trilogia del camino2
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8/19/2019 Trilogia Del Camino2
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XWP- Trilogía del Camino II: "Tiyah"
"TIYAH"
Parte II de la Trilogía del Camino (fanfic de XWP)
***
1
La guerrera utilizó la afilada daga en su mano derecha para atravesar la
garganta de su infortunado oponente, mientras la espada, en su izquierda,
reventaba, como una fruta madura, el estómago de un segundo atacante
demasiado lento en su embestida. A continuación, giró sobre sí misma con
pasmosa celeridad, de modo que el movimiento, potenciada su fuerza por el
giro, acabó por seccionar la cabeza del primer hombre y por desparramar las
vísceras por tierra del segundo.
La guerrera expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y se lanzó
ciegamente contra un nuevo contrincante que se abalanzaba sobre
ella. No usó daga ni espada, sino su propio cuerpo, revestido por una
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ensangrentada armadura cobriza que cubría su pecho y su estómago.
El golpe fue tan brutal que partió los huesos del hombre como si
fueran cañizo, al tiempo que ambos caían sobre el húmedo musgo. La
guerrera se levantó, mas no así el guerrero, que yació retorciéndose
hasta que ella aplastó su cráneo con su bota reforzada. La guerrera se
apartó con gesto indolente el hilillo de sangre que resbalaba de su
frente, y paseó una acerada mirada a su alrededor.
La lucha tocaba a su fin. El estertor de los agonizantes, los últimos
lances, el olor a sangre y a miedo, a acero, el relincho agudo de las
monturas asustadas... Todo la extasiaba. Todo ese dolor, todo ese
sufrimiento, el espectro del mal zumbando en sus venas.
Buscó con la mirada a su lugarteniente, Dosha, y cuando sus ojos la
capturaron, la excitación punzó el mapa de su cuerpo. La habían
herido.
—Muy bien, pequeña —murmuró, pasando la punta de su lengua
por el labio superior—.Muy bien.
Con un gesto brusco atrajo la atención de Dosha. Esta leyó en el brillo
de los ojos de su ama el deseo, y curvó su boca con deleite. Asintió einclinó la cabeza.Solo entonces, satisfecha, Gabrielle se retiró del campo de
batalla.
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—¿Cómo está?
—Muy débil.
—¿Sobrevivirá?
Silencio. Susurro de cuero.
—Es pronto para decirlo —una pausa—. Tal vez no.
Una maldición mascullada.
—No puede acabar así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Vencida.
—¿Qué más da, Corice? La muerte es la muerte.
Otro silencio, más prolongado.
—Pero Xena es Xena.
Y, de nuevo, la oscuridad, durante un largo tiempo.
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—Acércate.
La orden de Gabrielle era tanto promesa como amenaza. Dosha
suplicó, en su interior, seguir obedeciendo toda su vida ese mandato.
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Hacía mucho tiempo que había renunciado a su dignidad, junto con su
decencia y su conciencia. Solo habitaba en ella el acerado filo del
miedo, pero no aquel que despoja al ser de todo ímpetu, sino todo lo
contrario. En ella el miedo era un acicate, una ilusión, era lo que la
mantenía viva, el que guiaba sus pasos, el que la conducía a
Gabrielle. El miedo a perderla, a no formar nunca más parte de ella. Y
por ello —y por ella— asesinaba, saqueaba y se humillaba.
—Acércate —volvió a ordenar Gabrielle. Una tienda de piel las
cobijaba de la tormenta nocturna que asolaba la llanura de su última
incursión. Había ocho guardias apostados en su perímetro, no tanto y
solo para guardar a su señora de incursiones externas, como para
impedir, cuando había que hacerlo, que los desgraciados que ella
mandaba llevar hasta allí escaparan antes de quedar saciada—.
Muestra tus heridas.
Dosha anticipó con lujuria la lengua de su ama sobre esas mismas
heridas que ahora le mostraba con absoluta entrega. Anticipó esa
lengua recorriendo su cuerpo. También anticipó el dolor, pero no le
importaba.
Era el mejor cachorro que un depredador como Gabrielle podía
tener.
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De nuevo, susurro de cuero. Todavía, la oscuridad. El dolor era
ahora más lejano, sordo, pero aún no podía abrir los ojos. ¿Cuánto
tiempo había pasado?
—Corice —alguien acababa de llegar, una voz distinta a las dos que
había escuchado la primera vez—. Deberías descansar.
—No.
—Eres obstinada, pero tu obstinación no la salvará.
—Ella lo hará por sí sola.
—Nunca apuestes todo tu corazón a una sola suerte, es peligroso.
—Ella despertará —la voz de la llamada Corice, joven, impetuosa,
se tiñó de terca firmeza.
Es obstinada, en verdad, pensó.
—Quizás no quiera hacerlo —replicó, con suavidad, la segunda voz.
—¿Por qué no iba a querer?
—Sabes muy bien la razón.
—Xena ha superado heridas peores. Su capacidad de recuperación
es legendaria.
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—No todas las heridas se producen en la carne, Corice —replicó
con suavidad la segunda voz. Esta segunda voz era paciente. La que
correspondía a Corice, no—. Y las que se llevan dentro son las que
más daño hacen. Sabes en qué estado llegó a nosotras —bajó el tono
de voz—, y lo que implicaban algunas de sus heridas.
—Sigue sin ser una razón suficiente.
—Para ti, no para ella —observó la segunda, y alguien, quizás la
dueña de esa misma voz paciente, tocó con delicadeza su frente—. La
razón muchas veces no cumplimenta su cupo. El corazón, sí. No es
qué, Corice, sino quién. No se trata de lo que le pasó, sino de quién se
lo hizo.
—Eso no son más que palabras, Abrah. Xena está hecha de actos.
—No, Corice, estás equivocada. Hablas de una Xena pasada. La
que ahora yace aquí está más cerca que nunca de sus emociones, no
de sus actos.
—No.
—Tu corazón engaña a tu razón. Eres joven y tu ímpetu te arrastra
al error.
—Soy una amazona experta.
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—El manejo del arco y la espada siempre es más fácil que el de los
asuntos de la propia vida.
—¡Oh, Abrah, déjame en paz! —las palabras salieron mordidas de
los labios de la amazona llamada Corice.
—Lo haré, pero eso no hará que aciertes —unos pasos se alejaron,
aunque se detuvieron no mucho más allá—. Tú veneras a una Xena
que no es la que está ante ti.
Tras esas últimas palabras los pasos, y su dueña, se alejaron
definitivamente. Su lugar lo ocupó el silencio. Fue en ese silencio
cuando cayó en la cuenta.
Claro que no puedo abrir los ojos, pensó Xena.
Gabrielle se los había arrancado.
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Ocho semanas atrás
—Hace un calor sofocante. Xena giró la cabeza y miró a Gabrielle, que se llevaba una mano a
la cara para enjugarse la humedad. La guerrera detuvo a Argo con
suavidad y ayudó a la bardo a desmontar. Ya no cojeaba, pero Xena,
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pese a sus protestas, la obligaba a ir a caballo y extremaba sus
atenciones. Ella misma conservaba bien visible la cicatriz en el flanco
de su pierna izquierda. Bichos asquerosos, pensó, pero sin ira. Los
bajuun sí resultaron ser unos bichos asquerosos. Las llagas en la piel
de Gabrielle habían sanado pronto; su pierna, también. El corazón de
Xena, sin embargo, estaba hecho trizas. Hacía tres meses que lo
cobijaba así en su interior, tres meses desde que lo supo, desde que
le dio un nombre.
—¿Nos detendremos mucho tiempo?
La guerrera se giró hacia Gabrielle.
—El que haga falta.
—No me importa el calor. Solo lo dije por decir —Xena le lanzó una
mirada cuestionadora y Gabrielle sonrió, como disculpándose—. No
hace falta que nos detengamos si no es preciso porque yo haya hecho
ese comentario, Xena.
La alta mujer ladeó la cabeza.
—¿Si lo hubiera dicho yo cambiaría la situación?
—Bueno...
—Si yo lo hubiera dicho y fuese mi deseo detenernos, ¿lo
habríamos hecho tan solo porque era a mí a quien el calor le parecía
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sofocante? —Había un brillo divertido en los ojos de la guerrera, pese
a su desdichado corazón—. O, tal vez, debamos detenernos en el
hecho objetivo que has enunciado, es decir, que hace un calor
sofocante. Y, así, este hecho en concreto debería hacernos plantear la
conveniencia de continuar o no —hizo una pausa y enarcó una ceja—.
¿No estás de acuerdo?
Gabrielle dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, al tiempo que
resoplaba con delicadeza.
—De acuerdo, Xena, me rindo. Jamás pensé ser superada por
nadie en labia, pero tú debiste ser algo más que una Señora de la
Guerra sanguinaria en tus tiempos. ¿Secuestrabas a declamadores
para que te hicieran partícipes de su habilidad y poder así torturar a
tus enemigos?
Xena esbozó una nítida sonrisa. La madurez de Gabrielle era un
proceso cada vez más perceptible. La adolescente aldeana que había
aupado a su montura un año atrás no se habría atrevido a bromear
acerca de su pasado de ese modo. Si bien, tampoco aquella Gabrielle
aldeana era la misma que tan solo tres meses atrás la había
arrastrado por un bosque y se había enfrentado a una banda de
esclavistas para protegerla.
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—Nos detenemos, pues —acordó la guerrera, cerrando la cuestión.
—Nos detenemos, pues —murmuró Gabrielle.
—Así me gusta. Me molesta amenazarte continuamente con lo de
colgarte de los árboles.
Gabrielle inició una mueca burlona, pero quedó en sonrisa de
devoción al finalizarla. Esta Xena no era la Xena junto a la que partiera
de Poteidea tiempo atrás. No era, tampoco, la Xena sanguinaria que
había sido. Mas, de igual modo, tampoco era la Xena que había
aprendido a conocer. Esta era más accesible, más solícita pero, al
mismo tiempo, más distante. Cada vez estaba más convencida de que
había algo más que salió con Xena de aquel claro en el bosque donde
habían acampado tras curar su rodilla. Algo que, lo intuía, tenía su
causa o su consecuencia en la lágrima de la guerrera derramada junto
al fuego, mientras estuvo sumida en el extraño sopor que le arrebató
la consciencia. No era, pensaba, nada que hurgara con maldad y
remordimiento en su corazón pues, y en ello era certera, no había
ahondado el carácter oscuro de la guerrera. Sabía de la extrema vigilia
de Xena para con su pasado, el afloramiento esporádico y doloroso de
sus actos repudiados, y el efecto que tenían en ella. No, aquella
lágrima no fue motivada por el filo de su espada.
