tema 2. kepler y galileo. la lucha por el metodo

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TEMA 2. KEPLER Y GALILEO. LA LUCHA POR EL METODO EXPERIMENTAL 3 1. LA ASTRONOMÍA PRECOPERNICANA 3 1.1. Realismo y positivismo en la astronomía antigua 4 1.2. El modelo ptolomeico 5 2. REALISMO Y MATEMATICAS: COPERNICO 6 2.1. La belleza de lo simple 7 2.2. El proyecto matemático 7 3. LA BÚSQUEDA DE LA PURA RACIONALIDAD 9 3.1. Intentos de conciliación 9 3.2. Kepler: la oscura física y la clara matemática 10 3.3. La caída del movimiento circular 11 3.4. La ley de armonía y el sistema solar 11 4. GALILEO Y EL MÉTODO EXPERIMENTAL 13 4.1. La física aristotélica 14 4.2. La teoría del ímpetu 15 4.3. Galileo contra la Iglesia 16 4.4. Hacia la nueva ciencia 16 4.4.1. El movimiento uniforme 17 4.4.2. Movimiento en caída libre 18 4.4.3. Movimiento de los proyectiles 21 4.5. Galileo: el método resolutivo-compositivo 22 REFERENCIAS 24

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TEMA 2. KEPLER Y GALILEO. LA LUCHA POR EL METODO EXPERIMENTAL 3

1. LA ASTRONOMÍA PRECOPERNICANA 3 1.1. Realismo y positivismo en la astronomía antigua 4 1.2. El modelo ptolomeico 5 2. REALISMO Y MATEMATICAS: COPERNICO 6 2.1. La belleza de lo simple 7 2.2. El proyecto matemático 7 3. LA BÚSQUEDA DE LA PURA RACIONALIDAD 9 3.1. Intentos de conciliación 9 3.2. Kepler: la oscura física y la clara matemática 10 3.3. La caída del movimiento circular 11 3.4. La ley de armonía y el sistema solar 11 4. GALILEO Y EL MÉTODO EXPERIMENTAL 13 4.1. La física aristotélica 14 4.2. La teoría del ímpetu 15 4.3. Galileo contra la Iglesia 16 4.4. Hacia la nueva ciencia 16 4.4.1. El movimiento uniforme 17 4.4.2. Movimiento en caída libre 18 4.4.3. Movimiento de los proyectiles 21 4.5. Galileo: el método resolutivo-compositivo 22 REFERENCIAS 24

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TEMA 2. KEPLER Y GALILEO. LA LUCHA POR EL METODO EXPERIMENTAL

En el capítulo anterior señalábamos como de las tres fuerzas culturales del periodo renacentista: el humanismo, la reforma y el desarrollo científico, fue el último el que constituyo el factor mas poderoso de transformación de la cultura y el pensamiento europeos.

En este capitulo nos ocuparemos de la transformación científica que tuvo lugar en la primera mitad del siglo XVII gracias, sobre todo, a la obra de Kepler y Galileo. Esta revolución científica tuvo su campo de batalla mas espectacular en el ámbito de la astronomía, al eliminar la concepción geocéntrica del universo, sustituyéndola por el heliocentrismo. Juntamente con la astronomía, la nueva ciencia socavo los fundamentos y principios básicos de la física de Aristóteles: finitud del universo, heterogeneidad de las sustancias terrestres y las celestes (incorruptibles e inalterables), interpretación finalista del movimiento, uniformidad y circularidad del movimiento de los cuerpos celestes, distinción entre movimientos naturales y movimientos violentos o antinaturales, etc. El resultado fue la destrucción definitiva de la imagen aristotélica del universo.

A esta transformación científica, cuyo primer protagonista fue Copérnico todavía en el siglo XVI, contribuyo la traducción y conocimiento de los científicos griegos, promocionando una actitud platónico-pitagórica ante la realidad: estructura matemática de lo real. La configuración de la nueva ciencia y la primacía concedida a las matemáticas en la interpretación del universo determinaron, en fin, una nueva interpretación de la razón y un nuevo método científico.

1. LA ASTRONOMÍA PRECOPERNICANA

Quizá nada haya sido tan decisivo para la configuración del pensamiento moderno como el nacimiento de la física matemática. Pero este nacimiento no se logro sino a través de una continua lucha contra el gigantesco edificio de la física aristotélica, profundamente modificado, no obstante, a la largo de la Edad Media.

Y es que esos cambios no podían por menos de producirse por cuanto, si el sistema aristotélico se mostraba fecundo —gracias a la obra de Tomás de Aquino— para la cimentación teórica de la teología, solo difícilmente podía ajustarse a las exigencias de la astronomía, ciencia paradójicamente tanto más utilizable en la praxis comercial (piénsese en la navegación) cuanto mas puramente alcanzable por la razón.

Aunque posteriormente volveremos sobre ello, cabe indicar aquí las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo: geocentrismo, esferas concéntricas y cristalinas en torno a la estable Tierra, y movimiento uniforme de tales orbes celestes, todo ello inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente —para explicar los días y las noches— por el primum movers («primer motor»), especie de alma del mundo movida a su vez por el motor inmóvil: Dios.

Esta armonía expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia griega: finitud del cosmos, uniformidad y circularidad como movimiento perfecto (lo más cercano a la inmutabilidad del Dios), se veía desde el principio perturbada, con todo, por dos fenómenos: cometas y planetas.

Con respecto a los primeros, la solución ofrecida resultaba convincente, dada la ausencia de instrumentos de precisión: se trataría de «meteoros», esto es, de fenómenos producidos en la región sublunar por la fricción de las capas de aire y fuego que rodeaban

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a la Tierra. Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol y la Luna, de movimiento regular, algunas «estrellas» variaban periódicamente de intensidad lumínica, y otras (especialmente Venus y Marte) parecían complacerse en probar la paciencia del astrónomo, apareciendo bien en posiciones opuestas, bien caminando hacia atrás, en movimiento retrogrado. Por eso se Ies llamó «planetas» (en griego: vagabundo, errante).

1.1. Realismo y positivismo en la astronomía antigua

¿Cómo compaginar la profunda exigencia de armonía y equilibrio con estos aparentemente arbitrarios movimientos? La solución pasa por una radical decisión sobre el objeto y alcance de la ciencia. O bien la ciencia tiene como misión expresar de forma rigurosa y racional lo que realmente se da en la naturaleza: realismo, o bien debe limitarse a salvar los fenómenos, dando cuenta de las apariencias, traduciendo al lenguaje de la razón lo aparente, sin preocuparse de la relación entre lo que «se ve» y lo que en verdad «es»: positivismo. Este convencionalismo positivista puede, a su vez, entenderse como propuesto para dejar a un saber superior la tarea de averiguar lo que es, o como un puro fenomenismo, que se niega a ir mas allá de lo dado. En la ciencia natural, la primera posición viene dada por Platón: el mundo material —dice— copia en lo posible la perfección de las ideas; por ello, no puede pedirse del estudio de lo material sino un «cuento verosímil» (Timeo). La segunda posición corresponde al positivismo decimonónico de Mach y Avenarius.

Así, el respaldo teórico de Platón y las exigencias practicas de medición del cielo para la navegación configuraron el nacimiento positivista de la astronomía (tras los infructuosos esfuerzos realistas de Eudoxio).

Dos hipótesis podían, evidentemente, salvar los fenómenos: la heliocéntrica y la geocéntrica. La primera fue propuesta por Aristarco de Samos (siglo III a. de C.): el Sol seria el centro del cosmos; la superficie externa, el orbe de las estrellas fijas; y el interior estaría formado por siete orbitas concéntricas (Mercurio, Luna, Tierra, Marte, Venus, Júpiter y Saturno), de distintas velocidades y dimensiones. Parece que también pensaba en una rotación diaria de la Tierra sobre su eje Norte-Sur. De este modo podía explicarse por que los planetas variaban de brillo y de trayectoria, al ser vistos desde la Tierra.

