suerte y destino - marco gaitán
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Primer libro de relatos de Marco GaitánTRANSCRIPT
Colección
En la atmósfera(narrativa)
El mensú edicioneswww.elmensuediciones.com.ar
Editor: © Darío FalconiDiseño de tapa: © Robinson RíosFoto de tapa: © Anibal GaldeanoDiseño de interiores: © Darío FalconiIlustraciones interiores: © Ezequiel Marco © Fernando OrmeñoLogo editorial: © Santiago Gallardo
1ª edición: 100 ejemplares
© Marco César Gaitán© 2011 EL MENSÚ [email protected](0353) 154201252
ISBN 978-987-26641-1-4Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723
Libro de edición argentina.
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Información de contacto:
Gaitán, Marco Suerte y destino / Marco Gaitán ; ilustrado por Fernando Ormeño y Ezequiel Marco. - 1a ed. - Villa María : El Mensú Ediciones, 2011. 72 p. ; 21x15 cm. - (En la atmósfera; 2) ISBN 978-987-26641-1-4
1. Narrativa Argentina . 2. Cuentos. I. Ormeño, Fernando, ilus. II. Marco, Ezequiel, ilus. III. Título CDD A863
Fecha de catalogación: 23/02/2011
SUERTE Y DESTINO
El mensú . en la atmósfera . 02
SUERTE Y DESTINO
Marco César Gaitán
La vida es el susto de un sueño.
Macedonio Fernández
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El reloj marcaba las ocho cuando despertó. Contempló su figura
desnuda en el espejo que se encontraba sobre la cama. Ver la perfección
de su cuerpo la reconfortaba; media dormida y despeinada era más
hermosa que la mayoría de las mujeres. Observó la luz tenue que
ingresaba por el ventanal, otro día sin ver la luz del sol. Se cumplían ya
cerca de cuatro años sin verla. La última vez había sido en una playa,
no recordaba cual.
La herencia que recibió al morir sus padres y los regalos de los
ilusos que se enamoraban de su belleza, le permitían llevar una vida
muy lujosa. Todas las noches asistía a una fiesta y si nadie organizaba
una, la hacía ella. Y luego de la misma, siempre estaba acompañada
para ir al dormitorio, aunque dormía sola. La madrugada pasada no fue
la excepción, estuvo con un matrimonio, no recordaba sus nombres,
pero los dos se habían enamorado de la belleza que irradiaba su figura,
nada extraño.
Encendió el televisor para informarse que sucedía en el mundo,
mientras cenaba lo que le preparó la cocinera. Luego, era tiempo
de arreglarse para la velada nocturna, esa noche su compañera de
aventuras la buscaría para ir a una mansión alejada de la ciudad, donde
se celebraría una gran gala.
Se dio un baño y comenzó la tarea que más le gustaba. No era
necesario que se pusiera maquillaje para ser la más bonita de la fiesta,
pero el hecho de estar frente al espejo mientras se arreglaba era un
placer, tal vez el único placer verdadero que existía en su vida. Ver su
rostro celestial, sus ojos de un color único en el mundo, su cuerpo, su...,
en realidad todo, le maravilla su perfección. Siempre admite que está
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enamorada de sí misma y que tal vez no haya persona más superficial
que ella. Deseaba poder mantenerse así por siempre, bella y joven.
Frente al espejo, su peor pesadilla se hizo realidad. Distinguió al
costado de su boca una pequeña arruga, casi insignificante, pero ella
la veía. En ese momento supo que su deseo no se cumpliría, que su
rostro se llenaría de estos surcos que la despojarían para siempre de su
esplendor. Con un poco de maquillaje desapareció, pero a partir de esta
noche su vida ya no sería igual. Mucho peor de lo que se imaginaba.
De las incontables fiestas a las que asistió, sin lugar a dudas, ésta
era una de las más ostentosas. No sólo por los muebles de gran valor
que se hallaban en la mansión, sino también por los invitados. Todos
eran personalidades muy importantes, hasta se encontraban príncipes
y algún que otro presidente.
La gala era organizada por un noble. Recordaba que hacía unos
años, varios años, había asistido a una ceremonia en esta misma
mansión, organizada por el mismo sujeto. Rememoraba con nostalgia
esa noche, cuando aún no se percibía el paso del tiempo en su rostro.
Aunque la fiesta era muy entretenida, ella no se divertía.
La imagen de esa maldita arruga no dejaba de circular por sus
pensamientos. Debía verla, ver si el maquillaje la mantenía oculta,
pero se sorprendió al ver que en la sala, en esa enorme sala no
hubiese un espejo. Solo en el baño, mejor dicho, en los baños, se los
podía encontrar. Sólo en ese lugar, alejada de las miradas que tanto la
asediaban, esa noche más que nunca, pudo relajarse un poco.
Horas más tarde, hablaba con su amiga cuando vieron pasar al
Conde. Las dos amigas se sorprendieron al verlo. Es que su apariencia
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emanaba la misma juventud que exhibió en aquella velada celebrada
una década atrás. Su amiga mencionó que debía ser verdad lo que se
comentaba, que era un vampiro. Es que el hecho de ser Conde y ser
dueño del Banco de Sangre de la ciudad, sumada a esta aparente eterna
juventud, le daban esa reputación.
Ella siempre consideró esas historias como estúpidas
fantasías, provenientes de mentes inmaduras. Pero esa noche, estaba
desesperada, aunque nadie lo pudiese notar. Esa noche decidió creer
en la historia, en esa estúpida fantasía.
Cuando el dueño de casa subió por las escaleras, lo siguió hasta
su dormitorio. Comenzaron a hablar. Nunca antes lo habían hecho
y se arrepintió de que así fuera. Es que le pareció muy interesante,
además de muy atractivo. Pero eso no era lo importante, quería saber
si la estúpida historia que contaba la gentuza, era verdad. Y así fue que
sin más preámbulos, le preguntó.
Él lo negó, pero ella seguía insistiendo, hasta que el
Conde, agobiado por el asedio, le solicitó saber el porqué de este
interrogatorio. Y ella le explicó su interés: Quería ser una vampiresa.
Quería mantenerse bella y joven, y para lograrlo, debía convertirse en
una. Sabe que nunca más podrá ver el sol, pero no le importaba, nunca
le agradó. O que tendría que beber sangre, algo insignificante, con tal
de ser bella y joven para siempre.
Al escucharla, el Conde se conmovió y declaro la verdad, él en
realidad era un vampiro. Y esa noche ella dejaría de ser humana para
convertirse en una hermosa vampiresa.
Los dos se atraían, por lo que comenzaron a hacer el amor de
forma tan apasionada, que ella comenzó a sentir placer al hacerlo, por
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primera vez en su vida. Cuando los dos llegaron al éxtasis y mientras
dejaban salir gritos de pasión como nunca antes lo habían hecho, él la
mordió, convirtiéndola en un ser de su misma especie.
Al día siguiente, ella despertó. Ya había oscurecido. A su lado
estaba, aún dormido, el Conde. Sonrió. Era la primera vez que dormía
con alguien. Toco el lado izquierdo de su cuello y logró sentir las
marcas de la mordida que había recibido. Se levantó, desnuda como
siempre, y paseo su cuerpo por el dormitorio hasta el baño.
Un grito seco y estrepitoso despertó bruscamente al Conde.