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Pero tampoco lograba averiguar por qué, entonces. Querríapreguntarle, querría acunar su alma pero... Le había pedido paciencia,paciencia para hacérselo más fácil a alguien que no lo era en absoluto.
Suspiró.
Optó entonces por seguir, sin más, dejándose llevar por ella, pero
no tanto. Dejándose llevar por lo que ella decidiera o hiciera, pero
acotando cuando era necesario. Xena le permitía eso y mucho más,
un abismo si lo comparaba con los primeros pasos junto a la guerrera,
cuando todavía no tenía un hueso quebrado en su rodilla ni tantos
recuerdos, malos, buenos, mejores o peores.
Cuando no tenía su alma y su corazón rendidos a esa mujer.
Siempre pensó que la admiración y el absoluto desconocimiento del
mundo antes de ella tenían la culpa. Siempre pensó que su leyenda y
su porte habían tenido la culpa de su incondicional rendimiento, de su
pérdida de raciocinio, de su absoluta entrega. Hasta que se confesó a
sí misma que ni había culpa, ni inexperiencia, ni pérdida de raciocinio
alguna. Estaba ahí, y eso era todo. Lo bueno de ello es que le hacía
sentirse muy feliz. Lo malo, que también insegura, algo perdida y
temerosa. Agradeció no tener una balanza de cobre a mano para
realizar las oportunas pesadas y comprobar hasta qué punto tenía
posibilidades de salir perdiendo en todo ello. Qué tendría más peso y
qué haría inclinar la balanza hacia uno u otro lado. A uno, era perderla.
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A otro... ¿Qué? Eso, precisamente, era lo que le hacía sentirse en
extremo insegura, temerosa y perdida. No el que Xena se alejara de
su lado. Eso, pese a que su solo pensamiento la llenaba de angustia,
podía permitírselo. Era algo que entraba dentro de la razón, ese dolor,
esa angustia, ese nunca más. Pero, la segunda opción...
—¿Algún nuevo relato, Gabrielle? —La bardo se giró abruptamente
ante la voz de Xena, muy cerca de ella. La guerrera pasó a su lado,
sin mirarla, portando la silla de Argo. La depositó en el suelo, junto a
los petates con las mantas, la comida y los pergaminos de Gabrielle—.
Siempre tienes esa cara cuando te concentras en una historia —
explicó Xena a su silencioso interrogante, echando después un vistazo
a su alrededor—. Iré a por leña seca.
—No, yo iré —Gabrielle la detuvo con un gesto—. Así pasearé.
Tras unas breves milésimas de vacilación, Xena se alzó de
hombros. Desde que había sucedido lo de la milicia esclavista era muy
reticente a perder de vista a Gabrielle, pero sabía que no podía atar a
la joven a sus miedos.
—De acuerdo, pero que tu paseo no se convierta en un deambular
eterno, ¿eh? —Xean enmascaró la probable interpretación de sus
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palabras como una orden añadiendo, con más ligereza—: Aquí dejas
una mujer hambrienta.
La guerrera siguió con la mirada a la bardo, y cuando Gabrielle se
giró para mirarla antes de ser engullida por la espesura, le sonrió. Una
vez la bardo desapareció de su vista, Xena frunció el ceño y resopló
muy suavemente, recordándose cuán fuerte, cuán cauta y cuán
embustera había de ser.
Lo de infeliz no hacía falta, eso ya era un recordatorio permanente.
A Xena no se le ocurrió pesar en una balanza los pros y los contras.
Había decidido tener a Gabrielle —que ella aceptara seguir a su
lado— el tiempo que hubiera de ser y, corto o largo, lo aceptaría.
No había rendido aún cuentas con su pasado, sus pesadillas no la
habían abandonado, y el camino parecía seguir siendo la única opción
de acallar el remordimiento que su antaña ira había grabado a sangre
y fuego en su alma. Ahora tenía a Gabrielle a su lado, si bien no a la
Gabrielle que había partido de Poteidea. La que ahora le acompañaba
era una mujer, con todo lo que ello implicaba. Y, para su sorpresa, la
temía. Como mujer, la hacía temblar. Y era junto a esa mujer que
había emprendido un nuevo camino, no distinto en su meta, pues las
voces de sus crímenes seguían acechando incansables, sino en su
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desarrollo. Ahora, por ello, su camino era menos acelerado, menos
arriesgado, si ese término pudiera ser aplicado a la Era de los Señores
de la Guerra que les había tocado vivir. Ya no se trataba solo del
camino de su redención, sino que el de Gabrielle se había añadido a
él, con sus propios matices, sus propias búsquedas. Qué habría de
hallar esta segunda mujer en él, Xena lo ignoraba. Solo sabía, y era
mucho para ella, que había decidido emprenderlo a su lado, para bien
o para mal. No pagaba su compañía, no ordenaba su consuelo, no
imponía su pensamiento, no dictaba sus actos. Y, sin embargo, allí
estaba, con ella. Acompañándola, consolándola. Con una lealtad libre
de la sospecha del pago que estaba acostumbrada a hacer. Había
sido capaz de manejar ejércitos enteros de mercenarios, brutos sin
alma que mataban por dos dinares, zafios cuya lealtad estaba
supeditada a su parte del botín. Y ahora, sin siquiera pedirlo, la
fidelidad más absoluta, la entrega, el camino de doble dirección.
Por eso, y no del todo por lo que por ella sentía, había decididomenguar su ansia, su propia búsqueda, y desacelerar el ritmo, parapoder ofrecerle algo en compensación, un pequeño presente por su
absoluta entrega. Nada que brillara, pues todo destello se perdía conel tiempo. Nada que cambiara su peso en oro, pues ello se asemejaríaobscenamente al pago a un subalterno y Gabrielle no se lo merecía.Así, le daba lo único que parecía tener y que Gabrielle sabría estimar:tiempo, y paz en él. Desde que habían marchado de aquel claro —deaquel sentimiento al que le dio nombre al fin— su rumbo se habíabalanceado al mismo ritmo que los días de un comediante desganado:
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marchaban por los caminos, sin más. Sin la premura de una amenazao la angustia de un requerimiento, sin la agonía de una confrontación yel infame temor que se había instalado en su interior: el temor a verlaherida, o algo mucho peor. El temor de su mortalidad. Nunca temiómás a la Muerte que cuando fue a buscar a aquellos a quienes amó, ynunca la temería más que aquí y ahora, en su vida junto a Gabrielle, elúnico nombre que jamás querría ver en los labios de la hermana deHades.
Lo había asumido. Desde que el sentimiento calara en ella y le diera
nombre, Gabrielle era lo único que importaba. Jamás se lo diría, pero
se lo demostraría. Cerrado el camino sobre el hecho de que Gabrielle
volviera a su aldea natal —no la devolvería a una vida que no quería—
, lo único que le quedaba era estar a su lado. Supo así que, en este
nuevo camino que habían emprendido, la que se consideraba
acompañante y la que se creía acompañada habían cambiado sus
papeles, por mucho que seguro que una de ellas lo ignorara.
Tampoco ella podía volver. No aún. Las voces de sus muertossusurraban en sus sueños, el hedor de la sangre injusta losimpregnaba. Además, no estaba muy segura de tener realmente unlugar al cual regresar. No, desde luego, a su aldea natal. Ya nada lequedaba allí. Su madre había renegado de ella hacía mucho tiempo, yen justo sentido. No podía ofrecerle más que vergüenza y escarnio.Para qué, entonces, el retorno. Por otra parte, no encontraba mejorhogar que Gabrielle, pero, contradictoriamente, jamás podría reposar
junto a ella en ningún hogar.
Sonrió débilmente. Le había resultado fácil derivar hacia estosúltimos pensamientos, ella, la soberana del corazón oscuro. Pensar enestar con alguien, pensar en una vida distinta a la sangre, el acero y elcamino. Ese camino al que su conciencia y sus remordimientos laempujaban, el perenne purgatorio del que había hecho su almaatormentada, su vida futura. Y, sin embargo, podía amar. Intentórecordar la última vez que había amado y cómo ese amor se trastocó
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en amargura. Sintió un súbito escalofrío. Todo se repetía en su vida,como una maldita espiral sin salida. —El tuyo debe de ser más interesante —la voz de Gabrielle, a su
izquierda, dejando caer un manojo de leña seca, la apartó de golpe desus pensamientos—. El relato, digo. Estabas distraída —una traviesasonrisa esbozaba los labios de Gabrielle. —Había notado tus pasos —replicó la guerrera—. Sabía que eras tú
—la mujer que amaba a esa otra mujer se replegó silenciosamente,ocultándose muy dentro de sí, callando. La guerrera que laacompañaba dio un paso al frente—. Arrastras el talón al andar y tupaso, aunque ligero, siempre es audible. Al menos para mí — Que loreconocería en cualquier lugar, bajo cualquier circunstancia, añadiómentalmente. No se había ocultado tan lejos, al parecer, la mujer queamaba a esa otra mujer—. ¿Te cansaste de deambular?
—Recordé a la mujer hambrienta que dejaba aquí —respondióGabrielle, mientras separaba por tamaños la leña. Xena sonrió. Infame tristeza la suya, que encontraba la gracia en la
desdicha, en este tan cerca, tan lejos en el que se había convertido la
compañía de la bardo para ella.
—¿Algo que yo también pueda disfrutar? —Gabrielle había captado
su sonrisa.
—¿Cómo? —Gabrielle alzó su dedo índice, dibujando la estela de
una sonrisa sobre su rostro, imitándola—. Ah, eso —Xena volvió a
sonreír—. Demasiado joven para compartirlo contigo.
Gabrielle arqueó las cejas.
—¿Desde cuándo?
—Evidentemente, desde que naciste —Xena empezó a despojarse
de la armadura.
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Gabrielle torció el gesto.
—Empezaron los juegos de palabras —suspiró, con resignación.
Miró a su alrededor—. ¿Qué quieres que haga?
—Descansar. Yo he de seguir cumpliendo mi promesa.
—Podría relevarte de ella —propuso la bardo.
