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JUAN CRUZ CRUZ SOBRE EL MÉTODO EN ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

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JUAN CRUZ CRUZ

SOBRE EL MÉTODO EN ANTROPOLOGÍA

FILOSÓFICA

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SOBRE EL MÉTODO DE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

I

SENTIDO DEL MÉTODO EN LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA.

Desde este mismo momento conviene hacer una aclaración: el método que proponemos en la elaboración de la Antropolo­gía filosófica1 es decididamente fenomenológico. Pero dado

1. Una de mis más gratas impresiones tenidas en el último Con­greso Internacional de Filosofía celebrado en Viena, fue escuchar a H. G. GADAMER y a P. RICOEUR. Ambos, preocupados por cuestiones de hermenéutica aplicada a cuestiones de Antropología filosófica, me pa­recieron las cabezas más significativas a este respecto en Alemania y Francia. Una impresión muy favorable me produjo también Stephan STRASSER. Aunque el tema que me propongo desarrollar no versa so­bre las propias ideas de estos pensadores, sí quiero hacer constar que ellos han resucitado en mí el problema diltheyano de la hermenéutica antropológica como «comprensión del sentido».

En este trabajo tocaré algunos puntos que considero cruciales para el buen entendimiento de la «comprensión» como hermenéutica antro­pológica, dentro del marco de una definición de la Antropología fi­losófica, tal y como, tras largas reflexiones, la he llegado a ver: la Antropología filosófica es la explicación conceptual de la idea del hom­bre a partir de la autocomprensión de éste en su relación con el ser, dentro de una fase cualquiera de su existencia histórica, con el intento de indicar la posible senda de su destino. La definición de P. L. LAND-BERG (en Einführung in die philosophische Anthropologie, Klostermann, Frakfurt, 1960, p. 9) es casi idéntica a la que proponemos, con la sal­vedad de que nosotros incluímos la cláusula «en su relación con el ser», pues estamos convencidos de que el hombre recibe su propia significación en su apertura al ser o a la realidad como tal. Por eso, la Antropología filosófica se enclava en el ámbito de la Ortología.

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que por «Fenomenología» podemos entender una «Ciencia», una «Metafísica» y un «Método de Ontología» 2, nos urge deslindar nuestro punto de vista.

a) Como «Ciencia» la Fenomenología trata de lo que «in­manentemente aparece». La «reducción fenomenologica» avienta del fenómeno inmanente toda posición trascendente de reali­dad. El exclusivo objeto de la Fenomenología son los cogitata qua cogitata. Es decir, el eidos o la «esencia», y no los conteni­dos fácticos de la conciencia y las vivencias efectivas, son los objetos de la Fenomenología como «Ciencia».

/3) Como «Metafísica» la Fenomenología utiliza un méto­do más drástico: la «reducción transcendental», en virtud de la cual quedan enfrentados el ego psicológico y el ego transcen­dental3; el yo transcendental es lo único que se da apodíctica-mente, como realidad que se anticipa al mundo —dentro del cual habría que colocar también al yo psicológico—. Yo y los demás egos —pues no hay sólo un ego como solus ipse— forma­mos la intersubjetividad transcendental, participando de la vida transcendental de un «fondo cósmico». Pero esto es ya idea­lismo.

y) Como «Método ontológico» la Fenomenología es mu­cho más fecunda. El ser —como ser-objeto y como ser-sujeto— es para el metafísico algo de muy difícil descripción. Es preciso transcender esas dos categorías, y esto lo hace posible el méto­do fenomenológico: el metafísico se zambulle «en» el movi­miento existencial del yo —movimiento de «referencia-a» y de «receptividad-para» un número de personas, vivientes y co­sas—. En esta actitud fenomenologica no aparece ya el mundo como un complejo objetivo de datos, sino como «formación de sentido» que surge en el transcurso de una orientación exis­tencial y se hace significativo.

«Con esto queda dicho que la explicación, el análisis y la descripción fenomenologica no pueden agotar el contenido total de la Ontología. Después de mostrar y analizar lo que aparece,

2. Stephan STRASSER, Seele und Beseeltes, Wien, 1955, pp. X-XV. 3. Las Meditaciones cartesianas de HUSSERL figuran como la cul­

minación de este método. Desgraciadamente no podemos entrar en ulteriores pormenores.

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tiene que venir la reflexión sobre las condiciones que han de cumplirse para que sea en general posible el aparecer de lo que aparece» 4.

En nuestro trabajo jamás utilizaremos la Fenomenología co­mo «ciencia», pues en este sentido está preñada de supuestos no justificados. Tampoco la usaremos en el sentido de «Metafísi­ca», pues no vemos el modo de evitar el idealismo transcenden­tal. Pero es imprescindible utilizarla como «Método ontológi-co»: hay que comenzar la Antropología filosófica prescindiendo de cualquier supuesto o teoría previa, para constatar y describir los datos tal como se dan o aparecen a la experiencia. Así en­tendida, la Fenomenología se presenta al antropólogo —filóso­fo— como intuitiva, hermenéutica y dialéctica5.

ya) Postulado intuitivo. La voz «fenómeno» tiene una al­curnia etimológica nada despreciable : en griego, (paiveadai sig­nifica «mostrarse», «hacerse visible»; ipaw6¡xevov, para HEI-DEGGER, es «lo que se muestra en sí mismo», lo manifiesto. Es decir, fenómeno es lo evidente por sí, sin que disimule la «cosa-en-sí». Pero lo que es evidente no puede ser demostrado; es más, lo que es evidente no tiene necsidad de ser demostrado. Finalmente, la intuición del ser evidente es el coronamiento de la intención cognitiva.

y/3) Postulado hermenéutico. Los pensadores de la post­guerra rehusan ligarse al ideal cartesiano de un pensamiento exento de supuestos: exigir un conocimiento sin presupuestos no es más que dar de bruces en un regreso al infinito. Además, esa exigencia está en contradicción con el sujeto meditante, pues su pensar está siempre comprometido» (engagée), es pen­samiento «encarnado» (MARCEL, MERLEAU-PONTY). Mi propia existencia (no abstracta) es el supuesto previo del filosofar. Pe­ro además, mi existencia concreta es coexistencia. Por eso siem­pre filosofo con la ayuda del otro, Lo que entonces importa es interpretar el misterio de mi existencia. La actitud hermenéuti­ca exige negativamente que el filósofo no comience su reflexión

4. S.STRASSER, Seele..., p. XII. 5. Cfr. el magnífico libro de S. STRASSER —libro que recomiendo

particularmente a los alumnos de la especialidad— Phénoménologie et sciences de l'homme, Lovaina-Paris, 1967, pp. 253-267 y 301-308.

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como si fuera una consciencia acosmica, ahistórica y asocial; y exige positivamente que el filósofo considere su propia existen­cia con todos los rasgos esenciales que implica, obsolutamente dada previamente a su reflexión. Hay que esforzarse por poner al desnudo las estructuras de esta existencia y captar su signifi­cación metafísica u ontológica.

77) Postulado dialéctico. «Detrás de los fenómenos de la Fenomenología, no hay en verdad nada, mas puede que esté es­condido lo que debe llegar a ser fenómeno... Y justamente por­que, al principio y con frecuencia, los fenómenos no están da­dos, se precisa de una Fenomenología. Estar oculto es el con­cepto complementario del concepto de fenómeno» 6. «El método que permite des-cubrir sistemáticamente lo que inicialmente es­tá cubierto, y lo hace aparecer, es el método dialéctico» 7. A nuestros ojos, la dialéctica no es, como en HEGEL, la marcha del sujeto o del espíritu «que en sí misma engendra el curso de su proceso y retorna a sí misma». Por dialéctica entendemos, con S. STRASSER, "el cambio metódico de perspectivas que permite al investigador lograr el sentido del rebasamiento sistemático de las perspectivas unilaterales y los horizontes limitados" 8. Dia­léctica que se hará diálogo, tan pronto como pase de su prísti­no estado de «dialéctica encarnada, o prepredicativa» al de «dia­léctica explícita, o predicativa», del estado de mudo comercio con las cosas en el Lebenswelt (que coincide con la situación misma) al de la palabra (que nos sitúa en un nivel superior). Y esto supone el esfuerzo de un «nosotros» que hace aparecer la verdad y el bien por medio del lenguaje.

La Antropología filosófica acoge en sí esas tres instancias —intuitiva, hermenéutica y dialéctica— para conseguir su ob­jeto. Veamos más detenidamente la estructura de este método fenomenológico.

Aunque la voz fenómeno significa «lo que aparece» y está ligada principalmente a la experiencia sensible, en la actualidad se la aplica a todo dato, como quiera que esté en la conciencia. Para una actitud realista, el fenómeno será aquello que, tal como

6. Sein und Zeit, Tübingen, 1953, p. 36. 7. STRASSER Phénoménologie..., pp. 263-264. 8. Ibidem, p. 265.

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es en sí, aparece a la conciencia; o sea, aparece a la conciencia de modo que se entiende lo que es en sí tal como aparece (en este sentido, cfr. ARISTÓTELES, De coelo, I, c. 3, 270 b 4; De Anima, II, c. 7, 417, b 24. Y Sto. TOMÁS, De unitate intel-lectu, c. IV, n. 39). Para una actitud relativista, en cambio, fe­nómeno será lo que aparece a la conciencia no como es en sí, pues ignoramos si es en sí tal como aparece. Tal es la postura de HUME y de KANT.

Así pues, la Fenomenología es una visión, descripción, re­velación y estudio de los datos de conciencia. El método feno-menológico 9 'procede por análisis y descripciones de los datos de conciencia, considerándolos como manifiestos o manifestati­vos. Desde este punto de vista, puede ser inicial o exclusivamente fenomeno'lógico. Es inicial, cuando comienza por la descripción pero no se limita a ella. Es exclusivo, cuando comienza por la descripción y se ciñe a ella. Nuestro método será inicíalmente fenomenológico.

Desde este punto de vista, la Fenomenología es para nosotros en primer lugar un programa de trabajo, en cuanto asegura la estabilización de postulados lógico-críticos; y es en segundo lugar un método negativo-positivo-, negativo, porque además de postular una ausencia de supuestos, prejuicios y sugestiones in­dividuales, no puede mirar su objeto de un solo golpe, ya que tal objeto es siempre complejo, viéndose obligado a considerar todos sus elementos uno tras otro; positivo, por cuanto recurre a la intuición inmediata como el único instrumento capaz de recoger la realidad en toda su pureza. Si nos atenemos al lema seguido por los primitivos fenomenólogos «hacia las cosas mis­mas», tendremos que añadir enseguida que «cosas» serán in­terpretadas como «lo dado», sin más. La intuición correlativa a «lo dado» no se opone a la abstracción, sino a la discursividad, por ser tal intuición un conocimiento directo, aunque no ex­haustivo 10.

Los primitivos fenomenólogos exigían que la investigación se orientase exclusivamente al objeto, con exclusión total de lo subjetivo, con lo cual la intuición se aproximaba a la idea de theoria de los antiguos: una actitud contemplativa con exclu­sión de miras prácticas. Pero el existencialismo ha puesto siem­pre serias dudas a esta actitud objetivista. Recuérdese el pensa­miento subjetivo de KIERKEGAARD y la oposición de MARCEL a

9. No vamos a pasar revista, ni mucho menos a catalogar las dis­tintas escuelas de Fenomenología. Una buena contrastación de las dis­tintas corrientes fenomenológicas nos la ofrece el libro de Alfred E. KUENZLI, The Phenomenological Problem, New-York, 1959. La historia de la Fenomenología ha sido abordada con notable éxito por H. SPIE-GELBERG, The phenomenological movement. A historical introduction, 2 vol., La Haya, 1960.

10. I. M. BOCHENSKI en Los métodos actuales del pensamiento (Madrid, 1958, pp. 41-68) se hace cargo de la dimensión «intuitiva» de la Fenomenología y subraya algunos puntos que nosotros apretada­mente exponemos aquí.

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reducir al hombre a un espectáculo. El hombre no es un objeto, sino un sujeto.

Esta objeción existencialista tiene que ser tomada en serio. Y ello nos obliga a perfilar la noción de objeto. Si se entiende por objeto lo que significa su raíz etimológica (ob-jectum, arro­jado-frente), es indudable que objeto es lo situado frente al yo, y entonces tiene toda su razón el existencialismo. Lo mismo se diga si por objeto se entiende «lo acabado y pleno», porque el hombre existente, el sujeto, no es jamás acabado y hecho. Más bien, hay que entender por objeto «lo dado», prescindiendo del carácter mostrenco y oponible.

Sobre la concepción fenomenológica de la conciencia, que ve la esencia de ésta en la intencionalidad, nos urge poner de re­lieve que la aceptamos pero excluyendo toda interpretación fenomenista o nominalista. Todo hecho cognoscitivo es en ver­dad una relación entre un polo subjetivo (nóesis) y un polo ob­jetivo (nóema). La conciencia no es una cosa entre cosas, sino un trascender efectivo hacia el objeto. Pero el objeto no es un contenido de conciencia, inmanente a la misma conciencia, sino un objeto trascendente, que se presenta como tal en el hecho de su misma relación a la conciencia. Hay pues una rela­ción intencional de la conciencia con el objeto trascendente. En la nóesis y en el nóema se concillan los elementos del realismo y del idealismo, o mejor, la inmanencia psicológica y la tras­cendencia lógica. Contra el fenomenismo empírico —para el que la realidad es flujo de representaciones subjetivas— y contra el nominalismo logicista —para el que los conceptos se reducen a definiciones—, se impone la evidencia de la alteridad del dato (realismo) y la conexión de ese dato con la conciencia intuyen-te (idealismo).

Acerca de la epojé como instrumento intelectual de trabajo fenomenológico, queremos añadir algunas observaciones. La pri­mitiva Fenomenología había postulado siempre la reducción de lo subjetivo y de la tradición; pero también la existencia debía ser suspendida, para quedarnos sólo con la quididad o esencia; y aun de la esencia se reducía lo accesorio.

Pues bien, la reducción fenomenológica no será tomada por nosotros como una negación, sino como una desatención a cier­tos aspectos, es decir, como una abstracción, que nada tiene que ver con un juicio valorativo.

Es claro entonces que cuando hablamos de «esencia» obte­nida por reducción, no nos referimos a la «cosa», sino a ciertos aspectos, elementos o contenidos de la cosa; no ciertamente los elementos que subyacerían en lo más profundo de la cosa misma, sino los elementos que yacen ante los ojos de modo claro y pa­tente. En virtud de esta conexión de la esencia con el ver o mi­rar, ARISTÓTELES la entendía como eidos. Pero en nuestro caso, la esencia fenomenológica no coincide con la esencia aristotélica, puesto que ARISTÓTELES colocaba los idía o propiedades —que pertenecen consecutiva y necesariamente a la esencia— fuera del eidos. En nuestro caso, la esencia abarca también las propiedades aristotélicas, pues esencia es todo lo que necesariamente está unido al fenómeno. Así pues, la esencia es la estructura funda­mental del objeto, siempre que se entienda por estructura no un

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simple haz de relaciones, sino también todo contenido funda­mental, incluyendo las cualidades.

Por eso le ha sido posible al existencialismo estudiar el su­jeto humano en su carácter más propio (Das Jemeinigé). Sabido es que el existencialismo tiene la pretensión de eliminar a la esencia, para estudiar la desnuda existencia, el Dasein. Ahora bien, incluso los existencialistas conciben a la existencia como algo dado, como fenómeno susceptible de ser descrito e interpre­tado como una estructura, aunque los elementos de esa estructu­ra no sean del rango de las demás cosas: son «existenciarios». Y aunque el existen ciclismo acentúa lo mío propio, que se da de una vez por todas, es indudable que intenta hacer corresponder eso mío propio a toda existencia humana, es decir, que intenta describir la estructura necesaria del hombre como existencia en­carnada.

Es evidente que toda «precisión» o reducción es una abs­tención del juicio, fundado sobre la abstracción, que incide en esto o aquello. El término así eliminado por reducción —exis­tencia o fenómeno existente— no puede ser tachado de inexis­tente. Participa siempre, en nuestra conciencia, de lo absoluto del ser. Únicamente no hacemos uso de la ciencia que tenemos de él: la suspendemos simplemente. Tal abstracción de toda toma de posición puede concernir únicamente a una región on-tológica determinada, pero jamás al mundo, a la totalidad del ser. Nuestro conocimiento del ser y de los entes es, por el con­trario, lo que hace posible toda «reducción». No se trata, pues, de una nihilización del mundo. Además, la existencia del yo que efectúa la reducción no es, como lo cree HUSSERL, la única cosa que puede ser puesta, sino una cosa que debe ser necesa­riamente puesta. «Mi ser en el ser» es, pues, una situación pri­mordial constante y previamente dada. La conciencia de este "ser en el ser" debe acompañar siempre, de un modo general y necesario, cada uno de mis pasos. Toda tentativa de suspen­der por abstracción nuestro juicio a este respecto, conduce a un regressus in infinitum, en el que los mismos datos primordiales deben ser reintroducidos en cada momento con nombres siem­pre nuevos. La única reducción auténtica es la que nos da aque­llo que no puede ya ser abstraído. Tal procedimiento es sólo po­sible y válido en dos regiones filosóficas: la metafísica general y la antropología filosófica:

a) En metafísica general, con el fin de justificar el paso de los entes al ser;

b) En antropología filosófica, para distinguir la realidad

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existencial incondicionada de las realidades agológicas que ella condiciona11.

En ambos casos, la reducción no es otra cosa que la vía ha­cia la concrección absoluta.

Por lo pronto nos interesa exclusivamente este segundo pa­so, propio de la antropología filosófica: ver la realidad existen­cial incondicionada desde las realidades egológicas que ella con­diciona.

A nuestro juicio, Stephan STRASSER ha hecho uno de los intentos más significativos en este sentido 12. También C. A. VAN PEURSEN está de acuerdo 13 con este intento de STRASSER ; en la misma dirección apuntan los trabajos de B. LORSCHEID

14. Es notable el esfuerzo de la neoescolástica holandesa y alema­na por asimilar de modo coherente la Fenomenología, en el sentido aquí apuntado 15. Una valiosa aportación, desde pers­pectiva similar, es la de M. DUFRENNE

15 bis, oponiéndose al es-tructuralismo de ALTHUSSER y FOUCAULT.

Sólo nos resta tomar a STRASSER como maestro en el plan­teamiento de esta problemática, para empalmar, por una parte, con los trabajos más fecundos de la escuela diltheyana16 y se-

11. STRASSER, Seele..., pp. 161-162. 12. Además de los libros citados, cfr., su magnífica filosofía del

sentimiento, de base fenomenológica, en Das Gemüt. Grundgedanken zu einer phánomenologischen Philosophie und Theorie des menschli-chen Gefühlslebens, Spectrum, Herder, 1956.

13. Leib, Seele, Geist. Einführung in eine phanomenologische Anthropologie, Gütersloh, 1959.

14. Das Leibphanomen, Bonn, 1962. 15. Una monografía que recoge y critica acertadamente los dis­

tintos puntos de vista neoesco'lásticos, en un ansia de diálogo con otras corrientes, ha sido ofrecida por W. L. KELLY, Die neuscholas-tische und die empirische Psychologie, Antón Hain, Meisenheim am Glan, 1961, con precisa bibliografía.

15 bis. Se trata de su libro Pour Vhomme (Seuil, París, 1968), cuyo título nos suena como una respuesta al libro de ALTHUSSER, Pour Marx.

16. Sobre el problema de la auto comprensión, del que hablare­mos en la segunda parte de este trabajo. No podemos omitir los es­fuerzos de H. PLESSNER por fundar un método similar, en sus trabajos: Ueber einige Motive der philosophischen Anthropologie, «Studium Ge­nérale», 1956, 445-453; Die -Awfgabe der philosophischen Anthropolo­gie, «Philosophia», 2, 1937, 95 ss.; y en los capítulos I y II de Die Stufen des Organischen und der Mensch, Walter de Gruyter, Berlín,

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guir, por otra, con los atisbos de la antropología trascendental exigida por MARÉCHAL y su escuela17. Vamos a resaltar, en pri­mer lugar, dos puntos que considero claves en el despliegue de la antropología filosófica, los cuales se obtienen claramente de la reducción fenomenológica: el carácter inobjetivo del yo (1) y su relación originaria con los actos retroversivos (2). No nos pro­ponemos hacer un análisis exhaustivo, dejando para ulteriores trabajos un desarrollo más a fondo.

1. KANT ha dejado sentado que yo no soy, por relación a mí mismo, un polo intencional. Hay un «yo» del que puedo dis­poner y un «yo» que dispone. Hay un «yo frontal» y un «yo de-terminable» 18. En mi actividad intelectual y volitiva se halla implicada una cierta experiencia vivida de mí mismo. Esta cap­tación primordial de sí por sí concierne al «yo fontal»: la rea­lidad egológica de donde procede toda la vida concreta de mi yo. El yo primordial o fontal es la fuente de donde brota toda nues­tra vida personal y social [lo que de mi dimensión ética, física y psicológica (yo personal) puedo objetivar y lo que también objetivo de mí mismo como ser social (yo social)]. El yo-fontal no puede ser sometido a reducción. Es el sujeto de nuestra auto-consciencia, y habita en todos los actos. Al igual que el origen de un río no es todavía el río mismo, sino aquello de donde el río sale, lo mismo el yo-fontal no es todavía el yo personal y social, sino el principium fontale (//-//, q. 26, a. 3. c; C G. I, 68). Figura como id quo por relación a mi yo personal y social. Desde el punto de vista metafísico es un coprincipio; desde el punto de vista lógico y ontológico (no psicológico) es anterior: es el que explica mi ser en el mundo en cuanto «yo».

Precisamente por esto, el yo-fontal no puede hacer el papel

2, 1965, pp. 3-80. En esta apretada exposición nos es imposible entrar en detalles sobre el método de PLESSNER; remitimos al lector intere­sado a un reciente trabajo de F. HAMMER, Die exzentrische Position des Menschen. H. Plessners phüosophische Anthropologie, Bouvier, Bonn, 1967.

17. De ello hablaremos en la parte tercera de este trabajo. 18. STRASSER habla de un «Urprungs-Ich» o de un ^entspringen-

des Ich», vertido por nosotros como «yo-fontal». Para lo que sigue, cfr. S. STRASSER, Seele... pp. 62-70. Hemos podido observar que Strasser se inspira en parte en la obra de Konstantin OESTERREICH, Die Phano-menologie des Ich, Teil I., Leipzig, 1910.

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de objeto intencional. Si intentara hacerlo, lo sustituiría inme­diatamente en el punto de origen anónimo por su doble personal y social (determinables). El yo social y personal figuran como contenido de una experiencia vivida. El yo fontal, por el con­trario, está siempre presente, pero no como objeto o contenido de experiencia vivida, sino como yo que vive esa experiencia. Supongamos que el yo-fontal se identifica con el yo determi­nante y no con el yo determinable. Mas, ¿de dónde sabemos que existe un yo determinante? Si conocer es determinar radical­mente, ¿cómo es que podemos hacer juicios sobre lo que por naturaleza no es determinable? Si sólo podemos conocer la existencia de una realidad gracias a una visión intencional diri­gida hacia esto o aquello, ¿de dónde nos viene nuestra certeza de la existencia de lo que por principio no puede ser polo de ninguna orientación intencional?

Pero es incuestionable que tenemos una consciencia clara de nuestro yo origen. Si hay algo que acompaña necesariamente a cada uno de mis actos, es precisamente esa afirmación interior de nuestra propia existencia. Toda nuestra actividad consciencial está tras verberada por este rayo indeleble egológico. La cons­ciencia de sí no es otra cosa que el yo viviente que se siente vi­vir. Me capto desde dentro, en la claridad interna que provoco en mí mismo, gracias a la identidad de mi yo consciencia y de mi yo real (de mi ser) viviente: yo soy, y por esto precisamente, soy consciente.

Mas, ¿sobre qué reposa esta certeza elemental que concierne a la identidad, unidad e independencia de nuestro yo? Esta es una pregunta metafísica que condiciona toda la Antropología fi­losófica.

