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1 TEOLOGÍA DE LA FE: CONTEXTO, ACTO Y CONTENIDO UNA APROXIMACIÓN Para este encuentro de vuestra provincia queréis reflexionar en torno a la fe con motivo del año de la fe promulgado por el papa Benedicto XVI. Un año convocado con motivo del 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y de una nueva situación que Benedicto no ha tenido ningún complejo en caracterizar como «crisis de fe», que a lo largo de nuestro encuentro tendremos ocasión de analizar. En medio de este año Benedicto nos sorprendió con su renuncia al ministerio petrino y los cardenales siguieron con esta dinámica de sorpresa al escoger para ese ministerio al arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco. Una continuidad de fondo entre ambos, hasta el punto de “publicar ex aequo” la encíclica Lumen fidei, aunque cada vez descubrimos que son dos formas, lenguajes y estilos diferentes que de alguna forma parte también de una historia, biografía, formación y teologías diferentes, es decir, que afecta al fondo de cada uno de ellos. La encíclica Lumen fidei ha sido otro impulso en este año de la fe que debemos acoger para orientarnos teológica y pastoralmente en él. Llama la atención que la encíclica no haya sido recibida con el entusiasmo con el que son recibidos cada palabra sencilla, gesto limpio y decisión sorprendente de Francisco. Quizá sea porque es más difícil asumir un texto largo que un gesto, aunque en mi opinión la razón de fondo es porque se nota que es un texto de Benedicto firmado por Francisco. Para bien o para mal suena al anterior pontificado, no a este nuevo. Pero esto a mi ya me parece digno de ser tenido en cuenta: uno, dejando un texto para que aparezca bajo otro nombre; el otro asumiendo un texto que claramente se percibe que no es suyo. Más allá de estos debates, lo que es claro es que se trata de magisterio auténtico de la Iglesia y como tal tiene que ser asumido por nosotros. La he leído a fondo; no he cambiado la estructura de lo que tenía preparado, pero he intentado integrar lo más posible los impulsos que a mi modo de ver tiene esa encíclica para nuestra vida cristiana. Sin orgullo ni vanagloria tengo que decir que no me ha costado mucho, pues muchas de las ideas y expresiones que tenía ya escritas me las he encontrado tal cual en la encíclica. No es que yo sea el autor (¡Dios me libre de tal arrogancia!), sino que ya me inspiraba en la mejor teología de la fe del siglo XX que en cierta medida encuentra su recolección en esta encíclica. Perdonad los que ya me hayáis escuchado algunas ideas que aquí voy a decir. En tan poco tiempo uno no tiene tanta capacidad de innovar sobre el mismo tema. No obstante, lo importante no es la novedad por la novedad, sino la verdad de lo que uno dice. A mis alumnos les recuerdo muchas veces un texto de Julián Marías: «no me interesa tanto la originalidad, sino la verdad; busca ésta y lo demás se te dará por añadidura». He dividido mi intervención en tres partes: referida al contexto de la fe; al acto de la fe; al contenido de la fe. Son inseparables, aunque se pueden distinguir por mor de la claridad.

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TEOLOGÍA  DE  LA  FE:  CONTEXTO,  ACTO  Y  CONTENIDO  UNA  APROXIMACIÓN  

    Para  este  encuentro  de  vuestra  provincia  queréis  reflexionar  en  torno  a  la  fe  con   motivo   del   año   de   la   fe   promulgado   por   el   papa   Benedicto   XVI.   Un   año  convocado  con  motivo  del  50  aniversario  de  la  apertura  del  Concilio  Vaticano  II  y  de   una   nueva   situación   que   Benedicto   no   ha   tenido   ningún   complejo   en  caracterizar   como  «crisis   de   fe»,   que   a   lo   largo  de  nuestro   encuentro   tendremos  ocasión   de   analizar.   En   medio   de   este   año   Benedicto   nos   sorprendió   con   su  renuncia   al   ministerio   petrino   y   los   cardenales   siguieron   con   esta   dinámica   de  sorpresa  al  escoger  para  ese  ministerio  al  arzobispo  de  Buenos  Aires  Jorge  Mario  Bergoglio,   hoy   papa   Francisco.   Una   continuidad   de   fondo   entre   ambos,   hasta   el  punto  de  “publicar  ex  aequo”  la  encíclica  Lumen  fidei,  aunque  cada  vez  descubrimos  que   son   dos   formas,   lenguajes   y   estilos   diferentes   que   de   alguna   forma   parte  también  de  una  historia,  biografía,   formación  y   teologías  diferentes,  es  decir,  que  afecta  al  fondo  de  cada  uno  de  ellos.     La   encíclica   Lumen   fidei   ha   sido   otro   impulso   en   este   año   de   la   fe   que  debemos   acoger   para   orientarnos   teológica   y   pastoralmente   en   él.   Llama   la  atención  que   la  encíclica  no  haya  sido  recibida  con  el  entusiasmo  con  el  que  son  recibidos  cada  palabra  sencilla,  gesto  limpio  y  decisión  sorprendente  de  Francisco.  Quizá  sea  porque  es  más  difícil  asumir  un  texto  largo  que  un  gesto,  aunque  en  mi  opinión  la  razón  de  fondo  es  porque  se  nota  que  es  un  texto  de  Benedicto  firmado  por  Francisco.  Para  bien  o  para  mal  suena  al  anterior  pontificado,  no  a  este  nuevo.  Pero  esto  a  mi  ya  me  parece  digno  de  ser  tenido  en  cuenta:  uno,  dejando  un  texto  para  que  aparezca  bajo  otro  nombre;  el  otro  asumiendo  un  texto  que  claramente  se  percibe  que  no  es  suyo.  Más  allá  de  estos  debates,  lo  que  es  claro  es  que  se  trata  de  magisterio  auténtico  de  la  Iglesia  y  como  tal  tiene  que  ser  asumido  por  nosotros.  La  he  leído  a  fondo;  no  he  cambiado  la  estructura  de  lo  que  tenía  preparado,  pero  he  intentado   integrar   lo  más   posible   los   impulsos   que   a  mi  modo   de   ver   tiene   esa  encíclica  para  nuestra  vida  cristiana.  Sin  orgullo  ni  vanagloria  tengo  que  decir  que  no  me   ha   costado  mucho,   pues  muchas   de   las   ideas   y   expresiones   que   tenía   ya  escritas  me   las   he   encontrado   tal   cual   en   la   encíclica.   No   es   que   yo   sea   el   autor  (¡Dios  me  libre  de  tal  arrogancia!),  sino  que  ya  me  inspiraba  en  la  mejor  teología  de  la  fe  del  siglo  XX  que  en  cierta  medida  encuentra  su  recolección  en  esta  encíclica.  Perdonad  los  que  ya  me  hayáis  escuchado  algunas   ideas  que  aquí  voy  a  decir.  En  tan  poco  tiempo  uno  no  tiene  tanta  capacidad  de  innovar  sobre  el  mismo  tema.  No  obstante,  lo  importante  no  es  la  novedad  por  la  novedad,  sino  la  verdad  de  lo  que  uno  dice.  A  mis  alumnos  les  recuerdo  muchas  veces  un  texto  de  Julián  Marías:  «no  me  interesa  tanto  la  originalidad,  sino  la  verdad;  busca  ésta  y  lo  demás  se  te  dará  por  añadidura».    He  dividido  mi  intervención  en  tres  partes:  referida  al  contexto  de  la   fe;   al   acto   de   la   fe;   al   contenido   de   la   fe.   Son   inseparables,   aunque   se   pueden  distinguir  por  mor  de  la  claridad.      

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I.  EL  CONTEXTO  DE  LA  FE  

    La   palabra   crisis   describe   la   situación   histórica   contemporánea:   crisis  económica,  crisis  cultural,  crisis  moral,  crisis  religiosa,  crisis  de  fe,  crisis  de  Dios…  Originalmente   esta  palabra   griega   significaba   la   situación   crítica   a   la  que   llegaba  una  enfermedad  para  sanar  de  una  vez  o  conducir  definitivamente  a  la  muerte.  Una  situación   hace   crisis   cuando   de   alguna   forma   nos   encontramos   en   un   cruce   de  caminos  donde  tenemos  que  decidirnos  en  una  dirección  o  en  otra.  Hoy  todo  está  en  crisis,   en  el   sentido  en  que  nos  encontramos  en  el   final  de  un  mundo,  de  una  época,   y   en   el   comienzo   de   otra.   No   sabemos   bien   dónde   terminaremos,   pero  sabemos  que  nuestro  mundo  no  será  como  antes.  En  este  sentido  podemos  decir  que  antes  que  una  crisis  de  fe,  económica,  social  o  de  cualquier  otro  tipo,  la  crisis  es  cultural,  es  decir,  del  humus  en  el  que  el   ser  humano  se  encuentra.  No  es  una  tanto  una  actitud  determinada,   sino  una  atmósfera  que  ha   terminado  siendo  una  mentalidad.  Esto  hace  que  no  pueda   ser   analizada   en  una  dimensión   exclusiva  o  unidireccional.       1.  Informe  y  pronóstico  de  la  fe      

La  expresión  crisis  de  fe  no  es  de  ahora.  En  el  ámbito  de  la  teología  llevamos  años  utilizándola  para  describir  la  situación  de  la  fe  en  Europa  en  la  última  mitad  del  siglo  XX.  Ahora  mismo  me  vienen  a  la  mente  dos  análisis  sobre  la  situación  de  la  fe  realizados  a  finales  de  los  años  80  e  inicios  de  los  90  que  ya  asumieron  esta  expresión  como  síntoma  y  enfermedad  de  una  época.  Me  refiero  al  Informe  sobre  la  fe   de   V.   Messori   en   entrevista   con   el   Card.   Ratzinger   y   al   Pronóstico   de   la   fe  realizado  por  el  teólogo  alemán  Eugen  Biser.    

En  la  primera  obra  el  card.  Ratzinger  ya  se  refería  de  una  forma  valiente,  en  un  contexto  todavía  entusiasta,  a  una  crisis  religiosa  y  de  fe,  aunque  ésta  se  cifraba  eclesialmente.  La  raíz  de  la  crisis  estaba  entonces  en  la  idea  de  la  Iglesia:  «Estamos,  pues,  en  crisis.  Pero,  ¡dónde  está,  a  su  juicio,  el  principal  punto  de  ruptura,  la  grieta  que,   avanzando   cada  vez  más,   amenaza   la   estabilidad  del   edificio   entero  de   la   fe  católica?  No  hay  lugar  a  dudas  para  el  cardenal  Ratzinger:  lo  que  ante  todo  resulta  alarmante   es   la   crisis   del   concepto  de   Iglesia,   la   eclesiología»1.   Para  Ratzinger   la  raíz  de  la  crisis  estaba  entonces  en  la  pérdida  del  sentido  auténticamente  católico  de  la  Iglesia,  pensando  sobre  todo  que  ésta  es  una  creación  humana,  no  la  Iglesia  de  Dios.  Desde  aquí  abogaba  por  una  auténtica  y  verdadera  reforma  de  la  Iglesia.  Una   cuestión,   que   curiosamente   le   han   acusado   después   que   durante   su  Pontificado  ha  dejado  en  la  penumbra.  Con  su  último  gesto  de  renuncia,  ha  hecho  más  por  la  reforma  de  la  Iglesia  que  muchos  gritos,  manifiestos  y  libros  de  teología.  

                                                                                                               1  CARD.  J.  RATZINGER-­‐V.  MESSORI,  Informe  sobre  la  fe,  Madrid  1985,  53.  

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En   los   años   sucesivos   Ratzinger   ha   ido  mostrando   que   esta   crisis   cifrada  entonces  eclesiológicamente,  era  en  realidad  más  radical  y  profunda.  Se  trataba  de  una  crisis  de  Dios  que  afectaba  no  sólo  a   la  reforma  de  la  Iglesia  sino  a  la  verdad  misma  del   cristianismo,   a   su  misma  pretensión  de  verdad  en  una   sociedad  post-­‐moderna,  post-­‐secularizada  y  post-­‐cristiana2.  Ya  como  papa  se  ha   referido  a  esta  crisis   de   fe   con   las   siguientes   palabras:   «Como   sabemos,   en   vastas   zonas   de   la  tierra  la  fe  corre  peligro  de  apagarse  como  una  llama  que  no  encuentra  alimento.  Estamos  ante  una  profunda  crisis  de  fe,  ante  una  pérdida  de  sentido  religioso,  que  constituye  el  mayor  desafío  para  la  Iglesia  de  hoy.  Por  tanto,  la  renovación  de  la  fe  debe   ser   la   prioridad   en   el   compromiso   de   toda   la   Iglesia   en   nuestros   días»  (27/1/2012).  Esta  fue  la  razón  por  la  que  ha  querido  convocarnos  a  un  año  de  la  fe,  tal  y  como  se  extrae  de  su  Carta  Apostólica  Porta  fidei,  6:  «Mientras  en  el  pasado  era  posible  reconocer  un  tejido  unitario  de  la  fe,  ampliamente  aceptado  en  relación  al  contenido  de  la  fe  y  a  los  valores  inspirados  por  ella,  hoy  no  parece  que  sea  ya  así  en  vastos  sectores  de  la  sociedad  a  causa  de  una  profunda  crisis  de  fe  que  afecta  a  muchas  personas».  

Otro   teólogo   alemán,   Eugen   Biser,   sucesor   de   Guardini   en   la   cátedra   de  cosmovisión  cristiana  del  mundo  en  la  universidad  de  Múnich,  nos  ofreció  también  a   principio   de   los   años   90   su   pronóstico   de   la   fe   como   una   orientación   para   la  época  post-­‐secularizada.  Como  siempre  que  se  hace  un  análisis  y  un  diagnóstico,  a  la  vez  proponía  una  terapia  para  solucionar  lo  que  él  llamó  una  herejía  emocional.  No   se   trataba   de   una   herejía   doctrinal   ni   moral,   sino   de   un   estado   de   ánimo  generalizado.   El   teólogo   alemán   ya   hablaba   de   una   crisis   global   de   la   fe   en   un  sentido   genérico,   no   sólo   religioso,   caracterizada   fundamentalmente   por   el  derrotismo.   Como   Ratzinger   también   se   refería   a   la   crisis   de   la   Iglesia,   aunque  subrayaba  ya  cómo  estábamos  en  el  final  de  una  época  (Guardini  y  Lyotard)  con  el  consiguiente   cambio  histórico  de   la   fe.  El   ánimo  generalizado  ante  esta   situación  era,   según  el   autor,   la  desazón  y   la   resignación  no   sólo  por   la   crisis  dentro  de   la  Iglesia  sino  por  percibir  la  insignificancia  que  tiene  ya  la  fe  en  la  vida  cotidiana  del  hombre  concreto.  El  autor  lo  llamó  «herejía  emocional».  He  aquí  sus  palabras:  «La  fe   no   corre   peligro   con   una   interpretación   equivocada   del   dogma   ni   con   un  comportamiento  moral  deficiente,  sino  que,  ateniéndonos  a  la  experiencia  general,  el  peligro  mayor  deriva  sobre  todo  del  derrotismo  religioso,  que  no  otorga  a  esa  fe  energía  alguna  capaz  de  configurar  vida  en  el   futuro,  a   la  vez  que  lo  desconcierta  en  forma  de  crisis  de  desconfianza»3.  Mientras  que  la  fe  tiene  que  ser  fundamento  para   vivir   con   coraje   y   confianza   en   medio   del   mundo,   fuerza   para   superar  angustias   y   miedos,   sentimos   que   ya   no   tiene   capacidad   para   otorgarnos  fundamento   y   confianza.   No   obstante,   el   autor   no   se   queda   en   esta   perspectiva  pesimista.  Su  objetivo  es  superar  este  ofuscamiento  de  la  vista  y  herejía  emocional,  salir  de  esta  situación  asumiendo  el  cambio  histórico  de  la  fe  concentrada  en  Jesús  de  Nazaret  haciéndose  así  más  viva,  eficaz  y  trasparente.                                                                                                                    2  Cfr.  J.  RATZINGER,  Fe,  verdad  y  tolerancia,  Salamanca  2005.  3  E.  BISER,  Pronóstico  de  la  fe.  Orientación  para  la  época  postsecularizada,  Barcelona  1994,  16.  

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 2.  Sobre  la  posibilidad  de  la  fe  hoy    Cuando   todavía   estábamos   celebrando   el   Concilio   Vaticano   II,   ya   Karl  

Rahner,  quizá  el  gran  teólogo  católico  del  siglo  XX,  se  atrevió  a  preguntarse  en  alto  por  la  posibilidad  de  la  fe  hoy  (26  de  junio  de  1962)4.  Hoy  quizá  esta  cuestión  nos  parezca  irrelevante,  pero  el  título  de  su  conferencia  mostraba  un  cambio  sustancial  en  la  cuestión  de  la  fe.  Si  durante  siglos  la  fe  había  sido  lo  evidente,  el  presupuesto  común  desde  el  que  todos,  creyentes  y  no  creyentes,  vivíamos,  este  tejido  unitario  comenzaba   ya   a   resquebrajarse.   En   esa   situación   Rahner   se   preguntaba   si   era  posible  la  fe  en  Dios  en  un  mundo  moderno,  plural  y  democrático.  ¿Sigue  siendo  la  fe   la   posibilidad   más   radical   y   humana   para   el   hombre   precisamente   en   el  momento  en  el  que  este  parece  alcanzar  sus  deseos  por  caminos  más  mundanos  y  secularizados?   La   respuesta   de  Rahner   es   obviamente   que   la   fe   es   posible   como  decisión   personal   ante   el   Misterio   incomprensible   que   llamamos   Dios,   con  honestidad  humana  e  intelectual.  Pero,  más  allá  de  la  respuesta  misma,  lo  que  nos  interesa   es   la   pregunta   misma   por   la   posibilidad   de   la   fe,   ya   que   nos   permite  descubrir   la   situación   nueva   que   vivimos.   En   realidad   ella  muestra   un   auténtico  cambio   de   paradigma   en   el   terreno   de   la   fe   que   en   los   últimos   50   años   se   ha  agravado.   La   fe   en   Dios   ha   dejado   de   ser   evidente   y   asumida   como   un   hecho  normal  y  cultural.  La  fe  ha  dejado  de  ser  una  realidad  pacíficamente  asumida  desde  la   que   nos   preguntábamos   extrañados   por   el   ateísmo   y   la   indiferencia.   Esta  situación  se  ha  invertido.    

