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1 Transparencia Nubosa. Déficit de accountability en sociedades heterogéneas Luis Alberto Fernández García. -¡No me gusta cómo juega al croquet esta gente! –se quejaba Alicia-. ¡Para empezar, no juegan limpio! ¡Y encima se están siempre peleando y armando tal alboroto, que no hay quien se entienda! Juegan sin reglas o, si las tienen, ¡no las cumplen! ¡Y lo peor es que los utensilios del juego son bichos vivos! .... - ¿Qué opinión te merece la Reina? –le preguntó el Gato en voz muy baja. - ¡Muy mala! –dijo Alicia-. ¡Es una persona tan terrible –(en ese momento se dio cuenta de que la Reina estaba atrás de ella, así que tuvo que rectificar la frase)- …mente inteligente, que resulta inútil jugar al croquet con ella, porque siempre gana! L. Carroll El objeto de esta investigación es analizar la importancia de la transparencia y la rendición de cuentas para el desarrollo democrático y los condicionamientos que las características políticas de la sociedad le imponen, a su vez, a tales ejercicios. Se trata de un avance preliminar de una indagación sobre las características de la democracia mexicana. Parte de una comparación entre la necesidad y justificación de la accountability sobre los actos de los gobernantes en sociedades democráticas y su impertinencia en contextos no democráticos. Después de reflexionar sobre el significado del concepto y de justificar la necesidad del empleo del término anglo, se examinan las razones o motivos que pueden tener los diferentes tipos de actores sociales para la promoción o el desaliento de la misma, y se explora la relación de mutuo condicionamiento entre las características específicas de una sociedad democrática determinada y las de la accountability en ella. Se ejemplifica, de manera incipiente, comparando el marco legal federal y el del Estado de Querétaro y algunas prácticas relacionadas con la auditoría del

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Page 1: Transparencia Nubosa. Déficit de accountability en ... · de las 13 colonias inglesas en Norteamérica, y a sólo treinta de la promulgación de la Constitución de esos Estados

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Transparencia Nubosa.

Déficit de accountability en sociedades heterogéneas

Luis Alberto Fernández García.

-¡No me gusta cómo juega al croquet esta gente! –se quejaba Alicia-. ¡Para empezar, no juegan limpio! ¡Y encima se están siempre peleando y armando tal alboroto, que no hay

quien se entienda! Juegan sin reglas o, si las tienen, ¡no las cumplen! ¡Y lo peor es que los utensilios del juego son bichos vivos! ....

- ¿Qué opinión te merece la Reina? –le preguntó el Gato en voz muy baja.

- ¡Muy mala! –dijo Alicia-. ¡Es una persona tan terrible –(en ese momento se dio cuenta de que la Reina estaba atrás de ella, así que tuvo que rectificar la frase)- …mente inteligente,

que resulta inútil jugar al croquet con ella, porque siempre gana!

L. Carroll

El objeto de esta investigación es analizar la importancia de la transparencia y la

rendición de cuentas para el desarrollo democrático y los condicionamientos que

las características políticas de la sociedad le imponen, a su vez, a tales ejercicios.

Se trata de un avance preliminar de una indagación sobre las características de la

democracia mexicana. Parte de una comparación entre la necesidad y justificación

de la accountability sobre los actos de los gobernantes en sociedades

democráticas y su impertinencia en contextos no democráticos. Después de

reflexionar sobre el significado del concepto y de justificar la necesidad del empleo

del término anglo, se examinan las razones o motivos que pueden tener los

diferentes tipos de actores sociales para la promoción o el desaliento de la misma,

y se explora la relación de mutuo condicionamiento entre las características

específicas de una sociedad democrática determinada y las de la accountability en

ella. Se ejemplifica, de manera incipiente, comparando el marco legal federal y el

del Estado de Querétaro y algunas prácticas relacionadas con la auditoría del

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gasto público por parte de la Legislatura de este Estado. Termina explicitando la

necesidad de encontrar marcos adecuados para el análisis de los diversos tipos

de actores premodernos en el contexto de la sociedad mexicana actual. Hay que

tener en cuenta que los ejercicios empíricos son apenas un inicio, pero, al parecer,

consiguen mostrar que en nuestras sociedades pueden irse creando todo tipo de

estructuras propias de la democracia, pero, tanto en algunas peculiaridades de

éstas como en el uso que les dan los actores, se ven cargadas de contenidos

predemocráticos.

Introducción

Carlos III, Rey de España, firmó el 27 de febrero de 1757 en El Prado, en Madrid, el Real

Decreto de Expulsión de los jesuitas de todos sus dominios. Desde las primeras líneas del

documento, el Rey expresa que se encuentra

…estimulado de gravísimas causas, relativas á (sic) la obligación en que me hallo

constituido de mantener en subordinación, tranquilidad, y justicia mis Pueblos, y

otras urgentes, justas, y necesarias, que reservo en mi Real ánimo (Carlos III,

1757. Subrayado nuestro).

El monarca, ejemplar antológico del absolutismo ilustrado, no se ve precisado a explicar las

razones de sus decisiones, ni a justificar sus actos. En el mismo párrafo nos proporciona el

fundamento de su derecho a tal reserva: “…usando de la suprema autoridad económica, que

el TodoPoderoso (sic) ha depositado en mis manos”1. El Rey de España expresaba, en el

Borrador del mismo Decreto que

1 Ibíd. El Borrador de este Decreto, dejaba aún menor lugar a las dudas, al afirmar “igualmente dará a entender a los Reverendos Prelados Diocesanos, Ayuntamientos, Cabildos Eclesiásticos y demás estamentos o cuerpos políticos del Reino, que en mi Real Persona quedan reservados los justos y graves motivos que, a pesar mío, han obligado mi Real ánimo a esta necesaria providencia, valiéndome únicamente de la económica Potestad, sin proceder por otros medios, siguiendo en ello el impulso de su Real benignidad, como Padre y Protector de mis Pueblos”. En http://www.cervantesvirtual.com/bib_tematica/jesuitas/. Consultado el 20 de marzo de 2007.

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“para apartar alteraciones o malas inteligencias entre los particulares, a quienes

no incumbe juzgar ni interpretar las órdenes del Soberano, mando expresamente

que nadie escriba, imprima, ni expenda papeles u obras concernientes a la

expulsión…(subrayado nuestro) ”2.

El Marqués de Croix, Virrey de la Nueva España, en el Bando al que dio pie esta acción del

monarca, espeta a los súbditos del Rey “que nacieron para callar y obedecer y no para

discutir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno”.3

Ello ocurría a menos de diez años de distancia de la célebre Declaración de Independencia

de las 13 colonias inglesas en Norteamérica, y a sólo treinta de la promulgación de la

Constitución de esos Estados Unidos y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del

Ciudadano de Francia. El mundo estaba cambiando, aunque de manera heterogénea. No es

un mero anacronismo; son dos modelos de entender la autoridad y la obediencia, el mando

y la sociedad.

Se sabía entonces, como se sabe hoy, que todo mandatario debe de rendir cuentas a su

mandante y que éste tiene derecho a pedirlas. De ahí que resulte coherente que si un

monarca no debe su autoridad a los súbditos sino a Dios, sólo Dios lo pueda juzgar y sólo a

él deba cuentas. Esta idea es, sin embargo, del todo ajena al concepto de soberanía popular

y al de democracia, que presume que el poder del gobierno deriva del mandato popular. Ni

las afirmaciones del Rey de España ni las de su Virrey novohispano, a fines del siglo

XVIII, deben sorprendernos.

Sí, en cambio, que, dos siglos y medio después, el presidente del Tribunal Electoral del

Poder Judicial de la Federación de México haya recurrido al arcaico “la historia nos

juzgará” frente a las diversas críticas al fallo que calificó la elección presidencial de 2006 y

que el propio presidente de la República, Vicente Fox, haya declarado “que su trabajo

2 En http://www.cervantesvirtual.com/bib_tematica/jesuitas/. Consultado el 20 de marzo de 2007. 3 Diccionario Porrúa, historia, biografía y geografía de México (1970), 3ª Edición, México, p. 551.

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quedará para el implacable juicio de la historia”4. El gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz,

apenas unos días antes y ante las reiteradas voces levantadas por diversos círculos a

propósito de la conveniencia de su dimisión al cargo, dijo: “el único que quita y pone

(gobernadores) es Dios”5. Si los ciudadanos que votan no son la fuente del poder, ni ponen

ni quitan a las autoridades, mucho menos merecen que se les den cuentas de los actos de los

gobernantes. Es la misma lógica que emplea Carlos III; y es la contraria a los supuestos

filosóficos de toda democracia.