El realismo objetivista no sabría respondernos. Si sólo se nos dan objetos en la esfera egológica, jamás será posible una captación inmediata del ego fontal. Es decir: o bien mi yo-fontal es el soporte subsistente por sí de todos mis contenidos de consciencia, y entonces no se me da al modo de un conte­nido de consciencia; o bien el yo me es dado al modo de un contenido de consciencia, y entonces no es el soporte subsisten­te por sí de todos mis contenidos de consciencia. Si el yo es el ser autosubsistente que determina radicalmente los datos psí­quicos, no es entonces él mismo un dato psíquico susceptible de

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ser determinado radicalmente; si, por el contrario, mi yo es un dato psíquico determinable radicalmente (o está comprendido en el contenido de tal dato), entonces no es el ser autosubsis-tente que determina radicalmente los datos psíquicos.

El idealismo tampoco acabaría por satisfacernos. Un fuera, un más allá del pensamiento es una cosa absolutamente impen­sable. Por tanto, no hay un conocimiento objetivo del pensar, de la consciencia, de la razón trascendental, o sea, ningún co­nocimiento objetivo del ser trascendental, que hace posible la objetividad.

Para HUSSERL, el yo psíquico es un observador objetivo del yo animal, y el yo trascendental es el espectador desinteresado del yo psíquico. Mas, ¿cómo podemos entonces describir la acti­vidad constituyente del yo trascendental, si esta actividad es precisamente lo que hace posible la existencia del sujeto des­criptor y la de los objetos que describir? ¿Es preciso buscar una atalaya de observación más elevada aún? ¿Habría un yo trans-transcendental? Y ¿no tendríamos que decir lo mismo acerca de este cuarto observatorio? Con lo cual llegamos a un regres-sus in infinitum.

JASPERS afirma que el yo-fontal es la fuente de mi pensa­miento y de mi acción. No estoy aquí ante un concepto abstrac­to, sino ante una apercepción elemental que no es propiamente hablando un conocimiento (objetivista). Coincide con la cons­ciencia de nuestra espontaneidad radical: lo que nos aparece como la fuente autónoma y consciencia de sí misma, como la fuente de sus acciones, en plena posesión de sí misma, es el yo.

El realismo objetivista se mueve en una alternativa de co­nocimiento completamente falsa: el conocimiento objetivo de «esto» o de «aquello)), un conocimiento de explicitación. Pero si el yo-fontal jamás se da como algo explícito en una captación intencional o como elemento de un dato, entonces habrá que admitir un modo de conocimiento distinto del que es debido a una «implección» positiva de una intención cognítiva.

El yo se pone y expresa en su existencia ejercida, manifes­tando su causalidad responsable, renovándose incesantemente en su identidad en un acto concreto vivido. Lo concreto no sale del concepto, como quería el idealismo. El yo se enuncia y ex­presa en el esfuerzo motor y en el esfuerzo simbólico, pues el

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símbolo es una expresión y no un sustituto. El «yo» se signifi­ca en operaciones manifestadas, exteriorizadas. El yo es un principio indefinido de renovación y de invención. Es abierto, se hace; no es acabado, determinado 19.

El concepto de yo es exterior a lo que quiere significar y a aquello cuya presencia afirma la consciencia. Abstractamente, el yo es una carácter común a todos los hombres. Cada hombre posee un yo, como posee una casa natal. Los individuos dicen yo. Pero esto no expresa todavía nada sobre la esencia del acto por el que el yo se vive en su singularidad, en su realidad ínti­ma. Este yo existente es inefable, incomunicable. El sujeto no es, por tanto, en cuanto sujeto, una verdad dada a la introspec­ción ; tal es la postura de algunos psicólogos, como LINDWORSKI.

En ésta se nos da una impresión, un cierto estado, no el yo mismo, profundo, fuente indefinida de operaciones humanas. Es posible acceder al yo; pero no es algo empíricamente dado. El yo está presente como una forma que no se destaca de la ma­teria, como contenido individuado. Es un poder de obrar. No es una cosa en sí, ni tampoco una fuerza en sí. La consciencia nace en un acto en el que hace pasar por delante de sí un resul­tado que viene de ella.

Mi presencia no es jamás igualada por mi conocimiento 20. El yo no puede intencionalmente coincidir consigo mismo. El yo se afirma sin verse, como un poder experimentador. No es un yo triunfante, sino militante. Ni es objeto, ni naturaleza; es actividad conocida por reflexión y no, en abstracto, por induc­ción o por deducción.

El yo se expresa a sí mismo. Pone un asentimiento, un con­sentimiento en el ser, una opción autónoma. Está en el acto en que capto mi ser, a través de las obras que son medios de signi­ficación. No siendo un objeto estrictamente dicho, el yo fontal escapa a la observación. No siendo naturaleza humana, escapa a la abstracción. Existe como principio de actividad, como un sujeto que se hace.

19. Seguimos los magníficos análisis de N. BALTHASAR, Mon moi dans Yétre (pp. 10-37) y La méthode en métaphysique (pp. 12-57), aparecidos ambos en Lovaina, en el año 1946.

20. Cfr. N. BALTHASAR, La méthode en métaphysique (pp. 47-50).

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MÉTODO EN ANTROPOLOGÍA

El método que de aquí surja tendrá que ser necesariamente reflexivo, reductivo: se remontará del dato al acto que lo pone, orientándose hacia el singular, el individual. La experiencia in­terna no puede acabar en un empirismo. Apoyándose sobre el acto y la reflexión, el sujeto surge, se abre, se pone en sus actos, reflexiona viviéndose. No está, pues, determinado por un con­junto unívoco de atributos. Sólo puedo acceder a él introducién­dome en él, efectuándose en el acto que lo pone. Yo no soy yo sino en tanto que me vivo, que me afirmo. Yo no puedo ser yo sino poniéndome fuera de mí. Con esto se pone de manifiesto que el problema del yo es, ante todo, un problema metafísico-existencial, de existencia, de esencia-existencia y no de pensa­miento puro, de inteligibilidad separada, como quiere el idealis­mo. No se puede preguntar «¿qué es el yo?» como se pregunta «¿qué es una casa?». Lo importante es que yo existo, que me hago, que elijo mi fin, optando por el orden y por el desorden. No se trata de la verdad de un yo, ser constituido, sino del po­der que es el yo de ponerse en la verdad del ser, cuanto lo cap­ta. Lo importante no es saber lo que el yo es, sino precisar por qué actos se pone el yo verdadera y absolutamente. Así, pues, la Antropología filosófica es a la vez una ciencia y un saber re­flexivamente vivido y expresado.

2. ¿Qué es necesario para que yo pueda formar un con­cepto que tenga relación con mi ser concreto en tanto que mío, con sus caracteres concretos? ¿Qué es lo que me hace a priori hacer constataciones egológicas? ¿Qué condiciones debe haber para que exista tal posibilidad?

A esta cuestión se impone una respuesta con carácter de evidencia original: para hacer tales juicios, debo a priori tener la posibilidad de efectuar actos de los que yo mismo sea, en cierto respecto, la fuente y el objeto. El que dude de la verdad de esta afirmación tendrá que contradecir la realidad de su pro­pia existencia. Si pretendo que no puedo efectuar actos de los que soy objeto, muestro en ese juicio negativo que ya los estoy realizando. Se trata de una evidencia originaria: toda tentativa de negarla conduce a hacer aparecer la validez de la afirmación eidetica que se propone negar. Al acto por el que me encuentro como sujeto y objeto del mismo vamos a llamarle "acto retro-

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versivo" 21: expresa una relación estructural fenomenológica; en esos actos hay una cosa que parte del yo y una cosa que vuel­ve hacia el yo. Aquí se comprenden una gama de actos que van desde el contemplara, hasta el lavarse y peinarse.

En todas las actividades retroversivas hay un yo (como ori­gen) o polo-sujeto y un yo (como término) o polo objeto. Nadie dice mis piernas andan, o mis manos se lavan. Órganos o miem­bros son canales de mi yo, del yo fontal de donde brota mi ser y mi acción. Y, como tal, es idéntico, indiviso, numéricamente uno. En cambio, el yo, como término o polo-objeto es múltiple, en una gama que va desde el latir del corazón hasta las formas superiores de la vida perceptiva. Así me descubro como una multiplicidad. Frente a la identidad numérica del polo-sujeto hay una multiplicidad de polos objetos los cuales se encuentran en situación de exterioridad (espacial o temporal y espacio-tem-poralmente). Esa exterioridad de polos objeto es distancia, dise­minación. Este yo objetivable es unidad múltiple. Los actos re-troversivos no me tocan inmediatamente a mí mismo, sino de modo mediato, indirecto. Cuando decimos «yo me lavo», no queremos decir «mis manos me lavan», sino que yo me lavo con mis manos. El mí indica implicación, intgeración, relación de participación y no de pertenencia o posesión.

El acto retroversivo no se identifica con la acción puramen­te transeúnte, porque no está dirigido al mundo y a los objetos mundanos, sino a mí. Pero no es inmanente, porque su fuente no es al mismo tiempo su término. Si muevo mi pierna o mi brazo tengo que vencer una resistencia que no viene de mí en cuanto que efectúo el acto. Esta resistencia es un no-yo que se da cita en mí. Incluso al conocimiento que tengo de mí es inmanente, pues siempre se realiza por «perfiles», vi vencíales y emocionales. Incluso meditando sobre mí tengo que hacer una síntesis de toda una serie de impresiones, representaciones, ideas, etc.

Esto quiere decir que el sujeto de actos retroversivos no puede ser considerado como su origen absoluto. El yo está

21. Cfr. S. STRASSER, Seele..., pp. 79-110. «Acto retroversivo» es la traducción que proponemos para el concepto de STRASSER «ich-gerichteten, rückziehenden oder rückgerichteten Akten» (p. 82).

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obligado a buscar sostén, ayuda, complemento en el dominio de los objetos y cuasi-objetos. Todos los polos intencionales con­cretos de mis actos retroversivos reales o posibles no son obje­tos (trascendentes), ni subjetivos (inmanentes): son cuasi-obje-tos. Por tanto, como «yo fontal» tengo con ellos una relación cuasi-objetiva. El ego que efectúa actos retroversivos se sitúa en cierto modo entre categorías absolutas (trascendencia-inma­nencia), a igual distancia de cada una de ellas. En cierto modo cerrado, pero igualmente receptivo. No se basta a sí mismo, y, por lo tanto es indigente. Su independencia está mezclada de cierta dependencia. Así pues, el hombre en cuanto efectúa actos retroversivos es un ser relativamente inmanente, una interio­ridad imperfecta. Los procesos cuasi-objetivos son variadísimos: desde el latido del corazón (donde estoy mediatamente presen­te), que se sitúa en la periferia de mi yo, hasta los afectos y fe­nómenos de mi fantasía y voluntad. En todos ellos existo de modo mediato El devenir de lo cuasi-objetivo es el dominio de la distancia máxima por relación a mí. Pero no sólo existo tam­bién en mis procesos cuasi-objetivos, sino que a veces existo sólo en ellos, como en el caso del desvanecimiento, del sueño, de la hipnosis, etc.

Mi cuerpo es, por tanto, la totalidad de mis cuasi-objetos. Todo lo que puede ser objeto de mi acción retroversiva forma parte del dominio de mi corporalidad. Mi cuerpo es un cuasi-objeto para mí en todos sus niveles. Mi cuerpo es la realidad que yo tengo y que yo soy. O de otro modo: es la totalidad de realidades que no tengo absolutamente porque las soy, y que no soy absolutamente porque las tengo. Mi cuerpo es la prolon­gación de mi yo fontal en dirección al mundo. Lazo entre lo que a priori puedo ser y a priori puedo tener. Así pues, yo soy un sujeto y existo «en» mis cuasi-objetos; soy numéricamente un ser y soy una pluralidad en una unidad; soy simple y a la vez soy una multiplicidad de cuasi-objetos relativamente yuxta­puestos entre sí; soy inmanente y no soy inmanente: mis accio­nes retroversivas tienen su origen en el mundo y yo recibo mis acciones retroversivas y el mundo también las recibe; yo efec­túo y opongo a la vez una resistencia a tales actos. Siendo es­tos enunciados contradictorios, válidos al mismo tiempo, relati­vos al mismo sujeto y hechos bajo la misma relación (acto re-

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troversivo), es claro que yo no soy simple, sino «compuesto». Aún no sé qué sea tal composición. En principio diré que soy cuerpo en cuanto que existo en mis cuasi-objetos (multiplicidad en unidad), y que soy yo-fontal en cuanto que soy sujeto, único, fuente de mis actos.

La distinción entre mi cuerpo y mi yo-fontal es esencial, es­tructural. Es muy posible que una parte de mi cuerpo asuma las funciones de otra parte de mi cuerpo. Pero es impensable que mi cuerpo o una parte de mi cuerpo tome el sitio y la función de mi yo-fontal: porque mi cuerpo, con sus órganos y sus es­tructuras, tiene un carácter cuasi-objetivo. Mi cuerpo existe únicamente como cuasi-objeto para mí, como «cuerpo mediante el cual yo», como «encarnación de mi yo». Tal es la condición a priori de posibilidad de la existencia del yo en el mundo.

Pero hay algo que no puede trasformarse en cuasi-objeto o polo de actos intencionales: no aparece como un hecho entre otros hechos. No puede ser entonces objeto de investigación ex­perimental o positiva: no hace la función de objeto o de cuasi-objeto por relación a un pensamiento o a una volición retrover-siva. Por mi yo-fontal soy primordialmente un yo: en él se da la condición de posibilidad de todos los data, hechos y estados de los que se ocupa la psicología, psiquiatría, sociología, etc.

Pero la relación de mi yo-fontal a mi cuerpo es esencial­mente irreversible: si así no fuera, el hombre no se distinguiría esencialmente de otros sistemas físicos o biológicos más o me­nos clausos. Una sola y misma realidad no puede ser la carne de una cosa y al mismo tiempo lo que está encarnado. De esta irreversibilidad resultan las siguientes relaciones 22:

1.a Si mi cuerpo es esencialmente un cuasi-objeto para, entonces,

2.a Mi yo-fontal, x, no puede ser un cuasi-objeto para, y: (x) (y) (xRy -> —(yRx)

Entre dos cuasi-objetos, y, z, cabe esta relación: (y) (z) (yRz - > zRy)

Así pues, mi yo-fontal no es un objeto para un conocimiento

22. Creemos que la exposición de STRASSER queda favorecida con esta corta adición que hacemos en base a la lógica de relaciones.

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intencional explícito de mí mismo, mi yo-fontal no es objeto susceptible de ser tratado psicológicamente. Mi yo-fontal es el principio de mi existencia de ego. No puedo conocer mi yo-fontal por abstracción, porque aquí no se cumple la condición general que algo debe satisfacer para poder hacer abstracción de ello; a saber: que esa realidad esté dada. Mi yo-fontal no es un hecho entre los hechos, sino aquello por lo cual los hechos son hechos (STRASSER). Puedo hacer abstracción de toda reali­dad particular; únicamente el principio de mi propia existencia no se deja eliminar por el pensamiento. Pensando, queriendo, imaginando, soy siempre la existencia particular y única que está «ahí» con los objetos representados, imaginados y queri­dos, como ser al que esos objetos «aparecen». Y estoy presente, no como ser personal, ni como ser biológico o psicológico, sino como centro ontológico anónimo y primordial, es decir, como sujeto que se enfrenta objetiva o cuasi-objetivamente a los di­versos objetos o cuasi-objetos. No puedo prescindir de mi yo-fontal, porque es él mismo el que considera y prescinde. Es, para mí, la realidad por la cual mi ser se enraiza en el ser.

El complejo de mis cuasi-objetos forma una estructura to­talitaria de miembros que cumplen una función y tienen asigna­do un rango en el todo. Tal estructura es relativamente autó­noma (no lo es totalmente porque está sometida a las leyes de integración y desintegración) inmanencia imperfecta en flujo constante.

Desde este punto de vista, llamamos con STRASSER acto o movimiento existencia! al acto por el cual todo sujeto se orien­ta hacia el mundo (vital o social) en virtud de una necesidad esencial. Ahora bien, la relación yo-tú no es dato absolutamen­te primero de la Antropología filosófica. Antes de poder man­tener una relación con personas, yo mismo debo existir como persona encarnada. El problema primordial es, pues, el de la encarnación 23.

El hecho de que yo sea cuerpo no ha tenido lugar en un momento preciso. No es necesario explicarlo por una operación de Dios que infunda mi alma a mi cuerpo. Mi encarnación con-

23. Ibidem, pp. 152-155.

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siste en que yo soy espíritu en relación trascendental con una situación que hay que animar en un universo material. La en­carnación no es, pues, un hecho histórico, sino un modo de ser que no ceso de realizar durante toda mi vida. Encontrándome en esa relación trascendental no puedo acceder a mi integridad ontológica, sino en cuanto "yo que" se encarna continuamente.

Pero, ¿qué significa en términos metafísicos esta relación trascendental al universo material? ¿Qué quiere decir «encar­narse»? Solo esto: realizar la participación de cosas y elemen­tos que no son en sí mismos, o sea, la participación de realida­des materiales relativamente autónomas en mi ser total, y esto no de modo accidental, transitorio o arbitrario; en virtud de una necesidad esencial (per se) tengo que elevar las cosas a un modo de ser superior, constriñiéndolas a participar en mi movimiento existencial.

Mas, para subsistir como ego espiritual en un mundo ma­terial, estoy obligado a sobrepasar continuamente la distancia que me separa del mundo material; esto significa que debo en­carnarme sin descanso.

Entonces, la psicología positiva no es «ciencia del alma»: no estudia la esencia y existencia del alma, sino únicamente los datos {contenidos, objetividades o cuasi-objetos) del hombre. La Antropología filosófica, en cambio, examina, partiendo del dato inmediato, las condiciones que se deben cumplir para que sea posible la existencia de una realidad objetiva en general. Por eso la Antropología es analítica metafísica. La metafísica se las tiene que haber, en virtud de su estructura, con realidades que no son ya estructuras de objetos, con estructuras que no pue­den ser ya captadas por el pensamiento en una abstracción. Mi yo espiritual entra a formar parte de esas realidades transobje-tivas24.

El yo fontal o espiritual es el polo sujeto de todos mis actos reales y posibles y jamás el polo objeto de una experiencia intencional. Ningún concepto adecuado nos permite captarlo, porque resiste tanto a la abstracción como a la universaliza­ción. Jamás lo poseemos en la forma de la consciencia de un

24. Ibidem, pp. 237-243.

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relleno, sino que tenemos de él una experiencia en la forma de ia consciencia de una dirección. Tenemos una experiencia pri­mordial de nuestro yo espiritual y podemos explicitar esta ex­periencia en juicios fenomenológicos. Pero lo que así «des-arro-llamos», des-plegamos y ex-ponemos no es una «experiencia de hechos o datos», de esto o aquello. En cuanto que es "conscien­cia de mí" y "consciencia de ser", esta experiencia no puede ser tratada en el mismo nivel que la constatación de un hecho (contra DESCARTES). La empeiría del espíritu humano no es el trato familiar de los fenómenos que se suceden de modo defi­nido. No puede ser demostrada por experiencias, constatada por observaciones, ni probada por inducción; ni es el conoci­miento de un estado o de una situación de hecho, sino que repo­sa en último análisis en la experiencia espiritual a sí del ser que vive espiritualmente. Por eso, no puede ser objeto de investiga­ciones positivas: trasciende los límites de las categorías psico­lógicas. La Antropología filosófica se esfuerza por resolver el enigma del modo de ser trascendental e inmanente a la luz de una intuición metafísica del hombre. Los conceptos con los que quiere llegar hasta la consciencia actual de ser-sí-mismo y de describirlo jamás son completamente adecuados y suficientes. Las diversas formas en que el acto trascendental se encarna y objetiva interesan al filósofo en cuanto manifestaciones y obje­tivaciones del acto no-objetivable.

La Antropología filosófica es, así, analítica, por cuanto in­tenta captar la dirección de todo fenómeno encarnativo. Y sólo en este sentido es posible.

II

LA HERMENÉUTICA COMO AUTOCOMPRENSIÓN Y COMO REFLEXIÓN

TRANSCENDENTAL.

Es necesario retener la conclusión del apartado anterior: to­do fenómeno encarnativo tiene un sentido, una dirección que es preciso descubrir; el acto trascendental se encarna u obje-

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tiva —da lo mismo—, y esa objetivación es expresión o símbo­lo 25 del acto no-objetivable.

Mas la palabra «símbolo» es algo equívoca. Para E. CASSI­

RER, por ej., símbolo es toda operación de mediación por la que un dato sensible queda investido de un sentido 26. Para Paul RICOEUR, en cambio, símbolo es todo signo que involucra una doble lectura: el primer sentido, manifiesto, es indicativo de un segundo sentido, latente y a veces opuesto al primero 27. Por aquí vemos que la interpretación del sentido o hermenéutica puede entenderse de dos modos: como la desvelación del sen­tido inmediato que estructura a un conjunto de datos sensibles (CASSIRER); O como el paso del sentido manifiesto al sentido latente (RICOEUR). Ahora bien, no queremos discutir aquí cuál de los dos modos sea el más correcto; para nuestro caso, bás­tenos con admitir que la interpretación o hermenéutica del sentido de la expresión o símbolo encarnativo es sólo eso: una des velación del sentido 28. No rechazamos a priori la po-

25. En la Antropología filosófica actual hay una complacencia ge­neral en admitir las categorías de expresión y símbolo como las más convenientes para definir eso que hemos llamado los cuasi-objetos o actos encarnativos. Es conocido de todos el esfuerzo de E. CASSIRER en Die Philosophie der symbolischen Formen (Berlín, Cassirer, 1954). En la Philosophische Anthropologie de H. E. HENGSTENBERG, la catego­ría de expresión es el leiv-motiv de toda su explicación (Stuttgart, Kohlhammer, 1962, pp. 223-315). Cfr. también G. SIEWERT, Der Mensch und sein Leib, (Einsiedeln, 1953, pp. 41 ss.); G. TRAPP, Humanae ani-mae competit uniri corpori. Ueberlegungen zu einer Philosophie des meschlichen Ausdrucks, (en «Scho'lastik», 27, 1952, pp. 382 ss.); L. ECKSTEIN, Die Sprache des menschlichen Leibeserscheinung, München, 1956; V. POUCEL, Gegen die Widersacher des Leibes, Freiburg i. Br., 1959; K. RAHNER, Para una teología del símmolo, en Escritos de Teolo­gía, Madrid, 1964, pp. 283-322.

Para un mejor entendimiento del concepto de expresión, cfr., el vo­lumen V del Handbuch der Psychologie. Ausdrucksychologie, dirigido por R. KIRCHHOFF, (Góttingen, 1965).

26. Philosophie der symbolischen Formen, Darmstadt, Wissens-chafthiche Buchgesellschaft, 1964 I, 1-27; III, 20-27, 42-53.

27. De V ínter pretation. Essai sur Freud, Paris, Seuil, 1965, p. 21. 28. Otro tema, querido también por la Antropología filosófica, es

el del sentido. Prometemos en un trabajo ulterior volver sobre este punto. Al lector interesado le remitimos a dos magníficos libros al respecto: R. LAUTH, Die Frage nach dem Sinn des Daseins, München, 1953; E. HENSTENBERG, Freiheit und Seinsordnung, Stuttgart, 1961, pp. 124-200).

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sibilidad de encontrar en el decurso de la interpretación un sentido más profundo de lo que al principio se creía.

La interpretación de RICOEUR está basada en la idea de una arqueología del sujeto.

«Si aproximamos entre sí todas esas modalidades (freudia-nas) del arcaísmo, se dibuja una figura compleja: la de un des­tino detrás de nosotros (arriére) o la de una dimensión dorsil (arriération) del destino, de la que jamás doctrina alguna había mostrado con tanta coherencia su inquietante consistencia» 29.

Ahora bien, RICOEUR no se siente satisfecho con el concep­to freudiano de arqueología:

«Me parece que el concepto de arqueología del sujeto siem­pre será muy abstracto, mientras que no lo pongamos en una re­lación de oposición dialéctica con el término complementario de teleología. Sólo tiene una arqué un sujeto que tiene un telóse 30.

Y más abajo:

«Sólo hay arqueología del sujeto en el contraste de una te­leología; tal proposición reenvía a esta otra: sólo hay teleología por las figuras del espíritu, es decir, por un nuevo descentra-miento, por una nueva desposesión que yo llamo espíritu, como ya había llamado inconsciente el lugar de ese otro desplaza­miento del origen del sentido detrás del yo» 31.

