sobre adaptación el coronel no tiene quien le escriba

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El coronel no tiene quien le escriba, de Arturo Ripstein El Nobel ¿no? tiene quien lo filme Hoy en día cuando leo un párrafo de la novela veo la cámara. G.G.M. Tres detalles me incomodan del Coronel de Ripstein: que la esposa encienda las farolas del automóvil en la gallera, que la prostituta aplauda la salida del circo, y la dedicatoria que da inicio a los créditos finales. El primero y el segundo son torpezas de la narración. El primero, porque se trata de una acción tan innecesaria para la trama como poco creíble en una anciana de los años cincuenta que, aunque muy española y tesonera, no pasa de ser una viejecita desterrada en un pueblucho latinoamericano: si ya es improbable que alguna vez haya montado en un carro motorizado, mucho más lo es que sepa cómo encender sus luces exteriores (mi abuela medellinense del tercer milenio no sabe). El segundo, porque solo se justifica como una forma de darle figuración a un personaje que no cabe pero es interpretado por actriz costosa. Aclaro: no cabe, en ese momento. La dedicatoria me parece más una reafirmación de Ripstein y su equipo como dueños de la historia que un homenaje a “nuestros padres, porque todos son el coronel”. ¿Los padres de quiénes? ¿Del director, su esposa y no sé quién más? Los padres de todos nosotros son el coronel: los que han sido traicionados por sus revoluciones, por sus partidos, por Dios y por el diablo. El coronel son nuestros padres y somos nosotros. El libro es un homenaje; la película misma lo es. La dedicatoria sobra. Un cuarto detalle me ofende abiertamente: la labia del cirquero que asesinó al hijo del coronel. El asesino del libro es apenas un policía que se siente incómodo ante la presencia del anciano, y cuando se encuentran de frente: “[El coronel] en un instante se sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado”. En cambio, el de la película es un hombrecillo lenguaraz que siente alguna desazón ante el padre de su víctima, pero a la vez se envanece de haberse quedado con la mujer del muerto y le dirige la palabra al coronel para humillarlo con el ofrecimiento de unos pesos y de mover influencias para agilizar la pensión. Dudoso que un trapecista de pueblo pudiera tener, en la intrincada burocracia del Partido Revolucionario Institucional, la palanca necesaria para desenredar un trámite que ya tardaba décadas. Pero también podría entenderse como mera

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Sobre Adaptación El Coronel No Tiene Quien Le Escriba

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Page 1: Sobre Adaptación El Coronel No Tiene Quien Le Escriba

El coronel no tiene quien le escriba, de Arturo Ripstein

El Nobel ¿no? tiene quien lo filme

Hoy en día cuando leo un párrafo

de la novela veo la cámara.

G.G.M.

Tres detalles me incomodan del Coronel de Ripstein: que la esposa encienda las

farolas del automóvil en la gallera, que la prostituta aplauda la salida del circo, y la

dedicatoria que da inicio a los créditos finales. El primero y el segundo son torpezas de la

narración. El primero, porque se trata de una acción tan innecesaria para la trama como

poco creíble en una anciana de los años cincuenta que, aunque muy española y tesonera, no

pasa de ser una viejecita desterrada en un pueblucho latinoamericano: si ya es improbable

que alguna vez haya montado en un carro motorizado, mucho más lo es que sepa cómo

encender sus luces exteriores (mi abuela medellinense del tercer milenio no sabe). El

segundo, porque solo se justifica como una forma de darle figuración a un personaje que no

cabe pero es interpretado por actriz costosa. Aclaro: no cabe, en ese momento. La

dedicatoria me parece más una reafirmación de Ripstein y su equipo como dueños de la

historia que un homenaje a “nuestros padres, porque todos son el coronel”. ¿Los padres de

quiénes? ¿Del director, su esposa y no sé quién más? Los padres de todos nosotros son el

coronel: los que han sido traicionados por sus revoluciones, por sus partidos, por Dios y por

el diablo. El coronel son nuestros padres y somos nosotros. El libro es un homenaje; la

película misma lo es. La dedicatoria sobra.