Hoy  el   fondo  común,   la  mentalidad  dominante  es   la   increencia  y   lo  que  se  cuestiona   precisamente   es   la   fe   en   Dios.   No   un   contenido   determinado,   sino   su  verdad  y  posibilidad  misma  para  el  ser  humano.  Y   lo  que  es  más  difícil  de  atajar.  Algunas   veces   se   hace   de   una   forma   explícita,   atea,   agresiva   (Nuevo   ateísmo),  aunque   las   mayoría   de   las   veces   y   la   más   mayoritaria   es   la   asunción   de   estos  principios  de  una  forma  inconsciente,  implícita  e  indiferente.  Es  una  atmósfera,  un  ambiente,   un   aire.   En   terminología   bíblica   de   la   Carta   a   los   Efesios   según   la  profunda   interpretación   de   H.   Schlier,   «los   cielos»   en   donde   nos   es   dada   la  bendición   de   Dios   en   la   persona   de   Cristo   (Ef   1,4)   o   «los   principados   y   las  potestades   de   este   mundo»   a   las   que   el   cristiano   tiene   que   hacer   frente   con   la  coraza  de  la  fe  y  la  espada  de  la  palabra  (cfr.  Ef  6,12)5.  

 3.  El  Concilio  vaticano  II  y  la  teología  pastoral  posconciliar    El  Concilio  vaticano  II,  así  como  la  pastoral  y  la  teología  de  la  segunda  mitad  

del  siglo  XX  en  Europa,  ha  estado  volcada  en  mostrar  de  forma  real  y  concreta  esta  posibilidad  de  la  fe  como  realización  plena  del  ser  humano  y  no  como  un  camino  

                                                                                                               4  K.  RAHNER,   «Sobre   la  posibilidad  de   la   fe  hoy»,   en   Id.,  Escritos  de  teología  V,  Madrid  1968,  11-­‐31  (SW  10,  574-­‐589).    5  Cfr.  H.  SCHLIER,  La  carta  a  los  Efesios,  Salamanca  1992.  

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alternativo   a   su   humanidad,   en   el   fondo,   alienador   de   su   ser;   como   compromiso  radical  por  la  justicia  y  no  un  sucedáneo  de  ésta;  como  servicio  ciudadano  en  una  sociedad  democrática  y  plural  y  fundamento  del  obrar  moral  del  hombre  ante  los  demás,  no  una  excusa  para  eludir  estas   responsabilidades   comunes   con   todo  ser  humano.  La  fe  y  la  razón,  la  fe  y  la  ciencia,  la  fe  y  el  arte,  la  fe  y  la  vida  humana,  con  las  dimensiones  esenciales  de  la  libertad  y  la  justicia  no  son  realidades  que  crezcan  de  una  forma  inversamente  proporcional,  sino  de  forma  directa.  No  hay  que  tener  miedo  a  Dios  y  a  la  fe.  Cuando  mayor  es  la  cercanía  de  Dios  y  mayor  es  la  respuesta  del  hombre  en  la  fe,  su  humanidad  con  todas  sus  dimensiones  no  queda  menguada  sino  fortalecida,  promocionada,  elevada.  Aquí  hay  que  recordar  la  clásica  expresión  de  León  Magno  quien  al  considerar  la  encarnación  de  Dios  afirma  que  la  naturaleza  humana  no  ha  quedado  disminuida,  sino  exaltada  (humana  augens).  Una  tesis  que  recogerá  Máximo  el  Confesor  en  la  crisis  monoteleta  y  que  de  una  forma  renovada  se  convirtió  en  una  de  las  máximas  de  la  teología  de  Karl  Rahner  y  de  la  pastoral  de  la  Iglesia6.  Desgraciadamente  todavía  tenemos  que  seguir  escuchando  críticas  que  nos  recuerdan  más  a  una  situación  decimonónica  que  realmente  contemporánea.  Aunque  estas  son  claramente   injustas,  pues  no  tienen  en  cuenta  todo  este   legado  teórico  y  práctico,  al  menos  nos  pueden  servir  de  recordatorio  para  que  todo  este  trabajo   y   esfuerzo   pastoral   del   siglo   XX   sea   recogido   por   nosotros   como   una  herencia   que   debemos   asumir.   No   obstante,   y   a   pesar   de   todo   este   esfuerzo,   la  realidad   cultural   y   las   críticas   actuales   más   radicales   al   cristianismo,   nos   han  sobrepasado  y  en  el  fondo  sorprendido.    

Esta  centralidad  de  la  pastoral  de  la  segunda  mitad  del  siglo  XX  también  ha  traído  consecuencias.  Con  esto  no  quiero  decir,  ni  mucho  menos,  que  la  crisis  de  la  fe  haya  sido  causada  por  el  Vaticano  II,  ni  siquiera  por  su  recepción  posterior.  La  crisis  ya  estaba   instalada  en  Europa  y  el  Vaticano  II  quiso  ser  ya  una  respuesta  a  ella7.   Pero   por   este   vuelco   y   atención   generalizada   en   la   pastoral   y   situación  espiritual  de  la  Iglesia  a  los  segundos  aspectos  de  los  binomios  que  he  mencionado  anteriormente   se   ha   ido   produciendo   lenta   e   imperceptiblemente   una  secularización  o  disolución  de   la  realidad  de   la   fe  en  su  comprensión  espiritual  y  religiosa  más   genuina   en   sus   frutos   y   en   sus   consecuencias   prácticas,   históricas,  mundanas.  Poco  a  poco,  sin  darnos  cuenta,  ha  ido  perdiendo  su  virtus  teologal.  De  la  raíz  hemos  pasado  a  estar  volcados  pastoralmente  en  sus  frutos.  Esto,  aunque  no  puede  ser  esgrimido  como  única  causa,  de  hecho  y  en  lo  concreto,  ha  llevado  a  que  la   fe  en  su  dimensión  más  religiosa  y   teológica,  ha  dejado  de  ser  el  suelo  vital,  el  fundamento   existencial   y   el   horizonte   de   sentido.   Al   menos   como   una   fe  consciente,  razonada,  personalizada,  asumida  y  explícita.  Por  eso,  en  la  actualidad  nos   hemos   dado   cuenta   de   que   si   no   accedemos   al   cultivo,   a   la   atención   y   al  cuidado  de  la  raíz  teologal  y  personal  de  la  fe,  los  frutos  que  de  ella  han  surgido  no  podrán  mantenerse  en  el  futuro.  Perderemos  los  frutos  y  al  final  la  planta  misma.  En  esta  lógica  y  perspectiva  entiendo  la  convocatoria  que  Benedicto  XVI  ha  hecho                                                                                                                  6  Cfr.  K.  RAHNER,  «Encarnación»,  en  Id.,  Sacramentum  mundi  2,  Barcelona  1979,  549-­‐567.  7  Cfr.  W.  KASPER,  El  Evangelio  de  Jesucristo,  Santander  2013,  249.  

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del  año  de  la  fe,  afirmando  que  explícitamente  hay  que  atender  a  ésta  y  no  sólo  a  sus  frutos  y  consecuencias.  La  atención  explícita  a  la  fe  en  su  dimensión  religiosa,  espiritual,   teologal,   divina,   no   significa  un   repliegue  hacia  nosotros  mismos,   sino  una  apertura  más  radical  al  Dios  que  se  ha  revelado  en  Jesucristo  y  se  nos  ha  dado  en  el  Espíritu.  

 4.  La  actual  crisis  de  fe    Como   ya   hemos   dicho  más   arriba,   la   crisis   de   fe   es   cultural,   es   decir,   del  

humus   en   el   que   el   ser   humano   se   encuentra.   No   es   una   tanto   una   actitud  determinada   contra   ella,   sino   una   atmósfera   que   ha   terminado   siendo   una  mentalidad.  Esto  hace  que  no  pueda   ser   analizada   en  una  dimensión   exclusiva  o  unidireccional.  En  este  sentido  no  es  una  crisis  que  afecte  tanto  al  contenido  de  la  fe,   sino   más   bien   a   la   gramática   de   la   fe,   es   decir,   al   presupuesto   de   la   fe   y   al  lenguaje  en  el  que  se  formula.  No  hay  un  problema  de  herejías  doctrinales,  sino  de  indiferencia  existencial  en  torno  a  la  fe  y  a  su  forma  explícita  de  confesión  eclesial.  La  cultura  y  el  andamiaje  social  sobre  el  que  se  asentaba   la   fe  cristiana,  como  un  conjunto  unitario  o  base  común,  se  ha  roto.  Es  verdad  que  desde  el  punto  de  vista  del   contenido   de   la   fe   existimos   a   un   momento   de   ignorancia,   confusión   y  ambigüedad.  Pero  este  es  en   realidad  un  problema  menor.  Hay  algunos  aspectos  que   podemos   señalar   con   preocupación:   la   comprensión   de   un   Dios   a-­‐personal  como  energía  del   universo  o   aliento   vital;   una   afirmación  de   la   fe   en   la   creación  difícil   de   conjuntar   con   los   datos   que   nos   ofrecen   las   ciencias   empíricas;   la  imposible   afirmación   de   hecho   de   que   el   hombre   es   imagen   de   Dios   en   una  comprensión   eminentemente   monista   de   su   estructura   fundamental;   una  confesión  de  la  fe  en  Cristo  más  como  Jesús  de  Nazaret  que  como  verdadero  Hijo  de   Dios   encarnado;   la   siempre   difícil   comprensión   de   la   mediación   eclesial;   la  dificultad  para  afirmar  una  auténtica  fe  en  la  resurrección  y  la  vida  eterna.  

No   obstante,   la   crisis   es   más   profunda.   En   Europa,   todos   tenemos   la  impresión   de   que   el   cristianismo   ha   dejado   de   ser   el   tejido   fundamental   de   la  sociedad,   la   comprensión   decisiva   del   hombre   y   del   mundo.   Siempre   hemos  necesitado   la   conversión,   el   encuentro   con   el   Señor,   la   purificación   de   las  estructuras  eclesiales,  el  arrojo  misionero,  pero  estamos  en  un  momento  nuevo  de  la  historia,  en  una  auténtica  encrucijada,  donde  el  cristianismo  ha  dejado  de  ser  la  referencia   fundamental   para   el   desarrollo   de   la   vida   humana.   Hace   años   ya  denominamos   esta   situación   como   de   post-­‐cristianismo.   Hemos   conocido   el  desafío  de  una  sociedad  precristiana  que  había  que  evangelizar  desde  el  testimonio  de   la   vida,   especialmente,   como   belleza   fundamental   del   existir   humano,   con   la  capacidad   para   unir   fe,   razón   y   vida   (Iglesia   antigua).   Hemos   vivido   la  evangelización   cotidiana,   al   ritmo   del   humano   vivir,   tejiendo   el   discurrir   de   las  horas  y  llenando  los  espacios  con  arquitectura  y  presencia  social  en  una  sociedad  configurada  por  el  propio   cristianismo   (Iglesia  medieval).  Desde  aquí  nos  hemos  lanzado   a   la   evangelización   de   nuevos   mundos   llevando   evangelio   y   cultura,   a  

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veces  con  abusos  y  colonizaciones  en  nombre  de  la  fe,  pero  con  un  resultado  en  su  conjunto  muy  positivo  (Iglesia  moderna).    

Ahora   es   un   momento   nuevo.   Pues   la   cultura   y   la   sociedad,   sin   ser   pre-­‐cristianas,  ya  no  son  decisivamente  cristianas,  sino  post-­‐cristianas  y  algunos  casos  anti-­‐cristianas.   En   ella   algunos   quieren   des-­‐vincularse   definitivamente   de   esta  herencia   volviendo   a   un   hedonismo   y   cinismo   radical;   otros   permanecen   en   lo  cristiano  como  valor  occidental  que  hay  que  mantener  frente  a   la  agresividad  del  mundo   islámico   que   nos   llevaría   a   un   retorno   a   lo   peor   de   la   época   medieval  (cristianos   culturales);   otros   siguen   siendo   tradicionalmente   cristianos,   pero   de  hecho   viven   en   medio   de   la   sociedad   como   si   no   lo   fueran,   dejan   esta   realidad  exclusivamente  para  el  ámbito  de  lo  privado  y  familiar,  sin  capacidad  ni  brío  para  que  esta  forma  de  vida  impregne  de  verdad  la  vida  cotidiana  en  el  ámbito  donde  se  juegan  las  decisiones  fundamentales.    

 5.  Dos  profetas  de  este  nuevo  tiempo:  Nietzsche  y  Heidegger.      En  mi  opinión  hay  dos  autores  emblemáticos  que  profetizaron  este  “nuevo  

mundo”:  Nietzsche  y  Heidegger.  Y  no   los   cito  porque  ellos   sean   los   causantes  de  esta  situación,  pensando  que  primero  son  las  ideas  y  luego  la  realización  de  estas,  sino   porque   más   bien   se   han   convertido   en   verdaderos   intérpretes   de   una  situación   que   ellos   vieron   nacer,   constataron   y   de   alguna   forma   profetizaron.   El  primero  es   el   primer   autor  que  de   forma   consciente   se   vuelve   contra  Cristo   y   el  cristianismo.  Entre  la  fascinación  y  el  odio  declara  al  final  de  su  libro  Ecce  homo  al  borde   de   la   locura:   ¿Se  me   ha   comprendido?   -­‐  Dionisio   contra  el  Crucificado8.   Es  verdad   que   esta   es   una   frase   enigmática.  No   sabemos   bien   si   se   dirige   contra   la  Modernidad  (Lutero,  Kant,  Hegel,...)  o  contra  el  Dios  cristiano.  O  contra  los  dos  a  la  vez.   En   realidad   nos   hemos   dejado   las   pestañas   y   el   tiempo   intentando  comprender  e  integrar  el  ateísmo,  pensando  que  se  realizaba  ante  un  dios  falso,  un  ídolo,   ante   una   caricatura   de   Dios,   ante   el   mensaje   desnaturalizado   de   los  creyentes…   Pero   quizá   es   la   respuesta   dramática   del   hombre   actual   en   plena  conciencia,  que  decide  libremente  dar  la  espalda  a  Dios.  Y  no  sólo  por  el  pecado  de  los  creyentes,  sino  precisamente  por  haber  comprendido  el  núcleo  de  la  revelación  y  de  la  fe.  No  podemos  olvidar  el  ritmo  dramático  de  la  historia  de  la  salvación  tal  y  como  se  produce  en  la  vida  de  Jesús  y  aparece  bajo  el  signo  del  Apocalipsis.  Cuanto  mayor  es  la  presencia  de  la  luz,  cuanto  más  auténtica  y  verdadera  es,  mayor  es  la  voluntad   de   apagarla,   de   negarla,   de   volverse   contra   ella.   ¿Es   realmente   ésta   la  actitud  de  nuestra  generación?  No  lo  sé,  pero  hemos  de  ser  conscientes  de  que  es  posible.    

Desde   nuestra   corta   perspectiva,   el   “no”   al   Dios   verdadero   es   posible.   Es  precisamente   ante   él   ante   quien   es   únicamente   posible.   Y   lo   que   a   nosotros   nos  resulta  más  paradójico   es   que   a   algunos   de   los   hombres   de   nuestro   tiempo   esta  

                                                                                                               8  F.  NIETZSCHE,  Ecce  homo,  Alianza  Editorial,  Madrid  1980,  132.  

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acción  la  viven  como  un  hecho  liberador.  Los  creyentes  no  entendemos  de  verdad  cómo   esto   sea   posible.   Pero  me   atrevo   a   decir,   con   todo   el   dolor   del   corazón   y  añadiendo   nuestra   más   absoluta   incomprensión,   que   hay   que   respetarlo.   Y  podemos  y  debemos  preguntarnos:  ¿No  será  ésta  la  kénosis  verdadera  de  la  Iglesia  en   el   tiempo   actual?   ¿Será   este   su   camino   de   cruz?   Nos   cuesta   admitir   que   nos  rechacen   y   que   nos   rechacen   no   por   nuestros   pecados,   sino   con   plena   lucidez   y  conciencia  por  el  evangelio  que  anunciamos.  Esta  experiencia  contemporánea  hay  que  padecerla.  Y  creo  que  desde  ella  deberíamos  escribir  algo  así  como  los  últimos  capítulos  de  la  Carta  a  los  Romanos  que  Pablo  escribió  desde  el  drama  colectivo  y  personal   de   ver   cómo   el   pueblo   de   la   Alianza,   el   pueblo   elegido,   su   pueblo,  rechazaba   la   oferta   de   Dios   en   su   propio   Hijo   (Rom   9-­‐11);   o   las   desgarradoras  expresiones   de   Teresa   de   Lisieux   al   final   de   su   corta   pero   intensísima   vida  padeciendo   la  noche  del   ateísmo  del  mundo,  mientras   se   le   concede   la   gracia  de  participar  en  el  misterio  pascual  de  su  Hijo:  «Durante  los  días  gozosos  del  misterio  pascual,   Jesús  me  hizo   conocer  por  experiencia  que   realmente  hay  almas  que  no  tienen  fe,  y  otras  que  por  abusar  de  la  gracia,  pierden  ese  precioso  tesoro,  fuente  de  las  únicas  alegrías  puras  y  verdaderas.  Permitió  que  mi  alma  se  viese  invadida  por  las  más  densas  tinieblas…  Las  tinieblas,  ¡ay!,  no  supieron  comprender  que  este  Rey  divino  era  la  luz  del  mundo.  Pero  tu  hija,  Señor  ha  comprendido  tu  divina  luz  y  te  pide  perdón  para  tus  hermanos.  Acepta  comer  el  pan  del  dolor   todo  el   tiempo  que   tú  quieras,   y  no  quiere   levantarse  de   esta  mesa   repleta  de   amargura,   donde  comen  los  pobres  pecadores»9.    

El  otro  autor  es  Heidegger.  El   filósofo  de  Friburgo  analizando  la  existencia  humana  desde  su  constitutiva  temporalidad  constata  que  el  hombre  se  encuentra  encerrado   en   sus   límites   en   un   mundo   asfixiante,   sin   horizonte,   destrozando   el  hogar  de  la  naturaleza  mediante  el  uso  de  la  técnica  y  sin  esperanza  ante  la  verdad  de   su   contingencia   y   finitud,   ante   el   futuro   ineludible   de   su  muerte.   Es   un   «ente  constitutivamente  mundano  y  moribundo  anclado  en  la  finitud»,  que  se  define  por  su  temporalidad  (Da-­‐sein)  y  el  cuidado  de  sus  propias  potencialidades,  entre  ellas  la   última   y   decisiva   que   es   la  muerte10.   Quizá   nos   parezcan   estas   palabras  muy  filosóficas   pero   el   hombre   actual   se   experimenta   a   sí   mismo   encerrado   en   este  mundo  sin  horizonte  y  sin  trascendencia11.  Y  quizá  desde  aquí  haya  que  entender  a  su   vez   la   vuelta   de   una   “era   religiosa”   o   de   una   “espiritualidad   laica”.   El  mismo  Heidegger   no   se   contentó   con   diagnosticar   la   muerte   de   Dios   y   el   final   de   la  metafísica  como  fiel  intérprete  de  Nietzsche.  Su  propósito  es  ya  de  una  vuelta  a  una  cultura   pre-­‐cristiana   y   pre-­‐socrática   en   un   contexto   post-­‐cristiano.   Hay   que  reconocer  como  un  valor  el  proceso  de  des-­‐cosificación  de  la  realidad  de  Dios  más  allá  del  ser,  de   la  palabra  y  del  concepto.  Pero  el  trasvase  del  Dios  personal  de   la  revelación  cristiana  a  lo  divino  como  si  se  tratase  del  paso  del  ente  cosificado  al  ser  inaprehensible   no   deja   de   ser   problemático.   Heidegger   aboga   por   la   vuelta   a   un  

                                                                                                               9  TERESA  DE  LISIEUX,  Ms  C  6r  [Obras  completas,  Burgos  1998,  278-­‐279].  10  M.  GARRIDO,  «Introducción»,  en  M.  Heidegger,  Tiempo  y  ser,  Madrid  2001,  10.  11  Cfr.  J.  GRANADOS,  Teología  del  tiempo,  Salamanca  2012,  18-­‐22.  