«La dialéctica de la arqueología y de la teleología es el suelo filosófico verdadero sobre el que puede ser comprendida la com-plementariedad de hermenéuticas irreductibles y opuestas, apli­cada a las formaciones mítico-poéticas de la cultura»32.

Para RICOEUR, «el espíritu es el orden de lo terminal; el in­consciente es el orden de lo primordial» 33. El espíritu es his­toria, el inconsciente es destino34. «El freudismo carece de un instrumento teórico conveniente que haga inteligible la dialéc­tica absolutamente primitiva del deseo y de lo que no es de­seo» 3 \ En definitiva, «progresión y regresión están involucra­das en los mismos símbolos, es decir, la simbólica es el lugar

29. De Vinterpretation, p. 437. 30. Ibidem, p. 444. 31. Ibidem, p. 444. 32. Ibidem, p. 445. 33. Ibidem, p. 453. 34. Ibidem, p. 453. 35. Ibidem, p. 472.

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de la identidad entre progresión y regresión» 36. El símbolo es la «estructura» dialéctica en que se aunan arqueología y teleo­logía, regresión y progresión. «La ambigüedad del símbolo no es entonces un déficit de univocidad, sino la posibilidad de in­volucrar y de engendrar interpretaciones adversas y coherentes cada una de por sí» 37.

«La interpretación freudiana nos ofrece de algún modo una hylética de los afectos (tomo aquí hylé o «materia» en el senti­do husserliano del término); ella permite hacer la genealogía de grandes afectos humanos y establecer la tabla de sus arborescen­cias; verifica lo que KANT había entrevisto, cuando decía que sólo hay una facultad de desear; diríamos que un mismo amor nos lleva a amar el dinero y, cuando niños, nos llevaba a amar los excrementos. Pero al mismo tiempo, sabemos muy bien que este género de exploración en las subestructuras de nuestros afectos no elimina la constitución del objeto económico. La gé­nesis regresiva de nuestros amores no reemplaza a una génesis progresiva que incida sobre las significaciones, los valores, los símbolos. Por eso habla FREUD de 'conversiones de pulsión'. Pero una dinámica de los enmascaramientos afectivos no puede dar cuenta de la novedad, de la promoción de sentido inviscerada en esta conversión» 38.

RICOEUR da a la hermenéutica una movilidad en línea recta, que se enriquece progresivamente en profundidad y altura. No sólo el plano horizontal queda fecundado con la dirección de fuera a dentro —propio de toda hermenéutica— sino que en pri-merísimo lugar avanza en una verticalidad progrediente hacia el punto más denso ontológicamente dentro de la estructura analéctica39 del hombre.

Pero aún es preciso subrayar que la razón que pone en obra

36. Ibidem, p. 475. 37. Ibidem, p. 478. 38. Ibidem, p. 492. El lector que lo desee podrá ampliar el con­

cepto de hermenéutica en P. RICOEUR, recurriendo a otros trabajos su­yos: Herméneutique et reflexión, «Archivio di Filosofia», 32, 1962, números 1-2, 19-34, 35-41; Herméneutique des Symboles et Reflexión philosophique, ibidem, 31, 1961, números 1-2, 51-73, 291-297; The Symbol: Food for Thougt, en «Phylosophy Today» 1960, autónoma, 196-207.

39. Sobre el sentido de la analéctica —como sustitutivo de la dia­léctica hegeliana—, cfr. B. LAKEBRINK, Hegels dialektische Ontologie und die thomistische Analektik, Kóln, Bachem, 1955; y el libro de A. LÓPEZ QUINTAS, Metodologíu de lo suprasensible, Madrid, <pp. 6-27, 157-160.

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MÉTODO EN ANTROPOLOGÍA

la hermenéutica es ella misma histórica y finita. A este respecto H. G. GADAMER ha dicho cosas que merecen ser escuchadas40. El racionalismo hermenéutico es una postura de prejuicio con­tra los prejuicios, de ((reducción» de toda tradición. El tradi­cionalismo hermenéutico, por el contrario, trata de reforzar el prejuicio, de institucionalizarlo como ley del pensamiento. De este modo, razón y tradición se hallan en posición encontradi­za. Por eso GADAMER urge el reconocimiento de una razón his­tórica y finita. Los «productos» del hombre, una vez reales, adquieren una dimensión de facticidad que los sustrae a nues­tro dominio:

«Antes de que la historia nos pertenezca, pertenecemos noso­tros a la historia. Mucho antes de que nos comprendamos retor­nando reflexivamente sobre nosotros mismos, estamos ya com­prendidos espontáneamente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. Por eso, los prejuicios del individuo, más bien que sus propios juicios, engendran la realidad histórica de su ser»41.

El prejuicio legítimo no es una construcción artificial y os­cura, como quisiera el racionalismo hermenéutico, sino la mis­ma materia histórica. Pero tampoco se trata de una adhesión sm más a la tradición, sino más bien de una adhesión entre pa­réntesis, para poner en claro todos los prejuicios de esa tradi­ción. Justamente en este punto toma la «distancia temporal» su sentido más preciso, ya que permite a la hermenéutica ser re­lativamente creadora de los objetos que interpreta. Si para DESCARTES el tiempo era un hiato o abismo que separa a un instante de otro —hiato salvado únicamente por una providen­te creación continua—, en cambio para GADAMER el tiempo es el fundamento matriz de todo lo que viene a la existencia y en dónde todo presente se enraiza. El tiempo no debe ser «tras­cendido» o «superado», sino más bien «reconocido como la po­sibilidad positiva y creadora de la interpretación» 42.

HEGEL pone en continuidad la ciencia y la experiencia, pen­sando la experiencia a partir de la ciencia —que es superadora

40. Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Her-meneutik, Tübingen, Mohr, 1960.

41. Ibidem, 261. 42. Ibidem, 281.

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de la experiencia—. Con lo cual, la experiencia se ve despojada de sus caracteres más propios, ya que toda experiencia reclama otra experiencia que la prolongue y confirme : «La verdad de la experiencia contiene siempre la referencia a una nueva expe­riencia» 43. «La dialéctica de la experiencia tiene su propio aca­bamiento no en un saber sino en aquella apertura a la expe­riencia, que se ve recreada por la misma experiencia» 44. La filo­sofía no se hace así «sistema», como en HEGEL, sino explicita-ción o hermenéutica universal de una existencia, con la cual jamás- se confunde.

Una vez examinado el carácter dinámico-analéctico de la hermenéutica (RICOEUR) y el carácter finito e histórico de la razón que la pone en obra (GADAMER), es preciso retomar el problema que nos ocupa: «todo fenómeno encarnativo tiene un sentido».

El yo individual —lo hemos visto— es un centro de actos y vivencias. Todos los actos y vivencias particulares se encuen­tran en relación con este punto central. Mas el yo no es una estructura unidimensional o plana, sino pluridimensional. Den­tro de esa estructura total hay que distinguir estructuras par­ciales, las cuales se encuentran en una determinada relación interna con la estructura total. Así pues, el fin propio de la comprensión personal es la captación del punto organizador de una individualidad; a partir de este punto organizador se ha­cen comprensibles todos los rasgos particulares y esenciales de un individuo: las estructuras parciales se comprenden a partir de la estructura total y de su principio.

Pero, ¿qué significa comprender —cuando hablamos de awtocomprensión— ese autos, la propia persona? El autos, la propia persona es el objeto propio de la comprensión; la 'com­prensión' misma, el procedimiento que utilizamos, el método —hermenéutico— que debe hacernos con el objeto.

Inmediatamente nos daremos cuenta de que el método her­menéutico, aplicado a la Antropología filosófica tiene dos pla­nos : una trascendental y otro comprensivo.

Veamos. El ser-humano es algo necesariamente dado en la

43. Ibidem, 338. 44. Ibidem, 338.

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estructura esencial metafísica del hombre, y, a la vez, algo que éste tiene el encargo de realizar.

Estructura esencial significa todo lo que el hombre es y ne­cesariamente tiene que ser.

Ahora bien, en vista de la mutabilidad biológica, cultural e histórico-espiritual del hombre, no es empeño fácil el conoci­miento metafísico de la esencia necesaria del hombre, esa esen­cia que permanece y se mantiene en medio de la mutabilidad his­tórica del hombre mismo. A este conocimiento no se llega acu­mulando «temas» u «objetivaciones» —lo que se puede observar en cada momento en el hombre—, como si lo «observable» o «tematizable» fuera todo, o como si lo observado y tematizado fuera necesario a la esencia o conforme a ella. Un conocimien­to de la esencia del ser humano ha de lograrse más bien por un método hermenéutico doble:

a) Un método trascendental-reflexivo :

«A la esencia metafísicamente necesaria y debida del hombre pertenece todo lo que aparece como implícitamente necesario en la pregunta acerca de esta esencia y en el planteamiento de la cuestión del hombre mismo; este es el aspecto metafísico, en sentido estricto, del saber del hombre acerca de sí mismo. Lo que en este caso no se mantiene como trascendental, no por eso ha de ser accidental; sin embargo, su pertenencia al ser ne­cesario del hombre necesita una prueba especial y no se debe presuponer sin más» 45.

b) Un método comprensivo:

«La reflexión sobre la experiencia histórica que el hombre tiene acerca de sí mismo, sin la cual el concepto de hombre que­da «vacío» y no tiene plasticidad, ni, por tanto, fuerza histórica. Esta reflexión es imprescindible porque sólo con ella se pueden conocer las posibilidades de la esencia del hombre como ser li­bre y, por tanto, no deducibles adecuadamente de algún otro dato claro anterior. Como esta reflexión, por ser ella misma proceso histórico, está esencialmente inacabada, el conocimien­to de la esencia, no obstante su elemento apriorístico y metafísi­co trascendental, permanece en vías de formación. Un diseño adecuado del hombre (de lo que es y de lo que debe ser) hecho

45. Karl RAHNER, Dignidad y libertad del hombre, en Escritos de Teología II, Taurus, Madrid, 1963, p. 247.

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por una razón apriorística y racional no es posible. Para saber lo que es, el hombre debe contar con su historia e incluso con su porvenir» 46.

Nos ha parecido más conveniente, para nuestra tarea, co­menzar exponiendo la dimensión comprensiva del método her-menéutico —que, por supuesto, abrazará los momentos intuitivo y dialéctico de que hablábamos—.

II-A

ESTRUCTURA Y DINÁMICA DE LA AUTOCOMPRENSIÓN.

Pudiera parecer que la estructura del yo es unidimensional, en la cual estuvieran todas las demás vivencias particulares de­terminadas por una dirección de sentido única, por ej., la esté­tica. Mas no es así. Sólo se puede hablar de una acentuación o preponderancia de una dirección de sentido. Todas las direccio­nes de sentido actúan en un yo individual, mas se polarizan en la dirección de la que prepondera47; por esta última puede ha-

46. Ibidem, p. 247. 47. Sobre el concepto de acentuación en la vida psíquica, según

tendencias y dimensiones, cfr. E. SPRANGER, Formas de Vida: «De acuerdo con nuestro principio de que en todo fenómeno espiritual está inmanente de algún modo la totalidad del espíritu, no pueden estar ausentes los demás actos espirituales. Mas, en cada caso ad­quirirá su acción un contorno tal, que aparecerán subordinados a la orientación valorativa predominante» (Rev. de Occidente, B. Aires, 1946, 133-134).

Sobre la acentuación de las vivencias dentro de cada estrato, cfr. Ph. LERSCH, Estructura de a personalidad: «Debemos tener en cuen­ta que en la esfera endotímica las diferencias conceptuales no deben estimarse como determinantes, según el esquema de la delimitación espacial, sino como acentuadoras, como resaltadoras de ciertos rasgos dominantes» (Scientia, Barcelona, 1958, p. 183). Y por lo que se re­fiere a la acentuación de cada estrato: «Puede ocurrir que las dos ca­pas [fondo endotímico y superestructura personal] actúen con dife­rente acentuación, o sea, que la vida psíquica tenga su centro de gravedad en el fondo endotímico o en la estructura superior de la personalidad» {Ibidem, p. 502).

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blarse de una individualidad estética, económica, etc. Las direc­ciones de sentido particulares se comportan en el yo como mo­mentos de una totalidad. Por eso, podemos distinguir en el yo distintas estructuras parciales, las cuales están integradas en la estructura total según sus diversas relaciones.

A título informativo diremos que el autos, el yo, tendrá a lo largo de nuestra investigación este sentido estructural. En ade­lante identificaremos el concepto de autos con los siguientes conceptos: con el concepto de «individualidad cualitativa» (DILTHEY), con el de «persona» (SCHELER), con el de «carácter» y «espíritu subjetivo» (SPRANGER).

El fin propio de la comprensión personal es la captación del punto organizador de una individualidad. A partir de este pun­to organizador se hacen comprensibles todos los rasgos parti­culares y esenciales de un individuo: las estructuras parciales a partir de la estructura total. El fin último de la comprensión personal consiste en llegar a fundamentar la interna ley vital de una individualidad, captar el punto central de un hombre, su forma de vida, su idea individual, su legalidad estructural.

Hemos comprendido a una persona cuando encontramos el sentido de sus vivencias y de sus comportamientos en referencia a la totalidad del ser espiritual del yo. Un motivo, una dirección axial o de sentido tiene que verse como un momento que cons­tituye al propio yo en su ser propio. Una vez captada la direc­ción de sentido de las distintas partes, habremos «comprendido» a una persona. La comprensión no está por tanto orientada a las partes aisladas del yo, sino a la individualidad concreta en toda su complejidad. En cuanto que el objeto aparece como «to­talidad de sentido», pertenece al ámbito de la comprensión per­sonal.

Comprenderemos las vivencias y las acciones particulares si forman una conexión de sentido. Tiene que encontrarse un mo­tivo fundamental o una dirección específica de valor o de sen­tido como momento que constituya la persona total en su ser más propio. Se trata, pues, de un análisis del yo total. El que se quiere comprender a sí mismo puede querer captar su ser y su acción. El ser y la acción de un hombre se hallan indisoluble­mente unidos. Mas el interés de la comprensión puede recaer en el ser —como la forma axial permanente, como el carácter o la esencia quieta del hombre— o en la acción como actualización de ese ser. En el primer caso, se puede hablar de una com­prensión morfológica; en el segundo, de una comprensión mo-tivucional. El fin de la autocomprensión personal es captar el sentido de las propias acciones y vivencias. La comprensión sólo se puede ejercer allí donde se dan acciones y vivencias determi­nadas por un valor y por un sentido. La autocomprensión es siempre comprensión del propio sentido existencial y personal.

Para un mejor entendimiento de lo que vamos a exponer en este apartado, hemos creido conveniente formular un puñado de tesis sobre la autocomprensión.

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1. La autocomprension tiene un influjo definido en la autoconf igur ación:

Definimos la Antropología filosófica como la explicación conceptual de la idea del hombre a partir de la experiencia que éste tiene de si mismo (autocomprension) en su relación con el ser, dentro de una fase cualquiera de su existencia histórica, con el intento de indicar la posible senda de su destino.

En verdad, ninguna época ha podido saber tantas cosas sobre el hombre como la nuestra. Hemos visto el caudal de cien­cias o saberes especiales que, desde distintos puntos de vista, enfocan el ser del hombre: Física, Química, Anatomía, Fisiología, Biología, Psicología, Historia evolutiva, Antropogeografía, Pre­historia, Etnología, Sociología, Historia. La misma Literatura es un testimonio fehaciente (PROUST, SARTRE, CAMUS, MARCEL) de esa preocupación antropológica.

Con esto se nos plantea la cuestión de que el hombre puede ser al mismo tiempo todas estas cosas: un aparato físico, una combinación química, un ser vivo de alta complicación, un ser animado, un ser social, o histórico-espiritual y... lo que la ciencia aún puede descubrir en él. Y justamente, cuanto más detalles co­nocemos del hombre, más se oculta a nuestra mirada, más miste­riosa nos aparece su totalidad, más escurridiza se nos hace la comprensión de su unidad. Y es que la esencia misma del hom­bre ha quedado excluida de la investigación y, con ella, la cues­tión del sentido que guarda cada rasgo, cada momento, cada ca­rácter descubierto, dentro de la totalidad.

La Antropología filosófica no puede entrar como una dis­ciplina coordinadora, que sería la suma de los saberes particu­lares sobre el hombre. La Antropología intenta fundarse en una autocomprension total del hombre como hombre en su relación con el ser. Se puede creer que esta autocomprension total se induce de la suma de propiedades o características. Pero tal creencia queda eliminada tan pronto como nos percatemos de que, consciente o inconscientemente, toda ocupación con el hom­bre depende ya de esta autocomprension previa, la cual deter­mina la actividad del investigador. La imagen que el hombre tiene de sí mismo se convierte en factor cooperante del proceso de autodeterminación. El hombre tiene que elegir el contenido y la dirección de su vida; en esta tarea necesita una imagen previa de sí mismo, que le ayude a guiarse en la elección. Por eso, el investigador se mueve ya, dentro del ámbito de su in­cumbencia, quiéralo o no, en una determinada comprensión on-tológica del hombre. La relación del filósofo con los contenidos antropológicos de las ciencias particulares podemos determinarla de la siguiente manera: todo contenido indiscutiblemente cons­tatado en el hombre por una ciencia particular —sea este con­tenido biológico o histórico— no debe ser tomado en cuenta aisladamente, sino sobre todo hay que mostrar su significación especial en la totalidad, o sea, su sentido dentro del todo.

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La Antropología no puede ser por tanto, una mera conclusión de inducciones —suma de resultados—; tiene que mostrar el sentido que estos resultados tienen dentro de la estructura. A la Antropología filosófica no le basta saber que el hombre tiene, respecto de los demás animales, una posición erecta o un ce­rebro altamente diferenciado; a la Antropología le interesa, por definición, saber qué sentido tiene ese cerebro diferenciado, ese cuerpo, ese rasgo espiritual dentro de la totalidad estructu­ral. El progreso de las ciencias particulares, no sólo no hace superflua tal concepción, sino que en especial la exige. Porque iarvadamente cada una de estas ciencias se ha creado, para su consumo particular, una idea del hombre. Y de este modo nos saltan a la vista concepciones encontradísimas. El físico se inclina a pensar y tratar al hombre como un aparato objetivo; el político, por el contrario, interpretará al hombre como un ser político-histórico, en donde la dimensión corporal juega un papel inesencial. En estos ejemplos se muestra las deficiencias de nuestra época carente de ánimo sintético y fuerza antropoló­gica. Lo que una disciplina aislada pude aportar de significativo para el conocimiento del hombre es algo que compete responder a la Antropología filosófica.

Es más: la Antropología filosófica se sustrae al modo de saber de las ciencias particulares. La Antropología científico-na­tural ha sido vista incluso como la única «Antropología». Se pensó que el hombre podía ser tratado exclusivamente como objeto de la ciencia —de la Antropología científico-natural— la cual daría cuenta no sólo de algunas de sus dimensiones, sino radicalmente del enigma de su ser. Esta forma de pensar radica en una especial autocomprensión del hombre que, en una filo­sofía seria, no tiene por menos que hacerse problemática. Se trata de la irrupción del objetivismo en la Antropología48. El hombre tenía que comprenderse como el trozo objetivo de una totalidad natural pensada con categorías cósicas. La categoría de «cosa», tomada de la experiencia externa, era aquí aplicada a la misma autocomprensión. Ahora bien, ¿se comporta el «hom­bre científico» en su verdadera autocomprensión —o sea como cognoscente o amante— como una cosa sin más? Aunque el científico no lo quiera pensar, en su encuentro amoroso, en su conocimiento de las cosas, resalta la persona, el alma, el es­píritu, distintos de la categoría de «cosa» y supuestos además para la comprensión de la misma.

Así pues, si la Antropología filosófica no puede reducirse a ia suma de saberes particulares sobre el hombre, tiene que te-

48. Gabriel MARCEL ha luchado denodadamente contra el objeti­vismo en Antropología filosófica, oponiendo la esfera supraobjetiva del «misterio» y del «ser» a la esfera objetiva del «problema» y del «ha­cer»; cfr. particularmente El misterio del ser, Ed. Sudamericana, B. Aires, 1964; P. PRINI, Gabriel Marcel e la Metodologia delV inve-rificabile, Roma, Studium, 1950.

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ner entonces a su disposición un modo originario de saber so­bre el hombre. Su autonomía tiene precisamente que funda­mentarse en este nivel epistémico. Tal modo originario de sa­ber lo hemos designado, con Landsberg, como "la comprensión total que el hombre tiene de sí mismo''. Con esto queda abier­ta la cuestión siguiente: ¿cuál es la índole de este modo origi­nario de saber?

«El conocimiento del hombre trae sus respectivas consecuen­cias para el ser del hombre, la autocomprensión tiene un in­flujo definido en la autoconfiguración. Normalmente el conoci­miento de una cosa no ocasiona una modificación en la misma. Las cosas tienen su existencia fija y el conocimiento que de ellas tenemos desde fuera no significa para las mismas una in­tromisión. El ser —dice N. HARTMANN— es totalmente indife­rente a ser conocido. El hombre por el contrario y sólo el hom­bre, es una excepción a esta regla. No posee una existencia ce­rrada e inmutable. O mejor dicho, la única herencia fija del hombre es una estructura general: la índole especial de su ac­tuar y percibir. Pero tal parte fija no es, ni mucho menos, la totalidad del hombre. Sobre ésta se destaca una segunda dimen­sión que no está determinada por la naturaleza, sino que reside en su propia fuerza creadora y en su decisión. El hombre por ejemplo tiene que alimentarse; pero no encontraremos en él un instinto que lo determine a hacerlo como cazador, labrador o pastor» 49. El hombre debe adaptar al terreno y al clima las formas de adquisición de alimentos, perfeccionándolas por la experiencia o la propia invención. Todo lo que en el hombre sig­nifica «cultura» tiene que ser elaborado libremente, según el modo de un pueblo o una época. Elaborando cultura se forma el hombre a sí miámo.

Pensando en este poder configurador y abierto del hombre NIETZSCHE afirmaba que el hombre es un «animal todavía no consolidado» 50. Tal aserto nos suena como si este ser todavía no consolidado fuera un déficit y como si el hombre tuviera que llegar a esta consolidación y fijación. Dejemos a un lado el «todavía»; digamos que el hombre es —a diferencia del ani­mal— un ser no consolidado, es decir, que su vida no transcurre por rieles previamente trazados, sino que por naturaleza es un ser medio acabado. La otra mitad de su ser tiene que fraguár­sela él mismo en libre determinación.

El hombre es el ser que se encuentra ante una tarea a reali­zar : la de crearse continuamente hasta el final (PLESSNER, GEH-

49. LANDMANN, Philosophische Anthropologie, Berlín, 1964, p. 8. 50. Hist. kritische Gesamtausgabe, Munich, 1933 ss., XIII, 276.

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LEN). Esto vale tanto para pueblos y épocas como para indi­viduos.

GEHLEN, por ej., sostiene la tesis de que el animal está ca­racterizado por su adaptación a las condiciones del perimundo, es decir, está especializado para una situación concreta, está fi­jado; en cambio, el hombre está caracterizado por su apertu­ra, inespecialización e inacabamiento; por eso, el hombre es un «ser deficitario» (Mangelweseri), el cual aparece, frente al animal, con rasgos de inadaptación y primitivismo, caracterís­ticas que muestran la cara inversa de la plasticidad y capacidad de aprendizaje 51. Para GEHLEN, el hombre y el mundo no están dados definitivamente, sino que hay que formarlos y transfor­marlos con un trabajo constructivo.

Un medio esencial para esto es el lenguaje. Este ayuda a ordenar y dominar el sinnúmero de influjos que comprimen al hombre desde fuera. Es el instrumento del sentido, pues da al caos de impresiones estructura y significación. Ahora bien, el hecho de que el hombre carezca de «garras» no es, como GEHLEN quiere, una deficiencia, sino una posibilidad sumamen­te positiva. El «ser inacabado» del hombre es una determinación negativa, sacada de un modo negativo de considerar al hombre, a saber: como algo que se descuaja de lo normal animal. La constitutiva apertura del ser humano no hay que verla negativa­mente —pues esto es ya un prejuicio metafísico—, sino en su justa dimensión estructural.