Hay otro caso emblemático en el que no hace falta la rendición de cuentas, aun en un

contexto democrático: cuando el dirigente es santo metido a político, “es decir, cuando la

entrega a la causa pública está marcada por una trayectoria que no arroja dudas sobre la

honestidad que rige el presente y regirá el futuro” (Millán, 2007). Es, como lo demuestra

este autor, el caso de Gandhi cuya honestidad está tan fuera de duda, que es hasta ofensivo

dudar de ella. En realidad, hay una transparencia original o previa, fundamental, del

dirigente, que provoca que sus gobernados le eximan de la rendición de cuentas.

La solución democrática, en cambio, implica que los ciudadanos, de manera periódica,

renuevan a los agentes del gobierno, es decir, a los responsables de las acciones que

brindan seguridad a los demás y con ello, se dan la posibilidad de remover a quienes no

funcionen adecuadamente. Las elecciones son, de esta manera, el instrumento

principalísimo para que los ciudadanos se deshagan de quienes no cumplan esa encomienda

con eficiencia o que abusen del poder que se les otorga; o bien, para ratificar a quienes

satisfacen las expectativas. No son, sin embargo, suficientes para alcanzar estos objetivos

ciudadanos, aunque sea por el solo hecho de su periodicidad relativamente grande; pero,

además, por la dificultad de que los electores tengan, al momento de votar, información

suficiente sobre el desempeño de quienes se proponen para los cargos. Anthony Downs

demostró hace tiempo que, para el ciudadano común, ni siquiera es redituable informarse

más allá de un nivel mínimo (Downs, 1957). Por este motivo, son necesarios otros

mecanismos para garantizar, pero al mismo tiempo limitar la acción del gobierno.

4 Comunicado de la Presidencia de la República del 22 de noviembre de 2006, en http://www.presidencia.gob.mx/. Consultado el 23 de noviembre de 2006. 5 Cfr. http://www.jornada.unam.mx/2006/11/18/.

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La democracia antigua postulaba –con frecuencia ingenuamente- que los ciudadanos

ejercían directamente el poder; la democracia moderna, en cambio, supone la

representación, es decir, una delegación de los ciudadanos hacia los agentes del gobierno y

esa sola idea implica la posibilidad de que tales agentes no cumplan a cabalidad las

expectativas de los delegantes, según lo esquematiza la Teoría del Agente-Principal

(Millán, 2006). El delegante (principal), de esta manera, requiere tomar diversas medidas

para asegurarse de que el delegado (agente) cumpla las expectativas y actúe como si el

principal estuviera al cargo. La accountability es una de esas medidas.

Todo dirigente, abundemos, tiene derecho a recibir cuentas de su dirigido y éste tiene

obligación de rendirlas. En las estructuras jerárquicas, de suyo, los superiores piden -y

reciben de sus subalternos- cuentas sobre el cumplimiento de los mandatos y lo hacen en la

mediada de su poder y condicionados por la efectividad de los mecanismos diseñados para

lograr su cometido; los subalternos, por su parte, tienen que justificar sus acciones o su

inacción. Es una accountability de arriba hacia abajo o descendente (Goodin &

Klingemann, 1996). El acuerdo democrático, sin embargo, con su suposición de que los

ciudadanos, a partir de los actos electorales, se constituyen en fuente del poder político,

implica que la sociedad tiene derechos de mandante sobre el gobierno. Esta es una

accountability ascendente, de abajo hacia arriba y, necesariamente, requiere un tipo de

arreglos institucionales diferentes, a fin de ser efectiva.

En las democracias modernas, la preocupación por la accountability se extiende más allá

del gobierno, hasta los partidos políticos y entonces se refiere no sólo al uso que hagan

estos de los recursos públicos o la manera en que se apeguen a la ley, sino incluso al

cumplimiento del mandato, esto es, si las promesas de los programas electorales y las

plataformas se reflejan en las políticas y los programas de gobierno después de las

elecciones.

La preocupación por la accountability.

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La falta de un concepto más adecuado en nuestra lengua, seguramente tiene relación con la

precariedad de las prácticas sociales de esta naturaleza. Aunque se le asocia a los conceptos

de “transparencia” y “rendición de cuentas”, el término accountability no tiene una

traducción precisa y con frecuencia se le ve citado simplemente en inglés6. La necesidad

del anglicismo descansa en que el significado de la palabra en esta lengua es más complejo

que sus traducciones.

In English, the idea of accountability among elected officials implies the following:

that representatives communicate to voters what they will do if elected; that

information about their actions once in office is available to citizens; that

representatives are responsive to the preferences and demands of their constituents;

and that representatives face a real chance of punishment (politically or legally) for

lack of responsiveness. In Spanish, the closest term is probably “rendición de

cuentas,” which translates literally into “rendering of accounts.” Some Latin

American constitutions require periodic formal “renderings” in public forums

among citizens, and the proximate intent is clearly to facilitate the sort of

communication and transparency conveyed by the English term. But the formalism

of the Spanish term accurately conveys its narrower meaning. In interviews with

legislators in a number of Latin American countries on this and related issues,

interview subjects frequently simply used the English word “accountability” for

lack of an appropriate Spanish substitute (Cary, 2006).

En su raíz, accountability significa la disposición propia a ponerse de pie y ser escrutado

como parte de una actividad. En este sentido, la accountability es menos algo que me hacen

y más bien refleja la condición propia y la necesaria voluntad de contribuir a un resultado.

Es la condición de ser revisable o la susceptibilidad a ser supervisado.

6En este idioma, se usa como sinónimo de conceptos tales como answerability, liability responsibilty, blameworthiness.

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En los países de América Latina, las autoridades electas, y al menos algunas de las

designadas, rinden cuentas en actos formales, generalmente señalados por la ley. Mientras,

en las tradiciones anglosajonas, es la propia naturaleza del cargo la que implica la

obligación de quien lo ocupa de justificar y transparentar todos los actos que se desprendan

de su posición como agente, lo que supone un derecho subjetivo de observar o escrutar

dichas conductas por parte de los demás miembros de la sociedad, por el sólo hecho de

serlo. Para el gobernante, sea electo o designado, significa la conciencia y asunción de

responsabilidad por sus decisiones, actos, omisiones, obras, y resultados, incluidos la

administración, el gobierno y el conjunto de actividades dentro del ámbito del puesto y

abarca la obligación de reportar, explicar y ser responsable, política o legalmente, por las

consecuencias que resulten.

En español, pudiéramos decir que los actos y omisiones de los delegados, son, por su propia

naturaleza, contables, en el sentido de narrables, explicables y no en el sentido de

“enumerables”, tal cual, en el lenguaje corriente, todos distinguimos cuestiones que son

contables de otras que, al menos ante ciertos auditorios, no lo son. En abstracto, ya que la

democracia es un acto de delegación del poder popular en determinadas personas, que

mediante ello son investidas de autoridad, los actos y omisiones de éstas en cuanto tales

son siempre contables.

La preocupación por la rendición de cuentas, la transparencia y los mecanismos de

moderación del poder es de vieja data; no obstante, aun en Reino Unido, por ejemplo, y

habida cuenta del peso de derecho consuetudinario en ese Estado, sólo recientemente (en

1995) se incluyó como uno de los Siete Principios de la Vida Pública7:

“Holders of public office are accountable for their decisions and actions to the

public and must submit themselves to whatever scrutiny is appropriate to their

office.”

7 Summary of the Nolan Committee's First Report on Standards in Public Life. En http://www.archive.official-documents.co.uk/document/parlment/nolan/nolan.htm. Consultado el 31 de agosto de 2006

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La accountability implica, así pues, tres actividades distintas: (Shedler, 2004):

a) La justificación pública de los actos de la autoridad;

b) La rendición de cuentas obligatoria por parte de los gobernantes hacia los

ciudadanos; y

c) La posibilidad de ser procesado y castigado judicialmente, en casos de transgresión

a las normas.

La preocupación no es solamente conceptual o semántica. En realidad, podemos observar

que, en algunas democracias la práctica de la accountability enfrenta numerosos problemas:

Por un lado, suele no ser intensa, como lo advierte O´Donell (2000): “…el hecho es que en

muchas de estas democracias el ejecutivo se esmera por eliminar o tornar ineficaces a todo

tipo de agencias de AH (accountability horizontal)” (O´Donell, 2000: 8-9). O, peor aún:

…si las responsabilidades de AH existen en la letra de la ley, pero las agencias

respectivas son neutralizadas por poderes superiores, la consecuencia no sólo será

facilitar transgresiones o corrupción de estos poderes sino también el descrédito de

las agencias de AH; este es un costo gravísimo para un régimen democrático.

(O´Donell, 2000: 27).