Sin embargo, el esquema no prospero. En efecto, si salvaba los fenómenos celestes, se oponía, en cambio —y brutalmente—, tanto a la física como al «sentido común» de su tiempo. Nada, en efecto, más sensible que la estabilidad y fijeza de la Tierra. Por otra parte, hay también objeciones desde el punto de vista científico: se cree que Aristarco no acompañó su hipótesis de los cálculos y mediciones precisos.

Pero hay una objeción aun mas seria: si la Tierra se mueve alrededor del Sol, entonces a veces estará más cerca de una región determinada del zodiaco (y las estrellas serán mas brillantes), y otras, más lejos. Tanto el brillo como la dirección en que aparecen las estrellas de referencia deberán variar (es el fenómeno hoy llamado paralaje anual de las estrellas).

Pero, según podía apreciarse entonces, las estrellas permanecen fijas y brillan siempre igual. En consecuencia, o bien las estrellas deben estar a una distancia inmensa en relación con la orbita terrestre, o bien el sistema de Aristarco no es valido. Es natural que se siguiera la segunda opción: hasta el siglo XVII, los astrónomos no pudieron medir ángulos menores de 1 /2°; Bessel descubrió, en 1838, por vez primera que la estrella más próxima muestra un paralaje de 1 segundo de arco.

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1.2. El modelo ptolomeico

De modo que se escogió la hipótesis geocéntrica. Hiparco, primero, y Claudio Ptolomeo de Alejandría (siglo II a. de C.), después, propusieron un sistema que se impondría durante diecisiete siglos, y tan valido y preciso que los árabes lo Ilamarían «el mas grande» («almagesto», corrupción del griego megistos: «el mas grande»).

Ptolomeo afirma explícitamente que su sistema no pretende descubrir la realidad: es dolo un medio de cálculo. Es lógico que adoptara el esquema positivista, pues el almagesto se opone flagrantemente a la física aristotélica.

En primer lugar, las orbitas son levemente excéntricas. Solo así podía explicarse la diferencia de brillo de los planetas y el hecho de que el Sol parezca mayor al mediodía en inverno que en verano. Pero entonces la Tierra no es el verdadero centro del cosmos.

En segundo lugar, la orbita del planeta (P) no gira en torno al punto excéntrico (O) a la Tierra (T), sino que describe un círculo (epiciclo) en torno a un punto imaginario (D), el cual, a su vez, engendra una nueva circunferencia (deferente) en torno al punto excéntrico:

Este artificio permite explicar los movimientos retrógrados (es fácil ver que la resultante es un movimiento «en bucle»), pero entonces los planetas no giran realmente en torno a la Tierra. Aun hubo que introduce, en algunos casos, otra modificación. La ciencia griega postulaba la uniformidad de los movimientos circulares. Pero los planetas parecen ir a veces mas deprisa. Por ello, hubo que fingir un ecuante, esto es, un punto, excéntrico al circulo deferente. El punto D gira uniformemente en torno a tal ecuante E, pero, en consecuencia, no lo hace en torno a O:

No es extraño que Alfonso X, a la vista del sistema ptolemaico, comentara que si Dios le hubiera pedido consejo al hacer el mundo, el resultado no habría sido tan complicado. Sin embargo, el modelo se mantuvo, porque:

1º) Seguía aceptando la idea de una Tierra quieta y, más o menos, en el centro.

2º) Empleaba exclusivamente movimientos circulares y uniformes.

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3º) Servía para predecir con bastante precisión los cambios celestes.

4º) Era flexible: permitía correcciones (nuevos círculos y ecuantes) según aumentaba la precisión de las observaciones.

Fue el cuarto punto el causante del derrumbamiento; si Aristóteles necesitaba 55 esferas para explicar el «sistema terrestre», en el siglo XV se utilizaban mas de 80 movimientos simultáneos para dar razón de los siete cuerpos celestes. Ya en el siglo XIV Nicolás de Oresme postuló la rotación de la Tierra, a fin de simplificar el recargado artefacto. Posteriormente, el infinitismo de Nicolás de Cusa prepararía el terreno para refutar la gran objeción contra el heliocentrismo: la ausencia de paralaje. Pero el gran destructor, como es sabido, seria un clérigo polaco: Nicolás Copérnico (1473-1543).

2. REALISMO Y MATEMATICAS: COPERNICO

Copérnico recibió las pruebas del primer libro de la modernidad: Sobre las revoluciones de los orbes celestes, en su lecho de muerte. No pudo, pues, leer el prologo que el editor, Andreas Osiander, puso a su obra. En este prologo, Osiander pretende presentar el De Revolutionibus como un nuevo esquema positivista, conjunto de hipótesis matemáticas que nada tenían que ver con la realidad. Como tal se acepto, y fue utilizado por Erasmo Reinhold para confeccionar las Tablas Prusianas (1551) y para reformar el calendario (Gregorio XIII, 1582). Sin embargo, la lectura de la obra sugiere fuertemente que Copérnico pretendía hacer valer su modelo como real. Así, nos dice:

«Y así, suponiendo los movimientos que en la siguiente obra atribuyó a la Tierra, he encontrado por fin, luego de largas y cuidadosas investigaciones, que cuando los movimientos de los otros planetas son referidos a la circulación de la Tierra y computados para la revoIución de cada estrella, no solo los fenómenos se siguen necesariamente de eso, sino que el orden y la magnitud de las estrellas y todos sus orbes y el mismo cielo están tan conectados que nada puede cambiarse en parte alguna sin confusión del resto y de todo el universo entero».

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Para Copérnico, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al Sol eran hechos físicos, no artificios matemáticos. Por lo demás, todo astrónomo podía notar que las constantes de epiciclos y deferentes usadas por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban invertidas con respecto a las de los demás planetas: prueba de que estos estaban mas cerca del Sol que la Tierra.

2.1. La belleza de lo simple

Había otras razones para el cambio de centra: Copérnico necesitaba solo 34 círculos, frente a los 80 ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían siendo usados, pero se evitaba el «escandalo» de los ecuantes, haciendo que las órbitas en torno al Sol describieran círculos con movimiento uniforme.

Es esta búsqueda de lo sencillo y armónico —la restauración de la armonía celeste— lo que guía el pensamiento de Copérnico. Paradójicamente, el pionero de la modernidad intenta con todas sus fuerzas volver a la pureza griega: el movimiento uniforme y circular es el único «natural», el único perfecto: la imagen de la divinidad misma. Si la causa es eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su movimiento. Porque:

«La sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e inútil».

Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo en las matemáticas la armonía del universo, donde todo esta sopesado y equilibrado, por otra eleva el orbe sublunar a la categoría celeste, acercando así los dos mundos: tierra y cielo, tan cuidadosamente diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y movimientos, están desde ahora sometidos a las matemáticas. Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de universo) tiene una clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no admite distinciones ni escalas; todo en el es valioso. El universo es un mecanismo, transparente a la matemática, y «fundado por el mejor y más regular Artífice».

Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del centro del sistema al Sol, imagen misma de Dios:

«Pero en medio de todo esta el Sol. Porque ¿quién podría colocar, en este templo hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón, le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo lo ve. Así en realidad, el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los astros».

Volveremos a encontrar esta heliolatría, mas acusada si cabe, en Kepler.

