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Un schnorrer sale del Franklin y entra en el Bellevue: los referentes culturales y el espejismo
de la equivalencia
David Paradela López
Aprovechando que estamos en familia voy a plantear un caso que no sé hasta qué punto me deja
en evidencia como traductor. Se trata de mi reciente crisis con respecto a la idea de equivalencia.
La equivalencia es, supongo, la aspiración de cualquier traductor y, a primera vista, se basa en un
principio muy simple: que aquí ponga lo mismo que allá. Sin embargo, a poco que entremos en
detalles y casos concretos, vemos que el concepto de equivalencia es lábil y engañoso. De esto
llevan años hablando los teóricos y todavía no están de acuerdo. Es lógico: la filosofía ha
explicado claramente que rara vez dos personas comprenden lo mismo ante el mismo texto; el
conocimiento enciclopédico, las vivencias, la educación, así como el momento y las
circunstancias de la recepción condicionan la comprensión y la interpretación.
Como no soy teórico ni historiador de la traducción, todo lo que voy a exponer se basa en
mi propia experiencia como traductor de dos autores que han provocado esta crisis: John O’Hara
y S. J. Perelman. Concretamente, me centraré en los problemas derivados de la traducción de lo
que solemos llamar referentes culturales, es decir, todas aquellas referencias a una cotidianidad
inscrita en el espacio y en el tiempo que pueden resultar poco comprensibles fuera de ese espacio
y ese tiempo.
Al no ser autores muy conocidos en España, voy a permitirme una brevísima
presentación. John O’Hara nació en Pottsville, Pensilvania, en 1905, en una familia bienestante
que a partir de la muerte del padre fue cayendo en desgracia. O’Hara, obligado a ganar dinero, no
pudo estudiar en la universidad; se dedicó al periodismo hasta que pudo ganarse la vida vendiendo
cuentos al New Yorker y publicando novelas. Aunque acabó siendo un escritor de éxito
considerable, muchos creen que el hecho de no haber pasado por una universidad de élite le cerró
las puertas de la buena sociedad y que esa fue una espina que no logró arrancarse nunca del todo.
Es posible. Tampoco el hecho de ser irlandés debió de ser de mucha ayuda en un medio todavía
dominado por las viejas familias protestantes. Sea como sea, siempre fue un hombre con una gran
necesidad de reconocimiento, y muchas de sus obras retratan entornos en los que las diferencias
de clase tienen una importancia capital. O’Hara escribió mucho, pero nunca fue un autor verboso,
sino más bien dado a encerrar la información entre líneas, en pequeños detalles sin importancia
aparente.
El crítico Matthew J. Bruccoli ha resumido muy bien esta técnica en su biografía del
autor, The O’Hara Concern. A Biography of John O’Hara, donde dice:
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Cuando O’Hara menciona un coche, espera que el lector sepa algo sobre ese coche, ya que el autor no puede
detenerse a dar explicaciones. El Franklin, por ejemplo, no solo es una marca de coche, sino un elemento
caracterizador, «estaría fuera de lugar que un hombre de Buick tuviera un Franklin». Podemos preguntarnos
si O’Hara tenía derecho a esperar esta clase de conocimientos de sus lectores, muchos de los cuales nunca
había visto un Franklin.
Y, en otra parte del libro:
Los críticos se han quejado de que el recurso a este tipo de detalles limitó el público de su obra en el momento
de su publicación y que, hoy en día, lo limita todavía más. ¿Cuántos lectores de 1930 sabían que Wetzel era
un exclusivo sastre de Nueva York? ¿Cuántos lectores de hoy saben que el Pierce-Arrow era el equivalente
estadounidense del Rolls-Royce?
Cuando el problema de los referentes se mezcla, por ejemplo, con el diálogo y la
pronunciación, los problemas son mayores todavía. Por ejemplo: en una novela corta titulada A
noventa minutos de aquí, la policía detiene a una bailarina de estriptis. En comisaría, al
preguntarle por su domicilio, la mujer responde: «Hotel Bellyvue-Stratford, Filadelfia. Bellyvue,
¿a que tiene gracia?». No, no tiene gracia, y francamente, en castellano no sé cómo hacer para
que la tenga. La mujer se refiere al en su momento famoso (al menos en Pensilvania) hotel
Bellevue-Stratford de Filadelfia, un lujoso establecimiento en el que seguramente una mujer como
ella jamás habría podido alojarse. O’Hara remata la broma deformando el nombre a «Bellyvue»,
donde belly (‘ombligo’), además de imitar probablemente la incorrecta pronunciación de la mujer
(lo que indirectamente sirve para describir su procedencia social), alude al hecho de actuar ligera
de ropa en el local donde ha sido detenida. Nunca he sido amigo de poner notas, pero aquí no
supe cómo evitarla.