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Dios  divino  y  originario,  sin  fundamento,  no  conceptualizado  por  el  hombre,  a  Dios  como  abismo  que  ya  percibió  Heráclito  antes  de  su  conceptualización  platónica  y  cristiana.  Su  espera  de  que  sólo  el  último  dios  nos  puede  salvar,   significa  el  paso  del   primer   Dios   de   la   tradición  metafísica   platónica-­‐cristiana   al   último  Dios   que  hace   posible   un   nuevo   comienzo 12 .   No   sabemos   todavía   cuál   deba   ser   la  interpretación   adecuada.   Si   es   una   vuelta   a   los   dioses   paganos   o   la   posibilidad  abierta  para  el  Dios  divino  y  trascendente  de  la  genuina  revelación  bíblica  anterior  a   la   especulación   de   la   teología   cristiana.   En  mi   opinión   su   propuesta   deja   en   la  penumbra  el  Dios  personal  que  siendo  trascendente  se  ha  hecho  inmanente  en  la  historia  a  través  de  su  Palabra  (crucificada)  y  de  su  Espíritu  (amante).    

Más   allá   de   la   discusión   sobre   la   interpretación   heideggeriana   de   su  expresión   “sólo   un   dios   nos   puede   salvar”   o   de   su   “último   dios”,   hay   que   ser  conscientes   de   la   sutil   y   compleja   situación   espiritual   contemporánea.   La  sociología   de   la   religión   habla   de   una   vuelta   de   lo   religioso,   de   lo   divino,   de   la  espiritualidad.  Esta   situación  es  al  menos  un   índice  más  de  que  el  hombre  no   se  conforma   con   vivir   encerrado   en   un   mundo   finito   sin   esta   dimensión   religiosa,  espiritual  y  trascendente.  Es  un  buen  punto  de  partida  que  va  más  allá  de  la  tesis  clásica   de   la   progresiva   e   imparable   secularización   del   mundo   y   del   corazón  humano.   Pero   no   es   suficiente,   pues   toda   esta   vuelta   de   la   religiosidad   viene   en  neutro  o  sustantivado.  Esta  situación  espiritual  nos  sigue  mostrando  una  crisis  de  fe  en  Dios,  una  crisis  de  Dios  en  cuanto  la  fe  en  él  como  real  alteridad  personal  que  me  dirige  una  palabra,  me  provoca  a  una  forma  de  vida,  me  exige  una  respuesta.          

Si   a   estos   dos   impulsos   fundamentales   del   nihilismo   y   de   superación   del  cristianismo   por   una   religiosidad   pagana   le   añadimos   el   fenómeno   de   la  globalización,   del   pluralismo   radical,   de   la   era   de   la   tecnología,   etc.   podemos  comprender,  aunque  sea  con  dolor,  que   la   fe  en  Dios  y  desde  ella  el   cristianismo  haya  dejado  de  ser  el  tejido  unificador  de  las  diversas  culturas,  para  convertirse  en  un  elemento  más  y  en  mucho  casos  superfluo.                      

 6.  Docta  ignorantia    Es  probable  que  mis  análisis  sean  superficiales  y  precipitados.  Seguramente  

necesitan  una  mayor  penetración  y  un  estudio  más  riguroso  y  pausado.  Con  ellos  solo  quiero  mostrar  que  el  desafío  que  vivimos,  en  este  orden,  es  totalmente  nuevo  y   enorme.   En   realidad   no   sabemos;   no   tenemos   ni   la   teología   ni   las   estructuras  pastorales   adecuadas   para   iniciar   esta   nueva   evangelización   de   personas,   de  ámbitos,  de  contextos,  de  continentes.  No  sabemos  realmente  lo  que  será  eficaz,  lo  que  perdurará  en  el   futuro,   lo  que  digan  los  cristianos  de  otras  generaciones  que  fue   decisivo   para   la   evangelización.   Pero,   realmente,   ¿fue   consciente   Benito   de  Nursia  de  que  su  retiro  al  monte  y  al  desierto  sería  crucial  para  la  evangelización  de  Europa?  ¿Supo  Francisco  de  Asís  que  el  no  a  su  padre  y  el   sí  a  Cristo  pobre  y                                                                                                                  12  Cfr.   P.  CEREZO,   «Del   “primero”   y   del   “último”  Dios»,   en  Mª  C.   Paredes  Martín   (ed.).,  Metafísica  y  experiencia,  Salamanca  2012,  193-­‐230.  

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humilde  sembraría  de  evangelio   las   ciudades  que  entonces  nacían?  ¿Comprendió  Ignacio  de  Loyola  que  su  camino  solo  y  a  pie,  ante  el  Absoluto,   iba  a  germinar  en  una  Compañía  sin   la  cual   la  evangelización  y   la  educación  en   la  Europa  moderna  serían   distintas?   Así   podríamos   continuar   por   los   momentos   centrales   de   la  historia  del   Cristianismo.   Lo  que   intento  decir   es   que  más   allá   de   conocimientos  exhaustivos  y  rigurosos  de  lo  que  nos  está  pasando  o  del  tiempo  en  que  vivimos,  es  tiempo  de  apostar  sin  saber,  no  de  una  forma  inconsciente  e  irresponsable  (docta  ignorantia).  Pero  es  tiempo  de  ir  más  allá,  sin  tener  absoluta  certeza  de  triunfo  o  de  fracaso.  Esto  si  ha  sido  la  constante  en  los  movimientos  realmente  trasformadores  de  sociedad  y  eficaces  en  la  evangelización.  Y  siempre  han  sido,  contracorriente  en  la   forma   y   en   algunos   de   sus   aspectos,   pero   contemporáneos   en   el   fondo.   A  contracorriente  porque  seguir  el  evangelio  siempre  pide  conversión  del  corazón  y  de  la  cultura  al  Señor  del  corazón  y  de  la  cultura.  Pero  en  profunda  sintonía  con  los  deseos  y  anhelos  más  profundos  de  una  época.    

Hoy  tenemos  que  tener  el  coraje  para  arrostrar  los  valores,  principios  y  las  mediaciones  evangélicas  y  eclesiales  que  son  contraculturales,  pero  con  la  misma  valentía  y  tenacidad  hay  que  saber  escuchar  cuál  es  el  latido  concreto  y  profundo  de  los  hombres  de  nuestro  tiempo.  No  tenemos  que  tener  prisa  en  poner  nombre  a  estas   cosas.   Creo   que   de   una   forma   prematura   definimos   y   ponemos   nombre  cuando   ni   el   hombre   actual   es   consciente   del   todo,   ni   sabe   del   todo   qué   está  pasando.  Nos  precipitamos   en   los   diagnósticos   y   nos   repetimos  demasiado   en   el  nombre  de  las  enfermedades:  todas  terminan  de  forma  cansina  en  –ismos,  antes  de  escuchar.   ¿Hemos   hecho   el   esfuerzo   suficiente   para   escuchar   lo   que   nos   dicen  nuestros   contemporáneos?   ¿Qué   nos   piden?   ¿Por   qué   hay   una   aversión   a   la  propuesta  cristiana?  ¿Por  qué  es  rechazada  como  enemiga  de  la  democracia  y  de  la  sociedad  una  comprensión  de  la  vida  que  nosotros  pensamos  que  otorga  plenitud  y  felicidad?  La  teología  y  la  pastoral  del  siglo  XX  se  esforzaron  en  mostrar  la  especial  adecuación   e   interna   afinidad   entre   el   mensaje   del   evangelio   y   la   experiencia  humana.   Hemos   reformado   estructuras   eclesiales,   formas   arcaicas,   etc.   Pero   aun  así,   la   sociedad   en   general   nos   ha   dado   la   espalda.   La   vida   se   juega   en   otros  escenarios   donde   lo   cristiano   no   tiene   prácticamente   nada   serio   y   decisivo   que  decir.   De   ahí,   en  mi   opinión,   que   con   acierto,   la   Nueva   Evangelización   comienza  desde   luego,  como  siempre,  por   la  conversión  y  el  encuentro  personal  con  Cristo  como   forma   fundamental   y   pieza   clave   de   la   evangelización   (Samaritana),   pero  tiene   como   desafío   fundamental   que   este   evangelio   sea   capaz   de   penetrar   y   ser  decisivo  en   los  nuevos  areópagos  o   escenarios   en   los  que   se  vive  y   juega   la   vida  humana,   como   ha   sabido   ver   el   magisterio   pontificio   desde   Pablo   VI   hasta  Benedicto  XVI  pasando  por  Juan  Pablo  II.    

 7.  La  fe  es  crisis,  luz  y  una  nueva  forma  de  vida    a) La  fe  es  crisis    

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La  crisis  es  un  cruce  de  caminos  que  no  sabemos  bien  a  dónde  se  dirige.  Por  esta  razón  podemos  encontrar  hechos  ambiguos  e  interpretaciones  contradictorias  que   no   se   excluyen,   sino   que   nos  muestra   precisamente   el   carácter   crítico   de   la  situación.   En   los   momentos   de   crisis   la   característica   fundamental   es   la  ambigüedad   y   los   caminos   diversos   que   se   nos   abren   ante   nosotros   como  posibilidades  distintas.  En  este  contexto  cada  decisión  personal  es  decisiva.  La   fe  ya  no  puede  ser  una  realidad  heredada  sin  más,  como  un  hecho  cultural,  sino  que  más  bien  nos  pide  que  sea  vivida  como  una  gracia  que  provoca  a  nuestra  libertad  para   que   ante   Dios   y   sólo   ante   él   nos   decidamos.   Hay   que   responder   a   una  pregunta   que   ya   no   está   respondida   de   antemano,   sino   que   sin   dar   nada   por  supuesto,   hay   que   asumir   de   forma   personal.   Por   eso   podemos   añadir,   que   esta  situación   de   crisis,   por   otro   lado,   no   es   extraña   a   la   realidad   de   la   fe,   pues   ella  misma  significa  en  algún  sentido  una  crisis  de  la  existencia.  La  fe  es  precisamente  un   salto,   una   ruptura   arriesgada,   una   decisión   de   la   existencia   que   afecta   a   la  totalidad  del  ser  y  que  hace  que  este  ser  humano  se  transfiera  de  un  lugar  a  otro,  una  conversión  hacia  una  nueva   forma  de  existencia  y   como   todos  sabemos  esto  lleva  necesariamente  una  determinada  crisis  vital.  Nunca  podemos  olvidar  que  en  este  sentido  la  fe  es  siempre  crisis,  es  decir,  juicio  para  un  hombre  y  un  mundo  que  quiere  cerrarse  sobre  sí  (pecado);  y  justificación  para  quien  acepta  vivir  para  Dios  y   para   los   demás   (gracia).   La   fe   es   crisis   porque   desenmascara   una   realidad  superficial   y   ficticia   en   el   que   el   ser   humano   o   una   sociedad,   incluso   religiosa,  quiere  instalarse.  La  fe  es  apertura  radical  a  la  realidad  de  Dios  en  el  centro  de  la  vida   humana,   donde   el   hombre   libremente,   en   respuesta   a   la   iniciativa   de   Dios,  decide   traspasar   el   centro  de   su   ser  de   sí  mismo  a  Otro,   a   esa  persona   en  quien  deposita   su   fe.   De   ahí   que   la   fe   de   crisis   se   convierta   en   posibilidad,   en   tiempo  oportuno,  por  decirlo  con  otra  palabra  griega  y  de  gran  calado  bíblico,  en  kairós13.    

 b) La  fe  es  luz    La  fe  no  es  sólo  creer  sin  ver,  sino  luz  para  ver  en  profundidad  más  allá  de  la  

superficie   de   las   cosas   o   de   la   banalidad   a   la   que   nos   llevan   de   forma   casi  irremediable   la   cultura   actual.   Esta   ha   sido   una   de   las   dimensiones   que  más   ha  subrayado   Benedicto   XVI   como   se   puede   ver   en   su   última   encíclica   firmada   por  Francisco.  La  fe  nos  pone  en  relación  con  la  verdad  de  las  cosas,  en  su  sencillez  y  simplicidad:   de   Dios   como   Padre,   de   los   hombres   como   prójimos,   de  mí  mismo  como   pecador   redimido;   del   mundo   como   creación.   El   hombre   que   vive   en   un  ritmo   frenético   quiere   relacionarse   con   la   realidad   como   lo   hace   con   los   nuevos  medios  de  comunicación:  de  forma  rápida  e  instantánea.  Esto  es  un  valor,  que  tiene  sus  indudables  ventajas,  pero  tiene  también  sus  consecuencias  negativas.  No  todo  puede   ser   rápido,   instantáneo   e   inmediato.   Hay   cosas   que   necesitan   tiempo   y  maduración;   paciencia   y   adecuación.   Entre   ellas   está   la   realidad   de   la   fe,  

                                                                                                               13  W.  KASPER,  El  Evangelio  de  Jesucristo,  o.  c.,  245s.  

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precisamente  en  su  dimensión  de  luz.  No  es  fácil  y  no  viene  de  forma  instantánea  que   tengamos   el   sentido   espiritual   para   descubrir   la   presencia   de   Dios   en   el  mundo;   verlo   presente   y   actuando   en   todas   las   cosas,   incluso   dentro   de   una  situación   crítica   y   dramática   como   la   nuestra.   Tampoco   es   fácil,   aunque   sí   muy  necesario,  aprender  a  penetrar  desde  la  luz  de  la  fe  y  del  evangelio  en  las  causas  de  la   situación   actual   en   la   que   vivimos   los   hombres.   Pero   si   queremos   realmente  sanar   y   quedar   curados   de   esta   enfermedad   colectiva,   tenemos   que   llegar   a   las  causas  de  esta  crisis  cultural,  política  y  económica  que  padecemos.    

Pero   la   fe   no   es   solo   ilustración  para   la   razón  o   luz  para   los   ojos,   la   fe   es  fuerza  y  fortaleza  para  soportar  la  vida  en  todas  las  circunstancias  en  las  que  esta  se   encuentre;   especialmente   cuando   son   negativas   y   difíciles   de   soportar.   No  porque  nos  haga  eludir  el  dolor.  La  fe  no  es  un  analgésico,  sino  porque  nos  ofrece  una  posibilidad  más  amplia  de  sentido  ya  sea  para  entender  las  consecuencias  de  esa  situación  en  carne  propia  o  de  forma  solidaria  en  carne  ajena  y  próxima.  Desde  aquí  y  en  este  sentido  la  fe  es  obra  que  actúa  por  medio  del  amor  y  de  la  caridad  para  aliviar  y  transformar  la  situación  concreta  que  tenemos  ante  nuestros  ojos.  Al  papa   Francisco   le   gusta   utilizar   mucho   el   verbo   combate,   incluido   para   cuando  habla  de  la  fe,  se  refiere  a  ella  como  el  combate  de  la  fe,  en  la  lucha  de  los  creyentes  contra  el  maligno,  aun  cuando  afirma  a  su  vez  que  precisamente  es  la  fe  la  victoria  sobre  el  pecado  y  sobre  el  mal  (mundo  cerrado).  Si  la  comprensión  de  la  fe  como  luz   es   algo   que   debemos   a   Benedicto   en   diálogo   con   el   hombre   moderno   que  pensaba   que   la   fe   era   sinónimo   de   creencia   y   obscurantismo,   a   Francisco   le  debemos   su   insistencia   en   la   comprensión   de   la   fe   como   victoria   y   combate,  añadiendo   a   esta   todo   su   dramatismo   en   la   lucha   contra   el   «enemigo   de   la  naturaleza  humana»  y  la  certeza  de  su  victoria  que  ha  de  convertirse  en  el  creyente  en  gozo  y  alegría  confiada14.  

 c)  La  fe  es  una  nueva  forma  de  existencia    Pero,   si   la   fe  es   crisis   en   cuanto  que  nos   invita  y   llama  a   la   conversión  de  

vida;   si   la   fe  es   luz  que  nos  da   la   capacidad  para  penetrar  en  el   ser  de   las   cosas,  para   conocer   causas  y   sanar   realidades,   la   fe   es   en   realidad  una  nueva   forma  de  vida,  un  traspaso  de  la  existencia:  de  ser  en  sí  y  para  sí,  a  ser  en  otro  y  para  otro.  La  fe  cristiana  consiste  en  ser  en  Cristo,  en  la  capacidad  real  de  que  uno  pueda  decir  realmente  que  ya  no  es  él  el  centro  de  su  vida,  sino  que  ese  centro  ha  pasado  a  ser  otro:  Cristo;  y  desde  él  los  hermanos  por  los  que  murió  Cristo.  El  filósofo  Nietzsche,  a  quien  citábamos  antes,  era  muy  crítico  con  la  nueva  era  económico  y  técnica  que  se   avecinaba   y   que   dejaba   al   arte   y   la   dimensión   estética   como   algo   puramente  superficial   y   accesorio,   también   al   servicio   del   mercado.   Frente   a   esta   deriva,  intentó  recuperar  de  nuevo  el  mito,  creador  de  sentido,  y  el  fondo  dionisiaco  de  la  vida  desde  donde  surge  su  fuerza  creativa  y  creadora.  Para  él  la  vida  es  el  arte  de  

                                                                                                               14  Cfr.  J.  M.  BERGOGLIO,  En  él  sólo  la  esperanza,  Madrid  2013,  37-­‐44;  63-­‐75.  

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hacer  de  la  propia  vida  una  obra  de  arte  digna  de  reconocimiento,  donde  el  mito  no  es   redentor   de   nada,   sino   acrecentador   de   la   vida   humana15.   Nosotros   podemos  añadir  que  nuestro  Dios  no  es  enemigo  de  este  arte  de  vivir,  más  bien  al  contrario,  su  garante  y  su  sostén.  Es  «el  amigo  de   la  naturaleza  human».   ¿Delante  de  quien  realizaremos  las  obras  de  arte  más  bellas  con  nuestra  propia  vida  cuando  estamos  en  anonimato  y  en  secreto  sino  es  coram  Deo?        

                                                                                                               15  R.  SAFRANSKI,  Nietzsche.  Biografía  de  su  pensamiento,  Barcelona  42010.  

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II  LA  REALIDAD  DE  LA  FE.    

ACTO  E  IMÁGENES  FUNDAMENTALES    I. ¿QUÉ  ES  LA  FE?  