Un cuarto detalle me ofende abiertamente: la labia del cirquero que asesinó al hijo

del coronel. El asesino del libro es apenas un policía que se siente incómodo ante la

presencia del anciano, y cuando se encuentran de frente: “[El coronel] en un instante se

sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado”. En cambio, el

de la película es un hombrecillo lenguaraz que siente alguna desazón ante el padre de su

víctima, pero a la vez se envanece de haberse quedado con la mujer del muerto y le dirige

la palabra al coronel para humillarlo con el ofrecimiento de unos pesos y de mover

influencias para agilizar la pensión. Dudoso que un trapecista de pueblo pudiera tener, en la

intrincada burocracia del Partido Revolucionario Institucional, la palanca necesaria para

desenredar un trámite que ya tardaba décadas. Pero también podría entenderse como mera

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jactancia del personaje, lo cual da para mencionar —de una vez por todas— el peor defecto

de la versión fílmica: todo lo que en el papel es mesura, en el celuloide es palabrería.

Todavía hay un quinto detalle: la película es muy larga.

Doy por aceptado que señalarle defectos a una obra de Arturo Ripstein es tan

grosero como señalárselos a una de Gabriel García Márquez. El problema es que los hay, y

cualquier falla narrativa en un director o en un escritor de esta categoría es inexcusable.

Sobre todo cuando estamos hablando de una de las joyas más preciosas (junto con Cien

años de soledad y El amor en los tiempos del cólera) en la corona del rey Gabriel. Claro,

que también hay un ligero problema de proporciones: Ripstein es al cine latinoamericano lo

que García Márquez a la literatura del mundo.

No sé cuál es la posición verdadera del Gabo más allá de la frase con la que el

afiche publicitario alardea: “Es una gran película. Ripstein me ha hecho justicia y yo a él, al

seguir escribiendo treinta años después”. ¿Treinta años después de qué, y por qué? Harto

sabemos que si en la manía de citar fuera de contexto los periodistas son mentirosos, los

publicistas son fantoches. Además no importa: la película es per se tan ajena al escritor

como la novela al cinematografista. Nunca un novelista ha visto ni verá su novela en cine:

ni siquiera tratándose de una como El coronel no tiene quien le escriba, en la cual las

palabras se juntan más para formar imágenes que oraciones. De sobra sabemos el cuento de

que las obras del Nobel anteriores —y algunas posteriores— a Cien años de soledad son

hechas pensando en cine. Recordemos su declaración muchas veces citada de 1969 para la

Revista de Cine Cubano: “[Esta novela] tiene una estructura completamente

cinematográfica y su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfico; los

personajes no hablan apenas, hay una gran economía de palabras y la novela se desarrolla

con la descripción de los movimientos como si los estuviera siguiendo una cámara…”.

Trampa mortal que ha perdido a directores como Ruy Guerra y Francesco Rosi en

sus aventuras con Eréndira (1983) y Crónica de una muerte anunciada (1987). Porque se

da la paradoja, reconocida por el propio G.G.M., de que esas mismas páginas, que parecen

tan visuales, leídas por la cámara “son otras imágenes totalmente diferentes”: porque eran

imágenes sostenidas en la magia de la palabra. Para no mencionar la desastrosa primera

etapa de García Márquez en el cine y en México, con producciones paupérrimas, dignas

más bien del olvido. He visto: la adaptación del cuento “En este pueblo no hay ladrones”

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dirigida por Alberto Isaac (1964), la realización de Presagio (1974) por Luis Alcoriza a

partir de la preciosa idea que da vueltas que Gabo le contó a un auditorio de Caracas

cuando se estrenaba en la gloria de Cien años de soledad, y el guión original María de mi

corazón (1979) llevado a la pantalla por Jaime Humberto Hermosillo.

No he visto el Tiempo de morir de 1965 con el que Ripstein debutó en la dirección

cinematográfica y en la amistad de García Márquez, y por eso me remito al comentario

publicado por el catedrático Álvaro Ramírez Ospina hace catorce ediciones de

Kinetoscopio (en julio y agosto de 1996): “El guión circular a modo de tragedia griega

relata un intenso acoso y el duelo final entre dos hombres de un pueblo perdido en las

montañas de los Andes. Ripstein, sin embargo, le da a la historia local de Juan Sáyago un

aire paródico de western. Al cambiarle de género y ambiente, el director equivoca la

atmósfera de la historia y le sustrae gran parte de su poder de convicción original”.

He visto, en cambio, el Tiempo de morir (1985) de Jorge Alí Triana, ahora en los

Andes pero de nuevo con su aire de tragedia griega empaquetada en formato western. Me

disgusta menos la versión que el propio Triana hizo, poco antes, de la misma historia y con

casi el mismo reparto para la televisión colombiana… Como dato curioso me atrevo a

apuntar que, siendo desde el principio una historia pensada y escrita para cine, Tiempo de

morir me ha parecido siempre una de las novelas más hermosas de García Márquez.