Este tipo de conducta del gobernante pretende fundarse en la contradicción implícita entre

la accountability y el liderazgo, entre la eficiencia gubernamental y el control ciudadano

sobre el gobierno, toda vez que un electorado puede tener objetivos de corto plazo que son

incompatibles con sus intereses del largo. Si las agencias especializadas de accountability

son constantemente señaladas de restar eficiencia al gobierno o de entorpecer su acción –

máxime en sus responsabilidades en contra del crimen- no sólo se menoscaban las

posibilidades de éxito de las acciones de esas agencias, sino que inclusive se puede

desacreditar a cualquier ciudadano que se manifieste por una mayor transparencia o

rendición de cuentas. Pero en el lado opuesto, si las instituciones no logran señalar con

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precisión lo que es accountable y lo que no lo es y quién debe dirimir los diferendos al

respecto, no sólo se corre el riesgo de justificar la inoperancia y el desprestigio de la propia

accountability, sino de tornar inoperante al propio Estado.

También puede ocurrir dar a la accountability un uso diverso al supuesto -es decir, al de

mejorar el control ciudadano sobre los organismos públicos sin mayor detrimento de su

eficiencia- cuando, a fin de perjudicar a políticos contrincantes, medios de comunicación

que responden a intereses oligopólicos hacen accountable lo que no lo es -como la vida

íntima o privada de los funcionarios de gobierno- o cuando simplemente mienten escudados

en la transparencia.

Estas cuestiones nos plantean varios problemas. En primer lugar, la necesidad de precisar

las deficiencias institucionales de la accountability en un contexto determinado; en

segundo, identificar de qué factores depende la calidad de la accountability; y, en tercero,

explorar si una sociedad democrática determinada evoluciona mejorando los instrumentos

de control ciudadano frente a los abusos del poder o bien, si se constituye en un tipo

peculiar de democracia que difiere de los supuestos neo clásicos y que reproduce sus

características por tiempo indefinido.

Este último tópico plantea un complejo fenómeno a investigar: si la distancia de una

democracia (en nuestro caso, la mexicana) respecto de un modelo generalmente aceptado

por los académicos se debe a una etapa temprana de desarrollo, de manera que su evolución

la acerca a las características de dicho modelo; o si, por el contrario, las condiciones

estructurales de la sociedad mexicana la instalan en un tipo de democracia que se

caracteriza por la introducción de instituciones propias del modelo (neo) liberal y

democrático, pero, al menos en parte, vacías de contenido. (O´Donnell, 1992).

En América Latina, la irrupción del tema está relacionada con la crisis de la teoría del

desarrollo, en los años 80, la emergencia del neo liberalismo y el Consenso de Washington

(cfr. Morales y Millán en este libro). Las crisis económicas de los países de

industrialización más tardía, aun a pesar de la imposición de las recetas de los organismos

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financieros internacionales, llevó a la convicción de que éstas fallaban debido a sistemas

políticos corruptos y no transparentes (“corrupt and non-accountable political systems”

Brett, 2006)8. Independientemente de la importancia que se atribuya a esta influencia

externa, el hecho de la democratización de los sistemas electorales pronto acarreó la

búsqueda de una mayor calidad de la democracia en algunas elites políticas, lo que,

ciertamente incluyó la exigencia de una mayor transparencia y de posibilidad efectiva de

castigo a los políticos transgresores o corruptos.

Democracia y accountability

El dilema político de toda organización social se puede expresar de la siguiente manera:

cómo dotar a una parte de la sociedad de poder bastante para garantizar a sus integrantes un

grado de seguridad9 suficiente y, simultáneamente, cómo limitar ese poder para que cumpla

y sólo cumpla ese objetivo y no ningún otro, ni, mucho menos, actúe en su propio beneficio

a costa del de los demás (Schedler, 2004). Por lo que hace a las democracias

representativas y al tenor de lo expresado, la accountability se convierte en actividad clave

para la relación entre los gobernantes y sus supuestos mandantes y, por tanto, para afianzar

la legitimidad del poder público.

Como sabemos, las democracias modernas se han nutrido ideológicamente de, al menos,

tres corrientes de pensamiento, mismas que establecen relaciones no siempre exentas de

contradicciones (O´Donnell, 2000): la tradición democrática, que tuvo su expresión

paradigmática en la Atenas del siglo V a.C.; la tradición republicana, que se expresa

claramente en las doctrinas de Montesquieu y en los artículos de El federalista,

particularmente los de Madison; y, finalmente, el liberalismo de Locke, Kant, Mill,

Tocqueville, Weber, etc. Las dos primeras tradiciones coinciden en otorgar prioridad al

bien público frente a los privados, ya sea porque es “natural” que el todo sea primero que

8 “By the early 1990s these economic failures were attributed to poor implementation and therefore to state failures caused by corrupt and non-accountable political systems”. (Brett, 2006: 6). 9 La palabra “seguridad” se usa en un sentido amplio; incluye desde lo que comúnmente se entiende por bienestar social hasta la seguridad pública y la nacional, propiamente dichas.

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las partes y de hecho, lo privado apenas se distinga de lo público y, en todo caso, siempre

se le supedite10; ya porque, frente a la clara distinción entre lo público y lo privado, que

ciertamente reconoce la tradición republicana, la virtud superior radica precisamente en lo

público. Recordemos, por ejemplo, el elogio que hace Maquiavelo, en sus “Historias

Florentinas”, de aquellos que están dispuestos a sacrificar la salvación de su alma a la

grandeza de la patria. A pesar de la supremacía de lo público otorgada por estas dos

doctrinas, en ambos casos sus promotores fueron conscientes de los riesgos que supone que

los agentes del poder político lo ejerzan sin controles. En el caso de los griegos, es sabida la

reticencia que tanto Platón como Aristóteles tenían por la democracia, por los claros riesgos

que presenta de convertirse en una tiranía de la mayoría. La solución del genio ateniense

consiste en sujetar a toda la polis al imperio de la ley, frente a la cual, todos somos iguales

(isonomía11). Aristóteles señala, con toda precisión, que ni siquiera la asamblea

mayoritaria puede modificar la ley a su antojo12, “porque donde las leyes no gobiernan, no

hay república. La ley debe ser en todo suprema…” (Aristóteles, 2000: 226). Recordemos,

así, que el propio régimen ateniense limitaba enormemente el poder de los gobernantes a

través de diversas instituciones, como la corta duración y la rotación de los cargos, los

10 “La polis, como suma de la comunidad ciudadana, da mucho. Puede exigir, en cambio, lo más alto. Se impone a los individuos de un modo vigoroso e implacable e imprime en ellos su sello. Es la fuente de todas las normas de vida válidas para los individuos. El valor del hombre y de su conducta se mide exclusivamente en relación con el bien o el mal que le proporciona”. ( Jaeger, 1957: 112) 11 “La obra de filosofía pedagógica de Platón culmina en el hecho de que en su última y mayor obra se convierte en legislador, y Aristóteles termina su Ética mediante apelación a un legislador que realice su ideal. (…) Las críticas posteriores a la ley, tal y como se dieron en los tiempos de la democracia corrompida, contra un legalismo del estado, oprimente (sic) y despótico, no afectan a lo que acabamos de decir. En oposición a este escepticismo, todos los pensadores antiguos están de acuerdo en el elogio de la ley. Es para ellos el alma de la polis. ´El pueblo debe luchar por su ley como por sus murallas´, dice Heráclito. Aquí aparece, tras la imagen de la ciudad visible, defendida por su cerco de murallas, la ciudad invisible, cuyo firme baluarte es la ley. Pero hallamos todavía un reflejo más primitivo de la idea de la ley en la filosofía natural de Anaximandro de Mileto a mitad del siglo VI. Transfiere la representación de la diké, de la vida social de la polis, al reino de la naturaleza y explica la conexión causal del devenir y el perecer de las cosas como una contienda jurídica en la cual, por la sentencia del tiempo, aquéllas tendrán que expiar e indemnizar de acuerdo con las injusticias cometidas. Tal es el origen de la idea filosófica del cosmos, puesto que esta palabra designa, originariamente, el recto orden del estado y de toda comunidad. La atrevida proyección del cosmos estatal en el Universo, la exigencia de que, no sólo en la vida humana, sino también en la naturaleza del ser, domine el principio de la isonomía y no el de la pleonexia, es testimonio de que en aquella época la nueva experiencia política de la ley y del derecho se hallaba en el centro de todo pensamiento, constituía el fundamento de la existencia y era la fuente auténtica de toda creencia relativa al sentido del mundo”. Ibíd.: 113. Pleonexía, como antónimo de isonomía es superioridad, ventaja o preponderancia. (Cfr. Diccionario Griego-Español, 1945). 12 Véase, Libro 4º, Cap. 4.

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cuerpos colegiados y el ostracismo, por ejemplo; además de efectivos mecanismos de

revisión de los actos de los magistrados y de su manejo de los recursos fiscales.