 La  fe  es  la  realidad  que  surge  del  encuentro  personal  entre  Dios  y  el  hombre  

por  la  que  este  puede  participar  de  la  vida  divina.  Vamos  a  explicar  esta  definición  para  después  iluminarla  desde  algunas  imágenes  bíblicas.  

 a)  La  fe  es  una  realidad    La   fe   es   una   realidad   que   afecta   al   misterio   de   Dios   y   al   hombre.   Es  

precisamente   la  realidad  que  surge  en   la  relación  y  en  el  encuentro  entre  ambos.  Por  mucho   que   nos   cueste   determinar   de   una   forma   objetiva,   clara   y   precisa   su  objeto  (Dios)  y  nos  resulte   imposible  determinar   totalmente  el  análisis  de   lo  que  ocurre  en  el  sujeto  que  vive  esa  fe  (analisis  fidei),  la  fe  es  real  tanto  desde  el  punto  de  vista  del  objeto  hacia  el  que  apunta  y   camina   (Dios),   como  desde  el  punto  de  vista  del  sujeto  que  realiza  el  acto  de  fe  (hombre  creyente).  La  fe  es  realidad,  y  no  es   una   teoría   sobre   la   religión,   por   muy   bella   y   bien   fundada   que   esté  racionalmente.  La   fe  es  una  realidad  y  no  una  adhesión  a  una   imagen  sobre  Dios  producida  por  los  sueños  de  nuestra  razón  o  la  proyección  de  nuestro  deseo.  La  fe  es  una  realidad  y  no  primeramente  una  doctrina,  ni  mucho  menos  una  ideología  o  una  coherente  cosmovisión  del  mundo  que  otorga  sentido  a  la  vida.  Es  obvio  que  puede   integrar   todas  estas  cosas  o  que   las  contiene  de  una   forma   implícita,  pero  todas   ellas   son   secundarias:   doctrina,   ideología,   imágenes,   cosmovisión,   anhelos,  deseos,  proyecciones…  todo  esto  puede  formar  parte  de  la  fe,  pero  antes  que  nada  y   primeramente   es   una   realidad   que   remite   a   Dios   que   sale   al   encuentro   del  hombre   desvelando   la   realidad   misma   de   su   ser,   su   realidad   más   íntima   y   del  hombre  que  responde  desde  lo  más  profundo  de  su  realidad  de  criatura.    

Pero,  ¿de  qué  realidad  estamos  hablando?  Habitualmente  hablamos  de  una  realidad   misteriosa   pues   la   realidad   hacia   la   que   la   fe   apunta   no   posee   una  evidencia   matemática   o   experimental   que   pueda   ser   probada   con   total   y   pura  objetividad;  a  quien  no  posee  esa   fe  o  al  mismo  sujeto  creyente.  Pero  el   adjetivo  misterioso,  en  mi  opinión,  no  le  viene  en  primer  lugar  por  esta  razón,  sino  porque  se   trata   de   una   realidad   que   nace   del   encuentro   personal.   Cuando   en   el  cristianismo  hablamos  de  misterio  nos  referimos  más  bien  a  la  singularidad  de  un  acontecimiento,  a   la   irrupción  de  un  misterio  personal  que  precisamente  por  ser  personal,   pide   y   exige   que   esté   protegido   por   un   halo  misterioso.   Cada   persona  singular  en  su  revelación  ante  otros  y  en  su  encuentro  con  otros,  por  ser  persona  y  no   un   simple   objeto,   es   siempre   un   misterio   para   los   demás.   No   porque   no  manifieste,   sino   precisamente   y   en   virtud   de   su   manifestación.   La   fe   es   en   este  sentido   un   hecho   misterioso.   En   ella   acontece   una   realidad   única,   singular,  

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irrepetible,   la   singularidad   de   un   encuentro   entre   Dios   y   el   hombre.   Por   muy  oscura   e   incomprensible   que   nos   parezca   el   objeto   y   el   análisis   de   la   fe,   ella   es  realidad  personal  que  incluye  a  la  vez  a  Dios  y  al  hombre  en  el  encuentro  de  gracia  y  de  libertad,  de  provocación  y  respuesta.  Lo  insondable  y  misterioso  nace  de  este  encuentro  personal.      

b)  La  fe  es  una  realidad  divina      La  fe  es  realidad  que  en  primer  lugar  remite  a  Dios  como  sujeto  y  objeto  de  

ella.  En  cuanto  sujeto  queremos  decir  que  es  él  quien  da  inicio,  mantiene  y  lleva  a  consumación  el  acto  de  fe  del  hombre,  pues  a  él  le  corresponde  la  libre  iniciativa  y  graciosa  consumación  de  este  encuentro.  En  cuanto  “objeto”  (palabra  que  aplicada  a  Dios  siempre  tiene  que  aparecer  entre  paréntesis)  él  es  el  destinatario  de  nuestro  acto  personal  (libre,  racional)  de  entrega  de  la  vida.    

La   fe   tiene   en   Dios   su   punto   de   partida   pues   ella   nace   y   surge   por   la  iniciativa  de  Dios  que  quiere  encontrarse  con  el  hombre.  En  este  sentido,  aunque  en   teología   distinguimos   entre   revelación   y   fe,   de   hecho   ambas   realidades   están  intrínsecamente   relacionadas.   Hay   fe   como   respuesta   del   hombre   a  Dios   porque  antes   y   como   fundamento   perenne   hay   revelación   de   Dios   al   hombre,   incluso  podríamos   decir   que   fe   de   Dios   en   el   hombre.   La   fe   es   un   don   de   Dios   y   este  carácter   sobrenatural,   gratuito   y   gracioso   de   la   fe   no   significa   sólo   que   la   fe  responde  a  la  revelación  previa  de  Dios,  sino  que  esa  respuesta  también  es  ofrecida  al  hombre  como  una  gracia  divina,  como  un  don  de  Dios.  «El  acto  de  la  fe  sólo  es  posible,  cuando  la  mente  y  el  corazón  del  creyente  se  mueve  dentro  de  la  gracia  de  Dios»  (D.  Hercsik).  El  testimonio  bíblico  es  abundante  y  ha  sido  mantenido  por  la  Iglesia   a   lo   largo   de   las   diversas   controversias   que   de   alguna   forma   ponían   en  entredicho  esta  gratuidad  de  la  fe  (pelagianismo,  racionalismo,  jansenismo).    

No  podemos  entrar   ahora  en  detallar   este   testimonio  bíblico   así   como   los  hitos   históricos   en   la   historia   del   dogma   y   del   magisterio   de   la   Iglesia   que   han  perfilado  esta  doctrina  del  carácter  sobrenatural  de  la  fe.  Pero  toda  esa  discusión  y  discernimiento   doctrinal   nos   deja   dos   enseñanzas   fundamentales.   La   primera   es  que   cuando  pensamos  en  el   acto  de   fe  no  podemos  hacerlo   como  si  hubiera  una  parte  o  zona  que  corresponde  a  Dios  y  otras  al  hombre.  Toda  la  realidad  de  la  fe  es  divina,  proviene  de  Dios;  y  toda  la  realidad  de  la  fe  es  humana,  es  también  obra  del  hombre.   Si   pensamos   esta   relación   desde   categorías   personales   y   no   físicas,  podremos  entender  que  ambos  estén  presentes  con  sus  características  propias  sin  perder   nada   de   su   propiedad   y   cualidad.   Dios   como   gracia   original,  fundamentadora  y  consumadora;  el  hombre  como  libertad  receptora  y  acogedora  de   la   gracia,   siendo   llevado   así   a   su  más   alta   dignidad   y  más   profunda   vocación  humana.  Porque  como  ha  recordado  la  teología  del  siglo  XX  Dios  no  es  enemigo  de  la   vida   humana.   Al   contrario.   A   una   mayor   cercanía   de   Dios,   mayor   es   la  consistencia   de   la   realidad   humana;   a  mayor   gracia,  mayor   libertad   del   hombre.  

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Cuanto  más  conscientes  seamos  de  la  dimensión  divina  y  gratuita  de  la  fe,  mayor  es  el  compromiso  de  nuestra  libertad  y  mayor  implicación  de  nuestra  naturaleza.    

Y  la  segunda  enseñanza  es  que  aunque  la  fe  sea  una  gracia  y  un  don,  esto  no  significa   que   Dios   se   la   de   a   unos   pocos.   Precisamente   porque   es   gratuita   es  universal.  La  gratuidad  de  la  fe  asegura  su  universalidad.  Dios  ofrece  su  revelación  y  la  posibilidad  de  la  respuesta  en  la  fe  a  todos  los  hombres.  Pero  es  obvio  que  esa  respuesta   dada   ya   como   posibilidad   a   todo   hombre   en   cuanto   que   es  constitutivamente  un  oyente  de  la  palabra  sostenido  por  la  gracia  de  Cristo,  tiene  que   hacer   eficaz   esa   fe   desde   su   respuesta   libre.   A   esta   cuestión   le   dedicaremos  ahora  nuestra  atención.    

 c)  La  fe  es  una  realidad  humana    La  fe  es  un  acto  humano,  plenamente  humano,  quizá  el  que  expresa  mejor  la  

esencia  o   la  naturaleza  más   íntima  y  propia  de  su  humanidad.  Por  eso,  no  puede  ser   entendido   como   un   acto   humano   aislado,   sino   aquello   que   expresa   la  disposición  global  del  hombre  desde  la  que  responde  por  la  gracia  a  la  revelación  de  Dios  que   le   interpela   (Balthasar).  La   fe,  por   lo   tanto,  no  es  algo  contrario  a   la  naturaleza   racional   del   hombre,   aunque   tampoco   se   explica   totalmente  desde   su  propia  naturaleza.  No  es  ni  una  paradoja  absoluta  que  nada   tiene  que  ver  con   lo  que   el   hombre   es   desde   su   propia   naturaleza   (Kierkegaard)   ni   algo  meramente  humano  inteligible  desde  los  límites  puros  de  la  razón,  sea  esta  teórica  (Lessing)  o  práctica   (Kant).  Dios  hace  posible  que  el  hombre   responda  a   la   invitación  que   le  hace   para   habitar   en   su   comunión   y   en   su   compañía.   Pero   es   el   hombre   quien  responde.   La   fe   es   un   acto   humano   y   como   tal   es   racional   y   libre.   Tanto   por   la  esencia  de  la  fe  como  por  la  dignidad  del  ser  humano  hay  que  afirmar  y  defender  la  plena  libertad  del  acto  de  fe.  Ni  la  violencia  ni  el  proselitismo  son  dignos  de  la  fe  en  Dios   y   de   la   libertad   del   hombre.   «La   verdad   de   un   amor   no   se   impone   con   la  violencia,  no  aplasta  a  la  persona»16.  La  fe  es  un  don  y  una  propuesta  a  un  hombre  libre.    

El  cristianismo,  por  lo  tanto,  no  necesita  a  un  hombre  esclavizado  y  hundido  para   hacerle   la   oferta   de   la   fe;   ni   puede   utilizar   su   indigencia   para   colarle  subrepticiamente   la   fe   religiosa;   menos   aún   puede   utilizar   la   violencia   física,  psíquica,  moral  o  espiritual  para  lograr  un  creyente.  La  fe  requiere  un  hombre  libre  que  desde  el  centro  de  su  ser  reconoce  que  Dios  es  su  fundamento  y  su  futuro  y  se  entrega   libremente  a  él.  Esto  no  significa  que   la   fe  sea  una  posibilidad  más  entre  otras  donde  el  hombre  elige  o  rechaza  la  revelación  de  Dios,  quedando  irrestricta  su  naturaleza.  La   fe  no  es  una  opción  más  para   la  vida  del  hombre,   sino  el   lugar  donde   su   naturaleza,   humana,   racional   y   libre,   alcanza   su   plenitud   y   estado   de  consumación.  Es  el  lugar  de  su  vocación  cumplida  y  lograda;  o,  por  el  contrario,  de  su   frustración.   El   papa   Francisco   asumiendo   el   impulso   de   Benedicto   nos   ha  

                                                                                                               16  PAPA  FRANCISCO,  Lumen  fidei,  34.  

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recordado  esta  verdad   fundamental.   Por   eso  nos  exhorta   con  estas  palabras:   «es  urgente   recuperar   el   carácter   luminoso  propio  de   la   fe,   pues   cuando   su   llama   se  apaga,  todas  las  luces  acaban  languideciendo.  Y  es  que  la  característica  propia  de  la  luz  de  la  fe  es  la  capacidad  de  iluminar  toda  la  existencia»17.    

 d)  La  fe  es  una  realidad  divina  y  humana    Por  lo  tanto,  ni  Dios  solo  ni  el  hombre  solo.  Ni  los  dos,  pero  separados.  La  fe  

es   ese   misterio   nupcial   del   encuentro   entre   el   Dios   que   ha   querido   ser  definitivamente   el   Dios-­‐con-­‐nosotros   y   el   hombre   que   está   llamado   a   ser  definitivamente  el  hombre  con  Dios.  La  fe  tiene  que  ver  con  Dios,  pero  no  con  un  Dios  abstracto,  lejano,  totalmente  Otro,  sino  con  el  Dios  encarnado,  revelándose  en  la  historia  de  los  hombres  y  dándose  por  medio  del  Espíritu,  suscitando  así,  desde  la   conciencia   y   libertad   del   hombre   la   respuesta   a   esta   revelación.   La   fe   es   una  realidad  humana  en  cuanto  esa  humanidad  está  pensada  y  querida  como  distinta  de  Dios  aunque  llamada  esencialmente  a  la  comunión  con  él.  Ambas  dimensiones  han   sido   unidas   en   la   persona   de   Jesucristo,   quien   es  mediador   y   plenitud   de   la  revelación  de  Dios  para  los  hombres  en  la  historia  e  iniciador  y  consumador  de  la  fe  de  los  hombres  (Hb  12,3).  La  fe  es  así  la  participación  en  la  vida  de  Dios  desde  la  vida  del  Hijo,  quien  ha  unido  en  él  personalmente   la  realidad  divina  y   la  realidad  humana.  En  una  de   las  más  profundas  definiciones  de   fe,  podemos  decir  con  von  Balthasar  que  «La  fe  es  participación  en  la  libre  autoapertura  de  la  vida  y  de  la  luz  intradivinas»18.  La  fe  es  la  participación  en  la  vida  y  la  luz  de  Dios  que  ha  querido  darse  y  abrirse  libremente  para  que  nosotros  tengamos  parte  en  ella.  Todo  lo  que  no  llegue  aquí,  no  puede  ser  comprendido  como  fe  cristiana  en  sentido  pleno.          

II. IMÁGENES  DE  LA  FE       La   fe,   como   toda   realidad   personal   en   la   que   están   implicados   Dios   y   el  hombre,  es  muy  difícil  de  definir.  La  teología  se  ha  esforzado  en  analizarla  (analisis  fidei)  descomponiéndola  en  momentos  y  actos  sucesivos;  ha  intentado  describir  el  acto  de  la  fe  exponiendo  las  diversas  dimensiones  que  comporta  ese  acto.  Como  ya  hemos  visto,  en  cuanto  acción  de  Dios  es  sobrenatural  y  gratuita;  en  cuanto  acto  humano  es   libre,   racional   y   experimentable,  desde  donde  podemos  hablar  de   las  notas   fundamentales   de   esa   fe   como   cierta,   oscura,   salvífica   y   viva.   Todas   estas  consideraciones   y   características   son   importantes.   Pero   a   la   larga   hay   que  reconocer  que  analizar  la  fe  es  una  acción  imposible.  Más  que  analizar  el  acto  de  la  fe,   que   como   la   propia   palabra   indica,   llevaría   a   su   destrucción,   la   Escritura   nos  ofrece,  ante  todo,  imágenes  para  hablar  de  la  fe,  para  entrar  en  el  misterio  personal  que   comporta   el   encuentro   vital   entre   Dios   y   el   hombre;   uno   entregándose   al  conocimiento   y   el   otro   acogiendo   en   los   más   profundo   de   su   ser.   La   encíclica                                                                                                                  17  Lumen  fidei,  4.    18  H.  U.  VON  BALTHASAR,  Gloria  1.  La  percepción  de  la  forma,  Madrid  1985,  146.  

  18  

Lumen  fidei  dice  esto  mismo  de  una  forma  profunda,  recordando  de  alguna  forma  el   inicio   de   La   catequesis   para   los   principiantes   de   San   Agustín:   «Si   queremos  entender   lo   que   es   la   fe,   tenemos   que   narrar   su   recorrido,   el   camino   de   los  hombres  creyentes»19.  Veamos  algunas  de  esas  imágenes,  que  nos  remiten  a  su  vez  a  la  historia  de  los  testigos,  desde  donde  finalmente  podremos  comprender  esta  fe.        

1.  La  fe  en  el  dinamismo  de  la  vida  teologal    Una  de   las  primeras  menciones  de   la   fe   la  encontramos  en  el  primer  texto  

escrito  que  tenemos  en  el  NT  en  lo  que  podemos  llamar  la  primera  definición  de  lo  que   significa   ser   cristiano:   «Damos   siempre   gracias   a   Dios   por   vosotros,  recordándoos  en  nuestras  oraciones,  haciendo  sin  cesar  ante  nuestro  Dios  y  Padre  memoria  de  la  obra  de  vuestra  fe,  del  trabajo  de  vuestro  amor  y  de  la  tenacidad  de  vuestra  esperanza   en   nuestro   Señor   Jesucristo»   (1Ts  1,2-­‐3).  De   este   texto   quiero  resaltar   tres   aspectos.   En   primer   lugar,   hay   que   tener   en   cuenta   que   en   esta  primera  descripción  de  la  existencia  cristiana  aparecen  por  primera  vez  unidas  lo  que   llamaremos  después   las   tres  virtudes   teologales.  Ellas  presentan   la   totalidad  de  la  persona  en  su  dinamismo  esencial.  Por  esta  razón  siempre  que  hablemos  de  la   fe,   la   esperanza  y   la   caridad,   cada  una  de   ellas   tiene  que   ser  pensadas   en  una  profunda  unidad  en  relación  con  cada  una  de   las  otras  dos,  ya  que  no  se  trata  de  partes  distintas  de  nuestro  ser  y  de  nuestra  vida,  sino  de  tres  dimensiones  de  una  única   realidad.   En   la   introducción   de   la   encíclica   Lumen   fidei   el   papa   Francisco  refiriéndose   a   cómo   Benedicto   a   completado   así   la   trilogía   sobre   las   virtudes  teologales  escribe:  «Fe,  esperanza  y  caridad,  en  admirable  urdimbre,  constituyen  el  dinamismo  de  la  existencia  cristiana  hacia  la  comunión  plena  con  Dios»20.  

