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de la Palabra Klemens Stock Comentario a los Evangelios dominicales y festivos Ciclo B \

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de la Palabra Klemens Stock

Comentario a los Evangelios dominicales y festivos

Ciclo B

\

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Klemens Stock

La Liturgia de la Palabra

Coméntanos a los Evangelios dominicales y festivos

Ciclo B (Marcos)

SAN PABLO

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© SAN PABLO 2005 (Protasio Gómez, 1145. 28027 Madrid) Tel. 917425 113 - Fax 917 425 723

© Klemens Stock S.J. 2002

Título original: ha liturgia della Parola Traducción: Francisco Pérez Herrero

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1.28021 Madrid * Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISBN: 84-285-2808-X Depósito legal: M. 41.572-2005 Impreso etiArtes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España

Introducción

Hablando de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, el Vaticano II afirma a modo de introducción:

«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21). A estas dos mesas corresponden, en la celebración de la Santa Misa, la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística (cf Sacrosanctum concilium, 56). Cristo está presente tanto en su Palabra como en su Cuerpo y en su Sangre. De las dos mesas ha de llegar a los creyentes el pan de la vida.

Jesucristo mismo es el pan de la vida (Jn 6,35) y la luz del mundo (Jn 8,12). En la proclamación de la Sagrada Escritura y en su explicación por medio de la homilía, él mismo debe hacerse vitalmente presente y debe mostrarse eficaz como pan y como luz. Él, en quien habita «toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9) y que con su obra y su camino a través de la pasión, muerte y resurrección ha lle­gado a ser «el salvador del mundo» (Jn 4,42), debe hacerse presente a los creyentes, debe fortalecerlos en la fe, la espe­ranza y el amor, debe colmarlos de su propia vida. Con su comportamiento en relación con Dios Padre y en relación

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6 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

con los hombres, él debe convertirse en modelo para ellos, ofreciéndoles luz para caminar por el sendero justo.

Sin subestimar los demás escritos, el Concilio afirma: «Todos saben que entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador» (De¿ Verbum, 18). De aquí que no haya liturgia de la Palabra en la que no se anuncie un pasaje evangélico. Para que llegue a ser conocida la riqueza de los Evangelios, domingo tras domingo, se leen predominantemente, a lo largo de cada año, los pasajes de un mismo Evangelio. Esto sucede con un ritmo de tres años y vale para los tres primeros Evangelios (Sinópticos). Hay, por tanto, un año para Mateo (A), un año para Marcos (B) y un año para Lucas (C). El evangelio de Juan no tiene un año propio, pero muchos de sus relatos se encuentran distribuidos en los tres años, apareciendo sobre todo en las fiestas. Cada año, por ejemplo, en muchos domingos de Cuaresma y en casi todos los domingos del Tiempo pascual se proclaman pasajes del evangelio de Juan.

El presente volumen ofrece comentarios sobre los rela­tos evangélicos de todos los domingos y fiestas del año B. Estos relatos pertenecen sobre todo al evangelio de Mar­cos, pero también al de Mateo, Lucas y Juan. Seguimos el orden de los domingos; las fiestas particulares ocupan una sección propia. Una parte de las explicaciones sobre los pasajes del evangelio de Marcos se publicaron ya en el libro Gesú, la Buona Notizia. Algunas explicaciones de Mateo, Lucas y Juan están tomadas de los libros corres-pondieates (Gesü annuncia la beatitudine; Gesú, la bontá di Dio y Gesú, il Fuglio di Dio). Más de 25 explicaciones son nuevas, redactadas expresamente para tener a disposición un ciclo completo del Año B.

Introducción 7

Estos comentarios no son predicaciones hechas. Pre­tenden ayudar a escuchar la palabra del Evangelio, po­niendo de relieve el contenido principal de su mensaje. Pueden servir así para la preparación de una homilía, pero pueden también ofrecer un estímulo para la meditación y la oración. Al final de cada comentario se encuentran algunas preguntas. Quieren ser un punto de partida para la reflexión, ayudando a fijar la atención sobre los puntos principales y a profundizar el encuentro con el mensaje del Evangelio. Tales preguntas quieren mostrar que no es suficiente la simple lectura o escucha del texto. Este exige una entrega personal y pide de cada lector que encuentre y experimente la luz y la fuerza vital que se le ofrecen, sin­tiéndose interpelado directamente en su modo de vida.

El primer versículo de la obra de Marcos suena así: «Comienzo del Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios». En unos términos de una densidad extraordinaria, se expresa el contenido y el objetivo de todo el escrito. La obra de Marcos es concebida como el Evangelio, la Bue­na Noticia por antonomasia, presentada en la afirmación: «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios». El evangelista habla del personaje concreto, determinado, histórico de Jesús de Nazaret y lo define como el Cristo, el Hijo de Dios. Considera la comunicación de este hecho como buena noticia en un sentido singular e insuperable. No hay mo­tivo de gozo y de dicha más firme y sólido, porque no hay fundamento y garantía más segura para la vida y el futuro de todo ser humano. Todos pueden alegrarse, porque para todos queda abierto el camino hacia la realización plena de su vida y hacia la plena felicidad.

La causa de este gozo es el mismo Dios, el único que puede fundamentar la felicidad de manera fidedigna e inquebrantable. La Buena Noticia dice que, en la persona

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8 La Liturgia de. la Palabra - Ciclo B

de Jesús de Nazaret, Dios ha mandado a su propio Hijo, comprometiéndose definitivamente por medio de él en favor de la humanidad. Y mediante su Hijo, que es el Cristo, es decir, el último y definitivo rey y pastor, Dios creará su reino de vida imperecedera, de amor infinito y de bondad.

Cada pasaje del evangelio, y todo él en su globalidad, comunican esta decisión definitiva y esta acción resolutiva de Dios. El objetivo de la Liturgia de la Palabra es preci­samente anunciar de manera siempre renovada y hacer resonar en el corazón de los fieles lo que Dios ha llevado a cabo en su Hijo Jesús, despertando en ellos fe, agradeci­miento, amor, gozo, ánimo y esperanza.

Tiempo de Adviento

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Primer domingo de Adviento

El Señor está con nosotros en su creación y en su palabra (Me 13,33-37)

(En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos): 33Mirad, vigilad; pues no sabéis cuándo es el momento. 34Es igual que un hom­bre que se fue de viaje y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. 35Velad en­tonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer. 36No sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. 37Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!

En su último discurso, Jesús orienta la mirada de los dis­cípulos hacia el futuro, mostrándoles a grandes rasgos lo que les aguarda. Al final les dice lo que han de hacer, ex­hortándoles a la vigilancia (13,33). Previamente les había anunciado que la venida del Hijo del hombre en gloria concluiría la historia del mundo e inauguraría la situa­ción del cumplimiento eterno (13,24-32: 33Q Domingo del Tiempo Ordinario).

Jesús compara la situación de sus discípulos a la de los

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criados a quienes el señor, antes de partir, ha confiado sus bienes, sin darles a conocer el momento de su retorno. También nuestra situación se caracteriza por el hecho de que nuestro Señor no está presente, no está al alcance de nuestros ojos. Pero todo lo que poseemos lo hemos reci­bido de él; él nos lo ha confiado, poniéndolo en buenas manos. Es cierto que el Señor no está presente, pero nos ha dejado su palabra y nos ha dicho cómo debemos com­portarnos y cómo debemos usar los bienes que nos ha con­fiado. Aunque desconozcamos el momento, es totalmente seguro que él volverá y nos pedirá cuentas.

Nuestro Señor no está presente de un modo que poda­mos verlo. Dios, que lo ha creado todo, permanece ocul­to; habita en una luz inaccesible (cf ITim 6,16). Con su resurrección, Jesús ha entrado en la plena comunión con Dios. También él se ha hecho invisible, hasta que se mani­fieste en su segunda venida. Los hombres podemos tener la sensación de estar solos en este mundo y abandonados a nuestras solas fuerzas. A Dios no se le puede encontrar en ninguna parte y parece como si no se preocupara de lo que, para bien o para mal, sucede en este mundo. Este ocultamiento de Dios puede llevar a una valoración equi­vocada de nuestra situación. Podemos pensar que este Se­ñor ni siquiera exista, o que no le importe absolutamente nada loque hacemos o lo que acontece. La consecuencia sería que podemos hacer cuanto queramos, porque nadie tendrá que dar cuenta de sus acciones. Pero este Señor, que parece tan oculto, está presente en lo que él ha creado y en lo que ha dicho su Hijo.

El cieador está oculto, pero su creación nos rodea; más aún, nosotros mismos pertenecemos a ella. Un dato incon­trovertible es que nosotros no hemos creado el mundo ni nos hemos creado a nosotros mismos, sino que todo nos

Tiempo de Adviento. I domingo 13

lia sido dado y confiado. Intentamos descubrir las leyes y ordenamientos a los que responden los fenómenos natu­rales y, en correspondencia con ellos, construimos todos los artefactos técnicos. Pero no podemos cambiar ni si­quiera una sola de esas leyes, y tampoco podemos crear un solo gramo de materia. El Creador está oculto, pero su obra es el fundamento de nuestra vida, manteniéndonos continuamente ocupados. Tampoco se ha creado nadie a sí mismo. Todo lo que uno posee -su vida y su espíritu, su capacidad para aprender y trabajar, su tiempo- lo ha reci­bido, se le ha confiado. Es indudable que, como los criados de la parábola, nosotros no somos dueños autónomos ni propietarios de nada; somos administradores, y deberemos rendir cuentas a nuestro Creador y Señor. Hemos de tra­tar a la naturaleza y a nosotros mismos no según nuestros gustos, sino según la voluntad del Creador.

Pero el Señor oculto está con nosotros igualmente a través de su palabra. Dios nos ha hablado por medio de su Hijo Jesucristo. Respecto a la validez absoluta de sus palabras, el mismo Jesús dice en su discurso escatológico: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (13,31). En este discurso asegura también que el Señor oculto vendrá, aunque se desconozca el momento, y se manifestará en su gloria (13,26). La vida de cada hombre se encamina hacia esta maravillosa revelación, y cada uno ha de vivir de tal modo que pueda ser alabado por su Señor. Previamente, Jesús había dicho: «El que se aver-güence de mí y de mis palabras ante esta generación infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los san­tos ángeles» (8,38). Al final, advierte: «¡Mirad, vigilad!» (13,33).

La exhortación: «¡Cuidado, estad atentos!» la repite

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Jesús cuatro veces a lo largo del discurso escatológico (13,5.9.23.33). Sus discípulos han de prestar mucha atención y necesitan disponer de una inteligencia aguda y crítica. Esta ha de probarse sobre todo haciendo frente a la seducción de los falsos profetas (13,5-6.21-23) y permane­ciendo fieles a Jesús y a su palabra. Precisamente cuando se trata del futuro, los falsos profetas se muestran parti­cularmente entregados a sus predicciones y sus cálculos, encontrando fácil acogida. Nosotros hemos de confiar sólo en Jesús. Debe bastarnos su afirmación sobre la venida segura del Hijo del hombre (13,26), cuyo momento sólo Dios lo conoce (13,32). Aunque la curiosidad o el ansia nos atormenten, no podemos saber al respecto nada más que lo que dice esta afirmación de Jesús. Hemos de confiar en su palabra. Ella nos dará seguridad y ánimo.

La otra exhortación: «¡Velad!» la repite Jesús también cuatro veces en el pasaje conclusivo (13,33.34.35.37). En Getsemaní dirá: «¡Velad y orad!». La cuarta vez Jesús dirige su exhortación no sólo a los discípulos, sino a to­dos: «Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!» (13,37). No se trata de que los discípulos, y todos los de­más con ellos, deban renunciar al sueño; se trata más bien de la vinculación pronta y viva con su Señor («¡Orad!»), una vinculación que nunca se ha de echar en el olvido; que le estén agradecidos siempre por la creación y por su palabra; se trata de orientar siempre la vida a la luz de su palabra y de su ejemplo, de acercarse a él y entrar en comunión con él de manera gozosa y confiada. Si viven así, estarán en vela. Su Señor puede venir en cualquier momento. Los encontrará preparados para él. Distinto será si valoran erróneamente la situación, si olvidan al Señor o sostienen no tener ningún señor; si pretenden ser dueños absolutos, creyendo que pueden disponer a

I ¡empo de Adviento. I domingo 15

capricho de su propia persona, de la de los demás y de los bienes que se les ha confiado. Lejos de estar preparados, se abandonarían a un sueño y a una ilusión. La venida del Señor supondría entonces un mal despertar.

La palabra de Jesús es una luz diáfana para nosotros. Nos muestra la situación real en la que nos encontramos y nos permite vivir nuestra existencia correctamente, de modo que podamos estar preparados para el maravilloso encuentro con nuestro Señor y nuestro Dios.

Preguntas

1. ¿Cuáles son las características esenciales de nuestra situación?

2. ¿Qué es lo que nos impide vivir correctamente? 3. ¿A qué debemos estar atentos sobre todo, según las

exhortaciones de Jesús?

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Segundo domingo de Adviento

«¡Preparad el camino del Señor!» (Me 1,1-8)

'Comienzo del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. 2Como está escrito en el Profeta Isaías -«Yo envío mi mensajero delan­te de ti para que te prepare el camino. 3Una voz grita en el de­sierto: Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos»-, 4se presentó Juan a bautizar en el desierto predicando un bau­tismo de conversión para el perdón de los pecados.5Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. 6Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de salta­montes y de miel silvestre. 7Y proclamaba: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. 8Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

Los cuatro domingos de Adviento tienen los mismos ras­gos en los tres años litúrgicos. El primer domingo invita a tenderla mirada hacia la definitiva revelación del Señor al final de los tiempos. En el segundo y tercer domingo apare­ce Juan Bautista, que prepara la venida del Señor. El cuarto domingo nos presenta a María. El Hijo de Dios crece en su seno. La venida de Dios tiene lugar de este modo extraor­dinario: su Hijo se encarna, comparte con nosotros toda su vida humana y su destino y nos hace partícipes de su co­munión con Dios Padre. Juan prepara la venida del Señor mismo, no la de otro profeta, por muy grande que pudiera ser. Marcos refiere el modo en que vestía: «Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura» (1,6). Junto a Elias, Juan es el único personaje bíblico que lleva esta correa de cuero, y Elias es reconocido precisa­mente por ese atuendo (2Re 1,8). Juan es el Elias cuya segunda venida se esperaba (Mal 3,1.23; cf Me 9,11-13).

Tiempo de Adviento. U domingo 17

Elias se comprometía sólo por Dios, no por ningún otro profeta. El hecho de que la venida de Jesús sea preparada y que tenga un precursor de tal calidad dice ya muchísimo sobre la posición de su persona. Cuando él viene, es Dios mismo el que viene en la persona de su Hijo.

La actuación de Juan es doble: dice a sus oyentes lo que en ese momento deben hacer (1,4-5) y anuncia cómo actuará el que viene después de él (1,7-8). Las personas a las que Juan se dirige deben convertirse y hacerse bauti­zar, para que sus pecados puedan ser perdonados. Deben reflexionar sobre su relación con Dios y volverse a él. Los seres humanos tendemos casi por naturaleza a alejarnos de Dios, que está oculto y no lo podemos ver, mientras que nos acercamos a las criaturas de Dios -hombres o cosas-, que nos rodean y que alcanzamos a ver. Olvidamos a Dios, nuestro Creador y Señor, y hacemos de las criaturas nues­tros ídolos, centrando en ellas nuestro interés y nuestra esperanza. Nos ponemos al servicio de las criaturas, los bie­nes, la salud, el poder, el placer, etc., y esperamos de ellas una vida colmada, realizada y feliz. Cuando Juan llama a la conversión, invita a reflexionar: ¿Quién es realmente tu Dios? ¿Qué es lo que ocupa el centro de tu vida? ¿Hacia dónde se dirigen tus deseos y tus esperanzas? ¿Qué es lo que quieres alcanzar en la vida? ¿En qué empleas tu tiempo y tus fuetzas? La conversión nos debe reconducir a Dios, de modo que ya no le demos la espalda, sino la frente; nos debe llevar a buscar su voluntad y a reordenar nuestro comportamiento. Dios debe estar de nuevo en el centro y, a partir de él, debemos asignar a los hombres y a las cosas el puesto que les corresponde.

La conversión, es decir, el retorno a Dios y el reordena­miento de nuestras relaciones, desemboca en la confesión de los pecados y el bautismo. Quien reflexiona sobre Dios,

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toma conciencia de sus propias faltas. Quien manifiesta sus faltas, reconoce la propia culpa y confiesa que tiene necesidad de perdón. También el bautismo expresa que una persona es impura y quiere ser purificada. Entre los ju­díos había abluciones religiosas y baños que servían para la purificación cúltica. Pero Juan es el primero que bautiza a otros y los sumerge en el Jordán. De ahí que se le conociera con el nombre de «Bautista», nombre referido a él no sólo por el Nuevo Testamento, sino también por Flavio Josefo. El hecho de que uno tenga que ser sumergido en el agua por otro revela que nadie puede purificarse por sí mismo de los pecados; puede a lo sumo prepararse a esa purificación y pedir a Dios el perdón.

Todo aquello a lo que Juan introduce se refiere a la relación con Dios. Para poder encontrar a Dios son necesarios un corazón puro y unas manos puras (cf Sal 24,4). No podemos darnos a nosotros mismos esa pureza; debemos reconocer nuestras impurezas y pedir a Dios el perdón. Todo lo que Juan hace y pide está mostrando que él cuenta con la venida de Dios y que quiere preparar a sus oyentes al encuentro con él. Juan prepara a sus oyentes también con la descripción que ofrece del que ha de venir. Lo parangona a sí mismo desde tres ángulos y subraya la superioridad incomparable que le caracteriza. El que ha de venir es más fuerte que él. Por otra parte, le supera tanto en dignidad que Juan no es digno ni siquiera de desatarle las sandalias, es decir, de rendirle el más humilde servicio de esclavo. Finalmente, Juan compara también la actividad de ambos: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bauti­zará con Espíritu Santo» (1,8). El agua no puede purificar realmeate de los pecados; tiene un significado simbólico y puede indicar esta purificación. Pero el que viene después de Juaa dispone del Espíritu Santo y puede bautizar con

Tiempo de Adviento. II domingo 19

este Espíritu, que es la fuerza y la vida de Dios. Del Espí­ritu pueden disponer sólo Dios mismo y el que está en la más íntima vinculación con Dios. Con la purificación y el perdón de los pecados quedan eliminados todos los obstá­culos. Con el bautismo en el Espíritu Santo viene dada la comunión con Dios, que es el mayor de todos los dones. Juan puede sólo preparar e invitar a la preparación; puede anunciar a aquel que da el Espíritu Santo. Sólo Dios mismo y el Hijo de Dios pueden comunicar el Espíritu Santo y dar, por medio de él, la comunión de vida con Dios.

La obra de Juan tuvo lugar hace dos mil años, pero sigue conservando su valor; no ha perdido actualidad. Tampoco nosotros podemos encontrar al Señor, si no nos conver­timos a él, reconocemos nuestros pecados, reordenamos nuestra vida y le pedimos perdón. No podemos siquiera convertirnos de una vez por todas; necesitamos comenzar siempre de nuevo. Después de Juan ha venido Jesús, que se ha manifestado a sí mismo a través de sus obras. También este hecho sigue conservando su validez, es decir, sólo él puede comunicar el Espíritu Santo, da la vida de Dios y la comunión de vida con él. Juan ha anunciado esta Buena Noticia. Nosotros debemos comprenderla siempre de nue­vo y cada vez con mayor profundidad.

Preguntas

1. ¿Cómo se muestra en el atuendo y en la actividad de Juan el hecho de que, después de él, viene el Señor mismo?

2. ¿Cuál es el mensaje que Juan nos transmite hoy? 3. ¿Cómo bautizó Jesús en el Espíritu Santo y qué nos ha

dado por medio de ese bautismo?

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20 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Tercer domingo de Adviento

Juan, el testigo (Jn 1,19-28)

19Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan para preguntarle: Tú, ¿quién eres? 20É1 confesó sin reser­vas: Yo no soy el Mesías. 21Le preguntaron: Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elias? Él dijo: No lo soy. ¿Eres tú el Profeta? Respon­dió: No. 22Y le dijeron: ¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? 23E1 contestó: Yo soy «la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor» (como dijo el profeta Isaías). 24Entre los enviados había fariseos, 25y le preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elias, ni el Profeta? 26Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, 27el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. 28Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

Siguiendo a los Evangelios sinópticos, nosotros llamamos a este personaje «Juan Bautista». También el cuarto evangelio recuerda continuamente que Juan bautizó, pero jamás le da el título de «Bautista». Considera que su misión se centra en hacer que Israel conozca a Jesús (1,31). Su bautismo tiene incluso esta función. De ahí que, desde la primera vez que lo menciona, el cuarto evangelio lo define como «el tes­tigo déla luz» (1,6-8). Esta misión de Juan -dar testimonio de Jesús- es tan importante que en el prólogo se le presenta dos veces como «testigo» (1,6-8) y en referencia a su testi­monio (1,15). Por eso, si nos atenemos al cuarto evangelio, debería ser llamado «Juan el testigo». La definición que da de él la Iglesia oriental, «Juan el precursor», queda abierta a su doble misión de bautista y de testigo.

Tiempo de Adviento. Iíí domingo 21

Cuando un dato es accesible a todo hombre y en todo tiempo, no hay necesidad de testigos. Todos pueden constatar que saltar diez metros de altura es difícil; no hay necesidad de probarlo. Pero existen también datos relacionados con un determinado lugar y con un determi­nado tiempo, o que son secretos y difíciles de determinar, a los que sólo unos pocos pueden acceder. Para tener una noticia segura de ellos debemos fiarnos de testigos dig­nos de crédito, de personas que han participado en esos acontecimientos o que han tenido acceso al secreto. Un clásico ámbito de testimonio es el proceso judicial. Los jueces, por lo general, no han asistido personalmente a los acontecimientos que deben juzgar. Deben, por tanto, fiarse de testigos para explicar cómo han sucedido realmente las cosas y sobre quién recae la responsabilidad. En manos de testigos están también el sentido del pasado y la com­prensión de la historia. Es un dato básico y fundamental de nuestra condición de seres humanos que muchísimas cosas, incluso muy importantes, sólo nos son accesibles por medio de testigos.

Juan es el testigo de la luz (1,6-8). Resulta paradójico que precisamente la luz tenga necesidad de un testigo. La verdadera luz resplandece para todo hombre (1,9). Los hombres, sin embargo, no se encuentran por su propia naturaleza en su resplandor. Como un tesoro escondido, la luz debe ser primero descubierta; sólo después de ser des­cubierta, resplandece y hace visible todo en su verdadera realidad. Característico de Jesús es que su verdadera rea­lidad no se encuentra simplemente en la superficie, siendo accesible con cualquier acercamiento. Él no se impone, no hace violencia ni fuerza a nadie; siempre es posible evitarle y prescindir de él. Jesús es la luz que exige la libre decisión del hombre y que no hace superflua esa decisión.

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22 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

A causa de este ocultamiento, Jesús tiene necesidad de testigos. Juan es su primer testigo, le hace accesible en su verdadera realidad y le pone de manifiesto como luz. Pero tampoco su testimonio es una prueba que coaccione: todos deben creer por medio de él (1,7). Su testimonio es cierto: quien cree en él, llega a Jesús como luz.

Bautizando, Juan ha causado impresión. El bautismo era algo tan insólito entonces y tan característico de Juan que se le llama «Juan Bautista» no sólo en los Evangelios sinópticos, sino también en la obra del historiador judío Flavio Josefo. Su obra de bautizador suscita una pregunta: ¿Adonde quiere llegar Juan actuando así? ¿Quién piensa que es? La pregunta le viene planteada'por una delegación que procede de Jerusalén, dando lugar a su primer testi­monio. Haciendo conocer la procedencia y la composición de esta delegación (1,19.24), así como el escenario donde Juan testimonia (1,28), el evangelista pone de relieve el carácter oficial o, en otras palabras, la notoriedad del tes­timonio. Juan habla como testigo y reivindica la propia credibilidad.

En su testimonio, Juan levanta acta de quién no es él (1,19-21), de quién es él (1,22-23) y de quién es el que viene después de él (1,25-27). Ya en el prólogo se había dicho de él: «No era la luz, sino que debía dar testimonio de la luz» (1,8). Juan comienza declarando quién no es él. Sobre este punto no había sido preguntado. Él mismo subraya desde el inicio y de manera muy enérgica: «Yo no soy el Cristo» (1,20). Esto no debe pasar ni siquiera por la cabeza. Juan excluye también ser una de las otras figuras que tienen una misión independiente, con entidad propia. De manera no menos decidida declara quién es él. Su acción tiene sólo un carácter preparatorio, pero es de absoluta importancia, habiendo sido anunciada en la

Tiempo de Adviento, ill domingo 23

Escritura y establecida por Dios. Él es sólo una voz que clama con fuerza, pero que clama anunciando la venida del Señor y exhortando a la preparación debida. Es recla­mo y preparación de aquel que viene detrás de él. Sobre tal personaje él se limita a hacer dos afirmaciones: está en medio de ellos, pero no le reconocen; tiene una dignidad tal que el propio Juan no es digno ni siquiera de prestarle el más humilde servicio de esclavo. Ocultamiento y dig­nidad continuarán caracterizando a Jesús. Él es la luz que resplandece ocultamente y, al mismo tiempo, la única luz verdadera.

El testimonio de Juan se hará todavía más claro. Por ahora él ha descrito sobre todo su propia misión. Pero esta descripción ha puesto ya de manifiesto lo que es esencial respecto a aquel que viene detrás de él.

Preguntas

1. Jesús no es la luz que resplandece radiante. En con­secuencia, ¿qué libertad se atribuye al hombre y qué responsabilidad al cristiano?

2. Jesús está oculto en medio de nosotros. ¿Dónde están sus testigos y qué pueden hacer para reclamar la aten­ción sobre él?

3. Juan cumple su misión. ¿Estamos también nosotros preparados para ver y cumplir la nuestra?

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2 4 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Cuarto domingo de Adviento

La vocación de María (Le 1,26-38)

26A1 sexto mes [del anuncio del nacimiento de Juan], el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, 27a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la Virgen se llamaba María.

28E1 ángel, entrando en su presencia, dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.

29Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.

30E1 ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. 3'Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, 33reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.

34Y María dijo al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?

35E1 ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. 36Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, 37porque para Dios nada hay imposible.

38María contestó: Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y el ángel la dejó.

A Zacarías se le ha anunciado el nacimiento y la misión de su hijo Juan. A María se le anuncia el nacimiento y el destiao de su hijo Jesús. Pero, en este caso, el anun­cio tiene lugar en el marco de una vocación. A María no solóse le da a conocer el nacimiento de su hijo; es a la vez llamada por Dios y capacitada para llegar a ser la

Tiempo de Adviento. IV domingo 25

madre de este hijo. Ella queda inserta en la serie de los grandes llamados, que han recibido de Dios una misión particular para el bien del pueblo de Dios. En el saludo del ángel -«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (1,28)- se señalan las coordenadas de su vocación: gozo, gracia y ayuda de Dios. La primera palabra del ángel es traducida habitualmente con un genérico «salve». Pero siempre que el mensajero del Señor se presenta en el con­texto de los orígenes de Jesús lo hace como portador de una gran alegría: ante Zacarías (1,14) y ante los pastores (2,10). Todo indica que precisamente su mensaje central y más importante no puede sino estar caracterizado por la alegría y que, consiguientemente, su primera palabra tiene el significado propio de chaire = ¡Alégrate! Así, desde el inicio, todo queda envuelto en un tono de gozo y regoci­jo. Lo primero que María escucha de parte del mensajero divino es: «Tú tienes todos los motivos para alegrarte. Lo que se me ha encargado comunicarte te atañe en lo más íntimo de tu ser. Tu estupor y tu conmoción deben ser sólo adhesión profunda y gozosa; deben ser sólo alegría. ¡Alégrate!». María no responde al momento con gozo ple­no. Queda conmovida, reflexiona, pregunta y pide una explicación ulterior, acepta con fe su misión. Sólo en el encuentro con Isabel se hará manifiesta la explosión de su gozo en su cántico de alabanza (1,46-55). El camino por recorrer es todavía largo, pero el gozo es el signo que hace reconocible la llamada por parte de Dios.

La segunda expresión del ángel, «llena de gracia», seña­la el motivo de este gozo: «Tú eres la llena de gracia», es decir, Dios te ha dado de manera definitiva e irrevocable su gracia, su favor, su benevolencia y su complacencia; ha volcado en ti su amor lleno de benevolencia». Este dato es tan fundamental que el ángel lo va a repetir: «Has en'

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contrado gracia ante Dios» (1,30). Es, además, tan carac­terístico de la persona y de la existencia de María que el ángel, al saludarla, no usa su nombre propio de «María», sino que la llama «llena de gracia», como si de un nombre nuevo se tratara. De este modo se expresa la relación que mantiene Dios con María, que es el fundamento de la vo­cación de María y de todo gozo. Podríamos decir que «Ma­ría» es el nombre que ella había recibido de sus padres y «Llena de gracia» el nombre que le es dado por Dios. Para poder comprender realmente lo que significa que María es llena de gracia y que Dios ha volcado sobre ella su amor deberíamos comprender primero quién es Dios. Algo de este estupor y de este asombro se expresa en el Sal 8,5, donde, frente a la obra de Dios y a la grandeza y majestad que en ella se revelan, el salmista se pregunta: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides?».

La tercera expresión del ángel, «El Señor está contigo», se refiere a la ayuda de Dios. No se habla de una presen­cia genérica de Dios, sino de su asistencia real, eficaz. La garantía de tal asistencia no la recibe cualquier israelita, sino que queda reservada para los grandes llamados de la historia del pueblo de Dios (Jacob, Moisés, Josué, Gedeón y David). En el cumplimiento de su misión, ellos no de­pender sólo de sus fuerzas humanas. Dios no se limita a llamar, abandonando después a los llamados a su propia suerte,sino que los acompaña y los capacita para llevar a cabo su misión. Continúa interesándose por ellos y perma­nece fiel. Les asegura su constante asistencia.

Maiía reacciona ante estas palabras del ángel desde un plano emocional y desde un plano racional: sorpren­diéndose («Se turbó») y reflexionando («Se preguntaba»). Se muestra abierta a este mensaje y se esfuerza por com-

Tiempo de Adviento. IV domingo 27

prenderlo con mayor profundidad. Toda vocación queda caracterizada por el hecho de que los llamados se dejan atrapar continuamente y cada vez con más intensidad por la llamada; se abren a ella con todo su ser e intentan comprenderla en su pleno significado.

En sus expresiones posteriores, el ángel señala la mi­sión de María: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». Desde su capacidad natural de mujer, María es llamada a dar la vida a Jesús. En su seno es donde él debe recibir su existencia humana. María le debe dar también el nombre y, antes que los de­más y con mayor solicitud, debe preocuparse de él. A ella se le confía enteramente la misión que una madre tiene en relación con su propio hijo. Se le pide una entrega total, corporal y espiritual, durante muchos años. María queda por completo al servicio de Jesús. Él, y no ella, es el Sal­vador y el definitivo Señor del pueblo de Dios (1,32-33). Pero a ella se la llama a prestar su servicio con el fin de que Jesús pueda llegar a la existencia humana y tener un desarrollo plenamente humano. Esta misión abarca todo el ser, todo el tiempo y toda la vida de María. La llamada de Dios la pone enteramente al servicio de Jesús.

Con su pregunta: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?», María pide una explicación ulterior. Hasta aho­ra el ángel ha hablado sólo de ella como madre y no ha mencionado a ningún padre. María se atiene a estas pa­labras del ángel, no las completa y no anticipa nada con reflexiones personales. Define la situación actual. Con la afirmación: «No conozco varón» hace referencia al hecho de ser virgen y dice al ángel: «Yo no sé cómo, siendo vir­gen, basándome sólo sobre mí misma, voy a poder realizar esta misión». María declara la propia insuficiencia para la misión que se le confía. También Jeremías exclama en

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el momento de su vocación: «iAh, Señor mío, yo no sé hablar, porque todavía soy demasiado joven!» (Jer 1,6). Y recibe de Dios esta respuesta: «No digas que eres dema­siado joven: adondequiera que yo te envíe, irás y hablarás. No les tengas miedo: Yo estoy contigo para protegerte» (Jer 1,7-8). Propio de una verdadera comprensión de la vocación por parte de Dios es el reconocimiento de la insuficiencia personal. Tal vocación no se caracteriza por una tranquila confianza en las propias fuerzas. Conoce las propias limitaciones y espera la ayuda de Dios.

El ángel ha asegurado ya a María la poderosa asistencia de Dios con la expresión: «El Señor está contigo». Ahora expone el modo en que esta asistencia se va a llevar a cabo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Con su poder vivi­ficante y creador, Dios capacitará a María para ponerse al servicio de la existencia de Jesús. Lo que ella no puede cumplir con sus propias fuerzas, se hace posible por la ac­ción del poder creador de Dios. Él permite que realice la misión que le ha confiado. María es la persona y el lugar en que se cumple la acción poderosa de Dios. Es así como él actuó al inicio en la creación y así es como actuará en la resurrección de los muertos. Jesús es el nuevo inicio que proviene de esta fuerza creadora de Dios. El es santo, pertenece totalmente a Dios. Es el Hijo de Dios, se debe en modo verdaderamente único a él, proviene de él por completo. María recibe así respuesta a su pregunta y queda invitada a creer en la acción benévola y poderosa de Dios, para quien nada hay imposible. La misión que comunica y confía a María es realizada también por medio de él. Pero es Mará con toda su persona, con su existencia corporal y de fe, la que se ve interpelada por la palabra de Dios y la que permanece implicada en el actuar de Dios.

I lempo de Adviento. ÍV domingo 29

Después de la sorpresa y la reflexión atenta (1,29) y tras la petición de esclarecimiento (1,34), María da su consen­timiento: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí se­gún tu palabra». Llamándola «llena de gracia», Dios le ha hecho conocer cuál es su relación con ella. Designándose «sierva del Señor», María expresa cuál es su relación con Dios. Reconoce estar al servicio de Dios. No quiere reali­zar planes o ideas personales. Quiere escuchar al Señor y seguir su voluntad. Estas palabras de María excluyen toda presunción en ella, pero revelan también su consciencia segura y gozosa de haber sido llamada al servicio del Señor. Cuanto más grande es el Señor tanto más honroso es estar a su servicio. De nuevo, sólo los grandes llamados (Moisés, Josué, David) son los que aparecen designados «siervos, esclavos del Señor». En toda la Escritura, ninguna mujer, excepto María, es llamada «la sierva del Señor». Como sierva del Señor, ella se adhiere al plan de Dios, expre­sando el deseo de que tal plan pueda realizarse. Acoge la propia vocación no a ciegas o por la fuerza, sino siendo plenamente consciente de la propia misión y decidiéndose libremente por la voluntad de Dios. Lo que para ella era al inicio inquietante y oscuro, ha sabido convertirlo en su deseo y su voluntad en cuanto sierva del Señor.

A María se le ha confiado una misión excepcional. Debemos reconocer la singularidad de su vocación y alegrarnos con ella. Pero, a través de su misión, podemos percibir las características generales de toda vocación por parte de Dios. La vocación procede de la benevolencia y del favor de Dios y está acompañada de su ayuda eficaz. Implica toda la persona y absorbe todo el tiempo. Pone al servicio de Jesús. Da alegría: la alegría que proviene de este servicio.

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30 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Preguntas

1. ¿Qué momentos pueden distinguirse en la reacción de María ante el anuncio del ángel? ¿A qué se debe este comportamiento suyo? ¿Conocemos experiencias aná­logas de oscuridad, búsqueda, consenso gozoso y seguro en nuestra propia vocación?

2. ¿Cuáles son las características de la vocación por parte de Dios? ¿Nos esforzamos por tenerlas siempre pre­sentes y por tomarlas en serio, conscientes de toda su importancia?

3. ¿En qué detalles se diferencia el mensaje dirigido a Ma­ría y el dirigido a Zacarías, el comportamiento de María y el comportamiento de Zacarías?

Tiempo de Navidad

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Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa de la noche)

Establo y gloria celeste (Le 2,1-14)

'En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, or­denando hacer un censo del mundo entero. 2Este fue el primer censo, que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. 3Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.

4También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, 5para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. 6Y mientras estaban allí, le llegó el tiempo del parto 7y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada.

8En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. 9Y un ángel del Señor se les presentó. La gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor.

10E1 ángel les dijo: No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo; "hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. 12Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

13De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: 14Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.

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34 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

El acontecimiento que aquí se nos relata se caracteriza por un fuerte contraste. Del nacimiento de Jesús se habla con palabras sobrias y breves. Este nacimiento no tiene de por sí nada de particular; es situado en el curso habitual del mundo. Sólo por medio del mensajero de Dios, que apa­rece en el esplendor luminoso del cielo, se anuncia a los pastores lo que ha sucedido y quién es el que ha nacido. El Salvador del mundo ha venido al mundo en circunstan­cias ordinarias. Este contraste obliga a una reflexión más profunda. El acontecimiento lleva a alabar a Dios.

El mundo sigue su curso ordinario (2,1-7). Al inicio se menciona al emperador Augusto, dominador del mundo mediterráneo de la época, al que se encuentra sometida también Palestina. Él se ha hecho alabar como príncipe de la paz, salvador de las revueltas y de las guerras civiles, como garante del orden y del bienestar. El es presentado aquí en una de las funciones más típicas de un soberano. En todos los tiempos se ha interesado el poder político por tener a su disposición un censo de los propios subditos lo más preciso posible, con el fin de reclamar al mayor nú­mero posible el pago de los impuestos. Los beneficios que los soberanos otorgan pueden ser financiados sólo con el dinero que han recaudado previamente de sus subditos. María y José están sometidos a este censo. Es el registro de los bienes sometidos a impuestos lo que les obliga a dirigirse a Belén. El evangelista subraya que Belén es la ciudad natal de David y que José es de la casa y de la es­tirpe de David. Tenemos así una referencia a la promesa y a la espera mesiánica, vinculada con Belén y con la familia de David.

También en las realidades naturales y en las relaciones entre los hombres sigue el mundo su curso. Cuando le llega el tiempo, María da a luz al niño. Ella se encuentra

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa de la noche) 35

sometida a esta necesidad natural. No puede escoger por sí misma el momento ni esperar a circunstancias mejores. Como es obvio, no cuenta con ninguna ayuda. De ahí que ella misma envuelva al niño en pañales.

Evidentemente, María no ha podido encontrar cobijo más que en un establo, que no es un lugar adecuado para su hijo. Lo pone por tanto en un pesebre. Jesús dirá un día: «Los zorros tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (9,58). El ha iniciado su camino terreno en un pesebre. Ni su madre ni él han encontrado caminos llanos y albergues previamente reservados. Son pobres y sin pre­tensiones; deben primero buscar y encontrar alojamiento, tal como se lo permiten las cosas del mundo.

En contraste con este desarrollo de los acontecimientos está el esplendor de la luz celeste y la aparición del mensa­jero de Dios (2,8-14). El anuncia a los pastores lo que ha sucedido aquella noche, en circunstancias tan habituales. A ellos, que están llenos de miedo, se les anuncia una gran alegría. El mensajero de Dios se presenta siempre como mensajero de alegría (cf 1,14.28). Los pastores, y el pueblo entero, tienen todos los motivos para alegrarse: ha nacido para ellos el Salvador, el Cristo, el Señor. Él, que viene al mundo tan pobremente, es el Salvador. El tiene la capacidad y la voluntad de ayudar a salir de toda necesidad. Es el Salvador de Israel y el Salvador de todo el mundo. En todas las épocas han proliferado los que se han presentado afirmando: «Yo soy el hombre apropiado. Yo conozco el camino. Yo ejerceré la justicia. Yo haré que tengáis el paraíso. Vosotros sólo debéis escucharme, seguirme, votarme y concederme todos los poderes. Yo haré todo esto». Pero sólo hay un Salvador, que es este. El es el Mesías largamente esperado, el Ungido del Señor,

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36 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

el definitivo Rey de Israel, dado por Dios. Él es el Señor. Tiene en su mano todo poder y toda fuerza. Lo que él decide, acontece. Sólo la alegría es la reacción adecuada a este mensaje que proviene de Dios. Pero el signo que se indica a los pastores remite a las circunstancias de este nacimiento y propone de nuevo el contraste. El Salvador y Señor no ha de ser buscado en un palacio real. Él yace, como niño entre pañales, en una cuna improvisada, en un pesebre, en un establo.

La primera respuesta a este mensaje proviene del coro de los ángeles, que hacen resonar la alabanza a Dios. Ellos manifiestan el significado de este nacimiento para Dios y para los hombres. Dios es glorificado por él: se ha glori­ficado a sí mismo, se ha dado a conocer en su naturaleza divina, en su amor y en su misericordia. La venida del Salvador debe ser acogida como una iniciativa del amor y de la misericordia de Dios. Con él se les da también a los hombres la paz, la salvación total. Se trata de la paz que se basa en la complacencia de Dios, en su condescendencia benévola, y que proviene de esta complacencia. No es una paz limitada a Israel, sino que está destinada a todos los hombres que Dios ama. Esta paz la trae el Salvador que acaba de nacer. Quien acoge a este niño, nacido en el establo, como al Salvador enviado por la misericordia de Dios, recibe también la paz de Dios.

Lo que aquí se nos relata no es el intercambio de cierta cortesía entre personas humanas, ni la conmoción frente a un niño recién nacido que no tiene una cuna adecua­da. Se nos anuncia la acción misericordiosa de Dios: ha nacido el Salvador; está presente el Señor. Dios ha to­mado definitivamente en sus manos nuestra situación. El Salvador ha entrado en nuestra condición humana. Comenzando por asumir la debilidad del niño en pañales,

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa de la noche) 37

ha hecho suya nuestra suerte. Él está junto a nosotros y nos acompaña. Siempre deberemos reflexionar sobre esta cuestión: ¿Qué clase de salvación nos trae este Salvador? Pero siempre nos llenará de gozo el hecho de saber que el Señor está presente.

Preguntas

1. ¿Cuál es el contenido del mensaje de la Navidad? ¿Qué significa que Jesús sea llamado el Salvador, el Mesías, el Señor, y que inicie su camino terreno como niño entre pañales en un pesebre?

2. ¿Qué contraste aparece en este relato? ¿Cómo senti­mos el contraste entre todo lo que experimentamos y sufrimos en nuestra vida y la bondad de Dios que conocemos por medio de la fe?

3. ¿Qué relación se da entre reflexión y alabanza gozosa? ¿Cómo se pueden conjugar?

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38 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa de la aurora)

El Salvador comienza su camino (Le 2,16-21)

16 [Los pastores] fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. 17A1 verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño.

18Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. 19Y María conservaba todas estas cosas, meditándo­las en su corazón. 20Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

21Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron el nombre de Jesús, el que le dio el ángel ya antes de su concepción.

El nacimiento de Jesús es un inicio. Con él comienza su propio camino, pero comienza también el anuncio del Evangelio y su acogida. En este pasaje Lucas nos da a co­nocer lo sucedido inmediatamente después del nacimiento de Jesús (2,16-20) y lo que pasó a los ocho días del mismo (2,21). Los pastores van al pesebre y refieren cuanto ha­bían oído de aquel niño. Su palabra es acogida en modos diversos. A los ocho días, el niño es circuncidado y recibe el nombre.

La venida de Jesús está muy lejos de ser un aconte­cimiento privado, de interés sólo para él y para sus más allegados. Atañe, por el contrario, al pueblo de Israel en su conjunto y a toda la humanidad. Tras haber nacido en condiciones de pobreza, no son los jefes del pueblo sino algunos pastores, pertenecientes a las clases más pobres y sencillas de este pueblo, los que llegan a saber quién es el que ha venido al mundo: «Os traigo la buena noticia,

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa de la aurora) 39

la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (2,10b-11). La situación del recién nacido no deja en­trever el modo en que llevará a cabo esa misión. Se des­velará sólo a través de toda su obra futura. Los pastores comienzan por conocer que él es el Salvador y que lo pueden encontrar en un lugar determinado. Se dan prisa en buscarlo. Lo encuentran en una situación de extrema pobreza, pero también solícitamente protegido, rodeado de atenciones por parte de María y de José. Después de ellos, muchísimas personas se pondrán en camino hacia Jesús. Los pastores son los primeros que se le acercan. Son también los primeros que se convierten en «evange­listas», es decir, en transmisores de la Buena Noticia que han recibido.

Lo que los pastores refieren sobre la posición e impor­tancia del recién nacido es acogido de diversas maneras. Lo primero que se dice en el texto es que todos quedaban admirados (cf 1,21.63; 4,22). Para todos es un aconteci­miento sorprendente, algo que no habían previsto. Pero esta admiración puede ser rápidamente olvidada. Se trata de una primera impresión y no dice todavía nada de una toma de postura.

Muy distinto es el comportamiento de María. Ella con­serva todo aquello en su corazón y lo va meditando (2,19; cf 2,51). Se trata de todo lo que María ha escuchado y vi­vido desde que recibió del ángel el mensaje de su vocación (1,26-38). Ese todo comprende las circunstancias externas de aquel nacimiento -sometido a las obligaciones civiles y a las leyes de la naturaleza, en la pobreza de un establo- y la visita de los pastores. Pero comprende también el he­cho de que a ella se le ha anunciado aquel niño como el Hijo del Altísimo, destinado desde la eternidad al trono

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40 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

de David (1,32-33), y el hecho de haber sido anunciado a los pastores como el Salvador, el Mesías, el Señor. La experiencia directa y la palabra de Dios se encuentran, suscitando la pregunta sobre el modo en que una y otra se armonizan. María acoge todas aquellas cosas en su corazón y deja que vayan al corazón todas ellas, tal y como son, sin excluir ni añadir nada. Tampoco ella percibe de inmediato cómo se relacionan entre sí, por qué son así y cuál es su significado. En actitud abierta y paciente, María reflexiona sobre todo aquello e intenta comprenderlo. Ni reduce el valor de la palabra de Dios ni rechaza las circunstancias externas. Todo es respetado en su plena realidad. Lejos de pretender imponer su propia percepción del momento, María se esfuerza y permanece abierta para recibir, como don de Dios, la inteligencia adecuada. Su apertura viva y su reflexión sosegada y paciente son actitudes ejemplares para relacionarse con aquello que no es objeto de expe­riencia directa y con aquello que conocemos a través de la palabra de Dios.

En los pastores está en primer plano la alabanza a Dios, impregnada de agradecimiento y de gozo. Lo que ellos han oído y visto les remite a Dios, a quien alaban por lo que ha realizado. Así es también como el pueblo, más tarde, aco­gerá la obra poderosa y salvífica de Jesús (cf 5,26; 7,16). A Dios se le debe el honor y la alabanza por todo lo que él da en la persona de Jesús y a través de Jesús. La sosegada reflexión de María y la alabanza a Dios por parte de los pastores no se excluyen entre sí. Lo que ya ha acaecido ofrece un motivo evidente para alabar y dar gracias a Dios con gozo. Pero esto es también motivo para una reflexión profunda, que, en cada esfuerzo, sólo puede conducir a un gozo más intenso y a un mayor agradecimiento. En la alabanza solícita se hace manifiesta la generosa acogida

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa de la aurora) 41

de la fe; en la reflexión, el deseo de comprender cada vez mejor lo que ya se ha creído.

Ocho días después del nacimiento tiene lugar la circun­cisión del niño, en conformidad con el precepto que Dios había dado a Abrahán: «A los ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón» (Gen 17,12a). El significado de la circuncisión lo expresa Dios mismo en estos términos: «Esta será la señal de la alianza entre yo y vosotros» (Gen 17,1 Ib). Así pues, Jesús entra a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo con el que Dios estableció una alianza.

En la circuncisión Jesús recibe también el nombre, de­terminado igualmente por Dios y comunicado a través de su ángel (1,31). El nombre «Jesús» (en hebreo: Jehoshua o Jeshua) significa «Dios salva». Es un nombre en el que se refleja la importancia de la venida de Jesús para la alianza de Dios con Israel. Dios envía a Jesús para salvar a su pueblo (cf Mt 1,21). Así es como Jesús ha sido anuncia­do también a los pastores: como el Salvador (2,11). Esta salvación, como señalará más tarde el Resucitado, está destinada a todos los hombres: «Y se predicará en su nom­bre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén» (Le 24,47). Después de Pentecostés, Pedro explicará ante el Sanedrín: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (He 4,12). Este nombre es el que distingue desde el principio a la persona de Jesús. Pero cada vez se hará más claro, a través de la vida, la obra y el camino de Jesús hasta su resurrección, ascensión y efusión del Espíritu Santo, lo que su nombre significa y el modo en que él lleva a cabo esa salvación.

Con la circuncisión, Jesús queda inserto en el pueblo de la alianza. Con la imposición del nombre, pasa a ser alguien a quien uno se puede dirigir y cuya misión viene

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42 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

definida. A partir de este momento pertenece a Israel aquel que salva a su pueblo y a toda la humanidad por encargo y con la fuerza de Dios.

Preguntas

1. ¿En qué se diferencian las diversas reacciones al men­saje de los pastores?

2. ¿Cómo vivimos la tensión entre la palabra de Dios y nuestra experiencia inmediata? Por ejemplo: la palabra de Dios dice que nosotros somos hijos de Dios y que Dios nos ama inmensamente; la experiencia puede estar marcada, sin embargo, por un tremendo e inex­plicable sufrimiento.

3. ¿Qué dice el nombre «Jesús» al inicio (2,21) y al final (24,47) de su camino?

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa del día) 43

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa del día)

La palabra de Dios (Jn 1,1-13)

'En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. 2La Palabra en el principio estaba junto a Dios. 3Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. 4En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. 5La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. 6Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. 7Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. 8No era él la luz, sino testigo de la luz. 9La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. 10A1 mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. uVino a su casa, y los suyos no la recibieron. 12Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. 13Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

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44 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Cada uno de los cuatro Evangelios tiene su propio modo de comenzar. Mateo enlaza con la historia de la salvación al presentar de inmediato a Jesucristo como hijo de David e hijo de Abrahán. Ofreciendo el árbol genealógico de Jesús, pone de relieve su pertenencia al pueblo de Israel y muestra que la historia de Dios con su pueblo tiene en él su cumplimiento y su meta (cf Mt 1,1-17). Marcos hace referencia a la predicación de la Buena Nueva en su tiem­po, que tiene como contenido: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con su obra, Marcos quiere mostrar el principio, es decir, el origen, el fundamento de tal predicación (cf Me 1,1-15). Lucas inicia su obra con un prólogo, al modo de los historiadores antiguos. Quiere referir todo con or­den (1,3); por eso comienza con el anuncio del nacimien­to del Bautista (1,5-25). El protagonista de su Evangelio se convierte en figura central poco a poco, después de haber mencionado en 1,31 por primera vez su nombre y después de haber precisado en 2,11 su posición. El Evangelio de Juan, antes de llamar a Jesucristo por su nombre en 1,17, define ya en 1,1-13 sus rasgos esenciales y describe en 1,14-18 la forma, el contenido y el presupuesto de su ve­nida a la tierra.

Para Juan, Jesucristo es la palabra de Dios. Con esta definición quiere expresar la más íntima realidad de Jesús, su procedencia de Dios y su importancia para nosotros, los hombres. El pueblo de Israel conoce a su Dios como aquel que habla: no como el Dios que se cierra, recluyéndose en el silencio, el Dios desconocido, lejano y que infunde temor, sino como el Dios que se dirige al hombre y le da a conocer sus intenciones y su voluntad. Ha hablado a Abrahán, le ha llamado y le ha hecho la promesa de la gran bendición (Gen 12,1-3). Por medio de Moisés ha liberado al pueblo de la esclavitud y le ha notificado su

Tiempo de Navidad. Natividad del Señor (Misa del día) 45

voluntad en las «Diez palabras» o diez mandamientos (decálogo). Por medio de los profetas ha intervenido en las diversas vicisitudes de la historia de su pueblo. Ha di­rigido a ellos su palabra para que la transmitieran como palabra de disposición, de exhortación y de advertencia, como palabra de promesa y de ánimo. La palabra de Dios está al inicio de toda la historia. Con su poderosa palabra creadora, Dios ha llamado a todo a la existencia. Todo deriva de esta palabra. Por medio de ella se dirige Dios a sus criaturas, se revela a ellas, las hace partícipes de todos sus planes y de lo que él quiere de ellas. La palabra de Dios ha dado el ser y la vida. Ella se dirige a nosotros pidiendo nuestra respuesta. Es petición y promesa. Viene de Dios y fundamenta y determina la relación entre Dios y los hombres.

Jesucristo no ha transmitido sólo, como un profeta, la palabra de Dios. Él mismo es esta palabra, la primera y última palabra de Dios. En él se revela Dios de modo defi­nitivo y pleno, nos habla y nos hace partícipes de su propia intimidad. En el hecho de dirigirse a nosotros hay siempre también una interpelación, un pedir cuentas. Las caracte­rísticas de esta palabra de Dios, la profundidad de la que viene, la relación que mantiene con toda la creación, las implicaciones que para nosotros entraña nuestra relación con ella, todo esto es descrito por Juan en 1,1-13.

La palabra que en Jesucristo se nos ha transmitido a los hombres no resuena para desaparecer después, sino que es eterna y perenne como el mismo Dios: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios» (1,1-2). La relación de la persona que es la palabra de Dios con el mismo Dios viene definida aquí con tres afirmaciones: La Palabra es eterna e increada como Dios;

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vive en perenne unidad con Dios; es Dios del mismo modo que Dios es Dios. Estas tres afirmaciones son resumidas en el segundo versículo del Evangelio, repetidas y fijadas como inmutables. Ellas definen la más profunda sustan­cia, la cualidad esencial y el género de esta persona que es la palabra de Dios, de la que el Evangelio nos refiere su camino sobre la tierra, sus palabras y sus acciones. En todo cuanto Jesús hace se verifica esto: él no es portador de palabras de Dios, sino que es la Palabra misma de Dios, sólida y digna de crédito, como Dios en su profundidad divina y en su altura divina.

La Sagrada Escritura se abre con la afirmación: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1,1). El Evangelio de Juan, sin embargo, no comienza diciendo: «En el principio creó Dios la Palabra»; lo que afirma es: «En el principio existía la Palabra». Como Dios, la Palabra no es creada; existe desde siempre, vive desde antes de la creación, es sin principio y sin fin, eterna e insuperable. Esta Palabra eterna está eternamente junto a Dios. Es un interlocutor viviente de Dios y está unido a él con una unión eterna y sin mediación. Esta unión tiene lugar en el mismo plano divino; los interlocutores son iguales entre sí. No se trata, por tanto, de la relación entre Creador y criatura. La Palabra es de sustancia divina y de cualidad divina; tiene el mismo grado de ser que Dios; es Dios como Dioses Dios. Sólo a partir de su relación con Dios se pueden comprender su importancia y valor, su poder y plenitud.

De la creación habla Juan sólo en segundo lugar. Eter­namente e infinitamente antes que la relación Creador-criatura está la relación Dios-Palabra de Dios. La relación de la Palabia con la creación es definida así: «Todo se hizo por medio de ella». También esta afirmación se repite,

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subrayando que «sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (1,3). Todo lo creado se debe a la Palabra divina (cf ICor 8,6; Col 1,16; Heb 1,2), depende de ella en su existir. La Palabra que vive en eterna unión con Dios está unida a la creación desde el origen de esta; es, en su esencia, Palabra de Dios. Y cuando viene al mundo, no instaura una nueva relación con la creación, no entra en un país extraño, sino que viene a su propiedad (1,9-11). Ya desde sus relaciones básicas, ella tiende a comunicar y a unir; es la palabra de Dios dirigida a su creación.

La relación especial de la Palabra con los hombres que­da caracterizada como vida y como luz. En el Antiguo Tes­tamento se afirma: «Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mi camino» (Sal 119,105) y «¡Estoy profundamente afligido, Señor; dame vida con tu palabra!» (Sal 119,107). La propiedad fundamental de la Palabra es ciertamente la vida, la infinita plenitud de vida, en la que no hay sombra alguna de muerte y limitación. La Palabra se caracteriza por la vida, así como Dios es el Dios vivo (cf Jn 5,26). Me­diante esta plenitud inagotable de vida, ella se convierte para los hombres en luz que ilumina, que irradia claridad, que hace posible vivir y orientarse. A través de esta vida suya, todo queda iluminado y se transforma en ámbito de vida; la muerte, sus tinieblas y todas sus sombras desapa­recen. Por medio de la Palabra, de su radiante resplandor, de la orientación y meta que hace percibir, los hombres, destinados a la muerte, pueden ver lo que es vida verda­dera y plenitud de vida.

Pero aquí se declara también, por primera vez, que la obra de la Palabra debe prevalecer contra toda fuerza hostil. De tinieblas están rodeados todos los poderes que quieren privar a los hombres de la luz y obstaculizar su influjo iluminador. Todo el Evangelio habla de conflicto

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entre la luz y las tinieblas. Pero la luz vence y prevalece; la mención de una gran amenaza termina con el gozoso y triunfante anuncio de la victoria, que anticipa el resul­tado de la lucha: «Las tinieblas no vencieron a la luz» (1,5). La luz viva y vivificadora continúa iluminando a los hombres.

Después de una primera mirada sobre Juan como testigo (1,6-8), se explica a continuación la venida de la Palabra al mundo (1,9-13). Viene como la luz verdadera, como luz que lo es realmente y en plenitud, resplande­ciendo para cada hombre. Sobre cada uno despliega ella su naturaleza de luz, su poder iluminador. Pero encuentra una acogida desigual. El evangelista afirma dos veces se­guidas que la palabra de Dios fue rechazada. Estaba en el mundo, pero el mundo, que le debe a ella su propia exis­tencia, no comprendió quién era el que tenía ante sí; la criatura es ciega y quiere seguir siendo ciega ante su Crea­dor. Con «su gente» (Jn 1,11) se hace referencia todavía al mundo humano en cuanto propiedad de su Creador, o bien a Israel en cuanto pueblo de Dios (cf Sal 135,4). Los suyos la han dejado fuera, a la puerta; no han querido tenerla entre ellos. Todo el evangelio de Juan, desde aquí hasta la crudfixión de Jesús, irá destacando este rechazo. Aquí se pone de manifiesto la relación que se da entre aquellos que rechazan y el que es rechazado: las criaturas no quieren saber nada de su Creador, que no sólo las ha creado, sino que ha descendido incluso a su mundo para buscarlas.

Pero la palabra de Dios ha sido también acogida. Su acogida tiene lugar por medio de la fe y les da el poder llegar a ser hijos de Dios. Creer en alguien significa dar­le plena adhesión y confianza, fundamentar todo en él, abandonarse completamente a él. Esta fe es una decisión

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personal del hombre, una disposición de su voluntad. Por la fe el hombre dispone de sí mismo, se compromete ple­namente y se fía del otro para el presente y para el futuro. Para Juan, la fe (creer en él) es la disposición fundamental que el hombre debe tener en relación con Jesús. El evan­gelista habla 33 veces de ella y, con una excepción en 14,1 (fe en Dios), el punto de referencia es siempre Jesús. La expresión «creer en su nombre» es más rara (1,12; 2,23; 3,18; ljn 5,13), pero siempre hace referencia también a Jesús. Significa fiarse plenamente de alguien en cuanto que es aquel que designa su nombre. El que decide aban­donarse a una persona está guiado por el reconocimiento y por la clara conciencia de quién es aquel al que uno se abandona. Como se desprende de 3,18 (cf ljn 5,13), el nombre de la Palabra es «Hijo unigénito de Dios» (cf 1,14.18). Nosotros, pues, acogemos a la Palabra cuando la reconocemos como Hijo unigénito de Dios y le damos toda nuestra confianza.

A todos aquellos que creen en la palabra de Dios se les da el derecho a ser hijos de Dios. La relación de un padre con sus hijos se caracteriza por el hecho de que él les transmite la vida, originándose unos lazos familiares de carácter personal. Hijos de Dios son aquellos que han re­cibido de Dios la vida y pueden vivir en unión con él. Pero esta vida de hijos de Dios es radicalmente diversa de la terrena, tal como lo corrobora el hecho de no darse en ella en absoluto toda una serie de factores que caracterizan el origen de la vida terrena natural (1,13). Naciendo de nuevo de Dios (cf 3,3), nosotros pasamos a ser sus hijos, obtenemos la vida eterna, la participación en su misma vida. Este nuevo nacimiento depende de la fe en el Hijo unigénito de Dios.

El campo de referencias que Juan establece en el prólo-

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go de su Evangelio es amplio. Llama a Jesús «la Palabra», conexionándolo así con todas las formas de solicitud de Dios por los hombres y considerándolo como el culmen y el cumplimiento de todas ellas. Determina las relaciones esenciales de esta Palabra con Dios, con todo lo creado y con los hombres, precisando sobre esta base las respuestas a su venida: rechazo y acogida. Se hace así comprensible también el significado de su venida: la Palabra, que pro­viene de la unión eterna con Dios y es igual a él, debe hacernos partícipes, por medio de la fe, de la vida eterna de Dios. Este es el horizonte desde el que se despliega toda la historia de Jesús.

Preguntas

1. ¿Cómo experimentamos y conocemos el hablar humano (comunicación, expresión de confianza, aliento, apre­cio, etc.) y el callar humano (por necesidad, mutismo, falta de interés, rencor, etc.)? ¿Qué significado tiene para nosotros la palabra de Dios?

2. ¿Somos capaces de percibir que estamos con frecuen­cia rodeados de tinieblas? ¿Qué se interpone entre mí y mi Creador? ¿Me lo oscurece y me impide una viva comunión con él? Muchas cosas nos pueden parecer, efectivamente, más interesantes, más importantes, más convincentes y más prometedoras que la acogida al Dios que se nos ofrece.

3. El prólogo de Juan es el pasaje evangélico más leído en el Tiempo de Navidad. ¿Qué aspectos de la venida de Cristo, contenidos en la fiesta natalicia, se ponen de manifiesto en este pasaje?

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La Palabra hecha carne Qn 1,14-18)

14Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. 15Juan da testimonio de él y grita diciendo: Este es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo».

16Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: 17porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. 18A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

En la primera parte del prólogo no encontramos, fuera del nombre del testigo Juan (1,6), ningún otro nombre per­sonal. Después de decir el evangelista tantas cosas sobre la palabra de Dios, sobre su relación con Dios y sobre su venida al mundo, surgen muchas preguntas: ¿Cómo está Dios en el mundo? ¿Dónde se le encuentra? ¿Quién se ha encontrado con él? ¿Qué tiene que comunicamos? En la segunda parte del prólogo (1,14-18), los nombres persona­les se acumulan. Entra en escena un grupo caracterizado como «nosotros» (1,14.16) y todo se hace más concreto y comprensible. Las afirmaciones se sobreponen y entre­lazan. Antes de afirmar que la Palabra hecha carne está llena de gracia y de verdad (1,14), el evangelista dice que «nosotros hemos contemplado su gloria» (1,14). Y antes de decir que «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia», alude al testimonio de Juan Bautista (1,15). Este testimonio es muy importante para contemplar a este

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grupo caracterizado como «nosotros» (cf 1,29.30.36). El evangelista debe referir una experiencia tan extraordinaria que corta la respiración, y esto parece expresar la sucesión ininterrumpida de las afirmaciones que se sobreponen. Se quisiera presentar de una vez esa única y gran experiencia, el encuentro con el Verbo hecho carne, pero ella puede ser comunicada sólo gradualmente, por partes.

La venida de la Palabra al mundo como luz (1,9) se realiza en su «hacerse carne», aunque nosotros hablamos normalmente de su «hacerse hombre». El término «carne» en la Sagrada Escritura no indica una parte del hombre, no indica su cuerpo, sino el hombre en su totalidad. Pone de relieve que el hombre es débil, caduco, un ser sometido al dolor y a la muerte. «Hacerse carne» quiere decir que la palabra de Dios se ha hecho un verdadero ser humano, caduco y mortal, y que, en cuanto tal, se ha hecho pre­sente en el mundo como luz y vida para los hombres. La Palabra increada, que está en una relación eterna y viva con Dios, que es Dios, no deja de ser esta palabra de Dios, pero al mismo tiempo se hace un hombre mortal.

Antes de dar el nombre de este ser humano, que es al mismo tiempo la palabra de Dios, verdadero hombre y verdadero Dios, Juan señala los rasgos característicos de su permanencia junto a los hombres. La Palabra no ha pasado sólo de manera fugaz, desapareciendo en seguida, sino que ha vivido durante mucho tiempo en comunión con los hombres: ha habitado en medio de ellos. El evan­gelista describe también el transformador encuentro tenido con ella: «Hemos contemplado su gloria». No un solo hombre, sino todo un grupo ha podido encontrar a la palabra de Dios hecha carne. Puesto que habla de «nosotros», el evangelista se considera miembro de este grupo. Se trata del grupo de los discípulos, que han podido

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vivir directamente en comunión con Jesús y comprender su verdadera realidad (cf 2,11; 20,30). Ellos han visto «la gloria propia del Hijo único del Padre» (1,14). El Antiguo Testamento habla de la «gloria de Dios» con ocasión de las manifestaciones divinas (cf Ex 24,16-17; Ez 1,28). Con este término no se hace referencia a una ostentación o gloria cualquiera, sino al esplendor luminoso en que se experimenta la presencia de Dios. En las manifestaciones divinas, el Dios omnipotente y oculto revela su propia presencia. Del mismo modo, la palabra de Dios, presente como hombre mortal y oculto, se hace visible a los discí­pulos en su verdadera realidad: ellos han visto su gloria. Aquel que ha vivido familiarmente con ellos se les ha dado a conocer como el Hijo unigénito, que tiene como padre a Dios mismo y que está en un plano de paridad e igualdad con Dios. En esta visión de la gloria de Jesús, los discípulos han sido alcanzados por la manifestación, por la aparición luminosa de la persona de la Palabra, de aquello que más profundamente le es propio. Y en esta visión se les ha manifestado la luz (1,4.9), en gozo completo (cf ljn 1,4).

Hasta ahora se ha hablado de la Palabra y de Dios. Ahora se hace patente que la Palabra es el Hijo único de Dios, sin posible parangón, enviado por el Padre al mundo. El hecho de que Jesús tenga con Dios una relación única e incomparable de hijo, Juan lo expresa de muchas maneras. Duplica a los otros evangelistas juntos en la definición de Dios como «Padre» (122 veces). Dios es mencionado en su Evangelio como Padre de los hombres sólo en tres oca­siones: dos veces en la pretensión de los judíos, que Jesús rechaza (8,41-42), y otra vez en el mensaje pascual de Je­sús a los discípulos (20,17). Además, sólo Jesús es definido «Hijo de Dios». Los hombres no son llamados «hijos», sino

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«criaturas» de Dios. Hijo de Dios en sentido propio, en un plano de igualdad y paridad con él, es sólo Jesús.

La Palabra hecha carne, el Hijo enviado por el Padre al mundo, está «lleno de gracia y de verdad». La expresión sirve para indicar lo mucho que se da a los hombres con la presencia de la Palabra, lo mucho que los discípulos han recibido al comprender con claridad la persona de la Pala­bra (1,16). Por medio de Jesús se han hecho presentes la gracia y la verdad; él mismo es la gracia y la verdad (1,17). Con el término «gracia» se entiende el don benévolamen­te concedido; con el de «verdad», la revelación de una realidad que hasta ahora permanecía oculta. Jesús mismo es «la verdad»: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6). Por lo que él es, nos hace conocer un aspecto com­pletamente nuevo de Dios: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (14,9). Por su ser Hijo, él es la revelación de Dios como Padre. No se puede conocer a Jesús como Hijo de Dios sin conocer simultáneamente a Dios como Padre de Jesús. Este darse a conocer por parte de Dios es por sí mismo un don gratuito, una gracia, expresión de su benévola predilección hacia los hombres.

La novedad que esto supone queda corroborada y ex-plicitada en las sucesivas confrontaciones con lo específico de la época del Antiguo Testamento. Por medio de Moisés fue dada la Ley. Moisés es un intermediario: ha recibido la ley de Dios 7 la ha transmitido al pueblo. La Ley es ya un don gratuito de Dios; es palabra de Dios, signo de su solicitud amorosa; revela la voluntad de Dios a través de sus preceptos 5 sus promesas; anuncia lo que Dios mis­mo quiere hacer, lo que Dios dará a su pueblo (cf 1,45; 5,46); hace saber, al mismo tiempo, lo que el pueblo debe hacer, en conformidad con la voluntad de Dios. También los preceptos de Dios son percibidos como signos de su

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gracia: con ellos puede conocer Israel lo que Dios desea y quiere (cf Sal 19; 119). Lo más valioso para el hombre, lo que ha de desear con más intensidad, no es liberarse de su voluntad. El hombre que se deja guiar por este criterio siente el precepto de Dios como una gravosa prescrip­ción, como limitación del libre albedrío; su vida gira en torno al propio yo, a la propia libertad. Cuando, por el contrario, el hombre acoge el precepto de Dios como don misericordioso, su mayor deseo es la unión con Dios. Él revela entonces una actitud centrada en la vinculación con Dios; se alegra de conocer su voluntad y querría, por así decir, leer en sus ojos sus deseos. Así, pues, la Ley era ya un gran don.

Pero lo que Dios hace llegar a los hombres por medio de Jesucristo sobrepasa con mucho este don. Jesucristo no es un intermediario a la manera de Moisés, que se limita a transmitir algo recibido. Es por medio de Jesús en persona como ha llegado al mundo el don misericordioso de la ver­dad, la revelación de lo que hasta ahora había permaneci­do oculto. Por medio de él queda superada esta afirmación que había sido válida hasta entonces: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (1,18). A nadie, ni siquiera a Moisés, se había concedido un encuentro directo y un conocimiento pleno de Dios. A pesar de todo lo que Dios había comunicado a Moisés, Dios seguía siendo esencialmente el Dios oculto y desconocido. Por el contrario, «el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (1,18). La misión principal de Jesús es la de anunciarnos este cono­cimiento. El evangelista, sin embargo, no expone aquí en detalle el contenido de este anuncio; se limita más bien a enumerar lo que distingue y califica a Jesús, subrayando que es él, con los rasgos distintivos aquí señalados, quien nos ha traído el anuncio. El dato que se encuentra en las

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antípodas de ese anuncio ofrecido por Jesús es el previo ocultamiento de Dios. Los tres rasgos distintivos que cali­fican a Jesús en la transmisión del anuncio hacen referen­cia a su relación con Dios. Se esclarece así que Jesús no trae el anuncio de algo, sino de Dios, y que este anuncio corresponde a esos rasgos distintivos.

En los tres rasgos calificadores se retoma lo que el pró­logo había indicado ya como signos distintivos y esenciales del Verbo: Jesús es el Hijo unigénito (cf 1,14); tiene una relación totalmente especial con Dios en lo que concierne a su propio origen; es Dios (cf 1,1c). Se trata, pues, de una relación entre personas en igualdad, que son de la misma naturaleza y condición. El Verbo reposa sobre el corazón del Padre (o bien: está dirigido hacia su corazón; cf 1,1b). Esta relación es vivida en unidad cordial y confiada (cf Jn 13,23; Le 16,22-23). Lo que es anunciado sobre Dios, implícito en estos rasgos calificadores de la persona de Jesús, tiene este significado: Dios es Padre, tiene un Hijo que es igual a él y que vive en una relación de íntima y confiada unión con él. Queda así superado con creces el conocimiento de Dios que la Ley proporcionaba. El Antiguo Testamento conocía al Dios creador, que tenía frente a sí a sus criaturas, infinitamente diversas de él. Según esta concepción, Dios era «monolítico», estaba solo consigo mismo. Por medio de Jesús, sin embargo, se hace patente que precisamente en Dios, en el plano divino, hay comunión, hay relación de amor afectuoso y confiado entre Padre e Hijo. Jesús trae un mensaje sobre Dios en el que él mismo es este mensaje. Jesús trae este mensaje a fin de que cuantos crean en él como Hijo participen de su relación con Dios, lleguen a ser hijos de Dios (1,12). Esta es la novedad absoluta que Jesús nos hace conocer. Aquí radica la diversidad entre el conocimiento y la rela-

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ción con Dios en la antigua alianza y el conocimiento y la relación con Dios en la nueva alianza. Hasta ahora había sido válida la afirmación: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (1,18). Ahora vale: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (14,9).

El prólogo menciona tres nombres: Juan, Moisés y Jesús. Sus afirmaciones quedan así vinculadas con tres personas históricas. Juan ha venido como testigo de la luz (1,7). Por medio de Moisés ha sido dada la Ley (1,17). Con Jesús han venido al mundo la gracia y la verdad. Se trata de la persona histórica de Jesús de Nazaret. Cuando el evangelista la menciona en 1,17, ha dicho ya todo lo necesario para esclarecer su identidad y su significado. Pero todo cuanto él dice no es fruto de especulaciones, sino que proviene de esta persona histórica y se ha hecho patente para los discípulos en un encuentro cada vez más profundo con ella. El prólogo compendia lo que a los discípulos se les ha dado en la visión de la gloria de esta persona.

Sólo Jesús es portador de un título. Se le llama «el Cris­to». Al que es «la gracia y la verdad» se le designa, pues, como el último rey que Dios ha dado al pueblo de Israel. Al final del Evangelio, el mismo Jesús resumirá así ante Pilato su postura y su misión: «Tú lo has dicho; yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (18,37). La misión mesiáni-co-real de Jesús es la de traer la verdad, la de revelar al Dios oculto en su realidad de Padre.

Juan ve la obra y la importancia de Jesús de modo com­pletamente teocéntrico. La Palabra trae el mensaje sobre Dios, un mensaje que se identifica con su misma persona. Todo cuanto el evangelista afirma sobre la palabra de Dios hecha carne con las imágenes «luz, vida, gloria, gracia,

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verdad» encuentra su significado en el mensaje sobre Dios. El Hijo, que revela a Dios como Padre y la comu­nión en Dios, ilumina al mundo, resplandece de gloria, es revelación y solicitud llena de gracia y da a los creyentes la vida eterna.

Preguntas

1. En ljn 2,23 leemos: «Todo el que niega que Jesús es el Hijo no posee al Padre; quien reconoce que él es el Hijo posee también al Padre». ¿Qué significado tiene para nosotros la relación de Jesús con Dios? ¿En qué difiere el conocimiento de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento?

2. ¿Cómo se conexiona lo que el evangelista declara respecto a la palabra de Dios con el Jesús de Nazaret histórico?

3. ¿Qué actitudes se presuponen en quienes perciben la revelación de la voluntad de Dios como un peso y en quienes la perciben como un don?

Tiempo de Navidad. La Sagrada Familia de ]esús, María y José 5 9

La Sagrada Familia de Jesús, María y José

María y José cuidan de Jesús (Le 2,22-40)

22Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor 23(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») Z4y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «Un par de tórtolas o dos pichones»).

25Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. 26Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. "Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cum­plir con él lo previsto por la ley), 28Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

29Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; 30porque mis ojos han visto tu salvación, 31la que has presentado ante todos los pueblos; 32luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel. 33José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo

que se decía del niño. 34Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida. 35Así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el corazón. 36Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la

tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De jovencita había vivido siete años casada, 37y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios coi1

ayunos y oraciones. 38Acercándose en aquel momento, daba

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gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

39Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40E1 niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

El evangelista nos presenta en este pasaje a la sagrada Fa­milia cuarenta días después del nacimiento de Jesús. José y María llevan al niño al templo, donde es consagrado al Se-ñor. Allí lo encuentran las dos personas ancianas, Simeón y Ana, que creen en las promesas de Dios y que, llenas de gozo, pueden experimentar que Dios cumple lo que pro­mete. En las palabras dirigidas a María, Simeón tiende la mirada hacia delante, hacia el tiempo en que Jesús no viva ya con su madre, hacia el tiempo en que le toque llevar a cabo su misión. Al final, la sagrada Familia retorna a Na­zaret, donde Jesús crece junto a María y José. La sagrada Familia se manifiesta aquí en sus más variadas relaciones y tareas. Lejos de ser una familia cerrada en sí misma, vive en medio del pueblo de Israel y bajo la Ley del Señor. En correspondencia con la edad y el desarrollo del niño, cam­bian las tareas de los padres y su relación con él.

María y José no se preocupan sólo por el bien físico del hijo. Lo introducen en las santas normas que Dios ha dado a su pueblo. A los ocho días del nacimiento, el niño es circuncidado (cf Lev 12,3) y acogido en la alianza estipulada por Dios con Abrahán. A los cuarenta días de su nacimiento, los padres lo llevan al templo. Este es el día en que una mujer que ha dado a luz un hijo varón debe presentarla ofrenda para la purificación (Lev 12,1-8). Como ofrendas, son previstas por la Ley una oveja o una paloma. María ofrece dos palomas, tal como estaba

Tiempo de Navidad. La Sagrada Familia de Jesús, María y José 61

permitido a los pobres. Su ofrenda manifiesta que ella es madre de un hijo y que es una mujer pobre.

Puesto que es el primogénito (2,7), Jesús, según la Ley, pertenece a Dios (Ex 13,2.12-15). Esta disposición recuerda que todo pertenece realmente a Dios, puesto que él lo ha creado todo. El hombre puede reconocer este hecho restituyendo a Dios, en el sacrificio, algo que ha recibido de él. Según la Ley, los machos primogénitos de los animales debían ser sacrificados, mientras que los hijos primogénitos debían ser rescatados con dinero.

Lucas no dice que Jesús fuera rescatado, sino que fue presentado al Señor, que fue consagrado. Jesús pertenece a Dios de un modo singular, ya que María lo ha concebido por obra del Espíritu Santo. En conformidad con esto, el ángel había afirmado en el relato de la vocación de María: «Por eso, el niño será llamado santo e Hijo de Dios» (1,35). El templo es el lugar de la presencia particular de Dios en me­dio de su pueblo. María lleva a la casa de Dios a aquel que ella ha recibido por el poder de Dios y lo ha engendrado. Reconoce que este hijo no le pertenece a ella, sino a Dios. En brazos de María, Jesús va por primera vez a la casa de su Padre. Volverá al templo a los doce años, también con Ma­ría y José, pero esta vez por su propio pie. Cuando se quede en el templo sin enterarse sus padres y, después de haberlo buscado, les responda si no sabían que debía ocuparse en las cosas de su Padre (cf 2,49), les hará comprender de un modo duro y doloroso que él no les pertenece, que él está sometido ante todo a la voluntad de Dios. Mucho es lo que los padres hacen por sus hijos a lo largo de los años. Pero no por eso han de pensar que tienen algún derecho sobre ellos y que pueden disponer de su vida. Los hijos, no obstante, tienen el deber de respetar al padre y a la madre (Éx 20,12).

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Simeón y Ana personifican al pueblo de Israel y com­pendian la historia de este pueblo con Dios. Creen en las promesas de Dios y esperan ardientemente que lleguen a cumplimiento. Habitualmente son las personas ancianas las más vinculadas a las raíces de un pueblo; las que, desde esas raíces, le transmiten la savia vital, impidiendo que se agoste en una superficialidad estéril. Habitualmente son también estas personas las que mejor conocen el valor de la vinculación con Dios, depositando en él toda su confian­za y reservando tiempo para la oración. Su contribución es insustituible para las familias y para la formación de las jóvenes generaciones. Simeón, el anciano, puede tomar en brazos al niño y puede reconocer y proclamar cuál es su significado para Israel y para todos los pueblos. Puede experimentar con gozo que Dios mantiene su palabra y cumple sus promesas.

Simeón bendice a María y a José. Él, que por su larga experiencia conoce la bondad y la fidelidad de Dios, pone a María y a José bajo la bendición de Dios. Con esta ben­dición cumplirán todas las exigencias y responsabilidades contraídas frente al crecimiento de Jesús. Las palabras que Simeón dirige después a María apuntan, sobrepasando el momento presente, hacia el tiempo en que Jesús lleve a cabo su misión. Simeón dice a María: «Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida. Así quedará clara la ac­titud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma» (2,34-35). Jesús no será el Mesías aclamado por todos. El hecho de que algunos lo reconozcan y otros lo rechacen tendrá consecuencias para María. La espada es el instrumento con el que se hiere y se mata. Tiene, por su naturaleza, un carácter hostil a la vida. El alma es para el hombre la fuente y el centro de toda la vida. Lo que le

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sobrevenga a Jesús, que será odiado y amenazado, golpeará a María en su vida más íntima como una espada, hirién­dola y dañándola. En esta experiencia dolorosa se pone de manifiesto precisamente la unión total, íntima y cordial de María con Jesús: la vida de Jesús es su misma vida; las ofensas a Jesús son ofensas a ella; el destino de Jesús es su propio destino. Aunque para la sagrada Familia termine el tiempo de la cercanía y de la vida en común, María seguirá siempre junto a su hijo en lo más íntimo de su ser.

Este tiempo, sin embargo, no ha llegado todavía. María y José regresan con el niño a Nazaret. Por muchos años, esta es la patria y el lugar de comunión de la sagrada Fami­lia, con una vida modesta, con los gozos y preocupaciones de cada día. De Jesús se dice: «El niño iba creciendo y ro­busteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba» (2,40). Bajo la protección y la bendición de Dios, y sostenido por el amor y los cuidados de María y de José, el niño puede crecer y progresar. Estos primeros años son el tiempo de la mayor cercanía y de la más estre­cha vinculación. La familia es una comunión íntima, con una única vida, en cuyo centro está el niño y su bien.