Hasta aquí O’Hara. Vamos con Perelman. Sidney Joseph Perelman nació en Nueva York
en 1904; como O’Hara, publicó a menudo en la revista New Yorker, y, como O’Hara, pasó
temporadas en Hollywood escribiendo para el cine (entre otras, dos películas de los hermanos
Marx). Perelman no confía tanto en los referentes culturales como medio para describir a los
personajes, pero presenta otros problemas: sus relatos tienen un principio estructural recurrente,
que es que suelen partir de una anécdota real —por ejemplo, un anuncio, una película o un artículo
de periódico—, sobre la cual escribe el relato propiamente dicho, a modo de comentario; además,
escribió sobre todo textos humorísticos, y el humor es tema delicado. Añadamos, de propina, que
era judío y le encantaba añadir expresiones en yídish.
Veamos unos ejemplos de lo primero. En un texto titulado «De repente, una pistola»,
Perelman parodia la prosa de las revistas pulp de detectives de los años treinta, concretamente la
de Robert Leslie Bellem. Todo el texto es una glosa de los recursos expresivos de Bellem, a quien
el lector español apenas conoce, pues de él solo se ha traducido (en Valdemar) una breve antología
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de relatos titulada Las estrellas mueren de noche... Ninguno de estos relatos aparece en la parodia
de Perelman, por lo que el traductor tiene que traducir de manera deliberadamente autoparódica
algo que no lo era en origen. En otro relato, titulado «Añada dos partes de arena, una parte de
chica y remueva», el eje es un anuncio de perlas de los años cuarenta: Perelman empieza
describiéndolo en un tono ridículo que confía en el conocimiento de dicho anuncio por parte del
lector y, a continuación, inventa un sketch teatral en el que fantasea con cómo debió de ser la
reunión en la que los creativos de la agencia de publicidad dieron por buena la idea del anuncio.
En ambos casos, la anécdota que propicia el relato queda alejada en el espacio y en el tiempo, por
lo que el lector actual se ve inmerso en un chiste cuya causa, por fuerza, se le escapa; también al
lector del original.
Veamos ahora unos cuantos ejemplos donde el referente cultural no es de tipo estructural,
sino que solo afecta a una parte concreta de texto. En uno de los cuentos, el dueño de un granero
que necesita urgente reparación pide presupuesto a un contratista; este responde que está tan
deteriorado que habría que echarlo abajo, a lo que el protagonista sentencia, «algo altivamente,
que no me habían nombrado primer ministro del pueblo para presidir la demolición de mi establo,
pero evidentemente el hombre no captó la alusión». Ni el hombre, ni el lector medio: el
protagonista está parafraseando las famosas palabras de Winston Churchill en su discurso del 10
de noviembre de 1942: «No me han nombrado primer ministro del rey para presidir la liquidación
del Imperio británico». Volvemos aquí a esa lectura entre líneas, alusiva, que habíamos visto con
O’Hara. Mi ejemplo favorito es quizá el título de un texto en el que rememora a Groucho Marx:
traducido literalmente es «Yo siempre te llamaré schnorrer, mi explorador africano», cosa que al
lector de aquí y ahora no le dice nada, pero que al lector contemporáneo de Perelman le daba
múltiples claves: el título parafrasea la letra de «Hooray for Captain Spaulding», una canción que
aparece en El conflicto de los Marx y que, más tarde, se convertiría en la sintonía del programa
televisivo You Bet Your Life, presentado por Groucho Marx. Las películas de los hermanos Marx
son suficientemente conocidas y la mayoría las hemos visto dobladas, pero, hélas, las letras de
las canciones siempre quedaban en inglés, por los que es improbable que el lector español
reconozca la canción, que dice así: «Hooray for Captain Spaulding / The African explorer / Did
someone call me schnorrer? / Hooray, Hooray, Hooray» (Hurra por el capitán Spaulding, el
explorador africano / ¿Alguien me ha llamado schnorrer? / Hurra, hurra, hurra). Por si fuera poco
con esto, hemos de añadir aquí el toque yídish, schnorrer, que significa ‘sablista’ o ‘gorrón’. Y
de eso mismo va el texto.