—¿Tan mal cocino? —Xena fingió ofenderse.
—No, a fe que no —Gabrielle emitió una ligera risa—. El último
pastel de carne que hiciste... —dejó la frase en el aire, rematada por
una esplendorosa sonrisa.
Xena terminó de apilar la última pieza de su coraza. Dejó la espada,no obstante, lo suficientemente cerca de ella como para noarrepentirse de no haberlo hecho si algo ocurría. Se acercó a Gabrielley escogió un puñado de ramas de pequeño tamaño.
—Me alegro de que mi comida te guste —Xena estudió una de laspequeñas ramitas y después miró el resto, agrupadoescrupulosamente por tamaños—. Siempre tan metódica.
Gabrielle le hizo un gesto burlón y se sentó en la tierra.
—Si yo ahora te preguntara si vamos a estar mucho tiempo aquí,
¿tú me replicarías con algo tipo “Si fuese yo la que quisiera estar
mucho tiempo aquí nos quedaríamos mucho tiempo aquí?”. Observa,
por favor, que no he mencionado en ningún momento el hecho o
deseo por mi parte de querer permanecer un largo periodo en este
lugar.
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—¿Tienes prisa? —Xena terminó de apilar las ramitas en la
estructura que después se convertiría en una hoguera.
—Si yo dijera que... —empezó la bardo.
—Gabrielle —la interrumpió Xena, golpeando el pedernal y avivando
una pequeña llama en la leña—. No hay ningún problema en que
estemos aquí, o en que lo hagamos por mucho o poco tiempo.
Tranquila —echó una rápida mirada al cielo—. Es hora de comer, y el
calor no hará más que apretar a partir de ahora. Está bien que nos
hayamos detenido.
Gabrielle arqueó las cejas.
—De acuerdo —murmuró, al tiempo que estiraba la pierna de la
rodilla fracturada y se la masajeaba.
Xena la observó de reojo y después volvió a clavar la vista en la
hoguera.
—Tardará en sanar, y puede que nunca llegue a hacerlo del todo —
comentó—. El hueso está soldado, pero el dolor te murmurará toda tu
vida —bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro
prácticamente inaudible—. A mí me habla constantemente.
Gabrielle, sin embargo, alcanzó a oírla. Sintió estremecerse su
corazón, de pena y, todavía, esperanzado asombro. Confidencias
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como la que acababa de escucharle habían sido inauditas en la rutina
entre ambas, y lo habían sido —Gabrielle era consciente— hasta lo
ocurrido con el grupo bajuun. La bardo sabía que se había operado un
cambio en la guerrera desde entonces. Y ahora, era una de esas
cosas a las que estaba empezando a acostumbrarse, entre el asombro
y la esperanza. Que Xena se abriera más a ella, como siempre había
deseado. Que no se retrajera, que no regresara a su isla interior. A
veces eran pequeños comentarios que hacían referencia a su pasada
vida como Señora de la Guerra. Otras, miradas silenciosas que
sorprendía en la guerrera y que iban más allá del espectro de dolor,
angustia, decisión o pena que hasta ese momento lo cubrían. Había,
en estas nuevas miradas, algo cercano al anhelo, o la melancolía,
quizás a un temor que la bardo no identificaba con lo físico, sino con
algo más íntimo. Todavía no era capaz de desentrañar el misterio que
era el alma encerrada de la guerrera, pero esperaba, esperanzada,
que aquella le permitiera seguir viendo parte de esa alma que tanto
anhelaba acunar.
—Algún día callará —murmuró, así, como respuesta a las palabras
de Xena, deseando transmitir el consuelo que entreveía necesitado en
ellas.
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Si Xena la oyó o no, no lo supo. La llama de la hoguera prendió y laguerrera siguió con la mirada el rastro fugaz del fuego ascendiendo alcielo.
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Esta vez le había hecho daño de verdad. Tanto, que Dosha yacía
agonizando a sus pies. Gabrielle torció el gesto con desagrado, no por
la visión de las laceraciones, ni el respirar penoso o el final de la vida
ante sus ojos —y por su mano— de su lugarteniente. Su desagrado
provenía por la molestia de quedarse, otra vez, sin juguete, sin
diversión al final del día, sin cachorro amaestrado.
Bufó con hastío.
Encontrar a otra, enseñarle lo que le gustaba, lo que esperaba, loque exigía. Esas guerreras sucias, sin más mundo que el filo de susarmas, embrutecidas como animales, buenas para obedecer y sertemidas por los débiles. Su hastío aumentaba. Peores los guerreros,más sucios aún, inútiles para otra cosa que no fuera matar, saquear ymorir.Se agachó, saco la daga de la bota de su pierna, alzó la barbilla deDosha, le abrió la garganta y contempló su muerte con la heladamirada de la indiferencia. Había acabado por cansarse de ella, de sudevoción perruna, de esos ojos enamorados que le provocaban
náuseas. La novedad de su última lugarteniente se había agotadohacía mucho. La novedad. El pensamiento la pilló desprevenida y la enfureció por
su debilidad.
Xena había sido toda una novedad.
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—Está despertando —susurró Corice.
—Vigila que no toque su rostro.
—No hace falta que me lo digas —un tono áspero.
—Está bien, Corice —un tono conciliador.
—¡Mira!
Xena no sabía si deseaba despertar, pero sus reflejos la habían
traicionado y sabía que su mano se había movido involuntariamente.
Había estado retornando de forma intermitente a la consciencia
durante ¿cuánto tiempo?, y ahora despertaba. Despertaba a la vida y,
con ello, a los recuerdos.
Ya lo estaba lamentando.
—¿Xena?
La voz obstinada que había estado siempre allí, en sus ocasionales
estados de lucidez. No quería contestar, no quería abrir los ojos —
¿Ojos? ¿Qué ojos? —. Quería que la dejaran en paz, querría haber
muerto, quizás no haber nacido.
—Xena.
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Quizás, si no volvía a moverse, si se quedaba quieta, se cansarían y
la dejarían en paz. Quizás, si lograse dejar de respirar…Quizás.
—Xena —el tono conciliador. Abrah, recordaba—. Vamos, Xena,
haz un esfuerzo.
¿Esfuerzo? Ni siquiera quería respirar, por todos lo dioses. Dejadme
en paz.
—¿Ha dicho algo? —la voz de la llamada Corice, ansiosa.
—Ha murmurado, pero no sé qué —tocaron su frente—. No tiene
fiebre ya.
—¿Le damos agua?
—Moja ese paño y toca con él sus labios.
Alguien, supuso que la ansiosa Corice, lo hizo.
—Respira con agitación.
—¿Xena? —era Abrah, a su oído, muy suavemente—. Vamos,
Xena, sé que estás consciente —notaba su mano, firme y delicada,
alrededor de su antebrazo, presionándolo—. Vamos.
¿Por qué habría de hacerlo?, pensó. Dame una sola razón.
—Ha vuelto a murmurar —dijo Corice.
¿Estaba murmurando?
—Xena, es hora de que vuelvas con nosotras.
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—No.
Un respingo de sorpresa de una de ellas, y entusiasmo en la voz de
Corice.
—¡Ha despertado!
¿Es que había dicho eso en voz alta?
—Ayúdame a incorporarla, Corice.
Lo hicieron, y las maldijo por ello. Habían logrado hacerle daño.
—Xena, soy Abrah, la sanadora, y a mi lado está Corice.
¿Recuerdas dónde estás?
Intentó ignorar sus palabras, su pregunta, su voz. Intentó hacerlescreer que había muerto, intentó no tener que ser ella, Xena, y su vida ysus recuerdos…
—Gabrielle… —murmuró. … y Gabrielle.
—Despacio, Xena. Todavía estás débil.
—Estás a salvo, en los Territorios del Este —dijo Corice.
Silencio.
—Lo sé —habló al fin, con la voz rota. Empezaba a despejarse, pero
estaba segura de que lo lamentaría.
—Corice, calienta sopa. Y trae a Domila —había, Xena se dio
cuenta, alivio en la voz de Abrah.
Escuchó pasos que se alejaban. Supuso que la impetuosa Coriceestaba cumpliendo el encargo. Sabía dónde y con quién estaba. Las
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amazonas del Este. La habían ayudado. La batalla contra el ejército deGabrielle.
Gabrielle.
—No intentes resolver el universo en un segundo, Xena, no podrías
—la voz de Abrah. ¿Acaso había escuchado sus pensamientos? —. Ve
poco a poco.
—Mis ojos —susurró.
Abrah, lo notó, inspiró.
—Estás ciega, Xena, lo siento. Nada pude hacer.
La guerrera tardó en responder. Cuando lo hizo, Abrah apenas síentendió su susurro.
—Lo sé. Ruidos a su izquierda, pasos y susurro de cuero y tela.
—Xena, me alegra verte incorporada —reconoció la voz. Domila, la
regente de las tribus del Este.
—Domila.
—Xena, soy Mebira —dijo otra voz.
—Te recuerdo. Eres la militiane del clan.
No dijo nada más, pero percibió la súbita tensión que se produjo tras
sus palabras. No había habido rastro de reproche en sus palabras, ni
entraba en su intención. La estrategia de Mebira en el campo de
batalla había sido acertada. Pero no había contado —ni ella
tampoco— con la abrumadora fuerza del odio y la locura.
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El silencio se prolongó hasta que alguien más entró. Percibió el
aroma de la sopa.
—Bien, Xena —la voz de Domila—. Ahora solo piensa en
recuperarte. Volveré a visitarte más adelante.
—Domila —la llamó.
—¿Sí?
—¿Sigue avanzando? —no quiso pronunciar su nombre. O no pudo.
—Sí —respondió Domila sin vacilar—. Ha tomado varias aldeas de
la periferia. Pero no hablaremos ahora de eso. Primero, recupérate.
—No. Ahora —esta vez la voz terca era la de la propia Xena.
Cansada, pero terca. Notó que alguien se inclinaba sobre ella.
—No —Domila, junto a su rostro, sin exigir, pero firme—. Cada cosa
a su tiempo, Xena. Debes recuperarte primero.
Se alejó. Se alejaron todas. Olía a sopa. Sintió náuseas.
—Toma, Xena, te hará bien —la voz de Corice.