Preguntas

1. ¿Qué significado tiene en las familias la unión con Dios, la oración y la vida según sus mandamientos/ ¿Se les transmite a los niños la fe como el mayor de los bienes?

2. ¿Hay un lugar en las familias para las personas mayores? ¿Se aprecia y se acoge su experiencia?

3. Un niño requiere mucho tiempo y muchos cuidados. ¿Somos conscientes de que el servicio prestado a un niño conduce a la comunión con Jesús y con Dios (9,46-48)?

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64 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Santa María, Madre de Dios

Le 2,16-21 Cf Solemnidad de la Natividad del Señor

(Misa de la aurora)

Segundo Domingo después de Navidad

Jn 1,148 Cf Solemnidad de la Natividad del Señor

(Misa del día)

Tiempo de Navidad. Epifanía del Señor 65

Epifanía del Señor

El homenaje de Zos Magos (Mt 2,1-12)

'Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Heredes. Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.

3A1 enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; 4convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.

5Ellos le contestaron: En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el Profeta:

6«Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo

Israel». 7Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que

le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, 8y los mandó a Belén, diciéndoles: Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño, y cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.

9Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.

10A1 ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. "Entra­ron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y, cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofre­cieron regalos: oro, incienso y mirra.

i2Y habiendo recibido en sueños un oráculo para que no vol­vieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.

Por lo que respecta a la llegada de los Magos, muchas son las preguntas que podemos plantearnos, a las que es difícil ofrecer una respuesta: ¿De dónde han venido? ¿Qué clase de estrella han visto salir? ¿Cómo la han reconocido en

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66 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

cuanto estrella del Mesías? ¿Por qué Herodes no se ha comportado de manera más coherente?

Al igual que en tantos otros pasajes del Evangelio, más que plantear preguntas sobre lo que no se dice, debemos prestar atención a lo que se dice. Después de que la genea­logía ha señalado el enraizamiento de Jesús en la historia del pueblo de Israel (Mt 1,1-17) y después de que el pasaje sobre su verdadero origen ha hablado sólo de las personas directamente interesadas (Mt 1,18-25), la mirada se dirige ahora a la acogida que ha tenido por parte de aquellos para los que él ha venido. Del niño, de María y de José no se refiere ninguna acción. Quienes actúan son Dios y los hombres, aunque toda su actuación está en referencia al niño. Según su relación con él, se distinguen tres grupos de personas: los Magos, que le buscan con tesón y quieren rendirle homenaje; los escribas, que conocen el lugar de su nacimiento, pero no se interesan por él; Herodes, que ve amenazado su propio poder por este niño y por eso quiere eliminarle. La actividad pública de Jesús y el anuncio pos-pascual del Crucificado-Resucitado se verán rodeados por personas de estos mismos grupos. Reconocimiento gozo­so, indiferencia exenta de interés y persecución constante acompañan todas las fases de su venida.

Los Magos eran astrónomos. Especialmente en el am­biente de Mesopotamia, la astronomía y la astrología con­taban con una antigua tradición y gozaban de gran presti­gio. Los acontecimientos del firmamento y los del mundo de los hombres eran vistos en estrecha relación. Existía la convicción deque quien entendía los fenómenos del fir­mamento entendía también la historia humana, pudiendo dar consejos y orientaciones sobre ella. Estas personas es­taban al corrieate de la esperanza mesiánica de los judíos. Desde los tiempos del exilio en Babilonia, había muchos

Tiempo de Navidad. Epifanía del Señor 67

judíos en el territorio mesopotámico y, a través de ellos, fueron conocidas la religión y las esperanzas judías. En el ámbito de su disciplina, los Magos reciben una indicación del nacimiento del Mesías y un impulso a emprender el camino. Ellos sienten sólo el impulso; no conocen ningún itinerario preciso. Saben también la dirección, pero no saben lo que les espera. Se ponen en camino y a la bús­queda. Asumen todo el esfuerzo y emprenden la marcha.

De Jerusalén, donde probablemente piensan que han llegado a la meta, son remitidos a otro lugar. Pero ahora conocen con más precisión la meta. Los escribas son ex­pertos en las Escrituras (cf 23,2-3) y pueden deducir de ellas el lugar del nacimiento del Mesías: Belén de Judá (cf Miq 5,1-3). En este pasaje de la Escritura se presenta al Mesías como Jefe y Pastor del pueblo de Israel. El mues­tra a su pueblo el camino justo y se preocupa de su vida, como un pastor se preocupa de sus ovejas. Los escribas del pueblo para el que ha venido el Mesías (2,4) permanecen en Jerusalén. Los magos, que son paganos, perseveran en su objetivo y reemprenden el camino.

Ellos han recibido el primer impulso en el ámbito de su disciplina, de la que se ocupan intensamente y en la que eran competentes. Una instrucción más precisa la han recibido de la Escritura. Dios les da su última orientación a través de una nueva luz. Puesto que no se oponen y no rehusan ningún esfuerzo, puesto que se dejan guiar, ellos llegan a la meta llenos de alegría.

Los Magos, hombres sabios y llenos de experiencia, se postran ante el niño. En Oriente se reconoce de este modo al señor que ejerce un poder sobre alguien y del que uno se sabe dependiente, sea un rey o un dios. El señorío y la dependencia, así reconocidas, pueden ser de naturaleza limitada o universal. Algunas personas que quieren ser

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68 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

curadas se acercan a Jesús y se postran ante él. Expresan de esta manera la confianza en su poder y su dependen­cia de él (8,2; 9,18; 15,25). De igual modo se comportan también sus discípulos cuando le reconocen como el Hijo de Dios (14,33) o le encuentran como el Resucitado (28,9.17). Los magos se postran ante el niño, que no dice nada ni les da nada, que carece de todo esplendor y de todo poder exterior. No ven su señorío ni experimentan su poder pero, desde la fe, le reconocen tal como les ha sido revelado y le confiesan también como su Señor, como Rey y Pastor de los paganos. La fe que ellos manifiestan, esencial igualmente para todo sucesivo reconocimiento del Señor, es, por decirlo de algún modo, una fe en estado puro. Sus dones, muy preciosos, son otro signo de su re­conocimiento del Señor.

Herodes era, por concesión de Roma, rey de los judíos (lo fue desde el 37 hasta el 4 a.C). Puesto que provenía de Idumea, situada al sur de Judea, y favorecía la cultura helenística, resultaba odioso para los judíos, a pesar de la magnífica restauración del templo que él mando realizar. Reafirmó su dominio con energía y violencia. Quien, de un modo u otro, osaba poner en entredicho su persona, quedaba eliminado, como sucedió con tres de sus hijos. Nada podía ser más inoportuno para él que un recién na­cido rey de los judíos. Quiere ganarse a los Magos para sus planes. La naturaleza de estos planes se pone de manifiesto en la matanza <ie los inocentes. Herodes personifica aquí a todos aquellos que se ven poseídos de tal modo por sus propios interesa y proyectos que no dejan puesto alguno para este niño 7 Señor; les resulta un elemento inoportu­no y una amenaza. Le encuentran sin reconocerle; hacen todo por eliminarle.

En antiguas representaciones de la adoración de los

Tiempo de Navidad. Epifanía del Señor 69

Magos aparecen tres magos, relacionados con los tres dones ofrecidos: uno joven, otro en plena madurez y otro anciano; uno asiático, otro europeo y otro africano. Esto no corresponde al texto literal, pero sí al espíritu del Evan­gelio. Todas las edades de la vida y los hombres de todos los continentes llegan a la meta cuando se encuentran ante este niño y le reconocen justamente como su Rey y Señor. Él ha venido para todos los hombres, para jóvenes y ancianos, para sabios e iletrados, para hombres de todos los colores y de todas las clases de vida; él ha venido para hacerles conocer a Dios como Padre y llevar a su vida una luz nítida a través de una confianza plena. Como los Magos, los hombres no deben dejarse desviar del camino hacia él; deben seguir la orientación marcada por Dios, hasta llegar a la meta.

Preguntas

1. ¿Qué fases comprende el camino de los Magos? ¿De qué modo puede ser ejemplar este camino para nosotros?

2. El niño dice relación al Padre y exige de nosotros la fe. ¿Cómo podemos expresar nuestro reconocimiento?

3. El niño puede ser una persona «inoportuna» o Señor. ¿Hay algo en nosotros que se oponga a él?

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70 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Bautismo del Señor

El bautismo y la revelación de Jesús (Me 1,7-11)

7En aquel tiempo proclamaba Juan: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para des­atarle las sandalias. 8Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

9Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. 10Apenas salió del agua, vio ras­garse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. uSe oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.

Juan anuncia al más fuerte, que le supera de manera in­comparable en dignidad y que no bautiza con agua, sino en el Espíritu Santo (1,7-8). Las expectativas se desenca­denan, y son grandes. ¿Quién puede ser este? ¿Cuándo y dónde vendrá? Marcos refiere después que este personaje viene de Nazaret y se hace bautizar por Juan en el Jordán (1,9-11). Parece poco probable que sea el que Juan ha anunciado. ¿De Nazaret, de esa pequeña e insignificante aldea de Galilea, en la que sólo viven agricultores y arte­sanos, puede salir algo bueno? (cf Jn 1,46). Más sorpren­dente aún es el hecho de que aquel que debe bautizar en el Espíritu Santo se haga bautizar por Juan en el Jordán. ¿Qué sentido puede tener este bautismo? La siguiente sor­presa es que esta persona que debe ser bautizada por Juan se va a revelar como el Hijo predilecto de Dios.

Ya desde el inicio queda rasgado el velo y se muestra lo que caracteriza la acción de Jesús. Haciéndose bautizar por Juan, él se mezcla con los hombres pecadores, dispues­tos a la conversión. Pero hace esto en cuanto Hijo predi­lecto de Dios. Su acción es de un alcance extraordinario, puesto que es li acción del Hijo de Dios. El, que vive en

Tiempo de Navidad. Bautismo del Señor 71

plena comunión con Dios, no se distancia de los hombres inmersos en su pecado y en sus necesidades, sino que vive con ellos y comparte su camino y su suerte.

Como la muchedumbre que se ha acercado a Juan desde Judea y desde Jerusalén, también Jesús se somete al bautismo en el Jordán. Pero de él no se dice que haya confesado ningún pecado propio. La sucesiva revelación hace patente que él vive en plena armonía con Dios y que, consiguientemente, está libre de todo pecado. No obstan­te, su primera gran acción por los hombres es la de po­nerse completamente de su parte. Fundamental para esta solidaridad es su Encarnación. La solidaridad se manifiesta después en su primera acción pública, es decir, cuando se hace bautizar por Juan. Continúa en su comportamiento respecto a los pecadores y publícanos. A propósito de su misión, Jesús dirá: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (2,17). Su solidaridad alcanza el punto culmi­nante cuando comparte con nosotros el sufrimiento y la muerte. A los dos hijos del Zebedeo les pregunta: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber o recibir el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?» (10,38). Con este cáliz (cf 14,36) y con este bautismo se hace alusión al sufrimien­to y a la muerte de Jesús. El bautismo en el Jordán y el «bautismo» sobre la cruz enmarcan, pues, el camino de Jesús. La característica fundamental de toda su actividad es su solidaridad con los hombres, sin límites de cualquier índole. En toda necesidad y dificultad, podemos sentirlo a nuestro lado. Jesús no ha escogido un camino fácil, sino que ha decidido compartir nuestro propio destino. Desde cualquier punto de vista, él es el «Dios con nosotros» (cf Mt 1,23).

La solidaridad de Jesús es de trascendental importancia para nosotros, ya que, estando unido de un modo singular

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a Dios, puede conducirnos a Dios y reconciliarnos con él. Inmediatamente después de su bautismo se hace patente su relación con Dios. Jesús ve el cielo abierto. Para los hom­bres, por el contrario, el cielo parece estar cerrado. Dios permanece oculto y da la sensación de encontrarse lejos y de no interesarse por nuestro destino. Jesús, sin embargo, tiene libre acceso a Dios. Entre Dios y él no hay ningún obstáculo.

Sobre Jesús desciende el Espíritu de Dios, bajo forma de paloma. El Espíritu de Dios es la vida y la fuerza que colman a Dios. En Jesús vive el Espíritu de la filiación. Escucha así que Dios Padre está de su parte: «Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti he puesto mi amor» (1,11). Entre Jesús y Dios hay una relación singular: Jesús es el Hijo de Dios, y Dios es el Padre de Jesús (cf Mt 11,27). Están unidos el uno al otro con un conocimiento pleno y recíproco, con amor. Hasta ahora Dios había enviado siervos a su pueblo; ahora envía a su Hijo predilecto, que es al mismo tiempo el últi­mo Enviado (12,1-6). A través de su Hijo, Dios se revela a sí mismo. Por encima de todo lo que hasta ahora se había llegado a conocer, el Hijo, con su vida y con su palabra, trae el mensaje de que en Dios mismo hay comunión: la comunión íntima, familiar y cordial entre el Padre y el Hijo, unidos entre sí por medio del Espíritu Santo. El Antiguo Testamento conocía a Dios como Creador del cielo y de la tierra, pero nada sabía de la comunión en el plano de la divinidad. Conocía al Creador como alguien que estaba solo consigo mismo. A. él se contraponía la creación, que, siendo infinitamente diversa de él, no podía estar a su nivel. En cuanto Hijo predilecto de Dios, Jesús nos trae el mensaje de la comunión en Dios. Él mismo vive en la más íntima unión y en la más profunda familiaridad con el Padre.

Lleno del Espíritu de Dios, Jesús puede bautizar en el

Tiempo de Navidad. Bautismo del Señor 73

Espíritu Santo (1,8). Puede transmitir este Espíritu a los hombres; puede hacerlos partícipes de su relación con Dios, en la medida en que ellos, siendo criaturas, son capaces de recibirla. Dios nos ha dado en abundancia los dones de su creación, pero esto es todavía muy poco para su bondad. Por encima de esto, quiere hacernos partícipes de su misma vida. No quiere dejarnos con sus dones a la puerta; quiere acogernos en su misma familia. Ha enviado a su Hijo para anunciarnos y ofrecernos todo esto. También nosotros somos bautizados. Con el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf Mt 28,19) pa­samos a ser hijos e hijas del Padre y hermanos y hermanas del Hijo, quedando llenos del Espíritu Santo. Así, también para nosotros se abre el cielo, aunque sigamos todavía en camino y este camino esté lleno de peligros.

Cuando Jesús aparece en público e inicia su actividad, se hace evidente que él está completamente de nuestra parte y que, al mismo tiempo, permanece unido a Dios de un modo singular. Dios lo ha enviado para reconciliar consigo a los hombres y hacerlos partícipes, por encima de todos los dones de la creación, de la comunión y la vida que es vivida en el mismo Dios.

Preguntas

1. ¿Qué significa que Jesús, con una misión singular que cumplir, transcurra el noventa por ciento de su vida en Nazaret?

2. ¿Cómo se manifiesta la solidaridad de Jesús con los hombres y cuál es su eficacia en nuestra vida?

3. ¿Cuál es la finalidad de la misión de Jesús? ¿Qué sig­nificado tiene para nosotros su relación con Dios y su relación con los hombres?

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Primer domingo de Cuaresma

Jesús en el desierto y su primera obra (Me 1,12-15)

inmediatamente después (del bautismo), el Espíritu Santo empujó a Jesús al desierto. 13Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles, le servían.

14Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el evangelio de Dios. Decía: 15Se ha cumplido el plazo y está cerca el reino de Dios; convertios y creed la Buena Noticia.

Cuando Jesús aparece por primera vez en público, cam­bian rápidamente los escenarios. Él sale de Nazaret de Galilea, donde ha convivido con los hombres de esta aldea y ha compartido su vida sencilla. En el Jordán se encuen­tra entre la muchedumbre que se acerca a Juan, y recibe de él el bautismo. Aquí se manifiesta también su singular relación con Dios. El Espíritu Santo le conduce después al desierto, lejos de los hombres, en tierra deshabitada, donde permanece durante cuarenta días. Jesús vuelve a Galilea y comienza su actividad pública. A partir de este momento, siempre estará con los hombres. A ellos les anunciará la Buena Noticia del reino de Dios y los exhor­tará a la conversión y a la fe.

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78 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Jesús viene de entre los hombres y va hacia los hom­bres. En el desierto, sin embargo, está lejos de ellos. El desierto se caracteriza por su tranquilidad y su soledad. Lo experimentado por Jesús en el Jordán puede seguir aquí actuando en él y puede llegar a embargarlo comple-tamente. Marcos apenas habla de la estancia de Jesús en el desierto; se limita a decir que fue tentado por Satanás, que vivía entre las alimañas y que los ángeles le servían (1,13). El evangelista parece describir una situación, sin interesarse por referir las acciones y reacciones de Jesús. El primer plano lo ocupan los seres vivientes, que perte­necen también a la creación de Dios y que influyen sobre el mundo de los hombres.

Satanás se distingue por su deseo de oponer los hom­bres a Dios (cf Gen 3,4-5) y Dios a los hombres (cf Job 1,6-11; 2,1-7). Marcos refiere sólo el hecho de que Jesús fue tentado. No dice en qué consistió la tentación ni seña­la reacción alguna por parte de Jesús. Es un modo de su­brayar la estrecha y firme vinculación que Jesús mantiene con Dios. Por otra parte, también en esta experiencia de verse sometido a la tentación revela Jesús su solidaridad con los hombres (cf Heb 2,18; 4,15).

Las fieras sólo son mencionadas. Marcos no dice que sucediera algo entre Jesús y ellas. La alusión a las fieras quizá quiera mostrar simplemente que Jesús está lejos de los hombres (cfDan 4,22.29). Pero en la Biblia, junto con la espada, la caiestía y la peste, las fieras constituyen uno de los grandes peligros para la vida de los hombres (cf Ez 14,21; Ap 6,8).El hecho de que Jesús esté con las fieras, sin verse amenazado por ellas, puede indicar la armonía entre todos los seres vivientes, que es un rasgo caracterís­tico del paraíso y de la era mesiánica (cf Is 11,6-8).

Los ángeles pertenecen indisolublemente a Dios (cf

Tiempo de Cuaresma. 1 domingo 79

8,38; 12,25); están a su servicio y hacen sólo lo que él les ordena (cf Sal 91,11; Heb 1,14). Si sirven a Jesús en el desierto es porque han sido enviados por Dios para esto. Marcos no específica cuál es el contenido de este servicio. No obstante, el hecho de que los ángeles sirvan a Jesús muestra la estrecha vinculación entre él y Dios.

En el desierto, la mirada sobrepasa el estrecho mundo de los hombres y se proyecta sobre los seres vivientes, que pertenecen también a la creación de Dios. Antes de que Jesús empiece a obrar entre los hombres, se esclarece la relación que mantiene él con estos otros seres. Se hace patente de nuevo su imperturbable vinculación con Dios y se nos presenta como el hombre nuevo. A diferencia de los primeros padres (cf Gen 3,24), Jesús no cae ante las propuestas del tentador, sino que permanece fiel a Dios. Las fieras no son una amenaza para él, sino que vive en paz con ellas. Los ángeles no le mantienen alejado del paraíso (cf Gen 3,24), sino que le sirven. Decisiva es la vinculación plena de Jesús con Dios. Esta vinculación determina las demás relaciones y se manifiesta en ellas.

Jesús anuncia en la Galilea el evangelio de Dios di­ciendo: «Se ha cumplido el plazo y el reino de Dios está cerca; convertios y creed en el Evangelio» (1,15). Esta frase preside toda la actuación de Jesús e indica lo que la caracteriza. Con dos afirmaciones, Jesús declara lo que Dios ha llevado a cabo y lo que cuenta a partir de este mo­mento. En dos exhortaciones, señala lo que los hombres han de hacer para acoger de modo adecuado lo realizado por Dios. Dios ha llevado a cumplimiento el tiempo. Ha establecido que el tiempo de las promesas ha llegado a su fin y que ha iniciado el tiempo del cumplimiento. Así, lo que viene ahora queda estrechamente vinculado también con el Antiguo Testamento. Lo que allí se había prometí-

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do, y durante tanto tiempo había sido objeto de esperanza, llega ahora a ser realidad, convirtiéndose en motivo de la más profunda gran alegría (cf Mt 13,16-17).

El tiempo del cumplimiento queda caracterizado glo-balmente por un dato concreto: Dios ha hecho cercano su dominio real. Aún no lo ha instaurado completamen­te, pero ha tomado la decisión definitiva e irrevocable de hacerlo valer. Dios es el rey y pastor de su pueblo (Ex 15,18; Ez 34). Con todo su poder, se cuida de su pueblo, manteniendo y promoviendo en él la vida. Sin embargo, todavía es un Dios escondido, y su poder puede parecer débil. Otros poderes, que dañan y destruyen la vida de los hombres, dan la impresión de ser más fuertes: las fuerzas de la naturaleza, las enfermedades, la muerte, el potencial destructivo que los hombres han construido. Estos poderes están más cerca de nosotros y determinan nuestra expe­riencia. Parecen más fuertes que Dios, el cual no demues­tra ningún interés por hacerlos desaparecer.

En esta situación, Jesús anuncia como Buena Noticia de Dios, es decir, como noticia que tiene a Dios por sujeto y por objeto, que él ha hecho cercano su reino. Dios ha decidido definitivamente que la situación actual no per­manecerá así para siempre: todos los poderes nocivos des­aparecerán; sólo Dios reinará. Con su poder y por medio de su presencia, Dios dará la felicidad plena y la plenitud de la vida. No es tarea de los hombres construir el reino de Dios; sólo Dios puede realizarlo. Este reino viene de modo imparable.

Jesús dice también con toda claridad lo que los hombres debemos hacer: convertirnos y creer. Nuestro pensamiento se dirige hacia lo que nos resulta cercano y nos impresiona de inmediato. Esto no es Dios, sino cosas o seres creados por él. Aspirarnos a los bienes terrenos y contamos con

Tiempo de Cuaresma. I domingo 81

ellos y con los hombres. Tenemos miedo ante los poderes que nos amenazan y nos dejamos atrapar por ellos. Cam­biar la mentalidad, convertirse, significa prestar atención no a las criaturas, sino al Creador, poniendo en él toda nuestra confianza. La conversión se transforma así en fe. No hemos de seguir apegados a lo que nos impresiona a primera vista; hemos de acoger el mensaje de Jesús y de­positar toda nuestra confianza en lo que él anuncia como decisión a nuestro favor.

Preguntas

1. ¿Qué perspectivas quedan abiertas con la estancia de Jesús en el desierto, donde él se encuentra lejos de los hombres?

2. ¿Por qué el mensaje de Jesús es motivo inagotable de dicha?

3. ¿Qué debemos hacer los hombres y qué es lo que Dios nos da?

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82 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Segundo domingo de Cuaresma

La transfiguración (Me 9,2-9)

2Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos. 3Sus vestidos se volvieron de un blanco deslum­brador, como rio puede dejarlos ningún batanero del mundo.

4Se les aparecieron Elias y Moisés conversando con Jesús. 5Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias.

6Estaban asustados, y no sabía lo que decía. 7Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo amado; escuchadlo.

8De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. 'Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.

Después de la resurrección de la hija de Jairo (5,35-43), la Transfiguración es el primer episodio en el que Jesús toma consigo sólo a Pedro, Santiago y Juan. El escoge un monte alto, símbolo de la cercanía con Dios; escoge la soledad y el aislamiento. Jesús aleja a los discípulos del ruido y de la agitación de la vida cotidiana. No se transfigura en una plaza pública o ante una gran muchedumbre. Lo que los discípulos deben comprender es algo que escapa por com­pleto a lo ordinario, pero que no tiene nada que ver con lo sensacionalista o lo sugestivo. Las mismas circunstancias que escoge y procura muestran que a él no le interesa suscitar una impresión inmediata y superficial sobre una gran muchedumbre, sino que lo que quiere es transformar de modo profundo y estable a algunas personas. Sólo de-

Tiempo de Cuaresma. 11 domingo 83

jándose conducir a la soledad y a la proximidad con Dios, los tres discípulos llegan a encontrarse en el ambiente adecuado para dar un nuevo y decisivo paso hacia la comprensión del misterio de su persona.

Jesús se transfigura ante ellos. Lo que sucede en este episodio no va dirigido en primer lugar a él, sino a los tres discípulos. No es Jesús el que debe hacer la experiencia o conocer algo nuevo, sino que son ellos los que deben avanzar en el conocimiento y en la confianza en él. La fi­gura familiar y el aspecto habitual de Jesús se transforman ante sus ojos y ellos caen en la cuenta de que su aspecto normal terreno-humano no expresa toda su realidad; to­man conciencia de qué él no está encerrado en los límites de la realidad terrena. Como en el episodio de la resu­rrección de la hija de Jairo, en el que su poder superior a la muerte hace saltar todos los límites de la experiencia humana, así también aquí los discípulos experimentan una superación de los límites de la realidad terrena en la persona misma de Jesús. El evangelista hace referencia al carácter excepcional y ultraterreno de aquel blanco deslumbrador: «Sus vestidos se volvieron resplandecien­tes, blanquísimos; ningún batanero del mundo podría blanquearlos así» (9,3). Tras el aspecto humano-terreno de Jesús se esconde su realidad divina-sobrehumana. El blanco luminoso simboliza el mundo divino, la esfera de la luz esplendorosa de la majestad divina.

Aquí no sólo quedan transcendidos los límites de la realidad terrena, sino que son superados también los con­fines del ámbito temporal. Junto a Jesús aparecen Moisés y Elias, las dos figuras dominantes en la historia del pueblo de Israel. Ellos representan la solicitud de Dios y su lucha por este pueblo. Moisés ha tenido la misión de comunicar al pueblo la revelación primigenia de Dios y de su volun-

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tad; Elias ha sido enviado para reconducir al pueblo infiel a Dios. No los patriarcas y los reyes, sino estos dos sumos profetas de Israel están junto a Jesús y lo caracterizan: la misión y el deber de Jesús quedan parangonados sólo a su misión y a su deber. Estos dos grandes mediadores entre Dios e Israel, con la única tarea de ayudar al pueblo a en­trar en una relación concreta con Dios, han sido los pre­cursores de Jesús. Como para cada israelita, también para los tres discípulos de Jesús ellos son figuras de indiscutida grandeza: su misión y su palabra provienen claramente de Dios. El hecho de que Jesús aparezca en medio de ellos y que ellos se dirijan a él, ofrece a los discípulos una prueba ulterior para poder reconocer con quién tienen que habér­selas en la persona de Jesús: él pertenece a la esfera de lo divino. Pero él pertenece también a la historia del pueblo de Israel, guiada por Dios. Debe llevar a cumplimiento la misión de Moisés y de Elias; merece la misma considera­ción y el mismo reconocimiento que estos dos grandísimos siervos y luchadores de Dios, que han gastado su vida en favor de Israel. Jesús no aparece de improviso, como un meteoro, sin vinculación alguna con el pasado, sino que se inserta en la larga historia de la solicitud de Dios por su pueblo y lleva esta solicitud a cumplimiento.

Lo acontecido hasta el momento queda confirmado y manifestado en su pleno significado por la voz del cielo que se dirige a los tres discípulos. La Transfiguración tiene lugar ante sus ojos, es para ellos. La voz del cielo se dirige a ellos: «Este es mi Hijo predilecto, escuchadle» (9,7). Por encima de la confesión de Pedro, que ha reconocido a Jesús como Mesías (8,29), los discípulos aprenden ahora cuál es la relación de Jesús con Dios. Se les dice al mis­mo tiempo cuál es la consecuencia de esta relación para ellos: sobre la filiación divina de Jesús se fundamenta la

Tiempo de Cuaresma. II domingo 85

obligación de escucharle. De la relación de Jesús con Dios depende su significado para los hombres. Si se niega la filiación divina de Jesús, él pierde su significado único y particular para el mundo. La relación de Jesús con Dios no es una cuestión teórica, de poca o de ninguna importancia para la fe y el comportamiento cristianos. Es precisamente en esta relación donde se esclarece también la naturaleza de su relación con nosotros, los hombres, el significado que tiene para nosotros, las expectativas que podemos tener en relación con él, las obligaciones que de ahí se derivan para nosotros.

Dios proclama a Jesús «su Hijo predilecto». Moisés y Elias son los más grandes entre sus servidores (cf 12,2-5); Jesús es su Hijo predilecto (cf 12,6). Jesús ha recibido de Dios no sólo su misión, sino también toda su existencia. Frente a Dios, él no se encuentra simplemente en una condición de siervo, sino en una relación de origen y de igualdad de naturaleza, como sucede en la relación entre padre e hijo. Tras haber revelado que Jesús es Hijo suyo, Dios declara también su amor hacia él. Respecto a Dios, Jesús no se encuentra, pues, sólo en una relación real de origen, sino también en una relación viva y actual de amor. Esta relación con Dios es el verdadero secreto de su persona, secreto en el que son introducidos los tres discí­pulos por el mismo Dios. La actuación de Jesús viene del conocimiento que el Hijo recibe del Padre; en la persona de Jesús en cuanto Hijo se revela Dios en cuanto Padre, y en el actuar de Jesús manifiesta Dios su amor paterno. Jesús no conoce a Dios sólo a distancia como el Señor, tal como le conocen Moisés y Elias, sino que le conoce como Padre, en una situación de proximidad y de intimi­dad, como es la relación filial. Dado que no puede haber mayor proximidad con Dios y no puede existir mensaje

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más elevado sobre él, Jesús representa el conocimiento último y definitivo de Dios (cf Jn 1,18; Me 12,6). Israel ha escuchado hasta ahora a Moisés y a Elias; ahora debe escuchar a Jesús. Con su persona, con su acción y con su palabra, Jesús lleva al pueblo el mensaje definitivo de Dios. A través de Jesús aprende el pueblo todo lo que Dios tiene intención de hacer con él y el modo en que él debe comportarse con Dios.

La Transfiguración representa el punto culminante de la revelación de Jesús. En ella se manifiesta Jesús a sus discípulos en su realidad ultraterrena, en su relación con la historia de Israel, en su relación con Dios. Puesto que de esta relación depende el significado de su persona, los tres discípulos reciben allí, en el aislamiento de un mon­te elevado, la más profunda e importante revelación de Jesús. Su grandeza y profundidad pueden ser compren­didas sólo en la medida en que se comprende quién es Dios. Sólo desde aquí podemos comprender todo lo que significa que Dios se revele como el Padre de Jesús, Padre lleno de amor; que Jesús sea el Hijo predilecto de Dios; que en la palabra y en la acción de Jesús se revele el amor paterno de Dios. Los discípulos aprenden todo esto en la Transfiguración. Después de ella, se les impone el silencio. Tienen necesidad todavía de tiempo y deben participar en la pasión, muerte y resurrección de Jesús antes de poder comprender la verdadera naturaleza y el significado de su filiación divina. Entonces ya no podrán callar; deberán dar, más bien, atierto testimonio.

Tiempo de Cuaresma. II domingo 87

Preguntas

1. ¿Cuáles son las circunstancias y condiciones en las que tiene lugar esta revelación para los tres discípulos? ¿Pueden tener estas circunstancias un significado en nuestro encuentro personal con Jesús y con Dios? ¿Qué se deja entrever en ellas incluso por lo que respecta a las formas y a los objetivos de la actividad apostólica?

2. ¿Qué conexión hay entre la relación de Jesús con Dios y su significado para los hombres? ¿Cómo cambiaría la posición de Jesús y también nuestra relación con Dios en el caso de que Jesús no fuera el Hijo de Dios?

3. ¿Cómo podemos comprender cada vez con mayor pro­fundidad la realidad «Jesús es el Hijo de Dios » v reco­nocer las consecuencias que tiene para nosotros?

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o o La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Tercer domingo de Cuaresma

En honor del Padre (Jn 2,13-25)

13En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. HEncontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. l3Y haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas los esparció las monedas y les volcó las mesas; 16y a los que vendían palomas les dijo: Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

17Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

18Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: ¿Qué signo nos muestras para obrar así?

19Jesús contestó: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.

20Los judíos replicaron: Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?

21Pero él hablaba del templo de su cuerpo. 22Y cuando re­sucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que ya lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.

"Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; 4pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos; 25y

n o necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que kay dentro de cada hombre.

Después de las bodas de Cana, Jesús participa también en otra fiesta. No es la fiesta de una pareja de recién ca­sados, celebrada por la familia y por todos los conocidos en el marco de una aldea de Galilea, sino la fiesta de la Pascua, la fiesta más importante de Israel, para la cual se reúne todo el pueblo en Jerusalén. Israel conmemora la

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liberación de Egipto y da gracias a Dios por haber hecho de él un pueblo libre y el pueblo de su propiedad. Jesús no interviene aquí para salvar la fiesta y acrecentar el gozo de la misma, sino que se inmiscuye en la animada vida sobre la explanada del templo y perturba el desarrollo de los negocios. De ello debe dar cuenta ante las autoridades competentes. Con palabras oscuras, Jesús hace referencia a la meta de su camino terreno, a su pasión y resurrec­ción. Como en el signo de Cana, también aquí se esconde un significado especial para los discípulos de Jesús. Si a través de lo que él ha hecho han llegado ellos a conocer su gloria y a creer en él (2,11), a partir de su resurrección comprenderán y reconocerán el significado de su palabra y de su obra.

La persona que ha recorrido tan pacíficamente los ca­minos del país (1,29.36) y que ha salvado tan eficazmente la fiesta de Cana se muestra ahora bajo un aspecto diverso. Él, un peregrino desconocido que llega de Galilea, agarra un látigo e interviene con enojo en el templo de Jerusalén. Así comienza, según el evangelio de Juan, la actividad de Jesús en Jerusalén. Los otros evangelistas sitúan mucho más tarde el suceso (cf Me 11,15-18), pero también para ellos es esta la primera acción de Jesús en Jerusalén. Sobre la explanada del templo, Jesús se encuentra ante un ver­dadero mercado: comercio de animales destinados a ser ofrecidos como víctimas y cambio de monedas especiales con las que se pagaban los impuestos para el templo. Todo depende del modo en que Dios es honrado en el templo. Podría resultar práctico tener animales y monedas inme­diatamente a disposición y bajo el control de la autoridad del templo. Pero esto no va de acuerdo con la concepción que Jesús tiene de la casa del Padre. Él llama a Dios su Pa­dre y regula su comportamiento según la idea que tiene de

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la casa de Dios. No todo puede tolerarse. No todo lo que es práctico y rentable es también justo. Vender y comprar animales para los sacrificios es una actividad honrosa, pero ha de mantenerse alejada del lugar de la presencia y de la veneración de Dios. También el comercio está sometido a los mandamientos de Dios, pero comercio y casa de Dios deben distinguirse con claridad. Jesús ve los abusos y no permanece indiferente. No espera, sino que interviene y define de manera abierta y decidida la medida del propio comportamiento. En la casa del Padre es la presencia del Padre la que debe ocupar pensamientos y acciones; cual­quier otra cosa ha de quedar eliminada y alejada.

Con la pregunta de los judíos -«¿Qué señal nos mues­tras para obrar así?» (2,18)- se toca el tema fundamental de todos los sucesivos conflictos con Jesús. Él ha apelado a la dignidad de la casa del Padre. Esto no satisface a los judíos, como tampoco les satisfará cuanto Jesús diga y haga (cf 6,30). Las palabras y las obras de poder por parte de Jesús no serán aceptadas por ellos (cf 5,16; 9,16); más aún, les llevarán a la decisión de eliminarlo (11,45,53). Los judíos consideran presuntuosos tanto el gesto de Jesús como lo que él reivindica. Quieren de él otras pruebas. Jesús les insinúa, con palabras veladas, el signo entre todos los signos, la última y definitiva confirmación de su pro­pia obra y de su propia reivindicación. Con las palabras: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré» (2,19), alude a su muerte violenta y a su resurrección. Ellos, sin embargo, aplican estas palabras al templo de piedra y lo tergiversan (cf 3,4). Jesús está diciendo a los judíos: Po­déis matarme; podéis poner a la máxima y última prueba cuanto yo reivindico; pero después cumpliré mi obra y me revelaré definitivamente. Aquí, ya en el primer encuen­tro, se hacen patentes las consecuencias del conflicto y la

Tiempo de Cuaresma. ÍII domingo 9l

meta del camino de Jesús: su muerte y su resurrección. L^ resurrección confirmará a aquel que, por lo que ha hech^ y ha reivindicado, será llevado a la muerte violenta. Pof

medio de esta muerte será levantado el nuevo templo-Jesús resucitado es el «lugar» definitivo de la presencia de

Dios en su pueblo y de la adoración de Dios por parte de su pueblo; es la perfecta «casa del Padre». Los judíos r\0 pueden impedir que su celo por Dios desaparezca.

Jesús está siempre acompañado de sus discípulos. El evangelista pone de relieve precisamente aquí su impof tancia. Los discípulos son aquellos en los que la obra de Jesús alcanza su objetivo, los que le comprenden y creen en él. Dos veces, después de que Jesús ha actuado o habla­do, se dice: «Sus discípulos se acordaron» (2,17.22). No se trata de un acordarse que remite simplemente a la memc ria del pasado, sino de un recuerdo que de golpe hace que se comprenda en profundidad. El evangelista declara ex­presamente que esta comprensión nace de la resurrección de Jesús. Los discípulos tienen ante sí un largo camino que recorrer, no sólo para acompañar a Jesús, sino también para conocerlo. La vida en comunión con él no da una comprensión instantánea y plena de él. Para los discípulos es una gracia permanecer con Jesús en ese camino, llevar dentro de sí aquello que han vivido, aunque sea sin com­prenderlo plenamente o comprendiéndolo a medias. Sólo con fidelidad y paciencia podrán ser conducidos ellos a una comprensión plena. Sólo la meta del camino de Jesús les permitirá comprenderle, en sus palabras, en sus obras y en todo su camino. Sólo la resurrección les dará la luz que ilumina toda oscuridad.

La afirmación de la Escritura -«El celo de tu casa me devorará» (2,17)- está tomada del Sal 69, que es la ora­ción de un inocente perseguido. Este salmo será citado

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otras dos veces en el evangelio de Juan (Jn 15,25 y 19,28-29), siempre refiriéndose a la pasión de Jesús. También en Jn 2,17 se dice no sólo que Jesús arde de celo por la casa del Padre; se afirma además que este celo le llevará a la muerte. Haciendo memoria, los discípulos comprenderán la verdadera razón de la muerte de Jesús y entenderán que esta muerte encuentra respaldo en la palabra de Dios. En la muerte de Jesús se trata de Dios y de comprender a Dios. Jesús no muere porque ha pecado contra Dios, sino porque se ha comprometido por él de modo único. En el contraste entre Jesús y sus adversarios está en juego la concepción de Dios. Esto se hace evidente por primera vez en este conflicto sobre la intervención de Jesús contra el mercado en el templo.

Recordando, los discípulos comprenderán, con la ayuda de la Escritura, la muerte de Jesús y creerán en la Escritura; pero entenderán también la palabra de Jesús y creerán en él. La palabra de Jesús adquirirá para ellos el mismo peso que la palabra de la Escritura, pasará a ser para ellos palabra de Dios. Partiendo de la Escritura, ellos comprenderán la razón de la muerte de Jesús; partiendo de la palabra de Jesús, descubrirán el significado del Re­sucitado como «lugar» definitivo de la presencia y de la solicitud de Dios.

El evangelio de Juan queda totalmente dominado por la contraposición entre Jesús y sus adversarios. Desde el primer encuentro se ponen de manifiesto los elementos que caracterizan esta lucha y, consiguientemente, el Evan­gelio mismo: los contendientes, el objeto de la contienda y su conclusión. El conflicto concierne a la adecuada com­prensión de Dios: Jesús reconoce a Dios como su propio padre; los adversarios se sienten provocados por él, exigen otras pruebas y le rechazan. Los discípulos se dejan guiar

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por él, llegando así a la fe y al conocimiento pleno. La mu­chedumbre está impresionada por lo que Jesús hace; pero Jesús sabe que no se puede uno fiar de ella y la mantiene a distancia. El conflicto conducirá a la muerte violenta de Jesús, quien se verá plenamente confirmado con su resurrección.

Preguntas

1. Según Jesús, no todo puede tolerarse. ¿Qué concepción tenemos nosotros de la «casa del Padre» o, por ejemplo, de la misión y finalidad que ha dado al hombre? ¿Inten­tamos que nuestro comportamiento responda a esto?

2. Los adversarios de Jesús exigen siempre nuevas pruebas. ¿En qué casos manifestamos también nosotros reservas en nuestra confianza en Jesús, ponemos condiciones y exigimos seguridades?

3. Los discípulos recorren un largo camino junto a Jesús. ¿Somos capaces también nosotros de esperar ser lleva­dos a la plena comprensión del camino de Jesús y de nuestro propio camino?

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9 4 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Cuarto domingo de Cuaresma

El amor increíble (Jn 3,14-21)

(En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo): 14Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, 15para que el que crea tenga en él la vida eterna. 16Pues tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. 17Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

18E1 que cree en él no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. 19Y el juicio es este: la luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas. 20En efecto, quien hace el mal odia la luz y no sale a la luz, para que sus obras no sean reprobadas. 2LSin embargo, quien hace la verdad va hacia la luz, para que apa­rezca claramente que sus obras han sido hechas en Dios.

Por el coloquio de Jesús con Nicodemo hemos sabido has­ta ahora que, para poder participar en el reino de Dios, es necesario un inicio completamente nuevo y que este principio de una vida nueva no lo podernos procurar por nosotros mismos, sino que se nos da en el bautismo por el poder creador de Dios. Después se explica que, en este nuevo inicio, nosotros no somos personas pasivas: se exige por nuestra parte la fe en el Hijo de Dios. El nexo entre nacimiento de Dios y fe es afirmado también en ljn 5,1: «El que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios» (cf Jn 1,12-13). Pero ni siquiera la fe es algo que tenga origen humano. Jesús muestra que la fe se fundamenta sobre la prueba del amor que Dios ha manifestado al enviar a su

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Hijo. El nuevo nacimiento de Dios y la fe en el Hijo de Dios nos conducen al sentido y a la plenitud de nuestro ser, a la verdadera vida, a la vida que no pasa. Sin ellos, por el contrario, perdemos el sentido de nosotros mismos.

¿Cómo evitar un final insospechado, una muerte fu­nesta? ¿Cómo mantener y asegurar nuestra vida? Israel se encontraba con estas preguntas cuando, en el camino a través del desierto, se vio amenazado por muchas ser­pientes venenosas (Núm 21,4-9). Dios vino entonces en ayuda de su pueblo. Por encargo suyo, Moisés construyó una serpiente de bronce y la colocó sobre un mástil. El que era mordido por una serpiente y miraba a la serpiente de bronce permanecía en vida. Así es como se explica aquí el significado del Hijo de Dios elevado sobre la cruz: el que se encuentra suspendido sobre la cruz no es alguien que fracasa por completo rodeado de oprobios. Dios ha esta­blecido que el Crucificado sea el símbolo de la salvación, la fuente de la vida. No debemos desviar de él nuestra mirada e intentar olvidarle; es necesario, por el contra­rio, levantar nuestros ojos hacia él y reconocerle como nuestro salvador. No hay otro camino para la vida, ni otra posibilidad de sustraerse a la muerte sino en él. La unión con él es la vida. Y conseguimos esa unión creyendo en él, que es el Crucificado, abandonándonos a él y confiando completamente en él. Depositando nuestra confianza en el Crucificado, reconocemos el amor de Dios sin medida y nos hallamos en el ámbito de acción de su poder vivifi­cador.

Detrás del Crucificado está Dios mismo. Él lo ha dado y mandado por amor a la humanidad entera, preocupándose por su salvación. La cruz de Jesús es, desde el punto de vista externo, un signo de que él carecía de poder, de que Dios le había abandonado y de que la crueldad humana

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había triunfado sobre sus reivindicaciones y sus obras. Pero desde el momento en que se hace evidente que Dios ha enviado a Jesús y ha establecido su camino, la cruz se convierte en símbolo del ilimitado amor de Dios. Ella demuestra hasta dónde llega su amor y hasta dónde llega Jesús en su entrega por nosotros, los hombres.

Amor significa atención, participación, solicitud, preocupación, esfuerzo y entrega. El amor quiere el bien del prójimo y busca favorecerlo por todos los medios. El camino y el destino del prójimo no le son en absoluto in­diferentes. Al contrario, pone en juego todas sus fuerzas para hacer posible que el otro viva de manera gozosa y en plenitud. ¿Cómo están las cosas con Dios? ¿Ha creado quizá el mundo y lo ha abandonado después a su suerte? ¿Se preocupa de nosotros y de nuestro destino, de cómo estamos y de cómo vamos a terminar? ¿Estamos tal vez abandonados a nosotros mismos, dejados al arbitrio de nuestro prójimo y a la gélida imperturbabilidad de las leyes de la naturaleza? Hasta que conseguimos mantener la cabeza fuera del agua, todo va bien. Pero, cuando nos hundimos, todo se acaba y ninguno se preocupa. ¿Cuál es nuestra verdadera situación?

El Crucificado nos da la respuesta: Dios ama al mundo y quiere la salvación del mismo. Su amor es de tal medi­da y tiene tal intensidad que, si fuera posible, habría que decir: Dios ama al mundo y a nosotros, los hombres, más que a su propio Hijo. No se ha desentendido del mundo dejándolo a su suerte. Al contrario, se interesa por él hasta tal punto que le entrega a su propio Hijo, dándoselo como don. Los discípulos aprenden a conocer a Jesús como el Hijo que está en una relación única con Dios, que está unido a él en el plano divino, desde la eternidad, por la familiaridad más afectuosa (cf 1,14.18). Dios envía a la

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humanidad a este Hijo, en quien va todo su amor. No se lo reserva para sí (cf Rom 8,32), sino que lo expone a los peligros de este envío. Consiente que caiga en manos de malhechores, que sea víctima de su ceguera y crueldad, que sea crucificado. Los hombres tenemos tanto valor a sus ojos que él pone en riesgo a su propio Hijo por noso­tros. Dios considera tan necesario librarnos de la perdi­ción, preservarnos de la ruina y conducirnos a la plenitud de la vida que se dirige a nosotros a través de su Hijo. Después de la creación, la Ley, los profetas y todas las demás formas de su solicitud, el Hijo es su última palabra y el don más valioso que nos puede hacer. El Hijo debe preocuparse personalmente de nosotros, debe mostrarnos el camino de la salvación, debe llevarnos a la comunión con él y a la vida eterna.

Dios manifiesta una solicitud increíble por nosotros, los hombres, preocupándose por el éxito de nuestra vida. Pero se ha de afirmar también con claridad que nosotros, por nuestra parte, seguimos estando en peligro: Dios no realiza nuestra salvación sin nosotros ni contra nuestra voluntad. De nosotros se exige que nos abramos a esta solicitud de Dios, que tomemos en serio este amor suyo increíble, que creamos en el Hijo de Dios crucificado. Sólo si estamos convencidos de que el Crucificado es el único y predilecto Hijo de Dios, el poder de este amor de Dios podrá alcanzarnos eficazmente y podremos nosotros abrirnos plenamente a su luz y a su calor. Nuestra vida depende de nuestra fe.

¿Cómo podríamos no acoger de manera espontánea y llenos de entusiasmo la luz esplendorosa de este amor de Dios? ¿Cómo podríamos no correr al encuentro de esta luz, alegrándonos de su fuerza donadora de vida? Pero a esto se opone el extraño fenómeno de que los hombres prefieren

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las tinieblas a la luz (3,19). Hay razones para rehuir la luz y buscar la defensa de las tinieblas, razones que residen en el comportamiento humano. Quien hace el mal, evita instintivamente la luz; quien hace el bien afronta la luz y no la rehuye; no tiene nada que ocultar. No podemos pasar por alto la importancia que tiene nuestra actuación concreta para nuestra fe. «Bueno» es cuanto hemos he­cho según Dios (3,21), escuchándole, intentando since­ramente poner en práctica su voluntad; «malo» es cuanto hacemos sin seguir estos criterios, cuando actuamos sin buscar a Dios, cuando únicamente perseguimos, en una autoafirmación egoísta, la realización de nuestros planes y de nuestros deseos, aun en contra de la voluntad de Dios. Quien se busca sólo a sí mismo, se cierra a Dios y corre el peligro de permanecer cerrado también a la revelación luminosa de su amor. Le falta una verdadera vinculación con Dios, capaz de determinar continuamente su vida. Si no toma antes en serio la voluntad de Dios, ¿cómo podrá creer en su amor? Este amor le alejaría todavía más del propio egoísmo y le haría sentir aún más su dependencia de Dios. Por el contrario, quien busca siempre la vincula­ción activa con Dios, está abierto a la luz de su amor.

Jesús, el Crucificado, no es un pensamiento o una teoría, una hipótesis o una fantasía, sino una realidad histórica auténtica. ¡Tan real como el Crucificado es el amor de Dios!

Tiempo de Cuaresma. IV domingo 99

Preguntas

1. ¿Tengo al menos una idea del ilimitado amor de Dios? ¿Qué grado de realidad tienen para mí estas afirmacio­nes? ¿Las considero descripciones de la realidad que es decisiva para mí?

2. ¿Qué mundo es el que se encuentra abandonado a sí mismo y a su propio destino? ¿Qué mundo es el sostenido por el amor de Dios y por su voluntad de salvación?

3. ¿Me doy cuenta de que en el mensaje de Jesús todo se fundamenta sobre Dios y sobre la fe?

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100 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Quinto domingo de Cuaresma

Luz desde la cruz (Jn 12,20-36)

20Entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algu­nos gentiles. 21Estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, quisiéramos ver a Jesús. 22Felipe fue a decírselo a Andrés, y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

23Jesús les contestó: Ha llegado la hora de que sea glorifi­cado el Hijo del hombre. 24Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. 25E1 que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. 26E1 que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. 27Ahora mi alma está agitada y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora. 28Padre, glorifica tu nombre.

Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.

29La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.

30Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. 31Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. 32Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.

33Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

34La gente replicó: Nuestra ley nos enseña que el Mesías n o morirá nunca. Entonces, ¿qué quieres decir con eso de que el Hijo del hombre tiene que ser levantado sobre la tierra? ¿Quién es ese Hijo del hombre?

35Jesús replicó: Todavía está la luz entre vosotros, pero no por mucho tiempo. Mientras tenéis luz, caminad para que no o s sorprendan las tinieblas. Porque el que camina en la oscu­ridad no sabe adonde se dirige. 36Mientras tenéis luz, confiad e n ella; solamente así seréis hijos de la luz.

Tiempo de Cuaresma. V domingo 101

La última vez que Jesús se presenta ante el pueblo no hace sino mirar hacia el futuro. El evangelista describe una situación completamente nueva. Ya antes se había dirigido la mirada de Jesús, por encima de Israel, a toda la humanidad (10,16; 11,52; 3,16; 4,42). Pero ahora se nos dice por primera vez que unos griegos, o sea, no ju­díos, querían encontrarse con él. Han subido a Jerusalén para la celebración de la Pascua, para adorar al verdadero Dios. Es el único pasaje del Evangelio en que aparecen estos temerosos de Dios, que se han convertido al Dios de Israel y se atienen a los preceptos morales de la Ley. Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, por quienes mejor es acogido el anuncio pospascual del Evangelio es precisamente por estos, y a través de ellos es como se abre camino entre los paganos y en el mundo entero. Estos griegos, pues, se dirigen a Felipe y a Andrés, que tienen nombres griegos y que provienen de la zona de Galilea que limita con el mundo helenístico. Felipe y Andrés es­tán entre los primeros discípulos que, deseando conocer a Jesús, se han acercado a él. Son además los primeros en comunicar su propia experiencia y en llevar a otros dis­cípulos a Jesús (1,35-46). En este episodio se ve también cuál es la misión que ellos deben desempeñar en su vida: la de actuar de mediadores, para que la humanidad pueda ver a Jesús.

Jesús no se dirige directamente a estos griegos. Pero ahora, pocos días antes de su muerte y porque estos se han acercado a él, define la importancia y la eficacia de su muerte en cruz, dirigiendo su última llamada al pueblo judío. No describe cómo se ha de desarrollar exteriormen-te su «vía crucis», sino que presenta lo que el Padre obra a través de él en beneficio de todos los hombres. Cuanto Jesús dice no podemos contemplarlo desde el exterior,

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102 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

como simples espectadores; podemos sólo captarlo desde él y acogerlo con fe.

En general y en línea de máxima, la muerte de Jesús no es simplemente obra de la violencia de los hombres, y no representa el fin ignominioso de Jesús. Su «hora» es decretada por el Padre; toda ella está dentro de las disposiciones del poder del Padre; el Hijo del hombre es glorificado precisamente por medio de su muerte. Esta muerte demuestra de manera patente e incontrovertible que el Hijo de Dios encarnado está unido al Padre por un vínculo de obediencia a toda prueba y que se ofrece por nosotros sin reservas. La muerte de Jesús revela su amor sin límites, ya que él vive plenamente para el Padre y to­talmente para nosotros, los hombres.

De su muerte depende la fecundidad de su obra; y él obliga a sus discípulos a obrar tal como ha obrado él. Sólo cuando un grano de trigo muere, este produce una gran cantidad de granos. Precisamente como aquel que ha sufrido la muerte y se ha manifestado a sí mismo en la muerte, Jesús congregará en torno a sí una multitud de hombres (cf 12,32). Muriendo, él no desaparece de entre los hombres, sino que se transforma en el centro de una inmensa comunidad. No se mantiene espasmódicamente aferrado a la propia vida. La vida terrena no es para él el sumo bien, que debí ser salvado a cualquier precio. Lo que vale para él, vale también para sus discípulos. Siguiéndole, ellos deben poner el servicio a Dios y a los hombres por encima también déla propia vida. Sólo si ellos permane­cen unidos a él en el servicio, lo estarán también en su destino. Sólo quien sigue a Jesús en su camino, alcanzará con él la meta y tendrá parte en el reconocimiento beati­ficante por parte del Padre.

Como en los demás Evangelios, también aquí se dirige

Tiempo de Cuaresma. V domingo 103

Jesús en oración al Padre ante la propia muerte (cf Me 14,32-42). Es consciente del significado de su muerte, pero no por eso va a su encuentro de manera impasible. Como todo ser humano, también él la rehuye impulsado por el miedo; se siente perturbado por su propio destino de muerte. Puesto que tiene sensibilidad humana, quiere rogar al Padre que le ahorre este camino. Pero no se deja llevar por su propio deseo, sino por la voluntad de Dios. Por eso reza diciendo: «¡Padre, glorifica tu nombre!» (12,28). Está, pues, de acuerdo con el significado de su destino, tal como Dios lo ha establecido, haciendo de él el fin de su propia oración. De este modo, su muerte pone de manifiesto hasta qué punto tiene Dios derecho al nombre de «Padre» y hasta qué punto se inclina este Padre hacia nosotros, que no ha dudado en darnos incluso a su Hijo unigénito (cf 3,16). Jesús no es menos que el Padre en el amor y ora para que el amor del Padre pueda hacerse evi­dente, aun cuando sabe que esto va a costarle la vida.

La muerte de Jesús en cruz representa también su defini­tiva victoria sobre el demonio, que es echado fuera y queda privado de toda posición de fuerza, sin posible rivalidad. La obra del demonio pretende separar a los hombres de Dios, ocultar a Dios a los ojos de los hombres y entenebrecer su mirada. La muerte de Jesús es la revelación más patente del amor de Dios hacia los hombres y de la indisoluble vinculación de obediencia de Jesús respecto a Dios. De este modo, la pretensión del diablo fracasa por completo. Con su muerte, Jesús da inicio también a su acción univer­sal, que atañe a toda la humanidad. Elevado sobre la cruz como símbolo del amor de Dios (cf 3,14-17) y elevado al Padre en su fuerza celeste, él alcanza a toda la humanidad, acogiéndola en el esplendor de su amor. Por eso es elevado también para los griegos que querían verle.

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104 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Jesús ha venido al mundo como luz para todo hombre (1,9). De él, elevado sobre la cruz, dimana la luz más clara y radiante, que permite ver todo en su verdadera autenti­cidad: Dios en su amor ilimitado; el Hijo en su entrega sin reservas y en su acción que abarca a toda la humanidad; el demonio vencido en su poder. Bajo esta luz debemos escoger nuestro camino como camino del «seguimiento de Cristo».

Preguntas

1. ¿Cómo podemos actuar de intermediarios para llevar a Jesús? ¿Quién espera mi ayuda?

2. ¿Cómo considero la muerte de Jesús.7 ¿Es para mí una luz?

3. ¿"Qué exige del discípulo de Jesús el camino de Jesús?

Tiempo de Cuaresma. Domingo de Ramos (Ev. de la entrada en Jerusalén) 105

Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor (Evangelio de la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén)

Jesús se presenta él mismo (Me 11,1-10)

'Se acercaban a Jerusalén por Betfagé y Betania, junto al Monte de los Olivos, y Jesús mando a dos de sus discípulos 2diciéndoles: Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. 3Y si alguien os pregunta por qué lo ha­céis, contestadle: El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto.

4Fueron y encontraron el borrico en la calle atado a una puerta, y lo soltaron. 5Algunos de los presentes les pregunta­ron: ¿Por qué tenéis que desatar al borrico?

6Ellos contestaron como había dicho Jesús, y se lo permitie­ron. 7Llevaron el borrico, le echaron encima los mantos, y Je­sús se montó. 8Muchos alfombraron el camino con sus mantos; otros, con ramas cortadas en el campo. 9Los que iban delante y detrás gritaban: ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! '"¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. Viva el Altísimo!

El Evangelio nos presenta a Jesús siempre en camino. Él no tiene un lugar fijo para su actividad, sino que se mueve por todo el país. Va al Jordán para encontrarse con Juan el Bautista, pasa después al desierto, retorna a Galilea y recorre la ribera del lago de Genesaret. Su camino le lleva a territorio pagano, a Tiro y Sidón, en la Decápolis, hasta llegar a las fuentes del Jordán, a Cesárea de Filipo. La vida de Jesús es un continuo peregrinar. Exceptuados los viajes en barca, siempre va a pie. Esto vale también para el camino de Galilea a Judea, que, a través de Jericó, le conduce finalmente a las puertas de Jerusalén, a Betfagé y a Betania. Jesús se detiene en el monte de los Olivos, desde donde contempla el templo y la ciudad. Aquí, de

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improviso, cambia su precedente costumbre: no quiere recorrer a pie el último tramo del camino; se hace llevar por un asno. No quiere entrar en Jerusalén a pie, sino sobre un asno.

El carácter insólito de este modo de actuar de Jesús se pone de manifiesto también en la amplitud de la descrip­ción hecha por el evangelista. De los diez versículos de este episodio, siete se ocupan exclusivamente del modo de procurar el asno: describen el encargo dado por Jesús a dos discípulos, cómo lo llevan estos a cabo y, finalmente, cómo los discípulos ayudan a Jesús a montar en el asno (11,1-7). Al evangelista le interesa subrayar el hecho de que Jesús no se acerca a Jerusalén a pie, sino que, desde el Huerto de los Olivos hasta la ciudad, va cabalgando en un asno.

Este cabalgar de Jesús tiene un valor demostrativo. Hace comprender de este modo bajo qué título entra él en Jerusalén, en el centro del pueblo de Israel. El profeta Zacarías había anunciado: «¡Exulta sin freno, hija de Sión; grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna. Él suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10; cf Mt 21,4-5; Jn 12,14-15). Jesús no entra en la ciudad como un peregrino, y tampoco como un maestro o un taumaturgo, sino como el Rey prometido para el final de los tiempos. No viene, sin embargo, como u n conquistador ni como un rey belicoso con soldados y con la fuerza de las armas, sino totalmente inerme, humil­de y pacífico. Él no tiene nada que ver con esplendores y poderes exteriores, con la fuerza y con la violencia. No

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lleva otra cosa que su propia persona. No pretende subyu­gar ni dominar a nadie; quiere ganarse a todos, conquistar a todos en su relación con Dios, en su camino, como ha demostrado ya con su actuación precedente y como de­mostrará a continuación en Jerusalén.

Al igual que su entrada, también la acogida que él encuentra es excepcional. Sus acompañantes extienden ante él sus mantos en el camino, tal como habían hecho los soldados ante Jehú cuando se enteraron de que Elíseo había mandado ungirle como rey. De este modo demostra­ron reconocerle en su condición de rey (2Re 9,13). Otros esparcen ante él ramos en señal de gozo y de reverencia. Y el cortejo entre el que Jesús se mueve le rodea con gritos de entusiasmo. La gente ve en él al Bendito de Dios, que es enviado y viene por encargo de Dios. Espera que por medio de él sea restablecido el espléndido reino de David. En ninguna otra página del Evangelio se rodea a Jesús de tanto entusiasmo y de tanto júbilo. Todas las esperanzas de sus acompañantes quedan centradas en él: esperan que él lleve a cumplimiento las promesas de Dios y otorgue de nuevo y de manera definitiva a la ciudad de Jerusalén y al pueblo de Israel un tiempo de esplendor, de dominio y de paz.

Da la impresión de que todo este entusiasmo pretende insinuar un equívoco. Jesús es acogido verdaderamente con reconocimiento y júbilo como el Enviado de Dios, pero al mismo tiempo se espera de él que restablezca el Reino según el modelo davídico. Con tales expectativas se le quiere prescribir implícitamente lo que debe hacer. Pero de este modo vienen programadas también de manera anticipada las grandes frustraciones, que llegarán apenas comience a actuar de forma diversa a como se espera de él. Además, Jesús no ha anunciado nunca el inmediato

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restablecimiento del reino davídico, sino que ha proclama­do la cercanía del reino de Dios; jamás ha pretendido el esplendor, el poder o la fastuosidad, sino que ha centrado todo en Dios y en su acción misericordiosa; ha pedido convertirse a Dios y creer en él (Me 1,15). En Jerusalén, él defenderá al templo como casa de oración (11,17), in­vitando a dar a Dios lo que le es debido (12,17), es decir, a creer en su poder que vence a la muerte (12,27), a amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (12,30). La actuación de Jesús no va dirigida a un reino terreno y a un poder de este mundo. Él anuncia el amor misericordioso de Dios y quiere con­ducir a la fe incondicional en él. Quien espere de él algo diverso, debe hacer una interpretación diversa y acabará por alejarse de él defraudado.

Jesús entra en Jerusalén como el Rey prometido. Las circunstancias concretas de su entrada demuestran que su Reino no tiene nada en común con el dominio terreno. El asno en que cabalga lo ha tomado prestado, y sus discí­pulos han prometido devolverlo inmediatamente después de cumplir su servicio (11,3). Para este asno, no dispone siquiera de una silla, y sus discípulos deben improvisarle una, echando encima sus mantos para que Jesús pueda sentarse (11,7). Jesús entra en Jerusalén como Rey, pero lo hace cabalgando en un asno tomado en préstamo y con una silla improvisada. Aun cabalgando, él entra de modo sobrio y sin medios, tal como precisamente ha pedido a sus discípulos cuando les ha enviado en misión (6,8-9). Él no lleva otra cosa que su propia persona. Sólo quien sabe reconocerle y apreciarle está en condiciones de acoger con júbilo y con gozo su llegada y su presencia.

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Preguntas

1. ¿De qué viajes de Jesús y de qué medios de transporte habla el evangelio de Marcos?

2. ¿Cuáles son nuestras expectativas en relación a Jesús? ¿Le acogemos a él y a su mensaje tal como son? ¿Esta­mos interesados en él y en su mensaje?

3. ¿De qué medios nos servimos en relación a los demás en los diversos ámbitos en los que nos encontramos y en los que actuamos? ¿Intentamos obrar simplemente como personas que están unidas a Jesús?

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Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor (Evangelio de la Misa)

El Hijo de Dios es entregado (Me 14-15)

En el evangelio de Marcos, todo el actuar de Jesús está bajo el signo de Juan Bautista, su precursor, entregado y matado violentamente (1,14). De manera continua y de modos diversos se reclama la atención sobre la muerte de Jesús. La unción en Betania y la Ultima Cena reciben su particular significado de la inminencia de esta muerte.

En la pasión de Jesús, hacia la cual tiende todo el Evangelio, se pueden percibir tres características cons­tantes y esenciales: 1) En ninguna otra parte del Evan­gelio está la dignidad de Jesús de manera tan patente en el centro de los acontecimientos; pero, al mismo tiempo, en ninguna otra parte del Evangelio parecen refutar los acontecimientos de manera tan fuerte la pretensión me-siánica de Jesús. En la pasión, el Hijo de Dios es entre­gado. 2) En la pasión, Jesús acepta la voluntad de Dios en toda su dureza y oscuridad y, mediante su obediencia, se revela como el Hijo del Padre. 3) En la pasión, Jesús lleva a cumplimiento, con la entrega de su vida, su com­promiso en favor de los hombres; en la pasión llega a su punto culminante todo lo que ha caracterizado su vida: el hecho de compartir nuestro destino humano, la acep­tación incondicional de la voluntad del Padre, el don de sí mismo en favor nuestro.

Después de ser arrestado, Jesús es conducido ante los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. Es la segun­da vez que se encuentra frente a ellos. En el templo, ellos se habían dirigido a él (11,27); ahora, él es conducido

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prisionero ante ellos. Allí estaba Jesús dispuesto a res­ponder sólo bajo determinadas condiciones a la pregunta que le hacen sobre su propia autoridad; aquí calla y no responde a las acusaciones que le imputan. Pero, cuando el sumo sacerdote le pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Dios bendito?», él responde inmediatamente y con toda claridad: «Yo soy» (14,61-62). La pregunta sobre su identidad es la única a la que Jesús responde a lo largo de la pasión. Aquí desaparece la actitud reservada que se puede observar por lo general en el Evangelio. Jesús dice claramente que él es el Mesías y el Hijo de Dios; que, en cuanto Hijo del hombre, se sentará a la derecha de Dios y vendrá como juez de los que ahora le juzgan. Con una intensidad y una variedad sin igual, en este versículo que­da afirmada no sólo la identidad de Jesús, sino también el significado de su misión. Por su misión, él es el definitivo Salvador enviado por Dios; por su origen, él es el Hijo de Dios; su puesto en el futuro está a la derecha de Dios; su tarea futura es la de juzgar definitivamente a todos y llevar a cumplimiento todo en la gloria de Dios. Se trata aquí de los múltiples aspectos de la relación de Jesús con Dios y de su significado para nosotros, los hombres.

Jesús reivindica para sí una relación absolutamente sin­gular con Dios. Su afirmación sobre su identidad de Hijo de Dios es rechazada por las máximas autoridades judías, considerándola una blasfemia, una ofensa a Dios. Sobre este punto gira el proceso de Jesús: O él es el incompa­rable Hijo de Dios o es un blasfemo, como no ha habido ningún otro hasta el momento. Si lo que afirma es verdad, le compete la primera alternativa; si no lo es, le compete la segunda. Aquí están, unos frente a otros, los más grandes contrastes: el que se encuentra en la más íntima relación con Dios, es considerado como su peor enemigo; el que

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puede unir a todos los hombres con Dios, es rechazado y puesto aparte como corruptor. Tal como es juzgado por las autoridades, así es tratado también: le escupen, se mofan de él, le golpean, le dan bofetadas (14,65). El Hijo de Dios es entregado a los hombres.

En el proceso ante Pilato reaparece igualmente la cuestión de la identidad de Jesús. Pilato le pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él responde: «Tú lo di­ces» (15,2). De nuevo se pronuncia Jesús sólo sobre esta cuestión, guardando silencio sobre todo lo demás (15,5). Su respuesta no es tan clara como la ofrecida ante el sumo sacerdote, porque tampoco es claro el título «rey de los judíos». Jesús es rey de los judíos en cuanto Mesías del pueblo de Israel enviado por Dios, pero no es rey de los judíos como un contendiente del emperador romano en el ejercicio del poder terreno. Él no posee ni armas ni ejército, ni predica la rebelión contra el emperador (cf 12,13-17). Todo cuanto Pilato hace a continuación en relación con Jesús queda determinado por el título «rey de los judíos». Como tal le presenta al pueblo, buscando obtener la aprobación de su puesta en libertad (15,9); como tal le entrega para ser flagelado y crucificado. Los soldados encargados de la crucifixión retoman su afirma­ción mesiánica y muestran claramente lo que piensan de ella. En la coronación de espinas, todo cuanto compete a un verdadero rey es trastocado en desprecio y burla: ves­tido, saludo, homenaje. Jesús, que es verdadero rey y que merece el máximo respeto y el máximo honor, es tratado como un impostor y un charlatán. Finalmente, sobre la cruz queda indicada como culpa suya: «El rey de los ju­díos» (15,26). Su pretensión mesiánica ha conducido a Jesús a la cruz, que parece desmentir definitivamente esta pretensión. ¿Cómopuede ser el rey de los judíos alguien

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que no ha impedido ser crucificado y morir en la cruz? ¿Cómo puede ser él el Mesías, es decir, aquel que ha sido enviado por Dios y que cuenta con el poder de Dios?

Estando en la cruz, sus principales adversarios, los su­mos sacerdotes, le dirigen esta provocación: «¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! i El Cristo, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos!» (15,31-32). Para ellos, de ningún modo puede ser verdad que Jesús sea el Hijo y el Enviado de Dios om­nipotente si muere en la cruz. Si ha dejado correr las cosas hasta el punto de ser clavado y elevado sobre la cruz, al menos ahora debe demostrar su poder, venciendo el poder de la muerte y bajando de la cruz. Ellos quieren ordenar a Dios y a su Envidado lo que han de hacer para que sean dignos de fe. Valoran a Dios y a su Enviado según sus cri­terios.

Las autoridades judías, que quieren ver a Jesús bajar de la cruz y escapar de la muerte, no llegan a la fe. Permane­cen en su opinión: él es un blasfemo y un impostor.

El centurión pagano, que observa a Jesús en la cruz y ve el modo en que muere, llega a la fe. Él confiesa: «Verdade­ramente, este hombre era Hijo de Dios» (15,39). Mientras Jesús ha vivido y ha afirmado abiertamente su relación con Dios, sus enemigos han respondido con violencia, y con violencia le han llevado a la muerte. Ahora que ellos han alcanzado su objetivo y que el cadáver de Jesús cuelga de la cruz, un pagano confiesa su plena dignidad. Pilato le ha encargado de la crucifixión y muerte de Jesús (cf 15,44-45); él ha dirigido la crucifixión, ha escuchado las burlas proferidas contra Jesús, ha visto que no ha ejercido ningún poder ni ninguna violencia, ha observado su muerte. Lo que Jesús no ha obtenido de sus compatriotas en vida, lo obtiene de este pagano en el momento de la muerte.

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Conduce a este pagano a la confesión de su grandeza y de su dignidad.

A lo largo de toda la pasión se enfrentan y parecen contraponerse la pretensión de Jesús y los acontecimientos que le sobrevienen. En todas las fases de la pasión está su afirmación de ser el Mesías, el Hijo de Dios. Pero aquel que lanza esta pretensión es entregado. Se ve sometido a todas las formas de debilidad y de perversidad humanas: es traicionado, abandonado, odiado, condenado a muerte, renegado, entregado a la crucifixión, flagelado, cruelmente burlado y escarnecido y, por fin, muere en la cruz. Inde­fenso e impotente como un niño, es alcanzado por todas las crueldades; no le es ahorrada ninguna. Comparte con nosotros el sufrimiento, unido a la debilidad y a la fragili­dad de nuestra naturaleza humana.

La pasión de Jesús nos muestra hasta qué punto él es entregado. Quiere también que tomemos conciencia para siempre de que él es entregado en cuanto Hijo de Dios. Nos hace ver que su nombre equivale efectivamente al de «Dios con nosotros»: él está con nosotros y comparte nuestra vida hasta en lo que atañe al abandono, la debili­dad, la incapacidad de defenderse. El Hijo de Dios crucifi­cado nos hace comprender que no hay ninguna situación de necesidad en laque estemos realmente abandonados de Dios. Incluso en las situaciones de mayor impotencia y debilidad, Dios está con nosotros.

Gracias a la pasión de Jesús tenemos la posibilidad y la fuerza necesaria para decir «sí» a todas las formas de nuestro destino humano. Dios está con nosotros en todas partes y su poder se extiende sobre todas las cosas.

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Preguntas

1. Los sumos sacerdotes desean ver una demostración de poder por parte del Crucificado. ¿Cuáles son los deseos y esperanzas que dirigimos nosotros a Dios, a su inter­vención y a su poder?

2. Jesús aparece como un hombre que pronuncia palabras vacías, que no están respaldadas por ningún poder. ¿Cómo valoramos a Jesús y su comportamiento en la pasión?

3. ¿Cómo se manifiesta en nuestra vida el contraste entre la cercanía de Dios y el vernos entregados a la suerte humana?

Jesús, Hijo de Dios en obediencia (Me 14-15)

Todo el relato de la pasión está dominado por el contraste entre la dignidad de Jesús y su destino. Desde este con­traste, sus enemigos se creen ratificados definitivamente en su rechazo de Jesús. El mismo acepta este contraste, movido por la actitud de obediencia a la voluntad del Padre. En la pasión, Jesús no se revela como Hijo de Dios demostrando un poder divino, sino aceptando lo que Dios Padre ha dispuesto para él.

El Evangelio reclama continuamente la atención sobre este aspecto de la pasión. En las predicciones, Jesús no dice sólo lo que le va a suceder; dice también que esto es la voluntad de Dios. En la primera predicción se afirma que «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (8,31). En este «debía» está contenida la

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voluntad de Dios, tal como se desprende con claridad de la viva discusión, inmediatamente después, entre Jesús y Pedro. A Pedro, que se opone a este camino, Jesús le dice: «Tú no piensas según Dios, sino según los hom­bres» (8,33). Pedro se deja guiar por los deseos humanos instintivos. Oponiéndose al camino de Jesús, se opone a la voluntad de Dios. Que todo el camino de Jesús, com­prendidos sus momentos más oscuros y duros, responde a la voluntad de Dios, se afirma también con las múltiples referencias a la Escritura. Se dice en el Evangelio: «El Hijo del hombre se va, como está escrito de él» (14,21; cf 9,12; 14,49). La Escritura es la palabra de Dios y nos comunica su voluntad. Lo que sucede en conformidad con ella co­rresponde a la voluntad de Dios.

En los anuncios de la pasión se afirma expresamente esta relación con la voluntad de Dios. Los discípulos se oponen. Para Jesús, por el contrario, todo parece ser claro y evidente. Él acepta su camino tranquilamente, con plena consciencia y sin agitación interior. La oración en el Huer­to de los Olivos nos lo presenta después en su lucha con la voluntad del Padre (14,32-42). Es obvio que también en esta ocasión acepta él la voluntad de Dios, pero aquí se hace patente la profunda conmoción que produce en él lo que la voluntad del Padre le pide. Jesús no camina hacia su pasión con frialdad, insensibilidad o indiferencia; no es una piedra o una máquina, sino un hombre. No prueba satisfacción alguna en el dolor y en la muerte. Frente a este destino, también en él se rebela la instintiva sensibi­lidad humana.

En el Evangelio se dice de él que «comenzó a sentir pa­vor y angustia» (1433). Él mismo se dirige a los discípulos e n estos términos: «Siento una tristeza mortal. Quedaos aquí y velad» (14,34). Y reza así: «¡Abbá, Padre! Todo te

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es posible. Aparta de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (14,36). La oración de Jesús nos hace comprender qué es lo que le mueve inte­riormente en esta situación de gran necesidad. También en estos momentos llama a Dios «Abbá, Padre amado». El sufrimiento más intenso y el destino más duro no pueden disuadirle de la convicción de que Dios es su Padre, lleno de amor. Independientemente de todo lo que sucede, él conoce con absoluta certeza el amor del Padre. Dios es su Padre y él es el Hijo de Dios. Este núcleo íntimo de su vida no puede ser alterado o cuestionado por nada. Y esto vale para todo el desarrollo de su pasión, hasta su muerte. Dios es y sigue siendo su Padre lleno de amor.

Este Padre es el Dios omnipotente. Jesús lo reconoce dirigiéndose directamente a él: «Todo te es posible». El poder de Dios no conoce límites. Nada de cuanto sucede sobre la tierra, por muy oscuro e incomprensible que sea, es capaz de refutar el poder y el amor de Dios. Jesús re­cuerda al Padre su poder, dirige su súplica a aquel que es, al mismo tiempo, el Padre lleno de amor y el Dios omni­potente. Esta súplica expresa sus sentimientos humanos y espontáneos: Aleja de mí este cáliz, ahórrame este destino. Pero estos sentimientos no son los únicos que experimen­ta. Junto a ellos aparece la convicción de que su voluntad está sometida a la de Dios y debe adaptarse a ella. Sólo la voluntad de Dios debe decidir. Jesús quiere seguir esta voluntad de Dios de manera incondicional, incluso contra sus propios deseos.

Jesús percibe con sus sentimientos humanos el destino que le aguarda y lo ve desde la perspectiva de Dios. Frente a lo que le acontece, él confiesa el amor y la omnipotencia de Dios, amor y omnipotencia que no quedan desmenti­dos por su destino. Si Dios no atiende el deseo humano

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de Jesús, si no impide este destino, entonces es que este corresponde a su voluntad. Todo lo que le sucede a Jesús no viene determinado por el azar o por una combinación de circunstancias históricas, ni siquiera por la voluntad soberana de sus enemigos, completamente independiente de Dios. Por encima de estos factores está Dios, y todo queda incluido en sus planes y en su disposición. Jesús dice sí a todo lo que de hecho le sobreviene; lo acepta en la obediencia a la voluntad de Dios.

El «sí» a la voluntad de Dios es la actitud fundamental de Jesús. El «sí» a las formas concretas de esta voluntad, en todo lo que realmente sucede y que es dispuesto y permitido por Dios, no es expresado por Jesús con un momentáneo acto de voluntad: él no dirige al Padre su súplica una sola vez, sino repetidamente. El Evangelio lo subraya al precisar: «Rezaba diciendo las mismas palabras» (14,39). Con esta oración repetida, Jesús pliega y adapta su deseo a la voluntad del Padre.

Pero tampoco en este momento de súplica y de lucha agotadora vive Jesús sólo para sí mismo. También en este momento están presentes en él sus discípulos. Él se pre­ocupa de ellos y de lo que les sucederá por causa de su destino. Sabe que se encuentran profundamente amena­zados y que también ellos pueden superar esta situación sólo con un espíritu dispuesto y con una oración intensa y fatigosa. Así, en las pausas de su oración, se acerca a ellos y les exhorta: «iVelad y orad para no entrar en tentación!» (14,38). Sólo con la oración pueden los discípulos obtener de Dios la aceptación de su camino como camino querido por el Padre, no perdiendo la confianza en él y en Dios. En esta exhortación de Jesús, aun cuando después no sea cumplida, se indica el único modo en que los discípulos pueden llegar a comprender el contraste entre lo que ellos

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esperan y lo que realmente sucede, entre lo que ellos de­sean y lo que Dios ha dispuesto.

Uno de los aspectos esenciales de la pasión y muerte de Jesús es su significado para la relación de Jesús con Dios. Esta relación se caracteriza sobre todo por la obediencia de Jesús a la voluntad del Padre. La pasión no separa a Jesús de Dios: Jesús reconoce lo que le sucede como vo­luntad del Padre omnipotente. Con su absoluta obedien­cia, él vive su incondicional unión con el Padre. En este camino, Jesús tiene que renunciar a todo aquello que los hombres deseamos con tanto ardor y a lo que estamos tan apegados: reconocimiento de la propia persona y de la propia valía, amistades, salud, bienestar, vida. Jesús se ve abandonado, calumniado, burlado, flagelado, crucificado y matado. Desde el momento en que él dice «sí» a la pér­dida de todo lo demás, demuestra con los hechos que sólo una cosa tiene importancia para él: la unión con el Padre mediante el «sí» decidido a su voluntad. Así es como Jesús confiesa y vive su realidad de Hijo de Dios.

El sufrimiento y todo lo que contradice nuestros de­seos, nuestra voluntad y nuestras esperanzas ponen a prueba nuestra fe en Dios. Cuando se nos arrebata todo, trozo a trozo, no debemos rebelarnos o desesperarnos; no debemos objetar que no lo merecemos; ni pensar que todo carece de sentido. Aun cuando se nos arrebate todo, nos queda Dios, nos queda su amor hacia nosotros y su poder, nos queda todo lo que va incluido en su voluntad. La convicción de que sólo Dios y la comunión con él son im­portantes nos permite superar la prueba de fuego, en caso de que cada vez poseamos más estos dos únicos elementos. Mientras que se nos den otras muchas cosas, corremos siempre el riesgo de que nuestras palabras sean sólo con­fesiones hechas con los labios. La fe y el reconocimiento

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de que sólo Dios basta se hacen realidad vivida sobre todo cuando decimos «sí» a lo que nos es arrebatado. Entonces es cuando vivimos el primero de todos los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas. El camino en esta direc­ción nos lo indica la exhortación de Jesús a los discípulos: «¡Velad y orad!».

Preguntas

1. ¿De qué modo muestra Jesús que todo su camino está sometido a la voluntad del Padre?

