bienes. Nuestra única esperanza es

suspender por un momento la vida activa, colocándonos ante el tribunal de la especulación

teórica. De otro modo, el diálogo no puede desembocar en los resultados sinceramente

aceptadas por todos, y estables, como fueron los resultados de la ciencia jurídica romana.

Sobre la escena de la dialéctica, es menester la presencia, además de los interlocutores, de

sus discursos, de sus argumentos, de sus proposiciones normativas, de un tercer personaje

que es la cosa respecto de la cual se busca el conocimiento. A la cual se vincula el discurso.

Su propósito no es la conducta, que miran los utilitaristas o los moralistas modernos, sino la

verdad sobre esta cosa que es lo justo o lo injusto, desde la perspectiva de la ontología

realista; esta cosa o esas cosas que se llamaban en otro tiempo jus naturale. La clave de la

lógica de la controversia específicamente jurídica es la antigua filosofía clásica del derecho

natural.

Es pedir demasiado. Permanezco consciente de litigar por una causa imposible.

Retóricamente no vale nada puesto que no tomo apoyo sobre alguna ideología, alguno de

los “slogans” insuflados al pueblo por medios masivos. Mi tesis, por el contrario, inspirada

en opiniones antiguas, se opone a nuestros lugares comunes de hoy. ¿Puede ser ello un

escándalo para nuestros filósofos? Pero no soy yo quien ha inventado esta proposición: que

los filósofos tienen “algo que aprender de la experiencia del derecho”. Ella pertenece al Sr.

Perelman. Lo que me parece que provoca el espectáculo de lo que es el derecho, podría ser

una conversión radical, en filosofía.

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V. SOBRE EL INDICATIVO EN EL DERECHO

Esta exposición28 tiene por fin contribuir a la investigación respecto de lo que es el derecho.

Viejo problema, pero indispensable y que no podría eludir ninguno de aquellos que se

ocupan del lenguaje del derecho. A mis amigos cultores de la lógica, promotores de la

“lógica del derecho”, que entran conmigo en este diálogo, quisiera recordar que su empresa

presupone que de antemano se determine el sentido de la palabra derecho. Por mi parte,

aclaro que no soy cultor de la lógica. Si existe un desacuerdo entre nosotros, no podrá ser

sino respecto de ese punto previo a la construcción de una lógica que se llame jurídica.

Pero –y no pienso que exista un círculo vicioso– esta definición del derecho, la debemos

buscar hoy mediante al análisis del lenguaje. Dado que las sentencias, la doctrina, los

códigos y –en general– toda solución jurídica nacen en el seno de un lenguaje, dependientes

de ese lenguaje, el propio lenguaje constituye el elemento primero de todo sistema jurídico,

su nudo central, a decir verdad, su parte más inconsciente, sin duda el objeto por excelencia

de la filosofía del derecho.

Más que la gramática y la fonética, es la semántica lo que nos interesa. No abordaremos

aquí ese campo de estudios gigantescos que es el vocabulario del derecho, el sistema

estructurado de nociones que encarna ese vocabulario; el sentido mismo que debe ser

atribuido a la palabra derecho cuando los juristas lo usan. Atacamos el problema desde el

flanco. No nos interesamos por los modos de las proposiciones jurídicas. “Indicativo e

imperativo jurídico” –tal el título de nuestra discusión–.

Sin duda que es insuficientemente explícito. Pero la forma gramatical consistente en poner

el verbo de tal o cual proposición en modo indicativo es susceptible, seguramente, de

revestir sentidos diversos. En cuanto al modo imperativo tal como lo conocen los

gramáticos, pese a los prejuicios en sentido contrario, el mismo es completamente extraño

al lenguaje de las leyes, de las sentencias, como así también de la doctrina; al menos en

nuestro uso actual. Desbordaremos, por lo tanto, la gramática.

Para nosotros, se trata de verificar si la especie de proposición que llamamos jurídica tiene

por intención indicar una realidad o prescribir una conducta. Las formas servirán de índice,

pero se deberá interpretarlas.

Abro el fuego porque en este proceso creo ser el accionante. Quiero decir que Jean-Louis

Gardies y más aún, Georges Kalinowski, me parecen estar en posesión de una doctrina ya

confortablemente instalada en la fortaleza universitaria; a saber: que las normas jurídicas

serían prescriptivas, directivas de las acciones humanas.

28 Contribución a un “diálogo a tres voces” realizado con G. Kalinowski y J. L. Gardies en el Centro de Filosofía del Derecho de la Universidad de París II (1973).

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Georges Kalinowski, por ejemplo, sostiene que el discurso jurídico surge de la lógica

llamada deóntica; es decir que está hecho de proposiciones que tienen por finalidad

prescribirnos –a nosotros, justiciables– tal o cual conducta. De esta manera, ellas revestirán

la forma, sea de imperativos, sea de normas. En su famosa Introduction à la Logique

juridique, que todos vosotros conocéis, nos propone ejemplos de imperativos –sin duda

clásicos en los trabajos de lógica deóntica–: “Cierra la puerta – Manten tu promesa” y

también ejemplos normativos: “Cada uno debe respetar la persona de otro, mantener sus

promesas o reparar los daños causados por su culpa. El deudor debe pagar su deuda a su

acreedor”, etc..

Toda proposición jurídica estaría constituida por tres elementos: 1º la mención de personas;

2º la de una acción posible; 3º el factor deóntico que vincula las personas y la acción. La

norma tiene la función de obligar a tal persona con respecto a la otra, a efectuar la acción

aludida, salvo que ella lo prohíba o le niegue la permisión. Es obligatorio hacer, o es

prohibido; es autorizado o es facultativo. Tales son, según Jean-Louis Gardies, en la

primera parte de su tesis, las cuatro “funciones deónticas” que se encontrarían en el interior

de las proposiciones jurídicas. (Por mi parte, no las encuentro).

Sustancialmente, la doctrina es tradicional. En la mayor parte de las teorías generales del

derecho, se podría leer este análisis de la norma jurídica: Ella enuncia un hecho

(tatbestand) seguido de la conducta a asumir en presencia de ese Tatbestand (si tu has

masacrado a un peatón que circulaba sobre la franja peatonal, debes indemnizar a su viuda).

El derecho es norma de conducta. He aquí el dogma que se me ha enseñado. Seguramente,

hay variantes en la teoría. De este modo se ha sostenido que el destinatario de la norma

sería, más que el justiciable, ante todo y sobre todo el magistrado judicial, pues sería a él a

quien mira la ley al prescribir un comportamiento, una cierta manera de juzgar. No creo que

ese sea el sentido de la norma jurídica.

Pero, sobre este tema, Jean-Louis Gardies, Georges Kalinowski y yo, estamos ya en

oposición, a partir de un precedente Dialogue à trois voix, publicado en el tomo XVII de

nuestra Revista (A.P.D. 1972, pág. 397 y sigs.). No quisiera repetirme demasiado, pero

puesto que en este seminario estamos invitados al análisis del lenguaje del derecho, a la

investigación de sus constantes y de sus especificidades; obedecemos. A través de tres

series de ejemplos, buscamos la significación del indicativo en el derecho.

I. A. Elegiremos el primer ejemplo del Derecho Romano aunque no nos sea favorable. Pero

es cierto que los romanos han inventado el derecho, como los griegos la filosofía. Otros

pueblos, como el pueblo judío, que desgraciadamente han ejercido una pesada influencia

sobre la teoría jurídica de la Europa Moderna, no tenían una ciencia del derecho

diferenciada. Pero los romanos han hecho del derecho una disciplina autónoma. A ellos la

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debemos y puede ser que en la obra de los creadores del derecho, sea menester ir a buscar

el modelo del lenguaje jurídico puro, es decir no embarazado todavía de contaminaciones

extrañas.

Tomemos un ejemplo simple, de alguna manera familiar a todos los estudiantes de derecho,

pero eminentemente significativo: el de la intentio de la fórmula de la acción de

reivindicación.

1.- Si paret rem de qua agitur Auli Agerii esse.

Digo que ese texto es de un interés primordial porque la intentio (término tomado de la

retórica) tiene por función definir la cuestión jurídica; y esta parte de la fórmula es tan

esencial que puede ser tomada como la fórmula entera: del mismo modo cuando se pide al

juez investigar “si resultaba que tal hombre es libre o hijo legítimo de tal otro, etc.”. Sobre

la cuestión propuesta de este modo girarán las sentencias de los jurisconsultos (las normas

generales del derecho a las cuales aquéllos podrán acudir) preparando la respuesta del juez.

La intentio determina el modo de la serie subsecuente de discursos jurídicos.

Remarcad que esta fórmula (la que he tenido la libertad de recordaros, aunque romana)

lograría el rigor suficiente como para ser susceptible de aplicación universal; ella puede

servir a una multitud de procesos refiriéndose a cosas extremadamente diversas: esclavo,

tierra o suma de dinero que se disputan los litigantes –o bien una cosa incorporal, un

usufructo, una servidumbre– o incluso (sólo con una ligera modificación) un “status”; el de

hombre libre, de esclavo o de hijo de tal o cual otro. Incluso, la fórmula de la “acción

personal” en la cual el objeto disputado consiste en una obligación, aunque se exprese de

una manera un poco diferente (pero no os quiero embarcar en explicaciones técnicas)

reviste profundamente el mismo sentido29.

Pero para nuestro propósito, el análisis de esta proposición jurídica os debe parecer –como

me parece a mí– simple. El problema propuesto al juez es saber si tal bien, tal carga,

recompensa o pena es de este litigante, con referencia a su adversario. De esta manera la

cuestión tanto como las respuestas que le seguirán se escriben en el indicativo: Rem Auli

Agerii esse – Res Auli Agerii est.

Es cierto que el INDICATIVO no tiene aquí por designio describir los hechos, como si el

jurista tuviera por papel determinar si tal persona detenta en efecto este esclavo en su casa

bajo su techo. Se trata de saber si el esclavo le pertenece, si está jurídicamente dentro de su

patrimonio; incluso conforme al texto más simple y más antiguo de la fórmula, en derecho

civil estricto –EX JURE QUIRITIUM– el jurista describe la parte que corresponde a cada

uno según su derecho. Esto no es la existencia actual, el mundo de la pura facticidad, es

otra región del ser (sin duda olvidada, desconocida para la ciencia moderna luego de los 29 Ver infra, pág. 88.