Y  en  segundo  lugar  tenemos  que  tener  en  cuenta  que  son  tres  dimensiones  de   la   única   persona,   pero   comprendida   en   acción,   en   acto:   la   obra   de   la   fe,   el  trabajo  del  amor  y  la  paciencia  y  tenacidad  de  la  esperanza.  Las  virtudes  teologales  no   son     objeto   de   análisis   como   si   fuera   posible   disecarlas   y   desmenuzarlas  pormenorizadamente.   Son   una   realidad   viva,   para   ser   contemplada   en   acto,   en  dinamismo:  como  una  obra  y  un  trabajo  tenaz.  Finalmente,  lo  más  decisivo  es  que  todo  esto  se  realiza  y  se  vive  en  Cristo,  como  el   lugar  decisivo  desde  donde  se  es  realmente  cristiano.  Jesucristo,  es  verdad,  es  el  objeto  de  la  fe  cristiana,  en  cuanto  Mesías   y   Señor.   Pero   es   también   quien   ha   vivido   de   forma   ejemplar   la   fe,   la  esperanza  y  la  caridad  por  lo  que  los  cristianos  solo  podemos  creer,  amar  y  esperar  por  él,  con  él  y  en  él.  Él,  su  persona,  su  cuerpo,  es  el  lugar  concreto  donde  cada  uno  de  nosotros  vivimos  las  virtudes  teologales.             2.  El  sí  de  Dios  al  hombre  y  el  amén  del  hombre  a  Dios      

                                                                                                               19  Lumen  fidei,  8.  20  Lumen  fidei,  7.  

  19  

Según   esto   la   fe   es   el   ser   humano   entero,   no   una   parte   o   dimensión  determinada  de  él,  quien  vuelto  hacia  Dios  se  entrega  a  él.  La  fe  es  la  respuesta  del  hombre  al  Dios  que  se  revela,  es  decir,  que  se   le  manifiesta  y   le  dirige   la  palabra  personalmente,   como   un   amigo   a   otro   amigo.   Si   la   palabra   de   Dios   más   que  hablarnos  de  cosas,  es  Dios  dándose  a  nosotros,  la  fe  es  la  entrega  del  hombre  a  ese  Dios  que  se  le  ha  dado  primero  con  anterioridad.  Sólo  porque  Dios  me  ha  hablado  y  en   su   palabra   se   ha   entregado   por   mí,   yo   puedo   responderle   también   con   la  entrega  de  mi  vida  a  él.  De  esta  forma  estamos  pensando  la  fe  desde  su  nivel  y  su  raíz  más  profunda  como   la   relación  que   se   instaura  entre  Dios  y  el  hombre.  Una  relación   de   confianza,   amistad,   conocimiento,   amor   y   entrega   personal.   En   este  sentido  la  fe  del  hombre  a  Dios  presupone  la  fe  y  la  confianza  de  Dios  en  el  hombre.  Es  un  acto  de  memoria21.    

Aquí  sería  bueno  traer  a  colación  el  texto  de  2Cor  1,19-­‐20,  porque  nos  pone  en   la  pista  de   forma  inmediata  en  qué  consiste   la   fe  cristiana:  «Porque  el  Hijo  de  Dios,  Cristo  Jesús,  no  fue  sí  y  no;  en  él  sólo  hubo  el  sí.  Pues  cuantas  promesas  hay  de  Dios   han   tenido   su   sí  en   él.   Y   por   eso   decimos   por   él  amén,   para   la   gloria  Dios»  (2Cor  1,19-­‐20).  Cristo  es   el   sí  de  Dios  al  mundo,   a   los  hombres.  Donde  él  nos  ha  manifestado   su   fe   y   su   confianza   absoluta   en   el   hombre,   donde   él   se   nos   ha  entregado   hasta   el   final.   A   la   vez,   es   en   Cristo,   por   Cristo   y   con   Cristo   donde  nosotros   podemos   decir   sí,   amén,   a   la   gloria   y   santidad   de   Dios  manifestada   en  Cristo   Jesús.   Este   texto   de   la   Segunda   Carta   a   los   Corintios   hay   que   ponerlo   en  relación   con   otro   del   libro   de   Apocalipsis:   «Así   habla   el   Amén,   el   Testigo   fiel   y  veraz,  el  Principio  de  la  creación  de  Dios»  (Ap  3,14).  Esta  es  la  máxima  expresión  a  la   que   se   llega   en   este   camino.   Hemos   pasado   de   la   afirmación   de   Jesús   en   el  sermón   del  monte   donde   él   se   pone   como   fundamento   y  modelo   para   el   nuevo  camino  de  la  Ley  que  nos  propone  (en  verdad,  en  verdad  os  digo),  a  la  designación  a  Jesús  con  el  título  el  Amén.  La  fidelidad  y  fiabilidad  de  Jesús  ha  pasado  de  ser  una  acción  de  su  misión  a  una  definición  de  su  persona.  En  este  contexto  tenemos  que  tener   presente   al   Dios   del   Amén   del   AT   al   que   se   refiere   Isaías   exhortando   al  pueblo   de   Israel   que   se   encuentra   en   la   noche   del   destierro.   Dios   no   nos   ha  abandonado.  Él  es  fiel  a  sus  promesas.  No  ha  olvidado  a  su  pueblo,  sino  que  se  ha  hecho   al   camino   para   acompañar   a   su   pueblo   y   padecer   con   él.   Desde   aquí  entendemos   que   la   forma   más   completa   de   la   fe   católica   es   el   amén   como  aclamación   y   respuesta   a   toda   la   plegaria   eucarística,   incluida   la   doxología.  Después  de  haber  acogido   la  entrega  de  Dios  en   su  Hijo,   en   cuerpo  y   sangre  por  nosotros,  por  él,   con  él  y  en  él,   respondemos  como  cuerpo  de  Cristo,  amén  a  ese  don  de  Dios   en   su  Hijo.   La   entrega   absoluta  de  Dios   en   la   eucaristía,   provoca   en  nosotros  la  respuesta  en  la  fe  como  entrega  absoluta  a  Dios.    

Aquí  aparece  debajo  una  cuestión   teológica  muy  discutida  pero  que  en  mi  opinión  tiene  consecuencias  decisivas  para  la  comprensión  de  la  vida  cristiana.  Me  refiero  a  lo  que  en  terminología  clásica  se  conoce  como  la  fides  Christi,  es  decir,  la  

                                                                                                               21  Lumen  fidei,  9.  

  20  

pregunta   por   la   posibilidad   o   no   de   hablar   de   la   fe   de   Cristo   en   un   sentido  subjetivo;   si   él  personalmente   tuvo   fe  o  es   sólo  objeto  de   fe  de   los   cristianos.  En  realidad   para   poder   aplicar   a   Jesús   esta   acción   referida   a   Dios   tenemos   que  ponernos  de  acuerdo  en   la  definición  de  fe  que  usemos.  Si  pensamos  que   la   fe  es  creer   aquello   que   no   vimos,   desde   luego   que   la   perspectiva   se   nos   queda   muy  limitada.   La   definición   está   inspirada   en   Hebreos   y   en   Juan   20   ha   tenido   su  expresión  máxima   en   el   catecismo  popular   del   P.   Astete.   Aún   teniendo  una  base  bíblica   no   tiene   en   cuenta   la   riqueza   del   significado   de   la   palabra   fe.   Subraya  exclusivamente   el   aspecto   teórico,   de   conocimiento,   como   asentimiento   a   una  verdad  revelada,  y  en  contraposición  a  la  visión.  El  Catecismo  de  la  Iglesia  Católica  ofrece   la   siguiente:   La   respuesta   del   hombre   al   Dios   que   se   revela;   la   Sagrada  Escritura  lo  llama  «obediencia  de  la  fe»22.  Con  esta  definición  que  remite  a  la  carta  a  los  Romanos  se  implica  a  todo  el  hombre  y  no  sólo  al  aspecto  del  conocimiento;  además  ha  perdido  su  sentido  negativo  –“no  visión”–  pero  pone  de  relieve  la  acción  del  hombre  ante  la  revelación  de  Dios.  Ahondando  en  su  comprensión  cristológica,  podemos   decir   que   la   fe   es   la   participación   en   la   fe   de   Cristo,   en   su   perfecta  fidelidad  y  amén  al  Padre.  Sin  negar  los  dos  aspectos  anteriores  pone  de  relieve  el  carácter   gratuito   de   la   fe.   Nos   precede   la   gracia   de   Dios   y   el   fundamento   y   el  modelo  de  Cristo,  pues  la  fe  es  participación  en  la  vida  de  Dios,  nos  introducimos  en  la  relación  de  obediencia  filial  del  Hijo  al  Padre,  mediada  por  el  Espíritu.  El  papa  Francisco  siguiendo  las  notas  de  Benedicto  en  la  encíclica  Lumen  fidei  no  se  atreve  a   hablar   directamente   de   la   fe   de   Jesús   en   sentido   estricto   (para   no   entrar   y  sancionar  una  cuestión  teológicamente  debatida)  cuando  habla  de  los  testigos  de  la  fe.  Sin  embargo,  citando  el  texto  de  Gal  2,20  y  en  concreto  respecto  a  la  expresión  la   fe  del  Hijo  de  Dios   explica:   «Esta   “fe   del  Hijo   de  Dios”   es   ciertamente   la   fe   del  Apóstol  de  los  gentiles  en  Jesús,  pero  supone  la  fiabilidad  de  Jesús,  que  se  funda,  sí,  en  su  amor  hasta  la  muerte,  pero  también  en  ser  Hijo  de  Dios»23.  La  «fe-­‐fiabilidad»  de  Jesús  está  fundamentada  en  su  acción  de  entrega  y  amor  hasta  la  muerte,  pues  allí   es   donde   se   manifiesta   plenamente   su   obediencia   a   Dios   y   su   amor   a   los  hombres,   pero   más   radicalmente   está   fundamentada   en   su   ser,   en   ser   Hijo,  radicado  de   forma  absoluta  en  Dios  Padre.  Y  más  adelante,   se  atreve  a  asumir  el  sentido  de   esta   expresión  para  nuestra   vida  de   fe   al   decir:   «La  plenitud  a   la  que  Jesús  lleva  a  la  fe  tiene  otro  aspecto  decisivo.  Para  la  fe,  Cristo  no  es  sólo  aquel  en  quien  creemos,  la  manifestación  máxima  del  amor  de  Dios,  sino  también  aquel  con  quien  nos  unimos  para  poder  creer.  La  fe  no  sólo  mira  a  Jesús,  sino  que  mira  desde  el  punto  de  vista  de  Jesús,  con  sus  ojos:  es  una  participación  en  su  modo  de  ver»24.  «El   cristiano   puede   tener   los   ojos   de   Jesús,   sus   sentimientos,   su   condición   filial,  porque  se  le  hace  partícipe  de  su  Amor,  que  es  el  Espíritu.  Y  en  este  Amor  se  recibe  en  cierto  modo  la  visión  propia  de  Jesús»25.  

                                                                                                               22  Cfr.  CEC  143.  23  PAPA  FRANCISCO,  Lumen  fidei,  17.  Hay  que  ver  la  edición  alemana  y  la  italiana.  24  ID.,  Lumen  fidei,  18.  25  ID.,  21.  

  21  

  Si  nuestra  fe  nace  de  la  fe  de  Jesús  y  consiste  en  una  participación  en  la  vida  divina  a  través  de  su  obediencia  y  relación  al  Padre  tenemos  que  mirar  cuales  son  los  rasgos  más  importantes  de  esta  fe  de  Jesús:  a)  Es  recepción  del  amor  del  Padre  e   implica   la   entera   disponibilidad   a   su  mandato   y  misión:  Bautismo   y  misión  de  Jesús   (Mt   3,13–4,1.12-­‐14);   b)   Se   fundamenta   en   una   relación   de   libertad   y  confianza   infinitas,   aun   cuando   esta   confianza   tiene   que   ser   acrisolada   desde   la  obediencia:  Abba  (Mt  6,9-­‐15);  c)  Se  convierte  en  profundo  agradecimiento  a  Dios:  «Te   doy   gracias,   Padre,…»   (Mt   11,25-­‐31);   d)   Pasa   a   ser   una   expropiación   de   la  voluntad  propia  en  virtud  de  la  del  Padre  que  nace  de  la  libertad  y  de  la  confianza  en  su  poder  “Abba,  Padre,  todo  es  posible  para  ti;  aparta  de  mí  esta  copa;  pero  no  sea  lo  que  yo  quiero,  sino  lo  que  tú  quieres”  (Mc  14,36-­‐42);  e)  Termina  siendo  una  entrega  absoluta  en   las  manos  del  Padre,  aun  en   la  noche  de   la   fe  y  el  abandono:  “Dios   mío   Dios   mío   por   qué   me   has   abandonado”   (Mc   15,33;   cfr.   Sal   22,2);  confiando  en  que  el  poder  de  Dios  lo  resucitará:  “En  tus  manos  pongo  mi  espíritu”  Lc  23,  46  (Sal  31,6).         3.  La  fe  como  roca  y  fundamento    

Con   este   texto   y   esta   expresión   (amén)   nos   acercamos   a   una   primera  imagen   de   la   fe   que   podemos   rastrear   en   la   Escritura.   La   fe   dice   estabilidad   y  fundamento,  porque  quiere  expresar  el  acto  de  confianza  que  uno  tiene  para  poner  asiento   en   una   realidad,   en   otra   persona,   que   le   sostenga   y   le   soporte.   Lo   que  nosotros   decimos   actualmente   por   fe,   en   el   Antiguo   Testamento   se   expresa   con  palabras   que   tiene   la   raíz   haman:   estar   firme   y   seguro,   de   la   que   viene   nuestra  expresión  amén.  La  imagen  que  mejor  expresa  esta  relación  de  Israel  con  Yahvé  es  la  de  la  roca.  Tú  eres  mi  roca,  tú  eres  mi  fortaleza,  tú  eres  mi  alcázar,  el  lugar  donde  puedo   sentirme   seguro   y   donde   puedo   poner   mi   absoluta   confianza   (Sal   61,4;  62,3.7.9).   Por   esta   razón   fe  sólo   se   puede   tener   en  Dios.   Cuando   Israel   cae   en   la  idolatría,  cuando  cree  en  otros  dioses,  pone  en  riesgo  su  existencia.  Así  el  profeta  Isaías  advierte  al  rey  Acaz  que  en  vez  de  fiarse  del  Señor  prefiere  hacer  alianza  con  los   hombres   poderosos.   En   este   contexto   hay   que   entender   la   expresión:   «si   no  creéis  no  subsistiréis»  (Is  7,9),  que  traducida  «si  no  creéis,  no  comprenderéis»,  va  a  ser  decisiva  en  la  historia  de  la  fe  y  la  teología  cristiana26.  La  advertencia  de  Isaías  es  que  si  Acaz  no  pone  en  Dios  su  asiento  y  su  roca,  si  no  se  funda  en  él,  no  podrá  subsistir  en  el  futuro.  Porque  su  seguridad  es  falsa  y  la  casa  que  ha  construido,  en  el   fondo,  amenaza  destrucción.  La  fe  tiene  que  ver  con  la  decisión  de  construir   la  casa   sobre   roca,   sobre   un   cimiento   consistente   que   soporte   las   tormentas   y  huracanes;   o   sobre   arena,   sobre   un   cimiento   falso,   donde   la   casa   ante   el   primer  envite  o  contrariedad  se  nos  derrumbe.  Esta  reflexión  se  prolonga  en  el  NT  cuando  se   presenta   a   Simón   como   Pedro,   o  mejor   dicho   la   confesión   de   fe   que   hace   en  Jesús  como  el  Hijo  de  Dios  vivo  y  que  es  otorgada  como  una  dádiva  divina,  como  

                                                                                                               26  Cfr.  Lumen  fidei,  23-­‐24.  

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roca   sobre   la   que   Cristo   edificará   su   Iglesia   (Mt   16,18),   o   al  mismo   Cristo   como  fundamento   insustituible   (1Cor  3)   y   piedra   angular   de   la   Iglesia   (Sal   118,22;  Mc  12,10;  Hch  4,11;  Rm  9,33;  1Pe  2,6-­‐8).  Podemos  hacernos  estas  simples  preguntas:  ¿En  quien  creemos?  ¿Creemos  en  Dios?  Lo  sabremos  si  respondemos  a  estas  otras:  ¿en   quién   tengo   puesta   mi   confianza?,   ¿en   quién   me   apoyo   en   los   momentos  decisivos  de  mi  vida?,  ¿sobre  qué  fundamento  tengo  asentada  mi  vida?       4.  La  fe  como  camino  y  seguimiento    

La  fe  es  descrita  en   la  carta  a   los  Hebreos  como  «fundamento  de   las  cosas  que   se   esperan»   (Heb   11,1).   Una   definición   que   recoge   la   imagen   de   la   fe   como  fundamento,   como   la   roca   que   se   pone   debajo   para   una   posterior   construcción,  según  hemos  visto  anteriormente.  Pero  si  nos  fijamos  bien  en  la  imagen  añade  una  nota   particular.   Es   fundamento,  hypostasis,   lo   que   se   coloca   debajo   de   lo   que   se  espera.  La  fe,  siendo  seguridad  y  apoyo,  es  apertura  al  futuro  que  nos  aguarda,  es  camino   realizado   desde   la   fidelidad   de   la   fe   y   apertura   a   la   esperanza   de   la  promesa  que  nos  aguarda.  La  fe  es  tanto  roca  como  camino;  seguridad  y  firmeza,  como  también  riesgo  y  movilidad.  «La  seguridad  de   le   fe  nos  pone  en  camino»27,  dice   la  Lumen  fidei.   Si   continuamos   fijándonos  en  el   capítulo  11  de   la   carta   a   los  Hebreos,  en  él  se  nos  van  presentando  diferentes  modelos  de  hombres  de  fe.  Toda  la  historia  de  la  salvación  puede  ser  vista  como  historia  de  la  fe.  Entre  esos  testigos  destaca  Abrahán,  nuestro  padre  en  la  fe.  De  él  se  dice  lo  que  ya  ha  quedado  como  descripción  normativa  de  lo  que  es  la  fe  desde  un  punto  de  vista  existencial:  «Por  la  fe,  Abrahán,  al  ser   llamado  por  Dios,  obedeció  y  salió  hacia  la  tierra  que  había  de  recibir  en  herencia,  pero  sin  saber  a  donde  iba.  Por  la  fe  habitó  en  la  tierra  de  sus  promesas  como  en  tierra  extraña».  La  fe  es  respuesta  a  la  llamada  previa  de  Dios.  Una  respuesta  que  se  traduce  en  un  éxodo,  en  una  salida  de  la  tierra  conocida  a  un  lugar  todavía  desconocido.  Por  esta  razón,  la  fe  supone  riesgo  y  arrojo,  es  un  salto  de  lo  conocido  a  lo  desconocido,  de  lo  que  tenemos  bajo  nuestro  control,  a  aquellos  que   nos   desborda   y   nos   sobrepasa.   «Es   una   llamada   a   salir   de   la   tierra,   una  invitación  a  abrirse  a  una  vida  nueva,  comienzo  de  un  éxodo  que  lo  lleva  hacia  un  futuro  inesperado»28.     Ambas   imágenes   no   están   en   contradicción.   Poner   a   Cristo   como   roca   y  fundamento  de  la  vida  es  responder  afirmativamente  a  su  invitación  a  seguirle.  Un  seguimiento   que   supone   un   cambio,   un   salto,   una   conversión   y   que   exige   un  peculiar  itinerario:  caminar  detrás  de  Jesús,  siguiendo  sus  huellas  (Mc  8,34-­‐38;  1Pe  2,18-­‐25),  «puestos  los  ojos  en  él,  el  autor  y  el  consumador  de  la  fe,  el  cual,  en  vez  del  gozo  que  se  le  ofrecía,  soportó  la  cruz,  sin  miedo  a  la  ignominia,  y  está  sentado  a   la   diestra   del   trono   de   Dios»   (Heb   12,2).   La   fe   es   camino   y   seguimiento,   es  participación  en  el  mismo  camino  de   Jesús  vivido  como  servicio  a   los  hombres  y  como   obediencia   a   Dios,   en   su   entrega   a   la   muerte   y   en   la   participación   en   su                                                                                                                  27  Lumen  fidei,  34.  28  Lumen  fidei,  9.  