2. ¿Cómo se imaginan los adversarios de Jesús la vincu­lación del Mesías con Dios? ¿Cómo la ha vivido real­mente Jesús?

3. ¿Cómo nos comportamos nosotros cuando las cosas no van según nuestra voluntad y nuestros deseos? ¿De qué nos ha privado ya Dios? ¿Qué significa para nosotros «velar y orar» ?

La buena noticia de la pasión (Me 14-15)

En su pasión, Jesús muestra que comparte con nosotros todo el destino humano, que es en sentido pleno el «Dios con nosotros». En su pasión muestra también que ni privaciones ni sufrimientos pueden separarnos de Dios, sino que nos unen más a él, si sabemos aceptarlos. Otro aspecto de la pasión se pone de relieve en el camino de preparación a ella. Como conclusión de las tres prediccio­nes de la pasión, Jesús menciona el fruto de la misma: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para

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servir y dar la vida en rescate por muchos» (10,45). Hasta ahora Jesús había declarado sólo aquello que le sucedería a él; ahora señala también cuál será el sentido y el efecto de la pasión. Lo mismo hace con sus palabras en la Ultima Cena: «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derra­mada por muchos» (14,24). De la misma cuestión habla san Pablo cuando afirma: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios; pero todos son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús» (Rom 3,23-24).

Estas palabras pretenden decir algo decisivo sobre la situación en la que nos encontrábamos los hombres, sobre el significado de la pasión de Jesús para nosotros y sobre nuestra relación con Dios. En este pasaje de Pablo se ha­bla del precio del rescate o liberación. Con ello queda se­ñalada nuestra situación real. Nosotros, los hombres, nos encontramos en una situación de esclavos; no podemos liberarnos por nosotros mismos de la esclavitud; podemos sólo ser liberados por un hombre libre, que nos rescata. Este hombre es Jesús. Él paga el precio de nuestro rescate con el don de su vida, con su muerte en la cruz. Él se con­vierte así en nuestro salvador, en aquel que nos rescata, que nos libera de la esclavitud. Él solo paga el precio del rescate por los «muchos» que están en la esclavitud. Aquí no se dice que él rescata a muchos, mas no a todos, sino que frente a él, que es el único hombre libre y capaz de liberar, están los muchos que se encuentran en esclavitud, y para todos ellos tiene valor su entrega. El mensaje que encierra esta entrega de Jesús esclarece nuestra condición de esclavitud sin esperanza y es, al mismo tiempo, mensaje de nuestra liberación.

Lo que constituye nuestra esclavitud es descrito por Pablo en estos términos: «Todos pecaron y todos están pri-

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vados de la gloria de Dios» (Rom 3,23). Esta es la intrín­seca limitación de nuestra libertad. Somos culpables ante Dios, estamos separados de él, no tenemos libre acceso a él y, por nosotros mismos, no podemos liberarnos de la culpa; esto no es posible ni siquiera en las relaciones entre los hombres. No podemos obtener por la fuerza el acceso a Dios. Apoyándonos en nosotros mismos y en nuestras fuerzas, quedamos cerrados dentro de nuestras posibili­dades humanas y abandonados a la falta de sentido, a la vaciedad y a la desesperación.

Si observamos nuestra vida y la historia de la humani­dad, podemos maravillarnos una y otra vez de las muchas cosas hermosas y de las grandes realizaciones, pero mucho más numerosos son los problemas que no conseguimos resolver. El poder del hombre se manifiesta sobre todo como poder de destrucción. Los conflictos, el odio, las oposiciones, los sufrimientos espirituales y corporales, las necesidades de todo género son tan grandes que no po­demos siquiera soportar contemplarlos, y mucho menos eliminarlos. Intentamos seguir adelante apartando de ellos nuestra mirada, esforzándonos en olvidarlos, esperando ser afectados lo menos posible por ellos o sólo de manera breve e irreflexiva. Sabemos por experiencia que nuestras posibilidades humanas son limitadas, que no podemos dar a nuestra vida un sentido estable. Por eso dependemos de Dios. Tenemos necesidad de una vinculación con él, vinculación destruida por nuestra culpa.

En esta situación viene Jesús en nuestra ayuda. Él es el único que está lilre de culpa; vive su unión con Dios en perfecta fidelidad y coherencia. Él da todo, incluso su vida. Conserva únka y exclusivamente la unión con el Padre, aceptando enobediencia su voluntad. Su actitud y su obra son acogidas por Dios en nuestro favor. Por medio

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de él obtenemos el derecho a dirigirnos a Dios con ilimi­tada confianza y a esperar de él con firme esperanza que, tomando en sus manos los fragmentos de nuestra vida y la imperfección de la historia humana, los reintegre total­mente.

Sin Jesús y su obra, Dios y su gloria resultan para noso­tros inaccesibles, y seguimos siendo esclavos de la lejanía de Dios y de la falta de sentido. Mediante el don de Jesús, tenemos acceso a la gloria de Dios. Por medio de Jesús dejamos de estar solos con nosotros mismos y nuestros semejantes. La puerta se abre, y Dios está a nuestro lado. Su poder y su gloria quedarán de manifiesto en nosotros y por nosotros.

Sorprende, a primera vista, el hecho de que la pasión de Jesús esté presente en el Evangelio desde el inicio y que la Iglesia primitiva haya puesto en el centro de su predi­cación el mensaje sobre Cristo crucificado (cf ICor 1,23). ¿Por qué no ha limitado la Iglesia su interés a la victoria de la resurrección? ¿Por qué el mensaje de la pasión de Jesús entra a formar parte de la Buena Noticia? La razón está en que la pasión de Jesús muestra con la máxima cla­ridad y con la máxima evidencia cuál es la relación entre Dios y los hombres, haciendo ver al mismo tiempo cómo podemos nosotros comprender y superar las sombras y las dificultades de nuestro destino humano.

La pasión muestra hasta qué punto ama Dios a los hombres. Dice san Pablo: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás co­sas juntamente con él?» (Rom 8,32; cf Jn 3,16; Me 9,31). ¿Puede ofrecer Dios una demostración mayor de su amor? ¿Qué nos puede negar, qué no podemos esperar de él, si nos da a su propio Hijo?

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La pasión muestra hasta qué punto se compromete Je­sús con los hombres. El ha compartido con nosotros todos los aspectos del destino humano, y no sólo los agradables. No ha dudado en entregarse a sí mismo y en entregar su propia vida. La ha sacrificado para servirnos, para ayudar­nos, para eliminar nuestra esclavitud.

La pasión muestra cómo podemos comprender nosotros de modo realista y adecuado nuestro destino humano. Por un lado nos dice que nosotros, los hombres, no podemos conseguir nuestro propio rescate. No podemos con nues­tras fuerzas dar el sentido último y la realización definitiva a la vida humana y a la historia del hombre. No podemos crear el paraíso en la tierra. Cuanto más intensos y violen­tos son los intentos de introducir un paraíso terreno, tanto menos paradisíacas son las relaciones entre los hombres. Pero, por otro lado, nos dice también que Jesús nos ha li­berado y, poniendo a Dios de nuestra parte, nos ha abierto el acceso a él. Dios está con nosotros de manera definitiva y llevará su obra a pleno cumplimiento.

La pasión nos muestra que las tinieblas y las dificul­tades de la vida humana, hasta la muerte, no dejan de tener sentido, y son sólo transitorias. También ellas entran dentro de la voluntad de Dios. Si las aceptamos, como lo ha hecho Jesús, el «sí» a la voluntad de Dios nos une a él de la manera más eficaz posible, cobrando así sentido el sufrimiento. Las tinieblas y las dificultades, por otra parte, son sólo transitorias. El camino de Jesús no termina con la muerte, sino con laresurrección.

El mensaje de la pasión de Jesús ilumina todo el destino humano en toda su seriedad y densidad. No suscita falsas esperanzas. No anuncia una vida fácil, ni promete el pa­raíso en la tierra. Apoyándose en el camino de Jesús, este mensaje sitúa todo «1 destino humano en la luz de la fe: la

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fe en el Padre de Jesús. Este mensaje nos invita a acoger el servicio liberador de Jesús, a decir «sí» a la voluntad de Dios y a poner todas las esperanzas en el amor vivificante del Padre y del Hijo.

Preguntas

1. ¿Por qué el mensaje de la pasión de Jesús es parte esen­cial de la Buena Noticia?

2. ¿Cuál es el papel de la fe en la acogida de la Buena Noticia de la pasión de Jesús?

3. ¿Qué objetivos nos proponemos en la vida terrena? ¿Es­tamos convencidos de que ella, con todos sus valores, no está destinada a la posesión, sino al don? ¿Estamos convencidos de que su significado insustituible es que crezcamos en la unión vital con Dios? ¿Creemos y es­tamos convencidos de que la vida eterna se nos da más allá de la muerte? ¿Ponemos nuestra confianza en el amor y el poder de Dios, independientemente de lo que sucede en esta tierra?

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Triduo Pascual

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Jueves Santo Misa «in cena Dotnini»

Comunión con Jesús (Jn 13,1-17)

'Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llega­do la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

2Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la ca­beza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara) 3y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, 4se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; 5luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, se­cándoselos con la toalla que se había ceñido.

6Llegó a Simón Pedro y este le dijo: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?

7Jesús le replicó: Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.

8Pedro le dijo: N o me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: Si no te lavo, no tienes nada que ver

conmigo. 9Simón Pedro le dijo: Señor, no sólo los pies, sino también

las manos y la cabeza. 10Jesús le dijo: Uno que se ha bañado no necesita lavarse

más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. u (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios»).

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12Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? 13Vosotros me llamáis «El Maestro» y «El Señor», y decís bien, porque lo soy. 14Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. 15Os he dado ejemplo para que lo que yo he he­cho con vosotros, vosotros también lo hagáis. 16En verdad os digo: un siervo no es nunca más importante que su señor, ni un enviado es más importante que quien lo envía. 17Sabiendo estas cosas, bienaventurados seréis si las ponéis en práctica.

Antes de describir la obra de Jesús, el evangelista ha na­rrado cómo reunió en torno a sí a sus primeros discípulos. Estos aparecen como sus acompañantes. Sin embargo, du­rante su vida pública, Jesús se dirigió sobre todo al pueblo y a sus enemigos. Son las últimas horas de su vida las que él transcurre a solas con los discípulos, explicándoles lo que será de ellos en el futuro. Esta enseñanza dirigida a los discípulos está contenida en sus palabras de despedida.

La hora de la despedida se caracteriza por la fiesta de la Pascua y por el conocimiento y el amor de Jesús. Él sabe que es inminente su pasión y su muerte. Para Jesús no es la hora que se echa ciegamente sobre él, sino la hora que Dios ha establecido para él (cf 12,27-28). Entre los mu­chos elementos que la distinguen, dos son aquí puestos de relieve. En primer lugar, es la hora en que Jesús vuelve a la casa del Padre. Esta es la seguridad con la que él conoce su camino y su meta. La muerte no es para él el final, sino el paso hacia el Padre. Y, en segundo lugar, es también la hora en la que él ofrece la máxima prueba de su amor y en la que su amot encuentra cumplimiento, llegando a su punto culminante. Todo cuanto Jesús dice y hace está sostenido por este conocimiento y por este amor y tiene lugar en el trasfondo de la fiesta judía de la Pascua. Israel

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festeja con gratitud los beneficios de Dios, que le ha li­berado de la esclavitud y le ha convertido en su pueblo. Jesús lleva a cumplimiento esta liberación, sustrayéndonos de la esclavitud del pecado y de la muerte y dándonos la plena comunión con Dios. Jesús muestra el sentido de la entrega de su vida y el valor ejemplar de la misma con el gesto simbólico del lavatorio de los pies.

El marco en el que se lleva a cabo este gesto es seña­lado a propósito: tiene lugar durante el banquete, en el que queda simbolizada y encuentra su cumplimiento la comunión de vida. Sobre esta cena pesa la sombra de la traición, que rompe la amistad y la transforma en ene­mistad. Lo que hace Jesús viene de su unión con Dios; el traidor, sin embargo, se deja arrastrar por el demonio. Jesús es conocedor de su mandato y de su misión, como también de su dignidad. En estas circunstancias lava los pies a sus discípulos, prestándoles este humilde servicio de esclavo.

Durante su vida pública, mediante sus acciones de po­der y las declaraciones que comienzan con las palabras «Yo soy», él ha dado a conocer su identidad, lo que ha venido a traer y nuestra necesidad de recurrir a él. El lavatorio de los pies, que es comprendido en su verdadero significado (cf 13,7), posee un carácter simbólico similar. Con él quie­re poner de manifiesto el significado que tiene la entrega de su vida, tal como explica él mismo en el coloquio con Pedro (13,6-11).

Jesús debe comenzar por vencer la resistencia de Pedro y por frenar, después, su celo excesivo. Pedro le reconoce como el Señor y no quiere aceptar su servicio de esclavo. Jesús le hace comprender que lo debe aceptar: quien no lo acepta, no tiene comunión con él, no tiene parte en su destino, en su plenitud de vida con el Padre. Sólo di-

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rigiendo con fe los ojos hacia el Señor elevado en la cruz obtenemos la vida eterna (3,14-15); sólo el Señor elevado en la cruz es el que nos comunica la plenitud del Espíritu (7,38-39). Entregando la vida, Jesús lleva a cumplimiento su amor y su obra; sólo si nos dejamos servir por él, obte­nemos la vida eterna.

Pedro da gran valor al hecho de estar unido a Jesús, pero todavía no ha comprendido a Jesús. Por eso no se conforma con aceptar el gesto simbólico; quiere que le sean lavadas también la cabeza y las manos. Jesús hace referencia a la praxis y a la experiencia común, aduciendo así el motivo por el que lava a los discípulos sólo los pies. Su gesto tiene significado simbólico. Pero no es un mero gesto, sino que corresponde a la costumbre y a la necesi­dad. Cuando uno vuelve a casa del baño, tiene necesidad de lavarse sólo los pies, que se han manchado con el polvo del camino (se acostumbraba entonces a andar descalzos). Jesús hace a sus discípulos este servicio práctico que, como la curación del ciego, está lleno de significado en sí mismo, siendo al mismo tiempo un signo. La purificación externa significa que sólo él, con el don de la propia vida, hace puros a los discípulos, es decir, les capacita y dispone para la unión perfecta con Dios.

El lavatorio de los pies expresa también otra realidad: simboliza el servicio insustituible que Jesús nos ofrece y muestra a la vez cómo debemos comportarnos los unos con los otros. Jesús nos obliga a seguir su ejemplo. Servicio y ejemplo de Jesús quedan unidos en igual medida a cuan­to él dice: «Pues el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la propia vida en rescate por muchos» (Me 10,45). Aquí explica Jesús el significa­do y la eficacia de su muerte, al mismo tiempo que da un fundamento esencial al deber que sus discípulos tienen de

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servir (Me 10,43-44). Al don de la vida que él nos ha he­cho es al que nosotros debemos nuestra plena comunión con él y, a través de él, con Dios. Esta unión no podemos dárnosla nunca nosotros mismos; es puro don. Pero no es una unión pasiva, basada sobre un estado nuestro de inercia, dejándonos servir. Precisamente la comunión con Jesús nos hace participar en su servicio. Quien rechaza este servicio se excluye de la comunión. Todo cuanto el Señor y el Maestro hace, muestra al que es siervo y criado lo que debe hacer también él. Al evangelista le gusta mirar continuamente más allá de los acontecimientos externos, tender su mirada hacia el interior, reconocer los valores decisivos y las fuerzas dominantes. También nosotros debemos contemplar estos valores y fuerzas, intentando percibir toda su importancia y su significado. Sólo así po­dremos llegar a comprender el sentido de la misión y de las palabras de Jesús. Estos valores son la vinculación de Jesús con el Padre, de donde él viene y a donde él vuelve; el amor que él muestra por los suyos, entregando la propia vida y haciendo así posible la plena participación en su destino; su ejemplo, que compromete al servicio también a sus seguidores.

Preguntas

1. ¿Cómo deriva de la comunión con Jesús la obligación a servir?

2. ¿Cuál es el significado de la muerte de Jesús en relación con Dios y en relación con los hombres?

3 . ¿Soy consciente del servicio que se me pide?

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Viernes Santo Celebración de la pasión del Señor

Jesús lleva a cumplimiento su obra (Jn 18,1-19,42)

También en el evangelio de Juan Jesús es abofeteado (18,22), flagelado (19,1), coronado de espinas (19,2), crucificado (19,18) y muere en la cruz (19,30). Esta muerte parece demostrar que sus enemigos tenían razón al decir que Dios no quería saber nada de él, que Jesús era un blasfemo (19,7) y que su obra había fracasado. Pero él mismo dice al final de su camino, inmediatamente antes de su muerte: «Está cumplido» (19,30). Lejos de haber fracasado, él ha llevado a término su obra tal como Dios Padre se la había confiado. Este aspecto activo de Jesús, incluso en la Pasión, es subrayado por san Juan.

Podemos mencionar sólo algunos episodios en los que Jesús declara lo que sucede y actúa desde la más estrecha vinculación con su Padre. Jesús protege a sus discípulos y se entrega a sí mismo a quienes quieren arrestarlo (18,4-12). Declara a Pilato que ha sido enviado por Dios como rey para dar testimonio de la verdad (18,33-38). Desde la cruz une entre sí a las dos personas que han estado siempre más unidas a él: su madre y el discípulo amado (19,25-27). También lo que a él le sucede después de su muerte corresponde a la Escritura, a la voluntad de Dios (19,31-36). En su Pasión, Jesús se encuentra en manos de los hombres y es traicionado y entregado por ellos (cf 18,2-19,16), pero ni siquiera entonces son los hombres quienes determinan los acontecimientos; acontece sólo lo que Dios quiere. Juan subraya esta idea de modo muy particular, dejándola percibir a través de lo que Jesús hace y padece.

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En su arresto, Jesús no es simplemente cogido por sor­presa y encadenado. Plenamente consciente de lo que su­cede, va al encuentro de aquellos que son guiados por Ju­das y les pregunta por sus intenciones. Con la majestuosa expresión «yo soy», se identifica por dos veces con aquel a quien buscan (18,5.8). Mientras orienta toda la atención de ellos hacia su persona, la desvía de sus propios discípu­los: «Si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan» (18,8). Se puede decir que Jesús toma las riendas de su arresto y se preocupa de que se lleve a cabo tal como él quiere que se haga. Los discípulos no deben verse implicados; todavía no están a la altura de las circunstancias e irían a la ruina por su causa. Ya en la Ultima Cena había dicho Jesús a Pedro: «Donde yo voy, tú no puedes seguirme por ahora; me seguirás más tarde» (13,36; cf 21,18-19). Y en su gran oración había declarado: «Yo los he guardado; ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura» (17,12). Incluso cuando sus enemigos proceden contra él con violencia, Jesús actúa de tal modo que su palabra es la que permanece como válida. Por lo demás, no quiere ser defendido, sino que sigue en todo momento la voluntad de su Padre (18,11; cf 18,36). Desde el principio se hace patente que el camino de la Pasión, lejos de ser un camino impuesto a Jesús por los hombres, él lo ve como tarea que le ha sido asignada por el Padre.

Juan describe de manera especialmente detallada el encuentro de Jesús con Pilato (18,28-19,16a), encuentro en el que Jesús convence al representante del emperador romano de la propia inocencia (18,38; 19,4.6.12). Jesús recuerda a Pilato el deber que tiene un juez de hacerse un juicio personal sólido y fundado, sin aceptar sin más las valoraciones de los demás (18,34). Le dice que su propio

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reino consiste en dar testimonio de la verdad y que no en­tra en concurrencia con los poderes terrenos (18,36-37; cf 18,11). Aclara a Pilato que no es una persona autónoma, sino subordinada a un poder más elevado (19,11). Pilato se muestra abierto a las palabras y al comportamiento de Jesús y cada vez se siente más impresionado por él. Pero, después, la preocupación por su propio destino personal prevalece sobre el temor ante Jesús cuando los adversa­rios ponen sus sentimientos hacia Jesús en contraposición con su lealtad al emperador: «¡Si dejas a este en libertad, no eres amigo del César!» (19,12). Pilato se acobarda, se deja manipular y entrega a Jesús para que fuera crucifi­cado, pero no sin haber obligado a los adversarios a esta confesión: «Nosotros no tenemos otro rey que el César» (19,15). Pilato actúa contra su convicción respecto a la inocencia de Jesús; los judíos niegan que Dios sea su rey. El primero actúa arrastrado por el miedo; los otros, por su voluntad de acabar con Jesús. Ni uno ni otros se atienen al justo proceder. Sobre el trasfondo de este comportamiento de los hombres resalta la actuación de Jesús: sin dejarse coaccionar por nadie, se mantiene firme con toda claridad a su deber, que es cumplir la voluntad del Padre.

La siguiente y última acción de Jesús atañe a su madre y al discípulo amado. Ya sobre la cruz, Jesús está a punto de morir. Encontrándose los dos junto a la cruz, Jesús les dirige estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (19,26-27). De ninguno de los dos menciona el evangelista su nombre, sino que los designa siempre como «la madre de Jesús» y «el discípulo al que amaba», es decir, según la relación que mantienen con Jesús. Lo que les caracteriza es esta particular, aunque drversa, relación con Jesús. Entre todos los seres huma­nos, ellos son los más cercanos a Jesús: ella por la relación

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fundamental «madre-hijo»; él por la relación del discipu­lado, relación fundamentada en la llamada y el amor de Jesús y vivida en el seguimiento. El amor por su madre y el amor por su discípulo, junto con el conocimiento de la voluntad del Padre (cf 19,28), hacen que Jesús vincule a ambos entre sí. El hecho de que ambos tengan con Jesús una relación íntima y particular no debe separarlos entre sí, sino vincularlos el uno al otro. Jesús declara también que la relación entre él y su madre debe ser el modelo de la mutua relación: ellos deben permanecer unidos entre sí como madre e hijo. Cuando termina la comunión terrena de estas dos personas con Jesús, tiene lugar la última ac­ción de Jesús, que es la de establecer la comunión entre ellas. Pero el fundamento de esa comunión será siempre su relación con Jesús, la palabra de Jesús y el amor de este por los suyos (13,1).

Hasta el momento de su muerte, Jesús actúa según la voluntad del Padre. También su muerte es una acción pro­piamente suya. Cuando ha cumplido todo, él inclina la cabeza y entrega el espíritu (19,30). Pero incluso después de su muerte se sigue cumpliendo la palabra de Dios. Lo que a Jesús le sucede después de su muerte y lo que no le sucede, estas dos cosas son testimoniadas con energía e interpretadas por medio de una palabra de la Escritura. A Jesús no le quiebran las piernas. Se manifiesta así que, también después de su muerte, Jesús está bajo la protec­ción de Dios; consiguientemente, no es rechazado por él. En el Sal 34,20-21 se dice: «Muchas son las desventuras del justo, pero de todas ellas le libra el Señor. Preserva to­dos sus huesos, ni uno solo le será quebrado». Se confirma también la palabra de Jesús: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (16,32). Su costado abierto da tes­timonio de su muerte, en la que se manifiesta del modo

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más patente posible el amor ilimitado de Jesús (15,13) y del Padre (3,16) por los hombres. Quien eleva su mirada hacia Jesús tiene la vida por su medio (3,14-15). Según los criterios humanos, Jesús, que ha muerto en la cruz, ha tenido un final violento e ignominioso. En realidad ha cumplido la misión que Dios le había encomendado y ha llevado a término su obra.

Preguntas

1. ¿Qué es lo que determina la acción de Jesús, de Pilato y de los adversarios de Jesús? ¿Quién de ellos es libre en su actuación?

2. ¿Cuáles son las circunstancias en las que tiene lugar la vinculación entre la madre y el discípulo de Jesús? ¿Qué significado tienen esas circunstancias para la vinculación entre ambos y para nuestra relación con la madre de Jesús?

3 . ¿Por qué la muerte de Jesús, lejos de ser el final, es el cumplimiento? ¿Cuáles son los múltiples elementos que hacen de la Pasión de Jesús según san Juan una Buena Noticia?

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Domingo de Pascua (Vigilia pascual)

Dios ha resucitado al Crucificado (Me 16,1-8)

basado el sábado, María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. 2Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fue­ron al sepulcro. 3Se decían unas a otras: ¿Quién nos correrá la piedra a la entrada del sepulcro? 4A1 mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande.

5Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Ellas se asustaron. 6Pero él les dijo: No os asustéis. Buscáis.a Jesús el Nazareno, el Crucificado. No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. 7Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: El va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo.

8Salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían.

Las tres predicciones de Jesús no son sólo predicciones de la pasión. Ellas hablan de todo el camino de Jesús y señalan siempre, como su etapa última, la resurrección. El camino de Jesús no acaba en la pasión y en la muerte, sino en la resurrección, en la plenitud de vida junto a Dios.

En Me 16,1-8, sin descripción alguna de la resu­rrección, se nos narra cómo encuentran tres mujeres el mensaje pascual y cómo son conducidas a él. El punto de partida es su constante fidelidad a Jesús, su vinculación humana con él. Estas mujeres son mencionadas en Marcos por primera vez en 15,40-41, y después en 15,47. Ellas asisten de lejos y ven la muerte de Jesús en la cruz. Ellas contemplan también la sepultura de Jesús. De ellas no se refiere ninguna acción; se dice sólo que están presentes y

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que participan en la muerte de Jesús como testigos, con los ojos abiertos. Su presencia es muy llamativa, ya que todos los discípulos han huido. Con el arresto de Jesús se han venido abajo para ellos todas sus esperanzas (cf 14,50). Parece, sin embargo, que estas mujeres están uni­das a Jesús no tanto por sus anhelos y esperanzas cuanto por su fidelidad personal. Esta fidelidad las impulsa a hacer lo que todavía se puede hacer por un muerto -ungirle- y las conduce a la tumba de Jesús la mañana después del sábado. Las mujeres vienen de la cruz y van a la tumba. Han participado en la muerte violenta de Jesús y lo que se esperan ahora es ver a un muerto. Precisamente por eso se encuentran preparadas para acoger el cambio de situación y pueden sentirse profundamente afectadas por la trans­formación que ha tenido lugar en Jesús. Quien no se abre a Jesús crucificado no está adecuadamente preparado para el encuentro con el Resucitado.

En el camino hacia la tumba, las mujeres experimentan sorpresa tras sorpresa: nada es como ellas se esperaban. Su estupor crece progresivamente. Paso tras paso, ellas se ven conducidas a algo completamente nuevo. Están pre­ocupadas por causa de la piedra que cierra la tumba, pero la tumba está abierta. Quieren ungir el cadáver de Jesús, pero su lugar está vacío. Esperan ver a Jesús muerto, pero se encuentran con un ángel. En la tumba misma, en el lu­gar que parece haber cerrado de manera definitiva el capí­tulo «Jesús de Nazaret», se les dice lo que están haciendo y que su acción no corresponde a la realidad: «Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí» (16,6). Así es como las mujeres llegan a conocer el mensaje pascual: Dios ha resucitado al Crucificado.

En este mensaje todo queda referido a la acción de Dios en relación con el Crucificado. «Ha resucitado» sig-

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nifica: Dios le ha resucitado. Jesús ha recorrido su camino hasta la terrible y violenta muerte en la cruz. Sobre la cruz no ha experimentado él en absoluto la poderosa cercanía de Dios (cf 15,34). Pero la última palabra no la tiene la muerte, sino el amor y el poder de Dios. Para nosotros, los hombres, el sueño no es la muerte. Podemos despertar a una persona que duerme; podemos hacer que vuelva de nuevo despierta a la vida. Ante Dios, la muerte no es muerte. El puede resucitar a los muertos, y ha resucitado a Jesús crucificado. Los hombres despertamos al que duerme para que pueda continuar su vida normal. Dios ha desper­tado a Jesús muerto para que viva sin fin en su presencia gloriosa. Dios no ha preservado a Jesús de la muerte, como no nos preserva tampoco a nosotros del sufrimiento y de la muerte. Pero ha resucitado al Crucificado. Dios se pre­ocupa de que la muerte no sea el punto final. Preserva por ello de la ruina en la muerte. De este modo manifiesta él en plenitud su dominio como rey. Ante la muerte termina todo poder humano. Dios, sin embargo, da a través de la muerte la plenitud de vida en la comunión con él. El crucificado vive por el poder de Dios.

El sufrimiento y la muerte de Jesús parecían desmen­tir su pretensión. ¿Cómo puede ser el Enviado y el Hijo de Dios aquel que se ve abandonado de ese modo y que muere en la cruz? ¿Cómo puede estar el Dios omnipotente detrás de este hombre tan débil? La resurrección de Jesús es la última palabra también respecto a su pretensión me-siánica. Detrás de su persona, detrás de su obra y detrás de su camino está Dios. Su camino y todo lo que este lleva consigo no es algo solamente humano, que no vincula de manera definitiva. Detrás de él está Dios y a través de él nos habla Dios. Su vida, sus palabras, su llamada y su orientación tienen un carácter absolutamente vinculante.

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Como muestra la resurrección, Dios ha volcado sobre él todo su poder y su amor y le ha confirmado con su autori­dad. En Jesús resucitado encontramos el poder vivificante y la autoridad de Dios.

Junto al mensaje pascual, las mujeres reciben un encar­go para los discípulos. Con su fidelidad, ellas constituyen el puente entre el Señor resucitado y los discípulos. A Pedro, que ha renegado a Jesús, y a los discípulos, que le han abandonado, deben recordarles que Jesús les precede­rá en Galilea, como les había dicho (cf 14,28). El mensaje pascual es Buena Noticia para los discípulos en un doble sentido. No sólo se les da a conocer la gran intervención del poder y del amor de Dios; se les hace saber también que Jesús, en su vida plenamente cumplida y en su bien­aventuranza, continuará siendo en el futuro su Maestro y Señor. Los discípulos no han superado la prueba ocasiona­da por la pasión de Jesús, se han mostrado débiles y le han sido infieles, pero él permanece fiel a ellos. No busca otros discípulos, sino que sigue estando a favor de quienes le han acompañado a lo largo de toda su vida pública. Ellos son invitados de nuevo a seguirle y a verle en Galilea.

La Pascua queda caracterizada, a diversos niveles, por la fidelidad. Las mujeres se ven impulsadas a dirigirse a la cruz y a la tumba de Jesús por su constante vinculación humana con él, por su fidelidad. Son así las primeras en conocer el mensaje pascual. Dios no abandona a Jesús. Para él, que se ha mantenido fiel a la voluntad del Padre hasta la muerte de cruz, Dios hace uso de su poder resu­citándolo de la muerte. Jesús resucitado, por su parte, se mantiene fiel a sus discípulos. Jesús ha puesto su confian­za en Dios y no se ha visto defraudado. Los discípulos, a pesar de sus faltas, jueden confiar en Jesús. La fidelidad celebra en la Pascua su triunfo.

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Frente a esta realidad gozosa en tantos aspectos del mensaje pascual, puede parecer tanto más extraño el modo en que este mensaje es acogido por las mujeres, que son las primeras en escucharlo. Su comportamiento es descrito en el Evangelio como huida, temor, asombro, silencio, miedo. Del gozo y del júbilo pascual no hay el menor rastro. Esto nos permite quizá caer en la cuenta de que la Pascua no es la fiesta de un gozo superficial y sin compromiso, caracterizado por la atmósfera primaveral y por los sonidos de campanas. El comportamiento de las mujeres muestra que, en el mensaje de la resurrección de Jesús, ellas se han encontrado con el poder del Dios vivo. Nosotros no podemos decir que hemos sido alcanzados por este mensaje o que hemos comprendido algo de él, si no quedamos también conmocionados del mismo modo. De este quedar conmocionados proviene el auténtico gozo: el gozo por la obra de Dios, el gozo por la vida de Jesús, el gozo por toda esta fidelidad.

La situación de las mujeres y de los discípulos se ase­meja en muchos aspectos a la situación en la que vivimos nosotros. Ellos escuchan el mensaje pascual, pero no ven todavía al Resucitado; son invitados a seguir de nuevo a Jesús, pero no lo ven por el camino; lo verán sólo en Ga­lilea. Del mismo modo, también nosotros escuchamos el mensaje: «Dios ha resucitado al Crucificado» y también somos llamados a seguirle sin verle. Nuestro gozo pascual llegará, si a lo largo del camino nos percatamos continua­mente de esta realidad: Dios ha dado a Jesús la plenitud de la vida. Y nuestro gozo pascual será completo cuando también nosotros concluyamos el camino de Jesús, cuando lleguemos a él y le veamos.

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Preguntas

1. ¿Con qué disposición de ánimo y con qué esperanzas se dirigen las mujeres a la tumba de Jesús? ¿Por qué no exultan de gozo al escuchar el mensaje pascual?

2. ¿Qué significado tiene la resurrección de Jesús para toda su obra precedente?

3. ¿Cómo se armoniza la actitud «Yo he fracasado; todo es inútil y nada merece la pena; estoy abandonado y solo» con la nueva llamada de los discípulos por parte del Resucitado? ¿Cómo podemos acoger el mensaje pascual y transmitirlo?

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Domingo de Pascua (Misa del día)

Entre tinieblas y luz (Jn 20,1-10)

'El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. 2Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.

3Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5y, asomándose, vio las vendas en el suelo, pero no entró.

6Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo 7y el sudario con que le habían cubierto la cabeza no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. 8Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro. Vio y creyó. 9Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

10Los discípulos regresaron de nuevo a casa.

La resurrección de Jesús implica un cambio profundo y repentino en el destino de Jesús y en la relación de sus discípulos con él. El inicio y el final de este cambio aparecen descritos así: «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (20,9). Término último de la vida terrena de Jesús es la muerte en cruz y la tumba. Él yace allí envuelto entre vendas como un muerto (19,40), inmóvil y rígido. Pero este yacer, que es lo que el ser humano experimenta como lo último y definitivo, para Jesús no es en absoluto algo definitivo. Se trata de un estado transitorio que se convierte en punto de partida para el término último de

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su camino, que es la resurrección de entre los muertos. Jesús no permanece en la tumba y en la muerte. Vence la rigidez de la muerte, se levanta y entra en la vida eterna con Dios. Según la convicción del cristianismo primitivo, esto no sucede de improviso, sino que estaba inscrito en los designios de Dios y había sido anunciado por la pala­bra de Dios (cf ICor 15,4; Le 24,25-27.4446). A pesar de ello, sólo tras el encuentro con el Resucitado podrán comprender los discípulos la Escritura (2,22) e interpretar cuanto ella dice sobre él (cf He 2,24-31; 13,32-37).

Los discípulos saben que Jesús ha muerto y ha sido sepultado. El sepulcro y el cadáver constituyen la última huella terrena de Jesús. Todo cuanto el evangelista nos refiere aquí tiene su desarrollo a partir de este sepulcro y atañe ai cadáver de Jesús. Para los discípulos, la última etapa de Jesús es la tumba. Ellos no piensan en la resurrec­ción. No han comprendido los anuncios que el mismo Je­sús les había dado ni comprenden tampoco lo que se dice en la Escritura. El evangelista nos hace ver los primeros pasos por los que los discípulos son conducidos desde el conocimiento de que Jesús está muerto a la convicción de que ha resucitado. Este camino está lleno de sorpresas, y no todos los discípulos llegan a la meta al mismo tiempo.

María Magdalena, que se dirige de madrugada al sepul­cro de Jesús, se da cuenta de que la piedra ha sido remo­vida y de que la tumk se encuentra abierta. Sobre la base de esta observación, ella se da a sí misma una explicación: cree que el cuerpo de Jesús ha sido sacado del sepulcro y trasladado a otro lugar. Es la explicación más plausible, se­gún los criterios humanos, para una tumba abierta y vacía. Un cadáver es algo totalmente pasivo: del mismo modo en que ha sido depositado en la tumba, puede ser extraído. Así es como las autoridades judías explican también la

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tumba vacía, acusando a los discípulos de haber sustraído durante la noche el cuerpo de Jesús (Mt 28,11-15).

Con la gran preocupación de saber quién se habría llevado el cuerpo de Jesús y dónde se le podría encon­trar, María Magdalena se dirige a Pedro y al discípulo que Jesús amaba. En la preocupación por el cuerpo de Jesús se manifiesta su amor hacia él. Pero mientras ella se pre­ocupa todavía del cuerpo de Jesús, Jesús lleva tiempo ya resucitado. Partiendo de su sepulcro, los discípulos deben alcanzarle en el camino por el que él ha pasado ya. Los dos discípulos que se dirigen al sepulcro han estado muy uni­dos a él durante su vida terrena: Simón Pedro ha recibido de él un nuevo nombre (1,42) y se ha destacado siempre en el círculo de los discípulos (6,68-69; 13,6-10.36-38); el otro discípulo ha estado junto a Jesús de un modo muy especial (13,23-24; 18,15-16; 21,20-23).

La noticia llevada por María Magdalena asusta a los discípulos. Pedro y Juan quieren constatarla personalmen­te y corren al sepulcro. La diversa velocidad con la que corren no indica tanto su diverso celo como su distinta capacidad. Las acciones sucesivas de los dos discípulos se van entrelazando y superan cada vez más la observación de María Magdalena y su explicación. El discípulo pre­dilecto llega el primero al sepulcro. No se conforma con mirarlo sólo desde el exterior, sino que se inclina y ve las vendas de lino. Pedro entra en la tumba, ve las vendas y el sudario plegado en un ángulo aparte. Lo que Pedro constata va contra la explicación dada por María Magda­lena: no es razonable pensar que una persona que se lleva el cadáver de la tumba lo libere antes de los lienzos que lo cubren y, además, pliegue también estos lienzos. Liberar­se de los lienzos fúnebres es lo contrario de amortajar el cadáver (cf 19,40). La preparación de la sepultura queda

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así desbaratada, como había sucedido en el caso de Lázaro (cf 11,44). La tumba vacía y las vendas vacías no son una prueba, pero sí un signo de que Jesús ha dejado la tumba, y ha vencido a la muerte.

Pedro constata con precisión la situación en el sepul­cro, pero no comprende todavía el signo. El otro discípulo entra en la tumba después de él, ve lo mismo y da un paso ulterior: ve y cree. Pero sólo la aparición del Resucitado, que hace inequívoco el signo de la tumba vacía, llevará a todos los discípulos a creer.

Lo que aquí se nos narra tiene lugar «en la madrugada, cuando todavía estaba oscuro» (20,1). Por sus característi­cas, la hora del día y los acontecimientos se corresponden. De madrugada muchas cosas presagian un cambio grande, radical: la noche se aleja, el horizonte clarea, las cosas van tomando forma. Quien no ha visto nunca el sol, no puede saber lo que viene después. La salida del sol sorprende, ofusca y hace claros todos los presagios. Los discípulos se encuentran todavía en esta situación intermedia de los signos premonitorios f de las expectativas. En su encuen­tro con el Señor resucitado saldrá para ellos el sol, todo se iluminará. Noche \ tiniebla, muerte y dolor, miseria y debilidad, quedan esclarecidos y vencidos por la luz del Señor resucitado, por la gloria de su vida inmortal.

Preguntas

1. ¿Qué recorrido deben realizar los discípulos desde el conocimiento de la muerte hasta la fe en la resurrec­ción?

2. ¿Qué significado tiene la tumba vacía? 3. ¿Cuánto he avanzado yo en mi camino hacia el Señor

resucitado?

Triduo pascual. Domingo de Pascua (Misa vespertina) 149

Domingo de Pascua (Misa del día)

Me 16,1-8 - Cf Vigilia pascual

Domingo de Pascua (Misa vespertina)

Hacia el encuentro con Jesús resucitado (Le 24,13-35)

13Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; Miban comentando todo lo que había sucedido. 15Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. 16Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.

17É1 les dijo: ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?

Ellos se detuvieron preocupados. 18Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: ¿Eres tú el único forastero en Jeru­salén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?

19É1 les preguntó: ¿Qué? Ellos le contestaron: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un

profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pue­blo; 20cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.2 'Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. 22Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, 23no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. 24Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.

"Entonces Jesús les dijo: ¡Qué necios y torpes sois para

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creer lo que anunciaron los profetas! 26¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? 27Y comen­zando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.

28Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, 29pero ellos le apremiaron diciendo: Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída.

Y entró para quedarse con ellos. 30Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio.

31A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. 32Ellos comentaron: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escri­turas?

33Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, 34que estaban diciendo: Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.

35Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

El domingo de Pascua, Cleofás y otro discípulo de Jesús recorren dos veces el camino entre Jerusalén y Emaús. Se alejan de Jerusalén profundamente abatidos a causa de la crucifixión de Jesús. Retornan llenos de gozo llevando el mensaje pascual. Entre estos dos momentos se sitúa su camino, durante el cual Jesús se une a ellos sin dejarse reconocer, y la cena en Emaús, en la que se abren sus ojos al Resucitado. A lo largo de todo el camino los dos discípulos reflexionan sobre la suerte de Jesús. La ven, primero, desde su propia perspectiva, a partir de sus es­peranzas, que se han visto frustradas. Hablan entre ellos y lo repiten al caminante que se le une. Este les abre una nueva perspectiva. Partiendo de la Escritura, muestra que el camino recorrido por Jesús es querido por Dios. Y al

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reconocer al Señor resucitado, ellos comprenden que el final del camino recorrido por Jesús no es la muerte, sino la gloria. No deben hacer otra cosa que volver a Jerusalén y anunciar allí su experiencia, su encuentro con el Resu­citado. Llegan así de nuevo al punto de partida, pero no ya como supervivientes faltos de coraje y decepcionados, sino como mensajeros de la resurrección.

Los dos discípulos han esperado hasta el tercer día después de la crucifixión. Han perdido ya toda esperanza y se alejan de Jerusalén. No consiguen, sin embargo, des­prenderse de sus experiencias precedentes. Discuten sobre ellas y se las cuentan al caminante desconocido. Echan una ojeada al tiempo transcurrido junto a Jesús, a las experiencias compartidas con él, a las esperanzas puestas en él, al hecho de que estas se han visto completamente frustradas. Lo habían conocido como un gran profeta, po­deroso en palabras y obras, como aquel que podía guiarles y ayudarles. Habían depositado en él sus esperanzas mesiá-nicas, pensando que habría liberado a Israel de todos los enemigos y habría establecido abierta y definitivamente el reino de Dios. Pero había sido crucificado y sepultado. Ellos continúan creyendo que ha sido un gran profeta enviado por Dios, que ha tenido que sufrir la suerte de tantos profetas. Pero, en cuanto a reconocerlo como Mesías, la cuestión ha quedado cerrada para ellos. Un hombre que ha sido crucificado y está muerto no puede ser el Mesías. ¡De él no se puede esperar plenitud de vida por el poder benévolo de Dios! El anuncio llevado por las mujeres sobre la tumba vacía y la aparición de un ángel vuelven a encender la esperanza. Pero esto no les ayuda a seguir adelante. Los discípulos que quieren verificar este mensaje encuentran, ciertamente, la tumba vacía; pero no ha sido posible ver a Jesús en persona por ninguna parte.

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Esta mirada retrospectiva presenta la historia de una gran esperanza y de una frustración todavía mayor, que se con­centra en estos dos hechos: Jesús ha muerto en la cruz; no es posible verlo por ninguna parte. La muerte de Jesús en la cruz y su aparente ausencia serán para siempre piedra de escándalo.

Los dos discípulos están convencidos de que Jesús no puede ser el Mesías y que deben esperar a otro. Pero todo su pensamiento y su diálogo siguen centrándose en él. Aquí interviene él, el Resucitado que los acompaña. El discurso vuelve a tomar el mismo argumento: el destino de Jesús. Él lo presenta según su punto de vista y les ex­plica las Escrituras. El Resucitado mismo los introduce en la comprensión de las Escrituras y en la comprensión de su camino de tal forma que ya no se sienten tristes, sino que sienten arder su corazón. El camino de Jesús hacia la cruz ha sido determinado por la voluntad de Dios, reve­lada en las Escrituras. Su muerte en cruz no manifiesta su derrota, sino su incondicionada fidelidad a Dios. Su camino no termina con la muerte, sino que, a través de ella, conduce a la gloria, a la comunión eterna con Dios. Jesús es el Mesías precisamente en cuanto crucificado. Por medio de él, que ha renunciado a todo, incluso a la vida, y se ha sometido únicamente a la voluntad del Padre, se manifiesta la plenitud del poder de Dios, que le ha conce­dido el don de la vida eterna. Él no es el Mesías del reino y del bienestar de este mundo. Por medio de él, el poder de Dios da plenitud de vida más allá de la muerte, en la comunión eterna y gloriosa con Dios. Así esclarece Jesús cuáles son las esperanzas destinadas al fracaso y qué es lo que de él se puede esperar con plena confianza.

Jesús deja que sean los dos discípulos quienes le pidan quedarse con ellos. No quiere imponerse; su presencia y

Triduo pascual. Domingo de Pascua (Misa vespertina) 153

su cercanía se han de pedir. En el banquete tiene él la presidencia: parte el pan. Entonces lo reconocen y enton­ces desaparece él de su vista, puesto que ha conseguido ya su objetivo. Ellos le han visto y saben que está vivo. Saben que el Resucitado les ha explicado su destino de sufrimiento y las Escrituras. Saben que su camino es todo él querido por Dios y que conduce a la vida. Han expe­rimentado que de nuevo les ha dado, mientras estaban sentados a la mesa y gracias a su petición, la comunión con él. Esta experiencia los ha transformado. Sobre ella fundamentarán los discípulos su porvenir.

La comunión de los discípulos con Jesús se ha caracte­rizado, hasta el momento de la muerte, por su presencia visible. El Resucitado no estará ya presente de forma visible junto a ellos. Pero, caminando con ellos, él los ha introducido en una nueva forma de comunión con él, ca­racterizada por la certeza de su vida plenamente cumplida: «iEl Señor ha resucitado de verdad!». Como es aquel que ha alcanzado la plenitud, se ha sustraído a sus ojos. Pero permanece junto a ellos a través de la lectura y compren­sión de las Escrituras, que él les ha regalado; a través de la profundización y la comprensión de todo su camino, tal como se lo ha mostrado. Los discípulos deben dejarse llevar continuamente por él hacia la comprensión. Las Es­crituras permiten entonces entender que todo su camino es querido por Dios. Y el camino de Jesús hace compren­der entonces aquello de lo que hablan las Escrituras en el sentido más profundo. Además, Jesús permanece con ellos cuando se reúnen para la comida en común.

El momento central y más importante en el largo cami­no de los dos discípulos el día de Pascua es aquel en que tienen a Jesús sentado a su lado. Es el momento en que viene retomado el pasado y preparado el futuro, manifes-

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tándose el significado de la parte del camino que precede y de la que sigue. Lo que precede es la experiencia hecha por los discípulos sobre el destino de Jesús, revivida en su coloquio; lo que sigue es la gozosa comunicación del anuncio pascual. En el coloquio sobre el camino de Jesús se incluye también la visión de nuestro destino de hom­bres mortales. Con el anuncio pascual se presenta de for­ma gozosa la meta del camino de Jesús y de nuestro propio camino. Todo esto ha sido posible a partir del encuentro con el Señor resucitado. Su vida resplandece como la meta de todos los caminos de Dios. Su vida se hace luz para todos nuestros caminos. Nosotros no vemos a Jesús, pero estamos seguros de su presencia y de su compañía. El camino en el que lo tenemos a nuestro lado de modo invisible conduce al encuentro y a la comunión manifiesta con él.

Preguntas

1. ¿Cómo se caracterizan los diversos tramos del camino de los dos discípulos? ¿Cómo se presenta su relación con Jesús y sus sentimientos?

2. ¿Qué significado tiene el reconocimiento del Resucita­do para la vida posterior de los discípulos?

3. ¿Cuál es la historia de mi relación con Jesús? ¿Qué ex­periencias, esperanzas y desilusiones la caracterizan?

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Segundo domingo de Pascua

«¡Paz a vosotros!» (Jn 20,19-23)

19A1 anochecer de aquel día, el día primero de la semana, es­taban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: ¡Paz a vosotros! 20Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.

Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21Jesús repitió: ¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. 22Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; 23a quienes les per­donéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

En la oscuridad del alba, María Magdalena se ha dirigido al sepulcro de Jesús y lo ha encontrado abierto y vacío. Sus dos mensajes (20,2.17) han dominado hasta ahora el día de Pascua. Al atardecer de este largo día, el Resucita­do se presenta ante sus discípulos. Los encuentra con las puertas cerradas. Están todavía en el sepulcro del miedo; no participan aún de su vida. Jesús comienza entonces

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demostrándoles que le tienen a él, el Resucitado, vivo en medio de ellos (20,19-20); después les hace partícipes de su misma misión, de su misma vida y de su mismo poder para perdonar los pecados (20,21-23). En un mundo que les inspira miedo, ellos tienen junto a sí al vencedor del mundo (16,33) y se ven llenos de su paz y de su alegría. Jesús les abre las puertas y les capacita para entrar en este mundo y llevar a él sus dones. Los discípulos no deben ce­rrarse en el miedo ante el mundo; deben, por el contrario, entrar en él llenos de confianza.

El don fundamental del Resucitado es la paz (20,19.21.26). Ya en los discursos de despedida había prometido Jesús a sus discípulos esta paz. Él está en con­diciones de darla en cuanto que va al Padre (14,27) y en cuanto que vence al mundo (16,33). Ahora ha vencido él realmente a la muerte, manifestación extrema del poder destructivo del mundo, y ha subido realmente al Padre. Ha alcanzado su meta y está vivo en medio de ellos como vencedor. Él mismo es el fundamento de su paz. Jesús resucitado no libera a los discípulos de las aflicciones del mundo (16,33), peroles da seguridad, imperturbabilidad y confianza serena.

El Resucitado no se limita a hablar de la paz; se legiti­ma también ante los discípulos y ofrece sólido fundamento a su palabra: les muestra sus llagas. Los discípulos deben convencerse de que aquel que está vivo ante ellos es el mismo que ha muerto en la cruz; deben reconocer que él ha ido realmente más allá de la muerte, venciéndola. Las llagas son también el signo de su inmenso amor, que le ha impulsado a poner en juego la vida. Jesús estará para siempre lleno de este amor. De su herida en el costado han salido sangre y agua. Esta herida sigue siendo la prueba de que él es la fuente de la vida (7,38-39). Él se ha presenta-

Tiempo de Pascua. II domingo 159

do en medio de ellos y está vivo entre ellos. Los discípulos le sienten en su amor ilimitado y sin medida y tienen ex­periencia de él como vencedor de la muerte y dador de la vida. Cuanto más le comprenden tanto más se convierte para ellos en el fundamento de la paz y en la fuente de la alegría. Ellos experimentan aquel gozo que Jesús les había prometido para cuando se volvieran a ver (16,20-22). Lo que él les muestra y les da en esta hora sigue siendo válido para siempre. Jesús ha alcanzado definitivamente su meta, la casa del Padre. Permanece para siempre el fundamento inquebrantable de la paz y la fuente inagotable de la ale­gría.

Una vez más da Jesús a los discípulos su paz (20,21) y une este don a su misión. Como enviados suyos, ellos necesitan de modo especial la seguridad y la confianza profunda que sólo él puede dar. Jesús les ha preparado ya para el rechazo y el odio con los que han de contar (15,18-20; 17,14). A la participación en su misión corresponde la participación en su destino. Sólo si están afianzados en su paz, podrán responder a la misión que se les ha confiado.

Jesús ha sido enviado por el Padre y ha venido al mun­do como luz del mundo (8,12). Él permanece para siempre como el enviado de Dios, que ha hecho conocer a Dios como Padre de amor sin medida y que ha abierto el acceso a la comunión con él. Jesús sigue siendo «el camino, la verdad y la vida» (14,6). Como el Padre le ha enviado, así envía él ahora a sus discípulos al mundo (cf 4,38; 17,18). En cuanto Hijo, ha dado a conocer al Padre. Los discípu­los deben dar testimonio del Hijo, a quien han conocido desde el momento de su llamada hasta el encuentro actual con el Resucitado (15,27). Así es como deben llevar a los demás a creer en el Hijo y, en él, a la comunión con el Padre.

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Para esta misión, Jesús provee a los discípulos del Espí­ritu Santo. Juan Bautista le había anunciado como aquel que bautizaría en el Espíritu Santo (1,33). Ahora él es el que ha sido elevado, aquel de cuyo costado han salido san­gre y agua, aquel que da el Espíritu Santo (7,39). Como en la creación insufló Dios en el hombre el soplo vital (Gen 2,7), así ahora da Jesús a los discípulos el Espíritu Santo. Les da la nueva vida que no pasa, en la que ha entrado él después de haber sido elevado en la cruz y haber resuci­tado; les da la vida que él tiene en común con el Padre. Por medio del Espíritu Santo, los discípulos se capacitan también para comprender su obra (14,26; 15,26-27) y para estar a la altura de su misión, dando un testimonio vivo.

Jesús ha iniciado su vida y ha llegado al final de la misma como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1,29). Ahora él envía a los discípulos con plenos poderes para perdonar y retener los pecados. Su obra mira a la salvación del mundo entero, pero se encuentra frente a reacciones diversas por parte de los hombres. Para quien le acoge y cree en él, se convierte en el Salvador, que perdona sus pecados y le otorga la comunión con Dios. A quien no le acoge y se niega a creer, le echa en cara abier­tamente la ceguera y el pecado (cf 9,39-41; 15,22.24). El encarga a los discípulos que continúen su obra. Cuando su testimonio sea acogido con fe, ellos deberán perdonar los pecados. Cuando su testimonio sea rechazado, ellos deberán llamar por su nombre esta obstinación, deberán «retener». Este doble poder de los discípulos corresponde al libre arbitrio del hombre. El «retener» no es una con­dena inapelable, sino sobre todo una renovada llamada a la conversión. A l dar este poder a los discípulos, Jesús manifiesta ser «el salvador del mundo» (4,42), que da la paz con Dios.

Tiempo de Pascua. II domingo 161

Preguntas

1. ¿Qué fundamento tiene el don de la paz por parte del Resucitado?

2. ¿Qué es lo que caracteriza la misión de Jesús y la de los discípulos?

3. ¿Cómo demuestra el doble poder concedido a los discí­pulos que Jesús es el salvador?

«¡Señor mío y Dios mío!» (n 20,24-31)

24Tomás, uno de los doce, llamado El Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25Y los otros discípulos le decían: He­mos visto al Señor. Pero él contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.

26A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros. "Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

28Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! 29Jesús le dijo: ¿Porque me has visto, has creído? Dichosos

los que crean sin haber visto. 30Otros muchos signos, que no están escritos en este libro,

hizo Jesús a la vista de los discípulos. 31Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

¿Cómo pueden llegar a creer en Jesús los hombres a los que él no se ha mostrado directamente como el Crucifica­do resucitado? ¿Puede, tal vez, pretender alguien que se le aparezca el Resucitado? Los discípulos a los que Jesús se ha mostrado y ha enviado (20,19-23) aseguran a Tomás, que estaba ausente: «Hemos visto al Señor» (20,25). Tomás se niega a creer; exige que el Resucitado se le aparezca

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también a él, como se ha aparecido a los demás discípulos; quiere no sólo ver, sino tocar incluso las llagas del Señor. Jesús accede a esta condición puesta por Tomás y le lleva a la fe, pero llama «bienaventurados» a cuantos creen sin haber visto (20,26-29). Al final, el evangelista resume el objetivo de la obra de Jesús y muestra cuál es el camino de acceso a la fe para cuantos no hayan visto (20,30-31).

Tomás ha aparecido ya dos veces en el Evangelio. Cuan­do Jesús quería exponerse al peligro de volver a Judea para devolver la vida a Lázaro y llevar a los discípulos a la fe, él había dicho: «Vayamos también nosotros a morir con él» (11,16). Tomás ha confesado además su ignorancia respecto a la meta y al camino de Jesús: «Señor, no sabemos dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?». Esto ha llevado a la gran declaración de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí» (14,5-6). Jesús, que ha respondido a la pregunta de Tomás, acepta también ahora la condición puesta por él. Lleva a Tomás a una profesión de fe como nadie la había hecho antes, pero aclara también que la fe no puede depender de estas condiciones.

Es de nuevo el primer día de la semana. Los discípu­los están reunidos, como ocho días antes, y Tomás se encuentra entre ellos. Todos experimentan cómo lleva Jesús a Tomás a la fe. El gran don del Resucitado es la paz (20,19.21.26), la seguridad y la protección que se basan en la persona del Señor resucitado. De esta paz deben par­ticipar también Tomás y el círculo de los discípulos, que tienen entre ellos a Tomás como impugnador de la fe.

El Resucitado continúa en su empeño a favor de los discípulos, que es lo que ha caracterizado su obra terre­na (cf 2,11) y que es lo que rezumaban los discursos de despedida, igual que la última voluntad expresada por él (19,26-27). Por propia iniciativa va hacia Tomás, que se

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cierra al testimonio de los discípulos y no ha encontrado todavía el camino de la fe y de la paz pascual. Le hace salir de su aislamiento para que la comunidad de los discípulos llegue a ser una en el gozo pascual. Jesús manifiesta que conoce la condición puesta por Tomás y le pide que actúe en consecuencia. Le muestra los signos de su muerte y de su amor, que prueban que él es al mismo tiempo la fuente de salvación. Para todos los discípulos y para todos los tiempos, estos son los signos distintivos del Señor, que ha dado la vida por los hombres, ha vencido a la muerte y nos ha abierto la posibilidad de la eterna comunión con el Padre. Presentándose una segunda vez a los discípulos, el Resucitado confirma lo que ha hecho la tarde de Pascua. A Tomás, y a cuantos se comportan como él, le dice: «¡No seas incrédulo, sino creyente!» (20,27).

Tomás confiesa su fe en Jesús como nadie lo había he­cho hasta entonces: «¡Señor mío y Dios mío!» (20,28). Él ha estado en camino más tiempo que los demás, pero ha llegado más cerca de Jesús. Para él, personalmente, Jesús es Señor y Dios. Tomás cree, se somete a Jesús y se fía de él. Con su mensaje pascual, «Hemos visto al Señor» (20,18.25), María Magdalena y los discípulos han profe­sado creer en Jesús como Señor. Han hecho referencia a la relación que habrá para siempre entre él y ellos: Jesús es el Señor, tiene poder determinante y salvífico; ellos re­conocen su voluntad, están a su servicio y se sienten pro­tegidos por su mano poderosa. Esta relación tiene validez definitiva y total, porque este Señor es Dios. Como Jesús ha manifestado en varias ocasiones con la expresión «Yo soy», es Dios mismo el que en él se acerca a nosotros y por su medio nos da la vida eterna. Todo cuanto este Señor dispone es lo que Dios mismo dispone, con absoluta cer­teza; la protección de este Señor es la protección de Dios.

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Estando por encima de todos los poderes, Jesús acoge en la seguridad que proviene de la comunión entre el Padre y el Hijo. Tomás lo reconoce así, y así se vincula a él. Quien habla siempre y sólo de un Tomás incrédulo, olvida la fe a la que él llegó con la ayuda de Jesús.

Después, Jesús tiende la mirada hacia aquellos que creerán en el futuro. Tomás y los otros discípulos han po­dido ver al Señor resucitado y han creído en él. Su fe dice relación al hecho de la resurrección, pero todavía más al hecho de que Jesús es su Señor y su Dios. La experiencia que ellos han tenido del Señor resucitado ha constituido el impulso para esta fe suya. Jesús no conducirá ya más a la fe por este camino; él llama bienaventurados a cuantos no vean y, sin embargo, crean. El testimonio de los discípulos, dado bajo la fuerza del Espíritu Santo (15,26-27), será un impulso para creer. Todo lo que Jesús ha realizado ante los ojos de sus discípulos, revelándoles su gloria, y todo lo que ellos han testimoniado constituye el argumento de lo que el evangelista ha escrito en su obra. Todo esto quiere llevar a ese creer preciso y personal: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. La fe nos une a él y, por medio de él, que es el Hijo, somos acogidos en la comunión con Dios Padre. Esta es la vida eterna. Desde el rechazo a creer (20,25) hasta el fruto de la fe (20,31), todo concierne a la fe en Jesús, Hijo de Dios. Todo depende de esta fe, que es la única que abre el acceso a la vida.

Preguntas

1. ¿Cómo conduce Jesús a Tomás a la fe? 2. ¿Cuál es el contenido y cuál el fruto de la fe? 3. ¿Cómo llegan a la ít los que no ven?

Tiempo de Pascua. III domingo 165

Tercer domingo de Pascua

Alabando a Dios (Le 24,36-53)

36Mientras [los de Emaús] estaban hablando, Jesús se presentó en medio de sus discípulos y les dijo: ¡Paz a vosotros!

37Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. 38É1 les dijo: ¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? 39Mirad mis manos y mis pies. Soy yo en per­sona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

^Dicho esto, les mostró las manos y los pies. 41Y como no acababan de creer por la alegría y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis ahí algo que comer?

42Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. 43É1 lo tomó y comió delante de ellos. 44Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí tenía que cumplirse.

45Entonces les abrió el entendimiento para que compren­dieran las Escrituras. Y añadió: 46Estaba escrito que el Mesías tenía que morir y resucitar al tercer día, 47y que, en su nombre, se anunciaría la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. 48Vosotros sois testigos de estas cosas. 49Por mi parte, os voy a enviar el don prometido por mi Padre. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza que viene de lo alto.

50Después los llevó fuera de la ciudad hasta cerca de Beta-nia y, alzando las manos, los bendijo. 51Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue elevado al cielo. 52Ellos se postraron ante él y volvieron a Jerusalén con gran gozo. 53Y estaban con­tinuamente en el templo alabando a Dios.

En nuestros días se sigue discutiendo sobre estas cuestio­nes: ¿Qué sucedió a los discípulos tras la muerte de Jesús? ¿Cómo llegaron a afirmar su resurrección? ¿Fueron víctimas de una enorme ilusión? ¿Se les metió en la cabeza que su

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obra no podía concluir con su muerte, sino que debía conti­nuar? ¿Es tal vez a partir de estas ideas como se llega a afir­mar: «Nosotros le hemos visto; él se ha aparecido; él vive»? ¿Crean los discípulos por sí mismos la fe en la resurrección, pretendiendo seguir unidos a Jesús y difundir su mensaje?

Si nos dejamos instruir por el Evangelio, vemos que el testimonio de la resurrección no proviene en absoluto de los discípulos. Ellos quedaron profundamente abatidos por la muerte de Jesús en la cruz y renunciaron a sus es­peranzas (24,20-21). Se cercioran de la tumba vacía, pero este hecho abre la puerta a diversas interpretaciones (cf Jn 20,15) y no puede llevarlos a la fe en la resurrección. La iniciativa de esto viene de Jesús. Él se les presenta y se les muestra. Le resulta difícil vencer su miedo, sus dudas, sus pensamientos, y convencerlos de que es él en persona, y no un fantasma. Mostrándoles sus manos y sus pies, que presentan los signos de su muerte en cruz (cf Jn 20,25.27), quiere convencerlos de que es él mismo, su Señor, que ha muerto en la cruz. Cuando se dice que les invita a tocarle y a que le dieran algo de comer, se quiere indicar que él no es un fantasma, no es un espectro, sino que está ante ellos con su verdadera y concreta realidad. Pero la resurrección de Jesús no significa que él haya vuelto de la muerte a la vida terrena, tal como era la vivida antes con sus discí­pulos, destinada de nuevo a la muerte. Significa, por el contrario, que a él, muerto en cruz y sepultado, Dios le h a dado una vida nueva, definitiva, que supera la muerte. Los discípulos no se han dejado engañar por un espíritu ni por una ilusión. Jesús ha venido a su encuentro con una nueva y definitiva existencia y realidad. Él mismo, por su propia iniciativa, les ha convencido de que ha superado la muerte y vive. Ha hecho de sí mismo y de su vida pode­rosa el contenido de su testimonio.

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El Señor resucitado dirige este saludo a sus discípulos: «Paz a vosotros». Su paz es su don pascual. Pero ¿qué clase de paz es esta? Jesús no da a los discípulos ninguna garan­tía de que vivirán tranquilos a lo largo de toda su vida, de que tendrán una existencia siempre espléndida, libre de cualquier necesidad, sufrimiento y preocupación. Él mismo es el Cristo crucificado, que no ha sido preservado del sufrimiento y la necesidad, del rechazo y la hostilidad, del dolor y la muerte. Pero precisamente el Crucificado es también el Resucitado. Él, que ha sido conducido de forma brutal y violenta a la muerte, está ante ellos como el Viviente que ha superado la muerte y no puede ya morir. Jesús muestra de este modo a los discípulos que ellos no corren el peligro de una ruina total. Ni siquiera la muerte puede dañarlos de manera definitiva. íCuánto menos las otras necesidades que menoscaban nuestra vida! El don pascual de Jesús no es la paz de una vida imperturbable, sino la paz vivida en la tranquilidad, la seguridad y la protección que provienen del poder y del amor de Dios. El fundamento y la garantía de tal saludo y de tal don es el Resucitado mismo en su vida nueva, vencedora de la muerte.

En cuanto Resucitado, Jesús explica a los discípulos que todo su destino ha sido querido por Dios y hace que comprendan el sentido de las Escrituras, tal como había hecho con los dos discípulos de Emaús. Con su muerte en cruz y con su resurrección queda completado también el contenido del mensaje que debe ser proclamado a todos los pueblos. En el nombre de Jesús, es decir, en el testi­monio dado sobre él a partir de todo lo manifestado en su obra y en su entero camino hasta la cruz y la resurrección, deben ser anunciados a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados. Todos los hombres deben con-

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vertirse al Dios que ha demostrado su amor y su poder en el camino de Jesús, un camino en el que ha compartido nuestro destino humano hasta la muerte de cruz y hasta su resurrección vencedora de la muerte. Todos deben diri­girse confiadamente a este Dios. Él perdonará sus pecados y les dará la plena comunión con él.

El Resucitado hace además que sus discípulos sean tes­tigos. El encuentro con él y su retorno a los cielos comple­tan precisamente la serie de acontecimientos que deben testimoniar (He 1,21-22). Todo anuncio debe partir de estos testigos. No se fundamenta en especulaciones, ideas u opiniones personales, sino en acontecimientos históricos y en instrucciones dadas por Jesús. Por eso ha de provenir sólo de aquellos que han acompañado y escuchado a Jesús, de aquellos a quienes él mismo ha explicado su destino. Ellos deben poner en marcha el anuncio destinado a todo el mundo. Son los testigos oculares. Toda transmisión del mensaje depende precisamente de que son testigos ocu­lares dignos de crédito y han prestado un servicio fiel a la Palabra (cf 1,2).

Los discípulos no pueden cumplir con sus propias fuer­zas una tarea tan inmensa. Jesús les anuncia el envío del don que el Padre ha prometido. Él los revestirá de poder de lo alto. Les enviará el Espíritu Santo, que les capacitará para anunciar con convicción y coraje la obra y la resu­rrección de Jesús (cf He 2,22-36). Sólo con el poder del Espíritu quedan los apóstoles completamente penetrados e impregnados de la fuerza y del significado de lo que Dios ha cumplido en la obra y la resurrección de Jesús. Este Espíritu sostiene el coraje y la convicción de su testimo­nio. Este Espíritu los une a Dios y les da el acceso a él; les muestra lo que ha cumplido en Jesús.

Tras haber convencido de muchos modos a los discí-

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pulos de su resurrección y después de haberles preparado para su misión, Jesús se despide de ellos. En adelante no estará ya presente ante ellos de manera visible. Pero los acompañará en su camino, será su huésped en la comu­nión de la mesa, estará vivo en su interpretación de las Escrituras y en su certeza respecto a su plenitud de vida. Esto es cuanto había indicado ya a los dos discípulos de Emaús. Él se despide con las manos elevadas. Mientras desaparece a sus ojos, los bendice. Les dirige toda la fuerza de su bendición, que permanecerá con ellos y sostendrá toda su vida y toda su obra.

Sólo ahora habla el evangelista del gozo de los discí­pulos y de su alabanza a Dios. Ya Zacarías (1,64.68-79) y Simeón (2,28-32) habían alabado a Dios. Continua­mente ha resonado la alabanza a Dios tras las acciones prodigiosas de Jesús (7,16; 13,13; 17,15; 18,43). Después que los discípulos han experimentado a través del Resu­citado la acción más grande del poder de Dios, es decir, la resurrección de Jesús, para ellos hay sólo una respuesta justa: la alabanza gozosa y llena de gratitud a Dios. Lucas ha iniciado su obra con el sacrificio del incienso por parte de Zacarías y con la oración del pueblo en el templo (1,8-10). De esta manera se pide a Dios que se acuerde de su pueblo y que se muestre benévolo con él. Lucas concluye su Evangelio con los discípulos de Jesús que alaban a Dios en el templo. Ellos, que han acompañado a Jesús hasta su ascensión, saben mejor que nadie que Dios se ha acor­dado de su pueblo. Y todos aquellos que, a través de su testimonio y a través de la obra de Lucas, experimentan la grandeza de la misericordia de Dios no pueden hacer nada mejor que participar en la alabanza a Dios.

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Preguntas

1. Jesús convence a los discípulos de la realidad de su nue­va vida, los conduce a la comprensión de las Escrituras y de su camino, les muestra el contenido del anuncio y la tarea misionera, los confirma como testigos prome­tiéndoles el poder de lo alto y los bendice despidiéndo­se de ellos. ¿Cómo se realizan todos estos pasos? ¿Qué tienen que ver con la resurrección de Jesús? ¿Cuál es su significado y su conexión?

2. ¿Qué clase de paz es la que Jesús da? 3. ¿Por qué la resurrección de Jesús lleva a la alabanza a

Dios?

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Cuarto domingo de Pascua

«Yo soy el buen Pastor» (Jn 10,11-18)

(En aquel tiempo Jesús dijo a los fariseos): uYo soy el buen Pas­tor. El buen pastor da la vida por las ovejas; 12el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa. 13Y es que a un asalariado no le importan las ovejas.

14Yo soy el buen Pastor, que conozco a mis ovejas y ellas me conocen, 15igual que el Padre me conoce y yo conozco al Pa­dre. Yo doy mi vida por las ovejas. 16Tengo además otras ovejas que no son de este redil. También a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.

17Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. 18Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para re­cuperarla. Este mandato he recibido del Padre.

Cuando los primeros cristianos comenzaron a representar a Cristo, el símbolo más frecuente era el del buen pastor, que encontramos ya en las pinturas de las catacumbas. Muestra a Cristo como el que ha venido para atender a la humanidad perdida, como el que se preocupa por cada uno de los hombres y quiere llevarlos de nuevo a Dios. Con este símbolo se indica la incansable solicitud y la total entrega de Jesús, que vale para todos los hombres. En el Antiguo Testamento, la actitud de Dios hacia su pueblo es ilustrada en repetidas ocasiones con la imagen del pastor. En Ez 34,16 se dice: «Buscaré a la oveja perdida y haré volver al redil a la descarriada; curaré a la herida y aten­deré a la enferma; me ocuparé de la gorda y la robusta. Las pastorearé con justicia». Nada queda excluido del cuidado prestado por el pastor. A él le importa sobre todo dar a

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todas y a cada una de las ovejas aquello que necesitan, ayudándolas así a alcanzar la plenitud de la vida. Jesús sostiene que sólo él es ese pastor. Marca las diferencias con los malos pastores, que únicamente buscan el propio interés y se escabullen en el momento de peligro. Subraya de modo especial que él da la vida por los suyos y que los conoce.

Este discurso sobre el pastor tal vez suscite en nosotros un cierto malestar. ¿Quién querría ser considerado como una oveja y pertenecer a un rebaño? ¿Para qué tenemos necesidad de un pastor que se ocupe de nosotros y nos guíe? Sabemos de sobra encontrar solos nuestro camino y cuidar de nosotros mismos. Podemos tener la impresión de que el pastor nos quita independencia y nos prohibe demasiado.

Como en el caso del pan, del agua y de la luz, también en el caso del pastor se pone de relieve nuestra dependen­cia, esta vez no respecto a cosas materiales, sino respecto a la solicitud y atención humanas. No es difícil imaginar situaciones en que no somos capaces de ayudarnos a no­sotros mismos, sino que debemos recurrir a un «pastor». Un niño abandonado a su suerte está perdido. El hecho de poder crecer y adquirir autonomía lo debemos a los «pastores» que cuidan de nosotros. Una persona que yace medio muerta a la orilla del camino (cf Le 10,30-37) o un enfermo grave tienen necesidad ineludible de ayuda. Toda sociedad va a lamina sin un guía responsable que se preocupe del bien público y promueva el respeto de los va­lores fundamentales. Nosotros no somos completamente autónomos e independientes, sino que debemos recurrir a quien nos indica el camino y nos ayuda.

Pero como el pan, el agua y la luz, también la asistencia humana encuentra bien pronto sus límites. También ella

Tiempo de Pascua. IV domingo 173

es incapaz de superar la línea de la muerte. Son muchas las situaciones en las que podemos comprobar nuestra im­potencia: circunstancias personales embrolladas que no conseguimos desenredar; ceguera, obstinación y hostilidad que no podemos superar; fuerzas que separan y enfrentan, dividiendo entre sí a los hombres y a los pueblos; el pecado contra Dios, que no podemos perdonar ni a nosotros mis­mos ni a los demás. Para muchas cosas debemos recurrir a un buen pastor, que esté a la altura de estas y cualesquiera otras necesidades, asumiendo el cuidado de nosotros.

Jesús es el buen pastor. Ha venido para hacerse cargo de nuestras necesidades y conducirnos a la vida en toda su plenitud. Él demuestra ser el verdadero buen pastor por­que da su vida por nosotros (10,11.15.17). Su empeño y su esfuerzo no tienen límites. Para él no cuenta ni siquiera su propia vida. Nos ama más que a sí mismo y este amor es el que rige la preocupación que se toma por nosotros. Esta actitud suya no es un capricho pasajero. Detrás de él está la voluntad de Dios y la libre opción de Jesús, que se sabe amado del Padre por esta opción suya (10,17-18). Como cada una de sus obras, también su amor de pastor deriva de su relación con Dios. No hay nada más cierto que este amor, ya que está enraizado en la vida divina de Padre e Hijo, está fundamentado en el amor del Padre hacia el Hijo y en la escucha que el Hijo presta al Padre. Nada le falta al pastor ni a su entrega por nosotros. Es en nosotros donde falta la fe, encontrándonos siempre y sólo en camino para obtener lo que se nos ha dado en Jesús. En él está presente Dios con su infinito amor de pastor para nosotros. Cuando este pastor arriesga la propia vida, él no queda eliminado para nosotros: puede recuperar la vida que da y entregarse por nosotros sin verse limitado por ningún poder, ni siquiera por la muerte.

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La relación del buen pastor con sus protegidos no es una relación fría, material o impersonal; está modelada so­bre la relación más cordial y personal de todas, como es la que existe entre el Padre y el Hijo: «Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10,14-15). También la actitud de Jesús queda marcada por su relación con el Padre. Padre e Hijo se conocen profundamente, viven en recíproca fami­liaridad, se aprecian y se aman. Si la relación de Jesús con nosotros es de este género, así debe ser también nuestra relación con él. Para él, nosotros no somos números; él nos conoce con nuestra propia historia, nuestras dificul­tades, nuestros defectos y todas nuestras características. Nos conoce, nos ama y quiere introducirnos cada vez más en comunión con él. Por eso es necesario que él no quede reducido para nosotros a un simple número; es necesario que aprendamos a conocerle cada vez mejor, precisamente como «el buen pastor», y a tener con él una permanente relación de amor. El buen pastor no nos mantiene a dis­tancia, no quiere que seamos siempre pequeños e inma­duros; nosotros debemos ir madurando y capacitándonos para entrar en comunión personal con él.

La solicitud de Jesús como pastor no se limita al pueblo de Israel. Del Padre ha recibido él la tarea de atender a toda la humanidad, de hacer de ella un rebaño, una co­munidad de creyentes en él (10,16). En esto podemos re­conocer que su tarea no conoce límites. Ninguno queda excluido de su solicitud de pastor; la presencia del amor de Dios en él vale para todos los hombres. Por medio de él, que es el único pastor, y por medio de la comunión con él, los hombres debea llegar a formar una gran comuni­dad. Una comunidad, que los hombres no podrán jamás conseguir por sí solos, será obra suya.

Tiempo de Pascua. IVdomingo 175

Jesús reivindica ser el único buen pastor. Muchos se presentan alardeando de pastores y sosteniendo que tan sólo quieren lo mejor, que tienen en sus manos la solución de los problemas y que conocen el camino que lleva a la verdadera vida y a la felicidad plena. Jesús les define como «ladrones y asesinos» y califica su obra de «robo, matanza y destrucción» (10,10). Ellos buscan únicamente el propio interés y llevan a la ruina a todos los que les siguen. Jesús nos exhorta a estar en guardia contra los falsos pastores. Se trata aquí de decisiones de amplio alcance. El único buen pastor es Jesús; todos los demás han de ser medidos desde él. Sólo para él vale cuanto se ha dicho: «Yo he venido para que tengan la vida y la tengan en plenitud» (10,10). Jesús ha sido enviado por Dios para hacer que tengamos la plenitud de la vida y a este fin están orienta­dos su vivir y su morir, sus obras y sus enseñanzas. Este es el único fin y él es el único que puede conducirnos a él, con tal que nos dejemos conducir por él.

Preguntas

1. ¿Qué «pastores» se han hecho cargo de mí? ¿Por qué les debo estar agradecido?

2. ¿Qué rasgos caracterizan la solicitud de Jesús como «buen pastor»? ¿He comenzado a percibirlos?

3. ¿Quiero quizá exigir a Jesús lo que debe darme? ¿Me dejo guiar por él?

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Quinto domingo de Pascua

«Yo soy la verdadera vid» (Jn 15,1-8)

(En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos): 'Yo soy la ver­dadera vid y mi Padre es el labrador. 2Todo sarmiento mío que no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. 3Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; 4permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.

5Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. 6A1 que no permanece en mí lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego. 7Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis y se realizará. 8En esto es glorificado mi Padre: en que deis fruto abundante, manifestándoos así como discípulos míos.

Hasta ahora, en su discurso de despedida, Jesús ha insis­tido sobre todo en que no dejará solos a sus discípulos, y les ha precisado lo que deben hacer para permanecer unidos a él de múltiples formas. Ahora centra su atención en el hecho de que, después de haber sido elevado, ellos deberán dar frutos, deberán asumir la tarea misionera. Les revela también lo que necesitan hacer para llevar a cabo esa tarea.

La parábola de la verdadera vid se concentra en ese dar frutos (15,2.4.5.8.16). Sólo en otros dos pasajes habla Jesús del fruto en sus coloquios con los discípulos. Cuando alude a su aceptación y reconocimiento por parte de los samaritanos, é l les dice: «El segador recibe salario y recoge fruto para la vida eterna [...]. Yo os he enviado a segar

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donde vosotros no os habéis fatigado» (4,36-38). Cuando por primera vez le buscan algunos griegos, él explica a los discípulos: «Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (12,24; cf 15,5.8). En ambos casos se hace referencia al hecho de que la comunidad de cuantos creen en Jesús se incrementa y traspasa el círculo de los primeros discípulos. Jesús es el grano de trigo que, muriendo, produce mucho fruto. Pero Jesús es también la vid en la que los sarmientos deben producir fruto abundante. En el primer discurso, él habla de la importancia de su muerte para que los creyentes va­yan a él (cf 12,32); en el segundo señala aquello de lo que depende la fecundidad'apostólica de sus discípulos.

Mediante la parábola de la vid y los sarmientos, Jesús afirma, con insuperable claridad, que sus discípulos de­penden por completo de la unión con él. Un sarmiento puede dar realmente fruto sólo si está unido a la vid y se ve impregnado de su flujo vital. La única alternativa es que dicho sarmiento esté seco, lo cual excluye radi­calmente la posibilidad de dar frutos. Toda fecundidad misionera de los discípulos depende exclusivamente de su unión con Jesús. Cualquier intento de llegar a algún resultado prescindiendo de él está destinado al fracaso. Sin él, los discípulos no pueden hacer nada. Consiguien­temente, ellos han de procurar permanecer unidos a él del modo más estrecho y firme posible. Esta necesidad se hace todavía más apremiante por el hecho de que Dios mismo tiene sumo interés en que produzcan frutos, tratándoles en correspondencia con esto (15,2). Producir fruto o no, no es algo que se deje a la libre decisión de los discípulos y que no tenga consecuencias para ellos. Jesús los ha elegido y destinado para esto (15,16), y es voluntad del Padre que con su actuación conquisten hombres a la fe en Jesús.

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Todo depende de la unión de los discípulos con Jesús. Pero, ¿cómo pueden llegar a ser sarmientos de la vid que crecen unidos a la planta y que se enriquecen del flujo de su savia? Los discípulos permanecen en Jesús si sus pala­bras permanecen en ellos (15,7) y si observan sus manda­mientos (15,10). Todo procede de Jesús: las palabras y los mandamientos provienen de él. A los discípulos les toca acoger de manera adecuada esta iniciativa de Jesús. Así es como ellos se unen a él y se capacitan para producir frutos.

