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Saber Morir: Conversaciones

COLECCIÓN PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

Ilan Stavans y Raúl Zurita

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Parte I:Saber Morir

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Ilan Stavans: ¿Tienes miedo de la muerte?Raúl Zurita: A veces, cuando estoy a punto de quedarme

dormido, abro los ojos de golpe y mientras me siento en la cama me digo que así será. No pasarán más de unos segun-dos, apenas un chasquido de dedos ¡y ya! ¡Listo! La muerte es un hecho inminente y seguramente es imposible evitar un temor, aunque es tonto temerle a lo irremediable.

is: ¿De dónde viene ese temor? La muerte podría generar alegría de igual manera.

RZ: Me imagino que sí, júbilo incluso, por fin tú y tu des-tino serán uno. Pero hay algo que me excede infinitamente, que nos excede a todos, y es morir a manos de otros seres humanos. Vivo en un país de desaparecidos, donde miles de personas fueron rematadas después de someterlos a supli-cios indescriptibles: cuerpos aún vivos a los que les arranca-ron vivos los ojos antes de hacerlos desaparecer en el mar, cadáveres con todos los huesos fracturados amarrados con alambres de púas y con las bocas abiertas que les habían llenado de tierra. No existe un lenguaje para ese extremo del horror, no tenemos palabras para describir el instante en que un cuerpo que está siendo torturado pasa a ser un

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cuerpo muerto. Más allá de todo, más allá de la compren-sión, más allá de cualquier creencia y fe, solo ruego, rezo, que ese último instante haya borrado de ellos el terror y el sufrimiento y, como en el poema de Dylan Thomas, aunque destrozados la muerte no tendrá dominio. Si no es así, el horror sería más grande que el horror y lo humano la más atroz de las pesadillas. Pero no puedo pensarlo mucho por-que enloquecería, escribo porque no puedo pensar mucho en eso, solo escribirlo.

IS: Yo vengo de una familia en la cual ocho de cada diez miembros fueron acribillados –en ejecuciones, en campos de concentración, en cámaras de gas– durante el Holo-causto. De ahí pues que viva con la culpa de los vivos: ¿por qué yo? ¿Cuáles fueron las casualidades, los accidentes, la configuración de las estrellas, que se llevaron a cabo para que yo esté aquí, para que esté en el reino de los vivos? Sé que a veces esas arbitrariedades eran insignificantes: una vuelta de esquina, el retraso de un tren, el reloj que mar-caba la hora equivocada. Sea como sea, aquí estoy. Y aquí no están ellos, los otros, mis parientes, que para mí y para el resto no tienen nombre ni cara. Sí, Raúl: nuestro lenguaje es pobre, ineficiente. En la palabra muerte, en la palabra “horror” no cabe todo lo que queremos –lo que debemos– decir cuando nos sabemos afortunados, cuando sabemos que nuestras voces son también las voces de los que no están, de los que hubieran podido ocupar nuestro lugar. La vida es un juego de dados. No somos nosotros quienes lo jugamos sino el azar.

RZ: Le rezo pues a un Dios inexistente sabiendo de ante-mano que no existe. A los sesenta y tres años, la hipótesis de morir pronto es una hipótesis realista y eso en sí no me ins-pira temor. A veces me despierto con una casi desesperada

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solidaridad con los que mueren, con los que han muerto bajo suplicios, con los que morirán esta noche, luego me duermo y lo olvido.

IS: A mí me ocurre algo similar. Cada noche, al cerrar los ojos, tengo la impresión fugaz que no podré abrirlos nue-vamente, que se quedarán así, cerrados para siempre. Por lo general, me da miedo cerrar los ojos. Me da la impre-sión que perderé algo importante, que la narración que es la vida quedará interrumpida. El ritual, pues, es el mismo: me quedo dormido abriendo siempre los párpados, a cada minuto, para cerciorarme de que la realidad sigue en su lugar, que las cosas están en su sitio, que el presente sigue siendo el presente. Una vez, cuando era niño, me convencí de que había pasado toda la noche con los ojos abiertos.

RZ: Los niños tienen una relación con la muerte fuer-tísima que uno tontamente tiende a restarle importancia. Lo viví con un hijo muy pequeño. En el jardín infantil le habían hablado de Jesús y la Virgen María y él entendió que para verlos tenía que morirse. Llegó con una angustia feroz y mi primera reacción fue decirle que no pensara en eso porque le faltaba demasiado y él me respondió que igual para ver a Jesús se tenía que morir. Entonces dije la mentira más enorme que he dicho en mi vida: hijo, no se preocupe, cuando sea viejito usted va a elegir y si no se quiere morir no se muere, nadie lo va a obligar. ¿Has escuchado una men-tira más infinitamente mentira que esa? Me partió el alma.