El grito provenía del baño. Al entrar observó a la nueva vampiresa
sollozando, con la mirada puesta en el orificio negro del lavabo,
mientras una mano descansaba sobre éste y la otra sobre el espejo. Y
en ésta postura tan desoladora, se lograba oír una voz muy baja, que se
repetía una y otra vez: —¿por qué?
Y él comprendió. Comprendió lo que le sucedía a esta hermosa
mujer. Es que lo había olvidado, y ese error la estaba carcomiendo en
lo más profundo de su ser. Ya no volvería a ver su bello y joven reflejo,
nunca más.
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Esbozó una leve sonrisa, al ver reflejado su rostro en la
superficie dorada del premio. Pasó con satisfacción el paño con pulidor
por última vez. Se enorgullecía de que nadie haya podido alzarse con
el codiciado premio. Se enorgullecía de que nadie haya podido batir el
desafío planteado por él, hace más de seis décadas.
Tomó las tijeras de podar y se dirigió hacia los arbustos.
Comenzó a trabajar en ellos, mientras admiraba de soslayo, a unos diez
metros, la brillantez del objeto más preciado. Éste era de oro macizo,
adornado con diamantes, rubíes y esmeraldas. Su cotización material
era elevada, pero sus leyendas provocaban que su valor fuera varias
veces superior. Su actual dueño jamás había contado como se apoderó
del hermoso objeto, por lo que se habían generado historias de las más
variadas. Que lo ganó en una apuesta, que era el tesoro escondido de
un pirata, y otras tantas que enumerarlas se hace imposible. El único
que sabía la verdad era su dueño, y nunca la diría.
Se contaban por miles los que día a día intentaban en vano,
alzarse con el premio. Los que por una módica suma, se ganaban el
derecho de desafiar la prueba. De ingresar al laberinto. Laberinto
diseñado por él, hacía ya, 67 años. El mismo era un cuadrado de cuatro
hectáreas con un ingreso en cada esquina. En el centro, se encontraba
el premio. El que logre llegar ahí se haría acreedor de la recompensa,
convirtiéndose de inmediato en millonario.
Muchos han sido los que se han resignado en la búsqueda y
otros tantos los que han dudado de la existencia de un camino. Pero no
han faltado demostraciones para erradicar esas dudas. Filmaciones de
él limpiando el premio, hechas por él mismo. Y hasta una vez guió a un
grupo de tres incrédulos hasta el centro del laberinto, con los ojos bien
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vendados durante el camino. Según él, el camino tiene una trampa y
uno debe ser muy observador para encontrarla, y que por cualquiera
de los cuatro ingresos se puede arribar al destino. Hasta el momento,
nadie había sido un gran observador.
Tanto éxito ha generado el deseo de hacerse propietario del
premio, como así también de la gloria, que se vio obligado a introducir
otros juegos, creando así unos de los parques de atracciones más grandes
que se haya visto. Y al unísono, el pueblo donde se encontraba, creció
a niveles insospechables. Hoteles, tiendas de recuerdos, restaurantes,
casinos y todo lo referente al turismo se hallaba allí.
Alegremente podaba los arbustos, como todos los días. Aún no
hay visitantes en la atracción principal del parque. No los habrá, hasta
que él haya salido de allí. Es que en los días que debía acondicionar el
centro del laberinto, nadie podía ingresar y poner en riesgo su secreto.
No le ha contado ha nadie la forma de vulnerar su creación. Ni siquiera
sus hijos o nietos han tenido el privilegio. Se sentía poderoso al poseer
algo que todos desean. Se sentía poderoso al saber que nadie más lo
poseerá. Estaba seguro que nadie sería lo suficientemente astuto.
Sólo quedaba una rama por cortar. Cerró la tijera sobre ella y
mientras caía suavemente, un fuerte pinchazo en el pecho lo paralizó.
Las tijeras chocaron contra el piso, sus manos ahora se encontraban
sobre su pecho. La respiración se volvía cada vez más dificultosa. Dio
un par de pasos hacía atrás, antes de caer de rodillas. Su corazón fallaba
nuevamente, al igual que hace unos años.
Alcanzó llevar su mano al bolsillo para tomar el teléfono celular.
Se comunicó con la enfermería del parque. Vacilante alcanzó a decir:
—¡Ayúdenme, tengo un ataque! Estoy en el laberinto.
Suerte y destino 21
Agotado, se desplomó sobre el césped. El silencio era
escalofriante. Una nube cubría al sol. Cerró los ojos.
Al abrir los ojos, la nube ya había desaparecido. El dolor era más
intenso que antes. Creyó oír algo. Debió concentrarse para olvidarse
por un instante el dolor. Eran voces, voces lejanas. Se concentró aún
más para distinguir que expresaban. Sus ojos se abrieron hasta el
límite al distinguirlas: —¡No, por ahí no! ¡Por aquí!
El dolor ya no le dejó oír más. Era insoportable. Sabía que se
acercaba el final. Ya sin fuerzas, volteó su cabeza. Al ver reflejado su
rostro en la superficie dorada del premio, esbozó una leve sonrisa.
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Estoy muriendo. La infección ya se ha adueñado de mi cuerpo.
Sé que me quedan pocos minutos de vida, pero en estas pocas líneas
trataré de narrarles lo que sucedió en la invasión.
Desde hace mucho tiempo somos la raza dominante del planeta.
El mismo se encuentra en la tercer órbita desde la estrella más cercana
y cuenta con un hermoso satélite. Sus condiciones climáticas han
permitido que proliferara una gran diversidad de seres vivos, tanto
de origen vegetal como animal. Y nosotros hemos sabido utilizar los
recursos naturales para poder desarrollarnos, sin destruir el medio
ambiente.
Eramos una sociedad pacífica que vivía en armonía. Pero un
día comenzó el fin. Desde el gran cielo celeste se aproximaban dos
bolas de fuego. Al principio pensamos que se trataban de dos grandes
asteroides, pero no. Eran dos grandes naves alienígenas. Y antes de
que pudiésemos reponernos de la conmoción de saber que no nos
encontrábamos solos en el universo, emprendieron la destrucción de
nuestras ciudades. Pero no nos quedamos de brazos cruzados, le dimos
batalla. Y así, de la nada, se dio inicio a una guerra que duraría cinco
largos años. Una guerra por nuestra supervivencia.
En el tiempo que duró la lucha, pudimos conocer a estos seres
desalmados. Físicamente eran similares a nosotros, pero tan diferentes.
Aprendimos su dialecto y sus costumbres. Eran criaturas que viajaban
de planeta en planeta, hasta descubrir uno con las condiciones que
le permitieran vivir. Si hallaban vida inteligente la exterminaban y
comenzaban la explotación de los recursos naturales. Una vez que los
agotaban, seleccionaban a los más capaces y emprendían un nuevo
viaje de búsqueda.
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La exterminación era completa. Cuando lograban apoderarse
de una ciudad, unas máquinas a las que llamábamos desintegradores,
se encargaban de que ningún rastro de nuestra civilización lograra
subsistir. No tomaban esclavos, eliminaban a todos, incluso a los
pequeños niños.
Ni siquiera criaban a sus hijos. Simplemente colocaban a un
macho y a una hembra en una especie de cápsula de crecimiento.