Su rostro. Vio su rostro dibujado en su recuerdo. Sabía quién era
esta amazona obstinada, ahora la recordaba. Una arquera que había
estado a su lado antes de la batalla. Y era tan obstinada como lo
indicaba su voz, sobre todo en su empeño en considerarla todavía una
guerrera indestructible. Corice. La arquera con el brillo de admiración
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en los ojos cada vez que se dirigía a ella. ¿Mantienes aún tu
admiración?, se preguntó con amargura.
—La sopa, Xena.
—No tengo hambre.
—Debes comer.
—No tengo hambre, Corice.
—Pero debes comer.
—Corice —intentó ser paciente—, lo próximo que haré será mover
mis brazos para derribar ese cuenco que seguramente acercas a mí.
¿Comprendes?
—Pero debes comer. Debes sanar.
—Dame una razón.
Silencio.
—Eres una guerrera. Eres Xena.
Xena emitió una risa corta y gutural.
—Eso no me dice nada. ¿A ti sí, Corice? —le preguntó con sorna.
—Madre hablaba mucho de ti.
—¿De la Destructora de Naciones, de la impía asesina o de la
portadora de dolor? Dime, Corice —su tono rezumaba amargura.
Había despertado, sí. Y todo lo demás con ella.
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—De la guerrera que se guiaba por un código —la joven amazona
frunció el ceño. ¿Por qué demonios le hablaba así? ¿Por qué escupía
sobre sí misma?
—Era una asesina, Corice —Xena apretó la mandíbula con rabia—.
Tu madre ocultó ese punto esencial en su relato. Dañé incluso a
amazonas, en el Norte. No había ningún código.
—Conozco lo que hiciste. Madre decía que cada daño tenía su cura.
Sabía de tus conquistas. También, que no permitías la muerte de
niños y mujeres.
—Cuando matas a sus padres y maridos, cuando arrasas sus casas
y quemas sus cosechas, cuando les despojas de todos sus bienes,
cuando haces todo eso, los matas también, Corice — Por no hablar de
una pequeña aldea llamada Cirra, claro.
—Pero…
La guerrera alzó bruscamente la mano, atajándola. Estaba agotada.
Con el corazón deshecho. No quería seguir esa conversación, no
quería seguir ninguna otra conversación.
—Sé que has dejado ya ese camino y puedo entender lo que
pretendes con ello. Eso es un código —insistió Corice.
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Xena inició un gesto de dolor. Eso es, arquera, recuérdame mi
redención... y recuérdamela a ella.
—No deseo seguir con esto, Corice. Te ruego que me dejes sola.
—La sopa…
—Si te vas, la tomaré —le dijo, sin ninguna intención de hacer lo
que decía.
Corice abandonó la estancia, a regañadientes. Cuando se quedó
sola, Xena se abandonó a los recuerdos.
8
Observaba a Xena dormir. Le gustaba así. Cuando dormía,arrebataba la inquietud de su rostro y quedaba en su lugar la quedebería haber sido su expresión —estaba segura— si la ira no sehubiera cruzado en su camino. ¿Cómo habría sido Xena sin su espaday la sangre en su vida? Arqueó una ceja cuando la imagen se formóen su cabeza. ¿Xena, aldeana? Desechó la idea por descabellada,pero guardó para sí un pequeño poso, pues halló un extraño alivio enla idea de Xena instalada en algún lugar. Ello significaría que al finhabía encontrado la paz suficiente como para dejar de buscar. ¿Yella? ¿Qué haría ella? Volver a Poteidea, pensó, pero enseguidarechazó la idea, casi sin darle tiempo a formarse. No, estaba claro que
Poteidea no tenía camino de vuelta para ella. ¿Y si…? Pero no, no,era imposible. Aquello tampoco podía ser.¿Verdad?
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al Consejo del Clan. Habría querido negarse, no quería saber nada de
la cercana confrontación, no deseaba conocer los detalles del nuevo
plan para matar a Gabrielle. Solo quería olvidar y desaparecer en ese
olvido, como una mota de polvo que se limpia con el dorso de la mano.
Ojalá se hallara inmersa en una pesadilla de la cual pudiera despertar.
Pero no había tal pesadilla, solo realidad.
Tampoco había Gabrielle. Su Gabrielle. Gabrielle nunca le habría
hecho lo que esa otra Gabrielle le hizo. No le habría arrancado los
ojos. No le habría hecho todo lo demás.
Tragó con dificultad, queriendo deshacer el nudo de bilis que se lehabía formado, queriendo detener los acelerados latidos queamenazaban con hacer reventar su alma. Desde que todo ocurrióluchaba constantemente contra su interior, una lucha titánica consigomisma que la estaba dejando más agotada que si hubiera enfrentadola peor de las batallas cuerpo a cuerpo. Luchaba por no odiar a esaotra Gabrielle que era tanto —y no lo era— la Gabrielle que ellaamaba. Aquel sentimiento al que por fin había dado un nombre sehabía instalado en ella dando la cara. Amaba a Gabrielle, sí, y ya eracapaz de reconocerlo abiertamente ante sí misma. Pero Xena sabíaque su osadía era debida a la certeza de su pérdida, de la pérdida dela —ignorante— receptora de ese amor. Su Gabrielle.
Había otra lucha, igual o mayor a la que enfrentaba. Luchaba,también, por hallar una solución, una salida al bosque marchito en elque se había convertido su vida, la de ambas.
Domila hablaba al Consejo. Ella regresó a aquella tarde aciaga,
maldiciendo una y otra vez al Destino.
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Gabrielle dejó de observar a Xena y, con un suspiro, decidió
despertarla. Era inaudito que, por una vez, ella se hubiera despertado
antes. Pero notaba a Xena cansada, más de lo habitual. Había
despertado de aquel extraño letargo de hacía tres meses consumida
físicamente, como si su cuerpo se hubiera desgastado a pasosacelerados. Como si, en vez de unos días inconsciente, hubiera
estado meses. Su voluntad seguía siendo la misma de siempre, pero
no podía esperar que unos músculos cansados la obedecieran sin
tregua.
Reprimió el irracional temor que desde entonces la embargaba. Ese
miedo inconsciente a que, cada vez que Xena cerraba los ojos,
volviera a caer en el extraño letargo. Sacudió su cabeza para apartarlo
de sí. Volvió a permitirse ese pequeño regalo que se daba a sí misma
y demoró despertar a la guerrera unos instantes, para perderse en su
rostro dormido. Como siempre, Xena tenía razón, habían hecho bien
en detenerse, hiciera o no calor. Sonrió levemente. Esta mujer
dormida a su lado. Su actitud solícita. Una Xena extraordinariamente
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cercana en lo emocional. Lo notaba. Desde su despertar. Desde aquel
claro en el bosque rodeada de bajuun, cuando todo lo creía perdido, y
su último pensamiento fue hacia ella, cuando hubiese querido...
Tuvo el intenso deseo de acariciar su rostro, ahora, ya. Deslizar layema de sus dedos por esa piel, besar sus labios, acariciar su cabello.Nunca antes había experimentado tal ansia, no al menos tan franca ydirecta. Se llevó una mano a la boca, súbitamente alarmada yazorada. ¿Había deseado besar a Xena? —¿Sueñas ahora despierta?
Gabrielle parpadeó, dando un leve respingo, sorprendida por la
voz de Xena. ¿No estaba dormida?
—¿Qué? —balbuceó, el corazón latiéndole a mil en el pecho. ¡Había
deseado besar a Xena!
La guerrera, ajena a las tribulaciones interiores de la bardo, la
observaba, acodada sobre la tierra.
—¿Hola? —Xena sonreía, divertida—. ¿Estás ahí?
Gabrielle intentó sonreír. Besar sus labios, acariciar su cabello.
—Sí... ¡No!... Quiero decir, sí a que estoy aquí, no a lo otro —se
estaba liando. Sacudió la cabeza con decisión—. Sí, aquí. Hola. Estás
despierta —la miró, casi con horror. Estaba convencida de que sus
deseos estaban claramente expuestos en su rostro, delatándola.
—Lo estoy, sí —Xena la miró con fingida seriedad—. ¿Te molesta?
—No, no, claro que no.
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—Bueno, Gabrielle —Xena se desperezó—. ¿Qué te apetece hacer
hoy?
—¿A mí?
—No, a esa seta de ahí —la guerrera se apartó un mechón rebelde
de la cara—. ¿Seguro que tú estás despierta?
—Sí.
—Bueno, ¿entonces?
Gabrielle se encogió de hombros. Últimamente, Xena dejaba
muchas decisiones a su cargo. La halagaba. La abrumaba.
—No sé —vaciló, si bien controlando por fin el trastorno de sus
latidos—. ¿No hay ningún reino que proteger ni vida que salvar? —se
permitió una sonrisa.
Xena se mordió el labio inferior, fingiendo meditar.
—No —decidió.
—¿Dragón que matar, príncipe que rescatar?
—No. Y no.
—¿No hay que galopar sobre Argo como posesas? —La guerrera
negó con un gesto—. ¿Ni atender prodigiosos misterios o truculentos
asuntos?
—Diría que no.
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—Vaya —musitó Gabrielle, como si todo aquello fuese en serio—.
Deberíamos quejarnos al gremio, esto nos deja en dique seco.
—No hay problema, Gabrielle. Asaltaré a un incauto viajero, lo
degollaré y lo saquearé. O viceversa.
Gabrielle sonrió, sintiendo reanimarse el acelerado latido de su
corazón. Esta Xena distinta a la que había conocido hace un año. Esta
Xena distinta y cercana. Nunca antes había observado en ella la
intención en los juegos de palabras, ni había mostrado una actitud tan
ligera.
—Pesada —la oyó decir.
—¿Cómo?
—Digo que eres una pesada, Gabrielle. No le des más vueltas.
Disfruta el momento. La próxima vez que estés en mitad de una
refriega te acordarás de esto y pensarás “¿Por qué no hice caso de las
sabias palabras de mi amiga?”.
Gabrielle asintió. Amiga.
—Tienes razón —la bardo masajeó pensativamente su barbilla y se
le iluminaron los ojos—. ¿Sabes? A un cuarto de jornada de aquí hay
un santuario dedicado a Calarbeer, la Diosa de la Inspiración. Dicen
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que sus muros encierran los pergaminos de los primeros mitos y que
todo aquel y aquella que lo visita recibe a cambio un suspiro de musa.
—Pues vayamos —dijo Xena, y a continuación sonrió con sorna—.
No deben de estar nada mal esos suspiros. Tú guías.