2.2. El proyecto matemático

También son significativas las respuestas que Copérnico da a las posibles objeciones contra su sistema. Así, a la objeción de cambio de centro, Copérnico opone su platonismo contra Aristóteles (seguía también en esto a Oresme y a Cusa): la gravedad es un fenómeno local producido por la tendencia de la materia a formar masas esféricas. Se sigue de aquí que la esfera es el cuerpo mas perfecto: el que «merece» ocupar el centro. Pero el Sol es la esfera mayor y mas perfecta; fuego debe tener la posición central. También fue contestada la objeción de la falta de paralaje de un modo que hoy sabemos correcto, pero que para la época no dejaba de ser un mero supuesto credencial:

«El tamaño del mundo es tan grande que la distancia de la Tierra al Sol, aunque apreciable en comparación con las orbitas de otros planetas, es como nada cuando se la compara con la esfera de las estrellas fijas».

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Por ultimo, y según Aristóteles, a cada cuerpo elemental (los astros) le corresponde un solo movimiento natural. Copérnico presentaba, para la Tierra, tres: rotación, traslación y «libración» (un supuesto movimiento de oscilación sobre la eclíptica, para explicar la precisión de los equinoccios. Cálculos mas exactos permitirían a Tycho Brahe desechar este movimiento). Pero Copérnico no podía dar razón de esta proliferación de movimientos distintos, preso todavía de sus intentos de conciliación con la Antigüedad.

Cabe, entonces, preguntarse como pudo triunfar el sistema copernicano con respuestas tan poco satisfactorias como estas. En primer lugar, la simplicidad y armonía se debían al hecho de dar una explicación unificada de movimientos muy diversos, pero desde luego no era mas simple por precisar menos o mas sencillos cálculos matemáticos. Su creencia en las libraciones sometía al sistema solar a una danza trepidante en verdad poco armónica. El calculo de Marte estaba felizmente mal establecido (felizmente porque, por una parte, la escasa fiabilidad de las observaciones permitió la consecución del sistema copernicano aceptando el margen de error entonces comprobado; por otra, porque la corrección del error orbital Nevada a Kepler, como veremos, a descubrir sus famosas leyes). Para colmo, tampoco aquí había un verdadero centro. A pesar de todas las alabanzas al Sol, las orbitas eran levemente excéntricas (siempre podía disculparse platónicamente tal excentricidad aduciendo la imperfección de la materia).

Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:

1º) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.

2º) Establecía un criterio para calcular las posiciones y distancias relativas de los planetas.

3º) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.

Pero. nada de esto explica el empeño heroico que hombres como Kepler y Galileo pondrían en defender el «giro copernicano». Es dable sospechar que la razón profunda de

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este empeño se debió a razones metafísicas de tipo platonizante: lo armónico y matemáticamente simple no es solo lo mas bello, sino también lo único verdadero. La razón humana se iguala de algún modo a la divina cuando contempla el cosmos como un mecanismo perfectamente regulado. Cuando Copérnico rompió el dualismo griego cielo-tierra, lo hizo para elevar el orbe sublunar a la categoría celeste, y no a la inversa (como haría más bien Newton). En ultima instancia, algo es verdadero si, y solo si, se deja reducir al esquema previo del proyecto matemático. Precisamente por aquí vendría la genial modificación kepleriana. El sistema de Copérnico mostraba todavía, en efecto, dos puntos oscuros, inadmisibles para un platónico consecuente: la imprecisión de la orbita marciana y la (leve) excentricidad del Sol.

3. LA BÚSQUEDA DE LA PURA RACIONALIDAD

En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas) en el cielo. El perfeccionamiento en los métodos de observación astronómica permitió determinar su posición: sin duda, se encontraban mas allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo aristotélico se cuarteaba, y hasta el carácter concluso de la creación (terminada en el séptimo día) se ponía en entredicho frente a algo que ya era un nudo hecho, no una teoría mas o menos estetizante como la de Copérnico.

El ultimo cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética ebullición de ideas, en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las continuas hipótesis para intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo.

3.1. Intentos de conciliación

Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las esferas cristalinas que sostendrían los planetas y sugiere un nuevo sistema cósmico (1588), conciliador entre Copérnico y Ptolomeo: la Luna, el Sol y la esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra, inmóvil, pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol. El sistema —

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adoptado inmediatamente por lo científicos de la Compañía de Jesús— era geométricamente equivalente al copernicano, con la ventaja de evitar las ecuantes y con una mayor exactitud en las observaciones (de hecho, Tycho Brahe es considerado el astrónomo que mayor acopio de datos y observaciones ha conseguido antes del descubrimiento del telescopio). Pero, sobre todo, el nuevo sistema no afectaba en nada al orden tan trabajosamente establecido a lo largo de los siglos.

Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) Nevada al limite el giro copernicano. El rechazo absoluto de los orbes cristalinos le lleva a imaginar una infinidad de mundos simultáneamente existentes, en los que planetas y estrellas giran en la inmensidad de un espacio vacío e infinito, Por esto, y por las audaces —y heréticas— implicaciones teológicas que de la infinitud de los mundos y del espacio saco, fue empalado y quemado por la Inquisición romana en 1600.

El astrónomo Michael Mästlin (1550-1631), por su parte, estudio cuidadosamente la orbita del cometa de 1577, declarando que solo el sistema copernicano podía explicar su presencia, aunque insistía en las muchas inexactitudes cometidas por el canónigo polaco.

Se pedía en la época, pues, un mayor rigor y precisión en los datos astronómicos y una nueva teoría que, sobre la base de la copernicana, lograra conjugar armónicamente los nuevos descubrimientos y las exigencias de la razón matematizante, de raigambre platónica. El hombre que logro llevar a cabo tal empresa fue, significativamente, discípulo y ayudante de Mästlin y de Tycho Brahe, y sentó sólidamente las bases de la astronomía moderna. Su nombre es Johannes Kepler (1571-1630).

3.2. Kepler: la oscura física y la clara matemática

Kepler no era solamente un minucioso observador, como su maestro Brahe; era también un gran matemático y, sobre todo, un fervoroso místico, que creía en la magia de los números y en la armonía musical de las esferas. Así, la pasión obsesiva por la exactitud matemática se veía en el reforzada por su creencia en un universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático. Otro elemento influiría decisivamente en su formación: William Gilbert (1540-1603) había publicado su De Magnete en 1600. En esta obra —base de los ulteriores estudios sobre magnetismo— se entendía a la Tierra como un gigantesco imán: la gravedad no sería sino una forma de atracción magnética. Considérense las implicaciones astronómicas que esta teoría había de tener en la mente de Kepler. La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por que los planetas y estrellas no se dispersaban en los espacios infinitos. «Algo» debía mantenerlos en sus orbitas. Ahora, traspasando el magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el sistema? Kepler se estaba acercando, así, a la teoría newtoniana. Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió llegar a ese resultado, al observar ligeras variaciones en la orbita lunar. «Abandono —diría en una famosa carta— las oscuridades de la física para refugiarme en las claridades de la matemática».

En estas claridades, en efecto, no tendría rival. Su primera gran obra, el Mysterium cosmographicum (1596) nos muestra a un Kepler entregado a especulaciones dignas del demiurgo platónico. El problema fundamental sería: ¿cómo relacionar la distribución espacial de las orbitas con los movimientos de los elementos del sistema solar? La solución kepleriana sería la de relacionar las distintas orbitas con los cinco poliedros regulares: cubo, tetraedro, dodecaedro, icosaedro y octaedro, inscritos y circunscritos sucesivamente en esferas. La sonrisa que hoy podría producirse ante tal solución se borra si recordamos que especulaciones de este tipo dieron la base de la famosa ley de Bode-

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Titius (que relaciona las distintas orbitales con la serie de los números naturales, y que ayudo al descubrimiento de Neptuno y Ceres).

Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que deseaba confirmar empíricamente su geométrico sistema. Por ello se dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe. Los datos con los que alii pudo trabajar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis («Nueva astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste»), de 1609.