Los federalistas estadounidenses, por su parte, ante la asombrada previsión del aplastante

poder que acumularía el poder legislativo en su diseño constitucional, se dieron

mecanismos para dividir y balancear el poder de los agentes que iban a tener facultades de

emitir medidas vinculantes y podrían disponer del monopolio de los medios de coerción

legítima para garantizar la obediencia. Se creó así, como bien nos lo hace ver O´Donell

(2000), no una separación absoluta de los poderes, sino que a cada uno de ellos se le dotó

de áreas propias de los otros, tales como funciones jurisdiccionales a la legislatura, a través

del impeachment, o juicio político; algunas facultades legislativas al ejecutivo y al judicial;

control constitucional de la actividad legislativa por parte de una corte suprema, etc.; en una

mutua imbricación que pretende controles auxiliares. (Blanco, 2000; O´Donell, 2000)

Pues bien, ni siquiera estos mecanismos pueden asegurar a los ciudadanos no ver aplastados

sus derechos frente a una confabulación del poder. Fulgura aquí la aportación de la tercera

doctrina fuente: el liberalismo. Se trata de la única de las tres corrientes mencionadas que

manifiesta una desconfianza fundamental frente al poder público. Como las ideas

republicanas, el liberalismo distingue claramente lo público de lo privado, pero, al contrario

de aquél, establece la prioridad de la esfera del individuo y, por tanto, busca una defensa de

sus libertades frente a un poder público que resulta avasallador. La paradoja es que una

defensa efectiva de las libertades y derechos individuales requiere un poder eficiente, un

poder político fuerte que administre un sistema complejo de tribunales y de medios

coactivos; y, por fuerte, inmediatamente se constituye en un riesgo para los ciudadanos.

¿Cómo es posible –se preguntaba Max Weber, a principios del siglo XX- en

presencia de esa tendencia hacia la burocratización salvar todavía algún resto de

libertad de movimiento “individual” en algún sentido? Porque a fin de cuentas,

constituye un burdo autoengaño creer que sin dichas conquistas de la época de los

“derechos del hombre” podríamos –aun el más conservador entre nosotros- ni

siquiera vivir.

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¿Cómo –continúa- puede darse alguna garantía, en presencia del carácter cada día

más imprescindible del funcionarismo estatal –y del poder creciente del mismo que

de ello resulta- de que existan fuerzas capaces de contener dentro de límites13

razonables, controlándola, la enorme prepotencia de dicha capa, cuya importancia

va aumentando de día en día? ¿Acaso la democracia será también posible (sólo) en

ese sentido limitado? (Weber, 1922: 1075).

El liberalismo se centra, pues, en la esfera individual y busca protección efectiva para las

libertades individuales. La contradicción se presenta porque los ciudadanos tienen que crear

un estado fuerte y amenazante, sin que sea directamente su propósito. Sin embargo, su

convicción de que hay derechos, por anteriores, superiores al poder, le permite diseñar un

sistema de protección fundamentalmente expresado en el constitucionalismo, las

declaraciones de derechos, y el control constitucional por una corte, que salvaguardan esos

derechos contra el Estado, inclusive contra las mayorías y otras constelaciones de poder

abusivas.

La experiencia nos enseña que, incluso contando con este tipo de instituciones, si no hay

otras agencias comprometidas con la protección de estos derechos, dichas instituciones son

sólo formales, vacías de contenido, o, en el mejor de los casos, funcionan deficientemente.

Es aquí donde se establece el papel de la accountability. Siguiendo a O`Donell (2000),

llamaremos accountability horizontal (AH) a la que se ejerce por parte de organismos

públicos que supervisan otras actividades de gobierno. Consiste en la existencia de

agencias estatales que tienen autoridad legal y están tácticamente dispuestas y capacitadas

(empowered14) para emprender acciones que van desde el control rutinario hasta las

sanciones penales o incluso impeachment, en relación con actos u omisiones de otros

agentes o agencias del Estado que pueden, en principio o presuntamente, ser calificadas

como ilícitos. Como bien lo señala el autor de referencia, no se trata de cualquier

interacción cotidiana que se deban unas a otras las agencias de gobierno, sino de la acción 13 (énfasis en el original) 14 En español, bien podríamos decir “facultadas”.

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directa detonada por la comisión o la presunta comisión de una transgresión legal o un acto

de corrupción o abuso del mandato y que debe desembocar en su impedimento y/o en el

castigo al transgresor.

La accountability vertical, por su parte tiene dos esferas: la electoral, y la que O´Donell

llama “vertical societal” (sic), que es básicamente la que ejercen organizaciones sociales no

gubernamentales.

En las sociedades modernas, precisamente en la medida en que obtienen la mayor

proporción de su legitimidad de la creencia en la racionalidad del derecho (Weber, 1922), la

accountability horizontal es de la mayor trascendencia, toda vez que la accountability

llamada “societal” que no concluya en acciones legales y castigos para los agentes

corruptos o transgresores de la le ley puede resultar ineficaz, cuando no contraproducente

para sus promotores.

Heterogeneidad de tradiciones, heterogeneidad de actores y vacuidad de instituciones en algunas sociedades

La modernidad no es, sin embargo, una época, sino un carácter. Por ello, en sociedades

contemporáneas pueden convivir diversos tipos de actores, con sus valores, sus estilos, sus

vías. Revisemos a los personajes de esta obra dramática.

a. Los ciudadanos

Las tres doctrinas fuente de la sociedad moderna que fueron descritas en la primera sección,

suponen una contradicción entre los intereses de los individuos y los del grupo, debido a

que estos no coinciden necesariamente. El modelo “supone individuos racionales que son,

en lo privado, egoístas e interesados, y en lo público, responsables y solidarios”. (Escalante,

1992: 39). A fin de lograr viabilidad, la sociedad echa mano de diversos dinamismos. En

primer lugar, los valores morales, provenientes de la tradición republicana: reconocemos

los derechos individuales, pero, en caso de conflicto, los de la colectividad son superiores y

los individuos se sacrifican por el bien público. Ya lo había observado Montesquieu (1748):

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la virtud es el resorte de los gobiernos populares, es decir, de las repúblicas democráticas. Y

la virtud republicana es “el amor a la igualdad”, lo cual es difícil de concebir en una

sociedad de individuos, de itinerarios particulares y en donde, además, hay que enfrentar el

“problema del gorrón”. Pronto resulta obvio que los valores morales no bastan, y el

individualismo liberal, como bien lo detectó Hobbes, nos conduce “a un tiempo de guerra,

durante el cual cada hombre es enemigo de los demás… y la vida del hombre es solitaria,

pobre, tosca, embrutecida y breve” (Hobbes, 2001: 103). Se concibe entonces el aparato

represor, el gran Leviatán: lo público se convierte en artilugio, se desnaturaliza y la

amenaza del castigo, así como la promesa de una vida menos libre pero más segura,

refuerza la virtud y reprime el comportamiento abusivo. La contradicción no desaparece,

mas encuentra una forma de viabilidad. El modelo supone, de esta manera, el sometimiento

de todos a las mismas reglas (el imperio de la ley) como condición al acto de ceder parte de

la libertad. Como en el juego de croquet de la Reina de Corazones, del que Alicia se queja,

si nadie respeta las reglas, no se puede jugar.

b. El Estado

El Leviatán es el autómata diseñado para hacer cumplir la ley, para administrar los premios

y castigos que permitan la convivencia de los animales individualistas. Pero Hobbes y

Locke olvidaron decirnos que el artefacto no sólo cuesta, sino que desarrolla sus propios

intereses. Los utensilios del juego son bichos vivos, tiene objetivos específicos, además de

los que le señalan sus creadores. Como todos los otros actores, el equipo de gobierno “tiene

tanto un motivo privado como una función social” (Downs, 1957). El autómata adquiere

voluntad propia. Además, es cierto que el Estado es el encargado de hacer respetar los

derechos, pero su eficiencia no es algo dado, sino variable y los actores sociales la miden

todo el tiempo.

Una parte de la sociedad gobernada tiene una peculiaridad: es gobernante potencial; es

oposición. “El gobernante tiene siempre rivales: Estados competidores o gobernantes

potenciales dentro de su propio Estado”, dice Douglass North (1994), y agrega: “Cuanto

más cerca estén los sustitutos, menor será el grado de libertad que posea el gobernante y

mayor será el porcentaje de ingreso marginal que retendrán los gobernados” (North, 1994:

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42). Es decir, a menor competencia política, los individuos y los grupos sociales pagan más

impuestos o reciben menos servicios del Estado, hablando en general.