La mirada de Gabrielle se iluminó.
—¿En serio? ¿Podemos ir?
—Por supuesto. Ya te lo dije. O eso, o degollar incautos viajeros.
—Bien —Gabrielle siguió a Xena con la mirada, mientras esta se
levantaba—. Muy bien —murmuró, maravillada.
Por la expectación del viaje, y por algo más.
12
Estaba murmurando. Cuando se dio cuenta ladeó la cabeza,
intentando captar si había sido escuchada. Pero el Consejo estaba en
plena ebullición.
Decidían la total, absoluta, aniquilación del ejército del tiyah, del
demonio cuyas ansias de sangre eran infinitas.
Como su dolor.
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Faltaban todavía un par de leguas para alcanzar el santuario cuando
notaron el penetrante olor. Xena lo reconoció de inmediato. Cadáveres
en descomposición. Cientos, por la intensidad de lo que se olía. Miró a
Gabrielle, que frunció el ceño.
—¿Qué es, Xena?
—Muerte, Gabrielle —dijo. Montó en Argo, habían estado
caminando. Aguzó sus sentidos—. Al Norte, no muy lejos —miró a
Gabrielle—. Quédate aquí, por favor. Veré qué es —y azuzó a la
yegua.
Gabrielle se quedó mirando la espalda de la guerrera hasta que unrecodo del camino se la tragó. Rascó suavemente su mentón e intentóenganchar la sensación que tiraba de ella. Había algo en lo que habíadicho la guerrera que había dulcificado su interior. Cuando lo hizo,cuando supo qué era aquello que había llamado su atención, sonrióestúpidamente. Xena jamás le había pedido “por favor” que hicieranada. Normalmente, sus peticiones se traducían en una ordenimperativa. Volvió a sentir la sensación de cambio que le había estadoembargando desde los sucesos de la milicia bajuun. Ese sentimiento
inconcluso, que podía percibir apenas, pero que se convertía en unaráfaga de viento que se le escapaba de entre la yema de los dedos,como si siempre estuviera a punto de tocarla y darle nombre, ysiempre acabara escabulléndosele como el agua de un riachuelo.
Y ese sentimiento, eso lo tenía claro, llevaba el nombre de Xena
escrito en él.
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Mebira captó el movimiento de Xena, como si estuviera incómoda, ysopesó la idea de acercarse a ella y preguntarle si se encontraba bien.La observó fugazmente, avergonzada por mirar a alguien que no podíasaberse observada, que no podía devolver la mirada. Desechóentonces la idea de acercarse. Comprendía la incomodidad de laguerrera de Amphípolis. Solo podía adivinar el tormento que laguerrera había pasado junto a ese demonio y lo que allí se hablaba no
podía estar haciendo otra cosa que remover sus recuerdos. No, Xenano necesitaba a nadie ahora a su lado. Dejó de mirarla y atendió a laspalabras de Temar, la chamana de la tribu.
Xena permaneció ignorante de la reciente atención de la reina y,aunque se había estremecido, no había sido por la razón queaventurara Mebira. De hecho, ni siquiera estaba escuchando ya lo quese decía en el Consejo, atrapada como estaba por los recuerdos.
Por ejemplo, el del día en el que Gabrielle desapareció para dejar
paso a ese tiyah.
A ese demonio.
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Sangre. Por todas partes. Sangre reciente. Sintió arcadas, se sintió
enferma. Era un campo de batalla. Cientos de cuerpos sedesparramaban a lo largo de una pradera, regada de sangre y restoshumanos. Se tapó la boca y la nariz y se negó a adentrarse en aquelcampo de horror. Tan parecido a los que tú dejabas a tu paso, le dijosu conciencia.
Por lo poco que pudo ver, la batalla había sido cruenta y —lo quellamó poderosamente su atención— innecesariamente cruel. Muchos
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de los cuerpos presentaban mutilaciones impropias de unenfrentamiento bélico, no podían haber sido hechas sin una voluntadconsciente previa.
—Tiyah…
El susurro le puso en alerta. Llegaba de la ladera a sus pies. ¿Habíaalguien vivo? Desenvainó su espada. Rastreó con la mirada la porciónde terreno y cadáveres. Empezó a descender lateralmente,apoyándose en la pierna, la espada por delante. Cuerpos abiertos encanal. Carne sanguinolenta. —Tiyah. El susurro otra vez. Aguantando las náuseas, se dejó resbalar. Un
pequeño movimiento la alertó. Se acercó, con todos sus sentidos a florde piel. Un pobre diablo seguía vivo, para su desgracia. Le habían
arrancado los ojos y cercenado la nariz. Habían horadado su pecho.Se puso en tensión, y una vaga sensación de inquietud la recorrió dearriba abajo.
—¿Quién te ha hecho esto? —Xena examinó las heridas. Notardaría en morir.
El guerrero moribundo giró la cabeza en dirección a la voz de Xena.
Tenía los labios resecos.
—Tiyah —susurró.
Xena entendió ahora el término. Significaba “Demonio” en tusc
arcaico. ¿Un tuscaniano por estas tierras? Estaba muy lejos de su
hogar, al menos a treinta jornadas a caballo. ¿Qué estaba haciendo
aquí? Miró a su alrededor. Los ropajes, las enseñas sucias de sangre.
Un ejército tuscaniano. Se inclinó sobre el moribundo y tocó su frente.
No podía hacer nada por él.
— Saabeh actioi —susurró Xena.
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Si tenía que morir tan lejos de los suyos, que al menos escuchara la
lengua de su hogar. “Saluda a la luz”, le había dicho, una frase ritual
en su cultura ante la muerte. Conocía el reino de Tuscaan, había
pasado por allí en un par de ocasiones, hacía mucho. “Saluda a la
luz”, aunque había sido la oscuridad quien al parecer lo había dejado
en ese estado. El tuscaniano inició un gesto inconexo de su mano y
Xena se acercó aún más. Colocó su rostro pegado a la boca del
herido. El guerrero desgranó una breve parrafada que heló la sangre
del corazón de Xena. Una historia de horror que el tuscaniano terminó
con una frase: “Nacte tiyah”.
“Mata al demonio”. Se quedó con él hasta que exhaló su último suspiro y abandonó el
campo de batalla con suma inquietud. Tenía que regresar junto aGabrielle lo antes posible. No le había gustado lo que había visto. Ni,mucho menos, la historia que le había contado el infeliz agonizante: undemonio milenario vagabundeando de alma en alma, a través de lostiempos, a través de las vidas de otros. Una maldición en forma debestia que anidaba en cuerpos ajenos, devorando sus corazones,borrando todo rastro de sí mismos. Usmah, el nombre del demonio,del tiyah corrupto, anidado en su última víctima, reúne una infamehorda de asesinos y asola las tierras de numerosos reinos. El últimode ellos, Tuscaan, el reino del rey Acromanón, arrasado hasta loscimientos. Un ejército que persigue al demonio, un ejército que muere
al completo en una llanura a treinta jornadas a caballo de su hogar. “Ect ebain unmp tiyah”, a Xena le pareció ver una sonrisa en elrostro agonizante del guerrero tuscaniano cuando lo dijo. “Herimos aldemonio con una flecha envenenada”. Pero se le heló la sangrecuando el tuscaniano terminó su parrafada: “Buscará un nuevoalojamiento, buscará un nuevo cuerpo antes de morir. Da con él.Nacte tiyah”.
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Xena lo hizo, dio con él. Aunque no fue exactamente él, sino ella.
16
—¿Gabrielle? —Xena giró sobre sí misma, mirando frenéticamente
a un lado y a otro, aupada sobre su montura. La bardo no estaba
donde la había dejado—. ¡Gabrielle!
Nada. Recorrió el camino en ambas direcciones. Se adentró en el
bosque cercano, con una sensación creciente de angustia
martilleándola. Fue allí donde halló la tela rasgada. La tierra removida.
El rastro de sangre. Se sintió morir. La tela era de la ropa de Gabrielle.
La sangre era fresca. ¿De Gabrielle? No podía saber si esa sangre era
de ella. Rogó a los dioses porque no fuera así. Ni siquiera se percató
de esa nueva debilidad en ella. Jamás rogaba a los dioses. Los
combatía, y punto.
Inspeccionó el lugar. Huellas de dos personas. Las de menor
tamaño, dioses, eran de Gabrielle. El talón arrastrado. Halló un
pequeño rastro de sangre junto a las más grandes. Recogió parte de
ese rastro con los dedos y lo olió. Veneno. Esta sangre estaba
envenenada. Se le revolvió el estómago. La otra sangre era, pues, de
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Gabrielle. Siguió el rastro de la sangre envenenada y recorrió así el
camino del demonio herido. El rastro provenía de la misma dirección
por la que ella había regresado: de la llanura plagada de cadáveres. Al
principio, al parecer, había corrido. Las huellas en la tierra eran
amplias e imperfectas, bruscas. Después, había dejado de correr. El
contorno de las pisadas era más nítido. Al final, se había arrastrado. El
surco en la tierra. Tras los arbustos. A menos de cincuenta metros del
camino. De Gabrielle.
Asió con fuerza en su puño el trozo de tela y aspiró, la frente perlada
de sudor. Volvió al lugar donde había hallado la tela rasgada y la
sangre. Intensificó la inspección. El demonio había escapado herido
de muerte de la llanura. Había llegado hasta Gabrielle. ¿Y después?
El árbol. En la corteza. Se acercó. Más sangre. Sin veneno. Un
diminuto rastro a sus pies. Huellas, de dos personas. El corazón se le
aceleró. Las huellas más pequeñas dejaban un surco de arrastre, las
otras eran más profundas. La arrastró. ¿Viva? La respiración se
precipitó en sus pulmones. Debía calmarse.
Unos metros más allá halló el cuerpo.
Un hombre con armadura, boca abajo, tras unos matorrales. Su
cuerpo presentaba diversas laceraciones. Entre ellas, la de una flecha.
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Olfateó la herida. Veneno. Giró el cadáver. Su boca se torcía en un
grotesco rictus, los ojos abiertos, oscuros y vacíos. Sin alma, pensó
Xena, sintiendo un estremecimiento. ¿Era este, pues, el tiyah del que
había hablado el tuscaniano moribundo? No, pensó, sintiendo un
estremecimiento. Ya no. Ahora solo era su penúltima víctima, su
penúltima morada. Dos cosas llamaron su atención. Una, un tatuaje,
ya cicatrizado, en el omoplato derecho del cuerpo, trazando un
nombre: Usmah. La otra, la peor, un mechón de cabellos rubios en su
mano izquierda.