3.3. La caída del movimiento circular

Es en la Astronomía Nova donde aparecen las dos primeras leyes del movimiento celeste:

1º) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.

2º) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme, es decir, la línea que une su centro con el del Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.

La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento occidental: la caída de la circularidad como movimiento natural perfecto (concepción de la que ni Copérnico ni Galileo lograron zafarse). Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del pensamiento kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la observación, y su filosofía platonizante. La conversión de las orbitas en elipses le vino impuesta por la imposibilidad de colocar al planeta Marte en un movimiento circular. Aún utilizando ecuantes, había una discrepancia de ocho minutos de arco entre los datos y las predicciones de Copérnico.

Ahora bien, las mediciones de Tycho Brahe no daban por termino medio un error mayor de ± 4 min. de arco. Aquí se muestra la grandeza de Kepler, y el signo de los nuevos tiempos: la teoría guía y dirige la observación; pero esta es el juez ultimo e inapelable. El edificio entero de la física y astronomía antiguas caía por el suelo al no poder explicar un error de + 4'. El mismo Kleper nos deja entrever lo gigantesco de su lucha, al afirmar:

«Mi primer error fue tomar la trayectoria del planeta como un circulo perfecto, y este error me robo la mayor parte de mi tiempo, por ser lo que ensenaba la autoridad de todos los filósofos y estar de acuerdo con la metafísica».

Ahora bien, la confianza en la observación es una de las razones del abandono de la circularidad. La otra razón viene dictada por el platonismo kepleriano: una vez rotas las esferas celestes, cualquier crónica podía haber servido para explicar geométricamente las orbitas. Sin embargo, de nuevo el pensamiento antiguo viene ahora a auxiliar a la modernidad. Dos grandes hombres han echado las bases de la ciencia moderna: Galileo y Kepler. Pero mientras el primero borra, como veremos, la distinción ontológica entre las figuras ideales geométricas y los cuerpos materiales, reduciendo estos a aquellas, Kepler mantiene audazmente el quiasmo platónico entre lo ideal y lo realizado. Las orbitas deberían ser circulares, pero al estar realizadas material y empíricamente no pueden seguir a la perfección las intenciones del demiurgo-creador, sino que se ven desviadas ligeramente por la acción de la naturaleza, de las «facultades naturales y animales», como nos dice Kepler, en la mejor línea del Timeo, en su Epitome Astronomiae Copernicanae, de 1620.

3.4. La ley de armonía y el sistema solar

Por otra parte, hay numerosos indicios de que la adopción del copernicanismo por parte de Kepler vino dada por razones cuasimísticas: la posición central del Sol y aun la confusión de este con el mismo Dios (o, al menos, su manifestación). Una lectura atenta

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del fragmento citado a continuación puede servir como punto excelente de meditación sobre la relación constante, en el pensamiento occidental, entre metafísica y ciencia positiva:

«En primer lugar —que por ventura no lo vaya a negar un ciego— el cuerpo mas excelente del universo es el Sol, cuya esencia toda no es otra cosa que la luz mas pura, a la que ninguna estrella puede compararse. Solo el y el solo es el productor, conservador y calentador de todas las cosas; es fuente de luz, rica en fructuoso calor, la mas bella, límpida y hermosa a la vista, fuente de visión, pintora de todos los colores, aunque en si misma libre de color. Se le llama rey de los planetas por su movimiento, corazón del universo por su poder, ojo del mundo por su belleza. Solo a el deberíamos juzgar digno del Altísimo Dios, si Dios quisiera un domicilio material donde morar con los santos ángeles... Con el mayor derecho volvemos, pues, al Sol, que es el único que, en virtud de su dignidad y poder, parece adecuado y debido para ser el hogar de Dios mismo, por no decir el primer motor».

Esta heliolatría se ve confirmada cuando, audazmente, equipara Kepler la armonía cósmica y el símbolo trinitario. El Sol seria Dios Padre; la esfera de las estrellas fijas, el Hijo; el medio etéreo que fijaría las relaciones del todo, manteniendo a cada planeta en su orbita, seria el Espíritu Santo. De nuevo hay que advertir aquí contra toda manifestación de «superioridad» sobre Kepler, por parte del hombre «moderno». Sin las especulaciones heliolatrías de Kepler no se habría edificado la astronomía nueva. Sin su equiparación del medio etéreo con el Espíritu Santo no se habría llegado a los conceptos fundamentales de espacio absoluto y gravitación universal en Newton. También aquí, como en la Edad Media, cabe decir: «fides quaerens intellectum», la fe busca su plasmación racional.

La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de vista filosófico. Cabe señalar que, con ella, desaparecen por fin los ecuantes de la astronomía, respetando sin embargo la exigencia de uniformidad del movimiento angular. Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara mas aprisa en su perihelio. Como antes se apunto, Kepler sugirió —correctamente— que se debía a una fuerza emanada por el Sol, pero la seguía concibiendo de una forma cuasimística, como poderes o facultades que «tiraban» del planeta. Por ultimo, en 1619 se publica De Harmonice Mundi. También aquí nos sorprende la dualidad kepleriana entre hallazgos empíricos y especulación desenfrenada. Es, en efecto, en el curso de desesperados esfuerzos por establecer una proporción matemática entre las orbitas tal que, si fuese transcrita a papel pautado, nos mostrase la famosa y pitagórica música celestial, donde encontramos la ley:

Los cuadrados de los periodos de revolución de dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol:

O, mas simplemente, si T es el periodo de un planeta dado y R el radio medio de su orbita, entonces:

siendo k una constante con el mismo valor para todos los planetas.

La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol. La segunda, el movimiento angular de su orbita. Pero es la tercera, a través de k, la que consigue enlazar en un

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sistema todos los planetas. Solo a partir de Kepler puede hablarse de un «sistema solar». Y la tercera ley es denominada, con justicia, la ley de armonía del movimiento planetario.

Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la modernidad: un maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y extrínsecas a los cuerpos (caída del concepto griego de physis). En palabras del propio Kepler:

«Mi intento ha sido demostrar que la maquina celeste ha de compararse no a un organismo divino, sino mas bien a una obra de relojería... Así como en aquella toda la variedad de movimientos son producto de una simple fuerza magnética, también en el caso de la maquina de un reloj todos sus movimientos son causados por un simple peso. Además, demuestro como esta concepción física ha de presentarse a través del calculo y la geometría». (Carta a Herwart, 1605.)

La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que Kepler necesitaba para conciliar realidad e idealidad, física y cálculo. Pero sabemos que no pudo llegar a describirla matemáticamente. Para ello, habría necesitado de la ley de inercia, implícitamente establecida por Galileo. Pero estos dos grandes hombres estaban condenados a no entenderse. A pesar de sus amistosas relaciones —como se ve en su correspondencia— Kepler fue incapaz de dar el paso gigantesco de Galileo: la matematización total del universo. El astrónomo alemán osciIó toda su vida, indeciso, entre la fidelidad a la observación y la especulación teórica, sin saber fundir una en otra. Por ello, podemos decir que la gloria del descubrimiento del método experimental corresponded por entero, a Galileo.

La gran paradoja de la obra de Kepler, quizá el mayor racionalista de la historia de la ciencia, esta en que sus tres leyes describen hechos empíricos, sin una base teórica solidad. Mas aun, la tercera ley fue descubierta —sabemos hoy— por el método de prueba y ensayo, por un fatigoso tanteo en lo empírico, sin la guía de la razón. Esa razón cuyo mas grande servidor seria Galileo Galilei (1564-1642)

4. GALILEO Y EL MÉTODO EXPERIMENTAL

El punto de coincidencia entre Kepler y Galileo es lo que les hace merecedores (junto con Descartes) del titulo de primeros hombres de la modernidad: su insistencia en presentar sus descubrimientos en el lenguaje de las matemáticas; vale decir, en hacer de la experiencia un sistema. Pero mientras Kepler, fiel a su platonismo, intenta adecuar, en lo posible, una empiría inestable («las oscuridades de la física») al mundo estable y eterno de las ideas puras («las claridades de la matemática»), Galileo lleva a las mas extremas consecuencias el programa pitagórico: el mundo terrestre no copia al celeste por medio de las matemáticas, sino que solo hay un mundo y una clave para descifrar sus enigmas:

«La Filosofía esta escrita en ese vasto libro que esta siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en que esta escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible entender una sola palabra.» (II Saggiatore, 1623: «El ensayista»).

Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna texto tan decisivo como este. La lectura del mundo con ojos matemáticos tenia necesariamente que chocar de frente con los dos grandes poderes de su tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar primero brevemente las posiciones de ambos poderes.

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4.1. La física aristotélica

El cosmos aristotélico puede ser descrito como un sistema cerrado y finito, teleológicamente ordenado. El principio rector reza así: «todo lo que se mueve es movido por otra cosa.» En la cúspide del sistema encontramos el motor inmóvil, Acto puro, que mueve eróticamente (todas las cosas ansían parecerse a el). No puede, pues —a pesar de algunas vacilaciones del propio Aristóteles—, estar en contacto con el mundo: es el mundo el que tiende a el como a su fin ultimo. Por debajo se encuentra el primer motor, que pone en movimiento la esfera de las estrellas fijas. Esta, a su vez, mueve la esfera de Saturno, y así sucesivamente, hasta el orbe lunar.

Estas esferas están constituidas de una sustancia, el éter, en la que se equilibran perfectamente la materia y la forma: su movimiento es, pues, circular. Son ellas las que determinan el tiempo («imagen móvil de la eternidad», en palabras de Platón). Esa sustancia es denominada, también, «quinta essentia» (las otras cuatro, terrestres, son la tierra, el agua, el aire y el fuego). En el medievo esta sustancia acabo siendo sustituida por la imagen, familiar, de esferas cristalinas y concéntricas, dentro de las cuales se incrustaría el planeta, «engastado como una gema», como dirá brillantemente Dante Alighieri.

Los planetas son, también ellos, dioses —en el medievo se entenderían movidos por potencias angélicas—. Por debajo del orbe sublunar se encuentra la estática Tierra, en el centro del universo, estructurada según los cuatro elementos antes citados. Una conmoción, que Dante fingiría producida por las estrellas fijas, desordeno parcialmente la ordenación elemental, engendrando así el movimiento. En efecto, en la Tierra los elementos están mezclados. El movimiento natural será, precisamente, la pugna de los cuerpos por volver a la esfera elemental correspondiente. Agua y tierra son, por naturaleza, graves: tienden a descender (tornado el horizonte como punto de referencia). Aire y fuego son livianos: tienden a ascender. El movimiento rectilíneo vertical es, pues, el movimiento natural del orbe sublunar. Los movimientos horizontales, oblicuos o compuestos son siempre movimientos violentos. Son debidos a una fuerza actuante sobre ellos, y cesan cuando cesa de aplicarse la fuerza (acción por contacto). El movimiento uniforme se debe a la aplicación constante de una fuerza uniforme (sea natural o violenta). En todo momento, el móvil ve frenado su movimiento por el paso a través de un medio. De no ser así, su movimiento sería instantáneo (paso inmediato a su lugar natural), lo cual es absurdo, salvo en el caso de la luz, que no se considera cuerpo. De aquí la imposibilidad, tanto del vacío como del infinito en acto. Cuando el cuerpo ocupa al fin su lugar natural (su elemento) reposa en relación con el medio, que, como tal, gira en circulo, salvo en sus dos extremos: por carencia (centro del elemento «tierra») y por absoluta perfección: Dios, que ya no es, naturalmente, medio.

El sistema aristotélico presentaba, ciertamente, grandes ventajas para la mentalidad medieval: tras los esfuerzos de Tomás de Aquino, suministraba una poderosa apoyatura a la teología cristiana. Además, estaba acorde con el sentido común (vemos girar los cielos mientras nosotros «estamos quietos»), y se acomodaba con bastante precisión a los datos entonces disponibles.

Pero no con toda precisión. En efecto, ya en el siglo VI, Juan Filopón, comentarista de la Physica de Aristóteles, señalaba dos fenómenos que iban a convertirse en la crux del aristotelismo: el movimiento de los proyectiles (movimiento violento) y la caída de los graves (especie del movimiento natural).

¿Por qué sigue en movimiento la flecha disparada del arco, si ya no hay una fuerza que la impulse? Una primera razón podría ser que, ya que no existe el vacío, el aire desplazado

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por la punta de la flecha pasa detrás, moviéndola por reacción. Sin embargo, según esto, una flecha con punta roma debería ir mas deprisa (desplaza mas aire); pero sucede, obviamente, lo contrario. Mas aun: ¿por qué tendría que descender, si el aire no se acaba nunca? El movimiento de la flecha debería ser eterno. La verdad es que no había explicación satisfactoria para un fenómeno tan «natural».

Tampoco parecía haber mejor suerte con respecto a la caída de graves: es un hecho evidente de observación que una piedra que cae va mas deprisa según se va acercando al suelo. Para explicar esto deberíamos postular una fuerza cada vez mas potente. Pero, salvo la columna de aire sobre la piedra, no hay fuerza que actué por contacto sobre el grave. Pero el aire es liviano en el sistema aristotélico. También se intento explicar el fenómeno por el aire desplazado (como en el caso de la flecha). Pero en ese caso el movimiento sería uniforme, no acelerado. También se adujo el ansia del móvil para reunirse con su elemento (pero si el cuerpo en el elemento esta en reposo, debería ir decelerando según se acercara, y no al contrario).

Extraño sistema este, capaz de desentrañar la vida interna de la Divinidad, pero no de explicar por que las piedras caen o las flechas se mueven.

4.2. La teoría del ímpetu

Ya en el siglo XIV, filósofos como Jean Buridan (muerto hacia 1358) y Nicolás de Oresme (muerto en 1382) propusieron como alternativa su teoría del ímpetus. Con ella, decía Buridan, no serían necesarias las inteligencias (ángeles) para mover los cuerpos celestes. Oresme llegaría, incluso, a decir que Dios podría haber puesto en funcionamiento el universo en un principio y abandonarlo después a sus solas fuerzas, para que actuara como un mecanismo. Habría que esperar, sin embargo, mas de dos siglos para el establecimiento de la ley de inercia, aquí prefigurada. En síntesis, la teoría afirmaba que el proyectil se ponía en movimiento por un traspaso de fuerza desde el proyector. Esta fuerza obraba como un ímpetu que se iba gastando según avanzaba el móvil. Así podía explicarse el movimiento de la flecha, pero no el de los graves. Para este caso, se imaginaba que, a cada descenso, (base añadiendo al móvil un «impetus accidentalis», extraído del medio circundante. Se llego, incluso, a describir la masa de un cuerpo como la relación entre ímpetus y velocidad (traduciendo, respectivamente, «fuerza» y «aceleración», la formula es correcta).

Sin embargo, los teóricos del ímpetu no pudieron —o no quisieron, presas de su aristotelismo— matematizar sus descripciones. Además, suponían que, agotado el ímpetu, la flecha debería caer verticalmente, lo cual estaba lejos de lo observado (todo proyectil describe una curva; hoy, gracias a Galileo, sabemos que es una parábola). Una de las razones por las que la teoría no prospero se debió a que corregía puntos particulares del sistema, pero no lo sustituía por un nuevo marco teórico (véase al respecto lo expuesto en el capitulo quinto). Eran meros remiendos para un edificio que se cuarteaba. Sin embargo, el influjo de esta teoría llegaría en el siglo XVI a la Universidad de Padua, en la que Galileo estudiaba. Este hecho, y la traducción latina de las obras de Arquímedes (1543: la fecha de aparición de De Revolutionibus, de Copérnico), suministrarían los materiales de dinámica sobre los que el pisano levantaría su «scienza nuova». Los materiales en astronomía le vinieron suministrados por Copérnico (no por Kepler). Pero en la elaboración de la nueva ciencia tendría Galileo que enfrentarse con otro poder, en este caso no científico: la Iglesia católica.