Finalmente, no todos los grupos de la sociedad tienen el mismo poder de negociación frente

al Estado y, por tanto, no todos pagan ni todos reciben lo mismo (Ibídem). Si el Estado es la

asociación política que monopoliza la aplicación de la violencia legítima, hace su tarea

diferenciando a cada grupo social.15

c. Los actores premodernos

Este tipo de actores no responde a la imagen de individuos que delegan autoridad al

gobierno, sino, más bien, a la de un conglomerado que se subordina a un superior, a la

manera en que una familia se somete al patriarca y que, por supuesto, lucha por sacar las

mayores ventajas de esa sumisión. En este tipo de relaciones sociales, la ley es siempre

negociable –en el sentido de que está expuesta a ser supeditada a intereses considerados

superiores. La justicia es más grande que la ley. El ciudadano respeta la ley, por la amenaza

de la represión; pero la obedece porque cree que las normas se crean racionalmente. No

importa quién es el que manda; basta con que sea el que la ley dice que debe ser. La

autoridad es impersonal. Los actores premodernos, en cambio, obedecen generalmente por

antigüedad. En la génesis de la organización se suele encontrar un caudillo, más o menos

carismático, pero con el tiempo, tiende a perpetuarse y a ser obedecido por hábito. Es

probable que, más allá de la costumbre a la que Weber señala enfáticamente, apoyen a la

obediencia las redes de influencia que, desde el poder, se van tejiendo a lo largo del tiempo.

Lo que Weber llama “dominación patriarcal”, que, como su nombre indica, tiene un origen

doméstico, se basa justamente en lo contrario que la relación ciudadana: la sumisión en

virtud de una devoción rigurosamente personal. Es una relación de padre a hijo; de caudillo

a seguidores; de patrón a cliente. En el caso límite, la separación de poderes le es ajena,

porque “los dos poderes específicamente políticos –el poder judicial y el militar- son

ejercidos por el señor ilimitadamente” (Weber, 1984: 760). La lógica individual no existe,

porque lo privado apenas se distingue de lo público. En lugar de la quimera de la igualdad, 15 Es brillante y de un gran potencial heurístico la síntesis que hace Douglass North de la teoría del contrato y del marxismo en su definición del Estado. (Cfr. North, 1994: C 3).

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la quimera de la superioridad jerárquica. También se teme a la autoridad, pero la obediencia

descansa, más que en la creencia en la racionalidad de la ley, en la costumbre o en la

posibilidad del poderoso de discriminar a la hora del reparto de premios y castigos. No

existe la competencia al interior de la organización, porque ésta es propia de los iguales16;

entre los actores premodernos, la pertenencia al grupo se basa en una homogeneidad

sustancial y no en la igualdad de derechos y, por ello, la heterogeneidad es poco tolerada

porque rompe la unidad del grupo; se teme a lo diferente; la oposición es vista como un

peligro al que hay que conjurar. No hay pluralidad. La “unidad a toda costa” no acepta la

competencia política.

Con estas características podemos clasificar desde a grupos conocidos como “populares”,

hasta los monopolios. Estos actores basan su existencia en el privilegio, en aquello que los

diferencia de los demás, de los que no son del grupo. Y, por ello, prefieren la cercanía con

el superior que la frialdad de una ley que no hace distingos.

Los actores colectivos premodernos no exigen instrumentos democráticos de control

ciudadano sobre el gobierno, no sólo porque estos no encajen en su acervo cultural, sino

porque el tipo de relación que establecen con la autoridad no los implican y, más bien,

supone una relación más cercana a lo clientelar, que con frecuencia se beneficia extra-

legalmente del gasto político. No sólo no requieren transparencia, sino que se mueven a sus

anchas en la opacidad.

Pero hay de actores colectivos a actores colectivos. Será necesario establecer una serie de

indicadores para distinguirlos. A sabiendas de que podemos caer en cierto maniqueísmo,

podemos decir que en general, los actores colectivos no legítimos se han beneficiado y se

siguen beneficiando de su relación con el poder, aunque siempre a través de sus dirigentes,

que administran discrecionalmente dichos beneficios hacia sus representados. Obtienen de

ello grandes ventajas que se basan en el privilegio y en el intercambio recíproco y extra

legal de beneficios de todo tipo con los agentes del gobierno. Viven a sus anchas en la

oscuridad, en el acuerdo por debajo de la mesa. En su seno, la relación entre dirigentes y 16 Los iguales en derechos y a los que, por ello, sus diferencias no les hacen perder esa igualdad y en ntal virtud sn aceptadas.

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dirigidos es normalmente autoritaria, personal y duradera, cuando no vitalicia. Son, de igual

forma, proclives a vincularse con rasgos corporativos con los partidos políticos más

influyentes, los cuales, al menos cuando están en el poder, los reciben gustosos.

No hay que olvidar que esas líneas autoritarias no implican que los dirigentes no gestionen

beneficios reales para sus agremiados; todo lo contrario: la posibilidad de otorgar o retirar

premios es una base real del poder.

Todos los grandes sindicatos de México parecen acercarse, en mayor o menor medida, a

esta descripción prototípica. Por ello, gobiernos emanados de diferentes partidos, se

relacionan básicamente de la misma forma con ellos. También el PAN, el partido más

tradicionalmente “de ciudadanos”. Sin embargo, desde el poder, ha caído, incluso, en la

tentación de formar nuevas organizaciones corporativas. No le hacen falta; con las antiguas

puede tejer perfectamente este tipo de relaciones políticas. Ellas, por su parte, saben dejar a

un lado las siglas partidistas cuando es necesario.

Por el contrario, los actores colectivos legítimos generalmente resultan desfavorecidos en

sus relaciones con los agentes del gobierno y con otras constelaciones de poder; se pueden

encontrar en su seno diseños institucionales que procuran la protección de los más débiles

dentro de la organización. Aunque no necesariamente, pueden emplear mecanismos no

democráticos para la toma de decisiones; no es raro tampoco que empleen mecanismos de

decisión colectivos, si bien no hagan partícipes de las decisiones a todos los afectados. La

duración de sus dirigencias en los cargos tiende a no ser tan larga y muchas veces es

evitada, pues supone costos adicionales a cambio de reconocimientos subjetivos, que, en

contextos de pobreza, no siempre son apetecibles. Normalmente rehúyen a los partidos

políticos, principalmente a los que ejercen las funciones de gobierno. Estas agrupaciones

distinguen entre la autoridad que nace del grupo y la autoridad del gobierno, que,

independientemente del grado de democracia que haya, se les presenta ajena y hostil;

aunque muchos de los que pretenden hablar en su nombre no lo reconozcan de esta

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manera17. No se pueden relacionar con el gobierno como si fuera su protector –lo que si

puede ocurrir con sus autoridades comunitarias- sino que deben defenderse de él. A este

nivel, toda idea del tipo de que el gobierno somos todos, etc., les resulta demagógica y

engañosa.

Comunitario en lo micro, pero liberal en lo macro… Porque lo comunitario, cuando es

legítimo, tiene formas de acordar, de proteger, etc., que son provechosas para la mayoría de

los miembros del grupo, lo que el Estado liberal y el mercado desatienden necesariamente.

Por eso conciben la dirección como servicio y en ocasiones es rehuída. Pero en su relación

con lo macro –es decir, con el poder del Estado- les resulta conveniente buscar formas de

limitar y de defenderse del poder; no reforzarlo; no verlo como algo propio. Aquí, la

utilidad de la doctrina liberal, que es la que ha desarrollado estas ideas y sus instrumentos18.

Esta diferenciación es apreciable en la relación que trata de establecer el gobierno con cada

tipo de organización y en la justificación que da a la misma. Normalmente, aunque los

gobiernos de discurso liberal afirmen que su relación es con los individuos y no con las

colectividades, hay un trato diferenciado para cada organización; se reconoce y se

establecen relaciones de reciprocidad con las organizaciones más afines al poder, mientras

que se deslegitima la representación de las dirigencias de las opositoras mediante un

discurso liberal.

Para probar el funcionamiento de estas relaciones en una sociedad dada, tenemos que

identificar a ese tipo de actores, medir su peso y buscar si su relación con los gobiernos

actuales, con independencia del partido del que emanen, es fundamentalmente equivalente

a la que antes tenían con los gobiernos típicamente premodernos. Más aún, tendremos que

precisar su participación y grado de influencia en los órganos supuestamente creados para

17 Del Estado los ciudadanos deben defenderse y respetarlo porque, y sólo cuando, éste respete la ley. Quizá sea algo así como ser comunitario en lo micro, pero liberal en lo macro. 18 De esta manera, algunos defensores del mundo comunitario legítimo yerran al defender, al mismo tiempo, una estatización que sólo favorece al propio Estado y a sus principales representados: los monopolios, actores colectivos ilegítimos y demás grupos de grandes privilegios. O bien, caen en el maniqueísmo de pensar que el Estado es bueno cuando ellos mismos (los buenos) están en el mando y malo cuando está cualquier otro.

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el ejercicio de la accountability, como los parlamentos y sus órganos de fiscalización de las

cuentas públicas, por ejemplo.