Ésta los alimentaba y los protegía. Y hasta los educaba. Una pantalla
conectada a una caja de almacenamiento de información, era le
encargada de enseñarles sobre su cultura. No teníamos posibilidad
de detenerlos. Pero cuando solo quedaban en pie pocas ciudades,
la codicia, uno de los tantos defectos con los que contaban, se hizo
presente.
Se comenzaron a atacar entre sí las dos naves, seguramente
por cuestiones de poder. Si se destruían entre sí por más poder, que
clemencia podían mostrar hacia nosotros. Hasta que finalmente,
una se hundió en el océano. Esta situación nos permitió conocer las
debilidades de sus naves e iniciar la confección de un plan que los
destruyera. El tiempo se agotaba. Mi ciudad era la única que aún
no había sido destruida. De millones que éramos, solo quedábamos
con vida unos pocos miles. Pero aún presentábamos lucha, aunque
todo parecía perdido, hasta que uno de nuestros intelectuales logró
desarrollar una especie de bomba. Era nuestra última esperanza, pero
si funcionaba, lograríamos la destrucción total de estos seres.
Es que, aunque no lo pudiésemos creer, toda su civilización se
encontraba dentro de la nave. Todavía no habían establecido ciudades
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sobre la superficie terrestre. Tal vez nunca lo harían. Solamente
tomarían los recursos naturales para ingresarlos en la nave.
Se procedió a dar inicio al plan. Algunos de los hombres más
valientes se ofrecieron para llevarlo a cabo, pese a saber que perderían
su vida. Resultó. Desde nuestro refugio pudimos ver como la nave
volaba en millones de pedazos, que se perdían en la superficie del
otro gran océano. Pero también vimos como eran expulsadas miles
de cápsulas de crecimiento, tal vez como última expectativa de
supervivencia. No lo permitiríamos. La mayoría cayeron al agua, pero
las demás las destruimos, para no dejar rastros de esa cultura.
Celebramos nuestra victoria, pero no por mucho tiempo.
Eramos conscientes de los costos de la invasión. Sin embargo, no era
tiempo para lamentos, era tiempo para la reconstrucción de nuestra
civilización. Y nos pusimos a trabajar, sin sospechar que aún no había
terminado el tormento.
A unos meses de nuestra victoria, dos niños habían desaparecido.
La búsqueda fue intensa y un grupo los encontró. Aunque demasiado
tarde. Uno de los niños ya había muerto. El otro, transpirado y tosiendo
sin cesar, alcanzó a mencionar que habían encontrado una cápsula de
crecimiento, pero falleció antes de revelar su posición.
Cuando el grupo arribó a la ciudad con los pequeños cuerpitos,
algunos miembros presentaban los mismos síntomas que habían
aquejado a los niños. No demoramos un instante en comprender que
estaban afectados con una enfermedad contagiosa. De inmediato
los pusimos en cuarentena, pero fue inútil, se propagó a velocidades
insospechables. En solo horas los niños y ancianos sucumbían ante el
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poder de está infección. Y todos nuestros intentos por salvarlos eran
inútiles.
Concluimos que se trataba de un virus extraterrestre. Y
comprendimos la razón por la cual todos los malvados se encontraban
dentro de la nave. Conocían el poder de los microorganismos y temían
que nuestra raza fuera portadora de un virus que los exterminara.
Los pocos que no presentábamos síntomas huimos de la ciudad,
pero de a uno fuimos sucumbiendo, hasta encontrarme solo. El último
de mi especie, que ya comenzaba a presentar los síntomas. Ya no
quedan esperanzas. Cuando vi a los lejos lo que parecía una cápsula de
crecimiento.
Efectivamente se trataba de una de estás cabinas, la que originó
el ataque final a mi civilización. La abrí con odio y allí estaban, dos crías
de los invasores. Un machito y una hembrita en sus respectivas cunas,
en las que figuraban sus nombres. Los traduje, y aunque jamás los
había escuchado, me parecieron bonitos. A un costado el alimentador,
y al frente la pantalla que se encargaba de educarlos.
Tome mi cuchillo para aniquilarlos, pero no pude hacerlo. Se
reían, tal vez de mi apariencia y quise reír también, pero la tos no
me dejó hacerlo. No podía creer que estos seres tan hermosos se
convirtieran en algo tan desalmado. Pero quizá no nacían malvados,
sino que las enseñanzas de sus ascendientes lo convertían en esa
criatura tan horrible.
Destruí la pantalla y la caja de almacenamiento de información. Y
los observé. Tan parecidos pero tan distintos. Como si perteneciéramos
a una misma especie, pero diferentes razas. Sus pequeñas cabezas que
no eran peladas, sino que presentaban pelaje en su parte superior. Los
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ojos pequeños, muy pequeños, que no eran negros, sino blancos con
una bola de color que se movía en todas direcciones. Las fosas nasales
que sobresalían de su rostro y su enorme boca, que dejaba ver dientes,
al igual que los animales carnívoros.
También presentaban cuatro extremidades y me pareció gracioso
que cada una terminara en cinco dedos y no en tres. Cerré la puerta de
la cápsula. Decidí dejarlos con vida. Decidí darle la oportunidad a estos
dos pequeños alienígenas, llamados Adán y Eva, de repoblar el planeta
con seres inteligentes. Y ruego no haberme equivocado.
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Suerte y destino 33
Mi nombre el Samanta. El ruido de la sirena es insoportable.
Alcanzo a ver las manos ensangrentadas del paramédico que se esfuerza
para mantenerme con vida. Los baches que toma la ambulancia a
toda velocidad me intensifican el dolor, pero ya no importa, el dolor
emocional que siento es mucho más intenso. Quiero gritarle que me
deje morir, pero la sirena cubre mi fino hilo de voz. La vida ya ha dejado
de tener sentido para mí; y pensar que el día de hoy, había comenzado
como un día normal…
El llanto de la bebé me despertó sólo cinco segundos antes de
que sonara el despertador. Tomé a Flor en brazos y me dispuse a salir
de la habitación; mi esposo, como siempre, no se dio por enterado.
Alimenté y cambié a Flor. Hoy ella me acompañaría a la escuela ya que
su niñera hoy no iba a venir. Mi esposo se ofreció a cuidarla mientras
atendía el negocio, pero me negué, prefería que estuviese conmigo.
Desde hace diez años enseño matemáticas en una escuela de
nivel secundario. Aunque es la materia que más odian los jóvenes, me
siento querida por mis alumnos. Y las pocas veces que he tenido que
llevar a mi hija a la escuela, ha sido toda una sensación para ellos. Hoy
no fue la excepción.
El día se desarrolló con normalidad hasta las diez de la mañana.
Me encontraba al final del aula cuando se escucharon unos fuertes
estruendos y gritos. De repente la puerta del salón se abrió de una
patada. Un joven ingresó vestido de negro portando una escopeta y
comenzó a disparar hacia los alumnos. Observé a Flor llorando en
su sillita y corrí hacia ella para protegerla, mientras los alumnos se
arrogaban al piso.
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Un golpe me sacudió el pecho y me arrojó hacia la pared. Grité
a causa del dolor más intenso que jamás había sentido y vi la sangre
que emanaba de mí. El joven se aproximó a Flor y el muy maldito sin
vacilar accionó el gatillo sobre ella, apagando para siempre su llanto.
Mi nombre es Facundo. El humo que sale del caño recalentado
de mi escopeta es adictivo. Aunque parezca extraño, huele diferente a
cuando solo le disparaba a cajas en vez de humanos. Estoy acurrucado
sobre un rincón del baño de chicas esperando a que el grupo especial
de la policía ingrese. No me entregaré y acabarán con mi vida; y pensar
que el día de hoy había comenzado como un día normal.