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4.3. Galileo contra la Iglesia

La interpretación literal de las Escrituras era, desde luego, contraria al sistema copernicano (baste pensar en la orden de detención del Sol por parte de Josué). La interpretación «oficial» (basada en el aristotelismo) no lo era menos. Sin embargo, la Iglesia aceptaba de buen grado toda innovación positivista (en el sentido antes explicado). Pero Galileo era un furibundo realista.

En 1615 da a conocer, en efecto, su carta a Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana. Es Galileo el que ataca y desde el punto de vista teológico (de hecho, Galileo no se defendió nunca). En esta famosa carta se afirman tres cosas, a cuál mas grave:

1º) Separación de poderes entre Iglesia y ciencia: cada una tiene su ámbito propio, y no debe inmiscuirse en terreno ajeno.

2º) Aparente contradicción: Galileo pretende que el milagro de Josué se entiende mejor dentro del sistema copernicano.

3º) En teología se afirma que no puede ser considerado herético aquello que antes no se demuestre ser imposible y falso; pide, pues, una demostración de la falsedad de su sistema. (Esto no deja de ser un ingenioso sofisma: los eclesiásticos tendrían que obrar entonces como científicos).

La respuesta no se hizo esperar: en 1616 era colocado en el Índice de libros prohibidos el De revolutionibus de Copérnico, y Galileo intimado por el cardenal Belarmino a no defender en publico el sistema copernicano. La reacción de Galileo consistió en publicar, en 1632, los Diálogos sobre los dos grandes sistemas del mundo (el ptolemaico y el copernicano; Galileo desprecio tanto la componenda de Tycho como la genial modificación de Kepler). En estos diálogos, la opinión aristotélica se ponía en boca de Simplicio (una mal velada especie de «payaso de las bofetadas»), siempre rebatido y ridiculizado por Salviati (portavoz de Galileo), con la aquiescencia de Sagredo (personificación del espectador culto y —teóricamente— imparcial). Más aún: un argumento personal del papa Urbano VIII era puesto en boca de Simplicio, para ser demolido a continuación.

Era demasiado: en 1633 se prohibieron los Diálogos, se obligo a Galileo a abjurar (no parece probable que el anciano tuviera valor para susurrar a su perro «eppur si nuove», como quiere la leyenda), y se dicto prisión perpetua contra el (dulcificada después por la reclusión en la villa de Arcetri). Galileo, quebrantado y casi ciego, respondió de la única forma que sabia: publicando clandestinamente, en Holanda, uno de los libros mas importantes de la historia del pensamiento: las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias (1638). Estas ciencias son la estática y la dinámica. La primera sigue los pasos de Arquímedes; la segunda es obra personal de Galileo, y lo sitúa entre los grandes genios de la humanidad. Vamos a pasar, ahora, a su fundamentación de la dinámica.

4.4. Hacia la nueva ciencia

Mencionemos las clásicas palabras de Galileo, al inicio de la Jornada Tercera de los Discorsi (así denominaremos a la obra de 1638):

«Expongamos, ahora, una ciencia nueva acerca de un tema muy antiguo. No hay, tal vez, en la naturaleza nada mas viejo que el movimiento, y no faltan libros voluminosos sobre tal asunto, escrito por los filósofos. A pesar de todo esto, muchas de sus propiedades, muy dignas de conocerse, no han sido observadas ni demostradas hasta el momento. Se suelen poner de manifiesto algunas mas

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inmediatas, como la que se refiere, por ejemplo, al movimiento natural de los cuerpos que al descender se aceleran continuamente, pero no se ha demostrado hasta el momento la proporción según la cual tiene lugar tal aceleración. En efecto, que yo sepa, nadie ha demostrado que un móvil que cae partiendo de una situación de reposo recorre, en tiempos iguales, espacios que mantienen entre si la misma proporción que la que se da entre los números impares sucesivos comenzando por la unidad».

El tema del movimiento es antiguo: la Physica de Aristóteles trata del «ente móvil». Pero en ella es la entidad la que tiene la primacía. El movimiento es visto siempre como la corrección de una deficiencia: como un «tender hacia» (potencia) la perfección (acto). Por el contrario, a Galileo le interesan las propiedades del movimiento en cuanto tal, no las causas de que algo este en movimiento ni las razones por las que deje de estarlo. En el caso del movimiento local, a Aristóteles le interesan fundamentalmente los limites del movimiento: el «de donde» y el «hacia donde». Por eso es natural que las propiedades del movimiento (no del móvil) no hayan sido observadas ni demostradas.

Es verdad, por lo demás, que se señalan (por los físicos del siglo XIV, no por Aristóteles) algunas propiedades de la caída; pero no se demuestran. Y esto porque tanto Aristóteles como Platón vieron inviable la aplicación sistemática de la matemática a la física (vimos antes como el mismo Kepler retrocedía ante este problema).

Por el contrario, a Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o del tiempo, sino por la proporción numérica entre estos últimos.

Recorramos ahora los pasos de la ciencia nueva:

«Esta discusión esta dividida en tres partes: la primera trata del movimiento estable o uniforme; la segunda trata del movimiento que encontramos acelerado en la naturaleza; el asunto de la tercera es el de los movimientos llamados violentos y de los proyectiles».

4.4.1. El movimiento uniforme

Lo primero de que Galileo se cuida es de dar una definición, para cada tipo de movimiento, expresable matemáticamente, para incluir, luego de esa definición, un conjunto de axiomas. Así, movimiento uniforme será:

«Aquel en el cual las distancias recorridas por la partícula en movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de tiempo son iguales entre sí».

Esto es:

Llamaremos velocidad (v) a esta constante:

Ahora bien, la expresión en ordenadas cartesianas de puntos que intersecan distancias e intervalos temporales no autoriza a pasar, de los puntos, a una recta continua. Si trazamos dicha recta es por una operación mental que va mas allá de los datos: interpolación (recta que une los puntos) y extrapolación (suposición de que la ecuación seguirá siendo valida si prolongamos la recta mas allá de los puntos).

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La matematización de un movimiento tan sencillo como es el uniforme supone en realidad un profundo esfuerzo de abstracción e idealización matemáticas:

1º) Se desechan todas aquellas cualidades no matematizables (Galileo va a considerar a estas cualidades —secundarias— como puramente subjetivas, en la mejor línea atomista).

2º) El punto 1 supone una geometrización de la realidad; pero ahora se afirman, además, los derechos del símbolo (algebra) sobre la imagen pura geométrica. La mente interpola y extrapola Ios datos interpretados geométricamente.

4.4.2. Movimiento en caída libre

Pasemos al movimiento uniformemente acelerado (caída de los graves). El pasaje introductorio a esta cuestión se reproduce, por extenso, como texto para comentar al final del capitulo. Aquí indicaremos, tan solo, una vía para entender la profunda reflexión galileana. Se nos dice:

«No hay aumento o adición mas simple que aquel que va aumentando siempre de la misma manera. Esto lo entenderemos fácilmente si consideramos la relación tan estrecha que se da entre tiempo y movimiento».