El demonio errante había encontrado un nuevo recipiente.
17
Buscó a Gabrielle durante días, pero fue como si se la hubiera
tragado la tierra. En su desesperación, acudió a nigromantes y
augures, pero nada le dijeron. Un gesto de terror dibujaba sus miradas
en cuanto vertían su saber sobre el mechón de pelo pajizo y la tela
rasgada que les llevaba. Palidecían ante la aureola oscura que
emanaba de ellos. Al final, pronunciaban una sola palabra, la única
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que la guerrera de Amphípolis no quería oír, pero hacia la cual se
encaminaba.
Demonio.
No fue hasta semanas después que supo de ella. Escuchó hablar de
un ejército acaudillado por una mujer que había aniquilado a un
pequeño clan de amazonas pertenecientes al territorio del Este, pero
no fue eso lo que le puso en guardia. Lo que lo hizo fue el rumor
acerca de un pequeño detalle: el tatuaje que la mujer lucía en su
omoplato derecho. Usmah.
Se dirigió hacia los territorios del Este y por el camino fue sabiendo
de los numerosos ataques de la guerrera demoníaca, cómo ampliaba
su horda de asesinos impíos. Cómo mataba. Escuchó historias acerca
de su crueldad, incluso hacia su propia tropa, unos guerreros que
cumplían sin vacilación sus órdenes, con sanguinario deleite. Escuchó
que la mujer que los guiaba era inusualmente joven. Y que su pelo era
rubio pajizo.
Llegó así al territorio amazona. Fue conducida ante Domila. Les
ofreció su ayuda. La regente conocía a Xena de sus tiempos de
Señora de la Guerra, había oído hablar de sus actos de redención.
Aceptó su ofrecimiento, pero siempre bajo sus órdenes. El territorio
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bullía de actividad. Estaban en alerta, las emisarias eran enviadas a
los cuatro confines con órdenes precisas. Varios grupos del clan
habían sido atacados y aniquilados. Los relatos de las supervivientes
eran espeluznantes.
Xena portaba consigo su propio miedo, su corazón deshecho y una
única intención. Si Domila hubiera sospechado de las verdaderas
intenciones de la guerrera, a buen seguro que la habría expulsado o,
directamente, ejecutado. Porque Domila ignoraba que Xena
sospechaba de la identidad de la guerrera que atacaba sus tierras.
Domila ignoraba que, mientras la militiane del clan trazaba la
estrategia del ataque, la guerrera de Amphípolis preparaba la suya
propia. Domila ignoraba que Xena quería salvar a su peor enemigo.
La ignorancia que ambas compartían era el cómo.
18
La primera batalla coordinada contra el ejército del tiyah se inició de
madrugada, bajo una intensa lluvia que embarró los caminos y tiñó la
jornada de negros augurios. Las amazonas avanzaron bajo una
cortina de agua que atronaba sobre ellas con implacable
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perseverancia. Las milicias amazonas, estructuradas según los
distintos grupos del territorio del Este, partieron hacia el valle de
Miriahdis, donde las ojeadoras habían localizado al ejército enemigo.
Xena cabalgaba sobre Argo, escoltada por un flanco de amazonas
arqueras y una sección de guerreras con lanzas. Una de las arqueras
se le había pegado como una lapa, una joven llamada Corice, que al
parecer rendía pleitesía a su pasado guerrero. Le dolía percibir esa
admiración, obtenida por algo que aborrecía. Por otro lado, la juventud
de la arquera, su entusiasmo y su ciega admiración, le recordaban
irremediablemente a Gabrielle. Deseó llegar de una vez al valle.
Cuando lo hizo, deseó no haberlo hecho nunca.
Había dejado de llover, pero el terreno permanecía embarrado,molesto para las monturas y dificultoso para las secciones que iban apie. Algunas amazonas desmontaron y los caballos fueron llevados ala retaguardia, donde no retrasaran tanto el avance.
Cuando por fin Xena avistó el angosto paso, su agudo instinto laalertó de inmediato, pero no supo definir el peligro. La garganta eramás cerrada de lo que habría sido deseable, pero Mebira había tenidoen cuenta esa circunstancia y había desplegado secciones queavanzaban por la parte superior del barranco, tratando de evitar asíuna emboscada. Poco a poco fueron entrando en la quebrada,avanzando en silencio, alertas. Los únicos sonidos eran el susurro del
cuero y la tela, el entrechocar de los metales, los pasos enfangados ylos inquietos relinchos de las monturas en la retaguardia. A Xena le preocupaba tanto silencio, y su instinto le hacía mirar
constantemente hacia arriba. Por ello, fue de las primeras en ver caerlos cuerpos en llamas, junto a los espeluznantes chillidos de dolor.
A partir de ese momento, todo fue a peor.
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Los guerreros del tiyah obedecieron ciegamente sus órdenes.
Embadurnados de aceite, colgaron de sus cuellos los odres repletos
de la misma sustancia y esperaron la señal de su caudilla. Cuando la
dio, sus compañeros acercaron las antorchas a sus cuerpos y
empezaron a arder en el acto. Con espantosos alaridos salieron de
sus escondites y corrieron hacia las amazonas que avanzaban sobre
la parte alta de la garganta, vigilando el avance paralelo de sus
hermanas allá abajo. Los suicidas, ardiendo como teas, se
abalanzaron sobre ellas, y la sorpresa del momento fue la perdición de
muchas. Los kamikazes las arrastraron en un abrazo mortal,
llevándolas con ellos hacia el borde del precipicio y saltando sin
vacilación junto a su desgraciada presa. Los cuerpos de los inmolados
y sus víctimas cayeron por docenas sobre las amazonas en el valle. Al
hacerlo, reventaban los odres llenos de aceite que portaban al cuello,
expandiéndose así una llamarada mortal sobre las amazonas. Sus
gritos se mezclaron con unos chillidos espantosos que venían de la
retaguardia, pavoroso preludio a la enloquecida embestida de toda
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una legión de caballos ardiendo vivos que corrían hacia ellas,
quemándolas, derribándolas, aplastándolas. Sus propios caballos.
Los guerreros tiyah habían cerrado la retaguardia.
Fue entonces, en medio de tan atroz pandemónium, cuando todo unejército surgió ante ellas, literalmente a sus pies. Cientos de guerreroscubiertos de barro se alzaron de la tierra que les había servido deescondrijo. Otros saltaron desde los árboles. Muchos más avanzaronal galope desde el frente. Decenas de amazonas habían muerto yaquemadas o aplastadas por las monturas aterrorizadas. Las quequedaron en pie se enfrentaron a su peor pesadilla.
Xena había logrado esquivar los cuerpos ardiendo, tanto humanos
como equinos. Su brazo derecho había sufrido quemaduras, pero
había tenido suerte. El ejército amazona estaba disperso y
descolocado, la contundencia e irracionalidad del ataque lo había
fragmentado y las amazonas estaban siendo aniquiladas, atrapadas
por los enemigos en pequeños grupos aislados. Xena reviviría en
sueños, durante mucho tiempo, los alaridos de agonía de las que se
quemaban vivas, los gritos de odio de los suicidas, los relinchos
desesperados. Todo era ruido, gritos y confusión. Vio a las figuras
embarradas arremeter con furia y vio a la tropa enemiga a caballo que
se acercaba por el frente.
Estaban perdidas. Ahora solo se trataba de ver cuánto tiempo
pasaría hasta que Domila ordenara la retirada. Aquí acababa
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estrategia de la militiane que había seguido, ahora le tocaba a ella
ejecutar la suya propia.
Encontrarla.
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Le dolía el costado. No podía oír con claridad, uno de los golpes le
había dejado momentáneamente sorda. Creía tener rota la mandíbula
y solo esperaba que la textura que se había tragado fuera sangre y no
un trozo de su propia lengua. Notaba movimiento a su alrededor, y
estaba claro que estaba siendo transportada, atravesada como un
fardo sobre un caballo, atada de pies y manos, con los ojos vendados.
Le habían partido los dedos de las manos y le dolían tanto como
eso.
Xena empezaba a recordar cómo había acabado así.
21
Olía a carne quemada. Los gritos helaban la sangre. Todo estabaperdido. Lo primero que hizo fue desmontar y palmear a Argo para quela yegua abandonara el valle. El noble animal lo haría sin ninguna otraindicación. Xena intentó localizar a Corice, pero no la vio entre tanta
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confusión. Escrutó la maraña de cuerpos que luchaban y trató dedistinguir a la guerrera de pelo pajizo que habían descrito como eltiyah. Por un instante, pensó cómo reaccionaría si sus sospechas secumplían y el demonio fuese Gabrielle —algo, por otra parte, de lo queestaba casi totalmente convencida—. Antes, el control sobre todo loque le concernía era férreo, jamás dudaba. De un tiempo a esta partesolo lograba dudar. Pero tuvo que dejar sus cavilaciones para mástarde, empuñar su espada y defenderse del ataque de los guerrerostiyah.
No mucho después Domila ordenó la retirada. Las amazonasempezaron a replegarse, pero Xena no abandonó su posición. Lahabía visto. Una figura inusualmente pequeña para ser una caudillaguerrera, enfundada en una armadura cobriza, a lomos de un caballogris. Portaba una máscara de cuero, por lo que no pudo ver su rostro.
Peleaba de forma inhumana, atravesando con furia a suscontrincantes. Luchaba con una ira palpable hasta en la lejanía. Xenaintentó abrirse paso hasta ella, pero los guerreros enemigos laacosaban en un goteo continuo. Además, las amazonas se retiraban yella debía decidir. Atrás o quedarse.
Miró a la pequeña figura y su intuición tomó la decisión por ella. Quedarse. La quemadura del brazo le dolía.
22
Se detuvieron y la bajaron del caballo sin ningún miramiento.
Percibió el ruido típico de un campamento. Permaneció en el suelo, sin
que nadie se ocupara de ella, un largo espacio de tiempo.
Gritos dictando órdenes. Carreras. Cascos de caballerías.
De pronto, una voz femenina: “Llévala a la tienda”. Y una masculina:
“Ya habéis oído a Dosha”.