No es que el hombre sea deficitario porque carezca de ga­rras y de perimundo, sino que carece de garras y de perimundo porque es un ser más pleno y abierto que el animal. El hombre no sólo vive, sino que conduce su vida. El hecho de que no esté fijamente consolidado y de que no tenga otro remedio y otra tarea que la de configurarse a sí mismo, nos dice que la signi­ficación que el hombre se da a sí mismo (autocomprension) no es indiferente para su propio ser. La autocomprension se con­vierte en imágenes finales y directivas según las cuales se reali­za la autoconfiguración. Sin embargo, no toda configuración se realiza en razón de la imagen que el hombre tiene de sí mis­mo —consciente o inconscientemente—. A menudo es más bien

51. Resumimos la doctrina que GEHLEN expone en Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt, Athenáum Verlag, Bonn, 8 1966, especialmente pp. 9-80.

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impelido que autodeterminado. Aún cuando piensa conocer los motivos de su acción, a veces actúa en verdad movido por ctros impulsos. La realización de una idea encierra muchas ve­ces algo que no estaba incluido en la determinación de esa idea.

A pesar de esto, sería pueril negar la íntima conexión que existe entre la comprensión que el hombre tiene de sí mismo (autocomprensión) y la autoconfiguración de su ser personal. La significación, la comprensión que de sí mismo tiene influye prácticamente en su vida. Dos ejemplos:

«Los griegos comprendieron al hombre como un ser racio­nal. Esto es, por una parte, expresión de su cultura dirigida a la racionalidad, a la forma, a la ley, a la exactitud; mas, por otra parte, esta antropología influye sobre la cultura: lo que el hombre cree ser según su esencia, quiere también serlo más y más, o sea, intenta vivir cada vez más conforme a la razón. La ética griega, según la cual la razón se enfrenta al deseo —al que debe dominar— es sólo comprensible en el trasfondo de esta idea del hombre. Para el cristianismo, por el contrario, el hombre gravita no hacia el más acá, sino hacia el más allá; de este modo, la estructura vital de la Edad Media —impreg­nada en esta idea— elaboró débilmente el ámbito cultural que pertenece propiamente al más acá, carente, por lo demás, de autonomía: todos los ámbitos culturales mundanos dependen de la institución central de la Iglesia, la única que los pone en relación con el más allá. Para el hombre moderno, por el con­trario, su propia alma responde a la infinitud del mundo con una potencia y un impulso también infinitos. De aquí resulta una cultura de ilimitado expansionismo en todos los sectores. Incluso cada sector cultural particular, todo estilo artístico, todo orden social posee en sus bases una imagen del hombre... O sea, toda creación cultural encierra una criptoantropología propia» 52.

Así se hacen esfuerzos por fundar una Antropología polí­tica, una Antropología del derecho, una Antropología médica, una Antropología pedagógica, una Antropología de la historia, una Antropología del arte, etc.

Esto nos confirma suficientemente que la imagen que el hombre tiene de sí mismo no deja, sin más, intacto su propio ser. El hombre es siempre algo abierto y configurable; y siem­pre se ve impelido a acabarse y consolidarse. Las imágenes y los

52. M. LANDMANN, op. cit., pp. 10-11.

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conceptos con los cuales intenta captar su propio ser ejercen su influjo sobre la propia realización de ese ser. La idea del hombre se convierte así en ideal hacia el cual se dirige; y este mismo ideal acuña a su vez su existencia.

Aquí se descubre el último sentido de la Antropología fi­losófica. Y a la vez observamos que la Antropología acompaña inevitablemente al hombre en toda su historia. El hecho de que el hombre no es un ser simplemente como los demás, sino que se pregunta por sí mismo y se da una significación y un sentido, nos revela que el anthropos incluye en sí un «antropólogo»; no se vea aquí un juego de palabras, sino una verdad literal. Brota necesariamente de las entrañas de ese ser que tiene que crearse a sí mismo y para ello necesita una imagen directiva, según la cual debe crearse. El carácter incompleto, inacabado del hombre es el factor que le impulsa —buscando un equilibrio— a la auto-comprensión. Y esta autocomprensión le dicta el modo cómo de­be completarse, perfeccionarse. La interpretación que el hombre se da de sí mismo no es un mero añadido a una realidad inmu­table, sino que penetra activamente, configurativamente en ella.

2. Relación entre la cosmovisión y la autocomprensión.

La cosmovisión no significa un conjunto de opiniones que un hombre puede tener sobre el mundo, sino el modo como el hombre tiene dado el mundo en su experiencia; se trata de una experiencia total del mundo, en cuya explicación se mueve el bagaje categorial de conceptos de la comprensión del mundo. La cuestión que se nos plantea es la siguiente : ¿corresponde el lugar propio de las categorías que se refieren a la formación mundana del yo y del mundo externo a una cosmovisión o a una autocomprensión? O sea, aquello que el hombre compren­de de sí mismo y de los demás, ¿está ya guiado por las catego­rías de esta comprensión? Aquí se muestra la estrecha relación entre cosmovisión y autocomprensión. El hombre se halla li­gado categorialmente —en su comprensión del mundo y de sí mismo— a ciertas estructuras directivas (categorías religio­sas, experienciales, etc.). Esta es una esfera de supuestos catego-riales que condicionan la falta de unidad de nuestro saber actual sobre el hombre. No se trata de una instancia interna de la cien­cia, sino de algo que se palpa en nuestro tiempo: ausencia de

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una concepción del mundo unitaria, con la cual estén unidas nuestras apreciaciones.

Por eso, la autocomprensión no es un acto que recae sobre un yo acabado, sino que tiene una significación efectiva dentro áe la constitución de este yo.

Esta cosmovisión tiene también un fuerte componente emo­tivo individual. Lo que el hombre experimenta de sí mismo depende ya de su actitud valorativa, la cual no depende exclu­sivamente de la libre elección, sino de factores emotivos sub­conscientes.

Aunque no todo —ni aun la mejor parte— hay que refe­rirlo a este fondo emocional, pues de lo contrario toda Antro­pología sería un producto sentimental de su autor (como es el caso del existencialismo). No obstante, podemos rastrear este influjo emotivo en la misma constitución y dirección de la Antropología: Hay Antropologías misantrópicas (SWIFT, LA-ROCHEFOUCAULT, DARWIN y, en cierto modo, PASCAL y N I E T Z S -CHE), como hay Antropologías filantrópicas (PLATÓN, PLOTINO, Duns SCOTO, HERDER, HUMBOLDT, SCHELER) 5 3 .

Por ejemplo la cuestión del puesto especial del hombre en el cosmos, respondida por un grupo de hombres o por una so­ciedad con un fuerte sentimiento de culpa o inferioridad, puede tomar el siguiente cariz: 1) La democratización de los hombres entre sí es valorada negativamente, como una igualación de clases. 2) La democratización del ser en general, es valorada como una igualación de los grados de la existencia total. 3) La democratización de funciones, dentro del mismo individuo, es valorada negativamente como igualación de razón e instinto. En la génesis de este fenómeno conviene recordar los mecanis­mos de defensa del psicoanálisis.

Amor, simpatía, odio, pueden determinar la dirección y los resultados de nuestra investigación. Es preciso, pues, tomar consciencia de estos supuestos emocionales. Recordemos el po­der del subconsciente colectivo de JUNG y las fuerzas del in­consciente del carácter según SZONDI. Entonces ¿No tendrá que psicoanalizarse el antropólogo antes de comenzar su tarea in­vestigadora?

Con esta pregunta, lanzada con un poco de humor, se nos pone de relieve también la seria faz de la siguiente pregunta, que nos pone en grave aprieto: ¿Es el hombre un ser capaz de una autocomprensión? Esta es una pregunta que pone en

53. P. L. LANDSBERG, op. cit., p. 33.

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tela de juicio toda la Antropología. En realidad, la elaboración de toda Antropología está unida a la comprensión que cada época tiene de sí misma en conexión con una cosmovisión y con un fondo emocional e histórico condicionante. Esta conexión no hay que valorarla en principio negativamente. En verdad, po­demos expresar con todo derecho y sentido ideas sobre el hom­bre, porque somos también hombres. Un ser distinto completa­mente del hombre no estaría conectado históricamente a la consideración que de él hiciera. Si la Antropología filosófica es un conocimiento real y valorativo del hombre, entonces nin­guna Antropología filosófica —considerada como formación his­tórica de una determinada época— puede ser completamente fal­sa. Toda Antropología tiene que decir una verdad —aunque li­mitada— del hombre.

Para interpretar esta diversidad de Antropologías debe ha­ber otra escala de valores que la de «verdad-falsedad» abstrac­tas. Nuestra primera tarea debe ser ya al comienzo poner en re­lación toda teoría del hombre con el ser mismo humano que se mueve en una determinada fase de su historia. Repensar pro­blemas en otro nivel histórico, mas siempre en relación con el ser.

El fin propio de los esfuerzos filosófico-antropológicos es ganar una autocomprensión unitaria del hombre, la cual acoja adecuadamente en sí la fase histórica del hombre actual, sin recaer en viejos extremismos e inexactitudes y sin empeque­ñecer o recortar la gama y la finura de nuestro saber actual so­bre el mismo.

Tal Antropología significaría a la vez una fundamentación unitaria de las ciencias, refiriéndolas a un objeto común, que es a la vez el único sujeto: el hombre. No se trata de dar úni­camente un sentido a los diferentes caracteres —que del hom­bre conocemos— en una totalidad, sino también, de indicar la futura senda de su destino.

La comprensión significa un trascender la vida, la coloca­ción del hombre en un plano superior superobjetivo a partir de (5u conexión existencial en coordenadas espacio-temporales. En la capacidad de trascendencia de la propia existencia fácti-ca, en ese poder salir al encuentro de sí mismo como un «es­pectador» reside la posibilidad de la autocomprensión.

La autocomprensión es sólo un caso de la comprensión en general. Se dan también la comprensión de las formaciones de sentido y la heterocomprensión.

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La comprensión de las formaciones de sentido ha sido estu­diada por DILTHEY y muy especialmente por su discípulo FRE-

YER 54. Ahora bien, la comprensión personal y la comprensión de las formaciones de sentido se encuentra en una relación mu­tua indisoluble. La autocomprensión es fundamentalmente una comprensión histórica, pues entiende al yo, al autos como una individualidad particular, hasta en su raíz histórica. Esta singu­laridad histórica acoge muchas dimensiones, desde la indivi­dualidad particular hasta la individualidad colectiva. Se trata de comprender el propio tiempo, la propia época cultural y es­piritual, la consciencia histórica del tiempo. Con esto, la auto-comprensión tiene que penetrar en la filosofía de la historia. En cuanto que la Antropología filosófica es una autocompren­sión de la persona en su relación con las formaciones de senti­do, penetra en la filosofía de la cultura.

Autopercepción, autoobservación y autocomprensión son con­ceptos que debemos distinguir cuidadosamente.

La autopercepción es una forma de la percepción interna, por contraposición a la percepción externa. En esta última, las vivencias están dirigidas a objetos fuera de nuestro yo. La ex­periencia interna, en sentido amplio, consiste en el vivenciar más o menos atentamente los fenómenos psíquicos internos; en sentido estricto, es una reflexión, un viraje de la atención desde el mundo externo al hecho del vivenciar mismo, un conoci­miento concreto de la posesión de tales vivencias —este cono­cimiento no es reflexivo-conceptual, pues se trata únicamente de una mirada a la posesión de esas vivencias—. Una cosa es que yo tenga vivencias y otra que me dé cuenta de ese tener. La percepción interna se distingue de la autopercepción en que aquélla es una captación de los fenómenos anímicos diferentes del yo; la autopercepción por el contrario es una captación de aquellos estados que existen por su relación inmediata al yo.

La autopercepción es siempre una captación casual, ocasio­nal, involuntaria de los propios estados del yo; la autoobser­vación, en cambio, es una consideración sistemática, planeada, intencional, atenta de los propios fenómenos psíquicos. Ahora bien, la autoobservación no es una observación del vivenciar in­mediato, sino un análisis de los recuerdos de nuestro vivenciar psíquico. Hay recuerdos primarios, inmediatamente conectados a las vivencias que tienen lugar en el momento presente, y re­cuerdos secundarios, los cuales aparecen después de un cierto

54. Die Theorie des objektiven Geist (reimpresión fotomecánica de la «Wissenschaftliche Bucngesellschaft», Darmstadt), B. G. Teubner, Stuttgart, 1966.

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período de tiempo. En el primer caso se trata de una intros­pección de las vivencias que tienen lugar en el momento pre­sente; en el segundo de una introspección de las vivencias pa­sadas o retrospección. La realidad subjetiva vivencial del-auto-observador no se da jamás de modo directo, sino por mediación de Jos recuerdos de las vivencias subjetivas. En la autoobserva-ción se da, pues, una modificación de las funciones y estados anímicos. Soy yo mismo el poseedor y el observador de esas funciones; pero mis propios sentimientos, afectos, representa­ciones, etc., no se me dan de modo directo, sino que quedan en la forma del recuerdo, accediendo a ellos de modo mediato. La heteroobservación a más de mediata es indirecta —pues ca­rezco en ella de las imágenes de la memoria—; la autoobser-vación es también mediata, pero directa. La autoobservación es un método propio de la psicología científico-positiva. Es claro que la autocomprension no es un método científico-(psicológico como la autoobservación. El interés del autoobservador se dirige a la captación de los fenómenos de consciencia que transcurren momentáneamente, o sea, a da captación de aquellos fenómenos de consciencia que se aislan en el mismo momento de comenzar el análisis psicológico; la mirada del sujeto de la autocompren­sion está dirigida a las propias vivencias ya ha tiempo pasadas. Es verdad que también tiene como objeto las vivencias presen­tes, pero preponderantemente se vuelve a las acciones y viven­cias pasadas.

Ahora bien, en la autocomprension no hay un estacionamien­to en las vivencias presentes o simplemente pasadas. Entran en su objeto aquellas vivencias que pasaron hace mucho tiempo; la autoobservación, en cambio, es sólo posible mientras ocurre el fenómeno vivencial o inmediatamente después. O sea, la autoob­servación es expresamente ahistórica. La autocomprension es, por el contrario, fundamentalmente histórica. Pero histórica, no sólo por sus conexiones con el presente y con el pasado, sino sobre todo porque ambos potencian el futuro. La autocomprension ho­rada el presente para penetrar en el futuro.

Por otra parte, la autoobservación busca elementos, los úl­timos elementos de un proceso de consciencia según una lega­lidad funcional-genética. La autocomprension busca en principio captar los actos y vivencias como una totalidad compleja; quiere hacerse con el sentido histórico de las acciones.

Son, pues, dos esferas diferentes. El plano de la autoobserva­ción es matemático, positivo, cuantitativo. El nivel de la auto-comprensión está constituido por conexiones de sentido espi­ritual.

3. La autocomprension se estructura según las mismas conexiones de sentido que constituyen las propias vi­vencias.

Con la autocomprension se crea una situación fundamental totalmente distinta de la heterocomprension, pues se modifica

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incluso toda la perspectiva de la comprensión. El objeto de la reflexión teórica, ya no es la otra persona, sino la propia indi­vidualidad. Ahora bien, ¿es posible que uno mismo se pueda convertir a la vez en objeto y sujeto del conocimiento? El yo que conoce y comprende es el mismo que hay que conocer o comprender. El yo tiene que hacerse a la vez cognoscente y co­nocido, el que comprende y lo comprendido. Desde un punto de vista lógico nos encontramos aquí con una dificultad 55. Ahora bien, no se deben mezclar o confundir los niveles epistemoló­gicos. Prescindiendo de las dificultades lógicas que resultan de la identidad personal de sujeto y objeto y atendiendo a la po­sibilidad de una autocomprensión, podemos afirmar tajante­mente que estamos ante un fenómeno vital indiscutible, o sea, ante un fenómeno originario del alma humana. No nos queda otra salida que partir de este dato fundamental y preguntar no si es posible la autocomprensión personal, sino cómo es po­sible.

Esta situación fundamental —tan distinta de la que tiene lugar en la heterocomprensión— es la siguiente: el sujeto que comprende es idéntico (relativamente) con lo que debe ser comprendido. Lo que se me aparece como objeto no es la vi­vencia de otro, sino mi propio contenido vivencial. Yo soy el que vivo, actúo, configuro y comprendo. Yo soy el que tengo ciertas representaciones, sensaciones, sentimientos, afectos, im­pulsos, etc. En mi interior transcurren inmediatamente aque­llos fenómenos anímicos que pertenecen a la materia de la com­prensión. Los contenidos anímicos del otro son intransferibles. Ahora bien, yo no soy solamente el que siente, percibe o quiere, sino que a la vez soy aquel ante quien y en quien se extiende el propio vivenciar subjetivo. Este modo de tenerme a mí mis­mo, de ser accesible a mí mismo, de mirarme a mí mismo, de poseer una autocomprensión, es un modo específico de ser: único, inimitable, intransferible, indisoluble del vivenciar del propio yo.

55. Dificultad que debe ser aclarada también por la Antropología Filosófica. Este punto, que responde a la pregunta por la «posibilidad» de la Antropología, será tocado por nosotros en una ulterior publi­cación.

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Ahora bien, la autocomprensión no investiga en particular las distintas representaciones, sentimientos, sensaciones, etc., sino los motivos fundamentales de la propia acción, el senti­do fundamental de la personalidad total. La autocomprensión busca el sentido de las vivencias y de las acciones, orientándose ai acto espiritual como totalidad de sentido. Al sujeto de la heterocomprensión le son dadas las vivencias del otro de un modo inmediato; en cambio, al sujeto de la autocomprensión le son dadas sus propias vivencias en su misma fuente, o sea, en sí mismo. En él ha sido ya vivenciado lo que quiere com­prender.

Entonces las legalidades estructurales que han determinado el vivenciar subjetivo del yo son idénticas a las legalidades es­tructurales que constituyen también la comprensión de ese yo 56.

El sujeto de la heterocomprensión se ve obligado a variar su propia estructura individual hasta que se adecué en la me­dida de lo posible a la estructura del otro; en el sujeto de la autocomprensión en cambio es superflua esta acción transfor­madora. Es verdad que también en la autocomprensión se tiene que dar una cierta transformación puesto que el sujeto de hoy tiene que adecuarse al sujeto vital de ayer. Hay también por lo tanto en la autocomprensión una variación de la propia cons-ciencia del presente inmediato en la estructura consciente de una época vital anterior, la autocomprensión es esencialmente un procedimiento histórico. Se trata siempre de un mismo yo: tanto el que antes ha vivido como el que ahora comprende; tenemos pues una estructura espiritual constante, aunque no absolutamente constante, pues siempre se encuentra en evolu­ción. Sobre las vivencias y actos particulares que transcurren en el tiempo —o mejor, dentro de ellos— se dan en todo sujeto disposiciones vivenciales y de acción duraderas, las cuales cons­tituyen, en el caso de la autocomprensión, los propios actos subjetivos de comprensión y los mismos actos y vivencias sub­jetivos. El sujeto de la autocomprensión no necesita transfor-

56. La mejor monografía que hemos conocido sobre este punto se encuentra en un libro viejo y olvidado por nuestros contemporáneos: Das Problem des Sichselbstverstehen (Junker und Dünnhaupt Verlag, Berlín, 1934) de H. R. G. GÜNTHER. Debemos reconocer que ha sido el estudio más decisivo a la hora de pergeñar estas líneas.

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marse en una estructura cualitativamente distinta —como le sucede al sujeto de la heterocomprensión— sino que se com­prende con los órganos orientados en el mismo sentido en que se vivencia y configura.

4. La autocomprensión no consiste en una revivencia.

A) La situación de la heterocomprensión.

a) Reactualización. «Revivencia» significa la reproducción de un estado anímico dado anteriormente junto con sus respec­tivas conexiones, de tal modo que no sólo hay que captar las impresiones, etc., sino también reactualizarlas de un modo real. Esto exige una transformación radical del sujeto de la com­prensión en la constitución de su objeto. ¿Pero es esto posi­ble? ¿Cómo podríamos comprender así la agonía del que se asfixia, del que es conducido a la silla eléctrica? Porque en la revivencia no se trata simplemente de una congenialidad entre el sujeto y el objeto de la comprensión, sino de total identidad. Es más sólo se pueden revivenciar conscientemente, lo que ha sido vivenciado con consciencia. Con lo cual quedan fuera de consideración las tendencias impulsivas subconscientes o incons­cientes.

b) Reproducción imaginativa. Está claro que la compren­sión no puede ser una revivencia en el sentido de una reactua­lización de las vivencias. ¿Será entonces un procedimiento ima­ginativo! En este caso la re vivencia consistiría en una repro­ducción imaginativa intuitiva de los procesos de consciencia del objeto de la comprensión; se trataría de una copia, de una fotografía de los estados anímicos.

Por lo tanto, los fenómenos psíquicos del objeto no ten­drían que ser actualizados f árticamente por el sujeto de la re­vivencia dentro de la esfera real de sus vivencias, sino dentro de la zona de su fantasía creadora. Con lo cual no existe una verdadera transformación, un verdadero acercamiento al ob­jeto de la comprensión.

Así pues, en la re vivencia tendrían que actualizarse de algún modo todos los estados y funciones del yo, tal y como han transcurrido en el objeto de la comprensión. Esta tarea es im­practicable. Cualquier estado o función del yo pertenece de suyo

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al yo en el que transcurre y está indisolublemente unido a él. O sea, los estados del yo existen sólo por su relación a un yo determinado. Son, pues, intransferibles.

c) Captación de las conexiones de sentido. Lo que de los procesos anímicos del otro nos es realmente accesible no son ios estados del yo, sino el sentido que es vivenciado. Este sen­tido es lo que se comunica: es lo transubjetivo-objetivo, lo su-praindividual, el único medio que existe entre individuos. La comprensión personal no consiste en una revivencia de los fe­nómenos anímicos del otro, sino en una captación del sentido de esos fenómenos, el cual estructura las innumerables funcio­nes del yo. El objeto de la comprensión es una formación de sentido, o mejor, una totalidad de sentido. El yo, la persona expresa el complexo de vivencias, acciones y reacciones ligadas al yo individual. Es claro que no todo puede ser comunicado en la heterocomprensión: lo puramente psíquico e interno es inexpresable, incomunicable; se trata de un residuo de la vi­vencia, la cual no es completamente espiritual, es una forma de sentido imperfecta 57.

B) La situación de la autocomprensión.

a) Reactualización. La nueva situación de la autocom­prensión consiste en que el sujeto y el objeto de la comprensión no están separados, como en el caso de la heterocomprensión, espacial o temporalmente; el sujeto de la comprensión tiene en sí mismo la materia de su comprensión. Con esto parece que la autocomprensión podría consistir en una revivencia, pues en nuestro caso el que comprende posee la misma estructura fun­damental que el que vivencia: yo mismo. Ahora bien, aun en esta línea, el hombre que vivencia es otro que el hombre que se comprende a sí mismo. El hombre que se comprende a sí mismo está construido sobre el hombre que se vivencia; es un hombre posterior, cuyos estados de consciencia han cambiado respecto del anterior hombre que vivencia. O sea, la perspec­tiva vivencial de la constelación consciente de un hombre es

57. Quizás huelgue recordar que también para la Escolástica "In-dividuum est inefabile", es decir, imposible de transferir totalmente al plano racional.