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asaltos del nominalismo) en la cual el jurista recibe la misión de explorar; de la cual debe

decir en qué consiste. Dice lo que puede ser visto como justo en las relaciones sociales, del

mismo modo que un poeta describe la belleza percibida en las cosas. Esto no debe ser

reducido al campo de los hechos; cuando afirmo que la sinfonía en sol menor de Mozart es

bella, no entiendo referirme al hecho, que las gentes la aplaudan. Veo bien que lo justo, o lo

bello tienen valor de “norma”, pero no de norma de acción, no de norma en el sentido que

lo entienden habitualmente nuestros lógicos de la deóntica.

El discurso jurídico romano no es deóntico. No se trata de ningún modo sobre la cuestión

de lo que se debe o no se debe hacer (deontología). Busco en vano en la fórmula de la

intentio romana (y en los discursos que le respondían) alguna de las “funciones deónticas”

enumeradas en la tesis de Jean-Louis Gardies. De ninguna manera se ocupa de nuestras

conductas. El universo del jurista ignora la dimensión de la praxis; al menos hace

abstracción de ella, la excluye de su problema específico. Contrariamente al análisis de

Kalinowski, los tres elementos que intervienen en la proposición jurídica son primeramente

las personas, en segundo lugar las cosas disputadas entre esas personas, en tercer lugar la

justa proporción entre esas cosas repartidas entre esas personas. Tal el análisis que

Aristóteles da del Dikaion, proporción entre personas y cosas.

Si sois romanistas, me objetaréis que haya elegido entre los textos jurídicos romanos, el que

me resultaba favorable y que se expresa en indicativo. En la masa de escritos y discursos

que pueblan la vida judicial, se encuentran –con seguridad– igualmente imperativos. Para

retomar este ejemplo caro a mi amigo Kalinowsky puede recordarse lo que el magistrado

dice al ujier: “Abre la puerta”. Permanezcamos serios. Una vez realizada la sentencia,

llegará el momento de decir al litigante: “Vienes a prisión, págame mi deuda”. El moralista

proclamará conforme al modo que le es propio: “Se deben cumplir las sentencias de los

jueces”. Y si el esclavo es atribuido por el juez a quien ha demandado –cuando se

encontrara en posesión de su adversario– entonces Numerius Negidius deberá restituir el

esclavo. De los conocimientos sobre la justicia, enunciados en el indicativo, nacerán

imperativos y normas, enseguida y como consecuencia del proceso. En el curso mismo del

proceso, el pretor que goza del imperium dice también: ordeno, prohíbo que tal acto sea

cometido. También hoy el vigilante nos da órdenes o prohibiciones y luz roja significa:

“¡Deteneos acá!”.

Solamente es necesario entendernos respecto de nuestro Corpus, como hacían los juristas

romanos. Ellos distinguían el imperium de la jurisdictio. El vigilante no es un jurista. Es

cierto que el edicto del pretor y frecuentemente la ley pública se expresan mediante

imperativos. Pero esta no es la forma de la jurisdictio. Los actos se ordenan, el derecho se

dice. El gran mérito de los romanos fue que, apoyándose sobre la doctrina aristotélica,

hicieron del derecho una ciencia autónoma; fue haber puesto aparte –distinguiéndolos– el

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papel del juez, del papel de los juristas. Sus discursos miran a indicar lo que es de cada uno

–indicativo–. El gobierno de los actos, prescriptivo, es del resorte de otros.

II. A. ¿Pero qué importancia tiene ese vejestorio? Ahora demos un gran salto a través de la

historia y consultemos el Código Civil. Reconozco no poseer más que una vieja edición del

Código Civil, pero este es un detalle sin consecuencias apreciables para nuestro tema: si los

reformadores del Código recientemente han cambiado la sustancia, parece que ellos han

conservado fielmente la forma y el estilo.

No seré el primero en señalar que –allí también– el Código Civil está escrito en indicativo,

y en el INDICATIVO PRESENTE. Jean-Louis Gardies ha señalado este extremo hace ya

catorce años (A.P.D., 1959). Se encuentra la misma observación en el libro de Jean Ray,

sobre la Structure du Code Civil. El uso del modo indicativo parecía notable a Ray e

incluso sorprendente, lo que justificaba una explicación.

La explicación que nos propone, si mis recuerdos no me traicionan, es que el código

contendría menos las “normas” jurídicas en sí mismas (puesto que para él las normas son

reglas de conducta) que una especie de presentación doctrinal del contenido de esas

normas; de algún modo una explicación muy cercana a la distinción hecha por Kelsen,

entre “derecho” y “ciencia” del derecho. O, para servirnos de un vocablo más

impresionante, el código no sería más que un “metalenguaje”; no las normas mismas sino

un discurso relativo “a” las normas. La única dificultad es que si el código no las contiene,

temo que esas famosas “normas” no existan en ninguna parte, fuera del cerebro de los

teóricos.

Más simplemente, para la mayor parte de nuestros lógicos del derecho, habría lugar para

interpretar el lenguaje del Código Civil; es decir de corregirlo; de darle sentido

transponiendo el indicativo al imperativo o a normas. Un indicativo puede tener sentido de

norma o de imperativo. Como si dijerais que “esta exposición dura desde hace una hora”

lo cual puede querer decir “pasad a la conclusión”; si dijerais: “se termina este salón”, para

significar: “abrid la ventana”; o si decir “No se fuma aquí” significara: ¡No fuméis! Del

mismo modo, si el derecho civil dice que este impermeable es mío, es menester escribir en

buen lenguaje que estáis apremiados para restituírmelo. De otra manera la frase no tiene

sentido. Nuestros deónticos nos invitan a practicar este ejercicio de descompaginación

previa de los textos del código. Es menester que ellos pasen por esta primera modificación

antes de entrar en la máquina y ser sometidos al tratamiento de la lógica de los deónticos.

Esas manipulaciones se imponen; ¿acaso no está seguramente establecido –certificado por

la Facultad– que el derecho consiste en normas de conducta?

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69

1.- El artículo 1401 del Código30.

“La comunidad legal se compone activamente… de muebles, frutos, bienes gananciales”.

He resumido el fin del texto. Dicho de otra manera muebles y bienes adquiridos son

comunes, (gananciales) de mi mujer y yo.

¿Este artículo tiene por fin mandar una conducta? ¿Qué especie de conducta, a quién? ¿A

mí, que estoy casado bajo este antiguo régimen de la comunidad legal? Pero ese texto, –que

sin duda ignoraría si no hubiera hecho en otros tiempos mi licenciatura en derecho– no veo

que haya pesado demasiado sobre mi comportamiento. Puede que me haya faltado

demandar, cada vez que he solicitado un préstamo, la firma de mi esposa para comprometer

integralmente ese patrimonio común. Más seriamente, si pierdo a mi esposa, deberé

transferir a sus herederos la mitad de ese patrimonio. O si soy yo quien tiene la chance de

precederla, es ella la que deberá hacer ciertas escrituras, etc.

Pero es claro que Napoleón no tuvo jamás en su espíritu la intención de darnos esas órdenes

(o de intimarnos con esos deberes). No solamente porque ignoraba las circunstancias

particulares de donde nacerían esas futuras conductas –quién moriría primero: mi mujer o

yo– o qué actos tendría que suscribir. Esos futuros son imprevisibles. Pero de un texto

legislativo pueden seguirse una infinidad de consecuencias prácticas que el espíritu del

legislador es incapaz de abrazar. No damos al texto un sentido que su autor no podía tener

en la cabeza. Ese texto, que no implica ninguna orden, ningún permiso, no tiene el menor

sentido imperativo; sin esperar a que mi mujer o yo vengamos a dar nuestro último suspiro,

dice que los muebles y los bienes adquiridos que están actualmente confundidos en los

bienes de nuestro hogar son nuestros, de nosotros dos por partes iguales.

2.- Artículo 373 del Código Civil31.

Sólo el padre ejerce la patria potestad durante el matrimonio.

¿El código entiende que el padre debe (el indicativo puede entenderse en sentido deóntico)

realizar la educación de su hijo, tenerlo bajo su guarda? En ese caso sería mal obedecido.

Se llega así a que los “hijos del siglo” sean dejados errabundos en las calles y las forestas

vecinas que el padre ejerza poco su alta vigilancia. Ello no da lugar a proceso. Tal no

parece ser el sentido del texto. ¿Se quiere decir que el padre tiene el permiso de educar a su

hijo? El padre no tendría para ello que tomar en cuenta al Código. Una carga, un poder, una

función, un cierto estatuto (una cierta “cosa incorporal”) es atribuido a ese padre, “sólo”, en

30 Nota del traductor: Tratando de ser sumamente fieles al ejemplo puesto por el autor, señalemos cómo el art. 1271 del Código de Vélez también usa el indicativo para determinar la naturaleza de los bienes. Así, dice: “Pertenecen a la sociedad conyugal como ganancias, los bienes existentes a la disolución de ella, si no se prueba que pertenecían a alguno de los cónyuges cuando se celebró el matrimonio, o que los adquirió después por herencia, legado o donación”. 31 Nota del traductor: buscando un ejemplo adecuado al propuesto por el autor, creemos haberlo encontrado en el texto del párrafo 2º del art. 264 de nuestro Código Civil –texto reformado por el art. 1º de la ley 10.903–, que dice: “... El ejercicio de la patria potestad de los hijos legítimos corresponde al padre...”. Como se verá el verbo está usado en el presente del indicativo.

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oposición a la madre. Suum cuique tribuere, fijar la condición de cada uno, he aquí la única

función del derecho. Hoy nuestro legislador hace de otro modo la atribución.

A duobus (los dos ejemplos han sido pescado al azar) disce omnes. El código Civil está

escrito en el indicativo porque ese modo corresponde a la función propia del derecho. Sus

autores han permanecido fieles a la tradición romana. Ellos tuvieron ese método porque en

esa época se sufrían ciertas filosofías del derecho (propias del jus-naturalismo moderno,

como la de Kant) que precisamente tenían la torpeza de confundir derecho y moral. Ya se

enseñaba en las cátedras de filosofía que el derecho estaba constituido por normas de

conducta. De este modo sabemos también que un sector de entre los redactores del Código

había solicitado que el mismo fuera escrito en el modo imperativo. Pero Portalis y sus

colegas se resistieron a esta influencia. Ellos tuvieron cuidado de no insertar en el Código

Civil ninguna “norma de conducta” imperativa, norma de acción.