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victoria  definitiva   (Rm  8,28-­‐30).  La   fe  es  un  cambio  de  valores   respecto  a   lo  que  estimamos  ganancia  o  pérdida.  Es  un  conocimiento  nuevo  de  Cristo,  del  poder  de  su  resurrección  y  de  la  comunión  en  sus  padecimientos,  que  nos  lleva  a  correr  una  carrera  en  la  que  olvidando  todo  lo  que  está  detrás  nos  lanzamos  a  lo  que  viene  por  delante,   esperando   que   sea   Cristo   quien   nos   alcance   y   de   su   propia   manos   nos  conduzca  hacia   la  meta   (Flp  3,7-­‐16).   Por   eso  podemos  decir   con   el   papa  que   «el  creyente   no   es   arrogante;   al   contrario   la   verdad   le   hace   humilde,   sabiendo   que,  más   que   poseerla   él,   es   ella   la   que   le   abraza   y   le   posee.   En   lugar   de   hacernos  intolerantes,  la  seguridad  de  la  fe  nos  pone  en  camino  y  hace  posible  el  testimonio  y  el  diálogo  con  todos»29.        

5.  La  fe  como  luz  y  conocimiento    La   fe   es   fruto   de   la   acción   gratuita   de   Dios   que   sale   al   encuentro   y   de   la  

decisión   libre   del   hombre   que   arriesga   y   se   decide.   En   este   sentido   es  acontecimiento  y  conversión,  anunciación  y  obediencia,  provocación  y  salto.  Pero  una   vez   que   hemos   dicho   esto;   una   vez   que   hemos   decidido   en   esta   dirección,  necesitamos   razones,   argumentos,   luz   que   nos   hagan   razonable   y   habitable  humanamente  esa  fe  que  profesamos  y  que  proponemos.  Desde  la  certidumbre  de  un   sólido   fundamento   (amor   de   Dios)   podemos   lanzarnos   con   atrevimiento   al  camino   que   tenemos   por   delante   hacia   la  meta   que   nos   aguarda.   Pero   para   ese  camino  necesitamos  una  luz  que  nos  guíe  y  nos  ilumine.  Por  eso  la  Escritura  habla  también  de   la   fe  como  una   luz  que   implica  un  conocimiento.  Un  conocimiento  de  Dios,  como  una  realidad  nueva,  que  aunque  era  presentido  y  deseado  en  el  fondo  de   nuestro   interior,   desde   la   fe   se   nos   revela   como   una   realidad   nueva   y  sorprendente.  La  fe  es  la  luz  de  Dios  desde  la  cual  somos  capaces  de  ver  la  luz.  En  tu   luz   vemos   la   luz   y   por   eso   el   apóstol   pide   que   sean   iluminados   los   ojos   de  nuestro   corazón   para   que   sepamos   cuál   es   la   esperanza   a   la   que   hemos   sido  llamados,   la   riqueza   de   la   gloria   que   se   nos   dará   en   herencia   y   la   eficacia   de   su  fuerza  poderosa  (Ef  1,18).  La  tradición  de  la  Iglesia  ha  hablado  siempre  de  los  ojos  de   la   fe   o   de   la   luz   de   la   fe.   Unos   ojos   que   tienen   su   raíz   en   el   corazón,   como  símbolo   del   centro   personal   y   más   íntimo   de   cada   hombre.   Sólo   desde   aquí   es  posible  ver  y  conocer  a  Dios.       Pero   la   fe   no   sólo   es   la   luz   de   Dios   para   que   veamos   la   luz,   para   que   le  veamos  a  él  en  su  gloria  y  santidad,  sino  que  es  luz  para  que  desde  él,  desde  su  luz,  desde  la  perspectiva  de  su  mirada,  seamos  capaces  de  ver  todas  las  cosas  con  ojos  nuevos,  como  una  nueva  creación.  La  luz  de  la  fe  nos  da  profundidad  y  perspectiva  en  nuestra  mirada,  tantas  veces  atada  a  lo  más  bajo  y  superficial.  Si  la  fe  no  anula  la  historia  normal  de  los  hombres,  con  sus  avatares  y  aventuras,  con  sus  gozos  y  sus  sufrimientos,  sí   los  coloca  y   los  comprende  desde  una  nueva  dimensión  dándoles  un   nuevo   sentido.   El   creyente   sufre   con   el   dolor   propio   y   del   prójimo,   con   la  

                                                                                                               29  Lumen  fidei,  34.  

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enfermedad  y  la  muerte;  padece  el  sinsentido  que  tantas  veces  aparece  en  medio  de   la   historia   de   los   hombres.   La   fe   no   es   la   varita   mágica   que   hace   más   fácil  nuestra  vida  eliminando  de  nuestro  cuerpo  el  dolor  y  la  muerte.  Sino  la  capacidad  para   vivir   esas   realidades   y   situaciones   desde   la   hondura   y   profundidad   del  misterio   de   Dios   asociándonos   a   la   vida   de   su  Hijo   por   la   fuerza   y   el   don   de   su  Espíritu.     Aquí  encaja  perfectamente  la  encíclica  del  papa  Lumen  fidei.  La  fe  es  luz;  el  evangelio  es  ilustración.  Hay  que  recuperar  de  forma  urgente  el  carácter  luminoso  propio  de  la  fe.  Una  luz  objetiva,  no  ilusoria  que  ilumina  toda  la  existencia  cuando  esta   fe   es   comprendida   desde   estas   cuatro   perspectivas.   En   primer   lugar   como  encuentro   con   la  persona  de   Jesucristo   (1Jn  4,16),   quien   lleva  a  plenitud   la   fe  de  todos  los  testigos  del  AT  que  nos  han  ayudado  a  comprender  mejor  el  don  de  la  fe.  En   segundo   lugar   hay   que   tener   presente   que   la   fe   es   a   su   vez   camino   de  conocimiento  y  búsqueda  de   la  verdad  (Is  7,9);  si  el  amor  y   la   fe  se  quedan  en  el  ámbito  del  sentimiento,  sin  conexión  real  con  el  conocimiento  y  con   la  verdad,  el  amor  se  quedaría  en  el  ámbito  de  lo  penúltimo,  no  de  lo  definitivo  y  la  luz  de  la  fe  permanecería  en  el  reino  de  la  ilusión.  La  fe,  en  tercer  lugar,  es  hogar  común  que  une  y  en  el  que  se  nos  trasmite  esa  fe  mediante  la  Tradición  (1Cor  15)  concretada  en   los   sacramentos   (bautismo-­‐eucaristía),   la   oración   (Padrenuestro),   el   decálogo  (mandamientos)  y  el  símbolo  de  la  fe  (credo).  Y,  finalmente,  la  fe  es  relación  con  la  sociedad  y  con  todo  hombre  que  trabaja  en  la  edificación  de  la  ciudad  futura  (Heb  11,16).   Cuando   dejamos   que   la   fe   sea   esto,   encuentro,   camino,   hogar   y   relación,  entonces   la  percibiremos   como   luz  que   ensancha  enriquece  y   acrecienta  nuestra  vida   humana   haciéndola  más   grande,  más   bella,  más   verdadera.   Es   aquí   cuando  podemos  realizar  con  nuestra  propia  vida  una  obra  de  arte,  cuando  podemos  ser  una  obra  bella  y  singular  a  imagen  y  desde  la  luz  de  Dios.         6.  Fe-­‐amor-­‐esperanza    

Como   hemos   dicho   al   comienzo   de   estas   imágenes,   la   fe   no   puede  entenderse   separada   del   amor   y   de   la   esperanza.   Las   tres   forman   una   única  urdimbre.   Por   eso   podemos   decir   que   la   fe   en   última   instancia   es   la   entrega  confiada   y   amoroso   del   hombre   al   Dios   que   se   le   ha   entregado   y   le   ha   amado  primero.  Por  eso   la  Escritura   también  ha  utilizado  para  hablar  de   la   fe   la   imagen  del   amor   esponsal.   El   Papa   en   su   última  Encíclica   nos   lo   ha   recordado  de   forma  muy  bella   trayendo  a  nuestra  memoria   los   textos  admirables  del  profeta  Oseas  y  Jeremías,  e  incluso  los  textos  del  Cantar  de  los  Cantares,  en  donde  se  nos  narra  lo  que  Dios  es  capaz  de  hacer  para  atraernos  y  llevarnos  a  su  amor.  La  fe  no  es  sólo  creer  aquello  que  no  vimos.  Sino  que  sobre  todo  es  responder  al  amor  de  Dios  que  ya  hemos  experimentado  y  del  que  nada  ni  nadie  nos  podrá  separar  (Rm  8,31-­‐39).  Desde  aquí  entendemos  que   la   idolatría  sea  comprendida  como  un  adulterio  y  el  adulterio  como  una  idolatría.  La  fe  al  final  no  es  un  problema  de  conocimiento,  ni  

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siquiera  de  buena  voluntad,  sino  que  es  una  cuestión  de  amor.  De  dejarse  amar  y  de  ser  amado,  de  amar  y  corresponder  a  ese  amor.    

Y  la  fe  se  consuma  en  la  esperanza.  La  fe  es  un  acto  de  memoria  en  el  pasado  y   en   la   acción   previa   de   Dios;   pero   es   también   un   acto   de  memoria   futuri;   es  memoria  de  promesa  y  fundamento  de  esperanza.  La  fe  nos  abre  a  una  vida  nueva  que  está  por  venir,  pero  que  podemos  ya  gustar  anticipadamente  en  este  mundo.  La  fe  es  ya  una  participación  incipiente  y  germinal  en  la  meta  y  el  destino  que  nos  aguarda.  La  fe  es  la  participación  en  la  vida  divina,  a  través  de  la  vida  del  Hijo  de  Dios.   Supone,   por   lo   tanto,   colocarlo   como   fundamento,   atreverse   a   seguir   su  camino,   dejar   que   sea   su   luz   la   que   nos   ilumine,   su   amor   el   que   nos   ate,   para  participar  finalmente  en  su  victoria  y  en  su  destino.  Por  eso  concluyo  recuperando  unas  palabras  con  las  que  exhortaba  San  Pablo  a  los  Filipenses:  «Hermanos,  yo  no  creo  que   lo  haya   alcanzado.  Pero  una   cosa  hago:   olvidando   lo  que  queda   atrás   y  lanzándome  a   lo  que   tengo  por  delante,   corro  hacia   la  meta,  hacia  el   galardón  al  que  Dios  me   llama  desde   lo  alto  en  Cristo   Jesús…  Cualquiera  que  sea  el  punto  al  que  hayamos  llegado,  sigamos  adelante  en  la  misma  línea»  (Flp  3,13-­‐15).        

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III  EL  CONTENIDO  DE  LA  FE  

 La  fe  remite,  como  veíamos  antes,  a  una  realidad  real  divino  y  humana,  que  

hemos   caracterizado   como   misterio   por   su   carácter   personal   y   su   singularidad  irreductible.  Es  un  encuentro  personal  y  como  tal  no  puede  quedarse  reducido  a  su  formulación.  La  fe  no  es  una  realidad  dada  total  y  absolutamente  desde  un  inicio,  sino   que   es   un   camino.   Aquí   la   expresión   de   Tomás   de   Aquino   es   insuperable:  “Fides  non  terminatur  ad  enuntiabile  sed  ad  rem”  (ST  II-­‐II,  q.1,  a.2,  ad).  La   fe   tiene  una   estructura   exodal,   es   decir,   siempre   está   en   salida   hacia   nuevos   lenguajes,  nuevas  palabras,  nuevas  formulaciones.  Porque  la  fe  en  su  entraña  y  estructura  es  siempre  un  éxodo  de  la  existencia,  de  lo  conocido  a  lo  desconocido;  de  lo  dado  a  lo  que  está  por  venir;  de  lo  visible  a  lo  invisible.  La  fe  tiene  en  Dios  su  término  y  su  fin.  La  fe  es  participación  en  la  vida  divina  y  este  es  el  misterio  de  la  Trinidad.  No  obstante,   en   el   Credo   este  misterio   trinitario   se   nos  manifiesta   en   un   lenguaje   y  unas  fórmulas  que  es  necesario  conocer  para  crecer  en  nuestra  adhesión  personal  a  Dios,  pues  aun  siendo  posible  distinguir  el  acto  de  fe  (fides  qua)  del  contenido  de  la  fe  (fides  quae),  ambos  aspectos  son  inseparables.    

 I.  EL  MISTERIO  DE  DIOS  TRINITARIO    La   primera   palabra   del   Credo   es   “[yo]   creo”.   El   punto   de   partida,   por   lo  

tanto,  somos  nosotros  en  la  totalidad  de  nuestra  existencia  personal  que  desde  el  fondo   del   corazón   nos   abrimos   a   una   realidad   que   nos   desborda   y   nos   supera  infinitamente   y   de   la   que   decimos   que   es   el   fundamento   en   el   que   asentamos  nuestra   vida   (Padre),   la   realidad   amorosa   que   nos   salva   arrancándonos   de   la  muerte   y   del   sinsentido   (Hijo)   y   el   futuro   que   nos   otorga   la   esperanza   de   un  destino   feliz   y   pleno   (Espíritu).   El   verbo   está   unido   a   una   preposición   «eis»   en  griego   o   «in»   en   latín.   Con   ella   se   quiere   dar   un   sentido   único   y   personal.   Único  porque  creer  así   sólo  se  puede  en  Dios.  Sólo  se  puede  creer  en  Dios  porque  este  acto  de  fe  significa  no  sólo  creer  su  existencia  (Deo);  o  darle  crédito  en  lo  que  dice  y  testimonia   de   sí   (Deum).   Sino   que   asumiendo   estas   dos   perspectivas,   la   fe   en   él  significa  entregarse  a  él;  poner   la  vida  entera  en  sus  manos  (in  Deum).  Este  es  el  sentido  personal  desde  donde   tiene  que   ser  entendido  el   Símbolo  de   la   fe.  Antes  que  creer  en  verdades,  creemos,  vivimos  y  existimos  en  Dios  Padre,  Hijo  y  Espíritu  Santo.    

1.  El  carácter  histórico  de  las  formulaciones  de  fe    Las  confesiones,  los  credos  y  los  símbolos  de  la  fe  que  nos  han  trasmitido  el  

contenido   fundamental   de   lo   que   creemos   no   caen   del   cielo,   sino   que   tienen   un  proceso   complejo   de   elaboración  que  hay   que   comprender   desde   la   voluntad  de  fidelidad   a   la   tradición   apostólica   recibida   (como   pescadores,   no   como  

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aristotélicos),   la   comprensión   del   contenido   evangélico   en   un   contexto   cultural  nuevo   (helenismo)   y   las   interpretaciones   deficientes   del   misterio   de   Dios  (herejías)   ante   las   cuales   y   con   la   respuesta   a   ellas   se   va   construyendo   una  identidad  (F.  Young).  Todo  ello  elaborado  desde  un  principio  catalizador  que  varía  según   el   momento   histórico   determinado.   Así,   los   Credos   primitivos   que  encontramos  en  el  NT  están  centrados  en  la  confesión  del  kerygma  centrado  en  el  misterio  pascual,  la  muerte  y  la  resurrección  de  Cristo  (1Cor  15,1-­‐8).  Las  reglas  de  la  fe  que  nacen  a  partir  del  siglo  II  están  determinadas  por  la  defensa  de  la  fe  en  el  Dios   Padre   creador   (1º   artículo),   como   forma   de   entender   el   monoteísmo   y   la  relación   fundamental   entre   Dios   y   el   mundo.   Los   Símbolos   del   siglo   III   y  especialmente   en   el   siglo   IV   se   configuran   desde   la   preocupación   por   la  clarificación  doctrinal  de  la  condición  filial  de  Jesús  y  su  naturaleza  divina  (Nicea),  como  una  forma  de  entender  la  verdad  de  la  encarnación  de  Dios  (2º  artículo);  y,    en  la  segunda  mitad  del  siglo  IV,  se  desarrollará  el  tercer  artículo  del  Credo  desde  la   pregunta   por   la   naturaleza   divina   y   personal   del   Espíritu   como   forma   de  entender  la  divinización  de  las  criaturas.  Hay  que  señalar  que  las  formulaciones  de  la  fe  no  son  ni  verdades  aisladas,  ni  sistema  de  doctrinas.  Remiten  a  una  historia  de  salvación,  que  es  resumida  en  forma  de  enseñanza  y  doctrina,  para  finalmente  ser  expresada  en  el  molde  de  la  confesión.  Veamos  brevemente  este  proceso  histórico  que  ha  configurado  el  contenido  de  nuestros  Símbolos  de  fe  y  que  a  través  de  sus  expresiones   quieren   conducirnos   al   Dios   que   ha   querido   ser   ya   para   siempre   el  Dios-­‐con-­‐nosotros.    