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distinta de la posterior perspectiva comprensiva del mismo. El hombre está sometido a una evolución histórica; el hombre de hoy no puede realmente configurar en sí mismo al hombre de ayer. Es imposible, pues, una revivencia psicológica.

b) Reproducción imaginativa. ¿Cabe entonces un proce­dimiento imaginativo, una reproducción intuitiva, una copia, una fotografía de los propios estados del yo? Tal re vivencia sería la reproducción imaginativa de una vivencia pasada; se trataría de una total identificación de una vivencia anterior dada y su revivencia. Pero tal identificación no es posible, ni real ni idealmente (imaginativamente). Y es imposible en pri­mer lugar porque el supuesto necesario para la reconstrucción de una vivencia es que el reconstructor —el que vivencia de nuevo— conozca completamente todas las condiciones internas y externas que han constituido la respectiva vivencia en su ser total. El revivenciar se limita a aquellas vivencias cuya estruc­tura ha sido ya constatada durante el transcurso vivencial o inmediatamente después. Aparte de esta limitación, si la vi­vencia original que tiene que ser revivida no es totalmente co­nocida en sus condiciones externas e internas es imposible una revivencia adecuada. El hecho de que un fenómeno anímico no se pueda revivenciar significa la irrepetibilidad de una si­tuación vivencial. Toda situación histórica es única. Una misma conexión de sentido se vivencia por segunda vez de un modo muy distinto que la primera. El caudal de vivencias que conti­nuamente tienen lugar transforman o modifican las vivencias pasadas. Tanto los recuerdos como los sentimientos que los acompañan sufren también modificaciones en el transcurso del tiempo. Si la revivencia fuera en realidad una copia, una foto­grafía de la vivencia pasada y si esto fuera posible, aún queda por ver si esta revivencia es una comprensión de sí mismo. La comprensión no sería entonces una captación, sino una equipa­ración con la realidad vivencial. La revivencia sería un fenó­meno paralelo a la vivencia; pero con ello no se habría deno­tado lo que trasciende la misma vivencia. La comprensión no consiste en una mera reproducción de la realidad vivencial pasada, sino en un fundamental trascender la propia vida. La comprensión está en contraposición a la vivencia, pues hace de ésta un objeto de la reflexión teórica.

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Si dejamos aparte el exagerado vitalismo de DILTHEY y ha­cemos un breve recuento de sus mejores aportaciones al tema que nos ocupa, quizá podríamos resumirlas en dos 58:

1.a) En los sucesos del vivir humano hay algo real y on-tológico que los distingue esencialmente de 'los acontecimientos físico-naturales;

2.a) La aprehensión teórica de aquellos sucesos en su índole propia es posible gracias a una nueva facultad desconocida e irrelevante para la ciencia natural, la experiencia interna. El método que descubre ese ámbito de conocimiento es la «com­prensión» o aprehensión lógico-intuitiva.

Continuando la fundamental visión de DILTHEY debemos con­siderar la intuición espiritual en las ciencias humanistas, su caracterización como comprensión 'teórico-intuitiva' y no prác­tica y su carácter de aprehensión 'lógico-intuitiva'.

a) La intuición espiritual en las ciencias humanistas. La ade­cuación teórica del objeto al sujeto exige una proporción entre uno y otro. El materialismo interpretaría esta exigencia como adecuación del sujeto al objeto, mientras que el idealismo la concebiría como adecuación o proporción del objeto al sujeto. Prescindiendo de ambas interpretaciones metafísicas, tendremos que subrayar que no se trata de una equiparación sujeto-objeto, sino de objeto-facultades humanas que participan de la aprehen­sión teórica (las cuales sirven de enlace entre el entendimiento abstracto y las cosas concretas). Ahora bien, por su propia na­turaleza el entendimiento no puede asir directamente ninguna cosa: sólo tiene "función formal clasificadora (aunque con funda­mento real): compone y divide, pero no extrae el material ana­lizado. Si por una parte se halla el espíritu pensante y, por otra, la realidad pensada, tiene que haber unos intermediarios, un enlace, un mecanismo conectivo que suministre en bruto la materia pensable. En este mecanismo es donde existe la pro­porción con las cosas.

Hay, por una parte, los objetos y fenómenos materiales que inciden en nuestro cuerpo físico o sentidos externos; el meca­nismo de enlace será la intuición sensible. Hay, por otra parte, objetos no espacio-temporales; de ser posible su captación ten­dríamos que decir que su mecanismo de enlace con el espíritu no es una intuición sensible (pues no son sensibles). KANT niega que pueda ser una intuición intelectual. Pues bien, a despecho de KANT —y siguiendo la consigna de MERLEAU-PONTY— de in­sertar la experiencia en una razón más comprensiva, diremos que se trata de una intuición espiritual de lo inmaterial, o sea, de una «comprensión». Comprender es desentrañar o descubrir

58. El problema que nos ocupa ha sido certeramente enfocado —en su aplicación a la Sociología— por A. PERPIÑÁ RODRÍGUEZ, en su libro Métodos y criterios de la Sociología contemporánea, C. S. I. C, Madrid, 1958, pp. 279-312. Es un indudable acierto haber calificado la noción diltheyana de Verstehen como aprehensión lógico-intuitiva (p. 265).

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el sentido y significación interna y espiritual de los actos y de las obras humanas, a través de alguna expresión somática o ma­terial que se acompaña. Toda operación u obra racionalmente realizada es fruto de una intención espiritual de su autor. Com­prender es ocupar idealmente el puesto del agente para descu­brir en lo que externa y materialmente ha hecho el propósito y fin que quería hacer. Hay que ponerse en lugar de otro (Hineinversetzen), mas:

1.a) No para hacer efectivamente lo que él realiza; 2.°) No para hacer o pensar lo que yo, puesto en su caso,

haría o pensaría, 3.°) Sino para conocer idealmente lo que el otro conoce o

quiere. Gran parte del contenido de la realidad cultural y social

es inmaterial; y ese contenido significativo, aunque no sea sensorialmente dado, es, sin embargo, empíricamente objetiva-ble u observable. La vida social sería imposible sin la comprensión práctica de la vida social. Si yo disparo un arma contra una persona, tal hecho puede revestir distintos momentos: hecho físico (presión, velocidad de la bala, parábola que traza) y quí­mico, hecho bio-fisiológico (herida, hemorragia), pero también hecho socio-cultral: asesinato, homicidio, acto heroico de de­fensa, etc. Este último momento no le interesa al investigador positivista (físico o químico), sino al que ha captado el mensaje ideal que reviste.

/8) Comprensión práctica y comprensión teórico-intuitiva. ¿Tiene <la operación cotidiana de la comprensión rendimientos teóricos? La comprensión práctica intenta descubrir dentro de los hechos humanos: 1.°) el sentido interno que nos afecta hic et nunc, lo que interesa a nuestro vivir singular y actual; 2.°) coparticipación existencia! con los seres o contacto afectivo con ellos.

La comprensión teórica, en cambio: 1.°) Rompe con la vi­vencia actual y 2.°) rompe con la impregnación sentimental concreta. No se trata de compartir, en la comprensión teórica, afectos o estados de ánimo ajenos, sino de percibirlos a puro título de teoría 'apática*. Rompe con la simpatía y se basa en la endopatía. Simpatizar con otro no es sentir «lo mismo» que él, sino sentir su sentimiento (la «muerte del padre» de un amigo no es sentida por mí, sino el «sentimiento» que mi amigo tiene de 'la muerte de su padre). La endopatía penetra el sentimiento ajeno sin compartirlo, y sin hacerlo objeto u origen de nuestro sentir, sino para conocerlo: endopatía apática pudiera llamar­se 5 9 ; es decir, entrar en el sentimiento ajeno sin ninguno propio.

Pero siempre acompaña a la simpatía una endopatía, pero a título de comprensión intelectual o consciencia concreta de nuestra propia situación sentimental: se trata de una conscien­cia empírica del momento, pero que indudablemente tiene una dimensión teórica.

Pues bien, la comprensión teórica supone: 1.°) Pasar de la

59. Ibidem, p. 287. Resumimos la exposición de PERPIÑÁ.

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simpatía a la endopatía apática y 2.°) Pasar de la consciencia empírica a la consciencia teórica. Es, pues, una desvitalización de la comprensión práctica, que convierte nuestro sentimiento y la consciencia de nuestra propia impresión en forma imper­sonal de sentir y querer: el yo cognoscente se convierte en espectador de su yo social y personal y comprende teóricamente su propia comprensión práctica.

Ahora bien, toda autocomprensión tiene que ser heterocom-prensión: el antropólogo tiene que teorizar sobre la dimensión social, grupal y relacional a la que él no pertenece existencial-mente. Esto puede ser llevado a cabo en el supuesto funda­mental de la presencia de una humanitas: afinidad y analogía entre lo subjetivo y lo objetivo. Se trata de la transportabilidad (como los tonos en un piano) de la autocomprensión sobre otro terreno. Es decir, que la heterocomprensión es siempre una conclusión analógica, pero con sólida base real. Entonces, la intuición comprensiva reviste dos momentos: 1.°) teoriza­ción de la propia comprensión práctica —consciencia contem­plativa de los pripios estados psíquicos—, 2.°) hipótesis de se­mejanza de nuestra vida y las ajenas. No se trata: 1.°) de una transferencia directa al yo del prójimo, ni 2.°) de una teorización sobre la vivencia ajena en cuanto es aprehendida directamente (cosa imposible), sino de una teorización de la vivencia ajena en cuanto que es comparada con la nuestra. Lo dado de la vida ajena no es primeramente el sentido interno, sino el signo en que aquél se manifiesta. El sentido es «construido» a base de analogías con nuestras propias vivencias y con nuestras maneras de expresarlas. Es curiosa a este respecto la polémica de SIMMEL contra RANKE. Este último sostenía que había que prescindir de sí mismo para ver las cosas como realmente fueron. Con justi­cia arguye SIMMEL que eso impediría precisamente lo deseado, pues al eliminar el yo no quedaría nada qe pudiera comprender el no yo. En verdad, ambas posturas tienen razón.

Hay que negar o «reducir» —en términos fenomenológicos— el propio yo vital, pues tal es el postulado básico del saber teó­rico; pero esa reducción jamás debe extenderse al yo teórico, pues sólo gracias a mi propia vida (captada teóricamente) puedo pensar la de los otros.

y) La comprensión es aprehensión lógico-intuitiva. Es intui­tiva porque nos pone en contacto directo con la realidad espiri­tual concreta; su función primaria no es darnos conceptos abs­tractos y generales sobre esa realidad. Ya vimos también su li­gazón al comprender práctico (concreto). Se trataría, con pala­bras de BERGSON, de una 'simpatía intelectual', por la que nos trasladamos al interior de un objeto para coincidir con lo que tiene de único. No se trata de que hagamos una «generalización» a partir de una experiencia «personal» y «concreta» para después aplicarla a una acción concreta. Nada de eso. La inferencia ana­lógica de que hablamos va del yo al tú directamente, sin pasar por una generalización, pues está ligada a la vivencia, que es concreta, individualizadora e intuitiva. Cuando veo la serie de operaciones que hace un hombre para escribir, mi comprensión no se fundamenta en mi idea de que todos en casos análogos ha-

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rían lo mismo, sino en que yo en ese caso haría otro tanto. Es decir:

1.°) La comprensión no es en sí generalizadora no se basa en generalizaciones. Se trata más bien de un «silogismo emo­cional». Por otra parte,

2.<í) No es pura vivencia irracional Combina elementos ló­gicos e irracionales (pero no arracionales): es introyección sim-patética y endopática; es captación categórica (lógico-intelec­tual) e intuitivo-emocional.

5. La autocomprensión consiste en una transferencia interna.

A) La situación en la heterocomprensión.

a) Clases de vivencias y ámbitos de sentido. La compren­sión es una transferencia interna que se me hace de la estruc­tura de los actos espirituales y de las vivencias de sentido de la individualidad ajena. La vivencia tiene dos caracteres esencia­les: 1, tiene un contenido y un proceso anímico; 2, está diri­gida a algo objetivo. El primero es puramente subjetivo, aní­mico, intransferible; el segundo es accesible a la comprensión. Una vivencia puede comprenderse en una conexión supraindi-vidual de sentido: en toda vivencia se expresa una determinada relación sujeto-objeto. A cada dirección vivencial (religiosa, es­tética, económica, etc.) corresponde un orden de objetos (Dios, música, dinero, etc.). Al captar el contenido de la música, su conexión rítmica y melódica, surge en mí una relación de sen­tido entre mí mismo —como el vivenciante— y la música como objeto de mi vivencia. Vivenciar significa captar relaciones de sentido entre sujeto y objeto 60. En cualquier clase de vivencias de sentido se capta un modo específico de existencia. Y al re-

60. Es preciso insistir en que la Einfühlung se abre interiormente al conocimiento racional; es, si se quiere, una intuición teórica. B. LORSCHEID sostiene que la teoría de Max SCHELER sobre la percep­ción del yo ajeno no es irracionalista y menos aún arracional (op. cit., p 57). A este respecto A. WILLWOLL sostiene una teoría parecida a la SCHELER, cfr. Seele und Geist, Freiburg i. Br., 1953, pp. 190 ss. Podríamos decir con MILLÁN FUELLES: «en razón de que la otra subjeti­vidad es «otro», mi acto de captarla se asemeja a la aprehensión de un objeto; pero en razón de que es «subjetividad en acto con relación a mi ser», mi captarlo es tan sólo una actividad cuasi-objetiva» (Es­tructura de la subjetividad y Madrid, Rialp, 1967, p. 361).

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vés: a todo orden de objetos corresponde una clase de viven­cias. A toda clase específica de actos corresponde un ámbito de sentido (los actos teóricos constituyen la región de la cien­cia, los estéticos la región del arte, etc.).

b) El a priori de la comprensión. Hemos dicho que la he-terocomprensión es una transferencia interna que se me ha­ce de la estructura de los actos espirituales y de las vivencias de sentido de la individualidad ajena. Si el objeto de la com­prensión es un artista, entonces el sujeto de la comprensión tiene que aproximarse a su objeto en una actitud estética. Ahora bien, el supuesto de la comprensión, su a priori más pro­pio, es la existencia y actuación de líneas directrices ideales de legalidades de sentido que regulan al mismo tiempo al sujeto y al objeto de la comprensión. Las legalidades de sentido que han estructurado las vivencias del objeto deben concordar, en su dirección fundamental, con la estructura vivencial del sujeto de comprensión. Sin la existencia de conexiones supraindividua-les de sentido, de principios configuradores específicos es impo­sible la comprensión 61. Estas conexiones de sentido son leyes normativas de validez perenne; son el puente que une a los in­dividuos; son por eso, lo supraindividual objetivo. Las cone­xiones de sentido son el armazón apriórico-categorial de la com­prensión.

c) Perspectivismo de la comprensión. Ahora bien, la actua­ción efectiva de las conexiones de sentido depende de la cons­telación temporal, de la perspectiva vivencial, de la madurez y de la amplitud espiritual del sujeto vivencial. El sentido puede ser ideal-superobjetivo o vivencial-subjetivo. El sentido subjeti-vo-vivencial significa el sentido que varía perspectivísticamen-te: el sentido ideal-superobjetivo es comprendido, en la vi-

61. Por eso dice DILTHEY: «Esta conexión es abarcada por una categoría más amplia, que es un tipo de enunciado acerca de toda rea­lidad: la relación del todo con las partes» (en el tomo VII de los Gesammelte Schriften, traducidos al castellano y editados por F. C. E., México, 1944145, p. 220). Y más abajo: «La captación e interpretación de la vida propia recorre una larga serie de etapas; la explicación más completa está representada por la autobiografía. En ella el yo capta su propio curso de vida de suerte que cobra conciencia del sustrato humano, de las relaciones históricas en que se halla entreverado» (p. 222).

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vencia y la comprensión concreta, desde la perspectiva axial y cognoscitiva del sujeto que lo piensa en un determinado mo­mento de su vida.

El niño comprende una cosa de un modo distinto que el hombre maduro y que el viejo. Aun el hombre más maduro queda ligado perspectivísticamente a la corriente temporal y de interés de sus vivencias. La tarea de la heterocomprensión no consiste solamente en transformarse subjetivamente en la di­rección de los actos y de las vivencias de sentido del otro, sino en cambiar o variar las propias perspectivas comprensivas de tal modo que coincidan con -la perspectiva vivencia!, con la ma­durez y amplitud del objeto de la comprensión.

d) Sentido colectivo de vigencia espacio-temporal. El su­jeto depende siempre de la respectiva constelación temporal his­tórica, de la perspectiva cognoscitiva, axial y consciente de las formaciones culturales que existen dentro de una época. Estas formaciones culturales de sentido se han desligado del sujeto individual y poseen una relativa autonomía. Todo ámbito cul­tural, toda formación de sentido está constituida por una de­terminada dirección de sentido. Mas a pesar de la superioridad que toda formación de sentido posee sobre el sujeto individual está determinada y condicionada perspectivísticamente, es de­cir, no es una abstracta legalidad de sentido y de valor, sino una realidad histórica. El ámbito de las formaciones de senti­do es un ámbito de sentido colectivo con vigencia espacio-tem­poral.

Resumen: la comprensión es una transferencia interna de la estructura de los actos espirituales y de las vivencias de sentido de la individualidad ajena. No estriba solamente en la ejecución comprensiva de los actos ajenos personales, sino en la trans­formación subjetiva de la perspectiva cognoscitiva, axial y cons­ciente del sujeto vivencial, variando carrespondientemente su perspectiva comprensiva.

Se trata de una triple tarea: 1.°) el sujeto tiene que sumer­girse en la constelación temporal en que ha surgido el objeto de la comprensión; 2.°) debe penetrar la misma estructura vivencial subjetiva para poder destacar su nivel de sentido subjetivo-vi-vencial frente al nivel de sentido colectivo logrado y 3.°) deli­mitar ambos niveles de sentido frente al plano de sentido válido en sí mismo. Es decir, pertenece a la esencia de la comprensión no sólo captar las vivencias subjetivas a partir del entramado que el hombre hace con lo transubjetivo y colectivo, sino cons­tatar también hasta qué punto están las vivencias del sujeto en armonía o desarmonía con la legalidad crítico-objetiva (norma-

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tiva) del sentido. Toda vivencia puede ser comprendida en la medida en que aparece como un caso especial de una ley de sentido vigente.

e) Función primaria de la comprensión. Lo primario, la condición necesaria de la comprensión es la interpretación cate-gorial del objeto; no es una revivencia, ni un acto simpatético —aunque puede acompañar siempre ese momento simpatético—. Lo secundario, lo último de la comprensión es la figuración in­tuitiva de la concreta situación vital externa o interna del con­tenido vivencial del otro.

B) La situación en la autocomprensión.

Esta es también una transformación subjetiva en la propia estructura espiritual de la consciencia. No es una copia, una fotografía, sino una variación de la propia realidad vivencial en la esfera superobjetiva-ideal. Así pues, debemos subrayar la es­pontaneidad de la comprensión.

a) Espontaneidad de la comprensión. Esta no es simple­mente receptiva, sino sobre todo una acción espontánea, una realización concomitante o consiguiente de actos espirituales de sentido.

Este poder de transformarse uno subjetivamente en la estruc­tura de actos y vivencias ajenas o propias es una capacidad mis­teriosa, un comportamiento intuitivo, muy lejos del procedi­miento analítico desarticulados En la autocomprensión —por contraposición a la heterocomprension— no es necesaria una transformación en la personalidad ajena, pues uno mismo pue­de captarse con los propios órganos comprensivos. Ahora bien, mientras en la heterocomprension es preciso variar la propia organización espiritual hasta que corresponda a la estructura vivencial y actual del otro, en cambio parece que no se requiere semejante variación de la propia estructura actual, en el caso de la autocomprensión. Pero tal cosa sería cierta si el hombre no fuera un ser histórico. La historicidad pertenece a la determina­ción fundamental del hombre. Es necesaria, pues, una variación, Pero, ¿de qué modo?

b) La constante caracterial. El individuo posee a lo largo de su vida una estructura constante: un carácter. Carácter es una

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forma legal permanente 62. De este modo, en la autocomprensión no se necesita variar esa estructura fundamental constante: la misma legalidad estructural que determina la vivencia de un hombre constituye también su comprensión. Existe, pues una armonía entre la estructura vivencial y la estructura compren­siva de una misma persona.

c) La evolución histórica. Pero si no se requiere variar la estructura caracterial individual, sí es preciso una transferencia ¿nterna de otra situación de consciencia: transformación subje­tiva de la propia consciencia del presente en un estado de cons­ciencia anterior (también: futuro). E incluso en la realización concomitante o consiguiente de los actos de sentido hay que observar la perspectiva histórica a partir de la cual han surgido los propios actos... Por eso, la estructura del hombre no es ab­soluta, sino relativamente constante, ya que se encuentra siem­pre en una perenne evolución histórica. La estructura de cons­ciencia que hoy variamos debe así corresponder a la estructura anterior de la misma. La autocomprensión consiste, pues, en una ejecución concomitante o consiguiente de los propios actos espirituales que han constituido el propio vivenciar y actuar. El sentido es el lazo supraindividual que une la estructura espiri­tual de la vivencia y de la comprensión. Nos comprendemos a nosotros mismos, pues, en razón del sentido espiritual.

d) Determinación categorial. En la autocomprensión lo de­cisivo es la determinación categorial-conceptual de la propia es­tructura vivencial. Estas categorías no tienen por qué ser de carácter científico-positivo. La comprensión no es un procedi­miento científico-positivo. La autocomprensión tiene también dos pasos de distinta importancia cada uno: primero y decisi­vo, la determinación categorial de las respectivas vivencias; se­gundo, la figuración intuitiva de las propias vivencias compren­didas en su genuino sentido: explicación plástica del sistema de líneas categoriales constatadas teóricamente en las propias vivencias 63.

62. R. LE SENNE, Tratado de Caracterología, El Ateneo, B. Aires, 1953, pp. 15-22.

63. A continuación ofrecemos obras consultadas al respecto: Max SCHELER, £>ie Idole der Selbsterkenntnis, en Vom Umsturz der Werte,

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Ahora bien, si la autocomprensión tiene que ser una deter­minación categorial-conceptual, entonces se nos muestra como un procedimiento científico pero de índole muy distinta al de las ciencias positivas. Lo que cae bajo el factor figurativo-intuiti-vo es todo aquello que en la realidad vivencial no es suscepti­ble de categorización: lo aún no configurado con sentido, la misma plenitud vital subjetiva, la irracionalidad subjetiva del propio mundo vivencial, las oscuras tendencias impulsivas, los sentimientos fluctuantes, las imágenes de los estados anímicos. No se trata de fotografiar imaginativamente los estados aními­cos, sino de describirlos con un lenguaje intuitivo; esto requiere también una variación de los estados vivenciales presentes en ]a fantasía interpretativa. El peligro estriba en que no pocas veces interpretamos las vivencias pasadas por semejanza con el modo vivencial presente; y de este modo las falseamos.

e) El apriori de la autocomprensión. Con esto se nos pone de manifiesto el apriori ineliminable de la autocomprensión : tanto el vivenciar como la propia comprensión de un individuo están constituidos por las mismas legalidades de sentido. La es­tructura supraindividual de sentido forma el armazón apriórico-categorial de la comprensión. Por eso, el sistema apriórico-con-ceptual de la heterocomprensión es idéntico al de la autocom­prensión.

f) Perspectivismo de la autocomprensión. Ahora bien, esta legalidad de sentido no es algo muerto o que actuara como una idea platónica : más bien actúa siempre en su modo de aparición condicionada históricamente. La legalidad de sentido —lazo franssubjetivo entre las propias vivencias y la comprensión pro­pia— actúa como tendencia fundamental y perenne, como lí­nea directriz ideal. Nuevamente debemos distinguir entre el sentido vigente-ideal y el sentido vivencial-subjetivo. Este últi­mo es el sentido variado perspectivisticamente. El sujeto de la autocomprensión se comprende desde su propia perspectiva presente. Esta perspectiva es una constelación temporal, el gra­do de madurez y amplitud espiritual del sujeto vivencial. El

en Gesammelte Werke, Francke, Bern, tomo 111, 1955, pp. 213-290. E. BENKARD, Das Selbstbildnis, Berlín, 1927, p. V ss. Además de la ya aducida de R. G. GÜNTHER.

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perpectivismo de la autocomprensión exige una variación de la propia perspectiva presente, hasta que corresponda a aquella otra perspectiva a partir de la cual se configuraron las corres­pondientes vivencias 63 bis.

Como vemos, la autocomprensión requiere dos cosas: 1) Transformación subjetiva (transferencia) en una situación vi­vencial anterior, en cuanto que los actos espirituales que cons­tituyen las anteriores vivencias son realizados desde una pers­pectiva presente y 2) Variación de los actos, de tal forma que éstos tengan lugar desde la estructura vivencial de la anterior situación de la consciencia.

g) Sentido colectivo vigente espacio-temporalmente. Todo individuo depende, en su estructura vivencial y comprensiva, de la constelación temporal en la que ha nacido. El sujeto particu­lar está indisolublemente ligado a las formaciones de sentido. El sentido vivido de un modo subjetivo no concuerda siempre con el sentido colectivo vigente espacio-temporalmente. El in­dividuo puede o bien permanecer detrás del nivel espiritual de su época, o bien traspasarlo.