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La arrastraron, y la dejaron caer sin miramientos en el suelo de
nuevo. Se dio cuenta de que empezaba a oír mejor. Por lo que
percibía, estaba en el interior de una tienda.
Y había alguien más allí.
23
La rodeaban cinco guerreros y ya no podía más. Habían logrado
arrinconarla contra un árbol. Estaba agotada. Y sola. Los guerreros del
tiyah empezaban a rematar a las amazonas heridas que no habían
podido huir.
Sabía que la estaba observando. Lo había estado haciendo desde
que había derribado a aquel gigantón y cogido su montura. Una vez
sobre el caballo, se había dirigido al galope hacia ella, pero no se le
había podido acercar mucho. Una legión de guerreros le cortó el paso
y acabaron derribándola.
Pero había captado su atención, y la observaba desde entonces. Lo
único que esperaba es que eso fuese suficiente, pero en ese
momento, agotada y sangrando, rodeada de enemigos armados,
empezó a dudar de todo. Alzó su espada por enésima vez, trazando
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un arco frente a sí. Desde luego, no los asustó. La atacaban de uno en
uno, pero era peor. La agotaban. Se sentía débil, y ellos eran muchos.
Demasiados. Aguantó cuantas embestidas pudo, lanzando una y otra
vez la espada. Respiraba con dificultad y el sudor bañaba todo su
cuerpo. Temía que ello hiciera resbalar la empuñadura de su espada
de su mano. No fue así, pero el error no tardó en llegar. Su rodilla le
falló en el peor momento y uno de los guerreros aprovechó para
golpearle con la parte plana de su espada en el lateral de la cabeza,
ensordeciéndola y provocándole una momentánea desorientación. El
mismo guerrero la golpeó de nuevo con el puño del arma. Su
mandíbula crujió. Xena reculó, pero no llegó a caer. Con el rabillo del
ojo vio a uno de ellos alzar la espada sobre su cabeza. La iba a matar.
Con un esfuerzo agónico, se giró para mirar hacia donde estaba la
guerrera de la máscara de cuero. Si se había equivocado, era el fin. Si
no, también podría serlo. Apenas sintió miedo. Solo pena, una
inmensa pena, que no era del todo solo por ella. Al fin y al cabo,
siempre pensó que moriría así, bajo el filo de una espada. Pero no
podía hacer más, había luchado hasta lo imposible. Había estado
muchas veces en el filo de la posibilidad, pero ahora la muerte tomaba
visos de certeza. Sostuvo entonces con firmeza la mirada en aquella
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mujer y vio que esta, en el último momento, azuzaba su caballo en su
dirección. La vio ladear la cabeza cuando llegó frente a ella, en un
gesto que no supo si fue de curiosidad, reconocimiento o mera
indiferencia. El guerrero, espada en alto, esperaba su señal. Xena
miró a los ojos de la guerrera de la máscara de cuero. Verdes.
Reconocería esos ojos hasta en el mismísimo Tártaro.
Por todos los dioses, pensó, sintiendo un desfallecimiento que casiestuvo a punto de doblar sus rodillas.
—¿Gabrielle? —pronunció el nombre con dificultad a través deldolor de su mandíbula maltrecha. La guerrera no dio muestras dehaberla oído, pero sostuvo su mirada. Xena inspiró con fuerza ypronunció de nuevo su nombre, esta vez sin duda en el tono—.Gabrielle.
De súbito, la guerrera de la máscara desmontó y sus guerreros seapartaron a su paso. Llegó hasta Xena y se plantó frente a ella.Pareció estudiarla con detenimiento. Después, con un rápido gesto, sellevó una mano a la cara y retiró la máscara que cubría su rostro.
Era una mujer joven, de pelo corto y pajizo, con una pequeñacicatriz que le cruzaba el mentón. Con los ojos verdes.
—Partidle las manos —ordenó Gabrielle—. Y llevadla alcampamento.
Xena perdió el conocimiento cuando los guerreros cumplieron laorden. Pero antes de sumirse en la oscuridad de la inconscienciasintió dos cosas: alivio y miedo.
La había encontrado.
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Empezaba a oír mejor, sí. Al menos, ya no tenía ese agudo pitido
dentro de su cabeza. Los dedos seguían doliéndole, y la mandíbula, y
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la quemadura del brazo, y el resto de sus heridas. Y el alma. La
desorientación cesó y se obligó a imponer la sangre fría sobre las
emociones. Todavía llevaba los ojos vendados, pero sabía que estaba
en su tienda. Notaba pies y manos prisioneros del hierro de unos
grilletes. Tiró de uno de sus pies y, por la resistencia que halló, supo
que estaba encadenada a algo fijo, tal vez a una argolla clavada en el
suelo.
Seguía notando, también, la presencia de otra persona en la tienda.
Sabía que era una tienda porque había rozado con la recia tela al ser
introducida dentro y los sonidos del exterior le llegaban embozados.
Aguardó, expectante, pues ni se podía mover ni mucho menos hablar.
Un vendaje cubría la parte inferior de su rostro. Escuchó cómo alguien
entraba en la tienda, pero entonces la persona que hasta ese
momento había permanecido callada, ladró una orden:
—Fuera. Era la voz de Gabrielle. Un tono más grave, un grado más oscura,
pero su voz. Se quedó a solas con ella. Pasó un largo rato sin que se moviera o
dijera nada. Parecía haberse olvidado de su presencia. Decidió
arriesgarse y le dio a conocer su consciencia moviéndose un poco.Esperó su reacción, pero no llegó. Sin embargo, no tardó en hacerlocuando se movió de nuevo. El filo de una daga fue presionado contrasu garganta. Se había situado a su espalda con total sigilo. Aguardó,pero Gabrielle no hizo nada. Quiso volver a pronunciar su nombre,pero su mandíbula rota no se lo permitió. En su lugar emitió un sonidogutural, un murmullo que apenas atravesó el apósito que cubría la
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parte inferior de su cara. Aunque su murmullo, al parecer, la hizoreaccionar. Con brusquedad, le quitó la venda de los ojos y la hizogirar hacia ella sin ninguna consideración, al tiempo que llamaba a sulugarteniente.
—¡Dosha! Xena parpadeó y trató de acostumbrar sus ojos a la luz. Cuando lo
hizo, tenía el rostro de Gabrielle a apenas unos centímetros del suyo.No estaba preparada para el impacto emocional que le provocó.Gabrielle, pensó, sintiendo un nudo en la garganta y una opresión enel pecho.
—¿Ama? —la guerrera llamada Dosha entró en la tienda. Gabrielle no apartó la mirada de la de Xena. Esta se estremeció
ante la dureza de sus ojos. No encontró, en esa mirada que tantoanhelaba, la calidez de la que había sido su portadora. Era como si el
alma de Gabrielle hubiera dado un paso atrás dentro de ella,desterrada por un habitante indeseado. —Llama al sanador y que se ocupe de cambiar estas vendas. —Sí, Usmah. Usmah, pensó Xena con desasosiego. Sus sospechas se habían
confirmado. La historia del tuscaniano moribundo era, pues, cierta. El
demonio errante y los cuerpos que le servían de recipiente. Sin
embargo, la parte que el guerrero de Tuscaan no le pudo contar a
Xena fue la razón de que escogiera a Gabrielle como nuevo recipiente.
Por qué a ella:
La presa fácil. Acababa de ser herido. Había podido, no obstante,alcanzar al arquero que lo había asaeteado, y solo después de haberlodespedazado lo lamentó. Tendría que buscar un nuevo cuerpo, lo
antes posible. La batalla tocaba a su fin. Su ejército, o lo que de élquedaba, había emprendido la persecución de lo que quedaba delejército tuscaniano. En la llanura solo quedaban los muertos y losagonizantes.
No le servían.
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Pero entonces la percibió. La presa fácil. En realidad había dos,pero la otra emanaba demasiada fuerza como para enfrentarse a ella,débil como ya estaba por la flecha envenenada.
Gabrielle, en un principio, trató de auxiliar al guerrero herido que viosalir de la espesura, pero su alma pura intuyó la oscuridad y se pusoen alerta. Trató de defenderse e hizo brotar en un par de ocasiones lasangre de su atacante. Pero acabó venciendo el demonio, que atrapósu esencia y la deshizo entre sus garras oscuras.
Gabrielle despareció y en su lugar Usmah, el demonio errante,renació poderoso. Retomó con él entonces el camino de la desolación,formando un nuevo ejército.
Y el alma que hasta entonces albergaba toda la luz se tornó oscura,infame y sedienta de sangre.
25
Xena no podía apartar los ojos de Gabrielle. Se dio cuenta de que
toda su estrategia acababa aquí. Solo había pensado en llegar hasta
ella y, ahora que lo había hecho, no podía anticipar el siguiente paso.
Sabía que debía recuperarla, pero no cómo.
—Te conozco —dijo Gabrielle, escrutándola como si fuese un
animalillo exótico. Xena sintió una punzada de esperanza. Sus ojos
brillaron—. Percibí tu alma en aquella llanura, en el escenario de la
batalla contra los tuscanianos —el brillo en los ojos de Xena fue
desvaneciéndose, junto a su esperanza. ¿No la reconocía? —. Un
alma guerrera, muy poderosa. Y un cuerpo igualmente preparado para
la batalla —su tono era apreciativo, pero levantó olas de escalofrío en
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la piel de Xena—. Eres excelente en el manejo de la espada. Muy
elástica y contundente en los golpes —Gabrielle sonreía tenuemente.
Su voz era acerada, sin ninguna inflexión. Un tono que Xena calificaba
como peligroso —. Manejas el hierro como una prolongación de ti
misma. Matas certeramente. No sé por qué quiero que estés aquí —
una súbita sonrisa lobuna apareció en el rostro de Gabrielle—, pero
estarás hasta que me canse. Puede que después te mate, beba tu
sangre y pruebe tu carne. Amo a los buenos guerreros... y guerreras.
Alguien entró en la tienda. Olía a ungüentos. El sanador. Gabrielleno apartó la mirada de Xena.
—Procura ser una buena distracción, guerrera, me canso pronto delas novedades —y, dicho esto, se alzó con ligereza, dejando paso alsanador.
26
El Consejo ultimaba los detalles del plan a ejecutar contra el tiyah.
La primera incursión había acabado en desastre, pero esta vez no
podían fallar.