El gobernante puede apoyar esta estructura no competitiva si la misma le representa

ocasión de retener una mayor parte del ingreso social o si considera que afectar a grupos

poderosos puede hacer que estos favorezcan a sus opositores.

d. Los actores en escena

En el caso mexicano, como en el de la mayoría de las sociedades latinoamericanas, la

creación y operación de las instituciones típicas de accountability –y, por tanto, modernas-

ocurre con persistencia de relaciones de poder y de actores premodernos, lo cual disminuye

su efectividad, entorpece su operación y permite que el poder central las someta con éxito,

ante una relativa indiferencia de la sociedad. Este funcionamiento precario, resulta en

detrimento de la propia democracia.

Durante el priiato, era característico que las acciones del gobierno permanecieran en la

opacidad y que sólo salieran a la luz mediante los rumores y la sátira política o, muy

escasamente, a través de un trabajo periodístico que en la medida de su profundidad, sufría

reacciones represivas ilegales, y normalmente impunes, por parte de los agentes del

gobierno central. Después de la demanda de una democratización que hizo énfasis en lo

electoral, vino la preocupación por la transparencia y la aplicación de sanciones a los

gobernantes transgresores y corruptos. Se fueron instalado, entonces, diversos mecanismos

típicos de accountability19; a pesar de ello, los ciudadanos perciben, al menos en alguna

medida, que estos dispositivos no funcionan adecuadamente y que los partidos políticos y

los medios de comunicación –que participan en un mercado oligopólico y, por ello,

distorsionado- lejos de favorecer la accountability, la entorpecen, la retrasan o la

desvirtúan, para beneplácito de los agentes de gobierno. Y, a pesar de ello, pueden no

manifestarse acciones a favor de una profundización de los instrumentos de control

ciudadano sobre el gobierno. ¿A qué puede deberse esto?

19 Ombudsmen, auditorías y tribunales de cuentas, legislaciones sobre el derecho a la información pública, entre los más importantes.

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La tolerancia social hacia la corrupción depende, al menos en alguna proporción, del grado

de competencia política. En efecto, ahí donde sólo uno puede gobernar, hay que tolerarle

necesariamente todo; gobierna sobre la sociedad a título de dueño, pues, en el caso límite,

nadie le disputa su poder. En cambio, cuando la competencia política muestra que hay dos

o más equipos capaces de gobernar efectivamente y que ofrecen alternativas reales y

posibilidades razonables de ganar las elecciones, una ventaja comparativa puede estribar

precisamente en ofrecer a la apreciación social una mayor probabilidad de gobernar con

honestidad, es decir, haciendo un uso demostrablemente adecuado de los recursos públicos.

La accountability cobra relevancia en este momento. Si el nivel de competencia política es

bajo, por el contrario, la población tolera más las trasgresiones a la ley y los actos de

corrupción del gobierno, y las agencias de accountability no tienen por qué profundizar su

trabajo.

Para que la accountability funcione se requiere, en segundo lugar, no sólo de instituciones

legalmente facultadas y dispuestas a actuar, sino de toda una red de agencias estatales que

culminen en los tribunales superiores y que tengan facultades y compromiso con ella,

incluso contra los más altos poderes del estado. Se necesita que el sistema legal sea

sistema, es decir, algo que cierra y que no permite que nadie escape a las reglas, a la

aplicación de las leyes (O´Donell, 2000).

El grado de exigencia social para una accountability efectiva es bajo o deficiente, en tercer

lugar, cuando la sociedad percibe un bienestar social satisfactorio, cuando la situación

política le promete conservar o mejorar dicho nivel de vida; es decir, el ciudadano muestra

una tolerancia relativamente alta frente a las transgresiones a la ley y la corrupción de los

gobernantes cuando está satisfecho con el bienestar que le procura la acción del gobierno o,

más precisamente, cuando piensa que otras circunstancias provocarían que dicho nivel se

viera amenazado. En ese caso, diremos, siguiendo a Millán (2006) que los ciudadanos

pueden ser indulgentes con derechos patrimoniales (corrupción) relativamente altos del

gobernante. Al contrario, si el bienestar ciudadano se ve amenazado por la ineficiencia

gubernamental, o bien, si el ciudadano percibe que los derechos patrimoniales sobre los

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bienes públicos que se procura el agente de gobierno amenazan los suyos propios, deviene

intolerante frente a la corrupción, en algún grado.

Así, a pesar de la presencia innegable de ciudadanos con valores democráticos y liberales,

la percepción de un nivel de bienestar o de seguridad aceptables o la percepción del riesgo

de que éstos disminuyan si el agente de gobierno no tiene oportunidad de resarcirse más

allá de lo legal, hace que el compromiso con dichos valores pase a segundo término. Y ello

tanto más en la medida en que los individuos estimen que su bienestar y sus logros

personales están ligados a la acción del gobierno, lo que es, asimismo, signo de

premodernidad social20.

La persistencia de una heterogeneidad de actores sociales en sociedades como la mexicana,

puede ser una causal adicional de esta situación. Ello porque la percepción del grado de

bienestar y el nivel de resignación pasiva de los ciudadanos frente a la corrupción están

relacionados, a su vez, con el peso específico de actores colectivos tradicionales frente a

actores modernos. Los actores premodernos no solucionan los conflictos que les plantea su

relación con los gobernantes a través de instituciones basadas fundamentalmente en la ley,

bajo el supuesto de que todos se someten a ella -como lo hacen los actores modernos- sino

a través de nexos personales –en su caso, clientelares- que suponen que el gobernante –y,

en virtud de éste, también los gobernados- puede tener diversos grados de libertad frente a

la ley. Los instrumentos legales de control sobre el gobierno en general, y entre ellos la

accountability, no tienen sentido. Peor aún, la oscuridad es más conveniente, en la medida

que hay relaciones extra legales de privilegio que, en el contexto de sociedades modernas –

si bien sea sólo parcialmente- no son confesables, por ilegítimas. Se requiere opacidad

porque se vive una contradicción entre la funcionalidad de las relaciones premodernas y la

modernización política en el sentido weberiano, es decir, el que mira al proceso que

20 La línea de lo pre-moderno a lo moderno se puede ilustrar partiendo de una organización social cerradamente familiar, en la que ningún miembro puede tener iniciativas aisladas sin el consentimiento de la comunidad, representada por la autoridad; hasta el gobierno civil de Locke, en el que los individuos actúan libremente y sólo esperan del Estado un papel de watchman de su propiedad. “¿Más Estado o más mercado?”, es la versión contemporánea de estos dos extremos. Los economistas contemporáneos consideran una síntesis de la cuestión, al reconocer que el mercado y sus fallas producen distorsiones sociales que sólo el Estado, aunque cueste, puede reparar. Se trata del llamado “Pluralismo liberal institucional” (Brett, 2006; Millán, 2006).

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desemboca en que la dominación se legitime exclusivamente por la creencia en la

racionalidad de las leyes.

Puede suponerse, desde algunas posturas teóricas, que la democratización de una sociedad

depende básicamente de la cultura política de sus ciudadanos, o más propiamente, de los

valores que predominen en una mezcla específica de culturas (Almond y Verba, 1963).

Otras visiones, se enfocan más en las instituciones y los incentivos que éstas distribuyen

como determinantes de las conductas sociales. Podremos reconocer, por un lado, que la

cultura política involucra actitudes, valores y comportamientos que son importantes para las

instituciones democráticas y para la accountability en particular, toda vez que configuran lo

que los ciudadanos esperan del gobierno. Las ideologías nos explican, ciertamente, algunas

conductas que aparecen como irracionales, en el sentido de que los beneficios no

compensan los costos para el individuo. Pero también es cierto, particularmente en

contextos de heterogeneidad estructural, que incluyen también una heterogeneidad cultural,

que

…se hace necesario un sistema institucional, y en especial un entramado legal que

genere incentivos para que los agentes respondan, lo más satisfactoriamente

posible, a las diferentes necesidades de sus múltiples principales (es decir, sus

mandantes, LAF) y/o una serie de mecanismos que permitan a los segundos

monitorear y sancionar a los primeros (Millán, 2006).

Parece evidente que los valores y actitudes de los ciudadanos hacia los objetos políticos

están presentes en sus aspiraciones; pero por sobre ellas, la primera hipótesis de trabajo del

análisis social es que los actores sociales buscan finalidades específicas, más o menos

inmediatas, y seleccionan los medios que consideran ser más adecuados para alcanzarlas21.

En resumen, los actores sociales de cierto tipo pueden carecer de aspiraciones democráticas

o tener en poco los valores liberales; en este caso, la accountability no tiene cabida, pues la

21 “…ya que todos hacen cuanto hacen en vista de lo que estiman ser un bien”. (Aristóteles, 2000: 157). Esta afirmación, que parece tomada últimamente del más utilitarista texto de rational choice tiene, pues, considerable antigüedad.