Dentro de la autocomprensión es una tarea urgente delimi­tar la estructura vivencial frente al «espíritu del tiempo» y frente al ideal de la propia normatividad.

6. La autocomprensión es una recomprensión.

A) La situación general de la heterocomprensión.

Aquello que comprendemos del otro no es su estado anímico propio, sino algo que está por encima —y dentro— de las fun­ciones del yo: el sentido espiritual de la vivencia subjetiva. Es­te sentido nos es comprensible sólo si se nos comunica. No po­demos entrar directamente en la estructura vivencial ajena, sino sólo por medio de formaciones objetivas. Tales mediadores de sentido son, para el hombre histórico: documentos escritos o de tradición oral, pinturas, obras de arte, instrumentos, artefactos, máquinas, ritos, etc.; para el hombre actual presente, además: el lenguaje hablado, los movimientos expresivos corporales (mí-

63 bis. Cfr. H. R. G. GÜNTHER, op. cit, pp. 181-198.

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mica, gestos, actitudes). O sea, las exteriorizaciones, las simbo­lizaciones sirven de medios comunicativos entre personas. Ta­jes mediadores o portadores de sentido de las vivencias subjeti­vas son formaciones objetivas ideofísicas, pues en primer lugar son signos físicos unidos a una materia, a una forma existencial supramomentánea y, en segundo lugar, son portadores dé signi­ficaciones espirituales. Sólo podemos comprender al otro a tra­vés de esas formaciones objetivas ideofísicas.

Por ejemplo, el lenguaje simboliza el contenido vivencial subjetivo. Pero las formas de expresión lingüística no bastan para ofrecer adecuadamente el contenido vivencial subjetivo. El ideal sería, desde el punto de vista de lo vivencial-subjetivo, que hu­biera tantas formas de expresión lingüística como contenidos vivenciales hay. Esto no es viable, porque los símbolos lingüís­ticos no deben jamás perder su fundamental carácter supraindi-vidual. Precisamente ese carácter supraindividual es la condi­ción de posibilidad de una comprensión.

Con esto se nos pone enfrente la urgente tarea de describir —aunque sea de un modo rápido— la esencia del símbolo.

La aprehensión comprensiva consiste en desentrañar el sen­tido a través de la objetividad somática; es decir, en conocer la significación interna o espiritual de los actos u obras humanos mediante un signo o manifestación sensible que se corresponde con aquélla. En definitiva, la comprensión no es un descubrimien­to directo de significaciones espirituales, sino una interpretación de signos materiales. ¿Qué conexión hay, pues, entre signo y significado? 64.

Entre los signos cabe distinguir las señales (acústicas o vi­suales) para comunicar a otra persona lo que me afecta y los símbolos: objetos materiales que representan alguna idea, fina­lidad o valor social.

Las cosas materiales o procesos físicos no tienen sentido en sí, sino el que se les da. La significación de las cosas es una cualidad 'atributiva' y de ningún modo 'entitativa'. La compren­sión de signos no es tarea de interpretación de cosas humanas, sino de intenciones relaciónales.

Por tanto, no hay simbolismo natural: todo símbolo es una reacción artificial. Si previamente no estuviéramos de acuerdo sobre la significación de los signos materiales, perderían su fun­ción posibilitante de la comprensión práctica.

Pero si no hay conexión necesaria y real entre el signo y lo expresado, resulta que la comprobación de la existencia del pri­mero no es, por sí, prueba suficiente de la existencia del segundo (aparte de que el símbolo no es unívoco). Debido a esto, se da la transustanciación de los símbolos, es decir, el símbolo puede llegar a expresar distinto contenido.

64. Cfr. la nota 25.

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Ahora bien, pese a todo esto, siempre queda un residuo de simbolismo natural o de empleo de ciertas cosas o actos para significar intenciones o ideas; y esto no se hace por capricho, sino respondiendo a un cierto «estado de cosas»: las armas ex­presan el poder (fenómeno de normalización o tipificación simbó­lica: paso del signo desde su pura acepción real y causal al símbolo con sentido espiritual —poder—); la balanza significa el equilibrio de la justicia, etc. El estudio de los símbolos en los pueblos primitivos es una de las facetas más interesantes del antropólogo. Aunque la interpretación simbólica no está ausen­te de exageraciones (recuérdese el psicoanálisis junguiano y a los morfólogos de la cultura).

Tampoco existe un simbolismo racional, como si las señales o símbolos utilizados fueran correctas aplicaciones de una de­ducción lógica.

Otro peligro que nos acecha es el de la supervivencia de los símbolos, pues muchas veces pierden su contenido, conser­vándose como mero ritual. Entonces es claro que no puede ha­ber paralelismo riguroso entre signos reales y significaciones ideales: un mismo acto físico puede significar tendencias opues­tas. Por eso, no hay que deducir, postular o inventar significa­ciones, sino que hay que descubrirlas en la realidad.

Hay, pues, que buscar la intención, propósito o finalidad puestos por los hombres en sus acciones; pero el análisis des­cubre ahí tres cosas 65: 1.a) El sentido fáctico, o intención de hacer sobre el mundo

exterior; es el qué de las acciones: romper un papel, co­mer, etc. A esto corresponde una comprensión teleológi-ca: la que nos transporta al mecanismo intelectual de la operación ajena; comprendemos la acción como un me­dio que en la intención del agente lleva a un fin querido por él.

2.a) El sentido tendencial, o deseo, afecto, motivo o atpetito interno que impulsó la intención de hacer hacia fuera; es el por qué de las acciones: romper un papel para desaho­gar el mal humor. A esto corresponde una comprensión endopática, que desentraña un sentido tendentivo, pene­trando en el alma ajena para descubrir que su actividad racional nunca es meramente lógica, sino además patoló­gica (guiada por razones).

3.a) El sentido existencial, lo que la acción representa, no ya como fenómeno aislado, sino en cuanto manifestación de una personalidad viviente dentro de unas circunstancias: romper un papel designa el fracaso de un amor. A esto corresponde la comprensión integral, donde se tienen en cuenta tanto la personalidad íntegra del autor como las circunstancias en que el acto se produjo.

Volvamos al símbolo del lenguaje. La forma de expresión lin­güística de una vivencia subjetiva simboliza el caso especial in­dividual de una estructura supraindividual de sentido. Por lo

65. Cfr. A. PERPIÑÁ RODRÍGUEZ, op. cit., pp. 292-304.

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tanto, entre el contenido vivencial y la forma de expresión lin­güística no existe una relación de total adecuación, pues la com­plejidad y la plenitud cualitativa-ñntensiva de la realidad aními­ca interna es inagotable. La comprensión, pues, no se rela­ciona inmediatamente, sino a través de una materia que de algún modo está ya acuñada, formada, determinada, seleccionada. La comprensión es, pues, la determinación de lo ya determina­do, la nueva captación de algo ya captado. Comprensión es siem­pre comprensión de un objeto que debemos captar en cuanto que ya está en cierto modo comprendido. Toda comprensión es una recomprensión. El objeto propio de la comprensión es algo ya comprendido en cuanto que no estamos frente a una realidad caótica, sino frente a algo ya formado. La realidad vivencial sub­jetiva está transida de líneas espirituales, estructurada por di­recciones de sentido supraindividual. En toda vivencia se capta una dimensión supraindividual de sentido.

Toda vivencia de sentido es una comprensión del sentido. Para poder comunicar un sentido tengo antes que haberlo com­prendido. Por eso, de un modo general, toda vivencia es una comprensión; en cada vivencia comprendemos una estructura de sentido, en el nivel de nuestro respectivo estado de cons-ciencia. Todo lo que debemos comprender, como antropólogos, tiene ya que ser de algún modo comprendido. El sentido de una formación o de una estructura, el cual figurará más tarde como cbjeto de una comprensión teórica, debe ser actualizado de nue­vo. Tenemos que comprender otra vez, pero desde una nueva y más alta perspectiva consciente, lo que fue comprendido des­de una perspectiva consciente pasada e inferior.

B) La situación en la autocomprensión.

En la autocomprensión no son necesarias las formaciones ob­jetivas ideofísicas como fuentes de comprensión. Las propias vi­vencias —que forman el objeto de la autocomprensión— se con­servan en el recuerdo del sujeto, en su memoria histórica. Aho­ra bien, la misma realidad de la vivencia no puede jamás repro­ducirse de nuevo, porque es única. Lo que queda es otra cosa. La realidad de la vivencia se transforma en representaciones, en imágenes suyas. Tan pronto como un estado anímico ha con­cluido, se hace ya en adelante irreproducible. Ni se puede re­producir como él es, ni podemos agotarlo en la descripción. No existen fotografías de la realidad vivencial. Sólo podemos hacer­nos con aquellos momentos que han constituido su totalidad. De esa totalidad hacemos una selección, la sondeamos. Pero en

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el momento en que tiene lugar la representación de lo que ha sucedido, no tratamos ya con «puros hechos», sino con una «captación» de esos «puros hechos». No se entienda esto como una separación artificial: a un lado «puros hechos», al otro una «captación de los mismos». No es que primero vivenciemos y después comprendamos lo que hemos vivenciado; que prime­ramente hubiera «puros hechos» y después un sondeo de los mismos. Nada de esto. Un hombre vivencia en principio lo que le adviene según su propia perspectiva. Toma frente a ello una actitud correspondiente a su propia perspectiva: selecciona, escoge. No necesita, por ejemplo, comprender el pensamiento de otra persona tal y como está lo ha fraguado, sino que puede hacerlo de otro modo.

En la comprensión histórica es claro que el historiador no fundamenta jamás sus análisis en los «puros hechos», sino en la «captación» o concepción —o sea, a través de la perspectiva— de testigos oculares. Siempre hay por medio una formación ideofísica, la cual comunica un sentido espiritual a través de una materia. Lo que en la autocomprensión sirve de medio de la propia realidad vivencial carece de aquella dimensión mate­rial, pero funciona como algo análogo a esas formaciones obje­tivas ideofísicas. La memoria no conserva la realidad vivencial como tal, sino la captación de la propia rea/lidad vivencial. La memoria es una mediación —como el lenguaje, la obra de arte, el documento— de la realidad vivencial. No se trata de la pro­pia realidad vivencial, sino de un modo de captación de la misma. La autocomprensión es, así, una captación repetida de lo ya captado, una nueva indicación de lo ya indicado, una re­comprensión de lo comprendido.

Mas, ¿qué material se hace objeto de la autocomprensión? La elaboración del material vivencial es una especie de selec­

ción. Tengamos en cuenta que la vivencia no es la corriente inin­terrumpida de la vida, sino algo acentuado, algo que se destaca por un momento en el torrente vital. Toda vivencia es vida con­centrada, acuñada, configurada. Pues bien, sólo pueden ser ob­jeto de la propia comprensión aquellas vivencias que la vida mis­ma ha señalado como algo «importante»: de nosotros mismos nos interesa aquello que en nuestro vivenciar ha jugado algún papel. Con esto no está dicho que las vivencias que han alcan­zado el dintel de significación o de interés tengan que haber logrado también, en toda su significación, el dintel de la cons-ciencia.

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La conscienciación reflexiva de una vivencia tiene lugar des­pués de su aparición efectiva como algo actuante. Tampoco es­tá dicho que las vivencias que han aparecido con un acento de importancia tengan que conservar la misma cualidad axial de acentuación significativa. Tales acentuaciones sufren, en el transcurso de la evolución, desplazamientos y minusvaloracio-nes, de tal modo que las vivencias que fueron importantes en un determinado momento de la vida, pueden perder su original significación en un momento posterior. O sea, lo que fue cuali­tativamente acentuado es de nuevo acentuado con otro matiz al entrar otra vivencia66.

Lo difícil de determinar aquí es aquello que es «importante» para la vida. En el fenómeno de la «represión» —tan caro al psicoanálisis— vemos que la vivencia que ha sido reprimida se reproduce con frecuencia. No está muerta, sino que posee una vitalidad muy grande 67, influyendo continuamente en lo que se da a la percepción interna. La represión contiene una dirección de sentido, la cual corresponde a un determinado interés vital del individuo en cuestión. Todo individuo reprime aquellas vi­vencias que son vistas con un juicio de valor negativo, en la medida que así lo exige su propia autovaloración. Por eso, el recuerdo no conserva simplemente lo que ha tenido una signi­ficación para la estructura de las propias vivencias —exigiendo o impidiendo, positiva o negativamente—, dejando caer en el olvido lo que carece de importancia —positiva o negativa-para la vida, sino que la memoria sondea, desde una perspectiva axial, aquellas vivencias que han sido captadas por relación a la propia autovaloración y tienen el poder de mantenerla, incremen­tarla o impedirla.

La memoria es, pues, un factor selectivo inconsciente: esto no quiere decir que en la vivencia se conserve lo que efectiva­mente ha sido importante y significativo y que lo no importante se perdiera por tanto en el olvido; sino que la memoria selec­ciona del sinnúmero de vivencias aquéllas que tienen importan­cia para la constitución de la autovaloración. La diferencia que existe entre lo que efectivamente vivenciamos y lo que de esas vivencias penetra en la consciencia es radical. El recuerdo —el campo propicio de la represión— acentúa una conexión vital en

66. H. R. G. GÜNTHER, op. cit., pp. 156-170. 67. Cfr. una ponderada exposición de este problema en R. DAL-

BIEZ: La méthode psychanalytique et la doctrine freudienne, París, Desclée, 1949, t. I, pp. 23 ss.

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base a un principio muy distinto al que debiera guiar esa acen­tuación.

Desconocer la diferencia entre la efectiva estructura del vi-venciar y la efectiva estructura de la comprensión significa no entender el problema mismo de la autocomprensión.

Lo que es importante en el vivenciar real no se identifica con lo que es importante para la consciencia que comprende esas vi­vencias.

En el dualismo que existe entre la conexión vivencial y la conexión comprensiva estriba el magno problema de la auto-comprensión.

Así como en la comprensión histórica hay dos pasos conse­cutivos : la selección del material y la elaboración del mismo, también en la autocomprensión hay que distinguir dos mo­mentos : la interpretación y valoración de la materia vivencial y la previa selección de la misma. El recuerdo ofrece el material.

Pero la elaboración del mismo se hace bajo una perspectiva que no siempre es idéntica con aquella de la selección del ma­terial.

Tanto la selección como la elaboración son dos momentos de la comprensión; momentos que se hallan en estrecha rela­ción : La interpretación depende ya de la selección que se haga.

Y es que toda autocomprensión es en el fondo una autova-loración.

7. La autocomprensión es una autovaloración.

A) Situación general de la comprensión.

Todo acto comprensivo, en cuanto que pertenece a una de­terminada dirección axial y de sentido, es también un acto va-loral; está estructurado por un determinado contenido axial. Lo propio de la comprensión es la realización concomitante o consiguiente de actos espirituales de sentido, es decir, la tras-formación subjetiva en la específica dirección axial del objeto de la comprensión. La vivencia valoral y el acto valoral signifi­ca la realización de un determinado valor en un sujeto. La com­prensión, como realización concomitante de actos espirituales de sentido, es la realización de aquellos actos espirituales que pertenecen a la misma dirección axial y que han estructurado el

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objeto mismo de la comprensión. Sólo puedo comprender la estructura motivacional de un artista si ejecuto preponderante-mente actos espirituales estéticos: tengo que variar mi propia dirección axial —que puede ser religiosa, teórica, económica, etc.— hasta que corresponda a la perspectiva axial del artista.

La comprensión y la valoración son en realidad actos dis­tintos : en el primero un sujeto se trasforma en su objeto con la mayor neutralidad posible; en el segundo existe un enjuicia­miento desde un punto de vista axial. Un conocimiento no es todavía un juicio de valor. Pero un conocimiento puede funda­mentar un juicio de valor. Ahora bien, aunque la valoración puede fundarse en un conocimiento previo, esto no quiere decir que en sí misma sea racional. No hay un fundamento ra­cional para que yo haga este o aquel juicio de valor cuando existe un conocimiento o una investigación teórica previa. La valoración es un fenómeno vital originario e irreductible. El juicio de valor no es más que la formulación lógica de una va­loración. El juicio de valor puede venir después de la valora­ción práctica, pero no tiene por qué realizarse. La valoración es lo decisivo y primario.

B) La situación de la autocomprensión.

Ahora bien, en la heterocomprensión puede distinguirse bas­tante nítidamente entre el psicólogo que comprende y el ético que valora —aunque el sujeto sea el mismo—, pero no así en la autocomprensión. El que se valora y el que se comprende a sí mismo son uno y el mismo sujeto: sujeto y objeto en unidad. El sujeto de la heterocomprensión puede suspender el juicio de valor sobre una persona: el psicólogo qua psicólogo no tiene por qué juzgar si un hombre es éticamente bueno o mano —aun­que todo rasgo caracterial lleva indefectiblemente una marca ética—; eso es tarea del moralista. Incluso el estudio de las for­mas motivacionales de un individuo —tarea del psicólogo— no se identifica con el enjuiciamiento de su acción desde la pers­pectiva axial de una ética. O de otro modo: el psicólogo enjui­cia desde una perspectiva inmanente de conocimiento, de valor y de consciencia; su escala de enjuiciamiento es sólo la inter­na concatenación y consecución de una estructura espiritual; el ético en cambio juzga desde una perspectiva trascendente, la es-

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cala de sus juicios está fuera de lo que el individuo vivencia co­mo imperativo moral.

Pues bien, en el caso de la autocomprension, todo juicio de valor sobre sí mismo tiene una profunda significación para la propia existencia espiritual del sujeto. En la heterocomprensión se investiga el objeto con un interés muy lejano: el sujeto pue­de «guardarse» su juicio de valor sobre el objeto, e incluso si ese objeto es algo que no se precia investigar entonces se aban­dona y se busca otro. En la autocomprension, por el contrario, no cabe esa alternativa. Tengo que vivir conmigo mismo, aun­que me odie. Por eso reviste tanta urgencia la autovaloración. Aunque también aquí pueda distinguirse formalmente entre autocomprension y autovaloración, prácticamente está la auto-comprensión al servicio de la autovaloración. En la heterocom­prensión, la valoración ética se funda en un conocimiento teó­rico; pero el resultado de la autocomprension está ya fijado desde el comienzo del acto comprensivo. La valoración no se fundamenta con total libertad en un previo conocimiento teó­rico, sino en un conocimiento a priori dentro de un determina­do ámbito. No queramos hacer, sin embargo, extremismos con estas expresiones. Afirmar una ilimitada libertad de autocono-cimiento es tan falso como negar la posibilidad de una autocrí­tica objetiva. La autocomprension no es una simple autojustifi-cación o autoafirmación, sino una autoafirmación y autonega-ción, una ponderación de lo valioso y de lo no valioso, del es­plendor y de la miseria. Toda teoría que vea en la autocompren­sion un órgano de autojustificación es tan falsa como la que cree en la capacidad ilimitada de la autocomprension objetiva.

No obstante, la autovaloración es una propiedad esencial de la autocomprension —la tendencia fundamental de la autocom­prension—68 porque la valoración de lo conocido no sólo puede entrar en la comprensión —como ocurre en la heterocompren­sión— sino que tiene que entrar necesariamente y además por­que la valoración misma es el acto central de la autocompren­sion.

Vimos que en la autocomprension hay dos actos fundamen­tales : el acto selectivo de la materia que comprender y el acto

68. Cfr. H. R. G. GÜNTHER, op. cit., pp. 171-180.

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interpretativo de lo seleccionado. El procedimiento selectivo es de capital importancia para la misma interpretación. Seleccionar significa destacar lo más significativo e importante de nuestras vivencias; es decir, seleccionar es valorar. Jamás nos las habe­rnos con un material neutro, sino con formaciones axiales estruc­turadas. El sujeto de la autocomprension tiene desde el comien­zo, o sea, antes de comenzar a interpretarse, una imagen total de sí mismo. Es la autocomprension emotivo-intuitiva. Esta imagen total de sí mismo es una imagen total del propio conte­nido axial e influye en la selección de los momentos esenciales que parecen estructurar el propio yo. Se trata de un nivel pre­liminar a la consciencia tética.

Antes de comenzar la interpretación categorial conceptual, poseemos una imagen total de nosotros mismos. Imagen que puede responder o no a nuestro verdadero ser real. Precisamen­te en esto estriba la dificultad de la autocomprension, pues siem­pre tenemos que ir de la mano de una autocrítica objetiva', sin esta no habrá auténtica comprensión.

Antes de abordar esta cuestión, conviene recordar que el hombre es un ser comunitario en sí mismo y no por relación a un mundo externo social en sí y para sí. En el hombre se da un estado tensional entre un yo individual y un yo suprain-dividual. Por eso es muy importante subrayar la actitud que la parte esencial individual toma, dentro del yo total, frente a la parte esencial social. El yo total está en sí mismo escindido: hacia fuera es un factor unitario de poder frente al yo supraindi-vidual; pero la actitud de este yo frente al no-yo supraindividual (dentro del yo total) depende a su vez de la armonía y desar­monía, del acuerdo o desacuerdo de los distintos bandos que existen dentro de él. O sea, la actitud de un individuo con el mundo externo se basa en la actitud que el individuo tiene con­sigo mismo.

Se puede comparar la relación que hay entre la actitud del individuo consigo mismo y la actitud del individuo con el mundo externo a la que existe entre dos estados. De la propia coherencia e integración interna de un estado depende el grado de poder y relevancia que tenga frente a otro.

Prescindiendo por lo pronto de las relaciones que unen al individuo con el mundo externo, examinaremos la relación in­terna del hombre consigo mismo. La posibilidad de tomar una actitud frente a sí mismo estriba en la capacidad que el hombre tiene de escindirse en sujeto y objeto, de enfrentarse consigo mismo como un espectador. Tal dualidad está plasmada en el len­guaje corriente: «no confío demasiado en mí mismo», «no sé con certeza lo que en realidad quiero», «tengo mucha confianza en mis propias fuerzas», «tengo fe en mí mismo», «es que yo

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no me valoro en lo que valgo», «es un enamorado de sí mis­mo», «se traiciona continuamente», «no se puede dominar», etc. Estas apreciaciones axiales sobre el yo corresponden a lo que llamamos autovaloración. Pero este sentimiento no está simple­mente determinado por la relación entre fuerzas de un yo in­dividual y de un no-yo supraindividual; está constituido fun­damentalmente por la relación que el nombre guarda consigo mismo. La autovaloración está configurada, en segunda línea, por los influjos de potencias supraindividuales. Y tiene tanta más capacidad de resistencia frente a las llamadas e influjos del mundo externo cuanto más potente y consolidado es el hombre en sí mismo. O sea, la autovaloración es tanto más fuerte, cuan­to mayor es el acuerdo existente entre las distintas partes que pugnan en el yo. El hombre puede ser armónico o desarmónico. Por eso, el sentimiento de autovaloración corre entre dos polos en tensión: autoendiosamiento-autopostración. El sentimiento de autovaloración de un hombre es una mezcla de cualidades axiales positivas y negativas, las cuales constituyen los tipos fun­damentales de autovaloración, según sus respectivas conexiones.

Poseer una fuerte autovaloración significa tener fe en sí mis­mo. Prescindiendo de la realidad objetiva y del valor objetivo de la fe (en Dios, en otro hombre, etc.), podemos decir que la posesión de una auténtica autovailoración significa creer en el valor y significación de la propia persona, tener confianza en ella. «Creer en sí mismo» significa poseer un sentimiento propio de certeza (autovaloración) no fundamentado lógicamente —por lo menos racionalmente— ni expresable de modo lógico, fundido en lo profundo del ser mismo.

La autovaloración corre entre dos polos: la fe absoluta y la incredulidad absoluta en sí mismo, confianza y desconfianza, amor a sí mismo y odio a sí mismo: autoafirmación y autone-gación.

a) El amor a sí mismo significa una orientación valorativa a lo más encumbrado del yo, al núcleo más profundo, verdade­ro y auténtico del hombre, y nunca a sus tendencias más egoís­tas, bajas e inauténticas. El que se ama a sí mismo hace que la parte más encumbrada del yo domine sobre la baja, sobre las tendencias periféricas axiales del elemento egoísta.