Las palabras de Jesús comprenden su mensaje y todas sus reivindicaciones. El no ha ocultado nada a los discí­pulos; les ha comunicado todo cuanto ha oído al Padre (15,15). Los ha iniciado en el conocimiento que desciende del Padre y concierne al Padre, sobre todo a la relación del Padre con el Hijo y al amor del Padre al mundo. No los ha tratado como siervos, como excluidos de la vida del Señor. Los ha tratado como amigos; les ha concedido participar en todo cuanto le importa y le afecta. Su vida lleva el sello de su relación con el Padre. Él ha revelado a los discípulos todo esto, en un intercambio amistoso. Si ellos lo aceptan, lo reconocen y lo asumen con fe, entonces permanecerán en él y estarán firme y estrechamente unidos a él. Sólo si se da esta vinculación, podrá él obrar por medio de ellos, y producirán fruto. Por lo demás, ¿cómo se podría dar tes­timonio de Jesús y conquistar a otros a la fe en él si no se cree en él con la fe más viva?

De la vinculación con Jesús, determinada sobre todo por la permanencia en su palabra y por el amor recíproco, depende que la acción apostólica de los discípulos sea fructuosa. En todo deben recurrir ellos a Jesús para que su acción produzca frutos. Pero de la producción de frutos depende a su vez su destino personal. Jesús no los ha 11a-

Tiempo de Pascua. V domingo 179

mado para mantener con ellos una amistad individualista; los ha elegido y los ha destinado a ser activos en su misión y a dar frutos (15,16). Como a la sal que se hace insípida (Mt 5,13), así también a los sarmientos separados de la vid y que no producen fruto se los arroja fuera (15,2.6). En este caso son los mismos discípulos los que pronuncian su sentencia, excluyéndose de la comunión con el Padre y con el Hijo. Cada uno de sus esfuerzos debe tender a la unión con Jesús. De esta unión depende tanto la posibili­dad de realizar su misión como su destino personal.

En la vinculación de los discípulos con Jesús se funda­menta también la posibilidad de que su oración sea atendi­da por el Padre, así como la glorificación de este y el gozo de ellos mismos. Si los discípulos oran al Padre impulsados por esta vinculación y en consonancia con el significado de esta vinculación, serán escuchados (15,7.16). Aquí no se trata de cualquier clase de oración, sino sobre todo de la oración que dice relación con la fecundidad de su misión (cf 14,12-14). Una vez más se observa que los discípulos no pueden por sí mismos producir esta fecundidad, y ni siquiera lo deben intentar. Esa fecundidad depende de su unión con Jesús y de la obra del Padre. Si los discípulos producen frutos, el Padre es glorificado (15,8), es revelado en su verdadera realidad. La acción de los discípulos vive de la acción del Padre; lo que ellos pueden llevar a cabo se lo deben a él. Su amor portador de salvación se muestra en la consecución de nuevos creyentes. Pero también por estos últimos es reconocido Dios como Padre y, consi­guientemente, glorificado (cf Mt 5,16).

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Preguntas

1. ¿Cuáles son, según este discurso, las premisas para la fecundidad misionera?

2. ¿Soy consciente de mi responsabilidad apostólica? ¿Cómo intento responder a ella?

3. ¿Cómo se conexionan entre sí el destino y la misión de los discípulos?

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Sexto domingo de Pascua

«¡Permaneced en mi amorl» (Jn 15,9-17)

(En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos): 9Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. 10Si guardáis los mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.

n Os he hablado de esto para que mi alegría esté en voso­tros, y vuestra alegría llegue a plenitud.

12Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. 13Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 14Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.

15Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. A vosotros os ííamo amigos, porque todo ío que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

16No sois vosotros los que me habéis elegido. Soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.

17Esto os mando: que os améis unos a otros.

Con las palabras «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos», Jesús describe la relación entre él y sus discípulos. En la primera parte de su discurso (15,1-8) explica la total de­pendencia de los sarmientos respecto de la vid y su misión irrenunciable a dar fruto. En la segunda parte (15,9-17) Jesús habla más bien de sí mismo, indicando lo que él hace y lo que los discípulos han de aceptar de él. Dice, pues, lo que caracteriza la vida de la cepa y lo que, a partir de ella, debe impregnar y colmar a los sarmientos.

Jesús mismo es amado por Dios Padre (cf 3,35) y ama a sus discípulos. Él observa los mandamientos de su Padre

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y así permanece en el amor del Padre. Jesús está rebo­sante de gozo. Da su vida por sus amigos, a quienes ha comunicado lo que ha escuchado de su Padre. Jesús los ha elegido y los ha destinado a dar fruto. Les promete que el Padre los escuchará cuando recen en su nombre. Les ex­horta: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (15,12.17). Todo esto está vivo en Jesús, que es la vid, y debe pasar a los sarmientos; debe ser compartido por sus discípulos y colmar toda su vida. La imagen de la vid y los sarmientos muestra la profunda y completa comunión de vida entre Jesús y sus discípulos y subraya a la vez que él es la fuente de esa vida, que esa vida no proviene de ellos, sino de él.

Pero ni siquiera Jesús es el origen de esa vida, ni puede obrar de manera independiente. Él ha recibido todo de Dios Padre. Se sabe amado por el Padre y permanece en su amor. El amor que ha recibido del Padre lo transmite a sus discípulos; en su amor, ellos son alcanzados por el amor del Padre. Jesús observa los mandamientos que el Padre le ha dado. Aunque no lo diga explícitamente, es evidente que el Padre le ha confiado, como primera tarea, el amor a los hombres. Jesús comparte también con sus discípulos todo lo que ha escuchado del Padre. Su amor, su obediencia, su revelación, todo proviene del Padre. Se podría decir: al igual que Jesús es la vid para los discípulos, el Padre es la vid para Jesús. El Padre es la fuente de toda vida, de todo amor, de todo conocimiento y de toda dicha.

Jesús señala con toda claridad lo que los discípulos de­ben aceptar de la vid,lo que es esencial para la comunión de vida entre él y sus discípulos. Les pide: «¡Permaneced en mi amor!» (15,9). Esta exhortación se puede inter­pretar de dos modos. Los discípulos no han de descuidar despreocupadamente el amor con el que Jesús los ama,

Tiempo de Pascua. VI domingo 183

sino que han de tomar conciencia de ese amor con asom­bro y gratitud. El amor de Jesús hacia los hombres no decrece nunca, pero con frecuencia nos cuesta creerlo o lo pasamos por alto. Cuanto más conscientes seamos del amor de Jesús tanto más dispuestos estaremos a observar su mandamiento: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (15,12). En este mandamiento los discípulos son remitidos expresamente al amor que han recibido de Jesús, siendo ese amor el que se les da como ejemplo y como medida.

El amor con el que Jesús ama a sus discípulos, y que ellos deben comprender cada vez mejor, se manifiesta de diversos modos: porque Jesús da su vida por ellos; por lla­marlos amigos; por compartir con ellos todo lo que ha es­cuchado al Padre; por haberlos elegido. Todo ío que Jesús hace revela un amor sin medida, que es el amor con que se ofrece a sus discípulos. Lejos de descuidar con indiferencia las demostraciones de ese amor, los discípulos han de saber reconocer el gran amor de Jesús hacia ellos.

Jesús ha elegido a los discípulos (cf 6,70; 13,18). Gra­cias a esa elección, ellos pueden estar junto a él durante toda su actividad, y lo están también en la última cena. Pueden conocerle a partir de la más íntima cercanía. Jesús los llama sus amigos, es decir, son aquellos a los que ama. Cuando a Jesús se le hace llegar la noticia de que Lázaro, su amigo, está enfermo (11,3), él declara: «Lázaro, nuestro amigo, duerme» (11,11). Jesús llama amigo suyo también a Lázaro. La amistad se demuestra en que Jesús no ha es­condido nada a los discípulos, sino que les comunica todo lo que él conoce y que ha recibido del Padre. El núcleo más profundo del conocimiento de Jesús consiste en que él conoce a Dios como su Padre. A los discípulos Jesús les ha revelado al Padre y los ha llevado a creer que él mismo

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es Hijo de Dios, enviado por el Padre. Nada más profundo e importante puede comunicar Jesús a los discípulos. Su amor y su amistad se muestran sobre todo en el hecho de ofrecer su vida por ellos. Ya antes había afirmado Jesús: «Tanto ha amado Dios al mundo que le ha entregado a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perez­ca, sino que tenga la vida eterna» (3,16). Ofreciendo la propia vida, Jesús manifiesta el amor a sus amigos, pero también la obediencia respecto al mandamiento del Padre. Y en todo lo que hace se manifiesta el amor de Dios hacia los hombres. De esta manera Jesús nos enseña también el camino a la felicidad. Cuanto mejor comprendamos la grandeza de su amor hacia nosotros, y la gran deuda que tenemos con él, tanto mayor y más constante será nuestra dicha.

Jesús menciona el otro modo de permanecer en su amor cuando exhorta a los discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (15,12). Cada uno de los discípulos es amado por Jesús y de él recibe el amor. De este amor ellos deben hacer la medida del suyo, dejándose guiar y determinar por él. Como Jesús se entrega a ellos y se comporta con ellos, así han de comportarse los unos con los otros. Hasta ahora valía el principio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Este mandamiento no queda anulado por Jesús, pero sí es esclarecido. Antes de que el amor de Dios se manifestara en Jesús, esta for­ma de amar resultaba desconocida. Para los discípulos de Jesús, que han recibido su amor, esta se convierte ahora en criterio y medida de su comportamiento.

La misma corriente de vida pasa de la vid a los sarmien­tos. Jesús está lleno del amor que ha recibido del Padre. Él lo transmite a sus discípulos. Este amor ha de llenar y alentar a los discípulos, determinando todo su obrar.

Tiempo de Pascua. VI domingo 185

Preguntas

1. Jesús es la vid. ¿Qué es lo que caracteriza su vida? 2. ¿Cómo se expresa el amor de Jesús a sus discípulos? 3. Los discípulos son los sarmientos y han de permane­

cer en el amor de Jesús. ¿Qué es lo que deben hacer? ¿Cómo se conexionan entre sí las diversas formas de su obrar?

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186 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Solemnidad de la Ascensión del Señor

Jesús ha alcanzado su meta (Me 16,15-20)

15Jesús se apareció a los Once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16E1 que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condena­do. 17A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, 18cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán sus manos a los enfermos y quedarán sanos.

19E1 Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

20Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes. El Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

Durante su actividad pública, Jesús anuncia el Evangelio, con sus palabras y sus acciones poderosas, a todos los que se acercan a él. Después de su resurrección, sigue diri­giéndose todavía a los que habían estado más cerca de él. Una de las acciones más importantes de Jesús fue la de llamar a los discípulos (3,13-19). La finalidad primera de esta llamada era la de estar con Jesús, la de conocerle a él y conocer su Evangelio. Así les fue preparando Jesús y así pudo enviarlos para que continuaran su obra. La muerte de Jesús supuso para estos discípulos una profunda trans­formación. Desde aquel momento no pudieron contar ya con su presencia visible. Aquella muerte cruel e ignomi­niosa parecía confirnar la opinión de los adversarios de Jesús, mostrando qu« Dios se desentendía por completo de Jesús y que este, que decía obrar por orden de Dios y como Hijo de Dios, ao era más que un embustero y un blasfemo. Pero, como muestra la resurrección, Dios, que

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efectivamente no ha preservado a Jesús de la muerte, lo ha salvado de la muerte y lo ha acogido en su vida divina.

El hecho de que Jesús resucitado se dirija a sus discípu­los tiene un significado fundamental para los Once y para el futuro de la obra de Jesús. Este encuentro permite com­prender a los discípulos que Jesús ha vencido a la muerte, que vive y que Dios está de su parte. Ahora saben que su Evangelio es cierto, y reciben el encargo de la misión universal, que determina toda su vida. Toman conciencia de que él se despide definitivamente de ellos, pero que permanece junto a ellos con su asistencia. Saben que Jesús ha conseguido su meta, que vive y reina con Dios Padre. Saben que les ha precedido para prepararles un puesto junto al Padre (Jn 14,2). Su meta es también la de ellos y la de todos los que creen en él. Aunque se acerquen a la oscuridad de la muerte, su vida no acabará en la muerte, sino en la luz esplendorosa de la comunión eterna con Dios. Para los discípulos, el día de la ascensión es el día de la separación: Jesús no estará ya visiblemente junto a ellos, y tampoco se les mostrará ya como el Resucitado. Pero es también el día de la victoria: Dios ha confirmado la obra de Jesús; con la llegada de Jesús a la «otra orilla», también para ellos queda tendido un puente hacia el mun­do de Dios, donde ellos están fuertemente anclados. La separación de Jesús podría desanimarlos y entristecerlos. La victoria de Jesús les da coraje y sitúa su vida, su acción y su futuro bajo una espléndida luz.

Jesús confiere a la vida de los discípulos un claro con­tenido y una orientación inequívoca: deben anunciat a todos los hombres el Evangelio que ellos han conocido por medio de él. De ahora en adelante obrará a través de ellos y de sus sucesores. Hasta hoy, la evangelización es la tarea central y siempre nueva de la Iglesia. El conté-

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nido de esta Buena Noticia suena así en Me 1,1: «Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo de Dios». Esto significa: En Jesús de Nazaret, el Dios vivo ha enviado a su Hijo a los hombres y se ha revelado así como el Padre de Jesús y como el Padre nuestro (cf Jn 20,17); este Hijo de Dios ha venido como el Cristo, como el último y definitivo rey, por medio del cual Dios da la plenitud de la vida. El Evangelio habla, por tanto, de Dios y de su acción en nuestro favor por medio de su Hijo Jesús. Todos los hombres podemos ser salvados a través de la fe y el bautismo, como dice esta Buena Noticia. Cuando nuestra vida está en peligro y cuando carecemos de la fuerza necesaria para superar el peligro, los hombres dependemos de un salvador. En esta situación, sólo podemos subsistir si alguien es más fuerte que nosotros y está dispuesto a ayudarnos. Hay dos peligros a los que ningún ser humano puede hacer frente: la muerte y el pecado. Más pronto o más tarde, todos, de manera inevitable, debemos morir. Todos cometemos faltas en relación con Dios y nadie puede por sí mismo reconciliarse con él. Jesús ha demostrado su poder sobre la muerte y sobre el pecado, y se ha revelado como nues­tro Salvador. Ha muerto como todos los hombres, pero no ha permanecido en la muerte; se ha aparecido a los discípulos como el Viviente, como aquel a quien Dios ha despertado de la muerte y lo ha acogido en su vida divina. Puesto que, en cuanto Hijo de Dios, está indisolublemente unido al Padre, puede superar también nuestras culpas y reconciliarnos con Dios. Es nuestro Salvador, porque tiene el poder de salvarnos y está dispuesto a hacerlo.

Pero, por nuestra parte, es necesario creer en Jesús. Con la fe, nos dirigimos hacia él como nuestro Salvador y ponemos en él nuestra confianza; por medio de la fe, nos adherimos a él y entramos en comunión con él. Je-

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sus no nos salva contra nuestra voluntad y sin nuestra participación; nos salva sólo si buscamos la unión con él. Cuando, hablando del reino, los discípulos dudaban de que alguien pudiera salvarse, Jesús había dicho: «Esto es imposible para los hombres, pero no para Dios; Dios lo puede todo» (10,27). No debemos vivir en la inseguridad y en la angustia; debemos confiar en Dios y poner en sus manos nuestra salvación y la de todos los hombres.

Las acciones prodigiosas que Jesús promete a los cre­yentes (16,17-18) superan las amenazas del tiempo pre­sente e indican simbólicamente la salvación definitiva. Con la expulsión de los demonios, el hombre queda libe­rado de fuerzas extrañas, volviendo a ser dueño de su casa. El conocimiento de las lenguas favorece la comprensión recíproca, la amistad y la comunión entre los hombres. La vida, amenazada por bestias peligrosas, sustancias nocivas o enfermedades, queda asegurada. En estos signos se hace patente que la fe es ya de utilidad para la vida terrena, pero su meta es la vida eterna junto a Dios, la salvación del pecado y de la muerte. El encuentro con el Resucitado hace comprender a los discípulos que Jesús ha alcanzado su meta para él y para ellos: vive y reina ya con Dios Pa­dre. A ellos y a sus sucesores les otorga coraje y fuerza para llevar a cabo su misión y anunciar el Evangelio.

Preguntas

1. ¿Qué significado tiene para los discípulos la última aparición del Resucitado?

2. ¿Cuál es el contenido del Evangelio que los discípulos han de anunciar?

3. ¿Por qué tenemos necesidad de un salvador? ¿Cómo accedemos a él?

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Solemnidad de Pentecostés (Misa vespertina de la Vigilia)

Fuente de la que brota la vida (Jn 7,37-39)

37E1 último día, el más solemne de las fiestas, Jesús en pie gri­taba: El que tenga sed, que venga a mí; 38el que cree en mí, que beba.

(Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torren­tes de agua viva).

39Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

Jesús se encuentra ante la enorme tarea de explicar a sus oyentes lo que Dios quiere darles por medio de él y de hacer que apetezcan este don. Ve frente a sí un mundo de indiferencia y de incomprensión, de dudas y prejuicios, de falsas esperanzas y pretensiones. A través de sus signos conecta con situaciones humanas de necesidad para hacer comprender sus verdaderos dones mediante la experiencia de su poderosa ayuda. Aparece también en las grandes fiestas en las que Israel se reúne en el templo e intenta llegar a todo el pueblo para que este pueda comprender lo que él, por encargo de Dios, tiene que ofrecer.

Junto a la Pascua y Pentecostés, la fiesta de los Taber­náculos es una de las tres grandes fiestas de peregrinación. Se celebra en otoño como fiesta de acción de gracias y de alegría por la conclusión del período de las cosechas. Israel debe estar alegre durante siete días ante el Señor, su Dios, recordando que Dios hizo habitar a sus padres en tiendas cuando les sacó de Egipto (Lev 23,40.43). Esta fiesta se caracteriza por el agradecimiento gozoso ante los dones de

Tiempo de Pascua. Solemnidad de Pentecostés (Misa vespertina de la Vigilia) 191

Dios: dones naturales -la recolección anual, que asegura la supervivencia del pueblo- e intervención histórica de Dios, con la cual liberó a Israel de la esclavitud de Egipto haciéndolo su pueblo. Las fiestas, que son días para re­cordar los beneficios y de agradecimiento a Dios, reúnen a gran parte del pueblo. Ellas ofrecen a Jesús una buena ocasión para anunciar lo que, por encima de los dones ya hechos, Dios quiere dar a su pueblo por medio de él.

En esta fiesta Jesús no realiza ninguna obra nueva de poder; se presenta en el templo como maestro (7,14.28). Ello induce a que se le pregunte por el origen de su doctrina (7,15) y de su persona (7,27.41-42). Jesús se ve rodeado de las habladurías y pareceres, de los prejuicios y suposiciones que circulan entre el pueblo respecto a él. Mientras que el discurso sobre el pan ha llevado a una división en el grupo de sus discípulos, su enseñanza en el templo provoca in­quietud entre el pueblo. El pueblo se encuentra indeciso, impresionado por las palabras y las obras de Jesús (7,31) e influenciado por las propias suposiciones (7,27.41-42) y por el duro rechazo del grupo dirigente (7,13.25-26). Los polos opuestos son Jesús y las máximas autoridades: Jesús, con una clara conciencia de sí y con su propia enseñanza; los grupos dirigentes, con su rechazo a él como instigador del pueblo y blasfemo de Dios y con su voluntad de acabar con él (7,19.25). El pueblo no sabe qué decisión tomar; se deja arrastrar por una parte y por otra.

En su enseñanza, Jesús trata tres temas: del origen de su doctrina (7,16-19), del origen de su persona (7,28-29) y de su don (7,37-38). El testimonio del don que él tiene que dar depende de su propio origen. Sólo si él no viene en nombre propio, sino que es enviado por Dios, puede dar cuanto promete. Todo depende de dónde viene él y de quién es él.

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192 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Las afirmaciones sobre el origen de la persona de Jesús y sobre su don reciben un relieve especial al ser gritadas por él con voz potente en el templo. Esta forma intensa y comprometida de comunicarlas subraya su importancia. Jesús no puede hablar con suficiente energía e insistencia de su origen y de su don. Querría traspasar la coraza de la duda y del prejuicio, llegando a conquistar los corazones de sus oyentes. Fuera de esta ocasión, sólo del testimonio de Juan (1,15) y de la última llamada de Jesús a sus oyen­tes (12,44-50) dice el evangelista que fueron pronunciados con voz potente. La enseñanza en el templo se encuentra, por así decir, en el centro y muestra la medida del interés que Jesús tiene por sus oyentes. No le son indiferentes, como no lo es tampoco el modo en que ellos escuchan su palabra. El quiere convencerlos y prepararlos para recibir el don de Dios.

Jesús conoce a Dios por venir de Dios y por haber sido enviado por Dios (7,29). De aquí que, en el último y más solemne día de la fiesta, pueda gritar en la explanada del templo su invitación inaudita a todo el pueblo: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torren­tes de agua viva» (7,37-38). Jesús había prometido ya a la samaritana darle agua viva, que apaga toda sed y que da la vida eterna (4,10.14). Todo hombre, igual que debe recu­rrir al pan, debe recurrir también necesariamente al agua. En Jesús, Dios ha dado la fuente inagotable de agua viva, que corre para todos aquellos que tienen sed; en él ha abierto el acceso a la vida que no tiene fin. En el Antiguo Testamento no encontramos algo que corresponda exacta­mente a Jn 7,38, pero en varias ocasiones se promete para el futuro una fuente que vierte sus aguas y hace posible la vida en el país (cf Ez 47,1-12; Zac 14,8). Para los últimos

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tiempos, el Señor anuncia: «A quien tiene sed le daré a beber gratis agua de la fuente de la vida» (Ap 21,6). Jesús es esta fuente de vida. Lo que se dice de los torrentes que manan de sus entrañas remite sin duda al acontecimiento de su crucifixión, a la sangre y el agua que fluyen de su costado (19,34).

El evangelista aclara después que el don de Jesús es el Espíritu, que será dado sólo después de su glorificación. El Espíritu es la inagotable vida divina impregnada de amor. La glorificación de Jesús, es decir, la plena revelación de su persona, tiene lugar en el momento en que él es elevado sobre la cruz. Aquí se revela realmente su amor sin medida y su obediencia respecto al Padre, igual que su amor por los hombres. Como consecuencia de esta entrega total, él comparte con los creyentes la vida de Dios (cf 3,14-15; 6,53). Él es así el manantial del que brota la vida.

Preguntas

1. ¿Cómo se comporta el pueblo? ¿De qué me dejo in­fluenciar en mi concepción de Jesús?

2. ¿En qué relación está el don de Jesús con el sacrificio de su vida?

3. ¿Qué es lo que deseo y quiero? ¿De qué tengo sed? ¿Qué espero de Jesús?

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194 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Solemnidad de Pentecostés (Misa del día)

«¡Recibid el Espíritu Santo!» (Jn 20,19-23)

19Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. 20Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.

Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha envia­

do, así también os envío yo. 22Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; 23a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Los discípulos son conocedores ya de la resurrección del Señor. Cumpliendo el encargo recibido, María Magdalena les ha transmitido el anuncio pascual. Pero sobre ellos ac­túan fuerzas diversas, y el miedo es lo que les ha dominado hasta ahora. También los discípulos se ven rechazados por los judíos, que han llevado a Jesús a la cruz, y saben que se encuentran en peligro. No hay paz en sus corazones. Están llenos de inquietud e inseguridad, temen por su libertad y por su vida. Al mismo tiempo, sin embargo, son conscientes de que Jesús ha vencido a la muerte, sufrida por obra de sus adversarios; saben que Jesús está vivo y ha entrado en la plena comunión con Dios, su Padre. Jesús se ha revelado el más fuerte; es evidente que Dios está a su lado y que su mensaje es verdadero. Por ello, el corazón de los discípulos debería rebosar de gozo, de confianza y de seguridad: con Jesús, ellos tienen al Dios omnipotente de su parte. Pero en los discípulos es más fuerte todavía

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el miedo. El poder de los enemigos parece estar más cerca que la protección de Dios y esto determina su comporta­miento. No se atreven a presentarse en público, sino que permanecen juntos con las puertas cerradas.

En medio de estos discípulos, bajo el peso de diversos influjos, viene el Señor resucitado. Primero los convence de que está vivo; después les confía una misión. El co­nocimiento de la victoria pascual y de la nueva vida del Señor tiene que colmarles de gozo en su interior. Pero este conocimiento no se les da sólo a ellos; a través de ellos, debe ser comunicado a todo el mundo.

Jesús lleva a sus discípulos la paz: «iPaz a vosotros!». Aquí no se trata de un simple deseo, sino de un auténtico don. La paz que Jesús da no carece de fundamento; está basada en todo lo que a él le ha sucedido, en la fidelidad y el poder de Dios. La resurrección de Jesús es garantía de esa paz. Puesto que Dios ha demostrado ser todopoderoso y fiel, en el corazón de los discípulos ha de reinar la paz. Pueden sentirse plenamente tranquilos y confiados, segu­ros de su vida. Se encuentran bajo la protección de Dios. Dios es más fuerte que todos sus enemigos. Lo pone de manifiesto Jesús, que está vivo ante ellos.

Jesús muestra a los discípulos sus manos y su costado. Son las manos traspasadas por los clavos y fijadas a la cruz; es el costado del que ha brotado sangre y agua al ser atravesado por la lanza del soldado que ha dado testimo­nio de su muerte. Las manos y el costado, se podría decir, son el carné de identidad de Jesús: es aquel que ha sido crucificado y que ha dado su vida por los hombres. Jesús en persona está vivo ante los discípulos; él, que ha muerto en la cruz por ellos y que por ellos ha derramado su san­gre. Frente a sus sufrimientos y a su muerte, los discípulos habían quedado profundamente decepcionados, llenos de

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miedo y de angustia. Ahora se sienten llenos de alegría. Su corazón rebosa de dicha y de gozo.

El momento del encuentro con el Resucitado es también el momento de la misión. Los discípulos han acompañado a Jesús en su camino, han conocido su persona y su mensaje. Ahora pueden verlo en su nueva vida. Se convierten de este modo en testigos de todo su camino y de toda su misión y se sienten capacitados para desempeñar su propia misión. Es Jesús el que la inaugura cuando les repite el saludo de paz. También la obra de los discípulos debe estar llena de paz, seguridad y confianza, igual que su encuentro con el Señor resucitado. Tanto en el lugar tranquilo del encuentro como en los caminos y aldeas que recorran, llenos siempre de fatigas y peligros, ellos tendrán la paz de aquel que ha vencido a la muerte. Sólo en la unión con Jesús, sin confiar en las propias fuer­zas, podrán los discípulos llevar a cabo su misión. Ellos dependen siempre del Resucitado. El fundamento de su actividad será siempre la paz que él les otorga. Jesús con­fía a los discípulos la misión .que él ha recibido del Padre: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo». La obra de Jesús no nace de ideas personales, ni está determinada por una voluntad arbitraria. Corresponde a la voluntad del Padre; tiene su fundamento en Dios. A través de toda su actividad, Jesús manifiesta de manera inequívoca que su objetivo primordial es mostrar su vinculación con Dios. Como Jesús está vinculado y obligado al Padre, así los discípulos deben estar vinculados y obligados a él. No pueden presentarse en nombre propio, ni pueden actuar en función de sus propias ideas. Han de presentarse en el nombre de Jesús y quedan obligados a la misión que han recibido de él; deben continuar su obra.

Jesús ha sido enviado desde el amor del Padre como

Tiempo de Pascua. Solemnidad de Pentecostés (Misa del día) 197

salvador del mundo: para dar a conocer al mundo a Dios como Padre y cargar sobre sí los pecados del mundo. El es en persona el Hijo de Dios y el Cordero de Dios; se identifica con el mensaje que ha proclamado. Todo esto, obviamente, no vale para los discípulos. Pero, en cuanto al contenido, ellos tienen la misma misión de Jesús. Lo que se ha dado a conocer por medio de Jesús, los discípulos han de seguir ofreciéndolo y dándolo a conocer al mundo entero.

En la creación del hombre, Dios sopló sobre él, trans­mitiéndole el hálito de vida. En el envío a la misión, el Resucitado exhala su aliento sobre los discípulos y les transmite el Espíritu Santo. Es el Espíritu de vida, que capacita a los discípulos para cumplir el encargo recibido. Jesús está lleno del Espíritu Santo y en él lleva a cabo su propia misión; ha venido también para bautizar en el Es­píritu Santo (cf Jn 1,33). El Espíritu es el vínculo vivo de Jesús con Dios: en cuanto Hijo de Dios, Jesús está comple­tamente orientado hacia el Padre y unido a él con el amor más íntimo y la más profunda familiaridad; su comunión es su vida, y esta comunión la viven en el Espíritu Santo. El Dios y Padre de Jesús es también el Dios y Padre de los discípulos de Jesús. En el Espíritu Santo, Jesús les da su comunión viva y vivida con el Padre, con Dios, y les habilita para cumplir su misión. Jesús ha llevado a cabo su obra en la continua e indisoluble comunión con el Padre. En esta comunión, también los discípulos pueden realizar ahora su propia misión.

Con la revelación de Dios, de su amor y de su volun­tad, se esclarece al mismo tiempo la relación en que se encuentra el hombre con Dios. La revelación de Dios es al mismo tiempo revelación de la lejanía y la desobediencia del hombre respecto a Dios. Lo que ahora es conocido

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puede a su vez ser causa de rechazo por parte del hombre. Es lo que sucedió con la obra de Jesús: perdonó los peca­dos que fueron reconocidos por los hombres, pero desveló también el pecado de incredulidad, que no fue admitido por los mismos pecadores. De este modo, Jesús perdonó y retuvo los pecados. Junto a la misión, él transmite ahora a los discípulos también esta tarea. Y al igual que la misión de Jesús, también la de los discípulos en relación con los hombres es para salvación o para juicio (cf Jn 3,17-18), según la acogida o el rechazo que reciban.

Preguntas

1. ¿Cómo experimentamos el contraste entre la fe en Jesús resucitado y vencedor y el miedo frente a los hombres hostiles y amenazadores?

2. ¿Qué elementos forman parte del carné de identidad de Jesús crucificado y resucitado? ¿Cuál es su significado?

3. ¿Qué es lo que caracteriza al Espíritu Santo? ¿Cuál es la relación entre el Espíritu Santo y los pecados?

Solemnidad de Pentecostés (Misa del día)

Jn 20,19-23 Cf segundo domingo de Pascua

Solemnidades del Señor durante el Tiempo

Ordinario

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La Santísima Trinidad

Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,16-20)

16Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17A1 verlo, se postraron, pero algunos va­cilaban.

18Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. 19Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo 20y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

El que ha muerto en la cruz, reducido a la más completa impotencia, se presenta resucitado y vivo a los discípulos diciéndoles: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». Jesús no ha recibido sólo la vida inmortal con la victoria sobre la muerte, sino que es también el rey y Señor del universo, con un poder sin límites. Este poder le ha sido dado: lo ha recibido de Dios Padre. Por su na­turaleza y por el ámbito de competencia, es un poder ili­mitado: lo abarca todo, se ejerce en el cielo y en la tierra,

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202 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

vale para todos los seres y para todos los acontecimientos. Todo lo que vive y todo lo que sucede en el cielo y en la tierra depende del Señor; todo está sometido a él. Todos los seres están bajo su dominio en todo, en la vida y en la muerte; en sus manos está la salvación de todos los hombres. Los hombres podrán alcanzar su meta sólo si le reconocen como su Señor.

Estando en la posesión plena de este poder universal, Je­sús da el encargo de la misión universal: «Haced discípulos de todos los pueblos». Siendo el Señor de todos los hom­bres, envía a los discípulos a todos los hombres. Ningún pueblo, ningún hombre y ningún tiempo queda excluido de este encargo. A todos debe ser dirigida la llamada de Jesús; todos deben conocer su persona y su mensaje; todos han de ser conquistados para él. En su actividad, jesús no ha sometido a nadie por la fuerza; ha llevado el anuncio, ha llamado a los discípulos, ha hecho de todo para con­vencer y conquistar a su discipulado. Los discípulos deben continuar ahora su obra del mismo modo: sin imposición, por medio de su palabra, de su ejemplo, con la fuerza del Espíritu Santo, fortalecidos con la continua presencia y la poderosa asistencia de Jesús. Aunque no lo vean ya visi­blemente, él no los ha abandonado; al contrario, está con­tinuamente a su lado: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

Ellos han sido hasta ahora los discípulos de Jesús. Han sido llamados por él, han acogido su llamada y le han se­guido; han vivido en comunión con él, se han dejado guiar por él, se han fiado de él, convencidos de que él conocía la meta y consiguientemente el sentido de la vida, igual que el camino que conduce a esa meta. Cada hombre tiene ante sí el deber de llevar una vida sensata, de hacer algo útil en la propia vida. Ser discípulo significa vivir la propia

Solemnidad de la Santísima Trinidad 203

vida con Jesús y siguiendo el ejemplo de Jesús. Los discí­pulos han de conquistar a todos los hombres a este género de vida, que consiste en vivir unidos a Jesús y siguiéndole. No podemos ser discípulos de Jesús, no podemos ser cris­tianos, si permanecemos distanciados de él; lo seremos sólo si vivimos en estrecha comunión con él. No podemos pertenecer a Jesús acogiendo simplemente algún elemento de su mensaje, en función de nuestros gustos y caprichos; perteneceremos a él sólo si nos dejamos guiar por él a lo largo de todo el camino.

El bautismo es el medio por el que uno se convierte plenamente en discípulo de Jesús: «Bautizad [a todos los pueblos] en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíri­tu Santo». El bautismo no es sólo un rito exterior, y las palabras del bautismo no son una fórmula externa. En el bautismo se realiza lo que se significa y se simboliza con el rito, expresado en las palabras que lo acompañan: que­damos inmersos y plenamente insertados en el ámbito del poder, de la protección y de la vida del Dios trinitario.

El núcleo esencial del mensaje de Jesús se nos da en su mensaje sobre Dios. Jesús nos revela a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesús mismo vive en medio de los discípulos la vida del Hijo de Dios, plenamente consciente del amor del Padre, con una confianza ilimitada en el Padre y con una obe­diencia incondicional a su voluntad (26,39). Dios lo re­conoce como su Hijo (3,17; 17,5), y los discípulos pueden confesarlo como Hijo de Dios (14,33; 16,16). Jesús realiza su obra con la fuerza del Espíritu Santo (3,16; 12,18). Por medio de él, Dios es conocido como el Padre, que tiene un Hijo de la misma dignidad. Padre e Hijo están vinculados entre sí con un intercambio único de conocimiento y de amor (11,27).

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204 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

El Antiguo Testamento conoce a Dios como creador del cielo y de la tierra. Según esta concepción, frente a Dios están solamente las criaturas; Dios se encuentra, en el plano divino, solo consigo mismo, en una sublime soledad divina. En torno a él hay sólo criaturas, que, infi­nitamente diversas de él, no constituyen en modo alguno un interlocutor a su altura. Jesús, por el contrario, nos revela a un Dios que, sobre el plano divino, tiene un inter­locutor plenamente válido: Dios no está solo en el plano divino, sino que vive en comunión. Frente a Dios Padre está el Hijo, y ambos están unidos por el Espíritu Santo en el amor divino; ambos se conocen, se comprenden y se aman mutuamente en una comunión de igualdad y de plenitud de vida.

Nosotros somos bautizados en el nombre de este Dios, que es en sí mismo comunión. El bautismo nos sitúa bajo la protección y el poder de este Dios. A través del bautismo, nosotros somos acogidos en la familia de Dios, pasamos a ser hijos e hijas de Dios. Dios, que vive en sí mismo la comunión íntima y familiar del Padre y del Hijo, nos acoge en esta comunión.

Con la exhortación a enseñar la observancia de todo lo mandado por él, Jesús recuerda a los discípulos que el seguimiento de su persona y la comunión con el Dios trinitario no se pueden vivir de cualquier modo. No es posible querer seguir unidos a Dios y al mismo tiempo despreciar su voluntad, sirviendo de múltiples formas a otros dioses. Jesús ha indicado a sus discípulos cuál es el comprtamiento que requiere la comunión con Dios. Lo mismo han de hacer los discípulos, instruyendo a todos los que den el paso al «seguimiento de Cristo» y, mediante el bautismo, sean acogidos en la familia de Dios.

Jesús resucitado se revela a sus discípulos como el

Solemnidad de la Santísima Trinidad 205

Señor del cielo y de la tierra y los toma a su servicio. Sin imponerse por la fuerza, él quiere conquistar, por medio de los apóstoles, a todos los hombres. La meta de su se­ñorío es la comunión de todos los hombres con el Dios trinitario y la realización plena de esta comunión en la vida eterna.

Cuando el Resucitado se aparece a sus once discípulos, se presenta como el que ha recibido de Dios Padre todo poder en el cielo y en la tierra. Les encomienda la misión universal: todas las personas de todos los pueblos y de todas las generaciones están destinadas a ser discípulos de Jesús, aceptando la revelación que él ofrece de Dios y ordenando su vida de acuerdo con sus enseñanzas. Cen­tral para la obra de Jesús es la revelación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, es decir, la revelación de que Dios, en sí mismo y a nivel divino, es comunión y amor. La participación en esta vida comunitaria divina se inicia y fundamenta en el bautismo, se actúa durante la vida terrena y llegará a su realización plena en la vida eterna.

Preguntas

1. ¿Cómo hizo discípulos el mismo Jesús? ¿Qué es lo que caracteriza al discipulado?

2. ¿Cómo se distingue la revelación de Dios que hizo Jesús y la que se nos da en el Antiguo Testamento? ¿Qué tienen en común?

3. ¿Cuál es el significado del bautismo?

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206 La liturgia de la Palabra - Ciclo B

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

La última cena de Jesús (Me 14,12-16.22-26)

12E1 primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?

13E1 envió a dos discípulos, diciéndoles: Id a la ciudad; en­contraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo My, en la casa en que entre, decidle al dueño: El Maestro pre­gunta: ¿dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos? 15Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.

16Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encon­traron lo que les había dicho y prepararon la cena de pascua.

22Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendi­ción, lo partió y se lo dio diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.

Z3Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. 24Y les dijo: Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. 25Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios.

26Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos.

El banquete tiene una gran importancia a lo largo del Evangelio. Repetidamente se dice en él que Jesús se reúne en la mesa con los discípulos, con los pecadores, con el pueblo. El último acontecimiento antes de la pasión es de nuevo un banquete: Jesús celebra con los Doce la cena pascual. En comunión de fe y de confesión con Israel, ellos celebran la fiesta más solemne de su pueblo. Con la cena pascual, el pueblo de Israel rememora la actuación de Dios para con los Padres y renueva su fe agradecida, gozosa y firmeen Dios. Este banquete y este contenido de la fiesta

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 207

constituyen el trasfondo de la última reunión de Jesús con los discípulos y de todo lo que allí sucede.

El evangelista refiere de manera detallada el modo en que dos discípulos, encargados por Jesús, preparan en Jerusalén el banquete pascual para Jesús y sus discípulos (14,12-16). Quiere indicar evidentemente que este ban­quete es un banquete pascual y que, en este marco, Jesús ha dado a los discípulos la nueva forma de su unión con ellos. En el pasaje siguiente (14,17-26) se presuponen los detalles de la cena pascual y su modo acostumbrado de proceder. El evangelista se limita a referir lo que Jesús hace de original y nuevo en este contexto.

A los discípulos, que cuentan con un traidor entre sus filas (14,18) y que todos le abandonarán (14,27), Jesús les ofrece en este banquete, en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre. Es el banquete del adiós. Jesús será entregado y matado, no se moverá ya por el país con ellos ni celebra­rá ya más banquetes juntos, tal como lo ha hecho hasta ahora. Sin embargo, permanecerá con ellos y constituirá, en adelante, el centro de su comunidad; permanecerá en medio de ellos en el pan y en el vino; esta será en el futuro la forma de su presencia. Jesús se despide y, sin embargo, se queda.

La sangre que Jesús ofrece en el cáliz del vino es la sangre de la alianza, derramada por muchos. A la libera­ción de Egipto, que es evocada en la cena pascual, había seguido la estipulación de la alianza del Sinaí. No era una alianza entre socios al mismo nivel. Estaba caracterizada sobre todo por el hecho de que Dios se vinculaba y se comprometía a ser el Dios benévolo de este pueblo (Ex 20,1: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hizo salir del país de Egipto, de la situación de esclavitud»), incluyendo el compromiso del pueblo a observar los mandamientos (Ex

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208 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

20,3-17). Esta alianza había sido sellada en su obligatorie­dad cuando Moisés había asperjado el altar y el pueblo con la sangre de los animales sacrificados (Ex 24,6-8). Con la sangre de Jesús queda sellada la nueva y definitiva alianza. En su sangre, en el don de su vida, se manifiesta el amor definitivo de Dios hacia el mundo (cf Jn 3,16); por medio de su sangre, los «muchos» son liberados de sus pecados y de su culpa. Dios se compromete a amar, y se nos ofrece la posibilidad de convertirnos a él. Jesús no sólo permanece con sus discípulos, sino que fundamenta y sella también la comunión de estos con Dios.

Jesús ofrece a los discípulos su cuerpo y su sangre. Cuerpo y sangre indican la persona en su totalidad. El hecho de que él ofrezca su cuerpo y su sangre debe hacer recordar para siempre el don de su vida, su muerte en la cruz. En la cruz, Jesús ha derramado su sangre; con su muerte, ha establecido la nueva alianza, la comunión definitiva de Dios con los hombres. Jesús permanecerá para siempre con ellos y será el Crucificado, que ha dado su vida por ellos.

Jesús ofrece a los discípulos su cuerpo y su sangre en el pan y el vino. El pan representa el alimento cotidiano del hombre; el vino indica el banquete festivo y gozoso. Para poder vivir, los hombres tenemos necesidad ineludible del alimento. Dándose a nosotros en el pan y en el vino, Jesús nos dice que, por medio de su presencia entre nosotros y de nuestra comunión con él, tenemos la vida plena y gozosa.

En sus palabras conclusivas (14,25), Jesús subraya de nuevo que la comunión que él ha vivido con los discípulos hasta este momentollega a su fin: él no beberá ya el vino e n el banquete junto con ellos, como solía hacerlo. Al mismo tiempo, Jesús hace referencia al cumplimiento de

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 209

esta comunión en el reino de Dios. Hasta ahora ha estado de manera visible en medio de ellos; de ahora en adelan­te estará en medio de ellos en el pan y en el vino, como Crucificado, como signo del amor de Dios y de la vida. Todo esto tiene su cumplimiento en la comunión abierta, inmediata, eterna y gozosa con él cuando Dios establezca y manifieste de manera definitiva su señorío como rey.

Este banquete pascual de Jesús con sus discípulos, ban­quete que retoma la historia de Dios con Israel y la lleva a cumplimiento, tiene lugar al final de la actividad de Jesús. Jesús se encuentra una vez más junto a sus discípulos en el banquete, en el signo de la comunión personal. Todo queda orientado en este banquete a las diversas formas de su presencia en medio de los discípulos, a su comunión permanente con ellos. Los discípulos, por su parte, no pueden mecerse en la seguridad: su comunión con Jesús está sujeta a grandes tensiones y se ve seriamente amena­zada. Ellos se han cerrado ya frente a las predicciones de la pasión de Jesús; no quieren aceptar su camino concreto de sufrimiento. Uno de ellos le entregará a los enemigos (14,18-21), los otros perderán la confianza en él y le deja­rán solo (14,27-31).

El destino de Jesús es para los discípulos un escándalo, y les falta la fuerza necesaria para mantenerse unidos a él.

Aparece así una última característica del compor­tamiento de Jesús. Su solicitud y su fidelidad hacia los discípulos no son de carácter puntual o momentáneo, no dependen de la fidelidad de los discípulos, no están basadas en la ley del dar y recibir en la misma medida. Jesús permanece fiel a los discípulos incluso cuando estos huyen.

La fidelidad de Jesús, que se manifiesta en todas las formas de su presencia, es el único punto firme en la reía-

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210 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

ción recíproca entre él y los discípulos. Jesús está siempre ahí para nosotros y nos ofrece su comunión. Él es seguro y fiel.

Preguntas

1. ¿Qué es lo que caracteriza al último banquete de Jesús antes de su pasión? ¿Se habla aquí de la tarea misionera de los Doce?

2. ¿Cuáles son las formas de la presencia de Jesús con sus discípulos? ¿Cuáles son las formas de la comunión de los discípulos con Jesús?

3 . ¿De dónde surgen los peligros para nuestra comunión con Jesús? ¿Qué historia ha vivido hasta ahora nuestra relación con él?

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús 2 1 1

Sagrado Corazón de Jesús

Signos del cumplimiento (Jn 19,31-37)

31Era el día de la Preparación y los judíos, para que no se que­daran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. 32Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; 33pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, 34sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.

35E1 que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. 36Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura, que dice: «No le quebrarán ningún hueso». 37La Escritura dice también en otro lugar: «Mirarán al CJUC tr3sp3.s3.roti».

Jesús no sólo debe morir; debe morir también en el mo­mento justo. No ha de haber, por su causa, dificultades para el descanso sabático y el país no debe hacerse impuro por que su cadáver cuelgue de la cruz (cf Dt 21,22-23). Los enemigos de Jesús, que han conseguido su crucifixión, quieren lograr también que se le baje de la cruz en el mo­mento oportuno y que se le haga desaparecer bajo tierra. Pero con sus esfuerzos obtienen que se cumpla la Escritu­ra, que se cumpla el proyecto salvífico de Dios. Una vez que Jesús ha muerto, resulta todavía más evidente que él está en las manos de Dios y que es fuente de salvación para todos los hombres.

Quebrando las piernas de los crucificados se conseguía que la muerte fuera más rápida. Jesús ha evitado esta muerte todavía más violenta. Es él quien muere su propia muerte; no deja que se la impongan. Poco después de ha-

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ber cumplido todo cuanto el Padre le había encomendado, entrega el espíritu y retorna al Padre (19,30). Da su vida libre y voluntariamente (10,18), como expresión de su amor a los hombres y de su obediencia al Padre.

Los soldados encargados de provocar violentamente su muerte ven ahora sólo la necesidad de convencerse de que esta ya ha tenido lugar. No le quiebran los huesos de las piernas, sino que uno le atraviesa el costado con una lanza, del que fluye sangre y agua. Este costado atravesado por la lanza, de donde sale sangre y agua, llega a ser un verdadero y concreto signo de reconocimiento del Señor resucitado, un signo al que él mismo remitirá (20,20.27).

Tras haber referido los acontecimientos concernientes al Crucificado, el evangelista toma postura ante ellos de dos modos diversos. Tanto el acontecimiento del que Jesús se ve dispensado como aquel que se verifica en él quedan expresamente testimoniados y explicados con dos pasajes de la Escritura, que aquí encuentran su cumplimiento. Por otra parte, el discípulo que estaba al pie de la cruz de Jesús, al que Jesús había unido a su madre (19,26-27), es testigo de todo esto. Él ha visto con sus propios ojos que se les quebraron las piernas a los otros dos crucificados, pero no a Jesús, y que del costado traspasado de Jesús salió sangre y agua. Él da testimonio con fuerza de que estos acontecimientos sucedieron realmente, que han de ser reconocidos como verdaderos y que deben ser entendidos desde la fe e n su auténtico significado. A partir de estos acontecimientos, los creyentes comprenden que Dios está junto al Crucificado y todo lo que este ha cumplido en favor de los hombres.

Los dos pasajes de la Escritura desvelan el significado de los dos acontecimientos. Confirman ante todo que estos sucesos correspondería la palabra de la Escritura y están

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús 213

incluidos en el plan divino de salvación. Pero ellos tienen un significado especial también en sí mismos. El hecho de que a Jesús no se le quiebren los huesos de las piernas demuestra que él se encuentra bajo la protección de Dios hasta el final. El Padre no ha abandonado y rechazado a su Hijo, sino que mantiene su mano protectora sobre su ca­beza. Podría parecer que Jesús ha sido abandonado a mer­ced del odio y de la violencia destructora de sus enemigos, pero durante todo su camino está bajo la mano de Dios. Sello de esta protección es que se haya visto preservado del extremo ultraje, de que le quebraran los huesos de las piernas. Lo sucedido confirma también la palabra de Jesús: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (16,32). En el Sal 34,20-21 se dice: «Muchas son las desgracias del justo, pero de todas le libera el Señor. Preserva todos sus huesos; ni uno solo será quebrado».

Quien con la fe sea capaz de ver que Jesús, incluso crucificado y muerto, está bajo la guía y la protección del Padre, le mirará como a la fuente de la salvación. En el último y más solemne día de la fiesta de los tabernáculos, Jesús había gritado en la explanada del templo con voz potente: «El que tenga sed, que venga a mí, y que beba el que cree en mí. Como dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de su seno» (7,37-38). Esta agua es interpretada por el evangelista como el Espíritu que Jesús, elevado so­bre la cruz y glorificado, dará a todos los creyentes (7,39). Sin renacer del agua y del Espíritu, sin el don de la eterna vida divina, nadie puede entrar en el reino de Dios (3,5). Quien no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no puede tener en sí la vida (6,53). Todo cuanto es necesario para la verdadera vida, para la vida eterna, lo obtenemos del Señor crucificado. Su muerte nos de­muestra su insuperable amor hacia los hombres (15,13)

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y el inconmensurable amor del Padre (3,16). Su muerte nos abre el acceso a esta comunión de amor. Si miramos al Crucificado como a nuestro salvador, recibimos por medio de él la vida eterna (cf 3,14-15; 12,32).

Muerto y colgado en la cruz, con su gran herida en el costado, Jesús no es símbolo de la derrota, del naufragio y de la muerte. En él debemos reconocer con fe al Hijo que ha llevado a término, en obediencia, la misión que el Padre le había confiado; en él debemos reconocer al Hijo que ha permanecido hasta el final bajo la guía del Padre y que nos ha dado acceso a la vida eterna.

Preguntas

1. ¿Cuál es el fin y el resultado de la última petición de los enemigos de Jesús?

2. ¿Qué es lo que demuestra el hecho de que a Jesús, en lugar de quebrarle las piernas, le traspasen el costado?

3. ¿Sé reconocer en el Crucificado a mi salvador? ¿Llego a creer que en todo cuanto me sucede no estoy solo, sino que tengo a mi lado a Dios, que me guía y me salva?

Tiempo Ordinario

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Segundo domingo del Tiempo Ordinario

Primer encuentro (Jn 1,35-42)

35A1 día siguiente estaba Juan con dos de sus discípulos 36y, fi­jándose en Jesús que pasaba, dijo: Este es el Cordero de Dios.

37Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. 38Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis?

Ellos contestaron: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?

39É1 les dijo: Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él

aquel día; serían las cuatro de la tarde. 40Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos

que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; 41encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). 42Y lo llevó a Jesús.

Jesús se le quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).

Antes de describir la actividad pública de Jesús, el evange­lista refiere el modo en que Jesús conquistó a sus primeros discípulos. Ellos han de estar desde el inicio con él y han de participar en toda su actividad, para poder llevar des-

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218 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

pues, con la fuerza del Espíritu, los hombres a Jesús. Esta será su misión: «También vosotros daréis testimonio de mí, porque habéis estado conmigo desde el principio» (15,27). Ni los primeros discípulos, ni los que vengan detrás, de­ben decidirse por Jesús de manera irreflexiva o arbitraria. Antes han de tener experiencia de él, conocerlo -direc­tamente los discípulos, los demás a través del testimonio de los discípulos y del Espíritu Santo- y después creer en él y poner en él toda su confianza.

Variados e individualmente diversificados son los en­cuentros de Jesús con sus primeros discípulos. A estos mismos discípulos los encontrará el Señor resucitado de un modo similar: sosegado, personal e intenso. Juan es quien prepara e impulsa el primer encuentro con Jesús. Él cumple su tarea de testigo y reconoce a Jesús como el Cordero de Dios delante de dos discípulos suyos (1,36). Cuando Jesús se acercó por primera vez a Juan, las pri­meras palabras del Precursor fueron estas: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1,29). Las palabras de Juan siguen siendo válidas hoy. En cada celebración eucarística, antes de la Comunión, se nos presenta a Jesús como el Cordero de Dios y se nos invita también a reconocerlo y a seguirlo. Con esta expresión queda caracterizada la manera en que Jesús se presenta, su relación con Dios 7 con los hombres y también la tota­lidad de su obra. Jesús no se presenta rodeado de un poder repelente ni de una gloria deslumbrante y cegadora. Puede pasar fácilmente desapercibido, como un cordero. Aparece ante los hombres de manera sencilla, indefenso, inerme, sin poder y sin fuerza (cf Mt 10,16). No quiere obligar a nadie a creer; quiere que se le acoja espontáneamente. La expresión utilizada por Juan dice también que Jesús pertenece completamente a Dios, que Dios es su pastor

Tiempo Ordinario. 11 domingo 219

(cf Sal 22). En lugar de usar la violencia, Jesús se entrega a la violencia de los hombres, protegido por la solicitud pastoral de Dios. Viene a un mundo marcado por el peca­do, por la desobediencia a Dios y por la muerte. Quita los pecados y libra a los hombres de la destrucción eterna; es el Salvador del mundo (4,42; cf 3,17). Con palabras con­cisas, Juan hace referencia también a la muerte de Jesús y a su significado salvífico para todo el mundo.

El testimonio de Juan impulsa a dos de sus discípulos a seguir a Jesús. Juan está a la altura de su vocación; no vincula a sus discípulos a su propia persona, sino que los conduce a Jesús (cf 3,27-30). Estos logran hacerse una primera idea de Jesús gracias a la confesión de Juan, pero bien pronto tendrán de él una experiencia personal. Es Jesús quien se dirige a aquellos que le siguen sin abrir los labios. Su primera palabra no es una afirmación, sino una pregunta: «¿Qué buscáis?» (1,38). Jesús ve en ellos a hombres que buscan, que se han puesto en camino. No comienza con una enseñanza, sino con un coloquio. Ellos no le dicen lo que buscan; quizá no están todavía en con­diciones de expresarlo con palabras. Le responden con otra pregunta -"Maestro, ¿dónde vives?» (1,38)-, en la que podemos percibir la solicitud de un coloquio. Lo que ellos buscan no se puede explicar en una breve toma de contacto por el camino; ellos le piden tiempo; querrían hablar tranquilamente con él. Jesús acoge esta petición. No sólo les permite ver dónde vive, sino que aquel día se quedan con él, iniciándose así, como se pondrá de mani­fiesto a continuación, una relación con él destinada a per­durar. La indicación de la hora por parte del evangelista (1,39) podría significar que la hora de este encuentro fue para ambos la hora decisiva en su vida.

De fundamental importancia son la invitación y la pro-

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220 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

mesa de Jesús: «Venid y veréis» (1,39). Todo está aquí en función de un encuentro vivo y personal. Jesús no entrega a los que le siguen un libro con doctrinas y preceptos que deben estudiar y observar, sino que los llama a una rela­ción personal de comunión con él. Ellos, a su vez, no pue­den permanecer a una distancia sin riesgo y en una mera actitud de espectadores; deben comprometerse, ir con él y seguir su camino. No se puede tener un conocimiento de Jesús a distancia, sino sólo en la comunión de vida con él. Y a los que van con él Jesús les anuncia: «Veréis» (cf 1,50.51). Su comunión con él no será infructuosa: del buscar, ellos pasarán al ver. Cuanto más se acerquen a él tanto más le conocerán, comprendiéndole personalmente. Pero el impulso ha venido del testimonio de Juan. Al final se acentúa el hecho de que los discípulos han oído la pa­labra de Juan y, gracias a ella, han pasado a ser seguidores de Jesús (1,40).

La experiencia de una relación personal con Jesús sus­cita nuevos testigos y hace que surjan nuevos discípulos. Aquí entran en juego también relaciones humanas, de parentesco y de vecindad. Andrés, uno de los primeros discípulos, lleva hasta Jesús a su hermano Simón. No le encuentra por casualidad, sino que le busca para hacerle partícipe de su nuevo y transformador descubrimiento: «Hemos encontrado al Mesías» (1,41). El se siente impe­lido a transmitir este descubrimiento a su hermano. Pero Andrés no se conforma con dar testimonio; lleva a su her­mano a un encuentro directo con Jesús. Este encuentro n o da lugar a una nueva declaración sobre la persona de Jesús, pero en él demuestra Jesús que conoce a los hom­bres que tiene delante. Efectivamente, Jesús dice a Simón quién es y cómo se llamará en el futuro. El nuevo nombre de Simón asume aquí la forma originaria aramea de «Ce-

Tiempo Ordinario. 11 domingo 221

fas», que será usada también por Pablo (cf ICor 1,12, etc). A continuación, en el Evangelio, encontraremos siempre la forma griega de «Pedro», generalmente unida al nom­bre originario «Simón». En el encuentro con Jesús, los discípulos no sólo llegan a conocerle a él, sino que caen también en la cuenta de que él les conoce y se interesa por ellos; llegan a conocer incluso la misión que deberán desempeñar.

En estos primeros encuentros se hace evidente que la relación entre Jesús y sus discípulos es inmediata, personal y viva. Se la podría describir con las palabras del buen pastor: «Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí» (10,14). Ya el primer encuentro pone de manifiesto que Jesús conoce a los discípulos y que ellos han iniciado el camino para conocer en plenitud la relación de Jesús con Dios.

Preguntas

1. ¿Cuántos y cuáles son en concreto los caminos que aquí conducen a Jesús? ¿Qué papel juega el testimonio de los demás y qué papel tiene la experiencia que se hace personalmente de Jesús?

2. ¿Qué dice sobre la persona y la misión de Jesús la ex­presión «Cordero de Dios»? ¿Puede estimular al segui­miento de Jesús?

3. ¿Intento conocer a Jesús y estoy dispuesto a dar testi­monio de él?

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2 2 2 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Tercer domingo del Tiempo Ordinario

La llamada de Jesús (Me 1,16-20)

16Pasando [Jesús] junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando las redes en el lago. 17Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

18Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. 19Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo,

y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. 20Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.

Marcos inicia el relato sobre el ministerio público de Jesús con una descripción sumarial de su aparición en Galilea (1,14-15). En ella expone el contenido esencial del men­saje de Jesús y su mandamiento fundamental: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertios y creed en el Evangelio» (1,15). Se muestra aquí que el actuar de Jesús está totalmente referido a Dios. Todo lo que él viene a anunciar está resumido en esta afirmación: Dios es el Señor -él y ningún otro fuera de él o junto a él-, y Dios se ha hecho cercano. De este mensaje de­riva el mandato: [Convertios! No podéis continuar en vuestro camino habitual; debéis cambiar de dirección; debéis convertiros. Esta conversión se hace creyendo en el Evangelio, creyendo en el contenido del mensaje de Jesús. Creer significa aquí fiarse, tomar en serio y hacer de esta afirmación -Dios es el Señor y Dios está cerca- el fundamento de la propia vida. El mandato viene sólo des­pués del mensaje, como invitación a acogerlo.

Tras esta descripción sumarial del mensaje y del man­dato de Jesús, con los cuales se indica el fundamento y el

Tiempo Ordinario, lll domingo 223

ámbito de toda su actividad, Marcos refiere, como prime­ra acción concreta de Jesús, la llamada de los primeros cuatro discípulos (1,16-20). Observemos los rasgos más característicos de este acontecimiento.

La llamada de Jesús es vocación, invitación: «Seguid­me» (1,17). Los discípulos no se presentan por propia ini­ciativa a Jesús, no solicitan participar en su obra. Jesús, por su parte, no los contrata como colaboradores, con sueldo y vacaciones aseguradas. Él llama. Su llamada es exigente, pero es a la vez capaz de dar pleno sentido a su vida.

La llamada de Jesús alcanza a los discípulos en medio de sus quehaceres profesionales. Son pescadores. Los unos están precisamente echando las redes y los otros las están reparando. También Leví se encuentra sentado en su ofici­na de impuestos cuando recibe la llamada (2,14). Tienen, pues, una profesión, una tarea; no están vagando de un lado para otro, sin ningún objetivo. Se ve aquí la radica-lidad de la llamada. Transforma profundamente su vida. Les arranca de sus precedentes costumbres, actividades y vínculos. No es compatible con otras ocupaciones. Exige decisión y abandono.

La llamada de Jesús es una llamada orientada hacia su persona: «Seguidme» (1,17); «Y ellos [...] le siguieron» (1,20). Jesús no les propone un programa determinado, convenciéndoles de que es razonable comprometerse a fondo en el mismo. Los llama a él, y ellos deben seguirle. Él les precede, y ellos van detrás. Él determina el camino, indica la dirección, y ellos le siguen. El contenido funda­mental de la llamada y, consiguientemente, de la nueva vida de los discípulos, es la orientación a Jesús, la comu­nión de vida con él. Los discípulos no saben adonde les conducirá el camino. Ellos confían y se dejan guiar por Jesús.

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224 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

La llamada de Jesús es una invitación a dejarse formar por él: «Os haré pescadores de hombres» (1,17). Jesús les asignará una tarea nueva y él mismo se compromete a prepararlos. No se dedicarán ya a la pesca; llevarán a otros hombres a recorrer el mismo camino que ellos han emprendido, es decir, el camino de la comunión de vida con Jesús.

La llamada de Jesús es también invitación a entrar en la comunidad de discípulos en torno a él. Con las dos prime­ras llamadas se forma ya una comunidad de discípulos. Los que siguen a Jesús no son unos individuos aislados, sino una comunidad de discípulos. La llamada a la comunión de vida con él es al mismo tiempo llamada a entrar en la comunidad de aquellos a los que él ha dirigido la misma invitación.

La llamada de Jesús está al inicio de su actividad pú­blica. Cuando aparece por primera vez en Cafarnaún, Jesús tiene ya consigo a los discípulos (1,21-28). Antes de dirigirse al pueblo, constituye en torno a sí este grupo de discípulos. Jesús es, en primer lugar, aquel que forma a estos discípulos. Ellos deben ser tocados y cautivados por toda su actividad. Deben ejercitarse en la comunión de -vida con él y ser así capaces de ganar a otros para el mismo fin.

Se llega a la condición de discípulo acogiendo la lla­mada de Jesús. La continua apertura a esta llamada es la característica permanente del discípulo.

Preguntas

1. ¿Qué relación se da en el anuncio de Jesús entre men­saje y mandato? Los mandatos a los que nosotros nos

Tiempo Ordinario. III domingo 225

vemos sometidos o que tratamos de imponer a otros ¿podemos ponerlos en relación con el mensaje del Evangelio o son simplemente prescripciones exterio­res?

2. ¿Cómo influye sobre nosotros la realidad de que sólo Dios -y nadie ni nada fuera de él o junto a él- es el Señor? ¿Qué consecuencias debería comportar?

3. La llamada de Jesús es ante todo invitación a estar con él y a dejarse guiar por él. ¿De qué y de quién nos deja­mos guiar en realidad?

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226 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Cuarto domingo del Tiempo Ordinario

El inicio de la vida pública de Jesús (Me 1,21-28)

2 alegaron a Cafarnaún y, cuando al sábado siguiente fue Je­sús a la sinagoga a enseñar, 22se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad.

"Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: 24¿Qué quieres de no­sotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.

25Jesús lo increpó: ¡Cállate y sal de él! 26E1 espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy

fuerte, salió. 27Todos se preguntaron estupefactos: ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíri­tus inmundos les manda, y le obedecen.

28Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcan­zando la comarca entera de Galilea.

Es importante observar con qué episodios comienzan los evangelistas su narración sobre la vida pública de Jesús. Mateo lo hace con el primero y más largo de los cinco discursos de Jesús: el discurso de la montaña (5,1-7,29). El interés principal del primer evangelista es la formulación de la enseñanza de Jesús. Lo primero que Lucas refiere es la aparición de Jesús en la sinagoga de su ciudad natal (4,16-30), donde, remitiendo al Antiguo Testamento (Is 61,1-2), Jesús expone de forma programática la autoridad y la finalidad de su misión. En el evangelio de Marcos, lo primero que encontramos es la aparición de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún.

Cafarnaún se encuentra en la ribera septentrional del lago de Genesaret, a algunos kilómetros de la desemboca-

Tiempo Ordinario. IV domingo 227

dura del Jordán. Las sugestivas ruinas de la sinagoga que las excavaciones han sacado a la luz se remontan al siglo IV d.C, pero el lugar es el mismo en que se levantaba la sinagoga en tiempos de Jesús. Puede parecer extraño que Marcos no refiera nada del contenido de la enseñanza de Jesús, sino que se limite a consignar el hecho de que él enseñó, señalando a continuación la impresión que sus palabras suscitaron en el pueblo. No es, de hecho, la doc­trina de Jesús, sino la persona del Maestro la que, desde el inicio, está en primer plano en su Evangelio. Para el evan­gelista todo gira en torno a la persona de Jesús, que con su actuar poderoso manifiesta su autoridad, al igual que su fuerza y su eficacia prodigiosa. Respecto a él, no podemos quedarnos sólo con las enseñanzas que nos gusten por su contenido, prescindiendo de su persona. No hemos de aceptar algo porque nos parezca válido en sí mismo, sino porque proviene de él. Todo depende de su persona, de su identidad y de la autoridad que le compete.

Marcos refiere la impresión suscitada por Jesús en el pueblo. Su Evangelio no se interesa sólo por Jesús, sino también por su auditorio. Aquí comunica el evangelista las reacciones interiores del pueblo ante la actuación de Jesús: la gente queda profundamente desconcertada, con­movida, llena de temor (literalmente, proyectada fuera de sí). Jesús no presenta opiniones ni ofrece temas aptos para la discusión, sino que enseña con autoridad, con absoluta competencia y validez. Detrás de lo que él dice está Dios con su autoridad. El pueblo advierte esto y se siente desa­fiado por su enseñanza. La autoridad de esta enseñanza se refleja, como en un espejo, en el efecto que produce en la gente. Él no pretende suscitar la discusión, sino que quie­re cautivar, conmover, conducir a una nueva y concreta orientación de vida (=conversión).

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228 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

La autoridad y el poder eficaz de Jesús se manifiestan desde el inicio y de manera ejemplar de modos diversos. En la sinagoga se encuentra un hombre poseído por un espíritu inmundo. Personas atormentadas como esta aparecen continuamente en el radio de acción de Jesús. Las fuerzas por las que estas personas se ven dominadas y esclavizadas resultan para nosotros difícilmente compren­sibles. Estas fuerzas son presentadas en el Evangelio como fuerzas sobrehumanas, que reaccionan como si fueran per­sonas, que disponen de un conocimiento particular, que están en contraposición a Dios, que dominan y perjudican al hombre. Ellas advierten la presencia de Jesús, sienten que él es una amenaza a su poder, se organizan contra él y le hacen resistencia. Jesús quebranta su poder con una sola palabra: «¡Calla! ¡Sal de ese hombre!» (1,25). Él libe­ra a los hombres de esta esclavitud y les devuelve la capa­cidad de autodeterminarse como personas libres. Con su palabra eficaz, demuestra la verdadera fuerza del reino de Dios que anuncia; afirma que Dios tiene la última palabra y que usa su poder para liberar a los hombres, haciéndoles capaces de tomar decisiones por su cuenta.

Pero aquí se ve también claramente que el actuar de Jesús es una lucha. La presencia de Jesús pone en mo­vimiento las fuerzas malignas y hostiles a Dios, que se le enfrentan con vehemencia. Jesús acepta la lucha. Él no viere a traer una aquiescencia genérica y pacífica. Pro­voca una división de los espíritus en toda su fuerza y en toda su conflictividad. Él trae libertad y paz no mediante un compromiso con el mal, sino sólo con la superación del mismo. De la confrontación entre Jesús y el demonio puede comprenderse también la táctica que el mal utiliza y el modo en que se le puede vencer. El mal no libera al hombre, sino que le hace esclavo, le instrumentaliza;

Tiempo Ordinario. IV domingo 229

no teme la publicidad, sino que se presenta con mucho estruendo y seguro de sí mismo. Se siente provocado por Jesús —y por sus seguidores (cf 3,14-15)— y opone una ruidosa y violenta resistencia. Él es derrotado no con un compromiso o con una claudicación, sino sólo con una clara oposición en nombre del reino de Dios.

Ya en la primera aparición de Jesús se revelan algunos rasgos esenciales de su actividad. Jesús va acompañado de los discípulos que ha llamado a su seguimiento (cf 1,29). Enseña con autoridad y deja una profunda impresión en el pueblo. Se distingue de los escribas, que son los que hasta ahora han servido de guía para el pueblo. No teme el com­bate con las fuerzas del mal, que someten y perjudican al hombre. Su enseñanza llena de autoridad y su actuación prodigiosa provienen de su estrecha vinculación con Dios. Precisamente el demonio, es decir, la fuerza contrapuesta a Jesús, lo percibe con exactitud y le reconoce como el Santo de Dios (1,24), como aquel que pertenece comple­tamente a Dios. Quedan establecidos así el fundamento y el núcleo de toda la obra de Jesús, ya que su autoridad y su poder, la validez de su enseñanza y el valor de sus acciones dependen de que él ha sido enviado por Dios y está en total vinculación con él.

Preguntas

1. ¿Dejan ver nuestros comportamientos y nuestras ac­ciones que nosotros estamos guiados interiormente por la autoridad de Jesús? ¿Tomamos de su enseñanza sólo aquello que nos agrada o nos unimos a su persona con el seguimiento a lo largo de todo su camino?

2. La presencia de Jesús provoca protesta y oposición.

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¿Qué es lo que nosotros provocamos? ¿Sólo aprobación o indiferencia? ¿Nos esforzamos por cultivar el discerni­miento de los espíritus? ¿Tenemos una actitud vigilante y una voluntad decidida en relación con el mal, que se presenta ruidoso y busca dominar la vida pública? ¿Asumimos la fatiga y la hostilidad que comporta la lucha contra el mal?

3. ¿Tenemos una confianza firme y viva en Jesús? ¿Esta­mos convencidos de que él supera a todas las fuerzas contrarias y de que, unidos a él, podemos derrotar al mal y a las fuerzas hostiles?

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Quinto domingo del Tiempo Ordinario

No sólo en Cafarnaún, sino en toda Galilea (Me 1,29-39)

19Al salir [Jesús] de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. 30La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. 31Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.

32Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. 33La población entera se agolpaba a la puerta. 34Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.

35Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. 36Simón y sus compañeros fueron 37y, al encon­trarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca.

38E1 les respondió: Vamonos a otra parte, a las aldeas cerca­nas, para predicar también allí; que para eso he venido.

39Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

Jesús inicia su actividad en Cafarnaún. Allí se presenta por primera vez en una sinagoga (1,21-28). Allí cura tam­bién por primera vez a una mujer enferma (1,29-31) y a un gran número de enfermos y endemoniados (1,32-34). Su ayuda es acogida con gran satisfacción por los habi­tantes de Cafarnaún, hasta el punto de querer retenerlo entre ellos. Jesús siente en su interior la tensión entre la voluntad de los hombres y la misión que ha recibido de Dios. Se retira a orar y después extiende su actividad a toda Galilea.

Jesús sale de la sinagoga y va con sus discípulos a la casa de estos. Los de la casa le hacen saber la preocupa­ción que les embarga. Un miembro de la familia, la suegra de Simón, está muy enferma. Con su palabra llena de au-

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toridad, Jesús ha curado en la sinagoga a un hombre con un espíritu inmundo. Aquí, en la casa, toma de la mano a la mujer, la levanta y la cura de su enfermedad. Resul­ta evidente que tiene poder no sólo sobre los demonios, sino también sobre las enfermedades. Puede ayudar a los hombres en todas sus necesidades. En alguna otra ocasión se refiere que algunos padres se dirigen a Jesús y le piden ayuda para alguno de sus hijos (5,21-43; 7,24-30; 9,14-27). Curando al hijo, Jesús ayuda a toda la familia.

Lo que Jesús ha hecho en la sinagoga y en la casa de Simón se difunde rápidamente por toda la aldea de Ca-farnaún. Con sus penas y en medio de su impotencia, los hombres necesitan ayuda y buscan siempre a alguien que pueda socorrerlos. A Jesús le llevan todos los enfermos y endemoniados de Cafarnaún. Los ojos y las esperanzas de estos hombres están puestos en él. En esta situación, cualquier otra persona se habría sentido agobiada, vién­dose ante una tarea que sobrepasa su capacidad y sin el poder necesario para satisfacer esas esperanzas. Jesús, por el contrario, ayuda a todos. Él es capaz de ofrecer a todos la ayuda que necesitan.

Jesús ha despertado y confirmado la confianza del pueblo. La gente está encantada de poder presentarle todas sus enfermedades y todas sus necesidades. No es de extrañar que quieran retenerle y asegurarse así su ayuda de manera permanente. Pero Jesús se separa de ellos. Muy de madrugada se retira a la soledad para orar, y no permite que se le haga regresar. Es consciente de que su misión no es la de socorrer continuamente las necesidades de la gente de Cafarnaún, sino la de anunciar por toda Galilea que el reino de Dios está cerca.

Marcos se limita a referir que Jesús, al alba, en el silencio y en la paz del amanecer, va a rezar a un lugar

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solitario. No sabemos qué clase de oración era la suya: si da gracias a Dios por el buen inicio de su obra, si le dirige una súplica insistente en vistas a su actividad futura, si está simplemente en compañía del Padre, tranquilo y re­cogido en la quietud de la mañana, o si, mirando el lago y el paisaje circundante que se distingue cada vez más de las tinieblas de la noche, contempla las obras de la fuerza creadora de Dios en actitud de alabanza. Nosotros esta­mos invitados a rezar junto a él, de un modo o de otro, en esa atmósfera de paz y de tranquilidad. No es frecuente que Marcos mencione explícitamente la oración de Jesús (cf 6,46; 14,32-42; 15,34). Ella tiene lugar casi siempre al aire libre y en la soledad. De la figura de Jesús en el evan­gelio de Marcos forman parte integrante no sólo los rasgos de una actividad incesante, sino también el tiempo para dirigirse a Dios en la quietud y el recogimiento. Jesús, que está unido a Dios de un modo incomparable y que debe cumplir una misión totalmente singular, recorta el tiempo y se queda libre para entretenerse con Dios.

Jesús no se deja absorber por la actividad, ni se deja circunscribir a un único lugar. Debe llevar un mensaje que atañe en principio a toda Galilea. Viene para anunciar a Dios como el verdadero Señor y su presencia como porta­dora de gracia. Con este mensaje es como él se presenta en la sinagoga. Israel tenía el único templo en Jerusalén, pero en cada aldea hebrea había una sinagoga. Este era el lugar en que la comunidad se reunía para rezar y para escuchar la palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Jesús no se presenta en el desierto, como Juan Bautista, sino en la sinagoga. Inserta su actividad en el culto de Israel, como mensajero de aquel Dios al que el pueblo de Israel se dirige en la sinagoga. Y no se limita al mensaje. Si en Cafarnaún ha hecho seguir su enseñanza con autoridad

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por la expulsión de un demonio, así también hace que su siguiente anuncio vaya seguido por la expulsión con poder de las fuerzas que se oponen a Dios y atormentan a los hombres (1,39). Esta vinculación entre anuncio y acción poderosa que cura caracterizará igualmente la actividad de los apóstoles (3,14-15; 6,12-13). El anuncio del reino de Dios queda confirmado con la actuación eficaz en razón de la poderosa fuerza de Dios.

Es característico de la persona de Jesús el hecho de po­der disponer libre y conscientemente de una fuerza sobre­humana. Todo su anuncio revela reino y poder. Él respon­de con hechos a estas preguntas: ¿Quién tiene realmente la última palabra? ¿Quién es superior a todas las otras fuerzas y poderes? Jesús anuncia que el Dios misericordio­so es el Señor poderoso e invita a reconocerlo con plena fe y confianza. Sus acciones de poder no tienen su último significado en el hecho de que algún enfermo sea curado. Su significado no está limitado a un pequeño ámbito, a un espacio restringido, a unas pocas personas. Su significado es, por el contrario, mostrar de manera ejemplar la fuerza superior de Dios, para que todos puedan creer y depositar en él su confianza. Dios es poderoso y emplea su poder a nuestro favor. El momento y el modo de su actuación hemos de dejar que sea él quien lo determine.

Preguntas

1. ¿Cómo valoramos el significado de la oración? ¿Cuáles son los criterios que determinan nuestro empleo del tiempo? Si no podemos o no queremos tomarnos tiem­po libre para Dios, ¿cuáles son las motivaciones que sustentan nuestra actividad?

Tiempo Ordinario. V domingo 235

2. ¿Qué valor damos a la quietud, al silencio, a la sole­dad? ¿Conseguimos entretenernos sin prisas con Dios y sabemos atenderle? ¿Somos capaces de permanecer en silencio y sin lanzarnos a la actividad frenética o nos hemos convertido en esclavos de esta?

3. ¿Pretendemos coaccionar a Dios, queriendo tener su ayuda siempre a disposición y en la manera establecida por nosotros? ¿Tenemos una confianza ilimitada en su poder y en su bondad, sin intentar imponerle nada?

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Sexto domingo del Tiempo Ordinario

Objetivo de la actividad de Jesús (Me 1,40-45)

40Entonces se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodi­llas: Si quieres, puedes limpiarme.

41Compadeciéndose de él, extendió la mano y lo tocó di­ciendo: Quiero; queda limpio.

42La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. 43E1 lo despidió, encargándole severamente: 44No se lo digas

a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.

45Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descam­pado. Y aún así, acudían a él de todas partes.

Según la ley del pueblo de Israel (Lev 13-14), la lepra es la enfermedad que más altera la vida de una persona. Des­figura y deteriora el cuerpo hasta convertirlo en «impu­ro». El leproso queda excluido de la comunidad humana. Quien lo toca, se hace también impuro. El leproso tiene que llamar la atención sobre él y hacer que los demás se mantengan a distancia, puesto que nadie puede acercárse­le. Permanece aislado, abandonado a sí mismo. Sólo puede estar en compañía de los que sufren la misma enfermedad (cf'2Re 7,3; Le 17,11-19). También ante Dios es impuro, y no puede participar en las funciones religiosas. Vive, pero es considerado como un muerto, que también es impuro e intocable. La curación de un leproso se consideraba espe­cialmente difícil (cf 2Re 5,7) y tenía también consecuen­cias muy decisivas para el curado. Como la enfermedad, también la curación afectaba tanto al cuerpo del enfermo como a su relación con el prójimo y con Dios: además de

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la salud, recuperaba la comunión con los hombres y coi1

Dios. Un hombre afectado por esta enfermedad y por su^

consecuencias se dirige a Jesús. Como no hace ningún otro enfermo antes o después de él, se pone de rodillas; s£ humilla ante Jesús. El gesto subraya su situación de necesi' dad y la fuerza de la palabra que dirige a Jesús. Le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». Su palabra es sin duda uní1

petición: querría verse liberado de su enfermedad. Pero esta palabra expresa sobre todo una confianza ilimitada en el poder de Jesús. El leproso no tiene la menor duda de que Jesús puede curarlo. La petición habla solamente de la voluntad de Jesús y el empleo de su fuerza a favor de él. Acercándose y arrodillándose ante Jesús, este leproso expresa lo que desea de él, pero deja a Jesús que decida lo que ha de hacer.

Con este pasaje concluye Marcos su narración sobre los inicios de la actividad de Jesús (1,21-45), donde muestra con ejemplos el modo en que esa actividad ha influido so^ bre hombres desdichados y abandonados. Según lo que ha oído respecto de Jesús, este leproso cree en el poder y en la bondad de Jesús. Contra todas las normas y costumbres, se atreve a acercarse a él. Todo lo que hace y dice revela su fe en Jesús.

Insólito y sorprendente es también el comportamiento de Jesús. El leproso ha hablado sólo de la voluntad de Jesús, pero Jesús se dirige a él de múltiples formas. Tiene compasión de él, participa de corazón en su miseria. El evangelista hablará una vez más de la compasión de Jesús, cuando se encuentre ante una gran muchedumbre que se asemeja a un rebaño sin pastor (6,34; 8,2). Jesús no se conmueve sólo interiormente. La mano extendida es signo de que Dios se compadece e interviene con poder (cf Ex

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3,20; 7,3; Sal 138,7). Jesús toca al leproso, precisamente a él, el impuro e intocable. Jesús, que tiene en sí mismo el poder de purificar, no puede quedar impuro por nada. Finalmente, acogiendo la palabra del leproso y expresando su voluntad, dice: «Quiero; queda limpio» (1,41). Con su corazón, con su mano, con su voluntad, con su palabra y con su poder, Jesús se dirige a este hombre marginado y aislado, le libera de su enfermedad, le purifica y le devuel­ve la comunión con Dios y con los hombres. Lo que él hace con este leproso es un signo de su misión respecto a toda la humanidad, que es impura a causa de los pecados y está privada de la comunión con Dios y de la paz recí­proca. Jesús ha venido para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí. Se hace preciso, por ello, que muestre toda su entrega y todo su empeño.

El encuentro entre Jesús y el leproso no concluye con la curación. De manera muy enérgica, Jesús da al leproso dos órdenes concretas: no debe hablar a nadie de su curación; debe ir a los sacerdotes y presentar la ofrenda prescrita por la ley para los casos de purificación (cf Lev 14,1-32). Por un lado, Jesús no quiere suscitar con esta curación ningún otro alboroto ni acrecentar las expectativas del pueblo; por otro lado, él, que ha tocado al leproso, quiere demostrar que no desprecia la Ley; quiere conseguir al mismo tiempo que el leproso sea oficialmente reconocido cano puro y que, desde un punto de vista religioso y so­cial, vuelva a gozar plenamente de su salud.