El carácter abigarrado de los referentes de Perelman no pasó desapercibido en su época.
Una entrevista de George Plimpton publicada en The Paris Review es ilustrativa en este sentido.
Veamos un par de fragmentos:
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P: Su escritura [...] presupone unos conocimientos ingentes por parte del lector. Hay referencias a
personalidades y estilos del pasado, palabras obsoletas, rarezas arquitectónicas... ecos que no todo el mundo
captará. ¿Está de acuerdo en que escribe para un público especialmente culto?
R: La verdad es que no sé si el tendero de la esquina reconoce todas las referencias, pero yo escribo sobre
todo para mí mismo. Si cuando cierro el tenderete por la noche soy capaz de entender lo que he escrito,
considero que no he malgastado del todo la jornada.
Y, más adelante:
P: ¿Le preocupa, dado que a menudo escribe sobre temas muy de la época, que su obra pueda quedar
anticuada?
R: Señor mío, la respuesta es que yo me considero una especie de periodista, y que la cuestión de la
imperecederibilidad es, en el mejor de los casos, ociosa. En mis momentos de mayor euforia no espero a
sobrevivir al monte Rushmore.
He elegido unos cuantos ejemplos aislados, pero la narrativa de O’Hara y Perelman está
plagada de casos similares. En circunstancias menos restrictivas, a menudo los referentes se
adaptan, se matizan, se sustituyen o incluso se eliminan, sin mayores consecuencias: se opta por
lo que la teoría ha llamado la equivalencia dinámica. Pero ¿qué hacer cuando sabemos que el
autor era consciente de que solo una minoría de lectores cazaría el guiño ya en su época? ¿O
cuando un referente cultural tiene un peso estructural en el texto?
Espero que después de lo dicho hasta aquí, nadie me tome por un traductor en apuros que
ha venido a Verines a compartir sus cuitas, que, en el fondo, son las de casi cualquier traductor
medianamente responsable. En realidad, quisiera que todo esto sirviera para ir un poco más allá
y que nos preguntemos, como decía al principio, qué es la equivalencia. ¿Hasta qué punto es
razonable aspirar a esa «equivalencia de efecto» que se dice debe caracterizar la relación entre el
original y el texto traducido? ¿Es un fin razonable siempre? ¿Es lícito aceptar que, en
determinadas circunstancias, algo no va a comprenderse como querríamos? ¿Que las distancias
van a ser insalvables? ¿Que, efectivamente, algo se pierde en la traducción? Pero, ¿no se pierde
también en el original? En definitiva, ¿a qué carta debe quedarse el traductor? ¿Cuál es la frontera
entre el conformismo y el realismo?
De la respuesta a estas preguntas dependerán las estrategias que apliquemos. Me parece
evidente que no puede haber ninguna respuesta con validez general, que a cada momento habrá
que tomar decisiones distintas. Para decidir con cierto conocimiento de causa, creo que, como
hemos visto aquí, será necesario conocer el contexto, la obra del autor, la literatura secundaria. El
texto en sí no siempre nos basta para tomar decisiones acertadas. En el fondo, el dilema es muy
antiguo: acercar la obra al lector o el lector a la obra. Pero cuando el dilema está sometido a tantas
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tensiones como en la obra de estos dos autores, al traductor todas las soluciones le parecen malas:
manipular el referente ataca directamente la intención del autor, traducirlo tal cual puede dejar al
lector de la traducción in albis y añadir la socorrida nota al pie es darle una muleta que el lector
del original nunca ha tenido. En cierto modo, uno siente una especie de síndrome de Casandra:
ve el desastre, pero no puede hacer nada por evitarlo. Curiosamente, la traducción cumple también
una extraña magia en la que, pese a todo, incluso pese a los miedos del traductor, algo queda,
generalmente suficiente como para justificar que es mejor seguir traduciendo que rendirse a la
evidencia y renunciar. Quizá es cierto lo que decía un amigo mío: «la perfección es la enemiga
de lo bueno».
O’Hara y Perelman me han acompañado muchos meses, meses durante los cuales he sido
más consciente que nunca de las limitaciones, no sé si de la traducción en sí o de las mías como
traductor. En cualquier caso, tengo el convencimiento de que ocasiones como esta son ideales
para examinar con mayor nitidez las vagas nociones con las que uno va saliendo del paso en el
día a día, con la esperanza de que quizá colegas más sabios lo ayuden a poner sus dudas en claro.
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