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relación con el gobernante no es delegativa22. Estos actores se basan en otro tipo de

relación con el poder, más cercana a la imagen de una comunidad con su autoridad

patriarcal (tanto en la relación “actor colectivo”-gobierno, como en las relaciones de poder

internas de la propia organización); tanto ellos como el gobierno se benefician con esta

relación. Cuando existen, en cambio, actores que valoran las libertades modernas, de

cualquier modo requieren invertir recursos valiosos y escasos en pretenderlas.

Normalmente, esos recursos no serán gastados si los ciudadanos perciben que los

beneficios no serán mayores que los costos. Específicamente, en la medida en que la

competencia partidaria no sea efectiva, el ciudadano no va a invertir recursos –entre los que

se incluye su voto- en una situación que no puede ser modificada favorablemente mediante

esa inversión. Ello ocurrirá, evidentemente, cuando no hay chance de sustituir a un partido

en el poder por otro; pero también cuando los cambios de partido no significan cambios en

el tipo de relaciones políticas. Cada integrante de la sociedad pretende, en general, incrementar su bienestar; como parte

de esa pretensión, es posible que incluya, ciertamente, una ampliación de la democracia y el

fortalecimiento de sus libertades, entre otros factores. Por su parte, el gobierno no busca,

en principio, desarrollar la democracia sino ampliar su poder. Medidas que mejoren a la

democracia o fortalezcan las libertades civiles podrán ser parte, en determinados contextos,

de un menú de acciones o de políticas que incrementen el prestigio del gobernante; pero no

se trata de un ingrediente único, ni siquiera necesariamente el más importante, ni, mucho

menos, como hemos reflexionado, ello es equivalente para todos los tipos de gobernados.

22 Este término, que no se encuentra en el diccionario de la Academia de la Lengua, está empleado en el sentido del tipo ideal de la democracia, o sea, como hemos visto, de un sistema en el que la soberanía reside en el pueblo y en el que éste, mediante las elecciones, contrata a los agentes del gobierno; y no en el muy sugestivo tipo –aunque, a mi juicio, con nombre equivocado- que describe O`Donell (1992) y que desafortunadamente coincide muy cercanamente con lo que parece ocurrir en México: en estas democracias, la persona que ocupa el Ejecutivo, y quien ciertamente ha triunfado en una elección básicamente democrática, “…está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, sólo restringida por la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del término de su mandato (…) otras instituciones –los tribunales y las legislaturas, entre otras- son sólo estorbos que desgraciadamente acompañan a las ventajas domésticas e internacionales resultantes de ser un presidente democráticamente elegido. La accountability ante esas instituciones es vista como un mero impedimento de la plena autoridad que se ha delegado al presidente” (Pp. 293-294). Parece evidente, aunque requerirá más pruebas empíricas, que esta descripción aplica más aún para algunos gobiernos regionales que para el nacional. Lo que el gran Maestro argentino describe podría mejor denominarse “democracia complaciente”.

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Las paradojas del gasto público Surge enseguida otro problema. De acuerdo a Millán (2006), el gasto público puede ser

dividido en diversos componentes: a) el que directamente incrementa el bienestar de la

población; y un ingrediente que, a su vez, se subdivide en dos: b) el gasto burocrático

operativo23; y, c) el gasto burocrático político, que es el que no se aplica al bienestar, sino

al incremento del poder, el prestigio o la renta del gobernante, a través de la publicidad y la

propaganda, por un lado, y el fomento de clientelas políticas específicas, por otro.

Lo que podemos llamar la “paradoja de Millán” estriba en que, a mayor gasto político

menor bienestar, pero mayor consenso (obtenido por el gobernante por parte de los

gobernados). ¿Cuándo y de qué depende que el gasto político pase de generar consenso a

generar disenso? Depende, en parte, de una accountability efectiva; pero ello a su vez

obedece a que la transparencia sea más útil –y menos costosa- que la indulgencia hacia las

trasgresiones del gobernante. Pero además, el gasto político es un sostén de las relaciones

clientelares, toda vez que, por definición, una parte de éste se dirige a mantener clientelas

y, por tanto, es satisfactorio y hasta esencial para algunos actores premodernos. Resulta fácilmente comprensible el papel trascendente que puede jugar la oposición política

y la prensa libre en la creación de instituciones que restrinjan la libertad de los gobernantes

de aplicar a su antojo partes sustanciales del gasto público en su función política. Tanto más

cuanto esta división conceptual del gasto público no es fácilmente distinguible a simple

vista. Tan es así, que una menor libertad del gobernante en el ejercicio presupuestal y una

mayor transparencia de éste pueden ser tomadas como indicador del nivel de competencia

política efectiva. Indudablemente, esto es función de la accountability. Toda investigación sobre el funcionamiento y las características de la accountability en una

sociedad de este tipo, deberá de construirse, en primer término, un sistema de indicadores

sobre la efectividad y la profundidad de la accountability horizontal. Posteriormente,

deberá evaluar el marco legal y las prácticas efectivas de las agencias de accountability en

23 Esta parte del gasto, si bien puede variar formidablemente según la eficiencia de los equipos gobernantes, podemos considerarla constante en esta parte del análisis.

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comparación con lo que ocurre en sociedades más homogéneas, o bien, contrastándolas con

un tipo ideal. Finalmente, se tendrá que buscar la relación entre la efectividad y la

profundidad de dichas prácticas y la persistencia de actores colectivos premodernos, con la

evolución de los niveles de bienestar en el Estado, con el grado de competitividad partidaria

y con la presencia y peso específico de actores modernos y sus reivindicaciones típicas.

Deberá tener en cuenta, además, las diferencias regionales, que suelen ser notables en

países con poca tradición democrática.

Esbozos de ilustración empírica

A manera de recapitulación, observemos nuevamente a los actores y a su carácter en

escena: tenemos en primer término, al gobierno con su interés por preservar o incrementar

su poder, en el mejor de los casos, y con la búsqueda del beneficio personal de sus agentes,

con frecuencia en combinación con ese primer objetivo. Es decir, renta y poder, en

términos de Downs; pero recordemos, con el propio autor, que también pretende prestigio.

Con poca competencia política, las posibilidades de enfrentar a la justicia por actos de

corrupción, incumplimiento o transgresión de las leyes24, son bajas. Si hay una densidad

relativamente baja de actores que consideren indispensable el funcionamiento profundo de

las instituciones democráticas, pueden fácilmente ser ignorados o, llegado el caso, tratar de

anularlos política y aun físicamente.

En segundo lugar, tenemos a los ciudadanos propiamente dichos, a los individuos auto-

interesados, que ciertamente valoran los mecanismos legales y democráticos, pero no más

que su bienestar personal. Sólo cuando su balance de lo que podría significar para su nivel

de vida un cambio en el gobierno resulta francamente positivo, se comprometerían con las

causas democráticas y con quien, a su juicio, pueda realizarlas.

24 Según la clásica tipología de Weber, las dominaciones modernas fincan su legitimidad en la legalidad. En México, cada vez ha sido más importante el cumplimiento de la legalidad electoral para legitimar el ascenso al poder; sin embargo, curiosamente, el cumplimiento de la ley en el ejercicio cotidiano de gobierno es mucho menos relevante. Todavía está pendiente una explicación profunda de este fenómeno que, sin duda, tiene relación con lo descrito por O´Donell (1992). Vid. nota 15 de este capítulo.

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En tercer lugar, tenemos a los cuerpos, a los actores colectivos. Ajenos como son a los

mecanismos de la democracia moderna, pueden adoptar algunas de sus instituciones pues

les resultan convenientes. Además, su nivel de vida suele ser tan bajo, que resulta

fácilmente mejorable de manera selectiva.

Las ideas expresadas nos permiten arribar a la siguiente hipótesis: el marco legal y la

eficiencia de las agencias de accountability horizontal en Querétaro son relativamente

pobres, debido a que en los ciudadanos predomina la percepción de un bienestar social

satisfactorio lo cual, ante la amenaza de verlo reducido, aumenta su grado de indulgencia

frente a violaciones a la ley y actos de corrupción de los gobernantes, o, al menos, en tanto

que no se percibe una probable utilidad resultante del ejercicio de la accountability, ésta no

se exige.

Por otro lado, una percepción satisfecha del grado de bienestar social, y la aceptación de

prácticas avasalladoras del poder sobre las agencias de AH, están vinculadas a la

persistencia y peso específico de actores colectivos premodernos en la entidad y la baja

competitividad partidaria.

Bajo la evidencia de una sociedad moderna, civil y democrática, habrá que desentrañar la

presencia de relaciones antiguas, tradicionales, corporativas y no democráticas.