Abro los ojos y veo a mi madre en la puerta de mi habitación,
gritándome que es la tercera vez que me llama y que se me va a hacer
tarde. Al bajar el desayuno ya está servido, pero no veo a mi madre, ya
debe haber salido para el trabajo. Mientras doy el primer sorbo al café,
un mensaje de mi mejor amigo lo interrumpe. Me espera en el parque.
Sonreí, sabiendo que hoy no iría la escuela.
Al llegar veo que Gastón y Mauricio habían comenzado a
disparar sin mí. Ya habían destruido cinco cajas. Saludo y Gastón me
dice que ya está podrido en serio de esta vida, mientras accionaba el
gatillo. No era nada nuevo, los tres lo estábamos. Lo haremos hoy, me
dijo el Mauri, debes conseguir una escopeta; yo solo hice una mueca
asintiendo.
Llegamos a la escuela, hacía tiempo que veníamos planeando
acabar con la vida de todos estos imbéciles que teníamos de
compañeros. Debía ser grande, que todos los medios del mundo
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dieran la noticia como el atentado más horrendo de la historia para
que nuestros nombres perduraran en el tiempo.
Cada uno se paró en la puerta de tres aulas diferentes, yo elegí
el aula de la maldita perra que me hizo repetir de año. Rompí la puerta
de una patada y comencé a disparar, aunque no veía a la vieja bruja.
Realicé unos 11 disparos antes de verla corriendo desde el fondo y
apreté el gatillo con sumo placer. Me acerqué para rematarla mientras
se retorcía de dolor cuando divisé a la entupida de su bebé que siempre
llevaba a clases. No tuve dudas, si mataba a la bebé, todos recordarían
este día. Accioné el gatillo y salí de allí.
Mi nombre es Sergio. El silencio y el olor a amoníaco me
crispan aún más los nervios. Nunca me han gustado los hospitales,
no me siento cómodo en ellos. Solo la vez que nació Florcita me sentí
alegre dentro de él. Pero hoy es todo lo contrario, su cuerpito yace en
la morgue. Veo salir al médico de la sala de urgencias. Se me acerca
y me dice la segunda peor noticia de mi vida, que la mujer que amo
ha muerto; y pensar que el día de hoy, había comenzado como un día
normal.
Me desperté al oír entrar a mi esposa a la habitación, pero me
hice el dormido para que me despierte como lo hace todas las mañanas,
con un tierno beso suyo. Cuando se acercó, la agarré y la tiré sobre
al cama y fui yo quien le dio ese beso. Me había despertado de buen
humor.
Bajé a la cocina y antes de que salieran les di un enorme beso
a las dos. Leí el diario mientras desayunaba y me dispuse a salir al
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trabajo. Al llegar al negocio, María, la farmacéutica de al lado estaba
barriendo la vereda, hicimos unos chistes y hablamos sobre el clima,
como siempre, y me dispuse a abrir el local.
Apenas me estaba acomodando cuando ingresó un cliente.
Supuse que compraría algún accesorio o repuesto, nunca realizo
grandes ventas a horas tempranas de la mañana. Pero ésta fue la
excepción. Era un cliente decidido y de pocas palabras, muy joven, que
no devolvió mi saludo cuando me acerqué a él. Me dijo lo que quería
sin realizar ninguna pregunta. Creí innecesario ofrecerle alternativas
o emitir comentario alguno.
Le pedí la identificación y puso sobre el mostrador un fajo de
billetes al tiempo que decía que no era necesario. Observé los billetes
y era más del triple del valor de la venta. Sonriendo tomé el fajo y
dije que por supuesto, no era necesaria su identificación. Mientras
guardaba el dinero, un joven ingreso al negocio y desde la puerta gritó:
—¡Dale Facundo, apúrate!
El joven tomo la escopeta y sus municiones y se retiró sin
saludar. Pero no me importó. El día había comenzado muy bien.
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Suerte y destino 39
Soy de esas personas que caminan por la calle mirando al
suelo por si tengo la suerte de encontrar algo. No había caminado
cinco cuadras a paso acelerado cuando me encontré una billetera. De
inmediato la recogí, la abrí apresuradamente y tomé el poco dinero
que poseía y la arrojé. No la revisé minuciosamente, no había tiempo.
Estaba llegando tarde para recoger a mi pequeña hija de la escuela. No
me gusta que me espere en la salida a que llegue, no en los tiempos que
corren. Pero hoy me entretuve trabajando.
Lo hago desde casa a través de Internet y a poco de comenzar,
recibí un llamado de la empresa que me emplea. Necesitaban que
terminara un informe lo antes posible. Me dediqué a full para dejarlo
listo y las horas se me pasaron volando. Cuando miré el reloj por
primera vez solo faltaban quince minutos para que Rocío saliera de
la escuela. De inmediato salí de casa, debía recorrer las doce cuadras a
pie. El auto se lo había llevado mi mujer, trabaja como revendedora de
una marca de cosméticos y recorre la ciudad de casa en casa tratando
de venderlos. Es muy buena en eso.
Palmeaba mis bolsillos en busca del paquete de cigarrillos, para
calmar un poco los nervios que se adueñaban de mí. Me los había
olvidado. Me detuve en un pequeño kiosco para comprar un atado y
usé algo del dinero encontrado. No esperé el vuelto, debía recomenzar
la marcha de inmediato.
A cuatro cuadras de la escuela un sonido interrumpió mi
marcha. Al lado de un árbol logré divisar un teléfono celular. Lo tomé
y en la pantalla aparecía la leyenda: “llamada entrante. Desconocido”.
Seguramente el dueño intentaba recuperarlo. Lo guardé en el bolsillo
y quise reanudar mi marcha, pero un boleto de quiniela me lo impidió.
40 Marco Gaitán
El número 3572 era el apostado. Tal vez había sido beneficiado. Lo
guardé.
Ya quedaban pocos niños cuando llegué a la escuela. Vi a Rocío
sentada esperándome. Aún estaba en la vereda del frente y los autos
no me dejaban cruzar la calle. Estaba a la mitad cuando Rocío me vio.
Se paro de un salto y vino corriendo hacia mí, pero antes de llegar se
tropezó y cayó al suelo. Sonreí. Pero esa sonrisa se transformó en susto
al ver que no se movía. Corrí hacia ella y mi susto se transformó en
terror al ver una gran mancha de sangre a su alrededor. Pedí a gritos
que alguien llamara una ambulancia.
Estaba en el pasillo de la pequeña clínica esperando al médico
de guardia. Se acercó a mí y me informó del fuerte traumatismo que
presentaba en la cabeza y que era necesaria una operación. Para eso
había que trasladarla al hospital de inmediato. El que se encuentra en
la ciudad capital, a unos 60 kilómetros. Pero había un gran problema.
Tratando de parar la hemorragia habían utilizado toda la sangre de su
banco y necesitarían una dosis más para el traslado; no podían esperar
más de unas pocas horas, de lo contrario sería fatal.
Rocío no solo había heredado la hermosa cabellera de su madre,
sus enormes ojos y su adorable sonrisa, también su inusual sangre.