Pero el hombre no hace lo que Jesús le ordena. Al que­dar purificado, su condición mejora de improviso y, como es lógico, no puede hacer otra cosa que divulgar por todas partes lo que Jesús ha hecho por él. Se inicia así lo que Jesús tanto había temido. Jesús es reconocido por todos cono el que puede curar, y todas las esperanzas quedan

Tiempo Ordinario. VI domingo 239

puestas en él. Como se había retirado de Cafarnaún cuan­do se le quería retener dentro de sus muros por razón de su poder curativo (1,35), también ahora evita entrar en otras aldeas y se queda en un lugar despoblado. Pero su modo de proceder sirve de poco; también allí acuden las multitudes.

Jesús se compadece de los enfermos y tiene poder y voluntad de curarlos, como demuestra precisamente en el encuentro con el leproso. Su gran preocupación, sin em­bargo, es que su verdadera misión pase sin ser realmente reconocida y tomada en serio. Los hombres se sienten go­zosos de tener entre ellos a alguien que pueda ayudarlos; quieren verse liberados por él de sus enfermedades; quie­ren recuperar la salud. Pero olvidan que Jesús ha venido para anunciar el reino de Dios y llamar a la conversión y a la fe (1,15). Las ciudades galileas en las que Jesús lleva a cabo la mayor parte de sus milagros serán duramente recriminadas por él (cf Mt 11,20-24). Lo consideran como un médico extraordinario, pero no le escuchan suficien­temente como anunciador del evangelio de Dios. Las curaciones no son el objetivo de la misión de Jesús; son simplemente signos que deben mostrar el amor de Dios por el hombre y su voluntad de una salvación plena para todos. El reino de Dios, sin embargo, no consiste en una vida terrena ilimitada y sana, sino en la vida eterna con Dios. Esto se pone definitivamente de manifiesto con la muerte de Jesús en la cruz, que representa el final violento de la vida humana, y con su resurrección, por medio de la que entra él en la vida imperecedera de Dios.

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Preguntas

1. El leproso tiene una fe ilimitada en Jesús. ¿Qué pensa­mos nosotros de la bondad y el poder de Jesús?

2. ¿Por qué se retira Jesús a lugares despoblados? 3. Los bienes de la tierra son dones del Creador. ¿Cuándo

corremos el riesgo de encerrarnos en los dones y de olvidarnos, por su causa, del Donante?

Tiempo Ordinario. Vil domingo 2 4 1

Séptimo domingo del Tiempo Ordinario

Jesús tiene poder para perdonar los pecados (Me 2,1 -12)

'Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. 2Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. El les anunciaba la Palabra.

3Llegaron cuatro llevando a un paralítico; 4como no podían meterlo por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.

5Viendo Jesús la fe que tenían, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados quedan perdonados.

6Unos letrados, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: 7¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?

8Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: ¿Por qué pensáis eso? 9¿Qué es más fácil: decirle al paralítico «tus peca­dos quedan perdonados» o decirle «levántate, coge la camilla y echa a andar»? 10Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados..., "entonces dijo al paralítico: Contigo hablo. Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.

12Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: Nunca hemos visto una cosa igual.

El paralítico y los cuatro hombres que lo llevan hasta Je­sús están tan convencidos como el leproso del poder de Jesús. Este último había expresado su fe con las palabras: «Si quieres, puedes limpiarme» (1,40). La fe de los cuatro hombres se puede percibir en lo que hacen. Superan to­dos los obstáculos y levantan el tejado para llegar a Jesús. Actúan así para que el paralítico llegue hasta los pies de aquel que puede curarlo. Muchas personas rodean a Je-

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sus. Lo que hacen los cuatro hombres despierta de modo extraordinario su atención. Ante este numeroso y atento auditorio, Jesús dice al que yace impotente bajo sus pies: «Hijo, tus pecados quedan perdonados» (2,5). Jesús no menciona ningún pecado concreto, pero revela pública­mente que el paralítico ha pecado. Los presentes podrían pensar, llenos de miedo: Este penetra con su mirada tam­bién mi interior y sabe cuál es mi relación con Dios. Pero Jesús no regaña al paralítico ni le dice: ¿Cómo tienes tú, que eres un pecador, la osadía de venir a mí y de esperar que te cure? Al contrario, Jesús se dirige al paralítico con amor y compasión, tratándolo como a un hijo: Eres ciertamente un hijo necesitado de ayuda, débil y digno de compasión. En otra ocasión Jesús llama «hijos» a los discípulos, que se encuentran también en una situación de impotencia: no saben lo que han de hacer y no ven que alguien pueda todavía salvarse (10,24). Debemos prestar especial atención al hecho de que Jesús perdona los peca­dos en el momento mismo en que los desvela.

Los hombres no podemos perdonarnos los pecados por nosotros mismos. Dios, el Creador, nos ha dado una voluntad libre. Podemos decidirnos por él y buscar la comunión con él, orientando nuestra vida hacia él y cumpliendo su voluntad, o podemos alejarnos de él y, sin pensar ni en él ni en los demás, hacer lo que nos plazca. Pero sin Dios o contra Dios, que nos ha dado la vida, no podemos dar sentido a nuestra vida ni encontrar su ple­nitud. Alejándonos de Dios, obstaculizamos y destruimos nuestra realización personal y nuestra felicidad. Por eso, nada hay más importante para nosotros que la comunión con Dios. Con nuestras fuerzas podemos pecar y separar­nos de Dios. Pero nuestra reconciliación con él y nuestra nueva vinculación a él va más allá de nuestra capacidad.

Tiempo Ordinario. Vil domingo 243

Dependemos de que Dios nos perdone y restablezca la comunión entre él y nosotros. De ahí que Jesús no pudiera otorgar al paralítico otro don mayor que el perdón de sus pecados y la reconciliación con Dios.

Comenzando por perdonar los pecados al paralítico, que deseaba la curación de su cuerpo, Jesús hace comprender que la buena relación con Dios es mucho más importante que la buena salud. Pone de relieve también, contra toda posible tergiversación, que él no ha venido para garantizar una vida terrena sana e ilimitada. Jesús ha sido enviado por Dios para reconducir a los hombres a Dios y abrirles el ac­ceso a la vida eterna con Dios. Cuando cura a los enfermos y les da la salud corporal, esto no es un fin en sí mismo. Sus curaciones son signos y deben confirmar que él ha venido para conducir a la verdadera vida y a la plenitud de la vida, es decir, a la comunión con Dios.

El evangelista no dice nada sobre la reacción del paralí­tico ante el perdón de los pecados que Jesús le otorga. ¿Se siente perplejo al ser delatado públicamente como peca­dor? ¿Queda defraudado porque Jesús no le cura? ¿Cae en la cuenta de que para él es más importante volver a estar reconciliado con Dios que volver a caminar con sus pro­pias piernas? ¿Se ve tan sorprendido como para no poder pensar en absoluto? Pero allí hay otras personas que han escuchado atentamente y que, siendo instruidas desde el punto de vista teológico, pueden valorar las palabras de Jesús. Estas palabras les resultan inquietantes: «¿Por qué habla este así?» (2,7). Marcos había mencionado antes a los escribas (1,22), pero es aquí donde están presentes por primera vez. Los escribas tienen razón cuando expresan esta convicción: «¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?» (2,7). Cuando tachan a Jesús de «blasfemo» (2,7), lanzan contra él la más grave acusación posible,

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porque le están acusando del pecado más grave. Según su valoración, Jesús actúa directamente contra Dios y peca gravemente cuando quiere liberar al paralítico de sus pecados y reconciliarle con Dios. La gravedad de tal acusación se puede percibir también en el hecho de que volverá a resonar en el proceso judío contra Jesús y que es la que determina la condena a muerte de Jesús. En el pro­ceso, Jesús no perdonará los pecados, pero afirmará que es el Mesías, el Hijo de Dios (14,61-64). En el conflicto entre él y los escribas, que representan la autoridad religiosa del pueblo de Israel, no están en juego cuestiones de impor­tancia secundaria, sino el objetivo de la misión de Jesús y el tema de su identidad. Él ha venido a llamar a los pe­cadores y a darles la comunión y la vida con Dios (2,17). Tiene este poder por ser el Mesías y el Hijo de Dios. Los escribas consideran falsa esta reivindicación de Jesús. De ella se sigue, según ellos, que es un blasfemo y que induce al pueblo al error. Por lo tanto, ha de ser eliminado.

También Jesús reconoce que sólo Dios puede recon­ciliar a los hombres con él. Pero los escribas han pasado poi alto que Dios puede conceder esta autoridad. No por derecho propio, sino por haberlo recibido de Dios, Jesús, el Hijo del hombre, puede perdonar a los hombres sus pecados. Jesús quiere mostrar a los escribas, y a todos los presentes, que él no hace discursos vacíos ni es un em­bustero, sino que su reivindicación es válida. Por el hecho de que el paralítico, en virtud de la palabra de Jesús, se pone en pie y queda curado, toma él mismo su camilla, sin necesidad ya de ser llevado por nadie, cada cual puede comprobar que la palabra de Jesús obra lo que dice y que está llena d e autoridad. Las otras palabras con las que Je-súsperdona al paralítico no pueden ser verificadas por los hombres e n razón de sus efectos. Pero son pronunciadas

Tiempo Ordinario. Vil domingo 245

por aquel que, en la curación del paralítico, ha mostrado su poder. ¿Sobre qué fundamento puede ser tachado de embustero y blasfemo/

El evangelista no refiere el modo en que los escribas reaccionan ante la argumentación y la actuación de Jesús. Pero el pueblo queda lleno de estupor y da gracias no a Jesús, sino a Dios. Reconoce de este modo que detrás de Jesús está Dios y que Jesús no sólo tiene el poder de curar paralíticos, sino también el de reconciliar a los pecadores con Dios.

Preguntas

1. ¿Qué muestra el diverso modo en que Jesús procede con el leproso y el paralítico?

2. ¿Qué es lo que está en el centro de la misión de Jesús? ¿Comporta para nosotros alguna prioridad?

3. ¿Qué es lo que está en juego en el conflicto entre Jesús y los escribas?

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Octavo domingo del Tiempo Ordinario

Lo nuevo y lo viejo (Me 2,18-22)

18Los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno. Vinie­ron unos y le preguntaron a Jesús: Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?

19Jesús les contestó: ¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. 20Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán.

2'Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado, porque la pieza tira del manto —lo nuevo de lo viejo- y deja un roto peor. 22Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos.

El hombre se dirige a Dios con la oración, pero también con el ayuno. El ayuno apoya la oración de súplica (cf Le 2,37; He 13,2-3; 14,23) y acompaña la aflicción y la penitencia (cf Sal 35,13-14), la conversión y la expiación. Los hombres han de participar también con su cuerpo en estos modos de dirigirse a Dios. Todo el hombre, cuerpo y alma, debe orientarse a Dios.

En el gran día de la expiación, cuando el sumo sacerdo­te ofrece el sacrificio expiatorio por el pueblo, todos están obligados al ayuno. En determinados grupos especialmen­te celosos, como los discípulos de Juan y los fariseos, se ayuna también en otros días. El fariseo que en el templo enumera sus méritos dice que ayuna dos veces por semana (Le 18,12). Sobre este trasfondo, llama la atención que los discípulos de Jesús n o ayunen. Desde su primera aparición, Jesús ha pedido volverse a Dios: «Convertios y creed en el Evangelio» (1,15). ¿No debería, precisamente él, exhortar

Tiempo Ordinario. VIH domingo 247

a sus discípulos al ayuno? Puesto que estos le siguen, él se hace responsable de ellos y debe dar cuenta de su com­portamiento (cf 7,5).

Con la primera comparación (2,19-20), Jesús describe la situación en que ha puesto a sus discípulos. Ellos son como los invitados a una boda, puesto que en la persona de Jesús tienen entre sí al esposo. Contrario al verdadero sentido de una celebración nupcial es afligirse y ayunar. Los que participan han de festejarlo y alegrarse, han de comer y beber. Con las otras dos comparaciones (2,21-22), Jesús afirma haber traído algo nuevo y pide que lo viejo y lo nuevo sea respetado en su propia identidad, sea tratado de modo apropiado, sin pretender mezclar lo uno y lo otro.

Al igual que antes ha comparado Jesús su comporta­miento respecto a los pecadores con el comportamiento de un médico respecto a los enfermos (2,17), así ahora se compara con un esposo y compara su vida en compañía de los discípulos con una fiesta de bodas. Especialmente en el profeta Oseas (ce. 1-3), pero también en Jer 2,1-3; 3,1-13 y en Ez 16 y 23, la relación entre Dios y su pueblo es comparada a un matrimonio. Dios es el marido, y el pueblo de Israel es la mujer. Esta comparación debe es­clarecer, por una parte, el amor, la premura y la fidelidad de Dios y, por otra, de un modo especial, la ingratitud y la infidelidad del pueblo, que, como una prostituta y una adúltera, abandona a su Dios para irse tras otros dioses. Con esta imagen se alude también a la misericordia, la gracia y el perdón de Dios, que se reconcilia con el pueblo infiel y lo acoge de nuevo en su amor: «Por un breve ins­tante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré» (Is 54,7; cf 54,4-8; 62,4-5).

Jesús ha sido enviado por Dios y ha venido a este mun­do para anunciar, con palabras y obras, la bondad poderosa

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y solícita de Dios, que es el rey y pastor de su pueblo (cf 1,15), haciéndole experimentar esa bondad por medio de su persona y su comportamiento. Los hombres a los que se dirige tienen necesidad de conversión (cf 1,15); su re­lación con Dios ha quedado perturbada; son pecadores. Pero Jesús ha venido precisamente a causa de los peca­dores (2,17). Cuando compara su actividad respecto a los hombres con la actividad de un médico, Jesús recuerda su misión de diagnosticar sus carencias, de indicarles el medio y el camino de curación y de liberarles de sus males. Cuando después se compara con un esposo, Jesús pone de relieve el gran amor con el que, en lugar de Dios, se dirige hacia los hombres infieles y pecadores, mostrándoles la comunión tan íntima, estable, personal, cordial y llena de amor que Dios quiere dar a los hombres. También en otros escritos del Nuevo Testamento se presenta Jesús como un esposo (Jn 3,29; 2Corl 1,2; Ef 5,25-35; Ap 19,7-8; 21,2.9; 22,17).

Jesús anuncia la Buena Nueva de Dios y sobre Dios, afirmando que se ha cumplido el tiempo. Un motivo de gozo y un elemento del cumplimiento es su presencia, como médico y esposo, entre los hombres perdidos. Ha pasado el tiempo en que sólo era apropiado dirigirse a Dios coa oraciones y ayunos, pidiendo que tuviera compasión de su pueblo y que interviniera para salvarlo. La presencia del esposo pone de manifiesto que Dios ha comenzado a realizar su plan de salvación e imponer su señorío regio. Por eso, ha llegado ya el tiempo de festejarlo y de alegrarse como invitados a las bodas. Si los discípulos de Jesús no ayunan, esto quiere decir que han comprendido y acogido el mensaje y la presencia de Jesús. En esta discusión no se trata, pues, de prácticas ascéticas de segundo orden; se trata directamente del significado de la persona de Jesús y

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del sentido de su misión. Quien critica el comportamiento de los discípulos de Jesús demuestra que no ha compren­dido el mensaje de Jesús o que, si lo ha comprendido, lo rechaza.

Cuando después habla Jesús del esposo que un día les será arrebatado a los discípulos, está haciendo referencia a su muerte violenta y a su resurrección, es decir, al tiempo en que ya no estará visiblemente con los suyos. En este tiempo, en que Jesús mismo ha llevado a cumplimiento su obra y que, por lo tanto, sigue siendo un tiempo de gozo, pero en el que sus discípulos caminan todavía hacia la parusía (cf 13,24-27), conviene que estos pidan el cum­plimiento con oraciones y ayunos.

En sus dos afirmaciones sobre lo nuevo y lo viejo, Jesús reivindica que su acción implica una novedad y muestra a la vez el modo en que se ha de acoger. Nueva es la Bue­na Noticia que él anuncia, es decir, que el tiempo se ha cumplido y que Dios ha decidido definitivamente hacer valer su señorío de rey. Esta novedad en la obra de Jesús se percibe en la manera en que el pueblo y los adversarios reaccionan frente a él. El pueblo se maravilla ante su en­señanza llena de autoridad, ante su poder frente a los de­monios y ante sus acciones inauditas (1,22.27; 2,12; 7,37). Los adversarios desaprueban el hecho de que perdone los pecados y el modo en que se comporta en relación con los pecadores, con el ayuno y con el sábado (2,1-3,6). Jesús pide que no se fuerce a lo nuevo para encajarlo en el marco de lo antiguo, sino que se vaya al encuentro de lo nuevo con apertura y comprensión, respetando su sen­tido y su alcance. La novedad definitiva e insuperable se alcanzará cuando Jesús y los suyos aparezcan reunidos en el reino de Dios (14,25). Entonces habrá pasado también definitivamente el tiempo del ayuno.

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Preguntas

1. ¿Qué significa el hecho de que Jesús se compare con un médico y un esposo?

2. ¿Cuál es lo nuevo en la actuación de Jesús? ¿Ha enveje­cido algo desde entonces? ¿Cómo podemos descubrir en cada generación el significado permanente e insupera­ble de la novedad que entraña la actuación de Jesús?

3. ¿Por qué los discípulos de Jesús se comportan de mane­ra diversa a sus contemporáneos? ¿Tenemos nosotros el coraje de reconocer a Jesús e ir contracorriente? ¿Cómo reaccionamos al ser distintos en nuestro ambiente?

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Noveno domingo del Tiempo Ordinario

¿Qué es lo que Dios quiere? (Me 2,23-3,6)

23Un sábado atravesaba Jesús un sembrado; mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas. 24Los fariseos le dijeron: Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?

25É1 les respondió: ¿No habéis leído nunca lo que hizo Da­vid, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? 26Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abia-tar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros. 27Y añadió: El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado; 28así que el Hijo del hombre es señor también del sábado.

3,1Entró otra vez en la sinagoga y había allí un hombre con parálisis en un brazo. 2Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo.

3Jesús dijo al que tenía la parálisis: Levántate y ponte ahí en medio. 4Y a ellos les preguntó: ¿Qué está permitido en sábado? ¿Hacer lo bueno o lo malo? ¿Salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?

5Se quedaron callados. Echando en torno una mirada de indignación y dolido de

su obstinación, le dijo al hombre: Extiende el brazo. Lo extendió y quedó restablecido. 6En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron

a planear con los herodianos el modo de acabar con él.

Una vez más encontramos un fuerte conflicto entre lo nuevo y lo viejo, entre Jesús y sus adversarios. Se trata siempre, en el fondo, del modo en que se ha de entender la relación entre Dios y el hombre. Con el perdón de los pecados y con su comportamiento como médico y espo­so, Jesús ha puesto de manifiesto que Dios no rechaza a los que se han equivocado, sino que se vuelve a ellos

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intentando curarlos y acogerlos en su amor (2,1-22). El primer conflicto gira en torno al precepto sabático. Este precepto pertenece al decálogo, al núcleo primigenio de la revelación sobre lo que Dios quiere, obligatorio para su pueblo (Éx 20,1-17; Dt 5,6-21). Cuando los discípulos, en día de sábado, arrancan espigas y cuando Jesús, en día de sábado, cura a un enfermo, los fariseos les recriminan por estar haciendo algo que va contra el precepto divino (2,23-3,6). Pero Jesús tiene una opinión diversa de lo que Dios quiere y justifica su postura.

Caminando por los campos de trigo, los discípulos arrancan espigas, evidentemente para comer los granos y saciar el hambre (cf 2,25). Los fariseos reclaman la atención de Jesús sobre este hecho y sostienen que sus discípulos conculcan el precepto del sábado. Este precepto dice: «Acuérdate del día de sábado para santificarlo... En ese día no harás ningún trabajo» (Éx 20,8-11; cf Éx 31,12-17; 34,21). En su interpretación del precepto, los fariseos establecen qué acciones humanas han de considerarse como trabajo. Quien las realiza, actúa contra la voluntad de Dios, que se ha manifestado en el precepto sabático. Es importante sólo la acción; las circunstancias no cuentan. Arrancar espigas es uno de esos trabajos prohibidos.

Jesús responde a esta acusación con tres reflexiones, mediante las cuales justifica su permisividad frente al com­portamiento de sus discípulos. Hace referencia, en primer lugar, a u n caso análogo narrado en las Escrituras. Para saciar su hambre, David y sus compañeros comieron de los panes consagrados, que normalmente era algo reservado a los sacerdotes (ISam 21,1-7). Para Jesús y sus discípulos, la situación es análoga a la de David y sus compañeros. Tienen hambre y pueden saciarla sólo haciendo algo que normalmente les está prohibido. Pero se trata de prescrip-

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ciones que atañen a cosas «materiales»; no de preceptos que deben proteger a los demás hombres de cualquier clase de daño. Estas prescripciones «materiales» son váli­das, pero no han de ser aplicadas tan rigurosamente que causen perjuicio a los demás. Dios quiere que los hombres no trabajen en sábado; pero no quiere que en sábado pa­sen hambre; no les impide hacer lo que es necesario para saciar su hambre.

Con su primera reflexión, Jesús pone de relieve que es importante no sólo la letra del precepto, sino también las circunstancias en las que los hombres actúan. Estas se han de tener en cuenta, cuando se trata de juzgar su com­portamiento. Se plantea así la cuestión sobre la intención de Dios: ¿Qué es lo que Dios quiere y lo que no quiere con este precepto? No se puede actuar sólo según la letra de la ley; se ha de buscar también la intención de Dios. Ambas cosas vienen de Dios: Dios ha creado al hombre, y Dios ha dado el precepto del sábado. Jesús habla de la intención de Dios cuando dice: «El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado» (2,27). El primer objetivo de Dios es el hombre, creado por él como obra última y buena (Gen 1,26-31). A este hombre Dios le ha dado los mandamientos. El hombre no ha de ser esclavo de ellos (como tampoco debe ser esclavo de su egoísmo, de su avaricia y de sus caprichos); ellos le han de mostrar el camino correcto para una vida plenamente realizada en la comunión con Dios y con los demás hombres. La intención primera de Dios es siempre el hombre y su vida. Frente a este primer objetivo, todo lo demás -también el sábado y los preceptos- tiene una función de servicio.

Tras haber indicado con toda claridad la voluntad de Dios y tras haber presentado al hombre como primer ob­jetivo de la actuación de Dios, Jesús da un tercer paso y

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remite a su autoridad, subrayando con ella lo que previa­mente había explicado: «Así que el Hijo del hombre es se­ñor también del sábado» (2,28). Como Dios ha concedido a Jesús el poder de perdonar los pecados (2,10-12), le ha comprometido igualmente a revelar lo que él se propone con el precepto del sábado y a eliminar toda falsa inter­pretación.

Jesús continúa en otro sábado su explicación llena de autoridad. El escenario es una sinagoga, lugar de la ora­ción oficial y de la enseñanza. Todo arranca del mismo Jesús; es como si se pusiera a escenificar una lección. A Jesús no se le pide ninguna curación, ni tampoco se le pre­gunta por su opinión. Es la única vez en Marcos que Jesús cura espontáneamente a un enfermo. A un hombre con la mano paralizada le invita a ponerse en medio. Todos han de ver y comprender lo que aquí sucede. Jesús plantea la pregunta: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o el mal, sal­var una vida o destruirla?» (3,4). Jesús invita a sus oyentes a juzgar sobre lo que se hace en sábado según el valor de la acción en sí misma, y no según la abstracta obligación a una absoluta inactividad. Lo que él mismo quiere hacer y hará con el enfermo es juzgado por él como «hacer el bien y salvar una vida». No se trata sólo de dar la salud física al enfermo. Las acciones prodigiosas de Jesús son siempre signos; deben confirmar su autoridad (cf 2,10-12) y conducir a la fe en el Evangelio, y consiguientemente a la vida (1,15). Jesús muestra al mismo tiempo cuál es la alternativa a su acción: «hacer el mal y destruir una vida». Pero él no puede cambiar la actitud de sus adversarios. Estos ni responden a su pregunta ni intentan rebatirle, sino que se obstinan en callar. Jesús se entristece, porque se encuentra ante un corazón cerrado, inaccesible, endu­recido en la propia opiaión.

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Con la curación del paralítico Jesús ha confirmado que tiene poder para perdonar los pecados (2,10-12). Ahora, con la curación en día de sábado, hace patente que ha sido designado por Dios como señor del sábado y que Dios está detrás de su explicación del precepto sabático. Pero él no consigue ganar a sus adversarios ni con sus obras poderosas ni con sus argumentos. Estos deciden matarlo; están dispuestos a hacer el mal y a destruir una vida.

Jesús y sus adversarios tienen una imagen diversa de Dios. Según los adversarios, Dios no quiere saber nada de los pecadores, de aquellos que no han observado sus mandamientos, y lo que pretende es una observancia es­crupulosa de los preceptos. Según Jesús, Dios no quiere en primer lugar los mandamientos, sino al hombre, su vida feliz y su salvación en la comunión -llena de amor- con él y con el prójimo (cf 12,29-31). Por eso Dios, por medio de Jesús, se vuelca con los pecadores y quiere conquistarlos; por eso les da los mandamientos como camino a la vida.

Preguntas

1. Dios quiere que el hombre viva y alcance su salvación. ¿Cómo se armoniza con esto el consumismo, el primado del nivel de vida y una libertad sin límites?

2. ¿Es importante para nosotros el domingo? ¿Lo vivimos de tal manera que esté al servicio del hombre y de su salvación?

3. ¿Tratamos de aclarar los conflictos con un corazón que escucha al otro y que tiene en cuenta sus razones? ¿Evi­tamos el silencio duro y hostil?

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Décimo domingo del Tiempo Ordinario

¿El poder de Jesús viene del diablo o de Dios? (Me 3,20-35)

20Jesús volvió a casa, y se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer. 21A1 enterarse su familia, vinieron a llevárselo, por­que decían que no estaba en sus cabales.

22Unos letrados de Jerusalén decían: Tiene dentro a Bel­cebúi y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.

23E1 los invitó a acercarse y les puso estas comparaciones: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? 24Un reino en guerra civil no puede subsistir; 25una familia dividida no puede sub­sistir. 26Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir; está perdido. 27Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. 28Creedme. Todo se les podrá perdonar a los hombres: los pe­cados y cualquier blasfemia que digan; 29pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; cargará con su pecado para siempre. 30Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.

31Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo man­daron llamar. 32La gente que tenía sentada alrededor le dijo: Mira,^ tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.

33E1 les contestó: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? 34Y paseando la mirada por el corro, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. 35E1 que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre.

Este pasaje va precedido de los episodios en que el pueblo se acerca en masa a Jesús de todas partes (3,7-12) y en que Jesús forma el grupo de los doce apóstoles (3,13-19). El pueblo se siente atraído por lo que ha experimentado junto a Jesús (Galilea) o por lo que ha oído de él (las demás regiones), quiete escucharle y busca su ayuda. Los

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Tiempo Ordinario. X domingo 257

Doce acogen la llamada de Jesús, entran en la más estre­cha comunión con él y están dispuestos a ser enviados por él a misión. En contraste con esto, los familiares de Jesús se encuentran profundamente preocupados por la actuación de Jesús y por los rumores que circulan sobre él. Los escribas, por su parte, dicen que está endemoniado (3,20-22). Jesús se ocupa en principio del reproche que le hacen los escribas (3,23-30) y explica después quién es su verdadera familia (3,31-35). La persona y la obra de Jesús se ven sometidas a una fuerte discusión. Sus discípulos no siguen a un maestro reconocido por todos, sino a un maestro atacado de la forma más dura posible. La comu­nión con Jesús no les introduce en un ambiente de paz. Al contrario, requiere de ellos coraje, fidelidad y firmeza para no perder su fe en Jesús.

Los parientes de Jesús se ponen en camino para llevarlo por la fuerza a Nazaret. Les han llegado los rumores que circulan sobre él: «Está fuera de sí» (3,21), y se sienten profundamente preocupados. Esta afirmación se asemeja mucho a la que a continuación pronuncian los escribas, tal como se desprende del reproche que Jesús recibe en Jn 10,20: «Tiene un demonio y está fuera de sí». La en­señanza y la actuación de Jesús han despertado desde el principio un gran interés, siendo experimentadas como algo completamente nuevo. Han suscitado la admiración y la afluencia de la gente (1,22.27.32-34.45; 2,2.12.14; 3,7-12), y también el firme rechazo de los escribas, que son los especialistas de la relación con Dios, hasta el punto de planear la eliminación de Jesús (3,6). Una familia es responsable de sus miembros. No se puede permanecer indiferente, cuando uno de ellos adquiere la fama de falso profeta, que aleja al pueblo del verdadero Dios y lo extravía (cf Dt 13,1-2; Zac 13,2-6). En esta situación, los

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parientes de Jesús quieren llevárselo a Nazaret, incluso por la fuerza. Quieren poner fin a su actividad y librarle también del peligro que corre su vida.

La preocupación de los parientes tiene un fundamen­to serio. Lo pone de manifiesto el comportamiento de los escribas, que vienen de Jerusalén. Ellos representan la máxima autoridad religiosa en el pueblo de Israel (cf 8,31) y, a propósito de Jesús, sostienen que «tiene den­tro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios» (3,22). No pueden negar que actúa con poder, razón por la que se maravillan los hombres (1,27) y por la que acuden en gran número a él (1,33-34; 3,7-12), pero lo explican a su modo. No quieren reconocer que Je­sús es enviado por Dios y que actúa con el poder de Dios. Sostienen el extremo contrario y dicen que Jesús está poseído por Satanás, de quien recibe el poder de cumplir las acciones que superan la capacidad humana. Satanás representa la oposición y la rebelión contra Dios. No es posible condenar la obra de Jesús de un modo más fuerte y radical que haciéndola derivar de Satanás. Es calificada así como completamente falsa y nociva- Lo que sigue a esta valoración no se dice expresamente, pero es evidente. El pueblo debe ser defendido frente a Jesús; el delito de Jesús ha de ser castigado; él mismo ha de ser eliminado (cf3,6; 14,64).

A este ataque contra su persona y su obra, Jesús respon­de de tres modos. La cuestión es importante. Lo confirma también el hecho de que esta respuesta sea el discurso más largo realizado hasta ahora en Marcos por parte de Jesús. Con sus comparaciones, él apela a la razón; demuestra que la explicación dada por los escribas sobre su actuación conduce a consecuencias absurdas (3,23-26) y explica lo que realmente sucede (3,27). Caracteriza después la natu-

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raleza moral del actuar de los escribas, que él califica como pecado contra el Espíritu Santo (3,28-30). Cada una de las partes en causa -Jesús y los escribas- afirma de la otra que está en total contraposición a Dios.

Por lo que respecta a un reino y a una familia -es de­cir, tanto en lo grande como en lo pequeño-, es obvio que toda comunidad interiormente dividida y con sus miembros enfrentados camina hacia su destrucción. Con sus explicaciones sobre la actuación de Jesús, los escribas afirman, pues, que Satanás mismo provoca la ruina de su reino. Lo que sucede en realidad es algo muy diverso. Jesús compara al endemoniado con una casa ocupada por un hombre fuerte. Esa casa puede quedar liberada de ese hombre fuerte sólo si, por el contrario, viene alguien más fuerte que él, lo vence y lo expulsa. Dejando las metáforas, Jesús está lleno del Espíritu Santo (1,10) y con el poder de Dios, al que ni siquiera Satanás puede resistir, expul­sa a los demonios y realiza todas las demás acciones que superan los límites humanos y que son signos del señorío real de Dios.

Juzgando el comportamiento de los escribas, Jesús muestra de nuevo su absoluta competencia sobre la rela­ción entre Dios y el hombre. El tiene el poder de perdo­nar los pecados (2,10), conoce la voluntad de Dios y sabe cómo han de comprenderse sus preceptos (2,28). Sabe también qué pecados son perdonados y qué pecados no pueden serlo (3,28-30). La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado que cierra al hombre en la rebelión y en la hostilidad hacia Dios, y no puede ser perdonado. Como se desprende del contexto, un hombre blasfema contra el Espíritu Santo si, encontrándose con quien está lleno del Espíritu Santo y con quien actúa con el poder de Dios, no lo reconoce, sino que, trastocándolo todo,

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afirma que esa persona que obra con poder está poseída de Satanás y actúa con la fuerza de Satanás. Jesús no quiere pronunciar un juicio definitivo sobre sus adversarios, pero tampoco quiere dejarlos en la oscuridad. No deben en­gañarse. Han de saber que, enjuiciando así la persona de Jesús, se están exponiendo a un terrible peligro. Jesús y sus adversarios se juzgan mutuamente sobre la relación con Dios y con Satanás en una contraposición abierta y radi­cal. El suceso nos permite percibir la resistencia con la que se encuentra la actuación de Jesús y nos hace comprender que su condena a muerte no llega de improviso.

Cuando llegan sus familiares, que quieren poner fin a su actividad y llevárselo a Nazaret, Jesús precisa quién es el que está emparentado con él, quién es el que realmen­te le pertenece: «El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (3,35). Jesús hace entrar de nuevo en juego a Dios y hace depender la vinculación con él del comportamiento en relación con Dios. Reivindica cumplir él mismo la voluntad de Dios, siendo esto lo que le caracteriza en lo más profundo de su ser. Por eso, únicamente se puede estar vinculado a él mediante la obediencia a Dios. La actuación de Jesús corresponde a la misión que él ha recibido de Dios (cf 1,38; 2,17); consiguientemente, Jesús no puede aprobar la preocupación de sus familiares. Jesús sabe lo que Dios quiere de él. Pero, a través de él, Dios revela también cuál es su voluntad para con todos. En el relato de la transfi­guración declarará: «Este es mi Hijo único, el predilecto. ¡Escuchadlo!» (9,7).

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Preguntas

1. ¿Qué es lo que impulsa en los diversos grupos (pueblo, discípulos, familia, escribas) su respectivo comporta­miento en relación con Jesús? ¿Somos conscientes de que Jesús nos sitúa frente a una opción radical, donde está en juego su relación y nuestra relación con Dios?

2. Jesús cumple la voluntad de Dios. ¿Busco la vinculación con Jesús cumpliendo la voluntad de Dios y dejándome guiar por Jesús?

3. Los escribas interpretan del peor modo posible la actua­ción de Jesús. ¿Soy sincero y justo a la hora de juzgar la persona y la actuación de los demás?

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2 62 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Undécimo domingo del Tiempo Ordinario

Jesús responde a las dificultades (Me 4,26-34)

(En aquel tiempo decía Jesús a la muchedumbre): 26E1 reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tie­rra. 27É1 duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. 28La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. 29Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.

30Dijo también: ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? 31Es como un grano de mosta­za: Al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, 32pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.

33Con muchas parábolas parecidas les exponía la Palabra, acomodándose a su entender. 34Todo se lo exponía en parábo­las, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

La parábola del sembrador (4,3-9) precede a las dos pará­bolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mos­taza. Las tres giran en torno a la siembra y al crecimiento de la semilla. Las tres las usa Jesús para esclarecer algunos aspectos de su actuación, que suscita dudas y perplejida­des en sus oyentes. Por encima de esta enseñanza, Jesús instruye en privado a sus discípulos, preparándoles así para su misión de ser pescadores de hombres (1,17).. Para ellos, que han de continuar la obra de Jesús, es muy importante comprender de manera adecuada las dificultades con las que se encuentra el mensaje de Jesús. Explicaremos las tres parábolas, ya que las tres son del mismo género, tratan el mismo tema y se complementan entre sí.

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En torno a Jesús está reunida una gran muchedumbre (4,1). El gentío es tan numeroso que él se ve obligado a subir a una barca para poder llegar a todos con su pa­labra. En la parábola del sembrador Jesús recuerda una experiencia bien conocida por sus oyentes. El sembrador siembra la semilla. El que ella germine y dé fruto no de­pende sólo del sembrador, ni sólo de la semilla, sino sobre todo del terreno. Si la semilla cae a lo largo del camino, sobre las piedras o entre las espinas, se malogrará. Pero está también el terreno bueno, donde la semilla da fruto abundante. Estas realidades son perfectamente conocidas para los oyentes de Jesús. Recurriendo a ellas, él quiere hacerles comprender por qué el mensaje no es acogido por todos con gozo y de tal manera que produzca los frutos deseados. El evangelista ha hecho observar ya que Jesús es rechazado decididamente (3,6; cf 3,22-30).

Poco antes del discurso en parábolas, Marcos refiere la actitud hostil de los escribas respecto a Jesús: ellos afirman que su actuación proviene de fuerzas diabólicas. Para los oyentes de Jesús se plantea entonces la pregunta: ¿Cómo puede ser Jesús el mensajero de la alegría mesiáni-ca, encontrando tanta oposición y rechazo? Frente a esta cuestión y a esta duda, Jesús remite a la experiencia del sembrador. Esta nos permite comprender que los fracasos no deben ser atribuidos al sembrador, sino al mal terreno. Con esta comparación ratifica Jesús el origen divino de su misión y la verdad de su mensaje, advirtiendo al mismo tiempo a sus oyentes que la fecundidad del mensaje de­pende también y esencialmente de ellos. En la explicación de la parábola (4,14-20) se subraya sobre todo que ellos tienen la responsabilidad de ser terreno bueno.

El contenido principal del anuncio de Jesús es: «El reino de Dios está cerca» (1,15), Dios es Señor y Rey.

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264 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Frente a este mensaje se objeta: ¿Cómo es posible cono­cer y experimentar eso? El mundo está lleno de señores y de poderes; está lleno de sufrimientos y de miserias. Antiquísimo y siempre nuevo es el grito: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no interviene? ¿Por qué permite tantos sufrimientos, injusticias, dolores y miserias? ¿Se puede tomar en serio el mensaje de Jesús? Con la parábola de la semilla que crece (4,26-29) Jesús quiere corregir un error fundamental. El hecho de que entre el momento de la sementera y de la cosecha no aparezca ya el sembrador, como si estuviera totalmente ausente, no significa que la simiente haya sido abandonada para siempre a su suerte. Cuando el fruto esté maduro, el sembrador se presentará y hará la recolección de forma plenamente visible y per­ceptible. Dios es realmente Rey y Señor. No permanecerá oculto para siempre; intervendrá con todo su poder y dirá la última palabra.

El actuar de Jesús es, de diversos modos, ocasión de escándalo. ¿Cómo puede ser que en su actuar, tan humil­de y con tan escasa resonancia, se revele cercano el reino de Dios? Esta objeción va dirigida a la obra de Jesús, pero también a su Iglesia. Ella, que no tiene gloria y esplendor, que participa de la impotencia, de la debilidad, del fracaso y de la oscuridad, ¿cómo puede ser el lugar de la actuación poderosa de Dios? Con la parábola del grano de mostaza Jesús explica que algunas cosas pueden ser ciertamente pequeñas e insignificantes, pero que ello no dice nada so­bre su definitivo y verdadero poder y eficacia. Lo pequeño puede llegar a ser grande. Del grano de mostaza se desa­rrolla una gran planta. Del mismo modo que la aparente pasividad de Dios en el tiempo presente no excluye su intervención poderosa en el futuro, así también la obra de Jesús, que ahora aparece débil e insignificante, está desti-

Tiempo Ordinario. XI domingo 265

nada a un porvenir grandioso. Precisamente lo pequeño y humilde es lo que Dios ensalza (cf Le 1,52).

Las tres parábolas tienen en común el hecho de no transmitir enseñanzas particulares, sino de ocuparse sobre todo de la toma de posición frente al actuar de Jesús. Da la impresión de que la realidad visible -el rechazo decidi­do, la ausencia de Dios, los inicios tan poco deslumbran­tes- contradice su mensaje y su pretensión mesiánica. Esto vale no sólo para su tiempo, sino también para el nuestro y para todos los tiempos. En este contexto, las tres parábolas son una llamada a la fe. Remiten a la experiencia común, verificable por todos. Cada uno puede constatar que de un grano de mostaza se desarrolla un gran arbusto, que hay realmente una relación entre un inicio poco vistoso y un resultado grandioso. Pero las parábolas no prueban la interpretación que Jesús da de los diversos modos en que es acogido su anuncio y su obra. Que los inicios tan poco vistosos de su actuación sean semejantes a un grano de mostaza, con su gran futuro, y no a una rama seca, próxi­ma a la muerte, esto no se puede deducir de la parábola; es objeto de nuestra fe en la palabra de Jesús. Las parábo­las son, pues, una ayuda y una invitación a la fe. Permiten captar las conexiones que deducimos de la experiencia cotidiana y, al mismo tiempo, invitan a aplicar esta visión y esta valoración al mensaje y al actuar de Jesús; se pro­ponen llevar al pleno reconocimiento del mensaje y del título mesiánico de Jesús. Las tres parábolas se ocupan de la actual «condición humilde» del reino de Dios. Quieren que se evite un juicio precipitado y llevar a la fe, a la fide­lidad y a la paciencia.

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266 La Liturgia de la Palabra - Cicb B

Preguntas

1. ¿Cuáles son las cuestiones apremiantes a las que se da respuesta con las tres parábolas? ¿Cuál es el contenido de las respuestas?

2. Según los criterios humanos habituales, la acogida del mensaje de Jesús y del reino de Dios debería estar caracterizada por el reconocimiento universal, la in­mediata visibilidad y grandeza. ¿De qué modo influyen en nuestro comportamiento en relación con Jesús y su camino esperanzas idénticas o similares?

3. ¿En qué situaciones se exige de nosotros absoluta fide­lidad al mensaje de Jesús y espera paciente en el actuar poderoso de Dios?

Tiempo Ordinario. XII domingo 2 6 7

Duodécimo domingo del Tiempo Ordinario

«¿Por qué tenéis miedo?» (Me 4,35-41)

35Aquel mismo día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla.

36Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. 37Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. 38É1 estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo desperta­ron diciéndole: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?

39Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate!

El viento cesó y vino una gran calma. 40É1 les dijo: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis

fe? 41Un gran temor se apoderó de ellos, y se decían unos a

otros: Pero, ¿quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!

Por su naturaleza, una barca de pesca reúne sólo a un pequeño grupo de personas en comunión muy estrecha, separándoles de los demás y poniéndoles en una situación de la que no están excluidos el riesgo y el peligro. Por eso es característico de estas travesías en barca que Jesús esté sólo con sus discípulos. La travesía en barca corresponde a la estancia en una casa, en cuanto que separa a Jesús y sus discípulos de todos los demás. Y así como a la estancia en una casa quedan vinculadas instrucciones particulares de Jesús a sus discípulos (cf 7,17-23; 9,28-29; 9,33-50; 10,10-12), así también a la travesía en barca se unen de­terminadas acciones de poder por parte de Jesús. La barca aparece como el lugar de la revelación particular a sus dis­cípulos (4,35-41; 6,45-52) y el lugar en el que él espera de

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ellos la comprensión de sus acciones poderosas (8,17-21). La barca es el lugar de una comunión muy estrecha entre Jesús y sus discípulos. Y es precisamente en esta comunión tan estrecha y no exenta de peligros donde se cumplen las grandes acciones salvíficas y reveladoras de Jesús.

La primera travesía que se nos refiere presenta a Jesús y a sus discípulos en medio de la tempestad (4,35-41). Las olas enfurecidas golpean la barca y la llenan de agua. La barca amenaza con hundirse. Todo el episodio está lleno de contrastes y de sorpresas. Mientras que la tempestad arrecia cada vez más, Jesús duerme; las fuerzas de la na­turaleza no consiguen perturbar su tranquilidad. Pero cuando él se despierta y ordena a las olas, entonces viene el gran silencio, la calma de la tempestad y del lago. Él puede interrumpir su tumulto y llevarlos a la calma. Nada de lo que aquí sucede es habitual; todo es, por el contra­rio, absolutamente insólito. Habitualmente, las fuerzas de la naturaleza perturban a los hombres y no les afectan en absoluto las palabras de los hombres. Frente a la violencia de la naturaleza, sin embargo, Jesús está muy tranquilo, y hace que la naturaleza comparta su tranquilidad. Ante es­tos acontecimientos, los discípulos van de susto en susto. Tienen miedo frente a los elementos desencadenados que les ponen en peligro de muerte, pero se trata de algo a lo que ellos están ya habituados. Más miedo tienen todavía frente a la bonanza y ante aquel que la ha provocado. Este modo de actuar por parte de Jesús contradice de hecho cualquier experiencia suya.

A nosotros nos parece lógico que los discípulos en pe­ligro de muerte se sientan amedrentados y despierten a Jeás. Menos comprensibles, sin embargo, nos resultan las preguntas de este: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?» (4,40). ¿Cómo se puede pedir que los dis-

Tiempo Ordinario. XII domingo 269

cípulos no tengan miedo en peligro de muerte? ¿Qué tipo de fe es esta, que incluso en el máximo peligro excluye el miedo? Jesús reprocha a los discípulos por mirar sólo al peligro y a las fuerzas amenazadoras de la naturaleza y por no haber comprendido todavía quién es aquel con el que se encuentran en la misma barca. Jesús y su poder se merecen una confianza ilimitada. Lo que cuenta es en­contrarse en la misma barca con él. En ella no hay lugar para el miedo. La cercanía de Jesús excluye todo motivo de temor. Aun cuando las fuerzas más desatadas de la na­turaleza amenacen con la destrucción, no hay razón para temer. Si estamos unidos a Jesús, no hay ninguna situación en que nos hallemos perdidos, porque no hay ninguna situación que él no sea capaz de dominar.

La actuación de Jesús y su exigencia de una confianza incondicional provocan en los discípulos un nuevo temor. Frente a este actuar y a esta exigencia se impone para ellos una pregunta, que formulan por primera vez así: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (4,41). ¿Quién es este Jesús que puede actuar así y puede pre­tender una confianza tan incondicional y tan grande que excluya todo temor? La travesía en barca ha puesto a los discípulos junto a Jesús en peligro de muerte, pero la si­tuación de extrema necesidad ha provocado también una importantísima manifestación del poder de Jesús. La barca conduce a un peligro común, pero en ella los discípulos ven también cómo Jesús puede salvarlos y cómo ellos pue­den confiar en él sin reserva alguna. Ella se convierte así en el lugar donde por primera vez se plantea por parte de los discípulos la pregunta decisiva sobre la identidad de Jesús: «¿Quién es este?».

Es muy raro en el Evangelio que Jesús y los discípulos se encuentren separados (cf 1,35; 6,7). Tras la primera

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270 La Liturgia de la Palabra • Ciclo B

multiplicación de los panes, Jesús ordena a los discípulos que marchen en la barca, mientras él permanece en tierra firme (6,45-46). Hacia el amanecer, ellos le ven acercar­se caminando sobre las aguas del lago. Se ponen a gritar de miedo. Jesús les infunde coraje y sube a la barca con ellos. El evangelista describe así la actitud con la que los discípulos acogen este acontecimiento: «Ellos estaban completamente fuera de sí». El hecho de que perdieran por completo el dominio de sí mismos, de que quedaran desconcertados y desorientados viene motivado para el evangelista por su falta de comprensión: «No habían en­tendido lo de los panes y su corazón seguía endurecido» (6,52).

Esta valoración puede parecer extraña. ¿Cómo no quedar desconcertados cuando un hombre se acerca a la barca caminando sobre las aguas? Pero esta reacción está claramente injustificada cuando se trata de Jesús. La ade­cuada comprensión de su persona presupone que uno no ha de asombrarse de ningún aspecto de su actuación, que no ha de quedar sorprendido por nada en él. Esto quiere decir que no se le ha de poner límite alguno en razón de las propias expectativas, sino que se debe aceptar su ma­nera de actuar tal como se manifiesta; se debe creer que Jesús es capaz de una libertad absoluta y de un ilimitado poder de acción. El único criterio y límite de su actuación es su persona. Los discípulos no deben valorar a Jesús se­gún los criterios humanos y, consiguientemente, no deben maravillarse de él, sino que han de mostrar hacia él una apertura ilimitada. Obstáculo para esto no es, sin embar­go, la limitación de su inteligencia, sino su dureza de co­razón. Su corazón está fijo, inamovible en las ideas, en las expectativas, en los deseos y en las aspiraciones que ellos manifiestan tener sobre Jesús. Su corazón no está comple-

Tiempo Ordinario. XII domingo 271

tamente abierto, libre, dispuesto y dócil en relación con él y con cuanto proviene de él. Ellos no han reconocido y acogido todavía a Jesús como aquel que está por encima de todos los límites humanos, como aquel que actúa y de­termina con absoluta libertad. La verdadera comprensión de Jesús se consigue sólo desde una confianza ilimitada en su poder y desde una fe ilimitada en él.

La última travesía referida por Marcos (8,14-21) no comporta ninguna acción nueva de poder por parte de Jesús, sino que conduce a una discusión muy intensa entre él y los discípulos. Estos se encuentran ante una serie insistente de preguntas. Jesús les recuerda su doble multiplicación de panes y les amonesta diciéndoles: ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Es que tenéis endurecido vuestro corazón? Con sus preguntas, él no explícita de antemano lo que ellos deberían comprender y no pone en sus labios la respuesta. Pero exige con toda firmeza que reconozcan y lleguen a comprender. De sus preguntas en el episodio siguiente se desprende que se trata del recono­cimiento de su persona (8,27-30).

La barca y la situación que ella crea -la estrecha cer­canía y el posible peligro- son el lugar de un encuentro intenso entre Jesús y sus discípulos. Esta proximidad es­pecial con Jesús parece necesaria para que los discípulos reciban la revelación de su persona. La estrecha comunión con él no preserva a los discípulos del peligro de muerte; más aún, les conduce a él. Pero precisamente en esta si­tuación es donde ellos pueden experimentar la grandeza del poder salvífico de Jesús. Todo depende, sin embargo, de que estén junto a él en la barca.

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Preguntas

1. ¿Qué tienen en común los pasajes de Me 4,35-41; 6,45-52 y 8,14-21?

2. ¿En qué situaciones sentimos miedo, de modo imprevis­to o solapado? ¿Por qué personas, cosas o circunstancias viene motivado nuestro miedo?

3. ¿Cómo valoramos a Jesús y qué es lo que esperamos de él? ¿Qué profundidad y radicalidad tiene nuestra con­fianza en él? ¿Cuáles son para nosotros las ocasiones de una comunión particularmente íntima con él?

Tiempo Ordinario. XIII domingo 2 7 3

Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario

La resurrección de la hija de Jairo (Me 5,21-24.35b-43)

21Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al lago. 22Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, 23rogándole con insistencia: Mi niña está en las últi­mas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.

24Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba [...I- 35Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?

36Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y dijo al jefe de la sina­goga: No temas; basta que tengas fe.

37No permitió que lo acompañara nadie, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. 38Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. 39Entró y les dijo: ¿Qué estrépitos y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida.

^Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, 41la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña; levántate).

42 La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar. Tenía doce años. Se quedaron todos llenos de estupor. 43Jesús insistió en que nadie se enterase. Y les dijo que dieran de comer a la niña.

Jesús forma a sus discípulos no sólo con sus palabras, sino también con sus acciones. Algunas destacan sobre las de­más, porque en ellas hace que participen sólo Pedro, San­tiago y Juan. Son las siguientes: la resurrección de la hija de Jairo (5,35-43), la Transfiguración (9,2-9) y la agonía en el Huerto de los Olivos (14,32-42).

Los discípulos escogidos para estos acontecimientos adquieren también un relieve singular dentro del grupo

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de los Doce en otras ocasiones: forman parte de los cuatro primeros llamados (1,16-20); son mencionados los prime­ros en la lista de los Doce (3,16-17). En esta lista se distin­guen también porque reciben de Jesús un nombre nuevo: Simón es llamado Pedro; Santiago y Juan son llamados Boanerges (=hijos del trueno). Frente a su anuncio de la pasión, muerte y resurrección, ellos se hacen notar por su explícita protesta: Pedro se opone abierta y decididamente a este camino (8,32); los hijos del Zebedeo simplemente lo ignoran y quieren obtener de Jesús la promesa de los primeros puestos (10,35-40).

En el episodio de la resurrección de la hija de Jairo se dice por dos veces que Jesús toma consigo sólo a estos tres discípulos (5,37.40). No se les confía ninguna mi­sión; deben, sencillamente, estar presentes. Ellos asisten directamente a una situación humana desesperada, pero pueden percibir también la confianza que otros depositan en Jesús, igual que su poder sobrehumano.

Ya en el episodio precedente (5,21-34), cuya narra­ción aparece estrechamente conexionada con la de la resurrección, se hacen claramente perceptibles los límites de las posibilidades humanas. La hemorroísa ha gastado todo cuanto tenía yendo de un médico a otro, pero sin conseguir ninguna mejoría. No ha perdido, sin embargo, la esperanza. Agotados todos los recursos humanos, pone su confianza en Jesús. Está convencida de esto: «Si logro to­car aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada» (5,28). También Jairo espera obtener una ayuda para su hija, que está agonizando (5,23). Ha conseguido ya convencer a Jesús para que le acompañe a casa, cuando, en el camino, recibe la noticia: Tu hija ha muerto. Los mensajeros con­cluyen en toda lógica: No hay ya necesidad de molestar al Maestro. Frente a la muerte, tampoco él conoce nin-

Tiempo Ordinario. XIII domingo 275

gún remedio (5,35). He aquí el punto clave. ¿Cuál es la relación entre Jesús y la muerte? ¿Vale también para él lo que vale para todo hombre, incluso para el mejor de los médicos? Frente a un muerto, nosotros somos impotentes. Con todos los medios a nuestra disposición y con todo nuestro amor, no conseguimos devolverle la vida. A un muerto podemos sólo llorarle y enterrarle. ¿Vale también esto para Jesús? ¿Vale también para él el hecho de poder sólo aceptar la muerte, carente de ayuda, impotente y sin esperanza?

Jesús rechaza estas consideraciones. Dice a Jairo: No te dejes dominar por el miedo y la desesperación; permanece firme en la fe y la confianza (5,36); en este momento tú tienes necesidad de una sola cosa: creer. Jairo se deja guiar por sus palabras. Entre el consejo de los mensajeros y la exhortación de Jesús, él hace caso a Jesús y le acompaña hacia la hija ya muerta.

Desde este momento, Jesús no permite que vayan con él más que los tres discípulos escogidos. Ellos no se ven activamente implicados en el acontecimiento, pero parti­cipan en él de cerca. Perciben la situación difícil en la que Jairo se encuentra, la agravación extrema de la misma con la muerte de la niña, la confianza increíblemente firme de Jesús, que no se retracta del auxilio prometido y continúa su camino, a pesar de haberse convertido en camino hacia una persona muerta. Con él y con su invitación, los tres discípulos participan en su enfrentamiento con la muerte.

El riesgo al que Jesús se expone queda una vez más de manifiesto al llegar a la casa de Jairo. En toda la casa resuenan los lamentos fúnebres. La niña está realmente muerta. La lamentación es la expresión de la impotencia humana. Las palabras misteriosas y enigmáticas de Jesús -«La niña no está muerta, sino que duerme»- pueden sólo

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hacer reír a los presentes, dada su certeza incontroverti­ble sobre la muerte de la niña. Jesús realiza de nuevo una separación: sólo los padres y los tres discípulos pueden acompañarle hasta la niña muerta. Ahora se encuentran ellos junto a él frente a la niña muerta y asisten a su ac-ción tan natural y, desde el punto de vista humano, tan inaudita. Un simple gesto: Jesús toma de la mano a la niña muerta. Una breve expresión: «Niña, a ti te hablo, levántate». Y la muerta se levanta y se pone a caminar por la habitación. Los discípulos son conscientes de estar ante un hecho increíble; de aquí que en el Evangelio se diga que «ellos quedaron llenos de estupor» ante lo su­cedido. La acción de Jesús sobrepasa los límites de toda experiencia, y también los límites de la experiencia de los discípulos. Frente a la muerte y en relación con ella, Jesús revela su poder y su grandeza sobrehumana. Con su presencia como testigos, con sus ojos y con sus ánimos sobresaltados, los discípulos proclaman: Jesús es superior a la muerte. Él actúa como ningún otro hombre puede actuar. Los discípulos no son ya los mismos de antes; una nueva realidad aparece en el horizonte de su experiencia. Frente a la muerte no hay ya sólo el lamento impotente, sino la fuerza que manda. Los discípulos pueden responder a la muerte no ya sólo con lamentaciones vacías, sino con la confianza en el poder de Jesús. Ellos no son poderosos, peroconocen a aquel que lo es.

Por el momento, este conocimiento del poder supremo e ilimitado de Jesús queda reservado sólo a los tres discí­pulos que le acompañan, así como el conocimiento de su destino doloroso queda reservado al grupo de los discípu­los. Pero ellos son precisamente los que deben difundir el conocimiento de Jesús, la confianza en él y la convicción de que la situación ha cambiado para todos los hombres.

Tiempo Ordinario. XÍII domingo 277

Preguntas

1. Jesús toma consigo a tres discípulos. ¿Nos vemos tam­bién nosotros implicados en situaciones humanas difí­ciles, nuestras o de otros, ante las que no parece haber esperanza? ¿Cómo nos comportamos en estas situacio­nes? ¿Cerramos los ojos ante los límites de la capacidad humana? ¿Oscilamos entre ilusión y desesperación?

2. Los tres discípulos constatan la fe de Jairo. ¿Cómo se manifiesta nuestra fe en Jesús en las situaciones dolo-rosas?

3. Los tres discípulos experimentan el poder de Jesús. ¿Por qué Jesús no ha resucitado a todos los muertos? ¿Qué sentido tiene la resurrección de esta niña muerta, si después también ella deberá morir?

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Decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario

Nazaret rechaza a Jesús (Me 6,1-6)

'Jesús partió de allí y fue a su tierra en compañía de sus dis­cípulos. 2Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. La muchedumbre que le escuchaba se preguntaba asombrada: ¿De dónde saca este todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? 3¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí? Y desconfiaban de él.

4Jesús les decía: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.

5No pudo hacer allí ningún milagro; sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. 6Y se extrañó de su falta de fe.

Jesús ha sido enviado por Dios para anunciar el evangelio de Dios y llamar a los hombres a la conversión y a la fe en el Evangelio. Los hombres han de reconocer que Dios se dirige a ellos a través de Jesús y han de acoger la Buena Noticia. Jesús cumple esta misión también en su ciudad natal, en Nazaret (cf 1,9). En esta ocasión se nos dan a conocer algunos detalles sobre el ambiente en el que Jesús transcurrió casi el noventa por ciento de su vida. Se nos hace saber en concreto que a Jesús no le fue nada fácil conseguir que los hombres lo reconocieran como mensa­jero de Dios y aceptaran su mensaje.

Como en Cafarnaún (1,21-22) y en otros muchos lu­gares de Galilea (1,38), Jesús enseña también el sábado en lasinagoga de su aldea natal. Ante sí tiene un público especial. Son personas que le conocen desde niño. Se hace patente en la reacción con la que acogen su enseñanza.

Tiempo Ordinario. XIV domingo 279

Como las personas en Cafarnaún (1,22) y, más tarde, el pueblo en Jerusalén (11,18), los habitantes de Nazaret se quedan asombrados (6,2) y comienzan a preguntar. Una primera serie de preguntas gira en torno a lo que ellos aca­ban de experimentar (6,2). En una segunda serie, apelan a la memoria, a lo que conocen desde hace tiempo sobre Jesús y que ha determinado hasta ahora su relación con él (6,3). Estas dos experiencias parecen contrastar y el contraste provoca una gran inquietud. El resultado de sus preguntas y reflexiones es que se escandalizan de Jesús. No están dispuestos a reconocerlo como mensajero de Dios.

También los compatriotas de Jesús quedan profunda­mente impactados y se asombran; también ellos tienen que admitir el obrar poderoso de Jesús. Actúan rectamen­te cuando, sin quedarse en sus emociones, intentan expli­car con la razón lo que han experimentado ante Jesús. Se preguntan: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?» (6,2). También ellos han podido experimentar directa­mente que la enseñanza de Jesús está llena de sabiduría y que sus acciones presuponen un poder extraordinario. En cuanto paisanos con los que Jesús ha convivido por algu­nos decenios, los nazarenos pueden fácilmente constatar que es nuevo en él este modo de obrar. Ante esta situa­ción, se encuentran en el buen camino cuando se pregun­tan: «¿De dónde saca todo eso?». Ellos saben mejor que nadie que Jesús no se comportaba antes de aquel modo.

En la segunda serie resuenan, más que verdaderas preguntas, interrogantes retóricos. A través de ellos, los nazarenos van tomando conciencia de que aquel que les parece tan distinto es el mismo que conocen desde hacía años. Nosotros aprendemos aquí algo sobre Jesús desde el punto de vista de sus compatriotas. En su pequeña y

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modesta aldea, que vive de los frutos de la tierra, de los olivares y viñedos, Jesús era carpintero. Según san Justino, él se dedicó a hacer arados y yugos para el trabajo en el campo y probablemente participó también en la construc­ción y restauración de casas sencillas. Es probable incluso que fuera el único que ejercía este oficio en el pueblo y que viviera de este trabajo manual, contribuyendo así a la vida de la comunidad. Por encima de su oficio, Jesús se caracteriza por su familia, mediante la cual queda estre­chamente vinculado a Nazaret. Es conocido por sus pai­sanos como el hijo de María. María ha vivido en Nazaret todavía por más tiempo que Jesús y es más conocida que él. Habitualmente se designa a una persona en referencia al padre (cf 1,19; 2,14; 3,18). Si los nazarenos designan a Jesús haciendo referencia a la madre, es probable que sea por haber muerto ya José (que nunca es mencionado en Marcos), mientras que María continúa viviendo en el pueblo. Los compatriotas quieren dejar claro que Jesús pertenece a su pueblo y que no le compete ningún méri­to excepcional. Lo mismo subraya el elenco de sus otros parientes. Hasta ahora, Jesús ha estado plenamente inte­grado en la comunidad de su pueblo, tanto por su oficio como por su familia, y los nazarenos no han observado en él nada de particular.

Los paisanos de Jesús no siguen examinando su correc­ta pregunta: «¿De dónde saca todo eso?». Cuando esta pregunta se profundiza, conduce a otras: ¿Recibe esto de los hombres o de Dios? (cf 11,30). Si es de Dios de quien recibe esa sabiduría y ese poder, ¿qué hemos de hacer? Los nazaienos rechazan a Jesús sin esclarecer sus preguntas y sin indicar los motivos. No aceptan la interpretación de los escrilas, que hacen derivar la acción de Jesús de Satanás (3,22), ni tampoco planean nada contra él (3,6). Jesús les

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parece demasiado conocido y vulgar para poder conside­rarlo como el enviado de Dios. Su impresión y su voluntad les llevan a rechazar a Jesús. Porque ha sido uno más de su pequeño y modesto pueblo, se escandalizan de él.

Más tarde se escandalizarán de Jesús los discípulos, por ser entregado en manos de los hombres y recibir una muerte violenta (14,27). El camino de Jesús está exento de poder, esplendor y ostentación de este mundo. Dos motivos de escándalo quedarán unidos cuando el ángel, en Pascua, identifique a Jesús y diga: «Jesús de Nazaret, el Crucificado». Rasgos que para siempre caracterizarán a Jesús serán, por una parte, su procedencia de esta aldea insignificante y, por otra, su atroz y vergonzosa muerte en la cruz. Jesús no quiere coaccionar ni avasallar con un esplendor exterior, sino invitar y convencer. Sólo quien tiene el coraje de creer en él y de abandonarse a él, en­cuentra el acceso a él y la comunión con él. Esto vale para el camino y la obra de Jesús, pero vale también para la presentación y la actuación de la Iglesia. Tampoco ella vive de éxitos deslumbrantes, sino que aparece humilde, pequeña, modesta; recorre un camino fatigoso y es ridi­culizada y rechazada. En ella debemos seguir el camino de Jesús y fiarnos de su palabra.

Es raro que Jesús reaccione al comportamiento de sus oyentes. Esto sucede en Nazaret, dejando entrever una vez más el carácter especial de esta aparición. Jesús se sirve del proverbio sobre el profeta rechazado en su patria como confirmación de su misión. Puesto que él es rechazado en su patria, debe ser realmente un profeta. Allí donde falta la fe en él, Jesús no puede realizar obras prodigiosas. No porque no tenga el poder, sino porque el terreno no es receptivo (cf 4,3-9). Jesús no impone a nadie su poder y no cura a nadie que no se abra a él por la fe. No obstante,

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también en Nazaret hay algunos que confían en él y que son curados por él. Una vez más se percibe que el obrar de Jesús está fundamentado sobre el encuentro personal con el hombre. Jesús tiene el poder y obra por medio de él, pero se dirige a los hombres de modo personal y los in­terpela con su palabra, de tal forma que ellos tengan que dirigirse a él. Su poder es eficaz sólo sobre la base de esta recíproca inclinación. Esta ha de continuar viviéndose en el seguimiento de Jesús hasta llegar a la comunión eterna e imperecedera.

Preguntas

í. ¿Qué es ío que impide a ía gente de Nazaret recono­cer a Jesús? ¿Cómo ha de presentarse un enviado de Dios?

2. ¿Cómo nos comportamos nosotros ante la llamada y el mensaje de Jesús? ¿Cómo se caracteriza la acogida de su persona?

3. ¿Cuáles son los motivos por los que hoy se rechaza a Jesús y a su Iglesia?

Tiempo Ordinario. XV domingo 2 8 3

Decimoquinto domingo del Tiempo Ordinario

El envío de los Doce (Me 6,7-13)

7Entonces llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. 8Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; 9que llevasen sanda­lias, pero no una túnica de repuesto.

10Y añadió: Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. UY si un lugar no os recibe ni os es­cucha, al marchar sacudios el polvo de los pies, para probar su culpa.

12Ellos salieron a predicar la conversión, 13echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los cura­ban.

Jesús ha constituido el grupo de los Doce con una doble finalidad: deben permanecer con él y ser enviados por él a anunciar la Buena Noticia y expulsar a los demonios (3,14-15). Desde el momento mismo de su designación, los Doce están con él, le acompañan en su camino, son testigos de toda su actividad de enseñanza y de todas sus acciones de poder. Cumplen así el primer objetivo para el que han sido destinados, acompañando a Jesús que cum­ple su misión (cf 1,38).

Jesús está en camino y enseña en ías aldeas de Galilea (6,6). Acto seguido a esta actividad suya, envía a los Doce para repetir y prolongar su obra. Las formas fundamentales de su actuar son: el anuncio del Evangelio y la expulsión de los demonios (3,14-15; 6,7.12-13). Son las mismas for­mas que caracterizan el actuar de Jesús (1,14-15; 1,21-27; 1,39). El no cumple su misión por sí solo, sino que hace partícipes a estos hombres a los que ha plasmado y forma-

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do mediante la permanente relación personal. Como él, también ellos deben anunciar la Buena Noticia de que el reino de Dios está cerca. Como él, también ellos deben llevar con plena convicción y seguridad este mensaje go­zoso y liberador: sólo Dios es el Señor; su dominio no se ha hecho todavía umversalmente visible y perceptible, pero la plena manifestación del único señorío de Dios es inmi­nente y, en un tiempo más o menos largo, tendrá lugar.

Esta verdad decisiva y determinante de que Dios es el único Señor y está para manifestarse, los discípulos no sólo deben afirmarla con el anuncio, sino que deben también de­mostrar su validez y autenticidad con sus acciones. Deben liberar a los hombres encadenados a las fuerzas contrarias a Dios, enemigas y destructoras del hombre (cf 1,26; 5,3-5; 9,18.20-22). Deben comunicar, tanto con palabras como con obras, la realidad y el valor del reino de Dios, su fuerza benévola para con el hombre como portadora de salud y salvación. Esta fuerza de Dios no se limita a expulsar demo­nios y a curar enfermos; es universal y realiza la salvación total del hombre. La actuación de los apóstoles debe ser un signo de la eficacia y de la finalidad de esta fuerza; debe demostrar que esta fuerza supera a las otras que atormentan al hombre, dándole la salvación completa. Con la palabra y la acción, los discípulos deben mostrar que el mensaje sobre el señorío único de Dios es de verdad la Buena Noticia y que aporta a los hombres felicidad y alegría.

A los Doce que envía en misión Jesús les da instruccio­nes precisas por lo que respecta a su equipaje y a su com­portamiento. Su equipaje queda limitado a aquello que necesita un peregrino: un bastón, una túnica y un par de sandalias. Se ha de percibir con claridad que ellos no po­seen nada y que su mensaje es lo único que pueden ofre­cer. Ningún atuendo exterior y ningún medio superfluo

Tiempo Ordinario. XV domingo 285

deben hacer desviar la atención de ese mensaje. Ellos no son más que mensajeros y, fuera de su mensaje, nada tie­nen que ofrecer. Por lo que respecta a su comportamiento, Jesús les da dos instrucciones concretas: no deben poner exigencias y deben ser conscientes de su misión. Han de contentarse con el tipo de alojamiento y de sustento que encuentren, sin andar de casa en casa en busca del mejor. Obviamente, ellos tienen necesidad de un equipaje y de un alojamiento. Pero no deben exigir ni preocuparse por ellos mismos. Lo que deben hacer, por el contrario, es tomar plena conciencia del significado de su mensaje. A quien no quiera escucharlo, le han de hacer comprender con claridad que con este rechazo está tomando una de­cisión fundamental en relación con la salvación. No han de marchar corriendo, como perros apaleados, sino que han de sacudir el polvo de su calzado, declarando así que con ese rechazo se perpetra una separación determinante. Sacudir el polvo quiere significar: estamos separados; no hay relación alguna entre nosotros; pertenecemos a cam­pos diversos; no tenemos nada en común. Rechazar a los mensajeros significa rechazar el mensaje. Los mensajeros deben subrayar con un gesto inequívoco ese rechazo y ha­cer conscientes a los que así actúan de la gravedad de su comportamiento. Si por lo que respecta a su persona no deben poner condiciones, por lo que respecta a su mensaje deben subrayar todas las exigencias.

Entre la descripción de la actividad de los Doce (6,12-13) y su retorno (6,30), el Evangelio no refiere nada de la actividad de Jesús. La actuación de los apóstoles tiene su propio peso y autonomía. No es algo secundario, que ven­ga avalado por la actuación de Jesús. En la presentación que de ella hace el evangelista, tal actuación conserva toda su importancia.

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El hecho de que, precisamente durante el tiempo de su actividad, se narre con insólita amplitud el episodio de la muerte de Juan Bautista (6,17-29) arroja una luz nueva sobre el actuar de los Doce. Juan es el precursor de Jesús también en su destino. La referencia a su final incluye siempre y anticipa la referencia al destino de Jesús (1,14; 9,13). Al igual que el inicio de la actuación de Jesús (1,14-15), también la actuación de los Doce tiene lugar bajo el signo de la muerte violenta de Juan. Se puede entrever así cuál será el tiempo propio de la actividad de los Doce: el tiempo que sigue a la muerte y resurrección de Jesús. Por medio de ellos, Jesús continuará actuando incluso tras su muerte; por medio de ellos continuará transmitiendo su mensaje. Y el mensaje de los discípulos sobre el reino de Dios tendrá como contenido esencial estas afirmaciones: el señorío de Dios se ha manifestado en Jesús crucificado; Dios ha resucitado al Crucificado de entre los muertos; Dios es superior a la muerte; el poder del señorío de Dios se revela plenamente en la definitiva victoria sobre la muerte.

Los apóstoles retornan a Jesús y le refieren todo lo que han hecho y enseñado (6,30). Deben dar cuenta a aquel por el que han sido enviados en misión. De nuevo se ma­nifiesta aquí la naturaleza de su relación con Jesús: ellos están en completa dependencia de él. Toda la importan­cia de su actuar depende precisamente de que ellos no se presentan en nombre propio. La característica esencial de su actuación es la de recibir todo su significado de Jesús. Por él han sido designados. Estando con él es como han sidomoldeados y preparados para su actividad. Por él han sido enviados. De él han recibido su poder. Las formas fundamentales del actuar de Jesús constituyen también el contenido de su actuación. El es quien establece el modo

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en que han de equiparse y comportarse. Finalmente, a él retornan para rendirle cuentas y estar de nuevo con él. Los discípulos no han de presentarse como robots, limi­tándose a pronunciar palabras o a desempeñar funciones. Deben comprometerse con toda su persona y con todo su corazón. Pero todo esto en cuanto apóstoles, en cuanto enviados, en cuanto encargados. No les está permitido ofrecer nada suyo personal, sino sólo el mensaje que han recibido y han asimilado por completo. Cuanto más llenos estén no de sí mismos sino de su misión, y cuanto mejor lleven esta a cumplimiento, tanto más significativa y eficaz será su actividad.

Preguntas

1. ¿De qué partes consta el relato de 6,7-30? ¿Cuál es el tema específico y el significado propio de cada una de ellas?

2. ¿Nos limitamos a escuchar el mensaje sobre el reino de Dios o percibimos en nuestra vida su fuerza portadora de alegría? ¿Qué ejemplos podemos poner de esto? ¿Cómo podemos testimoniar con palabras y acciones el mensaje sobre el reino de Dios?

3. ¿Nos sentimos en toda nuestra actividad como enviados que dependen de las directrices de su Señor y deben rendirle cuentas? ¿O queremos más bien transmitir e imponer nuestras ideas preferidas? ¿Nos caracterizamos también, en cuanto mensajeros de Jesús, por la falta de pretensiones para nosotros mismos y por la firme conciencia de nuestra misión?

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Decimosexto domingo del Tiempo Ordinario

Jesús, sus apóstoles y el pueblo (Me 6,30-34)

30Los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. 31E1 les dijo: Venid vo­sotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer.

32Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. ^Mu­chos los vieron marcharse y los reconocieron. Entonces, de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. 34A1 desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles con calma.

Este pasaje del evangelio de Marcos no nos relata ningún gran acontecimiento, pero sí nos muestra cómo son las relaciones entre Jesús y los discípulos y entre Jesús y el pueblo. Los doce apóstoles, a quienes Jesús había enviado a misión por primera vez (6,7-13), vuelven a él y le dan cuenta de lo que han realizado (6,30). Jesús los invita a descansar un poco (6,31-32). El pueblo corre tras de Je­sús y sus apóstoles y no les permite ningún reposo (6,33). Jesús no rehuye al pueblo, sino que se compadece de él y lo instruye (6,34).

Que los apóstoles (y con ellos la Iglesia apostólica) dependan por completo de Jesús es algo que se hace es­pecialmente patente en el hecho de volver a él y darle cueata de su actividad. Para su misión de apóstoles, de en­viados de Jesús, es esencial que comuniquen a sus oyentes lo que Jesús les ha confiado (6,7-11). No pueden cambiar su mensaje en función de sus gustos o de los deseos de

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sus oyentes. Están vinculados a lo que han escuchado de Jesús. Esto vale para los doce primeros apóstoles y vale también para la Iglesia hasta nuestros días. De aquí que los apóstoles den cuenta a Jesús de todo lo que han hecho y enseñado. Son responsables -en sentido literal- de ello. Esta responsabilidad no es una desagradable limitación de su libertad, sino una exigencia de su lealtad hacia su Señor, y también hacia sus oyentes. Deben ofrecer a es­tos la palabra de Jesús, y no según sus propias ideas o sus propios desatinos. La orientación válida y fidedigna puede encontrarse sólo en Jesús. Cuanto mayor sea la fidelidad de los apóstoles y de todos los predicadores en la escucha de Jesús y en su comunión de vida con él, tanto más vin­culante será su palabra.

Jesús invita a los apóstoles en estos términos: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco» (6,31). Jesús mismo se había retirado a la soledad después de su primera gran actividad y había vivido en la oración la comunión con el Padre (1,35). Los discípulos deben descansar en la comunión con Jesús y en la comunión mutua, reponiéndose y recogiéndose. Jesús los había enviado, exigiéndoles la fatiga y el esfuerzo del servicio apostólico. El que quiere tener una vida cómoda no es apto para este servicio. Pero Jesús no lanza a los apóstoles de una actividad a otra; la fatiga ininterrumpida no es un comportamiento cristiano. Jesús quiere conducirlos ahora a un lugar tranquilo. Reposo y tranquilidad son necesarios para reponerse, de modo que no sólo el cuerpo se vea libre de las fatigas, sino que también el espíritu pueda llegar al recogimiento y a la concentración, sin sentirse perturbado por estímulos e impresiones que se suceden continuamen­te. Existe el miedo a la tranquilidad y la huida, al ruido y a la agitación, que parece ser una huida de sí mismo: «Yo

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no soporto más estar solo conmigo mismo y encontrar­me con los pensamientos y sensaciones que en este caso surgen en mi interior o con el vacío que en esta situación experimento». Para una distensión real se hace necesaria la tranquilidad, de modo que podamos volver a nosotros mismos y conocer tanto nuestra persona como nuestros deberes, nuestras fuerzas y todo lo que Dios nos ha dado. Sólo con esta actitud, buscando encontrarnos con noso­tros mismos, nos será posible un comportamiento claro, consciente y responsable. El que quiera manipularnos y servirse de nosotros para sus propios intereses, intentará por todos los medios impedir que consigamos la serenidad y la paz con nosotros mismos y con Dios.

Jesús ha buscado la tranquilidad para sus apóstoles. La consiguen sólo durante su travesía en la barca. Cuando alcanzan la orilla, no llegan a un lugar apacible, sino que se encuentran con una gran muchedumbre. Jesús no la rehuye, aunque vea frustrado su intento de descansar. Intuye la situación de aquellos hombres y, lleno de com­pasión, se dirige a ellos, primero con su enseñanza (6,34) y después con el gran banquete para todos (6,35-44).

Jesús ve a esta muchedumbre como ovejas que no tienen pastor. Cuando Moisés sintió que su final estaba cerca, pidió a Dios un nuevo guía para el pueblo dicien­do: «La comunidad del Señor no debe ser un rebaño sin pastor» (Núm 27,17). Moisés temía este peligro. Jesús lo ve hecho realidad. No hay nadie que guíe al pueblo, que se preocupe de él, que lo recoja e impida su dispersión, su extravío y su ruina. Jesús tiene compasión del pueblo y desempeña la función de pastor, primero instruyéndole y después dándole de comer. Repite así lo que sucedió tamben en tiempos de Moisés. A través de Moisés, Dios comunicó al pueblo la Ley y mostró a todos el modo en

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que debían comportarse. Y en la travesía por el desierto, Dios dio al pueblo el maná y se preocupó de su vida.

Enseñando y dando de comer al pueblo, Jesús se revela como el pastor mesiánico. Habitualmente Marcos refiere -como en este caso- que Jesús enseña, pero no explicita el contenido de esa enseñanza (cf 1,21; 2,13; 6,2.6). Sin em­bargo, desde el inicio reconoce el pueblo que Jesús enseña con autoridad (1,22). Él comunica la voluntad de Dios (3,35), el camino de Dios (12,14). El Padre lo presenta como su Hijo predilecto, cuya palabra debe ser acogida (9,7). Cuando se le pregunta por el primer mandamiento -y consiguientemente por lo que Dios quiere de manera primordial-, Jesús enseña el mandamiento del amor total a Dios y el mandamiento del amor al prójimo (12,28-31). Da así una clara orientación sobre el camino común del pueblo de Dios. Quien acoge estos mandamientos, reco­noce que debe a Dios un amor con todas las fuerzas, sen­cillamente porque todo lo ha recibido de él, porque Dios es su creador y el creador de todo el universo. Reconoce también que, debiéndose a Dios, no es señor y dueño de sí mismo. Reconoce igualmente que tampoco es señor de su prójimo. La enseñanza de Jesús constituye un extraor­dinario e insustituible don para el pueblo de Dios. Una comunidad va a la ruina cuando sus miembros se dejan llevar por el individualismo y el egoísmo, y se convierte en pueblo sin pastor cuando no tiene o no reconoce normas y valores comunes.

Jesús, que se comporta como un pastor -en relación con toda la comunidad, pero también en relación con cada uno de sus miembros (cf Le 15,3-7)-, impactó de modo singular por este rasgo a las primeras generaciones cristianas. La figura del buen pastor, con una oveja sobre sus hombros, forma parte de las primeras representaciones

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que se hicieron de él. La encontramos como fresco, relieve o estatua ya en las catacumbas. Esta representación no pretende ofrecer un retrato de Jesús, pero nos hace ver que esta actitud y comportamiento, determinados por la compasión y el amor hacia los abandonados y extraviados, son rasgos particularmente característicos de Jesús. Todos y cada uno, incluso los más perdidos, pueden dirigirse a él con plena confianza.

Preguntas

1. ¿Por qué tenemos necesidad de un pastor? ¿No sería mejor que no necesitáramos la ayuda de nadie y que estuviéramos libres de todo guía?

2. ¿En qué relación se encuentran los apóstoles y la Iglesia con Jesús?

3. ¿Por qué quiere Jesús ofrecer a los apóstoles un tiempo de descanso y tranquilidad?

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Decimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario

Pan para todos (Jn 6,1-15)

(En aquel tiempo) 'Jesús marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). 2Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. 3Entonces subió Jesús a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.

4Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. 5Jesús levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dijo a Felipe: ¿Con qué compraremos panes para que coman estos? 6(Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer).

7Felipe le contestó: 8Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.

Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pe­dro, le dijo: 9Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces, pero ¿qué es eso para tantos?

10Jesús respondió: Decid a la gente que se siente en el suelo.

Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron. Sólo los hombres eran unos cinco mil. nJesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; lo mismo hizo con los peces. Les dio todo lo que quisieron.

12Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: Recoged los trozos que han sobrado; que nada se desperdicie.

13Los recogieron y llenaron doce canastas con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. 14La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.

15Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo.

El número de aquellos que siguen a Jesús alcanza su punto culminante con la multiplicación milagrosa de los panes y los peces: son unos cinco mil hombres los que se encuen­tran junto a él (6,10). Han quedado impresionados por las

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curaciones de enfermos que Jesús ha realizado y esperan nueva ayuda de su parte. Tras el discurso sobre el pan vivo bajado del cielo, sólo son los doce los que permanecen con él (6,67) y entre ellos está el que le traicionará. Jesús mismo pone en marcha un proceso de discernimiento. Indica abiertamente aquello que él tiene para dar y no hace ninguna concesión a las expectativas del pueblo. Su criterio normativo no es el número de los que le siguen, sino la misión que le ha sido encomendada por el Padre. Con su intervención en la multiplicación milagrosa del alimento, él demuestra que todo comienza en él y todo proviene de él, teniendo la capacidad de dar a todos so­breabundan temente. En el discurso sobre el pan vivo, él explica cuál es su verdadero don, al que remite el signo de la multiplicación. Si depositamos en él falsas expectativas, quedaremos decepcionados. Si, por el contrario, le escu­chamos y acogemos sus dones, él nos llevará a la plenitud de la vida.

Todo comienza por Jesús. Ninguno se dirige a él pi­diéndole que se haga cargo del alimento para la gran muchedumbre, y esto es significativo para el conjunto de su actividad. El va por sí mismo, sin necesidad de órdenes y de peticiones; va por encargo del Padre. Actúa por ini­ciativa propia, en conformidad con la voluntad del Padre. Se encarga voluntariamente de dar comida al pueblo. La idea queda expresada en las palabras que intercambia con los discípulos (6,5-9). Da la orden y los discípulos invitan a la gente a que se siente. Todavía no está el pan y, sia embargo, los hombres deben sentarse, de manera ordenada, para que se les pueda servir, como se hace en un verdadero banquete. Jesús toma los cinco panes de cebada y pronuncia la acción de gracias. Se comporta corno lo hace un padre de familia judío antes de empezar

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a comer. En efecto, cada comida debe estar precedida por la oración de alabanza a Dios, del agradecimiento hacia aquel del que proviene todo buen don. Jesús distribuye los panes y los peces en la cantidad que la gente quiere. Después ordena a los discípulos que recojan los restos del pan. Cada cosa está dispuesta y decidida por él, siendo expresión de su misión.

Todo proviene de Jesús. Al principio le vemos a él, a los discípulos perplejos, a un joven que tiene cinco panes de cebada y dos peces y a la gran muchedumbre que saciar; al final todos están saciados y los discípulos tienen doce cestos con la sobras. Todo esto es obra única y exclusiva­mente de Jesús.

Jesús ha saciado al pueblo por iniciativa propia y sin recurrir a medios ordinarios. Ha dado todo. El coloquio con los discípulos muestra cuál es la situación de partida: aunque se compraran panes por doscientos denarios, no se conseguiría dar de comer a todos. Esta compra de pan no se ha realizado; lo que Jesús tiene para dar no se puede conseguir con dinero. Los cinco panes del joven no son ciertamente suficientes. Así, pues, ni comprando panes ni repartiendo los que hay, nada puede obtenerse. Pero apenas toma Jesús los panes en sus manos, comienza la comida hasta saciarse. Todo proviene de él. Jesús demues­tra que tiene poder para dar y poder para hacer que todos coman hasta la saciedad.

En Cana, Jesús había ayudado a los que participaban en la fiesta de bodas; en otras ocasiones había ayudado a enfermos concretos; aquí da de comer a una inmensa mu­chedumbre. Todos, sin excepción, quedan saciados. La ca­pacidad de ayuda que Jesús ya había demostrado no queda limitada, por tanto, a personas determinadas o a grupos pequeños; no hay límites para su poder. Por su parte, él

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está en condiciones de reunir a todos junto a sí y de saciar a todos; no excluye a ninguno; hay bastante para todos. El problema viene por parte de los hombres: ¿Saben apreciar y quieren aceptar cuanto él está dispuesto a dar?

Jesús ha demostrado su poder no sólo con las curacio­nes; lo ha demostrado también con la multiplicación de los panes y los peces, poniendo ese poder a disposición de toda la gente. Esto hace que la gente esté todavía más entusiasmada de él. Creen haber encontrado en él al hom­bre justo, que debe ponerse a la cabeza de ellos, que debe guiarlos y hacerse cargo de su bienestar en toda su ampli­tud. Él ha demostrado que tiene poder para hacerlo. Pues bien, que este poder lo ejerza en beneficio de todos de forma continuada y completa. Jesús se da cuenta de que quieren hacerle rey a la fuerza. Puesto que ha obrado de modo soberano y por iniciativa propia, él no se deja impo­ner un papel con el que la gente pudiera aprovecharse de él, impulsada por sus propias ideas. Cuanto mayores son las obras de poder en las que él se manifiesta, tanto más graves son las tergiversaciones a las que se expone. Jesús se niega a encabezar aquella muchedumbre entusiasmada y huye de ella.

En las grandes obras que realiza, Jesús demuestra que tiene poder y que lo pone al servicio de los hombres. Nosotros deberíamos confiar en este poder que él ha de­mostrado tener, y en su amor. No podemos prescribirle, y él no se deja, aquello que debe darnos. No debemos comportarnos como si supiéramos mejor que él lo que a nosotros nos conviene. Frente a él, que es tan poderoso y bueno, sólo podemos adoptar una actitud de apertura y confianza. Lo que él quiere ser para con nosotros y lo que quiere darnos lo debemos escuchar de él, y de él debemos aceptarlo con gozo y con fe.

Tiempo Ordinario. XVII domingo 297

Preguntas

1. ¿Qué espero yo de Jesús? ¿Quién debe ser él para mí? 2. ¿Cómo se llega al conflicto entre Jesús, que hace tanto

por el pueblo, y el pueblo, que tiene de Jesús una opi­nión tan alta?

3. ¿Cuál es el criterio con el que Jesús obra?

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Decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario

«Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,24-35)

24Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. 25A1 encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: Maestro, ¿cuándo has venido aquí?

26Jesús les contestó: Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. 27Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna; el que os dará el Hijo del hombre, pues a este lo ha sellado el Padre, Dios.

28Ellos le preguntaron: ¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?

29Respondió Jesús: Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado.

30Ellos replicaron: ¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? 31Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: «Les dio a comer pan del cielo».

32Jesús les replicó: Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verda­dero pan del cielo. 33Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.

34Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. 35Jesús contestó: Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí

no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed.

Hasta el día de hoy se plantean preguntas fundamentales, como estas: ¿Por qué los hombres acuden a Jesús? ¿Qué esperan de él? ¿Qué es lo que él debe darles? ¿Qué es lo que él desea darles de manera espontánea? ¿Concuerdan las expectativas de los hombres con las pretensiones de Jesús? Estas preguntas las esclarece Jesús tras la multipli­cación de los panes.

Tiempo Ordinario. XVIII domingo 299

Jesús dirige a los hombres que le buscan esta adver­tencia: «Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna; el que os dará el Hijo del hombre» (6,26-27). Jesús pone en un fuerte contraste lo que los hombres quieren y lo que él desea dar. Los hom­bres ven en la multiplicación de los panes una útil y có­moda posibilidad para garantizarse el necesario alimento cotidiano; no quieren de Jesús otra cosa que el pan ordi­nario. Jesús ve en la multiplicación de los panes un signo: no tiene sentido en sí misma, sino que señala el don que Jesús quiere darles, el pan del cielo.

Lo que nosotros hemos de buscar en Jesús y podemos recibir de él queda compendiado en la frase: «Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí, no pasará nunca sed» (6,35; cf 6,48.51). Aquí nos encontramos por primera vez con una de las expre­siones a través de las cuales Jesús explica, sirviéndose de una realidad terrena de necesidad vital, cuál es su impor­tancia para los hombres. En el Evangelio de Juan apare­cerán otras expresiones: «Yo soy la luz del mundo» (8,12); «Yo soy el buen pastor» (10,11). Podemos comprender el sentido de tales expresiones sólo si tenemos clara nuestra relación con estas realidades terrenas y sólo si percibimos la pretensión que se esconde en ellas.

Nuestra relación con el pan - o "con el alimento en general- queda caracterizada por el hecho de tener que recurrir necesariamente a él. Dependemos del pan no para algo superfluo o algo a lo que podamos fácilmente renun­ciar, sino para la base misma de nuestra existencia, para nuestra misma vida. Sin las fuerzas que nos vienen del pan no podemos vivir. No somos independientes, soberanos,

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autárquicos. Lo que el pan nos da no nos lo podemos pro­porcionar por nosotros mismos de ningún modo, ni con los pensamientos más clarividentes ni con la voluntad más firme. El pan tiene que ver directamente con la vida y la muerte. Quien no tiene pan para comer y quien no come, muere. Esto no depende de nuestra voluntad; es simplemente así. Por naturaleza debemos recurrir al pan. El pan está ante nosotros, con su maravillosa capacidad de mantenernos en vida. Se trata, sin embargo, de una capacidad limitada. Para cada hombre llega el momento en que ya ni el mejor pan puede ayudarle. Por decenas de años, le ha sustraído de la muerte, pero finalmente no consigue hacerlo.

Con la expresión: «Yo soy el pan de la vida», Jesús afirma que ía relación entre su persona y nosotros es del mismo tipo que la que se da entre el pan y nosotros. Por su parte, esto significa que él en persona, con todo cuanto le pertenece, nos puede dar aquello que el pan nos da, y no para la limitada vida mortal, sino para la infinita vida eterna. Aquello que ningún pan puede dar y a lo que no llega ninguna promesa humana, por muy grande que sea, lo puede dar él. Jesús es superior a la muerte y quiere con­ducirnos más allá de la muerte. Por parte nuestra, esto significa que debemos recurrir a él para tener la vida eter­na, del mismo modo que recurrimos al pan para la vida terrena. Pero esto significa también que los confines de la muerte desaparecen. Como en el pan encontramos el me­dio para sustraernos a la muerte y permanecer en la vida terrena, en Jesús encontramos el camino para superar la muerte y entrar en la vida eterna. Su promesa es enorme. Si se viera desde una perspectiva simplemente humana, Jesús pasaría por ser un presuntuoso y un megalómano (cf 6,60).

Tiempo Ordinario. XVÍII domingo 301

Para que el pan me mantenga en vida, debo comerlo. Si no lo como, termino teniendo hambre y muriendo, in­cluso ante cestos llenos de pan. No basta con hablar de pan o con pensar en él. Debo entrar en la justa relación con él. Lo mismo se ha de hacer para la justa relación con la persona de Jesús: no basta con saber algo sobre él o con hablar profundamente de él. La única relación verdadera con Jesús es la de creer en él. Yo creo en él cuando le concedo toda mi confianza, me fío de él y de su pretensión, sigo exclusiva y decididamente su persona y su vida, construyo todo sobre él, sostengo todo en él, vinculo mi vida a la suya. La fe no es en primer término una certeza intelectual ni retener como cierta una decla­ración o un dato de hecho; es la actitud firme y confiada hacía la persona de Jesús, plenamente conscientes de su identidad y reconociéndole en toda su integridad perso­nal. La fe es relación y vinculación de persona a persona. Yo creo en Jesús cuando me vinculo totalmente a él y me dejo determinar completamente por él. La fe podría pa­recer una vinculación tenue y débil. Pero una verdadera amistad o un verdadero matrimonio demuestran hasta qué punto una relación personal puede ser importante, firme y determinante para la vida. En la fe en Jesús alcanza su punto culminante el poder y la eficacia vivificadora de la relación personal.

La comida del pan da la fuerza necesaria para continuar viviendo sobre la tierra; la fe en Jesús da la vida eterna: «Quien cree, tiene la vida eterna» (6,47). Esta no comien­za sólo después de la muerte, sino ya con el inicio de la fe en Jesús. Crece y se refuerza con el crecimiento de la misma fe. Como Jesús, también ella traspasa la barrera de la muerte y consigue desplegarse en plenitud. Vida eterna significa vida de cualidad diversa y superior; vida que es

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total y exclusivamente vida, a la que compete únicamente el nombre de «vida»; vida que no tiende continuamente hacia su fin; vida que no pasa, que es ilimitada, indestruc­tible, sin cargas, tranquila, llena de significado, de gozo y de armonía.

Jesús precisa el contenido de la vida eterna: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (17,3). La vida eterna no es una duración vacía, en la que nosotros existimos ilimitadamente, teniendo que esperar a ver lo que comen­zamos con tal duración y tal existencia. La vida eterna es en sí y desde el inicio comunión con Jesús y, por medio de él, con el Padre y con todos los hombres. Por eso comien­za con la fe en Jesús. Con la fe vinculamos nuestra vida a la de Jesús, dando inicio a nuestra unión personal con él. Creer en Jesús significa vivir con él, dejarse conducir por él, confiarle nuestra vida, dejando que sea él quien disponga de nosotros. Esta vida con Jesús debe acercarnos cada vez más a su persona, debe incrementar cada vez más nuestra familiaridad con él, debe asemejarnos cada vez más al modelo, debe conducir a una disponibilidad cada vez mayor para servir al prójimo y a una confianza y obediencia cada vez más firme en relación con Dios. La vida con Jesús es la vida eterna.

La unión con Jesús traspasa la muerte, porque él, igual que el Padre, tiene la vida en sí mismo (5,26); es vida, in­finitamente. Una vez que hemos entrado en el ciclo vital de Jesús, la muerte no tiene ya ningún poder determinante sobre nosotros; Jesús nos despertará de la muerte y nos hará vivir (5,21). En el ámbito terreno vivimos la vida eterna sin percibirla, basándonos completamente en la fe (cf 20,29); pero con la muerte y la resurrección entramos en lavisión, en el contacto directo con Jesús glorificado y

Tiempo Ordinario. XVÍII domingo 303

con el Padre. De este modo, la vida eterna recibe su plena forma (17,24); pero continúa permaneciendo la relación y vinculación personal, la vida con Jesús.

Por experiencia personal, nosotros sabemos también que una vida verdaderamente humana es vivida en el plano de las relaciones personales, a partir de las cuales obtiene sus energías fundamentales y alcanza sus cotas más altas. Sin amor y sin intercambios personales, un ser humano entristece; su vida no es alegre, por más que goce de salud y tenga las mejores condiciones materiales. Nuestra vida se hace rica y portadora de felicidad si sabe­mos dar y recibir comprensión, ayuda, aprecio, reconoci­miento, aliento, participación, bondad, perdón, fidelidad, seguridad, etc. Cuanto más maduras e interiormente ricas son las personas que participan en este intercambio, tanto más rica es esta vida. La persona de Jesús es incomparable en este sentido. En cuanto Hijo de Dios, él tiene un in­tercambio infinito con Dios Padre; puede decir al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (17,10). No­sotros podemos únicamente maravillarnos de que él nos llame a la fe, a la vinculación con su persona, a la vida con él. No somos para él socios al mismo nivel; en él está presente la total plenitud de la inagotable riqueza y del infinito amor de Dios. Todo esto se desvela para nosotros en proporción a nuestra capacidad de recibir, y esto es la vida eterna.

Jesús se esfuerza por esclarecerlo y por despertar nues­tro interés sobre lo que constituye su don esencial. El ali­mento procurado a la muchedumbre es un signo de este don. Nosotros lo infravaloramos cuando nos quedamos en nuestros intereses inmediatos y esperamos de él pan y salud; él tiene mucho más que dar. Diciendo «Yo soy el pan de la vida», Jesús se sitúa en línea de continuidad con

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la revelación divina que recibe Moisés en el momento de su llamada. En aquella ocasión, Dios reveló su nombre diciendo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Dios se define esencialmente por el hecho de estar presente en y para su pueblo. Con la definición que da de sí mismo, Jesús dice que Dios está presente en él para nosotros, los hombres, y que se preocupa de nosotros, de nuestra vida. Jesús en persona es la nueva y definitiva forma de la presencia poderosa y activa de Dios, destinada ahora no sólo a ser protección y guía, sino también comunión personal de vida. Jesús no quiere dar sólo pan, sino la eterna comu­nión personal de vida con Dios. Esto supera de tal manera los intereses y las expectativas naturales que a duras penas podemos captar el sentido.

Preguntas

1. ¿Qué es lo que Jesús quiere dejar claro con la multipli­cación del alimento? ¿Cuál es su verdadero don?

2. ¿Qué rasgos caracterizan la fe en Jesús? ¿Cómo puede iniciar con ella la vida eterna?

3. ¿En qué consiste la vida eterna? ¿Cuál es mi actitud respecto a ella?

Tiempo Ordinario. XIX domingo 3 0 5

Decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario

El Padre lleva a la persona y ala obra de Jesús (Jn 6,41-51)

41Los judíos criticaban a Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». 42Y decían: ¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?

43Jesús tomó la palabra y les dijo: No critiquéis. 44Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. 45Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios». Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende,, viene a mí. ^No porque alguien haya visto al Padre; sólo el que viene de Dios ha visto al Padre. 47Os lo aseguro: el que cree, tiene vida eterna.

48Yo soy el pan de la vida. 49Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. 50Este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

Seguimos en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús ha explicado que el banquete milagroso (6,1-15) es un signo. Significa no que en adelante vaya él a proporcionar pan ordinario, sino que él mismo es el pan de la vida. Jesús se aplica a sí mismo esta afirmación: «El pan de Dios es aquel que desciende del cielo y da la vida al mundo» (6,33). Por medio de Jesús, Dios vence a la muerte y da a los hombres la vida imperecedera, eterna. Para gustar este pan y poder experimentar sus efectos, es necesario que los hombres va­yan a Jesús y crean en él (cf 6,35). Ante esta explicación de Jesús protestan sus oyentes (6,41-42). Jesús puntualiza

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que es necesario estar unidos a Dios Padre y ser instruidos por Dios, para encontrar el camino hacia él y creer en él como «pan de la vida» (6,43-47). Seguidamente declara una vez más que él es el pan de la vida y que el que come de ese pan vivirá para siempre (6,48-51).

De los oyentes de Jesús dice el evangelista: «Los judíos criticaban a Jesús, porque había dicho: "Yo soy el pan bajado del cielo", y decían: "¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?"» (6,41-42). Ellos, por una parte, han participado en el banquete milagroso (cf 6,26), han experimentado el gran poder de Jesús y han escucha­do su explicación sobre el significado de ese don. Por otra parte, conocen a la familia terrena de Jesús. Se encuen­tran en una situación semejante a la de los habitantes de Nazaret, que, por un lado, han experimentado la sabiduría y el poder de Jesús y, por otro, conocen las relaciones en que ha vivido tantos años entre ellos (Me 6,1-6). Ambos grupos descuidan su experiencia sobre el poder y la pala­bra de Jesús. No van hasta el fondo de esa experiencia. No indagan lo que esa experiencia puede decir sobre la reladón de Jesús con Dios. Se limitan a su conocimiento humano sobre Jesús y piensan que lo saben todo sobre él. Pero es decisivo esclarecer la relación de Jesús con el Padie. Sólo entonces podrán valorarse correctamente sus afirmaciones sobre el pan de la vida. Sólo a partir del Pa­dre hay verdadero acceso a Jesús. Por otra parte, Jesús es a su vez el único acceso al Padre, tal como él mismo afirma: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (14,6).

En el pasaje central del discurso sobre el pan (6,36-46), Jesús habla concretamente de las relaciones que existen entre Dios Padre, él mismo y sus oyentes. Jesús afirma que

Tiempo Ordinario. XIX domingo 307

el Padre debe intervenir y obrar para vincular con él a los oyentes: «Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día» (6,44). Y añade: «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí» (6,45). Previamente había dicho: «Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (6,37-38). Se trata siempre de que los hombres vayan a Jesús y crean en él como Hijo y en su significado como pan de la vida (cf 6,35); se trata de que los hombres no duden de su palabra y no lo rechacen (cf 6,41-42.60).

Jesús describe de múltiples formas el comportamiento del Padre. El Padre pone a los hombres en manos de Jesús (6,37; cf 6,39); se los confía a su cuidado solícito. Detrás de todo lo que sucede entre Jesús y los hombres están siempre Dios Padre y su amor a la humanidad. Dios ha enviado a Jesús a los hombres, para que estos tengan vida por medio de él (6,39; cf 3,16), y confía a los hombres a Jesús y a su acción salvífica. El Padre lleva a los hombres a Jesús, los atrae hacia Jesús (6,44), despierta en ellos la sensibilidad por Jesús, de tal forma que se sientan impac­tados e interpelados por él, que se vean atraídos por él, que adquieran confianza en él, que se entusiasmen por él, que vayan a él con un corazón apasionado. Es un don del Padre la superación de toda clase de extrañeza, de distancia fría y de duda entre los hombres y Jesús; es un don del Padre que los hombres se dirijan a Jesús con gozo y confianza. El Padre instruye también a los hombres y espera que le escuchen (6,45). Hasta ahora se trataba más bien del aspecto emotivo de la relación entre Jesús y los hombres. Ahora se trata sobre todo del aspecto racional. El Padre enseña a los hombres quién es Jesús y cuál es su

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cometido; les da a conocer y comprender la persona de Je­sús. Lo que el Padre quiere conseguir, lo describe Jesús así: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (6,40). Jesús revela a Dios como su propio Padre. El Padre quiere que los hombres reconozcan a Jesús como su propio Hijo, que crean en él y que, por medio de él, tengan la vida eterna.

Dios Padre lleva a los hombres a Jesús y los instruye acerca de él. Pero no es así como los hombres tienen un acceso directo al Padre. Jesús dice expresamente: «No es que alguien haya visto al Padre; sólo el que viene de Dios ha visto al Padre» (6,46). Ya el prólogo se cerraba con esta declaración: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre, es el que lo ha revelado» (1,18). Sólo Jesús, que viene de Dios, conoce al Padre directamente, desde un encuentro y una comu­nión inmediata con él. A través de Jesús, Dios es conocido como el Padre que, por amor al mundo, ha enviado a su Hijo (cf 3,16). El Padre y el Hijo están unidos de modo inseparable. Quien acoge la revelación de Dios en cuanto Padre y cree en él, es llevado por él hasta el Hijo. Sin la fe en el Padre y en su amor por el mundo, no hay fe en Jesús en cuanto Hijo de Dios y en su obra de salvación en favor de los hombres. La revelación de Dios en cuanto Padre es la misión propia de Jesús y está en el centro de su obra. El camino conduce del Padre al Hijo; sólo quien es condu­cido e instruido por el Padre y se abre a él, puede llegar al Hijo y creer en él en cuanto pan de vida.

El Padre es también quien determina lo que ha de hacer Jesús para los hombres y el modo en que su obra se hace eficaz: «Pues esta es la voluntad de mi Padre: que todo é que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna, y

Tiempo Ordinario. XIX domingo 309

yo le resucitaré en el último día» (6,40; cf 6,39.44). Sólo porque el Padre lo ha dispuesto así, Jesús es el pan de vida; y la misión de Jesús es la de sacar a los hombres de la muerte e introducirlos en la vida eterna de Dios. Esta misión la lleva a cabo en aquellos que creen en él, en los que se dejan conducir hasta él por el Padre, en los que le han conocido y reconocido como el Hijo de Dios. Sólo Jesús puede revelar a Dios como Padre (6,46). Pero sólo el Padre instruye sobre la persona y la obra de Jesús (6,45).

Preguntas

1. Jesús conoce y revela a Dios como Padre; el Padre lleva a Jesús; los hombres creen en Jesús. ¿En qué relación se encuentran estos elementos?

2. ¿Qué aspectos presenta la obra del Padre, que lleva a los hombres a Jesús?

3. ¿Qué obstáculos se oponen a la fe en Jesús como Hijo de Dios?

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Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario

Vida desde el don de la vida (Jn 6,51-59)

(En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos): 51Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

52Se pusieron entonces a discutir los judíos entre sí: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?

53Jesús les dijo: Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vo­sotros. 54E1 que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.

55Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. 56E1 que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. 57EI Padre, que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí.

38Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron. El que come de este pan, vivirá para siempre.

j9Jesús dijo estas cosas enseñando en la sinagoga de Ca-farnaún.

En cuanto Hijo de Dios, enviado por el Padre, Jesús nos llama a la comunión de vida con él. Si tenemos fe en él, entramos en la vida con él, en la vida eterna. En la parte final del discurso sobre la multiplicación de los panes, Jesús explica en profundidad cómo es él para nosotros el pan de la vida. Se esclarece aquí que en su muerte de cruz él se da para la vida del mundo y que él nos da su carne y su sangre como comida y bebida. Jesús no sólo ha venido al mundo como Hijo de Dios, sino que ha dado también su propia vida por nosotros. Por eso es él para nosotros el

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pan de la vida. De su muerte en cruz derivan los dones eucarísticos, su carne y su sangre. Si comemos y bebemos de ellos, acogemos sus dones y confesamos nuestra fe: él está presente en ellos y sólo a través de él, el Elevado y el Crucificado, tenemos nosotros la vida eterna.

Con las palabras «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre» (6,51a), Jesús compendia el sentido que se ha de dar al signo de la mul­tiplicación de los panes. El en persona es fuerza de vida celeste y divina, absolutamente inagotable. Quien entra en una justa relación con él, tiene parte en la vida eterna. La frase siguiente -«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (6,51b)- contiene otros elementos. Hasta aquí, el discurso ha versado generalmente sobre el hecho de que Jesús es el pan de ía vida; ahora él dice que dará pan en el futuro. Este pan es su carne, o sea, Jesús mismo en la plenitud de la propia existencia humana. Él ha puesto en juego su humanidad para la vida del mundo. Esta puesta en juego tiene valor para todo el mundo, para todos los hombres sin excepción. Él ha venido a salvar al mundo (3,17), es el salvador del mundo (4,42). Arries­gando su propia vida, procura la vida del mundo. Por lo que respecta a él y a su obra, nadie queda excluido de esa vida.

Esto se explica con más precisión en 6,53-56. Para tener parte en la vida eterna es necesario comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre. Junto a la carne, de ahora en adelante se hablará siempre también de la san­gre. Distinguiendo sangre y carne, Jesús hace referencia a la propia muerte violenta: sobre la cruz ha derramado él su sangre. En el pan, que es su carne, y en el vino, que es su sangre, él se dará a sí mismo como aquel que en la cruz ha dado la propia vida. Esta carne y esta sangre son

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también la carne y la sangre del Hijo del hombre. Pero el Hijo del hombre'es el que ha sido elevado en la cruz, el Hijo unigénito, que Dios ha arriesgado hasta el máximo por amor al mundo (3,14-16). Los dones eucarísticos en­cuentran fundamento en la muerte de Jesús en la cruz, en su donación de la vida para la vida del mundo, como prueba extrema del amor de Dios. Jesús, que da su vida sobre la cruz, da también su carne como alimento y su sangre como bebida. Esta carne y esta sangre son una prueba definitiva de su amor y garantía del amor que ha demostrado al dar la vida.

Jesús es el pan de la vida. Sólo quien cree en él tiene la vida eterna. No existe un Jesús diverso del que ha ofrecido sobre la cruz la propia vida y que se ofrece como alimento y bebida en los dones eucarísticos. Gustando con fe estos dones, nosotros confesamos al Crucificado en su amor y como fuente de vida, consiguiendo tener parte en su vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eter­na, y yo le resucitaré en el último día» (6,54).

De nuevo se esclarece aquí que vida eterna y comunión personal con Jesús se identifican. A quien come su carne y bebe su sangre, Jesús le promete: «Tiene la vida eterna» (6,54) y «permanece en mí y yo en él» (6,56). Permanecer el uno en el otro implica pleno y recíproco intercambio, la unión personal más estrecha posible. Entra aquí tam­bién la fundamental experiencia del amor de aquel que ha dado su vida por nosotros. El significado de todo esto será explicado más tarde, con la parábola de la vid y los sarmientos (15,1-17).

Jesús ha hablado muchas veces del Padre como de aquel de quien todo procede. El Padre envía al Hijo a los hombres como «pan de la vida» (6,32.44), pero lleva también a los hombres hasta Jesús en cuanto «pan de la

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vida» (6,37.44. 65). Respecto al Padre, Jesús dice: «Esta es la voluntad de mi Padre: que quien vea al Hijo del hombre y crea en él tenga la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (6,40). Al final, él declara que todo lo anunciado como don propio en la explicación del signo de la multiplicación de los panes y los peces encuentra fundamento en Dios, en el Padre (6,57). Dios es el Padre vivo, la vida misma, la plenitud inagotable de fuerza vital, el Dios viviente. Jesús es enviado por él y tiene la vida que ha recibido de él. Rasgo característico del Padre es

. dar la vida. Jesús, el Hijo, ha recibido la vida de él; y, en cuanto que posee en sí esta vida divina que le viene del Dios viviente, puede transmitir vida. El pan vivo viene del Padre vivo y recibe de él toda su fuerza vivificante. Todo depende de que Jesús tiene su origen en Dios. La fe en él es ante todo fe en su ser plenamente Hijo de Dios y en su misión; sólo después es fe en su absoluta importancia para nosotros, los hombres.

Puesto que viene del Padre vivo, Jesús es el pan vivo, el pan bajado del cielo (6,58). Por tanto, este pan es superior al maná que comieron los padres. El maná decía relación sólo a la vida terrena y no tenía eficacia o importancia alguna para el más allá de la muerte. El pan que Jesús es y da no sirve para sostener la vida terrena, ni impide la muerte terrena. Jesús mismo muere, ofreciendo la carne y la sangre del Hijo del hombre ensalzado. Pero él, que es el pan de la vida, da la vida eterna, que no desaparece con la muerte y que encuentra su cumplimiento en la resurrección. Son precisamente los dones eucarísticos los que muestran cómo es ese amor del Padre y del Hijo que impregna y caracteriza la vida eterna.

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Preguntas

1. ¿Qué relación tienen entre sí el pan de la vida, los do­nes eucarísticos, la muerte del Hijo del hombre ensal­zado, el amor de Jesús y el amor del Padre?

2. ¿Qué significa, para la naturaleza de la vida eterna, el que derive de este pan de la vida?

3. ¿Cómo es la relación de Jesús con Dios? ¿Qué se des­prende de esta relación?

Tiempo Ordinario. XXI domingo 3 1 5

Vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario

Irse o quedarse Qn 6,60-69)

60Muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: Este modo de hablar es inaceptable. ¿Quién puede hacerle caso?

61Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: ¿Esto os hace vacilar? 62¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? 63E1 espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. 64Y con todo, algunos de vosotros no creen. (Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar).

65Y añadió: Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.

66Desde aquel momento, muchos discípulos suyos se echa­ron atrás y no volvieron a ir con él. "Entonces Jesús les dijo a los Doce: ¿"También vosotros queréis marcharos?

68Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. 69Nosotros creemos, y sabe­mos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

El alimento milagroso y el discurso sobre el pan se distin­guen de los otros signos y discursos de Jesús, entre otras cosas, por el hecho de que sus discípulos toman posición. Jesús revela aquí cuáles son sus dones específicos, afirma que se los dará en calidad de ensalzado y precisa que es­tos dones son recibidos en su carne y en su sangre. Sus discípulos se dividen ante esto: muchos se alejaron de él (6,60-66); los Doce permanecen junto a él (6,67-69).

Para la mayor parte de los discípulos, las palabras de Jesús resultan intolerables, hasta el punto de no poder seguir ya escuchándole. Intolerables son, efectivamente, si se ve a Jesús sólo como un hombre, si se le acoge sólo emocionalmente y con superficialidad, si uno se detiene

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en los detalles y se olvida del conjunto. Jesús intenta ofre­cer a los discípulos alguna ayuda para comprender, pero menciona también la verdadera razón de su indignación: la falta de fe. Lo primero que hace es recordar a los discí­pulos que no ha hablado como un hombre más, sino como el Hijo del hombre, que ha venido de Dios y a él vuelve. En el discurso sobre el pan ha subrayado varias veces que ha sido enviado por Dios y que de él ha recibido la vida (cf 6,27.57). La premisa principal para comprender las palabras de Jesús es comprender y reconocer su persona.

Después, Jesús se centra en un punto especial de su discurso. Los discípulos quedan sorprendidos sobre todo porque ha dicho que dará a comer su carne y a beber su sangre. Jesús les asegura que de la carne en cuanto tal no se ha de esperar nada. La carne, es decir, el ser humano en cuanto tal -incluso el ser humano de Jesús- es perecedero y va a la muerte; de él no se puede esperar vida imperece­dera. Esta viene sólo del Espíritu, del inagotable poder vital de Dios (cf 3,6). Pero Jesús subraya también que todas sus palabras son Espíritu y vida. Él no se ha limitado a exponer simplemente algunas reflexiones sobre el Espíritu y la vida, sobre el inagotable poder vital de Dios y sobre la vida im­perecedera, sino que el Espíritu y la vida están presentes en sus mismas palabras y él ofrece una demostración clarísima. También las palabras sobre su carne y sobre su sangre son Espíritu y vida en cuanto que hablan de aquel que no es sólo carne, sino el Verbo hecho carne (1,14). A Jesús se le puede comprender correctamente sólo si se presta atención a su identidad y a la naturaleza de sus palabras. Pero a esto se opone la falta de fe, el rechazo, la desconfianza en él y sus palabras. La fe es un don de Dios (cf 6,37-44); pero es al mismo tiempo la responsabilidad de aquellos que no eren y se alejan de Jesús.

Tiempo Ordinario. XXI domingo 317

El coloquio de Jesús con la multitud de los discípulos ha partido de su protesta y de su valoración emocional sobre sus palabras; el coloquio con los Doce comienza con una pregunta suya. No tiene un carácter provocativo, como si Jesús dijera: ¡Podéis marcharos tranquilamente! Contiene, por el contrario, una invitación a permanecer: ¿Queréis marcharos también vosotros? Jesús lanza la pre­gunta y deja a los discípulos la libertad de decidir. Pero no retira nada de cuanto ha dicho. Pedro da una respuesta claramente meditada e indica tres razones por las que ellos permanecen con Jesús y no se asocian a la mayoría.

La primera razón consiste en una reflexión teñida de desencanto: «No podemos marchar a ciegas. Si nos mar­cháramos, deberíamos saber a quién podríamos acudir, en quién podríamos encontrar algo mejor y más convincente. Marcharse sin más no tiene sentido». En esta reflexión no hay todavía ninguna razón positiva para permanecer con Jesús. Pero esta reflexión tiene gran valor para poner en guardia contra decisiones demasiado precipitadas, dictadas por el sentimiento. En la toma de una decisión no ha de haber irritaciones y malentendidos. Hasta no encontrar un maestro indiscutiblemente mejor, es prudente permanecer con Jesús.

La segunda razón hace referencia al carácter de las palabras de Jesús. Él mismo había afirmado: «Las palabras que os he dicho son Espíritu y vida» (6,63). Pedro acepta ahora esta valoración: «Tú tienes palabras de vida eterna» (6,68). Él ha comprendido que el don decisivo de Jesús es la vida eterna y reconoce que Jesús habla de él de modo válido y comprometido. Jesús no habla sólo de él, sino que ofrece también el mensaje seguro sobre la vida eterna y desvela el acceso a ella. Los Doce creen en él y muestran el máximo interés por este don.

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La tercera razón consiste en el reconocimiento de la persona de Jesús. Pedro habla del camino para llegar a este reconocimiento y del contenido del mismo. Los Doce se han abandonado a Jesús y han confiado plenamente en él. Sobre la base de este comportamiento han comprendido y han reconocido quién es Jesús: el Santo de Dios. Este es el único comportamiento que permite acercarse a él. Jesús no puede ser reconocido a distancia, desde la indiferencia, desde la crítica o el egoísmo, sino desde la abierta confian­za. Pedro no asume una de las designaciones comunes de Jesús; no alude a su importancia para con los hombres, sino que le define por completo desde su relación con el Padre. «Santo» es lo que pertenece a Dios. Si Jesús es el Santo de Dios, esto quiere decir que él pertenece total­mente a Dios y que está plenamente unido a él. El modo de esta unión quedará precisado después: Jesús es el Hijo de Dios. En su confesión, Pedro subraya el elemento deci­sivo y fundamental: la relación de Jesús con Dios, la total pertenencia de Jesús a Dios. Por esto es por lo que Jesús tiene palabras de vida eterna y por lo que resulta insensato alejarse de él.

Preguntas

1. í'Cuál es mi concepción de Jesús? ¿Qué expectativas tengo depositadas en él? ¿Por qué permanezco con él?

2. ¡Cuáles son las premisas para comprender las palabras de Jesús? ¿Cuáles son los obstáculos para esa compren­sión?

3. Los adversarios persiguen a Jesús y muchos discípulos le abandonan. ¿Por qué motivos?

Tiempo Ordinario. XXII domingo 319

Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario

Puro e impuro (Me 7,1-8.14-15.21-23)

'Entonces se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos letrados de Jerusalén 2y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. 3(Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores; 4y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, como lavar vasos, jarras y ollas).

5Según esto, aquellos fariseos y letrados preguntaron a Jesús: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de los mayores?

6É1 les contestó: Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócri­tas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. 7E1 culto que me dan está va­cío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». 8Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres [...].

"Llamando de nuevo a la gente, les decía: Escuchad y entended todos: 15Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre [...]. 2'Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, 22adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. 23Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.

La cuestión sobre lo puro y lo impuro, surgida porque los discípulos tomaban alimentos con manos impuras, puede parecemos totalmente superada. Nosotros no tenemos ya nada en común con las prescripciones judías al respecto; las costumbres de mesa y la naturaleza de los alimentos caen fuera de nuestra relación con Dios. No obstante,

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sigue teniendo gran importancia lo que Jesús dice en este episodio. El problema no es ya ¿qué es lo que nos hace puros o impuros?, sino ¿cuál es la base desde la que hemos de valorar nuestro comportamiento? ¿Qué es lo que tiene un peso determinante para nuestra relación con Dios?

Jesús pone en el centro el mandamiento de Dios (7,8). Todo nuestro actuar queda determinado por los manda­mientos; todo lo que se opone a ellos o limita su cumpli­miento es palabra de hombre.

Jesús nos pide que examinemos con profundo sentido crítico las normas que determinan nuestro comportamien­to. Todo nuestro obrar debe estar orientado por completo hacia el mandamiento de Dios. Algunas prescripciones devotas querrían dejarlo a un lado, y más obstáculos en­cuentra todavía en prescripciones no devotas. Se trata en estos casos de algunas disposiciones humanas que nosotros mismos nos imponemos: aquellas que provienen de nues­tro egoísmo o aquellas que dejamos imponernos desde el exterior. Con frecuencia nos dejamos guiar de lo que es considerado como deseable, necesario, moderno, actual, etcétera; nos dejamos guiar por nuestro egoísmo en todas las formas en que este se manifiesta. Jesús nos dice: el úni­co punto de referencia válido es el mandamiento de Dios; todo lo demás debe estar orientado hacia él, y no a la in-veisa. Para nosotros, los hombres, es importante adoptar la justa relación con Dios. En esto consiste la verdadera pureza. El único camino para alcanzarla es comportarnos no según las normas humanas, sino según la voluntad de Dios.

Una observancia puramente exterior de la ley no basta. Es el corazón del hombre el que debe orientarse hacia la voluntad de Dios. En la instrucción siguiente, lo primero que Jesús dice es que las acciones malas provienen del co-

Tiempo Ordinario. XXIÍ domingo 321

razón malo (7,14-15). Por eso, la preocupación primordial de una persona ha de ser la de tener un corazón puro. En la sexta bienaventuranza se dice: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). El corazón puro nos dispone para el encuentro inmediato y para la comunión estable con Dios. Enumerando las intenciones malignas que pueden provenir del corazón humano (7,21-22), Jesús nos muestra, a título de ejem­plo, de qué ha de liberarse el corazón para ser puro y estar consiguientemente preparado para la visión de Dios. Las maldades enumeradas (fornicaciones, robo, homicidio) corresponden a lo que está prohibido por las otras dispo­siciones de los mandamientos del Decálogo. Son recorda­das también algunas actitudes (codicia, envidia, falsedad), de las que provienen estas maldades. Las mencionadas al final atañen directamente a la relación con Dios y, por tanto, al ámbito de los tres primeros mandamientos del Decálogo. De este modo, la instrucción sobre la pureza y la impureza se convierte, por decirlo así, en un comentario al Decálogo. Las últimas maldades mencionadas pueden explicarse de este modo: La blasfemia y las imprecaciones son lo contrapuesto a la alabanza y a la adoración a Dios. En su orgullo, el hombre piensa que no tiene necesidad de Dios, que puede hacer y disponer de todo por sí mismo. La insensatez no designa una carencia en el ámbito de las facultades intelectuales, sino la falta de disponibilidad para reconocer a Dios en su verdadera grandeza y poder. Insensato es aquel que no quiere tomar en serio a Dios en cuanto tal y, por ello, no está dispuesto siquiera a poner el mandamiento de Dios por encima de todas las palabras humanas y a dejarse guiar por la voluntad de Dios.

Nuestro corazón debe encontrarse libre de todo esto para poder estar lleno del sentido de Dios, para reconocer

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322 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

con gratitud nuestra dependencia de él, para estar satura­do de la alabanza a Dios. Debe dejar espacio al prójimo y tratarlo con amor. Un comportamiento sólo exteriormente correcto no basta. Es con el corazón con el que debemos orientarnos a la voluntad de Dios, haciendo de ella la úni­ca norma de nuestro obrar. Sólo así tendremos un corazón puro; sólo así alcanzaremos la justa relación con Dios.

Preguntas

1. Los fariseos recriminan a los discípulos de Jesús el comer con manos impuras. ¿Cuándo nos aferramos nosotros a bagatelas, no concediendo a los demás la libertad que Dios les ha concedido?

2. ¿Cuáles son para nosotros los modos de sustraernos al mandamiento de Dios? ¿A qué palabras humanas damos prioridad?

3. ¿Somos conscientes de la obligatoriedad de los man­damientos de Dios? Ellos.no dicen: si quieres, puedes hacer esto o aquello. Ellos dicen: debes, no debes...

Tiempo Ordinario. XXIII domingo 3 2 3

Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario

«Todo lo ha hecho bien» (Me 7,31-37)

31Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. 32Le presentan un sordo, que además apenas podía hablar, y le piden que le imponga las manos.

33É1, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. 34Y mirando al cielo, suspiró y dijo: Effetá (esto es, «ábrete»).

35Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.

36É1 les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. 37Y en el colmo del asombro decían: ¡Todo lo ha hecho bien! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Poder ver, hablar y oír es para la mayoría de nosotros algo normal. Difícilmente pensamos en el gran don que supone gozar de estas facultades que nos permiten relacionarnos con nuestro ambiente, con los hombres y con las cosas. Sin ellas, todo sería oscuro y mudo; no podríamos perca­tarnos de lo que nos rodea; sólo con dificultad podríamos intercambiar ideas con las personas que tenemos a nuestro lado; nos veríamos obligados a vivir encerrados en noso­tros mismos, a vivir en soledad. Cada día deberíamos dar gracias a Dios por estas facultades tan normales, pero a la vez tan maravillosas y preciosas; cada día deberíamos reconocer la gran riqueza de estos dones que se nos han dado.

Jesús se encuentra en la Decápolis, al este del lago de Genesaret, en territorio pagano. También aquí es conoci­do su poder de curar (cf 3,8; 5,20). Por eso le llevan en

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seguida a un hombre que es sordomudo y le suplican que le ayude. Este hombre se ve impedido de un modo parti­cularmente grave. No puede escuchar y no puede hablar. No puede decir lo que quiere comunicar a los demás. Tampoco puede escuchar lo que los demás quieren de­cirle. Depende de signos y de gestos. Sólo de manera muy limitada puede participar en el intercambio y la comunión entre los hombres.

Jesús atiende sin dilación la súplica de las personas que le presentan al sordomudo y, a través del contacto, le hace sentir que se preocupa de él. Lo toma de la mano y, guián-dolo, lo aparta de la muchedumbre. Pone los dedos en sus orejas y le toca la lengua. El sordomudo, que no puede ni escuchar ni hablar, puede percatarse de diversos modos, a través del contacto corporal, que Jesús se interesa por él. En el gesto de levantar los ojos al cielo se hace patente que ]esús actúa desde su unión con Dios. Su gesto de sus­piro expresa su íntima participación en la miseria de este hombre. La palabra poderosa de Jesús devuelve la salud al enfermo. Actuando así, Jesús.manifiesta un poder que no es de tipo impersonal o indiferente; él mismo participa, de ese modo diferenciado que describe el relato evangélico, en la curación de aquel hombre impedido, haciéndole ex­perimentar su cercanía y su interés. Jesús da al sordomudo la capacidad de escuchar y de hablar correctamente, le concede las ricas posibilidades del intercambio personal, le libera del aislamiento y la soledad y le lleva a la comunión con los demás hombres.

Toda la actuación de Jesús está en función de dar, pro­mover y profundizar la comunión: la comunión con Dios y la comunión entre los hombres. Jesús ha venido por causa de los pecadores y restablece su comunión con Dios (cf 2,17). Se empeña de muchas formas, con su enseñanza y

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con sus obras, en favorecer la ayuda mutua y el perdón, la comprensión y la unión entre los hombres.

Del curado dice el evangelista: «Hablaba correctamen­te» (7,35). Con toda probabilidad se pretende dar a en­tender que podía hablar de manera clara y comprensible. Pero, además, para una buena y cordial comunión entre los hombres es importante poder hablar y escuchar correc­tamente. Todos sabemos que se dicen muchas cosas super-fluas, insensatas, malévolas y ofensivas, que, en lugar de favorecer la comunión, la perjudican. En estos casos sería oportuno saber callar. Pero también es necesaria la palabra justa en el momento justo. Sin embargo, permanecemos mudos. Hacen falta palabras de consuelo y de ánimo, igual que de advertencia y orientación. La escucha correcta es también tan importante como el discurso correcto, o todavía más. Así parece indicarlo el hecho de que Jesús comience por poner los dedos en los oídos del sordomudo y que la apertura de los oídos sea mencionada en primer lugar. Nosotros estamos abiertos, si tenemos tiempo, pa­ciencia, interés y comprensión ante el que quiere decirnos algo -se trate de un niño que quiere contarnos un suceso o una observación, o se trate de un anciano que quiere salir de su soledad y comunicar algo de su persona y de su experiencia-. ¡Con cuánta frecuencia les decimos: no te­nemos tiempo, o les escuchamos sin prestarles atención! A la simple capacidad de hablar y de escuchar deben unirse la comprensión, la paciencia, la empatia, o sencillamente el amor y la bondad, de forma que podamos hablar y es­cuchar correctamente y que estas facultades contribuyan a la comunión y a la unión entre los hombres.

El pueblo reacciona con asombro y entusiasmo ante la curación, y exclama: «¡Todo lo ha hecho bien! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (7,37). Se puede pensar

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que el pueblo exagera en su entusiasmo. Jesús ha curado sólo a este sordomudo. Entonces había, y continúa habien­do hasta hoy, muchos sordomudos que Jesús no curó. Ade­más, hay todavía otras muchas enfermedades y miserias, y toda vida humana se dirige hacia su ocaso. ¿Cómo puede decir el pueblo que «todo lo ha hecho bien» ? Una afirma­ción semejante aparece al final del relato de la creación: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gen 1,31). Lo que el pueblo afirma está expresando, por tanto, que con la obra de Jesús se ha hecho cercano el reino de Dios (cf 1,15), que comienza la nueva creación.

Con la curación del sordomudo, y con las demás obras prodigiosas, Jesús no ha eliminado todo el sufrimiento de esta tierra, sino que ha mostrado, de una forma fundamen­tal y de una vez por todas, que él quiere para los hombres la salud, la posibilidad de comunión y la vida plenamente realizada; que él tiene el poder de hacer esto y de ofrecer­lo. Con Jesús llega a nuestro mundo una nueva voluntad y un nuevo poder, y, al mismo tiempo, la esperanza de que la situación actual cambiará, de,que toda la miseria quedará superada. En la resurrección de Jesús, Dios ha mostrado, finalmente, hasta dónde llegan su voluntad y su poder. Ha superado la muerte, con la que se nos arrebatan todas las posibilidades de comunión y mediante la cual desaparece­mos de modo aparentemente radical de la comunión con los demás hombres. Con la resurrección de Jesús, Dios ha abierto también la puerta a la victoria sobre la muerte, a la salud perfecta, a la vida eterna. Será entonces vencida toda limitación, y todo obstáculo. Se nos dará entonces la capacidad ilimitada e imperecedera de encuentro, de comunicación y de intercambio, de comunión con el Dios infinito y con los hombres. Entonces tendrá validez plena lo que el pueblo declara: «Todo lo ha hecho bien» (7,37).

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Preguntas

1. ¿Cómo hace sentir Jesús al enfermo que se preocupa por él?

2. ¿Qué es necesario para escuchar y hablar correctamen­te/

3. ¿Qué novedad ha llegado al mundo con la venida de Jesús?

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Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario

Giro decisivo en el camino de Jesús (Me 8,27-35)

27Jesús partió con sus discípulos hacia las aldeas en torno a Cesárea de Filipo, y por el camino les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?

28Ellos contestaron: Unos, Juan Bautista; otros, Elias; y otros^ uno de los profetas.

29É1 les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro contestó: Tú eres el Mesías. 30É1 les prohibió terminantemente decírselo a nadie. 31Y

empezó a instruirlos: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días.

32Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. 33Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios.

34Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. 35Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.

Lo que el evangelista refiere en este pasaje señala un giro decisivo en el ministerio de Jesús. Hasta ahora Jesús ha llevado a cabo su gran actividad en Galilea (1,14-8,26). Ahora deja Galilea 7, acompañado por sus discípulos, se dirige hacia el norte, hacia el territorio pagano de Cesárea de Filipo, para emprender de allí el camino hacia Jerusa-lén, donde se cumplirá su destino (8,31-16,8).

Al comienzo de «te viraje, Jesús pregunta a los dis­cípulos por la opinión de la gente sobre su identidad y, después, por su propia opinión (8,27-30). Sobre la base

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de todo lo que él ha realizado y enseñado en Galilea, los discípulos deben tener ya una idea de su persona. Lo que ellos dicen es el resultado de todo lo que precede, pero es a la vez el punto de partida de todo lo que sigue. Pe­dro confiesa que ellos lo han reconocido como el Cristo. De ahora en adelante deben aprender a aceptar que él es el Cristo crucificado (cf ICor 1,23). De ahí que Jesús anuncie a sus discípulos lo que le sucederá en Jerusalén, encontrando la fuerte oposición de Pedro (8,31-33). Jesús indica entonces a los discípulos y al pueblo las condiciones con las que son invitados a seguirle a él, que va hacia la muerte de cruz y la resurrección (8,34-35). Esta secuencia -Jesús que anuncia su destino; los discípulos que se de­fienden contra él; Jesús que los instruye sobre lo que han de hacer en su seguimiento- se repite todavía otras dos veces (9,30-50; 10,32-45). Con estos temas se señala todo el camino de Jesús a Jerusalén. Con estos temas prepara Jesús a sus discípulos para lo que sucederá en Jerusalén, indicándoles las actitudes irrenunciables para su vida como discípulos suyos.

En estas preguntas que Jesús dirige a sus discípulos se percibe claramente lo que él espera de ellos: una apertura espiritual y una postura ponderada, fundamentada. No de­ben limitarse a aceptar su modo de actuar y sus obras con cierta admiración, pero sin cambiar su modo de caminar hasta entonces. Su corazón debe estar vigilante y atento; ningún cuerpo extraño y ninguna rigidez deben impedir­les alcanzar el sentido pleno de su actuación. Jesús no les anticipa lo que ellos mismos deben llegar a ver. Quiere sólo que sus ojos sean transparentes y limpios, que pene­tren y vean, que traduzcan en palabras lo que han visto, que confiesen lo que han reconocido. Con sus preguntas, Jesús propone una enseñanza completa sobre la actitud

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espiritual adecuada con la que nosotros podemos encon­trarle a él y a su actuar: no con un corazón endurecido, que perciba sólo parcialmente y que evite una toma de posición claramente expresada, sino con un corazón puro y una decisión comprometida.

El punto determinante de esta decisión es expresado en 8,27-30. Aquí Jesús no insiste ya de modo genérico en la incomprensión de los discípulos, sino que, de forma progresiva, les plantea una doble pregunta: quiere saber lo que piensan de su persona. Les pregunta por la opinión de la gente y, sobre todo, por su opinión. También la gente se siente impactada por su actuación. De manera bastante indeterminada, le atribuyen el papel de un profeta, que exhorta y proclama en nombre de Dios; ven en él a una personalidad excepcional, pero no de naturaleza diversa a tantas otras. Como muestra la respuesta de Pedro, los discípulos han llegado a comprender algo más respecto a su persona: ven en él al Mesías, al Ungido del Señor, al último y definitivo enviado de Dios, que realiza la salva­ción total de los hombres con el poder y en el nombre de Dios. Como se ha hecho manifiesto en los episodios de la multiplicación de los panes (6,34-44; 8,1-10), Jesús es capaz de dar al pueblo con su enseñanza la orientación espiritual adecuada (6,34) y de ofrecerle la paz y el gozo de un gran banqueteen común (6,35-44). El es el último, definitivo y poderoso Pastor y Rey enviado por Dios, que se ocupa del rebaño sin pastor y le da todo lo que necesita: enseñanza, pan, comunidad. Los discípulos reconocen y admiten que en él se revela la autoridad y el amor solícito de Dios y que, por medio de él, Dios mismo les da todo cuanto necesitan.

¿Quién es, pues, Jesús? ¿Un gran hombre, un liberador, el promotor de un gran programa de humanidad y de justi-

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cia? ¿Es indiferente saber quién es realmente él? ¿Cuentan sólo las ideas y los objetivos que él persigue? Jesús mismo sitúa en el centro la pregunta por su persona. Quiere que los discípulos tomen plena conciencia y se pronuncien de manera comprometida sobre la realidad de su persona. No quiere seguidores que, con una cierta simpatía o un cierto interés, aprueben sólo alguna de sus enseñanzas. Todo su sentido depende de quién es él y de su relación con Dios. Sobre este punto es sobre el que Jesús exige de los discípulos pleno conocimiento y testimonio. A ello deben conducirles necesariamente sus preguntas.

La respuesta de Pedro se verá completada por la reve­lación divina que viene poco después: «Este es mi Hijo predilecto; escuchadlo» (9,7). Jesús es presentado por Dios como Hijo suyo. Este es el fundamento de su autori­dad. Por esto son exhortados los discípulos a escuchar su palabra y a dejarse guiar por él.

Los discípulos, a quienes Jesús ha dirigido sus pregun­tas, reciben de él también instrucciones especiales. Ellos le han reconocido como Mesías. Tal reconocimiento tiene sus consecuencias.

En el Evangelio, a la confesión de Pedro sigue inme­diatamente la instrucción de Jesús a los discípulos sobre su pasión, muerte y resurrección (8,31). Es la primera vez que Jesús habla con toda claridad de aquello que le espera al final de su camino. Esta predicción se repetirá todavía dos veces (9,31; 10,33-34) y dominará toda la sección que se extiende desde 8,31 a 10,52. En las tres ocasiones Jesús se dirige sólo a los discípulos. Ellos, que le han reconocido y confesado como Mesías, deben estar preparados para el camino que el Mesías ha de recorrer y que ellos han de aceptar. Jesús anuncia cuál va a ser el final de este camino: El Mesías, el Salvador definitivo del pueblo enviado por

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Dios, será rechazado y matado con violencia; a la violen­cia de los hombres, él no se opondrá con otra violencia, sino que la sufrirá hasta las más extremas consecuencias, hasta la muerte de cruz; sólo con la resurrección, con la victoria sobre la muerte, el poder de Dios obrará plena­mente en él y se manifestará abiertamente.

Jesús considera a sus discípulos capaces de recibir este anuncio. Ellos han llegado a reconocer, mediante la fuerza de sus obras, que él puede dar al pueblo todo aquello que necesita: orientación espiritual, pan, comunión pacífica y feliz. Pero, ¿cómo habían imaginado ellos el sucesivo cami­no del Mesías y su modo de guiar al pueblo? El Evangelio no nos lo dice explícitamente. No obstante, lo deja entre­ver en sus reacciones ante los anuncios de la pasión.

Pedro ha reconocido a Jesús como Mesías. Y él es pre­cisamente quien expresa la oposición de los discípulos: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo» (8,32). El comportamiento de Pedro no es, ciertamente, una ma­nifestación de respeto y de aceptación voluntaria; revela, por el contrario, su espontaneidad, su franqueza y su ins­tintiva oposición. De manera muy enérgica, quiere hacer comprender a Jesús que aquel camino anunciado por él es absurdo. Pero, con la misma energía, Jesús rechaza la propuesta de Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios» (8,33). En la oposición de Pedro se expresa la instintiva repugnancia humana frente al sufrimiento y a la muerte. A esta vo­luntad humana Jesús contrapone la voluntad de Dios: su camino, tal como él lo ha anunciado, es querido por Dios; Pedro se opone a Dios. La palabra y el camino de Jesús se ven aquí claramente como queridos por Dios, como cumplimiento de lo que debe ser considerado voluntad de Dios. Aquí se pone también de manifiesto que nuestra

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instintiva reacción humana puede estar en directo con­traste con la voluntad de Dios; que no debemos dejarnos guiar por nuestro instintivo querer humano, sino por las instrucciones y por el camino de Jesús.

La instrucción de Jesús a los discípulos sobre su camino muestra de nuevo que la relación entre él y los discípulos no tiene en sí nada de indeterminado, de apacible o de arbitrario; que él es extremadamente exigente para con ellos. Con la máxima firmeza y con insistencia, él pide su comprensión, su confesión, su compromiso. De manera muy abierta, repetida e inequívoca, les anuncia cuál será su camino. Los discípulos deben adaptarse a él, a pesar de todos los intentos de su corazón endurecido por recha­zarlo, por sustraerse a él, por permanecer imperturbados. Jesús exige claridad, decisión, compromiso; en la relación con él no hay espacio para aspiraciones o rechazos instin­tivos e irresponsables. Él pone en juego su persona y su vida, sale a nuestro encuentro personalmente; pero pide también de nosotros una opción clara, responsable, que nos comprometa personalmente.

Después de haber pedido a los discípulos la adhesión a su camino y la renuncia a sus deseos y sueños humanos, Jesús les habla también de lo que han de hacer y del in­flujo que su camino va a tener en su modo cotidiano de actuar. El Evangelio señala que, tras haber reunido a la gente y a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su propia vida, la perderá; pero el que pierda su propia vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (8,34-35).

Jesús solicita la libre decisión de los discípulos: Si al­guno quiere venir en pos de mí... Jesús no obliga a nadie al seguimiento; llama. En quien recibe la llamada está

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acoger o rechazar la invitación. Pero acoger o rechazar no es lo mismo; las consecuencias no son las mismas para el que, habiendo sido llamado, acoge o rechaza la llamada. Quien rechaza la invitación de Jesús, rechaza al Mesías, que es el único capaz de llevar a cabo la salvación de los hombres. Quien rechaza la invitación de Jesús, rechaza el camino de salvación que le ofrece Dios y se encamina a la perdición.

Las condiciones exigidas por Jesús a quienes quieren seguirle son la renuncia a uno mismo y el llevar la propia cruz. Renunciar a uno mismo significa saber decir no al propio yo cuando este contrasta con el seguimiento de Jesús. Llevar la cruz significa saber aceptar los sufrimientos y las amarguras destinadas a cada uno personalmente (la propia cruz). Ambas condiciones, renunciar a uno mismo y llevar la cruz, no son fines en sí mismos; son exigencias necesarias para según a Jesús. La vinculación con él es el valor más elevado y queda situado por encima de todo. Quien quiera seguir a Jesús no puede seguir indiscrimina­damente los deseos, inclinaciones, proyectos e impulsos del propio yo; no puede pretender realizar indiscrimina­damente su propio yo. Cuando las inclinaciones del yo se contraponen a Jesús, a sus orientaciones y a su camino, el discípulo debe saber decir no a ellas. Él puede alcanzar su propia realización sólo con Jesús, y no si sigue su propio yo en oposición a él.

Esto es lo que subraya también, con expresiones si­milares, el versículo siguiente, donde se habla del ganar o del perder la propia vida. El hombre puede lograr su salvación, su realización plena («salvar la vida»), sólo si está profundamente unido a Jesús. Si no se orienta hacia él,si quiere poseer y modelar su vida a partir de sí mismo, todo se le escapará délas manos. Por encima de todo debe

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estar la vinculación con Jesús y con el Evangelio, que le confiesa como Cristo e Hijo de Dios (1,1). La vida terre­na, el empleo de todos los medios humanos, la afirmación de sí a cualquier precio, no son la palabra definitiva. Todo esto ha de ser abandonado («perdido»), si es un obstáculo para mantener la unión con Jesús. Pero precisamente por medio de esta unión se le comunica al discípulo la vida verdadera y plena.

Con la confesión de Pedro y con la primera predicción del camino doloroso de Jesús se crea en el Evangelio una situación nueva. Las cartas se ponen ahora abiertamente sobre la mesa. Jesús dirige a los discípulos, por así decirlo, una nueva llamada al seguimiento, señalándoles también las condiciones y la meta. El único punto firme para ellos es la comunión con él. Sólo mediante esta comunión se puede ganar la vida. Para poder perseverar en ella son necesarias la renuncia a uno mismo y la valentía del tes­timonio, es decir, la firme adhesión a Jesús y a su camino, incluso contra las propias inclinaciones naturales y contra lo que el ambiente considera como normalmente válido. Para nosotros es importante tener aquí el punto de vista adecuado. No debemos mirarnos a nosotros mismos y pre­guntarnos después: ¿En qué me debo negar a mí mismo? Debemos, por el contrario, mirar a Jesús y preguntarnos a continuación: Señor, ¿dónde estás tú, para que yo pueda estar contigo? ¿Qué debo hacer para estar en comunión contigo? Hemos de realizar todo aquello que está en con­formidad con esta comunión y dejar a un lado todo lo que se opone a ella. Esta comunión es lo único necesario.

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Preguntas

1. ¿Qué opiniones tienen de Jesús «los hombres de hoy»? ¿Se puede separar el programa de Jesús de su persona? ¿Quién es Jesús para mí?

2. ¿Qué es lo que Dios y lo que los hombres quieren en el enfrentamiento entre Jesús y Pedro? ¿Dónde experi­mentamos este contraste?

3. ¿Cuáles son las decisiones que pide la unión con Jesús y que tienen para los discípulos -y para los cristianos- la primacía sobre todo lo demás?

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Vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario

Grandeza en el seguimiento de Jesús (Me 9,30-37)

30Marcharon de allí y atravesaron Galilea, no queriendo que se supiese, 31porque estaba ocupado en instruir a sus discípulos. Les decía: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; pero, después de muerto, a los tres días resucitará.

32Pero no entendían aquello, y les da miedo preguntarle. 33Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino?

34Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.

35Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. 36Y acercando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: 37E1 que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.

En el camino que va de Cesárea de Filipo a Cafarnaún, Jesús instruye por segunda vez a sus discípulos sobre lo que a él le sucederá en Jerusalén (9,30-31). Ellos no se oponen ya abiertamente a su destino (cf 8,32). Es más, ni siquiera se ocupan de él; lo dejan estar y, entre ellos, centran su interés en el tema de la grandeza (9,32-34). Después, como tercer paso, mencionado ya en 8,31-35, sigue la instrucción de Jesús. Retoma el tema tratado por los discípulos, les indica que el verdadero camino a la grandeza es el servicio (9,35) y les ofrece, en la solicitud hacia un niño, un ejemplo fundamental de lo que significa servicio (9,36-37).

Jesús concentra su actividad en los discípulos. Los

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instruye una segunda vez: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; pero, después de muerto, a los tres días resucitará» (9,31). Jesús comparte el destino de innumerables hombres que han sido y son entregados al arbitrio y a la crueldad de sus semejantes y a los que se les arrebata la vida de modo violento. Esto es obra de las manos de los hombres. Pero Jesús anuncia que, después de tres días, resucitará. Esto es obra de Dios, que sobrepasa el actuar destructivo de los hombres y acoge a Jesús en su vida eterna. La acción de las manos humanas no representa ya nada definitivo. El Resucitado muestra a las víctimas de la violencia y a todos los muertos que Dios, superando su destino, les da la vida imperecedera. La terrible acción humana queda eclipsada con el actuar divino, portador de vida.

Los discípulos no comprenden todavía el extraordina­rio significado de lo que Jesús anuncia. Discuten sobre el tema que a ellos les parece más importante, ocupándose de puestos de honor y de grandeza. Pero lo hacen proba­blemente con una mala conciencia, porque de esto hablan entre ellos, sin querer comunicárselo a Jesús, ni siquiera después de su pregunta.

En el interés por el éxito y los honores emerge la aspi­ración indiscriminada, egocéntrica de los discípulos. Je­sús no rechaza por principio aspiraciones y esfuerzos; no quiere tener seguidores cansados, inactivos, carentes de energía; pero señala la justa finalidad de estas aspiracio­nes, la única finalidad que se acomoda con la comunión de vida con él: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (9,35). Este es el único camino hacia el verdadero prestigio y la verdadera grandeza. «Ser el primero» y «ser el último y servidor de todos» son realidades conexionadas entre sí por una rela-

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ción indisoluble. Sólo así se puede hablar de grandeza. El servicio es el único criterio para la verdadera grandeza y el auténtico éxito. No hay ninguna otra actividad en ningún campo que pueda conducir a una posición más alta. El que es el servidor de todos, es verdaderamente el primero de todos. Esto vale para las aspiraciones y para la carrera en el seguimiento de Jesús.

Esta instrucción de Jesús, que se contrapone radical­mente a la espontánea aspiración de los discípulos, escla­rece la naturaleza esencial de la negación de uno mismo, mostrando que ella debe ser ejercida por los discípulos sobre todo en el campo del servicio. La contraposición entre «ser el último» y «ser el primero» indica además que a los discípulos se les pide una total conversión. Ellos quieren ser los primeros y de manera inmediata. Jesús les dice: Se puede ser los primeros sólo si se ocupa el puesto de los últimos, haciéndose servidores de todos.

El servicio que Jesús pide no es el servicio forzado del esclavo, que se ejerce sólo exteriormente. Es el servicio de quien se da personalmente, de quien se preocupa de los demás con amor, con la actitud, por ejemplo, de la suegra de Pedro, que sirve a Jesús y a sus comensales (1,31). Es el servicio en el que se toma en serio el bien de los demás, en el que se pone todo el corazón y todas las fuerzas para el bien de los demás. Y al discípulo de Jesús se le pide prac­ticar este servicio con todos. Él debe ser el «servidor de todos»: de todos aquellos con los que él tiene algo que ver; de todos aquellos que dependen de su ayuda. El discípulo no puede escoger, en razón de sus simpatías, a las personas a las que desea servir en este mundo. Todos aquellos con quienes se encuentra tienen el derecho a este servicio, que nace del corazón.

Los discípulos de Jesús estaban interesados en cuestio-

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nes de carrera y de primeros puestos (9,34; cf 10,35-41). ¿Y qué puede haber más importante para hombres serios y diligentes que la carrera, el éxito, el prestigio social? Lo mismo vale para las mujeres que luchan por la emanci­pación. A los discípulos Jesús les indica el servicio como único criterio de grandeza, poniendo a un niño en el cen­tro de su respetable círculo. Este gesto sería considerado probablemente por los discípulos poco oportuno: un niño no puede más que molestar. Pero con este gesto Jesús quiere llamar la atención sobre lo que es verdaderamente importante, sobre lo que hace verdaderamente grandes. La grandeza, de hecho, no se mide por el éxito o la fama, sino por el valor del servicio prestado. Jesús les dice: «Quien acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (9,37). El servicio prestado al niño es servicio prestado a Dios; y nada puede haber más grande que pres­tar un servicio a Dios. Acoger a un niño no significa darle una limosna y mandarle fuera inmediatamente después; significa asumir su cuidado y la responsabilidad sobre él.

Suele decirse que Jesús escogió este ejemplo de servicio porque en sus tiempos los niños eran considerados entre los últimos, siendo objeto de desatención y de olvido; con el ejemplo del niño, Jesús querría mostrar a los discípulos que ellos debían servir incluso a los últimos. Quizá se pueda dar un paso más y decir que Jesús ha usado aquí un ejemplo extremo que no puede ser sustituido por ningún otro; ha establecido un criterio general para discernir lo que verdaderamente es importante y justo en la vida y en el actuar humano. Hoy podemos comprenderlo nosotros todavía mejor. Los niños, sobre todo los más pequeños, están expuestos al ambiente que les rodea, sin protección alguna y carentes de auxilio. Sabemos hasta qué punto

Tiempo Ordinario. XXV domingo 341

depende del ambiente el desarrollo normal de un niño; de ahí que el desarrollo de un niño sea también indicio de la situación de su ambiente. Los niños son los miembros más débiles y, al mismo tiempo, los más sensibles de la sociedad humana: no se les puede manipular sin que los efectos de este tratamiento dejen de aparecer en seguida. Por eso pueden ser considerados como los sismógrafos de la so­ciedad humana. Los adultos pueden engañarse y engañar a los demás, pueden enmascarar la verdad con muchas palabras y justificaciones; la situación de los niños indica cómo están realmente las cosas respecto a la vida y a la convivencia humana. El desarrollo positivo de los niños prueba objetivamente que la relación entre los adultos es sana; los niños cuyo comportamiento no es normal son un testimonio objetivo de que el comportamiento de los adultos es falso. Cuando se buscan las causas de un de­sarrollo infantil negativo, normalmente aparecen fuertes tensiones en la familia y en la sociedad. Un niño define, pues, de modo muy preciso el estilo de vida de los padres. Por el solo hecho de existir, los niños requieren muchos servicios: servicios bien determinados y concretos. Con la existencia y con las exigencias de un desarrollo positivo de los niños se llega así a definir de manera correcta lo que debe ser el comportamiento justo de los padres y del mundo de los adultos.

Jesús ve en la responsabilidad con los niños el servicio ejemplar de sus discípulos. Con su instrucción no se dirige sólo a los padres de los niños, sino también a todos los discípulos. Reclamando la atención sobre la responsabi­lidad con los niños, indica los criterios para valorar toda la convivencia humana: ella debe estar organizada de tal modo que el pleno desarrollo humano de los niños quede garantizado. Es difícil encontrar un criterio más concreto

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que aplicar al comportamiento de cada individuo y a toda la actuación del Estado y de la sociedad. Esta norma debe tener el efecto de un viento impetuoso, que separa dra­máticamente el grano de la paja. El principio que aquí se afirma dice que en la convivencia humana es importante y justo todo lo que asegura a los niños un desarrollo pleno y sereno; todo aquello que les perjudica no es bueno ni siquiera para los adultos. Estos no deben seguir sus propios deseos, sino que han de actuar con responsabilidad en espíritu de servicio. Jesús no se refiere a algo lejano y ex­traño, sino que menciona una tarea humana originaria: la atención a los niños. En ella debe demostrarse el servicio de sus discípulos.

Lo que Jesús expone aquí sobre la solicitud por los niños, ejemplar para el correcto servicio, corresponde a su cono­cida afirmación: «Cada vez que habéis hecho estas cosas a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, a mí me las habéis hecho» (Mt 25,40). El servicio se revela como el camino directo hacia la unión con Jesús y con Dios, y con­siguientemente hacia la auténtica grandeza, porque nada hace al hombre más grande que su unión con Dios.

Preguntas

1. ¿Qué luz aportan sobre los terribles aspectos de la his­toria humana la solidaridad de Jesús con el sufrimiento y su victoria pascual?

2. Jesús nos llama al servicio de todos; nos pide buscar su bien y comprometernos activamente en su favor. ¿Cómo trato yo a mi prójimo?

3. ¿Qué cosas deberían ser examinadas y establecidas desde los niños y el bien de los niños?

Tiempo Ordinario. XXVI domingo 343

Vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario

Vida a partir del Evangelio (9,38-48)

38Juan dijo a Jesús: Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es uno de los nuestros.

39Jesús respondió: No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. 40E1 que no está contra nosotros, está a favor nuestro.

41E1 que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa.

42Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de mo­lino y lo echasen al mar. 43Si tu mano te hace caer, córtatela; más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo, al fuego que no se apaga. [44]. 45Y si tu pie te hace caer, córtatelo; más te vale entrar cojo en la vida que ser echa­do con los dos pies al abismo. [46]. 47Y si tu ojo te hace caer, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser echado con los dos ojos al abismo, 48donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.

Jesús nos trae realmente el Evangelio, la Buena Noticia, y anuncia que Dios se ha volcado definitivamente hacia los hombres: que perdona nuestras culpas, que podemos confiar en él, que quiere y puede conducirnos por encima de la muerte a la plenitud de la vida en la comunión con él. Pero tergiversamos el Evangelio cuando pensamos que lo que nos ofrece es un gozo leve y superficial, diciéndonos lo que nos gusta escuchar, confirmándonos en nuestras aspiraciones y nuestras obras, y asegurándonos que, en realidad, no podemos equivocarnos en nada. Jesús anun­cia el Evangelio y, al mismo tiempo, describe la vida que corresponde a la comunión con Dios. Al Evangelio que-

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dan vinculadas unas normas que han de ser respetadas en nuestro comportamiento y que con frecuencia requieren de nosotros acciones decididas y fatigosas.

El pasaje evangélico que abordamos forma parte de las instrucciones que reciben los Doce (9,35-50) después del segundo anuncio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (9,30-34). Esta instrucción es, junto con el discurso en parábolas (4,1-34) y el discurso apocalíptico (13,3-17), uno de los tres grandes discursos en Marcos. Gira sobre todo en torno al modo en que se han de comportar los dis­cípulos con el prójimo y consigo mismos. Al inicio, y como fundamento de todo lo que sigue, los Doce escuchan que sólo el servicio es el camino hacia la grandeza y que la solicitud hacia un niño es el servicio ejemplar (9,35-37). Después, Jesús explica a los Doce cómo deben compor­tarse con aquellos que no pertenecen al grupo (9,38-41), con los pequeños que viven entre ellos (9,42) y consigo mismos (9,43-48). Al final los exhorta a vivir en paz unos con otros (9,50). Sólo si están seriamente dispuestos al servicio, sin darse aires de grandes señores, podrán com-portaise como Jesús les enseña y les pide.

Los discípulos parten de que se ha de pertenecer plenamente a su grupo para poder actuar en el nombre de Jesús, es decir, remitiéndose a Jesús y con la fuerza de Jesús (9,38). Jesús es mucho más abierto. Los discí­pulos han de valorar ya positivamente el hecho de no ser tratados con maldad y hostilidad: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro» (9,40). Y si son agasajados con una acción buena, que, por pequeña que sea, será recompensada por Dios, ellos han de saber también reconocerla. Jesús los invita a no cerrarse en sí mismos y a no ver por todas partes rivalidad y malicia; los imita a tener una mirada amplia y magnánima, capaz

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de reconocer todo lo positivo que hay en aquellos que no pertenecen al grupo.

A continuación Jesús habla de escandalizar o hacer caer (9,42) y de escandalizarse o caer (9,43-48). El es­cándalo es recordado por Jesús también en otros pasajes. Cuando explica la parábola del sembrador, habla del es­cándalo de aquel que comienza acogiendo de buen ánimo la palabra de Dios, pero que, cuando por su causa tiene que soportar la opresión y persecución, se desentiende de ella (4,17). El escándalo que Jesús predice a los discípulos (14,27) consiste en que, en el momento de su arresto, todos huirán, se alejarán de él e interrumpirán el segui­miento (14,50); más grave es el escándalo en la triple negación por parte de Pedro (14,66-72; cf 14,29-31). En el escándalo está en peligro la comunión con Jesús, con su persona y con su palabra (cf 8,35). Este es el tesoro más valioso que tenemos, y se ha de conservar a toda costa.

Por los pequeños muestra Jesús una especial predi­lección. Se trata de personas sencillas y normales entre los que creen en él y le siguen. En ningún caso se puede poner en peligro su unión con Jesús, ni se les puede se­parar de él y de su palabra. Jesús hace ver la gravedad de este escándalo afirmando con fuerza que se ha de evitar a cualquier precio. De modo drástico declara que el precio no es demasiado alto, si al que pretende hacer caer a los pequeños «se le pone a seguro» en el fondo del mar con una rueda de molino en torno al cuello, impidiéndole así que escandalice (9,42). Esto es mejor para su potencial víctima, y lo es también para él mismo, porque se le pre­serva así de una gravísima culpa.

Por lo que respecta al comportamiento con uno mismo, Jesús dice: «Si tu mano te hace caer, córtatela; más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos a la

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gehenna, al fuego que no se apaga» (9,43). Jesús afirma lo mismo para el pie y para el ojo, y con esta triple repetición da a su enseñanza una insistencia especial. Jesús habla de tres cosas: de lo que un órgano importante del cuerpo pretende hacer; de lo que el hombre mismo debe hacer; de las consecuencias que se derivan para el hombre.

Mano, pie y ojo no han de ser tomados en sentido literal, sino figurado. Se trata de realidades que pertene­cen por naturaleza al hombre, que son apreciadas por él y que significan mucho para él, pero que pueden también poner radicalmente en peligro la unión con Jesús y con su palabra. Previamente Jesús había recordado ya: el apego incondicionado a la vida terrena y a sus bienes (8,34-35), el conformarse a la mentalidad del momento (8,38), la aspiración a los primeros puestos y a la grandeza (9,34). Estos fines y aspiraciones, y otros semejantes, están por naturaleza presentes en nosotros y determinan nuestro comportamiento. Aquí y ahora se pueden hacer necesa­rias duras y drásticas decisiones. El valor supremo para el discípulo -valor al que se ha de permanecer fiel a toda costa- debe ser la unión con Jesús y con su palabra. Todo lo que pone en entredicho esta unión (todo lo que escan­daliza) debe ser rechazado, aunque sea para nosotros tan preciado como el ojo.

Jesús señala con claridad las consecuencias tan de­terminantes que derivan de estas decisiones. De ellas depende entrar en la vida, es decir, en el reino de Dios, o ser arrojados al infierno. Si nosotros, incluso con penosos sacrificios, nos decidimos por la unión con Cristo y si, in­cluso con algunos fallos, nos esforzamos continuamente por permanecer fieles a esta unión, entraremos en la vida eterna. La vida eterna no es otra cosa que la comunión perfecta e imperecedera con Jesús y con Dios. Pero si an-

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teponemos otros objetivos y aspiraciones a la unión con Jesús, entonces nos separamos ya en esta vida de Jesús y de Dios. La gehenna significa la exclusión del reino de Dios, de la eterna comunión de vida con él. No es Dios quien nos excluye, sino que nos excluimos nosotros mis­mos con nuestras decisiones y con nuestro modo de vivir. Por medio de Jesús, Dios nos ofrece la comunión de vida con él, pero no nos la impone.

En esta gran instrucción, Jesús señala a los discípulos con una insistencia singular lo que han de hacer y lo que han de evitar para participar del reino de Dios, que está en el centro del Evangelio. Jesús no quiere suscitar mie­do, ni en ellos ni en nosotros. Pero debemos conocer con precisión cómo podemos alcanzar la vida eterna y cómo podemos perderla. La comunión con Jesús y con Dios en la vida eterna presupone la comunión con ellos en esta vida terrena.

Preguntas

1. ¿Qué es lo que nos dice el Evangelio? ¿Cómo se puede tergiversar su mensaje?

2. ¿Cuál es la actitud que han de adoptar los discípulos de Jesús frente a los extraños?

3. ¿Qué debemos hacer por nuestra parte para obtener la vida eterna?

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Vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario

Divorcio y relación con los niños (Me 10,2-16)

2Se acercaron algunos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?

3É1 les replicó: ¿Qué os ha mandado Moisés? 4Contestaron: Moisés permitió divorciarse, dándole a la

mujer un acta de repudio. 5Jesús les dijo: Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés

este precepto. 6A1 principio de la creación, Dios los creó hom­bre y mujer. 7Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 9Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

10En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.

UE1 les dijo: Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. 12Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.

13Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. 14A1 verlo, Jesús se enfadó y les dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis. De los que son como ellos es el reino de Dios. 15Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. 16Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

Jesús no aborda estos problemas por iniciativa propia, pero se pronuncia con claridad sobre ellos cuando se los plantean en su camino hacia Jerusalén. Los dos problemas están relacionados entre sí. El mejor modo de ayudar a niños y adolescentes es a través del buen entendimiento de sus padres, de su unión firme, de su interés común por el bien de sus hijos. Una experiencia universal es que las

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fuertes tensiones entre los padres, igual que su separación, perjudican gravemente a los hijos y menoscaban su feliz y completo desarrollo.