 2.  Las  primeras  reglas  de  fe:  Creo  en  Dios  Padre  creador    La  regla  de   la   fe  son   los  contenidos   fundamentales  del  Cristianismo,  como  

comentario   a   la   fe   bautismal,   que   es   utilizado   en   la   catequesis   y   que   sirve   como  canon  para  determinar  la  verdad  de  una  doctrina.  Las  encontramos  en  autores  de  la   talla   como   Justino,   Tertuliano,   Ireneo,   Orígenes.   Mezclan   un   componente   de  creatividad   personal   y   de   fidelidad   a   la   fe   recibida.   Están   formadas   por   tres  artículos.  El  primero,  referido  al  Padre  creador;  el  segundo  al  Hijo  encarnado  y  el  tercero   al   Espíritu.   En   este   momento   el   elemento   más   importante   de   su  elaboración   es   la   fe   en   la   creación   (F.   Young),   afirmada   en   el   artículo   primero   y  fundamental,   según   una   expresión   de   Ireneo   de   Lyon   en   la   Demostración   de   la  predicación  apostólica.  Es  obvio  que  esta  primacía  tiene  un  sentido  cronológico,  es  decir,  que  la  confesión  de  fe  en  Dios  Padre  ha  de  ir  delante  de  la  confesión  de  fe  en  el  Hijo  y  en  el  Espíritu.  Así  es  desde  el  punto  de  vista  de  la  historia  de  la  salvación,  pues  Dios  se  manifestó  primero  como  Padre  en  el  AT,  como  Hijo  en  el  NT  y  ahora  se  nos  revela  como  Espíritu  (Gregorio  Nacianceno).  El  sentido  cronológico  es  pues  evidente.   Pero   Ireneo  quiere  decir   algo  más.   Junto   a   la   expresión  primero   añade  principal.  La  primacía  se  convierte  aquí  en  una  cualidad  frente  al  resto.  Es  como  si  este  primer  artículo  fuera  el  fundamento  de  los  otro  dos.  Y  efectivamente  así  es.  No  sólo   porque   el   Padre   es   la   fuente   en   la   vida   divina,   del   Hijo   y   del   Espíritu,   sino  

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también  porque  sin  esta  confesión  en  el  único  Dios,  Padre  todopoderoso,  no  sería  posible   afirmar   la   encarnación   del   Hijo   de   Dios   y   la   divinización   obrada   por   el  Espíritu  en  su  Iglesia  como  sacramento  universal  de  salvación  en  el  camino  de   la  recapitulación   de   todas   las   cosas   en   Cristo   y   Dios   sea   todo   en   todos.   La   fe  monoteísta  en  un  único  Dios  Padre  (por  lo  que  ya  integra  implícitamente  al  Hijo  y  al   Espíritu)   es   capital   para   entender   el   resto   de   los   artículos   del   Credo   y   sus  formulaciones   dogmáticas.   Así   como   el   primer   artículo   no   es   plenamente  comprensible  si  no  es  desde  el  segundo  (Hijo)  y  el  tercero  (Espíritu).  Frente  a  una  comprensión   de   la   revelación   que   separa   al   Dios   invisible,   el   Padre   del   Nuevo  Testamento,   y   el  Dios   creador  del  Antiguo  Testamento,   las   primeras   confesiones  cristianas  afirman  sin  dudar  la  unicidad  de  Dios.  Sólo  existe  un  único  Dios  que  es  Padre,  Señor  y  soberano  de  todo,  creador  de  todas  las  cosas.  En  sentido  fuerte,  en  sentido  ontológico,  no  hay  realidades  extrañas,  poderes  malévolos,  fuerzas  oscuras  que  puedan  poner  en  entredicho  el  poder  bondadoso  y  creador  de  Dios.  El  mal  y  la  oscuridad  existen,  pero  si  no  están  en  el  origen  como  una  fuente  propia   frente  al  Dios  creador,  tampoco  estarán  al  final  como  última  palabra  de  la  vida  humana  y  de  la   historia  del  mundo.   Si  Dios   está   en   el   origen  de   todo   como  único  principio,   él  será  también  el  único  final.  La  esperanza  se  funda  en  la  fe  en  el  Dios  creador,  como  bien  sabía  la  madre  de  los  macabeos  cuando  alentaba  a  sus  hijos  a  que  fueran  fieles  al  Dios  que   le  dio   el   ser  desde   sus   entrañas  maternas,   porque  quien   los   creó   les  devolvería  misericordiosamente  la  vida  (cfr.  2Mac  7,23).  

 3.  Los  Símbolos  de  la  fe:  La  divinidad  de  Jesucristo  (Nicea)  y  del  Espíritu  Santo  

(Constantinopla  I)    Los  primeros  símbolos  aparecen  en  torno  al  siglo  III.  Son  credos  locales  que  

representan   la   enseñanza   de   un   obispo   de   una   Iglesia   particular.   Están   así  vinculados  al  bautismo  en  el  cual  se  le  entrega  al  bautizado  (traditio)  para  que  sea  recitado   por   este   (reditio).   Esta   recepción   y   recitación   se   hacía   bien   en   forma  interrogativa  o  en   forma  declarativa.  Parece  que   los  más   tradicionales  son   los  de  forma  interrogativa,  cuya  huella  la  tenemos  en  la  liturgia  actual  en  el  bautismo  y  en  la  renovación  de  este  acontecimiento  en  la  vigilia  pascual.  La  fe  es  un  diálogo  entre  Dios  y  nosotros  y  esta  forma  de  interrogación  y  respuesta  se  adapta  perfectamente  a  esta  estructura  fundamental  de  la  vida  cristiana.    

Respecto   a   los   credos   en   forma   declarativa   tenemos   que   citar   los   más  conocidos  por  la  liturgia  como  son  el  Niceno-­‐Constantinopolitano  (s.  IV)  que  nace  en  la  Iglesia  de  Oriente,  aunque  es  asumido  por  la  Iglesia  latina  a  partir  del  Concilio  de  Calcedonia  en  el  451;  y  el  Apostólico,  proveniente  de  Roma,  cuyos  orígenes  se  pueden  encontrar  en  el  siglo  III  (Antiguo  Credo  Romano)  y  que  en  la  forma  actual  se  remonta  al  siglo  VI.  Este  solamente  ha  sido  utilizado  en  la  Iglesia  occidental,  no  en  el  Oriente  cristiano.  En  el  Símbolo  de  Nicea  los  Padres  no  quisieron  innovar  una  nueva   doctrina   sobre   Dios   yendo  más   allá   del   testimonio   bíblico,   sino  más   bien  preservar  al  monoteísmo  cristiano  de  la  helenización  arriana  (como  pescadores,  no  

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como  aristotélicos).  Por  esta   razón,  a   través  de  un   término  griego  se  conserva  el  verdadero  sentido  del  monoteísmo  cristiano.  Por  eso,  como  veremos  también  más  adelante,   Nicea   más   que   una   helenización   del   cristianismo   supone   una   des-­‐helenización.  Confieren  a  la  fórmula  bautismal  su  interpretación  decisiva  para  todo  el  futuro  de  la  Iglesia.  Explican  la  economía  salvadora  de  la  trinidad,  afirmando  con  rotundidad   que   en   ella   el   Padre   se   revela   y   se   comunica   realmente,   y   no   otro,   a  través  de  su  Hijo  y  su  Espíritu.  

La  referencia  al  Padre,  al  Hijo  y  al  Espíritu  es  el  armazón  en  el  cual  se  van  integrando   las   diferentes   afirmaciones   referidas   a   cada   una   de   las   personas  divinas.   Sin   negar   el   monoteísmo,   el   Símbolo   no   realiza   una   confesión   de   fe  explícitamente   monoteísta   referida   a   una   única   naturaleza   para   desplegarse  después  en  tres  personas  (Creo  en  Dios:  Padre  –  Hijo  –  Espíritu)  sino  más  bien  ya  directamente  trinitaria  (creo  en  un  Dios  Padre,  en  un  solo  Señor   Jesucristo,  en  el  Espíritu   Santo),   donde   la   unidad   está   afirmada   desde   la   persona   del   Padre.  «Creemos  en  un  solo  Dios  Padre  Todopoderoso,  creador  de  todas  las  cosas,  visibles  e  invisibles».El  único  Dios  no  significa  la  sustancia  de  Dios,  que  estaría  como  sustrato  común  de  las  tres  personas  divinas,  sino  que  se  refiere  directamente  a  la  persona  del  Padre.  Esto   tiene  una   importancia   fundamental.  En  el  origen  de   todo  y   como  fuente   de   todo   (incluso   de   la   divinidad)   no   está   una   sustancia   ciega,   inmóvil,  inmutable,   sino   una   realidad   personal,   la   persona   del   Padre.   Algo   que   repercute  directamente   en   nuestra   comprensión   de   Dios,   pero   que   a   la   vez   tiene   una  incidencia  fundamental  en  la  comprensión  del  mundo  y  de  la  persona  humana.  La  relación  del  Padre   con   la   creación   está   expresada   en   las   antiguas   fórmulas  de   fe  tradicionales,   como  hemos  visto   anteriormente.   Él   es   el   origen  último  de   toda   la  realidad,  así  como  se  afirma  de  él  que  es  el  origen  ontológico  en  la  Trinidad.  

El   artículo   referido   al   Hijo   será   el   que   experimente   un   enriquecimiento  sustancial.  Aquí  se  añadirán  las  fórmulas  de  la  teología  nicena  para  responder  a  las  afirmaciones  de  Arrio,  al  interpretar  el  sentido  del  término  bíblico  Hijo  de  Dios,  o  la  filiación  de  Jesús,  para  no  dejar  escapatoria  a  una  posible  interpretación  arriana.  El   punto  de  partida   es   la  designación  de  Cristo   como  Hijo  de  Dios  (v.   5).   Ella   fue  siempre  el  fundamento  y  el  punto  de  partida  de  la  cristología  de  la  Iglesia  antigua.  La  cuestión  está  en  cómo  entender  esta  filiación  de  Jesús.  Por  esa  razón  utiliza  una  expresión  que  desde  el  punto  de  vista  formal  es   la  más  importante:  me  refiero  al  término  toutestin,  que  significa  es  decir.  Nicea  quiere  explicar  el  contenido  bíblico,  no  innovar  doctrina.  El  Hijo  no  ha  sido  engendrado  de  la  nada,  como  primera  de  las  criaturas  y  en  función  de  la  creación  (fiat  lux  creador)  sino  que  ha  sido  engendrado  de   la   misma   sustancia   (ousía)   del   Padre.   Este   término   griego,   lo   mismo   que  después   el   controvertido   homoousios   no   hay   que   entenderlo   como   un   término  técnico   filosófico.   Con   él   sólo   se   quiere   expresar   que   la   generación   del   Hijo   no  procede  de  la  nada,  sino  de  la  realidad  del  Padre.  De  aquello  que  sea  el  Padre,  de  ahí,  proviene  el  Hijo  por  generación.  De  esta   forma  se  puede  afirmar  que  el  Hijo  participa  en  toda  su  plenitud  de  la  esencia  divina.  A  partir  de  aquí  se  añaden  tres  afirmaciones  para  apoyar  esta  lectura:  Dios  de  Dios,  Luz  de  Luz,  Dios  verdadero  del  

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Dios  verdadero  y  se  aclara  una  cuestión  que  hasta  entonces  había  sido  ambigua:  la  diferencia  entre  creación  y  generación.  Finalmente  se  repite  lo  ya  dicho  desde  una  expresión   que   25   años   después   se   convertirá   en   el   santo   y   seña   de   Nicea:  homoousios  to  Patri.  

La   referencia   al   Espíritu   es   muy   breve,   siguiendo   también   las   fórmulas  tradicionales.  Hasta  que  no  sea  puesta  en  cuestión  su  divinidad  no  será  objeto  de  explicación  y  aclaración  (Constantinopla  381).  Nicea  se  contenta  con  colocarlo  en  el  mismo  nivel  que  al  Padre  y  al  Hijo,  pero  sin  aclarar  la  naturaleza  específica  de  su  divinidad,  su  modo  de  procedencia,  etc.  Constantinopla  I  completará  esta  laguna.  Y  así   desarrollará   el   tercer   artículo   en   seis   cláusulas   que   afirman   la   divinidad   del  Espíritu,   su   pertenencia   a   la   Trinidad,   su   procesión   del   Padre   y   su   actividad  salvífica   con   una   máxima   fundamental.   Si   el   Espíritu   no   es   el   Santo,   el   que  pertenece  a  la  categoría  del  Señor,  de  Dios  y  de  Cristo,  digno  de  la  misma  adoración  y   alabanza,   presente   y   actuante   en   la   creación   y   la   nueva   creación   dando   vida   y  vida  eterna,  no  puede  santificarnos.  La  economía  de  la  salvación,  por  tanto,  estaría  incompleta  y  todavía  pendiente.  Es  necesario  advertir  que  Constantinopla  sigue  la  lógica  de  Nicea  pero  por  un  camino  diferente  para  evitar  la  controversia  suscitada  en  torno  al  término  homoousios.  Con  terminología  bíblica,  doxológica  y  litúrgica  se  afirma  sin  ambigüedad  la  consustancialidad  del  Espíritu  con  el  Hijo  y  el  Padre.  Este  dato   es  muy   importante,   pues   podemos   comprobar   cómo   se   puede   llegar   a   una  misma  afirmación  por  dos  formas  de  lenguaje  diferentes.  Lo  que  finalmente  resulta  es  que  la  doxología  de  la  gloria  y  la  adoración,  la  ontología  de  las  naturalezas  y  las  personas   y   la   soteriología   expresada   en   el   por   nosotros   y   por   nuestra   salvación  están  estrechamente   relacionadas.  Y  en   realidad  eso  es   lo  que  hacemos  cada  vez  que  cantamos  y   rezamos  el  Símbolo  de   la   fe:   confesar  doxológicamente  el   ser  de  Dios  que  se  ha  hecho  carne  y  comunión  por  nosotros.  

El  desarrollo  de  los  Símbolos  del  siglo  IV  en  torno  al  ser  trinitario  de  Dios  no  tuvieron   como   catalizador   la   curiosidad   por   indagar   en   sí  mismo   el   ser   de  Dios,  sino  fundamentar  la  economía  de  la  salvación.  Si  el  Padre  no  es  el  Dios  creador  no  podemos   vivir   con   confianza   absoluta   en   el   mundo.   Si   el   Hijo   no   es   Dios,   su  encarnación  no  puede  ser  considerada   la   revelación  de  Dios  y   la  divinización  del  hombre.  Si  el  Espíritu  no  es  Dios  no  puede  santificarnos.  No  creemos  en  Dios  como  un  objeto  separado  de  nuestro  ser  y  espacio  vital.  La  fe  en  Dios  consiste  en  entrar  en  su  vida  divina  porque  él  ha  querido  salir   fuera  de  sí  mismo  para  compartir   la  suya  con  nosotros.  Es  una  entrada  en   la   comunión  de  vida  divina.  No  es  un  Dios  abstracto  y   formal   en  quien   creemos,   sino  en  el  Padre  que  al  darse  enteramente  genera   la   vida   de   su   Hijo;   creemos   en   Cristo,   quien   en   respuesta   agradecida   se  entrega   al   Padre   y   de   cuya   entrega  mutua   y   amor  procede   el   Espíritu   común  de  ambos,  en  quien  creemos  como  principio  de  vida  y  de  vida  eterna  para   la  entera  creación.  Es  precisamente  la  fe  en  Cristo  la  que  nos  permite  en  la  libertad  que  nos  da  el  Espíritu  tener  libre  y  confiado  acceso  al  misterio  de  Dios  Padre  (EF  2,18).      

 

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 II.  LA  IGLESIA  EN  EL  SÍMBOLO  DE  LA  FE  

    La   Iglesia   no   es  Dios,   sino   su   criatura.   ¿Por   qué   decimos   en   el   Credo   que  creemos  en  la  Iglesia?  Ya  desde  los  primeros  símbolos  de  la  Iglesia,   los  cristianos  distinguieron  entre   el   objeto  propio  de   la   fe:   sólo  Dios;   y   la   Iglesia   como   lugar  y  forma  del  acto  de  creer.  Creemos  sólo  en  Dios  Padre,  Hijo  y  Espíritu  Santo;  y  en  la  Iglesia  en  cuanto  que  obra  del  Espíritu  Santo,  desde  los  ojos  de  la  fe,  como  el  lugar  donde  este  Dios  se  nos  hace  presente  como  misterio  de  comunión.  Creer  la  Iglesia  no  es  hacer  de  ella  una  realidad  divina.  Su  origen  está  en   la  voluntad  salvífica  de  Dios,   de   ahí   decimos   que   es   misterio;   pero   es   una   realidad   humana   e   histórica  formada  por  hombres  que  nunca  pueden  ser  hechos  objetos  específicos  de  fe  en  el  sentido  de  entrega  personal  de  la  vida.       Pero  la  Iglesia  no  es  ajena  a  la  fe  del  creyente.  Ella  es  el  lugar  concreto  desde  donde   se   cree,   es   decir,   creemos   eclesialmente:   el   yo   creo   siempre   es   en   plural  creemos;  y  a  la  vez  de  alguna  manera  forma  parte  de  nuestro  contenido  de  fe  en  la  medida  en  que  la  confesamos  obra  de  Dios  en  cuyo  seno  está  presente  y  actuante  el  Espíritu   Santo   haciendo   de   ella   la   Iglesia   una,   santa,   católica,   apostólica.   Así   se  expresa  el  Catecismo:  «Creer  que  la  Iglesia  es  “Santa”  y  “Católica”,  y  que  es  “Una”  y  “Apostólica”   (como  añade   en   Símbolo  Nicenoconstantinopolitano)   es   inseparable  de   la   fe   en   Dios,   Padre,   Hijo   y   Espíritu   Santo.   En   el   Símbolo   de   los   Apóstoles,  hacemos  profesión  de  cree  que  existe  una  Iglesia  Santa  (“Credo…  Ecclesiam”),  y  no  de   creen   en   la   Iglesia   para   no   confundir   a   Dios   con   sus   obras   y   para   atribuir  claramente  a  la  bondad  de  Dios  todos  los  dones  que  ha  puesto  en  su  Iglesia    (cfr.  Catech.  Rom.  1,10,22)»30.        

1.  Su  lugar  en  el  Credo      En  el  Símbolo  apostólico   la   Iglesia  aparece  al   inicio  y  al   final.  Al   comienzo  

implícitamente   en   el   creo,   porque   ella   es   quien   nos   entrega   la   fe   formulada   en  palabras   a   quien   después   de   un   acto   de   conversión   quiere   entregarse   a   Dios  revelado   en   Cristo   y   dado   en   el   Espíritu.   La   Iglesia   nos   entrega   la   fe,   nosotros  creemos   en   ella   y   a   partir   de   ella.   En   este   sentido   hablamos   de   la   Iglesia   como  madre   y   que   la   fe,   el   bautismo   y   la   eucaristía   son   realidades   constitutivamente  eclesiales.  Los   cristianos  decimos   “yo  creo”,  para  expresar  nuestra   incorporación  libre   y   personal   a   la   fe   de   la   Iglesia,   pero   es   yo   es   a   la   vez   comunitario   y  corporativo.   Por   esta   razón,   hay   que   advertir   que   el   “yo   creo”   nunca   es  pronunciado   de   una   forma   individual   y   solitaria.   Expresa   un   plural:   “nosotros  creemos”.  Desde  el  yo  creo  nos  abrimos  a  un  Yo  más  grande:  al  de  la  Iglesia  y  desde  ella   como  cuerpo  de  Cristo,  a   la   comunión  de  vida  de  Dios.  Porque  precisamente  desde   la   fe   y   el   sacramento   nos   incorporamos   al   Cuerpo   de   Cristo   desde   el   que  

                                                                                                               30  CEC  750.  

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proclamamos   siempre   el   Símbolo   de   la   fe.   Más   aún.   Este   nosotros   afecta   al  contenido,  pues  nosotros  no  nos  damos  a  nosotros  mismos   la   fe,   sino  que  nos  es  dada:  por  Dios  como  gracia  y  por  la  Iglesia  en  la  mediación  de  la  Tradición.  Somos  receptores   de   la   fe,   no   sus   hacedores   (Ratzinger).   El   nosotros   de   Dios   en   quien  creemos   (vida   divina)   se   convierte   en   el   nosotros   eclesial   de   la   comunidad  creyente   (Iglesia).   Precisamente   en   este   orden   se   desarrollarán   los   primeros  credos   de   la   Iglesia   que   desde   Cipriano   de   Cartago   en   el   siglo   III   comenzó   a   ser  llamado  Símbolo,   es  decir,   realidad  que  nos   identifica   como  pertenecientes  a  una  misma  comunión,  iglesia,  comunidad,  institución.  