La cero negativo. La más difícil de conseguir y que no circulaba por
mis venas. Tomé el teléfono y llamé a mi mujer por tercera vez desde
el accidente. Ella podría ser la donante, aunque no es recomendable
que un familiar lo sea, no veía otra opción. Las veces anteriores no me
había atendido, no era nada extraño. Cuando se encontraba en una
reunión de ventas silenciaba el aparato. Le parecía extremadamente
descortés para con las posibles compradoras.
Suerte y destino 41
Dejé mensajes de voz y llamaba continuamente esperando que
la insistencia la volviera descortés. Mensajes de textos pidiéndole que
me llame con urgencia, pero todo fue inútil. No me respondía y el reloj
no paraba su marcha. Debía haber algo que pudiese hacer. Otro lugar
donde encontrar un donante. Las enfermeras trataban de comunicarse
con las personas que poseían ésta sangre, pero hasta ahora todo había
sido en vano.
Los familiares de mi esposa no se encontraban en la ciudad.
Al quedar embarazada, decidimos que lo mejor para criar un hijo era
mudarse de la capital, y así lo hicimos; quedando alejado de nuestros
parientes. Era inútil tratar de comunicarme con ellos, la única opción
que consideraba factible era encontrar a mi mujer. Pero no sé donde, no
sé donde se desarrolla la reunión. La única solución era que contestara
el teléfono, el maldito teléfono.
Dos horas habían pasado y aún no me respondía. Quería gritar,
gritar con todas mis fuerzas. Nuevamente el contestador y no aguanté.
—¡Mierda, atendé el teléfono de una vez!, grité.
Vi como la gente del pasillo me observaba. Se que comprendían
mi frustración. Marqué por enésima vez el número. Los nervios estaban
a punto de sacarme de mis cabales. Debo dominarlos, calmarme para
poder pensar en una bendita solución. Pero ese maldito sonido no me
deja hacerlo. Ese sonido hartante que me ha molestado durante horas.
Ese sonido que sale de mi bolsillo…
Una terrible sensación se apoderó de mi cuerpo. Metí la mano
en el bolsillo y saqué el celular que había encontrado. En su pantalla
42 Marco Gaitán
aparecía mi foto y mi nombre. Sólo pude gritar una sola palabra:
—¡NOOOOO!
Aunque ningún sonido emanó de mí. Me insulté por no
percatarme antes. ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo encontrarla? ¿Dónde?
Pedí al cielo que me ayudara, aunque nunca fui muy creyente. Y en lo
más intenso de mi desesperación una palabra círculo por mi mente:
desconocido.
La llamada por la que encontré el aparato. Tal vez mi mujer había
llamado desde el teléfono fijo de la casa donde se encontraba. Tal vez
aún estaba allí. Debía estar. Esas reuniones suelen durar horas. Busqué
en la lista de llamadas perdidas y marqué el número desconocido. Los
tres repiques me parecieron una eternidad, hasta que por fin una voz
del otro lado.
—Hola.
—¿Se encuentra Mabel Soler allí? ¡Soy su esposo, debo
comunicarme urgentemente con ella!
—Si, ya lo comunico.
Si, por fin. Un dejo de esperanza. Giré esperando que me
respondiera, cuando vi que el médico se acercaba hacia mí. No hacía
falta que me dijera nada, su expresión me lo decía todo. Ya no había
tiempo.
Suerte y destino 43
Suerte y destino 45
Si al acercarte a tu auto observás que hay un neumático
pinchado, podrías decir que es mala suerte. Si te sucede saliendo
del cementerio, mucha mala suerte. Pero si además se aproxima
una tormenta y no falta mucho para que oscurezca, ya no se como
denominarlo; y eso, fue sólo el comienzo...
Salí presuroso del trabajo apenas pasadas las cinco de la tarde.
Entré a la florería que estaba justo al frente de la oficina y compré una
docena de claveles. Al dirigirme al auto, introduje instintivamente la
mano en el bolsillo en busca del celular para ver la hora, hacía años que
no usaba reloj pulsera. La pantalla estaba negra, había olvidado que
durante la tarde se agotó la batería. Es que ésta fue una semana muy
complicada para mí, estuve distraído todo el tiempo.
El cementerio cierra las puertas a las seis de la tarde, por lo que
apresuré la marcha. Hoy era un día muy triste para mí, era el tercer
aniversario de la prematura muerte de mi amada esposa. Hace poco
más de tres años, un borracho al volante cruzó un semáforo en rojo
llevándosela por delante mientras cruzaba la calle. Llevándosela para
siempre de mi lado. Ocho días luchó por su vida en terapia intensiva,
pero al amanecer de un sábado me dieron la terrible noticia.
El cementerio se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad,
en medio del campo. Circulaba por el camino de tierra rodeado por
grandes árboles y levanté urgentemente la ventanilla dada la gran
polvareda que levantaba el auto. La entrada de la parte más nueva
estaba pavimentada, pero mi mujer se encontraba en la parte vieja.
Estacioné frente al portón de rejas negras aún abierto. Sólo
una bicicleta se encontraba en el lugar. Bajé presuroso con el ramo
y una rejilla y fui en busca de su tumba. No se observaba a nadie
46 Marco Gaitán
por los pasillos. Al llegar, unos claveles rojos adornaban su lápida,
evidentemente ella ya estuvo aquí.
Belén era nuestra única hija. Seguramente vino más temprano,
a ésta hora ya debía estar en la universidad. Era mejor así. Aunque
nunca lo habíamos hablado, preferíamos ir a visitarla solos para poder
expresar nuestros sentimientos sin reprimirlos. Acomodé las flores y
hablé un rato con ella, de cuanto la extrañaba, de cuanto la amaba.
Una sombra leve me interrumpió. Era el cuidador del lugar que
amablemente me informó que ya debía cerrar. Caminamos juntos
hacia el portón, hablando principalmente de la tormenta que se
avecinaba. Ya se cumplían cerca de cinco meses sin lluvias, por lo que
era un buen augurio el cielo oscuro. Mientras él cerraba el portón con
un gran candado, divisé el neumático delantero izquierdo desinflado.
Solté un insulto al aire. El buen hombre me explicó que debía irse, por
lo que se disculpó por no poder ayudarme. Acepté sus disculpas y me
dirigí hacia el baúl.
Alguien con un poco de destreza seguramente no tardaría más
de quince minutos en cambiar de rueda. Lamentablemente no soy
muy diestro como mecánico, por lo que demoré más de una hora en
terminar el trabajo. Justo a tiempo, ya que se estaba levantando el
viento sur. Subí al vehículo y arranqué, pero apenas recorrí cinco
metros antes de que el auto se apagara. Accioné la llave varias veces
pero no hubo respuesta. Suspiré y mi vista se clavó en el medidor de
combustible. Vacío. Otra consecuencia de mi mala semana.
La oscuridad se adueñaba del ambiente. No tenía otra opción
más que caminar los tres kilómetros hasta la ciudad. Tomé la linterna
Suerte y destino 47
de la guantera y emprendí el viaje, rogando que no se largara a llover.
Mientras caminaba por ese camino que de día es hermoso, pero de
noche aterrador, pensaba sobre qué hacer. No quería dejar el auto ahí.
Aunque era un descampado sin viviendas próximas, me daba mala
espina que pasara la noche allí. Por lo que decidí ir hasta la estación de
servicio y luego tomar un taxi hasta aquí. Era la mejor opción.