Un caso: las leyes de fiscalización

A fin de dar luz a las hipótesis antes expresadas, narraremos algunas vicisitudes de la

expedición de la Ley de Fiscalización Superior del Estado de Querétaro y de la elección de

su titular; haremos una sencilla comparación con la ley federal correspondiente, es decir, la

Ley de Fiscalización Superior de la Federación y, a partir de los testimonios de algunos

actores políticos protagonistas, haremos referencia a la persistencia de relaciones políticas

de corte premoderno en la Legislatura de Querétaro y, sobretodo, de los diputados con el

Ejecutivo.

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28

Desde el Artículo 3º de ambos ordenamientos, resalta la primera diferencia: mientras que

la ley federal preserva la facultad de fiscalizar las cuentas públicas en la Cámara de

Diputados, la de Querétaro la traslada a la Entidad de Fiscalización, que, aunque depende

“jerárquicamente” de la propia legislatura del Estado, tiene “autonomía técnica”. En la

práctica, esto significa que mientras que la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión

recibe los informes de la Auditoría, tanto la comisión correspondiente como el pleno deben

votarlos y antes, por supuesto, pueden observarlos; mientras que la legislatura de Querétaro

sólo los recibe a manera de informe. De esta manera, el legislativo queretano se auto-

cercenó la facultad de realizar observaciones y votar los dictámenes. Siendo la

fiscalización de las cuentas públicas de los municipios una facultad constitucional, queda

pendiente el recurso de inconstitucionalidad de tal ordenamiento, aunque,

característicamente, los ciudadanos no pueden iniciar ese tipo de acción jurisdiccional y a la

fecha, ningún legislador ni grupo parlamentario lo han hecho. De suyo, el hecho de que la

facultad fiscalizadora estuviera en una entidad especializada, parecería conveniente, con tal

de que ésta estuviera “departidizada”.

En ambas leyes se marca un periodo de sigilo obligado a los fiscalizadores mientras

realizan sus auditorías y se señalan penas a los transgresores, pero mientras que la ley

federal establece con toda claridad25 que los informes de la Auditoría adquieren carácter

público a partir de su envío a la Cámara –plazo improrrogable del 31 de marzo de cada año-

la ley de Querétaro pospone ese carácter hasta la publicación en el Periódico Oficial,

mientras que se insiste en varios artículos26 su condición previa de reserva, incluso cuando

la información ya haya sido recibida por los diputados. Es cierto que los informes

normalmente deben desembocar en su publicación oficial, pero ello mismo da lugar a un

vacío en la norma, toda vez que la Cámara puede no ordenar la publicación de una cuenta –

con lo que ésta no tendría efectos legales- pero, al mismo tiempo, como fue privada de su

facultad de hacer observaciones o reconvenciones a los informes de la Entidad

Fiscalizadora, se caería en un impasse legal.

25 Artículo 30. 26 Artículos 15, fracción III, 31, y 39.

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Contrastan también ambas leyes en lo que toca a la imposición de sanciones. La federal

señala con claridad que, cuando detecte afectaciones a las haciendas públicas por parte de

cualquier autoridad, la Auditoría procederá a fincar directamente a los responsables las

indemnizaciones y sanciones pecuniarias correspondientes, y promoverá ante los órganos o

autoridades competentes “las responsabilidades administrativas, civiles, políticas y penales

a que hubiere lugar”27. La ley de Querétaro sólo confusamente remite al Artículo

constitucional que se refiere al juicio político (Artículo 41) –lo que no es aplicable a todos

los funcionarios- y, mientras que la ley federal incluye en cerca de 20 artículos los

procedimientos detallados para fincar responsabilidades y sanciones, la de Querétaro, en

uno solo (Artículo 48) señala que, cuando la Entidad encuentre responsabilidades penales,

informe a la Comisión de hacienda, para que ésta prepare un dictamen para ser votado en el

Pleno, “quien en caso de aprobar el dictamen el Titular de la Entidad Superior de

Fiscalización del Estado procederá a presentar la denuncia o querella penal”. Es decir, el

pleno todavía tendría que recabar la aprobación del Titular de la Entidad, y éste es el único

que puede señalar presuntas responsabilidades.

Es necesario señalar otras deficiencias, fundamentales en términos de accountability, de la

ley estatal. Se refieren a los requisitos para ser nombrado titular del órgano. En la ley de

Querétaro no se establece la prohibición de que los candidatos sean o hayan sido

funcionarios de determinado nivel, mientras que en la federal sí, hasta por los cuatro años

inmediatos anteriores28; además, se señala que no deben haber sido dirigentes ni candidatos

de ningún partido político. En la ley de Querétaro, se remite al Artículo 47 de la

Constitución local, el cual no establece esta restricción, pero sí ordena durante su ejercicio

y hasta tres antes de su designación, a “no formar parte de ningún partido político”.

Finalmente, el ordenamiento federal constituye una Unidad de Evaluación y Control al seno

de la propia Auditoría, pero cuyo titular es nombrado por la Cámara, para supervisar el

trabajo de aquélla y recibir quejas en contra de su actuación, mientras que en Querétaro se

carece de tal órgano.

27 Artículo 35. 28 Artículo 73.

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Además del análisis de las normas y a fin de acercarse a las prácticas sociales, se entrevistó

a un ex diputado, que perteneció a la Legislatura que realizó las reformas comentadas y a

un ex funcionario de la propia Cámara29. El primero participó en los debates previos pero

no en la votación, pues en este momento no estaba en funciones.

Ambos entrevistados destacaron que en el nombramiento del Titular de la Entidad Superior

de Fiscalización de Querétaro hay un “vicio de origen”. Se trata de que esta persona se

venía desempeñando como funcionario del Gobierno del Estado hasta el momento de su

designación; y precisamente como Director de Ingresos, un área fiscalizable. Ahora, es juez

y parte, pues se encuentra, como fiscalizador, revisando su propia actuación en los

ejercicios 2004 y 2005.

“Cualquier anomalía la va a tratar de subsanar o de ocultar. Y esto va a crear no

nada más una problemática en la administración estatal, toda vez que no va a ser

confiable su rendición de cuentas; sino en todos los organismos que manejan

recursos públicos, por carecer de legitimidad el titular del órgano revisor. Y como

esta es un área en la que el titular designa a todos los demás funcionarios, pues,

entonces, todo mundo va a tener la tendencia, o la línea, o la instrucción –que sería

lo peor- de mostrar laxitud, sensibilidad o inclusive hacerse de la vista gorda”30.

En el proyecto de Ley, se pretendía que la Entidad fuera un órgano “ciudadanizado” y que

el titular no hubiera sido funcionario público en los últimos seis años, ni militante de

ningún partido.

“El primer requisito simplemente se suprimió y el segundo fue manipulado, toda

vez que el Partido Acción Nacional tiene diversos tipos de filiación y sus diputados

argumentaron que el candidato no era militante, sino simpatizante, lo que es un

engaño. Además, en el proyecto se contemplaba que el funcionario fuera nombrado

por tres años, con posibilidad de una reelección, pero en la ley definitiva el periodo

29 Ambos solicitaron anonimato, por estar aún en las canchas del juego político –lo cual es prueba del panorama estudiado. Las entrevistas se realizaron en la segunda quincena de marzo de 2007. 30 Entrevistado 1.

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se incrementó a seis, con lo que el Titular actual habrá de revisar las cuentas al

final de la administración del ejecutivo actual, de la cual formó parte y fue

subordinado”31.

Ambos entrevistados señalan que tanto antes como después de la ley en comento, revisión

de cuentas públicas y nombramientos en general, se han manejado por las mismas vías:

El intercambio de votos por privilegios personales o de partido, que está en manos

del Ejecutivo otorgar32.

Destaca el hecho de que el Titular de la Entidad de Fiscalización, a pesar de sus

características lesivas a la transparencia, fue nombrado por unanimidad de votos de la

Legislatura.

En conclusión, al parecer –en una hipótesis que requiere mayores pruebas- el camino que

debe seguir una persona para ser diputado lo conduce necesariamente a una relación

clientelar, premoderna, tanto con las dirigencias de su partido como con los medios de

comunicación: tiene que “ganárselos”, comprarlos mediante algún sistema de reciprocidad.

Dadas las características de los partidos y de los medios de comunicación en México –

peldaños insalvables para alcanzar una postulación y ganar una elección parlamentaria-, es

verdaderamente remoto que un ciudadano “clásico” se convierta en diputado. Si no son los

ciudadanos los que se convierten en legisladores, mal pueden comportarse como tales en

sus funciones legislativas –mucho menos en la supervisión legal de los actos de otros

órganos de gobierno. Los ciudadanos no tienen muchas opciones, pues no se postulan

ciudadanos a los cargos de representación y éstos, que no viven de la política, mal pueden

dedicarse a supervisar los actos del poder público y menos a denunciar sus trasgresiones y

corrupciones. Sea como sea el proceso electoral.

31 Íbid. 32 Entrevista 2.

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