A los sentidos no aparece tal «estrecha relación». Por el contrario: estos nos hablan de conexión entre aceleración y espacio recorrido. Todavía en 1604 sostenía el pisano esta tesis, de «sentido común». La relación estrecha se da en la razón, y surge de una exigencia de simetría conceptual entre las nociones antitéticas de reposo y de movimiento natural (caída libre). Definiremos el reposo por la relación de un cuerpo con el espacio que ocupa, sin consideración del tiempo (estrecha relación entre espacio y reposo). Definiremos el movimiento por la relación de un cuerpo con los intervalos temporales en que despliega su trayectoria, sin consideración del espacio (estrecha relación entre tiempo y movimiento). De nuevo, aquí, es la razón la que dicta la esencia del movimiento, y no los sentidos. Esto sentado, continua Galileo:

«Se dice que un cuerpo esta uniformemente acelerado cuando partiendo del reposo adquiere, durante intervalos iguales, incrementos iguales de velocidad».

Esto es:

De donde:

Para la caída desde el reposo:

Ahora, Sagredo propone preguntarse por la causa de esa aceleración. La contestación de Salviati marca claramente el rumbo de la ciencia moderna: la primacía del estudio de las propiedades físicas (cantidad) sobre las causas (cualidades ocultas) que puedan haber producido esas propiedades. Las causas son relegadas al reino de la ficción:

«Tales fantasías, aparte de otra muchas, habría que irlas examinando y resolviendo con bien poco provecho. Por el momento es la intención de nuestro

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autor investigar y demostrar algunas propiedades del movimiento acelerado (sea cual sea la causa de tal aceleración)».

Préstese ahora atención a este hecho: la imposibilidad de verificación directa de la formula: a = vt. Sin embargo, Galileo sabe que tal formula es correcta y que describe la esencia del movimiento natural de caída. Seria inútil lanzar graves desde edificios o torres, dada la brevedad del tiempo (menos de tres segundos para un edificio de 10 pisos. De paso diremos que Galileo nunca lanzo graves desde la torre de Pisa. De haberlo hecho, los sentidos habrían dado la razón a Aristóteles). Es por pruebas estrictamente racionales como el pisano refuta la idea de que la velocidad esta en proporción con el peso, sosteniendo por el contrario que seria la misma para todo cuerpo si se pudiera realizan el experimento en el vacío.

La prueba indirecta de la aceleración da idea del genio de Galileo. Veamos: la velocidad media de un cuerpo será:

Ahora, las distancias recorridas por un grave son, una a otra, como los cuadrados de los intervalos temporales:

; en general

De donde:

Partiendo del reposo (v0 = 0):

Pero sabíamos que v = at. Luego:

Ni la velocidad ni el tiempo podían medirse, pero si el espacio recorrido, si se acepta que:

«Los grados de velocidad adquiridos por el mismo móvil sobre pianos de diversa inclinación son iguales si son iguales las alturas de los diversos pianos».

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Este principio solo resulta inteligible si entendemos la altura OA como la imagen del tiempo transcurrido (nos preguntamos por la aceleración en el punto A, no por la velocidad). El principio nos dice que la aceleración en A es la misma que en B, C, D, E, etc. Así, puede sustituirse la perpendicular OA por un piano inclinado —perfectamente pulimentado— por el que rueda una bola de cobre —sin fricción—. He aquí un ejemplo perfecto de experimento en la ciencia moderna. Es la razón la que rige a la observación. En primer lugar, nótese que la distancia queda indeterminada: lo único que se mide es el tiempo transcurrido (por cierto, mediante gotas de agua que desbordaban de una vasija. Aun no había sido inventado el reloj de péndulo). En segundo lugar, se desechan las variables no controlables, pero reales (resistencia del aire, fricción, etc., que se introducirán después, como corrección), a fin de sostener ante la mente la pureza (ficticia) de una función matemática. En tercer lugar, el experimento no confirma una observación previa, sino que es el resultado de una deducción a partir de una definición y un principio, ambos, inverificables directamente.

Mas fecundo en consecuencias es, aun, el corolario de este experimento. Todo grave que desciende por un piano inclinado sufre una aceleración. Si tuviese que ascender, sufriría una declaración. Podemos, pues, preguntamos que ocurriría si se mantuviera en un piano horizontal, a partir de una caída previa. Es evidente que no podría acelerar ni decelerar: «la velocidad adquirida durante la caída precedente... si actúa ella sola, Nevada al cuerpo con una velocidad uniforme hasta el infinito». He aquí, decimos, al fin la ley fundamental de la física clásica: la ley de inercia. Sin embargo, Galileo fue incapaz de presentarla explícitamente. Y ello porque pensó toda su vida que la gravedad era la propiedad física esencial y universal de todos los cuerpos materiales. La resistencia interna inercial al cambio de movimiento seria un caso limite para aquella superficie cuyos puntos equidistaran de un centra común: de nuevo reaparece el movimiento circular como per-fecto.

Véase, a este respecto, el siguiente y sorprendente texto de Galileo (no tan extraño si recordamos que en astronomía sigue a Copérnico y desechamos la creencia banal de que la ciencia surge entera y perfecta de la cabeza de un hombre):

«Únicamente el movimiento circular puede ser apropiado naturalmente a los cuerpos que son parte integrante del universo en cuanto constituido en el mejor de los ordenes... lo mas que se puede decir del movimiento rectilíneo es que el es atribuido por la naturaleza a los cuerpos y a sus partes únicamente cuando estos están colocados fuera de su lugar natural, en un orden malo, y que, por tanto, necesitan ser repuestos en su estado natural por el camino mas corto». (Diálogos. Jornada Primera.)

No cabe sino lamentar esta recaída en la física griega, cuando estaba a punto de levantarse el nuevo edificio. La gloria de la formulación explicita de la ley de inercia seria para Descartes, cuya concepción de la res extensa como, a la vez, materia física y espacio tridimensional euclideo, le permitían abrirse al infinitismo de la nueva ciencia.

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Tanto Galileo como Kepler saben que en la gravedad esta la clave de bóveda de la física clásica. Tanto uno como otro fallan, sin embargo, en sus esfuerzos por dar cuenta racional de esa noción. Kepler, por ser incapaz de formular matemáticamente el magnetismo gilbertiano. Galileo, por refugiarse demasiado apresuradamente en la pura noción matemática de la esfera. El uno es incapaz de matematizar un hecho físico. El otro, de dar una explicación física de un prejuicio matemático. Dos brillantes errores que se entrecruzan, y de los que el genio de Newton sacara la luminosa verdad de la teoría de la gravitación universal.

4.4.3. Movimiento de los proyectiles

Al comienzo de la Jornada Cuarta de los Discorsi hay una formulación tan clara de lo que nosotros llamaríamos ley de inercia, que, fuera del contexto, podría inducir a engaño. En efecto, Galileo nos dice:

«imaginémonos un móvil proyectado sobre un piano horizontal del que se ha quitado el mas mínimo roce; sabemos ya que en tal caso... dicho movimiento se desenvolverá sobre tal piano con un movimiento uniforme y perpetuo, en el supuesto de que este piano se prolongue hasta el infinito».

Pero, por desgracia para Galileo, ese supuesto no se da. Lo cual no es extraño: ya Aristóteles había dado una formulación explicita de la ley de inercia... para rechazarla inmediatamente como absurda. Estas son sus palabras:

«de suerte que (el cuerpo), o estará en reposo, o necesariamente será llevado al infinito, si otra cosa mas fuerte no lo detiene». (Physica IV, 8; 215 a 20, ed. Bekker.)

Es conveniente meditar este punto: no solo toda observación, sino también toda teorización física o matemática se encuentran sostenidas interiormente por bases de tipo metafísico. En este punto, Aristóteles y Galileo se ven incapacitados de aceptar la ley de inercia por su defensa de la perfección del movimiento circular frente al rectilíneo, producido siempre (si sigue la horizontal) violentamente.