El demonio, cuyo cuerpo mortal estaría previamente debilitado por
una serie de heridas que se le inflingirían, sería atraído hacia la gruta
donde tendría lugar la ceremonia de destrucción, ejecutada por las
doce chamanas encargadas del ritual. Este se iniciaría con un rito de
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ocultación, un manto de oscuridad que silenciaría la presencia de sus
almas al demonio errante. Era, con mucho, la parte más débil de la
acción. Las doce chamanas implicadas tenían el poder suficiente
como para ocultar su presencia espiritual al intuitivo demonio, pero no
lograban acertar con el “cebo” adecuado que lograra captar su
atención en el momento más crítico, cuando, sabedor de la muerte
inminente del cuerpo que habitaba, buscara en su entorno el próximo
que le cobijara. El resto de la acción estaba precisa y minuciosamente
establecida. Cada parte del plan era como una pequeña pieza
engarzada cuyo único objetivo era el de llevar al demoníaco ser hasta
la gruta. La pieza principal se asentaba sobre la resistencia del cordón
de guerreras amazonas que se desplegaría, como un corredor
humano, desde la posición del tiyah hasta la entrada a la cueva, como
un pasillo humano que lo empujaría hacia ella, al tiempo que impediría
su huida. Obviamente, esa posición debía ser ganada a pulso.
Amazona a amazona. Era más que probable que el demonio se hiciera
rodear de sus más feroces guerreros, y no sería fácil franquearlos. El
plan contemplaba que el corredor de amazonas avanzara hasta
alcanzar una posición sólida en torno al demonio y mantenerse allí
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durante todo el proceso. Unas guardaespaldas que en nada querían
su bien, todo lo contrario.
El siguiente paso consistiría en asetear al demonio en siete partesconcretas de su cuerpo, señaladas específicamente por la sanadorareal, y cuya principal función era herirlo de muerte, pero no matarlo, noal menos hasta que se ejecutara la tercera parte. El cordón deamazonas, compuesta por guerreras de probada resistencia, teníacomo objetivo prever cualquier intento del demonio herido de ocupar elcuerpo de alguno de sus guerreros o de incluso alguna amazona. Lasamazonas contaban con un amuleto preparado expresamente por lasdoce chamanas, que debería servir de barrera contra el poder deltiyah, si bien todas eran conscientes de la fragilidad de la magia
chamán encerrada en un pequeño amuleto frente a un demonio comoUsmah. Pero esperaban que la concurrencia de todas lascircunstancias —amazonas resistentes, amuleto, sus heridas—,empujaría al demonio agonizante a buscar un receptáculo más fácil.Las amazonas del cordón humano tenían unas órdenesincuestionables: matar, acabar con toda vida alrededor del demonio.Aunque fuese la propia. Si el alma corrupta del demonio hallaba unnuevo recipiente sano, todo empezaría de nuevo. Y todavía sehallaban recientes los ecos de los gritos de las amazonas inmoladasen el valle de Miriahdis. Eso era incuestionable. No le darían unasegunda oportunidad.
Las amazonas esperaban que el demonio, urgido por la necesidadde un nuevo cuerpo, empujado por el metódico hostigamiento delcordón amazona, que funcionaría como un émbolo hacia una únicadirección, se viera impelido a actuar tal y como se había planeado:hacia esa única dirección, la gruta.
Y en la gruta era donde confluía la parte más débil del plan. Allí eradonde había que proporcionarle una esperanza, un nuevo cuerpodonde habitar que sustituyera al agonizante.
Justo en esta parte del plan fue cuando Xena, sin alzarse ni alzar la
voz, sentada en el mismo rincón desde el cual había seguido en
silencio el plan del Consejo, sumergida en sus recuerdos, dijo:
—Yo seré ese cuerpo.
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Mebira se agitó, intranquila, escudriñando la expresión de Xena.
Pero no pudo leer nada en ella.
—¿Por qué tú, Xena? —reclamó la reina.
—Me conoce, sabe de mi alma. Ya intuyó mi presencia en la
anterior ocasión... —su voz perdió un ápice de tono, pero lo recuperó
tan pronto que apenas sí ninguna de las presentes reparó en ello— en
la que logró el cuerpo del que ahora es portador. Durante mi cautiverio
me dijo que me había intuido, pero deduzco que mi fortaleza le hizo
decidirse por la otra persona—. Otra persona, gritó su mente.
Gabrielle.
—¿Crees que te reconocerá?
—Sin duda.
—Pero tu ceguera...
—No digo que desee mi cuerpo para habitarlo. Solo que se sentirá
atraído por mí.
Domila frunció el ceño y pareció querer replicar, pero silenció lo que
quiso decir. La sanadora le había informado de las terribles heridas
que había tenido que curar en Xena... y lo que más allá de lo
puramente físico implicaba. Intuía así que Xena no andaba del todo
errada, si bien no le gustaba. Pero no había más opción. Ya lo habían
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discutido durante horas. El cebo que precisaban. Xena. Giró hacia las
representantes del resto de clanes y hacia las chamanas. Todas
asintieron.
—De acuerdo —aceptó—. Aguardarás en la cueva. Una vez el
demonio haya entrado en ella, procura atraerlo hacia el centro. Las
chamanas te indicarán dónde. Una vez se haya formado el círculo
deberás abandonarlo inmediatamente, abandonar la gruta.
¿Comprendes?
Xena asintió. Comprendía.
El Consejo había concluido. Xena rechazó la ayuda de Corice y
regresó sola a su cabaña. El Consejo había emitido su unánime
decisión: aniquilar al tiyah, atrapado el demonio en un arco de poder
conjurado por las chamanas. Para ello, antes debían acabar con su
ejército. Para ello, también debían acabar con el cuerpo que le servía
de recipiente.
Xena le había dicho a Domila que comprendía. Esperaba que ella lo
hiciera también si todo salía como la guerrera había planeado.
Implicaba su traición al clan amazona. Un estigma. De nuevo.
Pero no había peor estigma que la huella de Gabrielle muerta en su
corazón.
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Sus manos y su mandíbula iniciaron un lento proceso de curación.Permanecía encadenada en la tienda de Gabrielle, pero en dos díasno se había acercado a ella ni Xena había pronunciado palabraalguna. Durante esos dos días, Gabrielle —le costaba considerarlacomo Usmah— parecía seguir con lo que era su rutina, ignorándolapor completo. Gabrielle, o al menos la que ella había conocido comoGabrielle, se comportaba con total indiferencia hacia su persona.Durante eso dos primeros días, Xena pudo observarla detenidamente.
Era Gabrielle, su cuerpo al menos, pero no su esencia, no su yo. Suluz. Incluso hasta su físico acusaba la transformación de su interior. Sucuerpo se había angulado, endurecido. En sus brazos se marcabanlos músculos y las cicatrices. Y en su omóplato derecho, un infametatuaje que representaba al demonio Usmah. Había, también, cortadosu cabello, tenía una cicatriz en el mentón y presentaba heridaspropias de una guerrera. También se comportaba como tal. Erabrusca, inflexible y sumamente cruel.
Y también muy promiscua.
Xena lo comprobó, para su consternación, durante la primera noche.
El demonio daba rienda suelta a sus instintos carnales sirviéndose del
cuerpo de Gabrielle. Esa noche, Xena descubrió, horrorizada, que el
amor tiene un lado oscuro, y se llamaba dolor. No era el dolor típico
atribuido a un rechazo o un desengaño, sino uno infinitamente peor: el
sufrimiento por la persona amada. Sabía que su Gabrielle no estaba
allí dentro, pero no lograba racionalizarlo del todo, no al menos lo
suficiente como para mantener el nivel de tormento dentro de unos
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límites aceptables. No soportaba la idea de la indefensión de
Gabrielle, la verdadera, prisionera de esa alma corrupta. Y no
soportaba, lo descubrió de la peor forma posible, ver a Gabrielle con
otra persona. Por ese pequeño espacio que escapaba al control de su
voluntad, por ese diminuto resquicio que no lograba completar su
razón, se colaron, infames, una serie de sentimientos que la llenaron
de vergüenza, pero, que, igualmente, escaparon a su control: celos,
ira, sentimiento de traición. En su interior, una y otra vez, no hacía más
que repetirse que esa no era Gabrielle, no era su bardo, la joven e
inocente aldeana, la amiga que la arrastró sin tregua noche y día en
una parihuela, sin tener en cuenta su propio bienestar. Pero no
lograba desprenderse de la dolorosa sensación de estar siendo, de
algún modo, traicionada. Tuvo que hacer acopio de todo su sentido
común para apartar de sí esos sentimientos, que amenazaban
expandirse sobre ella y envolverla en un manto de amargura. Allí no
estaba Gabrielle, solo Usmah. Pero le costaba mucho asumirlo
racionalmente.
En la noche de su segundo día desde su captura, Gabrielle entró en
la tienda tras haber estado todo el día fuera. Por los ruidos y las
palabras que había escuchado al amanecer esta había conducido a su
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ejército hacia otro combate. Entró en la tienda arrojando rabiosa su
máscara contra el suelo. Al contrario de la indiferencia mostrada hacia
ella los dos días anteriores, esa noche Gabrielle se dirigió
directamente hacia ella y, sin darle tiempo a reaccionar, le propinó una
fuerte patada en el costado. Xena acusó el golpe, pero no dejó de
mirarla directamente a los ojos, casi con insolencia. Tal vez fue eso lo
que hizo que el demonio se decidiera a hablarle. Gabrielle se despojó
con un solo movimiento de la armadura y se acuclilló frente a ella.
Tenía una mirada febril, y Xena fue muy consciente del rastro de la
sangre que moteaba su piel y su ropaje.
—Eres impertinente —Gabrielle sacó una daga y la colocó en la
garganta de Xena—, y el Tártaro está lleno de ellos —delineó con el
filo del estilete la piel de Xena y después la apartó. Xena se fijó que en
su filo había restos de sangre, seca ya—. Tus amazonas pelean bien,
pero no lo suficiente. Se han replegado de nuevo. Supongo que
volverán. Conozco a las amazonas. ¿A qué sabe una amazona? —
Dijo bruscamente, sonriendo de forma siniestra—. ¿Tú lo sabes? —
Xena no contestó. Gabrielle ladeó la cabeza y su boca se convirtió en
una mueca despectiva—. Si no tuvieras lengua tendrías una auténtica
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razón para no hablar, ¿sabes? —siseó, alzando la daga y haciéndola
girar ante los ojos de la guerrera.