Y para no hacer muy largo el cuento, diré que si no he visto todas las películas

basadas en guiones o textos literarios de García Márquez sí he leído sobre todas, y por lo

que he visto y leído el único al que parece haberle ido bien con el reto fue un director que

no hizo su película en cine sino en televisión: el colombiano Lizandro Duque, con Milagro

en Roma (1988), de la serie Amores difíciles.

Mi cuento, tu película

Cuando al cabo de treinta años de la primera solicitud decidió darle a Ripstein su

aquiescencia para encargarse del coronel, García Márquez tuvo la sensatez de zafarse del

asunto. Ya sabemos lo que el Nobel suele decir a sus directores: “El cuento es mío, pero la

película es tuya”. Total, Ripstein no era solo uno de sus amigos más antiguos sino tal vez el

único director latinoamericano con la suficiente virtud para atraer al espíritu del guerrero en

espera. ¿Quién en Colombia? ¿Quién en el mundo? No quiero imaginarme al pobre coronel

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en manos de un Sergio Cabrera o un Jorge Alí Triana, o de uno de esos directores orientales

que andan haciendo apropiaciones bastardas del universo garciamarquiano.

Así que no importa si a Gabo le parece o no una gran película. Descalificado de

entrada por sí mismo y recibido el pago de los derechos de autor, tiene tanta autoridad para

opinar como cualquiera de nosotros. No más, y no importa.

Descalificado por sí mismo… y por un siglo de relaciones entre cine y literatura.

Una ha nutrido de argumentos al otro, éste le ha aportado su estructura a aquélla, y cien

años de experiencia común es plazo prudencial para determinar que eso es todo, que una

cosa es la obra literaria y otra la cinematográfica, y que en la mayoría de los casos la

metamorfosis del papel a la pantalla es bastante cruel. Cedidos los derechos, el escritor sólo

tiene dos opciones: colaborar con el realizador o hacerse a un lado. En el primer caso puede

hacer lo de Vladimir Nabokov, que a principios de los sesenta escribió el guión de su Lolita

para la de Stanley Kubrick, aceptando de paso que la nínfula de su novela se transformara

en la ternera adolescente (son términos del atormentado narrador Humbert Humbert) del

filme. Una traición a sí mismo.

En el segundo caso le quedan todavía otras dos opciones: interferir por los laditos o

asumir frente a la película la condición de mero espectador. Y callar. Cuentan que cuando

Álvaro Mutis vio por primera vez la versión fílmica de Ilona llega con la lluvia (1996) no

pudo evitar las lágrimas: conmovido, dicen unos; pero por la furia, dicen otros, aunque en

mi opinión Ilona es una película tan linda que no parece de Sergio Cabrera. Mutis ha

guardado al respecto un silencio que, al menos en público, no quebranta.

Por si aún hay dudas, me parece que el asunto fue resuelto hace una década, cuando

Jean Jacques Annaud trabajaba en la preproducción de El amante. “Es mi libro y es mi

película”, dicen que le espetó la otra Marquerite de Francia —Duras, la desolada—.

Annaud la desterró de su proyecto con una réplica lúcida: “No —dicen que le dijo—. Es tu

libro y es mi película. Yo leo de nuevo tu libro, y es mi lectura lo que voy a mostrar al

público”. Dicho lo cual, escritora y director suspendieron relaciones. Ella se dedicó a

reescribir su historia y del proceso resultó una nueva novela, con apuntes sobre la película

que le habría gustado que se hiciera —y que ojalá alguien haga algún día—: El amante de

la China del Norte. Él hizo una película que no nos ha disgustado a todos y que vale por

mérito propio. Alguien deseará saber que después se reconciliaron.

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Lo mismo, pero sin disgusto de por medio, resolvieron García Márquez y Ripstein.

Aunque yo diría que el mexicano fue más allá que el francés y optó no por mostrar su

lectura del libro sino por narrar su propia historia.

En efecto, cuenta el anecdotario que la guionista que tan cerca está del corazón y de

la filmografía de Ripstein volvió a leer tres veces el libro, lo soltó y escribió el guión. Por

eso la película es tan clara desde el principio. “Basada en la novela de Gabriel García

Márquez”, dice un crédito. Y dice otro: “Escrita por Paz Alicia Garciadiego”. Así de

contundente.