III. Sólo para responder a reacciones previsibles (puesto que después de ellas no se me dará

la palabra) vamos a meditar ahora sobre un tercer grupo de textos. En efecto, según todas

las posibilidades habré de hacerme catalogar de sistematista. Los amantes de compromisos,

además mal dispuestos, puede ser que concuerden conmigo sobre el hecho de que el mundo

jurídico se encuentra en el indicativo, modo más apropiado para decir la parte justa de cada

uno; pero argumentarán que hay otros textos –sin duda que no en el imperativo, a menos

que confundamos la policía con el arte jurídico– que son prescriptivos, del modo como lo

testimonia su estructura gramatical... Es cierto, me he detenido sobre dos textos entre los

tres mil que casi contiene el Código; habría sido necesario descartar los dos mil y pico

restantes. Muchos son construidos sobre una forma un poco diferente. De este modo

hubiera debido confesar que la proposición deóntica (que dice cómo debemos obrar) tiene

también lugar en el discurso jurídico.

A. Primeramente: no es cierto que todos los textos sean redactados (como era el caso de los

dos ejemplos precedentes) en el presente del indicativo; el FUTURO también se encuentra;

constatamos que ésta es la forma ordinaria en el Código Penal.

Pero sabemos que el futuro del indicativo puede equivaler al imperativo; revestir

cercanamente el mismo sentido, constituir un modo deóntico. “Josefina, traerás el

desayuno a las once horas – No os olvidaréis de vaciar las vacinillas”. Mismo sentido en

los preceptos bíblicos: “No cometerás adulterio – Amarás a tu prójimo”.

¿Qué significa el futuro en el lenguaje jurídico?

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1.- Artículo 317 del Código Penal.

(No poseo más que una edición todavía más vieja que la del Código Civil, pero ello no

incide en manera alguna en nuestro propósito). Cualquiera que por alimentos... medicinas,

etc., provocara el aborto de una mujer embarazada... será penado con reclusión. La misma

pena será aplicada contra la mujer, etc. ¿Por qué esos futuros del indicativo?32

a) Para comenzar, una cosa resulta segura. Es que ese texto no tiene por finalidad dirigir el

comportamiento de la mujer, de la madre.

Existe en este momento un proceso que la gran prensa ha publicitado, referido a una causa

de aborto en la que está encartada una señorita Chevalier. ¿En qué consistirá la sentencia?

¿El papel del juez será de prescribir a esta señorita Chevalier: No harás aborto? Sería un

poco tarde. El juez le acordará algunos días de prisión (en suspenso) o, más probablemente,

la absolución. El juez penal atribuye penas. Del mismo modo el Código Penal.

Cierto que existe una ley moral que prohíbe los abortos; incluso esta ley puede ser pública

y proclamada públicamente en una sociedad (pues es necesario que cada sociedad se dé una

moral). Pero como no se pena más que a los culpables, a quienes se puede imputar una

falta, es menester que antes que se dé la intervención del derecho penal, preexista una

norma moral. No soy partidario que se toque, en Francia, esta ley moral pública que

prohíbe el aborto. Pero es muy diferente el papel del derecho, del juez, del Código Penal.

He leído en alguna de las obras de Kalinowski que el “derecho penal prohíbe el homicidio”.

Eso, en realidad, está determinado por el Decálogo; el Código Penal, artículo 302 no nos

prohíbe matar, el derecho penal se ocupa de las penas33.

b) ¿O bien, el texto encerraría un mandato hecho al juez por el “poder legislativo”, en el

sentido de infligir esas penas a los culpables; esto es que en el caso de un aborto, como

buen funcionario, deba condenar a la reclusión? Ya he mencionado este tipo de

interpretación, frecuente en los círculos positivistas, un poco kelseniana y muy alemana.

Fantasma de pensadores obsesionados por la idea de poder, y por la famosa relación de amo

y de esclavo. No saben describirnos el derecho más que con la imagen de un escuadrón, en

el que de arriba a abajo repercutirían una sucesión de órdenes, intimadas por el soberano al

juez, por el juez al agente de policía, como es el caso del sargento y el cabo.

A mi juicio, esto es falsear el sentido del Código. Y desconocer el tipo de relación que

existe entre el Código y el juez. El juez no es la sirvienta de la ley. El Código no es un

repertorio de “cúmplase” dirigidos al juez. Sabemos que es difícil determinar si los Códigos

tienen por “destinatario” al juez, o a los justiciables; y a decir verdad el Código no tiene

destinatario (“direccionario” dicen los alemanes) porque no está hecho de órdenes

32 Nota del traductor: También sólo poseo un viejo código Penal y a fin de poner un ejemplo sacado de nuestro derecho argentino, es válido el texto del art. 85, que dice: “El que causare un aborto será reprimido: 1º Con reclusión o prisión de tres a diez años...”. Además, el art. 86 en cuanto dice: “Incurrirán en las penas establecidas en el artículo anterior y sufrirán, además, inhabilitación especial... los médicos, cirujanos, parteras o farmacéuticos...”. 33 Nota del traductor: Conf. Art. 79 de nuestro Código Penal.

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formales. La lengua romana distinguía con precisión la norma jurídica del mandatum (lo

que se llamaría hoy circular administrativa). El Código me parece ser una obra de carácter

sobre todo doctrinal (aunque sus soluciones sean plasmadas por una autoridad oficial). La

verdadera función de la norma jurídica es –lo repito– decir lo justo (la parte de cada uno) e

indicarlo a la vez al juez y al justiciable.

Pero, ¿por qué el tiempo futuro? Simplemente porque se trata de lo justo positivo, es decir

de lo justo creado por la ley que por propia definición no existirá más que una vez

promulgada la ley. Esto nos trae a la memoria que el papel del jurista no es solamente

conocimiento, teoría, sino también fabricación, poiesis. Implica por parte del juez, de la

doctrina o de la ley, al término de un estudio razonado del caso, una parte de invención

creadora y de decisión arbitraria. Toda norma o sentencia jurídica tiene siempre, en algún

grado, una función “preformadora”. Según los casos, son más o menos creadoras. Si el

legislador tiene conciencia de promulgar un derecho nuevo, lo marca mediante el tiempo

futuro. Ello es una fórmula excepcional en el Código Civil; pues, por ejemplo, la

comunidad de bienes entre esposos no constituía una novedad, en 1804, en París: era la

costumbre. Tampoco que la patria potestad fuera atribuida sólo al padre, era la solución

romana, considerada eterna. Pero el Código Penal, monumento de derecho positivo por

excelencia, se expresa en futuro; tiende a marcar el sentido de sus disposiciones en el

tiempo, la no retroactividad de las leyes es esencial en materia de delitos y de penas.

La primera objeción no puede mantenerse. Aquí el futuro del indicativo no tiene por

sentido dar órdenes, sino siempre decir un estado de cosas, con esta particularidad: que ese

estado de cosas es futuro.

B. Para terminar, los argumentos gruesos. G. Kalinowski me va a reprochar otras

omisiones, menos veniales. Para mantenernos dentro del Código Civil –puesto que es de

allí de donde he pretendido tomar mis ejemplos– me reprochará por qué no he señalado que

en una serie de textos los redactores se han servido no del verbo ser (tal cosa es X) sino de

las palabras DEBER o PODER, o sus sinónimos. Deber o poder practicar una cierta

conducta; aparentemente he aquí la entrada, en la escena del derecho, de las famosas

“funciones deónticas”.

Esta serie, a decir verdad, no es demasiado numerosa. Un computador nos daría el

porcentaje exacto: cifra que no tendría, a mi juicio, ningún interés. Pero, en fin,

proposiciones como: el deudor debe, el acreedor puede –como sobreabundancia de

refinamiento, en el futuro, el vendedor deberá, el comprador podrá… ejercer tal o cual

conducta– tienen un lugar en el discurso jurídico. Incluso el derecho romano hablaba de

deudas, deberes y obligaciones. Esto pareciera ruinoso para mi tesis…

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¿Qué responderé? Que queda por investigar, en esos casos, el sentido de esas palabras

deber y poder, que están lejos de tener siempre el papel de “funciones deónticas”. De la

misma manera que el indicativo presente, empleado en la vida práctica, puede significar

una orden (“aquí no se fuma”), los verbos deber y poder, utilizados por los juristas, pueden

entrar en proposiciones auténticamente indicativas.

Es evidente que esos términos no son en modo alguno unívocos. De este modo, la palabra

poder encuentra al menos tres traducciones diferentes en la lengua alemana; no quiere decir

siempre dürfen, tener el permiso de hacer. “La más bella mujer del mundo no puede dar

más que lo que tiene”. “Puedo equivocarme”. Kelsen ha mostrado que la palabra deber (o

Sollen) no tiene la misma acepción en el lenguaje del derecho que en moral. No es que lo

que siga hasta el fin en sus análisis. Ni que por otra parte, pretendamos profundizar hoy un

tan grande tema. Nos será suficiente reconocer lo que esos términos no significan, en la

literatura jurídica.

2.- Togo debe tres mil millones de francos a Francia.

Artículo 1998 del Código Civil: “El mandante está obligado a cumplir los compromisos

contratados por el mandatario” (ejemplo obligatoriamente tomado por Kalinowski)34.

¿Deduciremos del primer texto que Togo nos va a reembolsar esa suma de millones? No es

absolutamente seguro. Hay una diferencia sensible entre deber mil francos y deber pagar

mil francos y más todavía si se trata de tres mil millones de francos. ¿A qué actos será

obligado Togo, puesto que debe tres mil millones de francos? ¿A devolver los intereses? ¿A

aceptar la entrada de los agentes de cooperación que enseñarán a los togoleses la bella

lengua francesa a fin de preparar el camino a nuestros comerciantes? Soy incapaz de

precisarlo, por falta de tener suficiente versación respecto de la economía internacional y

porque las consecuencias prácticas del derecho son –lo repito– imprevisibles. Cuando un

juez condena a un estafador a tres años de prisión, ello no prueba que él permanezca, ni que

deba efectivamente pasar tres años en prisión. Del mismo modo, cuando la O.N.U.

proclama que la Cisjordania es del rey Hussein, no hemos de entender que Israel debe

restituir inmediatamente la Cisjordania a Hussein. El acuerdo entre diplomáticos no ha ido

tan lejos…

Lo que dice nuestro texto es que en el balance de nuestras cuentas con Togo, se inscribe en

el pasivo de Togo una deuda de tres mil millones. Una deuda le es atribuida. Es eso en lo

que consiste la deuda, no en un acto a cumplir; del mismo modo que la posesión de la

Cisjordania está puesta en el pasivo de Israel.