Amor a sí mismo y autodominio son correlativos. Cuanto mayor es el amor del hombre por lo más encumbrado de su yo, tanto más odio profesa a lo que va contra los valores. Amor a sí mismo significa odio y voluntad de aniquilar lo no valioso. El odio está entonces al servicio de la más alta realización.

b) El que se odia a sí mismo, quisiera creer en su propio yo, e incluso quiere creer (porque ningún hombre puede vivir sin tener fe en sí mismo), pero no puede. Quisiera amarse, pero se siente desilusionado de sí mismo. Todo su ímpetu está diri­gido a la afirmación de su yo, pero siempre escucha de su yo un «no». El odio del que se ama a sí mismo está dirigido a todo lo que contraría el valor, a lo negativo de su yo; mas en el que se odia a sí mismo está dirigido a la totalidad del pro­pio yo: el yo es lo inalcanzable, lo eternamente doloroso, la fuente de desesperación. El que se oria a sí mismo intenta la aniquilación, la disolución propia, la muerte como consecuencia

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radical de la autonegación. Y esta es la profundidad trágica del que se odia a sí mismo: quiere morir, pero no puede. Tiene «enfermedad de muerte» (KIERKEGAARD), cuya crueldad estriba en que el hombre no muere a ese sufrir. Esto provoca la huida de sí mismo, porque no tiene apoyo en sí mismo, e intenta vi­vir fuera de sí —en otro hombre, en una cosa, en Dios—. Es incapaz de «quedarse en casa».

El «otro» es el único que lo puede salvar de las llamas de su propio odio. Y se encuentra en la paradoja de tener que creer en el otro sin esperanza de salvar su propio yo.

Tanto el que se ama como el que se odia a sí mismo pueden tener dos clases de relaciones con el otro, con la sociedad: re­lación social o relación asocia!.

El que se ama asocialmente encuentra en sí mismo los valo­res que afirma; para su realización, no necesita de la sociedad. El que se odia asocialmente se consume en la llama de su odio.

El que se ama socialmente alcanza su ser más profundo en el auténtico amor al otro; el que se odia socialmente a sí mismo busca al otro como objeto de su huida. Esto es todo lo contra­rio del amor al hombre, amor que exige una entrega, un servicio. El auténtico amor al hombre es una autoenajenación, un ofreci­miento propio. Mas para ofrecerme a otro tengo antes y prima­riamente que tenerme a mí mismo, tengo poseer mi yo para la entrega. O sea, el auténtico amor al hombre tiene antes que ser amor a sí mismo para poder ser amor al otro. Sólo el que ha lle­gado a sí mismo y se ha posesionado de sí mismo, puede ofrecer su yo amorosamente.

Con esto se nos patentiza que la relación estructural del in­dividuo con la sociedad depende primariamente de la respectiva actitud, positiva y negativa, que el hombre tiene consigo mismo. Mientras el que se ama a sí mismo se vuelve al otro en razón de su riqueza anímico-espiritual, de su propia plenitud, el que se odia a sí mismo busca al otro en razón del déficit de sus propias energías vitales.

Estos son dos tipos estructurales de autovaloración: la com­presión de uno mismo (la autocomprensión) estriba en el carác­ter o cualidad de la autovaloración. Hay dos motivos de auto-comprensión: déficit o plenitud de las fuerzas anímico-espiri­tuales. Para el que se odia a sí mismo el espíritu juega el papel de medio en su orientación en el mundo; para el que se ama a sí mismo, el espíritu es fin en sí mismo, comprende en razón de la comprensión misma.

8. La autocomprensión es objetiva.

No se debe ver en los resultados de la autocomprensión un grado de objetividad mayor que lo que la esencia misma de la autocomprensión permite. Debemos, pues distinguir: 1. obje­tividad absoluta, de validez intemporal, 2. objetividad rela-íiutf-transsubjetiva, pero dependiente de algunos factores y 3. pura subjetividad. En verdad sólo cabe hablar de determinados

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grados de objetividad en la autocomprensión. Con esto, ni de­fendemos un escepticismo a ultranza —que diluye la objetividad en la pura subjetividad—, ni un dogmatismo total— donde la verdad sería intemporal, suprahistórica, trascenden te-inmutable. La verdad está en el medio: hay una objetividad relativa de la comprensión. Aun reconociendo el carácter perspecti vista de la comprensión, debemos también constatar una objetividad que se encuentra más allá del condicionamiento perspectivista de aquella. Entre la situación individual-histórica del sujeto y la situación individual-histórica del objeto hay una conexión legal-estructural. Esa estructura estriba en la legalidad de sentido del espíritu. Y no tiene una objetividad absoluta porque esa legalidad actúa no como ser en sí, cerrado o acabado sino en su modo de aparición histórica. La óptica de la comprensión no es una exclusiva perspectiva, sino un sistema de perspecti­vas, diversas líneas que se entrecruzan y crecen al unísono. Pero todas las perspectivas parciales se relacionan a un punto fijo, a un contrapunto. Esa relacionalidad no es algo casual, sino que representa una estricta ley69.

¿En qué sentido se puede hablar de objetividad de la com­prensión? La comprensión no es una revivencia, ni una copia, ni una fotografía del objeto. Es una transferencia histórica de una formación ideal. Entonces habrá objetividad cuando el juicio expreso corresponda al objeto. La comprensión poseería una objetividad absoluta, si nuestro espíritu tuviera una es­tructura intemporal: los resultados de la autocomprensión ser­virían para todas las épocas y para todos los hombres. Mas la objetividad relativa significa «relación a una perspectiva»:

1). A una constelación temporal histórica. Toda compren­sión histórica depende siempre de una constelación temporal histórica, de la cual brota. Se trata del espíritu del tiempo, del medio, de la sociedad en que se vive, del acervo cultural en que se nos educa.

2). A la amplitud y madurez de la propia evolución espiri­tual. Además de las instancias extraindividuales que nos con­forman están las intraindividuales, la propia evolución; de ni-

69. Ibidem, pp. 199 ss.

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ño se ve el mundo de un modo muy distinto que de adulto y de viejo. Pero las formaciones de sentido también están some­tidas a la evolución. Las perspectivas de las formaciones de sen­tido no son idénticas con las del sujeto individual; más bien se entrecruzan. El sujeto de la autocomprensión se tiene que es­forzar por colocarse a la altura del espíritu de su tiempo. Esta­mos, pues colocados ante dos perspectivas históricas en el acto de la autocomprensión.

3). A una perspectiva axial. La comprensión no es un acto contemplativo puramente teórico, sino que está ensamblado in­disolublemente con la persona total del sujeto. La autocompren­sión depende, así, de la constelación temporal histórica, de la madurez y de la situación axial ético-religiosa. Toda autocom­prensión es una autovaloración. Ahora bien ¿bajo qué condicio­nes puede decirse que una autovaloración posee una validez objetiva? o sea, ¿bajo qué condiciones puede juzgarse que la comprensión de la propia persona coincide con el verdadero ser real de la misma? Naturalmente no preguntamos por el pun­to de vista subjetivo-inmanente de la valoración, pues yo puedo creer que la comprensión que tengo de mí mismo es la verda­dera y la real, pero no ser así objetivamente. Lo decisivo, pues, es el punto de vista transubjetivo de la valoración. Se trata de la diferencia que existe entre el modo cómo el hombre se com­prende efectivamente y el modo como debía comprenderse o cómo tendría que comprenderse si captara su ser verdadero.

La comprensión del verdadero ser humano es siempre inade­cuado, aún cuando se valga de una crítica sin tregua sobre todo lo que pudiera perturbar la pureza de la comprensión.

Dentro de esta objetividad relativa determinada por un haz de perspectivas axiales, históricas e individuales, la autocom­prensión tiene que contar con estos tres factores que constitu­yen indisolublemente el yo:

1.—Factor individual, como momento centrípeto de la per­sona.

2.—Factor socio-cultural, como factor centrífugo de la mis­ma.

3.—Factor histórico, entendiendo la historicidad no como

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residuo de un pasado, sino como una tensión de vecto­res, pasados y futuros, que confluyen en un presente.

Hay una escala transubjetiva para juzgar el valor autónomo de la personalidad. Es un hecho originario que existe una dife­rencia entre el valor personal con el que el individuo se mide y el valor personal que efectivamente, objetivamente posee. ¿Cuál es la escala con la que tenemos que medir la adecuación o dis­crepancia que la comprensión tiene frente al propio ser, a la propia significación, al propio valor del sujeto? La autocom-prensión tiene que ser siempre referida a lo que el individuo ten­dría que comprender y valorar si se hubiera comprendido y va­lorado adecuadamente a partir de una perspectiva superior y objetiva. La autocomprensión se distingue así de la estructura ideal, o sea de la estructura que indica cómo el individuo debe comprenderse y valorarse. Pero esta estructura ideal no es para nosotros una dirección de vigencia absoluta —a pesar de su carácter suprasubjetivo, crítico y normativo—, pues está siem­pre condicionada por la constelación histórica y psicológica del sujeto. A pesar de todos nuestros esfuerzos por conseguir un grado de objetividad superior, queda siempre un residuo ineli-minable, una diferencia inevitable entre el ser real-axial de un individuo y su autocomprensión. La adecuación absoluta del ser real y la autocomprensión es algo imposible, pues la com­prensión es siempre perspectivista: 1. Por referencia a una constelación temporal general, 2. por referencia a la madurez y amplitud del sujeto, 3. por relación a las valoraciones e inclina­ciones axiales del mismo. No podemos sobrepasar un grado de relativa objetividad. Este grado de objetividad será tanto mayor cuanto más nos liberemos de los propios prejuicios y limitacio­nes subjetivas. Se precisa una autocrítica, una autorrevisión para trascender el punto de vista presente. Pero aunque logremos su­perar en cierto modo este punto de vista presente, jamás podre­mos eliminar el factor «valoración», pues es la propia savia de la comprensión. No podemos acallarlo so pena de resquebrajar las mismas fuerzas de la comprensión. La comprensión no es un acto contemplativo, sino que decide sobre lo valioso y lo no valioso. Toda comprensión está guiada en definitiva por una relación axial. En este sentido podemos afirmar que la com­prensión está condicionada por una cosmovisión.

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9. La autocomprensión es una línea asintótica.

La solución al problema de la objetividad de la comprensión puede ser atacada desde dos puntos de vista opuestos. La ver­dadera solución, a nuestro juicio, se encuentra entre los extre­mos de la postura pragmática y la postura objetivista lógico-absoluta.

1. El pragmatismo pone toda actividad cognoscitiva en re­lación inmediata con la vida práctica, con la acción. El conoci­miento es sólo un medio para lograr los fines y metas prácticos de la vida. Conceptos, juicios, valoraciones, ideales tienen sólo valor en cuanto que sirven a la realización de la vida: tienen que ser útiles para la autoeonservación. Verdad y objetividad equi­valen a utilidad, aplicabilidad. Desde este punto de vista no se puede hablar de una «objetividad» de la autocomprensión en el sentido de un conocimiento autónomo de sí mismo. La auto-comprensión es «verdadera» si es capaz de incrementar o real­zar el sentimiento valoral de la propia personalidad. Las teorías sobre uno mismo son meros instrumentos de autojustificación: autodiceas. Todo lo demás es ficción e ideología.

2. El objetivismo lógico-absoluto afirma la legalidad propia del conocimiento. La verdad no está al servicio de la vida prác­tica, porque es soberana y autónoma. El teorético de este ra­cionalismo lógico busca la verdad por la verdad misma. Objeti­vidad y verdad significan aquí independencia, liberación de tem­ples subjetivos, opiniones, puntos de vista, tendencias posturas, etc.... La verdad no tiene que ver nada con la utilidad.

3. La solución más fecunda, a nuestro modo de ver, reside entre los dos extremos: entre el subjetivismo biológico-pragmático y el objetivismo lógico-absoluto. El pragmatismo afirma que el conocimiento humano está al servicio de la praxis vital, la autocomprensión es una autojustificación, una autodicea. La comprensión que condujera a un sujeto al pesimismo, a la autonegacion, habría que considerarla como una patología de la vida, como expresión de una decadencia. Para el objetivismo absoluto, la verdad sería verdad aun después de la muerte del sujeto. No nos conocemos para vivir, sino que vivimos para conocernos. La auténtica comprensión sería un prescindir de nuestra propia existencia individual y espacio-

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temporal, y un trascender —¡hipotético trascender!— este ser condicionado temporalmente. Se trata de una enajenación que el propio yo hace de sí mismo —¡autoenajenación!—, para po­derse comprender desinteresadamente. No podemos dejar de ver aquí una actitud cobarde y baldía. Se compara un yo su­perior con un yo inferior, siendo aquél el juez intocable de éste.

La realidad es muy otra. Ni la autocomprensión está e x -elusivamente al servicio de la propia autoafirmación y justificación, ni es un acto que se realice por razón de sí mismo —la comprensión por la comprensión—. Las instancias de la vida y las instancias de la comprensión se encuentran en indi­soluble acción recíproca, aunque unas veces pueda acen­tuarse el impulso existencial y otras el impulso compren­sivo.

Ambas instancias son las dos dimensiones del espíritu, el cual oscila siempre entre dos extremos: unas veces como man­tenedor, incrementador, configurador de la vida, medio de superación de una autovaloración insuficiente, y otras como soberano, independiente, autónomo, como expresión de ple­nitud. Existe, pues, una intención de objetividad en la auto-comprensión; entonces cuanto más rico es un hombre en sus­tancia anímica, tanto más adecuada es su autocomprensión; cuanto más pobre sea en sustancia anímica tanto más peligro existe de cubrir la minusvalía con seudovalores. Adler ha ana­lizado hechos patentes a este respecto.

De este modo, se nos pone de relieve la validez objetiva de la autocomprensión. La estructura objetiva «total» y «com­pleta» jamás podrá ser alcanzada; sólo podremos conocer nues­tro propio yo en un acercamiento asintótico. La comprensión es siempre una línea asintótica. A pesar de esa intención de objeti­vidad, jamás nos comprenderemos tal como somos en realidad, sino sólo tal y como aparecemos ante nosotros mismos. Nuestro propio ser no se nos da tal como es en sí, sino en su aparición. Con esto hacemos constar también el carácter fenoménico del propio mundo interno. El fin más propio de la autocomprensión —ver el yo en sí mismo— se nos muestra como algo inasequible, por más que repitamos nuestro camino hacia ese objeto. La

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autocomprensión es una tarea interminable, infinita e incom­pleta 70.

Pero el sentido profundo de la autocomprensión estriba en la misma búsqueda de la profundidad del yo. Es el único medio para llegar al yo en lo que tiene de más profundo. Buscamos lo eterno, lo perenne, lo incondicionado, lo inmutable del yo, por contraposición a lo periférico, a lo cambiante, a lo pere­cedero. El yo superior o fontal es el yo ideal, que nos llama con voces incontenidas. El «llega a ser el que eres» nos señala la ima­gen originaria de la individualidad, el contrapunto de nuestra existencia, que posibilita y da razón de la dinámica de nuestra existencia. Es el yo que originariamente soy aunque no lo tengo, pues en el momento que lo tuviera dejaría de serlo. Sólo en este sentido es ideal (por supuesto, no una «idea»).

Está por encima de mí, porque no se identifica con mi ba­gaje individual espacio-temporal; está por delante de mí, por­que necesito andar para alcanzarlo. De lo que estoy seguro es de una cosa: aunque me acerco asintóticamente a él, jamás lograré encarnarlo en toda su pureza. No puedo llegar a él por una trascendencia vertical, o sea, desligándome de mi condición espacio-temporal, saltando como un místico de la vida por en­cima de mi cabeza. Esa mi condición espacio-temporal soy yo mismo como masa corporal, como ser sensible, como bagaje de sentimientos, como constitución temperamental y caracterial. La búsqueda de mi ideal no la puedo hacer desligándome de mí mismo, sino en una dinámica transitiva también espacio-tempo­ral. Pero como yo no me reduzco a ser mera masa corporal viva, sino que esa masa tiene ya un sentido relevante, por eso mi dinámica será siempre vertical —por mi condición carnal— integrada en mi condición de trascendencia relativa. Será, pues, una dinámica elíptica.

La comprensión de la propia vida es siempre un trascender mi propia vida. En la autocomprensión me miro como algo que sobrepasa la puntualidad del aquí y del ahora. En la autocom­prensión se entrecruzan así el pasado, el presente y el futuro en estrecha estructura. En toda autocomprensión encontramos una valoración absoluta y última sobre nosotros mismos; en

70. Ibidem, 235 ss.

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toda auténtica autocomprensión se expresa nuestro yo más auténtico aunque no de modo absolutamente adecuado. Por eso, toda autocomprensión tiene una dimensión ética, pues en ella se entrevera el acervo de mi individualidad actual con el yo superior como ideal que realizar. De este modo, la ética entra como momento constitutivo de la Antropología filosófica.

I I - B

MÉTODO TRASCENDENTAL

A. La Antropología filosófica quiere ser —como toda dis­ciplina filosófica— una investigación de fundamentos últimos, en el doble sentido de esta expresión: los últimos fundamentos en el orden del ser humano y los últimos fundamentos de nues­tro conocimiento del ser humano (rationes essendi hominis et rationis cognoscendi hominis). En cuanto investigación de los fundamentos últimos del ser humano, la Antropología filosófica se nutre de una aspiración metafísica, y en cuanto búsqueda de un conocimiento sólido y fundado, trata de eliminar todo pre­supuesto dogmático, haciendo una reflexión crítica, con el ob­jeto de llegar a verdades primeras que sostengan el armazón del saber humano sobre el hombre. El término «primero», aquí utilizado, tiene un doble sentido. Significa en primer lugar lo «original irreductible»; la verdad «primera» que buscamos no se puede reducir a otra, de la cual proceda. Como original po­see un carácter inmediato que hace que se mantenga por sí misma y no tenga necesidad de otra cosa que apoye el valor de verdad que ella representa. En segundo lugar, primero sig­nifica también la «originario fundamentante»: lo que da ori­gen a otra cosa, lo que es fuente de otras verdades, lo que constituye un fundamento de otras verdades. La Antropología filosófica busca la verdad original y originaria de todas las demás verdades sobre el hombre. El punto de partida debe ser algo «primario» que nada suponga y del que se pueda partir.

Pero, ¿cuáles son las condiciones bajo las que un fenómeno

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puede llegar a convertirse en dato para un sujeto? El mismo hecho de esta pregunta acontece en la realización del cono­cimiento. La realización misma del conocimiento —y como ve­remos de toda acción espiritual— constituye el punto de par­tida. Pues bien, la pregunta por el punto de partida es el cono­cimiento original: siempre puedo preguntar si un punto de partida está justificado y es posible como tal71. Pero la pregunta misma no supone absolutamente nada. La pregunta que la ponga en tela de juicio es ella misma una pregunta. Este punto de arranque incuestionable se basa en una necesidad objetiva, contenida en la misma esencia del hombre: el yo se le des­cubre al hombre originaria e inmediatamente como saber de­terminado. Y precisamente en la realización del preguntar, puesto que el yo trasciende siempre todo saber, y como trascen­dente tiene que ser siempre algo ya conocido. Este punto de partida tiene que revelar más originariamente que cualquier otro la esencia del hombre. Partiendo de la pregunta se puede poner de manifiesto fácilmente el horizonte egológico de la realización del conocimiento 72. En la pregunta por el punto de partida de la Antropología se declaran dos cosas: la iden­tidad del yo con la realización de su saber y la diferencia del yo frente a la realización de su saber (trascendencia del yo). En cuanto que pregunto por mi ser (mi yo) me contradistingo del yo por el que pregunto, de ese yo que no se alcanza en la pregunta.

Ahora bien, en la pregunta temáticamente expresada y de­terminada en su contenido queda puesto concomitantemente un saber atemático de realización que responde a la pregunta ex­plícita. Si siempre puedo preguntar es porque la intención explícita del preguntar está determinada por medio del 'saber

71. Para toda esta problemática, cfr. el libro de E. CORETH, Grund-fragen des menschlichen Daseins, Innsbruck-Wien-München, 1956.

72. Quien por vez primera ha puesto la «pregunta» como punto de partida metódico de la Metafísica y de la Antropología filosófica h9 sido K. RAHNER; en Geist in Welt (München, 19572, <pp. 71-78), por lo que respecta a la metafísica general; en Hórer des Wortes (Mün­chen, 1941, pp. 41-58), por lo que respecta a la Antropología filosófica. De modo más sistemático ha sido aplicado este método por E. CORETH en su Metaphysik (Innsbruck, 1961; trad. esp. Ariel, Barcelona, pp. 73-116).

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de realización' de la pregunta como punto de partida. El 'saber de realización' es siempre atemático. Pero si pregunta por una pregunta esto quiere decir que se pone y realiza concomitan-temente algo que no se puede alcanzar ni anular en el saber, sino que permanece todavía como algo por lo que hay que pre­guntar. La intención temática remite a un 'saber de realización' atemático que está dado consectariamente en el mismo pre­guntar.

«Más que el conocimiento, es el trascender intencional lo que realmente puede definirse como ¡la posesión de la forma ajena en cuanto ajena a la de otro justamente en cuanto que otro. Sin embargo, lo que ahora importa es esto: ¿cabe tener lo "otro" en cuanto tal, sin autoposeerse, de algún modo, como la realidad a la que aquel se enfrenta! ¿Es posible la presencia de lo "ajeno" sin ninguna presencia de lo "propio"? Resueltamente hay que decir que no, aunque esto no signifique que ambas presencias tengan el mismo énfasis, ni que se les deba atribuir una misma e idéntica modalidad esencial. Lo único que claramente debe sos­tenerse es que la heteroilogía es imposible como algo absoluto, o, lo que es igual, que la trascendencia intencional es inviable sin su articulación con algún acto de tautología subjetiva...»

"...al ser lo otro en tanto que otro lo que hace de objeto para la subjetividad que se trasciende, la presencia del sí-mismo o de lo propio no puede darse en ese trascender intencional en una forma objetiva, sino tan solo como una simple presencia con­sectaria', algo esencialmente heterogéneo de la aprehensión de un objeto y, sin embargo, indisolublemente ligado con ella" 73.

O sea, que toda intelección es, existencialmente una autoin-telección. Claro que no se trata de una consciencia temática. El objeto de la intelección no es ella misma como acto que se realiza. Si se objetiva, entonces ya no es presente, sino pre­térita; pero mientras se hace me es presente de un modo atemático, inobjetivo. Por eso la intelección no tiene dos ob­jetos (lo sabido y lo conrealizado) o temas. Y precisamente por eso, el 'saber de realización' es autopresencia atemática. Por tanto ya sé que ningún tema de mi yo agotará ese mismo yo que se pone como tema en toda realización del preguntar por sí mismo. El ámbito o el horizonte de posibilidad de mi pre­guntar es el acondicionado horizonte del yo.

Así, pues, el objeto originario de la Antropología filosó-

73. A. MILLÁN PUELLES, op. cit., pp. 326-7.

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fica jamás se nos da de modo temático: sólo por la mediación de la realización metafísica del pensar llega a ser su objeto algo temáticamente dado, aunque no empírico-objetivable. Ahora bien, de alguna manera captamos el objeto y lo convertimos en algo dado. En Antropología filosófica, por lo tanto, en oposición a las antropologías particulares positivas, el ser dado del objeto mismo está mediado por el método.

Pero, ¿qué relación guarda la determinación del método con el conocimiento del objeto? El método no puede determi­narse de modo formal y abstracto, independientemente de un contenido. Tiene que proceder del contenido y legitimarse por él. Entonces el conocimiento del objeto debe proceder a la de­terminación del método. Es lo que sucede en las antropologías particulares positivas: el objeto es ya temáticamente captado, aunque de modo precientífico, antes de la utilización de un método determinado. El dato anterior a la determinación del método sirve de norma directiva en la determinación del mé­todo apropiado. Al penetrar en el objeto, patentizándolo, el mé­todo podrá controlarse, modificarse y diferenciarse en el objeto, y al hacerlo vuelve a proporcionar una nueva profundidad en el objeto: he aquí una recirculación epistémica 'objeto-método'.

Pero como en la Antropología filosófica el objeto no viene dado previamente de modo empírico-objetivable, entonces la mostración de lo atemático tiene que hacerse condicionada y medida por una realización metafísica del pensar; esta realiza­ción exige a su vez una determinada metodología. Con lo cual parece que abocamos a una especie de círculo vicioso: 1.°) No puede determinarse el método de la Antropología filosófica antes de que se haya conocido temáticamente su objeto; 2.°) El objeto de la Antropología filosófica no se da temáticamente; 3.°) Ese objeto se patentiza sólo en la realización del pensar metafísico ya metódicamente determinado; 4.°) Pero el método exige un objeto para determinarse. Con lo cual resulta que si el método tiene que legitimarse en el objeto y éste no viene dado temáticamente, es imposible un método y es imposible con ello la Antropología.