Llegué a un cruce con un pequeño camino rural, por lo que
supe que había recorrido cerca de dos kilómetros. Vi a lo lejos dos
luces que se acercaban. Seguramente era un campesino que volvía a su
hogar luego de comprar víveres. Le hice señas, el vehículo se detuvo.
Una camioneta de los años setenta algo despintada. Alumbré con la
linterna la cajuela y observé tambores de gas-oíl. Tal vez me podía dar
un poco. Le conté de mi problemita y muy amablemente se ofreció
a ayudarme. Tomó un bidón de cinco litros y puso el combustible.
Insistí en abonárselo, pero se negó rotundamente. Y se disculpó por
no acercarme hasta el auto, era supersticioso, por lo que de ninguna
manera se acercaría a un cementerio de noche. Le agradecí y comencé
el camino de regreso.
Los truenos ya se volvían más fuertes y comenzaba a pegar
sobre mi cara una fría llovizna. La oscuridad ya se había adueñado del
lugar, sólo la tenue luz del portón se divisaba a lo lejos. Caminaba con
el viento frío ya calando en mis huesos, cuando la linterna comenzó a
fallar. Reí para no llorar. Llegué al auto y fui directamente a cargar el
gas-oíl, la linterna ya no alumbraba más. Comencé la carga con la débil
luz de la entrada. No había volcado la mitad del bidón cuando la lluvia
se hizo más fuerte. Mire al cielo rogando que esperara unos minutos
48 Marco Gaitán
más, mientras una leve música llamó mi atención. Traté de hacerle
oídos sordos y terminar con la carga lo antes posible.
Subí al auto y descubrí que la música provenía desde la radio del
mismo. La apagué de inmediato mientras me mordía los labios de la
bronca. Lo que me faltaba, que esta batería también se haya agotado. Y
así fue. Quince minutos intenté dar arranque, pero fue en vano. Estaba
varado. Mientras que afuera la lluvia y el viento ya se habían vuelto
muy intensos. No podía salir de allí, por lo que traté de relajarme y
dormir un poco, con la tenebrosa necrópolis como compañera.
El chillido de una lechuza me despertó. La lluvia había
amainado, aunque el viento seguía soplando con fuerza. Introduje
instintivamente la mano en el bolsillo en busca del celular para ver
la hora, la pantalla continuaba negra. Accioné la llave del arranque,
pero no hubo respuesta. Bajé del vehículo para tomar un poco de
aire y pensar un poco. El silencio era escalofriante. Miraba el camino
y pensaba que si el auto arrancara, con mi suerte seguramente me
quedaría empantanado. Reí.
—¡AHHHHHHH!
Un grito agudo desde el cementerio interrumpió mi risa.
Me quedé petrificado por unos segundos. Tragué saliva y giré
muy lentamente hacia el portón. Un nuevo gritó me instaba a correr:
—¡AYÚDENME, POR FAVOR!
Pero no corrí. Me acerqué al portón y miré a través de él. No se
veía nada pero los gritos continuaban, cada vez más desesperantes.
Mi vista se dirigió hacia el candado para ver que éste estaba abierto. El
cuidador no lo cerró como debía, tal vez distraído por mi insulto al ver
el neumático pinchado. La curiosidad se adueñó de mí. Decidí ingresar
cautelosamente.
Suerte y destino 49
Caminaba con la espalda bien pegada a los nichos en dirección a
los gritos, guiado por las escasas luces del lugar. Tropecé con algo y caí,
pero me contuve de emitir sonido alguno. Un rastrillo era el culpable.
Lo tomé, como una improvisada arma. Ya estaba cerca del origen de
los gritos y pude escuchar risas, varias risas. Llegué a una intersección
y espié por la esquina hacia un pequeño descubierto. Vi cinco siluetas.
Cuatro eran los hombres que reían, que rodeaban a una pobre mujer
tirada en el suelo que lloraba desconsoladamente.
Me volví y apoyé la cabeza sobre la pared y una parte de mí
agradeció que no se tratara de un fenómeno paranormal, pero de
inmediato recordé los titulares de los diarios. Durante los últimos
cuatro meses habían sido halladas muertas cinco jovencitas. Las
jóvenes habían sido violadas y mutiladas, para luego abandonarlas en
las cunetas al costado de la ruta. La única pista con la que contaba
la policía era el ADN de cuatro individuos, pero sin sospechosos para
poder cotejarlas, no eran más que muestras inútiles. Y allí estaban, a
punto de cometer su sexto crimen, y yo como testigo privilegiado.
¿Qué hacer? No podía pedir ayuda y sólo no podría hacerle
frente a estos inadaptados. Miré nuevamente a las sombras. Uno de
ellos sostenía a la joven por sus brazos mientras que otro se disponía a
sacarle los pantalones. La poca luz que había no me permitía distinguir
con claridad las figuras, pero un relámpago repentino iluminó el
descubierto por un instante y pude ver el rostro de la pobre muchacha...
¡Era Belén!
Tomé el rastrillo con las dos manos y corrí hacia ellos, dando
un grito como nunca antes lo había hecho. La fuerza de mi grito y la
50 Marco Gaitán
sorpresa hizo que los mal vivientes retrocedieran asustados, excepto
el que estaba arrodillado en las piernas de mi hija. Él fue el primero en
recibir mi ataque. Solté con total furia la herramienta sobre su cabeza,
y no lo niego, ¡quería matarlo! Soltó un grito de dolor mientras sentía
como las puntas del rastrillo se habían clavado sobre su rostro. De
inmediato continué mi ataque, golpeé a otro y pude ver como soltaba
un revolver, que rebotaba contra el suelo.
—¡Corré Belén!
Grité, al tiempo que embestía a los restantes dos. Intentaron
un contraataque, pero les fue infructuoso, rompí el rastrillo sobre la
cabeza de uno, y con la punta que se formó en el palo, se lo clavé en
el estomago al otro. Me volví y corrí tras Belén, me enredé con sus
pantalones y caí. Los tomé y seguí tras ella.
Le grité que doblara, pero no me escuchó y siguió adelante.
Logré alcanzarla y nos ocultamos en un pequeño espacio que había
entre dos panteones. Me abrazó con fuerza mientras lloraba, pero no
era tiempo para eso, nos estaban siguiendo. Le hablé con firmeza para
que mantuviese silencio. Le di sus pantalones para que se los pusiera
mientras observaba los movimientos de los malvivientes. Alcancé ver
una linterna que pasó por el pasillo de al lado.
Aunque estaba extremadamente asustada, logró mantenerse
callada. Le dije que había que correr. Esperamos por un relámpago
para tener una idea de por donde debíamos ir, hasta que por fin se
produjo. Corrimos, yo detrás de ella. Esta vez si doblamos en el pasillo
del portón de salida. A unos veinte metros de alcanzarlo, una sombra
surgió de un pasillo y me empujó hacia la pared. Algo se clavó en mi
espalda cuando golpeé las lápidas, caí sentado y sentí como el culpable
de mi dolor tocaba mi mano, era un florero de metal.
Suerte y destino 51
—¡Papá!- gritó Belén.
—¡No te detengas, corré! Le respondí.