IS: A diario pienso en cuál será para mí esa experiencia: ¿en qué momento y dónde me encontrará la muerte? ¿Qué día del año, a qué hora? Acaso sea un 20 de junio, como hoy, en que escribo esto. Podría recortar mi vida longitudi-nalmente y establecer una secuencia de veintes de junio: en el primero yo tenía poco más de dos meses y estaba en un

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edificio en la Colonia Roma, Distrito Federal, al que nunca he vuelto (y que ni siquiera sé si siga existiendo); otro un año después, dos, tres cuatro, cinco, siempre en escenarios distintos, con ropa que hoy parece un disfraz, peinado a la antigua… Tenemos la manía de ver el pasado en fotogra-fía, tal es el impacto de ese medio en nuestra apreciación de las cosas. Pero no te hablo de fotografías reales sino de esos veintes de junio, la persona que yo era, que yo fui, que yo creí ser, que yo debía ser en ese instante. Y, de pronto, ¡bum!, el último 20 de junio se cierne sobre mí, lo concluye todo, pone un hasta aquí narrativo. Sin saber, esa fecha casual, insignificante, consuetudinaria, se convierte en un broche, un final. Un final que no es otro principio. Un final irrevocable, después del cuál, ¿qué hay? El silencio, la nada.

RZ: A veces me imagino las sucesivas muchedumbres en las que ni yo ni mi mujer estaremos, y no puedo evitar un cierto dolor. Hay un poema de Nicanor Parra, “Discurso fúnebre”, en que un individuo pregunta desaforadamente a todos los que están “en el oficio de la muerte”, al cura, al médico, al sepulturero, “si hay o no vida de ultratumba”. “¡Alguien tiene que estar en el secreto!”, grita. Es un gran poema shakesperiano que él llama “parlamentos dramáti-cos”. En Parra siempre el humor es dramático. Es el humor menos humorístico que haya visto en mi vida.

IS: Ese es el único tema del cual nadie sabe absoluta-mente nada. ¿Qué pasa del otro lado? Mejor dicho, ¿pasa algo del otro lado? O bien, ¿hay de verdad otro lado? No hay respuesta, lo que para mí es mejor. Porque la vida es una serie de preguntas sin respuesta. Cuando finalmente llega la respuesta, tiene cara de muerte. Hay un cuento hasí-dico adjudicado al Baal Shem Tov en el que un talmudista regresa decepcionado del Más Allá. “Nada que reportar”, le

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dice a su discípulo. “Todo es tedioso. Porque allá nadie tiene el menor interés en el Más Acá”.

RZ: “Nada que reportar”. Genial, es la anti-Divina Come-dia. Es del Más Acá de lo que hay que reportar. No sabe-mos nada ni sabremos nada de la muerte, solo indagar en sus bordes. Es lo que hace Homero, Dante, Shakespeare, Neruda en “Solo la muerte”, y en Blade Runner está el único monólogo que siento que a todos ellos les faltó escribir. La escena es una de las más extraordinarias que yo al menos he visto en cine y sin embargo parece que fue improvisada. Es lo que dice Roy Batty, el replicante que está muriendo:

He visto cosas que ustedes no creerían:He visto naves de guerra ardiendo más allá de Orión.He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de

Tannhäuser.Todos esos momentos se disolverán en el tiempo como

lágrimas en la lluvia.Es hora de morir.

IS: Me recuerda el “Salmo 23”: “el valle de la sombra de la muerte”. Todos los veintes de junio se perderán en ese agujero negro que es el anti-tiempo.

RZ: Es tan fuerte que todas las caras que conservaste en tu memoria (ojalá por amor y no por odio), las ciudades, los cielos, que “esa rosa amarilla entrevista al amanecer años antes de que tu nacieras” que menciona Borges en el segundo de los “Two English Poems”, mueran contigo cuando te mueras y que hayas sido tú el único espectador de películas fabulosas que jamás se filmaron, de cuadros que jamás fueron pintados, de poemas alucinantes y nove-las que nunca fueron escritos. Un solo segundo de la vida es todo eso y es tan increíble que esas millones de escenas se

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disolverán “como lágrimas en la lluvia”. Desde que vi Blade Runner no me puedo sacar esa imagen de encima, es como si me la hubieran tatuado.

IS: Cada uno de nosotros es una narración en la cual somos creadores, autores y espectadores. Otros nos ven, compartimos con ellos el viaje. Pero en realidad se trata de un viaje rumbo al solipsismo: de nosotros, por nosotros, hacia nosotros y para nosotros solamente. La memoria dura lo que nosotros duramos…

RZ: Dura entonces muy poco…IS: Pienso en “El Aleph”, que acaso sea un cuento sobre

la muerte –al menos la de Beatriz–. La visión del narrador, llamado Borges, en ese sótano de Buenos Aires, es, quizás, la de un memento mori: el instante en el cual todo converge: tiempo y espacio, nuestra dimensión emocional, ese ins-tante que es una eternidad –el presente perfecto–. Aunque ese párrafo supremo está contado en pasado: “Vi el popu-loso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de Amé-rica…”. Claro que el pasado en la literatura es siempre el presente en la realidad. Dos de las secciones que más me inquietan de esa descripción de Borges son cuando dice “vi mi dormitorio sin nadie”, y, después, “vi tu cara”.

Porque el momento de morir es –tiene que ser– lo que el cabalista español Abraham Abulafia describía como la unio mystica, el momento clave, supremo, en el que yo dejo de ser un yo y me vuelvo un tú, el tú cabal, el tú cósmico. Esa transición, ese viaje, es un acto de simultaneidad. Porque la simultaneidad es un enlace entre el todo y la nada. Por muchos años, Raúl, yo le temía a esa transición. Pero ya no… Se ha apoderado de mí una cierta tranquilidad interior. Llegue cuando llegue, estaré contento.