34 Nota del traductor: A fin de obtener un ejemplo similar vemos el art. 1951 del Código de Vélez, que según la nota pertinente ha encontrado su fuente en el Código Civil Francés, el que dice: “El mandante debe librar al mandatario de las obligaciones que hubiera contraído en su nombre, respecto de terceros, para ejecutar el mandato, o proveerle de las cosas o de los fondos necesarios para exonerarse”.

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En cuanto al mandante que –según dice el Código– “está obligado” por los compromisos

contratados por el mandatario, ¿Kalinowski entiende que el legislador –frente a ese

personaje– juega el papel de director de conciencia? Kelsen, repito, ha percibido que el

Sollen del derecho no es el de la moral sobre el cual han sido construidos los sistemas de

los deónticos. Puede que nuestro mandante –y nadie se lo prohíbe– rehúse ejecutar los

compromisos contratados por el mandatario; no se podría decir que él tenga ese deber, en el

sentido en que lo entienden los deónticos. Puede que no tenga nada que pagar al tercero,

acreedor (si, por ejemplo, el mandatario sin más hace el pago). Un cierto pasivo está

inscripto en su patrimonio.

La obligación, para los juristas, no es el hecho de ser invitado ni obligado respecto de

alguna conducta. En la tradición jurídica romana, la obligación está definida como una

“cosa”, un valor negativo, susceptible de ser atribuido. No un deber hacer35.

3.- Artículo 374 del Código Civil36.

El menor no puede abandonar la casa paterna sin la autorización de su padre, salvo que

sea para enrolarse voluntariamente, luego de los dieciocho años.

Convención de París de 1938, art. 6º: Nadie podrá beneficiarse de las disposiciones del

presente artículo si la marca, cuya protección reivindica no está registrada (tomada de G.

Kalinowski: La logique des normes, página 1).

Comencemos por este último texto: “Nadie podrá beneficiarse de las presentes

disposiciones”, etc. Que G. Kalinowski lo relea y acordará conmigo en que la palabra

poder no puede revestir aquí un sentido deóntico. Sería un contrasentido acordar un

“permiso de beneficiarse”; beneficiarse no es un acto que se pueda permitir o prohibir.

Simplemente el texto atribuye el beneficio en cuestión al industrial, si quiere aprovechar

esa ventaja (posibilidad). La palabra poder no se relaciona aquí con lo que “puede” o no

acaecer, es decir con las contingencias de hecho –puede ser librada por el legislador a la

potestad arbitraria del industrial; ello no implica ninguna “permisión” –.

En cuanto al hijo al que se hace referencia en el texto del Código Civil, ¿el Código supone

allí una interdicción? André Arnaud nos ha descripto el Código Civil como un agente de la

moral burguesa represiva. Reprime los instintos de los jóvenes. Les prohíbe “faire le

trottoir”, una fuga a Deauville, sin el asentimiento paterno.

35 Cf.: A.P.D., 1970, pág. 287 (Métamorphoses de l’obligation). 36 Nota del traductor: Vélez, en la nota al art. 275 del Código Civil, señala su apartamiento del Código francés respecto del enrolamiento militar. El texto del aludido art. 275 sirve a los fines de ilustrar el discurso del autor con ejemplos de nuestro derecho. “Los hijos no pueden dejar la casa paterna, o aquella en que sus padres los han colocado, ni enrolarse en servicio militar, ni entrar en comunidades religiosas, ni obligar sus personas de otra manera, ni ejercer oficio, profesión o industria separada, sin licencia o autorización de sus padres”.

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Pero, si fuera necesario comprender así el artículo 374, sería demasiado ineficaz. Decimos

sobre todo que él se contenta con atribuir al hijo un cierto estatuto personal; al padre, la

condición inversa y, por ese texto no resulta prohibido ningún acto.

El derecho no es una moral; él reparte intereses. Tener un “derecho” no es tener un dürfen,

un permiso de obrar. A menudo se confunde esto; para atenerme a un solo ejemplo me he

de referir a una leyenda atribuida a los juristas romanos y basada en el supuesto de que

ellos tienen escrito que el dueño es propietario de tal o cual esclavo; de allí se deduce la

proposición escandalosa de que esos juristas afirmarían que el dueño tendría,

arbitrariamente, permiso de asesinar a un esclavo; o que cualquier propietario tendría

fundamento jurídico para ejercer la permisión de “abusar” de su cosa, de usarla contra el

bien común. No carguemos al derecho con los pecados de la filosofía moral individualista

de los modernos. El derecho romano no hace nada más que repartir entre los ciudadanos a

cada uno lo suyo, su tierra, su esclavo; en cuanto a ocuparse de lo que hará el propietario

sobre su tierra o sobre su esclavo, eso hubiera sido –simplemente– salir de su competencia.

Sin duda, precisando su papel distributivo, el derecho romano no se limitaba a repartir entre

oponentes “cosas corporales” –una tierra, un esclavo–. Sino, además, cosas “incorporales”,

status y beneficios; ventajas o cargas diversas. Es de esta manera que en nuestro código, el

padre de familia o el industrial ven que se le atribuyen poderes (palabra que es menester

traducir sobre todo por Macht, y no ciertamente por dürfen). Para el deudor, el mandante o

la República de Togo, sus deberes son simplemente deudas; son siempre cosas de las que

se trata37. Los créditos, las obligaciones, las condiciones personales que son distribuidas por

el derecho son “cosas incorporales” –como lo señalaban las Institutas–; la cuestión jurídica

es saber si ellas son de Pedro o de Pablo; indicativo puro.

Pero me detengo, mi inclinación me hace retornar hacia la fórmula elemental romana de la

reivindicación.

A la cuestión fundamental puesta al comienzo de este artículo, ¿qué función tiene en

general el discurso del derecho?; hemos dado esta respuesta: decir lo que es de cada uno.

Seguramente que si los lógicos escamotean ese problema fundamental, si ellos rehúsan

discutir los postulados del positivismo moderno que groseramente identifica el derecho con

todo tipo de leyes, no existe ninguna posibilidad que nos entendamos, pues no se está

hablando de la misma cosa. Seguramente que no faltan leyes que son normas de conducta.

Admitiría, incluso, que algunas se han infiltrado hasta dentro de ciertos códigos, tal el

artículo 213 del nuestro Código Napoleón que instaura como un deber de las mujeres, la

obediencia a su marido. Los niños son invitados a respetar a sus padres, la conciencia de las

mujeres es dirigida… pero los sentimientos de los hijos respecto de sus padres y esas tan 37 Conf.: infra pág. 188 y sigs.

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sabias amonestaciones son inútiles en el derecho. Tengo, por lo tanto, alguna razón de

pensar –y en ello no me encontraría solo– y de decir que ellas no son derecho; que es

menester excluirlas de nuestro Corpus38.

No tengo interés más que por el auténtico lenguaje del derecho, naturalmente estructurado

para responder a las necesidades del derecho. Es evidente que en la práctica él se mezcla

con muchos otros. Incluso entre juristas, lo desgraciado es que habitamos una torre de

Babel. En efecto, hay históricamente, no un lenguaje del derecho, sino muchos e incluso

incomprensibles; muchas maneras de leer los textos, de entender el sentido de cada

término. Civilizaciones enteras, como la de la Biblia –porque ignoraban la noción de

derecho en sentido estricto– han pensado el derecho dentro de la óptica de la moral, bajo la

forma de normas de conducta, de deber-hacer, de permisiones y de interdicciones; ellas han

llevado a confundir el arte judicial con la moral. Y, porque la filosofía de la Europa

moderna se ha visto afectada por la influencia del pensamiento bíblico o de la “stoa” mucho

más que por el derecho romano; porque somos pragmatistas y gustosamente nominalistas,

porque un maremoto de moral ha venido a recubrir el antiguo campo de la filosofía del

derecho; por todo ello, el hecho es que nuestros autores de teorías generales del derecho no

han sabido resistir a las voces de sirenas. El idioma de Kant ha teñido al de Windscheid.

Sobre todo, como los prácticos no han sucumbido enteramente a la empresa llevada a cabo

por esas teorías, el lenguaje del derecho es hoy muy incierto, mal definido, tironeado entre

el lenguaje puro recibido de los juristas romanos y la influencia de filosofías extrínsecas.

Además, una o dos piezas rarísimas aportadas por la moral jusnaturalista moderna,

implantada por inadvertencia en medio de los textos jurídicos. El Presidente del Tribunal no

tiene por misión medir conforme el art. 372, sobre el cual razona con placer J. L. Gardies.

Por ello, nuestras discusiones. Se debe tender a salir de esta incertidumbre. En lo que a mí

respecta, he querido defender el uso que me parece el mejor aun cuando no sea el más

divulgado. Como no es bueno que el poeta hable el lenguaje del físico, o el profesor de

ciencias físicas –en su curso– la lengua de Baudelaire, no veo la ganancia que encuentra el

derecho al embarazarse de una lengua extraña: el lenguaje deóntico, el de la moral. El

jurista tiene su propia lengua, adaptada a su función propia. Él dice una cosa propia: la

consistencia de una relación justa, el irreductible derecho natural.

38 Este parágrafo ha sido agregado luego de haber leído los artículos de G. Kalinowski y J. L. Gardies. El lector podrá encontrar (pág. 82 de A.P.D. de 1974) el excelente y sabio estudio que J. L. Gardies ha consagrado al cuarto mandamiento, tema sobre el cual se conoce la riqueza y brutal actualidad que reviste, al cual el álgebra permite por fin dar todas sus dimensiones. Éxodo 20.12: “Honra a tu padre y a tu madre”. Tal como se expresa el lenguaje vulgar, en el texto sagrado de donde procede, ese precepto seguramente no es jurídico; San Agustín o San Anselmo, recientemente Gabriel Marcel, lo han interpretado con profundidad, pero nada hay sobre ese tema en el Recueil Dalloz. ¿Sucederá lo mismo o no una vez transcripto en lenguaje simbólico, según la notación polaca o la notación de Von Wright? Es menester reconocer que el problema se encuentra un tanto oscurecido a los ojos del profano y ciertos juristas han confesado su perplejidad. Pero si por medio de un trabajo inverso ellos vinieran a reconstituir el texto bíblico en carne y hueso, sus dudas serán fácilmente disipadas.

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PRIMER POST-SCRIPTUM: DEL NORMATIVISMO.