La  Iglesia  también  aparece  al  final,  como  una  consecuencia  de  la  acción  de  Dios  en  la  historia  de  la  salvación,  que  el  Padre  diseña,  el  Hijo  realiza  y  el  Espíritu  lleva  a  consumación  y  plenitud.  Inmediatamente  después  de  la  mención  al  Espíritu,  decimos   creo   en   la   Iglesia,   como   el   lugar   y   el   ámbito   donde   el   Espíritu   continúa  haciéndose  presente  en  la  vida  de  los  hombres  y  continúa  realizando  la  historia  de  la   salvación  mediante   los   sacramentos  del  bautismo  y   la   comunión  de   los   santos  (eucaristía),   el   perdón   de   los   pecados   (penitencia)   para   recrear   al   hombre  mediante  la  resurrección  y  otorgar  a  todos  una  existencia  nueva  (santidad  y  vida  eterna).  Los  sacramentos  y  sus  frutos  son  situados  en  el  Símbolo  de  los  Apóstoles  como   frutos   de   la   acción   del   Espíritu   Santo   en   la   Iglesia.   Esta   relación   entre   el  Espíritu   y   la   Iglesia   es   subrayada   después   por   la   tradición   cristiana.   Entre   los  innumerables  textos  hay  que  destacar  este  de  San  Ireneo  de  Lyon:  «Porque  donde  está  la  Iglesia  allí  está  el  Espíritu  de  Dios;  y  donde  está  el  Espíritu  de  Dios  está  la  Iglesia   y   toda   gracia:   porque   el   Espíritu   es   la   verdad»   (IRENEO  DE  LYON,  Adversus  Haereses,  III,24,1).  

 2.  La  Iglesia,  templo  del  Espíritu    Para   explicitar   esta   relación   entre   la   Iglesia   y   el   Espíritu   la   tradición  

cristiana  ha  acuñado  una  expresión   inspirada  en   la  Sagrada  Escritura,  aunque  no  se  encuentra   literalmente  en  ella:  La  Iglesia  es  templo  del  Espíritu   (CEC  797-­‐801).  Precisamente  con  esta  afirmación  se  quiere  expresar  que  la  Iglesia  es  el  lugar  de  la  presencia,   de   la   revelación   y   de   la   acción   del   Espíritu   Santo.   Ella   es   signo   de   la  presencia  definitiva  de  Dios  en  medio  de  los  hombres;  de  su  revelación  irrevocable  y   donación   irreversible.   La   Iglesia   se   debe   al   Espíritu,   porque   él   la   suscita   a   la  existencia,  le  confiere  trabazón,  le  alienta  la  vida.  Ella  es  fruto  del  Espíritu  y  en  ella  opera   el   Espíritu,   siendo   el   principio   de   los   ministerios   y   de   los   dones   que   él  reparte  a  cada  uno  de  los  fieles.  

Desde   esta   presencia   del   Espíritu   en   la   Iglesia   como   templo   de   Dios,  podemos  afirmar  que  ella  también  participa  de  la  santidad  del  Espíritu  y  tiene  una  vocación  esencial  a  la  santidad.  Si  Dios  se  hace  presente  mediante  su  Espíritu  en  la  Iglesia,  convirtiéndola  en  lugar  de  su  presencia  en  medio  de  los  hombres,   lo  hace  desde  dentro,  comunicando  su  vida  y  su  santidad.  No  es  una  presencia  extrínseca,  externa,   sino   interna   y   transformadora.   Todo   lo   que   entra   en   contacto   con   Dios  

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queda   profundamente   transformado.   La   Iglesia   no   es   sólo   morada   del   Espíritu,  sino  que  está  penetrada  por  él.  Es  de  su  propiedad,  es   la  posesión  de  Dios,  no  se  pertenece  a  sí  misma,  sino  al  Dios  santo.  Por  eso  a  ella  misma  también  le  pertenece  el   atributo   de   la   santidad.   Como   confesamos   en   el   Credo:   una,   santa,   católica   y  apostólica.  E  incluso  hablamos  de  la  Iglesia  sin  más  como  comunión  de  los  santos.  Pero  no  podemos  caer  en  un  docetismo  eclesiológico.  La  Iglesia  es  una  institución  humana,  está  tejida,  estructurada  y  trabada  como  una  edificación.  La  Iglesia  no  es  una   comunidad   puramente   espiritual,   pues   tiene   una   estructura   visible;   ni   una  conjunción  desorganizada  y  superpuesta  de  hombres  y  mujeres  que  comparten  un  proyecto   o   ideal   común.   La   Iglesia   es   ante   todo   el   edificio   que   Dios   edifica   y  construye  teniendo  en  cuenta  nuestra  esencial  condición  social  y  encarnada.  Él  es  quien  diseñó  el  proyecto,  el  que  ha  hecho  los  planos  y  el  que  lleva  el  proyecto  a  su  realización  definitiva.  Podríamos  decir,  parafraseando  a  Ireneo  de  Lyon,  que  él  es  quien   la   lleva   adelante   con   sus   dos   manos:   el   Hijo   y   el   Espíritu.   Los   demás,  plantamos   y   regamos;   pero   sólo   él   es   quien   la   hace   crecer   y   le   da   consistencia.  Como   dice   San   Pablo   a   la   comunidad   de   Corinto:   «Porque   nosotros   somos  cooperadores  de  Dios   y   vosotros   sois   campo  de  Dios,   edificación  de  Dios»   (1Cor  3,6-­‐9).  Es  verdad  que  la  Iglesia  es  histórica  y  peregrina,  por  lo  que  está  necesitada  de   una   permanente   reforma   y   de   una   constante   purificación.   Sin   obviar   este  trabajo   y   esta   tarea   que   en   este   contexto   actual   tenemos   por   delante   para   que  nuestra   fe   en   Dios   sea   más   creíble   y   nuestra   evangelización   más   eficaz,   no  podemos  más  que  dar  gracias  a  Dios  porque  por  medio  de  ella  hemos  recibido  la  fe  desde  la  que  podemos  gozar  ya  desde  ahora  de  la  misma  vida  de  Dios.       3.  Las  propiedades  esenciales  de  la  Iglesia       Hablamos   de   propiedades   o   notas   esenciales   de   la   Iglesia   ya   que   forman  parte  de  su  ser,  no  como  propiedades  que  nacen  de  ella  misma,  sino  como  don  de  Dios  y  a  la  vez  vocación  que  ha  de  configurar  su  misión  en  el  mundo.  La  Iglesia  es  una,   santa,   católica   y   apostólica.   Estos   cuatro   atributos   están   unidos  inseparablemente   entre   sí   e   indican   rasgos   esenciales   de   su   naturaleza   y   de   su  misión  (CEC  811).  Son  propiedades  que  tienen  su  origen  en  el  don  de  Dios  y  han  de  desarrollarse   y   manifestarse   a   la   vez   históricamente.   La   fe   descubre   su   raíz   y  origen  divino  y  descubre  el  camino  que  falta  a  su  vez  para  que  esa  realidad  teologal  se  convierta  en  verdad  en  la  historia.  Dicho  de  otro  modo:  hay  una  cierta  tensión  entre  el  don  de  Dios  y  la  misión  eclesial  en  la  historia  (Cfr.  LG  8:  “subsistit  in”).        

a)  La  primera  nota  es  la  unidad.    Ésta  le  viene  de  su  origen  divino:  un  único  Dios,   Padre,   Hijo   y   Espíritu   santo   en   la   trinidad   de   las   personas.   Por   su   origen  divino   en  Dios,   por   la   obra   de   reunificación   del  Hijo   y   la   cohesión   que   otorga   el  Espíritu,   la   Iglesia   es   una.   No   obstante,   como   ya   podemos   apreciar   la   unidad   no  excluye  la  diversidad  que  procede  de  la  variedad  de  los  dones  del  Espíritu  y  de  las  personas   que   los   reciben.   La   unidad   de   Dios   es   comunión   trinitaria.   De   modo  

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análogo  y  semejante,  la  unidad  de  la  Iglesia  es  vivida  en  la  diversidad.  ¿Cuáles  son  los   vínculos  de   esta  unidad?  La  unidad  de   fe   expresada   en   el   Símbolo;   la   unidad  expresada  en  la  liturgia  y  en  la  celebración  de  los  sacramentos,  especialmente  en  el  bautismo  y  la  eucaristía;  la  sucesión  apostólica  por  el  sacramento  del  orden.  

Pero   esta   unidad   en   la   diversidad   es   vivida   de   forma   fragmentaria   en   la  historia  concreta.  La  unidad  plena  se  dará  cuando  Dios  sea   todo  en   todos.  Ahora  vivimos  esta  unidad  como  don  de  Dios  dado  ya  en  el  ser  de  la  Iglesia,  pero  todavía  no   perfectamente   realizado.   La   Iglesia,   por   el   pecado,   ha   vivido   la   división   y   el  cisma.  Primero  entre  la  Iglesia  de  Oriente  y  Occidente  y  después,  entre  Católicos  y  reformadores.  Ortodoxia,  Catolicismo  y  Reforma  son  las  tres  confesiones  cristianas  fundamentales.   La   plenitud   de   los   medios   de   la   salvación   están   en   la   Iglesia  católica,  pero  no  se  excluye  que  haya  elementos  de  santificación  y  verdad  fuera  de  los   límites   visibles   de   la   Iglesia   católica   (UR   3).   El   diálogo   y   trabajo   ecuménico  desde   la   conversión   interior,   la   oración,   el   conocimiento   recíproco,   el   diálogo  teológico  y   la  cooperación  en   la  evangelización  del  mundo,   se  dirige  a  restañar  y  sanar   estas   heridas   fieles   al   deseo   de   Jesús:   Que   todos   sean   uno   como   tú   y   yo  somos  uno  y  así  el  mundo  crea  (Jn  17).  

   b)  La  Iglesia  es  santa.  Este   fue  el  primer  adjetivo  que  el  Símbolo  pone  a   la  

Iglesia  debido  al  nexo  misterioso  que  le  une  con  el  Espíritu,  el  Santo  y  Santificador.  La  Iglesia  en  cuento  obra  del  Espíritu  y  lugar  en  el  que  mora  el  Espíritu  es  santa.  Ya  que  esta  presencia  no  es  externa  o  extrínseca,  sino  que  su  presencia  penetra  en  su  ser  y  en  sus  estructuras.  De  aquí  entendemos  que  en  el  Apostólico  se  conozca  a  la  Iglesia   como   comunión   de   los   santos,   expresión   que   puede   significar   a   la   vez  comunión  en  los  dones  sacramentales  santos  y  que  nos  hacen  santos  y  comunión  de   los   creyentes  que  han  sido   santificados  por  el  bautismo  y   los   sacramentos.  El  adjetivo   no   tiene,   por   lo   tanto,   en   un   primer   momento,   un   sentido   moral,   sino  teológico:  la  Iglesia  es  el  pueblo  santo  de  Dios  y  sus  miembros  son  llamados  santos  (Hch  9,13;  1Cor  6,1;  16,1).  La  santidad  le  viene  de  Dios,  quien  por  medio  de  Cristo  la  ha  hecho  esposa   inmaculada  y   santa;  y  que  por  medio  del  Espíritu   la   santifica  constantemente  con  su  presencia.    

Esta  santidad  nos  es  comunicada  por  medio  de  la  gracia  de  los  sacramentos  y   la   palabra   purificadora   y   recreadora.   Pero   a   la   vez,   como   la   unidad,   es   una  llamada   permanente   para   la   Iglesia   y   sus   miembros   que   en   cuanto   peregrinos  están   siempre   necesitados   de   la   conversión   y   la   purificación   (cfr.   LG   8;   UR   3).  Confesándose  pecadores   y  necesitados  de  purificación,   todos   los   creyentes   están  llamados  a  la  santidad.  Esta  no  es  una  vocación  específica  de  unos  cuantos.  Cuando  alguien   es   canonizado   es   para   expresar   de   forma   concreta   e   histórica   que   esta  santidad  es  posible  para  todos  los  miembros  de  la  Iglesia.    

 c)   La   Iglesia   es   católica.   El   sentido   de   esta   término   es   doble:   universal   y  

plena  (verdadera).  Es  decir,  tiene  un  sentido  cuantitativo,  en  cuento  que  la  Iglesia  está  extendida  por  todo  el  orbe;  pero  también  cualitativo,  es  decir,  tiene  todos  los  

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elementos  fundamentales  que  la  hacer  ser  la  Iglesia  de  Dios.  El  adjetivo  católica  la  define  como  una  característica  cuantitativa  y  extensiva  de  la  Iglesia  que  expresa  su  universalidad,   y   como   una   característica   cualitativa   que   sería     sinónimo   de  verdadero.   Pero  más  que  una   característica   externa  de   la   Iglesia  que  utilizaba   la  apologética  clásica  para  mostrar  la  verdadera  Iglesia  de  Cristo  en  la  Iglesia  católica  (romana)   frente   a   otras   confesiones   cristianas,   hay   que   comprenderla   como  una  realidad   interna   a   ella   y   definida   no   tanto   desde   la   eclesiología,   sino   desde   la  cristología.     La   catolicidad   de   la   Iglesia   tiene   sus   raíces   en   el   misterio   trinitario  manifestado  en  el  designio  salvífico  del  Padre  realizado  por  el  Hijo  y  llevado  a  su  consumación   por   el   Espíritu.   Por   Cristo   y   en   Cristo,   Dios   se   ha   comprometido  definitivamente  a  procurar  a  la  totalidad  de  la  humanidad  y  del  mundo  la  plenitud  de  sus  aspiraciones  más  profundas.  Y  esta  obra  es  consumada  por  el  Espíritu,  que  no  realiza  una  obra  distinta  a  la  del  Hijo,  sino  que  la  lleva  a  cabo  desde  el  interior  de  cada  persona  y  llegando  a  todos  los  pueblos  y  culturas,  haciendo  así  posible  la  verdadera   catolicidad:   la   unidad   de   lo   diverso   sin   anular   esa   diversidad.   Estas  raíces   teológicas   de   la   catolicidad   que   nos   muestra   la   fuente   divina   de   ella,   se  corresponde  con  unas  raíces  históricas  y  naturales  que  nos  muestra  también  una  fuente  desde  abajo.  La  humanidad  es  esencialmente  histórica  y  cósmica.  Su  destino  es  común  y  vinculado  al  destino  del  cosmos.    

Si  estas  son  las  fuentes  de  la  catolicidad,  ésta  se  realiza  históricamente  y  de  forma   concreta   en   la   Iglesia,   lugar   en   el   que   se   unen   como   en   un   sacramento   el  designio   de   Dios   y   el   camino   a   la   unidad   de   la   naturaleza   y   la   historia  (potencialidad  humana).  Pero  esta  realización  eclesial  es  paradójica.  Porque  por  un  lado   la   Iglesia   ya   es   católica   en   cuanto   Ecclesia   congregans,   es   decir,   en   sus  principios   formales;  pero  por  otro   lado  tiene  que   llegar  a  serlo  y  realizarlo  en  su  vida  en  cuanto  Ecclesia  concregata.  La  catolicidad  de   la   Iglesia  es  un  don  de  Dios  dado  a  su   Iglesia  y  a   la  vez  una   tarea  a  realizar  en  el   tiempo.  La  catolicidad   le  es  dada   a   la   Iglesia   no   como   Cabeza,   sino   como   cuerpo.   Es   un   atributo   de   toda   la  Iglesia,   también   de   cada   iglesia   local,   e   incluso   podemos   decir   que   de   cada  cristiano.   Porque   lo   esencial   de   la   catolicidad   es   estar   referido   a   la   totalidad,   al  centro  de  la  revelación  de  Dios  y  a  la  totalidad  del  testimonio  bíblico  y  apostólico,  al   contenido   armónico   de   la   fe   (analogía   de   la   fe).   Pero   la   catolicidad   también  significa   estar   esencialmente   abierto   a   un   dinamismo   de   alcance   universal  (sacramento  universal  de  salvación)  que  le  hace  estar  abierto  a  la  incorporación  de  diferentes  pueblos  y  culturas,  como  signo  de  su  vitalidad  y  fecundidad.    Desde  aquí  habría  que   entender   también   la   ordenación  de   todos   los  hombres   a   la   Iglesia   en  diversos   grados   de   pertenencia   y   relación:   judíos,   musulmanes,   etc.;   el   axioma  “fuera  de  la  Iglesia  no  hay  salvación”  y  la  misión  de  anunciar  el  evangelio  a  todas  las  gentes.      

 d)  La  Iglesia  es  apostólica.  Este  propiedad  tiene  un  triple  sentido  (CEC  857):  

la  Iglesia  fue  y  permanece  edificada  sobre  el  fundamento  de  los  apóstoles  (Ef  2,20),  

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testigos   escogidos   y   enviados   en   misión   por   el   mismo   Cristo   (Mt   28,16-­‐20);   La  Iglesia  guarda  y  transmite  la  enseñanza  de  los  apóstoles  con  la  ayuda  del  Espíritu  Santo   (Hch   2,42);   La   Iglesia   sigue   siendo   enseñada   y   guiada   por   los   apóstoles  gracias  a  sus  sucesores  en  su  ministerio  pastoral:  el  colegio  de  los  obispos,  con  la  cabeza  de  ese  colegio  que  es  el  obispo  de  Roma,  el  sucesor  de  Pedro:  «Porque  no  abandonas   nunca   a   tu   rebaño,   sino   que,   por   medio   de   los   santos   pastores,   lo  proteges  y  conservas  y  quieres  que  tenga  siempre  por  guía  la  palabra  de  aquellos  mismos  pastores   a   quienes   tu  Hijo   dio   la  misión  de   anunciar   el   Evangelio»   (MR,  Prefacio  de   los  apóstoles).  Esta  apostolicidad  de   la   Iglesia  es  también  aplicable  al  apostolado  de  todos  su  miembros.  Toda  la  Iglesia  y  cada  uno  de  los  bautizados  son  enviados  al  mundo  entero  a  anunciar  el  Evangelio:  presbíteros,  religiosos  y  laicos  han  sido  ungidos  y  enviados  en  la  misma  misión  de  Cristo,  sacerdote,  profeta  y  rey.