Aquí no estamos ante la adaptación párrafo a párrafo de una novela —casualmente

escrita cámara en mano—, sino ante la re-creación de una historia. Sin limitaciones.

Permítame, profesor Ramírez Ospina, que retome su artículo ya citado: “La libertad del

novelista es grande. La del guionista, casi nula. Este último tiene que verter una historia

poderosa, fuerte, honda y convincente, pero tiene que hacerla posible para una cámara”.

Madame Garciadiego trasciende este postulado: se apropia del alma del coronel y lo

traspone con entera libertad del Caribe colombiano al Caribe mexicano, del desencanto

posterior a nuestra guerra de los Mil Días al de sus guerras religiosas, y nos muestra que en

todas partes es igual, que nuestras guerras nos dejaron a todos perdidos en idénticos

lodazales. Que el mismo personaje sufre las mismas derrotas en nuestro país que en el suyo;

en el país de cualquiera. Todos nuestros padres son el coronel. Lo que hace tiempo

sospechábamos: el hombre es uno en todas partes, todo el tiempo. Edipo puede ser rey o

alcalde.

El coronel de Ripstein

Aun así, imposible no buscar en el coronel de Ripstein al coronel de García Márquez. Son

el mismo y no son: difícil dualidad para quienes sentimos más afecto por el escritor que por

el director. Sobre todo porque uno y otro son intocables.

Intocable cada uno en su campo. Que en el cine, ya lo dije, de Gabo no hay una sola

película que haya de perdurar. Hay momentos, pero no obras. Tal vez algunos pasajes de la

Eréndira de Guerra: la atmósfera del caserón, las pesadillas formidables de la abuela Irene

Papas. El rostro de Ornella Muti como la Ángela Vicario de Crónica de una muerte

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anunciada. El Juan Sáyago de Gustavo Angarita haciendo crochet en el último Tiempo de

morir. No más.

Intocable Ripstein, sin duda el director más importante de América Latina (bueno,

habrá que esperar a ver qué hace Walter Salles después de Estación Central). Aunque yo

desde hace años vengo haciendo un paralelaje —necio quizá— entre Ripstein y Francisco

Lombardi, y película tras película encuentro que cada vez hay un no-sé-qué en lo del

mexicano que me deja descontento y en cambio lo del peruano me gusta más. Algo

relacionado con el desarrollo de la historia, como si a pesar de la fuerza dramática no

hubiera causalidad suficiente para el desenlace… No sé. Reflexionaré, estudiaré y escribiré.

La gran virtud del cine directed by Arturo Ripstein está en los diálogos, lo cual es

mérito sobre todo de doña Paz Alicia. Recuerdo uno muy bello entre la gorda y el calvo de

Profundo carmesí (1996), cuando él le dice que no sabe cómo hasta entonces ha podido

vivir sin ella. “No vivías —replica Coral—: me esperabas”.

Y los diálogos son a la vez la mayor cualidad y el peor defecto del Coronel

ripsteiniano. Curioso: que en el libro predomina lo visual mientras en la película predomina

lo auditivo. Pero es necesario que así sea, pues los personajes de una cinta como esta no

pueden estar callados cerca de dos horas. Además, que donde el escritor señaló con un par

de frases que ella había ido a empeñarle el anillo de matrimonio al cura, la cámara tiene que

mostrarla en el acto de hacerlo y eso cuesta parlamento. Así es el cine.

Hablan y hablan el coronel y su esposa, y los suyos son unos diálogos sin tregua en

que se acosan uno a otro y cada uno se evade con dificultad y lanza un contraataque: a

veces para defenderse a sí mismo, a veces para proteger al otro de la zozobra. Lo más

bonito son esas mentiras —más ingenuas que piadosas—, fieles en esencia a las del libro:

como cuando ella se congratula del escaso apetito de los asmáticos o cuando él afirma que

están bien los huecos en los zapatos porque gracias a ellos el pie respira mejor.

A diferencia de la original, la mujer no espera el final para estallar sino que desde el

comienzo se levanta contra su desgracia. Si en el libro no tenía nombre, en la película se

llama Lola. Lola la española, la cuota ibérica en el reparto para justificar el aporte

económico de los coproductores. Felizmente encargada a una Marisa Paredes que en todo

lo que hace es magnífica: diva rodando al abismo en las películas de Almodóvar, ahora

compañera del coronel en el abismo.