Estaba dedicado a comentar la presencia del indicativo en el discurso ordinario del derecho.

Mis contradictores me provocan a confrontarlo con el uso opuesto del modo “normativo”.

Pero si es cierto que la mayor parte de nuestros contemporáneos engañan sus ojos ante ese

hecho que proponen como indicativo de interpretaciones tortuosas, que muchos han

intentado transponer el discurso jurídico en imperativos o normas de conductas, eso

también debe ser explicado. La falta está, a nuestro juicio, en los sistemas filosóficos, que

han logrado imponerse en la educación de hoy; ellos juegan el papel de prismas

deformantes de nuestra visión del derecho.

Transportemos entonces el debate, al terreno filosófico.

I. Una filosofía realista

Resulta claro que el uso del indicativo en el derecho, contemporáneo a la invención del arte

jurídico hecho en Roma, está ligado a una cierta concepción de la jurisdictio –de la función

del jurista– solidaria de una ontología. Es la ontología de Aristóteles. Pero como muchos

otros filósofos, además de Aristóteles, han adherido a ellas, podemos llamarla clásica.

Todo conocimiento es un esfuerzo para aproximar –la “adecuación”– nuestro pensamiento

a lo real, es decir al Ser, a todo lo que está fuera, frente a nuestro pensamiento. Pero lo real,

el Ser, es todo. Y el Ser incluye como consecuencia lo que llamamos los “valores”. Lo

bello, lo bueno, el orden, la armonía existente en las cosas… a lo cual, por vía de la

observación, podemos acceder. Es, precisamente, la tarea de la “filosofía” que el

conocimiento de la naturaleza (es decir del ser objetivo) nos pueda procurar una sabiduría,

surgida del conocimiento de lo real. De este modo, resulta que la Ética debe expresarse

primeramente en el indicativo: la Ética describe lo que es la prudencia, la fortaleza, la

templanza; el hombre prudente, fuerte o templado, como hace Aristóteles. De este modo lo

normal existe, se lo puede observar, describirlo: la “norma”, hablando propiamente, debería

decirse en el indicativo.

Para la filosofía del derecho, surgen de allí dos consecuencias:

1º.- Que el papel del derecho o del jurista debe ser esencialmente concebido como una

tarea de conocimiento: conocimiento de lo justo en las cosas. La justa proporción de los

bienes y de las cargas en un grupo social (para el cual se determina la parte que pertenece a

cada particular) es una cosa que es, que el jurista tendrá por función discernir y decir en el

indicativo.

Sin duda nos es menester tener en cuenta que el conocimiento humano, enfrentado a

semejante problema, se revela imperfecto; él tantea; está condenado a la dialéctica, incapaz

jamás de concluir en fórmulas estables y precisas. Pero del jurista se exige una solución; le

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será necesario construirla parcialmente de allí que en su obra entrará una parte necesaria de

invención. Ese rasgo no es sólo propio del derecho; cuando los escolásticos disputaban

sobre filosofía sabían que para cerrar el debate, para llegar a una conclusión, algo arbitrario

era menester por parte del maestro que “determina” o “define”. A fortiori, del mismo modo

acontece en el derecho, cuando la insuficiencia de las “donées” del “derecho natural” obliga

a crear un derecho positivo; innovación señalada –como lo hemos visto– a menudo,

mediante el uso del futuro del indicativo; incluso en los textos que son redactados en el

presente, esta parte de invención no está jamás totalmente ausente.

Para nuestro propósito, el detalle carece de importancia. Incluso cuando el oficio del jurista

no es puramente especulativo, sino que también es creación, fabricación, poiesis, aun así el

derecho propiamente dicho no mantiene una relación inmediata con la praxis; no mira a

comandar las conductas humanas, dice lo que es o lo que será.

2º.- En cuanto a las prescripciones expresadas en el imperativo, o sobre “el modo

deóntico”, ellas intervienen fuera del discurso jurídico, después (o antes) del discurso

jurídico. Su naturaleza es totalmente diferente. Ellas tienen por finalidad la dirección de las

acciones humanas. Y puesto que las acciones humanas se ejercitan en situaciones

particulares y fluctuantes, en lo contingente, lo instantáneo, y que nuestra inteligencia se ve

dificultada de comprender lo contingente, no se trata ya de una obra a nivel de

conocimiento, de perseguir la verdad. Las normas de conducta, o las leyes, en el sentido

propio del término (el lenguaje clásico distinguía estrictamente el derecho de la ley), es

decir los imperativos, no son ya producto de la ciencia, sino de la autoridad.

Se consultará sobre este punto la obra de G. Kalinowski: Le problème de la verité en

morale et en droit; en cuanto recuerdo la tesis del autor (que en lo esencial se vincula a la

misma filosofía), los imperativos no emanan forzosamente de lo puramente arbitrario; son

susceptibles de revestir un cierto valor racional. Éste, viene de que ellos se comunican con

los enunciados indicativos que dicen lo bueno, lo bello, lo justo y toman algo de su verdad.

El imperativo puede surgir del indicativo, no lógicamente, por vía deductiva, sino merced a

la obra de la prudencia. El imperativo es una planta que reposa sobre el suelo nutricio de un

indicativo y encuentra en él su fundamento, su justificación moral. Del “hace demasiado

calor” puedo extraer –aunque no necesariamente– “¡Abrid la ventana!”. Lo mismo sucede

con las soluciones de derecho expresadas en el indicativo: “Tal bien, tal carga es de X”, y

de allí surgen una serie de imperativos: “Restituid este objeto a X…” o “Desalojad esta

casa, puesto no sois propietarios”. (Notad bien que ese desarrollo no resulta de algo

necesario. Si el locatario a expulsar está agonizante, o que muera, o que el barrio se levante

contra la medida de expulsión, la fuerza pública se abstendrá de pasar de la sentencia a la

ejecución). Incuso si un director de conciencia supongamos que intima a su penitente a no

aprovisionarse más de leña del depósito de su vecino o por el contrario se lo permite porque

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tiene en cuenta la situación concreta, allí el confesor elabora soluciones jurídicas. No es

como se dice a menudo que el derecho surge de la moral, aquí se ve que es la moral quien

se nutre del derecho.

Vengo de demorarme largamente respecto del “status” de los imperativos. Es que si bien

hemos situado a los imperativos fuera del campo del derecho en sentido propio, no hemos

entendido negar con ello su existencia, luego del juez es menester el concurso del vigilante

y todo proceso concluirá en mandatos del ujier, interdicciones y permisiones. La filosofía

de los clásicos presentaba la inmensa ventaja de tener en cuenta exhaustivamente el todo de

la vida judicial y en ese todo, de distinguir sus diversos momentos: el trabajo del derecho

propiamente dicho (de los jurisconsultos, del juez) que mira a definir lo justo; de inmediato

la tarea de los ejecutantes. Pero esas dos tareas están en relación recíproca. El trabajo del

derecho estará desprovisto de toda utilidad si no tuviera consecuencias prácticas. Los

imperativos carecerían de valor persuasivo si el juez no estuviera, de antemano, orientado a

definir la solución justa.

II. Génesis del normativismo

¿Por qué, entonces, esta filosofía (la del derecho natural clásico) ha sido abandonada? La

falta no es de los juristas, sino que fue originada por la presión, ejercida desde el exterior,

sobre los juristas, por los sistemas filosóficos de la Europa moderna, surgidos del mundo de

los teólogos, de los sabios o de moralistas totalmente ajenos al derecho.

Se conoce la ruina de la ontología de los clásicos. Ella ha desparecido bajo los golpes del

nominalismo de Occam, de la vía moderna, seguida por el efecto de la dominación sobre el

pensamiento europeo, de sabios en ciencias exactas. Porque sus trabajos especializados no

versan más que sobre un aspecto del mundo, elegido por su utilidad técnica –el único por lo

demás que se prestaba a los procesos rigurosos de la ciencia moderna–, ellos han

pretendido que no existiera en el mundo más que este único aspecto. Del Ser, expulsaron lo

bueno, lo justo, el valor. Redujeron la “naturaleza” a los hechos. Es entonces que triunfa, en

la filosofía moderna, ese dogma especioso, alegado todavía por Kelsen, que del Ser no se

puede extraer ningún conocimiento de valores.

Se sabe de qué manera, el vacío introducido de este modo en el conocimiento (vacío

terrible –de algún modo lo sabemos– y que hace que los progresos de la ciencia y de la

técnica tengan como contrapartida la ignorancia creciente respecto de nuestras razones para

vivir) creen posible remediar algunos teólogos y filósofos. No van más allá de una moral.

Desde el momento que se impide buscar los fundamentos en el Ser, se ensaya fundar esa

moral en la obediencia al mandato de un superior. En primer lugar a los mandatos de Dios,

revelados en la Sagrada Escritura. Pero como el Decálogo está lejos de bastar para esa

tarea, no engendra más que una moral esquelética, se recurre a esa “ley natural” moral, que

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Dios –dice San Pablo– habría inscripto en la conciencia de cada uno, y que “comandaría”

a nuestra conducta. Luego, cuando el humanismo suceda al teocentrismo y los filósofos se

laicicen atarán la moral al “dictado de la razón”, a pretendidos preceptos “innatos” de los

cuales la razón sería portadora. Así se produce el advenimiento de la “Razón práctica”,

fuente de toda moralidad, la quimera de Kant. (Para Santo Tomás, no existía más que un

solo intelecto, empleado en diversos usos, y que lejos de sacar la ciencia de sí mismo, se

nutría –en sus dos usos– de la observación del Ser exterior). Última solución, no la menor:

nuestras normas morales procederán de la arbitrariedad de los individuos, de sus deseos, de

sus “opciones” gratuitas o de sus voluntades de poder. Así se ha dado la seguidilla que nos

ha conducido, del subjetivismo moderno al nihilismo de un Nietzsche, de un Sartre o de un

Jacques Monod.

Consecuencias de orden lingüístico: en el curso de la época moderna, el discurso entero de

la moral, sufre una metamorfosis. Se inscriben –de allí en más– en preceptos de acción; sea

bajo la forma de imperativos: “No matarás”; “Mantén tus promesas”; “Respeta la persona

humana”; sea, si nuestra conducta es dictada por una “Razón” impersonal, bajo la forma de

“normas”. “Se deben mantener las promesas”. Entendemos aquí por norma, no ya el estado

de cosas normal, que se dice en el modo indicativo, sino una proposición prescriptiva; la

“norma”, ese término equívoco, ha cambiado de sentido, asumiendo la función de dirigir el

obrar.