La luz de la linterna me encegueció unos instantes. Vi que en la
otra mano portaba el revolver. Me insultó y apretó el gatillo. Cerré los
ojos esperando la definición, pero el único sonido que se produjo fue
un clic. Dirigí mi vista hacia él, para verlo accionar el gatillo otras tres
veces. Tomé el florero y se lo lancé pegándole en la frente, haciéndolo
caer. Me levanté y corrí hacia la salida, Belén reinició su marcha al
verme. Cerca del portón pude escuchar un disparo y como la bala
rebotaba cerca de mí. Giré y vi que se estaba levantando, no podíamos
parar.
Al llegar al portón vi que ella iba directamente hacia el auto,
grité que no se subiera, pero un trueno silenció mi grito. Se sentó al
volante y cuando estaba por llegar al vehículo, escuché asombrado
el ronroneo acelerado del motor. Al llegar a la puerta Belén estaba
pasándose para el lado del acompañante. Subí y aceleré, tratando de
controlarme para que el barro no me despistara.
Nos estábamos alejando y miré a mi nena. Estaba llorando con
sus manos en el rostro toda acurrucada.
—Tranquila Belén, ya paso; dije, mientras acariciaba su cabeza.
Se inclinó hacia mí y me abrazó. Miré por el espejo retrovisor,
la oscuridad me tranquilizó un poco. Entre sollozos, mi hija alcanzó a
decirme:
—Por suerte estabas ahí para salvarme, papá.
Observé nuevamente por el espejo. Un relámpago terminó con
la oscuridad y me permitió ver la figura del cementerio a lo lejos. Volví
la vista al camino y con lágrimas en los ojos alcancé a decir:
—No fue suerte hija… no fue suerte.
Suerte y destino 53
Suerte y destino 55
La azafata volvió a gritar, opacando los ruidos que se sucedían
alrededor. Tomé su mano para tratar de brindarle un poco de consuelo,
aunque sabía que sería en vano. Con mi otra mano acaricié su cabeza
observando su rostro todo transpirado con gestos de evidente dolor.
Sentí como mis dedos se estrujaban ante un fuerte apretón, tal vez si
le brindaba un poco de consuelo después de todo. Cerré los ojos unos
instantes y no pude evitar recordar el comienzo de todo.
Observaba con indiferencia los autos que circulaban por la
autopista mientras el taxista hablaba de temas triviales, aunque no
le respondía, el imbécil no se callaba. La monotonía de realizar un
recorrido que he realizado miles de veces agravaba mi cansancio,
deseaba subir cuanto antes al avión para poder dormir un poco y
disfrutar un poco de silencio. El sol comenzaba a mostrar sus primeros
rayos de una mañana muy fría de julio que no podré aprovechar. Hoy
era mi día libre que un maldito llamado me lo arruinó.
El movimiento del aeropuerto era el típico de un domingo. Con
mi cabeza apoyada en el asiento y mis ojos entrecerrados pude ver
como el chofer descendía presuroso del vehículo para bajar la maleta
del baúl, al tiempo que la puerta se abría para que yo pudiese salir. Bajé
y coloqué mi mano en el bolsillo para sacar una de las monedas que
siempre tengo preparadas para estos casos. Tomé mi maleta y le pagué
al taxista, esperé el vuelto. Siempre dejo propina, hoy no.
Me dirigí a la ventanilla de la aerolínea sin prestarle mucha
atención a las cosas que se sucedían alrededor, las típicas cosas que
se sucedían siempre. En la cola había cerca de diez personas, tiré mi
cabeza hacia atrás para aliviar un poco la tensión del cuello. Mi turno.
Me dirigí hacia la señorita de manera displicente, evidenciando mi
56 Marco Gaitán
desgano de estar en éste lugar. Tomé el boleto y fui en busca de la
puerta de embarque, ¡quería subir al avión de una buena vez!
Acomodé la maleta dentro del compartimiento sobre el asiento
con la computadora portátil en ella, no pensaba adelantar trabajo,
solo quería despejar mi cabeza. Me tiré sobre el asiento con los ojos
cerrados y me quedé así por unos instantes. Me enderecé y comencé
a realizar todas esas pequeñas tareas molestas que hay que hacer para
poder viajar, el cinturón, el celular, etc. Mire hacia el costado, el asiento
vacío, por suerte. No muchos viajan en clase ejecutiva un domingo a
la mañana.
Miraba por la ventanilla con la vista perdida en no se qué cuando
una voz me interrumpió. Giré con toda la intención de pedirle un vaso
de whisky que me ayudara a dormir, como siempre hago, pero me
atraganté y no pude emitir sonidos. Debo decir que hasta éste momento
nunca había creído en el amor a primera vista, pues bien, ahora soy
creyente. No voy a decir que la azafata era la mujer más bonita del
mundo, pero me deslumbró como nunca nadie lo había hecho antes.
No se si fue su mirada, su sonrisa o el mechón de pelo castaño que le
tapaba un ojo lo que causo una revolución de sentimientos en mí, pero
me enamoré de ella.
No quiero imaginar la cara de estúpido que debo haber
tenido, pero su risita lo decía todo. Me volvió a repetir la pregunta y
tragando saliva pude responder. Me incliné en el asiento para poder
ver su figura mientras se alegaba y quede fascinado de su forma de
caminar. Me enderecé y noté que ya no estaba cansado, estaba con
mi cabeza pensando en mil ideas por minuto tratando de encontrar
una conversación original para cuando ella volviera, pero nada surgió.
Suerte y destino 57
Llegó y me alcanzó el vaso con una hermosa sonrisa, solo pude darles
las gracias. Sonrió y bajó su mirada, llámenme loco, pero sentí que ella
también se había enamorado de mí.
Miraba el océano tratando de encontrar algún tema de
conversación, pero nada surgía. Nunca me había costado hablar con
las mujeres, incluso siempre fui exitoso con el sexo opuesto, pero
hoy no. No con la mujer que más me ha interesado en conquistar. La
veía ir y venir por el pasillo, y cada vez nos cruzábamos la mirada y
sonreíamos, para terminar siempre bajando la vista. Miré mi vaso, aún
no le había dado un sorbo, lo tomé todo de un solo trago y me dispuse a
pedir otro. Apoyé el vaso sobre mi rodilla que se movía de arriba abajo
evidenciando mis nervios. La vi venir y le hice señas, sonrió al verme.
La observaba venir cuando cayó al suelo.
Me gustaría decir que tropezó por los nervios de venir hacia
mí, pero no, lamentablemente se debió al brusco movimiento de la
aeronave que nos hizo a todos saltar de nuestros asientos. La explosión
que acompañó al cimbronazo evidenciaba que no se trataba de una
típica turbulencia. Me incliné hacia la ventanilla y me vista se ubicó en
el motor del ala izquierda que desprendía un humo negro muy espeso.
Solo atiné a maldecir.
De inmediato se sucedieron todos los pasos que las aeromozas
nos indican antes de despegar mientras los gritos provenían desde todo
el avión. Observé como los otros pasajeros se colocaban los salvavidas
y la máscara de oxigeno, yo no hice nada de eso. Estaba indignado, por
fin conozco a la mujer que puede cambiar mi vida y me voy a morir en
este maldito avión. Una nueva explosión, esta vez del lado derecho.
Cerré los ojos y sentí como el avión ya iba en picada.
58 Marco Gaitán
La voz del capitán diciendo no se qué me hizo reaccionar.
Pude observar como la azafata que se había adueñado de mi corazón,
ayudaba a un hombre ya mayor a colocarse el salvavidas al cuello.