De los fariseos que preguntan a Jesús si le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer (10,2) se dice que, con esta pregunta, querían tenderle una trampa (cf 8,12; 12,15). Probablemente conocían el punto de vista de Jesús. Pretenden que lo haga notorio y claro, bien para alejar de él a los hombres habituados a esta praxis y dismi­nuir así su influjo sobre el pueblo, o bien para ponerlo en conflicto con el rey Heredes Antipas, que ya había hecho encarcelar a Juan Bautista precisamente por recriminar su relación irregular con Herodías (6,8).

Como se señala de inmediato (10,3-5), Moisés había obligado a que el hombre que se divorciara de su mujer diera a esta el acta de divorcio (Dt 24,1.3). Esta prescrip­ción la entienden los fariseos como permiso de divorcio. Los hombres, pues, tenían el derecho a repudiar a sus mu­jeres, mientras que las mujeres no podían hacer lo mismo con sus maridos. Esta praxis era comúnmente aceptada. Se discutían sólo los motivos que justificaban el divorcio, existiendo dos corrientes contrapuestas: una laxista y otra rigorista.

Para Jesús, esta prescripción de Moisés, lejos de ser un permiso de divorcio, quiere poner en orden una situación sin salida, provocada por la dureza del corazón humano. Por razón de esta prescripción, un hombre no puede sin más repudiar a su mujer. El acta de repudio documenta que la mujer no está ya vinculada a su anterior marido, sino que es libre. Es, por así decir, un salvoconducto para la mujer, impidiendo que, cuando se una a otro hombre, pueda ser acusada de adulterio y amenazada con la lapi­dación (cf Dt 22,22). Esta prescripción representa para

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Jesús una medida de emergencia. Según él, el motivo por el que los hombres repudian a sus mujeres está en la dureza de su corazón. En la comprensión de la Biblia, el corazón del hombre queda endurecido cuando se cierra ante la grandeza y la bondad de Dios o ante sus obras de bondad, cuando no lo ama con todas las fuerzas y no pone en práctica sus mandamientos (Dt 10,12-22; Jer 4,4).

Tras haber aclarado la prescripción de Moisés, Jesús retorna al origen y desvela lo que Dios ha establecido por medio de la creación (10,6-9). Dios ha creado al ser humano como hombre y mujer (Gen 1,27), en dos formas diversas, ordenadas la una a la otra y que se complemen­tan mutuamente. Es también voluntad del Creador que el hombre y la mujer se unan entre sí y lleguen a ser una sola carne (Gen 2,4). Basándose en esto, Jesús enuncia la norma: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (10,9). La criatura no puede actuar contra el orden establecido por el Creador. Jesús no reconoce en el hombre el derecho de separarse de su mujer y pone en el mismo plano al hombre y a la mujer. Ambos están unidos entre sí del mismo modo por voluntad del Creador.

En casa, en privado, los discípulos vuelven una vez más sobre la cuestión (10,10-12). Jesús confirma su norma y declara que un hombre que repudia a su mujer o una mu­jer que repudia a su marido (posibilidad no contemplada en el derecho judío, pero sí en el griego) y se vuelve a casar comete adulterio. Actúan, pues, contra la voluntad de Dios, revelada en el Decálogo (Ex 20,14; Dt 5,18; Me 10,19).

Afirmando en su explicación que, según el plan del Dios creador, el hombre no puede disolver el matrimonio, Jesús se contrapone a la tradición judía y a sus contempo­ráneos. Esta afirmación proviene del conocimiento que él

Tiempo Ordinario. XXVII domingo 351

tiene de Dios. Jesús conoce cómo quiere Dios a su criatu­ra, el ser humano, y cuál es su proyecto para ella. Dios no ha creado al ser humano como un ser aislado o intercam­biable a capricho, sino que lo ha destinado constitucio-nalmente a la estable comunión de hombre y mujer. Con su precedente instrucción, Jesús ha ofrecido el marco en el que se han de vivir y pueden ser vividas la voluntad de Dios y esta firme comunión. Jesús ha hablado ya de la ne­gación de uno mismo y de llevar la propia cruz (8,34-35), de la disponibilidad al servicio (9,35), de la necesidad de evitar el escándalo y de permanecer incondicionalmente fieles a su persona y a su palabra (9,43-48). La vinculación con Jesús y la escucha confiada de la voluntad de D-'os, tal como se nos da a conocer en el Evangelio de Jesús, hacen posible vivir y mantenerse fieles en la comunión que nace del matrimonio, por muchos que sean los peligros y difi­cultades que se presenten.

Las personas que llevan sus niños a Jesús quieren que ponga sus manos sobre ellos (10,13). Hasta ahora, Jesús ha tocado sólo a algunos enfermos (1,41; 7,33; 8,22). Los niños no son enfermos, pero sí son débiles y necesitan pro­tección. Las personas se preocupan de sus hijos y quieren para ellos la protección poderosa de Jesús. Los discípulos, sin embargo, les regañan con dureza, bien porque conside­ran molesta la llegada de los niños, o bien por considerar superfluo el deseo de estas personas. Ellos no muestran ninguna consideración hacia los niños. Pero, de este modo, suscitan la indignación de Jesús, que quiere expre­samente que los niños se acerquen a él. Tras enseñar a los discípulos lo que deben aprender de los niños (10,14-15), Jesús se interesa por ellos de manera afectiva y cordial.

Los discípulos han de acoger el reino de Dios como ni­ños. Esto significa que no conseguirán entrar en él por sus

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propios esfuerzos. Como niños, han de sentirse protegidos por el amor de Dios y han de dejarse colmar por él con sus dones. Jesús mismo se dirige a Dios como Padre suyo, lleno de amor (Abbá) (14,36), y se sabe protegido por su amor. También sus discípulos han de confiar en Dios como niños, porque sólo los que aceptan a Dios como Padre bueno pueden entrar en el reino de los cielos. Con esta enseñanza no queda anulado lo que Jesús ha dicho sobre la voluntad de Dios como punto de orientación para el obrar humano, ni lo que ha dicho sobre la obligación del servicio. Pero, junto al propio esfuerzo, aparece ahora la confianza en Dios. Entrar en el Reino es siempre un don. No podemos merecerlo, pero sí podemos disponernos a recibirlo.

Tras esta instrucción dada a los discípulos, Jesús se diri­ge de un modo intenso a los niños. No sólo los toca, sino que los abraza (cf 9,36), mostrándoles hasta qué punto los aprecia. Les impone las manos y los pone bajo su protec­ción. Los bendice. Con su bendición, Dios, el Señor de la vida, da vida, crecimiento y prosperidad.

Jesús, que había presentado ya la solicitud por los ni­ños como ejemplo típico de servicio, único camino hacia la auténtica grandeza (9,35-37), aquí, con su palabra y su acción, abre los ojos de los discípulos al significado y valor de los niños. A ellos, que simplemente existen, viven y quieren crecer, que todavía no pueden hacer o producir nada, que dependen de mucha ayuda, Dios los ha destinado a su reino. Esta inclinación de Dios hacia ellos muestra su valor infinito e indica al mismo tiempo el amor y el cuidado que merecen. En su comportamiento, Jesús sigue la misma actitud de Dios y la pone de relieve. En lo que aparece como debilidad de los niños, es decir, en su dependencia de los demás y su disponibilidad para

Tiempo Ordinario. XXVII domingo 353

acoger los dones que se les ofrecen, Jesús les señala a los discípulos como modelos a imitar. En medio de todas las fatigas necesarias, los discípulos podrán alcanzar el reino de Dios, sólo si Dios se lo da y si ellos, como niños, se de­jan agasajar por el mismo Dios.

Preguntas

1. La norma de Jesús sobre el matrimonio no es sólo una gran tarea, sino también una gran ayuda frente a la debilidad e inconstancia del ser humano. ¿Qué implica para la estabilidad del matrimonio el hecho de que los cónyuges se sientan unidos a Dios y lo escuchen?

2. ¿Por qué los pasajes sobre el matrimonio y sobre los niños aparecen unidos entre sí?

3. ¿Qué dice Jesús en 9,35-37 y en 10,14-16 sobre la im­portancia de los niños?

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3 5 4 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario

La vida eterna (Me 10,17-30)

17Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se le arrodilló y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

18Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. 19Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.

20El replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde pe­queño.

21Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo—, y luego sigúeme.

22 A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.

23Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!

24Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: Hijos, iqué difícil les es entrar en el reino de

Dios a los que ponen su confianza en el dinero! 25Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.

26Ellos quedaron consternados y comentaban: Entonces, ¿quién puede salvarse?

2,Jesús se les quedó mirando y les dijo: Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.

2,Pedro se puso a decirle: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.

2'Jesús respondió: Os aseguro que quien deje casa, o her­manos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o tierras por mí y por el Evangelio, 30recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más-casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura la vida eterna.

Tiempo Ordinario. XXVIII domingo 355

¿Qué es lo que verdaderamente tiene consistencia? ¿Qué es lo que verdaderamente tiene sentido? La vida presente termina con la muerte. El hombre que, lleno de celo, se acerca a Jesús y le detiene en el camino está convencido de que existe la vida eterna. Su gran preocupación es: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (10,17). Tiene muchos bienes, sabe cómo hay que arreglárselas en la vida terrena, pero siente la responsabilidad por la vida futura. Querría vivir en la tierra de modo que no perdiera el puesto en la vida eterna. El esfuerzo por llevar una vida plena, satisfecha, de la que pueda realmente disfrutar, no se agota para él en la búsqueda de una cómoda existencia terrena. El no se sitúa en esta perspectiva: ¡Contentémo­nos con lo que ahora tenemos! ¡Vivamos esta vida del modo más bello y cómodo posible! ¡Cerremos los ojos frente a la muerte y no pensemos en lo que vendrá des­pués! Él se preocupa ya desde ahora de la vida futura.

Con gran confianza llega hasta Jesús, de quien espera recibir buenos consejos. Jesús le señala los mandamientos: Quien no antepone a todo una vida bella y placentera, vivida en conformidad con los propios gustos, sino que quiere respetar incondicionalmente la voluntad de Dios, se encuentra en el camino que conduce a la vida eterna. La observancia de los mandamientos puede comportar des­ventajas en la vida presente, pero nos une a la voluntad de Dios y consiguientemente a Dios mismo; de este modo queda puesto el fundamento de la vida eterna. Efectiva­mente, sólo de la unión con Dios, que es el Viviente eterno y absoluto, puede emanar la vida eterna. Como ya lo había hecho en 7,1-23, también aquí ratifica Jesús el Decálogo. Él nos da la verdadera pureza y nos lleva a la vida eterna.

Este hombre que pregunta a Jesús se encuentra en el camino correcto. Puede afirmar, ciertamente con satisfac-

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ción, que desde su juventud, es decir, desde que ha llegado a ser responsable de su vida, ha observado los manda­mientos. Lo extraño es que Jesús ahora no le despide aprobando sencillamente su comportamiento, sino que le invita a liberarse de todos sus bienes y a formar parte de sus seguidores. Jesús no se limita a corroborar aquello a lo que él se ha atenido en el ámbito del tiempo vivido hasta el momento. Le muestra un contenido y un estilo de vida completamente nuevos. Este hombre es invitado a darlo todo, y de modo definitivo, con un desprendimiento total y sin posibilidad de recobrar lo que da. Los pobres reciben sus bienes, viven de ellos y los consumen por completo. Él debe acompañar por siempre a Jesús, escuchar su palabra, ver sus obras, llenarse de su Espíritu; debe permanecer siempre con él, compartiendo su modo de vivir. La co­munión continua con él le introduce en la comprensión del mundo y de la vida de Jesús, preparándole a entrar en la vida eterna, es decir, en la vida del reino de Dios, en comunión con Dios.

Jesús reivindica aquí que su camino responde a la vo­luntad de Dios de modo tan directo y cierto como el de los mandamientos. Reivindica igualmente que él mismo está en condiciones de llevar con absoluta seguridad a la vida eterna. La respuesta mejor y más contundente a la pre-guntainicial es: «Ven y sigúeme» (10,21). El seguimiento de Jesús es el camino directo a la vida eterna.

A todos los hombres se les pide anteponer el seguimien­to de Jesús, por causa de él y del Evangelio, a cualquier otra cosa, incluso a las exigencias de la propia persona y a la estima de los contemporáneos (cf 8,34-38). A este hombre le pide Jesús liberarse sin titubeos de todos sus bienes y emprender su seguimiento, como lo han hecho precisamente los primeros discípulos (cf 1,16-20; 10,28-

Tiempo Ordinario. XXVIII domingo 357

30). Esta llamada es un gran privilegio, privilegio que, por ejemplo, no le fue concedido al hombre de Gerasa, que había sido liberado del demonio (5,18-19).

Pero el hombre rico no entiende la invitación de Jesús como Buena Noticia. Él querría permanecer apegado a sus bienes y, al mismo tiempo, seguir a Jesús. El hecho de tener que escoger, de no poder conjugar las dos cosas, le aflige y entristece. La novedad radical de la llamada al seguimiento de Jesús no consiste en su invitación a la renuncia, sino en la posibilidad que él ofrece de entablar una nueva relación, de dar un nuevo contenido a la vida. La vinculación con cualquier clase de bienes terrenos es por naturaleza pasajera, no eterna. Ni los hemos traído con nosotros ni podremos llevarlos al morir. Jesús nos invi­ta a renunciar a ellos voluntariamente, no para quedarnos con las manos vacías, sino para llegar a ser libres y estar en condiciones de unirnos a él. Jesús hace valer esta afir­mación: unirse a mí significa unirse a los valores eternos; vivir conmigo es el inicio de la vida eterna. La negativa del hombre rico demuestra que él ve sólo lo que debe de­jar; no comprende las posibilidades que se le abren.

En la respuesta a Pedro, Jesús pone de manifiesto la clase de vida que se hace posible con la vinculación a su persona (10,28-30). Para quien huye de la vinculación exclusiva a sus bienes y a su familia se abre, con la vin­culación a Jesús, un horizonte más amplio de relaciones. Uno entra en la familia de los que se han unido a Jesús y encuentra en ellos sus bienes y sus familiares, ganando así una vida nueva y más rica; se sitúa al mismo tiempo en el camino seguro hacia la vida eterna. También esta se le da por medio de la comunión con Jesús y con su familia. La vinculación con Jesús no queda destruida con la muerte. Es indestructible y hace posible la vida eterna.

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358 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

La respuesta de Jesús contiene la Buena Noticia. Con ella pone de manifiesto que, por medio de su persona, es posible una vida completamente nueva, una vida que tiene un valor imperecedero. Pero hace comprender tam­bién que esta vida puede ser alcanzada sólo con la fe, con la vinculación incondicional y plenamente confiada a su persona.

Preguntas

1. ¿Por qué la invitación a la renuncia y al seguimiento de Jesús es Buena Noticia?

2. Las grandes renuncias (por ejemplo, los votos religiosos) se hacen habitualmente con generosidad, mientras que el desprendimiento de las cosas pequeñas y concretas resulta con frecuencia difícil. ¿A qué cosas, personas, preferencias, prejuicios, hábitos, necesidades, etc. esta­mos apegados de tal forma que nos tienen casi prisio­neros y nos impiden seguir a Jesús, seguir su ejemplo y su voluntad?

3. ¿Cuál es el contenido de la nueva vida que Jesús nos posibilita?

Tiempo Ordinario. XXIX domingo 3 5 9

Vigésimo noveno domingo del Tiempo Ordinario

Servir siguiendo el ejemplo de Jesús (Me 10,35-45)

35Se le acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir_

36É1 les preguntó: ¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: 37Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu

derecha y otro a tu izquierda. 38Jesús replicó: No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de be­

ber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?

Contestaron: Lo somos. 39Jesús les dijo: El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y

os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, 40pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.

41Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra San­tiago y Juan.

42Jesús, reuniéndolos, les dijo: Sabéis que los que son re­conocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. 43Entre vosotros, nada de eso. El que quiera ser grande, que sea vuestro servidor; 44y el que quiera ser el primero, que sea esclavo de todos. 45Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.

En el camino hacia Jerusalén acontece por tercera vez: que Jesús anuncia lo que le aguarda en la ciudad santa; que los discípulos lo pasan por alto; que Jesús los instruye sobre lo que han de hacer en su seguimiento. De manera muy detallada anuncia Jesús ahora lo que los judíos y los paganos harán con él. Los discípulos no pueden ya enga­ñarse sobre su destino. Este destino se convierte para ellos

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360 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

en un gran desafío, que sólo podrán superar si creen que Dios ha determinado ese camino para Jesús y que está con él en ese camino.

Santiago y Juan son hermanos. Jesús los ha llamado al inicio de su actividad (1,19-20) y, junto con Pedro, ha contado con ellos siempre (3,1647; 5,37; 9,2; 14,33). Este hecho los estimula probablemente a no discutir ya con los otros diez discípulos sobre quién es el más importante (9,34) y a dirigirse directamente a Jesús, pretendiendo asegurarse los mejores puestos junto a él. Creen en Jesús y tienen grandes esperanzas depositadas en él. Probable­mente han comprendido las palabras de Jesús sobre la re­surrección en el sentido de una implantación de su reino en la gloria. Parece como si nada hubieran escuchado de su pasión y de su muerte.

Jesús, sin embargo, les recuerda precisamente esto, al hablarles del cáliz que ha de beber (cf 14,36) y del bautis­mo que ha de recibir, y les pregunta si se sienten capaces de compartir con él ese destino. El seguimiento de Jesús es tarea fatigosa y exigente. El que quiera pertenecer a él, debe estar dispuesto a seguir todo su camino; no puede limitarse a aquellos tramos que le agradan. Decisivo es que el cáliz y el bautismo de Jesús son los que el discípulo debe aceptar. Mediante la participación en la pasión es precisamente cómo los discípulos quedan vinculados a él del modo más íntimo y cómo quedan vinculados también a Dios Padre, que ha establecido este camino para Jesús. El misterio de la pasión de Jesús consiste en que, lejos de separara Jesús de Dios, lo vincula con él. Lo mismo vale para los que participan en su pasión, para los que, por amor a él, sufren escarnio, persecución y rechazo. Es un procese doloroso, que pide de cada cristiano la compren­sión de este misterio

Tiempo Ordinario. XXIX domingo 361

Con coraje y confianza, Santiago y Juan se declaran dispuestos a participar en la pasión de Jesús. Jesús acoge su promesa y la confirma. Efectivamente, Santiago sería el primero de los doce apóstoles en morir, como Jesús, de muerte violenta. Antes de la Pascua del año 44 d.C, el rey Herodes Agripa lo hizo decapitar en Jerusalén. Sobre el final de Juan no tenemos noticias seguras.

Jesús había dicho ya previamente: «El que pierda la propia vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (8,35). Cuando asegura a Santiago y a Juan que ellos participarán en su pasión, Jesús les comunica al mismo tiempo que par­ticiparán en su vida y en su gloria. No rechaza, por tanto, su petición, pero la sitúa en el marco adecuado. Desvian­do su mirada de los honores y los primeros puestos, la orienta hacia lo único decisivo para el discípulo de Jesús, hacia la comunión con él a lo largo de todo su camino. Hace a los dos hermanos la extraordinaria promesa de que permanecerán fieles hasta el final.

Los otros diez del grupo de los Doce se sienten humi­llados por el comportamiento de Santiago y de Juan, y manifiestan su indignación. En su tercera instrucción, que es la más breve y que se concentra toda ella en un tema ya conocido, Jesús se dirige a todos los discípulos (10,42-45). Les dice una vez más lo que han de hacer. Comienza describiendo el proceder de los grandes de este mundo con sus subordinados y lo valora como ejemplo negativo. Después, con una doble repetición, señala lo que ha de valer en su grupo: «El que quiera ser grande, que sea vues­tro servidor; y el que quiera ser el primero, que sea esclavo de todos» (10,43-44). Modelo de este servicio es el mismo Jesús, enviado por Dios para prestar un insustituible servi­cio a todos los hombres.

Con mucha firmeza dice Jesús a sus discípulos que no

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deben atenerse a lo que es habitual en este mundo, donde los grandes quieren tener a sus subalternos reducidos al máximo, por ser esto ventajoso para ellos. ¡Entre vosotros, nada de eso! Los discípulos tienen otro modelo, al que han de seguir incondicionalmente: Jesús mismo. Ya en la instrucción precedente les había enseñado Jesús que el servicio es el único camino hacia la auténtica grandeza; les había indicado en la solicitud por un niño un ejemplo típico de servicio; les había mostrado que este servicio lle­va a la comunión con él y con Dios, y consiguientemente a la verdadera grandeza (9,35-37).

Desde otro aspecto, Jesús sigue mostrando ahora a los discípulos que el servicio les vincula a él mismo y a Dios, siendo parte esencial del seguimiento: «Pues el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (10,45). Es imposible ser discípulo de aquel que sirve y negarse a servir. El que sirve, sigue el ejemplo ofrecido por Jesús y queda vincu­lado a él. Se vincula al mismo tiempo a Dios, porque de Dios ha recibido Jesús su misión y con su servicio cumple la voluntad de Dios.

Por encargo de Dios, Jesús sirve a los hombres, sin pen­sar en sí mismo y sin reservar nada para sí; pone en juego toda su vida por ellos. Como lo expresa la imagen del rescate, Jesús libera a todos los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte. Cada hombre es también un esclavo del pecado: vive en desacuerdo con Dios, y con las propias fuerzas no puede reconciliarse con Dios. Jesús ha venido a llamar a los pecadores (2,17), a reconciliar a todos los hombres con Dios. Los libera de la sumisión irre­mediable al pecado y los abre el acceso a Dios. Pero, dado que Dios es la fuente de toda vida, la liberación de los pecados significa a la vez liberación de la muerte, ya que

Tiempo Ordinario. XXIX domingo 363

en la comunión con él encontramos la plenitud de la vida. Dios Padre ha encargado a Jesús dicho servicio, haciendo depender de él la liberación de todos los hombres. ¡Qué maravilloso y consolador es saber que Jesús ha llevado a cabo ese servicio encomendado!

Para determinar el comportamiento correcto, los dis­cípulos de Jesús no cuentan con una ley impersonal, sino con el vivo ejemplo de la persona de Jesús (cf Jn 13,15). El servicio de Jesús y su radical efecto salvífico son irrepe­tibles. Pero también el servicio de los discípulos de Jesús debe ser desinteresado, hacerse con entrega total y tener un carácter liberador. Su acción en favor de los hombres ha de estar orientada a despertar la esperanza, a liberar de la necesidad espiritual y corporal, a ofrecer ayuda, a per­donar, a favorecer la paz, a servir a la vida de las personas y de la comunidad.

Preguntas

1. ¿Qué da Jesús a Santiago y a Juan, aunque no satisfaga directamente su petición?

2. ¿Qué significado tiene el servicio de Jesús para cada hombre?

3. ¿Cómo debe ser el servicio de los discípulos, siguiendo el ejemplo de Jesús?

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Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario

Jesús abre los ojos para que se le pueda reconocer y seguir (Me 10,46-52)

46Al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. 47A1 oír que era Jesús Nazareno, em­pezó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí. 48Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: Hijo de David, ten compasión de mí.

49Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: ¡Ánimo! ¡Levántate, que te

llama! 50Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51Jesús le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Maestro, que pueda ver. 52Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Jesús está en camino desde Cesárea de Filipo (8,27-30) hacia Jerusalén. A lo largo del camino ha anunciado por tres veces a los discípulos que en Jerusalén le esperan pa­sión, muerte y resurrección. Cada una de las tres veces ha encontrado la oposición de los discípulos, y los ha instrui­do sobre el modo de seguirle (8,31-9,1; 9,30-50; 10,32-45). Ahora está ya cerca de la meta. Acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, deja Jericó. Le separa todavía de Jerusalén la subida a través del desierto de Judá: una jornada de viaje.

En el camino aparece sentado un hombre pobre. Es ciego; está privado de la luz. Para él no sale ni se pone el sol; siempre es de noche. Este hombre no puede ver el mundo ni a los hombres; tampoco puede orientarse entre

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ellos con sus ojos. Sólo a través del oído y del tacto puede percibir algo de su entorno. No puede tampoco trabajar, y depende de la compasión del prójimo. Como otros mu­chos ciegos, para poder vivir se ve obligado a mendigar. Se sienta a la vera del camino y vive marginado de la sociedad. Su puesto de trabajo está junto al camino, por el que pasan numerosos peregrinos para ir a Jerusalén. Es doblemente pobre, y doblemente depende del prójimo: le falta la luz para poder orientarse y le faltan los medios materiales para poder vivir.

Pero, a través de sus oídos, este ciego consigue partici­par en lo que sucede a su alrededor. Puesto que no puede ver, se concentra más en escuchar. Llega a saber así que Jesús de Nazaret pasa precisamente por aquellos parajes. Está ya acostumbrado a gritar, para pedir una limosna a la gente que oye pasar. Ahora se pone a gritar con fuerza: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (10,47). Este ciego, que ya debía tener noticias de Jesús y de su poder (cf 3,8), deposita en él toda su esperanza. Lo llama hijo de David, y en la segunda invocación repite sólo este apelativo (10,48). Al Mesías se le consideraba el hijo de David (12,35). Hasta ahora, sólo Pedro ha reconocido a Jesús como el Mesías (8,29). Más tarde, a su llegada a Jerusalén, con el gesto de entrar cabalgando sobre un asno, Jesús mismo se revelará como el Mesías (11,1-10). El ciego cree que Jesús ha sido enviado por Dios a su pueblo como el último y definitivo rey y que, por medio de él, Dios da la plenitud de la salvación. Suplica a Jesús que tenga compasión de él, de un mendigo ciego que se encuentra al margen del camino y de la sociedad. Es el último de los muchos enfermos que depositan en Jesús toda su esperanza.

La súplica del ciego es percibida primero por aquellos

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que son ciegos respecto a su situación de necesidad y que no tienen compasión de él. Estos le regañan con dureza y le ordenan que deje de gritar, que se calle. El evange­lista no precisa si son los discípulos de Jesús u otros de los acompañantes los que tratan así al ciego. No mucho antes, los discípulos de Jesús habían recriminado con la misma dureza a las personas que querían llevar hasta él a sus niños (10,13); Jesús les había corregido lleno de indig­nación. El evangelista no refiere tampoco el motivo por el que estas personas quieren hacer callar al ciego. Quizá es porque desean llegar cuanto antes a Jerusalén, donde esperan una gran revelación por parte de Jesús. Quizá es porque, a sus ojos, el ciego no merece que la gran comiti­va se pare y retrase su llegada. ¡Qué importa si continúa ciego y debe seguir mendigando! Quizá no están tampoco de acuerdo en que el ciego designe a Jesús como el hijo de David. En cualquier caso, nunca faltan las personas que no tienen simpatía por los niños, por los impedidos, por los mendigos.

Pero el ciego no se deja intimidar y grita todavía con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de mil» (10,48). El grito es el único medio que tienen a su dis­posición los niños y los débiles para hacerse escuchar. La llamada del ciego llega hasta Jesús, y este se detiene. Si Jesús hubiera continuado su camino, el ciego se habría visto obligado a abandonar su esperanza. Jesús no va has­ta donde está el ciego, sitio que hace que sea él el que se acerque. Parece que las mismas personas que antes habían regañado al ciego son lasque ahora, por mandato expreso de Jesús, lo llaman para que vaya donde él. El ciego inten­ta acercarse a Jesús con la mayor rapidez posible.

Entre Jesús y el ciego se entabla un breve diálogo (10,51-53). Jesús le pregunta: «¿Qué quieres que haga

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por ti?». El ciego responde: «Maestro, que pueda ver». Poco antes había preguntado Jesús a Santiago y Juan: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». Ellos habían respondido: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (10,36-37). Jesús atiende de inmediato la súplica del ciego, haciendo comprender que sabe pedir lo que conviene. No había rechazado comple­tamente la petición de sus discípulos, pero había tenido que instruirlos sobre lo que ellos no habían visto, algo que formaba parte necesariamente de la comunión con él: la participación en su pasión.

Al ciego le dice Jesús: «Anda, tu fe te ha curado» (10,52). Al momento, el ciego puede ver. Es el poder de Jesús el que le ha curado. Este poder no avasalla a nadie; se hace eficaz sólo en aquellas personas que se dirigen a Jesús con fe (5,34; cf 6,5-6). Bartimeo demuestra tener una fe viva en Jesús, expresándola de múltiples maneras. Le reconoce como el Hijo de David enviado por Dios. Le llama en alta voz y le pide que se compadezca de él. No se deja intimidar por las dificultades y hace todo lo que está en sus manos para llegar hasta Jesús. Es el único curado que permanece con Jesús y que sabe reconocer el alcance de su persona, ante la cual son muchos los que se mues­tran ciegos y siguen en su ceguera. Es salvado, porque ha encontrado a Jesús y le es fiel.

Jesús había concluido su actividad en Galilea curando, con una gran entrega personal, al ciego de Betsaida (8,22-26). De este modo había puesto de relieve su misión de traer la luz y de ser él mismo la luz del mundo (cf Jn 1,4-5; 8,12). Su misión es la de aportar la revelación definitiva sobre Dios, la de hacer ver quién es Dios para los hombres y cuál es el camino que nos conduce a él (cf Jn 1,18; 14,6). Cuando los ojos corporales de un hombre están ciegos, se

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ve obligado a soportar un duro destino y una vida difícil. Pero todavía es peor la ceguera de los ojos espirituales, cerrados en todo lo que atañe a Dios, sin poder percibir quién es Dios, qué es lo que nos ha dado y qué es lo que le debemos. En su última acción de poder y al final del camino hacia Jerusalén, Jesús muestra una vez más que su misión es la de abrir los ojos de los hombres y salvarlos con vistas a la comunión con Dios. A lo largo del camino, Jesús ha intentado por encima de todo que sus discípulos llegaran a ver y comprender lo relativo a su persona y a su camino. Pero la obra de Jesús no queda limitada a sus discípulos. Se dirige también al mendigo ciego. El hecho de que este siga a Jesús permite comprender que sus ojos han quedado abiertos para percibir no sólo el mundo que le rodea, sino también todo lo que atañe a la persona de Jesús.

Preguntas

1. El mendigo ciego es el último enfermo curado por Je­sús. ¿Qué significado tiene esto por lo que respecta a la misión de Jesús?

2. ¿En qué consiste la ceguera de los discípulos de Jesús y la ceguera de las personas que regañan a Bartimeo?

3. ¿Qué quiere decir Jesús al afirmar: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12)?

Tiempo Ordinario. XXXI domingo 369

Trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario

Lo que Dios quiere de nosotros (Me 12,28-34)

28Un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamien­to es el primero de todos?

29Respondió Jesús: El primero es: «¡Escucha, Israel! El Se­ñor, nuestro Dios, es el único Señor.30Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». 31E1 segundo es este: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay mandamiento mayor que estos.

32E1 letrado replicó: Muy bien, Maestro. Tienes razón cuan­do dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él, 33y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

34Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios.

Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Un mandamiento señala lo que Dios quiere de nosotros. El primero de todos los mandamientos dice lo que Dios fundamental y primordialmente quiere de nosotros. La pregunta sobre el primero de los mandamientos equiva­le a esta: ¿Qué es lo importante para Dios en cualquier circunstancia? ¿En qué debemos empeñar todas nuestras fuerzas? Dado que hemos de rendir cuentas a Dios y que él decidirá sobre el valor de nuestra vida, de la respuesta a esta pregunta depende que nuestra vida pueda tener un sentido auténtico, imperecedero. Decir que «nuestra vida tiene sentido» significa: ella tiene una dirección válida, está dirigida a un fin que es reconocido por Dios y que puede ser aprobado por él. En su respuesta a la nueva cuestión que se le plantea, Jesús señala, con palabras del

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Antiguo Testamento, lo que Dios quiere de nosotros, el camino que debemos seguir para que nuestra vida tenga sentido de modo absolutamente seguro.

Con su respuesta, Jesús llega a un punto culminante de su actividad. El hecho de que la respuesta sea repetida íntegramente como signo de aprobación y comentada por el escriba con una referencia a los sacrificios, demuestra toda la importancia que tiene.

La respuesta de Jesús es: «¡Escucha, Israel! El Señor, Dios nuestro, es el único Señor. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza» (12,30 = Dt 6,4-5). Como tarea primera y fundamental se señala aquí la de amar a Dios con todas las fuerzas a nuestra disposición.

Las facultades enumeradas pueden explicarse más o menos así: el corazón indica la facultad volitiva; el alma, la fuerza vital; la mente, la facultad intelectiva; además de estas facultades se menciona «la fuerza» en general. La lista no pretende trazar límites diáfanos ni ser exhaustiva. Quiere decir que debemos emplear todas nuestras fuerzas, sin excepción alguna, en el amor a Dios. A cada facultad se le añade el adjetivo «todo». Debemos, pues, entregar­nos a amar a Dios con toda la intensidad y con toda la extensión de nuestras facultades. Nosotros, con todo lo que somos, debemos tender a él con amor, de manera decidida y total.

Muchas son las preguntas que aquí se plantean: ¿Ha habido alguna vez alguien capaz de hacer esto? ¿Podemos tener esperanzas de llegar a cumplir esta tarea? ¿Quién puede decir que ama a Dios de un modo tan pleno? ¿Cómo se presenta nuestro comportamiento real en re­lación con Dios? ¿No se caracteriza frecuentemente por el hecho de que no pensamos ni siquiera en él, que no

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tenemos tiempo para él, que estamos inseguros y llenos dudas, que no sabemos qué hacer con él? ¿Cómo puede uno sentirse obligado a amar a Dios? ¿Puede el amor ser ordenado y actuado de manera intencionada?

Con este mandamiento Jesús no está indicando una obra que pueda ser cumplida de inmediato y con un solo acto, sino que señala una tarea que dura toda la vida. El amor total a Dios es el fin de nuestra vida. Con él se sig­nifica el don de nuestra persona. Si ofrecemos sólo sacri­ficios, si recitamos sólo fórmulas de oración, si ofrecemos sólo cosas que son ajenas a nuestra persona, y si esto lo hacemos sin comprometernos nosotros mismos de manera vinculante, no amamos realmente y estamos fracasando en nuestra vida. En el amor se pone en juego la propia persona. El amor no es en primer lugar un sentimien­to, una emoción humana, como nos hace comprender la lista de las diversas facultades con las que debemos amar a Dios, sino que es toda forma de donación a Dios en la que ponemos en juego nuestra persona según sus múltiples fuerzas y facultades. El mandamiento nos pide tender a él con todo lo que nosotros somos. Amor signi­fica para nosotros salir de la pasividad, de la inercia, de la duda, y tender a Dios activa, firme y decididamente, con un interés profundo, consciente y vivo. Significa empeñar todas nuestras fuerzas intelectivas y volitivas y todas nuestras facultades en conocerle, encontrarle, comprender su persona en todos sus aspectos y, simultá­neamente, dejarnos asir por él y ser colmados por él. El mandamiento del amor nos invita a acercarnos a Dios y a buscarlo con todas las fuerzas, a abrirnos ilimitadamente a él y a dejarnos tocar por él; nos impulsa a una búsqueda apasionada e incansable de Dios; nos pone en un camino que nos conduce siempre más allá y cuya meta no la al-

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canzaremos en esta tierra. Amor significa apertura a Dios ilimitadamente activa.

Un elemento irrenunciable de esta apertura activa es el esfuerzo por aprovechar todas las fuentes que hablan de modo auténtico de Dios. La primera expresión, que Jesús toma del Antiguo Testamento, se dirige directamente a Israel y le remite a su experiencia de Dios: «El Señor, nuestro Dios, es el único Señor». Israel ha conocido a Dios como el Dios único, totalmente singular. Nosotros no debemos dirigirnos a un Dios concebido de cualquier modo, sino a Dios en su realidad auténtica. Y Dios se manifiesta en su plena realidad sólo por medio de la re­velación en Jesucristo. La expresión utilizada por Jesús se abre con el imperativo «¡Escucha, Israel!». No es una cita aislada del Antiguo Testamento. Dentro del mensaje de Jesús hay una invitación a escucharle a él y a entregarnos totalmente a Dios, que se nos da a conocer y se nos hace accesible en él (cf 9,7). En la discusión con los saduceos, Jesús ha mostrado ya a Dios como el Dios de vivos, como aquel que es superior a todo poder de destrucción y de muerte, como aquel que asegura el futuro absoluto, el sentido indestructible de la vida. Por eso nosotros, por amor a Dios, en la búsqueda de Dios, para poder amar al verdadero Dios, debemos escuchar a Jesús.

Jesús ha sido preguntado sólo sobre el primero de todos los mandamientos. Pero, tras el primero, él menciona un segundo mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El amor que nos tenemos a nosotros mismos es presentado como criterio para el amor que hemos de tener hacia nuestro prójimo. El amor a nosotros no consiste en fuertes sentimientos y emociones, sino en la aceptación de nosotros mismos con todo lo que nos pertenece y que constituye nuestra persona y nuestro destino, con nuestras

Tiempo Ordinario. XXXI domingo 373

capacidades y nuestras limitaciones. Ese amor se manifies­ta en nuestra realización y en todo lo que hacemos para nosotros mismos. El hecho de que existamos y que seamos precisamente lo que somos depende en definitiva de Dios. Aceptándonos a nosotros mismos en el amor, estamos di­ciendo también «sí» a la voluntad creadora de Dios, que toma forma precisamente en nuestra persona.

El amor al prójimo debe ser de la misma naturaleza que el amor a nosotros mismos. Esto quiere decir que acepta­mos al prójimo en su singularidad, que lo aprobamos en su existencia, que lo reconocemos como querido y creado por Dios, al igual que nosotros. El amor al prójimo impli­ca, también él, reconocimiento de la voluntad creadora de Dios. El mandamiento del amor al prójimo tiene como fundamento y pretende expresar que nosotros -yo y mi prójimo- gozamos del mismo valor. Tenemos en realidad el mismo origen y el mismo destino y, consiguientemente, la misma dignidad; somos deudores en igual medida del amor de Dios.

Existen innumerables diferencias entre cada uno de los hombres. El mandamiento no pretende nivelarlos a todos. Parte del presupuesto de que todas las diferencias son se­cundarias, de que todos los hombres se encuentran funda­mentalmente en el mismo plano, de que tienen la misma importancia, el mismo valor, la misma dignidad. Esto nos exige: respetar a cada hombre en su dignidad humana, des­de el primer momento de su existencia hasta el último; con­cederle el mismo espacio de afirmación personal; ayudarle, según nuestras posibilidades, a vivir una vida digna del ser humano; no instrumentalizarlo de ningún modo al servicio de nuestros intereses. Uno puede ser rey y otro mendigo. El rey debe tratar al mendigo respetando su dignidad humana. Los dones y las tareas son diferentes. Las diferencias entre

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los hombres están en función de los diferentes servicios en la comunidad. Son utilizadas indebidamente cuando se convierten en pretexto para la presunción y la soberbia o para la explotación del prójimo.

El amor a Dios y el amor al prójimo requieren en igual medida el compromiso y el don de la propia persona. Ninguno de estos amores puede ser sustituido por algo «impersonal». Pero uno y otro son también radicalmente diferentes, en cuanto que radicalmente diferentes son los destinatarios del don. Mi prójimo es un ser humano como yo; está en el mismo plano que yo. Yo no debo hacer de él, aunque se trate del emperador, mi dios, como tampoco debo hacerlo de mí mismo. Con Dios, por el contrario, estamos en una relación completamente diferente. Todos le somos deudores, y en todo: de él recibimos la existencia y el porvenir. Por eso debemos tender hacia él con todas nuestras fuerzas, dejarnos guiar por él y basar todo en él. La diferencia entre el amor a Dios y el amor al prójimo se revela ya en la diversa formulación de los dos manda­mientos. Las relaciones en las que nos encontramos desde siempre deben quedar confirmadas con nuestro compor­tamiento. De Dios recibimos todo y, por eso, debemos tender a él con todas nuestras fuerzas. El nos ha querido como personas de igual dignidad y por tanto debemos mostrar, los unos por los otros, reconocimiento recíproco en actitud de servicio. El amor al prójimo es al mismo tiempo un «sí» a las disposiciones de Dios.

A los que le preguntaban, Jesús ha dirigido una invita­ción «Dad a Dios lo que es de Dios» (12,17). En los dos primeros mandamientos nos dice Dios lo que quiere de nosotros: el amor total hacia él y el amor a nuestro próji­mo. Esta es la orientación válida para nuestra vida. Así es como adquiere un sentido definitivo e imperecedero.

Tiempo Ordinario. XXXI domingo 375

Preguntas

1. ¿Cuál es mi relación real con Dios? ¿Cómo vivo el amor a él?

2. ¿Cuáles son las formas del amor correcto hacia nosotros mismos? ¿Cómo debemos amar correspondientemente a nuestro prójimo?

3. ¿Cuáles son las diferencias entre el amor a Dios y el amor al prójimo?

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Trigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario

Tener el corazón libre y orientado hacia Dios (Me 12,38-44)

38En su enseñanza, Jesús decía [a la muchedumbre]: ¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, 39buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banque­tes, 40y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa.

41Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero. Muchos ricos echaban en cantidad. 42Se acercó una viuda pobre y echó dos reales. 43Llamando a sus discípulos, les dijo: Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. 44Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

En Jerusalén, Jesús ha actuado casi exclusivamente en el templo: «A diario estaba junto a vosotros enseñando en el templo» (14,49). La actuación de Jesús comenzó con la expulsión de los vendedores del templo (11,15-19) y terminó con la pregunta sobre la filiación del Cristo (12,35-37). Después délos grandes temas que Jesús ha ido abordando en confrontación con sus adversarios, el evangelista refiere al final dos juicios que Jesús emite por propia iniciativa: el primero es un reproche, ante la mu­chedumbre, del comportamiento de los escribas (12,38-40); el segundo es una alabanza, ante los discípulos, de la actitud de una viuda pobre (12,41-44)- Después deja definitivamente el templo.

Cuando Jesús aparece en público por primera vez, sus oyentes se quedan muy asombrados: «Pues les enseñaba corno quien tiene autoridad, y no como los escribas»

Tiempo Ordinario. XXXII domingo 377

(1,22). Los escribas conocen la Ley; son los guías espi­rituales del pueblo, al que dicen lo que se ha de hacer según la voluntad de Dios. Son a la vez los enemigos más encarnizados de Jesús, afirmando bien pronto que estaba poseído por Belcebú (3,22). Siempre se pone de manifiesto el contraste que existe entre Jesús y ellos. Jesús acaba de cuestionar su enseñanza sobre la descendencia davídica del Mesías (12,35-37). Ahora critica su comportamiento y pone en guardia enérgicamente al pueblo contra ellos. Jesús no quiere ridiculizar a sus adversarios, pero sí impe­dir que el pueblo admire su comportamiento y lo imite. Los escribas ponen siempre en el centro de todo su propia persona. Pasean con largas vestimentas, haciéndose no­tar y queriendo hacer notar su dignidad. Pretenden en todas partes ser tratados con honores: en el mercado, en la sinagoga, en los banquetes, en el ámbito público, en el religioso y en el privado; desean ocupar siempre los pri­meros puestos. Lo que reprocha a los escribas, Jesús lo ha combatido también entre sus discípulos. Habían discutido sobre quién de ellos era el más importante (9,34; cf 10,37) y Jesús les había indicado el servicio como el único camino hacia la grandeza (9,35-37; 10,42-45). La enseñanza y el comportamiento de los escribas parecen estar íntimamen­te unidos. Ven solamente en el Mesías a un hijo de David (12,35) y esperan de él un reino terreno glorioso. Por eso son tan importantes para ellos los honores terrenos. Tam­bién los discípulos de Jesús piensan en la gloria terrena y en los puestos de honor en este mundo (cf 8,32; 10,37), resistiéndose obstinadamente a acoger la enseñanza de Jesús sobre el camino establecido por Dios para él y sobre el significado fundamental del servicio.

Particularmente duro es el reproche dirigido a los escri­bas de devorar los bienes de las viudas, de arrebatarles su

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patrimonio, y de hacer largas oraciones para impresionar a los hombres (cf Mt 6,5). Actuando así, cometen pecados que van directamente contra los principales mandamien­tos. Las viudas, junto con los huérfanos, forman parte de las personas socialmente débiles y están bajo una especial protección de Dios (Ex 22,21-23). Quien se aprovecha de ellas, pervierte de un modo extraordinariamente grave el mandamiento del amor al prójimo. Una perversión similar se da cuando alguien reza con el fin de impresionar a los hombres. Al significado más íntimo de la oración pertene­ce el que el hombre se dirija a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas. Las palabras de Jesús no quieren ser una polémica estéril contra sus adversarios. Lo que cen­sura en ellos debe mostrar al pueblo el comportamiento falso, que se ha de evitar; debe confirmar lo que él había enseñado ya a sus discípulos, estimulando a todos a un serio examen de conciencia.

Finalmente, Jesús se encuentra cerca del cepillo del templo y observa a los que depositan allá sus ofrendas. No ya abiertamente, sino sólo ante sus discípulos, valora la accióa de aquellas personas, y de una viuda pobre, que ha echado poquísimo, Jesús dice que ha ofrecido más que nadie: «Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vrvir» (12,44). Jesús no juzga por la cantidad, sino por la totalidad. La viuda pobre ha ofrecido más que los demás, porque lo ha dado todo.

Según el juicio de Jesús, esta mujer ha obrado recta­mente, jesús quiere presentarla como modelo también para los discípulos, que, junto con el pueblo, habían sido alertados contra el comportamiento de los escribas. Pero, ¿por qué es ejemplar el comportamiento de esta mujer? ¿No es más bien insensato que ella entregue los últimos

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recursos que tiene, y que necesita para su sustento? Y si en cualquier caso quiere darlos, ¿no hubiera sido mejor ofrecer aquellas dos monedas a otro pobre, en lugar de depositarlas en el cepillo del templo, con lo cual quedaban destinadas para el culto sagrado? Poco antes había dicho un escriba que «amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (12,33), en­contrando la aprobación por parte de Jesús. ¿El sacrificio de esta viuda es realmente tan grande? Si un rico lo da todo, se entiende que le sea imposible recuperar su propie­dad. Las dos monedas depositadas por la mujer ascienden a un cuadrante, que es la sexagésima cuarta parte de un denario. Corresponde a lo que se daba a un pobre. Para aquella mujer no debía ser muy difícil recuperarlo pronto mendigando.

Pero Jesús deja de lado estas reflexiones cuantitativas. Para él, lo decisivo es -y así lo indica a los suyos- que la mujer ha depositado en el cepillo todo lo que tenía para vivir. Esta mujer es una viuda, pertenece a las personas so­cialmente débiles e insignificantes, y además es muy pobre. Pero Jesús reconoce su grandeza interior y la pone ante los ojos de sus discípulos. Esta mujer es libre frente a las nece­sidades materiales y es generosa en su entrega a Dios. No se preocupa con ansiedad del beber, del comer y del vestir (cf Mt 6,25-34); de no ser así, se habría guardado aquellas dos monedas. Ella da todo a Dios en la forma que conoce y que está a su alcance, y de este modo quiere expresar su entrega total a Dios. Es justo atribuir a esta mujer una libertad y una dignidad extraordinarias. Su corazón no es esclavo de las preocupaciones por el alimento cotidiano y no está centrado en su propia persona. Su comporta­miento es diametralmente opuesto al de los escribas. Su corazón pertenece a Dios y a la digna adoración de Dios.

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Lo manifiesta su ofrenda al templo. Si Jesús presenta el comportamiento de esta mujer como ejemplar, aprueba también que los medios materiales no sean utilizados sólo para los pobres. Más tarde lo dirá expresamente, cuando justifique a otra mujer, que lo ha ungido con un perfume muy caro (14,3-9).

Jesús pone especialmente a sus discípulos ante la al­ternativa del comportamiento de los escribas, a los que ellos se asemejan en sus aspiraciones de grandeza, y el comportamiento de aquella viuda pobre, a la que también se asemejan en cuanto que lo han dejado todo a causa del seguimiento de Jesús (10,28). Los discípulos han empren­dido el camino de la libertad, pero todavía no han llegado a la meta. Deben liberarse de las expectativas y esperanzas que depositan en Jesús sobre la base de su concepción mesiánica. Serán libres cuando confíen completamente en Jesús y en Dios, cuando acojan a Jesús como el Cruci­ficado y Resucitado y cuando sirvan a los demás siguiendo su ejemplo.

Preguntas

1. ¿Hay alguna conexión entre la enseñanza y el compor­tamiento de los escribas?

2. ¿Qué tiene de ejemplar el comportamiento de la viuda pobre?

3. ¿Qué deben aprender los discípulos de las dos enseñan­zas de Jesús?

Tiempo Ordinario. XXXIII domingo 3 8 1

Trigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario

Futuro y final: El encuentro con Jesucristo (Me 13,24-32)

(Dijo Jesús a sus discípulos): 24En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, 25las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán.

26Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; "enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo.

28Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; 29pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. 30Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. 31E1 cielo y la tierra pa­sarán, pero mis palabras no pasarán. 32Sobre el día y la hora nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.

¿Qué traerá el futuro? Esta pregunta nos hace pensar mu­chas cosas. Ciertamente, podemos vivir y obrar sólo en el presente. Pero puesto que, como individuos y como comu­nidad, no estamos limitados a unos pocos años, también el futuro nos atañe. Y con lo que nosotros hagamos hoy, contribuimos a asegurar o a destruir el futuro.

Con su predicción sobre la destrucción del templo (13,2), Jesús dirige la mirada de sus discípulos hacia el futuro. Ellos quisieran saber cuándo tendrá lugar lo que Jesús dice y qué acontecimientos estarán conexionados con ello (13,4). Jesús les exhorta enérgicamente a que no se dejen engañar (13,5-6.21-23). Puesto que el futu­ro no es presente y no puede ser controlado, se impone mucha prudencia. Efectivamente, los falsos profetas y las

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predicciones erróneas sobre el final del mundo son innu­merables. Jesús delinea sólo a grandes rasgos el futuro (13,7-20): para todos habrá en el futuro guerras, carestías y terremotos (13,7-8); sus discípulos han de contar con persecuciones (13,9-13) y han de comportarse con recti­tud ante los acontecimientos excepcionales (13,14-20). La historia humana, pues, continuará. Jesús no la describe de manera completa. Se limita a mencionar acontecimientos típicos.

Jesús pasa después a hablar del final de la historia. El mundo, tal como lo conocemos y todo lo que en él sucede, no agota toda la realidad y no durará para siem­pre. Tampoco aquí ofrece Jesús una descripción amplia y minuciosa, sino que señala lo que caracteriza a ese final, que es, al mismo tiempo, un nuevo inicio: el término de la condición presente de la creación, la venida del Hijo del hombre y la congregación de los elegidos.

Jesús afirma que el sol y la luna dejarán de brillar y que las estrellas caerán del cielo (13,24-25). La creación está reservada a Dios. Él ha dispuesto el inicio y sólo él determina también el final. Respecto al primer día de la creación se dice: «Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz» (Gen 1,3). Y para el cuarto día: «Hizo Dios los dos luceros ma­yores, el lucero grande para el dominio del día y el lucero pequeño para el dominio de la noche, y las estrellas» (Gen 1,16). Estos luceros representan toda la creación. Su final indica el final de todo. Poco después afirmará Jesús: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (13,31). El Apocalipsis anuncia que lo viejo pasará y habrá un nuevo cielo y una nueva tierra (Ap 21,1). El mundo en su condición actual no es la última obra de Dios. Creando el mundo, Dios no ha agotado su propio poder creador. Él llevará más allá al mundoactual. A los saduceos, que nie-

Tiempo Ordinario. XXXIII domingo 383

gan la resurrección de los muertos, Jesús había dicho: «No conocéis las Escrituras, ni el poder de Dios» (12,24).

Las cosas nuevas comienzan con la venida del Hijo del hombre. Jesús se ha definido como Hijo del hombre, cuando ha anunciado su muerte y su resurrección (8,31). Por medio de su resurrección, ha entrado en la vida de Dios y ha desaparecido a nuestros ojos humanos. Falta todavía que se manifieste para todos en su gloria divina. Con su venida en la gloria, se revelará el puesto que él tie­ne a la derecha de Dios (cf 14,62) y comenzará la nueva creación. Desaparecerá la separación entre el ámbito en el que Dios está presente y se hace directamente accesible y el ámbito en que nosotros vivimos. Pero Dios, por medio de la revelación del Hijo resucitado, impregnará toda la creación con su gloria divina. Así, el reino de Dios, que Jesús ha anunciado como cercano (1,15), se afirmará de­finitivamente. Sólo Dios reinará; desaparecerán todas las fuerzas hostiles a él.

Como tercer acontecimiento esencial, Jesús menciona la unión en torno al Hijo del hombre de los elegidos de todas las partes del mundo. Jesús los ha escogido para sí y los ha destinado a estar con él y a participar de su gloria. Cuando habla por primera vez de la venida del Hijo del hombre, dice: «El que se avergüence de mí y de mis pa­labras ante esta generación infiel y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles» (8,38). Aquí se ve lo que caracteriza a los elegidos y el modo en que se ha de manifestar. Los elegidos son los que no se separan de la persona y de las palabras de Jesús ni por miedo a los hom­bres ni por cualquier otra razón. En la vida terrena han buscado y vivido su vinculación a Jesús con fe, fidelidad y valentía. De aquí que forme parte de la plena revelación

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de Jesús el hecho de declararse en favor de ellos y que la comunión con él llegue entonces a plenitud. El que en la vida terrena no ha permanecido fiel a Jesús y a sus palabras ni se ha esforzado en vivir en comunión con él, no será obligado entonces a esa comunión y permanecerá donde está, es decir, fuera de dicha comunión.

Con sus tres afirmaciones, Jesús ha definido el futuro de todos y el final de la historia terrena. Ahora explica lo que ha de tenerse en cuenta y lo que ha de hacerse frente a ese futuro (13,28-32). De la higuera ha de aprenderse que el presente no lo es todo. No nos podemos detener en el presente actual, sino que hemos de reconocer que el presente anuncia necesariamente el futuro y requiere orientarse hacia él. Todos los hombres se verán afecta­dos por ese futuro. El presente, que parece ser la única realidad segura y fiable y que por eso induce a obviar el futuro, es pasajero. Las palabras de Jesús, por el contrario -aquellas con las que ha anunciado el futuro y todas las demás-, son absolutamente dignas de fe. A ellas hemos de atenernos. Todo ha sido establecido por Dios Padre, Señor del cielo y de la tierra. Sólo él sabe cuándo sucederá todo esto. Los cálculos son inútiles. En lugar de dejarnos llevar por la curiosidad, debemos confiar incondicionalmente en Dios.

Preguntas

1. La historia de la humanidad y la vida de cada hombre caminan hacia el encuentro con Jesús en su gloria. ¿Qué luz proviene de aquí para nuestra vida presente y qué orientación se nos da para ella?

2. Lo que ahora resulta visible y tangible parece ser la

Tiempo Ordinario. XXXIII domingo 385

única realidad fiable. ¿Qué fuerza tienen las palabras de Jesús y qué es lo que con ellas se nos muestra?

3. La comunión con Jesús en su gloria presupone la comu­nión con él en esta vida. ¿Cómo vivo la fidelidad a él y a su palabra? ¿Qué obstáculos se me presentan para mantener esa fidelidad?

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Solemnidad de Jesucristo, rey del Universo

Jesús, el rey (Jn 18,33-38)

33Pilato volvió a entrar en el pretorio, hizo llamar a Jesús y le preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos?

34Jesús le contestó: ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?

35Pilato replicó: ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?

36Jesús le contestó: Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.

37Pilato le dijo: Entonces, ¿eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he

nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.

38Repuso Pilato: ¡La verdad! ¿Qué es la verdad? Oída la declaración de Jesús, Pilato salió de nuevo y dijo a

los judíos: Yo n o encuentro delito alguno en este hombre.

Jesús se encuentra ante Pilato, ante el hombre que detenta el máximo poder en Judea, ante quien tiene derecho sobre la vida y la muerte. No en un coloquio sin trascendencia, sino en un proceso en el que está en juego la vida o la muerte, se pone públicamente de manifiesto lo que Jesús ha realizado. El asume la responsabilidad de su misión y declara qué clase de reino es el suyo.

El interrogatorio comienza con la pregunta de Pilato: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (18,33). En su respuesta, Jesús interroga a su vez a Pilato sobre su propia actitud: debe reconocer si habla por conocimiento propio o si se limita a repetir lo que otros sostienen, y aquí se trata de una acusación bastante grave. El imputado apela a la

Tiempo Ordinario. Solemnidad de Jesucristo, rey del Universo 3 o 7

conciencia del juez y le recuerda el deber de verificar con exactitud y de manera responsable las circunstancias del hecho. Pilato se deja interpelar. En principio marca las distancias sobre cualquier tipo de participación personal en la cuestión, asegurando que todo tiene su origen en los judíos. Con la pregunta: «¿Qué has hecho?» (18,35), de­muestra que es consciente del propio deber, que no quiere dejarse llevar por las valoraciones de otros o por juicios sumarios, sino que desea establecer lo que realmente ha hecho el acusado antes de emitir la sentencia.

En su respuesta, Jesús no enumera hechos concretos; hace referencia al carácter global de su obra, señalando ante todo lo que está ausente en su obra. Por tres veces afirma expresamente: «Mi reino no es de este mundo» (18,36). Jesús quiere decir que su reino no es del tipo mundano-terreno, que no está relacionado con preten­siones territoriales o de dominio ni con el uso de instru­mentos de poder. Como prueba de tal afirmación aduce el hecho verificable de que sus seguidores no han puesto en juego su vida a favor suyo al modo terreno del poder político, no han respondido con violencia a la violencia, no han combatido por él.

Pilato queda convencido de esta demostración. No pregunta ya si él es el rey de los judíos, sino: «Entonces, ¿tú eres rey?». Reconoce que Jesús no es un rey en el sen­tido de la acusación. Pero por las palabras de Jesús deduce también que él insinúa la reivindicación de ser rey y quiere saber por eso qué tipo de reino es el suyo.

Jesús confirma la reivindicación insinuada y ahora explica en sentido positivo la naturaleza de su reino, invitando a acoger su pretensión. El es verdaderamente rey. Jesús define su posición y su misión real así: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar

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testimonio de la verdad» (18,37). El significado global de su nacimiento y de su venida es el de dar testimonio de la verdad; sólo por esto está él en el mundo y sólo en eso consiste su obra de rey.

No todos pueden dar testimonio. Puede hablar como testigo únicamente aquel que posee un conocimiento real del hecho por haber tenido directamente acceso a él, únicamente aquel que ha tenido experiencia del hecho mismo con sus sentidos y sus facultades. Jesús afirma que conoce de este modo la verdad y que de ella da un tes­timonio absolutamente digno de crédito. Él no se refiere aquí a la verdad sobre cualquier hecho determinado, sino a la verdad sobre Dios. Él tiene acceso directamente a Dios, le conoce en la comunión más íntima con él. Ha sido enviado por él y ha venido al mundo de parte de Dios. Hace conocer a Dios como no lo había hecho co­nocer nadie hasta ahora. Da testimonio de él como del Dios que es en sí mismo comunión, que vive en la perfecta unidad de Padre e Hijo.

Según la Escritura, el rey es el pastor de su pueblo. La misión del rey es la de hacer posible la vida de su pue­blo, la de preocuparse de que las condiciones de vida de su pueblo sean las mejores posible. La obra regia de Jesús consiste en su testimonio a favor de la verdad y así describe él su misión corno pastor: «He venido para que tengan la vida y la tengan en abundancia» (10,10). Con su testimonio sobre Dios, Jesús hace accesible la plenitud de la vida, por encima de toda posibilidad humana. Nos muestra al Dios que ama ilimitadamente a los hombres y que quiere acogernos en la comunión en que él vive con el Hijo. Jesús quiere conquistarnos para la vida de comunión con el Padre, en la que vive él mismo; para esa seguridad y apoyo, esa alegría y certeza, ese futuro

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perenne y sin ninguna clase de amenaza, que vienen sólo de la unión vital con Dios. Desvelándonos esta vida, él se revela como rey y pastor sin comparación posible. No se preocupa directamente de la vida terrena. Pero le da una nueva dimensión y un futuro insospechado; pone de relieve su finitud y su subordinación a la muerte, haciendo accesible la vida eterna con su testimonio sobre este Dios y sobre la comunión eterna con él.

Para poder acoger el testimonio de Jesús y su acción re­gia se hace obligado estar abiertos a Dios. Pilato no pudo comprender el significado pleno de la respuesta de Jesús. No tenía ningún interés por saber algo preciso sobre él. Con la pregunta por la verdad -tanto si con ella se expresa una duda (¿quién puede conocerla?) como si entraña un desdén (¿qué importancia tiene?)-, él interrumpe el colo­quio. Le basta haber esclarecido las relaciones terrenas de fuerza. Ejerciendo su misión de juez, Pilato ha aceptado que Jesús le hablase de su deber. Pero se cierra al testimo­nio sobre Dios.

Preguntas

1. ¿Cómo se entiende la realeza de Jesús? 2. ¿Cuáles son los momentos decisivos en el diálogo en­

tre Jesús y Pilato? ¿Qué es lo que impide el desarrollo ulterior?

3. ¿Qué espero yo de Jesús como rey?

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Propio de los Santos

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Presentación del Señor (2 de febrero)

Dios manifiesta su fidelidad (Le 2,22-40)

22Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor 23 (de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») 24y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «Un par de tórtolas o dos pichones»).

25Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. 26Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. "Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.

Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cum­plir con él lo previsto por la ley), 28Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

29Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; 30porque mis ojos han visto tu salvación, 31la que has presentado ante todos los pueblos; 32luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel. 33José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo

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que se decía del niño. 34Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida. 35Así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el corazón. 36Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la

tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De jovencita había vivido siete años casada, 37y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. 38Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

39Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40E1 niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

A los cuarenta días de su nacimiento, Jesús es llevado al templo para cumplir así las prescripciones de la Ley respecto al nacimiento de un primogénito. El templo es el centro del pueblo de Israel, el lugar de la presencia especial de Dios en medio de su pueblo y el lugar de la múltiple devoción del pueblo hacia su Señor. El pueblo se dirige a Dios en alabanza y oración durante el año y en las grandes fiestas; está unido a él en el cumplimiento de sus preceptos y en la sumisión a su voluntad.

En esta circunstancia, el niño Jesús es acogido por dos personas ancianas, que personifican la vinculación y la religiosidad del Antiguo Testamento. Es difícil que lleguen a ver la actividad pública, la obra mesiánica de Jesús, pero pueden reconocer en él el cumplimiento de la promesa de Dios. Intuyen el papel de este niño y, llenos de gozo, dan gracias al Señor. Durante una larga existencia, en la que

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se han dejado guiar por Dios y han permanecido unidos a él, se han ido preparando para este encuentro de luz y de gozo.

Simeón es descrito con cuatro rasgos concretos: justo, temeroso de Dios, espera la salvación de Israel y es con­ducido por el Espíritu de Dios. Los cuatro rasgos hacen referencia a su unión con Dios.

Justo es el hombre que vive rectamente, que en toda su existencia se conforma a la voluntad de Dios. No se deja llevar fácilmente por sus instintos, tendencias, deseos, cálculos, sino que busca la voluntad del Señor y actúa de manera responsable ante él. A partir de esta volun­tad, modela su relación con Dios y con el prójimo. Esta existencia justa crea una vinculación estable, auténtica y eficaz con Dios.

Mientras que la justicia indica el recto comportamiento en general, el temor de Dios señala de modo específico el recto comportamiento con el Señor. Simeón es justo y temeroso de Dios. La religiosidad se manifiesta ante todo en el profundo respeto por Dios, que es reconocido como Creador y Señor. A esto se une la obediencia: el hombre busca y cumple la voluntad de Dios. La religiosidad se expresa después en la oración, con la que el hombre se abandona al Señor, a él dirige todas sus peticiones e invo­ca su ayuda. Simeón vive así ante Dios.

Su corazón rebosa un confiado abandono en el Señor; espera la salvación de Israel. Dios ha prometido dar la sal­vación plena a su pueblo; Simeón no se deja desvincular de su fe en la palabra de Dios. Los diversos altibajos en la historia del pueblo, la larga espera, la aparente inercia de Dios, no pueden desanimarlo. Cree en la fiabilidad y en la fidelidad de Dios; manifiesta su religiosidad a través de su inquebrantable confianza en él.

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Justo, temeroso de Dios y lleno de fe, Simeón vive orientado hacia Dios y se deja guiar por su Espíritu. No está cerrado y anclado en sus propias ideas e intenciones; al contrario, está abierto a las inspiraciones e iluminacio­nes, a las manifestaciones e indicaciones que le vienen de Dios; escucha al Señor y se deja guiar por él. En esta vinculación íntima y existencial con Dios, Simeón ha per­cibido, por medio del Espíritu Santo, que no moriría antes de haber visto al Mesías, al Salvador enviado por Dios.

No sabemos cómo pudo imaginarse Simeón este en­cuentro. Quizá fuera de un modo totalmente diverso a como tuvo lugar. De nuevo es el Espíritu de Dios el que lo conduce al templo y le hace reconocer en este niño de cuarenta días, pequeño y necesitado de ayuda, al Mesías de Dios. También en esta ocasión Simeón se deja guiar por el Señor.

Simeón, hombre anciano, sabio y fiel, toma al niño entre sus brazos y da gracias al Señor en gozosa alabanza. Dios no le ha defraudado: ha cumplido su palabra. Con tranquilidad y paz, el anciano Simeón puede ya esperar la muerte y abandonarse a este Dios tan digno de crédito por su fidelidad. El Mesías-niño entre sus brazos es el signo más fehaciente de que Dios es fiel. Uno puede confiarse por completo a él y sentirse seguro entre sus manos.

Junto al anciano Simeón aparece Ana, todavía más anciana que él. Tuviera ochenta y cuatro años de edad o fuera viuda desde hacía ochenta y cuatro años, su edad eraen cualquier caso muy avanzada.

También ella ha vivido muy unida al Señor. Su resi­dencia es el templo, la casa de Dios. Ha transcurrido sus años en el servicio al Señor, en la oración y el ayuno. Por medio del ayuno, el cuerpo participa en la oración y de este modo queda implicada toda la persona en el don de

Presentación del Señor (2 de febrero) 397

sí a Dios. Ana ha vivido para el Señor, se ha consagrado a él con todo su ser. Ahora, junto con Simeón, puede re­conocer en el pequeño niño al Mesías; puede experimen­tar que Dios ha escuchado su incesante oración. Como Simeón, también Ana alaba al Señor. Lo había hecho ya antes en su oración; con los salmos celebraba al Señor por las maravillas que había hecho en favor de su pueblo desde la creación. Ahora no tiene ya necesidad de rezar a Dios para que envíe al Mesías, sino que lo alaba porque ha llegado.

Preguntas

1. ¿Cómo se manifiesta la fidelidad de Dios? 2. ¿Qué rasgos caracterizan la relación de Simeón y Ana

con Dios? 3. ¿Qué significa Jesús según la visión de Simeón y Ana?

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San José, esposo de la Virgen María (19 de marzo)

Nuevo inicio que viene de Dios (Mt 1,18-24)

18La concepción de Jesucristo fue así: La madre de Jesús estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.

19José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. 20Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. 21Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.

22Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: 23Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa: «Dios con nosotros»).

24Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

La genealogía ha señalado que Jesús desciende de David y át Abrahán y que está profundamente enraizado en la historia de Israel. Ha indicado al mismo tiempo el enigma de su nacimiento (1,16). La orientación de esta genealo­gía \r sus datos numéricos Kan mostrado además que Jesús es el fin y el cumplimiento de esta historia. Pero en la genealogía no se dice en qué consiste este cumplimiento. Es lo que se esclarece ahora mediante el mensaje de Dios a José y es lo que queda reflejado en el comportamiento de este.

In el versículo 16 del capítulo 1 se nos ha hecho saber ya que José es el esposo de María y que María es la madre

San José, esposo de la Virgen María (19 de marzo) 399

de Jesús, pero que Jesús no es hijo de José. Al comienzo y en el centro de este nuevo pasaje (1,18.20) se nos dice que el Espíritu Santo está en el origen de la vida de Jesús. Al final del mismo pasaje se confirma una vez más que José no tiene nada que ver con el nacimiento de este niño (1,25). Cuando en 1,25 se dice que «[María], sin que le conociera, dio a luz un hijo», esto significa que José no ha tenido ninguna relación conyugal con María hasta el nacimiento de Jesús. La frase no dice nada sobre el tiempo posterior, pero tampoco afirma que José hubiera iniciado después esta relación.

Jesús no es el hijo de José, sino criatura del Espíritu Santo. En él llega la historia de Israel a su cumplimiento, pero él no es el fruto natural o el resultado necesario de esta historia. No depende ni proviene sólo de la serie de generaciones y de nacimientos humanos. Es el cumpli­miento de todos ellos en cuanto inicio completamente nuevo. El comienzo de su existencia se debe al Espíritu Santo, remite directamente a la actividad del poder crea­dor de Dios. Dios recapitula en él toda la historia de Israel y pone al mismo tiempo un nuevo inicio creador. No han sido los hombres quienes se han dado a sí mismos a Jesús; él es el inicio y el don que proviene por completo de Dios. Este es el origen de Jesucristo (1,18), y este origen indica su naturaleza y su significado.

Aun teniendo su origen en Dios, Jesús está vinculado a la historia de Israel. Su madre, María, está desposada con José, aunque no vive todavía en su casa. Según el derecho judío, los futuros esposos quedan estrechamente unidos entre sí con el desposorio, siendo considerados como ma­rido y mujer. De aquí que a José se le llame el esposo de María (1,16.19) y a María la esposa de José (1,20.24). Sólo un año o año y medio después del desposorio, la esposa

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era conducida a la casa del esposo y comenzaban la vida conyugal. En el tiempo que transcurre entre el desposorio y el paso a la casa del esposo, José advierte el embarazo de María y decide separarse de ella en secreto. Pero entonces se le hace saber el origen del niño. Recibe el encargo de tomar consigo a María y reconocer así ante la ley al niño como hijo propio. Por encargo de Dios, José se convierte ante la ley en el padre del niño y Jesús se convierte ante la ley en hijo y heredero con pleno derecho. Una conse­cuencia que se sigue de esto es que Jesús queda legalmente inserto en la genealogía de José. Jesús entra así en la des­cendencia de esta serie de antepasados, llegando a ser el término y cumplimiento de los mismos.

El modo en que él responde a esta posición y a esta tarea se indica en el nombre que Dios ha escogido para él y que José debe darle. Dios cambió el nombre a aquel que anteriormente se llamaba Abram; le dio el nombre nuevo de Abrahán (=padre de una multitud), «[...] porque pa­dre de una multitud de pueblos te haré» (Gen 17,5). La elección por parte de Dios se expresa y queda confirmada con el cambio de nombre. Dios, que da una nueva misión y con ella una nueva vida, da también un nuevo nombre. Esto vale todavía más para Jesús, hijo de Abrahán. Junto a la existencia, él ha recibido de Dios, desde el inicio, su nombre y su misión. Su nombre esjeshua ojehashua y sig­nifica «Dios es salvación»: «Pues él salvará a su pueblo de suspecados» (1,21). En el Sal 130,8 el salmista expresa a Dios su esperanza en estos términos: «El redimirá a Israel de todas sus culpas». Ninguno fuera de él puede perdonar los pecados (cf Me 2,7). Con esta misión de Jesús queda indicado su poder divino y el don salvífico que Dios nos hace por medio de él. Jesús no se revelará hijo de David manifestando un poder político o militar, como salvador

San José, esposo de la Virgen María (19 de marzo) 401

político en sentido terreno. Él redimirá de las culpas; hará salir al hombre de la condición de lejanía de Dios y le reconducirá a la plena comunión con él. Así es como, en cuanto Mesías, en cuanto Rey y Pastor, se preocupará de su pueblo y le conducirá a la plenitud de vida. Para ello entregará su propia vida y la ofrecerá en rescate por mu­chos (20,28). Su obra no afecta a un ámbito determinado de la existencia humana, sino que va a las raíces y cambia la relación con Dios. El vencerá la desobediencia y la re­belión, perdonará la culpa y restablecerá la comunión de vida con Dios.

Con este acontecimiento se realiza lo que Dios había anunciado por boca de los profetas. Este nacimiento y este niño son queridos por él, provienen de él y corresponden a su voluntad y a su proyecto. Cuando se afirma el cumpli­miento de la palabra de Dios, lo que se pretende expresar es de nuevo que detrás de este acontecimiento está Dios como el que decide y guía. Con el nombre de «Emma-nuel» -que significa «Dios con nosotros», se nos recuerda explícitamente-, no se está indicando otro nombre de Jesús. Este nombre expresa lo que caracteriza su venida, su presencia y su obra: en él, Dios está con nosotros; Jesús es la presencia operante de Dios junto a nosotros; en él se revela el Dios misericordioso, que ayuda y que salva, y que revela también su proyecto en relación con los hombres. En Jesús, Dios está con nosotros, y su misión es hacer que nosotros nos veamos libres de nuestra culpa y lleguemos a Dios. Las últimas palabras del Evangelio serán: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (28,20).

Jesús es fin y cumplimiento de la historia de Israel como un nuevo inicio que viene de Dios, a quien él se lo debe todo: su existencia, su nombre, su misión. Dios no

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abandona a su pueblo a sus solas fuerzas ni a los poderes y a las fuerzas de la historia. Jesús es puro don de Dios para su pueblo. En él se cumple la obra salvífica de Dios y en él se fundamenta la más estrecha comunión: Dios con nosotros.

Preguntas

1. ¿Cómo se relacionan entre sí Mt 1,1-17 y Mt 1,18-25 en su progresión y en sus afirmaciones?

2. jesús debe su existencia no a una generación humana, sino a la obra creadora de Dios. ¿Qué significa esto?

3. ¿Qué misión y qué don se expresan en el nombre «Je­sús»?

Anunciación del Señor (25 de marzo)

Le 1,26-38 Cf cuarto domingo de Adviento

Natividad de san Juan Bautista (24 de junio) (Misa vespertina de la Vigilia) 4 0 3

Natividad de san Juan Bautista (24 de junio) (Misa vespertina de la Vigilia)

Esperando al Señor (Le 1,5-17)

5En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, del turno de Abías, casado con una des-cendiente de Aarón llamada Isabel. 6Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor. 7No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada.

8Una vez que oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según el ritual de los sacerdotes, 9le tocó a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; 10la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incien­so. UY se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. 12A1 verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó so­brecogido de temor. 13Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado. Tu mujer, Isabel, te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. I4Te llenarás de alegría y muchos se alegrarán de su nacimiento, 15pues será grande a los ojos del Señor. No beberá vino ni licor; se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre materno, 16y convertirá muchos israe­litas al Señor, su Dios. 17Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elias, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la sensatez de los justos, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto.

El evangelio de Lucas empieza y termina con la oración en el templo de Jerusalén. Al comienzo está la ofrenda del incienso por parte de Zacarías y la oración del pueblo; al final, la alabanza de los discípulos de Jesús (24,53). Tras la ascensión de Jesús al cielo, sus discípulos regresan del Monte de los Olivos a Jerusalén. Alaban y glorifican a Dios por el cumplimiento de la obra de Jesús, por el amor

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y la bondad que ha manifestado a su pueblo. La ofrenda del incienso por parte de Zacarías precede a la venida del Precursor de Jesús. Al igual que la oración del pueblo, ella quiere recordar a Dios su pacto y su fidelidad, su deber de intervenir en favor de su pueblo. En este marco aparece el mensajero del Señor, anunciando el nacimiento de aquel que ha de preparar la venida del Señor. Todas sus palabras se refieren al «adviento» (1,1347). Muestran cuál es la preparación necesaria para la venida del Señor y cuáles son las actitudes adecuadas en el tiempo de preparación. Aunque no vivamos ya en la situación de Zacarías, tam­bién nosotros esperamos la venida definitiva del Señor, y también para nosotros se plantea la pregunta sobre la justa espera y preparación.

Las primeras palabras del ángel afectan directamente a Zacarías. El ángel le dice: «No temas». Los hombres disponemos sólo parcialmente de nuestro destino. Una y otra vez nos vemos obligados a experimentar la inseguri­dad y el peligro en que se ve envuelta nuestra vida. A ello se deben nuestros miedos. No podemos dar por nosotros mismos a nuestra vida un fundamento absolutamente estable. La característica de Dios es, por el contrario, la de poder decir: «Yo, el Señor, tu Dios, te tomo de la mano derecha y te digo: no temas» (Is 41,13). Sólo él puede afirmar esto con pleno derecho, porque sólo él es superior a todo lo que nos amenaza. Nosotros estamos a salvo bajo su protección, podemos abandonar todo temor confián-donos a él (cf Sal 23 [22]). Así dice también el ángel de Dios:«No temas». Toda espera debe estar mantenida por la confianza en Dios.

La expresión: «Tu ruego ha sido escuchado» hace com­prender que Zacarías no ha malgastado en el ocio el tiem­po déla espera. Él se ha dirigido a Dios con fervor. Como

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sacerdote, ha estado al servicio del Señor. Se ha sometido a los mandamientos de Dios. Ha rezado; ha presentado continuamente ante Dios sus necesidades y sus esperan­zas. No se ha dejado desalentar por la espera. De igual modo, también nosotros debemos preparar con nuestra oración la venida del Señor. Una de las pocas peticiones del Padrenuestro es precisamente esta: «Venga tu Reino». Jesús nos enseña a pedir la manifestación plena del poder de Dios. Sólo quien desea ardientemente al Señor en la oración está preparado para su venida.

El nacimiento de Juan significará para Zacarías gozo y alegría (1,14). También el tiempo de la preparación está unido a un gozo íntimo y a una alegría desbordante. Tam­bién en él se hacen patentes múltiples dones del Señor, aun sin aparecer todavía la plena manifestación de su bondad. Zacarías recibe el hijo largamente esperado. De muchos modos recibimos nosotros los dones de Dios. Si somos capaces de darnos cuenta de ello y de agradecérselo a Dios, tampoco el tiempo de la espera será para nosotros un tiempo carente de gozo, un tiempo de tristeza.

Las sucesivas palabras del ángel caracterizan la figura de Juan y su misión: «Será grande a los ojos del Señor». La verdadera grandeza se reconoce desde los criterios de Dios. «No beberá vino ni licor, se llenará del Espíritu Santo ya en el vientre materno». Con la abstención del vino (cf 7,33), Juan expresa su particular consagración a Dios y su disposición a dejarse llenar del Espíritu de Dios. La uva y el vino simbolizan la plenitud de los dones de los que está provista la tierra prometida y que Dios regala a su pueblo (cf Núm 13,23-24). Pero el pueblo, fascinado por la abundancia de los dones y por el goce de los mis­mos, corre siempre el riesgo de olvidarse del Donante. La renuncia a los dones quiere expresar en concreto, y no

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sólo con palabras, que el Donante está por encima de to­dos los dones. Aquel que tiene la misión de preparar a la venida del Señor debe pertenecer él mismo por completo al Señor y estar unido a él del modo más estrecho posible. Así, desde el principio de su existencia, Juan está lleno del Espíritu Santo de Dios. Es el mismo Espíritu que estaba presente en Elias. Este profeta ha hecho del significado de su nombre («Mi Dios es Yavé») su programa de acción. Él ha permanecido firmemente fiel a Dios. Se ha destacado por su celo por Dios y se ha opuesto al hecho de que el pueblo, cediendo a la tentación de la vida opulenta, olvi­dara a Dios. Una estrecha unión con Dios y el celo por él son las premisas de la acción de Juan.

Su misión queda resumida en estos términos: «A los desobedientes les hará volver a la sensatez de los justos». Juan reconducirá al comportamiento justo a los que no obedecen a Dios, a los que no se interesan por su volun­tad y sus mandamientos. Esta misión presenta dos puntos claves: la relación con Dios y la relación con el prójimo. Respecto al primero dice: «Convertirá a muchos israeli­tas al Señor, su Dios». Aquellos que escuchan a Juan son llamados «israelitas», «hijos de Israel». Se les menciona aludiendo a su origen, a su tradición y a su historia. Son los hijos de los patriarcas, con los que Dios ha estableci­do su alianza. Deben retornar a este Dios. Juan tiene la misióa de prepararlos para el futuro, para la venida del Señor. Pero esta preparación no se consigue haciéndose ideas fantasiosas de ese futuro, sino convirtiéndose a Dios, de quien ellos provienen. Sólo desde este retorno puede ser acogido y conquistado el futuro.

El segundo punto cla\e es: «Reconducirá los corazo­nes de los padres hacia los hijos». No se especifican ni el objeto ni la finalidad de los intereses que hasta entonces

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movían a los padres. Pero la perturbación de las relaciones entre padres e hijos se ve como la distorsión fundamen­tal. Lo más importante para los padres ha de ser los hijos. Hacia ellos deben dirigir su corazón, su amor y su preocu­pación. La conversión hacia Dios y la conversión hacia los hijos constituyen los contenidos fundamentales del justo comportamiento y de la misión de Juan. Quien orienta así su corazón está preparado para la venida del Señor.

Los discípulos han tenido experiencia de aquel al que la obra de Juan ha preparado. Pero, tras la ascensión de Jesús, también ellos se encuentran una vez más en espera (cf He 1,8.11). A la luz de la acción y del destino de Jesús, adquieren de nuevo valor las actitudes y los comporta­mientos que han guiado la espera de Zacarías y la activi­dad de preparación llevada a cabo por Juan.