Sufriendo el contagio de la filosofía moral, esta forma de lenguaje, a su turno, invade el

derecho. Es la muerte del derecho natural, en el sentido originario de la palabra: se dejará

de buscar lo justo en el seno de la naturaleza de las cosas; los filósofos nos lo prohíben. El

derecho no será más lo justo; no se podría ya expresarlo en enunciados indicativos,

verdades sobre el Ser. Entonces, una multitud de teóricos lo definirán como un sistema de

“mandatos”, de imperativos (tal la teoría de Austin); o más a menudo aun de “normas”

prescriptivas de acciones. El derecho es sinónimo de ley, y esa palabra significa normas de

conducta. El normativismo ha triunfado: por ese término entenderemos, generalmente, toda

doctrina que defina al derecho como un conjunto de normas de conducta. Es menester que

los juristas se alineen sobre la filosofía común. ¿Hasta dónde irán los excesos del idealismo

moderno?

He aquí que ha sido agregado al mundo real un mundo ficticio, de pura deonticidad,

engendrado por el espíritu del Hombre. (Si se quiere hacer creer hoy a Pedro o a Pablo que

ellos son “criaturas” y que no dejarán de producir mediante nuevos “contratos sociales”

siempre “nuevas sociedades”). Falsos universos del Sollen separados del ser, de la

naturaleza –que se reputa objeto quimérico engendrado por la imaginación y que para

nosotros tiene virtualidad de justicia– y de donde se derivarían los sistemas de normas

generales de conducta…

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Y si la práctica contradice esos propósitos de los teóricos –puesto que los juristas se

obstinan en hablar en el modo indicativo– nuestros lógicos les proveen un lenguaje más

correcto: nos invitan a transponer los indicativos jurídicos en imperativos o en normas.

De este modo, se acaba el segundo acto.

III. Crítica al normativismo.

Sé bien que esa es la tesis oficial, que el jurista –de allí en más– no tiene más que obedecer

a las leyes; que está dispensado del estudio de la realidad social; que la investigación de la

justicia ha sido eliminada de nuestros programas, como cosa desprovista de sentido. Tal es

el hecho, común a todo universitario. Reconozco la victoria del imperativo.

Sólo como jurista, me será permitido señalar el precio que hemos pagado por esta victoria.

En esta vestimenta artificial generada cuando una filosofía venida del exterior se ha

impuesto, se constata que el derecho respira mal; esa cobertura de normas le pesa.

1º.- Un primer reproche que se puede hacer al normativismo es haber sobrecargado al

derecho de una superestructura obstaculizante de normas generales de conducta, piezas

recolectadas de la moral, que obstaculizan mucho más que guían el funcionamiento de la

justicia. Peor que obstaculizadoras, son tramposas y no podrían conducir más que a

situaciones injustas.

Esto puede observarse mejor en el jusnaturalismo moderno. Esta escuela que torpemente se

llama del “derecho natural”, heredera de la baja escolástica, y que a partir del siglo XVII se

ha colocado servilmente en el curso de los dogmas de la metafísica moderna, quisiera que

todo el derecho consistiera en normas; que toda norma se dedujera de otra norma y que las

normas formen un sistema cerrado.

Así se introdujo en el ámbito del derecho, luego será la producción en serie de normas

generales de conducta que se van a meter en el stock de preceptos de conducta moral del

estoicismo o de la escolástica española. Eran menester para constituir un sistema puramente

normativo. Ejemplo de esas normas generales: “Todo propietario tiene el derecho

(subjetivo, es una permisión) de usar y de abusar de la cosa propia a su arbitrio”; “Todo

convención debe ser mantenida” (consensualismo, autonomía de la voluntad); “La mujer

está obligada a obedecer…” (Código Civil Ruso de los tiempos de los zares). De este tipo

de textos jurídicos, nosotros mismos no estamos totalmente indemnes.

Pero esto que hemos señalado, hacer surgir el derecho de la moral, es invertir el orden de

las cosas, poner la carreta delante de los bueyes. Los juristas han debido constatar que esas

normas funcionaban mal dentro del campo jurídico. No que ellas fueran enteramente

inútiles, pues sirven de argumento retórico de mala ley en provecho de una de las partes.

Así el pretendido poder del propietario de usar a su gusto de la cosa de su propiedad, es

efectivamente invocado por el abogado del industrial que hace funcionar sus máquinas

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hasta ensordecer todo el contorno o contaminar la ribera vecina. O bien, se sirve del bello

precepto de moralidad que señala que “toda promesa debe ser mantenida”, el patrón

beneficiado con un contrato concluido con un obrero sin trabajo y en términos leoninos.

Los lugares comunes de la retórica siempre han tenido su lugar en el mundo de los

abogados. ¡Pero qué injusticia se configuraría si el juez fuera a deducir su sentencia,

deducir la solución jurídica, de fórmulas tan simplistas y por otra parte absolutamente

unilaterales, por mejores que sean! Disponiéndose de las técnicas más refinadas de la lógica

deóntica, la solución no ha de ser mejor.

¿Vamos a obstinarnos en confundir ese género de textos con el derecho? Tomadas a la

letra, tales normas son inaplicables, salvo que se le adjunten una serie indefinida de

excepciones, lo que significa –dicho más brevemente– no aplicarlas. Más exactamente,

ellas son falsas, falsas en tanto que normas de acción, puesto que se haría la mayor torpeza

si se actuara regulándose sobre ellas.

No se trata aquí de optar por una posición de izquierda; no más que de derecha; se trata

simplemente de actuar como jurista. También nos parecen falsas, otras normas, de fecha

más reciente y que sacan su inspiración no ya de una moral individualista, sino de la

ideología reinante. Nuevos ejemplos: “todo obrero tiene derecho (la permisión) de hacer

huelga”; “El patrón o el Estado están obligados a asegurar a cada obrero la estabilidad del

empleo –o la salud– o la cultura”, etc., etc. Por las mismas razones, recuso también esas

fórmulas en tanto que proposiciones jurídicas. No son derecho de la ciudad más que en la

propaganda.

Eso me hace recordar a M. Escarra: como Tchang-Kai-Shek le había encargado hacer el

Código Civil de la China, pero un Código a la europea, estructurado sobre los últimos

standars del humanismo occidental, nuestro colega se inquietaba puesto que los chinos –

habituados a otras costumbres– se acomodarían mal a un Código de ese tipo. Tchang-Kai-

Shek le dijo entonces: “no os preocupéis, no es que se vaya a aplicar”. Pero todos los jueces

de Occidente no tienen la sabiduría de los chinos.

A esa distorsión, entre las normas de ciertas leyes y la práctica, nos ha conducido el

normativismo. En verdad, no veo procedimiento más aberrante que atar la conducta del

juez o de los justiciables a ese falso mundo de normas de conducta generales, abstractas,

irreales, ilusorias, forjadas por el racionalismo. Se cumpliría con un buen servicio

eliminándolas del discurso jurídico.

2º.- Ese régimen no falsea solamente el contenido de las soluciones jurídicas; destruye su

autoridad.

¿Sobre qué reposa la autoridad de las normas de conducta en un sistema que no contiene

nada más que normas de conducta? ¿Remontaremos como a su fuente justificadora, a la

razón práctica de Kant? Verdaderamente nadie imagina (y el propio Kant no llega a

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pretenderlo) extraer soluciones jurídicas del imperativo categórico inscripto en la Razón del

hombre. El racionalismo no ha hecho demasiada carrera entre los juristas. No sobrevive

más que el voluntarismo. En tiempo de la Revolución francesa se enseñaba a respetar el

orden legislativo porque todos habían consentido en él merced al “Contrato Social” o

puesto que él nos habría sido exigido por una “voluntad general” que tendría el papel de un

Dios. No nos fiemos. No queda otra fuente de nuestras normas que la voluntad de algunos,

es decir del Estado, de sus oficinas o de los príncipes que nos gobiernan, o –según el

análisis de Marx– de la clase domínate de los capitalistas. Según los más consecuentes

positivistas, el fundamento de las leyes es la fuerza.

Es un argumento un poco corto: no se da valor persuasivo a un sistema de leyes más que si

se apoya sobre la fuerza; lo cual exigiría por parte de los ciudadanos una suerte de

obediencia ciega: los hombres de hoy no aceptan esto. Las teorías positivistas, que como

consecuencia de la difusión de las “luces” en la escuela pública han ganado a las masas

populares, han logrados estos efectos –constatados por los sociólogos–: la declinación del

derecho –la devalución de la justicia–, la pérdida de la confianza del público en sus

decisiones –“la importancia de las leyes” –.

Antes de la norma imperativa de conducta, antes de la praxis, existe este primer momento

cognoscitivo (por su parte también poiético) que se ha querido economizar, que se ha

querido poner en corto-circuito; ese primer momento cognoscitivo que es el derecho; la

juris-dictio. Es menester restaurar el peso del conocimiento de lo justo.

Puede que no sea más que una parte de la necesaria restauración del mundo de la vida

teorética, en una sociedad lanzada al culto desenfrenado de la praxis o que fuera de la

acción no quiere conocer más que la ciencia o las técnicas. ¿Qué significa esto? Que los

juristas tienen sólidas razones de inspirarse en la ontología de los clásicos, incluso si ello

significa remar contra la corriente.

SEGUNDO POST-SCRIPTUM: CONSISTENCIA DEL DISCURSO JURÍDICO.

Se sigue que existen dos maneras de concebir y situar el discurso jurídico.

Habiendo leído ahora los artículos de J. L. Gardies y de G. Kalinowski, creo encontrar en

qué se opone mi manera de ver las cosas a la suya. Nuestro desacuerdo es radical. Ni el uno

ni el otro han aceptado entrar en debate sobre la cuestión prejudicial que había abordado

yo: si es que existe un discurso específicamente jurídico, ¿dónde comienza, dónde se

detiene el derecho? ¿Resulta necesario que todos los especialistas del lenguaje o de la

lógica jurídica se contenten con seguir sin crítica alguna el positivismo reinante?