Sin embargo, estas hipótesis de base no impedirán a Galileo la formulación exacta del movimiento de los proyectiles, a pesar de dejar en la penumbra (en espera del genio de Newton) la razón de este movimiento.

En el caso de los proyectiles, Galileo esta tratando de la composición de dos movimientos: uno, natural (el de calda); otro, violento (el horizontal de la trayectoria primera del proyectil). No nos interesa desarrollar aquí el aspecto matemático de la teoría. Es bien sabido que el espacio recorrido equivaldrá a la diagonal del paralelogramo de fuerzas (gravedad y empuje). Por el teorema de Pitágoras:

siendo x la componente horizontal, e y la vertical, del movimiento.

Pero si era conveniente hacer notar como Galileo sigue siendo en este punto presa del sistema aristotélico, por su incapacidad para llevar a la culminación lo que el mismo inicio: la matematización del universo. La idea de un espacio euclideo, extenso hasta el infinito, se ve aquí coartada por la idea, también racional, de la perfección del movimiento circular sobre el rectilíneo horizontal, aun denominado como violento. La diferencia entre estas dos ideas racionales, lo que hace a la primera fecunda y estéril a la segunda (en nuestro ámbito teórico), esta en que la idea —cartesiana— de un espacio infinito afirma la primacía del símbolo sobre la imagen, del algebra sobre la geometría. La segunda, en cambio, queda indisolublemente ligada a su representación geométrica. No debe

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olvidarse que Galileo, que tanto insistió en la matematización, no fue un creador en matemáticas. Descartes y Newton si lo fueron. Por eso llegaron mas lejos.

4.5. Galileo: el método resolutivo-compositivo

El método de resolución y composición (análisis y síntesis) no es, en la letra descubrimiento de Galileo. Ya era utilizado desde el siglo XIV por los filósofos de Oxford y de Padua, y aún puede retrotraerse —como reconoce el pisano en un gesto que le honra— al mismo Aristóteles. Así, y refiriéndose al Estagirita, se nos dice en la Jomada Primera de los Diálogos:

«Creo que es cierto que él obtenía/ por medio de los sentidos, gracias a los experimentos y a las observaciones, tanta seguridad como es posible sobre las conclusiones, y que después buscaba los medios de demostrarlas».

Contra lo que se levanta el método galileano es contra el nominalismo vigente en su época, por una parte, y por otra contra la mera recogida de datos a partir de la experiencia, para conseguir una generalización inductiva (es el método que propugnaba Francisco Bacon). Veamos, primero, su antinominalismo.

En la jornada Segunda de los Diálogos, Simplicio se queja de la trivialidad de los esfuerzos de Salviati, ya que —dice— todos saben que la causa de que los cuerpos caigan es la gravedad. La réplica de Salviati es altamente significativa:

«Te equivocas, Simplicio; debías decir que todos saben que se llama gravedad. Pero yo no te pregunto por el nombre, sino por la esencia de la cosa».

Es la esencia, expresable matemáticamente, lo que busca Galileo. Hay muchos pasajes en su obra que insisten en ello. Así, en la jornada Tercera de los Discorsi, la tarea propuesta consiste en «hacer que esta definición del movimiento acelerado muestre las características esenciales de los movimientos acelerados observados».

Por eso puede decirse, con razón, que Galileo es más fiel al espíritu de Aristóteles que los secuaces de éste en el siglo XVI. Es curioso darse cuenta de cómo Simplicio protesta en los Discorsi, diciendo que son los aristotélicos los que hacen experimentos. Y esto sería verdad si hubiera dicho «experiencias», en vez de «experimentos».

La «experiencia» es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que aparece, a lo que se ve y toca. Pero introduce subrepticiamente creencias y modos de pensar acríticamente asumidos, a través de la tradición y la educación.

El «experimento», por el contrario, es un proyecto matemático que elige de antemano las características relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables) y desecha las demás. Y aún más: el pitagorismo de Galileo le lleva a considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades segundas) como irreales, meramente subjetivas. Sólo existe realmente aquello que puede ser objeto de medida (cualidades primeras).

Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método experimental, tal como los traza Galileo en su carta a Fierre Carcavy (1637):

3º) Resolución.— A partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo dado, dejando solamente las propiedades esenciales. Este es un proceso que cabe caracterizar como intuición de esencia. Nada hay en la experiencia que señale

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como más científica la figura que el color, por ejemplo. Es la mente la que elige la figura, por ser expresable en esquemas racionales.

4º) Composición.— Construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis), enlazando las diversas propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis se deducen a continuación una serie de consecuencias; precisamente aquéllas que puedan ser objeto de una:

5º) Resolución experimental.— Puesta a prueba de los efectos deducidos de la hipótesis.

Es interesante señalar que, en muchos casos, Galileo no da este tercer paso, limitándose a un experimento mental. Más sorprendente es, aún, su confesión en la carta citada:

«Si la experiencia muestra que las propiedades que hemos deducido encuentran confirmación en la caída libre de los cuerpos, podemos afirmar, sin riesgo de error, que el movimiento concreto de caída es idéntico a éste que nosotros hemos definido y supuesto; si no es éste el caso, nuestras demostraciones, que se aplicaban a nuestra sola hipótesis, nada pierden de su fuerza y su valor, del mismo modo que las proposiciones de Arquímedes sobre la espiral no tienen menos valor porque en la naturaleza no exista un cuerp al que poder atribuir un movimiento en espiral».

Esta es la expresión genuina de la soberbia renacentista: la naturaleza autónoma de la razón matemática. Es incontestable el hecho de que una ley natural sólo lo será al verse confirmada en la resolución experimental. Pero, si esto no ocurre, sigue teniendo el valor de proposición consistente en sí misma. No se desecha, sino que queda en espera del avance experimental. Es gracias a esta confianza en la razón como, por ejemplo, las ecuaciones de Evaristo Galois podrían ser utilizadas casi un siglo después, al advenir la mecánica cuántica/ o/ en el caso del propio Galileo, como la ley de caída de los cuerpos es establecida antes de que Torrecilli logre hacer la comprobación experimental.

El orto del mundo nuevo viene dado por la confianza absoluta en la razón proyectiva. Por esto alaba Galileo a Aristarco y Copérnico, que «con la vivacidad de sus juicios han hecho tal violencia a sus propios sentidos que han sido capaces de preferir lo que su razón les dictaba a lo que las experiencias sensibles les presentaban de la forma más evidente como contrario.»

La «hybris» del pisano llega hasta afirmar que, en el conocimiento intensivo (esto es, matemático) de la realidad, la razón se ¡guala a la del mismo Dios:

«Declaro que, en efecto, la verdad cuyo conocimiento es sacado de pruebas matemáticas es idéntica a aquellas que conoce la sabiduría divina.» (Diálogos, jornada Primera.)

La razón impone sus leyes a la experiencia, hasta el punto de que esta última se convierte en un mero índice de la potencia del intelecto. Es el inicio de la razón como factor de dominio del mundo:

«Estoy seguro, sin observaciones, que el efecto sucederá tal como digo, porque debe suceder así.» (Diálogos, jornada Segunda.)

La esencia de la modernidad se expresa por boca de Galileo, y se plasma en un desafío: la razón se desliga de toda autoridad, sea la de la tradición o la de los sentidos. Porque,

«chi vuol por termine alli umani ingegni?» («¿quién se atreverá a poner límites al ingenio de los hombres?». (Carta a Cristina de Lorena, 1615.)

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Referencias

Navarro Cordón, J.M; Calvo Martínez. (1988). “Kepler y Galileo. La lucha por el método experimental. V. El método resolutivo-compositivo”. Historia de la filosofía. Madrid: Ediciones Anaya, pp. 164-191.