No obstante, en la pregunta por el punto de partida de la Antropología filosófica encontramos ya una clave para la so­lución: No se podría siquiera preguntar por la posibilidad de

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la Antropología filosófica si no conociéramos desde el principio el hacia dónde de la Antropología. En efecto; toda pregunta está dirigida por un presaber acerca de lo preguntado. Si pregunta­mos por una Antropología filosófica que abarque todo lo hu­mano, ya en el presaber de la pregunta habremos abarcado todo lo humano. Si preguntamos por una ciencia del ser del hombre como hombre, esto supone que conocemos ya aquello que de­termina al hombre como hombre. De otro modo no podríamos formular siquiera la pregunta. En verdad este presaber no temá-tico-objetivable es un presaber que queda presupuesto y dado consectariamente en la realización de la misma pregunta como su condición de posibilidad. Así, pues, el 'objeto' de la Antro­pología filosófica, tal como aparece primaria y atemáticamente en la pregunta antropológica determina el método fundamental de la Antropología filosófica: el método o reflexión trascen­dental, que pondrá de manifiesto un presaber acerca del ser del hombre 74.

Ahora bien, si el método de la Antropología filosófica no puede ser el de las demás ciencias antropológicas positivas, es porque su objeto trasciende el ámbito de lo dado físico-empíri­camente y objetivamente. Su objeto no es accesible a la expe­riencia inmediata, sino a un conocimiento mediato, si es que en absoluto es accesible a un conocimiento. La Antropología filosófica exige la mediación como principio de su conocimiento. Pero, conocimiento mediato es pensar conclusivo: con lo cual, el pensar conclusivo tiene que mediar el objeto de la Antro­pología. Con esto se nos ofrecen dos caminos posibles de pensar conclusivo: el sintético-inductivo y el analítico-deductivo.

B. Si pregunto acerca del yo, y esta pregunta interrogara por sus propias condiciones de posibilidad, resulta que sólo puedo preguntar por el yo si él yo es cuestionable e interroga-ble, es decir, si conozco ya el yo (de otra manera no podría preguntar de ninguna manera acerca de él); pero a la vez todavía no lo conozco de forma plena y exhaustiva (en caso contrario no po­dría preguntar ya acerca de él). Pero el yo se manifiesta —en cuanto condición de posibilidad del preguntar mismo sobre el yo— como interrogable y cuestionable; por tanto, no es sólo

74. Últimamente, J. B. LOTZ ha vuelto a insistir en la necesidad de este método para la Antropología filosófica en Der Mensch im Sein, Herder, Freiburg, 1967.

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posible, sino también necesario, preguntar por el yo. Esto quie­re decir que la realidad que se me da en la realización incuestio­nablemente puesta del preguntar constituye el punto de partida. A la recirculación que se establece entre reducción y deducción trascendentales llamamos «método trascendental», el cual inte­gra y recoge los demás métodos tomados aisladamente.

1. El método trascendental kantiano es reflexivo por cuan­to que partiendo del conocimiento humano infiere sus condicio­nes de posibilidad. Estas condiciones de posibilidad están a prio-ri en el sujeto, siendo, por ello, bien intuiciones de la sensibilidad (Sinnlichkeit), bien conceptos o categorías del entendimiento {Ver-stand), bien finalmente ideas de la razón (Vernunff). La aper­cepción trascendental del sujeto trascendental (yo pienso, Ich denké) las abarca todas. Ahora bien, sólo las intuiciones y las categorías constituyen al objeto en cuanto objeto (para el hom­bre), o sea en cuanto apariencias. Las ideas no son constitutivas, sino regulativas, y por lo tanto no pueden referirse a la cosa-en-sí (al objeto como ente).

Esta reflexión efectuada por KANT es todavía muy incomple­ta, porque es incapaz de llegar al ser. Ni el entendimiento, ni la razón conocen la cosa-en-sí, porque el objeto (como objeto del hombre) no cae en su ámbito. Así queda excluida toda Metafísi­ca teorética y toda Antropología que quiera incidir sobre el hom­bre (yo, sujeto) como cosa-en-sí.

Del mismo modo, el sujeto tampoco puede percibirse plena­mente a sí mismo. Y es por lo que KANT sólo se dedica a pregun­tar ipor las condiciones de posibilidad del objeto en cuanto obje­to, o sea, en cuanto referido totalmente al sujeto.

Ahora bien, ¿se puede dar una reflexión que partiendo del sujeto nos haga inteligible el objeto? Hay que responder afir­mativamente, pues el sujeto puede volver sobre sí, estar cabe sí; o sea, ya que el sujeto revierte hacia su intimidad, puede también calar la intimidad fundamental del objeto (yo). Esta es una reflexión metafísica o completa {De Veritate, q. 1, a 9). Por ella se nos da el ser. El entendimiento —y por él, la razón— co­noce la cosa-en-sí, el objeto (yo) como ente. Y así se hace po­sible la Antropología filosófica como metafísica regional. De igual modo, el sujeto —en cuanto entendimiento y razón— se percibe y se encuentra plenamente.

Por eso, se trata de buscar las condiciones de posibilidad no sólo del objeto en cuanto objeto, sino también del objeto (yo) en cuanto ente. Y sólo se pueden descubrir entendiendo al objeto (yo) y al sujeto (yo).

El método trascendental kantiano es subjetivo. El que pos­tulamos, por el contrario, es objetivo-subjetivo: objetivo, pues investiga en el sujeto las condiciones de posibilidad de la opera­ción humana; objetivo, pues investiga la constitutiva estructura interna y las condiciones de posibilidad del objeto (yo) de esa operación.

De otro modo: sólo el entendimiento es capaz de ir desde lo sensible {reditio completa) al ser. Por eso, el ente en cuanto ente conviene al entendimiento como propio objeto formal su­yo. Esta vuelta completa {reditio) es la condición de posibilidad de la operación humana en cuanto tal. Esta, a su vez sólo se

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puede ejercer a la luz de la manifestación del mismo ser. Por esta vuelta completa del entendimiento, la operación humana nos dilucida la estructura interna del hombre, mostrándonos cómo el ser es la suprema condición de posibilidad, por la cual el hombre queda constituido en -ente.

Como los entes infrahumanos no pueden dar esta «vuelta completa», pues están constreñidos a su restringido objeto for­mal, entonces el ser sólo puede manifestarse en ellos si partici­pan en esta «vuelta completa» propia del hombre, siendo asumi­dos en ella. Es el único camino abierto para descubrir en las co­sas infrahumanas su estructura interna en la que se da el ser como su condición suprema de posibilidad.

2. Intentamos caracterizar más de cerca la índole del méto­do trascendental, la relación de lo a priori y a posteriori con la «inducción» y «deducción».

A priori es lo que precede a la experiencia y es independien­te de ella. A posteriori es lo que sigue a la experiencia y proviene de ella. En el juicio a priori el nexo entre predicado y sujeto se hace evidente con sólo entender los términos. Es, por tanto, in­dependiente de la experiencia. El nexo se funda en la esencia de los términos: es absolutamente necesario. La validez de este juicio se extiende allende toda experiencia posible y, una vez que se da un sujeto, tiene absoluta universalidad. En el juicio a pos­teriori no se nos hace evidente este nexo con sólo analizar los términos. Tiene que provenir de la experiencia, el nexo no está contenido en la esencia de los términos y, por tanto, es contin­gente. El juicio a posteriori sólo tiene validez por la experiencia.

En el juicio analítico, el predicado añade explícitamente al sujeto una nota que se halla formal, pero implícitamente, en éste. La forma del predicado está en el sujeto como constitutivo suyo, pero no se encuentra separada distintamente de las otras notas. Para hacer un juicio de este tipo basta desmadejar las notas cons­titutivas del sujeto. Y enseguida surge la intelección del nexo existente entre sujeto y predicado. Por tanto, se trata también de un juicio a priori, ya que no es preciso recurrir a la experiencia. No aumenta, pues, el conocimiento.

En el juicio sintético, el predicado añade al sujeto una nota que no se halla formalmente contenida en éste. Aumenta, por tanto, el conocimiento. En el juicio sintético a posteriori, el pre­dicado añade al sujeto una nota que sólo le conviene a éste tácticamente, y que por tanto, no le pertenece constitutiva ni consecutivamente (esta mesa es redonda). En tales juicios, el predicado se comporta como un predicable determinado: como accidente lógico. Es a posteriori porque el nexo entre sujeto y predicado sólo lo puede aclarar la experiencia. Mas en el juicio sintético a priori él predicado se añade al sujeto, porque está unido a éste, con un nexo necesario. El predicado está sólo virtualmente implícito en él. El predicado, sin embargo, no per­tenece a las notas constitutivas del sujeto, sino a las consecuti­vas: el sujeto no inviscera al predicado en la línea de su propia forma, sino en la línea de su virtualidad, de la cual brota el pre­dicado. El predicado se comporta, en el orden de los predicables, como un «propio» que brota necesariamente de la esencia.

Ahora no se hace referencia al «propio» que ónticamente es

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un accidente, sino a la propiedad metafísica que sólo difiere de la esencia con distinción de razón menor.

Para captar este nexo no es necesario acudir a la experien­cia, porque basta entender los términos para verlo, y el juicio es, por tanto, a priori. Aumenta, no obstante, el conocimiento.

El raciocinio inductivo parte de juicios sintéticos a poste-riori —que enuncian sólo un hecho particular y singular— y asciende a una verdad universal, descubriendo un nexo física y naturalmente necesario, con ayuda del principio de razón sufi­ciente. Si se ve que en muchos casos singulares un predicado se encuentra constantemente en un sujeto determinado, la razón de este hecho sólo puede ser que este predicado pertenezca a la naturaleza del sujeto, conviniéndole siempre y de modo nece­sario (leyes naturales). Es un raciocinio que se basa fundamen­talmente en la experiencia y es, por eso, a postsriori. Como el nexo entre predicado y sujeto no nos constan por los términos, tiene sólo una necesidad física, restringida al orden de la natura­leza visible.

El raciocinio deductivo parte de un juicio universal y con­cluye bien en un juicio de igual o menor universalidad, bien en un juicio particular o singular. La «mayor» enuncia una nece­sidad universal —por lo menos física— que puede evidenciarse por análisis, por síntesis a priori, o por inducción. La «menor» enuncia bien un hecho de experiencia singular o particular, bien una necesidad universal del tipo de los entes mencionados. La «conclusión» depende de las premisas según las leyes lógicas. Hay un raciocinio a priori si ambas premisas son evidentes a prio­ri y si la conclusión también se capta a priori. Y esto se puede lle­var a cabo de dos modos:

1) Por reducción trascendental o reflexión metafísica. 2) Por deducción trascendental o síntesis a priori.

Es evidente que el método inductivo no es el punto de arranque de una Antropología filosófica; mejor dicho, es uti-lizable en cuanto que hay que arrancar de un punto de partida empírico. Pero los meros datos de la experiencia sensible no valen como punto de partida, pues la experiencia está siempre vinculada a la singularidad y contingencialidad: nunca pueden proporcionar una universalidad y necesidad. Una ascensión inductiva sólo es posible en base a previas leyes metafísicas necesarias y universales que permitan captar metafísicamente lo empíricamente singular.

¿Podrá ser llevada a cabo la mediación a través de un pro-ceuimiento conclusivo analítico-deductivol Esto significa que partiendo de un saber primero que se analiza y explicita en cuanto a su contenido, puede descubrirse deductivamente todo saber ulterior. Este proceder es declarativo y no extensivo, con lo cual tendríamos que suponer que se da un conocimiento

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inmediato y temático del ser del hombre; conocimiento que contiene todas las determinaciones y leyes inteligibles del hom­bre, bien sea formalmente, y entonces habrá que llegar a ellas aplicando el método analítico, o bien virtualmente por lo menos, en cuyo caso habrá que descubrirlas deductivamente. Dado el carácter inmediato-atemático del 'saber de realización' nos es imposible utilizar tal método sin una justificación crítica. Pues bien, si el pensar antropológico no puede proceder de modo sin­tético a posteriori, ni de modo analítico a priori, entonces queda la posibilidad de que se despliegue a partir de un irreductible sin­tético a priori. En verdad, todo conocimiento mediato tiene que apoyarse en algo inmediato: toda conclusión supone premisas antecedentes a la prueba, y tiene que haber unas últimas premi­sas que sean inmediatas, de lo contrario se seguiría un pro­ceso al infinito.

En nuestro caso, la validez de la síntesis se apoya en la evi­dencia de un contenido objetivo que trasciende e insta a la ex­periencia. Tal contenido —de algún modo hay que llamarlo— está necesariamente puesto de modo consectario siempre que queda puesto temáticamente el contenido captado. En esta me­dida la evidencia tiene a priori validez necesaria. Esta eviden­cia resplandece en la experiencia —a posteriori— pero su va­lidez no es fundamentable por medio de la experiencia; por el contrario hay que fundamentarla en la pura evidencia racional —a priori— del contenido objetivo necesario.

C. Las fronteras de lo objetivable y temático (empírico) sólo podrán trascenderse si están ya desde siempre trascendidas. El conocimiento antropológico sólo puede avanzar si se realiza siempre en ese campo antropológico-egológico. El pensamiento solamente puede llegar hasta el yo, si es que siempre está cabe el yo. El pensar antropológico se mueve esencialmente en el horizonte del yo. Es decir, que un saber acerca del yo, de las leyes y determinaciones fundamentales del yo como tal, forma parte, condicionándolo, de la realización de todo nuestro cono­cer antropológico, incluso del empíricamente objetivo o cientí­fico. Pero si a cada actuación de la potencia cognoscitiva prece­de un saber acerca del yo, como condición de posibilidad, la negación de las evidencias fundamentales antropológicas tiene que negarse a sí misma. Aquí se vería la contradicción entre el

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contenido temáticamente puesto en el juicio, y las condiciones de su posibilidad atematicamente puestas de modo consectario y presupuestas en la realización del juicio. Ese presaber del yo que siempre se conrealiza en la realización misma, refuta así la afirmación establecida. Una evidencia inmediata de un con­tenido superobjetivo (por llamarlo de algún modo), es decir, del yo-fontal, sólo se puede demostrar reductivamente, es decir, por medio de la mostración de que la negación del contenido objetivo tiene, como condición a priori de posibilidad, la po­sición de ese mismo contenido objetivo: la posición queda conrealizada como condición de la negación. Mas dado que esa evidencia inmediata queda conrealizada sólo atematicamen­te, habrá que ponerla de manifiesto temáticamente: se trata de una inmediatez que tiene que ser mediada para ser recogida en un saber explícito como «inmediatez mediada». No hay que probar el contenido objetivo temático y evidente, sino su ne­cesidad apriorística, que aun en su negación se mantiene en pie como condición de realización. El método trascendental es, por eso, una reflexión sobre las condiciones previas de la posi­bilidad de una realización espiritual humana.

La reducción trascendental consiste en poner de manifiesto temáticamente las condiciones o los presupuestos implicados en los datos inmediatos de la conciencia, partiendo de esos mismos datos: recurso de lo sabido o querido temáticamente a lo consabido o conquerido atematicamente en la realización objetiva de la consciencia, y presabido o prequerido como con­dición de esa realización. Desde este punto de vista, la Antro­pología filosófica tiene que poner de manifiesto un prius ego-lógico frente a una consciencia inmediatamente empírica, en cuanto esta consciencia está determinada y condicionada por aquél.

La deducción trascendental parte de los prius descubiertos en la reducción, y deduce la realización empírica de la cons­ciencia en su esencia, posibilidad y necesidad. La reducción es un retorno de la realización hacia las condiciones previas de su posibilidad; la deducción es una conclusión de las estructu­ras esenciales de la realización a partir de sus condiciones pre­vias. Ambos movimientos se condicionan mutuamente.

Si el método antropológico trascendental no es sintético

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a posteriori ni analítico a prwri, entonces queda que el punto de partida de la Antropología filosófica será una experiencia primaria e inmediata de la autorrealización. No nos podemos elevar de cada contenido particular y contingente de la expe­riencia hasta un saber antropológico-filosófico.

Hay que poner de manifiesto —usando el método reducti-vo— un presaber metafísico-antropológico como condición de cada realización posible de la experiencia. Partiendo de la ex­periencia de la autorrealización espiritual, hay que volver con­tinuamente a ella. El no tomar en consideración este punto de partida ha sido el fallo de todas las antropologías de corte bio-lagizante y dentista.

Tampoco sirve de base una deducción pura: los contenidos de la experiencia no se pueden alcanzar plenamente con la de­ducción a priori. DESCARTES, con su teoría de las ideas innatas, ha utilizado exclusivamente este método: se trata de una de­rivación a partir de algo siempre temática y conceptualmente sabido de forma inmediata. Más bien hay que partir de un 'sa­ber de realización' atemático y preconceptual que siempre hay que alcanzarlo conceptualmente y manifestarlo temáticamente sólo de forma reductiva. Se podría pensar —racionalísticamen-te— que la deducción se incrusta en la Antropología filosófica dentro del círculo de las leyes esenciales de lo posible humano y de la esencia humana necesaria. La Antropología filosófica trata del hombre real. Tiene que investigar al hombre real en todo lo que es. Una antropología de la esencia humana posible sin Antropología del hombre real es inviable. No es la posibi­lidad la que precede a la realidad —no es el ser humano el que se fundamenta en la esencia humana—, sino la realidad a la posibilidad —la esencia humana en el ser humano. La Antro­pología filosófica es capaz de entender al hombre real en su ser.

Es evidente que hay que partir del espíritu que se realiza y se media a sí mismo, que el espíritu finito revela una infinitud esencial en su realización. Pero no se crea que esto es idealismo. Nos separa del idealismo la convicción de que la finitud actual del espíritu humano no se anula con la infinitud virtual, ni se absorbe en la infinitud actual del espíritu absoluto: el espíritu humano nunca puede apoderarse del absoluto de tal manera que lo pueda hacer principio de una deducción a priori. Mi pen-

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sar actual nunca es una pura realización originaria que pone, sino siempre una realización posterior que supone; realización a la que se ha dado previamente el carácter determinante del yo que trasciende incondicionadamente la realización actual, y sin embargo, está siempre abierto como horizonte de la realiza­ción espiritual.

De aquí resulta una dialéctica entre concepto (objeto, tema) y realización, es decir, entre el saber conceptual y objetivamente explícito-temático y el saber atemático-implícito, no captado todavía conceptualmente de manera refleja, que se pone con­sectariamente en la realización misma. Este saber atematico es un 'saber de realización'. La tarea de la Antropología filosófica, como saber científico y reflejo, consiste en hacerlo pasar de algún modo a saber temático, aunque no objetivo. Si lo pudié­ramos reducir totalmente a «concepto», a «objeto», aún ten­dríamos que seguir preguntando, y esto manifiesta que la me­diación de la reflexión no agota el 'saber de realización'. Siem­pre es posible una reflexión ulterior. Pero es indudable que en la marcha de la reflexión se profundizará cada vez más el con­tenido que progresivamente se objetiva. Cada yo-objeto apa­recido tiene que ser mediado: partiendo de la inmediatez del 'saber de realización' y en virtud de la mediación de la refle­xión, tiene que ponerse de manifiesto ese yo-objeto, en cuanto inmediatez-mediada. Hay una dialéctica entre el 'saber concep­tualmente explícito', temáticamente puesto, y un saber precon-ceptualmente no explícito, puesto consectariamente y de modo atematico en la realización. Este saber consectario y atematico es inmediato e irrebatible, pero se capta explícitamente cuando es traído al concepto por medio de la reflexión. Pero jamás podrá la reflexión alcanzar la realización, o sea, el saber acerca de la realización y sus momentos (temático y explícito) nunca puede agotar el saber atematico, puesto consectariamente en la realización. Se trata de movimiento dialéctico inagotable.

El término principiativo (a quo) del método trascendental es el dato primordial del conocimiento humano, previa justifica­ción de su valor objetivo. El término ad quem es la explicación última de este valor objetivo.

El centro de la filosofía heideggeriana es la diferencia on-tológica: es la que existe entre el ente (Seiende) y el ser (Sein).

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El ente es lo que es. El ser es la razón del ente. Ente y ser pueden tomarse bien relativamente —según un orden particu­lar— bien absolutamente —sin restringirse a ningún orden particular. En correspondencia con lo dicho se puede atender al ser relativo o al ser en absoluto. Como logos significa en este contexto «razón», la diferencia se llama ontológica en cuanto que distingue al ente (óri) del ser, siendo éste razón de aquél. Además de este logos objetivo, hay un logos subjetivo, que es el entendimiento o espíritu. Luego la palabra logos inviscera una «razón» (Grund) y un entendimiento (Geist). Pero aquí no sólo hay una conexión literal, sino también real, porque: a) sólo el entendimiento distingue la razón del ser del ente y los puede oponer reflejamente; b) sólo el entendimiento desenvolviendo su operación a partir del ente concreto distingue necesariamen­te el ser de éste, poniendo al ente a la luz del ser. De la dife­rencia ontológica se deriva un método óntico, y un método on­tologico. Se puede llegar a las cosas o a los entes concretos de dos maneras: a) Método óntico. Se llega al ente (óri) sin distin­guir su razón, su ser de él mismo. Así llegan a las cosas los en­tes no-intelectuales; b) Método ontologico. Se llega al ente, distinguiendo en él su razón (su lógos), su ser. Así lo hacen los entes intelectuales.

Los entes no intelectuales actúan ónticamente, mientras que los intelectuales actúan ontológicamente. Y como el obrar si­gue al ser, existen ontológicamente. El sujeto del conocimiento intelectual tiene una modalidad ontológica. El objeto de ese mismo conocimiento no supera su modalidad óntica hasta que se hace capaz de participar por el conocimiento en la modalidad ontológica del sujeto.

Pues bien, la investigación antropológica debe hacerse on­tológicamente. Pero de inmediato no siempre puede hacerse así; y entonces hay que hacerlo ónticamente.

El método óntico está orientado al ente humano, pero sin desentrañar explícitamente su razón, su ser. El método ontolo­gico está orientado al ente humano, para desentrañar su ser, su razón.

En el método óntico se da la cosa-en-sí como ente, a la que se adecúa el conocimiento. En el método ontologico la cosa-en-sí en cuanto ente se orienta al ser. El método ontologico busca

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en el sujeto las condiciones de posibilidad de esta orientación y coincide con el método trascendental. Y porque el ser es la razón o la raíz del ente, el método ontológico (propio de la An­tropología filosófica) fundamenta el método óntico (propio de las antropologías particulares).

Es fácil entonces comprender el carácter correlativo-episté-mico de la Ontología y de la Antropología: ésta nos remite, para su cabal comprensión, a aquélla; y la Ontología es una vana abstracción sin un arranque en las estructuras fundamen­tales del hombre:

«Se trata, pues, de lo auto-inteligible, de lo que en sí mismo y a partir de sí mismo es comprensible, de lo que está presente en los restantes saberes como saber fundamental. Este conoci­miento descubre al hombre como una esencia metafísica, y al sa­ber del hombre como un saber metafísico. Con ello ofrece la po­sibilidad de fundamentar la metafísica como ciencia por medio de la reflexión trascendental sobre la autorrealización quiditati-vamente humana. Por consiguiente, la metafísica tiene en su unidad una pluralidad necesaria de aspectos. En cuanto hace evi­dente la autorrealización humana en su estructura a priori y en su legalidad, posee un aspecto antropológico; es antropología trascendental metafísica. Sin embargo, en cuanto que se descubre allí el ser de todo ente, es decir, en cuanto que en la determina­ción ulterior de nuestra autorrealización acontece una deter­minación ulterior de nuestro saber acerca del ser de todo ente, posee un aspecto ontológico; es pues ontología trascendental-metafísica» 75.

75. E. CORETH, Metafísica, p. 70. Para ulteriores aclaraciones so­bre el método aquí propuesto, cfr. A. MARC, Psychologie Réflexive, Descléé de Brouwer, París, 1949, t. II, pp. 403-416.

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