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Tal es la actitud de G. Kalinowski. Sobre sus análisis, diría que son excelentes, en la óptica

del positivismo. Valen para las leyes-normas de conducta. Es libre de intentar una lógica de

las leyes. Muchos, como él, han confundido el derecho y las leyes. He recordado, en un

articulo precedente (A.P.D., 1973, pág. 27 y sigs.), que civilizaciones enteras y

especialmente el pueblo judío, han constituido su orden social exclusivamente sobre leyes

cediendo a la influencia de la teología bíblica como también, a partir del siglo XVI, lo hizo

el neo-estoicismo cristiano, y en ello cayó también la enseñanza actual, fruto de la rutina

universitaria que ha profundizado esta confusión.

Hay sistemas de leyes y el primer deber de la ley (Torah-Nomos-lex) es imponer a los

individuos modos de conducta uniforme. Nadie ignora que existen leyes morales, tal el

precepto de la Torah, alegado por J. L. Gardies: Respetarás a tu padre y a tu madre.

También: “Toda promesa debe ser mantenida”. “La mujer no debe abortar”. La policía

nos reglamenta mediante mandatos generales: “Todo francés conducirá por la derecha”. El

Ministerio de Justicia instruye a los oficiales de justicia, por medio de circulares

administrativas de no proceder contra las mujeres culpables de haberse hecho producir un

aborto. Lo que los romanos llamaban Mandata.

¿Pero podemos confundir ese género de textos con el derecho? A los redactores de futuras

obras sobre el lenguaje jurídico, para establecer su Corpus, he aquí las dos normas que

pronemos:

1.- Eliminar las normas de conducta.

a) Ante todo, esas NORMAS GENERALES, que por fuerza han introducido una teología

abusiva, del mismo modo que lo hizo a partir del siglo XVII, la escuela de filosofía moral

llamada erróneamente del Derecho Natural.

Es cierto que el derecho tiene en cuenta el tenor de las leyes morales, políticas o policiales,

existentes en el grupo social. Nuestro derecho penal no puede dejar de tener en

consideración este precepto moral: No matarás; o esta norma policial: Los franceses

conducirán por la derecha. El derecho internacional (donde falta una reglamentación

jurídica más elaborada) se ha establecido sobre esta máxima de moral universal, que las

promesas, en principio, deben ser mantenidas. Constatamos siempre que esas normas sirven

de argumentos en el procedimiento dialéctico que lleva a la solución jurídica: del mismo

modo como pueden servir de argumentos otros datos externos al derecho (sacados, por

ejemplo, de la sociología).

Pero, primeramente, he recordado que era un error afirmar que las soluciones jurídicas son

deducidas. Que toda persona se encuentre obligada a mantener sus promesas o a reparar los

daños cometidos por su culpa, ello no implica que los jueces hayan estimado que esas

máximas generales fuesen, como tales, aplicables al derecho. Notamos en este sentido que

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incluso en moral, es dudoso que se deba acordar a ese género de normas una obediencia

absoluta: pues la acción exclusivamente juega en circunstancias singulares. De allí se sigue

que las normas generales de moralidad no deberían jamás ser acogidas si no es bajo

beneficio de inventario: hay casos donde es menester matar, incumplir una promesa dada, o

incluso (cuando hay trabajadores sobre el lado derecho de la calle) circular por la izquierda.

La norma general de conducta sufre una discordancia respecto del objeto que ella pretende

reglar: sería arriesgado deducir –con la ayuda de la lógica de las normas– nuestro

comportamiento práctico39.

Segundo argumento, más decisivo: fue llevar el desorden al lenguaje, más que clasificar

esos tipos de leyes dentro del campo del derecho propiamente dicho, puesto que ellas no

tienen el mismo fin. Los jus-naturalistas modernos habían perdido toda conciencia clara de

lo que era el papel del derecho, siendo ordinariamente profesores de filosofía moral,

teóricos de la política, servidores de los poderes de turno, más que personas interesadas por

el derecho. No puedo decir que ese desprecio por las funciones específicas del juez, el

sacrificio de la justicia, no esté todavía presente entre nosotros. Sé que los profesores de

derecho conciben hoy su actividad como servicio de gobierno, como servicio al desarrollo

económico, de la agricultura, del urbanismo, de la promoción obrera; servicio que se

efectuaría por medio de leyes prescriptivas de conductas apropiadas. Pero persisto en notar

que el oficio del juez está en determinar lo que es de cada uno; función que no ha dejado de

ser útil.

Porque los comportamientos prácticos sean prescriptos a los individuos (que toda promesa

debe ser cumplida, que se debe circular por la derecha), no por ello esas leyes pueden ser

tenidas por enunciados jurídicos. Esas leyes son al derecho como una especie de materia

prima (del mismo modo que el petróleo es utilizado en la producción de la aspirina), pero

ellas no entran tal cual, sin sufrir una transformación, en el sistema de proposiciones

jurídicas. La disciplina jurídica, porque ella persigue otro fin que la moral o la política,

tiene su lenguaje propio, estructurado según sus finalidades propias. Y la filosofía clásica

39 Pero el vicio del normativismo no ha atacado sólo al derecho. Europa moderna ha realizado, en todos los campos, un uso seguramente excesivo de la legislación abstracta. No digo que esta abstracción no pueda estar justificada: todas las leyes que se acaban de citar están, en efecto, constituidas en miras a un fin especializado: la moral bíblica, estoica o kantiana miran sobre todo a la virtud, a la perfección personal del individuo –el prefecto de policía se propone hacer posible la circulación–; tal medida legislativa tendrá por fin promover algún proceso económico, alguna reforma social limitada. También hacen abstracción de circunstancias particulares donde se despliegue la conducta de los individuos. Pero, no obstante, su aplicación para el práctico en lo concreto, no dejará de ser problemática. Sobre todo en moral. La hipertrofia de lo deóntico en el seno de la filosofía moderna tuvo por efecto (y hoy esta observación ha venido a ser banal) una verdadera desnaturalización de la moral. La falla nos parece remontar a los escolásticos españoles que mezclan demasiado –lo que no hacía Santo Tomás– su función universitaria con la de activos consejeros de la política o de directores de conciencia. Comenzarán a constituir una moral en forma de códigos, lo que dará cuerda a los casuistas, porque las normas de esos códigos se prestaban mal a la aplicación. Y esa fue la edificación, en la Iglesia cristiana y en otras partes, de un sistema de normas ideales, aplicables sólo en abstracto, sólo en la “tesis”, para hablar el lenguaje de Mons. Dupanloup. Desgraciadamente la acción no se vincula más que con situaciones reales; para ella no existe más que la “hipótesis”. El riesgo está en que la opinión –tomando conciencia sobre la vanidad de esas normas generales de conducta– encuentre pretexto para recusar esta verdadera moral fundamental que habla de modo teórico. Así, en los actuales debates sobre el aborto, comprendo que se duda del valor de esta máxima general de conducta: “No matarás”; ella sufre seguramente excepciones puesto que no es propio del derecho deducir mecánicamente la solución. Pero esta verdad teórica, que nos dice que toda vida humana es de un orden superior a los bienes materiales, debería permanecer y, en el caso antes señalado, bastarnos.

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(como hoy los juristas del common law) tenía toda razón en tratar las normas generales de

conducta como exteriores, anteriores al discurso del derecho.

b) Deben ser paralelamente tenidas por no jurídicas en sentido propio, LAS

PRESCRIPCIONES SINGULARES, que tienen lugar al término del proceso. Tal como ha

sido indicado desde el comienzo de este artículo, hay en la vida judicial imperativos y

normas de conducta; así los mandatos del ujier, o esta norma que me indica que debo pagar

la suma que fija la sentencia del juez (o algún otro texto jurídico) por haberse determinado

que es mi deuda; entregar tal indemnización, restituir tal objeto a X; estas prescripciones

realizan de manera mucho más perfecta la esencia de la norma de conducta, estando

criteriosamente adaptadas a las circunstancias de la acción.

Pero ellas no forman parte del discurso jurídico en sentido propio. Según el análisis de los

clásicos, esos imperativos y esas normas no aparecen más que al fin del recorrido, en el

terminus, después de la sentencia dictada, una vez acabado todo el camino que conduce a la

búsqueda de la solución jurídica. Se les ve surgir adaptadas a las condiciones de cada

momento, como mariposas efímeras, diseminadas, sin vínculo mutuo, sin que el lógico

deba poner entre ellas ninguna consecución lógica. Sobre el teatro de la vida judicial, no

existe decididamente ningún lugar para la construcción de sistemas de proposiciones

deónticas.

2.- ¿Qué nos resta?

Únicamente las proposiciones TEÓRICAS O “PREFORMATRICES”, poiéticas, cuando el

jurista está obligado a producir un derecho “positivo”, pero aquí también se describe un

estado de cosas (solamente futuro). El derecho es discurso que habla del ser (de una cierta

región del ser) y no del deber-hacer.

Esta limitación no tiene nada de arbitraria: espontáneamente, las proposiciones jurídicas no

han dejado nunca de escribirse en el indicativo. Rehusamos solamente librarnos de inútiles

complicaciones, como esos lógicos que se encarnizan en convertirlas en normas de

conducta o –por una agregación artificiosa– en proposiciones “metalingüísticas”, las cuales

vendrían después de hablar sobre las normas de conducta (que no se pueden encontrar en

ninguna parte). Nosotros tomamos el discurso jurídico, como indicativo, tal como se da,

dado que no se trata de algo sofisticado.

No perderemos nada. Toda la literatura jurídica, en su inmensidad, en su diversidad, pero

también en su unidad fundamental, vendrá a estructurarse sobre este esquema:

a) El discurso jurídico se compondrá, primeramente, de proposiciones generales. Allí

encontraremos antes todo, leyes (normas o principios generales), leyes en el sentido jurídico

de la palabra que no son normas de conducta. Pero los motivos que hemos alegado siempre

contra las fórmulas generales no tienen valor en esta instancia puesto que se trata del

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discurso teórico; y ese discurso no pretende más, al menos de manera inmediata, que dirigir

las acciones de los hombres. No tiende más que a la inteligencia, su razón de ser es la de

procurarnos un cuadro –tan claro como sea posible y lógicamente ordenado– de las

realidades. Por consiguiente, nada prohíbe usar conceptos generales pero su papel no es el

de ordenar.