Luego con un gran esfuerzo se dirigió hacia la pequeña cocina en la que
desarrollan su trabajo las aeromozas. Me paré con mucha dificultad y
me dirigí hacia donde estaba ella agarrándome de lo que encontraba
en el camino.
Con mucha dificultad alcancé a llegar y la vi agachada buscando
algo en los cajones de la mesada. Al reincorporarse giró y me vio, y
a diferencia de lo que esperaba, se quedó callada mirándome. Y
como había sucedido en todo el viaje, no supe que decir; por lo que
me acerqué y sin mediar palabras, la besé. Fue un beso muy tierno,
para nada parecido a los que acostumbro a dar cuando conozco una
mujer, donde lo que prevalece es la lujuria. Pero no ésta vez, donde
apenas se rozaron las puntas de nuestras lenguas. Nunca había
sentido algo parecido y quería que este momento durara para siempre.
Nos separamos y abrí mis ojos lentamente para ver sus grandes ojos
acompañados de esa hermosa sonrisa.
No sé por qué hicimos lo que sigue a continuación, tal vez la
proximidad de la muerte nos llevó a hacerlo, el deseo de no morir sin
saber lo que es estar con la persona que amas, aunque ni siquiera sepas
su nombre. Pero así fue. La tomé de su cuello y la acerqué hacia mí
para besarla con toda la pasión que tenía dentro. Nos fuimos al suelo
y allí hicimos el amor, y aunque apenas si duro unos minutos, o tal vez
menos, fue el momento más feliz de mi vida, de nuestras vidas. Nos
acurrucamos contra la pared y esperamos que el avión se estrellara, ya
no importaba nada más.
Suerte y destino 59
Un nuevo grito me hizo volver a la realidad. El apretón en mi
mano era aún más fuerte que el anterior, quise decir unas palabras
de aliento, pero sólo surgió de mí un fino hilo de voz que nadie oyó.
Giré mi cabeza hacia la doctora que pedía un último esfuerzo. Y fue allí
cuando vi la pequeña cabecita surgir de entre las piernas de mi mujer,
ahora era yo quien apretaba la mano de ella.
Mi linda azafata estaba tirada en la cama exhausta, me acerqué
y me senté a su lado. Estábamos mimándonos cuando una enfermera
ingresó con la pequeña beba en brazos. Gentilmente se la entregó a
la mamá primeriza y me quedé viendo la cosita más hermosa que he
visto, y sólo atiné a acariciar un cachete. Ninguno de los dos pudo
evitar soltar algunas lágrimas, ninguno quería evitarlo. La enfermera
que se nos había quedado observando, nos preguntó si ya habíamos
elegido un nombre. Nos miramos con mi mujer con el mismo amor
con el que siempre nos hemos visto y sonreímos; por supuesto que
ya lo habíamos elegido, lo hicimos apenas supimos que estábamos
embarazados; se llamaría Milagros.
Suerte y destino 61
Suerte y destino 63
Ya llevaba varias horas de manejo y el cansancio comenzaba
a hacer mella en mi cuerpo, aunque le resté importancia. Había
conducido toda la noche para evitar el calor abrasador que azota a
la provincia en el mes de enero, pero debo decir que no fue una muy
buena idea que digamos. Es que el auto se dirigía hacia el Este y el
surgir desde el horizonte de los primeros rayos del febo, como lo llama
mi abuelo, incitaban a mis ojos a cerrarse.
Decidí que pararía en el próximo pueblo, aunque debía aún ver
si tomaría un café o me quedaría a dormir. Y aunque 15 kilómetros
pueden parecer muy pocos, cuando el sueño hace pesar los parpados,
esos pocos kilómetros se hacen interminables, más aún si en la ruta el
movimiento es muy escaso.
Miré la banquina por enésima vez y algo en mi me pedía que
estacionara a dormir en ella, pero le hice caso omiso, sabía que podía
llegar al pueblo. Debía parar, pero no lo hice. Y maneje sin conciencia
de que lo estaba haciendo. Si me preguntan, no recuerdo nada de esos
minutos en los que conducía adormecido, como un zombi.
De repente, un fuerte agarrón en el brazo me despertó. Sí, me
despertó. El dolor que sentí en mi antebrazo derecho fue terrible,
tanto que me instaba a gritar. Un agarrón extraordinariamente fuerte,
proveniente evidentemente de la desesperación. Abrí los ojos, y la
verdad, no se cuanto tiempo los habré tenido cerrados. Miré hacia el
costado y aunque todo me pareció en cámara lenta, todo paso en un
instante. Vi a mi hermana con cara de susto que me gritaba:
—¡DESPERTATE, PELOTUDO!
Atiné a dirigir mi vista hacia el frente, aunque no comprendía
nada de lo que pasaba. Y fue ahí cuando lo vi. Fue en ese momento
64 Marco Gaitán
en que realmente me desperté. La trompa de mi Renault 12 blanco
se encontraba sobre la mitad de la ruta en trayectoria directa hacia
un colectivo doble piso que estaba ya a unos 50 metros, haciéndome
todas las señas de luces que uno se pueda imaginar. Y seguramente
acompañado de un bocinazo interminable, aunque no oí nada. Creo
que el susto de verlo me dejó sordo por unos segundos.
Instintivamente giré el volante, y digo que fue el instinto porque
no había tiempo para pensar nada. El auto giró hacia la derecha y fue
directo a la banquina, que por suerte y extrañamente en mi país, estaba
en buenas condiciones. Y como fue que el vehículo no volcó o que ni
siquiera hiciera un trompo, no tengo la menor idea. No se cómo hice
para poder controlarlo, ya que no soy un conductor experto. Pero así
fue, el doce quedo con dos ruedas sobre la banquina y las otras sobre la
ruta, inmóvil, apacible, como si nada hubiese ocurrido.
Todo lo contrario a mi. El corazón se me salía del pecho y
sus pulsaciones marcaban el ritmo de mi respiración. Mis manos
estrangulando el volante y mis ojos cerrados, sin embargo, esta vez
era consciente de ello. Paso un largo rato para que pudiese salir de
ese trance, de recuperar mis sentidos, de nuevamente escuchar los
sonidos que se sucedían alrededor. Mi vista se clavó en mi brazo para
ver la marca colorada de los cinco dedos, marca que me duro un par de
semanas. Y comencé a llorar.
Ya han pasado dos años de esto y cada vez que lo recuerdo, se me
pone la piel de gallina y no puedo evitar el llanto. Pero no tanto por lo
que les he contado, sino por lo que se sucedió a continuación. Cuando
miré al asiento del acompañante y su lugar vacío; y caí en cuenta de
Suerte y destino 65
que quien me despertó esa mañana de sábado llevaba muerta ya diez
años. Cuando caí en cuenta que ese viaje lo inicié solo, pero lo terminé
acompañado.
ORDEN
DEL LIBRO
SUERTE Y DESTINO
Bella y joven .................................................................................... 11
El premio ........................................................................................ 17
La invasión ..................................................................................... 23
Día normal ..................................................................................... 31
Cuenta regresiva ............................................................................ 37
Mala suerte .................................................................................... 43
Milagros ......................................................................................... 53
El viaje ........................................................................................... 61
Este libro se terminó de imprimir en el mes de Marzo de 2011,por orden de EL MENSÚ ediciones en
Bibliografika de VOROS S.A. Bucarelli 1160,Buenos Aires, República Argentina.