Preguntas

1. ¿Qué es lo que caracteriza la espera de Zacarías, la figu­ra y la obra de Juan?

2. ¿En qué se diferencia la oración de Zacarías al inicio del evangelio de Lucas y la alabanza de los discípulos al final del mismo? ¿Qué es lo que hay entre estos dos momentos?

3. ¿Cómo hemos de prepararnos a la venida del Señor?

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Natividad de san Juan Bautista (24 de junio) (Misa del día)

El nacimiento de Juan Bautista (Le 1,57-66.80)

7A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo. 58Se en-teraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban.

59A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llama­ban Zacarías, como a su padre. 60La madre intervino diciendo: ¡No! Se va a llamar Juan.

61Le replicaron: Ninguno de tus parientes se llama así. 62Entonces preguntaron por señas al padre cómo quería que

se llamase. 63É1 pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre. Todos se quedaron extrañados. 64Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios.

65Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. 66Y todos los que lo oían reflexio­naban diciendo: ¿Qué va a ser de este niño? Porque la mano de Dios estaba con él.

80E1 niño iba creciendo y su carácter se afianzaba. Vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.

Es raro que en la liturgia de la Iglesia se celebre un naci­miento. Sucede sólo con Jesús, en Navidad; con María, el 8 de septiembre; y con el precursor de Jesús, Juan Bautista, seis meses antes de la Navidad. Las fiestas del nacimiento de María y de Juan se explican por la especial vinculación de estas personas con Jesús y por el lugar excepcional que ellas ocupan en el plan salvador de Dios. El Nuevo Tes­tamento habla sólo del nacimiento de Juan y de Jesús (Le 2,1-20). Lucas presenta brevemente el nacimiento de Juan (1,57-58), ofrece después una descripción más detallada de la circuncisión e imposición del nombre (1,59-66) y termina recordando el crecimiento del niño (1,80). En

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la presentación de su nacimiento, el primer plano queda reservado para su madre Isabel y para su desbordante ale­gría. El hecho de dar a luz siendo ya de edad avanzada y de quedar así superada la vergüenza de la esterilidad es un motivo de gran alegría, de la cual participan los vecinos y familiares. Dios ha manifestado hacia ella una gran mise­ricordia. También bajo el aspecto humano, por el destino personal de la madre e incluso del padre (cf 1,14), suscita este nacimiento un gozo profundo.

En la imposición del nombre se sobrepasa el marco simplemente humano y queda desvelada la singularidad de este niño. Los vecinos y parientes quieren seguir senci­llamente una costumbre y dar al niño, en el momento de la circuncisión, el nombre de su padre. A ello se oponen la madre y el padre, haciendo saber que el nombre no puede ser determinado libremente; ha sido ya establecido por Dios. El niño se ha de llamar «Juan», nombre que significa «Yavé es benévolo». Zacarías muestra de este modo que se atiene con fidelidad al mensaje recibido con escepticismo (1,18), y él, que ha permanecido mudo des­de el anuncio del nacimiento y del nombre (1,22), ahora recupera la palabra. La utiliza de inmediato para alabar a Dios. Los nueve meses que ha permanecido mudo han sido para él un largo tiempo de reflexión y de toma de conciencia. Se concluyen quedando él lleno del Espíritu Santo e irrumpiendo en alabanza por la obra salvífica de Dios (1,67-79).

También los vecinos y parientes perciben ahora que se trata de un niño especial, y no pueden menos que preguntarse: «¿Qué va a ser de este niño?» (1,66). Para ellos es una cuestión abierta. Pero comprenden que Dios ha puesto su mano sobre aquel niño, que lo conduce y lo sostiene, que lo ha destinado a una misión especial. A

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partir del nombre, ellos pueden suponer incluso que la misión tendrá algo que ver con la gracia de Dios y que en la acción futura de este niño, Dios se revelará de modo particular como el Dios benévolo para con su pueblo.

El evangelista, que en su obra habla de este nacimien­to, sabe lógicamente cuál ha sido el camino de este niño y cuál la misión que se le ha confiado. Los rasgos fundamen­tales de ese camino y esa misión los ha mencionado ya en el anuncio de su nacimiento: «Convertirá muchos israeli­tas al Señor, su Dios; irá delante del Señor con el espíritu y poder de Elias, para [...] preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (1,16-17). Ya aquí aparece la misión singular de Juan, que consiste en preparar al pueblo para el Señor y en anunciar la venida del Señor mismo (cf 3,4-6).

La grandeza e importancia de Juan quedan sobre todo puestas de manifiesto en la valoración que Jesús hace de él. El juicio de Jesús es explícito (7,24-35). Afirma que Juan es más que un profeta (7,26) y que es el más grande de entre los hombres que habían existido hasta entonces (7,28). La razón está en que Juan es el último de los pro­fetas, viniendo detrás de él no ya otro profeta más, sino el mismo Señor. Los profetas tenían la misión de reconducir al Señor por el camino que él mismo había revelado y que había quedado establecido en su ley del Sinaí. Pero Juan precede al Señor mismo, que viene personalmente y se revela de modo nuevo y definitivo. Ninguno antes que él ha tenido una misión que se pueda equiparar a la suya. Lo que Jesús piensa del bautismo de Juan, lo manifiesta sin reservas cuando él mismo se hace bautizar por Juan. Es un reconocimiento patente del bautismo mismo y de toda la obra de Juan. Jesús afirma también explícitamente que el bautismo de Juan corresponde a la voluntad de Dios: quien no se somete a él, desprecia la voluntad de

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Dios (7,30). Cuando se le pregunta por el origen de su autoridad, Jesús se sirve del bautismo de Juan para pedir una clara toma de postura: «Este bautismo, ¿es sólo obra humana o se hace por encargo de Dios?» (20,4-6). Jesús, pues, atribuye a la obra de Juan una importancia extraor­dinaria.

Juan se ha preparado en el desierto para su actividad (1,80). De aquí que no comiera pan ni bebiera vino (7,33). Pan y vino son los dones de la tierra prometida, hacia la cual se había encaminado el pueblo a través del desierto. En el desierto el pueblo dependía de modo especial de la providencia de Dios, y Dios estaba muy cercano a él. Juan vive esta cercanía con Dios y así se va preparando para su actividad. Cuando le llega la llamada de Dios, él entra en escena con fuerza y coraje. Juan vive desde la cercanía con Dios y para la misión que Dios le ha encomendado. Con fuerza y decisión insiste en que son indispensables frutos de conversión (3,7-9) y muestra concretamente a cada grupo de personas cuáles son esos frutos (3,10-14). Hace que el pueblo pase de él hacia el que viene después de él, pero que es incomparablemente superior a él por la posición que ocupa y por las obras que realiza (3,15-18). Incluso al rey Herodes dice Juan que debe convertirse, indicándole qué es lo que debe cambiar. Por ello será en­carcelado (3,19-20) y finalmente decapitado (9,9). Él es así precursor de Jesús no sólo con sus obras, sino también por su muerte violenta.

La fiesta del nacimiento de Juan se celebra por esta importancia, por esta actividad y por este destino.

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412 La Liturgia de la Palabra • Ciclo B

reguntas

• ¿En qué consiste el significado único de Juan Bautista? • ¿Qué revela la vida de Juan sobre la llamada y la guía

de parte de Dios? • ¿Cómo remite a la gracia de Dios no sólo el nombre,

sino también la obra de Juan?

San Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa vespertina de la Vigilia) 4 1 3

Solemnidad de san Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa vespertina de la Vigilia)

¡Apacienta mis ovejas! (Jn 21,15 -19)

15Terminada la comida, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?

El le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: Apacienta mis corderos. 16Por segunda vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me

amas? El le contesta: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: Pastorea mis ovejas. 17Por tercera vez le. pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me

quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si

le quería, y le contestó: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.

Jesús le dice: Apacienta mis ovejas. 18Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e

ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.

19Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.

La tercera aparición de Jesús resucitado a sus discípulos (21,1-14), al clarear el día, en la ribera del lago de Gali­lea, es un acontecimiento tranquilo, casi silencioso. Todos experimentan de nuevo el poder de su palabra (21,6). A todos ofrece Jesús pan y pescado, mostrándoles así que él continúa siendo para ellos el pan de la vida (21,13; cf 6,11). El hecho de que por tercera vez salga Jesús al en­cuentro de los discípulos confirma de manera fehaciente que él ha resucitado y vive en la gloria de Dios, pero que sigue vinculado a ellos del modo más estrecho posible.

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Acabada la comida, Jesús se dirige a Simón Pedro. El último coloquio entre ellos había tenido lugar en la hora de la despedida (13,36-38). En esta ocasión, Pedro se ha­bía dirigido a él, le había preguntado dónde iba y le había asegurado estar dispuesto a dar su vida por él. Jesús había predicho la triple negación de Pedro, tal como sucedió de hecho (18,15-18.25-27). Ahora le pregunta por tres veces si le ama y por tres veces le confía la misión de pastorear su rebaño. Jesús mismo es el buen pastor (10,1-18). Ha venido al mundo para que los suyos tengan plenitud de vida y da la vida por sus ovejas. Conoce a los suyos y los suyos le conocen. A todos aquellos que le pertenecen los reúne en un único rebaño, del que él es el único pastor (10,16). El es y sigue siendo el buen pastor, y cuantos le siguen y creen en él son y siguen siendo su rebaño.

Como buen pastor, él se preocupa de sus ovejas ahora que ya no estará más de forma visible en medio de ellas. No deja a los discípulos abandonados a sí mismos. Puesto que se preocupa de ellos y quiere que sigan siendo suyos, los da como pastor a Pedro. Pedro debe preocuparse de ellos, debe mantenerlos en el camino recto, debe guiarlos yguardarlos. El camino es y seguirá siendo Jesús (14,6); la vida viene sólo de la comunión con él. La misión de Pedro es la de conducirlos a él y mantenerlos en comu­nión con él.

Premisa de esta misión es el amor de Pedro hacia el buen pastor. Cuanto más vivo sea en él el amor a Jesús, tanto más perderá importancia su propia persona, tanto más se preocupará de los que le han sido confiados, tanto mayor será su empeño por conducirlos a Jesús y por man­tenerlos unidos a él. Jesús pregunta a Pedro tres veces si le aína. Pedro no responde con grandes afirmaciones; remite al hecho de que Jesús lo sabe, y confiesa su amor. La ter­

san Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa vespertina de la Vigilia) 415

cera vez se entristece; recuerda que ha negado tres veces a Jesús. Pero Jesús no le ha proscrito por esto; es más, le ha perdonado. Ahora el Resucitado le confía a él, que ha experimentado hasta tal punto la propia debilidad, la misión de pastor. A la tercera pregunta responde Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (21,17). Él no puede ni quiere ocultar nada al Señor, junto al cual todo está a salvo: Pedro con toda su historia.

En la hora de la despedida, Pedro había afirmado que seguiría al Señor. Jesús había rechazado esta pretensión suya y le había anunciado: «Me seguirás más tarde» (13,36). Pedro compartirá el destino de Jesús, morirá como él de muerte violenta. La libertad con la que se mo­vía de joven le será arrebatada al final. Será llevado donde no quiera. Deberá soportar lo que otros le impongan. No es seguro que aquí se esté haciendo referencia a la muerte de cruz. Pero desde el momento en que Pedro no puede escoger ya su camino, está ya en el camino de Jesús, que ha tomado sobre sí la muerte de cruz. Por eso le dice Jesús: «¡Sigúeme!» (21,19.22).

Pedro, que por tres veces, es decir, de modo enérgico y vinculante, ha recibido de Jesús su misión, llega realmente a las ovejas a través de la puerta (10,1-2.7). No ha sido él quien se ha designado a sí mismo para esta tarea ni ha sido elegido por los otros discípulos; es el mismo Jesús quien le confía este servicio particular. El presupuesto primero y principal para este servicio es el amor de Pedro a Jesús. Jesús no examina a Pedro sobre su capacidad intelectual, organizativa o sobre otras cualidades. Por tres veces le pregunta sólo por su amor. A través de todo su comporta­miento, el Señor resucitado ha puesto este amor sobre un nuevo fundamento. Los discípulos pueden experimentar que él, que ha vencido a la muerte y ha entrado en la

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gloria de Dios (20,17), sale a su encuentro. Pedro en par­ticular experimenta que Jesús está interesado en su amor y en su seguimiento; que no le rechaza, aunque le haya negado (18,15-18.25-27), sino que le ofrece de nuevo su confianza y le encomienda una nueva misión. Precisamen­te esa experiencia profunda y viva que Pedro puede hacer del Señor resucitado es la que le capacita para su misión. Pero debe testimoniar sobre todo la vida y la gloria del Resucitado y el amor del buen Pastor.

Preguntas

1. ¿Qué pueden experimentar los discípulos en el encuen­tro con su Señor resucitado?

2. ¿Qué es lo que incluye la relación entre Jesús y Pedro? 3. ¿En qué consiste la misión particular de Pedro?

Solemnidad de san Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa del día) 4 1 7

Solemnidad de san Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa del día)

Jesús y Pedro (Mt 16,13-20)

13Jesús llegó a la región de Cesárea de Filipo y preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?

14Ellos contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elias, otros que Jeremías o uno de los profetas.

15É1 les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? 16Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el

Hijo de Dios vivo. 17Jesús le respondió: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!,

porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. 18Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. 19Te daré las llaves del reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.

20Y les mandó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

En el centro de su obra, Mateo refiere este episodio, único y singular. Jesús pregunta a sus discípulos quién es él para ellos. La respuesta se presenta como punto de llegada y como resultado de su actividad precedente. Tiene, al mis­mo tiempo, la función de premisa para el cometido que él asignará a Pedro. Todo el episodio es un testimonio único de la extraordinaria posición y de la autoridad de Jesús.

Jesús no pide a los discípulos su opinión sobre el dis­curso de la montaña o sobre cualquier otro aspecto de su actividad; les pregunta sobre lo que piensan acerca de su persona. Ya la pregunta muestra que este punto es para él de importancia decisiva. Quiere llevarlos a un claro cono-

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cimiento y una confesión inequívoca. Todo su significado depende de su identidad. En el centro no está su anuncio, sino su persona.

La gente tiene también una alta opinión de él, pero no reconoce su posición singular. Si es sólo un profeta, enton­ces es uno más entre tantos. Antes que él han venido ya muchos, y después de él, podrán venir otros. Pedro, por el contrario, reconoce su significado singularísimo para los hombres y su relación especialísima con Dios. En cuanto Mesías, Jesús es el único, último y definitivo Rey y Pastor del pueblo de Israel, enviado por Dios para dar a este pue­blo y a toda la humanidad la plenitud de vida. En cuanto Hijo, vive en una relación única con Dios, caracterizada por el conocimiento recíproco y por la igualdad con él (cf 11,27). Este Dios es el Dios vivo, el único Dios verdadero y real, que es vida en sí mismo, que ha creado toda vida y que con su poder vence a la muerte. El Rey y Pastor debe entregarse por la vida de su pueblo. Pedro reconoce a Jesús como el Mesías que está íntimamente unido al poder vital mismo, al Dios vivo.

Por esta confesión, Simón'es proclamado bienaventura­do. Jesús se dirige a él por su nombre y por el patronímico, es decir, haciendo referencia a su plena realidad humana y a su origen, y le revela el don extraordinario que ha hecho posible esta confesión: el Padre celeste le ha dado este conocimiento (cf 11,27; 17,5), que no puede conseguirse con las fuerzas humanas. Simón no es sólo uno a quien Jesús ha llamado (4,18-19); ha sido también elegido de antemano por el Padre. Por esto es proclamado bienaven­turado; tiene todos los motivos para sentirse dichoso.

Jesús se dirige a Simón con un nuevo nombre y anuncia una nueva misión. Le llama Pedro, roca. En Jn 1,42 y en Pablo se conserva la forma originaria, la forma aramea del

Solemnidad de san Pedro y san Pablo (29 de junio) (Misa del día) 4 1 9

nombre: Kephas. El término no aparece antes en ninguna parte como nombre. El nombre es una nueva creación de Jesús. Como el padre carnal da el nombre al hijo, así Dios o un hombre poderoso puede dar un nuevo nombre a aquel a quien, con una nueva misión, se le da una nueva existencia (cf Gen 17,5.15; Núm 13,16; 2Re 24,17). Con la confesión recibida del Padre y con la misión que Jesús le encomienda, Simón comienza, por así decir, una nueva vida. Jesús en cuanto Señor le da un nombre, que hace referencia a la naturaleza de su misión.

Con tres imágenes se describe esta misión. Pedro es la roca sobre la que Jesús edificará su Iglesia. La Iglesia, la comunidad de aquellos que creen en Jesús, que expresan la misma confesión de Pedro, es equiparada aquí a un edi­ficio. Jesús será quien levante el edificio, que congrega a sus fieles. El fundamento de este edificio es Pedro en per­sona, como ser viviente, a quien Dios le ha concedido la verdadera confesión. Él debe dar firmeza y consistencia a la comunidad de los creyentes. A esta comunidad promete Jesús una duración perenne: los poderes de la muerte y de la caducidad no la tocarán. Con la imagen de las llaves no se pretende decir que a Pedro se le encomienda el cargo de portero de los cielos; lo que esta imagen significa para él es que se le pone como administrador que representa al dueño de la casa y obra por delegación suya (cf Is 22,22). En la comunidad de los creyentes él debe actuar en el puesto del Señor. Debe atar y desatar. Tiene, por tanto, el poder y el cometido de declarar lo que está prohibido y lo que está permitido, de acoger en la comunidad eclesial o de excluir de ella. En el discurso de la montaña y en sus demás enseñanzas, Jesús se interesa sobre todo por revelar la voluntad del Padre y exponer los modos de comporta­miento necesarios para entrar en el reino de los cielos (cf

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5,20; 7,21). Pedro debe continuar este cometido en razón de su reconocimiento de Jesús y de las instrucciones que de él ha recibido. Su enseñanza es tan vinculante que pue­de excluir de la comunidad a aquellos que no la siguen y puede readmitir en ella a aquellos que se arrepienten. Jesús no abandona a la comunidad de los creyentes a su propia suerte, sino que le proporciona un guía con una gran autoridad.

Juan Bautista había mandado a preguntar a Jesús so­bre su identidad (11,2-6). Tras su respuesta, Jesús había hablado de la posición y de la misión de Juan, que había preparado su propia obra (11,7-15). A sus discípulos, Jesús mismo les plantea la pregunta por su identidad. Después de la respuesta de Simón, él habla de la posición y de la misión de Simón Pedro, que debe continuar su propia obra. En el centro está Jesús en cuanto Mesías e Hijo de Dios: Juan lo anuncia; Pedro lo reconoce; el Padre lo ha revelado. El funda la comunidad de aquellos que le reco­nocen como Mesías e Hijo de Dios y que, por medio de él, reconocen a Dios como Padre. El establece a Pedro como fundamento y le da el poder de guía en su Iglesia. Todo vieue de Jesús y todo queda orientado hacia él.

Preguntas

1. ¿Qué semejanzas hay entre la pregunta de Juan (11,2-15) y la de Jesús (16,13-20)?

2. ¿Sobre qué se fundamenta la bienaventuranza de Pe­dro?

3. ¿Cuál es la misión de Pedro en la Iglesia de Jesucristo? ¿Qué exige de los creyentes esta misión?

Asunción de la Virgen María (15 de agosto) (Misa vespertina de la Vigilia) . 4 2 1

Transfiguración del Señor (6 de agosto)

Me 9,2-9 Cf segundo domingo de Cuaresma

Asunción de la Virgen María (15 de agosto) (Misa vespertina de la Vigilia)

La bienaventuranza de la Madre de jesús (Le 11,27-28)

"Mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!

28Pero él repuso: ¡Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!

La figura de María se caracteriza en el evangelio de Lucas por el hecho de que los hombres, llenos de admiración y de gozo, perciben en ella algo que la distingue de los de­más seres humanos y por lo que la proclaman bienaventu­rada. María es la primera persona llamada bienaventurada (1,45) y sobre ella se pronuncian bienaventuranzas que no pueden aplicarse a los demás (1,45.48; 11,27). Siempre se indica también el motivo por el que María, vista desde Dios, es bienaventurada por encima de toda medida. Ella es proclamada bienaventurada por su fe (1,45), por las grandes cosas que Dios ha hecho en ella (1,48), por su hijo (11,27). María es también, junto con Jesús (10,27), la única persona cuyo espíritu exulta de gozo ante la obra de Dios (1,47). Propio de ella es el gozo y la bienaventu­ranza.

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En un momento concreto de la actividad de Jesús, el evangelista señala lo siguiente: «Mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz di­ciendo: "¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!". Pero él repuso: "¡Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!"» (11,27-28).

La mujer que aquí habla está profundamente impresio­nada por la persona de Jesús. Su admiración por él impulsa a esta mujer a declarar dichosa a su madre. ¡Qué feliz debe de ser aquella que tiene un hijo así! La autenticidad y espontaneidad del sentimiento de esta mujer quedan reflejadas también en el hecho de que su bienaventuranza interrumpe el discurso de Jesús: ella expresa a gritos su ad­miración mientras Jesús está hablando. Lo que la llena de admiración son las palabras de Jesús y, más en concreto, su comportamiento poderoso frente a los demonios, descrito en el pasaje precedente (11,14-26).

En su bienaventuranza, la mujer recuerda la estrecha y recíproca relación de madre e hijo y lo que significan el uno para el otro. Ella expresa de manera clara y precisa lo que el hijo debe a la madre. El vientre de la madre cir­cunda, protege y nutre al hijo antes de su nacimiento; los pechos le ofrecen el alimento por largo tiempo después de su nacimiento. El hijo recibe la vida de su madre. Pero la felicidad de la madre depende ampliamente de la con­dición del hijo, como queda expresado en las palabras de esta mujer: el actuar poderoso y eficaz de Jesús debe hacer feliz a su madre.

La vinculación tan estrecha que existe entre madre e hijo queda igualmente subrayada en las palabras que, en su vía crucis, Jesús dirige a las mujeres que lloran. A diferencia de la mujer que lo ha admirado, estas lloran su destino (23,27). Jesús les anuncia entonces los tiempos

Asunción de la Virgen María (15 de agosto) (Misa vespertina de la Vigilia) 4 2 3

en que se dirá: «¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!» (23,29; cf 21,23). Aquí son declaradas dichosas las mujeres que no han tenido hijos. El motivo está en que ellas no tienen necesidad de ver lo que sufrirán sus hijos en la angustia del tiempo futuro. También aquí se expresa la vinculación tan estrecha entre una madre y su hijo, hasta el punto de que, tanto en el bien como en el mal, aquella no puede sino verse afectada por el destino de este. El hijo debe a la madre su propia vida. La vida del hijo es siempre, se puede decir, la vida de la madre, que la vive en la felicidad y en el dolor. Simeón le había anunciado esto a María, viendo su vida como reflejo del camino de Jesús (2,34-35). En Lucas se hace frecuentemente clara referencia al hecho de que las vidas de la madre y del hijo quedan recíprocamente determinadas. María y Jesús no escapan a esta regla.

En su respuesta, Jesús no rechaza la bienaventuranza de aquella mujer; la amplía y completa, retomando lo que ha provocado la admiración de la mujer. Ella lo ha admirado por sus palabras y sus acciones prodigiosas. Su bienaventuranza atañe sólo a la madre de aquel hijo. La bienaventuranza que pronuncia Jesús no tiene límites; se dirige a todos aquellos que acogen su anuncio como palabra de Dios. Son declarados bienaventurados no sólo su madre, sino todos aquellos que escuchan y ponen en práctica su palabra. A todos muestra Jesús, a través de su palabra, el camino hacia la plenitud de la vida, hacia la bienaventuranza. Todos pueden considerarse dichosos porque pueden escucharlo y, por medio de él, conocer la voluntad de Dios (cf Le 10,23). Jesús no es significativo sólo para su madre, sino para todos los hombres. Aquí aparece también la conciencia que Jesús tiene del sentido universal de su propia misión.

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Jesús no excluye a María de su bienaventuranza, ya que ella está precisamente abierta a la palabra de Dios. Por eso ha sido ya declarada bienaventurada por Isabel, reci­biendo ella la primera bienaventuranza del evangelio de Lucas (1,45). Sobre ella recae también la bienaventuranza de la mujer que alza su voz entre la muchedumbre. Tal bienaventuranza vale para la madre de un hijo que habla como Jesús y que tiene la misión de Jesús. A este hijo está vinculada María como madre y como oyente. Por él es declarada María doblemente bienaventurada.

Preguntas

1. ¿Cuáles son los motivos por los que María es proclama­da bienaventurada y por los que ella exulta de gozo? ¿Cómo quedan unidos entre sí estos motivos?

2. ¿Qué dicen los textos de Le 2,34; 11,27 y 23,29 sobre la relación entre María y su hijo?

3. ¿Cuál es el significado de Jesús para todos los hombres? ¿Cómo señala Jesús a todos el camino hacia la biena­venturanza?

Asunción de la Virgen María (15 de agosto) (Misa del día) 4 2 5

Asunción de la Virgen María (15 de agosto) (Misa del día)

Isabel se encuentra con la Madre del Señor (Le 1,39-45)

39En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; 40entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

41En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo 42y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! 43¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45¡Bendita la que ha creído en el cumplimiento de lo que le ha dicho el Señor!

El encuentro entre Isabel y María pone de manifiesto cómo comprende un ser humano por primera vez lo suce­dido en María y cómo reacciona esta persona tras haberlo comprendido. En el centro está Dios y su obra en relación con María, en la que se ha realizado la Encarnación del Hijo de Dios. Isabel declara lo que Dios ha hecho por Ma­ría y expresa el modo en que María ha acogido el mensaje de Dios. Todo esto en voz alta y con la más profunda con­moción. De Isabel se dice que, «llena del Espíritu Santo, dijo a voz en grito». Lo que el Espíritu Santo le hace cono­cer, le produce una profunda impresión. No puede hablar sin emoción. Grita con el corazón desbordante, exultando junto con su hijo, que da saltos de gozo en su seno.

Nuestra oración mañana más común, el Avemaria, pro­cede en su primera parte toda ella del Nuevo Testamento y une las primeras palabras del ángel con las primeras de Isabel. Así, las expresiones: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo» van seguidas de: «Ben-

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dita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». El ángel ha llamado a María «llena de gracia»; Isabel la llama «bendita». Uno y otra expresan la relación que media entre Dios y María, el modo en que Dios se ha dirigido a ella. De esta relación depende todo cuanto de ella se puede decir.

Dios la ha bendecido y sobre ella descansa la bendición de Dios. María es así, para siempre, la bendita. Dios la ha bendecido, junto con la bendición que ha hecho recaer sobre el fruto de su vientre. Toda vida proviene de Dios y es mantenida por él. Su bendición es el poder y la fuerza que hacen posible y conservan la vida. Con su bendición viene transmitida la vida. En el relato de la creación se habla por tres veces de la bendición de Dios: él bendice a los animales, a los hombres y al séptimo día (Gen 1,22.28; 2,3). Y la promesa vinculada con la vocación de Abrahán como cabeza del pueblo elegido es una promesa de ben­dición: «Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y haré grande tu nombre. Tú mismo llegarás a ser una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por medio de ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gen 12,2s.).

Bendición y vida, plenitud de bendición y plenitud de vida, van juntas. La vida es un don de Dios, es fruto de su bendición. Solamente Dios es el Creador y Señor de la vida. En todas las formas y expresiones de nuestra vida, nosotros dependemos de él, nos debemos a su bendición. Pedir la bendición es pedir la vida. Sólo Dios, en defini­tiva, puede dar la bendición y puede bendecir. Y en toda bendición humana se está pidiendo su bendición, ese actuar de Dios que aporta la vida. La vida es el don que Dios hace a su criatura; pero es también el don hecho a AbraMn y al pueblo elegido. María es «la bendita» de

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un modo muy particular: el poder creador de Dios la ha capacitado para transmitir la vida humana a Jesús, que es el Hijo de Dios. Ella trae al mundo al Señor, que es el Señor de la vida, por medio del cual queda vencida la muerte y se nos da la vida eterna. Isabel puede reconocer que María está colmada de la bendición de Dios. Su grito a voces es una alabanza a la acción de Dios. Pero es tam­bién un asombro lleno de gozo por María, en la que Dios ha actuado de aquella manera.

En relación con María, con su posición y su misión, Isabel experimenta al mismo tiempo su propia posición y su propia indignidad: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». María ha concebido al Hijo del Altísimo (1,32), al Hijo de Dios (1,35), y lo va a dar a luz. Por eso es «la madre de mi Señor». Estas indicaciones quedan ulteriormente explicitadas cuando, a la parte del Avemaria tomada del Nuevo Testamento, añadimos la pe­tición: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores». Pedimos a la madre del Señor, a la madre de Dios, que interceda por nosotros. Nos reconocemos peca­dores, como Isabel reconoce su indignidad frente a la ma­dre del Señor. Isabel se siente plenamente dichosa porque la madre del Señor se ha acercado a ella. Al mismo tiem­po, es consciente de que no está en el mismo plano que la madre del Señor. Reconoce la diferencia; está muy lejos de pretender igualarla o de experimentar resentimiento. Frente a María, ella tiene el aprecio y la veneración debi­dos. María, por su parte, no sólo va a casa de Isabel, sino que se queda allí durante tres meses. La bendita, la madre del Señor, en la cual inicia su vida humana el Hijo del Altísimo, permanece en la casa de Isabel. El respeto de la diferencia no excluye la comunión cordial y gozosa.

Isabel, por fin, expresa su juicio sobre el compor-

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tamiento de María: «¡Dichosa tú que has creído en el cumplimiento de las palabras del Señor!». María es esencialmente y en primer lugar aquella que cree. Si el comportamiento de Dios en relación con ella queda carac­terizado por la gracia y la bendición, el comportamiento de María en relación con Dios se caracteriza por la fe. Ella ha acogido con fe la palabra de Dios. Ha tomado en serio y ha reconocido como válido lo que Dios ha querido que se le anuncie. Se ha confiado al poder y a la fidelidad de Dios. Ha aceptado y ha creído que Dios es fiel a su palabra y que tiene el poder de cumplirla. El ángel ha concluido su mensaje con una promesa: «No será imposible ninguna palabra que proviene de Dios» (1,37). María ha creído en Dios, en la validez de su palabra, en su poder, ante el cual nada hay imposible. Con su «sí» al mensaje del ángel ha expresado esta fe, que sigue siendo la forma fundamental de su relación con Dios. María realiza su misión no en la visión, sino en la fe. Ella no exige comprender, descubrir y verificar todo. Se fía de la palabra de Dios, de su amor y de su poder. Cree que él está en acción, que es fiel a sus promesas, que guía en el camino recto, que lleva a cumpli­miento la obra de Jesús. María es ante todo la que cree.

Por esto la proclama Isabel bienaventurada. La biena­venturanza puede ser equiparada a una invitación a la alegría. En Mt 5,11-12 Jesús llama bienaventurados a los discípulos perseguidos y ultrajados, dirigiéndoles esta invi­tación: «¡Alegraos y regocijaos!». Con la bienaventuranza se quiere expresar: «Tu condición es tal que tienes todos los motivos para alegrarte y regocijarte». El ángel ha ini­ciado su mensaje a María con la invitación al gozo (1,28); Isabel concluye su saludo lleno de entusiasmo hablando de la bienaventuranza de María. María responderá con una alabanza exultante al Señor (1,46-55). El verdadero

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motivo del gozo es la atención benévola de Dios. Pero este gozo puede ser experimentado plenamente por María sólo cuando ella se abre con fe al amor de Dios. De aquí que Isabel la proclame bienaventurada por haber creído.

Isabel se encuentra con María. El primer encuentro de una persona humana con la madre del Señor, tal como nos lo describe Lucas, no tiene nada de calculado y frío. Está lleno de entusiasmo, de exultación y de gozo. Isabel se nos presenta como la primera en venerar a María. Con sus palabras «bendita», «madre de mi Señor», «bienaven­turada», «aquella que ha creído», nos ofrece un esbozo con los rasgos esenciales de la figura de María: la obra de Dios en ella, su relación con el Señor Jesucristo, su emoción interior, su actitud respecto a Dios. Todo esto llega a ser comprendido por Isabel gracias a la acción del Espíritu Santo y es para ella ocasión de una experiencia intensísima y de un profundísimo gozo.

Preguntas

1. A la luz de las palabras de Isabel, ¿cuáles son los rasgos que caracterizan la figura de María?

2. La fe es la forma fundamental de la relación de María con Dios. ¿Qué hace María desde su fe? ¿Qué se nos pide a nosotros desde nuestra fe?

3. ¿Sabemos desearnos recíprocamente la bendición de Dios? ¿Qué pretendemos decir con este lenguaje? ¿Vi­vimos en actitud de agradecimiento en la dependencia de Dios?

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María alaba la grandeza del Señor (Le 1,46-55)

46Entonces María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, 48porque ha mirado la pequenez de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, 49porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí. Su nombre es santo, 50y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. 51E1 hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, 52derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; 53a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. 54Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 55-como lo había prometido a nuestros padres—, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre.

Isabel ha hablado con entusiasmo de María, ha reconocido la obra de Dios en ella y su actitud respecto a Dios. Ahora María habla con alegría de Dios, de lo que ha hecho en ella, de su obra poderosa y de su fidelidad a Israel. Se siente poseída por la obra de Dios y entona un canto de agradeci­miento y de alabanza. Es el momento de la exultación y del gozo.Es el momento en que María responde a la invitación que el ángel le había hecho a alegrarse (cf 1,28).

María expresa ante todo lo que siente en el corazón (1,46). Está impresionada por la grandeza del Señor y por su acción poderosa. Ve y reconoce la grandeza del Señor, y expone en qué se manifiesta. Dios es grande: no tiene necesidad de que lo magnifiquemos, pero nosotros necesi-

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tamos tener ojos para ver su grandeza. Dios es grande en su santidad. Es grande por su poder, su misericordia, su amor, su benevolencia, su ayuda y su fidelidad. El cántico de María en su conjunto recuerda estos diversos aspectos de la grandeza de Dios. De María debemos aprender a ver la grandeza de Dios. Ella ha experimentado a este Dios grande y Señor como su Salvador, como aquel que ha in­tervenido portentosamente en su vida. No lo conoce sólo de manera abstracta y genérica como el Dios grande, sino que lo conoce a partir de lo que ha obrado benévolamente en ella. Esta experiencia de Dios no la deja fría e indife­rente, sino que le hace exultar de gozo y de entusiasmo. Gozo, exultación y alabanza son el criterio para ver si nos dejamos poseer por la grandeza y la acción de Dios. El gozo por Dios y la alabanza a Dios deberían ser elementos esenciales de nuestra oración personal y de nuestra liturgia comunitaria.

María menciona el motivo de su gozo: «Porque ha mi­rado la pequenez de su sierva». Se había definido ya «la sierva del Señor» (1,38). Conoce su actitud ante Dios. Se sabe pequeña e insignificante frente a él. Reconoce todo esto con sinceridad y, lejos de vanagloriarse, se alegra por la misericordiosa benevolencia de Dios para con ella. La ha mirado desde lo alto: no con desprecio, sino con be­nevolencia y con amor. Se ha dignado dirigir hacia ella su mirada, su interés y su atención. Esa delicadeza de Dios constituye el motivo más profundo del gozo de María. El ángel había hablado ya de esta disposición benévola de Dios en sus primeras palabras, cuando la había llamado «llena de gracia» (1,28) y cuando le había dicho: «Has encontrado gracia ante Dios» (1,30). Ahora, tocada por esta gracia en lo más profundo de su ser, María habla de él con regocijo y alegría.

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Con una expresión atrevida, que se proyecta sobre to­dos los tiempos futuros, María dice a Isabel: «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Isa­bel la había llamado bienaventurada (1,45); María afirma ahora: «Tú has sido la primera. Lo que tú has iniciado no tendrá ya fin. Todas las generaciones de todos los tiempos retomarán este inicio y me llamarán bienaventurada. Como tú, también ellas se sentirán gozosas y llenas de entusiasmo. También ellas reconocerán que tengo todos los motivos para alegrarme, cuando sepan en qué relación está Dios conmigo y cómo ha actuado en mí». María, que se reconoce humilde sierva del Señor, prevé que en todos los tiempos le tributarán amor y veneración. Pero subraya también que el motivo de toda bienaventuranza está en lo que Dios ha hecho en ella. Es bienaventurada, y así será llamada, porque, además de haber creído en la pala­bra de Dios (1,45), Dios se ha dignado dirigirse a ella de modo especial y ha obrado de modo extraordinario (1,49). Quien la llama bienaventurada, reconoce y alaba la obra de Dios en ella. Y no se tiene ningún motivo ni ningún derecho para no llamarla bienaventurada, es decir, para no reconocer la obra de Dios en ella. El Omnipotente ha hecho grandes cosas en María. El poder del Altísimo (1,35) la ha capacitado para responder a su vocación y para llegar a ser la madre del Señor. Por eso es llamada bienaventurada.

Esta obra poderosa y benevolente de Dios proviene de otras dos «cualidades» que le son esenciales: la santidad y h misericordia. La santidad indica la «cualidad» de Dios que le define como tal, que le compete en exclusiva, que le diferencia de todas las criaturas; la «cualidad» por la que él es plena y verdaderamente Dios. Cosas y personas son llamadas «santas» sólo en sentido derivado, en cuanto

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pertenecen a la esfera de Dios. Con la santidad se expresa la divinidad misma de Dios. El solo es verdaderamente santo en sentido pleno. Cuando en la Misa le proclama­mos «santo, santo, santo» (cf Is 6,3), queremos confesar su unicidad y excelencia y reconocerle como único Dios. De su divinidad proviene precisamente su poder y su obra poderosa. Pero esta obra es al mismo tiempo expresión de su misericordia. El Dios único, superior a todo, sublime, verdaderamente santo, no es frío, sin corazón, indiferente, insensible como un motor inmóvil, un orden del universo o un principio del mundo. El Dios santo es también el Dios misericordioso y el Dios compasivo. No es un Dios sin corazón, sino que tiene un corazón que se compadece, lleno de amor. María ha experimentado esto de manera singular cuando él se ha dirigido a ella y ha obrado en ella. Pero precisamente aquí declara que la misericordia de Dios no recae sólo sobre ella, sino sobre todos los que le temen. Con esta expresión no se pretende decir que se ha de tener miedo de Dios; los que temen a Dios son los que tienen veneración y respeto a Dios, que lo reconocen como Dios y que se reconocen criaturas ante él, igual que María se ha reconocido humilde sierva ante él. A ellos está destinada la misericordia de Dios.

En la segunda parte del cántico (1,51-53) María habla de los que se comportan de modo diverso con Dios. Lo contrario del temor de Dios es la soberbia, el orgullo, la presunción, la seguridad en sí mismo y la autosuficien­cia. Al temor de Dios se contrapone la confianza en el poder y la fuerza del hombre y la confianza en la propia riqueza (cf 12,16-21). Quien tiene estas actitudes no puede encontrar la aprobación de Dios. Con esto no se quiere decir que Dios invierta, siempre y de inmediato, las situaciones terrenas actualmente existentes. Estas pa-

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labras de María no invitan a los hombres, ciertamente, a proclamarse instrumentos de Dios para llevar a cabo por la fuerza esa transformación. María forma parte de los hu­mildes, a los que Dios ha ensalzado (cf 1,48 y 1,52). Él la ha elegido, pero no la ha puesto, por ejemplo, en el lugar de Herodías como princesa de Galilea. Tampoco, mucho menos, ha fundado Jesús un reino mesiánico terreno. Con sus palabras, María declara que la escala de los valores y la distribución de los papeles actualmente existentes entre los hombres no son definitivos; que Dios no con­firma la situación terrena actual, sino que la juzga según sus criterios; que sólo aquellos que le temen reciben su aprobación. Todas las situaciones actualmente existentes quedan cribadas por la palabra definitiva del Dios santo y misericordioso.

Finalmente, María dirige su mirada a Israel y a Abrahán. Este es el ámbito en el que se enmarca la actua­ción poderosa y misericordiosa de Dios en ella. El pueblo de Israel es el siervo de Dios, elegido por él y llamado a su servicio. En lo que Dios ha hecho en María se mani­fiesta su misericordia hacia Israel. El hijo de María será el último y definitivo sucesor de David (1,32), dado por Dios al pueblo como su Señor y Salvador. En él se cumple también la promesa de bendición que se había hecho a Abrahán (Gen 12,1-3), puesto que por medio de él y de su resurrección se otorga a la humanidad la plenitud de bendición en la plenitud de vida. Lo que Dios ha obrado en María no le afecta sólo a ella. María forma parte de los grandes llamados en la historia del pueblo elegido. Lo demuestra precisamente el hecho de que, a través de lo obrado en ella, Dios lleva a cumplimiento las promesas hechas a Israel.

Cada día, en la Liturgia de las Horas, en las Vísperas, se

Exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre) 435

entona el cántico de María. Aquí rezamos con María y de ella hemos de aprender a rezar. María puede abrirnos los ojos sobre Dios. Él es grande, poderoso y misericordioso, dirige su mirada a los humildes y permanece absolutamen­te fiel a su palabra. Él destruye la soberbia del hombre. María puede enseñarnos también la actitud justa en rela­ción con Dios: ver y reconocer su grandeza y su actuación; mostrar hacia él temor, agradecimiento y alabanza gozosa; confiar en su fidelidad.

Preguntas

1. ¿Cuáles son los motivos para llamar a María «biena­venturada» y para manifestarle nuestro amor y vene­ración?

2. ¿Qué imagen de Dios nos presenta María? ¿Qué es lo que caracteriza su comportamiento en relación con este Dios?

3. ¿Tenemos ojos capaces de ver la actuación misericor­diosa de Dios para con nosotros? ¿Somos esclavos de quejas e ingratitudes para con Dios? ¿Sabemos percibir todo el bien que recibimos de Dios y darle gozosamente gracias por su bondad?

Exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre)

Jn3,13-17 Cf cuarto domingo de Cuaresma

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Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)

Jesús anuncia la bienaventuranza (Mt 5,3-10)

bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos.

4Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados,

bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

6Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados,

bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia,

bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

'Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados «los hijos de Dios».

10Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos.

El inicio de la actividad pública de Jesús, tal como viene descrito en el evangelio de Mateo, responde a esta pregun­ta: ¿Qué tiene Jesús que ofrecer y traerá los hombres? El primero de sus cinco grandes discursos-el discurso de la montaña- comienza con las ocho bienaventuranzas. Ellas dan el tono a todo lo que anuncia. Son como la señal que califica toda la actividad de Jesús. Por ocho veces conse­cutivas, es decir, no sólo con ocho repeticiones, sino en total plenitud, Jesús anuncia bienaventuranza, felicidad completa y gozo perfecto. Jesús no inicia su actividad con una instrucción o con un mandamiento, sino sencillamen­te con la Buena Noticia por antonomasia, con el mensaje sobre la plenitud de la bienaventuranza.

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre) 437

Cada bienaventuranza consta de tres partes. En primer lugar se anuncia la bienaventuranza. Se dice después a quién va destinada. Finalmente, se indica sobre qué se fundamenta. El fundamento consiste siempre en una acción de Dios, que es afirmada y prometida con toda la fuerza. Aquellos a quienes van dirigidas las bienaventu­ranzas son hombres que tienen un determinado compor­tamiento o una especial actitud. Son llamados bienaven­turados porque esta acción de Dios es segura para ellos.

La suerte que Jesús anuncia en plenitud es la biena­venturanza: el gozo inefable e infinito que abraza, llena e invade completamente al hombre. Jesús es el mensajero de este gozo sin fin. Los hombres a quienes se dirige tienen desde ahora el fundamento pleno de este gozo, ya que este deriva de la acción benévola de Dios. De él serán plenamente penetrados cuando experimenten esta acción de Dios en su plenitud y poder beatíficos. Entonces todo será como debe ser, en correspondencia con el sentido y la naturaleza más profunda de los hombres; será del modo más perfecto posible y superará todo deseo y previsión. En­tonces desaparecerán hastío y cansancio, falta de sentido y desilusión, renuncia y amargura, dolor y luto, sufrimiento y lamento. Entonces habrá sólo bienaventuranza, armonía plena y consenso incondicionado, exultación sin límites y gozo sobreabundante. Esta bienaventuranza no se produce de manera artificial ni puede terminar en decepción; no se fundamenta en una ilusión ni se desvanece frente a la percepción de la verdadera realidad. Es auténtica y fide­digna, crece cuanto más se la conoce, porque proviene de Dios, absolutamente digno de fe y eterno.

Jesús no formula al azar sus bienaventuranzas. Para cada una de ellas presenta su fundamento correspondien­te. Si observamos con atención, nos daremos cuenta de

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que la tercera parte de cada bienaventuranza habla de la acción de Dios. La primera y la octava bienaventuranzas tienen el mismo fundamento: «Porque de ellos es el rei­no de los cielos». Sólo en pocos pasajes habla Mateo del reino de Dios, expresión habitual en el resto del Nuevo Testamento. Él usa, por lo general, la expresión «reino de los cielos», en conformidad con el modo de hablar en el judaismo de entonces. Reino de Dios y reino de los cielos tienen el mismo significado. Con estas expresiones no se está indicando un territorio o un lugar, sino el ámbito en el que Dios ejerce su señorío de manera inmediata y abier­ta. «De ellos es el reino de los cielos» significa, por tanto: Dios en su señorío -que no es el señorío de un tirano, sino la acción providente y benévola de un Pastor- está a su favor; él hará prevalecer su Reino sobre todos los poderes y fuerzas hasta ahora dominantes; ellos le pertenecerán a él y él estará volcado hacia ellos con su poder y su bondad. Sobre esta presencia patente, poderosa y benévola de Dios se fundamenta toda la bienaventuranza. De aquí que sea mencionada en la primera y en la última de las bienaven­turanzas, como apertura y conclusión que son válidas y esenciales para todas.

En la tercera parte de las otras bienaventuranzas Jesús indica cómo se expresa esta presencia de Dios, cómo actúa él con nosotros, ofreciéndonos la bienaventuranza. «Ellos serán consolados» significa: Dios los consolará. Sigue des­pués una serie de acciones de Dios para darnos la gracia y colmar todos nuestros deseos: Dios, como Padre suyo, les dará en herencia la tierra; Dios los saciará; Dios será misericordioso con ellos; Dios se hará ver por ellos direc­tamente; Dios los llamará sus hijos e hijas, los reconocerá como hijos suyos, los acogerá en su familia. El mensaje de las bienaventuranzas es ante todo un mensaje sobre

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre) 439

Dios. Desde su conocimiento de Dios, Jesús nos anuncia cómo actuará él en relación con los hombres. Cuanto más creamos y comprendamos quién es Dios y cómo actúa con los hombres, tanto más experimentaremos desde ahora la fuerza beatífica de esta Buena Noticia.

Pero Dios no quiere que nosotros permanezcamos pa­sivos, que por nuestra parte todo sea indiferente, que no tenga importancia si estamos orientados en una dirección o en otra, si nos comportamos de un modo o de otro. Por eso, en la segunda parte de cada bienaventuranza, Jesús señala cuál es el comportamiento justo por parte del hom­bre, cómo debemos estar abiertos a la acción de Dios para ser alcanzados por ella: Desde la pobreza en el espíritu hasta las persecuciones a causa de la justicia, él menciona los comportamientos y actitudes que nos disponen a reci­bir la acción beatífica de Dios.

El elemento decisivo es y sigue siendo la actuación de Dios. Este actuar constituye el objeto de la Buena Noticia de Jesús. Sobre él se fundamenta cada una de las biena­venturanzas. Pero prolongación de esta actuación son las actitudes y comportamientos mencionados por Jesús.

Preguntas

1. ¿Qué significa «reino de los cielos»? 2. ¿Qué dicen las bienaventuranzas sobre Dios? ¿En qué

sentido son ante todo mensaje sobre Dios? 3. ¿Cuáles son las condiciones, por nuestra parte, para que

las bienaventuranzas tengan valor para nosotros y para que podamos ser alcanzados por ellas?

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El camino hacia la bienaventuranza (Mt 5,3-10)

Jesús no anuncia las bienaventuranzas como promesas pu­ras, incondicionadas. No dice: Todos vosotros, sin excep­ción alguna -cualquiera que sea vuestro comportamiento y vuestra responsabilidad- sois bienaventurados, porque os pertenece el reino de los cielos. No con cualquier com­portamiento se abren los hombres a la acción beatífica de Dios. Por eso, Jesús recuerda los comportamientos que predisponen a la bienaventuranza: bienaventurados los pobres en el espíritu, etc. Así muestra el camino que lleva a la bienaventuranza y pone en guardia frente a caminos equivocados, que impiden alcanzarla.

De la pobreza en espíritu se habla en el Sal 70,6: «Pero yo soy pobre y desventurado; ven pronto hacia mí, Dios mío. Tú eres mi ayuda y mi salvador; Señor, no tardes» (cf Sal 40,18; 86,1). Se da allí donde uno ve y reconoce la propia necesidad, la propia insuficiencia y dependencia, el propio peligro y limitación, la propia impotencia y miseria, y se dirige a Dios en la oración de manera devota y con­fiada. La pobreza en espíritu no existe en el que dice: Yo quiero ser dueño de mí mismo y bastarme a mí mismo; no quiero depender de nadie, ni siquiera de Dios; no tengo necesidad de él y no espero nada de él, ni me dejo mandar por él.

La pobreza en espíritu no se identifica simplemente con la pobreza material. Abarca las innumerables formas de pobreza que se reconocen ante Dios. Incluso un hombre que posee muchos bienes puede reconocer y confesar que la riqueza material no es todo para él y que depende de Dios. Por otra parte, uno que es materialmente pobre pue­de estar lleno de envidia y puede poner toda su esperanza en la riqueza terrena. Esta primera bienaventuranza tiene

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un significado esencial; subraya el fundamento de toda verdadera relación con Dios: debemos dirigirnos a él y reconocer nuestra pobreza y dependencia. Esta bienaven­turanza es a la vez muy consoladora: no requiere esfuerzos o méritos de ningún género. Precisamente en la necesidad, en la debilidad y en la miseria, podemos y debemos dirigir­nos a Dios. Se requiere sinceridad ante él y confianza en él. Quedan excluidas la vanagloria y la autosuficiencia.

La bienaventuranza de los afligidos parece que es muy contradictoria. Aflicción es lo contrario del gozo y la biena­venturanza. Motivos de aflicción son, según la Escritura, la muerte, la enfermedad, las desgracias, el pecado y la im­perfección; en una palabra, nuestra vida terrena en cuanto expuesta al infortunio, vida frágil y débil. El afligido es el hombre afectado por estas desgracias, tanto si le afectan personalmente como si participa en la desgracia de los demás, compadeciéndose de ella. En el extremo opuesto está el «burgués», apegado al placer y a la vida cómoda, que quiere conservar a toda costa su tranquilidad y no verse perturbado por nada, que cierra los ojos ante el sufri­miento y la muerte. Él remueve de su conciencia su propia debilidad y no quiere saber nada de las necesidades de los demás. El rechazo de la aflicción es una de las formas de la dureza de corazón, del egoísmo.

Bondad y mansedumbre son características de Jesús (cf Mt 1,29; 21,5; 2Cor 10,1). El proclama bienaventurados a los mansos, a los que no abusan de ningún poder. Son los hombres que saben dominarse a sí mismos, que dejan espacio al otro para respirar y vivir, que le aceptan y le re­conocen en su modo de ser. No quieren dominarle y achi­carle; no quieren avasallar y subyugar todo ni imponer sus intereses y sus ideas en perjuicio de los demás. Respetan y reconocen al otro como alguien que goza del mismo valor,

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le aman como a sí mismos. Esta disposición fundamental vale para todas las formas de relación con el prójimo.

Hambre y sed indican una necesidad natural, elemen­tal, fuerte, que proviene del interior del hombre. Lo con­trario es la indiferencia y la falta de interés. La justicia es el tema principal del discurso de la montaña. Por justicia entiende Jesús un comportamiento justo en relación con el prójimo (5,21-48), con Dios (6,1-8) y con las cosas (6,19-34). La búsqueda del reino de Dios y el esfuerzo por el comportamiento justo que corresponde a la voluntad de Dios (7,21) deben tener la precedencia sobre todo (6,33), deben ser las aspiraciones más profundas.

Los misericordiosos son los que no pasan indiferentes ante una necesidad de los demás, sino que se detienen a ayudar como el buen samaritano (cf Le 10,30-37). Están dispuestos a perdonar a quien les ha herido o ha cometido un agravio contra ellos, a conservar un corazón bueno hacia él y a extenderle de nuevo la mano para restablecer la comunión (Mt 18,33).

A propósito de los puros de corazón se narra en el Evangelio una controversia entre Jesús y los fariseos: ¿Qué es lo que hace impuro al hombre, qué es lo que le hace no agradable a Dios, indigno de acercarse a él? (Mt 15,1-20). No sólo las acciones externas, sino sobre todo el corazón, el centro de la voluntad y de las aspiraciones, debe ser puro, es decir, libre de toda doblez moral y total­mente orientado hacia la voluntad de Dios, tal como esta es manifestada por Jesús en el discurso de la montaña.

Los que trabajan por la paz necesitan todas las actitu­des mencionadas precedentemente. Paz significa no sólo la ausencia de oposición recíproca o una actitud neutral, sino unión activa, llena de amor, viva 7 armónica. Dado que de modos tan diversos de pensar y de juzgar provie-

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre) 443

nen tantas ocasiones de contraste, la paz está siempre en peligro. Es necesario evitar todo lo que la amenaza y hacer todo lo posible por restablecerla.

La justicia, el cumplimiento de la voluntad de Dios, no suscita con frecuencia aprecio, sino rechazo y persecución. Así es como el discípulo participa de la suerte de Jesús (10,25). La primera y la última de las ocho bienaventuran­zas mencionan dos actitudes fundamentales: es necesario reconocer la propia pobreza e insuficiencia, sin caer en la pasividad; es necesario también someterse al esfuerzo y al sacrificio para actuar con rectitud, sin caer en la autojus-tificación o en la presunción ante Dios.

Las bienaventuranzas tienen el carácter de promesas seguras y de puntos claros de orientación, gozando de una fuerza profundamente liberadora. Quien posee estas acti­tudes descritas por Jesús puede contar con toda seguridad con las acciones indicadas por parte de Dios. Al mismo tiempo, Jesús pone ante nuestros ojos un espejo para la conciencia, orientando y amonestando. Si queremos ob­tener la bienaventuranza, debemos mantenernos en este camino, o al menos retornar continuamente a él.

El camino indicado por Jesús puede parecer una im­posición, una desagradable limitación de la libertad hu­mana. Pero Jesús no ha venido a traer imposiciones, sino libertad. Su mensaje sobre la acción de Dios nos capacita para liberarnos de las ataduras del egoísmo, del bloqueo del propio yo. Si Dios, en su poder de rey, está a favor de nosotros, que somos pobres, no debemos ensoberbecernos ni vanagloriamos, sino que debemos reconocer sin abati­miento toda nuestra pobreza. Si Dios nos ha de consolar, n o debemos rechazar el actual valle de lágrimas, sino que podemos aceptar serenamente el sufrimiento y la nece­sidad, podemos llorar. Si, por disposidón divina, se nos

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444 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

ha asegurado el espacio donde poder vivir, no debemos imponernos con violencia y a costa de los demás, sino que debemos respetarlos como dotados de igual valor y amarlos como a nosotros mismos. Si Dios nos ha de sa­ciar, si nos ha de dar la plenitud de felicidad y de vida, no debemos estar preocupados de forma angustiosa por nuestra vida, sino que debemos orientar toda nuestra hambre y nuestra sed a cumplir la voluntad de Dios. Si Dios es misericordioso con nosotros y nos perdona, no debemos exigir el pago de deudas, sino que tenemos que perdonarlas. Puesto que Dios va a permitir que le veamos, debemos tener ojos no ofuscados y un corazón puro, libre de toda tendencia contraria a él y orientado con el más íntimo deseo hacia su voluntad. Si Dios nos acoge en su familia, debemos trabajar por la paz, por la vida y por la comunidad según el modelo del Dios trino. Si Dios, en su poder de rey, es fiel a nosotros, no debemos tener miedo ante persecuciones y rechazos, sino que tenemos que permanecer fieles en el cumplimiento de su voluntad. El camino hacia la bienaventuranza es al mismo tiempo el camino hacia la libertad.

Preguntas

1. ¿Cómo pueden ayudarnos las bienaventuranzas a verifi­car nuestras actitudes y comportamientos y a orientar­los en conformidad con la voluntad de Dios?

2. ¿Deque y por qué las bienaventuranzas nos hacen li­bres! ¿Aceptamos que esta libertad nos la dé Dios?

3. ¿Qué significado tiene para nuestro comportamiento la acción de Dios que se nos promete?

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre) 445

El Dios de las bienaventuranzas (Mt 5,3-10)

En las bienaventuranzas debemos escuchar sobre todo y con la máxima atención lo que ellas nos dicen sobre Dios. Generalmente estamos preocupados por aquello que debe­mos hacer. Pero antes hemos de saber ver a Dios, tal como Jesús nos lo revela, en las promesas que fundamentan cada bienaventuranza. En ellas nos deja un maravilloso men­saje sobre Dios y sobre su relación con los hombres. Sólo porque esas promesas tienen valor, Jesús puede llamarnos bienaventurados con tal plenitud. Sólo porque Dios es quien es y actúa como actúa, llegamos nosotros a estar capacitados para el comportamiento que se nos pide.

«De ellos es el reino de los cielos»: Vosotros pertenecéis al ámbito del poder real de Dios. Dios mismo, el Creador omnipotente del cielo y de la tierra, es vuestro benévolo Rey y Señor, que se preocupa de vosotros y está a favor vuestro. Llega el tiempo en que su señorío se va a manifes­tar en plenitud, en que ya no rezaremos por la venida de su Reino (6,10), puesto que ya se ha realizado; el tiempo en que todos los demás señores, fuerzas y poderes desapa­recerán y en que sólo Dios dispondrá y dominará abierta­mente en el mundo. Entonces vosotros perteneceréis a él y él estará con vosotros; entonces estaréis definitivamente bajo su señorío.

«Serán consolados»: Dios os consolará. Enjugará toda lágrima de vuestros ojos (cf Ap 7,17; 21,4). Entonces todo irá bien, porque podremos estar junto a él, y con él todo va bien. La condición actual, el valle de lágrimas con to­dos los sufrimientos y frustraciones, con su decadencia y ocaso, la condición en que nada es perfecto y todo tiene un límite, en que a todos nos espera la muerte, esta con­dición no es definitiva. Todo esto se puede experimentar

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446 La liturgia de la Palabra - Ciclo B

dolorosamente, de manera muy real y hasta el abatimien­to; puede ser que no cambie jamás sobre esta tierra. Pero será superado por medio del Dios consolador.

«Heredarán la tierra»: Dios os dará en herencia la tierra. El Padre ha pensado desde siempre en vuestro es­pacio vital, amplio y maravilloso. La actual «lucha por la existencia», por la posición y el nombre, por la posesión y el prestigio, no establece ningún orden definitivo. Quien ahora se impone y se afirma por la fuerza, oprimiendo a los demás, no podrá mantener firme la cabeza ante Dios. Este orden quedará invertido (cf Le 1,51-53). El verdade­ro espacio vital no le es arrebatado al prójimo, sino que se lo da Dios Padre a sus hijos.

«Serán saciados»; Dios os saciará. Os llamará a su mesa (cf 8,11; 22,1-4; 26,29) y la comunión con él os hará ple­namente felices. Él os dará la plenitud de la vida y voso­tros no tendréis ya ningún deseo, ni hambre ni sed.

«Encontrarán misericordia»: Dios será misericordioso para con ellos. Él es rico en bondad y misericordia. No os reprochará nada ni guardará rencor alguno hacia vosotros. Excusará y perdonará, condonará vuestra culpa (cf 18,27). Ni siquiera vuestras culpas y vuestras faltas, vuestros pe­cados y vuestra miseria, deben angustiaros. Porque Dios es misericordioso con los misericordiosos.

«Verán a Dios»: «Dios los capacitará para verle» (cf ljn 3,1). Esta visión significa participación en la grandeza y en la belleza, en la plenitud y en la felicidad de Dios. El tiempo de la oscuridad, que ahora vivimos y que nos opri­me, el tiempo de la ausencia y del ocultamiento de Dios, el tiempo de la fe oscura sin visión llegará a su fin. Dios se manifestará en su plena gloria y majestad. Y lo verán aquellos a quienes él dé esta visión.

«Serán llamados hijos de Dios»: Dios los llamará sus

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hijos e hijas. Os reconocerá como sus hijos. Os acogerá en su familia. Os hará partícipes -en la medida en que es posible a los hombres y a las criaturas- de la comunión de vida que tiene con su Hijo y con el Espíritu Santo. Ahora estamos ya bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (28,19), hemos sido ya introducidos en el ámbito del poder y de la vida del Dios trinitario, pero somos todavía hijos de Dios en el exilio. El exilio terminará, y nosotros estaremos para siempre en la casa del Padre.

«De ellos es el reino de los cielos»: Dios con su poder de rey estará con vosotros y experimentaréis la felicidad y el gozo de su presencia y de su señorío. La promesa que ha sido hecha en la primera bienaventuranza se repite en la última; habla de la pertenencia al señorío regio de Dios. El modo en que este Reino -que constituye el contenido central del mensaje de Jesús (4,17)- influye en los hom­bres es lo que se afirma en las otras seis bienaventuranzas. La pertenencia al Reino se promete precisamente a aque­llos que son perseguidos, que experimentan dolorosamente la opresión de las fuerzas contrarias a Dios. Quien pone su confianza en Dios, tiene a Dios de su parte (cf 10,32). Y al final triunfará y tendrá también visiblemente todo el poder.

En esencia, el mensaje de Jesús es un mensaje sobre Dios, nuestro Padre, que nos da la bienaventuranza en la comunión con él. Esto se nos comunica por la fe. Jesús nos anuncia al Padre, no lo hace directamente visible y experimentable. Pero, en su actuar, él nos da a conocer la bondad y la fidelidad del Padre y, en su modo de vivir, nos muestra la plena confianza y el gozo bienaventurado en él. En este mensaje nos indica la meta a la que, ya des­de ahora, llenos de gozo, podemos acercarnos. Debemos

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448 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

hacer nuestra cada vez más la buena noticia de Dios, que colma de bienaventuranza, y el comportamiento que a ella corresponde.

Preguntas

1. ¿Cuál es la relación entre la expresión repetida dos veces -«De ellos es el reino de los cielos»- y las otras afirmaciones sobre el comportamiento de Dios?

2. ¿Cómo se implican mutuamente bienaventuranzas, comportamientos humanos y acciones de Dios?

3. ¿Qué hacemos para escuchar el mensaje de Jesús sobre Dios y para acogerlo con fe?

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre) 4 4 9

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre)

El juicio final (Mt 25,31-46)

(En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos): 31Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria 32y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor sepa­ra las ovejas de las cabras. 33Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

34Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para voso­tros desde la creación del mundo. 35Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, 36estuve desnudo y me vestísteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.

"Entonces los justos le contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; 38¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; 39¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?

40Y el rey les dirá: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicis­teis.

41Y entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus án­geles. 42Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, 43fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestísteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.

^Entonces también estos contestarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?

45Y él replicará: Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de estos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.

^Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.

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450 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Todo cuanto somos y tenemos es un bien que se nos ha confiado. No debemos dilapidarlo arbitrariamente; debe­mos emplearlo de acuerdo con la voluntad del Señor y en su servicio (25,14-30). En su parábola sobre el juicio final (25,31-46), Jesús nos dice cuál es la voluntad de Dios y en qué consiste el servicio que nos pide. Toda ayuda que prestamos al prójimo en una situación de necesidad se la estamos haciendo a Jesús mismo, y tiene un valor perma­nente e imperecedero. La ayuda que hayamos prestado es la que permite que seamos aprobados en el juicio y la que nos dispone para la vida eterna. La omisión o el rechazo de ella ocasionan nuestra ruina en el juicio y nos conduce al castigo eterno. Con la referencia al juicio, Jesús no quie­re ni apagar nuestra curiosidad ni suscitar nuestro miedo. Quiere hacer posible en nosotros un comportamiento sobrio y orientado hacia el futuro. Para ello nos muestra todo lo que está en juego: la perfección que podemos al­canzar y la desgracia en la que podemos caer. No debemos derrochar insensata y negligentemente nuestras fuerzas y capacidades; debemos emplearlas en el servicio al prójimo necesitado e indigente, y alcanzaremos así la vida eterna.

La enseñanza y las obras de Jesús han quedado ya ca­racterizadas como algo realizado con plena autoridad (cf 7,28-29; 8,8-9; 9,6; 21,23). Detrás de él está Dios. Lo que él dice y hace tiene una validez inmutable. La autoridad con la que Jesús actúa alcanza su punto culminante en el juicio. Él se presenta en su gloria; está rodeado de sus ángeles; se sienta sobre el trono de su gloria (25,31). Todo lo que aquí se dice está simbolizando la presencia y el po­der de Dios. La gloria es la manifestación esplendorosa y radiante de Dios. Los ángeles se encuentran ante su rostro y atestiguan su presencia. El trono simboliza su autoridad y poder, en posesión segura e indiscutida.

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre) 4 5 1

Dotado del poder y de la majestad de Dios, Jesús lleva a cabo el juicio, que es definitivo y contra el cual no hay posible apelación. Realiza la separación de las personas re­unidas. Pronuncia la sentencia, que se conforma al criterio establecido por él mismo, es decir, al comportamiento en relación con él. Asigna el destino eterno. Su palabra es válida; no puede ponerse en duda ni ser abolida por nadie. Toda su dignidad y su posición se expresan también en los títulos que se le atribuyen. Él viene como el «Hijo del hombre», a quien Dios ha entregado el poder, la dignidad y el Reino (cf Dan 7,14). Pronuncia su sentencia como el «Rey» que ejerce su señorío poderoso (25,34-40). Actúa como «el Hijo de Dios» que habla en nombre del Padre (cf 25,34) y que se pone de parte de los necesitados, defi­nidos como hermanos suyos y como hijos de Dios (25,40). Es reconocido por todos los presentes como el «Señor» (25,37.44). En el juicio se revela plenamente la posición y la autoridad de Jesús, igual que el peso de sus palabras y de sus acciones. Desde siempre posee esta autoridad, y es necesario respetarla.

Todos los pueblos, todos los hombres sin excepción, deben responder de sí ante él. Nadie puede pasar de él. Cada uno es juzgado según el criterio que él mismo ha establecido y a cada uno le presenta su destino eterno. No hay ninguna diferencia de posición, de rango, de sexo, de raza o de edad. Todos están ante él y son juzgados según el mismo criterio. También en esto se hace patente su po­sición incomparable.

El criterio para todos es este: Quien ha ayudado a Jesús en una situación de necesidad será aprobado en el juicio; quien lo ha dejado en su situación de necesidad deberá en­mudecer ante su juicio. La ayuda o la omisión de ayuda de­ciden sobre el valor o no de cada existencia. Todos quedan

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452 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

sorprendidos ante este criterio y preguntan a Jesús dónde le han encontrado como necesitado y dónde le han ayu­dado o le han dejado de ayudar. Jesús responde que él está en cada persona que se encuentra en cualquier necesidad. Sólo en raras ocasiones califica Jesús a los hombres como sus hermanos, es decir, como personas unidas y cercanas a él de modo tan especial. Llama «hermanos» a aquellos que hacen la voluntad de su Padre y que, a través de esta obe­diencia, pertenecen a él (12,48-50). Llama «hermanos» a los necesitados (25,40) y llama «hermanos» a sus discípulos después de la resurrección (28,10; cf Jn 20,17). Los nece­sitados no pueden identificarse por sí mismos con Jesús; es él quien se identifica con ellos. Por eso, toda ayuda que se les presta tiene un valor imperecedero. Detrás de cada hombre, y precisamente detrás de cada hombre pequeño, débil, probado, está Jesús. En esta persona se presenta él a nosotros y pide nuestra ayuda. En todo hombre nos encon­tramos también con Jesús. De él recibe todo hombre una dignidad permanente, y la acción en favor suyo recibe un valor inestimable y decisivo para el propio destino.

Jesús menciona algunas necesidades elementales, como la falta de alimento, de bebida, de alojamiento, de vestido y, además, el estado de enfermedad y de cárcel. Aduce sólo ejemplos, sin querer ofrecer un elenco exhaustivo. No pide nada imposible, sino un don y una ayuda humana se­gún nuestras fuerzas. Lejos de pasar de largo o retroceder ante quien está necesitado, nosotros debemos interesarnos por su situación. Jesús no dice: Yo estaba enfermo y vo­sotros me habéis curado; yo estaba prisionero y vosotros me habéis liberado. Curación y liberación sobrepasan con frecuencia nuestras posibilidades. Para compartir, sin embargo, no es necesaria ninguna riqueza o capacidades especiales; sólo un corazón abierto y compasivo.

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre) 453

Muchas son las necesidades, y de naturaleza muy di' versa: corporales, psíquicas, espirituales. Lo primero es

tener ojos, corazón y sensibilidad; es preciso sobre tod^ percatarse de la necesidad. Los hombres que Jesús pone # su derecha han vivido con ojos abiertos y con un corazói"1

misericordioso; han visto la necesidad y han socorrido al necesitado simplemente porque era una persona que se encontraba en necesidad. No se han preguntado: ¿Quién es este? ¿Qué me va a dar? No han pensado en sí, en su beneficio y en su plena realización. Ellos reconocen la necesidad del prójimo y se comprometen con él. Todo compromiso desinteresado de ayuda, de promoción, de servicio, de aliento, es hecho a Jesús mismo y es recono' cido plenamente por él, que decide sobre el valor o no de nuestra vida.

A aquellos que se han comprometido de este modo Je' sus los llama benditos de su Padre y les da su Reino eterno (25,34). Dios en cuanto Padre de Jesús los ha bendecido. Como el sol, su bondad y su amor se han proyectado hacia ellos, los hacen florecer en el gozo y en la bienaventuranza y les dan la plenitud de vida (25,46). Todos juntos son aco­gidos en el reino del Padre, donde es eliminado cualquier otro poder que provoca tantas necesidades y desgracias y donde reina solamente Dios. Lo que ellos han dado a su prójimo con débiles fuerzas humanas, ahora lo reciben en plenitud del mismo Dios: amor, comunión, vida y alegría.

Los otros son excluidos del rostro de Dios. El fuego simboliza el tormento y el dolor que golpea a todos aque­llos que quedan eliminados de su bendición y de su vida. Ellos no viven en la bondad luminosa del Padre ni en la comunidad de los que están llenos de ella. Su destino es la comunión, o mejor, la hostilidad llena de odio de los egoístas y fracasados.

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454 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

El primer discurso de Jesús comenzaba con las biena­venturanzas (5,3-12); el último termina con la visión del juicio final. Toda la instrucción de Jesús queda encerrada entre estas dos grandes enseñanzas, que habían de lo que podemos esperar de Dios y de lo que nosotros mismos debemos hacer. En la presentación del juicio final Jesús sitúa en el centro el don gratuito, misericordioso y bené­fico en favor del prójimo. Este es el elemento principal, el campo específico de actividad y de prueba de nuestro obrar humano. Con este resumen, sin embargo, no quedan olvidadas las otras enseñanzas de Jesús. El reconocimiento de su autoridad y del poder del Padre nos hace capaces y nos estimula a aquel obrar en el que nos regimos por sus criterios.

Preguntas

L Entre las muchas cosas a las que aspiramos y que consi­deramos de valor, ¿cuáles son reconocidas por Jesús?

2, ¿Tengo ojos y corazón para las necesidades patentes u ocultas con las que me encuentro?

3. ¿Cómo están unidos entre sí el reconocimiento de los criterios establecidos por Jesús y el reconocimiento de su autoridad?

Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre) 4 5 5

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de noviembre)

Mt5,l-12a Cf Solemnidad de Todos los Santos

Dedicación de la Basílica de Letrán (9 de noviembre)

Jn 2,13-22 Cf Tercer domingo de Cuaresma

Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre)

Le 1,26-38 Cf Cuarto domingo de Adviento

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índice

Págs.

Introducción 5

TIEMPO DE ADVIENTO

Primer domingo de Adviento El Señor está con nosotros en su creación y en su palabra (Me 13,33-37) 11

Segundo domingo de Adviento «¡Preparad el camino del Señor!» (Me 1,1-8) 16

Tercer domingo de Adviento Juan, el testigo (Jn 1,19-28) 20

Cuarto domingo de Adviento Lavocación de María (Le 1,26-38) 24

TIEMPO DE NAVIDAD

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa de la noche) Establo y gloria celeste (Le 2,1-14) 33

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa de la aurora) El Salvador comienza su camino (Lc2,16-21) 38

Solemnidad de la Natividad del Señor (Misa del día). La palabra de Dios (Jn 1,1-13) 43

Índice 4 5 7

Págs.

La Palabra hecha carne (Jn 1,14-18) 51 La Sagrada Familia de Jesús, María y José

María y José cuidan de Jesús (Le 2,22-40) 59 Santa María, Madre de Dios (Le 2,16-21) 64 Segundo domingo después de Navidad (Jn 1,1-18). 64 Epifanía del Señor

El homenaje de los Magos (Mt 2,1-12) 65 Bautismo del Señor

El bautismo y la revelación de Jesús (Me 1,7-11). 70

TIEMPO DE CUARESMA

Primer domingo de Cuaresma Jesús en el desierto y su primera obra (Me 1,12-15) 77

Segundo domingo de Cuaresma La transfiguración (Me 9,2-9) 82

Tercer domingo de Cuaresma En honor del Padre (Jn 2,13-25) 88

Cuarto domingo de Cuaresma El amor increíble (Jn 3,14-21) 94

Quinto domingo de Cuaresma Luz desde la cruz (Jn 12,20-36) 100

Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor (Evan­gelio de la conmemoración de la entrada de Je­sús en Jerusalén) Jesús se presenta él mismo (Me 11,1-10) 105

Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor (Evan­gelio de la Misa) El Hijo de Dios es entregado (Me 14-15) 110

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458 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Págs.

Jesús, Hijo de Dios en obediencia (Me 14-15) 115 La buena noticia de la pasión (Me 14-15) 120

TRIDUO PASCUAL

Jueves Santo: Misa «in cena Domini» Comunión con Jesús (Jn 13,1-17) 129

Viernes Santo: Celebración de la pasión del Señor Jesús lleva a cumplimiento su obra (Jn 18,1-19,42) 134

Domingo de Pascua (Vigilia Pascual) Dios ha resucitado al Crucificado (Me 16,1-8) .... 139

Domingo de Pascua (Misa del día) Entre tinieblas y luz (Jn 20,1-10) 145

Domingo de Pascua (Misa vespertina) Hacia el encuentro con Jesús resucitado (Le 24,13-35) 149

TIEMPO DE PASCUA

Segundo domingo de Pascua «¡Taz a vosotros!» (Jn 20,19-23) 157 «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,24-31) 161

Tercer domingo de Pascua Aleando a Dios (Le 24,36-53) 165

Cuarto domingo de Pascua «Yosoy el buen Pastor» (Jn 10,11-18) 171

Quinto domingo de Pascua «Yosoy la verdadera vid» (Jn 15,1-8) 176

Sexto domingo de Pascua «¡Ptrmanecedenmi amor!» (Jn 15,9-17) 181

índice 459

Págs.

Solemnidad de la Ascensión del Señor Jesús ha alcanzado su meta (Me 16,15-20) 186

Solemnidad de Pentecostés (Misa vespertina de la Vigilia) Fuente de la que brota la vida (Jn 7,37-39) 190

Solemnidad de Pentecostés (Misa del día) «¡Recibid el Espíritu Santo!» (Jn 20,19-23) 194

SOLEMNIDADES DEL SEÑOR DURANTE EL TIEMPO ORDINARIO

La Santísima Trinidad Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,16-20) 201

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo La última cena de Jesús (Me 14,12-16.22-26) 206

Sagrado Corazón de Jesús Signos del cumplimiento (Jn 19,31-37) 211

TIEMPO ORDINARIO

Segundo domingo del Tiempo Ordinario Primer encuentro Qn 1,35-42) 217

Tercer domingo del Tiempo Ordinario La llamada de Jesús (Me 1,16-20) 222

Cuarto domingo del Tiempo Ordinario El inicio de la vida pública de Jesús (Me 1,21-28) 226

Quinto domingo del Tiempo Ordinario No sólo en Cafarnaún, sino en toda Galilea (Me 1,29-39) 231

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460 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Págs.

Sexto domingo del Tiempo Ordinario Objetivo de la actividad de Jesús (Me 1,40-45).... 236

Séptimo domingo del Tiempo Ordinario Jesús tiene poder para perdonar los pecados (Me 2,1-12) 241

Octavo domingo del Tiempo Ordinario JJO nuevo y lo viejo (Me 2,18-22) 246

Noveno domingo del Tiempo Ordinario ¿Qué es lo que Dios quiere? (Me 2,23-3,6) 251

Décimo domingo del Tiempo Ordinario ¿El poder de Jesús viene del diablo o de Dios? (Me 3,20-35) 256

Undécimo domingo del Tiempo Ordinario Jesús responde a las dificultades (Me 4,26-34) 262

Duodécimo domingo del Tiempo Ordinario «¿Porqué tenéis miedo?» (Me 4,35-41) 267

Decimotercer domingo del Tiempo Ordinario ha resurrección de la hija de Jairo (Me 5,21-24.35b-43)..: 273

Decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario Nazaret rechaza a Jesús (Me 6,1-6) 278

Decimoquinto domingo del Tiempo Ordinario El envío de los Doce (Me 6,7-13) 283

Decimosexto domingo del Tiempo Ordinario Jesús, sus apóstoles y el pueblo (Me 6,30-34) 288

Decimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario Pan para todos (Jn 6,1-15) 293

Decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,24-35) 298

Decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario El Padre lleva a la persona y ala obra de Jesús

índice 461

Págs.

(Jn 6,41-51) 305 Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario

Vida desde el don de la vida (Jn 6,51-59) 310 Vigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario

Irse o quedarse (Jn 6,60-69) 315 Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario

Puro e impuro (Me 7,1-8.14-15.21-23) 319 Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario

«Todo lo ha hecho bien» (Me 7,31-37) 323 Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario

Giro decisivo en el camino de Jesús (Me 8,27-35). 328 Vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario

Grandeza en el seguimiento de Jesús (Me 9,30-37) 337 Vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario

Vida a partir del Evangelio (Me 9,38-48) 343 Vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario

Divorcio y relación con los niños (Me 10,2-16).... 348 Vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario

La vida eterna (Me 10,17-30) 354 Vigésimo noveno domingo del Tiempo Ordinario

Servir siguiendo el ejemplo de Jesús (Me 10,35-45) .. 359 Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario

Jesús abre los ojos para que se le pueda reconocer y seguir (Me 10,46-52) 364

Trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario Lo que Dios quiere de nosotros (Me 12,28-34) 369

Trigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario Tener el corazón libre y orientado hacia Dios (Me 12,38-44) 376

Trigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario Futuro y final: El encuentro con Jesucristo

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462 La Liturgia de la Palabra - Ciclo B

Págs.

(Me 13,24-32) 381 Solemnidad de Jesucristo, rey del Universo

Jesús, el rey (Jn 18,33-38) 386

PROPIO DE LOS SANTOS

Presentación del Señor Dios manifiestasu fidelidad (Le 2,22-40) 393

San José, esposo de la Virgen María Nuevo inicio que viene de Dios (Mt 1,18-25) 398

Anunciación del Señor (Le 1,26-38) 402 Natividad de san Juan Bautista (Misa vespertina de

la Vigilia) Esperando al Señor (Le 1,5-17) 403 Natividad de san Juan Bautista (Misa del día)

El nacimiento de Juan Bautista (Le 1,57-66.80).. 408 Solemnidad de san Pedro y san Pablo

(Misa vespertina de la Vigilia) «¡Apacienta mis ovejas!» (Jn 21,15-19).' 413

Solemnidad de san Pedro y san Pablo (Misa del día) Jesús y Pedro (Mt 16,13-20) 417

Transfiguración del Señor (Me 9,2-9) 421 Asunción de la Virgen María (Misa vespertina

de la Vigilia) La bienaventuranza de la madre de Jesús (Le 11,27-28) 421

Asunción de la Virgen María (Misa del día) Isabel se encuentra con la madre del Señor (Le 1,39-45) 425 María alaba la grandeza del Señor (Le 1,46-55).. 430

Exaltación de la santa cruz (Jn 3,13-17) 435 Solemnidad de Todos los Santos

índice 463

Págs.

Jesús anuncia la bienaventuranza (Mt 5,3-10) 435 El camino hacia la bienaventuranza (Mt 5,3-10). 440 El Dios de las bienaventuranzas (Mt 5,3-10) 445

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos El juicio final (Mt 25,31-46) 449

Dedicación de la Basílica de Letrán (Jn 2,13-22).... 455 Inmaculada Concepción de la Virgen María

(Le 1,26-38) 455