Las proposiciones generales que se encuentran en nuestros códigos, recopilaciones de

leyes, tratados doctrinales… son exclusivamente teóricos o creadores de un estado de cosas

–el padre tiene la patria potestad sobre los hijos, la comunidad entre esposos estará limitada

a los gananciales, etc–. Es necesario decir más; todos los enunciados jurídicos tienen un

carácter general. Pero todas las veces que una solución –propuesta para un cierto caso– está

dada como jurídica, significa que ella se pretende aplicable a los casos similares.

b) Siempre es un pesado error (ese legado lo vemos también en el caso del positivismo

jurídico) restringir el derecho a un sistema de normas ya hechas. Esencialmente diferente a

las matemáticas, y también a los sistemas dogmáticos de los deónticos, la ciencia jurídica

no se deja reducir a un sistema de leyes. Sin duda que ella se sirve, se guía sobre las leyes,

pero no es aceptable que sus soluciones sean deducidas mecánicamente de éstas.

En la medida en que todavía no ha sido devorado por el computador, el derecho permanece

siendo un arte volcado hacia lo concreto. Su objetivo es llegar a encontrar soluciones

judiciales (el mejor reparto de bienes y de cargas) posibles, adaptadas a las singularidades

de cada caso. Todo el proceso judicial está organizado en el sentido de conducir al juez a

una visión concreta de cada causa. Es con este fin que el juez escucha a los abogados de las

dos partes, y el ministerio público: que recurre a los peritos (psiquiatras, grafólogos,

contadores, etc.) que proyectarán sobre el caso todo tipo de luces diferentes pues son los

puntos de vista más diversos los que ayudan al juez a redondear una solución.

La ciencia jurídica tiene tal riqueza que no podría jamás reposar, detenerse fijada en

fórmulas fijas. Permanece sin cesar en actitud de búsqueda. Es una búsqueda infinita, no

concluye, permanece abierta a la observación de situaciones siempre nuevas, a las cuales

hacen referencia los litigantes. Los juristas trabajan incansablemente sobre casos; en cada

caso, se solicita al juez que defina cuál es la parte justa de cada uno, en el indicativo. Tal es

el término y sobre ese suelo va de inmediato a nacer –como lo hemos visto– el mandato del

ujier o las otras órdenes que regulan la conducta de los justiciables…

¿Cuál es la ventaja de este procedimiento? ¿Cuál es el provecho práctico obtenido de esta

teoría, que era lo jurídico, para los clásicos? Que entonces los imperativos y las normas se

nutrirían de un conocimiento de situaciones sociales reales. Es de allí que ellos sacaban su

contenido; de allí que la virtud nacía de la adaptación a las circunstancias, lo cual

constituye la condición de su justicia. Sobre ella también reposaba su autoridad efectiva.

Para que una norma de conducta tenga oportunidad de ser aceptada y obedecida, es mejor

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88

para ella proceder, no sólo de la voluntad arbitraria de los hombres que están en el poder,

sino en primer lugar del estudio objetivo del Ser exterior, fuente común y accesible a todos.

La autoridad de los mandatos expresados en los modos deónticos, tenía ese fundamento,

verdades sobre lo justo, en el indicativo. Sobre el derecho natural.

TERCER POST-SCRIPTUM: SOBRE EL USO DEL INFINITIVO EN LA

DESIGNACIÓN DE LAS COSAS.

Tercera observación concerniente a las exposiciones de G. Kalinowski y Jean-Louis

Gardies. Se trata de la presencia en el corazón de las proposiciones jurídicas (en el lugar del

complemento) de verbos en el infinitivo. En el lenguaje ordinario el verbo enuncia una

acción. G. Kalinowski ha encontrado allí pretexto para sostener que el derecho prescribe

acciones.

Para que nuestro estudio fuera completo, debería prolongarse en el análisis gramatical. Esta

tercera y última parte de la proposición jurídica –en cuanto estudia el modo de designar las

cosas–, en la medida que el jurista efectúa una atribución, se advertirá cómo juega el papel

de complemento de atribución. Nos contentaremos con una nota breve y que, en primer

lugar, se fundará en el lenguaje jurídico romano, del cual deriva el nuestro: para terminar

también con el latín, si es que el lector no está ya alérgico.

1) He aquí el punto que ha dado lugar a confusiones: cuando las cosas son incorporales, el

lenguaje jurídico romano explicita a menudo el contenido con la ayuda del INFINITIVO,

del GERUNDIO, algunas veces del ADJETIVO VERBAL. Es el caso de las servidumbres

(jura eundi – hauriendi) el usufructo (utendi –fruendi), las obligaciones (alicujus solvendae

rei).

Nuestros normativistas sacan partido de esas fórmulas para afirmar que la proposición

jurídica, al menos en esos casos, permitiría al titular de una servidumbre ir, beber en el

campo del vecino –al usufructuario, usar una cosa– y que obligaría al deudor a pagar una

cierta cosa.

Pero es menester aquí recordar que el infinitivo –o el gerundivo que está en la declinación–

el adjetivo verbal que puede ser el sustitutivo del gerundivo cuando hay complemento de

objeto (solvendae rei) no tienen en Roma un sentido verbal. Ellos tienen valor de

sustantivos; no designan una acción sino más bien una cosa, un objeto. De ellos se sigue

que el gerundivo, al igual que el adjetivo verbal como sustituto del gerundivo, no tiene por

función significar una obligación de obrar. Esto es lo que se me enseñaba en una clase de

sexto: Cupidus videndi Urben, cupidus videndae Urbis, no implica de ninguna manera que

deba ir a Roma a hacer turismo –Studium evertendae rei publicae (Cicerón): sería

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sorprendente que para Cicerón, Catilina haya tenido el deber, o el permiso de revolucionar

la República.

2) También conviene traducir jus eundi, hauriendi, utendi, fruendi por servidumbre de

pasaje, de bebida, de usufructo. Si soy titular de esos derechos, lo que es mío no es el

campo, la casa de otro, sino solamente el pasaje, la bebida en el campo de otro –el uso, la

percepción de los frutos en el bien del nudo propietario (cf.: nuestras Leçons, pág. 182 y

sigs.). En francés usamos para esos infinitivos, sustantivos.

D. 44, 7, 3 de Paulo: Obligationum substantia non in eo consistit ut aliquod corpus nostrum

aut servitutem nostram faciat. Sed ut alium nobis obstringat ad dandum aliquid vel

faciendum vel praestandum. Ensayaré traducir este texto. El beneficio que encontramos en

ser acreedor, titular de obligaciones, está en la existencia de un cierto vínculo (la obligación

es un vínculo, vinculum juris), de una “necesidad” (dice todavía el texto de las Institutas III.

13 pr.). Para un romano estar obligado, no significa deber hacer, tener un deber; sino

encontrarse tomado, encadenado a una condición de sujeción temporaria (obstrictus). De

este modo, ¿de qué manera, la existencia de esta obligación presenta una ventaja para

nuestro acreedor? Ciertamente que para nosotros sería mejor ser propietario, como se lo es

de una cosa corporal (corpus), o que el servicio de la cosa de otro nos pertenezca desde el

vamos, sea nuestra como es una servidumbre; pues “es mejor tener que correr”. Queda por

decir que ese estado de cosas, transitorio, nos proveerá probablemente –tiende hacia (ad),

tiene por causa final– la transferencia de la propiedad (dari) de tal o cual cosa, o el

cumplimiento de un servicio o de una prestación cualquiera (aliquid fieripraestari). Aquí

también traducimos sustantivos, porque no se trata de conductas a tener por el deudor, que

se expresarían mediante verbos activos, sino que se trata de la descripción del contenido de

una especie de bienes incorporales (substantia obligationum).

3) Por las mismas razones de orden gramatical, la fórmula romana de la acción in personam

(si paret Numerium Negidium Aulo Agerio Sestertium Decem Millia dare oportere) no

significa que el juez haya de verificar si Negidius (el demandado) debe devolver esos diez

mil sextercios. ¿Cuál es el sentido de esa palabra oportet, término esencial sin duda en el

lenguaje jurídico romano? G. Kalinowski supone gratuitamente que sería menester

traducirlo por deber: Numerius Negidius debe pagar esta suma.

La desgracia es que oportere no puede revestir ese sentido. Oportere no enuncia un deber-

hacer. La prueba es grande en el caso de esta fórmula, donde la traducción propuesta se

revelaría incorrecta. Ejemplo: Gaius IV, 34, IV, 36 – Cf.: IV, 37 damnum decidere

oporteret. Citemos el primero de esos textos, puesto justamente al lado de la acción

personal; Si eum fundum de quo agitur ejus esse oporteret. El juez está instado a constatar

si, en una cierta hipótesis estaría determinado conforme a derecho (si oporteret) que el

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inmueble sea de tal litigante. Es un esse por lo tanto, de lo que se trata es de verificar su

existencia en el mundo jurídico (oportere no reenvía, por tanto, a ningún deber).

De manera semejante, en la fórmula de la acción personal, se demanda al juez verificar (si

paret) que el pasaje de los diez mil sextercios del patrimonio del Negidius al de Agerius

está adecuado jurídicamente (oportet) y esa transferencia es una cosa, un activo para el

acreedor; cosa incorporal, impalpable y aleatoria, lo cual no puede expresarse más que con

la ayuda de un verbo sustantivado. La hipótesis de G. Kalinowski que el juez recibiría en

este caso la misión de buscar si existe un deber, personalmente, para Negidius, de cumplir

con una cierta conducta, no puede ser mantenida debido a la significación romana de la

palabra oportere, del mismo modo que de la palabra dare.

Ciertos romanistas han sostenido que en un caso excepcional, en los tiempos de la invasión

del derecho por la moral estoica, en las fórmulas llamadas “de buena fe”, el juez habría de

verificar la existencia de un deber moral (que designaría la palabra oportere) que tendría

por fuente la fides; pero esta opinión parece hoy refutada (Cf.: Y. Thomas A.P.D. 1974,

pág. 106 y trabajos de Carcaterra) ya que términos tomados del lenguaje de la moral (como

fides) o de la práctica, una vez transplantados al ámbito jurídico, logran un sentido nuevo,

respondiendo a su función propia. De este modo, el infinitivo tomará allí –al igual que en la

lengua francesa (C. Civ. 544)– el sentido de un sustantivo.

Así vemos desconocer el tema por todos aquellos –y son legión los que se reclutan hoy

entre los lógicos y no menos entre los filósofos– que abordan el derecho desde el exterior,

sin preocupación por su función propia y por su especificidad.

Decía Santo Tomás en su comentario a Aristóteles, la “materia” del derecho en sentido

propio está hecha de “cosas exteriores” (res exteriores) a partir entre personas: mundo del

tener, como lo ha dicho Gabriel Marcel. Regir las conductas de los hombres surge de otro

arte (la moral) y de otro tipo de discurso.