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El coronel, en cambio, está lleno de altibajos. Si bien la actuación de Fernando

Luján es convincente, es desde la concepción del personaje que algo no funciona. Cierto

que Garciadiego y Ripstein logran capturar el espíritu de este héroe malhadado, pero

también es cierto que a ese espíritu le falta forma para ser el gran protagonista de una

tragedia. Me parece que no recoge la fortaleza de su correspondiente literario.

Y aquí aprovecho para mencionar dos elementos que son de la película y no del

libro. Ambos muy peligrosos, pero bien sorteados. Uno es el melodrama, tan mexicano. Ese

lloriqueo del coronel ante la prostituta, preguntándole si acaso habrá tenido un hijo de

Agustín porque “se me murió la sangre”; y el rollo del trapecista Nogales con la misma

mujer, y el encuentro de ella con la vieja Lola; y más que todo, el discurso de ella sobre su

amor por el muerto…

El otro es la prostituta misma. De los múltiples agregados de Ripstein para que su

película pudiera durar mucho más de setenta páginas, el más exótico. Un personaje que

entra con suavidad a la historia, se acomoda bien, permite el lucimiento de la chica Hayek

(especialmente en la hermosa secuencia del paquete de comida) y desaparece con

discreción hasta ese aplauso absurdo de la escena en que el viejo recupera el gallo y sale del

circo1.

Final con sombra y luz

Es justo reconocerlo: Arturo Ripstein se ha acercado más que ningún otro director a ese

algo terriblemente inasible para el cine que hay en la literatura de García Márquez. Se ha

acercado. Pero algo le impidió hacer la película que siempre estuvo implícita en El coronel

no tiene quien le escriba.

1 Paz Alicia Garciadiego aseguró años después, en una entrevista que me concedió durante el Festival de Cine

Colombiano de Medellín, en agosto de 2007, que el personaje de la prostituta no fue creado ni inflado para

Salma Hayek. Dicho personaje tiene por finalidad permitir que la narración cinematográfica fluya en orden

cronológico y sin tener que acudir a los flashbacks para contar la historia del hijo del coronel: “Necesitábamos

un testigo que hablara por el hijo”. Además, “…la posibilidad de que el personaje de Marisa Paredes tuviera

una interlocución con una mujer exactamente su antípoda, me creaba un momento dramático que no me

creaba fricción en la trama básica sino que me la enriquecía” (catálogo del IX Festival de Cine y Video de

Santa Fe de Antioquia, 2008).

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Difícil saber qué es ese algo: el que lo descifre hará la gran película de su carrera. Se

me ocurre la idea peregrina de Emir Kusturika rodando una nueva Eréndira2. En cuanto a

Ripstein, dicen por ahí que tiene el antojo de medírsele a un remake mexicanizado —

claro— de Crónica de una muerte anunciada. Supongo que el Nobel no se opondrá,

porque este viejo amigo suyo está bien cerca de su obra.

Al fin, el coronel de Ripstein es casi como habría sido el coronel de Gabo si hubiera

sido mexicano y si hubiera sido cine.

Termino con un apunte feliz. La película se encuentra con el libro en el final. Otra

opción le habría granjeado a Ripstein el repudio de todos nosotros. Por un antiguo vicio que

tengo de leer primero la última página de los libros y por la obvia razón de que si alguna

novela tiene un final impactante es El coronel no tiene quien le escriba, me inquietaba

mucho la forma en que la película llegaría a tal instancia. Lo hace bien. Tras ese diálogo

denso que tendrá como punto de culminación la epifanía del coronel, lo que en la narración

literaria es un párrafo en la narración cinematográfica es un paneo por la habitación. Un

obsesivo como yo —si fuera su película— habría sobrepuesto en la pantalla las frases; y la

cámara diría: “El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su

vida, minuto a minuto—, para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en

el momento de responder”.

—Coronel (plano entero y paneo a la derecha): Mierda.

César Alzate Vargas

Artículo publicado en:

Revista Kinetoscopio N° 52, Medellín, 2000

Libro Para agradar a las amigas de mamá, 2009

2 En realidad, Kusturica llegó a pensar más bien en El otoño del patriarca y hasta alcanzó a anunciar, en

rueda de prensa compartida con García Márquez en La Habana, en 2006, que haría esta adaptación. Después,

en Medellín, en 2009, confesó que el proyecto estaba indefinidamente postergado.